Como Ser Libre - Tom Hodgkinson

July 19, 2017 | Author: abiati | Category: Liberty, Late Middle Ages, Truth, Happiness & Self-Help, Capitalism
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Indice Introducción.....................................................................................

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I. Deja a un lado la ansiedad: despreocúpate ......................... 13 II. Rompe las cadenas del aburrimiento ................................. 25 III. La tiranía de las facturas y la libertad de la sencillez............................................................................ 35 IV. Desprecia la trayectoria profesional y todas sus promesas vacías .............................................................................................. 45 V Sal de la ciudad ......................................................................... 57 VI. Termina con la guerra de clases .......................................... 7 VIL Deshazte del reloj ................................................................ 8 VTII. Deja de competir............................................................... 89 IX. Huye de las deudas .............................................................. 105 X. Muerte a las compras, o cómo huir de la prisión del deseo consumista ........................................... ................. 117 XI. Haz pedazos las cadenas del miedo ................................... 129 XII. Olvídate de los gobiernos .................................................. 139 XIII. Di no a la culpa y libera tu espíritu................................ 153 XTV. Basta de tareas domésticas, o el poder de la vela... 161 XV. Deja a un lado la soledad.................................................... 175 XVI. No sigas sometiéndote a las máquinas, utiliza las manos ................................. ............................................... 181 XVII. Elogio de la melancolía................................................... 193 XVIII. Deja de quejarte: alégrate ............................................. 205 XIX. Vive sin hipotecas: conviértete en un nómada feliz .......................................................... .............................. 211

CÓMO SER LIBRE

XX. La familia antinuclear ......................................................... XXI. Desarma al dolor ............................................................... XXII. Deja de preocuparte por la pensión y créate una vida ..................................................................................... XXIII. Aléjate de la grosería y dirige tus pasos hacia una nueva era de educación, civismo y cortesía ................. XXfV. Los puritanos engreídos deben morir ......................... XXV. Vive sin supermercados .................................................. XXVI. El reino de la fealdad ha muerto: ¡Larga vida a la belleza, la calidad y la fraternidad! ................................. XXVII. Derroca la tiranía de la riqueza .................................. XXVIII. Rechaza los despilfarras: ahorra ............................... XXIX. Deja de trabajar, comienza a vivir ...............................

223 231 239 247 259 265 275 283 291 297

Lecturas adicionales ....................................................................... 309 Fuentes de información adicionales ................................................ 321 Agradecimientos ............................................................................. 327

Introducción

«En cada grito de cada hombre, en los clamores de miedo de los niños, en cada voz, en cada proclama, oigo las cadenas forjadas por la mente». WLLLIAM BLAKE, Cantares

de

experiencia, 1794

Éste es un libro sobre la buena vida que esconde en el fondo una verdad sencilla: cuando abrazas a la señora Libertad la vida se vuelve más fácil, más barata y mucho más divertida. Mi intención es mostrarte cómo deshacerte de las cadenas forjadas por la mente y volverte libre para construir tu propia vida. Después de terminar mi último libro, Elogio de la pereza, me di cuenta de que para mí la holgazanería es prácticamente sinónimo de libertad. Ser un holgazán es vivir conforme a tus propias normas. Ser un holgazán es unificar lo que se ha separado. He tratado de unir tres corrientes de pensamiento en una sola filosofía para la vida diaria: libertad, diversión y responsabilidad o bien anarquía, medievalismo y existencialismo. Es una visión de la vida que también se conoce como pasarlo bien y hacer lo que quieras. El mundo occidental ha permitido que la libertad, la diversión y la responsabilidad desaparecieran de él, de nosotros, para susti-

CÓMO SR LIBRE

tuirlos por la codicia, la competencia, la lucha solitaria, el color gris, las deudas, McDonald's y GlaxoSmithKline1. La era del consumismo ofrece muchas comodidades pero pocas libertades. Los gobiernos por naturaleza perpetran infinitos ataques contra nuestras libertades civiles. La salud y la seguridad se utilizan como excusa para ampliar el poder de los gobiernos. En la búsqueda de la libertad yo me definiría como un anarquista. En la anarquía los contratos se hacen entre individuos, no entre ciudad y Estado. Esto se fundamenta en la opinión de que las personas son básicamente buenas y que se les debería dejar en paz, más que en la opinión puritana de que todos somos malos y debemos ser controlados por la autoridad. En la Edad Media, a pesar de que existían jerarquías, solíamos organizar las cosas nosotros mismos. La amplia mayoría de las cadenas de las que trata este libro no habían sido inventadas. La vida la determinaba uno mismo y era muy variada. Lo que necesitamos ahora es una redefinición radical de las relaciones humanas que se base en las necesidades locales más que en la codicia del capitalismo global. Nuestras vidas se han dividido en un millón de fragmentos y nuestro objetivo ahora es volver a juntarlos todos en unidad y armonía. Para conseguir este objetivo no sólo nos ayudamos del ejemplo del sistema medieval y de los anarquistas y exis- tencialistas, sino también de toda una serie de personajes que han existido a lo largo de la historia. Nos serviremos de los testimonios de Aristóteles, san Francisco de Asís, santo Tomás de Aquino, los románticos, William Cobbett, John Stuart Mili, John Ruskin, William Morris, Oscar Wilde, los seguidores del movimiento Back to the Land (en español, regreso a la tierra), G. K. Chesterton, Eric Gilí y los distri- butistas, Bertrand Russell, George Orwell, los situacionis-

xoSmithKline (GSK) es una empresa británica de productos farmacéuticos, de o dental y cuidado de la salud. Se trata de la segunda compañía farmacéutica más e del mundo. (N. delT.)

INTRODUCCIÓN

tas, los yippies2, los punks y radicales de la década de 1970 tales como John Seymour, Ivan Illych y E. F. Schumacher. Todos ellos forman parte de la larga historia de la promoción de la idea de la colaboración, a través de la cual sea posible una verdadera libertad en lugar de competencia. Como veremos existe ahí fuera una consolidada tradición que rechaza el dinero, la propiedad y el mundo de los negocios como elementos esenciales de la vida. El objetivo es dejar de esperar que los demás nos resuelvan la vida y, en lugar de ello, confiar en que nosotros mismos podemos hacerlo. Somos espíritus libres. Nos resistimos a la intromisión y a interferir en los demás. En este libro examino las barreras de la libertad y cómo podemos librarnos de las preocupaciones, del miedo, de las hipotecas, del dinero, de la culpa, de las deudas, de los gobiernos, del aburrimiento, de los supermercados, de las facturas, de la melancolía, del dolor, de la depresión y del despilfarro. Les damos a estos enemigos un poder sobre nosotros y solamente podemos quitárselo nosotros mismos. Es inútil quedarse sentado quejándose y esperar a que sea otro quien haga el trabajo en nuestro lugar. Cuando nos demos cuenta de que estos impedimentos constituyen uno sólo y que han sido forjados por nuestra mente, entonces, ¡eureka! veremos cómo se abre la puerta que da al jardín de la libertad. La vida consiste en volver a recuperar las libertades perdidas. En el colegio y el trabajo nos animamos unos a otros a creer que no somos libres ni responsables. Creamos un mundo de obligaciones, deberes y cosas que hacer y nos olvidamos de que la existencia debe vivirse con espontaneidad, alegría y amor. Aquí observo y busco en el pasado ideas para el futuro. Los griegos volvían la mirada a la edad de oro de la mitología, los romanos a los griegos, Virgilio y Ovidio a un

Los yippies eran los seguidores del Partido Internacional de la Juventud (You International Party, YIP), partido político altamente teatral establecido en Estad Unidos en 1967. Formaban parte de los movimientos de libertad de expresión y an guerra y constituían una alternativa contracultural a la moralmente estricta seriedad menudo asociada a los representantes de esos movimientos. (N. deIT.) 2

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amor bucólico, los medievales también a Grecia y a una vida más sencilla. Es más, uno de los elementos característicos de cada época es la reconstrucción de «aquellos tiempos» en que la gente vivía feliz y las cosas eran más fáciles. El hecho de remontarse a un pasado imaginario ideal no es una simple nostalgia escapista; por el contrario, se trata de un método de avance, de decidir cuáles son nuestras prioridades en la vida. Y el pasado es el mejor lugar para buscar ideas sobre cómo vivir, porque el futuro es pura fantasía y el pasado ocurrió de verdad. El sueño de una utopía tecnológica del futuro en el que las máquinas hacen todo el trabajo es un sinsentido. ¿Cómo ser libre? Bueno, te guste o no, eres libre. La cuestión es si decides ejercer esa libertad: existe en el corazón del hombre un vacío esencial. Hemos creado nuestro propio universo. La vida es absurda. Dios es amor. Somos libres.

Deja a un lado la ansiedad: despreocúpate

«Vivid alegremente, amigos míos, libres de preocupaciones, perplejidad, angustia y sufrimiento mental, vivid alegremente».

MARSILIO FICINO, Anatomía de la

melancolía, 1621

«¡Dadme mi arco ardiente! ¡Dadme mis flechas de deseo!». WILLIAM BLAKE, Milton, 1804 «No nos importa». ESLOGAN PUNK, 1977

Con respecto a la ansiedad te digo: «No es culpa tuya». Deshazte de esa carga, esa sensación espantosa, lacerante que te remueve el estómago, que las cosas conllevan una continua sensación de impotencia no es más que el resultado de vivir

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en una era de desazón, oprimidos por los puritanos, apresados por el trabajo, humillados por los jefes, atacados por los bancos, seducidos por la fama, aburridos por la televisión; siempre esperando, temiendo o arrepintiéndonos. Eso —esa cosa, el hombre, el sistema, el grupo, el conjunto o como quiera que llamemos a las estructuras de poder— quiere que estés nervioso. La ansiedad se amolda muy bien al statu quo. Las personas ansiosas se convierten en buenos consumidores y buenos trabajadores. Los gobiernos y las grandes empresas desean, por tanto, el terrorismo, lo adoran, es bueno para los negocios. La ansiedad nos conducirá al reconfortante refugio de las compras con tarjeta de crédito y de la comida basura, de modo que el sistema provoca ansiedad de forma deliberada mientras promete hacerla desaparecer. El verdadero flujo de historias de miedo que aparecen en los medios sobre el aumento de delitos hace que nos sintamos ansiosos. Los periodistas quieren proporcionarnos entretenimiento y cotilleos, historias que alimenten nuestra necesidad de escándalo y terror. Lo hacen bien. Echa un vistazo un día cualquiera al Daily Mail y verás que nueve de cada diez historias son negativas e inquietantes. Cada boletín de radio o cada telediario, cada periódico y muchas de nuestras conversaciones frecuentes conllevan el mismo mensaje: ansiedad, ansiedad y ansiedad. Hay un mundo peligroso en nuestro entorno, lleno de terroristas, asesinos locos, suicidas y lanzadores de bombas, ladrones, canallas y desastres naturales. ¡Quédate en casa! ¡Mira la televisión! ¡Compra cosas por Internet! ¡Enróscate en el sofá a ver un DVD! Según decía la canción de Black Flag1 TV Party: «Las noticias de la televisión saben lo que ocurre ahí fuera, ¡da miedo!». Al igual que en la novela 1984, de George Orwell se nos dice que vivimos en un estado de guerra perpetuo —sólo que a veces el enemigo cambia—. Ya no estamos en guerra con el IRA; ahora es con-

Black Flag era una banda norteamericana de puní: rock fundada en 1(>76 en el sur de alifornia por Greg Ginn. F.l nombre de la banda, Bandera negra, es uno (lelos mbolos anarquistas. (N. del T.)

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tra Al Qaeda. El enemigo es diferente, pero la ansiedad es la misma e igual el resultado final: impotencia masiva. Pero si nos molestamos en analizar estos mitos durante unos segundos, enseguida se muestran como simples invenciones de conveniencia. Según el brillante psicoanalista, especializado en ansiedad, Brian Dean, lo cierto es que los índices de criminalidad han permanecido bastante constantes durante los últimos 150 años. Además mantiene que nuestro miedo a la criminalidad es enormemente desproporcionado con respecto a la realidad. Lo cierto es que nos enfrentamos a un peligro mucho mayor de accidentes de automóvil y de enfermedades del corazón que de criminalidad. En el Reino Unido mueren diez personas al día por accidentes de tráfico y cientos por enfermedades del corazón, pero nadie dice que se prohiban los coches ni que se criminalice el estrés, que es la raíz del problema: «Nuestras creencias programan nuestra realidad. Si creemos que el universo es fundamentalmente inseguro, vamos a sentir esa ansiedad perpetua —lo cual no es un buen modo de hacer funcionar nuestra mente—». Nuestro trabajo organizado dentro del maldito sistema de empleos no ayuda y nos condena, como hace con muchos de nosotros, a un trabajo duro, sin sentido. E. F. Schumacher fue un gran pensador que se escondía tras el libro Lo pequeño es hermoso. Anarquista y holgazán de corazón sostenía que la enorme, gigante, imposible y vertiginosa magnitud del capitalismo de hoy día mina el espíritu. También creía que tal enormidad había convertido al trabajo en algo carente de sentido, aburrido, destructivo, algo que hay que aguantar, un mal necesario más que un placer. En su libro El buen trabajo argumenta que la sociedad industrial provoca ansiedad porque al centrarse principalmente en la codicia —o lo que los medievales llamaban el pecado de la avaritia— no nos deja tiempo para la expresión de nuestras facultades más nobles: en todos sitios aparece esta nefasta característica de estimular de forma incesante la codicia y la avaricia... mecánica, artificial, separada de la naturaleza, que sólo utiliza la parte más pequeña de las habilidades potenciales del hombre y sentencia a la gran

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mayoría de los trabajadores a pasar su vida laboral de una forma carente de retos que merezcan la pena, de estímulos para buscar la propia perfección, de oportunidades de avanzar, de elementos de belleza, verdad y bondad. Digo, por tanto, que es un gran mal —quizá el más grande— de la sociedad industrial moderna que por su naturaleza inmensamente compleja impone un estrés nervioso excesivo y absorbe una enorme cantidad de la atención del hombre. En el actual estado de cosas cuando no estamos trabajando estamos consumiendo. Salimos por la puerta de la fábrica y volvemos a verter nuestro salario en el sistema cuando vamos a Tesco's2. Sufrimos una extraña escisión en el papel que tenemos en la sociedad entre el de trabajador y el de consumidor, el oprimido y el cortejado. Al menos en el siglo xix la gente sabía que no eran más que un par de manos que hacían funcionar una máquina y que estaban siendo explotadas para el beneficio de otro. Por tanto quizá era más fácil rebelarse. El contrato era sencillo. Es cierto que todos sabemos que surgió una fuerte cultura de resistencia entre los trabajadores del siglo XIX, la era del trabajo y la esclavitud. Sin embargo, cuando hoy salimos por la puerta de la fábrica y emprendemos nuestro camino de vuelta a casa lo hacemos acompañados de anuncios por todos lados. La cultura de servicios nos convierte en pequeños príncipes rodeados de cortesanos de sonrisa afectada, ansiosos por ganarse nuestro favor para que les terminemos dando nuestro dinero o dejemos que desplieguen sobre nosotros sus malvadas intenciones. Hacen que nos sintamos importantes. El mundo de la publicidad practica sus oscuras artes de seducción. En La sociedad del espectáculo (1967) el extraordinariamente despreocupado situacio- nista Guy Debord lo dice del siguiente modo: «El trabajador que de repente es redimido del desprecio absoluto que le proporcionan de forma clara todas las modalidades de la organización y supervisión o de la producción se encuentra ahora cada día fuera de ella, bajo el disfraz de consumidor; aparen-

esco's es una conocida cadena de supermercados de (irán Bretaña, (N. de i T.)

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temente se lo trata de adulto con solícita cortesía. Entonces el humanismo de la mercancía se hace cargo del "ocio y la humanidad" del trabajador». El mundo de la publicidad se refiere a nosotros como a los famosos: «Porque tú lo vales», dice. Nos halaga y saluda con reverencia y lo sigue haciendo hasta el momento en que entregamos nuestra tarjeta de crédito. En ese momento nos deja a un lado y nos condena al purgatorio de la cola del servicio de atención al cliente durante toda la eternidad. Qué estúpidos somos. Seguro que todo el boato del control del Estado moderno está también diseñado para ponernos nerviosos. Las mismas instituciones y aparatos que se nos venden como comodidades y medidas de seguridad crean inseguridad al recordarnos constantemente los peligros. La Policía, los radares que controlan la velocidad, las cámaras de circuitos cerrados de televisión y alarmas antirrobo. Esos dos oscuros carceleros que son la Salud y la Seguridad son utilizados por los entrometidos para endilgar ataques cada vez más severos contra nuestras libertades. Merece la pena recordar, por ejemplo, que cuando el ministro del Interior inglés, Robert Peel, propuso la aparición de una fuerza policial en 1828, hubo una enorme protesta por parte del pueblo, que se quejaba del ataque que tal idea representaba a sus libertades. Antes de la fuerza policial dirigida por el Gobierno la aplicación de la ley estaba a cargo de guardias elegidos a nivel local. Ahora existe una colosal maquinaria del Estado que se encarga de unos cincuenta mil delincuentes en este país, mientras que los sesenta millones de ciudadanos honrados tienen que sufrir. Estos aparatos son un ataque al gozo espontáneo de la vida, al placer. Estoy en contra de la delincuencia, pero no porque desapruebe moralmente el incumplimiento de la ley —de hecho, me siento atraído por los delincuentes y los chicos contemplados en la Ley de Comportamiento Antisocial3, pues su

Esta ley, llamada ASBO (Anti-Social Behaviour Order), fue introducida en Gran Bretaña por Tony Blair en 1999 y permite castigar con penas de hasta cinco años de cárcel a quienes mantienen una actitud incívica. (N. del T.) 1

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criminalidad transmite su resistencia a someterse a la autoridad. La delincuencia es un indicio de vida—, sino porque alimenta el sistema gubernamental: por cada delito cometido hay un ataque diez veces superior a las libertades personales. Una bomba conduce a mil leyes nuevas. A los gobiernos les encanta la delincuencia puesto que les proporciona una razón para existir —la protección de la ciudadanía— y una excusa para controlarnos. Por tanto el verdadero anarquista debe evitar los actos delictivos a toda costa. El libro 1984 de George Orwell también se está haciendo realidad en otros sentidos. En el momento en que escribo esto, el gobierno estadounidense intenta lograr que se le muestren los registros de Google, el motor de búsqueda que puede registrar todo lo que hemos consultado en Internet, para conseguir así conocer el funcionamiento más profundo de nuestras mentes. Internet amenaza con pasar de ser una herramienta de liberación a otra de vigilancia, un espía en el interior de cada hogar. Supongo que podría ocurrir lo mismo con nuestros correos electrónicos. Nuestras conversaciones más íntimas quedan registradas, guardadas y permanecerán por siempre en un disco duro gigante por si las autoridades necesitan echarles un vistazo en el futuro. El Gran Hermano no sólo nos vigila, sino que nos escucha a hurtadillas e incluso mira en el interior de nuestros cerebros y examina el contenido de cada una de nuestras almas, y es más, somos nosotros quienes nos hemos entregado de forma totalmente voluntaria a este sistema. Esto no ocurría con el correo postal. Y ahora existe una nueva amenaza a nuestras libertades en el Reino Unido en forma de documentos de identidad, en los que quedarán registrados nuestros delitos menores. La ansiedad y el hecho de que todos estemos rodeados de agentes que la potencien están en la misma esencia del proyecto capitalista. Esa es la razón por la que digo: «No es culpa tuya». El mismo mito se perpetúa por todos lados: no eres más que un objeto alejado de la felicidad. Podría ser el último disco de U2, una donación a la beneficencia, una póliza de seguros a todo riesgo, una tarjeta de crédito distinta, unas

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vacaciones fabulosas, un trabajo mejor, un coche más rápido... Sin embargo, muchas veces nos sentimos decepcionados porque este mito no ha conseguido satisfacernos e intentamos volver a por más. Según dijo el fundador de CRASS4, Penny Rimbaud, «damos de comer a la mano que nos muerde». Seguimos insatisfechos. El capitalismo decepciona de forma constante y perpetua. Aquello que promete darte la libertad se convierte en lo que te oprime. La ansiedad es el sacrificio de la creatividad puesta al servicio de la seguridad, el abandono de las libertades personales a cambio de la promesa nunca cumplida del confort, el algodón, los centros comerciales con aire acondicionado. La seguridad es un mito; sencillamente no existe. Sin embargo, esto no nos detiene en nuestra constante búsqueda de la misma. Algunos de nosotros encontramos una especie de placer en la ansiedad y en sus opuestos, igual que hay gente que disfruta al pasar del blanco al marrón, del crack a la heroína, de los subidones a los bajones. Hace poco me senté junto a un hombre genial de unos 60 años en el vagón-comedor de un tren. Me preguntó si quería echar un vistazo al Evening Standard. Le dije que no, que los periódicos me producían ansiedad con tantos problemas por los que no puedo hacer absolutamente nada. Me contestó: «Bueno, a mí me gusta sentir ansiedad. ¡Y después me tomo una copa!». Nuestro sistema médico, traficante de drogas, continúa animándonos escandalosamente a creer que las dolencias del corazón se pueden evitar mediante métodos mecánicos, como por ejemplo dejar de fumar o de tomar pastillas tóxicas, cuando es obvio que, aunque estos factores puedan contribuir, la verdadera causa de las enfermedades cardiovasculares se encuentra en tener un corazón intranquilo.

CRASS fue un grupo de música punk y una organización anarquista de o británico formado en 1977. Estaba compuesto por diez personas que vivía comunidad y que establecían entre ellos relaciones no jerárquicas y de cooperación del T.) 4

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La holgazanería, el no hacer nada —literalmente no hacer nada— puede ayudar a combatir la ansiedad. Una estrategia consiste sencillamente en olvidar, abandonarte y dejar que las cosas fluyan a través de ti. Nietzsche recomienda lo siguiente: «Cerrar las puertas y ventanas de la conciencia durante un rato; no ser molestados por el ruido y la lucha con que nuestro submundo de órganos serviciales desarrolla su colaboración y oposición; un poco de silencio, un poco de tabula rasa de la consciencia, a fin de que haya sitio para lo nuevo y, sobre todo, para las funciones y funcionarios más nobles, para el gobernar, el prever, el predeterminar (pues nuestro organismo está estructurado de manera oligárquica) —éste es el beneficio de la activa capacidad de olvido, una guardiana de la puerta, por así decirlo, una mantenedora del orden anímico, de la tranquilidad, de la etiqueta: con lo cual resulta visible enseguida que sin capacidad de olvido no puede haber ninguna felicidad, ninguna jovialidad, ninguna esperanza, ningún orgullo, ningún presente—»5. Por «capacidad de olvido» Nietzsche entiende la capacidad de aprender a vivir. El recuerdo puede ser un enemigo. ¿Cuántas veces permanecemos despiertos por la noche y sufrimos mientras le damos vueltas a todas las cosas que tenemos que hacer en el futuro y todas las que hemos hecho mal en el pasado? Por eso pienso que la idea de empinar un poco el codo de forma moderada es estupenda, siempre que la bebida sea de buena calidad. La buena cerveza es abono para el alma. Y también por eso es importante leer cosas buenas. Introducir en tu mente información e ingredientes de calidad. Una dieta de buena lectura sin periódicos ni revistas cutres hará que la ansiedad disminuya, que surjan pensamientos de primera y que nazca una persona autosuficiente y de recursos. En la horticultura el fácil método de preparar el suelo con materia orgánica fértil en lugar de cavarlo trabajosamen-

te texto pertenece al segundo tratado de Genealogía de la moral I'// e.u rito /tole de Friedrich Nietzsche. (TV. del T.)

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te todos los años está en boga. Ésta es la forma natural y de poco esfuerzo. Permite que la naturaleza sea quien se encargue de ello con una mínima intervención del hombre. Lo mismo ocurre con nuestra mente: prepárala con ingredientes, libros, comida y belleza de buena calidad, se volverá fértil y producirá cosas útiles y hermosas. Preparar la mente también implica mucho menos trabajo que el hecho de cavarla. La verdad es que esta acción puede resultar dolorosa ya que podría hacer aflorar las malas hierbas que de otro modo hubieran permanecido latentes. Si así fuera éstas germinarían y producirían una gran cantidad de trabajo nuevo, innecesario. También necesitamos una dieta de compañía estimulante, buen humor, alegría, fiesta y diversión. El «buen humor» o, por utilizar un término moderno, el «echar unas risas con los colegas» es uno de los mayores placeres que la vida ofrece y puede borrar esa sensación de ansiedad en gran parte, al demostrar que es compartida. El hacer que desaparezcan los periódicos y la televisión de tu vida será de gran ayuda. Yo me las he arreglado para leer un periódico a la semana, lo cual me deja mucho más tiempo para concentrarme en las cosas importantes de la vida, como beber y escuchar música. Sustituye a la televisión por amigos y a los periódicos por libros. Para aquellos de nosotros que estamos «encerrados en ciudades populosas», como dijo S. T. Coleridge, recomendaría especialmente evitar el metro y en su lugar ir en bicicleta. Pasé dos años en Londres yendo así al trabajo, pedaleaba veinticinco kilómetros cada día, casi dos horas, y vaya si lo disfruté. El ir en bicicleta proporciona un sentido de la libertad y del autodominio muy estimulante, así como la gozosa sensación de no estar gastando dinero. Atraviesas la ciudad, estás dentro de ella pero no le perteneces, la ves sin que te controle. En los autobuses y trenes no eres más que un objetivo de las vallas publicitarias, en cambio en la bici simplemente puedes pasar por ellas. La gente alude al «peligro» como una razón para evitar el ir en bicicleta, pero ésta es una patética excusa y un ejemplo del miserable espíritu contra el que va dirigido este libro. ¿Y qué pasa si hay un poco de riesgo en la

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vida? Es bueno. ¡Despierta! Si no puedes enfrentarte a la idea de una bicicleta, entonces reserva mucho de tu tiempo para viajar en la planta superior del autobús. También esto puede convertirse en un enorme placer por la misma razón: atraviesas la ciudad como si flotases, como un observador imparcial. Yo he experimentado momentos de verdadera alegría al ir en autobús, momentos en los que casi podría repudiar todo aquello sobre lo que he escrito y creer de verdad que este mundo es maravilloso. O ¡camina! ¡camina por los parques y admira los nobles jardines! Pero sea cual sea tu elección evita el metro. Como dice mi amigo Mark Manning, también conocido como Zodiac Mindwarp6, «No puedo sentarme a mirar en silencio a gente que no conozco». Otra estrategia para luchar contra la ansiedad es asegurarte de que tu día es variado. Una de las alegrías de vivir en este país es que hay mucho trabajo físico que hacer. Tres o cuatro tardes por semana me voy a mi huerto y planto, cavo, escardo, abono o simplemente me dedico a mirar. Una dieta de trabajo únicamente mental es agobiante. «Está claro que para un campesino es más fácil tener la mente en sintonía con lo divino que para un oficinista tenso», dice E. F. Schuma- cher. Y prueba de ello es mi vecino John, el agricultor. Dice que una de las mejores cosas de trabajar en el campo es la cantidad de tiempo que tienes para dedicar al pensamiento de calidad. Apunta otra idea: «No vayas al gimnasio». Todos los gimnasios son una combinación de vanidad y dinero con la absurda búsqueda de la perfección. Se convierten en la ética consumista trasladada al cuerpo. Son lo contrario al pensar y sus pantallas gigantes hacen desaparecer nuestras mentes y desvían nuestra atención. Nos pasamos el día mirando pantallas en el trabajo, en el gimnasio, ahora incluso los autobuses y los trenes las llevan incorporadas. Después llegamos a casa y encendemos el monitor de nuestro ordenador y la televisión. Para entretenernos vamos al cine. El trabajo, el des-

diac Mindwarp (Mark Minning) es el creador de la conocida lumia de rock nica Zodiac Mindwarp and the Love Reaction. (TV. de! i)

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canso y el juego: todos ellos implican mirar pantallas y éstas nos convierten en receptores pasivos. Hazlas pedazos y susti- túyelas por un lápiz y un papel. ¡Despídete de la televisión; saluda a la tiza! El neoludita7 Kirkpatrick Sale obró bien cuando, sobre un escenario, hizo pedazos la pantalla de un ordenador. Del mismo modo que si hacemos desfilar las vidas de otras personas por delante de la nuestra, las pantallas destruirán la responsabilidad de construir nuestra propia existencia. Observamos lo que hacen otras personas en lugar de hacerlo nosotros mismos. Esto nos convierte radicalmente en inhábiles y la impotencia conduce a la ansiedad. Y ésta a las compras, las compras a las deudas y las deudas de nuevo a la angustia. Otra solución sencilla para acabar con la ansiedad es unirse a una teología fatalista. Los católicos, por ejemplo, son probablemente menos ansiosos que los protestantes. Los budistas de forma clara lo son menos que los judíos. Si crees que no hay mucho más que puedas hacer que tenga sentido aparte de disfrutar de ti mismo, tu ansiedad desaparecerá. Si tienes esa forma puritana de pensar y opinas que eres tremendamente imprescindible para el mundo y que de verdad importa lo que tú hagas, tu ansiedad aumentará; el engreimiento la alimenta (véase el capítulo XXTV). Debemos aprender a «no preocuparnos» — no en el sentido de ser egoístas, sino en el de ser despreocupados—. Hoy nos anunciamos como personas «solidarias» y lanzamos flores sobre las tumbas de desconocidos con el fin de demostrar nuestra naturaleza solidaria ante cualquiera que pueda estar mirando. «Yo soy una persona solidaria de verdad», decimos, una expresión que precisamente no significa nada, aparte de que cargamos

El ludismo (en inglés, luddism) fue un movimiento obrero que tuvo cierto auge en Inglaterra a principios del siglo XIX. Sus seguidores se llamaban ludistas o Inditas (en inglés, luddites), nombre que tomaron del líder del movimiento, Ned Ludd. Este movimiento se oponía a toda clase de tecnología pues, según ellos, provoca que el hombre pierda su capacidad laboral y creativa para ponerse al servicio de é$ta. (TV. del T.) 1

CÓMO SER LIBRE

con los problemas de los demás, sin ninguna consecuencia beneficiosa y práctica. El decir que eres solidario denota hipocresía. Por tanto, liberarte de las preocupaciones y convertirte en alguien alegre y despreocupado serán tus revolucionarios deberes como buscador de la libertad. Deja de trabajar, de comprar y comienza a vivir. Date un festín, bebe sangría y cerveza, come capones y buen jamón. Haz que tu mesa gruña por tener tanta comida. Haz mermelada y conservas. Toca el organillo. Cómprate un piano. Yo acabo de convertir la bodega de mi casa en una sala de música. Conseguimos un antiguo piano honky-tonk prácticamente gratis. Así que ahora podemos hacer conciertos a su alrededor. Al igual que tu ansiedad es un producto de tu mente, aunque influida por el mundo de la publicidad, asimismo tu imaginación tiene la capacidad de sustituirla por el buen humor.

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Rompe las cadenas del aburrimiento

«Deja que los demás se lamenten de la maldad de su época. Lo que me irrita es su mezquindad, porque la nuestra es una época carente de pasión... Toda mi vida se resuelve en un solo color». SOREN KlERKEGAARD

Si la ciencia contemporánea fuera más sofisticada y sutil, estoy absolutamente seguro de que calificaría el aburrimiento como uno de los principales asesinos del mundo moderno. El escritor francés Raoul Vaneigem, uno de esos anarquistas que huían del trabajo llamados situacionistas y amigo de Guy Debord, escribió en The Revolution ofEveryday Life (1967) «la gente se muere de aburrimiento» y yo creo que esto es verdad casi literalmente. La vida gris y el hastío no son sólo enemigos de la vida feliz, son asesinos. No me sorprendería ni un ápice que un día se demostrara que el tedio es cancerígeno. El aburrimiento se inventó en 1760. Aquél fue el año, según el académico Lars Svendsen en su excelente estudio Filosofía del tedio (2005), en que se utilizó por primera vez esa palabra en inglés. El otro gran invento de aquella época fue la hiladora Spinning Jenny, que anunció el comienzo de la Revolución industrial. En otras palabras, el concepto de abu-

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rrimiento llega con la división del trabajo y la transformación de la placentera y autónoma jornada laboral en tediosa esclavitud. Y estamos muy aburridos. Si visitas un chat o un foro de Internet entre las tres y las cinco de la tarde, encontrarás cientos de mensajes de oficinistas en los que se lee «¡aburrido, aburrido, aburrido!». Estas peticiones de ayuda, estas desesperadas súplicas de almas atrapadas son como mensajes en una botella lanzados al éter, a los océanos del ciberespacio, con la esperanza de que haya alguien ahí fuera que los escuche y pueda hacer algo por ayudar. Por supuesto las probabilidades son pocas. Hace poco ayudé a compilar un libro llamado Crap Jobs1. Habíamos pedido a los lectores de la revista Idler que nos enviaran sus historias de infierno laboral y me chocó ver cuánta gente aludía al aburrimiento como uno de los peores aspectos de su trabajo. Para ellos el aburrimiento era casi literalmente insoportable y recurrían a todo tipo de tácticas para superarlo: sabotear la oficina, gastar bromas pesadas a sus compañeros o actuar de forma irresponsable. Uno de los problemas es que muchos trabajos modernos requieren simplemente la suficiente concentración como para evitar que no caigas dormido, pero no tanta como para de verdad mantener ocupada la mente. Los trabajos totalmente mecánicos pueden ser preferibles a, por ejemplo, los de atención telefónica. Los centros de atención telefónica aburren a los clientes hasta la saciedad y a sus empleados hasta la muerte. El salario bajo se une a la tortura psíquica de no saber qué nuevo infierno te espera en la siguiente llamada. Nuestra otra publicación reciente se llamó Crap Toivns2 y, una vez más, lo chocante era que la «uniformidad» de la ciudad actual se citaba a menudo como una de las razones por

Crap Jobs (en español, «trabajos de mierda») fue editado por Dan Kieran en 2006. (N. del T.) 1

Crap Towns(en español, «ciudades de mierda») fue editado por Saín Jordison y Dan Kieran y publicado en asociación con la revista Idler. (N. deI'/'.) 2

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las que continúa siendo una mierda. Ha ocurrido algo horrible y es que las grandes cadenas de tiendas han convertido nuestras ciudades —que antes eran vibrantes, variadas y estaban llenas de gente— en retratos robots de centros comerciales poblados de zombis que están continuamente de compras. Nuestros corazones se hunden cuando vamos por las calles comerciales y nos vemos asaltados por las marcas, entidades descoloridas que han sustituido todo lo que había de divertido y diferente en los antiguos almacenes, ultramarinos, mercerías, panaderías, floristerías, zapaterías y farmacias. El camino hacia el crecimiento y las economías de escala han hecho desaparecer el espíritu independiente. A veces sobrevive la fachada de alguna tienda victoriana y su belleza, elegancia y sentido del humor brillan como un arco iris. Hay otros rayos de esperanza. Ayer vi un letrero en un pueblo cercano al mío que me animó. Estaba en el escaparate de una tienda de reparación de televisores, otro tipo de servicios en vías de extinción. En él se leía: «ATENCIÓN AL CLIENTE A LA ANTIGUA USANZA POR PARTE DEL PROPIETARIO».

Al concepto de E. F. Schumacher de que «lo pequeño es hermoso» podríamos muy bien añadir que «lo grande es aburrido», pues la enormidad de las modernas entidades hace que se vuelvan impersonales, alienantes y extenuantes para el espíritu. El McDonald's es aburrido y el restaurante indio de mi pueblo no. Raoul Vaneigem escribió también en The Revolu- tion of Everyday Life que la cantidad ha conquistado a la calidad. Nos hemos vuelto tan obsesivos con los números y los resultados finales que la belleza y la verdad se han quedado aparcadas. El aburrimiento se opone diametralmente a la belleza y la verdad. La vida se ha sacrificado en pos del beneficio y su resultado es el tedio a gran escala. En mi opinión una de las causas principales es la desaparición de la creatividad diaria de la gente. Este era el verdadero problema tal cual lo vio William Morris en Noticias de ninguna parte, donde dibujó una sociedad posrevolucionaria en 2005 en la que todos estaban involucrados en alguna especie de actividad creativa elegida con libertad. En ella no

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existía el dinero y Picadilly Circus estaba cubierto de campos. Así es como él veía el siglo xiv y el hecho de que idealizara o no la Edad Media no es la cuestión: existe un ideal digno. La Revolución conservadora comenzó a introducir el aburrimiento en las masas. Incluso la religión y el camino de la salvación se volvieron tediosos. En la Edad Media la religión había estado llena de sangre, carnaza y muerte. Las iglesias eran centros de actividades económicas y festejos así como de adoración. La Iglesia actuaba como mecenas de las artes y encargaba a los artesanos locales la ornamentación de sus edificios. Los sermones se escuchaban principalmente por lo entretenidos que eran; ofrecían un verdadero espectáculo. En la Florencia medieval la gente hacía cola durante toda la noche para ver al gran predicador y tras el oficio salían de la iglesia y lloraban a mares. Todo este dramatismo y espectáculo fue eliminado por los puritanos, que calificaron las formas de la antigua liturgia como «superstición» e «idolatría». Dicho de otro modo, toda la diversión pagana que la Iglesia católica había mantenido sabiamente fue eliminada. Los políticos también pueden tener buena parte de culpa por la monotonía que nuestras vidas han cobrado. Nunca oyes a los gobiernos declaraciones como «duro con el aburrimiento. Duro con las causas del aburrimiento». El más pasmosamente aburrido de todos los gobiernos —y todos lo son por naturaleza— fue el nazi. Filas, hileras y columnas, ausencia de individualidad, imposición de un orden burocrático sobre las cosas y eliminación sistemática de todo lo que fuera interesante —especialmente judíos, pero también gitanos, vagabundos, holgazanes y disidentes políticos—. A los nazis les encantaba enviar memorandos, rellenar formularios, clasificar, catalogar y mantenerlo todo limpio y ordenado. Lo que los nazis trataban de hacer era una gran limpieza, igual que los puritanos antes que ellos y, por eso, no se debe ceder a la excesiva pulcritud. La principal razón por la que tanta gente está tan desesperadamente aburrida es que quienes están al mando son personas aburridas. Los que se lucran, los capitalistas que se

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mueven por el dinero, los sumos sacerdotes de la total estupidez se encargan de la parte empresarial de las cosas. Y los burócratas, los que rellenan formularios y los entusiastas de la seguridad y la higiene son los que dirigen el gobierno. Lo cierto es que les gusta el tedio, el hecho de estar vivos los aterraría. Aunque no siempre ha sido así y no tiene por qué seguir siéndolo. Hubo una vez, no hace mucho tiempo, en que las personas aburridas se trataban de impías. En la época medieval, especialmente en su primer periodo, los que mostraban valores burgueses y lucrativos eran despreciados por los guerreros, los clérigos y los campesinos. «Hay algo deshonroso en el comercio, algo sórdido y vergonzoso», escribió el generador de opinión santo Tomás de Aquino. La felicidad, dijo, debía encontrarse en la reflexión no en la distracción: «Por consiguiente, si la última felicidad del hombre no consiste en los bienes exteriores que suelen atribuirse a la suerte ni en los del cuerpo ni en los del alma, en cuanto a la parte sensitiva; ni en los que se refieren al intelecto, según los actos de las virtudes morales ni de acuerdo a la parte intelectual práctica del hombre, como el arte y la prudencia, sólo nos queda la conclusión de que la última felicidad del hombre consiste en la contemplación de la verdad». El aburrimiento es una forma de control social. En paralelo a su aparición en el siglo XIX encontramos un ataque al concepto de la plebe que organizaba su propia diversión. Como todos sabemos, el arte y la diversión en épocas anteriores eran un asunto de las clases inferiores. Todos los que hacían teatro eran aficionados, las obras de misterio las representaban los gremios de artesanos; los artistas medievales también eran artesanos. Pero el radical historiador E. P. Thompson nos demuestra lo recelosas que se volvieron las autoridades ante tal producción artística a medida que surgía la era industrial y el control tanto del trabajo como del ocio se apartó de las manos del pueblo. El cita en The Romantics la bienintencionada respuesta de una liberal local de la clase alta a la solicitud hecha por el trabajador de una fábrica, para que se representara una obra en 1798: «La obra —dice preocu-

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pada— puede tender a hacer daño y a prepararte para posteriores situaciones de disturbios y desórdenes en el almacén de cerveza». Para E. P. Thompson esta anécdota demuestra el creciente «miedo a una auténtica cultura popular que vaya más allá del ingenio y control de sus superiores». E. P. Thompson también culpa al sistema educativo centralizado y alude a una carta escrita en 1911 sorprendentemente por un antiguo inspector escolar, que critica el sistema educativo por ser aburrido: «El objetivo de su profesor es no dejar nada a la naturaleza [del alumno], nada a su vida espontánea, nada a su libre albedrío; reprimir todos sus impulsos naturales, perforar todas sus energías hasta convertirlas en inactividad total; mantener todo su ser en un estado de tensión sostenida y dolorosa». El aburrimiento es doloroso. Para Raoul Vaneigem la presión de convertirte en alguien igual a los demás agota nuestro espíritu: «Si la organización jerárquica se hace con el control de la naturaleza, mientras sufre una transformación a lo largo de esta lucha, la parte de libertad y creatividad que recae sobre el individuo desaparece por la necesidad de adaptación a las distintas normas sociales». Para no deprimirnos demasiado recordemos que el espíritu creativo sigue vivo. En la isla escocesa de Eigg, cercana a Skye, todos sus habitantes se reúnen para beber y escuchar música los sábados por la noche. No se paga ni se contrata a nadie, la música se toca porque sí, no por sacar provecho. Para luchar contra el aburrimiento necesitamos tener el control tanto de nuestro trabajo como de nuestro ocio. El artista Je- remy Deller ha pasado muchos años de viaje por las islas británicas para fotografiar ejemplos de lo que él llama «arte popular». Con esto Deller se refiere a los actos de creatividad que se han llevado a cabo más o menos de forma espontánea, por gente corriente que nunca se considerarían artistas. Es arte que está fuera del mundo artístico, fuera de las galerías de Cork Street, de los museos, de los marchantes y del Consejo de Bellas Artes; dicho de otro modo, fuera del mundo del dinero y de la burocracia. Entre esos ejemplos se incluyen un

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búho gigante construido por un grupo de agricultores, coches personalizados, garabatos dibujados en el polvo que hay en la parte de atrás de las furgonetas, un dibujo de Keith Richards en la parte de atrás de un camión, un enorme elefante motorizado y concursos de muecas. Se trata de un proyecto maravilloso porque demuestra que el espíritu libre está muy vivo. Lo que en realidad quiere decir es que, contra todo pronóstico, el aburrimiento no nos ha destruido del todo. ¿Qué podemos hacer para combatirlo? Bueno, el mismo sistema que lo ha creado parece que nos puede liberar de él. Estamos aburridos por el trabajo y entonces la publicidad nos promete acabar con el tedio una vez que hayamos dado nuestro dinero. A esto se lo llama leisure (en español, ocio) que procede de la palabra latina licere y que quiere decir «ser permitido». El ocio es por tanto lo que se nos permite hacer en nuestro «tiempo libre». Y cuesta. En el Reino Unido unos grandes almacenes llamados Virgin Megastores venden montones de discos y películas pregrabados. En sus anuncios afirman estar organizando un ataque contra el aburrimiento. Pero no deberíamos permitirles que sean ellos los que nos alejen de él en lugar de hacerlo nosotros. Hemos delegado la liberación del aburrimiento y eludido nuestra responsabilidad de luchar contra él. En otras palabras, entregamos nuestra creatividad al músico profesional o al director de cine y pagamos a otra persona para que mitigue nuestro aburrimiento. Nos aburrimos con el fin de ganar el dinero que después gastaremos en tratar de desaburrirnos. Se me acaba de ocurrir esa moda absurda de ahora llamada «deporte extremo» que practicamos para sentirnos vivos, porque la mayor parte del año nos sentimos muertos, nos arrojamos desde un puente cada pocos meses. Se supone que hacer puenting y obtener unos pocos segundos de emoción compensa todo un año de aburrimiento. Y la libertad de arrojarnos desde un puente atados a una cuerda elástica se considera como uno de los grandes triunfos del capitalismo moderno. Todo este universo de aburrimiento es en efecto lo que criticaban.los Sex Pistols. Yo estoy totalmente de acuerdo

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con Johnny Rotten —no quiero unas Vacaciones en el sol—. Rechazo tu ridicula oferta de dos semanas en la playa (ocio aburrido) para descansar de las cincuenta semanas en la oficina (trabajo aburrido). En Rastros de carmín el crítico de rock and roll, Greil Marcus, relata de manera brillante la relación del movimiento dadaísta y el situacionista, y la que ambos tienen con el punk. Lo que comparten es su rabia contra el aburrimiento, el deseo de simplemente vivir. Lo que estos tres movimientos tienen en común es la apasionada creencia de que cualquiera puede hacerlo. Todos podemos ser creativos y libres. El primer número de Internationale Situatio- nist3 anunció en junio de 1958 que el mundo estaba a punto de cambiar «porque no queremos aburrirnos... jóvenes rabiosos y desinformados, rebeldes adolescentes acomodados que no tienen un punto de vista pero que no carecen de causa —el aburrimiento es lo que todos ellos tienen en común—. Los situacionistas cumplen la sentencia de que el ocio actual se está rebelando contra sí mismo». El punk estuvo a punto de volver a poner la creatividad en las manos de la gente; «cualquiera puede hacerlo», decían y puedes probarlo ahora mismo. Coge una guitarra e intenta componer una canción. Bueno, puedo hacerlo aún mejor. En lugar de la guitarra te animo a que cojas el ukelele. Este maravilloso instrumento de cuatro cuerdas es muy barato, manejable, muy fácil de tocar e incluso más punk que la guitarra. Hazte con un ukelele y nunca más volverás a estar aburrido, incluso puedes conseguir un dinero extra si tocas en la calle. Este instrumento es la libertad; de hecho el primer disco de la orquesta de ukeleles de Gran Bretaña se llama Anarchy in the Ukelele4, un título acertado.

ombre de la revista fundada por Guy Debord en 1958 que llevaba el mismo mbre del movimiento al que representaba, una organización revolucionaria que tenía mo fin acabar con la sociedad de clases como sistema opresivo y combatir la ología capitalista de la sociedad occidental. (N. del I ) n español, Anarquía del ukelele. (N. del T.)

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Detrás de la crítica al aburrimiento hay un deseo radical de quitar a las grandes organizaciones el control de nuestras vidas, de despojar a aquellos a los que, de una forma más o menos voluntaria, hemos confiado nuestra existencia. Se trata éste de un acto de enorme irresponsabilidad por nuestra parte, pero no es demasiado tarde. Simplemente tenemos que descubrir nuestra propia creatividad. La forma más fácil de evitar el aburrimiento es hacer cosas: se vislumbra ya un nuevo movimiento a este respecto que atestigua el éxito de la revista americana Ready Made (www.readymademag.com). Mi corazón también se dispara cuando veo a chicos en monopatín. Después de haber estado trabajando durante un año en una tienda de monopatines, sé lo radicalmente creativo y positivo que es practicarlo. Es un movimiento autónomo, una federación con sus propias revistas, publicaciones, concursos y negocios que muestran un alto nivel de ingenuidad, independencia y creatividad. Una de las últimas empresas que han salido a la palestra tiene el espléndido nombre de Death Skateboards5 y posee un eslogan igualmente efectivo: «MUERTE AL ABURRIMIENTO». Tres hurras por ello. TOCA EL UKELELE

III

La tiranía de las facturas y la libertad de la sencillez

«A pesar de los anteriores avisos, nuestros registros muestran que aún no hemos recibido el pago de su factura de electricidad. Los detalles de su cuenta pasarán ahora a nuestros agentes de cobro de deudas que visitarán sus instalaciones para desconectar su suministro de electricidad o instalar un contador de pago por adelantado». STEVE HAYFIELD, director de Gestión de Ingresos, SWEB, 2005 «Hemos descubierto a ciento setenta y dos personas culpables de evasión de impuestos en su barrio sólo en los últimos tres meses. A pesar de haberle enviado varios avisos, hemos sabido que su vivienda sigue aún sin licencia... si está utilizando la televisión de modo ilegal existe ahora una probabilidad muy alta de que sea llevado a los tribunales y que se le imponga una multa de hasta mil libras».

Ross MCTAGGART, director del Departamento de

Cobro de Impuestos de Televisión, 2005

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«Cultiva la sencillez, Coleridge». CHARLES LAMB, 1796 lodos los días una avalancha de opresión aterriza sobre nuestro felpudo. Numerosos sobres marrones con letras amenzantes y ventanitas de plástico se expanden por doquier. Cartas de color rojo, púrpura y negro, peticiones de dinero generalmente impresas con cifras grandes y en negrita para los tontos. Las «tiranas piezas», como las llamó William Blake, de la maquinaria burocrática siguen dando vueltas. Si pudiéramos huir de todas estas facturas, pensamos, nos quitaríamos un peso de encima y volaríamos adonde quisiéramos. El ya enorme gasto de la vida diaria aumenta cuando eres tan perezoso como yo. Hay un impuesto por ser desorganizado. Aquellos de nosotros que deseamos vivir libremente sin hacer nada, simplemente vivir, tenemos tendencia —calificada de «irresponsable» por la gente sensible— a ignorar todas las facturas, las multas de aparcamiento, las reclamaciones de impuestos, los extractos de las cuentas bancarias, las facturas del teléfono móvil y demás precios indeciblemente espantosos de la vida moderna. Los amontonamos en un cajón y retrasamos su pago, lo posponemos y demoramos. Tenemos mejores cosas que hacer, como formar anillos de humo mientras miramos el techo. Pero si te retrasas en el pago, las facturas comienzan a adoptar colores mucho más atemorizantes y progresivamente su tono se vuelve más amenazador con cada nuevo aviso. En palabras de Ian Vince las cartas están redactadas de un «modo condescendiente pero vagamente autoritario». El lenguaje se devalúa, es feo, frío, impersonal, persuasivo y lo que realmente quiere decir es: «Prepárate, estúpido inútil. Estás quedando mal. Todos los demás han pagado. La gente como tú es la que hace daño a todo el sistema. Esfuérzate». La declaración anual de la renta muestra un tono similar, una confusa mezcla de ayuda y amenaza. A(|iií va una ti-

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ta textual. Primero utiliza una nota amable y paternal: «Si necesita ayuda, nos tiene a su disposición a través de Internet, por teléfono o en persona». Pero a esto le sigue inmediatamente la amenaza impresa en negrita: «Si hace una declaración falsa, se arriesga a que se le cobren multas e intereses». Y por mi descuido en los asuntos económicos me clavan espantosas comisiones en el banco. En el último par de meses, por ejemplo, he visto cómo deducían trescientas libras de mi cuenta por haber traspasado mi límite de descubierto, en algunos casos durante uno o dos días. Y éste es el mayor de sus ya excesivos cargos por intereses. Yo solía intentar que se eliminaran esos cargos y, en ocasiones, lo conseguí. Pero ahora ni me preocupo. Escribir o llamar por teléfono y tener alguna posibilidad de contactar con alguien que no sea un contestador automático y después conseguir que te devuelvan el dinero es prácticamente imposible. Así que ni siquiera lo intento. Simplemente tomo la decisión poco entusiasta de or- ganizarme mejor. Alguna parte en el fondo de mi ser se siente culpable al ver esos cargos como un castigo merecido a mi laxitud. Pero después leo en el periódico que mi banco, el HSBC, ha hecho un beneficio anual de casi diez mil millones de libras. Así que parece que les va de maravilla gracias a mi inutilidad con respecto al dinero. El otro día sonó el timbre. Era Emma Brown —su verdadero nombre no es éste— de la delegación de Hacienda de Extable. Me senté con ella en la mesa de la cocina. Me explicó que debía mil setecientas libras y que si no podía pagarlas tendría que darse una vuelta por la casa, los coches y aparatos de televisión para ver si se los podrían llevar. La palabra «embargo» fue mencionada. Pero no tengo ni idea de lo que significa esa palabra, aunque sí sé que conlleva una clara insinuación de amenaza. Afortunadamente me acordé de que mi contable me había dicho hacía poco que debía quinientas libras a Hacienda. Comprobé mi cuenta corriente y vi que tenía unas quinientas libras antes de traspasar mi límite de descubierto. Así que ella terminó por aceptar un cheque por esa cantidad y se fue.

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Pero yo no había actuado deliberadamente de un modo delictivo. Simplemente fui perezoso, quizá un pelín despreocupado, distraído; pero me trataron como a un delincuente, y al final todos somos un poco desorganizados. Así que a todos los que no somos robots en esta sociedad se nos ataca y sanciona. En ningún caso es más evidente este proceso de odio a uno mismo que el de las multas de aparcamiento. Ay del conductor que vuelve a su coche noventa segundos tarde. Le pondrán una multa de treinta libras. Si no se paga esta multa de inmediato se doblará o triplicará. Una vez acumulé casi mil libras en multas porque llegué tarde para volver a solicitar permiso de residente y sólo tras acudir a una especie de tribunal, al que conseguí llegar pese a la enorme resaca que tenía, logré que me redujeran la multa a quinientas libras. Sí que imponen las multas. Todo el concepto de éstas conlleva un recuerdo de los castigos por alguna travesura. Más que tratarse de una simple transacción comercial o de una forma de robo legal como realmente son, las multas tienen un componente moral. Se trata de algo que las autoridades te imponen cuando has hecho algo mal. Dios te ha castigado. Por ejemplo, si no haces a tiempo la declaración de la renta, te ponen una multa de cien libras —pero ¿qué autoridad?—. Si no compras un billete antes de montarte en un tren, algunas compañías te harán pagar la astronómica tarifa total, sin descuentos. Y por supuesto, siempre son causas ajenas. El sistema cuenta con un inteligente sistema de eludir responsabilidades por sus propias barbaridades. Probablemente la inmensa mayoría de las compañías funciona a su favor a este respecto. «Yo no hago las normas», dicen nuestros opresores, «sólo cumplo órdenes». Esta cadena de mando existe para que nos sintamos culpables si nos enfadamos con un simple dependiente o con un operador de un centro de atención de llamadas y de este modo nos vuelva impotentes. En la Edad Media las multas las imponía el pueblo, la agrupación local por transgredir las normas. Los registros medievales feudales muestran que la comunidad local imponía constantemente multas por delitos menores. «John Autrey

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causó molestias al dejar su montón de estiércol en el Camino Real. Ha sido multado. Pero se le ha perdonado por ser pobre». Así pues la multa la imponían tus vecinos y el dinero iba directamente al bote comunal, que se dedicaba a trabajos de la comunidad. Algo parecido ocurría en el caso de las cofradías: las infracciones se multaban, se reunía el dinero y más tarde se utilizaba para los grandes festejos o para ser dado como limosna. Ahora el principio es el mismo —las multas van al Ayuntamiento o la corporación local—, pero la inmensa mayoría de las instituciones implicadas han eliminado cualquier sentido de colectividad o de conexión de la transacción: simplemente nos sentimos apenados y maltratados. El otro día estaba en el juzgado y mientras esperaba a escuchar mi sanción por conducir sin seguro, entró una joven pareja. El hombre abrió la puerta de una de las salas, la cerró y le gritó a su novia: «Otra vez esa vieja escoria». No hay sensación de participación en el proceso judicial: para la mayoría no es más que un caso de los metomentodo que tienen la autoridad —las viejas escorias— que señalan con el dedo a los imprudentes jóvenes. No hace falta decir que no funciona del revés. Somos completamente incapaces de imponer multas a las empresas que nos prestan servicios si de algún modo la pifian, lo cual suelen hacer a menudo. Es un contrato unidireccional, diseñado para beneficiar al gran hombre y robar al pequeño. Es fácil robar a los pobres e impotentes. Como escribe John Ruskin en A este último: «La forma de robar... del bandolero corriente —al rico porque lo es— no aparece tan a menudo en la mente del antiguo comerciante; probablemente porque al ser menos rentable y más peligroso que el robo al pobre, rara vez lo practican personas discretas». Verdaderamente es más fácil robar al pobre: no hay más que ver lo que hace leseo's. ¡Ay, el orden! Lo he intentado y no consigo poner en orden toda mi vida. No soy capaz de facturar el dinero que me deben ni los pagos atrasados; como resultado yo pierdo y las grandes compañías ganan. Es cierto que los pronósticos

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nos son adversos: tú estás solo en casa, pobre poeta, con tu ordenador portátil y tu teléfono, mientras tratas de hacerlo todo por ti mismo. Ellos tienen departamentos enteros llenos de esclavos altamente cualificados que se dedican a engañarte, evitarte y asustarte para que les des tu dinero. Creo que el problema está en que nos han educado para creer en la idea del trabajo, de un puesto con un sueldo en el que los demás se ocupen de tus problemas de dinero por ti. Dependemos de los empresarios. No tenemos la forma de pensar de los trabajadores autónomos que es tan importante para el que busca la libertad, aquella que te dice que cuides de ti mismo. Cuando decides vivir sin un trabajo de nueve a cinco debes ser más organizado en lo que respecta al dinero. G. K. Chesterton escribió un ensayo sobre la relación entre la organización y la eficacia: «A menudo se nos ha dicho que la organización quiere decir eficacia —escribe—. Sería mucho más acertado decir que ésta quiere decir ineficacia». Sostiene que las grandes organizaciones son necesariamente y por naturaleza ineficaces por las infinitas cadenas humanas involucradas en ellas. Cuanto más grande sea la organización, más cosas irán mal. «El establecimiento pequeño es más eficaz», dice. La forma más eficaz de cultivar, por ejemplo, un repollo es hacerlo tú mismo. Es más eficaz cuidar un árbol que te dé madera en la puerta de tu propia casa que depender del petróleo que se extrae en Arabia Saudí, previamente convertido en gasolina en cualquier refinería y después transportado por oleoductos que atraviesan países políticamente inestables hasta que finalmente llega a tu casa. La contabilidad debería formar parte de la educación de todo buscador de libertad autosuficiente. El estudio de Jenny Uglow sobre los pioneros de la Ilustración, El hombre lunar (2002), revela que a los hijos e hijas de grandes hombres como Erasmus Darwin y Joseph Priestly les enseñaban contabilidad de forma habitual. Esto les permitía estar pendien tes de sus propios asuntos y evitar depender de aquellos que se aprovechan del caos. Así lo hizo Gandhi. Sé que suena ex

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tremadamente tedioso, pero en sus batallas contra las autoridades y en su lucha por la libertad, le resultó útil mantener en orden sus cuentas. Tal vez puedes hacer cosas sencillas como tomar nota al final del día de todo lo que has gastado. Es asombroso lo mucho que ayuda llevar las cuentas en regla. Mi amigo Dan Keiran ha acabado con las domiciliacio- nes: las considera su enemigo. Una vez más este sistema se beneficia de los que son perezosos y desorganizados. El periódico The Sun publicó recientemente que cada año se sacan quinientos millones de libras por las domiciliaciones que se lian olvidado cancelar; en otras palabras ya no tenemos ese servicio pero lo seguimos pagando. Así que Dan va a pagar sus facturas mediante cheque o dinero en efectivo. Esto es algo sorprendentemente difícil de lograr, nada menos que porque las compañías dedican buena parte de su mercadeo directo a convencerte de las ventajas de las domiciliaciones y, a primera vista, podría parecer estúpido pensar lo contrario: seguro que te hacen la vida más fácil y te ahorras el fastidio de recibir facturas y emitir cheques. Pero en realidad, el simple hecho de responsabilizarte de tus facturas y volver al antiguo método de escribir un cheque y echarlo al correo produce una gratificante sensación de tenerlo todo bajo control. I lace que la transacción sea más real. Las domiciliaciones ;ipelan a la trágica realidad de que preferimos la comodidad a la responsabilidad. El hecho de pagar facturas no es en realidad tan doloroso cuando por fin te pones a ello. Yo dejo que todas las facturas y cosas que tengo que hacer, todas las cuestiones prácti- < ;is me agobien y me opriman con su peso. Pero sé que cuando ile verdad me siento a ordenar esa enorme cantidad de asun- ios pendientes, sólo tardo en el proceso unos cinco minutos. A qué venía tanta preocupación? me pregunto. No era para tanto. ()t ro consejo viene del maquinador y holgazán Chris Yates. Una o dos veces al mes tiene un «día administrativo» en ( I que suspende el resto de actividades y se sienta con sus facturas y recebos para ponerlos al día.

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Pero si eres incapaz de organizarte siempre puedes ser radicalmente desordenado. Podrías eliminar de forma radical todo tipo de organizaciones de tu vida, sacarlas de raíz y deshacerte de ellas. Podrías empezar por evitar implicarte. La forma más obvia de librarte de las facturas es cancelar los servicios por los que te envían facturas para que pagues. Nada de televisión por cable, teléfono móvil, Internet ni coche. Una vez más Gandhi recomendaba llevar una vida sencilla a aquellos que se hallan en el camino de la libertad. Por ejemplo se dio cuenta de que gastaba mucho dinero en facturas de lavandería. Si necesitaba menos dinero, razonó, podría dedicar más tiempo a su trabajo como voluntario; así que hacía su propia colada. Se puede comparar con el transporte público. En lugar de pagar por los abonos de metro, ¿por qué no comprar una bicicleta e ir en ella al trabajo? En Estados Unidos esta forma de pensamiento tiene un nombre: movimiento de la simplicidad. ¿Y qué quiere decir simplicidad? Quiere decir confianza en uno mismo. Cuantas más facturas pagues más cosas les estás pidiendo a los demás que hagan por ti, lo que en otro mundo harías por ti mismo. Todos estos vendedores de facturas se presentan ante ti con la promesa de que harán tu vida más fácil, pero no es así. Te la hacen más difícil. El hecho de reducir tu dependencia de servicios externos te proporciona tiempo y dinero. Incluso puedes fabricar tu propia energía. Es hora de volver a la tecnología medieval: molinos y energía hidráulica. Recoge el agua de la lluvia. Instala paneles solares. El viento, el flujo del agua, la lluvia y el sol son regalos gratuitos de la naturaleza. Tiene sentido utilizarlos. Dicho de una forma sencilla, si evitas consumir los productos del sistema no tendrás que pagar esos productos. De este modo no sólo te ahorrarás el dinero que solías gastar en no sé cuántos servicios, sino que también te ahorrarás el tiempo y el lío mental que dedicabas a ocuparte de esas facturas. La opresión irá desapareciendo progresivamente de tu puerta. Y no tendrás que trabajar tanto. La vida se volverá más barata y fácil.

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Por cierto, es fascinante darse cuenta de lo mucho que Gandhi, que en algunos sentidos era lo opuesto a un holgazán por practicar la abnegación, tiene en común con los buscadores del placer extremo como, por ejemplo, el gloriosamente despreocupado y asilvestrado actor Keith Alien, que vive completamente ajeno a la consciencia, la culpa o cualquier otra de las virtudes burguesas y además, entregado a la vida sencilla y al rechazo del dinero y de la autoridad. Casi siempre los más bondadosos y salvajes tienen más cosas en común de lo que en principio puedan parecer. Es cierto que a menudo quienes buscan el placer intenso son los que más practican la abnegación extrema. Es habitual que estrellas del pop que han hecho de todo —beber, tomar drogas y otras sustancias de este tipo— lo abandonen todo, consuman agua templada con limón y se vayan a la cama a las nueve y media. Yo no quisiera dejar de beber nunca y tengo una tendencia al exceso, pero últimamente lo hago con moderación. Sin embargo, los muy bastardos pueden alcanzarte. Hace poco estuve en una reunión con Keith Alien en la que iba a ofrecerle su autobiografía a un editor. «¿Y por qué quieres escribir este libro?», preguntó el editor. «Impuestos», fue la sincera respuesta de Keith. Construir una vida sin complicaciones ni trabajo es perfectamente posible. Los artistas Penny Rimbaud y Gee Vau- cher fundaron Crass, el grupo anarquista punk de la década de 1980. Hace cuarenta años alquilaron una casa en ruinas a las afueras de Londres, la rehabilitaron y llenaron su jardín de flores, árboles frutales, verduras, cabañas y emparrados para descansar tranquilamente. Gracias a su sistema de casa abierta al público, que les ha asegurado un flujo continuo de residentes e invitados, han podido convertir ésta y el terreno en un lugar de alto nivel con muy poco dinero. En este caso el poder de las personas sustituyó al dinero. Llevan una vida sencilla, no necesitan trabajar y eso les deja un hueco libre en la mente para mantener su camino vital, pensar, leer, escribir, hablar, beber y crear arte. Sus ingresos son prácticamente nulos, pero hacen exactamente lo que quieren y esto es para mí

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un logro impresionante. Demuestran que el dinero y la libertad no son en absoluto sinónimos. Gee me dijo: «Creo que nunca he pagado impuestos. ¿Cuánto necesitas ganar? ¿Cinco mil libras al año? Yo no gano nada parecido». Y nunca he visto un hogar más libre de facturas ni más liberado. CANCELA LAS DOMICILIACIONES

IV

Desprecia la trayectoria profesional y todas sus promesas vacías

«Hoy día la ambición y el amor al trabajo bien hecho son un signo indeleble de derrota y de la sumisión más estúpida». RAOUL VANEIGEM, The Revolution ofEveryday Life, 1967 «No existe un trabajo lo suficientemente bueno para mí. No existe un trabajo lo suficientemente bueno para nadie». S. L. LOWNDES, Carta al Sunday Times, 1982 La creencia en la abstracta invención de la «trayectoria profesional» es una enfermedad típica de la clase media. Las clases inferiores son más prudentes y no tienen la misma fe en el progreso y en la mejora personal que las clases burguesas, ni tampoco la tienen los miembros de la aristocracia que se encuentran en la parte superior, y no aspiran a llegar a ningún sitio. Paradójicamente esto les proporciona una humildad de la que carecen los ineritócratas de las clases medias. Si

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eres de alta cuna no tienes la autosatisfacción y el orgullo del hombre hecho a sí mismo. Y en la parte más baja la gente no le ve sentido a luchar por una hipoteca y por la seguridad. Pero las clases medias, tal y como las conocemos hoy día, herederas de la tradición puritana del enriquecimiento y la abnegación han elevado la «trayectoria profesional» al epicentro de su lucha diaria. Y ahora más que nunca las clases medias tratan de imponer su ética profesional sobre todos los demás. A esto se le llama «gobierno». La idea de la trayectoria profesional es que siga un camino ascendente hacia algún punto infinito que se alza por encima de tí. Es la búsqueda de la perfección personal y la versión profana de la indagación protestante de la salvación. La trayectoria profesional es un concepto conservador, una especie de peregrinación solitaria. Es el avance de un caminante. Los gobiernos se venden entre sí y nos propocionan la idea de «igualdad de oportunidades para que todos saquen lo mejor de ellos mismos» cuando lo que de verdad quieren decir es «igualdad de oportunidades para que cada baboso denuncie a sus amigos y colegas con el fin de adorar al falso dios del ascenso profesional». Se supone que tu carrera es algo más que un trabajo: te define y te limita y, supuestamente, te proporciona satisfacción creativa y competitiva. La trayectoria profesional no se trata tan sólo de cómo te ganas el pan; es tu vida. Pero el ascenso en tu profesión tiende a basarse en el modelo de la ley del más fuerte. Dicho de otro modo, tu promoción depende de que otro tipo no sea ascendido o incluso sea despedido. El principio de competitividad aplicado al trabajo quiere decir que consigues el éxito a costa del fracaso de otro. Las grandes empresas son por esta razón caldo de cultivo de conspiraciones y conjuras. Comienzas por hacer prácticas mientras estudias, te gradúas para que unos idiotas te den órdenes, te vuelves estúpido y después, si todo sale bien, terminas por convertirte en el idiota que da órdenes a otras personas. «La zanahoria de un futuro más feliz ha sustituido poco a poco a la zanahoria de la salvación en el siguiente mundo. En ambos casos el presente está siempre bajo el tacón de la opresión», escribe Raoul Vaneigem.

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Mientras tanto tu sueldo aumenta y te compras coches, casas más grandes y alimentas así las carreras de otras personas. La trayectoria profesional refleja de forma precisa la dinámica de otros mitos modernos: es un monstruo codicioso que nunca está satisfecho y que siempre quiere más. Asimismo estimula lo que yo considero que es una especialización terriblemente antinatural: en nuestro impulso por competir tendemos a tratar de llegar a ser muy buenos en una pequeña cosa y excluimos todas las demás. A esto se le llama profesionalismo pero se puede calificar de una forma más exacta como «ser inútil». El otro día le pregunté a mi dentista si pensaba jubilarse pronto. Dijo que no porque no sabría qué otra cosa podría hacer. «El problema de ser dentista es que terminas siendo incapaz de hacer ninguna otra cosa». Y si no sabes hacer otra cosa te vuelves dependiente de los demás para poder satisfacer tus necesidades: la cultura la producen los expertos, la música las bandas que trabajan para compañías discográficas, la educación los profesores especializados, la medicina los médicos especializados. Estamos discapacitados. Pronto será difícil colocar una repisa sin una diplomatura en colocación de repisas. Los peligros de este exceso de especialización los analizó Ivan Illich en la década de 1970. En libros como The Right to Useful Unemployment, Illich consideraba que las profesiones literalmente causan incapacidad. Cada parcela de poder que entregamos a un profesional es algo menos de poder que nos queda: «Yo propongo llamar a la mitad del siglo XX la era de las profesiones causantes de incapacidad. Elijo este nombre porque está destinado a aquellos que lo utilizan. Revela las funciones antisociales llevadas a cabo por los proveedores menos deficientes: educadores, médicos, trabajadores sociales y científicos. De forma simultánea acusa la complacencia de los ciudadanos que se han sometido a una esclavitud mul- tifacética como clientes». La «esclavitud del cliente» es una noción poderosa. Someterse al profesionalismo de otro es admitir que eres débil en un aspecto en particular. Por tanto no podemos culpar

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a una autoridad externa por nuestra falta de libertad, porque somos nosotros los que hemos otorgado ese poder sobre nosotros o, como dice Ivan Illich, «nos hemos sometido». Y es muy deprimente que las mujeres se hayan tragado también el mito de la trayectoria profesional. «Mi carrera es realmente importante para mí», dicen las nuevas profesionales que creen en el solipsismo. El hecho de que dar órdenes a una pequeña pandilla de idiotas de Asda1 pueda ser más importante que jugar con tus hijos, salir con los amigos y la familia o hacer cosas creativas en casa es algo que me sobrepasa. Durante los últimos cien años más o menos las mujeres han equiparado la trayectoria profesional con la liberación. Para escapar del aburrimiento, la tiranía y la impotencia que se percibía en la vida doméstica, lo cual era desde luego una realidad en la época victoriana, han buscado un trabajo que les proporcione dinero y satisfacción. Esa es la promesa. Pero ¿cuál es la verdad? Como ingeniosamente dice G. K. Ches- terton, «conozco a mujeres que dicen que se niegan a que se les dicte y consiguen un trabajo como taquígrafas». Pero no pienso que las mujeres no deban escapar de la opresión del hogar y buscar la libertad, la autonomía, la satisfacción creativa, la independencia económica y demás, sino que es poco probable que se encuentren estas cosas en trabajos y profesiones convencionales de jornada completa. Más bien es mucho mejor crearte tu propio trabajo. En una edición reciente de Idler publicamos un artículo de la conocida locutora Joan Bakewell. Escribió que al principio de su vida laboral había tomado la decisión de no tener una trayectoria profesional. No deseaba sentirse presa del ascenso en la escalera corporativa de la BBC. En su lugar, dice, encontró lo que quería hacer y simplemente lo siguió haciendo. En el área que escogió no podía aplicarse la idea de progreso infinito e ilimitado. El progreso es un tirano. Liberarte de un modelo de trabajo basado en la trayectoria profesional quie-

dena de supermercados del Reino Unido.

(N. del I .)

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re decir despojarte de las expectativas de los demás. La carrera es un camino que para ti estableció alguna autoridad externa mientras quienes de verdad son libres recorren su propio camino a través del bosque. En The Uses ofLiteracy (1957) Richard Hoggart apunta que la ambición, la competencia y las ideas de progreso están a veces ausentes en la clase trabajadora o, al menos, lo estaban en la década de 1950: «Una vez que están en el trabajo, para la mayoría no hay sensación de trayectoria profesional, de las posibilidades de ascender. Los trabajos se despliegan de forma horizontal, no vertical; la vida no se considera como una ascensión ni el trabajo como su principal interés. Hay todavía un respeto por los buenos artesanos. Pero al hombre del asiento de al lado no se le considera como un competidor real ni potencial... se desconfía de los "entusiastas"». Nos invade la idea de que sólo merece la pena hacer algo si te da dinero o te proporciona un reconocimiento por parte de los demás. Las mujeres que tienen hijos empiezan a sentir cómo el cuidado de los niños y las tareas domésticas absorben sus vidas, y que la maternidad no es valorada por sus parejas. Sólo eres alguien si tienes un trabajo. La trayectoria profesional no es más que una esclavitud elegante. Y es un aplazamiento institucionalizado, un paraíso prorrogado. Mantenemos en nuestras mentes la idea abstracta de la carrera como una especie de norma. Aveces nos va bien yendo contra el camino profesional impuesto e imaginado por nosotros mismos; otras nos va mal y las carreras de los demás parecen ir mejor. Utilizamos la trayectoria profesional como un palo con el que golpearnos. Y siempre tenemos la vista puesta en el siguiente peldaño de la escalera. Pero ¿cuál es la alternativa? ¿Podemos hacerlo solos, convertirnos en nuestro propio jefe? Al lúgubre poeta y crítico Victoriano Matthew Arnold, como a muchísimos otros de su generación, le horrorizaba la elevación decimonónica del trabajo a una especie de fe religiosa. Pero le parecía que por el otro camii\o, el de la libertad, se llegaba a la locura. El si-

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guíente extracto es de un deprimente poema llamado «A sum mer night»2, en el que Arnold compara las dos opciones: Porque la mayoría de los hombres viven en una prisión descarada, en la que, en el caliente ojo del sol, con las cabezas inclinadas sobre su trabajo, lánguidamente sus vidas a una tarea sin sentido entregan, soñando con la nada más allá del muro de su prisión. Y como, año tras año, nuevos productos de su baldía tarea caen de sus cansadas manos, y el descanso nunca llega a estar más cerca, la tristeza se va acomodando lentamente en sus pechos; Y el resto, unos pocos, escapan de su prisión y salen al ancho océano de la vida nueva. Allí el prisionero liberado, adondequiera que su corazón escore, navegará. Y entonces la tempestad lo golpea, y entre los estallidos de los relámpagos se ve sólo un barco naufragando, y al pálido capitán en su cubierta de palos desparramados con la cara asustada y el cabello al vuelo agarrándose fuerte al timón, todavía empeñado en llegar a un puerto de no sabe dónde, todavía resistiendo para llegar a una playa falsa e imposible.

n español, «Una noche de verano».

(N. del T.)

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Y más severo es el rugido del mar y el viento, y a través de la profunda

penumbra más y más tenue la silueta del barco y del capitán, y él desaparece también y no vuelve más. ¿No hay más vida que ésta? ¿Loco o esclavo debe el hombre ser? ¿Loco o esclavo debe el hombre ser? Hoy día los buscadores de la libertad tienden a ser objetos de burla, y a ser tachados de excéntricos. Despeinado y con la mirada fija, el aventurero resistente puede fácilmente volverse loco. Y desde luego los pronósticos parecen estar en contra de quien busca la libertad. Podríamos decir: no tienes que estar loco para trabajar aquí pero te sería útil. Pensemos en Nietzsche o en Jack Kerouac, que volvieron a casa de sus madres, tristes y desgraciados. O en el pobre S. T. Coleridge, desorientado por culpa del opio, rechazado por su antiguo colega, William Wordsworth. De hecho el poema de Arnold parece decir que convertirte en un bobo con pelos de loco será tu destino si tratas de ser libre. ¡Ay, infortunio, tormento, preocupación eterna, sufrimiento! También ayuda que los locos de hoy día fueran los cuerdos de las sociedades medievales. En la época antigua la cristiandad tenía carreras opuestas. «La cristiandad condenaba todo tipo de negotium, cualquier actividad mundana. Por otra parte, fomentaba cierto tipo de otiiim, una vagancia que manifestaba confianza en la Providencia», escribe el historiador medieval, Jacques Le Goff, en Time, Work and Culture in the Middle Ages. Sí, verdaderamente los holgazanes son más píos que los que trabajan duro. Los vagos no se dedicaban a nada porque confiaban en que Dios les trajera el pan de cada día. El país estaba lleno de frailes mendicantes. Al contrario que en los tiempos isabelinos y de la dinastía Tudor, los medievales guardaban una buena relación con los holgazanes. Los mendicantes desempleados tenían un papel esencial en la sociedad porque ofrecían a la gente una válvula de escape para su caridad. Era el paraíso de los vagos.

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Luchar por tu trayectoria profesional es esencialmente impío: quiere decir que estás poseído por la suficiente vanidad como para tratar de tomar tu destino entre las manos. Por otra parte la vagancia te eleva a donde están los santos. «La desconfianza de los campesinos en la arrogancia despectiva del mercader y del noble encontró un paralelismo y una justificación en el plano ideológico de las enseñanzas de la Iglesia», escribe el historiador Aron Ja Gorevich, en un ensayo sobre los mercaderes medievales. La trayectoria profesional es entonces una invención protestante y un ideal de vida que habría sido imposible en la más fatalista sociedad católica medieval. La vida diaria en aquel tiempo consistía en ser original y hacer montones de cosas diferentes. Dios era creativo y por tanto el trabajo debía serlo también. Por este motivo el cuidado del jardín, hacer el pan y la elaboración de la cerveza fueron las primeras formas de trabajo que aprobó la Iglesia. Y cuando la vida giraba en torno a las estaciones, antes de que apareciera la luz eléctrica para hacerlo todo más aburrido, la vida era rica y variada. Visto desde una perspectiva taoísta o existencial, la trayectoria profesional es una completa pérdida de tiempo y energía. Si toda acción es inútil, todo es vanidad, la vida es absurda y el mundo es una gran nada, ¿por qué no vaguear o hacer lo que queramos? La trayectoria profesional convierte cualquier posible fuente de diversión en un deber, una obligación, casi una penitencia. ¿De verdad quieres que en tu lápida ponga: «Sufrió toda su vida»? Si utilizamos el deslucido lenguaje actual, yo diría que una respuesta podría ser la del trabajador multitarea. ¡Beber y fumar al mismo tiempo! Pero hablando en serio, puedes tener una vocación, una llamada a la esencia de tu vida laboral. En mi caso esta vocación o mi don, si así lo prefieres, es el periodismo. Desde los 8 años he estado escribiendo artículos y haciendo revistas, pero eso no significa que deba esforzarme simplemente en mi profesión y rechazar otros aspectos de la actividad humana. También disfruto con el cultivo de las verduras y el cuidado de la tierra, con la cría de pollos, el bri-

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colaje, disparar con mi escopeta de aire comprimido a latas de judías cocidas; o mientras juego a los Pokémon con mis hijos o cuando toco el ukelele. No hago estas cosas por dinero ni como profesión. Las hago porque sí. Para mí tres horas de trabajo remunerado al día son suficientes para prevenir la pobreza. El resto del día lo dedico al trabajo no remunerado o a tocar sin cobrar. Para devolver la independencia y la creatividad a nuestras vidas, podríamos dedicarnos a algún tipo de trabajo desde casa, una industria casera, una producción creativa a la que podamos dedicar tanto tiempo como deseemos, mucho o poco, el que nos apetezca, en un momento dado de nuestras vidas. «Aprended un oficio» es lo que recomiendo a los jóvenes escritores que se ponen en contacto con Idler: carpintería, herrería, jardinería o tapicería. Estos pasatiempos mejoran la vida de tu cerebro. Es inteligente rechazar, como parte de la propaganda burguesa, el refrán de «aprendiz de mucho, maestro de nada». No es cierto, puedes hacer montones de cosas. Puedes cortar leña, transportar agua y escribir poemas. Puedes combinar el minifundio con el diseño de softwares. Un lector de Idler toca la tuba clásica y es también un adiestrado escayolista. Le encantan las dos cosas y ambas le reportan dinero. ¿Por qué limitarse a un pequeño campo? Una solución útil, aportación de la sociedad moderna, es el espantoso objetivo de lograr el «equilibrio entre el trabajo y la vida». ¡Es un horror! Además de ser una expresión fea, inoportuna y vulgar, hay algo podrido en esa idea porque implica que el trabajo es malo y que la vida es buena. Entonces haz que el trabajo sea bueno, conviértelo en un placer creativo y así no tendrás que preocuparte de equilibrar lo bueno y lo malo; todo será bueno. La utopía del holgazán no sólo busca, como los sindicatos, reducir el trabajo desagradable. Su objetivo es armonizarlo con la vida y convertirlo en un todo feliz. Las carreras profesionales no nos permiten ser completamente nosotros mismos; tienen como exponente el éxito económico-^ de estatus, más que el placer del trabajo y la crea-

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tividad. Por otra parte «vocación» quiere decir «llamada», una tarea que te da de comer y con la que disfrutas. En mi caso es la comunicación. La de Eric Gilí era esculpir en piedra, la de William Blake, ser grabador, la de John Lennon escribir canciones y así sucesivamente. Convertir la vocación en el centro de tu vida no quiere decir que no hagas otras cosas. Un escultor puede muy bien escribir poesía, limpiar la casa, hacer cosas de madera y cuidar el huerto aparte de esculpir la piedra; pero la escultura ocupa el centro de su vida laboral y es además con la que se gana la vida. Debemos mirar dentro de nuestros corazones y descubrir nuestra vocación, encontrar nuestro don. Una vez que lo hayamos hecho comprobaremos que las otras partes de la vida siguen su curso natural. Si colocamos la vocación en el centro de nuestra vida y no el simple enriquecimiento, descubriremos que el dinero vendrá igualmente. Según Max We- ber, en La ética protestante y el espíritu del capitalismo, la ideología católica medieval con relación al trabajo era: «Todos deben acatar su vida y dejar que los pecadores persigan el triunfo». La vocación es una idea de trabajo basada en la comunidad, una experiencia de entrega; mientras que la trayectoria profesional es una versión egoísta y competitiva de la forma de trabajar. La vocación es constante y fija mientras que la trayectoria es una curva que se va inclinando hacia arriba, que se extiende hasta el infinito. Cuando nuestra profesión es vocacional, podremos trabajar de manera estable y feliz. Un concepto maravillosamente positivo del trabajo humano fue el que me dio el artista Joe Rush. En la década de 1980 Joe fue uno de los fundadores del maldecido grupo artístico llamado Mutoid Waste Company, cuya vocación era la de crear fantásticas esculturas a partir de viejos trozos de chatarra que encontraban en la basura. Cogían un coche viejo, destrozado y lo convertían en algo mágico y maravilloso, un insecto gigante o un dinosaurio, una calavera o un pájaro. Llevaban una vida de frailes mendicantes, iban a festivales y vivían en casas ocupas de toda Europa. Su único mensaje era:

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«Sé creativo». La idea de Joe Rush es que todos nacemos con un don y que de nosotros depende encontrarlo y explorarlo. «Tienes un don —nos dice—, algo que se te concede... y si hay alguien ahí sentado celoso por ello significa que todavía no ha salido a buscar cuál es el suyo». ¿Y cómo encuentras tu vocación, tu don? La respuesta está sencillamente en no hacer nada durante todo el tiempo que puedas. De igual modo que los sabios horticultores aconsejan que el primer paso al hacerse cargo de un nuevo jardín es no hacer nada durante un año para ver lo que crece en él, y sólo entonces, diseñar el tuyo propio, único, útil y bonito, mi consejo es que te dieras unos meses o incluso un año de excedencia, si te lo puedes permitir. La mayor parte del tiempo estamos demasiado ocupados como para dar un paso atrás y descubrir lo que nos gustaría hacer. Dedícate algo de tiempo y las cosas se irán aclarando. Sobre todo deja de esforzarte. La trayectoria profesional es un concepto asociado al gran esfuerzo. Los libres de espíritu han dejado de esforzarse y, en lugar de eso, dejan que las cosas ocurran. DESCUBRE TU DON

V

Sal de la ciudad

«Pues fui criado en la gran ciudad, enclaustrado entre oscuridades de convento, y nada hermoso vi excepto las estrellas y el cielo». S. T. COLERIDGE, Escarcha a medianoche, 1797 Huir de la metrópoli ha sido un sueño romántico deseado desde hace mucho tiempo. Desde las Bucólicas, de Virgilio hasta los poetas románticos, en las canciones pop y en la música actual está claro que todos anhelamos la paz y tratamos de volver al jardín de las delicias. La visión bucólica se encuentra en las canciones de Peter Doherty cuando habla de Albión, de la Arcadia y de la canción del pastor. Con buenos amigos, buena comida y un hermoso entorno, lejos de la prisa y del bullicio de la ciudad, del metro, del viaje al trabajo, de los atascos, de las bombas y de la publicidad podríamos ser felices. La revolucionaria recopilación de poemas de William Wordsworth y S. T. Coleridge, Baladas líricas (1798), nació de un retiro rural: S. T. Coleridge en Nether Stowey, en los Quantocks, al oeste de Inglaterra y William Wordsworth y su hermana Dorothy en la cercana Alfoxden House. Los juntó por una temporada el radical John Thelwall y una vez allí, los tres recibieron las miradas recelosas de los vecinos e incluso del gobierno, que envió un espía —más tarde bautizado por S. T.

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Coleridge con el nombre de espía Nozy en una de sus obras en prosa, Biographia Literaria, 1817— para que los vigilara. Esto es lo que John Thelwall escribió de aquellos meses en sus «Lines griten at Bridgwater»1 (1797): ¡Ay! Déjame, lejos en algún hoyo retirado, construir mi catre; y feliz puede ser la prueba, ¡Samuel mío! que cerca de ti puedo a menudo compartir dulces conversaciones, ¡el más querido de mis amigos! Mucho tiempo querido antes que concocido: por tendencias afines unidos, pese a la larga distancia, en nuestras almas similares... Y sería agradable, cuando trabajar duro fuera obligado, y estudiar, y el esfuerzo literario se hubiera cumplido, alternar, sentados en el emparrado de cada uno, en la suave temporada de verano; o cuando deprimente la explosión invernal haya salpicado la frondosa sombra, junto al hogar encendido, social y alegre, compartir las frugales viandas y el tazón espumoso de bebida casera: —a nuestro lado tu Sara, mi Susan y tal vez el meditabundo inquilino de Alfoxden y la criada de mirada apasionada que, con amor fraternal, endulza su soledad. Vaya, me gusta cómo suena esa bebida casera. Por cierto, «el meditabundo inquilino de Alfoxden» es William Wordsworth y «la criada de mirada apasionada» es su her-

En español, «Versos escritos en Bridgwater». (N. de! T.)

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mana Dorothy. Esta especie de lugar idílico es lo que he tratado de crear en nuestra granja alquilada de Devon, con nuestra propia taberna casera y una despensa llena de cerveza. Aquí invitamos a los amigos a que vengan para tener una buena conversación y tomar una buena copa. Se me ha ocurrido que mi taberna casera sea en realidad un refugio de libertad porque ahora que se va a prohibir fumar en los lugares públicos, mi taberna, The Green Man, quizá sea la única de Inglaterra en la que se anime a fumar. Nuestros poetas y filósofos siempre han resistido los intentos de nuestros amos políticos y publicitarios de imponer la disciplina robótica. Como la Revolución industrial es desesperantemente interminable, se han visto muchas y frecuentes protestas contra sus efectos en forma de intentos de establecer comunidades ideales. Estos esfuerzos han consistido en vivir conforme a normas cooperativas y comunistas —y en aquella primera época de radicalismo político, la palabra «comunista» carecía de las connotaciones tan desagradablemente centralizadas y grises que tiene hoy día—. William Morris, W. B. Yeats y D. H. Lawrence soñaron con un paraíso terrenal y, en general, esto no implicaba vivir en la ciudad. «Dondequiera que los hombres han intentado imaginar una vida perfecta», escribió W. B. Yeats, «Han imaginado un lugar en el que los hombres aren, siembren y cosechen, no un lugar en el que haya grandes ruedas dando vueltas y humo vomitivo... Deseamos conservar un antiguo ideal de vida. Dondequiera que reinen sus costumbres encontrarás la canción popular, las leyendas, los proverbios y los encantadores modales que proceden de la cultura antigua... Debemos vivir de forma que consigamos que ese noble tipo de vida arraigue entre nuestro pueblo». William Morris tenía un sueño parecido: «Parece que no es asunto de nadie tratar de mejorar las cosas —no es cosa mía, como ves, a pesar de mis quejas—, pero supon que la gente viviera en pequeñas comunidades situadas entre jardines y prados verdes de manera que pudieras estar en el campo en cinco minutos a pie y que tuvieran pocas necesidades, que se

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viviera casi sin muebles, por ejemplo, y sin criados y en las que se estudiara el (difícil) arte de disfrutar de la vida y descubrieran lo que de verdad quieren: creo que entonces se podría esperar que la civilización hubiera comenzado de verdad». En la década de 1970 John Seymour tuvo un gran éxito con su guía para vivir del campo, Self-Sufficiency . Como pasó anteriormente con el libro de William Cobbett, Cottage Economy, el libro de John Seymour es un trabajo de filosofía positiva y no simplemente una simple guía práctica y está influido por su espíritu terco, independiente y excéntrico, pero totalmente cuerdo. En el caso de John Seymour, la decisión de vivir del campo y huir del sistema industrial moderno fue tomada por razones prácticas y no se hace de forma tímida. En su libro The Fat ofthe Land (1961) describe cómo él y su mujer buscaban simplemente una forma barata de vida de forma que él no tuviera que trabajar mucho como periodista independiente. Sin embargo, salir de la ciudad y vivir en el campo puede resultar una tarea dura. La soledad rural puede parecer romántica pero la vida es más fácil con amigos y vecinos alrededor. Necesitas a otras personas. En Self-Suf- ficiency John Seymour, al igual que W. B. Yeats y William Morris, sueña con una sociedad rural: «Creo que si media docena de familias decidieran autoabastecerse de forma parcial, se establecieran a pocos kilómetros unas de otras y supieran lo que tienen que hacer podrían procurarse una muy buena vida. Cada familia se encargaría de alguna profesión u oficio, de un producto que canjearían con el resto del mundo. Cada familia cultivaría, criaría o produciría una variedad de alimentos y objetos que utilizaría ella misma y que intercambiaría con las demás por otros productos. Nadie se aburriría si hiciese su arte u oficio especializado porque no tendrían que pasar todo el día con lo mismo, sino que habría también una gran variedad de otros trabajos que hacer todos los días. Esta especialización parcial les daría la libertad de tener al menos algo de ocio: probablemente más del que tiene en la ciudad el esclavo asalariado después de haberse desplazado desde su casa a la fábrica u oficina y viceversa».

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Esto es precisamente lo que yo espero del lugar donde vivo: mientras las cinco casas de nuestra aldea salen poco a poco a la venta, ¿podría convencer a mis amigos de que las compraran y se mudaran aquí? Todos podríamos tener nuestros propios huertos, algunos podrían tener pollos, cerdos o cabras. Se necesitan amigos y vecinos que hagan este tipo de cosas; hacerlo tú mismo es demasiado difícil y solitario. Podríamos intercambiar unos con otros lo que produjéramos y dejarnos en paz cuando lo deseáramos. Lo ideal sería que te trajeras un elemento de la ciudad al campo. Para algunos las ciudades son liberadoras. A finales del siglo XII un monje llamado Richard de Devizes escribió un texto en el que desaprobaba la vida disipada de Londres: «Nadie vive allí sin caer en algún tipo de delito... el número de parásitos es infinito. Cómicos, bromistas, chavales de piel suave, moros, aduladores, niños, mariquitas, afeminados, pederastas, chicas que cantan y bailan, curanderos, bailarinas de la danza del vientre, hechiceras, chantajistas, noctámbulos, magos, mimos, mendigos, picaros: toda esta tribu llena todas las casas». Suena fantástico y no muy diferente de como es Dean Street2 en la actualidad un jueves por la noche —de hecho, parece idéntico, lo cual es el motivo por el que valoro tanto mis salidas nocturnas por ahí—. Yo crecí, fui al colegio y pasé los primeros doce años de mi vida profesional en Londres junto con los noctámbulos, mendigos y picaros, y me divertí mucho. No fue hasta el final cuando comencé a sentir que limitaba mi comportamiento. Supongo que tu visión de la ciudad depende de si consideras la actividad comercial como una liberación o como una cárcel. En contraste con la horrible descripción que Richard de Devizes hace de Londres, un contemporáneo suyo escribió un texto en el que aprobaba su actividad comercial: «La ciudad de Londres... amplía su fama, envía sus riquezas y mercancías más lejos y levanta su cabeza por encima de todas las

•' Dean Street es una conocida calle del Soho londinense llena de bares, locales de co restaurantes y riendas. (N. del T.)

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demás... los ciudadanos de Londres son más célebres que los del resto de las ciudades por su elegantes modales, su vestimenta y su mesa». Es interesante destacar las prioridades medievales que aquí aparecen: los modales refinados, la vestimenta elegante y la buena comida son las principales. Pues a pesar de los innegables atractivos de las hechiceras y bailarinas de la danza del vientre y a pesar de la riqueza, finalmente decidí que la vida en el campo me llamaba. Descubrí que, pese a las inevitables privaciones, el mal tiempo y demás, lo que sí teníamos era tiempo y espacio. En el campo también es más fácil vivir con un salario menor y eso significa menos trabajo. No hay duda de que a mi familia le interesa menos el dinero que antes; la ciudad parece succionar los billetes de tus bolsillos mientras caminas por sus seductoras calles. Supongo que es fácil ser bueno en el campo porque, como escribió Oscar Wilde, en él no existen tentaciones. Los amantes de la ciudad se quejan del silencio del campo. Echan de menos las sirenas. También se quejan de cómo todos saben lo que estás haciendo. En la ciudad puedes vivir con cierto nivel de privacidad y anonimato. También es innegable que en la ciudad resulta mucho más fácil encontrar grupos de individuos que piensan como tú. El movimiento de Arts and Crafts} del Reino Unido, pese a sentir adoración por el campo, mantenía fuertes conexiones con Londres y Wi- lliam Morris, por ejemplo, pasaba allí mucho tiempo de negocios. Es posible hacer las dos cosas. Puedes crear un sano diálogo entre ambas. Puedes retirarte al campo para reflexionar y después volver a la ciudad para actuar y vender. Necesitas la ciudad para vender tus productos, ya sean escritos, esculturas o zanahorias. Como dice santo Tomás de Aquino en su Summa Teológica: «Ambos tipos de vida son legítimos y loables, a saber, que un hombre se retire de la sociedad de los hombres y guarde abstinencia; y que se una a otros hombres

1

En español, artes y oficios. (N. del T.)

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y viva como ellos». Por ejemplo, los masones medievales pasaban los inviernos en sus minifundios y los meses de más sol en los caminos, donde trabajaban y comerciaban. Las familias rurales más importantes del siglo XVIII pasaban los inviernos en Londres. El problema de las ciudades no es el hecho de que lo sean, sino el de sus dimensiones demasiado grandes. La magnitud es simplemente vertiginosa, imposible. Cualquier viaje de un lugar a otro de Londres puede durar, por ejemplo, una hora —aunque ese problema tiene una solución sencilla con la bicicleta: vende el coche y cómprate una bici—. Sin embargo, una ciudad pequeña puede ofrecer un fantástico grado de libertad. La época medieval nos ofrece el ejemplo de las ciudades-estado libres y grandes. Desde el siglo XII en adelante hubo un enorme movimiento democrático por toda Europa para crear ciudades de entre cincuenta y cien mil habitantes que fueran autónomas y no sufrieran la intromisión de los nobles. Fueron creadas por la nueva burguesía que estaba harta de las restricciones de la vida en las fincas, precisamente con el objetivo de vivir libres. Esta cultura es explorada por el príncipe Peter Kropotkin en El apoyo mutuo (1902). Es una obra de enorme inspiración escrita por un gran hombre. Nacido en 1842 de padres aristocráticos, las injusticias de la cultura de servidumbre en la que se crio lo convirtieron en un revolucionario y, a partir de 1917, vivió principalmente en Europa, con largas estancias en el Reino Unido. Oscar Wilde describió a Peter Kropotkin como uno de los dos hombres verdaderamente felices que había conocido nunca. El apoyo mutuo se publicó cuando Kropotkin vivía en Bromley, Kent —un lugar bastante cursi y periférico para uno de los más grandes pensadores anarquistas de todos los tiempos—. En El apoyo mutuo Peter Kropotkin sostiene que las ciudades medievales fueron fundadas de forma deliberada sobre lo que hoy se considerarían principios peligrosamente radicales y establecidas con el fin de huir del gobierno de los nobles y crear una comunidad ideal, trabajadora y creativa en la

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que la justicia, la igualdad y la ayuda de unos a otros fueran los principios éticos dominantes. De igual modo que nosotros estamos motivados por los valores de la competencia y el beneficio, los medievales tenían el valor de la cooperación. Estaban enormemente influenciados por el redescubrimiento de la Etica de Aristóteles —se lo llamaba «el filósofo», como si solamente existiera uno del que mereciera la pena hablar— y por «El sermón de la montaña». Es importante darse cuenta de que estos cambios no ocurrieron simplemente porque así lo acordaron; se basaron en la filosofía y después en un intento deliberado de ponerla en práctica y darla a conocer. Estas ciudades tenían hasta cincuenta mil habitantes y estaban atestadas de escuelas, hospitales, baños, talleres y de la arquitectura más maravillosa. El trabajo se organizaba en torno al sistema de gremios. Las ciudades tenían un límite natural de crecimiento porque estaban amuralladas. En sus catedrales es donde Peter Kropotkin y otros admiradores de la época medieval, como John Ruskin, vieron la expresión del apasionado espíritu creativo de esta iniciativa en su forma más completa. Así es como Peter Kropotkin describe la génesis de la ciudad medieval: «Con una unanimidad que nos parece ahora casi incomprensible, y que durante mucho tiempo no fue entendida por los historiadores, las aglomeraciones urbanas, e incluso los burgos más pequeños comenzaron a sacudirse el yugo de sus señores mundanos y clericales. La villa fortificada se rebeló contra el castillo del señor feudal: primero discutió su autoridad, luego lo atacó y finalmente lo destruyó. Este movimiento se expandió de un sitio a otro y llegó a todas las ciudades de la superficie de Europa y en menos de cien años aparece en las costas del Mediterráneo, el mar del Norte, el Báltico y el océano Atlántico hasta los fiordos escandinavos; a los pies de los Apeninos, los Alpes, la Selva Negra, los Grampianos y los Cárpatos; en las llanuras de Rusia, Hungría, Francia y España. En todas partes tuvo lugar la misma revuelta, con las mismas características, las mismas fases y con los mismos resultados. En cualquier parte donde los hombres encontraban o esperaban encontrar cierta protección tras los

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muros de la ciudad, establecían juramentos, hermandades y círculos de amistad unidos por una idea común, y marchaban valientemente al encuentro de una nueva vida de apoyo mutuo y libertad. Y tuvieron tanto éxito que en trescientos o cuatrocientos años le habían cambiado la cara a Europa. Habían llenado el campo de bellos y suntuosos edificios que expresaban el genio de las uniones libres de hombres libres, sin rivales en belleza y expresividad. Ciudadanos que legaron a las siguientes generaciones todas las artes y diligencias, de las que nuestra actual civilización, con todos sus logros y promesas de futuro, no es más que una evolución posterior de aquellas alianzas. Y cuando dirigimos ahora la mirada a las fuerzas que han dado lugar a estos magníficos resultados las podemos ver, no en el talento de héroes individuales ni en la poderosa organización de los enormes estados ni en la capacidad política de sus gobernadores, sino en la misma corriente de apoyo y auxilio mutuos que funcionaron en la comunidad de la villa y que durante la Edad Media se vivificaron y reforzaron por el mismo espíritu, pero tallados sobre un nuevo modelo, los gremios». En la Florencia del siglo XIII había siete gremios principales y catorce menores o arti , que era como los llamaban. Estaba el de los jueces y notarios, el de los tejedores y tintoreros de telas extranjeras, el de los fabricantes de lana, el de los fabricantes de seda, el de los banqueros y cambistas, el de los médicos y boticarios y el de los peleteros y, después, estaban los gremios menores: carniceros, zapateros, curtidores, mamposteros, comerciantes de aceite, tejedores de lino, cerrajeros, armeros, guarnicioneros, carpinteros, mesoneros, herreros, comerciantes de vino y panaderos. Todos vivían juntos y, más o menos, en armonía en una especie de estado anarquista, y los jefes de los gremios se reunían cada dos meses en el consejo de administración de la ciudad. ¿Podríamos volver a crear nuestras ciudades de una forma similar hoy día? ¿No debería cada urbanista y arquitecto estar obligado a leer El apoyo mutuo, de Peter Kropotkin? Está claro que tenemos que encontrar una ciudad de cincuenta

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mil habitantes, cincuenta mil buscadores de libertad, levantar un muro a su alrededor, declararlo república independiente y ocuparnos de todo nosotros solos. Las ciudades medievales demostraron a Peter Kropotkin que si nos dejan a nuestro aire podemos organizar mucho mejor nuestros asuntos que ningún gobierno. Como dice el paleto ambulante y punk que monta en monopatín William Elliot Whitmore: «Lo cierto es que todos compartimos estos mismos ideales y el ciudadano medio es bueno, pero son nuestros gobiernos los que joden las cosas». El movimiento de la ciudad medieval también demuestra que un estado de cosas donde la autoridad y la competencia son los principios de organización no es algo inevitable, como suele ser la idea del filósofo de bar. Lo que me gustaría ver y que de hecho existía en la Inglaterra medieval es un país consistente en pequeñas federaciones autónomas de ciudades, pueblos, comunas y aldeas. La idea de la organización centralizada es absurda porque impide que haya diferencias a lo largo del país, diversas actitudes con respecto a la vida, diferentes culturas, idiomas, costumbres, climas e incluso diferente ropa. Centralización quiere decir uniformidad, es decir, aburrimiento que significa muerte (véase el capítulo II). Imagina que colonizas un pequeño pueblo o ciudad con tus amigos y creáis vuestra propia sociedad libre. Me pregunto qué tipo de cambio o crisis podría llevarnos a un nuevo mundo occidental y a un modelo de pensamiento distinto. En la década de 1970 los pensadores alternativos solían hablar casi esperanzados de una crisis del petróleo, pero éste sigue emergiendo de la tierra. ¿Cuándo parará? Personalmente, yo acogería con agrado una crisis así porque podría conducirnos de vuelta a los bosques como fuente de combustible —madera que se renueva de forma infinita; madera que nace de los árboles, que se recoge, que no se extrae de una mina— incluso me gusta la idea de ir en caballo y de ir de un país a otro en un barco de remos. A medida que ha aumentado el coste del carburante, se ha incrementado la demanda de producción de energía localizada y las empresas de

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paneles solares, bombas de calor y pilas de combustible están teniendo mucho éxito. La tecnología medieval, como los molinos de agua y de viento, está de nuevo de actualidad. Empezamos a darnos cuenta de que ideas como la de las energías renovables, lejos de ser caprichosas, son sensatas. Y más baratas que depender de la muy ineficiente red de suministro nacional. Imagino que producir parte de tu propia electricidad debe inspirar una sensación muy parecida a la de producir algunas de tus verduras: una impresión muy agradable y gratificante de liberación, al menos en parte, de la dependencia de los sistemas centralizados de distribución. Los paneles solares son la anarquía en acción. Ahora bien lo cierto es que también es perfectamente posible crearse una vida campestre en la ciudad, si por «vida campestre» entendemos en la jerga actual una vida sosteni- ble. Mi amigo Graham Burnett vive en la ciudad y me introdujo en el movimiento de la permacultura. Es éste un tipo de vida que nació en Australia con un hombre llamado Bill Mollison. La idea que se esconde tras la permacultura es la de establecer sistemas de vida que no exploten ni la tierra ni a otras personas, que se fusionen con la naturaleza, se amolden a tu vida diaria y a tu entorno y que además no requieran de un esfuerzo grande. La permacultura es, en realidad, la holgazanería en acción. La revista Permaculture, por ejemplo, está llena de artículos sobre personas que han convertido sus jardines suburbanos en verdaderos bosques de frutas o sobre los habitantes de ciudades que producen sus propias verduras en huertos alquilados. Es una visión práctica de la vida porque no nos recomienda que nos mudemos todos a una parcela de Gales y nos volvamos autosuficientes. Demuestra cómo puedes ser libre en la ciudad. Por ejemplo, puedes alquilar un huerto, puedes cultivar cosas en el alféizar de tu ventana, arrancar el césped burgués y plantar frambuesas, grosellas, arándanos, melocotoneros y perales. Otra de las partes atractivas de esta filosofía es que favorece la reflexión por encima de Ja acción: tras la creación inicial de un sistema, el terreno altamente productivo de permacultura se cuidará a sí mismo.

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La permacultura es totalmente lo contrario al trabajo duro porque éste puede a menudo dar lugar a una excesiva intromisión en la naturaleza. Por tanto es ideal para los holgazanes. Lo recomiendo. Para regenerar nuestras ciudades sólo necesitamos esparcir semillas por el lugar. Cuando vayas de paseo lleva contigo unas cuantas semillas de amapola, acelgas y jaramagos. Plántalas entre las hierbas de los páramos. Verás qué ocurre. Aquí tenemos de nuevo a John Seymour: «Puedo imaginarme en el futuro una sociedad muy sofisticada, algunos de sus miembros vivirán en ciudades de escala humana, otros esparcidos por un campo bien cuidado, todos interdependien- tes pero en algunos sentidos muy independientes, con ciudades que cooperen con el campo y viceversa. No será ésta una sociedad muy mecanizada ni industrializada, sino una sociedad en la que las verdaderas artes de la civilización se llevarán a cabo a un alto nivel, en el que la literatura, la música, el teatro, las artes visuales y la artesanía, que conducen a la buena vida, serán practicadas y apreciadas por toda la gente. No sería una «vuelta atrás», sea cual sea lo que esto signifique. Sería, si prefieres pensar en esos términos de progresión imaginaria, «ir hacia delante», hacia una época dorada. La Atenas de Pericles no era un lugar tan malo, pese a unos cuantos esclavos más o menos. Si pudiéramos encontrar el modo de lograr el mismo resultado sin esclavos, habremos conseguido algo valioso». En cuanto a la agricultura los medievales eran permaculturistas: los sistemas eran sostenibles, no había fertilizante Nitram ni intensificación, las granjas eran mixtas, la propiedad de la tierra era muy difusa, los minifundios eran comunes, todo se reciclaba y tenía un segundo uso sin la ayuda de ningún Ayuntamiento. El dinero permanecía en las economías locales en lugar de ser succionado por los supermercados. No había vehículos a motor. Las casas las construía uno mismo. Los conflictos se resolvían localmente. No había envases de plástico y, por tanto, no había residuos. Era un paraíso permaculturista. Ahora tenemos la oportunidad de to-

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mar todas las buenas ideas de la vida medieval sin las jerarquías ni el dominio del clero. Por cierto, un consejo práctico que puedo dar es llevar una navaja de bolsillo en todo momento. Es sorprendente lo útil que resulta a menudo, ya estés en la ciudad o en el campo. Llevar una pequeña arma contigo también te da una sensación muy agradable de independencia e invulnerabilidad. Debe de ser como la sensación de llevar espada, una tradición que desapareció a finales del siglo XVIII. Así pues, una vez que has amoldado tu actitud a tu propia vida, el hecho de vivir felizmente en la ciudad o en el campo no importa mucho al final. No tienes que irte de la ciudad para huir de la vida urbana. ALQUILA UN HUERTO

VI

Termina con la guerra de clases

«Numquam libetas gratior extat Quam sum rege pió». (Si a la dulce libertad te aferraras, ríndete a un rey justo). CLAUDIAN, 370-404 d.C. «Cuando Adán cavaba y Eva hilaba, ¿quién era entonces el caballero?». ESLOGAN TRADICIONAL DEL CAMPESINO

MEDIEVAL REBELDE

Nuestro actual sistema de clases refleja, en mayor o menor medida, el sistema tripartito que se desarrolló a principios de la Edad Media. Las tres clases estaban formadas por los campesinos, los laboratores, el clero, los oratores , y los nobles o bellatores. Los campesinos trabajaban la tierra, el clero leía, escribía, reflexionaba, rezaba y cuidaba de los pobres y los nobles salían a luchar. A mí me hubiese hecho bastante feliz ser miembro de cualquiera de esas tres clases. Todas ellas parecen mucho mejor que las opciones que tenemos hoy día: clase trabajadora, es decir, hacer un trabajo aburrido y endeudarse; clase media, es decir, hacer un trabajo

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aburrido y endeudarse aún más; o clase alta, es decir, gandulear, discutir con los miembros de tu familia e ir poco a poco vendiendo tus terrenos y propiedades para pagar los impuestos. Sí, yo habría sido feliz si hubiese sido campesino, clérigo o noble. Supongo que estoy más cerca de ser un clérigo, en el sentido de que mis principales ocupaciones son la lectura y la escritura; pero me gusta pensar que me parezco también a un campesino, porque disfruto mientras trabajo la tierra en mi huerto y también algo parecido a un noble, porque me gusta gandulear y no hacer nada. Así que en una sola persona espero unir los mejores aspectos de cada clase. Supongo que esto es lo que significa ser bohemio. Lo gracioso del sistema medieval es que había en realidad más igualdad, no menos, de la que existe hoy. Cuando miras las escrituras de los señoríos entre los años 1100 y 1500, lo que sorprende es que, a nivel económico, había un alto nivel de igualdad. Aparte del señor feudal todos los demás estaban en el mismo nivel. Esta es la curiosa paradoja de la versión medieval de la autoridad, pues producía más libertad. Por supuesto los clérigos, inspirados por Jesús, insistían en la idea de que todos los hombres eran iguales a los ojos de Dios; el príncipe no era mejor que el campesino. Esta idea era predicada constantemente tanto a los nobles como al pueblo y de ese modo les proporcionaba humildad. Dice el historiador medieval Jacques Le Goff que verdaderamente había un «halo» divino sobre cualquier actividad relacionada con el campo. Labrar la tierra era estar cerca de Dios. Y en la cultura democrática del trovador del sur de Francia, muchos poetas sostenían que la nobleza era una cuestión de carácter más que de nacimiento y que, por tanto, estaba a disposición del campesino, del burgués o del aristócrata. En Inglaterra los esclavos compraban su libertad y los campesinos se convertían en propietarios independientes, la clase a la que pertenecía Franklin, el próspero, generoso y seguro de sí mismo terrateniente de Chaucer:

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Inundaba la casa de alimentos y bebidas, con todos los refinamientos que imaginarse puedan1. Incluso los obispos procedían de todas las clases sociales. Había mucha más movilidad social de la que normalmente se atribuye a ese periodo, especialmente al final de la Edad Media. Y las clases medias medievales, como Franklin, eran distintas a los burgueses de la actualidad porque valoraban su libertad, como escribe el historiador M. H. Keen: «La prosperidad de los hombres formales de rango medio tuvo... una profunda influencia en el carácter nacional inglés. Fueron ellos los que permitieron que los ingleses no cedieran a la tiranía». Hoy día todos trabajamos duro para otras personas y realizamos actividades nada creativas y aburridas. Nos hemos rendido a la tiranía de la ética del trabajo. Incluso algunos aristócratas trabajan en la actualidad y parecen estar bastante orgullosos de ello. El dominio de la burguesía a través del Parlamento es el dominio de los fuertes por parte de los afables y los débiles y, mediante esta terrible ley por la que a veces los débiles pueden conquistar a los fuertes, el enorme y pastoso remolino causado por los parlamentarios puritanos de clase media amenaza con arrastrarnos a todos al lodo infernal. Se anima a las clases trabajadoras a que crezcan y se unan a la clase media mediante el trabajo duro y a los de clase alta se les anima a que se conviertan en demócratas lerdos, a que trabajen y sean aburridos. Pero las verdaderas y anticuadas posturas de la clase trabajadora como las que describió Richard Hoggart en The Uses of Literacy son positivas: Se basan en la importancia que tienen en la vida la vecindad, la diversión y los amigos por encima del trabajo y la trayectoria profesional: «Cualquiera que sea lo que uno haga, es probable que los horizontes sean limitados; en cualquier caso, los miembros de la clase trabaja-

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Texto extraído del prólogo general de los Cuentos de Cavterhury, de Geoffrey

Chavar. (N.MT.)

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dora se apresuran a decir que el dinero no parece hacer que la gente sea más feliz ni tampoco el poder. Las cosas "reales" son las humanas y las que tienen que ver con el compañerismo: el cariño del hogar y la familia, la amistad y el poder decir: "Pásalo bien". "El dinero no es lo real —dicen—, y La vida no merece la pena si estás continuamente esforzándote por conseguir más dinero". Las canciones de la clase trabajadora piden a menudo amor, amigos y un buen hogar, e insisten siempre en que el dinero no importa». Estos son para mí los buenos valores y son los que sufren el ataque de las clases medias. Hoggart también apunta hacia la loable actitud de vivir el momento, que es contraria a la actitud de «sacrificar el presente por el futuro» propia de los planes de pensiones de la vida de la clase media, expresada de forma brillante, por cierto, en la canción She' s Leaving H ome, de Los Beatles: «En general, la naturaleza inmediata y presente de la vida de la clase trabajadora da valor al disfrute de las cosas ahora, disuade de hacer planes para conseguir un objetivo futuro o conforme a algún ideal. "La vida no es un camino de rosas", asumen; pero "mañana ya veremos". En este aspecto, la clase trabajadora ha sido una existencialista optimista durante muchísimo tiempo... Al placer se le da mucha importancia; se coserán las sábanas antes que comprar otras nuevas, pero se reservará dinero suficiente para beber y fumar...». ¡Sí, sí, sí! Mientras hoy haya suficiente para la cerveza y los pitillos, mañana ya se verá. Prefiero tener sábanas rasgadas y una despensa llena de cerveza que ser abstemio con ropa de cama nueva. También me encantan las actitudes providenciales descritas aquí. ¿Y qué pasa con tus planes de futuro? Bueno, todos sabemos el chiste judío: ¿Cómo hacer que Dios se ría? Cuéntale tus planes. Así que más que guerra de clases tengamos armonía, integridad y respeto, paz entre las clases. Tenemos clase pero no somos de una clase. Podemos ayudarnos unos a otros y aprender los unos de los otros. Resulta que me gustan los pijos en general. Me gusta la tradición aristocrática simple-

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mente porque muchos de ellos son antiburgueses. No les gusta trabajar o, al menos, no les gusta ver en lo que se ha convertido el trabajo. Aún queda sitio entre ellos para la excentricidad y la diferencia. Miran por encima del hombro a aquellos que necesitan trabajar y en lugar de eso se dedican a estar tirados sin hacer nada —un noble pasatiempo, como espero haber probado en otro lugar—, pero también reunirán a gente para hacer tareas útiles para la comunidad, patrocinarán a artistas, abrirán sus puertas, celebrarán festivales y serán hospitalarios y encantadores, todas estas cosas son muy importantes en una sociedad libre. No me ofenden ni por un momento su dinero ni sus casas porque sé que además de esas casas y ese dinero tienen mucho lío. Les estoy agradecido por cuidar las espléndidas casas y jardines y, si de vez en cuando me dejan visitarlos, todo me parece bien. Pero nuestro resentimiento nos dificulta la huida. El resentimiento puede ser una barrera para la libertad. Cuando doy una charla sobre las ventajas de no trabajar siempre hay algún miembro del público que hace una pregunta, más o menos educada, sobre la clase de la que provengo y si tengo ingresos personales. Lo que insinúa es: «Para ti está bien hablar de ser un holgazán». Le explico que no tengo ni he tenido nunca rentas personales y que todo el dinero del que vivo es el que gano con mi propio esfúerzo en el mercado. Pero ¿es eso algo de lo que hay que jactarse? ¿Y por qué vamos a despreciar las ideas de alguien que resulta que tiene rentas personales? Muchos de los grandes avances e ideas intelectuales y del arte y la literatura han venido de las clases adineradas: Lord Byron, Karl Marx y Friedrich Engels, William Morris, Bertrand Russell —todos ellos niños ricos disfrazados de pobres—. El resentimiento de los demás —«Para ti está bien»—, la sensación de que la vida de los que te rodean es un poco más fácil son las primeras ataduras de las que debemos deshacernos en la búsqueda de la libertad. Aunque sea enemigo de la opresión y la explotación no estoy en absoluto a favor de la disolución de las barreras de clase. Si esto ocurriera nos quedaríamos con una horrible me-

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ritocracia protestante como la que hay en Estados Unidos, donde no hay excusas para no ser un amo del universo, como tan bien lo describió Tom Wolf en La hoguera de las vanidades. Lo cierto es que la igualdad no tiene sentido. Donde todos sean iguales y exista igualdad de oportunidades para todos no habrá excusa para el fracaso. Un sistema de clases llevará implícito una excusa para que no te preocupes por trabajar y simplemente disfrutes de la vida —si es que necesitas una excusa—. Y si no te gusta la clase a la que perteneces, la cambias. Un famoso campesino se convirtió en Papa. Y el ser de una clase distinta de otros no es lo mismo que el ser inferior a los demás. Yo estoy bastante contento de pertenecer a una clase diferente a la de otros, pero no me siento inferior a los de la clase alta ni superior a los de la clase trabajadora. En realidad es tremendamente fácil escapar de la clase de la que procedes —cualquiera que sea— sólo con rechazar lo que el mundo convencional y preprogramado ofrece, y salir a construir tu propio mundo. De este modo, encontrarás compañeros que son de tu misma opinión y que están vinculados a ti por su espíritu más que por la clase de la que proceden. No hay excusas para quedarte sentado quejándote por tu suerte. Sí, puede que sea cierto que hayan cometido terribles injusticias contigo y con los que son como tú, pero la forma de huir de las ataduras de esas injusticias y de evitar que vuelvan a aparecer en el futuro es no quejarse por abusos del pasado, sino sobreponerte a todo ello y concentrarte en vivir bien. La vida bohemia puede ofrecer un modo de salir de las constricciones impuestas por pertenecer a la clase trabajadora, media o alta. Puede decirse que cada clase, a su modo, limita nuestras libertades. Y en los círculos bohemios los señores y los ladrones se juntan con los borrachos, los poetas y los músicos, gentes que se han liberado de las ataduras, si se lo permitimos. El problema no está en que las personas sean diferentes, sino en que no respetan las diferencias. Este es el problema con los gobiernos que aseguran estar en una sociedad sin clases. Cuando en realidad se refieren a una sociedad en la que

TERMINA CON LA GUERRA DE CLASES

todos somos lo mismo —todos robots, androides que trabajan, autómatas, como Charlie Chaplin en Tiempos Modernos—. Es una sociedad forjada en la imagen tediosa, descolorida y apática de los propios gobiernos. La diferencia de clases da color a nuestras vidas. Los caballeros, los guerreros y los obispos han dejado maravillosas obras por todo el mundo para que disfrutemos de ellas: castillos, jardines e iglesias. Parece que a los niños les encantan por naturaleza los reyes y reinas y las historias de los caballeros de antaño. El rey Arturo era un aristócrata; no un burócrata soviético. La monarquía puede ser divertida. Robert Burton, en aquel brillante manual de autoayuda del siglo XVII, Anatomía de la melancolía , resume su propia utopía personal, y lo cierto es que mantiene las diferencias de clases porque hacen que la vida sea más divertida, variada y colorida. Además critica la República de Platón por ser aburrida: «La comunidad de Platón es en muchos aspectos irreverente, absurda y ridicula, se deshace del esplendor y la magnificencia. Yo tendré varias órdenes, grados de nobleza, y los hereditarios, sin rechazar a los hermanos más jóvenes mientras tanto, porque serán suficientemente mantenidos gracias a las pensiones, o los así considerados, nacidos de un llamamiento honrado, podrán vivir de sí mismos... mi forma de gobierno sería monárquica». Mi utopía incluiría probablemente tres niveles de sociedad bastante parecidos a los de la época medieval, con caballeros, clérigos y campesinos: los guerreros serían los aristócratas y se dedicarían a sentarse a no hacer nada más que crear y cuidar hermosos jardines, celebrar fiestas y festivales en sus grandes casas, actuar como mecenas de las artes y ser hospitalarios, al ofrecer comida y cerveza. Esto es lo que hace hoy la familia Eliot de Cornwall. Utilizan su espléndida casa y sus terrenos como lugar de reuniones y centro de actividad creativa. Los clérigos serían los escritores, poetas, pintores y demás. Vivirían como campesinos, de una forma libre y autosuficiente. Y los campesinos serían artesanos, picapedreros, zapateros, carpinteros, ceramistas, alfareros y herreros. Las tres clases estarían

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implicadas en la creación de música y arquitectura. Los que gastarían el dinero, los que pensarían y los artesanos. Podríamos utilizar las bibliotecas de los aristócratas, pasear por sus jardines y nadar en sus piscinas. Ellos asumirían el papel del estado y lo harían de un modo personal. Sin Consejo de las Artes ni Organo de Inspección de Salud y Seguridad. Volveríamos a la tierra y pastoreo comunes. Tiraríamos abajo las vallas. Tendríamos que descercar. El respeto por la diferencia estaría a la orden del día. Habría prejuicio contra quien se convirtiese en un robot y nos compadeceríamos de la eficacia y la regularidad. Nos reiríamos de los funcionarios mezquinos y los expulsaríamos de la ciudad. Como escribió Robert Burns en The De ' il' s ATO A' wi' th' Exceseman2: Fabricaremos nuestra malta y elaboraremos nuestra bebida, reiremos, cantaremos y nos alegraremos, hombre; y muchísimas gracias al poderoso diablo negro que se fue mientras bailaba con el recaudador de impuestos Federalismo y respeto. Mi forma de hacer las cosas no es mejor que la tuya. Nada es mejor que lo de los demás. Todas las cosas y todas las personas son completamente diferentes y completamente iguales. La verdadera tarea es encontrar al enemigo en el interior de uno mismo y no en el exterior. Como dijo el pensador beat- nik Alexander Trocchi, necesitamos «atacar al "enemigo" desde la base, dentro de nosotros mismos». La misma lucha de clases alimenta a la clase media porque cuando luchas contra algo simplemente lo haces más fuerte. La respuesta no es otra que ignorar las cosas que no te gustan sobre las clases y concentrarte

En español, «El diablo se ha llevado al recaudador de impuestos». Poema escocés que en su versión original dice: «We'll mak our maut, and we'll l)rew aour drink, / We'll laugh, sing and rejoice, man; / and mony hraw thanks to the ineikle black Deil /Thnt danc'd awa' wi' th' Exceiseman». (N. de! I.)

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en las que sí. La guerra de clases es también un callejón sin salida puesto que se trata de una actitud vital profundamente irresponsable por ejemplo cuando alguien dice: «Ojalá esos bastardos no me hubieran jodido. Entonces, todo estaría bien». Bueno, hasta cierto punto tú les has permitido que te jodan y puedes decidir que no lo hagan. Ahí yace la libertad. Lo que debemos cuestionar es nuestra propia complicidad con la actual forma de organizar las cosas. Cuando hablamos de anarquía no nos referimos a una disolución del orden, un entorno típico de Mad Max en el que sobrevivirían los más violentos. A lo que nos referimos es a una descentralización del poder; el poder del pueblo. D. H. Lawrence escribió que no es cuestión de destrozar el sistema sino de poner en su lugar uno más humano: «Debe haber un sistema; debe haber clases de hombres; debe haber diferencias: o eso o un vacío amorfo. Lo que de verdad hay que decidir no es que haya sistema o no. La elección es entre sistema y sistema, mecánico u orgánico». Es interesante cómo utiliza la palabra «orgánico», que hoy día se utiliza tanto en círculos alimenticios y que, como tal, puede ser fácilmente tachada de moda pasajera de la clase media. Pero la palabra «orgánico» es muy poderosa y cuando la oponemos, como hace Lawrence, a la de «mecánico» su significado se vuelve absolutamente claro. Abajo los robots y arriba los humanos. Abajo la igualdad y arriba la variedad. Abajo la dependencia y arriba la confianza en uno mismo. Y así sucesivamente. Como holgazán y anarquista me encantan las personas de todas las clases que luchan por ser libres. Me encantan los aristócratas, las clases desfavorecidas y los burgueses bohemios —a los que pertenezco—. Los delincuentes y los drogadictos. Si quieres unirte a los elegidos, a los pintorescos, a los creativos, es muy fácil. Construye tu propia vida. Deshazte del resentimiento. Rechaza la idea de tanto «tener que». No tienes que hacer nada. Tienes libre albedrío. Ponlo en práctica. SÉ UN BOHEMIO

VII

Deshazte del reloj

«El nuevo movimiento está construyendo despacio y de forma despreocupada una sociedad alternativa. Es internacional, interracial, con igualdad de sexos, relajada. Actúa sobre concepciones diferentes de tiempo y espacio. Puede que en el mundo del futuro no haya relojes».

TOM MACGRATH, International Times, marzo de 1967 Tira tus despertadores, escribí en mi anterior libro. Ahora te pido que te deshagas también de tus relojes. Por algún motivo incomprensible parece que todos quieren tener un reloj caro. Pero ¿no es tremendamente curioso que lo que en realidad es un símbolo de esclavitud se haya convertido también en un símbolo de estatus social? El hecho de llevar reloj indica ante los demás que estás obligado al moderno tempo industrial. Llevar un reloj caro quiere decir que estás orgulloso de estar obligado a ello. Es literalmente una atadura muy costosa. Los relojes son esposas de oro. Las barras de la jaula son doradas. Sabemos por el historiador E. P. Thompson y por Jay Griffiths, autora de Pip Pip, que nuestra concepción moderna del tiempo nació a la vez que la economía consumista. En

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la antigüedad, antes de que a nadie se le hubiera ocurrido organizar y estandarizar las prácticas laborales, se utilizaban las campanas de los monasterios para estructurar un poco la ronda diaria de la oración, del estudio y del trabajo en el huerto. Más tarde se utilizaron también las campanas por toda Europa occidental para avisar de las asambleas locales. Cuando oías el tañir de las campanas se suponía que dejabas tus herramientas, salías del campo y acudías a la ciudad para alguna reunión. Pronto empezaron a aparecer en el mercado los relojes con la función de imponer alguna especie de uniformidad a los modelos de trabajo. Pero el tiempo era todavía local y público. No era la misma hora en todos sitios. Cada reloj del pueblo decía una hora distinta, pero cada miembro de la comunidad compartía esa hora distinta. En cierto modo, con el reloj público, el tiempo era libre en el sentido de que no tenías que comprar ninguno para saber la hora que era, porque había uno público. Y era libre porque era el mismo para todos. Sin embargo, es cierto decir que, incluso en el siglo XIV, podemos ver los comienzos de lo queJacques Le Goff llama «tiempo comercial», la colonización del tiempo con el fin de hacer dinero de una forma más eficaz: «En 1355 el gobernador real de Artois dio su autorización para que el pueblo de Aire-sur-la-Lys construyera un campanario cuyas campanas repicaran a las horas de las transacciones comerciales y en el horario laboral de los trabajadores del textil... El reloj comunal era un instrumento de la dominación económica, social y política ejercida por los mercaderes que dirigían la comuna. Exigían una medición estricta del tiempo porque en el negocio textil "lo adecuado es que la mayoría de los trabajadores de día —el proletariado del comercio textil— comiencen y terminen su trabajo en un horario fijo"». Ya pueden sentirse los «ritmos infernales», dice Le Goff. El «horario comercial» en la Edad Media se enfrentaba al horario religioso. La postura religiosa dominante era que el tiempo no podía venderse. Esta fue la respuesta de un monje franciscano del siglo xiv cuando se le preguntó sobre asun

D ESHAZTE DEL RELOJ

tos de crédito e intereses: «¿Tiene derecho un mercader, en un determinado tipo de transacción, a exigir un mayor pago a alguien que no puede saldar su cuenta de forma inmediata que a otro que sí pueda?». «La respuesta argumentada es que no, porque al hacer esto vendería el tiempo y cometería un delito de usura por vender lo que no le pertenece». Hoy día nuestro punto de vista se opone a éste por completo: los banqueros y las personas ricas son venerados. El tiempo y el dinero, en los que tanto se esforzaron los medievales por mantener separados, se han unido en una sola cosa. ¿Cómo se ha producido este cambio? Pues, como en otros aspectos, voy a culpar a ese ruin trabajador y moralista que fue Benjamin Franklin, quien inventó o expresó un pensamiento completamente nuevo con respecto al tiempo en el siglo XVIII. El siguiente texto fue escrito como propaganda para los jóvenes que salían al mundo: «Recuerda que el tiempo es dinero. El que puede ganar diariamente diez chelines con su trabajo y se dedica a pasear la mitad del día, o a holgazanear en su cuarto, aun cuando sólo dedique seis peniques para sus diversiones, no ha de contar eso sólo, sino que en realidad ha gastado, o más bien derrochado, cinco chelines más. »Piensa que el crédito es dinero. Si alguien deja que siga en mis manos el dinero que le adeudo, me deja su interés y todo cuanto puedo ganar con él durante ese tiempo. Se puede reunir así una suma considerable si un hombre tiene un buen crédito y, además, puede hacer un buen uso de él. »Piensa que el dinero es fértil y reproductivo. El dinero puede producir dinero, la descendencia puede producir más todavía y así sucesivamente. Cinco chelines bien invertidos se convierten en seis, si se invierten otra vez se convierten en siete y tres peniques y así sucesivamente, hasta que en total se convierten en cien libras esterlinas. Cuanto más dinero hay, tanto más produce cuando se invierte, de modo que el beneficio aumenta rápidamente sin cesar. Quien mata a una cerda aniquila a toda su descendencia, hasta la generación número m i l . Quien malgasta una corona destruye

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todo cuanto hubiera podido producirse con ella, incluso montones de libras». Para Franklin no se trata sólo de un deber moral el hecho de considerar que el tiempo es dinero, sino que la acumulación de bienes en sí misma se ha convertido en un objetivo valioso. De ser un medio de intercambio, el tiempo unido al dinero comienza a adquirir vida propia. El beneficio se convierte en un concepto abstracto, un objetivo que merece la pena perseguir. No tiene sentido preguntarse aquí por qué el beneficio es bueno ni qué se va a hacer con él por el bien de la sociedad. Adiós, fraternidad de los hombres; bienvenidos, luchadores solitarios. Por tanto si creemos, como el malvado Franklin, que el tiempo es dinero, el hecho de llevar reloj adquiere una especie de sentido comercial, para tener un control constante sobre el lugar al que va todo ese precioso tiempo, y para ayudarte a que no lo malgastes en el bar. De ser algo local y público, el tiempo ha pasado a convertirse en algo global y privado. Pero cuando piensas en todo momento en el tiempo, dejas de vivir el momento porque estás planeando tu siguiente paso. Te quedas sin esa deliciosa sensación de disfrutar del paso de las horas o de «perder la noción del tiempo», como dice la expresión. Perder la noción del tiempo es esa maravillosa sensación que se tiene cuando alguien olvida que está controlado por los horarios y, en lugar de eso, se deja llevar. De repente cuatro horas pueden pasar en un segundo. Quítate el reloj y literalmente quedarás libre de horarios. Si quieres saber la hora busca uno o llama al servicio telefónico de información horaria; hay muchas formas de saberla. Por cierto, que no estoy defendiendo la irresponsabilidad o el retraso en nuestros tratos con los demás. Si todos hemos acordado vivir conforme a un tipo de tiempo, debemos atenernos a ello. Aunque a veces pienso si no estaría bien vivir según el horario africano, en el que las citas no se conciertan, sino que simplemente ocurren. Para un africano o, por lo menos, para uno tradicional y rural la idea de concertar una cita

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sería ridicula porque la vida es impredecible. Una supermo- delo africana solía llegar siempre tarde a sus reuniones en Nueva York sencillamente porque no podía acostumbrarse a esa nueva y estricta relación con el horario. Ahora bien, aunque no puede negarse que es de mala educación retrasarse yo trato de dar una hora lo más imprecisa posible, por ejemplo, «llegaré entre las cinco y las seis». También estoy aprendiendo a concederme mucho tiempo para llegar a mi próximo destino, ya que puedo encontrarme con cualquier atasco en el camino o tal vez te encuentres a alguien con quien termines manteniendo una conversación. Y si llegas pronto, estupendo. Recuerdo que en sus diarios Joe Or- ton decía que siempre llegaba pronto a sus citas y que esto le daba la oportunidad de poder dar un paseo antes de llamar a la puerta. No le tenía miedo al tiempo libre. Podemos decir que hay dos tipos de personas: aquellas a las que les encantan los retrasos y los desastres y aquellas que se estresan y se enfadan, como si el hecho de enfadarse fuera a cambiar las cosas. Probablemente sea imposible liberarnos por completo de los relojes y de los horarios, pero podemos cambiar con bastante facilidad nuestra relación con el tiempo y convertirnos en su semejante, más que en su siervo. Una forma ya probada de hacerlo es, por supuesto, con las drogas, que pueden distorsionar y estirar el tiempo y producir su propia y nueva lógica. Por ejemplo, ningún consumidor de heroína es puntual. Las drogas pueden hacer que un minuto dure una hora o que tres días desaparezcan en pocos minutos. La popularidad de estas sustancias se debe al hecho de que ofrecen una breve huida de la esclavitud del reloj, del horario comercial, del tiempo como mercancía tal y como lo describió Benjamín Franklin. Nos permiten salimos del sistema, bailar, hablar o meditar. Nosotros mismos nos convertirnos en esclavos del tiempo. Incluso el mundo laboral se determina por su mera duración: de nueve a cinco. Yo soy un trabajador de jornada completa, un esclavo, un autómata. ¡Menuda forma de vida más triste! El tiempo siempre se nos echa encima, nos obliga a dar

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nos prisa, a hacer más, a organizamos. El reloj es una amonestación gigante que nos está constantemente regañando. Entonces ¿cómo nos liberamos de las ataduras del reloj? Una respuesta fácil es desprogramarnos. Yo tengo la tendencia a atiborrar el día de demasiadas cosas y esto es siempre un error. Sé realista. No te exijas demasiado. Haz menos. Deja más sitio. Reduce las visitas y reuniones que has programado a un mínimo para dejar sitio a «lo que simplemente ocurre», una forma más agradable de afirmación de la vida. Cuando dejas que te sucedan cosas, la vida también empieza a sorprenderte. Así que deja grandes espacios de tiempo entre tus citas. Deja un gran margen de tiempo en tu vida porque es ahí donde se encuentra la vida. Es fantástico, por ejemplo, cuando las cosas van mal. Una vez estaba yo en la isla de Eigg y los viajes en ferry se cancelaron durante tres días seguidos debido al mal tiempo. Esto hizo que nuestro viaje se ampliara de forma mágica y tuvimos la excusa perfecta para anular los compromisos que nos esperaban en casa. También tenemos que deshacernos de las ideas serviles de que «no hay suficientes horas en el día» y que «simplemente no tengo tiempo suficiente». Cuando decimos que no tenemos tiempo de hacer algo lo que de verdad queremos decir es: «Le he dado prioridad a otra cosa». La gente dice: «No tengo tiempo para leer/pasear/jugar/cocinar/mi- rar por la ventana». Pero sí parece tener tiempo para pasar horas viendo la televisión todos los días. La sensación de no tener tiempo suficiente nos tiraniza, nos azota con un látigo y nos dice que nos movamos. Uno de los logros del proyecto capitalista es que ese tirano se encuentre ahora dentro de nosotros, lo cual hace que se ahorre una enorme cantidad en el coste de los salarios. Y lo que es peor, se nos ha inducido a gastar nuestro propio dinero en comprar un pequeño dictador para llevarlo puesto en la muñeca. El Conejo Blanco es un esclavo de la reina, un adulador pelotillero. Así que ya sabes que es tu obligación revolucionaria deshacerte del reloj.

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También es absurdo pensar que no tenemos tiempo, puesto que cada uno de nosotros posee exactamente la misma cantidad de horas, y el día siempre tiene veinticuatro. Es imposible que una persona tenga menos que otra. Así que en lugar de decir: «No tengo suficiente tiempo», oblígate a decir: «Tengo tiempo de sobra». A veces las palabras preceden a la realidad. La sensación de estar falto de tiempo es un motor de la economía consumista. Si piensas que te falta tiempo, fácilmente acudirás ansioso a productos cuya publicidad promete «ahorrar tiempo» y trabajo. El automóvil, por ejemplo, no te ahorra tiempo a la larga. Ivan Illich calculó una vez que si sumas todo el tiempo que pasas en el coche, e incluyes los viajes al taller, el tiempo que pasas ganando el dinero para comprar la gasolina y para el mantenimiento del vehículo, y lo divides por el número de kilómetros que recorres, la velocidad media será de ocho kilómetros por hora. Irías más rápido en una bicicleta. Paradójicamente la velocidad consume nuestro tiempo libre. Por tanto si quieres ahorrar dinero no sigas sometiéndote al reloj. Estoy haciendo un esfuerzo en mi vida diaria para abrazar el desastre. Esto es más fácil de decir que de hacer, pero el desastre puede ser considerado como una aventura si te permites escapar del horario demasiado estricto que te impones a ti mismo. Los desastres también acaban con la rutina. El otro día se averió mi furgoneta cuando iba camino de la estación. Sí, llegué tarde a Londres, pero disfruté de un poco de tiempo libre mientras esperaba al de la grúa. Vivir conforme a la agujas del reloj también parece prohibirte que disfrutes del momento, porque siempre andamos preocupados con lo que tendremos que hacer en el futuro más que vivir el presente. Necesitamos dejar el horario comercial y adoptar de nuevo el natural. Vivir conforme a las estaciones, entregarnos a un tiempo que se estira. No sigas perdiéndolo en vano esforzándote, viendo la televisión y trabajando. Deja que las cosas ocurran y ocurrirán. El tiempo es libre, por lo que todo horario debería ser libre. Deberíamos dejar de utilizar la ex

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presión «tiempo libre», porque implica su opuesto, «tiempo esclavo». El tiempo es un regalo que viene de Dios y decir que es lo mismo que el dinero es un acto de pura maldad. Así pues quítate ese reloj de la muñeca, lánzalo al río y ve bailando por la calle, por fin libre.

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VIII

Deja de competir

«La verdad es que el principio del comercio medieval era la camaradería y la justicia, pero el principio del comercio moderno es descaradamente la competencia y la avaricia». G. K. CHESTERTON, William Cobbett, 1926

Desde Charles Darwin, cuyas teorías surgieron durante un periodo competitivo de la historia europea, hemos aceptado en gran parte, como sociedad, que el camino a seguir es el de competir unos con otros. La «Ley del más fuerte» es extraordinariamente antigua y tiene un gran éxito no sólo como teoría biológica, sino como ética para la vida diaria. Cuando los peces gordos debaten en los medios de comunicación, utilizan la expresión «competencia sana» y asumen que todos los que los escuchan estarán de acuerdo con ellos. Es un hecho asumido. Por supuesto no es casualidad que las teorías de Darwin, o al menos alguna interpretación de las mismas, surgieran cuando se necesitaba una justificación así para una nueva y especialmente voraz forma de capitalismo. Pero es comprensible que pienses que estamos anclados en esta idea. La I ,ey de la competencia conquistó los negocios y gobierna en los colegios. Incluso está incrustada en la asistencia sanitaria y en el transporte público, con los disparates del gobierno con

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relación a los «objetivos». A los empleados de las empresas se los anima a competir entre sí. Es algo que está profundamente arraigado en nuestra consciencia. La teoría es que la competencia conduce a la buena calidad y a los precios razonables de los productos. Pero la realidad es otra: la competencia sin límites, es decir, la guerra comercial y la expansión infinita que necesariamente conlleva, da lugar inevitablemente a los monopolios, puesto que las grandes compañías van comiéndose a sus débiles competidores. Un ejemplo de esto es el increíble aumento de Tesco's, el supermercado omnisciente y omnipresente del Reino Unido que ha destruido comunidades y ha obligado a las tiendas locales a cerrar, incapaces de competir con sus bajos precios. A cambio le saca el dinero de las comunidades y lo lleva a los bolsillos de los accionistas. Y las empresas se enorgullecen de esto. Recuerdo incontables reuniones de negocios en las que alguien ha dicho: «Es que no somos una organización benéfica», entre murmullos de aprobación de todos. El sistema de accionariado ejerce también una presión descendente en cuanto a la calidad porque la simple cantidad —más ventas— se convierte en el factor principal. La competencia, en realidad, destruye la variedad. Nos lleva al nacimiento de empresas gigantes, con siervos explotados en la parte de abajo y mágicas jóvenes promesas en la de arriba; conduce al fenómeno recientemente calificado como «ciudades clon» en el Reino Unido, donde todas las calles principales se parecen mucho entre sí. Conduce a la starbucksificación1 del mundo, donde la idea de la libertad queda reducida a que todo el mundo puede decidir entre un Starbucks capuchino o un Starbucks moca con leche. La competencia es enemiga de la libertad y de la justicia. Tengo que reconocer que hay en mí una pequeña parte que es ferozmente competitiva. Esto quedó patente cuando en 2005 llevé a un equipo de Idler a una contundente victoria

' Traducción literal de Starbucksification, refiriéndose el autor a la gran cantidad de cafeterías Starbucks que han proliferado en todas las ciudades. ( N . del I .)

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sobre el periódico Financial Times en el concurso de televisión de la BBC, JJniversity Challenge. Aunque nuestra victoria se debió casi por completo no a mí, sino a Rowley Leigh, el chef literario, aquello me catapultó a un estado de ánimo de lo más alegre. Mi novia, Victoria, dijo que aquel triunfo tuvo un efecto maravillosamente positivo en la armonía doméstica: durante dos semanas no gruñí en absoluto. Entonces si me encanta ganar, ¿cómo puedo combatir la idea de hacerlo? Creo que hay dos tipos muy distintos de competición: la que se da en el juego y la que se da en el trabajo. Cuando esta competencia se mantiene en la esfera de los juegos es divertida, carente por completo de importancia y entretenida de por sí. ¿Quién querría, por ejemplo, dejar de jugar a los dardos, al billar o al criquet? Los juegos han existido desde siempre y son divertidos. En el siglo XIII a los cortesanos catalanes les encantaban los juegos, y se lanzaban naranjas unos a otros durante días enteros. Linda Paterson hace una maravillosa descripción en su estudio El mundo de los trovadores: «El almirante tenía un tablero colgado muy alto porque, junto al rey Pere y al rey de Mallorca, era el lanzador más hábil de entre todos los caballeros de España entera; y su cuñado el señor Berenguer d'Enteca era igualmente bueno. Yo mismo los he observado hacer lanzamientos, pero, sin duda, el rey Pere y el de Mallorca eran los que más destacaban entre todos aquellos a los que yo había visto lanzar al taulat. Ambos tiraban siempre tres dardos y una naranja; y el último dardo era tan grande como una lanza sarracena; y los dos primeros siempre se salían lejos del tablero debido a lo alto que estaba y el último impactaba sobre él. Después de esto, el almirante ordenaba que se colocara una tabla redonda; y sus marineros tenían preparadas dos barcas armadas de fondo plano para subir por el río. Sobre ellas podías ver cómo tenían lugar las batallas de naranjas. Habían hecho enviar cincuenta cargamentos de árboles desde el reino de Valencia... Las celebraciones duraban más de dos semanas, durante las cuales ningún hombre de Zaragoza hacía nada más que cantar, alegrarse, participar en juegos y disfrutar».

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¡Dos semanas de fiestas y diversión! Hoy, con nuestra obsesión por el trabajo, no tenemos ni idea de cómo sería una fiesta así. Como dice el excepcional historiador alemán, Johan Huizinga, en El otoño de la Edad Media, el hombre moderno se ve a sí mismo ante todo como un trabajador y éste es un gran cambio. Ni rezos ni luchas ni cultivo del campo. Sólo trabajo, trabajo duro. Tres días seguidos es lo máximo que nos concedemos de júbilo y diversión. A veces dedicamos dos semanas a esa cara forma de tortura llamada vacaciones, pero éstas requieren más esfuerzo y además, cuestan una fortuna. Esto no quiere decir que no persista el espíritu juguetón y competitivo: todavía tenemos los retos a un pulso, las muestras de fuerza, los juegos de bar, las justas y los bolos. Pero cuando la competición se plantea como el principio rector del comportamiento ético en el mundo de los negocios y del trabajo, es que hay algo que va gravemente mal. Del mismo modo que los capitalistas hicieron del tiempo una mercancía, y después interiorizaron por arte de magia el tiempo del reloj, también manipularon nuestro instinto competitivo, que podría más bien llamarse «amor por el juego», y lo utilizaron en su propio beneficio. Si los esclavos compiten entre sí, no es necesario que sus amos sigan obligándolos al trabajo físico. Es mucho más fácil. El presidente del consejo de administración piensa que es graciosísimo que su plantilla trabaje hasta la extenuación y compita entre sí por sueldos bajos y con una supervisión mínima. Esto le deja mucho tiempo libre para jugar al golf y reírse en las salas de reuniones. El impulso de vencer al otro en los negocios a toda costa conduce a un atroz tratamiento de los trabajadores en términos de bajos salarios y malas condiciones laborales. La voluntad de ganar y la infinita necesidad de ascender, resultado del sistema de accionariado, conduce a las prácticas severas, al sabotaje y a una completa pérdida del placer en el trabajo propio. Los fines vencen a los medios. Sabemos que este espíritu miserable nació en la época protestante con los puritanos, con Benjamin Franklin, Wesley y el resto de grises

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republicanos y promotores del aburrimiento. Pero ¿cuál es la alternativa? Cuando saco este tema en el bar la gente me dice que no hay otro camino: la batalla constante es lo único que permite que la vida y el trabajo puedan funcionar. Se han intentado otros sistemas —como por ejemplo, el comunismo— y han fracasado, por lo que tenemos que cargar con la lucha y la crueldad capitalistas. Tienes que ser fuerte para sobrevivir en el mundo actual, dicen. La palabra «sobrevivir» también la encuentro especialmente deprimente. ¿Has visto la cantidad de horribles libros de autoayuda que tienen la palabra «supervivencia» en el título? ¿La vida ha quedado reducida a una cuestión de mera supervivencia? Personalmente no considero ésta una ambición muy noble. Cómo amar, cómo vivir con alegría, cómo saborear la existencia. Estos deberían ser nuestros objetivos. En cualquier caso sencillamente no es cierto que el capitalismo sea el único sistema de funcionamiento factible. En El apoyo mutuo, Peter Kropotkin hace un estudio metódico de ejemplos de la naturaleza y del hombre en los que el principio de la cooperación entre los hombres es el factor dominante. Estudia ejemplos de ayuda mutua entre los animales, antes de seguir con una descripción de cómo las sociedades primitivas e incluso los encantadores bárbaros tenían códigos sociales muy distintos a los nuestros, tan egoístas. Por ejemplo, en determinadas comunidades primitivas el espíritu de la hospitalidad era tan importante que si caminabas por el bosque a solas y te sentabas a comer tu almuerzo, primero debías gritar tres veces ofreciéndote a compartir tu comida con algún extraño que pasase por allí. La Inglaterra medieval, «la alegre Inglaterra de antaño», estaba profundamente imbuida de este espíritu de hospitalidad. De hecho, la idea del hospital fue inventada por los monjes y monjas que dejaban las puertas de sus monasterios permanentemente abiertas, y cuidaban de cualquier vagabundo o ciudadano que estuviera pasando por una mala racha, y repartían cerveza, pan y tocino. Inspirados por «El sermón de

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la Montaña», que se recoge en los evangelios, se tomaron el principio de la caridad, caritas, en latín, muy en serio. En aquellos días habría sido moralmente imposible que un sacerdote pasara por encima de lo que ahora llamamos gente sin techo. Los trabajadores daban el 10 por ciento de lo que producían o ganaban al monasterio local, que en muchos casos sería asimismo su casero, y este diezmo del 10 por ciento se destinaba en principio a ayudar a los pobres de la zona. Cuidábamos de nuestros pobres; no delegábamos esta tarea a una lejana camarilla de burócratas. Los monjes y sacerdotes mantenían ante la gente la idea de que el esfuerzo era vanaglorioso, que estaba mal ponerse por encima de tu vecino. La idea de una «hermandad de hombres» se fomentó mucho entre la gente. Es sorprendente, por ejemplo, que santo Tomás de Aquino imponga constantemente al lector «que ame a Dios y a su vecino». Dios y el vecino son prácticamente iguales en el gran orden de las cosas. Cuidamos los unos de los otros. Ese es el principio de la caridad tal y como lo entendía el hombre medieval. Durante el siglo XIV, por supuesto, la ética protestante que más tarde infectó tan a fondo y de forma tan desastrosa a Europa y América aún no se había inventado. La principal preocupación de todos los hombres y mujeres no era cómo conseguir mucho dinero, sino cómo salvar sus almas. Y conseguir muchos bienes era una forma casi segura de ir al infierno: es más fácil pasar por el ojo de una aguja que el hecho de que un rico vaya al cielo. Jesús y los apóstoles llevaron vidas de pobreza y Aristóteles, el filósofo preferido por los medievales, elogiaba la vita contemplativa. Por este motivo, pese a ser sin duda un periodo de intercambios mercantiles, la Edad Media estaba profundamente dividida en su postura ante el enriquecimiento y, de hecho, este asunto era una fuente continua de debate. Los nuevos gremios desde el siglo XII en adelante se basaban en la idea de un «precio justo y fijo» y también de un producto común. Los gremios tenían que crear un tipo de comercio que fuera acorde con los códigos éticos medievales,

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los cuales recelaban del trabajo duro, del comercio y la competencia. El padrenuestro, «Danos hoy nuestro pan de cada día», es un credo anticompetitivo, casi oriental por su fatalismo. Determinadas formas de trabajo han sido consideradas aceptables por los sacerdotes —jardinería, banca, elaboración de cerveza— pero el trabajo en general, y especialmente el comercio, era visto como una vanidad más. Pero entonces las posturas comenzaron a cambiar, como resume Jacques Le Goff: «Los hombres del medievo consideraban el trabajo como un castigo por el pecado original. Después, sin abandonar este punto de vista de la penitencia, le fueron dando más valor, como instrumento de redención, de dignidad, de salvación. Consideraban el trabajo como una colaboración en la tarea del Creador quien, al séptimo día descansó. El trabajo, esa apreciada carga, tenía que ser arrancado de su situación marginal y transformado, individual y colectivamente, en el complicado camino hacia la liberación». Por tanto la tarea de los nuevos gremios y comerciantes, que querían tener libertad para trabajar y comerciar, era la de establecer complejos sistemas de valores que rigieran cómo podían llevar a cabo su oficio sin disgustar a Dios. Los principios del trabajo eran: que debía ser creativo, de alta calidad, no debías dedicarte demasiado a él, que debías acordar los precios, cuidar a tus colegas artesanos y que no debías haber competencia. En otras palabras, sin explotación. El trabajo nocturno, por ejemplo, estaba prohibido porque podía fomentar la competencia desleal. Los precios se fijaban y los préstamos con intereses o la usura estaban prohibidos, igual que antes. El sistema era particularmente anticompetitivo. Las cuotas de los socios y las multas iban a un bote común que se utilizaba para celebrar fiestas espléndidas, para la construcción de concejos y para limosnas. Este largo periodo de colaboración fue bruscamente destruido por Enrique VIII, quien comenzó a hundir a la Iglesia católica porque quería tener relaciones sexuales con Ana Bo- lena y a llenar sus arcas con el oro eclesiástico. Normalmente se enseña la «Reforma» como una necesidad lamentable,

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pero por supuesto éste es el punto de vista protestante y hay que preguntar si, al creérnoslo, de algún modo se nos ha hecho un lavado de cerebro. Así es como William Cobbett describe este proceso en A history of the Protestant Reformation: «Pero, amigos míos, una investigación justa y honesta nos enseñará que éste fue un cambio en gran medida para peor; que la llamada "Reforma" fue engendrada en la lujuria, creada en la hipocresía y la perfidia, y abrigada y alimentada por el saqueo, la devastación y por ríos de sangre inglesa e irlandesa inocente; y que en sus más remotas consecuencias, algunos de ellos están ahora ante nosotros, en esa miseria, esa ruina, esa desnudez, esa hambre, esa eterna discusión y rencor que ahora nos mira a la cara y deja atónitos nuestros oídos cada vez que puede, y eso nos ha dado la "Reforma" a cambio de la tranquilidad, la felicidad, la armonía y la caridad cristiana, disfrutada tanto y durante tanto tiempo por nuestros antepasados católicos». Aunque no era exactamente un puritano, el saqueo que Enrique VIII hizo de los monasterios y su ruptura con Roma facilitaron su nacimiento. Entre 1500 y 1760 la facción puritana de Inglaterra —las personas serias y contrarias a la diversión, los trabajadores empedernidos, los que se rechazan mutuamente, los que suprimieron la Navidad, los peregrinos solitarios, los que echaron a perder la danza del Maypole2, los parlamentarios, los enemigos de la alegría y de la vida espontánea— se fue haciendo más fuerte hasta que finalmente lo conquistó todo y se apoderó de todo el país por medio de la Revolución industrial y la privatización de la tierra. Odiaban la pompa, el esplendor, el oro y el incienso, y el hecho de que las iglesias hubieran quedado sin sus galas se adecuó muy bien a su gusto por la austeridad. Después todo aquel pro

El Maypole es un poste de madera alto (tradicionalmente del espino o del abedul), decorado con flores y a veces con cintas de diferentes colores, largas y suspendidas de la tapa, dependiendo de la región también se decora con guirnaldas circulares. En la danza alrededor del poste (generalmente se hace en las escuelas) cada niño tiene una cinta en su mano y baila alrededor del poste. (N. tlel'/'.) 2

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yecto fracasó porque el siguiente paso lógico tras el protestantismo es el ateísmo: ¿Por qué debería yo creer en Dios? Pero el recuerdo del modo de vida comunal que había prevalecido antes de la Reforma perduró y desde que comenzaron a existir las nuevas formas puritanas nos hemos rebelado contra ellas y hemos soñado con alternativas más humanas. Es fascinante ver que algo similar ocurrió en la civilización Maya, en México, en un momento parecido. De acuerdo con el arqueólogo J. Eric S. Thompson los mayas, al igual que los medievales, creían que nadie «debía luchar por conseguir nada más que su parte correspondiente, porque sobrepasarla sólo se lograría a costa de algún vecino; pensar en los demás es de suma importancia». Desde luego esta sociedad fue eliminada por los conquistadores. J. Eric S. Thompson cita al escriba maya Chilar Belam: «Antes de la llegada de los hombres poderosos y de los españoles no había robos ni violencia, no había avaricia ni se hacía correr la sangre del prójimo a costa del pobre, a expensas de la comida de todos y cada uno». «Fue el comienzo —dice— de la contienda individual». Uno de los primeros movimientos serios de protesta contra el nuevo orden que surgía en Europa fue el de los Diggers3 de 1649, que trabajaban la tierra comunal. Su líder, John Winstanley, un comerciante de maíz arruinado, creía que las personas tenían que «trabajar todas juntas y comer el pan juntas». Se rebelaban contra las nuevas políticas de propiedad privada del gobierno Tudor, que había quitado las tierras comunales a los pueblos, las había cercado y había llevado a las ovejas al campo. Los Diggers, según un informe de los tribunales, planeaban: «Levantarse, cavar y arar la tierra y tomar sus frutos... Su intención era la de devolver a la Creación a su estado primigenio. Como Dios había prometido hacer que la tierra estéril fuera fructífera, lo que ahora hacían ellos era restablecer la antigua comunidad para disfrutar de la tierra, re-

' En español, excavadores. (TV. del T.)

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partir sus beneficios entre los pobres y necesitados, dar de comer a los hambrientos y vestir a los que van desnudos». El ayudante de Winstanley, John Everard, dijo: «se acercaba el momento de la liberación y Dios sacaría a su pueblo de esta esclavitud, les devolvería la libertad de disfrutar de los frutos y de las ventajas de la Tierra». Los Diggers estuvieron detrás de una de las primeras revueltas contra el nuevo orden protestante, que poco a poco se fue extendiendo por la vieja Europa. Por supuesto las cosas empeoraron aún más tras los cercados construidos a partir de 1760, diseñados para quitar a la gente del campo y obligarlos a que se fueran a las ciudades, como mano de obra barata en las nuevas fábricas. Una población rural muy variada, con mucha tierra comunal para el pastoreo y la recogida de la leña, fue eliminada y sustituida poco a poco por un campo árido, lleno de grandes extensiones de ganado ovino. Las ovejas llegaron literalmente a sustituir a las personas por ser más rentables, y en ningún sitio se llevó a cabo este proceso de una forma tan brutal como en los Highlands de Escocia, donde los ambiciosos terratenientes sacaron a las personas de sus pequeñas fincas y dejaron que se murieran de hambre o que se arriesgaran a irse en barco a América. El siglo XVII también vio el surgimiento del movimiento anarquista de los Ranters. En su libro En pos del milenio Norman Cohn muestra que los Ranters fueron los sucesores espirituales de las sectas del espíritu libre, que prosperaron por toda Europa en los siglos XI, XII y XIII. Al igual que estas sectas, sostenían que la pureza del alma no podía causar mal y, por tanto, podían dormir con sus propias hermanas sobre el altar de la iglesia sin que fuera pecado. Los Ranters eran contrarios al trabajo. Decían que se debían tener todas las cosas en común, que los conceptos del pecado no eran absolutos, sino más bien mitos creados por el hombre con el fin de someterse mutuamente. Fueron los existencialistas de su época y mantenían que nada tiene un sentido intrínseco y que cualquier significado había sido elaborado por el hombre. F.1 predicador itinerante Laurence Clarkson (1615-1667) escribió

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sobre el Ranterismo en su biografía de 1650. Su filosofía es extremadamente relativista, es como leer a Nietzsche: «Dios había hecho todas las cosas buenas, así que nada era malo, sino que el hombre así lo había considerado. Pues yo entendía que no existían tales cosas como el robo, el engaño o la mentira, sino que era el hombre el que las había hecho. Porque si el hombre no hubiera traído al mundo la [no] propiedad, como lo mío o lo tuyo, no hubieran existido tales cosas como el robo, el engaño o la mentira». «El pecado se concibe solamente en la imaginación», dice. Todo ha sido forjado por la mente: «Piensa en cualquier tipo de acto, como pueda ser el de ofender, emborracharse, cometer adulterio y robar; tales actos, considerados sencilla e incluso únicamente como actos en sí, no difieren en nada de los de la oración y la alabanza. ¿Por qué te asombras? ¿Por qué te enfadas? Todos ellos son uno solo; ya no hay santidad ni pureza en unos más que en otros». La moralidad es una creación del hombre. Es una filosofía que vuelve a los sufíes, al movimiento del espíritu libre y que se extiende hasta Friedrich Nietzsche, Jean Paul Sartre, los situacionistas y los punks. El siglo XIX estuvo salpicado de intentos de hacer que la competencia fuera el principio de organización. Por ejemplo, estuvo Robert Owen, el propietario de un molino que se reconvirtió en filántropo. También estaban las colonias charlistas4. Y John Minter Morgan, quien imaginó «pueblos bien construidos donde hubiera unidad y cooperación». Estaba James Smith, que en 1833 presentó el credo saintsimonista: «Competencia y antagonismo deben dar paso a intereses de asociación y comunismo». Surgieron todo tipo de sociedades: la National Community Friendly Society, la Association of All Classes — después fusionadas en la Universal Society of Ra-

El Chartismo fue un movimiento social surgido a mediados del XIX en Inglaterra que propugnaba básicamente un cambio en el sistema legislativo y se mostraba a favor del Sufragio Universal con la finalidad de que los sectores sociales más desprotegidos pudieran entraren el juego político. (TV. delT.) 4

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tional Religionists—, y las sociedades de United Advancement. 5 En las ciudades de Tytherley y Hampshire se crearon las colonias de cooperación, así como en Manea Fen, East Anglia. En 1871 John Ruskin fundó lo que llamó «gremio de san Jorge», que en cierta medida estaba basado en los antiguos gremios medievales. La idea era la de crear una comunidad de artesanos que vivieran conforme a unas líneas de cooperación y con este fin compró la granja de san Jorge en Sheffield. «Sus obreros —dijo— tenían que ser el regimiento de guardias de una nueva vida..., con un espíritu más parecido al de un grupo de monjes que se reúnen para prestar servicios misioneros que al de un grupo de comerciantes». La colonia fracasó gracias a un autoproclamado vidente lunático llamado Riley, quien trató de tiranizarlo. Pero las ideas y experimentos de John Ruskin tuvieron una enorme influencia, especialmente en el profesor medievalista, William Morris, que escribió: «El compañerismo es el cielo y la falta del mismo es el infierno; el compañerismo es la vida y la falta del mismo es la muerte». Otro gran pensador en este campo fue el anarquista cristiano Lev Tolstói que soñó, como los Diggers, con «la fundación de una nueva religión que se correspondiera con la condición actual de la humanidad: la religión del cristianismo pero limpia de dogmas y misticismos, una religión práctica que no promete la felicidad futura, sino que proporciona felicidad en la Tierra». Su idea no era el socialismo de estado benevolente —que como podemos ver en la actualidad es un completo desastre solamente mitigado por unos pocos proyectos de bienestar útiles—, sino el autogobierno y la libre cooperación de grupos federados. El libro de Lev Tolstói The kingdom of God is Within You, que en su esencia interpretaba «el sermón de Jesús en la Montaña», como manual para vivir sin violencia y sin competencia, tuvo un enorme impacto en

En español, Mutualidad Nacional de la Comunidad, Asociación de Todas las Clases, Sociedad Universal de Religionistas Racionales y sociedades de Progreso Unido, respectivamente. (N. de! T.) 5

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los intelectuales de su época. Dos personas llamadas J. C. Kenworthy yj. Bruce Wallace fundaron, inspirados por Tolstói, un grupo llamado Brotherhood Trust en 1894. Comenzaron con la apertura de una cooperativa de frutas y verduras cuyo objetivo era conseguir dinero para comprar terrenos. Se abrieron células relacionadas en Hackney y Walthamstow y en 1896 Kenworthy dio una conferencia en el Congreso de Trabajadores de la Internacional Socialista en donde decía: «La nación inglesa está preparada para abandonar la política como arma y volver a la cooperación industrial, basada en principios comunistas anarquistas... nos encontramos en las últimas etapas de una civilización corrupta. Una concepción equivocada de la vida, una creencia en la que el egoísmo es la ley de conducta necesaria, que ha acabado con cualesquiera de las percepciones que pudiéramos tener sobre de la verdad espiritual, y nos ha entregado al craso error del materialismo». J. C. Kenworthy fundó su pequeña comunidad en Pur- leigh, Essex. La colonia contó enseguida con sesenta y cinco personas, y un reportero del diario Clarion escribió: «Han saltado al abismo desde la competencia hasta la cooperación, sin esperar a tener el puente de la socialdemocracia, y han llegado a las costas del anarquismo». Contaban con más de nueve hectáreas, doscientos manzanos, doscientos cincuenta groselleros, vacas, gallinas y sus propias verduras. Tenían su propia imprenta. Otras colonias se basaban también en principios de intercambio. En Essex estaban Althorne, Asingdon y Forest Cíate. Hubo más intentos de formar grupos basados en las ideas de Lev Tolstói en Leeds, Blackburn y Leicester. Sin embargo, el de Purleigh fracasó en parte, como dijo uno de sus miembros, porque en la naturaleza de este tipo de experimentos está el atraer a chiflados, que no han podido adaptarse a ningún otro lugar: «En Purleigh había muchos locos. Al menos cinco de los que vivían en la colonia, mientras yo estaba allí, fueron posteriormente sometidos a vigilancia por su estado mental. Incluso quienes nos mantuvimos cuerdos no siempre conservamos la templanza».

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En la década de 1920 nos encontramos con que el principio del Distributismo más atractivo estaba siendo promovido por artistas e intelectuales católicos, como G. K. Ches- terton, Arthur J. Penty, Hilaire Belloc y Eric Gilí, hombres a los que mi amigo James Parker llama «esos católicos gordos». La idea de todos ellos era que cada hogar tuviera su propio terreno y que se volviera a introducir un sistema de gremios. Volveremos al Distributismo en el capítulo XII, «Olvídate de los gobiernos». Con el avance del siglo XX nos encontramos el movimiento hippy antimaterialista de las décadas de 1960 y 1970, personajes como Abbie Hoffman y Jerry Rubin 6 y su batalla contra los carrozas que llevaban corbata. En la década de 1970 también se vieron auténticos intentos de huir de la pesadilla del sistema industrial, por parte de pioneros como John Sey- mour, el católico radical Ivan Illich, E. F. Schumacher y el joven Satish Kumar, que se paseó por todo el mundo y después se estableció en Hartland, un pueblo de North Cornwall que se encuentra a casi una hora de donde yo vivo. Satish Kumar dirige ahora la revista Resurgence desde Hartland y tiene un maravilloso huerto de verduras y frutas que he visitado recientemente. En la actualidad la Diggers'' and Dreamers' Guide to Comunal Living1 hace una lista de unas cien comunidades de este tipo en el Reino Unido y además de éstas, hay un número infinito de personas que viven en pueblos donde cultivan verduras, dan la espalda al trabajo y al dinero, se ayudan entre sí, y a los que les va muy bien. La revista Permaculture cuenta historias sobre comunidades que hay por todo el mundo, autosuficientes, que practican la artesanía y la vida comunal, como la comunidad de Tinker's Bubble, en Somerset o la de Ragman's Lañe Farm, en Gloucestershire. Hay anécdotas de personas que fueron despedidas de sus trabajos y que adop

Abbie Hoffman y Jerry Rubin fueron unos activistas sociales y políticos de Estados Unidos, fundadores del Partido Internacional de la Juventud (Yippies). (N. del T.) 6

7

En español, Guía de Diggers y Soñadores pura la vida en común. (N. del I .)

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taron estos principios, redujeron su dependencia del dinero, se convirtieron en personas independientes y ahora están prosperando. Su mayor problema parece ser el de las absurdas normativas de urbanismo que pueden dificultar la construcción de una choza en el bosque, mientras que las autoridades locales fomentan la construcción de monstruosos supermercados fuera de las ciudades. Entiendo que las licencias de urbanismo concedidas a tales monstruosidades son a menudo permitidas gracias a inteligentes presentaciones que los supermercados muestran a los concejales, en las que prometen trabajo y servicios para los habitantes de la ciudad. Los edificantes ejemplos antes citados demuestran que no sólo existe un camino a seguir en la vida, el del trabajo, las deudas y el sufrimiento. Ese puede que sea el que nos enseñan en los colegios y en los medios de comunicación, pero hay un millón de alternativas ahí fuera, cada una de ellas más divertida que la que nos han propuesto, basadas todas en ayudar y compartir más que en competir. «Se aproxima un mundo mejor, ¿no puedes verlo? — cantaba Woody Guthrie— en el que todos estamos unidos y todos seremos libres». Es enormemente placentero poder trabajar en comunidad. Cuanto más ayudas a los demás, mayor es la probabilidad de que ellos hagan lo mismo por ti y así sucesivamente en un círculo de amistad. En realidad el sistema de esclavitud asalariada a jornada completa actúa directamente en contraposición a cualquier idea de cooperación, en parte porque nos quita mucho de nuestro tiempo. Cuando llegamos a casa de trabajar lo último que queremos es ir a una reunión de la Sociedad de Conservación del Ayuntamiento o ir a dar de comer al perro del vecino. Así que, en lugar de eso, encendemos la televisión y dejamos que nos den publicidad durante varias horas seguidas. Lo llamamos relajación. Contra la idea de vecindad se ha luchado durante quinientos años. Ha dominado el principio de competencia. Pero verdaderamente puede considerarse que ha sido un absoluto fracaso porque nos ha puesto a todos a mordernos en el cuello unos a otros. La competencia es el credo del esclavo. Pensamos que si vence

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mos al otro conseguiremos ascender, pero, de hecho, nos estamos rebajando al nivel del esclavo. Ser competitivo es síntoma de sumisión puesto que, en realidad, sólo estamos haciendo realidad los deseos del amo. Es hora de volver a la cooperación, a la vecindad, a las fiestas de dos semanas de duración y a regalar las cosas. Los sindicatos cometieron el error de enfrentarse a la gestión o, en otras palabras, de competir contra los jefes. La lucha del sindicato contra la dirección es negativa porque se trata de una batalla entre resentimiento y codicia. Los obreros se quejan y los jefes quieren más beneficios. Se gasta toda la energía en la lucha cuando se debería destinar a un uso creativo. En los gremios medievales los sindicatos y la dirección se unían en una misma cosa porque eran sus miembros quienes los dirigían. Por tanto tenemos que poner en marcha los gremios. Yo ya he creado dos: el Gremio de Escritores Independientes de Clerkenwell y el Gremio de Excavadores de North Devon. Planeamos hacer blasones y celebrar espléndidas fiestas anuales con nuestros fondos comunales. Cooperaremos unos con otros en momentos de necesidad. PON EN MARCHA UN GREMIO

IX

Huye de las deudas

«Hace un año no tenía ni un centavo a mi nombre, ahora debo dos millones de dólares». MARKTWAIN

Los bancos son malvados. Puede que esto te parezca simplificar demasiado el problema del dinero y de las deudas, pero, no hace mucho tiempo, esto era literalmente verdad. Desde comienzos de la Edad Media y hasta 1500 o más, el hecho de prestar dinero con intereses o la usura quedaban fuera de la agenda de cualquiera que se tomara en serio su salvación. Era un pecado, estaba prohibido, era malvado. La razón de la prohibición de la usura estaba en que el tiempo era un regalo de Dios y, por tanto, no se podía comprar ni vender. En el Evangelio de san Lucas, 6, 35, Cristo dice: «Prestad sin esperar nada a cambio». La usura iba también en contra de las enseñanzas cristianas porque implicaba aprovecharse de tu prójimo, que estaba pasando malos momentos, que es en lo que consiste la prestación de dinero. También se consideraba como una forma fácil de ganar dinero, lo único que tenías que hacer para conseguir beneficios era esperar. La usura no era un trabajo de verdad; no producía nada y provocaba sufrimiento. Abundan iglesias medievales con esculturas de prestamistas «ricachones».

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Para medir cuánto han cambiado las cosas deberíamos conocer la historia del padre O'Callaghan, el sacerdote idealista, que a principios del siglo XIX, la gran época de expansión capitalista, trató de hacer que volvieran las antiguas leyes relativas a la usura. Por supuesto no consiguió nada ya que sus ideas eran completamente inadecuadas para la avariciosa ética de la época. Lo primero que hizo, en 1819, tras ocurrírsele esta idea fue negarse a absolver a un comerciante de maíz que estaba en su lecho de muerte hasta que hubo devuelto todos los intereses que había cobrado a sus deudores. Esta práctica estaba en consonancia con la costumbre medieval. De acuerdo con Jacques Le Goff, los «ricachones» prestamistas que estaban en su lecho de muerte devolvían el dinero a todos los que habían estafado por miedo a ir al infierno. Supongo que al menos en aquellos días era fácil encontrar individuos responsables. En la época actual del «yo sólo hago mi trabajo» nadie se responsabiliza de nada. Pues bien, el comerciante de maíz se arrepintió y devolvió el dinero. Pero, tras las quejas de otros usureros —o empresarios muy ocupados y metomentodo— de la zona el obispo local lo refrenó y finalmente le prohibió que diera misa. El pobre y marginado O'Callaghan, que solamente había hecho una declaración de principios que en 1200 hubiera sido como decir que «lo negro es negro», recorrió el mundo tratando de encontrar católicos más ortodoxos con los que pudiera conectar. Pero fracasó en su búsqueda e incluso el Vaticano se hartó de él. Sin embargo, William Cobbett publicó el libro de O'Callaghan sobre la usura porque se adecuaba a su propia sensación de que el sistema industrial moderno en realidad esclavizaba a las personas más que las liberaba. Y lo anunció al decir: «Debería ser leído por todos los hombres del reino, especialmente los jóvenes». La banca —notas de abono y cosas así— fue inventada por la gran familia Medici de Florencia en el siglo xill. Combinaron de algún modo la usura con el hecho de ser santos, probablemente porque eran los banqueros del Papa. El cabeza de familia, Cosimo de Medici, solía dar largos paseos con

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su sacerdote para tratar los asuntos importantes. Para compensar su usura prodigaba enormes cantidades de dinero a proyectos arquitectónicos y artísticos. Las grandes deudas del gobierno surgieron por los conflictos bélicos. Cuando las monarquías necesitaban recaudar dinero para la guerra, lo pedían prestado a familias ricas como los Baring. Esta familia les cobraba intereses por los préstamos y así es como el país se endeudó de forma permanente. Según William Cobbett, fue Enrique VIII el que comenzó con este sistema. Sin embargo, en aquella época, los bancos tenían relativamente poca importancia puesto que simplemente controlaban al gobierno o a la monarquía. Hoy día estos monstruosos negocios poseen todo nuestro dinero. Y eso por supuesto, además de nuestros impuestos, que también vuelven a los bancos, como contribución a los intereses de los préstamos del gobierno, para pagar las guerras pasadas o futuras. En la actualidad los bancos tienen unos beneficios increíblemente fabulosos: el HSBC declaró haber tenido en 2005 unos beneficios de diez mil millones de libras. En comparación esto coloca a una familia como la de los Medici a la altura de una simple tienda. Los bancos nos dicen que trabajan desinteresadamente en beneficio de sus accionistas y de sus clientes y, de ese modo, se promocionan casi como instituciones de beneficencia, pero, por supuesto, esta benevolencia fingida se desmorona cuando descubres que quienes los dirigen son también sus mayores accionistas y tienen, por tanto, más interés que nadie en su rentabilidad. Las personas que están en el rango superior de estas compañías ganan cantidades obscenas de dinero esclavizándonos al resto. Debería proporcionarnos cierto consuelo el hecho de que vayan a ir directos al infierno aunque, por supuesto, sería mucho más gratificante verlos sufrir en este mundo. Mientras tanto ¿qué podemos hacer para librarnos de esta trampa? ¿Cómo podemos escapar de la esclavitud de las deudas? El tema de la usura es muy importante porque nos muestra a los banqueros como verdaderamente son, personas que se dejan sol tornar y a las que sólo Ies interesa sacar pro

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vecho, más que ser de algún modo paternalistas. Esto demuestra que los medievales eran en esencia anticapitalistas. Como escribe Jacques Le Goff en su estudio sobre este asunto, La bolsa o la vida: «El usurero medieval se encontraba en una situación extraña. En una historia de longue durée1 —la historia de lo profundamente arraigado y los cambios lentos— el usurero es el precursor del capitalismo, un sistema económico que, a pesar de sus injusticias y fracasos, es parte de la trayectoria del progreso occidental. Pero desde todos los puntos de vista actuales, en su época era un hombre caído en desgracia». Así pues el individuo corriente de la calle puede sentirse moralmente superior a los banqueros. La autopromoción del «Nosotros cuidamos de ti» que hacen los bancos no es más que eso: publicidad, un truco de marketing, una técnica de seducción. Lo que les interesa es sacar el máximo provecho, eso es todo. Así que nunca deberías sentirte culpable por tener un descubierto. Sencillamente utilizan esa culpa para hacerte pensar que la mereces cuando te golpean con un montón de cobros de lo más usureros, como son las comisiones por gastos de administración y los cargos extra que te roban sin preguntar. ¡Todo esto además de los intereses que ya te están cobrando! Son ellos los que deberían sentirse culpables —muy culpables—. Me pregunto qué tendrían que decir los monjes del siglo xm sobre sus engaños. Bueno, ya lo sabemos. El monje del siglo XIII Tomás de Cobham escribió: «Es obvio que el usurero no puede ser considerado como penitente sincero, a menos que haya devuelto todo lo que ha extorsionado mediante el pecado de la usura». Verdaderamente los banqueros están doble y triplemente condenados. ¡Lo sorprendente es que nosotros, la masa servil, actuamos como si les debiéramos estar agradecidos cuando nos dejan tener un descubierto! Les hacemos una reverencia y decimos: «¡Gracias, amable señor! ¡Es usted tan generoso!».

1

F,n francés en el original. (TV. del T.)

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Lo cierto es que en los círculos bancarios se debate sobre si los muchos cargos tan usureros que se hacen por los descubiertos y demás son de verdad legalmente aplicables. Lo cierto es que si te quejas a tu banco como hice yo el otro día por un recargo de ciento treinta libras por un descubierto, a menudo te lo reembolsarán. Sencillamente tratan de sacar lo más que puedan, y aunque tengamos pocas posibilidades, porque ellos son poderosos y nosotros somos pequeños, es posible defenderse. La otra cosa que debemos tener clara es que a los bancos les encanta que estés en deuda. Lo adoran; sacan de ello muchísimo dinero. Comercian con tu deuda; las venden a fondos de inversión y cosas por el estilo. Por eso es por lo que siempre se nos anima a ser imprudentes a la hora de gastar y cargar esas vacaciones de ensueño, ese coche o esa televisión nueva en nuestra tarjeta de crédito. Por eso se gastan tanto dinero los usureros en anunciar en la televisión sus «servicios financieros» —aquí tenemos un eufemismo para la usura, si es que existe—. Te bombardean con estos anuncios y muchos de ellos se emiten en horario infantil, por tanto, los niños de 5 años van a la cocina y les dicen a sus mamas y papás: «¿Habéis pensado en Ocean Finance? Son gente simpática de verdad». Y lo cierto es que cualquier anuncio para que gastes dinero, y la mayoría de ellos te animan a hacerlo, es publicidad gratis para los bancos, porque cuanto más gastes, más dinero ganarán. Lo último es que los malvados supermercados también se están apuntando al negocio de la usura y dan préstamos, cuentas bancarias y todas las demás cosas que se ofrecen en la triste gama de los así llamados «servicios financieros». Así que el solo hecho de que diariamente nos animen, o más bien, nos laven el cerebro de forma activa, constante y lo bastante escandalosa para que nos endeudemos gracias a la cultura que nos rodea, debería hacer que desapareciera cualquier culpa que podamos sentir por tener deudas. ¡Se supone que debes tenerlas! Las deudas son las que hacen que el mundo gire.

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Pero es cierto que estar endeudado puede hacer que te sientas como si llevaras botas de plomo. Establece un poderoso obstáculo entre nosotros y nuestros sueños. Es una esclavitud. Nos ata. Convertimos la amortización de las deudas en una prioridad y posponemos nuestros deseos. En consecuencia terminamos quedándonos en nuestro trabajo de esclavos. «Odio mi trabajo y me encantaría dejarlo —dice la gente—, pero debo cinco mil dólares al banco, así que no puedo». En este sentido hay muchos que han comparado las deudas con una forma moderna de trabajos forzosos. Te endeudas y te quedas pegado a un trabajo que odias para pagarlas. Esto ayuda al sistema, puesto que significa que a la mayoría de nosotros se nos mantiene en silencio mientras trabajamos duro. Las deudas causan también una enorme ansiedad, problemas de salud y crisis nerviosas. Mira el reciente aumento de servicios de asesoramiento en cuanto a deudas. Los hombres de la Edad Media tenían razón: la usura es mala. ¿Por qué no los escuchamos? Bueno, por propia experiencia, dejar el trabajo es la única forma de cancelar esa deuda. Cuanto más alto es tu sueldo mayor es lo que debes. Mediante un proceso extraño y paradójico el hecho de trabajar parece aumentar tu deuda más que disminuirla, tal y como te diría cualquier esclavo asalariado. Tengo amigos que ganan dos o diez veces más que yo, pero están endeudados porque gastan mucho dinero. Si vives y trabajas en casa no gastas de la misma forma. De hecho, aquellos que han salido de la vorágine diaria y que solían ir a los cursos para minifundios impartidos por John Seymour 2 se llamaban a sí mismos ASD, que quiere decir Asesinos Sin Deudas —la palabra «asesinos» se refiere a todas las babosas y caracoles que aniquilaban en sus huertos—. Solamente si se abandona este sistema se puede salir poco a poco de las deudas. Permanecer en él, seguir dependiendo, hará que auinen-

John Seymour Associates es una agencia británica de expertos en comunicación que enseña técnicas de comportamiento y lenguaje especialmenie destinadas al mundo de los negocios. (N. ileí T.) 2

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ten tus deudas mientras que la libertad y la autosuficiencia te permitirán reírte del sistema. Una vez más mi consejo es acudir a la revista Permaculture porque entre sus páginas hay un montón de consejos sobre cómo salir de las deudas como parte del camino hacia la confianza en uno mismo. La otra opción es no preocuparse. La naturaleza aparentemente esclavista de la deuda es un mito. Sólo nos esclavizará si permitimos que lo haga. Con frecuencia se habla del tema de las deudas en el foro de Internet de Idler.; donde los colaboradores dicen: «Me encantaría llevar una vida más perezosa pero tengo estas enormes deudas». Me gusta especialmente la respuesta de la colaboradora de Idler Sarah Janes, quien dice: «Yo no pienso en mis deudas». De modo parecido el gran espíritu libre y radical del siglo XVIII, John Wilkes, estaba constantemente endeudado, pero nunca permitió que sus deudas se interpusieran entre él y su voluntad. No permitió que las deudas se convirtieran en un «ojalá» que inutilizara su mente. Con esto no niego los verdaderos efectos que los altos niveles de endeudamiento provocan en nuestra salud mental y física. Sé cómo son porque los he sufrido, muchas veces he estado sentado en la mesa de la cocina con la cabeza entre las manos, rodeado de papeles, y con una calculadora delante de mí. Pero entender que el dinero es, en realidad, algo inventado por nuestra mente nos ayudará a quitarnos las esposas. Nosotros mismos somos los cómplices de la creación del mito de la deuda y el dinero. Si dejamos de creer en él dejará de tener poder sobre nosotros. Ese es el primer paso. Es muy poco probable que te quedes en la calle. Una lectora de Idler estaba tan preocupada por sus deudas que fue a la Oficina de Ayuda al Ciudadano de su ciudad. Acordó con sus acreedores que pagaría la insignificante cantidad de dos libras al mes. Dieciocho meses después, por pereza, dejó de hacer los pagos. Han pasado dos años desde entonces y no la han molestado pidiéndole el dinero. ¡Menuda historia tan inspiradora! Presumiblemente sus acreedores se rindieron y cancelaron la deuda.

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Para comprender la naturaleza esencialmente ficticia de la deuda es útil entender la naturaleza esencialmente ficticia del dinero mismo. Porque como ha argumentado el banquero, convertido en escritor, Edward Chancellor, el dinero no existe. «No es el dinero —dice— sino los créditos los que mueven el mundo». El crédito, esa extraña cualidad que determina cuánto dinero podrías pedir prestado si quisieras. Tu crédito está vinculado a la idea de tu valor moral o a la confianza que los demás depositan en ti. La madre de Damien Hirst cuenta la historia de los comienzos de su hijo como artista. Este necesitaba que el banco le autorizara un descubierto, lo solicitó y se lo denegaron de plano. Pero cuando volvió al banco acompañado por el presuntuoso antiguo alumno de Eton y marchante de arte, JayJopling, y dejó que fuera él quien hablara, le concedieron el crédito. Es el crédito y no el dinero en efectivo el que produce riqueza: aparentemente la gente rica está a menudo más espectacularmente endeudada que el resto de nosotros. Por tanto no debemos temer a las deudas. Cuando miro en el ordenador el balance de mi cuenta la naturaleza del dinero se me hace más obvia. Son simplemente cifras en la pantalla. ¿Cómo pueden esas cifras afectar a mi salud mental a no ser que yo lo permita? Mi crédito es la deuda del banco y viceversa. En realidad no me importa. La extraña, escurridiza y caprichosa naturaleza de las deudas fue expresada de forma soberbia por Daniel Defoe, quien trató de dar una explicación en su obra An essay upon loans de 1710: «Tengo que hablar de lo que a todo el mundo le preocupa, pero que ni una persona entre cuarenta comprende... Si un hombre trata de explicarlo con palabras, mejor que se esfuerce por perderse él en el bosque más que por sacar a otros de él. Lo mejor es describirlo por sí mismo; es como el viento que sopla con fuerza, oímos su sonido pero casi no sabemos de dónde viene o adonde va. »Como el alma en el cuerpo, actúa sobre toda la esencia pero es inmaterial; provoca el movimiento, pero no se puede decir que por sí misma exista; crea formas pero ella misma

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no tiene forma; no es cantidad ni calidad; no ocupa lugar en el espacio ni en el tiempo, no tiene desechos ni costumbres; debería decir que es la sombra esencial de algo que no existe; no debería darle un significado más que explicarlo y dejarnos a ti y a mí en mayor ignorancia que la que teníamos antes». Una vez más la idea del crédito es vista como algo que carece por completo de forma, una especie de nebulosa que existe tan sólo en la mente o por pura ilusión. Crear cosas sólidas y reales en casa es una forma efectiva de huir del pensamiento sobre la imposible y abstracta naturaleza del dinero. Libérate del ciclo de trabajo-gastos-deudas-trabajo, sencillamente deja de consumir y comienza a crear. El sistema monetario ha provocado una división interna entre nosotros, entre el productor y el consumidor. Todos los días, en el mundo de los negocios, a la gente corriente de este país se los llama «consumidores», una palabra tremendamente avariciosa. Piensa en el otro significado de «consumo3», una enfermedad mortal de los poetas románticos que destruía el cuerpo hasta la muerte, una vez había sido agotado, secado, gastado y despojado. Ser consumidor significa vaciar el mundo, comérselo, disecarlo en nuestra propia cara, marchitarlo, agotar sus recursos, extraer toda su generosidad; en una palabra, matarlo. Pero ser un creador o un productor es todo lo contrario. Deberíamos centrarnos en producir algunas de las cosas que consumimos. Un consejo sencillo y divertido, que ya he mencionado antes y del que volveré a hablar más adelante, es cultivar algunas de tus propias verduras y frutas. Al hacer esto la separación entre productor y consumidor desaparece y volvemos a ser de nuevo una sola cosa. Creo que esto es lo que constituye el profundo y gran placer que se siente cuando extraes de la tierra tus propias zanahorias o rábanos.

Conviene aclarar que la palabra inglesa consumption tiene en español varías traducciones posibles. I .a primera y más común es la de consumo, que viene al hilo de lo que en este párrafo se dice, y otra es la de consunción, que es uno de los efectos de la tisis. (N. drl I .) 3

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Es como si se tratara de algo que estábamos destinados a hacer. Es un acto de integración radical. Estoy pensando en lanzar una revista para los hortelanos anárquicos que se llamará The Radish4. En ella combinaremos consejos prácticos sobre el cultivo de vegetales orgánicos con el desarrollo de una filosofía política radical. Seremos radicales en todos los sentidos de la palabra puesto que, radish proviene de la palabra latina, radix, que significa, raíz. Sobre todo para librarnos de las deudas tenemos que abandonar nuestro miedo a la pobreza. Yo no defiendo el verdadero pauperismo ni, en otras palabras, el estar sin techo y hambriento. Pero la pobreza ligera, cuando se tiene lo suficiente para cubrir las necesidades básicas, estableciendo un límite a las carencias y deseos, es una condición loable. Si de nuevo volvemos a la Edad Media, está claro que ser pobre se consideraba en realidad algo valioso. Los humildes eran una parte importante de la sociedad. Al fin y al cabo Jesús y los apóstoles eran pobres y las órdenes mendicantes se esforzaban por emular la vida apostólica. El académico católico Geor- ge O'Brien en su ensayo de 1923, Los efectos económicos de la Reforvia, apunta el ejemplo de los santos errantes: «... Incluso el acto de mendigar era dignificado por los frailes mendicantes. Europa se llenó de instituciones para el alivio de toda clase de pobreza y sufrimiento y los recursos de los centros monásticos fueron sustituidos por la limosna privada, cuya práctica fue impuesta como una obligación estricta a los terratenientes. La Reforma, mediante sus ataques a los cimientos eclesiásticos, privó a los pobres de aquellas formas de socorro y disminuyó en gran parte las limosnas por su insistencia en la doctrina de la justificación sólo por la fe». Los pobres eran bien recibidos porque ofrecían la oportunidad de que otros les dieran limosna, que en la Edad Media era una exigencia religiosa y social. La caridad estaba en el centro de la búsqueda de la salvación. También, como he

4

En español, El rábano. (N. del í.)

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mos mencionado antes, dejar de luchar por conseguir algún beneficio era poner toda tu fe en la Providencia. La gente no sentía pena por los pobres, que eran casi admirados: a los ojos de Dios tenía tanto valor ser pobre como ser rico, quizá incluso más. Los santos convertían en virtud la pobreza. En la actualidad cometemos el terrible error de asumir que los pobres quieren ser ricos. Nos compadecemos de ellos y de los sin techo y suponemos que quieren disfrutar de la carrera profana por el dinero. Quizá, y sólo quizá, no sea así. Y quizá los llamados países «pobres» de todo el mundo tampoco quieran pertenecer al sistema burgués. Como dice O'Brien: «La consecuencia más lamentable del cambio del sistema medieval al moderno de auxilio a los pobres es que ha vuelto despreciable la recepción de auxilio y que la pobreza ha llegado a ser considerada en la época moderna como una desgracia. El deseo de los reformistas de terminar con la mendicidad y de garantizar, en la medida de lo posible, que se cumpla literalmente el mandamiento bíblico de que nadie debe comer excepto aquellos que trabajen, los llevó a imputar cierto grado de desaprobación moral a la recepción de las limosnas, con excepción de las que se dan a enfermos y discapacitados, y las leyes relativas a los pobres en los países reformados tendieron a ser más severas con los pobres, lo cual no ocurría por suerte en los tiempos del catolicismo». Sin embargo, hoy día el impulso caritativo ha sido asumido por empresas gigantes que explotan a los más pobres con programas de creación de empleo hinchados. La caridad es buena, pero, con el capitalismo, se explota nuestra instintiva naturaleza caritativa. Trabajar para la beneficencia es hoy una opción profesional para personas que quieren ganar mucho dinero mientras que, al mismo tiempo, demuestran al mundo que son personas compasivas. La ayuda y la reducción de las deudas suelen venir acompañadas de ciertas condiciones; el que paga manda. Los países occidentales ofrecen condonaciones de deudas a países africanos pero solamente si se occi- dentalizan, lo cual es generalmente una forma abreviada de de

CÓMO SER LIBRE

cir que permiten entrar a los explotadores para sustituir una economía rural autosuficiente por otra industrial, urbana, basada en un sistema de sueldos. La revista satírica Whitestones ha escrito un pastiche de la canción Feed the World5, del Live Aid6, llamado Milk the World, que incluye el verso «El dinero se va por el desagüe, los bancos suizos rebosan». Hoy día la caridad puede ser simplemente una forma de abrir nuevos mercados extranjeros para la exportación. Y la beneficencia institucional puede echar a perder los negocios locales y las diferencias. En Zambia, por ejemplo, la industria de moda nacional ha sido destruida por completo porque Oxfam ha llevado ropa barata de segunda mano desde el Reino Unido. Las deudas parecen ser esclavistas pero una vez que eres consciente de que en realidad no existen, puedes librarte de ellas porque, ¿cómo puedes estar esclavizado por el producto de la imaginación de otro? Ríete de los usureros. ¿Por qué vas a tener que preocuparte por ellos? Ya están condenados de todas formas. ¡Búrlate de sus cartas amenazadoras, ríete a carcajadas de sus enclenques cifras sobre la pantalla, de sus aburridas vidas y de la condena que les espera! ROMPE LA TARJETA DE CRÉDITO

5

En español, Da de comer al ?nundo. (N. del T.)

El Live Aid consistió en dos conciertos celebrados en 1985 de forma simultánea en el Estadio Wembley de Londres, Inglaterra, y en el Estadio J I k de Phila- delphia, Estados Unidos. El motivo fue recaudar fondos en beneficio de los países de Africa oriental. (N. del T.) 6

X

Muerte a las compras, o cómo huir de la prisión del deseo consumista

«Lo mejor es tener placeres sin ser su esclavo; no estar desprovisto de placeres». ARISTIPO, 435-356 a.C.

Las advertencias están todas en la Biblia. Adán y Eva viven completamente felices en el jardín del Edén. No trabajan, pero tampoco consumen. Parece ser una época preagrícola en la que si necesitas comida, basta con arrancarla de los árboles y setos —todavía es posible hacerlo. Por cierto, el otro día cogimos una bolsa entera de acedera y ortigas cuando íbamos de paseo y mi novia Victoria me preparó un delicioso risot- to—. Si Adán y Eva no eran cazadores, sí que eran recolectores. Pero después el deseo consumista, la mejora individual o el «ansia», como las llamó Arthur Schopenhauer, aparecieron en forma de serpiente. Este monstruo capitalista despierta en Adán y Eva la posibilidad de que las cosas puedan ser mejores. Al instante son expulsados del jardín y condenados a una vida de sufrimiento y trabajo duro y penoso. Los deseos sustituyeron a las necesidades y las cosas han ido cuesta abajo desde entonces. Hoy somos prisioneros de nuestros deseos, estamos constreñidos por las compras. El deseo de ir de compras es una fuerza corrosiva y enervante. Deseamos un par de zapatos nue

CÓMO SI K LIBRE

vos, un coche nuevo, una casa nueva, un sofá nuevo, una televisión nueva. Necesitamos dinero para comprar estas cosas, así que nos atamos a un jefe con el fin de conseguir el dinero o nos endeudamos pidiéndolo prestado a uno de los muchos usureros institucionales que hay en el mercado. Y a esto lo llamamos libertad. Este es, por decirlo de una forma sencilla, el problema del deseo. Nuestro deseo natural de vivir bien y de disfrutar de la vida es asimilado por el sistema consumista y convertido en algo basado en el materialismo y la esclavitud. El derroche es increíble. Recientemente escuché un programa de radio que trataba el tema del comercio de ropa de segunda mano occidental en Zambia. La idea de que habíamos tirado estas cosas que estaban en perfectas condiciones era algo literalmente impensable para los zam- bianos y suponían que las habíamos sacrificado por un impulso caritativo. Además ir de compras es una lata. Prefiero beber. Parece claro que si simplemente pudiéramos hacer desaparecer los deseos de consumo y dejar de comprar, estaríamos más cerca de la libertad diaria, simplemente porque no tendríamos que trabajar tanto. No quiero decir con esto que no se pueda disfrutar de los lujos, sino que no deberíamos tomárnoslos tan en serio, como una especie de objetivo en la vida. No conviertas el lujo en un propósito. El filósofo y buscador de placeres griego Aristipo era conocido por su sentido de indiferencia por las cosas. Tomaba los placeres donde los encontraba; no iba detrás del deseo. Más que cazar recolectaba. Aristipo fue una de esas personas afortunadas que no se preocupaban: habría sido igual de feliz en una cabaña o en un castillo. Estar libre de deseo no significa renunciar a todos los placeres y convertirse en una especie de triste ermitaño. Hace poco, cuando di una charla sobre la pereza creativa, me preguntaron si me parecía mal ver la televisión. He de admitir que hay una parte de mí que se molesta cuando veo que mis hijos la están viendo, cuando fuera hay un día soleado pero, por otra parte, ¿quién soy yo para hacer desaparecer una fuen

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te de placer de la vida de los demás? No me imagino a una brigada de la Policía que luchase contra los holgazanes, desenchufase televisiones por todo el país y dijese a la gente que en lugar de eso cogieran sus ukeleles o sus palas. La televisión ha dado lugar a grandes trabajos de creación, y un mundo sin televisión sería un mundo sin Los Simpsons. Una vez dicho esto acabo de llamar a Sky TV y he cancelado nuestra suscripción y lo cierto es que sentí como si se lo hubiera gritado al operador. ¿Por qué pagar para tener toda esa publicidad y propaganda capitalista entrando en nuestra casa? Ahora nos ahorraremos doscientas cincuenta libras al año y, a cambio, veremos películas en DVD. La clave no está en renunciar a todos los placeres, sino en ser su amo. En nuestro extraño mundo, en lo que al placer se refiere, parece que oscilamos entre el atracón y la abstención. El culto de los Alcohólicos Anónimos predica la completa abstinencia como única solución ante los problemas del alcohol. Esto se consigue después de asistir a una infinita multitud de reuniones, mediante el trabajo en equipo y el constante recitar de las normas de los Alcohólicos Anónimos. Pero a mí todo eso me parece demasiado esfuerzo y la filosofía que hay detrás de los Alcohólicos Anónimos parece reconocer que el deseo de alcohol nunca desaparece. ¿No hay otra forma de enfrentarse a los problemas con la bebida? Los miembros de Alcohólicos Anónimos dicen que una copa es demasiado y que mil no son suficientes, pero ¿no podría haber una organización que fomentara el consumo moderado de bebida? Si yo tuviera que ir todos los días a una reunión en la que tuviera que confesar lo que bebí la noche anterior seguro que eso me ayudaría a reducir el consumo. El ciclo atracón-abstinencia puede que no esté tan íntimamente vinculado a la naturaleza humana como creemos. ¿No es posible que de algún modo se nos anime a darnos atracones y pasar después a la abstinencia, porque así se consigue un resultado doble: sostener el flujo del dinero en el sistema, atracón, y mantenernos dóciles mediante la autoflagelación y la culpa, abstinencia?

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Es importante distinguir entre los placeres realmente físicos, provocados por productos como la comida y la bebida, y la promesa del placer provocada por el marketing de los productos y los objetos fabricados en masa. Deseamos cosas, estamos sujetos a ellas, creemos que las cosas nos harán mejores. Este proceso provoca el aplazamiento del deseo, que es una de las características principales, y de hecho, el motor del capitalismo a gran escala. El deseo por las cosas produce un ansia infinita y ésta nos guía por el mundo y por nuestros planes para ser mejores. Por supuesto las cosas tienen un factor intrínseco de decepción. Todavía puedo recordar la ligera sensación de hundimiento que experimenté de niño cuando me dieron un juguete y, sencillamente, no estaba a la altura de las expectativas que había creado su cara campaña de publicidad en televisión. El hecho de que las cosas nos decepcionen no nos lleva a abandonarlas, como debería ser, sino a comprar otras con la esperanza de que esa otra, «nueva y mejorada», no nos decepcione como la anterior. Así es como funciona el capitalismo: mediante un flujo constante de decepciones que fomenta el gasto cada vez mayor de dinero. Como le digo a Victoria cuando me acusa de ser un puritano, no es algo loable ni un sacrificio deshacerse del deseo por las cosas, es la acción valiente de un espíritu libre. Es un gesto anarquista que mantiene en movimiento las ruedas de la maquinaria esclavista. Si yo no quería una televisión grande, nadie debería estar obligado a cargarlas en camiones en mitad de la noche a cambio del salario mínimo o menos. Ser un robot inquieto es lo que exige el capitalismo a gran escala. Robot de día, inquieto por la noche y durante el fin de semana. Y, por supuesto, cuantos más de nosotros perdamos interés por las cosas, menos desesperados estaremos por trabajar y habrá menos gente disponible para cagar las furgonetas en mitad de la noche a cambio del salario mínimo o menos. Cuando dejes de comprar comenzarás a vivir y dejarás de colaborar con un sistema explotador. Intelectuales de toda condición han prestado atención al problema del deseo desde los albores de la Revolución i n

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dustrial. Una de las figuras clave en la historia intelectual del anarquismo es William Godwin, más conocido hoy día por ser el padre de Mary Shelley, quien a los 17 años se fugó con Percy Shelley y escribió Frankenstein mientras disfrutaba de unas vacaciones desenfrenadas en Suiza con algunos colegas literatos, Lord Byron incluido. Godwin también es conocido por haberse casado con la gran escritora Mary Wolls- tonecraft, autora de Vindicación de los derechos de la mujer.; y que murió tristemente al dar a luz a Mary Shelley. Godwin fue un hombre serio, carente de ningún instinto para la diversión, pero también un pensador sabio y compasivo. Su gran obra, Investigación acerca de la justicia política, se publicó en 1793, aproximadamente treinta años después de que se inventara la hiladora multibobina y cuando ya estábamos en el camino de la creación del sistema consumista. Y su análisis de la manipulación del deseo por parte de los poderes dominantes tiene una notable relevancia hoy día. ¿Cuáles son las cosas buenas del mundo?, pregunta Godwin, «Se pueden dividir en cuatro clases: la subsistencia, los medios para la mejora intelectual y moral, las satisfacciones baratas y por último las lujosas, que en modo alguno son esenciales para una existencia sana y vigorosa, y que no pueden adquirirse sin un trabajo y una industria considerable. Es principalmente esta última la que impone un obstáculo en el camino hacia la distribución igualitaria. Será una cuestión a considerar en el futuro, en qué medida y cuántos productos de esta clase serían admisibles en la forma más pura de esta existencia social. Pero mientras tanto, es inevitable observar la inferioridad de esta clase con respecto a las tres anteriores. Sin ella podemos disfrutar en buena media de la actividad, la satisfacción y la alegría. ¿Y de qué modo se producen normalmente esas aparentes superfluidades? Si reducimos a multitudes de individuos hasta el nivel más deplorable, en términos de momentos fundamentales, en el que se puede colocar a un hombre, con lujos suntuosos pero, en sentido estricto, insignificantes». Ahí lo tenemos. Creo que la palabra «inferioridad» es bastante convincente para describir las fruslerías consumís-

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tas. Trabajar duro para producir artículos inútiles y después hacer de ello el único objetivo en tu vida: ésa es la locura del deseo. Si puedes eliminar el impulso hacia esas baratijas, sencillamente no tendrás que trabajar tanto y, como consecuencia, serás considerablemente más libre de lo que lo eras antes. Y esto por no hablar de la gran explotación de seres humanos que producen estas fruslerías —lo que William Godwin dice que es «reducir a multitudes de hombres hasta un nivel deplorable»— en fábricas y molinos y que existe todavía hoy, en nuestros supermercados y centros de distribución. Esto nos proporciona un mayor incentivo para superar el deseo de adquirir porquerías y coches o casas mejores. El proceso de mejora, así como la envidia y el deseo, están muy bien satirizados en un episodio de Los Simpsons en el que se ve a Marge leyendo una revista llamada Casas mejores que la tuya. Un truco sencillo para los que buscan la libertad es dejar de comprar revistas de moda que nos hacen sentir mal y gastar dinero. Si podemos eliminar la cuarta categoría que William Godwin establece como las cosas buenas del mundo, es decir, aquellas satisfacciones que solamente pueden comprarse a base de trabajo excesivo, nuestras vidas podrían llegar a ser mucho más ricas y plenas. Las otras tres que propone son buenas: «subsistencia», esto es, comida y bebida en la despensa; «mejora intelectual y moral», en mi opinión, los libros y los amigos — estos últimos son completamente gratis, y siempre se pueden comprar libros baratos o cogerlos prestados de la biblioteca o de los amigos—; y «satisfacciones baratas», que para mí son el tabaco y la cerveza. Por tanto, dicho de una forma sencilla, si tienes un lugar donde vivir, el dinero suficiente para comprar o elaborar una buena comida, amigos, libros y bastante bebida y cigarros, ¿qué hay de malo en la vida? Estas son las cosas importantes. El resto no es más que decoración, distracción, vanidad y ostentación. Pero de alguna forma la cuarta categoría se ha convertido en la más importante en nuestras mentes. ¡Esto debe parar! Esta actitud nada materialista se puede conseguir con cualquier tipo de ingresos. Lo que tenemos que hacer es no

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preocuparnos. Cómo me gusta la gente que no se agobia, esos espíritus libres y ávidos. No los que son crueles y egoístas, sino los que sencillamente no tienen preocupaciones o que, literalmente, son despreocupados. Tengo un amigo que gana millones y otro amigo que gana menos de cinco mil libras al año; sin embargo, son mucho más afines entre sí que con la mayoría de las personas que se sitúan en el medio, porque los dos son extraordinariamente antimaterialistas. Te regalarán su mejor traje y vaciarán sus bodegas cuando los visites. «Algunos depositan su confianza no en Dios, sino en las vanidades — escribió Tomás de Aquino—. ¿Y qué son estas vanidades? Son los bienes efímeros, las riquezas, el honor y conceptos similares, y de hecho todas las cosas son vanidad en la existencia de cada hombre». Pero tener estos bienes no es de aquí ni de allí. Es la actitud que cada uno tenga hacia ellos lo que cuenta. Santo Tomás de Aquino dejó también bastante claro que no has de ser un asceta para alcanzar la salvación: «La abstinencia en la comida y en la bebida no tiene una relación esencial con la salvación. El reino de Dios no es la carne ni la bebida... los santos apóstoles comprendieron que el reino de Dios no consiste en comer y beber, sino en la resignación ante lo que a cada uno le toca, porque ni se regocijan en la abundancia ni los angustia el deseo». En otras palabras tranquilízate. Una vez más santo Tomás de Aquino se acerca mucho a los existencialistas y a los taoístas. Es la filosofía del no tener ataduras. Toma la abundancia y la necesidad con la misma imparcialidad. Mi propia familia se vio obligada recientemente a rechazar el deseo consumista durante un periodo de dos años de pobreza involuntaria. Antes de aquello yo había ganado bastante dinero como asesor para grandes empresas, y con trabajos de publicidad y editoriales. De repente mis ingresos se redujeron a una octava parte de su nivel anterior. Dejé de leer periódicos, veía muy poco la televisión y me fui de la ciudad. Al economizar y eliminar las baratijas descubrimos que estábamos menos expuestos que antes al falso deseo consumista. Dejar de leer periódicos y revistas fue en parte una prác

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tica de ahorro de dinero, pero tuvo la feliz consecuencia de hacer que nos desapareciera la tentación de tener un millón de cosas. Lo extraño fue que la experiencia fue satisfactoria y agradable. No me sentí como un miserable que se tiene que sacrificar. Desterrar el televisor fue una buena decisión. Se publi- cita como un servicio pero es una forma de asustarnos al mismo tiempo que desvía nuestra atención con entretenimientos, nos vende productos que no necesitamos y nos hace creer en el dinero como en una especie de religión. Ver la tele también nos puede hacer sentir inútiles: vemos a expertos que hacen cosas en lugar de hacerlas nosotros mismos. «Es mucho mejor —dijo Bertrand Russell— hacer algo mal por ti mismo que ver que otro lo está haciendo bien». Los protestantes que criticaban la superstición y la magia medievales no podrían haber soñado nunca con algo tan mágico, poderoso y debilitante como la televisión. Por supuesto el deseo, o «la búsqueda del oro», existían antes de que se inventara el capitalismo a gran escala. En Anatomía de la melancolía Robert Burton cuenta la historia de que Hipócrates encontró a Demócrito que, sentado sobre una piedra, leía un libro y cortaba animales en pedazos para, según decía, «descubrir la causa de la locura y de la melancolía». Hipócrates elogió su trabajo y admiró su felicidad y pasatiempo. «¿Y por qué —dijo Demócrito— no tienes tú este pasatiempo?». «Porque —contestó Hipócrates— estorban por un lado, los asuntos domésticos que nosotros mismos o los vecinos o los amigos debemos hacer. Por otro, los gastos, las enfermedades, las debilidades y muertes que suceden. Y finalmente la mujer, los niños, los sirvientes y cosas así que nos quitan el tiempo». Demócrito se rió efusivamente por este discurso —mientras tanto sus amigos y las personas que se mantenían aparte lloraban y lamentaban su locura—. Hipócrates le preguntó por qué razón se reía. El le dijo que se reía de las vanidades y estupideces de su época, de ver a los hombres tan vacíos de actos virtuosos intentando ir tan lejos en busca de oro, tener una ambición sin fin. Pasar por tan infi

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nitos sufrimientos a cambio de una pequeña gloria y ser honrado por los hombres, construir esas minas tan profundas dentro de la tierra para buscar oro y muchas veces no encontrar nada, con la pérdida de sus vidas y de sus fortunas... Los hombres hacen una gran cantidad de cosas sin sentido y consideran una gran parte de su tesoro las estatuas, cuadros y esos muebles, caros y tan sutilmente trabajados, que no necesitan nada más que hablar pero que odian que las personas les hablen... Cuando un verraco tiene sed bebe lo que le pongan y nada más; y cuando su vientre está lleno deja de comer, pero los hombres son inmoderados en ambas cosas —como en la lujuria codician la copulación carnal en determinados momentos—, siempre arruinan de ese modo la salud de sus cuerpos. Poner en marcha grandes proyectos para cavar minas en busca de oro y después no encontrar nada es una metáfora exacta del deseo y la acción de hoy día. Robert Burton continúa después hablando en su obra del «control de los deseos» como uno de los caminos hacia la libertad. Verdaderamente los tontos se convierten en esclavos. Es la paradoja de Tully, «Los sabios son libres y los tontos son esclavos», la libertad es el poder vivir de acuerdo con tus propias leyes, igual que haremos nosotros: ¿Quién tiene esta libertad? ¿Quién es libre? Es sabio el que puede ordenar que se haga su voluntad, valiente y constante consigo mismo, a quien ni la pobreza ni la muerte ni las cuadrillas pueden asustar, controla sus deseos, desdeña los honores, es justo y bueno. La libertad, por tanto, existe en una especie de autosuficiencia espiritual. Los que son de verdad libres no se unen a la búsqueda de las riquezas ni de los honores porque saben que en ese camino se encuentra la esclavitud. Los que son de ver

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dad libres no temen a nada. Este pensamiento es similar al de Aldous Huxley en su introducción al Bhagavad-Gita: «Nunca habrá una paz duradera a menos y hasta que los seres humanos adopten una filosofía de vida más adecuada a las realidades cósmicas y psicológicas que la insensatas idolatrías del nacionalismo y que la fe apocalíptica del hombre publicitario en el avance hacia una nueva Jerusalén mecanizada». El Bhagavad-Gita contiene consejos sólidos con respecto al trabajo y la creación. «La palabra es prisionera de su propia acción, excepto cuando las acciones son llevadas a cabo como alabanzas a Dios. Por tanto, debes realizar cada acción de modo sacramental y liberarte de todas las ataduras a las consecuencias». En otras palabras, deberíamos concentrarnos en el medio más que en el fin. El deseo y el capitalismo moderno predican que los medios carecen de importancia y que los fines lo son todo: «Yo sólo hago mi trabajo». Somos una sociedad concentrada en el objetivo, a diferencia del pensamiento medieval, mientras que los anarquistas sueñan con una vida basada en el placer que hay en el proceso, más que en el placer efímero e insustancial que da la satisfacción de un deseo. No tienes que creer en Dios para comprobar la verdad de lo antes citado en lo que respecta al trabajo. Sencillamente sustituye la parte de «como alabanzas a Dios» por «con generosidad» o «con amor» y obtendrás la misma cosa, sólo que en versión laica. Los existencialistas tenían un punto de vista útil del deseo. Para Jean Paul Sartre el deseo no era exactamente algo de lo que pudieras liberarte; más bien era algo que adoptabas, pero sin tener que actuar necesariamente conforme a ello. Desde luego esto puede ser así en el caso del deseo sexual. «Digamos que una mujer enormemente atractiva entra en tu vida —dijo Penny Rimbaud—. Actuar conforme a tus deseos sería correr el riesgo de echar a perder por completo tu vida familiar. Así que actúas conforme a ellos y los adoptas, pero sólo en tu mente. Experimentas el proceso...». En el mundo existencial invitas a que el deseo entre, le hablas, le das permiso para que su compañía te entretenga, charlas con él,

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y después, cuando se marcha, apagas la vela y te vas a la cama. Así que para librarte de él y para que no te llegue a dominar es importante reconocerlo antes que nada y no simplemente eliminarlo y fingir que no existe. Hace poco tuve el absurdo sueño de comprarme un Land Rover del que no tengo ninguna necesidad práctica. Simplemente me gusta mirarlos. Pedí uno para probarlo y durante dos semanas era como si de verdad fuera mío. Después el deseo se desvaneció con la feliz consecuencia de que no me había gastado un dinero que no tenía en otra carga. Pues esto es todo en cuanto a las compras. La próxima vez que creas que las compras y el hecho de elegir entre marcas es una expresión de tu libertad piensa en esas películas de zombis en las que los muertos vivientes entran y salen en silencio de las tiendas o suben y bajan por las escaleras mecánicas. Qué visionario fue aquel director. Ver la tele nos convierte en zombis. Así que el primer paso es desenchufarla. Bajo el deseo de ir a comprar subyace el miedo y es a la conquista de esta particular amenaza hacia donde nos dirigimos ahora. TIRA LA TELE

XI

Haz pedazos las cadenas del miedo

«Existe un cuento encantador de Chéjov sobre un hombre que trató de enseñar a un gatito a cazar ratones. Cuando no corría detrás de ellos le golpeaba con el resultado de que incluso como gato adulto se encogía asustado ante la presencia de un ratón. "Este es el hombre —añade Chéjov— que me enseñó latín"».

BERTRAND RUSSELL, Libertad y autoridad en la educación, 1928

«En el centro había una capilla, allí en el campo donde solía jugar. Y las puertas de esta capilla estaban cerradas, Y escrito en la puerta decía: TÚ

NO LO HARÁS».

WLLLIAM BLAKE, El

jardín del amor, 1793

Yo vivo en mitad de la nada, cerca del mar. Son muchos los turistas que pasan por los estrechos caminos que hay en las inmediaciones. Cuando me detengo para dejarlos pasar siempre me quedo mirándolos para ver si me saludan con la mano para darme las gracias. Hay una cosa que me sorprende de estos turistas, que son exclusivamente de mediana edad o vie

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jos, blancos y burgueses, y es su miedo. Casi siempre evitan mirar a los ojos, se agarran al volante y se concentran en la carretera. No es que sean maleducados, simplemente parecen estar aterrorizados por estar vivos, demasiado asustados como para alzar la vista y sonreír o saludar con la mano. Colocan sus sillas de plástico junto al maletero de sus coches, cuando hacen meriendas al aire libre, demasiado asustados como para alejarse unos cuantos pasos de su manta de seguridad motorizada. Nerviosos, como conejitos, van de una zona protegida a otra. El campo no es más que un simple proveedor de hermosas vistas para los acobardados habitantes de los suburbios. Debía de ser mucho más divertido cuando salíamos a caballo, charlábamos con extraños, nos asomábamos por encima de las verjas, cantábamos con alegría, y nos sentíamos uno solo con la naturaleza, sus animales y su clima. Thomas Hardy sentía una gran nostalgia por aquellas antiguas costumbres, antes de que el hombre se volviera un ser asustado y sumiso. En El retorno del nativo se quejaba de que un nuevo y preocupado punto de vista se estaba convirtiendo en la norma: «La visión de la vida como algo que hay que soportar, sustituye al entusiasmo por la existencia que tan intenso era en las antiguas civilizaciones. Debe en última instancia participar de forma tan minuciosa en la constitución de las razas avanzadas que su expresión facial será aceptada como una nueva salida artística». La libertad de poder estar a lomos de un caballo en lugar de en un coche es absolutamente evidente. Los coches son un escondite. También los caballos, y esto es importante para mí, pueden ofrecer al jinete la fantasía de ser un caballero medieval. Aunque parezco bastante ridículo cuando monto con un casco de bicicleta y botas de agua, sentado sobre un pony pequeño y rechoncho, no muy diferente a un percherón, aún puedo verme como el trovador, Thomas IX de Martinhoe, que cabalga en busca de su amada y desea que llegue la noche, llena de música y felicidad, de buena compañía, de c isnes, avutardas, vino y un fuego crepitante, en el próximo castillo.

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Los coches a motor se venden como una combinación de excitación y seguridad, una especie de libertad en la carretera, mezclada con una promesa matriarcal. Pero son una de las mayores causas de mortalidad que existen en la vida moderna y matan a tres mil quinientas personas cada año en el Reino Unido —eso son diez víctimas mortales cada día, que es más, mucho más de lo que causan las drogas, el terrorismo, el sida o el crimen—. A nivel global los accidentes de tráfico son la novena causa de muerte, en comparación con la guerra, que ocupa el lugar vigésimo primero y la violencia, que ocupa el decimoséptimo. Las cosas a las que nos aferramos para protegernos de la vida son las mismas que probablemente nos matarán. Después de una reciente serie de accidentes, ahora no tengo coche y así, en lugar de conducir cinco millas hasta la ciudad más próxima, camino. Y qué enorme y emocionante placer es, y qué poco peligroso, qué alegre, comparado con el hecho de conducir un coche que está lleno de pequeñas amenazas. En la actualidad pensamos que es normal conducir durante cuatro horas en un estado de tensión y miedo, pero es una locura. Como muchos de los problemas que trato en este libro, el miedo es en realidad bastante útil para el buen funcionamiento de una sociedad ordenada. Es más probable que una población dócil, que siente pavor por las autoridades en sus distintas formas, ya sean supermercados, bancos, colegios o jefes y que tiene miedo de otros seres humanos, dependa de los objetos y las instituciones para que le proporcionen consejos, solidez, seguridad y un sentido. Si estás asustado es poco probable que te rebeles y mucho más sencillo que trabajes duro y gastes mucho. El miedo hace que observemos la vida más que vivirla. Somos espectadores más que participantes. La gente prefiere ver un culebrón más que protagonizar uno. De hecho cuando das en la vida real con una comunidad que está viva la gente dirá a veces: «¡Esto es como un culebrón!» Lo que olvidan es que se supone que los culebrones son como la vida aparte de por el defecto de que en ellos no hay nunca nadie ipii' los vea—. Como en la televisión los coches

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mantienen la vida a distancia, como algo que se deba mirar más que vivir: la visión desde el sofá, del sitio hermoso vislumbrado a través de la pantalla. Y ante cada bomba terrorista cada artículo en la portada del Daily Mail dedicado al aumento de los crímenes, ante cada huelga y calamidad, los directivos y accionistas de las grandes compañías de seguros deben frotarse las manos con regocijo. Los beneficios del miedo son más que considerables. El miedo es una herramienta de dominio. Es el temor al castigo lo que hace que una clase esté en silencio y que el trabajo del profesor sea más fácil. Es el miedo a ser despedidos lo que hace que los trabajadores que refunfuñan se mantengan en silencio. El miedo es también un eficaz mecanismo de control. También nos ayuda a cumplir con nuestro papel de consumistas. Es el miedo a la vida misma lo que hace que gastemos el dinero en las galerías comerciales y que escribamos la contraseña de nuestras tarjetas de crédito en los sitios web. Es el miedo lo que evita que estallemos, lo que nos impide, como el jefe Bronden en la novela de Ken Kesey, Alguien voló sobre el nido del cuco, arrancar el panel de control de la sala de la enfermera Ratched, arrojarlo por la ventana y hacerlo saltar por encima de la valla hacia las remotas praderas, para huir hacia nosotros mismos. Es mucho más fácil ponerse en la cola con los demás y tomar nuestras pastillas. Puede que nos preguntemos de dónde viene el miedo: ¿de nuestra naturaleza o de nuestra educación? ¿Se produce y condiciona en nuestro interior o hay en el corazón del hombre un temor innato? Una fuente del miedo es, sin duda, el sistema educativo. Los niños pequeños no temen, son anarquistas imperiosos y el sistema educativo funciona y se ocupa de ellos durante quince años, les inculca docilidad para que no se quejen demasiado cuando tengan un trabajo aburrido. La educación es como la poda: echa a perder el crecimiento natural del árbol y le da una forma que sea útil para la sociedad comercial. La educación colectiva de finales de la época victoriana llegó cuando había una urgente necesidad de empleados en el nuevo mundo en expansión de los seguros y la

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banca, el mundo que habitaba Tony Hancock en la película El rebelde. Hoy día la «cosa», como la llamó William Cobbett, o el «grupo», como lo llamó Ken Kesey, necesita que nosotros podamos, como mínimo, escribir nuestro código PIN en una máquina, y para ello necesitamos cierto nivel de alfabetización y aritmética. Así que ésta te enseña a escribir a máquina, a darle al botón del ratón y a comprar en Tesco's, pero no a aferrarte a la vida, a vivirla alegremente y sin miedo. Quizá el mayor obstáculo para la libertad sea nuestro propio miedo a la libertad. Puede que recuerdes aquella gran escena de Alguien voló sobre le nido del cuco en la que McMurphy se da cuenta de pronto de que la mitad de los internos están en el hospital de manera voluntaria: «—¿Queréis tomarme el pelo, tíos? —Nadie dijo nada. McMurphy comienza a caminar arriba y abajo frente al banco, pasándose la mano por su espesa mata de pelo. Camina hasta el final de la fila y luego avanza en sentido contrario, hasta llegar a la máquina de rayos X. La máquina silba y se mofa de él—. Tú, Billy. ¡Tú estás interno aquí, por el amor de Dios! —Billy está de espaldas a nosotros, con la barbilla apoyada en la negra pantalla, de puntillas. »—No —dice, y mira al aparato. »—Entonces, ¿por qué?, ¿por qué? ¡Eres un tío joven! Deberías estar por ahí y conducir un descapotable con el que conquistar a las chicas. Todo esto... —señala a su alrededor— ¿por qué lo soportas? —Billy no dice nada y McMurphy se aparta de él para dirigirse a otros dos pacientes—. Decidme, ¿por qué? Refunfuñáis, os quejáis durante semanas enteras y decís que no podéis soportar este lugar, que no soportáis a la enfermera ni nada de lo que hace. Y durante todo este tiempo no estáis internados. Puedo entenderlo en el caso de algunos de esos viejos que hay en la galería. Están chiflados. Pero, vosotros, no es que seáis precisamente hombres corrientes de la calle, pero no estáis chiflados —Ninguno dice nada. Se dirige entonces a Sefelt—. Sefelt, ¿qué pasa contigo? No tienes nada malo, sólo ataques. Demonios, yo tenía un tío que montaba escándalos el doble de malos que los

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tuyos y que por si fuera poco tenía visiones del diablo, pero no se encerró en un manicomio. Podrías arreglártelas fuera si tuvieras agallas. »—¡Eso es! —Es Billy que deja de mirar a la pantalla, con el rostro bañado en lágrimas—. ¡Eso es! —vuelve a gritar—. ¡Si tuviéramos a-agallas! Podría irme hoy mismo, si tuviera agallas. Mi m-m-madre es una buena amiga de la se-señori- ta Ratchel y podría hacer que me firmaran el alta esta misma tarde, ¡si tuviera agallas!». Todos somos pequeños Billy Bibbits, Hardings y Sefelts asustados, retirados, autoencarcelados, nos quejamos continuamente de todo, pero con demasiado miedo como para hacer nada al respecto. Como dirían esos genios musicales, que son Suicidal tendencies, estamos institucionalizados. Y las instituciones son una de las peores invenciones de los últimos doscientos cincuenta años. El loco no pertenece ya al pueblo; está en el manicomio. Nos hemos recortado nuestras propias alas. Fácilmente podemos protestar furiosos contra los colegios, como John Lennon en Working Class Hero\ en donde con toda la razón acusa al sistema educativo de no hacer más que meternos miedo con el fin de convertirnos en pequeños y asustados esclavos del trabajo temerosos a sacar la cabeza del parapeto. En realidad probablemente es por eso por lo que, aunque yo odie la guerra, opino que los soldados tienden a ser de mejor calidad que el ser humano medio. Han pasado adversidades, han sufrido, han superado el temor y ahora pueden ir por el mundo sin miedo al hambre ni a la depravación. Son autosufi- cientes y se preocupan por la comunidad. Nuestra estupidez intrínseca es lo que nos hace sentir miedo. No podemos hacerlo todo nosotros solos, así que tenemos que depender de que otros lo hagan y eso nos espanta. También se nos ha dicho desde la época de la revolución protestante que casi estamos solos en el mundo, que no de1

Canción de John Lennon que en español significa Héroe de la (late trabajadora. (N. del T.)

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bemos confiar en nadie y que suframos solos y en silencio. Qué diferente de aquella «hermandad de los hombres» de la época anterior a 1500, en la que todos estábamos juntos. También tenemos que ocuparnos de la relación entre el ego y el pavor, entre el engreimiento y el miedo. Hay cosas que no intentamos porque tememos hacerlas mal. Así que al final no hacemos nada. Es bastante parecido a lo que le pasa a Withnail en la brillante película de Bruce Robinson With- naily yo: «No quiero suplantar a Constantin —grita con jactancia desde la cabina de teléfonos roja a su representante de Londres—. ¡Lo que quiero es interpretar el papel!». Prefiero la idea existencial en la que te das cuenta de que todo es absurdo, que no hay una cosa intrínsecamente mejor que otra. La vida está vacía, así que ve a construirte tu propia vida. Todo es vanidad, es ficticio, está condicionado, creado por uno mismo, forjado por nuestra mente. El ser y la nada de Jean Paul Sartre es una lectura difícil, pero llena de bellos pasajes y, pese a ser abstracta, su filosofía es práctica. Para mí no está a kilómetros de distancia de la frialdad oriental, del taoísmo o incluso del fatalismo cristiano de santo Tomás de Aquino, que enseña a confiar en la Providencia y a no molestarse en luchar. Cuando santo Tomás cita la Biblia al decir: «Todo es vanidad» puede que simplemente quiera decir que «la vida es absurda». Tanto correr de un lado para otro y esforzarse por lo que se solía llamar «honor y riqueza», y que ahora se llama «ascenso profesional», es una completa pérdida de tiempo. La vida mundana es una ficción. La vanidad y el absurdo son la misma cosa: meras creaciones de la imaginación del hombre, absolutamente carentes de sentido. Por tanto es mejor que te dediques a construir tu propia vida. Estas tres filosofías están también esencialmente opuestas a la esclavitud, la subyugación y la explotación. Por esto es por lo que, aunque Lev Tolstói y Mahatma Gandhi sean convincentes en los asuntos de la guerra y la noviolencia, yo no dudaría en utilizar metáforas militares para la vida. I Iay algo genuinamente noble en el guerrero antiguo que, sin miedo y desinteresadamente, lucha por un bien ma

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yor que el de salvar su propio y ridículo pellejo. Por eso los antiguos ponían como ejemplo el ocio, otium y la guerra, be- llum, como los nobles caminos a seguir y los oponían al rebuscado, vanidoso y miserable camino burgués del trabajo y el negocio. En pocas palabras, a los pensadores y luchadores, a los oratores y los bellatores, no les ha cortado las pelotas la enfermera Ratched. De todas formas los pensadores y guerreros han desaparecido hoy día o su papel ha sido reducido al de simple entretenimiento. El ejército dice que se le pide que haga «un trabajo» y él se limita a hacerlo. Haz pedazos el panel de control de la sala y lánzalo por la ventana. Tenemos que salir de ella y alzar nuestras voces, sonreír alegremente y saludar a la gente. Despídete de aquellos escalofríos de miedo, de esa sensación de domingo por la noche, del pavor anterior a una reunión, de la tensión en el estómago cuando recibimos una carta del ministerio de Hacienda. ¡No les tengas miedo! Las han enviado conejillos asustados, personas como Billy Bibbit que están sentadas en despachos sofocantes, y miran por la ventana, perdidos en sus ensoñaciones sexuales y dudan si van a perder su trabajo. ¡No existen! Esta mañana he recibido una citación del juzgado por conducir sin seguro. Al principio me sentí aterrorizado e indignado. Después decidí reírme de ello. Será una aventura y si me prohiben conducir, ¿qué? De todas formas estoy tratando de utilizar menos el coche. Sé que gastamos más o menos cinco mil libras en nuestros vehículos al año y por esa cantidad de dinero se pueden pagar muchos billetes de tren y carreras en taxi. ¡Vamos! ¡Tíramela a la cara! Voy a colgar la citación en la pared y voy a enseñársela a los que vengan de visita. ¡Me río de vuestras citaciones! ¿Qué más da? ¿Qué miedo había en mi utopía de la época anterior a 1500? Lo cierto es que los tipos de miedo que hemos considerado aquí eran desconocidos, porque no había gobiernos ni instituciones del tipo que tenemos hoy día. Sin embargo, el miedo ocupaba una parte central de la vida en aquel entonces y era el temor a Dios, a no ser salvado. Pero era de un orden

H AZ

PEDAZOS LAS CADENAS DEL MIEDO

bastante diferente a aquel que causa agobio e incapacidad, al que sentimos hoy. El miedo de la época medieval podía ser una fuerza positiva. Según santo Tomás de Aquino el miedo tenía una cualidad abstracta que era útil para la salvación: «Porque aquel que no tiene miedo no puede ser justificado... El principio de la sabiduría es el miedo al Señor». SantoTomás de Aquino presenta aquí el miedo como una fuerza más creativa que destructiva. El miedo no era un motivo para retroceder ante la vida, tal y como lo es hoy, y encontrar consuelo en las compras y en la televisión. El temor es más bien un tipo de humildad. Parece decir: reconoce tus miedos y juega con ellos, utilízalos. En los buenos tiempos de la Inglaterra de antaño, el miedo era algo a lo que había que enfrentarse con avidez y con arcos de oro candente. ¡No temas al miedo! ¡Salta sobre ese caballo! ¡Rechaza a esos tiranos que son la salud y la seguridad!

CONDUCE EL CARRO DE FUEGO

XII

Olvídate de los gobiernos

«Al hombre... se le ha enseñado a creer que los hombres se harán pedazos unos a otros si no tuvieran sacerdotes que dirigieran sus consciencias, señores a los que consultar para su tranquilidad y reyes que los conduzcan con seguridad por los peligros del océano de la política». WLLLIAM

GODWIN, Investigación acerca de la justicia política, 1793

«La democracia, tal y como la conciben los políticos, es una forma de gobierno, es decir, un método para hacer que la gente haga lo que sus líderes desean bajo la impresión de que está haciendo lo que ella quiere». BERTRAND RUSSELL, Libertad y autoridad

en la educación, 1928

«Atención. Las personas que deseen obtener un crédito pueden tener problemas a la hora de conseguirlo si su nombre no aparece en el Registro Electoral». Carta del Ayuntamiento al autor pidiéndole que se inscriba en el Registro Electoral, 2006

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«La política no es ahora nada más que un medio para tener éxito. Con esta única intención se dedican los hombres a la política y todo su comportamiento se desarrolla conforme a ello». JAMES BOSWELL, La vida del doctor Samuel Johnson, 1775

«Yo soy anarquista». PlERRE-JOSEPH PROUDHON, 1848

En nuestras democracias occidentales más o menos liberales, rara vez se nos ocurre que podamos vivir sin gobiernos. El Estado vasto y centralizado nos parece una realidad tan inevitable que parece que lo máximo que podemos esperar es votar cada cinco años por una oligarquía ligeramente distinta, que corrija los peores errores de la anterior. No podemos imaginarnos nada más que el Parlamento como medio para organizar las cosas. Nos quejamos de los payasos que están en el poder y después elegimos a un nuevo grupo de payasos. Creemos en la «Reforma», ese proceso de intromisión infinita e inútil. La esperanza triunfa sobre la experiencia. Los gobiernos hacen demasiadas cosas y la mayor parte de ellas mal. Por ejemplo, se supone que los gobiernos nos defienden de los ataques, pero no lo hacen muy bien. De hecho fomentan que otros nos ataquen por atacarlos a ellos primero. Pensemos si no en Iraq. Los terroristas han causado muchas menos muertes de las que podíamos provocar nosotros cuando enviamos a los hombres a la guerra. En el momento en que escribo esto, han sido asesinados veintisiete mil civiles en Iraq y en Gran Bretaña los terroristas islámicos han asesinado a unas cincuenta personas. Los gobiernos les están agradecidos a los terroristas porque les proporcionan una buena publicidad para la necesidad de protección. Les en

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cantan las guerras porque les proporcionan una razón para existir —salvarnos de los infieles—. El enemigo es creado por el gobierno, como lo mostró George Orwell en su novela 1984. La alternativa —la anarquía o el autogobierno— se caracteriza por conducir al caos y al desorden. Pero, como dijo el pacifista y autor de Guerra y paz, LevTolstói: «... aun cuando la ausencia de gobierno significara de verdad la anarquía en el sentido negativo y turbulento de la palabra —lo cual no es para nada este caso— incluso entonces ningún desorden anárquico podría ser peor que la situación a la que los gobiernos han conducido ya a sus pueblos y hacia la que los están llevando». También hay algo podrido en la esencia del gobierno —y es el simple hecho de que estar en el poder es una opción profesional—. Te pagan por ello. Además, tienes taxis gratis, cenas ostentosas y la gente habla de ti en los periódicos. La política es la Operación Triunfo para los que no tienen talento, el Factor X de. los hombres y mujeres aburridos. Seguramente el hecho de que cada político entre en una rutina profesional, en la que constantemente esté tratando de ganar cada vez más dinero y una posición más elevada en la jerarquía, es en sí mismo una prueba suficiente para condenar todo el proyecto. Si a nuestros así llamados funcionarios no se les pagara y fueran anónimos, se nos haría más fácil confiar en ellos. No hace mucho tiempo a los diputados no se les pagaba. Por ejemplo, John Wilkes nunca recibió un sueldo. La política no se había profesionalizado tanto. Con esto no quiero decir que seguro que muchos políticos no tienen buenas intenciones, pero los bienintencionados pueden hacer más daño que los que se abstienen de interferir. Sin duda los puritanos tenían buenas intenciones cuando prohibieron la Navidad. La política no es el arte de dirigir un país, sino el de persuadir a la gente de que necesita a un conjunto de políticos asalariados que dirijan el país. Y nuestros líderes son expertos y hábiles en estas oscuras artes. Con el fin de mantenerse en el poder, necesitan vendernos la idea de ellos mismos como salvadores y también vendernos la idea de que no podría

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mos arreglárnoslas sin ellos. Dicho de otro modo, simplemente necesitan convencernos de que somos estúpidos e inútiles. Y en esto es en lo que se esfuerzan tanto. Principalmente lo consiguen mediante una constante cobertura de los medios de comunicación. Cada periódico, boletín de radio, programa de informativos de la televisión o sitio web sobre la actualidad está atiborrado de cobertura sobre los partidos políticos. Es la clase de publicidad gratuita que el encargado de las relaciones públicas de una empresa privada no puede más que soñar. Y todos estos boletines de noticias nos venden lo inevitable y necesario que es el gobierno. Lo hacen muy bien: la mayoría de los primeros ministros serían vendedores convincentes de coches de segunda mano —de hecho, no dudo de que la mayoría podría venderte cocaína mientras te convence de que estás ayudando a las economías difíciles y de que con ese negocio le estás haciendo mucho bien a tu salud—. Las campañas moralistas como la llamada «guerra contra las drogas» se llevan a cabo simplemente para convencernos de que los políticos tienen un sentido del bien y del mal. La reacción convencional al Holocausto es «Nunca más». Incluso tenemos un Día del Holocausto cuyo propósito es evitar que un mal así vuelva a ocurrir alguna vez. Al felicitarnos por no estar enviando literalmente a judíos a campos de concentración ni a cámaras de gas evitamos enfrentarnos a la realidad: destinamos a otras personas a otros tipos de muerte y esclavitud hoy, aquí mismo, ahora. Después está el espectáculo de las elecciones generales. Cada cinco años o así el pueblo, que más o menos ha sido ignorado por los políticos desde las elecciones anteriores, es bombardeado de repente con la idea de que votar es muy importante. En un absurdo montaje teatral, los líderes de los partidos aparecen en la televisión para que grupos de «personas corrientes» les hagan preguntas. Se supone que este programa que se emite durante una hora cada cinco años convence al espectador de que vivimos en una democracia. Se lanzan panfletos y candidatos jóvenes y serios —polít icos profesionales en potencia—vienen a tu puerta prometiéndote ijue

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ellos solucionarán el desorden creado por el actual gobierno. Los periódicos se ponen a especular sin fin y se llenan de reportajes sobre las campañas electorales. Supongo que todo esto puede disfrutarse durante unos momentos como una obra de entretenimiento. El error es pensar que tiene el más ligero significado o relevancia en nuestra vida diaria. Las elecciones terminan, la fiebre desaparece y las cosas vuelven a la normalidad, y el partido elegido hace lo que le apetece porque se convence a sí mismo de que el pueblo lo ha elegido. La gente que cree en la democracia parlamentaria de este tipo sólo cree en ella cuando su partido es el que gana. De no ser así estaría encantada con cualquiera que fuera el resultado, porque si de verdad crees que el voto de la mayoría es el correcto, cambiarías de lealtad política según fuera la voluntad de la mayoría. Pero en lugar de eso, lo que ocurre es que el votante del partido conservador simplemente se queja cuando gana el de los laboristas y mantiene su lealtad al partido conservador. Los liberales estadounidenses están en contra de Bush, pero están a favor de la democracia. Pero si eres contrario a Bush, entonces lo cierto es que estás en contra de la democracia. No entienden que no es tanto culpa de Bush como de todo el sistema. Si crees en la democracia, la verdad es que no deberías quejarte cuando el partido que obtiene la mayoría de los votos se convierte en el que gobierna. El miserable espíritu del Parlamento se comunica con los lindes más lejanos del reino. Los burócratas, la triste policía de la salud y la seguridad, tienen tentáculos que llegan a todas partes. Recientemente traté de organizar un baile campesino en el centro social de mi pueblo. Una tarea fácil, podría pensarse. Pero no. Después de luchar con montones de formularios para conseguir una Licencia para Espectáculos Públicos, para que las autoridades nos permitieran tener a ochenta personas bailando al son de un violín y un acordeón, al final lo dejé porque, para poder conseguir la licencia para este evento, íbamos a tener que gastar mil cuatrocientas libras en un sistema de alumbrado de emergencia, gracias a las normativas de salud y seguridad. Bueno, mil cuatro cientas libras

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pueden estar al alcance de una gran empresa, pero los fondos del centro social de nuestro pueblo, los beneficios sacados de las partidas de whist1 y de la proyección de diapositivas, sencillamente no llegaban. Así que lo que hice en lugar de eso fue organizar la fiesta de todos modos, pero a nivel privado. Envié invitaciones a todos los vecinos y a todos nuestros amigos. El mismo día de la fiesta sugerimos que la gente hiciera una donación de cinco libras para poder pagar a los grupos de música, el Alabama 3 —versión acústica— y Louis Eliot. La gente trajo su propia bebida. Victoria cocinó un jamón enorme y repartimos unas baguettes. La celebramos a la hora del té y la llamamos el baile del té, para que la gente pudiera traer a sus niños. La fiesta comenzó a las cuatro y terminó a las ocho y media de la tarde. Todos bebieron mucho, la habitación se llenó de humo, hubo baile, y los granjeros, hippies, vecinos y amigos lo pasaron en grande. Incluso sacamos algo de beneficio que devolvimos al fondo del centro social del pueblo. Sin embargo, fácilmente podría haberlo dejado y ése habría sido el resultado directo de la legislación gubernamental que quita poderes a las autoridades locales, impone las mismas normas por todo el país y dificulta enormemente la celebración de una fiesta. Y el insulto final es que somos nosotros quienes pagamos al gobierno entre una cuarta parte y la mitad de nuestros ingresos por el privilegio de que nos proteja y nos dé órdenes. Estamos obligados por ley a gastar una enorme cantidad de dinero en impuestos para que seiscientos cincuenta parlamentarios puedan dar rienda suelta a su vanidad y constante engreimiento. Incluso del supuestamente explotado campesino medieval se esperaba que tuviera que aportar tan sólo el 10 por ciento de sus ganancias y su producción a las arcas del pueblo. Si aquello no le gustaba, ¿qué pensaría si tuviera que dar hasta el 40 por ciento? Y en los tiempos anteriores a los ejércitos permanentes y a la deuda nacional, no existían los impuestos al gobierno central. Tus 1

Whist es el nombre de un juego de naipes, una antigua versión del juego del brid-

ge. (N. del T.)

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diezmos iban directos a la comunidad local, en lugar de que te chupen los impuestos desde Londres, como ocurre hoy día, para gastarlo en los salarios de montones de indecisos, y después sea devuelto a tu comunidad una vez que ha quedado reducido a casi nada. Las tendencias puritanas del Parlamento en el pasado eran a menudo corregidas, en cierta medida, por una monarquía más amante de la diversión. Por desgracia, ahora la monarquía ha perdido cualquier tipo de poder y el antiguo sistema de Parlamento y rey ha sido sustituido por un gobierno de aburridos, una tediocracia. Me hace gracia cuando el príncipe Carlos sale malhumorado. Se opone al consenso burgués y tiene el coraje de expresar opiniones que no reflejan la creencia popular. Existe una alternativa real a los gobiernos electos. Se trata del autogobierno, la anarquía o dirigir los asuntos propios sin depender de una autoridad externa. La anarquía, como he mencionado antes, tiene mala reputación. Pero de hecho se trata de una forma eminentemente sensible y sana de organizar las cosas, porque hace hincapié en la importancia de las soluciones a nivel local. Como ya hemos visto algunos de nuestros pensadores más brillantes como William Godwin, Pierre- Joseph Proudhon, Peter Kropotkin, Oscar Wilde, Lev Tols- tói y Mahatma Gandhi eran anarquistas. Todos ellos vieron el fracaso de los grandes gobiernos centrales como criterio de organización social y soñaron con alternativas basadas en la libertad individual y en un sistema federal de autogobierno. Esto ha funcionado en el pasado. Sólo podemos culpar a nuestra propia debilidad por habernos sometido a los gobiernos. El primer paso es reconocer que existe un problema y darse cuenta, según dijo Pierre-Joseph Proudhon, de «la insuficiencia del principio de autoridad». La anarquía consiste en la lucha del espíritu creativo contra el intimidado y la batalla tiene que comenzar en nuestro interior. Tenemos que reconocer nuestra propia dignidad, poder y fuerza creativa para no permitir que nuestra pereza y nuestro deseo de consuelo nos impidan vivir como queramos. Así es como Lev Ibis-

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tói la define: «La anarquía es una forma de gobierno o de constitución en la que la conciencia pública y privada, formada por el desarrollo de la ciencia y de la ley, es suficiente para mantener el orden y para garantizar todas las libertades; en la que, por tanto, las instituciones policiales, los instrumentos de prevención y de represión, la burocracia, el fisco, etcétera están reducidos al mínimo. Donde, de forma más específica, la monarquía y la centralización desaparecen para ser sustituidas por instituciones federales y un modelo de vida basado en la comunidad. Cuando la vida política y la doméstica se identifiquen, cuando se resuelvan los problemas económicos, de modo que los intereses individuales y sociales encuentren equilibrio y solidaridad, está claro que —desaparecido todo tipo de opresión— estaremos en plena libertad o anarquía». Algo muy parecido a esto fue lo que se consiguió en la última etapa de la Edad Media con el sistema de gremios antes mencionado, tal y como han demostrado Peter Kropotkin y otros autores. Como vimos anteriormente las personas normales y corrientes se sublevaron por toda Europa, se libraron del sometimiento a los nobles, se constituyeron en gremios y crearon sus propias ciudades libres. El siglo XIII fue testigo de un sorprendente movimiento popular que creó un nuevo ideal de libertad a lo largo y ancho de la geografía europea y el filósofo y amigo de Bertrand Russell, A. N. Whitehead en su obra, Symbolism: Its meaning and ejfect, sostiene que este sentido de libertad duró incluso hasta bien entrado el siglo XVII: «En lo que respecta a su libertad individual, ésta era más difusa en la ciudad de Londres en 1633... que la que existe hoy en cualquier ciudad industrial del mundo. Es imposible entender la historia social de nuestros antepasados a menos que recordemos la oleada de libertad que entonces existía en las ciudades de Inglaterra, Flandes, el valle del Rin y el norte de Italia. Bajo nuestro actual sistema industrial se ha perdido este tipo de libertad. Esta pérdida hace referencia a la desaparición en la vida humana de valores infinitamente apreciados por ella. El uso divergente de temperamentos individuales no puede ya encontrar sus distintas satisfacciones en activi

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dades serias. Sólo quedan las duras condiciones del empleo y las diversiones triviales para el ocio». Veámoslo desde el punto de vista punk o desde una perspectiva situacionista. ¿Qué podemos hacer? ¿Qué podemos hacer para, como se dice en el lenguaje moderno, «recuperar nuestras vidas»? ¿Qué podemos hacer para ser nosotros mismos en lugar de conformarnos y desfigurarnos con un modelo uniforme? Pues sencillamente podemos comenzar por ignorar al gobierno. La mejor forma de dar al traste con el Estado es no hacerle caso y esperar a que desaparezca. Se nos dice constantemente en los medios de comunicación que no votar es un síntoma de «apatía», pero para mí es un síntoma de todo lo contrario. Cuando no votas, como yo, hay algo básico que cambia en tu psique. Ya no puedes culpar al gobierno de tus problemas, puesto que has decidido salirte del sistema. Por tanto comienzas, como dice Peter Kropotkin, a «actuar por ti mismo». Te vuelves responsable. El primer paso, y puede que sea el único, es tan sencillo como hacer que haya anarquía en tu propio patio trasero, tu propia anarquía en el Reino Unido. Ahora mismo, por ejemplo, se está hablando en el foro del Idler sobre la creación de una energía propia. Los lectores se recomiendan unos a otros diferentes microtecnologías para el hogar que reducirían la dependencia de las grandes empresas de servicio público así como el importe de las facturas. El lector que introdujo el tema escribió lo siguiente: «Se trata de decir tonterías a los que están indecisos con respecto al gobierno y empezar a hacer lo que se pueda a nivel doméstico y privado en los corrientes hogares urbanos y suburbanos para ayudarlos a recortar las cada vez más caras facturas del combustible». En otras palabras, una visión anárquica de la vida es sumamente práctica. Es barato y fácil. Y lejos de tratarse de un sueño condescendiente, tiene un sentido más práctico que el hecho de depender de autoridades externas para solucionar los problemas. Es poco probable que sentándose a esperar una revolución si- consigan resultados. Y en todo caso, ¿esa revolución saldría bien? Una revolución presupone que debe

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haber una lucha entre dos fuerzas. Una de ellas ganaría y trataría de dirigir el país por medio de algún tipo de gobierno —y volvemos a empezar—. Por tanto la idea de la revolución es en realidad absurda. La revolución es simplemente un modo de reforma. Tenemos que ser más radicales, más extremos que una revolución, tenemos que ir un paso más allá. Y la respuesta más sencilla es concentrarnos en nosotros mismos y en los cambios a nivel local. En pocas palabras, tenemos que dar buen ejemplo. Un paso importante a nivel mental para huir del poder del gobierno es comprender que, en cierto modo, nosotros mismos somos cómplices del problema. Al no actuar por nuestra cuenta estamos permitiendo que otros lo hagan en nuestro nombre. En El ser y la nada, Jean Paul Sartre dice que no sirve de nada quedarte sentado compadeciéndote de tu vida porque eso es abandonar tu responsabilidad con respecto a ella. Y nada que venga de fuera puede hacer que pensemos o actuemos de una determinada manera, a menos que permitamos que así sea. En el mundo existencialista, en el que la vida es absurda, puedes también crearte tu propia vida. «Actuar», tal y como yo lo entiendo, es aceptar que somos totalmente responsables de la creación de nuestras propias vidas. Lev Tols- tói lo veía del mismo modo: «La gente construye esta horrible máquina de poder, permite que cualquiera se haga con ella —y lo más probable es que quien se haga con ella sea el de menos valía moral—, se somete a él servilmente y después se sorprende de que surja algo malo de él. Las personas tienen miedo de las bombas anarquistas y no de esta terrible organización que siempre las está amenazando con las peores calamidades». Y hoy tenemos miedo del terrorismo cuando el verdadero enemigo es nuestro propio gobierno. En lugar de criticar el statu quo —lo cual es siempre una idea insensata puesto que el hecho de criticar algo tiende a hacerlo más fuerte, ¡a los gobiernos les encanta la oposición!— sería más acertado crear nuestras propias sociedades en paralelo al actual sistema y sencillamente hacer todo l que po

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damos para, juntos, despreciarlo. Para reducir la burocracia y los impuestos al mínimo, ganaremos pequeñas cantidades de dinero y en su lugar nos haremos favores unos a otros. No queremos viviendas, trabajos y centros comerciales asequibles. Esos son incentivos para esclavos que nos legan las autoridades, las cuales pueden ser más o menos indulgentes según el gobierno que se haya establecido. Lo que queremos es crear nuestras propias y pequeñas aristocracias, como dijo D. H. Lawrence. Queremos tierra, caravanas y árboles, minifundios, huertos, arte y artesanía. Y cerveza y libros. Eso es todo. Así que nuestra única esperanza no es tanto darle la vuelta al sistema dominante, sino más bien un desprecio masivo por él. ¿Y qué pasa con el Distributismo, con la idea de que todas las familias deberían tener una hectárea o dos de terreno? En la introducción de Perspectivas distributistas, una recopilación de ensayos que recientemente ha publicado IHS Press, el académico católico contemporáneo Thomas Naylor escribe: «Con la ayuda del Distributismo puede que sea posible; (1) volver a tener el control de nuestras vidas arrebatándoselo a los grandes gobiernos, grandes empresas, grandes ciudades, grandes escuelas y grandes redes de informática; (2) volver a aprender a cuidar de nosotros mismos después de descentralizar y humanizar nuestras vidas; y (3) aprender a ayudar a que los demás cuiden de sí mismos para que seamos menos dependientes de las grandes empresas, y de los grandes gobiernos y mercados». El Distributismo es anarquía. Es lo contrario del control central y de la gran empresa y favorece la propia dirección y la autonomía. Naylor dice que «lo pequeño es bello». Cree en la escala humana y los sistemas sostenibles. La objeción que pondrá el filósofo de barra de bar cuando aparezcan las ideas nobles de autogobierno, libertad y anarquía será la del viejo dicho de la «naturaleza humana». Si hacemos lo que queremos, sin que nos regule ni controle una autoridad central, terminaremos matándonos y violándonos unos a otros. Por cierto, ¿te lias dado cuenta de que cuando se va a decir al

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guna aburrida perogrullada, una completa banalidad o una mínima creencia popular la gente siempre dice: «Yo pienso que...», y pone mucho énfasis en ese «yo», como si estuviera a punto de hacer un comentario original basado en una larga y profunda reflexión y no en un recorte de propaganda re- ciclada que ha leído en el Daily Mail? Como prueban los gremios lo cierto es lo opuesto. El gobierno es una licencia para que la gente se mate y viole entre sí; el gobierno provoca la matanza y la violación mientras finge evitarlas. Repitamos lo que dice Tolstói sobre el gobierno: «... aun cuando la ausencia de gobierno diera lugar realmente a la anarquía en el sentido negativo y turbulento de la palabra —lo cual no es para nada este caso— incluso entonces ningún desorden anárquico podría ser peor que la situación a la que los gobiernos han conducido ya a sus pueblos y hacia la que los están llevando». Hoy día se puede ver al Distributismo en acción en el movimiento de huertos alquilados. Por todo el país estamos descubriendo posibilidades de cultivar nuestros propios terrenos tanto por diversión como para conseguir alimentos. Los huertos alquilados son puestos a disposición por los ayuntamientos a precios extremadamente bajos y cualquier concejal que esté leyendo esto y desee popularidad no tiene más que proponer la creación de muchos más espacios para huertos en alquiler. Estos huertos dan poder a la gente. También podemos ver cómo siguen vivitos y coleando los principios del Distributismo en el movimiento de la permacultura. Aquí no se trata de quejarse ni de sentarse a esperar a que el gobierno haga algo. En la permacultura se hace hincapié en lo que tú puedes hacer para mejorar tu vida diaria, librarte de las cadenas de hierro de los trabajos, los supermercados, del dinero y el petróleo. Tenemos que construir nuestras propias vidas. «Yo creo que el hombre es más feliz —escribió C. S. Lewis en su ensayo Esclavos voluntarios del estado de bienenstar— y tiene una felicidad más rica si posee una "mente nacida en la libertad"... y en la vida adulta, sólo el hombre que no necesita ni pide nada

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del gobierno puede criticarlo y burlarse de su ideología». Las crónicas de Narnia no son tanto una alegoría religiosa, como se piensa normalmente, como una historia sobre la libertad. La Bruja Blanca es un símbolo de Isabel I y su campaña contra la diversión que atacó a la alegre Inglaterra. En Narnia, como recordarás, siempre es invierno y nunca es Navidad. El señor Tumnus, el fauno, recuerda los viejos tiempos de bailes y felicidad. Han desaparecido la variedad de las estaciones, las celebraciones, el baile. En su lugar no hay más que uniformidad. El Libro de oración común, de Thomas Cranmer, fue presentado en 1549 en el reino del Protector Somerset. Su prohibición de las antiguas fiestas religiosas fue introducida por el Parlamento en la llamada Ley de Uniformidad, que creo que habla por sí misma: la antigua variedad católica es atacada por la nueva uniformidad puritana. En realidad todos somos libres. Sencillamente es cuestión de que elijamos o no ejercer esa libertad. Es decisión nuestra. Yo estoy aquí para recordarte que puedes ser libre si lo deseas, porque éste es un hecho que se nos oculta de una u otra forma. Se nos dice que somos esclavos y que lo aceptemos porque no podemos molestarnos en ser libres. En lugar de ello nos hundimos en la esclavitud del trabajo y de las compras. La libertad está a tan sólo un chasquido de dedos. En realidad las cadenas están forjadas en nuestra mente. DEJA DE VOTAR

XIII

Di no a la culpa y libera tu espíritu

«La mayor parte de nosotros está en deuda con las expectativas de otras personas. Pero para mí las expectativas de los demás no existían. Mientras yo fuera feliz, eso era lo único que me importaba. Esto me dio una maravillosa ventaja sobre otras personas de mi edad porque al no tener trabas de la conciencia hacía exactamente lo que quería». KEITH ALLEN, «La vida de la A a la Z», Idler, 2005 «Un hombre con conciencia tiene en sí mismo al Diablo, el infierno y el purgatorio que lo atormentan. El que es libre de espíritu escapa a todas estas cosas». JUAN DE BRÜNN, adepto del Espíritu Libre, 1320 En nuestra mente tenemos una especie de informe de conciencia. Cada placer tiene que ser pagado con una buena ración de culpa. Cada uno de los actos que lleve a cabo el espíritu libre que albergamos es señalado por el encadenado, que nos señala e impone un castigo. Cuando nos han reprendido por algo que hemos hecho mal, nos torturamos y odiamos a no

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sotros mismos, nos recriminamos y decidimos portarnos mejor en el futuro. La culpa también nos lleva a hacer cosas que no nos gustan. Los lectores de Idler escriben y dicen que les encantaría tener menos trabajo pero ¿qué hacen con la culpa? Dicen que permanecer sentados sin hacer nada los hace sentir culpables. Así que interpretan el papel del diablo con ellos mismos y se fustigan con pequeños tridentes diabólicos, pinchándose y aguijoneándose. La culpa no funciona. Es una emoción que te inutiliza en lugar de facilitarte la acción. Es negativa, nos retiene. Siempre me ha parecido que las decisiones inspiradas por la culpa son especialmente inútiles, por la sencilla razón de que siempre termino incumpliéndolas. Y si tenemos que creer a Friedrich Nietzsche, la culpa es el equivalente emocional de la deuda. Cuando te sientes culpable crees que le debes algo a alguien. «Y de hecho —dice— la transacción comercial puede incluso preceder al surgimiento de la culpa en el campo emocional. La sensación de culpa y de obligación personal tuvo sus orígenes... en la más antigua y primigenia relación personal que existe: la que entonces daba entre compradores y vendedores, acreedores y deudores. Fue aquí la primera vez que una persona se encontró con otra, la primera vez que una persona se midió frente a otra... el importante concepto moral de Schuld [culpa] tiene su origen en el mismo concepto material de Schulden [deudas]». Esta explicación del origen de la culpa sugiere que ésta no es algo innato. Además, para Friedrich Nietzsche el concepto de culpa surge cuando establecemos una distinción entre intención y acción. «Yo no quería hacerlo», decimos. La culpa es en este sentido una abstracción total, porque presupone que hacer es distinto que decidir. La idea general de culpa se basa en la presunción de que en nuestro interior hay una ruptura entre dos facciones beligerantes —para mí, el Tom bueno y el Tom malo. El Tom malo hace algo mal y el bueno hace que se sienta mal por ello. Esperamos que algún día el Tom bueno venza al Tom malo. Pero nunca ocurre. Así que la batalla continúa pero debilita nuestro espíritu . Este es el motivo por el que la culpa es debilitante.

DI NO A LA CULPA Y LIBERA TU ESPÍRITU

Es irresponsable sentirse culpable por acciones del pasado porque eso significa que probablemente vas a negar tu responsabilidad por las cosas que haces. Cuando decimos: «Me siento realmente culpable de ello», queremos decir que rechazamos la parte de nosotros que hizo esa cosa, fuera lo que fuera. Por tanto aquellos que estén libres de culpa —y sí que existen— son en realidad los más responsables de los seres y no los más irresponsables, porque si te responsabilizas de tus propias acciones no te sentirás culpable por ellas. Un síntoma de que la culpa no es una emoción innata, sino algo que ha surgido culturalmente, puede verse en el ejemplo de la infidelidad. Un hombre que es infiel a su novia puede sentir remordimientos. Pero si se separa de esa novia, la culpa por aquella infidelidad desaparece y, de hecho, puede sentir la emoción opuesta —puede sentirse bastante contento consigo mismo—. También está claro que los niños pequeños no sienten la carga de la culpa. Es algo que aprendemos a sentir. En nuestras relaciones sociales íntimas, igual que en las que mantenemos con la comunidad en general, hay otras personas que de forma constante tratan de endosarnos un sentimiento de deuda. Si te invitan a una cena se supone que tienes que enviar una tarjeta de agradecimiento. Los regalos se dan con condiciones no escritas sobre el grado de efusividad del agradecimiento que debe mostrar el receptor. Los eventos como la Navidad se convierten en un laberinto de obligaciones recíprocas. Nuestras mentes se llenan tanto de todas las cosas que deberíamos hacer, que corremos el peligro de olvidar las que necesitamos hacer. Enviamos cartas que surgen de la culpa, más que de un verdadero deseo de expresar gratitud y seguro que esto es poco sano porque así la carta se convierte simplemente en el descargo de una deuda y no en una expresión de amor o amistad. Se nos pide que suframos por nuestros pecados. En el caso de la infidelidad, por ejemplo, se supone que el dolor compensa de algún modo la mala acción. Curiosamente en la época medieval las mullas sustituyeron a la culpa. Los registros

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de los señoríos están llenos de hombres y mujeres que fueron multados por «fornicación». Aquí aparecen algunos ejemplos del siglo XIV en el pueblo de Foxton: Alice Gosse fornicó con William Overhawe: multada con seis peniques. Asselota, hija de Alan Asselote, fornicó cuando el alguacil estaba trabajando. Alice Fenner fornicó con John Taylor fuera del matrimonio; será embargada hasta que pague la multa. En aquel entonces en lugar de sufrir por tus pecados simplemente tenías que pagar una multa al fondo comunal. Un pago saldaba tu cuenta. Del mismo modo los usureros se salvarían de la condenación si antes de morir devolvían el dinero que habían extorsionado. Está claro que lo que ocurría es exactamente lo que Nietzsche dijo: «Un pago económico por los malos actos fue poco a poco sustituido por otro emocional». Las obligaciones materiales preceden al surgimiento de las cargas morales. En la época católica medieval pagabas la multa y seguías con tu vida. En la versión puritana el dinero dejó de servir como recompensa por las acciones inmorales: tenías que pagar con sufrimiento. No podías hacerlo mediante la confesión; aquello no era suficiente para los puritanos. Tenías que convertirte en una persona mejor. Así que en lugar de pagar nuestras deudas nos obligan, como a Christian, en El progreso del peregrino1, a llevar sobre nuestras espaldas la carga de nuestra interminable búsqueda de la perfección. Nietzsche insiste: «Lo pregunto de nuevo: ¿En qué medida puede ser el sufrimiento una compensación de las deudas o la culpa? ¿Qué diferencia hay? Mi sufrimiento no es distinto al de los demás; es algo negativo y carente por completo de sentido, en la práctica no beneficia a nadie». La culpa

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Escrito por John Bunyan. (N. del T.)

DI NO A LA CULPA Y LIBERA TU ESPÍRITU

puede ser sinónimo, como dice Nietzsche, del «glacial, no de la náusea sentida ante la vida» —que es a lo que me recuerdan las campañas de «Simplemente di no»—. Hacemos algo divertido y después otra parte de nosotros se siente mal. La culpa es decir no a la vida y lo que tienen en común los que están libres de conciencia es que se sujetan fuertemente y con ánimo a la existencia pese a todas sus dificultades. La mayor parte de nosotros tiene las dos tendencias, la de expulsarla o la de integrarla dentro de uno mismo. Una vez le pregunté a mi amiga Hannah si iba a la fiesta de un amigo que tenemos en común y que se celebraba el lunes: «—Pues no lo sé —me contestó—. Está la norma del lunes por la noche. »—¿La norma del lunes por la noche? »—Sí, seguro que la conoces. La norma que dice que no puedes salir los lunes por la noche». Hannah, sintiéndose culpable por haber sucumbido a demasiada diversión durante los fines de semana, se había inventado esta norma como una especie de castigo por su comportamiento indulgente. Se había dividido en dos: por una parte la Hannah jornalera medieval, la de «comer, beber y ser feliz» y por otra la Hannah trabajadora que esquiva los placeres. La culpa es un invento, un artificio. Elegimos tener la sensación de culpa; la culpa es opcional. Y a menudo simplemente queremos aparentar que nos sentimos culpables ante un amigo o un enemigo con el fin de evitar una acusación de ser desconsiderado y poco compasivo. Parece que lo correcto es expresar la culpa. Podríamos decir: «Me he sentido muy culpable por no venir a tu fiesta». La culpa se expresa. Y la respuesta que esperamos la mayoría de las veces vendrá a continuación: «No te preocupes. Está bien». Nuestra culpa ha pagado su deuda. Así que ahora nos hemos librado de esa sensación. La culpa es también la forma que tenemos de expresar a los demás que somos una persona honrada. «Me siento muy culpable porque me emborraché anoche», decimos, cuando en realidad esa sensación no es nada cierta o, por lo me

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nos, podemos elegir no sentirnos culpables. Cuando la gente me dice: «Bebí mucho anoche» siempre les contesto: «Yo bebí exactamente la cantidad justa». Algunas personas no sienten la culpa. Son casos excepcionales, que comparten la afirmación de la vida de Nietzs- che y una poderosa falta de conciencia que les permite hacer lo que les apetece. Mi difunto amigo Gavin Hills no tenía el problema de sentirse culpable y nunca se sintió en deuda con los demás. Sin embargo, esto no quiere decir que se comportara de un modo inmoral o desconsiderado. De hecho era un caballero recto en lo que concernía al buen comportamiento —no en el sentido de que fuera un entrometido, sino en que hacía que pasaran cosas buenas—. Dedicó su vida a cuidar de juerguistas, personas que de algún modo se habían perdido, pero nunca habló de esto y sus amigos sólo lo descubrimos tras su muerte. El actor despreocupado y buscador de placeres, Keith Alien, no se siente culpable, hace lo que quiere y nunca se ha resentido por ello. Lejos de ser irresponsables Gavin y Keith demuestran un compromiso radical en su negativa a someterse a la culpa, porque ésta es, en cierto sentido, una huida. Y hay algo maravillosamente heroico y liberador en el rechazo completo de la culpa. Como escribió Hazlitt sobre el gran libertino y poeta John Wilmot, conde de Rochester, «su desprecio de todo lo que los demás respetaban casi tiene algo de sublime». John Wilmot sencillamente rechazaba la sabiduría tradicional y la realidad burguesa. Podríamos decir lo mismo sobre el libertino contemporáneo Pe- ter Doherty: Hay algo espectacular e impresionante en su completa indiferencia ante la moral y el comportamiento reconocidos. Este tipo de vida libre de conciencia tiene una larga tradición. La Roma y la Grecia antiguas están llenas de ella, y también está el ejemplo de las extrañas sectas herejes de Europa que se rebelaron contra la culpa y la conciencia porque las consideraban como un medio de control más que como impulsos innatos. Este fue el caso, por ejemplo, de los su- fíes, como contaba Norman Cohn, en su libro En pos del mi

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lenio: Revolucionarios milenaristas y anarquistas místicos de la Edad Media (1957): «Hacia finales del siglo XII varias ciudades españolas y especialmente Sevilla fueron testigos de las actividades de hermandades místicas musulmanas. Estas personas, que eran conocidas como sufíes, eran "mendigos santos" que deambulaban en grupos por las calles y plazas, vestidos con hábitos llenos de remiendos y abigarrados. Los principiantes se instruían en la humillación y la abnegación: tenían que vestir con harapos, mantener la mirada fija en el suelo, comer alimentos repugnantes; y debían obediencia ciega a los amos del grupo. Pero una vez que salían de su noviciado, estos sufíes entraban en el reino de la libertad completa. Después de renunciar al estudio los libros y a las sutilezas teológicas, disfrutaban del aprendizaje directo de Dios —de hecho, se sentían unidos a la esencia divina con el vínculo más íntimo—, se liberaban de todas las limitaciones. Cada impulso era experimentado como una orden divina; ahora podían rodearse de cosas mundanas, ahora podían vivir con lujos, y ahora también podían mentir, robar o fornicar sin reparos de conciencia. Como interiormente el alma estaba unida a Dios, los actos externos carecían de importancia». Una filosofía maravillosa que te permite entregarte al placer sensual a la vez que estás libre de él. Un punto de vista igualmente amoral y anárquico fue el que buscaba el místico del Espíritu Libre Enrique Suso de Colonia, que en 1330 escribió un relato sobre la conversación que tuvo un domingo por la tarde con una imagen etérea:

Suso: ¿De dónde vienes?

IMAGEN: NO vengo de ningún lugar. SUSO: Dime, ¿qué eres? IMAGEN: NO soy. SUSO: ¿Qué deseas? IMAGEN: NO deseo.

Suso: ¡Esto es un milagro! Dime, ¿cómo te llamas?

IMAGKN: Me llaman Lo salvaje sin nombre. SUSO: ¿A dónde conduce tu entendimiento?

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IMAGEN: A la libertad sin límites. SUSO: Dime, ¿a qué llamas tú libertad sin límites? IMAGEN: Cuando un hombre vive según le dictan todos

sus caprichos, sin distinguir entre Dios y él mismo y sin mirar hacia delante ni hacia atrás.

En este contexto la culpa puede ser considerada como una cadena forjada por la mente, puesto que tiende a evitar el comportamiento caprichoso. Está, por tanto, del lado de la autoridad más que de la libertad. Es la jefa interior. Culpa también significa eludir el presente: consiste en el remordimiento con respecto a acciones del pasado que ayuda a fortalecer la determinación de comportarse mejor en el futuro. El gobierno muestra la misma razón para su existencia: sin gobierno, nuestros así llamados impulsos naturales tendrán libertad de acción y el mundo caerá en la anarquía, el derramamiento de sangre y el saqueo. Por tanto la culpa es una especie de «gobierno de la mente», como dijo el guionista Bruce Robinson. ¿La respuesta? ¡Baja el nivel! ¡Tranquilízate! ¡Entrégate a la felicidad! ¡Acepta el desorden! Uno de los muchos y muy difíciles legados del puritanismo es la idea del perfeccionismo. Al menos los católicos, por toda su corrupción y moral relajada, fueron más suaves consigo mismos. El puritano se establece niveles de comportamiento imposibles de alcanzar y después se castiga cuando no lo consigue. Pero si bajas el nivel y te pones las cosas fáciles, tendrás menos oportunidades de sentirte culpable. Cuanto más alto es tu nivel de moralidad mayor será la culpa. Deshazte de todas tus normas de moralidad y serás completamente libre. Di QUE SÍ

XIV

Basta de tareas domésticas, o el poder de la vela

«Es tan molesto tener un criado como serlo».

D. H. LAWRENCE, Education of the people, 1918 «Pocas tareas se parecen más a la tortura de Sísifo como las domésticas, con su infinita repetición: lo limpio se ensucia, lo sucio se limpia, una y otra vez, día tras día». SLMONE DE BEAUVOIR, El

segundo sexo, 1949

Tener una cierta aversión a las tareas del hogar —limpiar, fregar los platos, hacer la colada, fregar el suelo, hacer las camas— parece una característica innata del hombre, especialmente entre aquellos más perezosos. A comienzos de la Edad Media, cuando menospreciábamos el trabajo manual, este prejuicio no era menos poderoso. Santo Tomás de Aquino, por ejemplo, ponía a los lavaplatos en la parte inferior de la escala de las profesiones porque tenían que encargarse de la suciedad. Los griegos y los romanos delegaron esta desagradable tarea a los esc lavos. Kn el libro Sin blanca en París y Londres,

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de George Orwell, los desatascadores estaban en lo más bajo de todo, por debajo de los camareros y cocineros, relativamente aristocráticos, de la jerarquía de la cocina parisina. Y si cometes el error de ir a buscar un trabajo en la oficina de empleo de tu ciudad, el único puesto que está siempre en oferta parece ser el que nadie quiere: mozo de cocina. En el sistema capitalista la forma tradicional de tratar el problema de las tareas del hogar es intentar ganar suficiente dinero como para pagar a otra persona para que las haga. El dinero nos librará del trabajo duro. El hogar Victoriano de clase media estaba lleno de criados e incluso el párroco rural más humilde tenía una señora de la limpieza. La elegante esposa victoriana se convirtió en un desastroso, inútil y estirado adorno que se desmayaba continuamente y al que no se le permitía trabajar; en este sentido era bastante diferente a la casi empresaria mujer georgiana. Una solución fomentada por sociedades mecanizadas es la de comprar máquinas que hagan el trabajo por nosotros. Los lavavajillas y las lavadoras se consideran hoy día elementos esenciales del hogar. Pero al tomar el ejemplo del lavavajillas, ¿es verdad que aligera la carga o simplemente nos convence de que gastemos nuestro dinero con la astuta promesa de que «hará nuestra vida más fácil»? Mi novia y yo compramos uno hace dos años y, al principio, más que ser una ayuda para el hombre parecía un regalo de los dioses. ¡Qué nuevo mundo tan maravilloso, que tiene máquinas así! ¡Metes en él los platos y los cubiertos y una hora después salen limpios! De todos modos, aunque ésa es la idea, la realidad es muy distinta. Si no lo pones en funcionamiento todos los días, utilizas sales específicas y no sé qué otros productos más, dejará de lavar y, lo que es peor, te devolverá los platos con la suciedad fuertemente incrustada, y tendrás que volver a fregar los platos bajo el grifo. Los lavavajillas no limpian las cosas difíciles, como las cacerolas llenas de papilla ni las grasientas bandejas del horno. Tendrás que lavarlas tú. Aparte están los aspectos ecológicos que hay que tener en cuenta: ¿cuánto detergente y electricidad estás malgastando para hacer que la loza se lave

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a máquina? Ten en cuenta también el enorme esfuerzo que supone un lavavajillas: enjuagar los platos, llenar el aparato, comprar el detergente en pastillas y todas las pociones que necesita y después —horror— ¡vaciarlo! Al final se requieren tres unidades de cada uno de los cacharros de nuestra cocina porque los que necesitas están en el lavavajillas. Lava a mano y te evitarás todos estos problemas. Las máquinas, como veremos más adelante, contribuyen a la soledad y al aislamiento, dos de los problemas fundamentales de la vida moderna. La mujer se queda sola en casa y tiene que lavar, mientras el marido se divierte comiendo en el bar con sus compañeros de trabajo y amigos. Ha trabajado para comprarle a su mujer todas estas máquinas que le hagan la vida más fácil, así que sería mezquino por parte de ella quejarse. Pero algo parece ir mal. Se me ocurrió una idea en una visita reciente a México. Cada semana, cerca de donde nosotros nos alojábamos, enormes grupos de mujeres salían con su colada al río y pasaban allí un par de horas laván- do la ropa mientras sus hijos jugaban en botes hinchables. Esto me pareció una forma mucho más placentera de hacer la colada que encender una máquina y cargar montones de ropa empapada en los cestos y en otras máquinas, todo a solas. El trabajo aburrido es siempre mucho menos tedioso cuando se comparte con otros. El otro día algunos de nosotros nos sentamos en el sótano de la oficina de Idler y pasamos cinco horas enviando folletos de suscripciones a nuestros lectores. Llenamos los sobres, pegamos los sellos y llevamos las sacas de cartas a la oficina de correos. Como fuimos cuatro los que trabajamos juntos estuvimos todo el día charlando y pasamos un rato agradable. Además, el trabajo lo hicimos bastante rápido. En anteriores ocasiones pagamos a un pobre subalterno para que hiciera este trabajo. Tardaba tres días de trabajo duro y solitario y teníamos que pagarle por ese tiempo. De este modo se hizo el trabajo de una forma mucho más rápida y mucho más barata y divertida. El único obstáculo a esta forma de trabajo está en nosotros mismos. Yo, como editor de una revista, solía pensar que estaba por encima de la ta

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rea de preparar los sobres. Quería delegarla a un subordinado. Ahora he decidido disfrutar del proceso. Existe placer en el trabajo humilde: si buscas la iluminación, corta leña y transporta agua, como dice la antigua sabiduría china. Es mejor hacer las cosas por uno mismo. D. H. Lawren- ce, en su ensayo Education of the people, hace un poderoso razonamiento en contra de aquellos que para ser libres utilizan a los limpiadores y a trabajadores del estilo. Para D. H. Law- rence librarse de los sirvientes es librarse de la servidumbre. En el siguiente texto vemos la misma cualidad inocente y distraída que vemos en S. T. Coleridge que, mientras soñaba con su comuna de poetas «a orillas del Susquehanna», escribió en una carta a Robert Southey: «¡No tendremos criados!». No tener criados significa tener más libertad, no menos. Lawrence continúa: «No es libre ningún hombre que depende de los criados. El hombre no puede ser nunca lo bastante libre. De hecho, no quiere serlo. Pero en su vida personal e inmediata puede ser mucho más libre de lo que es. ¿Cómo? Al hacer las cosas por uno mismo. Una vez que apartamos el amor propio, encontramos placer en ocuparnos de nuestro propio servicio personal, cuando cada hombre barre su habitación, hace su cama o lava sus platos, o en proporción, igual que hace el soldado. Tenemos una idea equivocada de nosotros mismos. Nos concebimos como seres ideales. Para el resto somos criaturas físicas animadas cuya vida consiste en el movimiento y la acción. Tenemos dos pies y los tenemos que cuidar, necesitan calcetines y zapatos. Esto es asunto nuestro y el hecho de tenerlo en cuenta, sólo nos incumbe a nosotros. Deja que yo cuide de mis propios calcetines y zapatos, porque son cuestiones privadas». Seamos todos mañosos. Cada hombre, mujer y niño debería saber cocinar, limpiar y arreglar un enchufe. Corremos el peligro de convertir el mundo en un lugar lleno de usuarios de juegos de ordenador totalmente inútiles. La libertad se encuentra en la autosuficiencia, dice I ) . I I . Lawrence: «La dependencia de uno mismo es l;i indi-pendencia.

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Para ser libres debemos ser autosuficientes, especialmente en los aspectos pequeños, importantes y personales. En los asuntos importantes como el amor, la amistad o las relaciones entre los seres humanos uno conoce y está en comunión con otro individuo libre; no hay servicio. Este es degradante, tanto para el sirviente como para el que es servido; una promiscuidad, una especie de prostitución. Nadie debería hacer por mí lo que razonablemente puedo hacer yo mismo». El siguiente problema, una vez que nos hemos deshecho de nuestro ejército de criados, es cómo hacer la limpieza para evitar sentirnos tan oprimidos. Tendemos a interiorizar el papel del criado. Nos dividimos en dos seres: el criado Victoriano resentido y el amo Victoriano intimidatorio. En el primer caso el amo le dice al criado interno: «¡Vamos, hombre, friega los platos! ¡Súbete los calcetines! ¡Limpia tu estudio!». Y el sirviente interno reacciona quejándose resentido e incluso con una rotunda sedición. Todos conocemos la liberadora sensación que se obtiene cuando decimos: «A la mierda: ya fregaré mañana». Debido a nuestra memoria colectiva de esclavizar más o menos a los demás para que hagan el trabajo que no queremos hacer, hoy día somos nosotros los esclavos. O lo que es peor, esclavizamos a nuestra pareja. Las relaciones se pueden convertir fácilmente en una batalla en la que una parte trata de darle órdenes a la otra. La mujer le dará la lata al marido para que ayude más en casa; y cuando éste comience a hacerlo sentirá que tiene derecho a decirle a su mujer lo que tiene que hacer. Por lo que termina creándose una confusión. Así que la única solución, y es muy difícil de lograr, es aprender a tenerle cariño a la acción de fregar. Según dijo Lawrence: «El simple hecho de hacer las cosas es en sí mismo un placer. Si friego los platos siento enseguida el tacto de la loza y la cerámica, su sensación, su peso, su redondez y su forma; su particular atractivo, la suavidad o aspereza al tocar su superficie. Estoy en medio de una complejidad infinita de movimientos y cambios, y de contactos rápidos e inquietos. Una nueva capacidad merodea por mis nervios, y mi

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conciencia primaria se pone en alerta. Aparte de toda la satisfacción moral o práctica que se deriva de lo bien hecho, la actividad motora mecánica y de reacción se encuentran en un nivel de conciencia primaria, lo cual es una verdadera satisfacción. Si tengo que estar tranquilo y satisfecho como ser humano, una gran parte de mi vida debería transcurrir con movimientos mecánicos, actividades rápidas y animadas en las que ni me vendo ni me compran, sino que actúo solo y libre de mi propio aislamiento activo. Sin embargo, no lo hago conscientemente. No observo mis propias reacciones. Friego los cacharros para limpiarlos. Nada más». «Convertir el trabajo pesado en divino», como dijo Geor- ge Herbert. Lo que necesitamos es una poesía del trabajo doméstico, una nueva fórmula, la «pastoral doméstica», algo que eleve el estatus de las tareas mundanas. Necesitamos canciones de rock que ensalcen sus virtudes: Friega los platos sucios, de The Cramps1, Acabo de encontrar el calcetín que estaba buscando, de U22. Hagamos de la limpieza algo atractivo. Estoy preparando un artículo sobre estilos de vida con mi amigo Nick Lezard. Inventamos una nueva categoría demográfica, el Bodo, en referencia al bohemio doméstico. El Bodo tiene un pasado salvaje pero ahora tiene una familia. Sin embargo, él o ella siguen concediéndose ocasionalmente una noche de hedonismo. Su condición salvaje sigue en ellos. De ahí la necesidad de una literatura que celebre los asuntos domésticos. Una extraña paradoja es que, por muy extraño que parezca, es posible encontrar la libertad en el servicio, es decir, ayudando a otras personas. ¿Quién es más libre, el hombre

The Cramps es un grupo de rock & roll californiano surgido a principios de la década de 1970 y que ha seguido lanzando discos hasta el año 2004. El título de esta canción, Do the dirty disb, es inventado por el autor para hacer referencia a otra canción del grupo llamada Do the clam. (N. del T.) 1

Al igual que en el caso anterior el autor inventa este título haciendo referencia a una de las canciones más conocidas de U2,1stillhawn't foionl whiil l'm Imikingfor. (N. del T.) 2

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que tiene un millón de libras y tres criados o el hombre que le sirve? ¿Wooster o Jeeves?3 Mahatma Gandhi tenía un ideal de servicio a los demás, pero también tuvo sirvientes en distintas etapas de su vida. Parece que a algunas personas les gusta actuar como criados. George Harrison dijo una vez sobre Mal Evans, un técnico de los Beatles, que encarnaba el ideal oriental de la libertad a través del servicio. Era mediante la ayuda a los demás como se encontraba a sí mismo. «Si nos enseñaran a todos a cuidar de nosotros mismos — sostenía Lawrence—, podríamos tener una cultura más diversa». Todos podrían trabajar, vestir, comer y dormir de la forma que les apeteciera y no de la forma que le parezca bien al modelo industrial de regularidad: «Ojalá la gente pudiera aprender a hacer lo que le gusta y a tener lo que quiere en lugar de aspirar como loca a hacer lo que a todos les gusta y a adquirir la apariencia que todos los demás quieren que tenga». Debemos rechazar la uniformidad puritana. ¡Cósete corazones en las mangas y átate lazos alrededor de los tobillos! Entrégate a ti mismo y comenzarás a actuar de forma original, es decir, de una forma auténtica y con tu propio estilo. Por ejemplo, cuando tienes tu propio jardín puedes plantar exactamente lo que quieras. Así que ¿por qué nos copiamos unos a otros y por qué todos los jardines de las afueras parecen iguales? Aquí tenemos a la temible Violet Purton Biddle y su libro de 1911, Small Gardens and HOTO to Make the Most ofThem. A continuación se reproduce uno de sus fragmentos, sustituye en él «aficionado a la jardinería» por «ser humano» y «jardín» por «vida» y las palabras de la señora Biddle parecerán bastante sabias: «¡Sé original! Esta es una consigna que todo aficionado a la jardinería debería adoptar. El propietario medio de un jardín hace muy pocos experimentos: avanza por los mismos caminos de siempre sin pensar en las deliciosas oportunidades que se está perdiendo. Cada ' Jeeves and Wooster es una conocida serie de televisión británica de la década de 1990 basada en las novelas de P. (>. Wodehouse y que tiene como protagonistas a un señor y su mayordomo. (N. tlcl I . )

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jardín, por pequeño que sea, debería tener una individualidad propia, alguna característica que señale su distinción de la tendencia común». Igual que pasa con los jardines ocurre con la vida: tenemos miedo a experimentar. La palabra «experimento» es en realidad muy útil: En lugar de hacer algo en serio le dices a la gente que estás experimentando. «¿Se drogaban los Bea- des?», les preguntaba a mis padres cuando era más joven. «Bueno — respondían—. Experimentaban con las drogas». Pero aparte del valor de la palabra como eufemismo es divertido convertir tu vida en una serie de experimentos. Si no salen bien, no pasa nada; prueba otro. Cuando nos mudamos al campo teníamos la intención de pasar solamente unos meses. Era un «experimento». Ya llevamos aquí cuatro años y aún seguimos experimentando. En un mundo en el que constantemente se te pide que te «comprometas» es liberador concederte el permiso de ser diletante. Comprometerte a nada. Probarlo todo. En la horticultura, igual que en las tareas del hogar, es mejor hacer por tú mismo todo lo que puedas. Esto es fácil para nosotros porque tenemos un jardín bastante pequeño e incluso así hay veces en las que parece una carga. Pero aprendes sobre flores, plantas y suelos y a cuidarlas, plantarlas y comerlas: la vida no ofrece una actividad mucho más placentera, útil y satisfactoria. Cuando yo era joven no sabía nada de jardinería porque sólo me interesaba la bebida. Ahora veo que todos aquellos señores y señoras de mediana edad y mayores que pasaban el tiempo en sus jardines estaban en realidad pasándolo estupendamente, mientras que yo sólo pensaba que se estaban aburriendo. Mi vida ha mejorado enormemente, ahora me interesan la jardinería y la bebida: dos placeres donde antes solamente había uno. Y los dos se combinan muy bien: no hay nada como una buena cerveza después de haber estado cavando durante dos horas, ni nada mejor que cavar un par de horas después de una noche de alcohol. Funciona de maravilla para la resaca. De hecho, un lector de Idler nos escribió para decirnos que tiene resacas de lorma deli

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berada por el placer de deshacerse de ellas mientras trabaja en el jardín por la mañana. El modelo burgués de vida que es el de tener «ayuda», como eufemísticamente llaman a los criados, es defectuoso. Lo que quieres no es pagar por la ayuda sino no pagar. En 1900 residían quince personas en la remota granja donde yo vivo ahora. La pareja tenía diez hijos y había «hombres en casa» que vivían y comían con la familia antes de casarse y marcharse a vivir por su cuenta. Está claro que en muchos hogares del siglo XVIII se trataba bien a los criados y había respeto en ambas direcciones. Con el doctor Johnson, por ejemplo, vivían cinco o seis personas en su casa de Gough Court. No eran exactamente criados, sino personas con las que compartía el trabajo. Su «criado» Francis Barber, cuyo famoso retrato pintado por Joshua Reynolds aún está colgado en la casa de Johnson, se hizo a la mar y Johnson le pagó para dejarlo ir. Los criados heredaban a menudo una renta vitalicia tras la muerte de sus señores. William Cobbett habla de la pérdida del antiguo respeto entre señor y criado: en Rural Rides escribe que los trabajadores de las granjas estaban bien cuidados y que todos solían comer juntos. Los trabajadores se sentaban con el señor. La idea victoriana de las dependencias de los criados, la escalera de atrás y el tipo de segregación de «arriba y abajo» no habían sido inventados. Incluso los esclavos de las épocas antiguas formaban a menudo parte de la familia y, por supuesto, Atenían la oportunidad de convertirse en hombres libres. Antes Jfde la Primera Guerra Mundial la finca de St. Germans en Corn- M wall contaba con ciento veintiocho personas que vivían en ella f y de ella. Ahora hay dos o tres. Las casas más solariegas habrían sido dirigidas como una especie de comuna en la que todos los miembros compartían el trabajo y la generosidad. Quizá no podamos volver a tener las felices relaciones entre criados y señores. De hecho es mejor deshacernos de la idea de esa dualidad carcelaria. Ayuda sin jerarquías, ése debería ser el objetivo. Y la ayuda de unos a otros. No hay duda de que con muchas personas se aligera la carga. Cuando celebramos grandes almuerzos los domingos todos ayudan

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a preparar la comida o traen ensaladas o pan. Todos echan una mano en la mesa y, después, friegan los platos. También tratamos de invitar a menudo a amigos a pasar unos días porque el trabajo es mucho menor cuando se reparte entre unos cuantos. En esas circunstancias el trabajo puede ser bastante placentero. Si puedes charlar mientras lo haces, se convierte en diversión. Uno de los problemas de las tareas domésticas es que la televisión, esa promotora de la perfección imposible, defiende un modelo absoluto mientras que el estado del hogar de cada uno debería ser en realidad un asunto de consideración individual. Yo mismo soy culpable de intentar vivir conforme a una especie de «modelo» absurdo y absoluto en lo que se refiere a la limpieza, lo cual está claro que no puede existir, por muchas veces que mi madre me diga que sí. Me digo a mí mismo que esto ocurre porque no puedo soportar el caos, cuando en realidad el caos genera más trabajo. Si todos limpiáramos sobre la marcha, tendríamos más tiempo para el ocio. Por supuesto una solución sería que fijáramos modelos de niveles más bajos o, mejor aún, que elimináramos todo tipo de modelo —mi madre no estaría de acuerdo—. Recientemente en el Reino Unido hemos tenido que sufrir el ridículo espectáculo de un programa de televisión, y de libros relacionados con él, llamado ¿ Cómo de limpia tienes la casa? Dos matriarcas fascistas viajan por el país para buscar culpables y avergonzar a la nación con la limpieza. Como en muchos aspectos de la vida yo culpo a los Victorianos de nuestras actuales enfermedades. Fue en aquella época oscura y racional cuando tomó forma la idea moral de que «la limpieza está próxima a la santidad»: las personas buenas tienen sus casas limpias; las malas, sucias. Pero no hay nada moralmente bueno en la limpieza, del mismo modo que no hay nada malo en lo contrario. De hecho tenemos el ejemplo de los «santos sucios», que pensaban que lavar era un acto vanidoso y, por lo que tengo entendido, los caballeros templarios nunca se cambiaban de ropa interior por similares motivos espirituales.

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Además, la excesiva pulcritud al aire libre se considera comúnmente hoy día como ecológicamente mala. En la jardinería orgánica y en la permacultura, se anima al horticultor a que deje rincones sin cultivar para que surjan hábitats en los que la vida salvaje y la naturaleza actúen libremente. En The History of the Countryside el académico Oliver Rackham lamenta lo que él llama «la vandálica mano de la limpieza», esa necesidad de las afueras de las ciudades de tenerlo todo limpio. «Todos los años», escribe, esta necesidad de limpieza «hace desaparecer algo lleno de belleza o de significado». Describe la limpieza como «todas las pequeñas e inconscientes gamberradas que odian lo complicado e impredecible pero que no crean nada». Lo que de verdad le gusta a Rackham es una parcela antigua y llena de vegetación. En su libro menciona la Regla de Hooper, que dice que se puede determinar la edad aproximada de una parcela simplemente cuando se toma nota del número de especies diferentes que hay en una extensión de unos treinta metros y multiplicándolo por cien. Así, por ejemplo, la parcela tan gloriosamente sucia de mi huerto dispone de endrinas, saúco, espino y acebo, lo cual significa que debió construirse en torno a 1600. La obsesión con la blancura no ayuda. Me pregunto por qué la ropa de los bebés es tan blanca. Una pequeña mancha de suciedad y ya se echa a la lavadora. La insistencia en que todo sea impecablemente blanco causa un montón de trabajo extra innecesario. ¿No sería la lana marrón un tejido más razonable, algo que pudiera absorber e incluso esconder la suciedad? Los muebles de cocina de plástico blanco necesitan también una limpieza constante, mientras que la madera aborbe las pequeñas gotas y manchas. La madera marrón es más fácil de limpiar que el plástico blanco. Yo rara vez limpio nuestro aparador de madera de pino, pero los muebles de Ikea parecen necesitar que se les pase una bayeta constantemente. La madera absorbe la suciedad, mientras que la suciedad se asienta en la superficie del plástico blanco hasta que te molestes en limpiarla. Las sábanas tienen que estar impecables. Es como si fingiéramos v i v i r en una mansión victoriana con

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nueve criados, pero tuviéramos que hacer el trabajo nosotros solos. No hay duda de que todas las mujeres y la mayor parte de los hombres están constantemente hechos polvo por las tareas del hogar. Toda esa limpieza provoca un montón de trabajo, pues tienes que dedicarle un tiempo que podría emplearse de forma más fructífera en mirar por la ventana o cavar entre las coles. Fue también en la época victoriana cuando inventamos la horrible bombilla eléctrica, que hace brillar su despiadada e implacable luz sobre nuestra suciedad y desorden. Qué diferentes debieron ser las cosas en la época georgiana, cuando todo se iluminaba con velas. No habríamos visto la suciedad y, por tanto, tendríamos que limpiar menos. La ropa blanca no era tan popular; por tanto, habría menos que lavar. La idea de las sábanas limpias que huelen a lavanda y se cambian todos los días fue una invención victoriana que fundamentalmente se creó para mostrar lo rico que eras porque podías permitirte tener a un montón de criados que te hicieran la colada. Lo mismo ocurre con las grandes extensiones de césped cortado: estas zonas áridas de verdor liso no existían antes del siglo XVIII, como tampoco las pistas de tenis o los campos de criquet. Iodo era un poco más escabroso y eso significaba menos trabajo que hacer. Las casas solían oler mejor: teníamos lavanda en lugar de Don Limpio. En lo que se refiere a la limpieza ésta puede limitarse sencillamente a una cuestión de iluminación. Si quieres una casa más limpia, simplemente apaga las luces y enciende una vela. La luz eléctrica es el enemigo. Tenemos que deshacernos del foco frío y severo del racionalismo edisoniano y entregarnos a la luz acogedora, parpadeante, bella, indulgente e irracional de la vela. A la luz de las velas no hay tal necesidad de mantenerlo todo tan impecable, sencillamente porque la suciedad no se ve. La idea de los modelos comunes a los que hay que imitar es una tiranía. Establece los tuyos propios. Haz lo que te apetezca. Cuida de ti mismo. Tenemos que cambiar nuestro lenguaje en lo q u e se refiere a este asunto y mi sugerencia es q u e cambiemos el 110111-

B ASTA

DE TAREAS DOMÉSTICAS , O EL PODER DE LA VELA

bre de «tareas domésticas» y comencemos a llamarlas «cuidado del hogar». Eso significa que tú cuidas de forma voluntaria de tu hogar, más que trabajar en él por un sentido del deber hacia la autoridad abstracta de la limpieza del hogar que te señala. Te dejo con un proverbio de la revista Idler: en lugar de quejarte por la suciedad enciende una vela. Así no la verás.

ENCIENDE UNA VELA

XV

Deja a un lado la soledad

«La sociedad ha separado al hombre del hombre, abandonando al corazón universal». WLLLIAM WORDSWORTH, El

preludio, 1850

Una de las consecuencias más horribles de la «Reforma» y más tarde de la Revolución protestante fue la introducción de la soledad a gran escala. La antigua teología católica medieval fomentaba una visión colectiva de la vida. Para ellos era completamente cierto que Dios estaba en las demás personas; todos estábamos juntos en esto. Si las cosas que haces benefician a la sociedad, estás trabajando por Dios y por tu propia salvación. De ahí el hincapié que se hacía en la caridad y la 1 hospitalidad. Igual que ocurría en las sociedades primitivas, jf estaba mal visto alejar de tu puerta a un vagabundo hambrien- m to. Los monjes y monjas abrieron «hospitales» que daban co- Jj bijo en forma de cerveza, pan y cama. Los medievales, como los poetas de la antigüedad, anhelaban una época dorada perdida en la que, como escribió Cneo Pompeyo Trogo: «Nadie era esclavo ni tampoco tenía ninguna propiedad privada; sino que todo se tenía en común y sin divisiones, como si no hubiera más que un solo legado para todos los hombres». Introdujeron, por tanto, costumbres que trataban de recrear una especie de comunidad. Era la época del «ama a tu vecino»

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y de la «hermandad de los hombres». Estas ideas parecen ahora revolucionarias. El mito de la lógica moderna, «Estás solo en el mundo», era algo desconocido. El «amor al vecino» ha sido sustituido por «no ser menos que el vecino» y la fraternidad, por la codicia. Los edificios medievales eran el resultado de un gran esfuerzo colectivo y creativo llevado a cabo en nombre de distintos gremios de la ciudad: «Un edificio medieval nunca constituía el designio de un individuo, para cuya realización habrían trabajado miles de esclavos, que desempeñasen un trabajo determinado por una idea ajena: toda la ciudad tomaba parte en su construcción», escribió Peter Kropotkin, que cita las palabras del Ayuntamiento de Florencia: «Ninguna obra debe ser comenzada por la comuna si no ha sido concebida en consonancia con el gran corazón de la comuna, formada por los corazones de todos sus ciudadanos, unidos en una sola voluntad común». En los países menos desarrollados en la actualidad se pueden ver grandes grupos de personas que van de un lado a otro —no en soledad como hacemos nosotros en nuestros trenes del metro y en los autobuses—. En México, por ejemplo, ves pasar camiones con veinte personas. Los niños juegan y forman grandes pandillas. Familias enteras se sientan en la puerta de sus tiendas durante todo el día. Incluso en los supermercados —esas horribles instituciones que tienden a hacer de la compra una experiencia tan solitaria— los mexicanos charlan, ríen y cotillean. En las sociedades católicas tradicionales podemos vislumbrar cómo debió ser la vida medieval en Inglaterra. En el siglo xvn apareció una nueva visión de la vida, cuando Calvino y muchos otros insistían en que el hombre estaba inmerso ante todo en un viaje solitario hacia la salvación. El principal texto que creó o reflejó esta nueva soledad en el Reino Unido fue el libro de John Bunyan El progreso del peregrino (167884). Bunyan vivió desde 1628 hasta 1688 y estuvo en prisión durante doce años por predicar sin permiso. En El progreso del peregrino, probablemente el libro más leído de toda

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A UN LADO LA SOLEDAD

la literatura puritana, Christian abandona de hecho a su familia en su búsqueda de la salvación, mientras dice entre lágrimas «la vida, la vida eterna»... Recuerdo mirar aterrorizado los dibujos del ejemplar que teníamos en casa con Christian inclinado con esa horrible y desagradable carga sobre sus espaldas. Un viaje metódico y lleno de significado a través de la vida, una lucha solitaria. Esta visión está reflejada en la concepción burguesa del trabajo y del enriquecimiento. Boswell dice que el doctor Johnson pensaba que El progreso del peregrino era una gran obra de la imaginación, que bien podría haberlo sido pero ¿tenía que ser tan triste? Está claro que era el lado abnegado del carácter de Johnson el que aprobaba el libro más que su lado medieval amante de los placeres. Comparemos el triste libro de El progreso del peregrino con el alegre —aunque ciertamente piadoso— poema del siglo XIV «Pedro el labrador», con su visión de un «campo justo del pueblo». Comparémoslo también con los Cuentos de Canter- bury de Chaucer. Aquí la peregrinación no es un camino penoso y solitario como del de Bunyan, sino que es considerado como un evento social. Creo que los protestantes sospechaban que la gente podría disfrutar de las peregrinaciones y, por ese motivo, se negaron a ello. Los peregrinos caminan juntos y formán un grupo grande, se cuentan sus historias unos a otros, W)do lo hacen juntos. En Chaucer no existe la triste piedad deafeunyan. Los Cuentos de Canterbury son una celebración de la wda en todo su caos. La idea de la vida como una lucha solitaria e incluso paranoica fue también fomentada por otros pensadores protestantes como Baxter y Bailey, tal y como nos recuerda Max Weber en La ética protestante y el espíritu del capitalismo. Para Calvino la salvación no se encontraba en una constante sucesión de actos caritativos y creativos, como nos enseñaron los medievales, sino en la relación individual con Dios: «El calvinista consigue su propia salvación o, mejor dicho, la certeza de la misma. Pero este logro no puede consistir, como en el catolicismo, en un paulatino acopio de acciones meritorias aisladas, sino más bien en un sistemático autocontrol que

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cada día se encuentra ante esta alternativa inexorable: ¿elegido o condenado?... Incluso el afable Baxter aconseja la total desconfianza incluso de nuestro mejor amigo y Bailey directamente nos exhorta a no confiar en nadie y a no decir nada a nadie que pueda ser comprometedor. Solamente Dios debe ser tu confidente». En A history ofthe Protestant Reformation, de William Cob- bett aparecen algunas maravillosas percepciones de «las antiguas constumbres». Por supuesto la destrucción de los monasterios y conventos significó la destrucción de un ejemplo muy visible de la vida comunal. Los monjes vivían, trabajaban, comían y rezaban juntos y su forma de vida estaba organizada en torno a unos principios voluntarios según los cuales la ayuda mutua era más importante que el enriquecimiento. Los monjes no eran en absoluto aislacionistas solitarios; vivían junto a la gente laica — de hecho, existía el clero laico y los monjes eran a menudo sus caseros—. Era el nuevo aislamiento, la separación del hombre de los demás, lo que William Wordsworth lamentaba en su libro El preludio. El repentino interés de los poetas románticos por la naturaleza y el hombre aparece en un momento en el que las costumbres antiguas se destruían con el espíritu individualista de la Revolución industrial. En las ciudades de hoy día nos atrincheramos en apartamentos aislados y luchamos unos contra otros en pequeños espacios. «Aquí estamos, otra vez en nuestros pisos solitarios, egoístas y pequeños», dijo mi amigo Marcel un domingo por la noche cuando un grupo de amigos volvíamos a Londres después de pasar un fin de semana en una casa de campo alquilada. Es una obviedad decirlo pero muchos de nosotros ya no conocemos a nuestros vecinos. «Ama a tu vecino» ha sido sustituido también por «vecinos del demonio». Esto es lo mejor del movimiento de la gente alrededor del mundo. Cuando camino por la calle Uxbridge de Londres veo somalíes, indios y antillanos que simplemente pasan el rato y charlan en grupos. Están en la puerta de sus tiendas, en sus puestos del mercado. Pero la mayoría de los blancos de cía

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A UN LADO LA SOLEDAD

se media atraviesan la escena, rápidos y solos mientras corren hacia la seguridad de sus casas adosadas con alarma antirro- bo. Hemos perdido ese relajado compañerismo de la vida y tenemos suerte de que personas procedentes de otras culturas se hayan mudado a nuestras ciudades y nos demuestren una forma de vida más humana y alegre justo delante de nuestras narices. La vida es más fácil cuando se comparte con los demás. Tener invitados es algo maravilloso: nos entretienen, traen vino y queso, traen a sus hijos para que los nuestros puedan jugar. Hablamos juntos sobre nuestros problemas; las mujeres se quejan de los hombres y los hombres de las mujeres. Las cargas son más ligeras cuando son compartidas. Es el rechazo puritano de la alegría lo que nos conduce a las juergas y después nos castigamos a nosotros mismos con sentimiento de culpa y abstinencia. Las razones históricas de esta división están claras. De forma que no solamente la sociedad ha separado al hombre de los demás, sino que, como diría William Wordsworth, también ha provocado una división en el inteior de los hombres. Estamos radicalmente solos en el sentído de que estamos solos en nuestro interior. Nos excluimos a nosotros mismos. Si este antagonismo interno y toda la energía que derrocha pudieran convertirse en alegre armonía podríamos hacer lo que quisiéramos. Vemos la batalla entre el nuevo deseo de orden, disciplina y sobriedad y la antigua aceptación del destino y de la buena vida dramatizada en la obra Noche de Reyes, de William Shakespeare, en la lucha entre el puritano piadoso Malvolio y el «come, bebe y sé feliz» de sir Toby Belch. Y Max Weber dice que esta batalla es esencial para comprender a los ingleses: «En la sociedad inglesa desde el siglo XVII ha existido un conflicto entre la aristocracia rural, los representantes de la "alegre Inglaterra de antaño", y los círculos puritanos de gran influencia social. Ambos elementos, el de la innata alegría de vivir y el de un autocontrol reservado y estrictamente regulado y una conducta ética tradicional se mezclan incluso hoy día en el carácter nacional inglés».

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Sí, los dos se mezclan, se pelean en nuestro interior. Pero seguramente la parte puritana ha sido la dominante durante mucho tiempo. Es hora de vivir con la gente, comer con la gente, beber con la gente. Somos criaturas sociales y nos negamos a nosotros mismos esta cualidad. Las pruebas que nos pone la vida son sencillamente más fáciles de soportar si las soportamos como grupo. De ahí el sistema de gremios de los medievales y sus grandes familias. Supongo que existe una especie de memoria de esta necesidad de las personas en algunas empresas modernas que tratan de fomentar la «lealtad a la marca» y se llevan de viaje a sus empleados para crear lazos afectivos. Pero en estas estructuras no existe una libertad real. Incluso hoy día se ataca nuestra sociabilidad innata. Yo acabo de formar parte de un programa de radio para hablar sobre los fumadores atacados por un ente gubernamental profesional. Una vez desterrados los fumadores de su lugar de trabajo parece ahora que los compañeros no fumadores sienten cierto resentimiento por el hecho de que sus colegas fumadores están siempre escapándose para fumar un pitillo. Suponen que los fumadores trabajan menos que los no fumadores. Así es como un trabajador se pone en contra de otro; se nos anima a competir unos contra otros más que a trabajar juntos. Bien, pues la forma de huir de esta trampa es entregarse a la comunidad. Ahí yace la muerte de la soledad. Vecinos, amigos, que trabajan por placer. Crea grupos. Funda un club. He descubierto que un objetivo común, aunque sea mínimo, le da al hecho de beber en el bar otra dimensión de placer adicional. Significa que es algo más que una mera escapada del trabajo. Por eso trato de organizar mis reuniones a las cinco de la tarde en el bar. Así, la reunión se convierte en un gran placer y conduce poco a poco y de forma natural al placer menos formal de la tarde. Sociabilidad, alegría, buena compañía: éstos son los remedios para la soledad porque pueden ayudar a unir la división interior. ABRE TUS PUERTAS DE PAR EN PAR

XVI

No sigas sometiéndote a las máquinas, utiliza las manos

«Es cuestionable si todas las invenciones mecánicas que hasta ahora se han hecho han facilitado el trabajo de algún ser humano... [Las máquinas] han permitido que una mayor cantidad de población viva la misma vida de trabajos penosos y encarcelamiento y que un mayor número de fabricantes y de otras personas haga fortunas».

JOHN STUART MILL, Principios de economía política, 1848

«... cuanto más aumenta el desarrollo de la maquinaria y la división del trabajo, tanto más aumenta también la cantidad de trabajo, ya sea porque se alarga la jornada de trabajo, o bien porque se intensifica el rendimiento exigido, o se acelera la velocidad de las máquinas, etcétera».

KARL MARX Y FRIEDRICH ENGELS, Manifiesto del Partido Comunista, 1848

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«Nosotros trabajamos, tú disfrutas».

ESLOGAN PUBLICITARIO DE LAS LAVADORAS INDESIT, 2005 La fe en las máquinas como redentoras y como una especie de esclavos autómatas ha sido la gran decepción del proyecto industrial. La utopía tecnológica, durante tanto tiempo prometida, en la que los robots hacen todo el trabajo mientras nosotros nos dedicamos a leer libros de filosofía, beber vinos buenos y tener relaciones sexuales, nunca se ha materializado. Algunos de nuestros comentaristas más radicales y anárquicos esperaban un paraíso mecanizado en el que las máquinas se encargarían de hacer todo el trabajo. El admirador de Peter Kropotkin, Oscar Wilde, en El alma del hombre bajo el socialismo (1891) escribe: «El hombre se hizo para algo mejor que para remover la suciedad. Todo trabajo de ese tipo debería efectuarse con máquinas... toda tarea relacionada con cosas feas que implique condiciones desagradables, debiera hacerse con máquinas». Mientras tanto, el hombre debería gandulear. Paul Lafargue, yerno de Karl Marx, defiende la misma opinión en El derecho a la pereza (1883): «La máquina es la redentora de la humanidad, la diosa que rescatará al hombre de las sordidae artes y del trabajo asalariado, la diosa que le dará comodidades y libertad». En Una utopía moderna (1905) de H. G. Wells, el gran hombre de ciencia ficción imagina un paraíso de alta tecnología con trenes que circulan a quinientos kilómetros por hora. En la película El dormilón, Woody Alien imagina robots mayordomos que hacen el trabajo mientras los humanos están tumbados placenteramente; y hoy compramos «electrodomésticos» con la esperanza de que nos aligeren el trabajo. Pues las cosas no han resultado ser así. Las máquinas nunca nos libraron del trabajo duro debido al hecho de que el ser humano tiene que cuidar de ellas y los que las poseen son los capitalistas, en cuyas manos se convierten en herramientas

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de esclavitud y de aburrimiento prolongado. Dicho de una forma sencilla, se contrata a seres humanos a cambio de salarios bajos para hacer funcionar máquinas con el fin de que los dueños de la empresa se enriquezcan. Además, el gran desembolso de capital que se hace para las máquinas grandes exige que tengan el uso más intensivo que sea posible y eso significa muchas horas y trabajo por turnos. Sin embargo, incluso en la actualidad se venden máquinas y tecnología con la misma promesa. Pero al intentar escapar de esta forma del trabajo sucio nos condenamos a nosotros mismos a tener más trabajo duro. En la antigüedad Jack y Jill subieron a la colina a traer un cubo de agua1. Podemos imaginarnos que mientras lo hacían disfrutaron de un agradable paseo por las maravillas de la naturaleza y quizá charlaron por el camino. Hoy día Jill abre un grifo y Jack se va a trabajar para ganar el dinero que necesitan para pagar los grifos, los fontaneros, las facturas del agua y el mantenimiento de un sistekna enormemente complicado de depósitos, bombas y tuberms. O bien compran agua en el supermercado, agua que ha aldo embotellada a ochocientos kilómetros de distancia, envilda a almacenes y transportada a lo largo de todo el país en gigantes camiones que consumen gasolina hasta enormes y cavernosos centros comerciales con empleados y clientes que aparentemente son zombis. Así pues, si se suma el trabajo de todos los que están implicados en ello, el agua se obtiene en la actualidad con muchísimo más trabajo, sudor, gasto, aburrimiento y dolor que si la recogiéramos de los pozos. También es innegable que es menos probable que los pozos se estropeen sencillamente porque hay pocas cosas que se puedan estropear en ellos. Los pozos son más eficaces que las plantas depuradoras modernas. Y la verdad es que yo criticaría la algo patética repulsión de Oscar Wilde por «remover la suciedad». Yo lo hago todos los días en el jardín y es muy divertido.

1

I lace referencia a una antigua canción infantil: «Jack and Jill wentup the hill to fetch

a pail of water/Jack fell down and broke liis crown / And Jill carne tumhling after». I -a primera publicación de esta canción data de 1795. (N. del T.)

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Más que el hecho de que las máquinas sean nuestras esclavas, lo cierto es que nosotros somos los de ellas. En el trabajo nos hacen quedar mal. No caen enfermas, no piden aumentos de sueldo, no se ponen en huelga, no paran para tomar un café o comer, no tienen depresiones, no rompen con sus novios, no lloran en el servicio, ni tan siquiera duermen. Así es como el industrial, el empresario, hace todo lo que puede para que las personas sean más parecidas a las máquinas. Estas son tenidas como ejemplo de comportamiento correcto. La acusación de «poco profesional» quiere decir «Hoy no te has comportado como una máquina». Todos esos directores de centros de atención al cliente deben esperar el día en que un ordenador pueda hacer las llamadas y de ese modo los directores no tendrán que tratar con seres humanos problemáticos que se emborrachan, se acatarran y tienen pocas ideas propias. «La misma esencia, el gran encanto de la fábrica —escribió Eric Gilí en Painting and the Public (1933)— está en que no necesitas trabajadores que quieran imponer su propia voluntad, sus idiosincrasias, sus emociones y sentimientos por encima del diseño y la fabricación de cuchillas de afeitar». Y las máquinas pueden parecer más vivas que los robots-humanos que manejan las máquinas. E. F. Schumacher nos deja este espeluznante pensamiento, en El buen trabajo, a partir de una carta que un trabajador británico escribió en la década de 1970: «Las máquinas se han convertido en personas igual que las personas se han convertido en máquinas. Cobran vida mientras que el hombre se convierte en un robot». Bajo la bandera de la liberación las máquinas entran a formar parte incluso de nuestra vida personal. En el siglo XIX tenían las máquinas de vapor; hoy tenemos tecnología digital y todas sus promesas vacías. Tomemos como ejemplo ese aparato indescriptiblemente horrible llamado Blackberry. Además de por su horrible delito, compartido con otros dos fabricantes de tecnología digital, Apple y Orange, de explotar el nombre de una fruta deliciosa para conseguir beneficios2, también 2

Apple, Orange y Blackberry quieren decir en español «man/.ana», «naranja» y «mora»,

respectivamente. (N. del T.)

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debemos temer al Blackberry, rechazarlo y expulsarlo de la buena sociedad porque permite que el trabajo esclavizado invada nuestra vida diaria. Los dispositivos Blackberry pueden enviar y recibir correos electrónicos desde cualquier sitio. Por tanto puedes llevártelo a la playa y trabajar desde allí. Puedes trabajar en el bar. El jefe puede pedirte un informe cuando lleves tomadas tres pintas de cerveza y de ese modo echarte a perder por completo la noche. Una vez más lo realmente sorprendente es que compramos estos aparatos electrónicos, estas esposas digitales, por propia elección. Aumentamos los beneficios de otra persona para permitir que nuestros pocos momentos de ocio sean interrumpidos por algún burro engreído que está al otro lado de la ciudad o del mundo. Los ordenadores portátiles y los teléfonos móviles han echado ya a perder los tranquilos viajes en tren; ahora incluso el tiempo que empleamos en ir hasta la estación puede emplearse en comprobar tu Blackberry. Hace años me compré una agenda electrónica muy cara. Pasé horas escribiendo en mi libreta de direcciones. Dos semanas más tarde se me cayó y se rompió y perdí toda la información. Entonces me di cuenta de que por el precio de aquel trasto sin personalidad podría haber utilizado libretas de Smythson Faltherweight durante unos veinte años. El Smythson Featlwweight es un bonito diario de bolsillo encuadernado en pita que produce un inmenso placer cada vez que lo utilizas. f Tengo que admitir que cuando comenzó la histeria por la tecnología digital a mediados de la década de 1990 yo era un gran admirador. Me encantaban los ordenadores y los primeros tiempos de Internet. Para mí, a primera vista, todo aquello me parecía liberador: la idea de que a través de Internet podías publicar cualquier cosa que quisieras y encontrar una especie de público sin tener que pagar la imprenta ni el resto de cosas que conlleva la producción y la distribución de un objeto físico. Incluso me gustaron los primeros teléfonos móviles, pues creí como un tonto que podrían facilitar el descanso liberándote de tener que ir a la oficina. Por supuesto lo que suponen en lugar de eso es que puedes llevar

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te la oficina contigo adondequiera que vayas; pueden ponerse en contacto contigo en cualquier sitio. Así ocurre que aquellas agradables noches en el bar se estropean cuando los jefes te llaman por teléfono. La fiebre que rodea a las tecnologías digitales es precisamente similar a la que rodea a las tecnologías que emergían en el pasado, tales como el ferrocarril. Al principio la tecnología parece prometer nuevos placeres y la liberación de las limitaciones existentes. Algunos pioneros sentimentales se emocionan por sus abstractas posibilidades. Después llegan los comerciales y empresarios que la explotan. Los detractores y escépticos son acusados como enemigos del progreso. Los académicos escriben libros sobre la «nueva vía». Los medios de comunicación hablan de un nuevo amanecer. Los tontos de la calle —gente como yo— la compran. Se forma una burbuja, se hace grande y explota. Los ejecutivos salen corriendo para contar su botín, los pequeños inversores echan la culpa a su propia estupidez y el 90 por ciento de las empresas desaparecen. Pero un 10 por ciento permanecen y se hacen dueños de la tecnología. Así es como Internet, anunciado en principio como una nueva y excitante forma de comunicación, es ahora poco más que un enorme catálogo de pedidos por correo. Es cierto que puedes consultar enciclopedias a través de la red pero también podías consultarlas en casa o en la biblioteca. Y muy bien podrías haberte dado un agradable paseo hasta allí. La tecnología digital puede proporcionarte lo que quieras pero no te proporcionará lo que de verdad necesitas. En lo que se refiere a librarnos de la fe en la maquinaria y la tecnología lo cierto es que hemos ido hacia atrás. He descubierto que es muy fácil vivir como un millonario simplemente con retroceder en el tiempo. Por ejemplo, las cámaras super 8 de la década de 1960 cuestan alrededor de una libra y son mucho más divertidas que la temida cámara de vídeo. ¿Quién quiere ver hora y media de niños que juegan en los columpios? Afortunadamente las películas de super 8 son cortas, de tres minutos cada una y, lo que es mejor, son mudas.

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Yo suelo poner una canción pop de tres minutos mientras las veo, alguna que sea vagamente adecuada para el tema de la película. Y no es sólo que te sientas como Paul McCartney en 1966 con los aparatos más modernos, todos los que aparecen en la película parecen Paul McCartney en 1966. La calidad de la película es muy buena. Cuanto más esperes más barata se vuelve la tecnología. Probablemente hoy día puedas conseguir una cámara de vídeo gratis, mientras que en 1966, cuando cada componente de los Beatles se compró un vídeo, costaron el equivalente a miles de libras. Si puedes esperar hasta un año o dos verás que puedes tener todos los aparatos por poco dinero. Y cuanto más retrasado estés en tecnología más agradable se vuelve la vida. Yo acabo de comprar por casi nada una imprenta manual con diez cajones de caracteres de plomo y una caja de restos varios. Este aparato te permite imprimir palabras a mano, letra a letra. Suena aburrido pero en realidad es un verdadero placer decidir y colocar cada letra. He hecho algunos bonitos papeles con membrete, aunque un poco torcidos, y sólo tardé un par de horas. Es cierto que podría haber hecho algo parecido con el ordenador en unos cinco minutos, pero el proceso habría sido mucho menos divertido y, por otra parte, el resultado final no tendría el encanto de ser algo que yo he conseguido crear. Las tetras estaban torcidas y la tinta no estaba distribuida de forrna regular, pero me encantó mi papel. Estaba hecho por un Bombre, único, individual. Era una pieza de artesanía. TengJ pensado ir aún más atrás y cambiar mi cortacésped por una guadaña y escribir con pluma y un tintero. Lo cierto es que produce un enorme placer escribir una carta con una pluma estilográfica sobre un papel bueno en lugar de enviar un correo electrónico. También es una alegría recibir una carta de verdad de parte de un amigo, quizá con posavasos, postales y recortes de revistas que sobresalían de ella. Adiós, correo electrónico; bienvenido, correo postal. El movimiento Arts and Crafts no mantenía esperanzas de que la maquinaria de vapor y a gran escala fuera la reden

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tora de la humanidad. Por el contrario consideraba que la máquina era de natura esclavista. La primera vez que las máquinas fabricaron comida muchos consideraron que era una simple mejora de las cosas hechas por el hombre. Eric Gilí recuerda la leyenda «CLARK'S MACHINE-MADE BREAD»3, en el tejado de la panadería de su pueblo. Gilí regresó cuando ya era anciano a su pueblo y comprobó que el señor Clark se había dado cuenta de que había cometido un error de marketing, pues se podía leer: «PAN DE LA GRANJA DE CLARK». El Museo Victoria y Albert de Londres ofreció recientemente una exposición sobre Arts and Crafts. Lo que me sorprendió de ella fue que aquel movimiento no fue simplemente la pasión privada de unos cuantos excéntricos de Ditchling sino una nueva forma de pensar con influencia en todo el mundo. Había salas dedicadas a Arts and Crafts en Japón y en Estados Unidos. Yo iba acompañado por mi amigo Matthew, de la Gentleman's Art Appreciation Society y cuyo abuelo fue Valentine Kilbride, uno de los principales miembros de Arts and Crafts en Ditchling. Recuerda a Kilbride y habla de las visitas de los japoneses que venían a ver qué sucedía en el Reino Unido y que después volvían a casa y redescubrían su propia tradición artesana. Lo bonito del movimiento Arts and Crafts estaba en que no tenían una intención estética más allá de hacer cosas que fueran bellas y útiles y construirlas a mano en la medida de lo posible. La idea esencial de Arts and Crafts era muy diferente de la idea de Wilde de que las máquinas harían las cosas útiles y los seres humanos las bonitas. Arts and Crafts buscaba combinar las dos cosas y devolverle la dignidad a la producción de papel de paredes, tejidos, cerámica, cristalería y muebles. El arte y la vida, separadas por la Revolución industrial, volverían a unirse. Los distributistas, aquellos católicos nada tontos de la década de 1920, eran también de la opinión de que la maquinaria a gran escala por naturaleza provoca esclavitud. En el mun

f

En español, «pan hecho a máquina de Clark». (TV.

de! i)

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do distributista, en el que las familias poseían su propia parcela de tierra y vivían independientes de la esclavitud de los salarios, la maquinaria queda relegada a un segundo plano. Arthur J. Penty escribió: «Creemos que, como último recurso, el hombre debe ser capaz de arreglárselas por sí mismo y estamos en contra del amplio uso de la maquinaria porque le impide poder hacerlo; la especialización que implica la habilidad manual por parte de hombres privados socava su independencia personal y el respeto por ellos mismos... Lo cierto es que no somos muy pudientes espiritualmente hablando porque la maquinaria sin límites introdujo una tensión que llena toda nuestra vida de ansiedad pero ha hecho desaparecer la humanidad y espiritualidad de los trabajadores industriales y que surja un espíritu de venganza que estos días tiene una expresión revolucionaria. No nos engañemos. Hay una conexión definida entre el crecimiento del espíritu revolucionario y la producción en masa». Cualquiera que haya trabajado en una gran fábrica, almacén u oficina estará familiarizado con el subyacente burbujeo de resentimiento contra la dirección. Cuando estaba atrapado —o quizá debería decir autoencarcelado, puesto que yo era totalmente libre de irme cuando quisiera— en la redacción de una revista que no me gustaba, pasaba mis horas libres imaginándome el demoledor discurso de dimisión que algún día le haría llegar a mi jefe. Por supuesto, nunca pronuncié este discurso y en lugar de ello me contenté con irme después de gruñir al bar. En el futuro siempre aparecen máquinas. Pero yo no pienso en el futuro; pienso en el presente. El futuro es un concepto capitalista. El pasado nos enseña que el futuro nos ha defraudado y lo ha hecho en repetidas ocasiones. El sueño con alguna especie de utopía tecnológica en la que las máquinas hagan todo el trabajo nos decepcionó antes y lo sigue haciendo ahora con nuestra fe en la tecnología digital. «Cuando hablamos del mañana hablamos de la esperanza del hombre en el futuro que está viviendo ahora». Una vez escuché cómo se repetía esto en un disco de música pop .El así llamado «futu

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ro» es, en realidad, un sistema opuesto a la vida: básicamente se nos mantiene en silencio con la idea de que, en algún momento «futuro» las cosas van a ir mejor, según decía el tema musical de la victoria del Partido Laborista sobre el Conservador. El futuro es parte de la clásica idea protestante del aplazamiento de los placeres. Por ejemplo, se venden los planes de pensiones con la idea de un futuro mejor. Yo creo que las cosas pueden mejorar desde el momento presente, aquí y ahora. El movimiento de Arts and Crafts fue criticado por ser nostálgico y sensiblero con respecto al pasado. Bueno, puede que lo fuera. Pero lo cierto es que el pasado es un gran tesoro en el que almacenamos buenas ideas para la vida, ideas que fueron realmente aplicadas y cuyos resultados podemos ver. El problema con las ideas del futuro es que no han sido probadas; son todo especulación, fantasía. El futuro no ha ocurrido aún. Así que, en realidad, es menos impreciso mirar al pasado en busca de inspiración que mirar al futuro. Ahora mismo, por ejemplo, hay un movimiento que tiende a recrear tecnología medieval como los molinos de viento y de agua como fuentes de energía porque finalmente nos estamos dando cuenta de que comprar energía de una fuente centralizada en lugar de producir la nuestra es enormemente caro y un despilfarro. Y en lo que respecta a aquellos que defienden el sistema industrial, simplemente les pido que comparen Florencia con Swindon. Creo que incluso el relativista más convencido estaría de acuerdo en que Florencia lleva la delantera en lo que a belleza se refiere. Florencia fue construida por seres humanos que utilizaban máquinas y no por máquinas que utilizaban a seres humanos. Surgió a partir de una forma de gobierno federal a pequeña escala. Cualquier cosa buena que ocurra hoy día en el trabajo, el arte y la vida habrá pasado a pesar del sistema en el que vivimos y no como resultado del mismo. Por eso, digo: Demos al traste con las máquinas. Nos han decepcionado. Son ruidosas, caras y producen soledad. No pensemos: «¿Qué es lo que quiero?», sino: «¿Qué puedo hacer sin ellas?». En nuestra granja el granjero se pasa el día con

NO SIGAS SOMETIÉNDOTE A LAS MÁQUINAS, UTILIZA LAS MANOS

duciendo su tractor transportando estiércol de un lado a otro, solo. Antiguamente este trabajo lo habría hecho un grupo de hombres que trabajarían juntos, charlarían, se tomarían algún descanso y utilizarían sus cuerpos. Las máquinas nos separan de nosotros mismos. Sin embargo, las herramientas son una cosa muy distinta. La pala, el cincel, la hoz, la navaja: éstas son las herramientas de la liberación.

UTILIZA UNA GUADAÑA

XVII

Elogio de la melancolía

«Una enfermedad mala e irritante que hace que los hombres se conviertan en bestias». MELANELIUS

«Grande es la fuerza de la imaginación y mucho más debería atribuirse a ésta la causa de la melancolía que a la enfermedad del cuerpo». ARNOLDO

«El mayor enemigo de los hombres es el hombre, quien instigado por el diablo sigue preparado para hacer el mal, su propio ejecutor, un lobo, un diablo, para sí mismo y para los demás». ROBERT BURTON, Anatomía de la melancolícm 1621

l'.ua buscar consejo sobre el fastidioso asunto de la mlelancoli.i, la depresión y la bilis negra debemos acudir al experto mundial, reconocido erudito y estimado intelectual, Robert Murtón, quien en 1621 escribió el libro más alegre y alenta

CÓMO SER LIBRF .

dor, Anatomía de la melancolía. Boswell dice que el melancólico Johnson lo describió como «el único libro que le hizo levantarse de la cama dos horas antes de lo que quería». En su día fue un enorme éxito de ventas, se han publicado al menos ocho ediciones gracias a las cuales, según consta en la mía, «el vendedor se compró una finca». Tira a la basura tu Prozac y cómprate este libro. El hecho de que el libro fuera un gran éxito no debería sorprender porque se publicó durante un periodo muy triste de la historia. La alegre Inglaterra estaba muerta o agonizando. El libro de Burton, setecientas ochenta páginas de la más deliciosa tristeza, felizmente escrito cuando el trastorno bipolar aún era conocido como melancolía, fue publicado aproximadamente a mitad de camino entre la «Reforma» de la época de Enrique VIII y la Revolución industrial, los mayores desastres para los amantes de la vida y la libertad. Los antiguos valores medievales estaban todavía muy extendidos, pero la época de la angustia, el puritanismo, el individualismo y la avaricia les ganaban terreno. La nueva clase media puritana estaba atacando a la alegre Inglaterra. El incremento de la población había llevado a un aumento masivo de la pobreza. Los Tudor habían tomado medidas enérgicas contra los mendigos y los vagabundos, los músicos ambulantes y los cómicos. Cranmer prohibió los antiguos festivales religiosos. Las fiestas de los domingos fueron criticadas. La vida nacional fue vaciada de diversión. Por tanto es fácil suponer que había más personas melancólicas en 1624 que, digamos, en el siglo XV, cuando no era necesario escribir un libro así. El libro es también casi contemporáneo del estudio de William Shakespeare sobre el aislamiento, Hamlet, y del estudio de Marlowe sobre la ambición, Doctor Fausto. También fue escrito durante la gran expansión del poder gubernamental de los siglos XVI y xvii. La enjundia del libro de Robert Burton está en sus miles de citas sobre el tema de la melancolía recogidas de fuentes clásicas —por este motivo ha sido tradicionalmente saqueado por escritores que trataban de parecer más inteligentes al

E LOGIO DE LA MELANCOLÍA

utilizar citas en latín—. Esto podría sugerir que los antiguos romanos y griegos también sufrieron de melancolía, lo cual no me sorprende puesto que especialmente los romanos vivieron una oligarquía voraz, belicosa y explotadora muy parecida a la que se vive en Gran Bretaña y en Estados Unidos hoy día. Puede que algunos de ellos la disfrutaran pero condujo a la masa de ciudadanos y esclavos a una miseria a gran escala. También puede que sea cierto que aparte de otros factores externos la melancolía no sea más que una característica del ser humano. De hecho, dice Robert Burton, al reflexionar sobre las causas de la melancolía ésta parece haber sido una maldición eterna del hombre. Así que parece que lo que éste afirma es simplemente cuestión de mala suerte: ocúpate de ello. La melancolía es parte de lo que significa ser humano y ha sido parte de la condición humana desde la primera vez que Dios nos condenó a hurgar y a dar vueltas en lugar de limitarnos a gandulear en el Jardín del Edén: «Su desobediencia [del hombre], su orgullo, su ambición, su poca templanza, su incredulidad, su curiosidad; de donde procedía el pecado original y toda esa corrupción de la humanidad, como fluían de una fuente todas las malas inclinaciones y transgresiones que causan nuestras muchas calamidades a nosotros infligidas por nuestros pecados... la melancolía es, por tanto, un castigo para los malvados: Pablo, Rom 2-9: "Tribulación y angustia para todo ser humano que obra el mal"». Así que no hay escapatoria. Dice Robert Burton que incluso las personas sabias, afortunadas y prósperas sufrirán de melancolía: «De este temperamento de melancolía ningún hombre vivo está libre, ningún estoico, ningún sabio, nadie que sea feliz, nadie que sea paciente, generoso, devoto ni divino que pueda hacerse valer; por muy sereno que eaté, en mayor o menos medida, en uno o en otro momento «ntirá su dolor... Q. Metelo, a quien Valerio pone como ejemplo de toda la felicidad, "el hombre más afortunado que entonces vivía en la más floreciente ciudad de Roma, de noble descen- dencia, una persona decente, bien cualificado, sano, rico, ho- norable, senador, cónsul, feliz con su mujer, feliz con sus hi-

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jos", etcétera, aun así este hombre no quedó desprovisto de melancolía y sufrió pena... por una pinta de miel probablemente conseguirás cinco litros de hiél, por un poquito de placer medio kilo de dolor, por una pulgada de júbilo un metro de gemido; como la hiedra en el roble, estas penas rodean toda nuestra vida». Esto mismo es enormemente esperanzados si estás deprimido, dice, no es que te pase nada malo. ¡Es natural! En la Edad Media el pecado de la pereza estaba muy unido a la melancolía. La palabra original para el séptimo pecado capital era acedía, que tenía un significado parecido a la tristeza. Como dice Tilomas Pynchon en su ensayo de 1993 Nea- rer, My Coach, to Thee sobre este tema: «Acedía significa pena en latín, autodirigido de forma deliberada, apartado de Dios, una pérdida de la determinación espiritual que después es infundida en el proceso, que producía poco después lo que comúnmente se conoce como culpa y depresión y que finalmente nos empuja a no hacer nada, en la forma de pecado venial y de mal criterio, para evitar el malestar». Acedía era una renuncia radical a la vida y se aplicaba a aquel monje que sintiera que no había nada que mereciera la pena, que perdía progresivamente la fe y que se descuidaba en sus prácticas o mientras se lamentaba, «¿Qué sentido tiene?», cuando un hermano trataba de sacarlo de su celda. La pereza era el peor de los pecados porque conducía a todos los demás. Así que, dicho de otra forma, la depresión era un pecado — lo que debe haber dificultado doblemente hacerle frente: porque no es sólo que estuvieras deprimido, sino que también eras consciente de haber cometido un pecado capital al estarlo— y te hacía sentir aún más pecador, y así hasta el séptimo círculo del infierno. Entre las causas de la melancolía Robert Burton enumera la mala dieta. La carne de cerdo, de cabra, de vaca, de venado, el pescado, las legumbres, los tubérculos, los pepinos, las calabazas, el pan y el vino... parece que todo es malo. Quizá la cerveza sea más suave: «Es una bebida más saludable

E LOGIO DE LA MELANCOLÍA

—así lo dijo Polidoro Virgilio— y agradable, es más sutil y mejor porque el lúpulo que la enrarece tiene una especial virtud contra la melancolía, tal y como confiesan nuestros herbolarios». Personalmente yo también creo que la cerveza es un eficaz antídoto contra la bilis negra. Otra de las soluciones de Robert Burton es la alegría: «En mi opinión, nada está tan presente, nada tiene tanto poder ni es tan apropiado como una taza de una bebida fuerte, el júbilo, la música y la compañía alegre». Dice de la música que es «una cura poderosa contra la melancolía, para levantar y revivir el alma lánguida». Este es el poder del jazz, del rock and roll o de la música de baile moderna. Nos devuelve a nosotros mismos; es justo lo opuesto de la distracción: Todo lo demás son distracciones porque consisten en esperanzas y lamentos. La música nos devuelve al presente. Puede transformarte de forma literal. Y el blues, por supuesto, la banda sonora de la esclavitud, forja algo bueno y afirmador de la vida a partir de los tormentosos materiales que componen la tristeza. Una visión parecida de la melancolía aparece en textos medievales que recomiendan tener pensamientos alegres para disfrutar de una buena salud y fomentar lo que la historiadora Linda Paterson llama «una disposición deliberadamente alegre». El trovador del siglo XIII Peire d'Alvernha, por ejemplo, escribió: «Porque la tristeza y la profunda melancolía no producen nada bueno ni actos de valor, sino sólo daño y alteración; porque igual que toda frustración perjudicial surge de la codicia, todas las acciones malvadas surgen del mal humor habitual. Cualquiera que desee tener alegría deberá por tanto mantenerse en el buen camino y dejar la tristeza y las viles miradas a los villanos y a los infames gruñones». Hoy día han desaparecido la buena compañía, el buen ánimo y la buena cerveza como curas. La melancolía se ha profesionalizado, se ha convertido en un producto, se ha industrializado. Se ha transformado en una «afección» con una cura química muy costosa. Aquí están los cinco principales: Prozac, Zoloft, Paxil, Wellbutrin y Effexor, nombres todos ellos que suenan a galaxias lejanas de un espisodio de Star Trek.

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De otro mundo; maná del cielo y realmente poco atractivos, estériles, antisépticos, fríamente racionales, nada románticos ni placenteros. Estas pastillas producen los más gigantescos beneficios para sus distribuidores, los gigantes de los fármacos como GlaxoSmithKline, Wellcome, Pfizer y todos los demás. La depresión es un gran negocio. En 2000 las ventas de antidepresivos sobrepasaron los diez mil millones de dólares en Estados Unidos y esa cifra se dispara cada año. Se calcula que en el Reino Unido una de cada veinticinco personas toma antidepresivos, así como sesenta mil niños, el mercado emergente. Es una industria en crecimiento. ¡Compra acciones de la depresión! ¡Dinero a partir de la tristeza! ¡Beneficios a partir del dolor! Aunque es ésta una excelente noticia en caso de que seas director o accionista de alguna de las gigantes industrias farmacéuticas, es causante de un enorme gasto para el Servicio Nacional de Salud del Reino Unido y para los estadounidenses con su seguro de asistencia sanitaria privada —y a cambio, su seguro de asistencia sanitaria privada hace que la gente se mantenga en trabajos que odia—. ¿Y están haciendo algún bien? Un estudio reciente incluso llegó a relacionar el uso de antidepresivos con el suicidio y parece ser que en el Reino Unido somos tantas personas las que los tomamos que han llegado a entrar en el suministro de agua a través de nuestros excrementos y nuestra orina, y han aumentado la posibilidad de que aún seamos más los que los ingerimos de lo que se cree. Otros fármacos como Ativan y Xanax están vendiéndose como fármacos contra la ansiedad, drogas que te ayudan a combatir el pánico. Por supuesto, nadie sugiere nunca que la culpa de tu depresión puede que no esté en ti sino en las cosas que se espera que hagas en nuestra sociedad tan tremendamente competitiva, meritocrática, basada en el dinero y pecaminosa. Sí, estás deprimido, pero la culpa es del mundo, no tuya. Así que no cambies para poder integrarte en un mundo inútil; en lugar de eso cambia tu mundo. Un amigo mío que «sufre depresión» es John Moore. En su caso la afección tiene el nombre de «trastorno bipolar»,

E LOGIO DE LA MELANCOLÍA

pero creo que es más elegante, respetuoso, noble y agradable llamarlo melancolía. En un libro anterior describí a John como el hombre más perezoso del mundo. Lo que no mencioné antes es que John tiene un temperamento taciturno crónico. Su bilis es negra. Cuando su ahora ex mujer trataba de sacarlo de la cama por las mañanas él respondía: «Saldré de la cama cuando haya algo por lo que merezca la pena levantarse». Como dice Robert Burton: «Es una creencia popular que un hombre melancólico no puede dormir demasiado... nada les hiere más o es mayor causante de su enfermedad que caminar». Sí, bueno, los holgazanes conocemos esta sensación: Victoria me reprende todos los días por ponerme de malhumor cuando camino. John ha estado tomando antidepresivos durante más de cuatro años. Dice que comenzó a tomarlos como consecuencia de la presión del entorno; su melancolía lo volvió incapaz de funcionar en el mundo: «Creo que comencé a tomarlos para que vieran que los tomaba, porque me decían que mi depresión era inaceptable. Necesitaba demostrar que estaba dando pasos para convertirme en un espectador de la televisión. Tienes que estar medicándote para poder ver Pop Idol1 y Factor X. »Quiero dejarlos pero soy físicamente adicto. Por tanto, tendría que pasar el síndrome de abstinencia, y es difícil encontrar el momento para hacerlo cuando estás en plena rutina laboral. Mi médico me dijo que no tenía por qué dejarlos, que hay gente que los toma durante toda su vida». Los médicos dicen esto. La industria farmacéutica de Estados Unidos se gasta el 17 por ciento de su facturación en marketing y publicidad. En 1998 esa cifra ascendió a siete mil millones de dólares. Eso consiste principalmente en viajes a Barbados para jugar al golf y una infinita provisión de¿>olígrafos y cuadernos de notas para esos vendedores de drogas pagados por el estado llamados médicos de cabecera. |

1

El programa de televisión Pop Idol es el equivalente inglés al de Operación Triunfa en

España, (N. del 'I'.)

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El efecto mental es sutil: si antes sentías una profunda emoción, hace que las cosas se enderecen. Pero no hacen nada para solucionar el problema. Para mí son como tiritas, un trabajo chapucero: los antidepresivos son sinónimos de chapucería y poca calidad. La visión de todo un mundo tomando antidepresivos es realmente deprimente: los antidepresivos hacen que la vida sea más calmada. Te ponen anteojeras. Tratan de volver a moldearnos a todos, nos dan la misma forma, de modo que podamos seguir funcionando en la sociedad, trabajemos sin quejarnos y de manera irreflexiva. Esta remodelación hace que enfermemos y nos deprimamos y así sucesivamente. Norman Mailer escribió sobre los aficionados al jazz que en la década de los cuarenta combatían «la muerte lenta que causaba la conformidad, mediante cualquier instinto rebelde y creativo que estuviera reprimido —ninguna fundación de investigación del cáncer descubrirá nunca el daño causado a la mente, el corazón, el hígado y los nervios—...». Moore es de la opinión de que deberíamos entregarnos a nuestra bilis negra, aceptarla y aprender de ella. Dice en su caso que, igual que es seguro que la primavera sigue al invierno, las tristezas duran unos meses y después vuelve a emprender un periodo de felicidad y creatividad: «Tienes las cosas mucho más claras. Es como pescar, vas por debajo de la superficie y sacas cosas que son muy útiles. No habríamos tenido ningún John Keats, Lord Byron ni Mary Shelley si hubieran tomado Prozac. La sociedad necesita maníacos depresivos que saquen sus tesoros del infierno, los pulan y los conviertan en cosas bellas y relucientes. Lo que la solución ortodoxa de las pastillas y la ocultación completa olvidan es el hecho de que puede haber algo placentero e incluso útil en la melancolía. La descripción de Robert Burton de los placeres prefigura a los poetas románticos que dan vueltas por tierras remotas y después recuerdan su emoción con calma: «... más placentero es al principio, para aquellos que son dados a la melancolía, estar tumbado en la cama días enteros y quedarse en sus aposentos, caminar

E LOGIO DE LA MELANCOLÍA

a solas por alguna arboleda solitaria entre los árboles y el agua, junto a un arroyo, meditar sobre algún tema agradable y placentero que les afectará mucho... un placer mucho más incomparable es el de estar melancólicos y construir castillos en el aire, sonreír para sí mismos, e interpretar una infinita variedad de personajes que suponen e imaginan que representan». Así que en lugar de rechazarla una forma útil de enfrentarse a la melancolía sería entregarse a ella. De hecho creo que el simple hecho de cambiar el nombre de depresión por el de «melancolía», que es un término mucho más colorido y expresivo, puede ser muy útil para disiparla. «Trastorno bipolar» suena a enemigo. Hay algo bonito en la melancolía; tiene cierto aire a velas, a amor romántico, a desván, a hojas a medio escribir que se caen de la mano, a suspiro nostálgico, a camisas blancas ondeantes, a la muerte de Chatterton, el niño poeta. La melancolía es la recreación de la depresión. En lugar de decir «estoy deprimido», simplemente di «hoy me siento taciturno, así que mejor me quedo en casa o me voy a dar un paseo por el huerto». Después recrea tu tristeza como un acto creativo. También creo que el problema de los fármacos, la terapia y los libros de autoayuda está en que ponen una carga muy pesada sobre el individuo. Dicen que tú estás trastornado, que es tu culpa, que estás loco, que eres anormal, que sufres un desequilibrio químico, que estás descentrado, desviado y, por tanto, debes curarte y hacer que te integres en la sociedad. Pero ¿no podría ser igualmente cierto que no sea culpa de la persona sino de la sociedad en la que vive, con sus malditos timbres de teléfono y su obsesión por el trabajo? El mundo está loco, no yo. La revolución del individuo como alguien liberado de la colectividad ha llevado a que se aprieten las cadenas forjadas por la mente. A esto se podría objetar que hay una con tradición en lo que digo: Culpo a la sociedad de nuestra depresión y ™D a la persona; culpo al capitalismo, a la Cosa, al Concepto, a la Combinación -o como queramos llamarlo— de nuestra tristeza;

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y afirmo que cada hombre es individualmente responsable de su propia vida y que debemos dejar de buscar culpables. Bien, pues en esta paradoja está la verdad. Somos tanto la causa como el efecto del capitalismo. Cuando culpo a la sociedad también culpo a la persona porque nosotros, como individuos, somos cómplices de la creación de la misma sociedad que nos oprime. Por tanto somos nuestros propios opresores y por eso, de forma simultánea, sin duda alguna no es culpa nuestra y radicalmente sí que lo es. Por cierto, también podemos congratularnos por la creación de las cosas buenas de la sociedad. La respuesta más simple es aceptar nuestra responsabilidad y actuar en consecuencia. Dejar el trabajo, negarnos a votar y no tomar productos farmacéuticos: éstos no son actos de apatía sino de un nuevo compromiso radical con la sociedad y contigo mismo. En realidad es de perezosos y apáticos ser un empleado, votar y tomar Prozac porque al hacerlo hemos entregado el control de nuestras vidas a otros y aceptamos de manera implícita que somos más o menos inútiles a menos que nos adaptemos a un modelo previamente planeado de cómo debemos actuar. Estos son actos de rendición. Una vez que te separas de las estructuras que te atan descubres que comienzas a crearte una nueva vida basada en la confianza en ti mismo. Y esa confianza te ayudará, más que el método de la tirita, a aceptar tu melancolía, en lugar de intentar hacerla desaparecer con drogas. En cualquier caso los fármacos no funcionan: un estudio tras otro confirma que los placebos tienen el mismo efecto que las pastillas y que es el mismo cuerpo el que consigue recuperarse. Los buenos médicos también ayudan: si un paciente confía en un médico, es más probable que el cuerpo se cure. Un truco muy simple para aquellos que busquen un antídoto contra la melancolía es dedicarse a hacer algún trabajo físico. La fabricación de pan, el trabajo en el jardín, la carpintería: todas estas cosas son productivas, creativas y utilizan el cuerpo. Unen el cuerpo con el alma; son actos de armonía. Puede que te sorprenda oír a un holgazán que te recomienda

E LOGIO DE LA MELANCOLÍA

las ventajas del trabajo físico, pero no hay duda de que ayuda. Tenemos que sustituir el trabajo que destruye el alma por el que crea alma. Keats, en su «Oda a la melancolía» (1820), aconseja no emborracharse —lo que él llama Leteo— y no tomar antidepresivos —lo que él llama matalobos y hierba mora—. En lugar de ello, sugiere salir a dar un paseo y ver las flores y reconocer que la melancolía es hermana de la alegría y que debe ser abrazada: 1 No, no vayas al Leteo, no retuerzas matalobos de raíz apretada para obtener su vino envenenado; y que no sufra tu pálida frente el beso de la hierba mora, uva rubí de Proserpina. No hagas tu rosario con las bayas del tejo, ni permitas que el escarabajo ni la mariposa oscura sean tu triste Psique, ni que el blando buho forme parte de los misterios de tu tristeza: porque sombra y más sombra vendrá como el sueño, y anegará la despierta angustia del alma. 2

Pero cuando el ataque de la melancolía sobrevenga de repente del cielo como nube llorosa que nutre a las flores de inclinadas corolas y cubre la colina con sudario de abril, sacia entonces tu pena en la rosa de la mañana o en el arco iris de una ola de sal y arena, o en la abundancia de redondas peonías, o si tu amada muestra algún vivo enojo, toma su suave mano y deja que delire y nútrete hondamente de sus ojos sin par. 3 Ella vive con la Belleza —Belleza que ha de morir, y con la Alegría, que siempre está despidiéndose

C ÓMO SER LIBRE

con la mano en los labios; y el Placer doloroso que mientras se liba se convierte en veneno. Ay, en el mismo templo del Gozo la velada Melancolía ostenta su trono no visto más que por aquel que con poderosa lengua revienta la uva de la Alegría contra su fino paladar. Su alma probará la tristeza de su poder y expuesta quedará entre sus trofeos. TIRA LAS PASTILLAS A LA BASURA

XVIII

Deja de quejarte: alégrate

«No tiene sentido quejarse, ya que nada ajeno a nosotros ha decidido lo que sentimos, vivimos, o somos».

JEAN PAUL SARTRE, El ser y la nada, 1943

«Señor, nunca me he quejado del mundo ni creo tener motivos para quejarme. Prefiero maravillarme por tener tantas cosas».

JAMES BOSWELL, La vida del doctor Samuel Johnson, 1781 Cuando leía El ser y la nada de Sartre me sorprendió descubrir lo útil que es la filosofía existencialista cuando se aplica a la vida. A primera vista el libro parece tremendamente abstracto y técnico, toda esa charla sobre el ser para-sí y ser pa- ra-otro, sobre la facticidad y la esencia. Pero en el centro del proyecto se nos hace la simple súplica de que nos responsabilicemos de nuestras vidas y nos demos cuenta de que elegimos cómo reaccionar ante las situaciones y que podemos elegir ser libres si así lo deseamos. Si en el corazón del hombre está la nada, algo que también contempla Tomás de Aqui-

CÓMO SER LIBRE

no, nos corresponde a nosotros darle un sentido. Con pereza percibimos que el único sentido del que disponemos es el que domina en la sociedad, los mitos que nos son impuestos, el concepto burgués. Pero incluso una mirada superficial a las sociedades a lo largo de la historia y en otras culturas del mundo debería ser suficiente para convencernos de que la forma en que hacemos las cosas en el occidente industrializado es tan sólo una forma de hacerlas entre un número infinito. Por ejemplo, yo no puedo quejarme —aunque lo hago— por ser explotado como autor de este libro. Al ofrecérselo a una gran empresa he aceptado recibir el 10 por ciento del precio de su venta y otros compartirán el 90 por ciento restante. Esto se dividirá entre varios especuladores que esperan sacar un dinero extra de mis palabras. Se trata de la editorial, el distribuidor y el comerciante minorista. Podría quejarme por ello pero, como he decidido entrar en el sistema, no tiene sentido hacerlo. En lugar de esto podría responsabilizarme completamente de mi libro y publicarlo yo mismo. Podría viajar por todo el país para visitar librerías y sugerir que hicieran sus pedidos. Quejarse significa evitar la responsabilidad. Y la gente se beneficia de ello económicamente, especialmente los abogados. En los divorcios los abogados animan a cada cónyuge a culpar completamente al otro de los problemas de la relación que los han llevado hasta ahí. Los abogados son expertos en quitar responsabilidad al demandante al decir a su cliente que no tienen la culpa en absoluto y que la otra parte está majareta. Esta clase de cosas se vuelve adictiva; «Los abogados son como la heroína», dice mi amigo Bill Drummond y, según mi experiencia, es verdad. Te hacen sentir bien, te hacen querer cada vez más de lo que ofrecen y son muy, muy caros. Le digo a mi hijo Arthur que en realidad no tiene por qué ir al colegio si no quiere. Hay otras formas de educarlo y criarlo. Si va al colegio es porque ha decidido hacerlo. Un soldado decide aceptar que le puedan llamar para ir a combatir en una guerra y, en consecuencia, acepta la posibilidad de morir o caer herido.

D EJA DE QUEJARTE :

ALÉGRATE

De todos modos todos nos quejamos. Por ejemplo, yo me quejo constantemente de los impuestos y la burocracia. Estoy seguro de que puede existir cierto placer en el hecho de quejarse. Mi amigo Murphy dice: «Pero a mí me gusta quejarme». Bueno, está bien, supongo. Si te gusta quejarte en realidad te estás responsabilizando de tu queja y estás reconociendo que lo es, que no se trata de una respuesta racional y objetiva a la realidad que te rodea. Podemos indignarnos por los niveles de explotación, brutalidad y control. Podemos quejarnos de ellos, pero también tenemos que ser conscientes de nuestra complicidad en la creación de esta situación. Si te quejas de tu trabajo deberías dejarlo y crear tu propio trabajo. Recientemente descubrí algo de las mujeres que me impresionó. Parece ser que cuando se quejan no buscan soluciones. Simplemente quieren quejarse y hacer que sus maridos las consuelen, las compadezcan y estén de acuerdo en lo horrible que debe ser todo para ellas. Lo último que quieren es lo que normalmente les dan sus maridos, que es un consejo. No quieren que se les diga «Haz un cursillo» ni «Busca un trabajo». Sólo quieren quejarse. A la mayoría de los hombres comunes esto les parece una locura. Pero es así. Y quizá el reconocimiento de que el hecho de quejarse es en cierto sentido placentero es bueno porque celebra ese hecho. Victoria dice que mi equivalente a la queja es soltar tacos. Al hacerlo libero mi ira y después vuelvo a la normalidad. La solución está en guardarte algunas de tus quejas para ti mismo y sencillamente sustituir las cosas que odias por cosas que te gustan. Así, en lugar de ir al supermercado, yo tengo ahora un huerto, amigos que vienen a casa, libros, un caballo y gente que yo he elegido. Evita la escoria. No le hagas caso. Es cierto que el mundo es una mierda y que está lleno de cosas de la peor calidad imaginable. Así que no le hagas caso y construye un mundo agradable de cosas de buena calidad. Si yo tengo una cuenta corriente no puedo quejarme de tener que pagar intereses y comisiones al banco, pero está cía-

CÓMO SER LIBRE

ro que, como banco, va a intentar sacarme, y lo va a conseguir, la máxima cantidad de dinero que le sea posible. Es un banco; ésa es su naturaleza. En su lugar yo podría no tener una cuenta corriente ni una tarjeta de crédito. Una de mis grandes quejas es de las estaciones de servicio. Me parece que cuando visito estos lugares de mala muerte llenos de porquerías caras experimento una oleada de esnobismo con respecto a los demás. Pobres bobos, pienso, se dejan engañar por todas estas estupideces. Después me doy cuenta de que yo también me dejo engañar por todas estas tonterías, así que, ¿qué demonios me da derecho a sentirme superior a los demás? «¿Quién demonios es toda esta gente?» nos quejamos cuando estamos en un atasco en la carretera. Pues somos nosotros. No podemos separarnos de los demás. En otros momentos en los que he decidido estar de buen humor me siento en el autobús mientras voy por Oxford Street y disfruto absolutamente con la cantidad de vida que me rodea. Quejarse es quizá el primer paso. Pero hay distintos tipos de quejas. Existe la queja que simplemente se deshace de la culpa y esquiva la responsabilidad y existe la queja responsable o la queja positiva, como queramos llamarla. Como ha dicho Penny Rimbaud: «Nuestras vidas son únicas e in- trínsicamente nuestras. Es una responsabilidad que pocos parecen decididos a soportar». Si la queja conduce a la aceptación de la responsabilidad, puede ser un acto positivo, un paso en la dirección correcta. En el Reino Unido ha aparecido recientemente una nueva expresión, una pequeña frase que surge con bastante regularidad en las conversaciones y que no recuerdo haber oído con anterioridad a los últimos tres o cuatro años. A primera vista parece sospechosamente positiva pero, si la pensamos bien, me parece que muestra una celebración existencial de todo aquello en lo que consiste la vida. La expresión es: «Estará bueno», que quiere decir que es parte de la vida y ¿quién soy yo para decir que una cosa es mejor que otra? ¿De verdad es Florencia mejor que Swindon? Una gran ventaja de ser es

D EJA DE QUEJARTE :

ALÉGRATE

critor es que cuando ocurre algo malo simplemente pienso: «Bueno, es buen material». Últimamente, cuando he tenido que ir a juicio por conducir sin seguro, decidí disfrutar de la experiencia en lugar de quejarme de ella. Celebra lo malo, celebra lo bueno porque incluso pueden llegar a ser la misma cosa. De cualquier manera me libro.

DA GRACIAS POR LO QUE TIENES

XIX

Vive sin hipotecas: conviértete en un nómada feliz

«Verás de mis pocas explicaciones que las propuestas "Dios es el mal" y "la propiedad es un robo" no son meras paradojas. Aunque mantengo su sentido literal no deseo convertir en un crimen el hecho de creer en Dios más de lo que deseo abolir la propiedad». PLERRE-JOSEPH PROUDHON,

1864

¡Ojalá pudiera librarme de esta maldita hipoteca! Cuando doy charlas sobre los placeres y ventajas de la holgazanería siempre me preguntan: «¿Qué pasa con la hipoteca?». La gente menciona sus hipotecas como la razón principal por la que se dedican a un trabajo que no quieren hacer. «Está muy bien hablar de sentarse a no hacer nada —dicen—, pero yo tengo una hipoteca». Está claro que la hipoteca se ha convertido en un símbolo de represión. «Sólo tengo que pagar la hipoteca, después quedaré libre», dicen. Ahí está, el monstruoso elefante de la hipoteca sentado en mitad de nuestro camino, reteniéndonos. La propiedad, ¡promesa de libertad y salvadora de la esclavitud! Pero ¿qué es la hipoteca? No es más que una deuda muy grande que contraes para poder vivir en una casa o en un piso. Como la deuda se devuelve a los veinticinco años, los tipos de interés son relativamente bajos comparados con los

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préstamos a corto plazo. Nos comprometemos a un pago mensual de la deuda. Basamos el tamaño de la deuda en nuestros ingresos actuales y quizá en nuestra esperanza de tener mayores ingresos en el futuro. Se supone que tener una deuda es lo más sensato porque se dice que al final tendrás la totalidad de tu propiedad. Sustentar la hipoteca es, por tanto, la idea de una nación de propietarios. Pero para conseguir este sueño de la propiedad le damos la mejor parte de la misma al banco. Así que la idea de que poseemos una casa es un mito —el crédito será en total mayor que el verdadero cuando acabe el plazo—. Por ejemplo, sobre una hipoteca de doscientas mil libras habrás pagado más de doscientas cuarenta mil en intereses cuando acabe el plazo. Por tanto el banco te ha vendido doscientas mil libras a un precio de cuatrocientas cuarenta mil —eso sí que es un margen de beneficio—. Y todo esto si suponemos que los tipos de interés son bastante bajos y constantes —pero es posible que, sin que tú tengas ninguna culpa en absoluto, el tipo de interés suba—. Durante un tiempo nos tomaron el pelo con el sistema de inversiones, mediante el cual se hacía un pago adicional cada mes y se invertía en bolsa. Después —muy tarde o demasiado tarde para muchos— se descubrió que era una estafa masiva. La gente se opone en principio a alquilar porque dicen que estás «tirando el dinero por el desagüe», pero el sistema hipotecario es una forma organizada de tirar el dinero por otro desagüe, el que poseen los usureros. Las mismas cosas con las que nos equipamos para que nos den seguridad —una casa— sólo parecen ofrecernos en su lugar preocupación y la sensación de estar atrapados. Pero ¿por qué tiene que ser así? Según la sabiduría popular —podría decir el «lavado de cerebro» puesto que en nuestra arrogancia hay veces en que pensamos que esta idea se nos ha ocurrido a nosotros solos— se supone que debes contratar la mayor hipoteca que te sea posible. Leí a una nauseabunda pareja de Notting Hill perteneciente al partido conservador que dijo que «habían estirado todos los músculos financieros» para poder comprar su modesta casa adosada en ese elegante ba

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rrio del oeste de Londres. Aparte del hecho de que deberían ser expulsados de la buena sociedad por decir algo tan vomitivo como «estirar todos los músculos financieros», la idea que se esconde detrás parece ridicula: haz de tu vida una miseria perpetua para fingir que tienes suficiente dinero como para vivir en un barrio elegante de la ciudad. Y como los propietarios tienden a contratar hipotecas que están muy lejos de lo que se pueden permitir, la riqueza les hace sentir pobres. He perdido la cuenta de la cantidad de parejas de clase media con éxito y con altos ingresos que he conocido y que han decidido vivir en enormes palacios financiados con deudas gigantes y después quejarse de la hipoteca, del dinero y del horrible sufrimiento de sus vidas, como si no hubieran tenido otra opción. Pues hay muchas alternativas, tanto prácticas como de actitud. Consideraremos las alternativas prácticas a las hipotecas pero también la forma mediante la cual hemos forjado unas cadenas en nuestra mente a partir de la hipoteca, y veremos que librarnos de ellas no nos cuesta en realidad más de una milésima de segundo. Y voy a recomendar también, tanto aquí como en cualquier otro lugar, la visión de la vida de coste mínimo, mínimo esfuerzo y gran diversión conocida como permacultura. Por supuesto alquilar es la alternativa obvia a la contratación de una hipoteca. Nosotros hemos alquilado nuestra casa de Devon mientras hemos vivido de alquiler en nuestra casa de Londres durante cuatro años y pese a tener el inconveniente de que no arreglas la casa tanto como si fuera tuya, tiene la ventaja de ser extremadamente barata, puesto que aunque el alquiler puede ser igual o incluso mayor que el de los pagos de intereses de la hipoteca, no existen gastos de mantenimiento, ni tienes que cambiar la caldera ni cosas así. El propietario se ocupa de esas cosas. El alquiler podría ser la alternativa razonablemente perfecta a la compra si los alquileres a largo plazo fueran por periodos más largos y los otros más baratos. Lo que ha ocurrido durante los últimos veinte o treinta años es que las fuerzas

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del mercado han eclipsado cualquier tipo de factor humanitario. Estamos todos expuestos a las hondas y flechas del mercado y todos tenemos que convertirnos en pequeños capitalistas —por ejemplo, si nos hacemos con una pequeña cantidad de dinero y pedimos después enormes créditos que financien la expansión— para ocupar nuestro lugar en la agresiva sociedad meritocrática. Los alquileres han incrementado su precio y los que son a largo plazo pueden normalmente ser cancelados si lo notificamos con un mes de antelación. Como arrendatario estás completamente sujeto a los caprichos imprede- cibles del capitalismo de mercado. Esto dificulta que se puedan echar raíces. Si tuviéramos un sistema de alquileres por periodos más largos, como por ejemplo, treinta o cuarenta años, y los alquileres de periodos cortos tuvieran precios más bajos, el alquiler sería una buena alternativa. El grupo de Bloomsbury, por ejemplo, alquiló la casa de Charleston y se responsabilizó de su mantenimiento. John Seymour alquiló la ruinosa casa de campo de un granjero. Hizo todas las reparaciones y le pagaba un modesto alquiler. La gente de la organización Crass alquiló la casa Dial en Essex durante treinta años. Alquilar también significa que no necesitas pagar una entrada. Conseguir esta entrada significa un desagradable esfuerzo para muchas personas. No es tanto la propiedad lo que queremos como un lugar donde poder vivir sin el miedo a que nos echen en cualquier momento, un lugar donde plantar árboles frutales y cultivar verduras, un lugar donde podamos tener gallinas. En la Edad Media los alquileres solían ser bajos, puesto que las propiedades solían ser administradas por los monjes. Incluso las casas señoriales tendían a ser propietarios más amables de lo que normalmente se piensa. En The common stream, la historia de Roland Parker sobre el pueblo de Foxton en Cambrid- geshire, podemos ver alquileres anuales de minifundios de ciento diez hectáreas por un penique, cantidad que podía ser la centésima parte de los ingresos anuales del campesino. Imagínate pagar hoy día trescientas libras al año por una granja de cuatro hectáreas. La tierra estaba distribuida de una forma

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más uniforme. En Foxton había veintisiete familias que compartían trescientas cuarenta hectáreas de terreno. Los propietarios de casas señoriales y los monjes no eran como los promotores inmobiliarios de la actualidad; no compraban y vendían propiedades con la intención de conseguir enormes beneficios económicos. Eran los administradores a largo plazo de los inmuebles y de los terrenos que en ellos se incluían. La institución —ya fuera una familia o un monasterio— estaba obligada a sobrevivir a cualquier individuo. Por tanto el mantenimiento quedaba incorporado al programa. Rowland Parker encuentra ejemplos de alquileres invariables durante quinientos años; también había alquileres nominales, es decir, por nada. Como en otros aspectos de la vida el mantenimiento de una comunidad sana, una comuna, era más importante que el enriquecimiento y los alquileres bajos durante largas temporadas solían facilitar la armonía local. En Masterless Men, su estudio sobre los vagabundos en el periodo comprendido entre 1560 y 1640, A. L. Beir apunta que: «... en la Alta Edad Media los pobres estaban relativamente arraigados a la tierra. Antes de la mitad del siglo xvi mantenían huertos y pequeñas granjas donde aún cultivaban algunos alimentos... cuidaban ganado en los ejidos; y complementaban sus ingresos con trabajos ocasionales en la industria artesanal. Cuando pasaban por una mala racha no hay duda de que recibían ayuda de sus parientes, vecinos y amigos». Fue a finales del siglo XVI y principios del XVII cuando este sistema comenzó a desaparecer. Dice Beir: «Todos los hábitos en la agricultura de los pueblos con sistema de campo abierto pasaron de seguir un patrón comunal a otro individualista». En el siglo xvi, dice, los nuevos terratenientes incrementaron el precio de los arrendamientos e impusieron nuevos impuestos y «hacia 1600 el recurso más importante del país había quedado fuera del control del pueblo inglés». La Edad Media fue testigo de una proliferación casi comunista de la propiedad o del arrendamiento. En Chippenham, por ejemplo, la proporción de inquilinos sin tierra aumentó

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de un 3,5 por ciento en 1279 a un 32 por ciento en 1544, llegando hasta un 63 por ciento en 1712. Desarraigado de la tierra, el campesino pobre «dejó de formar parte de la economía señorial». Antes de 1600 el campesino medio vivía muy bien. Era más libre de lo que normalmente se piensa. Vivía exactamente la misma vida que los corredores de bolsa de la actualidad desean: una casa grande en el campo con caballos, animales y tierras. Sólo que el campesino no tenía que trabajar en la ciudad como un esclavo desde las siete de la mañana todos los días laborables para poder conseguirlo: simplemente tenía que trabajar un día o dos a la semana en la finca de su señor. Cada campesino tenía su propio acuerdo con el terrateniente. Aquí tenemos dos ejemplos del siglo XIII citados por Rowland Parker: «Thomas Vaccarius tiene tres hectáreas y media de terreno con una casa y cada año debe trabajar cien días, arar media hectárea y ocuparse de su mantenimiento cuando sea necesario. Recibirá una gallina y segará y amontonará la paja. Sus servicios se pagarán a diez chelines al año y pagará tres peniques por el arrendamiento. John Aubrey tiene siete hectáreas y media de terreno con una casa y debe trabajar cincuenta y dos días al año, deberá arar dos días y ayudar en la cosecha otros dos, segar dos días el prado, transportar el heno, gradar el campo de avena con sus hombres y recibirá una gallina y dieciséis huevos. Sus servicios se pagarán a nueve chelines y ocho peniques y pagará dos chelines y seis peniques por el arrendamiento». Thomas Vaccarius pagaba una pequeña fracción de su salario por el alquiler de sus terrenos de tres hectáreas. Trabajaba solamente dos días a la semana. John Aubrey tenía siete hectáreas y media de terreno y sólo tenía que trabajar un día a la semana y por ello, según los valores de hoy día, se le pagaba treinta mil libras al año —que ponían su alquiler a siete mil libras, una cantidad modesta para un terreno tan grande—. El resto del tiempo John y Thomas trabajarían en sus parcelas y se dedicarían a algún tipo de oficio o a varios, por lo que ganarían más dinero.

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Después llegó el ruin atentado que Enrique VIII y el puritanismo ejercieron sobre las antiguas costumbres. La hipoteca, que coloca sobre el individuo toda la carga de la compra de una casa, es el resultado lógico de la individualización de la propiedad. Pero la realidad es que cuando nos venden la idea de que todos debemos ser propietarios de nuestra propia casa, sencillamente hemos caído en una gigante estafa usurera. Tenemos que difundir la propiedad de la tierra, prohibir las mezquinas hipotecas, estabilizar los alquileres y bajar los precios de la vivienda. Quizá podríamos hacerlo sencillamente perdiendo el interés por el enriquecimiento. Y los propietarios tienen que convertirse en patrones amables que no están interesados en los beneficios. Un buen papel que podrían realizar los ricos es el de dejar sus propiedades a los demás con alquileres bajos y de larga duración. También tenemos que dejar de desear constantemente casas más grandes. Una de las cosas más atractivas de la permacultura es que te enseña a sacarle el máximo partido a lo que tienes y disfrutar de donde estás en lugar de culpar de tus problemas a la falta de espacio, de dinero o de tiempo. Hasta que llegue ese mágico día quizá te gustaría considerar la idea de ser un okupa. La ocupación ilegal tiene mucho sentido para el que busca la libertad. Los okupas no hacen más que ocupar edificios vacíos y vivir en ellos. Esto puede resultar bien. Un grupo de amigos estuvieron de okupas durante más de cinco años. Poco a poco fueron reformando la casa mientras aprendían el trabajo de la albañilería. No pagaban alquiler ni cuotas de hipoteca, así que acabaron con la principal motivación de tener que dedicarse a trabajos desagradables, lo que les llevaba a un mayor nivel de libertad. El grupo artístico Mutoid Waste Company convirtió la okupacwn en arte durante las décadas de 1980 y 1990. Vivían en casas okupadas por todo Londres, y más tarde en Berlín y en otros lugares de Europa. Se mudaban a almacenes abandonados donde pasaban el tiempo haciendo fantásticas esculturas de material de chatarra durante el día y después cele

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braban fiestas durante la noche; la verdad es que fueron los trovadores de aquella época. Al igual que san Francisco de Asís rechazaban el dinero y se dedicaban a viajar por el mundo como bufones y modelos de veracidad. Otra opción realista es la vida comunal. Juntarse con unos cuantos amigos y compartir una casa. Incluso podríais comprar una casa juntos y compartir el préstamo. O unirse a alguna comuna ya existente. Según Diggers and Dreamers, libro que enumera algunos experimentos de vida comunal que actualmente funcionan en el Reino Unido, existen en este país al menos dos mil quinientas personas que viven en más de cien comunidades y no me cabe duda de que la cifra real es muy superior a ésta, porque hay proyectos más informales que no son considerados. Busca cuatro casas adosadas juntas y derriba las paredes, como en la canción Help! de los Beatles. Cuando hemos sido estudiantes muchos de nosotros hemos compartido casa y es un sistema que, aparte de la inevitable mugre que se genera cuando cuatro jóvenes inútiles e irresponsables viven juntos, funciona razonablemente bien. Cuando crecemos llegamos a la determinación de que una de las ventajas de la esclavitud asalariada es tener nuestro pequeño piso propio, quizá compartido con una pareja, y huir de la situación de compartir casa se convierte en un asunto de estatus. Pero piensa en lo bien que podrían vivir juntos unos cuantos jóvenes bien domesticados. Hoy tenemos el ejemplo viviente de la casa Dial en Es- sex. Se trata de una casa de campo de cinco dormitorios con media hectárea de terreno y en un momento dado han llegado a vivir en ella hasta veinte personas. Sin embargo, ahora mismo son solamente tres. Esta casa es una prueba de lo que se puede conseguir con las personas más que con el dinero: según cualquier tipo de criterio la casa está bien decorada y los jardines están sencillamente espléndidos. Sus habitantes han construido cabañas y habitaciones adicionales en los jardines. Es un proyecto eficaz cuya única sorpresa es que la mayoría de la gente no ha captado la idea, una idea que, al fin y al cabo, no es más que un grupo de amigos que alqui

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lan juntos una casa. La casa es ahora propiedad de un sindicato que la compró cuando corría el peligro de caer en manos de promotores inmobiliarios. La idea que había detrás de la casa Crass era que debía seguir una política de «casa abierta»: dicho de otro modo, todos eran bienvenidos y a todos se les daría cobijo. En este sentido es un equivalente seglar al monasterio medieval, un lugar de paz y refugio donde hay también un ambiente de trabajo próspero — cocina, horno de pan, cultivos variados y fabricación de cosas—. Penny Rimbaud es su sacerdote seglar, mientras que su colega como artista y habitante de la casa, Gee Vaucher, es la madre superiora. El último proyecto de Penny es una cabaña de madera con un campanario y vidrieras. Es sospechosamente parecida a una capilla. Quizá guarda aún mayor similitud con la Hermandad del Espíritu Libre, aquellos bohemios del siglo XIV que vivían en grupo en lo que ellos llamaban Casas de Pobreza Voluntaria. Penny Rimbaud imaginó una nueva red de casas así por todo el país, todas ellas a un día de camino unas de otras. Creo que muchos de nosotros seguiríamos su ejemplo y abriríamos nuestras casas a los viajeros. Otra opción sería comprar una casa muy barata en mitad de la nada. Siempre puedes ir de viaje a la ciudad y quedarte en casa de algún amigo. Así tendrías una hipoteca muy pequeña. O podrías construirte tu propia casa. He oído que vuelve a haber casas con techos de paja. Cómprate una hectárea de terreno y constrúyete una pequeña casa. Después ve agrandándola a medida que pasen los años. Conviértete en arquitecto. Comparte los gastos con amigos. La otra pregunta que debes hacerte es: ¿necesitas una casa tan grande? Conozco a muchas personas de éxito que viven en la ciudad y que, en su deseo por tener una casa grande en el campo, tienen que cargar con las más enormes hipotecas, lo que quiere decir que literalmente se han convertido en esclavos de su trabajo. A pesar de ganar lo que a la mayoría de nosotros nos parecería un sueldo fantástico, sienten que tienen que cargar con esa deuda y recurren a todo tipo de estrategias maquiavélicas para

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mantener su trabajo o conseguir un ascenso. Ganan mucho dinero pero aun así están asustados. ¿Y para qué tener una casa grande? Lo cierto es que tienes que hacer frente a muchos gastos. Cuanto mayor sea la casa, más tendrás que trabajar. Más limpieza, más muebles que comprar, más gastos, más trabajo duro y más gravámenes. Una vez más yo recomendaría echarle un vistazo a la revista Permaculture, que está llena de ejemplos de personas que han creado su propio estilo de vida a bajo coste, en algunos casos construyéndose sus propias casas en lo más profundo de un bosque. El problema al que se tienen que enfrentar a menudo es el de las leyes de urbanismo. Por alguna loca razón, los encargados de la planificación urbanística permiten que un montón de antieconómicos supermercados atasquen nuestras ciudades, pero si intentas conseguir una licencia para construirte una cabaña de troncos en el bosque, es prácticamente imposible. Es obvio que las autoridades no soportan a las personas que quieren vivir libres. Otra alternativa es vagabundear. Libérate de la hipoteca y échate a la calle. Lo cierto es que ser vagabundo, como hemos visto, era algo socialmente aprobado en la Edad Media, en gran parte gracias al ejemplo de san Francisco y sus frailes mendicantes. No parece que Jesús tuviera que enfrentarse a los pagos mensuales de una hipoteca; fue un nómada que vivía gracias a la hospitalidad de otras personas. En la India actual tenemos el ejemplo de los sadhus, hombres santos y locos que llegan a un pueblo, se les da comida y cobijo durante unos días y después se van. Los indios no someten a los sadhus a programas de rehabilitación ni tratan de ponerlos a trabajar. No se compadecen de ellos porque sean personas sin techo ni se esfuerzan por incorporarlos a la sociedad seria. Es ahora cuando la Mutoid Waste Company debería llegar a la ciudad: deberíamos recibirlos con los brazos abiertos y no tratar de obligarlos a que consigan trabajos decentes. El problema de los vagabundos es que los grandes gobiernos no los soportan. Odian el caos, la indisciplina y la sensación de saber que hay personas que vagabundean por el país

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y hacen lo que quieren. Todos los gobiernos que aumentan su poder tienen una resentida forma de tomar medidas contra los vagabundos. Después de novecientos años de haberlos dejado en paz e incluso estimulado de forma positiva, los entrometidos, centralizadores, metódicos y ordenantes gobiernos del periodo Tudor introdujeron muchas leyes en contra de los vagabundos. El hecho de que el vagabundeo se hubiera convertido en un problema puede explicarse mediante dos factores: el primero es que tras la Reforma y las leyes de cercado de las tierras (Enclosure Acts), miles de personas habían sido expulsadas de sus trabajos mediante un proceso que hoy llamaríamos privatización. Se habían combatido los antiguos hábitos de funcionamiento colectivo. Así que había más mendigos. En segundo lugar éstos ya no recibían los cuidados de los monasterios ni de las grandes familias aristocráticas. Por un lado, los monasterios habían sido saqueados por los avariciosos nuevos ricos y, por otro, la tradición católica de la hospitalidad había sido minada por el emergente individualismo protestante. Una ética de trabajo diferente no logró tampoco comprender el propósito social del vagabundo. En 1565 el representante del gobierno sir Thomas Smith escribe: «Sin tener alquiler ni vivienda para mantenerse, vive como un holgazán, se le informa de que se le puede enviar a la cárcel y a veces se le envía, otras veces, por el contrario, se le castiga como vagabundo recurrente: tanto aborrece nuestra política la holgazanería». Cuando las cárceles se llenaban de vagabundos recurrentes las autoridades decidían enviarlos a las nuevas plantaciones de Jamaica, donde serían contratados durante siete años. Se ha dicho que eran tratados peor que los esclavos porque a los dueños de los esclavos les interesaba que éstos estuvieran bien alimentados y razonablemente conten- tqs con el fin de que prestaran sus servicios durante toda la vida, mientras que los contratados exiliados se irían pasados siete años y, por tanto, no había ningún interés en mantenerlos sanos o incluso vivos. Los correccionales fueron el equivalente isabelino a los campos de concentración y de trabajo nazis: una ley de 1576

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promovió la idea de que «la juventud puede acostumbrarse al trabajo y educarse en el mismo» —y los perezosos de entre 5 y 14 años eran castigados con el cepo o azotados—. Otra categoría de hombres de quienes recelaban las autoridades eran «los vendedores ambulantes y los picaros, los soldados y los marineros, los artistas, los estudiantes, los curanderos sin licencia, los adivinos y los hechiceros». Los gitanos y los irlandeses eran tratados como vagabundos y una ley de 1572 ordenó que los irlandeses, a los que se asociaba con «el papismo» y la rebelión, fueran devueltos a Irlanda. Es la historia de siempre: el gobierno toma duras medidas contra la holgazanería. Quizá la cuestión más importante sea: ¿a qué nos referimos con el término «casa»? Es posible que los vagabundos sin techo puedan sentirse más en casa que el banquero que está obligado a pagar una hipoteca. Se dedica mucho tiempo y dinero a las hipotecas y la «casa soñada» no va a ser nunca nada más que algo que te va a distraer del asunto más importante, que eres tú y cómo te sientes. Las hipotecas son una explotación comercial de tu deseo de tener un hogar. Sabrás que has encontrado lo que buscas cuando dejes de buscar. Pero la última cuestión en cuanto a la preocupación por la hipoteca es sencillamente no preocuparse. Es una ficción. No dejes que la deuda te deprima. ¿A quién le importa la deuda? ¿Alguna vez te vas a quedar sin hogar y pasando hambre? Es poco probable. ¿Cómo de mal pueden ir las cosas? A la Cosa le gusta que estés endeudado. A los buscadores de dinero del centro financiero que posee tu deuda les encanta que estés endeudado; no te hacen un favor, aunque gran parte de su material de promoción te haga creer lo contrario. Te están explotando. Los usureros están haciendo su agosto; por el amor de Dios, no les permitas que te hagan sentir culpable. ¡Ellos son los que deberían sentirse así por ser unos pecadores, condenados a las llamas eternas! ¡Sí!

COMPARTE TU CASA

XX

La familia antinuclear

«Deja en paz a los niños. Mándalos a la calle o al patio de recreo y no les hagas caso».

D. H. LAWRENCE, Education of the people, 1918

Oímos muchas veces hablar sobre familias disfuncionales. La familia, que debería ser fuente de placer, diversión, intimidad y nutrición parece ser causante en todos sitios de tristeza, enfados, portazos, gritos, crueldad, peleas, muerte y abusos. Vivimos pegados unos a otros. Algo va gravemente mal. Creo que las familias, por lo general, son sencillamente demasiado pequeñas. También son entidades sin creatividad. Con demasiada frecuencia por «familia» nos referimos simplemente a cuatro personas completamente distintas, que sienten hostilidad entre sí y que viven bajo un mismo techo. I ,os hogares antiguos eran unidades creativas, activas y productivas. Coser, tejer, arreglar cosas y cultivar hierbas y le- ( h ugas no eran necesariamente trabajos pesados —y lo cierto es que no lo son si lo comparamos con el trabajo en un centro de atención al cliente o en un supermercado durante todo el día—. El trabajo dirigido por uno mismo, el trabajo produc- (ivo, el autónomo, el creativo, sí que pueden ser agradables. 1,1 trabajo pesado solamente lo es si lo llamamos así. La mente lo convierte en trabajo pesado. Cuando el hogar era un orga

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nismo vivo y que respiraba, que proporcionaba comida y ropa así como refugio, nosotros, en gran medida, creábamos nuestros propios trabajos. El hogar familiar ofrecía trabajo, regocijo, vestimenta y sustento. A medida que las empresas han ido creciendo en tamaño las familias se han ido reduciendo. Las empresas gigantes han adoptado el papel de creadoras de comunidades. La importancia fundamental del hogar como entidad productiva prácticamente ha desaparecido y el hogar es ahora un lugar para dormir sin sentido, un lugar de relax y un lugar donde refugiarse, donde ver la televisión. Las familias solían trabajar juntas; ahora nuestras familias se han vuelto pasivas y en absoluto creativas. La familia moderna representa simplemente una carga económica —en otras palabras, un incentivo para aceptar trabajos que no te gustan—. Hace poco leí sobre una madre que se puso a trabajar en un supermercado, trabajo que odiaba, únicamente para que sus hijos pudieran comprarse zapatillas de deporte caras y juegos de ordenador y estar a la altura de sus amigos. Esa es la forma de pensar indefensa y esclavista de la que tenemos que huir si queremos conseguir la libertad. Es realmente posible, lo creas o no, combinar actividades útiles y divertidas con el temido «cuidado de los hijos». La conversión del cuidado de los hijos en un producto comercial es otro más de los efectos inútiles del capitalismo. Ganas dinero mientras haces algo que no te gusta para pagar a otra persona que «se encarga del cuidado de niños», como por ejemplo, los tuyos. La familia disfuncional crea también una industria gigante y parasitaria de profesionales, fármacos, programas terapéuticos y libros de John Cleese que son grandes éxitos de ventas. Estos paliativos no son de mucha ayuda; de hecho al reconocer, identificar y parlotear sobre el problema una y otra vez pueden conseguir empeorarlo. Cuando confirmas la existencia de un problema estás creando un mercado. Por eso la industria farmacéutica está diseñando continuamente nuevas enfermedades; por eso la industria de los seguros está constantemente fomentando nuevos temores; por

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eso el gobierno está constantemente creando nuevos enemigos. Hay una necesidad urgente de desindustrialización. Es mucho mejor no hacer caso a los muy caros consejos de los «expertos» y en su lugar introducir el trabajo de los niños en tu casa. Haz que te ayuden, que se vuelvan productivos y creativos. Yo he descubierto que en casa los niños pueden disfrutar mientras ayudan, por ejemplo, en el jardín. Algunas tardes vamos al taller con una sierra, un cincel y un trozo de madera y fabricamos algo. Hemos salido de allí con un elefante, aviones, cohetes y una obra abstracta, «madera salvaje», dos trozos de madera unidas que forman una cruz y cubiertas de pedazos de papel que están ahora colgados en la cocina de cierto artista conocido. Eso es lo que he hecho sin ningún tipo de talento ni capacidad. Tengo que confesar que estos juguetes no parecen haber sido tan populares entre los niños como, por ejemplo, los Daleks1 movidos por control remoto o la fábrica de chocolatinas en forma de monedas. Pero los niños están siempre a un chasquido de dedos de mostrarse útiles y creativos. Cuando consigo reunir las energías para apagar la televisión, se quejan durante unos minutos, pero después se acostumbran y poco después los descubro jugando, dibujando o construyendo con cajas de cartón alguna obra fantástica. Otra solución sencilla es dividir a la familia en grupos más pequeños. Esto puede calmar la tensión nuclear. He descubierto que los niños se comportan estupendamente cuando se les saca de uno en uno. Cuentan con mi atención mientras trato de hablar con Victoria. Yo también me responsabilizo totalmente y, por tanto, no espero a que Victoria, por ejemplo, le cambie los pañales a Henry. Evita salir con toda la familia. No hay nada que conduzca más a un desastre seguro que montar en el Vauxhall Cavalier a cuatro o cinco personas y salir a pasar el día fuera con la familia. Estas salidas familiares significan normalmente gastar

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Los Daleks son una especie de robots o extraterrestres mutantes que aparecen en una conocida serie de televisión británica. (N. delT.)

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dinero —en el parque de atracciones o en la bolera— en un intento de salvar a la familia, hacer lo correcto. Son inevitablemente decepcionantes. Creemos que dinero quiere decir amor, pero el dinero no puede conducir a peleas y acusaciones de conducta injusta por parte de tus hijos. Nos hemos vuelto radicalmente incapaces como padres. Suplicamos ayuda. «¡Ayúdenme!» gritamos, y la cultura consumista se vuelve y dice: «A cambio de 9,99 libras por el entrada —o 9,99 libras mensuales en pago a la orden— te ayudaremos». Terminamos por hacer cosas ridiculas. Por ejemplo, en lugar de que jueguen en los bosques, campos, páramos, valles y playas que hay cerca de donde vivo, los llevamos a la ciudad más cercana que está a media hora y los dejamos en un gigante almacén acolchado con tubos de plástico llamado Bumper Back Yard, que es muy caro. Otra solución fácil es invitar a más gente. Compartir la carga. Hacer intercambios. Llenar la casa con hijos de otras personas. Beber en la cocina con sus padres mientras los niños se amotinan por la casa o el jardín. Si invitamos a otros dos o tres niños para que vengan a jugar, todos ellos desaparecen y yo puedo ponerme a trabajar un poco. Contratamos a una niñera durante tres años y tuvimos que pedir el dinero prestado y utilizar la casa como aval para poder pagarle. La mayor ventaja fue el desarrollo de la familia; nos comportábamos mejor cuando ella venía; nos aportaba alegría y buen humor; pudimos recuperar el sueño perdido. Pero existía el inconveniente de que hubo un cambio en la responsabilidad por parte de Victoria y yo mismo. Un amigo se dio cuenta de que los niños se comportaban mal con nosotros y bien con la niñera. Un problema fundamental de la familia nuclear es que nos entregamos demasiado unos a otros. Este fue el problema que tuvimos con Arthur. A los 5 años se había vuelto completamente dependiente de la diversión, ya fuera a través de la televisión, de otra persona, de los juegos o del ordenador. No era autosuficiente, en el sentido de (|ue constantemente buscaba estímulos externos. El otro día ine dijo enfadado:

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«¡Necesito algo de... diversión!». En otras palabras, corre el peligro de no contar con recursos internos para jugar. Hay un marcado contraste con nuestros otros dos hijos a los que inevitablemente hemos dejado más tiempo solos que a Arthur porque eran nuestro segundo y tercer hijo. Así que han podido desarrollar su independencia. La forma que Arthur tiene de expresarse, la demostración pública de su libertad, es gritar «no» cuando se le pide que haga algo. Lo maravilloso de los niños no es lo que se conoce como su inocencia, sino su pasión, su pasión por la vida y por vivir. Esto puede adquirir la forma de lloros o de risas y tiene que meterse en nuestra cabeza que tanto las lágrimas como las risas deben ser aceptadas. No puedes tener unas sin las otras. Incluso pueden disfrutar de ellas —como los medievales, que parecían entregarse a todos los extremos de la pasión—. Es esta pasión lo que tenemos que encontrar en nuestro interior. Hay un texto muy poderoso con consejos para el cuidado de los niños en el largo ensayo de D. H. Lawrence, Education for the People, escrito en 1918. Es una sencilla visión de la vida familiar que implica menos trabajo sin ningún coste y con mejores resultados. «Primera norma: dejarlos en paz —dice—. Segunda norma: dejarlos en paz. Tercera norma: dejarlos en paz». Lawrence sostiene que hay algo que no está bien en el empalagoso y sentimental amor de madre. Considera que es causa de inhabilitación. Así que el consejo de «Dejarlos en paz» que yo me repito como un mantra todos los días tiene como fin que los niños crezcan a su modo. Es la condescendencia y la intromisión, prestadas en nombre del amor, lo que causa estos problemas. Es el intento de imponer orden en la naturaleza lo que provoca la enfermedad mental o física. Hoy día se nos dice que necesitamos «pasar tiempo de calidad» con los niños. «Deja algo de tiempo cada día para jugar». Estas normas y listas de cosas que hay que hacer tienen un efecto negativo, por la sencilla razón de que la paternidad como algo que se hace a partir del amor queda convertida en un deber. La transforman en un trabajo, algo de lo que hay que esca- quearse y que se debe evitar. Convierten el cuidado de los ni

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ños en una pesadez, cuando el objetivo debería ser simplemente vivir vuestras vidas juntos. Si te satisfaces a ti mismo en primer lugar y evitas la trampa de hacer cosas que son obligatorias y sintiéndote después molesto por ello descubrirás que comienzas a jugar con ellos en los ratos libres y sin haberlo planificado, de una forma bastante natural. El consejo de Lawrence, la filosofía de «Dejarlos en paz», indica también un mayor grado de respeto por el niño que de excesiva planificación, el enfoque de la culpa y el deber. ¿Puede ser que los niños no quieran en realidad tener a sus padres delante todo el tiempo? Cuando un político anuncia que quiere pasar más tiempo con su familia, lo que se me viene a la mente es siempre un sí, pero ¿quieren ellos pasar más tiempo contigo? Y al igual que los niños les dirían a sus padres «Déjanos en paz» los adultos deberían también decir «Déjanos en paz» a nuestros gobiernos. Porque, por supuesto, aquí funciona el mismo proceso: al permitir que nos cuiden demasiado nos volvemos completamente carentes de autosuficiencia y aparecen hábitos de inutilidad y dependencia. «Desatención benigna» fue la otra encantadora expresión que escuché para describir este punto de vista. Dejemos que continúen utilizándola. Una cosa que me deprime enormemente es el razonamiento que hacen con tediosa regularidad otros padres con respecto a los niños. «Mejor que se haga más fuerte porque hay un mundo duro esperándolo. Es un lugar competitivo...». ¿Por qué no decir: «Hay un mundo maravilloso esperándolo, así que hagamos de él una persona maravillosa»? La solución a un mundo lleno de gilipollas no está en hacer el problema aún mayor al convertir a tu propio hijo en otro más. ¡Hay que dar buen ejemplo! En realidad el mundo es duro si decides que así sea. Si ves la vida como una carrera o una competición, eso es lo que será. Si, por el contrario, decides verlo como un lugar maravilloso y mágico, en eso es en lo que se convertirá. Dicién- doles a nuestros hijos que todo es horrible, duro e injusto estamos haciendo que el problema sea mayor.

L A FAMILIA ANTINUCLEAR

Programamos demasiado a nuestros hijos y lo que hacemos es crear una nación de inútiles dependientes incapaces de hacer nada por sí mismos aparte de las terribles inutilidades y costosas ocupaciones de los juegos de ordenador, el tenis y el ballet. Estamos construyendo una generación de niños que no saben cómo jugar. Recuerdo una viñeta del New Yorker que mostraba a dos niños, uno al lado del otro, con sus PDA en la mano. «Vale —dice uno—. Puedo encontrarte un hueco para juegos no previstos el jueves que viene a las cuatro». La mayoría de estas así llamadas actividades son simples distracciones, diversiones, bagatelas y deberíamos dejar que los niños jugaran unos con otros y que inventaran sus propios juegos, lo cual harán de buena gana si se les deja a su aire. Y tú puedes dedicarte a hacer lo que quieras mientras que ellos se dedican a lo suyo. Para que el cuidado de los niños no sea una molestia trato de llevarme un libro. Esto significa que cuando están jugando a gusto yo puedo disfrutar de un par de páginas de La vida del doctor Samuel Johnson, de Boswell, o de cualquier otro libro. ¡Un ejemplo de la locura de la planificación de la vida de los niños en mi propia experiencia es que Victoria organizó clases de tenis para Arthur a media hora en coche desde nuestra casa los sábados a las nueve de la mañana! Cuando por fin tenemos una mañana en la que no tenemos que correr para llevarlo al colegio, ella concierta una cita para él por la mañana temprano —¡y además muy cara!—. ¡Encontró un sustituto del colegio! ¿No es una locura? ¡La planificación exagerada debe morir! ¡Dejadlos en paz! Estamos tratando el problema con dinero. Estamos delegando en expertos el cuidado de nuestros hijos. Las madres gritan: «Soy una madre muy mala». Los padres gruñen por la casa y les gritan a sus hijos pequeños. ¿Y por qué? Porque somos totalmente impotentes; los hogares son demasiado pequeños; no tenemos educación. Haz que trabajen para ti ¡Ese es mi consejo! Ya que todo es en vano no importa realmente lo que hagas. Los niños se las arreglarán. Así que deja de maltratarte.

DEJA A LOS NIÑOS EN PAZ

XXI

Desarma al dolor

«La mayor contribución de la empresa farmacéutica

GSK a la sociedad es el descubrimiento y desarrollo

de medicinas que ayudan a las personas a hacer más cosas, a sentirse mejor, a vivir más tiempo».

GLAXOSMITHKLINE «La vida, siempre tan llena de dolor, es más dolorosa en nuestro tiempo que en los dos siglos precedentes. El intento de escapar al dolor conduce a los hombres a la trivialidad, a engañarse a sí mismos, a la invención de enormes mitos colectivos. Pero estos alivios momentáneos no hacen a la larga más que aumentar las fuentes de sufrimiento».

BERTRAND RUSSELL,

Conocimiento «inútil», 1935

Dolor quiere decir beneficios. En una sociedad más honesta éste sería el eslogan de los monstruos farmacéuticos de GlaxoSmithKline —porque ésa es la verdad pura y dura: cuanto más dolor sufras, más pastillas tomarás y más rápido subirá el precio de sus acciones—. Y cuanto mayor dolor hay en el mundo mayores son también los beneficios. El pro

CÓMO SER LIBRE

ceso lógico es, por tanto, crear dolor para causar tristeza, depresión y trastornos bipolares con el fin de vender la solución a esa tristeza. Los nuevos trastornos crean nuevos mercados. Y en cierto sentido esto es precisamente lo que ocurre. Nos oprimen el trabajo aburrido, las pantallas vociferantes, los deseos imposibles. Hay una estupenda instalación de Damien Hirst llamada Looking Forward to the Total and Absolute Su- pression ofPain en la que cuatro monitores de televisión a un volumen infernal emiten de forma simultanea cuatro anuncios diferentes de Nurofen, Solpadeine y otros comprimidos para el dolor de cabeza. Las soluciones para el dolor son precisamente y en primera instancia las que causan el dolor. El mismo sistema que causa el dolor promete hacerlo desaparecer. El objetivo nunca alcanzado de suprimir por completo el dolor es muy rentable. El presidente de GlaxoSmithKline, JeanPierre Garnier, recibe un sueldo anual —primas incluidas— de 4,5 millones de dólares. Además, la empresa hace contribuciones masivas cada año a su plan de pensiones y, por supuesto, tiene una enorme cantidad de acciones. Y por si eso no fuera suficiente, en 2003 quería un paquete valorado en veintidós millones de dólares, pero el accionariado lo rechazó por mayoría. La facturación anual de GSK es de veinte mil millones de libras y sus beneficios llegan a los seis mil cien millones. Buena parte de sus beneficios proviene de su fármaco antidepresivo Wellbutrin. De sus cien mil empleados cuarenta mil se dedican a la venta y al marketing. Las grandes compañías farmacéuticas tienen también un enorme grupo de vendedores «no remunerados» en forma de médicos de cabecera, a los que en realidad sí se les paga —mediante los ingresos tributarios del Reino Unido—. Recetan Amoxicilina y Wellbutrin en menos que canta un gallo. El director general de GSK guarda un asombroso parecido con el señor Burns, el personaje de Los Simp- son. Un nuevo fichaje en el consejo de administración es el de sir Chris Gent, quien ganó una fortuna trabajando para los repugnantes buhoneros de teléfonos móviles de Vodafone.

D ESARMA AL DOLOR

El eslogan de GSK citado anteriormente resume bastante bien las deprimentes ambiciones del hombre moderno: «Hacer más, sentirse mejor, vivir más tiempo». Además del hecho de que éstas son unas palabras del todo imprecisas y, por tanto, carentes por completo de sentido, la falta de pasión por la vida que reflejan es preocupante en extremo. «Hacer más» —como si hacer cosas fuera en sí mismo algo bueno y hacer más fuera aún mejor—. No hay duda de que son demasiadas las cosas que se están «haciendo» en el mundo. La respuesta responsable a un mundo en el que el entrometimiento es causa de una terrible salud y de problemas medioambientales es hacer menos, no más. Es éste «hacer» lo que ha provocado todos esos problemas. ¿Y por qué «hacer más» es un objetivo tan loable? Hider y Stalin «hicieron más» pero está claro que habría sido mucho mejor que hubieran hecho mucho menos. «Sentirse mejor» —bueno, existe la idea de suprimir el dolor—. El dolor es considerado un impedimento para «hacer» cosas, aunque yo lo veo como una buena oportunidad para no «hacer» nada durante unos cuantos días u horas. No hay duda de que todo lo que deberíamos hacer cuando estamos enfermos es acostarnos con un montón de libros y ensalada de frutas. Y en cuanto a «vivir más tiempo» es ahí donde radica el problema. La calidad de vida ha sido sacrificada por la cantidad de vida. Vivir el máximo tiempo posible más que vivir lo mejor posible —en eso parece que se ha convertido nuestro objetivo—. El informe del presidente de GSK muestra una extraña mezcla de alarde por los beneficios y alarde por las intenciones caritativas de la empresa. El mundo de las pastillas, el sacramento moderno, es enorme y espantoso. La corrupción de la Iglesia católica medieval es una gota en el océano en comparación con los enormes e inimaginables beneficios y las artimañas que por todo el mundo están consiguiendo entre los vendedores mundiales de aceite y veneno de serpiente, quienes abren constantemente nuevos mercados en su incansable necesidad de crecer. Pues vaya con los beneficios obtenidos a partir del dolor, los cuales he resumido con la simple esperanza de que sea más

CÓMO SER LIBRE

fácil librarnos del dolor cuando nos demos cuenta de que su provocación es útil para el sistema de beneficios. En consecuencia es una rebeldía estar contento y disfrutar. Pero el miedo al dolor puede ser un impedimento para vivir bien. De hecho el miedo al dolor puede considerarse como miedo a la vida, puesto que ésta es dolor. Tendría sentido, por tanto, entregarse al dolor y a la privación. Uno de los trucos de Damien Hirst es preguntarte qué es lo que más te gusta de la vida. «Pues no estoy seguro», dirás. Entonces él te dirá: «A mí me gusta todo». Le gusta todo, los buenos y los malos momentos. No se adhiere al ideal perfeccionista de hacer desaparecer todo el dolor y el sufrimiento del mundo. La vida es dolor y privación. Cada cosa buena parece tener al lado una cosa mala. Tal y como escribe el triste de Robert Bur- ton: «En la adversidad deseo prosperidad y en la prosperidad temo la adversidad... ¿qué estado de la vida está libre? La sabiduría lleva anexo a ella el trabajo, la gloria, la envidia; las riquezas y las preocupaciones, los niños y las cargas, el placer y la enfermedad, el descanso y la mendicidad van juntos, como si el hombre hubiera así nacido para ser castigado en esta vida por algún pecado anterior». Me pregunto si puede ser posible disfrutar del dolor. En realidad éste parece haber sido el caso en la Edad Media, cuando la gente se regodeaba en sus tragedias. La vida se vivía con una intensidad que a los republicanos racionales como nosotros nos cuesta imaginar. En El otoño de la Edad Media, Huizinga escribe sobre el espíritu apasionado que llevó a los medievales a hacer cola durante toda la noche para escuchar a un predicador cuyo conmovedor sermón hizo que todos los allí congregados se pusieran a gritar y sollozar en la puerta de la iglesia por la mañana. Luego estaban, por supuesto, los flagelantes del siglo XIII que de forma deliberada se infligían dolor a sí mismos por sus propiedades místicas. Ofrecían además un gran espectáculo. Y lo cierto es que su dolor tenía fines positivos como dice Norman Cohn: «Fue en las bulliciosas ciudades italianas donde aparecieron por primera vez las procesiones organizadas de flagelantes. Este mo

D ESARMA AL DOLOR

vimiento fue iniciado en 1260 por un ermitaño de Perugia y se extendió por el sur hasta Roma y por el norte hasta las ciudades lombardas con tal rapidez que sus contemporáneos lo consideraban como una repentina epidemia de remordimiento. Conducidas normalmente por sacerdotes, grandes masas de hombres, jóvenes y niños desfilaban día y noche con banderas y velas encendidas de ciudad en ciudad. Y cada vez que llegaban a una de ellas se organizaban en grupos ante la iglesia y se azotaban durante horas enteras. El impacto que esta penitencia pública causaba entre la población en general era enorme. Los delincuentes confesaban sus delitos, los ladrones devolvían su botín y los usureros los intereses de sus préstamos, los enemigos se reconciliaban y las enemistades se perdonaban». El dolor en público conducía a resultados positivos para la comunidad. Yo no puedo imaginarme en modo alguno que en la actualidad pudiera ocurrir lo mismo en una sociedad con tanta fobia por el dolor como la nuestra. No puedo imaginarme a Bono y Geldof fustigándose en la puerta de la Abadía de Westminster. Nietzsche era de la opinión de que rechazar el dolor es rechazar la vida. En Ecce Homo escribe lo siguiente: «Yo fui el primero en ver la auténtica antítesis: el instinto degenerativo que se vuelve contra la vida con subterránea avidez de venganza (el cristianismo, la filosofía de Schopenhauer, en cierto sentido ya la filosofía de Platón, el idealismo entero, como formas típicas), contra una fórmula de la afirmación suprema, nacida de la abundancia, de la sobreabundancia, un decir sí sin reservas aun al sufrimiento, aun a la culpa misma, aun a todo lo cuestionable y extraño de la existencia». Nietzsche sostiene que es la negación, el apartar todo aquello que es incómodo, doloroso y difícil, lo que conduce a que nuestras vidas queden sin color. Incluso la crueldad formaba parte de una cierta alegría de vivir: «No hace aún tanto tiempo que no se sabía imaginar bodas principescas ni fiestas populares tic gran estilo en que no hubiese ejecuciones, torturas o, por ejemplo, un auto de fe [la quema en público de

CÓMO SER LIBRE

herejes en los tiempos de la Inquisición], y tampoco una casa noble en que no hubiese seres sobre los que poder descargar sin escrúpulos la propia maldad y las chanzas crueles». A los ojos de hoy día este tipo de comportamiento parece inimaginablemente cruel, pero Nietzsche ofrece un poco de consuelo: «Quizá en aquellos días —los delicados pueden consolarse con esta idea— el dolor no hiciera tanto daño como ahora». Hace poco decidí que, en lugar de evitar las privaciones y apartarlas de mí con calefacción central y aire acondicionado, sería más sensato entregarme a ellas. Es cierto que esto puede sonar extraño al venir de la pluma de un holgazán como yo pero ¿podría ser que la entrega a las dificultades fuera el camino hacia la libertad? Por ejemplo, recientemente pensé en comprar un Land Rover viejo y llenos de agujeros que sustituyera a mi antigua furgoneta de lujo, en parte porque con el Land Rover estás más expuesto a los elementos. Con esto no trato de negar los placeres del fuego de leña; de hecho el placer que produce un fuego de leña es de lo más intenso cuando acabas de estar cortando leña en la nieve. Este es un placer que aquellos que tienen calefacción bajo el suelo no pueden experimentar. Esto es lo que disfrutaban los medievales —el severo contraste entre la privación y el placer—. Una chimenea es de lo más acogedor cuando has salido a dar un largo paseo por el frío. Puedo prescindir de algo de dolor y menos mal que tengo Ibuprofeno para el dolor de cabeza, aunque estar tumbado en la cama durante unas horas puede tener el mismo efecto. En una época menos basada en el trabajo como indiscutiblemente era la Edad Media puede que sólo dispusieras del rato de irte a la cama con el dolor de cabeza en lugar de tomarte una pastilla y seguir trabajando. Había más tiempo para recuperarse. Las cosas tardaban más en hacerse. No hay duda de que en aquella época también había medicinas para el dolor, remedios caseros, hierbas y cosas así. Hoy día la gente se burla de este tipo de cosas; pero pregúntate a ti mismo, ¿quién se beneficia de esta burla? Los que se mofan de esto

D ESARMA AL DOLOR

no son más que ingenuos al servicio del proyecto capitalista. Cuando te ríes de los productos libres de componentes químicos que llegan a ti desde el seto, le estás haciendo el juego a aquellos que sólo quieren que te gastes el dinero en sus propios aceites de serpiente fabricados en grandes cantidades. En cualquier caso la medicina alternativa es la misma que ha sido siempre, es decir, entretener al paciente mientras el cuerpo se cura solo. Los placebos, repito, son posiblemente igual de efectivos y mucho menos dañinos que los medicamentos de verdad, siempre que confíes en tu médico o le des alguna especie de poder mágico. Muchas empresas farmacéuticas modernas no son más que un disparate caro y peligroso. El dolor no va a dejarnos nunca. Vive con ello. En lugar de destinar nuestra energía a la destrucción del dolor tenemos que dedicarla a crear placer. Placer para ti mismo y para los que te rodean. Sexo, música, baile, cerveza y vino, buena compañía, buen trabajo, alegría: éstos son los antídotos contra el dolor y, por supuesto, solamente son placeres porque conocemos el dolor. Sin dolor no habría placer.

ENTRÉGATE A LA PRIVACIÓN

XXII

Deja de preocuparte por la pensión y créate una vida

«El ser humano no sabe nada en absoluto. Nada tiene un valor intrínseco y todas las acciones son un esfuerzo en vano y sin sentido». MASANOBU FUKUOKA, La senda natural del cultivo, 1978

Antiguamente la palabra «pensión» hacía referencia a la cantidad anual que un beneficiario benevolente le daba a una persona en reconocimiento de un servicio público. Al doctor Johnson, por ejemplo, le concedió el rey Jorge III una pensión de trescientas libras al año en 1762. Esta cantidad anual se le dio principalmente como agradecimiento por haber creado su gran Diccionario y se le concedió sin condiciones: el primer ministro, Lord Bute, le dijo a Johnson: «No se le da por nada que deba hacer sino por lo que ha hecho». Tradi- cionalmente los soldados también han recibido pensiones, y eso está bien, porque una vez que el soldado se hace demasiado viejo como para serle útil a su ejército, ¿por qué va a tener que ser cruelmente apartado? Yo no tengo nada en contra de recibir dinero por nada. La idea de que te den dinero sin tener que trabajar por él es muy atractiva. Pero me pregunto si los sistemas de pensiones gestionados por el gobierno y por las empresas financieras son

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de verdad en beneficio de las personas a las que se supone que sirven. En ambos casos hay una amplia industria que proporciona trabajos y riqueza para aquellos que estén dentro de la misma pero aparentemente no hay nada para los que ponen su dinero en ella. En el caso del gobierno siempre oímos hablar de la «crisis de las pensiones» —pero no de una «crisis de defensa» o de una «crisis por haber demasiados funcionarios»—. Esto significa una vez más que el individuo confiado, que tontamente cree que el estado va a cuidar de él con una buena pensión cuando se jubile, tiene que pagar el pato de otro enorme desastre. En el caso de las pensiones privadas nunca se sabe cuándo puede llegar cualquiera que te robe el dinero. Cuanto menos está claro que los chicos del centro financiero de Londres ganan mucho dinero gracias a los fondos de pensiones. Simplemente compara la casa o casas del gestor de tu fondo de pensiones con tu humilde morada. Pues es con tu dinero con lo que ha comprado su champán. También hay que hacer aquí una reflexión ética: los fondos de pensiones generan enormes cantidades de dinero, cobradas a través de las contribuciones mensuales de personas pobres, que son movidas por los mercados mundiales, desde GlaxoSmithKline hasta HSBC, traficantes de armas y otras empresas lucrativas indeseables. Realmente no tienes ni idea de en qué se están usando tus pequeñas contribuciones. Es mucho mejor no hacer caso a las promesas vacías del estado y de estas empresas y hacer tu propia provisión o, lo que es aún mejor, construirte una vida en la que no querrás jubilarte. Los artistas que hay entre nosotros deberían recurrir a personas particulares benevolentes. Dar pensiones a la antigua usanza —dinero a cambio de nada— debería ser el papel de la monarquía y de los aristócratas de la actualidad. Después de haber sido criticados por la clase media, provista de ideales meritocráticos y exigencias de impuestos de sucesiones y expulsados del Parlamento, los aristócratas están buscando su papel y la respuesta es sencilla: deberían dar pensiones a grandes escritores, poetas, filósofos, músicos y artistas

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PREOCUPARTE POR LA PENSIÓN Y CRÉATE UNA VIDA

—en otras palabras, a los holgazanes—. En el siglo xvm se puso de moda dar empleo a un ermitaño para que viviera en una gruta de tu jardín. Debería plantearme el de «ermitaño» como un buen trabajo para alguien. Los ricos deberían también abrir sus casas y repartir pan, cerveza y deliciosos dulces para seguir la gran tradición de la hospitalidad. Su papel ha sido usurpado por organizaciones profesionales como Bloom- berg y los vendedores de teléfonos móviles. La industria de las pensiones hace todo lo posible por infundirnos a nosotros, pobres consumidores, miedo por el futuro. Atrapados en la vía del tren o en el autobús, somos bombardeados por sus mensajes inductores al miedo. Cualquier cosa puede pasar, dicen, así que tiene sentido planear las cosas con antelación. Pero por supuesto, es fácil vender productos basándose en hechos que aún no han ocurrido porque cuentas con un territorio virgen en el que provocar todo tipo de temores. La forma del futuro puede curvarse a voluntad de los publicistas. La expresión «¿Y si...?» debería desaparecer de la buena sociedad. Lo único cierto es que puedes morir en un accidente de coche mañana y que todo tu plan de pensiones y el dinero que tan cuidadosamente has ahorrado puede perderse. Por tanto lo que de verdad sería responsable es gritar: «A la mierda con la pensión», lo que Philip Larkin deseaba tener el coraje de hacer en su famoso poema «Sapos». Un gran insulto fue la reciente ascensión que hizo el gobierno de la edad de la jubilación como resultado, dijo, de la «crisis de las pensiones». Se ha hablado durante años de esta crisis y después, justo cuando todos estaban de verdad concienciados —¡zas!— llega el estado con su solución: ¡trabajar más y durante más tiempo! —una vez más se pone el estado a corregir los problemas causados por él mismo—. ¿Te imaginas cómo te sentirías si fueras uno de los que pensaba que le quedaban tres años para jubilarte y de repente te dijeran que ese plazo ha sido ampliado a seis años? Ahora nos enfrentamos al indigno espectáculo ofrecido por hombres de HO años que trabajan de cajeros de supermercados, hombres que deberían estar durmiendo la siesta, be

CÓMO SER LIBRE

biendo cerveza y entreteniéndose en su huerto. Esto acompañado de las chorradas condescendientes que aparecen en los periódicos y revistas de derechas sobre lo joviales que estos hombres de 80 años tan «enérgicos» se muestran en su trabajo —¿te has dado cuenta de que los de 80 años son siempre «enérgicos?»—. Es humillante. ¿Y de todas formas, qué tiene que ver la edad de jubilación con el gobierno? Si yo me jubilo o no, no tiene nada que ver con ellos. Nuestra edad de jubilación debería ser un asunto que se contemple en un contrato privado entre nosotros y aquellos que nos contratan o, lo que es mejor, algo que decidamos nosotros solos. El aumento de las pensiones como una especie de recompensa terrenal por haber sufrido durante cuarenta años o más en un trabajo que no te gustaba es nuevo. Igual que la pensión como una especie de derecho nacional. Las pensiones se han convertido en algo por lo que trabajas más que algo que consigues después de trabajar. En otras palabras, es una recompensa por parte de las autoridades por el trabajo bien hecho, la versión seglar de la vida después de la muerte, en palabras de mi amigo Matthew de Abaitua. Sufre ahora; entra en el paraíso después. Los planes de pensiones privados aseguran venderte «tranquilidad de espíritu», o por ejemplo, librarte del miedo, pero la verdad es que es al revés: nos venden miedo y la aparente solución a ese miedo —dinero—. Pero la solución no funciona nunca. En el caso de las pensiones irás guardando obedientemente pequeñas cantidades de dinero, lo cual te causará sufrimientos hoy, con la esperanza de tener un mañana mejor porque te has creído el mensaje fraudulento de los publicistas. Cuando nos bombardeen con publicidad sobre planes de pensiones deberíamos repetir las sabias palabras del trovador Cercamón, que en 1140 cantaba: «Todas tus buenas palabras las valoro en menos de un cuarto de penique. Prefiero tener una codorniz pegada a mi pecho que todo un gallinero cerrado bajo llave por otra persona. Confía en los regalos de otro y te quedarás boquiabierto mientras miras al vacío».

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Sí, yo también preferiría tener ahora una codorniz que la vaga posibilidad de un gallinero mañana. Las pensiones consisten en promesas vacías. Son diabólicas. Mientras tanto los capitalistas se pavonean y utilizan tu dinero para comprar aparatos Blackberry infernales y sentarse en la parte de atrás de un taxi donde se sienten importantes: pero ¡no son más que simples corredores de bolsa! Es hora de darle la vuelta al estado de las cosas. ¡Mira con desprecio a los amasadores de fortunas y elévate! No, yo nunca contrataré un plan de pensiones. El dinero que gane quiero guardarlo yo. ¡Ponlo debajo del colchón! ¡O cómprate algo que te guste! En mi caso son libros. Siempre preferiré gastar cincuenta libras al mes en libros que dárselas a un corredor de bolsa de Londres. La innata codicia de los gestores de los fondos de pensiones también significa que son vulnerables a los estafadores. Un abogado amigo mío me acaba de contar cómo un grupo de chicos del centro financiero de Londres estafaron ochenta millones de libras del fondo de pensiones con la promesa de unos enormes rendimientos. Por tanto tu pensión es lo más opuesto a lo que asegura ser: en lugar de ser algo seguro, es un lugar catastróficamente inseguro en el que colocar tu dinero. Invertir en planes de pensiones demuestra, en realidad, una irresponsable temeridad. Así que, en lo que respecta a las pensiones, yo soy firmemente de la escuela de «come, bebe y sé feliz, porque mañana podrías morir». La creencia en las pensiones provoca una especie de esclavismo. Si no crees en las pensiones creerás en ti mismo y en cuidar de ti. Esto te hace libre. Yo prefiero tener mi dinero ahora y mañana ya veremos. Una vez más no podemos quejarnos si, por codicia, le confiamos nuestro dinero a una pandilla de especuladores y lo despilfarran en flamantes Ferraris. El otro aspecto que hay que destacar de las pensiones es que la seguridad es un fantasma. Simplemente no existe. Es una imaginación de la mente, una mera esperanza, una ilusión. Las cosas son impredecibles. ¿Cómo sabes lo que va a ocurrir mañana o incluso en el próximo minuto? Un desas

CÓMO SER LIBRE

tre natural podrá hacer desaparecer tus ahorros —o una caída de la Bolsa—. Por el amor de Dios, si tienes dinero, gástalo. La vida es cambio, flujo, circulación, proceso. La seguridad es el deseo de fijar las cosas, de estar protegido, a salvo. Es una ficción y, aunque al hecho de preocuparse por estas cosas se le llama a menudo el «mundo real», en realidad es lo contrario. El mundo real es aquel en el que vivimos, ese lugar caótico, confuso, inseguro y maravilloso. Preocuparse por el futuro es un acto inútil; no hace nada por mejorar el presente. Es gracioso ver que las personas que animan a otras a que se preocupen por su futuro son las que quieren tu dinero ahora. Ellas mismas no se preocupan por el futuro; maximizan sus beneficios en el presente. Toma tus propias precauciones. Seguir trabajando puede ser una. Tener una casa puede ser otra. Vender tu casa también podría serlo. Otra opción es simplemente rendirse y dejar que Dios provea, y cuando digo «Dios» me refiero a los amigos, parientes y vecinos. Las instituciones financieras hacen que nos sintamos asustados y solos con el fin de que les paguemos a cambio de seguridad. Pero olvidamos el poder de la familia, de los amigos y de la comunidad para ayudarnos en los malos tiempos. Si te preocupa saber cómo vas a sobrevivir en el futuro, ¿por qué no piensas en vender tu casa cuando te jubiles? Si crees que el 40 por ciento de su valor va a terminar de todas formas llevándoselo Hacienda, tiene sentido venderla y vivir del dinero. No dejarás mucha herencia pero ¿por qué no pueden tus hijos cuidar de sí mismos? Tírate a la piscina. Incluso si consideras las pensiones desde un punto de vista racional y sensato, son peligrosas porque el mercado es muy impredecible. Tu pensión se invierte en la bolsa, así que si la bolsa cae, el dinero que tan duramente has ganado sencillamente se desvanecerá en el aire, y te quedarás agitando papeles sin ningún valor en las puertas del banco. Invertir en títulos y acciones es en realidad el triunfo de la esperanza sobre la experiencia, como demuestran tan claramente Dickens y Edward Chancellor.

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PREOCUPARTE POR LA PENSIÓN Y CRÉATE UNA VIDA

Yo aboliría del todo la jubilación. Es una idea absurda: si disfruto con el trabajo, ¿por qué voy a querer jubilarme? En casos en los que sencillamente no podemos seguir trabajando nuestro propio oficio nos proporcionará un sustento; y éste podría ser otro argumento para volver al sistema de gremios. Los gremios cuidaban de sus miembros; cuando uno de ellos caía enfermo o no podía trabajar su trabajo quedaba cubierto por otro miembro del gremio. Los miembros de los gremios pagaban cuotas que se destinaban a cuidar de las familias de aquellos que morían. Cuidaban de sí mismos y se tomaban precauciones para posibles desastres a nivel local y mediante acuerdos privados entre distintos grupos y no como consecuencia de campañas de publicidad que inducían al miedo. En mi caso, en cierto sentido, me jubilé a los 35 años para escribir un libro y, si Dios quiere, nunca más tendré que volver al trabajo. Creo que ésta debería ser nuestra responsabilidad: en lugar de esperar a los días gloriosos de la jubilación disfrutemos de los placeres ahora. No deleguemos nuestro futuro a un organismo externo, ya sea el gobierno o un gestor de fondos de pensiones. No entreguemos nuestro dinero a otra persona para que lo gestione. Lejos de proporcionarnos seguridad, hacer algo así es una operación muy peligrosa. Tenemos que cuidar de nosotros mismos y un paso positivo en nuestro camino es el de rechazar las vacías promesas de la malvada industria de los planes de pensiones. Rechazar las pensiones es entregarte a ti mismo; es levantarles dos dedos a los ejecutivos con pico de oro.

Di SÍ A LA VIDA

XXIII

Aléjate de la grosería y dirige tus pasos hacia una nueva era de educación, civismo y cortesía

«Los hombres son malvados, malintencionados, traicioneros e insignificantes, no se quieren los unos a los otros ni a sí mismos, no son hospitalarios, caritativos ni sociables como debieran, sino falsos, mentirosos, chaqueteros, lo hacen todo para conseguir sus propios fines, insensibles, despiadados, implacables y con tal de conseguir su propio beneficio no les importa el daño que puedan causar a los demás».

ROBERT BURTON, Anatomía de la melancolía, 1621

Se debería escribir un gran libro que se llamara La grosería y el auge del capitalismo. Las dos cosas son prácticamente sinónimas. El puritanismo y su hermano, el enriquecimiento, son groseros por naturaleza porque requieren simplemente la incapacidad de considerar el punto de vista de los demás por una ferviente exaltación de los beneficios por encima de cualquier otra cosa. Este defecto conduce a los puritanos a cometer actos de una grosería espectacular. Suprimir la Navidad, tal y como hicieron en 1649, es algo enormemente maleducado. De hecho los puritanos más extremos eran tan groseros que, al final, los empaquetamos y los enviamos i I' stados Unidos don

CÓMO SER LIBRE

de, a pesar de tener una excelente Constitución, pudieron o ni'. ■ truir toda una nueva nación libre de ser todo lo grosera «| >• • desee. Continuaron con su batalla contra la diversión y la \ i da allí, en la Guerra Civil, el rudo norte contra el sur cortei Imagino que todos conocemos a alguien que se ajuste .1 la siguiente descripción dada por el moderado Bertrand Ruv.t II en su ensayo Recrudescence ofPuritanism sobre el temperamento del puritano: entrometido, moralmente superior, ascético y MU sentido del humor. La verdad es que describe muy bien al |>i 1 mer ministro británico de finales de la década de 1990 y prin cipios de la primera década de 2000: «Debemos aprende 1 1 respetar la privacidad de cada uno y no imponer a los demás \ a lores morales. El puritano imagina que sus valores morale s si >11 los valores morales de todos; no se da cuenta de que otras e|>" cas y otros países, e incluso otros grupos de su propio ptiÍN ( cuentan con una moralidad diferente de la suya, a la cual 1 u nen el mismo derecho que él a la suya. Por desgracia, el aun H por el poder que es el resultado natural de la abnegación pu ritana hace que el puritano sea más ejecutivo que otras p< 1 sonas y dificulta que los demás puedan oponerse a él». La palabra «ejecutivo» que utiliza Russell sustiT II\ e 1 «extremadamente maleducado». Puede resultar literalmcntl grosero hacer algunas cosas porque las que tú haces no son m cesariamente las cosas que les vienen bien a los demás I M encima de todo lo demás la holgazanería es de buena cdiu a ción. No brillar demasiado es de buena educación y lo es no tener demasiado éxito, no trabajar demasiado y dejar a /
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