COMO FAVORECER LA MADUREZ EMOTIVA. La inteligencia emocional - BÉATRICE BELLISA

February 4, 2017 | Author: Libros Catolicos | Category: N/A
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COMO FAVORECER LA MADUREZ EMOTIVA. La inteligencia emocional - BÉATRICE BELLISA...

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Béatrice Bellisa

CÓMO FAVORECER LA MADUREZ EMOTIVA La inteligencia emocional Traducido del francés por

Ana Pinedo

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.cedro.org).

Título original: Favoriser la maturité émotive: l’intelligence émotionelle

Portada y diseño: M.ª José Casanova

© Les Éditions Quebecor (Canadá). © 2012 Ediciones Mensajero, S.A.U.; Sancho de Azpeitia 2, bajo; 48014 Bilbao. E-mail: [email protected] Web: www.mensajero.com

Edición digital ISBN: 978-84-271-3379-2

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A Didier Hauvette en agradecimiento por su agradecimiento. A los miles de alumnos que tanto me han enseñado y de los cuales muchos se han convertido en amigos.

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PRÓLOGO Una vieja leyenda hindú cuenta que hubo un tiempo en que todos los hombres eran dioses. Pero abusaron tanto de su divinidad que Brahma, el señor de los dioses, decidió quitarles el poder divino y esconderlo en un lugar en el que les fuera imposible encontrarlo. Así que el problema principal fue encontrarle un escondite. Cuando los dioses menores fueron convocados a consejo para resolver este problema, propusieron: «Enterremos la divinidad del hombre en la tierra». Pero Brahma respondió: «No, eso no es suficiente, pues el hombre cavará y la encontrará». Entonces los dioses replicaron: «En ese caso, echemos la divinidad a lo más profundo de los océanos». Pero Brahma respondió de nuevo: «No, porque, tarde o temprano, el hombre explorará las profundidades de todos los océanos, y seguro que un día la encontrará y la subirá a la superficie». Entonces los dioses menores concluyeron: «No sabemos dónde esconderla, pues no parece que exista, en la tierra o en el mar, un lugar al que el hombre no pueda llegar algún día». Entonces Brahma dijo: «Esto es lo que haremos con la divinidad del hombre: la esconderemos en lo más profundo de él mismo, pues ese es el único lugar en el que nunca pensará en buscar». Desde entonces, concluye la leyenda, el hombre ha dado la vuelta al mundo, ha explorado, ha escalado, se ha sumergido y ha cavado en busca de algo que se encuentra en él.

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INTRODUCCIÓN ¿Hacia la felicidad de aprender?

Al emprender la redacción de esta obra, sabía que no tenía ni la competencia para escribir un libro científico ni la intención de hacerlo. Existen ya cientos, miles. Algunos aportan al descubrimiento de uno mismo y del otro un enfoque enriquecedor, incluso luminoso. Otros, más abstrusos, son patrimonio de un microcosmos científico que usa un lenguaje y unos conceptos cuyo sentido mismo se nos escapa. Mi única ambición es compartir una experiencia de más de treinta años de vida. Una experiencia de vida labrada al contacto con cientos de alumnos en prácticas en busca de la verdad. La verdad sobre ellos mismos, la verdad sobre sus emociones y la verdad sobre su relación con el otro (hijos, pareja, alumnos, amigos, colegas, vecinos…). Convertidos la mayor parte de ellos en amigos míos, constituyen desde entonces nuestra cadena común de amor y de emociones. La intensidad de nuestros momentos vividos llama hoy a un nuevo acto de compartir. Una apertura al otro. Aportar una ayuda, aunque sea modesta, a todos los que hoy se sienten desamparados o se plantean preguntas sobre la pedagogía y sobre la educación, pues ambas van de la mano. El educador debe ser pedagogo y el pedagogo no puede evitar ser educador. El lector encontrará en este libro ideas, nociones, verdades simples del todo, verdades primordiales que le ayudarán, estoy segura, a mejorar en lo cotidiano sus relaciones con el niño y con el adolescente. No hay ningún dogma, ninguna receta milagrosa. Solo algunas chispas lanzadas al viento para reavivar el fuego del placer y de la felicidad de aprender, demasiado a menudo ahogado. De buen grado dejo a otros el placer de explicar, de racionalizar y de intelectualizar. En mi práctica personal, prefiero demostrar. Mejor aún, permitir al otro descubrir por sí mismo sus emociones, su sentimiento, su percepción, y poner en marcha los mecanismos de la resolución. ¿Para qué tratar de explicar la electricidad, por ejemplo, cuando es tan sencillo aprender a dar a un interruptor para que haya luz? ¡Nada frena –se dice– las

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acciones de una idea cuando ha llegado su momento! Entonces, ha llegado el momento de las emociones. Mejor dicho, ha vuelto. Las emociones, comúnmente admitidas hoy a falta de ser totalmente reconocidas, son la levadura de nuestra inteligencia. Sin ellas el cerebro no sería más que lo que es. Una formidable máquina de pensar, pero incapaz de iluminarse. Los fanáticos del todo racional, esos místicos de la lógica, esos jacobinos de la razón, han tendido a ignorar que el cerebro era bicéfalo. En efecto, es la sede de dos reinos distintos: el hemisferio izquierdo, que gestiona las funciones analíticas, lógicas, racionales y verbales, y el hemisferio derecho, donde nacen las emociones, las sensaciones, los sentimientos, la imaginación y el ensueño. Entonces ¿hay que dar la prioridad al derecho, al hemisferio mudo, que «sabe pero no habla», en detrimento del hemisferio izquierdo, que «habla pero no sabe»? Está lejos de ser tan sencillo. Aunque cada uno de nosotros tiene en sí unas preferencias cerebrales, la predisposición natural a recurrir a uno u otro hemisferio, los grandes descubrimientos han sido siempre fruto de la complementariedad aceptada de estos dos hemisferios. En el tiempo en que algunos preconizan el desquite del CE (cociente emocional) sobre el CI (cociente intelectual), que ha dirigido a generaciones de hombres y mujeres, ha llegado el momento de globalizar, de armonizar estos dos útiles cuya fusión abrirá la puerta hacia el infinito. Por ignorancia o por pusilanimidad, la escuela ha tendido a operar únicamente sobre el hemisferio derecho del niño, a riesgo de penalizar, es decir, de dejar de lado a millares de «malos estudiantes» que cometían el error de funcionar de otra manera. Como autoridad con competencia comúnmente aceptada, la escuela ha formado a millones de niños que han llegado a ser padres o abuelos que reproducen a su vez con las generaciones jóvenes los esquemas que les han sido inculcados. Un mundo del que las emociones estaban excluidas, a menudo por miedo, a veces por ignorancia. Nuestro sistema educativo no debería conocer otro objetivo que enseñar a aprender, antes de aprender. Y recordar a Montaigne, que plantea que «los niños no son vasos que llenamos, sino fuegos que encendemos»; más cercano a nosotros, Jacques-Yves Cousteau recuerda: «Maravillar antes de instruir». El lenguaje de las emociones pasa por cuatro fases sucesivas y no obstante complementarias: la conciencia, la confianza, la comunicación, la resolución de conflictos. Sin embargo, antes de tener en cuenta las emociones, conviene haber aprendido a reconocerlas, a aceptarlas y a conservar la aptitud para permanecer en contacto con ellas. Esta sensibilidad reencontrada permitirá a la inteligencia aguzarse y desarrollará nuevas capacidades, hasta entonces insospechadas, que permitirán a su vez actuar con confianza. En armonía. Con uno mismo y con los otros. Sabiendo escuchar las propias emociones es como se percibirán y admitirán las del otro.

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Se dice que nuestra juventud perturba y está perturbada, y sus padres también. ¡Cómo se les comprende cuando se sabe que el único modelo que se les ha presentado hipoteca lo afectivo y lo vivido, todo lo cual constituye la felicidad y el dolor de vivir! Y qué grande es entonces nuestro deseo de ayudarles a escucharse y a admitirse. Por el placer de vivir juntos. El miedo a nuestras emociones es, sin duda, el mayor de nuestros miedos. El que más inhibe, eso está claro. Ese pavor nos impide aceptarlas, y, por lo tanto, aceptarnos. Este libro trata de la inteligencia emocional. Mi pasión por la educación me prohíbe sacrificar a otra generación persiguiendo las quimeras de una enseñanza anticuada. Ha llegado, decididamente, el momento de poner en práctica lo que numerosos investigadores y psicólogos claman en el desierto desde hace cuarenta años: «Tomar los caminos del futuro».

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LAS EMOCIONES Modo de empleo Los sentimientos y las emociones, incluso los desagradables, son amigos nuestros. THOMAS GORDON

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¿Emociones?, ¿has dicho emociones? Se podría buscar durante horas la definición más exacta de emoción. Algunos se han aplicado a ello y el fruto de sus trabajos se amontona en las estanterías de las bibliotecas. Rara vez consultadas, por ser demasiado complejas o porque tratan de nociones en sí mismas inaccesibles, esas investigaciones no nos dicen mucho cuando se trata de explicar, en pocas palabras, la naturaleza intrínseca de la emoción. ¿Esto quiere decir que no se puede definir? En absoluto. Sencillamente, su complejidad es tal, y su campo de aplicación es tan vasto, que necesita reducciones y aproximaciones. Durante mucho tiempo, las emociones han sido consideradas como un atributo esencialmente femenino. Así, las mujeres, esos seres irracionales, versátiles, de humor cambiante («A menudo la mujer cambia…), durante siglos no han tenido derecho a votar porque son incapaces de razonar. Demasiado subjetivas. Supuestamente, el hombre, en su infinita sabiduría, funciona con su cerebro racional, el único que puede materializar el presente y establecer las bases del futuro. Desgraciadamente, hace mucho que la pareja hombre-razón y mujer-emoción saltó en pedazos. Sin embargo, falta por definir la noción de emoción. Recurrir a los grandes diccionarios, en este caso, contribuye a la confusión. Así, para el Littré la emoción es, y en este orden, un movimiento que transcurre en una población («No se habla más que de la guerra; el rey tiene doscientos mil hombres a pie, toda Europa está emocionada»); un movimiento excitado en los humores, en la economía corporal («Ha caminado mucho, esto le ha emocionado»); una agitación popular que precede a una sedición, y algunas veces la sedición misma (!); un movimiento moral que trastorna y agita; y, por último, un pequeño proceso febril. Podemos creer que hay emoción y emoción, una que nos resulta comprensible porque es perceptible, y otra que no nos afecta en nada porque es colectiva y febril. El Petit Robert casi no dice nada mejor cuando dice que la emoción es «Movimiento, agitación de un cuerpo colectivo que puede degenerar en disturbios; estado de conciencia complejo, generalmente brusco y momentáneamente acompañado de dificultades psicológicas, palidez o enrojecimiento, aceleración del pulso, palpitaciones, sensación de malestar, temblor, incapacidad para moverse o agitación». Sin duda es el Diccionario del psicoanálisis el que nos da la definición más acertada: «La emoción es un mecanismo cerebral específico que traduce la importancia de una necesidad, su cualidad y la probabilidad de su satisfacción en un momento dado»[1] .

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Sin embargo, el Petit Robert precisa respecto a la emoción: «Por extensión, sensación agradable o desagradable considerada desde el punto de vista afectivo». Esta extensión nos acerca al sentido etimológico de la palabra «emoción»: del prefijo e-, «que va hacia» y de moción, «movimiento, motor». Se puede plantear, entonces, que la emoción es un movimiento, que viene del interior de uno mismo y va en dirección al otro. Es a la vez una sensación de uno mismo y del mundo que nos rodea. Ya que no se puede definir, al menos se puede explicar. La emoción nace de una vivencia, un recuerdo, y, al ser más rápida que el pensamiento, sirve de información inmediata. Es también una sensación, una vivencia que, desbaratando los mecanismos del pensamiento racional, depende del proceso cognitivo. Sin embargo, la emoción puede estar provocada por una imagen-pensamiento. Las emociones, por su participación en la relación emocional, en la vida emocional, nos acercan a los otros y favorecen o contaminan la relación interpersonal. Si cada emoción es consciente, su expresión, sus manifestaciones o las palabras que utilizamos para transmitirla son universales y benéficas. Tienen un efecto liberador. También pueden compartirse con una mirada, con un signo de complicidad o de agradecimiento, o cargadas de reprobación, de animosidad. Podemos percibir que dos personas vibran ante un cuadro, escuchando una sinfonía… o en desacuerdo en cuanto a ideas. Como hemos visto anteriormente, la emoción nace en el hemisferio derecho. Si se la reconoce es señal de que el acontecimiento se vive intensamente. Como a menudo se refiere, consciente o inconscientemente, a una experiencia pasada, ya sea de alegría, de rabia, de miedo o de tristeza, entonces se produce el rechazo del acontecimiento o del juicio de valor. En el lenguaje corriente se confunden muy a menudo emoción y sensación, e incluso se utiliza una palabra por la otra. Es verdad que el margen es estrecho. En cambio, los sentimientos no tienen la misma esencia. Son el fruto de una mentalización de la emoción o de la sensación.

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Una experiencia de vida a proponer a los niños En La inteligencia emocional, Daniel Goleman evoca algunos conceptos que otros y nosotros tratamos cotidianamente desde hace más de veinte años, con la ayuda de los programas Gordon («Padres eficaces», «Profesores eficaces», «Dirigentes eficaces»…) y especialmente PRODAS (Programa de Desarrollo Afectivo y Social). De manera general, estas enseñanzas van destinadas a todos los que se relacionan con niños cotidianamente. Padres, profesores, educadores, directores de centros de vacaciones o animadores de barrios, descubren –redescubren– que la enseñanza es ante todo una experiencia de vida. Con los Gordon y el PRODAS, programas tan rigurosos como lúdicos, nuestros «alumnos» grandes aprenden a transmitir sus sentimientos y sus emociones al tiempo que permanecen a la escucha de las emociones y de los sentimientos de los niños. En efecto, no hay nada que aprender, pero todo hay que aprehenderlo. Uno debe tomar conciencia de sus ideas, de sus pensamientos, de sus actos, de sus emociones y de sus sentimientos. Tomar conciencia de los otros. Y, sobre todo, tomar conciencia de sus recursos personales propios en lugar de sus límites, demasiado a menudo subrayados. Desde hace una treintena de años, principalmente con los trabajos de los psicólogos y terapeutas americanos Carl Rogers, Thomas Gordon, Eugene Gendlin, Abraham Maslow y otros, vemos que las emociones, lejos de ser una debilidad, son una fuerza, a condición de se reconozcan, acepten y expresen en el mismo momento en que se viven. Mucho antes de que algunos redescubrieran su influencia en la inteligencia, los padres Gordon nos relataban cómo la educación de sus hijos había cambiado desde que habían salido de su rol de padres para asumir su misión de padres-educadores, es decir, dando la prioridad al ser del niño en vez de aferrarse a sus meros comportamientos. Esos padres, al vivir cotidianamente el enfoque Gordon y PRODAS, constataban a menudo una mejoría del trabajo escolar y un apaciguamiento general de la relación. Esos padres y esos hijos ¿se habían vuelto más inteligentes? En todo caso, se aceptaban mejor. La tensión había cedido su lugar a la atención. Al vivir en la autenticidad respecto a sus sentimientos, se sentían más confiados en su medio familiar y social. ¿De dónde viene ese cambio a veces repentino? Sencillamente, de una recuperación de la energía vital, y por lo tanto mental. La energía de los padres, movilizada para reprimir y compensar las emociones negativas, ya no circulaba; la de los niños, aún menos. De ahí los conflictos. Por el contrario, con una energía revitalizada y

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removilizada, las emociones desagradables pueden ser expresadas y simplemente acogidas por ambas partes. Sintiéndose entonces aceptados en sus reacciones emotivas –sin tolerar, no obstante, comportamientos molestos, inadaptados o desagradables–, los niños aprenden a aceptarse a sí mismos. El esquema provocación-reacción se desvanece, al no tener ya razón de ser.

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El «mensaje yo» Evidentemente, las palabras son el pivote y el motor de toda la comunicación verbal. Además hace falta saber elegirlas y, según como sean, la relación tomará una coloración determinante. Al menos en un primer tiempo. Por esta razón, y a pesar de un sentido a menudo cercano, la vivencia generada por las palabras varía en su carga emocional. Así, decir a un niño «Eres insoportable» no hace sino encerrarle en su convicción de no ser comprendido, ni aceptado, ni admitido. Estas dos palabras entran en resonancia y le confirman en sus emociones negativas sobre su propia personalidad. No es el acto lo que es insoportable, es el niño en su totalidad. De ahí la creación en él de una fijación negativa. Por el contrario, decirle «No soporto lo que estás haciendo en este momento» –un lenguaje en primera persona del singular o «mensaje yo»– diferencia al niño de su comportamiento. Es mostrar que uno se fija más en el ser que en el parecer. El padre no es ya un dispensador de juicios y de críticas, puesto que un juicio negativo da siempre al niño una mala imagen de sí mismo. Esa misma imagen que va concomitantemente a frenar toda expresión de su potencial positivo. Por otra parte, ese lenguaje que implica a la persona de quien lo emite permite al educador hablar de sí mismo y no ya únicamente del niño. Este tipo de mensaje ayuda a los padres, a los profesores, a los educadores a conocerse mejor a sí mismos, a estar en sintonía con sus sentimientos y a mirarse a sí mismos en sus propios comportamientos. Decía Camus: «Uno se apresura a juzgar a las personas de manera muy negra para parecer menos gris a sus propios ojos». Evitando el juicio, forzosamente reductor, y observándose a sí mismo, uno añade todos los matices del gris a su paleta humana. Decir a un niño «Estoy decepcionado por tus resultados escolares de este trimestre», «Esperaba que…», «Me gustaría mucho estar orgulloso de ti en ese sentido» no tiene en absoluto la misma carga emotiva que «Me decepcionas, eres decepcionante, eres malo, eres un holgazán…». La aceptación, ese sentimiento tan cercano al amor, consiste ante todo en el respeto de las diferencias. Las percepciones mutuas son la clave del respeto de la vivencia de cada uno. El respeto del ser del niño de hoy preservará el ser del adulto futuro. Nuestros comportamientos nacen de la historia de nuestra primera infancia. El principio de la fijación, el enraizamiento de las experiencias vividas emocionalmente en la infancia y que condicionan ampliamente el futuro de cada uno, puede evolucionar. Cuando un niño, incluso un adulto, está orgulloso de haber triunfado en algo, se le puede decir, siempre por medio del «mensaje yo»: «Te noto orgulloso y me alegro por ti». El sentimiento de orgullo y de éxito se va a enraizar auditivamente. Mejor aún, se le

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puede dar una fijación kinestésica al tomándolo en brazos, acariciándole la mejilla o simplemente dándole la mano. Se trata de fijar el sentimiento de orgullo, que podrá ser recuperado más tarde, pues habremos sabido reforzar, a través de la sensación fisiológica, el sentimiento de orgullo. Las fijaciones acuden a la memoria emocional como la música de las películas, las imágenes, los carteles… Lo mismo que los recuerdos felices están impregnados de sonidos, de olores, de visiones.

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Dar tiempo al tiempo Cuando el padre y la madre trabajan, y los niños, después de la escuela, quedan «pegados» a la televisión y a los videojuegos ante las pantallas, ¿qué espacio queda para la comunicación y para el diálogo? ¿Cómo construir una relación en ese poco de tiempo que se le reserva? ¿Cómo compensar ese tiempo perdido? Sustituyendo un tiempo cuantitativo por un tiempo cualitativo. A imagen de los progresos de la comunicación audiovisual, la comunicación humana debe cambiar de ritmo a su vez. Sin dejar de ser eficaz, debe intensificarse para no conservar más que lo esencial. No hace mucho, en la dirección de empresas, ante las reducciones draconianas de costes y de personal impuestas por la competencia, algunos jefes de empresa creyeron que podrían ahorrarse impunemente la relación personal en provecho de la eficacia inmediata. La guerra al despilfarro humano comenzó por una guerra a la pérdida de tiempo. Creyeron paliar la ausencia de tiempo consagrado a la relación personal por medio de la organización de seminarios y otras prácticas en las que los directivos engullían programas de gestión, de comercialización y de creatividad. Enseguida tuvieron que desengañarse y admitir que los engaños, la manipulación y las astucias no funcionaban. No solo estaban desfasados, sino que no tenían ninguna influencia sobre interlocutores cada vez menos crédulos y, por tanto, más inteligentes. En efecto, nada reemplazará nunca la autenticidad y la adhesión. Sin vencedor ni vencido, sino, por el contrario, con una estima y un respeto recíprocos. Mostrarse humano no es solamente comprender o compadecer las dificultades de un colaborador o de un colega; es también sentirse afectado, concernido. Mostrarse humano es ser verdadero. Es expresarse uno mismo y escuchar lo que dice el otro. Sin exhibicionismo ni complacencia. Desde la verdad. Como dice Carl Rogers: «La seguridad no consiste en esconderse, sino en mostrarse tal como uno es». Parece que en nuestro tiempo es más fácil desnudar los cuerpos que los corazones. ¿Qué pensar entonces de la reacción de ese directivo a quien presentábamos el programa «Directivos eficaces» y que nos respondió: «¡No deseo escuchar los estados de alma de mi secretaria!»? ¿Era mejor, con el falaz pretexto de economizar unos minutos de su precioso tiempo, dejar que los estados de alma de su secretaria contaminaran la eficacia de esta, sus relaciones con su superior, su entorno… y a los clientes? En la época en que el mundo se democratiza, incluidas las familias, parece que hay confusión sobre la misma palabra «democracia». Para demasiados de entre nosotros, democracia es igual a libertad. Y nada más. Una libertad sin freno, sin moderación. Este

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tipo de democracia, antes de liberar, haría bien en ocuparse de responsabilizar en primer lugar, es decir, de desarrollar el sentido de las responsabilidades de cada uno… en su lugar. Esta es la razón por la que la comunicación pasa por la afirmación de uno mismo a la vez que por el respeto del otro. La utilización del «mensaje yo» permite expresar la vivencia propia, «Estoy cansado de repetir cada día lo mismo», y solicitar el respeto del otro. No es ni una queja ni un reproche, sino una información, una revelación. ¿Qué es una emoción o un sentimiento desagradable? Es un acontecimiento no aceptado, despreciado y muy a menudo reprimido. Ahora bien, la mayor parte de las veces una emoción reprimida conlleva una inhibición y una contracción del sistema respiratorio. Y la respiración actúa directamente sobre el pensamiento. No es la dificultad lo que hace sufrir, es lo no expresado. El cuerpo es nuestra puerta de acceso al mundo. Él no se equivoca nunca. Las emociones reprimidas se inscriben en nuestro cuerpo, pues la emoción persiste mientras dura la resistencia, consciente o no consciente. Esa es la razón por la que aflojar las riendas es uno de los caminos de la sabiduría al conducirnos a aceptar lo que no podemos cambiar.

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Vivir las emociones A pesar de las numerosas obras que, desde hace treinta años, se proponen favorecer el desarrollo de la persona o desbloquear las emociones, perdura la mala reputación de las personas emotivas y sensibles. Solo unos pocos seminarios permitían expresarse, liberarse y soltarse haciendo salir físicamente (gritos, llanto…) emociones retenidas durante demasiado tiempo. Estos cursos, destinados a los emotivos y a los reprimidos (!), provocaban risitas y sarcasmos, olvidando demasiado rápido que todos estamos heridos por la vida, heridos por el amor. Un poco como en Los animales enfermos de peste: «No morían todos, pero todos estaban afectados». La obra de Daniel Goleman ha arrastrado en su estela a psicólogos, psiquiatras, terapeutas, formadores e incluso a gabinetes de selección de personal. A su vez, coinciden en que las emociones no piden más que ser escuchadas, en que valorizan la inteligencia sin que ni siquiera seamos siempre conscientes de ello. Estas emociones llamadas a expresarse en nombre de la inteligencia se convierten finalmente en lo que han sido siempre: una potencia. Por ejemplo, la intuición. Rechazada durante mucho tiempo como una rareza femenina porque recurre poco a la intervención del pensamiento racional, por fin se reconoce su valor. Mejor aún, se la busca. Es la respuesta a «Algo me dice que…». El único reproche que podría hacérsele es que llega como los policías o los traperos de Emaús. ¡Cuando ya se ha elegido mal! Solo después sabremos si esta intuición, esta iluminación, era acertada o no. ¿Era intuición o deseo camuflado? La intuición se cultiva; la primera etapa es creer en ella. Conocer algo intuitivamente es haber adquirido una certeza que es muy difícil de explicar, de racionalizar. Porque la certeza es un sentimiento y, como a todo sentimiento, le cuesta mucho franquear el obstáculo de la comprensión. La intuición es verdadera cuando la sensación es verdadera.

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Los caminos de la sabiduría Merece la pena que dediquemos tiempo a la intuición, que veremos más adelante al abordar la feminosofía y los campos de la percepción y de la cognición diferenciados en el hombre y la mujer. A diferencia del instinto, que permanece inconsciente, la intuición, consciente, se apoya en datos que ella globaliza. Es como un razonamiento rápido. Para los budistas y para todos los que practican la ascesis oriental, es mucho más que eso. Es el camino hacia la sabiduría, hacia la Vía directa[2] , hacia la libertad interior. Para ellos, la razón y las emociones no son más que escorias que dificultan la visión uniéndonos a lo material y por lo tanto a lo cotidiano. En camino hacia la Sabiduría, según Frances E. Vaugham[3] , los alumnos deben nombrar los cuatro medios para acceder a la intuición pura. Esos caminos, que son fuentes de percepciones, se entrecruzan, se conjugan o se completan según la especificidad de cada persona. • El plano físico. La respuesta se experimenta en el cuerpo. Es a través de su manifestación percibida y vivida en experiencias previas como los síntomas intervendrán en el momento de la toma de decisión. Un resultado patente cuando la situación genera una sensación incómoda, desagradable. El cuerpo, con sus sensaciones, que son sus palabras, expresa su elección. La vía que no hay que seguir. Por el contrario, una impresión de bienestar, de calma o de distensión dictará la solución. • El plano emocional. Tomando conciencia de los sentimientos, prestándoles atención en situaciones claramente definidas, los sentimientos pueden llegar a ser tan claros como una sensación física y proporcionar informaciones primordiales. Ya no es el cuerpo el que habla: es el corazón. • El plano mental. A diferencia del cuerpo y de las sensaciones, las que se manifiestan son ideas, imágenes, visiones interiores. No es corporal o emocional; la intuición mental es una función del espíritu. La intuición está ligada al pensamiento. Se manifiesta por flashes deslumbrantes y breves como tantas respuestas fulgurantes a preguntas no siempre claramente planteadas. La racionalización no es la intuición mental. La respuesta es lo único que permanece. • El plan espiritual. La intuición espiritual pura, asociada a experiencias místicas, se distingue de las otras formas de percepción por su independencia respecto a

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sensaciones, sentimientos y pensamientos. Es el último paso hacia la Verdad interior. Una vez dominados el cuerpo, los pensamientos y las sensaciones, la luz interior puede por fin iluminar al iniciado. Esta última etapa, fruto de un largo trabajo y de una ascesis rigurosa, no es accesible más que a unos pocos. Lo que no impide que cualquiera pueda percibir a veces iluminaciones deslumbrantes, «la experiencia de la cima».

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La inteligencia del corazón «Golpéate el corazón –decía Musset–, es ahí donde está el genio». Y si la intuición pura, ese acceso a la sabiduría oriental, no es común más que en algunos, la razón, como las emociones, puede y debe guiarnos. En ningún caso restringirnos. La razón nos limita; el corazón tiene que ver con lo infinitamente grande. ¡Cuántos errores, qué falta de vida, cuánto malestar ha nacido de una razón limitada y mal comprendida! Esa razón que juzga sobre el bien y el mal en nombre de principios asimilados pero tan poco o mal vividos. Esta razón que fija límites más allá o más acá de los cuales no hay salvación. La razón pura, fruto de una educación normativa, olvida la dimensión emotiva, esa sin la que las cosas no serían lo que son. Pero el corazón solo, si no es puro, es igualmente restrictivo. «La razón –como ha escrito la terapeuta Isabelle Filioza[4] – o es emocional o no existe». Permaneciendo atento y permeable a sus emociones, está claro que la inteligencia de los niños afectivamente desfavorecidos se desarrollaría considerablemente. Estos últimos podrían convertirse en alumnos mucho mejores; hasta tal punto está claro que las emociones, y más particularmente las emociones desagradables, inhiben las potencialidades tanto físicas como mentales. No tener en cuenta el aspecto emocional en la vida cotidiana en general y en la enseñanza en particular conduce a los desfavorecidos afectivos de su medio familiar a convertirse en desfavorecidos de la escuela. De la escuela en primer lugar, de la sociedad después. Abandonados por su entorno y por los hombres, no les queda más que una salida: la delincuencia. Para ellos la única manera de probar que existen, aunque sea de manera violenta y autodestructiva. Los progresos de la psicología y, sobre todo, la inadecuación entre ciertos esquemas antiguos y la realidad cotidiana, han favorecido la aparición de una nueva teoría que corta las alas del coeficiente intelectual, que, hace casi un siglo, se había erigido en dogma de inteligencia. Por debajo de la barra de los 100, no había salvación. El CI, escala escolar, escala social, mejor que los diplomas, regía las relaciones humanas, la orientación de las carreras y separaba a los psicóticos leves o graves de los hombres inteligentes. No había atajos. Solo que miles de excepciones han venido a turbar y a maltratar esta construcción puramente intelectual. ¿Qué hacer, en efecto, con las personas manifiestamente inteligentes pero a las que los tests de CI clasificaban por debajo de la norma científicamente admitida? Fue entonces, ante la proliferación de las inteligencias no-normativas, cuando resultó necesario encontrar otra explicación en relación con ese nuevo tipo de inteligencia. Hubo que cambiar la noción misma de inteligencia, adaptarla. Si bien la inteligencia es crear

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relaciones, esta creación ya no obedece forzosamente a la lógica pura, sino también a sentimientos y a sensaciones emocionales. De ahí la creación de un cociente emocional, o CE. Como todo sistema, lleva en sí los gérmenes de sus propios límites. Sin embargo, aporta un comienzo de respuesta. Especialmente una respuesta a esa apreciación que prolifera en los boletines de notas escolares desde hace lustros: «Puede mejorar». Cuando se les interroga, los maestros y los profesores son unánimes: ese «Puede mejorar» es una fórmula comodín, que se utiliza cuando no se sabe qué decir. De hecho, por detrás de ella, se oye claramente: «Con su inteligencia, con los medios de los que dispone, el niño podría hacerlo mejor». Si quisiera, se sobreentiende. Por tanto, esto es admitir que al lado de la inteligencia escolar existe otro tipo de inteligencia, sutil, creativa, innovadora y rápida, pero que no predispone forzosamente al éxito escolar. Sin ser los peores alumnos, tampoco son los mejores. Simplemente, no responden a la norma. Sin embargo, escuchar a esa inteligencia, a esas inteligencias, y darles los medios para expresarse en lugar de reprimirlas, es la misión sagrada de los maestros. ¿Puede desarrollarse el cociente emocional? Sin ninguna duda, pero a condición de que la educación, la enseñanza y cierta moral no lo refrenen. ¿Por qué avergonzarse de dejar llorar a los niños que sienten pena o tristeza, de dejar que explote su rabia o su cólera, o de aceptar sus miedos? ¿Qué dogma estipula que los niños no deben llorar, ni gritar, ni tener miedo? Cuando esas emociones son liberación. En verdad, es detestable el principio que plantea que «un hombre no llora nunca». Dejando expresarse las emociones, aceptándolas como tales, los niños aprenderán la valentía de mostrarlas, disolverán el caparazón que los protege para mostrarse auténticos.

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La inteligencia del cuerpo Es deseable. Todos vivimos impresiones tan sutiles e inexplicables que no se sabe de dónde vienen. Sin embargo, prestando atención a nuestro propio cuerpo, escuchándolo con nuestro oído interior, escuchándolo sin expectativas racionales, podríamos «ver» que nuestro cuerpo, en su sabiduría y en su inteligencia, nos envía mensajes constantemente. Podríamos sacar provecho aquí y ahora de los mensajes de vida. El cuerpo habla más de lo que parece. Permanentemente. Él habla, pero no le oímos. No le oímos porque no le escuchamos. No le escuchamos porque preferimos la razón «que sabe todo». Nos gustaría mucho convencernos de que actuamos de manera racional y de que el espíritu domina las emociones. Desgraciadamente, esa hermosa máquina intelectual no existe. Como escribe John Milton, «El espíritu es su propio lugar y en sí mismo puede hacer del infierno un cielo y del cielo un infierno». Son nuestras emociones las que nos dominan la mayor parte del tiempo. ¿No están muy a menudo coloreadas nuestras percepciones racionales o nuestro espíritu por nuestros estados de alma? Aquí también, es preciso aceptar la revolución de las emociones, la revolución del corazón, la revolución del amor. Cambiar las mentalidades y nuestra mirada sobre nosotros mismos. Una revolución ya en marcha cuando se sabe que hoy muchos gabinetes de selección de personal se interesan por la comunicación no verbal, la que pasa por los gestos, por la mirada, por la voz y por las entonaciones. Esa comunicación que dice nueve veces más que las palabras. Y que no miente jamás. Las «grandes cabezas pensantes» están persuadidas de que las palabras solas se bastan para decir todo. Evidentemente, manejando las palabras con facilidad y brío, se tranquilizan en su sentimiento de superioridad. Del mismo modo, están convencidas de que el elemento sensible es superfluo. Y con razón. Al tener miedo de la parte sombría de su ser, prefieren la protección de la máscara de las palabras, que les da seguridad. Sin embargo no es la inteligencia racional la que nos hace percibir claramente que tal o cual candidato no nos dice la verdad cuando se presenta ante nosotros. En persona o a través de una pantalla. Y si ni siquiera él es consciente en el momento en que nos miente, un temblor de su boca, un ínfimo movimiento de su hombro, una mirada huidiza, unos ojos que parpadean, un cambio de actitud son otras tantas «palabras» que desmienten sus palabras. Esas mentiras del cuerpo son tan ligeras, casi imperceptibles, que el autor no tiene siquiera conciencia de ellas y el que escucha debe haber desarrollado su sentido de la observación de los detalles. Si no, y a menudo este es el caso, el que escucha ignora lo que sus ojos han visto. Tiene una convicción, una certeza, pero es incapaz de

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argumentarla. En general, percibimos una impresión global que no engaña. Que no se engaña casi nunca. Se nos puede decir que nos lo imaginamos, que nada prueba lo que sentimos. Sin duda. No obstante, nuestra certeza procede de lo que sentimos, consciente o inconscientemente. Llegará un momento en que se suministrará la prueba formal, confirmando nuestra percepción primera. Una aplicación casi perfecta de la máxima «Desconfiad de vuestra primera impresión: a menudo es la buena». Las nuevas tecnologías promueven una revolución: la de la comunicación. Se acabó el dogma de la razón. Nuestros nuevos guías tienen por nombre escucha de sí, escucha de los otros, conciencia de las percepciones propias, aceptación de las emociones propias y comunicación humana. No es sorprendente que estén en plena evolución las profesiones de terapeuta, de formador, de formador en relación de ayuda, en comunicación relacional, en desarrollo personal. Estos trabajos requieren a la vez una profesionalidad exigente y el deseo de participar en el cambio que se avecina. También deben proceder con atención. Favorecer las competencias y dejar emerger los recursos personales requiere aceptación, paciencia y amor. Tiene que gustar ser actores, creadores de contexto para ampliar las capacidades y aumentar la comunicación entre los individuos. En todo caso, ¿cómo ocultar la interdependencia entre los factores emotivos, intelectuales, corporales, morales y sociales? Por esta razón, el cuerpo es el canal privilegiado de la conciencia de sí. Es el vínculo con lo que nos rodea. Pero en relación con ese «ordenador biológico», ¿se puede hablar de inteligencia? Sin duda, aunque apenas conocemos los mecanismos psicológicos. Sin embargo, es seguro que nuestro cuerpo sabe lo que nosotros ignoramos y que en cualquier caso no podemos explicar. Nuestro cuerpo sabe que hemos olvidado algo cuando nuestra cabeza no lo sabe aún y ni siquiera sabe el qué. Qué alivio cuando nuestro hemisferio izquierdo nos dice: «Es eso». ¿Quién no ha vivido nunca esa sensación de malestar, la certeza de no haber hecho alguna cosa o el sentimiento confuso y molesto de haber olvidado algo en alguna parte? ¡Cuántas preguntas sin respuestas! Y esa inquietud nacida de una certeza a la que no sostiene nada material o lógico. El cuerpo nos habla y deja salir palabras confusas. Es el momento de escucharle, de esperar a que la comunicación del hemisferio derecho («el que sabe y no habla») y la del hemisferio derecho («el que habla pero no sabe») desemboquen en la globalización, y se haga la luz. Cuanto más se desarrolla y se armoniza la relación con nuestro cuerpo, más espacio dejan la violencia y la incertidumbre a la calma. Entonces, nuestra inteligencia, más confiada, más receptiva y por lo tanto más amigable, se manifestará en toda su plenitud.

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Los bloqueos, una vez reconocidos y descargados de su daño emocional, se derrumban, se disuelven. Lo que se siente no será nunca ni mental ni verbal. Es difícil de describir con palabras, y genera dificultades a poco que se desee explicarlo. La mayoría de las veces, lo que se siente sobrepasa la comprensión. Por esta razón conviene superar el mundo de lo mental para poder prestar una atención neutra y de aceptación de lo que se siente en el cuerpo. Esta actitud no procede del pensamiento. Es algo «sentido» que se parece a un mensaje perceptivo y que lleva a la consciencia. Un contacto total con la excelencia del cuerpo es un camino hacia la consciencia y el conocimiento de uno mismo. El cuerpo, él solo, nos informa con precisión sobre nuestra manera de ser en el mundo. Lo que nosotros no queremos saber, él lo sabe. Así, nuestra mirada sobre el cuerpo del otro, por poco acogedora y no juzgadora que sea, nos permite conocerle mejor, incluso en lo que esconde profundamente o en lo que se niega a admitir. Una actitud, un comportamiento, una manera de ser, dicen de ello mucho más que las palabras. Incluso aunque nuestro espíritu rechace la emoción, el cuerpo la percibe y la integra. «La emoción es la clave de la memoria –afirma Eugene Gendlin[5] –, el lugar de la intuición, y sin embargo la energía positiva de la emoción puede encontrarse prisionera, a veces, toda la vida». Además hace falta saber que el tratar de comprender la sensación y las imágenes simultáneas que aparecen, es decir, mentalizar, nos escinde del sentido corporal y, por lo tanto, perjudica la comunicación corporal. Las palabras, expresión del hemisferio izquierdo, llegarán por sí mismas, a condición de que no se las busque. Vendrán cuando se haya dado tiempo al hemisferio derecho para que se exprese suficientemente. El hemisferio izquierdo pondrá entonces en palabras la respuesta del hemisferio derecho sobre el sentido corporal. En fin, una respuesta exacta, intuitiva y globalizante.

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La expresión y el cerebro total Cuando el hemisferio derecho ha terminado su misión de información (la sensación), deja al hemisferio izquierdo el cuidado de clarificar, de racionalizar y de verbalizar. Una vez que se vive ajustadamente y se expresa con claridad la sensación, la calma que la sigue proviene de la globalización, de la expresión del cerebro total. Entonces se manifiesta un sentimiento de bienestar muy particular, resultado del proceso natural por el que se confunden las percepciones intelectuales y las viscerales. Esta memoria celular hace decir a veces a algunos de los que participan en los cursos: «Es extraordinario, se diría que se participa en excavaciones arqueológicas, una especie de espeleología personal». De eso es de lo que se trata.. Aunque esos viajes al centro de uno mismo, si se llevan demasiado adelante, están lejos de ser un paseo saludable. Con Emmanuel Mounier se puede estar de acuerdo en que «retirarse de la agitación no es en absoluto un descanso. El que, al descender a su interior, no se para en la calma de los primeros refugios, sino que está resuelto a llevar la aventura hasta el final, pronto se precipita lejos de cualquier refugio. Artistas, místicos, filósofos han vivido a veces esta experiencia integral, a la que, muy curiosamente, se llama “interior”, hasta el aplastamiento porque son lanzados a los cuatro puntos del Universo». Es esa revolución la que estamos viviendo, como decía Eugene Gendlin[6] : «Estamos en vísperas de que se produzca un cambio extraordinario. Esas ideas son tan nuevas que no tenemos palabras para describirlas. Tenemos tendencia a reaccionar de una manera tradicional; colgamos las mismas viejas etiquetas, cuando es preciso que nos abramos a algo más vasto… Está naciendo una nueva sociedad, compuesta por seres más evolucionados y más conscientes que nunca en la Historia. Viene una sociedad capaz de crear nuevos modelos». El mismo cambio, la misma mutación que hacen decir a Max Jacob: «No hay hombre más que en la acción, vida más que en el movimiento, lo importante es cambiar».

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El cuerpo, templo del alma Partir en busca de las «palabras del cuerpo», volver a centrarse en la vivencia propia, es un enfoque optimista, puesto que se basa en la espera positiva de un cambio, mientras que el análisis es muy a menudo pesimista en el sentido de que busca las barreras limitantes, los accidentes de la vida, la razón y el porqué de los choques emocionales recibidos desde la infancia. Cuanto más abierta mantengamos la comunicación con nuestro cuerpo, más partido podremos sacar de su inteligencia para que nos indique nuestras necesidades y nos alerte física y psicológicamente. Toda información pasa por el cuerpo y el corazón. Este es el lugar de fijación por excelencia. Tomemos el ejemplo del niño que se cae y llora porque le duele –o cree que le duele–. Su mamá viene a consolarlo. Aparentemente, no hay nada más natural. Sin embargo, inconscientemente, el niño integra que «la desgracia compensa». Viniendo a consolarlo, la mamá ha transmitido un mensaje negativo que el niño integrará para toda su vida: para recibir amor, hay que sufrir. En la tradición oriental, el cuerpo es considerado como el templo del alma, el rasgo de unión entre el ser humano y su entorno, es decir, la naturaleza entera. Para los orientales, el cuerpo está sometido a las leyes de la naturaleza. Es fuente de sabiduría. La conciencia somática es una conciencia más elevada. La conciencia del sentimiento corporal incluye los pensamientos, los sentimientos, las emociones. Es la reacción de esos tres elementos de percepción lo que genera el sentido corporal, del que es al mismo tiempo el resumen. La conciencia del sentido corporal es, pues, una percepción cualitativamente diferente de la comprensión intelectual. No es sorprendente, entonces, que los principios fundamentales de la medicina oriental tradicional se apliquen a la estimulación de la sabiduría del cuerpo. La somatopsíquica, o control del cuerpo por medio de la visión espiritual interior, permite controlar al hombre total. De la misma manera, múltiples disciplinas orientales, que van desde las artes marciales hasta el yudo, del tiro al arco al arreglo floral, entrenan en el autocontrol de lo mental y en el dominio de los movimientos musculares, en primera línea de los cuales está la respiración. Es el ejemplo de aquel maestro japonés de arte marcial que había entrenado al hijo del emperador y que, a una edad ya muy avanzada, una noche fue atacado por tres gamberros. Les hizo huir. Cuando le preguntaron «¿Cómo lo has hecho?», se contentó con responder sibilinamente: «Si supierais lo largo que es el tiempo que transcurre entre el pensamiento “Ataco” y el momento del ataque…». Un conocimiento optimizado de su cuerpo y de sus recursos, un autocontrol de su mente y de sus pensamientos, un dominio de sus movimientos, y el tiempo de reacción ya no existe. La respuesta es inmediata,

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antes de que el agresor haya terminado de mentalizar su ataque. El control sin control permite expresarse a la sabiduría del cuerpo. También esta es una aptitud reservada a algunos iniciados después de un entrenamiento intensivo y constante. Lo que no quiere decir que no podamos, todos, reconocer la importancia de las funciones corporales inconscientes para llegar a comprenderlas, al menos como fuente de conciencia inmediata y, por lo tanto, de un espectro más amplio que el que procede de lo mental y de los recuerdos. Siempre según la filosofía oriental, la vigilancia es primordial. Ser capaz de observar fríamente los sufrimientos y miedos propios es una etapa de la liberación. También conviene reconocerlos, acogerlos y aceptarlos, mientras que rechazarlos, huir de ellos y negarlos hace sufrir y no desemboca en nada. Es una filosofía reconocida por un tal Shakespeare: «Nuestras dudas son traidoras y, a menudo, nos privan de lo bueno que podríamos ganar, porque tenemos miedo de intentarlo». Sin embargo, acoger los sufrimientos no es deleitarse en ellos. Se ha visto que tratar de liberarse de ellos tampoco es la solución. Cuando observamos un sufrimiento con intención de escapar de él, nos situamos como víctimas. Cuando sepamos recibirlos, no solo nuestra mente descansará, sino que también nuestra emisividad (pensamientos, palabras, actos) será más ajustada. Muy frecuentemente, el sufrimiento es el miedo al sufrimiento. Pero si el sufrimiento es real, entonces es parte integrante de nosotros mismos. Somos el sufrimiento. Aceptarlo es «ser con» y no «hacer con». Aceptarlo es ser capaces de oír lo que tiene que decirnos y revelarnos sobre él mismo y sobre nosotros mismos. No es escapar de él. ¿Cómo podríamos escapar eternamente de nosotros mismos? El cuerpo habla cuando se le da la palabra. De lo contrario, la toma de manera anárquica. Todas las informaciones son percibidas por el cerebro y el cuerpo a la vez. Puede ocurrir que esos dos niveles de percepción no se pongan de acuerdo. En ese caso, conviene orientar la atención sobre el cuerpo, sobre la sensibilidad muscular, para captar los mensajes discretos del organismo, que, aunque no respondan a ninguna lógica racional, al menos permiten una idea aproximada global. El cuerpo es un instrumento al servicio de las ideas. Si se le descuida o se le utiliza mal, se venga. Por lo tanto, reduce nuestras posibilidades de relación con el otro.

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Ha llegado el nuevo decálogo Aprender a reconocer las emociones propias, a dejar de tenerles miedo, admitir que el mundo de mañana es emocional, o no será; construir la relación con el otro ya no como juez, sino como testigo, implicándose por medio de «mensajes yo»; dar preferencia a lo auténtico, a lo verdadero y al ser, por encima de la mentira, del aparentar y de los caparazones supuestamente protectores; dar tiempo al tiempo para mostrarse tal como uno es y no tal como uno finge ser; ir cada cual a su ritmo por los caminos de la sabiduría mediante la conciencia y el conocimiento de sí mismo; aprender a escuchar al cuerpo y a acoger el sufrimiento como un mensaje que viene del fondo del ser; superar el mundo de lo mental, que racionaliza para explicar lo inexplicable; descubrir el autocontrol de lo mental y el control sin control; reconocer en la intuición no su característica femenina, sino el néctar de la sabiduría… Ese nuevo decálogo debe regir en lo sucesivo las relaciones humanas de mañana. No se interesa únicamente por las relaciones maestros-alumnos o padres-hijos, sino que se dirige también a todos, porque es universal. Sin olvidar que el hombre posee en sí un potencial ilimitado. ¡Un potencial cuyo límite es únicamente el cielo!

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EL CEREBRO ¿A babor o a estribor? ¡Avante toda! El cerebro de los niños es como una vela encendida en un lugar expuesto al viento: su luz vacila siempre.

FÉNELON , De la educación de las hijas

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De lo infinitamente pequeño a lo infinitamente infinito Desde que el hombre es hombre, al menos desde que tiene conciencia, y después de haber satisfecho sus necesidades esenciales, no ha cesado de buscarse. Saber quién era. Dar un sentido a su vida. Una explicación de su presencia. Esta búsqueda de sí ha tomado muchas formas: la mitología, la religión o las ascesis místicas. Debían ayudarle a conocerse mejor. Pero, paradójicamente, el hombre ha tardado mucho tiempo en estudiar esa inagotable herramienta que le permite construir, pensar, amar, soñar, proyectar, proyectarse, sentir, ver, oír: el cerebro. ¿Qué serían las risas claras de un niño alegre si no pudiéramos oírlas? ¿A qué se parecería un cielo de otoño estrellado si no pudiéramos contemplarlo con otra persona? ¿Qué sería el frescor de la tarde si no pudiéramos sentirlo? ¿Qué sería el sabor del néctar si no pudiéramos gustarlo? ¿Qué sería la nostalgia si no pudiéramos llorar? ¿Qué sería el silencio…? El cerebro es la victoria de la vida sobre la nada. Tan complejo como el misterio de la creación, procede de una alquimia divina. Al alba del tercer milenio, los científicos han emprendido la tarea de rasgar el velo del misterio. Después de la filosofía, la religión y la espiritualidad, la ciencia ha movilizado todos sus medios en busca de ese nuevo grial. Sin poder explicar todo aún, ha abierto pistas, trazado caminos y superado las primeras etapas que conducen a la luz. Compacta y enroscada sobre sí misma, la masa cerebral no ocupa un lugar preponderante en nuestro cuerpo: poco más de un kilo. Sin embargo, la constituyen cien mil millones de células: hay otras tantas estrellas en una sola galaxia, otras tantas galaxias en todo el Universo. Para aumentar la complejidad, cada una de esas cien mil millones de células nerviosas, o neuronas, contiene prolongaciones que se ramifican en millares de ramas distintas y que entran a su vez en contacto con las extremidades idénticas de millares de otras células, las sinapsis.

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De la anatomía del cerebro en general… Con objeto de no perderse en los detalles ni entrar en una confrontación de interpretaciones científicas cuyo problema menor es utilizar un vocabulario que necesita una definición de cada palabra, vamos a intentar despejar algunas ideas sencillas, ideasfuerza. Para abreviar, digamos sencillamente que el hombre posee tres cerebros y dos hemisferios. El primer cerebro, el más antiguo, es el cerebro arcaico, primitivo o reptil. Se ocupa de la recepción de las grandes informaciones básicas y de las respuestas a las necesidades definidas por la base de la pirámide de Maslow. Estas respuestas son necesarias para nuestra supervivencia y para la perpetuación de nuestra especie: respiración, ritmo cardiaco, alimentación, sed… Estas necesidades primarias apelan al cerebro reptil, el de los instintos más primitivos, que apareció hace quinientos millones de años. Es él quien hace que, por ejemplo, una de nuestras piernas se levante cuando el médico ha golpeado delicadamente nuestra rótula con su martillito redondo. Es también él quien cierra nuestros párpados en cuanto un cuerpo extraño, aunque sea minúsculo, se aventura demasiado cerca de nuestros ojos. Es el cerebro reflejo. Se inscribe en el presente inmediato. Está el cerebro límbico, o rinencéfalo, mucho más reciente (dos o tres millones de años). Aunque gobierna las funciones del cerebro reptil, lo completa interviniendo en el mantenimiento de los grandes equilibrios. Se le descubre en las emociones primarias y los comportamientos que originan. El cerebro límbico rige las pulsiones, alerta a los hemisferios cerebrales y aporta respuestas emocionales. Permite también la memorización, el reconocimiento de situaciones ya vividas y la atribución de su afectividad. Es el cerebro de la memoria a largo plazo, es sensible y no olvida el primer contacto. Es también el cerebro emocional. En su seno se encuentran dos glándulas con funciones específicas y primordiales, el hipocampo y la amígdala. Sobre todo es esta última la que recibe informaciones que provienen de nuestros cinco sentidos. Es el tamiz entre la percepción y la intelectualización. El tercer cerebro, o neocórtex, está geográficamente más alto, y es también el más acabado. Gracias a sus dos hemisferios cerebrales, unidos por el cuerpo calloso, es particularmente el lugar de tratamiento de todas las informaciones que vienen del conjunto del organismo y del mundo exterior por los órganos de los sentidos. Nos da la libertad de elegir. Gracias a él, dominamos el cerebro animal, aunque este último conserva siempre alguna influencia sobre el neocórtex. El neocórtex es la sede del pensamiento, de la palabra, de la lógica, del alma, de la actividad espiritual, del intelecto, de la comprensión, de las opiniones, de los

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sentimientos, de los juicios, de las creencias, de las decisiones, de las preferencias, de los deseos, de la voluntad, de las intenciones, de la memoria, de los recuerdos. Es, pues, la sede del espíritu, la que «tiene que ver con todo lo que hace que el hombre sea hombre»[7] . Y, si bien siempre se ha sabido que el córtex está compuesto por dos hemisferios, solo hace menos de un siglo, a través de la observación de comportamientos de personas con lesiones cerebrales a causa de un accidente, los científicos descubrieron que los hemisferios no eran idénticos. Y, sobre todo, que no participan en las mismas funciones. Estamos en presencia de dos hemisferios diferentes, el hemisferio izquierdo y el hemisferio derecho, y, aunque su materia es sin duda idéntica, su campo de intervenciones es totalmente divergente. Estos descubrimientos sobre el papel de la actividad cerebral y de las diferenciaciones hemisféricas se deben en todo o en parte a Roger Sperry, Premio Nobel de Medicina en 1981. Este neurocirujano, considerado uno de los pioneros de la investigación en materia de desdoblamiento del cerebro, realiza desde hace mucho tiempo trabajos en el campo de la psicología y de la psicofísica experimentales. Gracias a él, se está operando una verdadera revolución en el conocimiento del cerebro. Contrariamente a las teorías mecanicistas, él plantea que nuestros dos cerebros (hemisferio derecho, hemisferio izquierdo) deben cooperar para llegar a la concientización, una actividad propiamente cerebral. Al no poder existir separadamente, nuestros hemisferios se completan. Mejor dicho, se valorizan, se enriquecen cada uno con las especificidades del otro. Más que una adición, es una supermultiplicación. Cada uno de los dos hemisferios contribuye al desarrollo de la conciencia individual y de la intención por medio de diversos tipos de operaciones mentales.

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…a los hemisferios en particular El hemisferio izquierdo manda en el lado derecho del cuerpo, mientras que el lado izquierdo está bajo la influencia del hemisferio derecho. Desde los primeros cursos de Ciencias los niños aprenden esta inversión del mando. No es discutible tampoco que, en un diestro, el lóbulo occipital izquierdo es más voluminoso que el derecho, a la inversa para los zurdos. Gracias a los trabajos de Sperry, de Eccles y de sus continuadores, se ha establecido que el hemisferio izquierdo es el del lenguaje, del análisis, de la memoria verbal y de la disección lógica. Su papel es también construir teorías a partir de sensaciones internas. Dicho claramente, es la sede de la razón, de la lógica, del análisis, del razonamiento, de lo verbal, de lo lineal, de lo digital, de lo temporal y de lo abstracto. Pero, aunque habla, «no sabe», a diferencia del hemisferio derecho, o cerebro mudo, «que sabe y no habla». En efecto, el hemisferio derecho es el de lo no verbal, de lo sintético, de lo concreto, de lo analógico, de lo intemporal, de lo irracional, de lo espacial, de lo intuitivo y de lo global. Es el lugar de las emociones, de las sensaciones, de los sentimientos, de la imaginación; le corresponden el ensueño, la intuición, la proyección, la sensibilidad musical, la armonía.

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Las preferencias cerebrales De la misma manera que existen diestros y zurdos, todos tenemos nuestras preferencias cerebrales, es decir, mayor facilidad para funcionar con un hemisferio que con el otro. Si bien los dos hemisferios funcionan en algunos planos como una entidad, la unión sagrada de los dos hemisferios es menos habitual de lo que parece. Como hemos visto, la comprensión y la expresión verbal son funciones que se atribuyen al hemisferio izquierdo. Este, el privilegiado de la enseñanza escolar, domina en detrimento del hemisferio derecho, al que la misma enseñanza descuida, cuando no lo desprecia. La gimnasia del cerebro repite la gimnasia natural de la vida. Nos damos ocasiones para experiencias en las que utilizar y, por tanto, desarrollar las facultades del lóbulo en el que nos sentimos más cómodos, el que preferimos en detrimento del otro hemisferio. Si somos artistas, un poquito sensibles, y los símbolos y las analogías son de una luminosa claridad y las cifras nos aburren, no haremos ningún esfuerzo por las ciencias en general, y por las matemáticas en particular. En cambio, y a pesar de su inteligencia, ¿por qué los individuos racionales, concretos y lógicos no tienen en cuenta sus sentimientos, sus emociones, sus sensaciones? Dejan esta «sensiblería» a los que creen débiles, en todo caso más débiles que ellos. Y peor para ellos si no comprenden nada de los sentimientos de los otros, de sus motivaciones, de lo que los anima.

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Aumentar nuestro propio potencial Sin embargo, la mayor parte de las actividades humanas necesitan de la colaboración de los dos hemisferios en un trabajo de complementariedad, de colaboración mutua y no de oposición. Por eso es útil, incluso necesario, que cada cual conozca bien sus preferencias cerebrales. Siempre a partir de los trabajos de Sperry, Herman ha elaborado tests de detección de preferencia cerebral que nos permiten comprendernos mejor, aceptarnos mejor y, por lo tanto, detectar nuestras debilidades. Entonces, ¿cómo saber si somos «diestros» o «zurdos» cerebrales, es decir, si tenemos una preeminencia del cerebro derecho o del cerebro izquierdo? El test de Herman, aunque no tenga más que un valor indicativo como todos los tests a gran escala en general, nos aporta una ayuda preciosa para este conocimiento personal. Respondiendo sincera y completamente a una larga lista de preguntas, se manifiesta una aptitud más o menos rápida para recurrir a tal o cual hemisferio. No revela grandes sorpresas, pues conocemos nuestra sensibilidad cerebral de una manera más o menos lúcida. A menos que un trabajo de crecimiento personal nos lleve a encontrarnos a nosotros mismos en vez de cambiarnos, tenemos una tendencia segura a conocernos… por medio de la mirada de los otros. Así, ¿no nos devuelven los padres, maestros, colegas y otros cada día una imagen de nosotros, reflejo del espejo de la vida cotidiana, que, a falta de parecerse a nuestras certezas interiores, es al menos un reflejo comportamental? Esa mirada del otro, ese espejo a menudo más deformante que benévolo, nos devuelve una imagen raramente compatible con lo que nosotros sentimos en lo más hondo de nosotros mismos. Esa imagen, aunque es parcial, revela nuestras actitudes comportamentales y nuestras preferencias cerebrales. Como hemos visto, los «zurdos» de cerebro son personas racionales, razonables, analíticas, estructuradas, organizadas, más centradas en lo cuantitativo del tener. El «zurdo», muy equipado, da a su entorno una impresión de inteligencia estructurada. Reflexiona, razona, argumenta, clasifica, comprende. Se expresa fácilmente, siempre encuentra palabras y a menudo causa buena impresión, a veces incluso da el pego. Se dirá de él que es brillante, sus razonamientos se encadenan bien. Permanece, sin embargo, la falta de imaginación y de trascendencia, la diferencia entre la aplicación y la iluminación. Los «diestros», por su parte, poseen una inteligencia intuitiva, un espíritu de síntesis, una aprehensión global de las cosas y de los acontecimientos. Son irracionales, son artistas aunque no creen ni compongan. Artistas de la vida. Imprevisibles, difícilmente controlables, están centrados en lo cualitativo. Los «diestros» tendrán, sin

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duda, más dificultades para expresarse con razonamientos o secuencias lógicas. La mayor parte de las veces, procederán por analogía, por metáforas, y el recurso a imágenes les facilitará la expresión de emociones y de sentimientos subyacentes. Transmiten sentimientos, más que explicarlos. Por tanto, les convendrá ser disciplinados en el campo del orden y de la organización. El orden, sea moral, material o financiero, no es su fuerte. A ellos les toca domesticar su ardor en busca de su equilibrio. Por el contrario, los «zurdos» deberán aprender a levantar el pie del acelerador, a dar tiempo al tiempo, a descubrir, a aceptar la ensoñación, el aflojar las riendas, la distensión, las emociones, las de los otros y las suyas, evidentemente; a comenzar a percibir, a adivinar, a sentir. A centrarse en lo que sienten en el momento en el que lo sienten. A vivir cada instante como si fuera el último y no como la base de un razonamiento. No se trata de que cambiemos nuestros modos de funcionamiento, de que nos convirtamos en «diestros» o «zurdos» contrariados del cerebro y de la vida. Se trata simplemente de conocernos mejor y de desarrollar en nosotros nuestra propia ambivalencia cerebral enriqueciéndonos con nuestras carencias. Escuchemos al hemisferio que sabe pero no habla, y oigamos al que habla sabiendo que no sabe. Es de la conjugación armoniosa, de la interpenetración que valoriza facultades diferentes, pero compartidas, de donde nacerá la optimización. El hemisferio derecho expresa sentimientos, pero, mientras no sean mentalizados y verbalizados por el hemisferio izquierdo, es como si no existieran. Solamente una vez pasado el tamiz del cerebro izquierdo, que fija las palabras, podrá el hemisferio derecho, a partir de la palabra verbalizada, continuar su búsqueda interior y sentir una nueva emoción que el cerebro izquierdo verbalizará a su vez. Favorecer a un hemisferio y negar la existencia del otro ¡es como querer correr los cien metros olímpicos a la pata coja! El hemisferio izquierdo, como el hombre, razona. El hemisferio derecho, como la mujer, resuena. Más adelante veremos que hay mucho que decir sobre esta diferenciación sexuada de los hemisferios y que la sabiduría de un dicho popular puede llegar a ser pura ineptitud para la vara de medir de los descubrimientos científicos.

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CE contra CI, y recíprocamente Antes de abordar la globalización o el cerebro total que pondrá término provisional a la diferenciación cerebral, evoquemos un momento la importancia de los tests de evaluación personal. ¿Quién no ha visto alguna vez pasar entre sus manos el famoso test del CI (cociente intelectual)? Se consideraba que el CI, constituido por preguntas con tendencia matemática y por proyecciones, establecía nuestra inteligencia. Durante decenios, fue el umbral fatídico entre el individuo social (CI superior a 100) y el otro, el asocial, por no decir el débil (CI inferior a 100). En otro capítulo se verá cuántas cabezas han caído bajo esa cuchilla, buenas cabezas, cabezas inteligentes. Solo que con otra inteligencia. Y como si el CI no fuera suficiente, después de la Segunda Guerra Mundial se inventó el test Mensa (mesa en latín) a fin de seleccionar a los «grandes CI», es decir, a todos los individuos capaces de obtener una puntuación superior a 135, o sea, menos de un 2% de la población. Mensa, que reúne a unos 100.000 miembros de todo el mundo, se considera el club de la elite con los peligros que eso representa: «banco de esperma de los premiados con el Nobel», creación de «campos educativos reservados a las mentes privilegiadas» para alejarlas de la droga y de los camellos y, sobre todo, ese sentimiento de elitismo que recuerda las horas más sombrías de nuestra historia. Más recientemente han proliferado, en la prensa femenina principalmente, los tests de CE (cociente emocional). Aunque se considera que nos dan una fotografía más exacta de nuestra inteligencia emocional, llevan en sí mismos sus propios límites, como los otros tests.

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Las predominancias sensoriales Al lado de estos dos gigantes, se encuentra un test más modesto que permite revelar nuestras predominancias sensoriales clasificándonos en cuatro tipos de percepciones: auditiva, visual, kinestésica y la del diálogo interior. Nuestro modo de percepción sensorial está en la base de nuestro estilo de comunicación. En una situación idéntica, cada uno de nosotros da la preferencia a un tipo de percepción, con una mezcla que le es propia en la organización de las predominancias. El resultado no supone ningún juicio y proporciona una información parcial. Si el resultado da una información de «cero» en una sección, eso significa que el recurso a esa dinámica sensorial es débil, pero no nulo. • Auditivo. Eres muy sensible a las tonalidades, y las palabras tienen una importancia muy particular para ti. Te consideras atento, a la escucha, «oyes bien» lo que dicen los otros o, en todo caso, tratas de comprender. Si no eres sensible a la música, aprecias los ritmos. No te dejas llevar por la intuición: eres una persona reflexiva y que se controla. Para ti es importante la noción de permanencia. • Visual. Te atraen mucho las representaciones visuales e igualmente lo que sugieren. Eres sensible a los colores. Tienes una memoria que se apoya más en las formas y recuerdas bien los lugares. Aprecias los decorados y un golpe de vista vale más que todos los comentarios. Vas rápidamente de tu primera percepción a la apreciación y tienes una tendencia bastante fuerte a la espontaneidad. Cuando la imagen es clara, ves lo que se quiere decir aunque no lo aceptes. • Kinestésico. Confort, bienestar, buen ambiente: condiciones de tu buen humor. Eres partidario del «sentido común» y de las cosas que «caen por su propio peso». Te fías mucho de tu intuición en tus relaciones con las personas. Sientes las cosas, las personas y las situaciones, o no las sientes. Eres muy sensible a los términos de frialdad y de calor. Eres bastante reactivo, sea para lo positivo o para lo negativo. • Dialogo interior. Te cuentas las cosas antes de reaccionar y enuncias mentalmente las ideas antes de expresarlas. Eres de los que se cuentan una historia sobre una situación que no ha comenzado aún. Sigues el camino de las hipótesis y eres muy sensible a los razonamientos. Tu discusión y tu acción son a menudo retardadas por tu diálogo interior. Tu sensibilidad te lleva mucho a la reflexión.

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La globalización, o el cerebro total Occidente, que ha estado mucho tiempo dominado por el cerebro izquierdo, ha intentado resolver el desafío de Apolo, «Para conocer a los dioses y al universo, ¡conócete a ti mismo!», recurriendo a la lógica y a la ciencia. Durante ese tiempo, Oriente, más «diestro», emprendió los caminos de la sabiduría, el repliegue sobre sí mismo y sobre sus emociones antes de librarse de ellas para penetrar en el santuario de la intuición pura y del conocimiento sublimado. Como asistidas por muletas cerebrales, nuestras civilizaciones, según los tiempos, la época o la localización geográfica, han elegido una u otra: una queriendo esclavizar a la otra, y recíprocamente; una asegurando la preeminencia de la lógica, y la otra, la de la intuición. Ahora bien, ni una ni otra de esas muletas es suficiente ni puede explicar, por sí sola, el porqué del hombre, su pasado, su futuro y, por supuesto, su presente. Parece que el final del siglo XX y la llegada del tercer milenio coincidirán con la revelación cerebral: la globalización, es decir, la interacción permanente y prolífica entre los dos hemisferios, entre el Este y el Oeste. Porque, si bien hay preferencias cerebrales, no son más que eso, no una generalidad. Nadie razona únicamente con el hemisferio izquierdo, como ninguna persona «resuena» únicamente con el hemisferio derecho. Los dos hemisferios optimizan las facultades de su opuesto simétrico. La guerra cerebral debe acabar. Sin vencedor ni vencido. Ahora queda instrumentar la paz, es decir, volver a dar sus cartas de nobleza al cerebro derecho, despreciado durante demasiado tiempo. Para convencernos de ello, basta con mirar a nuestro alrededor, y más particularmente a ese laboratorio de elaboración de mentes jóvenes: la escuela. El racionalismo de las Luces oscureció las emociones hasta hacerles callar. En nombre de la escuela única para todos, laica, republicana e igualitaria, es lo intelectual lo que se ha impuesto. El materialismo que ha resultado de ello ha matado lo espiritual, lo emocional y la sensibilidad. Al amordazar las emociones, al rechazar hasta la idea misma de valor, se ha dejado el campo libre a todos los despotismos, a todas las anarquías, sean negras, verdes o rojas… El único remedio: aprender a vivir las emociones.

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LOS VALORES El valor no tiene que ver con la edad La vida de un hombre, la libertad de un hombre, tienen muy poca importancia si dejan de ser valores infinitos. JULES ROMAINS

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Doce valores en la docena Una organización no gubernamental afiliada al departamento de información de las Naciones Unidas y de la UNICEF ha publicado ya una guía titulada Ética de vida. Se ha publicado con ocasión del cincuenta aniversario de la creación de la ONU. Presenta los doce valores que subrayan lo mejor de cada uno de nosotros despertando la conciencia de su dignidad humana. Son el amor, la felicidad, la cooperación, la sinceridad, la humildad, la libertad, la paz, el respeto, la responsabilidad, la sencillez, la tolerancia y la unidad. Esos valores actúan en la misma dirección: la transformación de uno mismo que es la semilla de la transformación del mundo. Su aplicación se parece a la del ODAS con la conciencia de sí, la confianza en uno mismo y las interrelaciones constructivas.

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Familia, os amo La familia es sin duda el último refugio de los valores. Al menos es lo que señala Paul Valadier[8] , jesuita y profesor de Filosofía Moral en París y en Lyon, especialista en la noción de valor, su importancia, sus límites y sus peligros. A propósito de la familia, escribe: «Se puede evocar también los valores de la familia, forzosamente incontestables y permanentes, incluso si aparecen aquí y allá debilidades muy visibles, o hablar de la familia como valor, quizás el único que subsiste en la debacle. […] La familia constituye una referencia, un refugio, un ideal o una nostalgia, y sin duda todo a la vez. […] La familia ofrece un remanso de ternura, de afecto gratuito, de solidaridad humana, de ayuda económica y social, y constituye igualmente esa minisociedad en la que uno comprende con medias palabras, en la que uno puede decirlo todo, y escapar de la soledad o el anonimato de una sociedad». Y concluye: «La familia, valor refugio, aparece también como el último refugio de los grandes valores tradicionales». La definición de la noción de valor de Claude Lefort, que cita Jacques Valadier, no dice lo contrario: «La palabra “valor” es el indicio de la imposibilidad de remitirse, en adelante, a un garante reconocido por todos: la naturaleza, Dios, la Historia; es el indicio de una situación en la que todas las figuras de la trascendencia están mezcladas»[9] . Estas aproximaciones tienen al menos el mérito de ser netamente más precisas que la definición del Petit Robert: «Lo que es verdad, bello y bien según un juicio de acuerdo con el de la sociedad de la época». Una explicación simplista que plantea en sí muchas más preguntas que respuestas aporta. Parece que los valores son una construcción humana que permite regir el lugar del hombre en el seno de su comunidad, y después el de las comunidades entre sí. El valor es un concepto y, como todo concepto, es susceptible de mutación, de desviación y, ¿por qué no?, de sustitución. La noción del bien y del mal, los valores, evolucionan con el tiempo; pueden servir de referencia a actitudes regresivas tanto como suscitar una progresión en la búsqueda de la libertad.

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«No me habéis enseñado a Dios» Aunque concierne a Dios, uno de los valores fundamentales en cuanto ha sugerido un tipo de respuesta a las necesidades de trascendencia el hombre, quisiera citar un ejemplo señalado por Tony Anatrella, psicoanalista y especialista en la adolescencia[10] . Un adolescente de quince años descubre la catequesis de su colegio gracias a los compañeros de clase. Una catequesis en plena efervescencia, puesto que prepara la profesión de fe de los alumnos de 6.º. Él escucha, mira, tiene la impresión de estar en otro planeta. De vuelta a casa, pregunta a sus padres: «¿Estoy bautizado?». –No. –Y vosotros, ¿lo estáis? –Sí. Nosotros fuimos al catecismo. Nos casamos por la Iglesia. –¿Por qué no me habéis hecho bautizar? –Queríamos dejarte libre para que eligieras. –¿Pero cómo iba a elegir si nunca me habéis enseñado a Dios?

Es la prueba de una ausencia de referencias para el adolescente. En nombre de un mundo que floreció después de 1968, los padres han desertado de su misión de educadores entregando al niño la posibilidad de elegir. La obligación de elegir. Le corresponde a él dirigir su vida. Loable iniciativa en apariencia. Solo tiene un defecto: ¿cómo elegir cuando no se ha aprendido? Al callar los valores, se ha privado a los jóvenes de referencias para construir su personalidad. Decir los valores que nos parecen fundadores del equilibrio no es obligar al niño y al adolescente a seguirlos, ni siquiera avalarlos y perpetuarlos. Simplemente es darle elementos de reflexión, para rechazar o aceptar esos valores según sus emociones y lo que él siente. Tony Anatrella evoca incluso, respecto a los adultos, la noción de adolescentrismo[11] : «Esa seudofraternidad que pervierte la relación, debilita las personalidades, suscita una vida emocional, más que afectiva, y desocializa a los individuos».

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Valores, ¿para qué? Una sociedad sin valores, sin referencias y en la que la relación familiar y parental está reducida al mínimo, constituye otros tantos gérmenes para los conflictos de la personalidad en maduración. La ausencia de valores es también ausencia de moral. Las nociones del bien y del mal, de lo bello y de lo feo han caído frente a la sentencia que coloreó los muros de París en mayo del 68: «Prohibido prohibir». Los valores, lejos de ser un repliegue sobre uno mismo, se concretan en la acción. Son ideas-fuerza, opiniones, convicciones que sentimos profundamente y que nos conducen, sin dictarlas, a acciones que orientan nuestra vida. Los valores nos evitan, sobre todo, estar a merced de nuestras emociones del momento, de las pulsiones o de las reacciones a las presiones exteriores. Se dice que «un hombre es verdaderamente un hombre cuando lo ha cuestionado todo al menos una vez en su vida». Lo que no quiere decir que haya rechazado todo. Es el momento de interrogarnos sobre esos valores que construyen nuestra vida. A menudo, nuestro sistema de valores es el resultado de valores vividos, asimilados y transmitidos por la larga cadena de nuestros predecesores, como la religión, las reglas de la vida social, la educación… En suma, normas. Si esos valores heredados son aún actuales y benéficos para nosotros una vez que hemos llegado a la edad adulta, no hay nada que decir. Sin embargo, ¿cómo estar seguros de esto? ¿Cómo descubrirlos, encontrarlos o reconocerlos, si las circunstancias de la vida nos han alejado de ellos? Seamos los buscadores de nuestra vida acumulando tanta información como sea posible sobre nosotros mismos, antes de transmitirla a nuestra vez o de separarnos de ella porque es inútil. ¡Planteémonos las preguntas correctas! Ya que nuestros sentimientos son los mensajeros de nuestros valores y de nuestras necesidades, ¿qué sentimientos tenemos? ¿Con qué criterios efectuamos nuestras elecciones, tomamos nuestras decisiones? ¿Cómo reaccionamos a las críticas y a los mensajes de aprecio? ¿Cómo captamos y acogemos los valores de los otros? ¿Cómo hemos adoptado nuevos valores y cuáles han sido los motivos? ¿Quién, qué, nos ha influenciado? Aceptan, tal como son, los valores de nuestros padres sin confrontarlos con otros que nos son desconocidos, incluso detestables, corremos el riesgo de no aprender a sopesar los pros y los contras y llegar a ser incapaces de elaborar nuestras propias elecciones. Únicamente somos periquitos con colores de aburrimiento. Cuanto más claros seamos con nuestras decisiones, más dueños de nuestra vida seremos.

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Como hemos dicho, nuestros valores son nuestras reglas de vida. Y hay que saber que existen dos escalas de valores: una, ideal (el altruismo que conduce a amar a nuestros enemigos), y otra, real, casi totalmente centrada en nuestras necesidades y su satisfacción. Interesarnos y trabajar en el tema de los valores sienta las bases del desarrollo afectivo y social, así como del cambio positivo. Participamos en la evolución del mundo despertando nuestro potencial personal y por lo tanto participando en el despertar del potencial de los otros. Las jóvenes generaciones se ven forzadas a tomar más decisiones que las precedentes, pues reciben (¿sufren?) influencias hasta ahora desconocidas o casi: la televisión, las revistas, las películas, los medios de comunicación en general, la publicidad en particular. ¿Cómo abordar esas oleadas de influencias cuando se sabe que medio minuto de publicidad bien hecha conduce a una de cada dos amas de casa a la compra del producto anunciado? ¿Qué decir de los mensajes vehiculados durante una película de casi dos horas? En tales lapsos de tiempo, ¿cuántos valores teñidos de esteticismo o de violencia se nos transmiten sin darnos cuenta? Asaltados por todas las partes por el bombardeo mediático, los valores de los padres se pierden, se difuminan poco a poco bajo el efecto conjugado del «modismo» y de la modernidad. Más aún cuando los padres vehiculan a menudo valores ideales contradichos por los comportamientos de sus valores reales, una especie de «Haz lo que yo digo, pero no hagas lo que yo hago». ¿Cómo podrán elegir los adolescentes en su alma y en su conciencia, ante tal desfase entre los valores ideales, muy a menudo basados en la abnegación y el esfuerzo, y los reales, el egoísmo de la supervivencia? Enfrentados a esta ambivalencia, no hay muchas dudas de que elegirán lo fácil. El sermón que es mal recibido por el que lo identifica debido a que le ha supuesto una mala experiencia, es, por tanto, estéril, pues las lecciones morales eran el principal medio del adulto para imponer sutilmente sus valores personales. Un adulto que piensa que sus valores personales serán buenos para sus hijos, porque le han permitido responder a las demandas de la sociedad, o porque han enriquecido su vida, podrá transmitirlos con naturalidad. Además hace falta que los padres vivan en conciencia y en conocimiento sus propios valores y que acepten las obligaciones de su aplicación. Sin duda, está lejos el tiempo de los dogmas y de los axiomas inverificables. Los niños son los primeros en desgarrar a mordiscos rabiosos las máscaras de papel. Lo doloroso de la verdad que sale de su boca es que ignora los frenos de lo «decible» y de lo indecible. Son espejos despiadados porque la mayor parte de las veces son sinceros, y reflejan lo que nosotros apenas conseguimos ocultarnos a nosotros mismos. Transmitir un valor, una referencia de vida, y no aplicarla uno mismo en lo cotidiano, es sin duda el insulto más despreciable que podamos hacer a nuestros hijos. Una mentira de por vida.

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Por esto hay que volver a dar prioridad al conocimiento de nuestros valores, los que dirigen, dan un sentido, una dirección a nuestra vida. La conciencia de uno mismo en primer lugar y la ayuda de los padres después –de acuerdo con su enseñanza y con la experimentación personal de sus propios valores– permitirán a los adolescentes ver más claro en ellos mismos. El comienzo de la conciencia de sí es haber aceptado exponerse a las ideas y a los valores de los otros y confrontarse con ellos, haber acogido puntos de vista diferentes de los propios, tomando conciencia de que la falta de seguridad lo vuelve a uno defensivo o demasiado influenciable. Encontrar su lugar, único y específico, en el seno de una comunidad de seres. La conciencia de sí permite también establecer nuestros valores en el curso de diálogos, de discusiones que son confrontaciones inconscientes. Conocer el orden de nuestras prioridades sigue siendo un asunto personal. Ese orden podrá evolucionar o cambiar en función de la transformación de nuestras necesidades personales, de nuestra edad, de nuestro tejido social evolutivo y de nuestras experiencias. Un orden inmutable, transmitido íntegramente, sin ni siquiera adaptarnos a las mutaciones funcionales, tiene un nombre: el orden moral. ¿Qué debemos elegir? ¿La amistad o la franqueza? ¿La educación de los niños o la preservación de su carrera profesional y el mantenimiento de sus ingresos? ¿La salud o la pasión? ¿El éxito arriesgado o la vida tranquila? ¿Aceptar y transmitir los valores de los padres, o dejarlos de lado porque son de otra época? ¿Qué valores sociales elegir y cuáles combatir? Muchas preguntas y muchas elecciones. Hay que afrontarlas libremente, sin coacciones. Tomar uno sus propias decisiones es sano, incluso vital. Todas son legítimas si no son efecto de una presión perniciosa y malintencionada, de una influencia que tienda a sofocar el libre albedrío. Otro medio: examinar las consecuencias de las decisiones propias y evaluarlas según el efecto sentido. ¿Me siento orgulloso de mis valores? ¿Soy capaz de expresarlos abiertamente, de traducirlos en gestos, en comportamientos reales? ¿He elegido mis valores conscientemente? A contrario, también podemos buscar nuestras propias incongruencias y las de los otros; por ejemplo, criticar la política y no ir a votar, hacer trampas en el juego y al mismo tiempo querer inculcar la honradez… Frecuentemente las diferencias en el repertorio de valores son fuente de dificultades en la relación humana. Entonces se habla de colisión de valores, cuando el conjunto de desacuerdos se basa en un enfoque diferente de cada valor a través de la experimentación personal de dos o varios individuos. Si el adulto no tiene conciencia de sus valores o no ha llegado a distinguir los suyos de los que le han sido legados por sus padres o por su entorno social, estará poco inclinado a guiar a sus hijos por caminos que

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aún son arriesgados para él. Sin embargo, aunque el niño no necesita que se decida por él, sí necesita ayuda, sostén, información para pensar en establecer su propia escala de prioridades. Esta es la razón por la que el método de clarificación de valores de Sydney Simon[12] no se detiene en el contenido de los valores, sino en un proceso que lleva a una elección para traducir en gestos los comportamientos y los valores elegidos conscientemente. 1. Elegir en tres etapas: – Investigar las opciones que uno tiene, sus convicciones, sus actos. ¿Qué me gusta hacer…? – Examinar las consecuencias. ¿Qué ocurriría si…? – Decidir libremente. ¿Es esto lo que quiero verdaderamente? 2. Estar orgulloso de sus convicciones y de sus actos: – Centrarse en lo positivo. ¿Estoy feliz y orgulloso de ello? – Comunicar. ¿Hablo de ello cada vez que tengo ocasión de hacerlo? 3. Actuar según las convicciones propias: – ¿Traduzco siempre mis valores en actos, ocurra lo que ocurra? – Integrar las decisiones. ¿Qué puedo hacer y volver a hacer? En este modelo de clarificación, y para actualizar tus valores respecto a tus actos, puedes añadir la siguiente pregunta: «¿Hago verdaderamente lo que quiero con mi vida?». Para responderla, basta con hacer una lista de diez actividades que te gusta, o gustaría realiuzar. Después, enumera las razones, los frenos, las buenas excusas, la falta de motivación, etc. Esta lista te indicará la importancia que das a tus actividades, las que vives con autenticidad y las que no. A menudo estamos expuestos a varios problemas recurrentes: ¿qué pensar?, ¿qué creer?, ¿qué hacer? Deseamos estar seguros de tomar la decisión correcta y, sin embargo, seamos niños, adolescentes o adultos, nuestros valores son imprecisos. Por el contrario, cuando nuestras elecciones sean claras y determinadas, las consecuencias que orientan nuestra vida, aunque sean molestas, se integrarán y se aceptarán totalmente. Dicho esto, ya no hay inconveniente en que los padres intenten influenciar a sus

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hijos cuando estén seguros de que sus valores los van a beneficiar. Abstenerse de ello es caer en el esquema mencionado precedentemente en el que los padres, traumatizados ellos mismos o con conflictos de infancia, dejan desmoronarse referencias y valores y corren el peligro de no proponer ningún modelo coherente a sus hijos. No olvidemos que la ejemplaridad sigue siendo el medio más sutil, el más suave y el más fuerte a la vez para ejercer nuestra influencia en la conciencia de los niños dentro del marco de relaciones «normalmente» buenas. Ser ejemplos, no modelos. Para que vuestra influencia sea real y efectiva, debe ser real y auténtica; por ejemplo, obligaros a acompañar a vuestro hijo a misa porque deseáis que reciba formación religiosa. Cuando llegue a la edad de elegir, decidirá por sí mismo si continúa esa vía o no. Si no lo desea, ya nada os obliga a ir a misa. Pero al menos, a lo largo de todo su camino, habréis sido coherentes. Respecto a esto, el diagnóstico de Tony Anatrella sobre la responsabilidad y la ejemplaridad de los padres en el proceso de elaboración individual nos aporta claridad: «El entorno se ha vuelto igualmente menos educativo, pues numerosos adultos no siempre saben situarse respecto a los niños y los adolescentes. Se quejan de no saber cómo ser educadores y les domina la duda sobre lo que hay que transmitir, sobre cómo respetar la libertad del niño, y orientarlo en sus decisiones. La prensa nos habla a menudo del “malestar de los jóvenes”. […] Sin duda sería más justo evocar el malestar de los adultos frente a los jóvenes… »De los adultos que dudan de su rol, que se sitúan en igualdad con los niños y que piensan que estos últimos poseen en sí todos los elementos para comprender la realidad y desarrollarse solos. Según eso no tienen nada que enseñarles, pero los niños, como los adolescentes, no desarrollan su deseo y su autonomía más que en la medida en que están en contacto con adultos que les aportan con qué construirse. La libertad no existe en sí misma; se adquiere gracias a la educación». El valor humano, el valor personal proviene de nuestra fuente interior. La búsqueda de nuestros valores, de nuestro valor, nos conduce directamente a esa fuente original, que, a partir de las emociones, atraviesa el filtro de los valores. Nuestros valores son guías adoptadas para motivar nuestra conducta, sean materiales, a ras de tierra o más elevados, espirituales. No es menos indispensable disponer de nuestra propia jerarquía de valores, los más simples, que gestionan lo cotidiano casi inconscientemente o los comportamientos básicos de nuestra vida, y los más elevados, que necesitan una afirmación, una aceptación y son una elección de vida. A condición de que los primeros no hipotequen los segundos. En efecto, en lo cotidiano, nuestros valores materiales entran en colisión y son fuente de conflictos y de tensiones que llegan a hacernos olvidar nuestros valores ideales.

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Así, ¿es por convicción o por rutina por lo que nos levantamos por la mañana, nos vestimos de una u otra manera, estudiamos, trabajamos, hacemos regalos? No se trata de enumerar cada mañana el porqué de todas nuestras acciones. Tal enumeración conduciría al inmovilismo. Simplemente se trata de parar de vez en cuando y preguntarnos nuestras motivaciones y lo que hace que elijamos una u otra solución. Y veremos entonces que no estamos muy lejos de nuestros valores. Incluso disponiendo de una escala coherente de valores, no nos faltarán temas de confusión. Constantemente nos enfrentamos a decisiones banales o importantes, seamos niños, adolescentes o adultos. Para que esas colisiones no se transformen en indecisiones torturadoras, estemos en primer lugar a la escucha de nosotros mismos, de nuestras necesidades fisiológicas, morales y psicológicas. Conociendo nuestros gustos, nuestros valores, nuestros criterios de decisión, evitaremos la pérdida de tiempo y la incomodidad del vacío en espera de la inspiración, la ocasión… Los libros de Sydney Simon están llenos de juegos y de ejercicios para hacer uno mismo y para que los hagan los niños y los adolescentes. Cotidianamente se viven ocasiones de desacuerdo entre adultos, entre niños y adultos. Son colisiones de valores o de necesidades antagónicas que se expresan en el mismo momento. Si el desacuerdo persiste o se transforma en conflicto, es momento de ponerse en cuestión. ¿Estoy verdaderamente seguro de que mis valores son los mejores? También es momento de medir la tolerancia propia. ¿Soy capaz de vivir con personas que no comparten por entero todos mis valores? Es la hora de la comunicación. ¿Qué ejemplo he dado a mis hijos? Mi relación con ellos ¿los incita a escucharme, a respetarme o, por el contrario, a hacerme frente? Es así como se construye la relación. Poco a poco. Cambiar lo que se puede cambiar, aceptar lo que no se puede cambiar y la sabiduría de ver la diferencia. Los valores, elaborados pacientemente obedeciendo a las experiencias vividas, a las emociones sentidas, son el cemento que une entre sí las estructuras de nuestra personalidad. Perduran durante la vida adulta y aseguran una forma de equilibrio, pero se labran desde la infancia y toman cuerpo en el crítico momento de la adolescencia y de la post-adolescencia, antes de la entrada de lleno en la vida adulta. En ese momento es cuando la relación educativa debe intervenir. Y si bien el diálogo es siempre importante, especialmente en la relación padres-hijos, además hace falta admitir que todo no es negociable. Incluso es estructurante conocer los límites de lo posible para construir la vida de uno. Para llegar a la edad adulta, es decir, a la edad de la libre elección, el niño deberá, pues, haber culminado un proceso de identificación a través de los diversos materiales de los que dispone: sus propios recursos y los límites que fija una vida armoniosa en sociedad. Y es así como descubrirá que en él «el límite es el cielo».

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LA SUGESTOPEDIA La liberación del potencial, la sugestopedia y la hipermemoria Nadie puede revelarte nada que no sea lo que se alberga ya, medio despierto, en el alba de tu saber. KHALIL GIBRAN , El profeta

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El malentendido original La escolaridad en general, y la enseñanza primaria y secundaria en particular, reposan sobre un formidable malentendido: una inadecuación entre las respuestas propuestas y las necesidades reales del alumno. Y con razón. La gran mayoría de los educadores reproducen esquemas educativos que les han sido aplicados sucesivamente, por estratos: durante la infancia en primer lugar, a lo largo de sus años de formación universitaria después, y finalmente en la práctica. Una reprografía restrictiva. Y, por tanto, transmiten a su vez una forma de adquisición del saber que ha llegado a ser, a su pesar, perniciosa a causa del tiempo que ha pasado. A los más jóvenes les separan al menos veinte años de sus emociones primeras, las de la infancia, las de la vida escolar. Para los más mayores, a pesar de los años de experiencia en contacto con generaciones que, por su parte, han evolucionado de acuerdo con las mutaciones sociales, el modo de enseñar permanece anclado a conceptos antiguos. Teniendo como principal peligro la falta de adaptación a la vida. Montaigne, Locke o Rousseau, en su tiempo, proponían algo innovador: «No tratar de modificar la naturaleza del niño, sino más bien descubrir sus cualidades, respetar sus necesidades, su ritmo y su originalidad». Las primicias de una educación a la carta, una adaptabilidad a las necesidades intrínsecas de cada alumno, pero también una crítica en regla a los esquemas ya tradicionales que se resumían en transformar al niño «conforme a cierto ideal social, asegurar la perennidad de cierta cultura y evitar toda ruptura entre las generaciones». Sin embargo, la educación, según la definición más habitualmente admitida, es «el arte de desarrollar las cualidades potenciales, físicas, intelectuales y morales de una persona. […] Con los progresos de la psicología, no se pretende tanto la integración de un niño en el clan de los adultos como su expansión total y la realización, tan completa como sea posible, de sus potencialidades». De sus inteligencias. Es forzoso constatar que, sobre el terreno, ese proyecto es un deseo imposible, una utopía de artista. Aún hoy, y sin duda más que ayer, es una revolución cultural lo que necesitan los alumnos. Una revolución del espíritu y del corazón; una revolución del amor. Este fantástico desafío que se lanza a los maestros consiste en apostar en lo sucesivo por el potencial de los alumnos, que se sabe que es prácticamente ilimitado. Un potencial emotivo, un potencial interpersonal, un potencial sensorial, un potencial creativo y un potencial intuitivo, sin ceder en nada al potencial intelectual. Pero, en lo que respecta a este último, se estará de acuerdo en que «lo intelectual» ha dejado al borde del camino a cientos de miles de niños. Incomprendidos, no queridos y

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rechazados. ¿Su único error? Haber respondido con un modo de funcionamiento presuntamente anárquico sencillamente porque no participaba de la lógica intelectual pura. Esa lógica de la que Kant decía que era «la ciencia de las leyes necesarias del entendimiento y de la razón», Hegel «la ciencia de la idea pura» y Hamilton «la ciencia de las leyes del pensamiento en tanto que pensamiento». Dogmas que sobreviven y ocultan una primacía sectaria.

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El desafío de Descartes Este desafío de una pedagogía nueva es el de la pedagogía emocional. Es el desafío de Descartes, que plantea que «el niño debe estudiar también la lógica, no la de la escuela, sino la que enseña a conducir bien la razón para descubrir la verdad que se ignora». El único desafío que verdaderamente cuenta es el desafío de mañana. ¿No es el alumno el principal y el único beneficiario de su aprendizaje? ¿No es su motor? De la misma manera que no se hace avanzar a palos a un asno que retrocede, igualmente conviene conceder la mayor importancia a los descubrimientos emocionales del que aprende, aunque en apariencia sean ínfimos. Esos descubrimientos personales, esos descubrimientos sensitivos, en cuanto son el resultado de experiencias interiores, vividas y aceptadas, tendrán un alcance duradero. En todo caso, mucho mayor que una lección bien aprendida, bien recitada… muy a menudo olvidada. Tomemos el ejemplo de un poema. Un poema que habla, es decir, un poema que entra en resonancia con el sentimiento de quien lo aborda. Ese poema sobrevivirá al olvido. Incluso surcará con su melodiosa armonía toda una vida. Más aún, se transmitirá de generación en generación, pues oculta en sí el encanto de las emociones vividas. ¿Quién no tiene aún en los labios una canción, un poema, un texto, que, viniendo de tiempos remotos, brota en el instante en que el clima emocional se presta a ello? Ese texto no procede ya de la lógica intelectual. Ni de lo mental ni de la mnemotecnia. Es emoción pura. Emoción que se recuerda. Lo que es válido para el poema lo es también para toda forma de adquisición en cualquier plano en el que intervenga. Así, a los maestros se les plantea desde ahora un nuevo desafío: atraer la atención más que exigirla. ¿Es este un programa muy amplio? No forzosamente. Aprender bajo coacción tantas líneas, para tal día a tal hora, es un procedimiento de adquisición que revela dos preocupaciones antinómicas, que no tienen nada que ver con las emociones. La primera preocupación es el miedo al palo. Un castigo, una mala nota, el riesgo de no pasar de curso, la decepción, incluso la rabia, de los padres, la frustración frente a los condiscípulos, el sentimiento de fracaso. Es lo que se llama la motivación por evitación. La segunda preocupación, de resultado también fugaz, es la espera de recompensa. Una buena nota, felicitaciones, orgullo frente a los que no saben, tranquilidad al volver a casa. Estas dos motivaciones, aunque para el educador parezcan satisfactorias e incluso le den seguridad, no tienen nada que ver con el aprendizaje. Se diluyen en cuanto termina el plazo. Con el tiempo, no queda nada de ellas. Quizás una palabra, un título. Y ni eso. Al no haber llegado a franquear el umbral de la emoción, la lección irá a perderse en algún lugar más allá de lo consciente. En todo caso, demasiado lejos para que se la

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recupere algún día. Sin embargo, existen numerosos medios para atraer la atención. Medios sencillos de poner en práctica. Pero hay que saber que en el lenguaje hablado solo hay un orden de importancia: las palabras no participan más que en un 7% (!) en la comunicación. El resto, es decir, el 93%, se transmite por el tono de la voz. La variación de ese tono, la respiración, la articulación, la mirada, las actitudes, los comportamientos, toda una gestualidad que habla sin palabras pero que dice todo. Así, algunos han intentado provocar la atención con ayuda de variaciones de entonación. ¿Su objetivo? Estructurar la memorización por medio de la alternancia de un tono corriente (enunciativo) con un tono susurrante (persuasivo) o con un tono dramático y triunfante (enfático). Ese modo de aprendizaje, con entonaciones variables, más que ser una simple ocurrencia, participa de la comunicación activa, una técnica inspirada en el yoga nidra. Tiene el mérito de romper con el tono, tan a menudo utilizado, que abre muy poco las puertas a las emociones. Igualmente, recurrir a la creatividad y a las actividades lúdicas son dos medios para esquivar las resistencias y los rechazos. Permiten, dando aparentes rodeos, conectar con la memoria no consciente del que aprende haciendo abstracción de lo mental. Por último, una solución que reemplaza al esquema acción-reacción, castigo-recompensa, es aprender sin la conciencia de aprender. Es sentir en uno mismo la aparición de un nuevo conocimiento. Porque no hay ningún riesgo en liberar la inteligencia emocional propia. Se quiera o no, las emociones son el vector necesario en todo aprendizaje. Consciente o inconscientemente, el que enseña como el que aprende, todos estamos gobernados por nuestras emociones mucho más que por la sola lógica. Y Maria Montessori, la fundadora de una pedagogía alternativa que lleva su nombre y la ha sobrevivido, no hace otra cosa cuando propone: «Desarrollar los sentidos - Actuar Dejar lugar a la vida interior». La lógica procede de una construcción intelectual. Las emociones, por su parte, son infusas. Tienen su propia vida. Se viven en el cuerpo.

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Inteligencias múltiples Como hemos visto, el córtex integra informaciones percibidas del exterior. Una vez que se integran y pasan a través del filtro de nuestras emociones, se transforman rápidamente en respuestas. Sin embargo, el córtex es mucho más que un simple lugar de intercambio, una estación de depuración o de filtrado. Ante todo, es la sede de las funciones superiores, por ejemplo de la inteligencia. A condición de admitir de una vez por todas que no hay una sola inteligencia. Que no es solo intelectual y racional. En realidad hay inteligencias múltiples. Howard Gardner demuestra incluso la existencia de siete inteligencias diferentes[13] . A las inteligencias verbal y lógico-matemática, ya cuantificadas por el CI, añade, al mismo nivel, las inteligencias espacial, musical, kinestésica –conciencia de las sensaciones corporales–, interpersonal e intrapersonal. En suma, la inteligencia emocional. Todas esas informaciones, que se remontan a los primeros momentos de la vida, son almacenadas en el cerebro de forma difusa y química. Una vez removidas y asimiladas, nos sirven de referencias. Es un paso obligado y no deliberado pora toda nueva información. Por ello es primordial no detenerse en la palabra verbalizada, darle una primacía que no es suya. Puesto que el lenguaje hablado no es más que una de las herramientas de comunicación, las instrucciones maestro-alumno no constituyen más que una parte microscópica del mensaje percibido por el alumno. Integrar y utilizar ese formidable espacio de comunicación no verbal es abrir un campo de acción casi infinito de interacciones que permitirá al maestro transmitir su mensaje. Las palabras conservarán su utilidad a condición de estar en consonancia con lo que siente el emisor. Como sabemos, el maestro desempeña un papel primordial en el desarrollo de la vida afectiva y social del joven que está ante él. Casi tan importante como el de los padres. Incluso es todo lo que da valor a su apostolado. Una palabra de ánimo auténtica, y por lo tanto emocional, marcará con mayor seguridad el aprendizaje que un castigo o una crítica. A esa palabra de ánimo espontánea, el niño, como el adulto, une automáticamente una sensación de confianza, de orgullo y de placer. En primer lugar, él podrá decirse legítimamente: «Confía en mí, piensa que soy capaz, sabe que valgo». Concomitantemente, ese mismo mensaje se transformará en «Si soy capaz de suscitar la confianza y la estima del maestro, con un esfuerzo suplementario podré hacer aún más». Entonces, aprender se convierte en un placer. Un regalo que nos hacemos a nosotros mismos y a quien ha creído en nosotros. Con una palabra, con una

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simple palabra, a condición de que proceda de lo que siente y que no se vea como un truco, el maestro ha conseguido que nazca en el alumno la confianza en sí mismo y la estima de sus propias capacidades. El clima que rige entonces la relación maestro-alumno cambia. La desconfianza cede el lugar a la confianza. Lo insuperable se convierte en un objetivo. Mejor aún, en un desafío. Qué lejos se está entonces de la palabra que hiere, de la palabra que disgusta, de la palabra que mata la confianza y deja al niño con sus dudas. Sí, el maestro tiene entre sus manos ese poder insospechado. Sin embargo, cuando no lo ignora, lo teme. Porque también él duda. Peor aún: a diferencia del niño, él es consciente de que duda. También conoce el vértigo abismal de las emociones. Al dejarlas transparentar, ¿no se arriesga a poner en cuestión una cómoda jerarquía de las normas que hace que de un lado se encuentre el que sabe y del otro el que no sabe? En suma, la blanda tranquilidad de una relación normativa. Y tanto peor para la misión sagrada, el apostolado, la vocación primera… Sin darse siempre cuenta, el maestro puede favorecer el crecimiento personal del que aprende. Y no solamente el intelectual. Demasiado a menudo, deja a los padres el desarrollo emocional y social, circunscribiendo su propia acción al desarrollo intelectual. Esto es ignorar que todo está en todo, y recíprocamente. Como si el niño estuviera hecho de dos mundos que se yuxtaponen pero que no se interpenetran. Una infancia intelectual durante el día y una infancia social y emotiva por la noche. A voluntad. La perfecta utopía de un alumno dicotómico, lógico y afectivo según la hora del día. ¿Cómo explicar que cierto maestro permanezca en nuestra memoria mientras que decenas de otros han quedado en el olvido? Sin duda porque supo apelar a otra cosa que a nuestra razón. Frente a un alumno perturbado, inquieto y que duda de sí, el más precioso regalo que se le puede hacer ¿no es precisamente aceptar ese estado de perturbación, de inquietud y de duda? No reprochárselo, no juzgarle según un código restrictivo, sino aceptarlo tal y como es. En sus buenos y en sus malos días. Permitirle aceptarse a sí mismo.

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El talento está hecho de paciencia Y de lo que se trata no es exclusivamente del bienestar del niño. El resultado obtenido será un premio para el que enseña, sean cuales sean el mensaje emitido, el tono, la mirada o el gesto que hayan acompañado a ese mensaje. Porque habrá sabido encontrar las palabras y el tono que ayudan y que aceptan; porque habrá sabido prohibir las palabras que juzgan y que castigan; porque habrá sabido hablar al corazón. Entonces, habrá tejido el vínculo de una estima recíproca. Enseñar es, ante todo, desarrollar una destreza y, por lo tanto, un poder de acción sobre las cosas y sobre los seres. Demasiados profesores estiman que conocer lo que transmiten y transmitir lo que conocen son los límites necesarios y suficientes de su campo de intervención. Eso es prohibirse soñar. Es quebrar la esperanza. Porque los profesores tienen una misión más noble y más exigente a la vez: preparar a los hombres y a las mujeres de mañana con todas sus potencialidades optimizadas. Ellos también deben aprender la paciencia y la valentía de ser imperfectos. Si el alumno, como hemos visto, es el motor de su adquisición, el maestro es al mismo tiempo el que arranca, el aceite que lubrifica los engranajes, el que impide que el motor patine o se embale, el que acompaña y el que aconseja a lo largo de la carrera. Participa en las etapas esenciales de la adquisición. A él le corresponde el papel de evitar las inhibiciones generadoras de ansiedad que bloquean el cerebro y, por lo tanto, el aprendizaje. A él le corresponde tener conciencia de que el proceso de aprendizaje se construye en el cuerpo a través de las barreras emocionales heredadas de la primera infancia. Esas barreras perdurarán toda nuestra vida y seguirán un camino únicamente conocido por ellas. Con el tiempo, llegarán a ser poderosos filtros mentales. Incluso es a través de ellas como se retransmitirán nuestras futuras respuestas.

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La sugestología: modo de empleo Existen en efecto dos planos de percepción que convendrá armonizar. El cerebro registra al mismo tiempo informaciones específicas, como el frío, el calor, un ruido repentino, una piedra en un zapato…, e informaciones no específicas, como por ejemplo un claro de luna, una música, el aire que respiramos, los colores que nos rodean. Por esta razón conviene consultar los trabajos del psiquiatra búlgaro Georgi Lozanov sobre los dos niveles de la comunicación: el consciente y el no-consciente. Lo esencial de sus investigaciones trataba de los fenómenos de sugestión y de la influencia del entorno en nuestra personalidad. «Lozanov estaba convencido –según Sheila Ostrander y Lynn Schroeder[14] – de que el cuerpo, el espíritu y la intuición conjugan sus efectos e intervienen como un todo en los procesos de aprendizaje, de memorización y de comunicación. ¿Qué hace que nos dejemos emocionar por una gran actriz? ¿Por qué nos marca la personalidad carismática de un hombre político, la influencia de un buen profesor? Lozanov tuvo la convicción de que no oímos únicamente las palabras que pronuncian la comediante, el político o el profesor, sino que percibimos igualmente de ellos informaciones que captamos a un nivel intuitivo y cuya influencia sufrimos». En consecuencia, la sugestología tenía como campo de acción la personalidad humana en toda su riqueza y sus interrelaciones complejas con su entorno. Se interesa por todas nuestras percepciones, sea cual sea su intensidad; por las que nos afectan constantemente, muy a menudo sin saberlo nosotros. En efecto, hagamos lo que hagamos y dondequiera que nos encontremos, todos recibimos un número considerable de señales, aunque no sean conscientes. Siempre tienen su importancia, incluso sus consecuencias. El hombre está en perpetua interacción con su entorno, sea físico o interrelacional. Prestarle atención a este es dominar nuestro potencial de inteligencia y por lo tanto aumentarlo. En 1967, Pravda, el diario ruso, emanación directa del poder comunista, se hizo eco de los trabajos de Lozanov; los titulares que acompañaban este descubrimiento suscitaban muchos interrogantes: «Las posibilidades insospechadas de la memoria humana», «¡Aprender lenguas extranjeras en un mes!». Acababa de descubrirse la sugestopedagogía, más habitualmente llamada sugestopedia. ¿Verdadero progreso humano o simple superchería? No obstante, a pesar de las aprensiones y de las dudas de los occidentales, los trabajos de Lozanov, que se reconocieron rápidamente, se iban a tomar muy en serio. Más aún cuando, en el mismo momento, por su parte, investigadores americanos trabajaban en un terreno similar, el de

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la hipermemoria. El aprendizaje acelerado de idiomas no era más que una de las facetas, sin duda la más espectacular, de los trabajos de Lozanov. Había decidido aplicar su original método a la adquisición lingüística para impresionar los espíritus en general y al mundo científico en particular. Incluso se proponía hacer aprender, al que quisiera, más de cien palabras nuevas al día antes de pulir su método por medio de frases y de diálogos. Científicos, periodistas, estudiantes tuvieron que rendirse a la evidencia: al final del curso, podían utilizar sin dificultad y en el momento oportuno las palabras que habían aprendido en una especie de semiconsciencia. Una manera de demostrar que lo impensable es posible. Un poco como hoy el caminar sobre brasas y el puenting. Incluso antes del anuncio a bombo y platillo de Pravda, en 1966 exactamente, las autoridades búlgaras habían abierto en Sofía el Instituto de Investigaciones Sugestológicas, fruto de más de quince años de experiencia y de investigaciones y que dio a conocer al mundo el nombre de Lozanov. Se recuerda que Bulgaria era entonces terreno reservado de los servicios secretos soviéticos en sus tentativas de desestabilizar Occidente en general y Europa en particular. En cambio, es menos sabido que Bulgaria estaba impregnada de la tradición herética y que allí la dimensión parapsicológica se daba por descontada. Centro de la tradición oculta de Occidente, había sido el foco de la herejía cátara, aquel movimiento religioso que se situaba en la tradición gnóstica y cuyos «Perfectos» iban a ser mucho más tarde víctimas inocentes de un genocidio premeditado por el ala dura del catolicismo, con Simón de Montfort como principal impulsor y Montségur como Gólgota. Los gnósticos sostenían que uno debía adquirir por sí mismo un conocimiento directo, o conciencia cósmica, de los principios divinos, en lugar de pasar por la intermediación de una iglesia y de sacerdotes. De ahí el desarrollo, por medio de técnicas secretas, de facultades psíquicas. Por lo tanto, no es sorprendente que Bulgaria acogiera sin demasiada dificultad los primeros pasos de la sugestología, pues esta es al mismo tiempo lógica y paraconsciente. Entra en el dominio de la hipnosis, pero no participa de ella. Lo esencial de la sugestopedia reside en la confianza en el potencial no utilizado de cada uno de nosotros.

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La supermemoria o hipermnesia Mucho antes de crear, de acuerdo con el Gobierno búlgaro, lo que iba a convertirse en el Centro Lozanov, aquel joven psiquiatra había recorrido el mundo para estudiar los fenómenos de sugestión y de hipermemoria. Hijo de una familia de la intelligentsia búlgara –su padre era profesor de Historia en la universidad, y su madre, profesora de Derecho–, se formó en Medicina y en Psicoterapia en Bulgaria con un enfoque innovador y creativo en un sector prácticamente desconocido en aquella época. Estudió en la universidad de Jarkov, en la URSS, y su tesis de doctorado versó ya sobre la sugestología y las posibilidades de aplicar sus descubrimientos a la supermemoria, una memoria excepcionalmente viva y exacta, y a la parapsicología aplicada a la educación. Así, descubrió en un prolongado y estudioso vagabundeo que algunos yoguis de la India podían repetir textos de la tradición, con más de cincuenta y tres mil palabras, por simple transmisión oral. Sin ni siquiera el menor fragmento de un texto escrito. Igualmente, un poco más tarde, Lozanov encontró fenómenos similares en Nueva Zelanda, donde algunos maoríes cultivaban su supermemoria con técnicas similares a las de los brahmanes de la India. Como Kaumatana, jefe maorí que era capaz de reconstruir la historia de su tribu a lo largo de cuarenta y cinco generaciones, un período que superaba el milenio. Aunque hacía falta un poco de paciencia, puesto que necesitaba tres días para relatar, siempre sin soporte escrito, ese pasado aún tan presente en el seno de su tribu. Evidentemente, esos hombres habían encontrado o conservado un medio de surpermemorización excepcional. Lozanov fue uno de los primeros en comprender que esos fenómenos de hipermnesia eran reproducibles. Fueran el resultado de una larga práctica o de ejercicios olvidados, eran aplicables a la enseñanza y a la educación. Para ello, bastaba con excavar en nuestras reservas cerebrales. ¡Y qué reservas! Los investigadores, unánimemente, fijaron la cifra del 10%. Cifra, por otra parte, inverificable en absoluto, pero que significaba que no movilizamos más que un 10% de nuestro potencial cerebral, mientras que el 90% vegeta en alguna parte. Esta reserva, inutilizada o dormida, debía poder ser reactivada, no con una simple petición, evidentemente, sino con la ayuda de una preparación más o menos programada. Y Lozanov iba más lejos cifrando en un 96% nuestras reservas no explotadas. Queda entonces la pregunta a la que induce esa constatación: ¿cómo alcanzar el 90% a 96% no utilizado de nuestras potencialidades? «Se diría –afirmaba Lazanov– que un genio malo, desde nuestro nacimiento hasta nuestra muerte, nos susurra: “Economiza, economiza…”».

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La elección de la felicidad Antes de avanzar en el desarrollo de la teoría de Lozanov y de su método, conviene detenerse un instante. Como acabamos de ver, nuestras reservas potenciales son prácticamente ilimitadas. Desde los descubrimientos de ese hombre han pasado más de treinta años, en el curso de los cuales ha nacido un nuevo siglo. El siglo XXI está aquí, y es evidente que las ilusiones de postguerra de un mundo mejor son lo que eran, una utopía. Además, la profecía falsamente atribuida a André Malraux «El siglo XXI será religioso o no será» está a punto de cumplirse. El mundo de hoy está en desarrollo, en crecimiento personal, superándose a sí mismo. Con una certeza: la dicha futura no depende más que de uno mismo; y la vida, de lo que se haga con ella. La felicidad ofrecida por el Estado no es más que una utopía. El hombre, y solo él, es el amo de su felicidad. Al mismo tiempo que de una formidable potencialidad, disponemos en nosotros de fuerzas protectoras que frenan, como la reflexión, la intuición, la moral y la ética… Como hacía decir Cervantes a Don Quijote: «Hay que saber dar tiempo al tiempo», un enfoque similar al de la Escritura, que recomienda «separar el buen grano de la cizaña». En cuanto se empieza a trabajar sobre lo que se siente, las emociones, sobre el desarrollo personal; en cuanto se comienza a sentir en uno mismo emociones olvidadas o jamás reveladas, aparece una apetencia. Una sed de conocimiento en todos los sectores. Un deseo de añadir prácticas a prácticas, cursos a cursos, experiencias a experiencias. Es preciso saber dominar esta apetencia. En todo, y especialmente cuando se aborda la búsqueda personal, es preciso ser razonables. No es menos cierto que, desde los años 60, Lozanov había adquirido la convicción de que nuestras reservas estaban siempre disponibles en caso de necesidad urgente, es decir, bajo el peso de una carga emotiva poderosa que nos impida reflexionar o pensar, que cortocircuite nuestra mente. En presencia de esta carga emocional superpoderosa que nos domina, lo imposible se vuelve posible. Testigo de ello, ese hombre capaz de levantar él solo un coche para salvar a un niño aprisionado bajo el vehículo. Otro ejemplo: en un período de anemia profunda, incapaz de hacer el menor esfuerzo físico, se vio a una mujer muy menuda levantar y llevar a su hijo de diez años, que acababa de caerse, con el cuerpo cubierto de sangre. ¿Un milagro? En absoluto. La emoción de miedo, de amor y de urgencia conjugadas consiguió inhibir la razón y la memoria de los límites. No es casualidad que en la palabra «emoción» se encuentre la noción de movimiento, de motor. Lozanov incluso aconsejaba a los profesores a los que formaba:

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«No expliquéis más que muy poco. Haced experimentar». Explicar es vestir la emoción, lo que se siente, con un corsé mental. Cuanto más se explica, más se racionaliza, menos se permite al individuo descubrir su propio camino. La razón no es más que una conceptualización, una vestimenta intelectual. Para ser eficaz debe ser conjugada en todos los tiempos de la emoción. Thomas A. Edison, el inventor de la lámpara eléctrica incandescente, no dijo otra cosa cuando, a una mujer que le preguntaba «Pero ¿qué es la electricidad en realidad?», le respondió: «La electricidad existe, señora; sírvase de ella». De paso, se observará que la vida de Edison en sí muestra claramente al autodidacto. La escuela, por su rigidez normativa, ¡no le vio más que… tres meses! Viéndose obligado a ganarse la vida a los doce años, llegó a ser vendedor de periódicos en los trenes e… impresor en esos mismos trenes. Paralelamente, aprovechaba el poco tiempo que le quedaba para estudiar, según sus gustos y sus pasiones, mecánica, física y química y hacer múltiples experiencias. A los quince años, aprendió la telegrafía. Rápidamente patentó sus invenciones, y menos de quince años más tarde, ya muy rico, se estableció por su cuenta. Se le debe el micrófono de carbón, el fonógrafo, el kinetoscopio, el acumulador y el efecto Edison, punto de partida de la invención del tubo catódico. La respuesta de Edison procede de la sugestología en cuanto rechaza el razonamiento, la explicación, lo racional. La sugestología pasa sobre todo por la desugestión.

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Cambiar nuestras creencias En efecto, no existe sugestión sin desugestión. Hacia el final de los años 90, ese mismo tipo de proceso se aplica a las creencias. Han aparecido muchos libros y seminarios con el mismo objetivo: cambiar las creencias que nos limitan. Los más eficaces de esos procesos siguen siendo sin duda la PNL (programación neurolingüística) y el método Opción del americano Barry N. Kaufman[15] , también llamado Opción Felicidad. Este método nos muestra claramente que no existe más que una vía: la felicidad o la desdicha. Nos corresponde a nosotros elegir. Si bien las creencias nos han sido transmitidas por nuestro entorno relacional y sobre todo por nuestras experiencias; si bien somos libres de optar por un cambio de nuestras creencias, percibimos muy rápidamente que no somos siempre conscientes de las constantes influencias que recibimos. Cambiar nuestras creencias es también desugestionarnos. En la enseñanza de idiomas a los adultos por medio de esta pedagogía, las actividades musicales, los juegos, la relajación y la comunicación tienen como objetivo despertar un estado de sensibilidad no consciente, dejar a un lado las reticencias para reencontrarse con una parte del estado de infancia, es decir, la confianza en el método y en el animador, la alegría del juego, el placer de aprender y de comunicar. Aunque la finalidad es la apertura, la receptividad total y los medios para llegar a ella son muy a menudo lúdicos, a veces incluso al borde de lo que es el recreo. Sin embargo, es precisamente por esos medios, que adormecen lo mental y no dejan espacio al razonamiento, como el alumno vuelve a conectar con lo que siente. Las barreras caen, desaparecen. Así, Jean-Pierre, un ingeniero responsable de equipo, directivo en una empresa importante, apareció en uno de esos cursos de idiomas trajeado, con corbata, rígido en medio de una banda de alumnos vestidos de manera informal. Y el profesor-animador de inglés confesó: «Supe que se había conseguido cuando le encontré sentado, trajeado, en el suelo representando con mímica que preparaba un picnic y explicando a sus camaradas de juego en qué consistía su menú. Tenía la corbata desanudada, la chaqueta al lado, un contraste sorprendente con el Jean-Pierre tan serio que nos había intimidado a todos cuando llegó por la mañana». La misma impresión al verle jugar a repetir las palabras de otros, una receta infalible para inculcar a los participantes, al mismo tiempo que juegan, y por lo tanto se olvidan de sí, palabras a veces complejas de aprender. Es el nivel lúdico del aprendizaje. Entre otros, es el que da los resultados más sorprendentes. No pensar más, no reflexionar más, dejarse llevar por el placer del juego,

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que es un vector, un medio para esquivar las barreras emocionales y para captar nuevas informaciones. Podemos imaginar el alcance de una enseñanza que ya no se dirigiera a adultos recuperando las alegrías y las disponibilidades de la infancia, sino directamente a esta última. En el terreno fértil, prácticamente virgen, que constituyen los primeros años de la infancia y del aprendizaje, ningún grano pide otra cosa que crecer. Aplicar elementos de esta pedagogía desde la escuela primaria sería descargar a los padres de la carga que constituye el trabajo que continúa en casa, a veces incluso más allá de la medianoche. Evidentemente, los juegos, las animaciones marcan el ritmo de la escolaridad de los más pequeños. Pero no son solo juegos, animaciones, momentos de distensión. Sino que son justamente esos momentos los que hay que aprovechar para inculcar las bases del saber. ¿Qué mejor momento que ese en el que el alumno no está centrado en el esfuerzo y la obligación de aprender? La dicotomía tiempo de trabajo-tiempo de juego es la respuesta falsa a la cuestión del aprendizaje. Por el contrario, la solución es la conjugación de esos dos tiempos en un mismo momento. Aprender jugando, jugar aprendiendo. Además de la disponibilidad lúdica y emocional del que aprende, los maestros tienen otro as en la manga: el prestigio. Ser profesor, ser padre, es disponer de un capital de prestigio, lo que se llama la autoridad de prestigio. El prestigio reemplaza a la autoridad, y si hay autoridad es en el buen sentido del término: la autoridad de competencia. Competencia en la lengua enseñada, competencia en la pedagogía humana específica, competencia y respeto del que sabe y al que le gusta lo que sabe y lo que hace. La autoridad de competencia da prestigio a la persona que la posee: es ella quien tiene los recursos que me faltan, es a ella a quien voy a consultar… Para los niños, inconscientemente, los padres disponen de forma completamente natural de esa autoridad de prestigio, puesto que en ese tipo de relaciones hay amor recíproco y espontaneidad. Es lo que se puede llamar una autoridad que nutre. ¡Nutre, no ceba! ¿A cuántos profesores no les gustaría tener el prestigio de Alice M., profesora de Sugestología, que debía trasladar su clase al otro extremo de la ciudad? Hubiera podido pedir a sus alumnos que la ayudaran. Una actitud que, inevitablemente, habría suscitado resistencias, incluso un sentimiento de agobio. En lugar de eso, la oí presentar aquel traslado como un juego. Había decidido hacer de aquella mudanza una clase en sentido pleno. Sus alumnos quedaron convencidos de que se trataba de un simulacro de mudanza, hasta tal punto estaban habituados a la creatividad de aquella profesoraanimadora. Sin embargo, se trataba de una mudanza real. Solo una vez llegados a los nuevos locales comprendieron que el juego no lo era. En ningún momento los alumnos se sintieron contrariados o considerados como simples mozos de cuerda. ¿Cuántos profesores no desearían que sus alumnos les prestaran atención? Además

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con alegría por aprender. Se acabó ese sentimiento frustrante y tan poco estructurante de tener que llevar, arrastrar a toda una clase contra su voluntad. ¿Desde cuándo una clase precede al maestro? Arrastrados por el placer de aprender, el profesor no tendrá entonces más que guiarlos por los caminos del saber. Sin coacción, sino caminando de común acuerdo. Conozco profesores que invierten su tiempo y su dinero para inscribirse en cursos de perfeccionamiento, que se implican y que innovan, a veces sin saberlo sus superiores. Desde el comienzo de los años 70, he tenido la dicha de trabajar con el profesor canadiense Gabriel Racle[16] , uno de los primeros occidentales admitidos en el Instituto de Investigaciones Sugestológicas de Sofía para seguir los cursos e integrar los métodos del doctor Lozanov. Una vez formado, aplicó este método a los agentes de la Administración canadiense para enseñarles francés e inglés en el marco del bilingüismo. Le debo a él lo esencial de lo que sé de susgestología y de sugestopedia. Unos conocimientos que me han permitido dominar el trabajo de animadora de comunicación y desarrollo personal. Unos conocimientos múltiples, pues el método Lozanov no era más que un enfoque entre otros, no menos formadores. Ante todo, Lozanov era un humanista. Este médico se interesaba especialmente por los niños y por los tormentos que se les infligen con un aprendizaje antinatural, totalmente falto de creatividad e imaginación – uno de nuestros mayores talentos, también el más útil–. Es la imaginación la que nos permite adaptarnos a numerosas dificultades experimentadas en el camino. Sin creatividad, sin imaginación, es imposible salvar un obstáculo. La formación normativa y reductora que se aplica al aprendizaje prohíbe cualquier iniciativa personal. Además de que fabrica una serie de clones para los que la norma es el único límite, agacha la cresta de los más imaginativos porque son «ingobernables», y despide a los que parecen inadaptados, al no tener en cuenta el hecho de que el niño no normativo es el que habla, el que da un mensaje directo para el profesor y que, a través de su agitación, testimonia exactamente un sentir que intenta expresarse. Explicar, volver a explicar, siempre explicar, no es necesario ni suficiente. Todo lo contrario. En cambio, hacer vivir, hacer experimentar, ayudar a encontrar por uno mismo y en uno mismo los recursos de adaptación y de aprehensión, eso es lo que el niño pide. Nada menos y nada más… salvo un poco más de respeto. ¿Cómo aplicar entonces influencias sugestivas positivas? Es bastante sencillo, en suma. Recordemos que la sugestopedia recurre a las artes, a la música particularmente. Yehudi Menuhin, violinista de talento y pedagogo internacional, dijo: «La música nos aleja del mundo inmediato para hacernos penetrar en el espíritu de un gran compositor y compartir su ejemplo. Nos rendimos ante la emoción y el intelecto de otro espíritu, de

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otro corazón. Gracias a nuestra vivencia podemos unirnos a esas emociones y a ese intelecto». Por esta razón preconiza incluso que los cursos de música entren en una proporción del 10% en la escuela. Sin embargo, utilizar la música o los juegos no es hacer sugestopedia. Por el contrario, es una orquestación la que crea la eficacia. Así ocurre con la relajación, la fase de presentación de la lección. La relajación es uno de los determinantes de la sugestología. Permite una receptividad máxima. Y la receptividad es antinómica del temor, puro producto de lo mental que bloquea el cerebro. Para sacar partido de él a través de juegos o en plena creatividad, hace falta también que el mensaje que se transmite tenga mucha fuerza. Un mensaje anárquico, desorganizado y sin emociones no se transmitirá correctamente. Se debe organizar todo, y no improvisar. Porque el objetivo es nada menos que estimular la liberación del potencial. En el mensaje transmitido, la cuestión no es solo lo que dice el profesor, sino también de sus actitudes interiores y exteriores, la suma de sus intenciones positivas, su sonrisa, sus entonaciones y su apoyo sutil permanente. Todas estas formas de mensaje tienen un efecto acumulativo. Todo el mundo posee sus propios filtros, sus defensas, sus protecciones. En realidad, el estado de infancia los atenúa. Inevitablemente, el doctor Lozanov se vio conducido a analizar y a demostrar los frenos y las defensas ante la sugestión. Son tres: las barreras lógicas (el razonamiento y la crítica), las barreras emocionales y afectivas (la falta de seguridad y las emociones negativas) y las barreras éticas (la moral, por ejemplo). Interesa que el profesor conozca y evite esas barreras, mejor que enfrentarse a ellas, para favorecer en el alumno un sentimiento de seguridad. No se puede demostrar lógicamente que no existe inseguridad. Está más allá del razonamiento y de la lógica. Por lo tanto, el profesor debe intervenir a un doble nivel, el racional y el emotivo, el consciente y el no-consciente, el verbal y el no-verbal. Todo el mundo vive permanentemente entre esos dos niveles, tanto los maestros como los alumnos. Ignorar el segundo grado de percepción y no privilegiar más que el primero es siempre un error profundo, tanto en el aprendizaje como en lo relacional. Las informaciones paraconscientes tienen una gran importancia para el que las recibe de manera, la mayor parte de las veces, paraconsciente, pero no menos influyente. El juego de lo relacional y de lo emocional sigue siendo un juego extremadamente sutil. Esta pedagogía global tiene precisamente en cuenta los dos niveles de percepción. Con un esfuerzo mínimo, se tiene con qué transformar el poder negativo de ciertos enseñantes, no formados o mal formados, en un poder positivo y bienhechor para ellos mismos. Y no solo para los enseñantes. Esta práctica del reconocimiento, que, ante todo, demanda que el que escucha respete al que habla y recíprocamente, esta revolución de

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las mentalidades, es aplicable principalmente con el personal de los cuidados y con el de la jerarquía médica. Recuerdo aún un sentimiento particularmente desagradable y que aparece en cuanto se trata de relaciones médico-enfermo. Un «patrón» (es el nombre que utilizan y que les sirve en un código que solo pertenece a la casta médica[17] ) entra una mañana en mi habitación del hospital vestido con su tradicional bata blanca, símbolo de su autoridad, de su prestigio y de su lugar en la jerarquía hospitalaria. Mostrando que estaba despegado el vendaje que me apretaba el cuerpo, mi «patrón» no quiso admitir que hubiera podido desprenderse solo. Su convicción, hecha de certezas y de altanería forjada en los principios de una larga experiencia, rechazaba admitir que yo no tenía nada que ver. Su actitud, en el mejor de los casos suspicaz, en el peor incrédula, no me dejó tiempo para explicarme. Iba a decir para… justificarme. ¿Hay algo más humillante para un adulto débil e inmovilizado que ser tratado como un niño que miente? Ese «patrón» perdió definitivamente su prestigio a mis ojos. ¿Qué importan las capacidades médicas si falta la conciencia del ser humano? Los médicos podrían evitar fácilmente ese tipo de error básico si se inspiraran en Thomas Gordon[18] . Como tantas otras disciplinas, la medicina y la cirugía deberían, imperativamente, acompañarse de los progresos de la psicología humana. Recordemos que el prestigio es el valor reconocido y aceptado de la persona. Lo que no significa, en absoluto, una competencia o la posesión de un prestigio real. Como mucho, el prestigio del saber o de la destreza ha podido hacer que nazca una reputación. Es el caso de los religiosos, de los médicos, de los empresarios, de los profesores, de los curanderos, de los campeones deportivos, de los artistas, de los periodistas… El prestigio es uno de los dos polos de una relación interpersonal sugestiva; el otro polo es la receptividad a los mensajes. La receptividad es un estado de disponibilidad y de confianza. El enfermo curado por un médico, por poco que este último haya recurrido a una psicología de simple sentido común, confiará en el facultativo, aunque use placebos. ¡La confianza es más fuerte que la razón! Este enfoque sugestivo es uno de los medios empleados por los publicistas para convencernos de que tal o cual producto es el mejor. Se dirigen directamente a nuestro segundo grado de percepción: la emoción. Mediante una sucesión de imágenes, de músicas, de mensajes subliminales, intentan evitar nuestras barreras para inhibir la razón, la lógica y contactar directamente con lo irracional y hacernos comprar o creer indispensable el producto que nos presentan. Es en esos momentos, ante tales agresiones, cuando nuestras barreras limitadoras bloqueantes nos aportan la ayuda que necesitamos. Esas resistencias emocionales nos

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protegen y nos dejan libres para elegir y no sucumbir a la influencia recibida. Con el fin de que esta apuesta por una nueva inteligencia tenga algún día una posibilidad de dar resultado, hace falta aún convertir a los profesores a sus propias potencialidades, enseñarlos de nuevo a confiar en sí mismos, enseñarlos a amarse ellos mismos para amar mejor a sus alumnos y así comunicarles el placer de aprender.

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LA ENSEÑANZA Enseñar y aprender: optar por la confianza Ordinariamente, los que gobiernan a los niños no les perdonan nada y se perdonan todo a sí mismos. FÉNELON

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¡Fuera máscaras! Evidente: todo el mundo enseña. Cada uno a su manera. Los padres educan a sus hijos transmitiéndoles su propio saber y gestionan lo menos mal posible relaciones a menudo conflictivas. Los jefes de empresa, por su parte, forman obreros con vistas a la eficacia industrial y financiera de su compañía. Los entrenadores animan equipos deportivos teniendo como finalidad la victoria del grupo y el placer compartido. Las parejas se forman y se enriquecen cada día con sus diferencias recíprocas sobre la base de un respeto y de un amor mutuos. Y, evidentemente, los profesores comunican conocimientos a sus alumnos. Sí, todo el mundo enseña. Y todo el mundo aprende. La enseñanza escolar, por su parte, tiene como especificidad resolver de manera constructiva los conflictos inherentes a su esencia. Debe generar un clima de confianza recíproca, favorable a la adquisición de los conocimientos, a su memorización, participando al mismo tiempo en el desarrollo de la personalidad intrínseca del alumno. Entonces, se plantean dos cuestiones, que no son más que una: ¿por qué tan pocos adultos confían en sí mismos o por qué son tan avaros con esa confianza? Me acuerdo de haber oído un día a André de Perreti, que entonces era director del Centro de Investigación y de Documentación Pedagógica (CRDP), decir a los profesores en prácticas: «Si vuestros alumnos confían en sí mismos cuando se alejen de vosotros, les habréis dado lo esencial». Y sin duda un poco más. La confianza en uno mismo permite aceptarse tal como uno es y reconocerse perfectible. La confianza en uno mismo es saberse imperfecto sin tener miedo de las imperfecciones propias. La confianza en uno mismo comporta la confianza en el otro. Son consustanciales. Pero ¿cómo se adquiere esta confianza? Digamos que la confianza en uno mismo se cultiva, se alimenta, se perfecciona y se modela en contacto con el otro. Se construye día tras día. A veces retrocede a causa de una agresión o de repetidos fracasos. Y si Sartre, con razón, estima que «el hombre no existe más que a través de la mirada del otro», ocurre lo mismo en cuanto a la confianza en uno mismo. Nace del contacto con las personas más cercanas del entorno. En primera línea de las cuales se encuentran, naturalmente, los padres y la familia. Justo después de ellos, la sociedad representada por los educadores, los profesores. Y los condiscípulos también. No es muy arriesgado afirmar que un niño se desarrollará más armoniosamente en el seno de una célula familiar atenta y abierta que en una estructura ausente, caótica, rota, incluso represiva. Ocurre lo mismo con los pedagogos de la infancia. Si son abiertos, sensibles y atentos, generarán confianza. Si son obtusos, despreocupados o doctrinarios, marcarán

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de forma indeleble las relaciones del niño con la escuela y con la sociedad. Evidentemente, no para bien. Imaginemos, si se aplicara efectivamente, la reacción de unos alumnos cuyos profesores hubieran recibido esta recomendación: «No tenéis que mostraros auténticos. Debéis conservar vuestra máscara. Vuestros alumnos no tienen que saber nada de vosotros. No tenéis que saber nada de vuestros alumnos». Sin embargo, esta orden no tiene nada de imaginario. ¡Ese discurso lo he oído incluso de labios de un director de los Institutos Universitarios de Formación de Maestros (IUFM)! Evidentemente, es deseable, vital, que un profesor conserve una vida privada, cultive una vida personal fuera del marco estrictamente profesional, se proteja y proteja a los suyos de los eventuales riesgos de represalias por parte de sus alumnos o de los «hermanos mayores». Y ¿por qué no? de padres irascibles o demasiado atrevidos. Sin embargo, no admitiría que se osara aconsejar a un futuro profesor, en los comienzos de una larga carrera profesional, que caminase «con máscara». Sin tener nunca en cuenta sus emociones personales o las de sus jóvenes interlocutores. Sin siquiera reconocer o integrar el impacto de sus propias palabras. Enseñar, es ante todo, comunicar. Es transmitir un mensaje de saber y un mensaje de vida. Más que compartir inteligencia, es una revelación de inteligencia. Una frase del renombrado Zig Ziglar[19] (formador en cuidado y desarrollo personal) que los adultos y los profesores deberían adoptar como divisa: «El mayor bien que podemos hacer a alguien no es compartir nuestras riquezas, sino revelarle sus propias riquezas». Es un tema ampliamente retomado hoy por el americano Anthony Robbins[20] , que reúne cada año a miles de oyentes y participantes en sus cursos. Desde el principio anuncia: «No estoy aquí para ayudaros; estoy aquí para enseñaros a ayudaros a vosotros mismos». ¿Cómo no acordarse de la experiencia de un tal señor Honda, cuyo nombre ha franqueado fronteras con mucho ruido y que fracasó brillantemente en todos los exámenes? Cuando se le preguntó más tarde sobre sus años de universidad, los resumió con una sencilla imagen: «Yo era como el que tiene hambre y le explican las leyes de la dietética, en lugar de darle de comer». Después de haber fracasado en el último examen, confesó al decano de la universidad: «No vine aquí a buscar un diploma sino conocimientos». Y ese mismo decano reconoce: «Honda es el mayor fracaso pedagógico de mi carrera». La escuela, como la universidad, no es un lugar para cebar ni para adiestrar. Cada alumno debe poder encontrar en ella su alimento según su apetito. Por lo tanto, avanzar «enmascarado» es como dos melodías disonantes. No conocer a los alumnos, sus miedos, sus dudas, sus frustraciones y los sueños que los animan y que les hacen vibrar es renegar de los miedos propios, las dudas propias, las

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frustraciones propias, y de los sueños propios también. Verdaderamente, ¿es casualidad que sea entre los profesores donde hay uno de los mayores números de depresiones nerviosas o de suicidios? Suicidios que, ciertamente, no saltan a los titulares de los periódicos porque molestan a cierto orden establecido. Porque dan testimonio de un tedio de vivir y de un malestar. Nada explica nunca todo. Sin embargo, las máscaras, las mentiras, la desertificación emocional y la incomprensión son armas que apuntan cotidianamente en dirección de los maestros. Por no hablar de las vejaciones de la jerarquía, de las miradas suspicaces hacia un profesor no normativo, de los patinazos involuntarios. Por esta razón el profesor debería intentar conocer y desarrollar mejor su propia individualidad. Entonces ya no tendría necesidad de barreras protectoras. A medida que se sintiera más fuerte, más seguro interiormente, menos necesidad tendría de protegerse del exterior. Como dice Carl Rogers: «La seguridad no consiste en esconderse, sino en conocerse mejor». Así, el profesor, en primer lugar, debe tomar conciencia de que enseñar y aprender son dos funciones diferentes y bien distintas. Enseñar es una proyección; aprender, una experiencia vivida por el estudiante desde el interior. Para que la enseñanza y el aprendizaje se conjuguen armoniosamente, conviene también establecer entre los dos protagonistas una relación particular. Los métodos necesarios para el establecimiento de esta comunicación tan específica son muy simples. En absoluto es necesario perder horas en impregnarse de los «principios de la filosofía de la educación» ni de una «metodología del aprendizaje». Todo o casi todo pasa por el trabajo de crecimiento personal del profesor que desembocará en una participación activa en la educación social de los niños. Desde luego, la educación debe intervenir en el plano fundamental de la formación de los caracteres jóvenes, pero también integrar el entorno del niño. Los profesores se quejan de ser frecuentemente más que profesores. Se les exige que sean, a la vez, educadores y trabajadores sociales. A veces, incluso que sustituyan a padres deficientes. Es cierto que deben resolver, sin formación especial, los problemas de los alumnos y comprender por qué son rebeldes. A veces, incluso a su enseñanza. La educación prima sobre la instrucción. En el origen de todos los descubrimientos de los siglos pasados, se encuentra, casi siempre, a autodidactos. Sea porque no recibieron instrucción, sea porque se enfrentaron a ella. En general, los inventos tienen como motivación una insatisfacción, una gran sed de encontrar «cómo funciona esto», un obstinado rechazo del fracaso. En cuanto a esto, se retomará el ejemplo de Thomas Edison, del que la leyenda afirma que intentó 9.999 veces su experiencia con la lámpara incandescente. A las personas que se sorprendían de esa obstinación y le preguntaban si

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no se había decepcionado por haber fracasado de nuevo, respondía imperturbable: «No, encontré 9.999 maneras de no hacer la lámpara incandescente». E incluso añadía: «Siempre podrá servir a algún otro». Y, de hecho, las experiencias fracasadas de unos son la felicidad de otros, en el sentido de que aportan una respuesta a una pregunta que ni siquiera se habían planteado, pero que sirve de chispa para otra invención. Esta obstinación, esa apetencia de «algo más» se encuentra en la invención del teléfono por Alexander Graham Bell. Eran numerosos los investigadores que tanteaban sin llegar exactamente al objetivo buscado: Gray, Edison, Dolbear, McDonougt, Vanderweude. En un proceso que intentó Philippe Reis contra A.G. Bell ante el Tribunal Supremo de los Estados Unidos, este último hubo de conceder la paternidad definitiva a A.G. Bell, el único que había pensado en utilizar corriente continua en lugar de corriente alterna. Sí, durante un tiempo muy corto, Reis consiguió transmitir sonidos. Simplemente le faltó «algo más». Y ese más tiene un nombre: la intuición, o los recursos personales. En igualdad de conocimientos, es ella la que marca la diferencia.

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La primacía de las emociones Ningún adulto que se dirija a niños puede prescindir de la relación personal. No tenerla en cuenta es dar al niño la imagen de un mundo cojo que se apoya en la lógica pura. La paz en el mundo, esa aspiración a la confianza en el futuro, comienza por la paz de los corazones. ¿Cómo podrían ignorarlo los profesores, aunque no fuera más que para tener, a su nivel, paz en sus clases? No una paz de tranquilidad bajo amenaza. Una paz de confianza recíproca y de armonía. En la generación que viene se percibe que brota un potencial de inteligencia, de madurez y de fuerza que nos desconcierta. Por eso esta juventud siente una inmensa necesidad de confrontarse con adultos-interlocutores a su altura, justamente preparados para responder a esa fuerza y a esa madurez. Esos adultos necesitan confianza en sí mismos para encontrar las palabras que motivan, que despiertan y que afectan. Por lo tanto, sería más eficaz, tanto en pedagogía como en educación, apoyarse en las emociones. Pedagogía y educación son para mí las dos caras de una misma moneda, eternamente inseparables, de tal manera que una no va sin la otra, y recíprocamente. Ignorar las emociones no las suprime. Por falta de confianza en sí mismo, o por miedo, el profesor ignora las suyas y cree que puede dar el pego. A veces lo consigue. Lo que falta es aceptar al alumno con sus dificultades emocionales. Así, ninguno de los dos interlocutores aprende a canalizar sus afectos, que se manifestarán entonces por vías anárquicas y desviadas, siempre intempestivas. Ha llegado el momento de admitir la «primordialidad» de la afectividad. ¿Cuántos bloqueos en el aprendizaje no son signo de falta de afecto, de falta de amor y de falta de respeto? Los desbloqueos psicológicos de los años 70, consecuencia lógica de la necesidad de romper el corsé de las certezas admitidas y estereotipadas, tuvieron mucho efecto en los estudiantes de la época, en las mujeres que conquistaron su derecho a la diferencia y a ser tenidas en cuenta. Para los niños, nada. En efecto, se había admitido que tenían derechos (cf. el parto por fórceps de una Carta de Derechos del Niño). Pero aún había que permitirles expresarlos.

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Motivaciones antinómicas Como hemos visto en el capítulo precedente, es a partir de lo que se siente como todo llega a ser posible. Porque la inteligencia tiene múltiples facetas y puede revestir muchas formas. Así, cada uno de nosotros posee casi todas las inteligencias evidenciadas por Howard Gardner[21] , aunque intervengan en niveles y momentos diferentes. En 1983, Gardner publicó el resultado de sus investigaciones sobre las inteligencias múltiples, con el que obtuvo un éxito inmediato entre los lectores y desacuerdos con las eminencias médicas y psiquiátricas. Fue uno de los primeros en atreverse a cuestionar el CI, que, desde 1905, a partir de los trabajos de los franceses Binet y Simon, servía de escala métrica de medida de la inteligencia. El CI, perfeccionado en 1912 por W. Stern en los Estados Unidos, sirvió sobre todo para detectar a los alumnos incapaces de seguir una enseñanza primaria, y, de modo nada inocente, apuntaba en primer lugar a los niños negros. En realidad, el CI no era más que el patrón del conformismo social WASP[22] . Howard Gardner aseguraba, pues, que el medio más sano para educar y para enseñar a los jóvenes era motivarlos desde el interior; hasta tal punto son indisociables las capacidades intelectuales y la afectividad. Sabemos que existen dos tipos de motivaciones: la motivación intrínseca y la motivación extrínseca. La motivación intrínseca, como su nombre indica, parte del interior, del corazón mismo de la persona y de su sensibilidad. Crea las ganas y el deseo sacados de ella. Es una aspiración, una llamada a la vida. Por lo tanto, perdurará. A menudo es ahí donde nacen las vocaciones espirituales, religiosas, profesionales… Por el contrario, la motivación extrínseca, aunque influye a la personalidad, nace en el exterior. Si bien no es forzosamente sinónimo de coacción, al menos es reactiva. Las amenazas, sanciones, castigos, advertencias, así como las promesas, buenas notas, primas y aumentos, forman parte de ella. A su manera, John Locke confirma ese proceso: «El bien y el mal, las recompensas y los castigos son los únicos motivos que existen a ojos de un ser racional: he ahí la espuela y las riendas que empujan a la humanidad a trabajar y que la guían». Son motivaciones extrínsecas y suscitan actitudes de evitación o acciones interesadas a corto plazo. Para los niños, especialmente, la motivación se esfuma cuando el distribuidor de gratificaciones o de castigos se aleja. De ahí la sabiduría del dicho popular: «Cuando el gato no está, los ratones bailan». Igualmente, recompensas y castigos se debilitan. El niño no retendrá el mensaje transmitido, o raramente. Cuando haya obtenido el resultado que esperaba quien dio la orden, no se acordará más que de los mecanismos que ha puesto en marcha para evitar o para tener. La información no sobrevivirá.

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Será necesario romper algún día esta escalada loca, esta espiral castigo-recompensa. El verdadero motor de nuestras acciones no se sitúa en ese nivel. Igualmente, hoy, el «éxito» ya no pasa exclusivamente por tener el mayor salario. Ese sistema, copiado con retraso del modelo americano, se resquebraja y se vuelve obsoleto porque olvida la dimensión afectiva. Todos los profesores, digo bien, todos los profesores, desearían hacer que todos los niños se interesaran por lo que hacen, por disfrutar de los conocimientos revelados, ayudarlos a llegar a ser hombres y mujeres libres en su cuerpo y en su cabeza. No siempre saben cómo hacerlo. El siguiente ejemplo podría darles un comienzo de explicación, un ejemplo que confirma la iniquidad de una sociedad ultraliberal y, por definición, egoísta. Una encuesta reciente hecha entre ejecutivos de grandes y medianas empresas demostró que el reconocimiento, la estima y las buenas relaciones en el trabajo eran más importantes que el salario. Lo que no significa que este no tenga ninguna importancia. Sí, ayuda a vivir mejor; sí, permite un reconocimiento social. Sin embargo, no si el precio es privarse de un ambiente de trabajo de estima mutua, de una familia armoniosa y de la confianza en el futuro.

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La masacre de los «chicos de oro» La generación de los golden boys[23] demostró, si es que era necesario, la vacuidad de un sistema que, generando inmensas ganancias, se autodestruyó en quiebras vergonzosas, prácticas forzosamente ilegales con su cohorte de engaños, de corrupciones y una cascada de delitos por uso de información privilegiada. He ahí cómo un sistema fundado únicamente en la búsqueda del dinero por el dinero se hunde ineluctablemente. Y también cómo cientos de jóvenes de los más brillantes y más eficaces de toda una generación se han visto enfrentados a la vergüenza, la ruina, el suicidio. El único ídolo de esos jóvenes «héroes gozosos de una América nueva» tenía por nombre «dólar». Él solo justificaba todos los desmanes, todos los excesos. El arquetipo de motivación extrínseca descarriada. Ella también se debilitó para terminar en el precipicio de las ilusiones perdidas. Ese viento de locura había barrido todo a su paso: ética, moral y barreras críticas. Esa confianza en sí mismos, basada en el desprecio del otro y en una vanidad insostenible, estaba, desde el principio, condenada a desaparecer. Es el resultado de una educación pervertida y de una juventud perdida… en menos de una generación. ¿Qué orgullo han podido sentir a posteriori los maestros de esos ídolos inmolados? ¿Satisfacción? Al principio, sin duda. ¿Pero después? Evidentemente, conservan y conservarán mucho tiempo en sí los estigmas de los sufrimientos de los jóvenes alumnos que ellos condujeron, sin saberlo, al pie de la hoguera de las vanidades. Al volverse loco, todo un sistema de valores se tambaleó hasta perder de vista lo esencial: la dicha personal. Y, tan cierto como que se puede optar entre la dicha y la desgracia, aquellos profesores abstrajeron de su esquema educativo la noción de libre albedrío. Bajo la cobertura del éxito a cualquier precio, olvidaron lo principal: precisamente el precio a pagar. Como doctores Strangelove, los clones superaron a los maestros, encontraron su propia lógica, que excluía toda limitación y toda moral. Y, peor aún, la mayor parte de aquellos jóvenes «de oro» no eran ciertamente conscientes de las barreras emocionales y éticas que pisoteaban. La utopía convertida en norma, la abstracción en modelo. ¡Qué lejos está esto de la autenticidad, que es el primer fundamento de la comunicación!

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Globalización, relajación y sofrología Los profesores que creen, sienten y viven la enseñanza transmiten mucho más que su saber. Transmiten al mismo tiempo sus creencias, sus sensaciones y la fe en ellos mismos y en sus interlocutores. Más que de encanto se trata de amor. Un amor mutuo y simultáneo. El placer de dar, el placer de recibir conjugados en primera persona del singular y del plural. Los niños aprenden sin tensión, sin obstáculo para la comunicación, sin obligación, sino simplemente por placer. El profesor ha sabido crear una orientación psicológica hacia el desarrollo del potencial que favorece la armonía entre el exterior y el interior. Únicamente la globalización, es decir, la implicación de los dos hemisferios del cerebro –el hemisferio derecho y el hemisferio izquierdo–, facilitará el trabajo de los jóvenes en lo que es una solución de reemplazo del aprendizaje tradicional, exclusivamente centrado en uno de los hemisferios, el izquierdo, el de la razón y la lógica. Únicamente la globalización contribuirá al equilibrio del niño y al desarrollo de su potencial, que no tiene límites en la medida en que se apele a él. La emoción ayudando a la razón, la lógica confortada por la creatividad y por la inventiva, la armonización de las dos funciones cerebrales principales: un hemisferio que sabe y no habla, y un hemisferio que habla pero que no sabe. La globalización aporta un talento particular al alumno y capacidades decuplicadas al deportista. Dos flechas que apuntan en dirección a un ideal de conocimientos en los que el hombre debe apoyarse para alcanzar la hipotética perfección: la globalización. Como hemos visto, en sugestología y en sugestopedia –esas aperturas hacia nuestro potencial no utilizado–, el aprendizaje pasa por una fase de preparación, un acondicionamiento. Es el descanso o la relajación. Descanso o reestructuración, para que se atenúen las agresiones de lo mental y se abra la primera puerta hacia las emociones. Esto llamó la atención a Micheline Flak, profesora de inglés en el liceo Condorcet, que, hace más de veinte años, se esforzó por hacer practicar a sus alumnos la relajación antes de cada clase. Tuvo que luchar mucho para imponer su pedagogía y, con la bendición de las autoridades, enseñarla a sus colegas. Hoy es profesora en la facultad, responsable de un crédito académico en París XII. Enseña temas como «El papel de la relajación en la atención». Más tarde fundó una asociación exclusivamente destinada a los profesores, el RYE[24] . Las enseñanzas del RYE las imparten diversos formadores que responden a ciertos valores educativos: conocimiento de sí, respeto de las diferencias, relación con el otro y, sobre todo, la práctica del acceso al ser profundo. Propone cursos fuera de las

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horas escolares: en fines de semana y en la universidad de verano. Su objetivo: hacer que los profesores estén más distendidos y así puedan ser más eficaces. Igualmente ha escrito, con Jacques de Coulom, Des enfants qui réussissent[25] . En un campo cercano, no se puede prescindir de la sofrología. Según el Petit Robert, la sofrología, término acuñado en 1962 por el neuropsiquiatra español A. Caycedo, del griego sos, que significa «armonía», y fren, «espíritu», es «el estudio de los efectos psicosomáticos producidos por diversas técnicas que tratan de crear estados particulares de conciencia (relajación, autoconcentración, sugestión) así como sus posibles aplicaciones en medicina». Una definición afinada por J. Garraud: «La sofrología es la ciencia de la armonía del espíritu, que va de la simple relajación a la hipnosis profunda». Apenas conocida en los años 60, se desarrolló considerablemente en los años siguientes en numerosas disciplinas deportivas. Los primeros deportistas en utilizarla y en sacar provecho de ella fueron los miembros del equipo helvético de esquí en los Juegos Olímpicos de 1968, en Grenoble, bajo la dirección del sofrólogo suizo doctor Abrosol. Otros deportistas se orientaron hacia la visualización creativa, que procede también de cierta forma de hipnosis, y que, en un estado de relajación, permite reemplazar la duda por el sentimiento de confianza en uno mismo. Visualizar los resultados, el éxito y sentir la emoción de la victoria que sublima un entrenamiento físico intensivo son hechos que mantienen abierta la comunicación entre los hemisferios cerebrales. El cuerpo, el corazón y el pensamiento unificados dirigidos hacia la victoria. La angustia se borra poco a poco, la tensión cae, el temor al éxito también. Se habla entonces de volición, que es el acto por el que se determina la facultad de querer. En otras palabras, la voluntad es la facultad de querer, y la volición, una motivación que viene del interior. Ya no es preciso recurrir al dopaje químico, que, si bien inhibe artificialmente el estrés, presenta el doble peligro de la regresión cerebral y de la adicción. En realidad, la sofrología inventada por el doctor Caycedo es una consecuencia directa de sus viajes a la India para iniciarse en el raja yoga (el yoga real) y al Tíbet con los lamas. Decidió aplicar esos métodos ancestrales al campo de la medicina exclusivamente y bautizar eso con el nombre de sofrología. Antes, los soviéticos habían descubierto la fórmula mágica del deporte: la asociación músculos-cerebro. Es una pena que muy pronto truncaran su descubrimiento en provecho de los anabolizantes y otros polvos de la misma índole que tuvieron como efecto transformar sílfides en velludos mozos de cuerda. Todos los niños serían superdotados a poco que se les diera la posibilidad de movilizar el conjunto de los aspectos de su personalidad. Con facultades que a menudo se descuidan, casi se subestiman, aunque hoy están claramente identificadas: creatividad,

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sensibilidad, imaginación, intuición, espiritualidad… No olvidemos nunca que genios creadores como Einstein y Edison fueron muy malos alumnos en su tiempo. Por desgracia, todos los malos alumnos no tienen la suerte de disponer de una mamá como la de Edison, convencida del ineluctable éxito de su niño, que respondió al maestro de su hijo cuando se quejaba del execrable trabajo de este último: «Señor, mi hijo es un genio, él lo demostrará». Sin duda es lo que le hubiera gustado oír al pequeño Romain J., de seis años y medio, cuando su maestra, estando él presente, durante media hora, recitó a su madre apreciaciones y comentarios negativos. Ni una palabra positiva, ni un rayo de esperanza. A partir de ese momento, y es la mamá de Romain quien me lo aseguró, el niño se volvió más insoportable que nunca. Una actitud que evidentemente nació de aquella letanía de reproches y de la pasividad de la madre, que él percibió como una traición. Al tener conciencia de ese nuevo bloqueo, esta última tomó la decisión de no ver a la maestra más que al final del año, y no todos los meses como inicialmente había pedido la misma maestra. Es verdad que el pequeño Romain, dotado intelectualmente y psicológicamente precoz, no era de los más fáciles de soportar cotidianamente. Se salía de las normas admisibles. Muy a menudo, nuestros hijos nos superan, y nosotros somos los primeros sorprendidos. Un despertar tan precoz pone en cuestión las certezas de nuestro proceso educativo. Se sabe hoy que el cerebro del genial Einstein no tenía nada de extraordinario, y su inteligencia, nada de excepcional en los primeros años de la escolaridad. A veces se menciona que su CI no pasaba de 100, el umbral de la inteligencia social. Como con Edison, detengámonos un instante en el caso de Einstein. Nacido en Alemania, hizo en el instituto de Múnich unos estudios secundarios mediocres. Emigrado a Suiza, se integra en el Instituto Politécnico de Zúrich, donde no brilla ni por su asiduidad ni por la excelencia de sus resultados escolares. Prefiere la lectura de los grandes sabios, Helmholtz, Maxwell y Ernst Mach. A la salida de la universidad, encuentra un trabajillo de empleado en la Oficina Federal de Patentes de Berna, un trabajo que presenta una gran ventaja: tiempo. Tiempo para consagrarse a lo que verdaderamente le gusta hacer: aprender y adaptar. En 1925, con menos de veinticinco años, publica un librito en el que están resumidos sus cinco descubrimientos, entre ellos la teoría de la relatividad. Los sabios de todo el mundo se afanan por comprender. Casi autodidacto, se le reconoce aún hoy, a pesar de sus detractores, como el sabio entre los sabios de la ciencia moderna. Quince años más tarde, recibió el Premio Nobel.

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Su biógrafo, B. Hoffman[26] , profesor de Matemáticas a su vez, escribe a propósito de él: «Einstein tenía en sí la verdadera magia que trasciende la lógica». La lógica, en efecto, no puede resolver todo. Sentimos la necesidad de ir más allá del razonamiento para resolver los problemas que se nos plantean. Precisamos traspasar las fronteras del pensamiento convencional. El maestro debería ser un despertador del alma. El núcleo del aprendizaje, su éxito o su fracaso, reside en el corazón del alumno. Y en ninguna otra parte. Siempre me ha sorprendido la falta de adaptabilidad de los profesores a los cambios críticos de la educación: de primaria a secundaria, del colegio al instituto, de la escuela a la universidad. Numerosos problemas psicológicos tienen como origen esas rupturas escolares. En general, en cierto nivel se da cierta forma de aprendizaje. Después, se pide al alumno que la destruya para adaptarse al nivel superior, y de nuevo destruir esta nueva forma de adquisición en provecho de otra totalmente diferente. Es una falta de respeto por el alumno, a quien se pide una verdadera gesticulación intelectual. Como si el recorrido escolar no tuviera una, sino varias finalidades sucesivas. Tomemos el ejemplo de la enseñanza de la lectura a los más pequeños. Se comienza por aprender el alfabeto. Después se olvida el alfabeto para aprender las sílabas. Después se aprenden las palabras. Entonces las sílabas ya no sirven para nada. Ese proceso consiste, pues, en destruir todo lo que se ha construido para llegar a la formación de frases. Ahora bien, el cerebro funciona siguiendo un modo global y analítico casi permanentemente. Cuando un niño quiere representar un rostro, comienza por dibujar un redondel. Solo después lo llena. No comienza por hacer una nariz, una boca o unos ojos. Sin saberlo, los niños dan rienda suelta al hemisferio derecho. Es lo que les hace tan creativos e inteligentes. No proceden por razonamiento, van a lo esencial: la globalización. Pero una globalización en la que el hemisferio izquierdo no hace más que coordinar, racionalizar e intelectualizar lo que ha sentido, sin poder decirlo, el hemisferio derecho. Como Napoleón, tenemos derecho a preguntarnos: «¿Por qué los niños son tan inteligentes y los hombres tan tontos?».

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Los hombres y la feminosofía Una idea comúnmente admitida: las mujeres escuchan más a sus sensaciones que los hombres. Al ser más intuitivas, supuestamente tienen menos necesidad de razonar. Es una generalización algo precipitada, puesto que muchos hombres tienen destellos intuitivos y muchas mujeres destacan en lógica pura. Ello no impide que existan muchas características llamadas femeninas y durante mucho tiempo consideradas peyorativas y reductoras. Hoy se reconocen y aprecian, y muchos hombres no pierden nada de su virilidad al aceptar reconocerlas en sí mismos. La evidencia testimonia que los hombres y las mujeres no piensan ni se comunican de la misma manera. Y se admitirá de manera simplista que el espíritu despierto y la adaptabilidad a cada interlocutor proceden de la tipología femenina. Con los avances de la psicología, incluso se han reunido todas estas investigaciones y descubrimientos bajo la palabra «feminosofía». Es un nuevo modo de pensamiento que tiene que ver esencialmente con el campo de la percepción y de la cognición en los hombres y en las mujeres. La feminosofía estudia de muy cerca la acción cerebral. Se ha podido constatar que la información recibida en el cerebro es diferente según el sexo y que se siente de una manera más fluida en las mujeres. Así, estas últimas son capaces de una discriminación sensorial mayor, leen en los rostros el estado emocional de las personas y son más sensibles a la rememoración de acontecimientos dolorosos. Ellas tienen una visión nocturna más eficiente. A pesar de la gran prudencia con la que conviene recibir los resultados de los tests del cociente emocional, esa medida empírica de las aptitudes sensoriales, se observará que las mujeres, de manera significativa, tienen mejor puntuación en ellos. En la gestión de lo cotidiano, la percepción del otro, la asistencia a la enseñanza escolar en el día a día, la administración del tiempo en sí mismo e incluso la inteligencia intuitiva, las mujeres disponen de una ventaja real. Lo que no significa de ninguna manera que sean refractarias a la lógica y a lo racional, esos modos de funcionamiento del cerebro izquierdo que se califican abusivamente de masculinos. La neurociencia ha venido a confirmar lo que siempre presentimos: las mujeres son más emotivas, poseen una facultad de observación más desarrollada, manifiestan una mayor empatía –forma de conocimiento del otro, especialmente del yo social–. Más aún, perciben en las palabras de un hombre más de lo que él piensa que ha dicho. Así, a menudo son mejores terapeutas y mejores vendedoras que los hombres en el sentido de que ellas se esfuerzan por percibir al otro, su vivencia y sus necesidades, y no se aferran a la manera racional de plantear un razonamiento lógico. Ellas perciben las cosas no tal como son sino tal como las sienten.

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La quintaesencia de la feminosofía es dar prioridad al aspecto humano sobre el aspecto tecnológico. Mao Tse Tung decía de las mujeres: «Ocupan la mitad del cielo». Admitir esta diferencia de naturaleza entre el hombre y la mujer permite reconocer y aceptar los diferentes tipos de aprendizaje. A la inversa, negar estas tipologías diferentes es banalizar el proceso de enseñanza sexuada, al menos en su percepción por parte de los alumnos, e inhibir por negación el potencial de aprendizaje. Hasta tal punto es verdad que el pensar mediante imágenes viene del hemisferio derecho y pensar mediante palabras procede del hemisferio izquierdo. Este modo de pensamiento es claramente masculino.

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Las emociones en imágenes El recurso a las imágenes en cuanto permite la percepción más adquisitiva y más inmediata participa en el desarrollo intelectual por analogía implícita. Las palabras de uno no son las palabras de otro. Pasan a través de filtros de tamiz cuya trama, como se sabe ahora, es intrínseca. En la Biblia, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, nuestros predecesores, para aumentar el entendimiento, recurrían a parábolas, cuentos, historietas. También a las metáforas, esos atajos del pensamiento que facilitan la comprensión. Utilizar imágenes mentales para acceder a nuestro cerebro, ahí donde las palabras no pueden penetrar. Un procedimiento ampliamente empleado por Einstein, que escribió un día: «Llego a la conclusión de que el don de la imaginación ha hecho más por mí que mis capacidades para acumular conocimientos». Los grandes descubrimientos, como las pequeñas decisiones nacidas de certezas intuitivas, persiguen un sueño. Las imágenes provocan más emociones que las palabras. Ocurre lo mismo en algunos relatos. Cuando alguien cuenta acontecimientos trágicos y no utiliza más que hechos objetivos, nos sentimos verdaderamente afectados. Pero mucho menos que si hubiera apelado a comparaciones con imágenes obligándonos a «ver», a visualizar esas imágenes como si estuviéramos allí. El impacto emocional es incomparable. Ese recurso a la imagen y a la visualización se adquiere después de un entrenamiento cotidiano sin esfuerzo. Puesto que todos estamos influenciados por las imágenes (televisión, películas, publicidad…), hagamos nosotros mismos nuestra propia publicidad mental. Recurriendo muy a menudo a imágenes, domesticándolas, es como seremos más sensibles a las imágenes espontáneas y como podremos, a nuestra vez, crear imágenes de nuestros objetivos.

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El respeto de las diferencias La confianza, la consciencia, la globalización, la intuición y la visualización son algunas de las herramientas puestas a disposición de los profesores para mejorar su relación con el niño, en lo cotidiano, en el respeto mutuo, y así favorecer un aprendizaje armonioso y productivo. Sin olvidar que cada uno de nosotros es único, por lo tanto diferente. En la distribución genética, aunque todo el mundo está bien servido, nadie lo está de la misma manera que otro. Los trabajos de Antoine de la Garderie deberían ayudar a los padres y a los profesores a detectar mejor las estrategias de aprendizaje. Este profesor de Filosofía se interesó por el proceso de aprendizaje y de adquisición del saber. Para aumentar el campo de acción de lo mental, diseñó un cuadro que permite a cada uno desarrollar lo que le falta. A los procesos mentales ya conocidos añade la consciencia de los procesos sensoriales, lo que él llama «los senderos internos del aprendizaje». Así, algunos alumnos retienen mejor lo que oyen. Por lo tanto necesitan oír bien, que se les repita lo que se acaba de decir y, a su vez, repetirse ellos mismos las palabras que han escuchado. Para ellos, se utilizarán palabras que apelen a la audición, como: «¿Oís?», «¿Habéis oído?», «Oigo bien…». Otros alumnos recordarán mejor recurriendo a lo visual. Una inteligencia visual que necesita ver, leer y escribir. El soporte de papel y la pizarra les resultan indispensables. Otros, por último, poseen una inteligencia kinestésica: retienen lo que sienten y, la mayor parte de las veces, recurren a recuerdos sentidos y vividos. Por lo tanto, la palabra clave de la enseñanza es «adaptación». Con Philippe Mérieux[27] , director del departamento de Ciencias de la Educación en la Universidad de Lyon 2, se puede afirmar como conclusión provisional que «la escuela se ha convertido en un supermercado en el que los adultos distribuyen conocimientos que no sirven más que para tener éxito en la escuela».

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EL PRODAS ODAS [28], siempre audacia[29], o el «círculo mágico» Mira dentro de ti y encontrarás una fuente dispuesta a brotar a poco que la busques. M ARCO A URELIO

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¡Pide el programa! Aunque no tenga la exclusividad, a Francia y a su educación llamada nacional pública y privada les cuesta muchísimo integrar las necesidades afectivas del niño. Los profesores de hoy, herederos de un largo linaje de maestros laicos e igualitarios para los que la enseñanza es, ante todo, una virtud republicana, se glorían de dar el máximo de información y de conocimientos en el mínimo tiempo. Es una educación generalista que multiplica los conocimientos, pero que omite verificar cómo vive y siente esa cantidad de informaciones el que la recibe. Ya no es aprendizaje, es cebar. Industrialmente. Salvo algunos profesores de Filosofía que intentan, al final de la escolaridad, enseñar a los adolescentes a pensar por sí mismos, la mayor parte del cuerpo de profesores se preocupa de «llenar bien las cabezas». «Cabezas bien llenas» a falta de «cabezas bien hechas». Lo único que se olvida enseñar a los niños es la vida. ¿Cómo gestionar los miedos, frustraciones, emociones? ¿Qué actitud adoptar ante el ridículo, el odio y el desánimo? Si la célula familiar se debilita, ¿cómo comprender los gritos y discusiones, cuando no son golpes, en casa? Y el silencio, la ausencia, la soledad… ¿Quién vendrá a dar la mano al niño y a explicarle la legitimidad de lo que siente y su perfecta «normalidad»? ¿Cómo imaginar que una enseñanza pueda ser percibida de la misma manera por niños de cuya afectividad se ignora todo? ¿Por qué no enseñar desde ahora a los profesores a reconocer y a respetar las necesidades físicas, intelectuales y afectivas del niño? Esos medios existen, es cuestión de voluntad. Y de revolución de las mentalidades.

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Encontrar el problema El PRODAS (Programa de Desarrollo Afectivo y Social) de Géraldine Ball, Uvaldo Palomares y Harold Bessel, se parece mucho a los programas del psicólogo californiano Thomas Gordon que, desde hace treinta años, han sido utilizados por más de cinco millones de personas. El PRODAS completa y a veces precede la enseñanza Gordon. Su pedagogía, casi exclusivamente experimental, hace de ello su fuerza. El método Gordon es una tipología de cuatro situaciones relacionales fácilmente identificables entre los individuos, y no una clasificación de personas: • Una situación sin problemas; • Tengo un problema; • El otro tiene un problema; • Es la relación la que tiene un problema (situación de conflicto). A cada situación corresponde un proceso preciso de intervención. El enfoque Gordon se sale sin ninguna duda del sistema clásico de categorías, etiquetas o clasificaciones, que tiene el riesgo inherente de interpretaciones peyorativas. El número de situaciones, al ser limitado, permite un acceso más rápido a la metodología adaptada a cada caso. Los instrumentos de esta metodología son prácticos, lógicos y sensibles a la vez, su claridad de comprensión hace de ella un programa de referencia para toda persona relacionada con la comunicación: padres, profesores, dirigentes, ejecutivos, vendedores y médicos. Los métodos son eficaces[30] . Los instrumentos de desarrollo afectivo y social (ODAS) son, por su parte, esencialmente prácticos. No hay que aprender ningún método, solo respetar algunas reglas. Y si hay alguna lección, es una lección de vida. Es una experiencia dinámica constituida por expresiones directas. En cuanto a la teoría, se desprenderá por sí misma de las experiencias vividas con ocasión de expresiones más o menos espontáneas.

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La palabra, la escucha y el silencio Expresión de uno mismo por medio de la palabra, de la creatividad, de los juegos de reflexión, de la exploración interior, de los juegos de rol y de la escucha de sí. Expresión también de los pensamientos, de las ideas, de lo que se experimenta, de los sentimientos y de los comportamientos. Es el tiempo de la palabra. Además, la expresión no es más que uno de los dos pivotes de este método. El segundo, del que se sabe que es tan indispensable como el primero para el equilibrio humano, es la escucha. La escucha de los otros y la escucha de uno mismo. Esta escucha pasa por el silencio. «Escucha, hijo mío, los preceptos del maestro y estate atento a tu corazón»[31] ; es este estilo el que precisamos aprender a recuperar. La escucha que oye y comparte, la escucha que da testimonio de la importancia de la palabra, la escucha que se hace silencio. Al silencio no le gusta la profusión de palabras. Sabemos hablar o callarnos, pero no sabemos contentarnos con las palabras necesarias. Oscilamos sin cesar entre el mutismo y una profusión de palabras que desborda la verdad. El silencio, algunas veces, es callarse; siempre es escuchar. Escuchar es quizás el mayor regalo que se pueda hacer a alguien. Es decirle: eres importante para mí, eres interesante, me vas a enriquecer porque eres lo que yo no soy. Escuchar es comenzar por callarse y parar el monólogo interior para dejarse habitar por el otro. Es aceptar que el otro entre en nosotros como entraría en nuestra casa y se instalaría en ella un instante. Escuchar no es tratar de responder al otro, pues sabemos que él tiene en sí mismo las respuestas a sus propias preguntas. Es negarse a pensar en su lugar, a darle consejos. Escuchar es acoger al otro con agradecimiento tal como se define él mismo, sin suplantarlo para decirle lo que él debe ser. Es estar abierto positivamente a todos los temas, a todas las experiencias, a todas las soluciones, sin interpretar, sin juzgar, dejando al otro el tiempo y el espacio para encontrar su propia vía»[32] .

Encontrar el silencio es tratar de reencontrarse uno mismo antes de acoger al otro. La regla que rige la vida monástica benedictina pone el silencio en relación con la palabra. El silencio no es un fin en sí mismo; es la escucha del otro. Cuando dos interlocutores quieren, a cualquier precio, hablar sin escucharse mutuamente, es un diálogo de sordos; más aún, un doble monólogo. De la misma manera, cuando en un grupo se llama a todos a expresarse libremente, el valor del silencio de los otros no tiene que ver con interrumpir o añadir algo. Un testimonio personal no precisa aprobación o desaprobación de los otros; es original, único. Aprender a escuchar a alguien es el ejercicio más útil que podamos hacer para liberarnos de nuestras propias tristezas… Escuchar es dar al otro lo

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que quizás no nos han concedido nunca a nosotros: atención, tiempo, una presencia afectuosa. La escucha del otro pasa por un silencio que «recibe». Recibir las palabras del otro. Luego vendrá el tiempo de reconstruir las palabras oídas, una manera de comunicar que el pensamiento o la idea expresada se han oído y comprendido bien. Mostrar en primer lugar que se han oído las palabras del otro y después que se han percibido sentimientos detrás de esas palabras. Más tarde, con la práctica, se llegará a captar el sentimiento expresado más o menos claramente por el emisor. Este último, al asentir, manifestará su satisfacción por haber sido captado, comprendido y aceptado en su propia verdad. Porque expresarse no es sólo contar hechos; es revelarse, hablar de uno mismo en primera persona a través de anécdotas y de acontecimientos vividos. El núcleo del PRODAS, su quintaesencia, es el círculo de palabra denominado por los mismos niños el «círculo mágico». Es el lugar en el que pasa todo, en el que todo llega a ser posible, la forma casi perfecta de expresión de sí y de la escucha de los otros. Sobre un tema elegido, permite a todos expresarse, comunicar lo que sienten, tanto alegría como sufrimiento. Es el revelador de las emociones más o menos reprimidas. Los niños se sientan en círculo en presencia (y no alrededor ni enfrente) de un adulto: profesor, educador, monitor, padre… El adulto elige un tema que concierne a una experiencia vivida colectivamente, o vivida solo por un niño pero de la que todos han podido ser testigos. En los primeros círculos, el animador cuidará de elegir temas positivos; por ejemplo, la confianza. Como aquella niña a la que no le gustaban los ejercicios físicos. De creerla, estaba persuadida de que no era capaz de participar en una carrera, que una vez más haría el ridículo y que sus condiscípulos se reirían de ella. Sin embargo, cuando se echó la carrera, la niña se situó entre los primeros, y la animaron y felicitaron. Ante esta experiencia, el adulto podría tomar como tema: «Han confiado en mí y nadie lo ha lamentado». Después de unos segundos de silencio y de reflexión, cada niño por turno habla y cuenta en unos minutos una experiencia vivida personalmente: sea que han confiado en él, sea que él ha confiado en uno de sus compañeros y los dos se han sentido mejor. Igualmente, al abordar los primeros círculos, el adulto contará su propio ejemplo de experiencia vivida. Así, si le creen, los niños se darán rápidamente cuenta de que los adultos también necesitan la confianza de los otros. No evolucionan en dos mundos antinómicos, sino más bien en el mismo mundo, la misma vida cotidiana con su lote de sufrimientos y esa insaciable necesidad de amor. Tomando la palabra en primer lugar, el

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adulto da el ejemplo de que lo esencial en una experiencia, es decir, el sentimiento liberado, se puede decir en poco tiempo, en pocas palabras, puesto que son verdad. Compartir una experiencia no es contar una historia; es decir lo esencial. Cuando todos los que han querido expresarse han tomado la palabra, el adulto procede a la integración cognitiva hablando, o haciendo hablar, sobre lo que se ha oído en el círculo. Nada de comentarios, juicios, críticas o preguntas sobre los hechos, pues estos comportamientos romperían la comunicación recién establecida, sino hablar de comprensión y de lo experimentado, sea por uno mismo o por un compañero, que le haya afectado o sorprendido a uno.

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Los secretos del círculo de palabra Lo que da a esta práctica todo su valor es el respeto de todos a algunas reglas que preservarán el respeto a cada uno. ¿Cuáles son las reglas de este juego que no es un juego? El círculo fundado sobre el respeto mutuo, debe favorecer la aparición del respeto a sí mismo y el respeto al otro. Así, no se rompe el círculo antes de que todos los que lo deseen expresarse lo hayan hecho. Igualmente, se requiere la brevedad del emisor por respeto al tiempo concedido a todos y a cada uno. No se interrumpe nunca al que habla, no se juzga, no se critica. En un silencio lo más neutro posible, se «recibe» la palabra del otro. La confidencialidad es primordial: nada de lo que se ha dicho en el círculo, lugar de escucha y para compartir, debe salir de él. Finalmente, aunque nadie está nunca obligado a hablar, se interrogará sobre el silencio persistente de algunos y el animador tendrá que hacer hablar al recalcitrante solicitándoselo amablemente. El respeto absoluto de esas reglas de simple buena convivencia da al círculo su medida: la confianza. Al estar convencido de que no será ni interrumpido ni criticado, de que sus palabras no serán deformadas ni sus experiencias traicionadas, el niño participará en este «círculo de verdad» en total confianza y con total conciencia, para su mayor beneficio y el de los otros. Profesores creativos y motivados han practicado empíricamente círculos de palabra en su clase «pero enseguida se desbocaba la situación», nos han confiado. Por esto la práctica del círculo de palabra en particular, y el PRODAS en general, requieren un mínimo de formación. No es un truco ni una ocurrencia. Requieren haber sido experimentados por uno mismo, en uno mismo y para uno mismo como participanteaprendiz. También es indispensable haber participado en ejercicios de creatividad en grupo para poder después alternar las actividades, inventarlas según la materia enseñada o para responder a las necesidades del grupo. El círculo, íntimo, por no decir intimista, generador y vector de confianza, debe ser periódico y homogéneo. Si bien cada círculo reserva sus propios misterios y su autenticidad, no se abandona un círculo durante el año. Igualmente, el adulto que lo acompaña estará siempre presente durante un ciclo lo bastante largo (un año). El círculo es un pacto de expresión y de escucha mutuas. Se han obtenido resultados increíbles por medio de la paciencia, la suavidad, la fuerza de la convicción y la confianza en las potencialidades propias. Así, cierta animadora, externa a la escuela pero apoyada por los profesores de los niños, pudo acompañar a una clase durante un año y continuar al año siguiente al ritmo de una sesión por semana. Los primeros resultados aparecieron al cabo de dos meses. Además hay que

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saber que la clase de 6.º que le confiaron experimentalmente estaba considerada como una de las más difíciles. ¡Y con razón! La primera vez que propuso la formación de un círculo, algunos alumnos se subieron a las mesas, una versión un poco anacrónica de «Capitán, mi capitán» en la película El club de los poetas muertos. No es menos cierto que la intención positiva, la calma, la motivación y, sobre todo, la confianza en las capacidades de los jóvenes vencieron rápidamente la resistencia de algunos indisciplinados. Al año siguiente, todos querían continuar con la experiencia un año más. ¿Quién ha dicho que en clase los niños no deberían más que escuchar y que, si hablaran, el jaleo estaría asegurado? ¿Por qué unos niños a los que se respeta verdaderamente, auténticamente, es decir, sin artimañas ni recetas, no van a respetarse o a respetarnos? Un caso concreto en el que la palabra, mejor que lo escrito, no es labia sino verdad.

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La implicación personal El PRODAS no es un curso: es una experiencia, preventiva y curativa a la vez, de relaciones humanas estructuradas. Sin duda sabemos mejor que otros que no basta con decir lo que hay que hacer, ni cómo hacerlo. Como toda experiencia de vida, el PRODAS debe ser integrado por cada uno en su esquema personal de relación con el otro. El aprendizaje del PRODAS es una ocasión para experimentaciones personales. No se trata, por ejemplo, de pedir atención sino de aprender a captarla y a retenerla. Igualmente, como hemos visto anteriormente, para crear un clima de seguridad, indispensable para el intercambio, la cooperación y la revelación de sí, se elegirán temas con sentimientos positivos como la confianza, el orgullo, un objeto preferido, un lugar en el que uno se siente bien, una actividad (deporte, juego, disciplina escolar) favorita… Cuando los jóvenes se han habituado a hablar de ellos mismos en compañía de un adulto y de sus compañeros e incluso lo hacen con gusto, se dan cuenta de que todos experimentamos, en diferentes momentos y situaciones, sentimientos y emociones que se parecen. Es en esa nueva toma de conciencia de su diferencia, pero también de su semejanza con el otro, cuando llega la segunda fase: la aceptación, el reconocimiento de sí y el reconocimiento de los otros. Una vez franqueada esta fase, el animador del círculo puede comenzar a abordar temas con sentimientos desagradables o negativos. Aunque está claro que nunca hay sentimientos positivos o negativos –¡los sentimientos, todos los sentimientos, son amigos nuestros!–, sino simplemente experiencias con connotaciones de felicidad o de infelicidad. «Me sentí culpable… No me ha salido bien… Algo o alguien me ha decepcionado…». Es en esos temas, especialmente, donde la ausencia de juicio y de crítica es indisociable de la confidencialidad. Si no, el círculo se convertiría rápidamente en un ajuste de cuentas. Una vez verbalizados, y por tanto domesticados, esos sentimientos, uno se encuentra ante sentimientos ambivalentes: «Quería hacerlo y tenía miedo de hacerlo… Estaba apasionado con la lectura pero al mismo tiempo inquieto por retrasarme con los deberes… Tenía ganas de salir con mis amigos, estaba cansado…». Los sentimientos ambivalentes son más difíciles de descubrir y, por tanto, de expresar, y más aún de descifrar. Una especie de «Quiero y no quiero» a la vez, que se parece a una vacilación, pero en el que los deseos y las necesidades, aunque aparentemente contradictorios, son igual de pertinentes. A falta de excusa, se dirá simplemente que nuestra educación no nos ayuda a decidir cuando las preguntas de nuestros padres se resumen en «¿Quieres ir, sí o no?», completadas inmediatamente por la frase asesina: «Nunca sabes lo que quieres».

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Una frase que no ayuda en nada a la elección y que tiene el gran mérito de añadirle culpabilidad e indecisión. De una manera general, los círculos de palabra, que no son en absoluto una terapia de grupo, un lugar donde contar experiencias reales o imaginarias, o un desahogo para adolescentes con crisis de acné, demandan un respeto de las formas, que tienen sus razones de ser y merecen ser respetadas. Aunque la abundancia del bien, en principio, no perjudica, no se recomienda la multiplicación de los círculos ni su prolongación en el tiempo. Están destinados a quince personas y deben constituir un momento fuerte, un momento esperado y deseado, y no perderse en la rutina de los ejercicios cotidianos. El círculo debe ser siempre un lugar y un instante privilegiado. Nada debe alterarlo. Menos aún la costumbre. Enseñar a los niños a hablar de sí mismos, de lo que los alegra y de lo que los asusta, es ciertamente el mejor medio para evocar elementos de la vida corriente y experiencias traumáticas de las que no hablan en familia y que ellos ocultan durante toda su vida. Un ejemplo terrible y horriblemente actual: la pedofilia. Aunque no se trate de un fenómeno nuevo en sí, las pulsiones pedófilas de los adultos, a menudo resultado de agresiones anteriores de las que los pedófilos son las víctimas, agreden al niño. En la mayoría de los casos, este último se encierra en sí mismo, sintiéndose a la vez sucio y culpable, incapaz de expresar la agresión por miedo a que se rían de él, a que se burlen; peor aún, a que lo tomen por mentiroso y fabulador. Salvo muy raras excepciones, rara vez habla, ni siquiera con sus allegados. Dos soluciones: olvida pura y simplemente, y la frustración brotará años más tarde, o encierra esa deshonrosa experiencia en el inconsciente. El círculo de palabra, en lo que tiene de secreto, de confianza y a la vez de expresión de uno mismo, y al demostrar que se puede hablar de todo sin temor emocional al rechazo, puede convertirse en un medio para que el niño se exprese ante personas cercanas en total confianza. Igualmente, puede ocurrir que evoque su problema con medias palabras, sopesando así la reacción del otro. El animador debe poder, debe saber detectar esos inicios de palabras. Le corresponde a él entonces hablar a los padres, si son capaces de oírle y de aportar una solución, o alertar a los especialistas en ese tipo de problemas. La palabra sigue siendo el arma absoluta contra los violadores de niños. El PRODAS se propone, pues, como instrumento sólido para la salud psíquica y, sobre todo, mental de los niños y de los adultos que han decidido integrar un saber decir en el saber educar. • Educar para comprenderse, conocerse, aceptarse y conocer los efectos de los propios comportamientos sobre uno mismo y sobre los otros, y los de los otros

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sobre uno mismo. • Realizarse: por medio de las realizaciones, de los progresos, de los éxitos, se elabora una autoimagen realista y constructiva. • Comunicar para estar unido a los semejantes enriqueciéndose con todas las diferencias. La fuerza del PRODAS reside ciertamente en que se dirige a los tres sectores fundamentales del equilibrio humano: • la conciencia de sí, o la aceptación; • la realización, o la autoestima; • las interrelaciones personales, o la comunicación social.

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LA CONCIENCIA La conciencia de sí o «Siento, luego existo» Porque, según el sabio Salomón, la sabiduría no entra en un alma de mala voluntad, y ciencia sin conciencia no es más que ruina del alma. RABELAIS

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Un antídoto para el tedio de la vida La conciencia de sí es el primer factor del desarrollo afectivo y social en el sentido de que favorece un contacto real con uno mismo y una percepción lógica de los otros. Centrándose en la vivencia, elimina las proyecciones, las negaciones, las represiones. Reconoce su vivencia y la percibe como tal. La aceptación de sí y de los otros es la clave de la conciencia. Es la acogida de todas las emociones, los pensamientos, las sensaciones y las acciones, positivos y negativos, sin juicio ni presión. «Veo, pienso, siento y por lo tanto hago». ¡Es un gran programa! Como hemos visto, toda emoción, sea cual sea, es admisible. No hay buenas o malas emociones. Simplemente hay una. La emoción, que emana de lo más profundo del ser, es, por esencia, auténtica, legítima y personal. Lo que hace que una sensación sea más o menos agradable, o totalmente desagradable, es lo que se hace de ella, la manera personal de acogerla y gestionarla, el miedo que suscita y lo que corre el riesgo de revelar acerca de uno mismo. Domesticarla, amaestrarla, cultivarla es el camino que conduce de la emoción a la toma de conciencia y, por lo tanto, a la aceptación. La orquestación de los sencillos y prácticos medios del PRODAS tiende a la preservación de la salud mental y a la prevención de la violencia naciente. Entrenar desde muy pequeños para la autenticidad, para la comprensión espontánea y recíproca, para la acogida de sí y de los otros, desemboca en la autonomía, la confianza, la responsabilidad. Una vez que estas características han sido adquiridas, integradas y desarrolladas, los jóvenes estarán mejor armados para resistir a las tentaciones. Lo mismo que una alimentación sana contribuye a la salud y a la prevención de ciertas enfermedades, la higiene PRODAS contribuye a la salud mental y previene los riesgos de delincuencia. Daniel Goleman (cf. La inteligencia emocional) aporta el siguiente ejemplo: un adolescente, temiendo ser golpeado por sus compañeros, lleva un revólver a clase. Y, delante de un vigilante, dispara a dos chicos que le acosaban. ¿No es urgente enseñar a nuestros niños a domesticar sus emociones y a resolver pacíficamente sus desacuerdos? Otro ejemplo que cita un padre emocionado: su hijo de diecinueve años, estudiante de Ingeniería, alumno brillante y que vivía una relación familiar armoniosa, se suicidó. No soportó un desengaño amoroso y algunas burlas de sus compañeros. Un chico de quince años atenta contra su vida. No podía hacer frente a las exigencias de los chantajistas que lo amenazaban. Peor aún: incomprendido por su familia, no se atrevía a dar ninguna explicación lógica de su cambio de comportamiento, aunque le castigaban por sus repetidos robos.

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Una mamá da este testimonio: su hijo adolescente, ya independiente, la llama la víspera de su suicidio. Después ella se enteró de que había hecho lo mismo con todos sus allegados. «Era una llamada de socorro –reconoce ella–, no lo comprendí». El martirologio de las víctimas expiatorias de sus propios miedos podría alargarse indefinidamente. Y pensar que simplemente habiéndoles enseñado a decir y a dominar sus emociones, mediante la conciencia de sí, esos adolescentes se habrían sentido menos confusos en la edad crítica, en la edad de las dudas existenciales, habiendo adquirido al mismo tiempo un conocimiento y un control de ellos mismos que garantizarían su equilibrio presente y futuro.

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La esperanza en el futuro Los padres y los profesores, obnubilados por los resultados escolares y las notas, ya no detectan los signos precursores del tedio de vivir que, sin embargo, se desarrolla ante sus ojos, que miran para otro lado. Una constatación aportada por Daniel Goleman y señalada por un profesor de Brooklyn: «Los adultos están más preocupados por el progreso metodológico de sus hijos en lectura o en escritura que por el cuidado de saber si estarán vivos la semana siguiente». Sin embargo, eso no significa que todos los adolescentes sean delincuentes, asesinos en potencia o que pondrán fin a sus días en las semanas siguientes. Al contrario. Incluso se ha visto a más de un millón venir de todos los rincones del mundo para reunirse en torno a la carismática personalidad de Juan Pablo II en París. Esta juventud feliz y recogida nos da un punto de anclaje positivo. Los momentos fuertes, cargados de emociones compartidas, apelan a nuestra inteligencia. Tenemos ante nuestros ojos la prueba de que el miedo al futuro se transforma en esperanza en el futuro. Prácticamente en el mismo momento, fue segada una rosa de Inglaterra. Primero en París (¡de nuevo en París!), luego en Londres, reunidos en torno a una misma emoción, el dolor de la ausencia, serán otra vez millones los que lloren por sí mismos y por una joven fallecida en accidente. ¿Qué importa el pasado tumultuoso de esta casi reina? Con sus palabras, palabras muy simples, palabras muy bellas, había sabido hablar al corazón de los hombres. Al compartir las traiciones que sufrió, sus esperanzas rotas y su amor burlado, había descendido los escalones de su trono de papel para inclinarse sobre las desdichas de los hombres. Coincidencia –pero ¿es verdaderamente una coincidencia?–: mientras sonaba la alarma londinense y los estandartes lamían el suelo, en el otro extremo del mundo una misericordiosa entre las misericordiosas se apagaba a su vez. Dos llamas de un mismo amor que un mismo viento lleva. También con la despedida de cientos de miles de pobres, pobres entre los pobres, que vienen a llorar juntos la marcha de su «santa». Estas tres imágenes, para los que han tenido la dicha de verlas o de vivirlas, permanecerán ancladas en las memorias. Un instante en el que, sin razón, o más exactamente por una muy buena razón, los pueblos se reúnen, en la alegría o en la tristeza, y viven por primera vez sin duda el placer de estar juntos. Algo simbólico, pero también una advertencia: ¿no habrá llegado el tiempo del cambio, ese en el que se desenmascaran los falsos ídolos «que tienen boca y no hablan, oídos y no oyen»[33] ? Es urgente. Todos tenemos necesidad de un poco de aire para nuestra higiene mental. Puesto que sabemos que nuestro potencial es prácticamente ilimitado, ¿cómo es posible que nuestras capacidades de reacción y de motivación estén tan debilitadas?

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Señalar un responsable sería una prueba de ceguera. Los padres y los profesores son chivos expiatorios señalados. Pero con capacidades tan debilitadas como las suyas, ¿cómo estar suficientemente armado frente a niños y adolescentes cada vez más inteligentes, cada vez más informados, más fuertes y más animosos? (se precisa coraje para atentar contra la propia vida o la de los otros). Nadie es responsable. Los niños no son ni malos ni enfermos. Es la educación la que está enferma.

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A la escucha de uno mismo Pero además, para que el miedo al futuro se convierta en esperanza en el futuro, hace falta modificar toda una tipología de comportamientos que, en lugar de abrir hacia el otro y acogerlo en su diversidad, encierra el presente en la prisión de las dudas y de los miedos. El contacto directo con uno mismo hace nacer la conciencia, es decir, la percepción por los sentidos internos de lo que viene del interior y por los sentidos externos de lo que se desarrolla fuera de nosotros. La percepción lúcida de los otros, percepción externa añadida a la percepción interna, aporta al niño el elemento fundamental de su plenitud. El discernimiento y la aceptación de una vida interior conducen a dejar de rechazar los sentimientos desagradables. En vez de olvidarlos o de enmascararlos, admitir que están en nosotros, que forman parte de nosotros y que tenemos que vivir con ellos. Las sesiones del círculo sirven para esto en el sentido de que son momentos en los que se comparte en autenticidad, con implicación gradual, y de que sirven de válvula a la complejidad de la vida afectiva. Implicación gradual porque ponemos en primer lugar el acento sobre las opiniones, las ideas, antes de movilizar toda nuestra atención sobre lo que es esencial en nuestra vida: los sentimientos y su aceptación. Nuestros sentimientos son fuentes de información irreemplazables. La escucha de uno mismo, de los pensamientos, de las ideas y valores propios y de cómo se viven en nosotros reduce las tensiones internas. Sin embargo, no hay que confundir el despertar o la revelación nacidos de la conciencia de uno mismo con la racionalización, tan estéril, ni la percepción con la proyección sobre los otros. Entonces podremos responsabilizarnos de lo que ocurre en nosotros, sin juicio, pero aceptando esos instantes de nosotros mismos. No somos ni peores ni más malvados porque nos duelan los dientes. Ese dolor es nuestro, afecta a nuestro comportamiento, pero, ciertamente, no a la realidad profunda de nuestro ser. Una vez que desaparece el dolor, todo vuelve a su lugar. Nuestro comportamiento también. Esas partes de nosotros mismos nos ayudan a conocernos, nos enfrentan a lo que nos afecta, a nuestros valores, a nuestras necesidades del momento y a todo lo que da sentido a nuestra vida. Ser consciente de mis actos, de mis comportamientos, la mayor parte de las veces automáticos, me conduce a llegar a ser plenamente responsable de esos actos. Tomando conciencia de lo que hago, incluso intuitiva o mecánicamente, llego a ser responsable. Todos nuestros comportamientos no son automáticos. Igualmente, es falso que tal o cual pensamiento genere automáticamente tal comportamiento. El encadenamiento presuntamente lógico que pasa por «Me ignora, por lo tanto me siento herido, por lo

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tanto estoy resentido contra él, por lo tanto le ignoro a mi vez, puesto que todo el mundo actuaría así», es uno de los más viciados que pueda haber. Se puede no encontrar simpática a cierta persona, incluso si parece que me ignora, y decidir tener un comportamiento amable con ella. Podemos elegir, por ejemplo, entre la dicha y la desdicha. Esta creencia en el automatismo pensamiento = sentimiento = comportamiento nos lleva a tener miedo de nuestras emociones porque pensamos que no podemos dominar nuestros actos. Ese atajo que nos protege de un eventual fracaso nos priva, al mismo tiempo, de nuestro poder personal. Nos convertimos en máquinas y, pulsando sucesivamente las teclaspensamientos y las teclas-sentimientos, se supone que la luz del comportamiento parpadea automáticamente. Es una falta de conciencia de sí; es una falta de confianza en uno mismo. Un miedo a uno mismo. La conciencia de la influencia de nuestros sentimientos sobre nuestros comportamientos nos vuelve más atentos aún a lo que sentimos. Aspirar a una conciencia clara y total del instante presente, tener una visión lúcida de la propia vida no exige un esfuerzo sobrehumano. El estar, plenamente, en el presente de la vida es algo que se aprende. Una historieta zen abunda en ese sentido. El joven Anaoré había seguido una larga y penosa enseñanza para llegar a ser monje. Al sentirse preparado, fue a visitar a su maestro para decírselo. Llovía mucho ese día. Antes de entrar en la sala en la que le esperaba el maestro, el joven futuro monje deja sus zuecos y su paraguas. Cuando estaba informando respetuosamente al viejo monje del objeto de su decisión, el joven oyó que le preguntaba en primer lugar: «¿Puedes decirme dónde has colocado tu paraguas, a la izquierda o a la derecha de tus zuecos?». El joven fue incapaz de responder. Entonces, el maestro dijo: «¿Ves, Anaoré?, debes continuar la enseñanza y la práctica del Zen porque, durante un instante, no has estado presente a tu vida». Tanto en la filosofía zen como en otras, se establece que todo se nos escapa cuando dejamos escapar el momento presente. Lo mental no se libera fácilmente de sus propias trampas. Saber lo que se quiere y hacia dónde se dirige uno forma parte de la conciencia que mantiene la confianza en uno mismo. Sin embargo, lo que dará fuerza a la vida es ser consciente cada vez que uno se desvía de la vía que ha elegido. Sin crítica ni culpabilidad; basta con volver a tomar la dirección correcta. Algunas partes de nosotros, al ser múltiples y diferentes, se encontrarán en oposición mutua, como nuestras palabras y nuestros actos pueden contradecirse inconscientemente. Los comportamientos ya no deben valorarse según la escala maniquea del bien y el mal, sino como la manera que cada uno encuentra, en un momento dado, para satisfacer una carencia, sea material («Tengo sed») o no. Hacerse el interesante, por ejemplo, para atraer la atención y llenar una falta de atención y de

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reconocimiento.

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La pirámide de Maslow En los años 60, Abraham Maslow, el padre de la psicología humanista, hizo de la conciencia uno de los objetos de sus investigaciones. Muy afectado por los horrores de la Segunda Guerra Mundial, se consagró a la psicología humana: «Yo quería probar que los seres humanos son capaces de cualquier cosa más grande que la guerra». Sus trabajos tratan de la motivación, la seguridad y la inseguridad fisiológicas, de las necesidades humanas, para terminar en forma de un cuadro de necesidades jerarquizadas, o pirámide de las necesidades según Maslow, un medio del que todos se sirven tanto en terapia como en comunicación. • Necesidades básicas o fisiológicas: el hambre, la sed… Una vez satisfechas, esas necesidades producen la paz del cuerpo; • Necesidades de seguridad: interior y exterior; • Necesidades socioafectivas: tenemos necesidad de dar y de recibir; • Necesidades de autoestima: la mirada de los otros es un espejo que no debería estar hecho más que de consideración; • Necesidades de autorrealización: llegar a ser quien somos. Esta jerarquía de las necesidades de Maslow ilustra y completa los tres temas principales que trata el PRODAS. • Comprenderse, saber quién somos hoy y la perspectiva de lo que podemos llegar a ser; • Relacionarnos por medio de lo mejor de nosotros mismos, la comunicación interpersonal; • Ser reconocidos por los otros en nuestras realizaciones para confirmar nuestra autoestima y, finalmente, descubrir el sentido de nuestra vida.

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La autoaceptación Una vez adquirida la conciencia de sí, la realidad y la legitimidad de los pensamientos y de los sentimientos propios, se pasa del juicio a la aceptación. De sí y del otro. Los niños, entrenados para percatarse muy pronto de sus verdaderas carencias, podrán habituarse a expresarlas y a buscar el medio más juicioso para satisfacerlas, en vez de golpear al más pequeño simplemente para mostrar quién es el más fuerte. En el círculo, atrevernos a hablar de nuestras carencias, de nuestros miedos, de nuestras debilidades nos libera de las máscaras con las que nos ataviamos todos para parecer aceptables a los ojos de los otros. Cuando, en realidad, los ojos de los otros son los nuestros, otro yo. Esta energía vital así recuperada podrá emplearse para ir más allá de lo que creíamos que eran nuestros límites. Auténticos y orgullosos de sus pensamientos autónomos, los adolescentes se atreverán a innovar y huir del instinto gregario y reductor que, a cambio de la uniformidad, mata toda iniciativa personal, toda anormalidad. Entonces se evitará ese tipo de comentarios: «Lo quiero porque todos mis amigos lo tienen… Lo hago porque todo el mundo lo hace». Ante la complejidad de los seres y de las situaciones, hace falta una conciencia de sí profunda para desarrollar el sentido de identidad y saber elegir en conciencia las influencias. La afirmación de uno mismo, de sus propios gustos, de las opiniones, de los valores personales permitirá aceptar mejor los comentarios y las críticas que contradicen la idea que uno tiene de sí mismo, esa idea que uno se ha forjado con toda convicción. Las satisfacciones no se medirán ya por el fracaso de los otros. Cuanto más me conozco, más me acepto, y cuanto más me acepto, más tolerante soy con los otros. La no-conciencia de sí desarrolla la proyección de nuestras intenciones sobre el comportamiento de los otros. Es urgente dar a los niños la oportunidad y los medios para desarrollar su propio mundo afectivo y social de manera deliberada, consciente y atenta en vez de dejar que esos elementos vitales se desarrollen anárquicamente, a merced de los accidentes de la vida y de los adultos que los rodean. Aunque sea fantástico para algunos, la mayor parte de las veces lo desconocido asusta. El miedo a lo desconocido nos mantiene en una rutina monótona que limita nuestra propia evolución. El miedo a las emociones es uno de nuestros mayores miedos. Sin embargo, qué victoria sobre nosotros mismos cuando nos arriesgamos a comprometernos verdaderamente en la experiencia de la vida. La mayoría de nuestros comportamientos son adquiridos y a menudo mal aprendidos. Ese mal aprendizaje nos afecta en el plano emotivo, y las heridas que derivan de él falsean nuestros comportamientos, inhiben nuestra inteligencia y contaminan nuestras relaciones.

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En ese módulo de la conciencia de sí, es la implicación de todos lo que permite las tomas de conciencia personales y lo que forja la evolución personal de cada uno de los participantes. Es una experiencia colectiva, pero lo que se siente es personal; escucha de la vivencia personal de los otros que nos hace volver a nuestras propias emociones. Tomar conciencia es autorizarnos a «ver» lo que no era visible antes, lo que existía en nosotros pero no estábamos preparados para aceptar. Es una llamada a la autolucidez. Ignorar nuestros sentimientos favorece el tedio de vivir, el insomnio, la no-comunicación, hasta la neurosis, pasando, claro está, por las crisis ulcerosas. Quien no conoce sus emociones no conoce sus verdaderas necesidades. El PRODAS nunca ha querido y no quiere ser una terapia. Esto no impide que a veces sea terapéutico, como hace terapia la madre que abraza a su niño en el momento oportuno. La conciencia de sí no es solamente una ventana abierta sobre uno mismo; es también ofrecer las riquezas propias. Una emoción expresada se vive, se intensifica cuando se le presta atención; después desaparece. Es la atención bienhechora que se le presta lo que continuará después de que la emoción se vaya y lo que producirá, en fin, la disolución de la turbación y por lo tanto la liberación. Como escribía Carl Rogers: «Sentimientos, actitudes, creencias personales son partes integrantes de una persona; aceptarlos la ayuda a llegar a ser una persona y le inspirará el deseo de cambiar». El desarrollo personal es por fin reconocido como parte integrante de la inteligencia. De la inteligencia emocional, si se admite que el aprender no procede únicamente del pensamiento, de la reflexión. ¡Aprender es tomar dentro de uno mismo! Es sentir. Sin duda es esta la razón por la cual la música y todas las otras artes tienen que ver con la inteligencia en el sentido de que apelan a nuestra sensibilidad y provocan en nosotros evocaciones emotivas. La sensibilidad rehabilitada puede entonces aguzar nuestra inteligencia, ayudarla a abrirse a nuevas competencias. El aprendizaje emocional puede continuar toda una vida. Incluso parece ser que la vitalidad está ligada a él. A las personas activas hasta una edad avanzada, a menudo las motiva una pasión, una profesión, una motivación intrínseca que mantiene su energía. ¿Cómo no citar a Juan Pablo II, Marcel Dassault, Louis LeprinceRinguet, el comandante Cousteau, el padre Pierre, Stéphane Grappelli, Herbert von Karajan…? No es únicamente la actividad lo que los mantiene activos. Es la emoción suscitada por el sentimiento de utilidad, de prestigio, de compartir, sea su motivación humana, artística u otra. Una vez adquirida la conciencia de sí que desemboca en la aceptación de uno mismo, se puede abordar un segundo sentimiento del desarrollo personal: la apreciación de sí, es decir, la autoestima o la realización.

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LA REALIZACIÓN La autoestima o «Soy capaz, y estoy orgulloso» Llega a ser lo que eres. PÍNDARO

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Tengo miedo… En el capítulo precedente hemos aprendido que toda emoción es admisible. Del mismo modo, el niño, en el seno del círculo, puede percibir que el miedo es una realidad común y que incluso el adulto lo siente y sufre su yugo más o menos. Por lo tanto, de forma totalmente natural el niño se atreverá a decir a su vez: «Tengo miedo…». Sin embargo, este miedo no debe ser paralizante. Como toda emoción, la sensación de miedo es legítima y requiere expresarse. Ese miedo, una vez expresado, se vuelve dinámico en lugar de estar enmascarado y disfrazado, puesto que es el miedo lo que da miedo. Formular el miedo que uno tiene es, pues, exteriorizar un sentimiento que, aunque no sea compartido por el entorno inmediato, al menos habrá abandonado definitivamente la esfera de la relación intrapersonal. Para permanecer conectados con la vivencia de esta experiencia pedagógica, ayudamos a los niños a comprenderse mejor a sí mismos, a adquirir una autoimagen favorable y a desarrollar el sentido de la motivación personal. Por ello, en este capítulo de la apreciación y de la realización optamos, después de los temas positivos, por una aproximación diferente, que valoriza: «Lo he conseguido, o he encontrado una solución». Poco importa en qué circunstancia, poco importa que la experiencia haya sido fácil o no. Lo importante es poner al niño otra vez en contacto con el placer del éxito, conectarlo de nuevo con una vivencia de valoración personal. Algunos se sentirán simplemente contentos, otros satisfechos, otros orgullosos. El objetivo es revivir la alegría, la sorpresa, el entusiasmo sentidos ante las nuevas capacidades. ¿Podemos revivir nuestras emociones agradables frente a alguien que no nos mira, apenas nos escucha, y que piensa en otra cosa, cuando no nos habla de cualquier otro tema? Evidentemente, no. El poder del círculo reside, justamente, en la atención que manifiesta todo el grupo. En primer lugar, a través del silencio. Recordemos que una de las reglas inviolables del círculo consiste en no interrumpir, en no juzgar y en no criticar. Por lo tanto, es en silencio como se percibirá la emoción agradable del otro. El silencio de escucha permitirá a cada uno de los presentes hacerse receptivo al otro en la relación. Qué intensidad tiene ese silencio que se ajusta a la palabra para acogerla, antes y después de su formulación y que se convierte en resonancia interior. Igualmente, será en este momento cuando se indique a los participantes la importancia de lo no verbal en la comunicación: el 93%. La realización incita a los jóvenes a buscar escondido en ellos un ejemplo de proyecto cumplido, llevado a buen fin, incluso, y sobre todo, si se ha tenido la tentación

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de abandonar a medio camino. Recuperar lo que nos dijimos en esa ocasión, lo que pensamos, qué o quién nos sostuvo, con qué palabras, con qué actitud. Esta experiencia revivida, verbalizada con palabras ajustadas a las sensaciones, y habremos encontrado lo que nos afecta y lo que nos empuja a actuar. Quizás incluso descubramos que el proyecto inicial era demasiado ambicioso, que fue sensato fraccionarlo en varios proyectos, reducirlo, incluso abandonarlo.

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La frustración, una necesidad no satisfecha La educación clásica nos ha hecho expertos en detectar nuestras debilidades, nuestras faltas y nuestros errores. Sin duda es el resultado de una impregnación judeocristiana con sentimientos de falta, de pecado, de perdón, de obediencia y de sumisión. Pero ¿cómo detectar nuestros puntos fuertes, las cualidades intrínsecas que hacen de nosotros un ser único y diferente a la vez, a quien tenemos derecho a preguntar «¿Qué has hecho de tu talento?»? Poco o nada preparados, en el mejor de los casos exageramos nuestro valor para compensar lo que puede parecer una falta. Incluso, a veces, no dudamos en compararnos con los más débiles. Una comparación fácil, fútil y artificial. Por esta razón, con el PRODAS cultivamos muy particularmente el sentimiento de competencia: «Soy capaz de hacerlo, poseo en mí sin saberlo, sin que me lo hayan dicho, recursos que me ayudan y me sostienen para ir más allá de mis límites». Estos sentimientos de competencia y de satisfacción repetidos autorizan frustraciones ocasionales y fracasos. Sin haber detectado antes nuestros recursos y haberlos constatado, nos detendría la primera frustración que llegara, y que, en lugar de ser dominada, reforzaría más su efecto dañino: «De todas las maneras, es normal, soy un inútil, nunca debería haberlo intentado, es demasiado fuerte para mí». Como la emoción o la sensación, el fracaso puede provocar un sentimiento desagradable. Pero, como ellas, debe aceptarse y reconocerse que forma parte de nosotros, a condición de que haya sido integrado previamente como uno de los resultados eventuales de un proceso. Una vez más, se elige ser desdichado como se elige ser feliz. Por lo tanto, se puede elegir libremente el fracaso. Pero en ese caso es inútil ir a buscar un responsable fuera de uno mismo. Con la agresividad ocurre igual. La insatisfacción frecuente de las necesidades vitales (ver la pirámide de Maslow[34] ) genera agresividad. Esta, cuando se castiga, desemboca en la exclusión, que aumenta aún más las frustraciones. La agresividad se convierte en violencia. Igualmente, es el momento de ser consciente de las trampas inherentes a la autoridad que provocan la revancha a corto o largo plazo. A partir del momento en que hay un vencedor, hay un vencido y por lo tanto una frustración que pide revancha, venganza, un reequilibrio de lo humano. Ser una autoridad libra de ser autoritario. Para ser una autoridad, además hace falta ser reconocido como tal. Hace falta merecerlo. Uno no se convierte en autoridad solo por su cargo. La autoridad se prepara y se construye. Una frustración es una necesidad no satisfecha.

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La urgencia de combatir la violencia hace olvidar la prevención y, sea cual sea la respuesta que se dé, será inorpotuna en el sentido de que quien la recibe no ha sido preparado para recibirla. Necesitamos remontar toda la cadena frustraciones-violencias para llegar al origen de las necesidades. El PRODAS enseña a reconocer y a tener en cuenta las necesidades propias y a actuar adecuadamente para satisfacerlas, y, evidentemente, a reconocer las necesidades de los otros. En los círculos aprendemos, por experiencia propia y por la de otros, a encontrar medios para ganar sin que los otros pierdan. Lo que Thomas Gordon llama en su método «negociación ganador-ganador». Tomemos el ejemplo de las sillas musicales que todo el mundo conoce desde la guardería. Todos quieren ganar, y tanto peor para los otros. En cada vuelta, una nueva exclusión. Al final no queda más que un ganador y todos los excluidos. En cada vuelta nace una nueva frustración, sin contar el rencor cuando uno más grande aplasta a otro más pequeño o retira la silla por detrás para poder sentarse. El contraejemplo típico del método ganador-ganador: el perdedor-perdedor. Sin embargo, existen juegos que también son divertidos… pero sin perdedores. Por ejemplo, basta con decir: «Me gustan las personas que…». En el circulo que se ha formado, todos están sentados, salvo el animador que inicia el juego: «Me gustan las personas que tienen los zapatos negros». Todas las personas que tienen zapatos negros deben inmediatamente cambiar de sitio. Evidentemente, el animador se sienta en la primera silla que queda libre. Por tanto, una persona se quedará sin silla, pero no ha perdido. Se ha convertido en animador. Ella dice a su vez «Me gustan las personas que tienen gafas» porque ha visto en el círculo varios participantes que las llevan. Y así sucesivamente. Es el animador quien elige lo que le gusta. Es un juego tónico pero que tiene como mérito principal no generar nunca frustración ni exclusión. Por turnos, todos podrán sentarse o llegar a ser animador.

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Un éxito sin derrota El PRODAS entrena a los niños en la cooperación, en la responsabilidad y en el gusto por las capacidades, sin competir más que con uno mismo. Los niños y los adolescentes, la mayor parte de las veces, sienten por medio de la evaluación, el juicio y la clasificación. Los supuestos tests de evaluación se basan en criterios de inteligencia y determinan el paso o el no-paso al curso superior en función de la clasificación. Ocurre lo mismo con los tests de aptitud que se considera que detectan potencialidades, pero la lectura de sus resultados prueba que se trata más bien de un juicio y de una lista de debilidades. Sin tener ninguna referencia justa de evaluación, es decir, la revelación de las aptitudes adquiridas y de las potencialidades a desarrollar, ¿cómo evaluarse a sí mismo? Únicamente se puede hacer comparándose. Y es ahí donde aprieta el zapato. Hay que tener un modelo, un ideal a alcanzar. Ese modelo nos ayuda a encontrarnos a nosotros mismos. Es lo que hacen los artistas. Los pintores más grandes y, sobre todo, los más innovadores han ido a la escuela de los grandes maestros, el Louvre. ¿Cuántos conciertos e interpretaciones diferentes han escuchado los aprendices de músicos antes de encontrar su propio estilo? Los jóvenes no disponen más que de los comentarios de los adultos para evaluarse. Por lo tanto, necesitan adultos que conozcan y practiquen los beneficios que nacen del estímulo, y no adultos que juzguen y que critiquen sin dejar ningún espacio a la progresión. ¡Nada tiene más éxito que el éxito! Dar a los niños la ocasión de decirse a menudo «Soy capaz de…» y no «Soy más fuerte que…». Ese espíritu de competición, ese atropello del débil, esa noción de que no hay éxito más que en la derrota del otro, ha mostrado sus propios límites. Todos somos el débil de alguien, y el más fuerte, sin duda, está aún menos seguro de sí. ¿Qué frustraciones profundas, qué necesidades insatisfechas, qué angustias y terrores infantiles no se disimulan detrás de esta apetencia de victoria? ¡Cuántos conflictos interiores no resueltos, qué búsqueda de afecto! También es importante que los niños sepan que nunca terminarán de aprender, incluso después del final teórico de sus estudios. Los resultados escolares no son un fin en sí mismos, sino una llamada a ir más lejos. Lo que se aprende sin aprender, cada día y cada noche, es la vida. No hay vidas más fuertes y más débiles, solo la felicidad o la desdicha, la plenitud o la frustración y el rencor. Suscitar el gusto por aprender, y no el rechazo a aprender. En los juegos, los ejercicios, conviene preguntarles a menudo lo que han aprendido y cómo trasladarlo a su trabajo escolar o a cualquier otro sector de su vida. Para ello, enumerar los aprendizajes

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que el adulto prosigue cada día: libros, viajes, experiencias profesionales, incidentes de la vida, descubrimientos de sí o en la relación con el otro. No falta materia; a menudo lo que falta es el ánimo. También se puede proponer encontrar paralelismos entre los puntos agradables y los que lo son menos en las actividades que practican y que les gustan. ¿Existe en la vida algo que sea totalmente agradable o totalmente desagradable? Diferenciar lo agradable y lo desagradable permite establecer las necesidades, los gustos personales, que pocas veces son los del otro, y sentir la manera de vivir esta actividad. Una pregunta implícita: «Si pudierais cambiar algo, ¿lo haríais? ¿Y cómo lo haríais?». Esta pregunta, que personaliza el problema y responsabiliza al que aprende, puede ser fuente de innovación aplicable por todos, también por los adultos. De ahí nace un sentimiento de legítimo orgullo de haber ayudado al adulto y de haber ayudado a la clase. Es una necesidad de reconocimiento saciada incluso sin haberlo solicitado. Reconocer el propio valor personal es un factor vital del equilibrio humano, desde los primeros momentos de la vida. Conscientes de sus capacidades, los niños y los adolescentes aumentarán proporcionalmente su confianza en sí mismos. Se atreverán a asumir sus intereses, a apoyarse en sus aptitudes que han sido reconocidas como tales y a emplearlas de manera personal para una optimización de los resultados. Conocerse, contar con los propios recursos, abordar las dificultades con espíritu positivo permitirá una soltura natural en el momento, a veces difícil, de tomar una decisión.

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Tomar una decisión Una vez escuchadas las directrices, ¿cómo entrenarse para tomar decisiones propias? O ¿cómo hacer oír la «vocecita» que hay dentro de uno? La diferencia entre un niño que al que se ha hecho participar en un gran número de decisiones cotidianas o vitales y un niño que nunca haya tenido ni voz ni voto, será sensible. Evidentemente, los primeros estarán mejor equipados para elegir rápidamente con pocas posibilidades de error, mientras que los segundos estarán mucho más confusos, incluso en sus problemas cotidianos, y de ahí las perturbaciones y el riesgo de desorden en clase. Además hace falta recordar que la creatividad, esa forma de arte que favorece el aprendizaje, a menudo molesta al entorno, en primer lugar al escolar. También forma parte de nuestras mayores riquezas, y un niño que molesta en clase es una persona que expresa una necesidad. Después de todo, vale más, y con diferencia, que un niño se exprese, aunque moleste al maestro, que no que se calle, se cierre y oculte una nueva frustración. A menudo, la manera de resolver un problema es más importante que la naturaleza de este. Por eso nosotros utilizamos frecuentemente juegos de rol para simular la resolución de problemas. La decisión es la respuesta a un deseo. En primer lugar hay que dedicarse a conocer, a determinar la necesidad que uno lleva en sí. ¿Es algo más que un vago deseo, un capricho? Luego, se intentará mantener ese deseo para poner a prueba su intensidad y plantearse la pregunta: «¿Me creo capaz de llevar ese deseo hasta su realización?». Se trata de asegurarse del grado de confianza en uno mismo, de la fe y de la creencia que la persona lleva dentro en el momento de tomar la decisión. La respuesta a esta pregunta será, pues, la decisión de emprender todas las acciones necesarias para su aplicación. Porque sin acción no hay decisión. Solo un deseo, una opinión apenas formulada. Deseo-confianza-decisión es la triple apuesta por el éxito. El recurso a los juegos de rol facilita el compromiso. «¿Cómo resolver un problema, cómo tomar una decisión?». Por medio de este acercamiento lúdico, el participante se pone voluntariamente en la posición del que decide o en la de espectador del problema. Es indudable que el conocimiento de nuestros valores, de nuestras fijaciones, constituye una ventaja preciosa en el momento de la elección. Por ejemplo, un amigo se dispone a hacer algo que está prohibido porque es peligroso. Te pide que lo acompañes, encandilándote con el placer compartido y la confianza que te muestra al elegirte. ¿Qué hacer? Si mis valores no son claros, ¿qué decisión tomaré? ¿Voy a prevenir a un adulto de que un amigo corre peligro? El haber aprendido a clarificar nuestros valores, a vivirlos,

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evitará muchos desgarros emocionales en el momento de tomar decisiones. Afirmados en nuestros propios valores, y cuando hemos integrado lo que es aceptable y lo que es intolerable, cuando nuestras ideas-fuerza se convierten en modos de acción estables, la decisión se toma rápidamente. Podemos ceder al chantaje de la amistad, o no ceder; podemos aceptar una experiencia peligrosa porque está prohibida, o no aceptarla; podemos violar el código de buena conducta y poner nuestra vida en juego, sabemos si hay que traicionar según el peligro que se corra. En cualquier caso, elegiremos libremente. Sea cual sea nuestra elección. Puesto que nos va a comprometer de una o de otra manera, qué menos que elegir con total conocimiento de causa. En el módulo de realización, ofrecemos la oportunidad de enumerar de manera realista esos éxitos, esas características positivas, esos talentos útiles, que valorizan. Atreverse a representarlos por medio de dibujos, colajes, relatos. Al apropiarse las satisfacciones extraídas de compartir nuestras riquezas, se abren perspectivas constructivas frente a situaciones nuevas. Añadiendo la dimensión afectiva y social al desarrollo, formamos personas más competentes, realizadas. La inteligencia y la afectividad ya no luchan entre sí, al contrario: se fusionan en el marco de una educación global. Aprender a escuchar nuestras emociones, nuestras sensaciones y nuestros sentimientos; reconocer nuestras emociones sabiendo que son totalmente legítimas, útiles y, a menudo, compartidas por otros; descubrir nuestros recursos, nuestros puntos positivos y todo lo que hace que seamos únicos y formidables a la vez; elaborar una imagen de nosotros realista y constructiva que facilitará las tomas de decisión según nuestros propios valores y no por poderes; tomar conciencia de nosotros mismos y definir nuestras verdaderas necesidades y su sed de realización; con ese bagaje personal auténtico, no queda más que emprender el camino hacia los otros. Son las interrelaciones personales o la comunicación social.

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LAS INTERRELACIONES Tras la escucha de uno mismo, la escucha del otro Sabed escuchar, y estad seguros de que, a menudo, el silencio produce el mismo efecto que la ciencia. NAP OLEÓN

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Palabras, palabras… ¡El exceso de palabras mata a las palabras! Y nuestro mundo se derrumba bajo un flujo de palabras verbales e imágenes coloristas. Palabras sin objetivo ni razón. Solamente palabras para llenar el miedo al silencio y a la verdadera emoción. Palabras y más palabras. Palabras que hablan y no dicen. Palabras que narran y no expresan. Palabras hasta la embriaguez. Para perderse. Para olvidarse. La comunicación, la verdadera, la que dice lo que es, está adormecida. Un sueño paradójico en el mismo momento en que un tipo de comunicación pretende regir toda nuestra vida; en que la televisión se invita a nuestra casa cada tarde para llenar el silencio abismal de nuestras vidas extenuadas; en que la radio, a onda abierta, difunde torrentes de mensajes; en que a los publicistas se les paga a peso de oro para encontrar la frase de impacto, la que llena las cajas y vacía las cabezas… No es casualidad, pues, que hoy se desarrollen y se multipliquen los lugares de palabra y de escucha. De la misma manera que la necesidad de comunicar las emociones, las sensaciones, los sentimientos, las vivencias, tampoco es casual. Es la necesidad de existir. De existir verdaderamente, en la integridad del ser. Cada uno a su manera, se intenta llenar ese vacío ruidoso que se ha instalado alrededor de uno y en uno mismo. Se prefieren la claridad, la luz y la verdad a la palabras confusas. El PRODAS propone aquí un aprendizaje precoz de la expresión y de la atención al otro. Sin embargo, esto no significa que se excluya al adulto definitivamente. Todo lo contrario. A falta de impregnación, el adulto puede recuperar, en algunas semanas, el camino de la palabra y de la escucha que había olvidado. Como ya hemos visto, no existimos más que a través de la imagen del otro que refleja nuestra propia imagen y nos aporta una escala de valores según la cual medimos los nuestros. Del mismo modo, no existimos socialmente más que por la comunicación con nuestros semejantes. Es en este cara a cara cotidiano y colectivo como ponemos a prueba nuestras reflexiones, nuestros sentimientos y todos los pensamientos que llevamos dentro. Existimos también a través de las reacciones a los sentimientos que formulamos. ¡Sin comunicación, no somos nada! Pero ¿cómo comprenderse entre seres únicos, semejantes y tan diferentes a la vez? ¿Cómo armonizar dos entidades antinómicas y tan semejantes al mismo tiempo? ¿Cómo admitir que el otro tiene tantos derechos como nosotros y que sus emociones son tan legítimas como las nuestras? Será necesario aprender a reconocer nuestras diferencias, a aceptarlas y a expresarlas en forma de afirmación de uno mismo con implicación y responsabilidad.

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Decir «Me parece que…» afirma e implica en todo caso más que «Es falso…». Lo mismo que «Me gusta la verdad» en lugar de «Los mentirosos son odiosos» y «Prefiero la compañía de una persona jovial» en lugar de «¡Qué aburrido es fulano!». El lenguaje «yo» es creador, nos pone en contacto con nuestros gustos, nuestras opiniones, nuestras vivencias. Esta forma de expresión excluye el juicio. Por el contrario, privilegia el respeto. En todo momento el respeto de sí y el respeto del otro clarifican la relación. Porque el respeto es el fundamento de toda relación armoniosa. Respetarse uno mismo, respetar al otro en sus diferencias, respetar sus propios compromisos y sus valores básicos, respetar su palabra. Por medio del PRODAS, enseñamos a los jóvenes la noción de respeto a través de lo vivido cotidianamente. En primer lugar, respetándolos. Haciendo que, por comparación, vivan situaciones en las que el respeto está ausente. Expresarse en primera persona, en nombre propio, es decir, con «mensaje yo», requiere cierto grado de afirmación de sí y la búsqueda de una autenticidad real. Un ejercicio más duro de lo que parece. ¿Cuántos problemas, incluso materiales, son el desenlace de la no comunicación, de los sobrentendidos de las reservas de palabras mentirosas o que enmascaran los verdaderos pensamientos y necesidades? ¿Cuántos malentendidos y equivocaciones? Cuántos rencores también. Algunos hablan con facilidad y creen que comunican. Olvidan que hablar no es decir. Expresarse únicamente para dar órdenes, consejos, sermones, decir a los niños lo que deben hacer o no hacer, no es comunicar. Es una ficción de comunicación. Ese tipo de comunicación no es satisfactoria ni para el que habla ni para el que escucha. ¿Qué plenitud se puede esperar de ella? Así, estar en relación con el otro es también saber callarse (la primera regla del círculo de palabra), saber observar, mirar, sentir, escuchar lo que no se dice tanto como lo que se dice. Escuchar al cuerpo del otro y escuchar lo que siente el otro en su propia vivencia corporal. ¿No es lo que se experimenta en el cuerpo el canal privilegiado de la conciencia? No olvidemos nunca que la palabra no es más que uno de los vectores de la comunicación. Ni para el emisor ni para el receptor se encuentran todos los datos de un mensaje únicamente en la comprensión lógica. Se puede oír mucho más con los ojos que con los oídos. En los cursos de ventas, se enseña a los futuros representantes a observar el comportamiento del eventual comprador. Su comportamiento es más elocuente que sus palabras solas. Cultivar la preocupación del interlocutor, tener en cuenta preguntas

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que se plantea sin atreverse a formularlas, necesidades que expresa con sus gestos, valores que determinan sus decisiones. Lo que es válido para la venta lo es aún más cuando se trata de educación, de pedagogía o de trabajo en colaboración. Necesitamos a los otros para existir. Para conocernos. Su mirada es nuestro principal espejo. Con el programa Gordon, enseñamos a los padres, a los profesores y a los ejecutivos a interesarse por lo que sienten los niños, los alumnos, los colaboradores, la pareja. Les enseñamos a fijar su atención en lo que es humano en cada persona. Demasiados adultos continúan exigiendo a los niños que se conformen, que se adapten y que se moldeen a un mundo que han elegido sin ni siquiera conocerlo ni ser conscientes del mundo de mañana. Un mundo, por definición, completamente diferente de lo que es. Un mundo en evolución y en plena mutación. Confinar al niño en un molde preexistente, es impedirle crecer. Es matar en él esas formidables riquezas que no piden sino expresarse. «Es como asesinar a Mozart». La relación educativa debe vivirse como una relación de ayuda. Por tanto, requiere la capacidad para ayudar. Nunca lo diremos bastante, ni lo bastante fuerte: es mucho más importante lo que es el niño que lo que sabe. Con demasiada frecuencia, el conocimiento de la materia que se enseña se considera más importante que el mismo niño. Toda enseñanza requiere un mínimo de psicología relacional. No puedo menos que evocar aquí el caso de Raun, ese niño autista de los Kaufman cuyo padre relató en el libro El milagro del amor[35] su historia, que luego se llevó al cine. Barry Neil Kaufman, terapeuta e igualmente autor de Amar es elegir ser feliz[36] , cuenta la experiencia de toda una familia (los padres, dos hijas y algunos amigos) para hacer de un niño autista, diagnosticado por la medicina como irrecuperable, un estudiante de universidad. El secreto de la familia Kaufman: amar a Raun y aceptarlo tal como era. ¿Qué llegarían a ser nuestros niños si tuviéramos tanto amor, paciencia y «saber aceptar» como tuvieron los padres de Raun por aquel bebé extraño a su mundo? Ellos supieron penetrar en su mundo, comunicar con él. A la manera de él, en lugar de esperar que hiciera progresos determinados por los adultos o por especialistas «que saben». Partir de los niños es el medio más seguro de llevarlos a ser lo que están destinados a ser. Y no lo que nosotros queremos que sean. Para llegar a esa atención particular al otro se necesita un aprendizaje, un entrenamiento. Carl Rogers cita a uno de sus pacientes: «Lo que busco desesperadamente es

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alguien que me comprenda». ¿Eso no significa simplemente: «Alguien que me acepte tal como soy»? Como a Raun, el niño autista.

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La empatía, el oído del corazón Daniel Goleman, por su parte, habla de dos mentes: una racional y otra emocional. Una piensa, la otra siente. La parte del cerebro que nos permite sentir es responsable de la empatía a la que aludimos en la situación de escucha. Pero ¿qué es exactamente la empatía, que no es ni simpatía ni antipatía? La empatía es la capacidad de conectar con la mente emocional de una persona al mismo tiempo que se permanece atento a la propia. La empatía es percibir sin interpretaciones los sentimientos que se esconden tras las palabras del otro. Es una capacidad de escucha activa. Para que se perciba bien, un mensaje debe afectar simultáneamente a los dos hemisferios cerebrales. Así, para ser empático, conviene estar disponible. No se es empático por casualidad. Es una decisión. La decisión de escuchar y de aceptar prestar atención al otro. La empatía se inscribe siempre en una relación de ayuda. De la misma manera que la atención despierta la empatía, la empatía despierta la atención. Puesto que es escucha del otro, la empatía presta atención a las reacciones, a las aclaraciones y a las eventuales rectificaciones. Sintiéndose comprendido y aceptado, el emisor irá más allá y más lejos en la revelación de sí. Algunos de nosotros se sienten inclinados a prestar su ayuda, pero no saben recibirla. Menos aún pedirla. Sin embargo, todos tenemos necesidad, en un momento u otro, de un oído que nos atienda. Un oído del corazón que nos acoja sin juzgar y que nos permita ver más claro en nosotros. Apartar lo que no es más que confusión, para centrarse en lo esencial, que no siempre nos resulta visible en una primera mirada. Así, a veces sentimos la necesidad de expresarnos. En una relación de amistad, y más aún en una relación de intimidad, las confidencias hacen las veces de terapia. La revelación voluntaria de uno mismo acerca, suscita confianza e invita a la revelación aceptada del otro. El espacio vital de la relación hace emerger entonces el potencial de las dos personas. Las relaciones de intimidad, es decir, de confianza compartida, son fundamentales para nuestra plenitud. El contenido verbal se reúne con el contenido no verbal. Las expectativas, aunque no se expresen claramente, se identifican fácilmente entonces. Los datos lógicos y emocionales se completan mutuamente. Las cabezas, los corazones, los vientres son uno solo, favoreciendo la salud mental, relacional y física. No se trata aquí de discusiones para pasar el tiempo y otras palabrerías que tienen su razón de ser, la necesidad de sentirse unido al otro sin exigencias sobre la calidad del vínculo.

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De lo que se habla aquí es de un intercambio de vivencias. Una comunicación que no se hace en cualquier lugar, de cualquier manera y en cualquier momento. Así, no hay verdadera comunicación cuando un interlocutor vierte su exceso de emociones sin haberse preocupado de mirar si el otro está dispuesto a oírle, disponible a la vez en cuanto al tiempo y a la mente. La empatía no exige. Es el resultado de un acuerdo, tácito la mayor parte de las veces, entre el que emite y el que recibe. Al igual que el respeto, no se impone. Necesita un consentimiento mutuo. Igualmente, cuando alguien requiera nuestra escucha y no estemos dispuestos a concedérsela, será necesario tener el coraje de decir: «Veo que tienes necesidad de hablarme de lo que sientes en este momento. Me gustaría poder escucharte, pero no estoy disponible por ahora; ponte en contacto conmigo en otro momento y dedicaré un tiempo a escucharte». La hipocresía social nos prohíbe dar este tipo de mensaje. Y sin embargo… Saber decir «no». «No» es sin duda la palabra más valiosa pero a la vez la más difícil de decir. Es el complemento del «mensaje yo». Como dice Camus: «Hombre libre es el que dice “no”». Nadie tiene por qué escuchar siempre a todo el mundo todo el tiempo. La escucha terapéutica, la escucha activa o la escucha afectiva es indispensable cuando se trata de educación. Cuántos profesores estarían pendientes de escuchar a sus alumnos. Entonces, percibirían sus necesidades reales.

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El reconocimiento En las interrelaciones, se olvida demasiado a menudo el «mensaje yo» de apreciación, que Daniel Kemp llama RPM (reacción positiva merecida)[37] . Que no se debe confundir con expresiones de elogio, ni siquiera con las merecidas. Estas últimas no sirven a menudo más que como compensación. Como en una pareja de padres en la que uno de los dos es autoritario, severo y exigente, mientras que el otro, para restablecer el equilibrio, tenderá a mostrarse inútilmente elogioso. Ese tipo de compensación no tiene ningún interés para el niño; de hecho aumenta la confusión. La reacción positiva merecida, por el contrario, satisface una necesidad fundamental de todo ser humano, cualquiera que sea su edad: el reconocimiento. Cuanto más se informe a los niños de que lo que hacen tiene sentido para el adulto, más alentados se sentirán. Ese tipo de formulación difiere del cumplido, que no es más que una forma de juicio. Un juicio positivo, de acuerdo, pero un juicio a fin de cuentas, y que no implica al que lo formula. El cumplido se contenta con dar criterios (está bien, está mal…). No menciona lo que siente la persona ante el acto, el esfuerzo movilizado para llegar a él ni el resultado obtenido. Esta reacción positiva permite decir «Estás orgulloso de haber obtenido una nota mejor este mes. Yo también, sabía que podías», o bien «¿Sientes recompensados tus esfuerzos por los progresos que has hecho?». Pero sobre todo no añadir nunca «¿Ves?, cuando quieres…», o, peor aún: «¿Por qué no lo haces más a menudo?». Esto sería como quitar con una mano lo que se ha dado con la otra. Utilicemos lo más posible el lenguaje de reconocimiento. Esta formulación está lejos de ser innata; hasta tal punto somos expertos en señalar los defectos del otro.

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LOS CONFLICTOS Conflictos sin perdedores o encuentros del tercer tipo Si se vive bastante tiempo, se ve que toda victoria se transforma un día en derrota. SIMONE DE BEAUVOIR

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¿Hacia la última etapa? Los conflictos, sean sociales o interpersonales, siempre son insolubles si se pretende darles una solución maniquea: un bueno contra un malo, el bien contra el mal, un vencedor y un vencido. En esa guerra, todos seremos perdedores. Ahora es el momento de abordar la última etapa del proceso relacional: la gestión de los conflictos. Más exactamente: la resolución de los conflictos. A partir de ahora disponemos de todos los instrumentos necesarios: la toma de conciencia de sí, la confianza en uno mismo, la facultad para tomar decisiones y la gestión de las relaciones con el otro. Estas cuatro etapas no son un camino obligatorio para todas las relaciones, y, muy a menudo, basta uno u otro de los mecanismos para apaciguar una tensión naciente o poner fin a una equivocación más antigua. El simple hecho de escuchar al propio cuerpo y a las emociones dice mucho sobre el estado exacto de la relación que se vive en el presente. Entonces, no hay ninguna necesidad de gestionar el conflicto: desaparece. Lo mismo vale para la toma de conciencia del otro, de sus necesidades expresadas o sentidas y que supo comunicarnos. El acuerdo se produce sin prestarle atención siquiera. Cae por su peso. Es una evidencia. Sin embargo, los conflictos salpicarán siempre y en todo momento nuestra vida relacional. Tratándose de niños se hablará más bien de disputas o de desacuerdos, porque el conflicto, como el odio, es por definición más violento, más meditado y se basa en la mentalización de necesidades insatisfechas. Sea cual sea el término que se emplee, conviene ante todo no culpabilizarse y no culpabilizar al niño. Las situaciones de conflicto son inevitables. Son inherentes a toda vida social. El problema no es la situación en sí misma: son los comportamientos empleados para solucionarla. Un día u otro, todo el mundo tiene puntos de vista divergentes, necesidades diferentes que se oponen y que tratamos legítimamente de satisfacer. Igualmente es legítimo cuidar de nosotros y velar por satisfacer nuestras necesidades y nuestros deseos. Sin embargo, puede ocurrir que los otros se sientan ofendidos, no tanto por la expresión de nuestra necesidad como por nuestra manera de satisfacerla. No hay nada más natural que tener una opinión, unas convicciones. Tratar de imponerlas sin preocuparse por el otro o incluso criticar y juzgar a los que no las comparten, eso es lo que llega a perjudicar al compañerismo o la amistad. A la relación en general.

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De la diferencia nace la armonía Si bien la riqueza nace de nuestras diferencias, igualmente nuestras diferencias, a menudo, son germen de desacuerdos y de conflictos que nos enfrentan. El motivo es sencillo: no tenemos las mismas necesidades en el mismo momento. Sea material la necesidad, es decir, surgida de lo cotidiano inmediato, sea más lejana, por ejemplo la necesidad de satisfacer un valor ideal, solo un diálogo comprensivo puede poner fin al conflicto y superarlo. La ausencia de diálogo mata el diálogo. Cada uno conserva en sí necesidades no expresadas y, por lo tanto, insatisfechas. Los conflictos forman, pues, parte de la vida. Son inevitables, a veces necesarios. Permiten situarse, evaluar la relación según el deseo que tengamos de resolver el conflicto y la elección de los medios empleados para hacerlo desaparecer. Una situación de conflicto es siempre fuente de estrés relacional. Nuestras reacciones frente a este último son diferentes según la persona y la relación que tengamos con ella. Podemos optar por ignorar el estrés y buscar el acercamiento a cualquier precio, en detrimento de la satisfacción de nuestras propias necesidades. En ese momento, mantener la relación es más importante que el disgusto ocasionado por la afirmación de la necesidad del otro. A la inversa, podemos decidir poner término a la relación, cortar y alejarnos. Es la huida. Ante las necesidades del otro, se puede efectivamente optar por apartarse. Algunas personas trabajan o viven bajo el mismo techo sin encararse nunca. Sin verdaderas relaciones humanas tampoco. Porque rehuir el conflicto conduce muy a menudo a somatizar. Otro ejemplo de huida inconsciente: la dedicación a un trabajo o a una actividad extraprofesional que permite recuperar una apariencia de equilibrio. Otros huyen del conflicto enfrentándose a todo o dando consejos a los otros. Inconscientemente, se olvidan de sí mismos. Se deniegan el tiempo para mirar dentro de ellos mismos. Evitar los conflictos, no querer reconocerlos como lo que son, es dar origen a otros conflictos. Conflictos internos esta vez: «Todo lo que está encerrado fermenta». El conflicto no asumido, oculto durante un tiempo, resurgirá de una manera o de otra. Muy a menudo, de manera violenta, incoherente y desordenada. También hace falta distinguir entre el conflicto de necesidades y el conflicto de valores. El conflicto de las generaciones es un conflicto de valores; desear en el mismo momento la misma bicicleta, un conflicto de necesidades. Las soluciones no podrán ser las mismas. Los pasos para la solución tampoco. Como hemos visto, el principio básico de la resolución de un conflicto es no culpabilizarse. Una condición previa que desculpabiliza: entre seres humanos, sean niños

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o adultos, no se pueden evitar los desacuerdos. Nacen de necesidades diferentes que precisan satisfacción en momentos idénticos, y su realización no puede sino invadir el campo de aceptación del otro. Lo que no significa que no deban expresarse o que no sean legítimos. No hay que culpar a nadie por tener opiniones diferentes, a condición de que su aplicación no llegue a ser perjudicial para el otro, incluso para el que expresa esa opinión o esa necesidad. Igualmente, no hay que culpar a nadie por tener hambre entre comidas o por no tener sueño a la hora de acostarse. Cuando sencillas disputas degeneran en conflictos, siempre se encuentra en su base un desconocimiento de la necesidad del otro, una falta de aptitud para admitir la legitimidad de esa necesidad que se opone a nuestra aceptación. Mirándolo de más cerca se descubrirá que el asunto mismo de la disputa es siempre menos importante que los comportamientos utilizados en esa ocasión. El asunto no es más que el desencadenante, el punto de partida de una serie de comportamientos antagónicos que se convierten en un conflicto. En el conflicto que nace, y a poco que se analice, se percibe que la preocupación principal de cada protagonista es salir ganador. Simplemente porque no nos han enseñado a ganar sin que el otro pierda. Inconscientemente, no hay victoria sin la derrota del otro. Toda nuestra educación está fundada en ese principio: yo soy el más fuerte, yo gano, tú pierdes, si yo pierdo tú ganas. El punto medio es perder cada uno un poco. A lo largo de nuestra educación, todos hemos sido, en un momento o en otro, víctima de un adulto autoritario. Es nuestro único modelo de las situaciones de oposición. El poder. Para muchos, esa confrontación terminó en violencia, sumisión, coacción y humillación. Una violencia no solo física sino también verbal, no verbal o psicológica. Una violencia de acoso, de prohibiciones no justificadas, de amenazas, de vergüenza, de heridas en el amor propio… De esos combates, todos hemos salido perdedores. ¿No es natural reproducir esos esquemas cuando estamos, muchos años después, confrontados a ese tipo de relación? Frente a esa marejada de violencia de la que son víctimas, los niños se blindan generalmente adormeciendo su sensibilidad para no sufrir. Se vuelven insensibles al dolor de los otros y al que ellos se inflingen. La violencia está por todas partes. Incluso parece que debe regir todas las relaciones humanas. No existe una película sin escenas de violencia, de muertes, de asesinatos, de violaciones. No hay un videojuego sin victoria del bueno sobre el malo, sin destrucción del otro. Sin humillación. En cuanto a la sociedad, ella ha reemplazado las virtudes generosas de libertad, igualdad y fraternidad por otra divisa: «Vae victis!». ¡Ay de los vencidos!

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En una democracia, la familia sigue siendo el valor de referencia, el lugar de acogida, de consuelo y de amor. Pero la familia es también un lugar en el que se ejercen coacciones, presiones, incluso agresiones, físicas o morales. ¿Significa que son los padres los responsables? Seguramente no, cuando se sabe que un niño, convertido en adulto, reproduce lo que ha vivido o sufrido durante su propia infancia. Y los padres solo son niños que han llegado a ser adultos y que intentan, lo mejor que pueden, educar a su vez a niños para hacer de ellos hombres. ¿Cómo podría ser de otra forma cuando se cree que educar a los niños es una cosa natural? Por lo tanto, una reproducción más o menos adaptada de diferentes vivencias. Después de la familia, la escuela tampoco está exenta de violencia, tanto en las relaciones cotidianas de los alumnos entre sí como en el proceso educativo. Escuela de vida, es también escuela de represión, de injusticia, de notas, de castigos, de primeros y de segundos. Es todo un mundo de pensamiento que hay que reformar. En la jerarquía de necesidades según Maslow, la seguridad viene justo después de la realización de las necesidades fisiológicas, esas necesidades cuya no satisfacción conduce a la muerte: el hambre, el frío, la sed. La falta de seguridad conduce a otra muerte: la muerte interior. Por miedo, por falta de amor, por falta de confianza. ¿Qué futuro hay para los niños rodeados de prohibiciones que no terminan nunca? Temerosos, desdichados, comenzarán a mentir, para eludir las prohibiciones. Continuarán con la agresividad y su corolario, la venganza, y, finalmente, con el odio a una sociedad que es símbolo de prohibición. Una educación demasiado rígida priva al niño de un mecanismo fundamental del aprendizaje: el ensayo-error. Ensayando, el niño aprende. Lo que es justo, lo que no lo es. El éxito y el error. Integra estas informaciones en su desarrollo personal. Ante una pregunta planteada, conoce la respuesta. Por su contrario o por defecto. Además hay que darle la posibilidad de equivocarse. Si el error presenta demasiados riesgos, anula la experimentación. Aprender del error es también aprender a tener el valor de equivocarse. La fuerza, bajo cualquier forma, sigue siendo el medio más utilizado para arreglar un desacuerdo, aunque sea fútil. ¿No nos aporta la experiencia la demostración cotidiana de que quien recurre a la fuerza obtiene siempre lo que quiere? A corto plazo. Enfrentada a la violencia, la sociedad, para garantizar la seguridad de las personas y de los bienes, pone en marcha sistemas de protección: policías, vigilantes jurados, controles, reglamentaciones cada vez más restrictivas, multas, exclusiones… ¿Su principal defecto? Esas medidas intervienen después del hecho, e ignoran que los efectos de la violencia continúan una vez terminado el acto violento.

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Una victoria doble De acuerdo, todos queremos ganar. Pero ¿verdaderamente queremos que el otro pierda? ¿No basta en sí misma nuestra victoria sin tener que conllevar, inevitablemente, la derrota del otro? ¿Aporta algo más a la satisfacción de nuestra necesidad la humillación del otro? ¿Es necesario que haya obligatoriamente un vencido para que haya un vencedor? ¿Sería posible que hubiera un vencedor sin perdedor? ¿Dos vencedores, por ejemplo? La primera acción preventiva consiste en rehabilitar y en legitimar los conflictos de necesidades, en desculpabilizar a los protagonistas y, por medio del círculo de palabra, en compartir experiencias de conflictos resueltos pacíficamente. Porque, de la misma manera que se hace prosa sin saberlo, se resuelven conflictos sin darse cuenta. Únicamente las disputas que degeneran precisan un proceso de resolución consciente. El resto del tiempo, afortunadamente, se vive en una relativa armonía con el entorno.

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Del círculo de palabra al juego de rol Recordemos que en el círculo de palabra es al animador a quien le corresponde la elección del tema sobre el que se pide que se expresen todos los que intervienen. Después de las experiencias positivas, los momentos de alegría y de placer, las experiencias ambivalentes y las experiencias de frustración o de sufrimiento, el animador, tomando la palabra el primero, puede elegir el tema de un conflicto resuelto. El simple hecho de recordar un conflicto resuelto permite restarle importancia. Es la prueba, multiplicada por el número de participantes, de que los conflictos se resuelven, de una manera o de otra. Al mismo tiempo es un inventario de medios eficaces y diferentes para llegar a una solución aceptable para todos. Son reproducibles. En el transcurso de círculos de palabra con niños de diez años, no es raro oír: «Reconocí mis errores y volvimos a ser amigas», «Estaba enfadada con mi hermana pero no tenía a nadie con quien jugar en casa, así que fui a hablarle», «Fui hacia él, comenzamos a jugar de nuevo como si no hubiera pasado nada y enseguida olvidamos por qué habíamos discutido», «Le pedí que reconociera que yo no tenía toda la culpa», «Le invité a mi cumpleaños como si no pasara nada». Son muchos los ejemplos de este tipo. Tanto más cuanto que, a diferencia de los adultos, los niños son menos sensibles al rencor. El odio, que nace de frustraciones y de humillaciones repetidas, no ha calado aún en ellos. Confrontados a una necesidad urgente que necesita una satisfacción inmediata, olvidan rápidamente su última disputa. Al no mentalizarla, al no recurrir a la lógica para justificarla a cualquier precio aunque sea de mala fe, ellos pueden olvidar y restablecer la relación. Sin perdedor. Hay tantas opciones personales para resolver un conflicto como participantes en el círculo mágico. Todas las experiencias y todos los medios utilizados se anotan en la pizarra o en cualquier otro soporte; lo esencial es que todos los participantes puedan recordar que existen otros medios que los suyos para restablecer la armonía y la paz. Esta lista constituirá una reserva a la que cada uno de los participantes podrá acudir para extraer algo. El círculo puede llegar a ser también el lugar para preguntar por el comportamiento que se debe idear ante una situación aparentemente sin salida. La primera fase de un juego de rol. Tomemos como ejemplo a una niña que no soportaba que su compañero de equitación la agobiara con una superioridad muy relativa y que no sabía cómo hacerse amiga de él. En ese caso, se invita a todo el grupo a aportar su ayuda sugiriendo ideas que puedan, en ese momento, servir a otros. En el caso presente, es la niña que ha puesto el ejemplo no resuelto quien elige la solución que le parece más aplicable. Una solución que le conviene y que cree que podrá poner en práctica.

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Entonces y solo entonces comienza el juego de rol. El niño al que concierne el tema elige un compañero en el grupo y se ejercita en dialogar con él. A lo largo de este diálogo lúdico, los dos compañeros ensayan sus instrumentos de comunicación. Uno expresa sus necesidades, el otro imagina las motivaciones del ausente. Cualquiera que sea la salida, esta confrontación «de mentira» habrá servido a todos. Aparte de su intervención inicial, el animador permanece neutral. Salvo para controlar los eventuales excesos, deja a los niños la libertad de decidir. Y es así como los niños descubrirán, por sí mismos, que es preferible resolver pacíficamente los conflictos que recurrir a la fuerza, a la violencia o a la sumisión. Seal cual sea la solución seleccionada, constatamos una vez más que la comunicación constituye siempre el elemento fundante, la piedra angular de toda relación. Así es también en la vida, así es en las relaciones amistosas o íntimas. Atreverse a expresar y comunicar lo que realmente se siente sigue siendo nuestra dificultad principal. En primer lugar por falta de entrenamiento para sentir nuestras propias emociones, en segundo lugar por temor a parecer vulnerables. Y finalmente, por miedo al juicio y al rechazo. Luego vendrá el momento de explorar el desagrado que está en el origen del conflicto naciente. Al fijarnos en él, en los efectos desagradables que tiene en nosotros, en los recuerdos desagradables a los que nos remite, podremos resolverlo mejor, al reducir la afectividad. Tomemos por ejemplo un conflicto entre X e Y. A todos nos interesa hacer que X busque lo que aprecia en Y a pesar de la diferencia que los opone. Esta búsqueda positiva, la presunción favorable, permite a X tomar conciencia de lo que pierde al estar enfadado con Y. Siempre es más eficaz insistir en la solución que en el problema y su origen. Buscar el porqué no resuelve nada. El cómo, por el contrario, ofrece una salida aceptable para las dos partes. Igualmente, convendrá asegurarse de que la solución elegida satisface plenamente las necesidades reales de cada una de las partes. Si no, el conflicto resurgirá. Renacerá de sus cenizas mal apagadas. En ese proceso de resolución de conflictos, la escucha activa resulta ser un instrumento valioso. Indispensable incluso en que permite tomar conciencia de las verdaderas necesidades. La escucha activa las hará aflorar, revelándose como fuente de información. También nos permite emitir hipótesis: «¿Estás enfadado porque te ha mentido?». Si la respuesta es «no», el niño o adulto aportará su propia respuesta. Si la respuesta es «sí», el interlocutor podrá preguntar más haciendo resaltar que la franqueza es un valor que él aprecia[38] .

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Encuentros del tercer tipo Como hemos visto, los conflictos no resueltos o mal resueltos provocan el rencor. Porque no conocemos más que dos salidas posibles: la victoria o el compromiso. En el primer caso, el conflicto se resuelve en detrimento del otro. Deja al vencedor un regusto de amarga victoria. El no respetar al otro casa mal con el respeto de uno mismo. Cuando se resuelve por medio de un vago compromiso, la situación tampoco es muy satisfactoria. Verdaderamente no gana nadie. Uno pierde un poco, el otro también. La satisfacción se basa entonces en lo que el otro ha perdido. Nos permite aceptar nuestra propia pérdida. A pesar de las apariencias, no se salvaguarda la relación. La autenticidad está ausente y el primer pretexto servirá de chispa. Queda aún la tercera vía. Aquella en la que se tienen en cuenta las necesidades y los sentimientos de uno y de otro en el respeto mutuo. Condición sine qua non: que los dos protagonistas tengan el deseo de llegar a una situación negociada. De la misma manera que no se hace beber a un asno que no tiene sed, no se puede imponer un acuerdo en contra del otro, a pesar de él. Sería caer inmediatamente en el primer caso de no resolución. Cuando la voluntad de llegar a un acuerdo se ha manifestado claramente, cuando se han expresado y reconocido las necesidades de cada uno, entonces la solución ya no es más que una cuestión de imaginación.

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[1]Por su parte, el Diccionario de la lengua española

define la emoción de este modo: «Alteración del ánimo intensa y pasajera, agradable o penosa, que va acompañada de cierta conmoción somática» e «Interés expectante con que se participa en algo que está ocurriendo» [N. de la T.]

[2]Arnaud Desjardins, Les chemins de la sagesse, La Table Ronde. [3]Awakening Intuition, Nueva York, Doubleday. [4]L’intelligence du coeur, JC Lattès. [5]Focusing: proceso y técnica del enfoque corporal, Mensajero. [6]Idem. [7]Barbara B. Brown, Le pouvoir de votre cerveau, Le Jour, 1980. [8]La anarquía de los valores, PPC, 1999. [9]Claude Lefort, El arte de escribir y lo político, Herder, 2007. [10]Tony Anatrella, Adolescences au fil des jours, Cerf, 1994, p. 91. [11]Tony Anatrella, Interminables adolescences, Cerf, 1997. [12]Aider les jeunes à choisir, en venta en Gordon France. [13]Estructuras de la mente: la teoría de las múltiples inteligencias, Fondo de Cultura Económica. [14]Les fantastiques facultés du cerveau, Robert Laffont, 1980. [15]Aimer, c’est choisir d’être heureux, Le Jour. [16]La pédagogie interactive, Retz. [17]La autora se refiere a una acepción de la palabra francesa patron que la española «patrón» no posee [N. de la T.].

[18]Communiquez avec vos patients, Éditions de l’Homme. [19]Nos vemos en la cumbre, Iberonet. [20]Poder sin límites: la nueva ciencia del desarrollo personal, Grijalbo. [21]Op. cit. [22]White Anglo-Saxon Protestant: aristocracia blanca americana y protestante de la costa este de los Estados Unidos, principalmente de origen inglés. Por extensión, significa clase social a la que se percibe como elite.

[23]Nombre aplicado en los años 80 a los jóvenes especuladores de Wall Street, más conocidos en España como yuppies [Nota de la T.].

[24]Recherches pour le yoga à l‘école: investigaciones para el yoga en la escuela. [25]Desclée de Brouwer, París, 1995. 150

[26]Albert Einstein: Creator and Rebel, Nueva York, 1972. [27]P. Mérieux y M. Guiraud, L’école, ou la guerre civile, Plon, 1997. [28]ODAS: Outil de développement affectif et social (Instrumento de desarrollo afectivo y social [lo mismo que PRODAS]).

[29]En francés, audace (audacia) se pronuncia como ODAS [N. de la T.]. [30]Libros de Thomas Gordon. [31]Regla de san Benito (prólogo). [32]De un texto de André Gromolard, autor de Prendre sa vie en main, Chronique Sociale, 1991. [33]Salmo 115. [34]Ver el capítulo 7. [35]Barry Neil Kaufman, Le miracle de l’amour, Le Jour. [36]Aimer, c’est choisir d’être heureux, Le Jour. [37]Devenir complice de l’enfant téflon, Le Souffle d’Or. [38]Ver «Resolución de los conflictos», método Gordon PRODAS.

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Índice Título Créditos Dedicatoria PRÓLOGO INTRODUCCIÓN LAS EMOCIONES

2 3 4 6 8 12

¿Emociones?, ¿has dicho emociones? Una experiencia de vida a proponer a los niños El «mensaje yo» Dar tiempo al tiempo Vivir las emociones Los caminos de la sabiduría La inteligencia del corazón La inteligencia del cuerpo La expresión y el cerebro total El cuerpo, templo del alma Ha llegado el nuevo decálogo

EL CEREBRO

14 16 18 20 22 23 25 27 30 31 33

34

De lo infinitamente pequeño a lo infinitamente infinito De la anatomía del cerebro en general… …a los hemisferios en particular Las preferencias cerebrales Aumentar nuestro propio potencial CE contra CI, y recíprocamente Las predominancias sensoriales La globalización, o el cerebro total

LOS VALORES

36 37 39 40 41 43 44 45

46

Doce valores en la docena Familia, os amo «No me habéis enseñado a Dios» Valores, ¿para qué?

48 49 50 51

152

LA SUGESTOPEDIA

58

El malentendido original El desafío de Descartes Inteligencias múltiples El talento está hecho de paciencia La sugestología: modo de empleo La supermemoria o hipermnesia La elección de la felicidad Cambiar nuestras creencias

60 62 64 66 67 69 70 72

LA ENSEÑANZA

78

¡Fuera máscaras! La primacía de las emociones Motivaciones antinómicas La masacre de los «chicos de oro» Globalización, relajación y sofrología Los hombres y la feminosofía Las emociones en imágenes El respeto de las diferencias

80 84 85 87 88 92 94 95

EL PRODAS

96

¡Pide el programa! Encontrar el problema La palabra, la escucha y el silencio Los secretos del círculo de palabra La implicación personal

98 99 100 103 105

LA CONCIENCIA

108

Un antídoto para el tedio de la vida La esperanza en el futuro A la escucha de uno mismo La pirámide de Maslow La autoaceptación

110 112 114 117 118

LA REALIZACIÓN

121

Tengo miedo… La frustración, una necesidad no satisfecha Un éxito sin derrota

153

123 125 127

Tomar una decisión

129

LAS INTERRELACIONES

131

Palabras, palabras… La empatía, el oído del corazón El reconocimiento

133 137 139

LOS CONFLICTOS

140

¿Hacia la última etapa? De la diferencia nace la armonía Una victoria doble Del círculo de palabra al juego de rol Encuentros del tercer tipo

142 143 146 147 149

154

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