Claude Mossé - La mujer en la Grecia clásica
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Descripción: Traducción de Celia María Sánchez Fue en Grecia donde se pusieron los cimientos de nuestra civilización oc...
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Fue en Grecia donde se pusieron los cimientos cié nuestra ci\ ilización occidental, donde com enzó a configurarse una concepción de la mujer que ha llegado con mayor o m enor fuerza a nuestro siglo, y que seguramente seguirá existiendo en el próximo. Con un extraordinario conocimiento de la historia y la lite ratura griegas, la autora -profesora emérita de historia en la Universidad de París VIII- nos describe la situación de la mujer en Grecia desde los tiempos homéricos hasta la época helenística, reconociendo el papel secundario de la mujer en la vida antigua, limitado a la procreación y el gobierno de la casa. Las grandes figuras femeninas como Helena, Andrómaca, Penélope, Clitemnestra, Hécuba, Arete y muchas otras, por no citar a las diosas, tienen tanta cabida en esta obra como las cortesanas -Neera, Aspasia, Teodota-, las sirvientas, las esclavas y las guerreras espartanas, resultando de todo ello una visión rigurosa de la mujer en la Antigüedad.
CLA U D E M OSSE
m ujer en la G recia clásica
T ra d u c c ió n de C elia M a ría Sánchez
NEREA
I'ulillcmlo originalm ente en francés con e l título h i Ι 'ιΊΐιηιΐ’ tlim s la G rèce antique, A lbin M ichel, 1983
Cubierta: Misión de Tritolemo. Detalle de bajorrelieve motivo del S. V a.C. (Foto Oronoz)
Primera edición: marzo de 1990 Segunda edición: noviembre de 1991
© Editions Albin Michel, S. A., 1983 © Ed. cast.: Editorial NEREA, S. A. 1990 Santa Maria Magdalena, 11. 28016 Madrid Teléfono 571 45 17 © de la trad.: Celia María Sánchez Reservados todos los derechos. Ni la totalidad ni parte de este libro pueden reproducirse o transmitirse utilizando medios electrónicos o mecánicos, por fotocopia, grabación, información, anulado u otro sistema sin permiso por escrito del editor. ISBN:84-86763-29-0 Depósito legal: M. 41.290-1991 Fotocomposición: EFCA, S. A. Avda. Doctor Federico Rubio y Galí, 16. 28039 Madrid Impreso en Lavel. Los Llanos, nave 6. Humanes (Madrid) Impreso en España
Indice
P R O L O G O A LA E D IC IO N E S P A Ñ O L A ................................... P rim e ra p a rte :
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LA C O N D IC IO N F E M E N IN A ........................
13
L a m ujer en el seno del oikos..............................
15
A: L a m ujer en la sociedad h o m é ric a ....................................... B: La m ujer en el Económico de J e n o fo n te ...............................
17 34
C A P IT U L O 1:
C A P IT U L O 2:
L a m u jer en la c iu d a d .........................................
41
A: L a época a rc a ic a ........................................................................ L a c o lo n izació n ................................................................... La tir a n ía ............................................................................... B: El m odelo ateniense: la condición de la m ujer en A te nas en la época clásica............................................................. L a m ujer a te n ie n se ............................................................. L a c o rte sa n a .......................................................................... L a e s c la v a ............................................................................. C: La m ujer e sp a rta n a ...................................................................
43 45 48
C O N C L U S IO N .......................................................................................
99
Segunda parte:
C A P IT U L O 3:
52 54 67 84 87
LAS R E P R E S E N T A C IO N E S D E LA M U J E R EN EL M U N D O IM A G IN A R IO DE L O S G R IE G O S ......................................................
103
L a estirpe de las m ujeres
107
Il
LA MUJER EN LA GRECIA CLASICA
C A P IT U L O 4:
El teatro, espejo de la c iu d a d ...........................
117
Λ: La tragedia...............................................................................
118
M: La c o m e d ia .................................................................................. C A P IT U L O 5: L a m ujer en la ciudad u tó p ic a .........................
130 143
C O N C L U S IO N ........................................................................................
155
A P E N D IC E S ............................................................................................
161
A P E N D IC E I:
A P E N D IC E II:
Hedna, pherné, proix: el problem a de la dote en
la G recia a n tig u a ....................................................
163
La m ujer griega y el a m o r ............................ .
169
N O T A S ........................................................................................................
181
B IB L IO G R A F IA .....................................................................................
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IN D IC E A N A L I T I C O ..........................................................................
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P R O L O G O A LA E D IC IO N ESPA Ñ O LA
La historia de las m ujeres ha pasado a form ar p arte de la H istoria desde hace sólo unos veinte años. No hay d u d a de que los m ovim ientos fem inistas de finales de los años sesen ta tienen m ucho que ver con este interés nuevo por esa m i tad de la h u m anidad h asta ah o ra excluida de la gran H is toria por considerarla ajena a ella. Y u n a m uestra de ello es que los prim eros estudios sobre la historia de la m ujer a p a recieron en Estados U nidos, donde los movim ientos feminis tas se desarrollaron con más fuerza. Pero era grande el riesgo de que la historia de la m ujer se pusiera al servicio de un feminismo m ilitante, y p ara con vencerse de ello basta con echar u n a ojeada a las num erosas publicaciones aparecidas tanto en Estados U nidos como en E uropa occidental d u ran te los dos últim os decenios. La A n tigüedad se ofrecía como cam po singularm ente abonado p ara un intento sem ejante, pues, y tal vez m ás que en n in gún otro m om ento de la historia, la m ujer se nos m uestra en este período como u na m enor, excluida especialm ente de las dos actividades fundam entales en la vida del hom bre griego o rom ano: la política y la guerra. R ebajada a la categoría de g u ardiana del hogar dom éstico, sin apenas diferencias con la esclava, la m ujer griega es un ejemplo especialm ente ilus trativo de lo que supone el som etim iento de una parte de la hu m anidad por la otra. Y no sería difícil m o strar m ultitud de citas tom adas de los m ás relevantes escritores y pensado res de la G recia antigu a en apoyo de esta tesis. Sin em bargo, para quien está algo fam iliarizado con di
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LA MUJER EN LA GRECIA CLASICA
d io s escritores y pensadores, las cosas no son tan simples. C iñéndonos al ejem plo griego, pues es el objeto de nuestro estudio, no puede dejar de sorprendernos la presencia efec tiva de las m ujeres en la epopeya, el teatro, y por supuesto en la vida cotidiana, tal y como se nos es dado im aginarla a p artir de las fuentes de que disponem os. B asta con recor d a r a H elena, responsable de la guerra de T roya, A ndróm aca o Penélope, m odelos de esposas fieles, la tem ible C litem nestra, las protagonistas de A ristófanes, intrépidas e irreve rentes, las m ujeres esp artan as y las cortesanas atenienses p a ra interrogarnos sobre cuál era el lugar real que ocupa ban las mujeres en las sociedades de la G recia antigua. La prim era dificultad con que nos enfrentam os es, por supues to, que todas nuestras fuentes, o casi todas, son de proce dencia m asculina, y sólo algunas poetisas, entre las que so bresale la célebre Safo de Lesbos, nos han dejado huellas de palabras fem eninas. C u an d o Penélope se dirige, en la Odi sea, a los pretendientes, es el poeta quien la hace hablar. C u ando C litem nestra evoca las m iserias de la esposa que se queda en el hogar esperando el retorno del guerrero, en rea lidad es Esquilo el que h ab la por su boca. N o hay más re m edio que aceptarlo así. Pero ¿acaso por ello vam os a re n u nciar al intento de definir cuál era el lugar de las m ujeres en la G recia antigua? De hecho es im prescindible, p ara no perdem os en el intento, tener presente una doble exigencia. Por un lado, y ya que se tra ta de reconstruir lo que era la condición fem enina en la G recia antigua, no sep arar el es tudio de esta condición de las realidades sociales e históri cas. Estas no h an dejado de evolucionar entre los siglos V III y IV antes de J.G ., en relación con el paso de una sociedad aristocrática a una sociedad «isonómica», es decir, basada en la igualdad de los m iem bros de la com unidad cívica. Pero
PROLOGO A LA EDICION ESPAÑOLA
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u n a igualdad que no fue capaz de hacer que desaparecieran las desigualdades sociales, no desdeñables en absoluto al h a b lar de las «mujeres», ya que las «reinas» hom éricas o la es posa de un rico hacendado en la A tenas del siglo IV no po dían de ninguna m anera com pararse a la pobre m ujer que, para criar a sus hijos en ausencia de su m arido, prisionero de guerra, vendía cintas en el agora de A tenas. Pero tam bién, y por o tra parte, hay que tener en cuenta las represen taciones de la m ujer y el lugar que éstas ocupaban en el m u n do ideal de los griegos de la A ntigüedad, a fin de evaluar, en la m edida de lo posible, cómo dichas representaciones re flejan una realidad que sólo podem os aprehender a través de ellas. L a tarea no es fácil. E ra necesario, no obstante, in ten tar llevarla a cabo, sin olvidar por un m om ento que se guram ente no podrem os n u n ca reconstruir un pasado siem pre inasible. Febrero 1990
Primera parte C O N D IC IO N F E M E N IN A
C A P IT U L O 1
La mujer en el seno del oikos
El térm ino griego oikos tiene un significado muy rico y com plejo. Esta com plejidad no q u ed a suficientem ente plasm ada si lo traducim os como dom inio o propiedad. Porque si bien es cierto que con oikos se hace referencia en prim er lugar a la hacienda, unidad de producción fundam entalm ente agrí cola y ganadera, donde sin em bargo ocupa tam bién un lu gar im portante la artesan ía dom éstica, se utiliza adem ás, y tal vez con más frecuencia, p a ra referirse a un grupo h u m a no estructurado de m an era m ás o menos com pleja, de ex tensión m ás o m enos g rande según las épocas, y donde el lu g ar que ocupan las m ujeres se inscribe por consiguiente en función de la estru ctu ra m ism a de la sociedad cuya unidad básica está constituida por el oikos. El térm ino aparece ya en los poem as hom éricos, y sobre
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LA MUJER EN L.A GRECIA CLASICA
todo en la Odisea. L a Ilíada relata m ás que n ad a com bates, y m uy raras veces se m enciona la vida «norm al», la del tiem po de paz. En cam bio, la Odisea arra stra al lector detrás de Ulises no solam ente a ese «m undo de n inguna parte» ad o n de le conduce el odio de Poseidón, sino tam bién a la «casa» de Penélope, en Itaca, a la de H elena, tras su regreso al ho g ar en E sparta, una vez obtenido el perdón, y a la p atria de Areté, esposa de Alcínoo, a Esqueria, p a ra estar ju n to a ella y ju n to a su hija N ausicaa. A hora bien, estas m ujeres que acabo de m encionar son esposas o hijas de reyes. Es decir, el oikos es en este caso tam bién un centro de poder. C u atro siglos m ás tarde, el ateniense Jenofonte, exiliado en territorio lacedem onio tras hab er sido condenado por sus conciudadanos como traidor, acusado de h ab er com batido ju n to a los enemigos de su p atria, red acta un diálogo en el que hace h ab lar a su m aestro Sócrates y a un interlocutor; éste, poseedor de una vasta hacienda, d em o strará al filósofo que la oikonomia, el arte de ad m in istrar bien un oikos (de don de procede nuestra «econom ía»), está al alcance de cualquier hom bre sensato. En el oikos de Iscóm aco es la esposa, la d u e ña de la casa, la que controla el trabajo que se realiza en el interior de ésta, y este control, esta dirección derivan de una autoridad que es de n atu raleza «real»: la del jefe que sabe m an d ar y hacerse obedecer. Pero la esposa de Iscóm aco no es una reina, e Iscóm aco, au n q u e es rico y respetado, no deja de ser por eso uno de los 30.000 ciudadanos de A tenas en quienes recae colectivam ente la soberanía de la ciudad, una soberanía que se ejerce en las asam bleas populares, fuera del oikos. E ntre Penélope y N ausicaa por una parte, y la joven esposa de Iscóm aco po r otra, hay a la vez continuidad y ru p tura: continuidad en la función llevada a cabo en el seno de u n a unidad de producción, ru p tu ra en lo que esta función
LA MUJER EN EL SENO DEL OIKOS
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representa en el seno de u n a sociedad determ inada. P ara d ar cuenta de uria y o tra hay que ir, no hay m ás rem edio, d i rectam ente a los textos de que disponem os.
A. La mujer en la sociedad homérica
Penélope, H elena, N ausicaa, pero tam bién C litem nestra, A ndróm aca, H écuba, son en prim er lugar reinas o prince sas, las esposas de los héroes que se enfrentan en esta gue rra salvaje que d u ra diez años. ¿Q ué pueden enseñarnos acerca del lugar que ocupa la m ujer en la sociedad hom éri ca? Dejemos de lado la d isputa que enfrenta a los que creen en la historicidad de la sociedad descrita p o r el poeta y aq u e llos que la rechazan como algo fantástico. Com o se dirige a u na sociedad aristocrática, el bardo que va de «casa» en «casa» recitando las antiguas hazañas de los héroes las re crea como él y sus oyentes im aginan que se vivía en aque llos tiem pos lejanos en que A gam enón era el «rey de reyes». Pero si bien todo lo que se refiere a los héroes está teñido de valores positivos — oro en abundancia, palacios su n tu o sos, espléndidos festines— , cuando se p asa a las escenas de la vida cotidiana, cuando se en tra en la casa, aunque ésta sea bau tizad a con el nom bre de palacio, nos encontram os con una realidad concreta que tiene p ara el historiador un valor incalculable. Y esta realidad es, en p rim er lugar, la de las mujeres. E ntre éstas podem os establecer dos grupos socialm ente diferenciados: de un lado, las m ujeres o las hijas de los hé roes, del otro, las sirvientas. Sin em bargo, hay que situ ar ap arte el grupo am biguo constituido por las cautivas. Estas son generalm ente de origen real, o al m enos de sangre no
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LA MUJER EN LA GRECIA CLASICA
ble. Pero los azares de la g uerra las h an hecho caer en m a nos de los enemigos de sus esposos y de sus padres. C onver tidas en parte del botín, se ven condenadas la m ayoría de las veces a com partir el lecho de aquel al que les han caído en suerte, destinadas por ello incluso a la hum illación, salvo si están unidas a su vencedor por un sentim iento de afecto o de am or. No se m enciona p ara nad a a las m ujeres del p u e blo, como si los Tersites y otros hom bres vulgares que cons tituyen el grueso del ejército estuviesen privados de ellas. Es evidente que al poeta y a sus oyentes les traía sin cuidado. Y adem ás, dejando ap arte la cuestión de la realeza, su p a pel en el oikos y en la sociedad no era seguram ente m uy d i ferente al de las esposas de los héroes. Pero solam ente estas últim as cum plían u na triple función: eran esposas, reinas y señoras de la casa. En prim er lugar eran esposas, o futuras esposas en el caso de la joven N ausicaa, y esto nos obliga a esclarecer dos aspectos del m atrim onio: el aspecto social y el que p o d ría mos llam ar aspecto afectivo. Nos encontram os con una p rim era evidencia: en el m undo de los poem as, el m atrim o nio es ya una sólida realidad social. Sin em bargo, en una so ciedad prejurídica como la de H om ero, esta realidad tom a formas diversas que h an sido señaladas por todos aquellos que han intentado definirla. Com o observa J . P. V ernant, encontram os en ella «... prácticas m atrim oniales diversas, que pueden coexistir unas con otras porque responden a fi nalidades y objetivos m últiples, ya que el juego de intercam bios m atrim oniales obedece a reglas m uy sim ples y m uy li bres, en el m arco de un com ercio social entre grandes fam i lias nobles, en el cual el intercam bio de las m ujeres se reve la como un medio de crear vínculos de solidaridad o de de pendencia, de ad q u irir prestigio, de confirm ar un vasallaje;
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comercio en el que las m ujeres son consideradas bienes p re ciosos, com parables a los agálmata cuya im portancia en la práctica social y en las m entalidades de los griegos de la épo ca arcaica h a señalado Louis G ernet» La práctica más extendida se inscribe en el sistem a de intercam bios que los antropólogos denom inan como el de dote -p o r—dote. Es decir, que si el esposo «com pra» a su espo sa al padre de ésta, esta «com pra» no se puede reducir a u n a transacción del tipo «una m ujer por tan tas cabezas de ga nado». El padre de la joven puede escoger a su futuro yerno por otras razones que las p u ram en te m ateriales, y si bien es cierto que entre varios pretendientes escogerá a aquel que ofrezca los hedna (regalos de boda) m ás valiosos, puede sen tirse tentado tam bién de entregar a su hija sin hedna a un hom bre cuyo prestigio y honor repercutirán sobre su descen dencia. El ejemplo de u n a joven prom etida sin hedna que con m ás frecuencia se m enciona es el ofrecim iento que hace A ga m enón a Aquiles, p ara que vuelva a com batir, no solam ente de trébedes, relucientes objetos de oro, caballos, cautivas, sino tam bién de u n a de las tres hijas que le h ab ía dado Clitem nestra: «Q ue se lleve la que quiera, y sin necesidad de dotarla, a la casa de Peleo» 2. Es evidente que el carácter excepcional de Aquiles, u n i do a las circunstancias no menos excepcionales del com ba te, explica en esta ocasión la donación g ratu ita que hace A gam enón de su hija. Y aunque en un contexto diferente, es asim ism o el carácter un tan to excepcional del reino de Al cinoo, a medio cam ino entre el m undo real y el m undo b á r baro de los «relatos», el que explica a su vez que éste pueda pensar en entregar a su hija N ausicaa al héroe, despojado de todo, varado en su orilla 3. Esta anom alía se justifica tam bién a causa, por un lado, de la grandeza y la fam a de Uli-
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LA MUJER EN LA GRECIA CLASICA
ses, y por otro, de la dificultad de encontrar en el mism o lu gar un esposo digno de la hija del rey. Sin em bargo, aunque es ju sto subrayar, como lo han hecho M. I. Finley y J . P. V ern an t, que el m atrim onio no es signo de u n a com pra pu ra y sim ple y que «... se inscribe en un circuito de prestaciones entre dos familias», estas prestaciones, ofrecidas como hedna por el futuro yerno a su futuro suegro, no dejan de ser la for m a «norm al» en que se m anifiestan las prácticas m atrim o niales. Recordem os a este respecto, au n q u e en otro plano presenta un carácter un tan to peculiar sobre el que volvere mos, el ejemplo de Penélope: si Telém aco, una vez confir m ada la m uerte de U lises, en tra en posesión de su p atrim o nio, y si Penélope acepta volver a casa de su padre, es a éste a quien los pretendientes se dirigirán p ara conseguirla «... a cam bio de regalos. D espués, Penélope se casará con aquel que m ás haya ofrecido» 4. Así pues, la form a m ás extendida, au n q u e no la única, de que un noble consiga u n a m ujer es el intercam bio de p re sentes, el pago de los hedna. L a m ujer se convierte así en la esposa legítim a, álochos, la que com parte el lecho y de la que se espera que conciba hijos. H ay que señalar que tam bién aquí las prácticas m atrim oniales presentan variantes revela doras de un estado de las relaciones sociales no bien fijado todavía. En efecto, la esposa se instala casi siem pre en casa de su esposo o del pad re de éste, si vive todavía: recuérdese el ejemplo de cuando A gam enón tra ta de que Aquiles vuel va de nuevo al cam po aqueo y le propone que se lleve a la hija que prefiera «a la casa de Peleo». Igualm ente, Penélope deja la casa de su padre p ara ir a vivir con U lises a la de éste. Y lo mism o sucede con A ndróm aca, la esposa de H éc tor, que vive en el palacio de Príam o. Pero, curiosam ente, en el palacio de Príam o viven no sólo los hijos del rey con
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sus esposas, sino tam bién las hijas del rey con sus esposos. Si Ulises se hubiera casado con N ausicaa, h ab ría vivido en el palacio de Alcínoo. Pero aquí nos encontram os ante un caso un poco especial que despende de las situaciones un ta n to excepcionales m encionadas anteriorm ente. T al vez sea preciso ir un poco m ás lejos y h ab lar de unión patrilocal y unión m atrilocal, según la term inología de los etnólogos. En definitiva, está claro que, excepto en casos m uy especiales, la m ujer iba norm alm ente a vivir a la casa de su m arido o a la del p adre de éste, y era en esta cohabitación donde se cim entaba la legitim idad del m atrim onio, tan to como en el intercam bio de los hedna, de los regalos, y en la cerem onia de la boda. Esto nos lleva a h ab lar del problem a de la m onogam ia: norm alm ente, en los poem as, u n a vez m ás, es la p ráctica h a bitual. Los héroes tienen exclusivam ente u n a esposa, bien sean griegos (A gam enón, Ulises, M enelao) o troyanos (P a rís, H éctor). Pero hay casos excepcionales: el de Príam o es el más elocuente, pues si bien H écu b a es su esposa por ex celencia, las otras «esposas» del rey le han dado hijos igual m ente legítimos y no deberían considerarse como simples concubinas. Pero tal vez el ejem plo de H elena sea aú n más destacable, porque revela el carácter todavía no bien deli m itado de las prácticas m atrim oniales. H elena aparece como el p aradigm a de la m ujer ad ú ltera que ha aban d o n ad o el ho g ar de su esposo, y como tal es condenada por las otras m u jeres y por ella m ism a. Pero al mism o tiem po disfruta en la casa de Príam o de la condición de esposa legítim a de París. Es significativa a este respecto la conversación que m an tie ne con su suegro en el libro I I I de la litada: éste la tra ta como hija suya y ella le m anifiesta el respeto y el tem or de bidos a un padre. E sta doble condición es tanto m ás sor-
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préndente cuanto que H elena sigue siendo tam bién la espo sa de M enelao y aspira a volver a la casa de su esposo. Pero nos encontram os ante otro caso límite; norm alm en te el hom bre tiene sólo u n a esposa, aunque com parta el le cho de otras m ujeres. A hora bien, la m ujer que, como H e lena o C litem nestra, traiciona a su esposo legítimo es con denada. El adulterio de la m ujer no se perdona, pues es ne cesario preservar la legitim idad de los hijos. Pero nos encon tram os ante un caso de costum bre m ás que de jurisdicción, a diferencia de lo que será el derecho griego posterior 5. L a noción de legitim idad es m uy im precisa todavía. Y si por una p arte se condena el adulterio de la m ujer, el del hom bre, por el contrario, ni siquiera se tiene en cuenta. Se con sidera com pletam ente n atu ral que el hom bre tenga concu binas, sirvientas o cautivas, que viven en su casa y cuyos hi jos se integran en el oikos, a veces sin diferenciarse apenas de los hijos legítimos. Es el caso, p o r ejem plo, de M egapentes, el hijo que M enelao tuvo con u n a concubina esclava, y al que éste casa con la hija de un noble espartano. Es más que verosímil que M egapentes llegue a ser el heredero de su p adre, ya que, según precisa el poeta, M enelao sólo había tenido una hija con H elena y «... los dioses ya no concede rían a H elena la esperanza de tener descendencia después de h ab er traído al m undo a u n a en can tad o ra hija tan h er m osa como A frodita con sus joyas de oro» 6. E sta hija, H er mione, había dejado la casa de su p ad re p a ra convertirse en la esposa del hijo de A quiles, Neoptólem o. Si bien la cuasilegitim idad de M egapentes podía explicarse por la ausencia de un heredero varón, no sucede lo mismo con el personaje por el que Ulises se hace p asar a su regreso a Itaca: el hijo ile gítim o de un noble cretense que tenía num erosos hijos con su esposa. «Y sin em bargo, me colocaba en el mism o rango
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que los descendientes puros de su raza», dice el pseudocretense, que cuenta cómo, u n a vez m uerto su padre, fue des pojado por sus herm anastros, que sólo le dejaron u n a casa 1. Estos dos ejemplos son una m uestra de la n atu raleza aún m al definida del m atrim onio como institución social. Pero esta com probación no debe hacernos p en sar que en aquella sociedad la m ujer era sólo objeto de intercam bio o señal de prestigio. L a riqueza de los poem as nos perm ite calib rar el lugar que ocupaba lo que podem os llam ar, a falta de otra expresión, el afecto en las relaciones entre esposos. P odría mos m ostrar m ultitud de citas en las que los héroes dem ues tran su deseo de ver de nuevo su hogar y volver ju n to a su esposa. Ulises m anifiesta en el canto II de la Ilíada: «C ual quiera que lleve un solo mes separado de su m ujer se im p a cienta al verse retenido en su nave de sólida arm azón por las borrascas invernales y el m ar alborotado» 8, a lo que res ponde Aquiles en el canto IX con esta queja: «¿Acaso los átridas son los únicos m ortales que am an a sus esposas? C ualquier hom bre bueno y sensato am a y protege a la suya. Y yo am aba de todo corazón a la m ía, au n q u e era u n a cau tiva» 9. Pero la pareja m odelo de la Ilíada es sin d u d a la for m ada por H éctor y A ndróm aca, y au n q u e el poeta se com place en destacar la debilidad de A ndróm aca frente a la m ag nanim idad y el valor de H éctor, el am or que el héroe siente por su esposa se trasluce sin em bargo cuando éste piensa en lo que le sucederá a aquélla si T roya cae en m anos de los enemigos: «M e preocupa menos el futuro dolor de los troyanos, de la m ism a H écuba, del rey Príam o o de muchos de mis valientes herm anos que caerán en el polvo derribados por nuestros enemigos, que el tuyo, cuando algún aqueo de coraza de bronce se te lleve llorosa, privándote de liber ta d » 10. A la pareja H éctor-A ndróm aca corresponde la de
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LA MUJER EN LA GRECIA CLASICA
Príam o-H écuba. Las infidelidades de Príam o, el hecho de m antener en su casa a las concubinas y a sus hijos, no le im piden pedir consejo a su anciana esposa cuando hay que to m ar la decisión de ir a reclam ar a A quiles el cadáver de H éc tor; consejo que sin em bargo no sigue. Pero donde la realidad del am or entre esposos se destaca con m ás fuerza es sin d u d a en la Odisea y en la persona de Penélope. No es que Ulises sea un esposo modelo: ha goza do evidentem ente de los encantos de Galipso, antes de que, como dice con gracia el poeta, «... sus deseos dejaran de ser correspondidos» n . Pero desde ese m om ento quiere volver a su casa y ver de nuevo a la esposa por quien, le reprocha la ninfa, «... suspira sin cesar día tras día» 12. Y cuando está a punto de ab an d o n ar la isla de los feacios, m anifiesta la es peranza, como esposo modelo que es, de en co n trar a su re greso «... sanos y salvos a mi virtuosa m ujer y a todos los seres que quiero». Al mism o tiem po hace votos p a ra que sus huéspedes puedan «... hacer felices a sus esposas y a sus hi jos» 13. Pero es sin d u d a en la escena del reencuentro de los esposos donde se expresa con m ás fuerza la realidad de los sentim ientos que unen a Ulises y Penélope. Es evidente que el poeta ha querido m o strar aq u í la intensidad de un senti m iento justificado por la historia de Penélope y de sus in n u m erables artim añas p ara escapar de sus pretendientes. Así pues, las esposas de los héroes de los poem as no eran sólo el signo tangible de una alianza entre dos familias. Po d ían ser tam bién objeto de deseo: no hay m ás que recordar la escena de seducción de H era, quien, a pesar de ser una diosa, no prescinde de utilizar todos sus encantos p ara se d ucir a Zeus; pensem os tam bién en el reencuentro de Ulises y Penélope al final de la Odisea, y en la intervención de A te nea p ara prolongar la noche de am or entre los dos esposos.
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Las m ujeres disfrutaban del cariño de sus esposos, y cuando éstos poseían el poder real ellas p articip ab an en cierto modo de esta realeza. Y aquí nos encontram os con un problem a com plicado. C om plicado en prim er lugar porque la realeza «hom érica» es difícil de establecer, y porque surge de nuevo la cuestión de la dim ensión histórica de los poem as 14. ¿Son los «reyes» de la Ilíada y de la Odisea los descendientes de los soberanos micénicos cuyo poder se nos ha revelado gracias a la arqueo logía y a la lectura de las tablillas encontradas en las ruinas de los palacios, o son más bien «reyezuelos», cuya au to ri dad apenas sobrepasa los lím ites de sus oikos, y están obli gados a escuchar los consejos de sus iguales desde los oscu ros orígenes de la ciudad? El libro de M . I. Finley, hoy ya clásico, h a aportado a esta últim a tesis argum entos convin centes y ap o y atu ra histórica y a él se h an adherido num ero sos investigadores, au n cuando algunos siguen siendo reti centes. Pero aunque los reyes de la Ilíada y de la Odisea, a pesar de la riqueza que poseen, según el poeta, sean ante todo guerreros, dueños de un vasto oikos, no dejan por ello de poseer, respecto a la gran m asa de los dem ás guerreros, e incluso de algunos héroes, un poder de n aturaleza esen cialm ente religiosa sim bolizado por el cetro. A hora bien, p a rece claro que la esposa legítim a p articip ab a en cierta me d id a de este poder. Pondrem os como ejemplo a cuatro de ellas: H écuba en la Ilíada , H elena, A reté y por supuesto Penélope, en la Odisea. Em pecem os por H écuba: en el canto V I, cuando los aqueos pasan al ataq u e y am enazan con d erro tar a las fuer zas troyanas, H eleno, uno de los hijos de Príam o, que es tam bién adivino, sugiere a su herm ano H éctor que interceda ante su m adre: «E ncam ínate a la ciudad y di a n u estra ma-
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dre que convoque a las venerables ancianas en el tem plo con sagrado a A tenea, la de los ojos de lechuza, en la Acrópolis; que ab ra con las llaves las puertas del recinto sagrado; y des pués, tom ando el velo que más herm oso le parezca, el más grande y el que ella aprecie m ás de cuantos haya en el p a lacio, lo ponga sobre las rodillas de A tenea, de herm osos ca bellos. Y que al mismo tiem po le hag a voto de inm olar en el tem plo doce novillas de un año, desconocedoras aú n del aguijón, si se digna apiad arse de n uestra ciudad y de las es posas y tiernos hijos de los troyanos» 15. Por consiguiente H écuba, al ser la esposa del rey, tiene poder p ara convocar a las m ujeres de T roya, y ella será quien ofrezca a la diosa un sacrificio para pedir la protección de la ciudad, de las m u jeres y de los niños. Nos encontram os, pues, no sólo ante la m ujer del rey, sino an te la m ism a reina. Com o reina ta m bién se presenta H elena en la Odisea, en el canto IV , cuando recibe a Telém aco, que h a venido a pedir a M enelao n oti cias acerca de su padre. H elena ha vuelto de nuevo a vivir con su esposo y h a recuperado todos sus derechos. Su e n tra da en la sala del banquete donde M enelao hace los honores a sus huéspedes es desde luego la de u n a reina, tanto por su porte m ajestuoso como p o r los lujosos objetos que la rodean, objetos, preciso es decirlo, regalados por la m ujer del p rín cipe que reinaba en T ebas de Egipto, en el m arco de un in tercam bio de regalos en el que se sitú a la doble correspon dencia M enelao/Pólibo, H elena/A lcandra. H elena no d u d a en tom ar la palabra, lo que es aú n m ás extraordinario, y es ella la que reconoce a Telém aco como hijo de Ulises. A pe sar de presentarse con objetos propios de una m u je r— la rue ca, el cestillo de lana— , se le perm ite o cupar asiento entre los hom bres, como corresponde a u n a reina. R eina tam bién es A reté, la esposa de Alcínoo. Se ha se
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ñalado con frecuencia el hecho de que N ausicaa aconseja a Ulises que se dirija en prim er lugar a su m adre, como si de ésta dependiera la acogida que p u ed an hacerle. Areté, lo mismo que H elena, está sen tad a en la gran sala del palacio, donde se hallan los jefes de los feacios, ju n to al trono de su esposo. P articipa con los hom bres en el banquete, como lo hacía H elena en Lacedem onia. Pero de todas las reinas m encionadas, Penélope es sin d u d a la m ás difícil de definir. La am bigüedad de su caso está relacionada evidentem ente con el hecho de que en I ta ca se desconoce el destino de Ulises y de que no se ha fijado todavía la situación de Telém aco. Si fuera cierta la m uerte de Ulises, si hubieran traído su cadáver a la isla p ara darle una sepultura digna, la situación hab ría sido m ás clara. Pe nélope h ab ría vuelto a la casa de su padre, que le h ab ría b u s cado un nuevo esposo, a m enos que Telém aco, convertido ya en adulto, se hubiera encargado él mism o de encontrarle un nuevo hogar a su m adre. Pero esta am bigüedad no ex plica por sí sola la actitu d de los pretendientes. Si éstos ase d ian a Penélope p a ra que escoja entre ellos un esposo, es p o r que éste se convertiría, por el hecho de com partir el lecho de la reina, en el señor de Itaca, de la m ism a m anera que Egisto, tras el asesinato de A gam enón, llegó a serlo de Micenas, después de casarse con C litem nestra. L a reina — y el poeta no d u d a en em plear este térm ino— dispone de u n a p a r te del poder que diferencia al rey de los dem ás nobles, y pue de por ello transm itirlo. Este poder, como ya se ha m encio nado, es de naturaleza religiosa. Pero tam bién, sobre todo en la Odisea, es un poder que capacita p a ra gob ern ar bien. Pero el gobierno de la m ujer consiste en velar por los bienes que constituyen el oikos. Así se lo dice Ulises a Penélope des pués de su reencuentro, cuando establece los papeles respec-
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tivos del esposo y de la esposa: «A hora que nos hem os en contrado de nuevo en nuestro am ado lecho, deberás cuidar los bienes que tengo en el palacio, y como los infames pre tendientes han diezm ado nuestros rebaños m e ap o d eraré de un gran núm ero de corderos, y los aqueos me d arán otros m uchos, los suficientes p a ra llenar de nuevo los establos» 16. El tercer aspecto en el que se nos m u estran las esposas de los héroes en los poem as es el de señora de la casa. A ca bam os de ver cómo Ulises, que está dispuesto a em prender nuevas aventuras p a ra reconstituir su patrim onio, dilap id a do por los pretendientes, confiaba a Penélope el cuidado de la casa. Los poem as nos p resentan en varias ocasiones a las m ujeres dedicadas al cum plim iento de las tareas dom ésti cas. A H elena de T roya, por ejemplo, tejiendo «una gran tela de p ú rp u ra en la que dibuja los trabajos de los troyanos dom adores de caballos y de los aqueos de corazas de bro n ce» 17. A A ndróm aca, a quien su esposo aconseja: «Vuelve a casa, ocúpate en tus labores, el b astidor y la rueca, y or d ena a las esclavas que se apliquen al trabajo» 18. H ilar la lana, tejer telas, dirigir el trabajo de las esclavas, se consi dera lo más im portante de la actividad dom éstica de la m u jer. T am bién se ocupa de recibir a los visitantes extranjeros y de hacer que se sientan bien instalados. Así por ejemplo, cuando Telém aco llega a Lacedem onia, H elena «... m andó a las esclavas que pusieran lechos bajo el pórtico cubiertos con herm osas m antas, que extendiesen tapices por encim a y que dejasen sobre éstos vestidos de lana m uy tupidos» 19. C asi la m ism a fórm ula se repite cuando A reté recibe a U li ses en Esqueria. Pero este episodio ocurrido en la isla de los feacios añade un m atiz nuevo a la descripción de las activi dades dom ésticas de la señora de la casa: en este caso es la hija del rey quien atiende, ay u d ad a por sus esclavas, al la
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vado de la ropa de toda la casa. Finalm ente, o tra de las ta reas de la señora de la casa es b a ñ a r a su huésped o hués pedes; así lo hace Policasta, la hija de N éstor, con T elém a co: «C uando lo hubo b añ ad o y ungido con aceite, lo cubrió con u n a túnica y un herm oso y vaporoso m anto» 20. T a m bién A reté le p rep ara un baño a Ulises cuando éste ab an dona la isla de los feacios. Y la escena se repite cada vez que un huésped extranjero llega a la casa de un héroe. Pero la señora de la casa por excelencia es Penélope, quien a lo largo de todo el poem a representa a la perfección este papel. G u ard ian a del hogar y de la casa de Ulises, se niega a entregar a los pretendientes lo que su esposo le h a confiado. Com o H elena y como A reté, p asa los días hilando la lana, tejiendo ricas telas. Y ya sabem os cómo, utilizando la m ism a metis, la astucia de su esposo, se sirve de esta ac tividad específicam ente fem enina p ara engañar a los p reten dientes, deshaciendo por la noche el trabajo realizado d u ran te el día. T am bién es ella la encargada de recibir a los huéspedes ilustres, de prepararles un baño y un lecho p ara la noche. Pero por encim a de todo es la que protege el te soro form ado por todos los bienes del oikos. Y cuando, can sada de tanto luchar, se decide a proponer a los p retendien tes un agón, una contienda, tras la cual el vencedor se con vertirá en su esposo, «... subió la alta escalera de la casa, tom ó en su m ano la pesada llave bien curvada, bien term i n ada, de bronce, con el m ango de marfil. D espués se fue con sus doncellas a la habitación m ás retirad a de la casa, donde se g u ard ab an los tesoros del rey: bronce y hierro bien la b ra do, así como el flexible arco y el carcaj que contenía num e rosas y agudas flechas... Así pues, cuando la noble m ujer lle gó al aposento y puso el pie en el um bral de encina que en otro tiem po el artesano h ab ía pulido con gran habilidad y
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conform ado con un nivel, ajustando después en él los m on tantes en los que encajó una espléndida puerta, se apresuró a desatar la correa del anillo, m etió la llave y corrió los ce rrojos con una m ano firme y segura: la puerta, como un po tente toro en la prad era, m ugió bajo la presión de la llave y se abrió inm ediatam ente. Penélope subió a la tarim a eleva da donde estaban alineadas las arcas, llenas de perfum ados vestidos. D espués, alargando la m ano, descolgó de un clavo el arco, con la espléndida funda que lo envolvía» 21. A dem ás de ser la g u ard ian a de la casa, Penélope es ta m bién la señora de las sirvientas y los sirvientes. L a relación con las prim eras es evidente, pues son la com pañía hab itu al de la señora de la casa. Pero adem ás parece claro que, d u rante la ausencia de U lises, Penélope debía atend er tam bién la adm inistración de sus posesiones. Al menos eso parece desprenderse de la reflexión que hace Eum eo el porquero, cuando se queja a Ulises, a quien no ha reconocido todavía, de que Penélope, m uy a su pesar, no se interesa por sus sir vientes: «Sin em bargo los sirvientes tienen u n a necesidad m uy grande de h ab lar con su dueña, de preguntarle sobre m uchas cosas, de com er y beber en su casa, y de llevarse des pués al cam po alguno de aquellos regalos que les alegran el corazon» 22 . Si por un lado nos encontram os en los poem as con esta im agen rica y com pleja de las esposas de héroes, m ujeres ex cepcionales por razones diversas como son A ndróm aca y Clitem nestra, Penélope y A reté, e incluso H elena, que une a su belleza el conocim iento de las prácticas de m agia, por el con trario no se nos dice m ucho de la gran can tid ad de sirvien tas. Estas aparecen casi siem pre de u n a m an era anónim a a la som bra de la dueña de la casa, p rep aran d o la lana o lle vando la rueca, trayendo el agua p ara las abluciones de los
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huespedes, a las que ellas atendían como se nos describe en la escena que se desarrolla al comienzo del canto IV , cu an do Telémaco y sus com pañeros llegan a Lacedem onia: «Se dirigieron a unas bañeras m uy pulidas p ara bañarse, y una vez que las sirvientas les b añ aro n y ungieron con aceite, les vistieron con túnicas y m antos de lana; después fueron a sen tarse ju n to al atrid a M enelao. O tra sirvienta les trajo agua manos en un magnífico aguam anil de oro, y lo vertió en una fuente de p lata, y colocó ante ellos u n a mesa pulim entada. Kntonces, la respetable despensera les trajo el pan y se lo ofreció; después les sirvió num erosos m anjares, ofreciéndo les los que tenía guardados» 23. De categoría superior a las sirvientas, la «respetable des pensera» aparece en efecto como un personaje esencial. La encontram os de nuevo en el palacio de Alcínoo, tam bién en la m ansión de Circe, y por supuesto en Itaca, en la casa de Ulises. Pero en tanto que las dem ás sirvientas parecen dedi carse sobre todo, ap arte de tejer las telas, a actividades ex clusivam ente dom ésticas — p rep arar los lechos, disponer el baño p ara los huéspedes y hacerles las abluciones— , la des pensera, que tiene a su cargo la provisión de víveres, parece ocuparse con preferencia de las actividades culinarias y de servir la mesa. O tra de las sirvientas que desem peña un papel im por tante es la nodriza. Y esta im p o rtan cia se pone de m anifies to en la posición que ocupa Euriclea en la Odisea. En prim er lugar hay que señalar que sale del anonim ato, pues es lla m ada con el nom bre de su pad re y de su abuelo. Y adem ás p articipa directam ente en la acción. Sus funciones son las m ism as que las de u n a despensera, d estinada a g u ard ar el tesoro. Pero fue la nodriza de Telém aco, y antes la de U li ses, ya que L aertes la com pró «por un precio de veinte bue
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yes». El poeta añade que el padre de Ulises la ho n rab a «igual que a su noble esposa», aunque ja m ás com partió su lecho. Ella fue la prim era que reconoció a Ulises, y m antuvo con él el secreto de este reconocim iento. D espués de la m atanza de los pretendientes, ella es quien dice a Ulises cuáles son las sirvientas que han traicionado a su señor, y aprovecha la ocasión p a ra recordar cuál fue su papel en la casa: ense ñ ar a las sirvientas a trab ajar, a card ar la lana, a cum plir con paciencia las obligaciones de la servidum bre, un papel que despertaba en estas últim as un respeto p o r la despense ra com parable al que debían sentir p o r la señora de la casa. En el poem a aparece o tra nodriza, Eurínom e, la nodriza de Penélope, que parece desem peñar tam bién las funciones de despensera, así como la de ser confidente de Penélope. ¿C om partían Euriclea y Eurínom e las atribuciones? Es difí cil asegurarlo. Pero tan to una como o tra parecen estar muy por encim a de las cincuenta sirvientas de la casa de Ulises. Sin em bargo, no todas estas sirvientas perm anecen en el anonim ato. U n a de ellas, M elanto, llega a intervenir en la acción como instrum ento ciego de los pretendientes, y sufri rá con once de sus com pañeras la m ism a suerte funesta que aquéllos. Este últim o episodio es un ejem plo claro de la fun ción que las sirvientas podían desem peñar en la casa: desti n adas a los trabajos dom ésticos, tam bién podían ser llam a das p a ra com partir el lecho del señor o de sus huéspedes; lo que explica el castigo infligido por Ulises a las que habían hecho causa com ún con los pretendientes. Q ueda por tra ta r un últim o problem a, el de la situación ju ríd ica de estas sirvientas. M uchas de ellas eran sin d u d a cautivas, conquistadas en las guerras o rap tad as. Pero no hay que olvidar que las m ujeres figuraban entre los regalos que los nobles se hacían entre sí: A gam enón, por ejemplo,
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iiliccc a Aquiles «siete m ujeres hábiles p a ra todo tipo de tra bajos», capturadas en Lesbos. Sin em bargo, al menos en la Odisea, encontram os tam bién, ju n to a m ujeres que form an parte del botín o de los regalos intercam biados, a m ujeres com pradas: Euriclea m ism a, sin ir m ás lejos, com prada por Laertes por el precio de veinte bueyes. ¿Tal vez fue cap tu rada previam ente por piratas que se dedicaban a este co mercio? No podem os saberlo; pero la existencia de este co mercio es revelada en el célebre relato del porquero Eum eo, el cual cuenta cómo fue entregado a unos m arinos fenicios por una sirvienta de su padre, una fenicia de Sidón que h a bía sido ra p ta d a por los tafios y vendida por ellos a buen p re cio al padre de Eum eo. A unque no pueda hablarse todavía de comercio de esclavos, vemos que h abía ya otros medios, adem ás de la guerra o el pillaje, p ara conseguir m ujeres, y no es raro encontrar fenicios y hab itan tes de las islas entre los que practican este comercio. Los poem as hom éricos nos ofrecen, por consiguiente, una im agen bastante clara de la condición de la m ujer griega a comienzos del prim er milenio. Señora del oikos, esposa y «rei na», m a n d ab a a las sirvientas y com partía con su esposo el cuidado de velar por la salvaguardia de sus bienes. Pero sus funciones estaban perfectam ente delim itadas, y aunque po día asistir a los banquetes, casi siem pre perm anecía en su aposento, rodeada de sus sirvientas, hilando y tejiendo. Y si estas «reinas», veneradas sin em bargo, se atrevían a hacer oír su voz o a quejarse de su suerte, eran enviadas de nuevo con toda rapidez a sus actividades norm ales. H éctor, por ejemplo, cuando se dirige a A ndróm aca y le aconseja que vuelva a casa; o Telém aco, que afirm a su naciente virilidad diciendo a su m adre: «Ve a tu aposento, ocúpate en las ta reas propias de tu sexo, el telar y la rueca, y ordena a las
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sirvientas que se apliquen a su trabajo; la p alab ra es asunto de los hom bres, sobre todo la m ía, porque yo soy el señor en la casa». Y si el poeta señala que Penélope se quedó es tupefacta al oír estas p alab ras es porque éstas fueron dichas por su hijo, a quien ella veía todavía como un niño. Si h u bieran sido pronunciadas por Ulises, no se h ab ría sor prendido en absoluto.
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La mujer en el Económico de Jenofonte
A prim era vista puede parecer arb itrario ignorar cuatro si glos que se sitúan entre los m ás ricos de la historia de la h u m anidad y en los que tuvo lugar el apogeo de la civilización griega. Pero si bien, como veremos m ás adelante, el n aci m iento de la ciudad otorgó a la m ujer un lugar y una fun ción específicos en la sociedad griega, es evidente sin em b ar go la perm anencia de algunas estructuras vinculadas a la fa m ilia y al oikos. Y ningún texto es tan significativo como el Económico de Jenofonte p ara m ostrarnos esta perm anencia. El Económico está escrito en form a de diálogo cuyo in ter locutor principal es el filósofo Sócrates, que vivió en A tenas en la segunda m itad del siglo V. En él asistim os a u n a con versación m antenida p o r éste con un rico ateniense, C rito bulo, interesado en ad q u irir inform ación sobre la m ejor for m a de ad m in istrar su patrim onio, su oikos. Com o Sócrates es pobre, la única m anera que tiene de aportarle alguna luz a C ritóbulo sobre la oikonomia es ponerle como ejemplo a un rico propietario, Iscóm aco, con el cual ha tenido ocasión de conversar no hace m ucho. Es en este segundo diálogo (den tro del diálogo) donde Iscóm aco, al h ab lar con Sócrates de la buena gestión del oikos, se refiere al papel reservado a su
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esposa. A la p regunta de Sócrates sobre si se q u ed ab a ence rrado en casa p a ra ad m in istrar sus bienes, Iscóm aco le res ponde: «Yo nunca me quedo en casa, porque mi m ujer es muy capaz de dirigir sin ayuda de nadie los asuntos dom és ticos» (V II,3). A hora bien, su m ujer no conocía esta «cien cia» cuando Iscóm aco la recibió de m anos de su padre. «To davía no había cum plido quince años, y hasta ese m om ento había vivido bajo u na estricta vigilancia; debía ver y oír el m enor núm ero de cosas posible, hacer m uy pocas p regun tas. ¿No es m aravilloso que al venir a mi casa haya sabido hacer un m anto con la lana que le d ab an , y que haya sabi do distrib uir a cada sirvienta la tarea de h ilan d era que le co rrespondía?» (VI 1,5-6). A priori no encontram os aq u í nad a diferente entre la m ujer de Iscóm aco y las reinas de la epo peya. Com o Penélope, ha dejado la casa de su p ad re p ara ir a la de su esposo. Y la tarea m ás im p o rtan te que ten d rá que hacer en ésta será la de h ilar y tejer, rodeada de sus sir vientas. Pero Iscóm aco cree que debe hacer de ella tam bién una buena adm in istrad o ra de sus bienes. El m atrim onio, en efecto, ya no se inscribe en el siglo V d entro de la práctica del intercam bio de regalos 24. E n un m undo en el que las rea lidades económ icas h an adquirido un sentido nuevo, los mo tivos de la alianza h an cam biado. Pero sigue siendo una alianza entre dos familias. «N inguno de los dos, ni tú ni yo — dice Iscóm aco a su joven esposa— , estábam os im pacien tes por encontrar a alguien con quien dorm ir. Pero después de h ab er reflexionado, yo por mi cuenta y tus padres por la tuya, sobre cuál sería la m ejor com pañía que podríam os to m ar p ara form ar un hogar y tener unos hijos, yo por mi p a r te te he escogido a ti y tus padres, a lo que parece, me han escogido a m í entre los partidos posibles» (V II, 11). El ob je to de esta alianza debe ser «esforzarse por m antener el pa-
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trim onio en el m ejor estado posible y aum en tarlo tan to como se p u ed a por medios honorables y legítimos» (V II, 15). En prim er lugar, pues, es im portante procrear p a ra tener here deros a quienes transm itirles la propiedad, al tiem po que se asegura el am paro p a ra la vejez; a continuación hay que re p a rtir las tareas en función de la «naturaleza» que los dioses han otorgado al hom bre y a la m ujer. P ara el hom bre los tra bajos externos: « lab rar el barbecho, sem brar, p lan tar, llevar el ganado a pastar». P ara la m ujer, los trabajos de dentro: «Los recién nacidos deben ser criados bajo techo, tam bién así debe ser p rep arad a la h arin a proporcionada por los ce reales, e igualm ente a cubierto deben confeccionarse con la lana los vestidos» (V II,20-21). Volverem os a hab lar, en la segunda parte del libro, de los fundam entos «naturales» de este rep arto de tareas tal como los define Jenofonte. Pero se aprecia ya claram ente que las justificaciones ideológicas en m ascaran aquí u na realidad que refleja algo que sigue sien do perm anente: la m ujer en la A tenas de Jenofonte, como en los «reinos» de la epopeya, está consagrada en p rim er lu g ar al trabajo doméstico. A hora bien, en esta actividad dom éstica la señora de la casa tiene un cierto poder, ya que debe dirigir el trabajo de las sirvientas y de algunos sirvientes. Y lo que diferencia a la buena am a de casa de la m ala, a la que está d o tad a de cualidades «reales» de la que no lo está, es la m an era de u ti lizar este poder. No es u n a casualidad que Jenofonte, por boca de Iscóm aco, com pare la función de la m ujer en el oi kos con la de la reina de las abejas. C om o ésta, el am a de casa debe «... quedarse en casa, hacer que todos los sirvien tes que tengan que tra b a ja r fuera salgan ju n to s, ... vigilar a los que lo hagan dentro de la casa, recibir lo que le traigan, d istribuir lo que haya que gastar, p en sar de an tem ano en lo
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que hay que econom izar, y cuidar de que no se gaste en un mes lo que está previsto g astar en un año» (V II,35-36). Así pues, el ejercicio de este poder consiste en p rim er lu gar en saber m andar, y después en saber dirigir la casa. U n buen jefe es ante todo aquel que sabe sacar el m áxim o p ro vecho de sus subordinados 25. Por lo tan to la señora de la casa, para ser un buen jefe, deberá saber escoger a aquellos y aquellas que dependen de ella y aprovechar al m áxim o sus cualidades: «... si coges u n a esclava que no sabe tra b a ja r la lan a y tú le enseñas, doblando de esta form a el valor que tie ne p ara ti, si coges una incapaz p ara ser despensera y buena sirvienta y tú consigues h acerla capaz, fiel, que sirva bien y que tom e p ara ti un valor inestim able; si puedes recom pen sar a tus esclavos cuando se com portan bien y son útiles en la casa, puedes castigarlos cuando ves que son malos...» (V II,41). L a elección de la despensera es p articu larm en te im portante: «P ara escoger a la despensera hem os buscado cuidadosam ente la sirvienta que nos parecía la m enos incli n ad a a la glotonería, a beber y a dorm ir, la m enos predis puesta a buscar a los hom bres, adem ás la que, a nuestro en tender, tenía la m ejor m em oria, la m ás capaz de evitar que la castiguem os por alguna negligencia y de buscar, por el contrario, que la recom pensem os por sus buenos servicios... Al mismo tiem po que la form am os, le inculcam os el deseo de contribuir al enriquecim iento de n u estra casa, poniéndo la al corriente de nuestros asuntos y haciéndola particip ar en nuestros logros» (IX , 11). Pero p ara que este poder que la señora de la casa posee p u ed a ejercerse con eficacia, di rectam ente o por m ediación de la despensera, es preciso que en la casa reine un orden com parable al que debe reinar en el cam po de batalla o en el interior de un barco: «Si quieres saber la m ejor m anera de gobernar n uestra casa, encontrar
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fácilm ente en ella todo cuanto necesites en el m om ento p re ciso, y com placerm e dándom e lo que pido, escojamos cuida dosam ente el lugar conveniente p a ra cad a objeto y, después de haberlo puesto en él, enseñem os a la sirvienta a cogerlo y a volver a colocarlo en su sitio. De esta m anera podrem os saber lo que está a n uestra disposición, en buen estado o no...» ( V I I I ,10). Iscóm aco recuerda entonces cómo le ha ido enseñando a su m ujer todas las habitaciones de la casa y el uso reservado a cada u n a de ellas. Así, por ejemplo, como en las obras de H om ero, en el thálamos se g u ard an los bie nes más preciosos; hay piezas previstas p ara alm acenar el grano y el vino, p a ra colocar la vajilla de uso diario y la de los días de fiesta, m ás valiosa. La d u eñ a de la casa vigilará cuidadosam ente cada una de estas dependencias, y tendrá en el gobierno de la casa la au to rid ad de u n a reina, aunque esta realeza ejercida sobre esclavos y sirvientas no pueda com pararse a la que ejerce un jefe o un rey sobre hom bres libres. Así pues, la distancia entre la m ujer de Iscóm aco y Pe nélope se nos m uestra escasa, como si cuatro siglos no h u bieran m odificado en absoluto la condición de la m ujer, así como tam poco la de las sirvientas sobre las que ejercía su autoridad. Com o Penélope, la m u jer de Iscóm aco ha sido ca sada por sus padres con un hom bre elegido por ellos. T a m bién como Penélope, p asa los días hilando y tejiendo rodea da de sus sirvientas. Y finalm ente es ella, como Penélope, la que tiene la llave de la habitación donde se g u ard an los ob jetos preciosos y la que ordena a las sirvientas y sirvientes la tarea que tienen que llevar a cabo cada día. Pero la sem ejanza no va m ás allá. Iscóm aco no es un hé roe de la epopeya, sino un ciudadano ateniense. Es posible que una cam paña m ilitar le obligue a ab an d o n a r el Atica.
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Pero si vive «fuera», es casi siem pre p a ra intervenir en las conversaciones del ágora o estar en la Pnyx donde se deciden los asuntos de la ciudad. A penas da detalles de su vida p er sonal. No hay que olvidar que a los ojos de Sócrates es el kalós k ’agathós por excelencia, el hom bre de bien que vive se gún los modelos de otro tiem po, a diferencia del p rim er in terlocutor del filósofo, C ritóbulo, que dilapida su fortuna lle vando una vida m undan a. Conocem os gracias a otras fuen tes contem poráneas en qué consistía esta vida m undana: d ar banquetes, m antener cortesanas. Las esposas legítim as no p articip ab an en esta vida. U n a m ujer respetable no asistía a un banquete, au nque éste se celebrará en su pro p ia casa. Bajo ningún concepto podía hacer uso de la p alab ra en p ú blico, como lo hacían las protagonistas de H om ero. L a ciu dad, ese «club de hom bres», las h abía encerrado definitiva m ente en el gineceo.
Centauro llevándose por la fuerza a una mujer. En los relatos homéricos no es extraño encontrarse con mujeres raptadas o hechas cautivas en el transcurso de alguna guerra. Museo de Olimpia.
L a
m u j e r
en
e l
2.
Vasija decorada con el tema de las bodas de Peleo y Tetis, padres de Aquiles. Museo Británico, Londres.
3.
Lebes gamikós o brasero nupcial. Los griegos acostumbraban a regalar este tipo de vasos a la novia. Museo Nacional de Copenhague.
s e n o
d e l
o ikos
4. U n a pareja de d io s e s , p r o b a b lem en te D io n is o s y P e r sé fo n e , en actitu d ca riñ o sa . El a fe c to o c u p a b a un lugar im portante en las r e la c io n e s entre lo s e sp o s o s. M u se o d el L o u v re, París.
5.
Atenea Pártenos, según una copia romana en miniatura del original de Fidias. Protectora de la ciudad de Atenas, era, junto con Artemis y Hestia, una de las diosas vírgenes (Parthenoi) Museo Arqueológico de Atenas.
6. E sc e n a d o m é stic a . La e sp o s a , en c a lid a d de señ o ra d el o iko s, org a n iza b a e l trabajo d e las sirvien tas. U n iv e r sid a d de C atan ia.
7. Matrona ateniense. De entre las sirvientas, Homero destaca a las nodrizas, en consonancia con la primacía de la función reproductiva de la que participan. Museo del Estado, Berlín.
8. M u jeres tejien d o . La fa b r ica c ió n de te la s c o n stitu ía u n o d e lo s p rin cip a les q u eh a ce r es de las m u jeres g r ie g a s. M u se o M etr o p o lita n o d e N u e v a York.
9. E sc e n a s d e gi n e c eo . L as m u jeres pasab an la m a y o r parte d e l tiem p o r ec lu id a s en él. M u se o B ritán ico, L ond res.
C A P IT U L O 2
La mujer en la ciudad
L a ciudad griega se constituyó como una form a prim itiva de Estado aproxim adam ente a comienzos del siglo V III. Pero ten d rán que tran scu rrir dos siglos antes de que se creen las instituciones que den al m undo de las ciudades sus rasgos específicos, dos siglos caracterizados significativam ente por tres tipos de hechos entre los que no siem pre es fácil esta blecer relaciones inm ediatas. El prim ero está vinculado a la expansión territorial del m undo griego, lo que llam am os h a bitualm ente la colonización. El segundo deriva del desarro llo de la producción y de los intercam bios, que se refleja en la profusión de objetos de fabricación griega en todo el con torno del m undo m editerráneo. F inalm ente, el tercero se m a nifiesta en form a de u n a grave crisis social, relacionada ge neralm ente con el problem a del desigual reparto del suelo y
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que d a paso, d u ran te un tiem po más o menos largo, a regí menes autoritarios: las tiranías. Al final de este período, y al tiem po que desaparecen los últim os tiranos, se establece un cierto equilibrio que se plasm a, tras la crisis de las gue rras m édicas, en la hegem onía que ejerce A tenas d u ran te m ás de un siglo sobre el m undo egeo. Sin em bargo, esta hegem onía puede falsear el análisis del historiador. Porque si bien la dem ocracia ateniense repre senta el resultado y la form a m ás acab ad a del desarrollo de la ciudad griega, está lejos de ser su única m anifestación, ni siquiera el ejem plo modelo, al menos hasta el siglo IV . R ea lizar el estudio de la condición de la m ujer en la ciudad guiándonos sólo por el ejem plo ateniense, como tan tas veces se ha intentado hacer, d ad a la ab u n d an cia de las fuentes, se ría apartarnos de la realidad. C iertam ente existen constan tes y rasgos com unes. Pero, independientem ente de la evo lución política de la que no podem os prescindir, es evidente que esta condición no es la m ism a en el m undo colonial que en el viejo m undo griego, en O rien te que en O ccidente, en E sp arta que en A tenas. T am poco era la m ism a en el cam po que en la ciudad, entre los ricos que entre los pobres, en las familias donde se p erp etu ab an antiguas tradiciones que en tre los ciudadanos de tiem pos recientes. Sin em bargo, en todajs parres nos encontram os con la m ism a evidencia: en es tos Estados, a veces m inúsculos, donde la soberanía residía en la colectividad de los que form aban la ciudad, los ciuda danos, aun cuando, como en A tenas, nadie se veía ap artad o de ella a causa de la pobreza o por el ejercicio de una pro fesión desprestigiada, absolutam ente todas las m ujeres eran consideradas eternas m enores. Por la m ism a razón que los niños, los extranjeros y los esclavos, perm anecían al m argen de la com unidad, indispensables por supuesto p a ra asegu-
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ra r la reproducción de ésta, pero sin ningún derecho. P ara com prender en toda su am plitud la exclusión que sufre la m ujer, nada m ejor que estu d iar la A tenas dem ocrá tica, dada la abundancia de fuentes, como ya se ha señala do, así como tam bién las form as diversas en que se m an i festaba dicha exclusión tanto en el plano ju ríd ico como en el terreno cotidiano. Pero como este período es el resultado del anterior, conviene exam inar antes las formas de tran si ción que encontram os en otros lugares y con anterioridad en el vasto m undo de las ciudades griegas.
A.
La época arcaica
Lo que los historiadores han dado en llam ar la época arcai ca es el período que va de comienzos del siglo V III a finales del siglo V I. Período esencial, porque es entonces cuando se elaboran las estructuras de la ciudad, cuando el m undo grie go em pieza a extenderse de u n a orilla a o tra del M ed iterrá neo. Pero asim ism o un período cuyo desarrollo es difícil de seguir, dado que tenem os que basarnos en fuentes tardías, fuentes que son literarias o históricas o, cuando se tra ta de fuentes arqueológicas, m udas. No es que no haya habido producción literaria d u ran te este período. Se trata, por el contrario, de lo que u n historiador ha llam ado «la edad lí rica» de G recia, una época en la que se desarrolla una poe sía extraordinariam ente v ariada, uno de los testim onios más ricos de la cultura griega, y de la que volveremos a h ab lar en la segunda parte de este libro. Pero al historiador de la sociedad, esta poesía le sirve de escasa ayuda, y su lectura nos deja m uchas zonas oscuras y suscita num erosos p ro blem as *.
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P ara calificar a esta sociedad se em plea generalm ente un térm ino de origen griego; se la llam a «aristocrática», lo que señala bien claro que en las ciudades recientes el poder p er tenece a los que se denom inan a sí mismos los mejores (áristoi), bien por nacim iento o por form a de vida. La superiori dad de estas aristocracias es a la vez religiosa y política, y está vinculada a la posesión de la tierra. Lo que im plica que ju n to a estos áristoi existen, en el seno de las com unidades que son las ciudades, personas que no tienen ni p oder polí tico ni tierra (o poca), y que dependen de los prim eros en m ayor o m enor grado. De las m ujeres no sabem os g ran cosa. Si pertenecían a la aristocracia su vida en el oikos era tal como la hem os descrito en páginas precedentes. E n cuanto a las otras, las m ujeres de los cam pesinos pobres o depen dientes, seguram ente a rra stra b a n ju n to a sus esposos la d u ra existencia descrita por el poeta H esíodo en Los trabajos y los días. Sin d u d a existían grandes diferencias entre las ciuda des en este m undo griego en form ación, y su ritm o de desa rrollo era desigual. Las ciudades de la costa occidental de A sia M enor y de las islas, en contacto con el m undo orien tal, eran, si no las m ás ricas, al m enos las m ás brillantes. Fue en ellas donde se desarrollaron las prim eras especula ciones filosóficas, donde se crearon los diferentes géneros poéticos Y no es raro encontrar aq u í espíritus ilustrados no sólo entre l'os hom bres, sino incluso entre algunas m ujeres, como la m uy célebre Safo, n atu ral de M itilene, en la isla de Lesbos, y poetisa de gran renom bre 2. E sta sociedad aristocrática, cuyo sistem a de valores vis lum bram os a través de las producciones literarias, así como tam bién a través del pensam iento mítico, no era sin em b ar go u n a sociedad inm ovilizada. C ircu lab an p o r ella corrien tes que no siem pre es fácil descubrir, pero cuyas consecuen
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cias se adivinan gracias a dos fenómenos característicos de este período arcaico: la colonización y la tiranía, am bas in teresantes de analizar desde el p u n to de vista que nos con cierne, es decir, del de las mujeres.
La colonización
La llam ada, no m uy acertadam ente, colonización griega es un vasto m ovim iento de em igración de los griegos por los contornos del M editerráneo, que com ienza a m ediados del siglo V III antes de nu estra era y se prolonga d u ran te casi dos siglos. Al finalizar este período encontram os ciudades griegas desde las colum nas de H ércules (estrecho de G ib ral tar) h asta las orillas del m ar Negro, ciudades independien tes unas de otras y que con frecuencia sólo han conservado vínculos m uy débiles con la ciudad m adre (m etrópoli), vín culos generalm ente de n atu raleza religiosa. El carácter de es tos asentam ientos, o m ás bien del m ayor núm ero de ellos, explica claram ente que lo que los em igrados buscaban en prim er lugar y antes que n ad a era tierra. Y que el origen del m ovim iento era en efecto esta stenochoría, la falta de tie rra que obligaba a los m ás pobres o a los hijos m enores p ri vados de herencia a buscar en otra p arte lo que no tenían en su país. Los relatos de fundación, elaborados a m enudo decenios después del establecim iento de la ciudad nueva, pero que transm iten tradiciones conservadas oralm ente, p er m iten hacerse una idea de las condiciones en las que se lle v ab an a cabo las salidas: elección de los futuros colonos, nom bram iento del oikistés, el jefe de la expedición, consulta al oráculo de Delfos, etc. Pero lo que en este caso nos im p o rta es que en esas expediciones no se m enciona casi nun-
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ca a las m ujeres 3. Los que se van son los hom bres, y la m a yoría de las veces al p arecer se van sin llevar m ujeres. Lo que significa que p a ra asegurar la reproducción de la com u nidad tendrán que enco n trar otras en el lugar de destino. Es ilustradora a este respecto la tradición m uy conocida de la fundación de M arsella: la unión entre la hija del jefe indíge na y el joven griego, jefe de la expedición focea, m uestra un hecho que seguram ente se ha reproducido m uchas veces, ya sea que efectivam ente los jefes locales cedieran a los recién llegados sus hijas y u n a p arte de las tierras de que dispo nían, o bien que éstos, al encontrarse con pueblos hostiles se dedicaran a ra p ta r m ujeres. Sea lo que fuere respecto a las circunstancias de estos asentam ientos, podem os afirm ar que en estas ciudades de nueva fundación las m ujeres han sido encontradas con frecuencia en el mism o lugar. El silen cio mismo de nuestras fuentes con relación a este problem a explica claram ente que la finalidad de estas uniones era ase g u ra r la reproducción de la ciudad, y que en este asunto no se m ezclaba el problem a del m estizaje con las poblaciones indígenas. Los niños nacidos de estas uniones serían griegos e hijos o hijas de ciudadanos 4. A p a rtir de la segunda ge neración, los problem as se p lan teab an sólo en térm inos po líticos, es decir, en un terreno del que las m ujeres estaban excluidas. H áy que m encionar aq u í sin em bargo el caso un poco peculiar y a m enudo recordado de Locros Epizefirios 5. D ebemos a Pólibio el relato de la fundación de esta colonia en Italia m eridional. O , p ara ser m ás exactos, el historiador nos cuenta las dos tradiciones opuestas entre sí relativas a esta fundación. L a prim era, rela tad a por A ristóteles, decía que los prim eros colonizadores eran «esclavos», o descen dientes de esclavos, que m antuvieron trato con m ujeres de Locros d u ran te la ausencia de sus esposos a causa de una
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larga guerra. L a segunda, la de Tim eo, historiador siciliano, se negaba por el contrario a ad m itir este origen servil de los colonizadores. V olverem os m ás adelante a h ab lar de estas tradiciones que han sido citadas a m enudo en apoyo de la tesis de la existencia de un m atriarcad o griego y que, según ha señalado V idal-N aquet, se inscribían en un contexto en el que esclavitud y ginecocracia reflejaban la inversión de los valores de la ciudad. Lo que nos interesa aq u í es que, en am bas tradiciones, m ujeres de las m ejores familias de la Lo cros doria acom pañaron a los em igrantes que iban a esta blecerse a Italia. ¿Es el ejemplo de Locros u n a excepción, o hay que pensar, en contra del silencio casi general de nues tras fuentes, que a veces los em igrantes llevaban m ujeres en las naves en sus viajes a tierras lejanas? Las com paraciones que pueden hacerse con otros fenómenos de em igración o de colonización llevan a suponer que el m undo griego conoció seguram ente am bas experiencias: hom bres que p artían so los hacia la aventura y em igrantes que llevaban con ellos a m ujeres, niños y divinidades del hogar. E n el prim er caso, en contraban m ujeres en el m ism o lugar, pacíficam ente o re curriendo a la violencia, pero, como ya se ha señalado, los niños nacidos de estas uniones eran considerados griegos desde la segunda generación. En el segundo caso, rep ro d u cían en el territorio de la nueva ciudad las estructuras de la antigua: la m ujer traíd a de G recia se convertía en la guard iana del oikos. Ni siquiera el ejemplo de las locrias es una excepción a la regla. Pues si los descendientes de las nobles locrianas form aron la aristocracia de la nueva Locros, ello fue en com paración con aquellos cuyos padres tuvieron que buscar a m ujeres indígenas en el m ism o lugar. Lo cual no im plicaba en absoluto una situación superior de estas m uje res o de las m ujeres en general en la nueva ciudad.
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El fenómeno de la colonización, nacido de la necesidad de buscar tierras nuevas y sin d u d a tam bién de la urgencia que los griegos tenían de asegurar la posesión de un cierto núm ero de productos indispensables p ara el establecim iento de factorías com erciales, no trajo consigo n inguna m odifica ción de la situación de la m ujer en la sociedad, aun cuando éstas ciudades nuevas pudieron ser a veces «laboratorios de experim entación» políticos. L a m ayoría de las veces h an re producido las estructu ras de la sociedad de donde surgieron, y las m ujeres, venidas de la ciudad m adre o encontradas casi siem pre sobre el terreno, co n tin u ab an siendo lo que siem pre h ab ían sido: guardianas del hogar dom éstico y encargadas de asegurar m ediante la procreación la reproducción de la com unidad.
La tiranía
L a colonización, es decir, la em igración y la fundación de ciudades nuevas, había sido un medio de resolver las graves dificultades que p lan teab a al m undo de las ciudades griegas la stenochoría, la falta de tierras, sin d u d a ligada a u n creci m iento dem ográfico pero tam bién a fenómenos mal conoci dos de los que sólo alcanzam os a conocer el resultado: el de sigual reparto de la tierra, lo que los historiadores llam an la crisis agraria, que sacudió al m undo griego a p a rtir de la se g u nda m itad del siglo V II 6. El desconocim iento de los rqecanism os económicos que originan este desequilibrio nos im pide recurrir a explicaciones que se lim itarían a trasp lan tar a la sociedad griega arcaica los esquem as de la econom ía m o d erna. No hay por qué relacionar en m odo alguno la «crisis agraria» con la llegada m asiva de cereales del m undo colo
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nial, con cl desarrollo de la econom ía m onetaria o con cual quier otro factor propio de u n a econom ía de m ercado. D e bem os lim itarnos a hacer constar que en algunas ciudades — en E sparta, en A tenas, sin d u d a en C orinto— se alzaron voces de protesta que reclam aban un reparto igualitario, una nueva distribución del suelo. Y si bien en E sp arta el proble m a se resolvió gracias al establecim iento de un nuevo orden del que m ás adelante hablarem os, y en A tenas con ayuda de Solón, que puso fin a la dependencia cam pesina aunque se negó a hacer un rep arto igualitario, en otros lugares los desórdenes suscitados por la «crisis agraria» desem bocaron en la im plantación de la tiran ía 7. Las inform aciones que poseemos sobre los tiranos arcai cos proceden de fuentes que, en la m ejor de las hipótesis, d a tan de un siglo (H erodoto) o más después de los aconteci m ientos que refieren. Estos relatos, cotejados con algunos d a tos arqueológicos o num ism áticos, han perm itido a los his toriadores reconstruir la historia de algunos de estos tiranos surgidos a p a rtir de m ediados del siglo V II: Cípselo y Pe riandro de C orinto, O rtág o ras y Clístenes de Sición, Trasíbulo de M ileto, Polícrates de Samos, Pisistrato y sus hijos en A tenas. Todos ellos son presentados como los defensores del pueblo contra la aristocracia, a la que despojan de sus bienes p a ra entregárselos a sus adeptos o a la que ridiculi zan. Pero de todos se cuentan tam bién relatos que constitu yen una especie de folclore, donde se d an cita el oráculo que anuncia la próxim a llegada del tirano, su nacim iento gene ralm ente oscuro, las atrocidades que com ete una vez que ha llegado a hacerse con el poder. El conjunto describe una es pecie de m undo subvertido, donde se niegan los valores de la ciudad nueva, pero donde se adivina tam bién algo así como la reim plantación de valores más antiguos. L a m ujer
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no está ausente en este conjunto, y los diferentes lugares que ocupa en las im ágenes que de la tiran ía arcaica nos ha de ja d o la tradición m erecen ser exam inados con algo m ás de detenim iento. U n prim er grupo lo constituyen las prácticas m atrim o niales de los tiranos; prácticas que Louis G ernet h a an aliza do en un artículo ya antiguo, pero cuyas conclusiones siguen siendo interesantes: las prácticas m atrim oniales de los tiranos reproducían con seguridad el com portam iento m atrim onial de los «tiem pos legendarios», au n cuando por su nacim iento o su política innovadora suponen una ru p tu ra con el pasado 8. L. G ernet cita en apoyo de su tesis las uniones entre familias de tiranos que se d an tan to en Sicilia (los tiranos de Siracusa y de Agrigento) como en el m undo egeo; las dobles nupcias que nos rem iten a u n a sociedad en la que el m atrim onio mo nógam o no se había im plantado todavía; p o r últim o, el «re galo» de una hija p ara fortalecer así su poderío. Sirva como ejemplo el tirano de Sición, Clístenes, cuando convoca a su corte a jóvenes de toda la aristocracia griega y los entretiene d u ran te un año p a ra encontrar un esposo p ara su hija Agarista 9. O M egacles el A teniense, cuando da a su hija en m a trim onio a P isistrato (quien tenía ya otras dos esposas) con la intención de favorecer el restablecim iento de la tiran ía de su yerno 10. A lianzas m atrim oniales y regalos que recuerdan a los héroes de la epopeya, cuyos descendientes dicen ser es tos tiranos a pesar de su origen a veces oscuro. Este deseo de entroncar con el pasado legendario explica tam bién el lu g ar que ocupan algunas m ujeres de tiranos en este folclore anecdótico. Así por ejemplo M elisa, la esposa de P eriandro de Corinto: éste, según H erodoto, obligó a las m ujeres de Corinto a despojarse de sus joyas y sus lujosos vestidos p a ra re galárselos a su mujer, elevada así al rango de una divinidad n .
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I,os tiranos, m ediante estas prácticas, revivían el pasado legendario por encim a de los valores de la ciudad nueva. I'ero otras prácticas, que sólo conocemos, es cierto, a través de testimonios tardíos y parciales, se presentan como verda deras inversiones de los valores cívicos: son aquellas que vinculan, en m edio de la subversión provocada por el tira no, a m ujeres y esclavos. El único ejemplo «histórico» que leñemos de la época arcaica, si dejam os a un lado el caso ya m encionado de las fundadoras de Locros, es el del tirano Aristodem o de C um as, quien, instigando al pueblo a suble varse contra la aristocracia de esta ciudad a finales del siglo V I, liberó por esta acción a los esclavos y los unió a las mujeres de sus antiguos dueños 12. Pero volvemos a encon(rar el mismo suceso, con m uy pequeñas diferencias de matiz, en H eraclea P óntica en el siglo IV 13, en E sp arta con Nabis a finales del siglo I I I I4, como si la inversión de valo res atrib u id a a la tiran ía im plicara la unión necesaria de aquellos que la ciudad norm al m antenía apartados, las m u jeres y los esclavos. Pero al mismo tiem po — y esto nos rem ite a las prácticas m atrim oniales m encionadas antes— , como si la tierra, confiscada a sus legítimos propietarios y redistribuida a los p artid ario s del tirano, se tran sm itiera en cierto m odo legítim am ente gracias a las mujeres. Es difícil no pensar en el problem a ya planteado de Penélo pe, a través de la cual se conseguía la realeza en Itaca. Como tam bién señala Louis G ernet, a propósito del m atri monio de Pisistrato: «Es la m ujer desposada la que otorga la realeza», concedida por M egacles a su yerno. En la ciudad histórica, d u ran te la revolución llevada a cabo por el tirano, es la m ujer desposada quien confiere la posesión de la tierra, y quien legitim a gracias a ello el acceso a la ciuda danía.
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La época de los tiranos no term ina cuando lo hace la épo ca arcaica, aun cuando la tiranía siciliana por una p arte y los tiranos revolucionarios del siglo IV y de la época helenís tica por o tra se nos m uestran con aspectos diferentes y cada uno con características particulares. Pero la inversión de va lores que sim boliza el tirano explica que d u ran te su reinado el lugar destinado a la m ujer esté asociado unas veces al m undo sobrehum ano del héroe y otras al m undo in frah u m a no de los esclavos. Con la ciudad griega, que sitú a al hom bre griego, al ciudadano, en el centro m ism o de lo hum ano, por lo que puede calificarse de «club de hom bres», se esta blece definitivam ente la situación de la m ujer, integrada y m arginal al mism o tiem po, que vam os a in ten tar precisar a continuación.
B.
El modelo ateniense: la condición de la mujer en Atenas en la época clásica
Ya hemos hablado de lo que im plica pensar en A tenas como modelo. Sin em bargo, es necesario que utilicem os este mo delo si querem os explicar la condición de la m ujer en la so ciedad griega. A tenas dom ina el m undo griego política y m i litarm ente d u ran te dos siglos. L a hegem onía que ejerce en el Egeo gracias a su flota le perm ite g aran tizar al demos, al pueblo de los ciudadanos, una vida decorosa y recom pensar su participación en los asuntos políticos. Al mism o tiem po, A tenas se convierte en el centro indiscutible de la vida inte lectual y artística del m undo griego, la escuela de G recia, por citar la fam osa fórm ula de T ucídides, o m ejor dicho la que Pericles tom a p restad a a éste. L a guerra del Peloponeso, que enfrenta a E sp arta y sus aliados con el im perio ate-
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niense, significa un rudo golpe p a ra este dom inio. Pero au n que A tenas no consigue restablecer en el siglo IV un poder com parable al del «siglo de Pericles», disfruta todavía sin em bargo de tres cuartos de siglo de prosperidad y de in ten sa vida intelectual h asta que, en el año 322, el establecim ien to de u n a guarnición m acedonia en el Pireo viene a poner fin definitivam ente a sus sueños hegemónicos. Es cierto que d u ran te estos dos siglos A tenas conoció conflictos internos. Pero excepto en el corto período que va del 411 al 404-403, es tos conflictos nunca pusieron en peligro el régim en que se h a bía ido form ando poco a poco en los últim os años del siglo VI y los prim eros decenios del V, esa dem ocracia que hacía del demos en su conjunto, sin distinción de nacim iento o de fortuna, el dueño de su destino 15. H ab ía sin em bargo, en el seno de este demos, sensibles d e sigualdades, como lo testim onia la división de los ciu d ad a nos en cuatro categorías censatarias, atribuidas p o r la tra dición al legislador Solón. En el siglo IV la prim era clase del censo la form aban alrededor de doscientas personas, de un total de veinticinco a treinta mil ciudadanos. Es m ás difícil contabilizar el núm ero de los ciudadanos de las otras cate gorías, pero un dato, au n q u e poco seguro ciertam ente, nos hace pensar que los thítes, ciudadanos de la últim a clase, eran algo más de la m itad del total 16. E ran aquellos que, p riv a dos de tierra o poseedores sólo de u n a pequeña can tid ad de bienes, estaban obligados a trab a jar p ara vivir, bien por cuenta ajena o bien gracias a una tienda o taller de su pro piedad, lo que los diferenciaba del pequeño cam pesino aco m odado que tenía a su servicio algunos esclavos, y del p ro pietario de taller lo suficientem ente rico p ara dedicar una p arte de su tiem po a los asuntos públicos. No es éste el m om ento de analizar los problem as que
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p lan tea la estructura de esta sociedad civil ateniense. Pero no es difícil descubrir que, si querem os estudiar la condición „ de la m ujer en la sociedad ateniense, hay que contar con es tas diferencias que ap o rtab an , en la realidad, a la situación ju ríd ica única de la m ujer ateniense modificaciones no desdeñables. Pero es im portante tam bién no olvidar que lo mismo que los ciudadanos form aban solam ente u n a p arte de la pobla ción del A tica, de la m ism a form a tam poco las m ujeres «ciu d adanas» rep resen tab an a toda la población fem enina. H a bía extranjeras, había tam bién esclavas, y aunque el núm e ro de las prim eras debía de ser sensiblem ente inferior al de los hom bres, seguram ente no sucedía lo m ism o con las se gundas. El lugar que ocupaban los esclavos en la p roduc ción equivalía sin d u d a al lugar que ocupaba la m ujer en el trabajo dom éstico 17. Es, pues, m uy im p o rtan te distinguir entre estas catego rías si querem os in ten tar conocer el lugar que o cupaba la m ujer en la sociedad ateniense de la época clásica.
La mujer ateniense
A nte todo hay que aclarar qué entendem os p or m ujer ate niense: la hija o m ujer de ciudadano ateniense. N o es con veniente utilizar con dem asiada frecuencia el térm ino «ciu dadana», au nque exista. Pero aparece en el vocabulario grie go al final del período que estudiam os, en Aristóteles, en Dem óstenes y en los autores de la com edia nueva, y su uso no se generaliza 18. La cualidad de ciudadano llevaba im plíci to, en efecto, el ejercicio de u n a función, que era fundam en talm ente política, de participación en las asam bleas y en los
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tribunales, de donde estaban excluidas las m ujeres, así como de la m ayor p arte de las m anifestaciones cívicas, con excep ción de algunas cerem onias religiosas. Si intentam os definir ju ríd icam en te la situación de la m u je r ateniense, la p rim era p a la b ra que se nos viene a la m en te es la de «m enor». La m ujer ateniense ciertam ente es una ¡eterna m enor, y esta m inoría se refuerza con la necesidad jque tiene de un tutor, un kyrios, d u ra n te to d a su vida: prijmero su padre, después su esposo, y si éste m uere antes que ¡ella, su hijo, o su pariente m ás cercano en caso de ausencia jde su hijo. La idea de u n a m ujer soltera independiente y ad m in istrad o ra de sus propios bienes es inconcebible. El m atrim onio constituye p o r consiguiente el fundam en to mism o de la situación de la m ujer. A hora bien, en la len gua griega no hay, paradójicam ente, un térm ino específico p a ra designar u na institución sobre la que se fundaba, sin em bargo, la reproducción de la sociedad. El acto m ediante el cual un hom bre y u n a m ujer se unen legítim am ente se lla m a la engye. Es una especie de contrato realizado entre dos «casas», un com prom iso oral hecho an te testigos por el que el padre o el tu to r de la joven entrega a ésta al futuro espo so. Se tra ta de un com prom iso privado en el que no in ter viene la ciudad y que no es registrado por ninguna in stitu ción civil. Sin em bargo, p a ra que el m atrim onio sea consi d erado válido no es suficiente la engye. Es necesaria la coha bitación p a ra que la joven se convierta en u n a gameté gyné, u n a esposa legítim a. La m ayoría de las veces esto es lo ñ o r - , m al, ya que inm ediatam ente después del com prom iso recí proco tenía lugar la presentación de la joven en la casa de su esposo. Sin em bargo, había casos en que la cohabitación no era inm ediata: por ejemplo si la fu tu ra esposa era to d a vía una niña, como sucedió con la h erm an a del o rador De-
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móstenes, com prom etida p o r su padre la víspera de su m uer te cuando sólo tenía cinco años 19; o si se ponía algún im pe dim ento al m atrim onio, especialm ente cuando se tra ta b a de u na m uchacha epíkleros, es decir, única heredera de la rique za paterna, o tam bién de una m ujer cuya condición de ate niense podía ponerse en duda, p o r ejem plo, u n a extranjera. Los alegatos de los oradores del siglo IV nos ofrecen una g ran cantidad de datos acerca de las prácticas m atrim o n ia les de los atenienses, de donde se deduce que éstas se llevan a cabo siguiendo los usos de la época arcaica, sin llegar a alcanzar nunca u n a situación ju ríd ic a suficientem ente clara. Pero hay algo que sigue siendo evidente: el m atrim onio no es nunca el resultado de una elección libre por p arte de la joven. Es el p adre o el tu to r legítim o el que elige la casa adonde debe ir, y son dos hom bres los que deciden su des tino. E sta libertad es aún más restringida en el caso de la joven epíkleros, ya que ésta está obligada a casarse con el p a riente m ás próxim o de la ram a p atern a. Lo cual puede p lan tear a veces problem as delicados, bien porque ella esté ya ca sada o porque lo esté tam bién su parien te m ás cercano. Estas diferentes situaciones estab an reglam entadas por una legislación sum am ente com pleja 20. Y es fácil adivinar por qué. La finalidad del m atrim onio era la procreación de hijos legítimos destinados a hered ar la fo rtu n a p aterna. Por consiguiente estaba estrecham ente vinculado al régim en de fia propiedad y de la sucesión de los bienes patrim oniales. Pero el intercam bio de bienes que regía el m atrim onio de los tiem pos heroicos h ab ía dado paso a la p ráctica de la dote: tla aportación de la joven a la constitución del patrim onio fa m iliar. No tenemos ninguna p ru eb a de que la dote haya sido obligatoria, aun cuando fuera la dem ostración del carácter legítimo del m atrim onio; proporcionaba adem ás u n a exce
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lente oportunidad a quien se h allab a com prom etido en un asunto judicial: d o tar a su hija con largueza era una p rueba de honorabilidad. A dem ás, una ley que m enciona el orador D em óstenes establece que si un ateniense de la clase de los thêtes dejaba una hija única heredera de sus escasos bienes, el pariente m ás cercano de ésta no estaba obligado a casarse con ella, sino que debía proporcionarle una dote cuya cu an tía variaba en función de su propia fortuna y de la clase censataria a la que pertenecía 21. La dote estaba constituida generalm ente por objetos p re ciosos y por dinero, pero a veces tam bién por bienes raíces que el padre de la joven confiaba a su futuro yerno, pero so bre los que conservaba el derecho de fiscalización m ateria lizado en u na form a m uy específica de hipoteca llam ada apotimema 22 En efecto, era necesario prever una posible ru p tu ra del m atrim onio. Si se llegaba al divorcio por m utuo consenti m iento, la dote volvía n atu ralm en te al padre o al tu to r de la m ujer, y podía servir p ara d o tarla en un segundo m a tri m onio 23. Lo mismo sucedía si el m arido m oría antes que su m ujer y ésta era todavía lo suficientem ente joven p ara p ro crear y por lo tanto con posibilidad de volver a casarse. Si tenía hijos y perm anecía en la casa del m arido, la dote era adjudicada a los hijos. Pero tam bién podía suceder que la ru p tu ra fuera unilateral, lo que podía ser una fuente de con flictos. La m ayoría de las veces, la decisión de rom per una unión procedía del m arido. E n este caso devolvía la m ujer y la dote a su suegro a condición de que éste casara de nue vo a su hija. Lo cual no se hacía, por supuesto, sin dificul tades, y era necesario en ocasiones recu rrir a un proceso, cuando la dote h ab ía sido d ilap id ad a o m al adm inistrada. Pero ¿qué sucedía si la decisión de rom per el m atrim o'
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nio procedía de la m ujer? A priori, y h ab id a cuenta de lo d i cho anteriorm ente, eso parece im posible, ya que en princi pio la ru p tu ra sólo podía decidirla, en este caso, su tutor, su kyrios, es decir, ...el m arido. R ealm ente conocemos al menos tres ejemplos que m uestran que entre los principios y la rea lidad había lugar p a ra las excepciones. El prim ero de ellos es el de la m ujer de Alcibiades, el célebre y brillante político ateniense de finales de siglo V. Plutarco nos ofrece el siguien te testimonio: « H ip areta era u n a m ujer discreta y fiel a su m arido; pero sintiéndose infeliz en su m atrim onio y viendo que A lcibiades frecuentaba a cortesanas extranjeras y ate nienses, abandonó su casa y fue a la de su herm ano. Gomo A lcibiades no le dio la m enor im portancia y continuó vivien do licenciosam ente, ella se vio obligada a p resen tar la de m anda de divorcio ante el arconte, pero no a través de un interm ediario, sino ella m ism a en persona. G uando acudió p ara hacerlo, según la ley, A lcibiades se abalanzó sobre ella, la agarró y la llevó de nuevo a su casa cruzando el agora sin que nadie se atreviese a hacerle frente o a quitársela» ( Vida de Alcibiades, 8). P lutarco escribe cinco siglos después de los acontecim ientos que relata, y aun cuando su inform ación proceda tal vez de buen a fuente, es fácil percibir que conde n a el com portam iento de A lcibiades, que lo incluye en un conjunto de juicios desfavorables al hom bre político atenien se. Efectivam ente, es fácil reconocer la tradición en la que se inspira: un alegato atribuido al o rad o r A ndócides y que se inscribe en una controversia m an ten id a a comienzos del siglo IV en torno a la persona de Alcibiades. Pero precisa m ente porque se tra ta de una tradición m uy próxim a a los acontecim ientos, se le puede d ar crédito. El Pseudo-Andócides cuenta la historia aproxim adam ente en los mismos tér minos, pero saca de ella conclusiones diferentes. Plutarco
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pretende, en efecto, que al hacer tal cosa A lcibiades se com p o rtab a sin lugar a dudas como un hom bre violento, pero no obstante no violaba la ley: «pues parece que si la ley pres cribe que la m ujer que quiere ab an d o n a r a su m arido se pre sente ella m ism a ante el m agistrado, es p a ra d a r al m arido la oportunidad de reconciliarse con ella y retenerla ju n to a él». En tanto que el orador ateniense concluye su relato del rapto de H ip areta acusando a A lcibiades «de m ostrar a to dos el desprecio que sentía por los arcontes, las leyes y to dos los ciudadanos» ( Contra Alcibiades, 14). Por consiguiente, la ley ateniense perm itía a la m ujer actu ar como un ser m a yor de edad cuando qu ería divorciarse, y debía p resen tar en persona su dem anda ante el arconte. Los otros dos ejemplos proceden de alegatos del siglo IV y se refieren a personas menos famosas que A lcibiades y su esposa. Sin em bargo, el caso del que tra ta D em óstenes en el p rim er discurso Contra Onetor es b astan te complejo, y el p re tendido divorcio parece h ab er sido de hecho un medio u ti lizado por el m arido — que no era otro que el inm oral tu to r de D em óstenes— para hacer que su cuñado, en realidad su cóm plice, reivindicara la dote de la que deduciría lo que d e bía al orador. Sin em bargo, en este caso, aunque tam bién se m enciona al arconte a propósito de la d em an d a de divorcio, tal d em anda no fue presen tad a por la m ujer en persona, sino por m ediación de su herm ano que actu ab a como kyrios. Finalm ente, en el últim o ejemplo, un caso de sucesión asi m ism o m uy com plicado, se alude a u n a m ujer, que al p a re cer abandonó a su m arido y no se presentó ante el m agis trado, contraviniendo así la ley. El hecho de que se trate, se gún todos los indicios, de u n a cortesana, hija ilegítim a de un ciudadano, no cam bia p ara n ad a el hecho de que tam bién en esta ocasión se confirm a la posibilidad de que la mu-
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je r presente ante el arconte una d em an d a de divorcio. Po dem os suponer, sin em bargo, que la m ayoría de las veces no la presentaba en persona, aun en el caso de que la ley le auto rizase a hacerlo, y que era su tutor, padre, herm ano o p a riente m ás cercano quien intervenía en su nom bre, especial m ente p ara recuperar la dote que norm alm ente debía volver de nuevo a la fam ilia de la m ujer. Esto im plicaba u n a con secuencia ju ríd ica im portante: al ceder su hija o su h erm an a a un hom bre, el p adre o el herm ano no cedían la totalidad de su kyria al m arido y podían por lo tanto, si la m ujer lo deseaba, recuperar su papel an terio r 24. Por consiguiente era posible la anulación del m atrim o nio por voluntad de la m ujer. Las razones alegadas por Hip areta m erecen u na corta reflexión. Parece ser que las noto rias infidelidades de su esposo son la causa de que ella de cida volver de nuevo a casa de su herm ano. A hora bien, esto parece estar en contradicción con lo que sabem os sobre la «fidelidad» de los esposos atenienses, y, en un terreno m ás prosaico, de las leyes sobre el adulterio. C onocida es la céVlebre frase de un orador: «Las cortesanas están p a ra el pla^ cer, las concubinas p ara las necesidades cotidianas, las es posas para tener una descendencia legítima y ser una fiel guard iana del hogar». L a m ujer legítim a, gyné, debía adm itir por tanto que su función era concebir hijos y ocuparse del cui dado de la casa, dejando a otras los placeres del espíritu (las cortesanas) y del cuerpo (las concubinas). Volverem os a h a blar de las hetairas, que ocupan en la ciudad un lugar un poco especial. Las concubinas (pallakaí'), por el contrario, son en cierto m odo un doblete de la m ujer legítim a. Pero a di ferencia de la esposa, in troducida en la casa tras un acuerdo entre dos fam ilias, la pallaké por su p arte es introducida, si no clandestinam ente, al menos sin que haya ningún certifi-
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cado jurídico que la ate a su com pañero. Se trata, pues, de una unión revocable en cualquier m om ento, y no es extraño que, cuando se habla en los textos de una pallaké, se trate casi siem pre de u na joven pobre o de u n a esclava. Algunos autores piensan que era im posible que una ateniense haya podido ocupar un lugar tan indefinido. Pero algunos datos de nuestras fuentes nos llevan a p en sar que no era extraño que un hom bre libre pobre entregara a su hija como concu bina a un vecino m ás rico. U na ley atrib u id a a D racón p re vé el caso de un hom bre que puede llegar a m a tar al seduc tor de la pallaké elegida p o r él p a ra tener hijos libres, al no poder dárselos su esposa: ten d ría derecho a hacerlo, como si se tra ta ra del seductor de su m ujer legítim a 25. Por con siguiente, aunque la m onogam ia fuese obligatoria en A tenas en la época clásica, se adm itía la existencia de la pallaké y no se la consideraba como signo de adulterio. P ara com prender las leyes que penalizaban el adulterio, no podem os p erd er de vista cuál era la finalidad del m atri monio: asegurar la descendencia y, por consiguiente, la con tinuidad de la fam ilia en el seno de la ciudad. Por ello, el único adulterio reprensible, por lo que al m arido se refiere, era el com etido con la esposa legítim a de otro ateniense, p o r que al hacerlo perjudicaba a otro ciudadano. En cam bio, la ley protegía a sus hijos legítimos frente a los que pu d iera te n er con la, o las, concubinas. Por consiguiente, la presencia de éstas no representaba ningún peligro. En la práctica, sin em bargo, las cosas no eran quizá tan sencillas, y uno se p re g u n ta si un hijo ilegítimo de dos padres atenienses, pero no unidos m ediante engye, no tenía derecho a una p arte de la he rencia paterna, de la m ism a form a que poseía sin d u d a el es tatu to de ciudadano ateniense. Por lo dem ás, la adopción p roporcionaba en este caso un medio legal de regularizar la
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situación. Pero, volviendo al adulterio, es fácil im aginar por ello que el de la m ujer haya provocado sanciones m ás g ra ves. El m arido que sorprendía a su m ujer en flagrante delito de adulterio en com pañía de su am an te tenía derecho a m a tar a éste sin in cu rrir en culpabilidad 26. Sin em bargo, la m a yoría de las veces las cosas no iban tan lejos, y se llegaba a un arreglo ante testigos. A lgunas historias edificantes encon trad as en los pleitos ap o rtan la p ru eb a de que el flagrante delito podía ser p a ra un m arido com placiente un m edio de sacar dinero al am ante de su m ujer 27. E n cuanto a la m ujer ad últera, era severam ente castigada. El m arido podía rep u diarla, y algunos autores sostienen incluso que tenía la obli gación de hacerlo so pen a de ser privado de sus derechos cí vicos. A dem ás, desde ese m om ento era excluida de toda p a r ticipación en los cultos de la ciudad. A hora bien, ésta era la única actividad cívica de la m u je r, y dicha disposición es la p ru eb a evidente de que el m a trim onio ocupaba un lugar esencial en la vida de la ciudad y en su organización, en la m edida en que a través de él se transm itían a la vez el estatuto de ciudadano y la propiedad de los bienes que constituían el oikos. L a fidelidad conyugal era la encargada de asegurar la transm isión de estos bienes, y la m ujer legítim a se distinguía de la pallaké ante todo por la diferencia de estatu to de sus respectivos hijos. Pero entonces se plantea un problem a: al hacer de la es posa legítim a a la vez la g u ard ian a del oikos y la que asegu rab a la continuidad de éste, ¿le concedía la ciudad por ello una cierta «propiedad» sobre los bienes que ella tenía a su cargo? El problem a es com plejo, y la respuesta difícil de for m ular. El caso ya m encionado de la m uchacha epíkleros p ru e b a que la m ujer no puede en ningún caso ser p ropietaria de bienes raíces, ya que esta propiedad estaba reservada sólo a
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los ciudadanos varones. Existe aq u í — volveremos sobre ello— u n a diferencia im p o rtan te con otras ciudades como E sparta. La p regunta que nos form ulam os, sin em bargo, es la siguiente: ¿conservaba u n a m ujer cuya dote h u b iera sido muy rica algún derecho sobre los bienes raíces que h ab ía aportado como dote? Es cierto que la dote podía estar for m ada sólo de bienes m uebles. Pero num erosos ejemplos ex traídos de discursos forenses m uestran que las dotes incluían con frecuencia tierras. El aprovecham iento de estas tierras correspondía al m arido. Pero ¿qué sucedía realm ente en la p ráctica diaria? Y a hem os visto que la tradición hacía de la m ujer la g u ard ian a del oikos. ¿Acaso no im plicaba esto una posesión de hecho, si no de dereho? ¿Y no era válido en p ri m er lugar sobre los bienes aportados por ella? E sta prim era observación nos trae a la m ente otra: una p arte de los re cursos sacados de la tierra se g u ard ab a en el granero o se consum ía inm ediatam ente. Pero tam bién sabem os que en la A tenas de los siglos V y IV los excedentes de legum bres, fru tas, aceitunas, etc., se llevaban al m ercado. Así por ejemplo, la m adre del poeta E urípides iba a vender al m ercado el pe rejil cosechado en su ja rd ín . Y su caso no era desde luego el único; la presencia de m ujeres en el m ercado la atestiguan tanto los alegatos de los oradores como los autores cómicos. A hora bien, es difícil im aginar que las m ujeres que recibían dinero a cam bio de los productos llevados al m ercado no dis pusieran de él al m enos en p arte y tuvieran que devolverlo escrupulosam ente todo a sus esposos. Pero tam bién acudían al m ercado m uchas otras kapelidas, vendedoras de cintas, de perfum es, de ajos, etc., de las cuales nos h a dejado la come dia num erosos ejemplos. Es cierto que estas m ujeres perte necían a los am bientes populares, y es aq u í donde m ejor se m anifestaban las diferencias sociales. Porque au n q u e la con
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dición ju ríd ica de la m ujer ateniense era única, la situación social real introducía diferencias sensibles. L a ateniense de buena fam ilia se q u ed ab a en su casa, ro d ead a de criadas, y sólo salía p a ra cum plir con sus deberes religiosos. Por el con trario, la m ujer del pueblo se veía obligada por la necesidad a salir de su casa p a ra ir al m ercado, incluso, como lo ates tiguan alegatos del siglo IV, p ara au m en tar los recursos fa m iliares con u n escaso salario de nodriza 28. C on frecuencia se h a planteado la p reg u n ta sobre el carácter «utópico» de las com edias «fem inistas» d e Aristófanes. M ás adelante di remos lo que pensam os al respecto. Sin em bargo, Praxágora o L isístrata no fueron p u ras invenciones aunque, por supues to, las m ujeres atenienses n u n ca tuvieron la ocasión de h a cerse con el poder o de declararse en huelga de am or. Las m ujeres hum ildes de la ciudad, obligadas por la necesidad a salir de sus casas, esas casas m odestas apiñadas al pie de la Acrópolis, eran sin d u d a m ás independientes que las ri cas atenienses o que las m ujeres cam pesinas, y la lectura de los autores cómicos nos hace pensar que eran ellas las que m anejaban el dinero de la casa. Esto no contradice, por supuesto, los principios expues tos anteriorm ente. Las m ujeres atenienses no podían, por ley, tener propiedades. Pero en la práctica, ricas o pobres, tenían mil medios de eludir la ley. Y los oradores ofrecen al gunos ejemplos de m ujeres que m anejan el dinero. Así por ejemplo, en un alegato de Lisias, u n a m ujer, tem erosa de que su hijo no sea capaz de proporcionarle u n a sep u ltu ra de cente, envía tres m inas (trescientas dracm as) a un tal A ntífanes para asegurar sus funerales 29. O tra, en un alegato de D em óstenes, dejó al m orir una sum a de dos mil d racm as a los hijos habidos de su segundo m arido 30. Es cierto que este últim o ejem plo nos introduce en un m edio que no es el de
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la A tenas tradicional, ya que la m ujer en cuestión era la viu da del banquero de origen servil Pasión. Pero no es menos cierto que los alegatos dem ostenianos, casi todos pertene cientes a la segunda m itad del siglo I V , revelan las transfor m aciones que tienen lugar tan to en las m entalidades como en los com portam ientos; transform aciones anunciadoras de la época helenística. E ncontram os p o r ejemplo, en los dos discursos Contra Boeto, que d atan de los años 349-348, el caso de u na tal Plangón, ateniense de b u en a familia, cuya histo ria no deja de sorprendernos. E n efecto, Plangón había te nido dos hijos de un tal M antias, hom bre político relativa m ente conocido. M antias estaba casado legítim am ente con u n a m ujer con quien tenía un hijo, M an titeos. Sin em bargo, h abía tenido que reconocer como suyos a los hijos de P lan gón, quienes, cuando él m urió, heredaron con el m ism o de recho que M an titeos. El problem a no reside tanto en el re conocim iento de hijos naturales — el derecho ateniense lo perm itía en efecto por la vía de la adopción, con tal de que la m adre fuese ella tam bién hija de ciudadano— , sino m ás bien en la situación m ism a de Plangón: se ha dado por su puesto que ella había estado casada anteriorm ente con M an tias, y que por lo tanto sus hijos, en todo caso al menos Boe to, contra quien pleitea M antíteos, h ab ría n sido concebidos legítim am ente. Pero no se entiende por qué en ese caso M an tias los h ab ría reconocido tardíam ente. Sea lo que fuere, M antias continúa viviendo, au n q u e no de form a estable, con Plangón tras su m atrim onio con la m adre de M an tí teos. A hora bien, no nos hallam os ante un concubinato tri vial, y Plangón no es una pallaké. Recibe a M antias en su propia casa, y M antíteos dice bien claro que su padre tenía dos «familias». U n a vez m ás, es la situación de P lan gón la que nos sorprende. No es ni u n a cortesana ni u n a pa-
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llaké, es «una m ujer entretenida», que vivía espléndidam ente
con sus dos hijos y sus num erosas sirvientas de lo que le d ab a M antias, que estaba locam ente enam orado de ella. O tros alegatos testim onian tam bién una relativa in d e pendencia de las m ujeres atenienses de la segunda m itad del siglo IV con relación al m atrim onio — es el caso por ejemplo de las dos m uchachas herederas que siguen casadas, tras la m uerte de su padre, con personas que no pertenecen a su fa m ilia — y al dinero— como sucede con la m ujer de un tal Polieucto, que había prestado dinero a un hom bre llam ado Espudias, y había hecho constar este préstam o por escrito 31. Estos son, desde luego, casos excepcionales. Pero podem os preguntarnos, siguiendo el p lanteam iento de Louis G ernet, si no son indicios «de una evolución b astan te avanzada y tal vez b astan te reciente». Evolución que no tendría por que obedecer a u n a cierta m ejora de la condición fem enina, sino m ás bien al hecho de que la ciudad ya no es lo que era, y que la ciudadanía, que tendía a vaciarse de su contenido ini cial, a ser en m ucha m ayor m edida un estatuto que u n a fun ción, podía finalm ente ser com ún a los hom bres y a las m u jeres. Sin d u d a no es una casualidad que sea precisam ente en algunos de estos alegatos, así como en la obra contem po rán ea de Aristóteles, donde se encuentre em pleado p o r p ri m era vez el térm ino «ciudadana», sin que ello im plique, por supuesto, ninguna actividad que sea propiam ente «política». A lo sumo se tra ta quizá de u n a preparación p a ra esa in d e pendencia m ucho m ás am plia de las m ujeres que creemos poder descubrir en la época helenística; u n a independencia que en la época clásica, según todas las fuentes de que se dis pone, sólo parecen h ab er conocido las m ujeres m arginadas que eran las cortesanas.
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La cortesana
Puede parecer sorprendente, a priori, que dediquem os un ap artad o de un estudio sobre la m ujer en la G recia clásica a las cortesanas, y m ás todavía que les concedam os u n a es pecie de categoría ju ríd ica. E n realidad, si existe u n a cate goría ju ríd ica, ésta la ostentan las m ujeres que residen en A tenas con el estatuto de metecas. Pero preciso es confesar que sabem os muy poco acerca de las m ujeres m etecas, ex cepto que el metoíkion, el im puesto especial que recaía en los extranjeros residentes en A tenas, era de seis dracm as al año p ara las m ujeres y de doce p ara los hom bres. Es lógico pen sar que m uchas de ellas eran esposas de hom bres venidos a instalarse en A tenas p a ra dedicarse al comercio, seguir las lecciones de un m aestro em inente, o p a ra escapar de sus ad versarios cuando éstos se hab ían adueñado del poder en su ciudad de origen. Estas m ujeres de metecos llevaban segu ram ente una vida b astan te parecida a la de las m ujeres de ciudadanos, ocupándose de la casa, hilando y tejiendo, d iri giendo el trabajo de las sirvientas. Sin d u d a el m arido las de claraba cuando recibía el estatuto de meteco, es decir, al ins cribirse en los registros de un dem o 32. Si eran griegas de na cimiento, probablem ente h ab ían sido unidas legalm ente a sus esposos. Sin em bargo, es probable que el concubinato fuera más frecuente entre hom bres y m ujeres de origen ex tranjero que entre ciudadanos. Y podem os suponer que ta m bién en este terreno las desigualdades sociales introducían diferencias im portantes. La esposa de un rico em presario como el siracusano Céfalo, padre de Lisias, llevaba u n a vida más parecida a la de la esposa de un ciudadano afortunado que a la de las m ujeres del pueblo, atenienses o no, que eran honestas m ujeres, nodrizas o vendedoras de cintas 33.
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Pero al lado de estas m ujeres de metecos se encontraban las m ujeres m etecas, venidas por propia voluntad a estable cerse en A tenas. A hora bien, teniendo en cuenta la situación de la m ujer en el m undo griego, dichas m ujeres, obligadas a subsistir por sí m ism as, no podían hacerlo m ás que com er ciando con lo único que les pertenecía, su cuerpo. Las m ás pobres o las m ás m iserables se convertían en pornai, p rosti tutas que trab a jab an en las posadas de A tenas o del Píreo. A lgunas habían sido com pradas, y en trab an en la categoría de las esclavas. O tras eran «libres», al menos ju ríd icam en te. En cuanto a las «casas», pertenecían bien a ciudadanos — un pleiteante del siglo IV incluye dos en la relación que hace de su fortuna— , bien a extranjeros, e incluso a ex tran j e r a s — es el caso de la fam osa N icarete de quien tendrem os que hablar m ás adelante. Pero al lado de estas pro stitu tas h ab ía otras que los grie gos llam aban hetairas, com pañeras, y que éstos se reserva ban, según la expresión del pleiteante antes citado, « p ara el placer». Estas hetairas eran de hecho las únicas m ujeres ver d aderam ente libres de la A tenas clásica. Salían librem ente, p articip ab an en los banquetes al lado de los hom bres, inclu so «recibían en su casa», si tenían la suerte de ser m an ten i das por un hom bre poderoso. En seguida pensam os, como es lógico, en la m ás célebre de estas «com pañeras», en la fa m osa A spasia. H ab ía nacido en M ileto, u n a rica ciudad de la costa occidental de Asia M enor estrecham ente vinculada a A tenas. Se desconocen las razones que la llevaron a esta blecerse en Atenas. Pericles se enam oró de ella, hasta el punto de repudiar a su esposa legítim a, y tuvo un hijo suyo, al cual, a pesar de la ley dictad a p o r él mism o y que sólo reconocía como ciudadanos a los hijos nacidos de m adres que tam bién lo fueran, consiguió inscribir en los registros civiles. Los an-
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tiguos hacían hincapié en su belleza y su inteligencia. Plu tarco asegura en la Vida de Pericles que «dom inaba a los hom bres de E stado m ás influyentes y suscitó en los filósofos una grande y sincera consideración». M ás adelante añade: «Se dice que fue solicitada por Pericles a causa de su ciencia y su agudeza política. Es cierto que Sócrates iba a veces a su casa con am igos, y que los íntim os de la casa de A spasia lle vaban allí a sus m ujeres con objeto de escuchar su conver sación, aunque su profesión no fuera ni honesta ni respeta ble: form aba jóvenes cortesanas». Este papel de alcahueta lo atestiguan sobre todo los autores cómicos, adversarios de la política de Pericles, que no retrocedían ante n ad a p ara atacarlo, llegando incluso a afirm ar que la política del gran estratega le era im puesta por su am ante. Platón, en uno de sus diálogos cuya intención satírica es evidente, llega inclu so a decir que ella p rep arab a los discursos de su am ante, y hace p ronunciar a Sócrates u n a oración fúnebre cuya auto ría le atribuye a ella 34. Es evidente que Platón quería iro nizar sobre esta clase de discurso y sobre los estereotipos que el mism o transm itía. Pero la atribución de su p atern id ad a A spasia revela la influencia que ésta ejercía sobre el hom bre que en aquel m om ento dirigía los destinos de la ciudad. P lu tarco, por su p arte, se resiste a ver en esta influencia la con secuencia de los servicios un tanto especiales otorgados por A spasia a su am ante, al procurarle las jóvenes que le gusta ban, e insiste, por el contrario, en el am or que unía a la milesia con Pericles: «Se dice en efecto que ni un solo día de ja b a de saludarla y ab razarla cuando salía de su casa y cuan do volvía del ágora». A pesar de este am or confesado abier tam ente y del nacim iento de un hijo, los enemigos de A spa sia no m oderaron los ataques. Eupolis, un auto r cómico, hace decir a un personaje de su obra, Los demos, a propósito
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de ese hijo: «... sería un hom bre si las costum bres de su m a dre, una m ujer perdida, no le hicieran tem blar». Sin em b ar go, sólo después de los prim eros fracasos de la guerra del Peloponeso se atrevieron los enemigos de Pericles a atacar ab iertam ente a A spasia. El poeta cómico H erm ipo la hizo com parecer ante la justicia bajo la doble inculpación de im piedad y de libertinaje. Fue no obstante absuelta gracias a la intervención de Pericles, quien «obtuvo su perdón a fuer za de d erram ar lágrim as p o r ella d u ran te el proceso e im plorar a los jueces». Pericles m urió poco tiem po después. Pero a pesar de ello la carrera de A spasia no term inó. T om ó entonces como am ante al tratan te de ganado Lisíeles, un hom bre vulgar que, gracias a ella, consiguió desem peñar d u ran te algún tiem po un papel político im p o rtan te en A tenas. El caso de A spasia es desde luego excepcional. Pero otras cortesanas célebres fueron igualm ente la com idilla de A te nas en los siglos V y IV. Jenofonte relata en las Memorables la relación que al parecer m antuvo Sócrates con la cortesa n a T eodota, quien según cuenta la tradición, fue la am iga de Alcibiades. M erece la pena rep ro d u cir un fragm ento del diálogo. Sócrates llega a casa de la cortesana y la encuentra posando p a ra un pintor. C u an d o éste se va, T eo d o ta se ap re sura a recibir al filósofo: «C uando Sócrates la vio, lujosa m ente ataviada, y ju n to a ella su m adre, con un vestido y adornos poco com unes, m uchas y herm osas criadas cuyo porte no desm erecía en absoluto y u n a casa ab u n d an tem en te provista de todo, le preguntó: — “D im e, T eodota, ¿tienes tierras? — Yo no, contestó ésta. — ¿Tienes tal vez una casa cuyas rentas te perm itan vivir? — T am poco tengo casa, dijo. — ¿Tienes entonces esclavos que trab ajen p ara ti? — T a m poco, contestó. — ¿De dónde sacas lo necesario p a ra vivir?, dijo Sócrates. — Si tengo la suerte de encontrar un am igo
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que quiera ayudarm e, él es quien me resuelve la v id a”» {Me morables, I I I , 11, 4). Este pasaje es interesante p o r m ás de u n a razón. No tanto porque revela la form a en que las cor tesanas se procuraban sus medios de vida — ni que decir tie ne que dependían com pletam ente de la generosidad de sus am antes— , sino porque dem uestra a la vez la independen cia de estas m ujeres, libres de recibir en sus casas a quien ellas quisieran, y la posibilidad que tenían de disfru tar de rentas de bienes raíces — lo cual es claro que im plica la exis tencia en A tenas de cortesanas nacidas de padres atenien ses— , de una casa o de un taller de esclavos. A dem ás, aun cuando algún rico protector, A lcibiades u otro, hubiera re galado a T eodota la casa y las criadas, seguram ente disfru tab a ella del uso y de la propiedad. U n alegato de D em óstenes nos perm ite com pletar este re trato de la cortesana ateniense. Se tra ta del discurso Contra Neera, uno de los textos más interesantes aportados p o r la tradición ateniense. El discurso en sí fue com puesto sin d u d a por un am igo de D em óstenes, A polodoro, y va dirigido con tra un tal Estéfano con el que éste se había enfrentado tiem po atrás. El argum ento del pleiteante es que Estéfano afir m a que está legalm ente casado con u n a tal N eera, lo cual im plicaría que la dicha N eera fuera asim ism o hija de ciuda dano. A hora bien, nad a de eso es cierto, y es contra N eera co ntra quien se dirige la acusación. Si llega efectivam ente a probarse que ella es extranjera, será vendida como esclava y su esposo será condenado a u n a m u lta de mil dracm as. La m ayor p arte del discurso del acusador se presenta, pues, como un relato de la vida de N eera. E sta había sido com p rad a, cuando era m uy joven, por una tal N icarete, que vi vía en C orinto, y era la esposa de un cocinero famoso lla m ado H ipias. N icarete era en realidad, según el orador, una
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alcahueta pro p ietaria de siete jóvenes a las cuales había en señado la «técnica» am orosa y a las que dedicaba a la pros titución, haciéndolas p asar por hijas suyas p ara conseguir un precio m ás elevado... E n realidad N eera y sus com pañe ras no eran vulgares prostitutas, como lo p ru eb an los testi monios alegados por el orador, sino cortesanas de altos vue los cuyos am antes, atenienses de paso en C orinto o ex tran jeros, eran todos hom bres ricos. Ellas p articip ab an a su lado en los banquetes, eran recibidas en las mejores casas, inclu so en las de A tenas, cuando asistían a las fiestas de Eleusis o a las grandes P anateneas, en com pañía del am ante de tu r no. Sin em bargo, contin u ab an pagando a N icarete, o hacien do que le p agaran, el precio de sus favores. Por esta razón, dos am antes de N eera decidieron com prarla conjuntam ente al precio de tres mil dracm as. E ra éste un precio considera ble por la com pra de u n a esclava, así como tam bién u n a in dicación del «valor» de N eera. Los dos com pradores com partieron los favores de la joven d u ran te un cierto tiempo; después, decididos am bos a casarse, le ofrecieron com prar de nuevo su libertad, p ara lo cual le entregaron cada uno quinientas dracm as. Es decir, le perm itían conseguir la li bertad por un precio inferior al que h ab ían pagado por ella. Según dice expresam ente el mismo texto, esta generosidad im plicaba que la joven debía a b a n d o n a r C orinto, ya que n in guno de los dos hom bres estab a dispuesto, desde luego, a verla «trabajar» en C orinto, su ciudad, en la que ellos m is mos estaban decididos a «sentar cabeza». P ara en contrar las dos mil dracm as necesarias p a ra su rescate, N eera acudió a varios de sus antiguos am antes, aco giéndose de este m odo a esa clase de préstam o am istoso y sin interés, el éranos, al que los hom bres libres aco stu m b ra ban a recurrir en caso de necesidad. Lino de ellos, un tal Fri-
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nión, que era ateniense, se encargó de reu n ir el dinero y ne gociar con los dos corintios. D espués se llevó consigo a Nee ra a A tenas. A unque la intervención de Frinión se presente como una com pra, se tra ta en realidad de u n a m anum isión. N eera será en lo sucesivo u na m ujer libre, la am an te principal de F ri nión, cuya vida licenciosa com parte: «Ella le acom pañaba a los festines y a todas partes donde iba a beber. E staba p re sente en todas las fiestas; él se exhibía con ella en todos si tios». Vemos una vez m ás los rasgos propios de la vida de la cortesana: una gran lib ertad de costum bres, la presencia en los lugares tradicionalm ente reservados a los hom bres, la participación en sus desenfrenos. Pero como N eera es ya una m ujer libre, lo es tam bién p a ra ab an d o n a r a su am ante. Sin em bargo, lo que es significativo, no se queda en A tenas, sino que huye como una vulgar esclava a M égara, donde p erm a nece dos años en una situación precaria. Por una p arte, A te nas y E sp arta estaban en guerra, y M égara h abía tom ado p artido por E sparta, lo que contribuía a aislarla; dicho de otra forma, N eera no podía contar con ricos extranjeros de paso que la m antuvieran. Por o tra p arte, ni siquiera en M é gara encontró generosos protectores. Al m enos eso es lo que asegura el orador, quien, incluso con la selección de las p a labras que em plea, quiere hacer volver a N eera a la doble condición de esclava y de p ro stitu ta, au n q u e aparentem ente no es ni u n a cosa ni la otra. Necesitó, con todo, otro «pro tector» p ara volver a A tenas: no fue o tro que Estéfano. A n tes de seguir hay que hacer u n a observación: N eera era li b erta y de origen extranjero. Com o tal, tenía en A tenas el estatuto de m eteca, un estatu to que im plicaba, tanto p ara los hom bres como para las m ujeres, la protección de un «pa trón», de un prostates, cuya tarea fundam ental era la de re
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p resentar al m eteco ante los tribunales y hacerse fiador en todas las transacciones que llevara a cabo. Pero de la m is m a form a que el orad o r presenta la p a rtid a de N eera a M e g ara como u na hu id a y la com para por ello con u n a esclava fugitiva, así tam bién m uestra su relación con Estéfano como la de una p ro stitu ta en busca de un «protector». A hora bien, sean cuales fueran las razones ocultas de N eera, que nunca llegaremos a conocer, lo cierto es que Estéfano pensaba con vertirla en su m ujer y reconocer como suyos a los tres hijos de corta edad que, en opinión.del orador, h ab ía tenido con sus am antes circunstanciales, au n q u e no es raro p en sar que la últim a, una niña llam ada Fano, era seguram ente suya, ya que su estancia en M ég ara fue al p arecer b astan te larga. A dem ás, cuando Frinión, el prim ero que la h ab ía llevado a A tenas, intentó recuperarla, Estéfano hizo ratificar m edian te un acta oficial la libertad de N eera, de la que se hizo fia dor secundado por otros dos atenienses. ¿Podemos d a r cré dito a las acusaciones del pleiteante cuando afirm a que Es téfano pretendía beneficiarse de los favores de N eera, favo res que serían pagados tanto m ás caros cuanto que N eera p a saba por ser la esposa legítim a de un ateniense? Esto suscita adem ás m uchos interrogantes, ya que, como hem os visto, una unión sólo era legítim a si los dos cónyuges eran atenien ses. Lo cual im plica o bien que la ley no se aplicaba con tan to rigor como podría pensarse, o bien que N eera h ab ía sido reconocida o ad o p tad a por un ateniense, situación que ap a rece a m enudo en la com edia nueva. ¿Debemos pensar, por o tra parte, que cuando Frinión entabló un proceso contra N eera p ara recu p erar los bienes que ésta se h ab ía llevado al h u ir de su casa — vestidos, joyas y dos criadas— , Estéfano aceptó un arreglo según el cual N eera viviría altern ativ a m ente dos días con cada uno? Sin d u d a tales arreglos eran
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posibles en el caso de las cortesanas. T am b ién en este caso son elocuentes los testim onios de la com edia. Pero ¿y en el caso de una m ujer que pasab a por ser la esposa legítim a de un ateniense, hom bre político con am biciones? En todo caso, y siem pre según nuestro orador, N eera reanudó con más fuerza la vida de cortesana, asistiendo a los banquetes que se celebraban en la casa de cada uno de sus dos am antes. Sin em bargo, el tiem po pasaba. L a pequeña Fano, ya n u bil, fue d ad a en m atrim onio por Estéfano, que la p resen tab a como hija suya, a un tal Frástor, con una dote im portante, ya que se elevaba a tres mil dracm as, el mismo im porte — ¿pura coincidencia?— del precio que los dos corintios h a bían pagado por com p rar a su m adre unos veinte años an tes. El m atrim onio, siem pre según el orador, no prosperó, ya que Fano había contraído ju n to a su m adre costum bres lujosas que su m arido no podía satisfacer. Este la repudió, por tanto, cuando estaba encinta, y sin devolver la dote. Es téfano, en calidad de kyrios de Fano, intentó entonces una ac ción contra su yerno «en virtud de la ley que obliga al m a rido, en caso de repudio, a restituir la dote o, en su defecto, a p agar los intereses a una tasa de nueve óbolos». El yerno replicó intentando una acción contra su suegro «por h ab er dado en m atrim onio a un ateniense a la hija de una extran je ra haciéndola pasar por suya». Es digno de tener en cuen ta el valor ejem plar de esta historia, y la im portancia que re presenta p ara el historiador de la sociedad ateniense un p ro ceso como el de N eera. Finalm ente, yerno y suegro llegaron a un acuerdo p ara retirar sus respectivas dem andas. Es evi dente que los dos hom bres no tenían la conciencia m uy tra n quila. Pero tam bién es lícito p reguntarse si d etrás de toda esta historia no se ocultan ajustes de cuentas políticos. Es téfano había form ado p arte de los m ás allegados a un poli-
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tico influyente en los años setenta del siglo IV. T ras el exilio de éste, parece ser que se unió al p artido de Eubulo, p a rti dario de una política de abandono del im perialism o. Es po sible que F rástor, su yerno, haya sido influido por los hom bres del partido contrario, al acecho de todo lo que pudiera d esacreditar a un adversario político. A hora bien, vivir con una cortesana no era en sí mismo un perjuicio. Pero hacerla p asar por su m ujer e in tro d u cir a sus hijos en el cuerpo cí vico era algo grave. Por o tra parte, poco después se acusa a F rástor de la m ism a ofensa, pero con circunstancias aten u an tes. Este, enferm o, h ab ía consentido readm itir a Fano. Y ésta, acom pañada de su m adre, iba a cuidarlo. C u an d o dio a luz al hijo que esperaba, F rásto r lo reconoció como suyo. U n a vez más nos encontram os con la introducción en la ciu d ad de un hijo ilegítimo, ya que si Fano era u n a extranjera su unión con F rásto r no era legal. M erece la pena una vez m ás rem itirnos al texto: «C uando aún estaba enfermo, F rás tor quiso que el niño en cuestión fuese adm itido en su fra tría y en el genos de los B ritidas al que él mism o pertenecía. Los m iem bros del genos sabían sin d u d a quién era la m ujer con quien F rásto r se h abía casado en prim eras nupcias: la hija de N eera; sabían que la h ab ía repudiado y que sólo in fluido por la enferm edad h ab ía consentido en recoger al niño. V otaron en contra de la adm isión y el niño no fue inscrito». Sin em bargo, la historia no term in a aquí. H ab ía que en co ntrar un nuevo esposo p ara Fano, ya que ésta h abía sido rep u d iad a por su m arido. Siguiendo u n a vez m ás la opinión del orador, Estéfano recurrió a u n a especie de chantaje con tra un tal Epainetos, que frecuentaba su casa y al que h abía sorprendido en el lecho de Fano, chantaje tan to m ás incom prensible cuanto que dicha casa era, al parecer, un ergasterion, una casa de prostitución; E painetos se sometió sin em-
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bargo a este chantaje tras un com prom iso, y aceptó entreg rar a Fano una dote de mil d racm as p ara facilitarle un n u e vo m atrim onio. G racias a ésta consiguió Estéfano que Fano fuera adm itida como esposa legítim a por un hom bre pobre pero de noble cuna, Teógono. A hora bien, quiso la suerte que el tal Teógono fuese escogido p ara cum plir d u ran te un año las funciones de arconte-rey, el m agistrado que presidía las cerem onias religiosas oficiales. E ntre estas cerem onias fi g u rab an las A ntesterias, fiestas en honor de Dionisos, que destacaban el segundo día por la celebración de una hierogamia, una unión a la vez sim bólica y real entre el dios re presentado por el arconte-rey y la m ujer de éste. Y aq u í te nem os a nuestra Fano, hija de cortesana y, si dam os crédito al pleiteante A polodoro, cortesana ella m ism a, convertida en reina. C om prendem os la em oción que debió apoderarse de los jueces cuando oyeron las p alabras del pleiteante: «Esta m ujer ha celebrado los sacrificios sagrados en nom bre de la ciudad. H a visto lo que no tenía derecho a ver por ser ex tran je ra . U n a m ujer como ella ha entrado allí donde nadie entre los num erosos atenienses puede hacerlo, excepto la m ujer del rey. Ella ha recibido el ju ram en to de las sacerdotisas que asisten a la reina en las cerem onias religiosas. H a sido en tregada en m atrim onio a Dionisos. H a llevado a cabo en nom bre de la ciudad los ritos tradicionales dedicados a los dioses, ritos num erosos, sacrosantos y misteriosos. Y algo que nadie puede entender: ¿cómo la prim era que llega pue de hacerlo sin com eter sacrilegio, y con m ás razón u n a m u je r como ésta que h a llevado la vida que todos conocéis?». La continuación del alegato no nos dice n ad a más acer ca de la vida de N eera en p articu lar ni de la de las cortesa nas en general. Señalem os sin em bargo que, tras una larga digresión, el orador, rean u d an d o las acusaciones contra Nee-
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ra, recuerda que ésta, p a ra seguir a sus diversos am antes, vi vió unas veces en el Peloponeso, otras veces en Tesalia, o in cluso en Jo n ia, antes de volver a A tenas; y su exclamación final es ciertam ente significativa: «¡Y estaríais dispuestos a declarar ateniense a una m ujer como ésta, universalm ente conocida por haber dado la vuelta al mundo!». Al lado de la ateniense de buena fam ilia, retirad a en el gineceo ju n to con sus sirvientas y que, como la esposa de Iscóm aco en el Económico de Jenofonte, no había visto n ad a antes de su m a trim onio, N eera representa a la m ujer libre, que ha viajado, que ha podido inform arse de todo en el transcurso de los banquetes a los que asistió y cuya seducción no era sólo fí sica. Por otra p arte, y haciendo caso omiso de la cronología, el orador deja en la som bra una realidad: la larga duración de la unión entre N eera y Estéfano, que nos recuerda el p re cedente Pericles-Aspasia. A dem ás, el o rador utiliza esta opo sición entre m ujeres ciudadanas de nacim iento y cortesanas p a ra reclam ar una condena. Si N eera es absuelta, las que son como ella h arán «todo lo que les apetezca, seguras de que la im punidad les es otorgada por vosotros y por las le yes» ... «las cortesanas serán elevadas a la dignidad de m u jeres libres cuando hayan obtenido el privilegio de tener hi jos legítimos a su voluntad»; y el o rador añade: «No se pue de perm itir que aquellas que h an sido educadas p o r sus p a dres en la virtud y con una solicitud tan grande, aquellas que han sido casadas conforme a las leyes, tengan pública m ente como igual y ciu d ad an a a la m ujer que ha practicado tan tas obscenidades, varias veces al día y con varios h o m bres, y según el capricho de cad a uno». Nos g u staría saber cómo term inó el proceso, y si N eera fue absuelta o conde n ad a por los jueces atenienses. El aspecto político del p ro ceso contra un hom bre que era un adversario de Demóste-
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nés, en aquel m om ento todopoderoso en la ciudad (estamos en el año 340, poco antes de la reanudación de la gu erra con tra Filipo de M acedonia, que acab aría de m anera desastro sa p ara A tenas, y pon d ría ñn definitivam ente a su p rep o n derancia m arítim a), desem peñó tal vez un papel d eterm i nante en la decisión de los jueces. Pero aunque N eera fuese condenada, no por ello m erm ó sin em bargo la libertad de las cortesanas; a finales de la épo ca clásica y a comienzos del período helenístico, aún conti n ú an estando en p rim era fila en la ciudad. B asta con recor d a r a la fam osa Friné, que sirvió de m odelo al escultor P ra xiteles y que fue defendida, en un proceso en tablado contra ella por uno de sus antiguos am antes que la acusaba de h a ber introducido en A tenas el culto de u n a divinidad nueva, por el orador H ipérides, uno de los principales dirigentes de la ciudad. Parece ser que éste, p a ra conseguir que los jueces fueran indulgentes con su cliente, no dudó en descubrir el pecho de la joven. L a anécdota es m uy conocida y ha ins pirado a pintores y escultores, aunque su autenticidad es d u dosa. Pero lo que im porta, más que el hecho de desvelar los encantos de su cliente, es que un hom bre tan conocido como H ipérides se haya declarado ab iertam en te en favor de una cortesana, tam bién que sea contra la propia Friné, como a n tes sucedió con N eera, contra quien se en tab la el proceso, y finalm ente el origen m ism o de este proceso, la introducción de un culto extranjero en la ciudad, un culto del que se nos dice que im plicaba cerem onias secretas en las que partici p ab an ju n to s hom bres y mujeres. U n a vez m ás, no podem os dejar de señalar la relación que existe entre la cortesana y la transgresión de las reglas de la ciudad. U n a transgresión que seguram ente se va afianzando a m edida que A tenas ve dism inuir su protagonism o político en un m undo dom inado
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en lo sucesivo por los soberanos que se han repartido el im perio de A lejandro. H ipérides, que desem peña sin d u d a un papel im portante en la ú ltim a rebelión, tras el anuncio de la m uerte del conquistador, es al m ism o tiem po el testigo de estas transgresiones. Fue él quien, p a ra asegurar la de fensa de la ciudad tras la d erro ta de los griegos ante Filipo de Q ueronea, propuso u n a liberación m asiva de esclavos y la naturalización de los extranjeros residentes. El había ins talado en su casa, tras echar de ella a su hijo legítimo, a la cortesana M irrina, «m ujer m uy cara de m antener». Pero m antenía tam bién a otras dos cortesanas, a A ristágora en su casa del Pireo, y a la teb an a Fila, a la que h ab ía liberado por veinte m inas (dos mil d racm as), en su propiedad de Eleusis. Por los mism os años vino a refugiarse a A tenas, donde le había sido concedido el derecho de ciudadanía, el tesore ro de A lejandro, H arpalo. Este h ab ía huido con u n a parte del tesoro que le h ab ía sido confiado, y pensaba utilizarlo p ara p rep arar su revancha contra el m acedonio. En un p rin cipio se instaló en A tenas, donde vivía con una cortesana, Pitónica. Esta m urió de parto, y H arp alo hizo erigir p ara ella una tu m b a suntuosa por la que al parecer pagó trein ta talentos (ciento ochenta mil dracm as). C uando H arpalo, mez clado en un asunto turbio, tuvo que h uir de A tenas, confió el hijo de Pitónica a Foción, un político m uy im portante; un hom bre cuya virtud y piedad eran muy alabadas, y que no d u d a sin em bargo en recoger al hijo de una cortesana 35. La com edia nueva, la principal producción literaria de este período que ha llegado h asta nosotros, nos d a u n a pru e ba del lugar que ocupaba la cortesana en la sociedad ate niense de finales del siglo IV. Por supuesto, y ya quedó di cho a propósito de A ristófanes, hay que ab o rd ar con ciertas
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precauciones un género tan p articu la r como es el teatro có mico p ara procurar descubrir a través de él las realidades de la sociedad contem poránea. La dificultad es m ayor en este caso por el hecho de que, a pesar de los últim os descu brim ientos, conocemos esta com edia nueva sólo de m anera fragm entaria, y a través sobre todo de las adaptaciones que los cómicos latinos, Plauto y Terencio, han hecho de ella. Por consiguiente, es difícil sep arar la p arte que refleja las realidades atenienses de los últim os años del siglo IV de aquella que representa a la sociedad rom ana. No obstante, y ya que éste es un teatro de situaciones, podem os u tilizar lo como testim onio. A hora bien, es evidente que la corte sana es uno de los personajes principales que aparecen en él, cuando no form a p arte directam ente del centro de la intriga 36. Podemos preguntarnos p o r las razones de esta constante presencia. Algunos han querido ver en ella u n a p ru eb a de la decadencia m oral de A tenas y del ocaso de la institución fam iliar a finales de la época clásica. Pero esta idea p resu pone que el teatro refleja casi autom áticam ente la realidad social contem poránea. A hora bien, au n q u e es cierto que el teatro m uestra las preocupaciones de los contem poráneos y ayuda a superarlas parcialm ente gracias a su lado cómico, no debe ser reducido por ello a una sim ple ilustración de las realidades sociales. Dicho de otro m odo, las cortesanas no o cu p ab an sin d u d a en la sociedad ateniense de finales del siglo IV el lugar que le otorgan los autores de la com edia n u e va. Sin em bargo, este lugar es real, y la presencia de las cor tesanas revela un fenóm eno de alcance considerable2 ya que refleja la lenta desaparición de los valores tradicionales de la ciudad: la im portancia creciente del dinero como símbolo de libertad y de poder. T odas las cortesanas de la com edia
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nueva son ante todo m ujeres que se definen por su relación con el dinero. Lo que es determ in an te p a ra ellas en la elec ción de sus am antes es la im p o rtan cia de los regalos que és tos les hacen. Y esta avidez, esta codicia, aparece como el símbolo distintivo del personaje de la cortesana^ hasta el punto de poder convertirse en el m otor mism o de la intriga; así sucede en la com edia de Plauto, Asinaria, inspirada di rectam ente en un original griego, Onagos («El arriero de bo rricos»), de un tal Demófilo, contem poráneo de M enandro. T oda la acción gira en efecto en torno a la necesidad que tie ne el protagonista de conseguir las veinte m inas (dos mil dracm as) que le p erm itirán gozar de los favores de u n a cor tesana du ran te un año entero. Q ue quede claro que ésta es u n a m ujer libre, y que no se tra ta en este caso — como su cedía en el de N eera, m encionado anteriorm ente— de res catar su libertad. Conviene, por supuesto, evitar creer que las cantidades señaladas por los autores cómicos son abso lutam ente fiables, y concluir por ello que era siem pre tan caro m antener a u na cortesana. Pero hay que recordar tam bién que veinte m inas era el im porte de la fortuna que se exi gía p a ra form ar p arte del cuerpo de los ciudadanos activos en la constitución im puesta por el m acedonio A ntípatros a A tenas en el año 322, lo que tuvo p o r resultado a p a rta r de la vida política a m ás de la m itad de los atenienses. Se com p rende por ello el «poder» de hecho que podía ad q u irir de esta m anera u na rica cortesana, poder cuya am plitud nos m uestran las situaciones inventadas p o r los autores de co medias. Así, por ejemplo, en La Andria, in sp irad a d irecta m ente en La Perintiana de M enandro, la cortesana Crisis, a punto de m orir, cede en p ren d a su joven h erm an a al ate niense Pánfilo y le lega sus bienes, reproduciendo la función que tiene el kyrios en la sociedad ateniense. M ás significativo
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aún es el papel de T ais en E l eunuco de Terencio, cuyo tem a está tom ado igualm ente de M enandro. T am bién ella es m uy rica gracias a la generosidad de sus diversos am antes. Pero en esta riqueza se basa su poder, y lo que buscan en ella los jóvenes que la rodean y a quienes concede sus favores es su protección, su patronazgo. M ás aún, en otras dos com edias de Terencio, am bas adaptaciones de M enandro, el Heauton timorumenos y Hécira, el au to r latino califica a la cortesana de nobilis, noble. Es evidente que en ninguno de los dos casos el poeta se m uestra irónico, pues si bien la B aquis del Heau tontimorumenos aparece sobre todo como una m ujer ávida de dinero y de riqueza, la de Hécira es, por el contrario, un p er sonaje lleno de cualidades, que proclam a ser diferente de las dem ás cortesanas y digna por lo tanto de la am istad de un hom bre de bien. Poco im porta que tales cortesanas hayan existido en la realidad. Lo que es fundam ental es esa rela ción con el dinero, fundam ento de poder, que refleja las rea lidades nuevas que van consolidándose en la A tenas de finales del siglo IV. La cortesana se convierte de esta form a en el símbolo mismo de las transform aciones de la ciudad. M ujer de la ca lle, que tom a parte en los banquetes, que m aneja dinero, que habla a los hom bres de igual a igual, no es sólo un persona je al m argen de la sociedad. En ese club de hom bres que re sulta ser la ciudad, donde la m ujer es una etern a m enor, ella encarna evidentem ente la inversión de los valores cívicos, la m ujer libre e independiente tanto en palab ras como en com portam iento; libertad e independencia adq u irid as por la ven ta pública de su cuerpo, sin duda, pero una venta en la que, h asta cierto punto, ella sigue siendo la dueña, sobre todo cuando dispone de riqueza, que es, claram ente, la base en ú ltim a instancia de su libertad.
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La esclava
Ya sabem os que la esclavitud es u n a de las características fundam entales de las sociedades antiguas. No se tra ta ahora de hacer un repaso a la historia. B asta con reco rd ar que en A tenas es uno de los com ponentes básicos de la ciudad y que su desarrollo se h a ido consolidando a lo largo de los dos siglos de su apogeo. Los esclavos eran num erosos en A te nas, aunque todos los intentos de calcular su núm ero hayan fracasado, y podem os encontrarlos tan to en las actividades estrictam ente económ icas como en las dom ésticas. Pero lo que los caracterizaba era ante todo ser objeto de propiedad, m ercancía que podía com prarse, venderse, alquilarse, em pe ñarse, según las circunstancias. Si no puede precisarse el n ú m ero total de esclavos (¿sesenta mil, cien mil, acaso m ás...?), m enos aún podem os calcular la proporción de m ujeres en el total de la m asa servil. Es casi seguro que, a diferencia de los hom bres, su cam po de actividad era relativam ente lim i tado. M ientras que un hom bre esclavo podía ser cam pesino, obrero, agente com ercial, escribano, forense, policía, m ari nero, etc., las m ujeres esclavas tenían empleos dom ésticos, aunque circunstancialm ente podían vender fuera el producto de su trabajo. La m ayoría de las m ujeres esclavas eran efec tivam ente sirvientas, som etidas a la d u eñ a de la casa. Ya he mos visto cómo en el Económico, Jenofonte describe las fun ciones de la du eñ a de la casa, y que la m ás im p o rtan te de todas consiste en organizar el trabajo de las sirvientas, en señarles a hilar la lana, a tejer los paños que h an de servir p ara vestir a las personas de la casa, a am asar el pan, a do b lar y g u ard ar las ropas y a m an ten er la casa en orden. En la com edia, casi siem pre es la sirvienta la que p rep ara la co m ida, aunque en las casas im portantes, y sobre todo a par-
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tir del siglo IV, se recu rra a m enudo a un cocinero. F inal m ente, una de las actividades fundam entales de las m ujeres esclavas consiste en ocuparse de los niños pequeños, y la no driza es, tanto en el teatro como en la vida real, un perso naje familiar. Es posible que, ap arte de la dedicación al trab ajo dom és tico, se haya utilizado a m ujeres esclavas exclusivam ente como obreras en m anufacturas p ara el m ercado. No aparece en los alegatos ningún ejem plo concreto de talleres fem eni nos, pero en las Memorables, Jenofonte nos proporciona por casualidad la p rueba de su existencia. Sitúa la escena al fi nal de la guerra del Peloponeso, cuando los T rein ta eran dueños de A tenas: a un ateniense que se queja de los tiem pos difíciles que le toca vivir y de la necesidad en que se en cuentra de albergar y alim en tar a las num erosas m ujeres de su familia, Sócrates le sugiere que las haga trab ajar. Podría de esta m anera vender el producto de su trabajo, harina, pan, m antos, túnicas, etc., como hacen algunos atenienses. A lo que le replica el otro: «Estas personas com pran a gente incivilizada y pueden obligarles a hacer el trabajo propio de los esclavos; pero yo tengo a mi cargo personas libres y ade m ás pertenecientes a la familia» 37. Es probable — ya que J e nofonte llam a por su nom bre al p an ad ero Cirebo y a los sas tres Dém eas y M enón— , que haya habido en A tenas, por lo m enos en el siglo IV, talleres de esclavas cuyo destino era con seguridad m ás d u ro que el de las sirvientas destinadas al trabajo dom éstico. Pero tan to obreras como trabajadoras dom ésticas, las esclavas estab an destinadas fu ndam ental m ente a las tareas de la cocina y a la fabricación de paños. Estas m ujeres no tenían por supuesto vida fam iliar algu na. Y a hem os visto cómo Jenofonte contaba en el Económico las intenciones de Iscóm aco, al aconsejar a su m ujer que pro
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curara que las habitaciones donde d orm ían hom bres y m u jeres estuviesen separadas « p ara evitar que las esclavas ten gan hijos sin nuestro perm iso». Sin em bargo, las esclavas te nían hijos, pero la m ayoría de las veces estos niños «nacidos en el oikos» eran fruto de las relaciones con el dueño. L a es clava, especialm ente la joven sirvienta, estaba a disposición del que la había com prado y éste podía por lo tanto intro ducirse im punem ente en su cam a... o en treg arla a sus am i gos en u na noche de borrachera. Pero lo que p ara algunos era sólo algo circunstancial era p a ra otros una fuente de in gresos. E n efecto, las p ro stitu tas eran la m ayoría de las ve ces esclavas, así como tam bién lo eran las flautistas y las bai larinas, habituales en todos los banquetes 38. E ra com pleta m ente lícito com prar esclavas p a ra dedicarlas a la p ro stitu ción y hacer de ello un m edio de vida. Y b asta con pensar en la actividad del Pireo d u ran te los dos siglos de hegem o nía ateniense, en la m u ltitu d de extranjeros, m arineros, via jeros que se ap iñ ab an en él, p a ra im aginar fácilm ente el p ro vecho que algunos podían sacar explotando la prostitución. ¿T enían estas m ujeres alguna posibilidad de liberarse de su condición? A ntes hem os visto el ejemplo de N eera, que pudo rescatar su libertad gracias a la generosidad de an ti guos am antes. Pero N eera era una cortesana de altos vue los. Las pomai que callejeaban por el Pireo tenían m uy po cas posibilidades de conseguirlo. En cuanto a las otras es clavas, su liberación dependía sólo de la b u en a voluntad del dueño, y la decisión de éste podía ser d ictad a por el afecto, a veces incluso por el agradecim iento: un pleiteante recuer d a con emoción a su vieja nodriza, m an u m itid a por él, pero que continuaba viviendo en su casa, pues los vínculos que les unían eran m uy fuertes 39. Y vamos a term inar. La situación de la m ujer en A tenas
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dependía ante todo de su inserción en el m undo ciudadano o de su exclusión de él. No podem os h ab lar de m ujeres ate nienses, sino de atenienses que eran m ujeres o hijas de ciu dadanos, extranjeras y esclavas. Estas diferencias de condi ción eran tan fundam entales p ara las m ujeres como p a ra los hom bres, lo que no im pedía, p o r supuesto, que en la reali dad cotidiana a veces desaparecieran. La señora de buena fam ilia vivía m ás cerca de sus sirvientas que de las que eran como ella. L a m ujer del rico m eteco apenas se diferenciaba de la «ciudadana» de posición desahogada. L a cortesana po día m overse m ás librem ente que la m ujer de Iscóm aco. Pero sobre todo, y como la ciudad era un club de hom bres, como era tam bién y principalm ente u n a com unidad política, estas diferencias de condición, por esenciales que fuesen, se ate n u ab an en u na exclusión com ún. Sólo una cosa seguía es tando a favor de la «ciudadana»: el hecho de que era indis pensable a la com unidad cívica, ya que garan tizab a su reproducción.
C.
La mujer espartana
«H ola, querida laconiana, ¿cómo estás, Lam pitó? ¡Cómo res plandece tu belleza, querida! ¡Qué buen color! ¡Qué cuerpo tan vigoroso tienes! Podrías estran g u lar a un toro.» C on es tas palabras recibe a su cóm plice esp artan a la protagonista de la com edia de Aristófanes, Lisístrata , la cual, p ara poner fin a la guerra interm inable entre A tenas y E sparta, p ropon d rá a las m ujeres de am bos bandos que hagan la huelga del am or. El au to r cómico, que se dirigía a un público atenien se, repetía a su m anera lo que en A tenas era un lugar co m ún tratándose de m ujeres espartanas: a diferencia de las
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dem ás m ujeres griegas, vivían volcadas al exterior, se adies trab a n p a ra las carreras y p a ra la lucha, en las que rivali zaban con los hom bres, por lo que sus características físicas eran las m ism as que las de éstos: vigor físico y tez broncea da propias de deportistas como ellas. A ntes de seguir, es im p o rtan te hacer una observación: en esta prim era p arte del libro estoy esforzándom e todo lo po sible por dejar constancia de cuál era la situación real de las m ujeres en la G recia antigua, tan to en el orden ju ríd ico como en el ám bito de lo cotidiano. Y ni que decir tiene que cuan do en un alegato el orad o r alude a u n a ley concreta sobre el adulterio o m enciona el im porte de u n a dote, podem os con siderarlos, con toda razón, como hechos reales. C iertas p a labras son igualm ente reveladoras de lo que podía ser la vida cotidiana de las m ujeres en la A tenas clásica. Pero cuando se tra ta de E sparta, y no sólo de las m ujeres espartanas, todo se com plica. En efecto, no tenemos p rácticam ente ningún do cum ento de origen esp artan o relativo a la época clásica, ni inscripción, ni discurso político o ju d icial procedente de u n a fuente espartana. C uan d o un espartano habla, siem pre es un ateniense el que le hace h ab lar y el que le p resta las pala bras que él im agina que hab ría utilizado el espartano. Así sucede, por poner sólo un ejemplo, con el discurso que T ucídides pone en boca del rey A rquídam o a comienzos de la guerra del Peloponeso. Pero aú n hay m ás. Por razones que debido a la extensión de este libro no podem os detenernos a explicar, E sp arta representó p ara algunos medios atenien ses, desde finales del siglo V, un modelo de ciudad perfecta, caracterizada por u n a originalidad absoluta que la conver tía, como m ínim o, en u n a anti-A tenas. El historiador debe esforzarse por lo tan to en descubrir a través de este «m ila gro espartano» la p arte de realidad que h ab ía en él. Intento
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peligroso, que puede llevar a reconstrucciones m ás o menos frágiles y siem pre hipotéticas 40. Por lo que se refiere a las m ujeres, hay tres textos que nos interesan especialm ente. El m ás antiguo d a ta de los p ri meros decenios del siglo IV. Pertenece a Jenofonte, que, como ya hem os visto, vivió en Laconia. Bien es verdad que Jenofonte era un adm irad o r incondicional de E sparta, hasta el punto de llegar a traicio n ar por ella a su p atria. No obs tante, debem os ad m itir que conoció una innegable realidad esp artan a y que nos inform a de ella, aunque em bellecida por su plum a. El segundo texto está tom ado de la Políiica de A ris tóteles. P lantea num erosos problem as, como ya veremos, pero corrige sustancialm ente la descripción de Jenofonte. El tercer texto, por últim o, es un im p o rtan te pasaje de la Vida de Licurgo de Plutarco. Plutarco es un escritor griego de fi nales del siglo I de n u estra era cuya ob ra m ás conocida es esas Vidas paralelas de los grandes hom bres de la historia grie ga y ro m an a a la que ya nos hem os referido. O b ra de m o ralista y no de historiador, pero que a nosotros nos interesa porque recoge tradiciones, incluso docum entos cuya existen cia desconoceríam os com pletam ente a no ser por ella. La Vida de Licurgo especialm ente, de ese legendario legislador al que se atrib u ían las instituciones de E sp arta, contiene todo lo que la tradición h a podido conservar sobre la historia de E sp arta y sobre todo en lo relativo a la originalidad de su constitución. Por lo que se refiere a las m ujeres, si bien re coge algunas observaciones hechas por Jenofonte en la Re pública de los lacedemonios, el largo espacio que les dedica (ca pítulos 14 y 15) es m ucho m ás preciso en algunos puntos, especialm ente al tra ta r de la educación, de los ritos del m a trim onio y de otras cuestiones similares. C om enzarem os en prim er lugar por los textos de Jen o -
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fonte y de Plutarco. Es en el prim er capítulo de la República de los lacedemonïos donde ab o rd a Jenofonte el problem a de las mujeres. Y en seguida especifica el prim er com etido de la m ujer espartana: la procreación, función de la que se deri van las otras norm as a las que está obligada. «Los otros grie gos quieren que las jóvenes vivan como la m ayor p arte de los artesanos que son sedentarios, y que trab ajen la lana en tre cuatro paredes. Pero ¿cómo puede esperarse que mujeres educadas de esa form a tengan u n a m agnífica prole? Licurgo pensó, por el contrario, que b astab a con los esclavos p ara ocuparse de la vestim enta y, considerando que el quehacer m ás im portante p a ra las m ujeres era la m atern id ad , dispuso prim ero que las m ujeres p racticaran los mismos ejercicios fí sicos que los hom bres; después estableció carreras y p ru e bas de fuerza tanto entre las m ujeres como en tre los hom bres, convencido de que si los dos sexos eran vigorosos ten d rían retoños m ás robustos» (I, 3-4). Vemos, pues, que es una vida com pletam ente opuesta a la de los «otros griegos» que encierran a sus m ujeres y las obligan a trab a jar la lana; u n a vida volcada hacia fuera y que no se diferencia en n ad a de la de los hom bres. P lutarco aporta inform aciones com plem entarias a propósito de esta educación de las jóvenes. «Por orden suya (de Licurgo), las jóvenes se adiestraron en las carreras, en la lucha, en el lan zam iento de disco y de ja b alin a ... D espreciando la b lan d u ra de una educación hogareña y afem inada, acostum bró a las jóvenes, lo m ism o que a los jóvenes, a m ostrarse desnudas en las procesiones, a d an zar y can tar con ocasión de algu nas cerem onias religiosas en presencia de los m uchachos y bajo su m irada» (X IV , 3-4). E sta desnudez no tenía nad a de llam ativo, pues era la desnudez del atleta. Pero P lutarco siente necesidad de justificarla: «La desnudez de las jóvenes
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no tenía nada de deshonesto, ya que era p areja del pudor, y no había lugar p a ra el libertinaje», aunque, como más ade lante señala, tam bién era «una form a de incitación al m atrim onio» 41. Jenofonte se lim ita a indicar dos cosas a propósito del m atrim onio espartano: por u n a p arte, la obligación que te nían los hom bres de casarse al llegar a la plenitud de la vida, y por otra, reglas estrictas referidas a las relaciones entre es posos. «V iendo que en los comienzos del m atrim onio los hom bres se em parejan con sus m ujeres sin ninguna m ode ración, decidió que en E sp arta se h aría lo contrario, y dis puso que sería algo vergonzante que un hom bre fuera visto en trando o saliendo de la habitación de su m ujer. E n estas condiciones, los esposos se desean más el uno al otro, y los hijos, si los tienen, son m ás fuertes que si los esposos estu viesen hartos uno del otro» (I, 5). T am bién en este caso ap o rta P lutarco datos m ucho más precisos y detallados. D espués de recordar que el celibato es ta b a prohibido, revela las curiosas condiciones del m atrim o nio espartano: «En E sp arta el m atrim onio se llevaba a cabo rap tan d o a la m ujer, que no debía ser ni dem asiado peque ña, ni dem asiado joven, sino que debía estar en la plenitud de la vida y de la m adurez. L a joven ra p ta d a era entregada a u n a m ujer llam ada nympheutria, que le co rtaba el cabello al rape, le ponía vestido y calzado de hom bre y la tendía so bre un jergón, sola y sin luz. El recién casado, que no esta ba ebrio ni debilitado p o r los placeres de la m esa sino que, con su sobriedad acostum brada, h ab ía cenado en los phiditia (com idas públicas donde se servía el famoso caldo negro), en traba, le d esatab a el cinturón y, tom ándola en sus brazos, la llevaba a la cam a. Después de p asar con ella un breve es pacio de tiem po, se retirab a discretam ente y se iba a dor-
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mir, según esa costum bre, en com pañía del resto de los jóve nes» (X V , 4-7). E sta extraña cerem onia ha suscitado m uchos com enta rios entre los autores m odernos. Se ha querido ver en ella el recuerdo de ciertos ritos de iniciación, tal como los encon tram os en otras sociedades, con inversión de papeles (la jo ven rap ad a y vestida con ropa m asculina) y período de re clusión 42. A ñade Plutarco que tras este prim er acoplam ien to rápido, los encuentros entre esposos conservaban un ca rácter de clandestinidad, hasta el pu n to de que «a veces un m arido tenía hijos antes de h ab er visto a su m ujer a la luz del día». De nuevo nos encontram os con la indicación ap o r tad a por Jenofonte, así como con la justificación de u n a p rác tica sem ejante: m an ten er el deseo entre los esposos p ara h a cerlos m ás fecundos. Es in teresante sin em bargo com probar que P lutarco racionaliza menos que Jenofonte com porta m ientos de los que, evidentem ente, no llega a cap tar lo esencial. Porque no podem os d ejar de co n statar que no siem pre estas prácticas conseguían el fin p a ra el que estaban conce bidas, por lo que se tom aron m edidas que, una vez más, iban en contra de lo que hacían los otros griegos: conseguir al menos, si no que las m ujeres fueran propiedad com ún, u n a especie de legitim idad del adulterio, si éste tenía como objetivo la procreación. «Podía suceder, no obstante, que un anciano tuviese u n a mujer, joven. Entonces Licurgo, viendo que a esta edad uno ppütegé a su m ujer con celosa solicitud, hizo una ley en contrk de estos celos, y dispuso que el an ciano eligiese un hom bre cuyas cualidades físicas y m orales le ag rad aran y lo llevase ju n to a su m ujer p ara que engen d ra ra hijos p a ra él. Si, por otro lado, un hom bre no quería co habitar con u na m ujer y deseaba sin em bargo tener hijos
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que le ho n raran , Licurgo le autorizó a escoger una m ujer que fuese m adre de una gran familia y de buena estirpe p ara tener hijos con ella si obtenía el consentim iento del m arido» (República de los lacedemonios, I, 7-8). P lutarco recuerda tam bién, en térm inos m ás o menos idénticos, estas dos «leyes de Licurgo», y necesita una vez m ás justificarlas: «Licurgo buscaba ante todo que los hijos no fuesen propiedad de sus padres, sino que fuesen un bien com ún de la ciudad, y p o r eso quería que los ciudadanos des cendieran de los mejores, no de cualquiera. D espués, sólo veía estupidez y ceguera en las reglas establecidas p o r los de más legisladores en esta m ateria. H acen, decía, que las pe rras y las yeguas sean m ontadas por los mejores m achos, que piden prestados a sus propietarios, bien de favor o bien m e diante u na cantidad de dinero; por el contrario, a sus m u jeres las m antienen bajo llave y las g u ard an , quieren que no tengan hijos m ás que de ellos, aunque sean idiotas, viejos o enfermos, como si los que tienen hijos y los educan no fue sen los prim eros en a g u an tar sus defectos, si son hijos de padres defectuosos, o, p o r el contrario, disfrutar de las cua lidades que por herencia les correspondan» (X V, 14-15). Es conveniente analizar d etalladam ente esta cita. La p ri m era justificación es m uestra, evidentem ente, de u n a cierta ideología de la ciudad a la que Platón, como m ás adelante verem os, d a rá en el siglo IV un carácter sistem ático. Y Plu tarco «lee» la realidad esp artan a en esta ocasión a través de Platón. Pero la segunda no es m enos elocuente, pues la com paración con las perras y las yeguas vuelve a poner a la m u je r espartana, a la que fácilm ente suponíam os m ás libre pues era m ás viril, en el lugar que le correspondía: ser un in stru m ento de procreación, un vientre fecundo donde lo que im p o rta es introducir el m ejor semen.
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¿En qué m edida estas reglas p reten d id am en te atribuidas a Licurgo existieron realm ente? Y si fue así, ¿hasta qué p u n to estaban vigentes aún en la cpoca clásica? H e aquí dos p re guntas de m uy difícil respuesta. No hay por qué p en sar que todo este discurso sobre la m ujer esp artan a sea p u ra inven ción. Es cierto que en E sp arta los ciudadanos eran en p ri m er lugar y ante todo soldados, y que hacían vida de cu ar tel h asta una edad avanzada, lo cual no favorecía sin duda las relaciones conyugales. Es probable que las jóvenes espar tanas fueran fuertes y robustas como la L am pitó de A ristó fanes, ya que el ejercicio físico ocu p ab a un lugar m uy im p o rtan te en su educación. F inalm ente, es posible que el m a trim onio haya traído consigo, hasta u n a época relativam en te tardía, esos ritos tan peculiares relatados por Plutarco. En cuanto a lo dem ás, es difícil pronunciarse, especialm ente en lo relativo a los repartos de m ujeres, a los nacim ientos ile gítim os que justificarían por sí solos un régim en com unita rio de la propiedad. Ahopa b^en, si la tradición atrib u ía a Li curgo bien un reparto igualitario o bien un com unism o a b soluto de los bienes, lo ç ie rto es que el régim en de la p ro piedad y de la transm isión de los bienes en la E sp arta de los siglos V y IV era de hecho sim ilar al que se conocía en otras partes. Jenofonte por su parte, en un capítulo de la República de los lacedemonios de cuya au ten ticid ad se ha dudado, pero que sin em bargo parece adecuarse a la realidad, reconoce que en su época las leyes de Licurgo «ya no se conservaban en su integridad». A firm ación corroborada por el fragm ento de la Política de A ristóteles al que ya hem os aludido. El fi lósofo, tras exam inar las instituciones esp artan as, atribuye su decadencia al «m al com portam iento de las m ujeres» que se rebelaron contra las leyes de Licurgo y «viven sin norm as y en la molicie», utilizando el poder erótico que tienen sobre
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los hom bres p ara m anejarlos. Pero tam bién son las mujeres, cosa m ás grave aún, quienes están en el origen del régim en de la propiedad: «U nos llegan a poseer una fortuna excesi vam ente grande, m ientras que otros sólo consiguen u n a muy pequeña; tam bién la tierra pasa de unas m anos a otras. La culpa la tienen u na vez m ás las leyes m al establecidas; el le gislador censura la com pra o v enta de la tierra, y tiene ra zón; pero ha perm itido que el que quiera puede donarla o legarla; ahora bien, de u n a form a u otra, el resultado es ne cesariam ente el mism o. A proxim adam ente las dos quintas p artes del país pertenecen a las m ujeres, porque hay m uchas herederas universales (epíkleroi) y p orque se d an dotes con siderables. A hora bien, hubiese sido m ejor suprim ir las do tes o perm itir sólo las que fueran escasas o como m ucho mó dicas; pero de hecho uno puede casar a su única heredera con quien quiera, y, en caso de m orir sin h ab er hecho tes tam ento, el tu to r encargado de la sucesión puede casarla con quien él desee» (Política, II, 9, 14-15). Este texto p lan tea n u m erosos problem as, a los que una vez más sólo puede res ponderse con hipótesis. P lutarco, en la Vida de Agisj) Cleome nes, los dos reyes reform adores espartanos que in ten taro n res tablecer en el siglo III las «leyes de Licurgo», d a el nom bre del legislador que al parecer fue el causante de la concen tración de los bienes raíces en E sparta, por p erm itir testar librem ente: un tal E pitadeo, que parece hab er vivido a co mienzos del siglo IV y que, p a ra d esheredar a su hijo p ro mulgó, apoyándose en su condición de éforo, u n a ley «que autoriza la donación de la casa o la tierra en vida del p ro pietario o dejarla en testam ento a quien se quiera». Pero esto no m uestra lo que, según A ristóteles, era lo peor: la concen tración de la tierra en m anos de las m ujeres, por su condi ción de herederas y po r la práctica de la dote. P lutarco sin
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em bargo insiste tam bién en esta riqueza de las m ujeres es p artan as, así como en su influencia política. H asta el punto de que tal vez consiguieron hacer fracasar el proyecto del jo ven Agis «pues resistieron, no solam ente porque iban a p er der el lujo que por desconocim iento de los bienes verdade ros ellas confundían con la felicidad, sino tam bién porque veían que les iban a q u itar el respeto y la influencia, fruto de su riqueza. Se dirigieron, pues, a Leónidas y le incitaron, por ser el m ás anciano de los dos reyes, a lu ch ar contra Agis y a obligar a éste a ab an d o n a r la contienda» ( Vida de Agis y Cleómenes, 7). Plutarco se inspira p ara hacer este relato en los escritos de un tal Filarco, historiador ateniense del siglo I I I antes de n u estra era, y por lo tan to contem poráneo de los aconteci mientos que narra. Por ello se puede pensar que h abía algo de verdad en esta tradición de la riqueza de algunas m uje res espartanas, reconocida ya p o r A ristóteles a finales del si glo anterior. Sea como fuere, no deja de ser sorprendente la enorm e transform ación que supone u n a situación sem ejan te. La m ujer espartana, atítes p b tra rep ro d u cto ra seleccio nada, pasaba ahora al rango d e/p ro p ietaria, viviendo lujo sam ente, pudiendo disponer d e s ú s bienes, y desem peñando una función política en la ciudad. Es cierto que la ciudad tam bién había cam biado. El E stado orgulloso que aspiraba a dom inar el m undo griego era ya sólo u n a pequeña ciudad peloponesa obligada a im pedir la sublevación de los ilotas, incluso a concederles la libertad y la ciudadanía 43. Sin em bargo, el cam bio h ab ía sido rápido y no es fácil valorar, b a sándonos en los relatos de la A ntigüedad, su alcance real y sus consecuencias. E n todo caso, tam bién en esto se diferen ciaba E sparta de los «otros griegos», pues si bien es cierto que en la época helenística, y gracias a la decadencia de las
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viejas ciudades, la situación de las m ujeres en el m undo grie go se ha visto m odificada, tam bién lo es que en ningún lu gar han podido em anciparse las m ujeres de la tu tela partenal o conyugal. Y sobre todo, en ningún lugar h an conse guido desem peñar papel político alguno, a no ser — y en con diciones com pletam ente diferentes— ciertas reinas helenís ticas cuyas intrigas iban a ser m uy p ro n to la com idilla de todos.
C O N C L U S IO N
H em os intentado en las páginas precedentes poner de m a nifiesto la situación concreta de las m ujeres en el m undo grie go de los siglos V II al IV antes de n u estra era. H em os tra tado de definir, de Penélope a A spasia, de H elena a Friné, su puesto real en una sociedad esencialm ente m asculina. A unque hayam os accedido a esta realidad por m edio de do cum entos fundam entalm ente literarios y políticos, el hecho es que la m ujer griega, la m ujer libre, por supuesto, se en co ntraba situ ad a en un doble plano con respecto al hom bre. En el seno del oikos, de la unidad fam iliar, su función con sistía en asegurar la transm isión del patrim onio por la pro creación de hijos legítimos, y la conservación del mismo me diante u na buena gestión de los asuntos dom ésticos. L a es posa se consagra, de Penélope a la m ujer de Iscóm aco, a las
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m ism as actividades: hilar la lana, p re p a ra r las com idas, re cibir a los huéspedes, rep a rtir el trabajo entre las sirvientas. Es cierto que Penélope era adem ás reina, y su oikos, o m ás bien el oikos de su esposo, se confunde en p arte con la ciu dad de Itaca. T am b ién es cierto que la m ujer de Iscóm aco tiene num erosas sirvientas y confía u n a p arte de su tarea, como si fuera u n a reina de la epopeya, a u n a despensera, cosa que seguram ente no podían hacer el noventa p o r cien to de las m ujeres atenienses. Pero la m ujer está consagrada, de un extrem o al otro de la escala social, de una orilla del m undo griego a otra, y d u ran te cinco siglos, a las mism as tareas; a las tareas dom ésticas del interior, del oikos. E n cam bio, en la ciudad que va configurándose a lo largo del siglo IV sólo tiene un papel pasivo. O m ejor dicho, su única fun ción es la de asegurar a sus hijos, si es hija de ciudadano y por la vía del m atrim onio, la condición de ciudadanos. Pero ella no es responsable de dicho m atrim onio, ya que es su kyrios, su tutor, p adre o herm ana, quien llega al acuerdo me d iante el cual ella en tra eifi el olfys de su esposo. Por otro lado, no tom a p arte alg u n a^en ja vida de la ciudad, excepto en el caso de que algún acontecim iento trastoque los valores cívicos: es el caso, como ya hem os visto, de algunas situ a ciones de tiranía en que se vieron m ezclados m ujeres y es clavos. T al vez la única excepción entre todas las ciudades sea E sparta, donde la m ujer, liberada tan to del cuidado del oikos como de la educación de los hijos, recibe un en tren a m iento físico com parable al de los hom bres, y donde el atra c tivo físico, favorecido por la desnudez atlética, tuvo sin d u d a u n a gran im portancia en la resolución de los m atrim onios (aunque ya hem os visto que hay q u e to m ar ciertas p recau ciones a la hora de an alizar el testim onio de las fuentes). Así pues, m enores de edad, m arginales, excluidas de ese
CONCLUSION
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«club de hom bres» que es la ciudad, en cuya vida no p a rti cipan a no ser a través de las m anifestaciones religiosas. Y sin em bargo constituyen, como señala A ristóteles, la m itad de la ciudad. ¿Podem os desde este supuesto extrañarnos de que la m ujer ocupe un lugar tan im p o rtan te en el m undo de la im agen de los griegos? A hora es necesario in ten tar en contrar, a través de los escritos y los testim onios de los m is mos griegos, la im agen de esta m itad, inferior pero indispen sable, tem ida pero tam bién, a pesar del famoso «am or grie go», deseada, e incluso am ada.
10. P ito n isa d el o r á cu lo d e D e lfo s . A lo s g r ie g o s le s g u sta b a c o n o c e r e l parecer de lo s d io se s a n tes d e em p ren d er un via je a tierras lejanas. M u se o d e D e lfo s .
L
Fiesta dionisíaca. En este tipo de celebraciones, la participación de las mujeres resultaba esencial. Museo de Berlín.
12.
Cortejo nupcial. El matrimonio suponía pasar de la tutela de un hombre, generalmente el padre, a la de otro, el esposo.
a
m u j e r
e n
l a
c i u d a d
13. La cortesana y la esposa. Se tomaba una esposa para tener hijos legítimos, y una hetaira “para el placer”. Museo de las Termas, Roma.
14 .
Misterios de Eleusis. Deméter hace una ofrenda a Triptólemo, rey legendario al que se le atribuye la invención del arado. M useo Arqueológico de Espina (Ferrara).
15.
Copia romana de la Afrodita conocida com o Venus de Gnido. Según algunas fuentes, Friné, hetaira de Praxiteles, sirvió al escultor de modelo. M useo del Vaticano.
16.
M u jeres am a sa n d o pan. Preparar el pan era una d e las m u ch a s tareas c o n fia d a s a las e sc la v a s . M u se o N a c io n a l d e A ten as.
17 . A m azona atribuida a Krésilas. Este m od elo de belleza representaría bien el ideal espartano. M u seo del C apitolio, Roma.
Segunda parte LAS R E PR ESE N TA C IO N ES DE LA M U JE R EN EL M U N D O IM A G IN A R IO DE LOS G R IEG O S
No se conoce u n a sociedad sólo p o r los hechos jurídicos, so ciales o económicos. Con m ucha frecuencia, esta sociedad se m uestra con m ás nitidez a través de la im agen que se hace y que d a de sí m ism a que por medio de estadísticas o leyes, por m uy estables que sean; con m ayor motivo cuando no es posible elaborar dichas estadísticas, y cuando conocemos las leyes de m odo em pírico y fragm entario. Esto es especialm en te cierto en el caso de la G recia clásica, que tan to h a h ab la do de sí m ism a y que tantos y tan atractivos testim onios nos ha dejado sobre su form a de pensar. Por consiguiente, un es tudio de la m ujer en G recia im plica poner al día las im áge nes que los mismos griegos crearon y plasm aron en la epo peya, la poesía lírica, el teatro trágico y cómico, sin dejar de lado las opiniones de lös filósofos y los relatos de los histo-
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riadores. Ello no es nin g u n a novedad. Este tipo de estudios se lleva a cabo desde hace algunos años tanto en Estados U nidos como en E u ro p a occidental. E n Francia, sin ir más lejos, h an aparecido últim am ente u n a serie de artículos que se inscriben en esta línea. Ni que decir tiene que los ap ro vecharem os cuando sea necesario. No tratam os desde luego de dedicarnos a un estudio ex haustivo de toda la literatu ra griega. Nos centrarem os en al gunos aspectos y destacarem os algunos ejemplos. No volve remos a hablar, o lo harem os solam ente por alusión, de los poem as hom éricos, aunque éstos h ay an proporcionado a los griegos la base fundam ental de un sistem a de valores que nunca después se ha vuelto a discutir. Por otra parte,. los hemos utilizado al comienzo del libro, ya que era la única fuente capaz de perm itirnos h ab lar de las m ujeres en los al bores de la historia griega p ropiam ente dicha. Por consiguiente, com enzarem os con Hesíodo esta incur sión en el m undo im aginario de los griegos.
C A P IT U L O 3
La estirpe de las mujeres
H esiodo nació en Beocia, en u n a fecha im posible de preci sar, pero que generalm ente se sitú a hacia m ediados del si glo V I I I , es decir, en un período en el que, como ya hem os tenido ocasión de señalar, el m undo griego alcanza u n a gran im portancia histórica. El mism o nos dice que su pad re p ro cedía de la G recia asiática y q u e se estableció en A scra, don de recibió (o tomó) u n a tierra que legó a sus dos hijos. El resto com pete a la leyenda o a la hipótesis. No sabem os con detalle cómo llegó H esíodo a ser poeta, un poeta cuyas dos obras m ás im portantes han llegado h asta nosotros: una de ellas la Teogonia, donde H esíodo, inspirado por las M usas, encuentra «acentos divinos p ara glorificar lo que será y lo que fue», y, antes que n ad a, el origen de los dioses; la otra, Los trabajos y los días, es u n a especie de calendario religioso
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LA MUJER EN LA GRECIA CLASICA
y agrícola que se ha in terp retad o com o un testim onio sobre la vida del cam pesino griego en el com ienzo de su historia. Pues bien, estas dos obras tienen u n a considerable im por tancia desde el punto de vista de nuestro estudio, pues H e siodo desarrolla en ellas el m ito de P andora, de la creación de la prim era m ujer, y del nacim iento del genos gynaikon, de la estirpe de las m ujeres. El pretexto de esta creación es el robo del fuego a m anos de Prom eteo y la cólera de Zeus. «Y al punto, a cam bio del fuego, p rep aró un m al p a ra los hom bres: m odeló de tierra el ilustre Patizam bo u n a im agen con apariencia de casta doncella, p o r voluntad del C rónida. La diosa A tenea de ojos glaucos le dio ceñidor y la adornó con vestido de resplandeciente blancura; la cubrió desde la ca beza con un velo, m aravilla verlo, bordado con sus propias m anos. En su cabeza colocó una d iadem a de oro que él m is mo cinceló con sus m anos, el ilustre Patizam bo, p a ra ag ra d a r a su padre Zeus...». U n a vez engalanada, P an d o ra fue entregada a los hom bres. «Pues de ella desciende la funesta estirpe y las tribus de m ujeres, g ran calam idad p a ra los hom bres que con ellas viven» *. El m ito de P an d o ra aparece de nuevo y de forma m ucho m ás d etallada en Los trabajos y los días. T am b ién aq u í se m a nifiesta al com ienzo la cólera de Zeus tras el robo del fuego, cólera que ahora se exterioriza claram ente: «Yo a cam bio del fuego les daré un m al con el que todos se alegren de co razón acariciando con cariño su propia desgracia». A sim is mo se nos m uestra el trabajo de Hefestos, «el ilustre P ati zam bo», quien tornea con agua y arcilla «una linda y en can tad o ra figura de doncella sem ejante en rostro a las dio sas inm ortales» 2. Pero A tenea no se conform a sólo con a ta viar a la m ujer, sino que le enseña tam bién el arte de tejer. Intervienen tam bién otras dos divinidades p a ra concluir la
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o b ra de Hefestos: A frodita, que infunde en ella «una irresis tible sensualidad», y H erm es, que pone en ella «una m ente cínica y un carácter voluble». Sigue después la historia, co nocida por todos, de la ja r r a que al ser d estap ad a por la m u je r deja escapar todos los males que azotan a los hombres: «los padecim ientos, la d u ra fatiga, las penosas enferm eda des que acarrean la m uerte a los hom bres» 3. Este célebre m ito que he recordado brevem ente ha sus citado num erosas interpretaciones que no creemos necesario repetir aquí. Solam ente recordarem os lo que, según el poe ta, caracteriza a la mujer: es un mal, un mal tanto m ás te m ible cuanto m ás apasionadam ente lo buscan quienes lo p a decen; un m al adornado con todo tipo de seducciones y ca paz de toda clase de artim añas; un m al del que sin em bargo el hom bre no puede prescindir. «El que huyendo del m atri m onio y las terribles acciones de las m ujeres no quiere ca sarse y alcanza la funesta vejez sin nadie que le cuide...» 4. L a m ujer es, en efecto, el receptáculo de la sim iente del hom bre. Sin m ujer, el hom bre no puede tener un hijo al cual le g ar su hacienda, y que sea por consiguiente el sostén de su vejez. Sólo Zeus se libra de la d u ra ley a la que están som e tidos todos los m ortales. Pero si el m atrim onio es p a ra el hom bre un m al necesa rio, no deja nunca de ser una fuente de torm ento. Pues la m ujer es un ser inútil, como inútiles son los zánganos en las colm enas, «no se conform a con la odiosa pobreza», sino que sueña sólo con engalanarse. Su avidez sexual es inagotable, y la im agen de la « tram p a profunda y sin salida» encierra evidentes connotaciones eróticas. Este florilegio de citas extraídas de los dos grandes poe m as de H esíodo no deja nin g u n a d u d a acerca de la m isogi nia que en ellas se m uestra. Lo que nos obliga a form ular-
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nos la siguiente pregunta: ¿esta m isoginia la siente sólo el poeta o éste, al «decir» la verdad que las M usas le inspiran, expresa una opinión com partida por sus contem poráneos? 5. P regunta de difícil respuesta, ya que no podem os confrontar los poem as de H esíodo con n inguna otra fuente contem po ránea, excepto con los poem as hom éricos. A hora bien, el tono de éstos contra las m ujeres es, como ya hemos tenido ocasión de ver, sensiblem ente diferente. L a m ujer es, sin d u da alguna, un ser inferior que no puede com pararse al hom bre, al héroe. Su dom inio se reduce al oikos y a los tra bajos dom ésticos, y cuando in ten ta d a r su opinión se le re cuerda rápidam ente cuál es su lugar. Pero al menos se nos m uestra al mism o tiem po como un signo de prestigio y, si no como un objeto erótico, como la esposa y m adre que m a rido e hijos deben am ar. Por o tra p arte, si bien H esíodo se distingue de los aedos contem poráneos suyos por su m isogi nia, tendrá, como verem os, num erosos seguidores. Por con siguiente, no se puede reducir esta m isoginia sólo al m al h u m or de un cam pesino am argado. Podríam os m ás bien p re guntarnos, como recientem ente lo ha hecho una historiado ra am ericana 6, si no h ab ría que relacionar dicha m isoginia con las transform aciones que la sociedad griega experim en ta a finales de los «tiem pos oscuros»: el paso de una agri cultura «nóm ada» y pastoril a u n a agricultura sedentaria in tensiva, con fuerte crecim iento dem ográfico y «crisis» ag ra rias. L a m ujer, objeto an tañ o de prestigio y g u ard ian a del oikos, se convierte en este m undo desgarrado en u n a boca que alim entar, en un vientre insaciable tanto en la alim en tación como en la sexualidad, y tan to m ás inútil cuanto que incluso su función reproductora se vuelve peligrosa. No hay que olvidar que u n a de las recom endaciones que hace H e síodo a su herm ano es la de tener sólo un hijo 1.
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Dicho esto, no es erróneo pensar que si las palabras m i sóginas de H esíodo h an tenido tan buena acogida es porque respondían a algo profundam ente arraigado en la concien cia griega. En la elaboración del m ito de P andora encontra mos efectivam ente las parejas de opuestos que estructuran el pensam iento del hom bre griego. Al hom bre le correspon den la cultura y la civilización, la guerra, la política, la r a zón, la luz; a la m ujer, la naturaleza, la insociabilidad, las actividades dom ésticas, la falta de m oderación, la noche. Volverem os sobre esto al tra ta r de los autores trágicos, pero no hay d u d a de que este tipo de oposiciones se encuentran en todos los niveles. No podem os extrañarnos por lo tanto de que H esíodo em plee p ara designar al sexo femenino el tér m ino genos, de difícil traducción sobre todo en el contexto de la época, y que im plica que las m ujeres son un género a p a r te, distinto del «género hum ano» (constituido por el conjun to de los hom bres), un género que, al m enos en el ám bito del mito, se reprodujo «en circuito cerrado», según la expre sión de Nicole L oraux 8. De todos m odos, encontram os de nuevo esta misoginia en un texto célebre, el Yambo de las mujeres, de Simónides de Am orgos, poeta de una generación posterior a H esíodo que fue seguram ente «uno de los prim eros lectores de Hesíodo», según indica tam bién Nicole L oraux 9. Sim ónides enum era en este largo poem a los diez tipos de m ujeres creadas por los dioses «en el principio». O cho de estos diez tipos corres ponden a anim ales (el cerdo, el zorro, el perro, el asno, la com adreja, el m ono, la yegua, la abeja), y los otros dos a ele m entos de la n atu raleza (la tierra y el m ar). Solam ente uno se considera digno a los ojos del poeta: la m ujer-abeja. Lo cual no es ninguna novedad, ya que la abeja aparece ya en H esíodo como un modelo... m asculino, que éste contraponía
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LA MUJER EN LA GRECIA CLASICA
al zángano, identificado con la m ujer. T odas las dem ás «tri bus» de las m ujeres están cargadas de defectos: la m ujer-pe rro se caracteriza por su im pudor, la yegua es u n a «herm o sa calam idad» p ara quien la posee, la m ujer-tierra es estú pida, la m ujer-m ar, m arrullera, la m ujer-cerdo es una p u er ca, la m ujer-m ono, el colmo de la fealdad, etc. Pero como señala una vez m ás Nicole Loraux, m ás allá de estos defec tos aparentem ente ligados a cada especie anim al, es «la m u je r total» la que se recrea: «En lo m ás profundo, los criterios de la buena conducta: no tra ta r de saber dem asiado, sino pensar sobre todo en el trabajo, no com er dem asiado, no go zar dem asiado, sino hacer hijos p a ra su m arido; en la lista de las especies, la verdadera n atu raleza de la mujer: un ser curioso, m aligno, perezoso, glotón, cuya sexualidad incon trolable se m anifiesta p o r la indiferencia o el exceso» 10. «D e cir m ujer es decir ham bre» (en francés, «la femme, c’est la fain)» concluye Nicole Loraux, y en esta afirm ación encon tram os de nuevo la queja de H esiodo. En cuanto a la única m ujer digna de veneración, la m ujer-abeja, hay que darse cuenta de que las cualidades que el poeta le reconoce son, en sum a, de la m ism a n atu raleza, ya que la mélissa (abeja) es ante todo el m odelo de las virtudes dom ésticas, «la espo sa virtuosa a la que todas las dem ás ayudan a cincelar». Se h a querido ver en el poem a de Simónides u n a especie de b u rd a farsa rural, incluso la expresión de los valores nue vos de una «clase m edia» que tal vez se enfrentaban a los valores aristocráticos transm itidos por la poesía épica, en la que la m ujer era considerada como un objeto de prestigio y estaba por lo tanto protegida contra tales ofensas. Y a hemos visto al h ab lar de H esíodo la hipótesis de u n a explicación se m ejante p ara su misoginia. A hora bien, au nque no se puede ignorar que los profundos cam bios acaecidos en la sociedad
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griega a finales del siglo VI I I y d u ran te el siglo V II hayan podido producir un im pacto sobre la condición real de la m u jer, es evidente que el trastorno ha sido m ás lento tanto en el ám bito de las representaciones como en el de los sistem as de valores. Y si la m isoginia de H esíodo o la de Simónides pueden considerarse como un eco de las transform aciones de la sociedad, la perm anencia de los valores aristocráticos no es menos evidente, como lo m uestra, sin ir más lejos, la obra de un poeta nacido algunos decenios después de Simónides en la m ism a G recia insular: la o b ra de una m ujer, la de la cclcbrc Safo. U n papiro de la ciudad de O xirrinco, en Egipto, nos p ro porciona un fragm ento de una biografía de la poetisa, redac ta d a sin d u d a en el siglo IV, es decir, m ás de dos siglos des pués de su m uerte y cuando ya se h ab ía forjado la leyenda en torno a su persona y sus am ores: «Safo era de M itilene, ciudad de Lesbos. Su pad re se llam ab a E scam andrónim o; tuvo tres hermanos, Erigió, Lárico y Caraxo, su herm ano m a yor, que se fue a Egipto y dilapidó la m ayor p arte de su for tu n a por u na tal D órica. El m ás joven, Lárico, fue su prefe rido. T uvo una hija, Ciéis, a la que puso el nom bre de su m adre. H a sido criticada por algunos, que la han tildado de d esordenada y apasionada por las m ujeres; se dice que tenía un físico ru in y m uy feo, pues su tez era m orena y su esta tu ra m uy pequeña» u . O tros testim onios indican que su fa m ilia pertenecía a la aristocracia de M itilene. E ra la época en que ab u n d ab a n en las islas del m ar Egeo disturbios que conducían a la im plantación de tiranías, y seguram ente Safo se vio obligada a exiliarse p ara h u ir de un tirano. Se cree que term inó su vida en Sicilia. No es extraño enco n trar en este medio aristocrático, alim entado por la epopeya, una m u je r con una gran personalidad: el poeta, inspirado por los dio-
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ses, gozaba de un estatu to ap arte, y una m ujer podía por ta n to ser una poetisa sin ser por ello m otivo de escándalo. Por o tra parte, Safo no es la única poetisa cuyo nom bre nos ha transm itido la tradición, pero sí la única cuya ob ra nos ha llegado no de form a fragm entaria. Pero el escándalo venía provocado por el hecho de que Safo ensalzaba en sus versos a sus com pañeras las m ujeres y se ponía bajo la protección de A frodita. De ahí el acento apasionado de los versos que les dirigía y en los que se m anifestaba u n a ardiente sensua lidad. Y tam bién porque, al ensalzar a la m ujer y a su cuer po, sentía que podía rech azar al mism o tiem po, y sin rene g ar por ello de los valores aristocráticos, lo que constituía el núcleo de los mism os, el heroísm o guerrero. Es elocuente a este respecto un poem a que com ienza con los versos siguien tes: «Dicen unos que un ecuestre tropel, la infantería otros, y esos, que una flota de barcos resulta lo m ás bello en la os cu ra tierra, pero yo digo que es lo que uno am a» 12. T eniendo esto en cuenta, no es extraño que la tradición haya destacado ante todo el am or de Safo por sus am igas y las relaciones «contra n atu ra» que m antenía con ellas, ya que la «naturaleza» de la m ujer era, en p rim er lugar, la de asegurar la continuidad de la fam ilia y la transm isión del p a trim onio a través de la institución m atrim onial. Y a hemos visto en la p rim era p arte de este estudio que será precisa m ente el m atrim onio uno de los pilares de la sociedad civil que va conform ándose a lo largo del siglo VI. La im agen de la m ujer ya nunca se p o d rá sep arar de esta realidad. Pero por o tra parte no podem os olvidar que si bien la posteridad iba a convertir a Safo en el prototipo de las «m ujeres m al ditas», de las «lesbianas» que rechazan a los hom bres, la poetisa de M itilene, por su parte, se casó, tuvo u n a hija y com puso epitalam ios, es decir, cantos de boda.
LA ESTIRPE ÜE LAS MUJERES
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Pero la época de Safo, la de la poesía lírica, an u n cia el final de lo que conocemos como época arcaica, así como el final de la sociedad aristocrática. Y aun cuando los valores aristocráticos siguen siendo fundam entales en la ética ciu d ad an a, las realidades nuevas no dejan de im ponerse con el triunfo de ese «club de hom bres» que es la ciudad. Se ha vis to anteriorm ente que es en A tenas donde estas nuevas rea lidades se asientan con más fuerza, y tam bién donde mejor se m anifiesta la condición de la m ujer, eterna m enor cuya única posibilidad de integración en la vida cívica es el m a trim onio. A hora bien, A tenas será tam bién en el siglo V el lugar de nacim iento de u n a invención genial, el teatro, que fue en sus inicios u n a m anifestación más, ju n to con otras, del culto a Dionisos, pero que m uy pronto iba a d esarrollar se y a convertirse en uno de los modos de expresión m ás ca racterísticos de la ciudad ateniense. D u ran te un siglo, con Esquilo, Sófocles y Eurípides como autores trágicos, sin ol vidar a A ristófanes como au to r cómico, se desarrolla un arte cuya m agia sigue hoy conm oviéndonos. Pues bien, este tea tro ofrece u na am plia galería de personajes femeninos — cu yos papeles, no lo olvidemos, eran desem peñados por hom bres— , lo cual nos obliga a tra ta r de concretar cómo fueron las representaciones de la m ujer en la G recia clásica.
Irene y Pintos (Paz y Riqueza), copia romana de un original griego de Cefisodoto. Para los antiguos griegos, la procreación hacía de las mujeres un mal necesario. Gliptoteca de Munich.
La
e s t i r p e
de
las
m u j e r e s
19.
L as fig u ra s d e e sta p ie z a rep resen tan a S a fo y a A lc e o , d o s gran d es p o e ta d e L e sb o s. S ta a tlisc h e A n tik e n m u se u m , M u n ich .
20 . C o ro fe m e n in o . A d ife r e n c ia d el teatro, d o n d e su p r e se n c ia esta b a vetada, las m u jeres participab an en otras m a n ife sta c io n e s cu ltu ra les p ú b lica s, por e je m p lo , en lo s c o r o s d e n u m ero sa s fiesta s. M u se o d e B e lla s A rtes, B oston .
C A P IT U L O 4
El teatro, espejo de la ciudad
A n te todo, q u ie ro d e ja r claro lo q u e e n tien d o p o r espejo: el espejo envía de nuevo su p ro p ia im ag en al q u e se c o n tem p la en él, p ero u n a im ag en q u e no es la re a lid a d . P o r eso no he u tiliz a d o el té rm in o «reflejo», ta n m a n o sea d o . In clu so c u a n do M e n a n d ro p o n e en escena, a finales de la ép o ca clásica, a « burgueses» aten ien ses e n fren tad o s a p ro b lem as de h e re n cia, d e reco n o cim ien to o de ra p to , éstas no son n u n c a s itu a ciones q u e reflejen p o r co m p leto la re a lid a d . Y esto es m ás ev id en te c u a n d o nos acercam o s a la tra g e d ia , q u e ex tra e de los m itos el núcleo de sus in trig a s. Y sin em b arg o , este te a tro q u e v a d irig id o al p u eb lo re u n id o con o casión de las fies tas d e D ionisos no p u e d e p o r m enos d e e x p resar los sen ti m ien to s d e los aten ien ses. P o r co n sig u ien te, a u n q u e no h ay q u e b u sc a r en el te a tro , com o a veces se h a h ech o , in fo rm a-
LA MUJER EN LA GRECIA CLASICA
ciones sobre la condición real de la m ujer ateniense, sí está al m enos perm itido buscar en él im ágenes de la mujer.
A.
La tragedia
En el siglo V, A tenas asistió al florecim iento del teatro trá gico y vio cómo destacaban los tres grandes autores: E squi lo, Sófocles y Eurípides, cuyas obras tan bien conocemos. Aclaremos, sin em bargo, que estam os lejos de poseer la to talidad de las obras que se presen tab an con ocasión de los concursos trágicos. Sin em bargo, y ateniéndonos sólo a los argum entos de las m ism as, este teatro parece h ab er conce dido a las m ujeres un lugar de honor. Las hijas de D ánao en Las suplicantes, la m adre de Jerjes en Los Persas, C litem nestra en La Orestíada de Esquilo, D eyanira en Las traquinias, A ntigona y E lectra en las obras de su mismo nom bre, de Sófocles. En cuanto a E urípides, las protagonistas de su teatro son casi exclusivam ente mujeres: Alcestis, M edea, Andróm aca, H écuba, Ifigenia, Electra, así como las fenicias, las troyanas y las bacantes. No sólo estas m ujeres están en el centro de la intriga, cosa fácilm ente explicable po r la referencia a los mitos de la época heroica, sino que a través de las p alabras que les pres ta el poeta se nos m uestran sentim ientos y opiniones que n a die esperaría oír en A tenas. Tom em os el ejemplo de las Su plicantes de Esquilo: las hijas de D ánao huyen de Egipto y del m atrim onio con sus prim os y van a refugiarse a Grecia, donde son acogidas por el rey de Argos. Los prim eros ver sos de la obra son elocuentes: «O jalá que Zeus Suplicante se digne m irar con benevolencia a este grupo erran te cuya nave zarpó de las bocas de finas arenas del Nilo. V agam os
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desterradas, lejos del país de Zeus que lim ita con Siria, no porque alguna ciudad nos haya condenado al destierro por algún delito de sangre, sino invadidas por u n a aversión in n ata hacia el hom bre, porque aborrecem os la boda con los hijos de Egipto y su sacrilega dem encia» Es un ejemplo de m uchachas que rechazan el m atrim o nio, un acto de rebeldía im pensable... si el poeta no nos acla rase que es su p ad re quien las ha incitado a la rebelión. Y a lo largo de la obra este pad re aparece como el protector, el kyrios indispensable...: «No me dejes sola, padre, te lo su plico, ¿qué es una m ujer sola? Ares no h ab ita en ella» 2. Fi nalm ente, lo que el poeta condena y lo que justifica el re chazo del m atrim onio es el carácter incivilizado de los hijos de Egipto y la violencia que dem uestran con respecto a las hijas de D ánao. Se continúa estando, por lo tanto, en la ideo logía tradicional. La m ujer no tiene existencia real fuera de la casa de su p ad re o de la de su esposo. Si pasam os a La Orestíada nos hallam os ante un proble m a m ás complejo, pues el personaje de C lrtgnm estra es am biguo: es, desde luego, u na m ujer, pero u na m ujer que rei vindica el puesto de un hom bre. Ella es, tras la p artid a de A gam enón, la verdadera d u eñ a del palacio. Y si bien al co mienzo de Agamenón se presenta como la fiel g u ard ian a del hogar conyugal, describe ella m ism a el destino de la m ujer que espera el regreso del esposo que se h a m archado lejos con claros acentos en los que se m ezclan la cólera y la iro nía: «Q ue u n a m ujer se quede en el hogar sin esposo, a b a n donada, es de por sí una terrible desgracia. Pero si adem ás van llegando uno tras otro m ensajeros trayendo cada uno peores noticias que el anterior y todos condoliéndose del in fortunio de la casa... Si mi m arido hubiera recibido tantas heridas como rum ores al respecto llegaban a la casa por di
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versos medios, su cuerpo ten d ría ah o ra m ás agujeros que u na red. Y si hubiera m uerto tan tas veces como los rum ores pregonaban, podría enorgullecerse, como un nuevo Gerión, de h ab er tenido tres cuerpos y de haber arropado a los tres con el m anto de la tum ba, luego de h ab er sucum bido una vez por cada u n a de las tres formas» 3. No podría ridiculi zarse m ejor el ideal heroico, y fácilm ente se com prende la am arga respuesta de A gam enón, al reb ajar a su esposa a la categoría de las m ujeres y de los bárbaros: «No me rodees con esa molicie, como hace u n a m ujer, no me recibas como un bárbaro, con las rodillas en tierra y gritando» 4. Lo que no im pide a C litem nestra decir la últim a p alab ra en el to r neo oratorio que m antiene contra su esposo, así como lo h ará al final de la obra, u n a vez llevado a cabo el asesinato, cuan do, tras im pedir que Egisto responda con las arm as a las acu saciones del coro, le dice: «Juntos tú y yo, y dueños de este palacio, seremos capaces de restablecer el orden». Pero esta m ujer excepcional, que reivindica las a trib u ciones exclusivas del hom bre, no es un m odelo p a ra el poe ta. Su desm esura justifica el castigo que le espera en la se gunda p arte de la trilogía, la m uerte que recibe de m anos de su hijo. Y a propósito de esta inversión de papeles encar nados por C litem nestra, m uchas reflexiones que surgen a lo largo de la obra dan fe de cuál debe ser el lugar de las m u jeres, «perm anecer en el hogar, esperando que los hom bres vuelvan del com bate», así como de los rasgos que las carac terizan: la credulidad, los apetitos sexuales («la unión que ju n ta los cuerpos es vencida con traición por el deseo desen frenado que se apodera de las hem bras, tan to entre los h u m anos como entre los anim ales»), sin olvidar, como tam bién vimos en H esíodo, la ociosidad («el trab ajo del m arido ali m enta a la m ujer ociosa»). Y el tem a m ism o de la últim a p a r
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te de la trilogía, el juicio del m atricidio llevado a cabo por O restes, perm ite al poeta desarrollar, por boca de Apolo, y de A tenea después, u n a teoría acerca de la procreación que seguram ente era adm itida entonces por todos: «No es la m a dre, dice Apolo, la que engendra al que llam a su hijo; no es más que la nodriza del germ en sem brado en ella. El que en gendra es el hom bre que la fecunda; ella protege como una ex traña al tierno brote, con tal de que los dioses no lo m a logren» 5. Y en apoyo de su tesis — «se puede ser p ad re sin la ayuda de una m adre»— , cita el ejemplo de A tenea, la cual proclam a a su vez: «No he tenido m adre que me trajera al m undo. M i corazón está, al menos h asta mi boda, consagra do por com pleto al hom bre: soy, sin reservas, p artid aria del padre» 6. O restes es, por tanto, absuelto del asesinato de su m adre, de esta m ujer que, al m a tar a su esposo, al d a r aco gida en palacio a su am ante, h a violado la ley del m atrim o nio, ha invertido los papeles respectivos del hom bre y de la m ujer e incurrido por ello en un ju sto castigo. Se puede objetar, sin em bargo, que C litem nestra, la m u je r adúltera, no podía representar a la m ujer ante los ate nienses del siglo V. Y si bien Esquilo h a utilizado razones enérgicas p a ra condenarla, Sófocles po r su parte, al hacer de A ntigona la atrevida adversaria de la razón de E stado en carn ad a por C reonte, nos h a dejado u na im agen de la m ujer m uy diferente y m ucho más positiva. Es la única que se atre ve a enterrar el cuerpo de su herm ano, es la única que le hace frente a su adversario, y lo sorprendente es com probar que C reonte la acusa no solam ente de «hacer caso omiso de las leyes establecidas», sino tam bién, al hacerlo, de com por tarse como un hom bre: «De ah o ra en adelante ya no seré yo el hom bre, sino ella, si puede conseguir im punem ente un triunfo sem ejante» 7. No hay ninguna d u d a de que el tem a
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de la intriga le sirve al poeta p ara proclam ar m uy alto los principios de la dem ocracia de Pericles frente al poder tirá nico encarnado por Creonte. T am b ién se sustenta aq u í la idea de que ser ciudadano consiste ante todo en poder tan to m an d ar como ser m andado, después en com portarse como un soldado leal y valiente, y dem ás de que «una ciudad no debe ser propiedad de uno solo». Pero no es A ntigona quien m antiene estas afirm aciones frente a C reonte, sino H em ón. No se plantea en absoluto la posibilidad de conceder a u na m ujer la m ínim a intervención en el sistem a político. Por lo dem ás, lo que A ntigona defiende en prim er lugar son los vín culos de sangre. M erece la pena citar un fragm ento p ara d a r nos cuenta de que Sófocles, como Esquilo, tam poco ponía en tela de juicio la im agen tradicional de la m ujer. Recor dando a su padre, a su m adre y a sus herm anos, con quie nes irá a reunirse en el H ades, A ntigona se justifica po r h a berles rendido honras fúnebres, pagando con su vida las de dicadas a Polinice: «Sin em bargo, obré debidam ente al ren dirte estas honras fúnebres, en opinión de todas las gentes de bien. Si hubiera tenido hijos y hubiese sido mi m arido el que estuviese allí, pudriéndose en el suelo, no h ab ría cierta m ente tom ado esta decisión co n tra la voluntad de mi ciu dad. ¿A qué principio, pues, me he sometido? Escúchalo: un m arido m uerto p odría sustituirlo por otro y tener un hijo de él, si hubiera perdido a mi prim er esposo; pero u n a vez en la tu m b a mi p ad re y mi m adre, ningún otro herm ano me h a bría nacido jam ás...» 8. Y más adelante: «No hab ré conoci do ni el lecho nupcial ni el canto de bodas; no habré tenido un m arido como las dem ás, ni hijos que crecieran an te mis ojos; mas al contrario, desciendo m iserablem ente, viva aún, sin m iram ientos, ab an d o n ad a por los míos, a la m ansión subterránea de los m uertos» 9. L a im placable heroína aspi
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rab a por lo tanto al destino com ún de las m ujeres, y el poe ta expresaba u n a vez m ás, al hacer que se lam ente de no h a ber conocido el m atrim onio, el sentim iento de todos en lo re lativo al lugar que las m ujeres debían ocupar en la ciudad. D eyanira, la protagonista de Las traquinias, que m ata a p esar suyo a su esposo haciéndole que se ponga la túnica im p regnada con la sangre del centauro Neso, gracias a la cual esperaba reconquistar su am or, sirve tam bién de ejemplo acerca de la función esencial del m atrim onio en la ciudad. Al comienzo de la obra, cuando ella desconoce aú n si H era cles ha salido vencedor en su últim a prueba, hace u na ob servación m uy interesante acerca de la institución m atrim o nial: «L a últim a vez que el dueño de esta casa, H eracles, se fue de ella, dejó una an tigua tablilla con instrucciones ins critas, cosa que nunca antes se h ab ía preocupado de hacer cuando nos ab an d o n ab a p a ra irse a otros com bates. Y es que entonces sabía que iba cam ino del triunfo, y no a la m uerte. Por el contrario, esta vez, como si ya no existiera, ha dejado indicado qué bienes debía yo hered ar a título de esposa, así como tam bién la p arte de su patrim onio que asig n ab a a sus hijos» 10. Sin em bargo, H eracles ha salido ven cedor y vuelve. Pero trae consigo a u n a cautiva de la que se h a enam orado. D eyanira, ante este hecho, finge al principio estar dispuesta a aceptar la situación, y las palab ras que dice podrían ser las de cualquier m ujer ateniense: «El am or go bierna a los dioses según su capricho, como lo hace conm i go: ¿por qué no puede hacer lo mismo con otras que son como yo? Por lo tanto, sería absurdo por mi p arte culpar a mi esposo cuando padece el m ism o m al; o incluso a esa m u chacha, con el pretexto de que es la causante de lo que, des pués de todo, no es ni un deshonor ni un desastre» u . Y más adelante: «H eracles ha poseído a m uchas otras: ¿alguna de
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ellas oyó de m í alguna vez un reproche, una ofensa?» 12. No podría justificarse m ejor lo que era la realidad cotidiana de A tenas, la presencia, ju n to a la m ujer legítim a, de la pallaké, de la concubina. No obstante, D eyanira desea reconquistar a su esposo de nuevo: «A hora somos dos las que estam os es perando bajo la m ism a m an ta que un hom bre nos tom e en sus brazos... Y éste es el salario que acaba de pagarm e el que era p a ra m í el noble, el leal H eracles, a cam bio de h a ber cuidado su casa d u ran te tan to tiem po. Yo no puedo cier tam ente estar resentida contra él por el hecho de que recai ga con ta n ta frecuencia en este mal. Pero por o tra parte, ¿qué m ujer puede tener el valor de vivir con esa m uchacha? ¿Q ué m ujer aceptaría com partir el mismo esposo? C ontem plo por un lado una ju v en tu d en pleno vigor, m ientras que por otro se m archita, y cómo la vista se com place en recoger la flor de una en tanto que se a p a rta de la otra. Tengo m u chas razones, pues, p a ra tem er que au n q u e H ercales sigue siendo mi esposo de nom bre, sea el am an te de la joven... Pero, lo repito u n a vez m ás, indignarse no es lo que convie ne a una m ujer razonable» 13. Por eso in ten tará conquistar de nuevo el am or de su esposo haciendo que se ponga la tú nica que ella cree que está recubierta con un filtro de am or, y que será m ortal. M e parece excesivo ver en el personaje de D eyanira el símbolo de las m ujeres engañadas. Lo que nos interesa en este caso es que el poeta, al trasponer el m ito a la realidad cotidiana de los espectadores, p resta a la protagonista p ala bras que ponen de manifiesto la form a en que los hom bres y las mujeres de A tenas concebían sus respectivas obligacio nes. La realidad que hem os in ten tad o poner de relieve en la p rim era p arte de este trabajo se m ostraba tam bién, y se acentuaba, en el terreno de lo im aginario. Y si bien es cierto
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que tanto el lugar concedido a la m ujer en la ciudad como la fidelidad al m ito im pedían retroceder a los sarcasm os de Simónides o a la m isoginia de H esíodo de form a tan brutal, la im agen de la m ujer co n tin u ab a siendo, sin em bargo, la de un ser inferior, peligrosa h asta el m áxim o e incapaz de dom inarse. E sta hybris fem enina, esta desm esura, la encontram os de nuevo am plificada en el teatro de Eurípides. No nos qu ed a más rem edio que ab o rd ar aq u í la fam osa cuestión de la co rriente fem inista que al parecer se desarrolló en A tenas a fi nales del siglo V. Los últim os años de este siglo representan un m om ento fundam ental en la historia del m undo griego en general y de A tenas en p articular. La guerra del Peloponeso enfrenta, del 431 al 404, a las principales ciudades grie gas, unas aliadas a los espartanos y otras a los atenienses. A bundan los saqueos, las razias y las revoluciones internas. Estos desórdenes se ven intensificados po r u na crisis que vuelve a poner en d u d a el sistem a de valores de la ciudad, prim ero de los valores religiosos, pero tam bién de los valo res cívicos. Se llega incluso a p lan tear la existencia de los dio ses, a poner en tela de juicio los mitos tradicionales. Se dis cuten los fundam entos de los regím enes políticos y de la or ganización social 14. En este contexto general, que tan bien testim onian los acontecim ientos de la guerra del Peloponeso relatados por Tucídides, los panfletos políticos surgidos de los medios hostiles a la dem ocracia y las com edias de A ris tófanes, ocupa un lugar especialm ente im portante el teatro de Eurípides. A unque, siguiendo el modelo de sus predece sores, el poeta tom a de los grandes m itos los tem as de sus obras, los tra ta con frecuencia con u n a gran libertad. Y si bien los dioses aparecen al final de la obra, aparentem ente p a ra resolver la contradicción que existe en el núcleo del con-
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flicto trágico 15, no por ello deja de discutirse constantem en te su poder, como si las pasiones h um anas prevalecieran en definitiva sobre la voluntad de los dioses. Pues bien, como las mujeres son las principales protagonistas del teatro de Eurípides, según hem os visto, algunos h an querido ver tam bién al poeta como uno de los defensores de una corriente fem inista que al parecer se desarrolló en A tenas en el m arco de esta crítica de los valores tradicionales de la ciudad. C iertam ente se podría hacer un florilegio de citas extraí das de las diversas tragedias de Eurípides, y en todas ellas aparece afirm ada la m iseria de las m ujeres. Escogeré sola m ente dos fragm entos. El prim ero lo pronuncia Clitem nestra en Electra. L a esposa de A gam enón, al evocar las razo nes de su crim en, recuerda las circunstancias del mismo: «H e aq uí que me llega con u n a loca endem oniada, u n a m énade (C asandra), y la introduce en mi lecho: éram os dos esposas viviendo bajo el m ism o techo. L a m ujer es sensual, no lo nie go. Pero una vez sentado esto, cuando el esposo es culpable y desprecia el lecho conyugal, la m ujer quiere im itar al hom bre y tom a un am ante. Y entonces es contra nosotras contra quienes estallan los reproches, y el verdadero culpable, el hom bre, no recibe nin g u n a reprobación» 16. A diferencia de la D eyanira de Sófocles que acep tab a su suerte y soñaba so lam ente con poder conquistar de nuevo a su esposo, la Clitem nestra de Eurípides justifica su venganza y se queja de ser juzgada por no hab er hecho m ás que p ag ar a su esposo con la m ism a m oneda. T am b ién en Medea es u na m ujer en g añada la que lanza su lam ento, un lam ento que va m ucho más allá de su propio dram a: «De todo lo que tiene vida y pensam iento no hay n ad a m ás digno de com pasión que no sotras, las m ujeres. E n p rim er lugar, tenem os que p u ja r p ara com prarnos un m arido que será el am o de nuestro cuerpo,
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desgracia m ayor que el precio pagado po r ella. Pues ah í re side el m ayor riesgo, en ad q u irir a uno bueno o a uno malo. P ara las m ujeres es u n a deshonra separarse del m arido, y les está prohibido repudiarlos. Al en trar en un m undo des conocido regido por leyes nuevas que no h a podido ap ren d er en su casa, una joven debe ser adivina en el arte de sa ber com portarse con su com pañero de lecho. Si ella llega a conseguirlo, si su esposo acep ta la vida en com ún com par tiendo de buen grado el yugo con ella, su vida será envidia ble, pero si no es preferible m orir. Pues un hom bre, cuando su hogar le resulta aburrido, no tiene más que irse fuera y calm ar su disgusto visitando a un amigo o alguien de su edad. N osotras, en cam bio, sólo podem os m irar a un solo ser. D icen que llevamos en nuestras casas u n a vida exenta de peligros. ¡Qué estupidez! Preferiría tres veces estar a pie firme que d a r a luz un solo hijo» 17. E sta tirada de versos, com puesta en A tenas en el año 431 antes de J.C ., sorprende por sus resonancias m odernas. Y no se elim inarán los problem as que p lan tea po r recordar que M edea, como C litem nestra, es una crim inal, extranjera por añ adidura. Es probable que al poner en boca de sus heroí nas sem ejantes p alabras, Eurípides se enfrentaba a las ideas tradicionales, que su «com pasión por las m ujeres» era real. Pero eso no im plicaba en absoluto que su condición se so m etiera aju icio , de la m ism a m anera que algunos p arlam en tos pronunciados por esclavos en ese mism o teatro de E u rí pides no suponían u n a discusión del sistem a esclavista. Po dríam os m ultiplicar las citas que ponen de m anifiesto que la m ujer seguía siendo p a ra el poeta prim ero y ante todo la g u ard ian a del hogar, un ser m enor de edad dependiente com pletam ente de los hom bres que la rodean, el padre, el herm ano, el esposo. Así por ejemplo, Ifigenia, exiliada en
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T áuride por A rtem is tras h aberla librado de la m uerte, se lam enta de vivir «sin herm ano, sin p adre..., ab ru m ad a por las desgracias», «... en lugar de ca n ta r a H era la Argiva (pro tectora del m atrim onio), en lugar de b o rd ar con mi lanza d era sobre la tela, con colores tornasolados, la im agen de P a las A tenea y de los T itanes...» 18. T am bién es el caso de Elec tra, que se expresa así al dirigirse a su esposo el cam pesino: «Tú tienes suficiente con el trab ajo de fuera, pero yo debo ocuparm e de las tareas de la casa; al trab ajad o r le gusta, cuando vuelve al hogar, encontrar todo en orden en su casa» l9, lo que se ve m ás claram ente en la orden term in an te que C litem nestra le d a a A gam enón en Ifigenia en Aulide: «V ete a d a r órdenes fuera; soy yo quien dirige la casa y se ocupa del m atrim onio de mis hijas» 20. Pero las heroínas de Eurípides no son sólo fieles a su con dición de guardianas del hogar. Incluso las que se m uestran más independientes asum en la responsabilidad de la im agen tradicional de la fem inidad. La m ujer recurre fácilm ente a las lágrim as y a las lam entaciones. Pero sobre todo es hábil con toda clase de artim añas. Incluso la inocente Ifigenia es capaz de engañar, y el m ensajero que llega a an un ciar al rey de T áurid e la hu id a de su prisionera exclam a: «Ya veis qué pérfida es la raza de las m ujeres» 21. H elena, curiosam ente reh abilitada por el poeta, que la convierte en m odelo de las m ujeres fieles ya que, según él, sólo fue u n a som bra de sí mis m a la que siguió a Paris h asta T roya, recurre tam bién a la astucia para huir de Egipto, y M edea exclam a a su vez: «La n aturaleza no nos ha capacitado a las m ujeres p a ra hacer el bien; en cam bio, somos las m ás sabias artífices del mal» 22. El pretendido «feminismo» de E urípides deja de tener valor cuando hace decir a Jasó n : «¡Ay, si todos los m ortales p u diesen procrear sin ay u d a de las mujeres!; nos evitaríam os
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así todos los males» 23, y al héroe «positivo» que es H ipóli to: «¡Oh, Zeus! ¿Por qué has puesto entre nosotros a esos se res falsos, las m ujeres, m al que deshonra a la m ism a luz? Si querías p erp etu ar la raza h u m an a, no era necesario hacerla nacer de ellas. Sólo teníam os que depositar en los tem plos ofrendas de oro, p la ta o bronce pesado p a ra com prar la si m iente de los hijos, cad a uno en proporción al don ofrecido y vivir así, en las casas, libres de m ujeres. Por el contrario, empezamos por arruinarnos para llevar a nuestros hogares ta m aña desgracia. H e aq u í la p ru eb a de que la m ujer es un gran mal. El p ad re que la h a engendrado y criado le d a una dote p a ra establecerla en otra casa y librarse de ella. El es poso que recibe en su casa tal parásito se recrea adornando el funesto ídolo y se arru in a con herm osos vestidos, desdi chado de él, consum iendo poco a poco los bienes de la fa milia. Sólo tiene dos posibilidades: o cargar con una m ujer desagradable por la ventaja que le ap o rta el em p aren tar con una buena familia, o tener u n a buena esposa pero cuyos p a rientes son personas anodinas. En am bos casos se co n tra rresta el provecho con el inconveniente. Lo m ejor de todo es in stalar en su casa a u na m ujer que es u n a nulidad, pero que es inofensiva por su simpleza. O dio a la m ujer inteli gente. Q ue nunca entre en mi casa u n a m ujer con ideas de m asiado elevadas p ara su sexo. Pues es en las dotadas de sa biduría donde C ipris infunde la m ayor perversidad» 24 El recuerdo de H esíodo está presente en estas palabras llenas de odio, pero tam bién hallam os en ellas consideracio nes m ás a ras de suelo, más evocadoras de las realidades de la época, que el teatro cómico va a recrear de u n a forma m u cho m ás concreta. Sólo q u ed a por decir que el pretendido «feminismo» de Eurípides q u ed a m uy m alp arad o tras la lec tu ra de este texto.
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Y no podía ser de otro m odo. Pues au n q u e los autore trágicos se han visto obligados a llevar a la escena a m ujeres excepcionales ya que tom aban los tem as de sus obras de los grandes mitos del pasado, realm ente estas m ujeres nunca han dejado de cum plir im punem ente con su función trad i cional. Y cuando h an querido hacerlo, h an puesto en un gran com prom iso el orden del universo. Esto es al m enos lo que can ta el coro en la Medea de Eurípides: «Los ríos sagrados vuelven a sus orígenes; el orden del universo qu ed a trasto cado, así como la justicia. L a perfidia reina entre los h u m a nos y se ven invalidados los ju ram en to s hechos en nom bre de los dioses. L a fam a me sonreirá y alu m b rará mi destino. El honor reto rn a a la estirpe de las m ujeres. Ya no se las des* / / 95 preciara mas» .
B.
La comedia
La tragedia, como hem os visto, se inspira en los mitos p ara expresar los conflictos de la ciudad triunfante; la com edia, por su parte, se m antiene m ucho m ás cerca de la realidad co tidiana de A tenas, h asta el p u n to de que h a podido ser uti lizada p a ra hacer u n a sociología de la ciudad 26. Lo que el poeta pone en escena son hom bres y m ujeres de A tenas, in cluso procura situar la in trig a en un m undo im aginario (Las aves, de A ristófanes), y constantem ente se intuyen en un se gundo plano los acontecim ientos contem poráneos, sobre todo la guerra del Peloponeso que tan m altrecha dejó a A te nas. Aristófanes no es el único au to r de com edias del últim o tercio del siglo V. Pero fue el que m ás galardones recibió, y por ello sus principales obras h an llegado íntegras h asta nos otros. Pues bien, de las once que conocemos, tres ponen en
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escena a m ujeres que desem peñan en la intriga un papel esencial: Lisistrata, Las tesmoforias y la Asamblea de las mujeres 27 . Es bien conocido el tem a de Lisistrata, com edia represen tad a en el año 411, cuando acab ab a de reanudarse, tras u na corta interrupción, la gu erra entre A tenas y E sparta. L a ate niense L isistrata propone a las m ujeres de G recia que h a gan la huelga del am or m ientras los hom bres no pongan fin a la guerra. Situación burlesca que d a pie a brom as atrevi das m uy frecuentes en la com edia, pero que en ningún caso debe entenderse como u n a dem ostración del «poder fem eni no». Y de hecho, si bien la obra term ina con u na tregua g ra cias a la acción de las m ujeres, tras dicha tregua se im pone la restauración del orden no sólo en la ciudad, sino en cada casa. Así lo dice L isistrata dirigiéndose al ateniense y al es partano: «Intercam biad vuestros ju ram en to s y vuestra fe. Después, cada uno de vosotros to m ará de nuevo a su m ujer y se irá» 28. Es más, A ristófanes se com place poniendo en boca de las m ujeres p alabras reveladoras de su «n atu rale za»: ellas son astutas, sensuales, coquetas, y es esta m ism a coquetería la que van a utilizar: «Esto es precisam ente lo que nos salvará, dice L isistrata, las pequeñas túnicas color azafrán, los perfum es, las peribárides, la orcaneta, los vesti dos transparentes» 29. Les gusta el vino y los juegos am oro sos. Pero lo que da a la ob ra sentido es que la acción de las m ujeres no es en absoluto u n a acción «política» a pesar de las apariencias 30. Pues las m ujeres piensan aca b ar con la gu erra aplicando a la ciudad entera u na sabiduría «domés tica», sustituyendo las arm as por el huso y la rueca. «¿Cómo podréis conseguir, preg u n ta a L isistrata el jefe de la Boulé, ap lacar tantos desórdenes como hay en el país y acab ar con ellos?». A lo que responde L isistrata: «De la m ism a m anera
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que hilamos: cuando un hilo se nos h a enredado, lo coge mos así y lo levantam os con nuestros husos hacia aq u í y h a cia allá. De la m ism a m anera pondrem os fin a esta guerra, si nos dejan, desenredando la m adeja por medio d e em ba ja d a s enviadas acá y allá» 31. L a m ujer, incluso cuando as p ira a gobernar, sigue siendo ante todo u na señora de la casa, y si bien las m ujeres se ap oderan de la Acrópolis, es en p rim er lugar p ara po n er a salvo el tesoro dilapidado por los hom bres. Pero el espectador ateniense del siglo V sabía m uy bien que al final todo volvería a la norm alidad, que el m undo que estaba «patas arriba» sería enderezado de nue vo, y que las m ujeres encontrarían o tra vez el cam ino de la casa. L a segunda obra «femenina» de A ristófánes, Las tesmoforias, nos lleva de nuevo a Eurípides. Las tesm oforiantes eran unas fiestas en honor de D em éter y de su hija Perséfone, en las que participaban solam ente las m ujeres casadas y ate nienses. D urante los tres días que d u rab a la fiesta, ningún hom bre tenía derecho a tener relaciones con las m ujeres, que celebraban el culto de las dos diosas con procesiones, d an zas, m isterios, etc. Aristófanes im agina que, con ocasión de esta fiesta, las m ujeres atenienses h an ju ra d o vengarse de E u rípides y de los ataques proferidos por él co n tra las m ujeres (cuya am bigüedad hemos señalado). El poeta convence a uno de sus parientes p a ra que se disfrace de m ujer y pueda de esta m anera e n tra r en el santuario de las tesmoforias. Este es el punto de p a rtid a de una intriga que A ristófanes apro vecha p a ra paro d iar a E urípides y burlarse de él. A hora bien, ¿acaso Aristófanes, presentándose a sí m ism o como defensor de las m ujeres, tom a como blanco de sus b urlas los ataques del poeta trágico contra las m ujeres, su misoginia? P erm íta senos dudarlo y decir que lim itarse a algunas fórm ulas ais-
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ladas es quedarse sólo en lo superficial. Porque incluso tales fórm ulas tienen un doble sentido cuando se tra ta de A ristó fanes. Así por ejemplo, cuando la prim era m ujer m anifiesta su indignación al ver «a las m ujeres arrastrad as por el barro por Eurípides, el hijo de la verdulera, y expuestas por su cul pa a toda clase de injurias», lo hace sobre todo porque, al calum niar a las m ujeres, h a despertado las sospechas de los m aridos y de esta m anera «ya no podem os hacer n ad a de lo que hacíam os antes» 32, es decir, beber a escondidas o ab rir la p u erta a un am ante. Y cuando el pariente de Eurípides tom a la p alab ra p a ra defenderlo es p a ra decir que el poeta no ha dicho toda la verdad: «¿Por qué tenem os que acusarlo de esta form a e indignarnos porque ha revelado dos o tres de nuestras fechorías, cuando él sabe bien que son innum e rables las m alas acciones que cometemos?» 33. Y enum era a continuación esos innum erables vicios a los que se entregan las atenienses, tras lo que concluye diciendo que si E urípi des no ha llevado a la escena a Penélope, el modelo de la m ujer virtuosa, es porque «es im posible encontrar u n a sola Penélope entre las m ujeres de hoy: todas, absolutam ente to das, son Fedras» 34. Incluso la larga tirad a del coro que in ten ta reb atir el que las m ujeres sean «un azote p a ra los hom bres» se hace cargo a su vez — presentándolos, por supues to, con un m atiz positivo— de todos los rasgos que tradicio nalm ente caracterizan la im agen de la mujer: golosa, coque ta, sensual, ladrona. Y el poeta reduce esta superioridad que las m ujeres se arrogan a una sim ple cuestión de grado en su com portam iento deshonesto: «No se verá a u na m ujer, des pués de h ab er robado cincuenta talentos al tesoro público, llegar en un carro a la Acrópolis; el m ayor h urto que haya podido hacer, una m edida de trigo ro b ad a al m arido, la d e vuelve el m ism o día» 35.
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El problem a se com plica un poco m ás en la tercera co m edia «femenina» de Aristófanes. En Lisístrata, en efecto, las m ujeres se apoderaban de la Acrópolis solam ente p a ra obli gar a sus m aridos a acab ar con la guerra, y no pensaban en ningún m om ento continuar allí u na vez conseguido su pro pósito; pero en la Asamblea de las mujeres nos hallam os clara m ente ante una revolución política: las m ujeres atenienses, disfrazadas de hom bres, se hacen dueñas del poder e in stau ran en la ciudad un régim en com unista. Pero si m iram os con m ás atención, nos darem os cuenta de que lo que justifica el poder femenino se inscribe en el m arco de la im agen trad i cional de la m ujer. O igam os a Praxágora, la «cabecilla» que prom ueve la operación: «Yo creo que debem os dejar la ciu d ad en m anos de las m ujeres, de la m ism a m anera que en nuestras casas les encom endam os las funciones de adm inis tradoras y despenseras... Q ue sus costum bres son mejores, es lo que os voy a dem ostrar. En prim er lugar, todas sin ex cepción m ojan sus lanas en agua caliente a la antigua u san za, y no las veréis in ten tar cam biar. A hora bien, la ciudad de los atenienses, aunq u e se encontrase bien en la práctica de alguna costum bre, no se consideraría salvada si no se las ingeniase p a ra hacer alguna innovación. Ellas hacen los asa dos sentadas como antes; llevan la carga sobre la cabeza como antes; celebran las Tesm oforias como antes; hacen los pasteles como antes; fastidian a sus m aridos como antes; tie nen am antes dentro de casa como antes; se buscan golosi nas como antes; les gusta el vino puro, como antes. A ellas, pues, oh ciudadanos, confiémosles el E stado sin discutir, y no nos preguntem os lo que van a hacer, sino dejémoslas sim plem ente gobernar. C onsiderem os solam ente esto: en prim er lugar, que al ser m adres, p o n d rán todo su em peño en salvar a los soldados. Después, en cuanto a los víveres, ¿quién me-
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jo r que u n a m adre se los enviará con m ás rapidez? P ara con seguir dinero no hay n ad a m ás ingenioso que u na m ujer; go bernando nunca se dejará em baucar, porque ellas mism as están acostum bradas a engañar» 36. Todos los elementos es tán presentes: la función dom éstica tradicional de la mujer, g u ard ian a del hogar, y sus no m enos tradicionales defectos: la astucia, la m entira, la afición al vino y a las golosinas, la sensualidad. Q ueda aún por in sta u rar un sistem a «com unista», y Praxágora decreta lo siguiente: «Dispongo que haya u na única form a de vivir, com ún a todos, p ara todos la mism a». L a tie rra, el dinero, las propiedades de todo tipo... «todo será de todos» 37. M uchas cuestiones se h an p lanteado en torno a este «com unism o» de la Asamblea de las mujeres. Se ha queri do ver en él una sátira de las teorías que al parecer se pro pagaron entonces en A tenas, y m ás concretam ente un a ta que contra la ciudad ideal descrita por Platón en la Repúbli ca, en especial contra la com unidad de m ujeres proyectada por el filósofo 38. En la A tenas de Praxágora, en efecto, to das las m ujeres serán propiedad de todos los hom bres, con u n a sola condición: que p a ra conseguir u n a m ujer bella, hay antes que acostarse con u n a fea. Pero todos los hom bres se rán com unes tam bién a todas las m ujeres, en las m ism as con diciones. Es evidente que, al hacer esto, A ristófanes se b u r lab a de todos los creadores de utopías. Pero no está claro a priori la relación entre las m ujeres en el poder y el estable cim iento de este com unism o integral. Sí aparece, sin em bar go, cuando a la p regun ta de su esposo: «¿Qué clase de vida dispondrás?». Praxágora responde: «Igual p ara todos. P re tendo hacer de la ciudad u na sola casa rom piendo h asta la últim a todas las cerraduras, de m an era que todos puedan ir a casa de todos» 39. Por ello, los lugares donde estaban los
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tribunales, los pórticos bajo los que se deb atían entre hom bres las cuestiones im portantes, servirán como comedores. Se colocarán los cántaros en la trib u n a desde donde los ora dores arengaban al pueblo. De esta m an era toda la ciudad se convertirá en un inm enso oikos, cuya gu ard ian a será, por supuesto, Praxágora, a la que ay u d arán las dem ás m ujeres. La obra aparentem en te m ás «revolucionaria» de A ristó fanes no puede incluirse en absoluto, como se ve, en el dos sier de ningún m ovim iento fem inista. A ntes al contrario, el poeta cómico recupera todas las im ágenes tradicionales de la m ujer y las utiliza como vehículo de su crítica de la de m ocracia contem poránea. P artidario de un sólido conserva durism o, busca en la función dom éstica de las m ujeres ar gum entos favorables p a ra un retorno al pasado con el que sueña u n a parte de la intelligentsia ateniense al finalizar la guerra del Peloponeso. Y como lo que im p o rta ante todo es hacer reír, encontrará en las m ujeres — astutas, charlatanas, aficionadas al vino y al am or— la m ejor excusa. Aristófanes nos ofrece, como antes lo h an hecho los poe tas trágicos, una im agen de la m ujer que no se diferencia apenas de la elaborada po r la tradición desde H om ero y Hesíodo. Las últim as com edias de A ristófanes se representaron en los prim eros decenios del siglo IV, cuando la potencia ate niense iba languideciendo lentam ente. Y a hem os visto en la prim era p arte de este libro que, en este período de «crisis», la condición de la m ujer «ciudadana» presen tab a algunos rasgos nuevos que se consolidarán en la época helenística, au nque su situación no h ab ía evolucionado de form a clara; uno de ellos es u n a m ayor independencia «económica», ta n to en la m ujer pobre, obligada a ganarse la vida y em pujada por ello a salir de su casa, como en la m ujer rica, que dis-
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pone más librem ente de su dote, en la m edida en que el d i nero se convirtió en un criterio de independencia social. D es de luego no se debe d a r m ayor im portancia a estas circuns tancias apenas dignas de destacar, que son síntom a m ás de u na crisis de lo que se consideraba tradicionalm ente como ciudadanía que de u n a evolución de la condición de la m u jer. Sólo en la m edida en que este «club de hom bres» que es la ciudad asiste al resquebrajam iento de sus estructuras, la posición m arginal de las m ujeres tiende a hacerse más re lativa. Se ha querido ver u n a confirm ación de esta situación en lo que se conoce como com edia nueva, es decir, el teatro cómico de los últim os decenios del siglo IV. Pocas obras de este teatro han llegado h asta nosotros, si exceptuam os algu nas de M enandro, el m ás famoso de los autores de la com e dia nueva. M enandro nació en A tenas hacia el año 340. Es decir, su en trad a en la edad ad u lta coincide con el m om ento en que A tenas pierde definitivam ente la esperanza de em anci parse de la tutela de M acedonia, y tam bién con el m om ento en que la ciudad, a tra p a d a en las luchas que enfrentan a los sucesores de A lejandro entre sí, ve cómo su régim en cam bia varias veces en pocos años. U n régim en censatario im puesto por los m acedonios ya en el año 322 h ab ía ap artad o de cual quier actividad política a más de la m itad de los ciudada nos. D espués se restableció la dem ocracia, que fue de nuevo reem plazada por un régim en censatario menos riguroso que el precedente, aunque C asandro, el m acedonio, señor enton ces del Pireo y de una p arte de G recia, im puso que al frente de la ciudad estuviera un discípulo de Aristóteles, D em etrio de Falero, am igo de M enandro 40. No es de extrañar, dadas las circunstancias, que los acon tecim ientos políticos presentes siem pre en el teatro de A ris
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tófanes prácticam ente no aparezcan en el de M enandro, un teatro que lleva a escena a atenienses de condición acom o dada, como lo m uestra especialm ente el im porte de las do tes concedidas a sus hijas, y cuyas intrigas conceden un lu gar im portantísim o a los sentim ientos am orosos. Los p ro ta gonistas de la obra son la m ayoría de las veces dos jóvenes, hom bre y m ujer, a los que todo, aparentem ente, separa (for tu na, nacim iento, condición ju ríd ica), pero que acab arán ca sándose tras u n a serie de lances afortunados. Esta im p o rtan cia concedida a los sentim ientos es ya reveladora por sí m is ma. La m ujer ya no es sólo la g u ard ian a del hogar, la pro veedora de hijos legítimos. Se convierte ah o ra en destinataria de un tierno cariño, y los obstáculos que se interponen entre el enam orado y la am ad a provocan desesperación o cólera. V eam os algunos ejemplos. En Díscolo o E l misántropo, la ob ra m ejor conservada de todas las de M enandro, el joven Sóstrato se enam ora de u na joven que ve ju n to a u na g ruta consagrada al dios Pan. E sta joven vive con su padre, un m i sántropo, avaro por añ ad id u ra, que se niega a relacionarse con nadie. El joven, hijo de un rico lab rad o r, explica de la siguiente m anera sus intenciones: «Vi a u n a joven aq u í y me enam oré de ella. Si llam as a esto un crim en, soy sin d u d a un crim inal. ¿Q ué otra cosa puedo decir? Si vengo aq u í no es p ara encontrarm e con ella, sino p ara ver a su padre. Pues, libre como soy por nacim iento y teniendo suficientes propie dades para vivir, estoy dispuesto a tom arla sin dote, com prom etiéndom e adem ás a quererla sie m p re » 41. In ten tará, con ayuda del herm an astro de la joven, doblegar al ancia no, p ara lo cual se pone ropas de cam pesino y se hace p asar por un m odesto trabajador. La casualidad será su aliada, pues gracias a ella ay u d ará al buen hom bre a salir de un
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pozo en el que h abía caído, consiguiendo como resultado la m ano de la joven. T am bién en E l escudo el núcleo de la obra lo constituye una intriga am orosa. El joven Q uéreas está enam orado de una joven que es tam bién la sobrina del segundo m arido de su m adre. U n herm ano de la joven partió a gu errear a Asia al servicio de uno de tantos m acedonios que se d isputaban la herencia de A lejandro. H e aq u í un rasgo característico de la época: jóvenes ambiciosos y deseosos de hacer fortuna se alistaban como m ercenarios al servicio de uno de estos ge nerales con la esperanza de volver con un ab u n d an te botín. Pero el joven, C leóstrato, desapareció d u ran te u na b atalla y se pensó que había m uerto. Sin em bargo, su esclavo pudo escapar y llevar a A tenas el precioso botín que, lógicam en te, fue a p a ra r a su herm ana; ésta se convierte, por consi guiente, en u n a rica heredera. A hora bien, la ley ateniense no perm ite que la m uchacha, «epíclera» libre, se case con quien quiera. D ebe hacerlo generalm ente con su pariente más cercano. En el caso que nos ocupa, el pariente más pró ximo es un viejo tío avaro, absolutam ente decidido a hacer valer sus derechos. T o d a la intriga girará, pues, en torno a la búsqueda de los medios posibles gracias a los cuales Q u é reas, su pad rastro Q ueró strato y su esclavo Daos puedan h a cer desistir al viejo avaro de su propósito, h asta que la vuel ta de aquel que creían m uerto p erm ita que los dos enam o rados se casen. Lo que llam a la atención en esta historia es que un hom bre sensato como Q ueróstrato, el p ad rastro de Q uéreas, hom bre rico y respetado, se rebele contra u n a ley que condena a una m uchacha joven a casarse con un viejo avaro. D irigiéndose a éste, que es tam bién su herm ano, le reprocha que quiera casarse a su edad con u n a joven: «Sa bes perfectam ente que la pequeña vive en n u estra casa con
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Q uéreas, que va a tom arla po r esposa. ¿M e perm ites un con sejo? T e ofrezco una solución que te perm ita no q u ed ar en u n a situación desairada: puedes qu ed arte con toda la h eren cia de la m uchacha, te la cedemos; haz con ella lo que m e jo r te parezca. Pero, por favor, no te opongas a que la pe queña tenga un prom etido adecuado a su edad» 42. Pero tal vez el nuevo lenguaje utilizado por M enandro con relación a las m ujeres se m uestra con m ás claridad aún en otras dos com edias que se cu entan entre las m ejor con servadas: La doncella de Samos y E l arbitraje. La intriga de la prim era es ya de por sí sorprendente, pues el am or, m otor de la m ism a, no concierne sólo a dos jóvenes, sino tam bién aM os adultos. Crisis, la doncella de Samos que da nom bre a la obra, es la concubina de D ém eas, un rico ateniense. Este tiene un hijo adoptivo, M osquión, al que am a con ternura. M osquión por su p arte está enam orado de la joven Plangón, a la que ha convertido en su am ante, pero con quien piensa casarse. D u ran te la ausencia de D ém eas, que se ha ido de viaje al Ponto Euxino con el p ad re de Plangón, las dos m ujeres d an a luz. Pero el hijo de Crisis no sobrevive. Plangón, que tem e la cólera de su p ad re cuando éste se en tere de que ha tenido un hijo ilegítimo, confía su bebé a C ri sis, que lo hace p asar po r hijo suyo. D ém eas está dispuesto a reconocerlo, pero sorprende u na conversación entre las sir vientas por la que se en tera de que M osquión es el padre del niño. De ahí arran ca el equívoco: él cree que su am ante y su hijo adoptivo se han burlado de él. Finalm ente, todo vol verá a su cauce: M osquión se casará con Plangón y Démeas perm itirá que Crisis, a la que h ab ía arrojado de su casa, vuelva a ella. Lo interesante de esta ob ra es que los verd a deros protagonistas son D ém eas y Crisis, es decir, u na p a reja ilegítim a, ya que Crisis no puede ser legalm ente la es-
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posa de D ém eas por ser extranjera. Sin em bargo, espera con seguir que éste reconozca al niño contando con que está ena m orado de ella, «locam ente enam orado» como un joven. De hecho, cuando él descubre lo que cree su desdicha se lam en ta de la desgracia que le aflige. Es cierto que dirige p alabras m uy duras a la m ujer que com parte su vida. Pero desde el m om ento en que se descubre la verdad, ésta vuelve a ser la verdadera dueña de la casa. En cuanto a la joven, que tiene un papel pasivo en la obra, hay que d estacar que puede te ner librem ente un am an te sin que su p ad re lo sepa. Es, des de luego, u n a joven pobre. Pero qu ed a claro desde el co m ienzo de la obra que M osquión piensa convertirla en su es posa, y si renuncia a vengarse de las sospechas de su padre adoptivo alistándose como soldado, es porque aprecia dem a siado a «su querida Plangón». La tram a de E l arbitraje es aún m ás com plicada que la de La doncella de Samos. T am bién aq u í gira en torno a un hijo ilegítimo, pero concebido en circunstancias m ucho más d ra m áticas, ya que se tra ta de u n a violación. C arisio y Pánfila llevan casados cinco meses. Carisio, a la vuelta de una corta ausencia, descubre que Pánfila h a dado a luz un hijo al que ha aband onado enseguida. D eja furioso su casa y se re fugia en casa de un am igo en com pañía de u n a joven corte sana esclava, H abrótonon, cuyos servicios ha requerido. Sin em bargo, esta esclava de Carisio reconoce entre los objetos encontrados ju n to a un recién nacido abandonado y recogi do por un carbonero y su m ujer un anillo que h ab ía pertene cido a su am o y que éste h ab ía perdido u n a noche en que se celebraba la fiesta de las T auropolias cuando, estando ebrio, había violado a u na joven. Al final de la ob ra se des cubre, gracias a H abrótonon, que Pánfila es la joven que C a risio violó aquella noche, y que el niño es hijo de am bos.
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U n a vez más nos encontram os ante personajes femeninos v a lorados positivam ente. La cortesana H ab ró to n o n es un ejem plo de generosidad, y gracias a ella se resuelve felizmente el dram a. Pánfila por su p arte se nos m uestra, en la única es cena en que aparece, como un modelo de nobleza y de m ag nanim idad, y cuando su m arido la ab an d o n a al descubrir que es m adre de un hijo que él cree que es de otro, ella se niega a abandonarle a él, contraviniendo las órdenes p ater nas, cuando descubre, sin saber que se tra ta del m ism o niño, que él es culpable del mism o delito. El teatro de M enan d ro nos ofrece, pues, u n a im agen de la mujèï^algo diferente de la que encontram os en el conjun to de la ¿literatura griega: concubinas y cortesanas genero sas, jóyenes nobles y desinteresadas que disfrutan ap aren te m ente de una cierta libertad. Es difícil d eterm inar si esto es señal de una evolución o responde a u n a actitud personal de M enandro. Es posible que esta revalorización de la im agen de la m ujer — cuya situación «oficial» no m uestra, por otra parte, cam bio alguno: sigue siendo el padre o el herm ano el encargado de su casam iento, sus hijos son legítimos sólo en el caso de que ella sea ateniense— responde a u n a evolución de la sociedad de la que sólo podem os adivinar desgracia dam ente algunos aspectos ya señalados. Es poco probable que la condición de la m ujer ateniense haya experim entado cam bios profundos, tan to en el ám bito real como en el im a ginario, como lo m uestra el lugar que le reservan los filóso fos y los pensadores políticos en sus construcciones ideales.
El
t e a t r o
, e s p e jo
de
l a
c i u d a d
21.
Cuenco decorado con una escena de Las bacantes, de Eurípides. En esta obra, un grupo de mujeres bajo la influencia de Dionisos matan a Penteo, rey de Tebas. Unas y otro son castigados así por no reconocer al Dios. Museo del Prado, Madrid.
E l
t e a t r o
, espejo
de
la
c i u d a d
22.
Muerte de Orfeo a manos de las tracias. En este relato, también las mujeres son las autoras de un crimen despiadado. Museo del Louvre, París.
23 .
Antigona se defiende de las acusaciones que pesan sobre ella. Representa la lucha contra la tiranía, encarnada por el tirano Creonte. Museo Británico, Londres.
24. P lañ id eras la m en tá n d o se en un funeral. En e sta e s c e n a se m a n ifie sta la h yb ris o d e sm e su ra fe m e n in a . M u se o M etr o p o lita n o d e N u e v a York.
E
l
t e a t r o
,
e s p e j o
de
25 . M uerte de C asand ra a m a n o s de C litem n estra . É sta n o se r e sig n ó a v er c ó m o su m arido in stalab a a su am ante en su propia casa. M u se o de Ferrara.
la
c i u d a d
E
l
t e a t r o
,
e s p e j o
de
la
26 . M e d e a o rd en a n d o a las hijas d e P elia s preparar un ca ld er o para hervir a su padre (c o p ia ). M u se o de B erlín .
c i u d a d
E
l
t e a t r o
,
e s p e j o
de
27 . E l jardín de A frod ita. L as c o m e d ia s d esarrollab an te m a s a m o r o so s.
la
c i u d a d
C A P IT U L O 5
La mujer en la ciudad utópica
No creemos que sea este el m om ento de evocar todos los pro blem as que plantea la utopía griega, especialm ente sus re laciones con los mitos de la edad de oro. Nos lim itarem os a in ten tar explicar el lugar que los pensadores conceden a las m ujeres — pues de ellas tratam os en nuestro estudio— en sus construcciones ideales *. H ay que confesar que desconocemos la m ayor p arte de éstas. T an to de l a politeia im aginada por un tal Faleas de C al cedonia como de la propuesta por el arquitecto H ipódam o de M ileto, contem poráneo de Pericles, sólo sabem os lo que nos dice A ristóteles en el libro II de la Política, cuando se pro pone criticar los modelos de «constituciones» conocidas, ta n to las que existen realm ente (E sparta, las ciudades creten ses) como las ofrecidas por los teóricos. E n ninguno de los
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dos se habla ni de las m ujeres ni de la institución m atrim o nial, pues el debate suscitado por Aristóteles se centra en el problem a de la propiedad y del rep arto de la m ism a entre los m iem bros de una com unidad cívica 2. En cam bio, A ris tóteles reconoce que la condición de las mujeres ocupó un lugar im portante en el pensam iento platónico. Pero sólo se detiene en aquello que le parece inadm isible y lleno de pe ligros, la com unidad de las m ujeres en la ciudad de la Re pública y hace caso omiso de todo lo que de original ap o rta el fundador de la A cadem ia en este aspecto 3. ^ 'S a b e m o s que Platón, discípulo de Sócrates y cuya obra se com pone en la prim era m itad del siglo IV, construyó dos modelos de ciudad ideal. El prim ero, expuesto en la Repú blica, considera cómo debería ser la ciudad perfecta. La co m unidad cívica está dividida desde un principio en dos gru pos: los trabajadores y los guerreros. El filósofo deja de in teresarse m uy pronto por los prim eros. Por el contrario los guerreros, una vez d eterm in ad a su función, constituyen el centro de la preocupación de Platón, ya que, por el hecho de tener a su cargo la salvaguardia de la ciudad, es necesa rio que reciban u n a educación ap ro p iad a y hay que evitar, por o tra parte, que surjan desavenencias entre ellos. Por esta razón, ninguno de ellos «tendrá n ad a que le pertenezca como propio, excepto los objetos de prim era necesidad» 4. D e la com unidad de los bienes se pasa con toda n atu ralid ad a la com unidad de las m ujeres. C o n tra esto se rebela Aristóteles, no tanto porque se relegue a la m ujer a la condición de ob jeto de propiedad, sino porque rechaza el principio mismo de una propiedad com ún. A hora bien, aunque en Platón van unidas com unidad de bienes y com unidad de m ujeres, sin em bargo las cosas no son tan simples. Porque el filósofo p a r te en prim er lugar de la función de la m ujer en la ciudad
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ideal. Si hay hom bres, dice Platón, que reúnen las cualida des requeridas p ara ser guerreros, ¿por qué no puede hab er tam bién m ujeres dotadas con las m ism as cualidades? De la m ism a m anera que no se encierra a las hem bras de los pe rros guardianes en la casa «como incapaces de o tra cosa que de p a rir y criar a los cachorros», no hay razón tam poco p ara obligar a las m ujeres «guerreras» a lim itarse sólo a las acti vidades dom ésticas 5. Es cierto que el hom bre y la m ujer son de naturaleza diferente. Pero si bien esta diferencia de ca rácter fisiológico im plica u na cierta inferioridad de la m ujer con relación al hom bre, si el sexo m asculino prevalece a m e nudo sobre el sexo femenino en todos los terrenos y en todas las especies, no es m enos cierto que «al estar las facultades repartidas por igual en los dos sexos, la m ujer está capaci ta d a como el hom bre p a ra desem peñar todas las funcio nes» 6. H ay m ujeres dotadas p ara la m edicina, otras p ara la m úsica, otras p a ra la gim nasia y p ara la guerra; hay incluso m ujeres filósofas. ¿Por qué no puede h ab er entonces «m uje res aptas p a ra proteger la ciudad» que com partieran la edu cación y los privilegios de los hom bres guerreros? Platón no duda, pues, de la inferioridad de las mujeres con relación a los hom bres. Pero al afirm ar que esta inferio ridad no es cualitativa, sino sólo cuantitativa, adm ite la po sibilidad de que las m ujeres accedan en su ciudad ideal a los dos ám bitos que en la ciudad real son privativos de los hom bres: la guerra y la política. E stas com pañeras de los guerreros, m ujeres privilegiadas, estarán exim idas, como los mismos guerreros, de cualquier actividad que no sea «la gue rra y todas las tareas relacionadas con la protección de la ciu dad» 1. H a rá n su vida fuera del hogar, como ellos; como ellos, se en tren arán desnudas, «ya que la virtud les servirá de vestidos». La im agen de la m ujer que Platón nos ofrece
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en la República, es, pues, com pletam ente diferente de la de la m ujer tradicional; es, desde luego, una im agen aplicable sólo a las m ujeres del grupo dom inante en la ciudad — de las otras, de las m ujeres de los trabajadores, ni siquiera se habla— , pero que no por ello deja de revelarse como com pletam ente nueva. Porque si bien es evidente que Platón se ha servido del m odelo espartano p ara describir a las guerre ras que se entrenan desnudas en el gim nasio, en cam bio n u n ca se ha hablado de m ujeres espartanas como guerreras y menos aún, excepto algunas reinas, como «políticas». De igual form a, aun q u e es verosím il que el «m ilagro es partano» esté presente, bien que en segundo térm ino, en la segunda propuesta relativa a las m ujeres — «las m ujeres de nuestros guerreros serán propiedad todas de todos»— , tam bién Platón va m ucho m ás allá de lo que tal vez se toleraba, en ciertas circunstancias, en la ciudad lacedem onia 8. P or que esta com unidad de las m ujeres, que disgustará a sus oyentes — el filósofo es consciente de ello— , está al mismo tiem po m uy vinculada al hecho de que está prohibida a los guerreros cualquier tipo de propiedad así como a las p rác ticas de eugenesia destinadas a p erp etu ar la superioridad del grupo dom inante. Q ued a en esto p aten te lo que la diferen cia de las brom as de A ristófanes en la Asamblea de las mujeres, donde la com unidad de las m ujeres era sinónim o de liber tad absoluta. Pero tam bién está claro que Platón, al hacer esto, invertía u n a vez m ás las reglas básicas de la sociedad ateniense, asentada en el m atrim onio y la propiedad priva da. L a institución m atrim onial ya no tenía como finalidad la procreación de hijos legítimos a los que legarles el p a tri monio, ya que p ara los guardianes no existía ya la propie dad privada. Sin em bargo, las relaciones sexuales no se de ja b a n al azar, y sólo podían nacer hijos legítimos de las unió-
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nés controladas por la ciudad, hijos que serían tam bién pro piedad de todos, guerreros y guerreras 9. Sólo u n a vez so b repasada la edad de concebir (cuarenta años p ara la m u je r, cincuenta y cinco p ara el hom bre) se les dejará libertad p ara la unión sexual: «C uando las m ujeres y los hom bres h a yan sobrepasado la edad de d a r hijos al Estado, dejarem os a los hom bres la libertad de unirse a quien quieran, excepto a sus hijas, sus m adres, las hijas de sus hijas y las ascen dientes de sus m adres; darem os a las mujeres la misma libertad, exceptuando a sus hijos, a sus padres y a sus parientes en la línea descendente y ascendente. Pero al mism o tiem po que les dejam os esta libertad, les recom endarem os ante todo que tom en toda clase de precauciones p a ra no d ar a luz a un solo niño, aunque hubiese sido concebido...» 10. Vem os así de qué m anera introducía P latón de nuevo la noción de legitim idad. Lo que ya no está tan claro es cómo en u n a ciudad sem ejante, donde nadie podía saber de quién era hijo o padre, se podrían evitar las uniones incestuosas. Por o tra parte, Platón era consciente de tal objeción y p en saba en la posibilidad de establecer m edidas draconianas p ara im pedir la unión de un p ad re con su o sus hijas, de u n a m adre con su o sus hijos, pero tales m edidas difícilm en te hubieran podido im pedir el incesto en tre herm anos y h er m anas. Sea lo que fuere, lo único que realm ente le im p o rta ba era conseguir el fin: gracias a la existencia de la propie d ad en com ún de bienes, m ujeres y niños entre los guerre ros, la ciudad se vería libre p a ra siem pre de procesos, de la desigualdad de las riquezas y de los perjuicios de la pobre za. Sería definitivam ente una, en lugar de estar dividida en dos ciudades enem igas, la de los ricos y la de los pobres. Pero, p a ra llegar a este fin, Platón llegaba al extrem o de con ceder, si no a todas las m ujeres al menos a sus guerreras, un
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lugar com pletam ente diferente al que les correspondía en la sociedad griega. A hora bien, no deja de ser interesante com probar que cuando Platón, al escribir las Leyes, se aleja del modelo ideal p ara in ten tar concebir u n a ciudad realizable y renuncia ex plícitam ente al com unism o de la República, no deja po r ello de m antener un p articu lar p u nto de vista en lo relativo al lugar ocupado por las m ujeres en esta ciudad posible. Se de clara, en efecto, firm em ente en co n tra de las prácticas vigen tes en su época, se indigna contra los tracios y otros pueblos queTíb^Lgan a las m ujeres a realizar las m ism as tareas ser viles que hacen los esclavos. E n cuanto a nosotros, dice, am ontonam os todas nuestras riquezas entre cuatro paredes y encargam os a las m ujeres que las adm inistren, y «que se ocupen adem ás de la dirección de los telares y de todo el tra bajo de la lana» n . Incluso los espartanos condenan a las jó venes a la vida dom éstica después del m atrim onio, a pesar de h ab er com partido con los jóvenes la m ism a educación. Pero no hay que olvidar que las m ujeres constituyen la m itad de la población u rb an a, circunstancia que el legislador no puede p asar por alto, y menos aún descuidar su educación. Volvemos a encontrar, pues, las ideas ya expresadas en la República relativas a la necesaria educación com ún de los jó venes. Pero esta vez se refiere a todos los «ciudadanos» de la ciudad cuyas leyes se están redactando, a todos los ciu dadanos, hom bres y m ujeres. Y P latón no utiliza este térm i no de forma casual, ya que integra a las m ujeres en la co m unidad cívica 12. Por consiguiente, éstas recibirán en tren a m iento físico y educación m usical igual que los hom bres, au nque en la práctica haya que in troducir algunas modifi caciones. «No dejarem os de e x ig ir— concluye Platón, o más bien el ateniense que es su portavoz en el diálogo— que, en
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la m edida de lo posible, la m ujer com parta las tareas del hom bre tan to en lo referente a la educación como en todo lo dem ás» 13. E ntre estas «tareas» se incluye, por supuesto, la activi dad guerrera. Y a hemos visto que P latón consideraba a las m ujeres aptas p ara la m ism a. Y no es que éstas tengan que ir a la guerra; pero al menos tienen que ser capaces de de fender la ciudad en caso de ataque. Pero lo que hace que el lugar de la m ujer en la ciudad de las Leyes sea aún m ás ori ginal es que se le reconoce el derecho a una actividad p ú blica, que existen m agistraturas femeninas (principal dife rencia ésta con la ciudad de la República) 14. Las m ujeres p ue den acceder de esta form a — como inspectoras de los m a tri monios, supervisoras de la educación de los niños— a los archaí, a los puestos oficiales, puestos específicam ente fem eni nos, es cierto, pero que les facilitan u n a parcela de poder en la ciudad, que les perm iten p articip ar con el mism o derecho que los hom bres en los «honores», entre los que destaca como m ás sorprendente la asistencia a com idas en com ún, sem ejantes a los syssitia de los hom bres, y con u n a finalidad de confraternización aristocrática sem ejante a la de éstos. Fi nalm ente, y aunque el restablecim iento de la m onogam ia las sitúa bajo la kyría de sus esposos, las m ujeres tienen la po sibilidad, cum pliendo ciertos requisitos, de iniciar acciones judiciales. Dicho restablecim iento del m atrim onio como base de la com unidad cívica no significa un retorno a la realidad ate niense. El m atrim onio, así como todas las dem ás activida des llevadas a cabo en la ciudad de las Leyes, está som etido a una estrecha vigilancia. Pero, paradójicam ente, dicha vi gilancia otorga a la m ujer un tipo de vida que no tenía en la realidad ateniense contem poránea. Así por ejemplo, Pía-
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tón prevé que los futuros esposos pu ed an elegirse uno al otro p ara que las uniones sean más convenientes, y que «se co nozcan» antes del m atrim onio. El am or, en efecto, debe unir a am bos esposos, y sólo las relaciones conyugales son «con formes a la naturaleza». Finalm ente, y ésta es u na afirm a ción que va en contra de todas las prácticas atenienses, el adulterio m asculino es tan condenable como el de la m ujer, y ni siquiera está perm itido el disfrute tradicional de las pallakaí, de las concubinas. «N adie se atreverá a tocar a nin gu na o tra persona nacida libre que no sea su propia esposa, ni a sem brar una sim iente ilegítim a en las concubinas o infértil en los varones contra naturaleza» I5. U n a vez más nos ^en contram os al niño en el centro del problem a, como en las leyçs que castigan el adulterio en A tenas. Sin em gargo, es tas /disposiciones relativas tan to a la p ráctica del concubina to como a la de la hom osexualidad van en contra de todas las prácticas habituales entonces en la sociedad ateniense. Y surge la preg u n ta inevitable: ¿debemos considerar a Platón un feminista? Sería arriesgarnos dem asiado, y po d ría mos entresacar, a veces adivinando entre líneas, m uchos con ceptos que m uestran h asta qué p u n to la im agen tradicional seguía estando presente incluso en un pensador tan poco conform ista. Las m ujeres, a pesar de ser «una m itad de la ciudad», son, sin em bargo, seres inferiores. A unque p artici pan en la educación y en la vida de la ciudad, ni reciben la m ism a educación ni acceden a los mismos puestos. T ienen un com etido en la guerra, pero pasivo, y las atenciones que la esposa recibe del esposo están dirigidas sobre todo a ase g u rar en las mejores condiciones la procreación de hijos le gítimos. Finalm ente, si bien en la ciudad ideal de la Repúbli ca la m ujer guerrera estab a liberada de to d a actividad do m éstica, en la ciudad «segunda» de las Leyes la m ujer sigue
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siendo esencialm ente la déspoina en oikía, la señora de la casa. No es menos cierto, sin em bargo, que la m ujer ocupa un lugar aparte, inhabitual, en la utopía de Platón, y que no es fácil saber si ello se debe a la originalidad del pensam iento del filósofo o expresa u na realidad nueva que el filósofo supo captar. La originalidad es evidente. Basta, p a ra convencerse de ello, con recordar a su discípulo m ás famoso y tam bién uno de los talentos más sólidos de todos los tiem pos, Aristóteles. Este no du d a en hacer u n a crítica en la Política de los m o delos propuestos por su m aestro. H ay un hecho significati vo: prácticam ente no se detiene en las disposiciones relati vas a las m ujeres, excepto p ara criticar la com unidad ins ta u ra d a en la República. Y cuando él mism o elabora un pro yecto de ciudad ideal, las m ujeres no aparecen p ara nada, au nque haya dicho previam ente, retom ando la fórm ula de su m aestro, que constituían la m itad de la ciudad. La fun ción que tiene la m ujer es,*«egún él, fundam entalm ente do méstica: tiene a su cargo la conservación de los bienes ad quiridos por su m arido, es tradicionalm ente la señora del oikos, y su «virtud», diferente de la del hom bre, no le perm ite bajo ningún concepto desarrollar actividad alguna en la ciu dad. Y el ejemplo de E sp arta, cuya decadencia se im puta a la riqueza y a la influencia de las m ujeres, viene a confirm ar este planteam iento 16. H allam os de nuevo estos tem as en un texto atribuido al m ism o A ristóteles, el Económico, a pesar de haberse com pro b ado que no es suyo. Este texto, fechado por los com enta ristas en los últim os decenios del siglo IV, recoge en el libro I las ideas m ás im portantes desarrolladas por Jenofonte en su Económico. En él se presenta al hom bre y a la m ujer como com plem entarios en el seno de la familia: «La naturaleza ha
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creado un sexo fuerte y un sexo débil, de form a que uno sea m ás dado a estar sobre aviso por causa de su tendencia al tem or y el otro sea m ás capaz, en razón de su virilidad, de repeler al agresor; que uno p u ed a traer los bienes de fuera, que el otro cuide de lo que hay en casa; y en cuanto al re p arto del trabajo, uno es más apto p ara llevar u na vida se d en taria y carece de la fuerza suficiente p ara ocuparse de las tareas de fuera, m ientras que el otro, menos dado a la tra n quilidad, consigue alcanzar la plenitud vital en los trabajos activos. Finalm ente, po r lo que concierne a los hijos, los dos sexos participan en su concepción, pero el bien de los mis mos requiere de cada uno de los dos padres un com etido p a r ticular: uno se cuidará de criarlos, el otro de educarlos» 17. En el libro I I I del m ism o tratad o , u n a com pilación de épo ca tard ía, aparece la tradicional oposición entre la m ujer consagrada a las tareas de la casa y el hom bre, cuya activi dad está volcada por com pleto fuera de la m ism a. Y se ex h o rta im perativam ente a la m ujer a obedecer a su m arido «sin ocuparse p ara n ad a de los asuntos dé la ciudad» 18. Se hace referencia a los grandes héroes del m ito y de la epope ya, y es por supuesto Penélope la que se pone como ejemplo de modelo de las virtudes fem eninas, m ientras que Ulises, por su parte, se presen ta como el esposo modelo, capaz de resistir a los encantos de Calipso p ara volver ju n to a su que rida esposa. N o se puede negar, pues, la originalidad de Platón con respecto al pensam iento contem poráneo. Al concederle a la m ujer un lugar en la ciudad, rom pía a ciencia cierta con los valores tradicionales. ¿Acaso hay que ir más lejos y suponer que esta ru p tu ra no era sino la expresión de u na realidad nueva, presagio de la época helenística, que Platón supo cap ta r m ejor que los dem ás? Es difícil decirlo. C iertam ente he-
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mos podido descubrir, al estudiar la condición real de la m u je r en la A tenas del siglo IV , algunos signos de u n a m ayor autonom ía con relación a su función dom éstica secular. Pero esta autonom ía se situaba al m argen de la sociedad cívica tradicional: la m ujer pobre obligada a trab a jar fuera p ara ga narse la vida, la cortesana extranjera, algunas ricas «ciuda danas». Estas desviaciones con respecto al m odelo de la m u je r señora del oikos reflejan la existencia de transform aciones en el seno de la sociedad, desde luego, pero no ponen en ab soluto en tela de juicio la condición de la m ujer en la ciudad. No sorprende, pues, que en estas condiciones las repre sentaciones de la m ujer se hay an quedado anquilosadas en la tradición que se elaboró en los inicios de la historia de la ciudad griega. D edicada exclusivam ente a las tareas dom és ticas, excluida de las decisiones políticas, inferior al hom bre tanto en el terreno m oral como en el intelectual, llena de vi cios específicam ente femeninos como la astucia, la m entira, la em briaguez, una sensualidad exacerbada: así se nos m ues tra la m ujer griega a través de la poesía, el teatro, el discur so político o jurídico. Sólo a veces se dejan oír algunas voces aisladas, no p ara defenderla, sino p ara reconocerle algunas cualidades que podrían ser útiles a la com unidad, p ara re cordar que, después de todo, las m ujeres constituyen la m i tad de la ciudad y que sería peligroso hacer caso omiso de esta realidad. Pero es evidente tam bién lo que im plica dicha preocupación: que en las elaboraciones de algunos teóricos la ciudad ha ganado la p artid a definitivam ente a la antigua estructura fam iliar del oikos, en la que la m ujer ocupaba un lugar m uy preciso. No es u na casualidad el hecho de que Pla tón, creador de u n a ciudad «totalitaria», sea tam bién el p ri m ero en otorgar a las m ujeres un lugar en la ciudad. Y así como las reflexiones sobre la ciudad y el ciudadano apare-
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cen en el m om ento en que la ciu d ad an ía griega se vacía de su contenido real, así tam bién es ahora cuando la m ujer deja de ser com petencia exclusiva del ám bito «privado» p ara con vertirse, p ara algunos teóricos, en p arte integrante de la ciu dad, y cuando aparece sim ultáneam ente en el lenguaje ju rí dico y en el discurso filosófico, como signo concreto de d i cha integración, el térm ino politis, femenino de polîtes, que hace de la m ujer griega, verbalm ente al m enos, u na «ciu dadana».
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28 . A m a z o n o m a k ia . L o s rela to s h e r o ic o s m e n c io n a n la e x is te n c ia d e un as tribus d e m u jeres guerreras, las am a zo n a s. M u se o B r itá n ic o , L on d res.
29 . N iñ a co n p alom as. El e sta tu to ju r íd ic o de la m u jer a te n ien se era el de una m enor, siem p re b ajo la tutela de un h om b re, ya fuera su padre, su e s p o s o u otro fam iliar. M u se o M etr o p o lita n o d e N u e v a York.
C O N C L U S IO N
U n a vez finalizado este recorrido a través de la literatu ra griega, ¿qué conclusiones podem os sacar en lo relativo a la condición de la m ujer griega y a la form a en que los mismos griegos percibían dicha condición? L a prim era es de u n a evi dencia irrefutable: el m undo griego antiguo es ante todo un m undo de hom bres, y la vida pública del hom bre griego se mueve entre dos polos, la gu erra y la política. D esde la épo ca de los héroes h asta la de A lejandro son los hom bres quie nes hacen la guerra, y es ésta la que tiene en sus m anos el destino de las ciudades, la evolución de las sociedades,, las hegem onías y las decadencias. C o n ta r la historia del m undo griego es contar una historia que tiene como únicos p ro ta gonistas a los hom bres, u n a historia relatad a po r hom bres p ara hom bres.
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Desde luego la m ujer no es algo inútil en este m undo de hom bres. El hom bre no puede reproducirse sin su ayuda ni asegurar la transm isión de su patrim onio y la continuidad de la ciudad. Y aunque es posible im aginar u n a reproduc ción asexuada en el m undo del m ito o la leyenda, en el m u n do real hay que contar con lo que hay: es en el vientre de la m ujer donde se desarrolla la sim iente m asculina. Pero este «m al necesario» estará m arcado p a ra siem pre de un estig m a negativo. En la ciudad de los hom bres se sitúa a la m u je r al lado de todo aquello que pone en peligro el orden es tablecido: lo salvaje, lo inm aduro, lo húm edo, lo b árb aro , lo som etido, lo tiranizador. A hora bien, al p asar del m undo de las representaciones al m undo real, no se puede obviar el hecho de que las m u jeres constituyen «la m itad de la ciudad». Es necesario, por consiguiente, concederles un lugar dentro de la sociedad, y es así como el m atrim onio se convierte en uno de los funda m entos de la legitim idad cívica. Sin em bargo, ya hemos vis to que la institución m atrim onial no recibió nunca la san cior^! ju ríd ica que sí le h an otorgado otras sociedades. El m a trim onio sigue siendo un acto privado que une dos «casas», au nque sobre él se fundam ente la legitim idad. D ebem os, no obstante, hacer dos observaciones: por un lado, el m undo griego de la época clásica no llegó nu n ca a elaborar un de recho com parable a lo que será el derecho rom ano de la épo ca im perial. De ahí las dificultades con las que se enfrenta el historiador que tra ta de reconstruir racionalm ente un de recho griego e incluso un derecho ateniense. Pero por otro lado, no es m enos cierto que, al m enos en A tenas y a p artir del siglo IV, se elaboró u n a legislación a la q ue rem itirse ante los tribunales, legislación que reglam entaba la transm isión de bienes en el seno de la fam ilia y den tro del m arco de las
CONCÍJJSION
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costum bres m atrim oniales antiguas, el destino de la m ujer viuda, divorciada o joven heredera. A los atenienses les com placía, sin d u d a alguna, hacer rem o n tar esta legislación a So lón e incluso a D racón, y no se excluye la posibilidad de que algunas disposiciones se hayan elaborado desde los com ien zos de la ciudad. Pero, por lo que se deduce, po r ejemplo, de los alegatos de los oradores de finales del siglo V y del IV , parece claro que el derecho es el resultado de prácticas más o menos habituales que se h an ido convirtiendo poco a poco en ley. G racias a todo lo anterior se h a podido describir cuál era la condición de la m ujer ateniense, au nque siguen existien do num erosas lagunas. Pero, ¿qué sucede con las dem ás? A pesar de contar con algunos datos extraídos de aq u í y de allá, la m ayoría de las veces hem os de confesar n uestra ig norancia al respecto. Dejem os de lado, como u na excepción que es, el caso de E sparta, y tal vez el de ciudades cretenses como G ortina, cuyas inscripciones ap o rtan alguna luz sobre la organización fam iliar, y sobre todo sobre la transm isión y legitim idad de los bienes. Por lo que respecta al resto del m undo griego, sólo se pueden ofrecer hipótesis. Pero nos quedan las im ágenes, las que ad o rn an las p a redes de los vasos, las que evocan las figuras de las diosas veneradas por doquier, las más m odestas de los relieves fu nerarios o de las tum bas. El m undo griego era un conglo m erado de pueblos y de ciudades y cada uno de ellos tenía sus propias leyes y sus propias costum bres. Pero todas ellas tenían en com ún u n a cierta concepción del hom bre y de lo divino. B asta leer a H erodoto p ara convencerse de que, fren te al m undo b árbaro, los griegos form aban un conjunto de pueblos que se reconocía en un m ism o sistem a de valores, valores que los aedos h ab ían ido elaborando desde los orí
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genes de la ciudad griega. Es cierto que la ciudad h ab ía in troducido elem entos perturbadores en el seno de los valores aristocráticos. Pero am bos tipos de valores, los nuevos y los antiguos, se fundían en uno p ara hacer de la fam ilia en el seno del oikos el fundam ento de la sociedad. U n a fam ilia a la vez diferente y cercana a la que nosotros conocemos. Di ferente porque, au nqu e la m onogam ia era la norm a casi ge neral, no por ello q u ed ab a excluida la existencia de concu binas y de hijos ilegítimos en el seno del oikos. Pero cercana en el sentido de que los vínculos que unían a m arido y m u je r, a padres e hijos, no eran sólo jurídicos, ya que estaban presentes sentim ientos como el afecto, los celos o el resenti m iento. No es u n a coincidencia el hecho de que los mitos griegos se hayan utilizado desde este pu n to de vista por aquellos que escrutan los m isterios del alm a, psicólogos y psicoanalistas. Q ueda un últim o problem a que hemos abordado sólo su/përfîçialm ente, el de la sexualidad. Creo que hay que des prenderse de la ab su rd a convicción de que «a los griegos no les güstaban las m ujeres». Porque aunque existe, ya lo he mos visto, una tradición m isógina en el pensam iento griego, au nque adem ás todo lo que se h a dicho y escrito sobre la pe derastía o la hom osexualidad griega se basa en evidencias, no es menos cierto que los griegos de la A ntigüedad eran hom bres como los dem ás, y que las m ujeres no eran sólo para ellos m eras reproductoras necesarias p a ra la supervi vencia de la especie, sino tam bién seres atractivos, seducto res, am ables, objetos de placer pero tam bién de pasión am o rosa. T al vez A frodita no era griega de nacim iento. No por ello se le negaba un lugar im p o rtan te en el panteón de los griegos, y las cortesanas no eran las únicas en rendirle cul to. Esto no quita n ad a a la originalidad de la condición fe
CONCLUSION
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m enina en el m undo griego; solam ente invita a ser p ru d en tes cuando se aborda un tem a como éste. Y llegamos al final. L a m ujer, desprovista de estatuto po lítico personal, está considerada como u na m enor en el m u n do de las ciudades griegas. Y seguirá siendo una m enor h as ta el final de la época clásica. Pero como g aran tiza la repro ducción de la ciudad al d a r a su esposo hijos legítimos, la m ujer «ciudadana» ocupa en la sociedad cívica un lugar es pecial que paradójicam ente se h a rá m ás firme a m edida que los valores políticos vayan debilitándose en la ciudad. En cuanto a las dem ás m ujeres, aquellas que por nacim iento o por otra razón estaban m arginadas de la ciudad, no estaban ni m ejor ni peor consideradas que las otras categorías de m arginados. En resum idas cuentas, es interesante reconocer, al térm ino de un estudio sobre la m ujer griega, lo que sigue siendo lo esencial de la civilización griega: la C iudad.
Apéndices
A P E N D IC E I
Hedna, pherné, proix: el problema de la dote en la
Grecia antigua
La dote aparece en la época clásica como uno de los elementos del matrimonio griego: es la proix que el padre de la joven entrega a su futuro yerno. Pero éste sólo goza el usufructo. Si por alguna razón llega a repudiar a su mujer, ésta recupera normalmente su dote. Para ello, el kyrios de la mujer impone sobre los bienes del marido una hipoteca. Si la mujer muere antes que su esposo y si deja hijos varones, la dote pasa a formar parte del patrimonio fa miliar y revierte en los hijos. Si por el contrario muere sin haber tenido descendencia, la dote vuelve normalmente a su oikos de ori gen. No es difícil imaginar que dichas prácticas provocaron segu ramente numerosas protestas. Gracias a ellas y a los procesos a que dieron lugar conocemos nosotros el sistema de dote atenien se *. Pero hay una evidencia indiscutible: la mujer no era propie taria de su dote y no podía disponer libremente de ella, cosa que —según el testimonio de Aristóteles— no sucedía en Esparta. En
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G o rtin a , la d o te re p re s e n ta b a la p a rte d e la h e re n c ia q u e recaía sobre la jo v e n , p o r lo q u e é sta te n ía la p ro p ie d a d a b so lu ta d e la m ism a. N o sab em o s g ra n cosa d e las d e m á s c iu d a d e s, p e ro p o d e m os su p o n e r q u e , en g e n e ra l, el siste m a fu n c io n a b a com o en A tenas. E n c u a n to al siglo IV, p e río d o p a ra el cu al co n tam o s con d a tos n u m é ric o s, la d o te p o d ía e s ta r fo rm a d a ta n to p o r bienes raíces com o p o r d in e ro en m etálico , o b jeto s precio so s, jo y a s , vestidos. A l g u n o s au to re s p ie n sa n q u e el « a ju a r» con el q u e la jo v e n e n tra b a en la c a sa d e su esposo n o se c o n ta b iliz a b a com o p a r te de la d o te 2. L as p ru e b a s a p o rta d a s no son del to d o co n v in cen tes. P ero es d i fícil p ro n u n c ia rse so b re este p u n to . E s e v id e n te q u e u n a ju a r rico a u m e n ta b a de h ech o , si no d e d e rech o , el v a lo r d e la d ote, lo q u e ex p lica q u e alg u n o s p le ite a n te s te n g a n in te ré s en v a lo ra rlo y otros, p o r el c o n tra rio , en silen ciarlo . E n to d o caso, no p a re c e q u e h a y a lleg ad o a c o n stitu ir u n elem en to d istin tiv o q u e , com o alg u n o s h a n su p u e sto , h a b ría sid o d e n o m in a d o con él té rm in o d e p h em é 3. M á s b ien p a rec e , en efecto, q u e phem é es so b re todo u n té rm in o p o é ti co, q u e a m e n u d o e n c o n tra m o s en las o b ra s d e los trág ico s. N o o b sta n te , fu era de A te n a s y a p a r tir d e la ép o ca h e le n ística , llega r á a ser d e uso c o m ú n p a ra d e sig n a r la d o te, lo q u e explica q u e am b o s térm in o s h a y a n p o d id o c o n fu n d irse en u n a m ism a d e finición. Y a hem o s d ich o q u e la d o te e ra u n o d e los e lem en to s co n sti tu tiv o s del m a trim o n io . ¿ Q u ie re esto d e c ir q u e e ra n e ce saria p a ra a s e g u ra r la v alid ez del m ism o? Los im p o rte s d e las do tes q u e co nocem os se e sc a lo n a n e n tre q u in ie n ta s d ra c m a s y tres tale n to s (dieciocho m il d ra c m a s ), lo q u e re p re s e n ta u n a m p lio a b a n ic o 4. P ero las in v estig acio n es q u e h a n p o d id o re a liz a rs e so b re el p o r c e n ta je q u e re p re s e n ta b a la d o te co n relació n al p a trim o n io fam i liar, bien es v e rd a d q u e b a s a d a s en d a to s fra g m e n ta rio s, p ru e b a n q u e d ic h o p o rc e n ta je e ra e n o rm e m e n te v a ria b le : v e in te p o r ciento e in clu so ta l vez m ás en alg u n o s casos, m en o s d e cinco p o r ciento en o tro s, y a q u e la c u a n tía d e la d o te no d e p e n d ía n e c e sa riam e n te d e la fo rtu n a . Sea lo q u e fuere, u n h o m b re q u e p o d ía e n tre g a r a
APENDICE I
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su h ija u n a d o te d e q u in ie n ta s d ra c m a s te n ía q u e p o seer él m ism o u n p a trim o n io d e al m en o s dos m il d ra c m a s . Si ten em o s en c u e n ta q ue, en el a ñ o 322, d o ce m il de los v e in tiú n m il aten ien ses con los q u e en to n ces c o n ta b a la c iu d a d te n ía n u n p a trim o n io cuyo v a lo r e ra in ferio r a d ic h a su m a , e stam o s te n ta d o s d e p e n sa r q u e la d o te no era o b lig a to ria , y q u e e sp e c ia lm e n te los m ás p o b res c a sa b a n a su h ija áproikos, sin d o te. S ab em o s no o b s ta n te q u e , en a l g u n o s casos, se o c u p a b a d e d o ta r a las h u é rfa n a s d e g u e rra . T a m bién se p o d ía c o n ta r co n la g e n e ro sid a d d e p a rie n te s o am igos p a ra d o ta r a u n a jo v e n p o b re . F in a lm e n te , la ley p rev e ía q u e la m u c h a c h a h e re d e ra d e u n a fo rtu n a p e q u e ñ a re c ib iría d e su p a rie n te m ás p ró x im o , si éste se n e g a b a a c asarse con ella, u n a dote p ro p o rc io n a l a la fo rtu n a d e d ich o p a rie n te 5. P o r con sig u ien te, la d o te e sta b a b a s ta n te g e n e ra liz a d a , y p o r ello c o n stitu ía u n a p ru e b a ev id en te d e la le g itim id a d d e u n a u n ió n . P ero se p la n te a e n to n c e s el p ro b le m a del o rig en de e sta cos tu m b re , y, co m o c o n se c u e n c ia d e ello, el p ro b le m a d e su signifi cación real. E n los p o e m a s h o m érico s, en efecto, sólo en dos oca siones se h a c e re fe re n cia a los proix ( Odisea X I I I , 15; X V I I , 413), y el significado del té rm in o es el de reg alo s, sin relació n alg u n a con el m atrim o n io , y este té rm in o d e sig n a ta n to los regalos q u e el fu tu ro esposo e n tre g a al p a d re d e la jo v e n , co m o los bienes con cedidos p o r el p a d re d e é sta a su fu tu ro y e rn o . G o m o h a se ñ a la d o J . P. V e rn a n t 6, este d o b le significado del té rm in o hedna es u n a p ru e b a d e q u e el m a trim o n io n o se h a in stitu c io n a liz a d o to d a v ía com o p rá c tic a social. A sí p o r ejem p lo , asistim o s en la Ilíada al ofre c im ien to q u e h a c e A g a m e n ó n a A q u iles, p a r a c o n seg u ir q u e v u el va al cam p o d e b a ta lla de los aq u e o s, de u n a d e sus h ijas ju n to con a b u n d a n te s reg alo s (Ilíada, I X , 132 ss.) q u e p u e d e n co n sid e ra rse com o el e q u iv a le n te de u n a d o te, a p e s a r d e q u e él m ism o no exija de su fu tu ro y e rn o los hedna tra d ic io n a le s, es d e cir, los p re sentes q u e el p re te n d ie n te d eb e o frecer n o rm a lm e n te al p a d re de la jo v e n . D e ig u a l fo rm a, el h éro e tro y a n o O trin o e o q u e c o m b ate ju n to a P ría m o le p id e a su h ija anáednos, sin hedna, p e ro con la p ro m esa de re a liz a r u n a g ra n h a z a ñ a ( X I I I , 365 ss.). P ero p re c isa
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m e n te el h e c h o d e q u e se in sista en la a u se n c ia d e los hedna p ru e b a q u e estam o s a n te casos ex cep cio n ales q u e se ju stific a n p o r el v a lo r d el h éro e (A quiles) o p o r los servicios q u e p u e d e ofrecer (O trin o e o ). L a p rá c tic a h a b itu a l p a r a q u ie n q u ie re u n irse en m a trim o n io con la h ija d e u n h é ro e es el o frecim ien to de los hedna, regalos q u e co n sisten en o b jeto s preciosos (tré b e d e s, jo y a s ), c a b e zas de g a n a d o o esclavos. P e ro ¿acaso se p u e d e h a b la r, com o a ve ces se h a h ech o , d e « m a trim o n io p o r co m p ra» ? L a fó rm u la h a sido m u y c ritic a d a p o r M . I. F in ley 7: la n oción m ism a de co m p ra — q u e su p o n e u n e q u iv a le n te — es d e sco n o cid a en el m u n d o h o m érico. Los in te rc a m b io s se h a c e n so b re la b ase d e e n tre g a y re cepción de regalos, y d e p e n d e n no d el v a lo r d e los p ro d u c to s in te rc a m b ia d o s sino d e a q u ello s q u e p ra c tic a n el in te rc a m b io . El d e las m u jeres re sp o n d e a los m ism o s p rin c ip io s, y la p re se n c ia o la au se n c ia d e hedna e stá en fu n ció n del v a lo r resp e c tiv o de las fam i lias q u e p a rtic ip a n en él. Si A g am en ó n ofrece a s u 'h ija sin hedna es p o rq u e en el in te rc a m b io e sta b le c id o con A q u iles el v a lo r de éste es su p e rio r al suyo. P ero la m a y o ría d e las veces es la situ a ción in v e rsa la q u e prev alece: el jo v e n q u e q u ie re c o n seg u ir la m an o de la h ija d e un h éro e, o d e la su p u e sta v iu d a d e u n héroe en el caso d e P en élo p e, d e b e ofrecer regalos a a q u e l cuyo v a lo r es su p e rio r al suyo. E sto v ien e ta m b ié n a ju s tific a r el em pleo d el m is m o té rm in o p a r a d e s ig n a r ta n to los d o n es q u e ofrece el p re te n d ie n te a su fu tu ro su eg ro co m o los b ienes e n tre g a d o s p o r el p a d re de la jo v e n a su fu tu ro y ern o . E ste ú ltim o em p le o es d esd e luego m ás ra ro . P ero n o es n e c e sa rio p a ra ju s tific a rlo im a g in a r in te rp o laciones ta rd ía s, a sí com o ta m p o c o s u p o n e r q u e la co ex isten cia de las dos p rá c tic a s en a p a rie n c ia o p u e sta s refleja u n a evolución ta r d ía. E n re a lid a d a m b a s p rá c tic a s son u n a m u e s tra , com o y a se h a visto, de u n siste m a d e v alo res, el d e la so cied ad a risto c rá tic a de los p o em as, y no existe e n tre ellas y la proix d e la ép o ca clásica u n a relació n d ire c ta . E sta ú ltim a se in sc rib e , en efecto, en el m a rc o del siste m a cí vico. N os g u s ta ría p o d e r p re c is a r el m o m e n to en q u e se im p o n e n los valores cívicos, p u e s es en to n ces c u a n d o la proix su stitu y ó en
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cierta forma a los hedna. Desgraciadamente poseemos sólo pocos indicadores. Nos ocuparemos de dos de ellos. El primero hace re ferencia al matrimonio de la hija del tirano Clístenes de Sición, matrimonio que podemos localizar con toda verosimilitud en la primera mitad del siglo VI. Ya se ha dicho que este matrimonio remitía a las prácticas de la época heroica: Agarista fue consegui da por el ateniense Megacles al término de un agón, de una lucha entre los pretendientes, que duró un año entero. Cuenta Herodo to que a la corte del tirano acudieron todos los jóvenes nobles que había en Grecia, quienes rivalizaron entre sí tanto por sus haza ñas como por los presentes ofrecidos 8. El segundo es una indica ción de Plutarco en la Vida de Solón. Según ésta, parece ser que el legislador ateniense prohibió las dotes y decidió que «la desposa da sólo llevaría consigo tres vestidos, objetos de poco valor y nada más. No quería que el matrimonio se convirtiese en un negocio lu crativo y un comercio» 9. Es de todos conocido que Plutarco ha novelado en bastante medida las Vidas de sus hombres ilustres. Sin embargo, lo que hace es recoger tradiciones que no pueden re chazarse pura y simplemente. Y la medida que él atribuye a So lón se inscribe en un conjunto de medidas suntuarias destinadas a hacer más real la igualdad entre los miembros de la comunidad cívica, sin perjudicar por ello la propiedad. Señalemos también que Plutarco emplea el término de phemé en lugar de proix. Tal vez nos sea más fácil, con estos datos, intentar alguna ex plicación. El matrimonio de Agarista no nos remite solamente a la época heroica. Es también el reflejo de una realidad: que en el siglo VI la institución matrimonial no estaba aún consolidada ni se regía por las reglas que adoptará en la época clásica. El hijo de Agarista no es otro que Clístenes, el legislador ateniense, el fun dador de la democracia. Y tenemos otros ejemplos de uniones pa recidas entre miembros de la aristocracia ateniense y extranjeras nobles. En realidad, sólo a partir del 451, año de la famosa ley de Pericles, las únicas uniones legítimas serán las que se lleven a cabo entre un ateniense y la hija de un ateniense. No obstante, la me dida atribuida por la tradición a Solón nos permite pensar que de
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hecho, y exceptuando a algunos miembros de las viejas familias aristocráticas, la mayoría de los atenienses se casaban sometién dose a las normas de la comunidad. Ahora bien, esta comunidad es, teóricamente al menos, una comunidad isonómica, una comu nidad de iguales. Por consiguiente, el intercambio de regalos ya no tiene razón de ser en las relaciones entre miembros de dicha comunidad. Por otro lado, la costumbre del reparto de los patri monios, que al parecer funcionaba desde comienzos del siglo VI, hasta el punto de habérsele atribuido a veces el origen de la crisis agraria que afecta a Atenas en vísperas del arcontado de Solón, tal vez desempeñó un papel importante, ya que la dote constituía una especie de compensación que permitía mantener el equilibrio en el régimen de la propiedad. Lo que explicaría a la vez las me didas tomadas para evitar que dotes demasiado considerables lle guen a romper dicho equilibrio, pero también el cometido que los autores antiguos atribuían a las dotes, a las que consideraban un elemento determinante en la evolución de los bienes raíces. Final mente, no hay ninguna duda de que la dote se inscribe en un sis tema de evaluación de los bienes que nos remite una vez más, al menos por lo que Atenas se refiere, al siglo VI.
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La mujer griega y el amor
¿Qué lugar ocupaban el amor y la sexualidad en la vida de la mu jer griega? Es una pregunta de difícil respuesta. Por un lado, los griegos eran menos discretos que nosotros en todo lo referente a la sexualidad. La representación de los órganos sexuales masculi nos y femeninos era algo corriente, como lo atestiguan pinturas de vasos y esculturas. Algunas fiestas religiosas en honor de Dionisos se acompañaban de una procesión fálica, y las mujeres ha cían pasteles en forma de órganos sexuales masculinos y femeni nos para dárselos en ofrenda al dios. El carácter licencioso de al gunas bromas en el teatro de Aristófanes y en la comedia en ge neral es un ejemplo elocuente de que no había ninguna prohibi ción que impidiera las alusiones a las diferentes manifestaciones de la sexualidad. Pero si bien los griegos hablaban del amor físico con una total franqueza, eran menos locuaces en lo relativo al sentimiento amo roso. Más aún, si alguna vez accedían a hablar de ello, era casi
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siempre para evocar los vínculos que unían a parejas del mismo sexo. Y esto no sólo por lo que se refiere a los hombres, sino tam bién a las mujeres. No olvidemos que la única expresión de un sen timiento amoroso procedente de una mujer que ha llegado hasta nosotros se la debemos a Safo, la famosa poetisa de Lesbos, que dedicaba versos encendidos de pasión y de deseo a sus jóvenes compañeras 10. Antes de determinar el lugar que tenía el amor en la vida de las mujeres griegas, es necesario interrogarse sobre la importancia que pudieron tener en el mundo griego las relaciones homosexua les. Partiremos de un texto muy conocido, el Banquete de Platón, cuyo tema es precisamente el amor. Uno de los participantes en el diálogo es el poeta cómico Aristófanes, que interviene en el de bate de forma burlona recordando que en una época pasada exis tían tres epecies de humanos: el varón, la hembra y el andrógino. Estos humanos tenían una forma extraña, «redonda, con la espal da y los costados redondeados, cuatro manos, cuatro piernas, dos caras completamente parecidas sostenidas sobre un cuello redon do, y sobre estas dos caras opuestas entre sí una sola cabeza, cua tro orejas, dos órganos genitales y todo lo demás en la misma pro porción» H. Estos singulares seres humanos quisieron atentar con tra los dioses, y Zeus, para castigarlos, los cortó en dos. Pasemos por alto los detalles de esta operación quirúrgica, pero detengá monos en las consecuencias: desde ese momento, cada cual sueña con encontrar de nuevo su «mitad»; dicho de otra manera, «todas las mujeres que son una mitad de una hembra primitiva no pres tan ninguna atención a los hombres y prefieren interesarse por las mujeres»... «Los que son una mitad de varón se interesan igual mente por los varones», y «cuando llegan a la edad viril aman a los muchachos, y si se casan y tienen hijos, no es por seguir una inclinación de la naturaleza, sino porque están constreñidos por la ley». Solamente «los hombres que son una mitad de aquellos seres compuestos de dos sexos que se llamaban andróginos aman a las mujeres», «así como también todas las mujeres que aman a los hombres» 12.
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Es evidente que para el poeta cómico, al menos tal como se expresa en el diálogo de Platón, sólo la relación homosexual es una relación «normal»; la otra, la que une al hombre y a la mu jer, deriva de esos seres híbridos que son los andróginos. Poco im porta saber si Aristófanes dijo alguna vez tales palabras. Pero el hecho de que estén presentes en el diálogo atestigua que los grie gos no consideraban la homosexualidad como una desviación con respecto a una sexualidad normal. El problema de la homosexualidad griega ha sido objeto de es tudios recientes, todos los cuales ponen de relieve el carácter so cial de un comportamiento sexual 13. La parte fundamental de di chos trabajos se centra, por supuesto, en la homosexualidad mas culina. Los testimonios sobre la homosexualidad femenina son, en efecto, escasos, y si exceptuamos los poemas de Safo y algunas pin turas de vasos, estamos muy mal informados sobre un fenómeno a cuyo desarrollo debían seguramente contribuir la existencia del gineceo y una cierta reclusión de las mujeres. Por el contrario, el conocimiento de la homosexualidad masculina, especialmente en la modalidad «pederástica», nos llega a la vez a través de nume rosos testimonios literarios y de no menos numerosos testimonios iconográficos. Es necesario, en efecto, distinguir la pederastía de la homosexualidad propiamente dicha. Sólo la primera disfrutaba de una situación social bien considerada y tenía una función pe dagógica. El hombre mayor que se ataba afectivamente a un ado lescente, a un pais, se convertía en cierto modo en su mentor, aquel que le ayudaba a pasar de la adolescencia a la edad viril. No fal taban las referencias míticas o épicas que justificaban tales amo res —Zeus y Ganimedes, Aquiles y Patroclo—, y sólo algunos pen sadores ingenuos o conformistas como Jenofonte podían imaginar que ese tipo de relaciones no tenían un carácter sexual 14. El ob jetivo fundamental de Platón en el Banquete consiste en distinguir el amor profano, el amor de los cuerpos, del amor divino, el diri gido al espíritu. Y esto es precisamente así porque el amor de los cuerpos existía también en las relaciones entre hombres. Dicho esto, la relación entre hombre mayor y adolescente, entre erastés y
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eromene, fuese o no de naturaleza sexual, se integraba en un marco
social muy determinado, el de la ciudad aristocrática. Siguiendo con el Banquete, Platón hace decir a Pausanias, uno de los interlo cutores de Sócrates, que considerar al amor entre muchachos como algo vergonzoso es algo propio de bárbaros o de tiranos: «Los ti ranos, desde luego, no pueden permitir que entre sus súbditos sur jan personas de gran valor, ni amistades ni uniones sólidas que el amor es especialista en formar. Los tiranos de Atenas lo aprendie ron por experiencia. El amor de Aristogiton y la amistad de Har modio, sólidamente cimentados, destruyeron su poderío» 15. La re lación de pederastía estaba teñida, pues, para los griegos, de un cáracter formador. Ligada al gimnasio —y es evidente que la des nudez de los cuerpos favorecía allí los acoplamientos—, también lo estaba a todo un sistema de valores aristocráticos. Pero no por ello excluía otras relaciones de naturaleza heterosexual. Un mis mo hombre podía haber estado unido en su juventud a un aman te mayor que él, haber servido después, ya convertido en hombre adulto, de mentor a un adolescente, y no solamente podía casar se, por supuesto, sino también buscar placer en la relación amo rosa con una o varias mujeres. Por lo demás, es significativo que sea precisamente este amor, el amor heterosexual, el que con más frecuencia es llevado al teatro, sea éste trágico o cómico. Y hemos visto que en la epopeya la mujer era ya también un objeto eróti co, fuese esposa o cautiva. Es másala desconfianza hacia las mu jeres, cuya intensidad hemos podido comprobar en Hesíodo, Aris tófanes y otros, es la contrapartida de su atractivo sexual, y pre cisamente por esta razón, porque los hombres no podían luchar contra esta atracción, consideraban a la mujer como un ser temi ble, llena al mismo tiempo de astucia, de metis, y de hechizo. El objeto de este amor, de este deseo, era en primer lugar la esposa, la que había sido elegida para tener herederos legítimos. Ya hemos visto, desde luego, que el matrimonio se presentaba pri mero como una alianza entre dos familias, entre dos oikos, y que la futura esposa se contentaba la mayoría de las veces con ver por primera vez el día de su matrimonio a aquel con quien iba a unir
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se. Pero aunque la elección de una esposa venía dictada casi siem pre por consideraciones de orden material en las que no interve nía la atracción física, no hay que excluir sin embargo que dicha atracción física haya podido también ser determinante. Hacer hi jos no era solamente un deber social y político, y no podemos de ja r de recordar a este respecto el célebre pasaje del Banquete de Pla tón, en el cual Diotima, la extranjera de Mantinea, define para Só crates lo que es el amor y de qué forma está ligado a la reproduc ción, pero también cómo sólo es posible esta reproducción si va precedida del deseo: «Cuando llegamos a cierta edad, dijo Dioti ma, nuestra naturaleza siente el deseo de engendrar, pero sólo pue de engendrar en la belleza, no en la fealdad; y en efecto, la unión del hombre y de la mujer es concepción. Esta concepción es obra divina, y el ser mortal participa de la inmortalidad por la fecun dación y la generación; pero esta mortalidad es imposible de al canzar en lo que es discordante; ahora bien: lo feo no armoniza con lo divino, en tanto que lo bello sí lo hace. La belleza es, pues, para la generación una Moira y una Ilitiya. Por ello, cuando el ser impaciente por dar a luz se aproxima a lo bello se vuelve go zoso, y, en su júbilo, se dilata y da a luz y produce; en cambio, cuando triste y ceñudo se aproxima a lo feo, se da la vuelta y no engendra; retiene su germen y sufre. Ahí se origina el éxtasis que siente el ser fecundo y lleno de vigor en presencia de la belleza, porque ésta le libera del profundo sufrimiento del deseo...» 16. Dio tima habla aquí como un hombre y lo que describe es el deseo mas culino, pero un deseo que va dirigido a la mujer, y pues de lo que se trata es de concepción, a la mujer de la cual se espera una des cendencia legítima. Este deseo de la esposa legítima es también el motivo funda mental de la comedia de Aristófanes, Lisístrata. Son innumerables las citas que muestran de manera cruda la situación en la que se encuentran, en la obra, los pobres atenienses, incapaces de conte ner su deseo e incluso de disimularlo delante de los espectadores. Es muy elocuente a este respecto el diálogo que mantienen Mirrina, una de las compañeras de Lisístrata, y su esposo:
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«CINESIAS: Ya no encuentro ningún aliciente en la vida desde que se fue de casa. Siento mucha pena cuando entro en ella; todo me parece desierto; y los manjares que como no tienen para mí ningún sabor. Porque estoy en erección. MIRRINA (al foro): Yo le amo, sí, le amo. Pero a él no le im porta mi amor. No me obligues a ir a su lado. CINESIAS: Mi dulcísima Mirrinita, ¿por qué haces eso? Baja has ta aquí. MIRRINA: No, por Zeus, no iré. CINESIAS: ¿No vas a bajar si te estoy llamando, Mirrina? MIRRINA: Me llamas sin ninguna necesidad. CINESIAS: ¿Yo, sin necesidad? Di más bien que no puedo más» 17. En un registro diferente, muestra Jenofonte en el Económico el mismo entendimiento físico entre marido y mujer, con ese tono moderado de hombre de bien que le es habitual. Iscómaco, el ate niense modelo del diálogo, tras contemplar a su mujer «llena de afeites de albayalde para aclarar la tez más de lo natural, muy ma quillada con orcaneta para aparentar un color más rosado del que en realidad tenía, con zapatos de altos tacones para parecer más alta de lo que naturalmente era», se propone demostrarle la su perioridad de la belleza en estado natural sobre una belleza arti ficial a base de afeites. Para lo cual, empieza preguntándole: «¿Acaso no nos hemos casado para que nuestros cuerpos formen también una comunidad?» Y al recibir una respuesta afirmativa de su esposa, continúa diciendo: «En esta comunidad de nuestros cuerpos, ¿cómo crees que merezco más tu amor: tratando de ofre certe un cuerpo sano y vigoroso gracias a mis cuidados y que veas que el color de mi piel es por eso natural, o embadurnándome de bermellón o maquillándome con rosicler debajo de los ojos para aparecer ante ti y tomarte en mis brazos, y engañarte así, ofre ciendo a tus ojos y a tus caricias bermellón en lugar de mi piel con su color natural?» 18. Pero no todos los hombres pensaban como Iscómaco, y gra cias a numerosos testimonios sabemos que las cortesanas no eran
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las únicas mujeres que se servían de artimañas para seducir a los hombres. En la comedia antes aludida, Lisístrata, se mencionan to dos los medios utilizados por la esposa de un ateniense para des pertar el deseo de su marido... o de su amante. A su amiga Cleónice, que se pregunta qué pueden hacer las mujeres por la salva ción de la ciudad «... si nos pasamos la vida inactivas con nuestro colorete, ataviadas con túnicas de color azafrán, muy emperifolla das con mantos cimbéricos talares y con peribárides», le responde Lisístrata: «Esto es precisamente lo que nos salvará, las pequeñas túnicas color azafrán, los perfumes, las peribárides, la orcaneta, los vestidos transparentes» 19. De esta manera, despertando el de seo de sus esposos, pero negándose a satisfacerlo, les obligarán a firmar la paz. El amor, el deseo, incluso la pasión, desempeñaban un papel no desdeñable en las relaciones entre hombres y mujeres, incluso en el marco de la vida conyugal. Además, es significativo que a finales del siglo IV, y en relación con la decadencia de la vida po ética, cuando se incrementa la importancia de la esfera privada, el amor se convierte en uno de los motivos principales de las in trigas teatrales, un amor cuyo desenlace normal y deseado es el matrimonio. Así es el amor que siente Sóstrato por la hija de Cnemón el misántropo, en la obra del mismo título de Menandro, El misántropo, amor que nace desde el mismo momento en que ve a la joven y que él experimenta como un mal que sólo podrá ser mi tigado cuando su padre se la entregue y pueda quererla siempre 20. También lo es el que une a Démeas con su concubina Crisis en La doncella de Samos del mismo Menandro, y el que provoca la de sesperación de Quéreas en el Escudo, cuando se entera de que la hermana de su amigo Cleóstrato, de quien está locamente enamo rado, tiene que casarse, por su condición de muchacha heredera, con su viejo tío. Puede objetarse que aquí nos movemos en el te rreno de la ficción, y que las cosas no eran lo mismo en la reali dad. Pero entre los discursos que han llegado hasta nosotros atri buidos a Demóstenes, hay un texto que demuestra que el amor apasionado también se daba en la buena sociedad ateniense del
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siglo IV. Se trata del alegato pronunciado por un tal Mantíteos contra su hermanastro Boeto. El primero era el hijo legítimo del ateniense Mandas; el segundo, un hijo natural que Mantias había tenido con una tal Plangón, amante suya a la que mantenía. Di cha Planglon era también ateniense, hija de ciudadano, y no una pallaké, una concubina, ya que tenía su propia casa. El orador dice que las relaciones que mantenía con Mantias eran «apasionadas», siendo esta pasión culpable de que Mantias hubiera desatendido a su familia legítim a21. Poco importa ahora la buena o mala fe del orador. Pero el hecho de mencionar una situación semejante muestra de por sí la existencia del amor-pasión entre un ateniense y una ateniense de pleno derecho y que ésta no era su esposa. Con mayor motivo podía sentirse un amor así por una cortesana, por una de esas mujeres profesionales del amor. Ya hemos recordado el caso de Pericles y el amor que sentía por Aspasia. Es evidente que la atracción física era aquí fundamental, más aún que en la relación conyugal. Hemos señalado en capítulos precedentes el lu gar especial que estas mujeres ocupaban en la sociedad griega, y muy especialmente en ciudades como Atenas o Corinto. La razón misma de su importancia era el deseo que despertaban en sus amantes. Eran, por lo general, hermosas, y era su belleza lo que primero utilizaban para atraer a los hombres. Un fragmento de la obra de un poeta cómico nos sirve de muestra del conocimiento que tenían de todas las estratagemas que podían hacerlas más y más atractivas, estratagemas que las viejas cortesanas enseñaban a las más jóvenes: «Una vez que comienzan a ganar dinero, se in teresan por las jóvenes que están empezando a dar los primeros pasos en el oficio. Las moldean a su manera y cambian su aspecto exterior. ¿Que ésta es bajita? Le ponen corcho en los zapatos. ¿Aquélla es demasiado alta? Se calza unas delgadas zapatillas y camina con la cabeza inclinada entre los hombros, lo que reduce su tamaño. ¿Aquella otra no tiene caderas? Se pone un miriñaque y los espectadores se extasían ante su hermoso trasero. Tienen se nos postizos como los actores. Se los colocan muy erguidos, y cuel gan sus vestidos de ellos como si fueran perchas. ¿Las cejas son
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demasiado ralas? Se las tiñen con hollín de lámpara. ¿Son dema siado oscuras? Las untan con albayalde. Si la cortesana tiene la piel demasiado blanca, se pone colorete. Si hay alguna parte de su cuerpo especialmente atractiva, la deja al descubierto. ¿Tiene dientes bonitos? Se pasa el tiempo provocando la risa para que el acompañante pueda admirar la boca de la que tan orgullosa está. Si no tiene ganas de reír... sostiene una fina rama de mirto entre los labios, de manera que no le quede más remedio que sonreír aunque no quiera» 22. Pero los reproches dirigidos por Jenofonte a su joven esposa de muestran que las mujeres de la buena sociedad también recurrían a estratagemas semejantes para retener a sus esposos. Los afeites, los vestidos provocativos, las túnicas transparentes a las que alu de Lisístrata, tantas armas utilizadas por las mujeres para atraer a los hombres, maridos o amantes, a los que querían seducir o re tener. Y una vez más comprobamos que también en este terreno había una cierta distancia entre la condición social de la mujer —eterna menor que pasa de la tutela de su padre a la de su ma rido— y su condición real 23. El discurso de Lisias Defensa de la muerte de Eratóstenes, una de las fuentes que nos proporciona infor mación sobre la legislación relativa al adulterio en Atenas, es asi mismo un testimonio elocuente de las tretas a las que una mujer podía recurrir para satisfacer su deseo y engañar al marido. Sin duda alguna, la iniciativa en este enredo partió de Eratóstenes, quien, tras haber visto a la joven mujer con ocasión de los fune rales de su suegra, sobornó a la joven esclava que iba al mercado para entrar en contacto con la mujer codiciada 24. Pero ésta, una vez que se convirtió en la amante de Eratóstenes, sólo pensaba en facilitar las visitas nocturnas de su amante, y con el pretexto de que tenía que ocuparse de su hijo recién nacido, instaló en la plan ta baja de la casa el cuarto de las mujeres y relegó a su marido al piso alto. Pues bien, si Eufileto, el marido engañado, no hubie se sido alertado «solícitamente» por una antigua amante de Era tóstenes, celosa por verse desdeñada, nunca se habría enterado de su infortunio. Primero hizo confesar a la joven sirvienta que ser
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vía de intermediaria entre los dos amantes. Después, tras conocer por medio de la sirvienta que Eratóstenes iba a venir a su casa una noche, reunió a varios amigos y consiguió sorprender a su mu jer en flagrante delito: «Al empujar la puerta de la habitación, los primeros que entraron conmigo, y yo mismo, tuvimos tiempo de ver al hombre acostado junto a mi mujer; los que venían detrás lo vieron completamente desnudo en la cama» 25. Esta escena de vodevil acabaría trágicamente con el asesinato del culpable, pues Eufileto utilizó como pretexto la ley que permitía al marido que sorprendía a su mujer en flagrante delito de adulterio matar a su cómplice sin mediar proceso alguno. De todas maneras, el proce so se llevó a cabo, pero contra Eufileto, y gracias a la defensa que él mismo pronunció en su defensa conocemos esta historia. A tra vés de la misma podemos adivinar también una realidad cotidia na diferente de la imagen bastante desdibujada que un simple aná lisis de la vida de las mujeres a partir de su condición social y ju rídica nos permite contemplar. Las mujeres griegas no eran por lo tanto simples reproducto ras destinadas a dar hijos legítimos a sus esposos y ciudadanos a la ciudad. Y la distinción que hace el orador del discurso Contra Neera entre las cortesanas dedicadas al placer y las esposas legíti mas consagradas a la procreación era bastante simplificadora, y destinada más a apoyar su demostración que a reflejar la reali dad. Es cierto que el comportamiento de las mujeres frente a la pasión amorosa y al deseo nos ha llegado a través de las palabras de hombres. Pero lo que Safo, única mujer que ha descrito la pa sión amorosa, sentía por sus jóvenes compañeras, podían otras ex perimentarlo por el hombre que amaban. No podemos dejar de ci tar algunos encendidos versos de la poetisa. Esto le decía a una tal Agalis: «Apenas te miro y entonces no puedo decir ya palabra. Al punto se me espesa la lengua y de pronto un sutil fuego me co rre bajo la piel, por mis ojos nada veo, los oídos me zumban, me invade un frío sudor y toda entera me estremezco, más que la hier ba pálida estoy y apenas distante de la muerte me siento, infeliz» 26.
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Y a otra: «Viniste, hiciste bien, te anhelaba a mi lado, a ti que enfriaste mi corazón ardiente de deseo» 27. Pero Safo no sólo aludía a «Eros turbador de los sentidos» cuando hablaba del de seo que sentía hacia sus compañeras. En boca de una joven pone las siguientes palabras: «Dulce madre mía, no puedo ya tejer mi tela, consumida de amor por un joven, vencida por la suave Afro dita» 28. Por consiguiente, no está de más reconocer algún valor a las palabras que un poeta como Eurípides pone en boca de sus protagonistas, que haga hablar a Medea llorando el amor de Jasón, o a Fedra muriendo de amor por Hipólito. Y poco importa que para el poeta sea Cipria, es decir, Afrodita, la única respon sable del fuego que las consume; la realidad de esta pasión per manece, de este Eros que «vierte gota a gota el deseo en los ojos, el deleite en el alma». Terminemos con la descripción de una mujer que se dispone a reunirse con su esposo en el lecho: «Lava su adorable cuerpo con ambrosía y a continuación lo unta con un aceite graso, divino y suave, de perfume inimitable; al agitarlo en el palacio de Zeus, de puertas de bronce, el cielo y la tierra se colman de su fragan cia. Una vez ungido el hermoso cuerpo, se peina los cabellos con sus propias manos y forma unas lustrosas trenzas, bellas y divi nas, que cuelgan de la cabeza inmortal. Se cubre después con un manto divino labrado para ella por Atenea, engalanado con nu merosos adornos, y lo sujeta al cuello con broches de oro. Se pone un ceñidor ornado con cien flecos, y en los lóbulos perforados de ambas orejas cuelga unos pendientes de tres piedras preciosas, de aspecto granuloso, en los que resplandece un encanto infinito. Fi nalmente, la divina por excelencia se cubre la cabeza con un velo hermosísimo, nuevo, tan blanco como el sol, y calza sus tersos pies con bellas sandalias» 29. Esta mujer que se prepara para el amor es Hera, y el esposo con quien va a reunirse es Zeus, el señor de los dioses y de los hombres.
30. R e lie v e fun erario. U n a criada s o s tie n e una caja d o n d e guarda la d ote qu e ha hered ado. M u se o N a c io n a l, A ten a s.
rtl'tNDlLti
31 . Tras e l ban qu ete. L as e sc e n a s eró tica s n o son ajen as al arte g r ie g o . M u se o A lb ertin u m , D resd e.
32 . El jo v e n e s p o s o c o n d u c e a su e sp o s a a su n u e v o hogar. N o r m a lm e n te , la m ujer no c o n o c ía a su futu ro e s p o s o hasta el d ía d e la bod a. M u se o d el E sta d o , B erlín.
A
p é n d i c e s
33 . E sc e n a d e a seo . L a ico n o g r a fía e n fa tiza la idea de q u e la b e lle z a d e las m u jeres se en cu en tra en el ad orn o, n o e n e l cu erp o , ju s to lo con trario d e lo q u e su c e d e c o n lo s varon es. M u se o C ív ic o A r q u e o ló g ic o , B o lo n ia .
34 . N u p c ia s d e Z e u s y H era. M u se o d e P alerm o.
NOTAS
C A P IT U L O 1 1 J . P. V ernant, «Le M ariage», Mythe et Sociétém Grèce ancienne, Paris, 1974, p. 62; cf. igualm ente E. Scheid, «Il M atrim onio omerico», Dialoghi di Archeologia, I, 1980, 60-73. 2 Ilíada, IX , 146; 288-290. 3 Sobre el carácter particular del reino de Alcinoo, lugar de paso en tre el mundo real y el m undo mítico de los relatos, cf. C. P. Segal, «The Phaeacians and the Symbolism of O dysseus’ R eturn», Arion, 1 (4), 1962, pp. 17-63, y P. V idal-N aquet, «Valeurs religieuses et mythiques de la te rre et du sacrifice dans L ’Odyssée», Problèmes de la terre en Grèce ancienne (M. I. Finley ed.), París, 1973, pp. 285 ss. En cuanto al caso de Nausicaa, J . P. V ernant cree que manifiesta una crisis del sistema «normal», que pue de resolverse m ediante la práctica de la endogamia; lo mismo sucede en el caso de Esqueria, ya que el mismo Alcínoo tiene como esposa a su so-
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brina Areté. V ernant (op. cit., p. 74) da otros ejemplos tomados del mito y de la leyenda, en los que ve reflejado el modelo mítico de lo que será en la época clásica el epiclerato. 4 Cf. Ilíada, X V I, 325 ss. V ernant, op. cit., p. 70; cf. igualmente M. I. Finley, «M arriage, Sale and Gift in the Homeric W orld», Revue Inter nationale des Droits de l ’Antiquité, 3.a serie, II, 1955, pp. 167-194. 5 Sobre el derecho m atrim onial de la época clásica, cf. V ernant, op. cit., pp. 55 ss., y A. R. W. H arrison, The Law o f Athens. The Family and Property, Oxford, 1968, pp. 1-60. 6 Odisea, IV, 12-15. 7 Ibid., X IV , 203. 8 Ilíada, II, 296-297. 9 Ibid., IX , 338 ss. 10 Ibid., V I, 450-455. 11 Odisea, V, 153-154. 12 Ibid., V, 209-210. 13 Ibid., X III, 42-45. 14 P ara este problema, conviene releer el libro de M. I. Finley, The World o f Odysseus, 2.a ed., Nueva York, 1977, y más especialmente pp. 100 ss. 15 Ilíada, V I, 85-91. 16 Odisea, X X III, 353-360. 17 Ilíada, III, 125 ss. 18 Ibid., V I, 490 ss. 19 Odisea, IV , 297 ss. 20 Ibid., III; 465 ss. 21 Ibid., X X I, 5 ss. 22 Ibid., XV, 376 ss. 23 Ibid., IV, 50 ss. 24 Volveremos sobre el tem a más adelante, en el capítulo dedicado a la mujer ateniense. 25 Sobre el concepto del buen jefe tal como se desarrolla en el siglo IV, y especialmente en la obra de Jenofonte, cf. Cl. Mossé, La Fin de la dé mocratie athénienne, Paris, 1962, pp. 375 ss. C A P IT U L O 2
1 Sobre las transformaciones del m undo griego en la época arcaica consúltese principalm ente M. I. Finley, Les Premiers Temps de la Grèce, Pa
NOTAS
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ris, M aspero, 1973; A. Snodgrass, Archaic Greece, Londres, 1980; O. M u rray, Early Greece, Glasgow, 1980. 2 Sobre la Jonia, cf. G. L. Huxley, The Early lonians, 1966; sobre el nacimiento del pensam iento griego y las prim eras especulaciones filosó ficas, existe una im portante bibliografía. La obra más sugestiva sigue siendo la de J . P. V ernant, Les Origines de la pensée grecque, París, PUF, 1962. 3 Sobre la colonización griega, rem ito a mi libro La Colonisation dans l ’Antiquité, París, N athan, 1970, donde puede encontrarse una bibliogra fía más detallada. 4 Es interesante citar a este respecto una afirmación de Aristóteles, Política, II I , 2-3: «La definición del ciudadano como alguien nacido de un ciudadano y una ciudadana no puede aplicarse a los primeros habi tantes o fundadores de una ciudad». 5 Sobre las tradiciones relativas a los orígenes de Locros Epizefirios y su relación con la «ginecocracia», cf. el artículo de P. V idal-N aquet, «Esclavage et gynécocratie dans la tradition, le mythe, l’utopie», en Le chasseur noir, Paris, M aspero, 1981, pp. 276 ss. 6 Sobre esta «crisis agraria» y sus implicaciones, cf. Ed. Will, «La Grèce archaïque», Deuxième Conférence internationale d ’histoire économique, vol. I, Commerce et politique dans l ’Antiquité, Paris, M outon, 1965; M. Detienne, Crise agraire et Attitude religieuse chez Hésiode, Latomus, vol. L X V III, Bruse las, 1963. 7 Cf. mi libro La tyrannie dans la Grèce antique, Paris, PUF, 1970. 8 L. Gernet, «M ariages de tyrans», en Anthropologie de la Grèce antique, Paris, M aspero, 1968, pp. 345 ss. 9 Herodoto, V I, 126-130. 10 Id., 1,61; V, 94; Aristóteles, Constitución de Atenas, 17, 3. 11 Herodoto, III, 50-53. 12 Dionisio de Halicarnaso, Antigüedades romanas, V II, 8. 13 Justino, Historias filípicas, X V I, 4, 2 ss. 14 Polibio, X V I, 3; T ito Livio, X X X IV , 31. 15 Sobre la historia de Atenas en la época clásica, ver Ed. Will, Le Monde grec et l ’Orient, t. I, Le V' Siècle, Paris, PU F, 1972; Ed. Will, Cl. Mossé, P. Goukowsky, id., t. II, Le IV' Siècle et l ’époque hellénistique, Paris, PUF, 1975. 16 Se puede sacar esta conclusion gracias a una indicación hecha por Plutarco en la Vida de Foción: cuando, en el año 322, se privó de la ciu
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dadanía «activa» a todos aquellos cuyos bienes no alcanzasen el valor de dos mil dracm as, doce mil de los veintiún mil atenienses que constituían entonces la ciudad fueron seguram ente afectados por esta medida. 17 Sobre el lugar y la im portancia de los esclavos en Atenas, se han formulado opiniones contradictorias. Cf. para estos problemas el libro de M. I. Finley, Esclavitud antigua e ideología moderna. Barcelona, Crítica 1982 y el de Y. G arlan, Les Esclaves en Grèce ancienne, París, M aspero, 1982. 18 Sobre la im portancia de este empleo nuevo, cf. infra, donde volve mos a tra ta r el tema. 19 Contra Afobo, I, 4-5. 20 Sobre este punto, remitimos a A. R. W. H arrison, The Law o f A t hens, I, The Family and Property, Oxford, 1968, así como al reciente artícu lo de J . Modrzejewski, «La Structure juridique du mariage grec», Scritti in .onore di Orsolina Montevecchi, Bolonia, 1981, pp. 231 ss. 21 Demóstenes, Contra Macârtato, 54. 22 Sobre el problem a de la dote y de las garantías hipotecarias que la acom pañaban, remitimos al libro de M. I. Finley, Studies in Land and Credit in Ancient Athens, New Brunswick, 1952, pp. 44 ss. Cf. igualmente H . J . Wolff, Real Encyclopädie, X X III A, 1957, pp. 133-170; D. M. Schaps, Economic Rights o f Women in Ancient Greece, 1979, y más adelante, Apén dice I. 23 En el discurso Contra Neera, del que volveremos a hablar, se men ciona a un tal Estéfano que em prende una dem anda contra su yerno. Este, en efecto, ha repudiado a su esposa, pero se ha negado a restituir la dote con el pretexto de que su m ujer no era la hija legítima de Estéfano. 24 En el artículo citado supra n. 20, J . Modrzejewski señala (pp. 244-246) que p ara la pallaké, la concubina, no existe transferencia de la kyria, que sigue estando en posesión del padre, del herm ano o del tutor legal. Se daría en este caso una disparidad absoluta con el caso de la es posa legítima. M e pregunto si la posibilidad que tiene la mujer de inten tar una dem anda de divorcio por mediación de su kyrios primitivo no im plica que incluso en el caso de la esposa legítima hubiera transferencia total de la kyria. 25 La ley, atribuida a Dracón y citada por Demóstenes en el discurso Contra Aristocrates, 53, establecía que aquel que m atase a un hombre sor prendido en flagrante delito con su esposa, su m adre, su herm ana, su hija o su concubina no sería perseguido. Se colocaba de esta m anera a la concubina a la misma altura que las demás mujeres del oikos, pero por
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el hecho de haber sido escogida «para tener hijos libres». Así pues, lo más im portante era la legitimidad del hijo con relación al padre. Cf. asi mismo Lisias, Defensa de la muerte de Eratóstenes, 31. 26 Eso fue precisamente lo que hizo el pleiteante del discurso de Li sias. Pero el hecho de que se haya interpuesto una dem anda contra él es un indicio de que, en la época clásica, era cada vez más difícil adm itir que un individuo pudiera hacerse justicia por su mano sin recurrir a las instancias jurídicas de la ciudad. 27 El discurso Contra Neera aporta la prueba de ello: cuando Estéfano sorprende en flagrante delito a un tal Epainetos con la que él hace pasar por hija suya, le reclama tam bién dinero ( Contra Neera, 65). 28 Demóstenes, Contra Eubúlides, 35; 45. 29 Lisias, Contra Filón, 21. 30 Demóstenes, En defensa de Formión 14. 31 Demóstenes, Contra Espudias, 3-4; 9; cf. las observaciones de Louis Gernet, Notice, pp. 53-54. 32 Sobre los metecos atenienses y su situación, consúltese en esta oca sión Ph. G authier, Symbola. Les Etrangers et la Justice dans les cités grecques, Paris-Nancy, 1972, y D. W hitehead, The Ideology o f the Athenian Metic, Cambridge, 1977. 33 El discurso Contra Neera nos aporta una prueba esclarecedora. El pleiteante cuenta que Lisias, tras hacer venir a Atenas a su am ante, la cortesana M etanira, con ocasión de las fiestas de Eleusis, no quiso reci birla en su casa, porque le habría dado vergüenza presentársela a su m a dre que vivía con él ( Contra Neera, 22). 34 Plutarco, Vida de Pemles, 5 ss., 9-10; Platón, Menéxeno, 235 ss. 35 Plutarco, Vida de Poción, 22, 1-3. 36 Entre los numerosos estudios dedicados a la comedia nueva, des tacaremos dos artículos: el de Claire Préaux, «M énandre et la société at hénienne», Chroniques d ’Egypte, X X X II, 1957, y el de L. A. Post, «Wo m en’s Place in M enander’s Athens», TAPA, 1940, así como el libro de A. W. Gomme y H. Sandbach, Menander, A Commentary, Oxford, 1973. 37 Jenofonte, Memorables, II, 7, 6. 38 Es el caso de Neera, que fue com prada por Nicarete ju n to con otras seis m uchachas p ara dedicarla a la prostitución (Demóstenes, Con tra Neera, 18). 39 Demóstenes, Contra Evergo y Mnesíbulo, 55-56. 40 Existe una bibliografía considerable sobre Esparta. Se puede con-
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sultar, en último término, P. Oliva, Sparta and her Soríal Problem, Praga, 1971, y el artículo de M. I. Finley, «Sparta and Spartan Society», en Eco nomy and Society in Ancient Greece, Londres, 1981; sobre el «milagro espar tano», sigue siendo muy interesante el libro de P. O ilier, Le Mirage Spar tiate, París, 1933. 41 De hecho Plutarco recoge aquí las disposiciones im aginadas por Platón en la República y en las Leyes, y las aplica a las mujeres esparta nas. Cf. Infra p. 144 ss. 42 Sobre los rasgos particulares de los ritos de iniciación en Esparta, cf. H. Jeanm aire, Couroi et Cometes, París, 1939, pp. 463 ss.; cf. igualmen te las observaciones de P. V idal-N aquet, «Le Cru, l’Enfant grec et le Cuit», Le Chasseur noir, pp. 200 ss. 43 Sobre la degradación de la vida espartana y la necesidad de recu rrir a los ilotas, es de gran interés la lectura del libro de Plutarco, Vida de Agis y Cleómenes. Sobre Nabis, rey de E sparta a finales del siglo III, cf. Cl. Mossé, La Tyrannie dans la Grèce antique, pp. 179 ss.
C A P IT U L O 3 1 Teogonia, v. 569 ss. Ed. española de A. Pérez y A. M artínez. Ed. Gredos, M adrid, 1983. 2 Los trabajos y los días, v. 57 ss. Ibid. 3 Ibid., v. 65 ss.; 90 ss.
4 Teogonia, v. 603 ss. 5 Sobre el papel del poeta «maestro de verdad», cf. M. Detienne, Les Maîtres de venté dans la Grèce archaïque, Paris, M aspero, 1967. 6 Cf. Linda S. Sussmann, «Labor, Idleness and G ender Definition in Hesiod Beehive», Arethusa, X I, 1978. Sobre la im portancia de las «eda des oscuras» para el desarrollo de la agricultura, cf. A. Snodgrass, The Dark Age o f Greece, Edim burgo, 1971, pp. 379-380. 7 Los trabajos..., v. 376. 8 «Sobre la estirpe de las mujeres y algunas de sus tribus», Arethusa, X I, 1978, pp. 43-87, reproducido en Les Enfants d’Athéna, París, M aspe ro, 1981, pp. 75 ss. 9 Les Enfants d ’Athéna, p. 97. 10 Ibid., p. 106. 11 Cf. Safo, Alcée, París, C U F, 1937, Notice, p. 163.
NOTAS
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12 Safo, Poesías (Ed. de C. García Gual, Antología de la poesía lírica grie ga. Siglos V U -IV a .C ., Alianza Ed., M adrid, 1983).
C A P IT U L O 4 1 Suplicantes, v. 1-11. 2 Ibid., v. 748-749. 3 Agamenón, v. 861-873. 4 Ibid., v. 918-920. 5 Euménides, v. 658-661. 6 Ibid., v. 736-738. 7 Antigona, v. 484-485. 8 Ibid., v. 904-912. 9 Ibid., v. 916-918. 10 Traquinias, v. 155-163. 11 Ibid., v. 443-448. 12 Ibid., v. 459-463. 13 Ibid., v. 539-553. 14 Sobre el clima político en Atenas a finales del siglo V , cf. Ed. Will, Le Monde grec et l ’Orient, t. I, Le V' siècle, pp. 359 ss., 470 ss. 15 Sobre el conflicto trágico y su alcance, cf. J . P. V ernant, «Tensions et ambiguïtés dans la tragédie grecque», en J . P. V ernant y P. Vidal-Naquet, Mythe et Tragédie en Grèce ancienne, Paris, M aspero, 1972, pp. 19 ss.; cf. igualmente S. Said, La Faute tragique, Paris, M aspero, 1978. 16 Electra, v. 1032-1040. 17 Medea, v. 230-251; sobre este paralelo entre la guerra y el parto, cf. N. Loraux, «Le Lit, la Guerre», L ’Homme, X X I, I, enero-marzo 1981, pp. 37-67, y más especialmente pp. 43 ss. 18 Ifigenia en Táuride, v. 220-225. 19 Electra, v. 74-76. 20 Ifigenia en Aulide. 21 Ifigenia en Táuride, v. 1298. 22 Medea, v. 407-409. 23 Ibid., v. 573-575. 24 Hipólito, v. 616-642. 25 Medea, v. 410-420.
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26 Es el título mismo del libro de W. Gomme, The People o f Aristop hanes. A Sociology o f Old Attic Comedy, 2.a ed., Oxford, 1951. 27 Cf. Sobre este aspecto de la obra de Aristófanes, «Aristophane, les femmes et la cité», Cahiers de Fontenay, n.° 17, Paris, 1979. 28 Lisistrata, v. 1185-1186. 29 Ibid., v. 46-48. 30 Cf. el artículo de N. Loraux, «L’Acropole comique», en Les En fants d ’Athéna, pp. 157-196. 31 Lisistrata, v. 567-570. 32 Tesmoforiantes, v. 385 ss. j 33 Ibid., v. 473 ss. 34 Ibid., v. 549 ss. 35 Ibid., v. 780 ss. 36 Asamblea de las mujeres, v. 210-238. 37 Ibid., v. 597-598; 605. 38 Cf. infra p. 144 ss. Se adm ite generalmente que la Asamblea de las mujeres se representó en las leneas del año 392, es decir, seis años antes de que Platón compusiera el diálogo de la República. No hay por lo tanto una crítica directa de las ideas del filósofo. Pero es posible que el asunto de la comunidad de las mujeres haya sido un tem a debatido en los me dios intelectuales de Atenas a finales del siglo V y a comienzos del siglo IV 39 Asamblea de las mujeres, v. 673-675. 40 Sobre los acontecimientos de este período, consúltese W. Fergu son, Hellenistic Athens, Londres, 1911, pp. 1-94; Cl. Mossé, Athens in De cline, Londres, 1973, pp. 102-119. 41 Misántropo, v. 302-309. 42 Escudo, v. 262-267.
C A P IT U L O 5 1 Sobre la utopía griega, cf. el artículo de M . I. Finley, «Utopianism ancient and modern», en Tke Use and Abuse o f History, Londres, 1975, pp. 178-192 (trad, española. Barcelona, 1977). 2 Política, II, 1260 b 27 ss.; sobre Paleas de Calcedonia, 1266 a 30 ss.; sobre Hipodam o de Mileto, 1267 b 22 ss. 3 Política, II, 2, 1261 a 9 ss. 4 República, III, 22, 416 d.
NOTAS
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5 Ibid., V, 3, 451 d. 6 Ibid., V, 5, 455 d-e. 7 Ibid., V, 6, 457 a. ö Cf. supra, p. 91 ss. 9 República, V, 7, 457 c-d. 10 Ibid., V, 9, 461 b-c. 11 Leyes, V II, 805 e. 12 Ibid., V II, 813 c, donde se habla de los «ciudadanos, hombres y mujeres». Sobre el empleo del térm ino politis para designar a la mujer «ciudadana», cf. Cl. Mossé, R. Di Donato, «Status e/o Funzione, Aspetti della condizione della donna-cittadina nelle orazioni civili di Demostene», Quaderni di Storia 17, 1983, p. 151 ss. 13 Leyes, V II, 805 d. 14 Sobre las supervisoras de los m atrim onios, cf. V I, 784 a. Para el término arché aplicado a las funciones específicamente femeninas, cf. V I, 785 b y V II, 794 b. 15 Leyes, V III, 841 d. 16 Política, II, 9, 1269 b, 12—1270 a, 29. Para Aristóteles, el «desen freno» de las mujeres espartanas es la causa de la decadencia de la ciu dad lacedemonia, a pesar de que en lo relativo al manejo de las dotes y de las herencias, es en sus manos donde se concentran los bienes raíces. 17 Psudo-Aristóteles, Económico, I, 4. 18 Ibid., III, 1.
APEN D ICES 1 Cf. H. J . Wolff, «M arriage, Law and Family O rganization in An cient Athens», Traditio, 2, 1944, pp. 43-95; H arrison, The Law o f Athens, I, The Family and Property, pp. 45-60; D. M. Schaps, Economic Rights o f Wo men in Ancient Greece, pp. 74-88; 99-107. 2 Cf. la discusión en Schaps, op. cit., pp. 101-105. 3 Ibid., p. 100. 4 De hecho, los importes de las dotes conocidos gracias a los orado res o a las inscripciones, especialmente las limitaciones hipotecarias ate nienses, raram ente sobrepasan un talento. Solamente en la comedia nue va aparecen m encionadas dotes superiores a un talento, lo que ha lleva do a algunos críticos a suponer que eran una m uestra de la exageración
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propia del género cómico. Pero también se ha podido dem ostrar que los personajes representados en el teatro de M enandro pertenecían a las ca pas más ricas de la sociedad: cf. L. Casson, «The Athenian U pper Class and New Comedy», TAPA, 106, 1976, pp. 29-59. 5 Cf. Lisias, X IX , 59, donde el pleiteante recuerda las sumas gasta das por su padre para dotar a las hijas o a las herm anas de ciudadanos pobres; la ley sobre las epícleras pobres es citada por Demóstenes, Contra Macártato, 54. 6 «Le M ariage», en Mythe et Société en Grèce ancienne, Paris, 1974, pp. 65 ss. 7 «M arriage, Sale and Gift in the Hom eric W orld», R ID A , 3.a serie, 2, 1955, pp. 167-194 ( Economy and. Society in Ancient Greece, Londres, 1981, pp. 233-248). 8 Herodoto, V I, 126 ss. Como los héroes de la leyenda o de la epo peya, Clístenes había organizado entre los pretendientes a la m ano de su hija concursos gimnásticos y musicales que duraron un año entero. 9 Plutarco, Vida de Solón, 20, 6. 10 V er S. Pomeroy, Goddesses, Whores, Wives and Slaves. Women in Clas sical Antiquity, Nueva York, 1975 (trad, española, M adrid, 1987); puede consultarse tam bién R. Flacelière, L ’Amour en Grèce, Paris, 1950. Sobre Safo, adem ás de la edición francesa de sus poesías en la colección de las Universidades de Francia (ed. de T h. Reinach), consúltese el libro de D. Page, Sapho and Alcaeus, Oxford, 1955. 11 Platon, Banquete, 189 c —190 a. 12 Ibid., 191 d. 13 Sobre la homosexualidad griega, ver el libro de K. J . Dover, L ’Homosexualité grecque, G inebra, 1982 y el de F. Bufïïère, Eros adolescent. La pé dérastie dans la Grèce antique, Paris, Belles-Lettres, 1980. 14 Eso es al menos lo que dice a propósito de los espartanos en la Re pública de los lacedemonios, II, 12-13: «Creo que debo hablar tam bién del amor entre muchachos, pues es algo que concierne a la educación. Aho ra bien, entre los otros griegos, por ejemplo entre los beocios, los hom bres adultos y los niños forman parejas y viven juntos; entre los eléatas, por medio de regalos se com pran los favores de muchachos en la flor de la edad; y en otras partes, está absolutam ente prohibido a los pretendien tes dirigir la palabra a los niños. Licurgo incluso m antenía principios opuestos a este respecto. Si un hom bre honesto por naturaleza, enamo rado espiritualm ente de un adolescente, aspiraba a convertirse en su ami-
NOTAS
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go incondicional y a vivir con él, le elogiaba y veía en esta amistad el modo más hermoso de form ar a un joven. Pero si alguno daba muestras de estar solamente prendado de su cuerpo, Licurgo lo declaraba indigno. De esta m anera consiguió que en Lacedemonia los am antes fuesen tan moderados en su am or hacia los niños como los padres lo eran con sus hijos o los hermanos con sus hermanos». 15 Banquete, 182 b-c. H arm odio y Aristogiton habían preparado real mente el asesinato de H iparco, el hijo de Pisistrato, quien tras la muerte de este último había heredado el poder ju n to con su herm ano Hipias. En el origen del complot existió una rivalidad amorosa, ya que H iparco ha bía intentado en vano conseguir el am or de Harm odio, que estaba unido a Aristogiton. El asesinato de H iparco no acabó con la tiranía de Hipias, que duró aún cuatro años. Pero tras la caída de los tiranos, los dos hom bres, que habían sido torturados y muertos por orden de Hipias, fueron objeto de un verdadero culto; en su honor se erigió una estatua que los representaba como los tiranicidas, y todavía en el siglo IV sus descen dientes gozaban de privilegios especiales. 16 Platón, Banquete, 206, c-d. 17 Aristófanes, Lisístrata, v. 865 ss. 18 Jenofonte, Económico, X , 2; 5. 19 Lisístrata, v. 41 ss. Las cimbéricas eran vestidos largos, sin ceñi dor; las peribárides, sandalias elegantes. 20 M enandro, Misántropo, v. 54; 302 ss. 21 Demóstenes, Contra Boeto, I, 27; Pseudo-Demóstenes, Contra Boeto, II, 51. 22 Alexis, fragmento 18. 23 Cf. supra, p. 54 ss. 24 Lisias, Defensa de la muerte de Eratóstenes, 8-9. 25 Ibid., 24. 26 Safo, Poesías (Ed. de C. García Gual, op. cit., p. 66-67). 27 Ibid., p. 69. 28 Ibid., p. 71. 29 Homero, Ilíada, X IV , 170 ss.
B IB L IO G R A F IA
Obras generales
BURCK , E.: Die Frau in der Griechisch-römischen Antike, M unich, 1969. HA RRISO N , A. R. K.: The Law o f Athens, I. The Family and Property, Ox ford, 1968. LACEY, W. K.: The Family in Classical Greece, Ithaca-N ueva York, 1968. L E IPO L D T , J.: Die Frau in der Antiken Welt, 2.a ed., Leipzig, 1955. MAC CLEES, H.: A Study o f Women in Attic Inscriptions, N ueva York, 1920. PA O LI, U. E.: La donna greca nell’Antichita, Florencia, 1953. PO M ERO Y , Sarah B.: Goddesses, Whores, Wives and Slaves Women in Clas sical Antiquity, N ueva York, 1975 (M adrid, 1987). SELTM AN, Ch.: Women in Antiquity, Londres, 1956. L E FK O W IT Z , M ary R. y FANT, M aureen B.: Women’s Life in Greece and Rome, Londres, 1982 (textos escogidos). FOLEY, H. (ed.): Relections o f women in Antiquity, Londres-Nueva York, 1982.
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LA MUJER EN LA GRECIA CLASICA
Epoca homérica
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Epoca arcaica
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IN D IC E A N A L IT IC O
adúltera, 21 ss., 60 ss., 88, 92-93, 120 s., 150, 177 ss. Afrodita, 109, 114, 158, 179. Agamenón, 19, 21, 27,28, 32, 119, 120, 126, 128, 165, 166. Agarista, 50, 167. Agis, 96. Agrigento, 50. Alcandra, 26. Alcestis, 118. Alcibiades, 58, 59, 70, 71. Alcinoo, 16, 19, 21, 26, 31. Alejandro, 80, 137, 139, 155. Andocides, 58. Andrómaca, 10, 17, 20, 23, 28, 30. Antifanes, 64.
Antigona, 118, 121, 122. Antípatros, 82. Apolo, 121. Apolodoro, 71, 77. Aquíles, 19, 23, 24, 33, 165, 166, 171. Ares, 119. Areté, 16, 25-30. Argos, 118. Aristodemo de Cum as, 51. Aristófanes, 10, 64, 80, 87, 115, 125, 130, 137, 169, 173. Aristogiton, 172. Aristóteles, 46, 54, 66, 89, 94, 95, 96, 101, 137, 143, 144, 151, 163. Arquídam o, 88.
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LA MUJER EN LA GRECIA CLASICA
Artemis, 128. Ascra, 107. Aspasia, 68, 69, 70, 78, 99, 176. Atenas, 10, 16, 34, 36, 42 s., 49 ss., 61, 67 ss., 80 ss., 115, 118, 124-127, 130 ss., 150, 153, 156, 164, 172, 176, 177. Atenea, 26, 108, 121, 128, 179. banquete, 26, 33, 37 s., 68, 71 ss., 78, 83, 86. Baquis, 83. Beocia, 107. Boeto, 65, 176. Calipso, 24, 152. Caraso, 113. Carisio, 141. C asandra, 126. Casandro, 137. cautiva, 17 ss., 23, 32, 123. Céfalo, 67. Cinesias, 174. Cipris, 129. Cipselo, 49. Circe, 131. Cirebo, 85. ciudadana, 53 ss., 66, 87, 136 s., 148, 152 ss., 159. Cleis, 113. Cleónice, 175. Cleóstrato, 139, 175. Clístenes, 49, 50, 167. Clitemnestra, 10, 17, 19, 22, 27, 30, 118, 119, 121, 126-128. Cnemón, 175. comedia antigua, 64, 69, 74, 80 s., 125, 130 ss., 169. comedia nueva, 55, 74 s., 80 ss., 136 ss., 175.
concubina (pallaké), 22 ss., 60 ss., 65 ss., 124, 140, 142, 150, 158, 176. Corinto, 49, 50, 71, 72, 176. cortesana, 37, 58 ss., 65 ss., 87, 141, 142, 152 s., 158 s., 176. Creonte, 121, 122. Crisis, 82, 140, 175. Dánao, 118, 119. Daos, 139. Démeas, 85, 140, 141, 175. Deméter, 132. Demetrio de Falero, 137. Demófilo, 82. Demóstenes, 54, 57, 59, 64, 71, 78, 79, 175. despensera, 31 ss., 37 ss., 99, 100, 134. Deyanira, 122-124, 126, 128. Dionisos, 7, 115, 117, 169. Diotima, 173. divorcio, 59 s., 156. dones, regalos, 18, 19, 26 s., 32, 35, 36, 50, 165 ss. Dórica, 113. dote, 53 ss., 75, 77, 88, 95, 129, 137 s., 163-168. Dracón, 61, 157. Egipto, 26, 113, 118, 119, 128. Egisto, 120. Electra, 118, 128. Eleusis, 72, 80. engye, 55 ss., 61 s. Epainetos, 76. epíkleros, 56, 62, 66, 95, 139. Epitadeo, 95. Eratóstenes, 177, 178. Eros, 179.
INDICE ANALITICO
Erigió, 113. Escamandrónimo, 113. esclava, 30, 33, 35 s., 42, 46 s., 51, 54, 60 s., 73, 80, 84 ss., 90, 100, 127, 139, 148, 156, 166. Espudias, 66. Esparta, 10, 42, 49, 51, 52, 63, 73, 87-96, 100, 131, 143, 157, 163. Esqueria, 16, 28. Esquilo, 10, 115, 118, 121, 122. Estéfano, 71, 73-78. Eubulo, 76. Eufileto, 177, 178. Eumeo, 30, 33. Eupolis, 69. Euriclea, 31, 32, 33. Eurínome, 32. Eurípides, 63, 115, 118, 125-130, 132, 133, 179. extranjero (-a), 54, 56, 67 ss., 74, 79, 87, 140. Faleas de Calcedonia, 143. Fano, 74-77. Fedra, 179. Fila, 80. Filipo de M acedonia, 79. Filipo de Q ueronea, 80. Finley, M. I., 20, 25, 166. Fitarco, 96. Foción, 80. Frástor, 75, 76. Friné, 79, 99. Frinión, 72-74. Ganimedes, 171. Gerión, 120. Gernet, L., 19, 50, 51, 66. G ortina, 157, 164. Habrótonon, 141, 142.
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Harm odio, 172. H arpalo, 80. Héctor, 20, 21, 23-25, 33. Hécuba, 17, 23-26, 118. hedna, 19 ss., 163-168. Hefestos, 108. Helena, 10, 16, 17, 21, 22, 26-30, 99, 128. Heleno, 25. Hemón, 122. H era, 24, 128, 179. Heraclea Fóntica, 51. Heracles, 123, 124. Hermes, 109. Hermione, 22. Herm ipo, 70. Herodoto, 49, 50, 157, 167. Hesiodo, 44, 106-113, 120, 125, 129, 136, 172. hijos legítimos, 21 ss., 55, 60 ss., 78, 99, 138, 142, 159, 172 s. hijos ilegítimos, 22, 61 s., 65 ss., 94, 140 ss. H ipareta, 58-60. Hipérides, 79-80. Hipias, 71. Hipódam o de Mileto, 143. Hipólito, 129, 179. Homero, 18, 38, 39, 136. Ifigenia, 118, 127, 128. Ilitiya, 173. Iscómaco, 16, 34-36, 38, 87, 99, 100, 174. Itaca, 16, 22, 27, 31, 100. Italia, 46, 47, 51. Jasón, 128, 179. Jenofonte, 11, 34, 36, 70, 84, 85, 89-92, 94, 152, 171, 174, 177.
200
LA MUJER E N LA GRECIA CLASICA
Jerjes, 118. Jonia, 78. kyrios, 55, 58 ss., 75, 82, 100, 119, 163. Lacedemonia, 27, 28, 31. Laconia, 89. Laertes, 31, 33. Lampitó, 87, 94. lana, trabajo de la, 26 ss., 32, 33, 35 ss., 67, 84, 90 s., 100, 131 ss., 148. Larico, 113. Leónidas, 96. Lesbos, 10, 33, 44, 113, 170. Licurgo, 92-95. Lisias, 64, 67, 177. Lisicles, 70. Lisístrata, 64, 87, 131, 173, 175, 177. Locros, 47, 51. Locros Epizefirios, 46. Loraux, N., I l l , 112. M antias, 65, 176. M antinea, 173. M antiteos, 65, 176. M arsella, 46. matrim onio, 18 ss., 23, 35, 49 ss., 55, 61 ss., 90s., 94, 100, 114ss., 119 s., 123, 128, 139, 146 ss., 164 ss. M edea, 118, 127, 128, 179. Megacles, 50, 51, 167. M egapentes, 22. M égara, 73, 74. M elanto, 32. Melisa, 50. M enandro, 82, 83, 117, 137, 138, 140, 142, 175.
Menelao, 21, 22, 26, 31. M enón, 85. Micenas, 27. Mileto, 49, 68, 143. M irrina, 80, 173, 174. Mitilene, 44, 113, 114. M oira, 173. Mosquión, 140. Nabis, 51. Nausicaa, 16-19, 21, 27. Neera, 71-79, 82, 85. Neoptólemo, 22. Neso, 123. Néstor, 29. Nicarete, 68, 71, 72. Nilo, 118. nodriza, 31 ss., 64, 68, 84 ss. oikos, 15 ss., 25, 27 ss., 44, 47, 62 s., 86, 99 s., 110, 136, 151,158, 163, 172. Orestes, 121. O rtágoras, 49. Otrinoeo, 165, 166. Oxirrinco, 113. Pan, 138. Pandora, 108, 111. Pánfila, 141, 142. Pánfilo, 82. Paris, 21, 128. Pasión, 65. Patroclo, 171. Pausanias, 49, 172. pederastía (homosexualidad), 158, 171 ss. Peleo, 19, 20. Peloponeso, 52, 78, 84, 88, 125, 130, 136. Penélope, 10, 16, 17, 20, 24, 25,
INDICE ANALITICO
27-30, 32, 34, 35, 38, 51, 99, 100, 133, 152, 166. Periandro, 40, 50. Pericles, 52, 53, 68-70, 78, 122, 143, 167, 176. Perséfone, 132. phemé, 163-168. Pireo, el, 53, 80, 85, 137. Pisistrato, 50, 51. Pitónica, 80. P la to n , 69, 93, 135, 144-153, 170-173. Plangón, 65, 140, 141, 176. Plauto, 81, 82. Plutarco, 58, 69, 89-96, 167. Polibio, 46. Pólibo, 26. Policas, 29. Polícrates, 49. Polieucto, 66. Polinice, 122. Ponto Euxino, 140. Poseidon, 16. Praxágora, 64, 134, 136. Praxiteles, 79. Priamo, 20, 21, 23-25, 165. proix , 163-168. Prometeo, 108. prostituta, 68 ss., 86. Quéreas, 139, 140, 175. Q ueróstrato, 139. reina, 17 ss., 25 ss., 33, 38, 51, 77, 99 s. religión, 70, 72, 77, 79, 132. sacerdotisa, 77.
Safo, 10, 44, 113-115, 170, 171, 178, 179. Samos, 49, 140, 141. Sicilia, 50, 113. Sición, 49, 50, 167. Simónides de Amorgos, 111-113,125. Siracusa, 50. Siria, 119. Sócrates, 11, 34, 35, 69, 70, 143, 172, 173. Sófocles, 115, 118, 121, 122, 126. Solón, 49, 53, 157, 167, 168. Sóstrato, 138, 175. Tais, 82. Táuride, 128. Tebas, 26. tejer, 28 ss., 33 ss., 67, 84 s., 108, 128. Telémaco, 20, 26-29, 31, 33. Teodota, 70, 71. Teógono, 77. Terencio, 81-83. Tersites, 18. Tesalia, 78. Timeo, 47. tragedia, 111 s., 117 ss. Trasíbulo, 49. Troya, 10, 23, 26, 28, 128. Tucídides, 52, 88, 125. V ernant, J . P., 18, 20, 165. violación, 141 s. V idal-N aquet, P., 47. Ulises, 21-24, 26-32, 34, 152. Zeus, 24, 108, 109, 118, 119, 129, 170, 171, 179.
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