Collingwood, Idea de La Historia

August 26, 2017 | Author: Rachel Brock | Category: Knowledge, Historiography, Science, Mind, Testimony
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R. G. Collingwood. Idea de la historia, México, Fondo de Cultura Económica, 1960. Se debe leer la Quinta Parte, “Epilegómenos”. Entre paréntesis figura la paginación de fragmentos citados. Collingwood (1889-1943) fue un filósofo británico autor, entre otros libros, de The Principles of Art, Idea of Nature, pero sobre todo conocido por el texto Idea of History (póstumo, 1946). Fue influenciado por el filósofo italiano Benedetto Croce, quien acuñó la célebre frase “Toda historia es historia contemporánea”, enunciado que dejará huellas en su pensamiento. # 1. LA NATURALEZA HUMANA Y LA HISTORIA HUMANA I) La ciencia de la naturaleza humana Collingwood comienza indicando que el autoconocimiento es la condición de todo saber sobre la “naturaleza humana”. Pero este conocimiento de sí que produce “el hombre” no tiene como objeto sus aspectos corporales o emotivos, “sino un conocimiento de sus facultades cognoscitivas, su pensamiento o comprensión o razón” (201). Es decir, el autoconocimiento humano concierne a “nuestra propia mente” (ibid.). Se trata entonces de observar el comportamiento de las mentes y establecer “las leyes” que las gobiernan. Sin duda, dice Collingwood, esta ciencia no puede ser una ciencia natural. Ese fue el error cometido durante los siglos XVII y XVIII, explicable porque fue una época donde primaba la física como modelo de ciencia total. Pero, podríamos decir, la episteme se ha modificado: “El elemento realmente nuevo en el pensamiento de hoy, comparado con el de hace tres siglos, es la aparición de la historia” (204). La noción de una historiografía crítica y constructiva comienza a desarrollarse en el siglo XVII, con el cartesianismo, pero recién se afirma en el siglo XIX “y todavía ni siquiera se la elabora en todas sus implicaciones” (204). Como suele suceder en las autorrepresentaciones intelectuales, Collingwood piensa que su época es más autoconsciente que las precedentes. En este caso, porque la historia permite un conocimiento auténtico de lo humano racional. Para acceder a ese convencimiento es preciso neutralizar la tentación del naturalismo. Así plantea su meta argumentativa: “La tesis que trataré de sostener es que la ciencia de la naturaleza humana fue un paso en falso –falsificado por la analogía con las ciencias naturales- hacia la comprensión de la mente en sí, y que, mientras la manera correcta de investigar la naturaleza es mediante los métodos denominados científicos, la manera correcta de investigar la mente es mediante los métodos de la historia”. (205) II) El campo del pensamiento histórico Esta sección está dedicada a definir el campo específico del conocimiento histórico, pues no todas las cosas son “históricas” (como en la frase “todo es historia”). Por caso, que las “cosas naturales” sean susceptibles de “cambiar” o “devenir” no justifica atribuirles 1

historicidad. Cambio e historia no son sinónimos. Mientras las cosas naturales “constituyen un repertorio inmutable de tipos fijos” (206), en los asuntos humanos no existen tales tipos. El evolucionismo, si bien ha modificado la escisión radical entre historia y naturaleza tal como aparecía, por ejemplo, en Hegel, no ha conseguido eliminar la dimensión histórica de la primera en contraste con la “temporidad” natural. Collingwood se pliega a la opinión que al respecto tendría el “historiador común y corriente” (208), que sería negativa respecto de la presunta historicidad de una naturaleza en proceso de cambio. En este punto es necesario subrayar un cambio de perspectiva respecto de lo que habíamos visto, sobre todo, en Kant y Hegel. En Collingwood no es la filosofía la que define a priori una normatividad del relato histórico y de la comprensión de la historia; la filosofía de la historia no es otra cosa que el esclarecimiento de la práctica historiográfica, es decir, de las maneras de historiar de la historiografía efectivamente existente. ¿Por qué los asuntos humanos son “históricos”? El historiador, dice Collingwood, al investigar cualquier acontecimiento humano, “hace una distinción entre lo que podría llamarse el exterior y el interior de un acontecimiento” (208). Cito este pasaje importante: “Por exterior del acontecimiento quiero decir todo lo que le pertenece y que se puede describir en términos de cuerpos y sus acontecimientos: el paso de César, acompañado de ciertos hombres, de cierto río llamado el Rubicón en determinada fecha, o el derramamiento de su sangre en el Senado en otra determinada fecha. Por interior del acontecimiento quiero decir lo que de él sólo puede describirse en términos de pensamiento: el desafío por parte de César a la ley republicana, o el choque de política constitucional entre él y sus asesinos” (208). La historiografía registra el exterior del acontecimiento, pero inquiere más específicamente por el “pensamiento” que guió al agente de la acción. (Justamente, en la naturaleza no se produce esta distinción entre hechos y pensamientos). Por eso, al investigar el pensamiento de una acción, se la comprende; no sólo se sabe lo que ha sucedido, sino también se conocen sus causas, el “por qué” de su suceder. No se trata de algo distinto del acontecimiento, sino su “interior” (210). En consecuencia, dice Collingwood, “Toda historia es la historia del pensamiento”(ibid.). Ahora bien, ¿cómo es posible este conocimiento interno del pensamiento? Este es un momento decisivo del argumento de Collingwood: “Sólo hay una manera de hacerlo: repensándolos en su propia mente” (210). Dice que no se puede saber históricamente qué pensaban Platón o César sin repensar sus pensamientos. Se produce así una “reactualización” (el término empleado en inglés es reenacment). Sin embargo, no es una reproducción pasiva o acrítica. “El historiador no se limita a revivir pensamientos pasados, los revive en el contexto de su propio conocimiento y, por tanto, al revivirlos, los critica, forma sus propios juicios de valor, corrige los errores que pueda advertir en ellos” (210-211).

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No todas las dimensiones del quehacer humano son accesibles a la reactualización; por ejemplo, dice Collingwood, no lo son las actividades propias de su aspecto “natural”, tales como el dormir, el comer o el hacer el amor. En cambio, sí son objeto de una historia las costumbres sociales, creadas con el pensamiento, dentro de las cuales aquellos “apetitos” son satisfechos. III) La historia como conocimiento de la mente En este acápite avanza más en la inclinación hacia el aspecto intelectivo de la actividad historiadora, que antes había aparecido más equilibrada. “En el fondo sólo los pensamientos le preocupan; la expresión exterior de los acontecimientos le interesan solamente en la medida en que le revelan los pensamientos que persigue” (212). También avanzar en la teoría de la “reactualización”, también llamada de la “revivencia”. Antes había indicado que no era una mera reproducción objetiva. En esta sección elabora la eficacia del conocimiento histórico sobre la “mente” de quien conoce históricamente: Puesto que el conocimiento histórico lo es de lo que la mente ha hecho en el pasado, al reactualizar los pensamientos en el presente, produce una modificación, pues al revivir pensamientos pasados, la mente actual se (auto)conoce. Es decir, conoce históricamente, tanto en sus potencialidades cognitivas como en los límites de la comprensión de la mente del pasado: “Puede decirse, pues, que la investigación histórica revela al historiador las potencias de su propia mente, y como todo lo que puede conocer históricamente son pensamientos que puede repensar por sí mismo, el hecho de llegar a conocerlos le demuestra que se mente es capaz (o por el mismo esfuerzo de estudiarlos se ha vuelto capaz) de pensar de esa manera. Y al contrario, siempre que encuentre ininteligibles ciertas cuestiones históricas, habrá descubierto una limitación de su propia mente; habrá descubierto que hay ciertas maneras en que no puede, o todavía no puede, o ya no puede, pensar” (213). Luego dedica varias páginas a la discusión sobre si la psicología sería una alternativa a la historia como saber de la “mente” (recuerden que este texto no fue completado para la publicación; un discípulo de Collingwood, T. M. Knox, le dio coherencia a escritos redactados en distintos momentos, por lo que se observan saltos argumentales). El problema con la psicología es que recae en la naturalización de la mente. Lo mismo sucede con toda “ciencia de la mente” que se eleve por encima de la historia “estableciendo las leyes permanentes e inmutables de la naturaleza humana” (218). Por último, señala que el proceso histórico no implica una tendencia objetiva, automática, regulada por el pensamiento sin un esfuerzo de conocimiento histórico; es este el que imprime a las capacidades de autoconocimiento la posibilidad de descubrirse en su acción de saber histórico. Por lo tanto, el conocimiento histórico debe ser conquistado (recuerden que había dicho antes que recién en el siglo XIX se había impuesto, y esa imposición era todavía incompleta). Con esa condición la razón de incrementa. Por eso, el conocimiento histórico no es un aditamento superficial y prescindible en la búsqueda

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de la racionalidad: es su precondición, o más exactamente, la razón se activa y despliega en el conocer histórico, pues sólo así advierte sus potencialidades y se expande en la reactualización del pensamiento pasado (como vimos, este conocimiento no es del pasado “tal como fue”, sino que sobre el esfuerzo de comprender los hechos externos y sobre todo los internos (el pensamiento) es que la mente historiadora se conoce a sí misma): “el conocimiento histórico no es un lujo, o la pura diversión de una mente que reposa de ocupaciones más urgentes, sino un deber primario cuya satisfacción es esencial para el mantenimiento, no sólo de cualquier forma o tipo particular de razón, sino de la razón misma” (222). IV) Conclusiones Recuerda su tesis antipositivista, contraria a la concepción del pasado como algo muerto y reducible al objeto de la ciencia natural. También indica su oposición a pensar la mente como algo dado e inmutable. Finalmente, insiste en la crítica de la psicología. Pero en este punto desarrolla una noción importante que antes no había sido considerada: los efectos de las vertientes “no racionales” en el estudio histórico del pensamiento. Los “elementos irracionales”, dice, “son materia de la psicología” (225). El ser humano no es plenamente racional; sus aspectos irracionales coexisten y son dimensiones que constituyen el “medio ambiente” de los pensamientos. “Son la base de nuestra vida racional, aunque no forman de ella. Nuestra razón los descubre, pero al estudiarlos no está estudiándose a sí misma. Al aprender a conocerlos, descubre cómo puede ayudarlos a vivir saludables, de manera que puedan alimentarla y sustentarla mientras ella prosigue la tarea que le es propia, la creación auto-consciente de su propia vida histórica” (267). # 2. LA IMAGINACIÓN HISTÓRICA Collingwood parte de la pregunta de si el pensamiento histórico puede ser concebido como la “percepción” de un objeto. Responde que no puede ser así debido a que el pensamiento histórico nunca está “aquí y ahora”. “Sus objetos son acontecimientos que han dejado de ocurrir y condiciones que ya no existen” (227). En contraste con la ciencia, que “vive en un mundo de universales abstractos”, la historia trata asuntos individuales y relativos a un tiempo y espacio específicos. Es pues “un conocimiento razonado de lo que es transitorio y concreto” (228). Discute seguidamente la noción de sentido común según la cual lo esencial de la historia reside en la memoria y la autoridad (228 y ss.). Niega esa relevancia de la memoria como lo dado y la autoridad como un mandato, pues la historia utiliza un “derecho” a la “selección, construcción y crítica” (229). Al respecto emplea el razonamiento de Kant respecto de la Ilustración, y en ese sentido señala que la teoría de la historia también sufrió una “revolución copernicana” desde el siglo XVII: esto es, “el descubrimiento de que, lejos de apoyarse en otra autoridad que no sea él mismo, y a cuyos dictados debe conformar su pensamiento, el historiador es su propia autoridad y su pensamiento es autónomo, auto-autorizante, dueño de un criterio al cual deben conformarse sus llamadas autoridades y por referencia al cual se las critica” (229-230).

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Los rasgos reclamados por la historia frente a la autoridad son las pruebas de la autonomía del pensamiento histórico, a saber, la facultad de selección los materiales, el carácter constructivo que hace de las “autoridades” simples “testimonios históricos” (una fuente documental es subordinada a la propuesta del historiador, y no viceversa); pero la demostración más eminente de la mencionada autonomía es la capacidad crítica respecto de las fuentes históricas. Por ende el criterio de la “verdad histórica” no puede ser, como cree el sentido común, la adecuación del relato histórico a lo dicho por las fuentes. Por caso, la “historia constructiva” puede perfectamente interpolar afirmaciones de las autoridades o contrastarlas entre sí. No se trata de reproducir las fuentes, una concepción que Collingwood denomina la historia “de tijera y engrudo” (en la que el relato es imaginado como una sucesión de testimonios históricos). Por el contrario, la dimensión constructiva descansa en una “imaginación a priori” que es aplicada al material. Es dicha imaginación la que posibilita salvar las brechas de la documentación e imprimirle consistencia a la narración. La imaginación a priori no es antojadiza (no debe ser confundida con la “fantasía”), ni su resultado es arbitrario. Sólo cubre las ausencias documentales; lo que no significa que reemplace a las fuentes. No obstante, luego indica que no hay “puntos fijos” (o datos) que se le impongan al historiador. Collingwood deriva que toda la imagen construida por el historiador implica una operación activa; no hay datos que incidan en una imaginación devenida pasiva. De allí que existan afinidades entre la obra del historia y la del novelista. “En cuanto obras de la imaginación no difieren el trabajo del historiador y el del novelista. Difieren en tanto que la imagen del historiador pretende ser verdadera. El novelista sólo tiene una tarea: construir una imagen coherente, que tenga sentido. El historiador tiene una doble tarea: tiene que hacer esto y además construir una imagen de las cosas, tales como ellas fueron, y de los acontecimientos, tales como ocurrieron” (238). Para alcanzar sus objetivos, la historiografía debe obedecer tres reglas: 1) su “imagen” tiene que estar localizada en el tiempo y en el espacio; 2) “toda historia tiene que ser coherente consigo misma”; 3) la más importante: el historiador tiene una relación peculiar con el testimonio histórico, que es tal si el historiador puede utilizarlo. Es el empleo del historiador como testimonio lo que constituye al testimonio como tal, es decir, lo emplea “históricamente”. Es que el conocimiento histórico requiere de una idea de “pasado” que configura al pensar histórico como “una actividad original y fundamental de la mente humana” (240). Allí reside el fundamento del a priori de la imaginación del pasado. En la medida que cambie la interrogación del testimonio, la demanda de la imaginación histórica; en esa misma medida el relato histórico nunca puede ser definitivo. Sin embargo, por fragmentario y defectuoso que sea un relato “la idea que gobernó su curso es clara, racional y universal. Es la idea de la imaginación histórica como forma de pensamiento auto-dependiente, auto-determinante y autojustificante” (241).

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# 3. LA EVIDENCIA DEL CONOCIMIENTO HISTÓRICO . Esta sección comienza discutiendo una vez más la diferencia del conocimiento histórico con el de las “ciencias exactas”. La afirmación más clara al respecto es que la historia es una ciencia de una clase especial, que estudia acontecimientos inaccesibles a la observación directa; tales acontecimientos deben ser estudiados “inferencialmente” a través del llamado “testimonio histórico”. I)

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La historia como inferencial: en historia se deben proveer justificaciones de la pretensión de conocimiento; dichas justificaciones son una “especie de conocimiento organizado o inferencial” distinguible de la memoria, que no posee esas características. Diferentes clases de inferencias. Este pasaje es lateral respecto del tema central; el punto importante es la discusión que propone entre la fuerza compulsiva a que aspiran las explicaciones científico-naturales, y las de orden más “permisivo” de los saberes de otro tipo. Testimonio. Explica que la “autoridad” aceptada por el historiador es el “testimonio”. Como ya dijo, el historiador piensa realmente cuando reconstruye al testimonio como “prueba histórica”, emancipándose del testimonio-como-autoridad. Tijeras y engrudo. También reitera nociones expuestas previamente. Este “método” es el premoderno. Dice algo más interesante cuando indica que la emergencia de una alternativa a la historia medieval de “tijeras y engrudo” es contemporánea a la reforma post-medieval de las ciencias naturales. Fue esa la precondición de la “historia crítica” y de la inscripción de la capacidad de juzgar en el quehacer propiamente historiográfico. “El documento hasta entonces denominado autoridad adquirió un nuevo status que se describe con toda propiedad al llamarlo ‘fuente’, palabra que indica sencillamente que contiene la afirmación, sin implicación ninguna respecto de su valor. Ese está sub judice, y es el historiador quien lo juzga” (250). La inferencia histórica. La historia no es lo que se entiende por una “ciencia exacta” debido al carácter de la “fuerza compulsiva” de su inferencia; en general suele ser más bien “permisiva”, probabilística en cuanto explicación. Encasillamiento. Trata la pretensión de una historia “universal”, que no sería sino el último ensayo de la historia de tijeras y engrudo, acosada por la voluntad de realizar una “historia científica”. Aquí aparecen las construcciones especulativas o a priori de la “filosofía de la historia”. ¿Quién mató a John Doe?; VIII) La pregunta; IX) Declaración y prueba histórica; X) Pregunta y prueba histórica. En estos pasajes continúa su argumentación contra la historia como ensamblado de testimonios (“tijeras”…). Toma un ejemplo trivial respecto de un asesinato (el de Doe), y las preguntas que se realizan para hallar al asesino. El tema principal es la distinción entre la “prueba histórica potencial” y la “prueba histórica actual”. Señala que sólo la segunda corresponde al pensamiento histórico, mientras la primera, que supone la historia de tijeras y engrudo, sostiene que la “prueba” es independiente de la pregunta formulada.

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# 4. LA HISTORIA COMO RE-CREACIÓN DE LA EXPERIENCIA PASADA ¿Qué hace el historiador? Recrea el pasado en su propia mente. El historiador conoce sólo cuando puede reactualizar un pensamiento. Pero no basta con leer textos o traducirlos. Tampoco con repetirlos (dice expresamente que rechaza la “familiar y desacreditada teoría del conocimiento como copia”). Collingwood ofrece el ejemplo de la lectura de un filósofo antiguo: El historiador “tiene que conocer el lenguaje en un sentido filológico además de interpretarlo; pero al hacerlo todavía no ha comprendido el pasaje como tiene que comprenderlo un historiador de la filosofía. A fin de hacerlo así, tiene que ver cuál era el problema filosófico, del cual el autor exponer aquí la solución. Tiene que plantearse el problema por sí mismo, ver qué soluciones posibles pueden presentarse, y ver por qué este filósofo particular escogió aquella solución y no otra. Esto significa repensar por sí mismo el pensamiento de su autor, y sólo eso podrá convertirlo en el historiador de la filosofía de ese autor” (273). Es decir, Collingwood tiene claro que el conocimiento histórico se realiza en el presente. Aborda entonces el problema de si puede plantearse que se trata de una recreación del pensamiento sin mella de los rasgos fundamentales del mismo, o si es necesario aceptar alguna afección de anacronismo. Para superar esta dificultad, Collingwood distingue las sensaciones o sentimientos del “acto de pensamiento” que la historia reactualiza. Ambos, el pensamiento pasado y el acto de pensamiento del historiador están “en cierto modo” fuera del tiempo. Es que un pensamiento puede ocurrir dos veces, en tiempos distintos. “El abismo de tiempo entre mi pensamiento presente y su objeto pasado se salva no con la supervivencia o revivificación del objeto, sino sólo con el poder del pensamiento para saltar por encima de semejante abismo, y el pensamiento que hace esto es la memoria”; no obstante la memoria observa el pasado como un “mero espectáculo”; la historia la estudia sistemáticamente, es decir, la re-crea, y por lo tanto la presentifica. Tampoco el pensamiento como objeto de la historia es puramente subjetivo. Tiene una objetividad en tanto no sólo es un pensar, sino un pensar acerca de algo que puede ser pensado. Sobre todo, cuando adquiere el estatus de conocimiento, el conocer otro pensamiento es autoconocerse. Al “comparar” otros pensamientos con los propios, adquiere un conocimiento diferente de sí mismo. Se puede impugnar la posibilidad de un conocimiento cuando se apela a una experiencia inmediata que sería intraducible; el pasado sería radicalmente diferente del presente. Pero el pensamiento no se reduce a la experiencia como mera conciencia, carece de “pensamiento”, que para Collingwood supone una dimensión racional y discursiva (aunque este último término no era propio de su lenguaje teórico, pero que nos permite entenderlo mejor). Así las cosas, cuando se intenta conocer a Thomas Becket, no se trata de pretender ser Becket, inmediatamente: “No me convierto ‘sencillamente’ en Becket, porque una mente pensante nunca es ‘sencillamente’ nada, es sus propias actividades de pensamientos y no es éstas ‘sencillamente’ (lo cual, si algo significa, significa ‘inmediatamente’), porque el

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pensamiento no es mera experiencia inmediata sino siempre es reflexión o autoconocimiento, el conocimiento de uno mismo en cuanto viviendo en estas actividades”. # 5. EL ASUNTO DE LA HISTORIA Esta sección plantea que la historia es la historia del pensamiento recreado por el historiador, que este pensamiento no es la “experiencia en cuanto tal”, y agrega que hay algo “universal” en el conocimiento adquirido, pues ya no está reducido a un “pensamiento individual”, sino que es objeto de una comparación, un contraste, que funda su objetividad (subrayamos antes que para Collingwood el conocimiento histórico no es subjetivista, ni diluye su objeto en la representación creada en el presente; al respecto, Collingwood difería de otras perspectivas filosóficas de matriz anglosajona que planteaban que no había historia sino desde y en el presente {Michael Oakeshott, por ejemplo}). Es que el objeto del conocimiento histórico no es el pensamiento como tal, como objeto abstracto, sino “el acto mismo del pensar”. Al acceder a la autoconciencia, el pensamiento no está reducido a un acto del yo ni del individuo aislado. Por el contrario, es reflexión acerca del acto del pensar. # 6. HISTORIA Y LIBERTAD Esta sección y la siguiente establecen las conclusiones “histórico-filosóficas” (Collingwood no las llama así) de su argumentación. Lo primero es que la “desaparición del naturalismo histórico” entraña la conclusión de que el ser humano construye su “mundo histórico” como actividad libre. Al pensar, los historiadores (y el ser humano ha advenido a la condición “historiadora” con la modernidad) se hace libre, porque puede situarse de otro modo respecto de las “compulsiones” de las que nunca está plenamente libre. No parece adecuado freudianizar a Collingwood de acuerdo a una lectura simplificadora de Freud; pero se puede decir que la tensión entre libertad como autoconciencia versus compulsión como naturaleza instintiva, es una posible manera de entender la perspectiva. Si la razón tiene un lugar en la historia, es porque se conoce a sí misma en su capacidad de pensarse, y como esto sólo es posible a través de un pensamiento de otros pensamientos que permita el autoconocimiento, la libertad tiene como condición el pensamiento histórico. # 7. EL PROGRESO COMO CREACIÓN DEL PENSAR HISTÓRICO Discute brevemente la relación entre “progreso” (Collingwood usa las comillas) y “evolución” (idem). Especialmente le preocupa poner en cuestión la noción de un progreso histórico automático. Propone que el progreso en lo humano se da con el conocimiento histórico; en realidad, el conocimiento histórico tiene como meta crear ese progreso. “Porque el progreso no es un mero hecho para que lo descubra el pensar histórico: es sólo a través del pensar histórico como se logra”. FIN DE LAS NOTAS SOBRE IDEA DE LA HISTORIA

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Algunas indicaciones para pensar críticamente el texto. Suele ser un ejercicio usual en la discusión de Collingwood traer al debate las afinidades y contrastes con Dilthey y Gadamer, básicamente por la clásica aporía de comprender expresiones significativas del pasado desde un marco simbólico-histórico diferente, y al mismo tiempo mantener una pretensión cognitiva que –no inexorablemente atenida a la noción correspondentista de la verdad- no suprima la diferencia histórica en beneficio del presente. Se ha acusado a la filosofía de la historia collingwoodiana de ser excesivamente racionalista, de dejar de lado los “impulsos” o lo “irracional” para privilegiar las dimensiones conscientes de la acción (como en el ejemplo de qué pretendía César al cruzar el Rubicón; si aquél no supiera por qué lo cruzaba, su decisión no sería objeto del conocimiento histórico estricto). Por eso se ha atribuido a Collingwood aquello que Dilthey reprochaba a Hume y a Kant: que la sangre del sujeto supuesto fuera poco más que un destilado de “jugo de razón”. Desde su mirada heideggeriana, Gadamer planteó contra Collingwood que, por lo demás, en la experiencia histórica las intenciones raramente corresponden con los resultados o consecuencias de nuestros actos. Aquí, indudablemente, surge un diferendo respecto del aspecto “crítico” propuesto por Collingwood.

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