Clase Medea
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Descripción: Una clase sobre Medea...
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Historia y Teoría del Teatro I. USAL Eurípides, Medea. En las siguientes notas nos ocuparemos de estudiar la Medea de Eurípides desde una perspectiva que ponga en cuestión la peculiar naturaleza de su personaje principal. En efecto, son numerosos los estudios críticos que han visto en Medea una simple maga o hechicera extranjera, una “otredad” radical que confronta los valores e instituciones de la polis ateniense tal como estaban configurados en el siglo V a. C. Sin embargo, la construcción del personaje es, como veremos, más compleja.
Eurípides claramente establece una cierta simpatía hacia Medea en la primera mitad de la pieza. La obra comienza con palabras de comprensión y apoyo, al tiempo que se enfatiza fuertemente su mala fortuna y su sufrimiento. Considérense las palabras iniciales de la Nodriza: “Ahora, por el contrario, todo le es hostil y se duele de lo más querido, pues Jasón, habiendo traicionado a sus hijos y a mi señora, yace en lecho real(…). Y Medea, la desdichada, objeto de ultraje, llama a gritos a los juramentos…” (versos 15-21); describe a Medea como yaciendo “…sin comer, abandonando su cuerpo a los dolores, consumiéndose día tras día entre lágrimas” (versos 24-25); es una “infortunada” (versos 34, 59, etc.). Nuestra percepción del sufrimiento de Medea está refractada en el comienzo a través de los ojos de su sirvienta, que dice sentir un dolor que duplica al de la propia Medea (54-58), y sólo después escucharemos directamente la voz de la abandonada. Tanto la Nodriza como el Coro comparten y dirigen las actitudes del público con respecto a Medea: conmiseración, pero también miedo. Así, la Nodriza comprende que Medea puede ser aterradora y presiente la amenaza que pesa sobre los niños: “¡Cómo me angustia la idea de que vayáis a sufrir algo! Terribles son las decisiones de los soberanos…” (119-121). De manera similar, las mujeres corintias han escuchado el llanto de Medea y anhelan que las escuche para abandonar así la furia que la domina, en unas palabras que mezclan piedad y temor: “¿Cómo podría venir ante nuestra vista y aceptar el sonido de nuestras palabras, por si pudiese renunciar a la cólera que abruma su corazón y al propósito de su mente?” (174-177). Son sus leales amigas (“Háblale de nuestra amistad”, verso 176), pero también están conscientes de su terrible temperamento. A pesar de que la Nodriza y el Coro sienten temor de lo que pueda llegar a hacer, Eurípides disminuye la importancia de este miedo al establecer el derecho de Medea a la pena y la furia. La nodriza, el Coro, el Pedagogo y Egeo la respaldan. Todos ven que Jasón está equivocado y aceptan el derecho de Medea a obtener justicia: “Tú tienes derecho a castigar a tu esposo, Medea” (267-268). La actitud de estos personajes claramente lleva a que la audiencia encuentre aceptable una venganza. Medea logra este afecto y esta lealtad al representarse a sí misma como una víctima igual a todos. Gana primeramente el apoyo de las corintias al identificarse a si misma como una mujer entre otras. En uno de los más famosos discursos de la obra (versos 214-266), se dirige al coro detallando las penurias de las mujeres, mostrando lo que tienen en común. Medea encuadra sus palabras en términos de una dicotomía entre el interior y el exterior, afirmando que, en tanto extranjera, se encuentra en una posición más delicada que el resto de las mujeres del lugar (verso 222: “El extranjero debe adaptarse a la ciudad…”)
Medea no sólo gana su conmiseración sino que se las ingenia para extender su situación a todas las mujeres: “De todo lo que tiene vida, nosotras, las mujeres, somos el ser más desgraciado” (231). Aunque no todo lo que dice puede aplicarse a su caso, se trata de un incisivo análisis de la posición de la mujer ateniense. Una mujer deja atrás todo lo suyo y “compra” con la dote un marido al que no conoce; el hombre puede salir de su casa y buscar la compañía de otros, mientras que las mujeres, en cambio, tienen que “mirar a un solo ser”. Este discurso es en realidad un ejercicio de retórica calculado para persuadir al coro, pero eso no lo vuelve engañoso. En realidad, es sustancialmente correcto y logra su propósito: el coro no realiza ninguna objeción. Los detalles del discurso encajan con la situación de Medea en aspectos importantes: ella “compró” a Jasón con el Vellocino de Oro (233); dejó a su familia y debió adoptar nuevas costumbre y leyes (238-239); queda vulnerable frente a su abandono. Más adelante, para asegurar el silencio de la Nodriza y el Coro, nuevamente apela a ellas en su condición de mujeres (versos 822823). Habiendo establecido este sustrato común con las otras mujeres, Medea enfrenta a su primer adversario. El encuentro con Creonte está configurado como una escena de suplicantes en la que un regente malvado con todo el poder exilia a una mujer indefensa y sus hijos. Medea trata de mostrarse inerme, anulando tanto como es posible su fama de “sabia”; aun así, Creonte le teme. Con todo, Medea puede aproximarse a él sobre la base común de la paternidad (versos 344-345). Eurípides hace de ella una refinada estratega del discurso que coloca en palabras aquello que puede conmover a otros, consiguiendo su objetivo. Luego de este encuentro, el Coro nos muestra en qué lugar deberíamos ubicarnos en tanto audiencia, cuando exclaman: “¡Desgraciada mujer! ¡Ay, ay, triste por tus pesares! ¿A dónde te dirigirás?...” En las palabras de Medea que siguen a esta escena, Eurípides comienza a levantar la máscara de víctima, pero tan sólo un poco. Medea revela que no se habría humillado frente a Creonte si eso no le hubiera reportado algún beneficio, y acto seguido enumera los posibles objetos de su venganza: “Pero él [Creonte] ha llegado a tal punto de insensatez que, habiendo podido arruinar mis proyectos expulsándome de esta tierra, ha consentido que yo permaneciera un día, en el que mataré a tres de mis enemigos, al padre, a la hija, y a mi esposo” (372-376). Luego de la disputa abierta con Jasón, el coro permanece de lado de la extranjera (576-578). Mientras que Medea se presente como la mujer victimizada, cuenta con apoyo para acometer su venganza. Más adelante, Eurípides socava nuestra compasión al manipular su representación de Medea. Inicialmente, el personaje gana simpatía al representarse a sí misma igual a todos los demás: como el Coro, una mujer; como Creonte, responsable de sus hijos. Eurípides destruye entonces esa simpatía al revelar la diferencia de Medea. El “status” ontológico de Medea es ambiguo en tres niveles diferentes: ¿Medea es mortal o inmortal?; ¿es griega o extranjera?; y finalmente: ¿es similar a las otras mujeres? El dispositivo empleado por Eurípides para ganar nuestra simpatía hacia Medea, esto es, su similitud con las otras mujeres, la vuelve de hecho en un personaje más inquietante, habida cuenta de que, sin ser una víctima ni ser vulnerable –esto es, sin poseer los rasgos típicos de la femineidad-, aun así se ha identificado con el resto del género. En la medida en que sea una mujer como otras, la categoría “mujer” se desestabiliza. En lo que hace al eje “mortal/inmortal”, Eurípides despliega su divinidad con el fin de hacerla lo más amenazante posible. Existía una antigua tradición según la cual
Medea, en el pasado, había sido una divinidad, y de hecho su naturaleza divina pervive en cierto modo en su conocimiento de las artes mágicas y el dominio de encantamientos. ¿Qué tipo de divinidad era? En primer lugar, era la nieta del Sol, la hija de Eetes, y nieta de Circe. Aunque la imaginería solar y lumínica predominan, Eetes era también una figura ctónica. También, una variante la muestra como esposa de Zeus en el período anterior a que la veneración de Hera arraigara en Corinto; esta Medea prehelénica era una deidad de fuerza aterrorizante, con poder sobre la vida y la muerte. Ahora bien, la crítica ha tendido a subestimar esta contaminación de lo divino que se extiende sobre el personaje y a considerar a Medea simplemente como una bruja, en desmedro de su rol como diosa. Si Eurípides hubiera delineado a Medea, desde el comienzo, como una diosa, se habría eliminado la base inicial de simpatía que el personaje genera. El dramaturgo elige mostrarla en principio como una mujer, y luego desvelar su naturaleza divina, logrando así envolver emocionalmente al auditorio minimizando su ascendencia divina. Hay, sin embargo, dos significativas alusiones. En primer lugar, Medea especifica que es Helios el origen del vestido que presentará a la hija de Creonte, así como del carro y el dragón en el cual escapa. Esta especificación minimizaría su potencial como una divinidad vinculada a lo femenino, habida cuenta de que deliberadamente se inscribe su poder como proviniendo de relaciones patrilineales, no matrilineales. En segundo lugar, esta herencia se entrelaza con su status en tanto representante de todas las mujeres. En el inicio de la pieza, hablando consigo misma, Medea declara que sus acciones son apropiadas para la “hija de un noble padre y progenie del Sol” (406). Sin embargo, apenas después afirma su pertenencia al género femenino y el peligro que éste implica para los hombres (“…las mujeres somos por naturaleza incapaces de hacer el bien, pero las más hábiles artífices de todas las desgracias.” (407-410). En ese mismo discurso Medea jura no por Zeus o Temis, como había hecho antes, sino por Hécate; habiéndose asociado, de ese modo, a la magia, se establece una ligazón entre Medea, las demás mujeres y su capacidad para el mal: “No, por la soberana a la que yo venero por encima de todas y a la que he elegido como cómplice: por Hécate, que habita en las profundidades de mi hogar…”Así, podemos ver que su ascendencia noble está ligada a la adoración de Pécate, por un lado, y a su venganza, por el otro. Todo culmina en una maldad que pertenece típicamente al género femenino. Debido a que los aspectos inmortales de Medea permanecen reprimidos, sus métodos parecen ser los de una mujer común (como ella misma argumenta); las huellas de la diosa se filtran a través de la representación de la mujer mortal y la hacen odiosa. Posee poderes particulares, característicos de las peligrosos divinidades ctónicas, pero en la obra son mostrados como problemáticos aspectos de su femineidad. Nuestra simpatía hacia ella se basa, en gran parte, en lo que ha hecho por Jasón y en la deslealtad sufrida (recordar a este respecto los detalles de la leyenda), pero esos mismos poderes la vuelven un extraño enemigo. Eurípides enfatiza la leyenda de los Argonautas, mostrando a Medea como la salvadora de Jasón, como se evidencia en las líneas iniciales de la Nodriza (1-8). En tanto salvadora, Medea es una figura que encuentra caminos y salidas, la que halla el camino entre las peligrosas rocas Simplégades. El Coro refuerza esta figura de Medea como la que halla los senderos (207-213; 432). La superficie del mar es infinita, sin caminos –esto es, imposible de recorrer, sin signos – y se necesita de Medea para navegarla. El mar sin caminos y aquella que hace caminos, junto con todo un grupo de imágenes marinas, conforman un telón de fondo sobre el cual los caracteres se ubican a
sí mismos con respecto a los demás. Así, en su búsqueda de apoyo, Medea se representa (falsamente) a sí misma como una pobre mujer en lugar de hacerlo como una astuta divinidad. En su primera apelación al coro, Medea se describe como alguien que ha perdido todo refugio en el cual anclar: “Yo, en cambio, sola y sin patria, recibo los ultrajes de un hombre que me ha arrebatado como botín de una tierra extranjera, sin madre, sin hermano, sino pariente en que pueda encontrar otro abrigo a mi desgracia.” (255-258). La ausencia de un puerto le sirve como impulso, y trata de encontrar una salida o camino: “Pues bien, sólo quiero obtener de ti lo siguiente: si yo descubro alguna salida, algún medio para hacer pagar a mi esposo el castigo que merece…” (259261); pide a Creonte un día de plazo antes de partir al destierro, con el objetivo de encontrar un puerto para sus niños (342). Sus problemas son como los que sufre una embarcación perseguida: “Mis enemigos despliegan todas las velas y no hay desembarco accesible para escapar a esta desgracia” (278-280), y se comparan con el mar infinito: “¡Cómo te ha sumergido la divinidad en un oleaje infranqueable de males!” (362). Pero notamos el engaño en esta presentación cuando la furia de Medea se desata contra Jasón; su habilidad para encontrar salidas es clara. Euripides, en esta obra como en otras, se las ingenia para que ambas dimensiones se presente juntas. Aunque la divinidad femenina ha sido reprimida por la civilización prehelénica, la pieza, precisamente al subordinar la divinidad de Medea a su status como mujer mortal, logra que la audiencia tema el retorno de lo reprimido. Se convierte así, antes que en una deidad, en una mujer con terribles poderes. En lo que respecta al eje extranjera/griega, Eurípides podría haber presentado a Medea como inequívocamente bárbara, y en un primer momento parecería que efectivamente lo ha hecho así, reubicando en su extranjería lo que la habría caracterizado en tanto diosa. Desde el inicio se nos dice que provino de la Cólquide (2, 132); es extranjera (222-223. 297. 388, 434), y bárbara (536, 540, 591). Como dice Denys Page: “La Medea de Eurípides es una mujer tal y como su audiencia habría esperado que fuera una princesa extranjera. Tiene casi todas las características del tipo: exceso en sus lamentaciones, los poderes de la magia, ingenuidad infantil frente a la falsedad y los juramentos rotos.” Piensa asimismo que la actitud de Medea hacia la ruptura de las promesas es parte de su descripción como bárbara y considera que “el contraste entre el bárbaro confiable y el griego mentiroso” es un lugar común (recuérdese la figura de Odisea). Si bien no es posible decir, como Page, que Medea es “simplemente” una princesa bárbara, no hay duda de que el texto la caracteriza fuertemente como tal. En lugar de tratarla como la representante de una cultura propia, Eurípides presenta a Medea desde un contexto y un punto de vista griegos. Mientras el texto proclama que Medea es una extranjera, la asume como griega: es perfectamente comprendida por los personajes griegos, y jura por los mismos dioses. Hay, por lo tanto, un constante juego entre lo extranjero y lo nacional (como lo hay entre su naturaleza divina y humana), confirmando lo que Helen Bacon ha visto como la norma general en Eurípides: “Con Eurípides el extranjero real y concreto desaparece, y tenemos en cambio un extranjero simbólico…”. En este contexto debe entenderse también la importancia que Medea asigna a los juramentos: estos permanecen para Medea como los pilares que sostienen el universo. Las viejas doctrinas apuntaban que el no cumplimiento de los pactos y juramentos era equivalente a un crimen de sangre familiar, siendo estos dos, inicialmente, los únicos crímenes humanos de interés para las divinidades preolímpicas. La creencia de Medea en la importancia de los juramentos la convierte no sólo en una bárbara, como querría
Page, sino que la vuelven un ser que pertenece a tiempos pretéritos. En efecto, el juramento y la promesa provienen de un período que antecede al establecimiento de la ley. Jasón, sin embargo, es parte del orden olímpico que se ha vuelto dominador. Así, él y Medea asumen un valor diferente para los juramentos. Desde el punto de vista de Jasón, Medea ha ganado mucho al abandonar una tierra bárbara estableciéndose en un país civilizado. Pero desde la óptica de Medea, Jasón ha destruido el vínculo que mantiene unida a una comunidad desde el momento en que quebranta sus juramentos: lo que tenemos entonces no es tanto la confrontación entre civilización y la ausencia de ésta, sino más bien un choque entre dos formas de pensar la sociabilidad. Así como la posición de Medea como una antigua diosa la convierte en una mujer de un poder sobrenatural, así su posición como una extranjera la transforma en una representación distorsionada de las creencias griegas acerca de la feminidad. A pesar de su discurso al coro, Medea es claramente una anomalía: nunca fue dada en matrimonio de la manera en que una mujer ateniense lo habría sido; no hubo esponsales, ni intercambio de regalos. Más bien, ella eligió a Jasón. Esta acción es doblemente significativa, ya que no sólo la pone en pie de igualdad con el hombre, sino que también muestra que posee deseo sexual y que actúa para saciarlo. Ciertamente, desde el momento en que Medea es una extranjera que ha matado a su hermano para auxiliar a su marido, no se trata de una figura típica. Pero su acción es una exageración (no una naturaleza diferente) de las acciones de otras mujeres: su caso singular refuerza los peligros que subyacen bajo la condición femenina. Se trata del caso extremo de la mujer extranjera que se casa e ingresa en la familia, la mujer que se ubica en el centro del hogar y que lo amenaza. Su lealtad hacia Hécate, diosa del inframundo, y no hacia Hestia, diosa del hogar, señala este punto. La situación de Medea puede ser anómala, y sin embargo señala el núcleo de la relación problemática entre el deseo de las mujeres y la institución de matrimonio. Muchas de las características de Medea como individuo confirman los estereotipos negativos griegos en tanto sujetos sexuales y peligrosos, especialmente dada la tendencia del texto a generalizar acerca de las mujeres y a identificar a Medea con ella. La pasión de Medea por Jasón es señalada repetidamente como la causa de la acción ( “Mi señora Medea (…) herida en su corazón por el amor a Jasón…” [8]; “Tú navegaste desde la morada paterna con el corazón enloquecido…” [432]). Si bien Medea es, en muchos aspectos, excepcional, numerosas veces se ha aseverado el sustrato común que comparte con otras mujeres (214-266). La pasión que experimenta Medea puede, entonces, extenderse a ellas; el Coro, de hecho, teme que eso ocurra (cfr. los versos 627-641). Medea, por otra parte, relaciona la fuerza de su rencor con el deseo traicionado: “Una mujer suele estar llena de temor y es cobarde para contemplar la lucha y el hierro, pero cuando ve lesionados los derechos de su lecho, no hay otra mente más asesina” (263-266); en esto, al menos parece concordar con Jasón (569-573). ¿Qué significa que tanto Medea como Jasón digan que las mujeres están pendientes del lecho matrimonial? No se trata de una acuerdo fundamental, ya que el lecho puede significar el deseo sexual (como, por otra parte, lo entiende Jasón), pero también se alza como símbolo de la posición femenina. La explicación de Medea de esta obsesión se centra no en la sexualidad sino en los juramentos y pactos matrimoniales: ciertamente, es el hombre, no la mujer, quien persigue el placer. De acuerdo con el primer discurso de Medea dirigido al Coro, una mujer debe empezar “por tener que comprar un esposo con dispendio de riquezas y tomar un amo de nuestro cuerpo…” (231-234), y no puede desecharlo si resulta decepcionada. Medea niega por tanto el deseo que Jasón imputa a las mujeres, si bien concuerda con él en los efectos.
Las mujeres están obsesionadas por el “lecho” porque es la fuente y el sitio de su posición dentro de la casa. Jasón parece creer que sus relaciones con la princesa y con Medea podrían haber coexistido de no ser por la pasión de esta última. En la mente de Jasón, modelada por su masculinidad, Medea lo desea sexualmente, mientras que él desea solamente herederos y trata de hacer lo que considera mejor para ellos. En otras palabras, el deseo heterosexual se vincula con las mujeres, mientras que los hombres están motivados por la seguridad y el progreso social de sus herederos. A través de esta lógica, Jasón se presenta a sí mismo como un ser racional, distanciándose de la pasional Medea; argumenta que su propósito en este nuevo matrimonio no es la satisfacción de un deseo sexual sino la procreación de una progenie vinculada a la casa real (563-565, 593-597), cuya posición noble será beneficiosa también para los hijos que ha tenido con Medea. Jasón está ahora consumando un matrimonio perfectamente convencional, uno basado no en juramentos o en el deseo sexual del compañero, sino en la búsqueda de los contactos y posiciones que el matrimonio provee. La palabra “matrimonio”, que aparece una y otra vez en la pieza, usualmente se refiere a la nueva relación de Jasón con Glauce, y no a su antigua unión con Medea. En esta nueva unión, la novia no posee casi otra entidad que la de ser la hija del rey: lo que importa de ella es la posibilidad que ofrece de integrarse a un linaje real. Resulta particularmente tentador establecer conexiones con la legislación relacionada con el matrimonio en la Atenas de la época. La ley de 451 a. C. que estipulaba que, para ser ciudadano ateniense, se debía ser hijo de dos padres nativos de Atenas aún se encontraba vigente en la teoría. Una audiencia ateniense podía así establecer una analogía entre la situación de Jasón y la suya propia. Aun cuando dicha ley hubiera caído en desuso por la época, de seguro una audiencia ateniense aprobaría el deseo de Jasón por poseer una descendencia legítima. Existe además evidencia de que los hombres atenienses podían mantener una esposa y una concubina; de nuevo, los planes de Jasón habrían resultado plausibles. El coro cree que Medea sufre lo mismo que muchas mujeres (157), pero Medea porta otros valores que la llevan a confrontar con esa situación. Jasón pretende hacer un ordinario matrimonio ateniense, pero esa transacción se interrumpe a causa de la irrupción del deseo de Medea. Dada la similitud que se establece entre ella y las demás mujeres, la obra parece plantear que la sexualidad de las mujeres es peligrosa para la misma institución del matrimonio a la cual debería ser funcional. El texto adscribe el deseo sexual a las mujeres al tiempo que condena ese deseo como problemático. La estrategia más obvia para transformar a Medea de una mujer que despierta nuestras simpatías en una peligrosa encarnación de lo femenino es a través de la construcción y la representación de su venganza. La venganza de Medea, como la de Hécabe y Fedra, es excesiva: traicionada por una sola persona, mata a cuatro, de las cuales ninguna es un enemigo directo. El relato de los asesinatos de Creonte y su hija, junto con los homicidios de sus hijos, crea a una Medea monstruosa. Las dos partes de su venganza están interrelacionadas, y se vinculan además con los ejes de la naturaleza de Medea que ya hemos discutido: mortal/inmortal, griega/extranjera. Eurípides describe el asesinato de la princesa y su padre de una manera calculada para distanciar al auditorio de la Medea con la que hasta entonces se había establecido una base común de identificación. Los medios que Medea elige para
consumar su venganza resaltan su naturaleza divina y su extranjería, pero también son presentados como típicos de la condición femenina. Así, la representación nuevamente confirma los estereotipos negativos femeninos. La capacidad retórica es también un dispositivo que Medea pone en marcha al momento de delinear su venganza. No sólo Eurípides presenta esta venganza de una manera terrorífica sino que también, habiendo sido Medea equiparada con las restantes mujeres, algo del lenguaje y la sabiduría de éstas se incluye en dicha venganza. Durante gran parte de la pieza, Medea se dedica a persuadir a las personas que habitan su mundo: persuade a Creonte para que le otorgue un día más de gracia, antes de partir al exilio; persuade a Egeo para que le dé asilo; persuade a Jasón y logra que éste consienta en entregarle regalos. En todos los casos se nos muestra el grado en que Medea puede disfrazar sus intenciones, en gran parte debido a que puede desplazarse y jugar con las creencias comunes de su auditorio acerca de las mujeres. Considérese el peligro que Jasón entreve en la capacidad retórica de Medea, comparándola con una marea atemorizante: “Debo, según parece, tener el don natural de la palabra y, como buen timonel de navío, plegar las velas, para escapar, mujer, a tu insensata locuacidad” [522-525]). Si Medea hubiese sido tan sólo una figura divina, se habría generado una distancia protectora entre la amenaza que ella representa y la audiencia masculina griega; pero sin embargo, todo lo que podría marcarla como divina está vinculado en la obra con su femineidad; se erige entonces la posibilidad de que todas las mujeres tan sólo finjan ser indefensas, para corroborar así las creencias de los hombres y conseguir sus objetivos. Esta capacidad retórica de Medea, que la vuelve peligrosa y malevolente, va más allá de las meras palabras y se vincula inextricablemente con los homicidios y su forma de proceder: esto es, a través de drogas. Si bien sus métodos pueden ser adecuados para una figura que arrastra rasgos de divinidad preolímpica, en realidad resultan perfectos en tanto son los favoritos del sexo femenino. Medea considera que su venganza puede realizarse a través de muchos caminos, tanto directos como indirectos, pero siente una especial afinidad por el uso de drogas, en las cuales las mujeres son, por naturaleza, especialistas (“Tengo muchos caminos de muerte para ellos […]. Lo mejor es el camino directo, en el que soy muy hábil por naturaleza: matarlos con mis venenos.” [377-386].) Los regalos que Medea envía a Glauce también se relacionan con la problemática duplicidad del personaje, involucrando tanto su existencia como una mujer ordinaria cuanto sus orígenes inmortales. En primer lugar, los regalos están destinados, como las palabras, a persuadir (965), y es ése un primer rasgo de duplicidad; en segundo lugar, los tejidos que Medea envía a la nueva esposa de Jasón están vinculados tanto con el reino de lo femenino (el tejer como actividad propia de la mujer), como con el universo divino (provienen de Helios). Eurípides, en la primera parte de la pieza, ensombrece los poderes mágicos de Medea al tiempo que genera una base común de apoyo para su venganza; ahora, sin embargo, se revela plenamente el horror. Medea emerge como una directora que orquesta el asesinato de sus enemigos a la distancia, y su deseo sin freno está simbolizado en los excesos en los que incurre el Mensajero al reportar las muertes de Creonte y Glauce, erotizando en cierta forma la violencia terrible que se ha desencadenado. Eurípides lentamente construye la escena del asesinato, pero previamente nos muestra a la princesa como una mujer frívola, fría y narcisista, sugiriendo de alguna manera que el castigo que sufrirá a continuación es merecido. Su comportamiento, en todo caso, ratifica los temores de Medea por sus hijos, ya que mientras los sirvientes los reciben con cariño, la princesa no se digna a mirarlos, y sólo cambia su actitud al ver los presentes que le traen (1141.42, 1147-56). La impresión de
su codicia y vanidad es reforzada en el momento de colocarse la corona y los vestidos: se mira en el espejo y admira sus piernas (1161-1166), La combinación de estos eventos ordinarios con una muerte grotesca aumentan el placer paradójico que se obtiene con la contemplación del dolor. Así, la princesa deviene primero un espectáculo para sí misma, luego para la imaginación y los oídos de Medea (que reclama un relato detallado), y finalmente para la audiencia. Ahora se ha quebrado la base de simpatía que Medea construyó durante toda la obra. Medea obtiene placer de la narración (1132-1135), y exige que se le cuente en detalle. Más aún: el asesinato cometido no la lleva al suicidio, sino que la confirma en su plan de matar a sus hijos. Esto plantea una última pregunta: ¿por qué Medea asesina a sus hijos? La posición de estas muertes en la leyenda sigue siendo debatida. Probablemente sea cierto que Eurípides ideó este acontecimiento, pero aun cuando no sea así, resulta evidente que ese acto forma parte importante de su diseño. El infanticidio es el acto final a través del cual Eurípides diseña una Medea excesiva, y hace esto para asegurarse que la audiencia no siga convalidando sus palabras y sus sabidurías, esto es, para generar una distancia insalvable. Consideremos el coro de mujeres, las cuales estaban firmemente del lado de Medea cuando su plan consistía en vengarse en las personas de Jasón, Creonte y su hija: retroceden espantadas cuando se enteran de la voluntad de Medea de acabar con su progenie. Piden a Medea que no cometer el crimen, no romper las normas humanas (812-813); va demasiado lejos en su venganza cuando toma las vidas de sus hijos. Al dirigirse a ella como “mujer” (816), ponen en primer plano el conflicto de roles y expectativas que involucra la decisión de Medea. Sin embargo, Eurípides no presenta unidimensionalmente a Medea como la asesina de sus hijos: juega con nuestras expectativas disminuyendo la distancia que nos separa de ella. Para lograrlo, hace que el Coro base su sentimiento de horror en parte en el presunto dolor que una acción así acarrearía para la propia Medea: Corifeo.- ¿Te atreverías a matar a tu simiente, mujer? Medea.- Así quedará desgarrado con más fuerza mi esposo. Corifeo.- Pero tú serás la mujer más desgraciada. [versos 817-819]
La amenaza sobre los hijos comienza a tomar forma una vez que Medea se ha asegurado el apoyo de Egeo: la promesa de ayuda y salvaguarda para ella es, irónicamente, la sentencia de muerte para los niños. Pero, ¿por qué no pueden los niños huir con ella en el carro de Helios? Medea afirma más tarde que los niños deben morir, y por lo tanto es mejor que esa muerte sea efectuada por las manos de aquélla que los crió, antes que por un extraño (1240-1241). Sin embargo, debemos tener en mente que la única razón por la que deben morir es que su madre los ha usado como intermediarios frente a la princesa, e incluso en esa situación es posible que Jasón los salve (13011305). La Nodriza provee una explicación de este ataque en un pasaje del comienzo de la obra, cuando teme la posibilidad de que la violencia de Medea se desate sobre los niños (“Ella odia a sus hijos y no se alegra al verlos, y temo que vaya a tramar algo
inesperado, pues su alma es violenta y no soportará el ultraje.” [36-37]); este temor sugiere que Medea mata a sus hijos porque son el signo visible de su relación con Jasón. Medea, por lo tanto, asesina a Glauce y a sus propios niños sólo porque son el fundamento del linaje de Jasón (794, 803-5). Un tono racionalizante caracteriza los discursos que preceden a la acción de venganza; dicho tono cambia bruscamente cuando Medea enfrenta a sus hijos y las implicaciones de lo que ha puesto en movimiento. Eurípides arranca el último resto de pathos de la trama: todavía alarga un poco la esperanza y, en algún punto, extiende nuestra simpatía por Medea al mostrarnos sus deliberaciones y, así, revelar la dificultad que implica este acontecimiento. Medea delibera consigo misma, demostrando una personalidad escindida (versos 1019-1080): por una parte, una zona de su ser adopta valores masculinos y, más aún, guerreros, una moral que, por sobre todas las cosas, abomina de la posibilidad de sufrir la humillación de sus enemigos; por otra, una zona maternal que se apiada de los niños. Pero el discurso del Mensajero lleva a Medea a armarse como un hoplita y a olvidar su amor por los hijos (“Así que, ¡ármate, corazón mío!” [1242]) : el espíritu guerrero vence por sobre la crianza. La mujer victimizada con la que se establecía una base de simpatía, combate con la mujer victimaria, hacia la que se siente rechazo. La Medea de Eurípides formula una pregunta fundamental en lo que respecta a si una mujer debe acceder a aquellas virtudes estimadas por la cultura griega (y cómo debe acceder a ellas). El rol de Medea como mujer está en conflicto directo con el anhelo de una gloria guerrera, que corresponde únicamente al hombre. Eurípides coloca a Medea en este problema al adjudicarle valores heroicos. Parece haber tan sólo dos opciones, ambas indeseables: matar a sus propios niños, o ser el hazmerreír de sus enemigos. Luego Medea se formula la siguiente pregunta: ¿no es mejor que mueran a manos de la persona que las engendró, que la persona que les dio la vida también se la quite? Su elección tiene sentido solamente desde la lógica que considera que los hijos son una extensión de ella misma y que su captura sería una afrenta a su honor. El infanticidio resulta terrible por la dificultad de entenderlo: esta “mujer” desea lastimarse a sí misma para herir a su esposo. Conscientemente escoge aquello que va en contra de, al menos, una parte importante de su naturaleza. Medea no está loca (como sí lo está Ágave en Bacantes, quien en un rapto dionisíaco asesina a su hijo): su acción es resultado de un cálculo. La Medea de Eurípides no sólo mata a sus niños; también escapa. La escena final descubre a una mujer mortal que se ubica en una posición normalmente reservada (en la estructura del drama y en la escenografía euripideas) a una divinidad. Dicha escena provoca ansiedad en el auditorio masculino, habida cuenta de que el remordimiento esperado no se materializa; más aún, como ha especificado Jacqueline de Romilly, la violencia al final de la obra parece casi gratuita. Y si bien Medea ocupa la posición de una diosa, y el carro proviene de Helios, la audiencia no puede separar de esta imagen el hecho de que Medea es también, como se ha delineado todo a lo largo de la pieza, una mujer. El auditorio puede entonces elaborar una lectura simbólica y general: la amenaza que pesa sobre los hijos de Medea puede pesar sobre la progenie de todos los hombres; si las mujeres desean lastimarse a sí mismas con el objeto de obtener venganza, no hay manera de detenerlas. El resultado de las acciones de Medea es, por supuesto, un distanciamiento con respecto a la emoción del público. Por el contrario, Jasón gana en simpatía hacia el final de la pieza: el victimario se vuelve víctima, e incluso la relación con sus hijos se vuelve
menos mediada, expresando por primera vez sentimientos paternos amorosos que hasta ese momento sólo habían sido propiedad de Medea. Jasón se vuelve más humano; Medea se asemeja a un monstruo. El problema se desplaza así desde el hombre infiel hacia la mujer aterrorizante. Desde el momento en que Medea comete su crimen y no recibe castigo, la obra pone en escena una forma exitosa de subjetividad femenina; pero también, al representar los excesos y terrores de una mujer desenfrenada, proporciona bases para que la dominación sobre dicha libertad continúe.
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