Cloaca de Babel

May 20, 2018 | Author: BenjamínMoure | Category: Barcelona, Tourism, Switzerland, Immigration
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Cloaca de Babel-Barcelona Benjamín Moure...

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CLOACA DE BABEL Benjamín Moure Dupuis

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Si me encontrara hoy con la persona que fui cuando vivía en Barcelona, seguramente sentiría deseos de asesinar a ese personajillo entrador, altivo y locuaz que me toparía en casi todos los bares, terrazas y amanecederos del Casco Antiguo. En una ocasión mi  padre, de visita en Barcelona, mientras almorzábamos en una soleada terraza del Borne, comentó con desaire, como suspirando un epitafio: “Era un tipo genial que consumió su vida en los bares”. Creo que, en retrospectiva, mi arenga general ante esos años sería: “Que me quiten lo bailado, pero ya”. Estimo que en suma, en al menos seis, de los ocho años que viví en Barcelona, no salí del perímetro que va de la Ronda de Sant Antoni al Parque de la Ciutadella, y de la Plaza Catalunya al deck  que  que bordea la playa artificial de la Barceloneta. La simple idea de salir del barrio llegó a parecerme del todo innecesaria, y en general, algo vertiginosa. Llegué a Barcelona en 1997, cuando todavía existía la peseta, el Raval aún no era  –todavía-- el barrio con la mayor densidad demográfica de Europa, el sistema de aerolíneas de bajo costo en internet era todavía un proyecto y en la playa de la Barceloneta aún se podían encontrar asentamientos gitanos. La fauna urbana residente de la zona del casco antiguo estaba compuesta en su mayoría por inmigrantes. Primero, por inmigrantes españoles provenientes de otras comunidades autónomas que se asentaron durante la época franquista (sobretodo andaluces, extremeños y gallegos), pasando por un

XX, de los llamados inmigrantes ilegales (sobretodo magrebís, paquistanís, ecuatorianos, argentinos y colombianos), la inmensa mayoría hermanada bajo un común denominador: ser una masa pasivamente indeseada pero tolerada en la medida que representaba una fuerza de trabajo barata, sumisa y con más bien poco que perder. Mi condición de inmigrante colombiano en Barcelona fue más bien cómoda. Heredé de mi abuelo un pasaporte suizo, lo que, además de evitarme problemas de legalidad, facilitó que mi permanencia dependiera sólo de mi capacidad de adaptación, con la no desdeñable posibilidad de poder trabajar puntualmente en Suiza, garantizando un abrevadero monetario para mantener mi vida sibarita en Barcelona. Cambié de casa más de una docena de veces y viví arrimado largas temporadas; trabajé brevemente en dos bares, padecí en un número finito de producciones de cine amateur y pseudoprofesional, fui slavelance en agencias de publicidad y me desperdicié una oportunidad de oro en una compañía de teatro; fui cliente habitual de casi todos los  bares de la ciudad y me vetaron la entrada de al menos la mitad; en varias ocasiones temí  por mi vida por ser deliberadamente pesado, dos de ellas de forma literal; me asaltaron en la calle dos veces y en una ocasión entraron a mi casa para robar selectivamente casi todo lo que poseía; me habré despertado, en suma, menos de un mes antes de las diez de la mañana y nunca me fui a dormir antes de las tres; aunque tuve una relación estable durante más de cinco años, tuve una abultada cantidad de enamoramientos pasajeros con varias mujeres. Creo que viviendo el suficiente tiempo en una ciudad que ha invertido tanto construir una imagen positiva de sí misma para venderse al mundo, inexorablemente la

embargo, lejos de generar una intolerancia con respecto a mis expectativas iniciales hacia la ciudad, este desencanto se convirtió, desde los primeros años, en un revulsivo delectable y poderosamente proactivo. Fluctuando entre la fachada, la cloaca y la postal, en un ambiente de balneario ingrávido y sin memoria, las calles, los bares y las plazas se transformaron en una prolongación de mi espacio privado. Paulatinamente vislumbré que el verdadero sabor de la ciudad radicaba justamente en valores inversamente  proporcionales a los que vehiculaba su imagen panfletaria. Y revirtiendo esa dinámica, a veces conscientemente, exploré los límites de mis virtudes y sobretodo de mis vicios; me nutrí de las debilidades de otros, reconocí mis carencias y potencié exclusivamente lo que me permitía mostrar lo mejor de mí. Esto me sirvió para comprender que la proyección de Barcelona como ciudad abierta y cosmopolita, lejos de ser la resultante afable de una voluntad de fomentar la creación de un crisol mínimamente armónico de culturas, era simplemente, la consecuencia de un fenómeno migratorio orgánico en un medio desprovisto de infraestructuras de integración. Que la ilusión de estar en un epicentro de actividad cultural y de “vanguardias artísticas” era una maniobra de marketing para atraer turistas, estudiantes y artistas incautos, mientras que la verdadera actividad cultural y las “vanguardias” eran gestionadas burocráticamente como bienes de consumo masivo. Que el ambiente bohemio no era más que una pose astutamente explotada por los promotores de la vida nocturna de la ciudad, un triste reflejo de la dificultad de adaptación de una voluminosa franja demográfica alcoholizada, en la que todo el mundo autoproclamaba su supuesto derecho a vivir como artista. Que la ferviente tradición revolucionaria

neoliberal, se diluyó hasta convertirse en una serie de poses libertarias inocuas y voluntariosos activismos efímeros; desorganizados movimientos nacionalistas y alter mundialistas; gente con dentaduras cariadas y alopecias rastafáricas, denunciando evidentes conspiraciones y convocando a manifestaciones y cacerolazos. Pero lo peor estaba por venir. Presencié el progresivo declive de la ciudad hacia la irreductible fatalidad mercantilista que ha marcado el destino de todas las capitales europeas. El valor de las cosas fue sustituido por el precio a las cosas. Creo que viví, y sobretodo pude disfrutar, las últimas épocas de un barrio que ya tenía programada una clara agenda de saneamiento urbano, aseptización social y estandarización comercial. Una acérrima voluntad de desollar todo lo que orgánicamente se había gestado durante décadas que, aunque caótico y claramente insalubre, no  justificaba la abrupta implementación de un decorado de balneario sin alma, entregado enteramente al turismo.

1. Un Bus Turìstic  llamado deseo

Hacía dos años que estaba en Suiza y aunque vivía en Ginebra, estaba estudiando cine en la escuela de arte de Lausana. Sentado en una butaca de la vía 4 de la estación de tren de Lausana, como cada tarde al salir de clase desde hacía más de un año, esperando mi  Intercity  de las 19:35, único tren directo a Ginebra hasta las 20:45, se oyó el último

llamado para el tren que estaba en la vía. Era el  Intercity de las 19:22 y el cartelito del vagón de segunda fumador indicaba las dos paradas principales VENECIA - ZAGREB. Me quité un audífono para escuchar la voz nasal con acento suizo-alemán enumerando las paradas del trayecto. Me invadió un súbito impulso de romper con la rutina, una voluntad de perpetrar un ínfimo acto de rebeldía, de liberarme de la inercia, la vida tabulada, el vacío emocional y hastío general que me producía la vida en Suiza y justo antes de que se cerraran las puertas me subí al tren. El vagón bar estaba cerrado, entré al baño me senté en la taza y bloqueé la puerta. El tren empezó a rodar. Algo ocurrió en ese baño. Un diálogo airado entre este narrador con la voz de su monólogo interno, sólo interrumpido por el revisor de billetes. Aunque este tipo de ensimismamientos eran recurrentes en esa época, éste es digno de mención en la medida que me dio las agallas para mentalizarme en la necesidad de urdir un plan de escape. Después de unas horas nos quedó claro que no era saludable seguir viviendo en un país que había hecho del cotidiano una angustiosa experiencia tabulada y monótona, que el estancamiento de nuestra capacidad expresiva se debía en gran parte al excesivo

encerrado en el baño de un tren, no era aceptable. Así pues, ante la nueva certeza de la necesidad de huir, estuvo claro al llegar a Venecia, incluso antes, que tenía que volver, para poder huir. Y me bajé. Venecia fue una plataforma de escape inmejorable, un no lugar   ideal. Un desfile masivo de turistas serpenteando entre canales de agua fétida y palomas antropofílicas. Un lugar más parecido a la Venecia de Las Vegas que a la Venecia misma. No evité ni una  plaza, ni una basílica, ni un puente. Me propuse grabar turistas en video. Pies dubitativos, caras sudorosas, cuerpos adiposos deambulando torpemente; esperando en fila, comprando  souvenirs, tomándose fotos, sentados a la sombra viendo imágenes de Venecia en guías turísticas. Fue una catarsis de dos días autocomplaciente, muy solitaria,  breve y necesaria. Fue ahí, más por descarte, que por tener una idea clara de hacia dónde huir, que pensé en Barcelona. Ya había estado en Barcelona, y es curioso que hastiado de Venecia, decidiera ir a otra capital turística, pero se trataba de una huida, de irse lo más lejos posible del tabulado estilo de vida centro europeo. Cuando llegué a Suiza mi primer reflejo en el exilio fue ser comedido para amoldarme a lo nuevo, procurando pasar inadvertido para ser aceptado. Esa tendencia de auto negación seguramente estuvo a la  base de la violenta eclosión que viví al llegar a Barcelona. Entonces cogí el mismo tren pero en dirección contraria: VENECIA - GINEBRA. Volví a Lausana en la madrugada, y ese mismo día pedí cita con el director de la escuela. Aunque se trataba del departamento de cine de la escuela de arte de Lausana, sabía que tenía que tratar con el nuevo y falsamente omnipresente director general, un tecnócrata de las artes que sin lugar a dudas fue un factor de peso en mi decisión de dejar la escuela. En

Ginebra, para estructurar el no volver a Suiza. Siempre he contado con personas que me han ayudado, y mucho. Aunque había abusado durante varios meses de la hospitalidad de una hermana de mi madre que vivía en Ginebra, en esa época vivía en un squat ; más por necesidad que por un compromiso con el movimiento  squatter   (o de “ocupación de espacios librados a la especulación inmobiliaria”, que en Ginebra era --y aunque diezmada sigue siendo-- una entidad con un  peso social e incluso político, incomparable al de otros movimientos similares en Europa). Mi interés era más tener un sitio donde vivir barato, incluso becado, mantenerse en Suiza como estudiante, pagando un alquiler, es bastante difícil. Así pues, pagaba los servicios básicos y el alquiler lo pagaba a base de promesas de adhesión a una causa que suponía la utópica conversión de valores en la sociedad. El  squat   donde vivía fue desalojado dos meses después de mi partida a Barcelona. Coincidió que me había entrado el dinero de la beca, que el sótano antinuclear del edificio de mi tía tenía espacio para guardar mis pertenencias y que contaba con la invaluable ayuda de una bella trabajadora social bretona que había conocido en el bar de uno de los  squats  legendarios de la ciudad. Contando con una renovada e inusitada energía vital mis expectativas hacia Barcelona eran elevadas, inversamente  proporcionales al desasosiego que había experimentado en Ginebra, y la verdad es que se trataba de una decisión tomada bastante a la carrera, de la que aún hoy no estoy seguro de que haya sido la más acertada. Ahí estaba dormitando en el asiento trasero de un Peugeot 301  Fun  color lila conducido por la mejor amiga de mi amante bretona que iba en el  puesto de copiloto, con esas compulsivas ganas de orinar que causan los momentos en los

Llegamos de noche y dejamos el Peugeot en una callejuela de la Barceloneta. Teníamos pastís, vasos de plástico y un par de pareos. Dormimos en la playa cerca del club náutico. Me desperté en medio de una bruma etílica y la agitación de la amiga de la  bretona a la que le habían robado la maleta. En la época todavía había gitanos en la playa de la Barceloneta, nos percatamos, porque justo detrás de nuestro improvisado campamento había una hilera de enclenques instalaciones en madera con techos de cartón forrado en plástico. Ante esta evidencia y temiendo un altercado con los vecinos de playa, aconsejé una retirada rápida. Así pues, mi llegada a la mal llamada ciudad Condal fue una moderada apoteosis tamizada por el lastre quejumbroso franco-francés de mis compañeras de viaje. Al llegar a Barcelona es imposible no ser un turista más. No contagiarse de esa errancia dromománica, de ese sopor contemplativo, de esa enajenación voluntaria en medio de una babel contaminada por la lúbrica euforia de comienzo de verano. Hordas de gente abrumada por la cantidad de gente deambulando, fluctuando entre la inhóspita calma y olor a orín trasnochado en las estrechas calles del Raval, interrumpida por ráfagas de centellante actividad de mercado persa en calles comerciales, hasta el  pintoresco y masivo desfile de consumidores de ocio embelesados por las pobres entretenciones en la Rambla. De la muchedumbre pasiva y alcohólica en las plazas, al silente encanto de las callejuelas del Borne con sus bolsas plásticas rebosantes de basura en cada esquina. Del intrincado y huraño microcosmos de turistas pálidos buscando la  playa en la Barceloneta, hasta el ambiente hedonista y exhibicionista de la playa misma. Toma cierto tiempo abandonar este atontamiento, dando paso a una condición de

 Nos quedamos en una pensión de la calle Sant Pau, una antiguo piso de familia  burguesa del puerto convertida en alojamiento, con techos altos, poca luz, olor mortecino a cañería destapada con lejía y suelo de baldosa cerámica que seguramente había reemplazado una colorida y barroca baldosa de barro. Nada peor para una búsqueda de emancipación que estar en compañía de gente que recuerda lo que se pretende huir, así que, en esos primeros días, embriagado por la novedad y el ambiente del barrio, salía, armado con el saxofón que había comprado hacía un tiempo en Praga, a hacer escalas y masacrar melodías en plazas e incluso en Rambla, una actividad que aunque medianamente lucrativa, no demoré en abandonar, y que hoy, retrospectivamente, me  parece muy bochornosa. Después de visitar varias opciones de alojamiento, para más o menos empezar a instalarme, conseguí, charlando con el dueño gallego de un bar esquinero de carajillo y  Ducados  frente al  Arco del Triunfo, el dato de una habitación que se alquilaba cuatro

 pisos arriba en el mismo edifico. Subí, timbré y me recibió un sevillano cincuentón que, además de sufrir de una evidente patología cutánea crónica, había montado un taller de restauración de muebles en un espacio singularmente atípico a los módulos de habitación estándar de la cuadricula del  Eixample. Era un enorme triángulo atiborrado de piezas de madera, telas, muebles fragmentados y olor a trementina; contaba con una zona social, cercana a la cocina y a la que sería mi habitación, ornada por un hermoso sofá redondo de boudoir   del siglo XVI en terciopelo rojo. El tour terminó ante la puerta cerrada del

habitáculo del sevillano. Mi habitación era minúscula y daba al patio interior. Fue una estancia corta, y olvidable, tanto para mí como para vecinos. Una tarde recibí una misiva

 pared; se podía leer, en una caligrafía torpe y apasionada, entre tinta corrida y pepitas resbalosas: “Nosotros, los del patio, no vamos a aguantar el jaleo y la música. Hijo de  puta”. Se hizo evidente que tenía que salir de aquel lugar. Fueron las últimas noches con la trabajadora social bretona que volvió a Ginebra . Antes de irme, el restaurador, al que curiosamente le caí en gracia, me dio el contacto de una agencia de ubicación para estudiantes. Ahí, una locuaz catalana con sobrepeso me consiguió una habitación en un  piso compartido con estudiantes en la calle Aviñón. Resultó ser un piso gigante con cinco habitaciones, justo encima de una pulpería gallega esquinera y un mini mercado  paquistaní. La dueña era una arquitecta catalana que vivía en París y le había invertido  bastante al lugar. Aunque las habitaciones eran más bien pequeñas y daban al patio interno justo encima de la olorosa cocina de la pulpería, el piso tenía una amplia área social, con un holgado estudio y una sala de dos espacios con balcones a la calle, corredores espaciosos, una cocina y tres baños enormes, techos altos, paredes con estuco veneciano, una iluminación artificial bien diseñada y contaba con un teléfono público de monedas. El ambiente era una especie de caldo de cultivo de lo que se podía encontrar en un ambiente estudiantil tipo  Erasmus (programas europeos de intercambio de estudiantes). Aunque algunos inquilinos rotaron, el casting digno de mención estaba constituido por un suizo alemán estudiante de economía, de bermudas incluso en invierno, que rotulaba su comida en la nevera; una danesa curvilínea con claros rasgos latinos, hija de sevillana con danés, estudiante de filología española; un italiano arquitecto, con incipiente bigote y alopecia precoz, esclavo en un estudio de arquitectura; una alemana pelirroja en año sabático, que tomaba clases de español, y un francés con

cursillo de cocina. Comencé a trabajar algunas noches en un bar aledaño, cerca a Correos, llamado el  Parnasse, más porque, fue ahí que conocí la absenta y me había hecho adoptar por los

dueños, una catalana dicharachera “enamorada” de la cultura francesa, que había montado el bar de vuelta de París después de la muerte de Franco, y su marido danés, que  porque de veras necesitara el trabajo. Entré en la escuela de cine y empecé clases casi enseguida. Pronto me hice mi cuadrilla de amigos y como contaba con un espacio idóneo para hacer las prácticas de la escuela, el piso en la calle Aviñón pronto se transformó, muy a pesar de mis compañeros de piso, en algo más que una pensión estudiantil. El grupo estaba conformado  principalmente por un argentino, hijo de un neurocirujano y una psiquiatra exilados de Videla, que trabajaba rodajes de publicidad; un fotógrafo gallego, hijo de director de fotografía, escuálido y amigo de los ansiolíticos; un benidormense siempre vestido en cuero que ya había hecho su primer largometraje auspiciado por su padre, y un hábil y huraño catalán que vivía en la casa de su abuela y sabía de maquillaje y animación. Por esa época llegó además a Barcelona un querido amigo colombiano. Matemático, dotado de una verborrea exquisita, y maestro en el arte de la socialización agresiva. Una capacidad de arrollar sin piedad en una conversación a su interlocutor mientras éste trata con todas sus fuerzas de volverse su amigo. Con él apareció además todo un combo de estudiantes colombianos de mediano o poco interés. A parte del piso de la calle Aviñón, el punto de encuentro solía ser un bar situado en una calle adyacente de la Plaza Real llamado el

d’Or , atendido por su

irrisorio. Era un bar de transición que claramente no cumplía con los estándares mínimos de higiene, chapado en baldosa blanca de baño de suelo a pared que era un abrebocas  para lo fino de la noche. Luego, por lo general se terminaba en el Kentucky. Un bar  perfecto para interactuar de cerca, rayando en el insulto airado, con una multitud de gente muy ebria. Abierto y lleno a reventar, todos los días menos el lunes, desde la una de la mañana hasta las seis, un sitio de culto, más allá de mi subjetividad, creo que viví los últimos años de un bar único y casi mítico. Una deliciosa decadencia hacia la banalidad, hacia un simple bar de balneario. El  Kentucky  es solo una larga barra de unos veinte metros de largo por cuatro de ancho, un verdadero hacinamiento humano repartido en,  por poco, unas cuatro filas de diletantes y festivos personajes, donde la única forma de llegar al baño con rapidez es fingir una arcada de vómito. En medio de esta frenética muchedumbre se podían distinguir con claridad unos cuatro grupos demográficos: los  guiris, o turistas centroeuropeos, los pilares de la economía de menudeo de la ciudad, con

una casi obscena necesidad de llenar una cuota básica de diversión estando en Barcelona; los estudiantes de balneario, la mayoría centroeuropeos en programas de intercambio  Erasmus, donde el estudio era algo accesorio y que en realidad no diferían mucho de los  guiris rasos; los esporádicos, o habitantes de la ciudad pero no del barrio, algunos pijos

(burgueses universitarios o  yupis), otros currantes (pertenecientes a la clase trabajadora catalana, con serias dificultades expresión en castellano), por lo general provenientes de localidades de la periferia, todos ávidos de una noche de fiesta en los antros de la barrio con una mentalidad exotista similar a la de los

; por último, los habituales del bar,

ciudad, todos con cuentas abiertas en la barra. Logré desarrollar una inusitada capacidad de manipular las conversaciones derrochando palabras y seduciendo con pasmosa facilidad. El ambiente de bar se convirtió en un territorio de fogueo social que me permitió desarrollar una personalidad entradora, que aunque displicente al principio, me permitía divertir a la gente y crear una red de amigos de alquiler que a la postre me serían de gran ayuda. Fue en el  Kentucky  que conocí a la marsellesa que sería mi compañera durante cinco años. Traductora e intérprete, se había mudado hacía poco tiempo a Barcelona y había comprado un piso en la Barceloneta. A pesar de una abultada diferencia de edad y la naturaleza pasajera de las relaciones forjadas en el circuito de bares de la ciudad, la relación se transformó en un vínculo fuerte y duradero. Otro de los sitios dignos de mención en el circuito de bares de madrugada, es el Chez Popof , un bar situado a la altura de la calle Ferrán, en una infecta callejuela que

colindaba con el  Mc Donald’s  de la Rambla, que empezaba a inundarse desde el atardecer de una mezcla de orín, estricnina y restos de basura de comida basura licuidificada, hasta convertirse en un pequeño y pútrido estanque a la hora de apertura del  bar, las cinco de la mañana. Dentro el ambiente que se respiraba era un derivado de efecto invernadero de la pileta en la calle. Los meseros eran como zombis hiperactivos en un bar de tapas donde nadie comía. La fauna reconocible estaba compuesta por travestis sexagenarios, ladronzuelos magrebís impúberes, proxenetas acompañados por niñas claramente menores de edad y etarras enfarlopados. Era una realidad alterna en la que se  podían presenciar

la de

turista inconsciente roncando

el suelo del

espetando amenazas de muerte esgrimiendo al aire una botella rota. Una mañana de vuelta de la noche lo inevitable sucedió. Recibí una llamada de la catalana con sobrepeso de la agencia inmobiliaria para informarme que mis compañeros de piso se habían reunido en su oficina para quejarse de mí y que, sin muchos  preámbulos, hiciera el favor de irme del piso en la mayor brevedad. Era verano y uno de los compañeros de la escuela un catalán de Sant Cugat y cliente habitual del Kentucky me ofreció su habitación en un piso en la calle Carme que tenía una amplia terraza, sobre una pequeña plaza, justo en frente al mercado de la Boquería, Allí heredé todos los  problemas de vecinos que mi amigo y sus compañeros de piso habían sembrado durante años. Sobre todo con la vecina de arriba, una viejecilla que vivía encerrada en su piso con las persianas bajadas en la ventana que daba hacia la terraza. Desde temprano en la mañana, cada día, a manera de meticulosa venganza, empezaba a golpear sincopadamente el suelo de su casa con diferentes objetos, con variaciones de intensidad y ritmo, que resonaban en todo el piso. Un día la enfrenté, me presenté, me excusé y le di mi número de teléfono para que llamara cuando le molestara el ruido. Todo fue en vano, su rutina diurna persistió e incluso se extendió hasta la tarde y la noche, o cualquier momento en el que oyera que había alguien en casa. Una madrugada, después de una agitada noche de  bares, fui con un variopinto grupo de gente a terminar la noche en la terraza; la vieja apareció, como ya era costumbre, por debajo de su pesada persiana, a espetar improperios en catalán entrecortados por una frase que se convertiría en uno de los leitmotivs de ésa época: “¡Això no és vida Benjamí!”. Uno de los presentes, ex travesti de cabaret cincuentón, conocido como Jaume Ier de Menorca, que me solía encontrar al terminar las

 bajo la ventana y la encaró, no recuerdo qué le dijo, pero la vieja dio tregua por instantes, sólo para reaparecer vertiendo la arena de la litera de su gato sobre la humanidad del histriónico transformista. En ese verano, aunque la escuela estaba cerrada, el director nos había dado autorización para usar la sala de edición, montando el sonido de un corto. Fue justamente el asistente de montaje de escuela el que me dio el dato de un piso muy barato cerca del Palau de la Música. Se trataba de un minúsculo palomar de unos veinte metros cuadrados con una terraza de tamaño similar, con instalación eléctrica de baja tensión y, aunque estaba renovado, toda la reforma era un maquillaje. Lo cogí y me instalé en un par de días, pasando a ser más un depósito y el refugio de esporádicos encuentros lúbricos, ya que la mayoría de las noches las pasaba en casa de la marsellesa, en la Barceloneta. Así pues para el final del primer año las cosas ya habían tomado forma y la verdad es que estaba bastante más calmado y centrado que a mi llegada. Había quedado lejos la pesadumbre y malestar que me había acompañado durante los dos años de Ginebra.

2. Náufrago de balneario

La segunda etapa de mi vida en Barcelona se concentró en la Barceloneta. Los días  pasaban de forma muy plácida al lado del mar. Aunque nunca he sido muy amigo de los ambientes de playa, más en verano, el tener cerca la línea de horizonte, el olor del mar al despertar y el dormirse arrullado por el sonido de las olas, son factores que, en el marco de una ciudad tan densa, olorosa y ruidosa, nutren sustancialmente una cierta ilusión en términos de calidad de vida. Fueron además las épocas doradas de mi relación de cinco años con la marsellesa, en una dinámica de apasionada complicidad, nutritiva continuidad conceptual y recíproca incondicionalidad, sólo comparable con la que tengo con mi mujer hoy en día. El común denominador urbanístico de la Barceloneta es que se trata de apartamentos muy pequeños y excesivamente subdivididos en su interior, llamados en catalán quarts de casa; algo así como camarotes en tierra originalmente diseñados para albergar marineros y trabajadores del puerto con sus familias. La transformación de la  playa en particular y del barrio en general fue radical a partir del 1992 con motivo de las olimpiadas. De una playa de pescadores artesanales pasó a ser en una moderna playa de ocio, con un gran deck   de madera, iluminación, palmeras traídas de las islas Canarias y una distancia generosa entre las primeras construcciones y la playa misma. Sin embargo, en esta época aún no se había implementado una verdadera logística de explotación turística, aparte de unos cuantos restaurantes de mariscos con terrazas y un par de bares

internet, una abominable infraestructura de chiringuitos y una transformación radical del  barrio; las tiendas tradicionales se convirtieron en mini supermercados paquistaníes, los  bares de marineros en ruidosos bares turísticos y terrazas llenas a reventar durante todo día. Mi circuito de bares de tarde y noche también se modificó sustancialmente. Aunque las visitas al  Kentucky seguían siendo frecuentes, el ambiente se vio enrarecido ante el embate una clientela casi meramente turística, así que la periodicidad de las noches en el Raval disminuyó considerablemente en detrimento de otro tipo de bares clandestinos en el Borne y el resurgimiento del Harlem (un bar de Jazz al que acudía con  parca asiduidad cuando vivía en la calle Aviñón) que contaba con una programación de conciertos diaria, bastante diversa en cuanto a géneros y calidad. Casi cada noche íbamos ahí con la marsellesa y nos volvimos muy amigos del dueño, un argentino cincuentón y entrador, y de su hijo, eterno aspirante a baterista que trabajaba en la barra. Las veladas cambiaron de escenario de cierre, ya que casi siempre terminaban en la terraza del edificio o en la playa, con algunos pasajeros recogidos en la noche, algunas botellas y las manos escarbando en la arena aparentemente limpia después de ser removida por un inmenso tractor de arado de colillas, envases plásticas y jeringuillas. Fue una época de distanciamiento con todo lo que había vivido hasta entonces en Barcelona. Menos desgaste y, sobre todo, menos ansiedad. Me distancié de mis compañeros de la escuela y de la pequeña cofradía de estudiantes colombianos. Los tres vecinos de edificio eran: una anciana catalana del barrio de toda la vida, viuda de pescador que además de todos los problemas achacables a su edad, carecía de

ahí que su convicción de que existía un innegable parecido entre mis rasgos y los de uno de sus hijos, que había muerto hacía algunos años, era más que dudosa. Abajo vivía un ex bailarín y coreógrafo valenciano que tenía una compañía de flamenco experimental de sólo bailaoras y poseedor de un garbo especial, digno exponente de la Barcelona camaleónica de los ochenta, trató de meterme mano en más de una ocasión. Por último, un tosco mesero argentino cincuentón que trabajaba en uno de los restaurantes de mariscos de la playa del que nunca supe mucho; nos saludábamos cordialmente cuando nos cruzábamos frente al restaurante, sobre todo si estaba acompañado de la marsellesa, invitándonos de vez en cuando a tomarnos un chupito. Empezamos a hacer reformas en la casa de la marsellesa. Quitar todas las divisiones del pequeño quart de casa para convertirlo en un sólo espacio, dejando apenas las de la habitación y el baño; quitar el cielo raso para dejar las bovedillas y las cerchas a la vista, así como rehacer la cocina. Fue el inicio de una obra que cinco años después, cuando nos separamos, aún no había terminado. Las calles de la Barceloneta son estrechas lo cual genera una extrema proximidad con los pisos enfrentados así como una potente reverberación de todos los ruidos y el volumen de la música. En una ocasión, saliendo del apartamento, oí una moto que se acercaba a gran velocidad, nada raro si no fuera porque el conductor, un nen (apelativo de  joven catalán tipo), nieto de una de las familias de pescadores del edificio de en frente, había salido a perseguirme en su moto, lleno de una furia que, de veras, me sorprendió:  básicamente me echó la moto encima; salté a la acera para evitar ser arrollado y incidente no pasó a mayores porque yo no respondí a los improperios que me lanzó al

visto como  sudaca  e irrumpir, tomándose todas las libertades, en un barrio de trabajadores, había generado escalofriantes aversiones mudas, que imagino habían macerado poco a poco y cuando explotaban, terminaban en incidentes como éste. Por esa época empezó a desarrollarse una aversión por los rodajes. Entre los de la escuela, por lo general de pobrísima calidad y desorden jerárquico, los profesionales, en rangos bastante bajos de la jerarquía cinematográfica, mal o simplemente no pagados, y los publicitarios, mejor pagados pero rayando en la explotación. Todo ese ambiente,  plagado de falencias organizativas e improvisación a ultranza, burocráticamente militarista de tener que obedecer a un superior que, por lo general, tiende a vengar el maltrato que ha recibido durante sus primeras épocas en el cerrado mundillo de los rodajes, abusando de su pequeño poder, todas, llegó a hastiarme de forma indecible y me hizo recaer en uno de mis recurrentes estados de ostracismo voluntario, quizás el primero desde mi salida de Suiza. Me aislé de todo, adopté un misántropo estilo de vida recluido en la trinchera del piso en obras de mi indulgente compañera marsellesa. Creo que pasé todo un verano sin salir de la cama, para luego pasar una temporada que se prolongó algunos meses, en el que cumplía, con mediocridad, con lo estrictamente necesario tanto en la escuela como con los esporádicos y cada vez menos frecuentes trabajos que me salían. De repente ya era verano de nuevo. Hacía meses que ni me asomaba por el  palomar. Mis padres estaban viviendo en Panamá y algo preocupados por mi evidente indolencia vital, convencieron a mi abuela para que redimiera algunas de sus millas (la abuela era bastante solvente, pasaba los veranos en Europa y los inviernos en su casa de

todo colgado y cogí un vuelo que hacía escala en Nueva York. Aproveché para quedarme un par de semanas en la gran ciudad, cuestión de visitar a mi único amigo de infancia que estaba viviendo ahí, pero fue tal la atracción por el ambiente neoyorkino que decidí  perder adrede mi vuelo a Panamá y las dos semanas se alargaron hasta convertirse en un  paréntesis de varios meses. Para abreviar, ya que éste no es un libro sobre un inmigrante en Nueva York, sólo diré que en esos meses viví y malviví, sufrí y gocé, amé y fui odiado con una intensidad que hizo que pareciera que hubieran pasado un par de años. Finalmente, después de una breve escala en Panamá, logré regresar a Barcelona justo antes del fin del milenio, más flaco que nunca, sin un centavo, habiendo desgastado al límite varias relaciones, sobretodo la de mi amigo de infancia, pero henchido de una energía y confianza renovadas. Volví y fue como volver a poner la aguja sobre el disco en la misma parte donde la había levantado. Fue en la fiesta de fin de milenio, en un nuevo local con ínfulas de tablado flamenco posmoderno que un cineasta berlinés había montado en una pequeña fábrica de textiles esquinera junto a la plaza de mercado de la Barceloneta, que conocí a uno de los directores de la Fura dels Baus. Todavía envalentonado por la máscara de irreverencia que me había forjado en Nueva York, me le acerqué y, sin más, le pedí trabajo. El lunes siguiente empecé a trabajar como asistente de video en la preproducción de una obra basada en La filosofía en el tocador   del Marqués de Sade. La obra estaba en plena gestación y tenía como piedra angular el proceso de casting, más como ejercicio de puesta en escena que para en verdad tratar de encontrar a los actores definitivos. Aprovechando la notoriedad de la

, organizábamos

de

emulando el ambiente de audiciones para un rodaje porno, en los que desnudamos de forma figurada y literal a casi la mitad de actores y actrices, actorcillos y actricillas de la ciudad, pues la adaptación requería una completa ausencia de pudor. Además de encargarme de que estos happenings  preparatorios tuvieran un cierto contenido visual, siguiendo las pautas básicas de la puesta en escena que se pretendía, con proyecciones que mezclaban imágenes de cámaras en vivo con un material porno de archivo de soporte  previamente editado, no era raro que mi participación no se limitara a la parte técnica me encontrara semidesnudo en medio de un simulacro de orgía con una cámara en la mano. Fue una experiencia intensa y conflictiva, que, aunque breve, me sirvió para congraciarme con la ciudad y sobretodo conmigo mismo.

3. Borne to be wild

Por esa época terminé con la escuela y comencé a viajar con periodicidad a Ginebra para trabajar al negro en un almacén de artículos de lujo del que mi tía era directora. Instalé mi oficina vespertina en un bar con terraza frente a las ruinas del mercado del Borne, el Rosal. Fue allí que comencé a implementar una argucia socializadora que me había sido de gran utilidad en Nueva York; un pequeño test psicológico que me había enseñado la trabajadora social bretona cuando vivía en Ginebra. Consistía en hacer seis dibujos a partir de seis figuras separadas en una cuadrícula de seis casillas. Cada casilla correspondía a un aspecto de la personalidad de la persona. Era el test de Wartegg,  basado en un esquema de Jung, patéticamente simplificado, que, más allá del resultado, era una forma inmejorable de romper el hielo y crear un vínculo con cualquiera que accediera a hacerlo. Fue así que conocí a uno de mis más leales compañeros de lucha. Un genial artista callejero en ciernes, de padres vascos, que se había criado en Castelldefels, un pueblo suburbial de playa a las afueras de la ciudad. Vivía con su madre y su hermana una confortable vida burguesa con la que me sentí identificado de varias maneras. Con él se vino a asentar todo un mundo de nihilismo proactivo que afirmaba mi actitud general ante la vida de entonces. Crítica constante del presente, dramática y manifiesta levedad etílica, solemne actitud de irrisión hacia los otros y, sobre todo, hacia sí mismo; aversión abierta hacia todas las poses de la fauna modernilla  barcelonesa; compulsión a generar

una imperiosa y performática necesidad de manifestar una cierta desazón general hacia la superflua realidad de balneario en la que vivíamos. Una pose que sentó las bases de lo que dimos en llamar el advenimiento del amateurismo profesional. Además de intervenciones callejeras (grafitis con tiza o pinturas delebles de frases cortas anodinas, palíndromos, falsas indicaciones de rutas de escape hacia sitios de interés turístico como la  Rambla, el  English Cut   o el Museo Picachu, líneas divisorias en las aceras para delimitar el tránsito de turistas y nativos), ideamos varias campañas con carteles de fotocopias, de esos que tienen flecos de papelitos despegables en la parte inferior con un teléfono de contacto, ofreciendo servicios gratuitos como trepanaciones, lobotomías, vacunas para el lupus, alivio para meteoropatologías o apendicetomías  preventivas (fue sorprendente la cantidad de llamadas que recibimos, sobretodo para las lobotomías), puntualmente hacíamos performances en terrazas de bar, en los que luego de obtener la atención del público, poníamos un sombrero con monedas en el suelo, y después, fuera no hacer nada más que observar a la concurrencia, darles la espalda, o tocar desapasionadamente una guitarra de pilas para niños, hacíamos una reverencia y  pasábamos a repartir el contenido del sombrero. De la mano de un grupo de pop electrónico de mitigada aunque creciente  popularidad, cuyos integrantes eran también hijos de Castelldefels, nos asociamos para trabajar en proyecciones de video para conciertos y clubes, mientras continuábamos un  proyecto de revista fotográfica de gran formato, que ya tenía una primera edición, auspiciada por dos amigos fotógrafos ibicencos del vasco. Pronto se hizo evidente que necesitaríamos un espacio para trabajar y, sin previo

iglesia de Santa María del Mar , al lado del museo Picasso. Se trataba de un palacete del siglo XVI, justo encima de la sede de la galería  Maeght   en Barcelona. Debía ser lunes  porque la puerta del patio estaba cerrada (luego me enteraría de los horarios de galería). Chiflé y, después de un tiempo, apareció el vasco por el balcón, dejando caer un  peludo retazo de peluche blanco en forma de pequeño paracaídas, con la llave de  puerta. Subí al tercer piso por una amplia escalera de piedra y entré anonadado a un espacio gigante con inmensos ventanales con vista al patio, un techo de más de cuatro metros de alto, con cerchas de madera de una sola pieza que lo atravesaban desde la entrada, hasta un hermoso balcón ornamentado por arcos góticos con vista a las gárgolas del edificio de enfrente. El vasco estaba terminando de instalar su computador y, sin más, comenzamos a trabajar. El espacio, más conocido como la Nave, además de la amplia nave central, contaba con dos estudios, un pequeño taller de escultura y dos habitaciones. Había sido tomado en alquiler por tres amigos de infancia del vasco: una arquitecta catalana que se había radicado en Almería, una promotora de eventos de la escena electrónica nacida y criada en el barrio, y un escultor e interiorista de ascendencia uruguaya que hacía las veces de casero, por un precio irrisorio. Aunque sin terminar, habían construido un módulo a la entrada, con un baño, una tina y una cocina que garantizaba la habitabilidad del espacio. Resultó que una de las habitaciones estaba disponible. Aunque varias personas estaban detrás de ella, el vasco y la promotora se encargaron de convencer al uruguayo y la arquitecta para que la cogiera yo. Sin más, me mudé a la Nave y subalquilé el palomar

La vida en la Nave fue quizá una de las épocas más intensas de mi vida en Barcelona. Los días se convirtieron en un desfile de gente que, en su mayoría atraída por el encanto del espacio, venía básicamente a hacer visita. Lo que se traduciría en el comienzo de los problemas con los otros usuarios del espacio. Sin embargo, gracias o a  pesar de ello, me construí un nuevo arsenal de amigos que me acompañaría hasta el final de mis días en Barcelona. Lo más destacado fue sin duda conocer a un escritor colombiano, que vivía escasos metros del palacete, y que a la postre se convertiría en un compañero inseparable, un fiel patrocinador de excesos y, en varias ocasiones, mi ángel de la guarda. Casi simultáneamente irrumpió en mi vida un diseñador de ropa dicharachero y rebuscador, también colombiano, que pronto se convertiría en otro habitante del palacete e instalaría su taller de costura y solapadamente su residencia cuasi  permanente. El Mudanzas fue el bar insignia de aquella época. Además de tener aire acondicionado, contaba con las camareras más bellas del barrio con las que llegamos a desarrollar una complicidad tal, que nos aconsejaban ciertos licores que no se consumían mucho para que no se notara que nos los estaban regalando. Y así, entre anisados y vodkas aromatizados se sentaron las bases de un codificado y pequeño universo de coletillas, modismos, bromas recurrentes, tipificaciones y caricaturizaciones bastante acertadas de la fauna humana que nos rodeaba. Fue allí, por ejemplo, que conocimos a un fotógrafo francés de cierto renombre que había trabajado para revistas como GQ,  Playboy y  Maxim, que supuestamente se había radicado en Barcelona para huir de los excesos de su vida en París con la intención

deleznable, egocéntrico, grandilocuente y superficial, que justamente por ser como era, me empezó a caer en gracia. Le ofrecí mis servicios como guía y traductor, al principio más como una broma, hasta que poco a poco me convertí en un miembro de su séquito; con puntualidad hice las veces de asistente en algunas sesiones de fotos; le traducía y redactaba documentos e incluso llegó a confiarme una de sus tarjetas débito para supuestos gastos de producción; en realidad se trataba sólo de agilizar la consecución de comida de restaurante y botellas de alcohol sin salir de casa. Como evidentemente el volumen de trabajo no era suficiente para mantener su frenético estilo de vida, el fotógrafo tuvo que regresar a París y dejamos de estar en contacto incluso cuando regresó al cabo de un tiempo.  No tengo recuerdos muy claros de muchas cosas que pasaron en ese período, y a veces la amnesia etílica me hacía imposible recordar sucesos que habían ocurrido la noche anterior, como visitas a hospitales para cocerme el cráneo, la motivación que movía a que desconocidos trataran de agredirme en la calle, o el porqué mujeres que no recordaba me saludaran de beso en la boca. Recuerdo que una de esas noches encontré una réplica a escala en peluche de Copito de Nieve, el explotado gorila albino del zoológico, símbolo de la ciudad y encarcelado como atracción turística desde los años cincuenta en una jaula de cristal. Copito se había convertido en un personaje emblemático de una cierta épica de lo anodino que desarrollamos con el escritor y en uno de los  personajes principales de la novela que estaba pugnando por terminar. Lo hallé una madrugada recostado en un montón de escombros, lo até a mi bicicleta, me lo llevé de  bares y le di posada en el piso del escritor.

y deliberadamente provocadora dejó de tener el efecto deseado, de hecho empezó a intolerable para mucha gente del barrio. Me convertí persona non grata en varios bares, despertando, pasiones y reacciones inusitadamente violentas, algunas, como ya mencioné, rayando en la agresión física. Paralelamente la gente que me seguía tolerando, me apoyó, y pronto se abrieron otras puertas, se consolidaron algunas relaciones y se tejieron nuevas. Otra de las habituales del grupo era una arquitecta brasilera que además de ser una compañera inseparable, fue mi enfermera psiquiátrica, prestamista, amiga y confidente  por muchos años. Era la novia del vasco y contaba con una pasmosa facilidad para cernir cualquier situación desfavorable y encontrar soluciones rápidas y adecuadas; una especie de polo a tierra tanto en el cotidiano como en todo lo referente a los proyectos que hacíamos en conjunto con el vasco. Vivía en el Raval a pocos metros de uno de los bares más  sui generis de la ciudad, el Mendizabal. Situado en la esquina de la calle Hospital con Junta del Comercio la barra daba a la calle misma. Era un sitio ideal para tomarle el  pulso a la actividad de la ciudad. Entre turistas, chaperos, artistas de rambla, ancianas volviendo de hacer la compra, pijos posando de hippies, estudiantes de arte y magrebís  persiguiendo turistas, las tardes pasaban en un eufórico estado contemplativo. Sucedió que los arrendatarios de la Nave argumentaron que habían decido hacer reformas en el espacio, pues el uruguayo iba a ser padre y quería un poco de calma para  poder instalarse con su familia en la Nave. Así que me invitaron a que dejar la habitación. Evidentemente, la realidad tenía más que ver con el deterioro general de mi imagen social en el reducido microcosmos del barrio, mis excesos y mis cómplices. El diseñador de

espontáneos que, simplemente, no había contribuido al ya enrarecido ambiente de convivencia. Así que le ayudé a los argentinos que vivían en el palomar a buscar otro sitio y me volví a mudar allí. Pasé una larga temporada en Ginebra trabajando en una escuela de idiomas. Esta maniobra fue bastante sintomática de mi creciente escasez de aspiraciones a largo plazo y de un cierto conformismo ante un planteamiento vital que me permitía trabajar lo mínimo en algo que no me aportaba nada, para poder mantener un estilo de vida de disoluto en el balneario. Al cabo de unas semanas volví, para descubrir, cual ricitos de oro, que alguien había estado viviendo en el palomar. Alguien que evidentemente sabía que yo no estaba y se había divertido en el espacio. Encontré un importante arsenal de botellas vacías e incluso varios condones usados en la habitación. Lo peor fue que me habían robado el computador, el equipo de sonido, las carpetas de discos e incluso habían hecho una selección de libros y ropa. Empaqué las pocas cosas que no se habían llevado y salí de aquél infecto palomar para nunca volver. Al cabo de un tiempo, me mudé a una habitación en la rambla de Raval, sobre la calle Hospital, en el piso de un amigo poeta catalán que vivía con su novia de la época, una escuálida percusionista de candombe argentina, y un baterista de rockabilly, también catalán, que trabajaba en una tienda de discos, a quien en suma debí ver unas tres veces. Fueron épocas oscuras, de penuria tanto económica como moral. El poeta catalán era un  personaje que había conocido años atrás y había sido, junto al vasco, un compañero de aventuras y performances. Era un diletante y desgarbado hijo de notario que trabajaba de

componía canciones, en un mínimo e improvisado estudio, armado de una guitarra y un  pedal de loop conectado a un micrófono. Todo su experimental y contemplativo universo me había parecido genial cuando lo conocí, e incluso hoy, cuando releo sus aforismos y oigo la música que hacía en aquella época, me parece que no lo hacía del todo mal. Pero a la hora de tener que convivir con él y con la ectoplásmica presencia de su porrera novia argentina, y sobretodo después de la llegada de un amigo suyo de infancia, un madrileño que se hacía llamar Pequeño, que se instaló casi de forma permanente en la sala del apartamento, la cohabitación en aquel espacio se convirtió en una experiencia insoportable. Poco a poco empecé a no volver casi nunca a dormir en mi habitación y  pasaba casi todas las noches en casa de la marsellesa. El vasco se había ido una temporada a Australia y a su regreso hicimos el lanzamiento de la revista de fotografía en la capilla del antiguo hospital de la Santa Cruz, que la actualidad es la sede la Biblioteca Nacional de Cataluña y de la escuela de arte Massana. Fue quizás el único acontecimiento memorable de lo ocurrido en esa época. Aunque la revista tuvo una buena acogida, la casi total ausencia de una mentalidad mercantilista por nuestra parte relegó el stock de los ejemplares al garaje del vasco en Castelldefels. El contrato del apartamento de calle Hospital se acabó, el poeta catalán se fue a vivir a Edimburgo, la argentina se desmaterializó, Pequeño volvió a Madrid y no sé qué fue del rockabilly. Empaqué mis ya diezmadas pertenencias y las embutí en el espacio que sobraba junto al cargamento de revistas en garaje de Castelldefels. Volví a irme a Suiza, esta vez, por una larga temporada.

4. El ocaso de las noches

Estando en Ginebra contacté al escritor colombiano. Había subalquilado su piso en la calle Sombrerers y se había mudado de casa a un piso en el Eixample derecho, cerca de la Plaza de toros de la Monumental. Me comentó que había una habitación disponible y al volver me instalé. Compartíamos el espacio con dos hermanos colombianos amigos de infancia del escritor. Uno era un pintor que había instalado su estudio en la parte posterior del apartamento, donde, al lado del salón principal, tenía su estudio y su habitación. Todo decorado barrocamente, con todas sus pinturas en las paredes, en un afán no confeso de marcar su territorio. El otro era su hermano músico que tenía una habitación que daba al  patio interno del edificio y se había construido un estudio de grabación en un pequeño cuarto que colindaba con mi habitación. Fue una época extraña de aislamiento voluntario. Aunque la cohabitación era grata, el espacio era amplio y la disposición de mis nuevos compañeros de piso hacia mí era muy amigable, incluso en ocasiones empalagosa por la constante voluntad socializadora del pintor colombiano, yo no estaba pasando un buen momento anímico, me sumía en una tónica de recalcitrante reevaluación de mi vida, estaba invadido de un cierto hastío de la ciudad y aunque seguía pasando varias noches de la semana con la marsellesa la relación había perdido fuego. Era tal mi encierro que incluso soportaba estoicamente, las interminables sesiones de ensayo del músico

insonorizado. Aunque seguíamos saliendo casi cada noche con el escritor, la chispa de otros días había dejado paso a noches sin brillo, de mucho alcohol y de una inercia, por mi parte, casi de muerto viviente, que tendía a contaminar a mi amigo. Al cabo de unos meses el escritor decidió retomar su piso en el Borne y me invitó a mudarme con él y con Copito, en a una de las habitaciones. El primer: “¡La suerte… para hoy!” del sempiterno vendedor de lotería apostado en la esquina de la calle Montacada con Sombrerers, me revitalizó y creo que también fue muy reconfortante para el escritor. Si bien habíamos sido amigos cercanos durante años, nuestra relación, junto con la del diseñador de ropa colombiano, se vio reforzada. Fue una temporada bastante delectable de vida sibarita y holgada, llena de amantes pasajeras, amigos de alquiler y noches maratónicas, que aunque limitadas por el veto que se mantenía sobre mí en muchos bares de barrio, hacían rememorar las mejores épocas de la vida en el Borne. Frecuentábamos mucho un bar clandestino que habría en la madrugada llamado el  Papillon. Un sórdido local al que se accedía por una roída puerta metálica que tenía una mirilla (luego contaría con un pequeño sistema de cámaras de vigilancia), donde un portero se asomaba a revisar que no hubiera policía y dejaba entrar a la concurrencia. En el interior del oscuro y mal ventilado local, el ambiente era decadente, animado y de aforo ilimitado, dotado con una barra demasiado pequeña para la masiva afluencia y un par de mesas de billar. La clientela estaba formada por más o menos los mismos tipos humanos que la del Kentucky con la diferencia que contaba con mucho menos turistas rasos dado que no era evidente encontrar el bar. Solíamos salir del  bar

puñado de

continuar

de día

el piso de la calle Sombrerers.

merced del viento por las ventanas del piso. Encontramos a un par de espontáneos  pateando y sacándole las entrañas a un colchón que habían visto en la calle y que incomprensiblemente habían llevado al tejado. En otra, un grupo de gente había vaciado el extintor de incendios del hueco de la escalera y había seguido vaciándolo varias cuadras después de haber salido del edificio, dejando un rastro nos inculpaba inequívocamente. Así los problemas con los vecinos, que aunque nunca llegaron a pasar a mayores, si nos valían la presencia de la policía en la puerta con bastante regularidad haciendo del pasaporte Suizo una herramienta de disuasión potente en un ambiente dónde las visas estaban apunto de caducar o ya habían expirado hacía tiempo. Para entonces retomé una relación con una arquitecta boliviana que había conocido hacía unos años en las épocas doradas del  Kentucky  y aunque aún seguía en  buenos términos con la marsellesa, nos habíamos distanciado bastante. Volví a Suiza a trabajar en la escuela de idiomas para hacer acopio de dinero y al cabo de un tiempo en Ginebra, recibí la noticia de que el escritor debía irse de Barcelona  por una emergencia familiar. Al regresar, el escritor se había ido y me quedé sólo en  piso durante varios meses. Aunque mi rutina no cambió mucho, se volvió algo más diurna, instalando mi oficina de mañana en un nuevo bar de la Barceloneta, frente al mar, llamado el  Daguiri. El propietario era un ingeniero de sistemas holandés, asiduo del ambiente  furero, que después de haber hecho fortuna con una pequeña empresa de telecomunicaciones y había comprado y restaurado un bar de pescadores, situado en  primera línea de mar, instalándole además una antena de conexión a internet satelital; lo que garantizaba un acceso gratuito, inalámbrico y sobretodo muy rápido a Internet, lo que

escuela de idiomas en Suiza, permitiéndome estar conectado de forma indefinida, desde la terraza de un bar frente al mar; un verdadero lujo en una época dónde las tarifas de conexión a Internet eran costosísimas y supeditadas al tiempo que se estuviera conectado. Mucha gente se había hecho eco de esta circunstancia y se generó un ambiente de trabajo  bastante sugestivo, sobre todo para mí. Continué haciendo mi amañado test de Wartegg  pronto me convertí en una pieza más del mobiliario del bar. Consumía mucho más de lo que pagaba, la gente de la cocina siempre me guardaba los fondos de las ollas, las camareras me pedían ayuda cuando no daban abasto e incluso entablé una buena relación con el dueño holandés. Solía salir del bar playero a media tarde, casi siempre acompañado, ya fuera por amigos de alquiler recién conocidos o por turistas rasos, y me dirigía al piso en Sombrerers, no sin antes hacer provisión de vino turbio gallego, en el mini mercado paquistaní al lado de casa. Los espontáneos de cada día solían abandonarme al caer la noche. Sólo ante el ocaso, e invadido por una compulsiva incapacidad a estar sin nadie, más de noche, oyendo el murmullo constante de gente en la calle, comenzaba interminables sesiones de llamadas. Solían aparecer los viejos conocidos de siempre: el vasco, la brasilera, el modisto colombiano, la boliviana, los hermanos de la Monumental, más algún que otro nuevo fichaje o la amante de una noche de turno. Cuando el escritor volvió, con el propósito de cerrar su vida en Barcelona para devolverse a Colombia de forma definitiva, las condiciones del piso eran cuando menos deplorables. Se había generado un nuevo espacio que delimitaba la entrada y el salón constituido por hileras de botellas vacías, los muebles estaban maltrechos y percudidos

grisáceos, la cocina era un desbordante arrume de detritus en los que se podían encontrar variadas formas de vida bacteriana y todo el ambiente se había enviciado por un olor mortecino de taberna. Además, las deudas se habían acumulado, las huellas de mis excesos eran cuantificables y, en general, la relación con el entorno y sobretodo con el escritor se enrarecieron. Se hizo pues necesario irme a Suiza a llenar las arcas para capotear el temporal. Ya era verano, llegué a Ginebra y casi de inmediato me fui a Montreux a casa de mi primo a pocas cuadras de la escuela de idiomas. Fue una época de encierro estival en una estación balnearia que ya conocía y que me hizo rememorar los días más oscuros de mi llegada a Suiza. La monotonía se volvió a instalar, los estados de ensimismamiento recuperaron su cronicidad y la voz del monólogo interno regresó a un volumen audible. Parecía como si los años que había vivido en Barcelona hubieran sido un enorme  paréntesis y ese terrible vacío que me impulsó a huir de Suiza, se hubiera mantenido ahí, latente y al acecho. Regresé a Barcelona ya con la idea de abandonar Europa y volver a Colombia. La verdad es que estaba cansado del ritmo de vida itinerante, de las noches, de los turistas, de los excesos y al volver aquel otoño, ante la perspectiva de tener que reinventarme por enésima vez en aquel medio que ya se me presentaba tan carente de atractivo, casi de inmediato, tomé la decisión de irme, más por una necesidad de cambiar de aire que por una firme motivación que me alejara de Barcelona o porque hubiera hecho un juicio moral con respecto a mis fracasos y aciertos en la ciudad. Y aunque no tuviera una perspectiva clara de futuro en Bogotá, me dejé llevar por una cierta atracción

Fue en ese estado de ánimo que me deshice de mis últimos lastres, regalé el saxofón, vendí mi cámara, pagué mis deudas en lo bares, compré un pasaje BARCELONAMADRID-BOGOTÁ, pasé una última noche con la marsellesa y, sin más, abrí la tapa de la cloaca y me escabullí.

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