Como Ir a Misa y No Perder La Fe - Nicola Bux

August 6, 2017 | Author: Libros Catolicos | Category: Mass (Liturgy), Eucharist, Penance, Christ (Title), Christian Worship And Liturgy
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Descripción: Como Ir a Misa y No Perder La Fe - Nicola Bux...

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Título original: Come andare a messa e non perdere la fede, por Nicola Bux © Edizioni Piemme S.p.A., Milán, 2010, Nicola Bux, 2010, 2015 Esta obra ha sido negociada a través de Ute Körner Literary Agent, Barcelona www.uklitag.com © Editorial Stella Maris, S.L. 2015 © De la traducción: Helena Faccia Stella Maris Doctor Ferrán 15. 08034 Barcelona. www.editorialstellamaris.com Diseño de la cubierta: Pedro Criado Primera edición: febrero 2015 ISBN: 978-84-16128-50-1 D.L.: B-357-2015 Composición: Dpto. de Arte Editorial Stella Maris No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Arts. 270 y ss. del Código Penal español).

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Índice SIGLAS INTENCIONES CAPÍTULO I ¿QUÉ ES LA SANTA MISA? 1. Sacramento de la Pasión del Señor 2. Preparación 3. Convocación e introducción 4. Liturgia de la palabra divina 5. Liturgia del Sacrificio Eucarístico 6. Comunión con el Cordero inmolado 7. Cómo recibir la Comunión 8. Conclusión CAPÍTULO II CUÁNDO NACIÓ LA MISA 1. La Última Cena no fue la primera Misa 2. Las principales reformas 3. La mediación sacerdotal 4. El modo de celebrar 5. La concelebración CAPÍTULO III ¿EN QUÉ SITUACIÓN SE ENCUENTRA LA MISA? 1. Agustín y las patas de pollo 2. No se va al Paraíso si no se obedece al Papa 3. Nuevo movimiento litúrgico 4. Por dónde comenzar la reforma CAPÍTULO VI LO QUE NO HAY QUE HACER EN MISA 1. El derecho de Dios en la Liturgia 2. Desobediencia a las normas y obediencia a la creatividad 3. La responsabilidad de los sacerdotes CAPÍTULO V LAS SOLUCIONES DEL PAPA PARA LA MISA

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Afirmar la verdad de la Liturgia Innovar en la tradición Restaurar la disciplina de la música sacra Promover el arte «según el espíritu»

CAPÍTULO VI UNA IGLESIA HECHA… COMO IGLESIA 1. Casa de Dios y no aula 2. El baptisterio 3. El confesionario 4. El lugar de los fieles 5. El coro 6. Las imágenes 7. El ambón 8. El presbiterio 9. La sede 10.El altar 11.La cruz 12.El Tabernáculo CAPÍTULO VII PARTICIPAR EN MISA 1. Plenamente: entrar en el misterio y adorar 2. Conscientemente: con devoción, es decir, ofreciéndose a sí mismo 3. Activamente: obedecer y servir 4. Los «santos signos» de la participación CAPÍTULO VIII EL PROBLEMA DE LA HOMILIA 1. «Predicaciones» 2. La razón y el misterio 3. Ideas abstractas, personas concretas

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A Anita

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SIGLAS

Catecismo Catecismo de la Iglesia católica, 1992. EE

San Juan Pablo II, Carta encíclica Ecclesia de Eucharistia, 2003.

MD

Pío XII, Carta encíclica Mediator Dei, 1947.

MF

Pablo VI, Carta encíclica Mysterium fidei, 1965.

RS OGMR SC SCa

Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Instrucción Redemptionis Sacramentum, 2004.

Ordenación General del Misal Romano, III edición típica latina, ed. esp. 2004.

Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución Sacrosanctum Concilium sobre la Sagrada Liturgia, 1963.

Benedicto XVI, Exhortación apostólica postsinodal Sacramentum Caritatis, 2006.

Las siglas de las fuentes patrísticas y conciliares son las convencionales.

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INTENCIONES

Una vez más he cedido ante Vittorio Messori: escribir sobre la Misa. ¿Por dónde empezar? La Liturgia cristiana sufre una violencia sutil en nuestro tiempo: sus ritos y símbolos son desacralizados o sustituidos por gestos profanos. Imitando a las ideologías ya en ruinas, se recurre a símbolos hechos por la mano del hombre, a ídolos –la bandera arcoíris usada como estola o paño de altar–; mientras nos despojamos de la eficacia potente y divina del Sacramento, de su valor de aspiración del hombre a lo trascendente y transferimos sobre aquellos el significado, convirtiéndolos en una especie de sacramento laico, totalitario y opresivo. Las consecuencias son la apatía, la amargura y la superficialidad. ¿Cómo salir de esta crisis de la Liturgia y de la Iglesia? En la coyuntura histórica actual, en la que la inmoralidad y la amoralidad inundan no sólo la ética sino también el culto, el Papa nos llama de nuevo, de todas las maneras, a la conversión. La Liturgia es útil porque «no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva»1. La verdadera Liturgia presupone que Dios responde y muestra cómo podemos adorarlo. Por tanto la reforma del Papa Benedicto XVI –con miras a superar «las deformaciones al límite de lo soportable»2 y la idea de que la Liturgia pueda ser fabricada– debe restituir el rito, el sacramento, en lo sagrado, restableciendo el derecho de Dios a ser adorado como desea, invirtiendo la peligrosa tendencia de crear ritos contingentes que secundan las necesidades del hombre o de la asamblea. La interacción entre estos dos procesos tiende a promover la idea de culto racional, espejo de la fe y no perjudicialmente hostil a la búsqueda de lo trascendente por parte de los hombres. Este es el aspecto litúrgico de la invitación de Benedicto XVI a abrir un «atrio de los gentiles», de modo que «el

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hombre no deje de lado la pregunta sobre Dios como cuestión esencial de su existencia»3. ¿No lo había dispuesto así la Iglesia con atrios, porticados y nártex delante de todas las basílicas? ¿No están abiertas por esa razón nuestras iglesias también fuera de los actos litúrgicos? Es necesario que volvamos a reavivar la fe que se está apagando en muchas partes de la Tierra: es «en la relación con la Liturgia donde se decide el destino de la fe y de la Iglesia», se lee en la contraportada de la edición italiana del primer volumen de la Opera omnia del Papa Benedicto XVI. Y en el prefacio al volumen sobre la Liturgia: «Dios ante todo, así nos lo dice el inicio de la Constitución sobre la Liturgia. Cuando la mirada de Dios no es determinante todo lo demás pierde su orientación»4. Por aquí comienza la reforma. El propio Messori recuerda que la más potente arma cristiana es la reforma continua, aquella que cada uno comienza desde sí mismo, desde el deseo y la búsqueda de santidad personal5. Frente a la tendencia extendida a la «autodeterminación» de la cultura laicista y a la «sumisión» predicada por los musulmanes, la fe católica nos muestra con su Liturgia perenne el camino de la participación en la obediencia. Si queremos contribuir debemos preguntarnos si estamos disponibles. La Liturgia pide nuestra respuesta, la responsabilidad es la conversión del propio yo al acontecimiento presente en ella: Jesús, el Señor, Dominus Iesus! –las expresiones latinas del libro, si el lector se aventura a leerlas, revelan la eficacia de nuestra lengua «madre», que manifiesta la universalidad de la Iglesia; por consiguiente, nadie es menos cristiano que quien quiere cambiar la Liturgia en lugar de a sí mismo. La Misa, tanto en la forma ordinaria postconciliar —si se celebra según las normas establecidas—, como en la extraordinaria restaurada por el Papa Benedicto XVI, demuestra saber resistir a las deformaciones y mantenerse en forma, reformándose. La reforma es un martirio cotidiano en todas las generaciones. En esto los católicos superan a los protestantes. Los cristianos deben estar preparados para el martirio por Jesús, y no hay mejor manera de resistir que ir a Misa, el sacrificio del mártir por excelencia. La Misa es la acción de gracias. Más aún: la restitución del rescate pagado por nosotros al Maligno, en la cual y por la cual Jesús es llamado Redemptor. «En la cruz realizó una gran compra; en ella desembolsó nuestro precio; cuando su costado fue abierto por la lanza del soldado que lo

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hirió, brotó de él el precio de todo el mundo. Fueron comprados los fieles y los mártires; pero la fe de los mártires fue sometida a prueba, su sangre lo atestigua. Devolvieron lo que se había pagado por ellos y cumplieron lo que dice San Juan: «Como Cristo ha entregado su vida por nosotros, así también nosotros debemos entregarla por nuestros hermanos” (Juan 3, 16)»6. La Misa sirve para salvar las almas. Él ya las ha salvado mediante su sangre verdaderamente valiosa; aquí resplandece, sobre todo, la gloria de Dios. Además, en la Misa, el Señor se convierte en contemporáneo nuestro, en cada Misa está cada vez más cerca de nosotros. ¿Es la Misa una fiesta? Una fiesta dramática de la fe que tiende a la esperanza: por eso es la anticipación del paraíso. Si es verdad que la Escritura cubre, bajo el sentido histórico o literal, que es fundamental, los sentidos espirituales (alegórico, moral y místico), también la Misa, en la cual la revelación se convierte en Liturgia, contiene tales sentidos y tienen que ser conocidos. De todo ello se han ocupado Juan Crisóstomo y Gregorio Magno, Agustín y Teodoro de Mopsuestia, y también teólogos y pastores como Remigio de Auxerre con la Expositio Missae, y Durando de Mende con su obra Rationale Divinorum Officiorum, que certifican la importancia que siempre ha tenido la justa comprensión de la Misa y de sus ritos por parte de los fieles. Hoy es más necesario aún entender cómo ir a Misa, porque cuando se va –y resulta increíble decirlo– ¡se corre el riesgo de perder la fe! Sin embargo, la Misa sirve como testimonio de la fe, para defenderla y difundirla; en la Misa adoramos en nuestros corazones a Cristo, el Señor, quien consiente en dar razones a los hombres y mujeres de nuestro tiempo de la esperanza que hay en nosotros, con dulzura, respeto y recta conciencia (1 Pedro 3, 17); sin vanagloria, pero con la benignidad y la paciencia del amor (1 Corintios 13).

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CAPÍTULO I ¿QUÉ ES LA SANTA MISA?

1. Sacramento de la Pasión del Señor La Misa puede parecer un rito cansino, descuidado, poco inteligible y participativo para los fieles, que se sienten cada vez más alejados y menos motivados; es necesaria una nueva catequesis para revitalizar la Celebración Eucarística y los demás sacramentos. Dejando estos últimos para otro momento, intento ahora acercarme a la Misa. El Sacrificio Eucarístico es ofrecido para que la muerte del Señor sea anunciada (1 Corintios 11, 26) y para que reviva el recuerdo de Aquel que dio su vida por nosotros y resucitó de entre los muertos (2 Timoteo 2, 8). Si el Bautismo es imagen y figura de la muerte del Señor, la Eucaristía la realiza; por consiguiente, el cristiano está completamente unido a Él con una muerte similar a la suya, para ser un día participe de su Resurrección (Romanos 6, 5). Él padeció por nosotros para que sigamos sus huellas (1 Pedro 2, 21): «Con esta frase» observa san Agustín «parece casi que el apóstol Pedro haya querido decir que Cristo sólo padeció por aquellos que siguen sus pasos, y que la Pasión de Cristo sólo beneficia a aquellos que le siguen. Los santos mártires le han seguido hasta la efusión de la sangre, hasta semejarse a Él en la Pasión. Le han seguido los mártires, pero no sólo ellos»1. El martirio recurre al sacrificio de Cristo en la Misa, pero esto no podría ser si ordinariamente no recurriéramos todos a él. Si no beneficia a todos, es por nuestra libertad: por eso Él, aun habiendo invitado a todos a beber su sangre, dijo que ésta era derramada por muchos en remisión de los pecados: «Reconoced en el pan» sigue invitando el Obispo de Hipona «ese mismo cuerpo que colgó de la cruz y en el cáliz esa misma sangre que brotó de su costado»2. En el siglo V, el Obispo Teodoro de Mopsuestia, el mayor exegeta de la escuela

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antioquena, compañero de Juan Crisóstomo, describe el rito solemne de la entrada de los dones para la Eucaristía, presentando el desarrollo de la teología y de la tipología que encontraremos más tarde en diferentes autores y ritos orientales y occidentales. Es un ejemplo de exposición catequética e interpretación mistagógica de la que cito algunos pasajes: «Mediante las figuras se nos muestra a Cristo que es ahora conducido a la Pasión y que, en otro momento, nosotros tendemos nuevamente sobre el altar para ser inmolado. Cuando en efecto, en las vasijas sagradas, en las patenas y en los cálices, se lleva la oblata que debe ser presentada, eso nos hace pensar que es nuestro Señor Jesucristo, el que es conducido a la Pasión, (…) Debemos por tanto considerar que los diáconos son imagen de las potencias invisibles en servicio (Hebreos 1, 14). Así, también creemos, a este propósito, que ya está en una especie de tumba, que es depuesto en el altar y que ya ha sufrido la Pasión. Por esta razón los diáconos extienden los manteles sobre el altar, que se asemejan a los linos de la sepultura; y aquellos que le acaban de deponer, se mantienen a los lados y agitan el air3• que va sobre el cuerpo sagrado y vigilan para que nada ocurra (…) a imagen evidente de que había ángeles al lado del sepulcro, sentados sobre la piedra, que revelaron a las mujeres la Resurrección y, durante todo el tiempo en que Él permaneció en la muerte, moraban allí en honor de Aquel que había muerto, hasta que vieron la Resurrección (…) ¿No nos equivocamos por lo tanto, aquí también, al imaginar como en una imagen la semejanza con la Liturgia angélica? Ellos ofrecen una especie de honor y adoración al cuerpo depuesto que es santo y temible (…) Ahora esto ocurre mientras todos permanecen en silencio (…) debemos mirar a lo que se hace con temor y recogimiento, para que en este momento, por medio de la “Liturgia” tremenda que se cumple según las reglas del sacerdocio, nuestro Señor Jesucristo resucitado pueda anunciar a todos la participación a los bienes inefables».4 Un cristiano de nuestros tiempos ¿se reconocería en esto? Escribió Edith Stein, santa Teresa Benedicta de la Cruz: «La fe en el Crucifijo –la fe viva, acompañada por la rendición amorosa– es para nosotros la puerta de acceso a la vida y el

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principio de la futura gloria»5. ¿Dónde, si no en la Misa, se extrae tal scientia crucis, esa vía de la cruz que desde hace dos mil años es seguida por tantos hombres y mujeres en el martirio y en la santidad? Jesús encomendó a los apóstoles, entregándoles su cuerpo y su sangre: «Haced esto en conmemoración mía». Es decir, llamad a la memoria lo que yo he sufrido para vuestra salvación y preocuparos de hacer lo mismo para la salvación de vuestros hermanos. La Misa es «la cumbre, tanto de la acción por la cual Dios, en Cristo, santifica al mundo, como la del culto que los hombres tributan al Padre, adorándole por medio de Cristo, Hijo de Dios, en el Espíritu Santo» (OGMR 16; SC 10). Participar en la santa Misa es como seguir a Jesús en obediencia en su vida terrenal: desde la Encarnación hasta el Nacimiento, su Bautismo y misión pública, una aventura que culmina en un drama, la cruz que habría sido una tragedia si Él no hubiese resucitado a los tres días y el Espíritu no hubiese bajado para la Iglesia enviada en el mundo. Una reflexión parecida será una constante en la patrística y en la teología de la Edad Media. Santo Tomás afirma: «Por eso las cosas que se hacen en este sacramento representan la Pasión de Cristo; o bien indican las disposiciones del cuerpo místico; mientras que otras tienden a estimular la devoción y la reverencia en el uso de este Sacramento».6 A continuación, recuerda que la ablución de las manos es señal de respeto por su enorme valor y de purificación íntima o de la gracia; nos recuerda que la incensación, introducida después del ocaso del paganismo, sirve para eliminar los malos olores y significar el efecto de la Gracia; que las señales de la cruz, cinco, sobre el pan y el cáliz consagrados con las palabras Hostiam puram, Hostiam sanctam…, recuerdan las cinco llagas; que las reverencias indican la humildad. Quien crea que se trata de una alegoría devota producida en la Baja Edad Media o en época postridentina, se queda sin argumentos: el mismo camino durante la Edad Moderna y contemporánea lo han recorrido Carlos Borromeo, Juan Eudes y Pío de Pietrelcina. Una mirada así debería contribuir también a la comprensión del término «Misa»: puede significar oración y oblación perfectas a nuestro favor –que es el mismo Jesús– enviada (missa est) al cielo, o también desde el cielo, según Isidoro de Sevilla, que Remigio de Auxerre cita expresamente en su obra7.

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Más bien es transmissa, porque el pueblo fiel, no seguro de sus méritos, desea ofrecer oraciones y ofrendas a Dios Todopoderoso entregadas por medio del ministerio del sacerdote reconocido como mediador, confiando a través de su oración y su intercesión, que sea liberado de todos los males y reconciliado con su Creador y reforzado en todo. Según Santo Tomás: «el sacrificio eucarístico toma el nombre de Misa, porque por medio de un ángel que es Cristo mismo, el ángel del gran consejo, el sacerdote manda oraciones a Dios, como el pueblo las manda por medio del sacerdote, o bien porque Cristo es la Hostia a nosotros enviada (missa)»8. Los estudios no son unánimes en el significado del término missa, en su uso y en su evolución9. El más difundido afirma que procede de la conclusión de la celebración: ite, missa est, la despedida general que el sacerdote o el diácono hacen a todo el pueblo, como se hacía con los catecúmenos después de la lectura del Evangelio, antes del inicio de los santos misterios. No obstante el significado de dimissio es complementar al primero: el envío en misión para anunciar al mundo lo que Jesús hizo por todos: el sacrificio de su vida. Ciertamente, Él es el protagonista de la Sagrada Liturgia, ese Jesús colgado en la cruz de quien el sacerdote es sólo el intermediario. Protagonista en sentido etimológico, porque «luchó el primero» y venció el pecado y la muerte. Aquel Jesús que nació en Belén, predicó en Palestina a las multitudes, reunió a los discípulos en el Cenáculo y, sobre todo, murió por nosotros y resucitó para la gloria del Padre. Por esto, no hay nada más que decir gracias, hacer Eucaristía, una acción de gracias al Padre (Catecismo, 1359). El sacrificio de Cristo y el sacrificio de la Eucaristía son, pues, un único sacrificio (Catecismo, 1367) que representa, hoy, el Sacrificio de la Cruz porque es su memorial y aplica su fruto (Catecismo, 1366). En él, el Señor se hace presente mediante el paso de la sustancia del pan y del vino a la del Cuerpo y de la Sangre, la transubstanciación, gracias a la potencia de su Palabra y del Espíritu Santo (Catecismo, 1373–1377). Así se nos ofrece el banquete pascual (Catecismo, 1382) y nos es dada la garantía de la gloria futura (Catecismo, 1402). El sacramento de la Eucaristía es el milagro de la presencia del Señor Jesús renovado en cada Misa. Nunca se insistirá suficientemente en que se trata de una

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presencia absolutamente única. Aun comprendiendo y expresando la Eucaristía sobre todo en términos bíblicos, religiosos y existenciales, éstos no deben sustituir sino acompañar las expresiones magistrales de la tradición católica, resumidas en tres adjetivos: presencia verdadera, real y sustancial. Tal doctrina de los apóstoles, custodiada por el Magisterio de la Iglesia y transmitida a nosotros a través de los concilios, en especial los de Trento y Vaticano II, es constitutiva de la forma de la Eucaristía. Se trata de una presencia sustancial, bajo las apariencias del pan y el vino; es decir, las especies eucarísticas o sacramento. Los términos símbolo y signo, que en el lenguaje corriente indican algo que no contiene lo que significa, no pueden ser utilizados en lugar de sacramento y misterio, sino acompañados por un atributo: diremos por ejemplo signo sacramental. Por consiguiente, si Cristo murió por amor a nosotros, cuando en el momento del Sacrificio recordamos su muerte, con la venida del Espíritu Santo pedimos que se nos conceda el Amor. Pedimos y suplicamos que, por el mismo amor que ha llevado a Jesucristo a ser crucificado por nosotros, también nosotros, recibiendo la gracia del Espíritu Santo, podemos ser crucificados al mundo e imitar la muerte de nuestro Señor, para caminar en una vida renovada. Con este don de la caridad se nos concede ser verdaderamente lo que celebramos en el Misterio del Sacrificio: «Un solo pan, un solo cuerpo, somos todos nosotros que del mismo pan participamos»10. El único misterio o sacramento que es la Misa, memorial de la Muerte y Pasión de Jesucristo, constituye el centro del culto cristiano. La variedad de Liturgias orientales y occidentales, con sus peculiaridades rituales –pensemos ahora en las dos formas, ordinaria y extraordinaria, del rito romano– convergen en la celebración del Misterio Eucarístico; hay que conocer cada una de sus partes, pues sirve para que su servicio sea decoroso y nuestra participación devota.

2. Preparación Pensando en los preparativos de María y José para el Nacimiento de Jesús y en los lienzos fúnebres dispuestos por José de Arimatea y Nicodemo para la sepultura del Señor el Viernes Santo, el sacerdote y los ministros deben prepararse diligentemente a la vestidura en la sacristía; en silencio, en oración y recogimiento para el gran acto que se disponen a realizar: la celebración del

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sacrificio eucarístico –en el que el Señor se entrega en sus manos. Después, deben dar gracias a Dios11. En algunas sacristías antiguas todavía se muestran las tablas con las oraciones preparatorias compuestas por los santos, con las intenciones de consagrar y aplicar el sacrificio eucarístico. Desafortunadamente, es muy frecuente la omisión de todo esto. Así la distracción, el chismorreo, el alboroto antes y después de la Misa en la sacristía y en la iglesia, disipan y comprometen su fruto.

A) Vestiduras sagradas Parte integrante de la preparación es el revestirse de cada una de las vestiduras sacerdotales, ricas de significado. Las vestiduras sagradas se configuran en Oriente y Occidente, entre el Imperio tardo antiguo y el siglo XII; la Iglesia comprendió gradualmente que para la Liturgia no se podían utilizar las vestiduras de trabajo o militares, porque el ministro sagrado debía aparecer en la objetividad del mediador entre lo divino y lo humano. La vestidura simboliza el revestirse de Cristo. Todavía antes de la Resurrección, nuestra alma se adhiere al cuerpo de Cristo, que se convierte, al mismo tiempo, también en nuestro cuerpo, así como nosotros debemos llegar a ser su cuerpo. También a través del cuerpo el sacerdote o ministro debe transmitir que ha sido admitido a la presencia del Señor para desempeñar su servicio. Cuando estamos ante alguien más importante que nosotros, ¿no cuidamos cómo presentarnos? ¿No lo haremos, entonces, para el servicio de Dios? Las vestiduras especiales que el sacerdote se pone significan que él es una nueva criatura, llamado a llevar a cabo una acción sublime y divina, que exige el conjunto de virtudes simbolizadas por cada uno de los paramentos que debe revestir con breves fórmulas de oración, presentes en el Misal romano «tridentino». - El amito: un trozo de tela en forma rectangular con una cruz bordada en el centro y dos cintas en los dos ángulos superiores; se pone «si el alba no cubre totalmente el vestido común alrededor del cuello» (RS 122). El

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sacerdote besa la cruz del amito, lo apoya después unos instantes sobre la cabeza y, dejándolo caer en seguida sobre los hombros, ajusta su extremo superior alrededor del cuello; finalmente lo anuda en la cintura por medio de las dos cintas. El amito es símbolo del yelmo que protege la cabeza de los asaltos del Demonio, como dicen los Salmos. - El alba: una larga vestimenta de tela blanca que cubre toda la persona, desde el cuello hasta los pies. La extremidad inferior y la de las mangas pueden ir adornadas con encaje o galones. Significa la vestimenta que visten cuantos siguen el Cordero después de haberla lavado en su sangre que purifica y vuelve cándido; por eso en latín se llama alba. - El cíngulo: sirve para ceñir el alba a la cintura «a no ser que esté confeccionada de tal modo que se adhiera al cuerpo sin cíngulo» (RS 122); es un cordón con dos bordones en las extremidades y simboliza la pureza que extingue la impudicia y hace estables las virtudes de la templanza y la castidad. - El manípulo se viste en la Misa extraordinaria: una tira de tejido que se ensancha ligeramente hacia las dos extremidades, terminando con unos flecos. El sacerdote lo besa y lo apoya sobre el brazo izquierdo, mientras el ministrante ata las cintas. Simboliza la invitación de San Pablo a cargar con el conjunto de sufrimientos de los hombres con el fin de recibir el premio en las fatigas del ministerio. - La estola: una banda de tejido muy larga. El sacerdote besa la cruz en el medio, y se la pone alrededor del cuello, dejándola caer un poco detrás de los hombros y a los lados. En la forma extraordinaria cruza las dos extremidades sobre el pecho, y después la fija a la cintura, pasando por encima las dos extremidades del cíngulo. Significa la inmortalidad que Cristo ha reconquistado para nosotros después de la prevaricación de los progenitores. Como recita la oración, sin la estola el sacerdote sería indigno de acercarse a la presencia del Señor y de merecer entrar en su eterna alegría. - La planeta o casulla: una rica vestimenta abierta a los lados y con una apertura en el medio para introducir la cabeza; desciende en dos partes iguales por delante y por detrás, hasta casi la rodilla. Puede sobrepasar de poco los hombros o bajar hasta la muñeca, según las costumbres de la

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Antigüedad, de la Edad Media y de la Edad Moderna. Está ornada con bordados que suelen componer, en la parte delantera, una ancha cruz que, pasando sobre los hombros, recorre toda la parte posterior. Así recuerda que la Misa es el santo sacrificio de Cristo en el que el sacerdote ayuda a llevar la cruz; este es el yugo que hay que llevar, del que habla la oración tradicional mientras el sacerdote se la pone y que, sin embargo, es suave y ligero según las palabras de Jesús. Se debe llevar para conseguir la gracia. ¡Es increíble que se la considere algo opcional, rechazándola cuando hace calor! Nos parece oír las palabras de Cristo: «No habéis podido (…) ni siquiera una hora». Sin embargo, ¡cuánta retórica sobre la «Iglesia del delantal y el mono»! La casulla es la vestidura propia del sacerdote celebrante, que hay que revestir sobre el alba y la estola. «Quien la omite comete un acto grave que el Obispo o el ordinario religioso deben vigilar para que sea extirpado» (RS 123). Como también es un acto grave celebrar la santa Misa sin llevar las vestiduras sagradas, o vistiendo sólo la estola sobre la cogulla monástica o el normal hábito religioso, o un vestido ordinario (RS 126). Hay además otras vestiduras que indican la diferencia de tareas de los ministros sagrados en la Liturgia: la tunicela; la dalmática del diácono, que hay que vestir sobre el alba y la estola, que no hay que omitir (RS 125); la capa pluvial; el velo humeral para las funciones solemnes, cuyo significado es especialmente místico: de forma rectangular, generalmente de seda con bordados, lo suficientemente grande para cubrir los hombros del sacerdote y caer libremente por delante del pecho hasta la cintura. El sacerdote lo lleva cuando sostiene el Santísimo Sacramento, en el ostensorio o en la píxide, para bendecir a los fieles, transportarlo de un lugar a otro o llevarlo en procesión. Desafortunadamente, cada vez se hace menos. En las funciones sencillas o para asistir a la Misa el sacerdote utiliza la cota con mangas anchas, adornada con encajes o galón: una vestidura de tela blanca parecida al alba, aunque más corta pues no desciende más allá de la rodilla. La cota se viste sobre la sotana, típica del estado eclesiástico, que llega precisamente al talón y alrededor del cuello lleva un collarín blanco.

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El bonete para cubrir la cabeza puede ser utilizado en las funciones litúrgicas, pero también fuera de ellas. El Obispo viste indumentos específicos, como la cruz pectoral, el pastoral -un bastón de metal valioso curvo en su extremo superior, símbolo de la autoridad de guía de las almas —y el anillo, signo de la alianza espiritual que ha hecho con la Iglesia, Esposa de Cristo. En la Liturgia romana las vestiduras sagradas tienen una variedad de colores para «expresar con más eficacia, aun exteriormente, tanto las características de los misterios de la fe que se celebran como el sentido progresivo de la vida cristiana a lo largo del año litúrgico» (RS 121). Los colores son seis: a) Blanco, para los tiempos de Navidad y Pascua, para significar la alegría traída por Jesús con su Encarnación y Resurrección; para las demás fiestas del Señor, de la Virgen y de los santos no mártires y de las vírgenes, para significar su pureza. b) Rojo, en la solemnidad de Pentecostés para significar el Espíritu Santo que, en forma de lenguas de fuego, descendió sobre los apóstoles y enciende en nuestros corazones el amor de Dios; para el Domingo de Ramos, el Viernes Santo y las fiestas de los apóstoles y de los mártires que derramaron su sangre por amor a Jesús. c) Verde, para los domingos y los días ordinarios en los que no se celebran fiestas especiales, en los que sin embargo la Iglesia invita a esperar en la patria celeste a donde, por los méritos de Jesucristo, llegaremos un día. d) Morado, para los tiempos de Adviento y Cuaresma y, en la forma extraordinaria de septuagésima, cuatro témporas, vigilias y rogaciones, símbolo de humillación y de penitencia; en la forma ordinaria también para los difuntos. e) Negro, símbolo de dolor y de muerte; utilizado en la forma extraordinaria, para el Viernes Santo y para todas las funciones en sufragio de los difuntos; puede serlo también en la ordinaria. f) Rosáceo, para los domingos III de Adviento y IV de Cuaresma, símbolo de alegría por el aproximarse de la Navidad y la Pascua.

B) Vasos y libros sagrados 22

Al sacerdote, coadyuvado por el sacristán y otros ministros, le corresponde el cuidado de los libros litúrgicos y de los vasos sagrados: El cáliz dorado o plateado o de otro material noble no poroso e irrompible; la copa interna siempre dorada porque tiene que contener la Sangre Preciosísima de Jesús; El purificador: un paño de tela para enjuagar el cáliz, los labios y los dedos del sacerdote, que hay que plegar y poner sobre el cáliz. La patena, un platillo del mismo metal que el cáliz, perfectamente dorado, sobre el que apoyar el cuerpo del Señor en la forma de una Hostia grande; se admite también cóncava de manera que puede contener más Hostias para la concelebración; se pone sobre el cáliz ya cubierto por el purificador. Cáliz y patena son bendecidos de manera especial por el Obispo. La palia (del latín pallium, es decir, pequeño paño o manto) es un cuadrilátero de tela almidonada que sirve para cubrir el cáliz durante la Misa; cuando se prepara el cáliz, la palia se pone sobre la patena, en la que ya ha sido colocada la Hostia. El velo es un pequeño paño del mismo color y tejido que la casulla, o bien siempre blanco, que sirve para cubrir todo el cáliz con purificador, patena y palia. El cáliz tiene que mantenerse cubierto sobre el altar o sobre la credencia desde el principio de la Misa hasta el ofertorio; y también después de la purificación a la que sigue la Comunión. El corporal es un pequeño mantel almidonado que se extiende en medio del altar, para apoyar encima cáliz, la patena y la Hostia, durante la Misa. Se llama así porque en él se apoya el cuerpo del Señor, es decir la Hostia consagrada; por esta razón se debe custodiar con diligencia, también porque algún pequeño fragmento desprendido de la Hostia, pudiera quedarse en él sin que el sacerdote se percate de ello. A causa de ello, el corporal siempre se pliega a lo largo y a lo ancho, y se custodia dentro de la bolsa. Cuando se prepara el cáliz para la Misa, la bolsa que contiene el corporal se coloca sobre el cáliz ya cubierto con el velo; La bolsa es una envoltura cuadrada, recubierta de la misma tela de la casulla, cosida por tres lados y abierta por uno, como para formar una especie de sobre, que sirve para custodiar el corporal. El purificador, la palia y el corporal no pueden ser lavados por cualquiera; un primer lavado le corresponde al sacerdote o a persona consagrada, mientras que

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el agua se vierte en la piscina, una cavidad ubicada en la iglesia cerca del altar o en la sacristía. El copón o píxide es similar al cáliz aunque con la boca más ancha, dorada en su interior y cerrada por una tapa con una pequeña cruz en la parte superior. Sirve para contener las Hostia s para la comunión de los fieles; sobre la tapa se puede poner un pequeño conopeo de tejido bordado, que baja hasta el pie. Otros vasos que hay que preparar para las Misas y funciones solemnes son: • El turíbulo o incensario con naveta para el incienso; el acetre con el aspersorio para el agua bendita. • El acetre con el aspersorio para el agua bendita. • El ostensorio o custodia, una aureola en forma de estrella, de metal con teca central dorada y doble cristal, para mostrar la Hostia consagrada. Junto con estos vasos y linos sagrados hay que preparar: - El Misal, libro adoptado por el sacerdote, que contiene las oraciones y ritos del Ordinario y del Propio de la Misa para todo el año litúrgico y que normalmente es sostenido por un ministrante y después situado sobre un pequeño atril o cojín sobre el altar. - El leccionario para el lector. - El evangeliario para el diácono. Las vinajeras con el vino y el agua, normalmente puestas sobre un platillo para recoger el agua del lavado del sacerdote después del ofertorio, junto con un manutergio para secarse los dedos; la campanilla sirve para avisar de los momentos más importantes de la Misa, especialmente durante el Sanctus, la Elevación y la Comunión. Según algunos sería inútil pues volvería a evocar los tiempos en los que había que llamar a los fieles de sus devociones privadas porque la Misa era incomprensible; pero en realidad es un instrumento discreto para evitar la distracción e invitar al silencio, y es más eficaz que cualquier monición por parte de los ministros y del mismo sacerdote, que no debe interrumpir su diálogo con Dios, sobre todo en la anáfora. Una digresión, aunque no excesiva: la campanilla ha sido objeto de contienda entre los liturgistas. Con celo digno de mejor causa, un responsable litúrgico de una diócesis italiana ha decidido por todos: «Para la utilización de la campanilla, en realidad en el número 150 (del Caeremoniale Episcoparum) está escrito “según

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las costumbres locales”, pero en nuestra Iglesia diocesana ya no existe esta costumbre». El Obispo ha avalado esto, promulgándolo en el interior de ciertas orientaciones y normas (hoy en día es necesario hablar así, pero se denominan normas por llamarlas de alguna manera). Volviendo a la campanilla: hay lugares en los que todavía se utiliza, pues parece ser que, a pesar de los llamamientos del sacerdote, los fieles a menudo se distraen, y la campanilla, mucho más discreta que una llamada de atención verbal, ayuda a recogerse en el momento más solemne. Ésta, hermana pequeña de la campana, con su sonido renueva el eterno recuerdo de Dios. Pero podría ser que se quieran abolir también las campanas. Menos mal que al final, en contradicción con lo que había anunciado, el autor de las Orientaciones y Normas termina así: «La Iglesia no nos ofrece Liturgias intangibles reguladas con normas férreas. Ofrece la posibilidad de elecciones y espacios de adaptación». En resumen, parece querer decir, orientaciones y normas aparte: cada uno se las apañe como pueda. Me parece que el espíritu de la Liturgia del que han hablado Romano Guardini, Joseph Ratzinger y, en medio, el Vaticano II sea una cosa totalmente diferente.

3. Convocación e introducción Somos convocados por Jesús en el «piso de arriba del Cenáculo» (Marcos 14, 15; Lucas 22, 12), para preparar su Pascua, sobre todo el domingo, día del descanso de Dios y de la Resurrección del Señor, del que los fieles sacan la fuerza para llevar adelante las fatigas de la semana y, al mismo tiempo, el día en el que esas fatigas son ofrecidas al Señor. El sonido de la campanilla y el canto de la antífona de introito anuncian la entrada del celebrante y de los ministros, que en las Misas solemnes llevan incienso, cruz y candeleros. Todos están de pie. Presentarse ante Dios para el Sacrificio es un acto tan grande que la Iglesia siempre ha sentido la necesidad de oraciones preparatorias: la antigua costumbre romana de postrarse en silencio en la Liturgia del Viernes Santo; la solemne preparación bizantina (proscomìdia); la proclamación del Salmo 42 en la forma extraordinaria del rito romano, que desde los siglos X–XII, expresa el deseo de acercarse al altar para encontrar a Dios, fuente de la alegría y de la juventud.

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Tales ritos nacen de una pregunta: ¿soy digno de estar en presencia de Dios? Y de una certeza: siento que Él me juzga y, si estoy verdaderamente arrepentido, me perdona. San Pablo exhorta a examinar nuestra propia conciencia antes de acercarnos al altar del sacrificio (1 Corintios 11, 28), y según la tradición que se remonta a la Didaché (cap. 14), la Iglesia reza el Confiteor, fórmula del siglo XII, que confiesa con dolor sus pecados e invoca la intercesión de los santos y sobre todo de María, casi fijando la mirada al suelo. Nos podemos poner de rodillas para recitarlo, para reconocer que somos pecadores e invocar profundamente inclinados y con el gesto del mea culpa la misericordia de Dios, primero sobre el sacerdote y después sobre nosotros. El sacerdote ruega a Dios que perdone nuestros pecados y después pide, para sí mismo y para todos, la absolución de los pecados veniales. El acto penitencial recuerda la actitud que hay que tener antes de celebrar los Santos Misterios, la del publicano que reconoce humildemente ser un pecador: «situado al comienzo de la Misa, este tiene la finalidad de disponer a todos para que celebren adecuadamente los sagrados misterios, aunque «carece de la eficacia del sacramento de la Penitencia”, y no se puede pensar que sustituye, para el perdón de los pecados graves, lo que corresponde al sacramento de la Penitencia» (RS 80). Este acto recuerda la conexión indisoluble entre Penitencia y Eucaristía; tal nexo lo observan especialmente los orientales, que no comulgan sin confesión. Análogo significado posee la aspersión con agua bendita que puede hacerse el domingo en sustitución del primero: recuerda el Bautismo que es inicio de la vida nueva en la que hemos renunciado a las obras del Maligno. El sacerdote, así purificado en la forma extraordinaria, mientras todos se ponen de pie, subiendo al altar pide de nuevo, en voz baja, la purificación de nuestros pecados y de los suyos. «Aleja de nosotros nuestros pecados, para que seamos dignos de acercarnos con pureza de corazón al Santo de los santos»; después, abriendo los brazos en forma de cruz, besa el altar en señal de amor a Cristo, especialmente en la parte central donde están custodiadas la reliquias depositadas en el momento de la Consagración, y añade: «Los santos cuyas reliquias están en él depositadas, nos obtengan el perdón». El cuerpo de Cristo y el cuerpo de los santos forman el único cuerpo místico. Desde el principio de la Misa se nos recuerda que hay que ser purificados por

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la penitencia; no se podemos estar enfrentados o separados con otros, ya que eso es opuesto al signo de unidad al que nos acercamos, que es precisamente la Eucaristía. Con el Introitus, canto constituido por antífona y salmo, que acompaña al pueblo a recibir las cosas espirituales, se entra propiamente en la Misa, porque es proclamado el misterio del día, domingo o fiesta del Señor o memoria de la Virgen o de un santo. Se termina con el Gloria Patri, compuesto posiblemente por San Jerónimo a petición del Papa san Dámaso. En la Misa cantada de san Gregorio Magno, el Introitus se superpone a las oraciones a los pies del altar; más allá de las razones históricas, esto ocurre porque en presencia de Dios los ángeles y los santos desempeñan funciones diferentes al mismo tiempo: la eternidad es anticipada sobre la Tierra, no hay sucesión de tiempos. Seguidamente se procede a la incensación del altar. En la Misa de Pablo VI el signo de la cruz sigue a la antífona de introito. Es signo de totalidad y constituye un llamamiento a nuestra conciencia: de gran recogimiento de todo nuestro yo, cuerpo y alma, de consagración al Señor que nos ha creado y redimido. Es el signo de nuestra santificación. En la forma extraordinaria se repite más veces. El Kyrie eleison recuerda el tiempo en el que la lengua de la Liturgia romana era el griego y el primitivo introito de la Misa comenzaba con la oración litánica, como sucede aún en el rito bizantino; en Cuaresma acompañaba la procesión estacional. La introducción del Introitus hizo caer la letanía, pero no el Kyrie. En los domingos y fiestas se añade el Gloria in excelsis que en origen era cantado por el Papa en la Misa de Navidad: partiendo del canto de los ángeles en Belén se alaba e invoca a la Trinidad. Un himno similar, O Unigenito, lo encontramos en la Liturgia oriental. También en otros ritos como el ambrosiano, el mozárabe, el sirio, el armenio y el copto, los fieles expresan la conciencia de estar en presencia de Dios, antes de escuchar su palabra y darle gracias con la Eucaristía. El sacerdote invita a la oración varias veces con el bíblico Dominus vobiscum y el pueblo responde et cum spiritu tuo. Sigue el Oremus, la invitación a recogerse en oración y entonces, en nombre de todos y con los brazos abiertos, hace la oración collecta, así llamada porque abarca desde las necesidades humanas a las de la Iglesia, haciendo un llamamiento a la paternidad universal de Dios. La oración es posible gracias a los méritos de Cristo y a nuestra unión con Él, miembros de su

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cuerpo. La conclusión per Dominum nostrum Iesum Christum es la actuación de su promesa: «Todo cuanto pidáis al Padre en mi nombre, os lo concederá» (Juan 16, 23). Mientras que en los ritos paganos se oraba con los brazos levantados, los cristianos, para rezar al Señor, se distinguieron al alargar los brazos en cruz, como Él hizo dejándose clavar e izar en el patíbulo. Comenta Santo Tomás: «En la Eucaristía se compendia todo el misterio de nuestra salvación, por eso se celebra con mayor solemnidad que los otros sacramentos. Y porque está escrito: “Guarda tus pasos cuando vas a la casa de Dios” y: “Antes de la oración prepara tu alma”, en la celebración de este misterio, sobre todo se antepone una preparación que disponga a cumplir dignamente los actos sucesivos. Primer acto de tal preparación es la alabanza divina, que se expresa en el introito, conforme a las palabras del Salmo: “El que me ofrece sacrificios de alabanza, me honra, al hombre recto le mostraré la salvación de Dios”. La mayor parte de las veces, el pasaje se toma de los Salmos, o al menos se canta intercalando en él un Salmo ya que, como observa Dionisio: “los Salmos comprenden en forma de alabanza todo lo que es comprendido en la Sagrada Escritura”. El segundo acto recuerda la miseria de la vida presente, invocando la misericordia divina, diciendo tres veces Kyrie eleison por la persona del Padre, tres veces Christe eleison por la persona del Hijo y otras tres veces Kyrie eleison por la persona del Espíritu Santo, y esto contra la triple miseria de la ignorancia, de la culpa y de la pena; o también para significar que todas las Personas son inmanentes la una en la otra. El tercer acto recuerda la gloria celeste, a la cual estamos destinados después de la presente miseria, diciendo el Gloria in excelsis Deo. Y se canta en las festividades en que se conmemora la gloria celeste, mientras se omite en los oficios penitenciales que conmemoran nuestras miserias. El cuarto acto contiene la oración que el sacerdote hace por el pueblo, para que los fieles sean dignos de tan grandes misterios»12.

4. Liturgia de la Palabra Divina 28

Estamos en Nazaret, donde el Verbo se ha encarnado. Lo acogemos y, como discípulos suyos en la sinagoga o a los pies de la montaña, escuchamos su Palabra estando sentados. Los apóstoles, recordando el contexto de lecturas y cantos bíblicos de la Última Cena, se preparaban de ese modo para la Eucaristía. Las comunidades cristianas se reunían el domingo. Además del Antiguo Testamento empezaron a leer las cartas que recibían de los apóstoles o de otros personajes eminentes como el Obispo de Antioquía, Ignacio, que había sido discípulo de Juan: en un primer momento se hacía de manera ocasional, cuando las cartas llegaban; hasta que con el pasar del tiempo se convirtió en una costumbre. Después las cartas apostólicas prevalecieron tanto sobre el Antiguo Testamento como sobre las de los Padres y se les dio el nombre de Epístola a esta parte de la Misa. La lectura sucedía de manera continuada, es decir, leyendo uno tras otro los fragmentos escritos durante varios domingos, hasta que se empezaba otra. Las fiestas del Señor y de los santos eran una excepción y tenían lecturas apropiadas. La finalidad de las lecturas es la de enseñar la vida cristiana y, aún más, la de crear el clima para entrar a la presencia del misterio. Jesús había cantado los Salmos en la cena con los apóstoles (Marcos 14, 26), así en la Liturgia romana como en la oriental, las lecturas fueron alternándose con tres diferentes tipos de cantos: Gradual (Salmo con estribillo), Tracto (Salmo cantado sin interrupciones), y Aleluya (Salmo con estribillo aleluyático, del hebreo Allelù–Yàh, alabad a Dios) que recuerda el grande y pequeño hallel, constituidos por los Salmos 113–118 cantados en la Última Cena, y también porque está ornado de «júbilos», largas melodías de fiesta que, según san Agustín, son un canto sin palabras, que brotan del hombre gozoso. El Aleluya es cantado por los ángeles (Apocalipsis 19, 6) y, puesto que esta voz de los ángeles alaba a Dios en el cielo, de la misma manera nosotros creemos dirigirnos a Dios. Después se puede cantar la Secuencia, composición medieval para las fiestas, una obra de arte de poesía y de piedad: Crux fidelis para el Viernes Santo, Victimae paschali en Pascua, Veni Sancte Spiritus en Pentecostés, Lauda Sion compuesta por Santo Tomás para el Corpus domini, Stabat Mater de Jacopone de Todi para la Pasión, Dies irae, posiblemente de Tomás de Celano, biógrafo de San Francisco, para la Liturgia de los difuntos. En las Misas solemnes, mientras se ejecutan estos cantos, el diácono con los ministros que llevan el incienso y las velas se prepara para entrar con el

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Evangeliario y subir al ambón, siendo acogido por todos de de pie. En la Liturgia oriental existe una procesión análoga o «Pequeña Entrada» que significa la venida del Verbo al mundo con la Encarnación. En cambio, en la Misa extraordinaria el clérigo lleva el Misal a la izquierda del altar mientras el sacerdote pide la «purificación de los labios y el corazón, para ser digno de anunciar Su palabra». En la Liturgia postconciliar o Novus Ordo, en el domingo y las fiestas se puede leer una segunda lectura. Cristo, precedido por la lectura del Apóstol y anunciado por el canto de los Salmos, se hace presente en el Evangelio y el pueblo responde al sacerdote: Gloria tibi Domine. Terminada la lectura, besa la página –como si la Palabra divina se hubiese hecho nuevamente carne– y el pueblo aclama: Laus tibi Christe. El Evangelio se escucha de pie: hay que estar preparados para responder a Dios que habla con la obediencia de la fe, por eso los fieles se santiguan imitando al sacerdote con tres pequeños signos de la cruz, en la frente para que la palabra divina cale el pensamiento, en la boca para que resuene en nuestros labios, en el pecho para que sea custodiada con amor. Al acabar, en los primeros siglos tenía lugar la missa, la despedida de los catecúmenos (y de algunas clases de penitentes). Sigue la homilía, que en griego significa conversación familiar, y que escuchamos sentados. El sacerdote, a ejemplo de Jesús y de los santos, es llamado a ser maestro de fe ejerciendo este munus primariamente en la homilía, y padre administrando la penitencia. Deberá ser siempre extremadamente fiel a la moral, no simplemente respetando los preceptos de ésta, sino intuyendo también lo que pueda ser de mayor provecho para las almas, con el fin de tener una relación auténtica con el Señor, y enseñando incluso a evitar cuanto, aun no siendo directamente pecado, pueda perturbar las conciencias. La homilía sirve para contrastar el poder mundano que, en todos los tiempos, con modos y grados diferentes, intenta matar la fe a través de la disolución de la moral. Esto requiere una dedicación total y absoluta, en el ambón y en el confesionario –«No meditáis con cuánta sangre cuesta sembrarla allá en el mundo», dice Dante de la Escritura Divina, en el canto XXIX del Paraíso– y una disponibilidad sin medida, una humildad que, por sí sola, hable de la Divina Misericordia. Para subrayar en las solemnidades y en los domingos en los que la Misa es la

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celebración de la Iglesia católica allí reunida, todos recitan de pie el Credo o Símbolo. Se relaciona con la redditio Symboli, restitución a la memoria de la síntesis de la fe por parte de los catecúmenos que debían demostrar al Obispo que la conocían realmente, después de haber escuchado la enseñanza de la doctrina en la primera parte de la Misa, llamada precisamente «Liturgia de los Catecúmenos». Se llama símbolo porque reúne en síntesis las verdades de la fe y responde en cierto sentido a las interpretaciones heréticas de la tradición. Es la primera forma de dogma, es decir, síntesis de verdades definidas. Generalmente se utiliza el niceno–constantinopolitano, fruto de la elaboración de los dos concilios del 325 y del 381. Encontramos el canto del símbolo en las Liturgias orientales y, a partir del siglo IX fue introducido en Occidente por los monjes francos. Pero Roma, que siempre se distinguió por la recta fe y no fue enturbiada por las herejías como las sedes orientales, aceptó la innovación del siglo XI. En la Liturgia latina el Credo es parte de la Liturgia de la Palabra; en la Bizantina, en cambio, precede directamente la anáfora, siendo parte entonces de la Liturgia Eucarística. En este punto, en el Novus Ordo, se dirige la oración universal u «oración de los fieles», con las «intenciones» de la Misa: las necesidades de la Iglesia, de los gobernantes y del mundo: los necesitados, la comunidad local. Las lecturas bíblicas, el Salmo responsorial, la aclamación antes del Evangelio, la homilía y la profesión de fe, constituyen la palabra de Dios a su pueblo: ésta nos ha hablado por medio del Hijo, su palabra hecha carne. La Palabra Divina es una sola, y puesto que hace lo que dice, ha llegado a ser al mismo tiempo pan de vida, el «signo» que Él ha cumplido. La Constitución del Concilio Vaticano II afirma que la revelación de Jesús va más allá de la codificación del texto de la Escritura: ésta no la expresa totalmente13. Su palabra sigue viva en la tradición de la Iglesia a lo largo de los siglos, haciendo que su rostro sea visible. La Palabra por lo tanto se conjuga con el signo; el anuncio que hace Jesús no está separado de su hacerse presente y de mostrar su rostro. La Liturgia de la Palabra y la Liturgia de la Eucaristía constituyen el lenguaje de la revelación y un único acto de culto. No se pueden separar. Su Encarnación, Pasión, Muerte y Resurrección son una palabra–signo, es

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decir, un acontecimiento que debe ser visto y contemplado. La palabra reenvía al signo, que ha de ser visto e incluso comido. El Misterio Eucarístico acompañará siempre la vida de la Iglesia como síntesis de Palabra y signo que reenvía a la contemplación. En el rito romano y en la «Pequeña Entrada» bizantina todo esto es referido a la veneración y al honor del que es signo el Evangeliario: es la entrada del Verbo encarnado y su presencia entre nosotros. Explica Santo Tomás: «En segundo lugar, siempre con finalidad de preparación, sigue la instrucción del pueblo fiel, siendo este sacramento un «misterio de fe», como se ha dicho más arriba. Esta enseñanza tiene lugar inicialmente con la enseñanza de los profetas y de los apóstoles, que es leída en la Iglesia por los lectores y los subdiáconos. Después de esta lectura, el coro canta el gradual, que significa el progreso de la vida, y el aleluya, que significa la alegría espiritual, o en los servicios penitenciales se canta el tracto, que significa el llanto espiritual. Estos son, en efecto, los frutos que debe producir en los fieles la doctrina indicada. Ahora bien, al pueblo se le instruye de modo perfecto con la doctrina de Cristo, contenida en el Evangelio, leído por los ministros más importantes, o sea, por los diáconos. Después de la lectura del evangelio, porque a Cristo creemos como a la Verdad divina, según las palabras «Si os digo la verdad, ¿por qué no me creéis?», se canta el símbolo de la fe con el que el pueblo manifiesta su asentimiento de fe a la doctrina de Cristo. El símbolo, sin embargo, se canta en las fiestas de quienes se hace alguna mención en él, como son las fiestas de Cristo, de la Santísima Virgen y de los apóstoles, que fundamentaron nuestra fe, y en otras semejantes».14 El Doctor Angélico también cita un Decreto: «El Obispo no prohíba a nadie la entrada a la iglesia y la escucha de la palabra de Dios, incluso si es un pagano, herético o judío, hasta toda la Misa de los catecúmenos en la que se da precisamente la instrucción en la fe».15

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5. Liturgia del Sacrificio Eucarístico El Señor nos pregunta, como a Jaime y Juan: «¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber?» (Mateo 19, 22). Nos encontramos ante las realidades celestes que Él nos prometió, pero provenientes y, en un cierto sentido, inmersos, en la vida terrena. San Juan Crisóstomo expresa a San Basilio su reverencial temor al celebrar la Liturgia: «Cuando tú ves el Señor inmolado yaciendo sobre el altar y el sacerdote que, estando de pie, reza sobre la víctima (…) ¿puedes seguir pensando que estás entre los hombres, que estás sobre la Tierra? ¿No te sientes, al contrario, rápidamente transportado al cielo?». En consecuencia, los ritos de la Liturgia «no son sólo maravillosos de ver, sino extraordinarios por el temor reverencial que suscitan. Allí está el sacerdote, de pie (…) que hace bajar al Espíritu Santo, que reza durante mucho tiempo para que la Gracia que desciende sobre el Sacrificio pueda en aquel lugar iluminar las mentes de todos y transformarlas en algo más resplandeciente que la plata purificada en el fuego. ¿Quién puede despreciar este venerando misterio?»16.

a) Presentación de los dones Preparados por la escucha de las Escrituras, se entra en la celebración del misterio. Éste es ofrecido como sacrificio, después consagrado y consumido como sacramento; de hecho, en primer lugar está la oblación u oferta del pan y el vino; en segundo lugar, la consagración de los santos dones en cuerpo y sangre; tercero, su consumición en la Santa Comunión. En la oblación hay dos momentos: la alabanza por parte del pueblo en el canto del ofertorio, para indicar la alegría de los ofertantes, y la oración por parte del sacerdote que reza para que la oblación del pueblo sea agradable a Dios. Como dicen los Salmos, la sencillez de corazón y la alegría deben acompañar nuestra ofrenda a Dios, rogándole para que mantenga siempre en nosotros esta disposición de ánimo. Desde la sala superior del Cenáculo, dentro de poco subiremos al Gólgota.

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Después de la Liturgia de la Palabra en la que Dios Padre nos ha hablado y amaestrado en Cristo nuestro maestro, empieza la Liturgia del Sacrificio, la Eucaristía en la que elevamos en Jesús su Hijo la ofrenda al Padre. Antiguamente, sólo en este momento se extendían los manteles de lino sobre el altar y los fieles llevaban las ofrendas, es decir el pan y el vino, para el sacrificio: es nuestra participación con la materia prima de la que Cristo saca su cuerpo y su sangre. Así nació la procesión del ofertorio, o presentación de los dones en la Misa ordinaria. Los dones ofrecidos o presentados están destinados a transformarse en cuerpo y sangre del Señor. Aquí está todo el simbolismo de la pobreza de nuestros dones, pan y vino sobre todo, y sin embargo esenciales para nuestra vida. Muchos granos de trigo y simientes de uva, un solo pan y vino. Formamos un solo cuerpo, dice San Pablo. La patena, la píxide con las Hostias, recoge trabajo y sufrimientos humanos, para ofrecerlos al Señor y que Él los transforme para su gloria y nuestro bien. Ayer, como hoy, se unen otras ofrendas, incluso pecuniarias para los pobres. De los dones se comprende el gran don del Amor que es la Eucaristía. En la Liturgia bizantina se hace una procesión análoga o «Gran Entrada», símbolo de la entrada en Jerusalén del Señor para ofrecerse a sí mismo en sacrificio de expiación por los pecados del mundo. En el vino se vierten unas pocas gotas de agua, signo de sobriedad en la Antigüedad grecorromana; quizás es un gesto hecho por el mismo Jesús en la Última Cena. Es confirmado por Justino y por Cipriano: el agua vertida en el vino simboliza la Humanidad, o más bien, el evento de la Encarnación, la naturaleza humana unida a la divina en Jesucristo. La oración que acompaña el gesto, en la Misa de San Gregorio Magno –en origen en la Liturgia de la Navidad– dice: «Oh Dios, que de modo admirable has creado al hombre a tu imagen y semejanza, y de un modo más admirable todavía restableciste su dignidad por Jesucristo, mediante el misterio de esta agua y este vino, concédenos participar de la naturaleza divina de Aquél que se ha dignado compartir con el hombre la condición humana». La Encarnación, que vuelve a hacer de contrapunto al misterio de la Redención. Las dos fórmulas de ofrenda del pan y del vino Suscipe, sancte Pater y Offerimus tibi, Domine, recitadas por el sacerdote en la forma extraordinaria y que se remontan al siglo XIV, pueden ser comparadas al himno querúbico y a la oración

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de ofrenda de la Liturgia bizantina. Las del Novus Ordo se inspiran a las bendiciones judías de las comidas. La incensación simboliza el sacrificio perfecto de los santos dones del pan y el vino, es decir Jesucristo, al que nuestras personas están unidas en sacrificio espiritual, emanantes de un suave perfume que sube al cielo (Génesis 8, 21; Efesios 5, 2). Así son las oraciones de los santos (Apocalipsis 5, 8) y las virtudes de los cristianos (2 Corintios 2, 15; Juan 2, 3). Hermosas las palabras que en la forma extraordinaria acompañan la incensación, primero en forma de triple cruz y después de triple circulo sobre el pan y el cáliz: Incensum + istud a Te + benedictum ascendat + ad Te Domine ° et descendat super nos ° misericordia ° tua. Es todo el sentido de la Liturgia que asciende para gloria de la Divina Presencia y desciende por nuestra salvación –en latín, salvar significa conservar–, para que seamos completamente nosotros mismos y podamos vivir eternamente con Dios. Por esta razón el sacerdote se inclina «en espíritu de humildad y con ánimo contrito» para que el sacrificio se cumpla en presencia de Dios de manera que sea agradable; a continuación invoca al Espíritu sobre las ofrendas. Después de haber llevado las ofrendas y, en la Misa solemne haber incensado el altar, los ministros y el pueblo, mientras el perfume envuelve el templo, sigue con la ablución de las manos con el rezo del Salmo 26. El agua recuerda el Bautismo con el que fuimos lavados para presentarnos inmaculados ante Dios, justo en el momento en el que deberíamos ofrecer el sacrificio. Y si no nos sentimos todavía puros pedimos al Señor que renueve en nosotros el efecto del Bautismo para que nuestra ofrenda sea pura. También la oración Suscipe sancta Trinitas, en la forma extraordinaria, preanuncia el sentido de la ofrenda del pan y del vino como memorial de la Pasión, Resurrección y Ascensión de Cristo. Ésta recuerda que nuestro sacrificio está unido al de Cristo y es ofrecido indivisiblemente a las Tres Personas divinas en honor de los santos y en beneficio nuestro. El rito de la ofrenda antiguamente se hacía sin palabras; más tarde se añadió la antífona de ofertorio cantada por la schola. He aquí la primitiva y más antigua fórmula de ofertorio de la Liturgia romana: el sacerdote, dirigiéndose al pueblo, lo invitaba a la oración con el Orate fratres. El pueblo respondía en silencioso recogimiento después de que el sacerdote se hubiera vuelto de nuevo hacia la cruz. Luego se condensó en la fórmula: Suscipiat Dominus sacrificium (el Señor

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reciba este sacrificio). Así se hace todavía hoy en la Misa ordinaria y en la extraordinaria. Obtenida la respuesta, el sacerdote recoge las plegarias de los fieles en la oración sobre las ofrendas, también llamada secreta, similar estilísticamente a la colecta, pero que tiene como fin la aceptación del sacrificio que vamos a cumplir. Hay debates sobre el término secreta, entendido como en voz baja. No sabemos si ha sido siempre así, pues contrastaría con el uso romano que, en la Liturgia, a la invitación dirigida a los fieles para la oración individual, es seguida por una oración en voz alta por parte del sacerdote. Algunos lo consideran la traducción latina del griego mysteria, casi como si fuese una ouverture de la anáfora que está a punto de empezar, similar a las moniciones que introducen la consagración del agua bautismal y las ordenaciones sacerdotales.

b) La Oración Eucarística, apogeo de la Misa Sabemos que la ofrenda de la que se habla en la Misa se refiere a Jesús, que se ha inmolado cual víctima de amor por los pecados del mundo. Es por esto por lo que ahora se eleva solemnemente la Oración de Sacrificio (en griego anáfora): levantando los dones y nosotros mismos al Padre con la acción de gracias, la Eucaristía: es una gran oración que va subiendo de tono y culmina en la Consagración. Es la verdadera súplica, la oración insistente (obsecratio), como quiere Jesús: el misterio de la Iglesia está encerrado en el interior de la Trinidad, con su inicio en la Creación, su ápice en la Pascua y su fin en la recapitulación de todo en Cristo al final de los tiempos. Todas las Liturgias orientales y occidentales comienzan de la misma forma: con una invitación concisa del sacerdote. Sursum corda (levantemos el corazón). Una vez recibida la respuesta afirmativa de los fieles: Habemus ad Dominum (lo tenemos levantado hacia el Señor), el sacerdote añade: Gratias agamus Domino Deo nostro (debemos celebrar la Eucaristía –la acción de gracias– al Señor nuestro Dios). El pueblo aclama con la fórmula celebre en la Antigüedad grecorromana, expresión de aprobación y de júbilo: Dignum et iustum est (es justo y necesario). Desarrollando esta respuesta, el sacerdote exhorta al pueblo a la devoción comenzando de manera solemne y en voz alta –es el sentido del término prefatio

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en latín clásico– porque, por virtud sobrenatural, está a punto de cumplirse la Consagración del pan y el vino. La Liturgia romana conoce diversas formas, intercambiables, en las que domina el tema de un tiempo litúrgico o de una fiesta determinada. El prefacio es el exordio de la alabanza y de la acción de gracias de la Iglesia terrena unida a la celeste, de los ángeles y los santos. De altísimo valor estilístico, en él domina soberano el principio del cursus latino, por el que la sonoridad y la elegancia del formar periodos depende de la disposición de acentos y de sílabas largas o breves. Entonces, al final del prefacio el pueblo alaba con devoción la divinidad de Cristo, diciendo junto con los ángeles: «Santo, Santo, Santo», y su Humanidad diciendo con los niños: «Bendito el que viene en el nombre del Señor». El haber mencionado el final del prefacio a los ángeles, que alaban incesantemente a Dios, lleva a elevar el triple Sanctus que el profeta Isaías había escuchado precisamente de los ángeles en la visión del trono de Dios. Así, el pueblo se une al sacerdote proclamando a Dios tres veces Santo, por la Creación -«Los cielos y la Tierra están llenos de tu gloria»- y por la Redención -porque Él está a punto de venir: Benedictus qui venit. De este modo, el primer motivo de alabanza viene del Antiguo Testamento y el segundo del Evangelio, cuando la muchedumbre aclamó a Cristo que entraba en Jerusalén en la vigilia de su Pasión. Jesús dijo: «No volveré hasta que no digáis: Bendito el que viene en nombre del Señor». Es el sentido de la presencia divina, que se hace viva en la asamblea cristiana. La presencia de Dios vista por Isaías y encarnada en el Hijo de Dios hecho Hombre está a punto de volver a ocurrir entre nosotros en el misterio del Sacrificio de Cristo. Durante siglos, la praxis de la Liturgia usual era que el Sanctus se cantara antes de la Consagración; mientras el sacerdote rezaba el canon en voz baja, el coro cantaba primero el Sanctus y luego, después de la Consagración, el Benedictus. Incluso los músicos componían el Benedictus teniendo en cuenta que iba a ser cantado separadamente y en ese momento. Después del Concilio Vaticano II ha prevalecido el uso de cantar seguidos Sanctus y Benedictus, antes de que el celebrante empiece a pronunciar en voz alta el canon eucarístico entero. Joseph Ratzinger seguía considerando oportuno que el Benedictus pudiese ser cantado después de la Consagración, puesto que «es

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tanto un ir hacia la Consagración, como una aclamación al Señor hecho presente gracias a los textos eucarísticos. El gran momento de la venida, lo extraordinario de su presencia real en los elementos de la Tierra, exigen formalmente una respuesta: elevación, genuflexión, sonido de la campanas son un balbuciente intento de respuesta»17. En la Misa de San Gregorio Magno el Sanctus es acompañado por el sonido de las campanas y de la campanilla. Luego el sacerdote abre los brazos, los levanta al cielo, los junta apoyándolos en el altar y profundamente inclinado da comienzo a la súplica, la Oración Eucarística; la primera es el canon romano, porque es normativa de la Iglesia de Roma y tipo de las otras oraciones eucarísticas acuñadas después del Vaticano II. En la exposición hago referencia sólo al canon romano. El celebrante recita en voz alta y clara –en silencio o submissa voce, en la Misa extraordinaria– dirigiéndose a Dios Padre, siempre en nombre y con la mediación de Cristo. Aquí la celebración de la Eucaristía demuestra estar íntimamente unida a la Iglesia católica, como totalidad universal del misterio, anterior a cualquier distinción particular y local; unida alrededor del Papa y del Obispo –sin dicho «díptico» no existe Comunión Eclesial, presupuesto de la Eucaristía, haciendo inválida la Misa– y unida a la comunidad con el sacerdote que la está presidiendo. El sacerdote eleva en el altar la súplica de toda la Iglesia, jerarquía y pueblo, universal y local, especialmente por las personas que ofrecen o para las que es ofrecido el sacrificio, por todas las necesidades de los hombres para quienes se pide alivio y perdón. Después recuerda (memento) al Señor a los vivos, en comunión (communicantes) con María y los apóstoles, los santos, todos reunidos en el Amor por mérito del cual se implora que la ofrenda sea agradable al Padre a través de Jesucristo, Sumo Sacerdote. Extendiendo las manos sobre los dones (Hanc igitur oblationem), pide que la ofrenda sea portadora de salvación para aquellos por quienes es ofrecida. Entonces la epíclesis, la invocación al Padre para que mande al Espíritu Santo con su Potencia sobre el pan y el vino, haciendo de ella una ofrenda bendita (Quam oblationem), agradable, valida, racional, aceptable, para que alcance a ser para nosotros el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo: perfecta Eucaristía, para que se cumpla en nosotros aquello que Él mismo nos prometió: «Lo mismo que el Padre,

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que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí» (Juan 6, 58). Es la ofrenda que Jesús en persona hace de sí mismo: «llegado a la perfección» (Hebreos 5, 9), es decir consagrado por lo que padeció, llegó a ser Sumo Sacerdote; no era sacerdote según la ley, sino que ha llegado a serlo con la ofrenda de Sí mismo en expiación. Y el Padre lo ha constituido Mediador y Causa de nuestra salvación. Por eso el Sacrificio Eucarístico es racional –«perfecto» traduce el Misal de Pablo VI– y constituye el culto lógico o racional de los cristianos (Romanos 12, 1). Desde un punto de vista natural es, en sí mismo, algo irracional: pero el sacerdote reza para que, con la Consagración de Dios Omnipotente, llegue a ser racional, cambiándolo en el cuerpo de su Hijo, para nosotros, es decir, por nuestra salvación. Santo Tomás anota que el sacerdote no pide que se cumpla la Consagración, sino que ésta sea fructífera: «de manera que sea para nosotros cuerpo y sangre»; también las palabras antecedentes tienen el mismo significado: «Dígnate de hacer esta oblación (…) “razonable”, para que por ella seamos liberados de la sensualidad bestial». Sobre todo que «sea aceptada para la devoción de los que la ofrecen. La devoción en este Sacramento debe ser muy profunda, porque está presente Cristo y debe extenderse a todos»18. En la Oración eucarística el lugar central corresponde al relato de la institución con las palabras de Jesús sobre el pan y el vino: es la Consagración, el momento solemne en el que se manifiesta la continuidad perenne de la Eucaristía, de Cristo a los apóstoles y a sus sucesores y colaboradores, los Obispos y los sacerdotes que con el ministerio jerárquico actúan en nombre Suyo y de la Iglesia. Muchas son las cosas hechas por Jesús referidas en el Evangelio y otras que la Iglesia ha recibido de la tradición apostólica (Juan 21, 25): el alzar los ojos al cielo antes de rezar, como en la resurrección de Lázaro, o al principio de su discurso de adiós en el Cenáculo. Por eso en la Misa el sacerdote, personificando a Cristo, repite religiosamente todos los gestos, cuenta lo que ocurrió en la Última Cena, con características, significado e incidencia diferentes a la parte narrativa que precede: «La víspera de su Pasión, tomó pan en sus santas y venerables manos», después hace una pausa y, cambiando tono y posición, pronuncia lentamente –y secretamente en la forma extraordinaria– las palabras de la consagración: Hoc est enim corpus meum (este es verdaderamente mi Cuerpo).

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En el pan y en el vino está el signo de la unidad de la Iglesia. En efecto, Jesús dijo: «Tomad y comed (…) Bebed todos de él». Participando en el misterio de Cristo todos somos una sola cosa en Él. Puesto que la divinidad del Verbo de Dios es una, que llena todo el mundo, así es legítimo en muchos lugares y en muchos días que aquel Cuerpo sea consagrado. No son tantos los cuerpos de Cristo, ni muchos los cálices, sino un solo cáliz y un solo Cuerpo de Cristo con Aquel que tomó forma en el seno de la Virgen y que entregó a los apóstoles. La fórmula de Consagración del pan, en el Misal de Pablo VI, incluye la frase perteneciente, en el Misal de Juan XXIII de 1962, a la narración y la otra explicativa del sacrificio, convirtiéndose así en: «Tomad y comed todos de él porque esto es mi cuerpo, que será entregado por vosotros». Cae el enim, «de hecho» o «verdaderamente». La fórmula de Consagración del vino ha recibido otras modificaciones, convirtiéndose en: «Tomad y bebed todos de él porque este es el cáliz de mi sangre, sangre de la alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros y por todos los hombres –en los Evangelios es “por muchos”– para el perdón de los pecados. Haced esto en conmemoración mía». La Congregación para el Culto Divino ha pedido que en las nuevas traducciones del Misal se vuelva a «por muchos». Además, se ha extrapolado la expresión mysterium fidei haciendo de ella la introducción a la siguiente aclamación. En la fórmula se habla de Nueva Alianza porque la vieja ha pasado; es llamada eterna en comparación con la que tuvo fin y dio origen a la nueva. Este testamento ya no está fundado en la sangre y la aspersión de Moisés, la sangre de toros y terneros, sino en la Sangre derramada en la cruz. Esta Sangre que el Señor entregó a los discípulos es la Sangre del Nuevo Pacto. Esta es la predicación evangélica que debe ser entregada al pueblo nuevo; es decir, al pueblo cristiano. En el Cuerpo y en la Sangre del Señor está el misterio de la fe, que es un gran misterio que no puede ser penetrado y comprendido si no con la fe. Lo que ven nuestros ojos tiene forma corporal; lo que comprendemos da un fruto espiritual. El Señor Dios omnipotente, comprendiendo nuestra debilidad que nos haría considerar, justamente, irracional el comer la Carne y beber la Sangre, hizo que la forma de esos dos dones quedara como era antes, pero en realidad se han convertido en su Cuerpo y su Sangre. Aquí precisamente se puede observar que la Iglesia recibe la Liturgia

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directamente de Cristo, no la crea. Conoce los gestos y las palabras de Jesús y, bajo su mandato, los repite y las vuelve a decir, consciente de que en ello está presente toda la potencia divina del Fundador. He aquí que el pan se convierte en cuerpo sacrificado de Cristo. El misterio de la fe se hace presente, la Pasión ha atravesado el espacio y el tiempo y está sobre el altar en su realidad mística de redención. Aquí sobre el altar se hace presente Jesucristo, inmolado en la cruz para nuestra redención; toda la sustancia del pan ha cambiado en la de su cuerpo, toda la sustancia del vino en la de su Sangre: la «transustanciación». El sacerdote, consciente del prodigio que se realiza entre sus manos, se arrodilla para adorarlo y después eleva la santa Hostia para la adoración de los fieles. Esta elevación es el símbolo de la «anáfora»: la acción de los creyentes de transferir los corazones hacia lo alto. Los dones apenas son llevados sobre el altar terreno, sino que son elevados hasta el altar celeste, y esto debe ocurrir «en paz», en el espacio de la paz imperturbable del cielo; un rito que empezó aproximadamente en el siglo XII, que indica que no se puede comer a Cristo si antes no se le adora. Es necesario en este momento considerarse a los pies de la Cruz y adorar al Señor que se ha hecho víctima por mí y delante del Resucitado en el Cenáculo para exclamar como el apóstol Tomás: «¡Señor mío y Dios mío!» Es bueno tocar la campanilla, recordando discretamente a todos el momento de la contemplación de la Hostia y el cáliz cuando son mostrados y elevados por el sacerdote, y para que así agachen la cabeza en adoración del Cuerpo y la Sangre del Señor. Arrodillarse y estar de pie son dos actitudes consecutivas e inseparables de la única adoración, que hay que cumplir durante la Oración eucarística y la Comunión. Además, la adoración devota recuerda la dimensión del misterio presente y que la Misa no es sólo un convite fraterno. La Carta a los Hebreos (9, 22) afirma que sin efusión de sangre no hay remisión de los pecados: es lo que Cristo ha hecho. La presencia de la Sangre de Cristo separada de su cuerpo es el signo eficaz del sacrificio total. En la Sangre que mana del costado de Cristo se ratifica para siempre la Nueva Alianza entre Dios y la humanidad, por lo que «el Señor será nuestro Dios y nosotros seremos su pueblo (…) Él perdonará nuestros pecados y ya no recordará nuestras iniquidad» (Hebreos 8, 10 y 12).

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En este momento estamos llamados a convertirnos en ofrenda con Él. El pan y el vino son transformados ahora, de símbolos de nuestra ofrenda, en Cuerpo y Sangre de Cristo: esto significa que nosotros mismos somos transformados en su sacrificio y nos exige la transformación interior. Aquí la participación de los fieles alcanza el ápice. Aquí lo profano se ha convertido en sagrado o, mejor, en santo. Participar quiere decir extirpar el mal, para glorificar a Dios llegando a ser santo en Aquel que es santo. «Haced esto en conmemoración mía» es el mandato de Cristo a la Iglesia, para que continúe haciendo, en recuerdo de Él, lo que Él mismo ha hecho. El canon por tanto sigue: «Al celebrar el memorial (Unde et memores) de la muerte gloriosa de Jesucristo, tu Hijo, nuestro Señor; de su santa Resurrección del lugar de los muertos y de su admirable Ascensión a los cielos, te ofrecemos, Dios de gloria y majestad, de los mismos bienes que nos has dado, el sacrificio puro, inmaculado y santo: pan de vida eterna y cáliz de eterna salvación». En este pan está la vida eterna como Él mismo dice de sí refiriéndose al pan: «Yo soy el pan vivo, el que coma de este pan vivirá para siempre». Este pan es su propio Cuerpo: «Y el pan que yo os daré es mi carne para la vida del mundo». Este cáliz es para la salvación perpetua, pues su Sangre derramada es para muchos, para la remisión de los pecados. Toda la potencia redentora de Cristo Señor está contenida en el misterio del Sacrificio Eucarístico que obtiene purificación y perdón para quienes toman parte del mismo, transformándoles en un pueblo santo. La anamnesis, o sea, el hacer memoria, continúa presentando a Dios este sacrificio de la Iglesia, el sacrificio mismo del Hijo de Dios, que no puede ser menos agradable que los de los patriarcas del Antiguo Testamento, desde Abel a Abraham, hasta Melquisedec. Y ahora el sacerdote invoca los efectos de este sacrificio y Sacramento, primero para esos mismos que lo reciben, pidiendo al Padre: «Te pedimos, Dios todopoderoso (Supplices te rogamus) por las manos de tu ángel santo» que acojas sobre el altar del cielo el sacrificio de nuestro altar para que podamos recibir toda gracia y bendición una vez que recibamos el cuerpo y sangre de Cristo. El sacrificio de la Iglesia atraviesa el cielo como el mismo sacrificio de la Cruz de la que es presencia misteriosa, y nos da la Redención eterna. Esta parte es una epíclesis post–consagratoria, que recuerda cómo la Eucaristía se cumple en el misterio de Pentecostés con la efusión del Espíritu sobre la

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comunidad reunida. Es el Espíritu quien imprime a la gran oración la «orientación interior» hacia el Señor Jesús, para que «sea llevada a Tu presencia, hasta el altar del cielo» ante su majestad divina. En el canon romano, la presencia del Espíritu Santo se deduce de las dos bendiciones que preceden y siguen el relato de la institución y de los signos de la cruz que deberían acompañarlos. En la Liturgia oriental también existe esta epíclesis: «Te pedimos Señor, que así como has enviado tu Espíritu Santo sobre tus discípulos santos y sobre tus santos apóstoles puros, mandes sobre nosotros tu Espíritu Santo, para que santifique nuestra alma, nuestro cuerpo y nuestro espíritu»19. La invocación al Espíritu concierne a aquellos que comulgan, para que puedan tener la fuerza de donarse los unos a los otros y de vivir según el sacramento que celebran. La Misa reúne alrededor del altar a toda la Iglesia de la Tierra y del cielo: los vivos con sus necesidades, los santos con sus méritos. Por ello la Iglesia ahora recomienda: «Acuérdate, ¡oh Señor!, de tus fieles» (Memento etiam, Domine) y pide recordar a «aquellos que nos han precedido con el signo de la fe», es decir el Bautismo, «y duermen ya el sueño de la paz», es decir, los que han muerto en comunión con la Iglesia. Este es uno de los momentos más altos: aquellos a quienes nuestros ojos ya no ven, se reúnen alrededor de la ofrenda de Cristo; también ellos son miembros de Cristo, que no han alcanzado la santidad plena, y por lo tanto el sacerdote invoca sobre ellos la eficacia del sacrificio del Señor que, en su acción, no está limitado por espacio y tiempo. La Sangre de Cristo, puro y purificador, desciende sobre los difuntos como linfa vivificadora. El memento defunctorum es más que un recuerdo, es precisamente un sufragio para que «entren en el descanso de Dios», lo cual significa participar de la visión beatifica del paraíso (Salmo 95, vulg. 94). Ahora, batiéndose el pecho en nombre de todos como pecador, el sacerdote dice en voz alta: Nobis quoque peccatoribus, rezando también por sí mismo, siervo de Cristo y de la Iglesia en el cumplimiento del ministerio del sacrificio, pidiendo humildemente que su eficacia se extienda a su alma y por esto se encomienda a los santos y santas mártires, para que acudan alrededor del altar. Que éstos, habiendo experimentado en el martirio de su cuerpo el Sacrificio del Señor, obtengan gracia para él, que lo está renovando sacramentalmente. La asamblea eucarística es consciente de ser peregrina en el mundo. Entra con las intercesiones en la Comunión de los santos, se proyecta hacia el Reino, pero

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sabe que vive aquí en la Tierra. Por esta razón en la oración no olvida las dificultades que encuentra, las persecuciones que sufre, las calamidades temporales, las guerras; los sufrimientos de los hombres se mezclan a las oraciones de los santos y cumplen lo que falta a la Redención de Cristo a través de su Cuerpo que es la Iglesia. Después de un inciso breve –una fórmula de bendición antiguamente pronunciada sobre otros dones presentados en el altar– sigue la conclusión solemne de la gran oración del canon, con la fórmula de glorificación trinitaria o doxología: «Por Cristo, con Él y en Él, a Ti Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria, por los siglos de los siglos». Esta fórmula acompaña la elevación de las ofrendas, Hostia y cáliz a la vez: era la primitiva elevación. Es el último rito de ofrenda del sacrificio: la Iglesia se presenta al Padre con el cuerpo y la sangre del Hijo en las manos. La Iglesia, partícipe del Sacerdocio eterno de Cristo, se ofrece por medio de Él, junto con Él, identificada en Él, Cuerpo con la Cabeza, para dar al Padre y al Espíritu Santo todo el honor y la gloria por siempre. Y así se alcanza la finalidad esencial del Sacrificio eucarístico: que los hombres rindan al Padre la adoración verdadera en espíritu y verdad (Juan 4, 23). Nosotros damos el consentimiento de la fe: Amén, «así sea», elemento importantísimo de la Liturgia desde los tiempos más antiguos. De hecho, el pueblo, interrumpiendo su silencio que duraba desde el Sanctus –o desde la aclamación después de la consagración en la Misa de Pablo VI– manifiesta su consentimiento por lo acaecido en el altar y, al mismo tiempo, da su adhesión al sacrificio de Cristo, renovado por la Iglesia en nombre de todos. La Iglesia responde casi como si quisiera sellar con la Verdad todo aquello que fue proclamado y rezado. Respondiendo amén, como conclusión de tamaño misterio, los fieles confirman todo cuanto se ha pedido por medio del sacerdote durante el canon. Aquí se encuentra el ápice de la participación activa de los fieles y la importancia del papel que el pueblo de Dios tiene en el rito.

6. Comunión con el Cordero inmolado El drama llega a su culminación: el altar sobre el que se levanta la Cruz se convierte ahora en la mesa del Cordero inmolado, pero vivo. El Sacrificio del

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Cuerpo y la Sangre, místicamente adelantado en la Cena y cumplido en el Gólgota, es ahora entregado como comida y bebida a los fieles para que entren en íntima unión con la Víctima Divina. Como los apóstoles, el Domingo de Pascua estamos en el Cenáculo con el Señor ya resucitado que muestra las llagas gloriosas y nos invita al convite. La familiaridad con él provoca estupor y alegría, pero no consiente banalidades como la de transformar el altar en una mesa de comedor cualquiera, a la que invitar a los fieles. Él es el Señor, y el convite «no deja de ser un convite sacrificial, marcado por la sangre derramada en el Gólgota. El convite eucarístico es realmente un convite “sagrado”, en el que la simplicidad de los signos esconde el abismo de la santidad de Dios: O Sacrum convivium, in quo Christus sumitur!» (EE 48).

a) Paternoster Llega la Comunión, el último acto del misterio en el que somos llamados a entrar con el Pater noster: es la «oración del Señor» no solo porque nos la enseñó Él, sino porque, ya unidos a Él en la acción sacerdotal de su sacrificio, la podemos repetir en plena comunión de sentimientos. El Padre se ha reconciliado con nosotros, hemos glorificado Su nombre a través de la ofrenda del sacrificio y ahora podemos invocar el adviento de Su Reino; estamos dispuestos, si nos hemos ofrecido a Él, para hacer, como Cristo, plenamente Su voluntad. Conscientes de no ser importunos o indignos, podemos atrevernos a pedirle a Él, Padre celeste, el pan de vida (Lucas 11, 11); podemos invocar el perdón, habiendo ofrecido el sacrificio pacificador, que nos compromete a perdonar y amar al prójimo, porque sabemos que de otra forma nuestra ofrenda no sería agradable (Mateo 5, 23). Ahora tenemos la esperanza de poder vencer al mal y de ser liberados de toda insidia del Maligno, por la presencia de Aquel que ya ha rezado por nosotros (Juan 17, 15). La iglesia, invitada por el sacerdote a la oración con la exhortación: «Obedientes a la recomendación del Salvador», junto con él, dice Remigio de Auxerre, reza non voce, sed corde20. Este precepto es para nosotros saludable: conduce a nuestra salvación, puesto que es una palabra divina y no humana, la oración que nos enseñó el Señor. De hecho los apóstoles le pidieron al Maestro

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que les enseñase a rezar. Y el mismo Jesús exhortó a no multiplicar las palabras porque el Padre sabe lo que necesitamos antes de que se lo pidamos (Mateo 6, 7–8): «Por eso, cuando recéis decid: Padre nuestro». En esta oración hay siete peticiones: las tres primeras pertinentes al alma y a la vida eterna; las cuatro sucesivas pertinentes al cuerpo y al tiempo presente. En efecto, la santificación en nombre de Dios, el adviento de su reino y su buena voluntad nos conducen a la futura vida de los elegidos. El pan, la remisión de los pecados, el no caer en tentación y la liberación del Diablo y de toda adversidad de este siglo, nos son necesarios en el presente, ya que en la vida futura no habrá hambre alguna, sino que saborearemos la saciedad eterna de los elegidos en la contemplación de Dios omnipotente. Quienquiera que se disponga a llamar a Dios: Padre, debe prepararse bien para presentarse como hijo digno de tal invocación. Muchos hijos en la Escritura han invocado a sus padres y les han imitado: como hizo Isaac imitando a Abraham y Jacob a Isaac. De la misma forma nosotros también, que llamamos a Dios con el nombre de Padre, como buenos hijos debemos imitar su santidad para ser santos e inmaculados (1 Pedro 1, 16). Dios nos es Padre ante todo porque nos ha creado, metiéndonos en el útero de nuestras madres, haciéndonos «nacer» de la carne y de la semilla del hombre y de la mujer; en segundo lugar porque nos ha hecho «renacer» del agua y del Espíritu Santo. Tal es Dios, Padre nuestro que está en el cielo: Qui es in coelis. Santificetur nome tuum: el nombre de Dios es ya de por sí mismo santo. Pero, ¿por qué decimos santificado sea tu nombre? Cuando hemos renacido de las aguas del Bautismo, hemos sido santificados en su nombre. Ahora rezamos para que esa santidad, que nos llegó en el Bautismo por invocación del nombre santo de Dios, siga en nosotros para la eternidad. Pero reconociendo la santidad de Dios, debemos también aprender a temer a Dios y a manifestar su santidad en nuestras obras, alejando el pecado. Adveniat regnum tuum: el Reino de Dios, que nosotros pedimos que llegue, es la eterna bienaventuranza que nos ha sido prometida: «Venid, benditos de mi Padre» (Mateo 25, 34). Esto es lo que pedimos y deseamos: el día del Juicio que debe ser preparado. Fiat voluntas tua sicut in coelo et in terra: la voluntad de Dios se debe cumplir

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«en el cielo y en la Tierra». Pero ¿qué significa la expresión en el cielo y en la Tierra? Como en el cielo la voluntad de Dios, en Cristo, es expresada y cumplida, así en la Tierra debe ser actuada por la Iglesia, que es su Cuerpo. O bien: como su voluntad resplandece en el cielo, es decir en los justos, así sea amada en la Tierra, es decir, por los pecadores. O, aún: el cielo representaría nuestras mentes y la tierra nuestros cuerpos. La última petición del Paternoster en todas las Liturgias, exceptuando la bizantina, se desarrolla en una oración especial: Libera nos Domine que se concluye con la aclamación de los fieles: «Tuyo es el Reino, tuyo el poder, tuya la gloria por siempre». Y de nuevo una oración personal del sacerdote: «Señor Jesucristo que dijiste a los apóstoles» y que en la forma extraordinaria es recitada privadamente por el sacerdote. En el Misal de Pablo VI, la expresión «no tengas en cuenta mis pecados», ha sido cambiada con la tercera persona plural «nuestros pecados»: sería preferible que la invocación de ser perdonados quedase en primera persona, porque la confesión es personal como la conversión21; esto explicaría el verdadero significado de la paz que nace precisamente de la conversión personal.

b) Fractio panis Los Evangelios atestiguan que el Señor, después de tomar y bendecir el pan, lo partiera: recordamos la multiplicación de los panes, la Última Cena, la de Emaús. Así continuaron los apóstoles en la Misa (Hechos de los apóstoles 2, 1; 1 Corintios 10, 16; Didaché 14, 1). ¿Por qué el Señor, que dijo «yo soy el pan vivo», no dio el pan íntegro, sino partido? Para mostrar que incluso su Cuerpo, que ese pan, iba a ser partido por ellos en la cruz. En la Misa de San Gregorio Magno, el sacerdote parte la Hostia y con un fragmento traza tres signos de cruz sobre el cáliz deseando a los fieles la paz que viene de Cristo resucitado. Después lo deja caer en el cáliz con las palabras: Pax Domini sit Semper vobiscum; el rito del immixtio explica que la paz es un don que depende de la resurrección del Señor, simbolizada por la reunión del pan y el vino en el cáliz. Esto corresponde al misterio que se cumplió en el Cenáculo: Cristo Señor dio la paz después de la Resurrección, no antes. Tomando nuestros pecados sobre sí,

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Cristo, el Cordero de Dios, nos da la verdadera paz que consiste en la reconciliación con Dios. El cuerpo que se reúne con la sangre, por obra del Espíritu Santo, es el principio de la nueva creación, como muestra eficazmente el rito bizantino del zeòn, el agua caliente introducida en el cáliz. En Roma se partía el pan consagrado para distribuirlo a los fieles y para mandar un trozo a las iglesias suburbanas, con el propósito de que el sacerdote celebrante lo metiese en el cáliz para significar la unidad de fe y de comunión con la Eucaristía del Papa. Los acólitos tenían que llevarlo colgado del cuello e incluso a los mártires en las cárceles: ¿quien no recuerda a San Tarsicio? Según el martirologio romano «la partícula consagrada, defendida con la vida por el pequeño mártir, se había convertido en carne de su carne, formando con su mismo cuerpo, una única Hostia inmaculada ofrecida a Dios»22. La fracción de la Hostia significa que todos participamos del mismo sacrificio y comulgamos un único Cuerpo: «Y el pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan» (1 Corintios 10, 16–17). Aquí está la unidad verdadera traída por Jesús. El rito de la fractio, antiguamente, llevaba tiempo y en Oriente empezaron a acompañarlo con el Agnus Dei. El Papa Sergio, de origen oriental, en el siglo VII lo introdujo en Roma; se concluía de manera litánica invocando la misericordia del Cordero divino: miserere nobis. Nadie de hecho puede quitar los pecados si no Él solo, al que ningún bien es imposible para los hombres y ningún mal resulta incurable. Él, en efecto, ha lavado nuestros pecados en su Sangre, cuando la derramó por nosotros sobre la cruz y cuando fuimos lavados en el agua del Bautismo.

c) Beso de paz Típica del rito romano es la costumbre de darse la paz inmediatamente antes de la comunión, así como lo confirma la carta del Papa Inocencio I al Obispo Decencio de Gubbio en el año 416, en la que presenta el rito como una expresión del consentimiento del pueblo a los misterios celebrados. La razón de esta peculiaridad romana la podríamos encontrar en la práctica del fermentum, un fragmento de pan consagrado enviado por el Papa el domingo a

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los Tituli, las casas particulares en las que se reunía la comunidad cristiana, las domus ecclesiae. Algo parecido en la «Misa estacional». El fermentum era a menudo introducido en el cáliz, antes del saludo Pax Domini; a continuación seguía el intercambio del beso de la paz, para consolidar la comunión del Pontífice con la asamblea local. En el Misal de Pablo VI la fractio panis sigue al rito de la paz, con el que la Iglesia suplica la paz y la unidad para sí misma y para la familia humana entera, y los fieles expresan la comunión eclesial y el amor recíproco, antes de comulgar el Sacramento. Dadas las deformaciones a las que es sometido, no está de más recordar que en el rito romano el intercambio del beso de paz es una acción sagrada, con lugar y significado diferentes respecto a los ritos oriental y ambrosiano. Ello «es sinónimo de la Comunión Eucarística, pues a partir del Señor supera las barreras y reúne a los hombres en una nueva unidad. En cambio, el sentido de reconciliación entre los hermanos se manifiesta claramente en el acto penitencial que se realiza al inicio de la Misa, sobre todo en la primera de sus formas» (RS 71). Por eso, la paz, en primer lugar, se implora con una oración, después el gesto es facultativo en función de la oportunidad (OGMR 56). Y, por último, y esto es de suma gravedad, como ha recordado el Papa Francisco recientemente, no debe oscurecer al que sigue, el de la fractio panis, esencial para comprender el significado del Cuerpo de Cristo entregado por nosotros.

d) Comunión El sacerdote se prepara a la comunión con dos oraciones privadas muy bonitas, en las que habla en singular, casi como si quisiera subrayar la importancia de la relación personal con Cristo, aunque aquí represente a la Iglesia. Es la Iglesia la que es llamada a la mesa del Señor, aunque no todos estén en condiciones de acercarse a ella; pero el sacerdote deberá comulgar siempre, él personifica a todos y a cada uno en el acto de unión con Cristo inmolado. La Comunión, de hecho, no es solo unión con Cristo, sino con Cristo sacrificado en la cruz, así que los fieles, si están en las condiciones requeridas, son llamados a identificarse con los sentimientos de Cristo, para unirse a Él no solo moralmente, sino sacramentalmente. El celebrante comulgará con reverencia, es decir

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inclinado y vuelto hacia el altar, cumpliendo con solemnidad los gestos de comunión con las dos especies. En la forma extraordinaria, a la comunión de los fieles, se antepone el rezo del Confiteor, como acto de dolor por los pecados, y la absolución. En la forma ordinaria, el sacerdote presenta la Hostia sobre el cáliz, diciendo: «Dichosos los invitados a la cena del Señor», en latín ad coenam Agni, y todos contestan con la humildad del centurión del evangelio (Mateo 8, 8): Domine non sum dignus. En la forma extraordinaria, antes de la Comunión, el sacerdote lo repite tres veces mientras se golpea el pecho; después, lo repiten los fieles arrodillados. Se procede a la Comunión acompañados por el canto de la antífona. La procesión debe ser lenta para permitir el acto de reverencia personal, inclinación profunda o genuflexión, al cuerpo del Señor. Arrodillarse es a fortiori coherente con el gesto análogo realizado en la consagración. La tradición patrística oriental y occidental invita a imitar el acto de Adoración de los Magos. San Agustín dice: «Nadie come de esta Carne sin antes adorarla; cometeríamos pecado si no la adoráramos»23. En la Misa bizantina, cada uno de los fieles debe postrarse por tierra adorando a Cristo realmente presente en los Sagrados Misterios. En la forma ordinaria, recibida la comunión, el fiel contesta «Amén». El Cuerpo de Cristo nos es dado a nuestra custodia para la vida eterna. ¿Qué podríamos devolver al Señor por todo lo que nos ha dado? Mientras se administra la Comunión, permanecemos de rodillas en señal de adoración; nos podemos sentar una vez que el sacramento es repuesto de nuevo en el Tabernáculo. Algunos objetan que no tiene sentido permanecer arrodillado, ya que el Señor está en nosotros. Pero la verdad del signo exige que haya correspondencia entre el gesto de adoración exterior y el interior, en recogimiento de nosotros mismos en Él, en el silencio orante para darle gracias por el don de la unión íntima con Él, permaneciendo en intenso coloquio con Él. San Juan Pablo II, celebrando según el Novus Ordo, dio ejemplo: es la actitud del hombre que se postra ante Dios. Significa la fe en la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía. Después de la acción de gracias en silencio, ayudándose con oraciones devotas hechas por los santos como Anima Christi de San Ignacio, «Miradme, ¡Oh mi amado y buen Jesús!…» el sacerdote hace las abluciones del cáliz y de los dedos, signo de purificación de la mente de todo pecado por lo recibido. Los ritos de

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comunión terminan con la oración postcommunio en la que se pide, en relación con el misterio del día, que la Eucaristía tenga eficacia en nosotros y acreciente la gracia. Santo Tomás comenta así los ritos de Comunión: «Se pasa después a la consumación de este Sacramento. Primeramente se prepara al pueblo para la comunión. Primero, con la oración común de todo el pueblo, que es la Oración Dominical, en la que pedimos que “nos sea dado nuestro pan de cada día”, y también con una oración privada que el sacerdote recita él solo por el pueblo, diciendo: “Líbranos, Señor, etc…” Segundo, se dispone el pueblo con la paz, que se da invocando al “Cordero de Dios”. La Eucaristía es, efectivamente, el sacramento de la unidad y de la paz, como más arriba se dijo. Por el contrario, en las Misas de difuntos, en las cuales el sacrificio no se ofrece por la paz presente, sino por el descanso de los muertos, la paz se omite. Después sigue la consumación del Sacramento: primero el sacerdote comulga él mismo, y después la administra a los otros, porque, como dice Dionisio, quien da a los otros las cosas divinas, primeramente él debe participar de ellas. Por último, toda la celebración de la Misa termina con la acción de gracias. El pueblo exulta por haber recibido el misterio, y ése es el significado del canto después de la Comunión, y el sacerdote da gracias con la oración, a imitación de Cristo, el cual, una vez celebrada la cena con sus discípulos, “recitó el himno”, como se narra en el Evangelio».24

7. Cómo recibir la Comunión a) Examen de sí mismo El reconocimiento adorador de la presencia del Señor es la primera de las disposiciones para recibir la Comunión; por lo tanto, la preparación del sacerdote y de los fieles a la comunión reclama la pureza, también exterior, para acercarse a Él. Los ritos de comunión «disponen inmediatamente a la Comunión», pero los

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fieles antes deben estar «debidamente dispuestos» a recibirla (OGMR 80). ¿Qué se quiere decir? Las buenas disposiciones brotan de discernir que el cuerpo del Señor no es un pan común, sino un pan de vida, que espera a cuantos se han reconciliado con el Padre. ¿No nos ocurre a nosotros, que no podemos sentarnos a la mesa con familiares y amigos con los cuales tenemos graves diferencias si antes no nos hemos reconciliado? Y además, ¿como del alimento bueno si yo no me encuentro bien? La Eucaristía es un alimento bueno, es antídoto de las culpas cotidianas y de los pecados mortales25: si no estoy bien, porque he cometido alguno, no puedo alimentarme de ella. Por lo tanto «La costumbre de la Iglesia afirma, además, la necesidad de que cada uno examine muy a fondo a sí mismo, para que, quien es consciente de estar en pecado grave no celebre la Misa ni comulgue sin antes haber recibido la confesión sacramental, a no ser que haya una razón grave y falte la oportunidad de confesarse; en cual caso se recuerda que está obligado a poner un acto de contrición perfecta, que incluya el propósito de confesarse cuanto antes» (RS 81). Cumplida la reconciliación con la penitencia, y vueltos al estado de gracia, los ritos de la comunión constituyen la preparación inmediata. Es necesario estar en gracia de Dios. ¡Pero la catequesis de hoy en día tiene lagunas respecto a este punto fundamental de la doctrina católica! «La Eucaristía presupone el Bautismo, y también, repetidamente, la confesión. San Juan Pablo II lo puso en gran evidencia en su encíclica Redemptor hominis. La primera proposición de la Buena Nueva fue: “Convertíos”; esta suena así: “El Cristo que nos invita a la mesa eucarística es siempre el mismo Cristo que exhorta a la penitencia y que repite el convertíos” (IV, 20). Donde desaparece la Confesión, la Eucaristía ya no se discierne y es así destruida en cuanto Eucaristía del Señor»26. Para quien no lo supiese, la primera condición de la Comunión es la Confesión sacramental, si se tiene conciencia de haber pecado gravemente. El Amor entre

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Cristo y la Iglesia, significado de la Eucaristía, no consiente la Comunión –que quiere decir precisamente unión– a quien por ejemplo está divorciado, vuelto a casar o es concubino conviviente, aunque por el Bautismo siga perteneciendo a la Iglesia; a no ser que por motivos irreversibles no acepte vivir con la pareja como amigo, o como hermano y hermana. Sería contradictoria la «comunión» de quien vive en la «división» (SCa 29). Incumbe en especial modo a los Obispos y a los sacerdotes recordar las disposiciones necesarias, según el Catecismo, y en qué situaciones personales hay impedimento para comulgar. Se podría restablecer el Jueves Santo, como se ha hecho con la Misa Crismal para los sacerdotes, la Confesión y Reconciliación de los penitentes, decaída desde hace más de un milenio, a fin de volver a lanzar la Confesión de todos en Pascua como condición antes de la Comunión.

b) Reverencia y devoción La necesidad de la preparación para recibir al Señor Jesús en su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, tiene un ejemplo admirable en San Francisco de Asís que, lleno de estupor, comulgaba con tanta devoción que convertía en devotos también a los presentes. Juan Crisóstomo indica los efectos de la Comunión: «La sangre de Cristo renueva en nosotros la imagen de nuestro Rey, produce belleza indecible y no permite que sea destruida la nobleza de nuestras almas, sino que continuamente la riega y la alimenta»27. E invita a acercarse al altar devotamente y con las debidas disposiciones: «No dejéis, os lo suplicamos, que seamos muertos por vuestra irreverencia, mas acercaos a Él con devoción y pureza, y cuando lo veáis puesto ante vosotros, deciros a vosotros mismos: «En virtud de este cuerpo yo ya no soy tierra y ceniza, ya no soy prisionero, sino libre; en virtud de esto yo espero en el paraíso, y recibir sus bienes, la herencia de los ángeles, y conversar con Cristo»28. La Eucaristía contiene el «secreto» de la Resurrección como medicamento de inmortalidad y antídoto contra la muerte (EE 18). Tal antídoto es uno de los frutos de la comunión, pero es necesario rezar para recibir otros, sobre todo para llevar su evangelio en el mundo, en todos los ambientes en los que vivimos, con el testimonio de las obras para que los hombres den gloria al Padre.

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De tal contemplación Crisóstomo observa: «Ahora, si somos alimentados por un mismo pan y nos convertimos en una misma cosa, ¿por qué no mostramos también el mismo Amor, como para llegar a ser, bajo este aspecto, una cosa sola?»29 Las consecuencias morales de la Comunión llegan hasta la acogida de los pobres porque, gracias a la ayuda que se les da, los fieles puedan ofrecer un sacrificio agradable a Dios. Y ahora pasamos al modo de recibir la comunión. Toda la tradición católica y ortodoxa la recibe con gesto de adoración y en la boca. El 7 de noviembre del año 2000, la Congregación para el Culto Divino respondió en sentido negativo a quien preguntaba si el Misal de Pablo VI prohíbe al fiel arrodillarse durante cualquier parte de la Misa, por ejemplo después del Agnus Dei y tras haber recibido la Comunión, y prescribía hacerlo solo en la Consagración (OGMR 43); también respondió en este sentido negativo a quien prescribe que nadie puede ya arrodillarse o inclinarse en señal de reverencia ante el Santísimo Sacramento, inmediatamente antes de recibir la Comunión (OGMR 160–162, 244 y otros). Tal manera de recibir el Sacramento no va en contra de la procesión prevista por el Novus Ordo que prescribe un acto de reverencia al Sacramento, cosa que requiere una breve parada, y también el quedar «loablemente» de rodillas hasta la Comunión (OGMR 43). La Comisión Litúrgica de los Obispos americanos llegó, en 2002, a emanar la prohibición de arrodillarse para recibir la comunión, diciendo que «no es lícito (…) La postura regular para recibir la santa comunión debería ser la de estar de pie. Arrodillarse no es lícito en las diócesis americanas». Llegaron muchas cartas de protesta a la Santa Sede, también porque había sacerdotes que intimaban a los fieles a que se levantaran, so pena de no recibir la Comunión. La Congregación para el Culto Divino contestó: «La práctica de arrodillarse para recibir la comunión tiene de su parte una tradición de siglos e indica un signo de adoración (…) El hecho de que el fiel esté de rodillas no constituye motivo para negarle la comunión (…) El sacerdote que la niega comete un abuso pastoral». El estar de pie se ha justificado «teológicamente» con el hecho de que significa la «dignidad de los hijos», que por el contrario faltaría con el arrodillarse. Nos preguntamos, pues: ¿quién la ha perdido con el pecado, no debería recuperarla precisamente con la Comunión?

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Entonces, ¿por qué prohibir el arrodillarse? ¿Qué diríamos viendo la postración triple de los orientales? Si la procesión de comunión es un acto eclesial, –no individualista– incluye el previsto acto personal de reverencia, si no sería sólo exterioridad. Tal dicotomía se ha convertido en esquizofrenia hasta el punto de condicionar negativamente la reforma litúrgica, que por lo tanto tiene que ser reconducida al álveo de la tradición. Surge, de hecho, la pregunta: ¿cómo se hacía antiguamente la Comunión? ¿De pie o de rodillas? ¿En la mano o en la boca? Pensemos en Pedro, que cayó a los pies del Señor resucitado, aparecido sobre el lago de Tiberíades, exclamando: «Apártate de mí, Señor, porque soy un pecador» (Lucas 5, 8). ¿Nos consideramos mejores que Pedro? ¿No pondríamos pues toda la atención en recibir la Hostia en la boca? San Cirilo de Jerusalén recomendaba: «Sé vigilante para que no pierdas nada del Cuerpo del Señor. Si tú dejaras caer algo, tienes que considerarlo como si hubieses cortado uno de los miembros de tu propio cuerpo. Dime, te lo ruego, si alguien te diese granitos de oro, ¿acaso tú no los guardarías con máxima cautela y diligencia, para no perder nada? ¿No deberías tú cuidar con cautela y vigilancia aún mayor, para que nada y ni siquiera una miga del cuerpo del Señor pudiesen caer al suelo, porque es mucho más preciado que el oro o las joyas?»30. Así pues, ya antiguamente se prestaba atención en este sentido. Anotaba Pablo VI: «Consta que los fieles se sentían culpables y justamente, nos recuerda Orígenes, si una vez recibido el Cuerpo del Señor, aun conservándolo con mucha cautela y veneración, algún fragmento cayese al suelo por negligencia» (MF 59). De esta preocupación viene la praxis de dar la Comunión como los orientales, en la lengua o en la boca: «Esta manera de repartir la comunión, teniendo en cuenta la situación actual de la Iglesia en su totalidad, se debe sin duda conservar, no sólo porque se basa en una tradición plurisecular, sino especialmente porque expresa y significa el respeto reverente de los fieles hacia la Santa Eucaristía. Para nada es disminuida la dignidad de la persona del comunicando; al revés, todo entra en ese clima correcto de preparación, necesario para que sea más fructuosa la Comunión del Cuerpo del Señor»31. Si en Oriente, con motivo de los cánones severos, la Comunión se convirtió en algo raro, en Occidente en el siglo XII desapareció la de la sangre de Cristo: lo estableció el Concilio de Constanza de 1418. En el Misal de Pablo VI, la

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administración bajo las dos especies a los fieles está regulada por normas, en buena parte eludidas. De la gran reverencia hacia el Sacramento viene la precaución de la utilización del platillo o del purificatorio, como los bizantinos, en la distribución de la Comunión: «Es necesario mantener el uso del platillo para la comunión de los fieles, para evitar que la sagrada Hostia o algún fragmento de la misma, caiga» (RS 93; también OGMR 160). No es oportuno utilizar un velo tendido, porque no permite la recogida de los fragmentos. Jesús está realmente presente también en los fragmentos de la Hostia. De hecho «la presencia eucarística de Cristo comienza en el momento de la Consagración y dura todo el tiempo que subsistan las especies eucarísticas. Cristo está todo entero presente en cada una de las especies de modo que la fracción del pan no divide a Cristo» (Catecismo 1377). La Liturgia oriental no ve diferencia alguna entre las partes mayores y las mínimas de la Eucaristía: incluso las que son imperceptibles a la vista son igualmente dignas de adoración. Por otra parte, ¿no tratamos análogamente una, aunque pequeña, reliquia de santo? Comenta Santo Tomás: «El sacerdote finalmente junta los dedos, es decir el pulgar y el índice con los que ha tocado el cuerpo consagrado de Cristo, después de la consagración, porque si algunos fragmentos hubiesen quedado pegados, no vayan dispersos. Esto entra en el respeto debido al Sacramento».32 ¿Qué decir entonces de la Comunión en la mano concedida como excepción y ahora ya generalizada? La Constitución Litúrgica del Vaticano II no hace referencia a esto. Los orientales siguen sin hacerla así; la han proscrito, a pesar de algunos testimonios antiguos que consentían tomar el Pan Eucarístico de la mano, directamente con la boca. Una señora me decía: ¿cómo puedo con las manos con las que pocos minutos antes he tocado el dinero de la Ofrenda, coger el Cuerpo del Señor? Alguien replica: ¿es la boca más pura que las manos? Ciertamente, desde el punto de vista físico y, por lo tanto, también psíquico; esto lo demuestra el cuidado que ponemos en no acercarla a cualquier cosa, mientras que con las manos tocamos de todo.

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Se trata entonces de un gesto profano y ajeno a la tradición de la Iglesia. Esto también ha contribuido a la disminución de la fe en la presencia real de Cristo. Sin embargo, Pablo VI esperaba «de la restauración de la sagrada Liturgia (…) copiosos frutos de piedad eucarística» (MF, 2). ¿Qué ha ocurrido? El pensamiento protestante o no católico ha penetrado en la Iglesia: la Misa es vista como cena fraterna y asamblea. ¿Qué sentido tiene arrodillarse pues en «una cena»?

8. Conclusión Hemos llegado al monte de los Olivos, alrededor del Señor que antes de ascender al cielo nos asegura: «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mateo 28, 20). De la misma manera, con el deseo del sacerdote «el Señor esté con vosotros» y la Bendición, que imparte signando la cruz sobre el pueblo, concluye la santa Misa. En la forma extraordinaria el sacerdote la imparte –casi como un desarrollo de la antigua formula benedicat vos Deus a quienes la pedían mientras él regresaba a la sacristía– y después de haber rezado una vez más la Trinidad, para que el sacrificio ofrecido sea agradable a su majestad. Todos pueden recibir la bendición en pie o arrodillándose y santiguándose a la vez. Y finalmente la fórmula de despedida Ite, missa est que ha dado el nombre a todo el rito es una invitación a cumplir con la misión encomendada por Aquel que ascendió al cielo y envió al Espíritu sobre María y los apóstoles; a recordar la culminación que con la Eucaristía la Iglesia debe alcanzar en la misión evangelizadora del mundo, precedida y acompañada por el ejemplo y la intercesión de la Virgen María. La Eucaristía tiene la finalidad de hacernos crecer en el Amor de Cristo y en Su deseo de llevar el Evangelio a todos. En la forma extraordinaria la Misa concluye con el primer capítulo del Evangelio de Juan, que une el sacrificio redentor al misterio de la Encarnación del Verbo y de nuestra filiación divina en Cristo, ya presentado en la Liturgia de la palabra: el motivo inicial regresa al final. Introducido en la época de la Baja Edad Media como fórmula de exorcismo o de acción de gracias, la utilización fue fijada en el Misal romano de Pio V. A la frase Et Verbum caro factum est nos arrodillamos, para hacer memoria del acontecimiento central de nuestra fe que nos hace cristianos y nos salva.

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Después del retiro en la sacristía del sacerdote y los ministros, salimos de la iglesia, tras haber hecho una reverencia a la Cruz y una genuflexión ante el Santísimo.

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CAPÍTULO II CUÁNDO NACIÓ LA MISA

1. La Última Cena no fue la primera Misa ¿Se puede considerar que la Última Cena fue la primera Misa? Varios estudios han intentado aclararlo, entre ellos los de Joseph Ratzinger. La cena celebrada por Jesús en la vigilia de la Pascua judía no es todavía una Liturgia cristiana, como prueba el hecho de que sólo las dos bendiciones, una sobre el pan, que se convierte en cuerpo entregado por nosotros, y la otra sobre el vino, que se convierte en sangre derramado por nosotros, han sido conservadas por la tradición apostólica e incluidas en una gran «oración de bendición» o súplica de agradecimiento, en griego Eucaristía, a Dios Padre en el Espíritu Santo, hecha en nombre de Jesucristo el Hijo, encarnado y sacrificado por nosotros. Todo lo que ha hecho el Señor en el contexto de la Última Cena es una novedad, por esto: «la Última Cena funda el contenido dogmático de la Eucaristía cristiana, pero no su forma litúrgica»1. En otros términos: «Para nosotros los cristianos, ya no es necesario repetir aquella cena (…) En efecto, el memorial de su total entrega no consiste en la simple repetición de la Última Cena, sino propiamente en la Eucaristía, es decir, en la novedad radical del culto cristiano (…) La conversión sustancial del pan y del vino en su cuerpo y en su sangre introduce en la creación el principio de un cambio radical, como una forma de «fisión nuclear», por usar una imagen bien conocida hoy por nosotros, que se produce en lo más íntimo del ser; un cambio destinado a suscitar un proceso de transformación de la realidad, cuyo término último será la transfiguración del mundo entero, el momento en que Dios será todo en todos (1 Corintios 15,28)» (SCa 11). En la Eucaristía, «Jesús anticipó su sacrificio, un sacrificio no ritual, sino personal»2. Al mismo tiempo, la Eucaristía es espera de la cena que el Señor preparará a su vuelta, en el fin del mundo.

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Por lo tanto, prefigurada en el sacrificio del templo, en el «siervo sufriente» de Isaías, en la cena pascual de los hebreos, la forma original de la Misa es la Eucaristía, es decir, la oración de acción de gracias que transforma nuestra existencia: es la obediencia de Jesucristo al Padre, por ello es sacrificio y alimento de los reconciliados3. De la novedad introducida por Jesús se pasa a los cambios realizados por los apóstoles después del martirio de Esteban, cuando, expulsados del Templo y de las sinagogas, se reunieron con asiduidad en las casas la tarde del «primer día de la semana» que, de Jesús, Dominus tomó el nombre de domingo: las lecturas, los Salmos, las oraciones, las instrucciones que antes se realizaban en las sinagogas, se unieron a la bendición del pan que después era partido en comunión fraterna (Hechos de los Apóstoles 2, 42-46). En el capítulo 24 del Evangelio de Lucas, en el camino de Emaús, el Resucitado explica a los dos discípulos las Escrituras a la luz de los acontecimientos pascuales y, en la mesa, toma el pan, lo bendice, lo parte y se lo entrega. Es la primera forma «codificada» de la Misa con la palabra y la Eucaristía: la «fracción del pan». De este modo, la primera parte de la Misa, hoy llamada Liturgia de la Palabra, permitió también un relectura cristiana de todo el Antiguo Testamento, junto a los escritos apostólicos del Nuevo Testamento. Otro pasaje lo constituye la prohibición de Pablo de unir la fracción del pan con el ágape, cena de carácter religioso-social, pues aún era muy fuerte la influencia pagana de malinterpretar la Eucaristía como un banquete del cual después surgían, inevitablemente, abusos y desenfreno. Esto llevó a otra transformación: la aparición gradual de las oraciones eucarísticas, llevando al cambio de nombre de la celebración que pasó de llamarse fracción del pan a Eucaristía. Algunos textos eucarísticos primitivos, como la Didaké y la anáfora siriocaldea de Aday y Mari4, no tienen las palabras de institución y consagración, fórmulas sagradas que no tenían que ser conocidas por los profanos. Ciertamente, la autoridad apostólica aseguró la recta fe en el misterio eucarístico e impulsó los cambios necesarios en la nueva Liturgia cristiana. Así nació la Misa. Lo confirma el testimonio de san Justino: en su Primera Apología explica al emperador Antonino Pío los rasgos esenciales de la Misa que se celebraba en Roma en el año 155; también aquí es evidente la unidad originaria. Se celebra «en el día del sol», es decir, el domingo, en dos momentos:

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el primero, la convocación, la escucha de las «memorias de los apóstoles», los Evangelios, de los escritos de los profetas, la homilía y la plegaria universal; el segundo, la colecta, la presentación del pan y del vino, la acción de gracias que consagra y la comunión. Se trata de un solo acto de culto y de una sola mesa de la palabra y del cuerpo del Señor5. Justino precisa: «puesto que este pan y este vino han sido “hechos Eucaristía”, como se dice tradicionalmente, este alimento se llama entre nosotros “Eucaristía”, de la que a nadie es lícito participar, sino al que cree verdaderas nuestras enseñanzas, y se ha lavado en el baño que da la remisión de los pecados, y vive conforme a lo que Cristo nos enseñó»6. Por lo tanto, por la Historia de la Liturgia y del dogma eucarístico sabemos que la forma o rito de la Misa no es el banquete: «Eucaristía significa tanto el don de la communio en la que el Señor se convierte en alimento para nosotros, como el sacrificio de Jesucristo que ha pronunciado su sí trinitario al Padre en el sí de la cruz y nos ha reconciliado a todos con el Padre en este «sacrificio». Entre banquete y sacrificio no hay contraste alguno; en el nuevo sacrificio del Señor ambos se entrecruzan inseparablemente»7. En las dos formas de la Misa bizantina, la «divina Liturgia de san Juan Crisóstomo» y la de «san Basilio», el concepto de cena o de banquete está claramente subordinado al del sacrificio, precisamente como en nuestro canon romano. Hay muchas denominaciones de la Misa —basta consultar el Catecismo de la Iglesia católica—, pero no se puede decir que la de cena y de memorial sea primaria respecto a la de sacrificio, representación incruenta del sacrificio del Gólgota. El hecho de que la Eucaristía sea el sacrificio del Verbo, la palabra de Dios hecha carne —en griego logos, que significa palabra y también «razón»— hace de ella la ofrenda racional (oblatio rationabilis), el culto lógico (logikè latria). Verdaderamente, la Eucaristía es la entrada de la Iglesia en el «culto racional».

2. Las principales reformas En Roma, en el siglo III, el texto de la Traditio apostolica presentaba como apostólicas muchas costumbres romanas antiguas, para defenderlas de la llegada de las nuevas formas litúrgicas. En realidad, se trataba de costumbres orientales como las de Antioquía y Alejandría, con las que Roma siempre había estado en relación y que había conservado. Será el Papa ibérico Dámaso (366-384) quien

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favorecerá el tránsito del griego al latín en la Liturgia, componiendo epígrafes que son preludio de la colección de plegarias, en griego eucología, siendo ayudado por su secretario, San Jerónimo. No fue sólo una cuestión litúrgica, sino de inculturación de la fe en Roma y en su área de influencia. Es el momento en el que la fe parece estar en discusión a causa de las controversias doctrinales y de los primeros concilios ecuménicos: Nicea (325), Constantinopla I (381), Éfeso (431), Calcedonia (451), Constantinopla II (533) y Constantinopla III (681), proporcionando todos ellos las necesarias aclaraciones y definiciones. En Roma y en las grandes sedes cristianas nacen los ritos, más tarde codificados en los primeros libros litúrgicos, bajo la autoridad del Papa y de los concilios. En este contexto, en el siglo IV, con León Magno y Ambrosio, toma forma el «canon romano», la Oración Eucarística de Roma, llamada así para indicar que era una norma que había que seguir en la celebración de la Misa. Seguirán los primeros textos eucológicos romanos, planteados siguiendo el año litúrgico de la Iglesia de Roma: los sacramentarios8 veronense, gelasiano y gregoriano. El objetivo era asegurar la regla de la fe a través de la regla de la oración, atemperando costumbres antiguas y nuevas. En el siglo IX, el emperador franco Carlomagno encarga a Alcuino9 la copia de los textos litúrgicos romanos, con lo que la Liturgia romano-germánica tiende a convertirse en una Liturgia universal. En el siglo XI la abadía de Cluny dará gran impulso a esta universalización, consolidando la reforma litúrgica como parte de la «reforma gregoriana» bajo la guía del Papa San Gregorio VII (1073-1085), antes monje de Cluny. En respeto de las distintas costumbres locales, se realiza una Liturgia única, que es un verdadero instrumento de unidad. A ella se debe la conservación de las costumbres de al menos doscientos años, actuada por la reforma tridentina. Muchas de esas costumbres llegarán hasta el Vaticano II. Cluny había adaptado la Liturgia romana a las condiciones y necesidades de los pueblos del Occidente europeo. Elementos particulares de dicha reforma fueron: las rúbricas descriptivas para facilitar el aprendizaje de la celebración en los nuevos territorios de misión; el desarrollo de los gestos visibles para hacer percibir la presencia real, sustancial y permanente de Cristo en el Sacramento y la adoración a la Santísima Trinidad; el espacio concedido al canto gregoriano en la celebración; el proceso gradual de imitación y dramatización. Algunos aspectos fueron eliminados en la reforma tridentina y muchos otros sobrevivieron en las

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diversas formas de devoción popular; los que se conservaron por sus características trascendentes y sagradas son rasgos distintivos de la Liturgia católica. Sin embargo, no se ha pensado y actuado en tan poco tiempo una reforma universal de la Liturgia católica latina como con el Concilio Vaticano II. ¿Cuáles eran las intenciones? La Constitución Litúrgica formula una premisa de fondo: la Iglesia es una realidad divina y humana, permanentemente dirigida a Jesucristo, al que reconoce presente en medio de ella gracias a la potencia del Espíritu Santo (SC 7). Dicho reconocimiento se llama Adoración, es decir, una religión o relación de culto público integral o —del griego— Liturgia, que imita a la celeste tal como está descrita en el Apocalipsis (Ibid.). El esfuerzo imitativo entre la celebrada en la Tierra y la celeste lleva, necesariamente, a deformaciones que después necesitan reformas, empezando por la nuestra y la de la Iglesia. El objetivo de la Liturgia es la gloria y la adoración del Señor y no la exhibición o, peor aún, la exaltación de uno mismo. El hombre, cuanta más gloria da a Dios, más se salva. El cielo está abierto desde el momento en que ascendió Jesucristo el Hijo de Dios y, desde allí, Él desciende en la Liturgia con todos los santos (Ibid. 8). Dicho ejercicio de mediación entre Dios y el hombre —la Liturgia — lo realiza el sacerdote, palabra que incluye el sacrum, por eso «es acción sagrada por excelencia» (Ibid. 7). Por lo tanto, la «esmerada reforma general» de la Liturgia que el Vaticano II retomaba en continuidad con la encíclica Mediator Dei y la obra de Pío XII tenía esta intención. No ciertamente tocar esa «parte que es inmutable por ser la institución divina» (Ibid. 21), sino aquellas partes en las que «se han introducido elementos que no responden bien a la naturaleza íntima de la misma Liturgia o han llegado a ser menos apropiados» (Ibid.). Dicha reforma debía tener en cuenta algunas normas generales: la regulación de la sagrada Liturgia compete únicamente a la Sede Apostólica y, según establece el derecho (hay que entender no en derogación, sino en aplicación), al Obispo y, dentro de unos ciertos límites, a las asambleas episcopales territoriales. «Por lo mismo, nadie, aunque sea sacerdote, añada, quite o cambie cosa alguna por iniciativa propia en la Liturgia» (Ibid. 22, 3); también por el hecho de que «las acciones litúrgicas no son acciones privadas, sino celebraciones de la Iglesia» (Ibid. 26). Los principios de la Constitución Litúrgica -«constitución» es la calificación más

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alta de un texto del Magisterio- no pueden ser leídos en contraste con la Tradición, también porque no contiene definiciones dogmáticas sino afirmaciones magisteriales, llenas de autoridad del colegio episcopal en comunión con el Papa —colegio dotado en concilio del supremo poder doctrinal— que requieren el obsequio religioso de la voluntad y del intelecto. La Sacrosanctum Concilium constituye también el fruto del movimiento litúrgico que desde el siglo XIX, a través de Pío X, había llegado a su madurez con Pío XII. Las normas eclesiásticas no son irreformables; algunos cánones de los antiguos concilios reconocidos como ecuménicos por la Iglesia son, hoy día, inactuales u obsoletos. Ahora bien, no todas las partes de la Constitución Litúrgica del Vaticano II han sido redactadas de la mejor manera y por este motivo se han prestado a más de una interpretación y a malinterpretaciones. Además, la ideología conciliar ha cargado ciertas expresiones, en principio buenas, con un significado erróneo, envenenando los frutos del concilio. Por todo ello es lícito desear, en los puntos más controvertidos, una formulación mejor, algo que sin duda alguna favorecería la solución de las divergencias entre conservadores y progresistas. Pertenece al trabajo teológico asimilar el contenido y expresarlo convenientemente para que pueda ser puesto al servicio de la predicación. Ese no se agota en la interpretación, sino que al salir en cierto sentido de sí mismos y con la guía del Magisterio trae origen de las fuentes de la renovación que son la Sagrada Escritura y la tradición de los padres y de los santos doctores. La reforma realizada en el post concilio no se puede emendar de las deformaciones inducidas sin reconectarse a las reformas precedentes. Lo exige la continuidad y un poco también la sabiduría bíblica: no hay nada nuevo bajo el sol.

3. La mediación sacerdotal Celebrar la Misa es un acto exclusivo del sacerdote que es consagrado ad hoc. No creáis a quien dice: ¡los fieles celebran o concelebran! Sólo el sacerdote puede celebrar, a no ser que tenga impedimentos canónicos, porque celebrar la Misa quiere decir «mediar» entre lo divino y lo humano, para favorecer el encuentro entre Dios y el hombre. El sacerdote, estando en presencia del Señor para servirlo, está cerca de lo

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divino -la Palabra y el Sacramento- que debe transmitir a los hombres; por ello es siervo de Dios y siervo de los fieles, es mediador. Pero algunos consideran que esto ha sido superado: sólo Cristo es mediador, afirman. El sacerdote puede no estar. ¡Esto es protestantismo! En cambio, en continuidad con el judaísmo, la Carta a los Hebreos, presenta a Cristo sacerdote de modo particular, con su sacrificio realizado una vez para siempre: este sacerdocio eterno es participado a los ministros de la Nueva Alianza que, sin embargo, deben ofrecer el sacrificio eucarístico continuamente, hasta el don de la vida corporal. El siervo está bajo la palabra: «¡No se haga mi voluntad, sino la tuya!» (Lucas 22, 42). Esta obediencia fundamental que forma parte del ser hombres -un ser no por sí y sólo para sí mismos- es aún más concreta en el sacerdote: nosotros no nos anunciamos a nosotros mismos, sino a Él y su Palabra, que no podríamos idear por nuestra exclusiva cuenta. Sólo en la comunión de su Cuerpo anunciamos la Palabra de Cristo de modo justo10. Intentemos ahora entender algo más, de nuevo con la ayuda del Papa: «¿El sacerdote representa al Señor de la misma forma? La respuesta es no, porque en la Iglesia Cristo no está nunca ausente; la Iglesia es su cuerpo vivo y la Cabeza de la Iglesia es él, presente y operante en ella (…) está presente de una forma totalmente libre de los límites del espacio y del tiempo, gracias al acontecimiento de la Resurrección (…) Por lo tanto, el sacerdote que actúa in persona Christi Capitis (en la persona de Cristo Cabeza) y en representación del Señor, no actúa nunca en nombre de un ausente, sino en la Persona misma de Cristo resucitado, que se hace presente con su acción realmente eficaz. Actúa realmente y realiza lo que el sacerdote no podría hacer: la consagración del vino y del pan para que sean realmente presencia del Señor, y la absolución de los pecados. El Señor hace presente su propia acción en la persona que realiza estos gestos»11. La mediación sacerdotal es visible por las tres tareas u oficios que concretizan esta representación, a saber: el oficio (munus) de enseñar (docendi), santificar (sanctificandi) y gobernar (regendi): «Esas son en realidad las tres acciones de Cristo resucitado, el mismo que hoy en la Iglesia y en el mundo enseña y así crea

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fe, reúne a su pueblo, crea presencia de la verdad y construye realmente la comunión de la Iglesia universal; y santifica y guía»12. Como el sacerdote no dice cosas de su coleto, no inventa una doctrina propia, del mismo modo no puede hacer o inventar Liturgias, porque engañaría y llevaría a la idolatría. En el ejercicio del munus docendi, la Sagrada Escritura, los padres y los doctores, el Catecismo de la Iglesia católica constituyen el punto de referencia imprescindible. Pero el Santo Padre plantea otra pregunta: «¿Cómo puede el hombre encontrar ese contacto con Dios, que es fundamental, sin morir arrollado por la grandeza del Ser Divino?». Responde: «Así llegamos de nuevo a la tarea del sacerdote de «santificar». Ningún hombre por sí mismo, partiendo de sus propias fuerzas, puede poner a otro en contacto con Dios. El don, la tarea de crear este contacto, es parte esencial de la gracia del sacerdocio (…) Se realiza de un modo particularmente denso en los sacramentos. En las últimas décadas ha habido tendencias orientadas a hacer prevalecer, en la identidad y la misión del sacerdote, la dimensión del anuncio, separándola de la de la santificación; con frecuencia se ha afirmado que sería necesario superar una pastoral meramente sacramental. Pero ¿es posible (…)? El sacramento es el centro del culto de la Iglesia. Sacramento significa, en primer lugar, que no somos los hombres los que hacemos algo, sino que es Dios el que se anticipa y viene a nuestro encuentro con su actuar, nos mira y nos conduce hacia él. (…) Dios nos toca por medio de realidades materiales (…) que él toma a su servicio, convirtiéndolas en instrumentos del encuentro entre nosotros y él mismo»13. Cada presbítero tiene que tener conciencia de ser dicho instrumento con el munus sacrificandi: «Esta conciencia debe llevar a ser humildes y generosos en la administración de los Sacramentos, en el respeto de las normas canónicas, pero también en la profunda convicción de que la propia misión es hacer que todos los hombres, unidos a Cristo, puedan ofrecerse como Hostia viva y santa, agradable

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a Dios (Romanos 12, 1)»14. En lo que respecta al munus regendi: «En las últimas décadas se ha utilizado a menudo el adjetivo «pastoral» casi en oposición al concepto de «jerárquico», al igual que, en la misma contraposición, se ha interpretado también la idea de “comunión”»15. En realidad, comunión y jerarquía son una sola cosa. El sacerdote guía, es decir, sostiene y gobierna la comunidad eclesial solo en comunión con su Obispo y con el Papa; rehúye la confusión teológica, respeta la piedad popular, aborrece las deformaciones de la Liturgia que lo único que hacen es alejar a los fieles de la Iglesia y favorecer la difusión de nuevos movimientos religiosos y mágicos. Por esto sabe que la gloria de Dios no coincide con las distintas aspiraciones humanas y que el culto, si se dirige a la comunidad, pierde el impulso de acercarse a Dios, porque ésta acaba por tomar su lugar y destruir la centralidad de la Liturgia.

4. El modo de celebrar La mediación es parte integrante de la que es denominada ars celebrandi expresión de moda que demuestra, cuando se quiere, que se puede recurrir al latín porque dice mucho con brevedad-, el atenerse al ius divinum y a la lex liturgica, es decir, servir con amor y temor al Señor. Esto se expresa con besos a la mesa y a los libros litúrgicos, reverencias y genuflexiones, signos de la cruz e incensación de personas y objetos, gestos de ofrenda y de súplica, ostensión del Evangeliario y de la santa Eucaristía16. Desgraciadamente, en la Liturgia postconciliar la sobriedad que había llevado a reducir dichos gestos en cantidad y calidad -según observa el amigo Antonio Alò, incomparable maestro de celebraciones litúrgicas-, se ha convertido en minimalismo, con el resultado que las genuflexiones y las reverencias ya no las hace nadie, o son apenas realizadas. Nos hemos convertido en avaros en gestos hacia el Señor; sin embargo, elogiamos a los judíos y a los musulmanes por su fervor en el modo de rezar. El sacerdote expresa la fe en la presencia del Señor en la Iglesia, en especial la Eucarística, con la adoración documentada por la reverencia profunda de las genuflexiones durante la santa Misa y fuera de ella. Dicha actitud reviste una gran incidencia educativa, tanto durante la celebración como fuera de ella. La genuflexión, más que las palabras, manifiesta la humildad del sacerdote que

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sabe que es sólo un ministro y su dignidad por el poder de hacer presente al Señor en el Sacramento. Las manos del sacerdote elevadas indican la súplica del pobre y del humilde: «Te pedimos humildemente» se subraya en las oraciones eucarísticas II y III del Misal de Pablo VI. El OGMR establece: «Cuando celebra la Eucaristía, debe servir a Dios y al pueblo con dignidad y justicia y en el modo de comportarse y de pronunciar las palabras divinas debe hacer percibir a los fieles la presencia viva de Cristo» (93). La humildad de la actitud y de la palabra es imagen de Cristo mismo, manso y humilde de corazón. Él debe crecer y yo disminuir. Para que la Celebración de la Eucaristía exprese la fe católica se recomienda que el sacerdote la presida con humildad; sólo así ayudará a entrar en el misterio, es decir, será «mistagógica» y contribuirá a la Evangelización. En las oraciones litúrgicas normalmente no se dice «yo», sino «nosotros». Cuando en las fórmulas sacramentales se usa la primera persona, el ministro habla en nombre de Cristo, no de su pobre persona. Cuando rezo o celebro la Misa, tengo que acordarme que repito las palabras de Otro, soy colaborador de una obra que me precede y me supera. Esto lleva a rechazar y superar, siguiendo los pasos del beato John H. Newman, la banal contraposición entre verdad y libertad, entre autoridad y conciencia, entre tradición y progreso, en la que aún sigue empantanada la mentalidad moderna. Sólo aceptando el protagonismo de Jesús podemos convertirnos, a nuestra vez, en protagonistas. En su lento y solemne proceder hacia el altar el sacerdote debe ser humilde, no ostentoso, sin mirar a derecha e izquierda, como buscando el aplauso. En cambio, debe mirar a Jesucristo crucificado y en el Tabernáculo: a Él se le hace la reverencia y la genuflexión; después, a las imágenes sagradas expuestas en el ábside detrás o a los lados del altar, la Virgen, el santo titular, los otros santos. ¿Están allí para ser contempladas o sólo como adorno? Es, en síntesis, la presencia divina. Sigue el beso reverente al altar y, eventualmente, la incensación; el segundo acto es el signo de la cruz y el saludo sobrio a los fieles; el tercero es el acto penitencial, que se realiza con profundidad y con los ojos bajos, mientras los fieles podrían arrodillarse -¿por qué no?- como en la forma extraordinaria, imitando al publicano amado por el Señor. Las lecturas deben ser proclamadas como palabras que no son nuestras; por lo tanto, con tono claro y humilde. Del mismo modo que el sacerdote pide,

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inclinado, que se purifiquen sus labios y su corazón para pronunciar dignamente el Evangelio, ¿por qué no podrían hacerlo los lectores para las lecturas proféticas y apostólicas, como en el rito ambrosiano? El sacerdote celebrante no alzará la voz y mantendrá un tono claro para la homilía, pero bajo y suplicante para las oraciones, solemne en el canto. Se preparará inclinado «en espíritu de humildad y con ánimo contrito» a la Oración Eucarística o anáfora, que es la súplica por definición y se tiene que recitar de modo que la voz corresponda generalmente al gesto (OGMR 38): el celebrante podría pronunciar con tono más alto las palabras iniciales de cada párrafo y recitar el resto en tono bajo para permitir a los fieles seguir y recogerse en la intimidad del corazón. Tocará los santos dones con asombro -el asombro eucarístico del que ha hablado a menudo san Juan Pablo II-, con adoración, y purificará los vasos sagrados con calma y atención según el recuerdo de tantos padres y santos. Se inclinará sobre el pan y el cáliz cuando pronuncie las palabras de Cristo consagrante y en la invocación al Espíritu Santo (epíclesis). Los elevará por separado fijando la mirada en ellos en adoración y los bajará, después, en meditación. Se arrodillará dos veces en adoración solemne. Continuará con recogimiento y tono orante la anáfora hasta la doxología, elevando los santos dones en ofrecimiento al Padre. Recitará el Padre Nuestro con las manos alzadas y no sujetando con las manos a otras personas, porque esto es propio del rito de la paz. El sacerdote no abandonará el Sacramento sobre el altar para dar la paz fuera del presbiterio, por lo que hará una genuflexión ante la Eucaristía y rezará en silencio pidiendo de nuevo ser liberado de toda indignidad para no comer y beber la propia condena, y ser custodiado para la vida eterna por el Santo Cuerpo y la Preciosa Sangre de Cristo. Después presentará a los fieles la Hostia para la Comunión, suplicando Domine non sum dignus e, inclinado, comulgará él el primero. Así será un ejemplo para los fieles. Después de la Comunión, el silencio para el agradecimiento se puede hacer de pie, mejor que sentados, en signo de respeto, o bien arrodillados, si es posible, como hizo hasta el final san Juan Pablo II, con la cabeza inclinada y las manos unidas, con el fin de pedir que el Don recibido sea remedio para la Vida Eterna, como en la fórmula que acompaña la purificación de los vasos sagrados. Muchos

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fieles lo hacen y son un ejemplo para otros. La patena o copa y el cáliz, vasos que son sagrados por lo que contienen, ¿por qué no deben ser «loablemente» recubiertos por un velo (OGMR 118; 183) en señal de respeto -también de higiene- como hacen los orientales? El sacerdote, después del saludo y la bendición final, subiendo al altar para besarlo, alzará de nuevo los ojos al crucifijo y se inclinará, y hará una genuflexión ante el Tabernáculo. Luego volverá a la sacristía, en actitud de recogimiento, sin disipar con miradas o palabras la gracia del misterio celebrado. De este modo se ayudará a los fieles a comprender los santos signos de la Liturgia, que es una cosa seria, en la que todo tiene un sentido para el encuentro con el misterio presente de Dios.

5. La concelebración Los fieles que participan en la Misa en forma extraordinaria saben que ésta es de tres tipos: ordinaria, leída o cantada por un solo celebrante, solemne con diácono, subdiácono y otros ministros. También en la ordinaria están previstos tres tipos: con el pueblo, eventualmente diácono y otros ministros, con un solo ministro, concelebrada. Pero es difícil distinguirlas. Lo mismo vale para la missa pontificalis celebrada por el Obispo, si bien parece que el nuevo Caeremoniale Episcoporum ya no atribuye al Obispo el título de pontifex. Hay quien sostiene que las Misas son todas solemnes. De hecho, cualquiera puede constatar la diferencia entre una Misa de diario y una dominical o celebrada con ocasión de una gran fiesta: la distinción está ahí. Entonces, ¿por qué no realizar con esmero la forma de la Misa prevista por el Misal, en lugar de hacer lo que uno quiera, mezclando ritos, textos y cantos? Por ejemplo, ¿por qué no realizar las antífonas del día, en gregoriano o similar? ¿O dar prioridad a los cantos del ordinario? Pero vayamos a la Misa concelebrada. Las concelebraciones de más sacerdotes quieren favorecer la percepción de la unicidad del sacerdocio en la Iglesia alrededor del Obispo. El Vaticano II la prescribió en el rito de las Ordenaciones y en la Misa Crismal, como ya había dispuesto Pío XII y se recomienda para otras circunstancias, de todas formas limitadas (OGMR 199) en las que, por lo tanto, no es impuesta a los sacerdotes:

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estos tienen siempre la facultad de celebrar la santa Misa individualmente (SC 57.58)17. En realidad, en varios lugares se observa que la concelebración se realiza también cuando no está prevista, contribuyendo así a que no se capte la función mediadora del sacerdote, que no es únicamente presidente de la asamblea, y privando también a los fieles de la participación a la Misa en tiempos y lugares distintos. El eslogan «más Misa, menos Misas», si por un lado quería incentivar la digna celebración, por el otro ha sido el alibi utilizado para no celebrar individualmente o para pocos fieles. Por lo tanto es, como poco, ambiguo. Igual que se bautiza una persona a la vez y se confiesa uno a la vez, lo mismo vale para los otros sacramentos: en la Misa basta que haya uno, aunque sea sólo el sacerdote, como Cristo en la cruz. El Dios cristiano, como decía Frossard, sabe contar hasta uno: ha pensado en mí desde la eternidad y quiere salvarme. El rito de la Concelebración promulgado por Pablo VI en 1965, prescribe no más de cincuenta celebrantes para que puedan «estar alrededor del altar», aunque no todos puedan tocar inmediatamente la Mesa y pronunciar las palabras consagratorias sobre el pan y sobre el vino. Estas son la intención y la acción externa requeridas para tener verdaderamente concelebración y consagración simultánea: en caso contrario, decir «este es mi cuerpo (…) este es mi cáliz» no corresponde -dirían los liturgistas- a la verdad del signo y habría que decir «ese es mi cuerpo…» Son las condiciones de validez de la Misa concelebrada para que sea sacramental y no una pura ceremonia, como afirmó Pío XII18. En los ritos orientales se desaconseja «en particular cuando e número de los participantes sea desproporcionado respecto al de los fieles laicos presentes»19. El límite puesto por Pablo VI ha desaparecido del Misal actual, por lo que surge la duda de la validez de la celebración cuando el número de concelebrantes desborda el área presbiteral o cuando se desarrolla al abierto en espacios enormes. ¿Soluciones? En los casos prescritos puede haber un número representativo de todo el presbiterio diocesano. De hecho, ya sucede, pues los concelebrantes más importantes visten y se sientan en modos y lugares distintos. En los casos recomendados por el ordenamiento del Misal, no siendo una obligación, es un bien conservar la celebración individual. Además, ¿por qué los sacerdotes no podrían volver a descubrir el valor de la asistencia a la Misa?

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CAPÍTULO III ¿EN QUÉ SITUACIÓN SE ENCUENTRA LA MISA?

1. Agustín y las patas de pollo ¿Cuántos católicos practicantes hay en Italia? En internet hay sondeos para todos los gustos. Muchos católicos se dicen practicantes pero no van a Misa, aunque frecuentan santuarios y lugares de peregrinación religiosa. ¿Cuánto ha influido la actual situación en lo tocante a la celebración eucarística, dañada por la negligencia de los sacerdotes y la ignorancia de los fieles? El resultado es que si la Misa es aburrida y carece de significado, se abandona la práctica. En el arca funeraria de San Agustín en Pavía están representados Arrio, Pelagio y Donato con patas de pollo, un símbolo demoníaco. Arrio, que ha negado la divinidad de Jesús; Pelagio, que ha negado la Gracia; y Donato, que ha combatido la unidad de la Iglesia. Hoy podemos detectar las mismas herejías en la Liturgia: el Santísimo Sacramento colocado en una esquina ya no indica la permanente presencia divina a lo largo del tiempo; la sede del sacerdote es cada vez más imponente y visible en detrimento de la acción invisible, pero eficaz, de la gracia sacramental; el rito centrado en la comunidad local no remite a la unidad católica. Unos jóvenes que habían pedido al rector de una basílica pontificia el permiso para celebrar la Misa tridentina, conocida como «forma extraordinaria», recibieron la siguiente respuesta: «Aquí mando yo; el Papa, en Roma»; a lo que ellos le respondieron: «Permitís a los ortodoxos celebrar sus ritos aunque no estén –como se suele decir– en comunión plena»; el rector, entonces, atajó con desagrado: «¡Sois unos reaccionarios!» Si no es así, me pregunto: ¿es imaginable que un responsable de la Liturgia de una gran diócesis se desahogue con un religioso diciendo: «lo que más me fastidia es la Comunión de rodillas?» ¿O que un sacerdote diga: «no me interesa el

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Crucifijo en el altar?» Hay también quienes odian la planeta1, la vestidura que el sacerdote viste para la Misa, sobre la que ha prevalecido la casulla después del concilio, más por seguir una tendencia que por ser práctica: de hecho, la primera lo es más y por ello aún resiste. Hay planetas bellísimas frente a las cuales las casullas palidecen, pero en verano se convierten en algo opcional. En resumen: odio contra las planetas, o lo que es lo mismo, contra nuestra historia. Otro sacerdote, viendo a una persona que se había arrodillado devotamente con recogimiento tras recibir la Comunión, se puso de rodillas delante de ella para mofarse. Cosas para la psicopatología… Por no hablar de esa historia sobre unos copones con Hostias consagradas sobrantes de una concelebración, situadas primero sobre un aparador al aire libre, retiradas después por un sacerdote diligente que buscó un sagrario donde colocarlas. El más cercano estaba lleno. Entonces, el párroco le dijo: «colócalas en aquella habitación, ¡total, no entra nadie!» ¿Es posible que un «hombre de Dios» –así llamaba la gente antaño al sacerdote– llegue a tal punto? Hay quien sostiene que no es necesario imitar al Papa en sus celebraciones. ¡Vaya, esto es increíble! Y las Misas que celebramos en el orbe católico romano y latino, ¿de qué rito son? ¿Adónde ha ido a parar la unidad del rito de la que habla la Constitución Litúrgica (SC 38)? ¿Se puede adscribir todo esto a la Reforma Litúrgica? ¿Qué ha sucedido? Pablo VI consideraba que «el humo de Satanás había entrado en el templo». Benedicto XVI insiste en que el mal procede del interior de la propia Iglesia. Es un momento de crisis importante, imputable en gran medida al desmoronamiento de la Liturgia, como sostuvo cuando todavía era cardenal. Si no se cree que Jesucristo está presente en el Sacramento, que es lo sagrado que podemos tocar, entonces la Liturgia no es «sagrada», no tiene sentido: ¿a quién se dirige? ¡Ah, ya…, al pueblo! Desde un observatorio francés se estima que «litúrgicamente, la Iglesia es, en nuestro días, un enfermo grave. Los liturgistas de Benedicto XVI, y el mismo Papa actual, ¿podrían actuar de otra manera que no fuera con la dulce medicina del ejemplo: el del propio Sumo Pontífice y el de los Obispos que, imitándole, también quieren dar ejemplo?»2 Así, la crisis de la Iglesia es consecuencia de la crisis de la Liturgia, actualmente carente de reglas. Un kit de bricolaje que se ha olvidado del derecho de Dios, el ius divinum.

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Todo esto, ¿es imputable al Concilio Vaticano II? No. No es justo sostener esta acusación, aunque para ser francos es cierto que las instrucciones que vinieron después, a menudo contradictorias, contribuyeron a ello dramáticamente, haciendo de la Liturgia sacra e inmutable una opereta que hay que recitar improvisando y que resulta, por consiguiente, cambiante. Existe un derecho de Dios a ser adorado: se lo reveló a Moisés detallando la forma de su morada en medio de su pueblo y el culto que hay que celebrar; Jesús describió a la samaritana cómo adorar al Padre y a los apóstoles les indicó cómo preparar la Última Cena. El Señor no tolera que le sea usurpado lo que le compete: le pertenece el culto. Del substrato judaico al planteamiento apostólico, esto es el ius divinum en la sagrada Liturgia: pero no es reconocido, como prueba el hecho de que no pocos sacerdotes y grupos eclesiales lo deshagan a voluntad. El método per ritus et preces, los ritos y las plegarias mediante los cuales la Constitución Litúrgica (48) prescribe que se lleve a cabo la comprensión de la Liturgia, es sustituido por una multitud de palabras huecas. El sacerdote piensa que si no se explican, los ritos no funcionan de manera eficaz. Pero, ¿se le puede pedir a la Liturgia que se convierta en catequesis? Así, estamos inmersos en la banalidad; a los niños se les impide participar en Liturgias solemnes con el pretexto de exigencias psicológicas peculiares, pensando que no entienden y privándoles, de este modo, del encuentro con el misterio divino mediante el asombro, el silencio, la escucha, la música sacra, la plegaria y la acción de gracias, como nos sucedió a nosotros de pequeños, crecidos en la fe mediante la participación en la Liturgia católica de la Iglesia con su aliento universal. ¿Acaso los pequeños no desean convertirse en adultos y estar con los adultos? San Juan Pablo II promulgó en 2004 la instrucción Redemptoris Sacramentum para volver a llamar al orden, pero muchos la ignoran, la menosprecian o la rechazan. ¿Por qué? San Benito escribe en la Regla (43, 3): «Nihil Operi Dei praeponetur», que nada se anteponga al Oficio divino; pero se ha perdido la idea de que la Liturgia es obra divina, opus Dei, que desciende desde lo alto, «el cielo en la Tierra» como dice el Oriente cristiano. No. Digamos mejor que somos nosotros los que la hacemos desde abajo; así, como ironiza alguno, los altares se han convertido en bajares, mesas para acercar al pueblo y no lugares altos a los cuales subir, como al Gólgota, para el sacrificio

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de Cristo y el nuestro. El cielo no lo conquistamos saltando hacia lo alto, decía Simone Weil: ¡el cielo debe descender! Para que todo esto vuelva a su cauce se requiere fe en la presencia del Señor Jesús entre nosotros. San Ambrosio enseña a los fieles qué deben creer después de haber celebrado el Bautismo: «Cree, pues, que allí está presente la divinidad. ¿Creerías, de hecho, en su acción y no en su presencia? ¿Cómo podría haber acción sin su presencia previa?»3. Es un misterio antiguo el de la presencia divina, desde el primer al último libro de la Biblia. Es Jesús, al que muchos «le pedían poder tocar al menos la orla de su manto. Y cuantos lo tocaban, sanaban» (Mateo 14, 36); porque su Carne, donada en el Sacramento, es la fuente de la vida que sana y transfigura al hombre: «Toda la gente quería tocarlo, porque salía de Él una fuerza que sanaba a todos» (Lucas 6, 19).

2. No se va al Paraíso si no se obedece al Papa Desde varios sectores se indican las causas que han favorecido la actual crisis de fe: en los seminarios se estudia a Karl Barth y a Karl Rahner en vez de a San Agustín y a Santo Tomás; no se entiende cuál es el pensamiento católico y se considera que es una antología de otros pensamientos; Filosofía y Teología se confunden, sin distinguir el orden natural del sobrenatural; se propone una fe sin dogmas. Se ha acuñado la categoría «mártir del diálogo» en lugar de mártir de la fe, como ha sido siempre para los mártires de todos los tiempos, pues se considera el diálogo más importante que el anuncio de la Verdad que abre a los paganos la riqueza del misterio de Cristo; la Iglesia no es considerada maestra, sino a la par con el mundo; la autoridad episcopal es sustituida por la democratización; la colegialidad, por el «asamblearismo»; conferencias episcopales y Obispos particulares promulgan documentos que contrastan con los pontificios. La Iglesia ya no es unísona en la enseñanza de la doctrina. Mejor no ostentar certezas, sino dudas y opiniones. Según el cogito ergo sum cartesiano, la primera disposición del hombre sería la duda: justo lo contrario del asombro necesario en la Liturgia, el asombro que debe provocar en nosotros. Esta interpretación ha marcado toda la Modernidad. Pero en su libro Las pasiones del alma, Descartes escribe que el primer afecto

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del hombre es la admiración, por lo que tuvo que admitir que incluso lo que permite la duda sobre la realidad es haberla admirado previamente. Es justo porque busco un sentido y una verdad por lo que en un segundo momento puedo dudar; de otra manera, ni siquiera la duda sería posible. Además, estamos ante la reducción política de la Liturgia a través de la anulación de las diferencias entre el celebrante y el pueblo, pero también ante la afirmación de la comunión como lugar en el cual expresar reivindicaciones sociales. Ha llegado la corrupción igualitaria de la idea de comunión: se ha olvidado que el sacerdote es mediador entre Dios y el hombre, al que representa en ese sentido en la asamblea litúrgica. Si la Liturgia tiene, como se suele decir, una dimensión política, ésta consiste sólo en anticipar el Reino de Dios y su justicia en el mundo, y esto sucede si se practica la reconciliación. El Concilio Vaticano II es, para los progresistas, un «superdogma», si bien consideran científica la crítica a todos los demás concilios; para los conservadores es la fuente de los males de la Iglesia de hoy en día. Sin embargo, ambos están de acuerdo en algo que no dejan de recordar: fue un concilio pastoral. Disienten en cambio tras la lectura de sus documentos, desvinculados del contexto de la tradición católica. Han pasado casi cincuenta años y no se han dado cuenta de que un concilio es solamente un momento extraordinario de la Iglesia para relanzar el diálogo de Cristo con el hombre. La Iglesia no es un concilio permanente, no puede cambiar la fe y, a la vez, pedir a los creyentes permanecer fieles a la misma, porque «la Eucaristía presupone la comunión eclesial» (EE 35), la Comunión de la Iglesia, una, santa, católica y apostólica, hecha de vínculos visibles e invisibles, como la profesión de fe, los sacramentos, el gobierno eclesiástico y la comunión jerárquica (LG 14) (EE 35 y 38). Por consiguiente, la Iglesia está íntimamente obligada a la palabra de Dios y a la tradición. La Iglesia es Cristo presente aquí y ahora, que educa a los cristianos en la experiencia de la fe que cambia la vida de la persona; la verificación existencial de la fe, decía monseñor Giussani4, es el antídoto a toda traición. Imaginemos por un momento que la Iglesia de Roma hubiese seguido a aquellos que se encerraban en los círculos especializados, continuamente descontentos de la Iglesia: esos que negaban la crisis del mundo y, es más, que la veían como algo totalmente positivo, especialmente tras el concilio, postulando

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así la inutilidad de la Iglesia. Por suerte, además de la Escritura, los cristianos tienen en el Papa un antivirus visible contra el conformismo: el «pastor de la Iglesia que os guía», advierte Dante en el Canto V del Paraíso, «esto os basta para vuestra salvación». Sólo la obediencia nos muestra con certeza cuál es la voluntad de Dios. Es verdad que el superior puede errar, pero el Papa no: por lo tanto, el que obedece no se equivoca. Si el Papa es el vicario de Jesucristo y ha heredado las llaves de Pedro, no entra en el paraíso quien no le obedece, sobre todo en materia sacramental: «Todo lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo» (Mateo 16, 19). Escribe San Ambrosio que no tienen la herencia de Pedro aquellos que no reconocen la fe de Pedro.

3. Nuevo movimiento litúrgico Nuevo movimiento no quiere decir otro movimiento. Si la Iglesia es semper reformanda, la Liturgia de alguna manera va a la par. Se trata «de la renovación en la continuidad del único sujeto-Iglesia que el Señor nos ha dado»5. Entonces, ¿por qué tachar de ignorante de la Liturgia a quien habla de ella? ¿Por qué temer una especie de marcha atrás? Puede que sea verdad que el movimiento litúrgico ha superado la separación entre clero y laicos, que haya redescubierto la Liturgia como acción del hombre, la Liturgia de la Palabra como presencia del Señor, el valor de los gestos del cuerpo, de los símbolos y de los ritos. Pero uno se pregunta, sin embargo, si no hemos caído en el absolutismo hasta el punto de causar lo que comúnmente se llama pérdida de lo sagrado. Lo sagrado es lo que se le da al hombre en la Revelación. Lo sagrado es lo visible de la dimensión religiosa, y su permanencia es importante. Por ello, del mismo modo que la insistencia de la Liturgia de hoy en día sobre el evento (es decir, sobre el nunc, el ahora) ha ido en detrimento de la permanencia de lo sagrado (del hic, el aquí), también el rito acaece y no perdura. Y sin embargo, «el lenguaje de la fe ha llamado misterio a esta sobreabundancia respecto al mero instante histórico y ha condensado en el término “misterio pascual” el núcleo más íntimo del acontecimiento redentor»6. El rechazo de dicha sobreabundancia ha llevado, en realidad, a la remoción del signo máximo de la

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permanencia de lo divino: el Tabernáculo, a pesar de lo que afirma San Ambrosio: «¿Qué es el altar de Cristo sino la imagen del Cuerpo de Cristo?»7, por eso «El altar es imagen del Cuerpo y el Cuerpo de Cristo está en el altar»8 (Catecismo 1383). Entonces, ¿qué fastidio produce el Tabernáculo en el altar de la celebración? La «reforma de la reforma» quiere precisamente reequilibrar evento y permanencia, reunir hic et nunc. La realidad de la Liturgia y su misterio es sagrada y debe volver a ocurrir en los corazones, allí donde comienza la renovación litúrgica. Después viene la participación exterior. De ello hablaremos luego. Mientras tanto, a la objeción al propósito del Papa de querer reprimir los abusos más que recuperar los usos y costumbres, se puede responder que es precisamente por la euforia de recuperar los usos por lo que han nacido los abusos. De hecho, la denuncia viene de los pontífices: en primer lugar de Pablo VI, como ya se ha dicho; después, de Juan Pablo I, que prometía restaurar la disciplina y, luego, de san Juan Pablo II. En lugar de eso ha sucedido que, a fuerza de estar atentos a la perspectiva simbólicoritual, hemos llegado a perder la canónico-disciplinar. Para llegar a la instrucción Redemptoris sacramentum, después de casi cuarenta años de reforma litúrgica, ¿no cabe al menos la duda de que las cosas no han ido de la mejor manera posible? Así pues, querer la reforma de la Liturgia significa aceptar humildemente también la corrección de la reforma. De hecho, todas las reformas litúrgicas se han desarrollado así. Alguien ha escrito que si la reforma litúrgica se ha llevado a cabo mal, es necesario ahora hacerla bien. Por lo tanto, es justo contradecirla donde es ambigua; de lo contrario, ¿cómo se podría enderezar? ¿Sería radical dicha corrección? Depende de los puntos a los que haya llegado el abuso: in primis, la contestación a menudo inconsciente del derecho de Dios a ser adorado como Él estableció, y de la Sede Apostólica a moderar la Liturgia. ¿De verdad podemos pensar que el daño es sólo superficial? Al nuevo movimiento litúrgico «el impulso deberá venirle de quien verdaderamente vive la fe. Todo dependerá de la existencia de lugares ejemplares en los cuales la Liturgia sea celebrada correctamente, en donde se pueda presenciar lo que es»9. Es necesario proceder sin temor ni desconfianza, sino con fe, esperanza y, sobre todo, caridad.

4. Por dónde comenzar la reforma 79

La orientación «hacia el pueblo», que ha favorecido la denominada circularidad en la comunidad, no es de tradición católica, ni mucho menos ortodoxa, sino protestante. Tampoco puede ser considerado un modelo clásico: ¿en qué Liturgia occidental u oriental se encuentra? No es un retorno a los orígenes. La reencontrada sensibilidad por el simbolismo litúrgico debería inducir a los comitentes y a los arquitectos a apreciar que el sacerdote se dirija a Oriente, símbolo cósmico del Señor que viene a la Liturgia; y donde esto no sea posible, hacia una imagen de Cristo en el ábside, hacia una cruz o, simplemente, hacia el cielo como hizo el Señor en la plegaria sacerdotal la primera tarde de la Pasión (Juan 17, 1). ¿Por qué mirarse recíprocamente si como pueblo de Dios estamos todos en camino hacia el Señor que viene a visitarnos desde lo alto? Es así como la Iglesia ha expresado la verdadera forma de la Misa, de la Eucaristía pignus futurae gloriae (anticipo de la gloria futura), porque sobre la Tierra la salvación es incompleta. En cambio, presentar la celebración «hacia el pueblo», como orientación hacia el cuerpo sacramental del Señor, significa que la actitud de la plegaria atañe sólo al sacerdote, reintroduciendo así la diferencia/separación entre clero y pueblo; esto, además, se contradice con la descentralización del Tabernáculo, en el que el cuerpo sacramental está permanentemente presente. La cruz colocada sobre el altar por el Papa Benedicto XVI para que sea centro de las miradas del celebrante y de los fieles es una solución que remite al antiguo uso de la cruz en el ábside orientado hacia el este. ¿No sostienen los liturgistas que la reforma litúrgica ha reintroducido usos antiguos? Ahora bien, el debate sobre la posición del altar y la orientación en la plegaria litúrgica se ha vuelto a encender; también porque quizás nunca se había apagado. Quien estudia la Historia y la Teología de la Liturgia debería tener la honestidad intelectual de considerar las críticas fundadas que teólogos y peritos conciliares como Josef Jungmann, Louis Bouyer, Joseph Ratzinger y, recientemente, Uwe Michael Lang, han vertido sobre la celebración «hacia el pueblo». Ratzinger escribió: «¿Es de absoluta importancia poder mirar al sacerdote a la cara, o no podría ser a menudo beneficioso reflexionar que también él es un cristiano y que tiene todas las razones para dirigirse hacia Dios con todos los otros hermanos cristianos de la congregación, recitando con ellos el Padrenuestro?»10. Más aún: «La investigación histórica ha hecho que la

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controversia sea menos facciosa, y entre los fieles crece cada vez más la sensación de los problemas que afectan a una disposición que difícilmente muestra cómo la Liturgia está abierta a aquello que está sobre nosotros y al mundo que vendrá»11. La Sacrosantum Concilium no habla de celebración «hacia el pueblo». La Instrucción General Inter Oecumenici, preparada por el Consilium para la aplicación de la Constitución sobre la Sagrada Liturgia, y promulgada el 26 de septiembre de 1964, se refiere a los proyectos de nuevas iglesias y altares cuando indica: «Que en la Iglesia sea norma el altar fijo y consagrado, construido a una cierta distancia de la pared para poder girar alrededor y celebrar girados hacia el pueblo» (91). Una posibilidad, por lo tanto, para las iglesias nuevas, no una obligación o una prescripción. Sabemos después con cuánto ímpetu digno de mejor causa han sido abatidos los altares dirigidos ad orientem, esto es, al Señor Oriens, splendor lucis aeternae, buscando de manera subrepticia explicar que estaban «de espaldas al pueblo». ¿Quién ha hecho que nos diéramos cuenta de que estaban así? El altar es para el Señor y el sacerdote está girado hacia el altar del Señor. Por lo tanto, el cambio de orientación no ha sido aprobado en el Aula Conciliar, sino introducido por instrucciones postconciliares, presentado como posibilidad y no obligatorio. El cardenal presidente del Consilium, Giacomo Lercaro, escribió a los presidentes de las Conferencias Episcopales: «Para una Liturgia verdadera y partícipe no es indispensable que el altar esté dirigido “hacia el pueblo”: en la Misa, toda la Liturgia de la palabra se celebra desde la sede, desde el ambón o desde el atril, por tanto orientados hacia la asamblea; en lo que respecta a la Liturgia eucarística, los sistemas de altavoces hacen que la participación sea posible»12. Además está la exigencia de tutelar los altares como bienes artísticos y arquitectónicos. Lercaro no era un tradicionalista, sin embargo su observación cayó en el vacío. Un pensamiento no católico, por decirlo con Pablo VI, veía en el cambio de la posición del sacerdote el símbolo del denominado espíritu del Concilio y de una presunta nueva Eclesiología. De hecho, se desencadenó una euforia que llevó a destruir grandes obras de arte y a sustituirlas por mesas. Dom Prosper Guéranger había observado: «El protestantismo ha destruido la religión aboliendo el sacrificio, por eso ya no existe el altar: sólo hay una mesa. Su

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cristianismo se ha conservado únicamente en el púlpito. La Iglesia católica, sin duda alguna, se gloria de la cátedra de la verdad, porque “la fe viene del mensaje que se escucha” (Romanos 10, 17)»13. En el Misal de Pablo VI, Editio typica III del 2002, las rúbricas del Orate frates, del Pax Domini, del Ecce Agnus Dei y de los ritos conclusivos aún recitan: «el sacerdote dirigido al pueblo…»: quiere decir que en precedencia el celebrante se dirigía a la misma dirección, es decir, hacia el altar; después, cuando el celebrante toma la comunión la rúbrica indica: «el sacerdote, dirigido al altar…»: ¿de qué serviría decirlo aquí si él ya estuviera detrás del altar y frente al pueblo? Por tanto, el altar sólo puede estar dirigido al Señor, mientras que el sacerdote en la Misa se dirige sobre todo hacia el altar y, cuando está previsto, hacia el pueblo. En la Liturgia oriental, es el diácono el que hace de trámite entre el altar y el pueblo. Dejo de lado las confirmaciones a dicha interpretación por parte de la Congregación para el Culto Divino14 o las sutiles disquisiciones, en no pocas recesiones del ordenamiento general del Misal, para hacer que los textos digan lo que no dicen. La tradición cristiana de Oriente y de Occidente prevé la dirección común del sacerdote y de los fieles en la oración litúrgica; la que está dirigida «hacia el pueblo» rompe con ella. Entonces, ¿dirigirse a Dios o al pueblo? El verdadero significado de que el sacerdote se dirija al pueblo cuando está en el altar tiene su origen en haber estado, desde el principio, dirigido al Señor. En Bari, en la Basílica de San Nicolás, el arquitrabe del ciborio lleva la siguiente inscripción latina dirigida al celebrante que sube al altar: Arx hace par coelis, intra bone serve fidelis, ora devote Deum pro te populoque (esta roca es similar al cielo, entra siervo bueno y fiel, ora devotamente por ti y por el pueblo). Hace de contrapunto la invitación, de nuevo al celebrante, grabada en el primer escalón: sis humilis in ascensu (sé humilde mientras subes…), etc. El sacerdote se dirige al pueblo para comunicarle algo de parte del Señor: ¿cómo podría ser esto si antes no se ha dirigido ad Dominum? ¡Es la verdad del signo! Oriente docet. Por consiguiente, no se trata de ser unilaterales y de no tener en cuenta las tesis contrarias, sino de verificar qué es existencial para mantener unida la tradición y reorientar la oración distraída de la mayoría. ¿Renunciaremos a este importante símbolo para que el sacerdote y la asamblea en la oración eucarística

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estén dirigidos al Señor? Quien lo niega sostiene que la función del altar perdería su visibilidad y centralidad, sea como lugar de encuentro del sacerdote con los fieles, sea como mesa eucarística con los signos del pan y el vino que recuerdan los gestos de la Última Cena, realizados hoy por el sacerdote, que quedarían completamente invisibles. Sin embargo, el altar es el lugar de encuentro del sacerdote con el Señor: sólo el sacerdote puede ascender al altar para ejercer la función sacerdotal; además, el pan y el vino consagrados son visibles en el momento de la elevación, ¡precisamente en base al per ritus et preces con el que es presentado principalmente el misterio! La orientación externa expresa la actitud que todos los fieles están llamados a asumir en la oración eucarística frente al misterio celebrado. Quien teorizó la nueva posición hacia el pueblo fue Martín Lutero: en su opúsculo Misa alemana y orden del culto divino, de 1526, sostenía que así lo había hecho Cristo en la Última Cena. Él tenía ante sus ojos las representaciones pictóricas de la Última Cena habitual en sus tiempos, como el fresco de Leonardo da Vinci, pero éstas no corresponden a las costumbres relativas a los banquetes del tiempo de Jesús, cuando los comensales se sentaban o yacían en el hemiciclo posterior de la mesa redonda o con forma de sigma, y el lugar de honor estaba en el lado de la derecha, como se puede ver en las representaciones más antiguas. Incluso cuando, a partir del siglo XIII, el lugar de Cristo está en el lado posterior de la mesa en medio de los apóstoles no se puede hablar de celebración «hacia el pueblo», porque el pueblo no estaba en el Cenáculo. ¿Qué es lo que está en juego al cuestionarse la orientación del sacerdote en el altar? Si se piensa que la oración o el sacrificio se dirigen y se ofrecen siempre a Dios dirigiendo la mirada hacia Oriente, está en juego la idea de Misa como adoración y sacrificio. Siguiendo a Lutero, muchos teólogos y liturgistas católicos niegan o atenúan el carácter sacrificial de la Misa, prefiriendo el convival. Sin embargo, «partir el pan» (fractio panis) en el día del Señor, primitivo nombre de la Misa, está expresamente indicado como un sacrificio por el Didaché (14, 2), texto cristiano de los primeros siglos; ahora bien, el carácter sacrificial de la Misa se hace muy patente en el acto de dirigirse todos juntos con el sacerdote «hacia Oriente» o la cruz en el inicio de la oración eucarística, respondiendo que nuestros corazones los «tenemos levantados hacia el Señor». Los ritos de

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comunión subrayan el hecho de que la Misa es también una invitación, en especial para quienes están en condiciones de acercarse a Él. ¿No prescribe el Ordo Romanus I del siglo VII que en el Gloria el Pontífice, en lo que respecta al trono, debe dirigirse al Este? Hoy, ¿no se dirigen los concelebrantes durante la lectura del Evangelio hacia el ambón y en la oración eucarística hacia el altar? Son indicios de la exigencia que tiene la oración de orientarse buscando el rostro de Jesucristo, que nos habla y nos mira desde la cruz: también por esto debe ser el centro. La reforma promovida por el Concilio Vaticano II empieza por la presencia de lo sacro en los corazones, de su recuperación en la realidad de la Liturgia y de su misterio, que excede cada espacio interior y exterior, atemperando las exigencias de estabilidad y de renovación. Esto es especialmente visible por tres cosas: la posición del sacerdote en el altar y, como veremos, por el lugar del silencio sagrado y la participación de los fieles.

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CAPÍTULO VI LO QUE NO HAY QUE HACER EN MISA

1. El derecho de Dios en la Liturgia No quiero parecer derrotista si sostengo que los documentos de la Santa Sede que apuntan a regular la Liturgia católica son ineficaces, porque se ha renunciado al fundamento de la observancia: reconocer al Señor el derecho a ser adorado como ha sido revelado en la Escritura y en la Tradición apostólica. El estudio y el debate sobre el primado del ius divinum me parecen esenciales para favorecer la reforma de la Liturgia, según la constitución conciliar incluida en el contexto de la tradición católica, poniendo fin al relativismo litúrgico. Es necesario restablecer el principio según el cual la Liturgia, con la música y el arte a ella vinculados, es sagrada. En primer lugar, porque su origen deviene precisamente del derecho divino. En la Misa, al sacerdote que nos invita a dar gracias al Señor nuestro Dios le respondemos: Dignum et iustum est. Según San Cirilo de Jerusalén: «La Iglesia se dice católica también porque está destinada a guiar a todo el género humano, autoridades y súbditos, doctos e ignorantes, al justo culto»1. ¿Sabe el sacerdote, Obispo o presbítero, que ha sido elegido en medio del pueblo con un juramento –iure iurando, aclama la antífona Ecce Sacerdos– para cumplir dicha «justicia»? Efectivamente, «la Liturgia no es nunca propiedad privada de alguien, ni del celebrante ni de la comunidad en la cual se celebran los misterios. El apóstol Pablo tuvo que dirigir palabras fulminantes respecto a la comunidad de Corinto por las graves faltas en su celebración eucarística, que había llevado a divisiones, skismata, y a la formación de facciones, ‘airéseis (1 Corintios 11, 17–34)» (EE 52). Desgraciadamente, la Iglesia de hoy en día también está afectada por fenómenos similares. Los primeros padres aprendieron en la escuela de los apóstoles las normas y los

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cánones para entrar en el misterio cristiano, recogidos después en enseñanzas, didascalias, constituciones: tenían que anunciar el misterio revelado en Jesús y contrastar las concepciones mistéricas, alegóricas y esotéricas de los paganos; también los padres del Concilio Vaticano II han emanado una Constitución para la Liturgia. Las normas reconducen a la apostolicidad de la Liturgia, pero es sobre todo su santidad la que las exige: el misterio de Dios pide máxima reverencia. ¡Acercarnos a Dios que es el Dios cercano a nosotros! En segundo lugar, la Liturgia es sagrada porque tiene un vínculo esencial con la vida moral, el ethos. Todos somos sensibles a la justicia hacia el prójimo, pero la precedencia la tiene la justicia hacia Dios. En las causas de canonización de los santos, la verificación del ejercicio de este aspecto es prioritaria. En tercer lugar es sagrada porque quien participa en la Liturgia es el pueblo elegido por Dios, la Iglesia. Si el ius y el ethos hacen de ella una obra del pueblo, en cuanto pueblo que pertenece a Dios hace de ella ante todo una obra de Dios, opus Dei. Por esto, la Liturgia es el conjunto de los actos de culto público, es decir, la Misa, los sacramentos y el Oficio divino, que se ejercen en la Iglesia para ventaja de los fieles, según las reglas establecidas y por medio de los ministros legítimos. Si bien la Liturgia es un «orden» –ordo para los latinos y taxis para los orientales– hoy en la Iglesia latina se encuentra en estado de anomia, sin reglas o, mejor, que existen sobre el papel, pero que son elásticas como el chicle; la anarquía está difundida hasta tal punto que no pocos grupos de laicos se sienten emancipados de los clérigos, los sacerdotes de sus Obispos, quienes a su vez no raramente se sienten superiores al supremo legislador que es el Romano Pontífice. Por lo tanto, la Liturgia está manipulada: ¿cómo se consigue poner orden en ella? Es necesario hacer el máximo posible con las normas actuales intentando aclararlas, pero también es preciso buscar soluciones, reconduciendo la tendencia a la creatividad y las adaptaciones degeneradas en delitos, actos graves y abusos (RS 172–175) en el cauce de la Constitución Litúrgica y del Ordenamiento General del Misal Romano que esclarece: «Recuerde el sacerdote que está al servicio de la Sagrada Liturgia y que en la celebración de la Misa no se le permite añadir, quitar o cambiar nada según a él le plazca» (OGMR 24; SC 22). Ahora bien, es necesario formar al clero y a los fieles: tienen que conocer los aspectos

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históricos, bíblicos, patrísticos del ius liturgicum… La necesidad de la disciplina es una exigencia antropológica vinculada en cierto sentido al tema del derecho litúrgico; si decae, disminuye el ethos y también el culto. En la historia la decadencia moral se acompaña a la del culto. Como observa Robert Spaemann: «Cada norma originaria, cada norma arcaica de la actuación humana es ritual. Y en dúplice forma: como ritualización de la actuación cotidiana y como celebración autónoma de ritos sagrados»2. De hecho, la desobediencia a las normas de la Liturgia es inmoral y traiciona un falso concepto de libertad (RS 7) que sigue la cultura actual de la autodeterminación; se prefiere obedecer a la creatividad y a las teorías teológicas; de este modo, se convierte en contradictorio por parte de los liturgistas apelar al célebre axioma lex orandi–lex credendi: la norma de la oración debe establecer la norma de la fe, porque lex significa ley, un término que implica disciplina, humildad y obediencia…, hoy sin duda bienes escasos. Por consiguiente, es necesario remontarse a todo esto para entender las causas de la inobservancia del Derecho Litúrgico después del Concilio Vaticano II: hagámoslo con la guía de Joseph Ratzinger. La cuestión de la esencia de la Liturgia recibe respuesta de la experiencia de Israel relatada en el libro del Éxodo: el culto está incluido como algo que viene de lo alto y que nos sitúa ante él como niños recién nacidos: «La Liturgia sería, entonces, redescubrimiento de nuestro verdadero ser niños, dentro de nosotros, de la apertura a la grandeza que tenemos delante y que aún no está cumplida con la vida adulta; esa sería una forma bien definida de la esperanza, que anticipa la verdadera vida, que nos introduce en la vida auténtica –la de la libertad, de la inmediatez con Dios y de la total apertura recíproca. Así, expresa también en la vida aparentemente real de todos los días los signos anticipadores de la libertad, que rompen las constricciones y dejan revelarse el cielo en la Tierra»3. En el Antiguo Testamento, como demuestra con una fina exégesis el entonces cardenal Ratzinger, el culto «tiene en sí mismo la propia medida, puede ser regulado sólo por la medida de la Revelación, a partir de Dios»4. Dios, junto al Decálogo, al ethos, «establece con Moisés la alianza (Éxodo 24), que se concretiza en una forma minuciosamente regulada de culto (…) Israel aprende a adorar a Dios en el modo que Él mismo ha querido. De dicha adoración forma parte el

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culto, la Liturgia en sentido estricto; pero ella pide vivir según la voluntad de Dios, parte irrenunciable de la verdadera adoración (…) «En el ordenamiento de la alianza en el Sinaí (…) los tres aspectos del culto, del derecho y del ethos están indisolublemente entrelazados (…) Un ordenamiento de las cosas humanas que no conoce a Dios disminuye al hombre. Por esto, culto y derecho no pueden estar completamente separados entre sí (…) Todas las veces que Israel reduce el justo culto de Dios dirigiéndose hacia los ídolos –a los poderes y a los valores mundanos– reduce también su libertad»5. El culto así entendido en plenitud y profundidad va mucho más allá de la acción litúrgica: «El hombre se convierte en glorificación de Dios, lo pone, por así decir, en luz [y éste es el culto] cuando vive mirando hacia Él. Por otra parte, es verdad que el derecho y la moral no están juntos si no están anclados en el centro litúrgico y no encuentran inspiración en él»6. Esto explica que «el hombre no puede «hacerse» él mismo el propio culto: él únicamente se aferra al vacío si Dios no se muestra. Cuando Moisés le dice al faraón: «No sabemos todavía qué hemos de ofrecer a Yahveh» (Éxodo 10, 26), en sus palabras emerge, de hecho, uno de los principios fundamentales de todas las Liturgias. Si Dios no se muestra, el hombre, sobre la base de esa intuición de Dios que está escrita en su interior más íntimo, puede ciertamente construir altares “al Dios desconocido” (Hechos 17, 23); puede propender con su pensamiento hacia Él, buscarlo avanzando a tientas. Pero la verdadera Liturgia presupone que Dios responde y nos muestra cómo podemos adorarlo. Ella implica una forma de institución. Ella no puede tener origen en nuestra fantasía, en nuestra creatividad, porque de esa manera sería un grito en la oscuridad o una simple autoconfirmación. Ella presupone algo que esté concretamente de frente, que se muestre a nosotros e indique el camino a nuestra existencia. De esta no arbitrariedad del culto hay en el Antiguo Testamento numerosos e impresionantes testimonios. Sin embargo, en ningún otro pasaje este tema se manifiesta con tanto dramatismo como en el episodio del becerro de oro (o mejor, del torito)»7. El becerro de oro nos pone ante el hecho de que sin ius y ethos el culto se transforma en idolatría, imagen producida por nosotros mismos. Moisés se quedó

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turbado porque habían alterado el Dios revelado: «Aparentemente todo está en orden y presumiblemente también el ritual procede según las prescripciones. Y sin embargo es una caída en la idolatría (…) se hace descender [a Dios] al propio nivel, reduciéndolo a categorías de visibilidad y comprensibilidad. De este modo, el culto ya no es un subir hacia Él, sino una reducción de Dios a nuestras dimensiones»8. Se podría objetar: la Encarnación del Verbo, ¿no ha sido una reducción? Pero allí la iniciativa no era de Dios: «Se trata de un culto hecho de autoridad propia (…), se convierte en una fiesta que realiza la comunidad misma; celebrándola, la comunidad lo único que hace es autoconfirmarse. De la adoración de Dios se pasa a un círculo que gira alrededor de uno mismo, sin salir: comer, beber, divertirse»9. Obsérvese que la alteración del culto arrastra consigo el arte sacro –se prepara una caricatura de lo divino con rasgos bestiales– y la música sacra, porque cantaban y bailaban de manera profana. Interesante, porque está referida a la situación de la Liturgia sin referencias al derecho divino, a la disciplina de la música sacra y a los cánones del arte, tenemos La storia dell’idolatria de Owen Barfield, un erudito inglés estimado por C. S. Lewis, Chesterton y Tolkien. Ante las normas promulgadas para la adecuación de las iglesias edificadas antes del Vaticano II, nos preguntamos: ¿son las iglesias las que tienen que adecuarse a la «nueva» Liturgia o es más bien ésta la que debe adecuarse a las iglesias? Y además, ¿se pueden edificar nuevas iglesias sin tener en cuenta los modelos examinados con atención a lo largo de dos mil años de arte cristiano? Lo mismo vale decir sobre las composiciones de música sacra. Por tanto, con razón Joseph Ratzinger ha hablado de las actuales Liturgias como de «una danza vacía alrededor del becerro de oro que somos nosotros mismos»10. Lo repitió en el viacrucis de la Semana Santa de 2005. Tres semanas después fue elegido Pontífice. ¡Un signo! Él había confiado: «Estoy convencido de que la crisis eclesial en la que nos encontramos hoy depende en gran parte del hundimiento de la Liturgia, que a veces se concibe directamente etsi Deus non daretur: como si en ella ya no importase si hay Dios, y si nos habla y nos escucha. Pero si en la Liturgia no aparece ya la comunión de la fe, la unidad universal de la Iglesia y de su historia, el misterio de Cristo viviente, ¿dónde hace acto de presencia la Iglesia en su sustancia espiritual? Entonces la comunidad se celebra sólo a sí misma, que es algo que no vale la pena»11.

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2. Desobediencia a las normas y obediencia a la creatividad Entre las razones que llevan a no obedecer a las normas de la Liturgia están el escaso conocimiento de la Historia y del significado teológico de los ritos, la manía por las novedades y la desconfianza en la capacidad del rito de hablar al hombre con el lenguaje de los signos –se intercalan frecuentes y largos comentarios a los ritos– y, sobre todo, falta de fe en la eficacia del sacramento, es decir, en que tenga realmente la potencia divina de hacer lo que significa. No son pocos los que consideran que los abusos han sido causados por defectos internos al ordenamiento general del Misal Romano, a los que ha contribuido la posición del sacerdote dirigido al pueblo desde el inicio al final de la Misa, las traducciones a menudo banales de los textos litúrgicos y el convencimiento de que la lengua vernácula basta para que la Misa sea más inteligible. La transgresión, la inobservancia y los frecuentes cambios de las normas litúrgicas se suceden más a menudo a causa del conocimiento superficial y del capricho personal en la interpretación de cada norma, motivados con «razones pastorales», un término comodín que cubre los abusos y confunde a los fieles. No hay confianza en las rúbricas de la Misa, pero sí preocupación sobre cómo deben ser interpretadas. Algunos movimientos y grupos eclesiales introducen nuevas prácticas con la intención de «renovar» la Liturgia; como consecuencia, ésta se reduce a entretenimiento y espectáculo en lugar de ser recogimiento en la escucha del misterio y en la acción de gracias. Algunos Obispos consideran que hay un comportamiento ambiguo en los dicasterios de la Santa Sede cuando afirman, por un lado, normas universales y permiten, por el otro, que los movimientos celebren de modo distinto. Los fieles se quejan de demasiadas diferencias entre una iglesia y la otra de una misma diócesis: se preguntan si subsiste aún el rito romano con sus características propias. Muchos sacerdotes de los últimos decenios han recibido una formación litúrgica separada de la doctrina, por lo que se ha difundido la idea de que la Misa es una cuestión de la comunidad local y no de la Iglesia católica. San Juan Pablo II intentó fijar límites prenunciando, en la encíclica Ecclesia de Eucharistia, un documento específico de carácter jurídico (52) que fue preparado por la Congregación para el Culto Divino, de acuerdo con la Congregación para la Doctrina de la Fe, y que finalmente vio la luz en 2004: la instrucción

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Redemptionis Sacramentum «sobre algunas cosas que se deben observar y evitar» respecto a la Misa. Parece recordar el Decretum de Observandis et Evitandis in Celebratione Missae del Concilio de Trento, que constituye el esqueleto del capítulo del Misal Romano tridentino De Defectibus in Celebratione Missarum Occurrentibus; si hubiera sido incluido en el Misal promulgado por Pablo VI no se habría dado pie a graves infracciones y abusos ulteriores. La instrucción indica los modos justos de la celebración del sacerdote y de la participación de los fieles, corrige los equívocos, individualiza las responsabilidades morales y conmina las sanciones canónicas. La crisis del postconcilio ha radicalizado tanto los abusos, que muchos han creído que forman parte de la reforma querida por el Concilio. En cambio, el inicio de la instrucción tiene una intencionalidad completamente distinta: «No hay duda de que la reforma litúrgica del Concilio ha tenido grandes ventajas para una participación más consciente, activa y fructífera de los fieles en el Santo Sacrificio del altar. Sin embargo, no faltan sombras. Así, no se puede callar ante los abusos, incluso gravísimos, contra la naturaleza de la Liturgia y de los sacramentos, también contra la tradición y autoridad de la Iglesia, que en nuestros tiempos, no raramente, dañan las celebraciones litúrgicas en diversos ámbitos eclesiales. En algunos lugares, los abusos litúrgicos se han convertido en una costumbre, lo cual no se puede admitir y debe terminarse» (RS 4). Nos remontamos a 1988, vigésimo quinto aniversario de la Constitución Litúrgica. La razón de una advertencia tan preocupante se halla en el hecho de que dichos abusos «contribuyen a oscurecer la recta fe y la doctrina católica sobre este admirable Sacramento», impidiendo a «los fieles revivir de algún modo la experiencia de los dos discípulos de Emaús: “Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron»» (RS 6). Los abusos radican en un falso concepto de libertad en base a la cual hacemos todo lo que queremos, mientras que deberíamos hacer lo que es digno y justo (7); no nos preocupa el hecho de que los signos visibles «que usa la sagrada Liturgia han sido escogidos por Cristo o por la Iglesia para significar realidades divinas invisibles» (SC 33). «Además, la estructura y la forma de las celebraciones sagradas según cada uno de los ritos, sea de la tradición de Oriente sea de la de Occidente, concuerdan con la Iglesia universal y con las costumbres universalmente aceptadas por la constante tradición apostólica, que la Iglesia entrega, con solicitud y fidelidad, a

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las generaciones futuras. Todo esto es sabiamente custodiado y protegido por las normas litúrgicas» (RS 9). Todos afirmamos «ser Iglesia», pero olvidamos que la Iglesia no tiene ninguna potestad respecto a lo que ha sido establecido por Cristo y que constituye parte inmutable de la Liturgia (SC 21): «Pero si se rompiera este vínculo que los sacramentos tienen con el mismo Cristo, que los ha instituido, y con los acontecimientos en los que la Iglesia ha sido fundada, nada aprovecharía a los fieles, sino que podría dañarles gravemente. De hecho, la Sagrada Liturgia está estrechamente ligada con los principios doctrinales, por lo que el uso de textos y ritos que no han sido aprobados lleva a que disminuya o desaparezca el nexo necesario entre la lex orandi y la lex credendi.» (RS 10). Por tanto, «la Sagrada Liturgia expresa y celebra la única fe profesada por todos y, dado que constituye la herencia de toda la Iglesia, no puede ser determinada por las Iglesias locales aisladas de la Iglesia universal» (EE 51). Quien actúa en sentido contrario resquebraja la unidad del rito romano que hay que custodiar tenazmente (SC 4), no realiza auténtica actividad pastoral o una renovación litúrgica correcta, sino que más bien priva a los fieles de su patrimonio y de su legado, al que por lo demás tienen un irrenunciable derecho. El resultado de dichos actos arbitrarios es la inseguridad doctrinal, el desconcierto y el escándalo además de, inevitablemente, duras reacciones (RS 11): «Todos los fieles cristianos gozan del derecho de celebrar una Liturgia verdadera, y especialmente la celebración de la santa Misa, que sea tal como la Iglesia ha querido y establecido, como está prescrito en los libros litúrgicos y en las otras leyes y normas. Además, el pueblo católico tiene derecho a que se celebre por él, de forma íntegra, el santo sacrificio de la Misa, conforme a toda la enseñanza del Magisterio de la Iglesia. Finalmente, la comunidad católica tiene derecho a que de tal modo se realice para ella la celebración de la santísima Eucaristía, que aparezca verdaderamente como sacramento de unidad, excluyendo absolutamente todos los defectos y gestos que puedan manifestar divisiones y facciones en la Iglesia» (RS 12). Puesto que en general quien comete abusos está inclinado al ecumenismo,

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debería sentir, sobre todo, una fuerte necesidad de unidad de la Iglesia católica y descubriría las dos notas de la Liturgia romana enaltecidas por el Concilio Vaticano II: la sobriedad y la nobleza, cualidades necesarias que se equilibran la una a la otra. Por estas se reconoce el rito romano en las celebraciones litúrgicas locales, cuando no desaparece bajo presuntas nuevas formas, como en los «rituales» de movimientos y nuevas comunidades, o incluso en las variedades ilegítimas de las distintas parroquias o en «orientaciones y normas para acólitos y lectores», preparadas por alguna oficina litúrgica diocesana, de manera errónea y engañosa. Un ejemplo sobre la Consagración: después de haber recordado la posibilidad de incensación de la Hostia y del Cáliz consagrados, con celo digno de la mejor causa, se anota: «En este punto no se deben añadir velas, campanas, ceremonieros y otros ministros que sólo servirían para sustituir las antiguas balaustradas impidiendo la visión y la participación al misterio que se celebra en el altar». Además de equiparar a personas y cosas y de ignorar el significado y la función del recinto (balaustrada en Occidente e iconostasio en Oriente) que desde época judeocristiana distingue el santuario o presbiterio de la nave, parece que para quien las escribió el misterio se debe «ver» mejor sin dichas obstrucciones y facilitar la participación. ¡Pobres hacheros y… pobres balaustradas –no menciono el iconostasio, porque no es correcto hablar mal de los orientales–, culpables de no hacer participar a los fieles! No parece que haya aumentado la fe en los lugares donde han sido desmanteladas de manera indecente. Más: la posibilidad de celebrar con el Misal de San Pío V, publicado por Juan XXIII en 1962 en la vigilia del Concilio, concedida con el motu proprio Summorum Pontifium de Benedicto XVI en 2007, no permite rechazar la participación en la Liturgia diocesana de la iglesia particular cuando es celebrada con el Misal de Pablo VI. Observa el Papa en la carta a los Obispos: «En la celebración de la Misa según el Misal de Pablo VI se podrá manifestar, en un modo más intenso de cuanto se ha hecho a menudo hasta ahora, aquella sacralidad que atrae a muchos hacia el uso antiguo. La garantía más segura para que el Misal de Pablo VI pueda unir a las comunidades parroquiales y sea amado por ellas consiste en celebrar con

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gran reverencia de acuerdo con las prescripciones; esto hace visible la riqueza espiritual y la profundidad teológica de este Misal». Éste se inspirará en el carácter sacro y estable del primero, enriqueciéndose mutuamente. Por último, las nuevas traducciones del Misal ofrecen la oportunidad de enmendar el ordenamiento general del Misal romano: hay varias ambigüedades e incoherencias en el texto que han oscurecido lo sacro y restringido el misterio. Se deberían introducir algunas mejoras de los contenidos y de las rúbricas, dejando en un primer momento su aplicación de manera facultativa12; como facultativa es la Misa de San Gregorio Magno, pues así se puede llamar la «Misa tridentina», forma extraordinaria del rito romano. Es importante dar ejemplo. Joseph Ratzinger escribió: «Esto, creo, es lo primero: derrotar la tentación de un hacer despótico, que concibe la Liturgia como objeto de propiedad del hombre, y despertar el sentido interior de lo sagrado. El segundo paso consistirá en valorar dónde han sido aportados cortes demasiado drásticos para restablecer de modo claro y orgánico los vínculos con la historia pasada. Yo mismo he hablado en este sentido de «reforma de la reforma». Pero, en mi opinión, todo ello debe estar precedido por un proceso educativo que arrincone la tendencia a mortificar la Liturgia con invenciones personales»13.

3. La responsabilidad de los sacerdotes Existen fenómenos de creciente gravedad: inflación de la Liturgia de la Palabra, adornada con comentarios que son mini– homilías, oraciones de los fieles que parecen proclamas de la comunidad, reducción al mínimo de la Liturgia eucarística; personalismo difundido y protagonismo de muchos sacerdotes que consideran que pueden manipular la Misa a petición; sustitución de ritos y textos, en especial de las lecturas bíblicas, con el fin de personalizar la Liturgia y hacerla más «significativa»; ministros extraordinarios de la comunión convertidos en ordinarios porque sustituyen del todo al sacerdote celebrante; comunión

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autoservicio de los laicos en el que bañan la Hostia en el cáliz; predicaciones de sacerdotes y religiosos que enfatizan las tendencias inmorales y las elecciones políticas hasta el punto de causar desconcierto entre los fieles; recitación, por parte de los fieles, de la oración eucarística in toto o en parte; uso informal de las vestimentas litúrgicas previstas: casulla sin estola, estola sin casulla, estola sobre la casulla y también ni la una ni la otra, etc.; misioneros europeos que, en nombre de la inculturación, trasplantan usos europeos a los países de misión o, al contrario, usos indígenas en Europa. Los Obispos no deben tolerar que se cometan tales abusos, porque la responsabilidad respecto al Santísimo Sacramento nace del hecho de que el Señor lo ha confiado a los Apóstoles y la Iglesia debe custodiarlo con la misma fe. Si cada celebración eucarística en la diócesis se realiza en comunión con el Obispo y en dependencia de su autoridad, debe ser él quien vigile y garantice que los fieles puedan asistir a la Misa de la Iglesia católica y no a bizarras actuaciones, por lo que está obligado a promover la formación eucarística para que se celebre el Sacramento digna y decorosamente, poniendo coto a los abusos y violaciones. La apropiada libertad de adaptación según las facultades establecidas por las normas litúrgicas debe favorecer la participación interior: «La fuerza de la acción litúrgica no está en el cambio frecuente de los ritos, sino, verdaderamente, en profundizar en la palabra de Dios y en el misterio que se celebra» (RS 39). Además: «(…) cuando se comete un abuso en la celebración de la sagrada Liturgia, verdaderamente se realiza una falsificación de la Liturgia católica. Ha escrito Santo Tomás: «incurre en el vicio de falsedad quien de parte de la Iglesia ofrece el culto a Dios, contrariamente a la forma establecida por la autoridad divina de la Iglesia y su costumbre» (RS 169). Por este motivo hay que señalar y acusar los abusos litúrgicos para que: «sean completamente corregidos. Esto, por lo tanto, es una tarea gravísima para todos y cada uno, y, excluida cualquier acepción de personas, todos están obligados a cumplir esta labor» (RS 183). Por último, recordar el ejercicio del derecho: «Cualquier católico, sea sacerdote, sea diácono, sea fiel laico, tiene derecho a exponer una queja por un abuso litúrgico, ante el Obispo diocesano o el Ordinario competente que se le equipara en derecho, o ante la Sede Apostólica, en virtud del primado del Romano Pontífice. Conviene, sin embargo, que, en cuanto sea posible, la

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reclamación o queja sea expuesta primero al Obispo diocesano. Pero esto se haga siempre con veracidad y caridad» (RS 184). ¿Qué más decir? La Iglesia ha establecido las cosas que se deben observar en la Liturgia y las que no se deben hacer, pero la crisis y la incertidumbre de las autoridades y de la disciplina eclesial y litúrgica, unidas a la convicción de que manipular el culto no es pecado grave, hacen letra muerta de las normas. Esto deviene, precisamente, de haber conculcado el derecho divino y la dimensión jurídica de la Liturgia. De dicha disciplina eclesiástica «sobre todo a partir de los años de la reforma litúrgica después del Concilio Vaticano II, por un malentendido sentido de creatividad y de adaptación» (RS 30), que es sobre todo desobediencia a Dios y ofensa hacia el pueblo cristiano, la responsabilidad recae sobre los Obispos y los sacerdotes que presiden la Misa in persona Christi, expresión dogmática de la cual san Juan Pablo II dio una explicación que vale la pena recordar por su claridad: «Lo cual quiere decir más que “en nombre”, o también “en vez” de Cristo. In persona: es decir, en la identificación específica, sacramental con el “Sumo y Eterno Sacerdote”, que es el Autor y el Sujeto principal de este su propio Sacrificio, en el que, en verdad, no puede ser sustituido por nadie. Solamente Él, solamente Cristo, podía y puede ser siempre verdadera y efectiva propitiatio pro peccatis nostris… sed etiam totius mundi (1 Juan 2, 2; 1 Juan 4, 10). Solamente su sacrificio, y ningún otro, podía y puede tener “fuerza propiciatoria” ante Dios, ante la Trinidad, ante su trascendental santidad. La toma de conciencia de esta realidad arroja una cierta luz sobre el carácter y sobre el significado del sacerdote–celebrante que, llevando a efecto el Santo Sacrificio y obrando in persona Christi, es introducido e insertado, de modo sacramental (y al mismo tiempo inefable), en este estrictísimo Sacrum, en el que a su vez asocia espiritualmente a todos los participantes en la asamblea eucarística»14. De nuevo el amado Pontífice, tras haber recordado a los sacerdotes y a las comunidades que la Liturgia no es propiedad privada, en su última encíclica

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amonestó: «A nadie le está permitido infravalorar el Misterio confiado a nuestras manos: éste es demasiado grande para que alguien pueda permitirse tratarlo a su arbitrio personal, lo que no respetaría ni su carácter sagrado ni su dimensión universal» (EE 52). Como recita el rito de la ordenación, los sacerdotes prometen celebrar «con piedad y fielmente la celebración de los misterios de Cristo, especialmente el sacrificio de la Eucaristía y el sacramento de la Reconciliación». No vacíen el propio ministerio de su significado profundo, deformando de manera arbitraria la celebración litúrgica, ya sea con cambios, con mutilaciones o con añadidos. En efecto, nos ha dejado dicho San Ambrosio: «No en sí, (…) sino en nosotros es herida la Iglesia. Por lo tanto, tengamos cuidado para que nuestras caídas no hieran a la Iglesia» (RS 31). Los fieles no deben ser ofendidos por los sacerdotes, que se han ofrecido al ministerio con tanta solemnidad. ¿Tienen el derecho de asistir a la Misa de la Iglesia católica o tienen que soportar las actuaciones de un sacerdote creativo o de un grupo comprometido? Recordemos que «donde el grupo se celebra a sí mismo en realidad celebra la nada, porque el grupo no es un motivo para celebrar»15. Los sacerdotes no se pueden olvidar que de la obediencia humilde a las normas canónicas y litúrgicas depende la validez de la celebración de la Eucaristía. La Liturgia es el culto público de un cuerpo organizado donde el derecho divino y el derecho de los fieles es respetado; el cuerpo místico de Aquel que ha vivido en la obediencia y la humildad. No puedo imaginar que los liturgistas que han deseado ardientemente la reforma litúrgica antes del Concilio previeran una situación similar. Mi amigo el profesor Vito Abbruzzi me recuerda que el abad benedictino Emanuele Caronti, insigne liturgista, ponía en guardia sobre los arbitrios en la celebraciones litúrgicas: «La acción litúrgica sea celebrada con solemnidad, con orden y con decoro y evítese de la manera más absoluta cualquier novedad, ateniéndose fielmente a los decretos de la Iglesia»16. Pero otro liturgista, que sin embargo lo estimaba, el arzobispo Mariano Magrassi, deseaba «una Liturgia con amplísimos espacios de creatividad»17.

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CAPÍTULO V LAS SOLUCIONES DEL PAPA PARA LA MISA

1. Afirmar la verdad de la Liturgia En la introducción a sus escritos sobre la Liturgia, el Papa Benedicto XVI nos confía que no le interesan los problemas específicos de la ciencia litúrgica, sino el anclaje de la Liturgia en el acto fundamental de nuestra fe y, por lo tanto, también su lugar en toda nuestra existencia humana. Tal vez esta franqueza confirme de nuevo a algunos liturgistas en lo que ya pensaban: Joseph Ratzinger no tiene competencia real en el campo litúrgico. ¿Cómo puede un docente de dogmática escribir sobre Liturgia? El hecho es que la Liturgia después del Vaticano II ha sido desanclada del dogma: por lo tanto, era difícil para un liturgista postconciliar leer, por ejemplo, sus ensayos sobre La festa della fede1, a pesar de estar disponible en distintos idiomas. Incluso hasta la elección pontificia del cardenal, se oía a veces a Obispos desaconsejar la lectura de Introduzione allo spirito della Liturgia2. Ahora empezamos a darnos cuenta de que hemos olvidado lo esencial en el enfoque de la Liturgia, perdiéndonos tras tecnicismos agotadores y estetismos evanescentes. ¿No oímos a veces, al final de una Liturgia, «Ha sido una celebración que ha salido bien»? La clave para entender el pensamiento litúrgico de Ratzinger está, al contrario, en su mirada orientada a la cruz y a Quien cuelga de ella, mirada al mismo tiempo real y simbólica, artística y mistagógica; en un palabra: litúrgica. La homilía de la Misa Crismal del jueves santo del año 2009 nos lleva al espíritu de la Liturgia tal como lo advierte el Santo Padre Benedicto XVI. Ante todo, atañe a esa relación esencial entre Ordenación Sacerdotal y Culto (el sacerdote es ordenado esencialmente al culto, entendido como ofrenda a Dios) que vuelve a poner en auge el concepto de consagración como sacrificio por Jesucristo y, en consecuencia, «de nuestros cuerpos». Es el «sacrificio racional»

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dependiente de la «consagración en la verdad». «Me consagro» equivale a «me sacrifico»: el sacerdote es, al mismo tiempo, víctima. Estamos ante una «palabra inconmensurable» que permite mirar a Jesucristo en lo más íntimo, porque se alcanza el misterio de la Redención a través del Sacerdocio de la Iglesia, es decir, de lo que ella está llamada a hacer principalmente en el mundo y del mundo: una consagración. ¡Lo contrario al diálogo con el mundo! El sacerdote es «un intermediario de propiedad» del mundo a Dios y esto, en un cierto sentido, vale para todos los cristianos. ¿No es la Liturgia un sacrificio, «privarse de algo para entregarlo a Dios»? La Liturgia no nos pertenece: es un «ser apartados». De aquí surge la función de representar a los otros delante de Él. Pero la Liturgia es una consagración en la Verdad, porque la palabra de Dios es la Verdad, Cristo es la Verdad. Así, la Liturgia de la Palabra debe favorecer la consagración en la Verdad, porque tiene una vis -la fuerza del Evangeliodestructora del Demonio y purificadora como agua y fuego del Espíritu, y por último creadora porque «transforma en el ser de Dios». ¿Seremos capaces de presentar así la primera parte de la santa Misa? «Y entonces, ¿cómo están las cosas en nuestra vida?», se preguntaba el Papa a sí mismo, pero interpelándonos también a todos nosotros, a sus colaboradores; e indaga a continuación con un examen de conciencia a doble filo, que igualmente nos escruta: ¿seguimos al mundo con sus pensamientos y modas, o a Él? En caso contrario, no debemos sorprendernos del aumento de «la soberbia destructora y la presunción, que disgregan cada comunidad y acaban en la violencia. ¿Sabemos aprender de Cristo la recta humildad» -¡cuantas veces se recurre a esta palabra en la Liturgia!- «que corresponde a la verdad de nuestro ser y esa obediencia, que se somete a la Verdad, a la voluntad de Dios?». En resumen, con la palabra de Dios se abre el acceso a la Verdad a la que hay que convertirse y ser discípulos siempre de nuevo. En Cristo, que es la Verdad, sucede ese «haz de ellos una sola cosa conmigo (…) Úneles a mí. Introdúcelos en mí» -éste es el tránsito a la Liturgia Eucarística, al sacrificio: ahí hallamos la verdadera unidad. Esta es la comunión. Unificarse a Él. «Sustancialmente ella nos ha sido donada para siempre en el Sacramento». En especial para el sacerdote -y con mayor razón cuando celebra- «el unirse a Cristo supone la renuncia. Comporta que no queremos imponer nuestro camino y nuestra voluntad: que no deseamos convertirnos en esto o en aquello, sino que nos abandonamos a Él, en

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cualquier lugar y de cualquier modo que Él quiera de nosotros (…) En el «sí» de la ordenación sacerdotal hemos hecho esta renuncia fundamental a querer ser autónomos, a la «autorrealización». Sólo así la Liturgia se convierte en servicio a Dios, ¡más bien, en oración! Rezar «es un simple presentarnos a nosotros mismos ante Él». Ser admitidos a su presencia, para cumplir el servicio sacerdotal. Y he aquí la transición de la oración personal a la pública: «Pero para que esto no se convierta en un autocontemplarse» -¡cuántas Liturgias caen en ello!- «es importante que aprendamos continuamente a orar rezando con la Iglesia. Celebrar la Eucaristía quiere decir rezar. Celebramos la Eucaristía de modo justo si con nuestro pensamiento y con nuestro ser entramos en las palabras que la Iglesia nos propone». Aquí está incluido todo el juicio sobre la denominada creatividad que, en cambio, es un salir de las palabras de la Liturgia para preferir nuestras palabras. «En ella está presente la oración de todas las generaciones, las cuales nos toman consigo en el camino hacia el Señor». La Liturgia pertenece a la Tradición, con mayúscula. «Y como sacerdotes somos en la Liturgia quienes, con su oración, abren camino a la oración de los fieles de hoy». He aquí el tono ascético. «Si nosotros estamos interiormente unidos a las palabras de la oración, si nos dejamos guiar y transformar por ellas, entonces también los fieles encuentran el acceso a esas palabras. Entonces todos llegamos a ser verdaderamente «un cuerpo solo y un alma sola» con Cristo». Y se realizará la unidad de los cristianos. Aquí la Liturgia del sacrificio se convierte en santa comunión con el Cuerpo y la Sangre del Hijo de Dios. No se ha acabado: la inmersión en la Verdad y la Santidad de Dios quiere decir «también aceptar el carácter exigente de la Verdad; contraponerse tanto en las cosas grandes como en las pequeñas a la mentira, presente en el mundo de manera tan variada (…) Tampoco hay que olvidar que en Jesucristo Verdad y Amor son una sola cosa. Estar inmersos en Él significa estar inmersos en su bondad, en el amor verdadero». Y volvemos a la característica que hace del culto cristiano un culto lógico: ser ofrenda racional de sí mismos: «Cristo pide para los discípulos la verdadera santificación, que transforma su ser, a ellos mismos; que no sea sólo una forma ritual, sino que sea un verdadero convertirse en propiedad de Dios mismo. Podríamos también decir: Cristo ha pedido para nosotros el sacramento que nos toca en la profundidad de nuestro ser». Esto debe convertirse cada día en vida. Por eso, «la revelación se convierte en Liturgia»3. Por tanto, en

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la Liturgia el Señor nos sumerge en sí mismo y nos convierte en «hombres de Verdad, hombres de Amor, hombres de Dios». Todo esto está detrás de los actos pontificios para la recuperación de la Misa en forma extraordinaria y el renovado impulso a la Congregación para el Culto Divino. El Santo Padre no se ha quedado mirando: hay que volver a la tradición para innovar; de aquí la exigencia de una renovada catequesis de la celebración eucarística.

2. Innovar en la tradición Un Obispo auxiliar, antes director de una Facultad teológica, admitió con inquietud ante un fraile que con candor le explicaba por qué en su comunidad se celebraba la Misa en forma extraordinaria que un «virus tradicionalista ya está infectando a todos», aludiendo a la creciente atención de sacerdotes, seminaristas y fieles hacia la Misa restablecida como forma extraordinaria del rito romano, o Misa tridentina o, para ser exactos, Misa dámaso-gregoriana, por la estructura aún subsistente que le dieron los dos Papas entre la Antigüedad tardía y la Alta Edad Media. El Señor hace nuevas todas las cosas, dice el último libro de la Biblia, hay que estar seguros de ello. ¿La novedad? Según un sacerdote, el anterior Papa, al volver a proponer la Misa de San Gregorio, está preparando la Iglesia al martirio: los primeros signos existen. El nuevo movimiento litúrgico y el volver a proponer lo que en el siglo XX Dom Guèranger empezó en Solesmes, tal vez se forjará a través del martirio. La Liturgia forma parte de la tradición y no se entiende fuera de ésta: está entre las fuentes de la Revelación descrita por la Dei Verbum, la constitución conciliar sobre la divina Revelación. El culto divino evoca la soberanía del Señor sobre todo, su infinita majestad, su grandeza, su misterio, su derecho a la adoración: «Adora al Señor tu Dios con todo tu ser». Pero, ¿qué tiene de especial la Misa de Gregorio Magno? Muchas cosas y una en particular según algunos expertos: con sus ritos es una fortaleza contra las tentaciones del Diablo -la Misa es algo que éste no ama y que intenta deformar de varias maneras-; la experiencia demuestra que se trata de barrotes cuasi «místicos» que la tradición ha puesto para custodiar verdades fundamentales. ¿En qué sentido? Ritus sería una palabra sánscrita para «orden», en latín se dice

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ordo (incluyendo peso, medida y proporción); el desorden, se sabe, es de Satanás. Ante todo, la lengua sacra latina en la que se celebra la Misa se ha cargado, dicen algunos exorcistas, de toda la fuerza de las oraciones y de los méritos de los santos, como las «copas llenas» del Apocalipsis; después, la invocación repetida del Arcángel San Miguel; por último, en mi opinión, el modo de rezar. Dice San Cipriano: «Para quienes rezan, que las palabras y las oraciones se hagan en modo de contener en ellas silencio y temor. Pensemos que nos encontramos en presencia de Dios. Es necesario ser agradecidos a los ojos divinos, sea con la posición del cuerpo, sea con el tono de la voz»4. Para Martín Mosebach «se debería definir el rito como una oración corpórea, la oración del cuerpo, a la que se añade la oración del alma y de la cual el alma experimenta esos estímulos, esa dirección, esa resistencia que son necesarias, permitiendo que el puro sentimiento se transforme en espíritu. Si la carne, como recita la profesión de fe, está llamada a la eternidad, entonces puede también rezar»5. Más. Hay que rezar de rodillas. La madre Teresa de Calcuta rezaba siempre de rodillas, así se expresa el absoluto abandono a Dios Padre, al que debemos donarnos completamente, dispuestos a escucharle. Es posible constatar que los fieles no saben rezar porque en la Liturgia están sentados o de pie, posiciones poco favorables a la oración. Los reclinatorios han desaparecido prácticamente de las iglesias. Y sin embargo, mientras estar de pie o sentados son actitudes comunes a cualquier otra reunión, estar de rodillas es la actitud típica de la oración. La Liturgia prevé estar de rodillas durante la Consagración de la Misa, pero también durante toda la Oración Eucarística y, después, antes de la Comunión (OGMR 43), pero no puede hacerse a no ser que uno se arrodille en el suelo. Ciertamente, es obvio que hay que hacerlo durante la Adoración Eucarística y en las celebraciones con carácter penitencial: se está de rodillas para suplicar ardientemente a Dios y adorarlo como creaturas a su Creador: «Puesto que Él mismo está presente en la Eucaristía, ésta, por sí misma, ha implicado siempre la adoración. Si bien su gran forma solemne no se desarrolló hasta la Edad Media, no se trató ni de un cambio ni de un decaimiento, ni de ninguna otra cosa, sino sólo de la manifestación hasta las últimas consecuencias de lo que está presente»6.

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Quien hoy mira con atención y afecto a la Misa de San Gregorio, no está a merced de una nostalgia incurable -en gran parte, son jóvenes los que la solicitan y promueven -porque no la ha conocido, por el simple motivo de haber nacido entre las décadas de los ochenta y los noventa: como máximo tienen treinta años. Observad que todos los sitios en internet sobre dicha Misa han sido preparados, en su mayor parte, por jóvenes. En cambio, está a la merced de la nostalgia quien, admitiendo que el antiguo ritual tenía su fascinación, rechaza dicha Misa, infringiendo en sí mismo un castigo, odiando una parte de su vida. No es verdad que los jóvenes que hoy promueven la forma extraordinaria no han aceptado la reforma litúrgica, porque han nacido después del Concilio: en todo caso, se preguntan si ella preveía determinadas cosas, como la abolición del latín o la comunión de pie; después leen la Constitución Litúrgica y constatan fehacientemente que no las prescribe. Pero los progresistas no desisten y observan que la Iglesia siempre se ha dirigido a Dios con las palabras de todos los días: en realidad, quien conoce la historia sabe que se ha hablado siempre en la lengua oficial del tiempo, primero el griego, luego el latín, sin rechazar las de los pueblos que había que evangelizar, custodiando las más significativas y utilizadas por los profetas, por Jesús y los apóstoles (amén, aleluya, hosanna) y engastándolas de modo que el deterioro del tiempo no cambiase su significado. La Iglesia reza con las palabras de Cristo y no con las de la gente. Las palabras divinas son las fórmulas y las oraciones de la Misa: son sagradas porque han sido dichas por Jesús (Tomad y comed, Padre Nuestro, La paz esté con vosotros). Por consiguiente, «el presbítero (…) debe servir a Dios y al pueblo con dignidad y humildad y, en el modo de comportarse y de pronunciar las palabras divinas (…) debe hacer percibir a los fieles la presencia viva de Cristo» (OGMR 93). Esto vale sobre todo para el Obispo. Ahora bien, «la Misa se celebra o bien en lengua latina o bien en otra lengua, con tal de que se empleen textos litúrgicos que hayan sido aprobados, según las normas del derecho. Exceptuadas las celebraciones de la Misa que, según las horas y los momentos, la autoridad eclesiástica establece que se hagan en la lengua del pueblo, siempre y en cualquier lugar es lícito a los sacerdotes celebrar el santo sacrificio en latín» (RS 112).

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Joseph Ratzinger observa: «En general, yo pienso que traducir la Liturgia en las lenguas habladas ha sido algo bueno, porque tenemos que entenderla, tenemos que tomar parte también con nuestro pensamiento, pero una presencia más marcada por algunos elementos latinos ayudaría a dar una dimensión universal, a hacer que en todas las partes del mundo se pueda decir: yo estoy en la misma Iglesia»7.

3. Restaurar la disciplina de la música sacra Si la oración es unión con Dios, debe hacernos saborear el Paraíso. Por eso debemos preguntarnos: la música y el arte que han entrado en los últimos cuarenta años en las iglesias católicas, ¿tienen el sentido de la dignidad, de la belleza y de la universalidad adecuado para guiarnos en la esfera de lo sagrado y de lo religioso? ¿Son «sagrados»? Es decir, ¿nos sitúan ante la presencia divina suscitando la oración y elevándonos al cielo? Pablo VI, refiriéndose a la invasión que iba entrando en las nuevas melodías de la Liturgia, advirtió: «Del mismo modo que todo lo que está fuera del templo (profanum) es apto para que supere su umbral (…), el canto interesa también a toda la Iglesia en su estructura y debe, por consiguiente, hacer aparecer y resaltar su estructura esencial, tal como se refleja, en general, en el carácter jerárquico y comunitario de la Sagrada Liturgia»8. El canto es oración y a menudo el autor es un santo: pensemos en el Jesu, dulcis memoria de Bernardo o en el Pange lingua de Santo Tomás, o en los cantos populares como Tu scendi dalle stelle de Alfonso de Ligorio. San Agustín confiesa haber llorado cuando oyó, en Milán, los himnos resonantes en la Liturgia de San Ambrosio, que fue un compositor refinado, y sostiene que quien canta reza dos veces. Por no hablar de los himnógrafos orientales, desde Efrén de Siria hasta Romano el Mélodo. Por esto, en el canto de alabanza, según San Gregorio Magno, se crea una vía de acceso por la que Jesús puede revelarse, porque cuando mediante el canto de los Salmos se esparce sobre nosotros la verdadera contrición, se nos abre un camino que conduce a la profundidad del corazón, al final del cual se llega a Jesús. Con el canto, el espíritu se tranquiliza y se eleva, pide y agradece, contempla y exulta, con toda la persona, casi arrastrando consigo el cuerpo, obligado a seguir,

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a erguirse en una postura elegante y a propenderse, en una tensión análoga a la del alma. La experiencia religiosa es, efectivamente, experiencia de amor, que nace interiormente, para después desembocar en el exterior, según Jacopone de Todi. Pero para absorber el alma, para recogerla y elevarla al cielo, justamente como una vertiginosa vidriera gótica o un altar barroco, el canto debe ser sacro: alegre y lleno de júbilo, sin descompostura, poético y noble, sin artificio, dulce y suave, sin afectación ni sentimentalismo. Para generar verdadera alegría, que se imprima en el alma, y no sólo emociones pasajeras, debe armonizarse con la naturaleza del hombre, hablar no sólo a los sentidos, sino a todas las facultades, según su jerarquía. Debe saber expresar la fuerza y la suavidad de la fe, pero también su sencillez y claridad; la historicidad de los acontecimientos divinos y su carácter misterioso; la coralidad de la experiencia comunitaria, pero también la individualidad del alma personal. Sigue siendo válida y actual la «regla» formulada por san Pío X: «Tanto más una composición para la Iglesia es sacra y litúrgica, tanto más se acerca a la melodía gregoriana en el funcionamiento, en la inspiración y en el sabor; y tanto menos es digna del templo cuanto más se reconoce deforme respecto a ese supremo modelo»9. Pero antes, en la Constitución Apostólica Divino Afflatu, afirma que son los Salmos los que nos enseñan cómo se debe alabar a Dios, pues en ellos Dios mismo se ha alabado para ser oportunamente alabado por el hombre. Es el derecho de Dios sobre la música sacra. Dichos principios, confirmados por Pío XII en la instrucción Musicae sacrae disciplina, no han sido superados por el Vaticano II (SC 112), que considera la música un verdadero y propio signo litúrgico, que participa de la «dimensión sacramental» de la Liturgia. A pesar de ello, hemos asistido a la desaparición del repertorio musical en favor de canciones derivadas de la cultura secularizada, incompatibles claramente con el Evangelio. Si antes del Concilio se cedía a la contaminación de la música operística, hoy se cede a la ligera -tal vez con la ilusión de atraer a los jóvenesen la que prevalecen el ritmo, la zalamería de las palabras, incluso la utopía y la horizontalidad mundanas. Cantos que no confían lo cotidiano a lo eterno, el convertirse al ser, la miseria del hombre a la Misericordia de Dios, sino expresiones de un cristianismo decadente. El Papa Benedicto XVI, conocedor de la música sacra, respecto a la

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degeneración de la música postconciliar, ha dicho lo que piensa: restituir a la Liturgia católica la gran música que del canto gregoriano a la polifonía, a través de la música de las catedrales y de los monasterios, del Renacimiento al Barroco, llega hasta Bruckner y más allá. Por eso, con ocasión de su visita al Pontificio Instituto de Música Sacra, nos invita a la reflexión y a la comparación de la relación entre música y Liturgia, vigilando cuidadosamente la praxis y los experimentos. No todos los músicos y los liturgistas están de acuerdo con él, sobre todo los exponentes de un estilo muy sentimental, vagamente new age, que hoy arrecia en los repertorios nacionales, en las mega-celebraciones y en muchas parroquias. Sin embargo, no fue Ratzinger el responsable de la edición del Gradual publicado en 1979 por Solesmes y que contiene todas las piezas del Gradual pre– conciliar con las oportunas adaptaciones. Ahora, desde Solesmes -de dónde ha venido una concepción del servicio musical como apoyo ordinario de la Liturgia romana y católica- a Westminster, y hasta Camerún, está produciéndose una inversión de la tendencia. Son las culturas que se han asomado recientemente en el horizonte de la Iglesia católica las que nos están enseñando el amor por el canto tradicional de la Iglesia. Según Valentín Miserachs Grau, hay que hacerlo favoreciendo la recuperación del canto gregoriano a partir de las catedrales y los monasterios, que deberían situarse a la cabeza de este renacimiento. Ha sido siempre así en la historia de la Liturgia y tal vez se podrían añadir algunos de los movimientos eclesiales si abandonaran la espontaneidad. No es difícil hacer que los fieles aprendan en Misa a cantar en gregoriano: cuando queremos los sobrevaloramos, pero en este caso, los infravaloramos a priori. Los jóvenes que piden la Misa en latín, jóvenes crecidos en la denominada sociedad multicultural, demuestran que las generaciones actuales no tienen miedo de aprender, si bien han sido mantenidas en ayunas respecto a las generaciones pasadas. De cualquier manera, hay que evitar el asambleísmo, según el cual en la Liturgia todos deben poder cantar todo. La exhortación apostólica Sacramentum Caritatis pide que «los futuros sacerdotes, desde el tiempo del seminario, se preparen para comprender y celebrar la santa Misa en latín, además de utilizar textos latinos y cantar en gregoriano» (62). Lo que caracteriza singularmente a la Liturgia romana es precisamente el canto

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gregoriano. Se habla a menudo de fuentes bíblicas, patrísticas y litúrgicas sin las cuales la reforma no habría sido posible: bien, el canto gregoriano forma parte de ella plenamente. Es más, forma parte de esa lex orandi que se ha forjado en el arco de casi veinte siglos. Sin el canto gregoriano el patrimonio musical de la Iglesia católica estaría mermado. Junto, y tal vez antes del canto de la asamblea y de la schola, hay que restablecer el canto del celebrante que, hoy, ya no canta casi nunca sus partes, a pesar de la que Constitución Litúrgica invita a cada uno a hacerlo. El canto gregoriano no debe permanecer en el ámbito de la academia, del concierto o de las grabaciones discográficas, no se debe «musealizar» como se ha hecho con los objetos sacros, sino que debe volver a ser canto vivo, porque es todo uno con la Liturgia Romana. Si en una Misa bizantina o armenia oyéramos melodías ajenas a esos ritos, ¿qué diríamos? Hay que empezar por el ordinario de la Misa, el Kyrie, el Sanctus, el Agnus Dei, las aclamaciones, el Pater noster, como se hace en varias partes del mundo. En muchos países, el pueblo conoce bien el Credo III y todo el ordinario de la missa VIII «de Angelis», como también el Pange Lingua, la Salve Regina y otras antífonas. La experiencia enseña que el pueblo, después de una simple invitación, se pone a cantar también la missa brevis y otras melodías gregorianas fáciles. De este modo, aprenderá con facilidad esos cantos en lengua corriente, dignos de estar junto al repertorio gregoriano que, según el Concilio, debería conservar siempre el primer puesto. Los grandes maestros de la polifonía: Palestrina, Lasso, Victoria, Guerrero, Morales y demás hasta Bartolucci, seguirán siendo ejemplares porque se basaron sobre el canto gregoriano, extrayendo de él sus temáticas, la modalidad y la polirritmia, la técnica refinada, adhiriéndose fielmente al Texto Sagrado y al momento litúrgico. También hoy, para los compositores es posible ser grandes maestros si son discípulos humildes, no sólo en las composiciones complejas o corales, sino también en la creación de nuevas melodías, en latín y en vulgar. Los Obispos deben vigilar y promover su ejecución en la Liturgia y no sólo en los conciertos para llegar a un nuevo y significativo repertorio católico. El relativismo domina también este ámbito, visto el sucederse después del Concilio de repertorios a distintos niveles (naciones, diócesis, parroquias, movimientos, comunidades), una parcelación jamás vista en la Misa: se ignora el Misal con sus propias antífonas, los cantos del ordinario son transformados según

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la inspiración, cada uno hace su propia Misa y la mayoría de los fieles que acude para participar en la Misa de la Iglesia católica la soporta o incluso abandona. Para no repetir los errores pasados, me parece importante la lectura del cultísimo estudio del maestro Giannicola d’Amico10. Es necesario establecer la «disciplina» de la música sacra: palabra que indica discipulado, humildad y obediencia respecto a la tradición: nuestros himnos no aumentan la grandeza de Dios, pero obtienen para nosotros la gracia salvadora.

4. Promover el arte «según el espíritu» El decoro de la Liturgia manifiesta la fe en el misterio presente y contribuye de manera eficaz a mantenerla viva tanto en los sagrados ministros como en los fieles. De hecho, para la formación de los fieles en la doctrina eucarística, cuenta mucho no sólo lo que escuchan, sino también lo que ven. Algunos, sin embargo, consideran que la dignidad y el decoro son conceptos culturales que varían de lugar a lugar; que el arte debe en cada cosa mostrar a Dios, pero que debe moverse entre la tradición y la audacia, dimensión sacra y lenguajes nuevos, en cuanto la inspiración es común a la Escritura y al arte; que después del Vaticano II, los nuevos edificios sagrados ya no podían seguir la tradición, sino que debían cambiar abriéndose a la provocación y a la transgresión de la arquitectura contemporánea y al sincretismo con otras religiones. Sobre estos aspectos se ha detenido Benedicto XVI en el discurso a los artistas en la Capilla Sixtina, el 21 de noviembre de 2009. Un gran artista no está preparado automáticamente para entrar en la Liturgia. ¿Qué hacemos cuando nos encontramos ante uno que no es creyente? Si es deísta como Mozart, ¿hasta qué punto sus obras serán atinentes a la Liturgia, y no a la religiosidad en general? Es conocida la tendencia a confiar los proyectos de iglesias y de obras de arte a grandes firmas, arquitectos, artistas, compositores, etc., prescindiendo de su credo o moralidad. ¿Es lícito? La construcción de un edificio sacro cristiano o de una composición musical para la Liturgia, ¿no son un anuncio permanente de Jesucristo al hombre, con nuestras palabras y nuestra vida? ¿Cómo se puede prescindir de la fe y de la moral? San Pablo ha exhortado a los cristianos a conocer a Cristo «según el espíritu» y a no conformarse a la mentalidad mundana, a no secularizarse. Quiere

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decir que el conocimiento interior de Jesús lleva a la conversión y al abandono de todo artificio mundano. Para integrar nuevos signos en la arquitectura se necesitan tiempo y sangre. Cuando los hombres de Iglesia lo olvidan, cumplen una traición y un retroceso, se sitúan en lo opuesto de la invitación del Apóstol y favorecen un arte «según la carne». Se plantea, además, una cuestión pastoral: ¿somos intransigentes a la hora de administrar los sacramentos sólo a quien tiene fe y después dejamos construir iglesias a quien incluso no se sabe si creen en Dios? ¿Por qué se debe hacer una excepción con el artista? Un artista no creyente puede llegar a realizar una iglesia si, obrando, se asimila en el misterio de la fe aunque cometa alguna ingenuidad; o descubriendo, al final, la gracia: su arte entonces se convierte en testimonio de lo verdadero, buscado y, por fin, encontrado al actuar. Un ejemplo es el caso de Matisse en la capilla del Rosario en Vence, cerca de Niza, de la que diseñó la arquitectura, la iconografía, la decoración, las vestiduras. Sin embargo, esto es posible gracias a un encuentro, a la relación con la presencia de Cristo a través de alguien que te introduce a un modo distinto de conocer la realidad. El arte, por su naturaleza, no puede estar lejos de la fe, si no es a causa de proyectos bien calculados y pagados. Por consiguiente, ser contrarios a las «grandes firmas» no significa que los proyectos de un arquitecto no creyente, o no cristiano, o católico no practicante, sean inútiles y siempre engañosos. Pueden, en cambio, resultar como premisas o «pruebas de impresión» para un diálogo que lleve a la conversión o, como se suele decir, a un camino de fe, antes que a proyectos de edificios sagrados auténticos. Podría montar obras en el «atrio de los gentiles» o bien en templos y ámbitos cercanos al edificio cristiano. El arte debe ser evangelizado para contribuir a la Liturgia: de vagamente religioso tiene que convertirse en sacro, es decir, en «trámite» de la revelación divina. Si nadie puede poner un fundamento distinto a Jesucristo, es precisamente Él quien nos guía desde las formas idolátricas a las del Amor. Sin embargo, la pertenencia eclesial no es un requisito secundario para construir un edificio sacro. La primera regla para hacer arte sacro, ya sea arquitectónico o musical, es pertenecer a la Iglesia. Esto es obvio para el Oriente cristiano. El arte sacro, recuerda Christopher Zielinksi, debe orientar al Señor y no celebrar al gran artista; a partir de aquí manan las otras reglas. El artista cristiano

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es humilde y casi no debe aparecer: a él, como a todos, se le pide la conversión. Joseph Ratzinger recuerda que para ser guiados a un nuevo modo de ver, antes se debe cambiar el corazón a partir del centro interior que es la Cruz y la Resurrección11. Por eso los orientales ayunan antes de pintar un icono. Es la segunda regla: sin conversión no se puede producir arte sacro adecuado para la Liturgia. Este es el motivo de que la tercera regla del artista sea el conocimiento de la Liturgia: ¿cómo podría un arquitecto que no conoce el Triduo Sagrado de la Pascua proyectar una iglesia en el que éste se celebrara solemnemente? La cuarta regla es el conocimiento de la Escritura y la continuidad con la Tradición y con el Magisterio de dos milenios: el artista cristiano no trabaja solo, sino en comunión con la comunidad eclesial de todos los tiempos. Una iglesia actual no puede estar en ruptura con las formas consagradas de la Tradición, aunque las innove y desarrolle desde el interior. La quinta regla es la belleza divina, que constituye la fundación ontológica del arte sacro y la verdad de la Liturgia, cuya característica es dada por la íntima unión de celebración ritual con su simbolismo, de disposición arquitectónica e iconográfica y de mistagogía o interpretación litúrgica. La sexta regla: el artista es ministro de la belleza porque la Iglesia es la casa de Dios y del pueblo que le pertenece. Séptima regla: si el artista es humilde, no hay mejor belleza que dejarse transformar por Cristo. Sólo así la belleza puede salvar al mundo poniendo orden, el orden del Amor. ¿Cómo puede un artista construir una iglesia, imagen del Cuerpo de Cristo, sin el Amor teologal? Por lo tanto, el arte sacro cristiano -es decir, un arte subordinado a la Liturgiase funda sobre la mirada que se abre en profundidad, se apoya en la dimensión eclesial de la fe compartida, pide que el artista esté formado interiormente en la Iglesia12. La libertad del arte no significa arbitrio. Sin fe no hay arte adecuado para la Liturgia, sino un conocer a Cristo «según la carne». La fe, en cambio, hace capaz de pensar, de ver y conocer a Cristo «según el espíritu». Sólo de este recorrido eclesial pueden nacer las «grandes firmas». A menudo no se conocen quiénes fueron los proyectistas de las célebres catedrales que hay diseminadas por Europa: «sus nombres están escritos en el cielo» y no en los registros de las celebridades de este mundo.

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San Juan Pablo II, para el décimo segundo centenario del II Concilio de Nicea del año 787, que decretó la licitud del culto de las imágenes sagradas, escribió: «El arte de la Iglesia debe procurar hablar la “lengua” de la Encarnación y, expresar, con los elementos de la materia, a Aquel que “se ha dignado habitar en la materia y llevar a cabo nuestra salvación a través de la materia”»13. Es el derecho de Dios sobre el arte sacro: Dios mismo ha dado en Jesús su imagen para ser oportunamente representado por el hombre. El cristianismo, religión del Dios encarnado, no puede producir un arte que no sea figurativo, resultado de la relación entre verdad y belleza, que evoque el misterio de Jesucristo y lleve a la Adoración (Compendio del Catecismo 526). En relación al debate sobre la concepción de lo sagrado en la arquitectura moderna, el amigo arquitecto Andrea de Meo sugiere volver a leer De re aedificatoria de Leon Battista Alberti, tal vez con la ayuda del conocido libreto Principi architettonici dell’età dell’Umanesimo14 de Rudolf Wittkower, aún a la venta, lo que confirma su autoridad.

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CAPÍTULO VI UNA IGLESIA HECHA… COMO IGLESIA

1. Casa de Dios y no aula Nuestra capacidad de percibir la sacralidad de un lugar y, por consiguiente, la presencia misma de lo divino, depende de la existencia y de la expresividad de un elemento material: así, durante milenios, el sentido religioso ha entendido el templo. El cristianismo, en continuidad con el judaísmo, adopta el término santuario, que incluye también el espacio delimitado en su interior o presbiterio, donde habita Aquel que es Santo y donde los ministros consagrados cumplen las acciones sagradas. Los arquitectos y los artistas llamados a realizar el edificio sacro son mediadores, a semejanza del sacerdote, en la traducción estética del misterio, de manera que éste tome forma y sea percibido por los ojos interiores de quienes entran en él o participan en el culto. Se entiende, entonces, que la expresión artística y arquitectónica tengan que entrelazarse para realizar su función con la Liturgia y la música. Sin la Liturgia, el arte no es sacro. Aquí la forma no es indiferente: la iglesia, ¿se parecerá al templo donde demora Dios, la «casa de Dios», o a un aula de catequesis? ¿Por qué confundir la Liturgia con la catequesis? La Iglesia sirve al culto divino, que acaece en el templo donde nosotros, sacerdotes y fieles, estamos dirigidos a Dios; la catequesis se realiza en el aula, donde escuchamos al maestro y éste se dirige a nosotros, sus discípulos. La primera deberá tener en cuenta el recorrido del culto judeocristiano, la segunda el catequético. Es verdad que en la Misa tenemos el elemento «didáctico» de la Palabra, pero ésta es, precisamente, una «Liturgia» de la Palabra que constituye, con la Eucarística, «un único acto de culto». Por lo tanto, la iglesia es templo y no aula, si bien este último término se usa en el léxico arquitectónico: la forma de

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cruz griega o latina recuerda que el edificio es signo del cuerpo de Cristo extendido sobre ella. Así, usaremos también el término «nave», símbolo de la Iglesia que navega en el mar del mundo. Por otra parte, la celebración de la Eucaristía nació para una comunidad limitada de personas, reunidas en la domus ecclesiae, en la que sólo los iniciados podían ser admitidos; es en la statio medieval, propuesta otra vez por el nuevo Caeremoniale Episcoporum, cuando se denomina a la Misa presidida por el Obispo como missa stationalis. Premisa fundamental de lo que voy a decir es que la Liturgia conoce en la Historia de la Iglesia un desarrollo orgánico y no discontinuo, como el Papa recuerda constantemente. El arte sacro católico, aún en la evolución de estilos y técnicas y más allá de los artificios, ha tenido algunas características constantes hasta mediados del siglo pasado, que le distinguen de los templos de otras confesiones y religiones. La primera es, precisamente, la delimitación de los ambientes según sus significados y funciones rituales; después, los recorridos que permiten pasar del uno al otro, la elevación de algunas zonas dentro del templo respecto al resto, en especial el presbiterio; la decoración de suelos, paredes y techo, todo dentro de un edificio simétrico en continuidad, no sólo con la basílica paleocristiana, sino también con el templo israelita, junto a una clara atención al grecorromano. No menos importante es el simbolismo de los elementos arquitectónicos del edificio sacro: la acústica y los puntos de irrupción de la luz. Se debe partir de dichas características del arte sacro católico, porque «predisponer tanto el espacio exterior como el interior a la recuperación de lo sagrado es condición ineludible para entrar en la celebración en modo tal que se encuentre lo sagrado»1. Por lo mismo la Eucaristía normalmente se celebra en un lugar sagrado (OGMR 297). Lo sagrado, como irrupción de la presencia divina, de la vida sobrenatural que es lo máximo de vida y de pureza, es distinto de lo profano (Levítico 10, 10). Si bien nosotros deseamos tocarlo, lo sagrado no puede ser tocado si no se tienen el corazón y las manos puras, consagradas. Dicha definición es el criterio para identificar los elementos que identifican el espacio sagrado en la arquitectura sacra católica, y ordenarlos: el primero es la orientación interior y exterior hacia el centro que es el altar (OGMR 299) con la cruz y, en relación, la ventana del ábside, el retablo o el iconostasio.

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Orientación quiere decir que la mirada es atraída espontáneamente y, con ella, el corazón. Mediante las procesiones rituales hacia el altar, y desde aquí hacia las otras capillas rituales como el ambón y el baptisterio, toma forma la dirección de la oración y el camino de acercamiento a lo divino, tanto personal como comunitario. Es un recorrido desde la fe bautismal a la gracia eucarística, del exterior al interior, que pide amplio respiro: generosa la fachada de la iglesia, alta la puerta de entrada para invitar a entrar, dejando lo cotidiano, lo ordinario, lo profano. El templo cristiano debe ser «católico» -como los orientales llaman a la capilla en el centro del monasterio. Los creyentes de todas partes deben poder reconocerla y reunirse en ella.

2. El baptisterio Si la iglesia tiene el ábside hacia Oriente, el baptisterio estará en la entrada, en el lado norte, es decir, a la izquierda. La razón histórica es que desde la Antigüedad cristiana el baptisterio se situaba siempre fuera del edificio de los fieles o, como mucho, en el nártex o en la entrada de la iglesia. También, por supuesto, hay una razón teológica. El baptisterio es el lugar de inmersión de quienes no son todavía cristianos y que entran en la Iglesia a través de la «puerta» del Bautismo ianua Ecclesiae. El Bautismo, efectivamente, precede a la Eucaristía y lleva a ella: es necesario el recorrido de la iniciación. Y una razón pastoral: si el baptisterio no lo consiente, en el Bautismo de varios niños o adultos previsto por la forma ordinaria del rito romano, los familiares se situarán en los bancos de la nave para la primera parte de la Liturgia, cerca del ambón; después de los ritos de Introducción y de la Liturgia de la Palabra se formará la procesión hasta el baptisterio donde está la fuente bautismal, como está previsto por el Caeremoniale Episcoporum; ninguna exigencia funcional justifica la colocación de la fuente en el presbiterio o cerca del mismo. Una vez realizado el Bautismo, se vuelve en procesión al altar para el Pater noster y los ritos de conclusión.

3. El confesionario

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En los nuevos edificios de culto se dispone de espacios más amplios y estudiados para los confesionarios; pero hay que garantizar, sobre todo, la reserva. Muchos fieles admiten que no se confiesan porque ya no están protegidos por la discreción de la rejilla: ¿han pensado en ello los sacerdotes que, precipitadamente, la han quitado? Además, la experiencia demuestra que al quitar los confesionarios de la vista de los fieles en la nave, donde estaban situados en las iglesias tradicionales, disminuye la idea de confesarse. Las denominadas aulas penitenciales no han resuelto la crisis. Una cosa bien distinta son los santuarios, a los que acude un gran flujo de fieles, si bien también en ellos la concentración en un solo lugar no parece la mejor solución.

4. El lugar de los fieles El culmen de la participación en la Liturgia es el recogimiento con los ojos del corazón y del cuerpo. Los puestos de los fieles deben permitir la escucha, la alabanza y la adoración: es decir, estar sentados, de pie y de rodillas. Se puede también encargar previamente un espacio para los visitantes, como en la tradición hebrea de la sinagoga, sobre todo si no son católicos, de suerte que les permita permanecer discretamente separados y, tal vez, edificados. A este respecto Ildefonso Schuster observa atinadamente: «He recordado la edificación de los presentes y de manera estudiada he evitado la palabra fieles. De hecho, a menudo en las iglesias de las abadías benedictinas asisten protestantes, judíos, personas sin ninguna religión. La experiencia demuestra que un coro bien ejecutado, funciones celebradas con orden, con majestad, con pompa devota, pueden ejercer sobre esas almas una profunda impresión»2.

5. El coro La schola cantorum debe estar a la cabeza de la asamblea para guiarla: no significa en el presbiterio, sino en el lado externo, como hacen los orientales con dos coros. Si hay crucero, mejor; de lo contrario, se favorece la exhibición que desorienta y distrae a los fieles de la oración. Con razón el coro y el órgano se colocaban con frecuencia en el fondo del templo y, para mejorar el efecto

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acústico, en una posición elevada; por tanto, donde se encuentre, debe ser conservado y utilizado.

6. Las imágenes Los santos son la familia de Dios, que no vive solo. Las imágenes de los santos y de los ángeles no deben concentrase en una capilla, sino que deben distribuirse por toda la iglesia. Las de la Virgen, San José y el santo titular deben ocupar los lugares principales, para hacer comprender visualmente la jerarquía en la Jerusalén celeste y la recta veneración. ¿Para qué sirve la difundida «iconofília» de tantos sacerdotes y laicos si exponer iconos se convierte únicamente en algo que satisface el estetismo y no la contemplación? Los orientales tienen los iconos para la Liturgia. No hay otra razón por la que nosotros tengamos imágenes, cuadros y estatuas. Si el templo, por mimesis, reproduce el cielo, sirve para que los seres humanos, aquí en la Tierra, nos acostumbremos a buscar la compañía de los santos, la presencia de Dios. Las cruces benditas en la dedicación de la iglesia y los cuadros del via crucis se colocan en el recorrido que parte del altar y se concluye en el altar: las paradas (estaciones) permiten un devoto y constante ejercicio de meditación sobre la Eucaristía como anuncio de la muerte y la Resurrección. Si se agrupan en una parte de la iglesia, como sucede a veces, pierden todo significado.

7. El ambón En el culto en la sinagoga, como en el siríaco y proto-bizantino, el ambón, llamado también béma3 o púlpito, precedía el santuario o presbiterio, casi en el centro de la nave (ver en Roma las basílicas de San Clemente y Santa Sabina). El ambón, del griego anabainein, subir, es un podio elevado que precede al presbiterio o santuario con el altar, porque primero se escucha el Verbo que ha entrado en el mundo con la Encarnación y después se le ofrece al Padre en el Sacrificio Eucarístico. En la Edad Media se desplazó a un lado o se situó al amparo del presbiterio y no dentro de él, algo que conviene conservar. El púlpito es el desarrollo del ambón en la edad moderna y se puede ver en muchas iglesias

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en el lado derecho, en la parte superior de la nave: es una solución inteligente de nuestros padres, porque permite a los fieles escuchar bien la proclamación de las lecturas. El ambón debe ser distinto del altar, porque en el primero el sacerdote se dirige al pueblo, por lo que la lengua vulgar es oportuna; mientras que sacerdotes y fieles se dirigen juntos al altar con la cruz, y se puede usar la lengua latina4. La Palabra de Dios es proclamada desde lo alto, porque desciende de los cielos como revelación divina, dando origen a la Encarnación del Verbo y a la presencia espiritual de Jesucristo cuando se lee la Escritura. Hay que conservar el púlpito, heredero del ambón, por razones artísticas, pero habría que restablecer su uso para las Liturgias solemnes, creando una escalera cómoda y decorosa que permitiera a los lectores subir para las lecturas y al diácono para el Evangelio. Esto no impide colocar un atril decoroso para las Liturgias ordinarias, anteponiéndolo a la balaustrada.

8. El presbiterio El presbiterio o santuario se debe distinguir de manera adecuada de la nave de la iglesia por medio de una elevación o mediante estructuras, es decir, rejas, barandillas u ornamentos particulares (OGMR 295), que permitan también arrodillarse para adorar y recibir la Comunión, tanto durante como fuera de la Misa. La tradición neotestamentaria, en continuidad con la Liturgia judaica del tiempo, ha querido separar el santuario -del término sanctus-, el escabel dónde Él, que tiene su trono en los cielos, apoya sus pies y los ministros sirven los divinos misterios, del lugar donde se sitúan los fieles, los catecúmenos, los penitentes. A partir del siglo V la barandilla tiene origen como recinto del béma, entendido por los bizantinos como el lugar elevado del santuario o presbiterio alrededor del altar, a menudo coronado por un ciborio. En Oriente, a partir del siglo VIII, en las barandillas se apoyaron los iconos, lo que dio lugar al iconostasio. La barandilla era necesaria para impedir el acceso a la parte más sagrada de la iglesia a los extraños o ajenos al culto. La barandilla delimita el espacio del santuario, que está elevado para recordar el «Cenáculo en el piso superior» y la altura del Gólgota. Es el lugar de la

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presencia del Señor. Si, ante todo, no nos damos cuenta de estar en Su presencia, que por definición es lo sagrado en medio de nosotros, no puede iniciarse verdaderamente la sagrada Liturgia. La separación del área reservada a los ministros consagrados es signo elocuente de que es el Señor quien los admite a su servicio, quien elige a sus ministros. Es el umbral de la eternidad. Las iglesias orientales con el santuario delimitado por el iconostasio y las occidentales con el área presbiterial han conservado la diferencia que recuerda la dimensión apofática, es decir, inefable -como la llama la teología oriental- y el sentido de indignidad y de finitud ante la realidad divina que se presenta a la humanidad como mysterium tremendum rodeado por el velo del temor reverencial que dona un sentido de ineptitud y, por tanto, de humilde adoración. Todo esto se expresa en numerosas fórmulas, pero también en la separación y escondimiento del santuario, rodeándolo de respeto. Además, la separación entre el área de la celebración y el de la asamblea manifiesta que la Liturgia es la acción del pueblo de Dios «jerárquicamente ordenado», connotación esencial de la participación activa. La distancia de los fieles del altar, en especial durante la Oración Eucarística, es un simbolismo tan precioso como la cercanía en el momento de la Comunión. Es siempre la fe en la presencia corpórea del Señor quien lo requiere. Las barandillas delimitan el recinto sagrado: para que haya relación, debe haber separación. Es necesaria para que los fieles y, antes, los ministros perciban la sacralidad del lugar, es decir, la presencia de lo divino. Según una tendencia del postconcilio, impedirían la participación de la asamblea en la Liturgia. ¡Cuántos ancianos no pueden arrodillarse en la comunión porque no tienen un punto de apoyo como la barandilla! Esto no es razonable, dado que permanece la exigencia del recinto, aunque sólo sea por motivos de discreción. Donde se han quitado o no se instalaron, se observa, efectivamente, que para evitar intromisiones, se colocan barandillas con estacas metálicas y cordones de gusto profano, verdaderamente inadecuadas para un lugar sagrado.

9. La sede La cátedra episcopal en algunas catedrales se encuentra al final del ábside,

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normalmente a una distancia coherente del altar. De este modo, no parece que el celebrante esté sentado detrás del mismo, como si fuera una mesa de conferencias. Sin embargo, la sede, tanto en Oriente como en Occidente, pronto se situó ante el altar, a la derecha o a la izquierda, dentro o fuera del presbiterio, para que apareciera el proestòs, el que está a la cabeza de la asamblea sagrada y, en tal sentido, su presidente. Por la Didascalia siriaca se deduce que el Obispo está delante o a la cabeza de la comunidad que miraba el altar hacia Oriente; tanto es así que se le pide, en el caso de que entre un pobre, que ceda el sitio, algo que no podría hacer si estuviera sentado en una cátedra en el centro del ábside. Desde la cátedra, el Obispo ejerce la tarea de gobernar, la cual precede a la de santificar que se actúa desde el altar y, antes aún, la de enseñar, que ejerce desde el ambón o desde la misma cátedra. El presbítero colabora, como subordinado, a dichas tareas. Hay que evitar cualquier forma de trono para la sede (OGMR 310), como tampoco hay que situarlo de espaldas al altar mayor, donde está ubicado el Tabernáculo (SCa 69). De nuevo, esto significa humildad (Ibid. 23).

10. El altar En la tradición judaica existía el altar de los sacrificios -la parte superior donde se inmolan las víctimas- y la mesa con los panes que hay que ofrecer. Con el cristianismo, «el altar de los sacrificios en el atrio del templo y la mesa de las ofrendas en el interior, se plasman en las iglesias con una composición sintética, como en la capilla de la Theotokos en el Nebo, con el símbolo judío que se convierte en ejemplo de altar cristiano»5. El altar representa a Cristo, la cruz y al mismo tiempo su sepulcro (Catecismo 1182). Es también la mesa del Señor (Hebreos 13, 10), de la cual manan los sacramentos del misterio pascual. El altar, como el mismo templo, está dedicado sólo a Él. Es la parte más santa del templo y está elevado, alta res, situado en alto, para indicar la obra de Dios que es superior a todas las obras del hombre. No debe estar apoyado sobre el plano del suelo, sino al menos en un escalón y mejor si son tres, para que recuerde el Gólgota, pues sobre él se tiene que renovar el sacrificio que Jesús realizó en la cruz. Por esto está siempre revestido de

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manteles, preferiblemente de lino o cáñamo; dos cortos que cubran la mesa y uno largo encima de los otros, y que descienda por los lados hasta el suelo, indicando la pureza necesaria para acoger a Dios. En la Liturgia romana puede haber delante también un antipendio, una tela bordada y adornada, enmarcada en madera o metal, tal vez del color de la fiesta. En la Liturgia bizantina el altar está cubierto con un velo, casi una dalmática diaconal anudada en los cuatro lados, indicando a Cristo hecho siervo. El altar no es, ante todo, una mesa, sino un ara situada en un lugar elevado para el Sacrificio del Cordero: se convierte en mesa sólo después de haber sido pesebre, cruz y sepulcro. El Cordero encarnado, inmolado y resucitado, aporta su carne a la mesa. Para la Liturgia oriental, el altar no debe ser grande, como en la tradición latina más antigua, porque es suficiente que se pueda acercar el celebrante para el sacrificio; después sobre él arden lámparas y tiene en su centro la cruz, el artoforion (Tabernáculo) y el evangeliario. Pero hay quien considera que todo esto está superado. Muchas iglesias nuevas permiten a los fieles estar muy cerca del altar. Otros consideran que dicho planteamiento no ayuda a concentrar la mirada en el Misterio, no comunicando el mismo sentido de la presencia divina y de la adoración a ella debida. En el postconcilio prevaleció la idea de acercar el altar al pueblo. En realidad, no es el altar el que se debe acercar al pueblo, sino el pueblo al altar: el movimiento procesional, como dice el Salmo, es ir a la presencia del Señor para ofrecer los santos dones y comulgarle a Él. Por lo tanto, el denominado altar «hacia el pueblo» debe estar en segundo plano respecto a la sede y, donde se haya conservado, en relación al altar mayor o monumental. Además, después del motu proprio Summorum pontificum, se debe prever también la celebración en él de la Misa en forma extraordinaria que, de hecho, se celebra ad Dominum. Pero teniendo en cuenta que en muchas iglesias antiguas o precedentes al Vaticano II el altar monumental se ha conservado y no ha sido eliminado, se puede siempre celebrar en ellos ad Dominum desde el ofertorio a la comunión. La Congregación para el Culto Divino, con Responsum del 25 de septiembre del 2000, rechaza la interpretación de un artículo del ordenamiento del Misal (OGMR 299) que obligaría a erigir altares «hacia el pueblo» siempre que sea

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posible. Además, me parece que la expresión ubi possibile sit sea un añadido al n. 262 de la primera edición de 1969; el adverbio ubi en la edición de 2002 se ha convertido en ubicumque. Dicha diferencia de adverbio cambia no sólo el sentido y la traducción en las lenguas corrientes, sino también la interpretación de todo el artículo. Respecto a la convicción de algunos de que la cuestión del altar «dirigido hacia el pueblo» y de su lugar en el santuario haya sido estudiada desde la fase preconciliar del Vaticano II, confluyendo en una Declaratio adjunta al n. 128 de la constitución litúrgica, es algo que no resulta según los textos oficiales.

11. La cruz Sobre el altar debe campear la cruz con el «crucifijo bien visible a la mirada del pueblo congregado» (OGMR 208): quiere decir que colocarlo sobre el altar, «hacia el pueblo» y ante el sacerdote que celebra ordinariamente de este modo, según la ley de la perspectiva no obstaculiza la visión, sino que da sentido al altar como lugar del sacrificio de Cristo y a la orientación interior ad Dominum de la oración del sacerdote y de los fieles. La mirada del sacerdote debe buscar repetidamente el rostro de Jesucristo, en el crucifijo sobre el altar. ¡Sí, «hay motivos»! Los fieles aprenden de esto a observar, a contemplar. La cruz no es algo opcional desde un punto de vista decorativo, sino que es un icono que es parte integrante de la dimensión contemplativa de la Misa. La cruz es la escala del Paraíso, fuera de ella no hay otra vía para subir al cielo. ¿Por qué arrinconarla y no mantenerla en el centro, ante nuestros ojos, como hacen los santos? La que esté sobre el altar monumental, en las iglesias en las que se haya conservado así, debe permanecer en esa ubicación: no es un duplicado. No causa mal. Los orientales tienen más de una: en el exterior sobre el iconostasio para todos, y en el interior sobre el altar para el sacerdote. A los lados se pueden disponer ordinariamente seis candeleros (para la Misa hay que encender al menos dos): sirven para expresar honor y respeto hacia el Señor y también son un símbolo elocuente de Él, porque dijo: «Yo soy la luz del mundo». Con excepción de los tiempos de penitencia, se pueden colocar también flores, signo de fiesta y de alegría por la felicidad que a todos los hombres nos deriva del sacrificio de la Misa.

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12. El Tabernáculo Lo que es eliminado del centro, se considera secundario psicológicamente: es lo que ha sucedido con el Tabernáculo (del latín taberna), un templete en forma de tienda, de madera, mármol o metal precioso, con una pequeña puerta en la parte anterior, donde se conservan las píxides con las Hostias consagradas. En él permanece el Señor del cielo y de la Tierra. Puede estar cubierto con decoro por el conopeo, una valiosa tela con forma de tienda abierta por delante, blanca o del color de los paramentos del día. Una lámpara, tradicionalmente roja, porque es distinta de las otras que arden cerca de las imágenes, indica la presencia permanente y real por antonomasia. En el postconcilio, el Demonio parece haberse ensañado con el Tabernáculo como es obvio-, desarrollando un conflicto que no parece acabarse: en muchas iglesias el Tabernáculo es colocado en lugares de poca importancia o separados, que no son fáciles de encontrar, o se antepone a él la sede del celebrante que, de esta manera, le da la espalda, algo verdaderamente grave. Así, los fieles, al entrar en la iglesia no se dan cuenta de la presencia del Santísimo Sacramento y no se detienen en adoración. El error ha sido descuidar la verdad principal de que Nuestro Señor Jesucristo está «siempre presente en su Iglesia» (SC 7), sobre todo en las especies eucarísticas, donde lo está realmente, es decir, corporal y sustancial, como Dios y como hombre, todo entero e ininterrumpidamente, según la fórmula clásica: «en cuerpo, sangre, alma y divinidad». En los otros sacramentos Él está presente sólo con su virtus o fuerza limitada a su celebración. Por último, Él está presente en espíritu en el sacerdote que celebra la Liturgia, en la iglesia congregada en oración y, sobre todo, en la palabra proclamada. Pocos meses antes de la clausura del Concilio, Pablo VI tuvo que promulgar la encíclica Mysterium Fidei para confirmar que Sacrificio y Sacramento son un único misterio inseparable y que éste es la Carne de Jesucristo crucificado y resucitado; que es el más grande de los milagros; que gracias a la transubstanciación es una nueva realidad ontológica; que hay que conservar el Santísimo Sacramento en los templos y oratorios como el centro espiritual de cada comunidad, de toda la Iglesia y de la humanidad. Pero no fue suficiente. Mientras el Papa con la encíclica defendía la Eucaristía, la reducción simbolista penetraba en la Iglesia y

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el efecto más visible sería el desplazamiento del Tabernáculo del centro del altar. El motivo era, desde luego, el «conflicto de signos» entre la presencia en la Misa y la que permanece después de ésta. Pero, ¿es realmente un conflicto? ¿No es la misma realidad? Observa don Giussani: «En ninguna otra cosa Jesucristo se hace tan presente como en el pan consagrado, incluso se identifica (…) Nuestra esperanza, sin embargo, no está depositada en la «especie del pan»: está en Aquel que está realmente presente «bajo forma de pan». Está depositada en Jesucristo Nuestro Señor. Nuestra esperanza está en el misterio de Dios hecho hombre que se hace presente bajo la especie del pan consagrado»6. Nótese que la gran mayoría de las iglesias del mundo son de pequeñas o medianas dimensiones: los fieles se congregan siempre en la nave o en el aula central y, por lo tanto, no hay ninguna necesidad de desplazar el Tabernáculo a otro lugar. Pero ha sucedido que los fieles, al no verlo más en el centro, «como motivo del signo», ya no lo consideran el centro y la fe eucarística ha entrado en crisis. Pablo VI, en la encíclica menciona, recuerda lo que sucedió en el siglo XI, cuando el Obispo Berengario distinguía en la Eucaristía el sacramento que se recibe y el sacrificio que se ofrece, combatiendo la visión unitaria, precisamente como sucede en nuestros días. Hasta que el Papa San Gregorio VII le exigió confesar la verdadera fe. Con Lutero, la distinción de Berengario se convirtió en radical separación. La tesis del «conflicto de signos» entre altar y Tabernáculo ha tenido como efecto que Cristo eucarístico -arrinconado o escondido en una capilla, que por tanto hay que buscar- se ha convertido en el «signo de conflicto» entre los diversos modos de la presencia, y ésta resulta derrotada: muchos cristianos no sólo no saben qué es el Santísimo Sacramento, sino que ni tan siquiera saben qué sucede en la Consagración. La Congregación para el Culto Divino, el 7 de noviembre del 2000, respondió negativamente a quien planteaba si el Misal de Pablo VI (OGMR 314-315) prescribía que se debe preferir una capilla separada para conservar el Santísimo Sacramento en las iglesias parroquiales, en vez de una colocación central y bien visible en el cuerpo principal de la Iglesia, para que

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así fuera visible durante la celebración de la Misa. Más allá de las intenciones, descentrando el Tabernáculo se ha vuelto atrás en el desarrollo de la doctrina y en la consciencia de la fe que había llevado, en el siglo XI, a introducir la elevación de la Hostia y del Cáliz consagrados, precisamente como contraste a la herejía de la Baja Edad Media que quería comer el Cuerpo de Cristo sin adorarlo. En la misma línea, después de Trento, tenemos el compromiso de San Carlos Borromeo de poner el Tabernáculo en el altar, confirmado cuatro siglos más tarde por Pío XII: «Separar el Tabernáculo del altar equivale a separar dos cosas que en fuerza de su naturaleza tienen que permanecer unidas»7. La presencia de Cristo no es transitoria, no pasa con la Misa, sino que es permanente, como nos recuerda el Tabernáculo. La Iglesia ha madurado en los siglos dicha conciencia: no se puede volver atrás relegando la presencia permanente en un rincón escondido de la iglesia. ¿No dicen los liturgistas que hay que apoyar el progreso de la fe y de la Liturgia? Ahora bien, con autoridad la Sede Apostólica prescribe: «Según la estructura de cada iglesia y las legítimas costumbres de cada lugar, el Santísimo Sacramento será reservado en un sagrario, en la parte más noble de la iglesia, más insigne, más destacada, más convenientemente adornada» y también, por la tranquilidad del lugar, «apropiado para la oración», con espacio ante el sagrario, así como suficientes bancos o asientos y reclinatorios. Atiéndase diligentemente, además, a todas las prescripciones de los libros litúrgicos y a las normas del derecho, especialmente para evitar el peligro de profanación (RS 130). ¿Bastará para volver a dar al Tabernáculo el lugar que se merece? ¿Y para relanzar la visita al Santísimo Sacramento (RS 135)? Una propuesta para los sacerdotes: colocar el Tabernáculo en el lugar de la sede, en el sitio donde ésta ocupa el centro del presbiterio, o quitarla si estuviera antepuesto a ese. La gente volverá a creer en el Santísimo Sacramento, nosotros los sacerdotes ganaremos en humildad y sobre todo al Señor le será devuelto al lugar que merece. Como conclusión de este capítulo sobre la recuperación del desarrollo orgánico del edificio sacro cristiano, se debe observar con preocupación el hecho de que, cada vez más a menudo, las iglesias son destinadas a un uso profano, como conciertos, actividades teatrales, etc. Acordémonos de los tristes recuerdos de regímenes ateos que despojaban a la comunidad cristiana del templo y lo

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destinaban a teatro, almacén, etc. Parece el castigo del péndulo: tantos liturgistas y Obispos enfatizando el rito de la dedicación de la iglesia, animando a la celebración de su aniversario, para después conceder la iglesia a comunidades no cristianas o entes de espectáculos, ¡cuando no la dedican a auditorios para conferencias! Gran signo sacramental del Cuerpo de Cristo, el templo es ungido con el crisma en la dedicación, está consagrado como nosotros en el Bautismo, la Confirmación y la Ordenación; esto atestigua que la comunidad lo ofrece totalmente al Señor; de ahí que no puede destinarse a un uso distinto al que ha sido consagrado: ser «casa de Dios y puerta del cielo». Si no fuera así, ¿por qué razón debería entrar en él el pueblo de Dios?

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CAPÍTULO VII PARTICIPAR EN MISA

1. Plenamente: entrar en el Misterio y adorar El objetivo de la reforma litúrgica del Vaticano II ha sido la participación de los fieles en la Liturgia. Tres son los adjetivos: plena, consciente y activa (SC 14, 41). ¿Cuál era la participación esperada? Pablo VI, en la Audiencia del 17 de marzo de 1965, afirmaba: «No se debe creer que, pasado un tiempo, volveremos a estar tranquilos y devotos o pasivos, como antes; no, el nuevo orden tendrá que ser diferente, y deberá impedir y sacudir la pasividad de los fieles presentes en la santa Misa; antes era suficiente estar presentes, ahora son necesarias la atención y la acción; antes alguien podía dormitar o incluso charlar; ahora no, debe escuchar y orar. Esperemos que pronto, celebrantes y fieles, puedan tener nuevos libros litúrgicos y que éstos, también en la nueva forma, tanto literal como tipográfica, reflejen la dignidad de los anteriores». Cuarenta años después, san Juan Pablo II observaba: «No hay duda de que la reforma litúrgica del Concilio ha traído grandes ventajas para una participación más consciente, activa y fructuosa de los fieles en el Santo Sacrificio del altar (…) Desgraciadamente, junto a estas luces, no faltan sombras. En efecto hay sitios donde se constata un abandono casi total del culto de adoración eucarística (…) Se nota a veces una comprensión muy limitada del misterio eucarístico. Privado de su valor sacrificial, se vive como si no tuviera otro mayor significado y valor que el de un encuentro convival fraterno. (…) ¿Cómo no manifestar profundo dolor por todo esto? La Eucaristía es un don demasiado grande como para admitir ambigüedades y reducciones» (EE 10). La desaparición de los gestos de adoración, el final del silencio en la iglesia y la exhibición de los llamados actores, han llevado a los fieles a ser simples espectadores y la Liturgia ha decaído hasta ser un espectáculo en el que se

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exhiben sacerdote y ministros, nada que ver con lo que ocurría antes del concilio, con el agravante que, si antes los fieles contemplaban en silencio el misterio, ahora lo observan divertidos o aburridos. Sin devoción no hay participación plena. En la Liturgia hay que participar con los cinco sentidos y hay que dejarse cautivar por algo que viene de lo más profundo y de la eternidad. No se trata de una conferencia en la que tienes que entenderlo todo. Comprender la realidad de la Liturgia no es lo mismo que comprender las palabras. Una anciana beata puede comprender el misterio aunque no entienda el significado de las palabras. Decir que el Concilio ha proscrito esto es ser superficial. La Primera carta de San Juan ofrece la mejor definición de la participación según la tradición apostólica: tradición que encontramos en las formas de la Liturgia. Con la expresión «lo que hemos oído» volvemos al canto y a la música sacra; con «lo que hemos visto con nuestros ojos» a la disposición de los lugares, las imágenes, las vestiduras litúrgicas, los objetos; con «lo que hemos contemplado y nuestras manos han tocado» a la belleza de la Liturgia. De este modo, el hombre es transportado al templo celeste ante el Cordero. La participación en la Liturgia significa sobre todo saber orar y, esencialmente, adorar a Dios. Prepararse en la sacristía y en el altar con la alabanza y la petición de perdón, haberse purificado con la escucha de la palabra para poder ofrecer los dones por el sacrificio eucarístico y la anáfora de acción de gracias: todo esto, ¿no puede ser encerrado en el término adoración, el culto divino que culmina en la comunión, para quien está en las disposiciones requeridas? ¿Cómo podemos considerar la adoración una relación intelectual o sentimental? San Buenaventura describe el pasaje místico requerido por la Liturgia: «Es necesario que, suspendida la actividad intelectual, cada afecto del corazón sea totalmente transformado y traspasado a Dios»1. ¿Por qué separar en la participación la acción de Dios de la de los fieles? ¿No es siempre el Espíritu el que la inspira? ¿No son una única acción sagrada? El Catecismo de la Iglesia católica, al principio de la exposición sobre la Liturgia definida «obra de la santísima Trinidad», recordando que esa es sobre todo bendición, explica: «Bendecir es una acción divina que da la vida y de la que el Padre es la fuente. Su bendición es, a la vez, palabra y don (bene-dictio, εύλoγία).). Este término, referido al hombre, significará la adoración y la entrega

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de uno mismo al propio Creador en la acción de gracias» (1078). El sentido de la vida, el destino, es decir, la destinación última que el hombre debe alcanzar es Dios. Por eso en la tierra debemos acostumbrarnos a la actitud que caracteriza la vida celeste: la adoración del Señor. La adoración es el reconocimiento de la presencia de Dios, percatarse de estar ante el Señor Dios. Adorar significa, entonces, poner a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, en el primer lugar de nuestra existencia. Es la expresión natural de la fe del hombre. Sin la fe no hay adoración. Donde la fe es débil, también el sentido de la adoración se debilita. La participación plena se da con la Comunión eucarística. Pero aquellos que participan en la santa Misa a menudo no se preguntan si están en las debidas condiciones para recibirla; así se acercan en grupo e indiscriminadamente (RS 83). Si la Eucaristía es el antídoto que nos libera de las culpas cotidianas y nos preserva de los pecados mortales, ya desde el acto penitencial situado al comienzo de la Misa, la finalidad es la de disponer a los participantes para que celebren adecuadamente los sagrados misterios, aunque para los pecados graves estos no sustituyen el sacramento de la Penitencia (RS 80). Por no hablar de tantos que, sin ser cristianos o estando en condiciones inmorales, se acercan a la Comunión. La Eucaristía revela verdaderamente el sentido cristiano de la vida. Por eso los cristianos tienen que ser conscientes de las consecuencias morales de recibir la Comunión. No puede recibirse negando las enseñanzas de la Iglesia o apoyando públicamente comportamientos y leyes que contradicen el ser cristiano y causan escándalo. Es una señal de la divergencia entre participación en la Liturgia y pertenencia a la Iglesia: esta última no se diferencia de la conciencia individual. Los fieles deben ser verdaderamente conscientes de que la Eucaristía es la fuente de la fuerza moral, de la santidad y la culminación de todo proceso espiritual y que las situaciones irregulares (divorcio, poligamia…) son incompatibles y la hacen ineficaz. Los fieles tienen que creer que necesitan la gracia y, por consiguiente, deben practicar el Sacramento de la Penitencia. No es posible ser creyente sin ser practicante. Cuando no se está en gracia de Dios, hay que limitarse a la comunión espiritual, que mantiene vivo el deseo de la sacramental.

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2. Conscientemente: con devoción, es decir, ofreciéndose a sí mismo Por todo lo dicho resultaría delineada la intensidad de la participación o, como se decía tiempo atrás, de la verdadera devoción, la pietas, que ha sido desechada junto con el devocionismo. ¿Os imagináis qué serían la Liturgia y el Culto sin la piedad? ¿Qué sería la participación sin la devoción? Pío XII había hecho referencia a la participación como la causa de la restauración de la Vigilia Pascual de 1951. En la encíclica Mediator Dei, en base a la doctrina clásica de la obra salvífica realizada por Cristo una vez por todas y confiada a la Iglesia que la administra con los sacramentos –ex opere operato et operantis Ecclesiae- recordó «que el culto rendido a Dios por la Iglesia en unión con su Cabeza divina tiene la máxima eficacia de santificación» en la Misa y en los Sacramentos. De este modo ponía en guardia contra las teorías sobre la «piedad objetiva» que llevan a descuidar la «piedad subjetiva» o personal. Estas teorías reviven hoy en la idea de que la participación comunitaria a la Liturgia es exclusiva. En cambio, la eficacia objetiva de la Liturgia exige la buena disposición en el alma de los fieles como en la del sacerdote, no sólo durante sino también en la preparación a ella. La encíclica recordaba, por lo tanto, sobre todo ante la Eucaristía, el paulino que «cada uno se examine a sí mismo». Así, se recuerda la correcta actitud para participar en la Liturgia: la genuina piedad. Angélico llama devoción al acto principal de la virtud de la religión, con el que los hombres se ordenan rectamente, se orientan oportunamente hacia Dios y libremente se dedican al culto2. Por eso es necesario «someter nuestros sentidos y sus facultades a la razón iluminada por la fe»; para hacerlo «es necesario tener en mente la enseñanza: «Vosotros sois de Cristo y Cristo es de Dios» (1 Corintios 3, 23)». La verdadera piedad o devoción, necesaria para la Liturgia, deriva del pertenecer a Cristo y, a través de él, a Dios. La conciencia de pertenecer al Señor hace que el culto opere incesantemente «hasta que Cristo sea formado en nosotros (Gálatas 4, 19)» (I, 2). La jerarquía eclesiástica tiene que vigilar en lo que atañe a la correspondencia entre la norma de la oración y la de la fe, porque el culto que la Iglesia rinde a Dios es «una continua profesión de fe católica y un ejercicio de la esperanza y la caridad» (I, 2).

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Para que la participación en la Misa –hoy en las dos formas, ordinaria y extraordinaria– sea plena debe culminar en la oferta de sí mismo con Cristo mediador; por eso tiene que ser adorante (SC 48); los fieles «instruidos por la palabra de Dios, reparen sus fuerzas en el banquete del Cuerpo del Señor, den gracias a Dios, aprendan a ofrecerse a sí mismos al ofrecer la Hostia inmaculada no sólo por manos del sacerdote, sino también justamente con él, y se perfeccionen día a día, por Cristo mediador, en la unidad con Dios y entre sí» (SC 52). Participar en la Liturgia es la consecuencia de pertenecer a Jesucristo y a su cuerpo místico, que es la Iglesia. Ser conscientes de la verdad de la Misa: Jesucristo se entrega a nosotros. Participar significa devolver al Señor el cuerpo entregado y la sangre derramada por nosotros, bebiendo del cáliz amargo y saludable de la Pasión. Se participa, entonces, en la medida en que el acto del Señor y de su Iglesia se transforman en nuestro propio acto, su oblación de amor llega a ser la nuestra, su abandono filial y obediente al Padre se vuelve también el nuestro, el sacrificio del Redentor es nuestro mismo sacrificio. Como ocurre siempre con todo lo que es humano, también en el rito litúrgico la acción posee una dimensión exterior y una interior. Solo así habrá un auténtico acceso al misterio celebrado. La equivocación sobre la participación «plena» deseada por el Vaticano II consiste en reducirla a actos exteriores en lugar de entenderla como la oferta de nosotros mismos al Señor. Este es el «gran salto» de la Encarnación, y no agitar las manos o moverse constantemente, etc. Es la piedad o devoción, es decir, la participación «a los mismos sentimientos que fueron de Cristo Jesús» (Filipenses 2, 5). ¡Cuántos han escrito que antes del Concilio la Liturgia no favorecía la participación y que con el Concilio se ha devuelto la Liturgia al pueblo! ¿Qué decir de lo que escribe San Efrén?: «Cada día nosotros te acogemos en tus sacramentos y te recibimos en nuestro corazón. Haznos dignos de experimentar en nuestra persona la resurrección que esperamos (…) Tu crucifixión, oh nuestro Salvador, puso fin a la vida del cuerpo. Concédenos crucificar espiritualmente nuestra alma. Tu resurrección haga crecer en nosotros al hombre espiritual. El contacto con tus misterios sea para nosotros como un espejo que nos lo haga conocer»3. Lo escribió mil seiscientos años antes del Concilio Vaticano II. Benedicto XVI considera que este aspecto ha sido descuidado: «Participar en la

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Eucaristía, comunicar con el Cuerpo y la Sangre de Cristo exige la Liturgia de la vida. La participación en la Pasión del Siervo de Dios. En esta participación nuestros sufrimientos se hacen sacrificio y así podemos «cumplir en la carne lo que falta de las aflicciones de Cristo» (Colosenses 1, 24). Considero que este aspecto de la devoción eucarística ha sido dejado un poco de lado en el movimiento litúrgico y que deberíamos recuperarlo. En la comunión de los sufrimientos se concretiza la comunión sacramental, entramos en las riquezas de la misericordia del Señor y de esta compasión nace nuevamente la capacidad de ser misericordiosos; de aquí vienen las vocaciones que tienen como meta la misericordia y que faltan hoy en la Iglesia»4.

3. Activamente: obedecer y servir «¿En qué consiste (…) esta participación activa?», pregunta Joseph Ratzinger. «¿Qué debemos hacer? Por desgracia esta expresión fue rápidamente mal entendida y reducida a su significado exterior, el de la necesidad de una acción común, como si se tratara de conseguir que el mayor número de personas entrara en acción lo más rápidamente posible. Sin embargo, la palabra participación hace referencia a una acción principal, en la que todos deben tomar parte. Por tanto, si queremos descubrir de qué acción se trata, debemos ante todo averiguar cuál es esa actio central, en la que deben participar todos los miembros de la comunidad(…) Con el término actio referido a la Liturgia, se entiende en las fuentes el canon eucarístico. La auténtica acción litúrgica, el verdadero acto litúrgico, es la oratio… Esta oratio –la solemne Plegaria eucarística, el «canon» – es verdaderamente mucho más que un discurso, es actio en el sentido más elevado del término. En ella sucede, de hecho, que la actio humana… pasa a ser secundaria y deja espacio para la actio divina, la obra de Dios»5. La palabra actuosa, traducida con «activa», significa la acción interna y contemplativa, de mente y corazón6; así siempre la han entendido y recomendado la tradición y el Magisterio. Entonces, participar activamente significa tener mayor conciencia del misterio presente, que tiene que ver con la vida cotidiana (SC 52). Además, participar significa tener un papel. Dice Santo Tomás que en la Misa el reparto de papeles depende del hecho de que algunas cosas las dice el coro

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porque pertenecen al pueblo; otras las dice solamente el coro, pero se inspiran en el pueblo; otras las continúa el pueblo después de la entonación del sacerdote que representa a Dios, indicando que dichas verdades, como la fe y la gloria celestial, llegaron al pueblo por Revelación divina; otras, por los ministros, como pueden ser las lecturas del Antiguo y del Nuevo Testamento, para indicar que esta doctrina ha sido anunciada a los pueblos por medio de ministros enviados por Dios. Otras palabras las pronuncia sólo el sacerdote porque pertenecen a su propio oficio; como dice el Apóstol «ofrecer dones y preces por el pueblo». Algunas de éstas las dice en voz alta: son las que pertenecen al sacerdote y al pueblo conjuntamente, como son las oraciones comunes. Otras, sin embargo, pertenecen solamente al sacerdote, como es el ofertorio y la consagración; por eso las dice en voz baja. No obstante, en ambos casos el sacerdote reclama la atención del pueblo diciendo: «El Señor esté con vosotros» y espera su consentimiento con el amén. «También puede interpretarse que algunas cosas el sacerdote las dice en secreto para recordar que durante la pasión los discípulos profesaron su fe en Cristo sólo a escondidas»7. Después del Concilio Vaticano II ocurrió que, para dar énfasis a la participación, se supuso que el pueblo de Dios estaba compuesto en su totalidad por profetas capaces de entrar en contacto con lo divino –«¡Ojalá fuesen todos profetas en Israel!»-; es cierto que existe la dignidad profética, pero la profecía no es independiente del sacerdocio. De todas maneras la experiencia de lo sagrado, para la mayoría, sucede a través de la mediación de alguien a quien es concedida desde lo alto: Padre Pío docet. Así se consumó la escisión entre participación y devoción. El culto católico se ha desplazado desde la adoración de Dios a la exhibición de sí mismo: esto atañe al sacerdote, pero también a los fieles comprometidos en un ministerio. Por lo expuesto, queda claro que el modo de participar de los fieles en la Misa es otra cosa respecto a la celebración del sacerdote. La confusión entre el papel del sacerdote y el de los fieles genera la idea de que la Misa no es la acción del único sacerdote, Jesús, que lo cumple mediante el servicio del sacerdote terreno; de esta forma no hay distinción entre el sacerdocio ministerial y el común o bautismal (LG 10b).

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Prueba de ello es el hecho de que algunos sacerdotes cambian las partes que les corresponden –por ejemplo: «Os bendiga Dios omnipotente…» poniéndolas en primera persona plural: «Nos bendiga»; o transformen los conjuntivos y los imperativos en indicativos: «Dios tiene misericordia de nosotros y nos perdona nuestros pecados…» en lugar de «Dios tenga misericordia…», cosa que supone la confesión sacramental. Ahora, el pueblo de Dios no es el sujeto de la celebración, sino que «participa», es decir, es parte y toma parte. La Misa conserva su eficacia y dignidad incluso sin la presencia y la participación activa de los fieles, ya que es un acto de Cristo y de la Iglesia (OGMR 19). Participar no significa ante todo desempeñar un papel en la Liturgia o competir para hacer de ministros. Entre los fieles laicos se ha asentado la idea de competir con el sacerdote para la «presidencia» de la Eucaristía8, haciendo ellos mismos la homilía. Lo mismo debemos decir respecto al ejercicio del ministerio extraordinario de la Comunión, a pesar de las indicaciones de la instrucción arriba mencionada9. Los abusos se han convertido en algo habitual: hay muchos lugares en los que la Comunión es distribuida por ministros extraordinarios, incluso cuando el número de fieles presentes en la Misa es reducido y, a menudo, mientras el sacerdote celebrante o los sacerdotes concelebrantes permanecen sentados10. Todo esto, además de oscurecer la función del sacerdote con respecto a la Eucaristía, enturbia también la naturaleza de la vocación de los laicos en la Iglesia, provocando confusión en los fieles. Hay que admitir, además, que la traducción de los textos y la transformación de la disposición arquitectónica de las iglesias han tenido resultados muy escasos en lo que a la participación del pueblo de Dios a la Liturgia se refiere. El hecho de que la Liturgia sea celebrada en lengua vulgar no es sinónimo de mejor comprensión; la schola cantorum, aunque cante en lengua corriente, igualmente acalla al pueblo a despecho de la tendencia comunitaria creada y divulgada por el liturgismo moderno. Y qué decir además de la Misa en más idiomas, en los encuentros internacionales en los que cada grupo no entiende los idiomas de los otros. Si se celebrase en latín, la lengua universal de la Iglesia romana, se daría imagen de unidad. Para acostumbrarnos a esto, bastaría que cada parroquia celebrase el domingo una Misa en latín, en forma ordinaria o extraordinaria.

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Pero ¿la celebración en latín no impide la participación a la Liturgia? Ratzinger contesta: «En nuestra reforma litúrgica existe la tendencia, a mi parecer equivocada, de adaptar totalmente la Liturgia al mundo moderno. Ésta debería por consiguiente ser más breve y de ella debería desaparecer todo lo que se retiene incompresible; al final, debería traducirse en una lengua más simple, más «plana». Pero de este modo la esencia de la Liturgia, y la misma celebración litúrgica, son totalmente malinterpretadas. Porque en ella no se entiende sólo de modo racional, como se entiende una conferencia, sino en modo complejo, participando con todos los sentidos y dejándose compenetrar por una celebración que no ha sido inventada por una comisión cualquiera de expertos, sino que nos llega de la profundidad de milenios y, en definitiva, desde la eternidad»11. Por lo tanto, el lenguaje litúrgico no puede ser el lenguaje cotidiano porque sirve para el contacto con Dios que es lo inefable; literalmente finaliza el lenguaje y empieza el silencio místico. El lenguaje litúrgico nos hace percibir la cercanía intensa de Dios a nuestro corazón, para creer y actuar moralmente. Escribió san Juan Pablo II: «Puesto que la Liturgia es el ejercicio del sacerdocio en Cristo, es necesario mantener constantemente viva la afirmación del discípulo ante la presencia misteriosa de Cristo: “¡Es el Señor!” (Juan 21, 7). Nada de lo que hacemos en la Liturgia puede aparecer como más importante de lo que, invisible, pero realmente, Cristo hace por obra de su Espíritu»12. Estar delante –ad-stare– del misterio que se celebra, es decir asistir, es un término todavía utilizable, es la premisa de la participación. No es necesario pensar que todos y siempre tenemos la misma conciencia o estado de ánimo. La Iglesia no es un cuartel. Participar activamente significa cooperar íntimamente con la gracia de Dios; no es actividad exterior. Participar en la Misa para los fieles laicos, así como celebrar para el sacerdote, significa obedecer, permanecer en Cristo para llevar el fruto; básicamente significa servir la Misa para entrar en el misterio con toda la complejidad de nuestro ser. ¡Ha llegado el momento de redescubrir el «servir la Misa» porque

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indica reinar con Dios!

4. Los «santos signos» de la participación La Liturgia expresa la fe a través de los santos signos, por tanto la participación también se expresa con los gestos. La verdadera cuestión es reconocer que Dios se ha encarnado. Reconocer a Dios significa adorarle: esto se manifiesta en la genuflexión; si quito el signo, también quito el significado. El hombre está formado por alma y cuerpo y, como afirman los judíos, debe rendir honor a Dios no sólo con los actos internos de la mente, sino también con los actos externos del cuerpo. La adoración es la actitud de fondo que convierte las actitudes externas en verdaderas: incluso cuando varían en base a la cultura del lugar, deben expresar el mismo contenido. Comenzamos por el signo de cruz al principio de cada acto litúrgico u oración personal: es el signo de la totalidad y de la redención. Dice Guardini: «En la cruz nuestro Señor nos ha redimido a todos. Mediante la cruz Él santifica al hombre en su totalidad, hasta la última fibra de su ser». Hay que hacerlo de un modo lento, amplio, desde la frente al pecho, desde un hombro a otro, consciente: «Entonces envuelve todo tu ser, cuerpo y alma, pensamientos y voluntad, sentido y sentimiento, actuar y sufrir, y todo es fortalecido, marcado, consagrado en la potencia de Cristo, en el nombre del Dios Uno y Trino»13. Después está el gesto de la mano que es, después del rostro, la parte más espiritual del cuerpo. Ésta posee un lenguaje suyo cuando en la Liturgia las manos se juntan palma con palma en una actitud interior de humildad y reverencia; o se estrechan para expresar el recogimiento interior, o con ellas nos cubrimos el rostro en señal de arrepentimiento, o las abrimos y las levantamos en señal de súplica o las estrechamos al pecho para significar la pura entrega a Dios. O cuando nos golpeamos el pecho: «Es un golpe, no un gesto ceremonioso. Tiene que atravesar las puertas de nuestro mundo interior y sacudirlo»14, indicando nuestra responsabilidad, nuestra culpa, haciéndonos humildes y llevándonos a la conversión y la penitencia. Pero el gesto más expresivo de la adoración es el arrodillarse, el postrarse o inclinarse profundamente como queriendo decir: «¡Tú eres el Dios grande, yo no soy nada!». Es el corazón que en su orgullo se doblega ante Dios: «Cuando entras

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en la Iglesia o sales de ella, o cuando pasas ante el altar, dobla tu rodilla, lenta y profundamente, que esto tiene que significar: “¡Señor mío y Dios mío!…” Eso es humildad y es verdad y cada vez hará bien a tu alma»15. El Señor ha orado de rodillas (Lucas 22, 41), así como los apóstoles Pedro (Hechos de los Apóstoles 9, 40) y Pablo (Hechos de los Apóstoles 20, 36) y el mártir Esteban (Hechos de los Apóstoles 7, 60). Toda la creación dobla las rodillas en el nombre de Jesús (Filipenses 2, 10) signo de que Dios es el Señor del mundo. En dicho gesto de verdad se introduce la Iglesia para glorificar a Jesucristo y así se pone de parte del vencedor, pues un arrodillarse así es una representación y asunción imitativa de la actitud de Aquel que «era igual a Dios» y «ha humillado a sí mismo hasta la muerte». Las normas litúrgicas prescriben reverencia, es decir, genuflexiones y reverencias, que los sacerdotes deben hacer cuando cumplen las sagradas funciones y los fieles cuando asisten a ellas: «La genuflexión, que se hace doblando la rodilla derecha hasta la tierra, significa adoración» (OGNR 274); hay que hacerla cada vez que se pasa ante el Sacramento en el Tabernáculo, especialmente cuando se entra y sale de la iglesia, ante las reliquias de la Pasión expuestas sobre el altar. La genuflexión doble se hace doblando ambas rodillas e inclinando la cabeza cada vez que se pasa frente al altar, donde está expuesto en forma solemne o privada el Sacramento; durante la Misa, desde la Consagración a la Comunión, hasta que es custodiado de nuevo en el Tabernáculo. La inclinación se hace doblando la cabeza –en la forma extraordinaria, también los hombros y, si es profunda, la espalda–: cuando se pasa frente al altar donde no está custodiado el Sacramento; delante de una imagen sagrada o reliquia de santo expuesta a la veneración; recitando el Gloria Patri o nombrando a Jesús, María o el santo del que se celebra la fiesta. Tanto la genuflexión como la reverencia constituyen un acto de fe y de culto externo, que ayudan a mantener viva la atención a la oración. Estar de pie es la continuación de la adoración, en el recogimiento y en la atención. Los primeros cristianos lo hacían voluntariamente, como nos recuerda la imagen del orante en las catacumbas. Cuando no es posible arrodillarse, es oportuno permanecer de pie, pero derechos y compuestos. Permanecer sentado indica una actitud de escucha, de espera de su palabra, de meditación.

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El proceder lento y solemne en procesión en la Misa, como en las litúrgicas de entrada, de ofertorio y de comunión, «podría ser la actuación transfigurada en profunda similitud del mandamiento: Camina delante de mí y sé perfecto»16. Y finalmente el silencio, el «sagrado silencio», es el vértice de la participación (SC 30): ¿quién lo diría? «Sagrado» porque es un verdadero momento ritual, complementario a la palabra, a la oración vocal, al canto, al gesto… Este es el motivo por el que durante la oración eucarística y, especialmente el canon, el pueblo de Dios reunido en oración sigue en silencio la oración del sacerdote celebrante: en la realidad del Sacramento es el acto de amor con el que Jesús se ofrece al Padre en la cruz para la salvación del mundo. La adhesión de toda nuestra vida a la vida del Señor es el espacio del «amén», en el que recogemos lo que hemos meditado en el silencio del canon. La oración comienza por el reverente silencio que nos hace tomar conciencia, poco a poco, de que estamos en su presencia, ante todo escuchando con el corazón lo que quiere decirnos, antes de empezar a conversar con Él en la Liturgia: «Su naturaleza depende del momento en que tiene lugar en cada celebración. Así, durante el acto penitencial y después de la invitación a orar, el silencio ayuda al recogimiento; después de la lectura o la homilía, es un recuerdo a meditar brevemente lo que hemos escuchado; después de la comunión, facilita la plegaria interior de alabanza y de súplica» (OGMR 45). Cuan distante está todo esto del clamor y el aplauso que dominan hoy las iglesias, desde los bautizos a los funerales. La educación en el silencio en la iglesia es más urgente que nunca para salvar la percepción de la Presencia del Señor; de lo contrario, prevalecen el hombre y la comunidad que, según el culto abusivo de nuestra propia imagen, se ponen en el lugar de Dios. La fiesta de la Liturgia es diferente a la fiesta mundana: no vive de cautivadoras ocurrencias, no es un entretenimiento que debe tener éxito, no debe provocar emociones, no debe expresar la actualidad efímera, sino el misterio permanente: la acción en la que tomamos parte es el don de Cristo en la cruz.

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O Iesu Christe, Miserere mei, cum dolore langueo. Domine, Domine, Tu es spes mea. Clamavi, clamavi ad te. Miserere, Miserere mei. (J. van Berchem)

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CAPÍTULO VIII EL PROBLEMA DE LA HOMILÍA Por Vittorio Messori

1. «Predicaciones» Ha tenido razón un compañero mío, periodista católico en una publicación laica, al lanzarse al ordenador de la redacción -haciendo que respingue como un caballo espoleado al galope- tras haber oído a un joven sacerdote que, hablando en una Misa dedicada a jóvenes distraídos e impacientes, usaba términos como «momento homilético». Pero una vez publicado ese artículo apasionado, el cronista en cuestión ha tenido razón también en reconciliarse pronto, con un abrazo en la calle, con dicho sacerdote, formado en una Iglesia que -diciéndolo sin pelos en la lengua como mi amigo André Frossard- «después del Concilio, para hacerse más comprensible al hombre común, se ha pasado del latín al griego…» Efectivamente, son griegos los términos que embellecen los discursos y los escritos del «adulto» clerical, es decir, la homilética; pero también carisma, catequesis, presbítero, kérygma, kénosis, sintaxis, ágape, doxología, teándrico, escatológico, pneumatológico, parenético, mistagógico, ecuménico, teúrgico, exegético, «parrésico», soteriológico… ¡Y así podemos seguir «grieguizando»! ¡Y encima dicen que el hombre de hoy nos (les) entiende mejor! ¡No como antes, con ese incomprensible lenguaje latinorum! No soy tan torpe como para no saber que unos términos así son un aspecto del esfuerzo por intentar volver, también en los nombres, a las raíces de la fe. Esfuerzo muy loable, se comprende, al menos hasta cuando esas palabras oscuras no invadan la predicación y, en general, el discurso dirigido a gente «normal», que nunca ha acudido a facultades teológicas. Es fácil criticar, pero ¿qué se puede hacer? Podría preguntarme quien una vez llegado el «momento homilético» en la Misa viera mis gestos de irritación o, al contrario (suele suceder…) de somnolencia. A quien me apostrofara, le

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respondería ante todo que «hacer la predicación» no es tarea («carisma» en lenguaje adornado…) mía, un laico. Antes bien, aunque no sólo, ese momento de predicación y de explicación de la Palabra de Dios está vinculado al misterio de la vocación. Las únicas cosas que me parece haber aprendido de la experiencia -la de alguien como yo, ha ido tirando toda la vida vendiendo palabras-, tienen que ver más con el modo para inducir a iniciar la lectura de un artículo o de un libro y, tal vez, de que una vez ahí el lector siga adelante, con mucha suerte hasta el final. Sin ninguna pretensión de tener razón (y recordando que es bastante más fácil dar consejos que seguirlos), quisiera examinar algunas de esas reglas y trucos. Si no me equivoco, en el fondo deberían valer para todo tipo de comunicación, tanto escrita como oral y, por consiguiente, lo mismo para un artículo que para una homilía. En primer lugar, una regla de oro de los escritores establece el criterio de que un mensaje, con la esperanza de que se transmita con eficacia desde quien lo enuncia a quien sea el destinatario final, debe considerar tres verbos: simplificar, personalizar y dramatizar. Empecemos por el primero. Simplificar significa, antes que nada, tener claro, clarísimo, lo que se quiere decir. Significa, además, identificar el núcleo y mirar de frente al mismo, eliminando el oropel, los preámbulos, las digresiones. En esta misma línea, simplificar significa reducir a una -y sólo una- la idea, la noticia, la provocación, la exhortación que en ese momento se quiere comunicar. Es un error -y, por consiguiente, produce ineficacia- el artículo que acumula distintos argumentos: todo el contenido tiene que poder resumirse en un titular de poquísimas palabras. De aquí viene el consejo de los viejos lobos de las redacciones periodísticas: redactar el título antes que el texto, para imponerse la «jaula» de la noticia de la que no se debe salir, de modo tal que el artículo no consista en otra cosa que explicarla y contrastarla. Igualmente me parecen equivocadas -y, por consiguiente, también ineficacesesas predicaciones que quieren tratar distintos argumentos. No: ¡uno, sólo uno! En lugar de aventurarse en lo que a menudo son fatigosas búsquedas de vínculos entre las tres lecturas bíblicas de la Misa, mejor apuntar a un único versículo, un solo tema, fijándolo sólidamente como una estaca, alrededor de la cual se hace girar toda la homilía de ese domingo.

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Una vez individualizado con claridad el mensaje que en ese momento se quiere transmitir; una vez éste ha sido reducido al núcleo, manteniéndolo sólidamente anclado como punto central desde el principio al final (el respice finem1 de la antigua sabiduría), también se debe aplicar la simplificación al lenguaje. Al dirigirse a un público indiferenciado, «interclasista», como es el que frecuenta la iglesia en las festividades o que lee el periódico, la regla más adecuada es pensar «siempre y sólo» en el menos culto de los oyentes o lectores. Sin preocuparse para nada de disgustar, de esta manera, incluso los más cultos los cuales -si es que de verdad lo son- apreciarán la sencillez expositiva. Un predicador que quiera «quedar bien» y, precisamente por esto, acaba siendo incomprensible para los unos y ridículo para los otros. En medio (a menudo son la mayoría del público) están aquellos que no son ni cultos ni ignorantes. Sin embargo, no hay que hacerse ilusiones: todos los sondeos muestran que el ciudadano «medio» conoce el significado verdadero sólo de tres mil palabras, a veces incluso menos. Y los diccionarios registran veinte, treinta veces más. Pero este «más», aunque lo conozcáis, que «para vosotros sea anatema» (por decirlo como en la Escritura…) en un artículo, en un discurso en público, en una homilía. Acostumbrándose a ojear un diccionario de sinónimos, se tendrá la sorpresa de constatar que casi no hay palabra «difícil» que no tenga un equivalente más comprensible para quien está sentado en el banco de una iglesia, en un día de fiesta. Don Bosco era un hombre bastante culto, aunque hacía ver que no lo era y jugaba hábilmente la comedia del «pobre cura campesino». Lo hacía no sólo para recoger más ofrendas para sus chicos, conmoviendo a los ricos, sino porque quería hacerse de verdad «todo para todos», sembrando con la mayor eficacia posible. Por lo tanto, en lugar de mostrarse como el profesor que era, se hacía pasar siempre, a propósito, como un hombre sencillo entre los sencillos. Pero es bien sabido que su plena conversión, en este campo, se remonta a esa vez que su madre Margherita, dando una ojeada a un esquema suyo de la predicación, leyó que llamaba a San Pedro «clavígero». Le preguntó al joven qué significaba y cuando éste le respondió «el que lleva las llaves», la madre le preguntó con verdadero asombro: «¿por qué, entonces, no lo llamas así?» A partir de ese día, el santo sometía a su madre (que había estudiado hasta el

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segundo año de la escuela primaria y que conocía más el piamontés que el italiano) cada uno de sus textos y lo que ella no entendía, lo cambiaba, encontrando así la palabra al mismo tiempo concreta y comprensible de su madre Margherita. De este modo se convirtió en un auténtico líder de la comunicación y de la cultura popular gracias, entre otras cosas, a los millones de copias difundidas de sus libros y opúsculos de divulgación religiosa. Se tendrían que redescubrir, hoy, para aprender. En lo que a mí respecta, lo he hecho, examinando algunos de esos innumerables textos con ojo de experto; no sólo admirándolos, sino también tomando nota de algún truco. El cristiano debería ser especialmente consciente de una verdad: no existe ninguna realidad o ningún concepto (por muy «altos» que sean) que no puedan expresarse con palabras comprensibles a la mayoría. Y digo «el cristiano especialmente» porque el ejemplo más evidente de que dicha empresa es posible la dan precisamente los Evangelios: en ellos el tema es el más inalcanzable posible, pero la lengua es accesible y popular. Es el koiné diálektos, el «dialecto ordinario», el del pueblo. Para hacernos llegar Su Revelación, Dios se ha servido de escritores principiantes, inspirándoles palabras que los intelectuales evitaban, pero que precisamente por esto han cambiado el mundo. Sin olvidar, obviamente, que si el medio dialecto de esos improvisados redactores ha «funcionado», es porque estaba llamado a referir las palabras de un artesano galileo que había hablado de manera igualmente comprensible a todos. Cuando Dios decidió hablar, no lo hizo como un profesor, y tampoco como ciertos teólogos y predicadores. Otra lección que nos da el examen de la estructura sintáctica y literaria de los Evangelios es la brevedad de los periodos. Se adecuan a la regla -tanto para la expresión oral como escrita- que aconseja concluir cada frase en el breve espacio de una espiración. Al término de ésta, un punto, para permitir la inspiración. Fuera, por tanto, en la medida de lo posible, las subordinadas. Y, en lugar de esos «que» (que oscurecen muchos discursos y textos, al final de los cuales se ha perdido de vista el sujeto), muchos y precisos puntos finales. Como me decía el veterano jefe de redacción de mi periódico cuando yo era un joven principiante: «No te olvides: en cada frase un sujeto, un verbo, un

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complemento objeto, un punto. Y si te dan ganas de añadir algo tipo, ¿qué sé yo?, un adjetivo, pasas antes por mi despacho…» Una cosa es el literato, el escritor, el ensayista que escribe para los expertos o, al menos, para los cultos. Otra cosa es el predicador en una Misa o el periodista que quiere dirigirse al mayor número posible de personas: para éstos, el instrumento de trabajo no es el cincel, sino el martillo. Después de cada golpe, un punto. Y quien corre el riesgo de escandalizarse, no debe olvidar que quien simplifica para provecho de una mayor comprensión, no por esto es un simplista, tal como demuestran los evangelistas.

2. La razón y el misterio Hemos empezado a ver a qué reglas y «trucos» debería adecuarse un artículo, un discurso, una homilía -en general, cualquier forma de comunicación humana-, para que llegue al destinatario. Y decíamos que son tres las vías de las que no hay que salirse: simplificar, personalizar, dramatizar. Ya hemos dicho algo sobre el primer verbo, que pasa por la reductio ad unum, la reducción a un solo argumento por artículo (o predicación) y a través de la simplificación tanto del lenguaje como de la estructura de la frase. Nada de subordinadas y, además, menos comas y más puntos. El discurso, sin embargo, hay que completarlo para no caer en una trampa que es justo calificar como «ilustrada». La Ilustración del siglo XVIII nació de una función a menudo anticristiana (de hecho, es la base tanto de la Revolución Francesa como de todas las ideologías secularizadas o ateas que la siguieron) y entre sus objetivos prioritarios está la «divulgación», el mito del «todo comprensible a todos». El amplio laboratorio de los «filósofos» que quieren emanciparse de la tutela eclesial es la redacción de la Grande Encyclopédie, cuyo primer volumen aparece en 1751 y el último poco antes de la convocación de los Estados Generales, en 1789, con la consiguiente explosión revolucionaria. Directores de esta obra fueron dos famosos libertins (es decir, «libres pensadores»), Diderot y D’Alembert, que reunieron otros «espíritus fuertes» empezando por Voltaire y Rousseau, dando a la Enciclopedia un espíritu racionalista. Ese grupo, que representaba lo mejor -o lo peor, según el punto de

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vista- de la Europa «ilustrada», estaba convencido de que la obra más urgente era disipar el misterio, porque sólo bajo su protección puede crecer lo sacro, por lo tanto, la religión. La Razón, instrumento principal para esta obra de liberación de las supersticiones religiosas, se expresa a través de ideas exactas que exigen un lenguaje claro, comprensible a todos los hombres, los cuales, por medio del lenguaje con el que hablan también las ciencias naturales, pueden transformarse en «ciudadanos conscientes», saliendo del estado de «devotos», prisioneros del oscuro lenguaje de los teólogos y, en general, de los sacerdotes que, resguardándose en el latín, mantenían a la gente en esclavitud moral y material. De la «fe», irracional por definición, había que pasar a la libre «opinión personal», que exige el conocimiento y éste sólo puede ser accesible a través de la claridad y la sencillez del lenguaje. Por consiguiente, mientras el sacerdote tiene como deber la «predicación» de oscuras revelaciones irracionales, el intelectual, el nuevo sacerdote de la humanidad (típica e inquietante creación del siglo XVIII europeo), tiene el deber de la «divulgación» de los resultados de una ciencia que desvanezca el misterio. Dondequiera que haya algo que no todos pueden entender, allí se esconde el infâme (utilizando el lenguaje de Voltaire), es decir, la superstición religiosa que tiene que ser écrasée, aplastada, destruida por las Luces. De aquí toda la «mística» laica creada no sólo alrededor de la Enciclopedia, sino también del manual, de la instrucción popular, del ciclo de conferencias, hasta el aluvión contemporáneo de debates, congresos, mesas redondas; fruto, todos ellos, a menudo degenerados o al menos inútiles, de la obsesión ilustrada de explicar, de hacer entender, de ayudar a formar la «opinión», el «creo yo» que hay que oponer al «creen ellos», que sería la aceptación de la verdad de cualquier fe. Volviendo a nuestro discurso: un creyente, sobre todo si es sacerdote, debe ser consciente de esto cuando aplica la regla de la simplificación. Y, por tanto, no deberá olvidar que en su obligado esfuerzo de hacerse entender por el mayor número posible de personas, deberá respetar ese espesor de misterio que acompaña la vida humana y que, después de toda «explicación» y «clarificación», la fe está llamada a acoger. En cada uno de sus aspectos, el auténtico cristianismo debe respetar la

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dialéctica del et-et y, por consiguiente, en el caso que nos interesa, las ideas claras y el lenguaje igualmente claro del predicador conviven, necesariamente, con lo inefable (es decir, con aquello que, por su esencia, no se puede expresar) y con el símbolo, instrumento privilegiado con el cual es posible por lo menos aludir a dichas realidades. Así, en el Nuevo Testamento, junto a la lengua «común», a las palabras simples para los conceptos igualmente simples y claros de los Evangelios -sobre todo los tres primeros, los sinópticos- está la selva de símbolos del Apocalipsis. La historia de la santidad, junto a los grandes «comunicadores populares», a los genios de la predicación y a los «rudos» como un San Bernardino de Siena, conoce la multitud de místicos y místicas. Y «mística» quiere decir «iniciación al misterio». «Misteriosas», de hecho, no «divulgadoras», no accesible a todos, son muchas de las páginas de esos privilegiados, pero no por ellos son menos «cristianas». Al contrario, constituyen el vértice de la fe. La palabra del hombre puede mucho, pero no lo puede todo: lo sabían bien las sociedades religiosas (como la Edad Media) que conocían y practicaban el lenguaje del símbolo. Ese símbolo que también los analfabetos podían decodificar en las exuberantes selvas de piedra de las grandes catedrales, mientras nosotros, con todas nuestras licenciaturas y diplomas y especializaciones, hemos perdido sus claves. Este et-et, esta unión de razón y de misterio, de lenguaje y de símbolo, de palabras comprensibles a todos y de expresiones inefables, debería ser lo que caracteriza la Liturgia. «Debería» porque, en realidad, mientras antes tendía al lado «misterioso», ahora lo hace ciertamente hacia el lado «racional». Ya hemos aludido al hecho de que un exceso de «ilustración» parece haber presidido la reforma litúrgica postconciliar, en algún aspecto –por desgracia- resultado típico del intelectualismo occidental moderno. Aunque como cronista soy un defensor convencido de la necesidad de «hacerse entender» (necesidad que he defendido en las anteriores líneas), estoy también convencido de que hay que salvaguardar un espacio para el misterio: no todo debe ser «desconsagrado» por el lenguaje de la banalidad cotidiana; la dialéctica de la fe exige que, junto a lo profano, conviva lo sacro; que junto a la razón coexista el enigma, que se expresa con otros lenguajes que no son los del periódico o el manual.

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De nuevo y siempre el et-et: esa síntesis difícil y ese equilibrio arriesgado de lo que aparentemente es opuesto (Pascal: «La fe afirma muchas cosas que parecen contradecirse»), sin los que el cristianismo acaba o en la herejía o en la ideología cultural cada vez más hegemónica y que hoy, tras la embriaguez marxista, es la de lo «políticamente correcto» progresista. Así, en esta misma línea, la necesidad de que el hombre de comunicación o de pastoral sea «divulgador» al máximo, no excluye para nada que en la Iglesia tenga que haber quien piense y elabore las cosas «difíciles», sin las cuales no habría nada que divulgar. Es decir, hay y tiene que seguir habiendo un ámbito de cultura «alta» en el que ciertos conceptos, y los términos para expresarlos, no puedan ser inmediatamente comprensibles a cualquiera. Los siglos cristianos sintieron de manera muy fuerte el deber de dirigirse al pueblo, de comunicar a todos la «buena noticia», hasta el punto de crear familias religiosas especialistas en este tipo de anuncio. Pero esos siglos conocieron también las universidades de los grandes maestros, autores de complejas obras teológicas en el latín de los doctos. Sin embargo, siempre vigilaron para que entre ambos niveles se mantuviera un vínculo constante, para que la sencillez de la predicación no acabara en el simplismo, sino que fuera alimentada por la reflexión de los sabios; y para que éstos no se aislasen en sus laboratorios teológicos, perdiendo el contacto con la realidad y, por consiguiente, con la gente. Pero ahora debemos concentrarnos sobre los otros dos verbos: personalizar y dramatizar.

3. Ideas abstractas, personas concretas Personalizar es el secreto de los medios de comunicación populares de gran tirada, si son en papel, y de un índice elevado de audiencia si son televisados. Efectivamente, no debemos olvidar que al hombre le interesa el hombre. Si se quieren transmitir ideas, es mejor hacerlas pasar, más que a través de un razonamiento abstracto, por medio de hechos de personas concretas con nombre, apellido, edad y, si es posible, fotografía. A la gente no le importan los comunicados, sino las experiencias; no las teorías, sino las historias. De cualquier cosa que queráis hablar, evidenciad el rostro humano. Olvidad las palabras que terminan en «-ción», porque casi siempre expresan, no

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el calor de la vida, sino el hielo de los conceptos (no es por casualidad que oscurecen los fúnebres mensajes de los terroristas o los no menos lúgubres comicios de los políticos o los comunicados de los sindicalista demagogos o los artículos de los falsos intelectuales «democráticos»). La erudición abstracta mata basta pensar en la esterilidad de la cultura académica, que incluso para decir «el cielo es azul» reenvía en una nota a un autor que tenga, entre los mismos académicos, derecho de ciudadanía; en cambio, la espontaneidad vivifica. Vuestro lector u oyente no busca en vosotros al autor o al conferenciante o al predicador, sino al hombre como él. Redescubrid la sabiduría pedagógica de las anécdotas, de las «fábulas» con moral como las de Esopo, La Fontaine, Basile. Recordad que las cosas que no habéis olvidado son las que os contó vuestra abuela y que empezaban con «érase una vez…» Reglas como estas deberían resonar de un modo familiar a los cristianos, cuya fe se dirige a un Dios muy distinto de cualquier otro. Un Dios que, al querer comunicarse con Sus criaturas, no redactó manuales de instrucciones, ni apareció detrás de una nube para pronunciar un discurso; sino que eligió un hombre, Abraham, después otros hombres, después un pueblo entero, manteniendo con éste, siempre, una relación de Persona a persona. Una relación «cálida», no fría, no hecha de comunicaciones burocráticas impersonales. Al final, ese Dios se hizo Él mismo Persona y el vértice del mensaje que nos quería hacer llegar lo transmitió con el ciclo de pasión-muerte-resurrecciónascensión, culmen de esa que -no por casualidad- no se llama «teoría» o «ideología», sino «Historia» de la Salvación. Y, también después, ese Dios siguió con Su estilo, agrupando a los creyentes en esa comunidad de personas que es la Iglesia y mostrando cómo Su mensaje tenía que ser descrito no tanto con palabras, sino vivido en los hechos, suscitando testigos a los que llamamos «santos». Es por consiguiente esta vida, esta relación de Persona a persona, este narrar «historias» y «aventuras», lo que asegura la eficacia de cualquier comunicación entre hombres; pero que son más que nunca necesarios para quienes dicen ser cristianos cuando quieren comunicar a otros eso en lo que creen y que debería ser, ante todo, lo que experimentan en su historia de personas. En esta perspectiva, se debería redescubrir -hablando y escribiendo- la primera persona del singular: «yo», dejando de lado el impersonal «nosotros» tan querido

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por el álgido y pretencioso estilo académico. Se necesita valor, es cierto: el «yo» obliga, te llama en causa, te compromete, autoriza a quien escucha a pedirnos cuentas no sólo de nuestra teoría, sino sobre todo de nuestra coherencia concreta. Pero volver al «yo» (y al «tú» para el interlocutor: no la masa, no la muchedumbre, no la clase o el partido, no la humanidad, sino justamente tú, hombre concreto, con tu nombre) es el presupuesto para volver a descubrir el auténtico «nosotros». Si se quiere una prueba, basta recordar que los más eficaces de los anunciadores cristianos son quienes no han buscado ser «autores» sino hombres, testigos, a través precisamente de la temeridad de decir «yo»: un Agustín, un Pascal, un Kierkegaard. Las Confesiones, los Pensamientos, el Diario: estos son los inagotables éxitos de ventas del alma, más vendidos durante más tiempo, porque en ellos encontramos la experiencia, la vida, la persona. El intelectual moderno cree que debe usar sólo la razón («su» razón, que juzga infalible) y por esto es tan a menudo ilegible, insoportable, inútil, cuando no dañino. El secreto del «comunicar» cristiano debería ser, en cambio, añadir a la inteligencia el sentir, el gozar, el sufrir, porque le coeur a ses raisons que la raison ne connait point2. Personalizar, para ser escuchados y eficaces: también porque la cultura y la inteligencia nos dividen. La humanidad, la experiencia, el sufrir o el gozar ante las grandes decisiones de la vida, las grandes alegrías o los grandes dolores: todo esto es lo que nos une. Personalizar, por lo tanto, pero también dramatizar. «Drama» significa «acción», palabra derivada a su vez del verbo griego que significa «hacer, actuar». Y, por consiguiente, en un primer sentido, dramatizar es infundir en la comunicación el «drama» de actuar: proponer lo que se debe pensar, narrando (o mejor, mostrando) lo que se debe hacer. Sin embargo, dramatizar significa también utilizar para el bien esa necesidad de antagonismo, de choque, de beligerancia, que hay en el fondo del corazón de cada uno de nosotros y que sólo un utópico «pacifismo», que no sabe nada ni quiere saberlo de la profundidad del corazón humano, puede ignorar o negar. Esa necesidad de antagonismo, oscuro y al mismo tiempo natural, y que puede

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dirigirse tanto al bien como al mal, lo conoce y lo cultiva eficazmente para sus fines la prensa popular por excelencia o el chismorreo televisivo con el mayor índice de audiencia: el deportivo. Más allá de los discursos de los oradores, de los hipócritas «políticamente correctos», el deporte de masa es guerra, es un representar la batalla, nos implica de manera tan profunda porque urge el instinto de oponerse hasta la violencia, aunque ésta esté necesariamente frenada. Un partido «amistoso», donde no tenga importancia el vencedor o el vencido, hace bostezar; nadie iría a ver un partido, una carrera, cualquier evento deportivo si no hubiera clasificaciones, triunfadores y vencidos, coronados y humillados. Todo análisis del lenguaje deportivo -sobre todo el futbolístico, el más popularmuestra ser calco del militar: «atacantes», «defensores», «táctica», «estrategia», «goleador»3, «barrera», «desfondamiento», «retirada», «botín», «reservas» y muchas otras. Repito: ¿por qué no reflexionar sobre el hecho de que La Gazzetta dello sport es el periódico italiano más difundido (y el que se lee con más pasión), de que las transmisiones radiotelevisivas deportivas son las que tienen un mayor índice de audiencia y que sus periodistas son los más populares? ¿Por qué en el discurso religioso, desde el púlpito o por escrito, no se utiliza la misma táctica que no es otra sino la de identificar un adversario para que la pasión del hombre se despierte y permanezca despierta. En algunas iglesias aún se ven dos púlpitos; de hecho, las predicaciones se hacían en contradictorio: por una parte el «bueno», por el otro el «malo», destinado a sucumbir, pero tras una lucha. Esos ancianos y beneficiosos astutos de la pastoral que creemos anacrónica, en realidad habían identificado un secreto de la comunicación que hemos querido olvidar en la infausta sensiblería buenista que nada tiene que ver con la bondad, la verdadera. Una predicación o un artículo, cuanto más «dramático», más apasionará; es decir, cuanto más se encuentren en ellos unos rivales, unos «enemigos». Ciertamente, no personas. Pero, ¿por qué no ideas? ¿Por qué no el Demonio? ¿Por qué no nosotros mismos y el pecado que está en nosotros? En resumen: querer comunicar sin simplificar puede confundir en lugar de iluminar; olvidarse de personalizar lleva a la insignificancia de ideas que resbalan por la roca y no van a lo profundo; sin dramatizar, se consigue un discurso que, a

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falta de adversario, ya no es humano; se afloja, provocando no la atención y la pasión, sino las miradas al reloj para ver si la predicación está ya a punto de acabar.

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1 Benedicto XVI, Carta encíclica Deus caritas est, 1. 2 Íd., Carta a los Obispos como ocasión de la publicación del motu proprio Summorum Pontificum, 7 de julio de 2007, 5. 3 Íd., Discurso a la Curia Romana, 21 de diciembre de 2009. 4 Íd., Teologia della Liturgia, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 2012. 5 V. Messori, Por qué creo: una vida para dar razón de la fe, Libros Libres, 2009. 6 San Agustín, Sermón 329, La preciosa vida de los mártires, PL 38, 1454.

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1 San Agustín, Disc. 304, 2; PL 38, 1396. 2 ID., Disc. 228 B, 2. 3 El velo agitado sobre los dones durante la epíclesis para indicar la venida del Espíritu Santo. 4 Catechesi 15: trad de R. Tonneau – R. Devresse, Les homélies catéchétiques de Theodore de Mopsueste, Studi e Testi 145, Vaticano 1949, pp 503 s. 5 E. Stein, Werke, I, Friburgi in BR, 1983, 15. 6 Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, III, q. 83, a.: Salani, Firenze 1971, vol. XXVIII, p. 396. 7 Remigio De Auxerre, Expositio de celebratione Missae, PL 101, 1246–1271. también J.P. Bouhot, Les sources de l’Expositio Missae de Remi d’Auserre, «Recueil d’Études», 26 de agosto de 1980, 10–151. 8 Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, III, c. 83, a. 4 ad 9; vol XXVIII p. 392. 9 C. Balzaretti, «Missa», Storia di una secolare ricerca etimologica ancora aperta, BEL Subsidia 107, Roma 2000. 10 Fulgencio de Ruspe, Contra Fabianum, fr 28: Enchiridion Patristicum, coll M.J. Rouet de Kournel, Friburgo i Br 1955, p 2261. 11 Código de Derecho Canónico, can 909; Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Instrucción Inestimabile Donum, 17. 12 Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, III, q. 83, a. 4: vol. XXVIII, p. 384. 13 DV 9. 14 Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, III, q. 83, a 4: vol XXVIII. Pp. 384– 386. 15 Ivi, p. 390. 16 San Juan Crisóstomo, De Sacerdotio 3, 4: ACh 272, 146; Benedicto XVI, SCa, 13. 17 J. Ratzinger, Un canto nuevo para el Señor, cit. 18 Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, III, q. 3 a. 4; vol. XXVIII, p. 392. 19 A. Haggi–I. Pahi, Prex eucarística. Textus e variis liturgiis antiquioribus selecti, Fribourg 1968, p. 192. 20 Remigio de Auxerre, Expositio, cit.; PL 101, 1265. 21 J. Ratzinger, Informe sobre la fe. Entrevista con V. Messori, BAC - Biblioteca de Autores Cristianos, 2005. 22 Benedicto XVI, en «L’Osservatore Romano», 5 de agosto de 2010, p. 8. 23 San Agustín, Enarr. in Ps. 98, 9; PL 37, 1264. 24 Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, III, q. 83, a. 4: vol. XXVIII, p. 388. 25 Concilio ecuménico Tridentino, Ses. XIII, c 2; DS 1551. 26. Ratzinger, La fiesta de la fe: ensayo de teología litúrgica, Desclee de Brouwer, 2005. 27 San Juan Crisóstomo, In Joannem 46, 3; PG 63, 261. 28 ID., In Epistulam I ad Corinthos 24, 2; PG 61, 203. 29 Ibid., 200. 30 San Cirilo de Jerusalén, Catech. Myst., V, 21; PG 33, 1126. 31 Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Instrucción Memoriale Domini, 207. 32 Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, III, q. 83, a 5, ad 5: vol XXVIII, p. 402.

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153

1 J. Ratzinger, Davanti al Protagonista, cit., p. 102. 2 Benedicto XVI, Homilía en la Solemnidad del Corpus Domini, 3 de junio de 2010. 3 J. Ratzinger, La Eucaristía centro de la vida: Dios está cerca de nosotros, C.B. Comercial Editora de Publicaciones, 2005. 4 Tadeo (Aday) de Edesa y Mari, discípulos de San Tomás apóstol y santos del siglo I (N.d.T.). 5 San Justino, Apología I, 67: PG 6, 429; 65: PG 6, 428. 6 Ibid., 65-66: PG 6, 428. 7 J. Ratzinger, Davanti al Protagonista, cit., p. 110. 8 El sacramentario es un libro antiguo de la Iglesia que contenía las oraciones y ceremonias de la Liturgia de la Misa y de la administración de los sacramentos. Era a un tiempo un pontifical, un ritual y un misal aunque no traía los introitos ni las graduales, ni las epístolas, ni los evangelios, ni los ofertorios, ni las comuniones, sino solo las colectas u oraciones, los prefacios, el canon, las oraciones secretas y las poscomuniones, las oraciones y ceremonias de la ordenación y muchas bendiciones. Los griegos llaman a este libro Etnología (N.d.T.). 9 Alcwin o Alcuino de York fue un teólogo, erudito y pedagogo anglosajón (N.d.T.). 10 Benedicto XVI, Homilía de la Misa Crismal, 20 de abril de 2008. 11 Benedicto XVI, Audiencia general, 14 de abril de 2010. 12 Ibid. 13 Benedicto XVI, Audiencia general, 5 de mayo de 2010. 14 Ibid. 15 Benedicto XVI, Audiencia general, 26 de mayo de 2010. 16 Juan Pablo II, Carta apostólica Mane nobiscum Domine, 18. 17 Código de Derecho Canónico, can. 903. 18 Pío XII, Discorso ai partecipanti al Congresso internazionale di Liturgia pastorale, Roma, 22 de septiembre de 1956: en la «Civiltà Cattolica» 107, IV (1956), 211-212. 19 Congregación para las Iglesias Orientales, Istruzione per l’applicazione delle prescrizioni liturgiche del Codice dei Canoni delle Chiese Orientali, Ciudad del Vaticano 1996, 57.

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1 (N. de T.: La planeta es una prenda parecida a la casulla pero sin mangas.) 2 C. Barthe, La Messe à l’endroit pastorale de la réforme, L’Homme Nouveau, Hora decima, Orthez 2010, p. 71. 3 San Ambrosio, De mysteriis, 8; SCh 25 bis, 158. 4 Luigi Giussani (15 de octubre de 1922 Desio, Milán - 22 de febrero de 2005) era un sacerdote italiano, fundador del movimiento eclesial Comunión y Liberación (N.d.T.). 5 Benedicto XVI, Discurso a la curia romana, 22 de diciembre de 2005. 6 J. Ratzinger, Davanti al Protagonista, Cantagalli, Siena 2009, p. 130. 7 San Ambrosio, De Sacramentis, 5, 7; CSEL 73, 61; PL 16, 447. 8 Ibíd. 4, 7; CSEL 73, 49; PL 16, 437. 9 J. Ratzinger, Dios y el mundo: una conversación con Peter Seewald, Debolsillo, 2005. 10 Traducción de J. Ratzinger, «Der Katholizismus nach dem Konzil», en Auf dein Wort hin. 81. Deutscher Katholikentag vom 13. Juli bis 17. Juli 1966 in Bamberg, Paderborn 1966, p. 253. 11 Ibíd. A la «propuesta» de J. Ratzinger de la cruz sobre el altar, ofrece una profundización puntual la tesis de licenciatura de Enrique J. Ybáñez Vallejo, defendida en la Universidad de la Santa Cruz en 2009. 12 Traducido de G. Lercaro, L’heureux développement, en «Notitiae» 2 (1966), p. 160. 13 P. Guèranger, Institutions Liturgiques (1840-1851), Extraits établies par Jean Vaquié, DPF, Chiré-enMontreuil 1977, I72, Paris 1878, pp. 247-248. 14 Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Responsa ad quaestiones de nova Institutione Generali Missalis Romanis, en Comunicationes. Boletín oficial del Pontificio Consejo para los Textos Legislativos 32, 2000, pp. 171-172.

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1 San Cirilo de Jerusalén, Catechesi 18, 23; PG 33, 1043. 2 En M. Mosebach, Eresia dell’informe. La Liturgia romana e il suo nemico, Cantagalli, Siena 2009, p. 22. 3 J. Ratzinger, Introducción al espíritu de la Liturgia, San Pablo 2005. 4 Ibid. 5 Ibid. 6 Ibid. 7 Ibid. 8 Ibid. 9 Ibid. 10 Ibid. 11 J. Ratzinger, Mi vida, Ediciones Encuentro, 1997, pag. 150. 12 Un laudable intento es el trabajo de A.P. Mutel ossm – P. Freeman, Cérémonial de la Sainte Messe. A l’usage ordinaires des paroisses, Artège, Perpignan 2010. 13 J. Ratzinger, Dios y el mundo, cit. 14 Juan Pablo II, Carta apostólica Dominicae cenae, 8. 15 J. Ratzinger, Un canto nuevo para el Señor. La fe en Cristo y la Liturgia hoy, Ediciones Sígueme, 1999. 16 Carta circular del 25.12.1946 en G. Lunardi o.s.b., Uomo di Dio e della Chiesa. Ab. Emanuele Caronti, o.s.b., ed. La Scala, Noci 1982, p. 211. 17 M. Magrassi, Entrevista del 15 de septiembre de 1981, «Il regno» 7 (1981), Dehoniane, Bologna. Un análisis sistemático de las causas y de las soluciones a esta situación se puede encontrar en la Tesis de Licenciatura de Daniele Nigro, en la Universidad de Bari.

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1 J. Ratzinger, La fiesta de la fe: ensayo de teología litúrgica, Desclee de Brouwer (N.d.T.) 2 J. Ratzinger: El espíritu de la Liturgia: una introducción, Ediciones Cristiandad (N.d.T.) 3 J. Ratzinger-Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, La esfera de los libros, Madrid, 2007, p. 360. 4 San Cipriano, Trattato sul Padre nostro, 4; CSEL 3, 268. 5 M. Mosebach, Eresia dell’informe, cit., p. 235. 6 J. Ratzinger, La Eucaristia centro de la vida: Dios está cerca de nosotros, C.B. Comercial Editora de Publicaciones, 2005. 7 J. Ratzinger, Entrevista concedida a Raymond Arroyo, director de EWTN News (Eternal Word Television Network - Global Catholic Newtork EEUU), emitida el 5 de septiembre de 2003. 8 Pablo VI, Allocuzione alla Associazione italiana di Santa Cecilia, Roma, 18 de septiembre de 1968. 9 San Pío X, Motu proprio Inter Sollicitudines, 12. 10 G. D’Amico, Il canto gregoriano nel Magistero della Chiesa. Normativa canonica, prassi e documenti tra Età moderna e contemporanea, ed. Conservatorio statale di Musica, Rovigo 2009. 11 J. Ratzinger, El espíritu de la Liturgia: una introducción, cit. 12 Ibid. 13 Juan Pablo II, Carta apostólica Duodecimum saeculum, 11. 14 Publicado en español por Alianza Editorial, 1995, con el título Los fundamentos de la arquitectura en la edad del Humanismo (N.d.T.).

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1 J. RATZINGER, Davanti al Protagonista, cit., p. 119. 2 A. I. Schuster, Sapientia cordis. Il racconto della vita monastica, ed. Abbazia San Benedetto, Seregno 1996, p. 46. 3 También bimah, podio en posición alzada desde el que se lee la Torah, la ley judía (N.d.T.). 4 P. Guéranger, Institutions Liturgiques, cit., pp. 249-250. 5 M. Piccirillo, La Palestina cristiana, I-VII secolo, Dehoniane, Bolonia, 2009, p. 13. 6 L. Giussani, La dramaticidad de la compañía, en «30 Días», 1994. 7 Pío XII, Allocuzione al Congresso Internazionale di Liturgia, Asís-Roma, 18-23 de septiembre de 1956; también MD I, 5.

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1 San Buenaventura, Itinerarium mentis ad Deum, cap. 7, 2; Op. Omn., 5, 312. 2 Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 82, a. I: vol. XXIII, pp. 58-60. 3 San Efrén, Disc. 3 sul fine, 2, 4-5; ed. Lamy, 3, 217- 220. 4 J. Ratzinger-Benedicto XVI, El camino pascual: ejercicios espirituales dados en el Vaticano en presencia de S.S. Juan Pablo II, BAC - Biblioteca de Autores Cristianos. 5 J. Ratzinger, El espíritu de la Liturgia: una introducción, cit. 6 Ibid. 7 Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, III, q. 83, a. 4: vol. XXVIII, p. 390. 8 Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Instrucción Ecclesia de mysterio, 6, 2. 9 Ibid, 15. 10 Código de Derecho Canónico, can. 910, § 2 e 230, § 2. 11 J. Ratzinger, La sal de la tierra. Cristianismo e Iglesia católica ante el nuevo milenio. Una conversación con Peter Seewald. Ediciones Palabra, 1997. 12 Juan Pablo II, Carta apostólica Vicesimus quintus annus, 10. 13 R. Guardini, El espíritu de la Liturgia, Araluce, Barcelona 1933, 1945; Signos sagrados, Edición Litúrgica Española, Barcelona 1957 y Editorial Surco, Buenos Aires, 1946. 14 Ibid. 15 Ibid. 16 R. Guardini, El espíritu, cit.

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1 «Mira hacia el final, piensa en el final» (N.d.T.). 2 En francés en el original. Cita de Blaise Pascal cuya traducción al español es: «El corazón tiene razones que la razón no entiende» (N.d.T.). 3 El término italiano, como el inglés («bomber») sí que tiene la connotación militar a la que hace referencia el autor. No así el término español (N.d.T.).

160

Millones de personas acuden regularmente a Misa. Pero, tanto laicos como también algunos sacerdotes, ¿comprenden su verdadero significado? La Misa es pese a todo una gran desconocida, incluso para muchos católicos practicantes. Hace cuarenta años, san Juan Pablo II observaba: “Se nota a veces una comprensión muy limitada del Misterio Eucarístico. Privado de su valor sacrificial, se vive como si no tuviera otro mayor significado y valor que el de un encuentro convival fraterno. ¿Cómo no manifestar un profundo dolor por todo esto? La Eucaristía es un don demasiado grande como para admitir ambigüedades y reducciones.” Este libro explica en un tono divulgativo pero riguroso, no sólo qué es la Misa y su historia, sino también cómo deben los creyentes acudir a ella y qué no es lícito hacer o dejar de hacer en su celebración.

Mons. Nicola Bux es un teólogo de gran renombre e influencia mundial. Consultor de la Oficina para la Doctrina de la Fe y de la Oficina de las Celebraciones Litúrgicas del Sumo Pontífice; profesor de Liturgia Comparada, vice-presidente del Instituto Ecuménico de Bari y asesor de Communio.

Vittorio Messori es periodista. Está considerado como el escritor católico contemporáneo más traducido del mundo. Fue el primer periodista en realizar una larga entrevista al Papa Juan Pablo II, que se publicó en un libro titulado Cruzando el umbral de la esperanza.

161

Índice Portadilla Derechos de autor Índice Dedicatoria SIGLAS INTENCIONES CAPÍTULO I – ¿QUÉ ES LA SANTA MISA? 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8.

Sacramento de la Pasión del Señor Preparación Convocación e introducción Liturgia de la palabra divina Liturgia del Sacrificio Eucarístico Comunión con el Cordero inmolado Cómo recibir la Comunión Conclusión

14 18 25 28 33 44 51 57

CAPÍTULO II – CUÁNDO NACIÓ LA MISA 1. 2. 3. 4. 5.

La Última Cena no fue la primera Misa Las principales reformas La mediación sacerdotal El modo de celebrar La concelebración

CAPÍTULO III – ¿EN QUÉ SITUACIÓN SE ENCUENTRA LA MISA? 1. 2. 3. 4.

5 4 7 9 10 11 14

Agustín y las patas de pollo No se va al Paraíso si no se obedece al Papa Nuevo movimiento litúrgico Por dónde comenzar la reforma

CAPÍTULO VI – LO QUE NO HAY QUE HACER EN MISA 1. El derecho de Dios en la Liturgia 2. Desobediencia a las normas y obediencia a la creatividad 3. La responsabilidad de los sacerdotes 162

59 59 61 64 67 70

73 73 76 78 79

85 85 90 94

CAPÍTULO V – LAS SOLUCIONES DEL PAPA PARA LA MISA 1. 2. 3. 4.

Afirmar la verdad de la Liturgia Innovar en la tradición Restaurar la disciplina de la música sacra Promover el arte «según el espíritu»

CAPÍTULO VI – UNA IGLESIA HECHA… COMO IGLESIA 1. Casa de Dios y no aula 2. El baptisterio 3. El confesionario 4. El lugar de los fieles 5. El coro 6. Las imágenes 7. El ambón 8. El presbiterio 9. La sede 10. El altar 11. La cruz 12. El Tabernáculo

98 101 104 108

112 112 114 114 115 115 116 116 117 118 119 121 122

CAPÍTULO VII – PARTICIPAR EN MISA 1. 2. 3. 4.

98

Plenamente: entrar en el misterio y adorar Conscientemente: con devoción, es decir, ofreciéndose a sí mismo Activamente: obedecer y servir Los «santos signos» de la participación

CAPÍTULO VIII – EL PROBLEMA DE LA HOMILIA 1. «Predicaciones» 2. La razón y el misterio 3. Ideas abstractas, personas concretas

126 126 129 131 135

139 139 143 146

Textos complementarios

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163

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