Claude Mosse - La Mujer en La Grecia Clasica

March 25, 2017 | Author: Fernando De Gott | Category: N/A
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Claude Mosse - La Mujer en La Grecia Clasica...

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CLAUDE MOSSE

C LA U D E M OSSE

m ujer en la G recia clásica

T ra d u c c ió n de C elia M a ría S ánchez

NEREA

I'iihllciulo originalmente en francés con el título I ti i'i'mmi’ dtins la Gréce antique, Albin Michel, 1983

Cubierta: Misión de Tritolemo. Detalle de bajorrelieve motivo del S. V a.C. (FotoOronoz)

Primera edición: marzo de 1990 Segunda edición: noviembre de 1991

© Editions Albin Michel, S. A., 1983 © Ed. cast.: Editorial NEREA, S. A. 1990 Santa María Magdalena, 11. 28016 Madrid Teléfono 571 45 17 © de la trad.: Celia María Sánchez Reservados todos los derechos. Ni la totalidad ni parte de este libro pueden reproducirse o transmitirse utilizando medios electrónicos o mecánicos, por fotocopia, grabación, información, anulado u otro sistema sin permiso por escrito del editor. ISBN:84-86763-29-0 Depósito legal: M. 41.290-1991 Fotocomposición: EFCA, S. A. Avda. Doctor Federico Rubio y Galí, 16. 28039 Madrid Impreso en Lavel. Los Llanos, nave 6. Humanes (Madrid) Impreso en España

Indice

PROLOGO A LA EDICION ESPAÑOLA.............................. Primera parte:

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LA CONDICION FEMENINA.....................

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CAPITULO 1: La mujer en el seno del oikos..........................

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A: La mujer en la sociedad homérica................................. B: La mujer en el Económico de Jenofonte...........................

17 34

CAPITULO 2:

La mujer en la ciudad....................................

41

A: La época arcaica............................................................... La colonización.......................................................... La tiranía.................................................................... B: El modelo ateniense: la condición de la mujer en Ate­ nas en la época clásica..................................................... La mujer ateniense..................................................... La cortesana................................................................ La esclava................................................................... C: La mujer espartana..........................................................

43 45 48

CONCLUSION............................................................................

99

Segunda parte:

CAPITULO 3:

LAS REPRESENTACIONES DE LA MU­ JER EN EL MUNDO IMAGINARIO DE LOS GRIEGOS.............................................. La estirpe de las mujeres..................................

52 54 67 84 87

103 107

H

CAPITULO 4:

LA MUJER EN LA GRECIA CLASICA

El teatro, espejo de la ciudad.........................

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A: La tragedia....................................................................... 1$: La comedia....................................................................... CAPITULO 5: La mujer en la ciudad utópica........................

118 130 143

CONCLUSION............................................................................

155

APENDICES........ .......................................................................

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APENDICE I:

Hedna, pherné, proix: el problema de la dote en

la Grecia antigua.............................................

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La mujer griega y el am or............................

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NOTAS..........................................................................................

181

BIBLIOGRAFIA..........................................................................

193

INDICE ANALITICO................................................................

197

APENDICE II:

P R O L O G O A LA E D IC IO N ESPA Ñ O LA

La historia de las m ujeres ha pasado a form ar p arte de la H istoria desde hace sólo unos veinte años. No hay d u d a de que los m ovim ientos fem inistas de finales de los años sesen­ ta tienen m ucho que ver con este interés nuevo por esa m i­ tad de la h u m an id ad h asta ah o ra excluida de la gran H is­ toria por considerarla ajena a ella. Y u n a m uestra de ello es que los prim eros estudios sobre la historia de la m ujer ap a ­ recieron en E stados U nidos, donde los m ovim ientos feminis­ tas se desarrollaron con más fuerza. Pero era grande el riesgo de que la historia de la m ujer se pusiera al servicio de un feminismo m ilitante, y p ara con­ vencerse de ello b asta con echar una ojeada a las num erosas publicaciones aparecidas tanto en Estados U nidos como en E uropa occidental d u ran te los dos últim os decenios. La A n­ tigüedad se ofrecía como cam po singularm ente abonado p ara un intento sem ejante, pues, y tal vez más que en n in ­ gún otro m om ento de la historia, la m ujer se nos m uestra en este período como u n a m enor, excluida especialm ente de las dos actividades fundam entales en la vida del hom bre griego o rom ano: la política y la guerra. R ebajada a la categoría de guardiana del hogar dom éstico, sin apenas diferencias con la esclava, la m ujer griega es un ejemplo especialm ente ilus­ trativo de lo que supone el som etim iento de u n a p arte de la hum anidad por la otra. Y no sería difícil m o strar m ultitud de citas tom adas de los m ás relevantes escritores y pensado­ res de la G recia an tig u a en apoyo de esta tesis. Sin em bargo, p ara quien está algo fam iliarizado con di­

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LA MUJER EN LA GRECIA CLASICA

dios escritores y pensadores, las cosas no son tan simples. C iñéndonos al ejemplo griego, pues es el objeto de nuestro estudio, no puede dejar de sorprendem os la presencia efec­ tiva de las m ujeres en la epopeya, el teatro, y por supuesto en la vida cotidiana, tal y como se nos es dado im aginarla a p artir de las fuentes de que disponem os. B asta con recor­ d a r a H elena, responsable de la guerra de T roya, A ndróm aca o Penélope, modelos de esposas fieles, la tem ible Clitem nestra, las protagonistas de Aristófanes, intrépidas e irreve­ rentes, las m ujeres espartanas y las cortesanas atenienses p ara interrogarnos sobre cuál era el lugar real que ocupa­ ban las mujeres en las sociedades de la G recia antigua. La prim era dificultad con que nos enfrentam os es, por supues­ to, que todas n uestras fuentes, o casi todas, son de proce­ dencia m asculina, y sólo algunas poetisas, entre las que so­ bresale la célebre Safo de Lesbos, nos han dejado huellas de palabras fem eninas. C uando Penélope se dirige, en la Odi­ sea, a los pretendientes, es el poeta quien la hace hablar. C uando C litem nestra evoca las m iserias de la esposa que se queda en el hogar esperando el retorno del guerrero, en rea­ lidad es Esquilo el que h ab la por su boca. N o hay más re­ medio que aceptarlo así. Pero ¿acaso por ello vam os a re­ nunciar al intento de definir cuál era el lugar de las m ujeres en la G recia antigua? De hecho es im prescindible, p ara no perdernos en el intento, tener presente una doble exigencia. Por un lado, y ya que se tra ta de reconstruir lo que era la condición fem enina en la G recia antigua, no sep arar el es­ tudio de esta condición de las realidades sociales e históri­ cas. Estas no h an dejado de evolucionar entre los siglos VIII y IV antes de J.G ., en relación con el paso de u n a sociedad aristocrática a u n a sociedad «isonómica», es decir, basada en la igualdad de los m iem bros de la com unidad cívica. Pero

PROLOGO A LA EDICION ESPAÑOLA

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u n a igualdad que no fue capaz de hacer que desaparecieran las desigualdades sociales, no desdeñables en absoluto al h a­ blar de las «mujeres», ya que las «reinas» hom éricas o la es­ posa de un rico hacendado en la A tenas del siglo IV no po­ dían de ninguna m anera com pararse a la pobre m ujer que, p ara criar a sus hijos en ausencia de su m arido, prisionero de guerra, vendía cintas en el agora de A tenas. Pero tam ­ bién, y por otra parte, hay que tener en cuenta las represen­ taciones de la m ujer y el lugar que éstas ocupaban en el m u n ­ do ideal de los griegos de la A ntigüedad, a fin de evaluar, en la m edida de lo posible, cómo dichas representaciones re­ flejan una realidad que sólo podem os aprehender a través de ellas. L a tarea no es fácil. E ra necesario, no obstante, in­ ten tar llevarla a cabo, sin olvidar por un m om ento que se­ guram ente no podrem os nunca reconstruir un pasado siem ­ pre inasible. Febrero 1990

Primera parte LA CONDICION FEMENINA

Primera parte LA CONDICION FEMENINA

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C A P IT U L O 1

La mujer en el seno del oikos

El térm ino griego oikos tiene un significado muy rico y com ­ plejo. E sta com plejidad no q u ed a suficientem ente plasm ada si lo traducim os como dom inio o propiedad. Porque si bien es cierto que con oikos se hace referencia en prim er lugar a la hacienda, unidad de producción fundam entalm ente agrí­ cola y ganadera, donde sin em bargo ocupa tam bién un lu­ gar im portante la artesan ía dom éstica, se utiliza adem ás, y tal vez con más frecuencia, p ara referirse a un grupo h u m a­ no estructurado de m an era más o m enos com pleja, de ex­ tensión más o menos grande según las épocas, y donde el lu­ gar que ocupan las m ujeres se inscribe por consiguiente en función de la estru ctu ra m ism a de la sociedad cuya unidad básica está constituida por el oikos. El térm ino aparece ya en los poem as hom éricos, y sobre

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LA MUJER EN LA GRECIA CLASICA

todo en la Odisea. La Ilíada relata m ás que n ad a com bates, y m uy raras veces se m enciona la vida «norm al», la del tiem ­ po de paz. En cam bio, la Odisea arra stra al lector detrás de Ulises no solam ente a ese «m undo de nin g u n a parte» ad o n ­ de le conduce el odio de Poseidón, sino tam bién a la «casa» de Penélope, en Itaca, a la de H elena, tras su regreso al ho­ gar en E sp arta, u n a vez obtenido el perdón, y a la p atria de Areté, esposa de Alcínoo, a E squeria, p ara estar ju n to a ella y ju n to a su hija N ausícaa. A hora bien, estas m ujeres que acabo de m encionar son esposas o hijas de reyes. Es decir, el oikos es en este caso tam bién un centro de poder. C uatro siglos m ás tarde, el ateniense Jenofonte, exiliado en territorio lacedem onio tras hab er sido condenado por sus conciudadanos como traidor, acusado de h ab er com batido ju n to a los enemigos de su patria, red acta un diálogo en el que hace h ab lar a su m aestro Sócrates y a un interlocutor; éste, poseedor de una vasta hacienda, dem o strará al filósofo que la oikonomia, el arte de ad m in istrar bien un oikos (de don­ de procede nu estra «econom ía»), está al alcance de cualquier hom bre sensato. En el oikos de Iscóm aco es la esposa, la d u e­ ña de la casa, la que controla el trabajo que se realiza en el interior de ésta, y este control, esta dirección derivan de una autoridad que es de n atu raleza «real»: la del jefe que sabe m an d ar y hacerse obedecer. Pero la esposa de Iscóm aco no es una reina, e Iscóm aco, aunque es rico y respetado, no deja de ser por eso uno de los 30.000 ciudadanos de A tenas en quienes recae colectivam ente la soberanía de la ciudad, una soberanía que se ejerce en las asam bleas populares, fuera del oikos. E ntre Penélope y N ausícaa por una parte, y la joven esposa de Iscóm aco por otra, hay a la vez continuidad y ru p ­ tura: continuidad en la función llevada a cabo en el seno de una unidad de producción, ru p tu ra en lo que esta función

LA MUJER EN EL SENO DEL OIKOS

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representa en el seno de u n a sociedad determ inada. P ara d ar cuenta de una y o tra hay que ir, no hay más rem edio, di­ rectam ente a los textos de que disponem os.

A. La mujer en la sociedad hom érica Penélope, H elena, N ausícaa, pero tam bién C litem nestra, A ndróm aca, H écuba, son en prim er lugar reinas o prince­ sas, las esposas de los héroes que se enfrentan en esta gue­ rra salvaje que d u ra diez años. ¿Q ué pueden enseñarnos acerca del lugar que ocupa la m ujer en la sociedad hom éri­ ca? Dejemos de lado la disp u ta que enfrenta a los que creen en la historicidad de la sociedad descrita po r el poeta y aque­ llos que la rechazan como algo fantástico. Como se dirige a un a sociedad aristocrática, el bardo que va de «casa» en «casa» recitando las antiguas hazañas de los héroes las re­ crea como él y sus oyentes im aginan que se vivía en aque­ llos tiem pos lejanos en que A gam enón era el «rey de reyes». Pero si bien todo lo que se refiere a los héroes está teñido de valores positivos — oro en ab undancia, palacios su n tu o ­ sos, espléndidos festines— , cuando se p asa a las escenas de la vida cotidiana, cuando se en tra en la casa, aunque ésta sea bau tizad a con el nom bre de palacio, nos encontram os con una realidad concreta que tiene p ara el h istoriador un valor incalculable. Y esta realidad es, en prim er lugar, la de las mujeres. E ntre éstas podem os establecer dos grupos socialm ente diferenciados: de un lado, las m ujeres o las hijas de los hé­ roes, del otro, las sirvientas. Sin em bargo, hay que situ ar aparte el grupo am biguo constituido por las cautivas. Estas son generalm ente de origen real, o al m enos de sangre no­

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LA MUJER EN LA GRECIA CLASICA

ble. Pero los azares de la guerra las h an hecho caer en m a­ nos de los enemigos de sus esposos y de sus padres. C onver­ tidas en p arte del botín, se ven condenadas la m ayoría de las veces a com partir el lecho de aquel al que les han caído en suerte, destinadas por ello incluso a la hum illación, salvo si están unidas a su vencedor por un sentim iento de afecto o de am or. No se m enciona p ara n ad a a las m ujeres del pue­ blo, como si los T ersites y otros hom bres vulgares que cons­ tituyen el grueso del ejército estuviesen privados de ellas. Es evidente que al poeta y a sus oyentes les traía sin cuidado. Y adem ás, dejando ap arte la cuestión de la realeza, su p a­ pel en el oikos y en la sociedad no era seguram ente m uy di­ ferente al de las esposas de los héroes. Pero solam ente estas últim as cum plían u n a triple función: eran esposas, reinas y señoras de la casa. E n prim er lugar eran esposas, o futuras esposas en el caso de la joven N ausícaa, y esto nos obliga a esclarecer dos aspectos del m atrim onio: el aspecto social y el que p o d ría­ mos llam ar aspecto afectivo. Nos encontram os con una prim era evidencia: en el m undo de los poem as, el m atrim o­ nio es ya una sólida realidad social. Sin em bargo, en u n a so­ ciedad prejurídica como la de H om ero, esta realidad tom a form as diversas que h an sido señaladas por todos aquellos que han intentado definirla. Com o observa J . P. V ernant, encontram os en ella «... prácticas m atrim oniales diversas, que pueden coexistir unas con otras porque responden a fi­ nalidades y objetivos m últiples, ya que el juego de in tercam ­ bios m atrim oniales obedece a reglas m uy sim ples y m uy li­ bres, en el m arco de un comercio social entre grandes fam i­ lias nobles, en el cual el intercam bio de las m ujeres se reve­ la como un medio de crear vínculos de solidaridad o de de­ pendencia, de ad q u irir prestigio, de confirm ar un vasallaje;

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comercio en el que las m ujeres son consideradas bienes p re­ ciosos, com parables a los agálmata cuya im portancia en la práctica social y en las m entalidades de los griegos de la épo­ ca arcaica ha señalado Louis G ernet» 1. La práctica más extendida se inscribe en el sistem a de intercam bios que los antropólogos denom inan como el de dote -p o r-d o te . Es decir, que si el esposo «com pra» a su espo­ sa al padre de ésta, esta «com pra» no se puede reducir a u n a transacción del tipo «una m ujer por tan tas cabezas de ga­ nado». El pad re de la joven puede escoger a su futuro yerno por otras razones que las p u ram en te m ateriales, y si bien es cierto que entre varios pretendientes escogerá a aquel que ofrezca los hedna (regalos de boda) m ás valiosos, puede sen­ tirse tentado tam bién de entregar a su hija sin hedna a un hom bre cuyo prestigio y honor repercutirán sobre su descen­ dencia. El ejemplo de u n a joven prom etida sin hedna que con más frecuencia se m enciona es el ofrecim iento que hace A ga­ m enón a Aquiles, p ara que vuelva a com batir, no solam ente de trébedes, relucientes objetos de oro, caballos, cautivas, sino tam bién de una de las tres hijas que le h ab ía dado Clitem nestra: «Q ue se lleve la que quiera, y sin necesidad de dotarla, a la casa de Peleo» 2. Es evidente que el carácter excepcional de Aquiles, u n i­ do a las circunstancias no menos excepcionales del com ba­ te, explica en esta ocasión la donación g ratu ita que hace A gam enón de su hija. Y aunque en un contexto diferente, es asim ism o el carácter un tan to excepcional del reino de Alcínoo, a medio cam ino entre el m undo real y el m undo b ár­ baro de los «relatos», el que explica a su vez que éste pueda pensar en entregar a su hija N ausícaa al héroe, despojado de todo, v arad o en su orilla 3. E sta anom alía se justifica tam ­ bién a causa, por un lado, de la grandeza y la fam a de Uli-

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ses, y por otro, de la dificultad de en co n trar en el mism o lu­ gar un esposo digno de la hija del rey. Sin em bargo, aunque es ju sto subrayar, como lo h an hecho M. I. Finley y J . P. V ern an t, que el m atrim onio no es signo de u n a com pra p u ra y simple y que «... se inscribe en un circuito de prestaciones entre dos familias», estas prestaciones, ofrecidas como hedna por el futuro yerno a su futuro suegro, no dejan de ser la for­ m a «norm al» en que se m anifiestan las prácticas m atrim o­ niales. Recordem os a este respecto, au n q u e en otro plano presenta un carácter un tanto peculiar sobre el que volvere­ mos, el ejemplo de Penélope: si Telém aco, una vez confir­ m ada la m uerte de Ulises, en tra en posesión de su p atrim o ­ nio, y si Penélope acepta volver a casa de su padre, es a éste a quien los pretendientes se dirigirán p ara conseguirla «... a cam bio de regalos. D espués, Penélope se casará con aquel que más haya ofrecido» 4. Así pues, la form a más extendida, aunque no la única, de que un noble consiga u n a m ujer es el intercam bio de p re­ sentes, el pago de los hedna. L a m ujer se convierte así en la esposa legítim a, álochos, la que com parte el lecho y de la que se espera que conciba hijos. H ay que señalar que tam bién aquí las prácticas m atrim oniales presentan variantes revela­ doras de un estado de las relaciones sociales no bien fijado todavía. En efecto, la esposa se instala casi siem pre en casa de su esposo o del pad re de éste, si vive todavía: recuérdese el ejemplo de cuando A gam enón tra ta de que Aquiles vuel­ va de nuevo al cam po aqueo y le propone que se lleve a la hija que prefiera «a la casa de Peleo». Igualm ente, Penélope deja la casa de su p ad re p ara ir a vivir con U lises a la de éste. Y lo mism o sucede con A ndróm aca, la esposa de H éc­ tor, que vive en el palacio de Príam o. Pero, curiosam ente, en el palacio de P ríam o viven no sólo los hijos del rey con

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sus esposas, sino tam bién las hijas del rey con sus esposos. Si Ulises se h u biera casado con N ausícaa, h ab ría vivido en el palacio de Alcínoo. Pero aquí nos encontram os ante un caso un poco especial que depende de las situaciones un ta n ­ to excepcionales m encionadas anteriorm ente. T al vez sea preciso ir un poco m ás lejos y h ab lar de unión patrilocal y unión m atrilocal, según la term inología de los etnólogos. En definitiva, está claro que, excepto en casos m uy especiales, la m ujer iba norm alm ente a vivir a la casa de su m arido o a la del p ad re de éste, y era en esta cohabitación donde se cim entaba la legitim idad del m atrim onio, tan to como en el intercam bio de los hedna, de los regalos, y en la cerem onia de la boda. Esto nos lleva a h ab lar del problem a de la m onogam ia: norm alm ente, en los poem as, u n a vez m ás, es la práctica h a ­ bitual. Los héroes tienen exclusivam ente u n a esposa, bien sean griegos (A gam enón, Ulises, M enelao) o troyanos (P a­ rís, H éctor). Pero hay casos excepcionales: el de Príam o es el más elocuente, pues si bien H écu b a es su esposa por ex­ celencia, las otras «esposas» del rey le han dado hijos igual­ m ente legítimos y no deberían considerarse como simples concubinas. Pero tal vez el ejemplo de H elena sea aún más destacable, porque revela el carácter todavía no bien deli­ m itado de las prácticas m atrim oniales. H elena aparece como el p aradigm a de la m ujer ad ú ltera que ha aban d o n ad o el ho­ gar de su esposo, y como tal es condenada por las otras m u ­ jeres y por ella m ism a. Pero al mism o tiem po disfruta en la casa de Príam o de la condición de esposa legítim a de París. Es significativa a este respecto la conversación que m an tie­ ne con su suegro en el libro I I I de la Ilíada: éste la trata como hija suya y ella le m anifiesta el respeto y el tem or de­ bidos a un padre. E sta doble condición es tanto más sor-

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p m id e n te cuanto que H elena sigue siendo tam bién la espo­ sa de M enelao y asp ira a volver a la casa de su esposo. Pero nos encontram os ante otro caso límite; norm alm en­ te el hom bre tiene sólo u n a esposa, aunque com parta el le­ cho de otras mujeres. A hora bien, la m ujer que, como H e­ lena o C litem nestra, traiciona a su esposo legítim o es con­ denada. El adulterio de la m ujer no se perdona, pues es ne­ cesario preservar la legitim idad de los hijos. Pero nos encon­ tram os ante un caso de costum bre m ás que de jurisdicción, a diferencia de lo que será el derecho griego posterior 5. La noción de legitim idad es m uy im precisa todavía. Y si por una p arte se condena el adulterio de la m ujer, el del hom ­ bre, por el contrario, ni siquiera se tiene en cuenta. Se con­ sidera com pletam ente n atu ral que el hom bre tenga concu­ binas, sirvientas o cautivas, que viven en su casa y cuyos hi­ jos se integran en el oikos, a veces sin diferenciarse apenas de los hijos legítimos. Es el caso, po r ejemplo, de M egapentes, el hijo que M enelao tuvo con u n a concubina esclava, y al que éste casa con la hija de un noble espartano. Es más que verosímil que M egapentes llegue a ser el heredero de su padre, ya que, según precisa el poeta, M enelao sólo había tenido una hija con H elena y «... los dioses ya no concede­ rían a H elena la esperanza de tener descendencia después de h ab er traído al m undo a una en can tad o ra hija tan h er­ m osa como A frodita con sus joyas de oro» 6. E sta hija, H ermíone, h abía dejado la casa de su p ad re p ara convertirse en la esposa del hijo de A quiles, N eoptólem o. Si bien la cuasilegitim idad de M egapentes podía explicarse por la ausencia de un heredero varón, no sucede lo mismo con el personaje por el que Ulises se hace p asar a su regreso a Itaca: el hijo ile­ gítim o de un noble cretense que tenía num erosos hijos con su esposa. «Y sin em bargo, me colocaba en el mism o rango

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que los descendientes puros de su raza», dice el pseudocretense, que cuenta cómo, u n a vez m uerto su padre, fue des­ pojado por sus herm anastros, que sólo le dejaron u n a casa 7. Estos dos ejemplos son una m uestra de la natu raleza aún mal definida del m atrim onio como institución social. Pero esta com probación no debe hacernos p ensar que en aquella sociedad la m ujer era sólo objeto de intercam bio o señal de prestigio. L a riqueza de los poem as nos perm ite calibrar el lugar que ocupaba lo que podem os llam ar, a falta de otra expresión, el afecto en las relaciones entre esposos. P odría­ mos m ostrar m u ltitud de citas en las que los héroes dem ues­ tran su deseo de ver de nuevo su hogar y volver ju n to a su esposa. Ulises m anifiesta en el canto II de la Ilíada: «C ual­ quiera que lleve un solo mes separado de su m ujer se im p a­ cienta al verse retenido en su nave de sólida arm azón por las borrascas invernales y el m ar alborotado» 8, a lo que res­ ponde Aquiles en el canto IX con esta queja: «¿Acaso los átridas son los únicos m ortales que am an a sus esposas? C ualquier hom bre bueno y sensato am a y protege a la suya. Y yo am aba de todo corazón a la m ía, aunque era u n a cau­ tiva» 9. Pero la p areja modelo de la Ilíada es sin d u d a la for­ m ada por H éctor y A ndróm aca, y aunque el poeta se com ­ place en destacar la debilidad de A ndróm aca frente a la m ag­ nanim idad y el valor de H éctor, el am or que el héroe siente por su esposa se trasluce sin em bargo cuando éste piensa en lo que le sucederá a aquélla si T ro y a cae en m anos de los enemigos: «M e preocupa menos el futuro dolor de los troyanos, de la m ism a H écuba, del rey Príam o o de muchos de mis valientes herm anos que caerán en el polvo derribados por nuestros enemigos, que el tuyo, cuando algún aqueo de coraza de bronce se te lleve llorosa, privándote de liber­ ta d » 10. A la p areja H éctor-A ndróm aca corresponde la de

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Príam o-H écuba. Las infidelidades de Príam o, el hecho de m antener en su casa a las concubinas y a sus hijos, no le im ­ piden p edir consejo a su anciana esposa cuando hay que to­ m ar la decisión de ir a reclam ar a A quiles el cadáver de H éc­ tor; consejo que sin em bargo no sigue. Pero donde la realidad del am or entre esposos se destaca con más fuerza es sin d u d a en la Odisea y en la persona de Penélope. No es que Ulises sea un esposo modelo: ha goza­ do evidentem ente de los encantos de Calipso, antes de que, como dice con gracia el poeta, «... sus deseos dejaran de ser correspondidos» n . Pero desde ese m om ento quiere volver a su casa y ver de nuevo a la esposa por quien, le reprocha la ninfa, «... suspira sin cesar día tras día» 12. Y cuando está a punto de ab an d o n ar la isla de los feacios, m anifiesta la es­ peranza, como esposo modelo que es, de en co n trar a su re­ greso «... sanos y salvos a mi virtuosa m ujer y a todos los seres que quiero». Al mismo tiem po hace votos p ara que sus huéspedes p uedan «... hacer felices a sus esposas y a sus hi­ jos» 13. Pero es sin d u d a en la escena del reencuentro de los esposos donde se expresa con m ás fuerza la realidad de los sentim ientos que unen a Ulises y Penélope. Es evidente que el poeta ha querido m o strar aquí la intensidad de un senti­ m iento justificado por la historia de Penélope y de sus in n u ­ m erables artim añas p ara escapar de sus pretendientes. Así pues, las esposas de los héroes de los poem as no eran sólo el signo tangible de una alianza entre dos familias. Po­ dían ser tam bién objeto de deseo: no hay m ás que recordar la escena de seducción de H era, quien, a pesar de ser una diosa, no prescinde de utilizar todos sus encantos p ara se­ ducir a Zeus; pensem os tam bién en el reencuentro de Ulises y Penélope al final de la Odisea, y en la intervención de A te­ nea p ara prolongar la noche de am or entre los dos esposos.

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Las m ujeres disfrutaban del cariño de sus esposos, y cuando éstos poseían el poder real ellas p articip ab an en cierto modo de esta realeza. Y aquí nos encontram os con un problem a com plicado. Com plicado en prim er lugar porque la realeza «homérica» es difícil de establecer, y porque surge de nuevo la cuestión de la dim ensión histórica de los poem as 14. ¿Son los «reyes» de la Ilíada y de la Odisea los descendientes de los soberanos micénicos cuyo poder se nos ha revelado gracias a la arqueo­ logía y a la lectura de las tablillas encontradas en las ruinas de los palacios, o son más bien «reyezuelos», cuya au to ri­ dad apenas sobrepasa los lím ites de sus oikos, y están obli­ gados a escuchar los consejos de sus iguales desde los oscu­ ros orígenes de la ciudad? El libro de M . I. Finley, hoy ya clásico, ha aportado a esta últim a tesis argum entos convin­ centes y apoyatura histórica y a él se h an adherido num ero­ sos investigadores, au n cuando algunos siguen siendo reti­ centes. Pero aunq u e los reyes de la Ilíada y de la Odisea, a pesar de la riqueza que poseen, según el poeta, sean ante todo guerreros, dueños de un vasto oikos, no dejan por ello de poseer, respecto a la gran m asa de los dem ás guerreros, e incluso de algunos héroes, un poder de natu raleza esen­ cialm ente religiosa sim bolizado por el cetro. A hora bien, p a ­ rece claro que la esposa legítim a p articip ab a en cierta me­ dida de este poder. Pondrem os como ejemplo a cuatro de ellas: H écuba en la Ilíada, H elena, A reté y por supuesto Pe­ nélope, en la Odisea. Em pecem os por H écuba: en el canto V I, cuando los aqueos pasan al ataq u e y am enazan con d erro tar a las fuer­ zas troyanas, H eleno, uno de los hijos de Príam o, que es tam ­ bién adivino, sugiere a su herm ano H éctor que interceda ante su m adre: «E ncam ínate a la ciudad y di a nu estra m a­

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dre que convoque a las venerables ancianas en el tem plo con­ sagrado a A tenea, la de los ojos de lechuza, en la Acrópolis; que a b ra con las llaves las puertas del recinto sagrado; y des­ pués, tom ando el velo que más herm oso le parezca, el más grande y el que ella aprecie más de cuantos haya en el p a­ lacio, lo ponga sobre las rodillas de A tenea, de herm osos ca­ bellos. Y que al mismo tiem po le haga voto de inm olar en el tem plo doce novillas de un año, desconocedoras aú n del aguijón, si se digna ap iad arse de nu estra ciudad y de las es­ posas y tiernos hijos de los troyanos» 15. Por consiguiente H écuba, al ser la esposa del rey, tiene poder p ara convocar a las m ujeres de T roya, y ella será quien ofrezca a la diosa un sacrificio p ara pedir la protección de la ciudad, de las m u ­ jeres y de los niños. Nos encontram os, pues, no sólo ante la m ujer del rey, sino an te la m ism a reina. C om o reina tam ­ bién se presenta H elena en la Odisea, en el canto IV , cuando recibe a Telém aco, que ha venido a pedir a M enelao noti­ cias acerca de su padre. H elena ha vuelto de nuevo a vivir con su esposo y ha recuperado todos sus derechos. Su en tra­ da en la sala del banquete donde M enelao hace los honores a sus huéspedes es desde luego la de u n a reina, tanto po r su porte m ajestuoso como p o r los lujosos objetos que la rodean, objetos, preciso es decirlo, regalados por la m ujer del p rín ­ cipe que reinaba en T ebas de Egipto, en el m arco de un in­ tercam bio de regalos en el que se sitúa la doble correspon­ dencia M enelao/Pólibo, H elena/A lcandra. H elena no d u d a en tom ar la p alab ra, lo que es aú n m ás extraordinario, y es ella la que reconoce a Telém aco como hijo de Ulises. A pe­ sar de presentarse con objetos propios de una m u je r— la rue­ ca, el cestillo de lana— , se le perm ite ocupar asiento entre los hom bres, como corresponde a u n a reina. R eina tam bién es A rete, la esposa de Alcínoo. Se ha se­

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ñalado con frecuencia el hecho de que N ausícaa aconseja a Ulises que se dirija en prim er lugar a su m adre, como si de ésta dependiera la acogida que p uedan hacerle. Areté, lo mismo que H elena, está sen tad a en la gran sala del palacio, donde se hallan los jefes de los feacios, ju n to al trono de su esposo. P articipa con los hom bres en el banquete, como lo hacía H elena en Lacedem onia. Pero de todas las reinas m encionadas, Penélope es sin d u d a la más difícil de definir. La am bigüedad de su caso está relacionada evidentem ente con el hecho de que en Itaca se desconoce el destino de Ulises y de que no se h a fijado todavía la situación de Telém aco. Si fuera cierta la m uerte de Ulises, si h u b ieran traído su cadáver a la isla p ara darle una sepultura digna, la situación h ab ría sido más clara. Pe­ nélope h ab ría vuelto a la casa de su padre, que le h ab ría b us­ cado un nuevo esposo, a m enos que Telém aco, convertido ya en adulto, se h u biera encargado él mismo de encontrarle un nuevo hogar a su m adre. Pero esta am bigüedad no ex­ plica por sí sola la actitu d de los pretendientes. Si éstos ase­ dian a Penélope p a ra que escoja entre ellos un esposo, es po r­ que éste se convertiría, por el hecho de com partir el lecho de la reina, en el señor de Itaca, de la m ism a m anera que Egisto, tras el asesinato de A gam enón, llegó a serlo de Micenas, después de casarse con C litem nestra. La reina — y el poeta no d u d a en em plear este térm ino— dispone de u n a p a r­ te del poder que diferencia al rey de los dem ás nobles, y pue­ de por ello transm itirlo. Este poder, como ya se ha m encio­ nado, es de natu raleza religiosa. Pero tam bién, sobre todo en la Odisea, es un poder que capacita p ara gobernar bien. Pero el gobierno de la m ujer consiste en velar por los bienes que constituyen el oikos. Así se lo dice Ulises a Penélope des­ pués de su reencuentro, cuando establece los papeles respec­

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tivos del esposo y de la esposa: «A hora que nos hem os en­ contrado de nuevo en nuestro am ado lecho, deberás cuidar los bienes que tengo en el palacio, y como los infames pre­ tendientes han diezm ado nuestros rebaños me apoderaré de un gran núm ero de corderos, y los aqueos me d arán otros m uchos, los suficientes p ara llenar de nuevo los establos» 16. El tercer aspecto en el que se nos m u estran las esposas de los héroes en los poem as es el de señora de la casa. A ca­ bam os de ver cómo Ulises, que está dispuesto a em prender nuevas aventuras p a ra reconstituir su patrim onio, dilap id a­ do por los pretendientes, confiaba a Penélope el cuidado de la casa. Los poem as nos presentan en varias ocasiones a las m ujeres dedicadas al cum plim iento de las tareas dom ésti­ cas. A H elena de T roya, por ejemplo, tejiendo «una gran tela de p ú rp u ra en la que dibuja los trabajos de los troyanos dom adores de caballos y de los aqueos de corazas de bron­ ce» 17. A A ndróm aca, a quien su esposo aconseja: «Vuelve a casa, ocúpate en tus labores, el b astidor y la rueca, y or­ dena a las esclavas que se apliquen al trabajo» 18. H ilar la lana, tejer telas, dirigir el trabajo de las esclavas, se consi­ dera lo más im portante de la actividad dom éstica de la m u ­ je r. T am b ién se ocupa de recibir a los visitantes extranjeros y de hacer que se sientan bien instalados. Así por ejemplo, cuando Telém aco llega a Lacedem onia, H elena «... m andó a las esclavas que pusieran lechos bajo el pórtico cubiertos con herm osas m antas, que extendiesen tapices por encim a y que dejasen sobre éstos vestidos de lana m uy tupidos» 19. Casi la m ism a fórm ula se repite cuando A reté recibe a U li­ ses en Esqueria. Pero este episodio ocurrido en la isla de los feacios añade un m atiz nuevo a la descripción de las activi­ dades dom ésticas de la señora de la casa: en este caso es la hija del rey quien atiende, ay u d ad a por sus esclavas, al la­

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vado de la ropa de toda la casa. Finalm ente, o tra de las ta­ reas de la señora de la casa es b a ñ a r a su huésped o hués­ pedes; así lo hace Policasta, la hija de N éstor, con Tclém aco: «C uando lo hubo b añ ad o y ungido con aceite, lo cubrió con u n a túnica y un herm oso y vaporoso m anto» 20. T a m ­ bién A reté le p rep ara un baño a Ulises cuando éste a b a n ­ dona la isla de los feacios. Y la escena se repite cada vez que un huésped extranjero llega a la casa de un héroe. Pero la señora de la casa por excelencia es Penélope, quien a lo largo de todo el poem a representa a la perfección este papel. G u ard ian a del hogar y de la casa de Ulises, se niega a entregar a los pretendientes lo que su esposo le ha confiado. Com o H elena y como A reté, p asa los días hilando la lana, tejiendo ricas telas. Y ya sabem os cómo, utilizando la m ism a metis, la astucia de su esposo, se sirve de esta ac­ tividad específicam ente fem enina p ara engañar a los p reten ­ dientes, deshaciendo por la noche el trabajo realizado d u ­ ran te el día. T am b ién es ella la encargada de recibir a los huéspedes ilustres, de prepararles un baño y un lecho p ara la noche. Pero por encim a de todo es la que protege el te­ soro form ado por todos los bienes del oikos. Y cuando, can­ sada de tanto luchar, se decide a proponer a los pretendien­ tes un agón, una contienda, tras la cual el vencedor se con­ vertirá en su esposo, «... subió la alta escalera de la casa, tom ó en su m ano la pesada llave bien curvada, bien term i­ nada, de bronce, con el m ango de marfil. Después se fue con sus doncellas a la habitación más retirad a de la casa, donde se g u ard ab an los tesoros del rey: bronce y hierro bien la b ra­ do, así como el flexible arco y el carcaj que contenía num e­ rosas y agudas flechas... Así pues, cuando la noble m ujer lle­ gó al aposento y puso el pie en el u m bral de encina que en otro tiem po el artesano h abía pulido con gran habilidad y

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conform ado con un nivel, ajustando después en él los m on­ tantes en los que encajó u n a espléndida p uerta, se apresuró a d esatar la correa del anillo, m etió la llave y corrió los ce­ rrojos con una m ano firme y segura: la p uerta, como un po­ tente toro en la p rad era, m ugió bajo la presión de la llave y se abrió inm ediatam ente. Penélope subió a la tarim a eleva­ da donde estaban alineadas las arcas, llenas de perfum ados vestidos. D espués, alargando la m ano, descolgó de un clavo el arco, con la espléndida funda que lo envolvía» 21. A dem ás de ser la g u ard ian a de la casa, Penélope es ta m ­ bién la señora de las sirvientas y los sirvientes. L a relación con las prim eras es evidente, pues son la com pañía hab itu al de la señora de la casa. Pero adem ás parece claro que, d u ­ ran te la ausencia de Ulises, Penélope debía aten d er tam bién la adm inistración de sus posesiones. Al menos eso parece desprenderse de la reflexión que hace Eum eo el porquero, cuando se queja a Ulises, a quien no ha reconocido todavía, de que Penélope, m uy a su pesar, no se interesa por sus sir­ vientes: «Sin em bargo los sirvientes tienen u n a necesidad m uy grande de h ab lar con su dueña, de preguntarle sobre m uchas cosas, de com er y beber en su casa, y de llevarse des­ pués al cam po alguno de aquellos regalos que les alegran el corazón» 22. Si por un lado nos encontram os en los poem as con esta im agen rica y com pleja de las esposas de héroes, m ujeres ex­ cepcionales por razones diversas como son A ndróm aca y Clitem nestra, Penélope y A reté, e incluso H elena, que une a su belleza el conocim iento de las prácticas de m agia, por el con­ trario no se nos dice m ucho de la gran can tid ad de sirvien­ tas. Estas aparecen casi siem pre de u n a m anera anónim a a la som bra de la dueña de la casa, p rep aran d o la lan a o lle­ vando la rueca, trayendo el agua p ara las abluciones de los

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huespedes, a las que ellas aten d ían como se nos describe en hi escena que se desarrolla al comienzo del canto IV , cu an ­ do Telém aco y sus com pañeros llegan a Lacedem onia: «Se dirigieron a unas bañeras m uy pulidas p ara bañarse, y una vez que las sirvientas les b añ aro n y ungieron con aceite, les vistieron con túnicas y m antos de lana; después fueron a sen­ tarse ju n to al atrid a M enelao. O tra sirvienta les trajo agua­ manos en un m agnífico aguam anil de oro, y lo vertió en una fuente de p lata, y colocó ante ellos u n a m esa pulim entada. Entonces, la respetable despensera les trajo el pan y se lo ofreció; después les sirvió num erosos m anjares, ofreciéndo­ les los que tenía guardados» 23. De categoría superior a las sirvientas, la «respetable des­ pensera» aparece en efecto como un personaje esencial. La encontram os de nuevo en el palacio de Alcínoo, tam bién en la m ansión de Circe, y por supuesto en Itaca, en la casa de Ulises. Pero en tan to que las dem ás sirvientas parecen dedi­ carse sobre todo, ap arte de tejer las telas, a actividades ex­ clusivam ente dom ésticas — p rep arar los lechos, disponer el baño p ara los huéspedes y hacerles las abluciones— , la des­ pensera, que tiene a su cargo la provisión de víveres, parece ocuparse con preferencia de las actividades culinarias y de servir la mesa. O tra de las sirvientas que desem peña un papel im por­ tante es la nodriza. Y esta im p o rtan cia se pone de m anifies­ to en la posición que ocupa Euriclea en la Odisea. En prim er lugar hay que señalar que sale del anonim ato, pues es lla­ m ada con el nom bre de su pad re y de su abuelo. Y adem ás participa directam ente en la acción. Sus funciones son las m ism as que las de u n a despensera, d estin ad a a g u ard ar el tesoro. Pero fue la nodriza de Telém aco, y antes la de U li­ ses, ya que Laertes la com pró «por un precio de veinte bue­

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yes». El poeta añade que el pad re de Ulises la h o n rab a «igual que a su noble esposa», aunque ja m ás com partió su lecho. Ella fue la prim era que reconoció a Ulises, y m antuvo con él el secreto de este reconocim iento. Después de la m atan za de los pretendientes, ella es quien dice a Ulises cuáles son las sirvientas que h an traicionado a su señor, y aprovecha la ocasión p a ra reco rd ar cuál fue su papel en la casa: ense­ ñ ar a las sirvientas a trab ajar, a card ar la lana, a cum plir con paciencia las obligaciones de la servidum bre, un papel que d espertaba en estas últim as un respeto po r la despense­ ra com parable al que debían sentir por la señora de la casa. En el poem a aparece otra nodriza, Eurínom e, la nodriza de Penélope, que parece desem peñar tam bién las funciones de despensera, así como la de ser confidente de Penélope. ¿C om partían Euriclea y Eurínom e las atribuciones? Es difí­ cil asegurarlo. Pero tanto una como o tra parecen estar muy por encim a de las cincuenta sirvientas de la casa de Ulises. Sin em bargo, no todas estas sirvientas perm anecen en el anonim ato. U n a de ellas, M elanto, llega a intervenir en la acción como instrum ento ciego de los pretendientes, y sufri­ rá con once de sus com pañeras la m ism a suerte funesta que aquéllos. Este últim o episodio es un ejem plo claro de la fun­ ción que las sirvientas podían desem peñar en la casa: desti­ nadas a los trabajos dom ésticos, tam bién podían ser llam a­ das p ara com partir el lecho del señor o de sus huéspedes; lo que explica el castigo infligido por Ulises a las que habían hecho causa com ún con los pretendientes. Q u ed a por tra ta r un últim o problem a, el de la situación ju ríd ica de estas sirvientas. M uchas de ellas eran sin d u d a cautivas, conquistadas en las guerras o rap tad as. Pero no hay que olvidar que las m ujeres figuraban entre los regalos que los nobles se hacían entre sí: A gam enón, por ejemplo,

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olrece a Aquiles «siete m ujeres hábiles p ara todo tipo de tra ­ bajos», capturad as en Lesbos. Sin em bargo, al menos en la Odisea, encontram os tam bién, ju n to a m ujeres que form an parte del botín o de los regalos intercam biados, a mujeres com pradas: Euriclea m ism a, sin ir m ás lejos, com prada por Laertes por el precio de veinte bueyes. ¿Tal vez fue cap tu ­ rada previam ente por p iratas que se dedicaban a este co­ mercio? No podem os saberlo; pero la existencia de este co­ mercio es revelada en el célebre relato del porquero Eum eo, el cual cuenta cómo fue entregado a unos m arinos fenicios por una sirvienta de su padre, u n a fenicia de Sidón que h a­ bía sido ra p ta d a por los tafios y vendida por ellos a buen p re­ cio al padre de Eum eo. A unque no pueda hab larse todavía de comercio de esclavos, vemos que h abía ya otros medios, adem ás de la guerra o el pillaje, p ara conseguir m ujeres, y no es raro encon trar fenicios y habitantes de las islas entre los que practican este comercio. Los poem as hom éricos nos ofrecen, por consiguiente, una im agen bastante clara de la condición de la m ujer griega a comienzos del prim er milenio. Señora del oikos, esposa y «rei­ na», m a n d ab a a las sirvientas y com partía con su esposo el cuidado de velar por la salvaguardia de sus bienes. Pero sus funciones estaban perfectam ente delim itadas, y aunque po­ día asistir a los banquetes, casi siem pre perm anecía en su aposento, rodeada de sus sirvientas, hilando y tejiendo. Y si estas «reinas», veneradas sin em bargo, se atrevían a hacer oír su voz o a quejarse de su suerte, eran enviadas de nuevo con toda rapidez a sus actividades norm ales. H éctor, por ejemplo, cuando se dirige a A ndróm aca y le aconseja que vuelva a casa; o Telém aco, que afirm a su naciente virilidad diciendo a su m adre: «Ve a tu aposento, ocúpate en las ta ­ reas propias de tu sexo, el telar y la rueca, y ordena a las

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sirvientas que se apliquen a su trabajo; la p alab ra es asunto de los hom bres, sobre todo la mía, porque yo soy el señor en la casa». Y si el poeta señala que Penélope se quedó es­ tupefacta al oír estas palab ras es porque éstas fueron dichas por su hijo, a quien ella veía todavía como un niño. Si h u ­ bieran sido p ronunciadas por Ulises, no se h ab ría sor­ prendido en absoluto.

B.

La mujer en el E conóm ico de Jenofonte

A prim era vista puede parecer arb itrario ignorar cuatro si­ glos que se sitúan entre los más ricos de la historia de la h u ­ m anidad y en los que tuvo lugar el apogeo de la civilización griega. Pero si bien, como veremos más adelante, el naci­ m iento de la ciudad otorgó a la m ujer un lugar y u n a fun­ ción específicos en la sociedad griega, es evidente sin em b ar­ go la perm anencia de algunas estructuras vinculadas a la fa­ m ilia y al oikos. Y ningún texto es tan significativo como el Económico de Jenofonte p ara m ostrarnos esta perm anencia. El Económico está escrito en form a de diálogo cuyo in ter­ locutor principal es el filósofo Sócrates, que vivió en A tenas en la segunda m itad del siglo V. En él asistim os a una con­ versación m antenida por éste con un rico ateniense, C ritóbulo, interesado en ad q u irir inform ación sobre la m ejor for­ m a de ad m in istrar su patrim onio, su oikos. C om o Sócrates es pobre, la única m anera que tiene de ap o rtarle alguna luz a C ritóbulo sobre la oikonomia es ponerle como ejemplo a un rico propietario, Iscóm aco, con el cual h a tenido ocasión de conversar no hace m ucho. Es en este segundo diálogo (den­ tro del diálogo) donde Iscóm aco, al h ab lar con Sócrates de la buena gestión del oikos, se refiere al papel reservado a su

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esposa. A la p reg u n ta de Sócrates sobre si se q u ed ab a ence­ rrado en casa p ara ad m in istrar sus bienes, Iscóm aco le res­ ponde: «Yo nu n ca me quedo en casa, porque mi m ujer es muy capaz de dirigir sin ayuda de nadie los asuntos doméslieos» (V II,3). A hora bien, su m ujer no conocía esta «cien­ cia» cuando Iscóm aco la recibió de m anos de su padre. «To­ davía no h abía cum plido quince años, y h asta ese m om ento había vivido bajo u n a estricta vigilancia; debía ver y oír el m enor núm ero de cosas posible, hacer m uy pocas pregun­ tas. ¿No es m aravilloso que al venir a mi casa haya sabido hacer un m anto con la lana que le d aban, y que haya sabi­ do distribu ir a cada sirvienta la tarea de hilan d era que le co­ rrespondía?» (V II,5-6). A priori no encontram os aquí nada diferente entre la m ujer de Iscóm aco y las reinas de la epo­ peya. Com o Penélope, ha dejado la casa de su pad re p ara ir a la de su esposo. Y la tarea más im portante que tendrá que hacer en ésta será la de h ilar y tejer, rodeada de sus sir­ vientas. Pero Iscóm aco cree que debe hacer de ella tam bién una buena ad m in istrad o ra de sus bienes. El m atrim onio, en efecto, ya no se inscribe en el siglo V dentro de la práctica del intercam bio de regalos 24. E n un m undo en el que las rea­ lidades económ icas h an adquirido un sentido nuevo, los m o­ tivos de la alianza h an cam biado. Pero sigue siendo una alianza entre dos familias. «N inguno de los dos, ni tú ni yo — dice Iscóm aco a su joven esposa— , estábam os im pacien­ tes por en co n trar a alguien con quien dorm ir. Pero después de h ab er reflexionado, yo por mi cuenta y tus padres por la tuya, sobre cuál sería la mejor com pañía que podríam os to­ m ar p ara form ar un hogar y tener unos hijos, yo por mi p a r­ te te he escogido a ti y tus padres, a lo que parece, me han escogido a m í entre los partidos posibles» (V I 1,11). El ob­ jeto de esta alianza debe ser «esforzarse por m antener el p a­

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trim onio en el m ejor estado posible y aum entarlo tan to como se pu ed a por medios honorables y legítimos» ( V I I ,15). En prim er lugar, pues, es im portante procrear p a ra tener here­ deros a quienes transm itirles la propiedad, al tiem po que se asegura el am paro p ara la vejez; a continuación hay que re­ p a rtir las tareas en función de la «naturaleza» que los dioses han otorgado al hom bre y a la m ujer. P ara el hom bre los tra ­ bajos externos: « lab rar el barbecho, sem brar, p lan tar, llevar el ganado a pastar». P ara la m ujer, los trabajos de dentro: «Los recién nacidos deben ser criados bajo techo, tam bién así debe ser p rep arad a la h arin a proporcionada por los ce­ reales, e igualm ente a cubierto deben confeccionarse con la lana los vestidos» (V II,20-21). Volverem os a h ablar, en la segunda p arte del libro, de los fundam entos «naturales» de este reparto de tareas tal como los define Jenofonte. Pero se aprecia ya claram ente que las justificaciones ideológicas en­ m ascaran aquí u n a realidad que refleja algo que sigue sien­ do perm anente: la m ujer en la A tenas de Jenofonte, como en los «reinos» de la epopeya, está consagrada en prim er lu­ gar al trabajo doméstico. A hora bien, en esta actividad dom éstica la señora de la casa tiene un cierto poder, ya que debe dirigir el trabajo de las sirvientas y de algunos sirvientes. Y lo que diferencia a la buena am a de casa de la m ala, a la que está d o tad a de cualidades «reales» de la que no lo está, es la m anera de u ti­ lizar este poder. No es u n a casualidad que Jenofonte, por boca de Iscóm aco, com pare la función de la m ujer en el oikos con la de la reina de las abejas. Com o ésta, el am a de casa debe «... quedarse en casa, hacer que todos los sirvien­ tes que tengan que trab a jar fuera salgan ju n to s, ... vigilar a los que lo hagan den tro de la casa, recibir lo que le traigan, distrib u ir lo que haya que gastar, p ensar de an tem an o en lo

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que hay que econom izar, y cuidar de que no se gaste en un mes lo que está previsto g astar en un año» (V II,35-36). Así pues, el ejercicio de este poder consiste en prim er lu­ gar en saber m an d ar, y después en saber dirigir la casa. U n buen jefe es ante todo aquel que sabe sacar el m áxim o pro­ vecho de sus subordinados 25. Por lo tan to la señora de la casa, para ser un buen jefe, deberá saber escoger a aquellos y aquellas que dependen de ella y aprovechar al m áxim o sus cualidades: «... si coges una esclava que no sabe trab a jar la lana y tú le enseñas, doblando de esta form a el valor que tie­ ne p ara ti, si coges una incapaz p ara ser despensera y buena sirvienta y tú consigues hacerla capaz, fiel, que sirva bien y que tome p ara ti un valor inestim able; si puedes recom pen­ sar a tus esclavos cuando se com portan bien y son útiles en la casa, puedes castigarlos cuando ves que son malos...» (V II,41). La elección de la despensera es particularm ente im portante: «P ara escoger a la despensera hem os buscado cuidadosam ente la sirvienta que nos parecía la m enos incli­ n ad a a la glotonería, a beber y a dorm ir, la menos predis­ puesta a buscar a los hom bres, adem ás la que, a nuestro en ­ tender, tenía la m ejor m em oria, la m ás capaz de evitar que la castiguem os por alguna negligencia y de buscar, por el contrario, que la recom pensem os por sus buenos servicios... Al mismo tiem po que la form am os, le inculcam os el deseo de contribuir al enriquecim iento de n u estra casa, poniéndo­ la al corriente de nuestros asuntos y haciéndola p articip ar en nuestros logros» ( I X ,11). Pero p ara que este poder que la señora de la casa posee p u ed a ejercerse con eficacia, di­ rectam ente o por m ediación de la despensera, es preciso que en la casa reine un orden com parable al que debe reinar en el cam po de batalla o en el interior de un barco: «Si quieres saber la m ejor m an era de gobernar nuestra casa, encontrar

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fácilm ente en ella todo cuanto necesites en el m om ento p re­ ciso, y com placerm e dándom e lo que pido, escojamos cuida­ dosam ente el lugar conveniente p a ra cada objeto y, después de haberlo puesto en él, enseñem os a la sirvienta a cogerlo y a volver a colocarlo en su sitio. De esta m anera podrem os saber lo que está a nuestra disposición, en buen estado o no...» ( V I I I ,10). Iscóm aco recuerda entonces cómo le ha ido enseñando a su m ujer todas las habitaciones de la casa y el uso reservado a cada u n a de ellas. Así, por ejemplo, como en las obras de H om ero, en el thálamos se g u ard an los bie­ nes más preciosos; hay piezas previstas p ara alm acenar el grano y el vino, p ara colocar la vajilla de uso diario y la de los días de fiesta, m ás valiosa. La du eñ a de la casa vigilará cuidadosam ente cada una de estas dependencias, y ten d rá en el gobierno de la casa la au to rid ad de u n a reina, aunque esta realeza ejercida sobre esclavos y sirvientas no pueda com pararse a la que ejerce un jefe o un rey sobre hom bres libres. Así pues, la distancia entre la m ujer de Iscóm aco y Penélope se nos m uestra escasa, como si cuatro siglos no h u ­ bieran modificado en absoluto la condición de la m ujer, así como tam poco la de las sirvientas sobre las que ejercía su autoridad. Com o Penélope, la m ujer de Iscóm aco ha sido ca­ sada por sus p adres con un hom bre elegido por ellos. T a m ­ bién como Penélope, p asa los días hilando y tejiendo rodea­ da de sus sirvientas. Y finalm ente es ella, como Penélope, la que tiene la llave de la habitación donde se g u ard an los ob­ jetos preciosos y la que ordena a las sirvientas y sirvientes la tarea que tienen que llevar a cabo cada día. Pero la sem ejanza no va m ás allá. Iscóm aco no es un hé­ roe de la epopeya, sino un ciudadano ateniense. Es posible que u n a cam p añ a m ilitar le obligue a ab an d o n ar el Atica.

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Pero si vive «fuera», es casi siem pre p ara intervenir en las conversaciones del ágora o estar en la Pnyx donde se deciden los asuntos de la ciudad. A penas da detalles de su vida p er­ sonal. No hay que olvidar que a los ojos de Sócrates es el kalós k ’agathós por excelencia, el hom bre de bien que vive se­ gún los modelos de otro tiem po, a diferencia del prim er in­ terlocutor del filósofo, C ritóbulo, que dilapida su fortuna lle­ vando una vida m u ndana. Conocem os gracias a otras fuen­ tes contem poráneas en qué consistía esta vida m undana: d ar banquetes, m an ten er cortesanas. Las esposas legítim as no particip ab an en esta vida. U n a m ujer respetable no asistía a un banquete, au n q u e éste se celebrará en su p ro p ia casa. Bajo ningún concepto podía hacer uso de la p alab ra en p ú ­ blico, como lo hacían las protagonistas de H om ero. L a ciu­ dad, ese «club de hom bres», las h abía encerrado definitiva­ m ente en el gineceo.

C A P IT U L O 2

La mujer en la ciudad

L a ciudad griega se constituyó como u n a form a prim itiva de E stado aproxim adam ente a comienzos del siglo VIII. Pero tendrán que tran scu rrir dos siglos antes de que se creen las instituciones que den al m undo de las ciudades sus rasgos específicos, dos siglos caracterizados significativam ente por tres tipos de hechos entre los que no siem pre es fácil esta­ blecer relaciones inm ediatas. El prim ero está vinculado a la expansión territorial del m undo griego, lo que llam am os h a­ bitualm ente la colonización. El segundo deriva del desarro­ llo de la producción y de los intercam bios, que se refleja en la profusión de objetos de fabricación griega en todo el con­ torno del m undo m editerráneo. F inalm ente, el tercero se m a­ nifiesta en form a de u n a grave crisis social, relacionada ge­ neralm ente con el problem a del desigual reparto del suelo y

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que d a paso, d u ran te un tiem po más o m enos largo, a regí­ menes autoritarios: las tiranías. Al final de este período, y al tiem po que desaparecen los últim os tiranos, se establece un cierto equilibrio que se plasm a, tras la crisis de las gue­ rras médicas, en la hegem onía que ejerce A tenas d u ran te más de un siglo sobre el m undo egeo. Sin em bargo, esta hegem onía puede falsear el análisis del historiador. Porque si bien la dem ocracia ateniense repre­ senta el resultado y la form a m ás acab ad a del desarrollo de la ciudad griega, está lejos de ser su única m anifestación, ni siquiera el ejem plo modelo, al menos h asta el siglo IV. R ea­ lizar el estudio de la condición de la m ujer en la ciudad guiándonos sólo por el ejemplo ateniense, como tan tas veces se h a intentado hacer, d ad a la ab u n d an cia de las fuentes, se­ ría ap artarn o s de la realidad. C iertam ente existen constan­ tes y rasgos com unes. Pero, independientem ente de la evo­ lución política de la que no podem os prescindir, es evidente que esta condición no es la m ism a en el m undo colonial que en el viejo m undo griego, en O rien te que en O ccidente, en E sp arta que en A tenas. T am poco era la m ism a en el cam po que en la ciudad, entre los ricos que entre los pobres, en las familias donde se p erp etu ab an antiguas tradiciones que en­ tre los ciudadanos de tiempos recientes. Sin em bargo, en todajs partqs nos encontram os con la m ism a evidencia: en es­ tos Estadios, a veces m inúsculos, donde la soberanía residía en la colectividad de los que form aban la ciudad, los ciuda­ danos, au n cuando, como en A tenas, nadie se veía ap artad o de ella a causa de la pobreza o por el ejercicio de u n a pro­ fesión desprestigiada, absolutam ente todas las m ujeres eran consideradas eternas m enores. Por la m ism a razón que los niños, los extranjeros y los esclavos, perm anecían al m argen de la com unidad, indispensables por supuesto p a ra asegu-

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rar la reproducción de ésta, pero sin ningún derecho. P ara com prender en toda su am plitud la exclusión que sufre la m ujer, n ad a m ejor que estu d iar la A tenas dem ocrá­ tica, dada la abu n d an cia de fuentes, como ya se ha señala­ do, así como tam bién las formas diversas en que se m an i­ festaba dicha exclusión tanto en el plano juríd ico como en el terreno cotidiano. Pero como este período es el xesultado del anterior, conviene exam inar antes las formas de tran si­ ción que encontram os en otros lugares y con anterioridad en el vasto m undo de las ciudades griegas.

A.

La época arcaica

Lo que los historiadores han dado en llam ar la época arcai­ ca es el período que va de comienzos del siglo VIII a finales del siglo VI. Período esencial, porque es entonces cuando se elaboran las estructuras de la ciudad, cuando el m undo grie­ go em pieza a extenderse de u n a orilla a otra del M ed iterrá­ neo. Pero asim ism o un período cuyo desarrollo es difícil de seguir, dado que tenem os que basarnos en fuentes tardías, fuentes que son literarias o históricas o, cuando se tra ta de fuentes arqueológicas, m udas. No es que no haya habido producción literaria d u ran te este período. Se trata, por el contrario, de lo que un historiador ha llam ado «la edad lí­ rica» de G recia, una época en la que se desarrolla una poe­ sía extraordinariam ente v ariad a, uno de los testimonios más ricos de la cultu ra griega, y de la que volveremos a h ab lar en la segunda p arte de este libro. Pero al historiador de la sociedad, esta poesía le sirve de escasa ayuda, y su lectura nos deja m uchas zonas oscuras y suscita num erosos pro ­ blem as '.

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P ara calificar a esta sociedad se em plea generalm ente un térm ino de origen griego; se la llam a «aristocrática», lo que señala bien claro que en las ciudades recientes el poder p er­ tenece a los que se denom inan a sí mismos los mejores (áristoi), bien por nacim iento o por form a de vida. La superiori­ dad de estas aristocracias es a la vez religiosa y política, y está vinculada a la posesión de la tierra. Lo que im plica que ju n to a estos áristoi existen, en el seno de las com unidades que son las ciudades, personas que no tienen ni poder polí­ tico ni tierra (o poca), y que dependen de los prim eros en m ayor o m enor grado. De las m ujeres no sabem os gran cosa. Si pertenecían a la aristocracia su vida en el oikos era tal como la hem os descrito en páginas precedentes. E n cuanto a las otras, las m ujeres de los cam pesinos pobres o depen­ dientes, seguram ente a rra stra b a n ju n to a sus esposos la d u ra existencia descrita po r el poeta H esíodo en Los trabajos y los días. Sin d u d a existían grandes diferencias entre las ciuda­ des en este m undo griego en form ación, y su ritm o de desa­ rrollo era desigual. Las ciudades de la costa occidental de Asia M enor y de las islas, en contacto con el m undo orien­ tal, eran, si no las m ás ricas, al menos las más brillantes. Fue en ellas donde se desarrollaron las prim eras especula­ ciones filosóficas, donde se crearon los diferentes géneros poéticos Y no es raro encontrar aq u í espíritus ilustrados no sólo entre los hom bres, sino incluso entre algunas mujeres, como la m uy célebre Safo, n atu ra l de M itilene, en la isla de Lesbos, y poetisa de gran renom bre 2. E sta sociedad aristocrática, cuyo sistem a de valores vis­ lum bram os a través de las producciones literarias, así como tam bién a través del pensam iento mítico, no era sin em b ar­ go u n a sociedad inm ovilizada. C ircu lab an po r ella corrien­ tes que no siem pre es fácil descubrir, pero cuyas consecuen-

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cias se adivinan gracias a dos fenómenos característicos de este período arcaico: la colonización y la tiranía, am bas in­ teresantes de analizar desde el p u n to de vista que nos con­ cierne, es decir, del de las mujeres.

La colonización L a llam ada, no m uy acertadam ente, colonización griega es un vasto m ovim iento de em igración de los griegos por los contornos del M editerráneo, que com ienza a m ediados del siglo VIII antes de nu estra era y se prolonga d u ran te casi dos siglos. Al finalizar este período encontram os ciudades griegas desde las colum nas de H ércules (estrecho de G ibraltar) hasta las orillas del m ar Negro, ciudades independien­ tes unas de otras y que con frecuencia sólo h an conservado vínculos m uy débiles con la ciudad m adre (m etrópoli), vín­ culos generalm ente de n atu raleza religiosa. El carácter de es­ tos asentam ientos, o m ás bien del m ayor núm ero de ellos, explica claram ente que lo que los em igrados buscaban en prim er lugar y antes que n ad a era tierra. Y que el origen del m ovim iento era en efecto esta stenochoría, la falta de tie­ rra que obligaba a los m ás pobres o a los hijos m enores p ri­ vados de herencia a buscar en o tra p arte lo que no tenían en su país. Los relatos de fundación, elaborados a m enudo decenios después del establecim iento de la ciudad nueva, pero que transm iten tradiciones conservadas oralm ente, p er­ m iten hacerse u n a idea de las condiciones en las que se lle­ vab an a cabo las salidas: elección de los futuros colonos, nom bram iento del oikistés, el jefe de la expedición, consulta al oráculo de Delfos, etc. Pero lo que en este caso nos im ­ p o rta es que en esas expediciones no se m enciona casi nun-

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ca a las m ujeres 3. Los que se van son los hom bres, y la m a­ yoría de las veces al parecer se van sin llevar m ujeres. Lo que significa que p ara asegurar la reproducción de la com u­ nidad ten d rán que en co n trar otras en el lugar de destino. Es ilustrad o ra a este respecto la tradición m uy conocida de la fundación de M arsella: la unión entre la hija del jefe indíge­ na y el joven griego, jefe de la expedición focea, m uestra un hecho que seguram ente se ha reproducido m uchas veces, ya sea que efectivam ente los jefes locales cedieran a los recién llegados sus hijas y u n a p arte de las tierras de que dispo­ nían, o bien que éstos, al encontrarse con pueblos hostiles se d edicaran a ra p ta r m ujeres. Sea lo que fuere respecto a las circunstancias de estos asentam ientos, podem os afirm ar que en estas ciudades de nueva fundación las m ujeres han sido encontradas con frecuencia en el mismo lugar. El silen­ cio mismo de nuestras fuentes con relación a este problem a explica claram ente que la finalidad de estas uniones era ase­ g u rar la reproducción de la ciudad, y que en este asunto no se m ezclaba el problem a del mestizaje con las poblaciones indígenas. Los niños nacidos de estas uniones serían griegos e hijos o hijas de ciudadanos 4. A p a rtir de la segunda ge­ neración, los problem as se p lan teab an sólo en térm inos po­ líticos, es decir, en un terreno del que las m ujeres estaban excluidas. Há-y que m encionar aq u í sin em bargo el caso un poco peculiar 4 a m enudo recordado de Locros Epizefirios 5. Debem os a Pmibio el relato de la fundación de esta colonia en Italia m eridional. O , p ara ser m ás exactos, el historiador nos cuenta las dos tradiciones opuestas entre sí relativas a esta fundación. La prim era, rela tad a por Aristóteles, decía que los prim eros colonizadores eran «esclavos», o descen­ dientes de esclavos, que m antuvieron trato con m ujeres de Locros d u ran te la ausencia de sus esposos a causa de una

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Al

larga guerra. La segunda, la de Tim eo, historiador siciliano, se negaba por el contrario a ad m itir este origen servil de los colonizadores. Volverem os m ás adelante a h ab lar de estas tradiciones que han sido citadas a m enudo en apoyo de la tesis de la existencia de un m atriarcad o griego y que, según ha señalado V idal-N aquet, se inscribían en un contexto en el que esclavitud y ginecocracia reflejaban la inversión de los valores de la ciudad. Lo que nos interesa aq u í es que, en am bas tradiciones, m ujeres de las mejores familias de la Lo­ cros doria acom pañaron a los em igrantes que ib an a esta­ blecerse a Italia. ¿Es el ejemplo de Locros u n a excepción, o hay que pensar, en contra del silencio casi general de nues­ tras fuentes, que a veces los em igrantes llevaban m ujeres en las naves en sus viajes a tierras lejanas? Las com paraciones que pueden hacerse con otros fenómenos de em igración o de colonización llevan a suponer que el m undo griego conoció seguram ente am bas experiencias: hom bres que p artían so­ los hacia la av en tu ra y em igrantes que llevaban con ellos a mujeres, niños y divinidades del hogar. En el prim er caso, encontraban m ujeres en el m ism o lugar, pacíficam ente o re­ curriendo a la violencia, pero, como ya se ha señalado, los niños nacidos de estas uniones eran considerados griegos desde la segunda generación. En el segundo caso, rep ro d u ­ cían en el territorio de la nueva ciudad las estructuras de la antigua: la m ujer traíd a de G recia se convertía en la guardiana del oikos. Ni siquiera el ejemplo de las locrias es una excepción a la regla. Pues si los descendientes de las nobles locrianas form aron la aristocracia de la nueva Locros, ello fue en com paración con aquellos cuyos padres tuvieron que buscar a m ujeres indígenas en el m ism o lugar. Lo cual no im plicaba en absoluto una situación superior de estas m uje­ res o de las m ujeres en general en la nueva ciudad.

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El fenómeno de la colonización, nacido de la necesidad de b uscar tierras nuevas y sin d u d a tam bién de la urgencia que los griegos tenían de asegurar la posesión de un cierto núm ero de productos indispensables p ara el establecim iento de factorías com erciales, no trajo consigo n inguna m odifica­ ción de la situación de la m ujer en la sociedad, aun cuando estas ciudades nuevas pudieron ser a veces «laboratorios de experim entación» políticos. La m ayoría de las veces han re­ producido las estructuras de la sociedad de donde surgieron, y las m ujeres, venidas de la ciudad m adre o encontradas casi siem pre sobre el terreno, con tin u ab an siendo lo que siem pre habían sido: g uardianas del hogar dom éstico y encargadas de asegurar m ediante la procreación la reproducción de la com unidad.

La tiranía L a colonización, es decir, la em igración y la fundación de ciudades nuevas, h abía sido un medio de resolver las graves dificultades que p lan teab a al m undo de las ciudades griegas la stenochoría, la falta de tierras, sin d u d a ligada a un creci­ m iento dem ográfico pero tam bién a fenómenos m al conoci­ dos de los que sólo alcanzam os a conocer el resultado: el de­ sigual reparto de la tierra, lo que los historiadores llam an la crisis agraria, que sacudió al m undo griego a p artir de la se­ gund a m itad del siglo VII 6. El desconocim iento de los rpecanism os económicos que originan este desequilibrio nos im ­ pide recurrir a explicaciones que se lim itarían a trasp lan tar a la sociedad griega arcaica los esquem as de la econom ía m o­ derna. No hay por qué relacionar en m odo alguno la «crisis agraria» con la llegada m asiva de cereales del m undo colo-

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nial, con el desarrollo de la econom ía m onetaria o con cual­ quier otro factor propio de una econom ía de m ercado. D e­ bem os lim itarnos a hacer constar que en algunas ciudades — en E sparta, en A tenas, sin d u d a en C orinto— se alzaron voces de pro testa que reclam aban un rep arto igualitario, una nueva distribución del suelo. Y si bien en E sp arta el proble­ m a se resolvió gracias al establecim iento de un nuevo orden del que más adelante hablarem os, y en A tenas con ayuda de Solón, que puso fin a la dependencia cam pesina aunque se negó a hacer un rep arto igualitario, en otros lugares los desórdenes suscitados por la «crisis agraria» desem bocaron en la im plantación de la tiran ía 1. Las inform aciones que poseemos sobre los tiranos arcai­ cos proceden de fuentes que, en la m ejor de las hipótesis, d a ­ tan de un siglo (H erodoto) o más después de los aconteci­ mientos que refieren. Estos relatos, cotejados con algunos d a ­ tos arqueológicos o num ism áticos, han perm itido a los his­ toriadores reconstruir la historia de algunos de estos tiranos surgidos a p a rtir de m ediados del siglo VII: Cípselo y Periandro de C orinto, O rtág o ras y Clístenes de Sición, Trasíbulo de M ileto, Polícrates de Samos, Pisístrato y sus hijos en A tenas. Todos ellos son presentados como los defensores del pueblo contra la aristocracia, a la que despojan de sus bienes p ara entregárselos a sus adeptos o a la que ridiculi­ zan. Pero de todos se cuentan tam bién relatos que constitu­ yen una especie de folclore, donde se d an cita el oráculo que anuncia la próxim a llegada del tirano, su nacim iento gene­ ralm ente oscuro, las atrocidades que com ete una vez que ha llegado a hacerse con el poder. El conjunto describe una es­ pecie de m undo subvertido, donde se niegan los valores de la ciudad nueva, pero donde se adivina tam bién algo así como la reim plantación de valores más antiguos. L a m ujer

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no está ausente en este conjunto, y los diferentes lugares que ocupa en las im ágenes que de la tiran ía arcaica nos ha de­ ja d o la tradición m erecen ser exam inados con algo más de detenim iento. U n prim er grupo lo constituyen las prácticas m atrim o­ niales de los tiranos; prácticas que Louis G ernet h a analiza­ do en un artículo ya antiguo, pero cuyas conclusiones siguen siendo interesantes: las prácticas m atrim oniales de los tiranos reproducían con seguridad el com portam iento m atrim onial de los «tiem pos legendarios», au n cuando por su nacim iento o su política innovadora suponen una ru p tu ra con el pasado 8. L. G ernet cita en apoyo de su tesis las uniones entre familias de tiranos que se d an tanto en Sicilia (los tiranos de Siracusa y de Agrigento) como en el m undo egeo; las dobles nupcias que nos rem iten a u n a sociedad en la que el m atrim onio mo­ nógam o no se h abía im plantado todavía; p o r últim o, el «re­ galo» de una hija p ara fortalecer así su poderío. Sirva como ejemplo el tirano de Sición, Clístenes, cuando convoca a su corte a jóvenes de toda la aristocracia griega y los entretiene d u ran te un año p ara en co n trar un esposo p ara su hija Agarista 9. O M egacles el A teniense, cuando da a su hija en m a­ trim onio a P isístrato (quien tenía ya otras dos esposas) con la intención de favorecer el restablecim iento de la tiran ía de su yerno 10. A lianzas m atrim oniales y regalos que recuerdan a los héroes de la epopeya, cuyos descendientes dicen ser es­ tos tiranos a pesar de su origen a veces oscuro. Este deseo de entroncar con el pasado legendario explica tam bién el lu­ gar que ocupan algunas m ujeres de tiranos en este folclore anecdótico. Así por ejemplo M elisa, la esposa de Periandro de C orinto: éste, según H erodoto, obligó a las m ujeres de Corinto a despojarse de sus joyas y sus lujosos vestidos p a ra re­ galárselos a su mujer, elevada así al rango de una divinidad u .

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Los tiranos, m ediante estas prácticas, revivían el pasado legendario por encim a de los valores de la ciudad nueva. Peto otras prácticas, que sólo conocemos, es cierto, a través de testimonios tardíos y parciales, se presentan como verda­ deras inversiones de los valores cívicos: son aquellas que vinculan, en medio de la subversión provocada por el tira­ no, a m ujeres y esclavos. El único ejemplo «histórico» que tenemos de la época arcaica, si dejam os a un lado el caso ya m encionado de las fundadoras de Locros, es el del tirano Aristodemo de C um as, quien, instigando al pueblo a suble­ varse contra la aristocracia de esta ciudad a finales del siglo VI, liberó por esta acción a los esclavos y los unió a las mujeres de sus antiguos dueños 12. Pero volvemos a encon­ trar el mismo suceso, con m uy pequeñas diferencias de matiz, en H eraclea Póntica en el siglo IV 13, en E sp arta con Nabis a finales del siglo III 14, como si la inversión de valo­ res atrib u id a a la tiran ía im plicara la unión necesaria de aquellos que la ciudad norm al m antenía ap artados, las m u­ jeres y los esclavos. Pero al mismo tiem po — y esto nos rem ite a las prácticas m atrim oniales m encionadas antes— , como si la tierra, confiscada a sus legítimos propietarios y redistribuida a los p artid ario s del tirano, se transm itiera en cierto m odo legítim am ente gracias a las mujeres. Es difícil no p en sar en el problem a ya planteado de Penélope, a través de la cual se conseguía la realeza en Itaca. Com o tam bién señala Louis G ernet, a propósito del m atri­ monio de Pisístrato: «Es la m ujer desposada la que otorga la realeza», concedida por M egacles a su yerno. En la ciudad histórica, d u ran te la revolución llevada a cabo por el tirano, es la m ujer desposada quien confiere la posesión de la tierra, y quien legitim a gracias a ello el acceso a la ciuda­ danía.

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La época de los tiranos no term ina cuando lo hace la épo­ ca arcaica, au n cuando la tiranía siciliana por u n a p arte y los tiranos revolucionarios del siglo IV y de la época helenís­ tica por otra se nos m uestran con aspectos diferentes y cada uno con características particulares. Pero la inversión de va­ lores que sim boliza el tirano explica que d u ran te su reinado el lugar destinado a la m ujer esté asociado unas veces al m undo sobrehum ano del héroe y otras al m undo infrahum a­ no de los esclavos. Con la ciudad griega, que sitúa al hom ­ bre griego, al ciudadano, en el centro mism o de lo hum ano, por lo que puede calificarse de «club de hom bres», se esta­ blece definitivam ente la situación de la m ujer, integrada y m arginal al mism o tiem po, que vam os a in ten tar precisar a continuación.

B.

El m odelo ateniense: la condición de la mujer en Atenas en la época clásica

Ya hemos hablado de lo que im plica p en sar en A tenas como modelo. Sin em bargo, es necesario que utilicem os este m o­ delo si querem os explicar la condición de la m ujer en la so­ ciedad griega. A tenas dom ina el m undo griego política y m i­ litarm ente d u ran te dos siglos. L a hegem onía que ejerce en el Egeo gracias a su flota le perm ite g aran tizar al demos, al pueblo de los ciudadanos, una vida decorosa y recom pensar su participación en los asuntos políticos. Al m ism o tiem po, A tenas se convierte en el centro indiscutible de la vida inte­ lectual y artística del m undo griego, la escuela de G recia, por citar la fam osa fórm ula de T ucídides, o m ejor dicho la que Pericles tom a p restad a a éste. La guerra del Peloponeso, que enfrenta a E sp arta y sus aliados con el im perio ate-

LA

m u j e r e n l a c iu d a d

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niense, significa un rudo golpe p ara este dom inio. Pero au n ­ que A tenas no consigue restablecer en el siglo IV un poder com parable al del «siglo de Pericles», disfruta todavía sin em bargo de tres cuartos de siglo de prosperidad y de inten­ sa vida intelectual h asta que, en el año 322, el establecim ien­ to de una guarnición m acedonia en el Píreo viene a poner fin definitivam ente a sus sueños hegem ónicos. Es cierto que d u ran te estos dos siglos A tenas conoció conflictos internos. Pero excepto en el corto período que va del 411 al 404-403, es­ tos conflictos nunca pusieron en peligro el régim en que se h a ­ bía ido form ando poco a poco en los últim os años del siglo VI y los prim eros decenios del V, esa dem ocracia que hacía del demos en su conjunto, sin distinción de nacim iento o de fortuna, el dueño de su destino 15. H ab ía sin em bargo, en el seno de este demos, sensibles de­ sigualdades, como lo testim onia la división de los ciu d ad a­ nos en cuatro categorías censatarias, atribuidas por la tra ­ dición al legislador Solón. En el siglo IV la prim era clase del censo la form aban alrededor de doscientas personas, de un total de veinticinco a trein ta mil ciudadanos. Es más difícil contabilizar el núm ero de los ciudadanos de las otras cate­ gorías, pero un dato, aunque poco seguro ciertam ente, nos hace p ensar que los thetes, ciudadanos de la últim a clase, eran algo más de la m itad del total 16. E ran aquellos que, p riva­ dos de tierra o poseedores sólo de u n a pequeña cantidad de bienes, estaban obligados a trab a jar p ara vivir, bien por cuenta ajena o bien gracias a una tienda o taller de su pro­ piedad, lo que los diferenciaba del pequeño cam pesino aco­ m odado que tenía a su servicio algunos esclavos, y del pro­ pietario de taller lo suficientem ente rico p ara dedicar una p arte de su tiem po a los asuntos públicos. No es éste el m om ento de analizar los problem as que

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plan tea la estru ctu ra de esta sociedad civil ateniense. Pero no es difícil descubrir que, si querem os estudiar la condición „ de la m ujer en la sociedad ateniense, hay que co n tar con es­ tas diferencias que ap o rtab an , en la realidad, a la situación ju ríd ica única de la m ujer ateniense modificaciones no desdeñables. Pero es im p o rtan te tam bién no olvidar que lo mism o que los ciudadanos form aban solam ente u n a p arte de la pobla­ ción del A tica, de la m ism a form a tam poco las m ujeres «ciu­ dadan as» rep resen tab an a toda la población fem enina. H a ­ bía extranjeras, h ab ía tam bién esclavas, y aunque el núm e­ ro de las prim eras debía de ser sensiblem ente inferior al de los hom bres, seguram ente no sucedía lo mism o con las se­ gundas. El lugar que ocupaban los esclavos en la pro d u c­ ción equivalía sin d u d a al lugar que ocupaba la m ujer en el trabajo dom éstico 17. Es, pues, m uy im portante distinguir entre estas catego­ rías si querem os in ten tar conocer el lugar que o cupaba la m ujer en la sociedad ateniense de la época clásica.

La mujer ateniense A nte todo hay que aclarar qué entendem os por m ujer ate­ niense: la hija o m ujer de ciudadano ateniense. No es con­ veniente utilizar con dem asiada frecuencia el térm ino «ciu­ dadana», au n q u e exista. Pero aparece en el vocabulario grie­ go al final del período que estudiam os, en A ristóteles, en Dem óstenes y en los autores de la com edia nueva, y su uso no y se generaliza 18. La cualidad de ciudadano llevaba im plíci­ to, en efecto, el ejercicio de u n a función, que era fundam en­ talm ente política, de participación en las asam bleas y en los

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tribunales, de donde estaban excluidas las m ujeres, así como de la m ayor p arte de las m anifestaciones cívicas, con excep­ ción de algunas cerem onias religiosas. Si intentam os definir ju ríd icam en te la situación de la m u ­ je r ateniense, la prim era p alab ra que se nos viene a la m en­ te es la de «menor». La m ujer ateniense ciertam ente es una eterna m enor, y esta m inoría se refuerza con la necesidad jque tiene de un tu to r, un kyrios, d u ran te toda su vida: prijmero su padre, después su esposo, y si éste m uere antes que jella, su hijo, o su pariente m ás cercano en caso de ausencia de su hijo. La idea de u n a m ujer soltera independiente y ad¡m inistradora de sus propios bienes es inconcebible. El m atrim onio constituye por consiguiente el fundam en- "1 to mismo de la situación de la m ujer. A hora bien, en la len­ gua griega no hay, paradójicam ente, un térm ino específico p ara designar u n a institución sobre la que se fundaba, sin em bargo, la reproducción de la sociedad. El acto m ediante el cual un hom bre y u n a m ujer se unen legítim am ente se lla­ m a la engye. Es u n a especie de contrato realizado entre dos «casas», un com prom iso oral hecho ante testigos por el que el padre o el tu to r de la joven entrega a ésta al futuro espo­ so. Se tra ta de un com prom iso privado en el que no in ter­ viene la ciudad y que no es registrado por ninguna in stitu ­ ción civil. Sin em bargo, p a ra que el m atrim onio sea consi­ derado válido no es suficiente la engye. Es necesaria la coha­ bitación p ara que la joven se convierta en una gameté gyné, u n a esposa legítim a. La m ayoría de las veces esto es lo nor­ m al, ya que inm ediatam ente después del com prom iso recí­ proco tenía lugar la presentación de la joven en la casa de su esposo. Sin em bargo, h abía casos en que la cohabitación no era inm ediata: p o r ejemplo si la fu tu ra esposa era to d a­ vía una niña, como sucedió con la h erm an a del orador De-

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m óstenes, com prom etida por su pad re la víspera de su m uer­ te cuando sólo tenía cinco años 19; o si se ponía algún im pe­ dim ento al m atrim onio, especialm ente cuando se tra ta b a de una m uchacha epíkleros, es decir, única heredera de la rique­ za p atern a, o tam bién de una m ujer cuya condición de ate­ niense podía ponerse en duda, por ejemplo, una extranjera. Los alegatos de los oradores del siglo IV nos ofrecen una gran cantidad de datos acerca de las prácticas m atrim o n ia­ les de los atenienses, de donde se deduce que éstas se llevan a cabo siguiendo los usos de la época arcaica, sin llegar a alcanzar nunca u n a situación ju ríd ica suficientem ente clara. -'Pero hay algo que sigue siendo evidente: el m atrim onio no es nunca el resultado de u n a elección libre por p arte de la joven. Es el p ad re o el tu to r legítim o el que elige la casa adonde debe ir, y son dos hom bres los que deciden su des­ tino. E sta libertad es aún más restringida en el caso de la joven epíkleros, ya que ésta está obligada a casarse con el p a ­ riente más próxim o de la ram a p atern a. Lo cual puede p lan ­ tear a veces problem as delicados, bien porque ella esté ya ca­ sada o porque lo esté tam bién su p ariente m ás cercano. Estas diferentes situaciones estab an reglam entadas por una legislación sum am ente com pleja 20. Y es fácil adivinar por qué. La finalidad del m atrim onio era la procreación de \ hijos legítimos destinados a h eredar la fortuna p aterna. Por 1consiguiente estaba estrecham ente vinculado al régim en de 'la propiedad y de la sucesión de los bienes patrim oniales. Pero el intercam bio de bienes que regía el m atrim onio de los tiem pos heroicos h ab ía dado paso a la p ráctica de la dote: /\la aportación de la joven a la constitución del patrim onio fa­ m iliar. No tenem os nin g u n a p ru eb a de que la dote haya sido obligatoria, au n cuando fuera la dem ostración del carácter legítimo del m atrim onio; proporcionaba adem ás u n a exce-

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lente oportunidad a quien se hallaba com prom etido en un asunto judicial: d o tar a su hija con largueza era u n a p ru eb a de honorabilidad. A dem ás, u n a ley que m enciona el orador D em óstenes establece que si un ateniense de la clase de los thetes dejaba una hija única heredera de sus escasos bienes, el pariente m ás cercano de ésta no estaba obligado a casarse con ella, sino que debía proporcionarle una dote cuya cuan­ tía variaba en función de su propia fortuna y de la clase censataria a la que pertenecía 21. La dote estaba constituida generalm ente por objetos p re­ ciosos y por dinero, pero a veces tam bién por bienes raíces que el pad re de la joven confiaba a su futuro yerno, pero so­ bre los que conservaba el derecho de fiscalización m ateria­ lizado en una form a m uy específica de hipoteca llam ada apo, 99 timema . En efecto, era necesario prever u n a posible ru p tu ra del m atrim onio. Si se llegaba al divorcio por m utuo consenti­ m iento, la dote volvía natu ralm en te al padre o al tu to r de la m ujer, y podía servir p ara d o tarla en un segundo m a tri­ m onio 23. Lo mism o sucedía si el m arido m oría antes que su m ujer y ésta era todavía lo suficientem ente joven p ara p ro ­ crear y por lo tanto con posibilidad de volver a casarse. Si tenía hijos y perm anecía en la casa del m arido, la dote era adjudicada a los hijos. Pero tam bién podía suceder que la ru p tu ra fuera unilateral, lo que podía ser una fuente de con­ flictos. La m ayoría de las veces, la decisión de rom per una unión procedía del m arido. E n este caso devolvía la m ujer y la dote a su suegro a condición de que éste casara de nue­ vo a su hija. Lo cual no se hacía, por supuesto, sin dificul­ tades, y era necesario en ocasiones recurrir a un proceso, cuando la dote h ab ía sido d ilap id ad a o m al adm inistrada. Pero ¿qué sucedía si la decisión de rom per el m atrim o­

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nio procedía de la m ujer? A priori, y h ab id a cuenta de lo d i­ cho anteriorm ente, eso parece im posible, ya que en princi­ pio la ru p tu ra sólo podía decidirla, en este caso, su tutor, su kyrios, es decir, ...el m arido. R ealm ente conocemos al menos tres ejemplos que m u estran que entre los principios y la rea­ lidad h abía lugar p ara las excepciones. El prim ero de ellos es el de la m ujer de A lcibíades, el célebre y brillante político ateniense de finales de siglo V. P lutarco nos ofrece el siguien­ te testimonio: « H ip areta era u n a m ujer discreta y fiel a su m arido; pero sintiéndose infeliz en su m atrim onio y viendo que A lcibíades frecuentaba a cortesanas extranjeras y ate­ nienses, abandonó su casa y fue a la de su herm ano. Como A lcibíades no le dio la m enor im p o rtan cia y continuó vivien­ do licenciosam ente, ella se vio obligada a p resentar la de­ m an d a de divorcio ante el arconte, pero no a través de un interm ediario, sino ella m ism a en persona. C u an d o acudió p ara hacerlo, según la ley, A lcibíades se abalanzó sobre ella, la agarró y la llevó de nuevo a su casa cruzando el agora sin que nadie se atreviese a hacerle frente o a quitársela» ( Vida de Alcibíades, 8). P lutarco escribe cinco siglos después de los acontecim ientos que relata, y aun cuando su inform ación proceda tal vez de b u en a fuente, es fácil percibir que conde­ na el com portam iento de Alcibíades, que lo incluye en un conjunto de juicios desfavorables al hom bre político atenien­ se. Efectivam ente, es fácil reconocer la tradición en la que se inspira: un alegato atribuido al orad o r Andócides y que se inscribe en u n a controversia m an ten id a a comienzos del siglo IV en torno a la persona de Alcibíades. Pero precisa­ m ente porque se tra ta de una tradición m uy próxim a a los acontecim ientos, se le puede d a r crédito. El Pseudo-Andócides cuenta la historia aproxim adam ente en los mismos tér­ minos, pero saca de ella conclusiones diferentes. Plutarco

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pretende, en efecto, que al hacer tal cosa Alcibíades se com ­ po rtab a sin lugar a d udas como un hom bre violento, pero no obstante no violaba la ley: «pues parece que si la ley pres­ cribe que la m ujer que quiere ab an d o n a r a su m arido se p re­ sente ella m ism a ante el m agistrado, es p ara d a r al m arido la oportunidad de reconciliarse con ella y retenerla ju n to a él». En tanto que el orador ateniense concluye su relato del rapto de H ip areta acusando a A lcibíades «de m ostrar a to­ dos el desprecio que sentía por los arcontes, las leyes y to­ dos los ciudadanos» (Contra Alcibíades, 14). Por consiguiente, la ley ateniense perm itía a la m ujer actu ar como un ser m a­ yor de edad cuando quería divorciarse, y debía presen tar en persona su dem an d a ante el arconte. Los otros dos ejemplos proceden de alegatos del siglo IV y se refieren a personas menos famosas que A lcibíades y su esposa. Sin em bargo, el caso del que tra ta D em óstenes en el prim er discurso Contra Onetor es bastan te complejo, y el p re­ tendido divorcio parece hab er sido de hecho un medio u ti­ lizado por el m arido — que no era otro que el inm oral tu to r de D em óstenes— p ara hacer que su cuñado, en realidad su cómplice, reivindicara la dote de la que deduciría lo que de­ bía al orador. Sin em bargo, en este caso, aunque tam bién se m enciona al arconte a propósito de la d em an d a de divorcio, tal dem anda no fue p resentada por la m ujer en persona, sino por m ediación de su herm ano que actu ab a como kyrios. Finalm ente, en el últim o ejemplo, un caso de sucesión asi­ mism o m uy com plicado, se alude a u n a m ujer, que al p are­ cer abandonó a su m arido y no se presentó ante el m agis­ trado, contraviniendo así la ley. El hecho de que se trate, se­ gún todos los indicios, de u n a cortesana, hija ilegítim a de un ciudadano, no cam bia p ara n ad a el hecho de que tam ­ bién en esta ocasión se confirm a la posibilidad de que la m u ­

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je r presente ante el arconte u n a dem an d a de divorcio. Po­ dem os suponer, sin em bargo, que la m ayoría de las veces no la presen tab a en persona, au n en el caso de que la ley le au to ­ rizase a hacerlo, y que era su tutor, p adre, herm ano o p a ­ riente más cercano quien intervenía en su nom bre, especial­ m ente p ara recu p erar la dote que norm alm ente debía volver de nuevo a la fam ilia de la m ujer. Esto im plicaba u n a con­ secuencia ju ríd ica im portante: al ceder su hija o su h erm ana a un hom bre, el pad re o el herm ano no cedían la totalidad de su kyria al m arido y podían por lo tanto, si la m ujer lo deseaba, recu p erar su papel an terio r 24. Por consiguiente era posible la anulación del m atrim o­ nio por voluntad de la m ujer. Las razones alegadas por Hip areta m erecen una corta reflexión. Parece ser que las noto­ rias infidelidades de su esposo son la causa de que ella de­ cida volver de nuevo a casa de su herm ano. A hora bien, esto parece estar en contradicción con lo que sabem os sobre la «fidelidad» de los esposos atenienses, y, en un terreno m ás prosaico, de las leyes sobre el adulterio. C onocida es la cé­ lebre frase de un orador: «Las cortesanas están p a ra el pla­ cer, las concubinas p ara las necesidades cotidianas, las es­ posas para tener una descendencia legítima y ser una fiel guardiana del hogar». L a m ujer legítim a, gyné, debía ad m itir por tan to que su función era concebir hijos y ocuparse del cui­ dado de la casa, dejando a otras los placeres del espíritu (las cortesanas) y del cuerpo (las concubinas). Volverem os a h a­ blar de las hetairas, que ocupan en la ciudad un lugar un poco especial. Las concubinas (pallakaí), por el contrario, son en cierto m odo un doblete de la m ujer legítim a. Pero a di­ ferencia de la esposa, in troducida en la casa tras un acuerdo entre dos fam ilias, la pallaké por su p arte es introducida, si no clandestinam ente, al menos sin que haya ningún certifi-

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cado jurídico que la ate a su com pañero. Se trata, pues, de una unión revocable en cualquier m om ento, y no es extraño que, cuando se h abla en los textos de u n a pallaké, se trate casi siem pre de u n a joven pobre o de u n a esclava. Algunos autores piensan que era im posible que una ateniense haya podido ocupar un lugar tan indefinido. Pero algunos datos de nuestras fuentes nos llevan a p en sar que no era extraño que un hom bre libre pobre entregara a su hija como concu­ bina a un vecino más rico. U n a ley atrib u id a a D racón p re­ vé el caso de un hom bre que puede llegar a m a tar al seduc­ tor de la pallaké elegida por él p ara tener hijos libres, al no poder dárselos su esposa: ten d ría derecho a hacerlo, como si se tra ta ra del seductor de su m ujer legítim a 25. Por con­ siguiente, aunque la m onogam ia fuese obligatoria en A tenas en la época clásica, se adm itía la existencia de la pallaké y no se la consideraba como signo de adulterio. P ara com prender las leyes que penalizaban el adulterio,"1 no podem os p erd er de vista cuál era la finalidad del m atri­ monio: asegurar la descendencia y, por consiguiente, la con­ tinuidad de la fam ilia en el seno de la ciudad. Por ello, el único adulterio reprensible, po r lo que al m arido se refiere, era el com etido con la esposa legítim a de otro ateniense, p o r­ que al hacerlo perjudicaba a otro ciudadano. En cam bio, la ley protegía a sus hijos legítimos frente a los que p u diera te­ ner con la, o las, concubinas. Por consiguiente, la presencia ^ de éstas no representaba ningún peligro. En la práctica, sin em bargo, las cosas no eran quizá tan sencillas, y uno se p re­ gu n ta si un hijo ilegítimo de dos padres atenienses, pero no unidos m ediante engye, no tenía derecho a una p arte de la he­ rencia paterna, de la m ism a form a que poseía sin d u d a el es­ tatu to de ciudadano ateniense. Por lo dem ás, la adopción proporcionaba en este caso un medio legal de regularizar la

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situación. Pero, volviendo al adulterio, es fácil im aginar por ello que el de la m ujer haya provocado sanciones m ás g ra­ ves. El m arido que sorprendía a su m ujer en flagrante delito de adulterio en com pañía de su am an te tenía derecho a m a­ tar a éste sin in cu rrir en culpabilidad 26. Sin em bargo, la m a­ yoría de las veces las cosas no iban tan lejos, y se llegaba a un arreglo ante testigos. A lgunas historias edificantes encon­ trad as en los pleitos ap o rtan la p ru eb a de que el flagrante delito podía ser p ara un m arido com placiente un m edio de sacar dinero al am ante de su m ujer ~7. E n cuanto a la m ujer adú ltera, era severam ente castigada. El m arido podía rep u ­ diarla, y algunos autores sostienen incluso que tenía la obli­ gación de hacerlo so p en a de ser privado de sus derechos cí­ vicos. A dem ás, desde ese m om ento era excluida de toda p a r­ ticipación en los cultos de la ciudad. A hora bien, ésta era la única actividad cívica de la m u­ je r, y dicha disposición es la p ru eb a evidente de que el m a­ trim onio ocupaba un lugar esencial en la vida de la ciudad y en su organización, en la m edida en que a través de él se tran sm itían a la vez el estatuto de ciudadano y la propiedad de los bienes que constituían el oikos. L a fidelidad conyugal era la encargada de asegurar la transm isión de estos bienes, y la m ujer legítim a se distinguía de la pallaké ante todo por la diferencia de estatu to de sus respectivos hijos. Pero entonces se plantea un problem a: al hacer de la es­ posa legítim a a la vez la g u ard ian a del oikos y la que asegu­ rab a la continuidad de éste, ¿le concedía la ciudad por ello una cierta «propiedad» sobre los bienes que ella tenía a su cargo? El problem a es complejo, y la respuesta difícil de for­ m ular. El caso ya m encionado de la m uchacha epíkleros p ru e­ ba que la m ujer no puede en ningún caso ser propietaria de bienes raíces, ya que esta propiedad estaba reservada sólo a

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los ciudadanos varones. Existe aq u í — volveremos sobre ello— una diferencia im portante con otras ciudades como E sparta. La p regun ta que nos form ulam os, sin em bargo, es la siguiente: ¿conservaba una m ujer cuya dote h u b iera sido m uy rica algún derecho sobre los bienes raíces que había aportado como dote? Es cierto que la dote podía estar for­ m ada sólo de bienes muebles. Pero num erosos ejemplos ex­ traídos de discursos forenses m u estran que las dotes incluían con frecuencia tierras. El aprovecham iento de estas tierras correspondía al m arido. Pero ¿qué sucedía realm ente en la práctica diaria? Y a hem os visto que la tradición hacía de la m ujer la g u ard ian a del oikos. ¿Acaso no im plicaba esto una posesión de hecho, si no de dereho? ¿Y no era válido en p ri­ m er lugar sobre los bienes aportados por ella? E sta prim era observación nos trae a la m ente otra: una p arte de los re­ cursos sacados de la tierra se g u ard ab a en el granero o se consum ía inm ediatam ente. Pero tam bién sabem os que en la A tenas de los siglos V y IV los excedentes de legum bres, fru­ tas, aceitunas, etc., se llevaban al m ercado. Así por ejemplo, la m adre del poeta Eurípides iba a vender al m ercado el pe­ rejil cosechado en su ja rd ín . Y su caso no era desde luego el único; la presencia de m ujeres en el m ercado la atestiguan tanto los alegatos de los oradores como los autores cómicos. A hora bien, es difícil im aginar que las m ujeres que recibían dinero a cam bio de los productos llevados al m ercado no dis­ pusieran de él al menos en p arte y tuvieran que devolverlo escrupulosam ente todo a sus esposos. Pero tam bién acudían al m ercado m uchas otras kapelidas, vendedoras de cintas, de perfum es, de ajos, etc., de las cuales nos ha dejado la come­ dia num erosos ejemplos. Es cierto que estas mujeres perte­ necían a los am bientes populares, y es aq u í donde m ejor se m anifestaban las diferencias sociales. Porque aunque la con­

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dición ju ríd ica de la m ujer ateniense era única, la situación social real in tro d u cía diferencias sensibles. La ateniense de buena fam ilia se q u ed ab a en su casa, rodeada de criadas, y sólo salía p a ra cum plir con sus deberes religiosos. Por el con­ trario, la m ujer del pueblo se veía obligada por la necesidad a salir de su casa p a ra ir al m ercado, incluso, como lo ates­ tiguan alegatos del siglo IV, p ara au m en tar los recursos fa­ miliares con u n escaso salario de nodriza 28. Con frecuencia se ha planteado la p reg u n ta sobre el carácter «utópico» de las com edias «feministas» de Aristófanes. M ás adelante di­ remos lo que pensam os al respecto. Sin em bargo, P raxágora o L isístrata no fueron p u ras invenciones aunque, por supues­ to, las m ujeres atenienses n u n ca tuvieron la ocasión de h a ­ cerse con el p oder o de declararse en huelga de am or. Las m ujeres hum ildes de la ciudad, obligadas por la necesidad a salir de sus casas, esas casas m odestas apiñadas al pie de la Acrópolis, eran sin d u d a m ás independientes que las ri­ cas atenienses o que las m ujeres cam pesinas, y la lectura de los autores cómicos nos hace pensar que eran ellas las que m anejaban el dinero de la casa. Esto no contradice, por supuesto, los principios expues­ tos anteriorm ente. Las m ujeres atenienses no podían, por ley, tener propiedades. Pero en la práctica, ricas o pobres, tenían mil m edios de eludir la ley. Y los oradores ofrecen al­ gunos ejemplos de m ujeres que m anejan el dinero. Así por ejemplo, en un alegato de Lisias, u n a m ujer, tem erosa de que su hijo no sea capaz de proporcionarle u n a sep u ltu ra de­ cente, envía tres m inas (trescientas dracm as) a un tal Antífanes p ara asegurar sus funerales 29. O tra, en un alegato de D em óstenes, dejó al m orir u n a sum a de dos mil dracm as a los hijos habidos de su segundo m arido 30. Es cierto que este últim o ejemplo nos introduce en un m edio que no es el de

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la A tenas tradicional, ya que la m ujer en cuestión era la viu­ da del banquero de origen servil Pasión. Pero no es menos cierto que los alegatos dem ostenianos, casi todos pertene­ cientes a la segunda m itad del siglo IV, revelan las transfor­ m aciones que tienen lugar tan to en las m entalidades como en los com portam ientos; transform aciones anunciadoras de la época helenística. E ncontram os p o r ejemplo, en los dos discursos Contra Boeto, que d atan de los años 349-348, el caso de una tal Plangón, ateniense de b u en a familia, cuya histo­ ria no deja de sorprendernos. En efecto, Plangón h abía te­ nido dos hijos de un tal M antias, hom bre político relativa­ m ente conocido. M an tias estaba casado legítim am ente con una m ujer con quien tenía un hijo, M antíteos. Sin em bargo, había tenido que reconocer como suyos a los hijos de P lan­ gón, quienes, cuando él murió, heredaron con el mism o de­ recho que M antíteos. El problem a no reside tanto en el re­ conocim iento de hijos naturales — el derecho ateniense lo perm itía en efecto por la vía de la adopción, con tal de que la m adre fuese ella tam bién hija de ciudadano— , sino más bien en la situación m ism a de Plangón: se ha dado por su­ puesto que ella h abía estado casada anteriorm ente con M an ­ tias, y que por lo tanto sus hijos, en todo caso al menos Boe­ to, contra quien pleitea M antíteos, h ab ría n sido concebidos legítim am ente. Pero no se entiende por qué en ese caso M an ­ tias los h ab ría reconocido tardíam ente. Sea lo que fuere, M antias continúa viviendo, au n q u e no de forma estable, con Plangón tras su m atrim onio con la m adre de M an tí­ teos. A hora bien, no nos hallam os ante un concubinato tri­ vial, y Plangón no es una pallaké. Recibe a M antias en su propia casa, y M antíteos dice bien claro que su padre tenía dos «familias». U n a vez m ás, es la situación de P lan­ gón la que nos sorprende. No es ni u n a cortesana ni u n a pa-

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llaké, es «una m ujer entretenida», que vivía espléndidam ente con sus dos hijos y sus num erosas sirvientas de lo que le d ab a M antias, que estaba locam ente enam orado de ella. O tros alegatos testim onian tam bién u n a relativa inde­ pendencia de las m ujeres atenienses de la segunda m itad del siglo IV con relación al m atrim onio — es el caso por ejemplo de las dos m uchachas herederas que siguen casadas, tras la m uerte de su padre, con personas que no pertenecen a su fa­ m ilia — y al dinero— como sucede con la m ujer de un tal Polieucto, que h abía prestado dinero a ^ un hom bre llam ado , Q| Espudias, y h ab ía hecho constar este préstam o por escrito Estos son, desde luego, casos excepcionales. Pero podem os preguntarnos, siguiendo el planteam iento de Louis G ernet, si no son indicios «de u n a evolución b astan te avanzada y tal vez bastan te reciente». Evolución que no tendría por que obedecer a una cierta m ejora de la condición femenina, sino más bien al hecho de que la ciudad ya no es lo que era, y que la ciudadanía, que tendía a vaciarse de su contenido ini­ cial, a ser en m ucha m ayor m edida un estatuto que u n a fun­ ción, podía finalm ente ser com ún a los hom bres y a las m u ­ jeres. Sin d u d a no es una casualidad que sea precisam ente en algunos de estos alegatos, así como en la obra contem po­ rán ea de A ristóteles, donde se encuentre em pleado por pri­ m era vez el térm ino «ciudadana», sin que ello im plique, por supuesto, n inguna actividad que sea propiam ente «política». A lo sumo se tra ta quizá de u n a preparación p ara esa inde­ pendencia m ucho m ás am plia de las mujeres que creemos poder descubrir en la época helenística; u n a independencia que en la época clásica, según todas las fuentes de que se dis­ pone, sólo parecen h ab er conocido las m ujeres m arginadas que eran las cortesanas.

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La cortesana Puede parecer sorprendente, a priori, que dediquem os un ap artad o de un estudio sobre la m ujer en la G recia clásica a las cortesanas, y más todavía que les concedam os u n a es­ pecie de categoría ju ríd ica. E n realidad, si existe u n a cate­ goría ju ríd ica, ésta la ostentan las m ujeres que residen en A tenas con el estatuto de metecas. Pero preciso es confesar que sabem os m uy poco acerca de las m ujeres m etecas, ex­ cepto que el metoíkion, el im puesto especial que recaía en los extranjeros residentes en A tenas, era de seis dracm as al año p ara las m ujeres y de doce p ara los hom bres. Es lógico pen­ sar que m uchas de ellas eran esposas de hom bres venidos a instalarse en A tenas p ara dedicarse al comercio, seguir las lecciones de un m aestro em inente, o p a ra escapar de sus ad ­ versarios cuando éstos se h ab ían adueñado del poder en su ciudad de origen. Estas m ujeres de metecos llevaban segu­ ram ente un a vida b astan te parecida a la de las m ujeres de ciudadanos, ocupándose de la casa, hilando y tejiendo, diri­ giendo el trabajo de las sirvientas. Sin d u d a el m arido las de­ claraba cuando recibía el estatuto de meteco, es decir, al ins­ cribirse en los registros de un dem o 32. Si eran griegas de na­ cim iento, probablem ente h ab ían sido unidas legalm ente a sus esposos. Sin em bargo, es probable que el concubinato fuera más frecuente entre hom bres y m ujeres de origen ex­ tranjero que entre ciudadanos. Y podem os suponer que tam ­ bién en este terreno las desigualdades sociales introducían diferencias im portantes. La esposa de un rico em presario como el siracusano Céfalo, padre de Lisias, llevaba una vida más parecida a la de la esposa de un ciudadano afortunado que a la de las m ujeres del pueblo, atenienses o no, que eran honestas m ujeres, nodrizas o vendedoras de cintas 33.

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Pero al lado de estas m ujeres de metecos se encontraban las m ujeres m etecas, venidas po r propia voluntad a estable­ cerse en A tenas. A hora bien, teniendo en cuenta la situación de la m ujer en el m undo griego, dichas m ujeres, obligadas a subsistir por sí m ism as, no podían hacerlo más que com er­ ciando con lo único que les pertenecía, su cuerpo. Las más pobres o las más m iserables se convertían en pornai, prosti­ tutas que trab a jab an en las posadas de A tenas o del Píreo. A lgunas h ab ían sido com pradas, y en trab an en la categoría de las esclavas. O tras eran «libres», al menos ju ríd icam en ­ te. En cuanto a las «casas», pertenecían bien a ciudadanos — un pleiteante del siglo IV incluye dos en la relación que hace de su fortuna— , bien a extranjeros, e incluso a ex tran ­ j e r a s — es el caso de la fam osa N icarete de quien tendrem os que hab lar m ás adelante. Pero al lado de estas p rostitutas h ab ía otras que los grie­ gos llam aban hetairas, com pañeras, y que éstos se reserva­ ban, según la expresión del pleiteante antes citado, «para el placer». Estas hetairas eran de hecho las únicas m ujeres ver­ d ad eram en te libres de la A tenas clásica. Salían librem ente, particip ab an en los banquetes al lado de los hom bres, inclu­ so «recibían en su casa», si tenían la suerte de ser m an ten i­ das por un hom bre poderoso. En seguida pensam os, como es lógico, en la m ás célebre de estas «com pañeras», en la fa­ m osa A spasia. H ab ía nacido en M ileto, u n a rica ciudad de la costa occidental de Asia M enor estrecham ente vinculada a A tenas. Se desconocen las razones que la llevaron a esta­ blecerse en Atenas. Pericles se enam oró de ella, hasta el punto de rep u d iar a su esposa legítim a, y tuvo un hijo suyo, al cual, a pesar de la ley dictad a por él mism o y que sólo reconocía como ciudadanos a los hijos nacidos de m adres que tam bién lo fueran, consiguió inscribir en los registros civiles. Los an ­

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tiguos hacían hincapié en su belleza y su inteligencia. Plu­ tarco asegura en la Vida de Pericles que «dom inaba a los hom ­ bres de E stado m ás influyentes y suscitó en los filósofos una grande y sincera consideración». M ás adelante añade: «Se dice que fue solicitada por Pericles a causa de su ciencia y su agudeza política. Es cierto que Sócrates iba a veces a su casa con am igos, y que los íntim os de la casa de A spasia lle­ vaban allí a sus m ujeres con objeto de escuchar su conver­ sación, aunque su profesión no fuera ni honesta ni respeta­ ble: form aba jóvenes cortesanas». Este papel de alcahueta lo atestiguan sobre todo los autores cómicos, adversarios de la política de Pericles, que no retrocedían ante n ad a p ara atacarlo, llegando incluso a afirm ar que la política del gran estratega le era im puesta por su am ante. Platón, en uno de sus diálogos cuya intención satírica es evidente, llega inclu­ so a decir que ella p rep arab a los discursos de su am ante, y hace p ronunciar a Sócrates u n a oración fúnebre cuya au to ­ ría le atribuye a ella 34. Es evidente que Platón quería iro­ nizar sobre esta clase de discurso y sobre los estereotipos que el mismo transm itía. Pero la atribución de su p atern id ad a A spasia revela la influencia que ésta ejercía sobre el hom bre que en aquel m om ento dirigía los destinos de la ciudad. P lu­ tarco, por su parte, se resiste a ver en esta influencia la con­ secuencia de los servicios un tanto especiales otorgados por A spasia a su am ante, al procurarle las jóvenes que le g usta­ ban, e insiste, po r el contrario, en el am or que unía a la milesia con Pericles: «Se dice en efecto que ni un solo día de­ ja b a de saludarla y ab razarla cuando salía de su casa y cuan­ do volvía del ágora». A pesar de este am or confesado abier­ tam ente y del nacim iento de un hijo, los enemigos de A spa­ sia no m oderaron los ataques. Eupolis, un au to r cómico, hace decir a un personaje de su obra, Los demos, a propósito

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de ese hijo: «... sería un hom bre si las costum bres de su m a­ dre, una m ujer perdida, no le hicieran tem blar». Sin em b ar­ go, sólo después de los prim eros fracasos de la guerra del Peloponeso se atrevieron los enemigos de Pericles a atacar abiertam ente a A spasia. El poeta cómico H erm ipo la hizo com parecer ante la ju sticia bajo la doble inculpación de im ­ piedad y de libertinaje. Fue no obstante absuelta gracias a la intervención de Pericles, quien «obtuvo su perdón a fuer­ za de d erram ar lágrim as por ella d u ran te el proceso e im ­ plorar a los jueces». Pericles m urió poco tiem po después. Pero a pesar de ello la carrera de A spasia no term inó. T om ó entonces como am an te al tratan te de ganado Lisicles, un hom bre vulgar que, gracias a ella, consiguió desem peñar d u ­ ran te algún tiem po un papel político im portante en A tenas. El caso de A spasia es desde luego excepcional. Pero otras cortesanas célebres fueron igualm ente la com idilla de A te­ nas en los siglos V y IV. Jenofonte relata en las Memorables la relación que al parecer m antuvo Sócrates con la cortesa­ na T eodota, quien según cuenta la tradición, fue la am iga de Alcibíades. M erece la pena reproducir un fragm ento del diálogo. Sócrates llega a casa de la cortesana y la encuentra posando p ara un pintor. C u an d o éste se va, T eodota se ap re­ sura a recibir al filósofo: «C uando Sócrates la vio, lujosa­ m ente ataviada, y ju n to a ella su m adre, con un vestido y adornos poco com unes, m uchas y herm osas criadas cuyo porte no desm erecía en absoluto y u n a casa ab u n d an tem en ­ te provista de todo, le preguntó: — “D im e, T eodota, ¿tienes tierras? — Yo no, contestó ésta. — ¿Tienes tal vez u n a casa cuyas rentas te p erm itan vivir? — T am poco tengo casa, dijo. — ¿Tienes entonces esclavos que trab ajen p ara ti? — T a m ­ poco, contestó. — ¿De dónde sacas lo necesario p ara vivir?, dijo Sócrates. — Si tengo la suerte de en co n trar un amigo

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que quiera ayudarm e, él es quien me resuelve la v id a”» (Me­ morables, I I I , 11, 4). Este pasaje es interesante po r más de una razón. No tanto porque revela la form a en que las cor­ tesanas se pro cu rab an sus medios de vida — ni que decir tie­ ne que dependían com pletam ente de la generosidad de sus am antes— , sino porque dem uestra a la vez la independen­ cia de estas m ujeres, libres de recibir en sus casas a quien ellas quisieran, y la posibilidad que tenían de disfru tar de rentas de bienes raíces — lo cual es claro que im plica la exis­ tencia en A tenas de cortesanas nacidas de padres atenien­ ses— , de una casa o de un taller de esclavos. A dem ás, aun cuando algún rico protector, A lcibíades u otro, h u biera re­ galado a T eodota la casa y las criadas, seguram ente disfru­ taba ella del uso y de la propiedad. U n alegato de D em óstenes nos perm ite com pletar este re­ trato de la cortesana ateniense. Se tra ta del discurso Contra Neera, uno de los textos más interesantes aportados por la tradición ateniense. El discurso en sí fue com puesto sin d u d a por un am igo de D em óstenes, A polodoro, y va dirigido con­ tra un tal Estéfano con el que éste se h abía enfrentado tiem ­ po atrás. El argum ento del pleiteante es que Estéfano afir­ m a que está legalm ente casado con u n a tal N eera, lo cual im plicaría que la dicha N eera fuera asim ism o hija de ciuda­ dano. A hora bien, n ad a de eso es cierto, y es contra N eera contra quien se dirige la acusación. Si llega efectivam ente a probarse que ella es extranjera, será vendida como esclava y su esposo será condenado a una m ulta de mil dracm as. La m ayor p arte del discurso del acusador se presenta, pues, como un relato de la vida de N eera. E sta h abía sido com ­ prada, cuando era m uy joven, por u n a tal N icarete, que vi­ vía en C orinto, y era la esposa de un cocinero famoso lla­ m ado H ipias. N icarete era en realidad, según el orador, una

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alcahueta p ro p ietaria de siete jóvenes a las cuales h abía en­ señado la «técnica» am orosa y a las que dedicaba a la pros­ titución, haciéndolas p asar por hijas suyas p ara conseguir un precio m ás elevado... E n realidad N eera y sus com pañe­ ras no eran vulgares prostitutas, como lo p ru eb an los testi­ monios alegados po r el orador, sino cortesanas de altos vue­ los cuyos am antes, atenienses de paso en C orinto o ex tran ­ jeros, eran todos hom bres ricos. Ellas p articip ab an a su lado en los banquetes, eran recibidas en las m ejores casas, inclu­ so en las de A tenas, cuando asistían a las fiestas de Eleusis o a las grandes P anateneas, en com pañía del am ante de tu r­ no. Sin em bargo, co n tin u aban pagando a N icarete, o hacien­ do que le p ag aran , el precio de sus favores. Por esta razón, dos am antes de N eera decidieron com prarla conjuntam ente al precio de tres mil dracm as. E ra éste un precio considera­ ble por la com pra de u n a esclava, así como tam bién una in­ dicación del «valor» de N eera. Los dos com pradores com ­ partieron los favores de la joven d u ran te un cierto tiempo; después, decididos am bos a casarse, le ofrecieron com prar de nuevo su lib ertad , p ara lo cual le entregaron cada uno quinientas dracm as. Es decir, le p erm itían conseguir la li­ bertad por un precio inferior al que h ab ían pagado por ella. Según dice expresam ente el mism o texto, esta generosidad im plicaba que la joven debía a b an d o n a r C orinto, ya que n in ­ guno de los dos hom bres estab a dispuesto, desde luego, a verla « trabajar» en C orinto, su ciudad, en la que ellos m is­ mos estaban decididos a «sentar cabeza». P ara en co n trar las dos mil dracm as necesarias p ara su rescate, N eera acudió a varios de sus antiguos am antes, aco­ giéndose de este m odo a esa clase de préstam o am istoso y sin interés, el éranos, al que los hom bres libres acostum bra­ ban a recu rrir en caso de necesidad. U no de ellos, un tal Fri-

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nión, que era ateniense, se encargó de reu n ir el dinero y ne­ gociar con los dos corintios. Después se llevó consigo a Nee­ ra a A tenas. A unque la intervención de Frinión se presente como una com pra, se tra ta en realidad de u n a m anum isión. N eera será en lo sucesivo u n a m ujer libre, la am ante principal de F ri­ nión, cuya vida licenciosa com parte: «Ella le aco m p añ ab a a los festines y a todas partes donde iba a beber. E staba p re­ sente en todas las fiestas; él se exhibía con ella en todos si­ tios». Vemos u n a vez más los rasgos propios de la vida de la cortesana: u n a gran libertad de costum bres, la presencia en los lugares tradicionalm ente reservados a los hom bres, la participación en sus desenfrenos. Pero como N eera es ya una m ujer libre, lo es tam bién p ara ab an d o n a r a su am ante. Sin em bargo, lo que es significativo, no se queda en A tenas, sino que huye como una vulgar esclava a M égara, donde p erm a­ nece dos años en u n a situación precaria. Por una p arte, A te­ nas y E sparta estaban en guerra, y M égara h abía tom ado partido por E sp arta, lo que contribuía a aislarla; dicho de otra forma, N eera no podía contar con ricos extranjeros de paso que la m antuvieran. Por o tra parte, ni siquiera en M é­ gara encontró generosos protectores. Al m enos eso es lo que asegura el orador, quien, incluso con la selección de las p a­ labras que em plea, quiere hacer volver a N eera a la doble condición de esclava y de pro stitu ta, au n q u e aparentem ente no es ni u n a cosa ni la otra. Necesitó, con todo, otro «pro­ tector» p ara volver a A tenas: no fue otro que Estéfano. A n­ tes de seguir hay que hacer u n a observación: N eera era li­ berta y de origen extranjero. Com o tal, tenía en A tenas el estatuto de m eteca, un estatuto que im plicaba, tanto p ara los hom bres como p ara las mujeres, la protección de un «pa­ trón», de un prostates, cuya tarea fundam ental era la de re­

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presen tar al meteco ante los tribunales y hacerse fiador en todas las transacciones que llevara a cabo. Pero de la m is­ m a forma que el orad o r presenta la p a rtid a de N eera a Mcg ara como u n a h u id a y la com para por ello con u n a esclava fugitiva, así tam bién m uestra su relación con Estéfano como la de u n a p ro stitu ta en busca de un «protector». A hora bien, sean cuales fueran las razones ocultas de N eera, que nunca llegarem os a conocer, lo cierto es que Estéfano pensaba con­ vertirla en su m ujer y reconocer como suyos a los tres hijos de corta edad que, en opinión.del orador, h ab ía tenido con sus am antes circunstanciales, aunque no es raro p en sar que la últim a, u n a niña llam ada Fano, era seguram ente suya, ya que su estancia en M égara fue al parecer bastan te larga. A dem ás, cuando Frinión, el prim ero que la h abía llevado a A tenas, intentó recuperarla, Estéfano hizo ratificar m edian­ te un acta oficial la libertad de N eera, de la que se hizo fia­ dor secundado por otros dos atenienses. ¿Podemos d a r cré­ dito a las acusaciones del pleiteante cuando afirm a que E s­ téfano p reten d ía beneficiarse de los favores de N eera, favo­ res que serían pagados tanto m ás caros cuanto que N eera p a ­ saba por ser la esposa legítim a de un ateniense? Esto suscita adem ás m uchos interrogantes, ya que, como hem os visto, una unión sólo era legítim a si los dos cónyuges eran atenien­ ses. Lo cual im plica o bien que la ley no se aplicaba con ta n ­ to rigor como podría pensarse, o bien que N eera h abía sido reconocida o ad o p tad a por un ateniense, situación que ap a ­ rece a m enudo en la com edia nueva. ¿Debemos pensar, por o tra parte, que cuando Frinión entabló un proceso contra N eera p ara recu p erar los bienes que ésta se h ab ía llevado al h u ir de su casa — vestidos, joyas y dos criadas— , Estéfano aceptó un arreglo según el cual N eera viviría altern ativ a­ m ente dos días con cada uno? Sin d u d a tales arreglos eran

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posibles en el caso de las cortesanas. T am b ién en este caso son elocuentes los testim onios de la com edia. Pero ¿y en el caso de una m ujer que p asab a por ser la esposa legítim a de un ateniense, hom bre político con am biciones? En todo caso, y siem pre según nuestro orador, N eera reanudó con más fuerza la vida de cortesana, asistiendo a los banquetes que se celebraban en la casa de cada uno de sus dos am antes. Sin em bargo, el tiem po p asaba. L a pequeña Fano, ya n u ­ bil, fue d ad a en m atrim onio por Estéfano, que la p resen tab a como hija suya, a un tal Frástor, con una dote im portante, ya que se elevaba a tres mil dracm as, el mismo im porte — ¿pura coincidencia?— del precio que los dos corintios h a­ bían pagado por com prar a su m adre unos veinte años an ­ tes. El m atrim onio, siem pre según el orador, no prosperó, ya que Fano había contraído ju n to a su m adre costum bres lujosas que su m arido no podía satisfacer. Este la repudió, por tanto, cuando estaba encinta, y sin devolver la dote. Es­ téfano, en calidad de kyrios de Fano, intentó entonces u n a ac­ ción contra su yerno «en virtud de la ley que obliga al m a­ rido, en caso de repudio, a restituir la dote o, en su defecto, a p agar los intereses a una tasa de nueve óbolos». El yerno replicó intentando u n a acción contra su suegro «por hab er dado en m atrim onio a un ateniense a la hija de u n a ex tran ­ je ra haciéndola p asar por suya». Es digno de tener en cuen­ ta el valor ejem plar de esta historia, y la im portancia que re­ presenta p ara el h istoriador de la sociedad ateniense un pro ­ ceso como el de N eera. Finalm ente, yerno y suegro llegaron a un acuerdo p ara retirar sus respectivas dem andas. Es evi­ dente que los dos hom bres no tenían la conciencia muy tra n ­ quila. Pero tam bién es lícito p reguntarse si detrás de toda esta historia no se ocultan ajustes de cuentas políticos. Es­ téfano había form ado p arte de los más allegados a un poli-

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tico influyente en los años setenta del siglo IV. T ras el exilio de éste, parece ser que se unió al partid o de Eubulo, p a rti­ dario de una política de abandono del im perialism o. Es po­ sible que Frástor, su yerno, haya sido influido por los hom ­ bres del partid o contrario, al acecho de todo lo que pudiera desacreditar a un adversario político. A hora bien, vivir con una cortesana no era en sí mism o un perjuicio. Pero hacerla p asar por su m ujer e in tro d u cir a sus hijos en el cuerpo cí­ vico era algo grave. Por o tra parte, poco después se acusa a F rásto r de la m ism a ofensa, pero con circunstancias aten u an ­ tes. Este, enfermo, h ab ía consentido readm itir a Fano. Y ésta, acom pañada de su m adre, ib a a cuidarlo. C u an d o dio a luz al hijo que esperaba, F rásto r lo reconoció como suyo. U n a vez más nos encontram os con la introducción en la ciu­ dad de un hijo ilegítimo, ya que si Fano era una extranjera su unión con F rásto r no era legal. M erece la pena u n a vez más rem itirnos al texto: «C uando aú n estaba enfermo, F rás­ tor quiso que el niño en cuestión fuese adm itido en su fra­ tría y en el genos de los Britidas al que él mismo pertenecía. Los m iem bros del genos sabían sin d u d a quién era la m ujer con quien F rásto r se h abía casado en prim eras nupcias: la hija de N eera; sabían que la h ab ía repudiado y que sólo in ­ fluido por la enferm edad h ab ía consentido en recoger al niño. V otaron en contra de la adm isión y el niño no fue inscrito». Sin em bargo, la historia no term ina aquí. H ab ía que en­ co n trar un nuevo esposo p ara Fano, ya que ésta h abía sido rep u d iad a por su m arido. Siguiendo una vez m ás la opinión del orador, Estéfano recurrió a u n a especie de chantaje con­ tra un tal Epainetos, que frecuentaba su casa y al que había sorprendido en el lecho de Fano, chantaje tanto m ás incom ­ prensible cuanto que dicha casa era, al parecer, un ergasterion, una casa de prostitución; E painetos se sometió sin em ­

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bargo a este chantaje tras un com prom iso, y aceptó entregrar a Fano una dote de mil d racm as p ara facilitarle un n u e­ vo m atrim onio. G racias a ésta consiguió Estéfano que Fano fuera adm itida como esposa legítim a por un hom bre pobre pero de noble cuna, Teógono. A hora bien, quiso la suerte que el tal Teógono fuese escogido p ara cum plir d u ran te un año las funciones de arconte-rey, el m agistrado que presidía las cerem onias religiosas oficiales. E ntre estas cerem onias fi­ g uraban las A ntesterias, fiestas en honor de Dionisos, que destacaban el segundo día po r la celebración de u n a hierogamia, una unión a la vez sim bólica y real entre el dios re­ presentado por el arconte-rey y la m ujer de éste. Y aquí te­ nemos a nuestra Fano, hija de cortesana y, si dam os crédito al pleiteante A polodoro, cortesana ella m ism a, convertida en reina. C om prendem os la em oción que debió apoderarse de los jueces cuando oyeron las p alabras del pleiteante: «Esta m ujer ha celebrado los sacrificios sagrados en nom bre de la ciudad. H a visto lo que no tenía derecho a ver por ser ex tran ­ je ra . U n a m ujer como ella ha entrado allí donde nadie entre los num erosos atenienses puede hacerlo, excepto la m ujer del rey. Ella ha recibido el ju ram en to de las sacerdotisas que asisten a la reina en las cerem onias religiosas. H a sido en­ tregada en m atrim onio a Dionisos. H a llevado a cabo en nom bre de la ciudad los ritos tradicionales dedicados a los dioses, ritos num erosos, sacrosantos y misteriosos. Y algo que nadie puede entender: ¿cómo la prim era que llega pue­ de hacerlo sin com eter sacrilegio, y con más razón una m u­ je r como ésta que ha llevado la vida que todos conocéis?». La continuación del alegato no nos dice n ad a más acer­ ca de la vida de N eera en p articu lar ni de la de las cortesa­ nas en general. Señalem os sin em bargo que, tras una larga digresión, el orador, rean u d an d o las acusaciones contra Nee-

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ra, recuerda que ésta, p ara seguir a sus diversos am antes, vi­ vió unas veces en el Peloponeso, otras veces en Tesalia, o in­ cluso en Jo n ia, antes de volver a A tenas; y su exclam ación final es ciertam ente significativa: «¡Y estaríais dispuestos a declarar ateniense a una m ujer como ésta, um versalm ente conocida por hab er dado la vuelta al mundo!». Al lado de la ateniense de buena familia, retirad a en el gineceo ju n to con sus sirvientas y que, como la esposa de Iscóm aco en el Económico de Jenofonte, no había visto n ad a antes de su m a­ trim onio, N eera representa a la m ujer libre, que ha viajado, que h a podido inform arse de todo en el transcurso de los banquetes a los que asistió y cuya seducción no era sólo fí­ sica. Por otra parte, y haciendo caso omiso de la cronología, el orador deja en la som bra una realidad: la larga duración de la unión entre N eera y Estéfano, que nos recuerda el p re­ cedente Pericles-Aspasia. A dem ás, el orador utiliza esta opo­ sición entre m ujeres ciudadanas de nacim iento y cortesanas p ara reclam ar una condena. Si N eera es absuelta, las que son como ella h arán «todo lo que les apetezca, seguras de que la im punidad les es otorgada por vosotros y por las le­ yes» ... «las cortesanas serán elevadas a la dignidad de m u ­ jeres libres cuando hayan obtenido el privilegio de tener hi­ jos legítimos a su voluntad»; y el orad o r añade: «No se pue­ de p erm itir que aquellas que han sido educadas por sus p a ­ dres en la virtud y con u n a solicitud tan grande, aquellas que han sido casadas conforme a las leyes, tengan p ública­ m ente como igual y ciu d ad an a a la m ujer que h a practicado tantas obscenidades, varias veces al día y con varios hom ­ bres, y según el capricho de cada uno». Nos g ustaría saber cómo term inó el proceso, y si N eera fue absuelta o conde­ n ad a por los jueces atenienses. El aspecto político del pro ­ ceso contra un hom bre que era un adversario de Demóste-

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nes, en aquel m om ento todopoderoso en la ciudad (estam os en el año 340, poco antes de la reanudación de la g u erra con­ tra Filipo de M acedonia, que acabaría de m anera desastro­ sa p ara A tenas, y pondría fin definitivam ente a su prep o n ­ derancia m arítim a), desem peñó tal vez un papel determ i­ nante en la decisión de los jueces. Pero aunque N eera fuese condenada, no por ello m erm ó sin em bargo la libertad de las cortesanas; a finales de la épo­ ca clásica y a comienzos del período helenístico, aú n conti­ n úan estando en prim era fila en la ciudad. B asta con recor­ d ar a la fam osa Friné, que sirvió de modelo al escultor Praxíteles y que fue defendida, en un proceso entablado contra ella por uno de sus antiguos am antes que la acusaba de h a ­ ber introducido en A tenas el culto de u n a divinidad nueva, por el orad o r H ipérides, uno de los principales dirigentes de la ciudad. Parece ser que éste, p a ra conseguir que los jueces fueran indulgentes con su cliente, no dudó en descubrir el pecho de la joven. L a anécdota es m uy conocida y ha ins­ pirado a pintores y escultores, aunque su autenticidad es d u ­ dosa. Pero lo que im porta, más que el hecho de desvelar los encantos de su cliente, es que un hom bre tan conocido como H ipérides se haya declarado abiertam ente en favor de una cortesana, tam bién que sea contra la propia Friné, como a n ­ tes sucedió con N eera, contra quien se entabla el proceso, y finalm ente el origen m ism o de este proceso, la introducción de un culto extranjero en la ciudad, un culto del que se nos dice que im plicaba cerem onias secretas en las que p artici­ p ab an ju n to s hom bres y mujeres. U n a vez más, no podem os dejar de señalar la relación que existe entre la cortesana y la transgresión de las reglas de la ciudad. U n a transgresión que seguram ente se va afianzando a m edida que A tenas ve dism inuir su protagonism o político en un m undo dom inado

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en lo sucesivo por los soberanos que se han repartido el im ­ perio de A lejandro. H ipérides, que desem peña sin d u d a un papel im portante en la últim a rebelión, tras el anuncio de la m uerte del conquistador, es al m ism o tiem po el testigo de estas transgresiones. Fue él quien, p ara asegurar la de­ fensa de la ciudad tras la derro ta de los griegos ante Filipo de Q ueronea, propuso u n a liberación m asiva de esclavos y la naturalización de los extranjeros residentes. El h abía ins­ talado en su casa, tras echar de ella a su hijo legítimo, a la cortesana M irrina, «m ujer m uy cara de m antener». Pero m antenía tam bién a otras dos cortesanas, a A ristágora en su casa del Pireo, y a la teb an a Fila, a la que h abía liberado por veinte m inas (dos mil dracm as), en su propiedad de Eleusis. Por los mismos años vino a refugiarse a A tenas, donde le h abía sido concedido el derecho de ciudadanía, el tesore­ ro de A lejandro, H arpalo. Este h abía huido con u n a parte del tesoro que le h ab ía sido confiado, y pensaba utilizarlo p ara p rep arar su revancha contra el m acedonio. En un p rin ­ cipio se instaló en A tenas, donde vivía con una cortesana, Pitónica. E sta m urió de parto, y H arp alo hizo erigir p ara ella u n a tu m b a suntuosa por la que al parecer pagó trein ta talentos (ciento ochenta mil dracm as). C uando H arpalo, mezcladp en un asunto turbio, tuvo que h u ir de A tenas, confió el hijo de Pitónica a Foción, un político m uy im portante; un hom bre cuya virtud y piedad eran m uy alabadas, y que no d u d a sin em bargo en recoger al hijo de u n a cortesana 35. La com edia nueva, la principal producción literaria de este período que ha llegado h asta nosotros, nos d a u n a prue­ ba del lugar que ocupaba la cortesana en la sociedad ate­ niense de finales del siglo IV. Por supuesto, y ya quedó di­ cho a propósito de A ristófanes, hay que ab o rd ar con ciertas

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precauciones un género tan p articu la r como es el teatro có­ mico para p ro cu rar descubrir a través de él las realidades de la sociedad contem poránea. La dificultad es m ayor en este caso por el hecho de que, a pesar de los últim os descu­ brim ientos, conocemos esta com edia nueva sólo de m anera fragm entaria, y a través sobre todo de las adaptaciones que los cómicos latinos, Plauto y Terencio, han hecho de ella. Por consiguiente, es difícil sep arar la p arte que refleja las realidades atenienses de los últim os años del siglo IV de aquella que representa a la sociedad rom ana. No obstante, y ya que éste es un teatro de situaciones, podem os utilizar­ lo como testim onio. A hora bien, es evidente que la corte­ sana es uno de los personajes principales que aparecen en él, cuando no form a p arte directam ente del centro de la intriga 36. Podemos preguntarnos p o r las razones de esta constante presencia. Algunos h an querido ver en ella u n a p ru eb a de la decadencia m oral de A tenas y del ocaso de la institución fam iliar a finales de la época clásica. Pero esta idea p resu ­ pone que el teatro refleja casi autom áticam ente la realidad social contem poránea. A hora bien, au n q u e es cierto que el teatro m uestra las preocupaciones de los contem poráneos y ayuda a superarlas parcialm ente gracias a su lado cómico, no debe ser reducido por ello a u n a sim ple ilustración de las realidades sociales. Dicho de otro modo, las cortesanas no ocupaban sin d u d a en la sociedad ateniense de finales del siglo IV el lugar que le otorgan los autores de la com edia n u e­ va. Sin em bargo, este lugar es real, y la presencia de las cor­ tesanas revela un fenóm eno d e alcance considerable, ya que refleja la lenta d esaparición de los valores tradicionales de J^ u cm dad: la im po rtancia creciente del dinero como símbolo de libertad y de p o d er( T odas las cortesanas de la com edía

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\!l nueva son ante todo m ujeres que se definen por su relación con el dinero. Lo que es d eterm in an te p ara ellas en la elec­ ción de sus am antes es la im portancia de los regalos que és­ tos les hacen. Y esta avidez, esta codicia, aparece como el símbolo distintivo del personaje de la cortesana, h asta el punto de poder convertirse en el m otor mism o de la intriga; así sucede en la com edia de Plauto, Asinaria, inspirada di­ rectam ente en un original griego, Onagos («El arriero de bo­ rricos»), de un tal Demófilo, contem poráneo de M enandro. T o d a la acción gira en efecto en torno a la necesidad que tie­ ne el protagonista de conseguir las veinte m inas (dos mil dracm as) que le p erm itirán gozar de los favores de u n a cor­ tesana du ran te un año entero. Q ue quede claro que ésta es una m ujer libre, y que no se tra ta en este caso — como su­ cedía en el de N eera, m encionado anteriorm ente— de res­ catar su libertad. Conviene, por supuesto, evitar creer que las cantidades señaladas por los autores cómicos son abso­ lutam ente fiables, y concluir por ello que era siem pre tan caro m antener a u n a cortesana. Pero hay que recordar tam ­ bién que veinte m inas era el im porte de la fortuna que se exi­ gía p ara form ar p arte del cuerpo de los ciudadanos activos en la constitución im puesta por el m acedonio A ntípatros a A tenas en el año 322, lo que tuvo por resultado a p a rta r de la vida política a más de la m itad de los atenienses. Se com­ prende por ello el «poder» de hecho que podía ad q u irir de esta m anera u n a rica cortesana, poder cuya am plitud nos m uestran las situaciones inventadas por los autores de co­ m edias. Así, por ejemplo, en La Andria, inspirada directa­ m ente en La Perintiana de M enandro, la cortesana Crisis, a punto de m orir, cede en p ren d a su joven h erm an a al ate­ niense Pánfilo y le lega sus bienes, reproduciendo la función que tiene el kyrios en la sociedad ateniense. M ás significativo

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aún es el papel de Tais en El eunuco de Terencio, cuyo tem a está tom ado igualm ente de M enandro. T am bién ella es m uy rica gracias a la generosidad de sus diversos am antes. Pero en esta riqueza se basa su poder, y lo que buscan en ella los jóvenes que la rodean y a quienes concede sus favores es su protección, su patronazgo. M ás aún, en otras dos com edias de Terencio, am bas adaptaciones de M enandro, el Heautontimorumenos y Hécira, el au to r latino califica a la cortesana de nobilis, noble. Es evidente que en ninguno de los dos casos el poeta se m uestra irónico, pues si bien la B aquis del Heautontimorumenos aparece sobre todo como una m ujer ávida de dinero y de riqueza, la de Hécira es, p o r el contrario, un p er­ sonaje lleno de cualidades, que proclam a ser diferente de las dem ás cortesanas y digna por lo tanto de la am istad de un hom bre de bien. Poco im porta que tales cortesanas hayan existido en la realidad. Lo que es fu n d a m ental es esa rela­ ción con el dinero, fundam ento de poder, que refleja lás rea­ lidades nuevas que v an consolidándose en la A tenas de finales del siglo IV. La cortesana se convierte de esta form a en el símbolo mismo de las transform aciones de la ciudad. M ujer de la ca­ lle, que tom a p arte en los banquetes, que m aneja dinero, que habla a los hom bres de igual a igual, no es sólo un persona­ je al m argen de la sociedad. E n ese club de hom bres que re­ sulta ser la ciudad, donde la m ujer es una eterna m enor, ella encarna evidentem ente la inversión de los valores cívicos, la m ujer libre e independiente tanto en palab ras como en com ­ portam iento; libertad e independencia adquiridas por la ven­ ta pública de su cuerpo, sin duda, pero una venta en la que, h asta cierto punto, ella sigue siendo la dueña, sobre todo cuando dispone de riqueza, que es, claram ente, la base en últim a instancia de su libertad.

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La esclava Ya sabem os que la esclavitud es u n a de las características fundam entales de las sociedades antiguas. No se tra ta ahora de hacer un repaso a la historia. B asta con reco rd ar que en A tenas es uno de los com ponentes básicos de la ciudad y que su desarrollo se h a ido consolidando a lo largo de los dos siglos de su apogeo. Los esclavos eran num erosos en A te­ nas, aunque todos los intentos de calcular su núm ero hayan fracasado, y podem os encontrarlos tan to en las actividades estrictam ente económ icas como en las dom ésticas. Pero lo que los caracterizaba era ante todo ser objeto de propiedad, m ercancía que podía com prarse, venderse, alquilarse, em pe­ ñarse, según las circunstancias. Si no puede precisarse el n ú ­ m ero total de esclavos (¿sesenta mil, cien mil, acaso m ás...?), m enos aún podem os calcular la proporción de m ujeres en el total de la m asa servil. Es casi seguro que, a diferencia de los hom bres, su cam po de actividad era relativam ente lim i­ tado. M ientras que un hom bre esclavo podía ser cam pesino, obrero, agente com ercial, escribano, forense, policía, m ari­ nero, etc., las m ujeres esclavas tenían em pleos dom ésticos, aunque circunstancialm ente podían vender fuera el producto de su trabajo. La m ayoría de las m ujeres esclavas eran efec­ tivam ente sirvientas, som etidas a la du eñ a de la casa. Ya he­ mos visto cómo en el Económico, Jenofonte describe las fun­ ciones de la d u eñ a de la casa, y que la m ás im p o rtan te de todas consiste en organizar el trab ajo de las sirvientas, en­ señarles a hilar la lana, a tejer los paños que h an de servir p ara vestir a las personas de la casa, a am asar el pan, a do­ blar y g u ard ar las ropas y a m an ten er la casa en orden. En la com edia, casi siem pre es la sirvienta la que p rep ara la co­ m ida, au n q u e en las casas im portantes, y sobre todo a p a r­

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tir del siglo IV, se recu rra a m enudo a un cocinero. F inal­ m ente, una de las actividades fundam entales de las mujeres esclavas consiste en ocuparse de los niños pequeños, y la no ­ driza es, tanto en el teatro como en la vida real, un perso­ naje familiar. Es posible que, ap arte de la dedicación al trabajo dom és­ tico, se haya utilizado a m ujeres esclavas exclusivam ente como obreras en m anufacturas p ara el m ercado. No aparece en los alegatos ningún ejem plo concreto de talleres fem eni­ nos, pero en las Memorables, Jenofonte nos proporciona por casualidad la p ru eb a de su existencia. Sitúa la escena al fi­ nal de la g u erra del Peloponeso, cuando los T rein ta eran dueños de A tenas: a un ateniense que se queja de los tiem ­ pos difíciles que le toca vivir y de la necesidad en que se en­ cuentra de albergar y alim en tar a las num erosas m ujeres de su familia, Sócrates le sugiere que las haga trab ajar. Podría de esta m anera vender el producto de su trabajo, harina, pan, m antos, túnicas, etc., como hacen algunos atenienses. A lo que le replica el otro: «Estas personas com pran a gente incivilizada y pueden obligarles a hacer el trabajo propio de los esclavos; pero yo tengo a mi cargo personas libres y ade­ más pertenecientes a la fam ilia» 37. Es p ro b a b le — ya que J e ­ nofonte llam a por su nom bre al p anadero Cirebo y a los sas­ tres Démeas y M enón— , que haya habido en A tenas, por lo m enos en el siglo IV, talleres de esclavas cuyo destino era con seguridad más duro que el de las sirvientas destinadas al trabajo dom éstico. Pero tan to obreras como trabajadoras dom ésticas, las esclavas estaban d estinadas fu ndam ental­ m ente a las tareas de la cocina y a la fabricación de paños. Estas m ujeres no tenían por supuesto vida fam iliar algu­ na. Ya hem os visto cómo Jenofonte contaba en el Económico las intenciones de Iscóm aco, al aconsejar a su m ujer que pro ­

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cu rara que las habitaciones donde dorm ían hom bres y m u ­ jeres estuviesen separadas « p ara evitar que las esclavas ten­ gan hijos sin nuestro perm iso». Sin em bargo, las esclavas te­ nían hijos, pero la m ayoría de las veces estos niños «nacidos en el oikos» eran fruto de las relaciones con el dueño. L a es­ clava, especialm ente la joven sirvienta, estaba a disposición del que la h abía com prado y éste podía por lo tanto intro­ ducirse im punem ente en su cam a... o entregarla a sus am i­ gos en u n a noche de borrachera. Pero lo que p ara algunos era sólo algo circunstancial era p a ra otros una fuente de in­ gresos. E n efecto, las p rostitutas eran la m ayoría de las ve­ ces esclavas, así como tam bién lo eran las flautistas y las bai­ larinas, habituales en todos los banquetes 38. E ra com pleta­ m ente lícito com prar esclavas p ara dedicarlas a la p ro stitu ­ ción y hacer de ello un medio de vida. Y b asta con pensar en la actividad del Píreo d u ran te los dos siglos de hegem o­ nía ateniense, en la m u ltitu d de extranjeros, m arineros, via­ jeros que se ap iñ ab an en él, p a ra im aginar fácilm ente el pro ­ vecho que algunos podían sacar explotando la prostitución. ¿Tenían estas m ujeres alguna posibilidad de liberarse de su condición? Antes hem os visto el ejemplo de N eera, que pudo rescatar su libertad gracias a la generosidad de a n ti­ guos am antes. Pero N eera era u n a cortesana de altos vue­ los. Las pornai que callejeaban po r el Píreo tenían m uy po ­ cas posibilidades de conseguirlo. En cuanto a las otras es­ clavas, su liberación dependía sólo de la buena voluntad del dueño, y la decisión de éste podía ser d ictad a por el afecto, a veces incluso po r el agradecim iento: un pleiteante recuer­ da con emoción a su vieja nodriza, m an u m itid a por él, pero que continuaba viviendo en su casa, pues los vínculos que les u nían eran m uy tuertes . Y vamos a term inar. La situación de la m ujer en A tenas

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dependía ante todo de su inserción en el m undo ciudadano o de su exclusión de él. N o podem os h ab lar de m ujeres ate­ nienses, sino de atenienses que eran m ujeres o hijas de ciu­ dadanos, extranjeras y esclavas. Estas diferencias de condi­ ción eran tan fundam entales p ara las m ujeres como p ara los hom bres, lo que no im pedía, por supuesto, que en la reali­ dad cotidiana a veces desaparecieran. La señora de buena fam ilia vivía m ás cerca de sus sirvientas que de las que eran como ella. L a m ujer del rico meteco apenas se diferenciaba de la «ciudadana» de posición desahogada. L a cortesana po­ día moverse más librem ente que la m ujer de Iscóm aco. Pero sobre todo, y como la ciudad era un club de hom bres, como era tam bién y principalm ente una com unidad política, estas diferencias de condición, po r esenciales que fuesen, se ate­ n u ab an en u n a exclusión com ún. Solo una cosa seguía es­ tando a favor de la «ciudadana»: el hecho de que era indis­ pensable a la com unidad cívica, ya que garan tizab a su reproducción.

C.

La m ujer espartana

«H ola, querida laconiana, ¿cómo estás, Lam pitó? ¡Cómo res­ plandece tu belleza, querida! ¡Qué buen color! ¡Qué cuerpo tan vigoroso tienes! Podrías estran g u lar a un toro.» Con es­ tas palabras recibe a su cóm plice esp artan a la protagonista de la com edia de Aristófanes, Lisístrata, la cual, p a ra poner fin a la guerra interm inable entre A tenas y E sparta, propon­ drá a las m ujeres de am bos bandos que hagan la huelga del am or. El au to r cómico, que se dirigía a un público atenien­ se, repetía a su m anera lo que en A tenas era un lugar co­ m ún tratándose de m ujeres espartanas: a diferencia de las

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dem ás m ujeres griegas, vivían volcadas al exterior, se adies­ trab an p ara las carreras y p ara la lucha, en las que rivali­ zaban con los hom bres, por lo que sus características físicas eran las m ism as que las de éstos: vigor físico y tez broncea­ d a propias de deportistas como ellas. A ntes de seguir, es im p o rtan te hacer una observación: en esta prim era p arte del libro estoy esforzándom e todo lo po­ sible por dejar constancia de cuál era la situación real de las m ujeres en la G recia antigua, tanto en el orden ju ríd ico como en el ám bito de lo cotidiano. Y ni que decir tiene que cu an ­ do en un alegato el o rad o r alude a una ley concreta sobre el adulterio o m enciona el im porte de u n a dote, podem os con­ siderarlos, con toda razón, como hechos reales. C iertas p a ­ labras son igualm ente reveladoras de lo que podía ser la vida cotidiana de las m ujeres en la A tenas clásica. Pero cuando se tra ta de E sp arta, y no sólo de las m ujeres espartanas, todo se complica. En efecto, no tenemos p rácticam ente ningún do­ cum ento de origen espartano relativo a la época clásica, ni inscripción, ni discurso político o judicial procedente de una fuente espartana. C uando un espartano habla, siem pre es un ateniense el que le hace h ab lar y el que le presta las pala­ bras que él im agina que h ab ría utilizado el espartano. Así sucede, por poner sólo un ejemplo, con el discurso que Tucídides pone en boca del rey A rquídam o a comienzos de la guerra del Peloponeso. Pero aún hay más. Por razones que debido a la extensión de este libro no podem os detenernos a explicar, E sp arta representó p ara algunos medios atenien­ ses, desde finales del siglo V, un modelo de ciudad perfecta, caracterizada p o r u n a originalidad absoluta que la conver­ tía, como m ínim o, en u n a anti-A tenas. El historiador debe esforzarse por lo tan to en descubrir a través de este «m ila­ gro espartano» la p arte de realidad que h ab ía en él. In ten to

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peligroso, que puede llevar a reconstrucciones más o menos frágiles y siem pre hipotéticas 40. Por lo que se refiere a las m ujeres, hay tres textos que nos interesan especialm ente. El más antiguo d a ta de los p ri­ meros decenios del siglo IV. Pertenece a Jenofonte, que, como ya hem os visto, vivió en Laconia. Bien es verdad que Jenofonte era un ad m irad o r incondicional de E sparta, h asta el punto de llegar a traicionar por ella a su patria. No obs­ tante, debem os ad m itir que conoció u n a innegable realidad esp artan a y que nos inform a de ella, aunque em bellecida por su plum a. El segundo texto está tom ado de la Política, de A ris­ tóteles. P lantea num erosos problem as, como ya veremos, pero corrige sustancialm ente la descripción de Jenofonte. El tercer texto, por últim o, es un im p o rtan te pasaje de la Vida de Licurgo de Plutarco. P lutarco es un escritor griego de fi­ nales del siglo I de nuestra era cuya o b ra m ás conocida es esas Vidas paralelas de los grandes hom bres de la historia grie­ ga y rom an a a la que ya nos hemos referido. O b ra de m o­ ralista y no de historiador, pero que a nosotros nos interesa porque recoge tradiciones, incluso docum entos cuya existen­ cia desconoceríam os com pletam ente a no ser por ella. La Vida de Licurgo especialm ente, de ese legendario legislador al que se atrib u ían las instituciones de E sp arta, contiene todo lo que la tradición h a podido conservar sobre la historia de E sp arta y sobre todo en lo relativo a la originalidad de su constitución. Por lo que se refiere a las m ujeres, si bien re­ coge algunas observaciones hechas por Jenofonte en la Re­ pública de los lacedemonios, el largo espacio que les dedica (ca­ pítulos 14 y 15) es m ucho m ás preciso en algunos puntos, especialm ente al tra ta r de la educación, de los ritos del m a­ trim onio y de otras cuestiones sim ilares. C om enzarem os en prim er lugar por ios textos de J e n o ­

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fonte y de Plutarco. Es en el prim er capítulo de la República de los lacedemonios donde ab o rd a Jenofonte el problem a de las m ujeres. Y en seguida especifica el prim er com etido de la m ujer espartana: la procreación, función de la que se deri­ van las otras norm as a las que está obligada. «Los otros grie­ gos quieren que las jóvenes vivan como la m ayor p arte de los artesanos que son sedentarios, y que trab ajen la lana en­ tre cuatro paredes. Pero ¿cómo puede esperarse que mujeres educadas de esa form a tengan u n a m agnífica prole? Licurgo pensó, por el contrario, que b astab a con los esclavos p ara ocuparse de la vestim enta y, considerando que el quehacer m ás im p o rtan te p ara las m ujeres era la m atern id ad , dispuso prim ero que las m ujeres practicaran los mismos ejercicios fí­ sicos que los hom bres; después estableció carreras y p ru e­ bas de fuerza tan to entre las m ujeres como entre los hom ­ bres, convencido de que si los dos sexos eran vigorosos ten­ d rían retoños más robustos» (I, 3-4). Vemos, pues, que es una vida com pletam ente opuesta a la de los «otros griegos» que encierran a sus m ujeres y las obligan a trab a jar la lana; u n a vida volcada hacia fuera y que no se diferencia en n ad a de la de los hom bres. P lutarco ap o rta inform aciones com plem entarias a propósito de esta educación de las jóvenes. «Por orden suya (de Licurgo), las jóvenes se adiestraron en las carreras, en la lucha, en el lan ­ zam iento de disco y de ja b alin a ... D espreciando la b lan d u ra de u n a educación hogareña y afem inada, acostum bró a las jóvenes, lo m ism o que a los jóvenes, a m ostrarse desnudas en las procesiones, a d an zar y can tar con ocasión de algu­ nas cerem onias religiosas en presencia de los m uchachos y bajo su m irada» (X IV , 3-4). E sta desnudez no tenía nada de llam ativo, pues era la desnudez del atleta. Pero P lutarco siente necesidad de justificarla: «L a desnudez de las jóvenes

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no tenía nada de deshonesto, ya que era p areja del pudor, y no había lugar p a ra el libertinaje», aunque, como más ade­ lante señala, tam bién era «una form a de incitación al m atrim onio» 41. Jenofonte se lim ita a indicar dos cosas a propósito del m atrim onio espartano: por u n a parte, la obligación que te­ nían los hom bres de casarse al llegar a la plenitud de la vida, y por otra, reglas estrictas referidas a las relaciones entre es­ posos. «V iendo que en los comienzos del m atrim onio los hom bres se em parejan con sus m ujeres sin ninguna m ode­ ración, decidió que en E sp arta se h aría lo contrario, y dis­ puso que sería algo vergonzante que un hom bre fuera visto entrando o saliendo de la habitación de su m ujer. E n estas condiciones, los esposos se desean más el uno al otro, y los hijos, si los tienen, son m ás fuertes que si los esposos estu­ viesen hartos uno del otro» (I, 5). T am bién en este caso ap o rta P lutarco datos m ucho más precisos y detallados. D espués de reco rd ar que el celibato es­ tab a prohibido, revela las curiosas condiciones del m atrim o­ nio espartano: «En E sp arta el m atrim onio se llevaba a cabo rap tan d o a la m ujer, que no debía ser ni dem asiado peque­ ña, ni dem asiado joven, sino que debía estar en la plenitud de la vida y de la m adurez. La joven ra p ta d a era entregada a u n a m ujer llam ada nympheutria, que le cortaba el cabello al rape, le ponía vestido y calzado de hom bre y la tendía so­ bre un jergón, sola y sin luz. El recién casado, que no esta­ ba ebrio ni debilitado por los placeres de la m esa sino que, con su sobriedad acostum brada, h ab ía cenado en los phiditia (com idas públicas donde se servía el famoso caldo negro), entraba, le d esatab a el cinturón y, tom ándola en sus brazos, la llevaba a la cam a. Después de p asar con ella un breve es­ pacio de tiem po, se retirab a discretam ente y se iba a d o r­

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m ir, según esa costum bre, en com pañía del resto de los jó v e­ nes» (X V , 4-7). E sta extraña cerem onia ha suscitado m uchos com enta­ rios entre los autores m odernos. Se h a querido ver en ella el recuerdo de ciertos ritos de iniciación, tal como los encon­ tram os en otras sociedades, con inversión de papeles (la jo ­ ven rap ad a y vestida con ropa m asculina) y período de re­ clusión 42. A ñade P lutarco que tras este prim er acoplam ien­ to rápido, los encuentros entre esposos conservaban un ca­ rácter de clandestinidad, h asta el punto de que «a veces un m arido tenía hijos antes de h ab er visto a su m ujer a la luz del día». De nuevo nos encontram os con la indicación ap o r­ ta d a por Jenofonte, así como con la justificación de u n a p rác­ tica sem ejante: m an ten er el deseo entre los esposos p ara h a ­ cerlos más fecundos. Es interesante sin em bargo com probar que P lutarco racionaliza menos que Jenofonte com porta­ m ientos de los que, evidentem ente, no llega a cap tar lo esencial. Porque no podem os dejar de co n statar que no siem pre estas prácticas conseguían el fin p a ra el que estaban conce­ bidas, por lo que se tom aron m edidas que, u n a vez más, iban en contra de lo que hacían los otros griegos: conseguir al menos, si no que las m ujeres fueran propiedad com ún, una especie de legitim idad del adulterio, si éste tenía como objetivo la procreación. «Podía suceder, no obstante, que un anciano tuviese u n a mujeiyjoven. Entonces Licurgo, viendo que a esta edad uno ppótegé a su m ujer con celosa solicitud, hizo una ley en contrh^dejgstos celos, y dispuso que el an ­ ciano eligiese un hom bre cuyas cualidades físicas y m orales le ag rad aran y lo llevase ju n to a su m ujer p ara que engen­ d ra ra hijos p a ra él. Si, por otro lado, un hom bre no quería coh ab itar con u n a m ujer y deseaba sin em bargo tener hijos

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que le ho n raran , Licurgo le autorizó a escoger u n a m ujer que fuese m adre de una gran fam ilia y de buena estirpe p ara tener hijos con ella si obtenía el consentim iento del m arido» (.República de los lacedemonios, I, 7-8). P lutarco recuerda tam bién, en térm inos más o menos idénticos, estas dos «leyes de Licurgo», y necesita una vez m ás justificarlas: «Licurgo b uscaba an te todo que los hijos no fuesen propiedad de sus padres, sino que fuesen un bien com ún de la ciudad, y p o r eso quería que los ciudadanos des­ cendieran de los mejores, no de cualquiera. Después, sólo veía estupidez y ceguera en las reglas establecidas por los de­ más legisladores en esta m ateria. H acen, decía, que las pe­ rras y las yeguas sean m ontadas po r los mejores m achos, que piden prestados a sus propietarios, bien de favor o bien me­ diante una cantidad de dinero; por el contrario, a sus m u ­ jeres las m antienen bajo llave y las g u ard an , quieren que no tengan hijos más que de ellos, aunque sean idiotas, viejos o enfermos, como si los que tienen hijos y los educan no fue­ sen los prim eros en ag u an tar sus defectos, si son hijos de padres defectuosos, o, por el contrarío, disfrutar de las cua­ lidades que por herencia les correspondan» (X V , 14-15). Es conveniente analizar d etalladam ente esta cita. La p ri­ m era justificación es m uestra, evidentem ente, de una cierta ideología de la ciudad a la que Platón, como más adelante verem os, d a rá en el siglo IV un carácter sistem ático. Y Plu­ tarco «lee» la realidad esp artan a en esta ocasión a través de Platón. Pero la segunda no es m enos elocuente, pues la com­ paración con las p erras y las yeguas vuelve a poner a la m u­ je r espartana, a la que fácilm ente suponíam os más libre pues era más viril, en el lugar que le correspondía: ser un in stru ­ m ento de procreación, un vientre fecundo donde lo que im ­ porta es in tro d u cir el m ejor semen.

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¿En qué m edida estas reglas p retendidam ente atrib u id as a Licurgo existieron realm ente? Y si fue así, ¿hasta qué p u n ­ to estaban vigentes aú n en la época clásica? H e aquí dos p re­ guntas de m uy difícil respuesta. No hay por qué p en sar que todo este discurso sobre la m ujer esp artan a sea p u ra inven­ ción. Es cierto que en E sp arta los ciudadanos eran en p ri­ m er lugar y ante todo soldados, y que hacían vida de cu ar­ tel h asta u n a edad avanzada, lo cual no favorecía sin duda las relaciones conyugales. Es probable que las jóvenes espar­ tanas fueran fuertes y robustas como la L am pitó de A ristó­ fanes, ya que el ejercicio físico ocupaba un lugar m uy im ­ portan te en su educación. Finalm ente, es posible que el m a­ trim onio haya traído consigo, h asta u n a época relativam en­ te tard ía, esos ritos tan peculiares relatados por Plutarco. En cuanto a lo dem ás, es difícil pronunciarse, especialm ente en lo relativo a los repartos de m ujeres, a los nacim ientos ile­ gítimos que justificarían por sí solos un régim en com unita­ rio de la propiedad. Ahoya bien, si la tradición atrib u ía a Li­ curgo bien un rep arto igualitario o bien un com unism o ab ­ soluto de los bienes, loV iertó es que el régim en de la pro ­ piedad y de la transm isión de los bienes en la E sp arta de los siglos V y IV era de hecho sim ilar al que se conocía en otras partes. Jenofonte por su parte, en un capítulo de la República de los lacedemonios de cuya au ten ticid ad se ha dudado, pero que sin em bargo parece adecuarse a la realidad, reconoce que en su época las leyes de Licurgo «ya no se conservaban en su integridad». A firm ación corroborada por el fragm ento de la Política de A ristóteles al que ya hem os aludido. El fi­ lósofo, tras exam inar las instituciones espartanas, atribuye su decadencia al «m al com portam iento de las mujeres» que se rebelaron contra las leyes de Licurgo y «viven sin norm as y en la molicie», utilizando el poder erótico que tienen sobre

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los hom bres para m anejarlos. Pero tam bién son las m ujeres, cosa m ás grave aún, quienes están en el origen del régim en de la propiedad: «U nos llegan a poseer una fortuna excesi­ vam ente grande, m ientras que otros sólo consiguen u n a muy pequeña; tam bién la tierra pasa de unas m anos a otras. La culpa la tienen u n a vez m ás las leyes m al establecidas; el le­ gislador censura la com pra o venta de la tierra, y tiene ra ­ zón; pero ha perm itido que el que quiera puede donarla o legarla; ahora bien, de u n a form a u otra, el resultado es ne­ cesariam ente el mismo. A proxim adam ente las dos quintas partes del país pertenecen a las m ujeres, porque hay m uchas herederas universales (epíkleroi) y porque se d an dotes con­ siderables. A hora bien, hubiese sido m ejor suprim ir las do­ tes o perm itir sólo las que fueran escasas o como m ucho mó­ dicas; pero de hecho uno puede casar a su única heredera con quien quiera, y, en caso de m orir sin hab er hecho tes­ tam ento, el tu to r encargado de la sucesión puede casarla con quien él desee» (Política, II, 9, 14-15). Este texto plan tea n u ­ merosos problem as, a los que una vez más sólo puede res­ ponderse con hipótesis. P lutarco, en la Vida de Agis y Cleómenes, los dos reyes reform adores espartanos que in tentaron res­ tablecer en el siglo III las «leyes de Licurgo», da el nom bre del legislador que al parecer fue el causante de la concen­ tración de los bienes raíces en E sp arta, por perm itir testar librem ente: un tal Epitadeo, que parece hab er vivido a co­ mienzos del siglo IV y que, p ara desheredar a su hijo pro ­ mulgó, apoyándose en su condición de éforo, u n a ley «que autoriza la donación de la casa o la tierra en vida del pro ­ pietario o dejarla en testam ento a quien se quiera». Pero esto no m uestra lo que, según A ristóteles, era lo peor: la concen­ tración de la tierra en m anos de las m ujeres, por su condi­ ción de herederas y p o r la p ráctica de la dote. P lutarco sin

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em bargo insiste tam bién en esta riqueza de las m ujeres es­ p artan as, así como en su influencia política. H asta el punto de que tal vez consiguieron hacer fracasar el proyecto del jo ­ ven Agis «pues resistieron, no solam ente porque ib an a p er­ der el lujo que por desconocim iento de los bienes verdade­ ros ellas confundían con la felicidad, sino tam bién porque veían que les iban a q u itar el respeto y la influencia, fruto de su riqueza. Se dirigieron, pues, a Leónidas y le incitaron, por ser el m ás anciano de los dos reyes, a lu ch ar contra Agis y a obligar a éste a ab an d o n a r la contienda» ( Vida de Agis y Cleómenes, 7). P lutarco se inspira p ara hacer este relato en los escritos de un tal Filarco, historiador ateniense del siglo III antes de nu estra era, y por lo tanto contem poráneo de los aconteci­ m ientos que n arra. Por ello se puede pensar que h abía algo de verdad en esta tradición de la riqueza de algunas m uje­ res espartanas, reconocida ya p o r A ristóteles a finales del si­ glo anterior. Sea como fuere, no deja de ser sorprendente la enorm e transform ación que supone una situación sem ejan­ te. La m ujer esp artan a, antes p o tra rep ro d u cto ra seleccio­ nad a, pasaba ah o ra al rango deJpropietaria, viviendo lujo­ sam ente, pudiendo disponer d e s ú s bienes, y desem peñando una función política en la ciudad. Es cierto que la ciudad tam bién h ab ía cam biado. El E stado orgulloso que asp irab a a d om inar el m undo griego era ya sólo u n a pequeña ciudad peloponesa obligada a im pedir la sublevación de los ilotas, incluso a concederles la libertad y la ciu dadanía 43. Sin em ­ bargo, el cam bio h ab ía sido rápido y no es fácil valorar, b a­ sándonos en los relatos de la A ntigüedad, su alcance real y sus consecuencias. En todo caso, tam bién en esto se diferen­ ciaba E sp arta de los «otros griegos», pues si bien es cierto que en la época helenística, y gracias a la decadencia de las

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viejas ciudades, la situación de las m ujeres en el m undo grie­ go se ha visto m odificada, tam bién lo es que en ningún lu­ gar han podido em anciparse las m ujeres de la tutela partenal o conyugal. Y sobre todo, en ningún lugar han conse­ guido desem peñar papel político alguno, a no ser — y en con­ diciones com pletam ente diferentes— ciertas reinas helenís­ ticas cuyas intrigas ib an a ser m uy pronto la com idilla de todos.

C O N C L U S IO N

H em os intentado en las páginas precedentes poner de m a­ nifiesto la situación concreta de las m ujeres en el m undo grie­ go de los siglos VII al IV antes de nuestra era. H em os tra ­ tado de definir, de Penélope a A spasia, de H elena a Friné, su puesto real en un a sociedad esencialm ente m asculina. A unque hayam os accedido a esta realidad por medio de do­ cum entos fundam entalm ente literarios y políticos, el hecho es que la m ujer griega, la m ujer libre, por supuesto, se en­ contraba situ ad a en un doble plano con respecto al hom bre. En el seno del oikos, de la unidad fam iliar, su función con­ sistía en asegurar la transm isión del patrim onio por la pro­ creación de hijos legítimos, y la conservación del mismo me­ d iante una buena gestión de los asuntos domésticos. L a es­ posa se consagra, de Penélope a la m ujer de Iscóm aco, a las

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m ism as actividades: hilar la lana, p rep arar las com idas, re­ cibir a los huéspedes, rep artir el trab ajo entre las sirvientas. Es cierto que Penélope era adem ás reina, y su oikos, o más bien el oikos de su esposo, se confunde en p arte con la ciu­ dad de Itaca. T am b ién es cierto que la m ujer de Iscóm aco tiene num erosas sirvientas y confía u n a p arte de su tarea, como si fuera u n a reina de la epopeya, a u n a despensera, cosa que seguram ente no podían hacer el noventa por cien­ to de las m ujeres atenienses. Pero la m ujer está consagrada, de un extrem o al otro de la escala social, de u n a orilla del m undo griego a otra, y d u ran te cinco siglos, a las mism as tareas; a las tareas dom ésticas del interior, del oikos. E n cam ­ bio, en la ciudad que va configurándose a lo largo del siglo IV sólo tiene un papel pasivo. O m ejor dicho, su única fun­ ción es la de asegurar a sus hijos, si es hija de ciudadano y por la vía del m atrim onio, la condición de ciudadanos. Pero ella no es responsable de dicho m atrim onio, ya que es su kyrios, su tutor, pad re o herm ana, quien llega al acuerdo m e­ dian te el cual ella en tra en el oiks de su esposo. Por otro lado, no tom a p arte alguna v n J a vida de la ciudad, excepto en el caso de que algún acontecim iento trastoque los valores cívicos: es el caso, como ya hem os visto, de algunas situ a­ ciones de tiran ía en que se vieron m ezclados m ujeres y es­ clavos. T al vez la única excepción entre todas las ciudades sea E sparta, donde la m ujer, liberada tanto del cuidado del oikos como de la educación de los hijos, recibe un en tren a­ m iento físico com parable al de los hom bres, y donde el a tra c­ tivo físico, favorecido po r la desnudez atlética, tuvo sin d u d a una gran im portancia en la resolución de los m atrim onios (aunque ya hemos visto que hay que to m ar ciertas p recau ­ ciones a la hora de analizar el testim onio de las fuentes). Así pues, menores de edad, m arginales, excluidas de ese

CONCLUSION

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«club de hom bres» que es la ciudad, en cuya vida no p a rti­ cipan a no ser a través de las m anifestaciones religiosas. Y sin em bargo constituyen, como señala A ristóteles, la m itad de la ciudad. ¿Podem os desde este supuesto extrañarnos de que la m ujer ocupe un lugar tan im p o rtan te en el m undo de la im agen de los griegos? A hora es necesario in ten tar en­ contrar, a través de los escritos y los testim onios de los m is­ mos griegos, la im agen de esta m itad, inferior pero indispen­ sable, tem ida pero tam bién, a pesar del famoso «am or grie­ go», deseada, e incluso am ada.

Segunda parte LAS REPRESENTACIONES DE LA MUJER EN EL MUNDO IMAGINARIO DE LOS GRIEGOS

No se conoce una sociedad sólo po r los hechos jurídicos, so­ ciales o económicos. C on m ucha frecuencia, esta sociedad se m uestra con m ás nitidez a través de la im agen que se hace y que d a de sí m ism a que por medio de estadísticas o leyes, por m uy estables que sean; con m ayor m otivo cuando no es posible elaborar dichas estadísticas, y cuando conocemos las leyes de m odo em pírico y fragm entario. Esto es especialm en­ te cierto en el caso de la G recia clásica, que tan to ha h ab la­ do de sí m ism a y que tantos y tan atractivos testim onios nos ha dejado sobre su form a de pensar. Por consiguiente, un es­ tudio de la m ujer en G recia im plica poner al día las im áge­ nes que los mismos griegos crearon y plasm aron en la epo­ peya, la poesía lírica, el teatro trágico y cómico, sin dejar de lado las opiniones de los filósofos y los relatos de los histo-

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riadores. Ello no es nin g u n a novedad. Este tipo de estudios se lleva a cabo desde hace algunos años tanto en Estados U nidos como en E u ro p a occidental. En F rancia, sin ir más lejos, han aparecido últim am ente u n a serie de artículos que se inscriben en esta línea. Ni que decir tiene que los ap ro ­ vecharem os cuando sea necesario. No tratam os desde luego de dedicarnos a un estudio ex­ haustivo de toda la literatu ra griega. Nos centrarem os en al­ gunos aspectos y destacarem os algunos ejemplos. No volve­ rem os a hablar, o lo harem os solam ente por alusión, de los poem as hom éricos, aunque éstos hayan proporcionado a los griegos la base fundam ental de un sistem a de valores que nunca después se ha vuelto a discutir. Por otra parte, los hem os utilizado al comienzo del libro, ya que era la única fuente capaz de perm itirnos h ab lar de las m ujeres en los al­ bores de la historia griega p ropiam ente dicha. Por consiguiente, com enzarem os con H esíodo esta incur­ sión en el m undo im aginario de los griegos.

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C A P IT U L O 3

La estirpe de las mujeres

H esíodo nació en Beocia, en u n a fecha im posible de preci­ sar, pero que generalm ente se sitúa hacia m ediados del si­ glo VIII, es decir, en un período en el que, como ya hemos tenido ocasión de señalar, el m undo griego alcanza u n a gran im portancia histórica. El mism o nos dice que su p ad re pro ­ cedía de la G recia asiática y que se estableció en A scra, don­ de recibió (o tomó) u n a tierra que legó a sus dos hijos. El resto com pete a la leyenda o a la hipótesis. No sabem os con detalle cómo llegó H esíodo a ser poeta, un poeta cuyas dos obras más im portantes h an llegado h asta nosotros: una de ellas la Teogonia, donde H esíodo, inspirado por las M usas, encuentra «acentos divinos p ara glorificar lo que será y lo que fue», y, antes que n ad a, el origen de los dioses; la otra, Los trabajos y los días, es u n a especie de calendario religioso

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y agrícola que se ha in terp retad o como un testim onio Sobre la vida del cam pesino griego en el com ienzo de su historia. Pues bien, estas dos obras tienen u n a considerable im por­ tancia desde el punto de vista de nuestro estudio, pues Hesíodo desarrolla en ellas el m ito de P andora, de la creación de la prim era m ujer, y del nacim iento del genos gynaikon, de la estirpe de las m ujeres. El pretexto de esta creación es el robo del fuego a m anos de Prom eteo y la cólera de Zeus. «Y al punto, a cam bio del fuego, preparó un m al p a ra los hom ­ bres: modeló de tierra el ilustre P atizam bo u n a im agen con apariencia de casta doncella, p o r voluntad del C rónida. La diosa A tenea de ojos glaucos le dio ceñidor y la adornó con vestido de resplandeciente blancura; la cubrió desde la ca­ beza con un velo, m aravilla verlo, bordado con sus propias m anos. En su cabeza colocó una diadem a de oro que él m is­ mo cinceló con sus m anos, el ilustre Patizam bo, p a ra ag ra­ d a r a su pad re Zeus...». U n a vez engalanada, P an d o ra fue entregada a los hom bres. «Pues de ella desciende la funesta estirpe y las tribus de m ujeres, g ran calam idad p ara los hom ­ bres que con ellas viven» 1. El m ito de P an d o ra aparece de nuevo y de forma m ucho m ás d etallad a en Los trabajos y los días. T am b ién aq u í se m a­ nifiesta al com ienzo la cólera de Zeus tras el robo del fuego, cólera que ah o ra se exterioriza claram ente: «Yo a cam bio del fuego les daré un m al con el que todos se alegren de co­ razón acariciando con cariño su propia desgracia». Asim is­ mo se nos m uestra el trabajo de Hefestos, «el ilustre P ati­ zam bo», quien tornea con agua y arcilla «una linda y en­ cantad o ra figura de doncella sem ejante en rostro a las dio­ sas inm ortales» 2. Pero A tenea no se conform a sólo con a ta ­ viar a la m ujer, sino que le enseña tam bién el arte de tejer. Intervienen tam bién otras dos divinidades p ara concluir la

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obra de Hefestos: A frodita, que infunde en ella «una irresis­ tible sensualidad», y H erm es, que pone en ella «una m ente cínica y un carácter voluble». Sigue después la historia, co­ nocida por todos, de la ja rr a que al ser d estap ad a por la m u­ je r deja escapar todos los males que azotan a los hom bres: «los padecim ientos, la d u ra fatiga, las penosas enferm eda­ des que acarrean la m uerte a los hom bres» 3. Este célebre m ito que he recordado brevem ente ha sus­ citado num erosas interpretaciones que no creemos necesario repetir aquí. Solam ente recordarem os lo que, según el poe­ ta, caracteriza a la mujer: es un mal, un m al tanto más te­ m ible cuanto más apasionadam ente lo buscan quienes lo p a ­ decen; un m al adornado con todo tipo de seducciones y ca­ paz de toda clase de artim añas; un m al del que sin em bargo el hom bre no puede prescindir. «El que huyendo del m atri­ m onio y las terribles acciones de las m ujeres no quiere ca­ sarse y alcanza la funesta vejez sin nadie que le cuide...» 4. L a m ujer es, en efecto, el receptáculo de la sim iente del hom ­ bre. Sin m ujer, el hom bre no puede tener un hijo al cual le­ gar su hacienda, y que sea por consiguiente el sostén de su vejez. Sólo Zeus se libra de la d u ra ley a la que están some­ tidos todos los m ortales. Pero si el m atrim onio es p ara el hom bre un m al necesa­ rio, no deja nunca de ser u n a fuente de torm ento. Pues la m ujer es un ser inútil, como inútiles son los zánganos en las colm enas, «no se conform a con la odiosa pobreza», sino que sueña sólo con engalanarse. Su avidez sexual es inagotable, y la im agen de la «tram p a profunda y sin salida» encierra evidentes connotaciones eróticas. Este florilegio de citas extraídas de los dos grandes poe­ m as de H esíodo no deja nin g u n a d u d a acerca de la misogi­ nia que en ellas se m uestra. Lo que nos obliga a form ular-

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nos la siguiente pregunta: ¿esta m isoginia la siente sólo el poeta o éste, al «decir» la verdad que las M usas le inspiran, expresa una opinión com partida por sus contem poráneos? 5. P regunta de difícil respuesta, ya que no podem os confrontar los poem as de H esíodo con n inguna o tra fuente contem po­ ránea, excepto con los poem as homéricos. A hora bien, el tono de éstos contra las m ujeres es, como ya hemos tenido ocasión de ver, sensiblem ente diferente. L a m ujer es, sin d uda alguna, un ser inferior que no puede com pararse al hom bre, al héroe. Su dom inio se reduce al oikos y a los tra ­ bajos dom ésticos, y cuando in ten ta d a r su opinión se le re­ cuerda rápidam ente cuál es su lugar. Pero al menos se nos m uestra al mism o tiem po como un signo de prestigio y, si no como un objeto erótico, como la esposa y m adre que m a­ rido e hijos deben am ar. Por o tra p arte, si bien H esíodo se distingue de los aedos contem poráneos suyos por su misogi­ nia, tendrá, como verem os, num erosos seguidores. Por con­ siguiente, no se puede reducir esta m isoginia sólo al m al h u ­ m or de un cam pesino am argado. Podríam os m ás bien p re­ guntarnos, como recientem ente lo ha hecho u n a historiado­ ra am ericana 6, si no h ab ría que relacionar dicha m isoginia con las transform aciones que la sociedad griega experim en­ ta a finales de los «tiem pos oscuros»: el paso de u n a agri­ cultura «nóm ada» y pastoril a una ag ricultura sedentaria in­ tensiva, con fuerte crecim iento dem ográfico y «crisis» ag ra­ rias. La mujer, objeto an tañ o de prestigio y g u ard ian a del oikos, se convierte en este m undo desgarrado en u n a boca que alim entar, en un vientre insaciable tanto en la alim en­ tación como en la sexualidad, y tan to más inútil cuanto que incluso su función reproductora se vuelve peligrosa. No hay que olvidar que u n a de las recom endaciones que hace H e­ síodo a su herm ano es la de tener sólo un hijo 1.

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Dicho esto, no es erróneo pensar que si las p alabras mi­ sóginas de H esíodo h an tenido tan b u en a acogida es porque respondían a algo profundam ente arraigado en la concien­ cia griega. En la elaboración del m ito de P andora encontra­ mos efectivam ente las parejas de opuestos que estructuran el pensam iento del hom bre griego. Al hom bre le correspon­ den la cultura y la civilización, la guerra, la política, la ra ­ zón, la luz; a la m ujer, la naturaleza, la insociabilidad, las actividades dom ésticas, la falta de m oderación, la noche. Volverem os sobre esto al tra ta r de los autores trágicos, pero no hay d uda de que este tipo de oposiciones se encuentran en todos los niveles. No podem os extrañarnos por lo tanto de que H esíodo em plee p ara designar al sexo femenino el tér­ mino genos, de difícil traducción sobre todo en el contexto de la época, y que im plica que las mujeres son un género a p ar­ te, distinto del «género hum ano» (constituido por el conjun­ to de los hom bres), un género que, al m enos en el ám bito del mito, se reprodujo «en circuito cerrado», según la expre­ sión de Nicole L oraux 8. De todos modos, encontram os de nuevo esta misoginia en un texto célebre, el Yambo de las mujeres, de Simónides de Amorgos, poeta de u n a generación posterior a H esíodo que fue seguram ente «uno de los prim eros lectores de Hesíodo», según indica tam bién Nicole L oraux 9. Simónides enum era en este largo poem a los diez tipos de m ujeres creadas por los dioses «en el principio». O cho de estos diez tipos corres­ ponden a anim ales (el cerdo, el zorro, el perro, el asno, la com adreja, el m ono, la yegua, la abeja), y los otros dos a ele­ m entos de la n atu raleza (la tierra y el m ar). Solam ente uno se considera digno a los ojos del poeta: la m ujer-abeja. Lo cual no es ninguna novedad, ya que la abeja aparece ya en H esíodo como un modelo... m asculino, que éste contraponía

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al zángano, identificado con la m ujer. T odas las dem ás «tri­ bus» de las m ujeres están cargadas de defectos: la m ujer-pe­ rro se caracteriza po r su im pudor, la yegua es u n a «herm o­ sa calam idad» p ara quien la posee, la m ujer-tierra es estú­ pida, la m ujer-m ar, m arrullera, la m ujer-cerdo es u n a p u er­ ca, la m ujer-m ono, el colmo de la fealdad, etc. Pero como señala una vez más Nicole Loraux, m ás allá de estos defec­ tos aparentem ente ligados a cada especie anim al, es «la m u ­ je r total» la que se recrea: «En lo m ás profundo, los criterios de la buena conducta: no tra ta r de saber dem asiado, sino pensar sobre todo en el trabajo, no com er dem asiado, no go­ zar dem asiado, sino hacer hijos p a ra su m arido; en la lista de las especies, la verdadera natu raleza de la mujer: un ser curioso, m aligno, perezoso, glotón, cuya sexualidad incon­ trolable se m anifiesta po r la indiferencia o el exceso» 10. «De­ cir m ujer es decir ham bre» (en francés, «la femme, c’est la fain)» concluye Nicole Loraux, y en esta afirm ación encon­ tram os de nuevo la queja de H esíodo. En cuanto a la única m ujer digna de veneración, la m ujer-abeja, hay que darse cuenta de que las cualidades que el poeta le reconoce son, en sum a, de la m ism a n atu raleza, ya que la mélissa (abeja) es ante todo el modelo de las virtudes dom ésticas, «la espo­ sa virtuosa a la que todas las dem ás ayudan a cincelar». Se ha querido ver en el poem a de Sim ónides u n a especie de b u rd a farsa ru ral, incluso la expresión de los valores nue­ vos de una «clase m edia» que tal vez se enfrentaban a los valores aristocráticos transm itidos por la poesía épica, en la que la m ujer era considerada como un objeto de prestigio y estaba por lo tanto protegida co n tra tales ofensas. Ya hemos visto al h ab lar de H esíodo la hipótesis de u n a explicación se­ m ejante p ara su m isoginia. A hora bien, au n q u e no se puede ignorar que los profundos cam bios acaecidos en la sociedad

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griega a finales del siglo VIII y d u ran te el siglo VII hayan podido producir un im pacto sobre la condición real de la m u ­ je r, es evidente que el trastorno ha sido más lento tanto en el ám bito de las representaciones como en el de los sistem as de valores. Y si la m isoginia de H esíodo o la de Simónides pueden considerarse como un eco de las transform aciones de la sociedad, la perm anencia de los valores aristocráticos no es m enos evidente, como lo m uestra, sin ir más lejos, la obra de un poeta nacido algunos decenios después de Simónides en la m ism a G recia insular: la o b ra de una m ujer, la de la celebre Safo. U n papiro de la ciudad de O xirrinco, en Egipto, nos pro ­ porciona un fragm ento de una biografía de la poetisa, redac­ tad a sin d u d a en el siglo IV, es decir, más de dos siglos des­ pués de su m uerte y cuando ya se h ab ía forjado la leyenda en torno a su persona y sus am ores: «Safo era de M itilene, ciudad de Lesbos. Su p ad re se llam ab a E scam andrónim o; tuvo tres hermanos, Erigió, Lárico y Caraxo, su herm ano m a­ yor, que se fue a Egipto y dilapidó la m ayor p arte de su for­ tu n a por una tal Dórica. El m ás joven, Lárico, fue su prefe­ rido. T uvo una hija, Ciéis, a la que puso el nom bre de su m adre. H a sido criticada por algunos, que la han tildado de desordenada y apasionada por las mujeres; se dice que tenía un físico ruin y m uy feo, pues su tez era m orena y su esta­ tu ra m uy pequeña» n . O tros testim onios indican que su fa­ m ilia pertenecía a la aristocracia de M itilene. E ra la época en que ab u n d ab a n en las islas del m ar Egeo disturbios que conducían a la im plantación de tiranías, y seguram ente Safo se vio obligada a exiliarse p ara h u ir de un tirano. Se cree que term inó su vida en Sicilia. No es extraño en co n trar en este medio aristocrático, alim entado por la epopeya, u n a m u ­ jer con una gran personalidad: el poeta, inspirado por los dio­

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ses, gozaba de un estatuto aparte, y una m ujer podía por ta n ­ to ser una poetisa sin ser por ello m otivo de escándalo. Por otra parte, Safo no es la única poetisa cuyo nom bre nos ha transm itido la tradición, pero sí la única cuya o b ra nos ha llegado no de form a fragm entaria. Pero el escándalo venía provocado por el hecho de que Safo ensalzaba en sus versos a sus com pañeras las m ujeres y se ponía bajo la protección de Afrodita. De ahí el acento apasionado de los versos que les dirigía y en los que se m anifestaba una ardiente sensua­ lidad. Y tam bién porque, al ensalzar a la m ujer y a su cuer­ po, sentía que podía rech azar al mism o tiempo, y sin rene­ gar por ello de los valores aristocráticos, lo que constituía el núcleo de los mismos, el heroísm o guerrero. Es elocuente a este respecto un poem a que com ienza con los versos siguien­ tes: «Dicen unos que un ecuestre tropel, la infantería otros, y esos, que una flota de barcos resulta lo m ás bello en la os­ cura tierra, pero yo digo que es lo que uno am a» 12. T eniendo esto en cuenta, no es extraño que la tradición haya destacado ante todo el am or de Safo por sus am igas y las relaciones «contra natu ra» que m an ten ía con ellas, ya que la «naturaleza» de la m ujer era, en prim er lugar, la de asegurar la continuidad de la fam ilia y la transm isión del p a ­ trim onio a través de la institución m atrim onial. Y a hemos visto en la prim era p arte de este estudio que será precisa­ m ente el m atrim onio uno de los pilares de la sociedad civil que va conform ándose a lo largo del siglo VI. La im agen de la m ujer ya nunca se p o d rá sep arar de esta realidad. Pero por o tra parte no podem os olvidar que si bien la posteridad iba a convertir a Safo en el prototipo de las «m ujeres m al­ ditas», de las «lesbianas» que rechazan a los hom bres, la poetisa de M itilene, por su parte, se casó, tuvo u n a hija y com puso epitalam ios, es decir, cantos de boda.

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Pero la época de Safo, la de la poesía lírica, anuncia el final de lo que conocemos como época arcaica, así como el final de la sociedad aristocrática. Y au n cuando los valores aristocráticos siguen siendo fundam entales en la ética ciu­ dad an a, las realidades nuevas no dejan de im ponerse con el triunfo de ese «club de hom bres» que es la ciudad. Se ha vis­ to anteriorm ente que es en A tenas donde estas nuevas rea­ lidades se asientan con más fuerza, y tam bién donde mejor se m anifiesta la condición de la m ujer, eterna m enor cuya única posibilidad de integración en la vida cívica es el m a­ trim onio. A hora bien, A tenas será tam bién en el siglo V el lugar de nacim iento de u n a invención genial, el teatro, que fue en sus inicios u n a m anifestación más, ju n to con otras, del culto a Dionisos, pero que m uy pronto iba a desarrollar­ se y a convertirse en uno de los modos de expresión más ca­ racterísticos de la ciudad ateniense. D urante un siglo, con Esquilo, Sófocles y Eurípides como autores trágicos, sin ol­ vidar a Aristófanes como au to r cómico, se desarrolla un arte cuya m agia sigue hoy conm oviéndonos. Pues bien, este tea­ tro ofrece una am plia galería de personajes femeninos — cu­ yos papeles, no lo olvidemos, eran desem peñados por hom ­ bres— , lo cual nos obliga a tra ta r de concretar cómo fueron las representaciones de la m ujer en la G recia clásica.

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El teatro, espejo de la ciudad

A n te todo, q u ie ro d e ja r claro lo q u e e n tien d o p o r espejo: el espejo envía d e nu ev o su p ro p ia im ag en al q u e se co n tem p la en él, pero u n a im ag en q u e no es la re a lid a d . P o r eso no he u tiliz ad o el té rm in o «reflejo», ta n m an o sead o . In clu so c u a n ­ do M e n a n d ro p o n e en escena, a finales de la ép o ca clásica, a « burgueses» aten ien ses en fren tad o s a p ro b lem as de h e re n ­ cia, de reco n o cim ien to o de ra p to , éstas no son n u n c a s itu a ­ ciones q u e reflejen p o r co m p leto la re a lid a d . Y esto es m ás ev id en te c u a n d o nos acercam o s a la tra g e d ia , q u e ex trae de los m itos el núcleo de sus in trig as. Y sin em b arg o , este te a ­ tro q u e va d irig id o al p u eb lo reu n id o con ocasión de las fies­ tas d e D ionisos no p u ed e p o r m enos d e e x p resar los sen ti­ m ientos d e los aten ien ses. P o r co n sig u ien te, a u n q u e no h ay q u e b u sc a r en el te a tro , com o a veces se h a hecho, in fo rm a-

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d o n e s sobre la c o n d id ó n real d e la m u je r aten ien se, sí está al m enos p e rm itid o b u sc a r en él im ág en es de la m ujer.

A. La tragedia E n el siglo V, A ten as asistió al flo recim ien to del te a tro tr á ­ gico y vio cóm o d e s ta c a b a n los tres g ra n d e s au to res: E sq u i­ lo, Sófocles y E u ríp id e s, cu y as o b ra s ta n b ien conocem os. A clarem os, sin em b arg o , q u e estam o s lejos de p o seer la to ­ ta lid a d de las o b ras q u e se p re s e n ta b a n con o casió n de los concursos trágicos. Sin em b arg o , y a ten ién d o n o s sólo a los a rg u m e n to s d e las m ism as, este te a tro p arec e h a b e r conce­ d id o a las m u jeres u n lu g a r de h o n o r. L as hijas de D án ao en Las suplicantes, la m a d re de J e rje s en Los Persas, C litem n e s tra en La Orestíada de E sq u ilo , D e y a n ira en Las traquinias, A n tíg o n a y E le c tra en las o b ra s de su m ism o n o m b re, de Sófocles. E n c u a n to a E u ríp id es, las p ro ta g o n ista s de su te a tro son casi ex clu siv am en te m u jeres: A lcestis, M ed ea, A nd ró m a c a , H é c u b a , Ifigenia, E lectra, así com o las fenicias, las tro y a n a s y las b aca n tes. N o sólo estas m u jeres e stá n en el cen tro de la in trig a, cosa fácilm en te ex p licab le p o r la referen cia a los m itos de la época h ero ica, sino q u e a trav és de las p a la b ra s q u e les p re s­ ta el p o e ta se nos m u e stra n sen tim ien to s y o p in io n es q u e n a ­ die e sp e ra ría oír en A ten as. T o m em o s el ejem plo d e las Su­ plicantes de E sq u ilo : las h ijas de D án ao h u y en de E g ip to y del m a trim o n io con sus p rim o s y v an a refu g iarse a G recia, d o n d e son aco g id as p o r el rey de A rgos. Los p rim ero s v e r­ sos de la o b ra son elocuentes: « O ja lá q u e Z eus S u p lican te se digne m ira r con b en ev o len cia a este g ru p o e rra n te cuya n av e zarp ó de las b o cas de finas a re n a s del N ilo. V ag am o s

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d e s te rra d a s, lejos del p aís d e Z eus q u e lim ita con S iria, no p o rq u e a lg u n a c iu d a d nos h a y a c o n d en a d o al d estierro p o r alg ú n delito d e san g re, sino in v a d id a s p o r u n a av ersió n in ­ n a ta h a c ia el h o m b re, p o rq u e ab o rrece m o s la b o d a con los hijos de E g ip to y su sacrileg a d em en cia» l. Es u n ejem plo d e m u c h a c h a s q u e re c h a z a n el m a trim o ­ nio, u n acto de re b e ld ía im p en sab le... si el p o eta no nos a c la ­ rase q u e es su p a d re q u ie n las h a in c ita d o a la reb elió n . Y a lo larg o d e la o b ra este p a d re a p a re c e com o el p ro tec to r, el kyrios in d isp e n sa b le...: «N o m e dejes sola, p a d re , te lo su ­ plico, ¿qué es u n a m u je r sola? A res no h a b ita en ella» 2. F i­ n alm en te , lo q u e el p o eta c o n d en a y lo q u e ju stific a el re ­ chazo del m a trim o n io es el c a rá c te r inciv ilizad o de los hijos de E g ip to y la v iolencia q u e d e m u e stra n con resp ecto a las hijas de D á n a o . Se c o n tin ú a estan d o , p o r lo ta n to , en la ideo­ logía trad icio n a l. L a m u je r no tien e ex isten cia real fu era de la casa de su p a d re o de la de su esposo. Si p asam o s a La Orestíada nos h allam o s a n te u n p ro b le ­ m a m ás com plejo, p u es el p erso n aje de C lh e m n e s tra es a m ­ biguo: es, desde luego, u n a m u jer, p ero u n a m u je r q u e re i­ v in d ica el p u esto de u n h o m b re. E lla es, tras la p a r tid a de A g am en ó n , la v e rd a d e ra d u e ñ a del p alacio . Y si b ien al co­ m ienzo de Agamenón se p re s e n ta com o la fiel g u a rd ia n a del h o g a r conyugal, d escrib e ella m ism a el d estin o de la m u jer q u e esp era el regreso del esposo q u e se h a m a rc h a d o lejos con claros acen to s en los q u e se m ezclan la có lera y la iro ­ nía: « Q u e u n a m u je r se q u ed e en el h o g a r sin esposo, a b a n ­ d o n a d a , es de p o r sí u n a te rrib le d esg racia. P ero si ad em ás v a n lleg an d o u n o tra s o tro m en sajero s tray e n d o c a d a u n o peores n o ticias q u e el a n te rio r y todos con d o lién d o se del in ­ fo rtu n io de la casa... Si m i m a rid o h u b ie ra recib id o ta n ta s h erid a s com o ru m o res al respecto lleg ab an a la casa p o r di-

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versos m edios, su cu erp o te n d ría a h o ra m ás ag u jero s q u e u n a red. Y si h u b ie ra m u e rto ta n ta s veces com o los ru m o res p re g o n a b a n , p o d ría eno rg u llecerse, com o u n nu ev o G erió n , de h a b e r ten id o tres cu erp o s y de h a b e r a rro p a d o a los tres con el m a n to de la tu m b a , luego de h a b e r su cu m b id o u n a vez p o r c a d a u n a de las tres form as» 3. N o p o d ría rid ic u li­ zarse m ejor el id eal h ero ico , y fácilm en te se c o m p re n d e la a m a rg a re sp u e sta de A g am en ó n , al re b a ja r a su esp o sa a la categ o ría d e las m u jeres y de los b á rb a ro s: «N o m e rodees con esa m olicie, com o h ace u n a m u jer, no m e recib as com o u n b á rb a ro , con las ro d illas en tie rra y g rita n d o » 4. Lo q u e no im p id e a C lite m n e s tra d ecir la ú ltim a p a la b ra en el to r­ neo o ra to rio q u e m a n tie n e c o n tra su esposo, así com o lo h a rá al final de la o b ra , u n a vez llev ad o a cab o el asesin ato , c u a n ­ do, tra s im p e d ir q u e E g isto re sp o n d a con las a rm a s a las a c u ­ saciones del coro, le dice: « Ju n to s tú y yo, y d u eñ o s d e este p alacio , serem os cap aces d e re sta b le c e r el o rd en » . P ero esta m u je r ex cep cio n al, q u e reiv in d ica las a tr ib u ­ ciones exclusivas del h o m b re , no es u n m odelo p a ra el p o e­ ta. Su d e sm e su ra ju s tific a el castig o q u e le esp era en la se­ g u n d a p a rte de la trilo g ía, la m u e rte q u e recib e de m an o s de su hijo. Y a p ro p ó sito de esta in v ersió n de p ap eles e n c a r­ n ad o s p o r C lite m n e stra , m u c h a s reflexiones q u e su rg en a lo largo de la o b ra d a n fe de cu ál d eb e ser el lu g a r de las m uY je re s, « p e rm a n e c e r en el h o g ar, esp e ra n d o q u e los h o m b res v u elv an del co m b ate» , así com o de los rasg o s q u e las c a ra c ­ terizan : la c re d u lid a d , los ap etito s sexuales («la u n ió n q u e ju n ta los cu erp o s es v en c id a con traició n p o r el deseo d esen ­ fren ad o q u e se a p o d e ra d e las h e m b ra s, ta n to e n tre los h u ­ m an o s com o e n tre los an im ale s» ), sin o lv id ar, com o ta m b ié n vim os en H esío d o , la o cio sid ad («el tra b a jo d el m a rid o ali­ m e n ta a la m u je r ociosa»). Y el te m a m ism o de la ú ltim a p ar-

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te de la trilogía, el ju ic io del m a tricid io llevado a cab o p o r O restes, p e rm ite al p o e ta d e sa rro lla r, p o r boca de A polo, y d e A te n e a d esp u és, u n a teo ría ace rca d e la p ro creac ió n q u e seg u ram e n te e ra a d m itid a en to n ces p o r todos: «N o es la m a ­ d re, dice A polo, la q u e e n g e n d ra al q u e llam a su hijo; no es m ás q u e la n o d riz a del g erm en s e m b ra d o en ella. El q u e en ­ g e n d ra es el h o m b re q u e la fecu n d a; ella p ro teg e com o u n a e x tra ñ a al tiern o b ro te, con ta l de q u e los dioses no lo m a ­ logren» 5. Y en ap o y o d e su tesis — «se p u ed e ser p a d re sin la a y u d a de u n a m a d re » — , cita el ejem plo de A ten ea , la cual p ro c la m a a su vez: «N o he ten id o m a d re q u e m e tra je ra al m u n d o . M i co razó n está, al m enos h a s ta m i b o d a, c o n sa g ra ­ do p o r co m p leto al h o m b re: soy, sin reserv as, p a r tid a r ia del p a d re» 6. O re ste s es, p o r ta n to , ab su e lto del asesin ato de su m a d re , de esta m u je r qu e, al m a ta r a su esposo, al d a r aco­ g id a en p alacio a su a m a n te , h a v iolado la ley del m a trim o ­ nio, h a in v e rtid o los pap eles respectivos del h o m b re y de la m u je r e in c u rrid o p o r ello en u n ju s to castigo. Se p u ed e o b je ta r, sin em b arg o , q u e C lite m n e stra , la m u ­ je r a d ú lte ra , no p o d ía re p re s e n ta r a la m u jer an te los a te ­ nienses del siglo V. Y si bien E sq u ilo h a u tiliz ad o razones enérgicas p a ra c o n d e n a rla , Sófocles p o r su p a rte , al h ace r de A n tíg o n a la a tre v id a a d v e rsa ria d e la razó n de E sta d o e n ­ c a rn a d a p o r C re o n te , nos h a d ejad o u n a im ag en d e la m u jer m u y d iferen te y m u c h o m ás p o sitiv a. Es la ú n ic a q u e se a tre ­ ve a e n te rra r el cu erp o de su h e rm a n o , es la ú n ic a q u e le hace frente a su ad v ersario , y lo s o rp re n d e n te es c o m p ro b a r que C re o n te la a c u sa no so lam en te d e « h ace r caso om iso de las leyes estab lecid as» , sino ta m b ié n , al hacerlo , d e co m p o r­ tarse com o un h o m b re: «D e a h o ra en a d e la n te y a no seré yo el h o m b re, sino ella, si p u ed e co n seg u ir im p u n e m e n te un triu n fo sem ejan te» 1. N o h ay n in g u n a d u d a de q u e el tem a

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de la in trig a le sirve al p o eta p a r a p ro c la m a r m u y alto los p rin cip io s de la d em o c ra c ia de P ericles fren te al p o d e r tir á ­ nico e n c a rn a d o p o r C reo n te. T a m b ié n se s u ste n ta a q u í la id ea d e que ser c iu d a d a n o consiste an te to d o en p o d er ta n to m a n d a r com o ser m a n d a d o , d esp u és en co m p o rta rse com o un soldado leal y v alien te , y d em ás de q u e « u n a c iu d ad no d eb e ser p ro p ie d a d d e u n o solo». P ero no es A n tíg o n a q u ie n m a n tie n e estas afirm acio n es fren te a C reo n te, sino H em ó n . N o se p la n te a en ab so lu to la p o sib ilid a d de co n ced er a u n a m u je r la m ín im a in terv en ció n en el sistem a político. P o r lo d em ás, lo q u e A n tíg o n a defiende en p rim e r lu g a r son los v ín ­ culos de sang re. M erece la p e n a c ita r u n frag m e n to p a r a d a r ­ nos c u e n ta de q u e Sófocles, com o E squilo, tam p o co p o n ía en tela de ju ic io la im ag en tra d ic io n a l d e la m u jer. R eco r­ d a n d o a su p a d re , a su m a d re y a sus h erm a n o s, con q u ie ­ nes irá a reu n irse en el H a d e s, A n tíg o n a se ju s tific a p o r h a ­ berles ren d id o h o n ras fú n eb res, p a g a n d o con su v id a las d e ­ d ic a d a s a Polinice: «Sin em b arg o , o b ré d e b id a m e n te al re n ­ d irte estas h o n ras fú n eb res, en o p in ió n de to d as las gentes de bien. Si h u b ie ra ten id o hijos y h u b ie se sido m i m a rid o el q u e estuviese allí, p u d rié n d o se en el suelo, no h a b ría c ie rta ­ m e n te to m ad o e sta d ecisió n c o n tra la v o lu n ta d de m i ciu ­ d a d . ¿A q u é p rin cip io , p u es, m e he so m etid o ? E scú ch alo : un m a rid o m u e rto p o d ría su stitu irlo p o r o tro y te n e r u n hijo de él, si h u b ie ra p e rd id o a m i p rim e r esposo; p ero u n a vez en la tu m b a m i p a d re y m i m a d re , n in g ú n o tro h e rm a n o m e h a ­ b ría n acid o ja m á s ...» 8. Y m ás a d e la n te : «N o h a b ré co noci­ do ni el lecho n u p c ia l n i el can to d e b o d as; no h a b ré ten id o u n m a rid o com o las d e m á s, ni hijos q u e crecieran a n te mis ojos; m as al c o n tra rio , d escien d o m ise rab lem en te, v iv a aú n , sin m iram ien to s, a b a n d o n a d a p o r los m íos, a la m an sió n s u b te rrá n e a de los m u e rto s» 9. L a im p la c a b le h e ro ín a asp i­

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ra b a p o r lo ta n to al d estin o co m ú n d e las m u jeres, y el p o e­ ta ex p re sa b a u n a vez m ás, al h a c e r q u e se la m e n te d e no h a ­ b er conocido el m a trim o n io , el sen tim ie n to de todos en lo re ­ lativo al lu g a r q u e las m u jeres d e b ía n o c u p a r en la ciu d ad . D ey an ira , la p ro ta g o n ista de Las traquinias, q u e m a ta a p e s a r suyo a su esposo h acién d o le q u e se p o n g a la tú n ic a im ­ p re g n a d a con la san g re del c e n ta u ro N eso, g racias a la cual e sp e ra b a re c o n q u ista r su am o r, sirve ta m b ié n d e ejem plo ace rca de la fu n ció n esencial del m a trim o n io en la ciu d ad . Al com ienzo de la o b ra , c u a n d o ella desconoce a ú n si H e r a ­ cles h a salido v en ce d o r en su ú ltim a p ru e b a , h ace u n a o b ­ servación m uy in te re sa n te ace rca de la in stitu ció n m a trim o ­ nial: « L a ú ltim a vez q u e el d u eñ o de e sta casa, H eracles, se fue de ella, dejó u n a a n tig u a ta b lilla con in stru ccio n es in s­ critas, cosa q u e n u n c a a n te s se h a b ía p re o c u p a d o de h ace r c u a n d o nos a b a n d o n a b a p a r a irse a o tro s co m b ates. Y es q u e entonces sa b ía q u e ib a cam in o d el triu n fo , y no a la m u erte. P o r el c o n tra rio , esta vez, com o si ya no existiera, h a d ejad o in d icad o q u é bienes d e b ía yo h e re d a r a títu lo de esposa, así com o ta m b ié n la p a rte de su p a trim o n io q u e asig ­ n a b a a sus hijos» 10. Sin em b arg o , H eracles h a salid o v en ­ ced o r y vuelve. P ero tra e consigo a u n a c a u tiv a de la q u e se h a e n a m o ra d o . D e y a n ira , a n te este hecho, finge al p rin cip io e sta r d isp u e sta a a c e p ta r la situ a ció n , y las p a la b ra s q u e dice p o d ría n ser las d e c u a lq u ie r m u je r aten ien se: «El a m o r go­ b ie rn a a los dioses según su cap rich o , com o lo h ace conm igo: ¿por q u é no p u ed e h ace r lo m ism o con o tra s q u e son com o yo? P o r lo ta n to , sería a b s u rd o p o r m i p a rte c u lp a r a m i esposo c u a n d o p ad ec e el m ism o m al; o in clu so a esa m u ­ c h ac h a, con el p rete x to de q u e es la c a u sa n te de lo que, d es­ pués d e todo, no es ni u n d e sh o n o r ni u n d esastre» u . Y m ás ad elan te : « H eracles h a p o seíd o a m u c h as o tras: ¿alg u n a de

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ellas oyó de m í a lg u n a vez u n re p ro ch e, u n a ofensa?» 12. N o p o d ría ju stific a rse m ejo r lo q u e e ra la re a lid a d c o tid ia n a de A ten as, la p resen cia, ju n to a la m u je r leg ítim a, de la pallaké, de la co n cu b in a. N o o b sta n te , D e y a n ira d esea re c o n q u ista r a su esposo de nuevo: « A h o ra som os dos las q u e estam o s es­ p e ra n d o bajo la m ism a m a n ta q u e u n h o m b re nos to m e en sus b razo s... Y éste es el salario q u e a c a b a d e p a g a rm e el q u e era p a ra m í el no b le, el leal H eracles, a cam b io de h a ­ b e r cu id a d o su casa d u ra n te ta n to tiem p o . Y o no p u e d o cier­ ta m e n te e sta r re s e n tid a c o n tra él p o r el h ech o de q u e reca i­ ga con ta n ta frecu en cia en este m al. P ero p o r o tra p a rte , ¿qué m u jer p u ed e te n er el v alo r d e v iv ir con esa m u c h ach a? ¿Q u é m u je r a c e p ta ría c o m p a rtir el m ism o esposo? C o n te m ­ plo p o r u n lad o u n a ju v e n tu d en p len o vigor, m ie n tra s q u e p o r o tro se m a rc h ita , y cóm o la v ista se co m p lace en recoger la flor de u n a en ta n to q u e se a p a r ta d e la o tra . T en g o m u ­ chas razones, p u es, p a r a te m e r q u e a u n q u e H ercales sigue siendo m i esposo de n o m b re, sea el a m a n te de la jo v e n ... P ero, lo rep ito u n a vez m ás, in d ig n a rse no es lo q u e co nvie­ ne a u n a m u jer razo n a b le» 13. P o r eso in te n ta rá c o n q u ista r de nuevo el a m o r de su esposo h acien d o q u e se p o n g a la tú ­ n ica q u e ella cree q u e está re c u b ie rta con u n filtro d e am o r, y q u e se rá m o rtal. M e p arec e excesivo v er en el p erso n aje d e D e y a n ira el sím bolo de las m u jeres en g a ñ a d a s. Lo q u e nos in te re sa en este caso es q u e el p o eta, al tra s p o n e r el m ito a la re a lid a d c o tid ia n a de los esp ectad o res, p re s ta a la p ro ta g o n ista p a la ­ b ras q u e p o n en de m anifiesto la fo rm a en q u e los h o m b res y las mujeres de A ten as co n ce b ían sus resp ectiv as o b lig acio ­ nes. L a re a lid a d q u e hem os in te n ta d o p o n e r d e relieve en la p rim e ra p a rte de este tra b a jo se m o s tra b a ta m b ié n , y se a c e n tu a b a , en el te rre n o d e lo im ag in ario . Y si b ien es cierto

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q u e ta n to el lu g a r co n ced id o a la m u je r en la c iu d a d com o la fid elid ad al m ito im p e d ía n retro c e d e r a los sarcasm o s de S im ónides o a la m iso g in ia de H esío d o de fo rm a ta n b ru ta l, la im ag en de la m u je r c o n tin u a b a siendo, sin em b arg o , la de u n ser inferior, p elig ro sa h a s ta el m áx im o e in c ap az de d o m in arse. E sta hybris fem en in a, esta d e sm esu ra, la e n c o n tra m o s de nuevo am p lificad a en el te a tro d e E u ríp id es. N o nos q u e d a m ás rem edio q u e a b o rd a r a q u í la fam o sa cu estió n de la co­ rrie n te fem inista q u e al p a re c e r se d esarro lló en A ten as a fi­ n ales del siglo V. Los ú ltim o s añ o s de este siglo re p re se n ta n u n m o m en to fu n d a m e n ta l en la h isto ria del m u n d o griego en g en eral y de A ten as en p a rtic u la r. L a g u e rra del P eloponeso en fren ta, del 431 al 404, a las p rin cip ale s ciu d ad es g rie­ gas, u n as a liad as a los e sp a rta n o s y o tra s a los aten ien ses. A b u n d a n los saq u eo s, las razias y las rev o lu cio n es in te rn a s. E stos d esó rd en es se v en in ten sificad o s p o r u n a crisis q u e vuelve a p o n e r en d u d a el sistem a de valores de la ciu d ad , p rim e ro de los valores religiosos, p ero ta m b ié n de los v alo ­ res cívicos. Se llega in clu so a p la n te a r la ex isten cia de los d io ­ ses, a p o n er en tela de ju ic io los m ito s trad icio n ales. Se d is­ c u ten los fu n d a m e n to s de los reg ím en es políticos y de la o r­ g an izació n social 14. E n este co n tex to g en eral, q u e ta n bien te stim o n ia n los aco n tecim ien to s de la g u e rra del P eloponeso re la ta d o s p o r T u c íd id e s, los p an fleto s políticos su rg id o s de los m edios hostiles a la d e m o c ra c ia y las co m ed ias de A ris­ tófanes, o c u p a u n lu g a r esp ecialm en te im p o rta n te el te atro de E u ríp id es. A u n q u e , sig u ien d o el m odelo d e sus p re d e c e ­ sores, el p o eta to m a de los g ra n d e s m itos los tem as de sus o b ras, los tr a ta con frecu en cia con u n a g ra n lib e rta d . Y si bien los dioses a p a re c e n al final de la o b ra, a p a re n te m e n te p a r a reso lv er la co n tra d icció n q u e existe en el n úcleo del con-

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flicto trág ico 15, no p o r ello d eja d e d iscu tirse c o n sta n te m e n ­ te su p o d er, com o si las p asio n es h u m a n a s p rev alecie ran en d efin itiv a so b re la v o lu n ta d de los dioses. P ues b ien, com o las m ujeres son las p rin cip ale s p ro ta g o n ista s del te a tro de E u ríp id es, según h em o s visto, alg u n o s h a n q u erid o v er ta m ­ b ién al p o eta com o u n o de los defensores de u n a co rrie n te fem in ista q u e al p a re c e r se d esarro lló en A te n a s en el m arco L _de esta crítica de los valo res tra d ic io n a le s d e la ciu d ad . C ie rta m e n te se p o d ría h a c e r u n florilegio d e citas e x tra í­ d as de las d iv ersas tra g e d ia s de E u ríp id es, y en to d as ellas a p a re c e a firm a d a la m iseria d e las m u jeres. E scogeré sola­ m e n te dos frag m en to s. E l p rim ero lo p ro n u n c ia C litem n estra en Electra. L a esp o sa de A g am en ó n , al ev o car las razo ­ nes d e su crim en , re c u e rd a las circ u n sta n c ia s del m ism o: « H e a q u í q u e m e llega con u n a loca e n d e m o n ia d a , u n a m é n ad e (C a s a n d ra ), y la in tro d u c e en m i lecho: éram o s dos esposas viviendo bajo el m ism o techo. L a m u je r es sen su al, no lo nie­ go. P ero u n a vez se n ta d o esto, c u a n d o el esposo es c u lp ab le y d esp recia el lecho co n y u g al, la m u je r q u ie re im ita r al h o m ­ b re y to m a u n a m a n te . Y entonces es c o n tra n o so tras c o n tra q u ien es estallan los rep ro ch es, y el v e rd a d e ro cu lp ab le, el h o m b re , no recib e n in g u n a rep ro b a c ió n » I6. A d iferen cia de la D e y a n ira de Sófocles q u e a c e p ta b a su su e rte y s o ñ a b a so­ la m en te con p o d e r c o n q u ista r de n u ev o a su esposo, la C lite m n e stra de E u ríp id es ju stific a su v e n g a n z a y se q u eja de ser ju z g a d a p o r no h a b e r h ech o m ás q u e p a g a r a su esposo con la m ism a m o n e d a. T a m b ié n en Medea es u n a m u je r en ­ g a ñ a d a la q u e la n za su la m en to , u n la m e n to q u e va m u ch o m ás allá d e su p ro p io d ra m a : «D e to d o lo q u e tien e v id a y p en sam ien to no h ay n a d a m ás d ig n o d e co m p asió n q u e n o ­ so tras, las m u jeres. E n p rim e r lu g a r, ten em o s q u e p u ja r p a ra co m p ra rn o s u n m a rid o q u e será el am o de n u e stro cu erp o ,

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d esg racia m ay o r q u e el precio p a g a d o p o r ella. P ues a h í re­ side el m a y o r riesgo, en a d q u irir a u n o b u en o o a u n o m alo. P a ra las m ujeres es u n a d e sh o n ra se p a ra rse del m a rid o , y les e stá p ro h ib id o re p u d ia rlo s. Al e n tra r en u n m u n d o d es­ conocido regido p o r leyes n u ev as q u e no h a p o d id o a p re n ­ d e r en su casa, u n a jo v e n d eb e ser a d iv in a en el a rte de sa ­ b e r co m p o rta rse con su co m p a ñ e ro de lecho. Si ella llega a conseguirlo, si su esposo a c e p ta la v id a en co m ú n c o m p a r­ tien d o de b u en g ra d o el yugo con ella, su v id a será en v id ia­ ble, p ero si no es p referib le m o rir. P ues u n h o m b re, cu an d o su h o g a r le re su lta a b u rrid o , no tiene m ás q u e irse fu era y c a lm a r su d isg u sto v isita n d o a u n am igo o alg u ien de su ed ad . N o so tras, en cam b io , sólo p o d em o s m ira r a u n solo ser. D icen q u e llevam os en n u e stra s casas u n a v id a ex en ta d e peligros. ¡Q ué estupidez! P referiría tres veces e s ta r a pie firm e q u e d a r a luz u n solo hijo» 17. E sta tira d a de versos, co m p u e sta en A ten as en el añ o 431 an tes de J .C ., s o rp re n d e p o r sus reso n an cias m o d e rn a s. Y no se e lim in a rá n los p ro b lem as q u e p la n te a p o r re c o rd a r q u e M ed ea, com o C lite m n e stra , es u n a crim in al, e x tra n je ra p o r a ñ a d id u ra . Es p ro b a b le q u e al p o n e r en b o ca de sus h e ro í­ n as sem ejan tes p a la b ra s , E u ríp id e s se e n fre n ta b a a las ideas trad icio n a les, q u e su « co m p asió n p o r las m u jeres» e ra real. P ero eso no im p lic a b a en ab so lu to q u e su con d ició n se so­ m e tiera a ju ic io , de la m ism a m a n e ra q u e alg u n o s p a rla m e n ­ tos p ro n u n c ia d o s p o r esclavos en ese m ism o te a tro de E u rí­ pides no su p o n ía n u n a discu sió n del sistem a esclavista. P o­ d ríam o s m u ltip lic a r las citas q u e p o n e n de m an ifiesto q u e la m u je r seguía sien d o p a r a el p o e ta p rim e ro y a n te to d o la g u a rd ia n a del h o g ar, u n ser m e n o r de e d a d d e p en d ien te c o m p leta m en te d e los h o m b res q u e la ro d ean , el p a d re , el h e rm a n o , el esposo. A sí p o r ejem plo, Ifig en ia, ex iliad a en

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T á u rid e p o r A rtem is tra s h a b e rla lib ra d o de la m u e rte, se la m e n ta de v iv ir «sin h e rm a n o , sin p a d re ..., a b ru m a d a p o r las d esg racias» , «... en lu g a r de c a n ta r a H e ra la A rg iv a (p ro ­ te c to ra del m a trim o n io ), en lu g a r de b o rd a r con m i la n z a ­ d e ra sobre la tela, con colores to rn aso lad o s, la im ag en d e P a ­ las A ten ea y de los T ita n e s...» 18. T a m b ié n es el caso d e Electra , q u e se ex p resa así al d irig irse a su esposo el cam pesino: « T ú tienes suficiente con el tra b a jo d e fu era, p ero yo d ebo o c u p a rm e de las ta re a s d e la casa; al tra b a ja d o r le g u sta, c u a n d o vuelve al h o g ar, e n c o n tra r to d o en o rd en en su casa» 19, lo q u e se ve m ás c la ra m e n te en la o rd en te rm in a n ­ te q u e C lite m n e stra le d a a A g am en ó n en Ifigenia en Aulide: «V ete a d a r ó rd en es fu era; soy yo q u ie n d irige la casa y se o c u p a del m a trim o n io de m is h ijas» 20. P ero las h ero ín a s de E u ríp id e s no son sólo fieles a su co n ­ dición d e g u a rd ia n a s d el h o g ar. In c lu so las q u e se m u e stra n m ás in d e p en d ien tes a s u m e n la re sp o n sa b ilid a d de la im ag en tra d ic io n a l de la fem in id ad . L a m u je r re c u rre fácilm en te a las lá g rim as y a las la m en ta cio n es. P ero so b re to d o es h áb il con to d a clase de a rtim a ñ a s. In clu so la in o cen te Ifig en ia es cap a z de e n g a ñ a r, y el m e n sajero q u e llega a a n u n c ia r al rey de T á u rid e la h u id a de su p risio n e ra exclam a: «Y a veis q u é p érfid a es la ra z a d e las m u jeres» 21. H elen a , cu rio sam en te re h a b ilita d a p o r el p o eta, q u e la co n v ierte en m odelo de las m ujeres fieles y a q u e, según él, sólo fue u n a so m b ra d e sí m is­ m a la q u e siguió a P aris h a s ta T ro y a , re c u rre ta m b ié n a la - a stu c ia p a ra h u ir de E g ip to , y M e d e a ex clam a a su vez: «L a n a tu ra le z a no nos h a c a p a c ita d o a las m u jeres p a r a h ace r el bien; en cam bio, som os las m ás sab ias artífices del m al» 22. El p re te n d id o «fem inism o» d e E u ríp id e s d e ja de te n e r v alo r c u a n d o hace d e c ir a J a s ó n : «¡Ay, si todos los m o rtales p u ­ diesen p ro c re a r sin a y u d a de las m ujeres!; nos ev itaríam o s

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así todos los m ales» 23, y al h éro e «positivo» q u e es H ip ó li­ to: «¡O h, Zeus! ¿P o r q u é has p u esto e n tre nosotros a esos se­ res falsos, las m u jeres, m al q u e d e s h o n ra a la m ism a luz? Si q u e ría s p e rp e tu a r la ra z a h u m a n a , no e ra n ecesario h ace rla n ace r de ellas. Sólo ten íam o s q u e d e p o s ita r en los tem plos ofrendas de oro, p la ta o b ro n ce p esad o p a r a c o m p ra r la si­ m ien te de los hijos, c a d a u n o en p ro p o rció n al d o n ofrecido y vivir así, en las casas, libres de m u jeres. P o r el co n tra rio , em pezam os p o r arru in arn o s p a ra llevar a nuestros hogares ta ­ m a ñ a d esg racia. H e a q u í la p ru e b a de q u e la m u jer es un g ra n m al. El p a d re q u e la h a e n g e n d ra d o y criad o le d a u n a d o te p a ra e stab lecerla en o tra casa y lib ra rse de ella. El es­ poso q u e recibe en su casa tal p a rá s ito se recrea a d o rn a n d o el fu nesto ídolo y se a rru in a con h erm o so s v estidos, d esd i­ ch ad o d e él, co n su m ien d o poco a poco los bienes de la fa­ m ilia. Sólo tiene dos p o sib ilid ad es: o c a rg a r con u n a m u jer d e sa g ra d a b le p o r la v e n ta ja q u e le a p o r ta el e m p a re n ta r con u n a b u e n a fam ilia, o te n er u n a b u e n a esposa p ero cuyos p a ­ rien tes son p erso n as an o d in as. E n am b o s casos se c o n tra ­ rre s ta el p ro v ech o con el in co n v en ien te. Lo m ejo r de to d o es in s ta la r en su casa a u n a m u je r q u e es u n a n u lid a d , p ero q u e es inofensiva p o r su sim pleza. O d io a la m u je r in teli­ gente. Q u e n u n c a e n tre en m i casa u n a m u je r con ideas d e­ m a siad o elevadas p a ra su sexo. P u es es en las d o ta d a s de sa ­ b id u ría d o n d e C ip ris in fu n d e la m a y o r p erv ersid a d » 24. El recu e rd o de H esío d o está p re se n te en estas p a la b ra s llenas d e odio, p ero ta m b ié n h allam o s en ellas co n sid eracio ­ nes m ás a ras de suelo, m ás ev o cad o ras de las re alid ad es de la época, q u e el te a tro cóm ico v a a re c re a r de u n a fo rm a m u ­ cho m ás co n creta. Sólo q u e d a p o r d ecir q u e el p re te n d id o «fem inism o» d e E u ríp id e s q u e d a m u y m a lp a ra d o tra s la lec­ tu ra d e este texto.

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Y no p o d ía ser de o tro m odo. P ues a u n q u e los a u to re s trágicos se h a n visto o b lig ad o s a llev ar a la escena a m u jeres excepcionales ya q u e to m a b a n los tem as de sus o b ras de los g ra n d e s m itos del p a sa d o , re a lm e n te estas m u jeres n u n c a h a n d ejad o de cu m p lir im p u n e m e n te con su función tr a d i­ cional. Y c u a n d o h a n q u e rid o h acerlo , h a n p u esto en u n g ra n co m p ro m iso el o rd e n d el universo. E sto es al m enos lo q u e c a n ta el coro en la Medea de E u ríp id es: «L os ríos sag rad o s v u elven a sus orígenes; el o rd e n del u n iv erso q u e d a tra s to ­ cado, así com o la ju s tic ia . L a p erfid ia re in a en tre los h u m a ­ nos y se ven in v a lid ad o s los ju ra m e n to s hechos en n o m b re de los dioses. L a fam a m e so n reirá y a lu m b ra rá m i destin o . El h o n o r re to rn a a la estirp e de las m u jeres. Y a no se las d es­ p re c ia rá m ás» 25.

B.

La com ed ia

L a tra g e d ia , com o hem os visto, se in s p ira en los m itos p a ra e x p resar los conflictos de la c iu d ad triu n fa n te ; la co m ed ia, p o r su p a rte , se m a n tie n e m u ch o m ás cerca de la re a lid a d co­ tid ia n a de A ten as, h a s ta el p u n to de q u e h a p o d id o ser u ti­ liz a d a p a ra h a c e r u n a sociología d e la c iu d a d 26. Lo q u e el p o eta p one en escen a son h o m b res y m u jeres de A ten as, in ­ cluso p ro c u ra s itu a r la in trig a en u n m u n d o im a g in a rio (Las aves, de A ristó fan es), y c o n sta n te m e n te se in tu y e n en u n se­ g u n d o p la n o los aco n tecim ien to s co n tem p o rán eo s, sobre todo la g u e rra del P elo p o n eso q u e ta n m a ltre c h a dejó a A te­ nas. A ristófan es no es el ú n ico a u to r de co m ed ias del ú ltim o tercio del siglo V. P ero fue el q u e m ás g a lard o n es recibió, y p o r ello sus p rin cip ale s o b ras h a n llegado ín te g ra s h a s ta n o s­ otros. P ues b ien , de las once q u e conocem os, tres p o n en en

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escena a m ujeres q u e d e se m p e ñ a n en la in trig a u n p ap el esencial: Lisístrata, Las tesmoforias y la Asamblea de las mujeres 27 . Es bien conocido el te m a de Lisístrata, co m ed ia re p re s e n ­ ta d a en el añ o 411, c u a n d o a c a b a b a de re a n u d a rs e , tras u n a c o rta in te rru p c ió n , la g u e rra e n tre A ten as y E s p a rta . L a a te ­ n ien se L isístra ta p ro p o n e a las m u jeres de G recia q u e h a ­ g an la h u elg a del a m o r m ie n tra s los h o m b res no p o n g a n fin a la g u e rra . S itu ació n b u rle sc a q u e d a pie a b ro m as a tre v i­ das m u y frecuen tes en la co m ed ia, p ero q u e en n in g ú n caso d eb e en te n d e rse com o u n a d em o stració n del « p o d er fem en i­ no». Y de hecho , si b ien la o b ra te rm in a con u n a tre g u a g ra ­ cias a la acción de las m u jeres, tra s d ic h a tre g u a se im p o n e la re sta u ra c ió n Sel o rd e n no sólo en la c iu d a d , sino en c ad a casa. A sí lo dice L isístra ta d irig ién d o se al aten ien se y al es­ p a rta n o : « In te rc a m b ia d v u estro s ju ra m e n to s y v u e stra fe. D espués, c a d a u n o d e vosotros to m a rá d e n u ev o a su m u jer y se irá» 28. Es m ás, A ristó fan es se co m p lace p o n ie n d o en boca de las m u jeres p a la b ra s rev elad o ras de su « n a tu ra le ­ za»: ellas son a s tu ta s, sen su ales, co q u etas, y es esta m ism a co q u etería la q u e v an a u tilizar: « E sto es p re c isa m e n te lo q u e nos sa lv a rá , d ice L isístra ta , las p e q u e ñ a s tú n icas color a za frá n , los perfu m es, las p erib á rid e s, la o rc a n e ta , los vesti­ dos tra n s p a re n te s » 29. Les g u sta el vino y los ju eg o s a m o ro ­ sos. P ero lo q u e d a a la o b ra sen tid o es q u e la acció n de las m u jeres no es en ab so lu to u n a acción «po lítica» a p e sa r de las ap a rie n c ia s 3U. P ues las m u jeres p ie n sa n a c a b a r con la g u e rra a p lican d o a la ciu d ad e n te ra u n a s a b id u ría « dom és­ tica» , su stitu y e n d o las a rm a s p o r el h u so y la ru eca . «¿C óm o p o d réis consegu ir, p re g u n ta a L isístra ta el jefe d e la Boulé, a p la c a r ta n to s d esó rd en es com o h ay en el p aís y a c a b a r con ellos?». A lo q u e re sp o n d e L isístra ta : «D e la m ism a m a n e ra

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q u e hilam os: c u a n d o u n hilo se nos h a en re d a d o , lo coge­ m os así y lo le v an tam o s con n u estro s husos h acia a q u í y h a ­ cia allá. D e la m ism a m a n e ra p o n d rem o s fin a esta g u e rra , si nos d ejan , d e se n re d a n d o la m a d e ja p o r m edio d e e m b a ­ ja d a s en v iad as acá y allá» 31. L a m u jer, in clu so c u a n d o a s­ p ira a g o b e rn a r, sigue siendo a n te to d o u n a señ o ra d e la casa, y si b ien las m u jeres se a p o d e ra n de la A crópolis, es en p rim e r lu g a r p a r a p o n e r a salvo el tesoro d ila p id a d o p o r los h o m b res. P ero el e sp e c ta d o r a ten ien se d el siglo V sab ía m u y bien q u e al final to d o vo lv ería a la n o rm a lid a d , q u e el m u n d o q u e e s ta b a « p a ta s a rrib a » sería e n d ere zad o de n u e ­ vo, y q u e las m u jeres e n c o n tra ría n o tra vez el cam in o de la casa. L a seg u n d a o b ra «fem enina» d e A ristó fán es, Las tesmoforias, nos lleva de n u ev o a E u ríp id es. L as tesm o fo rian tes eran u n a s fiestas en h o n o r d e D em éter y de su h ija P erséfone, en las q u e p a rtic ip a b a n so lam en te las m u jeres c a sa d a s y a te ­ nienses. D u ra n te los tres d ías q u e d u r a b a la fiesta, n in g ú n h o m b re te n ía d erec h o a te n er relacio n es con las m u jeres, que c e le b ra b a n el cu lto de las dos d io sas con pro cesio n es, d a n ­ zas, m isterios, etc. A ristófanes im a g in a q u e, con o casió n de esta fiesta, las m u jeres aten ien ses h a n ju r a d o v en g arse de E u ­ ríp id es y de los a ta q u e s p ro ferid o s p o r él c o n tra las m u jeres (cuya a m b ig ü e d a d hem os se ñ a la d o ). El p o e ta convence a uno d e sus p a rie n te s p a r a q u e se d isfrace de m u jer y p u e d a de esta m a n e ra e n tra r en el s a n tu a rio de las tesm oforias. E ste es el p u n to de p a r tid a de u n a in trig a q u e A ristó fan es a p ro ­ vecha p a ra p a ro d ia r a E u ríp id e s y b u rla rse d e él. A h o ra bien, ¿acaso A ristó fan es, p re se n tá n d o se a sí m ism o com o defen so r de las m ujeres, to m a com o b la n co de sus b u rla s los a ta q u e s del p o e ta trág ico c o n tra las m u jeres, su m isoginia? P e rm íta ­ senos d u d a rlo y d ecir q u e lim itarse a alg u n as fó rm u las ais­

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la d as es q u e d a rse sólo en lo su perficial. P o rq u e in clu so tales fórm ulas tien en u n d o b le sen tid o c u a n d o se tr a ta de A ristó ­ fanes. A sí p o r ejem plo, c u a n d o la p rim e ra m u je r m an ifiesta su in d ig n ació n al v e r «a las m u jeres a rra s tra d a s p o r el b a rro p o r E u ríp id es, el hijo d e la v e rd u le ra , y ex p u estas p o r su c u l­ p a a to d a clase de in ju rias» , lo h ace so b re to d o p o rq u e , al c a lu m n ia r a las m u jeres, h a d e sp e rta d o las so sp ech as de los m a rid o s y de esta m a n e ra «ya no p o d em o s h a c e r n a d a de lo q u e h acíam o s an tes» 32, es d ecir, b eb er a esco n d id as o a b rir la p u e rta a u n a m a n te . Y c u a n d o el p a rie n te de E u ríp id es to m a la p a la b ra p a r a d efen d erlo es p a r a d ecir q u e el p o e ta no h a d ich o to d a la v erd ad : «¿Por q u é tenem os q u e acu sarlo de esta form a e in d ig n arn o s p o rq u e h a rev elad o dos o tres de n u e stra s fechorías, c u a n d o él sab e b ien q u e son in n u m e ­ rab le s las m a las acciones q u e com etem os?» 33. Y e n u m e ra a c o n tin u ació n esos in n u m e ra b le s vicios a los q u e se e n tre g an las aten ien ses, tra s lo q u e concluye d icien d o q u e si E u ríp i­ des no h a llevado a la escen a a P enélope, el m odelo de la m u jer v irtu o sa, es p o rq u e «es im p o sib le e n c o n tra r u n a sola P enélope e n tre las m u jeres de hoy: to d as, a b so lu ta m e n te to­ d as, son F ed ras» 34. In clu so la la rg a tira d a del coro q u e in ­ te n ta re b a tir el q u e las m u jeres sean « u n azo te p a ra los h o m ­ bres» se hace carg o a su vez — p resen tá n d o lo s, p o r su p u e s­ to, con un m atiz positivo— de todos los rasgos q u e tra d ic io ­ n a lm e n te c a ra c te riz a n la im ag en de la m ujer: golosa, co q u e­ ta, sen su al, la d ro n a . Y el p o eta red u ce esta su p e rio rid a d q u e las m ujeres se a rro g a n a u n a sim p le cu estió n de g ra d o en su co m p o rta m ie n to d esh o n esto : «N o se v e rá a u n a m u jer, d es­ pués de h a b e r ro b a d o c in c u e n ta ta len to s al tesoro p ú b lico , lleg ar en u n c a rro a la A crópolis; el m a y o r h u rto q u e h a y a p o d id o h ace r, u n a m e d id a d e trig o ro b a d a al m a rid o , la d e ­ vuelve el m ism o d ía» 35.

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El p ro b le m a se co m p lica u n poco m á s en la te rc era co­ m ed ia «fem enina» de A ristófanes. E n Lisístrata, en efecto, las m ujeres se a p o d e ra b a n de la A crópolis so lam en te p a r a o b li­ g a r a sus m arid o s a a c a b a r con la g u e rra , y no p e n s a b a n en n in g ú n m o m en to c o n tin u a r allí u n a vez conseguido su p ro ­ pósito; pero en la Asamblea de las mujeres nos h allam o s c la ra ­ m e n te a n te u n a rev o lu ció n p olítica: las m u jeres aten ien ses, d isfraza d as de h o m b res, se h acen d u e ñ a s del p o d e r e in s ta u ­ ra n en la c iu d a d u n rég im en co m u n ista. P ero si m iram o s con m ás aten ció n , nos d arem o s c u e n ta de q u e lo q u e ju stific a el p o d e r fem enino se in scrib e en el m a rc o de la im ag en tr a d i­ cional de la m u jer. O ig am o s a P ra x á g o ra , la «cabecilla» q u e p ro m u ev e la o p eració n : «Y o creo q u e d eb em o s d e ja r la ciu­ d a d en m an o s de las m u jeres, de la m ism a m a n e ra q u e en n u e stra s casas les en co m en d am o s las funciones de a d m in is­ tra d o ra s y d e sp e n se ra s... Q u e sus co stu m b res son m ejores, es lo q u e os voy a d e m o stra r. E n p rim e r lu g a r, to d a s sin ex­ cepción m o jan sus lan as en a g u a calien te a la a n tig u a u s a n ­ za, y no las veréis in te n ta r c a m b ia r. A h o ra b ien, la c iu d ad de los aten ien ses, a u n q u e se e n co n trase b ien en la p rá c tic a de a lg u n a co stu m b re, no se co n sid e ra ría salv a d a si no se las ingeniase p a r a h a c e r a lg u n a in n o v ació n . E llas h ace n los a sa ­ dos se n ta d a s com o an tes; llevan la ca rg a so b re la cab eza com o antes; c e leb ran las T esm o fo rias com o an tes; h ace n los pasteles com o an tes; fa stid ian a sus m a rid o s com o an tes; tie ­ nen a m a n te s d e n tro de casa com o an tes; se b u sc a n golosi­ n as com o an tes; les g u sta el vin o p u ro , com o an tes. A ellas, pues, oh ciu d a d a n o s, confiém osles el E sta d o sin d iscu tir, y no nos p reg u n te m o s lo q u e v an a h ace r, sino d ejém o slas sim ­ p lem en te g o b e rn a r. C o n sid erem o s so lam en te esto: en p rim e r lu g a r, q u e al ser m a d re s, p o n d rá n to d o su em p eñ o en salv ar a los soldados. D espués, en c u a n to a los víveres, ¿q uién m e­

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jo r q u e u n a m a d re se los e n v ia rá con m ás rap id ez? P a ra co n ­ seg u ir d in e ro no h a y n a d a m ás ingenioso q u e u n a m u jer; go­ b e rn a n d o n u n c a se d e ja rá e m b a u c a r, p o rq u e ellas m ism as e stá n a c o s tu m b ra d a s a e n g a ñ a r» 36. T o d o s los elem entos es­ tá n presentes: la fu n ció n d o m é stica tra d ic io n a l de la m ujer, g u a rd ia n a del h o g ar, y sus no m en o s trad icio n a les defectos: la a stu c ia , la m e n tira , la afición al vino y a las golosinas, la sen su alid ad . Q u e d a a ú n p o r in s ta u ra r u n sistem a « co m u n ista» , y P rax ág o ra d e c re ta lo siguiente: « D isp o n g o q u e h a y a u n a ú n ica fo rm a de vivir, com ú n a todos, p a r a todos la m ism a» . L a tie­ rra , el dinero, las p ro p ie d a d e s de to d o tipo... « todo será de todos» 37. M u c h a s cu estio n es se h a n p la n te a d o en to rn o a este «com unism o» de la Asamblea de las mujeres. Se h a q u e ri­ do v er en él u n a s á tira de las teo rías q u e al p a re c e r se p ro ­ p a g a ro n en to n ces en A ten as, y m ás co n c re ta m e n te u n a ta ­ q u e c o n tra la ciu d ad id eal d e sc rita p o r P lató n en la Repúbli­ ca, en especial c o n tra la co m u n id ad de m u jeres p ro y e c ta d a p o r el filósofo 38. E n la A ten as de P ra x á g o ra , en efecto, to ­ d as las m u jeres serán p ro p ie d a d de todos los h o m b res, con u n a sola condición: q u e p a ra co n seg u ir u n a m u je r bella, h ay an tes q u e aco sta rse con u n a fea. P ero todos los h o m b res se­ rá n com unes ta m b ié n a to d as las m u jeres, en las m ism as co n ­ diciones. Es ev id en te q u e, al h a c e r esto, A ristófanes se b u r ­ la b a de todos los cread o res de u to p ías. P ero no está claro a p rio ri la relació n en tre las m u jeres en el p o d e r y el esta b le ­ cim ien to de este co m u n ism o in teg ral. Sí ap arece, sin e m b a r­ go, c u a n d o a la p re g u n ta de su esposo: « ¿Q ué clase de v id a d isp o n d rás?» . P ra x á g o ra resp o n d e: « Ig u a l p a ra todos. P re ­ te n d o h a c e r d e la c iu d a d u n a sola casa ro m p ien d o h a s ta la ú ltim a to d as las c e rra d u ra s, de m a n e ra q u e todos p u e d a n ir a casa de todos» 39. P o r ello, los lu g ares d o n d e e sta b a n los

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trib u n a le s, los p ó rtico s b ajo los q u e se d e b a tía n e n tre h o m ­ bres las cu estio n es im p o rta n te s, se rv irá n com o com edores. Se co lo carán los c á n ta ro s en la trib u n a d esd e d o n d e los o ra ­ dores a re n g a b a n al p u eb lo . D e e sta m a n e ra to d a la ciu d ad se co n v e rtirá en u n in m en so oikos, cuya g u a rd ia n a será, p o r su p u esto , P ra x á g o ra , a la q u e a y u d a rá n las d em ás m ujeres. L a o b ra a p a re n te m e n te m ás « rev o lu cio n aria» de A ristó ­ fanes no p u ed e in clu irse en ab so lu to , com o se ve, en el dossier de n in g ú n m o v im ien to fem in ista. A n tes al co n tra rio , el p o eta cóm ico re c u p e ra to d a s las im ág en es trad icio n a les de la m u je r y las u tiliz a com o veh ícu lo de su c rítica de la d e­ m o c ra cia c o n te m p o rá n e a . P a rtid a rio de u n sólido co n serv a­ d u rism o , b u sc a en la fu n ció n d o m é stica d e las m u jeres a r ­ g u m en to s fav o rab les p a r a u n re to rn o al p a sa d o con el q u e su e ñ a u n a p a rte de la intelligentsia aten ien se al fin aliza r la g u e rra del P eloponeso. Y com o lo q u e im p o rta a n te to d o es h a c e r reír, e n c o n tra rá en las m u jeres — a s tu ta s , c h a rla ta n a s, aficio n ad as al vin o y al a m o r— la m ejo r excusa. A ristófanes nos ofrece, com o an tes lo h a n hech o los p o e­ tas trágicos, u n a im ag en de la m u je r q u e no se diferen cia ap en a s de la e la b o ra d a p o r la tra d ic ió n d esd e H o m e ro y H esíodo. L as ú ltim a s co m ed ias de A ristó fan es se re p re s e n ta ro n en los p rim ero s decenios del siglo IV, c u a n d o la p o te n cia a te ­ niense ib a la n g u id ecien d o le n ta m e n te . Y a hem os visto en la p rim e ra p a rte de este lib ro que, en este p erío d o de «crisis», la condició n d e la m u je r « c iu d a d a n a » p re s e n ta b a algunos rasgos nuevos q u e se c o n so lid a rá n en la ép o ca h elen ística, a u n q u e su situ a ció n no h a b ía ev o lu cio n ad o de fo rm a clara; u n o de ellos es u n a m a y o r in d e p e n d e n c ia «económ ica», ta n ­ to en la m u je r p o b re , o b lig a d a a g a n a rse la v id a y e m p u ja d a p o r ello a s a lir d e su casa, com o en la m u je r rica, q u e d is­

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p o n e m ás lib re m e n te de su d o te, en la m e d id a en q u e el d i­ n ero se co n v irtió en u n criterio d e in d e p e n d e n c ia social. D es­ de luego no se d eb e d a r m a y o r im p o rta n c ia a estas circ u n s­ ta n cias ap en a s d ig n a s de d e sta c a r, q u e son sín to m a m á s de u n a crisis de lo q u e se c o n sid e ra b a tra d ic io n a lm e n te com o c iu d a d a n ía q u e de u n a evolución de la co n d ició n d e la m u ­ je r. Sólo en la m e d id a en q u e este «clu b de h o m b res» q u e es la c iu d ad asiste a l re s q u e b ra ja m ie n to d e sus e s tru c tu ra s , la posición m a rg in a l d e las m u jeres tien d e a h ace rse m ás re ­ lativ a. Se h a q u e rid o v er u n a co n firm ació n de e sta situ ació n en lo q u e se conoce com o co m ed ia n u ev a, es d ecir, el te a tro cóm ico de los ú ltim o s decenios del siglo IV. P ocas o b ras de este te a tro h a n lleg ad o h a s ta n o so tro s, si ex cep tu am o s a lg u ­ nas de M e n a n d ro , el m ás fam oso de los au to re s d e la co m e­ d ia nueva. M e n a n d ro nació en A ten as h a c ia el añ o 340. Es d ecir, su e n tra d a en la ed ad a d u lta co in cid e con el m o m en to en q u e A ten as p ie rd e d efin itiv am en te la esp e ra n z a de e m a n c i­ p a rse de la tu te la de M a c e d o n ia , y ta m b ié n con el m o m en to en q u e la ciu d ad , a tra p a d a en las lu ch as q u e e n fre n ta n a los sucesores d e A lejan d ro en tre sí, ve cóm o su rég im en c a m b ia v aria s veces en pocos años. U n rég im en ce n sa ta rio im p u esto p o r los m aced o n io s y a en el a ñ o 322 h a b ía a p a rta d o de c u a l­ q u ie r a c tiv id a d p o lític a a m ás de la m ita d de los c iu d a d a ­ nos. D espués se restab leció la d em o cracia , q u e fue de nuevo re e m p la z a d a p o r u n rég im en c e n sa ta rio m enos rig u ro so q u e el p rece d en te, a u n q u e C a s a n d ro , el m aced o n io , señ o r e n to n ­ ces del P ireo y de u n a p a rte de G recia, im p u so q u e al fren te de la c iu d ad e stu v iera u n d iscíp u lo de A ristóteles, D em etrio de F alero , am ig o de M e n a n d ro 40. N o es de e x tra ñ a r, d a d a s las circ u n stan cias, q u e los a c o n ­ tecim ientos políticos p resen te s siem p re en el te a tro d e A ris­

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tófanes p rá c tic a m e n te no a p a re z c a n en el de M e n a n d ro , u n te a tro q u e lleva a escen a a aten ien ses de co n d ició n aco m o ­ d a d a , com o lo m u e stra esp ecialm en te el im p o rte de las d o ­ tes co n ced id as a sus hijas, y cu y as in trig a s co n ced en u n lu ­ g a r im p o rta n tísim o a los sen tim ien to s am o ro so s. Los p r o ta ­ g o n istas de la o b ra son la m a y o ría de las veces dos jó v en es, h o m b re y m u jer, a los q u e todo, a p a re n te m e n te , se p a ra (for­ tu n a , n acim ie n to , co n d ició n ju ríd ic a ), p ero q u e a c a b a rá n ca­ sán d o se tra s u n a serie de lances afo rtu n a d o s. E sta im p o rta n ­ cia co n ce d id a a los sen tim ien to s es y a re v e la d o ra p o r sí m is­ m a. L a m u jer y a no es sólo la g u a rd ia n a d el h o g ar, la p ro ­ v eed o ra de hijos legítim os. Se co n v ierte a h o ra en d e stin a ta ria de u n tiern o cariñ o , y los o b stácu lo s q u e se in te rp o n e n en tre el e n a m o ra d o y la a m a d a p ro v o can d esesp eració n o cólera. V eam o s alg u n o s ejem plos. E n Díscolo o E l misántropo, la o b ra m ejo r co n se rv a d a de to d as las de M e n a n d ro , el jo v e n S ó strato se e n a m o ra de u n a jo v e n q u e ve ju n to a u n a g ru ta c o n sa g ra d a al dios P an . E s ta jo v e n vive con su p a d re , u n m i­ sá n tro p o , av a ro p o r a ñ a d id u ra , q u e se n ieg a a rela cio n arse con n ad ie. El jo v e n , hijo de u n rico la b ra d o r, explica d e la sig u ien te m a n e ra sus in ten cio n es: «V i a u n a jo v e n a q u í y m e en am o ré de ella. Si llam as a esto u n crim en , soy sin d u d a u n crim in al. ¿Q u é o tra cosa p u ed o decir? Si vengo a q u í no es p a ra e n c o n tra rm e con ella, sino p a ra v er a su p a d re . P ues, lib re com o soy p o r n acim ie n to y te n ien d o suficientes p ro p ie ­ d ad es p a ra vivir, estoy d isp u esto a to m a rla sin d o te , com ­ p ro m etién d o m e ad e m á s a q u e re rla s ie m p r e » 41. I n te n ta rá , con a y u d a del h e rm a n a s tro de la jo v e n , d o b le g a r al a n c ia ­ no, p a ra lo cu al se p o n e ro p as de cam p esin o y se h ace p a s a r p o r u n m od esto tra b a ja d o r. L a c a su a lid a d será su a lia d a , pues gracias a ella a y u d a rá al b u en h o m b re a salir de un

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pozo en el q u e h a b ía caído, co n sig u ien d o com o re su lta d o la m a n o de la jo v e n . T a m b ié n en E l escudo el núcleo de la o b ra lo co n stitu y e u n a in trig a am o ro sa. El jo v e n Q u é re a s está e n a m o ra d o de u n a jo v e n q u e es ta m b ié n la s o b rin a del seg u n d o m a rid o de su m a d re . U n h e rm a n o de la jo v e n p a rtió a g u e rre a r a A sia al servicio de u n o de ta n to s m aced o n io s q u e se d is p u ta b a n la h e ren c ia de A lejan d ro . H e a q u í u n rasgo c ara cterístico de la época: jó v en es am b icio so s y deseosos de h a c e r fo rtu n a se a lis ta b a n com o m ercen ario s al servicio de u n o d e estos ge­ nerales con la esp e ra n z a d e vo lv er con u n a b u n d a n te bo tín . P ero el jo v e n , C le ó stra to , d esap arec ió d u ra n te u n a b a ta lla y se pensó q u e h a b ía m u erto . Sin em b arg o , su esclavo p u d o e sc a p a r y llev ar a A ten as el precio so b o tín qu e, ló g icam e n ­ te, fue a p a r a r a su h e rm a n a ; ésta se co n v ierte, p o r consi­ g u ien te, en u n a ric a h e re d e ra . A h o ra bien, la ley aten ien se no p e rm ite q u e la m u c h a c h a , « ep íclera» lib re, se case con q u ie n q u ie ra . D eb e h acerlo g e n e ra lm e n te con su p a rie n te m ás cercano. E n el caso q u e nos o cu p a, el p a rie n te m ás p ró ­ xim o es u n viejo tío av aro , a b so lu ta m e n te d ecid id o a h a c e r v aler sus derech o s. T o d a la in trig a g ira rá , p u es, en to rn o a la b ú s q u e d a de los m edios posibles g racias a los cuales Q u é ­ reas, su p a d ra s tro Q u e ró s tra to y su esclavo D aos p u e d a n h a ­ cer d esistir al viejo av a ro de su p ro p ó sito , h a s ta q u e la v u el­ ta de aq u e l q u e creían m u e rto p e rm ita q u e los dos e n am o ­ rad o s se casen. Lo q u e llam a la a ten ció n en e sta h isto ria es q u e u n h o m b re sen sato com o Q u e ró stra to , el p a d ra s tro de Q u é re a s, h o m b re rico y resp eta d o , se reb ele c o n tra u n a ley q u e c o n d en a a u n a m u c h a c h a jo v e n a casarse con u n viejo av aro . D irig ién d o se a éste, q u e es ta m b ié n su h e rm a n o , le re p ro c h a q u e q u ie ra casarse a su e d a d con u n a jo v en : « S a­ bes p e rfe c ta m e n te q u e la p e q u e ñ a vive en n u e s tra casa con

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Q u é re a s, q u e v a a to m a rla p o r esposa. ¿M e p e rm ite s u n co n ­ sejo? T e ofrezco u n a so lu ció n q u e te p e rm ita no q u e d a r en u n a situ ació n d e sa ira d a : p u ed es q u e d a rte con to d a la h e re n ­ cia de la m u c h a c h a , te la cedem os; h az con ella lo q u e m e­ jo r te parezca. P ero , p o r favor, no te o p o n g as a q u e la p e ­ q u e ñ a te n g a u n p ro m e tid o a d e c u a d o a su ed ad » 42. P ero tal vez el nu ev o len g u aje u tiliz ad o p o r M e n a n d ro con relació n a las m u jeres se m u e stra con m ás c la rid a d aú n en o tras dos co m ed ias q u e se c u e n ta n e n tre las m ejo r co n ­ serv ad as: La doncella de Samos y E l arbitraje. L a in trig a de la p rim e ra es y a d e p o r sí so rp re n d e n te , pues el am o r, m o to r de la m ism a, no co n ciern e sólo a dos jó v e n es, sino ta m b ié n á dos ad u lto s. C risis, la d o n cella de S am os q u e d a n o m b re a la o b ra, es la co n c u b in a de D ém eas, u n rico aten ien se. E ste tien e u n hijo a d o p tiv o , M o sq u ió n , al q u e a m a con te rn u ra . M o sq u ió n p o r su p a rte está e n a m o ra d o de la jo v e n P lan gón, a la q u e h a co n v ertid o en su a m a n te , p ero con q u ien p ie n sa casarse. D u ra n te la au sen cia de D ém eas, q u e se h a ido de viaje al P o n to E u x in o con el p a d re d e P lan g ó n , las dos m ujeres d a n a luz. P ero el hijo de C risis no sobrevive. P lan g ó n , q u e tem e la có lera d e su p a d re c u a n d o éste se en ­ te re de q u e h a te n id o u n hijo ilegítim o, confía su b eb é a C ri­ sis, q u e lo h ace p a s a r p o r hijo suyo. D ém eas está d isp u esto a reconocerlo, p ero s o rp re n d e u n a co n v ersació n en tre las sir­ v ie n tas p o r la q u e se e n te ra de q u e M o sq u ió n es el p a d re del niño. D e a h í a rra n c a el equívoco: él cree q u e su a m a n te y su hijo ad o p tiv o se h a n b u rla d o de él. F in alm en te, to d o vol­ v e rá a su cauce: M o sq u ió n se c a sa rá con P lan g ó n y D ém eas p e rm itirá q u e C risis, a la q u e h a b ía a rro ja d o de su casa, v u elv a a ella. L o in te re s a n te de esta o b ra es q u e los v e rd a ­ deros p ro ta g o n ista s son D ém eas y C risis, es d ecir, u n a p a ­ reja ileg ítim a, y a q u e C risis no p u e d e ser le g alm e n te la es­

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p o sa d e D ém eas p o r ser e x tra n je ra . S in em b arg o , esp era co n ­ seg u ir q u e éste reco n o zca al n iñ o c o n ta n d o con q u e está e n a ­ m o rad o de ella, « lo cam en te en a m o ra d o » com o u n jo v e n . D e hecho, cu an d o él d e sc u b re lo q u e cree su d e sd ic h a se la m e n ­ ta d e la d esg racia q u e le aflige. Es cierto q u e d irige p a la b ra s m u y d u ra s a la m u je r q u e c o m p a rte su v ida. P ero d esd e el m o m en to en q u e se d e sc u b re la v e rd a d , ésta vuelve a ser la v e rd a d e ra d u e ñ a de la casa. E n c u a n to a la jo v e n , q u e tiene u n p ap el pasiv o en la o b ra , h a y q u e d e s ta c a r q u e p u ed e te ­ n e r lib rem en te u n a m a n te sin q u e su p a d re lo sepa. Es, d es­ de luego, u n a jo v e n p o b re. P ero q u e d a claro d esd e el co­ m ienzo de la o b ra q u e M o sq u ió n p ie n sa c o n v e rtirla en su es­ posa, y si re n u n c ia a v en g arse de las so sp ech as d e su p a d re ad o p tiv o alistán d o se com o so ld ad o , es p o rq u e a p re c ia d e m a ­ siado a «su q u e rid a P lan g ó n » . L a tra m a de E l arbitraje es a ú n m ás c o m p lica d a q u e la de La doncella de Samos. T a m b ié n a q u í g ira en to rn o a u n hijo ilegítim o, p ero co n ceb id o en circ u n sta n c ia s m u c h o m ás d r a ­ m áticas, y a q u e se tr a ta de u n a violación. C arisio y P án fila llev an casados cinco m eses. C arisio , a la v u e lta de u n a co rta au sen cia, d e sc u b re q u e P án fila h a d a d o a luz u n hijo al q u e h a a b a n d o n a d o en seg u id a. D eja furioso su casa y se re ­ fugia en casa de u n am ig o en co m p a ñ ía de u n a jo v e n c o rte ­ s a n a esclava, H a b ró to n o n , cuyos servicios h a req u erid o . Sin em b arg o , esta esclav a de C arisio reconoce e n tre los objetos e n co n trad o s ju n to a u n recién n acid o a b a n d o n a d o y recogi­ do p o r u n ca rb o n e ro y su m u jer u n an illo q u e h a b ía p e rte n e ­ cido a su am o y q u e éste h a b ía p e rd id o u n a n o ch e en q u e se ce le b ra b a la fiesta de las T a u ro p o lia s c u an d o , estan d o ebrio, h a b ía vio lad o a u n a jo v e n . A l final de la o b ra se d es­ cu b re, g racias a H a b ró to n o n , q u e P án fila es la jo v e n q u e C a ­ risio violó a q u e lla noche, y q u e el niñ o es hijo de am bos.

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U n a vez m ás nos e n c o n tra m o s a n te p erso n ajes fem eninos v a ­ lorados p o sitiv am en te. L a c o rte sa n a H a b ró to n o n es u n ejem ­ plo de g en ero sid a d , y g racias a ella se resuelve felizm ente el d ra m a . P án fila p o r su p a rte se nos m u e stra , en la ú n ic a es­ cen a en que ap a re c e , com o un m odelo d e n o b leza y d e m a g ­ n a n im id a d , y c u a n d o su m a rid o la a b a n d o n a al d e sc u b rir q u e es m a d re de u n hijo q u e él cree q u e es d e o tro , ella se n ieg a a a b a n d o n a rle a él, c o n tra v in ie n d o las ó rd en es p a te r­ nas, c u a n d o d escu b re, sin s a b e r q u e se tr a ta del m ism o niño, q u e él es c u lp ab le del m ism o delito. El te a tro de M e n a n d ro nos ofrece, p u es, u n a im ag en de la m u j ^ a l g o d iferen te de la q u e en co n tram o s en el co n ju n ­ to de la lite ra tu ra griega: co n cu b in as y co rte sa n as g en ero ­ sas, jó v en es nobles y d e sin te re sa d a s q u e d isfru ta n a p a re n te ­ m e n te d e u n a c ie rta lib e rta d . Es difícil d e te rm in a r si esto es señ al d e u n a ev olución o resp o n d e a u n a a c titu d p erso n al de M e n a n d ro . Es p o sib le q u e esta rev alo rizació n de la im agen de la m u je r — cu y a situ a ció n «oficial» no m u e stra , p o r o tra p a rte , cam b io alguno: sigue siendo el p a d re o el h e rm a n o el en c a rg a d o de su casam ien to , sus hijos son legítim os sólo en el caso de q u e ella sea aten ien se— resp o n d e a u n a evolución d e la socied ad de la q u e sólo p o d em o s a d iv in a r d e sg ra c ia ­ d a m e n te alg u n o s asp ecto s ya señ ala d o s. Es poco p ro b a b le q u e la condición de la m u je r a ten ien se h a y a e x p erim en tad o cam bios p ro fu n d o s, ta n to en el á m b ito real com o en el im a ­ g in ario , com o lo m u e stra el lu g a r q u e le re serv an los filóso­ fos y los p en sad o res políticos en sus co n stru ccio n es ideales.

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La mujer en la ciudad utópica

N o creem os q u e sea este el m o m en to de ev o car todos los p ro ­ b lem as q u e p la n te a la u to p ía g riega, esp ecialm en te sus re ­ laciones con los m ito s de la e d a d de oro. N os lim itarem o s a in te n ta r ex p licar el lu g a r q u e los p en sad o res co n ced en a las m u jeres — pues de ellas tra ta m o s en n u e stro estu d io — en sus co n stru ccio n es ideales '. H a y que co n fesar q u e desconocem os la m a y o r p a rte de éstas. T a n to de l a politeia im a g in a d a p o r u n ta l F aleas de C a l­ ced o n ia com o d e la p ro p u e s ta p o r el a rq u ite c to H ip ó d a m o de M ileto, co n te m p o rá n e o de Pericles, sólo sab em o s lo q u e nos dice A ristó teles en el lib ro I I d e la Política, c u a n d o se p ro ­ p o n e c ritic a r los m odelos de « co n stitu cio n es» conocidas, ta n ­ to las q u e existen re a lm e n te (E sp a rta , las ciu d ad es c re te n ­ ses) com o las ofrecidas p o r los teóricos. E n n in g u n o de los

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dos se h a b la ni de las m u jeres ni d e la in stitu ció n m a trim o ­ n ial, pues el d e b a te su sc ita d o p o r A ristó teles se c e n tra en el p ro b le m a de la p ro p ie d a d y del re p a rto de la m ism a en tre los m iem b ro s d e u n a c o m u n id a d cívica 2. E n cam b io , A ris­ tóteles reconoce q u e la con d ició n de las m u jeres o cu p ó un lu g a r im p o rta n te en el p e n sa m ie n to p la tó n ico . P ero sólo se d e tie n e en aq u ello q u e le p arec e in a d m isib le y lleno de p e ­ ligros, la c o m u n id a d de las m u jeres en la ciu d a d de la Re­ pública y h ace caso om iso de to d o lo q u e de o rig in al a p o rta el fu n d a d o r de la A cad em ia en este asp ecto 3. S abem os q u e P lató n , d iscíp u lo de S ó crates y cu y a o b ra se com pone en la p rim e ra m ita d del siglo IV, co n stru y ó dos m odelos de ciu d ad id eal. El p rim e ro , ex p u esto en la Repú­ blica, co n sid era cóm o d e b e ría ser la c iu d a d p erfecta. L a co­ m u n id a d cívica está d iv id id a d esd e u n p rin c ip io en dos g ru ­ pos: los tra b a ja d o re s y los g u errero s. El filósofo d eja d e in ­ te re sa rse m u y p ro n to p o r los p rim ero s. P o r el c o n tra rio los g u errero s, u n a vez d e te rm in a d a su función, c o n stitu y en el cen tro de la p reo c u p a c ió n de P lató n , y a qu e, p o r el hecho de te n er a su carg o la sa lv a g u a rd ia de la ciu d ad , es n ecesa­ rio q u e re c ib a n u n a ed u ca ció n a p ro p ia d a y h a y q u e ev itar, p o r o tra p a rte , q u e su rja n d esav en e n cias e n tre ellos. P o r esta razó n , n in g u n o de ellos « te n d rá n a d a q u e le p e rte n e z c a com o p ro p io , excepto los o b jeto s de p rim e ra n ecesid ad » 4. D e la c o m u n id a d de los bienes se p a sa con to d a n a tu ra lid a d a la c o m u n id a d de las m u jeres. C o n tra esto se re b e la A ristóteles, no ta n to p o rq u e se releg u e a la m u je r a la co n d ició n de o b ­ je to de p ro p ie d a d , sino p o rq u e re c h a z a el p rin cip io m ism o d e u n a p ro p ie d a d co m ú n . A h o ra b ien , a u n q u e en P lató n v an u n id a s c o m u n id a d de b ien es y c o m u n id a d d e m u jeres, sin em b arg o las cosas no son ta n sim ples. P o rq u e el filósofo p a r ­ te en p rim e r lu g a r de la fu n ció n d e la m u je r en la c iu d ad

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ideal. Si h a y h o m b res, d ice P lató n , q u e re ú n e n las c u a lid a ­ des re q u e rid a s p a r a ser g u errero s, ¿p o r q u é no p u ed e h a b e r ta m b ié n m u jeres d o ta d a s con las m ism as cu alid ad es? D e la m ism a m a n e ra q u e no se e n c ie rra a las h e m b ra s de los p e ­ rro s g u a rd ia n e s en la casa «com o in c ap aces de o tra cosa q u e de p a rir y c ria r a los cach o rro s» , no h ay razó n tam p o co p a ra o b lig a r a las m u jeres « g u erreras» a lim itarse sólo a las a cti­ v id ad es d o m ésticas 5. E s cierto q u e el h o m b re y la m u je r son de n a tu ra le z a d iferen te. P ero si b ien esta d iferen cia de c a ­ rá c te r fisiológico im p lica u n a cierta in ferio rid ad de la m u jer con relació n al h o m b re , si el sexo m ascu lin o p rev alece a m e­ n u d o sobre el sexo fem enino en todos los terren o s y en to d as las especies, no es m en o s cierto q u e «al e sta r las facu ltad es re p a rtid a s p o r ig u al en los dos sexos, la m u je r e stá c a p a c i­ ta d a com o el h o m b re p a ra d e s e m p e ñ a r to d as las funcio­ nes» 6. H a y m u jeres d o ta d a s p a r a la m ed icin a, o tra s p a r a la m úsica, o tra s p a ra la g im n asia y p a ra la g u erra; h ay incluso m ujeres filósofas. ¿P o r q u é no p u e d e h a b e r en to n ces « m u je­ res a p ta s p a ra p ro te g e r la ciu d ad » q u e c o m p a rtie ra n la e d u ­ cación y los privilegios de los h o m b res g u errero s? P lató n no d u d a , p u es, de la in ferio rid ad de las m ujeres con relación a los h o m b res. P ero al a firm a r q u e e sta inferio­ rid a d no es c u a lita tiv a , sino sólo c u a n tita tiv a , a d m ite la p o ­ sib ilid ad de q u e las m u jeres acc ed an en su c iu d ad id eal a los dos ám b ito s q u e en la c iu d a d real son p riv ativ o s de los h o m b res: la g u e rra y la p o lítica. E sta s c o m p añ eras de los g u errero s, m ujeres p riv ileg iad as, e s ta rá n exim id as, com o los m ism os g u errero s, de c u a lq u ie r a c tiv id a d q u e no sea «la g u e­ rra y to d as las ta re a s rela cio n ad a s con la p ro tecció n de la ciu ­ d a d » 7. H a rá n su v id a fu era del h o g ar, com o ellos; com o ellos, se e n tre n a r á n d e sn u d a s, «ya q u e la v irtu d les serv irá de vestidos». L a im ag en d e la m u je r q u e P la tó n nos ofrece

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en la República, es, p u es, c o m p le ta m e n te d iferen te d e la de la m u je r trad icio n a l; es, desde luego, u n a im ag en ap licab le sólo a las m u jeres del g ru p o d o m in a n te en la ciu d a d — de las o tra s, de las m u jeres de los tra b a ja d o re s , n i siq u ie ra se h a b la — , pero q u e no p o r ello d eja de rev elarse com o co m ­ p le ta m e n te n u ev a. P o rq u e si b ien es ev id en te q u e P la tó n se h a servido del m odelo e s p a rta n o p a ra d e sc rib ir a las g u e rre ­ ras q u e se e n tre n a n d e sn u d a s en el g im n asio , en cam b io n u n ­ ca se h a h a b la d o d e m u jeres e s p a rta n a s com o g u e rre ra s y menos a ú n , excepto alg u n as rein as, com o «políticas». D e igual fo rm a, a u n q u e es verosím il q u e el «m ilag ro es­ p a rta n o » esté p resen te , b ien q u e en seg u n d o térm in o , en la seg u n d a p ro p u e s ta re la tiv a a las m u jeres — «las m u jeres de n u estro s g u errero s se rá n p ro p ie d a d to d a s de todos»— , ta m ­ b ién P la tó n v a m u c h o m ás allá de lo q u e ta l vez se to le ra b a , en ciertas circ u n sta n c ia s, en la c iu d a d laced em o n ia 8. P o r­ q u e e sta c o m u n id a d de las m u jeres, q u e d is g u s ta rá a sus oyentes — el filósofo es co n scien te de ello— , está al m ism o tiem p o m uy v in c u la d a al hecho de q u e está p ro h ib id a a los g u errero s c u a lq u ie r tip o de p ro p ie d a d así com o a las p rá c ­ ticas de eug en esia d e stin a d a s a p e rp e tu a r la su p e rio rid a d del g ru p o d o m in a n te . Q u e d a en esto p a te n te lo q u e la d iferen ­ cia d e las b ro m as d e A ristó fan es en la Asamblea de las mujeres, d o n d e la c o m u n id a d d e las m u jeres e ra sin ó n im o d e lib e r­ ta d ab so lu ta. P ero ta m b ié n está claro q u e P lató n , al h ace r esto, in v e rtía u n a vez m ás las reglas b ásicas de la sociedad aten ien se, a s e n ta d a en el m a trim o n io y la p ro p ie d a d p riv a ­ da. L a in stitu ció n m a trim o n ia l y a no te n ía com o fin alid ad la p ro creac ió n de hijos legítim os a los q u e legarles el p a tri­ m onio, ya q u e p a r a los g u a rd ia n e s no ex istía y a la p ro p ie ­ d a d p riv a d a . Sin em b arg o , las relacio n es sexuales no se d e ­ ja b a n al aza r, y sólo p o d ía n n ace r hijos legítim os de las unió-

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nes co n tro la d a s p o r la ciu d ad , hijos q u e serían ta m b ié n p ro ­ p ie d a d de todos, g u errero s y g u e rre ra s 9. Sólo u n a vez so­ b re p a s a d a la e d a d de co n ceb ir (c u a re n ta años p a r a la m u ­ je r, c in c u e n ta y cinco p a ra el h o m b re) se les d e ja rá lib e rta d p a ra la u nión sexual: « C u a n d o las m u jeres y los h o m b res h a ­ y a n so b re p a sa d o la e d ad de d a r hijos al E sta d o , d ejarem o s a los h o m b res la lib e rta d de u n irse a q u ie n q u ie ra n , excepto a sus hijas, sus m a d re s, las hijas de sus hijas y las ascen ­ d ien tes de sus m a d re s; d arem o s a las mujeres la misma libertad, e x c e p tu a n d o a sus hijos, a sus p a d re s y a sus p a rie n te s en la lín ea d escen d e n te y ascen d e n te. P ero al m ism o tiem p o q u e les dejam os esta lib e rta d , les reco m en d arem o s an te to d o q u e to m en to d a clase de p recau cio n es p a ra no d a r a luz a un solo niño, a u n q u e h u b ie se sido co n ceb id o ...» 10. V em os así d e q u é m a n e ra in tro d u c ía P la tó n d e nu ev o la noción de leg itim id ad . Lo q u e ya no está ta n claro es cóm o en u n a c iu d ad sem ejan te, d o n d e n ad ie p o d ía s a b e r de q u ié n era hijo o p a d re , se p o d ría n ev ita r las un io n es in cestu o sas. P o r o tra p a rte , P la tó n era co n scien te de tal objeción y p e n ­ s a b a en la p o sib ilid ad de e stab lecer m e d id as d ra c o n ia n a s p a r a im p e d ir la u n ió n de u n p a d re con su o sus hijas, de u n a m a d re con su o sus hijos, p e ro tales m e d id as difícilm en ­ te h u b ie ra n p o d id o im p e d ir el in cesto e n tre h e rm a n o s y h e r­ m a n as. Sea lo q u e fuere, lo ún ico q u e re a lm e n te le im p o rta ­ b a e ra co n seg u ir el fin: g racias a la ex isten cia de la p ro p ie ­ d a d en co m ú n de bienes, m u jeres y n iñ o s en tre los g u e rre ­ ros, la ciu d ad se v ería lib re p a r a siem p re de procesos, de la d e sig u ald ad de las riq u ez as y d e los p erjuicios de la p o b re ­ za. S ería d efin itiv am en te u n a, en lu g a r d e e sta r d iv id id a en dos c iu d ad es en em ig as, la de los ricos y la de los p obres. Pero, p a r a lleg ar a este fin, P lató n lleg ab a al ex trem o de co n ­ ceder, si no a to d a s las m u jeres al m enos a sus g u e rre ra s, un

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lu g a r c o m p leta m en te d iferen te al q u e les co rre sp o n d ía en la sociedad griega. A h o ra b ien, no d eja de ser in te re sa n te c o m p ro b a r q u e c u a n d o P lató n , al escrib ir las Leyes, se aleja del m odelo ideal p a ra in te n ta r co n ceb ir u n a c iu d a d realizab le y re n u n c ia ex­ p líc ita m e n te al co m u n ism o de la República, n o d eja p o r ello de m a n te n e r un p a rtic u la r p u n to de v ista en lo rela tiv o al lu g a r o c u p a d o p o r las m u jeres en e sta c iu d a d posible. Se d e ­ clara, en efecto, firm em en te en c o n tra de las p rá c tic a s vig en ­ tes en su época, se in d ig n a c o n tra los tracios y otros p u eb lo s q u e 'o b lig a n a las m u jeres a re a liz a r las m ism as ta re a s ser­ viles q u e h ace n los esclavos. E n c u an to a n o so tro s, dice, a m o n to b am o s to d a s n u e s tra s riq u ez as e n tre c u a tro p ared e s y en ca rg am o s a las m u jeres q u e las a d m in istre n , y « q u e se o cu p en ad e m á s d e la d irecció n d e los telares y de todo el tr a ­ bajo d e la la n a » n . In clu so los e sp a rta n o s co n d e n a n a las jó ­ venes a la v id a d o m é stica d esp u és d el m a trim o n io , a p esar de h a b e r c o m p a rtid o con los jó v e n es la m ism a ed u cació n . P ero no h ay q u e o lv id ar q u e las m u jeres co n stitu y en la m ita d de la p o b lació n u rb a n a , c irc u n sta n c ia q u e el leg islad o r no p u e d e p a s a r p o r alto , y m enos a ú n d e s c u id a r su ed u cació n . V olvem os a e n c o n tra r, p u es, las ideas y a ex p resad as en la República relativ as a la n e ce sa ria ed u cació n co m ú n de los jó ­ venes. P ero esta vez se refiere a to d o s los « ciu d ad an o s» de la c iu d a d cuyas leyes se e stá n re d a c ta n d o , a todos los ciu ­ d ad a n o s, h o m b res y m u jeres. Y P la tó n no u tiliz a este té rm i­ no de form a casu al, y a q u e in te g ra a las m u jeres en la co­ m u n id a d cívica 12. P o r co n sig u ien te, éstas re c ib irá n e n tre n a ­ m ien to físico y ed u ca ció n m u sic al ig u al q u e los h o m b res, a u n q u e en la p rá c tic a h a y a q u e in tro d u c ir alg u n as m odifi­ caciones. «N o d ejarem o s de e x ig ir — co ncluye P lató n , o m ás bien el aten ien se q u e es su p o rtav o z en el d iálogo— que, en

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la m e d id a de lo posible, la m u je r c o m p a rta las ta re a s del h o m b re ta n to en lo referen te a la ed u cació n com o en todo lo dem ás» 13. E n tre estas « tareas» se incluye, p o r su p u esto , la activ i­ d a d g u errera. Y a hem os visto q u e P la tó n co n sid e ra b a a las m u jeres a p ta s p a r a la m ism a. Y no es q u e éstas te n g a n q u e ir a la g u e rra ; p ero al m enos tien en q u e ser cap aces de d e ­ fen d er la c iu d a d en caso de a ta q u e . P ero lo q u e h ace q u e el lu g a r de la m u je r en la c iu d ad de las Leyes sea a ú n m ás o ri­ g in al es q u e se le reconoce el d erec h o a u n a activ id a d p ú ­ blica, q u e existen m a g is tra tu ra s fem en in as (p rin c ip a l dife­ ren cia ésta con la c iu d a d de la República) 14. L as m u jeres p u e ­ d en acced er d e esta fo rm a — com o in sp ecto ras de los m a tri­ m onios, su p erv iso ras de la ed u ca ció n de los niños— a los archaí, a los p u esto s oficiales, p u esto s específicam en te fem en i­ nos, es cierto, p ero q u e les facilitan u n a p a rc e la de p o d e r en la ciu d ad , q u e les p e rm ite n p a rtic ip a r con el m ism o derech o q u e los h o m b res en los «h o n o res» , en tre los q u e d e sta c a com o m ás so rp re n d e n te la asiste n cia a co m id as en co m ún, sem ejan tes a los syssitia de los h o m b res, y con u n a fin alid ad de co n fratern iza ció n a ris to c rá tic a sem ejan te a la de éstos. F i­ n alm en te , y a u n q u e el re sta b le c im ie n to de la m o n o g a m ia las sitú a bajo la kyria d e sus esposos, las m u jeres tien en la p o ­ sib ilid ad , c u m p lien d o cierto s req u isito s, de in ic ia r acciones ju d iciales. D icho re stab lecim ien to del m a trim o n io com o b ase de la c o m u n id a d cívica no significa u n re to rn o a la re a lid a d a te ­ niense. E l m a trim o n io , así com o to d as las d em ás a c tiv id a ­ des llev ad as a cab o en la c iu d ad de las Leyes, está so m etid o a u n a e stre c h a vig ilan cia. P ero, p a ra d ó jic a m e n te , d ic h a vi­ g ilan cia o to rg a a la m u je r u n tip o de v id a q u e no te n ía en la re a lid a d a ten ien se co n te m p o rá n e a . A sí p o r ejem plo, P ía-

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tón p revé q u e los fu tu ro s esposos p u e d a n elegirse u n o al o tro p a ra q u e las u n io n es sean m ás co n v en ien tes, y q u e «se co­ nozcan» an tes del m a trim o n io . El am o r, en efecto, d eb e u n ir a am b o s esposos, y sólo las relaciones conyugales son « con­ form es a la n a tu ra le z a » . F in a lm e n te , y ésta es u n a a firm a­ ción q u e va en c o n tra de to d a s las p rá c tic a s aten ien ses, el a d u lte rio m ascu lin o es ta n c o n d en a b le com o el de la m u jer, y ni siq u ie ra está p e rm itid o el d isfru te tra d ic io n a l de las pallakaí, de las co n cu b in as. « N ad ie se a tre v e rá a to c ar a n in ­ g u n a o tra p e rso n a n a c id a lib re q u e no sea su p ro p ia esposa, ni a s e m b ra r u n a sim ien te ileg ítim a en las c o n cu b in as o in ­ fértil en los v aro n es c o n tra n a tu ra le z a » l j . U n a vez m ás nos ^ e n c o n tra m o s al niñ o en el cen tro del p ro b le m a , com o en las leyes q u e c astig an el a d u lte rio en A ten as. Sin em g arg o , es­ tas disposicio n es relativ as ta n to a la p rá c tic a del co n c u b in a ­ to com o a la de la h o m o sex u alid ad v a n en c o n tra d e to d as las p rá c tic a s h a b itu a le s en to n ces en la so cied ad aten ien se. Y surge la p re g u n ta in ev itab le: ¿debem os c o n sid e ra r a P lató n u n fem inista? S ería arrie sg a rn o s d em asiad o , y p o d ría ­ m os e n tre sa c a r, a veces a d iv in a n d o e n tre líneas, m u ch o s co n ­ ceptos que m u e stra n h a s ta q u é p u n to la im ag en tra d ic io n a l seg u ía estan d o p re se n te incluso en u n p e n sa d o r ta n poco conform ista. L as m u jeres, a p e sa r d e ser « u n a m ita d de la ciu d ad » , son, sin em b arg o , seres inferiores. A u n q u e p a rtic i­ p a n en la ed u ca ció n y en la v id a de la ciu d a d , ni recib en la m ism a ed u cació n n i acced en a los m ism os p u estos. T ie n e n u n com etid o en la g u e rra , p ero p asiv o , y las aten cio n es q u e la esposa recib e del esposo e stá n d irig id as so b re todo a ase­ g u ra r en las m ejores co n d icio n es la p ro creac ió n de hijos le­ gítim os. F in alm en te, si bien en la c iu d a d id eal de la Repúbli­ ca la m u jer g u e rre ra e s ta b a lib e ra d a de to d a activ id a d d o ­ m éstica, en la c iu d a d « seg u n d a» de las Leyes la m u je r sigue

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siendo esen cialm en te la déspoina en oikía, la señ o ra de la casa. N o es m enos cierto, sin em b arg o , q u e la m u je r o cu p a un lu g a r a p a rte , in h a b itu a l, en la u to p ía de P lató n , y q u e no es fácil sa b e r si ello se d eb e a la o rig in a lid a d del p en sam ien to del filósofo o ex p resa u n a re a lid a d n u ev a q u e el filósofo su p o c a p ta r. L a o rig in alid ad es ev id en te. B asta, p a ra co n v en cerse de ello, con re c o rd a r a su d iscíp u lo m ás fam oso y ta m b ién uno de los talen to s m ás sólidos d e todos los tiem p o s, A ristóteles. E ste no d u d a en h a c e r u n a c rítica en la Política de los m o ­ delos p ro p u esto s p o r su m aestro . H a y u n h ech o sig n ificati­ vo: p rá c tic a m e n te no se d etien e en las disposiciones re la ti­ vas a las m ujeres, ex cep to p a r a c ritic a r la c o m u n id a d in s­ ta u ra d a en la República. Y c u a n d o él m ism o e la b o ra u n p ro ­ yecto de c iu d a d id eal, las m u jeres no a p a re c e n p a ra n a d a , a u n q u e h a y a d ich o p rev ia m en te, re to m a n d o la fó rm u la de su m a estro , q u e c o n stitu ía n la m ita d de la ciu d ad . L a fu n ­ ción q u e tiene la m u je r es, seg ú n él, fu n d a m e n ta lm e n te d o ­ m éstica: tiene a su cargo la co n serv ació n de los bienes a d ­ q u irid o s p o r su m a rid o , es tra d ic io n a lm e n te la señ o ra del oikos, y su « v irtu d » , d iferen te d e la del h o m b re, no le p erm ite bajo n in g ú n co n cep to d e s a rro lla r a c tiv id a d a lg u n a en la ciu ­ d ad . Y el ejem plo de E s p a rta , cu y a d e ca d en cia se im p u ta a la riq u e z a y a la in flu en cia de las m u jeres, viene a co n firm ar este p la n te a m ie n to 16. H a lla m o s de n u ev o estos tem as en u n texto a trib u id o al m ism o A ristóteles, el Económico, a p e sa r de h ab erse co m p ro ­ b ad o q u e no es suyo. E ste texto, fechado p o r los c o m e n ta ­ rista s en los ú ltim o s decenios del siglo IV, recoge en el libro I las ideas m ás im p o rta n te s d e s a rro lla d a s p o r Je n o fo n te en su Económico. E n él se p re s e n ta al h o m b re y a la m u jer com o co m p lem e n tario s en el seno de la fam ilia: « L a n a tu ra le z a h a

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crea d o u n sexo fu erte y u n sexo d éb il, d e fo rm a q u e u n o sea m ás d a d o a e s ta r so b re aviso p o r ca u sa de su te n d e n c ia al te m o r y el o tro sea m ás cap az, en ra z ó n de su v irilid a d , de rep eler al ag reso r; q u e u n o p u e d a tra e r los bienes de fuera, q u e el o tro cuide de lo q u e h ay en casa; y en c u an to al re ­ p a rto del tra b a jo , u n o es m ás ap to p a r a llev ar u n a v id a se­ d e n ta ria y carece de la fu erza suficiente p a r a o cu p arse de las ta re a s de fuera, m ie n tra s q u e el o tro , m enos d a d o a la tr a n ­ q u ilid a d , consigue a lc a n z a r la p le n itu d v ital en los tra b a jo s activos. F in a lm e n te , p o r lo q u e co n ciern e a los hijos, los dos sexos p a rtic ip a n en su co ncepción, p ero el b ien de los m is­ m os req u ie re de c a d a u n o de los dos p a d re s u n co m etid o p a r ­ ticu lar: u no se c u id a rá d e criarlo s, el o tro de ed u carlo s» 17. E n el libro I I I del m ism o tra ta d o , u n a co m p ilació n de ép o ­ ca ta rd ía , ap a re c e la tra d ic io n a l oposición e n tre la m u jer c o n sa g ra d a a las ta re a s d e la casa y el h o m b re , cu y a activ i­ d ad está v o lc ad a p o r co m p leto fu era de la m ism a. Y se ex­ h o rta im p e ra tiv a m e n te a la m u je r a o b ed ecer a su m a rid o «sin o cu p arse p a ra n a d a d e los asu n to s de la ciu d ad » 18. Se hace referen cia a los g ra n d e s héroes del m ito y de la ep o p e­ y a, y es p o r su p u esto P en élo p e la q u e se p o n e com o ejem plo d e m odelo d e las v irtu d e s fem en in as, m ie n tra s q u e U lises, p o r su p a rte , se p re s e n ta com o el esposo m odelo, cap a z de resistir a los e n ca n to s de C alip so p a r a volver ju n to a su q u e ­ rid a esposa. N o se p u ed e n eg ar, p u es, la o rig in a lid a d de P lató n con resp ecto al p e n sa m ie n to co n tem p o rán eo . A l co n ced erle a la m u je r u n lu g a r en la ciu d a d , ro m p ía a cien cia cie rta con los valores trad icio n a les. ¿A caso h a y q u e ir m ás lejos y su p o n e r q u e e sta r u p tu r a no era sino la ex p resió n de u n a re a lid a d n u ev a, presag io d e la ép o ca h elen ística, q u e P lató n su p o c a p ­ ta r m ejo r q u e los d em ás? Es difícil decirlo. C ie rta m e n te he-

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m os p o d id o d e sc u b rir, al e s tu d ia r la con d ició n real de la m u ­ je r en la A ten as del siglo IV, alg u n o s signos de u n a m ay o r a u to n o m ía con relació n a su fu n ció n d o m é stica secular. P ero esta a u to n o m ía se situ a b a al m a rg e n de la so cied ad cívica trad icio n a l: la m u je r p o b re o b lig a d a a tr a b a ja r fu era p a ra g a­ n a rse la v id a, la c o rte sa n a e x tra n je ra , alg u n as ricas « ciu d a­ d a n a s» . E sta s desv iacio n es con resp ecto al m odelo de la m u ­ j e r señ o ra del oikos reflejan la existen cia de tran sfo rm acio n es en el seno de la so cied ad , d esd e luego, p ero no p o n e n en a b ­ soluto en tela de ju ic io la con d ició n de la m u jer en la ciu d ad . N o so rp re n d e , p u es, q u e en estas con d icio n es las re p re ­ sen tacio n es de la m u je r se h a y a n q u e d a d o a n q u ilo sa d a s en la tra d ic ió n q u e se elab o ró en los inicios de la h isto ria de la c iu d a d griega. D e d ic a d a ex clu siv am en te a las ta re a s d o m és­ ticas, ex clu id a d e las decisiones p o líticas, in ferio r al h o m b re ta n to en el te rre n o m o ral com o en el in telec tu al, llen a d e v i­ cios específicam en te fem eninos com o la astu cia, la m e n tira , la em b riag u ez, u n a sen su a lid a d ex ac erb ad a: así se nos m u es­ tra la m u je r g rieg a a trav és de la p oesía, el te a tro , el d isc u r­ so político o ju ríd ic o . Sólo a veces se d ejan oír alg u n as voces aislad as, no p a r a d efen d erla, sino p a r a reco n o cerle alg u n as cu alid ad e s q u e p o d ría n ser útiles a la c o m u n id a d , p a r a re ­ c o rd a r que, d esp u és d e to d o , las m u jeres co n stitu y en la m i­ ta d d e la c iu d a d y q u e sería p eligroso h a c e r caso om iso de esta re a lid a d . P ero es ev id en te ta m b ié n lo q u e im p lica d ic h a p reo cu p a ció n : q u e en las elab o racio n es de alg u n o s teóricos la c iu d ad h a g a n a d o la p a r tid a d efin itiv am en te a la a n tig u a e s tru c tu ra fam iliar del oikos, en la q u e la m u je r o c u p a b a u n lu g a r m uy preciso. N o es u n a c a su a lid a d el h ech o de q u e P la ­ tón, c re a d o r de u n a c iu d a d « to ta lita ria » , sea ta m b ié n el p ri­ m ero en o to rg a r a las m u jeres u n lu g a r en la ciu d ad . Y así com o las reflexiones so b re la c iu d ad y el c iu d a d a n o ap are -

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cen en el m o m en to en q u e la c iu d a d a n ía g rieg a se v acía de su co n ten id o real, así ta m b ié n es a h o ra c u a n d o la m u je r d eja de ser co m p eten c ia exclusiva del á m b ito « p riv ad o » p a r a co n ­ v ertirse, p a r a alg u n o s teóricos, en p a rte in te g ra n te de la ciu­ d a d , y c u a n d o a p a re c e sim u ltá n e a m e n te en el len g u aje ju r í­ dico y en el d iscu rso filosófico, com o signo co n creto de d i­ ch a in teg ració n , el té rm in o politis, fem en in o de polites, q u e h ace d e la m u je r g rieg a, v e rb a lm e n te a l m enos, u n a «ciu­ dadana».

C O N C L U S IO N

U n a vez fin alizad o este reco rrid o a trav és de la lite ra tu ra griega, ¿qué conclusiones p o d em o s sa c a r en lo relativ o a la condición de la m u je r grieg a y a la fo rm a en q u e los m ism os griegos p erc ib ía n d ic h a condición? L a p rim e ra es d e u n a evi­ d en cia irrefu tab le: el m u n d o griego a n tig u o es a n te todo un m u n d o de h o m b res, y la v id a p ú b lic a del h o m b re griego se m ueve en tre dos polos, la g u e rra y la política. D esde la épo­ ca de los héroes h a s ta la de A lejan d ro son los h o m b res q u ie ­ nes h acen la g u e rra , y es ésta la q u e tien e en sus m an o s el d estin o de las ciu d ad es, la evolución de las so cied ad es,, las heg em o n ías y las d ecad en cias. C o n ta r la h isto ria del m u n d o griego es c o n ta r u n a h isto ria q u e tiene com o únicos p ro ta ­ gonistas a los h o m b res, u n a h isto ria re la ta d a p o r h o m b res p a ra h om bres.

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D esde luego la m u je r no es algo in ú til en este m u n d o de h o m b res. El h o m b re no p u ed e re p ro d u c irse sin su a y u d a ni a s e g u ra r la tra n sm isió n de su p a trim o n io y la c o n tin u id a d de la ciu d ad . Y a u n q u e es p osible im a g in a r u n a re p ro d u c ­ ción a s e x u a d a en el m u n d o del m ito o la ley en d a, en el m u n ­ do real h ay q u e c o n ta r con lo q u e hay : es en el v ie n tre de la m u je r d o n d e se d e sa rro lla la sim ien te m a scu lin a. P ero este « m al necesario» e s ta rá m a rc a d o p a r a siem p re de u n estig ­ m a negativo . E n la c iu d a d de los h o m b res se sitú a a la m u ­ je r al la d o de to d o aq u ello q u e p o n e en pelig ro el o rd e n es­ tablecido: lo salvaje, lo in m a d u ro , lo h ú m e d o , lo b á rb a ro , lo som etido, lo tira n iz a d o r. A h o ra bien, al p a s a r del m u n d o de las rep resen tacio n e s al m u n d o real, no se p u e d e o b v ia r el hech o de q u e las m u ­ je re s co n stitu y en « la m ita d de la ciu d ad » . Es necesario, p o r consiguiente, con ced erles u n lu g a r d e n tro de la so cied ad , y es así com o el m a trim o n io se co n v ierte en u n o de los fu n d atos de la le g itim id ad cívica. Sin em b arg o , y a hem os visue la in stitu ció n m a trim o n ia l no recib ió n u n c a la sanju ríd ic a q u e sí le h a n o to rg ad o o tra s sociedades. El m a ­ trim o n io sigue sien d o u n acto p riv a d o q u e u n e dos «casas», a u n q u e so b re él se fu n d a m e n te la leg itim id ad . D eb em o s, no o b sta n te , h a c e r dos o bservaciones: p o r u n lad o , el m u n d o griego de la ép o ca clásica no llegó n u n c a a e la b o ra r u n d e­ rech o c o m p arab le a lo q u e será el d erec h o ro m a n o de la ép o ­ ca im p erial. D e a h í las d ificu ltad es con las q u e se en fren ta el h isto ria d o r q u e tr a ta de re c o n s tru ir rac io n a lm e n te u n d e ­ rech o griego e in clu so u n d erec h o aten ien se. P ero p o r o tro lado, n o es m enos cierto qu e, al m en o s en A ten as y a p a rtir del siglo IV, se elab o ró u n a legislación a la q u e rem itirse an te los trib u n ales, legislación q u e re g la m e n ta b a la tran sm isió n de bienes en el seno de la fam ilia y d e n tro del m a rc o de las

3

CONCLUSION

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co stu m b res m a trim o n ia le s an tig u a s, el d estin o d e la m u jer v iu d a , d iv o rc ia d a o jo v e n h ered e ra . A los aten ien ses les co m ­ p lacía, sin d u d a alg u n a, h a c e r re m o n ta r esta legislación a So­ lón e incluso a D racó n , y no se excluye la p o sib ilid ad de q u e alg u n as disposiciones se h a y a n ela b o ra d o d esd e los co m ien ­ zos de la ciu d ad . P ero, p o r lo q u e se d ed u ce, p o r ejem plo, de los alegatos de los o rad o res de finales del siglo V y del IV, p arec e claro q u e el d erech o es el re su lta d o de p rácticas m ás o m enos h a b itu a le s q u e se h a n ido co n v irtien d o poco a poco en ley. G racias a todo lo a n te rio r se h a p o d id o d escrib ir cuál era la condición de la m u je r aten ien se, a u n q u e siguen ex istien ­ do n u m e ro sa s lag u n as. P ero, ¿qué su ced e con las d em ás? A p e sa r de c o n ta r con alg u n o s d ato s ex tra íd o s d e a q u í y de allá, la m a y o ría de las veces h em o s d e co n fesar n u e s tra ig­ n o ra n c ia al respecto. D ejem os de lado, com o u n a excepción q u e es, el caso de E s p a rta , y tal vez el d e ciu d ad es cretenses com o G o rtin a , cuyas in scrip cio n es a p o rta n a lg u n a luz sobre la o rg an iz ació n fam iliar, y so b re todo so b re la tran sm isió n y le g itim id ad de los bienes. P o r lo q u e resp ecta al resto del m u n d o griego, sólo se p u e d e n o frecer h ip ó tesis. P ero nos q u e d a n las im ág en es, las q u e a d o rn a n las p a ­ redes de los vasos, las q u e evocan las fig u ras de las diosas v e n e ra d a s p o r d o q u ie r, las m ás m o d e stas de los relieves fu­ n erario s o de las tu m b a s. El m u n d o griego e ra u n conglo­ m e ra d o de p u eb lo s y de ciu d ad es y c a d a u n o de ellos te n ía sus p ro p ias leyes y sus p ro p ia s co stu m b res. P ero to d as ellas te n ía n en co m ú n u n a c ie rta concepción del h o m b re y de lo divino. B asta leer a H e ro d o to p a r a co nvencerse de q u e, fren ­ te al m u n d o b á rb a ro , los griegos fo rm a b a n un co n ju n to de pueblos q u e se reco n o cía en u n m ism o sistem a de valores, valores q u e los aedos h a b ía n ido e la b o ra n d o d esd e los orí-

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genes de la c iu d ad grieg a. Es cierto q u e la c iu d a d h a b ía in ­ tro d u c id o elem entos p e rtu rb a d o re s en el seno de los valores aristo crático s. P ero am b o s tipos de v alo res, los nuevos y los an tig u o s, se fu n d ía n en u n o p a ra h a c e r de la fam ilia en el seno d el oikos el fu n d a m e n to de la so cied ad . U n a fam ilia a la vez d iferen te y c e rc a n a a la q u e n o so tro s conocem os. D i­ ferente p o rq u e , a u n q u e la m o n o g a m ia e ra la n o rm a casi ge­ n eral, no p o r ello q u e d a b a ex clu id a la ex isten cia de co n cu ­ b in as y de hijos ilegítim os en el seno del oikos. P ero cerc an a en el sen tid o de q u e los vínculos q u e u n ía n a m a rid o y m u ­ je r, a p a d re s e hijos, no e ra n sólo ju ríd ic o s, y a q u e e sta b a n p resen tes sen tim ien to s com o el afecto, los celos o el re sen ti­ m iento. N o es u n a co in cid en cia el h ech o d e q u e los m itos griegos se h a y a n u tiliz ad o d esd e este p u n to d e v ista p o r aquellos q u e e s c ru ta n los m isterios d el alm a, psicólogos y p sico an alistas. Q u e d a u n ú ltim o p ro b le m a q u e hem os a b o rd a d o sólo su^ r ñ q i a lm e n te , el de la sex u alid ad . C reo q u e h ay q u e d es­ p re n d e rse de la a b s u rd a convicción de q u e «a los griegos no les g u s ta b a n las m u jeres» . P o rq u e a u n q u e existe, y a lo h e­ m os visto, u n a tra d ic ió n m isó g in a en el p e n sa m ie n to griego, a u n q u e ad em ás to d o lo q u e se h a d ich o y escrito so b re la p e­ d e ra stía o la h o m o sex u alid ad g rieg a se b a s a en evidencias, no es m enos cierto q u e los griegos de la A n tig ü e d a d eran h o m b res com o los d em ás, y q u e las m u jeres no e ra n sólo p a ra ellos m eras re p ro d u c to ra s n ecesarias p a r a la su p erv i­ vencia d e la especie, sino ta m b ié n seres a tra c tiv o s, sed u cto ­ res, am ab les, objetos de p la c e r p ero ta m b ié n de p asió n am o ­ rosa. T a l vez A fro d ita no era g rieg a de n acim ien to . N o p o r ello se le n e g a b a u n lu g a r im p o rta n te en el p a n te ó n de los griegos, y las co rte sa n as no e ra n las ú n icas en re n d irle cul­ to. E sto no q u ita n a d a a la o rig in alid ad de la con d ició n fe-

CONCLUSION

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m e n in a en el m u n d o griego; so lam en te in v ita a ser p ru d e n ­ tes c u a n d o se a b o rd a un te m a com o éste. Y llegam os al final. L a m u jer, d e sp ro v ista de e s ta tu to p o ­ lítico p erso n al, está c o n sid e ra d a com o u n a m e n o r en el m u n ­ do de las ciu d ad es griegas. Y seg u irá siendo u n a m e n o r h a s ­ ta el final de la ép o ca clásica. P ero com o g a ra n tiz a la re p ro ­ d u cció n de la c iu d a d al d a r a su esposo hijos legítim os, la m u jer « c iu d a d a n a » o c u p a en la so cied ad cívica u n lu g a r es­ p ecial q u e p a ra d ó jic a m e n te se h a r á m ás firm e a m e d id a q u e los valores políticos v ay an d e b ilitá n d o se en la ciu d ad . E n c u a n to a las d em ás m u jeres, aq u ellas q u e p o r n acim ie n to o p o r o tra razó n e s ta b a n m a rg in a d a s de la ciu d ad , no e sta b a n ni m ejor ni p eo r co n sid era d as q u e las o tras categ o rías de m a rg in ad o s. E n re su m id a s cu en tas, es in te re sa n te reco n o cer, al té rm in o d e u n estu d io so b re la m u je r griega, lo q u e sigue siendo lo esencial d e la civilización griega: la C iu d a d .

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NOTAS

CAPITULO 1 1 J. P. Vernant, «Le Mariage», Mythe et Sodéte en Gréce andenne, París, 1974, p. 62; cf. igualmente E. Scheid, «II Matrimonio omerico», Dialoghi di Archeologia, I, 1980, 60-73. 2 litada, IX, 146; 288-290. 3 Sobre el carácter particular del reino de Alcínoo, lugar de paso en­ tre el mundo real y el mundo mítico de los relatos, cf. C. P. Segal, «The Phaeacians and the Symbolism of Odysseus’ Return», Arion, 1 (4), 1962, pp. 17-63, y P. Vidal-Naquet, «Valeurs religieuses et mythiques de la terre et du sacrifice dans UOdyssée», Problemes de la teñe en Gréce andenne (M. I. Finley ed.), París, 1973, pp. 285 ss. En cuanto al caso de Nausícaa, J. P. Vernant cree que manifiesta una crisis del sistema «normal», que pue­ de resolverse mediante la práctica de la endogamia; lo mismo sucede en el caso de Esqueria, ya que el mismo Alcínoo tiene como esposa a su so­

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brina Areté. Vernant {op. cit., p. 74) da otros ejemplos tomados del mito y de la leyenda, en los que ve reflejado el modelo mítico de lo que será en la época clásica el epiclerato. 4 Cf. litada, XVI, 325 ss. Vernant, op. cit., p. 70; cf. igualmente M. I. Finley, «Marriage, Sale and Gift in the Homeric World», Revue Inter­ nationale des Droits de VAntiquité, 3.a serie, II, 1955, pp. 167—194. 5 Sobre el derecho matrimonial de la época clásica, cf. Vernant, op. cit., pp. 55 ss., y A. R. W. Harrison, The Law of Athens. The Family and Property, Oxford, 1968, pp. 1-60. 6 Odisea, IV, 12-15. 7 Ibid., XIV, 203. 8 ¡liada, II, 296-297. 9 Ibid., IX, 338 ss. 10 Ibid., VI, 450-455. 11 Odisea, V, 153-154. 12 Ibid., V, 209-210. 13 Ibid., X III, 42-45. 14 Para este problema, conviene releer el libro de M. I. Finley, The World of Odysseus, 2.a ed., Nueva York, 1977, y más especialmente pp. 100 ss. 15 Riada, VI, 85-91. 16 Odisea, XXIII, 353-360. 17 Iliada, III, 125 ss. 18 Ibid., VI, 490 ss. 19 Odisea, IV, 297 ss. 20 Ibid., III; 465 ss. 21 Ibid., XXI, 5 ss. 22 Ibid., XV, 376 ss. 23 Ibid., IV, 50 ss. 24 Volveremos sobre el tema más adelante, en el capítulo dedicado a la mujer ateniense. 2ñ Sobre el concepto del buen jefe tal como se desarrolla en el siglo IV, y especialmente en la obra de Jenofonte, cf. Gl. Mossé, La Fin de la démocratie athénienne, París, 1962, pp. 375 ss. CAPITULO 2 1 Sobre las transformaciones del mundo griego en la época arcaica, consúltese principalmente M. I. Finley, Les Premiers Temps de la Grece, Pa­

NOTAS

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rís, Maspero, 1973; A. Snodgrass, Archaic Greece, Londres, 1980; O. Murray, Early Greece, Glasgow, 1980. 2 Sobre la Jonia, cf. G. L. Huxley, The Early Ionians, 1966; sobre el nacimiento del pensamiento griego y las primeras especulaciones filosó­ ficas, existe una importante bibliografía. La obra más sugestiva sigue siendo la de J. P. Vernant, Les Origines de la pensée grecque, París, PUF, 1962. 3 Sobre la colonización griega, remito a mi libro La Colonisation dans VAntiquité, París, Nathan, 1970, donde puede encontrarse una bibliogra­ fía más detallada. 4 Es interesante citar a este respecto una afirmación de Aristóteles, Política, III, 2-3: «La definición del ciudadano como alguien nacido de un ciudadano y una ciudadana no puede aplicarse a los primeros habi­ tantes o fundadores de una ciudad». 5 Sobre las tradiciones relativas a los orígenes de Locros Epizefirios y su relación con la «ginecocracia», cf el artículo de P. Vidal-Naquet, «Esclavage et gynécocratie dans la tradition, le mythe, Putopie», en Le chasseur noir, París, Maspero, 1981, pp. 276 ss. 6 Sobre esta «crisis agraria» y sus implicaciones, cf Ed. Will, «La Gréce archai'que», Deuxiéme Conférence Internationale d’histoire économique, vol. I, Commerce et politique dans VAntiquité, París, Mouton, 1965; M. Detienne, Crise agraire et Attitude religieuse chez Hésiode, Latomus, vol. LXVIII, Bruse­ las, 1963. 7 Cf. mi libro La tyrannie dans la Gréce antique, París, PUF, 1970. 8 L. Gernet, «Mariages de tyrans», en Antkropologie de la Gréce antique, París, Maspero, 1968, pp. 345 ss. 9 Herodoto, VI, 126-130. 10 Id., 1,61; V, 94; Aristóteles, Constitución de Atenas, 17, 3. 11 Herodoto, III, 50-53. 12 Dionisio de Halicarnaso, Antigüedades romanas, VII, 8. 13 Justino, Historias filípicas, XVI, 4, 2 ss. 14 Polibio, XVI, 3; Tito Livio, XXXIV, 31. 15 Sobre la historia de Atenas en la época clásica, ver Ed. Will, Le Mondegrec et VOrient, t. I, Le V Siécle, París, PUF, 1972; Ed. Will, Gl. Mossé, P. Goukowsky, id., t. II, Le IV Siécle et l’époque hellénistique, París, PUF, 1975. 16 Se puede sacar esta conclusión gracias a una indicación hecha por Plutarco en la Vida de Poción: cuando, en el año 322, se privó de la ciu­

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dadanía «activa» a todos aquellos cuyos bienes no alcanzasen el valor de dos mil dracmas, doce mil de los veintiún mil atenienses que constituían entonces la ciudad fueron seguramente afectados por esta medida. 17 Sobre el lugar y la importancia de los esclavos en Atenas, se han formulado opiniones contradictorias. Cf. para estos problemas el libro de M. I. Finley, Esclavitud antigua e ideología moderna. Barcelona, Crítica 1982 y el de Y. Garlan, Les Esclaves en Grece ancienne, París, Maspero, 1982. 18 Sobre la importancia de este empleo nuevo, cf. infra, donde volve­ mos a tratar el tema. 19 Contra Ajobo, I, 4-5. 20 Sobre este punto, remitimos a A. R. W. Harrison, The Law of Atkens, I, The Family and Property, Oxford, 1968, así como al reciente artícu­ lo de J. Modrzejewski, «La Structure juridique du mariage grec», Scritti in more di Orsolina Montevecchi, Bolonia, 1981, pp. 231 ss. 21 Demóstenes, Contra Macártato, 54. 22 Sobre el problema de la dote y de las garantías hipotecarias que la acompañaban, remitimos al libro de M. I. Finley, Studies in Land and Credit in Ancient Athens, New Brunswick, 1952, pp. 44 ss. Cf. igualmente H. J. Wolíf, Real Encyclopadie, X X III A, 1957, pp. 133-170; D. M. Schaps, Economic Rights of Women in Ancient Greece, 1979, y más adelante, Apén­ dice I. 23 En el discurso Contra Neera, del que volveremos a hablar, se men­ ciona a un tal Estéfano que emprende una demanda contra su yerno. Este, en efecto, ha repudiado a su esposa, pero se ha negado a restituir la dote con el pretexto de que su mujer no era la hija legítima de Estéfano. 24 En el artículo citado supra n. 20, J. Modrzejewski señala (pp. 244-246) que para la pallaké, la concubina, no existe transferencia de la kyria, que sigue estando en posesión del padre, del hermano o del tutor legal. Se daría en este caso una disparidad absoluta con el caso de la es­ posa legítima. Me pregunto si la posibilidad que tiene la mujer de inten­ tar una demanda de divorcio por mediación de su kyrios primitivo no im­ plica que incluso en el caso de la esposa legítima hubiera transferencia total de la kyria. 25 La ley, atribuida a Dracón y citada por Demóstenes en el discurso Contra Aristócrates, 53, establecía que aquel que matase a un hombre sor­ prendido en flagrante delito con su esposa, su madre, su hermana, su hija o su concubina no sería perseguido. Se colocaba de esta manera a la concubina a la misma altura que las demás mujeres del oikos, pero por

NOTAS

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el hecho de haber sido escogida «para tener hijos libres». Así pues, lo más importante era la legitimidad del hijo con relación al padre. Cf. asi­ mismo Lisias, Defensa de la muerte de Eratóstenes, 31. 26 Eso fue precisamente lo que hizo el pleiteante del discurso de Li­ sias. Pero el hecho de que se haya interpuesto una demanda contra él es un indicio de que, en la época clásica, era cada vez más difícil admitir que un individuo pudiera hacerse justicia por su mano sin recurrir a las instancias jurídicas de la ciudad. 27 El discurso Contra Neera aporta la prueba de ello: cuando Estéfano sorprende en flagrante delito a un tal Epainetos con la que él hace pasar por hija suya, le reclama también dinero (Contra Neera, 65). 28 Demóstenes, Contra Eubúlides, 35; 45. 29 Lisias, Contra Filón, 21. 30 Demóstenes, En defensa de Formión 14. 31 Demóstenes, Contra Espudias, 3-4; 9; cf las observaciones de Louis Gernet, Notice, pp. 53-54. 32 Sobre los metecos atenienses y su situación, consúltese en esta oca­ sión Ph. Gauthier, Symbola. Les Etrangers et la Justice dans les cites grecques, París-Nancy, 1972, y D. Whitehead, The Ideology of the Athenian Metic, Cambridge, 1977. 33 El discurso Contra Neera nos aporta una prueba esclarecedora. El pleiteante cuenta que Lisias, tras hacer venir a Atenas a su amante, la cortesana Metanira, con ocasión de las fiestas de Eleusis, no quiso reci­ birla en su casa, porque le habría dado vergüenza presentársela a su ma­ dre que vivía con él ( Contra Neera, 22). 34 Plutarco, Vida de Feríeles, 5 ss., 9-10; Platón, Menéxeno, 235 ss. 35 Plutarco, Vida de Foción, 22, 1-3. 36 Entre los numerosos estudios dedicados a la comedia nueva, des­ tacaremos dos artículos: el de Claire Préaux, «Ménandre et la société athénienne», Chroniques d’Egypte, XXXII, 1957, y el de L. A. Post, «Women’s Place in Menander’s Athens», TAPA, 1940, así como el libro de A. W. Gomme y H. Sandbach, Menander, A Commentary, Oxford, 1973. 37 Jenofonte, Memorables, II, 7, 6. 38 Es el caso de Neera, que fue comprada por Nicarete junto con otras seis muchachas para dedicarla a la prostitución (Demóstenes, Con­ tra Neera, 18). 39 Demóstenes, Contra Evergoy Mnesíbulo, 55-56. 40 Existe una bibliografía considerable sobre Esparta. Se puede con­

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sultar, en último término, P. Oliva, Sparta and her Social Problem, Praga, 1971, y el artículo de M. I. Finley, «Sparta and Spartan Society», en Economy and Society in Ancient Greece, Londres, 1981; sobre el «milagro espar­ tano», sigue siendo muy interesante el libro de P. Ollier, Le Mirage spartiatey París, 1933. 41 De hecho Plutarco recoge aquí las disposiciones imaginadas por Platón en la República y en las Leyes, y las aplica a las mujeres esparta­ nas. Cf. Infra p. 144 ss. 42 Sobre los rasgos particulares de los ritos de iniciación en Esparta, cf. H. Jeanmaire, Couroi et Cometes, París, 1939, pp. 463 ss.; cf. igualmen­ te las observaciones de P. Vidal-Naquet, «Le Cru, l’Enfant grec et le Guit», Le Chasseur noir, pp. 200 ss. 43 Sobre la degradación de la vida espartana y la necesidad de recu­ rrir a los ilotas, es de gran interés la lectura del libro de Plutarco, Vida de Agis y Cleómenes. Sobre Nabis, rey de Esparta a finales del siglo III, cf. Cl. Mossé, La Tyrannie dans la Grece antique, pp. 179 ss.

CAPITULO 3 1 Teogonia, v. 569 ss. Ed. española de A. Pérez y A. Martínez. Ed. Gredos, Madrid, 1983. 2 Los trabajos y los días, v. 57 ss. Ibid. 3 Ibid., v. 65 ss.; 90 ss. 4 Teogonia, v. 603 ss. 5 Sobre el papel del poeta «maestro de verdad», cf. M. Detienne, Les Maitres de verité dans la Grece archáique, París, Maspero, 1967. 6 Cf. Linda S. Sussmann, «Labor, Idleness and Gender Definition in Hesiod Beehive», Arethusa, XI, 1978. Sobre la importancia de las «eda­ des oscuras» para el desarrollo de la agricultura, cf. A. Snodgrass, The Dark Age o f Greece, Edimburgo, 1971, pp. 379-380. 7 Los trabajos..., v. 376. 8 «Sobre la estirpe de las mujeres y algunas de sus tribus», Arethusa, XI, 1978, pp. 43-87, reproducido en Les Enfants d3Athéna, París, Maspe­ ro, 1981, pp. 75 ss. 9 Les Enfants d’Athéna, p. 97. 10 Ibid., p. 106. 11 Cf. Safo, Alcée, París, CUF, 1937, Notice, p. 163.

NOTAS

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12 Safo, Poesías (Ed. de G. García Gual, Antología de la poesía lírica grie­ ga. Siglos VII-IVa.C., Alianza Ed., Madrid, 1983).

CAPITULO 4 1 Suplicantes, v. 1-11. 2 Ibid., v. 748-749. 3 Agamenón, v. 861-873. 4 Ibid., v. 918-920. 5 Euménides, v. 658-661. 6 Ibid., v. 736-738. 7 Antígona, v. 484-485. 8 Ibid., v. 904-912. 9 Ibid., v. 916-918. 10 Traquinias, v. 155-163. 11 Ibid., v. 443-448. 12 Ibid., v. 459-463. 13 Ibid., v. 539-553. 14 Sobre el clima político en Atenas a finales del siglo V, cf. Ed. Will, Le Monde grec et l’Orient, t. I, Le V siecle, pp. 359 ss., 470 ss. Sobre el conflicto trágico y su alcance, cf. J. P. Vernant, «Tensions et ambigui'tés dans la tragédie grecque», en J. P. Vernant y P. Vidal-Naquet, Mythe et Tragédie en Grece ancienne, París, Maspero, 1972, pp. 19 ss.; cf. igualmente S. Said, La Faute tragique, París, Maspero, 1978. 16 Electra, v. 1032-1040. 17 Medea, v. 230-251; sobre este paralelo entre la guerra y el parto, cf. N. Loraux, «Le Lit, la Guerre», LHomme, XXI, I, enero-marzo 1981, pp. 37-67, y más especialmente pp. 43 ss. 18 Ifigenia en Táuride, v. 220-225. 19 Electra, v. 74-76. 20 Ifigenia en Aulide. 21 Ifigenia en Táuride, v. 1298. 22 Medea, v. 407-409. 23 Ibid., v. 573-575. 24 Hipólito, v. 616-642. 25 Medea, v. 410-420.

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26 Es el título mismo del libro de W. Gomme, The People of Aristophanes. A Sociology of Oíd Attic Comedy, 2.a ed., Oxford, 1951. 27 Cf. Sobre este aspecto de la obra de Aristófanes, «Aristophane, les femmes et la cité», Cahiers de Fontenay, n.° 17, París, 1979. 28 Lisístrata, v. 1185-1186. 29 Ibid., v. 46-48. 30 Cf. el artículo de N. Loraux, «L’Acropole comique», en Les Enfants d’Atke'na, pp. 157-196. 31 Lisístrata, v. 567-570. 32 Tesmoforlantes, v. 385 ss. 33 Ibid., v. 473 ss. 34 Ibid., v. 549 ss. 35 Ibid., v. 780 ss. 36 Asamblea de las mujeres, v. 210-238. 37 Ibid., v. 597-598; 605. 38 Cf. infra p. 144 ss. Se admite generalmente que la Asamblea de las mujeres se representó en las leneas del año 392, es decir, seis años antes de que Platón compusiera el diálogo de la República. No hay por lo tanto una crítica directa de las ideas del filósofo. Pero es posible que el asunto de la comunidad de las mujeres haya sido un tema debatido en los me­ dios intelectuales de Atenas a finales del siglo V y a comienzos del siglo IV 39 Asamblea de las mujeres, v. 673-675. 40 Sobre los acontecimientos de este período, consúltese W. Ferguson, Hellenistic Athens, Londres, 1911, pp. 1-94; Cl. Mossé, Athens in De­ cline, Londres, 1973, pp. 102-119. 41 Misántropo, v. 302-309. 42 Escudo, v. 262-267. CAPITULO 5 1 Sobre la utopía griega, cf. el artículo de M. I. Finley, «Utopianism ancient and modern», en The Use and Abuse of History, Londres, 1975, pp. 178-192 (trad. española. Barcelona, 1977). 2 Política, II, 1260 b 27 ss.; sobre Faleas de Calcedonia, 1266 a 30 ss.; sobre Hipodamo de Mileto, 1267 b 22 ss. 3 Política, II, 2, 1261 a 9 ss. 4 República, III, 22, 416 d.

NOTAS

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5 Ibid., V, 3, 451 d. 6 Ibid., V, 5, 455 d-e. 7 Ibid., V, 6, 457 a. 8 Cf. supra, p. 91 ss. 9 República, V, 7, 457 c-d. 10 Ibid., V, 9, 461 b-c. 11 Leyes, VII, 805 e. 12 Ibid., VII, 813 c, donde se habla de los «ciudadanos, hombres y mujeres». Sobre el empleo del término politis para designar a la mujer «ciudadana», cf. Cl. Mossé, R. Di Donato, «Status e/o Funzione, Aspetti della condizione della donna-cittadina nelle orazioni civili di Demostene», Quaderni di Storia 17, 1983, p. 151 ss. 13 Leyes, VII, 805 d. 14 Sobre las supervisoras de los matrimonios, cf. VI, 784 a. Para el término arché aplicado a las funciones específicamente femeninas, cf. VI, 785 b y VII, 794 b. 15 Leyes, V III, 841 d. 16 Política, II, 9, 1269 b, 12-1270 a, 29. Para Aristóteles, el «desen­ freno» de las mujeres espartanas es la causa de la decadencia de la ciu­ dad lacedemonia, a pesar de que en lo relativo al manejo de las dotes y de las herencias, es en sus manos donde se concentran los bienes raíces. 17 Psudo-Aristóteles, Económico, I, 4. 18 Ibid., III, 1.

APENDICES 1 Cf. H. J. Wolff, «Marriage, Law and Family Organization in Ancient Athens», Traditio, 2, 1944, pp. 43-95; Harrison, The Law of Athens, I, The Family and Property, pp. 45-60; D. M. Schaps, Economic Rights ofWomen in Ancient Greece, pp. 74-88; 99-107. 2 Cf. la discusión en Schaps, op. cit., pp. 101-105. 3 Ibid., p. 100. 4 De hecho, los importes de las dotes conocidos gracias a los orado­ res o a las inscripciones, especialmente las limitaciones hipotecarias ate­ nienses, raramente sobrepasan un talento. Solamente en la comedia nue­ va aparecen mencionadas dotes superiores a un talento, lo que ha lleva­ do a algunos críticos a suponer que eran una muestra de la exageración

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propia del género cómico. Pero también se ha podido demostrar que los personajes representados en el teatro de Menandro pertenecían a las ca­ pas más ricas de la sociedad: cf. L. Casson, «The Athenian Upper Class and New Comedy», TAPA, 106, 1976, pp. 29-59. 5 Cf. Lisias, XIX, 59, donde el pleiteante recuerda las sumas gasta­ das por su padre para dotar a las hijas o a las hermanas de ciudadanos pobres; la ley sobre las epícleras pobres es citada por Demóstenes, Contra Macártato, 54. 6 «Le Mariage», en Mythe et Société en Grece ancienne, París, 1974, pp. 65 ss. 7 «Marriage, Sale and Gift in the Homeric World», RIDA, 3.a serie, 2, 1955, pp. 167-194 (Economy and Society in Ancient Greece, Londres, 1981, pp. 233-248). 8 Herodoto, VI, 126 ss. Como los héroes de la leyenda o de la epo­ peya, Clístenes había organizado entre los pretendientes a la mano de su hija concursos gimnásticos y musicales que duraron un año entero. 9 Plutarco, Vida de Solón, 20, 6. 10 Ver S. Pomeroy, Goddesses, Whores, Wives and Slaves. Women in Classical Antiquity, Nueva York, 1975 (trad. española, Madrid, 1987); puede consultarse también R. Flaceliére, LAmour en Grece, París, 1950. Sobre Safo, además de la edición francesa de sus poesías en la colección de las Universidades de Francia (ed. de Th. Reinach), consúltese el libro de D. Page, Sapho and Alcaeus, Oxford, 1955. 11 Platón, Banquete, 189 c—190 a. 12 Ibid., 191 d. 13 Sobre la homosexualidad griega, ver el libro de K. J. Dover, L ’Ho­ mosexualité grecque, Ginebra, 1982 y el de F. Bufíiére, Bros adolescent. La pédérastie dans la Grece antique, París, Belles-Lettres, 1980. 14 Eso es al menos lo que dice a propósito de los espartanos en la Re­ pública de los lacedemonios, II, 12-13: «Creo que debo hablar también del amor entre muchachos, pues es algo que concierne a la educación. Aho­ ra bien, entre los otros griegos, por ejemplo entre los beodos, los hom­ bres adultos y los niños forman parejas y viven juntos; entre los eléatas, por medio de regalos se compran los favores de muchachos en la flor de la edad; y en otras partes, está absolutamente prohibido a los pretendien­ tes dirigir la palabra a los niños. Licurgo incluso mantenía principios opuestos a este respecto. Si un hombre honesto por naturaleza, enamo­ rado espiritualmente de un adolescente, aspiraba a convertirse en su ami­

NOTAS

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go incondicional y a vivir con él, le elogiaba y veía en esta amistad el modo más hermoso de formar a un joven. Pero si alguno daba muestras de estar solamente prendado de su cuerpo, Licurgo lo declaraba indigno. De esta manera consiguió que en Lacedemonia los amantes fuesen tan moderados en su amor hacia los niños como los padres lo eran con sus hijos o los hermanos con sus hermanos». 15 Banquete, 182 b-c. Harmodio y Aristogitón habían preparado real­ mente el asesinato de Hiparco, el hijo de Pisístrato, quien tras la muerte de este último había heredado el poder junto con su hermano Hipias. En el origen del complot existió una rivalidad amorosa, ya que Hiparco ha­ bía intentado en vano conseguir el amor de Harmodio, que estaba unido a Aristogitón. El asesinato de Hiparco no acabó con la tiranía de Hipias, que duró aún cuatro años. Pero tras la caída de los tiranos, los dos hom­ bres, que habían sido torturados y muertos por orden de Hipias, fueron objeto de un verdadero culto; en su honor se erigió una estatua que los representaba como los tiranicidas, y todavía en el siglo IV sus descen­ dientes gozaban de privilegios especiales. 16 Platón, Banquete, 206, c-d. 17 Aristófanes, Lisístrata, v. 865 ss. 18 Jenofonte, Económico, X, 2; 5. 19 Lisístrata, v. 41 ss. Las cimbéricas eran vestidos largos, sin ceñi­ dor; las peribárides, sandalias elegantes. 20 Menandro, Misántropo, v. 54; 302 ss. Demóstenes, Contra Boeto, I, 27; Pseudo-Demóstenes, Contra Boeto, II, 51. 22 Alexis, fragmento 18. 23 Cf. supra, p. 54 ss. 24 Lisias, Defensa de la muerte de Eratóstenes, 8-9. 25 Ibid., 24. 26 Safo, Poesías (Ed. de C. García Gual, op. cit., p. 66-67). 27 Ibid., p. 69. 28 Ibid., p. 71. 29 Homero, Ilíada, XIV, 170 ss.

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I N D I C E A N A L IT IC O

adúltera, 21 ss., 60 ss., 88, 92-93, 120 s., 150, 177 ss. Afrodita, 109, 114, 158, 179. Agamenón, 19, 21, 27,28, 32, 119, 120, 126, 128, 165, 166. Agarista, 50, 167. Agis, 96. Agrigento, 50. Alcandra, 26. Alcestis, 118. Alcibíades, 58, 59, 70, 71. Alcínoo, 16, 19, 21, 26, 31. Alejandro, 80, 137, 139, 155. Andócides, 58. Andrómaca, 10, 17, 20, 23, 28, 30. Antífanes, 64.

Antígona, 118, 121, 122. Antípatros, 82. Apolo, 121. Apolodoro, 71, 77. Aquiles, 19, 23, 24, 33, 165, 166, 171. Ares, 119. Arete, 16, 25-30. Argos, 118. Aristodemo de Cumas, 51. Aristófanes, 10, 64, 80, 87, 115, 125, 130, 137, 169, 173. Aristogitón, 172. Aristóteles, 46, 54, 66, 89, 94, 95, 96, 101, 137, 143, 144, 151, 163. Arquídamo, 88.

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Artemis, 128. Ascra, 107. Aspasia, 68, 69, 70, 78, 99, 176. Atenas, 10, 16, 34, 36, 42 s., 49 ss., 61, 67 ss., 80 ss., 115, 118, 124-127, 130 ss., 150, 153, 156, 164, 172, 176, 177. Atenea, 26, 108, 121, 128, 179. banquete, 26, 33, 37 s., 68, 71 ss., 78, 83, 86. Baquis, 83. Beoda, 107. Boeto, 65, 176. Calipso, 24, 152. Caraso, 113. Carisio, 141. Casandra, 126. Casandro, 137. cautiva, 17 ss., 23, 32, 123. Céfalo, 67. Cinesias, 174. Cipris, 129. Cípselo, 49. Circe, 131. Cirebo, 85. ciudadana, 53 ss., 66, 87, 136 s., 148, 152 ss., 159. Ciéis, 113. Cleónice, 175. Cleóstrato, 139, 175. Clístenes, 49, 50, 167. Clitemnestra, 10, 17, 19, 22, 27, 30, 118, 119, 121, 126-128. Cnemón, 175. comedia antigua, 64, 69, 74, 80 s., 125, 130 ss., 169. comedia nueva, 55, 74 s., 80 ss., 136 ss., 175.

concubina (pallaké), 22 ss., 60 ss., 65 ss., 124, 140, 142, 150, 158, 176. Corinto, 49, 50, 71, 72, 176. cortesana, 37, 58 ss., 65 ss., 87, 141, 142, 152 s., 158 s., 176. Creonte, 121, 122. Crisis, 82, 140, 175. Dánao, 118, 119. Daos, 139. Démeas, 85, 140, 141, 175. Deméter, 132. Demetrio de Falero, 137. Demófilo, 82. Demóstenes, 54, 57, 59, 64, 71, 78, 79, 175. despensera, 31 ss., 37 ss., 99, 100, 134. Deyanira, 122-124, 126, 128. Dionisos, 7, 115, 117, 169. Diotima, 173. divorcio, 59 s., 156. dones, regalos, 18, 19, 26 s., 32, 35, 36, 50, 165 ss. Dórica, 113. dote, 53 ss., 75, 77, 88, 95, 129, 137 s., 163-168. Dracón, 61, 157. Egipto, 26, 113, 118, 119, 128. Egisto, 120. Electra, 118, 128. Eleusis, 72, 80. engye, 55 ss., 61 s. Epainetos, 76. epíkleros, 56, 62, 66, 95, 139. Epitadeo, 95. Eratóstenes, 177, 178. Eros, 179.

INDICE ANALITICO

Erigió, 113. Escamandrónimo, 113. esclava, 30, 33, 35 s., 42, 46 s., 51, 54, 60 s., 73, 80, 84 ss., 90, 100, 127, 139, 148, 156, 166. Espudias, 66. Esparta, 10, 42, 49, 51, 52, 63, 73, 87-96, 100, 131, 143, 157, 163. Esqueria, 16, 28. Esquilo, 10, 115, 118, 121, 122. Estéfano, 71, 73-78. Eubulo, 76. Eufileto, 177, 178. Eumeo, 30, 33. Eupolis, 69. Euriclea, 31, 32, 33. Eurínome, 32. Eurípides, 63, 115, 118, 125-130, 132, 133, 179. extranjero (-a), 54, 56, 67 ss., 74, 79, 87, 140. Faleas de Calcedonia, 143. Fano, 74-77. Fedra, 179. Fila, 80. Filipo de Macedonia, 79. Filipo de Queronea, 80. Finley, M. I., 20, 25, 166. Fitarco, 96. Foción, 80. Frástor, 75, 76. Friné, 79, 99. Frinión, 72-74. Ganimedes, 171. Gerión, 120. Gernet, L., 19, 50, 51, 66. Gortina, 157, 164. Habrótonon, 141, 142.

199

Harmodio, 172. Harpalo, 80. Héctor, 20, 21, 23-25, 33. Hécuba, 17, 23-26, 118. hedna, 19 ss., 163-168. Hefestos, 108. Helena, 10, 16, 17, 21, 22, 26-30, 99, 128. Heleno, 25. Hemón, 122. Hera, 24, 128, 179. Heraclea Póntica, 51. Heracles, 123, 124. Hermes, 109. Hermíone, 22. Hermipo, 70. Herodoto, 49, 50, 157, 167. Hesíodo, 44, 106-113, 120, 125, 129, 136, 172. hijos legítimos, 21 ss., 55, 60 ss., 78, 99, 138, 142, 159, 172 s. hijos ilegítimos, 22, 61 s., 65 ss., 94, 140 ss. Hipareta, 58-60. Hipérides, 79-80. Hipias, 71. Hipódamo de Mileto, 143. Hipólito, 129, 179. Homero, 18, 38, 39, 136. Ifigenia, 118, 127, 128. Ilitiya, 173. Iscómaco, 16, 34-36, 38, 87, 99, 100, 174. Itaca, 16, 22, 27, 31, 100. Italia, 46, 47, 51. Jasón, 128, 179. Jenofonte, 11, 34, 36, 70, 84, 85, 89-92, 94, 152, 171, 174, 177.

200

LA MUJER EN LA GRECIA CLASICA

Jerjes, 118. Jonia, 78. kyrios, 55, 58 ss., 75, 82, 100, 119, 163. Lacedemonia, 27, 28, 31. Laconia, 89. Laertes, 31, 33. Lampitó, 87, 94. lana, trabajo de la, 26 ss., 32, 33, 35 ss., 67, 84, 90 s., 100, 131 ss., 148. Larico, 113. Leónidas, 96. Lesbos, 10, 33, 44, 113, 170. Licurgo, 92-95. Lisias, 64, 67, 177. Lisióles, 70. Lisístrata, 64, 87, 131, 173, 175, 177. Locros, 47, 51. Locros Epizefirios, 46. Loraux, N., 111, 112. Mandas, 65, 176. Mantinea, 173. Mantíteos, 65, 176. Marsella, 46. matrimonio, 18 ss., 23, 35, 49 ss., 55, 61 ss., 90 s., 94, 100, 114 ss., 119 s., 123, 128, 139, 146 ss., 164 ss. Medea, 118, 127, 128, 179. Megacles, 50, 51, 167. Megapentes, 22. Mégara, 73, 74. Melanto, 32. Melisa, 50. Menandro, 82, 83, 117, 137, 138, 140, 142, 175.

Menelao, 21, 22, 26, 31. Menón, 85. Micenas, 27. Mileto, 49, 68, 143. Mirrina, 80, 173, 174. Mitilene, 44, 113, 114. Moira, 173. Mosquión, 140. Nabis, 51. Nausícaa, 16-19, 21, 27. Neera, 71-79, 82, 85. Neoptólemo, 22. Neso, 123. Néstor, 29. Nicarete, 68, 71, 72. Nilo, 118. nodriza, 31 ss., 64, 68, 84 ss. oikos, 15 ss., 25, 27 ss., 44, 47, 62 s., 86, 99 s., 110, 136, 151, 158, 163, 172. Orestes, 121. Ortágoras, 49. Otrinoeo, 165, 166. Oxirrinco, 113. Pan, 138. Pandora, 108, 111. Pánfila, 141, 142. Pánfilo, 82. París, 21, 128. Pasión, 65. Patroclo, 171. Pausanias, 49, 172. pederastía (homosexualidad), 158, 171 ss. Peleo, 19, 20. Peloponeso, 52, 78, 84, 88, 125, 130, 136. Penélope, 10, 16, 17, 20, 24, 25,

INDICE ANALITICO

27-30, 32, 34, 35, 38, 51, 99, 100, 133, 152, 166. Periandro, 40, 50. Pericles, 52, 53, 68-70, 78, 122, 143, 167, 176. Perséfone, 132. pherné, 163-168. Píreo, el, 53, 80, 85, 137. Pisístrato, 50, 51. Pitónica, 80. Platón, 69, 93, 135, 144-153, 170-173. P1angón, 65, 140, 141, 176. Plauto, 81, 82. Plutarco, 58, 69, 89-96, 167. Polibio, 46. Pólibo, 26. Policas, 29. Polícrates, 49. Polieucto, 66. Polinice, 122. Ponto Euxino, 140. Poseidón, 16. Praxágora, 64, 134, 136. Praxíteles, 79. Príamo, 20, 21, 23-25, 165. proix, 163-168. Prometeo, 108. prostituta, 68 ss., 86. Quéreas, 139, 140, 175. Queróstrato, 139. reina, 17 ss., 25 ss., 33, 38, 51, 77, 99 s. religión, 70, 72, 77, 79, 132. sacerdotisa, 77.

*201

Safo, 10, 44, 113-115, 170, 171, 178, 179. Samos, 49, 140, 141. Sicilia, 50, 113. Sición, 49, 50, 167. Simónides de Amorgos, 111 -113,125. Siracusa, 50. Siria, 119. Sócrates, 11, 34, 35, 69, 70, 143, 172, 173. Sófocles, 115, 118, 121, 122, 126. Solón, 49, 53, 157, 167, 168. Sóstrato, 138, 175. Tais, 82. Táuride, 128. Tebas, 26. tejer, 28 ss., 33 ss., 67, 84 s., 108, 128. Telémaco, 20, 26-29, 31, 33. Teodota, 70, 71. Teógono, 77. Terencio, 81-83. Tersites, 18. Tesalia, 78. Timeo, 47. tragedia, 111 s., 117 ss. Trasíbulo, 49. Troya, 10, 23, 26, 28, 128. Tucídides, 52, 88, 125. Vernant, J. P., 18, 20, 165. violación, 141 s. Vidal-Naquet, P., 47. Ulises, 21-24, 26-32, 34, 152. Zeus, 24, 108, 109, 118, 119, 129, 170, 171, 179.

Fue en Grecia donde se pusieron los cimientos de nuestra civilización occidental, donde comenzó a configurarse una concepción de la mujer que ha llegado con mayor o menor fuerza a nuestro siglo, y que seguramente seguirá existiendo en el próximo. Con un extraordinario conocimiento de la historia y la literatura griegas, la autora — profe­ sora de historia en la Universidad de París V III— va ofreciéndonos la situación de la mujer en Grecia desde los tiempos homéricos hasta la época helenística, reconociendo el papel secundario de la mujer en la vida antigua, limitado a la procreación y el gobierno de la casa. Las grandes figuras femeninas como Helena, Andrómaca, Penélópe, Clitem nestra, Hécuba, Areté y muchas otras, por no citar a las diosas, tienen tanta cabida en esta obra como las cortesanas — Neera, Aspasia, Teodota— las sirvientas y esclavas y las guerreras esparta­ nas, resultando de todo ello una visión rigurosa de la mujer en la Antigüedad.

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