Ciudad Espacio Publico y Cultura Urbana
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Ciudad, espacio público y cultura urbana 25 conferencias de la Cátedra Permanente de Imágenes Urbanas
Tulio Hernández (comp.)
LA FUNDACION PARA LA CULTURA URBANA ha sido creada por el Grupo de Empresas Econoinvest como un aporte a la comunidad
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Ciudad, espacio público y cultura urbana 25 conferencias de la Cátedra Permanente de Imágenes Urbanas César Aira, Arturo Almandoz, Jesús Martín-Barbero, Manuel Bermúdez, Adolfo Castañón, Umberto Eco, Néstor García Canclini, Tulio Hernández, Pedro García Sánchez, Adriano González León, Silverio González, Samuel Hurtado Salazar, Mireya Lozada, Rocco Mangieri, Marco Negrón, William Niño Araque, Juan Nuño, Teresa Ontiveros, Julio Ortega, Ramón Paolini, Aníbal Sepúlveda, Armando Silva Téllez, Tomás Straka, Juan Villoro.
Tulio Hernández (comp.)
FUNDACIÓN PARA LA
CULTURA URBANA Grupo de Empresas Econoinvest
Caracas, 2010
CIUDAD, ESPACIO PÚBLICO Y CULTURA URBANA 25 conferencias de la Cátedra Permanente de Imágenes Urbanas TULIO HERNÁNDEZ (comp.) © Fundación para la Cultura Urbana RIF: J-30804495-4 Caracas, 2009 Hecho Depósito de Ley Depósito Legal: lf864200972003051 ISBN: 978-980-7309-07-3 Diseño de carátula: John Lange Diseño de colección: ProduGráfica Fotografía de carátula: Muu Blanco-Angulo, Ella A. De la Serie: “AAA” de Abstracciones Paisajisticas, 2008, C-Print, 115 cm x 86 cm Corrección de pruebas: Magaly Pérez Campos Producción gráfica: Ediplus producción, C.A. Impresión: Gráficas Lauki, C.A. Impreso en Venezuela / Printed in Venezuela
Presentación
Con gran satisfacción entregamos en manos de los lectores las 25 conferencias de la Cátedra de Imágenes Urbanas, recogidas bajo el título Ciudad, espacio público y cultura urbana. Esta cátedra, creada, coordinada y animada por Tulio Hernández desde 1993, ha concitado a pensadores, académicos y escritores de obra reconocida, tanto en Venezuela como en el mundo. Umberto Eco y Juan Nuño; Néstor García Canclini y Jesús Martín-Barbero, forman parte del elenco catedrático junto con otros de singular pertinencia, siempre convocados por el entusiasmo de Hernández. Reunidas ahora en un volumen, las 25 disertaciones serán de gran utilidad para estudiantes, investigadores y ciudadanos en general, todos urgidos por la interpelación permanente de la urbe: suerte de lugar común que nos invita a comprender y experimentar. Fundación para la Cultura Urbana
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TULIO HERNÁNDEZ Sociólogo especializado en temas de cultura y comunicación, ensayista, gerente cultural, editor y columnista de prensa. Director-fundador desde 1993 de la Cátedra Permanente de Imágenes Urbanas auspiciada por la Fundación para la Cultura Urbana. Ha sido investigador en el Instituto de Investigaciones de la Comunicación (Ininco) de la Universidad Central de Venezuela (UCV) y profesor en las Escuelas de Artes y de Comunicación Social de la misma universidad, en la Escuela de Comunicación Social de la Universidad Católica Andrés Bello (UCAB) y en los cursos de posgrado de la Universidad Metropolitana (Unimet) y la Universidad Nacional Experimental del Táchira (UNET). Ha laborado también como profesor invitado en cursos de postgrado en Gestión Cultural en la Universidad de Barcelona y en la Universidad de Girona en Cataluña, España. Director-fundador (1991) del Centro de Investigación y Documentación del Cine Venezolano en la Fundación Cinemateca Nacional. Entre 1993 y 1996 fue presidente de la Fundación para las Artes y la Cultura (Fundarte) de Caracas. Ha sido miembro de la Junta Directiva de instituciones culturales venezolanas como Fundapatrimonio, la Fundación Teatro Teresa Carreño y la Fundación Museo de Bellas Artes. También se ha desempeñado como consultor-asesor de Unesco, Unicef, la Organización de Estados Iberoamericanos (OEI), la Corporación Andina de Fomento (CAF), el Convenio Andrés Bello (CAB) y de instituciones venezolanas como la Fundación Bigott, el Centro Cultural Espacios Unión, la Fundación Polar, el Ateneo de Caracas, entre otras organizaciones. Ha sido miembro de los consejos de redacción de las revistas Imagen, Internet World, Extracámara, Encuadre, ININCO; corresponsal en Caracas de Telos de Madrid y Cultura y Comunicación de Ciudad de México; y director-fundador de Objeto Visual, revista especializada en cine de la Fundación Cinemateca Nacional. Creador y director de los libros coleccionables sobre cultura venezolana –Atlas práctico de Venezuela, Historia de Venezuela en imágenes, Cocinar a la venezolana, Rostros y per-
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sonajes de Venezuela, Cien maravillas venezolanas, Grandes hechos históricos de Venezuela– que han circulado encartados en el diario El Nacional. Sus artículos y ensayos han sido publicados en libros y revistas especializados. En la línea de trabajo sobre las ciudades, es coautor del libro Las ciudades latinoamericanas en el nuevo (des) orden mundial (México: Siglo XXI Editores), compilador de Caracas en veinte afectos (Caracas: Museo Jacobo Borges) y coordinador del capítulo “Caracas” del programa de Investigación Culturas Urbanas de América Latina y España, coordinado por el semiólogo colombiano Armando Silva Téllez. Desde hace doce años mantiene una columna en la edición dominical del diario El Nacional. Actualmente es miembro de la Junta Directiva de la Fundación para la Cultura Urbana, del Comité Editorial del diario El Nacional, del Consejo Metropolitano de Cultura de Caracas y asesor del Instituto Metropolitano de Urbanismo.
A la memoria de Juan Nuño, cuya última intervención pública se halla recogida en este libro
Nota del compilador
En agosto de 1993, en la sala B del Ateneo de Caracas, con una conferencia del antropólogo Néstor García Canclini titulada “El consumo cultural en México”, se inauguró la Cátedra Permanente de Imágenes Urbanas, un espacio creado por la Fundación para las Artes y la Cultura (Fundarte), que por entonces me correspondía presidir. La Cátedra fue concebida para que profesionales de distintas nacionalidades y formación –científicos sociales, artistas, arquitectos, urbanistas y autoridades de gobiernos locales– compartieran sus reflexiones sobre las ciudades y, en general, sobre temas de cultura urbana, haciéndolo desde los más diversos enfoques y perspectivas disciplinarias. Durante tres años, el tiempo que duró nuestra gestión en Fundarte, organización adscrita a la Alcaldía de Caracas, la Cátedra reunió a un destacado número de conferencistas de reconocida trayectoria intelectual y produjo como resultado una decena de publicaciones con el texto de sus conferencias. Luego de casi una década de silencio, la Cátedra volvió a cobrar vida en el año 2003, pero esta vez bajo el auspicio de la Fundación para la Cultura Urbana, promovida por Econoinvest. Desde entonces y hasta el presente, agosto de 2009, cuando escribo esta nota, la Cátedra se ha mantenido activa realizando estudios y ofreciendo conferencias, talleres, cur-
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sos y seminarios que han reunido a un número de destacados conferencistas, ahora con un peso mayor de los venezolanos. Una buena parte de estas intervenciones han sido reunidas en este libro que precisamente se presenta con el subtítulo de “25 conferencias de la Cátedra Permanente de Imágenes Urbanas”. Los textos, incluyendo los que corresponden a los años 1993-1995, los hemos publicado sin cambio alguno, tal y como fueron presentados, para dejar constancia del momento intelectual de sus autores y de los enfoques desde donde eran abordados por entonces sus temas. Igualmente, por respeto a sus autores, hemos dejado intactos, sin unificar, los sistemas de citas y referencias utilizados por cada uno. Para facilitar su lectura, hemos dividido el libro en tres partes. En la primera, “Ciudad, cultura y arquitectura”, hemos agrupado aquellas conferencias que proponen reflexiones teóricas y enfoques generales o altamente especializados sobre la cultura urbana y la arquitectura, incluyendo algunos que hacen referencia a la situación o experiencia de ciudades, países o regiones concretas: Lima, Puerto Rico o la arquitectura caribeña, por ejemplo. En la segunda, “Caracas, cultura y espacio público”, como su nombre lo indica, se concentran los textos explícitamente referidos a temas de la ciudad capital venezolana. Y en la tercera, “Visiones de Ciudad de México”, se reúnen tres textos que por casualidad, ya que no responden a un plan previamente establecido, tienen como tema central la capital mexicana, ese lugar que Carlos Monsiváis ha calificado como posapocalíptico, es decir, una ciudad donde todo lo peor ya ha pasado. Al momento de presentar este libro quiero agradecer sinceramente a Herman Sifontes, presidente de Econoinvest, de quien surgió la iniciativa de “resucitar” la Cátedra, y a la Fundación para la Cultura Urbana, su presidente, Rafael Arráiz Lucca y al resto de sus directivos, por el apoyo recibido en esta segunda etapa 2003-2009. Igualmente va mi agradecimiento al apoyo incondicional del sociólogo Carlos Guzmán y del aquitecto William Niño Araque, quienes en la práctica me han acompañado como codirectores académicos en la primera y segunda etapa, respectivamente; a Gabriela Lepage, quien adoptó la Cátedra con pasión decidida y a Marsolaire Quinta-
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na, Sofía Rodríguez, Larissa Hernández, Helemir Solórzano y Valentina Moreno, integrantes también del equipo de la Fundación para la Cultura Urbana, por su entusiasta apoyo en la producción de los distintos eventos. También dejo constancia de agradecimiento a Marco Negrón, Silverio González y Leopoldo Provenzali, cuyos consejos y sugerencias me han sido de gran utilidad a la hora de concebir las programaciones anuales. Por último, quiero reconocer a Rossana Veglia, Cristina González, Mariana Gámez, Johanna El Zelah y Oscar Murat, quienes en distintos momentos, mientras eran estudiantes, actuando como pasantes de mi equipo de investigación, colaboraron en la asistencia editorial para la compilación de los textos que ahora tienen en sus manos.
Tulio Hernández Director de la Cátedra Permanente de Imágenes Urbanas Caracas, agosto de 2009
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Introducción Ciudad, cultura y espacio público. Claves para navegar en 25 conferencias
1. La comprensión cultural de la ciudad
El ingeniero y urbanista italiano Corrado Beguinot sostenía que toda ciudad está compuesta por tres ciudades: una ciudad de piedra, una ciudad de relaciones y una ciudad del hombre que, tomándonos la libertad del caso, preferiremos llamar, de ahora en adelante, la ciudad simbólica o ciudad subjetiva. La primera, la de piedra, es la ciudad construida. Aquella formada por viviendas, avenidas, puentes, plazas, bulevares, aeropuertos, cuarteles y monumentos, que en su conjunto da forma, espacialidad y sirve de “contenedora” a las otras dos. La segunda, la de relaciones, es la ciudad funcional. Aquella que se constituye en el conjunto de actividades que las personas y los grupos humanos realizan en el contexto de la de piedra: alimentarse, aparearse, comprar, vender, pasear, delinquir, protestar, flanear, hacer política, enamorarse, estudiar, gobernar, elegir, para mencionar sólo algunas entre centenares o miles de opciones más. Y, la tercera, la simbólica o subjetiva, es la ciudad representada. La que cada persona y cada población percibe según sus criterios y sus perspectivas, ya en su individualidad, ya en su pertenencia colectiva. Es la que se manifiesta en el arte, los mitos, los afectos, los imaginarios y
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en las diversas maneras como se expresa la necesidad de conferirle sentido, recrear y hacer inteligibles las otras dos. Al estudio y desarrollo de la ciudad de piedra se han dedicado tradicionalmente las diversas ingenierías y la arquitectura. La sociología y las ciencias políticas lo han hecho con la ciudad de relaciones. Mientras que las disciplinas etnográficas, la antropología y la semiótica se concentraban en la ciudad simbólica. A caballo entre la primera y la segunda se ha encontrado el urbanismo. Sin embargo, en el presente, estas clasificaciones ya no funcionan de tan esquemática manera pues las diversas disciplinas que interpretan o ayudan a comprender, construir, gobernar y administrar las ciudades se han vuelto cada vez más integrales, al punto de que el arquitecto catalán Oriol Bohigas sostiene, por ejemplo, que es un error separar arquitectura y urbanismo como disciplinas diferentes. Por eso me gusta pensar que lo más importante del esquema triádico de Beguinot es usarlo sólo como referencia para ayudarnos a entender que si se excluye cualquiera de las tres dimensiones –lo construido, lo relacional y lo simbólico– la ciudad y lo urbano se hacen ininteligibles. En ese sentido, lo que de ahora en adelante denominaremos “interpretaciones culturales de la ciudad y lo urbano” no sólo se han hecho mías frecuentes sino que se han convertido en una especie de síntesis o confluencia de las distintas perspectivas de estudio y análisis que se fueron abriendo a lo largo del siglo XX . Cuando hablamos de interpretaciones culturales nos referimos a aquellas que se proponen abordar la ciudad como cuerpo de narraciones y representaciones, creación estética, orden simbólico, sistemas comunicacionales, lógicas discursivas y como objeto de pensamiento. Es, de alguna manera, reivindicar el espíritu con el que el antropólogo francés Claude Levi-Strauss calificó alguna vez a la ciudad como “la cosa humana por excelencia”. Hablar de la interpretación cultural significa darle preeminencia a las dimensiones subjetivas, de representaciones y valores, de imaginarios y creaciones textuales, mediante los cuales los habitantes de una ciudad, de manera individual o colectiva, construyen sus interpretaciones, sensibilidades, há-
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bitos y prácticas de apropiación-construcción del espacio público, la ciudad y lo urbano; entendiendo lo cultural como la dimensión simbólica de lo real, el espacio donde se le confiere sentido a la experiencia humana, donde se la hace inteligible y trascendente. Es ese punto de vista cultural lo que une a las veinticinco conferencias que componen este libro. Independientemente de que algunas de ellas coloquen mayor énfasis en alguno de los polos de esta tríada, todas indagan en la relación entre las tres ciudades que es también una manera de establecer relaciones entre la ciudad, el espacio público y la cultura urbana.
2. Ciudad, espacio público y cultura urbana
Es cierto, como lo han señalado muchos autores, que todo intento de definición de la ciudad conlleva en su ejercicio el testimonio de un fracaso: todas resultan insuficientes e insatisfactorias, incapaces de dar cuenta de las sucesivas transformaciones que estos conglomerados experimentan y han experimentado. Es lo que explica que en el presente algunos autores prefieran hablar de megalópolis, para designar las nuevas federaciones urbanas como Ciudad de México o Sao Paulo, que por sus dimensiones descomunales ya no responden al concepto tradicional que deviene de la ciudad industrial del siglo XIX o de las ciudades fundacionales de América Latina, creadas de acuerdo con el esquema preconcebido y trasplantado de la ciudad ibérica. Otros, en cambio, hablan de suburbia, y no de ciudades, cuando se refieren al tipo de conglomerados urbanos de ciertas clases medias norteamericanas, basados en el esquema de urbanizaciones cerradas-viviendas uniformes-automóvilautopista-mall en donde la noción de densidad y de calle –y de alguna manera de espacio público– ha desaparecido. Y otros han comenzado a hablar de telépolis para calificar la ciudad a distancia, la que se ha ido extendiendo por todo el planeta sin destruir pueblos ni ciudades gracias a la televisión, las redes
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informáticas y un nuevo tipo de economía que convierte el ocio en trabajo. Sin embargo, un camino por lo menos confiable para definirla es aceptar que la ciudad se trata de una concentración humana numerosa y densa que puebla un asentamiento de construcciones estables, genera un sistema de identidades y pautas comunes, y requiere un gobierno propio. Estamos hablando de una realidad tangible que es a la vez espacial, geográfica, histórica, cultural y política. En cambio, cuando hablamos de espacio público no estamos aludiendo a la ciudad en su conjunto sino a una de sus dimensiones, que puede existir de manera generosa y democrática o estar reducida a su mínima expresión. Nos referimos a aquellos espacios en donde todos los habitantes de la ciudad pueden confluir, verse, encontrarse, oírse, incluso olerse, sin la restricción, como ocurre en el espacio privado, de tener que poseer entre sí vínculos de naturaleza laboral, parental, de amistad, política o comercial. De este modo, el espacio público –la calle, la plaza, la acera, el bulevar, la rambla, el metro, el malecón, la estación de transporte pero también las redes mediáticas e informáticas– se convierte en el espacio urbano, o el espacio de lo urbano, por excelencia en tanto que la figura del otro, del extraño, del paseante, del diferente, es decir, de la diversidad que define lo urbano, se pone en escena. Para expresarlo en términos de la antropóloga venezolana Teresa Ontiveros, el espacio público es “un medio de extraños cuyas vidas se tocan”. Estamos hablando entonces de algo que va más allá de zonas verdes, mobiliario urbano o sistemas de movilidad. Hablamos de un espacio al que los gobiernos y los gobernantes democráticos tienden a prestar cada vez mayor atención en tanto lugares ideales para la convivencia. Enrique Peñalosa1 ex alcalde de Bogotá, ha definido esa conquista de manera muy precisa: El gesto más elemental de respeto de una sociedad hacia los
1. Peñalosa, Enrique (2002). Enrique Peñalosa. Cuadernos de la Fundación para la Cultura Urbana. Caracas
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menos favorecidos es un espacio público de calidad que evidencia una alta consideración por lo humano […] En una sociedad muy jerarquizada en sus organizaciones, en sus consumos, de los que el más conspicuo es el automóvil, el espacio público iguala. En una empresa los ciudadanos pueden encontrarse, pero encerrados en sus categorías: uno puede ser el gerente y el otro el mensajero; en el espacio público se encuentran como iguales.
Desde esta perspectiva, el espacio público es visto como derecho ciudadano a la apropiación y uso de la ciudad, como el lugar donde lo urbano tiene su mayor posibilidad de realización. Y cuando hablamos de lo urbano lo hacemos siguiendo al antropólogo catalán Manuel Delgado2, refiriéndonos no a un tipo particular de cultura que se produce sólo en la ciudad sino a “un tipo de sociedad que puede ocurrir o no en el seno de la ciudad”. Mientras que la ciudad es lo estable, lo sólido, lo institucionalizado; lo urbano, en cambio, estaría constituido por un tipo de relaciones irregulares y fluctuantes, escasamente orgánicas, poco o nada solidificadas, sometidas a oscilaciones constantes y destinadas a desvanecerse en seguida. Desde esta perspectiva, se está valorando de lo urbano aquello que en los términos de este autor refiere a estructuras líquidas: “paseantes a la deriva, extranjeros, viandantes, trabajadores y vividores de la vía pública, disimuladores natos, peregrinos eventuales, viajeros de autobús”. De allí que la antropología que el autor sugiere para abordar lo urbano sea una antropología de lo inestable, su rasgo esencial. Siguiendo esta lógica, podríamos decir que el punto de confluencia entre lo urbano y la ciudad lo constituiría el espacio público, entendiéndolo como se le entendió desde la Revolución Francesa, como “lo que no pertenece al rey”, “lo que es de la nación”. Para explicarlo, Víctor Hugo sostenía que “la piedra del edificio es del dueño, pero la belleza es colectiva”. El espacio público sería el lugar donde tanto la piedra como la belleza (o la fealdad) son colectivas, espacio privilegiado de 2. Manuel Delgado (1999). El animal público. Barcelona: Anagrama.
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existencia de lo urbano por cuanto es sobre su superficie donde se producen desplazamientos, encuentros y bifurcaciones que, a la manera de una constituyen el modo de sociabilidad específicamente urbano. 3. La ciudad y las ideas: Nuño, Hurtado salazar, Ortega y Straka
En el ensayo con el que se abre este libro, “¿Por qué existen ciudades?” se titula, Juan Nuño, uno de los más agudos e incisivos pensadores con los que contó Venezuela en la segunda mitad del siglo XX, realiza una extraordinaria síntesis sobre el papel de las ciudades en el devenir humano. A manera de desplante, comienza formulándose una pregunta: “¿Qué pasaría si no existiesen ciudades?” “No existirían los individuos, es decir, los hombres libres”, se responde. Porque a su juicio es en las ciudades donde el hombre realiza mejor su libertad. Fuera de ellas –afirma– “sólo existe la tribu, la errancia, el nomadismo”. En las ciudades, concluye, “es donde aparece por primera vez la noción de individuo, de ser aislado y soberano”. A partir de esta premisa y la tesis de que detrás de toda ciudad hay una idea, Nuño realiza una aguda revisión de las que considera las dos grandes matrices de pensamiento y valoración de las ciudades. La propia de la tradición judeocristiana, de una parte, y la de la tradición grecorromana, de la otra. La primera, empecinada en la condena de la ciudad como el lugar de todos los vicios y pecados. La segunda, inspirada en todo lo contrario, la exaltación de la ciudad como el lugar de la civilización, el avance, la belleza, la democracia y la libertad. Con su trabajo, Nuño se inscribe en una de las más sólidas perspectivas de interpretación cultural de la ciudad y lo urbano, aquella que trata de reconstruir las relaciones entre las maneras como las ciudades son construidas, edificadas o planificadas, y los valores o nociones del poder y el orden scial que las han hecho posibles y explican su morfología. Desde este acercamiento, el objetivo fundamental es el de identificar el papel que han jugado las sociedades urbanas en la creación de los distintos tipos de economía, organización política y cul-
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turas de los países y olas civilizatorias a las que pertenecen. Y a la inversa, cómo las ciudades son expresión de un conjunto de ordenamientos mentales y lógicas de poder que se hacen tangibles en su construcción. En la misma línea de preocupaciones éticas y sociopolíticas, otro autor de este libro, el sociólogo venezolano Silverio González, desarrolla su ensayo “La significación de lo urbano en la cultura venezolana”, un intento por aplicar la reflexión propia de los estudios de historia de las mentalidades al tema de la evolución y desarrollo de las ciudades venezolanas. González postula una ética de lo urbano como espacio de comunión, como lugar de convergencia de los diferentes. En consecuencia, se interroga por los modos de convivencia dominantes a través de la historia en las ciudades venezolanas para desentrañar en qué medida lo urbano en Venezuela cumple o no con uno de sus cometidos fundamentales: el de facilitar la comunicación y las relaciones democráticas y plurales entre las diversidades y otredades humanas que lo constituyen. Es lo que el propio autor ha llamado una sociología interpretativa de la convivencia. El autor describe seis modalidades por las que han atravesado nuestras ciudades a lo largo de su historia –la hidalga, la criolla, la patricia, la burguesa, la masiva y la violenta– para luego concluir que nuestra cultura no ha construido hasta ahora una convivencia incluyente y sostenible, lo que explica las interpretaciones de la insatisfacción de vivir en la ciudad venezolana. En Venezuela, la idea de ciudad remarca el carácter cuantitativo de la convivencia urbana como asentamiento físico o aglomeración organizada, y subordina su significación como apertura a las otredades. Otra lectura que aborda la ciudad desde el campo de las ideas es la del antropólogo Samuel Hurtado Salazar en su texto “La ciudad de Caracas o la clausura del pensamiento urbano”. Se trata de una revisión a los modos de ser urbanos, de construir y habitar la ciudad, tanto de Caracas como del resto de las capitales venezolanas. Su crítica es implacable. Caracas es percibida como una ciudad que va experimentando la extinción de lo urbano. Una ciudad en donde los vendedores informales, los malandros, los infractores de tránsito, los inva-
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sores de edificios y terrenos van degradando la vida colectiva y junto a ello acorralando toda posibilidad de pensamiento de la ciudad y sobre ella. Su diagnóstico es que una de las razones de ser de la ciudad –la de existir para tener ideas, proyectos, porvenir, memoria y comunidad– no se realiza en Caracas; sin comunidad y sin proyecto no emerge lo urbano y, por tanto, las comunidades se disuelven anómicamente. Como una maldición babeliana, concluye. En una línea paralela, el crítico literario peruano Julio Ortega se presenta con un texto titulado “Voces de acceso a la ciudad postmoderna”. En él realiza una enjundiosa introducción conceptual en su afán de demostrar que “las ciudades latinoamericanas son espacios superpuestos de la modernidad”. Recuerda cómo la mayoría de las grandes narraciones latinoamericanas son novelas urbanas; revisa un considerable número de autores –Baudrillard y Virilio incluidos– que anuncian a la ciudad postmoderna como acontecimiento del habla, e identifica la presencia de los nuevos lenguajes de la ciudad en la telenovela y en la radio como antesala al objeto central de su presentación: desarrollar la tesis de que Lima, la capital de Perú, es una ciudad “puramente discursiva”. Seis modalidades discursivas conforman la tipología sobre la que sustenta su tesis. El discurso de Lima como centro y como centro vacío; el de la Lima criolla y de la cultura popular; el discurso especializado del periodismo, las ciencias sociales y la arquitectura y, por último, el discurso literario. También de ideas sobre la ciudad, la urbanización y la modernidad trata “Críticas de la modernidad criolla: Caracas como espacio para la democracia” del historiador Tomás Straka. En un contexto intelectual –el venezolano de los años 1950-60, dominado por las tesis de condena a la ciudad, la modernización y la industrialización como fuente de pérdida de las identidades y las tradiciones nacionales, y de generación de caos y pobreza– Straka identifica dos rara avis que navegan a contracorriente. Se trata de Rómulo Betancourt, el más importante político del siglo XX venezolano, primer Presidente electo democráticamente que logró concluir su mandato, y Mariano Picón Salas, uno de sus más influyentes intelec-
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tuales. El autor demuestra cómo ambas figuras –sin dejar de condenar el progreso de fachada, los excesos faraónicos y el excesivo centralismo caraqueño puesto en marcha en la década de 1950 por la dictadura perezjimenista– encontraban en el desarrollo y crecimiento de las grandes ciudades venezolanas, en el flujo de emigrantes que el país había comenzado a recibir por millares y en los procesos de industrialización incipientes, inmensas posibilidades para reforzar el proyecto democrático naciente y, en palabras de Picón, “la renovación del ser nacional”. Revisando escritos y discursos de ambos, Straka revela cómo conceptos que años más tarde cobrarían forma y vitalidad, como la idea del “derecho a la ciudad” y la preocupación por los espacios de recreación y por el espacio público en general, se encuentran entre las preocupaciones intelectuales de Picón Salas y entre las tareas y metas gubernamentales de Betancourt. 4. El texto-ciudad: Mangieri, Eco y Bermúdez
La ciudad es un texto que puede ser leído, interpretado y explicado como se hace con un texto literario o cinematográfico. Un texto que, gracias a las gramáticas que lo han ido construyendo, puede ser decodificado a través de las distintas escrituras y narrativas que lo constituyen. Es esa la idea básica de otra perspectiva de interpretación cultural de la ciudad, la sostenida por diversas perspectivas semiológicas. En este libro se encuentran tres ensayos que apuntan a esta lectura de la ciudad como un texto. “Lector in urbis: espacio urbano y estrategias narrativas”, del arquitecto y semiólogo venezolano Rocco Mangieri; “Personajes imaginarios y ciudades reales”, del conocido novelista y semiólogo Umberto Eco y “Caracas: hablantes de azules lomas y satíricas palomas”, del escritor y también semiólogo venezolano Manuel Bermúdez. En el primer escrito, Mangieri nos ofrece un corpus de herramientas teóricas para iniciarnos en una semiología de lo urbano. Parte de la definición del texto como “el lugar donde son puestos en escena simulacros de conversación entre autores y lectores (aquí entre actores y escenarios urbanos)
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previamente inscritos en el texto mismo a través de huellas o estrategias narrativas y discursivas”. La idea de la existencia de un texto-ciudad –el núcleo de su argumentación– es dibujada por Mangieri como un conjunto más o menos articulado de huellas, programas, itinerarios, rutas interpretativas y actos que para cumplirse requieren la participación activa de los usuarios-habitantes. El texto existe, por tanto, sólo en la medida en que encuentra un lectorusuario que lo interpreta y se confabula con sus tramas para imaginar, sentir y leer lo que él denomina las macronarraciones y las ideologías del vivir la ciudad a través de un seguimiento de las marcas, los signos y las huellas con los cuales se construye la arquitectura de cada texto-ciudad. No es posible entonces usar la ciudad si de alguna manera no se realiza un permanente ejercicio de interpretación de la misma. Y ese ejercicio es posible gracias a una serie de programas y contratos narrativos que se hallan previamente inscritos en el texto urbano y sus laberintos. Como todo texto, y aquí se halla el corazón de la propuesta, el urbano tiene unidades temáticas (crisis urbana, malestar urbano), sus estilos y formas (ciudad mediterránea, ciudad caribeña), sus hitos toponímicos (calle del hambre, plaza de los ahorcados, tierra de nadie, paseo de las flores) y hasta sus órdenes gramáticos (marcados, por ejemplo, por los sistemas de puntuaciónarticulación-separación entre urbanizaciones ricas y favelas o barrios pobres). En el segundo escrito, el de Eco, se nos propone un ejercicio muy peculiar. Leer el texto-ciudad a partir de la comparación entre dos tipos de verdad: la verdad en el mundo real –aquella que se basa en hechos que pueden ser verificables con los instrumentos de las ciencias históricas y que responde a preguntas del tipo “¿Napoleón Bonaparte efectivamente existió?”–; y la verdad novelesca –aquella que aceptamos como parte de un pacto de credibilidad con las obras de ficción y que responde a certezas del tipo “Hamlet era soltero” o “Scarlett O´Hara se casó con Rhett Butler”. En este caso, recurre a Los tres mosqueteros para explorar las relaciones entre la verdad en el mundo real de la vida de París en los alrededores de 1625 y la verdad novelesca del
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París literario de Alejandro Dumas por el que D’Artagnan y sus aliados transitan sus aventuras. De esta manera, la verdad novelesca es utilizada para indagar en la verdad “del mundo real” de la mítica capital francesa y como pretexto para, en un curioso y sofisticado juego intelectual, plantearse una serie de interrogantes sobre las maneras como los dos textos-ciudad –el de la novela y el del París histórico y real– se superponen, se niegan o se afirman en la mirada de los dos tipos de lectores que ya había establecido en Lector in fabula: el lector modelo y el lector real. El tercer ensayo, “Hablante de azules lomas…”, un texto que oscila entre la crónica, el humor y el análisis semiótico, parte de una pregunta precisa: “¿Caracas es un hablante?” La respuesta de Bermúdez es directa: “Sí. Con una fonética natural y balbuceante, y una fonología tecnológica y estridente, las ciudades hablan”. Y agrega: “Además (las ciudades) tienen una semántica y una lógica con sus significantes y significados, los cuales sintácticamente generan un discurso, cuyo enunciado es prácticamente decodificado por sus habitantes”. Para desarrollar su tesis y explicarnos cómo se comporta Caracas en su calidad de hablante, Bermúdez se pasea por los más diversos discursos de la ciudad. El de la poesía, que encuentra en aquel verso legendario de Pérez Bonalde que define a Caracas como una “odalisca rendida a los pies del sultán enamorado”, una de sus más reveladores metáforas. El de la música, en donde Billo Frómeta brilla como el gran enamorado que le canta a una novia, “la bella Caracas”. El de la narrativa, que a través de autores como Ángel Gustavo Infante en su libro Cerrícolas recupera el habla de los barrios pobres de la ciudad. Incluye también Bermúdez en su periplo, el universo del humor radial de los años 1940 y 50 del siglo XX, el del periodismo popular inaugurado en esa misma época por el diario Últimas Noticias y el de los locutores del béisbol y su cháchara deportiva como fragmentos con los cuales recomponer el modo de hablar de la capital venezolana.
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5. Los imaginarios urbanos: Silva Téllez, Aira, Almandoz, Hernández, Villoro y Castañón
La idea de que la imagen de la ciudad no es una foto, tampoco el recuerdo de sus lugares más representativos, sino una impresión obtenida colectivamente en un alto nivel de segmentación imaginaria de su espacio; que la ciudad puede y debe ser comprendida desde el punto de vista de sus ciudadanos y las maneras como es imaginada por sus artistas y sus medios de comunicación; y que estas representaciones pueden ser identificadas estadísticamente y recreadas a través de distintos materiales cualitativos –recortes de prensa, fragmentos de noticieros, fotografías, textos literarios, viodeoclips– está en la base de la metodología de los imaginarios que Armando Silva Téllez comenzaba a delinear en su conferencia “Los imaginarios urbanos en América Latina”, otro de los textos de nuestro libro. Su tesis es que los imaginarios se construyen, como tendencias, colectivamente, y que si tomamos muchos puntos de vista ciudadanos y los sumamos se puede condensar-revelar el sustrato imaginario de toda ciudad: la dimensión estética de la urbe. La ciudad imaginada precede a la real y la impulsa en su construcción. La ciudad que es también el efecto de un deseo es un espacio de proyección de fantasías tan poderosas como la realidad misma. Como los imaginarios pueden identificarse, incluso estadísticamente, si se develan las más importantes metáforas urbanas –antes/después, centro/periferia, ver/ser visto, masculino/femenino– y si se identifican lo que él denomina fantasmas urbanos, se puede reconstruir la ciudad imaginada, develar sus deseos, fantasías y evocaciones. En conclusión, la creación de una imagen social, de una vida llevada colectivamente, con sentimientos de lo mutuo, como corresponde a los ciudadanos en tanto personalidad global, pasa por su puesta en escena en forma narrativa. Volvemos entonces a la tríada de las primeras líneas: ciudad de piedra, ciudad de relaciones, ciudad simbólica. La metodología de los imaginarios, según Silva Téllez, establece una relación de simultaneidad entre la cosa física: la ciudad;
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la vida social: sus usos; y la representación: sus escrituras. Lo físico produce efecto sobre las representaciones, pero igualmente las representaciones afectan y guían los usos sociales de la ciudad y modifican las concepciones del espacio. En la misma línea de aproximación podemos ubicar cuatro textos más de este libro. Los de Arturo Almandoz, Juan Villoro, César Aira y el del autor de estas líneas. Almandoz, con su conferencia “El imaginario de la ciudad venezolana.19001958” presenta los resultados de una ambiciosa investigación ya convertida en libro3. Con el propósito de indagar en el proceso de urbanización venezolana desde un punto de vista social y cultural, el autor se propone una revisión de la manera como los grandes pensadores y narradores venezolanos del siglo XX percibieron, representaron o interpretaron dicho proceso. Se trata de una exploración del imaginario novelístico y ensayístico sobre la ciudad en el que pasa revista a la obra de Mariano Picón Salas, Rómulo Gallegos, Miguel Otero Silva, Guillermo Meneses, Mario Briceño Iragorry, para detectar la sucesión de imaginarios que va de las “ciudades pueblerinas” de finales del siglo XIX hasta los de la revolución petrolera y la urbanización acelerada de las primeras décadas y mediados del XX. En el título de la investigación “La ciudad en el imaginario venezolano. De María Castaña a los pequeños seres”, encontramos un resumen elocuente del período estudiado. En un extremo está “El tiempo de María Castaña”, una imagen literaria que utilizará Mariano Picón Salas para sintetizar las manifestaciones premodernas de la provincia venezolana de finales del siglo XIX. En el otro “Los pequeños seres”, en referencia directa a la homónima novela de Salvador Garmendia, en la cual se aborda la vida del campesino y provinciano que llega a acostumbrarse al nuevo escenario en transformación acelerada de la ciudad petrolera. En el medio, Juan Bimba, otra figura popular emblemática de la época, el campesino pobre, de vestimenta rural y un bollo de pan en el bolsillo.
3. Almandoz, Arturo (2003). La ciudad en el imaginario venezolano. De 1936 a los pequeños seres. Caracas: Fundación para la Cultura Urbana.
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Son los tres imaginarios. El “pueblerino” que acompañó a Caracas y a la mayoría de las ciudades venezolanas hasta bien entrado el siglo XX. El de masificación y urbanización, propiciado por la revolución petrolera a partir de los años 40. Y el de Juan Bimba en transición, abandonando la condición campesina para transformarse en el pequeño ser garmendiano en el laberinto de la naciente metrópoli. A pesar de no hacer referencia explícita a la metodología de los imaginarios en el sentido trabajado por Silva Téllez y Almandoz, ubicamos también en este grupo la conferencia de Juan Villoro, “El eterno retorno a la mujer barbuda”, porque con los recursos del ensayo literario aborda las representaciones catastróficas que el D.F. mexicano genera a sus propios habitantes y a los del exterior. Luego de hacer un paseo panorámico por datos impactantes como los cinco millones de habitantes que circulan todos lo días por el metro; horrores ecológicos como las elevadas tasas de plomo en la sangre de los “chilangos” como efecto de la contaminación; relatos de catástrofes como el terremoto de 1998; y de historizar un poco por el mundo azteca e identificar el discurso estético del criollismo trash-metal como lo más definitorio de la ciudad, Villoro identifica el sentimiento que une a los millones de habitantes del D.F.: la aceptación resignada, incluso amorosa, de la ciudad tal como es. De allí lo de la mujer barbuda. Según nuestro autor, el D.F. es algo así como la mujer barbuda del circo: “ejerce la elocuente fascinación del defecto”. “A diario juramos abandonarla”, anuncia, “pero a diario nos entregamos a su abrazo”, recuerda Lo mismo ocurre con la del también mexicano Adolfo Castañón. “El viaje a México”, se titula. Utilizando como pretexto la narración de un viaje casi iniciático por el interior de su país y de otros viajes en calidad de guía por lugares turísticos de Ciudad de México y otras ciudades mexicanas, el poeta trata de mostrar cómo la nación mexicana se ha construido a lo largo de la historia entre dos espejos: “el de la mirada extranjera y el del ojo interno”. Entre ambos es posible reconstruir una imagen múltiple del país donde conviven la épica zapatista, la cultura de los emigrantes que regresan de USA a exhibir
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sus mejoras, las distancias entre los pobladores del D.F. y los del resto del país, la memoria del mito de Pedro Infante o las diarias sagas de muerte de mexicanos intentando atravesar la frontera para arribar al sueño americano. Las otras dos conferencias, la del escritor argentino César Aira y la mía, tampoco se refieren directamente a los imaginarios pero su tema es afín. La de Aira, titulada “La destrucción”, es un ejercicio literario de reflexión sobre las posibilidades, o más bien sobre la aparente imposibilidad de que las grandes ciudades modernas, “esas formidables acumulaciones de piedra, cemento y acero”, puedan ser reducidas a ruinas. Las ciudades son esfuerzos descomunales. Nos impresionamos ante las Pirámides de Egipto o la Gran Muralla china, pero olvidamos que cualquiera de las ciudades en las que vivimos equivale a decenas de miles de murallas o de pirámides. ¿Qué tipo de fuerza, qué movimiento de titanes sería necesario para destruirlas? Al final, es una confesión de parte, no hay respuesta directa y la conferencia se desplaza hacia el territorio de la creación literaria y avizora una destrucción que sólo ocurre como “ocioso ejercicio intelectual”. Mi conferencia, titulada “Caracas (y el país) según Cabrujas” trata, por su parte, de identificar aquellas constantes obsesiones que, en el esfuerzo de interpretar la “condición caraqueña” y de alguna manera la venezolana, dejó plasmadas en distintos géneros literarios José Ignacio Cabrujas quien en vida fuera dramaturgo, director y actor de teatro; escritor de guiones cinematográficos y libretos de telenovela; hombre de radio y de ópera, y uno de los más leídos cronistas de la prensa nacional. La amnesia colectiva de los venezolanos, la tradición demolicionista de los caraqueños, su gusto por la provisionalidad, la condición de brujos magnánimos de nuestros presidentes, la condición de simulacro del Estado y en general de la cultura nacional, son revisadas a través de una reinterpretación de textos de sus columnas de prensa, obras de teatro, entrevistas y conferencias, tratando de rearmar, como un rompecabezas, su particular explicación de lo que alguna vez llamó “este fracaso histórico” que es la nación venezolana.
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6. La batalla del espacio público: Ontiveros, Lozada y García Sánchez
El espacio público como escenario de confrontaciones políticas, sociales, ideológicas y como termómetro para medir la salud física y síquica de la ciudad y sus ciudadanos, para verificar qué hacen o dejan de hacer los gobiernos, cuáles son los niveles de convivencia entre los habitantes y cómo es la economía y las expresiones culturales de un país, es abordado en tres textos que versan sobre Caracas: “¿La calle es de todos? Una lectura de los espacios públicos desde la antropología”; “Las huellas urbanas de la polarización” y “¿Todos contra lo público?”, de Teresa Ontiveros, antropóloga; Mireya Lozada, sicóloga social; y Pedro García Sánchez, sociólogo; respectivamente. Teresa Ontiveros se acerca al estudio de los barrios populares caraqueños resaltando la importancia que en la vida de sus habitantes tiene ese espacio público privilegiado que es la calle, entendida como un auténtico laboratorio social. Una de sus conclusiones es que en los barrios caraqueños la calle tiende a ser una extensión de la vivienda. Una especie de sustitución del “patio” que no poseen. La calle se convierte en tendedero, lugar de encuentro y visita, espacio de venta de chucherías, escenario de riñas y discusiones e, incluso, en extensión de casa que se abre a los demás a través del equipo de sonido. De esta manera, la separación-oposición precisa entre lo público y lo privado que en otros sectores de mayores recursos y mejor urbanizados es lo normal, adquiere en el barrio una cierta plasticidad, una flexibilización que hace que uno y otro se confunda en vínculos, lazos y nexos de otra naturaleza más solidaria y convivencial. Sin embargo, advierte, en el presente, como producto de la fuerte inseguridad y violencia predominantes, esa plasticidad se ha ido reduciendo, condenando a los ciudadanos a una suerte de encapsulamiento dentro de sus hogares, convirtiendo de ese modo la calle en espacio de una gran tensión. Mireya Lozada se acerca al estudio de la intensa polarización política que ha vivido Venezuela bajo el gobierno de Hugo
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Chávez, de manera muy específica al período que va del año 2000 al 2004 cuando la sociedad, los ciudadanos y las más importantes instituciones llegaron a un máximo de movilización, confrontación e intolerancia tomando partido a favor o en contra de su proyecto político. La autora comienza reconociendo que si bien la polarización ocupa una cantidad de espacios públicos y privados, es en el espacio urbano, especialmente en los espacios públicos, donde se expresa con mayor contundencia. La ciudad –dice–, sus calles, plazas, paredes, barrios y urbanizaciones han sido la superficie de inscripción privilegiada de esa batalla que genera un profundo sufrimiento ético-político a todos los ciudadanos. Luego de revisar los imaginarios sociales que animan a la polarización –“nosotros-ellos”, “dioses-demonios”, “gendarme necesario”, “revolución bonita”–, Lozada explica la lógica espacial en la que ésta se ha expresado a través de la división de los espacios de las ciudades, convirtiéndolos en territorio chavista o antichavista. El proceso deja profundas huellas, materiales y simbólicas, en el espacio urbano: apropiación privada de espacios públicos por cada uno de los bandos; ocupación e invasión de edificios públicos y privados; tomas, conquistas y reconquistas de lugares de la ciudad y saturación en la utilización de símbolos patrios y partidistas en los espacios públicos. Pedro García Sánchez, por último, presentó en su conferencia una visión más de conjunto de las implicaciones que en la ruptura del tejido urbano y la privatización del espacio público de Caracas han tenido la aparición de diversos fenómenos que van desde la instalación de garitas, casetas y peajes en urbanizaciones del Este de la ciudad –como recursos para dotarse de la seguridad privada que la fuerza pública no garantiza–, hasta los procesos de ocupación de “territorios liberados” por alguno de los bandos de la polarización reinante o la demarcación política de los usos de la ciudad. Analizando otros hechos, como los fenómenos de saqueos masivos a negocios y tiendas durante el fenómeno de insurrección popular conocido como El Caracazo (1989), la ocupación temporal de la Plaza Altamira por militares insurgentes contra
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el gobierno de Hugo Chávez y la de los alrededores del edificio de PDVSA, la sede de la petrolera estatal (2003), en apoyo, García Sánchez identifica el paso, primero, de una semántica del miedo al magma de la inseguridad que suscita una exasperación sensible y emocional que conduce a los extremos de un paranoia social. La urbanidad privativa, expresada muy bien en el cierre de las calles de las urbanizaciones para controlar el acceso del extraño, mezclada con la demarcación política de la ciudad, conduce a una gramática de guerra que sería la lógica o el modelo de orden público hoy dominante en la ciudad. 7. Ciudades, arquitecturas y urbanismo: Sepúlveda, Almandoz, Paolini, Negrón y Niño
Ratificando el principio de la mirada integral de las ciudades, los arquitectos y urbanistas presentes en este libro nos ofrecen textos en los que las tres ciudades –piedra, relación y subjetividad– quedan armónicamente integradas. El arquitecto Ramón Paolini, en su conferencia “Arquitectura y patrimonio cultural del Caribe”, oficia una apretada síntesis de diversas investigaciones realizadas durante años en torno al tema. En un viaje histórico que va desde la llegada de España a Santo Domingo, la primera ciudad del Nuevo Mundo, hasta la construcción del Canal de Panamá y la aparición de petróleo en el Lago de Maracaibo, a comienzos del siglo XX, da cuenta del proceso mediante el cual la arquitectura venida de Europa comienza a sufrir una peculiar metamorfosis, adaptándose a la realidad natural de los trópicos y a la nuevas culturas que en ellos van a emerger. Gracias a esa mezcla, en la que convergen las nuevas realidades económicas, los momentos de riqueza que depara la producción agrícola caribeña y las guerras de colonización, surge una arquitectura inédita cuyos testimonios aún se pueden admirar en Cartagena, La Habana, La Guaira, Puerto Cabello o San Juan. Ciudades en las que se ha gestado una arquitectura popular cuyo reconocimiento como patrimonio cultural se hace cada vez más inminente. A continuación, Aníbal Sepúlveda, también arquitecto,
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aborda en su “Evolución del urbanismo de Puerto Rico”, una visión panorámica de la evolución urbana de esta isla del Caribe. Luego de pasearse por una periodización que establece relaciones causales entre el desarrollo de la economía puertorriqueña del siglo XX y el tejido urbano contemporáneo, Sepúlveda demuestra que a contracorriente de la imagen exuberante que se vende en todo el mundo, el Caribe isleño es hoy una región urbanizada muy distante a la imagen exótica y “playera” instaurada por las promociones turísticas. En el caso de Puerto Rico, este proceso se produjo a lo largo del siglo XX según un calco del modelo de urbanización del suburbio norteamericano: casas de hormigón prefabricadas con techos planos que sustituyeron a la vivienda vernácula. La isla se convirtió así en una inmensa red de suburbios instalados en espacios totalmente dependientes del automóvil que carecen de los atributos de la ciudad tradicional y donde la calidad de vida empeora permanentemente. Como contraparte, y como modelo a seguir, Sepúlveda presenta las características de los cascos urbanos tradicionales puertorriqueños en donde un urbanismo pensado para la convivencia humana se expresa en distancias concebidas a escalas caminables, espacios públicos y privados claramente definidos y ciudades construidas con identidad propia. La reflexión de Marco Negrón, por su parte, también indaga en las relaciones entre economía, decisión política y tejido urbano pero concentrado en la ciudad de Caracas. Bajo el sugestivo título de “Caracas, vida, pasión, muerte y… ¿resurrección?”, el urbanista venezolano hace un recorrido histórico entre las maneras como ha crecido y se ha expandido –pero también dejado de crecer y estancado– la ciudad desde finales del siglo XIX hasta nuestros días. Toma como punto de partida los importantes cambios que se realizaran bajo la administración de Guzmán Blanco. Se pasea luego por los grandes proyectos e intervenciones que se iniciaron con la creación de la Dirección de Urbanismo del Distrito Federal en 1938. Se detiene en el deslumbrante proceso de modernización que se produjo en los años 1940 y 1950, momento en que emergió una nueva ciudad. Y concluye explicando cómo a partir de 1958, luego de la restauración
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democrática, se produjo un tan violento como incomprensible frenazo de “esa rápida carrera hacia la modernidad”. Es lo que ha denominado “la metropolización vergonzante”. Es el momento de la muerte. A partir de 1958, excepción hecha del Metro de Caracas, no se invirtió más, o se invirtió poco, en la ciudad. Con el criterio dominante en toda América Latina de que los problemas de atraso y subdesarrollo se debían a un supuesto tamaño excesivo de las ciudades, la idea de reforzar los desequilibrios regionales desconcentrando el eje Caracas-Maracay-Valencia se convirtió en política de Estado y comenzó un proceso de involución de la ciudad cuyas consecuencias pagamos, en cuotas cada vez más altas, hasta el presente. La conferencia concluye, sin embargo, con una mirada optimista, sentando algunos criterios a partir de los cuales otro camino es posible: la resurrección. Terminamos esta saga con la conferencia del urbanista caraqueño William Niño Araque, titulada “Caracas: territorio de una moderna monumentalidad”. En este texto, que muy bien pudimos haber ubicado en la clave 4, la de los imaginarios, el autor trata de escaparse de la común tentación de percibir la ciudad capital venezolana sólo, es su frase, “como una secuencia cotidiana de martirios”. En consecuencia, se dedica a revisar con una mirada estética y amorosa sus rasgos definitorios, la épica de su arquitectura y la particular composición urbana que ha ido resultando del añadido de elementos y la superposición de proyectos. Niño intenta leer a Caracas como una obra literaria inacabada (mucho más inacabada que la mayoría de las ciudades del continente, dice) a la que se pueden añadir párrafos y capítulos enteros. Una ciudad donde la monumentalidad de lo moderno –la reurbanización de El Silencio, la Ciudad Universitaria, la urbanización 23 de Enero, la autopista Caracas-La Guaira, entre otros íconos relevantes– será su signo definitorio. Una ciudad que, además, funciona como un inmenso collage, un cadáver exquisito, un texto monumental. Revisando sus obras emblemáticas, sus itinerarios posibles de recorrer maravillados, las particularidades naturales –las tormentas eléctricas y la brisa cálida– Niño concluye su texto en una poco común confesión de amor por la ciudad y
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una propuesta reivindicatoria de los monumentos de la modernidad. 8. Etnografía del consumo y los usos urbanos: García Canclini y Martín-Barbero
Néstor García Canclini fue el primer conferencista de la Cátedra Permanente de Imágenes Urbanas. El encargado de inaugurarla. Jesús Martín-Barbero fue su segundo invitado. No hay nada casual en ello. Además del hecho de que ambos han sido amigos y referencia intelectual durante muchos años para el autor de estas líneas, en ese momento, hablo de 1993, ambos autores –dos estudiosos de la cultura latinoamericana que contribuyeron a cambiar profundamente tanto los paradigmas del marxismo ortodoxo como los del positivismo chato– habían comenzado a ocuparse en sus investigaciones de los temas de la ciudad y las culturas urbanas. La conferencia de Néstor García Canclini, “El consumo cultural en México”, realizada a sala llena en el Ateneo de Caracas cuando la intolerancia chavista aún no lo había expulsado de sus sedes, aborda a un mismo tiempo tres temáticas: los resultados de un estudio sobre consumo cultural en Ciudad de México; el debate sobre las metodologías de estudio, encuentros y desencuentros, entre las ciencias sociales, especialmente la antropología, y la ciudad; y, la que me parece más importante tantos años después: la reflexión sobre el objeto ciudad en momentos, al menos en América Latina, de su más reciente y grande transformación. El análisis de los resultados del estudio lleva a García Canclini por caminos inesperados. No existe un público de cultura en la ciudad de México, es la conclusión primera. Pero al final, al reflexionar a fondo sobre el tema, la inferencia más importante es que no hay tampoco, a escala más general, un “foco organizador” de la ciudad de México. Que como El Aleph de Borges, la ciudad “está en todas partes y no está plenamente en ninguna”. Y, la conclusión más radical: que la ciudad, y en general las ciudades latinoamericanas, empezaban a ser estudiadas como un todo justo en la época en que su desintegración se vuelve alarmante.
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Entonces se pregunta: ¿qué pueden hacer y cómo pueden hacer las ciencias sociales para describir expresivamente el entrecruzamiento de culturas y la experiencia de la calidad interna en calidades tan complejas? Se responde con lo que de alguna manera hizo después: liberarse de las estadísticas e incursionar en nuevas metodologías, más cualitativas, para comprender esas ciudades ubicuas e inatrapables. La conferencia de Jesús Martín-Barbero titulada “Mediaciones urbanas y nuevos escenarios de comunicación”, como su nombre lo indica, tiene un objetivo central: pensar la ciudad y su cultura desde la comunicación. Barbero sugiere que la modalidad de comunicación que hegemoniza en el presente la existencia y la planificación de las ciudades, es la del flujo. Flujo de personas, flujo de vehículos y flujo de informaciones. Por lo tanto, la gran preocupación de los urbanistas no es que la gente se encuentre, sino que circule. Este nuevo paradigma –es el núcleo de su aporte– ha traído consigo tres procesos que han cambiado radicalmente “los modos de estar juntos” en las ciudades. También “las formas de habitarlas, padecerlas y resistirlas”. Estos son: la desespacialización, el des-centramiento y la des-urbanización. La des-espacialización, entendida como la pérdida de valor del espacio urbano que ahora sólo cuenta en tanto asociado al precio del suelo o dada su capacidad para facilitar el movimiento y el flujo vehicular. El des-centramiento, que se expresa no sólo en la “pérdida de centro”, el deterioro de los cascos históricos o su conversión en lugar de turistas, sino en el hecho de que la ciudad se configura ahora a partir de circuitos conectados en redes cuya topología supone la equivalencia de todos los lugares”. Y la des-urbanización, que se refiere a la reducción progresiva de la ciudad que es realmente usada por los ciudadanos. Los tres procesos remiten a un debate sobre la identidad urbana que remite a su vez al tema de las nuevas socialidades, las mutaciones que afectan el sentido del lugar, la aparición de nuevos espacios del anonimato y el paso de lo que MartínBarbero llama “la ciudad mediada” a la “ciudad virtual”.
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8. Los bohemios también hacen ciudades
He dejado para último momento la reseña de la conferencia del escritor venezolano Adriano González León. Primero, porque fue una de las más originales de todas las que hemos presenciado en la Cátedra, y luego, porque no encajaba cómodamente en ninguna de las clasificaciones ya expuestas. En su conferencia inolvidable, dictada dos años antes de morir, Adriano, el autor de País Portátil, premio Seix Barral en 1968, habló, recitó, se emocionó, cantó romances en provenzal antiguo, tomó un pitillo de plástico humedecido en agua y lo hizo sonar dulcemente como si se tratara de un caramillo, mientras discurría sobre la importancia de los bohemios y la bohemia en la vida de las ciudades. Con conocimiento de causa, recorrió varios siglos de bohemia para al final concentrarse en los cafés, los bares y los bohemios de cuatro ciudades en las que vivió y a las que conoció a fondo: París, Buenos Aires, Madrid y Caracas. Reseñó por nombres propios grupos, personas y movimientos literarios, calles, bulevares, barrios y cafés en donde la vida bohemia adquirió sus mejores manifestaciones de civilidad, compañía e irreverencia creativa. Fue su contribución para recordarnos que las ciudades son, también, lugares de encuentro y que la fiesta, la poesía, la peña, el diálogo matizado por el vino y el café son un componente esencial de las maneras como las ciudades ayudan a liberar al hombre para encontrarse con la libertad
*** Son seis claves que, sin pretensiones exhaustivas, sólo a manera de croquis titubeante, he creído de utilidad para abrir las puertas a estas veinticinco conferencias de la Cátedra Permanente de Imágenes Urbanas reunidas en un mismo lugar.
Tulio Hernández
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I Ciudad, cultura y arquitectura
¿Por qué existen ciudades? Juan Nuño
(1995)
Quizá sería preferible preguntar a la inversa: ¿qué pasaría si no existieran ciudades? Respuesta: no existirían los individuos, es decir, los hombres libres. Es curioso y hasta paradójico: la ciudad es la consecuencia de una agrupación de seres humanos, de la misma manera que la colmena es la agrupación de unos determinados insectos. Pero hasta ahí llega la comparación: en las ciudades, el hombre realiza mejor su libertad que fuera de ellas. Fuera de ellas, sólo existe la tribu, la especie, la errancia, el nomadismo. Es en las ciudades donde aparece por vez primera la noción de individuo, de ser aislado y soberano. En el siglo XIII, el entonces emperador de Alemania, Enrique V, lo dijo en alemán: Stadtluft macht frei. Lo mismo dice un viejo refrán castellano, pero al revés: “Pueblo pequeño, infierno grande”. Cualquier sociólogo sabe que la presión social del grupo sobre el individuo está en relación inversa al volumen del conglomerado social: a menos número de habitantes, más presión. Por eso, en las grandes ciudades tiene sentido la libertad del individuo. Por lo demás ha sido la tendencia de la humanidad. En 1800 sólo el 3% de la población mundial vivía en la ciudad; el resto era campesino. Ahora, fines del XX, es el 60% el que vive en la ciudad. Adelanto una etimología útil: en cualquiera de nues-
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tras lenguas indoeuropeas (representadas por las dos matrices: griego y latín) la palabra “ciudad” siempre designa lo mismo: una aglomeración, una muchedumbre, una agrupación. Los romanos tenían dos voces para designar una ciudad (urbs, civitas); ambas dicen lo mismo. Civis y civitas pertenecen a la misma familia que cum (co-) o que glomerarse o que curia o que en inglés gather, together o que en griego koinós, común, siendo revelador que en su forma neutra (tó koinón) quiera decir expresamente “el Estado”. Y urbs pertenece a la misma familia que vulgus (multitud) o que villa (granja) o que, en griego ásty, ciudad, por reunión, multitud. ¿Por dónde acometer una reflexión general sobre las ciudades? En el orden literario, las ciudades son una mina: han proporcionado tema para grandes y pequeñas obras, desde la Ilíada hasta La ciudad y los perros, pasando por La colmena, por Manhattan Transfer, por Los miserables o el Berlin Alexanderplatz de Döblin o el Fervor de Buenos Aires. Otra posibilidad sería separar a las ciudades en dos grandes grupos: las que se rompen y dispersan en su crecimiento o las que, por el contrario, se concentran en torno a un núcleo. Londres sería el modelo de ciudad centrífuga; también, por cierto, Caracas, mientras que París es el modelo de ciudad centrípeta, como lo es Roma y Buenos Aires. Pero he preferido buscar una nota común más profunda y característica: la del esquema o idea que subyace en la creación de toda ciudad.
Ciudades
Las ciudades no son inocentes, ni siquiera ahora, época teóricamente desacralizada y eminentemente urbanizada. Prueba: aquellos candorosos hippies que proponían la huida de la pecaminosa y contaminada ciudad hacia el campo puro y abierto, sobre el modelo, no tan lejano (1854) de Thoreau, con su Walden o la vida en los bosques: eso de hablar mal de la ciudad, contraponiéndola a la naturaleza, tiene su raigambre en el corazón humano. Mucho antes que los ecologistas que
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nos abruman, y doscientos años antes que Thoreau, un franciscano español, Fray Antonio de Guevara, escribió con gran éxito su menosprecio de corte y alabanza de aldea que, aunque no tan radical como Thoreau (al fin y al cabo prefiere la aldea pequeña ciudad), rechazaba la gran urbe, fuente de todas las inequidades. En el fondo, en esto también circula el mito del buen salvaje, tan falsamente manejado por Juan Jacobo, y que llega hasta Tolstoi, refugiado hurañamente en su Kranaya Poliana y del que, en América, es reflejo aquella Silva a la agricultura de la zona tórrida, para no mencionar la idealización de los hombres del campo, desde gauchos a llaneros pasando por los cowboys y los indómitos caribes, que se perpetúa en nuestros días en el culto a los supuestamente bucólicos yanomamis y que, en ocasiones, asume proporciones genocidas, como sucedió con el delirio antiurbanístico del Khmer Rouge. Es de temer que esta veta anticiudad, este rechazo a la vida urbana, ese temor a la civitas, provenga de un fondo bíblico, de otra manía hebrea, propia de una civilización originalmente nomádica, hecha al desierto y reacia a la vida social de los conglomerados humanos. Ha de venir de ahí, ya que no puede proceder de la otra fuente que alimenta la cultura occidental, la grecolatina. Para el griego primero y más tarde para el romano, la ciudad era la expresión civilizatoria máxima. Prueba material de ello es que Roma sembró de ciudades su mundo y de obras urbanas avanzadas, vinculadas a las ciudades (acueductos, fuentes, anfiteatros, baños), precedente repetido más tarde por el Imperio español en América. Otro tanto puede decirse de los griegos y de su veneración por la ciudad, asiento de la patria y centro de referencia cultural. “Quienes hablan con lógica (con lógos) han de confiar en lo que es común a todos, así como la ciudad ha de confiar en sus leyes...” es recomendación de Heráclito. Sin ciudad no habría sofistas, no habría Sócrates y no habría Politeia ni política. Tan orgullosos estaban de sus ciudades que cuando la Liga Espartana ocupa Atenas, pese a la dura y prolongada guerra y en contra de la opinión de la mayoría, Esparta no se atreve, como querían los otros aliados, a destruir la gran ciudad: se limita a ocuparla con un gobierno títere. Algo parecido sucedió
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con París y el fin de la ocupación alemana en 1945: habían destruido sistemáticamente Varsovia y Rotterdam, pero se detuvieron fascinados ante la magia de París. Por el contrario, la tradición hebreo-cristiana, sobre todo hebrea, es rabiosamente anticitadina. La primera vez que se menciona una ciudad en la Biblia se hace asociándola al nombre maldito de Caín: fue Caín quien levantó la primera ciudad y justo por eso pasó lo que pasó, en el enfrentamiento de un hermano entregado al pastoreo (nomadismo) y otro dedicado a la incipiente agricultura, que exigía el sedentarismo y fijación de un emplazamiento. Jerusalén sólo se convierte en ciudad sagrada una vez que los israelitas, dirigidos por David, la han arrebatado de mano de sus originales dueños, los cananeos, ya que hasta David asentaba su capital en cualquier lugar. Para no citar el peregrinaje errático de Moisés y sus huestes por el desierto. Todos los hechos notables de la mitología judía suceden en despoblado: en lo alto de un monte pelado le entregan a Moisés unas tablas; en una zarza ardiendo tiene revelaciones; junto a una peña cualquiera se dispone Abraham a matar a su primogénito obedeciendo ciegamente las órdenes de un Dios implacable. Y cuando algunas ciudades de la llanura alcanzan un cierto nivel de civilización, como Sodoma y Gomorra, sabido es lo que les sucede. Si se considera a la Biblia como un inmenso todo, que arranca en el llamado Antiguo Testamento y llega hasta abarcar los libros cristianos, al fin y al cabo, tradiciones semitas, el proceso termina como empezó: hablando mal de las ciudades. Porque el final de ese todo sería el libro de la revelación de Juan, también conocido como Apocalipsis. Y su final no puede ser más negativo para las ciudades de la tierra, suplantadas por otra que bajará del Cielo al término de los tiempos: Vi cielo nuevo y una tierra nueva porque el primer cielo y la primera tierra habían desaparecido. Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía de Dios. La santa Jerusalén tenía un muro alto y grande y doce puertas y nombres escritos de las doce tribus de los hijos de Israel.
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El muro de la ciudad tenía doce hiladas y sobre ellas los nombres de los doce apóstoles del Cordero. Estas son las palabras fieles y verdaderas y el Señor, Dios, envió su ángel para mostrar las cosas que están por suceder pronto. He aquí que vengo presto. (Apocalipsis, 22.1-22.7)
La consecuencia es que bien pudieran etiquetarse las ciudades, todas las ciudades, de ideales. Ideales ya que siempre detrás de toda ciudad de importancia hay o ha habido una idea, para bien o para mal. Las ciudades no son inocentes y aun pueden ser tabú en muchos casos. *** Ciudades hechas según ideas: el modelo consagrado son las ciudades descritas en las diferentes utopías, de Platón a Fourier, de Moro a Huxley. Pero tal acepción tiene el inconveniente de dar por supuesto que las otras, las ciudades reales, las existentes, nada tienen que ver con las ideas, lo cual de siempre ha sido y sigue siendo falso. Por ser la ciudad la expresión misma de una forma social avanzada, responde en todo momento a una determinada concepción, desde la rígida y ordenancista hasta la suelta y desorganizada. Los mitos y la historia, suponiendo que no sean lo mismo, lo confirman. En el capítulo 8 del libro II de la Política de Aristóteles, se lee: “Hipodamos, hijo de Eurifón, ciudadano de Mileto, inventó el trazado geométrico de las ciudades y cuadriculó El Pireo en forma de damero”. Con ello se dispone del nombre del santo patrono del urbanismo: Hipodamos de Mileto. Pero Aristóteles dice algo más: dice que a ese Hipodamos lo llamaban meteorólogos, esto es, “el meteorólogo”, que es “el especialista en fenómenos celestes”. Y tenía que ser necesariamente así, pues el urbanista tenía como obligación principal la de hacer armonizar la ciudad con el universo, porque aquélla, en tanto creación humana, sólo es reflejo de la creación natural. Urbanista para los antiguos significaba entonces algo así como el que tiene la capaci-
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dad de proyectar un esquema habitacional en el que situar a la sociedad de conformidad con las leyes naturales. Atiéndase a cómo describe Campbell las primeras ciudades registradas en la historia (esto es, ciudades que cuentan con escritura: hacia 3000-2500 a.C.), que fueron las ciudades-estado hieráticas de la Mesopotamia: Toda la ciudad y no tan sólo el área del templo se concebía como una limitación en la tierra del orden cósmico, un “cosmos intermedio” sociológico o mesocosmos, establecido por el sacerdocio y situado por consiguiente entre el macrocosmos del universo y el microcosmos del individuo. El rey era el centro, como representante humano del poder que celestialmente se manifiesta o a través del sol o a través de la luna, según las distintas formas del culto local. La ciudad amurallada estaba arquitectónicamente organizada en forma de un círculo cuarteado (o acuartelado), como los círculos de la cerámica de la época. Se centraba alrededor del sanctum pivotal del palacio o zigurat, tal y como en las cerámicas los diseños se organizan alrededor de la cruz, de la roseta o de la svástica. Y existía además un calendario matemáticamente estructurado que servía para regular las estaciones y la vida de la ciudad según el paso del sol y de la luna (…) (Joseph Campbell: Primitive Mythology, 1982, cap. 3).
Así que el primer urbanista también concibió las ciudades según un plan o idea. Hipodamos calculó que la ciudad ideal no debería sobrepasar los diez mil habitantes, los cuales podrían dividirse por igual en tres grupos: artesanos, agricultores y guerreros. Independientemente de que Hipodamos hubiera podido realizar sus planes más allá del Pireo, sabido es que Atenas estaba levantada según un esquema numérico muy preciso: se repartía en cuatro tribus (phylías), correspondientes (tal es el plan “meteorológico”) a las cuatro estaciones del año. A su vez, esas tribus se subdividían en tres partes (tritías), para formar un total de doce phratrías o hermandades, correspondientes a los doce meses del año. Y en cada phratría había treinta guénes o familias (días del mes) y cada familia (guénos) no contaba con más de treinta miembros. Donde pue-
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de apreciarse que el orden urbanístico es el plan original y el desorden lo tardío, lo que desborda los planes iniciales. Planes iniciales que se hallaban contenidos también en ciertas notables ciudades de la Antigüedad. Por ejemplo, Teseo, de alguna forma el fundador de Atenas y en todo caso su héroe característico, cumplió su ciclo heroico que incluyó al final el famoso viaje a Creta para librar a las doncellas del pesado tributo anual de entregar cien de ellas al terrible Asterión o Minotauro. Sabido es que entró en el laberinto del palacio de Minos (primera referencia arquitectónica) y que lo hizo provisto del hilo que la enamorada Ariadna le había entregado con promesa de desposarla. Cosa que, una vez muerto el monstruo y libre del laberinto, hizo, llevándose a Ariadna a la isla de Naxos. Pero allí pierde a la joven esposa o porque se descuida o porque Dionisos, más hábil, se la roba, y regresa apesadumbrado al Ática, tanto que olvida cambiar, como había prometido a su padre, las velas negras, señal de duelo y fracaso, por las blancas, indicio de que regresaba con vida. El padre se arroja al abismo y Teseo, en parte por expiación, en parte por necesidad de reunir a una población dispersa, recoge a los distintos pobladores del Ática en una sola ciudad y así surge Atenas. Los reúne en un conglomerado: ambas palabras son clave para entender el significado de los términos griegos de “plaza” y “ciudad”. Ágora era el sitio central de reunión de la ciudad; su corazón en tanto lugar de tratos y discusiones. Bastará recordar la entrevista de los enviados de las ciudades de Asia Menor al poderoso rey persa, Ciro, advirtiéndole de la comunidad que formaban los pueblos helenos. Y la respuesta reveladora de Ciro diciendo que no temía a gentes que, en sus ciudades, disponen de un lugar para reunirse a vender y hablar: caracterización emblemática de la cultura grecolatina. Además, ágora procede de una raíz (Ag-) a su vez derivada del sánscrito (gar: reunir), que significa “llevar”, “conducir” (de donde: agogué, demagogia; aguiá, calle; áxon, eje, y heguemón, jefe, conductor, Führer, Duce). A su vez, pólis, “ciudad”, procede de la raíz Pla- (ple-, pol), que significa “llenar”, “estar lleno”, “ser numeroso” (plural). De ahí, pleós, lleno (pleonasmo), plu-
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tós, riqueza (plutocracia), pólloi, muchos, muchedumbre, y en latín, populus, y en alemán y germánico, Volk y burg. De modo que para el griego la ciudad sonaba a “reunión de muchos” y su centro, a “reunión dirigida, organizada”. No hay que olvidar que “ciudad” era equivalente a “política”, ya que ésta procede de pólis (de ahí, la Politeia platónica). Todavía otro mito insiste en la idea de plan o designio o mandato que había por detrás de toda creación de una urbe. Se trata de la fundación de otra gran ciudad griega, la de Tebas, en Beocia. Su fundador se dice que fue Cadmos, que era un hijo de Agenor, rey de Tiro y por lo mismo, hermano de Europa, aquella doncella que, bañándose en una playa del Asia menor, fue primero asustada y luego arrebatada por el toro que saliera del agua, se la lleva a Creta y resultó ser el mismísimo Zeus. Cadmo fue encargado por su padre de recuperar a Europa para lo que emprendió una larga y desesperada búsqueda. Hasta que en Delfos, la Pitia le hizo saber que su empresa era inútil y que lo que debía hacer en cambio era fundar una ciudad allí donde cayera muerta “la vaca de la luna”. Después de lo cual, Cadmo divisó una vaca con una semiluna en el cuerpo, la sigue y espera a que caiga muerta de cansancio en un prado junto a una fuente guardada por un dragón. Cadmo mata al dragón y procede a sembrar sus dientes, de los que al punto salieron de la tierra guerreros armados que se dedicaron a entrematarse. Menos cinco sobrevivientes, llamados los spartoí, los sembrados, con los que Cadmo procede a fundar la ciudad de Tebas. Y ¿es que acaso detrás de la máxima ciudad sagrada de Occidente, Roma, no se encuentra otro mito fundacional? Como quiera mirarse: o se acepta la autoridad tardía y patriótica de Virgilio que inventó a Eneas, compañero de Ulises, héroe de Troya, escapado del desastre de aquella larga guerra y llegado a Italia, funda la ciudad y la dinastía de los eneidas. O se acepta la vieja leyenda de los dos hermanos amamantados por la famosa loba. Lo importante fue la fundación de la ciudad con aquel arado de plata para trazar el surco sagrado que marcaba los límites inviolables de la ciudad. Y la transgresión del tabú por uno de los hermanos con la consiguiente muerte
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a consecuencia de ello, a manos del otro, fratricida forzado en defensa de la inviolabilidad de la recién creada ciudad. Pero no hacen falta muchos esfuerzos para ver que detrás del mito de Rómulo y Remo se encuentra el trasunto bíblico del otro mito, el de Abel y Caín. Caín fue el fundador de una ciudad y por lo mismo el que levanta leyes y prohibiciones que sirven para que Abel las infrinja por representar al nómada pastoril mientras que Caín era el agricultor estable y sedentario. A la larga, pese a la valoración negativa de la Biblia, triunfó Caín, es decir, triunfó la ciudad aun al precio del estigma del crimen. Pero lo que cuenta es antes que nada el carácter organizado y hasta religioso de los orígenes de toda ciudad y sobre todo su sacralización: la ciudad ha de ser respetada y admirada. Situación que llega hasta Constantinopla, a través de los turcos, a nuestros días. Constantinópolis, la ciudad que manda erigir Constantino, nace de la idea de opacar a Roma con otra Roma más poderosa y rica, situada en el estratégico Bósforo. Surge porque ya Diocleciano se había trasladado a la Dacia y porque Asia cobraba cada vez más importancia económica y militar. Además, Roma era la cabeza pagana del Imperio, y Constantino acababa de oficializar el cristianismo y quería comenzar con una nueva sede. La leyenda dice que con su propia espada marcó los límites de la nueva ciudad y ante el asombro de quienes le acompañaban por las monumentales dimensiones del perímetro así trazado, se justificó diciendo que delante suyo marchaba “un guía invisible” y que él, Constantino, no se pararía hasta que no lo hiciera el espiritual guía. Para embellecerla, no sólo despojó a Roma, sino que, como observa Gibbon “by his commands the cities of Greece and Asia were despoiled of their most valuable monuments”. En lo que se llamó el Foro, emplazado en una colina, se erguía una columna de mármol de cuarenta metros de altura, coronada por una estatua en bronce de Apolo, transportada desde Atenas, a la que se reinterpretó como el propio Constantino, con el cetro en la diestra, el globo terráqueo en la izquierda y coronado a su vez de rayos solares. Las grandes familias patricias de Roma allí se trasladan, siguiendo a la corte, de modo que Roma quedó entregada a plebeyos y extranjeros.
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A menos de un siglo, Constantinopla ya rivalizaba con Roma en punto a número de habitantes, palacios, monumentos y riquezas. Pero lo mejor de todo es que los nómadas (los Abel) de las estepas de Anatolia la miraron con tal reverencia que comenzaron a referirse a Constantinopla como “la ciudad” por antonomasia y de ahí le viene el nombre, no turco, sino griego, de Istanbul, que no es sino la lectura fonética deformada de la expresión helena eis tén pólin, un imperativo moral, “a la ciudad”, “hacia la ciudad”. Como quien dice a La Meca o a Jerusalén, dos modelos de ciudades-imán para sus fieles. Como para los cristianos de la Edad Media lo fue Santiago de Compostela, la única ciudad cristiana (aparte de Roma) que atrajo de tal manera, de tal “istanbúlica” manera. O como lo fue para Ulises Ítaca, su ciudad, desgarrado entre una ciudad mítica (Troya) y otra largo tiempo anhelada y no conseguida. Las ciudades antiguas eran ciudades terrenas, construidas según modelos de ajuste al universo, tal y como entonces se conocía: trataban de conjugar el plan ideal con la realidad social y para lograrlo se inspiraban en el supuesto orden material de la naturaleza. Y en la perfección de ciertas formas, como el cuadrado (para las ciudades tiradas a cordel) o el círculo, para aquellas ciudades construidas en forma radial. Todo eso se rompe y termina con la irrupción de la religión semita que fue el cristianismo, de raíz hebrea. La civilización judía, si es algo, es una civilización antinatural, vuelta a la divinidad exclusivamente, perfectamente abstracta e inexistente en tanto tal divinidad en el mundo orgánico y por lo tanto entregada, en el mejor de los casos, a la contemplación de sus libros sagrados en un eterno desciframiento de los textos. Pero ni les interesa el mundo exterior, material, ni aceptan las leyes naturales, a las que prefieren e imponen las convencionales de su visión tribal y genérica. Esto lo hereda el cristianismo. El resultado es que su visión de la ciudad será muy distinta a la de la Antigüedad: en lugar de representar la armonía entre el orden natural y el social (macro y mesocosmos), la ciudad será, en el mejor de los casos, lugar apenas de tránsito hacia la vida ultraterrena y, en el peor, lugar de confrontación entre las fuerzas del mal y las del bien.
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La obra característica de esta nueva concepción se denomina precisamente Civitas Dei. La escribe Agustín de Hipona en veintidós libros, justo inmediatamente después de la caída de Roma a manos de Alarico. Así, la Ciudad de Dios es el intento de refutar el paganismo, de justificar el cristianismo (acusado entonces de haber sido el culpable de la pérdida de Roma, ciudad sagrada) y de fundar una nueva visión de la historia. San Agustín concibe la ciudad de Dios habitada por dos clanes complementarios, el de los ángeles y el de los hombres, pues dirá, “formamos con los ángeles una sola ciudad”. El clan de los ángeles tiene por misión atraer a los hombres entregados a la vida mundanal y el de los hombres, el de estar desgarrados entre esas dos tendencias, angélica y terrenal. Por eso, en la ciudad agustiniana de Dios coexisten la ciudad terrestre y la celeste (un adelanto de lo que parece que sucederá en Hong Kong en 1997) y ambos órdenes también coexisten en el mundo y aun en el corazón mismo de los humanos. Dos amores –dirá San Agustín– han levantado dos ciudades: el amor de Dios, llevado hasta el autodesprecio, ha servido para levantar la ciudad celestial, pero el amor a sí mismo, llevado hasta el desprecio de Dios, ha levantado esta ciudad terrestre. No deja de ser curioso que San Agustín, en su afán de inspirarse en fuentes hebreas (a fin de evitar las griegas), se remonte, entre los fundadores de la ciudad, a la pareja tradicional Caín-Abel. Caín funda la ciudad y tal fue su crimen a los ojos de Dios, pues pensó, y ese fue su error, que con ello iba a construir una morada permanente para él y los suyos. Por el contrario, insistirá la exégesis agustiniana, Abel obró rectamente en su nomadismo, pues tomó a este mundo como algo pasajero y se vio en él como un extraño: sabe que su verdadera morada está en el Cielo y que lo de aquí es apenas un peregrinaje en espera del fin de los tiempos. Por lo mismo, hasta la consumación de los siglos, la Ciudad de Dios está exiliada en la tierra y no realizada o imperfectamente lograda. Es una ciudad en consecuencia sin reglas internas fijas, salvo la muy general de ajustar la conducta de sus moradores a los preceptos divinos. Es la visión opuesta al mundo griego, antiurbanista,
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racional y legalista. Por eso, San Agustín no distinguirá clases sociales, sino actitudes personales: contemplación, acción o la mezcla de ambas en una vida mixta y confusa. Este desprecio por las ciudades del hombre, por las obras que forman la ciudad, es característico del cristianismo y alcanza su expresión terrible y caricaturesca en la Florencia de Savonarola, donde se formaban grandes hogueras para quemar las obras de arte, “montones de basura” a los ojos del monje purificador. No fue ciertamente la única muestra de intransigencia antiurbanística: el saqueo de Roma, por parte de los ejércitos imperiales, y antes, la destrucción de Medina Azahara, llevada a cabo por los fanáticos e intransigentes almorávides. A consecuencia de esa visión negadora y pesimista de la vida material en la tierra y del papel de las ciudades como lugares estables y definitivos, los pensadores formados en el rescoldo de la tradición cristiana terminan por escaparse de la visión negativa mediante el recurso tangencial de las sociedades imaginarias que los llevan en consecuencia a la formulación de otras ciudades ideales. De ahí nacen las diferentes utopías, que van de Moro a Proudhon y aun hasta el marxismo, tratando de solucionar la antinomia creada por la ruptura entre el orden natural y el humano. No hay que ver en esa antinomia, sin embargo, una exclusiva del cristianismo ni pensar tampoco que el mundo antiguo disfrutaba de una unidad y armonía cosmológicas. Lo que sucede es que, por un lado, la Antigüedad nunca sintió la separación de la naturaleza como un castigo, impuesto a consecuencia del pecado, sino que aceptó la integración en el orden natural y, por otro, buscó la unidad entre ambos órdenes a través de referencias míticas, esto es, tendiendo a un pasado idealizado. Básicamente tal es la diferencia cultural subyacente entre mundo antiguo y modernidad cristiana: el sentido del mundo antiguo estaba dirigido al pasado, mientras que la flecha de la visión judeocristiana apunta a un futuro siempre abierto e indeterminado. Por eso, las ciudades ideales antiguas se erigieron con la mirada hacia atrás, teniendo presente algún modelo de una perdida edad dorada, mientras que las ciudades ideales modernas van a apuntar al futuro,
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que puede ser tan monstruoso y ominoso como el de la Metrópolis de Fritz Lang. En ausencia de ese futuro, apuntarán a un espacio indeterminado o inexistente: son o acronías o utopías urbanas. En el orden histórico, hay que hacer justicia a Rabelais, pues fue él quien en su Gargantúa presenta una ciudad ideal, Telema, a donde va a parar Pantagruel tras su largo peregrinar. Se trata de una extraña abadía, sin muros ni reglas, o mejor dicho, con una sola regla: la de que en ella cada quien haga lo que quiera hacer, antecedente local del “prohibido prohibir” de 1968. Pero tradicionalmente el gran modelo de ciudad ideal utópica es el que se encuentra en la obra de Tomás Moro, Utopía, en donde se describe una ciudad perfecta, sin que deje de ser sorprendente (y bien cristiano, por lo demás) que sea descrita siempre mediante atribuciones negativas: ciudad que se caracteriza por lo que no es, en vez de por lo que es o debería ser. Así, en la isla de Utopía, la capital se denomina Amaurota, que por sus referencias etimológicas designa a una ciudad neblinosa o cubierta de niebla. Está situada junto al río Anhidros o, lo que es igual, sin agua, y se encuentra gobernada por Ademos, que es tanto como decir príncipe sin pueblo. El país lo habitan unos seres llamados Alaopolitas, esto es, ciudadanos de una ciudad sin ciudad, que a su vez son vecinos de los Ajorianos, hombres sin país. La isla tiene cincuenta y cuatro ciudades (justamente el mismo número de condados en que para entonces, mediado el siglo XV, se encontraba dividida Inglaterra) y estaba aislada perfecta y voluntariamente, pues el único itsmo que la unía a tierra firme había sido destruido deliberadamente por sus pobladores. En Utopía nadie estaba ocioso: todos trabajaban seis horas diarias y todos descansaban obligatoriamente ocho horas; después de comer, tenían una hora dedicada a la recreación, que podía ser música o juegos, tales como el ajedrez. Un solo vestido de lana y otro de lino blanco les bastaban a sus habitantes cada dos años. Estaban obligados y acostumbrados a comer en comunidad, hombres frente a mujeres. El oro no era metal precioso, sino vil, ya que sólo servía para encadenar a los esclavos o a quienes había que castigar por algo que hicieran. Sólo discutían un eterno problema: en qué consiste la
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humana felicidad. Ellas debían casarse a los 18 y ellos a los 22, en un matrimonio perfectamente fiel, pues el adulterio era fuertemente castigado: la primera vez con la esclavitud y con la muerte la reincidencia. Utopía no era la ciudad terrestre en busca de la celestial o divina, sino pura y prosaicamente terrestre. Tanto lo era que el Estado no lo manejaban los militares, sino los comerciantes, quienes en su condición de tales estaban autorizados a ejercer con otros estados el poder de la corrupción, pues bien puede corromper quien no es corrupto. Como puede apreciarse, los cristianos escapan al yugo asfixiante del agustinismo abeliano, pero lo hacen al precio de situar su ideal de ciudad en ningún lugar. Justamente uno de los imitadores de Moro llamó luego a su oferta de ciudad ideal “Noland”. Otra de esas ofertas, consagrada en la historia de las utopías, es la Ciudad del Sol del calabrés Tommaso di Campanella. La comenzó a escribir en la cárcel de Nápoles, a donde lo llevó su actividad de sacerdote conspirador contra el poder español de la región. La publicó en Francfort, en 1623. Se habla de una ciudad lejanísima, escondida en el interior de la selva de Tapróbana (Ceylán, Sri Lanka). La ciudad está construida en una colina formada por siete círculos concéntricos, correspondientes a los siete planetas. En la cima o círculo superior, hay una gran terraza y magnífico templo cuya cúpula representa el firmamento y de la que cuelgan siete lámparas eternamente encendidas. El soberano es un sacerdote llamado “El Metafísico”, asistido de tres dignatarios, Pon, Sin y Mor, respectivamente, Fuerza, Sabiduría y Amor. Fuerza se encarga del ejército y la defensa. Sin, sabiduría, de las artes y las ciencias aplicadas, y Amor, de las relaciones sexuales, la educación, la agricultura, el abastecimiento y la medicina. Rige un sistema económico totalmente comunista, en bienes y personas. El trabajo es obligatorio y sólo se emplean en lo que cada uno quiere, pero no puede haber ociosos, ya que Campanella estaba indignado con que tan sólo en Nápoles más de la mitad de sus habitantes no dieran golpe. Trabajan cuatro horas diarias y la sociedad se organiza según agrupaciones numéricas, en decurias, centurias y cuarteles. Pocas y claras leyes. La religión, simple y natural. Es una ciudad que refleja
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la visión dualista del mundo y el hombre, pues a las tres virtudes (fuerza, sabiduría, amor) les corresponden tres vicios complementarios (impotencia, ignorancia, odio) y todo el arte de El Metafísico es hacer que predominen aquellas sobre éstas. Hacia la misma época, Francis Bacon escribe La Nueva Atlántida, que es una glorificación tecnológica de la ciencia. Se pinta también una isla, la de Bensalem, única sobreviviente del desastre de la Atlántida. En ella, las costumbres descritas son muy parecidas a las de las anteriores utopías, con una novedad. Existe una Casa de Salomón, que forma una orden semisecreta de sabios y que es en realidad un instituto científico dedicado a promover los avances más revolucionarios para bien de la sociedad. Se cumple así el sueño de Bacon de una ciencia liberada del yugo aristotélico. En esa civilización científica, los sabios producirán nuevas especies vegetales y animales, lograrán acelerar la producción agrícola, producirán conservas de alimentos, volarán por los aires y navegarán bajo las aguas. Todo gracias a la observación combinada con la experimentación. Forman una sociedad cerrada en la que han jurado no divulgar los conocimientos logrados. En esta revisión de diversas utopías, podría seguirse hasta llegar al repaso más prosaico de los falansterios de Fourier, los talleres de Babeuf o las cooperativas autogestionadas de Proudhon. Pero al proceder así se perdería de vista una nota diferenciadora esencial. Y es que hasta el siglo XIX todas las visiones de ciudades ideales no pasaban de ser proyecciones imaginarias, mientras que justamente es en el XIX cuando el hombre comienza a querer pasar a la realización plena de sus ideales, desde los experimentos de Proudhon hasta los kibbutzim israelíes, pasando por las distintas sociedades marxistas, ya en pleno siglo XX. Lo que ha sucedido entre tanto es que la realización de los planes ideales de las grandes ciudades racionalmente organizadas había tenido una plasmación en América. Ante todo, el imperio inca de Tahuantinsuyo, que quería decir justamente “las cuatro partes del mundo”, y cuya capital tenía que ser Cuzco, pues “cuzco” en lengua imperial, única admitida, el quéchua, quería decir “ombligo”. Allí, el legen-
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dario inca Yupanqui, llamado también Pachakutek, esto es, “reformador del mundo”, organiza el primer estado totalitario históricamente conocido, en el cual la población estaba numérica y rígidamente distribuida, el trabajo era obligatorio, la economía absolutamente estatizada, la distribución de bienes practicada según las necesidades familiares y dominaba una austeridad con total ausencia de lujos, pues el oro se empleaba para fines constructivos o utilitarios. Y no fue el único: los distintos sacerdotes de la Conquista intentaron establecer ciudades ideales: casos de Vasco de Quiroga en México o de los jesuitas en el Paraguay. De todos los intentos, los más famosos fueron las “reducciones” paraguayas, que llegaron, a partir de 1607, a treinta y cuatro. Eran aglomeraciones de urbanismo geométrico fijo, formadas por cinco mil habitantes, salvo la capital, Yapahu, que tenía diez mil. En el centro, estaba siempre la iglesia, la escuela, el alojamiento de los sacerdotes, la casa de los niños y las viudas y los almacenes. Las viviendas eran entregadas al casarse y devueltas a la comunidad al fallecer. Había un concejo municipal, formado por diez a treinta miembros elegidos anualmente de entre una lista aprobada previamente por los jesuitas. Se practicaba un comunismo integral de bienes y servicios. Con jornadas de trabajo de seis horas, extensibles excepcionalmente a ocho; cuatro días dedicados a labores de la comunidad, dos dedicados a las culturas propias, y uno, el domingo, de obligatorio descanso. Las reducciones fueron disueltas en 1768 por Carlos III. Voltaire las había calificado de “triunfo de la humanidad”. En toda visión ideal de una ciudad moderna, subsiste la semilla del dualismo cristiano, la separación agónica entre Bien y Mal, entre Ser y Nada, entre Tinieblas y Luz. Está clarísimo en San Agustín, que no en balde fue durante muchos años maniqueo. Pero se encuentra también en Campanella, en el sólo título de su obra: si hay una “ciudad del Sol” es porque en algún lugar debe o puede existir una “ciudad de la Luna”, complementaria y negadora de aquélla. Y se registra en efecto en el juego ideal de las imaginaciones urbanísticas de los hombres, pues a las utopías les han correspondido antiutopías o distopías.
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El primero de los antiutópicos es Swift, con sus inquietantes y satíricos Viajes de Gulliver. Recuérdese el viaje a Balinarbi, donde se encontraba aquella isla volante de eufónico nombre, Laputa, paraíso de la arbitrariedad tecnológica y de paso crítica apenas velada a las ensoñaciones optimistas de Bacon. Todos los laputenses son a la fuerza bizcos, pues con un ojo miran a su interior y con el otro permanentemente al cielo (símbolo más que elocuente del drama dualista de toda utopía cristiana). El rey se ocupa tan sólo de problemas de alta matemática y por lo mismo descuida el bienestar de sus súbditos. Hay en Lagado una Academia de Planificación tan ingeniosa como inútil que sólo ha logrado aumentar el número de tierras improductivas, de las casas en ruinas y de las multitudes vagando totalmente hambreadas. Por inventar, trataron de inventar la supresión del lenguaje, con aquel ridículo recurso de hablar a través de las mismas cosas. En sus numerosos viajes, Gulliver sólo encuentra la sabiduría entre los Huyhnmhms, aquellos caballos inteligentes que han domesticado a los salvajes Yahoos. Pero por ser inteligentes y buenos no hacen ley alguna ni construyen ninguna ciudad. Swift es el remoto antecesor de las grandes distopías de este siglo: Huxley, Zamyatin, Orwell. *** Inútil enfatizar que no se vive precisamente en una época de racionalidad clásica ni en la de utopía alguna realizada o por realizar. Por el contrario, se vive más bien en plena distopía. Al punto de que prácticamente a todas las ciudades contemporáneas se les puede aplicar aquella definición que una vez alguien diera de Los Ángeles: “diecisiete suburbios en busca de una ciudad”. Pero ello no es obstáculo para que siga siendo válida la tesis central, a saber: detrás de toda ciudad hay siempre una idea, que puede ser tan perfecta y terminada como las de Hipodamos de Mileto o el Cuzco de Yupanqui, o tan débil y alegórica como un simple calificativo: Ciudad Prohibida, en Pekín, Ciudad Luz, Ciudad Eterna, Ciudad Santa.
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*** Para finalizar, tres imágenes de ciudades, tomadas de autores muy diferentes y separados culturalmente: Maimónides, Baudelaire y Wittgenstein. En la Guía de los perplejos, al final de la Tercera Parte, Maimónides trata una parábola: Hallábase el rey en su palacio y sus súbditos, unos en la ciudad y otros, fuera de ella. De los que estaban en la ciudad, unos volvían la espalda a la mansión regia, circulando de un sitio para otro; los otros se volvían hacia la morada del monarca y marchaban hacia ella con intención de penetrar y presentarse ante él, pero sin percatarse hasta entonces del muro del palacio. De entre esos que acudían, unos llegados hasta el alcázar, daban vueltas en busca de la entrada; otros, ya dentro, se paseaban por los vestíbulos y algunos en fin habían conseguido introducirse en el patio interior del palacio, hasta llegar al lugar en donde se encontraba el rey, es decir la mansión misma de éste. Los cuales, sin embargo, aun llegados hasta allí, no podían ni ver ni hablar al soberano, viéndose precisados todavía a efectuar otras gestiones indispensables y sólo entonces lograban comparecer delante de Su Majestad, verle a distancia o de cerca, oír su palabra o hablarle. Paso ahora a explicarte esta parábola que se me ha ocurrido. Aquellos que se hallaban fuera de la ciudad son los que no tienen ninguna creencia religiosa ni especulativa ni tradicional... Deben ser considerados como animales irracionales; no los sitúo en la categoría de hombres, dado que ocupan entre los seres rango inferior al del hombre, aunque superior al del mono... Los que estaban en la ciudad y volvían la espalda a la mansión del soberano son aquellos que tienen una opinión y piensan, pero han concebido ideas contrarias a la verdad, ya sea como consecuencia de algún grave error que les ha sobrevenido en su especulación, ya por haber seguido a los incursos en él. Estos, como resultado de sus opiniones, según van andando, se alejan cada vez más de la morada regia; son peores que los primeros y hay momentos en que hasta se impone la necesidad de darles
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muerte y borrar las huellas de sus opiniones, para evitar extravíen a los demás....
Baudelaire escribe hacia 1850, en Les sept vieillards: Fourmillante cité, cité pleine de rêves Ou le spectre en plein jour raccroche le passant Les mysteres partout coulent comme des seves Dans les canaux étroite du colosse puissant.
Y Wittgenstein, en los años cuarenta, compara la ciudad con el lenguaje, en Logische Untersuchungen: Comienza con una pregunta: Und mit wieviel Häusern oder Strassen, fängt eine Stadt an, Stadt zu sein?
Y sigue: Unsere Sprache kann man ansehen als eine alte Stadt: ein Gewinkel von Gässchen ud Plätzen, altend und neuen Häusern, und Häusern mit Zubeuten aus verschiedenen Zeiten; und dies umgeben von einer Menge neuer Vororte mit geraden und regelmässigen Strassen und mit einförmigen Häusern.
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Mediaciones urbanas y nuevos escenarios de comunicación Jesús Martín-Barbero (1994)
Contrariamente a una concepción de la ciudad formada por individuos libres que tienen relaciones racionales, las megalópolis contemporáneas suscitan una multiplicidad de pequeños enclaves fundados en la interdependencia y heteronomía del tribalismo. El objeto ciudad es una sucesión de territorios en los que la gente, de manera más o menos efímera arraiga, se repliega, busca cobijo y seguridad. Michel Maffesoli ¿Cómo describir desde la antropología la ciudad diseminada? ¿Nos retraeremos en la ilusoria autonomía de los barrios, en el repliegue atomizado de las multitudes en los hogares, en los intentos de preservar miniterritorios exclusivos de los jóvenes. O buscaremos entender también las nuevas formas de identidad que se organizan en nuevas redes inmateriales, en los lazos difusos del comercio y los ritos ligados a la comunicación transnacional? Néstor García Canclini
Esta es la apuesta: pensar la ciudad y sus culturas desde la comunicación, entendida como los nuevos modos de “estar juntos”. Nuevos en la medida en que, hasta no hace muchos años, el mapa cultural de nuestros países era el de miles de
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comunidades culturalmente homogéneas, fuertemente homogéneas pero aisladas, dispersas, casi incomunicadas entre sí y muy débilmente vinculadas a la nación. Hoy el mapa es otro. Como la mayoría de América Latina, Colombia vive un desplazamiento del peso poblacional del campo a la ciudad que no es meramente cuantitativo sino el indicio de la aparición de una trama cultural urbana heterogénea, esto es, formada por una enorme diversidad de formas y de prácticas, de estilos de vivir, de estructuras del sentir, de modos de narrar, pero muy fuerte y densamente comunicada. Una trama cultural que desafía nuestras nociones de cultura y de ciudad, los marcos de referencia y comprensión forjados sobre la base de identidades nítidas, de arraigos fuertes y deslindes claros. Pues, nuestras ciudades son hoy el opaco y ambiguo escenario de algo no representable ni desde la diferencia excluyente y excluida de lo autóctono ni desde la inclusión uniformante y disolvente de lo moderno. Ahí adquieren su peso y su relieve las actuales imbricaciones entre cultura y comunicación, su remitir no sólo a los efectos de los medios y sus innovaciones tecnológicas, sino a las nuevas formas de sociabilidad con las que la gente enfrenta la heterogeneidad simbólica y la inabarcabilidad de la ciudad, y cuya expresión más cierta está en los cambios que atraviesan los modos de experimentar la pertenencia al territorio y las formas de vivir la identidad. Cambios que se hallan si no determinados al menos fuertemente asociados a las transformaciones tecnoperceptivas de la comunicación, al movimiento de desterritorialización e internacionalización de los mundos simbólicos y al desplazamiento de fronteras entre las culturas moderna/tradicional, culta/popular, letrada/audiovisual, local/global.
Del paradigma a la experiencia
Lo que durante años fue sólo un “modelo teórico” de comunicación hoy es parte constitutiva de la estructura urbana. Se trata del paradigma informacional1 desde que está sien1. Los textos inaugurales de ese paradigma: C.E. Shannon y W. Weaver. Teo-
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do “ordenado” el caos urbano por los planificadores. Pensada como transporte de información por ingenieros de teléfonos (C. Shannon) y como regulación automatizada de la conexión entre máquinas (N. Wiener), la comunicación que hegemoniza hoy la planificación de las ciudades es la del flujo: de vehículos, personas e informaciones. Todo ligado a una sola matriz a la vez teórica y operativa: la circulación constante, que es a un mismo tiempo tráfico ininterrumpido e interconexión transparente. El caos urbano tendrá entonces su máxima expresión no en el desconcierto y los miedos de sus habitantes perdidos en la enormidad de las distancias o en el tráfago de las avenidas sino en el “atasco vehicular”. La verdadera preocupación de los urbanistas ya no será que los ciudadanos se encuentren sino todo lo contrario: ¡que circulen! Ello justificará que se acaben las plazas, se enderecen los recobecos y se amplíen y conecten las avenidas. Lo que ahí se pierda es todo ganancia desde el punto de vista del flujo. Así deviene la ciudad en metáfora de la sociedad toda convertida en “sociedad de la información”. ¿En qué maneras experimenta el ciudadano la transformación radical que, bajo el paradigma del flujo, viven nuestras ciudades, sus formas de habitarla, padecerla y resistirla? Esquemáticamente decribiremos tres: la des-espacialización, el des-centramiento y la des-urbanización. Des-espacialización significa en primer lugar que el espacio urbano no cuenta sino en cuanto valor asociado al precio del suelo y a su inscripción en los movimientos del flujo vehicular: “es la transformación de los lugares en espacio de flujos y canales, lo que equivale a una producción y un consumo sin localización alguna”2. La materialidad histórica de la ciudad en su conjunto sufre así una fuerte devaluación: su “cuerpo-espacio” pierde peso en función del nuevo valor que adquiere su
ría matemática de la comunicación, University of Illinois Press, 1949, traduc. Forja, Madrid, 1981; N. Wiener, Cibernética y sociedad, MIT Press Cambridge, Mass., 1948, traduc. Sudamericana, Buenos Aires, 1969. 2. M. Castells, La ciudad y las masas, Alianza, Madrid, 1983; y del mismo autor, “El nuevo entorno tecnológico de la vida cotidiana”, en El desafío tecnológico, Alianza, Madrid, 1986.
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tiempo, “el régimen general de la velocidad”3. No es difícil ver aquí la conexión que enlaza esa descorporización de la ciudad con el cada día más denso flujo de las imágenes devaluando, empobreciendo y hasta sustituyendo el intercambio de experiencias entre las gentes. Constatándolo como una mutación cultural de largo alcance, G. Vattimo4 asocia esa fabulación al “debilitamiento de lo real” en la experiencia cotidiana de desarraigo del hombre urbano ante la hostigante y permanente mediación y entrecruce de informaciones y de imágenes. Pero el desarraigo ciudadano remite, por debajo de ese bosque de imágenes, a otra cara de la des-espacialización: a la borradura de la memoria que produce una urbanización racionalizadamente salvaje. El flujo tecnológico convertido en coartada de otros más interesados flujos devalúa la memoria cultural hasta justificar su arrasamiento. Y sin referentes a los que asir su reconocimiento los ciudadanos sienten una inseguridad mucho más honda que la que viene de la agresión directa de los delincuentes, una inseguridad que es angustia cultural y pauperización psíquica, la fuente más secreta y cierta de la agresividad de todos. Con des-centramiento de la ciudad señalamos no la tan manoseada des-centralización sino la “pérdida de centro”. Pues no se trata sólo de la degradación sufrida por los centros históricos y su recuperación “para turistas” (o bohemios, intelectuales, etc.) sino de la propuesta de una ciudad configurada a partir de circuitos conectados en redes cuya topología supone la equivalencia de todos los lugares. O mejor, la supresión o desvalorización de aquellos lugares que hacían función de centro, como las plazas. El des-centramiento que estamos describiendo apunta justamente a un ordenamiento que privilegia las calles, las avenidas, en su capacidad de operativizar enlaces, conexiones del flujo versus la intensidad del encuentro y la aglomeración de muchedumbres que posibilitaba la plaza. La única centralidad que admite la ciudad hoy es sub3. P. Virilio, La máquina de visión, Cátedra, Madrid, 1989; del mismo autor, Estética de la desaparición, Anagrama,Barcelona, 1988; también los artículos: “El último vehículo”, en Videoculturas fin de siglo, Cátedra, Madrid, 1989; Velocidad Lentitud, en “Cuadernos del Norte” Nº 57, Oviedo, 1990. 4. G. Vattimo, La sociedad transparente, Paidós, Barcelona, 1990.
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terránea en el sentido que le da M. Maffesoli5 y que remite sin duda a la multiplicación de los dispositivos de enlace del poder tematizada por Focault6. Nos quedan, ahora en plural y en sentido “desfigurado”, los centros comerciales reordenando el sentido del encuentro entre las gentes, esto es funcionalizándolo al espectáculo arquitectónico y escenográfico del comercio y concentrando desespecializadamente las actividades que la ciudad moderna separó: el trabajo y el ocio, el comercio y la religión, las modas elitistas y las magias populares. Des-urbanización indica una dinámica que ha sido señalada especialmente por García Canclini7 y se refiere a la reducción progresiva de la ciudad que es realmente usada por los ciudadanos. El tamaño y la fragmentación conducen al desuso, por parte de la mayoría no sólo del centro, sino de espacios públicos cargados de significación durante mucho tiempo. La ciudad vivida y gozada por los ciudadanos se estrecha, pierde sus usos. Las gentes también trazan sus circuitos, que atraviesan la ciudad sólo obligados por las rutas del tráfico, y la bordean cuando pueden en un uso funcional también. Habría sin embargo otro sentido para el proceso de desurbanización que quisiera dejar sólo señalado: el de la ruralización de nuestras ciudades. A medio hacer como la urbanización física, la cultura de la mayoría que les habita se halla también a medio camino entre la cultura rural en que nacieron –ellos, sus padres o al menos sus abuelos– pero que ya está rota por las exigencias que impone la ciudad, y los modos de vida plenamente urbanos. El aumento brutal de la presión migratoria en los últimos años y la incapacidad de los gobiernos municipales para frenar que siguiera el deterioro de las condiciones de vida de la mayoría, está haciendo emerger una “cultura del rebusque” que devuelve vigencia a “viejas” formas de supervivencia rural que vienen a insertar, en los aprendizajes y apropiaciones de 5. M. Maffesoli, “La hipótesis de la centralidad subterránea”, en Diálogos de la Comunicación Nº 23, Lima, 1989; “Identidad e identificación en las sociedades contemporáneas”, en El sujeto europeo, Ed. Pablo Iglesias, Madrid, 1990. 6. M. Focault, Un diálogo sobre el poder, Alianza, Madrid, 1981. 7. N. García Canclini y M. Piccini, “Culturas de la ciudad de México: símbolos colectivos y usos del espacio urbano”, en El consumo cultural en México, CONACULTA; México, 1993.
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la modernidad urbana, saberes y relatos, sentires y temporalidades fuertemente rurales8.
El lugar y el nosotros: modos de pertenencia e identidad
¿Podemos seguir hablando hoy de Medellín, de Bogotá o de Cali como de una ciudad? Más allá de la folclorizada retórica de los políticos, y la nostalgia de los periodistas “locales” que nos recuerdan cotidianamente las costumbres y los lugares “propios”: ¿qué comparten verdaderamente las gentes de los casi rurales barrios de Aguablanca con los del viejo centro o San Fernando, o con los de las nuevas clases medias de Tequendama y con los viejos y nuevos ricos de Ciudad Jardín en Cali? ¿Serán el club de fútbol América y la música salsa? En la ciudad estallada y descentrada ¿qué convoca hoy a las gentes a juntarse, qué referentes les hace sentirse juntos? ¿Qué imaginarios hacen de aglutinante y en qué se apoyan los reconocimientos? Es obvio que los diversos sectores sociales no sienten la ciudad desde las mismas referencias materiales y simbólicas. Pero nos referimos a otro plano: a la heterogeneidad de referentes identificatorios que propone y a la precariedad de los modos de arraigo y pertenencia que la propia ciudad produce. El debate sobre la identidad urbana nos conduce así necesariamente al análisis de las nuevas formas de socialidad, esto es a los diversos modos de comunicar y de habitar que la ciudad hace hoy posibles e imposibles. Para lo cual me voy a apoyar en algunos trabajos que proponen modos diversos de superar la razón dualista desde la que tenazmente seguimos pensando la cuestión de la identidad, sea étnica, local o nacional. El historiador José Luis Romero9 fue el primero en asumir la masificación de las ciudades latinoamericanas en su 8. A ese propósito ver: C. Monsivais, “La cultura popular en el ámbito urbano”, en Comunicación y culturas populares en Latinoamérica, Felafacs/G. Gili, México, 1987; también en la obra Aramus (Comp.), Mundo urbano y cultura popular, Sudamericana, Buenos Aires, 1990. 9. José Luis Romero, Latinoamérica: las ciudades y las ideas, Siglo XXI, México, 1976; ver del mismo autor: Las ideologías de la cultura nacional, CEDAL, Buenos Aires, 1982.
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especificidad antropológica, esto es como modificación estructural de las formas de socialidad, como desarticulación de las formas tradicionales de participación y representación: Hubo una especie de explosión de gente, en la que no se podía medir cuánto era mayor el número y cuánto era mayor la decisión para conseguir que se contara con ellos y se los oyera. Eran las ciudades que empezaban a masificarse. En rigor esa masa no tenía un sistema coherente de actitudes ni un conjunto armonioso de normas. Cada grupo tenía las suyas. La sociedad no poseía ya un estilo de vida sino muchos modos de vida sin estilo.
La masa, marginal durante mucho tiempo, invadía el centro de la ciudad y lo resignificaba imponiendo la ruptura ostensible de las formas de “urbanidad”. Con su sola presencia la masa implicaba un desafío radical al orden de las exclusiones y los privilegios pues su deseo más secreto era acceder a los bienes que representaba la ciudad. Y al mismo tiempo masa significaba también la aparición del “folclor aluvial”, la moderna cultura urbana, la del tango y el fútbol, hecha de mestizajes e impurezas, de patetismo popular y arribismo burgués. Salida del suburbio, la masa le da forma al estallido de la ciudad. Romero avizoró certeramente lo que la masificación urbana contiene de fragmentación cultural y social. En los últimos años, M. Maffesoli10 ha retomado la, sociológicamente desprestigiada, noción de masa para pensar justamente el correlato estructural del estallido y la reconfiguración de la socialidad en tribus. Comprender qué sostiene unida la ciudad hoy exige plantearse la dinámica que opone y liga las tribus a la masa. Esto es la lógica secreta que entrelaza la homogenización inevitable (de la vivienda, del vestido, de la comida) a la diferenciación indispensable de los grupos. La crisis de las instituciones que configuraron la ligazón de la sociedad –tanto en la producción como en la representación– hace emerger un nuevo tipo de tejido social cuyos aglutinantes 10. M. Maffesoli, El tiempo de las tribus: El declive del individualismo en la sociedad de masas, Icaria, Barcelona, 1990.
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no son ni un territorio fijo ni un consenso racional y duradero. Lo que convoca y relega a las tribus urbanas es más de orden del género y la edad, de los repertorios estéticos y los gustos sexuales, de los estilos de vida y las vivencias religiosas. Basadas en implicaciones emocionales, en compromisos precarios y en localizaciones sucesivas, las tribus se entrelazan en redes que van del feminismo a la ecología, pasando por bandas juveniles, sectas orientales, agrupaciones deportivas, clubes de lectores, fans de cantantes o asociaciones de televidentes. Creadoras de sus propias matrices comunicacionales, las tribus urbanas marcan de forma identitaria tanto las temporalidades (sus ritmos de agregación, sus cadencias de encuentro) como los trayectos con que demarcan los espacios. No es el lugar en todo caso el que congrega sino la intensidad de sentido depositada por el grupo, y sus rituales, lo que convierte una esquina, una plaza, un descampado o una discoteca en “territorio propio”. La otra seña de identidad de las nuevas tribus es la amalgama de referentes locales con sensibilidades desterritorializadas, “pertenecientes” a una cultura-mundo, que replantea las fronteras de lo nacional no desde fuera, no bajo la figura de la invasión, sino de adentro: en la lenta erosión que saca a flote la arbitraria artificiosidad de unas demarcaciones que han ido perdiendo su capacidad de hacernos sentir juntos. Exploración de esas pistas pueden encontrarse en las investigaciones del equipo de Margulis sobre las tribus de la noche en Buenos Aires11, de Rossana Reguillo sobre las bandas en Guadalajara12, de Hugo Assman sobre la Iglesia electrónica en Brasil13, de A. de Garay sobre los territorios del rock en Ciudad de México14 o aquí más cerca de A. Salazar sobre la cultura de las bandas en las comunas nororientales de Medellín15. 11. M. Margulis, La cultura de la noche: la vida nocturna de los jóvenes en Buenos Aires, Espasa Hoy, Buenos Aires, 1994. 12. R. Reguillo, En la calle otra vez. Las Bandas: identidad urbana y usos de la comunicación, Iteso, Guadalajara, 1991. 13. H. Assmann, La iglesia electrónica y su impacto en Latinoamérica, DEI, Costa Rica, 1988. 14. A. de Garay, El rock también es cultura, Universidad Iberoamericana, México, 1993; A. de Garay y otros, Simpatía por el rock: industria, cultura y sociedad, UAM-Azcapozalco, México, 1993. 15. A. Salazar, No nacimos pa’ semilla. La cultura de las bandas juveniles de
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Mirada desde la heterogeneidad de las tribus, la ciudad nos descubre la radicalidad de las transformaciones que atraviesa el nosotros. Ahora proponemos mirar del otro lado: desde las mutaciones que afectan al sentido del lugar. M. Augé ha propuesto la denominación de no lugar16 para nombrar esos espacios que como el aeropuerto, el supermercado o la autopista son la emergencia de un nuevo modo de habitar. En abierta ruptura con el “lugar antropológico” –que es el territorio cargado de historia, denso de señas de identidad acumuladas por generaciones en un proceso lento y largo: el viejo pueblo, el barrio, la plaza, el atrio, el bar– el no lugar es el espacio en que los individuos son “liberados” de toda carga de identidad interpeladora y exigidos únicamente de interacción con textos. Es lo que vive el comprador en el supermercado o el pasajero en el aeropuerto donde el texto informativo o publicitario lo va guiando de una punta a la otra sin necesidad de intercambiar una sola palabra durante horas. Comparando las prácticas de comunicación en un Carulla con las de la plaza de Paloquemao en Bogotá –en la que fue mi primera investigación sobre comunicación– constatamos, hace ya veinte años, la sustitución de la interacción comunicativa por la textualidad informativa: Vender o comprar en la plaza de mercado es enredarse en una relación que exige hablar. Donde mientras el hombre vende, la mujer a su lado amamanta al hijo, y si el comprador la deja, le contará lo malo que fue el último parto. Es una comunicación que arranca de la expresividad del espacio –junto al calendario de la mujer desnuda, una virgen del Carmen se codea con la del campeón de boxeo y una cruz de madera pintada en purpurina sostiene una mata de sábila– a través de la cual el vendedor nos Medellín, Cinep, Bogotá, 1990. 16. M. Augé, Los “no lugares”. Espacios del anonimato, Gedisa, Barcelona, 1993; sobre una perspectiva convergente: P. Sansot, Les formes sensibles de la vie sociale, PUF, Paris, 1986; A. Moles, Labyrinthes du vécul. L’ espace: matiere d’ actions, L. des Meridiens, Paris, 1982.; X. Rubert de Ventos, “El desorden espacial”, en Ensayos sobre el desorden, Kairós, Barcelona, 1976; M. de Certeau, “Practiques d’ espace”, en L’ invention du quotidien, U.G.E., Paris, 1980; J. M. Ortiz Ramos (ed.), Espacio: “Local, mundial, imaginario”, Margem No. 2, Sao Paulo, 1993.
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habla de su vida, y llega hasta el regateo, que es posibilidad y existencia de diálogo. En contraste, usted puede hacer todas sus compras en el supermercado sin hablar con nadie, sin ser interpelado por nadie, sin salir del narcisismo especular que lo lleva de unos objetos a otros, de unas “marcas” a otras. En el supermercado sólo hay la información que le transmite el empaque o la publicidad17.
Y lo mismo sucede en las autopistas. Mientras las “viejas” carreteras atravesaban las poblaciones convirtiéndose en calles, contagiando al viajero del “aire del lugar”, de sus colores y sus ritmos, ¡la autopista, bordeando los centros ubanos sólo se asoma a ellos a través de los textos de las vallas que “hablan” de los productos del lugar y sus sitios de interés! Espacio del anonimato, de una contractualidad solitaria, el no lugar es el ámbito del presente, en su urgencia devoradora de la atención y justificadora de cualquier olvido respecto a lo demás. En ese espacio el pasado sólo puede ser cita retórica, curiosidad, exotismo o espectáculo. Pero justo en la medida en que expresa el anonimato y fagocita un presente sin pliegues el no lugar puede producir “efectos de reconocimiento”: el viajero puede ir a países que no conoce y “encontrarse” con la misma arquitectura de hotel y las mismas marcas de los objetos “familiares”. Habitar el no lugar es “vivir en un mundo en el que se está siempre y no se está nunca en casa”. Caracterizado por contraste, en lo que tiene de ruptura, el no lugar necesita sin embargo ser pensado por fuera de la polarización maniquea, pues como expresamente nos advierte M. Augé “el lugar no queda nunca completamente borrado y el no lugar no se cumple nunca totalmente: son palimpsestos donde se reinscribe sin cesar el juego intrincado de la identidad y la relación”18. Lugares tradicionales, como los templos, 17. J. Martín-Barbero, “Prácticas de comunicación en la cultura popular”, en M. Simpson (Comp.), Comunicación alternativa y cambio social en América Latina, UNAM, México, 1981; ver también: “La revoltura de pueblo y masa en lo urbano”, en De los medios a las mediaciones, G. Gili, México, 1985; “Comunicación y ciudad: entre medios y miedos”, en Imágenes y reflexiones de la cultura en Colombia, COLCULTURA; Bogotá, 1990; “Dinámicas urbanas de la cultura”, en Gaceta de Colcultura No. 12, Bogotá, 1992. 18. M. Augé, obra citada, p. 84.
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se han visto los últimos años atravesados por claros estilos de no lugar, mientras centros comerciales recuperan y potencian señas de identidad y espesor temporal. Reforzando la llamada de atención contra la tentación maniquea y moralista que acecha a la sociología que estudia los cambios en la sociabilidad, I. Joseph19 insiste en tematizar los “enclaves de transición”, los intervalos, las secretas continuidades en la reconfiguración del espacio público y el sentido del socius. M. Augé se atreve incluso a ir más allá y adelanta una hipótesis iluminadora: el no lugar como experiencia de otra solidaridad que convierte el espacio terrestre en un “lugar”. Pues en el anonimato del no lugar “se experimenta solitariamente la comunidad de los destinos humanos”. Lo que estaría implicando un saludable aprendizaje contra el fanatismo de la identidad y la intolerancia localista, de la que en los últimos años estamos teniendo bien palpables y dolorosas demostraciones. En la heterogeneidad de sus tribus y en la masificada diseminación de sus anonimatos la ciudad puede resultar siendo no sólo la más cumplida realización de la neutra y contradictoria “utopía de la información” sino la metáfora del último territorio sin fronteras.
De la ciudad mediada a la ciudad virtual
Hubo un tiempo en que los medios de comunicación hicieron honor a su nombre: mediaron la experiencia de constitución de la ciudad. Pensando desde el París de Baudelaire, Benjamín ve emerger un nuevo sensorium urbano en las mediaciones que el cine hace de “las modificaciones en el aparato perceptivo que vive todo transeúnte en el tráfico de una gran urbe” y añade:
19. I. Joseph El transeúnte y el espacio urbano, Gedisa, Buenos Aires 1988; ver a ese propósito: M. Fernández-Martorell (ed.), Leer la ciudad. Ensayos de antropología urbana, Icaria, Barcelona, 1988; R. DaMatta, A casa e a rua, Brasiliense, Sao Paulo, 1985; E. Durham, “A pesquisa antropológica com populacoes urbanas: problemas e perspectivas”, en A Aventura antropológica, Paz e terra, Río de Janeiro, 1986.
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Parecía que nuestros bares, nuestras oficinas y viviendas, nuestras estaciones y fábricas nos aprisionaban sin esperanza. Entonces vino el cine y con la dinamita de sus décimas de segundo hizo saltar ese mundo carcelario. Y ahora emprendemos entre sus dispersos escombros viajes de aventuras. Con el primer plano se ensancha el espacio y bajo el retardador se alarga el movimiento. No sólo se trata de aclarar lo que de otra manera no se veía claro sino de que aparecen formaciones estructurales del todo nuevas20.
El cine medió así a la vez la constitución y la comprensión de un nuevo modo de percepción cuyos dispositivos se hallan en la dispersión y en la imagen múltiple: los mismos que hace visibles la “experiencia de la multitud”, pues es en multitud que la masa ejerce su derecho a la ciudad y ejercita su nuevo saber, ese al que se resiste la pintura por no poder ofrecer su objeto a una recepción simultánea y colectiva, pero al que sí responde el cine: “de retrógrada frente a un Picasso, la masa se transforma en progresiva cara a un Chaplin”. También en América Latina el cine medió vital y socialmente la formación de esa nueva experiencia que es la cultura urbana. Como ha explorado reiteradamente C. Monsivais, el cine va a conectar con el hambre de las masas urbanas por hacerse socialmente visibles. Y el cine lo hizo posible: pues al cine iban las gentes a verse, en una secuencia de imágenes que –más allá de lo reaccionario de los contenidos y de los esquematismos de la forma– legitimaba gestos, rostros, modos de hablar y caminar, legitimaba y reconocía una hasta entonces desconocida y negada identidad. Con todas las mistificaciones y chauvinismos que ello implicaba, pero también con todo lo vital que resultó esa identidad para unas masas urbanas que a través de ella amenguan el impacto de los choques culturales y por primera vez miran y se representan el país a su imagen21. 20. W. Benjamin, Discursos interrumpidos I, p. 47, Taurus, Madrid, 1982. 21. C. Monsivais, “Notas sobre la cultura mexicana en el s. XX”, en Historia general de México, Vol. IV, El Colegio de México, 1976; también: “Notas sobre el Estado, la cultura nacional y las culturas populares en México”, en Cuadernos políticos No. 30, México, 1981.
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Algo parecido sucedió con la radio en América Latina: ella ha sido la gran mediadora de la experiencia popular de la ciudad. Insertando su lenguaje y sus ritmos en una oralidad cultural que es organizador expresivo de unas particulares formas de relación con el tiempo y el espacio, la radio hará el enlace de la matriz expresivo-simbólica del mundo popular con la racionalidad informativo-instrumental de la modernidad urbana22. La radio ha convocado y mediado dispositivos de enlace de lo territorial con lo discursivo que hacen posible construir espacios de identificación étnica y regional que no son mera expresión de nostalgia de lo local y campesino sino producción de nuevas formas de socialidad. En la radio el obrero encontró pautas para orientarse en el discurso funcional de la ciudad, el emigrante, modo de mantener una memoria de su terruño, el ama de casa, acceso a emociones que le estaban vedadas. Y de los programas que recogen las culturas de barrio en Córdoba a los que dan voz a las mujeres de los “pueblos jóvenes” en Lima o a los de Gil Gómez y su millón diario de oyentes en Sao Paulo aún quedan restos de aquella mediación23. Con la televisión toma forma otro sensorium: en la ciudad diseminada el medio sustituye a la experiencia, o mejor, constituye la única experiencia-simulacro de la ciudad global. Y ello porque la estructura discursiva de la televisión y el modo de ver que aquélla implica “conectan” desde dentro con las claves que ordenan la nueva ciudad: la fragmentación y el flujo. Hablamos de fragmentación para referirnos no a la forma del relato televisivo sino a la des-agregación social que la privatización de la experiencia televisiva consagra. Constituida en centro de las rutinas que ritman lo cotidiano24, en dispositi22. G. Munizaga y P. Gutiérrez, Radio y cultura popular de masas, Ceneca, Santiago, 1983; Mª Alfaro, “La pugna por la hegemonía cultural en la radio peruana”, en N. García Canclini y R. Roncagliolo (Ed.), Cultura trasnacional y culturas populares, IPAL, Lima, 1988. 23. C. Mata, “Radios y públicos populares”, en DIA-LOGOS de la Comunicación” Nº 19, Lima, 1988, R. Mª Alfaro, De la conquista de la ciudad a la apropiación de la palabra, Tarea, Lima, 1987; A. Mª Fadul y otros, A narrativa popular de Gil Gómez, mimeo, Sao Paulo, 1985. 24. R. Silverston, “De la sociología de la televisión a la sociología de la pan-
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vo de aseguramiento de la identidad individual25 y en terminal del videotexto, la videocompra, el correo electrónico y la teleconferencia26, la televisión convierte al espacio doméstico en territorio virtual: aquel al que, como afirma Virilio, “todo llega sin que haya que partir”. Lo verdaderamente “grave” entonces no es el encerramiento, el repliegue sobre la privacidad hogareña, sino la reconfiguración de las relaciones de lo privado y lo público que ahí se produce, esto es la superposición de ambos espacios y el emborramiento de sus fronteras. Con lo que “estar en casa” ya no viene a significar ausentarse del mundo, ni siquiera de la política, sino una manera nueva de verlo, o mejor de mirarlo. De ahí que lo que identifica la escena pública con lo que “pasa en” televisión no sean sólo las inseguridades y violencias de la calle. Pues al posibilitar su acceso al “eje de la mirada”27 la televisión puede convertirse en el medio que transforma en espectáculo de sí mismo la antigua teatralidad callejera de la política. Del pueblo en la calle al público de cine la transición fue transitiva y conservó el carácter colectivo de la experiencia. De los públicos de cine a las audiencias de televisión el desplazamiento señala una profunda transformación: la pluralidad social sometida a la lógica de la desagregación hace de la diferencia una mera estrategia del rating. Imposible de ser representada en la política, la fragmentación de la ciudadanía es tomada a cargo por el mercado: ¡es de ese cambio que la televisión es mediación! El flujo televisivo es el dispositivo complementario de la fragmentación: no sólo de la discontinuidad espacial de la escena doméstica sino de la pulverización del tiempo que produce la aceleración del presente, la contracción de lo actual, la “progresiva negación del intervalo”28, transformando el tiempo extensivo de la historia en el intensivo de la instantánea. Lo que afecta no sólo al discurso de la información (cada día temtalla”, en Telos No. 22, Madrid, 1990; R. Mier y M. Piccini, El desierto de los espejos: juventud y televisión en México, Plaza y Valdés, México, 1987. 25. H. Vezzetti, “El sujeto psicológico en el universo massmediático”, en Punto de Vista No. 47, Buenos Aires, 1993; A. Novaes, Rede imaginaria: televisao e democracia, C. das Letras, Sao Paulo, 1991. 26. R. Gubern, El simio informatizado, Fundesco, Madrid, 1987. 27. E. Veron, El discurso político, p. 25, Hachette, Buenos Aires, 1987. 28. P. Virilio, El último vehículo, o.c., pg. 37-45, Cátedra, 1990.
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poral y expresivamente más cercano al de la publicidad) sino a la globalidad del palimpsesto televisivo29, a la estructura de la programación, a la naturaleza misma de los aparatos, a los modos de producción (el flujo económico es el que determina la secuencia de grabación) y a la forma de la representación. ¿Y no será ese mismo régimen de aceleración el que torna programadamente obsoletos la inmensa mayoría de los objetos que antes estaban hechos para durar, y hacer memoria, y ahora son desechables? ¿Y no tendrá algo que ver ese nuevo régimen temporal que acelera cada día más la obsolescencia generalizada con el profundo desarraigo que en la ciudad del flujo las gentes experimentan? Igualmente hechos para gastarse lo antes posible (los objetos) y para olvidarse una vez vistos (los programas) no es extraño que algunos piensen que la televisión es la metáfora de una sociedad en la que “toda la cultura se convierte en chatarra”30. Es justamente el flujo televisivo el que dota de sentido al zapping, al control remoto, mediante el cual cada uno puede nómadamente armarse su propio palimpsesto con fragmentos o “restos” de noticieros, telenovelas, concursos o conciertos. Así como las tribus componen su ciudad no a base de “lugares” sino a trayectos, así el televidente hace del ver una travesía improgramada, articulada sólo desde la pulsación/compulsión instantánea. Hay una cierta y eficaz travesía que liga los modos nómadas de habitar la ciudad –del emigrante al que toca seguir indefinidamente emigrando dentro de la ciudad a medida que se van urbanizando las invasiones y valorizándose los terrenos, hasta la banda que periódicamente desplaza sus lugares de encuentro– con los modos de ver desde los que el televidente explora y atraviesa el palimpsesto de los géneros y los discursos, y con la transversalidad tecnológica que hoy permite enlazar en el terminal informático el trabajo y el ocio, la información y la compra, la investigación y el juego. Dicho lo anterior se hace indispensable deshacer un malentendido: lo que hace la eficacia de la ciudad virtual no
29. G. Barlozzetti (Ed.), II palinsesto: testo, apparati e géneri della televisione, Franco Angeli, Milano, 1986. 30. O. Landi, Devórame otra vez, Plantea, Buenos Aires, 1992.
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es el poder de las tecnologías visuales e informáticas sino su capacidad de acelerar –ampliar y profundizar– tendencias estructurales de la sociedad. Como afirma F. Colombo “hay un evidente desnivel de vitalidad entre el territorio real y el propuesto por los massmedia. La posibilidad de desequilibrios no derivan del exceso de vitalidad de los media; antes bien lo hacen de la débil, confusa y estancada relación entre los ciudadanos en el territorio real”31. Es el desequilibrio urbano generado por un tipo de urbanización irracional el que de alguna forma es compensado por la eficacia comunicacional de las redes electrónicas. La estrecha simetría entre crecimiento urbano y expansión de los medios lleva a García Canclini a plantear que si las nuevas condiciones de vida en la ciudad exigen “la reinvención de lazos sociales y culturales, son a su vez las nuevas redes audiovisuales las que efectúan, desde su propia lógica, una nueva diagramación de los espacios e intercambios urbanos”32. Pues en unas ciudades cada día más extensas y desarticuladas, y en las que los partidos políticos “progresivamente separados del tejido social de referencia, se reducen a ser sujetos del evento espectacular lo mismo que los otros”33 la radio y la televisión acaban siendo el único dispositivo de comunicación capaz de ofrecer formas de contrarrestar el aislamiento de las poblaciones marginales y de establecer vínculos culturales comunes a la mayoría de la población. He ahí la verdadera razón por la que el estudio de los medios, y en especial de los audiovisuales, no puede ser dejado en manos de sus especialistas y reclama con urgencia ser asumido por la antropología. Porque lo que ahí está en juego no son sólo desplazamientos del capital e innovaciones tecnológicas, sino hondas transformaciones en la cultura cotidiana de las mayorías. Ya que la envergadura cultural de los medios no se halla en la cultura-contenido que difunden (único objeto de atención de la crítica ilustrada) sino en el cambio cultural que ellos catalizan y potencian: ése que conecta las nuevas difusas condi31. F. Colombo, Rabia y televisión, p. 47, G. Gili, Barcelona, 1983. 32. N. García Canclini, obra citada, p. 49; ver también “Del espacio público a la teleparticipación”, en Culturas híbridas, Grijalbo México, 1990. 33. G. Richeri, “Crisis de la sociedad y crisis de la televisión”, en Contratexto, No. 4, Lima, 1989.
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ciones del saber (carácter limitado del conocimiento y horizonte ilimitado de la información) con las nuevas maneras de ver/narrar (la profunda complicidad de la oralidad que perdura como experiencia cultural primaria con la “oralidad secundaria” que tejen las gramáticas tecnoperceptivas de la radio, el cine, la televisión y el video) y de ambos con los nuevos modos de estar juntos, esto es con las nuevas maneras de habitar la ciudad.
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Personajes imaginarios y ciudades reales* Umberto Eco
(1995)
¿Ha existido realmente Don Quijote? Los historiadores nos dirán que no. Y sin embargo, si un estudiante de literatura nos dijese que Don Quijote era un astrónomo que trabajaba en la corte de Alfonso, el sabio, en seguida lo sacaríamos de la clase, porque ha dicho algo que consideramos falso. Así que nos referimos a lo falso y a lo verdadero en relación con una persona de la cual el historiador diría: “es falso que haya existido Don Quijote”. ¿Ha existido y existe todavía La Mancha, donde Don Quijote vivía? Los geógrafos nos dicen que sí. ¿El Don Quijote de Cervantes sería muy distinto si Don Quijote no hubiese nacido en La Mancha sino en otro lugar de Castilla, y si además no se hubiese llamado Don Quijote sino Aureliano Buendía? Creo que no. Sin embargo, el Quijote nació en La Mancha, se llamaba así y estos dos “hechos” no están en discusión. Era un derecho absoluto de Cervantes hacerlo nacer en aquella comarca y con aquel nombre ¿pero, hubiese sido un derecho absoluto de Cervantes decir que La Mancha se encuentra en Galicia? Hubiera podido, pero nosotros leeríamos su libro con cierto malestar porque tendríamos la impresión de que nos relatan algo falso (y naturalmente no les digo lo que le ocurriría a un estudiante que, en un examen de geografía, dijera que La Mancha se encuentra en Galicia). * Traducción y notas: Rocco Mangieri.
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En el transcurso de esta conferencia abordaré algunos problemas que podrán parecer ociosos. Las personas normales no están acostumbradas a hacerse preguntas tales como: “¿Se puede decir verdaderamente que Hamlet era soltero?” Las personas normales saben que Hamlet era soltero, y si alguien viene a decirles que había desposado a Ofelia le responderán que está loco o no conoce bien la obra de Shakespeare. Pero es posible que una persona normal entre en crisis frente a una pregunta como: “¿Sería más verdadera la soltería de Hamlet que la de San Luis Gonzaga?” Me gustaría hacer una encuesta entre los presentes y estoy seguro de que oiríamos unas muy interesantes respuestas. Este tipo de preguntas es, por otra parte, muy común entre los estudiosos de Lógica y de Filosofía del Lenguaje. No hay que pensar que a ellos les interese algo relativo a Hamlet o a los otros personajes pertenecientes a las novelas que citan (como aquel célebre soltero que encontramos siempre en estas cuestiones, el conocido Sherlock Holmes); o mejor, ellos no están interesados en los problemas de la narrativa y asumen la existencia de las obras de ficción o novelescas como un dato de hecho sobre el cual no reflexionan más de lo normal. Están por el contrario muy interesados en definir un concepto de verdad en el mundo real, en el mundo de nuestra experiencia cotidiana o en el universo de las proposiciones científicas, y utilizan los mundos ficcionales y novelescos como ejemplos de mundos irreales con respecto a los cuales poder confrontar las afirmaciones que nosotros hacemos sobre el mundo real. En el contexto de la reflexión sobre la noción de lectura de un texto narrativo, me interesa entender cuáles son los tipos de presupuestos y creencias que una novela presume con respecto al lector o, incluso, le impone asumir. Entender este punto (entender qué es lo que una novela solicita como el saber del lector) es muy importante para estudiar el problema de la lectura, el placer que produce y el saber que infiere. Naturalmente no responderé a todas estas preguntas. Hoy solamente les expondré algunas breves indagaciones en el ámbito de la ontología de la narratividad. Para poder hacerlo les pido, a pesar de tantas discusiones filosóficas, aceptar como induscutible el hecho de que el mundo real existe. No les
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pido que profundicen en el plano ontológico y metafísico. El mundo real es aquél que es descrito en las enciclopedias, en la cuales New York se encuentra sobre la costa este de los Estados Unidos y no en África, y Caracas se encuentra al sur de New York. Aun si como filósofos creyésemos que el mundo real es una ilusión de los sentidos, nosotros aceptaremos aquello que todos los otros creen acerca de él, por lo menos cuando, debiendo ir desde Caracas a New York, abordamos un avión que vaya hacia el norte y no un avión que vaya hacia Buenos Aires. Creemos saber muy bien lo que significa decir que un enunciado es verdadero en el mundo real. Es verdadero el hecho de que estamos en 1994 y que Napoleón murió el 5 de mayo de 1821. Respecto a este concepto de verdad se ha discutido mucho sobre aquello que queremos decir cuando decimos que una afirmación es verdadera en un mundo novelesco. La respuesta más razonable es que ella es verdadera en el marco del mundo posible de esa determinada historia. No es verdad que haya vivido en el mundo real un individuo llamado Hamlet, pero es verdad que (en el mundo posible de Hamlet) éste no desposa a Ofelia, así como también es verdadero que, en el mundo posible de Gone with the wind1, Scarlett O’Hara se casa con Rhett Butler. En el mundo de Hamlet cualquier pregunta sobre Scarlett O’Hara carece sencillamente de sentido, así como también carece de sentido en nuestro mundo real preguntarse si es verdad que el ángulo recto hierve a noventa grados. Vivimos en un mundo donde los ángulos no hierven y Hamlet vivía en un mundo donde no existía Tara. ¿Pero estamos muy seguros de que nuestra noción de verdad en el mundo real está también tan claramente definida como la noción de verdad novelesca? Nosotros pensamos que conocemos por experiencia el mundo real y que depende de la experiencia el saber que hoy (la fecha de exposición de esta conferencia) y en este instante llevo una corbata de un cierto color. Sin embargo el que hoy
1. Lo que el viento se llevó, film de 1939 dirigido por V. Fleming sobre una novela de Margaret Mitchell. Protagonizado por Clark Gable y Vivien Leigh. (Nota del traductor).
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sea (día tal, mes tal) es verdadero sólo en el marco del calendario gregoriano, y el hecho de que mi corbata tenga ese color es verdadero solamente en el universo de discurso de una determinada teoría de los colores, de la misma manera que el hecho según el cual Scarlett O’Hara se casa con Rhett Butler es verdadero solamente en el universo de discurso de Gone with the wind. No quiero jugar al escéptico metafísico o al solipsista (aun considerando que Raymond Smullyan ha demostrado que el mundo está superpoblado de solipsistas). Sé muy bien que existen cosas que conocemos por experiencia directa y si alguno de ustedes me advierte que detrás de mí ha aparecido un armadillo, de golpe me voltearía para verificar si la noticia es verdadera o falsa y todos podríamos convenir que en esta sala no hay armadillos (al menos si compartimos las categorías de una taxonomía zoológica socialmente aceptada). Pero normalmente nuestra relación con la verdad es mucho más complicada. Estamos de acuerdo en el hecho de que no existen armadillos en esta sala, pero en el transcurso de una hora esta verdad se volverá algo más discutible. Por ejemplo, cuando esta conferencia sea publicada, quien la lea aceptará la idea de que hoy en esta sala no hubo armadillos, no a partir de la propia experiencia, sino sobre la base de los mecanismos que yo haya empleado en la descripción de lo que aquí aconteció. No es por propia experiencia que sé que Napoleón murió en el año de 1821. Es más, si debiera apoyarme en mi propia experiencia no podría ni siquiera decir que Napoleón existió (alguien incluso escribió un libro para demostrar que era un mito solar) y no fue hasta el año pasado cuando pude saber, por experiencia, que existe una ciudad llamada Hong Kong. Como nos enseña Putnam, existe una división social del trabajo lingüístico, que es también una división social del saber mediante el cual yo delego en otros el conocimiento de nueve décimos del mundo real, reservándome el conocimiento directo de un décimo de esa realidad. En junio del año pasado debía dirigirme a Hong Kong y adquirí el pasaje seguro de que el avión iba a aterrizar en un lugar llamado Hong Kong. Procediendo de esta forma logro vivir en el mundo real sin compor-
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tarme neuróticamente (es más, sobre la base de esta confianza en el saber de los otros he adquirido el derecho de aprender por experiencia directa que Hong Kong existe). He aprendido que con respecto a muchas cosas y eventos del pasado he podido confiar en el saber de los demás, reservándome las dudas para algún sector especializado del saber y, para el resto, confío en la Enciclopedia, es decir, en un saber global, maximal, del cual poseo únicamente una parte, pero al cual podría acceder ya que este saber constituye una inmensa biblioteca conformada por todas las enciclopedias y libros del mundo y de todas las colecciones de revistas, periódicos o manuscritos de todos los siglos, hasta incluir allí los jeroglíficos de las pirámides o las inscripciones en caracteres cuneiformes. La experiencia y una serie de actos de confianza en relación con los integrantes de una comunidad humana me han convencido de que aquello que la Enciclopedia global describe (no sin algunas contradicciones) representa la imagen satisfactoria de aquello que llamamos mundo real. Pero lo que quiero decir es que el modo según el cual aceptamos la representación del mundo real no es distinto del modo según el cual aceptamos la representación del mundo posible presente en un texto de ficción. Yo acepto que Scarlett O’Hara haya desposado a Rhett Butler del mismo modo que acepto que Napoleón haya desposado a Josefina. La diferencia está, obviamente, en el grado de esta confianza: la confianza que coloco en Margaret Mitchell es distinta de aquella que doy a los historiadores. Yo acepto que los lobos hablen únicamente cuando leo un cuento y por lo demás, me comporto como si los lobos fuesen aquellos animales descritos en los manuales de Zoología. No me detengo a discutir las razones por las cuales confiamos más en los congresos de Zoología que en lo que nos dice Perrault. Estas razones existen y son muy serias. Pero decir que son serias no significa decir que son claras. Es más, las razones por las cuales creo en los historiadores cuando dicen que Napoleón se casó con Josefina son mucho más débiles que aquéllas por las cuales creo que Scarlett O’Hara se casó con Rhett Butler. Sostengo que ninguna persona razonable, aun considerando que haya leído mal a Derrida, pueda poner en discu-
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sión que si leemos Gone with the wind tiene que aceptarse como verdadera la proposición de que Scarlett se ha casado con Rhett. Mientras que es razonable reservarse la sospecha de que un día los historiadores, descubriendo nuevos documentos en inéditos archivos, puedan probarnos que Napoleón no haya desposado a Josefina. En Los tres mosqueteros se nos dice que Buckingham fue apuñalado por un tal Felton, quien era uno de sus oficiales, y por lo que yo sé, se trata de una noticia histórica. En Veinte años después se nos dice que Athos apuñaló a Mordante, hijo de Milady, y ciertamente se trata de una verdad ficcional. Pero el hecho de que Athos haya apuñalado a Mordante quedará como una verdad indiscutible mientras exista en el mundo una sola copia de Veinte años después, e incluso si alguien en el futuro inventase un método interpretativo postdeconstructivista. Mientras que hoy cualquier investigador serio estaría listo para renunciar a la idea de que Buckingham haya sido apuñalado por uno de sus oficiales, en el caso de que se descubriesen nuevos documentos reveladores en los archivos británicos. En ese caso, el hecho de que Felton haya apuñalado a Buckingham se tornará históricamente falso: pero todo ello no disminuye el hecho de que quedará narrativamente verdadero en el mundo posible de Dumas2. Más allá de otras importantísimas razones estéticas, pienso que leemos novelas porque ellas nos proporcionan la confortable sensación de vivir en un mundo en el cual la noción de verdad no puede ser puesta en discusión, mientras el mundo real parece ser un lugar mucho más insidioso. Así que sugiero renunciar al uso de una noción de verdad en el mundo real como parámetro para definir la verdad novelesca, y hacer lo contrario: usar el concepto de verdad novelesca como un parámetro seguro e indiscutible para poder indagar el concepto de verdad en el mundo real. Podríamos entonces decir que sería suficiente definir como verdadero en el mundo real todo aquello que tiene el mismo grado de certeza
2. La noción de mundos posibles ha sido estudiada y propuesta por Eco sobre todo en su libro Lector in Fabula (1979), edición castellana de editorial Lumen, Barcelona, España, 1981. (Nota del traductor)
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y de control intersubjetivo que la noción según la cual Scarlett O’Hara se haya casado con Rhett Butler. También un mundo novelesco puede parecer infiel al mundo real. Podría aparecer como un ambiente confortable si se tratara únicamente de entidades ficticias. En este caso Scarlett O’Hara no constituiría problema alguno porque el hecho de que ella haya vivido en Tara es más fácil de verificar que el hecho según el cual Napoleón haya fallecido en la isla de Santa Elena. Pero cada universo narrativo se funda, en diversas medidas parasitarias, sobre el universo del mundo real que le sirve como fondo. Sabemos desde la época de Coleridge que la regla fundamental para enfrentar un texto narrativo es que el lector acepte tácitamente un pacto ficcional con el autor realizando una suerte de suspensión de la incredulidad. El lector debe saber que aquello que le es relatado es una historia imaginaria sin por ello pensar que el autor miente. Sin embargo, si construir un mundo narrativo significa (como desea Searle) pedirle al lector fingir tomar algunas cosas como buenas, en definitiva se le pide también aceptar como fondo del mundo narrativo lo que el lector sabe acerca del mundo real. Aparentemente una novela nos dice a un mismo tiempo: “Finge creer que existe un lobo que habla, una señora que se llama Emma Bovary, un señor que se llama Gregor Samsa y que se transforma en un insecto, una mujer mala que se llama Mylady de Winter”. Y a la vez nos ordena: “de resto, continúa creyendo en las leyes, en los eventos, en los individuos que caracterizan el mundo real. La Francia de Madame Bovary es la Francia del siglo XIX, el cuarto de Gregor Samsa está amueblado como el tuyo y el Richelieu con quien se encuentra Milady es el mismo de quien nos habla la Historia”. Las historias de Nero Wolfe se desarrollan en New York y el lector acepta la existencia de personajes llamados Nero Wolfe, Archie Goodwin, Fritz o Saul Panzer, aun sabiendo que son invenciones de Rex Stout: es más, el lector acepta incluso que Wolfe habite en una casa de piedra de río ubicada sobre la calle treinta y cinco oeste, cerca del río Hudson. Podría ir a verificar si existe o si ha existido en los años en los cuales Stout ambientaba sus historias, pero normalmente no lo hace.
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Y digo porque sabemos muy bien que van a la búsqueda de la casa de Sherlock Holmes en Baker Street, y me encuentro entre los que han ido a buscar en Dublín la casa de Eccles Street en la cual habría debido habitar Leopold Bloom. Pero estos son episodios de fanatismo literario que constituyen un divertimento inocente o tal vez conmovedor, pero muy distinto de la lectura de textos; para ser un buen lector de Joyce no es necesario celebrar el Bloomsday sobre las orillas del río Liffey. Pero si aceptamos que la casa de Wolf estuviese allá donde no estaba y no está, no podríamos en cambio aceptar que Archie Goodwin tomase un taxi sobre la quinta avenida de New York y le pidiese que lo llevara hacia Alexander Platz porque, tal como nos lo ha enseñado Doeblin, esta plaza se encuentra en Berlín. Y si Archie saliese de la casa de Nero Wolfe, cruzase la esquina y se encontrara de inmediato en Wall Street, estaríamos autorizados a pensar que Stout ha cambiado de género narrativo y quiere relatarnos un mundo como El proceso de Kafka, en el cual K entra en un edificio ubicado en un punto de la ciudad y sale para encontrarse en otro punto. Pero en la historia de Kafka debemos aceptar el hecho de que nos movemos en un mundo no euclidiano, móvil y elástico, como si habitáramos en un inmenso cheewing-gum mientras una cierta entidad misteriosa lo está masticando. Parece por lo tanto que el lector debe conocer muchas, demasiadas cosas sobre el mundo real para poderlo asumir como fondo de un mundo ficcional. Si así fuere, un universo narrativo sería una tierra extraña: por un lado, en cuanto nos narra solamente la historia de algunos personajes en un lugar y tiempo definidos debería aparecer como un pequeño mundo, infinitamente más limitado que el mundo real; pero al contener al mismo tiempo el mundo real como fondo, anexándole únicamente algunos individuos, algunas propiedades y eventos, se vuelve más vasto que el mundo de nuestra experiencia. En realidad, los mundos de la ficción son parásitos del mundo real, pero colocan entre paréntesis la mayor parte de las cosas que sabemos sobre él y permiten concentrarnos sobre un mundo finito y concluido, muy similar al nuestro pero más pobre. El autor no debe disponer de la totalidad de mundo real como fondo de su propia invención: debe darle al lector
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sugerencias sobre la cantidad de saber que él debe poner en obra para poder comprender el relato y, al mismo tiempo, proporcionarle informaciones, en los casos en los cuales no pueda disponer de éstas, sobre algunos aspectos del mundo real que son indispensables para la comprensión de la historia. Supongamos que Rex Stout nos diga en una de sus novelas que Archie toma un taxi para hacerse conducir hasta el cruce de la cuarta con la décima calle. Supongamos ahora que sus lectores se dividan en dos categorías. De un lado están aquellos que conocen New York, de los que podemos desinteresarnos porque están dispuestos a creer de todo. Pero muchos otros lectores, conocen que la estructura urbana de New York es como un mapa geográfico en donde las streets son las paralelas y las avenues los meridianos, pensarán que se encuentran frente a un error o frente a una licencia de ciencia ficción porque, por definición, en la retícula urbana de New York dos streets no pueden cruzarse. En realidad en New York, en el West Village, existe un punto donde la cuarta y la décima calle se cruzan (y todos los newyorkinos lo saben menos los taxistas). Pero creo que si Stout hubiese tenido que hablar de esta situación habría introducido una explicación quizás bajo la forma de comentario divertido, para decirnos cómo y de qué manera existe ese cruce, temiendo que muchos lectores creyesen haber sido tomados por el pelo. Y el lector debería confiar en ello. Por lo tanto, el lector no debe únicamente entrar en la novela sabiendo algunas cosas sobre el mundo real (supóngase la situación de un lector muy ingenuo de Los tres mosqueteros que imaginara a D’Artagnan vestido como Tarzán), sino que además debe poner su confianza en el autor cuando éste le pide asumir como indiscutibles algunos aspectos del mundo real acerca de los cuales el lector no sabe nada. En un ensayo, aparecido en el libro Los límites de la interpretación reflexionaba sobre este fenómeno y citaba el comienzo de The mysteries of Udolpho de Ann Radcliffe: “En el año de 1584, sobre las alegres orillas de la Garonne, en la provincia de Gascogne, surgía el castillo de Monsieur de Saint-Aubert. Desde las ventanas podía verse el paisaje pastoril de la Guien-
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ne y de Gascogne que se alargaba hacia el río bordeado por bosques frondosos, viñedos y plantaciones de olivo”. Mi comentario había sido que era dudoso que un lector inglés de finales del siglo XIX hubiera sabido algo sobre la Garonne, sobre la Gascogne y su paisaje. Este lector habría sido, al máximo, capaz de inferir, a partir del vocablo “orillas”, que la Garonne era un río y del resto habría imaginado, sobre la base de su competencia enciclopédica, un típico ambiente del sur de Europa poblado de viñedos y olivares. Los lectores estaban invitados a comportarse como si (fingir que) tuviesen familiaridad con las colinas francesas3. Pero, después de haber publicado aquel ensayo he recibido una simpática carta enviada por un señor de Bordeaux, en la cual me revelaba que en la zona de Gascogne nunca han existido los olivos y tampoco han crecido olivares a orillas de la Garonne. El lector extraía agudas observaciones a favor de mi tesis y elogiaba mi ignorancia sobre la Gascogne, la cual me había permitido seleccionar un ejemplo tan convincente (por lo tanto me invitaba como huésped) porque, sostenía, los viñedos sí existen y los vinos de aquella región son exquisitos. Ya que no es pensable el hecho de que la señora Radcliffe tuviese la intención de engañar a sus lectores, debemos concluir que sencillamente se había equivocado. Pero esto es todavía más embarazoso. ¿En qué medida podemos presuponer como verdaderos aquellos aspectos del mundo real que el autor cree verdaderos por error? ¿Debemos ciertamente creer en la existencia (novelesca) de Monsieur de Saint Aubert, pero debemos también creer que en la Gascogne existen los olivares? Apenas llega a París, D’Artagnan toma alojamiento en rue des Fossoyeurs, en la casa de monsieur Bonacieux (capítulo 1). El palacio del señor de Treville, hacia el cual se dirige casi en seguida, está ubicado en rue du Vieux Colombier (capítulo 2). Solamente en el capítulo 7 nos percatamos de que en esa misma calle habita también Porthos, mientras que Athos habita en rue Ferroy. Hoy en día la rue de Vieux Colomber 3. Garonne es el nombre de un río de la Francia suroccidental. Nace en los Pirineos y desemboca en el Atlántico. (Nota del traductor)
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traza el lado norte de la actual Plaza Saint Sulpice, mientras que rue Ferroy se inserta perpendicularmente en el lado sur, pero en la época en la cual se desarrolla Los tres mosqueteros la plaza no existía aún. ¿Dónde habitaba aquel individuo reticente y misterioso llamado Aramis? Lo sabemos en el capítulo 11, en el cual nos enteramos de que habita en una esquina de rue Servandoni, y si ustedes observan un mapa de París se percatarán de que rue Servandoni es la primera calle paralela al este de rue Ferrou. Pero este capítulo se intitula “L’intrigue se noue” (“La intriga se complica”). Dumas de seguro estaba pensando en otras cosas, pero para nosotros la intriga se complica también desde el punto de vista urbanístico y desde el punto de vista onomástico. Después de haber visitado al señor de Treville en rue du Vieux Colombier, D’Artagnan (que no tiene mucha prisa por retornar a su casa sino que desea pasear y pensar con ternura en su amada madame Bonacieux) se regresa, nos dice el texto, tomando el camino más largo. Más largo, evidentemente, con respecto a rue des Fossoyeurs, donde él habitaba. Pero nosotros no sabemos dónde queda la rue des Fossoyeurs y si observamos un mapa de París actual no la encontraremos. Sigamos entonces a D’Artagnan que ahora está “hablándole a la noche y sonriéndole todo a las estrellas”, y sigámosle sobre un mapa que reproduzca con mayor fidelidad la estructura de París alrededor de 1625. D’Artagnan cruza por rue du Cherche Midi (que para entonces, tal como nos advierte Dumas, se llamaba ChasseMidi), pasa por una callecita que se abría donde hoy está rue d’Assas, y que debía ser rue des Carmes, roza a la rue Vauginard, luego cruza a la izquierda porque “la casa donde habitaba Aramis se hallaba situada entre rue Cassette y rue Servandoni”. Probablemente desde rue des Carmes, D’Artagnan toma un atajo a través de algunos terrenos que se extienden junto al convento de los carmelitas descalzos, cruza luego por rue Cassette, emboca rue des Messiers (hoy llamada Meziéres) y debería de algún modo atravesar rue Ferrou donde habita Athos, sin ni siquiera percatarse de ello (D’Artagnan vagaba tal y como lo hacen los enamorados). Si la casa de Aramis se encontraba entre rue Cassette
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y rue Servandoni, debería haber estado en rue du Canivet, si bien parece que en 1625 rue Canivet aún no había sido abierta. Pero debía estar exactamente en la esquina de rue Servandoni porque D’Artagnan pasa precisamente frente a la casa del amigo y ve una sombra salir de la rue Servandoni (luego se descubrirá que era la sombra de madame Bonacieux). ¡Cielos!, nosotros realmente nos conmovemos cuando oímos mencionar rue Servandoni, porque allí habitaba Roland Barthes, pero Aramis no podía habitar en la esquina de rue Servandoni porque esta historia se desarrolla en el año de 1625, mientras que el arquitecto florentino Giovanni Nicoló Servandoni había nacido en el año de 1695; en 1733, diseñó la fachada de la iglesia de Saint Sulpice y aquella calle le fue dedicada en el año de 18064. Dumas, aun sabiendo que rue du Cherche Midi se llamaba entonces Chasse Midi, se equivocó con respecto a rue Servandoni. No hubría mucho problema si la historia se refiriese solamente a monsieur Dumas, autor empírico. Pero ahora el texto está ahí, nosotros, lectores obedientes, debemos seguir sus instrucciones y nos hallamos en un París completamente real, similar al París del siglo XVII en el cual aparece una calle (rue) que, al menos con ese nombre, no podía existir. No hay problema, dirán ustedes. Arthur Conan Doyle nos cuenta que había en Baker Street una casa que no existía, y si existía no era cierto que allí habitara Sherlok Holmes, y es dudoso que en La Mancha existiera uno de los castillos de los cuales habla Cervantes. Si admitimos (por lo menos en los términos de un pacto o contrato ficcional) que Holmes habitase en Baker Sreet, ¿por qué deberíamos decir que no es posible que Aramis habitase en rue Servandoni? En realidad aquello que Conan Doyle nos solicitaba no era una suspensión de nuestra incredulidad con respecto a la planta urbanística de Londres del siglo XIX, en la cual Baker Street ya existía, sino únicamente en relación con la distri-
4. Giovanni N. Servandoni (Florencia 1695-París 1776) arquitecto y escenógrafo italiano. Figura muy relevante en la escenografía rococó. Introdujo en Francia la “escena en ángulo” obteniendo éxito en la preparación de espectáculos y fiestas. Su fachada de Saint Sulpice preanuncia el estilo neoclásico. (Nota del traductor)
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bución de los edificios y casas en un determinado número de aquella calle. Por el contrario, Dumas nos pedía suspender nuestra incredulidad con respecto a la disposición urbanística de la ciudad de París del siglo XVII. Notemos que muy pocos de nosotros sabemos con certeza cómo era el París del siglo XVII, y sin embargo el caso de la rue Servandoni nos impresiona como un anacronismo, mientras que no retenemos como un anacronismo el hecho de que en una calle, que existía en el Londres del siglo XIX, habitase un señor llamado Sherlock Holmes. Han visto ya adónde quiero llegar. Aquí no se pone en duda la estructura del mundo de referencia de una novela. Aquí está en cuestión el formato de la enciclopedia del lector, es decir aquello que el lector debería o no saber. Les ruego reflexionar sobre este hecho, pues no representa de ninguna manera un problema pequeño. Naturalmente, podría decirse que todo regresa ontológicamente a su lugar si afirmamos que, en el mundo posible de Los tres mosqueteros, Aramis habitaba en el cruce de una calle x, y que sólo por error del autor empírico esta calle ha sido llamada rue Servandoni, mientras probablemente recibía otra nominación. Pero el asunto es mucho más complicado. ¿Dónde se encontraba rue des Fossoyeurs, en la cual habitaba D’Artagnan? Ahora bien, esta calle existía ya en el siglo XVII y hoy no existe por un hecho muy sencillo: la vieja rue des Fossoyeurs era aquella que hoy recibe el nombre de Servandoni. Por lo tanto (i) Aramis habitaba en un lugar que en 1625 no existía bajo ese nombre, (ii) D’Artagnan habitaba en la misma vía de Aramis sin saberlo; es más, se encontraba en una situación ontológicamente muy curiosa: creía que existían en su mundo dos calles con dos nombres diferentes mientras –en el París de 1625– existía una sola calle con un solo nombre. Podríamos decir que un error de este tipo no es inverosímil: durante muchos siglos la humanidad ha creído en la existencia de dos islas, Ceylon y Taprobane, y así están representadas por los geógrafos del siglo XVI, mientras que más tarde se cayó en cuenta de que se trataba de una interpretación fantasiosa de la descripción de distintos viajeros y que solamente existe una
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isla. Durante siglos la humanidad ha creído en la existencia de dos estrellas, la Estrella de la Mañana y la Estrella de la Tarde, también llamadas Espero y Fósforo, mientras hoy sabemos que se trata de la misma estrella, que es Venus. Pero no se trata de la misma situación de D’Artagnan. Nosotros, terrícolas, observamos desde lejos dos entidades. Espero y Fósforo, y nuestra vida mental no ha sido nunca trastornada por el hecho de que creyéramos que existiesen dos estrellas cuando en realidad se trataba de una sola. Pero el asunto sería distinto si fuésemos habitantes de Fósforo. Nosotros no podríamos entonces creer en la existencia de Espero, porque nunca nadie la habría visto brillar en el cielo. El problema de Espero y Fósforo existía para Frege y existe para los filósofos terrícolas, pero no existe para los filósofos fosfóricos, si es que existen5. Dumas, como autor empírico que ha, evidentemente, cometido un error, se encontraba en la misma situación de los filósofos terrestres. Pero D’Artagnan, en su mundo posible, se encontraba en la situación de los filósofos fosfóricos. ¿Si se encontraba en la calle que hoy llamamos Servandoni, debía saber que estaba en rue des Fossoyeurs, la calle donde habitaba?, y entonces: ¿cómo podía pensar que aquella fuese otra calle, aquella en la cual habitaba Aramis? Si Los tres mosqueteros fuese una novela de ciencia ficción no habría mayores problemas. Yo puedo muy bien escribir la historia de un navegante espacial que parte el primero de enero del año 2001 desde Espero y llega a Fósforo el primero de enero de 1999. Las explicaciones podrían ser varias. Así, por ejemplo, mi relato podría sostener que existen mundos paralelos temporalmente desfasados en dos años el uno con respecto al otro. El primero, en el cual la estrella es llamada Espero, y donde los habitantes son un millón, tienen todos los ojos azules y su rey se llama Stan Laurel. El otro mundo, en el cual la estrella es llamada Fósforo, está compuesto por 999.999 habitantes; en esta república Stan Laurel no existe y
5. Gottlob Frege, filósofo, alemán, emprende a finales del siglo XIX uno de los estudios más importantes sobre la teoría del significado. Uno de sus textos más estudiados es Uber Sinn und Bedeutung de 1892. (Nota del traductor)
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todos tienen los ojos negros, aun siendo los mismos de Espero (los mismos nombres, las mismas propiedades, la misma historia individual, las mismas relaciones de parentesco). O también podría imaginarme que el navegante del espacio viaje hacia atrás en el tiempo y arribe a un Espero del pasado, cuando todavía se llamaba Fósforo, precisamente media hora antes de que los habitantes decidan cambiar el nombre del planeta. Pero Los tres mosqueteros es una novela histórica en la cual podemos aceptar muchas especulaciones ficcionales, siempre y cuando el resto del mundo permanezca parecido al nuestro. Y una de las especulaciones fundamentales de cualquier novela histórica es que, a pesar de los muchos personajes imaginarios introducidos por el autor, todo el resto debe corresponder en cierto modo a lo que acontecía en aquella determinada época del mundo real. Una buena solución podría ser la siguiente: ya que algunos historiadores de París han asomado la suposición de que, al menos en 1636, rue des Fossoyeurs, en el punto donde sería hoy atravesada por rue du Canivet, se tornase rue du Pied de Biche, y al mismo tiempo, ya que D’Artagnan consideraba las dos calles como distintas porque tenían nombres distintos y sabía que habitaba en una calle que era prácticamente la continuación de la calle de Aramis, por un error banal creía entonces que la calle de Aramis se llamase, en vez de rue du Pied de Biche, rue Servandoni. ¿Por qué no? Es posible que haya conocido en París a un florentino llamado Servandoni, bisabuelo del arquitecto de Saint Sulpice y que la memoria le hubiese hecho una mala jugada. Pero Dumas, o mejor, el texto de Los tres mosqueteros, no nos dice que D’Artagnan había llegado a la calle que “creía” llamarse Servandoni. El texto nos dice que D’Artagnan había llegado a aquella calle que el lector debe considerar como si fuese de verdad rue Servandoni. ¿No hemos acaso ya dicho que en un texto narrativo la única verdad que cuenta es aquella que nos es narrada? ¿Cómo salirse de esta embarazosa situación? Aceptando la idea de que hasta el momento yo haya efectuado una caricatura de las discusiones sobre la ontología de los personajes narrativos, porque de hecho lo que nos interesa no es la on-
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tología de los mundos posibles y de sus habitantes (problema respetable en las discusiones de lógica modal), sino la posición del lector. Que Holmes es soltero nosotros lo sabemos a través de aquel texto representado por el corpus de sus teorías. En cambio, que rue Servandoni no podía existir en 1625 lo sabemos por la enciclopedia, o mejor, a partir de un chisme irrelevante e histórico que no tiene nada que ver con la historia relatada por Dumas. Si pensamos mejor, veremos que se trata de la misma cuestión del lobo de Caperucita Roja. Que los lobos no hablan lo sabemos sobre la base de nuestra experiencia como lectores empíricos, pero como lectores modelo debemos aceptar que nos movemos en un mundo donde los lobos hablan. Entonces, si aceptamos que en el bosque los lobos hablan, ¿por qué no podemos aceptar que en el París de 1625 existiese rue Servandoni? Y es, en realidad, aquello que hacemos y que ustedes continuarán haciendo si releen Los tres mosqueteros, aun después de mi sorprendente revelación. En Los límites de la interpretación6 he insistido sobre la diferencia entre interpretar y usar un texto. Hoy he usado Los tres mosqueteros para concederme una apasionante aventura en el mundo de la historia y de la erudición. En efecto, les confieso que me he divertido muchísimo hace algunos meses recorriendo en París todas las calles nombradas por Dumas y consultando viejas planimetrías de París del siglo XVII, todas, por demás, muy imprecisas. Con un texto narrativo puede hacerse lo que se desee y yo me he divertido jugando al rol del lector paranoico, verificando si la ciudad de París del siglo XVII correspondía a aquella descrita por Dumas. Pero obrando de esta forma no me he comportado como el lector modelo previsto por el texto de Dumas. Para saber quién era Servandoni es necesaria una buena cultura artística y para saber que rue des Fossoyeurs era rue Servandoni se precisa una cultura especializada. Es imposible que el texto de Dumas, el cual se nos presenta estilística y narrativamente como una novela histórico6. Los límites de la interpretación, versión castellana de Editorial Lumen, Barcelona, España. 1992 (Nota del traductor)
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popular, se dirija a un lector tan sofisticado. Por tanto, el lector modelo de Dumas no tiene por qué conocer el detalle irrelevante según el cual rue Servandoni se llamaba rue des Fossoyeurs en 1625 y puede proseguir tranquilamente su lectura. ¿Asunto resuelto? De ningún modo. Supongamos que Dumas hubiese hecho salir a D’Artagnan del palacio Treville en rue du Viex Colombier y luego hacerlo cruzar hacia rue Bonaparte (que hoy existe, es perpendicular a rue du Viex Colombier y paralela a rue Ferrou, pero que en ese tiempo se llamaba rue du Pot de Fer). ¡Ah no!, sería demasiado. O terminamos por tirar el libro, indignados, o recomenzamos a leer el libro pensando que hemos cometido un error en constituirnos lector modelo de una novela histórica. No se trataba de una novela histórica sino de una novela de ciencia ficción, o de una de esas historias llamadas ucronías que se desarrollan en un tiempo sin coordenadas, donde Julio César se bate a duelo con Napoleón y Euclides resuelve finalmente el teorema de Fermat7. ¿Por qué no aceptamos que D’Artagnan cruzara por la calle Bonaparte y en cambio aceptamos que cruce por rue Servandoni? Es obvio: porque casi todos saben que era imposible que en el París del siglo XVII existiera una rue Bonaparte, mientras que muy pocos saben que no podía existir rue Servandoni, y la prueba de ello es que ni el mismo Dumas lo sabía. Pero entonces nuestro problema no se refiere a la ontología de los personajes que habitan los mundos narrativos, sino al formato de la enciclopedia del lector modelo. El lector modelo previsto por Los tres mosqueteros tiene curiosidad y gusto por la reconstrucción histórica no erudita: conoce a Bonaparte, tiene una idea bastante vaga de las diferencias entre el reinado de Luis XIII y el de Luis XIV, tanto es así que el autor le proporciona muchas informaciones a lo largo del relato, y no se propone ir hasta los archivos nacionales para comprobar si existía realmente en la época un tal conde de Rochefort. ¿Debe también saber que en la misma época de D’Artagnan había sido ya descubierta América? El texto no lo dice y tampoco
7. Pierre Fermat (1601-1665) matemático francés. Junto con Leibniz y Newton es considerado uno de los creadores del cálculo infinitesimal. (Nota del traductor)
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induce a inferirlo pero podríamos arriesgarnos a decir que si D’Artagnan hubiera encontrado en rue Servandoni a Cristóbal Colón, el lector se asombraría. Debería asombrarse: está claro que se trata sólo de una hipótesis. Existen, desde luego, lectores dispuestos a creer que Colón fuese un contemporáneo de D’Artagnan, porque hay lectores para quienes todo aquello que no es presente es “pasado”, y un pasado muy vago. Así que, una vez que decimos que el texto presupone en el lector modelo una enciclopedia de cierto formato es muy difícil establecer cuál es este formato. Honestamente, no sabría expresar una ley para establecer cuál es el formato maximal y minimal que debe tener la enciclopedia de su lector. El primer ejemplo que viene a mi mente es Finnegans Wake, que prevé, solicita, exige un lector modelo dotado de una competencia enciclopédica infinita, superior a aquella del autor empírico James Joyce; un lector capaz de descubrir alusiones y conexiones semánticas incluso en los lugares donde se le habían escapado al autor empírico. De hecho el texto apela a un lector ideal afectado por una especie de insomnio ideal. Dumas no esperaba, e incluso habría visto con irritación, un lector como yo que decide verificar dónde estaba rue des Fossoyeurs. Joyce, en cambio, quería un lector que, aun considerando que el universo de Finnegans Wake fuera potencialmente infinito, de manera tal que una vez dentro no pudieramos salirnos de él, fuese todavía capaz de salir a cada momento para pensar en otros universos en la intrincada selva de la cultura universal y de la intertextualidad8. ¿Podríamos decir que cada texto narrativo diseña un lector modelo de este género, similar a “Funes el memorioso” de Borges? Ciertamente no. No se espera que el lector de Caperucita Roja conozca algo sobre Giordano Bruno, mientras que sí se espera esto del lector de Finnegans Wake. ¿Pero entonces cuál es el formato enciclopédico que una obra narrativa nos solicita? Roger Schank y Peter Childers, en su libro The cognitive computer (1981) nos permiten abordar el problema desde otros
8. La intertextualidad podemos entenderla como la continua remisión dentro de una cultura, de un texto a los otros textos en forma de citas, alusiones, plagios, referencias, etc. (Nota del traductor)
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puntos de vista: ¿cuál es el formato de la enciclopedia que debemos darle a la máquina para que sea capaz de escribir (y, por tanto, entender, o bien saber leer) unas fábulas al estilo de Esopo? En su programa Tale-Spin, ellos comenzaban con una información enciclopédica mínima. Se trataba de decirle a la computadora de qué manera un oso puede emprender la búsqueda de miel, creando un conjunto de personajes y de situaciones capaces de generar problemas con respecto al objetivo propuesto. Inicialmente, Joe Bear le preguntaba a Irving Bird en dónde podía encontrar miel e Irving respondía que había una colmena en el árbol. Pero en la historia, Joe Bear se irritaba porque Irving no le había contestado. Efectivamente, faltaba en su competencia enciclopédica la noticia de que se puede indicar dónde se encuentra el alimento, por metonimia, nombrando no el alimento sino su fuente. Una vez proporcionadas las informaciones a Joe Bear sobre la relación alimento-fuente y cuando Irving Bird le repitió que había una colmena en el árbol, Joe Bear “fue hasta el árbol y se comió la colmena”. Su enciclopedia estaba aún incompleta: había que explicarle la diferencia entre la fuente como contenedor y la fuente como objeto en sí mismo, porque si alguien tiene hambre y le digo que busque en el refrigerador no quiero decirle que se coma el refrigerador, sino que lo abra para encontrar alimento. Todo esto es obvio para un ser humano pero no lo es en absoluto para una máquina. Otro incidente se produjo cuando se le dijo a la máquina cómo usar ciertos medios para obtener ciertos objetivos (por ejemplo, “if a character wants some object, then one option he has is to try bargaining with the object’s owner”)9. Y se produjo esta singular historia: Joe Bear estaba hambriento. Le preguntó a Irving Bird dónde podía encontrar miel. Irving rehusó decírselo y entonces Joe le ofreció un gusano si le decía dónde encontrar miel. Irving estuvo de acuerdo, pero Joe no sabía dónde encontrar gusanos
9. Si un personaje quiere algún objeto entonces una opción que él tiene es tratar de negociar con el propietario de ese objeto. (Nota del traductor)
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y entonces le preguntó de nuevo a Irving dónde encontrarlos, pero aquél se rehusó a contestarle. Entonces Joe le prometió llevarle un gusano si Irving le decía dónde podía encontrar los gusanos, e Irving, estuvo de acuerdo. Pero Joe no sabía dónde encontrar gusanos y entonces le preguntó a Irving pero aquél se rehusó. Entonces le ofreció llevarle gusanos si le decía dónde podía encontrar gusanos... (pág. 85)
Para evitar este efecto loop (bucle), fue necesario decirle al computador que un personaje no debía proponerse dos veces el mismo objetivo habiendo fallado la primera vez, sino que debía buscar otra solución. Pero también esta instrucción creó problemas porque interactuó mal con las informaciones sucesivas, tales como “si un personaje está hambriento y ve alimento, desea comérselo” o “si un personaje está tratando de obtener alimento y falla, se enfurece”. Veamos entonces qué produjo la máquina. Bill el zorro ve a Henry el cuervo con un pedazo de queso en el pico. Bill está hambriento, desea el queso y por lo tanto convence a Henry de que cante. Henry abre la boca y el queso cae al suelo. Bill lo ve nuevamente y lo desea. Pero el computador había sido instruido de tal forma que nunca había que asignar dos veces el mismo objetivo a un personaje y por tanto Bill no logra satisfacer su hambre y se enfurece. Paciencia por lo que respecta a Bill el zorro. ¿Pero qué le ocurre al cuervo? Henry el cuervo vio el queso en el suelo, se puso hambriento pero sabía que era el propietario del queso. Quiso ser honesto consigo mismo y decidió no engañarse para obtener el queso, no quería entrar en competencia consigo mismo, y además se percataba de estar en posición de ventaja sobre sí mismo, así que rechazó la idea de darse el queso a sí mismo. No encontraba una buena razón para cederse el queso a sí mismo (si lo hubiese hecho habría perdido el queso) así que se ofreció a sí mismo llevarse un gusano si él se hubiese cedido el queso. Esto le pareció bien, pero él no sabía dónde encontrar gusanos. Así, se dijo: “¿Henry, sabes dónde se encuentran los gusanos?”. Pero obviamente no lo sabía y entonces decidió... (se inicia otro loop).
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Es necesario saber muchas cosas para leer un cuento. Pero en todo lo que Schank y Childers hayan debido enseñarle a su computadora, ciertamente no han sido obligados a decirle dónde se encontraba rue Servandoni. El mundo de Joe Bear se queda a nivel de un pequeño mundo. Leer una obra de ficción significa hacer una conjetura sobre los criterios de economía que gobiernan el mundo ficcional. La regla no existe, o mejor, como en cada círculo hermenéutico, debe presuponerse en el mismo momento en el que se intenta inferirla sobre la base del texto. Por ello leer es una apuesta. Apostamos a ser fieles a las sugerencias de una voz que no nos dice explícitamente aquello que sugiere. ¿Pero en verdad la regla no existe? Hasta ahora hemos hecho divertidos experimentos mentales, preguntándonos qué hubiera ocurrido si Rex Stout hubiese colocado la Alexanderplatz en New York y si Alexandre Dumas hubiese hecho cruzar a D’Artagnan por la calle Bonaparte. Nos hemos divertido, y está bien, de la misma manera que los filósofos, pero no debemos olvidar que Stout no ha puesto nunca Alexander Platz en New York y que Dumas nunca ha hecho cruzar a D’Artagnan por la calle Bonaparte. La competencia enciclopédica solicitada al lector (los límites puestos a la intrincada amplitud de la enciclopedia global que ninguno de nosotros jamás poseerá) son circunscritos por el texto. Probablemente un lector modelo de Dumas debería saber que Bonaparte no podía tener una calle con su nombre en 1625, y de hecho Dumas no comete este error. Probablemente este mismo lector no tiene por qué saber quién era Servandoni y Dumas puede darse el lujo de nombrarlo fuera de lugar. Un texto de ficción sugiere algunas competencias que el lector debería poseer; otras las instituye, y por el resto se queda en la vaguedad, pero ciertamente no nos impone una exploración de toda la enciclopedia global. Cuál es el formato de la enciclopedia solicitada al lector es materia de conjeturas. Descubrirlo significa descubrir la estrategia del autor modelo, que no es aquella figura misteriosa en el tapiz de la que hablaba Henry James, sino la regla a través de la cual muchas “figu-
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ras” pueden ser precisadas (retomando la metáfora de James) en el tejido narrativo. Aun si me he puesto problemas aparentemente ociosos, como el de establecer si D’Artagnan debería saber algo sobre rue Servandoni, espero que ustedes se hayan percatado de que he rozado algunas cuestiones de gran importancia teórica que se refieren a nuestra libertad interpretativa en relación con un texto narrativo (y con cualquier texto en general). He sugerido que, en cuanto lectores-intérpretes, no podemos introducir en un texto todo lo que sabemos, y que quizás el autor no sabía. Podemos introducir solamente aquella porción de competencia que el texto nos solicita. ¿Cómo podemos saber cuánto, en realidad, un texto nos solicita? Creo que la única, humilde respuesta, puede hacerse en los términos de un criterio de economía textual. Regresemos a Dumas, y probemos leerlo como un lector educado sobre el Finnegans Wake de Joyce y que se siente autorizado a encontrar por doquier claves e indicios por alusiones y cortocircuitos semánticos. Imaginemos una lectura “sospechosa”, quizás deconstructivista y postmoderna de Los tres mosqueteros. Un lector sospechoso podría hipotetizar que la alusión a rue Servandoni no fuese un error sino un indicio. Dumas había diseminado aquella traza que bordea el texto; quería hacernos entender que cada texto de ficción contiene una contradicción fundamental por el hecho mismo de hacer coincidir desesperadamente un mundo ficticio con un mundo real. El título del capítulo “L´intrigue se noue” (“La intriga se complica, se anuda”) no se refería solamente a los amores de D’Artagnan o de la reina, sino a la naturaleza misma de la narratividad. Pero aquí entra en juego el criterio de economía. Quien anduviese a la cacería de anacronismos encontraría muchos en Dumas pero todos en posiciones muy poco estratégicas. Toda la construcción textual, sobre la cual se afana la voz narrante en el episodio de la rue Servandoni, circula alrededor de los celos de D’Artagnan, cuya intensidad dramática no cambiaría aun si él hubiese recorrido otras calles, o si Dumas no hubiese nombrado las calles que recorría. Es cierto que el crítico educado en la escuela de la sospecha podría observar
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que todo el capítulo se desarrolla en torno a la confusión sobre la identidad de las personas: primero se ve una sombra, luego se la identifica con Madame Bonacieux; después ella habla con alguien que D’Artagnan cree que es Aramis; entonces se descubre que ese alguien era una mujer. Finalmente, Madame Bonacieux se hace acompañar por alguien que parece ser de nuevo Aramis o tal vez un amante y en cambio, se descubrirá que se trata de Lord Buchingham y, por tanto, del amante de la reina. ¿Por qué no pensar entonces que el intercambio de calles sea intencional y funcione como aviso o alegoría del intercambio de personas, y que exista un sutil paralelismo entre los dos tipos de equívoco? La respuesta está en el hecho de que en toda la novela los cambios de persona y el juego de las revelaciones y de las identificaciones forman entre ellos un sistema, como era por otra parte costumbre en la novelística popular del siglo XIX. D’Artagnan reconoce continuamente en un paseante desconocido el célebre hombre de Meung, cree infiel a Madame Bonacieux y descubre luego que es tan pura como un ángel. Athos reconocerá a Milady como Anne de Breuil, con quien años atrás se había casado y de quien descubrió luego que era una criminal. Milady reconocerá en el verdugo de Lille al hermano de aquel hombre al que había conducido a la ruina, y así sucesivamente. Por el contrario, los errores sobre calles o lugares se pierden entre los hilos del texto y no asumen nunca una posición relevante, ni estos anacronismos coinciden con los equívocos de los personajes. Y, finalmente, es típico que a un error de identificación le sigue una revelación de la verdad, mientras el texto no nos dice nunca que rue Servandoni no era rue Servandoni. Aramis continuará viviendo en aquella calle inexistente durante toda la novela y aún después. Si aceptamos las reglas de la novela del mil ochocientos de capa y espada, rue Servandoni se torna una calle ciega. Sostengo que la mejor conclusión de nuestras correrías es la de que el texto narrativo viene a colmar nuestra pobreza metafísica. Vivimos en el gran laberinto del mundo, más vasto y más complejo que el bosque de Caperucita Roja, del cual aún no hemos precisado todos los senderos sino que además no logramos expresar su diseño total. En la esperanza de que exis-
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tan reglas de juego, a través de milenios la humanidad se ha planteado el problema con respecto a si este laberinto tuviese un autor o varios autores. Y ha pensado a Dios, o a los dioses, como si fuesen autores empíricos o narradores. De una divinidad empírica nos preguntamos qué aspecto tiene, si poseé barba, si es un El, un Ella, un Eso; si vive en los cielos o sobre las cimas del Olimpo; si ha nacido o existido desde siempre, e incluso, (en nuestros días) si está muerto, como Marx y Freud. Una divinidad narradora, que hablase y dijera “Yo” ha sido buscada por doquier, en las vísceras de los animales, en el vuelo de los pájaros, en el zarzal ardiente y en la primera frase de los Diez Mandamientos. Pero algunos, ciertamente los filósofos, y también muchas religiones, lo han buscado como Regla del Juego, como Ley que hace posible (o que un día hará posible) comprender y recorrer el laberinto del mundo. En este caso la divinidad es algo que debemos descubrir en el mismo momento que descubrimos el porqué estamos en este laberinto, o por lo menos adivinamos cómo se nos pide recorrerlo y comprenderlo. La experiencia del mundo puede verse como una metáfora de la experiencia del texto, porque en ambos casos se culmina en una búsqueda de la Ley, aun si se tratase de una Ley que exige de nuestra parte actos de libertad. Una vez escribí en las Apostillas al nombre de la rosa que nos gustan las novelas policiales porque plantean la misma pregunta que se hacen las filosofías y las religiones: Whodunnit?, ¿quién ha sido?, ¿quién es el responsable de todo esto? Pero todo esto es metafísica para el lector ingenuo. El lector crítico se pregunta todavía más: ¿Cómo debo identificar (por conjeturas) o incluso, cómo debo construir el Autor modelo de tal modo que mi lectura tenga sentido? Stephen Dedalus se preguntaba si un hombre que en un ímpetu de ira golpeara un bloque de madera y, por casualidad, obtuviera la imagen de una vaca, habría producido una obra de arte. Hoy, después de la poética del objet trouvé o del readymade nosotros tenemos la respuesta: es obra de arte si logramos imaginarnos detrás de la forma casual la estrategia formadora de un autor. Es un caso extremo que expresa maravillosamente el nexo insepara-
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ble, la dia-léctica entre autor y lector que debe realizarse en cada acto de lectura. En esta dialéctica nosotros respondemos a la invitación del Oráculo de Delfos: “Conócete a ti mismo”. Y si, como dice Heráclito “El dios cuyo oráculo está en Delfos, no habla, no oculta sino que indica”, este conocimiento permanece ilimitado porque asume la forma de una interrogación continua. Y todavía esta interrogación, potencialmente infinita, es limitada por el formato reducido de la enciclopedia requerida por una obra de ficción, mientras que no estamos seguros de que el mundo real, con todas sus infinitas posibilidades de réplica, sea finito e ilimitado o infinito y limitado. Pero existe también otra razón por la cual la narrativa nos hace sentir a nuestras anchas con respecto a la realidad. Existe una regla áurea para cada criptoanalista o descifrador de códigos secretos, y se refiere al hecho de que cada mensaje puede ser descifrado siempre y cuando sepamos que se trate de un mensaje. El problema con el mundo real es que nos estamos preguntando desde hace milenios si existe un mensaje y si este mensaje tiene un sentido. Con respecto a un universo narrativo nosotros sabemos que constituye un mensaje y que una autoridad, un autor, está detrás de él, como su origen y como conjunto de instrucciones para la lectura. Así, nuestra búsqueda del autor modelo –y del tipo de competencia del mundo que nos solicita– es la búsqueda del Ersatz10 de otra imagen, aquella de un padre, que se pierde en la niebla del infinito.
10. Ersatz, del alemán “Ersetzen”, que significa “substituir”.
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La destrucción César Aira (1994)
Creo que era Lewis Mumford el que se preguntaba qué poder sobrehumano podría reducir a ruinas las grandes ciudades modernas. Qué fuerza de titanes de la demolición se necesitaría para hacer tabla rasa con esas formidables acumulaciones de piedra, cemento, acero. No siempre se percibe el inmenso trabajo humano que preside la construcción de las ciudades. Nos quedamos boquiabiertos ante las pirámides de Egipto, o la Gran Muralla china, pero cualquiera de las ciudades en las que vivimos equivale a decenas de miles de pirámides o murallas. Y es cierto que parecen indestructibles. Ha quedado abundantemente demostrado que ni los bombardeos ni las catástrofes naturales ni las epidemias pueden nada, salvo en todo caso renovarlas y darles un nuevo impulso. Y sin embargo, conservemos la convicción de que no son eternas. Hay algo que podría destruirlas y dejarlas desiertas y desoladas como pueblos fantasmas. Después de todo, las pirámides son una especie de ruina, objeto del turismo, inerte, sólo viva como enemiga intelectual. Lo que las transformó en lo que son puede transformar a nuestras ciudades también en monumentos vacíos y enigmáticos para las generaciones futuras. Esa arma letal (ésta es la respuesta que daba Mumford) es a la vez muy poderosa y muy discreta; es un pequeño cambio de costumbres, de gustos, de creencias... Eso bastaría.
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Una moda, un capricho colectivo, algún pequeño invento, un temor... Es cierto que nuestras ciudades han sobrevivido a muchos caprichos o modas o temores. Y sin embargo es perfectamente concebible que sobrevenga alguno que sí sea eficaz. Lo que no es tan concebible, para nosotros los hombres de las ciudades, es cuál puede ser. Todos los cambios que se nos puedan ocurrir ya han sucedido, y la ciudad los ha asimilado todos. Por ese lado parece invencible. Se diría que cuanto más hostil le es una iniciativa, más le sienta: los movimientos ecologistas, comunitarios, naturistas, de vuelta a la naturaleza, de trekking, de caza submarina, todos crecen y prosperan en las ciudades, que encuentran en ellos la ocasión de proliferar en tiendas especializadas, clubes, periódicos, guetos... Ese pequeño detalle que matará a las ciudades está muy oculto, es doblemente invisible: un cambio de hábito siempre está oculto en el hábito, que es lo invisible por naturaleza. La máquina de la ciudad sigue funcionando porque todos cumplimos nuestra función: obedecemos a nuestros hábitos, a nuestros gustos, a nuestras deliberaciones y a nuestros destinos. Y en la ciudad, a lo primero que nos acostumbramos es al cambio. De hecho la ciudad es una máquina de cambios. Creemos, quizás equivocadamente, que la ciudad se adapta a nuestros cambios de gustos y de humores: transforma cines en templos evangélicos, iglesias en discotecas, librerías en restaurantes, salas de billar en agencias de remises... Quizás no haya una secuencia de causa y efecto tan neta; la razón de ser de la ciudad bien puede ser alimentar un flujo permanente de cambios en sus ocupantes, cambios que a su vez la alimentan a ella y la mantienen con vida. De modo que quizás ese pequeño cambio solapado será un deseo de no cambiar... Y aun para hacerle frente a él la ciudad parece bien preparada, pues todas las ciudades tienen un repliegue conservador siempre dispuesto a expandirse. Por otro lado, si buscamos el detalle destructivo en el cambio radical y excesivo, perderemos la partida porque ese cambio nunca sería patrimonio más que de individuos aislados, los grandes extravagantes, en los que la ciudad siempre
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se ha especializado. Lo que nos hará abandonar las ciudades será un movimiento que afecte a todos, no a uno, y lo que afecta a todos, el común denominador, no puede ser sino un mínimo. Esta pequeña épica fantasiosa del fin de las ciudades desemboca en un impasse. Un pequeño cambio en nuestro humor bastaría para lograrlo, pero la ciudad es el animal que se alimenta de cambios, pequeños y grandes, positivos y negativos. De modo que si realmente queremos ganar esta guerra... Una guerra perfectamente gratuita e imaginaria, me apresuro a aclararlo, un puro ejercicio intelectual, porque no me anima ningún propósito práctico y mucho menos la hostilidad, ya que no creo que pudiera vivir fuera de las ciudades... Pero, en fin, si queremos ganar esta guerra imaginaria contra las ciudades, si queremos encontrar ese pequeño cambio que la aniquila, deberíamos buscarlo más allá de todos los cambios, grandes o chicos. Y llegado a este punto advierto que yo al escribir, al buscar un argumento para una novela, una idea para un personaje, un giro, una palabra, no hago otra cosa que buscar ese pequeño detalle. Después de todo, “puro ejercicio intelectual” es una definición del trabajo del novelista. Sobre todo del novelista que, como yo, se pretende realista; la persecución maniática de la realidad garantiza la no contaminación del trabajo mental con elementos mundanos. Pues bien, ese pequeño cambio no se “encuentra” ni se “busca” ni es la resolución de un problema intelectual: es algo que se va a dar, que va a suceder, con la majestuosa e imperturbable objetividad con que sucede la realidad... Dije que era una guerra “gratuita e imaginaria”. Pero inmediatamente es necesario hacer intervenir la realidad. Después de un breve planteo introductorio, mi disertación debería demostrar que no se trata de hipótesis sino de realidades, que sí “me anima un propósito práctico”. La ocasión es perfecta (estoy tomando estas notas en un viaje), ya en las ciudades ajenas, en las que uno no vive ni vivirá nunca, las ensoñaciones se desvanecen en un rayo de realidad desnuda y práctica. Una ciudad distinta puede matar la literatura, porque desde ellas sólo puede escribirse en términos de producto, no
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de producción. El apuro por volver es tal que no hay tiempo para establecer sobreentendidos, o malentendidos, que son la materia de la que se hace la literatura, y es preciso aferrarse a los objetos. El horror de las ciudades extranjeras: el escritor de vacaciones. Quimera de redundancias mal cosidas. El escritor siempre está de vacaciones. Mientras los otros se extirpan de las vacaciones con el trabajo, el escritor se ve condenado a acentuar sus vacaciones. Como primera medida efectiva, está la destrucción peculiar que el escritor lleva a cabo con las ciudades: mantenerlas apartadas de su subjetividad, a distancia, como miniaturas ópticas, con todos sus palacios, calles, avenidas, parques, hechos una bolita de cristal que rueda para que caiga y vuelva a levantarse la nieve de sus glaciaciones privadas. Para el extranjero la ciudad es siempre miniatura: foto, postal, mapa, souvenir... Es sólo cuando uno se instala en ella que comienza a agrandarse... La postal o el mapa pierden su utilidad: uno ha entrado en la miniatura, y todo se infla, se agiganta... Hasta llegar al punto en que la ciudad contiene toda nuestra vida, y sólo entonces puede empezar a contener nuestras novelas. Las ciudades están preparadas para actuar como miniaturas inclusivas. Es esa disposición la que hay que hacer explotar. Nada más destructor para la novela que la angustia. La ciudad extranjera, la miniatura, produce angustia porque nos contrae a una contigüidad donde no hay espacio para las evoluciones de la rutina, en las que el cuerpo se siente pleno y puede actuar... La novela es esa actividad, esa inflación feliz en el continuo espacio temporal. La novela se hace con la dialéctica de la miniatura y lo gigantesco. Miniatura anémica, pero también espacio en el que el cuerpo puede evolucionar, la voz resonar... Es otra vez la dialéctica de la producción y el producto. En la necesidad de tener algo que mostrar, de justificarse, se termina fabricando una miniatura, un cristalito facetado, miserable objeto que no valdría nada (y no vale nada) si no reflejara los grandes espacios en los que se ha vivido (el mito
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personal). Siempre están las dos cosas, miniatura y desmesura, en un continuo que corre y corre. ¿Y si probáramos con un concurso? ¿O lanzando el rumor de que destruir ciudades trae buena suerte? Si el escritor sabe algo, es que cualquier idea, aun la más disparatada, puede ser la buena. Ni siquiera necesita serlo: en el contexto adecuado, la peor de las ideas puede dar frutos. Se trata de un diferencial dentro de un sistema, y toda la diferencia la hace el más estricto mínimo. Que una novela salga bien o no depende de muy poco. Quizás, por último, ya ha pasado. Quizás las ciudades están abandonadas y muertas –después de todo, eso siempre es relativo. Y el urbanismo no es más que este mismo puro ejercicio intelectual ante objetos enigmáticos de los que se ignora la función y cómo fue posible que se construyeran. Si las pudimos crear, si es cierto que lo hicimos, entonces también podemos destruirlas. Lo que pudo construirse también podrá destruirse. La destrucción es la prueba de nuestro poder creativo. Si hoy día nos hemos convencido de que podemos destruir la naturaleza, que es la realidad plena, ¿por qué no podríamos destruir las ciudades? Las ciudades no son realidad plena, participan de los procesos mentales, inclusive de los más íntimos, los siguen de cerca, los moldean... Son una destrucción ready-made: en su construcción participa la idea de la destrucción. Como las novelas; como la lengua. La simetría que causa todas las perplejidades es que nosotros sí somos realidad plena, objetos de la naturaleza. Con todo, la ciudad es la forma más tangible de la realidad que percibo. Y preguntarse por lo real equivale a preguntarse cómo funciona y cómo nos afecta. El constructivismo, que para mí constituye la cima del arte, no es otra cosa que esa calidad de armado-desarmado por la que cualquiera puede ver cómo se hizo la obra, y esa visión, hecha proceso, vuelve a crear una y otra vez, vuelve a hacer arte, novela, mito personal, ciudad... “Debe ser hecho por todos, o por uno”. Y lo que une a “todos” es el mínimo diferencial, el común denominador. No lo grande: lo pequeño. “Construccionismo” y “despertar de la percepción dormida” son las dos banderas de combate de los formalistas rusos; si pudiéramos enlazarlos, le haríamos
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un gran servicio a la teoría. De hecho, la percepción misma es el rompecabezas que todos pueden armar y desarmar, teniendo las claves... Lamentablemente, la única clave que conocemos es el arte, con lo que se produce un cortocircuito que interrumpe el razonamiento y no deja más camino que seguir haciendo arte. En términos prácticos, para saber cómo funciona algo es necesario hacerse una maqueta mental que pueda llegar a funcionar de la misma manera. Pues bien, las novelas han sido mis maquetas. Desde hace años estoy empeñado en escribir novelas que llegado el caso pudieran servir como guías topográficas del barrio donde vivo. Me empeño en poner los nombres de las calles, sus características, negocios, casas, horarios, y hasta sus vecinos más notables. Como suele decirse: no invento nada. En cada novela exploro un par de cuadras, y no necesito que me digan que a ese paso no voy a terminar nunca no ya con Buenos Aires, que es inmensa, ni con el barrio de Flores, sino ni siquiera con el rincón del barrio donde vivo. No tiene importancia. De hecho, no sé siquiera por qué lo hago. Además, saboteo la empresa; porque no invento nada para inventarlo mejor todo. ¿Cómo se mueve uno por las calles donde vive? A ciegas, llevado por el hábito. El hábito tiene por finalidad evitar la sobrecarga eléctrica del cerebro que produciría el exceso de percepciones; percibimos el estricto mínimo que necesitamos para funcionar, y del resto se hace cargo el piloto automático del hábito. Lo que sí percibimos forma lo nuevo; antes de que se sedimente en hábito es la capa creativa de nuestra actividad mental. Ya mencioné la función que le asignaron al arte los formalistas rusos: volver a despertar la percepción dormida. Tratándose de algo tan resbaloso, tan paradójico, como el sueño de la percepción, el efecto va a producirlo mejor lo pequeño que lo grande. No las sólidas obras maestras de largo aliento, sino más bien el mínimo toque inconexo, el desvío sutil: el detalle pequeño, a veces ínfimo, sobre el que he venido especulando hasta aquí. Pero sucede que el pequeño detalle es siempre la traducción, el equivalente, de un gran bloque de civilización. La per-
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cepción que se despierta entonces, equivalente de lo grande en lo pequeño, es la del extranjero absoluto. Para explicarme en este punto debo esbozar someramente mi teoría de las equivalencias, que dice que toda civilización tiene todo lo que tiene cualquier otra, hasta el último detalle, bajo otra forma... Supongamos una civilización con un gran artista, por ejemplo la civilización occidental y Dante. Dada la teoría de las equivalencias, toda otra civilización lo tiene también. Digamos los papúes de Nueva Guinea... ¿Dónde está su Dante? No lo sé, pero doy por sentado que está; puede no estar en una persona; de hecho sería una rarísima coincidencia que estuviera ahí. Puede estar en cualquier elemento de esa civilización, el “equivalente”, y puede ser un detalle pequeñísimo, por ejemplo, por decir cualquier cosa, el modo de hacer un nudo, si es que los papúes hacen nudos. Ese modo de hacer el nudo es para ellos lo que Dante es para nosotros, y saber lo que significa ese nudo para ellos nos ayudaría a comprender lo que es Dante para nosotros (sería el único modo de comprender lo que es Dante para nosotros). El asunto también puede verse al revés; lo que fueron las pirámides para los antiguos egipcios puede ser para nosotros, por decir algo, el balanceo de las caderas cuando se aplasta un cigarrillo en el piso con la punta del pie. Si llegáramos a averiguar qué función cumple ese gesto en el tejido molecular de pequeñeces que constituye nuestra vida en sociedad, habríamos resuelto el trajinado enigma de las pirámides, y viceversa, si los egiptólogos dieran en el clavo al fin... (Las equivalencias también pueden darse entre dos bloques importantes de civilización, o entre dos minucias, y no es necesario que se den equivalencias de uno a uno: dos elementos, o mil, juntos, pueden equivaler a uno solo. De hecho, tanto la cantidad como la jerarquía se anulan.) De ahí la importancia del pequeño detalle. El artista que saca a la luz para nuestra percepción algo que el hábito o la insignificancia han tenido ocultos, nos está revelando un mundo, algo que para otros hombres fue quizás una religión, un gran artista, el amor... Por lo mismo, es el pequeño detalle que cambia las civilizaciones. Preguntarse por ese pequeño cambio, por el mínimo que
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hará toda la diferencia, equivale a preguntarse por lo que hace a una civilización. Lo que define una civilización, su pequeño secreto... A eso debe de referirse lo de “no terminará con una explosión sino con un suspiro” (o gemido), vale decir con una señal psicológica, de hartazgo seguramente. Ninguna idea me ha influido tan profundamente en mi trabajo de escritor como una contenida en unos versos de Auden, creo que en un poema que se llama “Arqueología”: “la Arqueología nos dice qué era importante para ellos, pero no qué les era indiferente...” Es decir, lo que no veían, sus sobreentendidos, lo ignorado por ya sabido, por habitual: la materia de su arte. Eso es lo que yo me he lanzado a buscar, con mi Teoría de las Equivalencias y con mis novelas. Pero como nosotros también somos una civilización, objeto de alguna Arqueología que no sabemos dónde o cuándo puede estar haciendo sus excavaciones, me pregunto si la frase de Auden será tan cierta como parece. Quizás sí sabemos lo que les era indiferente... Y saberlo es nuestro arte, nuestra ciencia, nuestra filosofía... “No quiero detalles, quiero atmósferas”, decía una lectora exigente, otros han dicho lo contrario. Ambos cuentan; hay que tener un ojo puesto en cada uno. La atmósfera es fundamental, si la novela va a ser el inflador de ciudades, el magnificador manual de las miniaturas angustiantes. Pero el detalle también lo es, como enlace de la percepción y la invención; la novela inventa lo que percibe, y sólo percibe lo que inventa. (El realismo es una metáfora del hábito). Aislados del otro, el detalle o la atmósfera producen el individuo, la psicología, y la desdicha. Lo mismo puede decirse de la invención y la percepción. El individuo nunca puede captar los mínimos, que son colectivos. Si la novela está bien hecha, si todo en ella obedece a una necesidad interna, entonces el lector podrá reconstruirla al leerla, y lo hará, volviéndose creador y dándole presente a la obra de arte. ¿Dónde va a parar entonces nuestra búsqueda del detalle fatal? En la construcción no hay misterio: se desarma hasta la última pieza y se vuelve a armar; la construcción es transparente, limpia, al alcance de todos, sin psicología, sin talento, sin claves ni misterios. Pero justamente, nuestro detalle, nuestra bomba atómi-
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ca privada, debíamos buscarlo más allá de todas las pobres ocurrencias que nos dicta la imaginación meramente psicológica. No ahí, sino en los mecanismos colectivos típicos que darán forma a lo nuevo en el proceso de la creación, en su borde más improbable y momentáneo. Porque la creación es siempre creación de hábito, y el arte es sólo proceso, presente, improvisación. De ahí el apuro. La destrucción de las ciudades es hoy por hoy el modo de ir más allá del juego técnico de la literatura, de la fabricación de objetos de consumo, y de la ratificación del trabajo del arte. El único modo. O bien, dicho al revés: cuando la novela pueda ser hecha por todos, no por uno, se destruirá lo indestructible, incluido lo más indestructible, aquello cuya destrucción por ahora sólo podemos avizorar como ocioso ejercicio intelectual, vale decir lo que transforma todas nuestras transacciones con la realidad en un ocioso ejercicio intelectual.
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Lector in urbis: espacio urbano y estrategias narrativas Rocco Mangieri
“...frente a los centros que siguen soñando sus raíces, que siguen protegiendo su Edipo, los márgenes, las fronteras, están en proceso aceleradísimo de fusión y de transformación.” J.M. Barbero,1994
la ciudad como texto y discurso
Las ciudades, los espacios considerados como lugares urbanos, pueden ser abordados como un texto o conjunto de textos espacio-temporales dotados de sentido, de efectos de sentido que se expresan a través de las formas de vida urbana, de los “estilos urbanos”, o por la aparición constante y cambiante de una red heterogénea de funciones o usos (estereotipados o significantes): tomar un taxi, encontrar a un amiga, ir al cine, regresar a la casa, ir al trabajo, realizar una manifestación pública, subir una escalera, asomarse a la ventana para ver lo que ocurre, pasear por una avenida, ir de compras, etc. Se trata de un uso “transversal” de la noción de texto y no orientada exclusivamente a una escuela o tendencia sino más bien dentro de la búsqueda razonable de una necesaria confrontación de nociones y modelos con la densidad misma de la ciudad como objeto significante.
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El texto, puede ser definido en principio como un artificio semiótico, un dispositivo sígnico que produce sentido y comunicación de acuerdo a determinadas reglas sintácticas, semánticas y pragmáticas (ECO 1979). El texto también puede considerarse como lugar donde son puestos en escena simulacros de conversación entre autores y lectores (aquí entre actores y escenarios urbanos) previamente inscritos en el texto mismo a través de huellas o estrategias narrativas y discursivas. El texto-ciudad es visto entonces como un vasto y complejo conjunto más o menos articulado de huellas, programas, itinerarios, rutas interpretativas y actos que para cumplirse requieren de la participación activa de los usuarios-habitantes. Pero al mismo tiempo es un lugar para la realización de pruebas, para adquirir competencias y llevar a cabo acciones y performances, realizar programas narrativos y discursos espaciotemporales cargados de valores que pueden ser reconfirmados, aceptados o reconfigurados por los habitantes-usuarios. Uno de los objetivos principales de este ensayo es la descripción de algunas estrategias que la ciudades como textos establecerían a nivel discursivo en cuanto a la configuración de un lector in fabula, de un usuario o habitante confabulado con sus tramas. Será pues relevante, no tanto la noción de un lector-usuario empírico sino la de lector modelo o de segundo nivel (ECO 1981). Es por esto el título de lector in urbis parafraseando al lector in fabula de U. Eco , como la imagen de un usuario confabulado del texto-ciudad que acepta o no los contratos narrativos: lúdicos o míticos, cognitivos o pragmáticos, significantes o estereotipados, políticos, éticos, estéticos. Una ciudad puede ser vista como una urdimbre de textos. Un Texto-ciudad que prevee ciertos movimientos cooperativos del lector (habitante o “extranjero”) excluyendo otros. El usuario-lector de la ciudad-texto debe confabularse con sus tramas para imaginar, sentir y leer, a partir de la superficie textual, las fábulas propuestas: las macronarraciones posibles, las ideologías del vivir la ciudad.
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lector in fabula-lector in urbis
En la semiótica interpretativa y textual es importante la prefiguración de un lector-usuario del texto diferenciable al menos en dos planos o niveles, a) El lector empírico o real que efectiva y concretamente emprende la lectura o trabajo interpretativo en determinadas condiciones y dotado de enciclopedias particulares y locales que le permiten diversas topicalizaciones de los niveles temáticos dispuestos “estratégicamente” en el texto: Es el nivel del lector de “primer nivel”. b) El nivel textual propiamente dicho (una imagen interior al texto) que se traduce en un conjunto de marcas, signos o huellas, finalmente estrategias o “movimientos cooperativos” delineados o difusos propuestos por la arquitectura misma del texto. Este nivel, del lector in fabula, debería coincidir con la estructura del texto mismo, con la redistribución de las estrategias discursivas: previsiones de algunos movimientos e itinerarios en vez de otros, selecciones cotextuales y contextuales, frames y guiones enciclopédicos señalados, proposiciones explícitas o implícitas de contratos narrativos a seguir, paseos inferenciales. Es el nivel del lector modelo o lector de “segundo nivel”.
Nuestro lector in urbis es un lector in fábula según ciertos grados de inserción en las tramas del discurso urbano-arquitectónico. El lector empírico decide usar /interpretar la ciudad y sus espacios en base a programas narrativos propuestos por el texto urbano y por las enciclopedias locales delineadas en los laberintos urbanos. El punto central es ese lugar de relaciones, de quiebres, de coincidencias parciales o globales, de rechazos entre lector-usuario real y lector in urbis, modelo dinámico inscrito en el texto-ciudad. Precisamente en este punto puede comprenderse y releerse toda la densa problemática de nuestras ciudades y en el interior de grandes unidades temáticas reconocidas como las formas y estilos de vida urbana (ciudad mediterránea, ciudad caribeña, ciudad europea, ciudad satélite, etc) y alrededor de las etiqueta y nombres como
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“malestar urbano”o “crisis urbana”. No hay que obviar aquí las ideologías de lo urbano, las lecturas y usos aberrantes de la ciudad no previstos por los discursos oficiales.
imposicion/disposicion: dispositio dèbil, dispositio fuerte
El lector in urbis ser puede definir como una figura y resultado de un conjunto articulado de estrategias topológiconarrativas que se disponen en el interior del texto urbano para ser “reconocido” y actualizado por el lector empírico. Este último tiende a aceptar o rechazar los itinerarios propuestos. Y esto al menos en dos sentidos, considerando sobre todo que el discurso urbano se le impone o dispone y que al mismo tiempo se torna más transparente u opaco en sus estrategias enunciativas al querer producir mayor menor adhesión del destinatario(cognitiva o pragmática, manipulatoria o cohercitiva). –El texto-ciudad impone una fuerte aspectualización bien sea actoral, espacial, temporal o proxémica. El lector in urbis se configura entonces como una serie de algoritmos o secuencias narrativas fuertes o como una cadena de actos bastante prefigurada. Habría aquí que diferenciar a su vez, la imposición de efectos de enunciado “transparentes” de los efectos de una enunciación enunciada: Así, por ejemplo, la figurativización de un programa narrativo canónico urbano como “pasear por una avenida” optaría por imponer a nivel de la manipulación una secuencia que el usuario no podría no aceptar. La ciudad-texto impone para su lectura la realización de secuencias de actos: desde lo ceremonial y sagrado ( códigos inviolables de uso) hasta lo cohercitivo de determinados programas de control y vigilancia . –El texto urbano dispone, y generalmente un lector in urbis dotados de varias competencias enciclopédicas, a través de las cuales se configuran itinerarios no estrictamente algorítmicos y secuenciales. La dispositio débil estimula un mayor nivel de ambigüedad interpretativa. Aquí el texto propone un efecto de
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adhesión al tiempo y espacio de lo narrado (la historia urbana como hecho del pasado ,por ejemplo) o bien un efecto de “distanciamiento”, desviando la percepción hacia los signos y artificios que permiten sostener el efecto mismo de una ficción urbanística: a través de indicadores o índices de la enunciación como, por ejemplo, los recorridos posibles en el interior de una trama urbana y la disposición o no en éstos de signos o señales urbanísticas para la realización del recorrido urbano. Son textos-ciudad que más que crear un efecto contractual de imposición (un no poder no aceptar), se fundan sobre sistemas semióticos de prescripción, colocando al lector modelo en la modalidad de un poder no aceptar y ofreciendo alternativas de uso y “contratiempos” urbanos.
En este punto, y ya que he introducido algunas de las nociones del modelo generativo de la significación, creo pertinente agregar la noción de narratividad y de programa narrativo. Evidentemente podemos, junto a la figura de un lector in fabula urbano, tomar en cuenta que ese mismo lector como actante, figura o actor de la comunicación adquiere también una presencia semiótica si lo hacemos “transitar” por la fases de un recorrido generativo. Desde su constitución “profunda” como actante colectivo (grupo, clase social, etnia, etc) pasando por la virtualidad de los estados (de conjunción-disyunción con los espacios y los objetos de una ciudad) hasta su presencia “icónica” como figura y actor urbano , lugar de encuentro de roles ( temáticos, pasionales, actanciales y modales). El actor urbano podría interdefinirse con la noción de lector in urbis. Por otra parte, resulta ilustrativo ver el proceso narrativo de observación y contrato, de adquisición de competencia, realización de acciones y de sanciones o reconocimientos, como un proceso análogo a lo que aquí llamamos el movimiento cooperativo del lector que lo debe conducir desde las tramas hasta la fábula urbana. El esquema narrativo canónico (en base a la semiótica generativa de Greimas) podría redibujarse del siguiente modo:
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Fase de Contrato Pruebas Performances y de observación
Reconocimiento o sanción
Manipulación Seducción
Adquisición de la competencia
Acción-realización
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El lector es colocado en las diversas posiciones de un
El lector-usuario de la ciudad debería atravesar por determinadas
El lector puede ver y
Es reconocido
cuadrado lógico-semántico: Poder no aceptar, no poder no aceptar, etc
fases narrativas que lo hagan competente antes de alcanzar el status semiótico de actor urbano
percibir la ciudad, sus espacios.Es partícipe de su sentido.
implícita o explícitamente como actor urbano
Al mismo tiempo es interdefinible la noción de programa narrativo: la ciudad establece programas estereotipados o significantes (Greimas, 1980) y queda de parte del lector in urbis la búsqueda, la comprensión de programas expansivos que aún partiendo de un conjunto de programas de base los contradigan o subviertan. Los programas de base serían homologables a lo que aquí denominaremos como logotécnicas o discurso urbanístico en contraposición al discurso urbano, los imaginarios y los mundos posibles construidos. Las logotécnicas, como indicaba Roland Barthes, corresponden a los lenguajes reductores de los especialistas de la ciudad que generalmente se superponen al texto-ciudad para cancelar los signos inventados por los colectivos y grupos sociales imponiendo significados estereotipados e ideológicos.
de como el texto-ciudad prevee al lector La ciudad como lugar de las estrategias
En la obra de Umberto Eco (sobre todo en su Lector in fábula) se encuentra una noción del texto que se apoya en cierto modo en la de estrategia. Un texto es un producto cuya suerte interpretativa debe formar parte de su propio mecanismo generativo. Generar un texto significa organizar una estrategia que comprenda de algún modo las previsiones de los movimientos del otro. En este caso se trataría de un juego y una estrategia de la inteligencia, del saber y de la sensibilidad y lo que yo denominaría la exploración heurística de un juego cognitivo más que la referencia directa a la idea de enfrentamiento de dos jugadores si bien las relaciones entre los sujetos semióticos y su ciudad( enunciador-enunciatario) se tornan a menudo polémicas y contractuales: no tenemos más que revisar las historias de la ciudades antiguas o actuales para darnos cuenta de esto y los ejemplos de las ciudades en guerra como sujetos
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colectivos enfrentados es una manifestación flagrante de este hecho. La metáfora del juego y de la estrategia me parece muy útil en el tema que nos ocupa. El lector in urbis se identifica (en varios grados) con el juego cognitivo que le propone silenciosamente la ciudad-texto: jugar al ajedrez urbano de los posibles desplazamientos, los falsos indicios, las traiciones y subterfugios, las prohibiciones, a los “estímulos programados” o indicaciones de “iconografías” arquitecturales que proponen itinerarios reales o imaginarios. ¿En cuántas ciudades realesimaginarias se nos ofrecen las tramas de las estrategias, las confrontaciones, las polémicas entre sujetos de distinto orden y competencia? El lector in urbis es una forma semiótica del juego de la trama o de las tramas urbanas, detrás de las cuales se intentarán descubrir las fábulas subyacentes. Se supone que una vez leídas las fábulas, la organización más o menos profunda que sostiene las configuraciones discursivas de una ciudad, el lector in urbis estaría en capacidad de escribir-reescribir la ciudad. Escribir-reescribir la ciudad es, en cierto modo, un acto de apropiación o re-apropiación, de re-descubrimiento del sentido de vivir en esa ciudad, en ese lugar. Para un semiótico como Juri Lotman y contrariamente al sentido común, esto supondría en realidad que el habitante adquiriese la competencia de la mirada del extranjero conservando al mismo tiempo el saber y la mirada del habitante. Es la misma doble mirada y el dialoguismo de la poética que Mijail Bakhtine proponía en relación al texto artístico. Un film como “Roma” de Fellini es ejemplo de esta doble mirada. Por otra parte las ciudades actuales (y desde hace ya varios siglos), es decir lo que denominamos territorios urbanos, son textos regidos por escrituras diversas, heterogéneas anónimas, cambiantes. Todo tentativo de reducir radicalmente y a través de códigos institucionales la significación urbana no ha logrado sus resultados en ninguna parte del mundo. Quizás lo logre ( y lo dudo) en el cyberspace. Las ciudades son lugares textuales y discursivos de fuertes desfases y contrastes sociohistóricos. En este contexto la noción de autor modelo es útil por cuanto no se identifica como un único ente productor del
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discurso, sino con un conjunto heterogéneo de estrategias generales y “tácticas” menores que disponen la posible generación del sentido de lo urbano: esto que llamamos comúnmente como “vivir” la ciudad, de usarla o recorrerla, de pensarla e imaginarla, de transformarla. El autor-modelo es la posibilidad cognitiva y pragmática, del reconocimiento de una entidad que crea un cierto efecto semiótico de coherencia, de regularidad de lectura e interpretación de una ciudad. Un efecto-coherencia nada compacto ni homogéneo a pesar de los simbolismos forzados que a veces desean imponerles las instituciones socioculturales y políticas. Los programas políticos urbanísticos se afanan siempre por construir la figura de un autor modelo estable y reconocible. Pero el problema, y más aún en el caso de la ciudad contemporánea, está precisamente en la construcción teórica de estos niveles de coherencia o isotopías del texto-ciudad ,como diríamos en el ámbito de la semiótica generativa cuando buscamos una noción semiótica apta para referirse a esos niveles o planos de signos o enunciados que se reiteran y caracterizan un texto-ciudad. ¿Quién habla-enuncia la ciudad-texto? ¿Qué tipo de interlocutor construye o modela? ¿Cómo nombrar y reconocer las dis-topías y las rupturas o transfiguraciones del texto urbano latinoamericano? Una ciudad, una urbe, presenta al mismo tiempo un cruce de isotopías o temas de diversa naturaleza. Greimas en su ensayo sobre la semiótica del espacio (GREIMAS 1980) proponía tres grandes isotopías axiológicas de lo urbano: lo estético, lo político y lo racional que, si nos fijamos bien , corresponderían en cierto modo a la trilogía vitruviana de los valores conjuntos de lo bello, lo bueno y lo bien construido. Añadiendo a la vez las categorías sociedad vs individuo y euforia vs disforia Greimas establecía la base de un programa semiótico que progresivamente podría construir una suerte de gramática de la ciudad. ¿Pero es posible una gramática unificada de nuestras ciudades? Sin menospreciar este enfoque cuya utilidad es evidente, vemos que supone en el fondo la constitución de lo urbano más desde la mirada interior al texto, es decir de lo urbano como coherencia y regularidad interna, como “buena forma”,
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dejando fuera el problema de las actuales ciudades o urbes cuya textualidad requeriría además de este enfoque otros más acordes con el rasgo de liminaridad y frontera del cual hablaremos, es decir las ciudades como cruce de fronteras semióticas. Podríamos ya inferir como hipótesis inicial que nuestras ciudades actuales, en “crisis” desde varios siglos como totalidad , diseminadas, dispersas, fragmentadas, no delimitadas como territorios únicos, atravesadas continuamente por lenguajes diversos desde su propia fundación motivan a una continua revisión del dispositivo teórico de la semiótica y de campos análogos del saber, y sobre todo de aquellas semióticas que parten de una imagen del texto como unidad acotada, dotada de coherencia, de marcas explícitas de intencionalidad comunicativa. Esta es una noción de texto que privilegia casi siempre la dimensión del sistema, del código y de lo sistemático por encima de lo procesual. La visión sobre la ciudad (lo urbano, que como veremos se puede contraponer a lo urbanístico) induce justamente a reformular aquella frase de A.J Greimas de que fuera del texto no hay salvación. Quizás la frase que conviene más en este caso es la de que en los límites del texto está la salvación, y veremos más adelante el sentido de este límite.
el mapa no es el territorio (remember to Korzibski & Borges)
Se nos presenta al mismo tiempo el problema de definir aquello que entendemos por coherencia del texto, del texto urbano. Y aquí proponemos estar atentos al horizonte de aplicabilidad de los modelos en su confrontación con el mundo empírico. Mucho más aún cuando el lenguaje-objeto (la ciudad, la urbe) presenta, en su densidad sociohistórica, acumulaciones coexistentes y fuertes cambios de programas narrativos o de “uso”, de imaginarios urbanos, de itinerarios oficiales” y “aberrantes”, de traducciones o transcodificaciones no-oficiales y en disputa clara con las logotécnicas de los especialistas. En cada ciudad, aunque pueda recurrirse a un “modelo
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canónico” de orden topológico (Lagoulopolos 1978), conviven en correspondencias y contradicciones, múltiples lenguajes y sistemas simbólicos o semisimbólicos, puntos de vista narrativos e itinerarios adversos o concurrentes, finalmente conjuntos de ideologías de lo urbano. En el interior de la semiótica se habla precisamente de la ciudad como lugar semiótico pluriisotópico. Sobre ellas, a partir de ellas, se justifica entonces la labor de un semiótico-cartógrafo. Un hacedor de mapas de sentido consciente de que su sistema de representación, de descripción y análisis, no coincide plenamente con la riqueza del territorio (recordemos aquí la pequeña historia del mapa a escala 1:1 del emperador de Jorge Luis Borges que por ser del mismo tamaño del objeto terminó por ser inservible)
tácticas y estrategias urbanas: Movimientos cooperativos del actor urbano
Si retomamos la noción de movimientos cooperativos del lector in fabula, tal como es formulada en la semiótica textual de Eco, es porqué se supone que el texto-ciudad prevee en sus tramas, lugares o espacios vacíos que deben ser llenados por la actividad interpretativa del lector in urbis. Pero hay ciudades y espacios urbanos donde estos movimientos cooperativos tienden a reducirse, casi a anularse o a crear un fuerte efecto de cooperación bajo reglas o estrategias de seducción-manipulación: itinerarios que tientan, intimidan, seducen, obligan bien a través del saber o del poder (Palacio de Versalles vs Centro Histórico de Bologna, Plaza del Kremlin vs Plaza mayor de Bogotá, Rambla de las flores vs Escorial). Como dijimos antes, la ciudad-texto dispone o impone. Prescribe, señala, obliga, seduce, intimida, invita, a veces sencillamente prohíbe determinados recorridos (físicos y cognitivos). A menudo combina varios de estos programas. Los grandes movimientos o estrategias urbanas pueden estar representados, por ejemplo, y a partir de la revolución industrial europea del siglo XVIII, por los macrosistemas de simbolización del movimiento o del flujo y las redes de transporte y comunicación interurbana. Entre redes mayores y menores
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puede establecerse semióticamente la misma relación teórica que entre estrategia y tácticas. Una red mayor de interconexión y flujos como el metro puede o no vincularse significativamente con las redes menores peatonales de los usuarios. A su vez, la simbolización de los desplazamientos en los varios sistemas señaléticos y visuales (de superficie/ de subsuelo, interurbana/extraurbana, central/periférica, grupal/individual, privada/ pública, etc) nos permite hablar de series homogéneas/heterogéneas, densas/difusas, de isotopías y distopías discursivas urbanas, es decir de un cierto nivel de coherencia y de ruptura de los itinerarios de lectura de una ciudad. ¿Hasta que nivel hay saturación y gramaticalización simbólica de una ciudad? Un texto-ciudad puede pues disponer de grandes movimientos cooperativos, estrategias propiamente dichas: las grandes redes de intercomunicación dispuestas para comunicar los sectores urbanos entre sí o las macrorredes para comunicar cada ciudad con otras ciudades pero también las redes y flujos establecidos en las grandes y densas zonas de ranchos y favelas (metro urbano, redes de autobuses, vías, redes informáticas y de circulación-acumulación de signos). Y también puede disponer de pequeños movimientos cooperativos: las microrredes de flujos a nivel del barrio, del sector, de la edificación, desde la calle vecinal, la plaza, hasta los espacios de circulación comunes a los edificios. La mayor o menor previsión y sobre todo el tipo o modelo de previsión del texto-ciudad nos daría la posibilidad de hablar metafóricamente de “ciudades ceremoniales”, “ciudades paranoicas” o “esquizofrénicas”, “ciudades rituales”, etc., cuyas cartografías y metalenguajes pretenden preveer en varios grados de intensidad los desplazamientos y los usos. En este punto la literatura y el cine nos pueden proporcionar ejemplos memorables como en los films de Tatí, Wenders, Fellini, Bertolucci, Ridley Scott o en los textos de Cortázar, Borges, Onetti, Calvino. Unicamente como ejemplo recordemos los films de Jaques Tati de mediados de los cincuenta (sobre todo en Play time) que ironizaban y parodiaban con inteligencia y humor los programas narrativos y de uso de la ciudad moderna europea,
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algo “paranoica” y esquizofrénica: En medio de los artefactos, objetos y edificios diseñados “a la moda” Monsieur Hulot con su aparente torpeza infantil nos mostraba el lado ineficaz de los espacios y los artificios a través del uso inesperado y sus acrobacias inexplicables. En un film como El último emperador de Bertolucci nos acercamos a la imagen de una ciudad ceremonial donde los itinerarios deben cumplirse bajo la forma de episodios y espacios narrados fuera de toda perspectiva o punto de vista central de un narrador. Bajo estos mismos criterios podríamos releer las relaciones entre el trazado de un dispositivo riguroso como Versalles y la trama laberíntica del barrio gótico de Barcelona.
imaginarios urbanos, enciclopedias locales
Es por ello que al apasionarse por las ciudades como textos, la semiótica también debe explorar los imaginarios urbanos presentes en las otras artes y prácticas significantes que resemantizan lo urbano. Son muy significativas las ciudades representadas, por ejemplo, en films como Alphaville de Godard, The crowd de Vidor, Roma de Fellini, París-Texas de Wenders, Brasil de T. Gillian, Blad Runner de R. Scott, pero también los espacios urbanos verosimilizados por la literatura, la radio, la prensa, por la redes informáticas y virtuales contemporáneas, las ciudades del ciberespacio programadas por los ordenadores actuales de alto poder de iconicidad audiovisual y táctil. Una pregunta fundamental que nos conduce a otras: ¿a partir de que lugares del texto-ciudad contemporáneo se puede construir la coherencia de un itinerario de lectura? Teóricamente el lector introduce topics , es decir selecciona niveles o zonas de lectura del texto urbano; hace contínuamente conjeturas, inferencias sobre el nivel tipológico-estilistico, iconológico: reconoce la plaza, la escuela, la estación de trenes, la casa, la avenida y posiblemente el estilo, las retóricas y poéticas correspondientes a las morfologías (Krampen 1970). Relaciona significados entre sí. Reconoce un campo semántico y efectúa selecciones contextuales que se caracterizan por la
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presencia de múltiples niveles isotópicos simultáneos. Hace inferencias y reconoce itinerarios parciales, construye-reconstruye las tramas. Se moviliza pragmáticamente, por abducciones, por conjeturas. Al percibir un símbolo urbano o la parte de un todo debe “saltar” al nivel superior. Estos desplazamientos son espaciales-figurativos y cognitivos al mismo tiempo. Y pueden considerarse como un saber-hacer y un saber-ver, una competencia del lector in urbis que entra en juego y en acción con la “resistencia” o apertura semiótica del texto urbano. A otro nivel coordinado con el anterior la figura del lector in urbis supone el internarse en las lógicas urbanas, en las estructuras propiamente narrativas de la ciudad. Ahora el lector urbano es capaz de leer sintéticamente la ciudad por “zonas” y comenzar a enlazarlas, a articularlas en forma semejante a un relato: a establecer pragmáticamente relaciones entre microproposiciones discursivas y macropropsiciones narrativas (Eco 1979). De la trama urbana pasa a la fábula urbana: de la ciudad como lugar de figuras, de actores y escenarios se pasaría a la ciudad como dinámica de actantes y lógicas narrativas. De los actores individuales al actante colectivo y a la consciencia de fuerzas temáticas urbanas (políticas, ideológicas, macroprogramas, técnicas de planificación y control urbanístico. Macroproposiciones del imaginario urbano ubicadas más allá de lo individual). Este es un nivel de “grandes” tematizaciones: se aprende a leer la ciudad a través de una o varias isotopías narrativas. Aquí se insertaría el estudio de lo que hemos venido llamando imaginarios urbanos (Silva Téllez 1992, Mangieri 1994). Los imaginarios urbanos son verdaderos campos isotópicos narrativos que funcionan a nivel de una lógica simbólica de la ciudad. Pero estas lógicas urbanas actualmente no se pueden reconducir a esquemas únicos y estables. Enunciados como “ciudad de los caballeros”, “ciudad del narcotráfico”, “sultana del Ávila”, ”Barcelona, ciudad oculta y secreta”, “ ciudad de los crepúsculos”, “ciudad de las mujeres fáciles y de los hombres galantes”, “ciudad de moros y ladrones”, “ciudad del pecado y la sodomía” “ciudad real”, “ciudad luz”, etc., son también niveles isotópicos narrativos que por su
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valor semántico y pragmático determinan enteras enciclopedias locales de lectura pues no solamente se usan como expresiones referenciales que identifican un objeto. En efecto, un “extranjero” no podrá dejar de verse influido por este tipo de topic narrativo a la hora de leer-usar-interpretar un espacio urbano o una ciudad. Lo mismo ocurre , pero a otro nivel de la interpretación, con los mismos habitantes pero con la gran diferencia de que para ellos, estos imaginarios no tienen porqué poseer un nivel de realidad empírica sino únicamente un efecto de marcación simbólica y territorial (Téllez 1992). Así, en las periferias de la ciudad latinoamericana, fuertemente cruzada y poblada de imaginarios rurales y urbanos, “textuales” y “gramaticales” (Lotman, 1979) estas fuertes marcas que circulan como metarrelatos semisimbólicos cumplen esencialmente una función semiótica de territorialización o des-territorialización con respecto a las fábulas dominantes y hegemónicas. Esto es producto evidentemente de las contra-propuestas semiolingüísticas de los lenguajes no-oficiales, los barrios y los mensajes de las culturas populares que conforman los signos periféricos o no centrales de una urbe.
Marcas isotópicas como “Tierra de nadie”, “La calle del hambre”, “La esquina del muerto”, “Barrio el olvido”, “El corozo de siquisay”, “la plaza de las cuatro bolas”, “Barrio El desquite”, “La Vuelta de Lola”, “La plaza del ahorcado” y tantas otras, pueden leerse como marcas de división territorial difusas o plenas que chocan y se superponen, no sin dificultad, a las cartografías y mapas “oficiales”, proporcionando segundas lecturas de la misma urbe. Lo mismo puede decirse de todos los demás sistemas semisimbólicos de la ciudad latinoamericana actual, es decir de sistemas de signos donde no hay conformidad entre la expresión y el contenido: el graffiti, los sistemas de señalización no oficial, los nombres o marcadores semánticos dados por los habitantes a la arquitectura oficial, los relatos y cuentos orales sobre la ciudad, las representaciones visuales mágico-religiosas, los signos y símbolos de las culturas urbanas populares, etc.
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visible/legible: las previsiones del lector in urbis
Siguiendo nuestro recorrido imaginario se produce entonces la llegada a un nivel donde el lector in urbis puede efectuar previsiones: Previsiones sobre la imagen global de la ciudad, sobre el desarrollo y conclusión de un itinerario, previsiones sobre lo que no es visible pero si legible. El lector puede anticipar (y verse luego “traicionado” o confirmado) en el desarrollo de la narración urbana. Así, en la lectura de textos urbanos dotados de determinados niveles de coherencia isotópica, el viajero interior de una ciudad sin tener posibilidad de acceso a un metalenguaje de conjunto (un mapa o esquema global del territorio urbano), se moverá en base a operaciones expansivas, elaboraciones de “pequeñas historias” de anticipación. A partir de los signos urbanos que se le aparecen sintéticamente expande el sentido condensado de los signos. Comenzará a asignar regularidades discursivas y contenidos a las breves indicaciones o señales, impulsado a desplazarse para conectar espacios y posiblemente poder reconstruir las estrategias urbanas. Utilizará y modificará contemporáneamente su enciclopedia personal tratando de percibir el autor textual, definible como el conjunto o serie de las huellas y marcas urbanas que puedan configurar una suerte de voz, estilo, tendencia, autor, autores. En este proceso (nunca lineal) el lector in urbis debe intentar reconocer lenguajes gráficos, espaciales o plásticos, ciertas homogeneidades, reiteraciones, repertorios y reglas de organización, algún nivel de “lengua” aunque sea luego para comprobar su disfuncionalidad y su cancelación: nodos, hitos, bordes, fronteras, zonas o territorios, objetos arquitectónicos, espacios configurados. Un texto-ciudad dispone de unas capas heterogéneas, organizaciones narrativas de diversa naturaleza que deben ser puestas en discurso por un lector in urbis que se desplaza. Este desplazamiento es una secuencia aspectual y temporal de fases incoativas, durativas, terminativas y no debe concebirse únicamente como “fisico” en sentido estricto sino también y sobre todo como mental y cognitivo. Hay espacios que
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se caracterizan por la duración del recorrido más que por el énfasis en los inicios o finales .Estos desplazamientos son los que hacen posible la reconstrucción (bien como imagen, bien como hipótesis) del texto y de su cartografía local y enciclopédica. Es también lo que define los recorridos que ofrecen ciertas cartografías massmediaticas locales o globales (la red radial, la red informática interactiva, la red creada por los medios masivos audiovisuales). Pensemos en la ciudad prefigurada mentalmente a través de la televisión, de la radio o como red interconectada y virtual por los sistemas de comunicación e información.
ideologías de lo urbano
El lector in urbis efectúa también macroprosiciones más abstractas que las narrativas: reconoce roles actanciales, funciones y programas narrativos (Greimas 1972,1980). El lector in urbis debería comprender las relaciones “profundas” sobre las cuales descansan las manifestaciones “superficiales” del texto-ciudad. Identificar una ideología significaría identificar un código propiamente dicho (a diferencia del nivel del actantes que se presenta como s-código o sistema de unidades repertoriadas). Podemos pues identificar de nuevo las ideologías en dos sentidos: como imaginarios urbanos o representaciones simbólicas y semisimbólicas de los lenguajes espontáneos, gramáticas o textos que dibujan o limitan territorios y como logotécnicas (Barthes, 1969) o lenguajes “artificiales” reductores, que se sobreimponen al territorio urbano cancelando su estratificación y densidad semiológica (Barthes 1991, Choay 1992). Las logotécnicas corresponden a los lenguajes “oficiales”, los sistemas de señales y otros sistemas semisimbólicos generados institucionalmente para superponerse sobre los lenguajes urbanos , para cancelarlos o modificarlos substancialmente. Imaginarios, logotécnicas e ideologías de lo urbano se oponen en un juego de confrontaciones y remisiones.
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el texto ciudad como campo semantico global: de la isotopía y el topic a la enciclopedia
Admitamos ahora como hipótesis la indescriptibilidad del texto-ciudad como universo semántico global (ECO, 1984).Al hacer esto dejamos de lado la posibilidad de determinar algunos niveles de coherencia del texto-ciudad como totalizadores de lo que es la ciudad: la imposibilidad de la posesión, de una vez por todas, del mapa global del sentido de la ciudad: ¿toda ciudad no es vivida por zonas y flujos? Digamos con otras palabras que el diagrama mental imposible de todas las redes de propiedades interconectadas es anestesiado y el lector únicamente expande o actualiza una parte de la enciclopedia de la urbe. El thesaurus urbano permanece como una virtualidad. Esta imagen semiótica permite además de otras cosas, explicarse el problema de la pluralidad de lecturas y lenguajes de la urbe en su condición de sistema pluricódico y pluri-isotópico. El espectro semántico global de un texto urbano o urbema (barrio, plaza, avenida, esquina, monumento, entrada del metro, fachada, etc.) se actualiza por determinados topics que orientan el uso-lectura: habrían pues marcadores de topic en el texto que proceden de las inferencias (o abducciones) que el lector efectúa sobre determinadas regularidades formales o isotopías de lectura: plástica-figurativa, tecnológica, política : ¿Qué es eso que está frente a mí? ¿Puedo entrar o salir? ¿Me es familiar o extraño? ¿Seré aceptado en ese lugar? ¿Quién habita allí y qué piensa de esto o aquello? El lector enlaza el nivel semántico (isotopía) con el nivel pragmático (topic) y sencillamente porqué se considera al texto-ciudad como resultado de una práctica significante cuya producción de sentido requiere de la participación del lector (el usuario, el habitante ) que “llena” los vacíos textuales a medida que se desplaza y recorre la ciudad. En la figura 1 (siguiendo uno de los modelos propuestos por Eco en el campo del texto literario) se representa este meta-recorrido, desde las tramas a las fabulae urbanas: desde la inserción en el texto manifestado como tramas hasta los niveles más abstractos de las estructuras ideológicas, actanciales
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y narrativas. En este esquema se traza una zona muy importante (y que veremos se hace patente en el caso de la lectura de la ciudad actual) que es la correspondiente a los mundos posibles, las previsiones y los paseos inferenciales: lugar del topic y de los cuadros o frames intertextuales. A través de hipótesis y selecciones contextuales, hipercodificaciones retórico-estilísticas, cuadros cognitivos y expectativas, “frames” funcionales, estilísticos, modos de reconocimiento tipológico (Krampen,1970), se establece el nivel de cooperación textual. En este espacio se incluyen los imaginarios y las logotécnicas como reglas de lectura fuertes o “difusas”: El lector acepta o no el “reto”, el juego de internarse en la trama urbana, siguiendo las indicaciones, las funciones sígnicas que de alguna forma están organizadas en el texto-ciudad. La misma forma de los edificios, su disposición espacial, las formas urbanas de conjunto, las calles y avenidas, los elementos o hitos conmemorativos (monumentos, símbolos arquitectónicos) son verdaderas unidades del discurso que proponen la activación de determinadas enciclopedias locales. Algunos de estos urbemas se conectan con otros en forma de grandes enunciados mientras que otros tienden a “cerrarse” y configurar un discurso bastante autónomo ( pensemos en el primer museo Guggenheim de Wright , en el más reciente proyecto de Frank Gehry en Bilbao o sin ir mas lejos en toda la visión del rascacielos americano como signo anti-ciudad). Colocado o seleccionado un itinerario dentro del texto (y cada ciudad posee muchos itinerarios de lectura posibles) el lector puede o no aceptar, ser seducido o no por la trama de indicios y de signos allí dispuestos. La aspectualización urbana de algunos elementos puede ser de tal modo que el lector se confabule con la ciudad y decida plenamente seguir sus trazas, proponiendo topics e intentando actualizar las enciclopedias propuestas , hasta incluso inventar y proponer recorridos nuevos. Si es un “habitante normal” de un sector de la ciudad intentará activar la misma actitud cooperativa sobre todo cuando explore zonas nuevas o no visitadas. Si es un viajero o turista se internará guiado por algún recurso metalingüístico (un mapa, una
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guía, un comentario).Otro tipo de lector podrá ir más allá en la lectura (el arquitecto, el historiador) y leerá la ciudad a través de entradas enciclopédicas que suponen otro tipo de competencia, incluso con el objetivo de transformar el texto y proponer la aparición de otro discurso, otro enunciado (el proyecto, el diseño , el poeta, el artista visual y plástico).
Las formas por las cuales el lector in fabula es orientado hacia el topic son de extrema importancia: los indicadores “urbanos” o “urbanísticos”, las señales explícitas o ocultas, los trayectos figurativos “permanentes” o fragmentados, el universo de las señalizaciones de “imagen corporativa”, las señales no oficiales, las letragrafías y escrituras populares , los nuevos sistemas semisimbólicos urbanos inventados por los habitantes de las periferias e “islas” urbanas, por los barrios o favelas de las periferias (Canclini, 1993. Barbero, 1995. Mangieri, 1996 ). los límites: las móviles y delgadas fronteras del textociudad.
Si el topic del lector fija los límites del texto, desde el “interior” del texto-ciudad hay cierto nivel de regularidad que orienta, estimula la producción de las conjeturas. Pero finalmente el topic es un instrumento metatextual: son previsiones y paseos inferenciales que conectan la actividad del lector con lo extratextual, abriendo la posibilidad de referirnos a un tipo diverso de lector in urbis. Hay que insistir sobre una imagen del texto donde la noción de límite sin diluirse recobre una consistencia operativa y teórica que permita, entre otras cosas, dialogar con la densidad y complejidad de los lenguajes-objetos de la ciudad actual, como lugar de producción de sentido y de todos los fenómenos de comunicación heterogéneos irreductibles a un código fundamental, a un único modelo topológico. Las fronteras de sentido de la urbe son móviles y cambiantes pero conservan ciertas regularidades.
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lector in urbis, lector liminar
Este lugar teórico del topic, de la conjetura y además de la elaboración de estructuras si se quiere más periféricas del texto, es del texto pero al mismo tiempo no lo es: Lo configura pero al mismo tiempo lo abre, lo conecta con otras posibles textualidades. Lugar del límite de la interpretación pero en el sentido de lo liminar (Ferraresi, 1989). Es el espacio de “frontera”, virtualmente y probabilísticamente abierto a otros espacios y lugares. En esta fase el lector in urbis se define por actos de decisión, duda, invención, escogencias, intuiciones de futuros eventos, anticipaciones de mundos. Es el lugar del lector “tramado” con la ciudad y la no-ciudad al mismo tiempo, un meta-lector en el pleno sentido del término. Peirce nos hablaría del “momento icónico” del texto. Es el nivel del lector más cercano al acto de invención y de creación o al menos del acto interpretativo que lo constituye como prefigurador de mundos posibles: ¿dónde y cómo se configuran estos espacios liminares de la ciudad? Demos un paso más, digamos que este espacio de metalecturas, de lo liminar, es el espacio sígnico de todos los metalenguajes que “hablan” la ciudad, lo urbano, desde la publicidad, los relatos orales, los films, las obras literarias, los imaginarios, hasta las logotécnicas y metadiscursos que hemos nombrado como “urbanísticos”. Incluso las utopías de la ciudad (que serían mundos posibles) se abren un lugar en el movimiento cognitivo-abductivo de este lector liminar. Veremos que el lector liminar de la urbe es también construído por redes e imaginarios que van mas allá de un único itinerario para vincularlo con una representación casi imposible. ¿Cómo me represento el significado global y último de esta ciudad donde vivo o transito? Se dibuja esta condición espacial del lector liminar que ocupa el lugar del limítrofe que a su vez se articula con espacios mas amplios. Lugar de conexión y expansión posible con otros textos .Serían los lugares de frontera en el modelo de la Semiósfera de Lotman. Un espacio fronterizo, “marginal” y periférico del lector in urbis, que nos parece una noción adecua-
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da para entender la ciudad actual sin abandonar la noción de límite del texto como umbral interpretativo La ciudad contemporánea como “textualidad” a medio camino entre localismos y globalizaciones, atravesada continuamente por conflictos entre lenguajes “regionales” y lenguajes unificadores, sin límites precisos y fragmentada, permeada y soportada intensamente por metatextos y representaciones que la narran desde ángulos diversos, solo podría ser leída nuevamente con mayor eficacia si partimos de nociones como la de un lector liminar : un lector in urbis y un observador fronterizo y colocado en espacios de transición que se “apropia” progresivamente del texto urbano hasta alcanzar el nivel de las fábulas o topoi más abstractos. Es la figura homóloga del habitante no abandona el rasgo del turista curioso o del arqueólogo amateur aún en su propio entorno.
frames enciclopédicos e hipótesis textuales: rutas oficiales y atajos
Digamos que en su “viaje” entre las tramas y las fábulas urbanas el lector in urbis debería recurrir a toda su competencia intertextual. Desde las “fábulas prefabricadas” o esquemas fuertes que precondicionan las lecturas o topoi-narrativos urbanos (o urbanísticos), hasta frames menos codificados o abiertos: las rutas “obligadas” por la doxa o por los relatos mitologizados. Así por ejemplo un texto urbano prescribe de antemano, por ejemplo a través de una guía turística o un saber instituido socialmente que tal o cual avenida o recorrido es el más importante y que no hay que dejar de ver para no perder el significado de una ciudad. Pero el visitante decide arriesgar otra ruta y proponer(se) encontrar otro itinerario periférico, un atajo al sentido dispuesto por el texto. El tomar estos atajos supone activar una mayor competencia intertextual ya no únicamente referida a los metalenguajes explícitos ( mapas, guías, comentarios de los habitantes). Quizás opte por seguir las indicaciones de alguna “guía secreta” de la ciudad, como la ya conocida “Guía secreta de Barcelona”.
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La ciudad se describe oficialmente como integración de estratos históricos de sentido que se acumulan pasando por la ciudad antigua hasta las capas de significación introducidas por el modelo de la city y del planning norteamericano de los años 60 y 70 o los nuevos instrumentos de diseño de la modernidad y la postmodernidad. Barthes se refería a las Logotécnicas parciales o “globales” que promueven procesos de hipercodificación ideológica y que plantean también esquemas retórico-narrativos a veces extensibles a toda una cultura local. Un texto-ciudad es entonces análogo a una posible representación enciclopédica de frames (intertextuales o no) de diversas “escalas de lectura” o percepción. En este caso podemos hablar de “cuadros históricos” o “genealógicos” que se acumulan y superponen y que deberían determinar buena parte de los itinerarios del lector in urbis. La competencia intertextual, como periferia extrema de la enciclopedia de la ciudad abarca “todos los sistemas semióticos con los cuales el lector esté familiarizado” (ECO, 1979). Este es el mismo lugar del texto que alberga la producción de topic, la actividad liminar de la conjetura libre pero estimulada-promovida por el texto. El espacio o zona de la competencia intertextual es la dimensión “interna”, intensional o propiamente semántica del acto interpretativo; la zona de las hipótesis textuales es la dimensión “externa”, estensional y pragmática de la lectura. El lector in urbis “trabaja” por “microprosiciones narrativas” viajando entre los signos de dislocaciones, saltos, acumulaciones, anticipaciones, indicadas en la trama urbana. Se mueve en el laberinto del discurso urbano reconociendo e inventando cada vez el texto urbano. Se trata de verdaderos “movimientos cooperativos sintéticos” que pueden dar origen a la aprehensión de una figura global de la urbe, a un mapa del territorio , una “macroproposición narrativa”. Estamos ya en el universo de la fábula (ver fig.1). Pero la urbe actual es multiforme, textual y gramatical a la vez (Lotman 1979) y se rige tanto por los signos del “manual de uso” como por las tácticas semióticas del “libro sagrado” y esto en un sentido mucho mas intenso que en la ciudad medioeval o historicista.
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Si un topos existe o es leído es porqué es necesariamente textual en el sentido ya expuesto. Son topoi globales pero virtuales, generalmente orales, visuales, audiovisivos, massmediaticos, que iconizan intensamente la imagen topológica de una trama o de redes de conexión de territorios particulares o “zonas de sentido” donde, y esto si parece un rasgo bastante universal, los espacios de frontera son leídos como intensos lugares de tránsito y de desplazamiento, de travesías. El modelo de la ciudad actual postindustrial se correspondería mucho más a este esquema que a la prefiguración de una topología desde una visión exclusivamente interna (Lotman 1979): es el predominio de la imagen de la ciudad de los flujos, del movimiento y de la circulación y de espacios de interconexión y de tránsito de objetos, personas, información, datos virtuales, mercancías globalizadas. Como ya apuntamos el lector in urbis adoptaría una “actitud proposicional”: cree, piensa, espera, pronostica, se imagina estados posibles, eventos posibles, mundos. Entra en estado de expectativa e intenta colaborar hacia la fábula anticipando estados “narrativos”.Puede ser defraudado o no. Y recurre al topos, a lo que Barthes llamó códigos proairéticos. Sale del texto para volver a él, efectúa paseos azarosos, físicos y cognitivos, asimilando las señales urbanísticas o inventando otras posibles dentro de la relación interactiva con el texto. mundos posibles, mundos de referencia: mundos construidos/ mundos nombrados. “Es difícil que sea posible establecer las condiciones de previsión de los estados de la fábula sin construir una noción de mundo posible”. U. Eco, op. cit, p. 180.
En el transcurso de esta lectura urbana se configuran también mundos posibles imaginados, esperados, deseados, por el lector y previstos en el texto como “probables movimientos” (fig.1). Mundos urbanos como “posibles” sociosemióticamente y no ontológicamente. Como mundos culturales amueblados y representaciones más o menos densas de universos
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narrativos. Hablamos de narración es en el sentido de cambios orientados en el espacio-tiempo y entre dos estados (inicial y final). Mundo posible como “desarrollo de acontecimientos posibles” y que dependerá de “alguien” (confabulado en el texto) que lo imagina, sueña, afirma o espera. Casi toda la señalización urbana prefigura mundos posibles. También los nombres propios asignados a calles y espacios, a edificios o avenidas, a espacios urbanos (“histórico-conmemorativos” o provenientes de imaginarios locales no oficiales) permiten el acceso a un mundo posible más o menos organizado. La trama de signos arquitectónicos, con sus diferentes densidades semiológicas (Choay 1972) remite también a mundos posibles con sus lógicas particulares: estilemas, signos hipercodificados, iconografías, estímulos programados, calcos, huellas, ostensiones (Eco 1975).
Toda ciudad implica como discurso figurativo y plástico “incrustaciones de mundos” bien sea bajo la forma de la utopía, la ucronía o la metatopía. Desde el “espíritu” de la arquitectura de anticipación (metatopías) de ciertos futurismos, eclecticismos y revivals, pasando por la ucronía de Soleri y Archigram, hasta las utopías (mundo que existe pero que es aún “inaccesible”) de buena parte del expresionismo. O el mundo posible aún prefigurado en la arquitectura actual norteamericana, suerte de anti-ciudad y ciudad al mismo tiempo en la cual el texto urbano se resuelve en la tensión entre la cuadrícula teóricamente infinita y la verticalidad del edificio de acero y vidrio casi completamente autónomo. Es en definitiva el sistema cultural el que fija inicialmente el funcionamiento de un mundo posible y la alternativa de transformabilidad y accesibilidad entre mundos. Una representación global de la enciclopedia urbana debería registrar estas relaciones y correspondencias asumiendo en su interior las lógicas “normales” y las “aberrantes”. Mucho mas en el caso de los textos urbanos contemporáneos que solo son comprensibles como aglomeración de lógicas que responden a imaginarios locales diversos y cambiantes, incluso contradictorios. Aquí se dibuja una importante diferencia y que puede
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abrirse campo en la lectura de lo urbano: la correlación que puede hacerse entre dos oposiciones, dos estructuras minimales: Imaginario urbano vs Logotécnica o Mundo construido vs Mundo nombrado En efecto, los mundos posibles de las logotécnicas son remisibles a mundos nombrados, “apuntados”, señalados pero no construidos sociosemióticamente. Estable no significa “permanente” sino registrado en una enciclopedia de lo urbano: Calles, plazas, espacios públicos o privados, esquinas, edificios, autopistas, avenidas, son nombradas, etiquetadas pero no construyen suficientemente la lógica de un mundo posible. El texto-ciudad “no enumera”, no narra todas las propiedades posibles de un urbema. A menudo, a cada cambio de gobierno local, los políticos, los arquitectos y urbanistas municipales y regionales se afanan por ‘etiquetar” de nuevo los espacios urbanos: Es sintomático, por ejemplo, el cambio de nombre de una plaza, de un monumento, el cambio de colores de fachadas, el diseño de sistemas de señalización urbanística, la re-inauguración de un mismo edificio como sede de nuevos usos gubernamentales. Son operaciones “textuales” que corresponden a la noción de mundos nombrados y apuntados más que construidos por un sujeto colectivo. En la zona semiótica de los imaginarios urbanos, en cambio se construyen mundos “muy amueblados”, dotados de individuos y propiedades descritas con detalle y que alcanzan por ello un fuerte efecto de verosimilitud y de credibilidad social: la ciudad, sus espacios, edificios, son narrados, marcados, incorporados a la lectura de un sujeto colectivo(local o global) que los resemantiza en el interior de enciclopedias locales. Así, por ejemplo, el “nombramiento” de una calle o esquina más que “etiqueta” es “bautizo” o “estigma”, simbolización más que señalización: “Gimnasio cubierto polideportivo” es reemplazado por “El sombrero del general”, o “Calle 13a-5” reemplazada por “la calle de la sombra”, o “avenida de los locos”. Diría que
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mientras en el primer caso estamos frente a un Diccionario que una Enciclopedia en el segundo ocurre lo contrario. Aquí cabría todo un interesante excursus sobre los cambios de efectos de realidad de los mundos construidos/nombrados en las diversas épocas de la arquitectura urbana, sus procedimientos “enciclopédicos” o “diccionariales”. Pensemos por un momento, desde esta perspectiva, en las diferencias y relaciones entre los mundos posibles del Gótico, del Eclecticismo, del Modernismo y Art Noveau, de la Modernidad, de la Post-modernidad, en fin de las arquitecturas latinoamericanas permeadas por múltiples procesos de “mestizaje” y de hibridación cultural ¿Qué serie o conjunto de mundos posibles (fragmentados, continuos) están inscritos en toda la actual arquitectura urbana de una ciudad como Barcelona o Madrid?: La “Guía secreta de Barcelona” es un metatexto tan válido hoy como los geométricos itinerarios de autobuses o las guías para turistas y el actual plano regulador de densidades y flujos. La ciudadtexto se transforma en un espacio narrativo ficcional del mismo modo que en el film o en la literatura. Pero no debemos ubicar al mundo urbano apuntado en un nivel de valoración absolutamente “inferior” al mundo construido. Porqué si bien desde una determinada visión esto puede suceder, no está comprobado que la gente que usa hoy las ciudades no pueda producir efectos de sentido y procesos de comunicación novedosos al margen de una lógica de mundos construidos o de mundos muy construidos. Es muy probable, en cambio, que nuevos tipos de lectores in urbis, que denominaría metafóricamente como lector in tribus, determinen como contraparte semiológica la definición de un texto-ciudad diverso. Lo interesante es que este lector in tribus es también homologable al lector liminar del cual hemos hablado, pues ocupa espacios limítrofes, inter y extra textuales, periferias del texto a través de la figura de un apuntador de mundos que inventa significados. Quizás desde esta mirada nos conviene leer los actuales fenómenos de multiculturalidad étnica de casi todas las ciudades europeas.
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lector in tribus: Las ‘nuevas tribus´. Rituales urbanos y significación.
Las ciudades actuales “viven”, “funcionan” por zonas, por sectores (¿no habrá sido siempre asi?). Las zonas funcionales se invaden y se territorializan, se simbolizan mediante mapas cognitivos, topologías diversas (posiblemente reductibles a grupos de invariantes).Los árabes o africanos de Lyon recolocan y delimitan su propia zona étnica sin renunciar a los flujos y las relaciones sígnicas. Los “viajeros nocturnos”, jóvenes murcianos, barceloneses, madrileños, resignifican la ciudad nocturna por zonas y rutas inexploradas. Las ciudades se van configurando según lo que los antropólogos y sociólogos denominan como los “nuevos modos de estar juntos”, una suerte de combinación de “redes virtuales” o virtualizantes que se superponen a la ciudad física. Modos nómades de habitar-leer la ciudad. Esto supone estar atentos a nuevos modos de construcción significante. Formas de comunicación urbana y de procesos de identificación local aún inexplorados (Augé 1993, Attali 1992). La noción de ‘tribu urbana” no es tan aventurada y de hecho es considerada en los estudios sociológicos sobre la ciudad contemporánea, la urbe o la megalópolis. Ciudad de fronteras inestables, “desterritorializada-territorializada” continuamente, sede de mestizajes e impurezas. Lugar casi perfecto para homologar teóricamente la noción de enciclopedia global de Eco como “territorio” irrepresentable. Este tipo de ciudad (a medio camino entre la tradición, la modernidad y la postmodernidad) que acude a metatextos que simulan la representación de una ciudad completa pero que, al mismo tiempo vive de juegos territoriales, rituales de grupo que se apropian de espacios transformándolos en lugares. En Murcia, Alicante, Madrid Barcelona, Bologna, Roma, Caracas, Mérida, Bogotá, Sao Paulo y en otras ciudades, me tocaba asistir como “extranjero” a las procesiones de verdaderas tribus de la noche, grupos de jóvenes y adultos que de Viernes a Domingo toman la ciudad y la resemantizan a través de itinerarios particulares, quebrando la división entre público y privado,
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metaforizando la posibilidad de un territorio dividido de otra forma; miniterritorios nocturnos que indicarían la arbitraria artificialidad de las demarcaciones del día. La ciudad aquí debe ser estudiada desde la perspectiva heterogénea de estos grupos nómades (Canclini,1993. Barbero,1994. Augé,1992). Vestidos de negro, blanco y rojo estas nuevas tribus neogóticas invaden prácticamente la ciudad “histórica” transformándola de monumental en episódica, en viaje entre “estaciones” probables donde se establecen por “pactos” los encuentros y las salidas hacia otros lugares.
Igualmente hay que desviar nuestra visión hacia las nuevas culturas híbridas que construyen nuevas enciclopedias locales del uso de la ciudad, influidas por las culturas textuales del video, del multimedia, de la radio, el cine, la nueva música urbana. Discursos de fragmentación-recomposición que se acercan a las operaciones textuales de ese lector liminar que hemos mencionado. Apoyado en redes (“prótesis”, “extensiones”, “simulacros”) que le proporcionarían una imagen global provisoria se mueve en el territorio en forma de programas narrativos “cortos”, “pequeñas conjeturas de grupo”. La visión tribal es necesariamente local. Pero aquí podríamos equivocarnos en dos sentidos: a) No estamos frente al modelo de la “sociedad cerrada”, que funciona completamente sobre la composición-recomposición del mismo mito, en el sentido de la antropología estructural de Lévi Strauss o según un modelo canónico-topológico inmanente (Greimas 1972). Los bricoleurs urbanos actuales no son iguales a los “indígenas” brasileiros. b) Y tampoco estamos necesariamente frente a la culminación apocalíptica de la era del simulacro (en el mismo sentido de Jean Baudrillard). Estos lectores neotribales del texto urbano no son “inocentes víctimas”de las redes virtuales sino que, por el contrario, parecen enseñarnos de algún modo nuevos usosinterpretaciones no previstos en la relación texto-enciclopedia. Al igual que en los años 70 (ECO, FABBRI 1972)ocurre aqui promover dentro de la semiótica del espacio urbano el debate
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teórico contra el viejo paradigma del “terror de la imagen” y preguntarse en serio ¿qué hace la gente con el texto-ciudad y como se confabula con sus tramas?
aventuras de frontera “La ciudad está en todas partes y en ninguna...” J.L.Borges
Las ciudades actuales serían entonces más comprensibles a través de la noción de ese lector liminar, un lector in tribus por el hecho de prefigurar textualmente un habitante de fronteras, de lugares hìbridos, de construcción y deconstrucción de los sistemas y signos de referencia en lapsos de tiempo mucho más acelerados que en épocas anteriores. Y aquí nos viene a la mente una bella frase de Mijail Bakhtine: “...el evento del texto, su esencia, intercorre siempre a lo largo de las fronteras, entre dos consciencias” El texto-ciudad (y sobre todo respecto a la ciudad latinoamericana) es un texto mucho más comprensible como cruce de fronteras que separan y unen a la vez múltiples imaginarios urbanos. Territorios apropiados por la gente y por encima de las logotécnicas reductoras de la significación (CHOAY 1976) , es decir los códigos, los sistemas de señalización y de imagen corporativa impuestos por los “especialistas” de la urbe. Es más relevante hoy estudiar los fenómenos fronterizos urbanos, los lugares del mestizaje simbólico, la manifestación de espacios plurales de sentido : haciendo en este punto una importante distinción (Ferraresi,1989) es más interesante ocuparse de los planos textuales que de niveles textuales, es decir, de estructuras “internas” del texto. Es un desplazamiento de uno de los paradigmas metodológicos de la semiótica aplicada a lo urbano. La misma noción cultural de hipertexto motiva a todo esto, así como también el uso de otras metáforas muy poderosas como “redes virtuales”,” “viaje virtual”, ”mapa audiovisual”. Los nuevos usos del espacio urbano parecen hoy más que nunca presentarse
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como textos marcados por el “juego de la trama” por lo liminar y la abducción. La ciudad contemporánea privilegia las conexiones sintácticas en el espacio de uso y consumo más que experiencias temporales: en vez de Heiddeger o Proust es la táctica y estrategia del videogame, pero también el “cuerpo ciego” de un personaje como Ulises. La tribu fragmentaria ganaría espacio frente a la gran narración urbanística (Canclini, 1993). Las ciudades enfatizan el uso-fruición como pequeños relatos, discursos locales y juegos de lenguaje regionales que se enfrentan a cualquier intento de simbolización general. Pasan a primer plano los rituales de demarcación y los procesos cognitivos y perceptivos de referencialización a los mundos posibles construidos en los imaginarios socioculturales, incluyendo en éstos todas las narraciones que la gente efectúa a partir de las logotécnicas y los mensajes massmediaticos oficiales. El texto-ciudad latinoamericano es un ejemplo relevante como intertexto y palipmsesto, lugar de frontera, borde vivo de intercambio. Pero precisamente desde una frontera que no alterna (como sí ocurre en Europa) con un “centro” cuya logotécnica es muy densa, gramatical mas que textual (Lotman, 1979): “..ciudad negra o colérica o mansa o cruel o fastidiosa nada más,/ sencillamente tibia...”. (Efraín Huerta, México).
mundos apuntados y rituales de demarcacion urbana
En los nuevos contextos latinoamericanos , los habitantes y usuarios deben resemantizar continuamente la ciudad dentro de la ausencia de un espacio público caracterizado, como estructura coherente de servicios, de señales: en una palabra en una suerte de “orfandad” de la ciudad como discurso urbanístico más o menos permanente desde la época de las dictaduras y las democracias representativas latinoamericanas y las últimas épocas de los grandes planes territorialesurbanísticos de la modernidad de los años 40 y 50. Es una confrontación “silenciosa” y a veces violenta entre las “etiquetas”, los mundos apuntados por los planes de
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turno, los metarrelatos técnico-políticos y los imaginarios “periféricos”, híbridos, semisimbólicos que circulan continuamente por la ciudad. Una tensión significante entre mundos etiquetados y mundos construidos. En este espacio textual se superpone (y sobre a partir de los años 80) la cultura de las redes informáticas, de los mundos posibles “virtuales”. Pero éstos, a su vez, se mezclan con el imaginario telenovelesco y radial de vieja data en Latinoamérica, con los residuos de la cultura rural y sus signos, sus emblemas mágico-religiosos. Los nuevos lectores tribales y locales mantienen sin embargo rasgos de identidad comunes: habitan “fragmentos de ciudad”, estructuran espacios de frontera, disponen de un mapa virtual global y construyen pequeños relatos cotidianos (diurnos/nocturnos) en la urbe: privilegian la sintaxis, el encadenamiento de eventos de un itinerario, son mas cercanos a la metáfora del “compañero de viaje” que al “habitante del centro urbano”. Son apuntadores de mundos. Frente a una hipotética carencia de mundos construidos no optan tanto por afanarse en rehacerlos: más bien (cosa de singular atención) aprovechan la misma estrategia del mundo apuntado para reinventar efectos de sentido. Es una estrategia homologable al uso de “mouse”, a la indicación de mundos a la cual estos grupos sociales están habituándose progresiva y culturalmente. La táctica de “apuntar mundos”, la idea de lugares de paso dentro de itinerarios demarcados simbólicamente por windows o links , la metáfora epistemológica de una suerte de cultura urbana “periférica” (que en el caso de la urbe latinoamericana adquiere un fuerte sentido de connotación), de lectores liminares dotados de enciclopedias locales similares al modelo del hipertexto, puede ser estimulante y renovar el enfoque de las visiones teóricas o disciplinas que, como la semiótica, deben reestructurarse para hablar y hablarnos de nuevos procesos de significación y comunicación. Podría ocurrir que la cultura “decrete” la muerte del texto a través de nuevos usos, pragmáticas del signo. O almenos la noción de texto como regularidad, coherencia, totalidad, gestalt perceptiva. Esto no significa la pérdida apocalíptica y angustiosa de la significa-
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ción, del sentido. Creo que bien podemos ya re-emprender con confianza (de hecho se está haciendo) una reformulación de la noción de la textualidad. La metáfora del intertexto, del hipertexto es provechosa y está representada, por ejemplo, en la noción de enciclopedia global de Eco o en la noción de Semiósfera en Lotman, en la noción de dialoguismo de Mijail Baktine. Los actuales usos del espacio urbano nos motivan a un nuevo acercamiento al fenómeno del uso-lectura de la ciudad desde la narratividad y la pragmática del texto. Persiste el acecho de los de-construccionistas y transmodernos “hard”, amantes de la deriva total, pero como sujetos apasionados aún por un mínimo de estructura y por la idea de que en la dinámica de los procesos se anidan “secretos códigos” aún no descubiertos bien vale la pena reescribir a Greimas en una suerte de fiel traducción-traición: “Es en los límites del texto-ciudad donde está la salvación” .
Figura 1 Niveles de cooperacion textual. La ciudad como texto
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Figura 1.2 LOGICAS más “profundas” de la narración urbana (fabulae urbana) topoi-narrativos urbanos (macroprosiciones) mapas globales
TRAMAS URBANAS Saltos, dislocaciones, itinerarios “laberinto del discurso urbano” ( microproposiciones) mapas locales
Movimiento del lector in urbis por topics, cuadros o “frames” referenciales e intertextuales, por “paseo inferencial” y abducción En 1.1 se representa el movimiento cooperativo del lector in urbis basandose en el cuadro de los niveles de cooperacion textual propuesto por Umberto Eco en su Lector in fabula . En 1.2 se grafica otra sintesis del proceso : desde las “tramas” o “intrigas” espacio-temporales urbanas hasta el nivel de acceso a la “lógica del juego urbano”, de las “fábulas” o lógicas urbanisticas conformadas por el encuentro de las estructuras a nivel del contenido. El lector in urbis debería poder acceder a este “nivel último del texto” a través de abducciones y paseos inferenciales.
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Los imaginarios urbanos en América Latina Armando Silva Téllez (1993)
Presentación: Los croquis urbanos
La imagen de una ciudad no es aquella foto que captamos de uno de sus lugares y que exhibimos como la expresión de su personalidad urbana. Hasta el momento, por lo general, cuando se trata del tema de la imagen de la ciudad se piensa simplemente en un sentido de inscripción visual, o sea aquello que se consigue por un medio mecánico, como sería la fotografía o el video, que reproduce con alta fidelidad el objeto impreso. Otros asumen que la imagen es el recuerdo de alguna parte sobresaliente de la ciudad, e incluso una fuerte tendencia en el estudio de la ciudad asume que la imagen la constituyen los mojones o referencias de la ciudad. Todos esos puntos son ciertos parcialmente, pero, a nuestro entender, no se han desarrollado de manera apropiada los postulados y los criterios para definir qué es una imagen y qué la imagen de una ciudad. Desde nuestro enfoque queremos proponer como imagen urbana aquella impresión conseguida colectivamente en un alto nivel de segmentación imaginaria de su espacio. Entonces sobreviene la pregunta: ¿de qué manera proyecciones sociales, captadas por distintos medios cualitativos1, elaboradas sobre 1. Las técnicas de investigación que he utilizado se reducen a cinco procedimientos: fotografías de distintos actos de ciudad y análisis de las mismas; recolección de fichas técnicas donde se describen episodios y se tecnifican
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una base de creación mental, pueden ser materia para definir personalidades colectivas? ¿Hasta dónde y cómo algunos postulados de las ciencias sociales y del lenguaje pueden hoy ayudarnos a definir los entornos urbanos de un continente en calidad de inscripción imaginaria? Nos interesa, pues, sondear un terreno doble: de un lado un objeto social colectivo, los ciudadanos de una ciudad y por extensión de un continente, y del otro, una metodología con unas categorías propias de análisis simbólico. Examinar, así, hasta dónde algunos modelos interpretativos pueden ayudarnos a definir unos espacios marcados, proyectados y construidos por sus ciudadanos. Se trata, pues, de proponer una teoría estética de lo urbano de la ciudad. En mi libro, Los imaginarios urbanos en América Latina (Tercer Mundo Editores, 1992 y 1993, Bogotá), he intentado generar una teoría social a partir de lo que he denominado los ‘croquis urbanos’: puntos suspensivos que siguen líneas evocativas en la creación social de territorios imaginarios. Opongo entonces el mapa, la línea continua que marca y resalta las fronteras, al croquis, la línea punteada apenas sugerente, para sostener que el nuevo antropólogo urbano tiene por objeto el levantamiento permanente de croquis de su ciudad, dado el hecho evidente de que éstos aparecen siempre en permanente construcción. Así el territorio urbano es croquis y no mapa. El ‘aparecer’, sentimiento fantasmal del fugaz acontecimiento urbano, nos es últil para edificar la noción de teatralidad y de puesta en escena del hecho ciudadano. En la ciudad, entonces, ocurren hechos; los construimos como bien puede deducirse de una teoría lógica del conocer. Pero tales sucesos son, especialmente, de naturaleza imaginaria. La construcción de la imagen de identidad de un sujeto pasa por la vía de la proyección imaginaria. La creación colectiva obedece a mecanismos similares. Soy en mí en la medida que estoy en capacidad de pensarme a mí mismo como otro. datos de ubicación; recorte y evaluación de discursos o imágenes de periódicos en comparación con sucesos urbanos, técnicas de observación continuada para establecer posibles lógicas de percepción social y elaboración de un formularioencuesta sobre proyecciones imaginarias de ciudadanos según explicaciones de croquis urbanos.
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No es posible, claramente ya se ha dicho, el soliloquio si antes no me he fijado el otro en mí para que funcione como base de toda matriz imaginaria, y entonces no sólo los signos tienen tiempo: el pasado imaginario, el presente real y el futuro simbólico, sino que los signos corresponden a categorías pronominales: Yo, instancia real del sujeto; Tú, emplazamiento imaginario; y Él, construcción simbólica. De esa suerte los psicoanalistas nos han ayudado a comprender que los pronombres personales, que nos explicitan los gramáticos y lingüistas, tienen que ser éstos y no otros, actúan como imperativos existenciales: nadie puede construir un ‘punto de vista narrativo’ que no sea en una de las tres personas marcadas por los pronombres: que están en el lugar del nombre. O sea que la proyección del punto de vista proviene de una categoría más profunda en la estructuración del ‘yo’ como identidad especular. Y si decidimos que el ‘yo’ es presente, el ‘tú’ pasado y ‘él’ futuro, entonces instauramos un modo temporal en una acción pronominal.
La ciudad contada por sus habitantes y las metáforas urbanas
Según lo anterior, la creación de una imagen social, de una vida llevada colectivamente, con sentimiento de lo mutuo, como corresponde a los ciudadanos en cuanto personalidad global, pasa por el ponerse en forma narrativa. La ciudad imaginada precede la real, la impulsa en su construcción. Y entonces pueden proponerse algunos ejes de sentido que he ubicado en calidad de metáforas de ciudad, como fundamento de los croquis colectivos. Así crece la ciudad, así se construye la forma ciudadana, y como tal, como forma, le debe al arte su inspiración. Propongo, dentro de otros ejes, que extiendo en el libro en mención, cuatro metáforas urbanas en cuyo ejercicio se nos permite comprender la creación de un ‘sentido urbano’ de naturaleza estética: el adentro/afuera; el antes y después; los rizomas urbanos y el cortocircuito de miradas.
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El adentro/afuera
Espacio postmoderno que rompe el eje de límite de lo público frente a lo privado. Si bien lo apreciamos, en los nuevos ascensores transparentes de ciertas edificaciones ‘post’, quien los usa, expuesto a la mirada pública, no puede, verdaderamente, sentirse adentro de un lugar. Entramos al ascensor, pero seguimos afuera, expuestos al suceso colectivo público. Al asistir al museo Pompidou, hecho al revés para marcar que siempre se está haciendo, que no está terminado, que se rehace según el día o la exposición; al disfrutar en un bar de Sāo Paulo, donde ya hay casas abiertas como bares para clientes anónimos, uno no puede afirmar que esté en práctica de una acción privada y estable, sino que el mundo se nos corre. El afuera vive adentro. Antes/después
Nos coloca en la dimensión del tiempo. El meollo narrativo de la ‘memoria urbana’. Bogotá nace un día específico: el 9 de abril de 1948, cuando asesinan al gran líder popular, Jorge Eliécer Gaitán. Luego de 45 años todos, jóvenes y viejos, recuerdan esa fecha. La recuerdan aun los que entonces no habían nacido. Bogotá nace de un mito: si Gaitán no hubiese muerto, no viviríamos la angustia diaria de la violencia, no estaríamos atravesados por el imaginario de violencia política que nos carcome día a día a los colombianos. La memoria urbana se hace de fisuras que marcan el antes y después. Cualquier acontecimiento fuerte, el terremoto de la ciudad de México o la caída de Collor de Melo en Brasil y de Carlos Andrés Pérez en Venezuela, nos precipitan a la fractura ciudadana. La memoria individual y social se hace de referencias. Los mojones de que hablase K. Linch para identificar la imagen de la ciudad deben trasladarse al campo imaginario: aquello que cuento porque me sirve de referencia de un después de que sucedió un hecho. Así se hace la literatura urbana que tanto nos duele en este continente para poder imaginar un mejor futuro. Al final el futuro está hecho de pasado. Irrebatible opción.
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Centro/periferia/circuito-frontera y los rizomas urbanos
Los centros urbanos se están perdiendo. El historiador R. Fishman habla para Estados Unidos y afirma que el 45% de sus habitantes viven hoy en día en callejones alrededor de ciudades como Nueva York o Chicago. La unidad de esta nueva ciudad norteamericana ya no es la calle, medida en bocacalles, sino el corredor de crecimiento hecho por el automóvil. Si a principios de siglo Londres o Berlín medían quizá 250 kilómetros cuadrados, las nuevas ciudades largas, largueros, pueden medir hasta 3 o 4 mil kilómetros cuadrados. En su interior todos los elementos se han agrandado en la misma proporción. Y qué decir de ciudades como México o São Paulo. Para ellas se habla de explosión, de cataclismo, de no retornos. O de Apocalipsis, como lo entona el escritor Carlos Monsiváis. Megalópolis de increíbles gigantismos que impiden por naturaleza una presentación global y céntrica, dice Néstor García Canclini y prefiere referirse a circuitos entre fronteras en sus culturas híbridas. Deleuze, Guattari y junto a ellos Eco, proponen el rizoma en el que cada calle puede conectarse con cualquier otra. Se carece de centro y periferia y no hay salida, pues son potencialmente infinitos. De ahí que el rizoma se exalte como lugar de conjeturas. Los rizomas serían en propiedad las figuras imaginarias para abordar los laberintos simbólicos de las zonas urbanas latinoamericanas. Guayaquil, en Ecuador, ha potenciado hasta el extremo los conjuntos cerrados, en el sector exclusivo de La Puntilla. Se trata de fortificaciones construidas por los urbanizadores que han aprovechado el río Babahoyo para sacarles brazos superficiales e instaurar todo un esquema de vivienda cerrada, sobre lógicas rizomáticas laberínticas con barreras, desvíos falsos y muros de contención para que los ladrones-piratas que llegan no se lleven sus pertenencias. Acciones y representaciones privadas, como los llamados ‘policías acostados’, que consisten en pequeños montículos levantados sobre el asfalto de la calle para obligar al carro a detenerse y de este modo parar su circulación pública en beneficio de la calle privada que manda sobre la disposición estatal, se vuelven comunes por todo el continente. En Sāo Paulo, en
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el barrio de Butantá los vecinos del sector han cerrado varias calles para construir un auténtico laberinto, ya que tiene más de 10 entradas pero sólo una salida: para salir se requiere ‘un mapa secreto’ que le informa a uno por dónde coger para no perderse: un auténtico ejercicio espacial del hilo de Ariadna. De este modo se aspira a combatir al extraño, al posible bandido y la gran mayoría lo puede ser. Perdemos los centros. Quizá con la notoria excepción de Buenos Aires y otras pocas de menor dimensión, estamos frente a ciudades marginales con centros abandonados. Los barrios, los conjuntos cerrados, se convierten en nuevos castillos medievales desde donde los señores miran al pueblo con sospecha. Lo mismo puede decirse de los centros comerciales que hoy recorren todas las ciudades de América Latina, hechos para excluir al visitante extraño e identificar al propio. Ver y/o ser visto/cortocircuito de miradas
En este caso destacamos los cuerpos de los ciudadanos expuestos a la mirada pública. Hoy más que nunca, como consecuencia de las tecnologías y del incremento de las medidas de control, el capturar por la mirada al otro en estado de ilegalidad ética, cuando no social, se convierte en una estrategia que interioriza el ciudadano que se sabe mirado. La figura del panóptico de Foucault viene bien al caso: se nos mira, tenemos conciencia de ello, pero no sabemos cuándo, ni quién, ni desde dónde. Se recuerda la famosa frase de Perón cuando en uno de sus célebres discursos afirmó: “el hombre es bueno, pero es mejor si se le controla”. El mayor ojo urbano de todos, la televisión, nos hace ciudadanos frágiles a la mirada pública. Pero también el supermercado, en la compra con dinero plástico o en la transacción bancaria. La democracia nos abre posibilidades pero a su vez nos controla. El cortocircuito de miradas alude a una condición de control que viene en aumento tecnológico en las ciudades de América Latina. A su vez las miradas y su descarga placentera se hinchan en satisfacciones en la moda maravillosa de los cuerpos que recorren las calles de Río o Cali, evocadas en nuestra investigación como ciudades eróticas y femeninas.
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O en las playas del caribe, donde las tangas, invención del continente, apenas tapan lo necesario de la parte del cuerpo: suficiente para estimular la mirada que atraviesa. Una vez aludidos varios de los mecanismos de las estrategias metafóricas de nuestras ciudades, en algunas de las metáforas dichas a manera ejemplificante, podemos argumentar que la dimensión estética de la ciudad no será reconocida en la historia de las formas arquitectónicas, ni en los dibujos o bodegones que hacen los artistas urbanos, ni por el colorido de las fachadas. Todo lo anterior es forma estética externa y no se niega. Pero la dimensión profunda corresponde a las formas mentales que van apareciendo en el hacer colectivo: aquello que hace que un sitio sea marcado como ciudad del placer, aquel otro como zona de terror o peligro y uno nuevo como el lugar erótico de la urbe. En el trasfondo lo imaginario se nutre del fantasma. Amerita entonces divagar sobre esta figura del inconsciente a la que nos introdujo Freud con tanto esmero y que podemos sacar a la vida urbana.
Los fantasmas urbanos
Comencemos por su etimología, que ya transporta su excelencia semántica. ‘Fantasma’ se forma de la base griega phan, del verbo griego phaino, mostrar, mostrarse, ver. Esta misma base aparece en ‘epifanía’, la manifestación del señor; en ‘fantasía’, la imaginación creadora; en ‘fenómero’, phainomeno, lo que se ve y se puede comprobar. ‘Fantasma’ no es más que otra denominación de ‘espectro’. Fantasmas y espectros son vecinos en sentido y en familia lingüística latina. Se trata de la familia de specio, ver, mirar. Los espectros, como señalé en el libro mencionado, son ánimas en pena que, según credibilidad muy arraigada en América Latina aparecen o, lo que es lo mismo, se ‘dejan ver’. En las casonas viejas donde hay tesoros escondidos, donde se ha perpetrado un crimen, donde alguien ha sido atormentado o, en ocasiones, simplemente por tratarse de un sitio viejo o abandonado, se dan las condiciones para que aparezcan estos seres en todo caso provenientes de algo más allá de nuestra percepción or-
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dinaria. Los espectros cargan espantos: su nombre se aplica a las grandes amenazas ocultas presentidas y a las penas que surgen en la lejanía, como cuando se dice que sobre el mundo actual se cierne el espectro de la guerra, el de la pobreza o el de la derrota ecológica. Desde su origen, pues, los fantasmas y sus familiares son seres invisibles que aparecen y se van. El fantasma, morador de casas viejas, guarda interesante analogía con el inconsciente, en calidad de sótano de la casa del sujeto, como lugar de San Alejo en donde llegan los trastos viejos y sobrantes para dejarlos allí abandonados en el olvido, pero siguen viviendo en su etérea condición. El yo, dicen los psicoanalistas, no sabe todo lo que sabe, pues hay un saber inconsciente, origen de mis conductas que yo no sé. Que el “sujeto no sea quien sabe lo que dice, cuando claramente, alguna cosa es dicha por la palabra que falta” es la razón de la sin razón del saber que yo no sé. Si seguimos con la etimología encontramos que inesperado pariente de ‘espectro’ es ‘espectador’: el que mira, ve u observa. Del latín spectator, mirar con mucha atención, como si se le salieran los ojos mirando, intensivo de specio, ver, y relacionado con speculum, espejo, superficie lisa y pulida en la que se reflejan los objetos. De espejos se forman los ‘espejismos’, que tiene que ver con fenómenos ópticos de países cálidos y que consisten “en que los objetos lejanos (como los que se ven en un desierto cuando nos morimos de sed) producen una imagen invertida como si se reflejasen en una superficie líquida”; por analogía también se habla de ilusión engañosa. Fantasma se diferencia de espectador aun cuando se llamen e interpelen el uno al otro: mientras el primero aparece para dejarse ver, el espectador se instituye para ver, para agarrar. No obstante, el espectador puede sufrir distintas jugadas y puede creer que ve algo, como el fantástico Don Quijote frente a los molinos de viento que identifica como sus enemigos, y en verdad no es más que una ilusión, o mejor, un espejismo. La ciudad, de este modo, vive también de espejismos, sus fantasmas la recorren de día y de noche. Mas no se trata de los fantasmas de los cuentos de las casas hechizadas, sino del cuento de toda la ciudad. La única contrariedad del fan-
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tasma urbano quizá se encuentre en los no-lugares descritos por M. Augé: cierto espacio de la sobremodernidad que tiene que ver con servicios a clientes, pasajeros, usuarios, pero que no están identificados, socializados ni localizados más que a la entrada o a la salida de los sitios fríos: aduanas, carreteras, bancos. Se trata de individuos sin identidad particular y sólo asumidos como parte de un sujeto colectivo. Sin verdad ni destino. Descripciones de no-lugares para sentar las bases de una etnología de la soledad. O, diría, en una sociología de la muerte del sujeto urbano. Mas ¿quién podría decir que no se ocultan fantasías de terror frente a una aduana o en medio de la inquietante velocidad de las autopistas? Entonces la ciudad del ciudadano que vive y recorre es asaltada por los fantasmas. Se la toman y la someten. La caracterizan sin saber cómo ni por qué. Le dan colores, la fragmentan en espacios, la diseñan como lugar o no lugar. La corren y recorren, la agrandan o la introducen en los más misteriosos ruidos, olores o creencias. En fin: el fantasma se ha hecho urbano y vive cómodamente en todas aquellas situaciones límite tan caras a ellos, donde con más fuerza aparecen para asombrar y seducir al ciudadano. El espectador hace sus veces en el ciudadano; el fantasma corresponde a su historia urbana junto con el escenario que forma para dejarse ver. En los escenarios de la vida colectiva mental los ciudadanos viven y son conmovidos por los fantasmas de la ciudad, en espera de la ocasión para hacerse vivos con su proyección imaginaria. La presente propuesta consiste, según lo dicho, en estudiar la ciudad como lugar del acontecimiento cultural y como escenario de un efecto imaginario. Es así como lo urbano de la ciudad se construye. Cada ciudad tiene su propia estilística. Si aceptamos que la relación entre cosa física: la ciudad; vida social: su uso; y representación: sus escrituras; van parejas, una llamando a lo otro y viceversa, entonces vamos a concluir que en una ciudad lo físico produce efectos en lo simbólico, sus escrituras y representaciones. Y que las representaciones que se hagan de la urbe, de la misma manera, afectan y guían su uso social y modifican la concepción del espacio. Una ciudad entonces, desde el punto de vista de la construcción imaginaria de su imagen, debe responder, al menos por unas con-
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diciones físicas naturales y físicas construidas; por unos usos sociales; unas modalidades de expresión mediada; por un tipo especial de ciudadanos en relación con la de otros contextos, nacionales, continentales o internacionales y, además, una ciudad hace una mentalidad urbana que le es propia. Examinemos estos cinco puntos que actualizan los enunciados de las isotopías. Quien visite a Cochabamba en Bolivia puede asombrarse con un detalle. Mientras los campesinos e indígenas se visten con fuertes colores en sus ponchos y hacen artesanía policromada atractiva y vital, las fachadas de sus casas, casi sin excepción, padecen de un color tierra triste y lúgubre. Sus casas reciben la tierra que el viento transporta e impregna en sus frentes. Cochabamba tiene el color de la tierra volada por el viento. ¿Cuál camisa de fuerza ha impedido a los cochabambinos expresarse en sus casas como lo hacen en sus trajes? ¿Se trata de la intervención gubernamental? Bogotá, al contrario, vista desde un avión es la capital del ladrillo. La herencia artesanal de la ciudad ha venido labrando un tejido de casa en casa, para que hoy sea considerada como una gran obra plástica hecha con ladrillo, entre rojizo y amarillo, que la identifica por su color y calidad material: el ladrillo bogotano que hace a Bogotá el color del ladrillo. Pero también una ciudad se hace por sus expresiones. No sólo está la ciudad sino la construcción de una mentalidad urbana. La vida moderna va metiendo todo en un ritmo, en un tiempo, en unas imágenes, en una tecnología, en un espacio simulado, para indicar los espacios de ficción que nos atraviesan a diario: las vallas, la publicidad, el graffiti, los avisos callejeros, los publick, los pictogramas, los cartelones de cine y tantas otras fantasmagorías. Nada más impresionante que ver las inmensas vallas colocadas en los grandes edificios de la también magnífica Sāo Paulo. Tantos calificativos de grandeza para hablar de una ciudad gigante donde cualquier aviso para que sea visto tiene que aumentársele su tamaño natural. Sólo después de uno convivir en esta ciudad comprende por qué sus vallas son tan grandes. O por qué sus conciudadanos imaginan que São Paulo, a pesar de ya ser la más numerosa y amplia entre todas las ciudades de América Latina, tiene el do-
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ble de la población realmente existente. São Paulo no sólo es grande, sino que sus ciudadanos se la imaginan más grande de lo que es y así, entonces, la fantasía no sólo produce efectos en la percepción, sino que manifiesta y exige un tipo de expresión en sus calles y en su entorno cotidiano. Por último, una ciudad se autodefine por sus mismos ciudadanos y por sus vecinos o visitantes o por los medios de comunicación arrolladores. No creo, permítanme pronunciarme con un ejemplo límite, que exista en el mundo de hoy una ciudad de más tinte imaginario que Medellín: la capital de la mafia y centro del temido cartel. Le doy la razón al lingüista norteamericano Noam Chomsky, cuando afirma categórico que a Medellín se la inventaron los “mismos gringos”. Aparece su conformación cuando se da la distensión de la guerra fría y el aparato militar requiere nuevos y pequeños enemigos. También los media necesitan de emociones fuertes y hay intereses de todos lados en hacer aparecer un nuevo emblema de maldad y codicia. El mundo necesita de algo in-mundo y allí está la Medellín, otrora capital primaveral, para ocupar ese lado oscuro y satánico de la vida aventurera del capital rápido e inmoral. Sea cuales sean las explicaciones sobre cómo se construye la Medellín mediada, no deja de ser patético e insólito que el ejército más poderoso del mundo vaya a temblar ante la acción de un puñado de analfabetos, matones pero simples y planos, dispuestos a enriquecerse con las oportunidades que les da el mercado mundial. Sostengo que la construcción de la imagen de una ciudad en su nivel superior, aquel en el cual se hace por segmentación y cortes imaginarios de sus moradores, conduce a un encuentro de especial subjetividad con la ciudad: ciudad vivida, interiorizada y proyectada por grupos sociales que la habitan y que en sus relaciones de uso con la urbe no sólo la recorren, sino la interfieren dialógicamente, reconstruyéndola como imagen urbana. Entonces puedo argumentar, de respuestas obtenidas en otros países de Latinoamérica, que Sāo Paulo y Bogotá son grises, aun cuando Río amarilla o Buenos Aires azul petróleo, Valparaíso azul mar, o que se pueden hallar calles femeninas en Santiago o masculinas en Caracas, calles peligrosas en Lima y lugares extraños en todas
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que recomponen ejes semánticos de corte antropológico. De este modo la ciudad puede proyectarse como un cuerpo humano, con sexo, corazón, miembros, pero también con sentidos: huele, sabe, mira, oye y se hace oír. Son atributos que deben ser estudiados en cada ciudad, comparando una con otra o cada una dentro de sus fragmentaciones territoriales o sus impulsos hacia la desterritorialización internacional, que no significa algo distinto que instaurar otro cuerpo simbólico que impregna al primero. Decir todo eso, preguntarnos bajo algunas circunstancias sobre las construcciones simbólicas, la paradoja de si estamos adentro o afuera de la ciudad, sobre su color o su construcción mediada, preguntar lo que estamos interrogando, no es menos importante que descubrir las figuras geométricas de plano, cerrada, montañosa o alta y baja. Son definiciones nacidas del uso social. Hay, pues, representaciones colectivas que nacen de la geometría, pero también las hay provenientes de la construcción física del espacio o, igualmente, de un mundo cromático de color urbano, o de símbolos vernaculares, o de un cambio en los puntos de vista urbanos. Deben nacer así los imaginarios urbanos de América Latina, para saber y comprender qué nos hace a nosotros seres urbanos de este continente. Las estrategias de representación son distintas en las culturas, como lo serán en las distintas comunidades urbanas. De este modo, hablar de ciudades continentales no lo será en cuanto hablar de abstracciones imposibles, sino de un patrimonio cultural, histórico, social, que accede a encuentros simbólicos que hacen semejantes unas con otras. La imagen de una ciudad, pues, no es sólo la fotografía de cualquier esquina, sino el resultado de muchos puntos de vista ciudadanos, que sumados como se suman las cuentas imaginarias, no las de la teneduría de libros de una empresa contable, esto es sumando no para agregar sino para proyectar fantasías, dan como resultado que una ciudad también es el efecto de un deseo que se resiste a aceptar que las urbes no sean también el otro mundo que todos quisieran vivir. Y también el que viven y desean que así sea. O para decirlo con el diccionario del gran Borges, que en esto de cuentos imagi-
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narios en cualquier momento salta a la vista. Se trata de un estudio y proyección de la otra ciudad: ella misma. Los imaginarios urbanos estudian la ciudad que todos han querido hacer y se extiende por debajo y cubre por encima la ciudad física que todos los días abordamos. Hablamos de la ciudad cromática más que de su entorno físico. O de la dimensión estética de la urbe.
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Voces de acceso a la ciudad postmoderna Julio Ortega (1995)
Las ciudades latinoamericanas son espacios superpuestos de la postmodernidad: torres del habla, plazas de comunicación, rutas del diálogo. Aun si desde la perspectiva urbanística las distingue la imposibilidad de una suma, y dan cuenta, más bien, de procesos de desurbanización, según los cuales el programa de la modernidad es contradicho por la pobreza; estas ciudades heroicas cambiantes, duplicadas por dentro, autoreflexivas y hasta autoparódicas, sostienen el fervor de sus voces públicas, al borde del abismo de la violencia, contra la penuria cotidiana, y a pesar de la dividida urbanidad del desamor citadino. Ese fervor, de pronto, es una libertad del habla congregada en el metro de México; en los centros comerciales de Caracas; en las plazas de Lima. Seguirle el hilo a esta conversación fluida y pasajera sería reconstruir, en lugar del mapa y del paseo modernistas, la fruición urbana postmoderna; para explorar la idea de la ciudad latinoamericana como el diagrama de la comunicación que nos humaniza. No en vano la novela latinoamericana se debe al dialogismo sin fronteras de una Ciudad del Habla que podemos llamar nuestra. Hemos perdido la aristocrática ciudad colonial, estamos perdiendo la doméstica ciudad republicana, y nos ha dividido la moderna ciudad disciplinaria, que materializa al Estado y a la Banca en las urbanizaciones que los perpetúan; pero hemos ganado, como verdaderos héroes del desarraigo,
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un lugar en el relato de nuestras ciudades, allí donde añadimos capítulos al cuento de estar aquí, a la novela de salir de aquí, a la leyenda de volver. La mayoría de nuestras grandes novelas (Rayuela de Cortázar, Paradiso de Lezama Lima, Tres tristes tigres de Cabrera Infante, Cien años de soledad de García Márquez, La guaracha del Macho Camacho de Luis Rafael Sánchez, Cristóbal Nonato de Carlos Fuentes, La vida exagerada de Martín Romaña de Bryce Echenique, Percusión de José Balza) no son “novelas urbanas” que puedan leerse frente a las “novelas del campo” (una clasificación ociosa); son, más bien, grandes espacios del habla, del recuento, del coloquio con que construimos espacios de comunicación que son un derecho de ciudad, un acta de fundación, una vía de acceso al lugar, si no central sí decisivo para ocupar, en el discurso de nuestro tiempo, el sitio de las articulaciones, de las identificaciones, del autoreconocimiento. No es casual que de nuestras ciudades sepamos más gracias a la interlocución de estas y otras novelas. Carlos Fuentes en La región más transparente (1958) adelantó la primera imagen de una ciudad nuestra como torre del habla. Si al Ulises de Joyce se podía entrar por cualquier capítulo como a Dublín por cualquier calle, a la novela de Fuentes puede ingresarse, como a la ciudad de México, siguiendo el hilo de cualquier diálogo. Es un hilo que se trama entre voces de zozobra y de pasión, y que se desata entre historias interpuestas al modo de un diagrama sonoro, que culmina en el origen, hecho ahora por la tierra futura y el espejo entrevisto. El gesto postmoderno de Fuentes está en la corriente abierta al habla por el principio de la fusión, ya que aquí convergen todas las voces posibles. Más tarde, en Cristóbal Nonato (1992), Fuentes introduce otro principio, más actual, el de la fruición, ya que la suma de las voces es ahora una celebración paradójica, no solamente crítica sino también gozosa. Pero si a fines de los años cincuenta todavía parecía posible proyectar una imagen fluida de la ciudad de México, a comienzos de los noventa es evidente que ya no es suficiente una, ni siquiera varias imágenes de esa ciudad, la más grande del mundo, la más asolada por la contaminación, la falta de recursos, la sobrepoblación, la pobreza y la semiocupación; y, con todo, capaz de la belleza
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insólita de sus plazas, muros, rincones, y del milagro único de su tiempo encendido por la luz más dulce. Para dar una imagen de la ciudad de México se requeriría hoy una novela por cada colonia, ya que la ciudad se ha multiplicado al punto de limitar, se diría, con el lenguaje. Es una ciudad desconocida hasta por sus taxistas, que le piden a uno la clave de su ruta, como si cruzaran el Aqueronte. Los mapas de la ciudad son obsoletos en cuanto salen de la imprenta: la ciudad crece más allá de su documentación. Y hasta por un mero cálculo de probabilidades, le decía yo a José Emilio Pacheco, tiene que haber una calle con nuestros nombres; en efecto, me respondió; hay una calle que lleva su nombre, aunque es otro José Emilio Pacheco. París era una fiesta latinoamericana en Rayuela de Cortázar, pero en las novelas parisinas de Alfredo Bryce Echenique, a la Ciudad Luz se le han “volado los plomos”. Por eso, el peruano de La vida exagerada de Martín Romaña que en pleno mayo parisino del 68 sale a la calle, se lleva un adoquín como recuerdo del hecho histórico. Ese adoquín, después de todo, es una sílaba del discurso de París, de su mitología y de su museo; y el hablante latinoamericano más que un cultor del “fuego central” parisino, es un inmigrante en zozobra, el extranjero que se perpetúa como el otro. Bryce escribió las grandes despedidas de París en sus novelas de los años ochenta, y no es casual que haya escrito ahora los adioses de Madrid, otra ciudad donde la extranjería latinoamericana ha sido sancionada por heteróclita. El actual monologismo de las capitales europeas, por lo mismo, contrasta notablemente con la fluidez dialógica de las capitales latinoamericanas, que contradicen el Archivo urbano, el canon de las voces iguales y abren los parajes de las voces en tránsito. Paúl Virilio ha escrito que el acceso a la ciudad contemporánea no se da ya por las puertas sino por el sistema electrónico, y que a la estética de las apariciones corresponde hoy otra, la de las desapariciones. Braudillard, por su parte, ha descrito bien el éxtasis de la velocidad, su culto como otra dimensión urbana. Y, en efecto, el sistema de las comunicaciones, en todas partes, ha reemplazado no sólo a la naturaleza sustituida por la ciudad como eje del artificio, sino a la segun-
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da instancia naturalizada por el orden urbano, es la instancia de la cotidianidad conquistada por la ciudad del siglo XIX; y, sin embargo, hay que decir que los medios de comunicación en las urbes latinoamericanas son un espacio más ritual y manipulador que verdaderamente comunicativo. O sea, no forman parte de la lógica horizontal del intercambio sino de la violencia informativa, ese simulacro y escamoteo. A pesar de su enorme influencia, centralidad y capacidad de hacer desaparecer a las presencias de la cultura viva, los medios de comunicación identificatoria. En unas capitales la televisión es peor que en otras, y en general hay pocos programas verdaderamente plurales y exploratorios; pero, si no me equivoco, la conducta del consumidor varía entre los medios, y no por el medio mismo sino por la distinta relación de consumo. Me ha parecido comprobar que hay varias formas de reapropiación de la radio, por ejemplo, que incorpora ese medio a la vida cotidiana. Quizás haya una dimensión de la televisión que ya no situamos en lo real ni en la ficción, que es un espacio urbano distinto, a donde uno accede entre desapariciones (entre estereotipos y repeticiones), como a una ciudad “hiperreal”, que sería distinta la ciudad “real” (la que preserva su contexto histórico) y a la ciudad “surreal” (la híbrida), de acuerdo con la tipología urbana de Arata Usizaki y Akira Asada; “hiperreal” sería una ciudad sin contexto y puramente artificial, como Disneylandia. La televisión es un simulacro de ese orden: se parece a nuestro mundo pero es su desaparición; lo sustituye en un acto postmoderno de pura equivalencia exaltada. Esa Ciudad Televisiva puede ser, claro, una prisión del espíritu creador, pero también una mera estación de imágenes en el gran espacio de la realidad multiplicada por el lenguaje. La voz es la materia de que estamos hechos, y mientras los medios no logren extirparla, el habla será irremplazable. En dos grandes novelas españolas podemos leer el poder específico de esas voces de la diferencia. Una es Larva de Julián Ríos, la otra Paisajes después de la batalla de Juan Goytisolo. En la primera, las voces de la extranjería (que corresponden a lo que Foucault llamó espacio heteróclito) encarnan en la poliglotía que ha abierto pasajes de comunicación (erótica, juvenil, alterna) en el Londres victoriano, cuya
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historia monumental es ahora un flujo transitivo verbal. En la segunda, las calles de París aparecen cubiertas por el grafitti ilegible: signos árabes, que encarnan la extrañeza radical, el Otro sin Sujeto, lo puramente entrópico en el muro racional del París burgués. A la poliglotía festiva de Ríos, sucede así la grafía invasora, cuya ilegibilidad anuncia un espacio de ocupación sin traducción. A estas imágenes de desocupación del centro por los márgenes descentrados hay que añadir las imágenes de Los Ángeles asaltado por las hordas étnicas de la pobreza suburbana, de la llamada “ciudad interior”, donde late el español migratorio. La mitad de los amotinados eran de origen hispano. Su malestar anuncia otro rasgo de la ciudad postmoderna: su racialización, esto es, su mapa étnico, que ya no es controlado por los centros tradicionales; y que crece en razón inversa al principio del melting pot, de la integración compulsiva. Si en el siglo XIX empezó en los Estados Unidos el proceso de la “americanización” como la renuncia a los rasgos de la etnicidad a nombre de un término promedio de semejanza ciudadana, hoy prevalece la necesidad de la extranjería como una práctica de la diferencia. Las ciudades se podrían, así, clasificar por su capacidad de extranjería. Buena parte de las nuestras practican procesos de nacionalización compulsiva, naturalizando rasgos y borrando diferencias. Pero las identidades urbanas se deciden en las opciones, y aparece hoy la identidad elegida entre las varias opciones de identidad que maneja, sin carga de angustia, el Sujeto postmoderno. Lo vemos en Caracas, entre los hijos de los inmigrantes, cuyos padres siguieron siendo extranjeros; ellos, la segunda generación que en los Estados Unidos había sido la generación más nacionalista, asumen su condición nacional pero también exploran sus orígenes paternos; esa doble valencia es indicativa de un diálogo capaz de restituciones. México, en cambio, le permite a uno seguir siendo, siempre, un extranjero; la sociedad no busca nacionalizarlo, al contrario, lo distingue como a Otro; algunos encontrarán en ello rasgos de nacionalismo y rechazo de lo ajeno; yo prefiero ver una negociación de identidades alternas, y por eso una ganancia de las diferencias. México, evidentemente, no es ya la ciudad premoderna, el gran mercado lacustre donde prevalecían los pactos tradi-
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cionales de la diferencia y la reciprocidad. El Estado mexicano tuvo que ceder espacios a la migración, la que más recientemente ha vuelto a desterritorializar su propio mapa, en varias capitales nuestras, al emprender caminos de retorno. Y no es casual que en el turno de la globalización, frente a la crisis del aparato estatal-nacional, nuestros países respondan con un nuevo regionalismo, afirmando espacios interiores, donde se procesa la crisis con menos costos y nuevas respuestas. Una de esas respuestas, la insurrección zapatista en Chiapas, anuncia que la primera guerrilla postcomunista es también el primer movimiento campesino con conferencia de prensa permanente, esto es, una insurrección para forzar la negociación. Por otra parte, México como proyecto urbano moderno limita con su contraproyecto desurbanizante; y no es insólito que la actual zozobra e incertidumbre política que vive el país (y que es una de las primeras sensaciones de que pasamos del estatismo patriarcal a la democracia posible) haya tenido su primera representación en las migraciones y su ocupación de espacios reclusos, baldíos, fronterizos (como en la ruta México-Puebla), donde se levanta una ciudad de los oficios y servicios, dividida por la mano de obra disponible; porque en la ciudad de México y sus satélites es notable la minuciosa orfebrería del trabajo popular, que alcanza a todas las formas de expresión y producción, desde la comida (que llevó a Calvino a creer que los mexicanos se estaban comiendo el mundo) hasta las artes populares; sin olvidar a los mendigos, porque en México hasta los mendigos trabajan. Capital de la crisis, México actual es el lugar de la mayor estratificación económica, pero es también el mapa de un equilibrio prodigioso, como lo son casi todas nuestras grandes ciudades, donde coexisten los extremos como una lección de anatomía política. El metro es en México el hilo que sostiene ese equilibrio, un espacio popular que desplaza a las muchedumbres pobres, y que las clases medias eluden. Seguramente es el metro más grande del mundo, más caro y más moderno, trasladando a la población de menores ingresos; en sociedades donde el costo del transporte es parte de la economía de subsistencia familiar, el metro mexicano es un control urbano de la crisis. Notablemente, de otro signo es el metro de Cara-
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cas, no menos popular en sus estaciones extremas y horas tope, pero de una urbanidad mítica (perdida en la urbe) y de una impecable operatividad (utopía tecnológica convertida en arcadia social). No es casual que en Lima los últimos gobiernos hayan inaugurado varias veces las primeras estaciones de un metro que todavía no funciona. Si la ciudad modernista es un texto que se puede descifrar según la lógica de su iconografía, la ciudad postmoderna, en tanto acontecimiento de las hablas, lugar de las enunciaciones, paraje de voces y diagrama comunicativo, puede ser trazada siguiendo el hilo de la voz heteróclita que la enciende. Roland Barthes propuso que entendamos el lugar común “los lenguajes de la ciudad” no como metáfora sino como producción de lo que podría ser una semiosis urbana. Habría que empezar por los géneros discursivos de la ciudad actual, desde la crónica, muchas veces abrumada por una abusiva primera persona trivilizadora del habla, hasta el periodismo testimonial, muchas veces dado al biografismo episódico, donde los hechos sucumben al peso de lo literal. En este sentido, hay que reconocer que el registro de esas voces pasa todavía por un anacronismo bastante empobrecedor: el costumbrismo, el criollismo, el pintoresquismo literario. Varios cronistas, escritores, y hasta letrados más jóvenes creen que dar cuenta de la intimidad urbana es reproducir esas voces desde el paradigma costumbrista, esto es, desde una reproducción que se quiere fiel pero que es estereotípica, que pretende ser astuta y humorística pero que es denigratoria y empobrecedora. El criollismo costumbrista es una tendencia literaria latinoamericana que adquirió validez hacia los años treinta, como expresión letrada de la crisis social a la que buscó representar desde las clases desposeídas. Buscó también darle un lenguaje a la ciudad cambiante de la industrialización y los movimientos populares, aún incierta entre el campo y la urbe; y lo hizo recobrando los márgenes que, por ejemplo, Borges creyó habitados por compadritos cuyo coraje los hacía dignos socios de Macbeth. Reveladoramente, el criollismo cree encontrar en el pueblo los valores de nobleza, integridad y carácter que las burguesías dominantes habían perdido sin pena; por eso, el criollismo suele adscribirse a la ideología hispánica tradicio-
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nal, al discurso de gran señor que manejan muy bien los hidalgos pobres. Algunos escritores jóvenes buscan hoy recobrar esas voces de los desposeídos, para dar versiones de sus códigos de honor, anomia social, violencia cotidiana, hablas secretas. Pero la representación de la crisis actual, por su textura compleja, es no sólo problemática sino que afecta al discurso mismo; al punto que la racionalidad del lenguaje sobreimpone orden y distancia a esa desarticulación fluida. ¿Cómo, en efecto, representar ese espectáculo urbano actual de las voces en flujo, esa materialidad cambiante y reverberante que es el horizonte abierto de lo cotidiano? En Caracas, Ibsen Martínez, en la telenovela social Por estas calles logró, en una brillante e impactante primera etapa, introducir la temperatura del coloquio callejero, dando una versión simultaneista de la subjetividad popular; pero en una segunda serie, el proyecto reveló sus límites: la crisis representada (poder corrupto, drogadicción, pérdida de destino social) se simplificó y las hablas se duplicaron hasta la caricatura. En México, un novelista alerta a los lenguajes de la ciudad como Gustavo Sainz, ha dedicado cada una de sus novelas al habla de una colonia distinta; y los escritores de su generación (José Agustín es el más conocido) se dieron a la tarea de reproducir celebratoriamente el demótico urbano, que incluye formas tradicionales y neologismos felices, pero que sobre todo liberó al formato narrativo y abrió en la escritura una corriente empática y empírica. El proyecto debe haber concluido cuando los delincuentes del barrio de Tepito se reconocieron en las novelas de estos jóvenes lexicólogos amenos y decidieron, para sobrevivir a la policía, cambiar de jerga, hacerse irrepresentables. Los años setenta en Lima produjeron, asimismo, una poesía coloquialista, donde el hablante informal asumía el bar como locus amenus de un vernáculo igualitario y ocioso. Todo este populismo debe haber ocurrido como una reacción primitivista frente a la pérdida de lugar social del discurso literario, desplazado casi en todas partes por el objetivismo bien templado del discurso de las ciencias sociales, casi invariablemente producto del formato de las fundaciones, de las puestas al día, y de las nuevas estrategias del mercado académico. La pretensión de leer más a fondo y documentalmente la reali-
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dad latinoamericana, sin embargo, limitó con los estragos de la crisis y tampoco el discurso disciplinario resultó suficiente para decodificar la textualidad (hay que decirlo, muchas veces ilegible) de las desarticulaciones sociales y políticas. Reproducir el vernáculo, escribir como habla el pueblo no basta, evidentemente, para dar cuenta de la crisis, de la carencia,pero tampoco para representar las prácticas de resistencia, las nuevas negociaciones y mediaciones de la modernidad popular. En verdad, los lenguajes públicos están desfasados, casi en todas partes, de la práctica social; y la televisión, otra vez, es sintomática: casi todos los locutores y presentadores de televisión viven la agonía del habla mediadora, ya que tienen que optar entre un modelo doméstico y otro ceremonial. Estos extremos demuestran la dificultad de representar un promedio de urbanidad que equivaldría a la norma nacional. Quizá, justamente, es difícil acordar esa norma, ya que estamos hechos de una pluralidad de modelos, y la ciudad está moviéndose de un habla de control a otras de renegociación. En la mayoría de los casos, esos presentadores apelan a un lenguaje formalista, supuestamente elegante, engolado, que les da un empaque de pompas fúnebres. Otras, son excesivamente familiares y bochornosamente indistintos. En la radio, prevalece el habla familiar, digresiva y redundante; más de las veces, una apoteosis del lugar común. Me ha llamado la atención observar que los mejores locutores son también buenos actores, paradoja que ya observó Henry James en su relato “Lo auténtico”. Lima, por cierto, es una ciudad puramente discursiva. Trabajando sobre los discursos que la construyeron, adelanté hace algún tiempo su tipología: 1. El discurso de Lima como centro. Se sostiene en la mitología colonial, asume la nostalgia como punto de vista y propone una fuente legitimadora en el sujeto de la tradición. Discurso aristocratizante, sustenta a sujetos cuya condición oligárquica o burguesa parecía en descenso; refuerza, por otro lado, el ascenso de los discursos profesionales de la ciudad, de Lima como problema, planificación urbana y solución futurista. La noción de una “Lima que se va” (José Gálvez) supone
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que la modernización mercantilista y poco gentil sustituye a la tradición por el vecindario. 2. El discurso de Lima como centro vacío. Sostiene el dictamen crítico, satírico, vejatorio, contra la ilegitimidad de lo limeño. Propone el cambio, la revuelta, y sustenta un sujeto popular, campesino inmigrante y provinciano avecindado. Discurso de filiación crítica, a veces de un anticapitalismo romántico, su lugar social es lo moderno: representa los reclamos democratizadores, igualitarios, justicialistas, así como la autoridad profesional y discursiva de la pequeña burguesía ilustrada. Federico More llegó a proponer el separatismo del resto del país como sanción moral a Lima. Sebastián Salazar Bondy elevó a dictamen (“Lima la horrible”) una frase humorística de César Moro. 3. El discurso de Lima criolla. Proviene del encuentro de lo aristocrático venido a menos con la emergencia de lo popular como buena conciencia. Es un discurso ideoafectivo que populariza al primero y aristocratiza al segundo. En sus mejores momentos, las novelas de Mario Vargas Llosa nos dicen que la vida en sociedad es improbable en el Perú, dado el mal inherente a los sujetos de la carencia; en sus peores momentos, la sociedad es una mecánica reduccionista, determinista, que genera tipos y estereotipos. En Un mundo para Julius Alfredo Bryce Echenique demostró que el discurso de lo genuino había sido asumido por la servidumbre, pero que resultaba siendo cursi a los ojos de los amos. En los cuentos de Julio Ramón Ribeyro, la ciudad está ya pérdida, y los sujetos resultan afantasmados por esa amnesia irredenta. 4. El discurso de la cultura popular. Notablemente, el vals peruano es una licencia para hablar en barroco. Chabuca Granda es la más famosa compositora peruana de una versión nostálgica y arcádica de Lima como centro perdido, recobrado en la moral de la gracia, en la intimidad del juego galante, en la lección más clásica del barroco: la de decorar el vacío. Otras versiones son más crudas, como la “chicha”, un híbrido de música indígena y ritmos caribeños. En los programas más populares, la televisión todavía opera las ceremonias de iniciación del inmigrante por la vía punitiva del humor. José María Arguedas intentó representar la urbe más
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moderna del país, el puerto industrial de Chimbote, boom town de la pesca industrial, pero sólo pudo hacerlo a través de las hablas desgarradas del loco, del enfermo, del borracho. Con la vehemencia de las Epístolas y con la fractura de la lógica discursiva. Arguedas, en El zorro de abajo y el zorro de arriba testimonió la intimidad agónica de esa transcripción abismada. 5. El discurso especializado. Incluye al periodismo, la arquitectura y las ciencias sociales; supone la noción permanente de una “crisis urbana” y la reconstrucción de la vieja Lima a nombre de la historia y la cultura citadinas. Los regulares forums urbanísticos proponen imágenes alternativas al tema cíclico de la pérdida de Lima, y documentan percepciones de la actualidad que se inscriben en modelos políticos del país. 6. El discurso literario. Hay una Lima inventada por Ricardo Palma, que hoy nos parece tan popular como aristocrática; en verdad, Palma fue el primero en vivir todos los dilemas de la ciudad hablada frente a la ciudad escrita, y buscó a aquella en ésta, como su historiador pero también como su cronista. La literatura de viajes, por otra parte, levantó una Lima discursiva a veces más firme que la real; es el caso de la expedición ilustrada española de Jorge Juan y Ulloa, que en el XVIII llega a Lima y la encuentra en ruinas a causa de un terremoto; pero el cronista decide describirla tal como en su fama fue, y así la pone de pie gracias a su propio relato. En Caracas, a la deriva de la modernidad, el habla busca su sentido de pertenencia. Los sujetos son este diálogo virtual, interpuesto y dividido, pero siempre a punto de su acorde de intimidad y su coro celebratorio. Uno va en Caracas en busca de su coro perdido. Hasta las colas son corales, y cada quien forma parte de varias a lo largo del día y de la ciudad, como si no acabara nunca de resolver su turno, su centro. Este es un valle y las calles reemplazan a los ríos, en cuyos lechos se levantan los ranchos de la pobreza, atravesando el mapa urbano con su desurbanización acumulada y colgante. Pocos lugares se han construido (desde sus albas y salvas del origen) como un espacio del diálogo posible. Al menos, el viajero
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recorre las avenidas como si fueran a desembocar en plazas y bulevares de charla unánime, merendero musical y mercadillo frutal. Nos hablan con el fácil fraseo que aligera el espesor cotidiano, entonando una pregunta (siempre interrumpida) por el lugar deshabitado entre todos: las respuestas son a medias, mediadas, mediaciones. La urbanidad es una paciente negociación, a pesar de las voces altas. En la colina del sujeto se oye el vocerío del valle del Otro. De noche baja el pueblo pobre y toma la ciudad. El día desde la polis, la noche de la policía. “Hemos perdido la noche” me dice Juan Sánchez Peláez, como si nos hubiesen quitado el sueño. Nosotros, los hijos de la ciudad letrada, terminamos en nos-otros, los ilegibles. Al habernos quedado sin la noche, hemos perdido la mitad de la voz. Salvador Garmendia en sus cuentos y novelas nos deja oír esa voz arrancada del cuerpo social: sus pequeños seres le dan la vuelta a la escritura para regresar la plaza dialogada, donde ya no requieren un nombre pues les basta con el tiempo presente ganado por la voz. En las novelas de José Balza, el habla disputa su lugar entre los espacios cerrados, como el paraje de apertura hacia la recuperación sensorial del mundo; no reproduce los lenguajes orales, los exalta con precisión y brillo, contaminados por la comunicación del deseo, por su estrategia permutante. En las de Carlos Noguera, en cambio, el diálogo es una fuerza convivencial: sus personajes recorren las calles en coche, no para ganar otro espacio sino para ensayar la intimidad del habla amical. La ciudad se divide en espacios de conversación variable, digresivos y memoriosos, de culpa y expiación; y por el habla el tiempo es retramado como un espacio del recomienzo, de la juventud y el acuerdo. Ricardo Azuaje, Israel Centeno, entre otros, hacen hablar a los nuevos espacios de contradicción, levantando las voces insumisas que buscan rehacer el mapa urbano. México, Lima, Caracas, en este fin de siglo podrían, gracias a las articulaciones latentes entre las voces del relevo que hoy subvierten los órdenes del Archivo sincrónico, reconstruir una memoria contra la amnesia, un espacio diacrónico donde los lenguajes sean del reconocimiento del sujeto en el otro, de la diferencia acordada como gracia. La memoria
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no como el museo de lo nacional sino como la búsqueda de la ciudadanía cultural, que excede fronteras y abre en la ciudad ya no el centro ordenador sino el umbral del presente, del recomienzo, de la voz que explora su propia duración, su textura temporal de ocurrencia convocante y concurrencia celebrante.
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Evolución del urbanismo en Puerto Rico Aníbal Sepúlveda
Contrario a la imagen exuberante que se vende en todo el mundo, el Caribe isleño es hoy una región urbanizada donde la mayor parte de la población vive en ciudades que nada tienen que ver con lo rural, exótico y playero que anuncia la propaganda1. Por otro lado, al hablar del Caribe como región, se esperaría una gran interdependencia entre las ciudades del área, pero tampoco ese es el caso. Aún no existe en el archipiélago una economía regional integrada e interdependiente. Todavía el Caribe isleño está fuertemente marcado por su pasado colonial. En las Antillas podemos hablar aún del Caribe hispánico, o del francés, del británico, del holandés, o más recientemente del estadounidense. Así, la evolución del desarrollo urbano en las islas del Caribe tiene que estudiarse por un lado en el contexto regional del archipiélago y por otro de acuerdo con la particular situación de cada isla o grupo de islas. Este ensayo examina el desarrollo urbano en Puerto Rico, una de las islas más urbanizadas de la región. En él se planteanalgunas de las ideas que nos han llevado a la prepa ración de un Atlas urbano de Puerto Rico, la búsqueda y el análisis de los datos estadísticos, de los materiales gráficos 1. En las Antillas de mayor extensión la población urbana es la siguiente: Cuba 72%, Puerto Rico 71%, Trinidad y Tobago 64%, República Dominicana 52%, Jamaica 51%.
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y la redacción de esa futura publicación. El Atlas ilustrará la evolución del desarrollo urbano de la isla de Puerto Rico a partir de la segunda mitad del siglo XIX hasta el presente. En él se examinarán las tendencias actuales y se propondrá un cambio radical de actitudes como requisito para reorientar el desarrollo urbano del país. Como primer paso hay que insertar el estudio del urba nismo en Puerto Rico en el contexto del Caribe isleño. En materia de desarrollo urbano, el país tiene muchas lecciones que aprender y muchas experiencias que compartir. Al igual que en el resto del Caribe, el urbanismo puertorriqueño recibióinfluencias foráneas a la vez que desarrolló formas urbanas adaptadas a su particular situación económica, política, climática y social. Esas circunstancias conformaron un urbanismo particular que en general compartía su fisonomía con la del Caribe hispánico. Sin embargo, el desarrollo suburbano ocurrido, sobre todo a partir de la década de 1940, ha deformado radicalmente la manera como los puertorriqueños imaginan, planean, financian, diseñan, construyen y habitan los espacios urbanos. Los resultados del calco del desarrollo urbano norteamericano fuera del contexto real de la isla por parte de las iniciativas privadas y del sector público, tuvieron mucho que ver en esa deformación. Los postulados del movimiento moderno marcaron para siempre el urbanismo en el país. La zonificación de usos exclusivos (vivienda, comercio, industria, diversión, etc.) ha desparramado y separado las actividades cotidianas del puertorriqueño de forma contundente. Puerto Rico es una isla pequeña (sólo 8.960 Km. cuadrados) y paradójicamente hoy día todo queda lejos y el tiempo en automóvil es en realidad la medida estándar de distancia. Existe ya al menos una generación de puertorriqueños que ha nacido y vivido en suburbios motorizados. Comienza a borrarse de la memoria colectiva lo que fue la convivencia en los espacios urbanos tradicionales concebidos a escala humana. Un indicador ilustrativo es el cambio dramático ocurrido en los transportes. Desde finales del siglo pasado hasta mediados del presente, las tres ciudades más importantes del país contaban con tranvías urbanos. A su vez existía un sistema de ferrocarriles con una línea de circunvalación costera y
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varias otras hacia el interior. Todos esos sistemas de transporte colectivo, favorecedores de un urbanismo compacto, fueron barridos ante el avance inexorable del automóvil que propició el desparramamiento. El número de autos registrados ha crecido exponencialmente, sobre todo en las últimas tres décadas. En esa misma proporción, el espacio isleño se reduce a medida que la infraestructura para el auto consume los escasos terrenos. En 1940, la población era de 1.869.255 habitantes y existían en la isla 22.847 automóviles, es decir unos doce autos por cada 1.000 habitantes. Dos décadas más tarde esa proporción subía a 78 autos por cada 1.000 habitantes. A partir de entonces la automovilización de la isla se disparó de forma alarmante. En 1980 la proporción era de 353 y en 1990, de 449. En Puerto Rico existen hoy día 1.650.709 automóviles, lo que equivale a más de 470 autos por cada 1.000 habitantes. Esa proporción es una de las más altas de todo el mundo y trágicamente muchas personas la utilizan como un índice de progreso. Sin embargo, lo cierto es que el número de autos crece más aceleradamente que el de la población. Hay en una isla de 160 X 56 kilómetros la insólita cifra de 22.490 kilómetros de carreteras. La red de espacios públicos se concibe hoy tomando en cuenta con prioridad las necesidades del automóvil. Ante esa perspectiva, se tienen que estudiar a fondo los fundamentos del urbanismo tradicional que queremos reinterpretar. El urbanismo tradicional puertorriqueño planteaba modelos de cordura ambiental y de adaptabilidad a una realidad isleña que han pasado por alto las recientes generaciones.
El ámbito regional
El Caribe isleño está compuesto hoy día por casi 30 países y territorios de diferentes tamaños con una población conjunta cercana a 30 millones de personas. A ese total, Puerto Rico aporta en la actualidad 3,5 millones. El archipiélago conforma un mosaico geopolítico y socioeconómico de piezas muy diversas. El espectro político incluye repúblicas socialistas y capitalistas; departamentos franceses; colonias clásicas y te-
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rritorios con diferentes grados de autonomía. El nombre oficial de Puerto Rico desde 1952 al presente es el de Estado Libre Asociado. Este nombre representa una fórmula política para un estatus indefinido con limitada autonomía. En cuanto al idioma, en el Caribe actual se hablan por lo menos seis. En Puerto Rico, a pesar de la cooficialidad del español y el inglés, el español es en realidad el idioma nacional. Aunque el pasado colonial continúa siendo una influencia balcanizante, las ciudades capitales de la región tienen algunos elementos comunes. En el pasado, casi todas tuvieron funciones estratégicas de comercio y defensa y sirvieron como centros administrativos de las antiguas colonias. Desde el punto de vista geográfico, todas las capitales caribeñas están localizadas en la costa y son en realidad ciudades-puerto. A partir del siglo XVI, cada isla o grupo de islas, atadas a sus respectivas metrópolis, desarrollaron un urbanismo con marcadas influencias europeas que fueron adaptando a la realidad local. Una generalización obvia es que el desarrollo de las ciudades caribeñas estuvo sujeto al vaivén de la condición geopolítica de la región. Por supuesto, eso es cierto para todas las ciudades del mundo, pero particularmente cierto en el Caribe isleño. Como ha dicho Juan Bosch, el Caribe ha sido siempre una frontera de los imperios2. En el caso de Puerto Rico, las influencias principales han sido la de España y a partir del siglo XIX la de los Estados Unidos.
El urbanismo tradicional
En un primer período, las influencias en el desarrollo urbano fueron fundamentalmente las experiencias que trajeron consigo los primeros colonizadores, las cuales se amalgamaron con las prácticas y los materiales de construcción indígenas. Rápidamente, el sistema de ciudades en el Nuevo Mundo fue adquiriendo su estructura fundamental y las principales ciudades americanas asumieron su especialización.
2. Bosch (1981).
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Como señaló Jorge Hardoy3, las principales ciudades fueron los centros de administración, de minería y los puertos. En el Caribe, las principales ciudades regionales adquirieron sus respectivas funciones como puertos de escala y defensa en el tráfico marítimo. Así, sobre todo en el Caribe hispánico, las ciudades-puerto más importantes comenzaron a recibir las aportaciones de notables ingenieros militares que las dotaron de masivos sistemas defensivos. Hoy día La Habana, Cartagena de Indias y San Juan, antiguos vértices del triángulo defensivo español, exhiben verdaderos catálogos diacrónicos de las formas y el arte de la fortificación urbana. Las tres ciudades exhiben un valioso patrimonio con magníficos ejemplos de las primeras torres medievales tardías de comienzos del siglo XVI, de las fortificaciones renacentistas de finales del XVI y el XVII y de los sistemas barrocos de fortificación abaluartada de los siglos XVII y XVIII4. Después de la toma de La Habana por los ingleses en 1762, la corona española se preocupó por modernizar el resto del sistema defensivo en el Caribe. Consecuentemente, desde finales del siglo XVIII San Juan adquirió su definitiva fisonomía abaluartada. Este carácter de ciudad amurallada estableció una nítida diferencia entre la capital y el resto de los pueblos de la isla. Por un lado la ciudad amurallada se definió como capital administrativa y punto estratégico de defensa; por otro lado se fueron dando las condiciones para que en la isla se desarrollara otro tipo de asentamientos. A comienzos del siglo XIX se liberalizaron la inmigración, la importación de esclavos y las políticas relativas a los impuestos. El sistema llamado de plantación, orientado a la exportación, favoreció que se fundaran nuevos pueblos y a su vez potenció el crecimiento de los existentes. La producción agrícola, el comercio (incluido el contrabando), los transportes y el aumento natural de la población fueron factores determinantes. En la primera mitad del siglo XIX la llanura costera se cubrió de caña de azúcar 3. Hardoy (1975). 4. El desarrollo de los sistemas defensivos en el caribe ha sido objeto de múltiples trabajos. Algunos estudios relevantes son los de Zapatero (1978), Gasparini (1985), España, CEHOPU (1985), Segre (1972), Ramos Zúñiga (1990).
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y con ella las ciudades costeras comenzaron a prosperar. En la segunda mitad de ese siglo, el desarrollo de una economía cafetalera y, en menor escala, tabacalera en el interior montañoso permitió el desarrollo urbano en el interior del país. En ese período, el centro de gravedad5 de la economía favoreció el crecimiento de los pueblos de montaña y de los puertos que exportaban el producto de aquellos. A lo largo del siglo XIX, la primacía de la capital amurallada fue desafiada económicamente por otros núcleos urbanos que adquirieron su rango-tamaño de acuerdo con la capacidad productiva de sus respectivos entornos: Ponce, Mayagüez, Arecibo, Aguadilla, Caguas, Guayana y San Germán encabezaron la lista de ciudades que rivalizarían con San Juan. Cabe mencionar aquí una relación estadística que ubique al lector en ese proceso. En la década de 1770 la población propiamente urbana de la isla era insignificante; existían sólo 30 asentamientos y sólo cuatro de ellos tenían más de 1.000 habitantes6. Cien años más tarde, en 1878 los pueblos de la isla eran 69. De éstos, al menos 44 tenían una población superior a los 1.000 habitantes. Sin embargo, a pesar de este aumento en asentamientos, la población conjunta de los 69 pueblos sólo rondaba el 20 por ciento del total de la isla. En realidad en ese año sólo San Juan y Ponce sobrepasaban los 10.000 habitantes7. La reducida escala del fenómeno urbano es un asunto pertinente en el estudio del Puerto Rico decimonónico. Hasta bien entrado el siglo XX, la sociedad puertorriqueña, como las del resto del Caribe, siguió siendo eminentemente rural. Sin embargo, fue precisamente en ese fin de siglo y hasta la década de 1930 cuando ocurrió un extraordinario desarrollo en la arquitectura y se consolidaron los elementos urbanos que distinguen a Puerto Rico de otras islas del Caribe8.
5. 6. 7. 8.
Picó (1986: 192). Sepúlveda (1989:102). Sepúlveda (1989: 188-189). Rigau (1991).
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El desarrollo urbano en el siglo XX
En 1898 Puerto Rico pasó políticamente a ser territorio de los Estados Unidos de América. Con el cambio de soberanía, la isla se convirtió como nunca antes en una de las sugar islands del Caribe. Aunque tardíamente, le llegó el turno a la renovada colonia de aportar su dulce contribución al desarrollo ajeno. La isla se llenó de centrales azucareras que sustituyeron las antiguas haciendas de caña9. La mayoría de la población continuó atada a las labores agrícolas, los pueblos y ciudades crecieron sólo moderadamente y en forma relativa al aumento en población. La nueva administración norteamericana terminó de construir el sistema ferroviario y pronto la capital retomó su discutida primacía al ser San Juan la estación terminal de todas las líneas. La vocación de capital alterna de Ponce10, se vio empañada cuando San Juan consolidó su función como centro portuario, administrativo y de negocios. Cuatro períodos fundamentales en el desarrollo de la economía puertorriqueña del siglo XX, han marcado el tejido urbano actual de la isla: primero, el desarrollo de la economía del azúcar (1899-1930); segundo, el deterioro de ese modelo (1930-1940); tercero, el despegue de la economía manufacturera y la industrialización (1940-1970); y cuarto, el predominio de una economía terciaria (1970-presente)11. De una forma u otra estas etapas han estado fuertemente ligadas al capital norteamericano. En el primer período (1898-1930) los nuevos administradores se enfrascaron en un masivo programa de construcción de infraestructura y equipamiento. Se descartaron los planes de ensanche preparados durante las últimas décadas de la administración española12. Los principales proyectos urbanos reflejaron las prácticas de la nueva metrópolis. 9. Rodríguez (1990). 10. Quintero Rivera (1989). 11. Bas y Sepúlveda (1977). 12. En 1867 se extendió a Puerto Rico la Ley de Alineaciones de España. Esta ley determinó la morfología de muchos de los pueblos. Más tarde se hicieron planes de ensanche en las principales ciudades del país. En la capital se prepararon al menos cuatro de éstos, todos ellos influenciados por el de Barcelona (1859) y el de Madrid (1860).
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En su renovado estatus de ciudad primada era, requisito que San Juan albergara cómodamente las viviendas de las nuevas clases dirigentes13. A partir de 1908 se desarrolló el primer streetcar suburb en una antigua finca costera llamada El Condado. Este primer ejemplo de lotificación masiva, servido por una línea de tranvía fue concebido y construido por dos empresarios que simbolizaban el empuje emprendedor de la optimista sociedad. Muy pronto se intensificó la urbanización de los sectores céntricos a lo largo de la línea suburbana del tranvía hacia el sur. La venta de viviendas y de parcelas para edificar siguió siempre la iniciativa privada sin una guía de planes de ordenación delineada por el sector público. Paralelamente a la construcción de vivienda para el redu cido mercado existente, comenzaron a llegar a la capital los primeros contingentes de campesinos desplazados y se fueron conformando los primeros arrabales de personas sin recursos que construyeron sus viviendas en los terrenos marginales asociados a las tierras bajas y pantanosas cubiertas de bosques de mangle a las orillas de la bahía, en los canales y las lagunas que abundan en la región de San Juan. Un primer paliativo gubernamental a ese fenómeno fue planear y construir en la década de 1920 un proyecto de gran escala llamado Barrio Obrero14. Otros dos de estos proyectos se construyeron en Arecibo y Salinas. Los tres proveían viviendas a bajo costo para obreros, artesanos y empleados públicos. En el segundo período (1930-1940), los arrabales en San Juan alcanzaron dimensiones alarmantes. Siguiendo los postulados del Nuevo Trato de la administración del presidente norteamericano Franklin D. Roosevelt, varios proyectos urbanos significativos atendieron la necesidad de vivienda. Desde ese momento la eliminación de arrabales fue la consigna y la política pública predominante. En 1938 se construyó el primer residencial público que llevó el nombre de Falansterio. A la vez se planearon y construyeron las primeras urbanizaciones de tipo suburbano con subsidios federales las cuales dieron co-
13. La labor de arquitectos y urbanistas en ese período apenas comienza a estudiarse. Ver Rigau (1990), Marvel (1994). 14. Sepúlveda y Carbonell (1987).
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mienzo al desarrollo urbano por urbanizaciones, particular de Puerto Rico en el contexto caribeño de la época. A partir de la Segunda Guerra Mundial y de la creación del Estado Libre Asociado (1952), ocurrió un acelerado crecimiento económico que imprimió en la población una actitud generalizada de optimismo. A partir de entonces comenzó a cambiar radicalmente el paisaje urbano contemporáneo. Entre las décadas de 1940 y 1970 y sobre todo a partir de esa última década, se fomentaron de todas las maneras imaginables cambios radicales en la forma de planear, financiar, diseñar y construir las viviendas en todo el país, Se cambió para siempre la tipología de la arquitectura vernácula y el urbanismo isleño. En 1949 se inauguró la urbanización de Puerto Nuevo y poco después una expansión contigua llamada Caparra Terrace en el municipio de Río Piedras al sur de San Juan. En su momento, ese proyecto se anunció como la urbanización más grande del mundo. Se trataba del primer ejemplo en gran escala (4.428 unidades en Puerto Nuevo y 3.030 en Caparra Terrace) de viviendas unifamiliares producidas industrialmente y asequibles a un mercado de modestos recursos. La suburbia caló muy profundamente en los puertorriqueños que aun tenían una visión romántica de poder combinar lo urbano con lo rural en una especie de finquita pequeña que representaba la vida urbana sin el abandono del pedacito de tierra. En esos inicios optimistas era difícil plantearse y calibrar la escala del cambio y el poder devastador que tuvo en el país ese estilo importado de construcción de vivienda. Pronto le siguieron urbanizaciones de ese tipo en otras ciudades del país. Claro ejemplo de ese negativo efecto fue el que tuvo para Río Piedras la construcción del proyecto Puerto Nuevo-Caparra Terrace donde precisamente comenzó la génesis del Puerto Rico suburbano. Estas urbanizaciones estaban ubicadas en tierras baratas alejadas y sin conexiones con el centro urbano tradicional de Río Piedras. Los nuevos residentes, en su mayoría emigrados del interior, estrenaban su nueva condición de clase media y con ello requerían servicios y equipamiento que el viejo municipio no fue capaz de ofrecer. Las estructuras administrativas del antiguo municipio no estaban prepa-
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radas para el nuevo fenómeno. En 1951 se celebró un referéndum donde los ríopedrenses decidieron eliminar a Río Piedras como entidad administrativa e incorporarse al municipio de San Juan. Fue así como se eliminó el primero de los centros tradicionales como entidad urbana y administrativa. Puerto Nuevo-Caparra Terrace marcan el inicio de la creación de vastos espacios uni-funcionales con la típica alugaridad que caracteriza la producción en masa de vivienda. A partir de entonces comenzó el deterioro acelerado de los centros urbanos tradicionales. Varios factores explican el inicio y desarrollo del proceso de suburbanización en Puerto Rico. Necesidad de vivienda
El más obvio de ellos es la necesidad acuciante de vivienda que existía en todo el país: el censo de 1950 indica que el 35 por ciento de la vivienda de la isla era inadecuado. Planificación centralizada
Un segundo factor es la puesta en práctica, por primera vez en el siglo, de una planificación institucional centralizada hecha desde el sector público. Con ese propósito se creó en 1942 la Junta de Urbanización y Planificación de Puerto Rico15, una nueva agencia del Estado altamente centralizada y desfavorecedora del poder local de los municipios. Esa perspectiva se debió en parte a las ideas novotratistas de Rexford G. Tugwell, el último de los gobernadores norteamericanos. La prioridad de la nueva Junta fue la preparación de los reglamentos de lotificación y zonificación derivados de los preceptos modernistas que postulaban la segregación de las actividades cotidianas del ser humano en el espacio. La gestión reglamentaria se centralizó en San Juan en perjuicio de los poderes decisionales que antes ostentaban los gobiernos locales en cada municipio. Con ello se pretendía hacer más eficaz el proceso, pero la Junta de Planificación estableció las reglas del juego 15. Picó (1952).
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copiando los reglamentos de zonificación existentes en los Estados Unidos16. Estos reglamentos tuvieron en la práctica el efecto de prácticamente prohibir la construcción de cualquier otro tipo de vivienda que no fuera la vivienda unifamiliar en parcelas de 300 metros cuadrados. Construcción de infraestructura
A finales de la década de 1940, un nuevo gobierno, compuesto por tecnócratas emprendedores y optimistas, inició un vigoroso programa de construcción de infraestructura (carreteras, acueductos, energía eléctrica, etc.) a todo lo largo y ancho del país. El flujo de dinero federal a la isla durante el período de la postguerra hizo posible la aceleración de este proceso. La nueva infraestructura, desarrollada por empresas de Estado, abarcó terrenos agrícolas que quedaron rezagados por la industrialización. Los desarrolladores privados supieron utilizar esa oportunidad. La construcción de una extensa red de carreteras a lo largo y ancho del país se adecuaba a duras penas a servir el crecimiento desproporcionado del parque automotor de la isla a que hicimos referencia al comienzo. Financiamiento garantizado
Central y determinante para entender el despegue de la suburbanización en Puerto Rico fue la forma de financiar las nuevas viviendas. A partir de la década de los años cuarenta comenzó a implantarse masivamente un programa norteamericano que garantizaba los préstamos a largo plazo de los bancos privados. Ese programa, conocido en los Estados Unidos y en Puerto Rico, como la FHA (Federal Housing Administration) es quizás el elemento más importante para entender el proceso de construcción de hogares a partir de la Segunda Guerra Mundial17. Los bancos locales se acostumbraron a otorgar présta16. Santana Rabell (1989). 17. Baralt (1993).
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mos a familias asalariadas con la garantía absoluta de tener asegurados los préstamos por una agencia del Gobierno Federal norteamericano. Los beneficios de la FHA traían consigo una serie de requisitos. Para poder garantizar los préstamos, la agencia requería que las viviendas aseguradas siguieran ciertos estándares de construcción y adoptasen una tipología edificatoria a imagen y semejanza de los estilos suburbanos norteamericanos. La nueva Junta de Planificación se enorgullecía de asegurar con sus reglamentos la disposición y características morfológicas de las nuevas urbanizaciones. El resultado local de los repartos de viviendas fue una copia muy modesta de las urbanizaciones de corte modernista desarrolladas sobre todo en los Estados Unidos. En Puerto Rico las parcelas típicas constaban de entre 250 y 300 metros cuadrados. Los materiales tradicionales de construcción como la madera o los techos de zinc se descartaron y se adoptó uniformemente el hormigón. Los repartos contaban con sistemas de infraestructura y por supuesto una red de calles diseñadas exclusivamente para el automóvil. Sin lugar a dudas, la implantación en Puerto Rico de los programas de la FHA determinó la tipología edificatoria de vivienda en toda la isla. Los centros urbanos tradicionales comenzaron a perder vitalidad y se deterioraron rápidamente. El censo de 1950 demarcó claramente el inicio de la pérdida de población de los pueblos en todos los casos. A los cascos urbanos multifuncionales y socialmente heterogéneos se opusieron las nuevas urbanizaciones unifuncionales con una morfología espacial, social y económica segregada. En 1968, a treinta años de extendida la FHA a Puerto Rico, el 70 por ciento de toda la deuda hipotecaria de la isla estaba vinculada a ese programa federal18. En esa misma proporción el urbanismo del país se alejaba de sus raíces para amoldarse a las nuevas expectativas de vivienda de una creciente clase media. Junto con la vivienda se vendía un paquete de optimismo, se trataba de la sociedad de consumo que requería un nuevo estilo de vida copiado del american way of
18. Baralt (1993:151)
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life. Cabe añadir aquí que en ese mismo año (1968) un nuevo partido anexionista ganó las elecciones en el país. Abundancia de tierras baratas
La abundancia de tierras baratas que el colapso de la agricultura ofrecía fue otro factor en el inicio de la suburbanización. La voracidad de la especulación creció como nunca antes. La posibilidad de obtener grandes ganancias de forma casi instantánea desató un interés inusitado por parte de los dueños de las tierras que vieron en el cambio de usos una forma de enriquecimiento. Pronto se generalizó la percepción de que todo terreno era potencialmente urbanizable y con ello el reclamo de los derechos inalienables de la propiedad privada. El regreso de los veteranos
El retorno masivo de los veteranos de las guerras de Europa y de Corea, provistos de pensiones federales, y los nuevos empleos del gobierno y la industria terminaron de crear el caldo de cultivo para la suburbanización. Los célebres planos reguladores de las décadas del 1960 y 1970 fueron en realidad documentos y listados de buenas intenciones. La capacidad centralizada de la Junta de Planificación para guiar un desarrollo armónico quedó desbordada por la realidad. La nueva sociedad de consumo asoció el progreso con las urbanizaciones y la vida en urbanización se ofreció como la única alternativa racional y económicamente viable para la familia de clase media. Tal fue la asociación que las casas de los sectores rurales se construyen hoy día imitando el patrón de la casa de urbanización. La arquitectura vernácula se transformó radicalmente para asemejarse en materiales y en forma a la casa de hormigón prefabricado con techos planos de las urbanizaciones. Esta tendencia fue oficialmente estimulada por el gobierno. Entre 1941 y 1990 el Departamento de la Vivienda construyó 577 comunidades rurales en las que se repartieron 177.000 solares con casas unifamiliares tipo urbanización. En el período entre 1940 y 1970 quedó fijado el destino urbano de la isla. Puerto Rico es hoy una isla que se achica,
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una sociedad totalmente suburbanizada que vive en espacios sin los atributos de la ciudad tradicional y totalmente dependiente del automóvil, en ambientes cada vez más degradados, tanto los construidos como los naturales, donde la calidad de la vida cotidiana empeora día a día.
Los centros urbanos tradicionales, ¿Remanentes del pasado o paradigmas para el futuro del urbanismo isleño?
Cincuenta años después del inicio de la suburbanización se impone un alto a ese proceso. El cambio requerirá una dosis de entusiasmo similar a la de su comienzo para enfrentar un ajuste serio de los patrones de consumo y una reanimación de los espacios desalmados que hemos creado. Dentro de ese panorama, que desafortunadamente no es patrimonio exclusivo de Puerto Rico, persisten a duras penas los centros urbanos tradicionales. En la actualidad esos centros (78 para ser exactos) son una especie de microcosmos donde están contenidas muchas de las lecciones del urbanismo que heredamos y que descartamos por el urbanismo al instante de las pasadas décadas. A diferencia de las urbanizaciones a donde sólo se llega en automóvil, los cascos urbanos puertorriqueños son referencias obligadas de un urbanismo pensado para la convivencia humana. En ellos los espacios públicos y privados están claramente definidos, las distancias fueron concebidas a escalas caminables y el tejido social es por definición heterogéneo. Todos los cascos fueron dotados de elementos que aportaron a una inconfundible identidad propia de cada pueblo. Esas características no están presentes en los espacios suburbanos del presente. Así, los viejos pueblos son modelos de urbanismo de los cuales tenemos mucho que aprender. Los espacios urbanos tienen que reciclarse y ahí radica la gran lección de los centros urbanos tradicionales. Su estructura urbana tiene la capacidad y la flexibilidad de adaptarse al paso del tiempo. La planificación urbana que habremos de llevar a cabo en este fin de siglo requiere imaginación lúcida y comprometida por parte de todos los actores que inciden en el urba-
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nismo caribeño contemporáneo: los dueños de los terrenos, los desarrolladores, los que financian, los compradores y el gobierno. El Estado por su parte tiene que garantizar una política pública consciente del poder regenerador de las pequeñas intervenciones en los tejidos urbanos existentes. Los antiguos macroproyectos, las súpermanzanas, los hipermercados, y todas las megaintervenciones a las que estamos acostumbrados son ya cosa del pasado. En el nuevo milenio que comienza no se pueden proyectar extensas áreas suburbanas nuevas: la isla es finita. Ni el ecosistema isleño ni el mercado del suelo lo aguantan. A los urbanistas caribeños nos toca una tarea aparentemente más modesta, pero infinitamente más compleja, sensible y creadora: interpretar, conservar, revitalizar y redesarrollar con calidad la ciudad construida. Se trata de completar con sentido y responsablemente los espacios urbanos que han sido creados recientemente de manera trunca, desarticulada e incoherente. En este fin de siglo, Puerto Rico comparte con el resto del mundo un urbanismo al estilo internacional promulgado por el movimiento moderno. Luego de casi 50 años de su implantación generalizada, padecemos los resultados y enfrentamos la necesidad de replantearnos las tendencias. Las buenas lecciones y los malos ejemplos están plasmados en el espacio de esta isla que se achica. (1994)
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Arquitectura y patrimonio cultural en el Caribe. Síntesis de un ensayo Ramón Paolini
A Santo Domingo, primera ciudad del Nuevo Mundo, llega España preñada con embrujo árabe, techos de presencia mudéjar y patios cerrados; con arquitectura Isabelina o gótica tardía de los Reyes Católicos. Sus primeras construcciones son austeras y recias, iguales a las extremeñas y andaluzas. El hijo del almirante y María de Toledo se instalan en un alcázar, admirado todavía, que suscita recuerdos de desventuras e ilusiones en esos primeros años de la epopeya americana. La Catedral primada, los conventos de mercenarios, franciscanos, y dominicos; la Torre del Homenaje, Casas Reales, El Palacio de Ovando y la casa de Bastidas… dan una idea de tiempos seguidamente de Juan de La Cruz y Teresa de Jesús. A sólo cincuenta años de haber llegado Colón a La Española, Castilla consolida su presencia en todo el continente descubierto, dejando a la deriva territorios insulares esparcidos en el mar de los caribes; su limitada capacidad la dedica al infinito territorio continental, preñado de oro y plata. Inglaterra, Francia y Holanda no asimilan fácilmente la súbita riqueza castellana y tratarán, por cualquier medio, de participar en ese fabuloso hallazgo. Su presencia trasladará problemas económicos religiosos y familiares al archipiélago antillano, región imposible de controlar por nadie. Así, el Caribe comienza a percibir barcos con bandera extraña que tratan, a su manera, de obtener parte de la riqueza del Nuevo
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Mundo obligada a pasar por sus aguas, donde es fácil coger cualquier atajo y esconderse detrás de unos manglares para evadir a la temible Armada Española. En el transcurso del siglo XVI, las primeras ciudades españolas del Caribe comienzan a ser abandonadas por falta de colonos que quieran vivir en ellas y por un clima extrema damente hostil; lo encontrado en el continente supera, con creces, el mundo colombino. Corsarios y piratas protegidos por casas reales europeas hacen su aparición y los pequeños terri torios insulares son lugar propicio para acampar y ejecutar una política agresiva contra España: asaltan galeones en el mar y desafían sus puertos, en plan de guerra. A partir de 1600, gente venida de esos reinos se apropia, en un proceso lento pero seguro, de islas solitarias alejadas de puertos españoles donde florecen, sin acta de fundación, asentamientos distintos a los construidos en la región durante cien años. A esos lugares llegan aventureros, bucaneros, comerciantes apertrechados de esclavos, señores feudales rezagados, mujeres fraudulentas, algún colono decente, piratas corsarios…, de Holanda, Inglaterra, Francia y Dinamarca. La Barbada, La Tortuga, San Cristóbal, Santa Cruz y San Martín son sus primeros emplazamientos. Alrededor de la bahía más profunda de la isla de Curaçao, Holanda instala los primeros elementos para un lugar con sentido de permanencia, y desde sus inicios, el puerto de Willemstad recibe gente de todo mundo y se convierte en refugio de judíos sefardíes, perseguidos por la Santa Inquisición. Allí comienzan a levantar casas de piedra con techos bastante inclinados, convertidos en teja plana, traídos de Utrech y buhardillas, en las partes altas como en Amsterdam; también construyen la primera sinagoga del Nuevo Mundo. Aventureros franceses se van instalando en la isla Tortuga, al norte de La Hispaniola, y la mayoría pasa al lado sur, a vivir de una riqueza insólitamente abandonada por los castellanos, incluyendo plantaciones y ganado. Construyen un pueblo llamado Cape Française en arquitectura muy diferente a la española y holandesa. Casas de piedra bruta y techos de pizarra y grandes chimeneas, parecidas a las habidas en los campos de Burdeos y Bretaña, configuran el nuevo asenta-
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miento. Igual hacen en Guadalupe, María Galante, San Cristóbal, Santa Cruz y Martinica. Los ingleses llegan a La Barbada y San Cristóbal tratando también de establecerse sin oposición. Para 1635, el expansionismo holandés, inglés y francés está a la orden del día y desalojar a España o tomar posesión de un pequeño territorio insular, no es tan complicado. Cuando sus avanzadas llegan al mismo tiempo, se portan como grandes caballeros garantes del naciente capitalismo y se reparten los pequeños territorios con ceremonia incluida; desde 1643, Holanda y Francia conviven, hasta el día de hoy, en la pequeña isla de San Martín. En La Barbada, los ingleses se instalan con cierta facilidad, alejados de puertos españoles, de atracaderos holandeses y refugios bucaneros. Traen muchos colonos embarcados en Plymouth que hacen otra arquitectura, jamás han visto una palmera y les cuesta convivir con sol radiante, todos los días, a 25 grados Celsius cuando cae la tarde. Son tiempos de Cromwell; aumentan los conflictos expansionistas de Inglaterra y le arrebatan la Jamaica a España por la fuerza. De allí nadie los sacará y la primera base de Su Majestad Británica en el Mar de Colón hace su aparición en la apacible bahía de Port Royal, dando inicio a los fatídicos últimos cincuenta años de ese atormentado siglo de la subsistencia; lo peor en la historia del Caribe. La alternativa española es cerrar los puertos donde atraca su flota de indias, con murallas abaluartadas. Después de la firma del Tratado de Rijswijk, en 1697, debido en gran medida al asalto francés a Cartagena, las naciones europeas se aplacan a despecho de España quien, de hecho, las acepta. Así, el Caribe entra en su mejor momento y una generación venida de casi toda Europa, mezclada con lo dejado por taínos y siboneyes, acompañados del inmenso contingente esclavo traído del África lejana, tienen oportunidad de reconstruir los destrozos dejados por más de cien años de desorden. Se reinventa la ciudad y la casa pensando, con más detenimiento, en el trópico: en lluvia repentina y luz solar colada por todas partes; en flora exuberante tranquilizando la pupila y humedad sofocante adormeciendo a la gente por la tarde; en sombra espesa, depositada por aposentos. Hay tiempo para
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apreciar, con tranquilidad, densos nubarrones presagiando tempestades y a convivir con huracanes. A descansar y apaciguar el alma en noches de tormentas. En 1700, las crónicas y dibujos del padre Labat dan una idea de progreso y riqueza habida, cuando el sistema explotador de plantación se convierte en la referencia más importante del momento. Saint Nicholas Abbey y Codrington Collage en Barbados, Mansión de Goulé en Martinica, plantación Colbeck en Jamaica, Habitation Beausoleil en Guadalupe; casas y edificios comerciales en Curaçao… Toda esa arquitectura expresa la riqueza deparada por ese sistema de plantación, reflejado,también en grandes factorías de la casa Guipuzcoana, instaladas en los florecientes puertos venezolanos atiborrados de cacao… La Habana, convertida en el puerto más importante de toda la región, profuso en barcos españoles recalando en su bahía, antes de partir hacia San Lúcar. El astillero de Campeche, atestado de madera y mucha gente trabajando. Corp Française, profuso en edificios de buenas mamposterías con techos de madera y piedra pizarra. Fundación de nuevas ciudades como La Nouvelle, Orleáns, Nassau, Saint George’s, Fort Royal, Saint John’s, Saint Pierre, Kingston, Oranjestad, Bridgetown, Port-au-Prince y algunas otras que amplían considerablemente, el tamaño de la región y su nuevas realidad cultural. Después de incursiones y ocupación de Santo Tomás y San Juan, islas muy vírgenes y bellas, Dinamarca compra a Francia la fértil y agraciada isla de Santa Cruz, plena de valles fértiles preñados de caña de azúcar. También los príncipes del frío están presentes en el Mar de Colón. La arquitectura venida de Europa, después de dos siglos, comienza a sufrir su metamorfosis de las cosas vivas y, paulatinamente, se transforma y adapta a la realidad de los trópicos. El austero patio español, vacío y con aljibe en el centro, se siembra con abundante vegetación y se le anexan corredores perimetrales; sus techos suben de altura, haciendo posible una baja sustancial de la temperatura y controlando la gran cantidad de luz colada a los aposentos, ayudada por grandes vanos rematados en arcos de medio punto adornados
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con vidrio policromado. En Cartagena, La Habana, Trinidad, La Guaira, Puerto Cabello y San Juan, se aprecia ese hecho en donde balcones con tejaroz incluido invaden las fachadas de sus grandes casonas. Las pesadas casas de piedra sin patio central, construidas en Martinica, Guadalupe y Saint Domingue, suben de altura y, provistas de grandes aleros, mantienen en sombra los balcones corridos ubicados en el piso superior, convertidos en lugar favorito para descanso vespertino. Cap Française, la ciudad más próspera de todos los asentamientos ingleses en la región. Las modestas y pequeñas viviendas, comúnmente construidas en ladrillo por gente venida de Plymouth y Dublín, son rodeadas por corredores perimetrales, muchas veces hasta en planta alta; con bastante profusión de madera de romanilla que invade todo cuanto se construye en Bridgetown, Spanish Town y Charleston, principales asentamientos ingleses de la región. Azúcar de caña, cacao fabuloso, café aromático, ron espirituoso y tabaco seductor son productos muy cotizados por la nueva clase europea, levantada en tiempos de Ilustración y nueva Revolución Industrial. El Caribe es el mejor proveedor y sus puertos cambian de fisonomía: multiplicación de plantaciones y compraventa de esclavos a la orden del día. Mientras la región sigue atada a vaivenes de conflictos reales, renacidos gracias al expansionismo comercial de Inglaterra. Los puertos españoles son atacados nuevamente por almirantes que fijan su cuartel general en Port Royal, obligando a la construcción de más y más grandes fortalezas en todos sus puertos convirtiendo al caribe en teatro de guerra entre Estados europeos. La riqueza que depara la producción agrícola no mengua, a pesar del conflicto. Saint Domingue es la colonia más próspera del mundo y de sus campos sale la mitad del azúcar consumida en Europa. Cap Française llega a tener más de dos mil casas y se codea en calidad y tamaño con La Habana, ciudad convertida en gran Metrópoli donde, después del sitio inglés, se construyen muchos edificios públicos, destacando la catedral, el palacio del Capitán General, el hospital , la aduana y el correo. El cacao más famoso del mundo se deposita en calles
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de Puerto Cabello, la Guaira y Willemstad, manejado por la compañía Guipuzcoana, que monopoliza el comercio agrícola de la próspera y emergente provincia de Venezuela. Port Royal es una base naval respetable comandada por almirantes de la armada inglesa que, además, construye un astillero de grandes proporciones en la mejor bahía de Antigua. Nueva Orleáns estrena urbanismos y alcaldías españolas, convertida en lugar preferido por todo el mundo y en cuyo barrio francés desea tener una fabulosa casa quien se considere importante. En Willemstad se multiplican los edificios comerciales. En Nassau se construye un edificio hexagonal rematado en un minarete de cobre y varios edificios públicos en estilo arquitectónico inspirado en Paladio, traídos por colonos inadaptados a la incipiente creación de los Estados de la Unión Americana. Ese estilo se expande por todas las islas inglesas. Un capitán inglés cultiva un lote de terreno con todas las plantas y frutales de la región, creando el primer jardín botánico del Nuevo Mundo, en la isla de San Vicente. Por intermedio de Lord Nelson, el Duque de Clearance construye, en la mejor bahía de Antigua, una casa de dos plantas con corredores perimetrales comunicados al exterior por una exquisita veranda, para veraneo de la familia real; el Duque llega a ser William IV. En Barbados, alrededor de una sabana, más de treinta nuevos edificios hechos de buena mampostería sirven para instituciones del gobierno colonial. En Jamaica, hospitales y barracas para esclavos, en los mejores valles de plantación, así como buenas casas para dueños bastante ricos, como la famosa casa Minard y la Rose May, preñadas de corredores y arcadas perimetrales en planta baja, ventanales en tres cuerpos en planta alta y un piso superior para habitaciones espectaculares. En pleno siglo de las luces, la casa de plantación se hará común en todo el Caribe, mientras la guerra de Inglaterra y los Borbones arrecia por todas partes y la población esclava aumenta en proporciones peligrosas. Los ingleses construyen cuatro bases fortificadas hacia Barlovento donde destaca Brimstone Hill, en San Cristóbal, conocida posteriormente como The Gibraltar of the West Indies. Igual hacen España y Francia redoblando la defensa de sus puertos.
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Paradójicamente, la mayoría de posesiones francesas en el Caribe, en plena revolución, pasan a poder de Inglaterra culminando con el alzamiento de esclavos en Haití, seguido por la liberación de las provincias españolas del continente. Entre tanto, Henri Cristophe es proclamado Rey en la parte norte del recién creado Estado haitiano y emprende una obra recordada por siempre en los anales de la historia del Nuevo Mundo: una fortaleza capaz de detener a Europa entera si se presenta con sus flotas en el Cap, un palacio digno de la nueva monarquía y una ciudad renacida de sus cimientos. Como un titán, en la cima del monte Bonet, surge la Citadelle Henri: la fortaleza más grande jamás construida en el nuevo mundo; en compañía del deslumbrante palacio de Sans Soucy a sus pies y de la nueva Le Cap; otro era el gran puerto de Francia en el Mar de Colón. El nuevo tiempo obliga a la vanguardia europea a abolir la esclavitud y no cuesta lo mismo extraer productos agrícolas en campo fértil, sin ello; tampoco hay interés en seguir peleando por territorios con síntomas de agotamiento, cansados y libertos. Apenas los mantienen y preparan sus cañones para trasladar su conflicto eterno a otros lugares del planeta, dejando al Caribe en relativa calma, parecida a la de 1700. Calma propicia para replantear el problema de la casa y de la ciudad. Al desaparecer el último filibustero, llamado William Walter, en el aeropuerto de Trujillo, los nuevos barcos que cruzan el Caribe no transportan tropas de asalto, cañones ni tesoros. Transportan gente que baja y sube en los muelles, mercaderías, productos industrializados, romanticismos y hasta un poco de tuberculosis- esos barcos traen novedoso material prefabricado para construir casas, convirtiendo en cotidianidad conseguir en Puerto Plata a un maestro carpintero de la Martinica que trabajó en Barbados y viene de Montego Bay en un barco de Nueva Orleáns, con destino a Maracaibo. Lo aprendido en tres siglos tiene un nuevo ingrediente: conocimiento ecuménico realizado por todas las culturas, adaptado a la región. Su mejor resultado: un producto arquitectónico comúnmente llamado gingerbread style. Después de la guerra de Crimea, Inglaterra controla el
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Lejano Oriente y trae para sus colonias del Caribe gran cantidad de indianos y chinos, cuya cultura milenaria es difícil de cambiar. En la isla de Trinidad ubican a la mayoría, donde cresterías de reminiscencia oriental se harán comunes en sus casas. Gustan. El habitante negro lo asimila con facilidad y propaga este novedoso estilo en el vecindario insular. Además Buckingham impone sus costumbres en todas sus colonias e influye en el pensamiento de las nuevas repúblicas, formadas después del reacomodo mundial, producto del fracaso borbónico. Edificios de justicia y parlamentos, colegios para británicos, plazas y edificios conmemorativos impregnados de orden y recato victoriano, son punta de lanza para definir el perfil urbano de Port Espain, Kingston, Bridgetown, Nassau y Spanish Town, donde sobre sus ruinas españolas se acaba de construir el Palacio de Justicia, La Casa del Ayuntamiento, con doble hilera de elegantes arcadas de ladrillo, un edificio conmemorativo al almirante vencedor de los Borbones en el Caribe y un lujoso edificio de tres plantas donde estudian británicos. En Port Spain, la famosa Casa Roja, de 150 metros de largo, para alojar al parlamento y la justicia. En Antigua, la Catedral de San Juan: la más grande obra de Inglaterra en el Nuevo Mundo. En Bridgetown, el edificio del Parlamento en estilo neogótico. En Nassau, la plaza de la Reina y su conjunto de edificios públicos, incluyendo el Palacio de Justicia, el Edificio Postal y la antigua cárcel, que conforman una obra de arquitectura urbana digna de ser tomada en cuenta. Cuba y Puerto Rico, territorios todavía españoles, florecen en cuanto tienen tierras planas donde es posible sembrar caña de azúcar en gran escala a costa de la desaparición de bosques enteros cuya madera sirve para decorar. Profusamente, casas y edificios en todas sus ciudades. La renovación de la Habana se equipara con Madrid y Barcelona. Bulevares y paseos comienzan a definir el nuevo perfil de las calles habaneras flanqueadas, por lujosos edificios aporticados, asiento de hoteles, factorías de tabaco, teatros, centros de comercio y casas de familias importantes; todos, muy elegantes. Más tarde es nombrada, con justicia, la ciudad de las columnas. En San Juan de Puerto Rico sucede lo mismo en menos escala; la
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ciudad es más pequeña. Sin embargo, se construye un cuartel de tres niveles que ocupa una manzana. No es el mejor momento del Caribe; ni en riqueza ni en vivencias históricas comparadas con siglos anteriores. Sí lo es para consolidar sus ciudades, su arquitectura y el encuentro de un pueblo heterogéneo que ha vivido 300 años de incertidumbre y zozobra. La necesidad obligó a sus nuevos habitantes, mayormente descendientes de antiguos esclavos, a inventar su propio idioma. Sus dueños tan pronto hablaban francés, inglés, holandés como español, portugués o danés; mezcla originaria del patuá, el creole, el papiamento, el garifuna y hasta el maracucho. Ese mestizaje surte sus primeros efectos reflejado en música, lenguaje, comida, costumbres y maneras de hacer la casa y la ciudad que sufren la metamorfosis de la cosa viva. Al extinguirse el siglo del Iluminismo y del romance, los primeros atisbos de ese sincretismo cultural hacen su aparición en el mundo polivalente del Caribe. La inminente construcción de un canal, en el istmo predestinado a unir al mundo, agrega nuevos ingredientes en la construcción de la casa tropical: es necesario conquistar territorios ignotos impregnados de pantanos, altísima temperatura, lluvia pertinaz y humedad sofocante. La fuerza indetenible de los Estados de la Unión americana se atreve a conquistarlos después del aparatoso fracaso de Lesseps y varios empresarios aventureros, encabezados por quien posteriormente funda la United Fruit Company, adquieren gran parte de esa región ubicada entre Yucatán oriental y la impenetrable selva del Darién, en concesiones cedidas por los pequeños países emergentes, estableciendo un nuevo grupo de ciudades en las costas de la América Central. Bajo ellos subyace una idea: resolver problemas de vivir en ciudades donde España nunca quiso ni asomarse, salvo para transportar, a la Península, la riqueza del Perú. Francia apenas los entendió. Holanda logró sobrevivir aprovechando su colonia amazónica por razones estrictamente de comercio con las ricas posesiones portuguesas. A Dinamarca ni llegaron a interesarle. Inglaterra los comprendió desde la invasión a Jamaica; un siglo antes estuvo explotando madera en esos parajes. Sobre ellos vuelca su poder en compañía de la Unión Americana, su avanzada cultural,
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lanzada a la aventura de dominar y explotar la última región virgen del Caribe, incluyendo su nuevo territorio de Florida. Creado forzosamente el Estado panameño, la Unión Americana decide construir el canal e intenta resolver el problema de una fiebre que mata a la gente como moscas y causante del desastre francés. Al descubrirse el mosquito –anopheles- como protagonista de esa tragedia, los constructores del canal cambian radicalmente el tipo de vivienda realizada en Panamá, donde es imprescindible tomar en cuenta el medio ambiente para vivir con cierta seguridad. Dirección del viento, calor sofocante, humedad del ambiente, lluvia torrencial, bosque circundante, pantanos, insectos y alimañas, son fundamentales para resolver la nueva casa tropical: armónica con la vegetación circundante, profusa en puertas y ventanas para permitir la circulación del escaso aire; con techos y aleros bastantes pronunciados, proporcionando sombra y alejando la lluvia. Despegadas del suelo y forradas en tul transparente para protegerlas de abundantes animales rastreros y del mortífero anopheles. A principios del siglo XX, un médico y un ingeniero hacen posible la obra que unió al mundo, trajo la cultura de todos los pueblos al mar de Colón y contribuyó a la prolongación de la vida. La nueva arquitectura se basa suavemente y con acierto en la espesa selva tropical y las moradas vistas por Américo Vespucci en esos mismos parajes, hechas con materiales deleznables y sin embargo eternas; cuatro siglos después, quedaban reivindicadas ante la historia cuando la indómita tierra tropical había sido sabiamente dominada. Con la aparición del petróleo en el Lago de Maracaibo, las compañías petroleras trasladan esa nueva arquitectura a los campos de trabajo; igual lo hace la United Fruit, dueña del monopolio bananero por tierras de la América central. Mientras tanto los vapores pasan por Panamá y cuanto se produce en el mundo hace escala en el Puerto de Colón. Embrujo oriental envuelto en incienso, seda, té, porcelana y comida de cantón; exquisitez europea saturada de enciclopedias, casimir de Escocia, aceite de oliva, vinos de Toscana y Borgoña; sombreros de Panamá hechos en Ecuador; habanos y ron antillano, buenos hoteles donde se alojan comerciantes prósperos y señoras
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elegantes… En ese panorama destaca el Gran Hotel del Norte, ubicado en la Bahía de Amatigue, hecho todo en madera con romanilla por doquier y levantado del piso; excelente muestra arquitectónica aprendida en la historia del Caribe. Con capital norteamericano, en las ciudades cubanas se multiplican edificios y bulevares por todas partes, dándoles un carácter muy particular. En la Habana se construye el Capitolio en franca competencia con el de Washington, así como grandes factorías de tabaco y palacios donde vive la nueva clase que prospera en demasía con siembras de caña y tabaco a gran escala. Curiosamente, en esa época es cuando más llegan emigrantes españoles a la isla de Cuba. Al avanzar el siglo XX, las plantaciones languidecen en todo el archipiélago, mientras la revolución bolchevique y las guerras mundiales reacomodan los centros de poder en el mundo, dejando al Caribe en un nuevo período de calma. Sus tibias y limpias aguas están a la orden de una nueva clase de gente, que deambula por todas partes deseosa de pasear y descansar. El archipiélago se llena paulatinamente de instalaciones recreativas, hoteles y casinos, para disfrutar del sol radiante y agua transparente; de sensaciones y emociones impregnadas de bebidas exóticas, frutas y flores de todos los colores. De laxitud y lujuria tropical acompasada por elegantes cocoteros, la fisonomía urbana de sus ciudades más importantes cambiará, llegando a extremos recientes en Cancún, Puerto la Cruz, Puerto Plata, Varadero, Ocho Ríos y Porlamar, cambio debido, en gran medida, a normas urbanísticas impuestas a partir de la carta de Atenas y a un nuevo movimiento arquitectónico hecho universal, llamado moderno, invasor de la Tierra. Pasa el tiempo y escribimos este cuento extraviado. La gente actual del Caribe se adecua a su nueva realidad con paciencia y estoicismo, después de cinco siglos preñados de zozobra y esclavitud. Dispuesta a vivir con ese legado cultural dentro de la pobreza dejada por la explotación desenfrenada, tomando de cada cultura lo permitido. La morada del nuevo hombre del Caribe, producto de este sincretismo cultural, es sencilla, austera, esencial y suficiente; resultado de una lucha
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desesperada, adecuada a la realidad de los trópicos, preñada de dignidad. Arquitectura popular
Entrometida en densos nubarrones y noches de tormenta; exuberante y frágil, y sin embargo, eterna. Arquitectura del sol y la sombra. Arquitectura policromada en comunión con vientos y huracanes. Arquitectura de romanillas, celosías y aguafuertes. En fin, arquitectura nueva. Esperando, tranquila, ser reconocida como patrimonio cultural fundamental para entender la verdadera realidad de una región convertida, por las circunstancias de la historia, en lugar de encuentro de naciones europeas envueltas en disputas por la supremacía del proceso civilizatorio, a partir de los tiempos modernos: cuando se pasa de la geometría plana, a la geometría del espacio.
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Las ciudades, los cafés y la bohemia Adriano González León
(2004)
A mí me entrampó en esta idea de hablar sobre las ciudades y la bohemia Tulio Hernández. No es que yo sepa mucho de esto; lo que pasa es que a uno le ven la cara de bohemio y lo meten en este problema. Es importante saber de dónde viene esta palabra con que distinguen a un grupo humano que, generalmente en el mundo de la literatura, las artes plásticas y la vagancia también, se dedicó a conductas absolutamente al margen de las tradicionales, familiares y serias. Se califica de bohemio a alguien que no atiende a los deberes familiares, que no se ocupa de su casa ni de sus estudios y que está de taberna en taberna, de bar en bar. Ocurre que todo eso dio pie a la formación de un extraordinario elemento creado desde la más lejana antigüedad. La palabra bohemio viene del lugar de donde salieron los gitanos, del centro de Europa. Es un lugar checo, Bohemia. De ahí venían los gitanos, los trashumantes, los vagos. El nombre se adoptó para definir a personas de conducta irregular, al margen de las cotidianas empresas que un buen padre de familia tiene que llevar. Les quiero decir que eso no es tan grave, porque esa vida irregular, trashumante, dio frutos muy importantes, sobre todo al pensar que un hombre tan serio como Aristóteles, que le dio el pensamiento a la civilización occidental, en medio de la Atenas clásica, es el primer bohemio
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que hubo, a pesar de su enorme seriedad en materia ideológica. ¿Por qué? Porque él desechó los sitios de los templos, de las escuelas y anduvo con sus alumnos caminando. Por eso se llamó la escuela de los peripatéticos, que quiere decir enseñar dando vueltas, y así estableció, yo creo, el más remoto antecedente bohemio, al negarse a cumplir con las reglas académicas y tradicionales. Hay otro lío muy importante que a ustedes les va a parecer insólito. Platón también inventó salirse de las normas y enseñó a sus alumnos en un bosque llamado Academus y otro llamado Ateneum, de ahí viene la palabra academia para designar sitios de estudios, y ateneo para los ateneos que tenemos y que extraordinariamente funcionan en nuestro país. La cosa viene de lejos. Los trovadores en la Edad Media fueron los antecedentes de los poetas de hoy. Iban de pueblo en pueblo, de venta en venta, de mercado en mercado, dejando sus tonadas, acompañados de gente de circo y teatro que hacía juegos malabares, promoviendo la diversión. No sé si ustedes habrán visto en las calles de Caracas, en los últimos tiempos, a unos muchachitos que tiran unas pelotitas para arriba y las recogen con gran destreza. Ese es un renacimiento de la gran actividad que los juglares, trovadores y gentes de circo tuvieron en la Edad Media. Hay que verlo con buenos ojos, porque tiene una alegría, una danza del viento ahí que si no nos da la felicidad, por lo menos nos hace soñar con ella. Yo pienso en que estos trovadores, estos cómicos y bohemios de la Edad Media, que habitaron las cortes de Leonor de Aquitania en el Sur de Francia, y que produjeron las más extraordinaria historias, cuentos y chistes, para bienestar de los oyentes de esos tiempos, y de nosotros, que podemos de pronto acercarnos a lo que queda en esos libros; yo pienso en esos trovadores que no dormían mucho, que andaban de venta en venta y de castillo en castillo, bastante irregulares, pero que usaban sus instrumentos de cuerda o sus instrumentos de viento en medio de su francachela, su olvido, su enamoramiento y su desnivel. Me acordé ahora mientras venía para acá, de algunas canciones de estos trovadores bohemios en la Corte de Leonor de Aquitania. Ellos usaban el caramillo, que era una paja
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que, pulsada, servía de acompañamiento a estos personajes irregulares. Esto cantaban en francés medieval: Au marchais du palais / au marchais du palais / il y a si belle fille, il y a si belle fille. En las gradas del palacio hay una linda muchacha (vuelve a tocar el caramillo) Elle a tants d´amures / elle a tants d´ amures / que elle ne sait le que elle prendre... Ella tiene tantos enamorados que no sabe cuál tomar. C´est un petit cordonier / C´est un petit cordonier / qu´ il a la preference. Es un zapaterito, un pequeño zapaterito, quien ha tenido la preferencia. Ma belle si tu voulais / Ma belle si tu voulais / nous dormirons ensemble. Mi bella si tú deseas, nosotros dormiremos juntos. No era solo en la Corte de Leonor de Aquitania. Nosotros en este continente, y quizás ustedes no lo sepan bien, antes de la llegada de los españoles y conquistadores, las grandes culturas de nuestras tierra, sobre todo los aztecas y mayas, en el sur de México y en Guatemala, tenían instituciones como la escuela de la flor y del canto. Allí se enseñaba a la gente a cantar, a tocar instrumentos y a hacer poesía. Quedan extraordinarios testimonios de esta actividad espectacular de nuestros antepasados nativos en el continente que ustedes tienen que buscar en las antologías. Era gente irregular, por supuesto, no tenía funciones militares ni administrativas en el mundo azteca ni en el mundo maya ni en el mundo quiché, y, por lo tanto, se dedicaron a la música, al paseo y al ejercicio de su vocación creadora. ¿Y qué se hacía en Venezuela? La Venezuela colonial, muy apagada, muy triste, comparada con el Virreinato de Nueva Granada o con el Virreinato de Nueva España o con el Virreinato del Río de La Plata, era una Capitanía General muy pobre, pero que poco a poco fue adquiriendo también su personalidad. En el transcurso de algunos años, la gente lució su sensibilidad. La gente, a fines del siglo XVIII, era inculta. Un poco antes de nacer nuestra nacionalidad, a fines del siglo XVIII, había un gobernador Ricardos que fundó el primer teatro de la ciudad, que quedaba más o menos entre Principal y Santa Capilla. Fue un teatro de mucho éxito. Allí iban los bohemios y los playboys de fines del siglo XVIII, entre los cuales estaba, aunque ustedes no lo crean, a pesar de
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esa cara de serio con que lo pintan, Andrés Bello. Estaban también los Tovar, y en una de esas representaciones teatrales, por los lados había tabernas, en las cuales tomaban el antecesor de la guarapita y éstos fueron al teatro. A pesar de esa cara de hombre absolutamente serio, difícil y no bohemio, Andrés Bello era un pícaro. Fue a esa representación teatral varias veces. Una opereta que tenía como actriz principal una tal Jeanne Faucompre, muy bella por supuesto. Andrés Bello se atrevió a lanzarse sobre el escenario arbitrariamente. Miró a Jeanne Faucompre y le dijo un poema que se llama “A una artista”, que está en las antologías, y fue ruborosamente aplaudido por todos los bohemios y los locos que habían ido esa noche al teatro. Salieron a festejar increíblemente aquella audacia. Claro que a ustedes les parecerá raro que un hombre tan serio, que hizo la Gramática, que transformó la Academia y que hizo el Código Civil chileno, pueda haber llegado a esto. Pero es así. Esos son los juegos bonitos de la bohemia. Si nos ponemos a incursionar en muchas cosas de la época, vamos a encontrar grandes sorpresas. En el siglo XIX los románticos eran también arbitrarios. Es cuestión de buscar sus verdaderas biografías, cosa de la que nosotros no nos hemos ocupado. Pero sí sabemos que hacia fines del siglo XIX en Caracas, a Guzmán Blanco se le ocurre cambiar la Plaza Mayor tradicional, de estirpe española, y rebautizarla como Plaza Bolívar, en homenaje al Libertador. Incluso manda a buscar esa estatua que ustedes ven hoy en la Plaza Bolívar, si es que la pueden ver porque hay un cordel de delincuentes que no los van a dejar entrar*. Esa estatua la trajeron para inaugurar la nueva Plaza Mayor con el nombre de Bolívar. Por los alrededores de esa plaza circulaban tipos tristes, emocionales e imaginativos, que empezaron a poblar las tabernas y cafés que se establecieron por los lados de Catedral, Principal, Las Monjas, y demás. Por ahí deambulaba, en tiempos del último gobierno de Guzmán Blanco, un poeta bohemio al extremo. No le prestaba * N. del compilador: El autor se refiere a la llamada “esquina caliente”, sitio de reunión de seguidores del Presidente Hugo Chávez, que insultaban, golpeaban, apedreaban e impedían la entrada a la Plaza Bolívar a personas y grupos opositores al régimen bolivariano.
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atención a nada; piensen que esto es en los años ochenta del siglo XIX. Deambulaba un tal poeta Arvelo, bohemio, muy conocido, incluso por las señoritas bien que iban a las reuniones nocturnas de la Plaza Bolívar. Este Arvelo se las ingenió para buscarse un frac, una vestimenta de gala, para asistir a una gran cena que daba Guzmán Blanco en el Palacio Presidencial, que quedaba enfrente de la Plaza, donde hoy es la Casa Amarilla. Se presentó y logró entrar a esa gran cena, probablemente lo más aristocrático y distinguido del momento jalándole mecate, por supuesto, a Guzmán Blanco. Se trataba de una comunidad que alguien en ese tiempo llamó La Adoración Perpetua. Ya en la gran cena, con diferentes platos, una mesa muy larga ovalada, el poeta Arvelo estaba ahí sentado. Cuando viene el final, en el cambio de postres, una de las muchachas que lo observa y sabe quién es, agarra una manzana y se la lanza. El tipo agarra y dice: "poeta, improvise sobre eso". Menudo compromiso. Se levantó y dijo: Por una cual la presente/ perdió el paraíso Adán/si hubiera sido Guzmán/ se come hasta la serpiente. Todavía está preso en el Cuartel San Carlos. Hacia el sur del continente, en Buenos Aires, está lo más granado y lo más importante, señoras y señores, del mundo bohemio. Ustedes se van a llevar algunas sorpresas con lo que yo diga hoy. El tango, o eso que incluso ustedes ven hoy además demasiado sofisticado y estupidizado en los filmes de Hollywood, fue durante mucho tiempo música prohibida en Buenos Aires. La gente que lo rodeaba era gente de muy baja conducta, prostibularia. Las familias decentes de Buenos Aires no permitían que ninguno de los muchachos y las muchachas tarareara o silbara un tango en las casas, porque esa era música de reos o de minas, de prostitutas o de compadritos, que eran los chulos. Esta tríada tan especial y tan curiosa es la que conforma el nacimiento del tango. Es más o menos un primer compás que nace con los payadores, los que venían con guitarras hacia el mercado desde la pampa y tocaban esos sones, pero apenas con guitarra. Se fueron estableciendo en los mercados de Buenos Aires y, poco a poco, en los fines del siglo XIX, fueron adquiriendo categoría, pero en los burdeles. Hasta ese momento el tango no pasa al centro de Bueno Aires, ni atraviesa la calle Riva-
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davia. Son, además, los mejores tangos los que surgen en ese mundo bohemio y terrible. Del tango se dice que lo venéreo petulante le viene de los compadritos, que eran los chulos de la época. Las familias decentes no podían admitir eso en su casa y siempre le pusieron un freno. Pero compadritos, reos y prostitutas, tratando incluso de huirle a la policía, inventaron un lenguaje propio, inventaron un lenguaje que no se pudiera entender. Eso es lo que se llama lunfardo. Por eso es que muchas letras de tangos aún posteriores a eso no se entienden casi: flaca, fañé y descangayada; fañé y descangayada: con gripe y con el cuello torcido. El tango más increíble de esta época es la historia de un tipo que sale de la cárcel porque cumplió su condena; se llama El Ciruja. Ciruja es el recogedor de basura, el recogelatas de hoy. El tipo sale de la cárcel después de cumplir condena. El tango dice: como con bronca y junando / de rabo de ojo a un costado / sus pasos ha encaminado / derecho pal arrabal. Como con bronca, enfadado; junando, mirando para los lados. Lo lleva el presentimiento / de que en aquel potrerito / no existe ya el bulincito / que fue su único ideal. Lo lleva el presentimiento de que en aquel potrerito no existe ya el ranchito, un bulín, que fue su único ideal. Recuerden entonces cómo la tipa con la cual él construyó ese bulincito se fue con un compadrito, con un chulo. Él es un reo, nada más que un delincuente. Se desafían y se van a la orilla del río de La Plata por los lados del Barrio Sur y viene el duelo y el tipo dice en el tango: Y el ciruja que era bueno para el tajo / al caficho le cobró por su amor y lo prensa, porque esa es la vida de este mundo del tango cuando era música prohibida. Ya avanzado un poco el siglo XX, el tango comienza a adquirir otra categoría. Aparecen por supuesto muchos cafés, muchas zonas bohemias; baja un poco el grado de prostíbulo que el tango tiene y comienzan a surgir las orquestas, a las guitarras primitivas se les agregan los bandoneones que vienen con la inmigración alemana. Ustedes pensaban que los bandoneones eran italianos. No, eso que le da el sabor al tango que ustedes conocen es alemán. Luego se incorporan instrumentos de viento y nacen las primeras orquestas de tango hacia los
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años veinte: Diarola, Santurce. Nace ese tango espectacular de Juan de Dios Filiberto, que se llama Caminito. Las orquestas van avanzando con su capacidad envolvente sobre el centro de Buenos Aires y atraviesan la calle Rivadavia. Cuando logran atravesar la calle Rivadavia, ya el tango ha alcanzado un poco su libertad. Quizás no se trata la autenticidad que yo les conté del reo, la prostituta y el compadrito, pero es el tango que ustedes conocen. Es ahí del 22 al 35 cuando surge Gardel. Gardel es lo más reciente del tango y lo menos significativo desde el punto de vista social. Gardel es una extraordinaria voz, pero no tiene nada que ver, aunque hereda en las letras que él canta todo ese sentido reo y lunfardesco que ustedes han escuchado: Cuesta abajo en mi rodada, etc. Gardel ya es la configuración más alta del tango que pasa a ser una música permitida. Eso no quiere decir que su lado no haya cafés extraordinarios, donde la vida intelectual y artística se haga. Dos lugares de Buenos Aires fueron altamente representativos: la calle Florida y el barrio de Boedo. Se hicieron dos grupos donde se reunían escritores, pintores, de alta calidad. Aparentemente surge como una competencia entre estos dos grupos, como si fuera aquí entre La Castellana y en Las Mercedes. Estos grupos de bohemios se formaron en Florida, alrededor de la Revista Martín Fierro. Entre los que participaron en esa revista se encontraban Nora Lange, Enrique Amorío, Arturo Cancela, Luis Cané, Eduardo Mallea y otros más. Se reunían en un bar llamado Richmond, en Florida. El de Boedo se reunía en el Japonés. Ahí iba Leonidas Barletta, Álvaro Yunque, César Tiempo, Elías Caltelnovo y algunos más. Esto representa algo muy significativo en la creación poética y literaria general de Buenos Aires, desde el punto de vista de la evolución de los artistas plásticos. Es curioso; ustedes ven que ahí no figura Borges, a pesar de que podía, porque él vivía en la calle Charcas, al lado de Florida. Pero Borges era muy “hijo de mamá”, muy metido dentro de su constreñimiento, Borges Acevedo, porque era muy oligarca, claro. Era un escuálido* de alta categoría. * N. del compilador: Se refiere a la manera despectiva como el Presidente Hugo Chávez califica a sus opositores de las clases media y alta.
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En París, en su parte de arriba, donde está la famosa Catedral que todos ustedes conocen, en Montmartre, nace a fines del siglo XIX la gran poesía de Guillaume Apollinaire y nace el cubismo con Picasso, Juan Gris, Joan Miró y las grandes figuras que todos conocemos. Apollinaire y el grupo se reunían en un lugar llamado Bateau Lavoir, el Barco Taller. Otra gente se reunía en ese lugar espectacular que ya ha hecho historia fundamental para la bohemia, que es Le Moulin Rouge, el Molino Rojo, donde actuaba Toulouse-Lautrec. Toulouse-Lautrec, que era tullido de las piernas, fue el que pintó esas mujeres exquisitas que ustedes ven a veces en algunos afiches, La Goulue, que era la cantante del lugar. En todo ese ambiente se fue preparando toda una transformación del arte y la literatura realmente extraordinaria. Ahí nacieron las nuevas proposiciones de la poesía y de la pintura. En Montparnasse comienza una nueva generación en la primera guerra; los surrealistas que se reúnen en un bar llamado La Coupole. Allí iba también Stravinski y los grandes músicos de vanguardia. Y la gente que de uno u otro modo tenía que ver con la intelectualidad de ese momento. El grupo Dada, formado en Viena, se traslada a París y encuentra allí muy buena receptividad entre los escritores franceses y artistas de ese momento. El grupo Dada hace cosas locas, extraordinarias, de una insolencia plena. Le siguen proceso, entre tantas cosas, a un escritor llamado Maurice Barré, que era de lo más reaccionario que había. A André Breton le toca acusarlo. En ese proceso llevaron una imagen de Barré con un muñeco vestido de blanco y fueron todos los acusadores, los fiscales etc. Entonces André Bretón, el gran jefe posterior de los surrealistas, dice que Barré es culpable de un enorme delito contra el espíritu por escribir así. No era verdad, pero era una manera de hacerle juicio a lo convencional, a lo tradicional. De ahí pasan a reunirse en ese lugar que yo les dije, La Coupole. Modigliani vivía ahí arriba de ese café. Por ahí comenzó también a aparecer Jean Paul Sartre. Montparnasse tuvo su gran época ahí en ese café bar llamado La Coupole. Aparece lo que se llama le Quartier Latin, el barrio latino, como diez cuadras más abajo, entre el bulevar Saint Germain y el bulevar Saint Michael. Ahí, a fines de la
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guerra, toma su asiento el existencialismo. En un café llamado Les Deux Magots, Sartre oficia como un gran señor. Toda la intelectualidad, y en general todo el mundo latinoamericano bohemio se apacentaba por ahí. En este tránsito entre el Montmartre y el Barrio Latino, en los años veinte aparece un latinoamericano excepcional, absolutamente borracho, pero yo creo que el más grande poeta de nuestra lengua. Se llama Rubén Darío. Él conmovió a todo el mundo, porque era un tipo excepcional y extraordinario. Vale la pena hacer este recuerdo porque Rubén Darío es la bohemia por excelencia, pero es la poesía por voluntad celeste y creadora. Un tipo tan duro y tan difícil como él, con todas sus borracheras, escribió lo que todos ustedes se saben: Margarita, está linda la mar / el viento trae esencia sutil de azahar / Margarita te voy a contar un cuento. Un poeta de esa calidad, de esa finura, sin embargo era un borracho que lo recogían vomitado en los alrededores del mostrador de los bares en todas esas zonas de París y de Madrid también. En los años previos a la guerra civil, el lugar más espectacular que haya parido Madrid en la Puerta del Sol se llama el Café Pombo. Ese café Pombo era, en cierto modo, movilizado, motorizado, por un gran escritor de ingenio llamado Ramón Gómez de la Serna, y allí incluso cayó hasta un venezolano. Lo demuestra un cuadro de un pintor muy importante llamado Solana, que se llama “Bajo la cripta del pombo” donde pone a todos los habitués de ese café y aparece un tipo al lado derecho del café, que era nada menos que nuestro paisano Pedro Emilio Coll. Pedro Emilio Coll era representante del General Gómez y siempre, por supuesto, los envidiosos venían a chismearlo con el General Gómez: “mire donde anda su representante diplomático, con este cordel de locos”. Gómez afortunadamente no les hizo caso nunca, porque Gómez con todo lo suyo era un hombre serio. En ese café del Pombo se hicieron muchas cosas, juntó a personajes realmente increíbles: Antonio Espina, gente de la nueva poesía del 27 como Rafael Alberti, Lorca, Vicente Aleixandre, Jorge Guillén, es decir, una constelación increíble de poetas previos a la guerra civil. Después de la guerra civil y de la instalación de Franco en el po-
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der, España desaparece como hecho creador. Es la desolación máxima después de haberse producido un millón de muertos. Quizás fue muy triste que estos años de jolgorio, de bohemia y de alegría creadora, tanto en literatura como en la plástica, se tuvieran que olvidar por esa infamia pavorosa que fue el franquismo durante más de 40 años. Pero afortunadamente las cosas resucitan, como resucitarán aquí también, como están resucitando ahora que nos reunimos todos para celebrar el alma creadora de sus poetas, de sus artistas plásticos, de sus intelectuales, en estos lugares gratos y extraordinarios, en que durante una semana se celebran libros, se hacen reuniones como la de esta noche, y las que podremos seguir haciendo para recuperar el rostro altivo y profundo de nuestro país, hoy tan deteriorado por la estupidez. Yo sé que ustedes están en disposición superior para levantar los brazos y pensar que muy pronto nos espera un futuro extraordinario. Salud y brindemos como los grandes bohemios. En Caracas, en el Café Druno, ya empezado el siglo XX, en los años treinta, fue donde se estableció el Grupo Viernes, de reconocida actuación en la poesía del país, con grandes nombres como Pascual Venegas Filardo, Otto de Sola, Vicente Gerbasi. Esto quedaba en los alrededores de San Francisco. Después de ese grupo Viernes, vino un grupo muy importante desde el punto de vista de la literatura, pero poco amigos de la bohemia: Contrapunto. Después de Contrapunto llegó mi generación, a la cual le tocó fundar el Grupo Sardio. Nos reuníamos con mucha frecuencia, cuando todavía el centro de Caracas era un lugar habitable. Las reuniones tenían lugar en el Edificio Fonseca, frente al Teatro Municipal, en un café llamado Iruña. Llegaba también gente de teatro, gente de plástica, sobre todo. Más allá, detrás del Teatro Municipal, estaba una especie de viñatería con muchos barriles que a mí me parecía muy atractivo, porque el vino se lo servían a uno desde el barril. A mediodía, nosotros nos pasábamos del Iruña a ese lugar que no recuerdo su nombre. Allí iba Alejo Carpentier a tomarse unos vinos antes de llevar su columna a El Nacional. Yo, muy asomado, me hice amigo de él, y poco a poco íbamos hablando una vez en la semana. Una vez me dijo: “¿Has visto lo que están haciendo?” -hablaba con erres, pero
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no por afrancesado sino por problemas guturales- “he visto lo que están haciendo y me parrece muy imporrtante”. Nosotros éramos el grupo de vanguardia, que creía que el mundo comenzaba y terminaba con nosotros. Todo lo demás no servía para un carajo. Nosotros éramos “los chéveres”, “los importantes”, y él me dijo: “he visto lo que están haciendo, pero tengan cuidado”. Tomaba un vino y me brindaba “Tengan cuidado, porque los jóvenes siempre tienen la razón en lo que afirman, pero no tanto en lo que niegan”. Ahí nos enseñó lo que era la moderación, y que con nosotros no comenzaba ni terminaba el mundo, que había gente detrás de nosotros en el país que contribuyó con algo para la construcción de nuestro espíritu, nuestra cultura y nuestro entusiasmo. Fue una linda lección de Alejo y eso más o menos nos bajó los humos a los que queríamos comernos a todo lo que no fuera la actualidad. Pensábamos que Michelena y Tito Salas eran unos pendejos. Eso no era así en la pintura, como tampoco en la literatura Gallegos o Andrés Eloy, o RomeroGarcía. Cada quien había puesto su aporte, su mensaje para ir construyendo poco a poco una conciencia del país, una dignidad en nuestras artes y nuestra sensibilidad. Una dignidad en nuestra música, un territorio realmente extraordinario, porque los directores musicales como Inocente Carreño, Antonio Estéves, Angel Sauce se reunían también con los otros en el café Iruña, con toda la gente que de algún modo contribuía a la construcción de una estructura musical. Todas las cosas tienen que arrancar, como arrancaron desde Sardio. Estuvieron presentes después con el Techo de la Ballena, una vez que el centro se fue contaminando, se fue echando a perder, porque esos son los problemas del urbanismo y cómo determinados barrios o áreas de la ciudad se deterioran o se mezclan, y entonces la gente busca sus mudanzas. Un día cualquiera yo le dije a alguien, cuando comenzaron a surgir los cafés de italianos en el Bulevar de Sabana Grande y salieron por primera vez las mesas a la calle en el Piccolo Mondo: “- mira, aquí tenemos que construir nuestro barrio latino-” le dije yo a Salvador Garmendia y a Rodolfo Izaguirre. Entonces comenzamos a reunirnos con seriedad. Da la casualidad de que las tres librerías fundamentales queda-
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ban a menos de dos cuadras: Suma, el extraordinario templo de todos nosotros, con un hombre animoso y superior como Raúl Betancourt, la librería Cruz del Sur, más la que nosotros fundamos, llamada Ulises. Teníamos tres librerías y seis cafés enfrente, lo cual era un primor. Había uno llamado El Viñedo, que fue donde logramos reconstruir todas las cosas estupendas del Iruña del centro. Luego nos abrimos hacia el lado de abajo, en un lugar con un nombre catalán que se me olvida. También hacia otros cafés alrededor. En la otra calle se reu nían los poetas de Tabla Redonda, otro grupo fundamental del país, donde están nombres tan significativos como Rafael Cadenas o Jesús Sanoja Hernández. Todo lo que era el hecho creador de la ciudad estaba tomando un gran segmento en esa zona, entendiéndonos extraordinariamente. Generalmente la gente de la Universidad venía hacia Sabana Grande para conocer a los nuevos poetas y escritores. También venían muchas muchachas bonitas, no se los voy a negar; era lo más lindo que pudo haber; ojalá no haya ninguna de ellas por aquí porque ya estamos viejos. Surgieron, desde las galerías de arte, hasta un teatro en las calles. Emergió todo un mundo que después iba a reunir todos esos sectores bajo el nombre de la República del Este, entre la esquina de la Solano y la calle donde estaba el restaurante Franco, el Vecchio Mulino y El Camilo, un trío que a alguien le dio por llamarlo, cuando nos reuníamos mucho, el Triángulo de las Bermudas, porque el que entra ahí se pierde. Para los sectores más distinguidos, estaba a dos cuadras Il Rugantino y el Da Guido, que es lo único que subsiste de esa época. Luego se hacía extensivo, porque una República tiene que tener de todo. La República del Este tenía de todo, tenía a los dirigentes chéveres y aristocráticos que éramos Orlando Araujo, yo, etc., quienes operábamos en los dos comandos fundamentales, el Franco o el Vecchio. Pero había el sector juvenil que iba al Chicken Bar, y también el sector fino, solitario y confidencial que iba al Rugantino. Un sector marginal que iba por las noches a un sitio increíble, que permanecía abierto las 24 horas, llamado La Bajada. Este es todo un mundo importante, difícil de reconstruir hoy en día, pero que dejó
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extraordinarios resultados. La gente que se reunía ahí no forzosamente era artista o intelectual, sino una comunidad de amigos. Yo me acuerdo de que alguien nos dijo, parodiando una cosa de la juventud católica, dice: “barra que bebe unida permanece unida”. Y era una unión de gente amiga y solidaria que pasaba el volumen de las 200 personas y que no forzosamente tenía que ser escritor, pintor o músico para participar. Incluso los grandes políticos se acercaron para olfatear qué era lo que pasaba ahí. La gente creía que nosotros teníamos una gran beligerancia en el proceso del gobierno o de los gobiernos vigentes, y que nosotros influíamos para nombrar ministros. No teníamos ninguna influencia porque la mayoría éramos extremistas en el momento de Betancourt, de Leoni o de Jaime. Jaime Lusinchi sí iba le gustaba el trago. Era un diálogo y una manera de hacer festejos; no se tomaba tampoco muy en serio todo eso. La tremenda unidad que había era impresionante; gente de todos los colores y todas las pintas, comunistas, socialistas, adecos con menos presencia, incluso copeyanos y gente que se había decepcionado de la guerrilla y se había venido del monte a beber tragos con nosotros. Había hasta un tipo que tenía una crianza de cerdos y el tipo de vez en cuando ofrecía grandes banquetes en su finca para toda la gente de la República. La cosa fue aumentando tanto, que ya en Valencia, Maracay, Barquisimeto, se crearon seccionales de la República. Nosotros los llamábamos cantones, un poco a la manera suiza. A la gente le fue gustando semejante hermandad. Pero hay que recordar bien esto: fue un grupo de gente que se quería y, sobre todo, de tomadores de pelo. Logramos llevar incluso, a ciertas sesiones que inventamos, a Gustavo Machado, a Jóvito Villalba y al Maestro Prieto, que hablaron ahí varias veces. Rómulo Betancourt, que nos odiaba, cuando vio que Jóvito estaba hablando en la República del Este, dijo: “Coño, para lo que quedó Jóvito”. Nos sentimos profundamente orgullosos de toda esa época, sobre todo de grandes personalidades que nos acompañaron, o que formaron el núcleo fundamental. Hombres de un talento increíble como Orlando Araujo, un presidente impor-
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tante de la República. Hacíamos elecciones e incluso se transmitían por radio, y uno de esos presidentes, que creo que sigue siendo porque fue el último, porque la República no se ha disuelto, es el doctor Manuel Matute, a quien todos le rinden devoción, admiración y respeto. Entre ellos tenemos algunos muertos que no es bueno recordar para no sentirnos tristes, pero ellos saben que todos los llevamos en nuestro corazón y en nuestra memoria. Todo este juego yo creo que se está restableciendo, según dijo en un reciente artículo Elías Pino Iturrieta. Se ha operado el retorno de los intelectuales; la gente comienza a tener conciencia de un análisis. un sentido crítico y una recuperación altiva de la nacionalidad, ante tanto sesgo estúpido, ante esta cosa innombrable que es el gabinete de este gobierno que es el que se presta al saqueo del país. El hecho de que nosotros intelectualmente nos reunamos procura una extraordinaria esperanza para conquistar, para flotar, para volver a tener un país de imaginación, de grandeza, sin percibidores, y con todo el efecto creador que ustedes todos tienen y que yo saludo en esta noche en que me han oído tantas cosas. POR VENEZUELA…
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II Caracas
Urbanismo europeo en Caracas (1870-1940) Arturo Almandoz Marte (1995)
1. Esta conferencia pretende una primera aproximación epistemológica a cómo las ideas del urbanismo europeo fueron trasladadas a Caracas y definieron las etapas originarias de nuestro pensamiento sobre la ciudad, desde el arte urbano de Guzmán Blanco hasta el urbanismo monumental del Plan Rotival (1939), pasando por el preurbanismo higienista de principios de siglo, todo ello con el fin de bosquejar lo que puede ser visto como el ciclo europeo de la Caracas postcolonial. La constitución de tal pensamiento urbano será extraída de las imágenes y mitos, nociones y conceptos, suministradas por diferentes tipos de textos: desde la novela y la crónica, así como por los conceptos del texto legal, que comienzan a aparecer a mediados del siglo XIX, hasta la literatura técnica y especializada que despunta con el siglo XX. En relación con tal intento reflexivo, valga por una parte advertir que ésta es una aproximación preliminar, en el sentido de que expone por primera vez el esquema de la tesis doctoral que desde el pasado año desarrollo en la Architectural Association de Londres. Por otra parte, valga reconocer que la aproximación no pretende ser novedosa en el sentido temático o histórico, ya que el tema y el período han sido antes abordados desde la perspectiva morfológica o arquitectónica; sin embargo, creo que la particularidad y el valor de esta aproximación puede estar en su enfoque teórico y epistemológico a cómo
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las ideas modernas de ciudad y de urbanismo surgieron en Venezuela, así como en el rastreo de su procedencia europea. En este sentido, este enfoque demanda una calificación epistemológica que viene de Foucault, esto es, si se acepta que el objeto de un discurso emerge de un complejo de relaciones entre instituciones, procesos económicos y sociales, modos de comportamiento social, conjuntos de normas y técnicas, todo lo cual constituye sus condiciones de aparición histórica1. Finalmente, valga señalar que, más allá de la reflexión sobre un proceso urbanístico de nuestra historia, la conferencia quiere sugerir valores de ciudad y urbanidad que Caracas desarrolló en el pasado, los cuales conviene tener presentes en la crisis urbana de la Caracas metropolitana.
I. El arte urbano de Guzmán Blanco
2. La Venezuela de mediados del siglo XIX es un país de escasa significación urbana y económica, dentro de un contexto continental postcolonial ya de por sí signado por la desurbanización y el atraso. Es un continente en el que, después de la pereza colonial, comienzan las competencias nacionales por buscar nuevos modelos económicos y urbanos que permitan la incorporación desesperada de cada país dentro del sistema mundial del capitalismo industrial decimonónico, cuyo centro está en Gran Bretaña. En el caso de Caracas, hablamos de una ciudad sin ninguna primacía continental y acaso alguna nacional. Exigua inmigración internacional. No hay preocupación oficial por la ciudad ni por la capitalidad en tanto cuestiones públicas. La Caracas de la República no ha experimentado, al igual que la mayoría de las ciudades del continente, ningún cambio significativo de perfil ni de trama ni extensión con respecto a la ciudad colonial. La pobreza urbana, que todavía arrastra los efectos del terremoto de 1812, salta a la vista de los viajeros de mediados de siglo. 1. Michel Foucault, L’archéologie du savoir, Paris: Gallimard, 1969, pp. 6165.
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En este sentido, el Consejero Lisboa, ministro del Brasil en Venezuela, encuentra en su famosa Crónica de 1852 que la diversidad urbana de Caracas está no sólo por debajo de Londres y París, sino también por debajo de las ciudades brasileñas; e incluso afirma que “no hay en Caracas ningún edificio público que merezca especial mención”2. Y si bien el otro testimonio urbano de mediados del XIX, la crónica de Sandford de 1858, hace la salvedad del Palacio Arzobispal en tanto único edificio notable, se sorprende por la estrechez y mala pavimentación de las calles, la carencia de aceras y la ausencia de vehículos sobre ruedas3. Sin embargo, no por ello dejan de reconocer los viajeros un cierto afrancesamiento de modales, esto es, de la urbanidad de las gentes de sociedad de Caracas, tendencia no igualmente presente en otras ciudades del continente, que pareciera natural a la vocación de la ciudad y que resulta premonitoria del guzmancismo. 3. Ese primer período de inercia urbana postcolonial va a ser cerrado en Venezuela con la llegada al poder de Antonio Guzmán Blanco en 1870. Paralelamente a otros gobernantes del continente, Guzmán ante todo abre un nuevo ciclo político y económico dentro del liberalismo republicano, en el que el progreso no se concibe ya realizable sólo en términos de ideas políticas sino también de logros económicos, tal como lo ha deslindado Diego Bautista Urbaneja4. En efecto, sobre la base de lecturas heterodoxas y dilatadas temporadas en Estados Unidos y Europa, que permiten hablar por primera vez en Venezuela de una autocracia ilustrada, Guzmán sueña con un modelo binómico de civilización, cuyo componente económico siempre concibió de acuerdo con la industrialización y el progreso británicos, tal como él mismo
2. Miguel María (Consejero) Lisboa, Relación de un viaje a Venezuela, Nueva Granada y Ecuador (1852), Caracas: Presidencia de la República, 1954, p. 68. 3. H. E. Sandford, “Caracas en 1858”, trad. A Huizi Aguiar, en Crónica de Caracas, 51-54, Caracas: enero-diciembre 1962, pp. 239-52. 4. Diego Bautista Urbaneja, La idea política de Venezuela: 1830-1870, Caracas: Cuadernos Lagoven, 1988, pp. 98-104.
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reconoció a James Mudie Spence a finales del Septenio5. De allí su decidido apoyo a la inmigración internacional, en un país hasta entonces sólo escogido por isleños de las Canarias; su inusitada apertura a la inversión foránea en ferrocarriles y servicios de red (iluminación de gas en 1881, teléfono en 1883, por ejemplo); su preocupación por la participación de Venezuela en las exposiciones mundiales tan características del XIX, siglo al que él intentó incorporar a Venezuela con la Exposición Nacional de 1883. 4. El otro término del modelo civilizatorio guzmancista, el componente urbano, irá modelándose en su mente sobre la base de manuales de arquitectura e ingeniería y libros sobre ciudades incluidos en su biblioteca6, así como sobre un rico itinerario de ciudades en las que pudo él vivir: Filadelfia, Nueva York, Londres, París, Madrid; ciudades todas de las que resultará preeminente el modelo del París del Segundo Imperio. En este sentido, más allá de la discutida influencia que como gobernante pudo haber ejercido Napoleón III sobre Guzmán, resulta indescartable la impresión que hubo de haberle causado el París de los Grandes Trabajos de Haussmann durante su estadías en Europa en los años sesenta; si bien no cabe hablar de una influencia teórica directa de Haussmann, ya que las Memorias de éste van a ser publicadas entre 1890 y 18937, y de hecho no se encuentran en el catálogo de las bibliotecas de Guzmán Blanco, quien muere en 1899. Sin embargo, tal como lo señala Armando Rojas a propósito de la estadía diplomática de Guzmán en Europa durante los años sesenta: Durante los meses que Guzmán permaneció en Europa, observó con atención los progresos materiales que en el Viejo Mundo,
5. James Mudie Spence, The Land of Bolívar or War, Peace and Adventure in the Republic of Venezuela, London: Sampson Low, Marston, Searle & Rivington, 1878, tomo II, pp. 143-44. 6. Ver Antonio Parra, Inventario de la Biblioteca Guzmán Blanco (1892), Caracas: Fundación John Boulton. 7. George Eugène (Baron) de Haussmann, Mémoires (1890-93), Paris: Guy Durier, 1979, 2 tomos .
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y particularmente en Francia, se llevaban a cabo: la política ferrocarrilera de Napoleón; el establecimiento de institutos de crédito y de sociedades científicas. Soñó poder realizar en Venezuela algunas de tales cosas y, desde ese momento, concibió la idea de hacer de Caracas una copia en pequeño del París, que bajo Haussmann, se estaba convirtiendo en una hermosa y moderna capital8.
Pero más que un modelo estrictamente urbanístico, París es para Guzmán un modelo de urbanidad, exquisitez y refinamiento, de donde le deben ser traídos a su casa caballos, servilletas y peras, ropas, peluqueros y cocineras; de la misma manera como le deben ser traídos desde París a su propia ciudad la Santa Capilla y los muebles y altares de Santa Teresa. 5. Todos esos componentes se mezclan en el concepto que quiero definir como arte urbano guzmancista, rescatando para ello esa noción de la historiografía urbana, básicamente introducida por Pierre Lavedan y reformulada por Gaston Bardet, que connota la preocupación por el ordenamiento de espacios públicos en la ciudad preindustrial, esto es, antes de la emergencia del urbanismo europeo de finales del siglo XIX; ordenamiento que, a pesar de no estar constituido sobre la base de una teoría explícita, posee cualidades intuitivas y orgánicas que le confieren un valor epistemológico precursor de la disciplina moderna9. Veámoslo en perspectiva. No puede todavía hablarse en Guzmán de una concepción integral de plan, ya que la ciudad no lo permitía ni lo requería: Caracas no necesitó el ensanche decimonónico que experimentaron ciudades europeas y latinoamericanas. Por ello, no hemos elegido la otra categoría epistemológica aplicable al período, la del “urbanismo de regularización”, introducida por Françoise Choay para referirse a
8. Armando Rojas, Las misiones diplomáticas de Guzmán Blanco, Caracas: Monte Ávila, 1974, pp. 32-52. 9. Ver en este sentido Pierre Lavedan, Qu’est-ce que l’urbanisme? Introduction à I’histoire de l’urbanisme, Paris: Henri Laurens, 1926, p. 3; Gaston Bardet, Naissance et méconnaissance de l’urbanisme, Paris: SABRI, 1951, p. 416.
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los procesos de cirugía urbana realizados por Haussmann en París y Cerdá en Barcelona, entre otros10. Sin embargo, no por ello debe dejar de reconocerse que el arte urbano guzmancista, que acaso fue más que eso, ya maneja coordinadamente conceptos que lo sitúan como el primer estadio hacia la constitución del urbanismo moderno en Venezuela. En lo que respecta a la ciudad, ese arte urbano representa el primer episodio haussmanniano en el ciclo europeo de Caracas, ciclo que se cerrará elípticamente con el urbanismo monumental de los años treinta. 6. Veamos cómo se caracteriza tal arte urbano. Primeramente, en lo que a ordenamiento arquitectónico se refiere, se nota una preocupación por trascender la mera monumentalidad edilicia y por alcanzar un valor disposicional, urbano, del monumento dentro del conjunto de la trama de la ciudad, como ya ha señalado Gasparini11. En segundo lugar, en lo referente al ordenamiento urbanístico, hay ya un claro despunte de distintas cuestiones urbanas que comienzan a ser sistemáticamente tratadas en decretos centrados en el ámbito de la ciudad: el mantenimiento y limpieza de la vivienda; la provisión de transporte y regulación de tránsito; la cobertura del servicio de policía. Y todo ello íntimamente vinculado, en tercer lugar, con una preocupación victoriana por el decoro de la ciudad y el comportamiento público de sus habitantes, que va desde el control de la apariencia de la fachada de la casa hasta la prohibición de la mendicidad y el consumo de alcohol o tabaco por parte de los conductores de vehículos. Todo lo cual manifiesta un alto sentido de urbanidad, de “cultura urbana” de la capital, explicitada en algunos de los decretos, la cual la Caracas de hoy, en parte destartalada y vandalizada, tendría quizás que revisar. Finalmente, en lo que respecta al ordenamiento administrativo de lo urbano, el concepto de Obra Pública, descendiente del Gran Trabajo haussmanniano, se barrunta ya en la 10. ������������������ Françoise Choay, The Modern City: Planning in the 19th century, trans. Marguerite Hugo, George Collins, New York: Braziller, 1969, pp. 25-26. 11. Graziano Gasparini, Caracas, La ciudad colonial y guzmancista, Caracas: Ernesto Armitano, 1978, p. 11.
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creación de la Compañía de Crédito de 1870 para dar soporte a la administración pública, y se instituye definitivamente con la creación del Ministerio de Obras Públicas. La instrumentación del concepto a escala de cada obra se particulariza a través del fortalecimiento de las Juntas de Fomento y Ornato y de las Juntas Inspectoras. Y tal aparataje administrativo se apuntala con una labor docente y profesional que lleva a la creación del Colegio de Ingenieros; la preocupación por el reconocimiento personal y profesional del arquitecto y su posterior inclusión curricular en la Academia de Bellas Artes; así como por la capacitación técnica de los artesanos que laboran en las obras públicas. 7. Ese conjunto de transformaciones urbanísticas a través del Septenio, el Quinquenio y la Aclamación van a ser percibidas rápidamente por lo frecuentes viajeros de esos años, así como por visitantes a la Exposición Nacional de 1883, los cuales nos dan ahora una visión diferente de las sombrías impresiones del Consejero Lisboa o de Sandford. Así, los visitantes colombianos Isidoro Laverde Amaya y Alberto Urdaneta no escatiman elogios frente al estado general de limpieza de las casas y de las calles, el servicio de transporte público, la eficiente policía urbana y el comportamiento de los habitantes; reconociendo en todos estos aspectos la superioridad de Caracas frente a Bogotá; e incluso frente a París, a juzgar por el excesivo e ingenuo juicio de Urdaneta con respecto a la superioridad absoluta de los bulevares de Caracas12. Así mismo, los colombianos no dejan de reconocer el fuerte afrancesamiento y europeización de la sociedad caraqueña en gustos artísticos y modas en general. Y toda esa revalorización de Caracas dentro de la jerarquía urbana hispanoamericana será refrendada por el español José Güell y Mercader, Hortensio, quien en 1883 proclama en su historia oficialista
12. Ver Isidoro Laverde Amaya, Viaje a Caracas, Bogotá: Tipografía de Ignacio Borda, 1885. Alberto Urdaneta, “Panorama de la ciudad el año de 1883”, en Crónica de Caracas, 45-46, Caracas: 1960, pp. 382-88; “Las casas de habitación”, en Crónica de Caracas, 55-57, Caracas: enero-octubre 1963, pp. 489-94.
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que “(...) Caracas convirtióse como por encanto en una capital europea...”13 Por otra parte, los visitantes europeos también perciben el avance urbano de Caracas desde su propia perspectiva. Así por ejemplo, el inglés Spence reconoce que el crimen y el desorden callejeros son mucho menos visibles en Caracas que en cualquier otra ciudad que visitara, así como también alaba la magnificencia de los trabajos públicos emprendidos por el gobierno14. En este sentido, el nivel europeo de algunos monumentos caraqueños, tales como la Universidad, San Felipe Neri y el Matadero Público es también proclamado por el venezolano Miguel Tejera en su Venezuela pintoresca e ilustrada de 187515. Sin embargo, frente a proclamas como ésta, siempre aparece la reticencia del refinado ojo europeo para aceptar los valores y logros absolutos de las obras criollas: es el caso de la francesa Jenny de Tallenay, quien confiesa al lector de su país que las plazas y espacios públicos de Caracas no llegan a tener la misma importancia de sus equivalentes europeos, a pesar de las lisonjas que tuvo que concederles en presencia de la sociedad caraqueña que los muestra con orgullo16. 8. La ciudad se estaba perfilando, pues, en tanto objeto y el urbanismo en tanto disciplina con el arte urbano de Guzmán Blanco. Si bien no había llegado a ser tratado en tanto objeto de un discurso especializado, técnico (ni en Europa ni en Estados Unidos lo era todavía), las diversas cuestiones urbanas habían comenzado a ser tratadas prácticamente según una sectorialidad funcional (servicios de red, tránsito y transporte, vivienda, ornato, policía) y administrativa (Obras Públicas, Juntas de Fomento y Ornato...); todo lo cual articulaba una noción y un proyecto de ciudad. Proyecto que era 13. José Güell y Mercader (Hortensio), Guzmán Blanco y su tiempo, Caracas: Imprenta de la Opinión Nacional, 1883, p. 207. 14. ������������� J.M. Spence, Ob.cit., pp. 108, 118-19. 15. Miguel Tejera, Venezuela pintoresca e ilustrada, París: Librería española de Denée Schmitz, 1875, pp. 384-90. 16. �������������������� Jenney de Tallenay, Souvenirs du Vénézuela. Notes de voyage, Paris: Librairie Plon, 1884, p.90.
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concebido y desarrollado por el mismo Guzmán, y cuyo hilo se nota pierden incluso Linares Alcántara y Crespo durante sus presidencias. Pero en los lustros siguientes a la Aclamación puede decirse que ese proyecto urbano se desdibuja. En ese desdibujamiento urbano y urbanístico influye primeramente la reacción política contra Guzmán. Ya la cuestión del excesivo gasto público en obras supuestamente innecesarias, así como la conspicuidad de su nombre e intereses económicos asociados a tales obras habían aparecido como críticas reiteradas por los enemigos políticos de su gobierno, desde su propio padre, Antonio Leocadio Guzmán, hasta el General Luis Level de Goda, el único que lo tilda como un Haussmann en su propio tiempo17. 9. Pero quizá la crítica más irónica y persistente será en contra del afrancesamiento que había supuesto el guzmancismo en todas las manifestaciones artísticas y del gusto caraqueño, y vendrá de parte de los escritores costumbristas venezolanos del siglo XIX. En este sentido, Bolet Peraza ya se preguntó en sus “Cuadros caraqueños” qué debían de haber sentido los habitantes del tiempo de Guzmán al presenciar la transformación de la antigua Plaza de la Catedral en una nueva Plaza Bolívar, “hermosa y espléndida como un pedacito de París”, pero en la que hubiera sido posible combinar lo nuevo con lo histórico y solemne, en vez de perpetrar una profanación en nombre del progreso18. Por otra parte, toda la reacción burlesca del “delpinismo”, inspirada en Francisco Antonio Delpino y Lamas, va a ser articulada por Pedro Emilio Coll en su crónica mordaz “La Delpinada”, en la que se caricaturizan los excesos esnobistas y contradicciones de la “Adoración Perpetua”, o grupo de sempiternos seguidores de Guzmán19. 17. Luis Level de Goda, Venezuela y el General Guzmán Blanco, Bogotá: Imprenta de la América, 1873. 18. Nicanor Bolet Peraza, “El Mercado. Cuadros caraqueños”, en Antología de costumbristas venezolanos del siglo XIX, comp. Mariano Picón Salas, Caracas: Monte Ávila, pp. 210-40. 19. Pedro Emilio Coll, “La Delpinada (Crónica del ocaso de Guzmán Blanco)”, en Antología de costumbristas venezolanos del siglo XIX, pp. 394-414.
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Más allá de lo extendido y resonante que esta burla sobre el mal gusto de la Caracas guzmancista pueda ser __no hay que olvidar que esta línea crítica ha persistido en este siglo a través de voces como las de Mariano Picón Salas y Arturo Uslar Pietri, quizá lo más significativo de esta tendencia sea que a través de ella se deja ver una primera desmitificación de París y de Francia en tanto términos referenciales de ciudad y urbanidad que venían del modelo civilizatorio concebido por Guzmán; los cuales, si bien siguen siendo inobjetables en tanto paradigmas culturales para la sociedad venezolana finisecular, no por ello dejan de ser objetados al intentárselos copiar indiscriminadamente. En este sentido, no es casual que Don Secundino, el personaje de Tosta García al que le es dado visitar la magnificencia de París, regrese melancólico y hasta decepcionado a Caracas, regreso dialéctico que acaso define la primera rebelión caraqueña frente al mito urbano parisino y europeo en general20.
II. Preurbanismo de principios de siglo
10. La historiografía del urbanismo en tanto disciplina ha sido enriquecida desde hace algunas décadas por Françoise Choay con la introducción del concepto de “preurbanismo”: éste engloba la producción de diferentes tipos de análisis y propuestas utópicas sobre la ciudad industrial europea de finales del siglo XIX, por parte de pensadores heterodoxos, que no especialistas en lo urbano, cuyas propuestas, aunque sólo en pocos casos resultaron realizables o aplicables, tienen sin embargo el mérito epistemológico de haber hecho de la ciudad un objeto de atención y reflexión públicas21. Si bien el concepto de Choay se refiere en principio a las tendencias reflexivas sobre la problemática de una ciudad industrial finisecular, problemática que Venezuela nunca llegó a experimentar debido a su tardía industrialización, la noción 20. Francisco Tosta García, Don Secundino en París (1894), Buenos Aires: Editorial América, 1942. 21. ������������������ Françoise ����������������� Choay, L’urbanisme, utopies et réalités (1965), Paris: Editions du Seuil, 1979, pp. 10-15.
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de preurbanismo en tanto momento epistemológico sí creo puede ser aplicada con distancias y retraso a nuestro caso para dar cuenta del debate que despunta en ciertos sectores de la sociedad venezolana de comienzos de siglo sobre diferentes cuestiones implicadas por el desarrollo de la ciudad, y particularmente de Caracas. Esas nuevas inquietudes preurbanísticas pueden ser rastreadas, tal como lo hemos hecho hasta ahora, a través del texto histórico, legal y literario. Sin embargo, se percibe en esta nueva etapa el creciente interés sobre la ciudad en artículos de prensa y en revistas especializadas que han aparecido en el país, tales como la Revista Técnica del Ministerio de Obras Públicas. Con todas esas fuentes se puede ir articulando un debate urbano en ciernes, así como se puede reconocer la demanda por un urbanismo técnico, el cual sin embargo no se explicitará como tal sino hasta la década de los treinta. 11. En la constitución de ese debate preurbanístico cabe distinguir varios frentes. Uno primero es el discurso arquitectónico que sigue reportando las tendencias europeas, y básicamente la de la escuela de Beaux-Arts22; discurso en el que sí puede ser distinguida una continuidad crítica sobre las bases académicas y profesionales sentadas por el guzmancismo, a pesar de que el famoso crítico del período, Rafael Seijas Cook, se queja en su momento de la ausencia de un campo de estudios arquitectónicos23. Pero lo verdaderamente significativo es la introducción de nuevas preocupaciones higienistas que hacen eco del gran debate que había tenido lugar en Inglaterra y Europa en general desde mediados del siglo XIX sobre la llamada cuestión sanitaria, originada por el hacinamiento en las ciudades industriales, cuyo primer logro legal fue la Public Health Act de 1848. 22. Ver por ejemplo, Alejandro Christophersen, “La arquitectura en el siglo XIX”, en Revista Técnica del Ministerio de Obras Públicas, 68, Caracas: agosto 1936, pp. 190-98. 23. Rafael Seijas Cook, “Arquitectura y arquitectos venezolanos”, en Revista Técnica del Ministerio de Obras Públicas, 69, Caracas: octubre 1936, pp. 32227.
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Con bastante diferencia de tiempo con respecto al caso inglés, en Venezuela la higiene en los edificios públicos comienza a ser controlada por el Reglamento de Higiene y Salubridad Públicas de 1906; así como la higiene de la habitación urbana es tratada detalladamente por Luis Aristiguieta Grillet en sus Elementos de Higiene de 190824; hasta que es finalmente proclamada por Pedro José Rojas en 1911 como “religión social” y nuevo paradigma civilizatorio de los tiempos modernos, en un artículo de la Revista Técnica del MOP25. Todo ello origina una preocupación pública por el mejoramiento de las redes de servicios eléctricos, telefónicos y de aguas, así como por sus efectos en la ciudad. Tal preocupación se evidencia cuando, al iniciarse en 1912 con Carlos F. Linares, las propuestas seculares sobre el crecimiento de Caracas, la salubridad y la facilidad de abastecimiento y servicio de aguas son establecidas como criterios básicos, junto a la calidad del terreno y sus posibilidades constructivas26. 12. Pero además de la preocupación higienista, otras cuestiones urbanas comienzan a ser discutidas y normadas, siempre en torno al crecimiento experimentado por Caracas. Una de ellas es el problema de tráfico y circulación, que tiene mucho que ver con el culto al automóvil en la sociedad gomecista. Ello se había dejado ver en el Reglamento de tranvías, automóviles, velocípedos y carros, sancionado por la Sección Occidental del Distrito Federal en 1908, así como en la Ordenanza sobre coches, tranvías, automóviles, carros, biciclos, etc. de 1922. Otra cuestión es la de la vivienda popular. Esta cuestión había sido tratada por Guzmán y Castro muy puntualmente: ya por ejemplo algunos personajes de El hombre de hierro de Blanco Fombona (1907) se dejan envolver en oscuros negocios relacionados con la construcción de viviendas públicas patro24. Luis Aristiguieta Grillet, Elementos de Higiene, Ciudad Bolívar: Tipografía Boliviana, 1908. 25. Pedro José Rojas, “Algo sobre higiene”, en Revista Técnica del Ministerio de Obras Públicas, 6, Caracas: junio 1911, pp. 303-305. 26. Francisco Linares, “Consideraciones acerca del lugar hacia el cual debe extenderse la ciudad de Caracas”, en Revista Técnica del Ministerio de Obras Públicas, 15, Caracas: marzo 1912, pp. 153-56.
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cinada por el gobierno, negocio que resultaba atractivo dada la exoneración de impuestos aduaneros sobre los materiales constructivos. Sin embargo, con el gomecismo y la llegada de los nuevos contingentes poblacionales que comenzarán a emigrar a la capital de la nueva Venezuela petrolera, la construcción de viviendas populares es asumida más articuladamente, lo cual se reflejará en la creación del Banco Obrero en 1928. Pero quizá la más polémica de las nuevas inquietudes preurbanísticas es la que tiene que ver con la necesidad de expansión de Caracas y la dirección que ésta debe adoptar. En efecto, además de la ya mencionada propuesta de Linares de 1912, a medida que se aproxima el fin del gomecismo y la vuelta de la capitalidad a Caracas, las propuestas se suceden y, lo que es más significativo, ocupan el espacio de periódicos como El Universal, con lo que el debate urbano alcanza la máxima difusión permitida para la época. En este sentido, dos son las propuestas aparecidas en este diario en 1936, con escasos días de diferencia, que ilustran los términos del debate: una es un anónimo “Proyecto de ensanche para Caracas”, que apunta al tráfico como principal problema de la ciudad, además de la cuestión sanitaria27; la otra es la respuesta que le da Luis Roche, en la que, además de tales cuestiones, se tocan los problemas funcionales y ornamentales, con consideraciones de tipo financiero incluso28. Además de la difusión y de la diversificación del lenguaje que ya está dejando de ser preurbanístico, de ambas propuestas queda claro que la expansión que debe adoptar Caracas es hacia el este, lo que supone un viraje con respecto al crecimiento inicial adoptado hacia El Paraíso, y en ambas el eje de crecimiento de la Carretera del Este que posteriormente reconocerá el plan de los franceses. 13. La articulación del debate preurbanístico venezolano de principios de siglo en torno a tales cuestiones de corte higienista y funcional debe ser vista también en el marco de 27. “Proyecto de ensanche para Caracas. Cómo resolver el primer problema de congestión de tráfico”, en El Universal, Caracas: febrero 27/1936. 28. Luis Roche, “Embellecimiento de Caracas”, en El Universal, Caracas: marzo 4/1936.
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un cambio del modelo civilizatorio que venía del guzmancismo. En este sentido, puede decirse que el gomecismo supuso el desplazamiento de la idea rectora de civilización por la nueva idea de progreso. Este progreso, tal como lo ha hecho notar Ciro Caraballo, fue medido en términos de infraestructura más que de embellecimiento urbano, así como en términos de obras provinciales más que de edificios capitalinos29. De allí por ejemplo la aparición del nuevo concepto de “obras de saneamiento” el cual, conjuntamente con el de “vías de comunicación y acueductos”, va robando terreno a las obras de “ornato” que venían del MOP guzmancista30. Al mismo tiempo, tal desplazamiento de un modelo por otro supuso también el arrostramiento del mito exclusivo de París, el cual es a partir de entonces puesto en perspectiva con respecto al mito más secular de Nueva York. En este sentido, no es casual por ejemplo que Luis Roche conciba su Carretera del Este como un “Broadway caraqueño”, y la Victoria Guanipa de La Trepadora encuentre en su llegada a Caracas más imágenes neoyorquinas que parisinas. Por cierto que tal cambio de modelo puede también ser percibido en términos literarios. Si bien cabe decir que Alberto Soria y María Eugenia Alonso todavía tienen su motivo de frustración esencial en el regreso de París, algunos personajes de Ídolos Rotos y de Ifigenia cuestionan la copia local de una civilización afrancesada, cuestionamiento que se acentúa y amarga en La casa de los Ábila, donde el esnobismo vacuo de la sociedad caraqueña es puesto en ridículo ante los valores vernáculos... Ello conlleva un reconocimiento de Caracas como realidad urbana modesta pero propia, diferente de París, reconocimiento que se siente en algunos personajes de El hombre de hierro de Blanco Fombona. Sin embargo, el mito parisino y francés en Caracas persistirá en el urbanismo monumental de finales de los treinta, último embate del urbanismo francés que definirá el segundo y último episodio haussmanniano de la Caracas europea.
29. Ciro Caraballo, Obras Públicas, fiestas y menajes (Un Puntal del Régimen Gomecista), Caracas: Academia Nacional de la Historia, 1981, pp. 49-50. 30. Ver Memorias del Ministerio de Obras Públicas, 1911, 1913, 1918, 1934.
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III. Urbanismo monumental
14. En las primeras décadas del siglo XX, el estado colonialista francés siente que tiene todavía mucho que aportar al mundo en términos urbanísticos y civilizatorios en general. Gaston Bardet dice haber sentido este clamor de las naciones jóvenes por la misión civilizadora e iluminadora de Francia, en los salones de Buenos Aires y México, de Santiago y Caracas, desde Salónica y Damasco a Tananarive31. Ciertamente, el urbanismo francés, que puede decirse técnicamente constituido desde los primeros años del siglo XX, aunque no debe ser considerado más avanzado que el urbanismo alemán o inglés del momento, sí llegó a tener varias experiencias planificadoras en ciudades coloniales. En esa consolidación empírica hace falta mencionar el desarrollo de una escuela de urbanistas que había tenido su original campo de entrenamiento en el Musée Social, institución fundada en 1898, entre cuyos fines estaba el atender a la problemática urbana originada por la industrialización y urbanización francesas, que por cierto ocurren con retraso con respecto a otros países de Europa. En ese Museo Social se va a constituir en 1908 una sección de higiene urbana y rural bajo la dirección del ya famoso Eugène Hénard, el cual coordinó el plan de crecimiento de la región parisina. En general, puede decirse que la orientación maquinista y futurista preconizada por Hénard en su escuela de París representaba una superación de la tradición haussmanniana y apuntaba ya al funcionalismo de Le Corbusier y las nuevas tendencias modernas en general. Es en esa escuela donde se va a formar Henri Prost, quien desarrollará una vasta experiencia planificadora en ciudades coloniales, entre ellas Alger, ciudad en la cual trabaja con Maurice Rotival, joven urbanista formado bajo el funcionalismo del CIAM. A finales de los años treinta, ambos planificadores están asociados con Jacques Lambert, quien ya traía una considerable experiencia urbanística en diversas ciudades de América Latina. Están así reunidos tres personajes que 31. G. Bardet, Ob. cit., VII.
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representan todos los contenidos del urbanismo francés posthaussmanniano, los cuales configuran el equipo técnico que será llamado a Caracas. 15. Los cambios políticos ocurridos con el fin del gomecismo favorecen la aparición del primer urbanismo institucional en Venezuela. Las instancias gubernamentales que aparecen pioneramente como propiamente urbanísticas son la Comisión Técnica de Urbanismo de 1937 y la Dirección de Urbanismo de la Gobernación del Distrito Federal, creada en 1938, la mayoría de cuyos integrantes poseían una formación universitaria francesa. La necesidad de adopción del urbanismo como cuestión pública es urgida por el gobernador Elbano Mibelli en su exposición de 1939 ante el Concejo Municipal, cuando señala que “... en América somos los últimos en considerar el problema del acondicionamiento de la ciudad y esto debido a las circunstancias por todos conocidas”, al mismo tiempo que tal urbanismo es definido certeramente en los siguientes términos: Tendemos en fin a disipar el concepto erróneo que el público tiene a menudo sobre urbanismo. A veces se califican como ‘Obras de Ornato’ los trabajos que en realidad constituyen ‘Obras Necesarias’. Si en el momento de su ejecución lográramos una mejor agrupación de los inmuebles y reglamentáramos las fachadas de los mismos sobre ciertas plazas y avenidas, uniríamos el ‘ornato con la necesidad’. Pero es necesario recordar, ante todo, que el urbanismo es el arte de hacer que los hombres convivan en una forma sana, agradable y útil. Arte que brinda la posibilidad de dar a las clases laboriosas, en las que cifran el porvenir del país, alojamientos higiénicos y, al mismo tiempo, el llamado a prestar a la Ciudad el aspecto digno de una verdadera Capital32.
De manera que con esa concepción amplia y sintética está el gobernador Mibelli acaso inconscientemente resumien-
32. “Exposición del Ciudadano Gobernador ante el Concejo Municipal”, en Revista Municipal del Distrito Federal (1939), 1, Caracas: Imprenta Municipal, 1985 (edición facsimilar), pp. 13-16.
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do y superando a la vez todos los momentos esenciales de la evolución preurbanística venezolana, a saber, el arte urbano guzmancista, con sus contenidos de ornamentalismo y urbanidad, y el preurbanismo higienista que le había sucedido. A ambos momentos está dando una feliz síntesis dialéctica con su nueva fórmula de unir “el ornato con la necesidad”. Pero más que eso, y aunque él insista en llamarlo “arte”, está introduciendo un nuevo vocabulario conceptual y está inaugurando a la vez un tercer momento, una nueva etapa tecnicista del urbanismo venezolano, el cual ahora puede comenzar a considerarse como tal. 16. En el marco de tal cambio institucional es que se acomete el viejo proyecto secular de expansión de Caracas, para el que son ofrecidos los servicios del equipo francés. Y son finalmente Rotival y Lambert los encargados de estructurar el primer Plan de Urbanismo de Caracas, publicado en el número 1 de la Revista Municipal del Distrito Federal en noviembre de 1939. En la exposición de ese Plan se maneja una serie de conceptos que superan lo meramente urbanístico: conceptos que arrastran una visión todavía colonialista del mundo, en los cuales se sugiere una transferencia civilizatoria del mar Mediterráneo al mar de las Antillas, y se asigna a Caracas la capitalidad política de una civilización Caribe, por poseer valores estratégicos análogos a los que han poseído otras metrópolis en el pasado33. La definición de urbanismo de los planificadores coincide con la del gobernador Mibelli en plantear el urbanismo como una necesidad económica, de inversión pública, más allá de lo meramente ornamental: Para las ciudades, el urbanismo equivale a un programa de organización y desarrollo, cuyo objeto principal consiste en evitar los errores y permitir una mayor economía. Se ha generalizado la idea vulgar de que el urbanismo es un lujo, un arte ornamental que se preocupa, ante todo, por levantar arcos de triunfo y 33. Revista Municipal del Distrito Federal, pp. 18-19.
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edificar fuentes públicas. Es menester protestar enérgicamente de este concepto elemental y erróneo del urbanismo cuya finalidad es de un alcance mucho más profundo y trascendental. El urbanismo, ante todo, debe permitir que la iniciativa privada actúe en armonía con sus disposiciones. De esa armonía y disciplina organizada, es que se logra la belleza. Más adelante, la comunidad añadirá el ornato. Esto siempre es posible, ya que no es necesario34.
En relación con este énfasis económico, Haussmann y el París del siglo XIX son citados en tanto ejemplos audaces, visionarios y exitosos de la inversión pública en renovación urbana. A lo cual sigue la conclusión tácita y colonialista de que Caracas no debe sino seguir pasivamente ese ejemplo precursor: Actualmente, Caracas se enfrenta al problema de una nueva organización y no tendrá que comenzar, como las ciudades del siglo pasado, por vacilaciones y tanteos, ya que, en todas partes del mundo, modernas legislaciones han coordinado los esfuerzos en materia de urbanismo y han suministrado a los gobiernos los medios necesarios para obtener un mayor bienestar de la comunidad. Por lo tanto, no nos proponemos una aventura. No hay nada por descubrir35.
17. En una nueva analogía con el París previo a Hauss mann, el Plan reconoce en Caracas problemas debidos a la falta de control sobre la urbanización, así como también resalta el problema de tráfico. Para todo lo cual plantea una serie de principios de orden práctico, que envuelven la creación de avenidas, paseos y plazas “monumentales”, entre las cuales destaca: Encauzar el sentido principal de la circulación por medio de una avenida central que, por sus proporciones y las facha-
34. Ibid., p.19 35. Ibid., p. 20
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das de sus edificios dé a la ciudad un aspecto monumental imprimiéndole un carácter especial36. Seguidamente se plantea la necesidad de determinar áreas para nuevos edificios oficiales y para la inversión privada en inmuebles, lo cual complementa la imagen monumental que se quiere crear con el sistema de circulación. También se reconoce la necesidad de prever terrenos para la vivienda obrera, así como la determinación de terrenos no urbanizables, todo lo cual habla del reconocimiento de una Caracas petrolera que ya recibe los embates de la inmigración. Por lo demás, hay una intención de difundir estos principios a los alrededores de Caracas, en un intento por definir una Región de Urbanismo. 18. Aunque hemos dicho que el bagaje técnico de los urbanistas franceses los hacía representantes de un urbanismo europeo más bien moderno y funcionalista, la intervención de Rotival y Lambert en Caracas (Prost no llegó a venir), los hace actuar más bien bajo una tradición monumental y haussmanniana. Valga apuntar que este cambio de actitud del urbanismo moderno no sólo ha tenido lugar en Caracas: algunos arquitectos europeos reconocidamente modernistas han temperado su vanguardismo en sus intervenciones en el exterior,optando eclécticamente por soluciones que yuxtaponen lo exótico, lo autóctono y lo racional, tal como lo ha demostrado recientemente Gwendolyn Wright con respecto al urbanismo colonial francés en general37. En efecto, si bien se percibe una preocupación funcionalista por el tráfico y la circulación, en la cual resuenan las advertencias de Hénard, la intención más manifiesta del sistema circulatorio es más bien monumentalista, pudiendo incluso hablarse de un monumentalismo urbano, en el sentido de que la intervención urbanística parcial está llamada a definir el carácter total de la ciudad:
36. Ibid., p. 25. 37. ������������������� Gwendolyn Wright, The Politics of Design in French Colonial Urbanism, Chicago: The University of Chicago Press, 1991, p. 10.
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En efecto, el carácter estético de todas las ciudades lo determina la ejecución de una porción de ellas, a menudo insignificante en relación con la superficie total. La ciudad de París, por ejemplo, ha sido completamente delineada por la ejecución del eje de los Campos Elíseos y las Plazas de La Estrella y de La Concordia; la ciudad de Berlín, por Unter den Linden; la ciudad de Londres por su Picadilly Circus, etc.38
El espíritu totalizante de ese monumentalismo urbano queda plasmado en Caracas en la propuesta Avenida Central, nuestra Avenida Bolívar, que si bien recoge la dirección que ya había sido prefigurada en las propuestas de ensanche preurbanísticas, reclama ahora el carácter monumental de unos Campos Elíseos caraqueños. Tal modelo ya aparece mencionado varias veces en el Plan de 1939 y que ahora podemos llamar Monumental, y será reconocido explícitamente por Rotival en artículos posteriores. 19. La intervención monumentalista de los franceses es a la vez profundamente haussmanniana y define pues el segundo episodio focal de las ideas del Barón en Caracas. El espíritu haussmanniano de la empresa queda claro si se ve el tipo de intervención adoptada sobre el área central desde una perspectiva histórica comparativa: a pesar de que el contexto de la Caracas de los treinta la hacía muy diferente del París decimonónico, y sin mirar los ejemplos expansivos de Barcelona y Madrid y algunas ciudades latinoamericanas, respetuosas de sus áreas centrales (ejemplos que habrían sido más aplicables al caso caraqueño) se opta por una cirugía urbana de la ciudad tradicional que alteró su trama colonial. No es el objeto evaluar aquí si tal cirugía fue conveniente o no para Caracas, sino dejar claro el espíritu haussmanniano de la misma. De tal evaluación se ha ocupado prolijamente la crítica arquitectónica y urbanística en el país, desde el profesor Zawisza39 hasta la revisión secular realizada por el equipo
38. Revista Municipal del DistritoFederal, p. 31. 39. Leszek Zawisza, “Rotival, ayer y hoy (1)”, en Revista del Colegio de Ingenieros de Venezuela, 347, Caracas: enero 1989, pp. 14-31.
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de la Universidad Central de Venezuela en el excelente libro El Plan Rotival. La Caracas que no fue40. Sin embargo, valga sólo señalar cómo el haussmannismo de tal cirugía es responsable de rasgos fundamentales de nuestra Caracas de hoy, tales como la intervención en forma de “Y” sobre el centro de la ciudad, lograda mediante la convergencia de tres avenidas que hoy nos son familiares (San Martín, Sucre y Bolívar), pero que en su momento no pudieron ser justificadas en términos funcionales sino estéticos. Así mismo, la haussmanniana simetrización pretendida por el Plan resultó sólo aparente, ya que Caracas quedó, más que dividida, fracturada en dos partes: al norte y al sur de la avenida Bolívar. Fractura en la que la mitad norte se quedó con casi todo el dinamismo de las actividades centrales, y la mitad sur se presentó por mucho tiempo como área urbana deprimida. Fractura que se ha intentado soldar con intervenciones posteriores (entre ellas la renovación urbana de San Agustín, la construcción del Parque Central y la reciente semaforización de la avenida Bolívar) pero que acaso persistirá secularmente en sus efectos más estructurales. 20. Después del Plan de Urbanismo de 1939, puede decirse que el ya constituido urbanismo técnico venezolano se va a hacer cada vez más anglosajón y menos europeo. Lo cual acaso pueda ser formulado diciendo que el urbanismo cede terreno al planeamiento, entendido éste en tanto ulterior momento epistemológico de la disciplina, ya no centrado en la ciudad como ámbito preeminente ni en su diseño urbano, sino más bien en los procesos de ordenamiento, gestión y control del territorio en general. Es por ello que la visión “macrocósmica” de Rotival, de intuitivo y rápido alcance sobre los grandes espacios urbanos y la ciudad en su totalidad, tiende a ser suplantada, por un lado, por la “visión microcósmica” de las zonas de la ciudad, preocupada más por los instrumentos del control del desarrollo urbano; y por otro lado, orientada a la vez hacia el orde40. El Plan Rotival. La Caracas que no fue, Caracas: Universidad Central de Venezuela, 1991.
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namiento de los grandes sistemas regionales; visiones ambas preconizadas en Venezuela por técnicos norteamericanos tales como Francis Violich. Pero más allá de estos giros tecnicistas, es importante ver en perspectiva que con el episodio del Plan de 1939 se cierra lo que ahora puede ser visto como el ciclo europeo de Caracas, con su carga de centralidades y monumentalidades. Ese ciclo dará paso a un estilo de desarrollo diferente, más inspirado en la desarticulada ciudad media norteamericana, constituida a grandes rasgos por un distrito central, los suburbios y sus centros comerciales; estilo que más secularmente ha determinado la expansión y la cultura urbana de Caracas, por lo menos hasta la aparición del Metro.
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El imaginario de la ciudad venezolana. 1900-19581 Arturo Almandoz Marte (2004)
1. Hay múltiples vías analíticas para explorar la historia de la urbanización como proceso, especialmente en sus dimensiones social y cultural; estas últimas son las que siempre me han interesado más en general, y preocupado en el caso venezolano en particular, por creer que ellas evidencian nuestros mayores desajustes urbanos como nación moderna. Una forma de descifrar la urbanización venezolana en tanto procesode cambio social y cultural es mediante la percepción que del mismo han dado nuestros grandes pensadores nacionales del siglo XX; lo cual nos lleva al tema de la representación y del pensamiento sobre la ciudad para el caso venezolano. En este sentido, trato a continuación de distinguir y concatenar las percepciones de ciudad y urbanización dentro de ese que podemos denominar imaginario venezolano comprensivo del ensayo y de la novela. Al tratar de hacer esa conexión de ideas e imágenes, intento cumplir un objetivo paralelo, cual es el de
1. Este texto se apoya en las conclusiones de las dos partes de mi investigación La ciudad en el imaginario venezolano. I: Del tiempo de Maricastaña a la masificación de los techos rojos. Caracas: Fundación para la Cultura Urbana, 2002; y La ciudad en el imaginario venezolano. II: De 1936 a los pequeños seres. Caracas: Fundación para la Cultura Urbana, 2004. Una versión ampliada de este texto fue solicitada para Itinerarios de la palabra en la cultura venezolana, edición a cargo de Luis Barrera Linares, Beatriz González Stephan y Carlos Pacheco.
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dar coordenadas a nuestro pensamiento sobre lo urbano, en el marco de cuadrantes internacionales. Las visiones que de la ciudad y de la urbanización venezolana en tanto forma y proceso de modernización –y no sólo de transformación espacial y territorial– ofrecieran intelectuales venezolanos entre 1900 y 1958, aproximadamente, es el hilo conductor de la investigación “La ciudad en el imaginario venezolano. Del tiempo de Maricastaña a los pequeños seres”, del que apenas expongo acá las conclusiones. Dos imágenes literarias definen tal período: al inicio, ese “tiempo de Maricastaña” en el que Picón Salas fundiera las manifestaciones premodernas de la provincia venezolana de finales del siglo XIX y comienzos de la Bella Época; al final, la masificación y urbanización del Juan Bimba rural que se transforma en el pequeño ser garmendiano, en medio de las laberínticas metrópolis que escenifican la acelerada urbanización de la Venezuela petrolera. Una tal exploración del imaginario ensayístico y novelístico sobre ciudad, requiere un corpus verificador y contextual proveniente de las disciplinas especializadas, el cual debe ayudar a contextualizar y verificar las representaciones e ideas que se van sucediendo en el discurso literario. Siguiendo la metodología que he desarrollado en trabajos anteriores, esa literatura especializada (sociológica, urbanística, histórica) es utilizada sólo como apoyo para los sucesivos momentos de la urbanización que son analizados en esta investigación. La contextualización y verificación de géneros y discursos no especializados –en este caso ensayo y narrativa– dentro del acervo de fuentes urbanísticas, es característica del subcampo disciplinar de la historia cultural urbana, del que el trabajo original intenta ser muestra. Dadas las múltiples ideas y metáforas de innumerables autores con los que una investigación como ésta debe encontrarse, es previsible que terminen predominando las tesis e imágenes de algunos de los escritores más conspicuos de la primera parte del siglo XX, tales como Mariano Picón Salas, Rómulo Gallegos, Mario Briceño Iragorry, Arturo Uslar Pietri, Guillermo Meneses y Miguel Otero Silva, entre otros. En la medida en que evidenciaron su “angustia por el sentido y el
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destino venezolanos”2, ellos tuvieron por ende que ocuparse de la urbanización voraz, la cual terminó siendo uno de los cambios más estructurales que haya vivido el país a lo largo de su historia. En las vastas obras de esos autores principales –que abarcan desde libros de referencia hasta el ensayo y la ficción– se encuentran claves básicas para entender varios de los momentos imaginarios distinguidos en la investigación. Especialmente en su visión histórica y analítica del cambio social de la Venezuela de comienzos del siglo XX, ellos son los autores que, a mi juicio, resultan máximos exponentes de eso que María Fernanda Palacios ha denominado el “temple ensayístico”, cualidad que distingue al ensayista como verdadero escritor, que por encima de la “perspectiva especializada”, las “pretensiones científicas” o la “presión de las ideologías”, desarrolla su propia reflexión en tanto “aventura intelectual”3. Después de hacer en la introducción un recorrido historiográfico por las distintas vertientes de la historia urbana, en la que se intenta encuadrar las características del imaginario en tanto fuente para la historia cultural, el trabajo intenta la articulación de momentos establecidos a partir del discurso literario. El primer libro se centra en las “ciudades pueblerinas”, en las que una sociedad oligárquica de base agrícola y comercial, cuyas tradiciones reflejaban no sólo la república decimonónica sino también el pasado colonial, comenzó a evidenciar formas de una cultura transicional que anunciaba ya la revolución petrolera por venir. Tomando como umbral el fin de la dictadura gomecista, el segundo libro se inicia con el reporte que tanto el ensayo como la novela ofrecieran de la revolución petrolera y la urbanización, principalmente entre 1936 y 1945. Continúa con la visión que de la modernidad norteamericana nos transmitieran intelectuales venezolanos, algunos de ellos exiliados en el Nueva York de entreguerras, el 2. Carlos Pacheco, “Retrospectiva crítica de Miguel Otero Silva” (1993), en La patria y el parricidio. Estudios y ensayos críticos sobre la historia y la escritura en la narrativa venezolana. Mérida: Ediciones el Otro, el Mismo, 2001, pp. 177-197, 185. 3. María Fernanda Palacios, “Miserias y fulgores del ensayo en la Venezuela de hoy”, Zona Franca. Revista de Literatura, Tercera Época, Año V, No. 30-31, Caracas: julio-octubre 1982, pp. 52-56.
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cual, después de 1945, devino emblema del poderío y de la paz americana. La fractura económica y territorial entre la Venezuela rural y urbana, así como la ostensible extranjerización y el consumismo en las metrópolis de espejismos, son temas recurrentes del ciclo posterior a 1945, que intento cubrir en la tercera parte. Finalmente, la ya referida masificación del sujeto popular es el hilo conductor de la última parte, en la que intento bosquejar las mutaciones de ese personaje que se urbaniza, a lo largo de una atrevida genealogía que va del Juan Bimba de 1936 a los pequeños seres de los años cincuenta. 2. Habiendo llegado incluso hasta el umbral de la mutación metropolitana caraqueña, al concluir su libro La ciudad de los techos rojos (1947-49), Enrique Bernardo Núñez observó que Caracas conservaba todavía, al menos durante las noches, “su aire conventual”. Con sus ventanas cerradas y sus calles desiertas, oyéndose en la lejanía el “toque de ánimas” y encontrándose a veces el paseante “esquinas y portales con cruces y hornacinas”, la ciudad de los techos rojos era a ratos pueblerina para el cronista, aunque se enfilara ya “en la ruta de un gran éxodo”4. No sólo retomó Núñez la imagen de Pérez Bonalde para definir con ella el tercer título que marcaría la crónica histórica de la capital venezolana –después de la Santiago de León de Losada y de la Ciudad Mariana de Diez Madroñero– sino que también remitió, a través de la metáfora conventual, a la ciudad de las procesiones y de los grandes cacaos que había sido repujada por Arístides Rojas en sus Leyendas históricas (1890-91), cuyas estampas urbanas más significativas fueron reunidas precisamente por don Enrique en una selección titulada Crónica de Caracas (1946)5. Lo que quiero hacer notar con este detalle genealógico de la crónica urbana es el persistente carácter pueblerino de Caracas hasta bien entrado el siglo XX, lo cual resulta predicable no sólo de la capital sino, con más razón, de las ciudades del interior. Me atrevo a decir que ese aire conventual que toda4. Enrique Bernardo Núñez, La ciudad de los techos rojos (1947-49). Caracas: Monte Ávila Editores, 1988, p. 279. 5. Arístides Rojas, Crónica de Caracas (1945). Caracas: Ministerio de Educación, Academia Nacional de la Historia, 1988, pp. 9-12.
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vía refrescaba las noches de algunas céntricas parroquias de las ciudades de techos rojos, procedía del piconiano tiempo de Maricastaña. Venteaba desde la “brumosa ruralidad” de la provincia venezolana de entre siglos, custodiada por la figura legendaria de Maricastaña6, “Diosa femenina del tiempo”, a quien Picón Salas dedicara su Viaje al amanecer (1943). Cuando Maricastaña, los reyes de los cuentos, parecidos a los reyes de la baraja, andaban a pie por los caminos del mundo, se detenían en las pulperías a beber su vaso de guarapo fuerte, dormían en las posadas rurales y solían ser tan buenos que a veces elegían para esposa del príncipe a la hermosa muchacha labriega que amasó y les regaló de tan blanco pan. Seres lejanísimos, cubiertos con el oro y el azul de los mitos, desprendidos de la más encantada miniatura, emperadores, papas y grandes visires de Las mil y una noches, me parecían, así, los contemporáneos de Maricastaña7.
Más que corresponder a un período concreto de nuestra historia, el tiempo de Maricastaña parece resultar del entrecruzamiento de la mitología infantil con muchos de los rasgos tradicionales de la Venezuela rural que salía del siglo XIX, y cuyo acceso al XX Picón negaría hasta la muerte del dictador Juan Vicente Gómez. Tiempo casi feudal de procesiones, guerras civiles y trashumancia de caudillos y párrocos a través de las haciendas, lo que permite la analogía de la Europa medieval con la Venezuela decimonónica, cuyas “ciudades principales” eran sólo una “ficción fragmentada”, ya que muchas de las funciones “urbanas” y el poder de los caudillos siguió concentrado en haciendas hasta bien entrado el siglo XX8. 6. Al igual que el Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia, la mayoría de los diccionarios etimológicos sólo reconocen la voz “Maricastaña” en tanto “personaje proverbial, símbolo de antigüedad muy remota”, que generalmente se emplea en las frases “los tiempos de Maricastaña; en tiempo o en tiempos de Maricastaña; ser del tiempo de Maricastaña”. Sólo la Enciclopedia del Idioma... de Martín Alonso (Madrid: Aguilar, 1958, 3ts, t.2) añade que se trata de un uso de los siglos XIX y XX. 7. Mariano Picón Salas, Viaje al amanecer (1943), en Autobiografías. Biblioteca Mariano Picón Salas. Caracas: Monte Ávila, 1987, t.I, p. 14. 8. Tal como lo expresa Miguel Bolívar, Población y sociedad en la Venezuela
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Aquella era infantil y patriarcal a la vez, en la que transcurre la fabulosa domesticidad de la hacienda venezolana de entre siglos, enmarca también Las memorias de Mamá Blanca (1929) de Teresa de la Parra. Allí se describen los “tiempos que se iban quedando tan lejos, ¡tan relejos!” en el pasado de la Venezuela rural; tiempos de travesuras en la hacienda Piedra Azul, los cuales recrean la Edad de Oro, el paraíso perdido, el “tesoro de felicidad” de una infancia mitológica9, emparentados con el tiempo legendario de Maricastaña evocado en el Viaje al amanecer de Picón Salas. Mítica era de, por un lado, moralidades fabulosas e infancias felices del niño Mariano en Mérida, de Blanca Nieves en Piedra Azul, así como de La Candelaria que Antonia Palacios nos recreara en Ana Isabel, una niña decente (1949). Al igual que en la fabulosa Piedra Azul de Blanca Nieves, en la casa de Ana Isabel se superponen y confunden estratos decimonónicos de la Venezuela de Maricastaña, cuyos próceres se convierten en ilustre lastre de nobleza para la familia venida a menos, al igual que lo son para el país endeble y endeudado. Por otro lado, truncado también por las endemias y pestes que asolaron a la provincia venezolana de entre siglos, el feliz y pueblerino tiempo de Maricastaña puede encontrarse en otro contexto de la literatura venezolana: “la rosa de los Llanos” que era el Ortiz reedificado por la niña Carmen Rosa, a través de los relatos de los viejos habitantes de las Casas muertas (1954) de Miguel Otero Silva. La evocación legendaria lograda por Picón Salas de boca de las criadas domésticas en la Mérida de su infancia, fue buscada por Carmen Rosa a través de los personajes típicos del pueblo llanero: “Hermelinda la de la casa parroquial, la señorita Berenice la maestra de escuela, el descreído señor Cartaya, hasta Epifanio el de la bodega”, conforman una galería de caracteres que, sin alejarse demasiado del modelo criollista, ayudan a la heroína estructural de la novelística de Otero Silva a reconstruir una “imagen viva de la ciudad muerta”10. del siglo XX. Caracas: UCV, 1994, p. 184. 9. Teresa de la Parra, Las memorias de Mamá Blanca (1929). Caracas: Monte Ávila Editores Latinoamericana, 1997, pp. 5, 165-166. 10. Miguel Otero Silva, Casas muertas (1954). Barcelona: Círculo de Lecto-
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3. Vista desde esta provincia devastada por endemias y montoneras, en ese tiempo de difusos contrastes entre lo rural y lo urbano, acaso sólo Caracas podía pretenderse moderna, en el sentido de que la capital de la Bella Época venezolana representaba, como lo señalara Juan Liscano, el relativo “hoy” de entrada al siglo XX para inmigrantes oriundos de pueblos y ciudades todavía estancados en el XIX11. Esa fue la puerta por la que llegaron a la capital muchos personajes de la novela de comienzos del siglo, desde los Montálvez que Pío Gil retratara en El Cabito (1909), hasta la Chucha Garate de las Vidas oscuras (1916) de Pocaterra; ellos iniciaron un síndrome de deslumbramiento con Caracas que se prolongaría en el joven protagonista de Los Riberas (1952) de Briceño Iragorry, después de la Victoria Guanipa que Gallegos nos ofreciera en La Trepadora (1925). Pero había otra puerta más dramática, por la que entraban los venezolanos que retornaban al país reprimido y oscurantista, después de haber vivido en las metrópolis de verdadero progreso y civilización. Ese fue el umbral de retroceso y desengaño que cruzaron los personajes de la novela modernista, que los llevó a un ausentismo estético y a una evasión urbana de atávicas consecuencias para la intelectualidad criolla. Porque la carga de desengaño y frustración que alcanzó su extremo en el arquetípico conflicto del Alberto Soria de Ídolos rotos (1901), fue legada, en dotes diversas, a todos los que habrían de sentirse, en algún momento y de una u otra manera, en el arrabal de la cultura europea. En este sentido, ese spleen de saberse en una periferia de ciudades chatas y recónditas asaltó a una estirpe intelectual que se prolongó mucho más allá del modernismo de Díaz Rodríguez o Blanco Bombona; res, 1974, pp. 16-17. El análisis de la estructura y la puesta en perspectiva de la novela pueden verse en Carlos Pacheco, “Casas muertas: la escritura desde el espacio agónico” (1991), en La patria y el parricidio..., pp. 167-176, p. 169. Con respecto a la visión de Carmen Rosa en tanto “personaje estructura”, ver Orlando Araujo, Narrativa venezolana contemporánea (1972). Caracas: Monte Ávila, 1988, p. 138. 11. Juan Liscano, “Líneas de desarrollo de la cultura venezolana en los últimos cincuenta años”, en Venezuela moderna. Medio siglo de historia, 19261976 (1976). Caracas: Fundación Eugenio Mendoza, Editorial Ariel, 1979, pp. 865-963, p. 868.
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desde la Teresa de la Parra de Ifigenia hasta el Uslar Pietri que casi sucumbió al embrujo del París de finales de la Belle Époque. Bien lo resumió este último a propósito de algunos intelectuales de entonces: “Los espíritus cultivados tendían a hacerse cosmopolitas y a sentirse cada vez más incomprendidos y ajenos en la propia tierra. Sentían como una fatalidad el haber nacido en lo que consideraban como un arrabal de la cultura europea”12. 4. Aunque el gomecismo supuso innegablemente recuperación económica, estabilidad política, organicismo social y mejoramiento de infraestructura, sólo los positivistas criollos parecieron entrever y saludar los rasgos de modernidad industrial que tal proceso conllevaba. José Gil Fortoul, Laureano Vallenilla Lanz, Pedro Manuel Arcaya, y hasta cierto punto el Gallegos de El Cojo Ilustrado, saludaron la inversión y migración foráneas en tanto puntales del liberalismo económico; éste ya se evidenciaba en los primeros síntomas de la bonanza petrolera, desde los automóviles y carreteras que atravesaban el país recorrido por Alfonso Ribera, hasta las eclécticas quintas de las nuevas urbanizaciones del este caraqueño. La exégesis que de los padres de la sociología moderna –Comte, Durkheim, Weber- hicieron sus contrapartes venezolanos, puede verse como un necesario intento de traducir y divulgar entre la élite criolla las categorías y valores de la sociedad “industrial” o “moderna”, tal como había sido conceptuada desde finales del siglo XIX en algunas obras sociológicas del liberalismo y positivismo. Sin embargo, aunque varios de ellos provinieran del interior, nada de este avance pareció deslumbrar a los miembros de la Generación del 28 o de la creciente intelectualidad antigomecista, quienes no cesaron de construir la imagen de la capital del desengaño, como en perpetua alusión a la lobreguez de la satrapía. En este sentido, desde la perspectiva urbana, la nivelación del oscurantismo dictatorial por contraposición a las gestas de rebeldía, se encuentra principalmente recrea12. Arturo Uslar Pietri, Letras y hombres de Venezuela (1948). Caracas: Edime, 1958, pp. 276-227.
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da en obras posteriores al régimen gomecista: Puros hombres (1938) de Arráiz, Fiebre (1939) de Otero Silva, Los tratos de la noche (1955) de Picón Salas, El rastro de los dioses (1960) de García Maldonado, por sólo mencionar las consideradas en la investigación. Desde la perspectiva rural, la recreación de esa época de atraso alcanza su manifiesto novelado en Doña Bárbara (1929), obra que no sólo elabora la antinomia barbarie/civilización para las postrimerías del gomecismo, sino que también retrata los desafueros de la mujerona y ño Pernalete en una de las más apartadas comarcas de esa gran hacienda de miserias que era la Venezuela del señor de Maracay. Acaso más que la doña misma, el siniestro jefe civil galleguiano pasa a ser símbolo de una era barbárica, tribal o feudal, pero en todo caso anacrónica con respecto a la modernidad del siglo XX, al menos según las cruentas metáforas que nos dieron los ensayistas de la democracia por venir, incluyendo a Picón Salas, Díaz Sánchez, Augusto Mijares y Andrés Eloy. No sólo a través de las mejoras posibilitadas por el ingreso petrolero y saludadas por los positivistas, la modernidad del siglo XX había llegado ya a Venezuela también por vía de la urbanización. Aunque durante esta época sus manifestaciones en la literatura venezolana fueran todavía tenues o elusivas, podían ya distinguirse en Caracas situaciones, escenarios y personajes de la americanizada masificación que penetraba las capitales latinoamericanas de la primera postguerra. En este sentido, el cambio social venezolano y la transformación espacial de su capital son descritos con nitidez en la segunda parte de Los Riberas, así como en múltiples pasajes de la “Caracas en cuatro tiempos” de Picón Salas. Pero también creo que asoman pistas del crecimiento suburbano y de la masificación social en novelas como Peregrina (1922) o Fiebre, cuya ambientación en la ciudad de los techos rojos que se dilataba a los pies del Ávila las ha hecho pasar, principalmente, como una tardía expresión del criollismo, o un temprano reporte de la dictadura. Además de significativos, precursores en este sentido de la urbanización resultan los Campeones (1939) de Meneses, quien desde esta novela juvenil se perfila como el narrador urbano que seguiría siendo en los años por venir.
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5. Como bien señala Oscar Rodríguez Ortiz en Paisaje del ensayo venezolano (1999), entre los años 1930 y 1950 se configuró en el país una “nómina de ensayistas y una ensayística, un corpus”, caracterizado en parte por motivos recurrentes, entre los que se cuentan el “asombro” ante el petróleo en tanto “regalo de los dioses”13. Después del recorrido hecho en la investigación, creo que podemos decir que uno de los temas que articulan esa ensayística de la “primera contemporaneidad” viene dado por el análisis y la crítica a la revolución petrolera y los efectos desiguales de la urbanización por ella producida. Si bien incluye los esperanzados discursos del Gallegos que fuera candidato presidencial, así como la miscelánea geográfica de Enrique Bernardo Núñez –en libros como Una ojeada al mapa de Venezuela (1939) o Bajo el samán (1963)– el tono de ese análisis se vuelve progresivamente admonitorio, desde los tempranos Pizarrones de Uslar Pietri hasta el Mensaje sin destino (1951) de Briceño Iragorry, pasando por la tristeza que rezuman muchos textos de la Suma de Venezuela piconiana. Acaso por perder la perspectiva del proceso de urbanización que irreversiblemente ocurría en otros países de América Latina, los cuales ni siquiera contaban con el petróleo como dinamizador; quizás también por entreverar el análisis económico, social y cultural con el resentimiento político surgido después de la ruptura democrática de 1945; esa crítica se tornó en diatriba de la riqueza sin trabajo ganada con el oro negro, que ya a mediados del siglo XX había producido desigualdades injustificables e irremediables entre las dos Venezuelas rural y urbana. Sin embargo, hay que reconocer que ese demonismo del oro negro venía desde la novela petrolera, a través de un sinnúmero de imágenes y alegorías; entre ellas, la investigación recoge sólo algunas de las que caracterizan las dolorosas mutaciones de aldeas y pueblos de esa Venezuela rural que llegaba a su fin, trastocada desde finales del gomecismo por campamentos y ciudades subitáneos, a los que tuvieron que acoplarse sus pobladores perplejos e incautos. Las sagas no13. Oscar Rodríguez Ortiz, Paisaje del ensayo venezolano. Maracaibo: Universidad Cecilio Acosta, 1999, pp. 64-65.
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velescas de Díaz Sánchez y Otero Silva, a las que la investigación se limita, permiten ilustrar esa abrupta urbanización demográfica, espacial y cultural, de pueblos y villorrios, aldeas y campamentos, con abundancia de detalles que creo deben ser revisados por nuevos estudios sociológicos y urbanísticos en Venezuela. En ese sentido, además del primer Ortiz de Casas muertas –al que ya miramos con otros propósitos– creo que, quizás por buscar polarizar y acentuar los extremos de esa urbanización dislocante, las novelas petroleras de Díaz Sánchez idealizan aquel tiempo de Maricastaña que he tratado de caracterizar para la provincia venezolana de entre siglos14. A diferencia del más objetivo reporte de Otero Silva en Oficina No. 1 (1961), la “aldea” zuliana en Mene (1936) o la “tierra” margariteña invocada en Casandra (1957), llevan a don Ramón a evocar con resonancias míticas las supuestas bondades de aquella era agraria en diversos paisajes venezolanos, reforzando así el componente eglógico de la crítica ideológica a la Venezuela petrolera a lo largo del siglo XX. En este sentido, valga decir también que, a través de esas novelas, arrastran su carga de nefasto pesimismo las que Picón Salas llamara “Penélopes” de pueblos y ciudades provinciales, devenidas símbolos de una femenina Venezuela agrícola abandonada por los hombres que hubieron de partir en busca del oro negro. Si se nos permite el salto a la poesía popular, la Casandra de Díaz Sánchez, aunque habite en el campamento, nos hace recordar a la loca Luz Caraballo de Andrés Eloy, en su incesante deambular, “De Chachopo a Apartadero”, conservando sólo el nombre del hombre “que quién sabe donde vive/ cinco años que no te escribe, diez años que no lo ves”15. Sin embargo, durante el ciclo democrático entre 1936 y 1945, las posibilidades de reforma urbana acercadas por la apertura política y la bonanza petrolera también se hicieron sentir en la ensayística de Adriani, Picón, Uslar, Gallegos, An14. Ver el capítulo “El tiempo de Maricastaña” en A. Almandoz, La ciudad en el imaginario venezolano, I, pp. 15-32. 15. A.E. Blanco, “Palabreo de la loca Luz Caraballo”, en La juanbimbada, en Antología popular (1990). Caracas: Monte Ávila Editores Latinoamericana, Comisión Presidencial para el Centenario del Natalicio de Andrés Eloy Blanco, 1997, p. 276.
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drés Eloy, Díaz Sánchez y Augusto Mijares, colaboradores de los regímenes de López y Medina, o partícipes del movimiento político de aquel tiempo promisorio, prendado de reformas y proyectos. Como complemento de la renovada democracia, esos pensadores, que fueron a la vez funcionarios gubernamentales o activistas de partido, ayudaron a configurar una agenda del municipalismo en proceso de reivindicación, que contribuyera a superar al preterido pero latente feudalismo comarcal del gomecismo; creo que este clima intelectual explica en parte el emergente urbanismo de entonces, corroborando así la sincronía entre los discursos político y urbanístico para este significativo período. Sin embargo, el ambicioso programa de reformas orientado a educación y equipamiento territorial, entre otros frentes vinculados a la urbanización, pareció descuidar la renovación de valores que debía fundamentar la educación de la burguesía urbana. Desde el discurso novelesco, muy cercano a la historia en este período, la tercera parte de Los Riberas es rica en cuestiones y respuestas sobre esta renovación ética de esa élite por formarse, así como Fabbiani Ruiz en Mar de leva (1941) nos ofrece una vívida interpretación de los dilemas socialistas para la urbanización de la masa emergente. Acudiendo nuevamente al ensayo, la ausencia del plan de alta cultura señalada por Picón Salas cobra acaso máximo valor para entender por qué el ambicioso y tecnocrático programa de urbanización de esos gobiernos pareció resquebrajarse desde el punto de vista cultural. La carencia de ese plan, aunada al quiebre político de 1945, pareció apurar el demonismo en torno al oro negro y el cambio de actitud de varios de esos intelectuales frente a las posibilidades urbanas de la riqueza petrolera. 6. Aunque con menos evidencia que el tema de los efectos de la revolución petrolera, creo que el reporte de la americanización de la Venezuela urbana, después del prolongado crepúsculo de la Belle Époque europea y de la Bella Época latinoamericana, puede ser visto también como motivo recurrente en esa ensayística venezolana de entreguerras, que la investigación ha tratado de poner en relieve. Confirmando el dilema secular de la modernidad periférica de América Latina para
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el caso venezolano, en “Antítesis y tesis de nuestra historia” (1939), Picón Salas señaló que la “vida moderna” de la Venezuela petrolera se medía en buena parte por “la creciente influencia de Europa y Estados Unidos”16. Sin embargo, en la primera parte de su “Caracas en cuatro tiempos”, ya reconoció don Mariano el agotamiento en la capital petrolera de la europeizada cultura que nos había legado el guzmanato: “Nuestros nuevos modelos de vivir ya no se buscan en Roma y en París, sino en Houston, Texas”17. Como respuestas a ese desplazamiento en nuestro eje de modernidad -el cual he tratado de describir desde el punto de vista urbanístico y de cultura urbana en otros textos- don Mariano nos aclaró en varias “meditaciones” de sus Preguntas a Europa (1937) las razones políticas e intelectuales de ese crepúsculo del Viejo Mundo, así como sus implicaciones para el nuevo tiempo latinoamericano. Por su parte, en El otoño en Europa (1954), a través de múltiples ciudades legendarias y pintorescas, pero atrasadas por la guerra, Uslar nos traza el itinerario para un sereno entendimiento de aquel desplazamiento metropolitano, incluso a pesar de su pretérito culto por la Ciudad Luz. Creo que la visión del autor sobre la cansada intelectualidad del París sobreviviente a las vanguardias modernistas se entiende y complementa al contraponerla al crítico pero vibrante fresco de la nueva capital del mundo, que en La ciudad de nadie (1950) don Arturo nos ofreciera después de su exilio en Nueva York. Intelectual poco estudiado y revelador, que tuvo oportunidad de vivir largas temporadas en Europa y los Estados Unidos, Juan Oropesa puede ser visto como otro exponente de las “solicitaciones” de ambos mundos, donde la objetiva apreciación de la emergencia americana pasa por la desmitificación de la Bella Época. En este sentido, valga decir que tanto en Uslar como en Picón resuenan ecos novecentistas sobre la mecanización de la vida urbana en Norteamérica, por contraposición a un supuesto balance de la ciudad europea, aunque 16. Mariano Picón Salas, “Antítesis y tesis de nuestra historia” (1939), en Suma de Venezuela. Biblioteca Mariano Picón Salas. Caracas: Monte Ávila, 1988, t.II, p. 100. 17. M. Picón Salas, “Caracas en cuatro tiempos”, en Suma de Venezuela, p. 233.
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la sociología urbana, especialmente desde el análisis llevado a cabo por la Escuela de Chicago en los años 1920, hubiera ya desmontado esa interpretación. Desplazado el bastidor de la Bella Época del escenario de sus reflexiones, las visiones de otros intelectuales venezolanos sobre la modernidad norteamericana son también formas de entendimiento y asimilación de la creciente influencia gringa en el mundo de la postguerra. Si caben las generalizaciones en este sentido, puede decirse que Alberto Adriani y Enrique Bernardo Núñez –en Viaje por el país de las máquinas (1954)– mostraron posiciones menos prejuiciadas y más abiertas, frente al formidable ejemplo del capitalismo yanqui. Ello si lo comparamos con la más difícil asimilación que tuvieron que transitar otros intelectuales como Gallegos, Díaz Sánchez y Briceño Iragorry, más influidos por el arielismo latino que venía de comienzos del siglo XX. Los símbolos urbanos y técnicos de la civilización americana en expansión, sobre todo el rascacielos, tuvieron valor significativo en la interpretación que esos autores nos ofrecieran sobre el poderío y la supremacía del gran vencedor de la Segunda Guerra. Por ello, aunque acaso no la conocieran o tampoco se ocuparan particularmente de la nueva capital del mundo, todos esos autores tuvieron, en cierta forma, su regreso de Nueva York. 7. El regreso de Nueva York es, también en cierta forma, la nueva mirada de la intelectualidad venezolana a un país con una declarada modernidad americana, pero a la vez con atrasos ancestrales, incomprensibles e inexcusables para una opulenta economía petrolera. Uslar Pietri, Picón Salas y Briceño Iragorry, Gallegos y Núñez, entre otros, habían advertido desde el primer ciclo democrático, sobre los desequilibrios económicos y territoriales que algunos de ellos habría de seguir criticando desde el exterior. Díaz Sánchez había coloreado en su Transición (1937), la nueva geografía de potencialidades regionales que él visualizaba para la Venezuela petrolera. Sin embargo, pareciera que para los años cincuenta, aquellas advertencias y profecías tempranas, así como aquellos escenarios geográficos, se tornaron admoniciones sobre el contrastante e irreversible drama de dos Venezuelas que resultaban ya frac-
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turadas e irreconciliables. Sin pretender agotar el catálogo de fuentes, he tratado de estructurar la crítica de esos autores a través de la ensayística de libros como De una a otra Venezuela (1949) o los discursos galleguianos, apoyándome al mismo tiempo en novelas como Los Riberas o Los tratos de la noche (1955), en las que creo palpitan estos temas; para completar con los raros libros de viaje y geografía de Enrique Bernardo Núñez, llenos de innumerables postales que esperan todavía por una revisión más detallada. Como capítulos de una letanía temática que he tratadode articular, en todas esas fuentes encontramos el abandono de la Venezuela rural y provinciana, de la que algunos de esos autores provenían; de espaldas a ese país había surgido otro de extranjerizadas urbes consumistas, donde se borraban las antiguallas del acervo patrimonial, insignificantes para las oleadas de inmigrantes extranjeros y campesinos; los más de estos últimos engrosaban una masa sin posibilidades de inserción productiva, despojada de sus tradicionales valores de trabajo; masa que se establecería en los estigmatizados “barrios” de esas metrópolis de espejismos, desde sus centros venidos a menos hasta las periferias marginales e incontroladas. A través de esa crítica incesante de las disparidades territoriales producidas por la revolución petrolera, los intelectuales venezolanos parecieron proyectar, principalmente en sus ensayos posteriores al quiebre democrático de 1945, las imágenes demoníacas del oro negro que la novela petrolera había ya prefigurado. Sin negar el drama urbano que evidenciaba el fracturado país del Nuevo Ideal Nacional, creo que el factor político está entreverado en los análisis históricos, económicos y culturales que ciertamente se lograron en libros como De una a otra Venezuela o Mensaje sin destino, por ejemplo. Sin embargo, repito, pareció esa crítica carecer de la perspectiva necesaria para comparar esos desajustes con los que ocurrían en otros países latinoamericanos y del hoy llamado Tercer Mundo, donde los efectos de las “revoluciones urbanas” de mediados del siglo XX se agravaron incluso más, a causa de la falta de dinamismo económico inducido por el petróleo en el caso venezolano18. 18. ������������������������������������������������������� En este sentido, ver por ejemplo David Drakakis-Smith, The Third World City (1987). Londres: Routledge, 1990.
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8. A partir de la emblemática caricatura del Juan Bimba de ascendencia rural, legado por la poesía de Andrés Eloy, que rápidamente adquirió un rostro urbano en el ensayo histórico de Díaz Sánchez y Picón Salas, creo que la masa de las ciudades venezolanas se engrosó con inmigrantes campesinos y extranjeros que fueron desdibujando aquella caricatura inicial. Si bien hubiera podido tomar el sustrato de un sujeto urbano venido a menos, creo que el ángulo provinciano de la masa capta la rama genealógica que la narrativa venezolana reportara en algunas obras de Pocaterra, Díaz Sánchez, Otero Silva y de la novelística del petróleo en general; reporte que adquirió un registro más urbano en la genealogía que arrancara con el Meneses posterior a Campeones. Suerte de pequeño laboratorio social que reproduce los vericuetos de una Caracas metropolitana en ciernes, El falso cuaderno de Narciso Espejo (1952) da pistas de la hibridación y la amalgama, de la mutación y la alteridad de Juan Bimbas como Juan Ruiz y Pedro Pérez, en medio de una ciudad que segregaba y diversificaba sus barrios y distritos. No es casual entonces el encuentro de esos paletos, tanto en las pensiones y casas de vecindad del centro caraqueño venido a menos, como en los hoteles de los relatos de Julio Garmendia, ambientes ambos que acentúan el talante transitorio y desarraigado de esa masa escotera en fragua. Como muestrario de pequeños y anónimos seres de la contrastante Caracas en expansión, de esos hospedajes y casuchas parroquiales salen a protagonizar sus ceremonias nocturnas o sus recorridos marginales, con cierto sentido de aventura y novedad todavía, a lo largo de avenidas tumultuosas iluminadas por el firmamento de neón. El sentido aventurero que dentro de esa ciudad expansiva parecían conservar los personajes populares de Meneses, o Los alegres desahuciados (1948) de Mariño Palacio, se pierde en la mutación urbana que Garmendia introduce en sus pequeños seres. Desdoblados en medio de una compleja y diversificada metrópoli en la que se polarizan los dominios público y privado, como bien lo advirtiera la sociología urbana desde comienzos del siglo XX; ensimismados y reducidos por las relaciones despersonalizadas y las rutinas alienantes, los pequeños seres y los habitantes garmendianos parecen ha-
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ber perdido todo rasgo pintoresco del Juan Bimba rural que los engendrara. Esa ascendencia colorida de la provincia sólo aparecerá como una forma de memoria desvaída y fragmentaria, en medio de un presente urbano que se impone complejo y absorbente, como la estructura misma de la metrópoli. Por lo demás, creo que la temprana obra garmendiana nos ayuda a concluir el itinerario que uno puede iniciar, de la mano de Juan Bimba, en los hospedajes del centro de la Caracas postgomecista, para dejarnos frente al panorama de contrastes sociales, segregación espacial y nuevas rutinas de las estalladas urbes venezolanas de finales de los años cincuenta. De la mano de otros personajes del segundo Garmendia deberíamos seguir avanzando por las urbanizaciones y barriadas de las metrópolis segregadas y duales, violentas y subdesarrolladas, que serían el escenario más característico de una nueva era del imaginario urbano venezolano, posterior a 1958.
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Caracas, vida, pasión, muerte... ¿y resurrección? Marco Negrón
(2004)
Caracas, ciudad nueva
Cuando en 1881 se realiza el primer censo oficial de Venezuela, la población de Caracas, su capital y ciudad principal, era de apenas 55.638 habitantes, prácticamente la misma que 69 años antes, en 1812, había calculado Alejandro de Humboldt; esa población casi se duplicará en los siguientes 40 años, llegando a los 92.212 habitantes en 1920. El final del siglo XIX, especialmente bajo las administraciones de Guzmán Blanco, registra importantes cambios para Caracas: mejoran considerablemente las comunicaciones regionales y se desarrollan algunas importantes infraestructuras, pero los cambios en la morfología urbana son más superficiales, centrados esencialmente en la remodelación de antiguas edificaciones para destinarlas a nuevos usos (casos del Panteón Nacional y la Universidad Central) o demolición de otras para construir en su lugar las que alojarán algunas de las actividades más emblemáticas del régimen (casos del Palacio Federal Legislativo y el Teatro Guzmán Blanco). Será solamente a partir de la década de 1920 cuando, bajo el estímulo de la actividad petrolera, la economía venezolana comenzará a dejar atrás el modelo agroexportador para transformarse en una de base esencialmente urbana: aunque en 1926 todavía el 85% de los venezolanos vivía en poblados
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menores de 2.500 habitantes, Caracas ya se acercaba a los 150.000, lo que, en relación con el censo anterior, de 1920 representó un crecimiento absolutamente excepcional del 8,1%, sin precedente alguno en nuestra historia. La década de 1930 marcará una clara transición en la evolución urbana de Venezuela y también, naturalmente, de Caracas. Sin embargo, siguiendo la caracterización que Armando Córdova hizo de la economía de aquel período (Córdova, 1979), también en el caso de Caracas podemos decir que nos encontramos frente a un proceso de “crecimiento sin acumulación”, que para el caso se traduce en un crecimiento exponencial de la población sobre una ciudad que prácticamente no se modifica: apenas se registran ligeras variaciones en su perímetro y en su parque inmobiliario. La incorporación de la nueva población se resuelve a través de la subdivisión de las viejas estructuras habitacionales, con los consiguientes efectos de hacinamiento y el incipiente crecimiento, en los márgenes de las quebradas y la periferia de la ciudad, de viviendas improvisadas, todo lo cual conduce a un acentuado deterioro de la calidad de la vida y un radical incremento de la densidad, como se puede observar en el cuadro que se inserta a continuación: Caracas en la transición Variaciones en superficie y población entre 1897 y 1936 Años 1897 1936
Sup. urbana Habitantes (hectáreas)* 430 534
76.140** 235.160
Densidad (hab./hectárea) 117 440
Para 1897, “Plano de la ciudad y situación de las parroquias foráneas 1897”, Ing. Ricardo Razzeti, en De-Sola Ricardo (1967), Plano N° 40; para 1936, Arellano Moreno (1972), p. 154. (**) Cálculos propios con base en los censos de 1891 y 1920. (*)
Como resulta del cuadro, frente a un incremento de la superficie urbana en 24% entre esos dos años, el incremento poblacional fue del 209%; además, muchas de las viejas
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mansiones coloniales del centro, habiéndose transferido sus propietarios desde principios de siglo a la entonces suburbana urbanización El Paraíso o, más tarde, a los recientes desarrollos del este, fueron transformadas en fondos de comercio con los consiguientes efectos negativos sobre el ambiente urbano.
Figura 1: Caracas 1884/Caracas 1933
La época de los grandes proyectos y las grandes intervenciones
El deterioro que venía registrando la ciudad condujo a que, sobre todo a partir de la muerte del dictador Juan Vicente Gómez en diciembre de 1935, sobre ella empezaran a ensayarse propuestas de modernización. Un paso trascendental en esa dirección lo constituyó la creación de la Dirección de Urbanismo del Distrito Federal1 en 1938 y la simultánea contratación de los urbanistas-consejeros Prost, Lambert, Wegenstein y Rotival, con el fin de adelantar “el estudio, confección y ejecución del amplio plan de Urbanismo para la Ciudad de Caracas” (Gobierno del Distrito Federal, 1939). En 1939 presentan el llamado “Plan Monumental de Caracas”, acogido por el Concejo Municipal en 1942 como “Plan Rector”. Los cambios cuantitativos y cualitativos que va a registrar Caracas a partir de entonces permitirán hablar de ella como una ciu1. La responsabilidad de dirigirla recae en el Ing. Guillermo Pardo Soublette y es asesorada por una Comisión Técnica de Urbanismo integrada por el Ing. Edgar Pardo Stolk y los arquitectos Carlos Raúl Villanueva, Carlos Guinand, Enrique García Maldonado y Gustavo Wallis.
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dad nueva, con muy escasos nexos con la que hasta entonces se había conocido. El plan de 1939 parte de una visión de la ciudad, entonces poco más que una aldea, como una de las futuras capitales políticas del continente, aprovechando su muy favorable posición geográfica. Para ello se plantea crear un elemento urbano de gran fuerza que permita revitalizar el agobiado centro de la ciudad, lo que se concreta en la proposición de un eje vial de carácter monumental que, partiendo del parque de Los Caobos, remataría en el nuevo Centro Cívico de la ciudad, cuyo edificio central sería el Capitolio, localizado por el plan al pie de la colina de El Calvario, prominente hito de la topología de la vieja ciudad.
Figura 2: Plan Monumental de Caracas 1939
En 1942, aprovechando una atractiva oferta de financia miento externo, las autoridades nacionales y de la ciudad deci den sustituir el Centro Cívico por un conjunto residencial de clase media sin abandonar del todo las ideas centrales del plan. El proyecto es sometido a concurso, resultando ganador Carlos Raúl Villanueva, quien materializará el primer gran elemento urbano moderno de la ciudad: la urbanización El Silencio (747 apartamentos y 207 locales comerciales), por su escala y la calidad de la solución, la intervención más importante que Caracas había conocido desde su fundación. Terminada la Segunda Guerra Mundial, se crea en 1946 la Comisión Nacional de Urbanismo, que comenzará a trabajar en los planes urbanos de Caracas y las demás ciudades
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principales del país, para la cual vuelve como asesor Maurice Rotival. Empieza entonces a esbozarse ese segundo gran elemento urbano que, proyectado por Cipriano Domínguez, será el Centro Simón Bolívar, inaugurado en 1951. Paralelamente, Villanueva venía trabajando en la Ciudad Universitaria, cuyo núcleo central, con la Plaza Cubierta y el Aula Magna, se inaugura en 1952. Luis Malaussena, por su parte, trabajaba en el llamado Sistema de la Nacionalidad, con la Escuela Militar y el Círculo de las Fuerzas Armadas. En 1951 se culminará el Plan Regulador de Caracas y el Plan Director del Casco Central. En el Banco Obrero se crea, bajo la dirección de Villanueva y con la consigna de eliminar las viviendas improvisadas e insalubres, el TABO (Taller del Banco Obrero) que desarrolla la tipología de los llamados superbloques, unidades de vivienda en gran altura aunque casi siempre acompañadas de edificios más bajos. Entre 1954 y 1958 ese programa logra construir 97 edificios con 17.399 apartamentos para pobladores de bajos ingresos en el Área Metropolitana de Caracas, introduciendo además un cambio notable en la imagen de la ciudad. Si la iniciativa en el proceso correspondía claramente al sector público, también el sector privado registra desde muy temprano una notable dinámica, en gran medida en el campo de las urbanizaciones residenciales y la vivienda, pero también en el de los edificios comerciales y de oficinas. De una larga lista sólo mencionaremos, por su audacia y el impacto que tuvieron en su momento, el inconcluso Helicoide de la Roca Tarpeya (1956), proyecto de Jorge Romero Gutiérrez, Pedro Neuberger y Dirk Bornhorst con la colaboración de Roberto Burle-Marx para el paisajismo y Buckminster Fuller, autor del domo geodésico que corona la edificación, y el conjunto de la Torre Polar y el Teatro del Este (1954), de Vegas y Galia, que marcó la expansión de la ciudad hacia el este y atrajo el interés de la crítica internacional más prestigiosa (Sato, 2002, pp. 60 y 61). La dinámica de la ciudad convocó también a muchos de los proyectistas de mayor prestigio mundial de entonces: aparte de los mencionados Rotival, Fuller y Burle-Marx, que diseñó numerosos jardines privados y públicos entre los que sobresale el Parque del Este, hicieron proposiciones diversas
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Figura 4: El sueño de la modernidad: Centro Simón Bolívar, Cipriano Domínguez (1952) Figura 3: El sueño de la modernidad: El Silencio, Carlos Raúl Villanueva (1941-1943)
Figura 5: El sueño de la modernidad: Propuestas para la Avenida Bolívar (Rotival, Neutra, Ron Pedrique)
Figura 6: El sueño de la modernidad: Las grandes realizaciones en el centro (1968)
Figura 7: El sueño de la modernidad: Ciudad Universitaria de Caracas, Carlos Raúl Villanueva (1944-1967)
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para Caracas Marcel Breuer, Oscar Niemeyer, Rino Levi, Arthur Frohelich, Richard Neutra y Gio Ponti, aun si sólo los tres últimos lograron materializar algunas de sus propuestas. Aunque en esos años se construyó un patrimonio urbanístico y arquitectónico invalorable, no es posible ignorar el que fue destruido o descontextualizado por unas intervenciones viales sobre el casco histórico, dogmáticamente guiadas por la racionalidad ingenieril; un inventario parcial de ese patrimonio perdido quedó registrado en el libro de Carlos Raúl Villanueva, Caracas en tres tiempos (Villanueva, 1966). Y si es cierto que en materia de transporte se realizaron numerosas y muchas veces espectaculares intervenciones, especialmente en lo relativo a las estructuras y los grandes nodos de distribución de las autopistas, el tema del transporte colectivo fue lamentablemente relegado, mientras que el exagerado favorecimiento del transporte privado no sólo condujo al mencionado daño sobre el patrimonio antiguo, sino que incluso colocó pesadas hipotecas sobre los desarrollos futuros. Esa dinámica de la ciudad no era gratuita: como observaba el economista Celso Furtado en relación con los años que analizamos: “Venezuela es la economía subdesarrollada de más alto nivel de producto per cápita que exista actualmente en el mundo. Su producto bruto territorial por habitante se aproximó, en 1956, a 800 dólares, es decir, un nivel similar al promedio de los países industrializados de Europa Occidental”. Luego de analizar otros aspectos de la dinámica económica venezolana entre 1945 y 1956, concluía: “Si se mantiene ese ritmo de crecimiento, al final del próximo decenio Venezuela(...) disfrutará de uno de los ingresos por habitante más elevados del mundo, y será el primer país de clima tropical a incluirse entre las naciones de más elevado nivel de ingreso”. Y en relación con la urbanización, el tema que nos ocupa de manera específica, señalaba: “La etapa actual de la economía venezolana constituye una transición de un sistema agrícola de baja productividad –que todavía ocupa directamente el 40% de la población activa del país– hacia una economía principalmente urbana y de alta densidad de capital en sus procesos productivos” (Furtado, 1957). Sin embargo, el mismo autor alertaba en cuanto a los riesgos que se le planteaban a Vene-
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Figura 8: El aporte privado: Torre Polar y Teatro del Este, Vegas & Galia (1954)
Figura 9: El destripamiento del centro: Av. Fuerzas Armadas/Av. Urdaneta
zuela hacia el futuro: “Las etapas de rápido crecimiento con base en estímulos externos, cuando no aparejan modificaciones estructurales del sistema económico, tienden necesariamente a un punto de estancamiento” (ibídem). Es importante destacar que, con una sustancial continuidad en los planes urbanos y los grandes proyectos, esta sostenida dinámica de la ciudad se desplegó a través de una significativa variedad de gobiernos de signos muy diferentes, desde el de Eleazar López Contreras, responsable de la restauración democrática a la muerte del dictador Gómez, hasta la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, derrocada en enero de 1958, pasando por el de Rómulo Gallegos, el primer presidente venezolano electo por voto universal, directo y secreto.
La metropolización vergonzante
El año de 1957, víspera de la restauración de la democracia, el Área Metropolitana de Caracas superó la emblemática cifra del millón de habitantes que el Plan de 1939 había estimado como hipótesis máxima para el año 2000. Evidentemente, ya la ciudad podía ufanarse legítimamente de su condición metropolitana, tanto por su tamaño como por la calidad y modernidad de la arquitectura y el urbanismo, aunque en este aspecto con muchos bemoles, que estaba produciendo. Sin embargo, de manera sorprendente y difícil de expli-
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car, la restauración democrática va a suponer un violento frenazo en esa rápida carrera hacia la modernidad. Una frase de José Antonio Ron Pedrique, director técnico del Centro Simón Bolívar, responsable de una nueva y ambiciosa propuesta de Centro Cívico sobre la Avenida Bolívar entre 1960 y 1961, resume emblemáticamente la nueva posición del gobierno nacional hacia la ciudad: “Surgió un rechazo en Miraflores”, sede de la Presidencia de la República, “que destruyó todo en un minuto: ‘No se debía invertir en Caracas’. Ese argumento político pospuso todo y yo me retiré” (Hernández de Lasala, 1991:169). Desde entonces permanece en la incertidumbre el destino de las casi ocho hectáreas del llamado trébol de La Hoyada, uno de los espacios más importantes de la ciudad. Durante esos años se irá consolidando en toda América Latina una suerte de mitología que atribuía los problemas del atraso y el subdesarrollo de nuestros países a un supuesto tamaño excesivo de sus ciudades, especialmente las capitales: fue el llamado enfoque centro-periferia o del colonialismo interno, según el cual el crecimiento del “centro” (la ciudad o ciudades principales) se fundamentaba en la explotación de la “periferia” (el campo y las ciudades menores)2. Entre nosotros su primera y embrionaria expresión se encuentra tal vez en la exposición de motivos de la Ley de Reforma Agraria de 1960, que destaca entre sus razones justificativas la necesidad de frenar las migraciones hacia las grandes ciudades. A comienzos de la década de 1970, esas ideas reciben una suerte de bautizo académico con la ponencia “Desarrollo urbano y desarrollo regional”, presentada con singular éxito por el CENDES al Congreso Nacional de Arquitectos en 1971, donde se sostenía además que la causa última de semejante situación residía en las relaciones de dependencia que en cada período histórico se habían establecido con las economías centrales del mundo, destacándose la congruencia entre el modelo de desarrollo resultante de esas relaciones y la configuración del territorio. Se concluía en que la transformación de esta última
2. Un ensayo de refutación de ese enfoque en el caso venezolano se encuentra en Negrón, 1998.
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era inseparable de la superación o, en todo caso, atenuación de tales relaciones (CENDES, 1971). Como se dijo, se trata de un enfoque que tuvo mucha difusión a lo largo de América Latina durante aquellos años, pero la peculiaridad en el caso venezolano es la fuerza con que ella fue incorporada como política de Estado, especialmente a partir del V Plan de la Nación 1976-1980 que formuló una propuesta de superación de los desequilibrios regionales a partir de una estrategia de desconcentración dirigida a frenar las inversiones hacia el llamado eje de concentración CaracasMaracay-Valencia (CORDIPLAN, 1974). Al mismo tiempo, de manera difícilmente explicable, empezaron a manejarse cifras poblacionales francamente fantásticas incluso por parte de altos personeros de la administración pública. Adoptando como punto de partida el enfoque centro-periferia3, en su estudio Caracas 2000, donde esbozaba la imagen deseada de la ciudad para fin de siglo, una institución del prestigio y la solvencia profesional de la Oficina Metropolitana de Planeamiento Urbano (OMPU) construyó una hipótesis poblacional al año 2000 de 5.190.000 habitantes para lo que llamaba el Área Metropolitana Interna (OMPU, 1979:33), que terminó por exceder en 81% la cifra de 2.867.947 que registró el Censo de 2001. Ese documento llega incluso a hacer referencia al “crecimiento hipertrofiado” de Caracas4 y recomienda iniciar, entre las acciones de corto plazo que propone, los estudios de factibilidad para evaluar la reubicación de la capital; como es lógico, define una estrategia de mediano y corto plazo que unos años después, en 1983, serán mejor desarrolladas en el Plan Rector del Área Metropolitana de Caracas y Litoral Vargas. Lo más notable de ese debate sin embargo es que, mientras él se desarrollaba, el crecimiento demográfico de Caracas caía dramáticamente, al punto que justamente en la década de 1971-1981 su tasa anual fue de 2,80%, inferior a la nacional en 0,94% y 2,23% por debajo de la que la misma ciudad había registrado en la década anterior (Negrón, 2001:95), 3. De manera explícita en la Estrategia para Caracas 1974-1979 (OMPU, 1974), más vagamente en el estudio que se comenta a continuación. 4. Este supuesto ha sido refutado, con abundancia de evidencia empírica, en Negrón 2001.
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manteniéndose desde entonces de manera sostenida hasta el 0,31% registrado entre 1990 y 2001. Esto desmonta de maneraostensible los señalamientos de algunos de los defensores tardíosdel enfoque del colonialismo interno en cuanto a que la reducción del crecimiento demográfico de Caracas ha sido el resultado de las políticas de desconcentración definidas por el V Plan de la Nación: la realidad evidente es que ella fue consecuencia de una dinámica no solamente no dirigida, ni siquiera percibida por los responsables de las políticas territoriales y urbanísticas. Además las recomendaciones contenidas en Caracas 2000 y en el Plan Rector fueron ignoradas casi en su totalidad, particularmente en aspectos como transporte y vialidad, incorporación de áreas para la expansión urbana, desarrollo de nuevas ciudades y la reforma de la estructura de gobierno de la capital5: lo que ocurrió fue el abandono en la práctica –ratificado en 1989 con la eliminación de la OMPU sin crear ningún organismo alternativo– de cualquier lineamiento de política urbana, con el resultado de que progresivamente se redujeran las inversiones hacia las ciudades principales, especialmente en lo atinente a los desarrollos urbanísticos y la vivienda para los estratos de menores ingresos y que, en todo caso, ellos ocurrieran aleatoriamente, al margen de cualquier proyecto de ciudad. Debe registrarse sin embargo la crucial importancia de una decisión como fue la relativa a la construcción del Metro, el sistema subterráneo de transporte masivo cuyo primer tramofue inaugurado en 1983. Esta obra, decisiva para Caracas, ha seguido adelante pese a los muchos tropiezos; en cambio, la prometida reestructuración del transporte de superficie no ha avanzado un solo milímetro. Otro logro importante se registró, como ya se señaló, el año 2000, con la promulgación de la Ley Especial sobre el Régimen del Distrito Metropolitano de Caracas, que crea una autoridad responsable de coordinar las actuaciones de los cinco municipios autónomos que actualmente integran ese ámbito. 5. En 1979 se proponía la creación de “un sistema de gobierno local de dos niveles”, lo que apenas vino a ocurrir y con enormes fallas en 2000, con la promulgación de la Ley Especial sobre el Régimen del Distrito Metropolitano de Caracas.
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Lamentablemente los defectos de esa ley, sumados a la irracional radicalización de la confrontación política, la han hecho prácticamente inoperante. Un dramático registro de la involución que ha sufrido Caracas puede encontrarse en las encuestas anuales que sobre las ciudades de nuestro continente realiza la revista América Economía desde 2001, período en el cual nuestra capital no ha hecho otra cosa que perder posiciones hasta llegar en 2004 al lugar 35 entre 40 ciudades estudiadas, por detrás de capitales de países mucho más pobres y capitales de provincia de otros. Esas encuestas, sin embargo, revelan algunos aspectos que, además del decrecimiento crónico que desde 1978 registra la economía venezolana, ayudan a entender lo que está pasando con una ciudad que, pese a todo, tiene considerables ventajas geográficas y de localización: en la encuesta de 2003 ella aparece como una de las ciudades del continente con menos capacidad para atraer empresas basadas en el conocimiento científico, industrial o tecnológico, que son hoy por hoy las que lideran los procesos de desarrollo y transformación. A ello se suma la inseguridad, una de las variables más eficaces para espantar las inversiones, sobre todo extranjeras: en 2003, Caracas ocupaba una nada envidiable cuarta posición en cuanto a tasa de homicidios, con 89,9 por cada 100 mil habitantes, pero en 2004 esa tasa se elevó a 133, para colocarla en el primer lugar. Igualmente, la ausencia de proyectos urbanos significativos, si se exceptúan las obras para continuar el Metro y, por el contrario, el sistemático deterioro de espacios emblemáticos de la ciudad, como el casco histórico y Sabana Grande, constituyen elementos adicionales que reducen la competitividad de Caracas.
Un futuro es posible
La situación descrita, sin embargo, está lejos de ser irreversible. Además de las ventajas de carácter geográfico que se han señalado anteriormente, Caracas cuenta con otras potencialidades que nos limitaremos a enunciar sumariamente: un aeropuerto internacional con ubicación muy ventajosa y en
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fase de modernización y repotenciación, un sistema de transporte público subterráneo cómodo, eficiente y que cubre ya las áreas más significativas de la ciudad; una red de telecomunicaciones que aún debe ser potenciada pero que se cuenta entre las mejores del continente; una importante masa de recursos humanos de alta calificación y un conjunto de universidades y centros de investigación que sin excesivas dificultades podrían superar su atraso actual y colocarse entre los primeros de la región. El gran déficit, sin embargo, más que con determinadas insuficiencias concretas, está relacionado con la pérdida de visión de ciudad. Para recuperarla hay una ocasión muy fuerte que, a nuestro juicio, está en grado de generar una auténtica reacción en cadena: se trata del proyecto de la Zona Rental de la Universidad Central de Venezuela. Ubicado en el centro neurálgico de la ciudad, con la principal estación de transferencia del Metro dentro de sus límites, ese desarrollo multiusos de más de 10 hectáreas de superficie y 600 mil metros cuadrados de construcción está en grado de suministrar algunos de los servicios metropolitanos cruciales de los cuales carece el área metropolitana, tales como una estación central de transporte y un centro de eventos, exposiciones y convenciones. Mientras dirigimos ese proyecto entre 1997 y 2003 se formularon los estudios de factibilidad técnica y económica de esos y otros desarrollos a partir de un esquema de alianzas estratégicas entre el sector público y el privado. Su fuerza como centro de la metrópoli del siglo XXI y su capacidad de generación de empleos directos e indirectos lo convierten en el gran detonante potencial de un nuevo florecimiento de Caracas que, en un cuadro completamente nuevo de madurez democrática, vuelvan a hacer de ella una de las referencias ineludibles del desarrollo continental.
Bibliografía
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Saqueos, ranchos, casetas, peajes, plazas “liberadas”, esquinas “calientes”, planes de contingencia, zonas de seguridad… ¿Todos contra lo público? Pedro José García Sánchez (2003)
I. “... Claro está, es por necesidad”
Estamos en un contexto dominado por la afirmación de diferencias y los problemas de convivencia social que así surgen: consolidación de la polarización sociopolítica, transformación gatopardiana de las desigualdades socioeconómicas, debilitamiento de instancias de mediación (cívicas, judiciales, comunicativas). En consecuencia, disminución de mecanismos de diálogo y debate, radicalización de la territorialización socio-espacial... A quince años de aquel Caracazo con el que mi “generación boba” comenzó a jugarse sus galones en la cantera de las confrontaciones, quisiera aprovechar esta oportunidad para abordar el análisis de lo que pareciera un “lugar común” de este proceso: la apropiación-expoliación de lo público en función de “la necesidad”. ¿Qué significa y representa este “lugar común”? Comunidad de medios, sin duda, antes que de intereses, la “apropiación de lo público porque es necesario” aparece como un factor fundamental para comprender las coordenadas morales y políticas de los desafíos que afronta la convivencia urbana en Caracas. Es fundamental, entre otras cosas, por su poder de encantamiento, suerte de “ábrete, sésamo” de las políticas públicas que invita a preguntarse: ¿Cómo una significación sin identidad de apropiación (“lo público”) puede ser opuesta a
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otra (“la necesidad”) identificada más bien por su sobrecarga? La necesidad invocada como justificación pública de la acción se ofrece como valor de cambio cuya plusvalía política puede ser considerable en una dinámica populista. Sin embargo, lo que me interesa de momento es interrogar cómo este recurso a la necesidad se instala como valor de uso urbano, con sus anclajes socioespaciales, sus procedimientos sociopolíticos, su inflación y deflación simbólica. De allí, una primera “comunidad” paradójica que reúne a los saqueadores de El Caracazo y a los “rancheros” de los barrios con los vecinos de las urbanizaciones del Este, sus alcabalas, su vigilancia privada y sus planes de contingencia. En esta comunidad virtual se encuentran también los militantes políticos que “liberan” plazas o “calientan” esquinas, con los militares que, en calles centrales, decretan “zonas de seguridad” válidas para unos y no para otros. Se trata de una comunidad pragmática, pues la experiencia de apropiación de lo público (que termina así en general siendo expoliado) determina la pertenencia a ella: el abogado presidente de la asociación de vecinos de la urbanización del Este, quien va a ver a las autoridades “con los hechos por delante” y el “empresario” de ranchos del Oeste que “hace solo lo que todo el mundo hace” terminan por igual cogiéndose la acera y parte de la vía, enchufándose al poste para obtener los servicios, buscando el modo de controlar a los desconocidos que se aproximan... Sin embargo, la multitud y variedad de intereses solapados y los efectos temibles de la desconfianza generalizada nunca han tardado en mostrar y hacer valer su poder de implosión social. La vida metropolitana de Caracas esta así continuamente sometida a grandes pruebas. Ciudad provisional en la que las urgencias están al origen del desarrollo urbano y se legitiman hasta hacer suyo el espacio político. Ciudad plural también, pues las huellas de la heterogeneidad en la población, el urbanismo, la vida pública, los usos, se ajustan continuamente en la búsqueda de modos de regulación. En esta ciudad plural, la democracia cotidiana se construye entre un dominio público desdeñado como fuente de ciudadanía y un estatus comunitario que redefine los principios del mundo cívico. Ciudad vulnerable finalmente, pues las formas de
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vulneración del vínculo civil (léase, lo que producen la violencia y la inseguridad) no cesan de ocurrir, ligarse, confundirse y dar la impresión de generalizarse. Una gramática de la guerra se normaliza así en una sociedad que, en realidad, no ha alcanzado un tal estado, pero tampoco ha cesado de hacer desde los años ochenta como si así fuese. ¿Cuántas “comunidades” (de intereses, de intención, de coordinación...) formadas desde El Caracazo hemos de contar, de proteger o de evitar? ¿Cuántas calles cerradas, temidas o simplemente desconocidas debemos contemplar al bosquejar nuestra movilidad cotidiana? ¿Cuántas urbanizaciones con seguridad privada bordeamos a diario, con lo cual se nos escapan episodios y geografías enteras de la metrópolis de la que nos reclamamos? ¿Cuántas “esquinas calientes” nos obligan a reajustar nuestro camino? ¿Son estas solamente las paradojas fragmentarias de una sociedad que, habiendo surgido gracias al maná público del petróleo, no puede asumir y reinterpretar esta herencia sino desde la desconfianza y la sospecha? ¿Cómo pensar el orden público y la organización social que le es subsidiaria en una sociedad que para invocar el bien común se ha ido acostumbrando a oponer la “comunidad” a lo “público”? ¿En qué sentido la antropología de la urbanidad y la sociología de la vulnerabilidad pública pueden ayudarnos a comprender la constitución progresiva y accidentada de una “ciudadanía” cuyos umbrales públicos lucen contradictoriamente domésticos?
II. La ciudad vulnerable
Así como de la ciudad a cualquiera de sus formas morales (polis, cité, proyecto, organización) no hay solo lo urbano (Choay, F., 1994; Munford, L., 1961), es imposible pretender seriamente dar un orden a la ciudad y organizar su vida pública si no se identifica, reconoce, evalúa, repara e integra su condición vulnerable. Reflexionar sobre la urbanidad caraqueña no puede entonces limitarse a rendir cuenta de los criterios reglamentarios que desde el siglo XIX han servido para establecer el modelo de referencia típico-ideal para la identifica-
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ción político-urbanística (tamaño, densidad, heterogeneidad, gobernabilidad) y sociocultural (sociabilidad, civismo, superficialidad relacional, civilidad) de la vida urbana (Wirth, L., 1938; Simmel, G., 1984; Graffemeyer Y. & Joseph, I., 1984; Revel, J., 1985; Carreño, M., 1957)1. Se trata más bien de identificar los procedimientos por los cuales la urbanidad se constituye, adquiere formas, es objeto de conflictos, de reparos y de recomposiciones. El espacio y sus formatos interesan en la medida en que contribuyen a modelar las conductas citadinas y ciudadanas. Tan importante es lo que ameniza el espacio en términos sensibles, como las actividades que allí se realizan. Interesan tanto las relaciones de poder que crean efectos de sistema que formalizan el orden público (por ejemplo, las políticas de seguridad), como las interacciones mínimas que le dan la fluidez cotidiana a ese orden (por ejemplo, las “ojeadas” mutuas entre los miembros de una banda de rateros en la Plaza Caracas). La urbanidad se constituye así a través de formas socioespaciales y de usos citadinos diversos. Su medida tiene menos que ver con su cercanía al tipo ideal de lo urbano que con las pruebas de ajuste (políticas, organizativas, éticas...) entre las formas y los usos. La ciudad está en el centro de tensiones sociopolíticas producidas por los cambios radicales que marcan el pasaje del siglo XX al XXI2. Así, las metrópolis aprovechan (o sufren) hoy día las contradicciones de un mundo en el que cohabitan una civilización reticular propulsada por la globalización y sus dispositivos de circulación e intercambio y una territorialización a ultranza de identidades, de conflictos colectivos y de comodidades citadinas. Caracas es un ejemplo de la contemporaneidad de esta tensión que afecta la forma metropolitana: a veces reemplaza a la Nación del siglo XIX como “escena del culto a 1. Por esta vía el lenguaje de la falta y de la nostalgia condicionan el análisis y lo limitan frecuentemente a comparaciones estériles: ni los principios de simetría son claros, ni el contexto ni las situaciones son usualmente tomados en serio. 2. Se cuentan entre estos cambios el debilitamiento de los Estados-Nación, la predominancia económica de las transnacionales, el refuerzo de las alianzas regionales, la omnipotencia de la información y de las tecnologías de la comunicación, la caída de los paradigmas filosóficos y políticos que han orientado el desarrollo de las sociedades modernas...
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la cultura” (Delgado, M., 1999), otras veces se convierte en el espectro de un mosaico que se transforma progresivamente en un archipiélago de enclaves. Los índices gubernamentales, cívicos y civiles producidos en la gestión y el uso de espacios públicos abiertos (calles, aceras, plazas, parques) sirven para evaluar la urbanidad en una ciudad “odiada, amada, sensual y de mala memoria” (Hernández, T., 1998). Caracas, metrópolis erigida desde principios del siglo XX gracias al “oro negro”, recoge en el alba del siglo XXI los frutos amargos del exceso: excesiva en su tamaño, su demografía y en la proliferación paralela de sus barrios pobres y de sus urbanizaciones privadas; excedida por la generalización de la violencia y sus símbolos, la desorganización de los servicios públicos y la fragilidad de su ciudadanía. La urbanidad privativa
La singularidad de este fenómeno en Caracas y su incidencia en la emergencia de una nueva segregación han servido para caracterizar la forma privativa de la urbanidad (García Sánchez, P., & Villá, M., 2001). Así calificamos (1) la predisposición política y la constatación pragmática que instituyen el uso privado de espacios destinados normalmente a un uso público y (2) la moral y los hábitos que progresivamente la van instalando como cultura. Esta forma elemental de la urbanidad3 ha progresivamente adquirido una legitimidad territorial y sociopolítica basada en presupuestos morales ordinarios4,
3. La urbanidad privativa forma parte de un repertorio “ simmeliano” en el que se identifican también las formas autoritaria, reglamentaria, citadina y cívica (Garcia Sanchez, P., 2002). 4. Estos se verbalizan frecuentemente en términos como: “¿Para qué vienen si no viven acá ni nos conocen?” (presidente de una asociación civil de residentes, pero también escuchado de los vigilantes privados y de algunos vecinos). “La primera percepcion de los que vivimos en Caracas es de sospecha: pensar que todo el mundo viene a hacerte daño” (vecina), “Este problema es más comodo manejarlo sin verlo, ¿OK? La mayoría se hace la vista gorda y punto” (concejal municipal, presidente de la comision de seguridad).
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figuras jurídicas e institucionales5, distribuciones geográficas6 y objetos urbanísticos. El tipo de segregación suscitado por la urbanidad privativa se basa en los efectos de repliegue sobre sí mismo producidos tanto por la propagación general e incontrolable de una semántica del miedo condicionada por el magma de la inseguridad, como por la acumulación local de elementos socioeconómicos y urbanísticos que incitan a una homogenización residencial. En este proceso, ciertas figuras de la interacción se han vuelto predominantes: la participación comunitaria, la sociabilidad vigilante, la privatización del espacio público, el desarrollo del mercado de la seguridad privada, el uso oportunista de la discreción urbana (García Sánchez, P., 2004). Caracas, como tantas otras ciudades anglo y latinoamericanas, también ha sido testigo de la aparición de gated communities en su periferia (Davis M. 1992; Caldeira, T., 2001; Blakeley E. & Snyder M., 1997). Hasta la década de los ochenta, este tipo de urbanización que ejerce un control relativo o absoluto de la accesibilidad se reducía a la clase social más pudiente: por ejemplo, el Country Club en el noreste o la Lagunita Country Club en el sudeste de la ciudad respectivamente. Sin embargo, en los cruciales años noventa, la expansión de la urbanidad privativa se debió sobre todo a la instalación de “casetas de vigilancia” y a la progresiva privatización ejercida a través de la delimitación de los usos de calles, manzanas y sectores cuyo estatuto ha sido (en los hechos) y es (en los principios) público7. La diferencia entre estos dos modos de 5. Aunque el grado de “formalización institucional” de la “autodefensa de las comunidades” (tal y como lo califican los propios actores) es desigual, la expansión del fenómeno hace que diversas dependencias ministeriales y municipales sean solicitadas: ingeniería y catastro, inspección del medio ambiente, control de vías públicas, urbanismo y gestión urbana, cuerpos policiales. En municipios como Baruta, el fenómeno ha sido tratado a través de decretos, reglamentos, supervisiones, estadísticas... (García Sanchez P. & Villà M., op. cit.). 6. La topología comunitaria de la urbanidad privativa varía (el perímetro de una calle ciega, un pedazo de calle, varias cuadras, un sector, una urbanización) según el vector de organización territorial que la suscita: una asociación de vecinos, la escisión de una asociación, una federación de asociaciones, una compañía immobiliaria, una empresa de vigilancia privada... 7. En Caracas, la mayor parte de la superficie residencial urbanizada se ha
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cristalización urbanística de la urbanidad privativa estriba en la gran autonomía política y social que las gated communities pueden ejercer en virtud de su origen estrictamente privado. Dicha autonomía se aplica tanto a la propiedad y a la gestión de los lotes residenciales, como a los espacios comunes ligados a las funciones urbanas, los servicios y los espacios de circulación. La sociabilidad vigilante
En el medio de esta multiplicidad del despliegue privativo, la sociabilidad vigilante aparece como un soporte perceptivo, cognitivo y político importante. Para poner freno a “la inseguridad que viene de afuera”, hace más de quince años que los vecinos se organizan en asociaciones civiles, se reúnen en comités de seguimiento y control, evalúan los eventos sucedidos y dictan pautas de comportamiento a los vigilantes contratados, los habitantes, los transeúntes, etc. Esta sociabilidad funciona bajo el imperativo de defender el territorio para poseer (dixit un directivo vecinal) un mínimo de seguridad. Disponer o no de vigilancia privada no solo es símbolo de un privilegiado estatus socioeconómico y un efecto de moda, sino que sirve para ratificar una cierta comunidad de valores morales que reflejan toda una concepción de la civilidad y de la hospitalidad metropolitanas. El espacio urbano fuera del hogar es “vivible y deseable” solo en la medida en que es posible reencontrar allí los patrones de relación del espacio doméstico tradicional: reconocimiento primario de la tradición y de las costumbres para calificar una acción; recurso a la jerarquía y al autoritarismo para resolver los diferendos; atribución de confianza y orientación social a partir de valores familiares como fidelidad, apego y semejanza. Los vecinos se debaten entre la necesidad de transponer las expectativas domésticas al espacio público y el desapego que implica la frecuentación casi exclusiva de este último como hecho bajo patrones de catastro municipal que exigen a los promotores inmobiliarios ceder a las instituciones ciudadanas las vías de comunicación y los espacios de uso común para su administración pública.
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espacio de desplazamiento8. Las cualidades citadinas y ciudadanas de la vida urbana en Caracas afrontan entonces una doble pérdida. Por un lado, cualquiera que sea la opción de uso citadino escogida por los vecinos, siempre les cuesta asumirse y manifestarse como “público”. Por el otro, se hace difícil considerar una experiencia del habitar que trascienda el mero domicilio para bosquejarse como “el lugar en el que la vivencia de la proximidad se vuelva circunstancia de edificación de la personalidad” (Breviglieri, M., 1999). La actitud vecinal de predisposición desconfiada frente a los desconocidos refleja un aspecto del darwinismo urbano característico de la Caracas de hoy. Ella establece una diferencia difícil de allanar entre las personas (la familia, los amigos los vecinos), los únicos a poder ejercer sin barreras un derecho de ciudadanía en el territorio de la comunidad, y aquellos que no lo son: los paseantes ociosos, distraídos o perdidos, los vendedores de cualquier tipo9, los religiosos en campaña, las parejas en auto que buscan un lugar tranquilo, anónimo y apartado para estacionarse y acariciarse, los “bichos raros”, los “pinta de malandro” ..., actores “presentidos” de la sospecha, la amenaza y la agresión. De este modo se construye el pasaje de la sociabilidad familiar (existente cuando solo la confianza doméstica funge de cemento de las relaciones civiles) a la sociabilidad vigilante en la que el vínculo se forja por una asociación de objetivos y de medios de autoridad, control y privación que persiguen “la seguridad”. Si la primera se funde en la segunda y se confunde con ella, esta última hace de cualquier forastero un sospechoso, una amenaza a la propiedad privada y a la “integridad 8. “Fue horrible. Empezó a escucharse que si asaltaron a fulanito, que si tu ibas llegando a tu casa te atracaban en el garaje, te esperaban, hacían guardia para cuando estaba llegando el marido de uno. La gran familiaridad que había, la libertad que teníamos con los hijos, se acabó. Todo el mundo empezó a recogerse y no podía estar uno afuera; cada familia se fue encerrando poco a poco en su casa; entonces entre los vecinos, ya no nos vimos sino esporádicamente, sobre todo para saber adónde íbamos, cuándo veníamos, cuándo salíamos y así salvaguardarnos entre nosotros” (vecina). 9. La década de los noventa fue testigo de la desaparición acelerada de la tradición comercial del vendedor ambulante en Caracas que ofrecía ollas, telas, ropa, etc., de puerta en puerta, y quien se ha visto atrapado entre el riesgo inminente de atracos y agresiones en los barrios y el impedimento al acceso en las urbanizaciones.
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física y moral de los habitantes”. Las condiciones son así creadas para que un sentimiento segregacionista sea expuesto en el espacio, creando diferencias de trato conscientes e inconscientes que excluyen al que no es percibido como cercano o conocido10. La segregación se ampara en la definición de un orden que interpreta como perturbador, sospechoso o irracional las costumbres, normas, modos de vida y personas diferentes a las representadas por sí mismo y su entorno “de pertenencia”. El sentido comunitario definido por la sociabilidad vigilante va más allá del hecho (legal y civil) de constituirse como una asociación (definida como una comunidad de intereses entre vecinos que velan por su propia seguridad). Este sentido se construye necesariamente compartiendo y recreando una semántica del miedo contra la cual se intenta luchar no solamente sin salir de su lógica, sino irónicamente, alimentándola11. La comunidad vecinal ejerce una disuasión y una privación que afecta la comunidad pública metropolitana en su condición citadina: el uso de los espacios públicos urbanos. “Si vas a la urbanización Santa Paula, te juro que es imposible saber la cantidad de casetas que hay que atravesar. Mi hija vive en Colinas de Los Ruices y en una misma calle hay una caseta para subir y otra para bajar. Es verdad que a veces yo me digo que es absurdo. Por eso creo que estamos viviendo prácticamente en guetos” (vecina, fundadora de la asociación y activa propulsora de la instalación de una caseta en San Luis). Lo más grave es que el vecino que justifica, sostiene y 10. “Si yo veo que la persona es sospechosa o medio sospechosa, no la dejo pasar. Tú sabes, nosotros conocemos nuestro trabajo y siempre es mejor evitar… Un sospechoso puede ser el que llega en un carro sin placas, un barbudo o alguien que se pone nervioso cuando le pedimos que se identifique. Un sospechoso puede ser incluso el que viene por primera vez y duda un poco cuando me da los datos del propietario que viene a ver” (vigilante de una caseta en San Luis). 11. “La celebración de la comunidad territorial contra los males del urbanismo impersonal se adapta con comodidad dentro del vasto sistema individualizante del capitalismo porque conduce a una lógica de defensa local contra el mundo exterior. La comunidad moderna parece estar condenada a suicidarse por la fraternidad de estos vínculos expresados en empatía de un grupo selecto de gentes aliadas para el rechazo de aquellos que no se hallan dentro del círculo local. Este rechazo crea exigencias de autonomía. Se trata de una versión de la fraternidad que conduce al fratricidio” (Sennett, R., 1978).
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aúpa esta dinámica atenta contra su propia condición ciudadana en la medida en que prefiere adoptar una solución sectaria y expeditiva en lugar de movilizar sus competencias organizativas para exigir a los cuerpos de policía urbana la prestación del servicio para el cual existen. Además, frente a la concepción territorial de los vecinos sobre la seguridad y el orden público, basta que aparezca la variable urbana movilidad para mostrar su fragilidad, pues hace abstracción de su pertenencia como territorio a una ciudad. La consecuencia, ayer previsible y lamentablemente constatada desde fines de los años 1990, es la opción tomada por los agresores de esperar que los vecinos salgan de sus territorios para atacarlos12. Lo anterior quiere decir que dichos agresores han integrado en su accionar la necesidad de desplazamiento y de uso de las vías y espacios públicos que tarde o temprano los vecinos manifiestan. Más allá de ser injusto, injustificable e inaceptable, esto constituye una muestra de inteligencia urbana y de competencia pragmática adquiridas por los agresores, que han parecido escasear en los vecinos y las policías. Frente a ello la respuesta erróneamente no ha tendido a ser ecológica sino más segregacionista y autoritaria. La topología comunitaria se diversifica
¿Puede sorprender entonces que el recalentamiento de la escena política venezolana en los últimos años se traduzca en la proliferación de nuevas expresiones de la urbanidad privativa o en la radicalización de las ya existentes? Bien sea que repitan el esquema ya conocido de iniciativas grupales o asociativas que intentan crear una movilización social de mayor envergadura (la ocupación de plazas “liberadas”, de esquinas “calientes”, de calles, aceras y otros espacios públicos), o que 12. Nótese, por ejemplo, el aumento de crímenes cuyo modus operandi consiste en asaltar a mano armada a los ocupantes de vehículos que transitan por las autopistas de la ciudad o que se estacionan momentáneamente en las estaciones de gasolina u otros sitios, secuestrándolos para luego “ruletearlos”, en ocasiones violarlos, obligarlos a conducirlos a alguna de las posibles fuentes de robo (casa, trabajo, banco, etc.) y finalmente abandonarlos en algún paraje solitario.
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ejemplifiquen un nuevo esquema en el que el mismo Estado aparece como promotor (las zonas de seguridad militarizadas alrededor de instalaciones “prioritarias” situadas en perímetros centrales de la capital), se trata de una extensión del proceso de territorialización que alimenta las fuentes de la segregación, la desconfianza y la polarización. Al mismo tiempo, el problema de pérdida de espacios y de legitimidad de lo público se agudiza, repotenciando las condiciones de inequidad al origen de la violencia. La ocupación “temporal” de la plaza Altamira por los militares disidentes y sus seguidores de oposición o de los alrededores de la sede de PDVSA en La Campiña por los círculos bolivarianos, así como la ocupación “permanente” de la “esquina caliente” de la plaza Bolívar han modificado la topología de la apropiación-expoliación de lo público en Caracas. Así, el antiguo interés por territorializar los espacios públicos de proximidad de zonas residenciales más o menos periféricas es sustituido por el nuevo, que concierne espacios públicos connotados social e históricamente, situados en zonas centrales. Los actores se movilizan en función de un claro y explícito objetivo político, lo cual no era el caso antes. El carácter “temporal” pero sin definición precisa de la ocupación incide en la cualidad de los equipamientos de instalación (mayormente “efímeros”), en las condiciones de habitación del espacio, así como en el compromiso variable asumido por los participantes. Por ocurrir en lugares simbólicamente significativos, la apropiación genera espacios críticos particularmente atractivos para la escenificación espectacular de presunciones, amenazas, ofensas y confrontaciones. Por ello, eran de esperar, por ejemplo, la potencialidad violenta, el vocabulario y el equipamiento guerrero, el savoirfaire organizativo13, el sectarismo e incluso la perversidad de algunas medidas propuestas en la elaboración de los “planes 13. “En uno de los apartes del plan se desarrollan las maneras de contrarrestar amenazas. En la exposición de motivos se recurre a la definicion de terrorismo de la página web de la Escuela de las Américas. El texto ha sido revisado por oficiales de policía jubilados y activos y ha recibido buena acogida en urbanizaciones como La Florida, La Lagunita, Santa Fe y Santa Paula”. El Nacional, edición digital de 04/01/03.
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de contingencia” por las comunidades vecinales del Este caraqueño o de los “planes de defensa de la revolución” de los círculos y otros grupos bolivarianos14. A otra escala y por otros motivos, durante más de una década los caraqueños y sus administraciones sociopolíticas y urbanas habían ido ejerciendo los oficios de la segregación y de la fragmentación socioespacial, en la provocación, la intolerancia o el temor ante el extraño, en la resolución de diferencias a expensas de ese “otro generalizado” (Mead, G., 1963) que encarna lo público. Las recientes expresiones “politizadas” de la urbanidad privativa representan una continuidad histórica agravada de este proceso que habría que analizar tomando en cuenta los efectos de composición con las formas autoritaria y reglamentaria de la urbanidad. Como vecinos, militares o militantes, su posición frente a los problemas de gestión urbana o de orden público puede difícilmente no ser parcial. Una irónica consecuencia política aparece así: la participación ya no es el monopolio de los partidos, sino que se ha extendido a otras formas de organización que participan para segregar. De esta manera se normaliza el privilegio dudoso de una moral comunitaria por sobre la citadina. El comunitarismo urbano que de allí resulta hace caso omiso de las precauciones que, según E. Tassin, solicitan a toda comunidad política de mantenerse a igual distancia de dos formas de ruptura: «aquella producida por una conversión comunional de la comunidad que tiende a borrar los polos de una comunicación posible y aquella que, al contrario, es producida por una dispersión y una desunión de las partes tal y como se manifiesta en la atomización social» (1991: 25). La consecuencia es hoy visible para todos: una ciudad cada vez más segmentada y que en tanto comunidad metropolitana es incapaz de fundarse sobre bases de confianza y ciudadanía. Apoyándose en la filosofía urbanística del defensible space (Newman, 1973) y lejos de la 14. He aquí un muestrario rápido de algunas propuestas (o hechos) inauditas: desechar la idea de equiparse con bombas de agua congeladas, pues pueden ser devueltas y contentarse con tener listas ollas de agua hirviendo; adquirir barriles de ácido muriático y de material molotov para producir bombas mas “corrosivas” y “eficaces”; echar aceite en el asfalto e impedir la circulación en las calles bloqueándolas con autos y cadenas.
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representación típico-ideal de las metrópolis modernas, una forma de homogenización socioespacial se instala. Alimentada por la segregación de usos citadinos y de condiciones ciudadanas, por el endurecimiento de los límites entre la dimensión pública, comunitaria y privada de los espacios y por una hospitalidad regida por la diferenciación estricta de los “públicos” que son bienvenidos.
III. La ciudad excedida De la semántica del miedo al magma de la inseguridad
La aprensión, el miedo y la desconfianza que predominan entre las comunidades que se perciben diferentes introduce una exasperación sensible y emocional que conduce a los extremos de la paranoia social. Ciertamente, desde El Caracazo ha habido un incremento significativo de sucesos violentos, delictivos o criminales, fenómeno del cual rinden cuenta (sobre todo en términos cuantitativos) diversas iniciativas institucionales (BID, 1996; Ávila O. & alii., 1997; Fundación Plan Estratégico Caracas Metropolitana / Lacso, 1998; Navarro J. & Pérez Perdomo, R., 1991; Sanjuán, A.M., 1997). Buena parte de los efectos de realidad de este fenómeno surgen de la imbricación de hechos, impresiones, sensaciones, creencias, calificaciones y perturbaciones por las que se ha ido construyendo una semántica del miedo. Esta hace que la violencia urbana y la inseguridad personal se perciban como omnipresentes y se “diabolice” a los sospechosos o culpables. Así, la novedad de la mayoría de los hechos violentos, delictivos o criminales publicitados para ilustrar el porqué Caracas se ha convertido en “una de las tres ciudades más (cuando no es simplemente “la más”) violentas de América Latina”15 durante los años noventa, 15. Este calificativo es escuchado y repetido hasta la saciedad en los estudios científicos, los informes policiales, las declaraciones políticas, las informaciones mediáticas y las conversaciones callejeras. Además de legitimar la razón común del miedo social, sirve quizá también para actualizar una cierta tendencia de los caraqueños a superlativizar aquello que, interpretado como “patrimonio cultural”, puede servir para “caracterizarlos substancialmente”.
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no es tanto que ocurran, sino que lo hagan y se generalicen en lugares distintos a los barrios pobres en los que desde los años setenta eran moneda corriente sin que ello suscitase mayor revuelo16. Por ejemplo, bajo la más absoluta indiferencia (o “participación”) civil y policial, desde mediados de los años noventa, el linchamiento de malandros en los barrios ha aparecido como una “solución” cada vez más “normal” frente a los problemas de injusticia y de impunidad que se acumulan y se confunden. En 1994, luego del linchamiento de un ladrón por parte de una poblada de 80 personas en el barrio El Encanto de la parroquia La Vega en el oeste de la ciudad, al que, “como de costumbre”, la policía llegó tarde, el director del departamento de homicidios de la PTJ afirma: “solo investigamos los casos eminentes”. La semántica del miedo impone así su conjugación, su ritmo, sus formas y sus urgencias. Estas obedecen tanto a parámetros político-administrativos y socioeconómicos como a dinámicas comunicativas y morales. La urbanidad en Caracas elabora sus rostros a partir de ella. Un sinfín de hechos presenciados o conocidos directamente, pero también de encuestas, relatos, rumores, reseñas mediáticas, ofertas electorales, imágenes, consejos familiares, etc., alimentan la multiplicidad de índices semánticos, cognitivos y pragmáticos a través de los cuales la violencia urbana y la inseguridad personal se instituyen en Caracas. Ello no quiere tanto decir que estas tomen posesión de las instituciones, ni que se constituyan como realidad “objetiva”, como el que, bajo la forma de omnipotentes y globales contextos ecológicos que reciclan la acción y sus
Así, por ejemplo, a lo largo de los siglos XIX y XX, Caracas, por ciclos, ha pasado de ser la ciudad más “libertadora”, “amable”, “rica”, “moderna”, “fiestera”, “mestiza”, “de las mujeres más hermosas” a ser la más “caótica”, “desordenada”, “peligrosa”, etc. 16. En 1994, según la Policía Técnica Judicial (PTJ), del promedio de 30 muertos regulares de los fines de semana, 26 sucedían en los barrios (El Universal del 09/12/94: 18). Las cifras para fines de los noventa aumentaron entre uno y dos tercios, pero las proporciones fatales para los barrios se mantuvieron. En cuanto a la manera como en los barrios la violencia como engranaje cotidiano de vida urbana antecede a lo que ha sucedido en el resto de la ciudad, ver los trabajos públicados por la revista SIC (1994, 1999).
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signos, la violencia urbana y la inseguridad personal “se establecen de manera durable”17. La violencia y la inseguridad se “personalizan” en un doble sentido: cualquiera puede referirse a ellas a través de connotaciones particulares, pero además, en el discurso ordinario se les atribuyen cualidades de autonomía y de intención como si encarnasen personas. Sus índices sirven algunas veces para identificarlas, constatarlas o contemplarlas y otras veces para fantasmearlas, combatirlas o aprender a convivir con ellas. Es así que se construye el pasaje de un hecho justiciable o punible a una atmósfera de inseguridad, y de esta al magma. Por la delincuencia y los crímenes que padecen, los caraqueños no solo tienen miedo de los excesos de la violencia y de las faltas de la inseguridad sino que por sobre todo temen su proximidad, su inminencia (Rosset, C., 1982) y la dificultad para descifrarlos a tiempo. El magma de la inseguridad se constituye entonces a partir de esta latencia. Pero, como causa o efecto, en dicho magma también se aglutinan la variedad de formas de la vulneración del vínculo civil: inhibirse, evitar, provocar, prohibir, manipular, amenazar, ofender, agredir, violar, destruir, exterminar... Como convenio tácito de uso y de reciprocidad en el respeto y la dignidad de lo que puede ser partícipe (como sujeto, pero también como objeto o como contexto) de una interacción, el vínculo civil aparece como uno de los fundamentos sine qua non de la urbanidad citadina y de la civilización ciudadana. El tratamiento sociológico de este problema no puede contentarse con el objetivismo jurídico, la victimización sicosociológica, la codificación administrativa, la “literaturalización” posmodernista, la criminalización policial o la “espectacularización” periodística y mediática. Es importante que una perspectiva social de la vulneración no quede atrapada en las dialécticas de “víctimas-victimarios” o de “seguridad-inseguridad” que predominan. El vínculo civil es el mínimo común denominador de toda sociedad urbana contemporánea. Para
17. Siguiendo lo que los diccionarios califican como el sentido común del término “ instituir ” (María Moliner, 1998: 73; DRAE, 1994: 1175; Le Petit Robert, 1992: 1013).
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vivir en ella bajo un fundamento de confianza (y no precisamente de “seguridad”) que aminore el miedo y los riesgos, es necesario comprender que violentar este vínculo, además de ser el acto por el cual se fragiliza a una persona, constituye siempre la agresión a una relación y a un modo, no solo deseable, sino inevitable de convivencia. Así, una sociología urbana concebida desde el punto de vista pragmático identifica las transferencias socioespaciales de la vulnerabilidad pública y evalúa cómo los problemas que atañen a la seguridad y al orden públicos pueden ser enfocados no desde el punto de vista de la fuerza y la autoridad (Muller, R. A., 1989; Waddington, D., 1989), sino de la ecología (García Sánchez, P., 2002). La crisis como estado, la urgencia como lógica y el operativo como instrumento
De este modo se puede rendir cuenta de la manera como la vulneración, en su papel de componente interaccionista del orden público, encuentra un marco de inscripción y de continuidad importante en la tríada sociopolítica que sintetizan lo provisional y lo vulnerable en la ciudad excedida: cuando la “crisis” es considerada como un estado, la “urgencia” aparece como una lógica de acción con su organización, su cultura y sus instrumentos, léase: los “operativos”. Así, el vínculo civil puede ser puesto bajo la tutela de dispositivos de subordinación (en el caso de la crisis) y de somación (en el de la urgencia). Cuando las crisis se instalan, los excesos se normalizan y las salidas definidas por el paradigma de la urgencia se vuelven comunes. La urgencia se impone no solo como marco de percepción y de identificación, sino también de organización y de acción. Sin embargo, hacer salir la urgencia de la dimensión de acontecimiento limitado en el que encuentra su origen y su eficacia conceptual para hacer un andamio cultural es problemático. La urgencia no se identifica más con los atributos temporales de lo que es inmediato, poco frecuente y sirve para designar situaciones de desestabilización momentánea. Al contrario, se convierte en un soporte para explicar la emergencia y la consolidación de situaciones, figuras y modelos de
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socialización extremos que se hacen comunes (cf. Sánchez, M. & Pedrazzinni, Y. 1992). Pero la urgencia hecha cultura no puede atribuir exclusivamente su realidad ni su realización solamente a las condiciones socioeconómicas o políticas subyacentes: es el objeto de un trabajo social de identificación semántica y comunicativa. El devenir común de la urgencia debe entenderse tanto por su cualidad de reunir una mayoría de actores que comparten su significación y su expresión, como por la multiplicación de sus escenas y ocasiones. Estas se fundan en ”la necesidad” de un sujeto (en general) “colectivo” y “popular” que sirve para legitimarlas. Estas expresiones de la urgencia hacen que la vulneración y sus disturbios no se correspondan solamente con la experiencia de un hecho sancionable y quizá reparable. La urgencia hecha cultura es aprendida, cultivada, estabilizada, profesada, temporizada y anclada en la cotidianidad. Por esa vía, lo público en Caracas queda atrapado entre la improvisación como principio de acción, la institución de lo provisional como estructura de organización y la parada como marco de evaluación pública. En un registro sociopolítico, este proceso conlleva la normalización del modelo de organización del “estado de urgencia”: es decir, la gestión “urgentista” de necesidades y problemas tal y como se hace en situaciones de guerra, de postguerra o de catástrofes. La cualidad de “urgencia” de las acciones facilita la concentración de presupuestos y partidas de las instituciones públicas (sea cual sea la escala administrativa), favorece el control discrecional sobre las estructuras (de decisión y operacionales) y permite actuar haciendo caso omiso de exigencias de evaluación. En lugar de reforzar las capacidades de los organismos existentes en cada orden de actividad y reafirmar la “sabiduría práctica” (Ricœur, P., 1990) de una supervisión administrativa descentralizada, el modo “urgentista” las debilita o aniquila. Así lo público se convierte en un dominio estimable para “negociazos” y componendas, pero no para la construcción regular y pluralista del bien común. En este contexto, el operativo se impondrá en el seno de la administración pública venezolana como el instrumento par excellence del tratamiento en urgencia. Frente a un problema
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público (cualquiera que sea el área: transporte, seguridad, vivienda, abastecimiento, etc.), en lugar de formular una política tomando en cuenta lo que ya ha sido hecho al respecto, las estructuras existentes, las posibilidades organizativas de transformación, el escenario prospectivo…, esta se modulará según los principios de la urgencia: descubrimiento, inmediatez inevitable de la acción e inminencia. Así, “los operativos se convierten para las instituciones públicas en la manera permanente o cíclica de mostrarse concernidos” (Hernández, T. 1997). El operativo sobrepasa de este modo su concepción y su horizonte coyunturales para convertirse en la principal fuente de dispositivos sociopolíticos.
IV. La ciudad vulnerada: el Caracazo como modelo
Todas las derivas, los excesos y las faltas (de confianza, de justicia, de seguridad, de ciudadanía, de “sabiduría práctica”…) a los que se ha hecho referencia tuvieron lugar de manera concentrada en El Caracazo. El lunes 27 de febrero de 1989 no comenzó de la misma manera para los caraqueños. Sin embargo, ese día iba a terminar reuniéndolos en un clima de confusión y de vulnerabilidad exacerbada, así como en una percepción inevitable de cómo lo incierto se convierte en peligroso. La historia contemporánea de la metrópolis y de sus conflictos de urbanidad cuenta allí con un acontecimiento clave para analizar la importancia, los vínculos y las múltiples consecuencias de los abusos y dolores, de los ruidos y silencios, de las intolerancias y enfrentamientos, de las incomprensiones y olvidos que forman parte de la vida urbana caraqueña. ¿Una situación de guerra?
A lo largo de esos días de angustia, la vida cotidiana de numerosos caraqueños estuvo expuesta a una multiplicación de actos violentos que han sido mayoritariamente interpretados como propios a las situaciones de guerra. Lucha “de pobres contra ricos” (Pérez, C. A, 1989), “de pobres contra pobres” (Fuenmayor, L., 1989), de “acto de guerra inmediatista”
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(Vethencourt, J. L., 1990), las metáforas propias de la gramática de la guerra han predominado en la interpretación de los hechos. Esto ha hecho que numerosos análisis descuiden la matriz plural (en el tiempo, en el espacio, respecto al grado de compromiso de los actores, al empleo de medios, al tipo de actividades privilegiadas) que identifica a este conflicto mayor de la urbanidad caraqueña. Sin embargo, El Caracazo es un buen ejemplo de una situación ciertamente delicada y peligrosa que, sin ser de guerra, es tratada, “corregida” políticamente e interpretada a pesar del contexto y los signos contrarios, como si lo hubiese sido. Ciertamente, de las manifestaciones pacíficas iniciales, pasando por los diversos brotes de revuelta violenta, hasta las “acciones extrajudiciales” cuando el “estado de urgencia” estaba vigente, todas las formas de vulneración del vínculo civil se hicieron presentes. Pero es importante señalar que cuando la sociedad opta por la gramática de la guerra18 como estructura de medios de apaciguamiento y de institución de la paz civil frente a desafíos como los que planteó El Caracazo, ella renuncia a hacer uso de los principios políticos y de las fuentes morales que la han erigido como civilización. El Caracazo es una polaroid de lo que sucede cuando los principios interaccionistas y los vínculos civiles que le dan una consistencia ordinaria al orden público dejan de tener vigor. Luego, las respuestas institucionales carecen de credibilidad, muestran un descolocamiento increíble frente a la realidad (cuya organización tienen a cargo) y contribuyen a la imposición cruenta de un orden cuasi pretoriano. Por otro lado, la noche del 27 al 28 de febrero se inscribió en la historia caraqueña como aquella en la que el ruido de las turbas, los saqueos, los disparos, los incendios, las sirenas colonizaron todos los instantes y los espacios. El ruido repetitivo y prolongado de disparos y ráfagas dejó de escucharse desde entonces solamente en los barrios más peligrosos y se convir18. Entre los componentes de esta gramática encontramos (1) la obligación a pasar por el filtro de la «corporacion militar» para poder participar en una acción cívica, (2) la ocupación progresiva de espacios, funciones y decisiones a militares, (3) el establecimiento del modelo organizativo del «estado de urgencia» y (4) el tratamiento en enemigo de oponentes y desconocidos.
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tió en una de las herencias perceptivas legadas por El Caracazo a la metrópolis. El Caracazo es una circunstancia única en la historia contemporánea de la metrópolis pues, sobre la base de múltiples injusticias y frente a la incertidumbre generalizada, los actores expusieron en la arena pública, primero sin imposturas, luego bajo el corsé autoritario, buena parte de lo que les hace coexistir sin necesariamente convivir. Sin embargo vecinos, saqueadores, militares y saqueados comparten todos la impresión de haber vivido una situación irreal. Los principios de reserva y de discreción, de respeto al otro y a las figuras de autoridad, así como los de identificación, división y ajuste de actividades entre lo público, lo comunitario y lo privado que le dan una consistencia ordinaria a la coexistencia y al orden público se eclipsaron. La sobreexposición personal y colectiva, la apropiación enconada de bienes, la confusión de dominios de acción y una dialéctica de solidaridad-enfrentamiento aparecieron más bien como los primeros soportes del orden público durante el Caracazo. He aquí una escenificación espectacular, sorpresiva, transparente y brutal de un dominio público regido por un orden que conquista los espacios y desencadena la acción colectiva sobre la base de principios domésticos, cualquiera que sea el actor, el contexto local o el motivo. El agotamiento de este modelo de concebir el orden público y su organización social se manifestó tanto en la multiplicidad de los saqueos (muestrario inaudito de los registros delirantes alcanzados por “la necesidad de apropiación”), como en el “guabineo” moral y pragmático de las fuerzas policiales y en el ensañamiento de los militares. Detengámonos brevemente en estos aspectos para señalar lo que histórica y culturalmente está en juego con la deriva privativa y autoritaria del orden público. Delirio de apropiación y ambivalencia de la amenaza como sentimiento social
El saqueo y la destrucción de comercios de todo tipo (más de 3.000) se vuelven un leit-motiv de los primeros días de el Caracazo. Estos representan casi la mitad de los incidentes registrados por las fuerzas del orden y la Cámara de Comer-
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cio anuncia pérdidas por más de 6 mil millones de bolívares. Cuando los saqueadores encuentran en las trastiendas y en los depósitos parte de los productos “desaparecidos” desde hacía meses, la rabia y el odio se desencadenan. El ministro de economía de entonces advierte contra el “desabastecimiento de la serenidad”. A través de la evidencia de la vulneración, la “igualación por lo bajo” completa así su justificación. El saqueo honesto se convierte en el argumento preferido de los saqueadores, pero también de ciertos políticos, religiosos, profesores universitarios y de todos aquellos que justifican la actitud explosiva y autocompensatoria del “pueblo”. El resentimiento acumulado durante años por los habitantes de los barrios, hasta entonces olvidado o confundido en el medio de otras urgencias, aparece bajo la forma de una violencia revanchista (Vethencourt, J. L., op. cit.), de una venganza ética (Salamanca, L., 1989), o social (Hernández, T., 1989). La participación activa en la movilización de masas por los “saqueos justos” y la satisfacción de apropiarse y de exhibir el botín, hacen pasar a un segundo plano la presunción de riesgos y el temor a la amenaza, a la agresión y, en general, a la inseguridad19. El binomio apropiación-posesión que expresa las dimensiones instintiva y privativa de las prácticas de intercambio material se potenció en una dinámica volitiva y delirante. A partir del momento en que la sospecha de acaparamiento se reveló como uno de los principales motivos del desabastecimiento, el saqueo pudo darse los fundamentos para convertirse en un objetivo autónomo. Así, el saqueo no responderá estrictamente a la necesidad de subsistencia, sino a una diversidad de razones que pueden encadenarse o substituirse con oportunismo y rapidez: “participar a la causa popular”, “no se sabe cuándo será necesario utilizar lo saqueado”, “podremos luego intercambiarlo con otras cosas más necesarias”20. La organización de los saqueos fue variable, y 19. “Entre el humo y las ráfagas, a escasos metros de una joyería cuya alarma todavía sonaba, una morena en sostén con los pantalones llenos de barro y una sonrisa desafiante y vacía, se recogía el cabello para mostrar mejor un par de zarcillos de oro” (Giusti, R., 1989b). 20. “La sobrevivencia del caraqueño lo hace un abastecedor cueste lo que cueste” (Bethencourt, L., 1989).
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se perfeccionó progresivamente gracias a las redes familiares y de vecinos. Ella iba del individuo solo que saqueaba tanto como podía cargar (los productos que quedaban en el camino servían de indicación a nuevos saqueadores), hasta verdaderas cadenas humanas de saqueo y distribución que contaban con transporte continuo21. La movilización por la apropiación distingue apenas lo que forma parte del botín: muebles, cajas de jabón para lavar, camas, calentadores, cauchos, planchas, correas de transmisión para autos, pasta. Los productos de consumo hasta entonces inasequibles por su precio o por haber desaparecido se convierten en “fetiches”: “un kilo de café, una canilla o papel toillette son perseguidos obstinadamente y el hecho de obtenerlos se ha convertido en la coronación de una proeza patética” (Giusti, R., op. cit.). En muchas ocasiones, no es sino después de haber arrasado las tiendas y los depósitos que los saqueadores piensan qué hacer con el producto del saqueo, lo cual muestra la manera como la apropiación se convierte en posesión. Dar parte de lo saqueado a otros saqueadores, transeúntes e incluso a efectivos militares formó parte de los usos urbanos de esos días y los posteriores, cuando el desabastecimiento se había agravado con los saqueos. Durante la tarde del 27 de febrero, los medios de comunicacióntransmitieron en directo lo que sucedía. La televisión focalizó las imágenes de saqueo y huida en los centros comerciales. Los efectos de sorpresa, de incitación que eso produjo no se hicieron esperar: cientos, luego miles de teles pectadores en Caracas, Maracay, Valencia, Barquisimeto, Mérida… salen a saquear. Lo que se veía era increíble: hombres y mujeres, viejos y niños, delincuentes y honestos, habitantes de las barrios pero también de las urbanizaciones, entrando y saliendo de los comercios “como perro por su casa”, cargando 21. “Me desperté muy temprano y la gente seguía subiendo al cerro con cosas. No podía entender de dónde podían traer tanto y bajé a ver. Ellos saqueaban la panadería, la tintorería, la licorería...la gente subía con cajas de mantequilla. Nadie iba a hacer algo con ello. Yo pedía y me daban. Luego me puse a ayudar. Esperaba en una esquina y mi papá en otra. Debíamos pararnos para ser capaces de llevarnos tantas cosas a la casa” (adolescente saqueadora in Saldivia, F., El Diario de Caracas 7/3/89: 22).
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toda clase de artículos. Pero había sobre todo esa expresión indescriptible en sus rostros, mezcla y sucesión de fascinación, temor, alegría y revancha: “Al fin la impunidad es para todos” dice un saqueador ebrio de presente e ignorante de futuro. El carácter de “botín” de los productos saqueados, sirve también a legitimar la apropiación: “Sin liderazgo alguno, el pueblo suspende la norma penal que protege la institución de la propiedad y las leyes tradicionales del dinero. Vemos así la diferencia entre los saqueos de estos días y los actos delincuentes: sin normas, no hay delitos. Un botín de guerra no es un objeto de delito” (Vethencourt, J. L., op. cit.). Cuando buena parte de los comercios accesibles fueron desvalijados, los apartamentos de los edificios de clase media que colindan con los barrios en ciertas zonas caraqueñas (La Urbina, Montalbán, Los Jardines de El Valle), aparecieron como nuevos blancos. Surge así otro tipo de agresión que conquistó sus lettres de noblesse con el Caracazo: el lanzamiento de objetos contundentes desde los apartamentos, la réplica de los saqueadores y la amenaza de saqueo. De este modo, la sospecha como atribución que sirve para relativizar en términos morales y prácticos la civilidad en la interacción cambia momentáneamente de lado. Esta experiencia de amenaza tumultuosa de los sectores pobres hacia los otros habitantes causa una profunda impresión. Dado su carácter de intimidación verbal y gestual, “la amenaza es percibida por aquellos que la padecen como llena de potencialidades temibles” (Davidovitch, A., 1973). Los saqueadores muestran sin remilgos su agresividad a través de sus gritos, insultos, reagrupamientos y gestos manuales de intimidación. Pasan sin cesar de la ofensa a la provocación, luego a la amenaza y viceversa. Los vecinos sitiados responden en términos similares. En esta dinámica hay un peligro que se anuncia, se ilustra, pero además se prolonga. Esta “prolongación” es importante, pues supone un uso del tiempo que delimita el “pasaje al acto” de manera porosa y ofrece a la amenaza un intersticio fundamental para afianzarse como una de las formas predominantes de vulneración del vínculo civil en Caracas desde el Caracazo. En términos de conflicto, esta amenaza significa el des-
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plazamiento de la revancha concreta ejercida sobre los comercios y los distribuidores, hacia una revancha generalizada, casi existencial, ejercida sobre el conjunto de aquellos que son percibidos como ajenos al mundo del barrio. El valor histórico de la experiencia de apropiación como criterio de ciudadanía se consagra con la libertad con la cual dicha experiencia ocurrió durante esos días. Salvo en algunos casos aislados, la secuencia ofensa-provocación-amenaza no derivó hacia otras formas de vulneración. Esto, principalmente por dos razones que no pueden a estas alturas dejarnos indiferentes: la disuasión militar y las iniciativas de autodefensa armada llevadas a cabo por algunos grupos de vecinos. De cómo el orden y lo público son deshechos por la gramática de la guerra
Entre conveniencia, connivencia y temor (Soriano, G., 1991), la actitud de las fuerzas policiales sirvió también para legitimar los saqueos. Durante los primeros momentos, salvo en los casos en que los efectivos fueron movilizados por la presión directa de empresarios, la actitud policial osciló entre el dejar-hacer y la ambigüedad. Esta inercia inicial traduce la duda y la inconstancia de los agentes, pero también de las autoridades de comando. El apoyo tácito de los efectivos tenía que ver más con una especie de pasividad participativa que con la indiferencia: “estamos de acuerdo con lo que está pasando pues nosotros también sufrimos los aumentos” (policía entrevistado en Ojeda, F., 1989a). Frente a la arbitrariedad de los transportistas y las agresiones de los usuarios, las fuerzas del orden apenas asumen un trabajo de mediación y apaciguamiento. El caso del Guardia Nacional, que como cualquier pasajero sorprendido y contrariado en Guarenas, responde por la fuerza a la negativa del chofer de prestar el servicio sin aumento, es premonitorio de lo que sobrevendrá: desenfunda su arma y dispara a los cauchos del minibús. Pero, luego, es la participación activa (¡y directiva!) en los saqueos de numerosos agentes del orden lo que retendrá sobre todo la atención. Bien organizados en bandas, estos policías utilizan su capacidad de intimidación, sus armas, las
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informaciones de inteligencia y las patrullas para hacerse de su parte del botín. Bajo el puente 9 de diciembre en la avenida San Martín, varios PM, con y sin uniforme y con los rostros cubiertos, saquean sábanas y cobijas en una fábrica: llenan sus vehículos, disparan sobre la masa de gente, lanzan unas bombas lacrimógenas y se van (Ojeda, F., 1989).
De allí que la acción de las fuerzas del orden se haya debilitado en un pasaje abrupto “de la subreacción a la sobrereacción” (Müller Rojas, A., op. cit.). Los informes de inteligencia posteriores dictaminan la “incompetencia de las fuerzas policiales para el control de los acontecimientos, en razón de una improvisación que contribuyó sobremanera a engendrar el desorden generalizado que caracterizó a la crisis”. El Caracazo sirvió entonces para poner en evidencia “la carencia de procedimientos preestablecidos para afrontar las circunstancias rutinarias del orden público, así como la indisciplina de los agentes, incapaces de actuar en situaciones de su exclusiva competencia sin estar bajo vigilancia” (ibid., op. cit.). Lo anterior fue fundamental para constatar desde el primer día el desmoronamiento del Estado y de su organización social. El resultado inmediato fue poner el país bajo la tutela militar, su gramática de la guerra como abecedario de gobierno y sus operativos de urgencia como metodología social. Así, desde el 28 de febrero en la noche y durante casi dos semanas, Venezuela y particularmente su capital, vivieron bajo un orden público en el que “lo público” había desaparecido para dar lugar a “la excepción”: declaración oficial de un “estado de urgencia”, suspensión de ocho garantías constitucionales y establecimiento de un toque de queda. El Ministerio de la Defensa moviliza 14 batallones y unos 10.000 soldados para sitiar la capital y hacer respetar el estado de excepción. De este modo, el vacío político y la extrema discreción institucional son sustituidos por la institución formal de la urgencia como política. Así se militariza completamente la vida citadina y son negadas abierta y legalmente las condiciones civiles y ciudadanas como principios de orden. Las consecuen-
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cias de este dejar hacer militarista no tardarán en hacerse sentir. Si antes del estado de excepción el número de víctimas era estimado en 80 muertos, 800 heridos y alrededor de 1.000 arrestos, algunos días después, estas cifras se disparan: las ONG humanitarias calculan entre 400 y 1.000 muertos, decenas de desaparecidos, más de 2.000 heridos y 4.000 bajo arresto. Los testimonios y los registros de abusos de autoridad, de arrestos y allanamientos sin justificación, de torturas, de utilización indiscriminada de armas de guerra, de desapariciones, de vendettas y de asesinatos cometidos por los agentes institucionales del orden público durante el estado de urgencia son numerosos, variados y documentados (cf. sitio Web de Cofavic). De este modo, pasando de la hipótesis “subversiva” a la “criminal”, el agobio del sospechoso y su represión desaforada se normalizan. Sobre todo desde que las fuerzas policiales y militares se juntan para desarrollar los “operativos de recuperación de productos saqueados”, los cuales se realizaron, claro está, solo en ciertos barrios. Los agentes del orden aprovechan entonces la omnipotencia que les permite actuar como acusadores y justicieros. Estamos así en el corazón bruto de la ciudad vulnerada: la política de la urgencia no solo militariza la escena, sino también formaliza y normaliza la injusticia. La paz y la concordia civil conquistadas por la fuerza de las armas no pueden hacer gala sino de una frágil fortaleza. Al mismo tiempo, la lógica militar del estado de urgencia hizo que la información sobre lo que estaba sucediendo navegase entre el secreto, la versión oficial de dudosa reputación y el rumor, lo cual no podía sino producir aún más incertidumbre y temor. De este modo, retomando los términos de J. Gibbs (1989) en su perspectiva interaccionista de la relación entre control social y desviación de conductas, el Caracazo no solo sirvió para demostrar las grandes limitaciones cotidianas de las normas y de las instituciones políticas, sino que las sustituyó constituyéndose a sí mismo en “el fenómeno normativo”. Desde entonces, la vulneración del vínculo civil en Caracas, reforzada por su inscripción socioespacial, además de no ocultarse más, se alimenta de su propia evidencia y de los temores
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que despierta. Esta evidencia-inminencia sirve entonces para “autorizar” cualquier desmesura justificada en “la necesidad”. De esta manera no solamente dichas formas de vulneración obtienen su “licencia pública” para ocurrir, sino además lo logran gracias a una exhortación basada en el autoritarismo y la fuerza. Esta evidencia-inminencia de la vulneración generalizada llega a ocupar el espacio que corresponde a los dispositivos de ley o a las instancias de mediación para normalizar el comportamiento cotidiano del caraqueño. No puede decirse que desde que el sistema democrático se instaló en 1958, Caracas no había conocido situaciones de gran desasosiego civil. Pero es con El Caracazo que la vulneración, antes vivida de manera ocasional o difusa, encuentra su símbolo, su revelación desenfrenada, su epifanía. La vulneración no solo se instituye (por su figuración múltiple y permanente) sino que también logra institucionalizarse, lo cual hace perder al caraqueño su capacidad de asombro. El caraqueño de los años noventa aprendió a convivir con la idea de que, en términos de vulneración de su condición civil, cualquier cosa puede sucederle. El darwinismo urbano que desde entonces ha logrado perdurar y extenderse encuentra en El Caracazo su origen primigenio. No tanto porque sus bases históricas se hayan allí engendrado, sino porque, desde entonces, sus múltiples manifestaciones han podido mostrarse sin reservas sensibles ni civiles y sin reparos de exposición pública. Se trata de un evento histórico ineludible como momento clave de la visibilidad acerca de lo que es designado como violencia e inseguridad, vulnera el vínculo civil y trastorna el orden público. ¿Cuál es entonces ese profundo disturbio revelado por el hecho de que el restablecimiento del orden público y su organización social pase no solo por la suspensión de su vida pública y común, sino por la expoliación de sus principios ciudadanos? “Nuestra sociedad no está lista para afrontar su realidad. Tenemos entonces que atenuar, disminuir, frenar la imagen de lo que somos” (Giusti, R., 1989c). El Caracazo muestra cómo “el miedo ha sido necesario para descubrir al otro, tanto como lo incierto y la angustia lo han sido para valorar la paz” (Castillo D’Imperio, O., 1989). Sin embargo, la historia más reciente de esta ciudad provisional, excesiva, vulnerable
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y vulnerada da una idea de la hasta ahora imposible transformación de este conocimiento en virtud pública ordinaria.
V. Hacia una ecología del orden público
Administrar los conflictos en las sociedades urbanas contemporáneas es una tarea ciertamente compleja y difícil, tanto como el que sea inevitable que se produzcan. Sin embargo la experiencia de una paz vivida bajo una amenaza constante, además de no tranquilizar, invita a interrogarse sobre su real utilidad. Cualquiera que sea la orientación por la que el orden democrático procura generar confianza y seguridad, si el objetivo es que la paz no se mantenga “permanentemente bajo fianza”, esta debe conquistarse, mantenerse y repararse civilmente, así como instituirse, reglamentarse, salvaguardarse cívicamente. La paz “militarizada” ofrecida por la gramática de la guerra se vuelve crítica, indeseable, ingobernable y pasa difícilmente la prueba del mediano y del largo plazo. Conclusión: hay que civilizar el conflicto para que su apaciguamiento pueda sustraerse a la hipoteca autoritaria. Esta orientación de la acción se basa en dos elementos: actuar en función de lo que es justo y establecer un principio de publicidad (en el sentido de “hacer público”). Una doble conveniencia civil aparece. Por un lado, frente a los vectores emocionales y sociales que han hecho de Caracas una ciudad vulnerada (los “excesos” de la violencia, las “faltas” de la inseguridad, la impresión de desamparo respecto a los organismos públicos...), es ciertamente fundamental inscribir una percepción justa en la memoria, la calibración, la decisión y el seguimiento de la acción. Por el otro lado, nada mejor que enarbolar el principio de publicidad frente a los imperativos clásicos de la gramática de la guerra que hacen del secreto y de la disimulación aspectos centrales de la interacción con los otros. Dos de los Principios para una paz perpetua de E. Kant (1948) atribuyen a la paz una significación a la vez autónoma (en relación con la guerra) y social (pues no puede ser ni parcial ni secreta): mientras que la paz se civilice (siendo justa y pública), puede pretender no ser interrumpida (al menos en
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los términos decisivos y radicales de una guerra). Un tercer principio del que ya hemos hablado aparece entonces como consecuencia de la fortaleza de los primeros: la paz puede perpetuarse si surge y se afianza a través un marco civil y cívico. La hospitalidad universal aparece como el cuarto principio para concebir la paz civil como una construcción ciudadana: en el territorio propio, es inaceptable tratar al extranjero como enemigo. Este último principio es esencial en Caracas, donde el espíritu de la urbanidad privativa ha logrado propagarse tanto. Todo espacio público urbano representa una realidad civil y cotidiana para sus usuarios, a la vez que es una realidad operativa e institucional para los que allí prestan algún servicio. Se trata siempre de un espacio de interacción en el que coexisten usos plurales, competencias múltiples y poblaciones diferentes (Joseph, I., 1998). De allí una “normalidad” compuesta de convenciones y de prescripciones tanto como de situaciones y de imprevistos. El orden de lo público no puede entonces sino ser negociado, continuamente reconocido y actualizado. La ecología del orden público se construye tomando en cuenta las contingencias relativas a la apertura y a la vulnerabilidad espacial, al elevado grado de publicidad y a las múltiples lógicas institucionales que participan. Algunas condiciones que determinan el uso citadino de los espacios públicos pueden así ser precisadas. Ni imprevisto, ni incoherente, más bien flexible y permeable. No se trata de un espacio vacío a desertar ni de un espacio sobrecargado de símbolos. El referente empírico está allí donde hay una conjunción entre equipamientos socioespaciales e interés público. He aquí entonces el “telón de fondo” sobre el que se erige la durabilidad civil de las interacciones y de los compromisos que hacen perceptible la confianza constitutiva del orden público. De todos modos, en una sociedad democrática, los objetivos del orden, de la seguridad o de la policía se reconocen en un mismo vocabulario: tranquilidad, confianza, organización social, civilización, reciprocidad, disposición común, etc. El orden público no es el campo de experimentación de las leyes creadas para regularlo, ni el “coto de caza” de las fuerzas policiales y paramilitares del Estado, ni el nuevo Dorado de los be-
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neficiarios de la seguridad privada. El orden público es aquel en el que los usos citadinos se construyen sobre la base de una coexistencia que no siempre es convivial y que no está al abrigo de conflictos. Su desafío es actualizar las competencias para administrar aquellos conflictos que pueden suspender la paz civil al origen de cualquier interacción o agrupamiento en el espacio público. Frente a estos conflictos, la necesidad de contar con un soporte normativo y un servicio de seguridad eficiente es evidente. Sin embargo hay que tener en cuenta también la presunción tácita de respeto, dignidad y hospitalidad sin las cuales resulta una quimera progresar hacia un orden público en el que la paz civil, como un acto-reflejo, forme ya parte de una pragmática citadina. La emergencia de una cultura pública supone siempre un trabajo de evaluación de las posiciones tomadas frente a exigencias cívicas. La comparación entre las concepciones autoritaria e interaccionista del orden público permite valorar las convergencias necesarias frente al trabajo de salvaguarda de un vínculo. El orden público desde un punto de vista ecológico identifica los elementos necesarios de organización, de adhesión y de acción para que las formas elementales del vínculo civil puedan imponerse como gramática de uso de los espacios urbanos. De este modo, no hay necesidad de recurrir a la “naturaleza” para devolverle su espacio al orden, ni tampoco a “la seguridad” para entender lo que constituye su fuente primaria. Así, frente al otro nos exponemos mutuamente, al tiempo que hacemos lo necesario en gestos y palabras para hacer entender que la vulnerabilidad propia a la “exposición de sí” (Goffman, E., 1973) no se volverá insostenible. La civilidad que muestran los citadinos cotidianamente abre ese taller de la urbanidad en el que el orden público y el orden social pueden encontrarse sin reducirse el uno al otro. Se hablará entonces de mantener el orden público si se privilegian los procedimientos para organizar el espacio del entre-sí, de garantizarlo en caso de interpelación de sus principios y normas y de restablecerlo si la reparación de un perjuicio se impone. Pero el mantenimiento del orden público se basa en una gestión prudente de la distancia social, al tiempo que su garantía resulta de la reafirmación de sus formas y valores en los actos cotidianos y
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su restablecimiento debe poder sustituir la necesidad de sentirse seguro por una confianza construida desde una perspectiva ecológica. Como hemos visto, el análisis pragmático del orden público interroga la manera como este orden se produce en (y a través de) la experiencia de aquellos que participan: ellos lo presuponen, lo esperan... y desesperan o lo cristalizan, mantienen, despiden, reparan... Una constatación importante para las ciencias sociales aparece: los encuentros entre orden público y orden social se deben menos a la conformidad de los individuos a sus roles sociales, al respeto de las autoridades o a la internalizaci+on de normas que a las maneras como el vínculo civil se concibe, se compromete, se cuida y se repara comúnmente22.
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Caracas: territorio de una moderna monumentalidad William Niño Araque (1995)
Cada generación recibe el patrimonio monumental como una rica herencia que dilapida o acrecienta. Sometidas al pertinaz desafecto del tiempo, las construcciones del pasado no pueden aspirar a congelarlo, sobreviviendo inanimadas en una atmósfera de gases inertes: la arquitectura detenida es una arquitectura muerta. Luis Fernández Galiano La novedad del monumento
Con acierto, Fernández Galiano se instala en el centro mismo del problema: todos los monumentos son monumentos nuevos. Nuevos en sus fábricas, interminablemente recompuestas a medida que el tiempo o el azar las desbarata; nuevos en sus usos, continuamente cambiantes con las transformaciones de la economía y la sociedad; nuevos en fin en sus significados, permanentemente alterados por las retinas que los contemplan y las culturas que los interpretan. En esa triple mudanza –material, funcional y simbólica– reside la eterna juventud del monumento.
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Y es en esa mudanza donde hemos agudizado la atención a la importancia inédita que adquiere el monumento de un tiempo reciente. La ciudad moderna también es un patrimonio, la interpretación de su monumentalidad exige el traslado de su esencia significativa: extendida a lo largo del cañón del valle, Caracas es signada a partir de 1947 por un crecimiento inesperado y por las demoliciones que arrasaron con la ciudad decimonónica. La caída del Hotel Majestic y la construcción de la Avenida Bolívar marcan un período hasta 1957, en el que se fragua el territorio monumental del siglo XX. En tanto que arte útil, la arquitectura participa de la condición mudable de los flujos económicos y las organizaciones espaciales, continua Galiano; la construcción monumental se teje y se desarma para formar el universo de las relaciones espirituales y materiales. Los monumentos inmóviles se mueven. Lo que pensamos de ellos se transforma, como una metáfora adquiere nuevos significados. La trama de sus usos es cambiante. Los edificios y conjuntos monumentales poseen un valor simbólico y emotivo tan elevado que su naturaleza de testimonio y monumento se tiñe siempre por el interés y la pasión. Seguramente la referencia constante al estilo perezjimenista y los complejos democráticos frente a la dictadura son los síntomas definitivamente irritantes que acusan el descuido al que está sometida la construcción del paisaje moderno. “En el palimpsesto que representan las construcciones históricas, nadie renuncia a añadir su propia línea interpretativa o su peculiar matiz”. En Caracas es especialmente significativa la agresión perpetrada a toda la arquitectura efectuada durante una década que no se termina de aceptar como gloriosa. Nuevos en su significado, los edificios de los cincuenta, en el epílogo del siglo XX, adquieren un especial valor simbólico y emotivo, en una ciudad cuya naturaleza urbanizada permanece como el más rotundo testimonio de un tiempo que no hemos querido observar por el prejuicio, el interés o la pasión. Las vanguardias modernas condenaron el monumento y el museo como intereses de anticuario, para rescatar después su infancia y retomar para sí la condición monumental. Pero no se trata solo de recordar –como nos instara Le Corbusier– que las catedrales fueron un día blancas, sino de comprender
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que lo son todavía, inagotablemente regeneradas por cambios físicos, funcionales e interpretativos. Sobre todo en esta ciudad, sedimentada a la luz de la modernidad.
La monumentalidad de lo moderno
Caracas es el mejor síntoma: el culto rendido hoy día al patrimonio histórico es el factor revelador, desatendido y sin embargo esplendoroso, de una condición de la sociedad y de las cuestiones que la forman. Desde los años sesenta, los monumentos históricos ya no constituyen más que parte de una herencia que superó la interpretación “idealista” (con la valoración exclusiva de los edificios perfectos) que no cesa de aumentar debido a la incorporación de nuevos tipos de bienes y categorías en las que ingresan el pop y el arte conceptual; la ampliación del marco cronológico y de las coordenadas geográficas donde se inscriben amplían a su vez la interpretación de esa monumentalidad. Desde entonces se han incorporado todas las formas del arte de construir, cultas y populares, urbanas y rurales, sofisticadas y toscas, y todas las tipologías de edificios: públicos y privados, de lujo y funcionales, y hasta industriales. Y todas las razones históricas y políticas. Así pues, la esfera patrimonial ya no se reduce a los edificios individuales, sino que a partir de ese momento incluye también los conjuntos construidos: manzanas y barrios, pueblos y ciudades. En el paisaje de la ciudad contemporánea, la arquitectura académica, fundamentada en la poética del funcionalismo, escenificó el marco en el que se dimensionó el canon de la cultura popular e incorporó un nuevo estilo de vida al marco de la sociedad. La referencia a estos espacios filtrados en las urbanizaciones obreras transformó definitivamente el esquema parroquial de La Pastora o San Juan hacia una diversidad infinitamente actual y explosiva. Así como la reurbanización de El Silencio, la construcción de la primera etapa de la Ciudad Universitaria y las torres del Centro Simón Bolívar cierran el ciclo de un tiempo protagonizado desde 1930 por la primera modernidad, el inicio del Aula Magna y la Plaza Cubierta, la urbanización 23 de Enero
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y la autopista Caracas-la Guaira signarán la apertura de un nuevo tiempo en la historia de la arquitectura venezolana que ingresa en la tradición secular. La complejidad de una espacialidad vinculada con las tendencias de vanguardia, la búsqueda tecnológica y la expresión de un funcionalismo extremo permitirán el desarrollo de un laboratorio de espacios y de modos de comportamiento notables a escala continental. La definición del área metropolitana de Caracas extiende los límites donde se construye el paisaje moderno; el dominio de la geografía a partir del desarrollo de las nuevas autopistas; la implantación de una serie de edificios autónomos, entre los que destacan: el Hotel Humboldt, la Torre Polar, el Hotel Tamanaco, el Centro Profesional del Este, el Club Táchira, el Hipódromo y el Helicoide; la prolongación de las avenidas Bolívar, Sucre y San Martín, establecen el campo de acción donde actuará una segunda generación de arquitectos conducidos por una voluntad plenamente moderna. Las referencias
Instalada entre la ciudad de los sueños y la ciudad real, la ciudad de la plena modernidad resguarda un arsenal de referencias, situaciones y recuerdos que revelan la consagración de la ciudad cotidiana y verdadera. Los monumentos de la modernidad, muchos de ellos presentes como bastiones solitarios, revelan un recorrido memorable, ya que hacen habitable la utopía. Se comportan como las referencias ineludibles del siglo XX y de algo que trasciende la vida urbana contemporánea. Los documentos de los cincuenta se levantan entre las ruinas como acentos en el inmenso texto de la ciudad, proyectando el inconsciente en la ciudad misma. Conforman el cuerpo simbólico de un saber venezolano y constituyen el trazado visual de las referencias míticas que nos permiten reconocer y redescubrirnos entre ellas. Autopistas, esculturas, detalles, espacios internos, mobiliarios, avenidas y arquitecturas manifiestan públicamente la verdadera dimensión escénica de la ciudad. Los monumentos
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y los edificios permiten la apropiación del espacio urbano a través del conocimiento de la historia; el Helicoide y la Avenida Fuerzas Armadas; el Humboldt y la montaña; las Torres del Centro Simón Bolívar y la Avenida Bolívar; el 23 de Enero y la avenida Sucre; la Torre Polar y la Plaza Venezuela; el recinto interno del Aula Magna y la Ciudad Universitaria; el Aeropuerto de La Carlota y el Parque del Este; los Boquerones y la Autopista Caracas-La Guaira; El Circuito de la nacionalidad y el Patio de Honor de la Escuela Militar; María Lionza y la Autopista del Este, trazan la cartografía de una modernidad inapelablemente caraqueña. El monumento es una defensa contra el traumatismo de la existencia, es un dispositivo de seguridad; el monumento asegura, tranquiliza y apacigua conjurando el ser del tiempo. Es una garantía de nuestros orígenes y calma la inquietud que genera la incertidumbre de los comienzos. Como desafío a la entropía, a la acción disolvente del tiempo sobre las cosas naturales y artificiales, trata de apaciguar la angustia de la muerte y la aniquilación. Los objetos brillantes
Al realizar una lista abreviada de objetos brillantemente diseñados durante el tiempo de la modernidad, recuperados, estimulantes, atemporales, y necesariamente transculturales, nos damos la idea de la iconografía que atesoraría la ciudad como museo: calles memorables, puntos estabilizadores, abiertas perspectivas, plazas cerradas, espléndidas terrazas públicas, monumentos, torres, escalinatas y jardines, patios internos, edificios axiales, cruces de avenidas, portales urbanos, viaductos y, ¿por qué no?, avisos, vallas publicitarias, barrios y atmósferas que producen nostalgia, pertenecen a la visión de un museo ceremonial, vociferante y conmemorativo, que también podría retornar el señorío de la ciudad que diariamente se nos disuelve entre las manos.
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Caracas, collage de escenarios
La arbitraria combinación de los estilos, todos relacionados con el moderno, es lo que permite la anarquía que identifica a lo popular. Aquí hay una tendencia hacia la mixtura y las nuevas expresiones, creando continuamente situaciones inéditas de espacios y comportamientos. Dejando de lado los argumentos de los nostálgicos y los naturalistas de las más distintas procedencias, la ciudad ha edificado durante medio siglo, al mismo tiempo que su estructura arquitectónica, un modo discursivo e imaginal que priva por sobre todos los demás medios, modos ecológicos y culturales, como no lo hizo durante toda la historia del país desde los tiempos de la conquista. Un modo discursivo e imaginal que impregna la lógica constructiva de otros discursos con mayor peso que el mismo discurso literario o religioso. Desde los años setenta, nuestras generaciones utópicosocialistas y las tardocomunistas se han enfrentado a un peregrinaje que no tiene ya la misma razón de ser. Apuntan todos a un mismo gesto, una misma voz, una idéntica pretensión: poner en paréntesis la lógica y el funcionamiento de nuestra gran ciudad a todos los niveles, para acusarla fácilmente, sin profundizar en los argumentos de lo que no posee: la estratificación, la fractura, el horror. Y es que Caracas, a diferencia de un rompimiento, funciona como un inmenso collage (un patchwork) en el cual Sabana Grande, El Silencio, Catia, Chacaíto, El Country y Altamira se conjugan en zonas permeables en las que, franca e impunemente, penetramos a diario. El espacio (sea hermoso, sereno, geográfico o ruidoso) se convierte así en medio obligatorio y permitido, independientemente de nuestra condición social. Aparte de los síntomas aislados (que por lo demás no parecen aumentar en calidad ni en cantidad), el discurso de los esteticistas y los ecologistas de hoy es por lo general tan endeble como débiles son algunos de sus argumentos críticos contra la lógica de funcionamiento de la ciudad. En efecto, la mayor parte de las actitudes del caraqueño de fin de siglo frente a lo que la ciudad le ofrece no se dirigen a la destrucción del medio urbano (los saqueos del 89 son la excepción), sino a
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conseguir la supervivencia de un discurso que cada día descubre y construye nuevas caras. Es aquí donde la ciudad, como escenario en el que se construye la atmósfera de un tiempo, apunta plenamente su valor. A pesar de sus inconvenientes, Caracas ofrece, sin lugar a dudas, enormes ventajas para el trabajo, el ocio, lo cotidiano y mayores ventajas en lo que concierne a la vida espiritual de sus habitantes. Nuestra gran ciudad permite un aislamiento y una privacidad que propicia la génesis, cuando no la expresión, de pensamientos particulares. La anarquía como estética de lo monumental
Este aspecto es lo que posiblemente sustancia eso que se llama ética y estética de lo venezolano. No se puede negar que las zonas de privacidad en la gran ciudad no han sido facilitadas exclusivamente por los intereses del urbanismo o la arquitectura, sino de acuerdo con más de un criterio en el cual la relación de clase social se mezcla, a partir de un gusto, con referencias particulares, que más de una vez han enfrentado y desconcertado los más poderosos intereses. Podríamos incluso argumentar que el estilo particular de los venezolanos ya no queda fijado tanto por su forma peculiar de alimentarse, vestir o tocar un instrumento según la geografía, por la elección de tal o cual culto religioso y menos todavía por la actitud asumida frente a un televisor (que es siempre idéntica) como por la forma peculiar y prevista del indudable margen de anarquía con que los caraqueños han organizado y utilizado su ciudad. Aquí, la acción se invierte: si durante la primera mitad de siglo, Caracas conformó una geografía construida por toda la nación, a partir de la segunda mitad del siglo lo venezolano aparece como una condición pautada por lo caraqueño. En definitiva, hoy, el estilo exteriorista y “playero” del venezolano está marcado por esas constantes en sus procedimientos de utilización urbana que se repiten por igual en gestos de combinación armoniosa entre lugares tan disímiles como la Avenida Sucre, la Basílica de la Chinita, la Plaza Bolívar de Cabudare o el Sari Sari Ñama. Nuestro punto de partida es que Caracas
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constituye, en el tiempo de hoy, el gran texto en el que aprendimos a vivir. Se diría que en su totalidad corresponde a un conjunto de frases disímiles y dispersas que la convierten (emplazada en la geografía del valle) en una de las ciudades más raramente hermosas e imprevisibles de la contemporaneidad.
Cadáver exquisito, Caracas como texto monumental
Caracas entera equivale a toda una obra literaria, mucho más inacabada que la mayoría de las ciudades del continente (México prehispánica, Bogotá colonial, Buenos Aires decimonónica, Lima virreinal). Una ciudad a la que se pueden añadir, ya no únicamente párrafos, sino capítulos enteros, una fascinante novela en la que cada entrega constituye un capítulo en la construcción del gran texto abierto. La analogía no es gratuita. La ciudad puede ser entendida como un descomunal texto en prosa, generalmente inacabado y la historia urbanística de la ciudad es también la historia espiritual y monumental de ese complejo texto, en cuya elaboración, por supuesto, están presentes cambios de autor, estilo y hasta género literario. Así, la ciudad ofrece como parte de su texto, el género épico-criollo (barrio El Silencio); el género lírico-arrasado (las huellas dispersas del modernismo de Campo Alegre o Los Chorros); el género novelesco (la ampliación, tan próxima a la novela realista que va desde las dos imponentes torres del Centro Simón Bolívar, hasta el neoclasicismo aparecido en el eje marcado por los chaguaramos del Parque Vargas); el género heroico venezolano (enmarcado entre los dos kilómetros que se extienden desde el indio a caballo hasta el patio de honor de la Escuela Militar); el género abstracto-concreto (hermanado con la poética de Cage y visualizado en los espacios de la Ciudad Universitaria); el género agrario-urbano (entre cerros y barrancos); el género tragi-cómico (llevado a un grado de inevitable perfección en ese nuevo barrio que hoy habitamos en el Parque Central) y hasta el género bizarro-moderno (dispuesto entre los bloques del 23).
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23 de enero; espejo de lo bizarro-moderno
La interpretación de bizarro como galicismo corresponde a una categoría que amplía el grado de aceptación del monumento hacia lo extravagante, raro y no funcional. Se distancia de la acepción castiza de la pura valentía que abrazaba la nueva escala de la ciudad obrera. La construcción del enorme conjunto habitacional que abraza el sistema de colinas volcadas hacia el valle principal de Caracas constituye el último gesto heroico y el capítulo de expansión que configura definitivamente la ciudad del siglo XX. Acierto histórico o fracaso, estimulante apuesta hacia el futuro o masificación del estilo de vida, siguen siendo hoy, a cincuenta años de su planificación, las incógnitas que identifican este notabilísimo trozo de la caraqueñidad. El 23 de Enero corresponde a un territorio extendido desde el oeste del centro histórico de Caracas; desde el Parque El Calvario en Caño Amarillo, hasta los confines de Los Flores de Catia; 220 hectáreas, 5 colinas intervenidas, todas ellas ramificaciones de Loma Quintana, abiertas a la luz, a la montaña, cruzadas por la vialidad tangencial, sembradas por 52 prismas neoplasticistas de 15 pisos impecablemente distanciados, dispuestos a la orientación solar y a la sana ventilación, trazan la morfología de esta odisea arquitectónica. El escenario teatralizaba en la ciudad la escala de las grandes transformaciones, emulaba el espíritu de la construcción, marcaba también el sueño cartesiano de Le Corbusier a la luz de la genialidad e interpretación formal de otro maestro: Carlos Raúl Villanueva. La urbanización 23 de Enero se expone a Caracas como un manifiesto ético de la urbanidad, un laboratorio de planteamientos tecnológicos, sociales y estéticos que el tiempo se encargaría de contradecir. La propuesta integraba la utopía funcional y racionalista de la ciudad obrera con la ciudad jardín. Los prismas, escultóricamente dispuestos sobre las colinas, establecían el rigor de un nuevo funcionamiento a lo largo de las espléndidas terrazas públicas. El plan original comprendía la construcción de tres centros a escala vecinal (Sagrado Corazón, La Planicie y La Cañada) y un gran centro a escala de toda la comuni-
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dad (Cristo Rey), además de zonas para industrias ligeras y un proverbial sistema de áreas verdes en los sectores de mayor pendiente: jardines de infancia y abastos, canchas y escuelas, mezclados con las viviendas, demostraban la tesis de esa nueva funcionalidad como estilo de vida. El desafío que ofrece el 23 está en cubrir las expectativas del nuevo siglo para una población que hoy se acerca a los 150.000 habitantes, distribuidos en dos sistemas espaciales opuestos: por un lado el súperbloque reseña la unidad de habitación nacida de una poética cartesiana como modo de vida moderna; por el otro, la progresiva invasión de los barrios densificados informalmente marca el territorio bizarro de una poética aleatoria. Estos sistemas nacen de una interpretación inocente de la civilización versus la barbarie; opuestos desde sus geometrías, constituyen dos asombrosos laboratorios estéticos y sociales de los que se pueden sacar estimulantes y temibles conclusiones: la fortuna de un tesoro de posibilidades ante la gerencia y la validez de las propuestas políticas. La vivienda informal se ha transformado con una gran vitalidad, desde el rancho fragilísimo a la casa permanente, mientras que los bloques se deterioran en profundidad. La densificación poblacional de los barrios ha acentuado las carencias, pero es en los bloques donde se ha presionado negativamente los servicios (agua, basura, ascensores, vigilancia). Sin embargo, esta “informalidad urbanística entre la fluidez de los ranchos y la rigidez de los bloques ha impregnado el tejido urbano del territorio de una particularidad, además de su reconocida dureza y violencia, de una atmósfera popular”. Y es que desde el barrio El Observatorio hasta la Plaza Pérez Bonalde se desata una secuencia de puntos entrañables y terrazas públicas; Barrio Colombia, La Calle, La Libertad, La avenida Sucre, Cristo Rey, La Cañada, Monte Piedad, La Planicie, El Descanso, El Morán, Loma Quintana, Sans Souci, Los Arbolitos, El Carmen, El Limón, Sierra Maestra, Andrés Eloy Blanco, Camboya y El Mirador se encadenan a lo largo de esa secuencia, con la expectativa futura de un proyecto que los agilice; establecen una incipiente muralla urbana, moldeada por la vialidad, un paredón aleatorio, de trama continua,
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compacta y medieval, sutilmente posada sobre la geografía, como una red, independiente a los megalíticos volúmenes. Barrio Sucre, por ejemplo, constituye un incuestionable fenómeno de arquitectura urbana; sus casas, ubicadas en el sentido norte y sur, crecidas entre el área verde que separaba la primera de la segunda etapa de la urbanización, permitieron estructurar casi escultóricamente un trozo de ciudad sólido. Una ciudadela compacta y continua, de seis pisos, apuntalada como un barco encallado, como una cuña dispuesta hacia una diminuta plaza de bulliciosa vitalidad. El 23 de Enero fija el símbolo del nacimiento de la democracia. Sin embargo, sus bloques perpetúan en el paisaje urbano la memoria de la dictadura, representan el sueño de una ciudad obrera implantada entre las asépticas colinas verdes. Es la paradoja de una conciencia cultural crecida como la radiografía de la segunda mitad del siglo XX. En la Caracas contemporánea es la sedimentación de una forma de vida concreta y real. Los barrios y el deterioro acrecentado durante la misma democracia someten el desafío de desactivar esta situación que en ocasiones aparece como una bomba de tiempo, matizada por la musicalidad de sus habitantes. En sus bloques, al margen de la ilusión transitada en sus “calles aéreas” y al margen del terrible miedo que imponen sus oscuras escaleras internas, se dibuja la posible conquista de una auténtica reurbanización: pavimentar los intersticios dejados por los edificios aislados como áreas de juegos, trabajo y de reunión, dispuestos en una geometría integradora, creada de ejes de palmas y árboles de los más variados tipos; promover calles y veredas tropicales son parte de una acción monumental, la cual podría ejecutarse paralelamente en un plan general de reconstrucción: que la urbanización cartesiana aprenda del barrio aleatorio e informal y que la ciudad al margen aprenda de la racionalidad, deja abierto el desafío. Del 23, a lo largo de su gigantesca y sinuosa avenida central, nacida desde Caño Amarillo y Monte Piedad, entre los muros de helechos, hasta la inesperada avenida Morán, siempre se recuerdan sus canchas, desplazadas entre colinas, iglesias, escuelas, talleres mecánicos, bodegas y tintorerías; siempre se recuerdan sus mercados volcados hacia la vía, niños y madres
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a la espera del transporte. Siempre se recuerdan las alcabalas y muchísima gente joven entre los barrancos y a la espera de un tiempo mejor. El 23 de Enero representa en el paisaje del valle caraqueño la historia moderna de una monumentalidad inconclusa. En Caracas, el 23 es nuestro espejo, en él se reflejan la ranchificación de los bloques y la arquitecturización de las ciudadelas que lo bordean; es la promesa contradictoria de una felicidad colectiva. Su paisaje moderno y posrural es la configuración definitiva del espíritu que coincide plenamente con el país de este siglo. A la distancia, el 23 es la realidad visual de Caracas y acentúa la visualidad de la historia. Desentender sus situaciones y la descripción de sus espacios es desentender la comprensión del monumento. Es olvidar un eslabón capital que nos incita a la posibilidad de pensarnos como sujetos de una historia caraqueña, distanciada definitivamente de la imagen melancólica de La Pastora; es ubicarnos en una idea contemporánea como habitantes y creadores de una república monumental. Sin embargo, esa monumentalidad caraqueña debe declinar las ideas decimonónicas orientadas exclusivamente a resguardar el lujo concebido como orden, proporción y medida. El 23 resguarda tres categorías que lo involucran como el síntoma del siglo XX; construye el paisaje de lo moderno a partir de una nueva escala descomunal; fija en el espacio la conciencia de una ciudad obrera; y establece el territorio en el que se debaten los límites extremos de la vida contemporánea. El 23 es una urbe de márgenes signada por la intensidad de sus espacios paradójicos. Los barrios encarnan otra polis, compleja e infinita, configurando así una ciudad real y a la vez análoga. Ciudad irrepetible e impenetrable. Un laberinto urbano, una realidad política inaceptable, la expresión de la forma traumática en la que sin embargo florece la vida. Es la imagen inevitable de una catástrofe. Los barrios representan el híbrido de una desproporción extremadamente urbana, vertiginosamente constructiva, hecha de bloque sobre bloque, abismalmente política. Es la construcción esperanzada que sin orden, nace de la nada. Paradójicamente, los bloques formalizan inocentemente la mirada valiente, romántica, heroica
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y paternalista que nacía del Estado. Es la expresión “responsable” del gobierno sobre el espacio caraqueño.
El tiempo demoledor La herencia
Me gusta pensar la ciudad como una herencia prodigiosa o como un espectáculo de proporciones descomunales. Para comprenderla, la ciencia de la arqueología, el estudio de las rutas y las corrientes, el conocimiento del relieve, las descripciones de todas las ciudades que se extienden desde Las Adjuntas hasta Guarenas, el análisis de la humedad y el clima, las variaciones de la luz, la medida de las lluvias tempestuosas o de las sequías, las imágenes, los edificios y los carros aparecen como el dominio de una cartografía en la que se puede explorar el territorio y su geografía, medir las temperaturas y los vientos más desconsiderados, que desde Barlovento arrastran en ocasiones árboles, avisos luminosos, cubiertas y fachadas. Melancolía
Las leyes que inexorablemente rigen la presencia de la Caracas deseada se establecen a partir de una particular comprensión del pasado (bien sea lejanísimo, jurásico, geológico, o muy cercano, referido a la modernidad) en tanto que previsión del futuro. Es este particular entendimiento de lo pasado, de lo recientemente acaecido en la banalización de la cultura moderna, lo que produce en Caracas la desazón de las cosas permanentemente inconclusas, desazón que lejos de resonar en la poética nostalgia hace presente una patética melancolía a lo largo de los momentos brillantes que dan cuerpo a nuestra ciudad. Son esos sentimientos inquietantes y esas sensaciones positivas cortadas al filo de la ilusión las que movilizan nuestros esfuerzos “en pos de esa quimera que es el acabar”, dar rostro a una ciudad. Hoy, justamente al finalizar el siglo, no podemos olvidar que en ocasiones en Caracas se produjo la feliz conjunción de
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factores que nos regalaron esos momentos dulces de la mejor ciudad. En esos momentos atrapados y extendidos desde El Silencio hasta Los Caobos; desde el Hotel Humboldt hasta el Club Táchira; desde El Tamanaco hasta la casa de Gio Ponti en El Cerrito; de la Plaza Cubierta de la Universidad hasta el jardín de Burle Marx; allí la ciudad de la modernidad plena, por fin conformada en su recinto, entre parques y autopistas fijó, más allá de la montaña geológica, el escenario de su propia serenidad contemplativa. El tiempo reciente
En Caracas presenciamos, pues, sin tiempo para meditarlo, una sustitución en la que las coordenadas de la geografía natural y de la geografía histórica se enlazan en un raro tejido que expresa un tiempo reciente y demoledor. El tiempo adquiere aquí, a lo largo del cañón del valle caribeño, la potestad de otorgar o cancelar la vida de los objetos arquitectónicos: esa descifrable relación entre el tiempo y la vida, entre el tiempo y la naturaleza, entre el tiempo y los objetos, entre el tiempo y la arquitectura, o por el contrario, entre el tiempo y la muerte. En las torres del Centro Simón Bolívar, en el Club Táchira o en el Hotel Humboldt, el inexorable envejecimiento de la materia que da cuerpo a la arquitectura marca como una pátina el paso del tiempo. Pero también explica si posee vida propia o no. Pisotear las viejas lozas de mármol a lo largo de Los Próceres o caminar entre el cuerpo descarnado de la arquitectura del edificio Los Andes nos dice del señorío de las piedras y nos habla de nuestra única historia; podemos sentir las heridas inscritas en la piel del material, las huellas, el rostro de una vida que otros caraqueños han ido marcando en su superficie a lo largo del tiempo. Nos ubicamos así, ante el problema de la naturaleza de la arquitectura urbana caraqueña: de la información instructiva disponible, de cómo ha de formularse un discurso deseable, de qué criterio deben determinar el contenido ético preferido por los objetos de arte que dan cuerpo a la ciudad. La ciudad como territorio estimulante de cultura y finalidad educativa, la ciudad como fuente sonora y benevolente de información casual,
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se establece así, a pesar de su cuestionada belleza, como la posibilidad de una poética urbana capaz de normar su futuro. Un futuro establecido en un momento en que paradójicamente Caracas, la ciudad cívica, del sexo comulgado, del humanismo y del enamoramiento, se hace cada vez más pequeña, a pesar de su desproporcionado gigantismo.
Epílogo Lo estremecedor
La ciudad que vivimos, la Caracas de los grandes momentos, de los discretos objetos, de las tormentas eléctricas y la brisa cálida, de los episodios expresados con precisión, de los residuos del decoro clásico, del incipiente optimismo liberal, del ahistoricismo modernizante, la ciudad que amamos y la que aspiramos, se dirige más bien a la cultura que a la tecnología; se dirige más bien a la nostalgia y a la evocación que a los problemas que tanto nos fatigan. Pues, a pesar de nuestras reservas dispuestas a percibir la ciudad como el crujir de monumentos, o como una simple antología de puntos históricos memorables, o lo que es peor, como una secuencia cotidiana de martirios, es difícil no admitir que desde los boquerones que anuncian el cañón del valle avileño hasta La Urbina, rumbo a Guarenas; desde al túnel de Los Ocumitos a la bajada de Tazón; desplazados entre Coche y La Rinconada, rumbo a los viaductos y a La Planicie; desde La India de El Paraíso hasta los Estadios; desde la valla nocturna de la Coca-Cola en la Plaza Venezuela hasta las Filas de Mariches; desde el Obelisco a Sabas Nieves; desde las avionetas que retornan a La Carlota, antes de las lluvias torrenciales y los vientos descomunales al anochecer; desde la solaridad absoluta, a lo largo del vértigo de la autopista entre gandolas, es difícil no admitir la rotunda y estremecedora capacidad de conmoción y asombro que promueven sus escenarios; es difícil no admitir que a pesar de sus años recientes y de su iconografía en movimiento, Caracas es una herencia prodigiosa y un espectáculo de proporciones descomunales.
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Paralelamente a ello, tampoco podemos olvidar la existencia de testimonios privados, testimonios solitarios y conmovedores, testimonios únicos, amarrados a la geografía, dislocados entre los barrancos, testimonios caraqueños, los cuales exigen ser protegidos y exhibidos en una pluralidad de manifestaciones. Quisiera comentar aquí el impacto de la vista de la montaña con el hotel en su cúspide, siempre cambiante, sol a sol en perpetua transformación, observada desde las colinas de Bello Monte, o el asombro que cada hora me producen los jabillos en su avenida, o el vértigo del paisaje desde la autopista, o las bandadas de guacharacas al atardecer, o el redescubrimiento de los prismas del 23 desde la avenida Sucre. Por ello, la condición de lo moderno como historia en su misión de cultura no es fácilmente comprensible. Su abierta presencia es más tolerable que su condición subyacente, y es esta condición subrepticia la que argumenta ante la aparentemente superficial designación de ciudad museo su validez, su urgencia y aplicación como vía rectora de una normativa para la conservación y el mantenimiento de los maltratados monumentos de la modernidad.
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La significación de lo urbano en la cultura venezolana Silverio González Téllez (2004)
Introducción: recorrido propuesto
Disertar sobre la significación de lo urbano en la cultura venezolana implica comenzar por la acepción predominante de lo que quiere decir urbano. Ese significado predominante es el de ciudad, es decir, un asentamiento humano o convivencia social aglomerada y organizada en un territorio. Comenzaremos nuestra reflexión con esta acepción de lo urbano como ciudad y con ella en mente presentaremos una síntesis del recorrido que hemos realizado por tres registros culturales relacionados con el tema de la convivencia citadina: 1) la idea de ciudad, 2) las dinámicas y cristalizaciones que se distinguen en la memoria de la convivencia venezolana, y 3) la interpretación del malestar en la convivencia venezolana. Durante el recorrido propondremos un significado más profundo de lo urbano como alternativa a los problemas de la convivencia citadina. La propuesta rescata una significación latente y emergente de lo urbano, que si bien quiere decir asentamiento poblado, también refiere a estar atento, brindar cortesía, ofrecer una apertura al diferente, lo cual sugiere una sociabilidad centrada en la atención al otro en tanto diversidad. Por eso en el diccionario aún se define urbanizar como la acción de “hacer sociable a una persona”. De este recorrido arribamos a la presunción de que nues-
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tra cultura no ha construido hasta ahora una convivencia incluyente y sostenible y nos preguntamos por qué y cómo resolver tamaño dilema. La reflexión que hacemos se concentrará en una microsociología de la convivencia que concibe la realidad humana como cultura construida y constructora. No profundizaremos en fuentes, datos, teorías, hechos o contextos específicos investigados en el recorrido por las tres temáticas. Nuestro esfuerzo aquí se aplicará a repertoriar las relaciones entre las distintas visiones, afectos y explicaciones que han sido identificadas en los registros culturales trabajados; a partir de esas relaciones arriesgaremos sucesivas interpretaciones hipotéticas sobre la cultura de la convivencia venezolana y sobre su potencialidad urbana en el más amplio sentido indicado.
La idea de ciudad
Juan Nuño decía que no hay ciudades inocentes, ya que detrás de cada ciudad hay una idea. En nuestra cultura podemos afirmar que detrás de nuestra convivencia hay una idea dicotómica de ciudad, es decir, dos ciudades que son antagónicas pero coexisten e impregnan nuestra convivencia citadina: ellas son la ciudad ideal y la ciudad natural. La ciudad ideal o positiva
En la cultura venezolana encontramos una ciudad escriturada, ordenada, ideal, basada en la razón, la ley y el deber-ser que se expresa en edictos, ordenanzas, leyes, planes, discursos, planos, reglamentaciones, la cual observa y atiende espacios físicos, funciones, estructuras, objetos, cuyo propósito es instrumentar eficientemente soluciones y gobernar. Surge de una idea de ciudad positiva en cuanto que enfatiza lo delimitado, identificable, explicativo y al mismo tiempo normativo. Su fuente cultural más fuerte es la razón positivista que desde el Renacimiento retoma la filosofía griega y con ella propone una alternativa humana a la ciudad de Dios. Primero formula ciudades utópicas, luego se plantea las ciudades cien-
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tíficas y planificadas con una razón que garantiza la eficiencia y el progreso. Una clara evidencia de la ciudad ideal la encontramos en la definición de población urbana que usamos oficial y regularmente. En Venezuela y en muchas partes del mundo cuando definimos un asentamiento urbano se establece un criterio de igual o más de 2.500 habitantes que residen en viviendas no distantes de 500 metros entre ellas. Esta definición numéricaresidencial delimita la población urbana a partir de un modelo básico de convivencia aglomerada y asentada en un lugar físico, según una pauta de 5x500/500, es decir 5 personas por vivienda por 500 viviendas entre 500 metros de distancia. Aquí la identificación de la población es al mismo tiempo objetiva y normativa. El concepto decide que la realidad urbana no sólo es así sino que debe ser así. Esta ciudad positiva, ideal, parte de un sentido de superioridad excluyente que es el modelo de la realidad que se identifica con un número, una estructura, unas reglas, unos objetos, funciones y espacios. Lo que ese modelo no considera no existe, es desorden, es ruido, se niega. En el ejemplo de la definición de población urbana allí se dejan afuera todos los aspectos de la actividad o de la movilidad de la población asentada. El urbanismo progresista, identificado entre otros por Francoise Choay, continúa esta representación de la ciudad positiva en los últimos dos siglos. Le Corbusier decía que la cultura es un estado de espíritu ortogonal, y la ciudad radiante es la ciudad de un futuro luminoso donde el hombre es predefinido por un modelo de funciones cuyo orden garantiza el progreso. Cada área tiene una función, cada función un lugar en la estructura. El pasado es un obstáculo a ese orden y por tanto es prescindible. El desorden es todo aquello excluido del orden definido en el modelo, por tanto cualquier comportamiento o manifestación fuera de lo delimitado no existe o será subordinado, como por ejemplo lo fueron los centros tradicionales de las ciudades o los barrios populares. La ciudad negativa o natural
Otra idea de ciudad reta y resiste a la ciudad homoge-
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neizante y positivista. Es la idea de una convivencia que responda a la naturaleza o a la tradición de un lugar o contexto, que trata de ser fiel a su naturaleza propia, a su historia, a su particularidad, interioridad y subjetividad, por lo cual se opone fehacientemente a todo orden externo o impuesto, independientemente de que éste venga de la ciencia o de la técnica, pues se asume como una intervención que anula el alma de la ciudad o lo más preciado de la civilización, su diversidad. Varias corrientes culturales han alimentado esta visión de la ciudad. La más importante de ellas es la tradición judeocristiana. El relato bíblico confronta a la ciudad terrenal de Caín por asentarse sólidamente en la tierra de los pecadores y por preferir sus adquisiciones a su hermano. Por eso el nombre de la primera ciudad bíblica es el mismo nombre del hijo de Caín, llamado Enoc. La ciudad del hombre no ofrece salvación del alma ni la eternidad. Se produce una ruptura del orden divino con el orden humano-natural y la angustia por restablecer la armonía estará siempre presente en Occidente como fuente de condena del mundo real, es decir, del mundo citadino de hoy. Pero el Cristianismo y su condena a las fijaciones adquisitivas y materiales del mundo terrenal también conllevó a construir una comunidad de hermanos cristianos según la cual la sola declaración de la fe permitía el ingreso a la comunidad de los hijos de Dios, lo cual ha contribuido a la paradoja de que es en las ciudades donde el Cristianismo ha progresado más y ha creado una comunidad espiritual de individuos aún en expansión. En los últimos dos siglos, la corriente del Romanticismo profundizó el rechazo a la ciudad positiva a través de la condena al nuevo orden industrial-masificado, que se presentaba como máximo exponente de la civilización moderna. El movimiento romántico resalta el espíritu poético y natural del hombre, así como las convicciones y la fortaleza interior, dimensiones que se ven amenazadas por la homogeneidad de la masificación creciente que aliena y degrada al espíritu. Un poeta de esa corriente decía que “la libertad muere en la basura de las ciudades”. En el campo de la teoría social, el marxismo ofrecerá una explicación de la aparición histórica de la ciudad como
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explotadora del campo y del trabajo manual y propondrá para el futuro comunista su disolución una vez que las contradicciones de clase social hayan sido eliminadas y seamos todos iguales. Para esta teoría, la ciudad buena es la ciudad disuelta. Tesis que inspiró esfuerzos de planificación socialista en la URSS, China, Cuba y otros países del desaparecido bloque comunista. La idea de ciudad negativa va a concretarse en una corriente de urbanismo que ha sido llamada culturalista, que encierra muchas variantes, pero que coincide en la condena al crecimiento urbano y a la consecuente pérdida de la riqueza personal e histórica de las ciudades. En la cultura venezolana actual la idea de ciudad natural se ha expresado con fuerza en una resonante corriente que ve negativamente a las ciudades. Tanto a nivel de la opinión mayoritaria de habitantes de las ciudades como a nivel de los decisores políticos del siglo XX, la visión de Caracas y de las ciudades centrales ha sido particularmente crítica. Sirva de muestra la opinión influyente de Arturo Uslar Pietri, quien cuestionó arduamente la incivilidad y pérdida de identidad de la Caracas que él percibía desbordada. Por otra parte se encuentran los esfuerzos de sucesivos gobiernos de distintas tendencias que han evitado el reconocimiento a los barrios populares como parte de la ciudad, han promovido inversiones hacia el sur deshabitado del país y han desestimulado el crecimiento económico de la ciudad central. Si revisamos la opinión de los residentes de Caracas, se encuentra también un alto rechazo a la ciudad existente porque la consideran desordenada, con mucha gente y hostil, a pesar de que reconocen las oportunidades que ofrece, el clima y el paisaje que la favorece. Pareciera que predomina un uso instrumental de la ciudad, donde se vive para trabajar y utilizar sus servicios, pero de la cual se sueña escapar a una vida tranquila en el campo, en un pequeño pueblo o a una ciudad espectáculo en el exterior. Ideas antagónicas de ciudad
Estas ideas de ciudad se presentan antagónicas, dicotómicas y muestran cómo a pesar de constituir ambas parte
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de nuestra cultura se encuentran enfrentadas. Postulamos la tesis de que nuestro malestar cívico está en relación con esta incomunicación cultural, pues dos dimensiones de la cultura de la convivencia se anulan: la ciudad del discurso y la ciudad del sentimiento. Más específicamente, la ciudad positiva es la cultura objetiva y uniforme del hacer razonado, eficiente y rentable, de acuerdo con un orden funcional de umbrales numéricos, áreas, reglamentaciones y zonas delimitadas para una convivencia ordenada, que se traduce en mayor confort material, en producción de bienes y servicios y comportamientos reglamentados. Mientras que la ciudad negativa es la cultura del ser y la diversidad de los sujetos, de las identidades, de las tradiciones, del sentido valorativo y subjetivo que resiste o queda fuera de la masificación y la instrumentalización de la vida de la ciudad. Ambas dimensiones se enfrentan, fuertemente estimuladas por la lógica industrial del siglo XIX y XX, y ahora se confrontan más debido a las tendencias globalizadoras del siglo XXI, donde los flujos de las redes informacionales de las actividades más productivas reinan en la conexión o desconexión a la economía, mientras las comunidades y personas se encierran cada vez más desconfiadas, desligadas de las actividades más productivas, y refugiadas en creencias, afectos y dioses, como lo han reportado Richard Sennett, Manuel Castells, Alain Touraine y Anthony Guiddens. Se presagia así la disolución de la idea gloriosa de la civilización moderna y la pérdida de sentido de realidad social. La convivencia urbana como comunicación
Una noción de lo urbano alternativa se abre paso, sin embargo, desde las últimas décadas del siglo XX, que intenta resolver el dilema de la ciudad dicotómica o de la doble idea de ciudad en la cultura. Esa noción evita restringirse a un agregado de individuos, casas, zonas funcionales o a encerramientos comunitarios o subjetivos; por eso se centra en la comunicación. En efecto, varios autores van a formular una revisión de la concepción dualista y antagónica de la realidad urbana y la presentan como un problema de comunicación. Un pionero de esta visión es, a nuestra manera de ver, Max Weber cuando
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apreciaba el valor de la ciudad occidental medieval en aquella diversidad cosmopolita que lograba constituirse en autonomía y autoridad legítima, donde la institución más importante eran los tribunales. Más cerca en el tiempo, Melvin Webber, Francoise Choay, Henri Lefebvre y Richard Sennett desde perspectivas distintas llegan a definir lo urbano como comunicación de la diversidad. En Venezuela, Roberto Briceño-León, Maruja Acosta, Arturo Almandoz esbozan también esta salida. Y, a nuestro entender, el autor que más ha elaborado esta tesis es el psicólogo colectivo mexicano Pablo Fernández Christlieb, de quien somos tributarios en esta interpretación. La propuesta, en síntesis, es drástica: lo urbano se concibe primero que nada como un ámbito temporal-espacial más que espacialfísico, más dinámico que estructural, más intersubjetivo que individual. Por tanto, lo urbano se concibe como una entidad psíquica, un espíritu, una sociabilidad, una forma temporal, con lo cual puede postularse que el espíritu urbano es un momento donde las distintas ideas de ciudad se comunican, es decir, encuentran un sentido común. El espíritu urbano
Si lo urbano es un espíritu es porque con esa palabra queremos llamar al sentido que emerge en el encuentro de corrientes culturales diversas, de una realidad hecha de comunicación. En efecto es una realidad simbólica, construida de una relación esclarecedora entre pensamientos e imágenes. Cuando aparece crea luces, centro y politiza porque construye un puente en la diversidad, una comunidad en la diferencia. Puede haber conflicto o comunión, pero siempre hay relación. Pero lo urbano no es único ni permanente. Mientras los encuentros crean sentido, en otra parte del espíritu van acumulándose objetos que sólo repiten y por tanto la relación desaparece. Esta parte de la comunicación ocurre en la periferia de la cultura y se llama ideología, porque se vuelve rígida, fija, oscura y repite ideas y sentimientos. De manera que la comunicación se presenta como movible y dinámica porque abre o cierra relaciones, se crean significados o se oscurecen, mientras que hay otra parte del espíritu que distribuye el sentido
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al inscribirlo en los objetos, en las palabras, en los edificios y se vuelve estructura pesada y sedimentada pero con memoria. La politización ocurre cuando esa memoria durmiente en las palabras u objetos resucita con la ayuda de otra significación.
Las formas de convivencia en la historia venezolana
En la convivencia venezolana pueden distinguirse varias decantaciones y transiciones que la memoria colectiva nos permite ubicar y que proponemos revisar. Hemos distinguido seis ciudades o formas de convivencia, inspiradas en José Luis Romero: la hidalga, la criolla, la patricia, la burguesa, la masiva y la violenta. Proponemos una síntesis de la dinámica y estructura de la ciudad venezolana en estos seis momentos. La ciudad hidalga
Los conquistadores españoles fueron recibidos y luego resistidos por una población indígena que no había construido ciudades en el territorio que después sería Venezuela. Por tanto, la primera ciudad, que llamaremos hidalga, fue un acto legal de dominación establecido por los adelantados conquistadores en nombre de una civilidad inexistente. Su sentido era tomar posesión de los territorios tanto militar, jurídica como religiosamente, de acuerdo con prácticas de avance contra los moros utilizadas por el Imperio Español. Durante el siglo XVI se fundaron cientos de ciudades, en medio de la guerra de conquista, pero lo novedoso es que se sistematizó un modelo de ciudad. Las pautas de fundación y organización conocidas después como Leyes de Indias establecieron un orden reticular, ortogonal y jerarquizado, con espacios e instituciones definidos que erigirían sus cúpulas al cielo para gobernar la inmensidad de un territorio vivido como salvaje. Podían ser aquellas ciudades un grupo de chozas ubicadas en torno a una plaza de tierra, pero sus fórmulas de existencia, sus pautas de crecimiento, su deber ser como tierra santa y superior frente a un mundo en conquista estaban predefinidas e idealizadas. El purismo de sus formas legales y religiosas inventó una ciudad
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desde cuyas modestas cúpulas se dirigía el arrase conquistador, a la par de la evangelización asimiladora de los indígenas sobrevivientes. Así, los adelantados conquistadores pasaron a nivelarse hacia arriba como hidalgos, nuevos dueños y nobles de la civilización americana. Sin embargo, las fórmulas ideadas de la civis se alejaban tanto de la realidad de las colonias que frecuentemente se acataba pero no se cumplían los edictos imperiales, y así también ocurría con la pureza de los cuerpos y de las razas, que era mantenida parcialmente, mientras los conquistadores se mezclaban con mujeres indígenas y luego con mujeres negras sin que la hidalguía sufriera. La ciudad criolla
De la ciudad ideal hidalga transitamos hasta una convivencia civil más auténtica, que tiene lugar en el siglo XVIII, aunque restringida a un pequeño grupo de la población de blancos peninsulares y criollos. Es la ciudad criolla o mantuana cuya pretensión hidalga y nobiliaria disminuye para pasar a establecer su superioridad sobre la pureza de raza y la posesión de riqueza de las haciendas, comercios y propiedades. La ciudad exclusiva de propietarios criollos mantiene las cúpulas del rey y la Iglesia y al mismo tiempo desarrolla una vitalidad social de iniciativas cívicas y negocios que la hace propensa a la autonomía política. Su convivencia es pautada y cerrada, expresión de una idea escriturada de la convivencia citadina que se cree invulnerable a pesar de la tensión con una creciente mayoría de población de otras razas que trabajaba en haciendas y hatos en lo profundo de la provincia. La ciudad patricia
El movimiento de Independencia del siglo XIX lleva a la élite criolla más radical a emprender una guerra que terminará por romper las cúpulas de su propio orden cívico al movilizar a las poblaciones pardas del Llano y de las haciendas al campo de batalla, primero como ejército, luego como población liberada del orden criollo y dispuesta a batallar detrás del militar que más expresara su condición. Apareció así
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la primera versión de ciudad negativa o natural en la cultura venezolana, que llamaremos ciudad patricia. Es una ciudad marcada por el costo y el desorden de una guerra larga en tiempo, y extensa en territorio, que muchos historiadores han calificado de guerra civil, donde los ataques y saqueos cíclicos a las ciudades como forma de pago a la tropa y las masacres a sus residentes eran frecuentes. Al final de la guerra, la pérdida en vidas fue inmensa y la élite criolla ya no era la misma, por desaparición física o ausencia. Pero inclusive después de la Independencia y de la desaparición de la Gran Colombia, la dinámica desestructurante continuó con ciclos de flujos y reflujos de montoneras y nuevos caudillos que por vía de la fuerza ascendían a cuotas de poder. La dificultad de construir una convivencia incluyente de las mayorías pardas que al mismo tiempo garantizara los privilegios de los nuevos propietarios patricios era el signo de aquella tensión. Sin embargo, cada nuevo hombre fuerte culminaba erigiendo otras cúpulas en la convivencia agotada, como un intento de renovar el orden, para lo cual el militar recurrirá al letrado, quien escribirá una nueva constitución, un discurso, una justificación. Lo particular es que el divorcio de las nuevas formas con la realidad de la población había cambiado poco. La incomunicación en la cultura no era modificada: un deber ser purificante y justificador era proclamado por cada nuevo poder y paralelamente la realidad privatizada, ocultada y empobrecida de la población llamaba a nuevas irrupciones. La ciudad burguesa
El general Antonio Guzmán Blanco queda como vencedor en las largas guerras federales, de mediados del siglo XIX, sobre el centralismo conservador. Pero su principal obra será restaurar la relevancia de Caracas en el control nacional. El triunfador del igualitarismo más pugnaz, el representante de la inmensidad del Llano y montes de la provincia centra su obra en la instauración de un orden cívico cuyo centro es Caracas, convertida en un pequeño París. Las cúpulas del poder, entre ellas las de la Iglesia, ciertamente fueron cambiadas de dueño pero el Estado liberal instauró un nuevo culto. Erigió
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en cúpula a la academia de la historia, la plaza mayor pasó a ser la plaza Bolívar y varias edificaciones religiosas devinieron sede del poder civil y panteón del padre de la patria, todo en un estilo parisino. La forma escriturada cambia su aspecto, la Constitución y las leyes se renuevan, pero la ciudad ideal, esta vez francesa, cumple el mismo papel de modelo explicativo y normativo; mientras tanto, las “poblaciones volantes” del mundo profundo y natural se repliegan un tiempo para volver en cualquier momento a irrumpir con otro caudillo. Fue así como al final del siglo XIX otra montonera, esta vez compuesta de tachirenses, atraviesa todo el territorio desde el sur hasta Caracas. Los hombres de Los Andes se apropian de la ciudad burguesa como de una hacienda. Con eficiencia de patronos prósperos y militares probados, Cipriano Castro primero, y luego Juan Vicente Gómez, se convierten en jefes de Venezuela hasta 1935; viniendo de las montañas de la más apartada provincia, son ellos quienes consolidan el poder central de Caracas, reducen las últimas montoneras e institucionalizan el tejido mínimo para la unidad nacional. El dueño de todo, que fue el general Gómez, construye un orden elemental centrado en la fuerza militar y en la comunicación por carreteras. Erigió guarniciones y caminos, al tiempo que mantuvo un modelo de convivencia ideal que seguía declarando ciudadanos donde sólo había súbditos, un orden viejo con nuevas fórmulas, esta vez norteamericanas, con el fin de mantener el poder. Con el recién descubierto petróleo en los haberes de la pobre república, la consolidación de la ciudad burguesa no deja lugar a dudas. La ciudad positiva, del poder y el orden ideal, parecía consolidarse definitivamente frente a la inmensidad del mundo natural y sus fuerzas telúricas. Pero no pasó mucho tiempo de la victoria de los Santos Luzardos cuando un nuevo ciclo de tensiones se presentó, pero ya no en proveniencia del campo, sino dentro de la misma ciudad. Se trataba de las masas que ahora poblaban la ciudad, que habían dado razón al orden positivo y se mudaron a la ciudad para compartir el triunfo y vivir modernamente como se debía.
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La ciudad masificada
El anterior orden de la ciudad burguesa había establecido la superioridad del trabajo, de la educación y el confort material, en el mejor estilo norteamericano. Sin embargo, las mayorías permanecían pobres y analfabetas. En 1936, después de la muerte de Gómez, se inaugura la protesta masiva en la calle de la ciudad como forma de expresar el descontento y hasta la violencia contra el orden establecido, pero ya no a caballos ni en armas, sino en masas que toman la ciudad y mueven los significados del poder. Son las nuevas versiones de la ciudad negativa dentro de la ciudad. Con el partido Acción Democrática, estas masas progresivamente citadinas expresaron su reclamo de acceso a los derechos sociales, económicos y políticos. En 1945, por medios violentos, el partido de las masas accede al poder y la transición hacia la ciudad masificada estaba realizada. Muchos traspiés y dificultades se presentaron hasta lograr una ampliación de los derechos para las masas citadinas, pero progresivamente en los años cincuenta y sesenta se dan grandes avances en la salud y la educación. Las tensiones por un orden ideal pero accesible encuentran en esta convivencia masificada grandes oportunidades, por supuesto favorecidas por la renta petrolera y por una democracia representativa gobernada por civiles y no por militares. Sin embargo, los ritmos eran alucinantes. Caracas pasa de tener 325.000 habitantes en 1941 a 2.200.000 treinta años después. De 10% de población urbana a nivel nacional a comienzos del siglo XX se pasa a 50% a mediados del siglo y a casi 90% a finales del mismo. Las nuevas clases medias aparecían ansiosas de ascenso. Las rupturas con las tradiciones de la ciudad criolla y burguesa eran frontales, al punto que una nueva ciudad moderna huía de la cuadrícula tradicional e histórica del centro para instalarse en una periferia de urbanizaciones al estilo americano. Las cúpulas edificadas de la ciudad masificada eran escuelas, hospitales, ateneos y universidades, así como torres de oficinas financieras y empresariales del nuevo culto al Estado petrolero, muy a la vista de otras alturas ocupadas por los
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ranchos de los pobres recién llegados de la provincia y aspirantes a incorporarse a la masa beneficiada. El rancho de los nuevos barrios populares era el mismo tipo de vivienda que se construía en el conuco o en el campo, sólo que con materiales de desecho y dentro de la misma ciudad, preferiblemente en cerros que dominaban alturas desde donde se veía la otra ciudad. Las tensiones del orden y la masa se resolvieron con una fórmula populista, según la cual se establecía la nueva superioridad de la ideología, la clientela. Había pureza en ser parte del partido como clientela familiar y compartir su ideología, que se seguía con lealtad. Era una superioridad accesible a las masas, pero que al mismo tiempo mantenía el poder de las élites, esta vez agrupada en una partidocracia y negociadas sus diferencias en un pacto de élites. Sin embargo, la realidad eruptiva de la convivencia comenzó a asomar desde el principio de la ciudad masificada. Las montoneras pasaron a ser motines que se formaban cada vez que una protesta de calle se agudizaba o cuando factores políticos llevaron a cabo una estrategia insurreccional. Por otra parte, la masa que vivía en Caracas y otras ciudades centrales del país mostró desde el principio una negatividad o rebeldía hacia el orden masificado muy peculiar. Desde que hubo oportunidad de manifestar o votar, en cada manifestación o elección, como ocurrió en 1936, 1958, 1963, 1968 la ciudad de Caracas, y otras ciudades del centro, se manifiestan en contra del poder de Miraflores. Este enfrentamiento a lo interno de la ciudad entre las masas centrales y el poder nacional se hizo recíproco, pues con la democracia representativa de la ciudad masificada, y especialmente durante los gobiernos adecos, se llevó a cabo una política según la cual, como lo dice Marco Negrón, los problemas de Caracas se solucionaban fuera de ella, con inversiones en el campo o en otras nuevas ciudades en el sur, como Ciudad Guayana. Más allá de los conflictos y los congestionamientos de todo tipo, la bonanza petrolera que duró hasta comienzos de los años ochenta permitió dar la ilusión de un futuro integrado que resolvía el desencuentro histórico de la cultura.
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Pero los canales de integración de la masa al orden de convivencia modernizado se rigidizaron y parasitaron con el peso de clientelas y castas de privilegiados partidistas, lo cual se acompañó de la declinación del rendimiento de la renta petrolera causando un estallido de mayor nivel de la violencia. La ciudad violenta
En 1989, con la esperanza populista perdida de Carlos A. Pérez y las nuevas políticas de ajuste económico, las masas irrumpieron y la violencia se adueñó de la convivencia citadina en la calle. El sacudón del 27 de febrero de 1989 cumplió la amenaza de una población urbana excluida, mayoritariamente residiendo en los cerros altos de los alrededores del valle de Caracas, de bajar y tomar la ciudad a través del saqueo y el desorden, retando el poder de los palacios y las torres, sin dirección política, espontánea pero muy violentamente. El orden empleó la violencia y masacró a la masa. Las expectativas de una vida mejor se desvanecieron a pesar de la riqueza ostentosa del gobierno y de la élite. La expresión afectiva del descontento no pudo ser canalizada por clientelas rigidizadas del orden masivo. La política extrainstitucional de la calle provocó otro reacomodo del poder al lograr que se eligieran gobernadores y alcaldes directamente, intentando tardíamente abrirse al cambio. Sin embargo, unos años más tarde, en 1992, grupos de militares intentan tomar el poder en dos golpes de Estado con amplia violencia, muertes y ataques aéreos sobre Caracas y otras ciudades. Los golpes no triunfan, pero el presidente Carlos Andrés Pérez sale del poder sin terminar su período y la convivencia citadina entra en un período de mayor inestabilidad política y económica. La violencia delincuencial aumentó exponencialmente como una epidemia sobre los diferentes sectores de la ciudad en esa década que comienza con el Caracazo. Los homicidios se multiplicaron por cinco en diez años y convierten a Caracas en la primera capital del continente americano donde mueren más personas por violencia, sin duda expresión de la negatividad de una convivencia imposible que destruye el tejido social existente y crea otro fundado en la amenaza, la muerte
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inminente, el culto a la violencia y la desconfianza. Como correlato, más del 80% de los caraqueños declara desconfiar de los otros. La superioridad de la ciudad violenta es la presión extrainstitucional, la “parada”, la ley del más fuerte para imponerse o ser tomado en cuenta, las armas, el odio, el miedo. En un clima de amplia desconfianza y confrontación social, triunfa en las elecciones de 1998 el líder militar de uno de los golpes de Estado de 1992. Su triunfo es el comienzo de un período de mayores confrontaciones, esta vez políticas, que el nuevo presidente define como una nueva revolución que aspira a enfrentar el poder de las oligarquías. El gobierno bolivariano comenzó rechazando a Caracas y a las ciudades centrales y emitiendo un discurso favorable a Los Llanos y al desarrollo centrado en el Eje Orinoco-Apure. A los seis años de su gobierno (2004), el nuevo orden se construyó un nuevo deber ser (la Constitución de 1999), se elaboró un discurso antiglobalizador, se renovó el culto a Bolívar, declarando su pensamiento una doctrina constitucional y se planteó un modelo referencial, ya no español ni francés ni gringo sino esta vez cubano. Paralelamente al nuevo orden, la violencia política se adiciona a la violencia delincuencial con la imposición de una revolución de una parte de la sociedad a otra y la respuesta contrarrevolucionaria de la otra, la ruptura de las reglas de la alternabilidad presidencial, los asesinatos políticos, las invasiones de propiedades urbanas y rurales, la desobediencia militar, los intentos de golpe de Estado, el paro petrolero, la persecución política, las denuncias de fraude electoral. Todo ello ocurrió en una ebullición de la participación política de los diferentes sectores de la ciudad que provocó grandes manifestaciones de calle opuestas al poder de Miraflores y otras a favor. La convivencia se polarizó en expresiones políticas que se negaban una a otra, casi reflejando el paisaje de la segregación de la ciudad física o del desencuentro de la cultura. En el referendo revocatorio de 2004, si bien se ratifica el poder del presidente, de nuevo las masas de la ciudad capital votaron rebeldemente contra Miraflores y su propuesta de orden.
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Espacios comunicativos y posibilidades de lo urbano
Al igual que las ideas definitorias de ciudad, observamos que, en el recorrido por la estructura y dinámica de la ciudad venezolana descrita, se da un antagonismo estructural, un desencuentro permanente, un laberinto de soledad entre las cúpulas del orden ideal y la inmensidad de los afectos inexpresados que cíclicamente irrumpen al escenario, por lo cual surgen inquietantes preguntas: ¿se confirma la incomunicación citadina? ¿Cómo entender esa incomunicación de la convivencia citadina? ¿Cuáles alternativas existen? ¿La sociabilidad urbana es una alternativa? ¿En cuáles espacios de la convivencia se practica la democracia plural? ¿Cuáles prácticas sociales demuestran la pluralidad y la tolerancia? ¿Si los derechos vigentes son incluyentes y garantizan la paz, en cuál convivencia cotidiana se vive así? ¿Dónde está el centro de nuestra cultura, dónde la socialidad pública, dónde el nosotros, dónde los puentes de integración?
La interpretación de la convivencia venezolana
Proponemos responder estas preguntas con base en otro registro cultural venezolano: la interpretación surgida de importantes estudios de nuestra cultura. Con ella nos acercaremos definitivamente a las posibilidades de la sociabilidad urbana. La república sin republicanos en Simón Rodríguez
Una ciudad de ciudadanos en el marco de una república se debe regir por acuerdos entre los ciudadanos, o sus representantes, hechos Ley. La república requiere republicanos conscientes de que sus facultades dependen de las facultades de los otros, por lo cual todo avance es un concurso de facultades. En 1842, Simón Rodríguez escribió estas ideas para evidenciar que las repúblicas fueron establecidas, pero no han sido fundadas. Por ello la idea de república debía pasar de las manos y de las armas a la cabeza y al espíritu, pues pensaba
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que sin conocimientos de sus semejantes, los seres humanos somos populacho y no pueblo. Esa fue la tesis de Rodríguez cuando se planteó el problema de la convivencia ideal republicana. Ya en esas circunstancias propuso una alternativa al desencuentro cultural entre las repúblicas ideales y las sumisiones reales y lo planteó cuando dijo que “las luces se deben a la comunicación” y ellas llegan a través de una educación general practicada a todos los niveles cuya intención fundamental fuese encontrar las palabras del discurso republicano con su espíritu, de manera que las leyes, ideas y formas sean acordadas con sentimientos, realidades y convicciones. Por eso insistía en pintar las palabras, resucitar las ideas para prevenir su pérdida de sintonía con la gente y la incomunicación en la cultura ciudadana. La ciudad letrada en Ángel Rama
Más de un siglo después de Simón Rodríguez, Ángel Rama valida su tesis y define con mayor claridad la predominancia de una ciudad letrada de espaldas a una cultura sin voz donde la incomunicación se debe a lo que él llama “el absolutismo de la letra sobre la vida” en la cual se instaura un imperio de signos,una cúpula del discurso, un muro de frases que ideologiza el deber ser, lo que debe decirse y hacerse y se sobreimpone a la realidad de lo que se dice y se es. Por eso el autor plantea que se trata del sueño de un orden y no de un orden legítimo. La ciudad positiva del discurso contradice cíclicamente la vida de la gente, y viceversa. Por eso la convivencia se colorea de mediastintas, de ambigüedades, de disimulos, de mentiras, porque la vida sentida no debe decirse y cuando se hace ocurre la explosión desgarradora de sentimientos. El lugar propio de la cultura se niega y la comunicación no crea centro, no construye polis. La identidad altercentrada en Maritza Montero
Por su parte, para Maritza Montero la identidad venezolana es altercentrada, es decir centrada en una identidad externa y dominante vista como deseable, que a su vez opera
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como desvalorización de lo propio. Por tanto, lo que se valora no proviene del nosotros. El Yo social se construye sin el Otro presente y real; por eso, cuando éste aparece lo hace como eliminación de su negación. Un juego de opuestos antagónicos se recrean en esta identidad dependiente descrita por Montero. Por eso lo Uno de la ciudad positiva se define por encima y aparte de lo Otro que pasa en la vida y la realidad. La propuesta que hace la autora se encuentra en la posibilidad de construir “un ser en la relación”, para lo cual se requiere superar la “exclusión esencial” del Otro, y atender la construcción de un “Sí Mismo” con Otro, no reduciéndolo al narcisismo del Yo. Propone una morada en la que estemos en nosotros, una ecoalteridad. El ethos matrisocial en Samuel Hurtado Salazar
A diferencia de Montero, Samuel Hurtado Salazar plantea que la negatividad en la cultura venezolana no viene de una presencia de un centro externo y dominante. Encuentra que es autogenerada por una matriz cultural centrada en la socialidad familiar y particularmente en torno al sentido de la madre. Coincide en la incomunicación y la violencia cíclica de la convivencia pero su explicación se dirige más a la ausencia de un pacto de convivencia social. Esto es debido a que en el espacio más importante de la convivencia, que es el familiar, hay un ideal patrisocial que no se cumple y una realidad matrisocial sobreprotectora, donde el lazo afectivo predomina sobre la norma impersonal. Por eso la socialidad de un nosotros que incluya al extraño o a otro impersonal es insignificante y las diferencias o reclamos no pueden hacerse argumentadamente sino en forma de atropellos o chantajes. El ethos de esta cultura no es occidental por la insignificancia de la figura del padre en la familia. El homo convivialis en Alejandro Moreno
Moreno es otro investigador que encuentra que el sentido de vida social o cívico no es importante en la cultura venezolana, siendo el espacio afectivo-familiar de los míos, vividos
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como afectos maternos o desde la madre, lo más significativo y poderoso de la convivencia, al punto de que llama a esta socialidad Homo Convivialis, por su fuerte solidaridad afectiva con los otros-míos, pero al tiempo que resalta una marcada separación con el deber ser impersonal de la norma en el espacio público. A diferencia de Hurtado Salazar, cree que desde este sentido cultural popular puede construirse sociedad, sólo que distinta a la moderna. El laberinto en Briceño Guerrero
Los hallazgos de Montero, Hurtado Salazar y Moreno han sido apoyados por muy variados intérpretes de nuestra cultura. Tal es el caso de José Ignacio Cabrujas cuando definía a Venezuela como “una nación malcriada” o el mexicano Carlos Monsivais, quien hablaba de la “sensibilidad como identidad” en México. Estas contradicciones en la construcción de la convivencia adquieren particular desarrollo y profundidad en el planteamiento de J.M. Briceño Guerrero, quien postula la existencia de tres discursos culturales en América que se disputan irreconciliables nuestra convivencia. Ellos son el discurso mantuano, el moderno y el salvaje. La visión mantuana nos viene de la tradición española, que centra su valoración en la separación de lo bueno o trascendente –ligado a una divinidad de otro mundo– de lo real –sometido a leyes naturales de dominio señorial y patrimonial donde triunfan los más fuertes y de mejor casta. Por otra parte, la visión salvaje es la producida por la herida de la humillación y de la opresión vivida o heredada, que no se expresa en argumentos sino en resentimientos susceptibles de gran explosividad. Finalmente, el discurso moderno que refiere a la ciencia, el control racional y el cambio social planificado a través del Estado. Estas corrientes nos conforman sin que encuentren punto de conciliación o centro, pues están en constante pugna; de allí la imagen de un laberinto con centros de atracción en pugna. El moralismo en Luis Castro Leiva
El análisis de la historia de las ideas conduce, por su
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parte, a Castro Leiva a la conclusión de que “el moralismo nos ha llevado al fracaso republicano”, entendiendo por ello el énfasis en los preceptos previos a todo contexto. De esa manera la cultura se incomunica, al enfatizar una “obligación cognoscitiva” que le cierra el acceso a las intuiciones, a encarar los miedos propios. No hay evaluación ni política posible desde esa perspectiva, pues la deficiencia ética de no poder ser sí mismo impide la creación y construcción desde el contexto donde se podrían encontrar los discursos y la realidad. Lo que queda son ciclos de ruptura para destruir lo poco establecido. Este autor sugiere fundarse claramente en la afectividad para establecer una habitabilidad de la ciudad posible en nuestra cultura. Las dos Ciudad Guayanas en Luis D’Aubeterre
Ciudad Guayana es el esfuerzo más consistente de la modernidad venezolana por crear una ciudad “instrumento del desarrollo económico” basada en la gran industria, promovida por el Estado, en una zona del sur deshabitado y en confluencia de ríos y riquezas minerales. El trabajo de D’Aubeterre muestra cómo cuatro décadas después la ciudad se construyó negando su otro (San Félix) y perdiendo todo sentido de contexto, lo que le hace dar la espalda a la telúrica confluencia de los ríos Orinoco y Caroní. Ni siquiera el nombre decretado de Ciudad Guayana es respetado por sus habitantes, quienes prefieren seguir usando esa doble denominación que marca su escisión entre Puerto Ordaz y San Félix. La explicación es una cultura que se construye en un sí mismo sin Otro. Se niega lo diferente por inferior, insignificante o externo al mundo en construcción y por ese camino se pierde la relación social, se empobrece la identidad propia y se antagoniza al mundo hasta su inviabilidad. El disfrute de la afectividad familiar en Silverio González
Del análisis de valores y sentidos de vida entre los venezolanos se desprende que el espacio predominante donde se realiza el sentido de vida en la cultura venezolana es el del disfrute del afecto familiar. Lo más valorado son los hijos por
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los que se lucha o los afectos “míos” con los que se comparte plenamente. Un “estar juntos” en el cual el diferente, desconocido o no querido no tiene cabida. El sentido de logro o cumplimiento o estatus son importantes entre los hombres jóvenes y con profesiones, aunque más expresados como cumplimiento de un deber y menos como realización propia o creativa. Aquellos sentidos de vida que asumen la responsabilidad de lo que hacen con convicción y afecto aparecen muy minoritariamente. Los espacios de un nosotros colectivo en los cuales el Otro impersonal, o el sentido de la ley, están presentes son bastante reducidos. Posible síntesis del problema: opuestos que se niegan
La existencia de una palabra declarada de lo que somos y hacemos en distancia y sin conexión con lo que realmente somos y hacemos, de un Yo social sin Otro, de una identidad centrada hacia fuera y que desvaloriza la relación propia, de un ethos matrifamiliar afectivo que privatiza el mundo en contraste con un ideal patrisocial, de un laberinto inescapable en la cultura, de una predominancia de los preceptos para no afrontar la realidad y los miedos, de sentidos de vida populares que no incluyen al Otro impersonal o no querido, nos permite sustentar la tesis de una convivencia incapaz de sostenerse por la incomunicación que vive la cultura. Esa incomunicación parece tener una fuente en la cultura maniquea según la cual los opuestos, de una parte o de otra del conflicto, son eliminables, reducibles, subordinables, prescindibles. Es la idea de la superioridad del orden letrado que pretende suplantar toda afectividad y todo contexto particular con previsiones universales o modelísticas, o del resentimiento explosivo que en un momento supone arrasar toda edificación o institución existente, como condición mágica de vuelta al Edén. De manera que no sólo existen dicotomías y partes incomunicadas en la cultura, sino que se comportan como si pudieran eliminar una a la otra. El pensamiento que nutre ese antagonismo supone la posibilidad de “mejorar” reduciendo la cultura que es combatida y negada. De manera que las oposiciones se plantean como resolubles por vía del ascenso a un estado su-
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perior que se construye sobre las ruinas del orden previo. Así la negación del Otro, opuesto a mi visión, es consustancial a la incomunicación descrita. El nosotros que se puede avizorar es una construcción de mismidad, de lo mismo fortalecido, donde el Yo social niega la relación con las otredades, la diversidad y se erige con el poder absoluto sobre la realidad. La sacralización del final feliz
Sacralizar la posición de Uno frente al Otro significa sentirse envuelto de tal pureza que puede uno creerse portador de un “mundo mejor” donde no entren aquellos que se le oponen. Manuel García Pelayo alertó tempranamente contra esta tendencia de la cultura occidental, exacerbada en el contexto venezolano, que cree en el “progreso como seguro triunfador de la lucha contra las sombras”, con lo cual se tiende a perseguir “un reino feliz de los tiempos finales”. Sobre ese propósito, Fernando Mires nos recuerda que cuando nuestra posición se cree verdadera y excluye la contraria, se sataniza al adversario y se le convierte en enemigo. Eso ocurre cuando se le atribuyen a la realidad principios que la trascienden (naturales o históricos), los cuales presionarían para continuar hacia un estado más puro o perfecto, rompiendo la oposición actual. La cultura ha estimulado esta lógica confrontacional según la cual el progreso está hecho de superación de opuestos que representan obstáculos. Esa es una sacralización de la realidad humana con resabios de nostalgia por un paraíso perdido armonioso y fundado en la bondad, el bien y la belleza, como si fuese posible eliminar el egoísmo, el mal o la fealdad del mundo humano. Aquí estaríamos más de acuerdo con una definición relacional, dialógica y contradictoria de la naturaleza humana que incluya los opuestos, los distintos, los diversos en la definición y en la construcción de un espacio nosótrico. Es el gran problema de construcción de lo común, pero no sólo de míos sin aparentes conflictos y contradicciones, sino hecho de una hermandad en donde nuestra verdad relacional se base en el diálogo y en el conflicto de las verdades de unos y otros. De manera que las oposiciones pasan a ser
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consideradas como intrínsecas o complementarias en vez de ser tratadas en tanto extrínsecas o excluyentes. Por tanto el mundo social se fragmenta más cuando se hace una definición maniquea de la relación social y se considera uno u otro en tanto extraños o extrínsecos al centro social de la identidad. La alternativa puede provenir de una concepción que incluye a los opuestos. ¿Cómo construir una convivencia incluyente y sostenible?
Sabemos que la comunicación es la gran respuesta, y que la misma implica una realidad contradictoria donde los opuestos se complementan. Sabemos que la ciudad dicotómica, los ciclos extremos, la identidad altercentrada, el ethos matricentrado, el homo convivialis, el sentido de vida afectivo y el laberinto son explicaciones de la incomunicación predominante en la cultura. Sin embargo, esas fuerzas disolventes pueden ser una oportunidad para la sociabilidad incluyente. Uno lo puede ver y sentir en la calle. La convivencia venezolana, si bien muestra disolución y violencia, también presenta niveles de autoorganización llamativos que la hacen más propensa a la relación con otros que al individualismo; nos referimos a que es una sociedad donde la impunidad judicial es masiva, la autoridad ausente, las normas poco respetadas y sin embargo se puede todavía transitar, vivir y trabajar diariamente, tomando las precauciones correspondientes al contexto. Esa voluntad diaria de convivir que implica cierta amabilidad en la calle, la accesibilidad al intercambio de palabras y sentimientos, el compartir un momento de amistad con un desconocido que se hace instantáneamente familiar, hacen a esta sociabilidad potencialmente fructífera para una mayor elaboración y transición. Si aceptamos el sentido de la afectividad familiar como centro de identidad, nos preguntamos puede la cultura además de permitir un endogrupo con lazos afectivos, puede acordar normas para intercambiar, dialogar, decidir, cooperar o competir con el exogrupo. O si la afectividad de los míos puede abrirse a la afectividad del próximo, o del prójimo. En otras palabras, nos preguntamos si se puede construir una trascendencia de la inmanencia afectiva de la cultura. Una propuesta tentativa sería
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la de trabajar desde las comunidades de sentido del afecto familiar como fuentes de identidad para desarrollar una episteme de la relación. Partamos del reconocimiento de esa Otra convivencia matricentrada, démosle voz, pidámosle responsabilidad.
Las posibilidades urbanas
Hasta aquí habíamos llegado con los primeros autores que plantearon la ausencia y el rescate de este significado de lo urbano como relación comunicativa. Nos proponemos finalmente dilucidar aún más esa significación emergente de la convivencia citadina. Y lo primero a resaltar es que lo urbano se plantea como alternativa a los opuestos irreconciliables de la ciudad dicotómica y a los vaivenes cíclicos de nuestra historia cívica, por lo cual no es un orden superior, un modelo lógico, una estructura físico-espacial, una cúpula o un lugar fijo; tampoco una interioridad aislada, un sentimiento ahogado de heridas escondidas. Proponemos comprenderlo como lugar hecho de movimiento, de tiempo, en el cual se comunica a esos opuestos complementarios en un espacio progresivamente nosótrico. El reto que se le plantea a la convivencia es el de encontrar unos sujetos tejedores que hilen un tejido entre la alteridad demasiado externa y una afectividad demasiado encerrada. Se trata de que los fragmentos, los discursos, los modelos, las identidades, las ciudades distintas y en pugna se encuentren y se comuniquen. El lugar de ese encuentro es urbano, por su requerimiento de calidad de una atención que socializa, que crea lazos. Ese lugar puede estar en la mayor intimidad de la conciencia propia, donde se descubre la relación entre partes de nuestra vida que le dan sentido nuevo. O puede aparecer entre dos desconocidos que se atienden en un vagón del Metro. O también en la discusión entre participantes de un proyecto público. Por eso no es un lugar obligatorio de estar siempre en algún lado, pues su realidad es fundamentalmente opcional. ¿Cómo se constituye lo urbano como espíritu?
Lo urbano se constituye como centro, porque es allí don-
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de las corrientes contradictorias de la cultura se encuentran y crean sentido común o comunican sentido. Ese centro está hecho principalmente de atención, es decir de tiempo, de atmósfera. Su propósito fundamental es facilitar el reconocimiento de la diversidad involucrada en la relación; por eso su movimiento politiza, da sentido. Así, lo urbano es una sociabilidad, un tiempo de convivir. No se encuentra por encima ni por debajo de las acciones de los sujetos actuantes en un contexto. Hemos hablado de que es un espíritu en ese particular sentido de que está hecho de relación y no de objetos o espacios separados o jerarquizados. Como relación es también una escogencia de apertura de los sujetos actuantes, que son capaces de enfrentar el miedo a lo sensible, a lo distinto, a lo inseguro, y atender a lo que está más allá de lo mío. O también son capaces de aceptar, de dejar entrar, lo que viene de la relación y reconocerlo como existente, maravilloso o terrible. La fraternidad faltante
La Modernidad ha antagonizado los valores de la libertad y la igualdad, y ha olvidado la importancia de la fraternidad. El espíritu urbano es una alternativa a resignificar la urbanidad como otra definición de la fraternidad. No le falta razón a Charles Taylor cuando enfatiza esa ausencia en la cultura, ni a Jacques Levy, quien postula la consigna de “Liberté, Egalité et Urbanité”. La urbanidad es la práctica del espíritu urbano. Por tanto, no es un modelo ni una identidad predefinida por alguna tradición; es más bien un vacío donde se tercia y se relaciona. La disolución social que predomina en nuestras relaciones citadinas se ha incrementado, pero su fuerza destructora no proviene de factores externos al mundo social que vivimos; no posee determinaciones sobrehumanas; es creada y recreada en nuestros ámbitos de vida. La cultura que vehiculamos y que transmitimos puede ser interrogada, criticada, reconstruida, si reconocemos lo culpado, lo execrado en nuestras visiones de la convivencia y construimos relaciones concretas con esos opuestos malqueridos.
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La política del espíritu urbano
Pero no se puede construir poder desde el espíritu urbano, ya que el poder fija un sentido encontrado en la comunicación, en tanto lo urbano es un flujo de sentido en la comunicación entre partes diversas. El poder puede rápidamente convertir en ideología y fijar un orden permanente desconectado de la realidad, a menos que permita la aparición de otros sentidos de lo común que se encuentran en disputa y se asumen como parte de la polis. Lo que si puede hacer el espíritu urbano es política, pues lo urbano politiza en su dinamismo. Urbanizar es politizar una relación o hacerla parte de un centro de sentido. Pero cuando ese centro se fija y pierde sintonía con los sentimientos se convierte en poder, en cúpula, trata de imponerse al Otro y se hace rutina. De manera que la urbanidad, en tanto atención opcional de los sujetos, es una práctica que actúa como contrapoder, como tercero que media entre polarizaciones fijas, entre cerramientos profundos de la cultura y brinda encuentros como lugares de paso entre unos y otros. Esto no quiere decir que la urbanidad no se pueda institucionalizar o enseñar. Por el contrario, como lugar emergente y espontáneo no puede reglamentarse, pero puede propiciarse cuando se cultiva una mirada o perspectiva abierta a la relación. Eso quiere decir que se escoge exponer y exponerse a argumentos y sentimientos, al sentir y valorar la pluralidad y lo diverso como referencia propia, por lo tanto se practica la escucha y la sociabilidad sensible al Otro. El resultado puede ser el enriquecimiento social al permitir aclarar diferencias y coincidencias en un marco de afectividad fraterna de seres con conciencia de su diversidad. Así, la significación de lo urbano puede retomar su doble acepción de asentamiento aglomerado de personas y de convivencia atenta a los otros. Ambos significados están latentes en cada relación citadina y su más frecuente emergencia en nuestra cotidianidad podría fundar una más auténtica convivencia urbana o, también, una ciudad más urbana.
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Caracas: hablante de azules lomas y satíricas palomas Manuel Bermúdez (2004)
Caracas es, a un tiempo, la gran creación y la gran víctima del centralismo. Si bien ha recibido, en términos económicos, el mayor impulso sobre todo en dos grandes momentos (el período de Antonio Guzmán Blanco y el período de Isaías Medina Angarita-Marcos Pérez Jiménez), siempre ha sido una tarima desde la cual se habla al país, pero nadie se ocupa de mirarlq a ella. Tulio Hernández. Papel Literario, El Nacional, Caracas 18/09/04
Cuando estaba releyendo y reescribiendo la versión original de este trabajo veía, con intermitencias, el serial novelesco televisivo Le Meglior Gioventu del regista italiano Marco Tulio Giordana. La obra se refiere a la dramática y cambiante vida de dos hermanos y su familia, en las complicadas décadas de los años sesenta, setenta y ochenta de la historia de Italia. Por lo que vi me atrevo a decir que la misma es algo así como un silogismo con las siguientes premisas: 1. La mejor juventud es…, 2. la de la vieja inteligencia…, 3. que como la mejor fotografía debe mirar el alma que está dentro de lo que se mira. Después que nos casamos en Trujillo, Tarcila y yo nos fuimos en alas de avión a Santafé de Bogotá. En una tarde
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cachaca, caminando por la Avenida Jiménez de Quesada, ella me preguntó: “¿Cómo es Caracas?” Y yo le respondí: “Una muchacha pavita de 17 años, frente a esta bella de 40, que es Bogotá”. I
En transmisión radiofónica de un partido de béisbol profesional, Pancho Pepe Croquer, el mejor perifoneador de los años cuarenta, le preguntó a un fanático asomado y parejero, que penetró en la caiba radial, que cuál era su mensaje para los oyentes. Y el muchacho, paladinamente, le respondió: “Aquí en Caracas, la cátedra del buen vestir”. ¿Qué tiene que ver la ropa con el habla?, se preguntaba uno en aquel entonces. Y en verdad aquello parecía un sinsentido quijotesco. Pero con los avances que ha tenido la lingüística, con las teorías de Ferdinand de Saussure, Roman Jakobson y Roland Barthes, se puede decir que no sólo “por la maleta se saca el pasajero”, sino también por la ropa se saca el hablante. Porque el modo de vestir es un lenguaje y un habla (Barthes). Y el uso que hace cada quien con los trajes y vestidos es semejante al uso que hace el hablante en la selección y combinación de las palabras. La única diferencia es de naturaleza perceptiva: uno se viste para que lo vean y habla para que lo oigan. Viéndolo desde otra perspectiva, Caracas tiene una flor geológica que es el Ávila. Y una “guirnalda de cerros a su alrededor”, como dice la canción que le compuso Billo Frómeta. Como las hadas-madrinas de Walt Disney, tuvo su padrino Oil Company que le mandó a diseñar trajes arquitectónicos para que se vistiera de modernidad neoclásica en los Museos de Bellas Artes y de Ciencias Naturales, que junto al Parque Los Caobos, con estilo semicolonial en la reurbanización de El Silencio y chic Le Corbusier en la Ciudad Universitaria. Carlos Raúl Villanueva, caraqueño y universal, quiso que Caracas fuera “la cátedra del buen vestir”. Cuando uno ve la foto del general Isaías Medina Angarita, presidente de la República, con un pico en las manos, inaugurando los trabajos de demolición de la antigua barriada de El Silencio; y al lado, otra foto
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con la fachada del Bloque I y de la futura Plaza Urdaneta, el libro de Aquiles Nazoa, Caracas física y espiritual, se convence con lo que dice Aquiles: Carlos Villanueva logró conciliar corrientes de tan diversa orientación como el criollismo colonial hispanoamericano, el funcionalismo espacial de Le Corbusier y las teorías de la ciudad-jardín ensayadas por Ebenazar Howard en Inglaterra. Dar a Caracas una arquitectura en la que el hombre venezolano se sintiese vinculado a su tradición hispánica, satisfaciendo al mismo tiempo las urgencias de la vida contemporánea, y disfrutando de un grato contacto con el paisaje a través de los árboles, del agua y de las flores, fue un propósito espléndidamente cumplido por la reurbanización de El Silencio.
Al discurso urbanístico de Nazoa se me antoja mencionar una lectura inédita de Douglas Vidal, urbanista egresado de la Universidad Simón Bolívar y descendiente del general antigomecista Zoilo Vidal, el Caribe, encaramado en la Torre Este del Parque Central, edificada por el gobierno del doctor Rafael Caldera y “sol cuello quemado” hoy por desidia del CSB, según caricatura de Rayma. Desde allí Douglas veía el complejo arquitectónico Teresa Carreño, obra magistral del arquitecto Tomás Lugo, construida durante el gobierno del doctor Luis Herrera Campíns, como una gran nave espacial de otro planeta, aterrizando junto a los museos, al bosque de Los Caobos, el Jardín Botánico y la Ciudad Universitaria, lo cual le da a ese privilegiado lugar caraqueño una proyección metafórica digna de H.G Wells, aunque tenga allí cerquita al ranchódromo de La Charneca.
II
Yo vengo a hablar aquí del habla de Caracas. Y ustedes se preguntarán: ¿Caracas es un hablante? Yo, sencillamente, me limito a responder: si existe una zoosemiótica, como la que propone Thomas Sebeck, ¿por qué no se puede hablar de una posible semiótica de la polis, o semiótica de la ciudad? Con
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una fonética natural y balbuciente, y una fonología tecnológica y estridente, las ciudades hablan. Además, tienen una semántica y una lógica con sus significantes y significados, los cuales, sintácticamente, generan un discurso, cuyo enunciado es pragmáticamente decodificado por sus habitantes, propios y extraños. Veamos. Lisandro Alvarado en su Glosario de Voces Indígenas de Venezuela, registra la palabra “Caracas” y dice: “Esta nación de indios Caracas tomó este nombre porque en su tierra hay muchos bledos que en su lengua llaman caracas” (Descripción de la ciudad de Santiago de León y sus términos, por orden de don J. de Pimentel). Con el solo nombre de la ciudad se genera un discurso histórico, donde la tierra y la palabra indígena forman el núcleo semiológico del asunto. Y a través de ellos nos enteramos de que el espacio geográfico habla y se prolonga en el tiempo, porque como afirma Tarcila Briceño en su ensayo titulado “Terruños, ciudades y lugares”, publicado en la revista Tierra Firme: “el patrón de comportamiento que inicialmente se correspondía con un espacio geográfico concreto, luego se independiza de éste, tiene vida propia, y pasa a formar parte de un modo de ser”. Caracas tiene una geografía, un comportamiento y un modo de ser. El arqueólogo Mario Sanoja dice que el espacio que ocupa Caracas en su centro histórico era “un relieve caracterizado por una fuerte pendiente” que va del cerro Guaraira-Repano al río Guaire. Por eso los conquistadores escogieron el lugar, ya que de arriba abajo tenía abundante agua que descendía de riachuelos y quebradas: el Anauco, Caroata y Catuche. Las aguas cristalinas han desaparecido, pero quedan sus nombres prístinos. En cambio, el nombre indígena del cerro es de antaño y el del Ávila es de ogaño. En este tramo se cumple lo que Lêvi-Strauss denomina “el paso de la Natura a la Cultura”.
III
A mí me llama la atención cómo en francés la palabra se une a la tierra. Ellos llaman pomme de terre a la papa. Eso es una verdadera metáfora, porque la papa es una manzana de tierra. Algo parecido ocurre con el ferrocarril, que se llama che-
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min de ferre, que equivale a un camino de hierro. Que yo sepa, el primer caraqueño que le pone fonometáforas a los referentes geográficos de la ciudad es el poeta Juan Antonio Pérez Bonalde, cuando en su “Vuelta a la patria” dice armónicamente: Caracas, allí está, sus techos rojos, su blanca torre y sus azules lomas y sus bandadas de tímidas palomas hacen nublar de lágrimas mis ojos
Y para que no haya dudas de que Caracas es un hablante, la personifica, junto con el cerro el Ávila, por medio de una doble metaforización: Caracas allí está, vedla tendida a las faldas del Ávila empinado. Odalisca rendida a los pies del Sultán enamorado
Y uno, como amigo de arriar las palabras más allá de lo que significan, se hace el heurístico y le inventa a las azules lomas la equivalencia del eminente hablante o hablantes celestiales. Tal sería el caso del poeta Andrés Bello y del Libertador Simón Bolívar, que decían cosas de tanta altura como: “Naturaleza de una sola madre y una sola patria”, cuyo cuerpo geográfico se extiende desde el llano / que tiene por lindero el horizonte, / hasta el erguido monte / de inaccesible nieve siempre cano. Así veía Andrés Bello a su país, como hombre que fue de arranciar estancias por otros lugares, lejos de la patria. Bolívar, que también vivió enrancias y exilios, escribió una carta a su tío Esteban Palacio, a la cual llamaron después “Elegía del Cusco”, donde le dice: “Todo lo que tengo de humano se removió ayer en mí: llamo humano lo que está más en la naturaleza, lo que está más cerca de las primeras impresiones. Y usted, mi querido tío, me ha dado la más pura satisfacción con haberse vuelto a sus hogares, a su familia, a su sobrino y a su patria”. Sin nombrarlo, Bolívar exprime el néctar que Rousseau le ha sembrado en su mente. El hombre es bueno por naturaleza. Luego continúa: “Mi querido tío, usted habrá
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sentido el sueño de Epiménides: Ud. ha vuelto de entre los muertos a ver los estragos del tiempo inexorable, de la guerra cruel, de los hombres feroces. Ud. se encontrará en Caracas como un duende que viene de otra vida y observará que nada es lo que fue”. Algo de Hobbes en El Leviatán y de Dante en la Divina Comedia. Y el monte azul de su elocuencia lo vierte sobre su Caracas natal: “¿Dónde está Caracas? Se preguntará Ud. Caracas no existe; pero sus cenizas, sus monumentos, la tierra que la tuvo han quedado resplandecientes de libertad y están cubiertos de la gloria del martirio”. Digo yo que estos textos fueron escritos por Bello y por Bolívar; pero quien habla ahí es Caracas, la cátedra del buen decir.
IV
El Ávila, que para Pérez Bonalde fue un monte azul y Sultán enamorado, para Manuel Díaz Rodríguez es un pintor impresionista, distinto al de Manuel Cabré. Porque, además, es cinético y cambiante, como el arte de Jesús Soto. Dice Díaz Rodríguez: “No quiero perder ni un solo aspecto de la belleza del Ávila. Hoy está vestido con luz lila. Ya es lila sola. Ya el Ávila entero es como una enorme amatista”. Y Nicanor Bolet Peraza, tal vez obsesionado por la magia que irradia el Monte, lo insta a que hable: “Acaso ahora me revelarás el secreto que nunca quisiste confiarme, de cómo cambia el color de tu follaje a cada hora que se te contempla y admira”. En su obra Bajo el signo del Ávila, don Santiago Key Ayala habla en extenso sobre éstos y otros escritores. Y va desmadejando hablas y hablantes, que giran en torno al discurso de la ciudad. Lorenzo Batallán, que español como lo era Cabré, me preguntó una vez: “Manuel, ¿qué tendrá ese cerro el Ávila que lo pintan tanto y siempre del mismo color ladrillo, cuando todos los días es verde?” Y yo no encontré en el momento alguna explicación válida. Pero me llamó la atención lo del ladrillo y el verde de Lorenzo. Y preguntandito, don Augusto Germán Orihuela me dio una razón: “Lo que pasaba, Manuel, es que para la época de Cabré, Caracas no tenía un cuerpo de bomberos como ahora, Y el Ávila ardía en llama viva en los días estivales”. Al
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no más mencionar Augusto la llama viva, me acordé de los místicos españoles y del “faro ignipotente” de Lazo Martí, que era neoclásico y nativista en el habla y la escritura. Creo que se repite el paso de la Natura a la Cultura. Las últimas azules lomas del firmamento caraqueño han sido y serán don Rómulo Gallegos, Teresa de la Parra, Arturo Uslar Pietri y Aquiles Nazoa. Ellos vieron la decadencia y caída de la cultura del café y el cacao. Y el advenimiento de la cultura petrolera.
V
Venezuela es la primera en petróleo producción, al que llaman Oro Negro y le dicen Gran Señor.
Eso lo decía Lorenzo Herrera, el cantante criollo por excelencia de la radio venezolana, en sus primero tiempos. El poeta Aquiles Nazoa satirizaba la voz de Herrera en su parodia al Hamlet, cuando éste le decía a Ofelia: —Ese que veis allí, tan complacido a mi padre mató por el oído
Y Ofelia, sorprendida, le pregunta: —¿Y cómo? ¿Acaso lo obligó que oyera alguna cosa de Lorenzo Herrera?
Si la voz de Herrera no era tan recomendable, los consejos que daba en sus típicas canciones sí; porque se parecían mucho a la tesis de “sembrar el petróleo”, que proponían en aquellos años Alberto Adriani y Arturo Uslar Pietri: —Oye, hermano, campesino, no te dejes engañar. Anda al campo, siembra papas, tapiramas y frijol.
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Caracas, entonces, no se había despertado de la pesadilla dictactorial de los gobiernos de Cipriano Castro y Juan Vicente Gómez (1899-1935). Cuando estos generales entraron triunfantes a Caracas, la ciudad conservaba los aires parisinos con que la maquilló Guzmán Blanco. Y como los chácharos capacheros no tenían cuartel, se alojaron en la Plaza Bolívar. Allí dormían, comían, excretaban y fornicaban con sus troperas. Y los señoritos, los patiquines y las señoras camanduleras veían con arrechera el espíritu de la horda invasora y dueña del poder. Poco se ha estudiado ese contacto de hablas, desde el punto de visto diatópico, diafásico y diastrático. Mariano Picón Salas en Los días de Cipriano Castro, da una semblanza cinematográfica del momento en flashes que vale la pena transcribir por lo que tienen de paradigmáticos y diacrónicos: Así, con las misma mezcla de recelo y escepticismo con que aguardó en 1863 a los corianos de Falcón, en 1868 a los orientales de Monagas y en 1892 a los llaneros de Crespo, Caracas aguarda en este mes de octubre de 1899 a los andinos de Castro. Corianos, orientales, llaneros y andinos, parecían patronímicos de invasores distantes, así como al final del mundo antiguo se hablaba de godos y de visigodos, de suevos y burgundios. En la vastedad de un país tan mal comunicado que en ese momento apenas sobrepasa a los dos millones de habitantes, cada región con sus peculiaridades climáticas, raciales y alimenticias parece engendrar sus propios tipos étnicos. El coriano es comedor de chivo salado, orejón y frecuentemente braquicéfalo. El andino duplicas eses, chasquea y aspira con sonido de látigo las consonantes, y tiene habitualmente el cráneo achatado. Cuando quiera distinguir inmediatamente un oriental de un andino póngales por delante un pavo y conmínelos a que lo nombren. El que diga ‘pissco’ con dos eses muy subrayadas habrá nacido, indudablemente, cerca del Páramos de La Negra.
Como era lógico, ese choque de costumbres y hábitos de vida produce víctimas. Castro, dragoneando de juez y parte, dice: “No cobro andinos, ni pago caraqueños”. Y Gómez, aplicando su Cesarismo democrático, proclama como lema de gobiernos: Paz, Unión y Trabajo. La inteligencia sarcástica cara-
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queña completó el texto diciendo: Paz en el cementerio, Unión en la cárcel y Trabajo en las carreteras. Durante este período de ofensas y humillación del Castro-gomecismo, Caracas vivió amnésica y afásica. Sin techos rojos, sin blanca torre y sin azules lomas. Rómulo Gallegos, sin darse cuenta, la mitificó con el nombre de Marisela en Doña Bárbara. Marisela es Caracas sin la flor geológica del Ávila en sus greñas. Los dictadores militares andinos, arquetipos jungianos de Doña Bárbara, no quisieron a Caracas como la quiso Guzmán Blanco, quien para darle aire de Capital de la República, le construyó un Capitolio Federal, sede del Poder Legislativo todavía. Castro, Gómez o Pérez Jiménez tuvieron tiempo y dinero suficientes para construirle un verdadero Palacio Presidencial para el Poder Ejecutivo y, por lo menos, una justa y clásica fachada para la Suprema Corte de Justicia. Pero qué va. De allí que hasta “la blanca torre” de nuestra humilde iglesia principal sea tan modesta como la Catedral Primada de América, en Santo Domingo que, según don Pedro Henríquez Ureña, no tiene torre. Desde esta perspectiva icónica, o mejor dicho, arquitectónica, Caracas no es “la cátedra del buen vestir”.
VI
El gobierno dictatorial de Marcos Pérez Jiménez, en un despliegue y alarde del concreto armado, derribó el bello y viejo edificio del Hotel Majestic para construir las dos torres del Centro Simón Bolívar. El humor contestario caraqueño, paloma satírica del habla de la ciudad, bautizó los edificios con el nombre de Los Cónfiros. Porque la gente que los miraba, cinematográficamente, en till-up y contrapicado, exclamaba: ¡Coooññño! El vuelo satírico y poético de Aquiles Nazoa, caraqueño del barrrio El Guarataro y Ruiseñor de Catuche, escribió un juguete lírico-burlón, digno de la Antología Histórica de la ciudad:
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Buen día, señor Ávila.
y en vez de Siro es Mardem
Buen día, señor Ávila
¿Leyó la prensa ya?
quien manda en el Irán!
¿Leyó la prensa ya?
¡Perdón, no se moleste!,
Cambiemos, pues, el tropo
¿Se enteró de que pronto
siga usted viendo el mar,
Por algo más actual;
con un tren de jugar
es decir, continúe
Digamos, por ejemplo,
su solapa de flores
leyendo usted en paz
que usted, pese a su edad
le condecorarán?
en vez de los periódicos
y pese a que en un ojo
¡Oh, no! No, no. No llore
el libro de Simbad.
tiene una nube (o más)
¿por qué tomarlo a mal?
¿Se extraña de la imagen?
es un lector celeste
Será, se lo aseguro
Es muy profesional.
y espléndido ante el cual
un tren de Navidad
¿O es que es obligatorio
como un gran libro abierto
Con el que usted, si quiere
llamarlo usted Sultán
se tiende la ciudad.
podrá también jugar.
y siempre de Odalisca
¿Se fija usted? La imagen
Serán, sencillamente,
tratar a la ciudad?
no está del todo mal…
seis cuentas de collar
¡Por Dios, señor, ya Persia
¿Qué le ha gustado? ¡Gracias!
trepándose en su barba
no lee a Omar Kayyam,
Volvamos a empezar.
de viejo capitán.
En cierto modo, maestro, de Aquiles fueron Francisco Pimentel y Leoncio Martínez, más conocidos por los caraqueños de la época como Job Pim y Leo, humoristas y poetas que siempre tenían una habitación reservada en la cárcel de La Rotunda. La poesía del Jobo era domésticamente caraqueña. Y por eso se pierde con el paso del tiempo. Especialmente sus Pitorreros. Sin embargo, desde el punto de vista léxico dejó una Enciclopedia Espasa, que recoge gran parte del sociolecto de entonces. El viejo LEO, a quien los estudiantes franquistas de la Universidad le dieron una golpiza, porque los caricaturizó nadando como patos en una laguna en su semanario Fantoches, jugaba satíricamente con la imagen y la palabra. Y tuvo el don de poner la letra a muchas canciones que todavía suenan con ritmo y gracia: Todo el que va a Nueva York se vuelve tan embustero, que si allá lavaba platos aquí dice que es platero.
Pero quien musicalmente impregna a Caracas con su ritmo musical es Billo Frómeta. Caracas Vieja es una canción ele-
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gíaca. “Y es que yo quiero tanto a mi Caracas”, un himno completito para la ciudad. El lenguaje de Billo, además de musical y verbal, es cinético como los Móviles de Soto. El poeta Francisco Salazar Martínez dijo una vez que la Billo’s Caracas Boys enseñó a caminar a los caraqueños. Y especialmente a las caraqueñas, cuando bajan del cerro o se desplazan por el amplio río de la ciudad. Las parejas de baile de La Pastora, San José o de Catia tienen un eléctrico tumbao que no es el uno, dos y tres cubano del paso más chévere, ni el apambichao dominicano que bailaba el dictador Rafael Leonidas Trujillo; sino una mezcla de ambos con su toquecito barloventeño que se baila en un ladrillo cuando llega la hora del rucaneo. Para la gente de Caracas, Billo compuso sus famosos Mosaicos, que comenzaban con “la palidez de una magnolia invade”, vocalizando Pirelita, y terminaban con el inconfundible Cheo García diciendo: “Compay, póngase duro que ahora sí que vamo a gozá”. Caracas, por muchos años, habló y bailó con letra y música de Billo. Esto se puede comprobar viendo el documental televisivo A bailar con Billo’s, que se presentó en el Aula Magna de la Universidad Central de Venezuela. Otro poemita kinésico-musical es el de Ilan Chéster, dedicado al cerro el Ávila.
VII
Cuando muere Gómez, que era el gran silenciador, chiiiiito…, la radio se convierte en la lengua de la ciudad. El pueblo llama Radio Bembita a lo que la gente dice sotto voce. Y la noticia de la muerte del dictador, que trataban de ocultarla, se divulga con la expresión “córrela que Maracay está solo”, pues Maracay era el Fuerte Tiuna de la época. La primera estación de radio se llamaba Broadcasting Caracas, injerto de inglésespañol, que tuvo que cambiar de nombre cuando un grupo de antigomecistas trató de incendiarla. Desde entonces se llama Radio Caracas. Uno de sus más importantes programas fue el Diario Hablado, que transmitía noticias nacionales e internacionales. Y el locutor más famoso del momento era Francisco Fossa Andersen, quien hablaba con un timbre de voz parecido al de los locutores de programas en español de la BBC de Lon-
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dres. Cuando empezó la Segunda Guerra Mundial, el gran diario hablado fue Panorama Universal, a través de Radiodifusora Venezuela. Sin proponérselo, la radio fue enseñando un español estándar, bien pronunciado y con buena entonación. De allí que el habla caraqueña fuera atildada dentro de lo que se llamaba gente bien educada. Pero la gente pobre, que vivía en las casas de la vecindad, dentro de su competencia lingüística, tenía la fonética de sus ancestros negros. No pronunciaba bien la (d) intervocálica: parao, comío, dormío; confundía las (r) y las (l): cálcel, arbóndiga; aspiraba las (s) y las (h): “No quiero maj, polque toy jarto”. Y por esa vía se fue creando un subsistema (E. Colmenares del Valle) en el habla, que se difundió mucho por la radio, en programas de tipo costumbrista como Frijolito y Robustiana de Carlos Fernández y María Teresa Guinand; o el de la Familia Buchipluma, que mezclaba estilos individuales de habla (idiolectos) con estilos colectivos (sociolectos), a través de personajes con nombre rebuscados como el de Casagüito Esmadurriaga. Y los libretistas no lo hacían con malas intenciones, sino que la jerga lingüística era así.
VIII
El estudio de esos subsistemas del habla ha sido tema de interés y análisis en las grandes ciudades. George Bernard Shaw en su obra Pigmalion, a través de los personajes principales, recrea y analiza las formas dialectales y giros léxicos del inglés que se hablaba en Londres en aquella época, desde el punto de vista fonético y semántico. Y también del modo de vestir William Labor, en sus Modelos Sociolinguísticos, analiza el inglés sectorial de Nueva York, fonética, diafásica y diastráticamente, siguiendo el habla de clientes y empleados de tres grandes tiendas comerciales: SACKS en Quinta Avenida; Macy´s en Herald Square, Sexta Avenida; S. Klein en Union Square (calle 14), las cuales corresponden, económica y socialmente, a las escalas alta, media y baja del estatus. Esas escalas, en jerga caraqueña, corresponderían respectivamente a los cartelúos, los pioresnada y los tierrúos. Y en el vestir, serían: los del Sambil, los Graffiti y los Pepeganga. Don Rufi-
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no José Cuervo, en su época, hizo unas Apuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano, que son de gran utilidad para el estudio del español que se habla en Colombia. Del español que se habla en Buenos Aires hay infinidad de trabajos, que van de Jorge Luis Borges a Amado Alonso; y de los temas gauchescos hasta el lunfardo, así como el sentir del compadrito, del tango y la milonga. Pecaríamos de injustos si en este trabajo olvidáramos La ciudad de los techos rojos de Enrique Bernardo Núñez, quien junto con Aquiles Nazoa integra el paradigma metafórico de Pérez Bonalde, y lo convierten en una verdadera isotopía. E.B.N, como acostumbraba firmar sus trabajos, sin dejar de ser un valenciano raigal, hizo de Caracas su ajedrez histórico principal. Las manzanas, calles y esquinas de la ciudad las convirtió en escaques; los gobernantes y gobernados, en piezas simbólicas; y el movimiento de éstas, en acciones narrativas e históricas. El tono evocativo y nostálgico de la escritura de Enrique Bernardo Nuñez en esta Ciudad de los techos rojos tiene un curioso parecido con el de Jorge Luis Borges en Fervor de Buenos Aires. Parece que ambos fueran inventores de ciudades utópicas. Muchos caraqueños y venezolanos de otras ciudades del país, aficionados a la lexicología, han escrito diccionarios de venezolanismos. Pero en los mismos se les escapa el alma que se esconde dentro de las palabras. El profesor Ángel Rosemblat llegó a Caracas en 1946, invitado por don Mariano Picón Salas, para que trabajara en la UCV y en el Instituto Pedagógico Nacional. Y oyendo hablar a los caraqueños se dio cuenta de que los venezolanos hablan con buenas y malas intenciones. De ese bullicio de hablas salieron sus Buenas y malas palabras, obra que, filológicamente, da una visión antropológica de venezolanos que para realizarse en la vida tienen que vivir en Caracas. La expresión “jodido pero en Caracas” es una paradoja que resume el idealismo mágico de quienes siembran esperanzas en medio del fracaso. El secreto lingüístico de Rosemblat consiste en analizar en el habla lo que hay de antiguo y moderno, de culto y popular, de serio y cómico, de mentira y verdad. Y sobre todo, corregir lo soez y chabacano. En su formación humanística, Rosemblat tuvo como maestro a Amador Alonso y Pedro Henríquez Ureña en Buenos Aires; a don Ra-
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món Menéndez Pidal en Madrid. Y su filosofía del lenguaje sigue las orientaciones de Ferdinand de Saussure, Guillermo de Humboldt y Andrés Bello. Por eso en su obra exalta el lenguaje de las “azules lomas” con la misma agudeza con que analiza el de las “satíricas palomas”. Veamos: Caracas tenía tradicionalmente un habla vulgar, con muchas lavativas, varillas, berenjenas y otras legumbres, que hicieron afirmar a Arturo Uslar Pietri, cuando regresó del exilio, que el venezolano tenía la lengua sucia. Pero en 1940 Caracas no tenía un argot del hampa como tienen, desde hace generaciones, las grandes capitales: Buenos Aires, el lunfardo; Santiago de Chile, la coa; Lima, la replana; la Habana, la briba; México, la singonza o el caló; Río de Janeiro, la giria. Claro que no faltaban hampones y gente de mal vivir, pero no había una verdadera república del hampa. La vieja tradición de la germanía española se había roto en Venezuela.
Ahora la república del hampa va por la V República. Y las cárceles se han convertido en cacomaternidades de palabras. El doctor Francisco Canestri publicó en 1965 una Jerga hamponil con un vocabulario de cerca de mil palabras. El profesor Esteban Mendiola publicó El Carreño de los panas, donde analiza el habla estudiantil y orienta a padres y educadores sobre la coprolalia de las nuevas generaciones. Y cuando Juan Sebastián Aldana publica en 1972 su Retén de Catia, el universo semántico de la vida carcelaria conmociona a la cultura venezolana con el drama y el lenguaje de los presos. Sobre el habla de Caracas habría que decir algo parecido a lo que dice don Miguel de Montagne, en uno de sus Ensayos, cuando se refiere al hombre: “Preciso es reconocer que el hombre es cosa pasmosamente vana, ondulante y vacía, y que es bien difícil fundamentar sobre él juicio constante y uniforme”. IX
Cuando el habla caraqueña se me empicha, cambio de dial como en la radio. La crónica social de los periódicos, si
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está en manos de gente que corta como tijera de sastre, uno puede leerla para saber algo de la “cátedra del buen vestir”. Yo la vengo leyendo desde que apareció El Nacional en 1943. Uno de los primeros redactores, Oscar Escalona Oliver, tenía pinta de actor mexicano de la época de Ramón Pereda, con mostachoen vez de bigote. Pero fileteaba e hilvanaba la crónica con un lenguaje de buena costurera, cuando describía los trajes de las novias y el atuendo de los invitados. Pedro José Díaz, hermano de dos buenos escritores guayaneses, impuso un estilo tan personal en su leída columna “La ciudad se divierte”, que la gente high de Caracas lo llamaba familiarmente Pedrojota. Después vino Roland Carreño, quien como su tocayo Roland Barthes, es un semiólogo de la moda y el buen decir. Dos muestras de su buena escritura son: a) La fiesta kitsch que hizo doña Cecilia Matos cuando la nombraron presidenta de una Sociedad Protectora de los Indios o algo así, durante la segunda presidencia de Carlos Andrés Pérez; b) y la otra, imaginaria, porque no lo invitaron, con motivo de la boda de la hija del actual presidente de la República. No puedo evitar el link comparativo. Aníbal Nazoa, caraqueño, su alter ego y Matías Carrasco, guayanés, parodiaban a Pedrojota con su columna “La ciudad se pervierte” en los semanarios El Morrocoy Azul y Tocador de Señoras, sarcásticas palomas del habla escrita de Caracas. Este link se prolonga en secuencia encadenada, porque hay dos obras que, diacrónicamente, forman dos murales del habla y la escritura de la ciudad. Me refiero a Escrito de Memoria, 1961, del doctor Laureano Vallenilla Lanz, hijo, y Del Trocadero al Pasapoga, 1993, del periodista Oscar Yanes. El doctor Laureano es un escritor de muchos registro de habla, tanto diatópicos, como diafásicos y diastráticos. Es un memorialista que recrea conversaciones oídas desde su infancia entre personajes de familias patriarcales, así como de los humildes criados del llamado servicio de adentro. Siendo Ministro de Relaciones Interiores del gobierno de Marcos Pérez Jiménez, publicó la segunda edición de Allá en Caracas 1954. Es una visión novelesca de su infancia y adolescencia, que no tuvo buena acogida por razones obvias. Pero cuando vive exiliado en París empieza a publicar, por entregas, en el diario La Esfera su Escrito de Memoria, que se
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convierte en un acontecimiento editorial y político, porque radiografía gran parte de la vida del país, desde la dictadura de Juan Vicente Gómez hasta la de Marcos Pérez Jiménez (19081958). Allí se consiguen muestras de cómo hablaba el general Gómez y cómo se expresaba su padre, don Laureano Vallenilla Lanz, autor de Cesarismo Democrático. El doctor Vallenilla Lanz, gracias a la posición política de su padre, director del Nuevo Diario, periódico oficial de la dictadura de Gómez, tuvo una formación educativa y cultural muy europea (Francia, Italia, Suiza). Sin embargo, sentimentalmente, estaba muy unido a Caracas y a la gente de Caracas. Esa dualidad intelectual se percibe en la obra. El amor por el terruño y el recuerdo de la gran urbe es un tópico literario que no muere en muchos escritores latinoamericanos. En un olvidado cuento de Pedro Emilio Coll, Opoponax, Andrés, caraqueño y parisino, después de haber vivido disipadamente el decantismo francés al lado de Marion, se viene a Caracas a purificarse en las campiñas del Guaire. Y en una fiesta, bailando con María Luisa, el candor de su niñez, siente que el perfume de Opoponax emanaba triunfante de su cuerpo, con la “lúbrica” imagen de Marion, la parisina. Las grandes urbes europeas (París, Roma, Madrid) hacen que Caracas tenga una educación afrancesada, con ribetes arquitectónicos de Tarbes; una tradición cristiana católica romana y un apego castizo y conservador de la lengua española. Para la época en que el doctor Vallenilla Lanz es ministro de la dictadura, Ramón Díaz Sánchez escribe su obra magistral, Guzmán, elipse de una ambición de poder, libro ninguneado por los historiadores de izquierda. Curiosamente, entre los libros Cesarismo Democrático de Vallenilla Lanz, padre, y Escrito de Memoria de Vallenilla Lanz, hijo, parece que hubiera una elipse histórica del discurso político dictatorial. Oscar Yanes viene del periodismo que impuso Últimas Noticias, desde su fundación hasta que se convirtió en “el diario del pueblo”, gracias a la maestría de dos brillantes escritores, Pedro Beroes y Kotepa Delgado. Con su obra Memorias de Armandito, Yanes da una visión del habla coloquial de la familia caraqueña en la época de Gómez. Por lo general se hablaba del trabajo, las fiestas, los espectáculos, los toros, los cantantes: cuando Rubito / llegó de Lima / toda la prensa /
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lo publicó; mi Buenos Aires, querido / cuando yo te vuelva a ver / no habrá más penas, ni olvido. Y a veces se solía oír una tonada un poco triste: Señora, présteme medio / señora, présteme un real / para sacar mi conoto / que está preso en Maracay. Del Trocadero al Pasapoga recoge una serie de reportajes sobre el complejo y deslumbrante mundo de la sociopolítica del restorán, el cabaré y el botiquín. La antropología de la cocina, el sexo y la política ha sido campo de brillantes análisis para Lêvi-Strauss, Freud y Maquiavelo. Estas obras caraqueñísimas no son vinos de Champaña, del Danubio o de Florencia. Pero son nuestros vinos. Y a través de ellas nos enteramos de la endococina y la endopolítica de una Caracas en la que los pobres se desayunaban en los cafetines de cualquier chino malico lalón; y cenaban junto a los carritos vendedores de tostadas fritas con mortadela y un palillo para los dientes. Después vinieron los hermanos Álvarez y fundaron las primeras areperas. Las arepas predilectas eran la dominó y la reina pepiá. La expresión “senda papa” equivale a una copiosa comida entre los pobres. Los ricos hablan de ingesta. Los cartelúos del gobierno y del comercio, cuando a corré un trueno. Iban al Trocadero o al Pasapoga, donde la comida era internacional y la bebida de etiqueta. Esta obra de Yanes es una fuente de primera para conocer el habla y la vida de la ciudad que fue Caracas, durante la décadas de los cuarenta y los cincuenta. Un prófugo de la Isla del Diablo (Guayana francesa) llamado Pierre René Delofre creó en el Trocadero un imperio de la proxémica y el poder. Trescientos mil bolívares invertí en acondicionar el local; después lo dividí con una pared de celotex. Cada uno de los salones tenía una entrada independiente; al de la izquierda le puse ‘Longchamp’ en recuerdo al hipódromo de París en donde alternan las figuras de la alta finanza; al otro le iba a poner ‘Caribe’, pero una amiguita a quien habían conocido en ‘Le Canarí’, se empeñó en que lo bautizara ‘Trocadero’. Ni ella ni yo pensamos nunca lo célebre que iba a ser nombre en el país. Al Longchamp sólo tenía acceso la gente importante. El Trocadero, en cambio, era un cabare, con muchachas bien presentadas que se sentaban a las mesas a consumir con los clientes. Eso que
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después se ha dado en llamar ‘ficheras’. Ninguna chica del Trocadero podía ir al Longchamp, así la llamara una personalidad, so pena de perder inmediatamente el puesto”.
Después Delofre se dio cuenta de que las grandes señoras del Longchamp querían saber qué había detrás del celotex. Y tuvo que cambiarlo por unas gruesas cortinas de terciopelo. “A las dos o tres de la mañana llegaban damas de la mejor sociedad caraqueña con sus esposos. El pretexto era la ‘sopa de cebollas’, pero luego me llamaban y me decían al oído: “-Señor Delofre, ¿por qué no descorre la cortina un poquito? –Sí, madame…” A medida que leo y releo estos episodios, pienso que el Padrino Oil Company, el Gran Señor petrolero viene aceitando aceleradamente un gran cambio en el país y muy especialmente en Caracas. En vez del coñac o el brandy se brindará con whisky, la sopa de cebolla del Longchamp será reemplazada por el sándwich o la hamburguesa, los neologismos franceses irán desapareciendo para dar paso a los términos anglosajones; las quintas, estilo Tarbes de El Paraíso, le darán paso a las quintas californianas; y el aire parisino que le dio Guzmán a Caracas desaparecerá frente al airecito neoyorkino. Y como respuesta natural, para bien o para mal, al Sultán enamorado y a la Odalisca rendida les nace un hijo díscolo; El cerro, hermano gráfico de las azules lomas y las verdes colinas.
X
Para completar el decálogo de este monólogo exterior, buscando como Henry James La figura en el tapiz del habla caraqueña, no vacilo en recomendar el libro Cerrícolas de Ángel Gustavo Infante, que ganó el Premio Fundarte de Narrativa en 1986. Infante llega a la narrativa por la vía del habla, como lo hicieron Homero, los antiguos juglares y los narradores de la picaresca. Por eso en sus cuentos y relatos hay un sabor de pueblo que no oculta lo que hace; y un sinnúmero de historias que se enlazan y bifurcan por caminos que llegan al mismo lugar que lo cotidiano… El universo temático del cerro para to-
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das las manifestaciones artísticas. Román Chalbaud ha hecho cine; Rodolfo Santana, teatro; Salvador Garmendia, telenovela; el Grupo Madera, música; William Osuna, poesía. Ahora Angel Gustavo Infante le empuja el cuento y el relato. Y el cerro va que chuta… Cerrícolas son los habitantes de un reino, cuyo trono es el cerro. La arquitectura de ese reino la popularizó el pintos Pedro León Zapata, dibujando, en contrapicado enfoque cinematográfico, unas moles de tierra y piedra, un cuyos picachos más altos sobresalen casitas de zinc y tablas que los caraqueños denominan ranchos. Con estos Caballos de Troya, alrededor de la ciudad, el habla de Caracas es homérica; son sus Ilíadas y sus Odiseas.
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Caracas: huellas urbanas de la polarización Mireya Lozada (2004)
La sociedad contemporánea, desafiada por las tensiones y contradicciones de la globalización, que agravan las ya extendidas desigualdades sociales, enfrenta hoy una multiplicidad de demandas de grupos y movimientos que buscan reconocimiento y reivindican identidades invisibilizadas o marginadas, exigiendo viejos y nuevos derechos: sociales, económicos, políticos, identitarios, comunitarios, ecológicos, sexuales, religiosos. En América Latina, estos movimientos se expresan, con diferentes intensidades y modalidades, dentro de la heterogeneidad de una región que comparte importantes referentes históricos y culturales. Estos movimientos cuestionan profundamente los modelos de democracia formal y visibilizan conflictos socioeconómicos y político-institucionales cuyas causas estructurales son de vieja data. En este conflictivo contexto sociopolítico, donde se evidencia la confrontación de distintos modelos de desarrollo, competencia por el control del aparato estatal, la propiedad y administración de los recursos naturales y la defensa de nuevas identidades o ciudadanías de diferentes sectores sociales, también se produce un proceso de polarización social, caracterizado por un demarcamiento físico-simbólico de territorios y propuestas mutuamente excluyentes, provocando una fractura del tejido social y distintas expresiones de violencia política que limitan el manejo constructivo y pacífico de los conflictos
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y comprometen las posibilidades de convivencia democrática en muchos países de la región. En Venezuela, altos niveles de polarización social agudizaron el conflicto político en el país, especialmente durante el período 2000-2004, cuando distintas instituciones (educativas, religiosas, policiales, militares, mediáticas, académicas, etc.) y diferentes sectores sociales tomaron partido a favor o en contra de una de dos posiciones: gobierno y oposición. Si bien la polarización ocupó una cantidad de espacios privados y públicos, generando un fuerte impacto individual y colectivo, es quizás el espacio urbano donde mejor pudo apreciarse la expresión social de esta polarización. La ciudad, sus calles, plazas, paredes, barrios y urbanizaciones han sido la superficie de inscripción privilegiada de la polarización social. Pero, ¿cuáles son sus características? ¿Qué representaciones e imaginarios sociales moviliza dicha polarización? ¿Cuáles son sus signos y significados? ¿Cómo se construye la conflictividad social en la memoria de lo urbano? Sin detenerme a profundizar la multicausalidad histórica de la crisis venezolana, ni los factores de profundización del conflicto en momentos coyunturales (golpe de Estado 20021, 1. Ante las estrategias retóricas y jurídicas que califican de “vacío de poder” o “Rebelión Militar” los eventos ocurridos en Venezuela en el período comprendido entre el 12 y 13 de abril, suscribo la posición de Provea (Programa Venezolano de Educación-Acción en Derechos Humanos- 14-8-2002), que expone los siguientes argumentos para sostener que se trató de un golpe de Estado: “a) el Presidente fue presionado por sectores militares (es decir, por quienes administran el monopolio de la violencia estatal); b) pese a que el Comandante General Lucas Rincón notificó que el Presidente había renunciado, nunca se mostró su renuncia firmada y, por el contrario, altos funcionarios públicos denunciaron que no lo había hecho; c) en el caso (no probado) de que hubiera renunciado (hecho que, por haber ocurrido bajo coacción, era ilegítimo), constitucionalmente le correspondía al vicepresidente sustituirlo; d) el Presidente fue detenido e incomunicado, ilegal y arbitrariamente, por funcionarios militares sin que se hubiera realizado el procedimiento político y judicial establecido en la Constitución; e) el decreto mediante el cual se autoproclamó Presidente de la República el empresario Pedro Carmona Estanga derogaba, además, la Constitución y los nombramientos de funcionarios electos por votación popular y los Poderes Ciudadano y Judicial; f) se produjeron acciones represivas contra funcionarios y simpatizantes del oficialismo, así como contra instituciones oficiales”. “La sociedad civil saluda el renacimiento de la República de Venezuela”. Aviso de prensa firmado por destacados representantes de la sociedad civil venezo-
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paro petrolero, referendos revocatorios, p.e,), referiré tres ejes problemáticos que permitan guiar la mirada psicosocial que intenta dar respuesta a estas interrogantes: polarización social y legitimación de la violencia, representaciones e imaginarios sociales y territorialización de la polarización.
Polarización social y legitimación de la violencia
La polarización se evidencia cuando la postura de un grupo supone la referencia negativa a la posición del otro grupo, percibido como enemigo. Se trata de una compleja dinámica donde el acercamiento a uno de los polos arrastra no sólo el alejamiento, sino el rechazo activo del otro. Siete elementos caracterizan psicológicamente el proceso de polarización social sufrido por amplios sectores de la población venezolana a lo largo del conflicto: 1. Estrechamiento del campo perceptivo (percepción desfavorable y estereotipada del grupo opuesto, que genera una visión dicotómica y excluyente: “nosotros-ellos”). 2. Fuerte carga emocional (aceptación o rechazo sin matices de la persona o grupo contrario). 3. Involucramiento personal (cualquier hecho afecta al individuo). 4. Quiebre del sentido común (posiciones rígidas e intolerantes suplantan la discusión, el diálogo o debate de posiciones diversas). 5. Cohesión y solidaridad al interior del propio grupo y conflicto latente o manifiesto entre grupos opuestos. 6. Familias, escuelas, iglesias, comunidades u otros espacios sociales de convivencia se posicionan en alguno de los dos polos de la confrontación. 7. Personas, grupos e instituciones sostienen las mismas actitudes de exclusión, rigidez o enfrentamiento presentes en la lucha política. lana, saludando el golpe de Estado del 12 de abril de 2002 (El Nacional, D-5, 13-4-2002). “Referéndum revocatorio presidencial o dictadura constitucional”. Aviso de prensa llamando a la insurrección e irrespeto de la Constitución, publicada por el Bloque democrático (El Nacional, A-6, l3-2-2004).
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El impacto personal y social de esta polarización depende de una variabilidad de factores que van desde la ubicación geográfica de la población (capital, regiones), hasta variables de edad, sexo, estado de salud, cercanía o exposición con situaciones de violencia directa y problemas personales, familiares, comunitarios o institucionales existentes previamente. Estos signos de polarización observados en Venezuela después de cuatro años de un conflicto sociopolítico que arrastra viejas causas coinciden con algunas de las características referidas por Martín-Baró (1986) luego de diez años de guerra civil en El Salvador. Durante este período, el discurso político de gobierno y oposición hizo uso de la violencia vía polarización maniquea. Se multiplicaron los estereotipos, las descalificaciones, la discriminación y la exclusión del Otro (persona o grupo con postura política distinta) a través de referencias a la condición de clase, etnia, raza u otras características grupales o partidistas (p.e.: hordas, chusma, turbas, monos, indios, escuálidos, círculos infernales, escuacas, sifrinos, oligarcas, opusgay, cúpulas podridas, talibanes, golpistas, afligidos, ignorantes, mercenarios). En este proceso de polarización, la percepción estereotipa da de grupos opuestos dificulta las posibilidades de dialogar, llegar a acuerdos a partir del debate de ideas y propuestas de solución de asuntos de interés común. Desaparece así la base para la interacción cotidiana; ningún marco de referencia puedeser asumido como válido para todos; los valores dejan de tener significado colectivo y se pierde la posibilidad de apelar al “sentido común”, pues se encuentran cuestionados los presupuestos mismos de la convivencia. El sufrimiento ético-político (Sawaia, 1989) que deriva de esta confrontación entre bandos opuestos exige un análisis que trascienda el énfasis patologizante con enfásis individual y reconozca las realidades histórico-culturales que supone la experiencia colectiva de la polarización y la violencia política. La polarización social fractura el tejido social a la vez que favorece la naturalización y legitimación de la violencia. Ante una situación de conflicto sociopolítico prolongado, como el confrontado en Venezuela, la población sufre un proceso de
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cambios que trastoca su vida, asumiendo como normal, natural o habitual lo que no lo es. Ante la avalancha de sucesos de agresión, muerte y destrucción material o simbólica, se transforma en cotidiana la convivencia con la violencia y en este proceso de internalización se trastocan tanto la identidad del individuo como sus relaciones sociales. En este proceso cada sector, según la información que obtenga (medios, rumores, etc.) o su implicación en los acontecimientos, construye su propia concepción de lo que ocurre, incrementa su hermetismo como colectivo y percibe a los grupos externos como posibles enemigos. El temor a ser atacado, a ser blanco de ataque, genera una angustia que transforma el actuar del grupo o la persona, llevándolo a defenderse o atacar para “salvarse”, donde el lema explícito o implícito es: “el Otro es el enemigo” (Lozada, 2004). Esto se ve agravado por la distorsión de atribución: a la otra parte se le atribuye la peor de las intenciones y aquellas acciones desmedidas del propio bando se perciben invariablemente como respuestas a las amenazas o agresiones del contrario. En fin, se justifican las propias acciones violentas (p.e.: armarse o buscar instrumentos de defensa ante el posible ataque de grupos opuestos) como respuesta a la violencia que se anticipa, la que desencadena el miedo. Se produce así la transformación de valores como solidaridad, justicia, esperanza, paz, verdad, confianza, dignidad, ética, por aquellos contrarios que se cree permiten alcanzar el equilibrio y mantener a la persona a salvo. “Paradójicamente, se cree que la situación ‘más segura’ es la de aquellos que se encuentran en el vértice de los dos polos. Sin embargo, son estas situaciones las que entrañan mayor peligro objetivo, las que llevan a asumir mayores riesgos en la confrontación” (Martín-Baró, 1983: 12). En este contexto de amenazas y agresiones, de negación y rechazo del oponente, de expresiones masivas de descontento, aunado a la percepción de inutilidad de las formas de manifestación cívica y de creciente impunidad, se cierra el espectro de perspectivas políticas no violentas, aumenta la desconfianza en el sistema democrático y la desesperanza respecto a las vías pacíficas de resolución del conflicto. En este proceso de
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naturalización y legitimación de la violencia, tanto instituciones estatales como distintos sectores sociales pueden llegar a justificar la violación de los derechos humanos, la ejecución de homicidios, torturas, juicios populares, golpes de Estado y la guerra puede convertirse en un fin en sí misma. En fin, la polarización, que parece erigirse y extenderse como mecanismo de poder y control sociopolítico a nivel mundial, además del fuerte impacto psicosocial que genera en la población, obstaculiza de varias maneras la búsqueda de salidas democráticas y pacíficas a los conflictos: a) Invisibiliza la histórica y compleja causalidad estructural del conflicto (exclusión, pobreza, desempleo, agotamiento del modelo político tradicional, p.e). b) Genera una representación restringida del conflicto, al reducirlo a la salida o triunfo de un actor o propuesta (p.e., en Venezuela, salida o permanencia del presidente Chávez). c) Privilegia la gestión del conflicto y su solución a los actores políticos en pugna. d) Produce una representación de los actores políticos y sociales limitada al núcleo duro del conflicto: (“círculos violentos”, “sectores golpistas”, “oposición”, “oficialismo“, p.e.) excluyendo al resto de los sectores sociales y el reconocimiento de diferentes posturas intra- e inter grupos). e) Fragmenta el tejido social.
Representaciones e imaginarios sociales
Más allá de los dilemas del chavismo-antichavismo y las diversas causas del conflicto señaladas por distintos autores (Ellner y Kellinger, 2003; Medina y López Maya, 2003; GarcíaGuadilla, 2003), entre las que destacan la profunda inequidad y exclusión social, la pérdida de credibilidad en las instituciones, el descrédito de los partidos tradicionales y los límites del modelo rentista petrolero, interesa subrayar acá algunos referentes simbólicos, representaciones e imaginarios sociales2 que, junto con los factores ya señalados, han contribui2. El concepto de imaginario, desde su larga existencia en el quehacer filo-
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do a agudizar el conflicto político y los niveles de polarización social en Venezuela, tomando expresión en distintos espacios públicos. Toda sociedad, como señala Colombo (1993: 99) “crea un conjunto ordenado de representaciones, un imaginario a través del cual se reproduce y que, en particular, designa al grupo para sí mismo, distribuye las identidades y los roles, expresa las necesidades colectivas y los fines a realizar”. La vida social y con ella sus conflictos, se articulan a estos sistemas simbólicos. Si bien estos imaginarios sociales pueden favorecer la creación de consensos intra- o intergrupos, también
sófico ha influenciado tanto la sociología, la antropología, la comunicación, la psicología, como la ciencia política. Ubicado en la problemática díada entre lo real y lo simbólico, el imaginario aparece en general asociado a otras nociones como mentalidad, mitología, ideología, representación, ficción, memoria, cultura, imagen, imaginación. Con Castoriadis (1975), quien reivindica la potencialidad heurística de la noción, Wunenburger (2003, p-28-29) señala cuatro grandes líneas de reflexión en torno al imaginario, que a pesar de sus divergencias, pueden vislumbrarse en autores como Bachelard, Lêvi-Strauss, Durant y Ricoeur: 1. El imaginario obedece a una lógica y se organiza en estructuras donde se pueden formular ciertas leyes. El imaginario, aunque se inscribe en infraestructuras (cuerpos) y superestructuras (significaciones intelectuales), es obra de una imaginación trascendental que es en gran parte independiente de los contenidos de la percepción empírica. El imaginario revela el poder figurativo de la imaginación, el cual excede los límites del mundo sensible. 2. La imaginación es una actividad a la vez connotativa y figurativa que trasciende aquello que la conciencia elabora desde la razón abstracta o digital. 3. El imaginario es inseparable de obras mentales o materializadas, que sirven a cada conciencia para construir el sentido de su vida, sus pensamientos y acciones. De esta manera, las imágenes visuales y lingüísticas contribuyen a enriquecer la representación del mundo o a elaborar la propia identidad. 4. El imaginario se presenta como una esfera de representaciones y de afectos profundamente ambivalente. Así, puede ser una fuente de errores e ilusiones. Su valor no reside solamente en sus producciones, sino en el uso que de ella se hace. La imaginación obliga entonces a formular una ética, una sabiduría de las imágenes. En fin, los imaginarios sociales estructuran la memoria histórica, la experiencia social y construyen la realidad. Sin estas formas simbólicas, cargadas de significados y sentidos comunes compartidos, es difícil sostener los sistemas de racionalización ideológica en una sociedad donde la diversidad cultural y las distintas formas de exclusión reinterrogan permanentemente los discursos universalistas de democracia, igualdad y justicia.
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pueden generar disensos, usos diferenciales en el discurso de grupos opuestos y rivalidades que contribuyen a la expresión de distintas formas de violencia real y simbólica. La emergencia, utilización y explotación política, de parte de los sectores en conflicto, de valores, creencias, símbolos y mitos del imaginario social ha sido una constante a lo largo del conflicto. El discurso público tanto de actores políticos de gobierno y oposición, como de sus seguidores, reivindica y resignifica una serie de representaciones e imaginarios sociales de los grupos en conflicto, de referentes simbólicos militaristas, religiosos y revolucionarios que movilizan un juego de identificaciones y oposiciones, de pasiones y deseos, de encuentro y desencuentro a nivel intra- e intergrupal. La emergencia de estos imaginarios latentes en un momento histórico como el presente se expresa en una multiplicidad de espacios sociales, públicos y privados, reales y virtuales3, corporales y territoriales, a través de discursos verbales e icónicos de gran fuerza simbólica. Nosotros-ellos
En los imaginarios de los grupos sociales confrontados, subyace una elaboración ideológica del conflicto y profundas diferencias socioeconómicas y culturales de una sociedad dividida en clases, las cuales han sido mantenidas y reforzadas por una desigual distribución de la riqueza, por formas de gobierno clientelares y populistas que han definido excluyen3. El conflicto político que lucha por el poder y control social en las calles e instituciones públicas y privadas en Venezuela en los últimos tres años, libra también su batalla en el espacio virtual. En una multiplicidad de páginas de opinión política en la red, se revela la desconfianza y el cuestionamiento a la legitimidad del Otro como interlocutor válido. En general, los internautas no operan en el ámbito de la argumentación o la retórica; la violencia discursiva en la red está menos determinada por su coherencia racional que por la intensidad de la carga emocional que moviliza. Tal como afirma Mitchell (1996), la red elimina la dimensión tradicional de la legibilidad cívica y libera del lazo moral. Así, amparados en el anonimato, adeptos u opositores multiplican los estereotipos y la discriminación y exclusión del Otro a través de insultos, uso de la sátira, ironía y descalificación desde referencias a clase social, etnia, raza u otras características grupales o partidistas que hacen extensivas a allegados y familiares del opositor (Lozada, 2004).
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tes patrones de distribución territorial y favorecido comportamientos asociados al consumo, a la corrupción y al manejo de influencias en la vida pública. La polarización en Venezuela ha revelado una marcada distancia social, una percepción estereotipada de los grupos, una diferenciación que subraya diferencias de clase, género, raza, ideologías, pero también las características que en el plano subjetivo y afectivo toma la exclusión y las formas sutiles o grotescas de discriminación, racismo, sexismo, clasismo entre grupos que se expresa en una variedad de formas en manifestaciones y protestas de calle (p.e.: pancartas, monigotes, grafitis, máscaras, bailes, etc.). En estas representaciones de sí mismo y del otro, se encuentran residuos de los mitos de la conquista y expansión española; los significados y características asociados a las poblaciones indias, esclavas y negras capturadas y vendidas en las Antillas que luego transfirieron sus procesos de trabajo al esquema productivo de la sociedad clasista emergente en el período postcolonial. La diferenciación de la población entre negros, mestizos, indios, zambos y blancos de la colonia son los antecedentes de la diferenciación entre monos y escuálidos de los chavistas y opositores actuales. Asimismo, los imaginarios asociados al propio grupo y al otro opuesto políticamente aparecen asociados a la historia política de Venezuela, Latinoamérica y el mundo. Encontramos representaciones antagónicas de Venezuela, del conflicto, sus causas y salidas, del modelo de desarrollo, de la política y sus actores, de la democracia, de dos sectores de la población (sociedad civil y pueblo), de lo local y nacional, de lo trasnacional y lo global. Las referencias a Latinoamérica, a su autodeterminación, a la política imperial norteamericana, a los determinantes geopolíticos, a las luchas del poder actuales, definen, conducen y refuerzan una renovada acción ciudadana en la esfera pública que evoca diferentes símbolos, quimeras e ilusiones en los grupos confrontados exaltando o sobredimensionando las virtudes del modelo político norteamericano o europeo, o la autodeterminación e integración latinoamericanas. Así, en las marchas que toman las principales avenidas de la ciudad,
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se multiplican imágenes del Che Guevara, se queman o izan banderas de Estados Unidos, Cuba, Venezuela; unos y otros vocean lemas que recuerdan luchas políticas en otros países: “No pasarán”, “Ni un paso atrás”, “El pueblo unido jamás será vencido”, “Patria o muerte venceremos”. El gendarme necesario
Encontramos referencias en el discurso oficial a mitos fundacionales que reivindican el pasado guerrero y valiente de nuestros libertadores. Ello se evidencia tanto en un pasado fantasmal y decimonónico, que reivindica héroes como Simón Bolívar, Ezequiel Zamora, Antonio José de Sucre y las guerras independentistas, como en la expresión actual de esas herencias políticas caudillistas y militaristas en los principales actores que han ocupado la escena política venezolana de los últimos años. La presencia del Teniente Coronel Hugo Chávez en la Presidencia de la República, el alto número de militares en funciones de gobierno, como la participación activa y pública de la Fuerza Armada Nacional a favor o en contra del presidente en el marco del conflicto, han contribuido de igual manera a reforzar este imaginario militarista, donde la democracia está permanente acechada por la posibilidad de un régimen de fuerza y la emergencia de un militar que actualice los mitos ancestrales de los héroes de la independencia o de militares que han gobernado el país: Gómez, López Contreras, Medina Angarita y Pérez Jiménez. Los discursos y estrategias de acción, defensa y ataque utilizado por distintos sectores pro y contra el gobierno en distintos espacios públicos (calles, plazas, barrios, urbanizaciones, etc.) subrayan significados asociados a conquista, batalla, guerra, que reivindican la visión militar, mítica, heroica, libertadora y legitiman la violencia como medio para la defensa de intereses ciudadanos. Estas acciones, además de provocar daños a estructuras físicas: inmuebles, calles, plazas, paseos peatonales; provocar contaminación ambiental: ruido, humo, basura; y violentar los derechos ciudadanos de libre acceso y circulación, seguridad
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pública, recreación, esparcimiento y paz, contribuyen también a exaltar una cultura de la violencia, de trauma y gloria que afecta la convivencia democrática y el respeto a los derechos humanos. Dioses y Demonios
La lucha entre lo sagrado y lo profano, el bien y el mal, entre Dios y el Demonio, han ocupado también un importante lugar en el imaginario social en este tiempo. Ejemplos de ello son las cadenas nacionales de rezos públicos pro o contra Chávez, los altares en Plaza Altamira y Puente Llaguno de Caracas, con figuras del santoral cristiano u otras religiones, junto con deidades africanas; la marcha de las vírgenes o recorridos con sus imágenes en distintas parroquias; los desfiles de personas frente a imágenes de vírgenes que destilan aceite o lloran sangre; la bendición con agua bendita desde un camión cisterna a miles de manifestantes en una marcha en una autopista capitalina o la utilización de antorchas y velas en manifestaciones públicas. Las imágenes y representaciones religiosas han sido usadas como arma política por ambos sectores, destruyendo iglesias, robando imágenes, mientras que la polarización ocupa también la institución religiosa y sus templos, a cuya defensa o ataque recurren civiles y militares, laicos y religiosos4. 4. “Los ataques representan una acción cobarde de quienes no son capaces de enfrentar al contrario con ideas y argumentos, pero también es una señal clara que envían, conociendo nuestra mayoritaria preferencia religiosa, de lo que están dispuestos a hacer para imponer su revolución. Una vez más un régimen totalitario utiliza lo religioso para enviar un mensaje político” (Enrique Medina Gómez: General de División [Ejército], Política y religión, El Universal, 17-2-2003). “Con un escapulario de la Virgen del Socorro en la mano, el presidente de Venezuela, Hugo Chávez, reiteró su fe católica y desmintió que sienta temor por la Virgen como dicen, según aseguró, sus opositores, a los que volvió a calificar de ‘locos’. Hay una tesis peregrina de que yo le temo a la Virgen, que me paralizo si veo una Virgen, es cosa de locos, de psiquiátrico”, dijo Chávez, quien afirmó tener pruebas de que la oposición realizó marchas con “‘rutas” de la Virgen, a sugerencia de “planificadores locos”. Sin miedo a la virgen. (El Universal, 14-12-2003). “Esta actividad no tiene tinte político, hacemos un llamado a todos los católicos, sin distingos de posición política, para que se unan a través de la oración
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La figura mítica5 de la escultura de María Lionza, ubicada en medio de una céntrica autopista de la capital, tampoco ha estado al margen del conflicto. Su restauración y reubicación quedó atrapada en la lucha de intereses políticos entre instituciones estatales y privadas, y la escultura cedió partiéndose por la cintura en dos mitades, lo que contribuyó a nutrir los imaginarios del sincretismo religioso que ella convoca. La corte del poder criollo, mezcla de razas, fuerza de independencia y libertad que ella simboliza sirvió para alimentar miedos y deseos colectivos, retaliaciones y castigos, así como divisiones entre sus creyentes. La “revolución bonita”
En el marco del proceso liderizado por el presidente Chávez que se ha llamado Revolución Bolivariana, se han activado los imaginarios asociados a la revolución como utopía movilizadora de cambio social estructural que en América Latina tuvo expresión en Cuba, Nicaragua, El Salvador y sigue expresándose de distintas maneras en México u otros países. La recreación de estos imaginarios se acompaña, igualmente, de la reivindicación de la gesta emprendida por héroes como Bolívar, Martí, Sandino, San Martín, Zapata. para combatir el mal”, manifestó Nancy Farías de Espina, miembro de Unidos por María. “Levantaron una oración de purificación de la Plaza de Altamira” (El Universal, 14-12-2003). “Lo que sucedió en Plaza Altamira el día de la marcha no fue un acto de provocación ni de irrespeto a la religión. Sólo alguien como Porras, obseso con Chávez y vocero sistemático de la oposición más recalcitrante, sin consideración alguna por su alta investidura y por el respeto que debe a la verdad, sin recabar información, utiliza el tema religioso con la misma vehemencia que empleó –por ejemplo– la jerarquía católica española para estimular la cruzada franquista que provocó un baño de sangre con la acción del “Caudillo de España por la gracia de Dios”. Rangel: Monseñor Porras manipula argumento religioso (El Nacional, 8-12-2003). 5. “El mito guarda ciertamente la más estrecha correspondencia con todas las articulaciones sociales y todas las prácticas: desde este punto de vista, la experiencia mítica no debe confundirse con la experiencia religiosa, ni con la experiencia ideológica; pero el mito no es sólo ese calco significante, inmanente a toda práctica. Constituye también una estructura simbólica eficiente, que asume funciones permanentes de atestación, legitimación y regulación, necesarias para el mantenimiento y la reproducción social” (Colombo, 1999, 100).
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Sin detenernos a analizar los límites y posibilidades de la propuesta revolucionaria bolivariana y su cercanía o distancia con modelos autoritarios, clientelares, populistas y corruptos de la historia política venezolana o mundial, importa reconocer el carácter simbólico que juega dicho proyecto en el colectivo que la defiende, como deseo, pasión y sueño utópico, y como ruptura de la institucionalidad política existente en su proyección espacial y temporal. Paralelamente a los referentes simbólicos revolucionarios que saludan la “revolución bonita”, también se han activado en el sector de la población que no comparte la propuesta gubernamental, los miedos y fantasmas que activa el comunismo y su carga de significados, sean estos asociados a la historia de la lucha armada en Venezuela de los años sesenta, a la historia de los países del llamado socialismo real o a la vivencia cubana. Las manifestaciones y marchas multitudinarias de apoyo o protesta a esta propuesta “revolucionaria” han sido una constante a lo largo del conflicto, tomando autopistas, calles, avenidas, plazas y lugares públicos, donde se despliega una gran cantidad de símbolos e iconos que la reivindican o la niegan.
Territorialización de la polarización
Además de los signos ya señalados, la polarización también tomó una lógica espacial que dividió espacios de las ciudades, regiones y estados del país en territorios chavistas o antichavistas. Entre las huellas materiales y simbólicas de la polarización a nivel urbano, especialmente en la ciudad de Caracas, se encuentran: l Apropiación privada de espacios públicos en la ciudad capital: Plaza Altamira, Plaza Bolívar, Puente Llaguno, PDVSA Chuao, PDVSA La Campiña 6. 6. Durante momentos coyunturales del conflicto, los dos sectores políticos ocuparon espacios emblemáticos de la ciudad de Caracas. La sede de Petróleos de Venezuela (PDVSA) La Campiña, Puente Llaguno y la Plaza Bolivar fue ocupado por el sector chavista, mientras que el sector de oposición ocupó PDVSA Chuao y la Plaza Francia en Altamira, que se proclamó como “territorio
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Ocupación e invasión de edificios o terrenos públicos y privados. l Marchas y contramarchas en lugares de la ciudad identificados como chavistas u opositores -demarcados simbólicamente a través del color rojo y negro respectivamente- que en muchos casos derivó en confrontaciones, heridas y muertes de un gran número de personas pertenecientes a los dos grupos7. l “Tomas”, “conquista o reconquista” de sectores de la ciudad generalmente asociados a sectores políticamente contrarios (“catiazo” y “petarazo”, p.e.). l Desarrollo de planes de “desobediencia”, “contingencia”, “defensa comunitaria” que incluyen: adquisición de armas y entrenamiento en estrategias de defensa-ataque para su uso en caso de una eventual confrontación; instalación de campamentos; trancazos de calles y autopistas; construcción de barricadas recurriendo a la tala de árboles; quema de cauchos y basura; cacerolazos, pitazos y apagones de luz. l Ocupación de avenidas, autopistas y plazas (Avenida Bolívar, Distribuidor Altamira, p.e.) con tarantines, mercados y tarimas para realizar operativos de ventas de alimentos, cedulación, eventos deportivos o celebraciones con artistas y grupos musicales. l Saturación en la utilización de símbolos patrios (banderas, himno nacional) en letreros, pancartas, insignias, vestimenta, graffitis, consignas, etc., por simpatizantes de los dos grupos en conflicto. l Saqueos a negocios y propiedades. l
liberado” al momento de ser tomado por un grupo de militares disidentes. En el interior del país, especialmente luego del paro petrolero, ambos sectores se adjudican plazas y áreas cercanas a las instalaciones de la industria petrolera. 7. Provea –Programa Venezolano de Educación en Derechos Humanos– (2004: 14), contabiliza al menos 107 muertos durante el período comprendido entre octubre 2001-septiembre 2004. Las muertes conocidas durante este período incluyen en su mayoría las ocurridas en el contexto de manifestaciones políticas, sucesos ocurridos entre el 11 y 14 de abril 2002, la guarimba, luchas por el derecho a la tierra y el empleo, y asesinatos (p.e.: soldados de la Plaza Altamira).
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Atentados y autoatentados a personas y propiedades públicas y privadas. l Agresión y hostigamiento en lugares públicos o en sus hogares a funcionarios estatales y sus familias8. l Agresión en lugares públicos y privados a representantes de oposición. l Ataques o medidas intimidatorias en sedes de medios de comunicación y partidos políticos. l Desabastecimiento de recursos energéticos: gasolina, gas, y de alimentos, medicinas o llamados al abastecimiento como mecanismo de previsión ante posibles huelgas, paros o golpes de Estado, con la consecuente conducta colectiva de pánico, confrontaciones, incertidumbre y aglomeración en sitios públicos. l
Esta territorialización de la polarización es, para López Maya (2003) una nueva fase –la más radical y violenta– de la demarcación bipolar de los espacios urbanos venezolanos que se viene desarrollando en nuestro país desde hace décadas, y la cual da cuenta de un patrón de distribución desigual del territorio y sus riquezas. El empobrecimiento progresivo de los venezolanos ha ido configurando los paisajes urbanos de nuestras ciudades, confinando en los barrios a los sectores de menos recursos y a las urbanizaciones –protegidas con vallas y vigilancia– a las clases medias y altas. El imaginario social que teme la respuesta social ante tales niveles de marginalidad y exclusión –“cuando bajen los cerros”, es un fantasma que con distintas palabras recorre América Latina– que en otros momentos históricos se ha traducido en signos visibles en las principales ciudades del país (c.f. Caracazo en 1989) juega un importante rol en el actual conflicto, generando profundas divisiones y desconfianza mutua entre los grupos opuestos políticamente. Estos tienden a 8. Algunos sectores de oposición justificaron estas acciones, estableciendo un paralelismo con aquellas reconocidas como “escrache” iniciadas en los años noventa por la agrupación “hijos” en Argentina, contra la impunidad de los asesinos de la dictadura y se han extendido actualmente como manifestaciones de protesta social.
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ser ubicados en un sector u otro de la ciudad de Caracas. En el sector Este (clase alta y media alta) la oposición, y en el Oeste (clase baja y media baja) el chavismo, aun cuando cada sector reivindique la presencia de sus adeptos en distintos lugares de la ciudad. Para García-Guadilla (2003:11), en Caracas las luchas por la democracia y más concretamente, por la denominada “democracia participativa”9 se han polarizado, creando feudos y guetos urbanos. la territorialización de los conflictos políticos, la aparición de espacios altamente segregados, la pérdida de libertad para desplazarse en la ciudad dado el alto riesgo de ser identificado con el “otro”, el creciente deterioro de los servicios y calidad de vida de los ciudadanos y el surgimiento de los espacios del miedo y de la violencia, han conducido a la pérdida del derecho a la ciudad.
El desafío ético-político: construir ciudadanía y convivencia democrática urbana
Hemos visto cómo la demarcación espacial de la exclusión, especialmente en barrios y urbanizaciones de la ciudad -ambos ubicados mayoritaria y paradójicamente en las montañas que rodean al valle de Caracas- ha servido como superficie simbólica y territorial del conflicto sociopolítico vivido en Venezuela durante los últimos cuatros años, agudizado por los procesos de polarización expresados por distintos sectores sociales, rompiendo la “ilusión de armonía” de varias décadas de democracia en Venezuela (Naím y Piñango, 1984). La segregación socioespacial se ha exacerbado y Caracas, “ciudad que en el pasado se asumía como un ejemplo de la convivencia de los barrios marginales con las modernas 9. La democracia participativa, término que quedó inscrito en la Constitución Bolivariana de 1999 y que sirvió de objetivo a las luchas ciudadanas que liderizaron las asociaciones de vecinos en los años setenta y ochenta, es un término sumamente amplio y ambiguo que en la actualidad es utilizado por las dos partes en conflicto como respaldo de sus luchas (García-Guadilla, 2003).
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urbanizaciones de clase media” y de “una sociedad de clases sin lucha de clases”, es hoy una ciudad sitiada, dividida y polarizada socialmente y altamente segregada desde el punto de vista espacial y de desempeño de las actividades” (GarcíaGuadilla, 2003: 13). La ciudad de Caracas, sus calles, sus esquinas, sus rincones, sus paredes, sus muros, sus casas y edificios, están cargados de signos y sentidos, mundos de significados y rivalidades que se desplazan de un grupo a otro. Son visibles las fronteras espaciales y territoriales que muestran las huellas urbanas de la polarización. La desconfianza y la negación del Otro que supone la polarización resquebraja los cimientos de la convivencia, lo cual entraña un agotador clima de tensión socioemocional, donde la violencia encuentra campo fértil. La presencia de fisuras en la estructura de sentido y el intercambio de significaciones que hacen posible la vida social conlleva a la confrontación más que a la acción común, imponiéndose la violencia simbólica de las ideologías. La carga de símbolos, imágenes, mitos, creencias, representaciones que impulsan hacia posturas extremas de uno y otro signo, así como la fractura de universos simbólicos compartidos constituye hoy una de las consecuencias más visibles del conflicto sociopolítico en Venezuela. La comprensión geopolítica, económica y sociocultural de dicho conflicto exige entonces reconocer la fuerza simbólica de representaciones e imaginarios sociales que agudizan la polarización social que lo ha caracterizado. Estos imaginarios se sitúan en el campo de fuerzas que organiza el sistema social, donde sectores del chavismo y oposición se reconocen en lugares antagónicos desde donde se niegan, excluyen y desconocen mutuamente, lo que provoca una ruptura en los consensos propios de la realidad sociopolítica que supone un sistema establecido y afecta los patrones de convivencia que requiere la vida ciudadana y la construcción de un orden simbólico que da sentido y dirección a la vida en común. En fin, el fenómeno de la polarización parece indicar que hay factores objetivos y subjetivos que impulsan hacia posturas extremas de uno y otro signo, pero también muestra las posibilidades de rescatar los elementos simbólicos e imagina-
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rios sociales compartidos para alcanzar consensos entre los grupos confrontados. Se trata, pues, de reconocer los conflictos, sus fronteras y horizontes, el manejo constructivo, democrático y pacífico de los mismos, a la par de reivindicar la política como negociación de la diversidad en su espacio natural de aparición, en lo público, en la experiencia cotidiana de los ciudadanos. Esto supone un desafío ético-político que invita a construir prácticas ciudadanas y acciones colectivas comunes que permitan la reconstrucción del tejido social y urbano fragmentado por el conflicto y la creación de formas de conmemoración o símbolos unificadores en distintos lugares de la ciudad que constituyan una reafirmación ética en la defensa de los derechos humanos, del reconocimiento del otro y la abdicación a la violencia (Martín y Páez, 2000). De allí la urgencia de definir políticas públicas que permitan evaluar el impacto urbano y ambiental causado por la territorialización del conflicto y aquellas que permitan reducir la segregación socioespacial, ampliando la experiencia democrática en la ciudad, la autoorganización, autonomía y empoderamiento de los ciudadanos, incentivando movimientos sociales comprometidos con el reconocimiento del otro y la preservación de espacios de convivencia pacífica y democrática. Muchas de estas iniciativas y propuestas requieren tiempo y escenarios propicios que permitan la distensión y el fin de la polarización. Sin embargo, es necesario favorecer la construcción de estos espacios a través de iniciativas que faciliten algunas claves en la interacción, consenso y diálogo entre grupos que defienden diferentes posiciones políticas. Para ello obviamente se requiere una mirada autocrítica de ambos grupos en conflicto que reconozca el carácter antidemocrático de algunas de sus acciones y reclamos de derechos ciudadanos, que muchas veces legitiman estrategias violentas, autoritarias e insurreccionales10. Si bien el conflicto ha funcionado en algunos sectores so10. “La sociedad civil saluda el renacimiento de la República de Venezuela”. Aviso de prensa firmado por destacados representantes de la sociedad civil venezolana, saludando el golpe de Estado del 12 de abril de 2002 (El Nacional, D-5, 13-4-2002). “Referéndum revocatorio presidencial o dictadura constitu-
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ciales como catalizador de la toma de conciencia, organización y participación política, contribuyendo a reforzar la identidad grupal en torno a objetivos comunes, aún queda un largo y arduo trabajo de educación ciudadana que permita desarrollar acciones colectivas comunes tendientes a la despersonalización y contextualización sociohistórica del conflicto; a la transformación de las representaciones de sí y del Otro; a la construcción de nuevas metáforas y discursos mediáticos no polarizados; a la reivindicación de imaginarios sociales y universos simbólicos compartidos; al abordaje del impacto psicosocial del conflicto y la reparación social. Paralelamente, estas acciones requieren el desarrollo de un modelo de democracia inclusivo y participativo que fortalezca las instituciones, asuma la lucha contra la impunidad, exclusión, pobreza e inequidad social, y defienda los derechos humanos en su visión integral e interdependiente que contempla los derechos económicos, sociales, culturales, civiles, políticos y de los pueblos. Ello implica construir un nuevo ideal de desarrollo urbano comprometido con la justicia, la equidad, el desarrollo sustentable, respetuoso de la diversidad, de nuevas identidades y de los derechos humanos. Se trata de educar en y para la ciudadanía, desde la reconstrucción crítica de nuestra memoria histórica, la sistematización de los saberes sociales y la multiplicidad de experiencias ciudadanas vividas en este período, como desde los procesos simbólicos implicados en la construcción democrática del espacio público. Se trata de construir un país donde se produzcan cambios sociales, económicos y políticos basados en los principios de inclusión, justicia, equidad y paz; que nos permitan recuperar la confianza en las instituciones democráticas y ahuyentar las amenazas del populismo y autoritarismo y su expresión en líderes mesiánicos, sean estos militares o civiles. Son tiempos de asumir el desafío histórico de la política entendida como vivencia cotidiana, tiempos para recrear y
cional”. Aviso de prensa llamando a la insurrección e irrespeto de la constitución, publicada por el Bloque democrático (El Nacional, A-6, l3-2-2004).
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significar el imaginario nosotros, con sentido y norte de futuro común. La ciudad, las calles, las plazas, las escuelas, los hospitales, los bares, las fábricas, las casas, están poblados de gente, de pensamiento, de cuerpos y afectos, de política y vida cotidiana, de alma y espíritu. Está llena de espacio que siente y vibra, hecho de ruido, de conversaciones, de conglomeraciones, de rumores y chismes, de emociones y argumentos, de propuestas y acciones, de debates y diálogo, de confrontaciones y negaciones. Es esa alma colectiva la que debemos reconocer en la calle, en los espacios urbanos; es esa la democracia por construir.
Referencias bibliográficas
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La ciudad (y el país) según Cabrujas Tulio Hernández (2005)
Acto 1: “Buena idea, así la volvemos a construir”
La imagen es divertidamente original. Como alguna vez lo hizo con Sodoma y con Gomorra, el Ser Supremo ha decidido destruir Caracas y se toma el trabajo de advertírselo a sus habitantes. Pero, para su sorpresa, los caraqueños, en vez de huir despavoridos como lo hicieron en su momento sodomitas y gomorrianos, se toman la noticia como asunto de júbilo, vuelven la vista al cielo y le responden al Altísimo algo así como: “Mejor, Señor, mejor, buena idea, porque así la volvemos a construir”. El desplante, por supuesto, es obra de José Ignacio Cabrujas, el objeto de nuestra reflexión de hoy, quien la ha utilizado para ilustrar una de sus tesis básicas sobre la condición caraqueña y, de alguna manera, sobre la cultura nacional venezolana –la idea de que somos en esencia una sociedad de demoledores– desarrollada en el ensayo “La ciudad escondida”, (que apareció originalmente en el libro Caracas, producido y editado por Carsten Todmann) en el que resume de manera magistral sus ideas básicas en torno a la capital venezolana y sus habitantes. La idea le obsesionaba y la manejaba como una certeza poniendo como ejemplo la reacción ciudadana la mañana cuando demolieron el Hotel Majestic, el último icono ciuda-
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dano de la ciudad premoderna. Nuestro autor contaba cómo mientras la inmensa bola de acero golpeaba, echándolas al piso, las paredes del tradicional hotel, los curiosos que presenciaban el espectáculo no protestaban, no se lamentaban, no sentían nostalgia; todo lo contrario: ¡aplaudían! Y mientras más fuerte era el mazazo y más grande el trozo del edificio que caía, más entusiastas eran los aplausos y el júbilo de los allí presentes. Pero la condición demoledora no es reciente, petrolera, ni se halla asociada exclusivamente a lo que algunos consideran el inicio del suicidio de la ciudad a partir del perezjimenismo. Cabrujas se esmeró en sus escritos en hacernos entender que siempre fue así; que Guzmán Blanco, para construir su pequeño París en Caracas, se tomó la molestia de demoler las pocas edificaciones de calidad que aún quedaban en pie, porque hay que tener en cuenta también, nos proponía, que incluso la naturaleza nos ha ayudado en esa vocación demoledora y los terremotos son decisivos para entender el tipo de ciudad que tenemos. Antes, decía, no se demolió más porque no había suficiente dinero. Fue esa certeza la que lo llevó a sostener en uno de sus típicos e irónicos desplantes: “así como hay personas que proclaman con orgullo pertenecer a un pueblo de grandes constructores, me atrevo a exhibir con cierta jactancia, que provengo de un pueblo de grandes ‘derrumbadores’, un pueblo demolicionista que hizo del escombro un emblema”1. Pero la fascinación demoledora es sólo la punta del iceberg, el síntoma, no la enfermedad. Los atributos decisivos, los que explican aquella vocación, están ligados a otros dos atributos fundamentales de la caraqueñidad y la venezolanidad. Me refiero al gusto por la provisionalidad y a esa otra característica colectiva mil veces señalada: la tentación de la amnesia colectiva, nuestra particular dificultad para recordar y la facilidad colectiva para olvidar. Ese sentido de la provisionalidad concebido como atributo colectivo es lo que le llevó en innumerables oportunidades 1. Cabrujas, José Ignacio. “La ciudad escondida”, p.19. Hernández, Tulio (comp.) (1999) Caracas en 20 afectos. Caracas: Museo Jacobo Borges.
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a sentenciar que en definitiva Venezuela no era otra cosa que un campamento, y su capital, un lugar de tránsito o, en el mejor de los casos, un simple hotel que, incluso cuando son muy buenos y gratos, son sólo lugares para pasar unos días. En una película de los años ochenta, uno de los personajes interpretados por el gran Héctor Myerston declara, ebrio, en la barra de un botiquín del este de Caracas: “Esta vaina no es un país; esto lo que es, es un estacionamiento de gente”. Fue esa otra de sus ideas recurrentes. Una idea que le persiguió durante años, una suerte de pecado original que le servía para explicar el fuerte desapego por el recuerdo, la memoria, la continuidad y también por el futuro. Nadie vino a Caracas para quedarse. En la época colonial Caracas siempre fue un lugar de paso, un lugar al que se iba porque se estaba en tránsito hacia otro, hacia el sur, por ejemplo, o porque se venía a hacer dinero rápido. Lo decía muy bien: “pasar por aquí y seguir avanzando”. Quedarse en Caracas fue siempre una desgracia. Entonces todos los edificios de esta ciudad fueron construidos con un concepto provisional, todos los edificios de la Conquista, y aun de la Colonia, son muy simples y apenas parecidos a lo que quieren representar, pero sin llegar a ser nada. Por eso la Catedral de Caracas no es una catedral, es una aspiración de algo que no llegó a hacerse. Y hoy uno la puede visitar y la encuentra vetusta pero inacabada. Por eso, los caraqueños hemos soñado siempre con el día en que inauguremos la ciudad, una ciudad que se parezca a nosotros mismos; lo cual es virtualmente imposible, pero un delirio colectivo. De allí que el caraqueño goce con el espectáculo de la destrucción de aquello que considera provisional, esperando que en ese hueco aparezca lo definitivo.
Y esta, “esperando que aparezca lo definitivo” creo que es la idea clave de Cabrujas en torno a nuestra vocación demoledora. Se demuele porque se tiene la esperanza de que de lo demolido, que era provisional, va a surgir lo estable, lo definitivo. Pero en esta ciudad, sostenía, no hay espacio para lo estable, ni para la transmisión de tradición alguna, ni para el predominio de algún estilo que la defina. Lo propio de Caracas, según
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Cabrujas su estilo, es no tener estilo ninguno y proponerse otra cosa es entrar en un acto esquizoide; es una negativa a reconocer la ciudad tal como es. Hay un fragmento de “La ciudad escondida” que explica de manera sublime ese estilo de no tener estilo, esa mezcla a la vez confusa y estupenda en la que se fue convirtiendo nuestra ciudad en la medida en que, a partir de la fiesta petrolera, dejó de ser lugar de paso para convertirse en alternativa de vida para emigrantes de Europa y Suramérica. “Eso es lo que somos”, dice. La aproximación a una certeza universal, la impunidad de representar el mundo con altivo desparpajo. A veces asomo la cabeza en el trayecto que me separa de mi trabajo y me hago tan habitual como un florentino. Animo el día con un café italiano, honradamente sudado en una Gaggia, sobre el mostrador de una panadería de portugueses cuya especialidad es el pan gallego. Suelo comprar la prensa en el quiosco de un canario prematuramente inválido y saludo la santamaría de mi charcutero de Treviso apasionado por las especialidades catalanas […] y escucho en mi reciente memoria la ponderación de un vendedor de cuchillos cuzqueño, realmente impresionado por lo que él denomina “el eterno filo alemán […] Estaciono frente al mercado Cendrillon, regentado por unos madeirenses, y saludo a la conserje dominicana en trance de regresar a su patria por una gravedad nonagenaria. Entonces me pregunto en dónde estoy si no en el centro mismo de una historia por la que Erasmo de Rotterdam quebró alguna lanza (p. 23)2.
Es verdad que no siempre sus lectores estaban plenamente de acuerdo con las teorías explicativas de Cabrujas. Pero debatir con ellas desde las perspectivas racionales y cartesianas de las ciencias sociales o del urbanismo era sumamente difícil, por cuanto su lógica argumental estaba siempre a medio camino entre el orden expositivo del ensayo tradicional y los giros idiomáticos, las libertades literarias y los recursos estéticos de la escritura poética o de la dramaturgia teatral. 2. Ídem.
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En esta misma Cátedra le escuché, por ejemplo, al arquitecto William Niño Araque, expresar su desacuerdo con el hecho de que José Ignacio no hubiera valorado en sus escritos ese descomunal esfuerzo constructivo que se produjo en Caracas a partir del año 47, cuando se inauguró el bloque 7 de la urbanización El Silencio, a juicio de los entendidos primera obra de la modernidad caraqueña. Nos explicaba Niño en esa oportunidad que lo que aquí ocurrió, la construcción prácticamente de la nada, en apenas dos décadas, de una nueva ciudad con impresionante conjunto de obras –rascacielos como las Torres de El Silencio, autopistas, avenidas, viaductos y puentes con las más adelantadas técnicas constructivas, túneles y plazas, urbanizaciones residenciales y en el centro de todo la Ciudad Universitaria de Villanueva– es el testimonio de una sociedad que también tiene una inmensa capacidad para la construcción y que seguramente a partir de ese momento la tesis de la vocación demoledora se hace más difícil de sostener porque lo entonces construido –la ciudad moderna– ya no tiene el mismo sentido de la emergencia y la provisionalidad. Comparto en buena medida estas apreciaciones de Niño, pero cuando miro lo que está ocurriendo en la Caracas del presente, cuando paso en medio de las Torres del Silencio y veo la cruel destrucción e invasión a la que ha sido sometida por la economía informal; cuando leo las noticias de personas que se caen y mueren en la avenida Libertador porque alguien se robó las barandas de aluminio para vendérselas a un chatarrero; cuando veo al lado de la Base Aérea de La Carlota las ruinas precoces de esa hermosa obra que fue alguna vez La esfera de Jesús Soto o en la Plaza Venezuela el esqueleto saqueado de la Aguja Solar de Alejandro Otero, cuando presencio cómo las vías de acceso a la ciudad están en permanentemente amenaza, cayéndose y rompiéndose; cuando veo el campo en ruinas de ese nuestro orgullo citadino que era el bulevar de Sabana Grande, entonces pienso que el presagio de José Ignacio era cierto y que ahora hemos entrado en un nuevo tipo de demolición que no está hecha por bolas de acero sino por la barbarie, la desidia y el desinterés por la ciudad sustentado en un populismo urbano elemental y ramplón pero, en todo caso, demoledor.
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Probablemente un texto, tan lúcido como afectuoso, escrito por Ibsen Martínez, bajo el nada gratuito título de “Por ahora y mientras tanto” pueda venir en nuestra ayuda. En esa crónica, escrita a propósito de un viaje por carro en los alrededores de Bogotá, Ibsen, de manera provocadora le pregunta a José Ignacio si la aparición y existencia del libro Mi cocina a la manera de Caracas no era precisamente “un brillante contraejemplo de su teorema de la provisionalidad” y “una frondosa refutación de su idea de que Caracas es tanto más Caracas cuanto más se despoja de sí misma”. “¿Cómo pudo ser posible este libro sin una tradición, sin una memoria?”, cuenta Ibsen que le preguntó retador. “Por eso mismo”, respondió José Ignacio, “porque hurta el cuerpo a la idea de tradición y prefiere «insinuar» provisionalmente una cocina «a la manera de Caracas». Scannone logra situarse de modo natural en algo que llamaré «el futuro arquetipal», ese al que propendemos «provisionalmente» desde 1567. Cuando Caracas sea al fin Caracas, y fíjate que no digo «si volviese a ser», advierte que no digo «si Caracas continuase siendo», sino que digo «cuando por fin llegue a ser Caracas», entonces ésta, la provisional «a la manera de Scannone», será su cocina, su tradición”. Pero, por más severa que fuera su mirada, esta era su ciudad. Sobre ella escribía permanentemente. En ella se escenificaban muchas de sus piezas teatrales. A ella le dedicó un lúcido texto en los tiempos del cuatricentenario para una obra compuesta por Juan Carlos Núñez, de donde Martínez tomó el título del ensayo que he citado. Parafraseando lo que padecía por el MAS, o por los Tiburones de la Guaira, esta era la Caracas de sus tormentos. Y sobre ella repetía resignado: Para vivir en esta ciudad no necesitamos de ningún monumento que tenga a bien la gentileza de recordarnos su historia. La historia, la única historia posible, somos nosotros, y la ciudad comienza y recomienza un martes cualquiera como el pajarraco de los romanos, después de una nueva resurrección (p. 19)3. Acto II: “Los 15 rones y el culo de la alemana”
3. Ídem.
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A quienes han seguido la producción intelectual de José Ignacio Cabrujas no les queda duda alguna de que en dos de sus obras de teatro, Acto Cultural y El día que me quieras, logra desarrollar de la manera más acabada sus más profundas convicciones sobre la forma como los venezolanos de la transición entre el mundo rural y el urbano, entre el cosmopolitismo y el provincianismo, resuelven la relación entre subjetividad individual y existencia pública, entre las exigencias del deber ser social y los más auténticos gustos y creencias personales, entre lo que cada quien en el fondo de sus almas sabe lo que realmente es y lo que colectivamente se establece como lo culturalmente digno, lo políticamente correcto y lo socialmente deseable. En estas obras se expresa de manera lúcida la que considero la segunda gran idea que se repite de manera obsesiva a lo largo de su obra: la distancia entre lo que el venezolano realmente cree que es como individuo, como subjetividad, como soledad, y la pose, el desplante, la simulación a la que lo obliga una idea de la cultura, de lo público, de la respetabilidad que no coincide necesariamente con sus valores más profundos ni con lo que la sociedad como tal es. Entendía la sociedad venezolana como una caricatura de la modernidad, como un “fracaso histórico” que no tiene la fuerza para reconocerse a sí misma y está, por lo tanto, permanentemente gestualizando para mostrarse como otra. Por eso los dos grandes momentos de estas obras son confesiones. Terribles y dolorosas confesiones, almas que por fin se desnudan y se quitan de encima el ropaje del engaño que se han hecho a sí mismos y a los otros. Los dos personajes que protagonizan, Cosme Paraima, en el caso de Acto Cultural, y Pío Miranda, en El día que me quieras, terminan por confesarles a todos, a los demás personajes, al público que está en la sala, pero sobre todo a sí mismos, qué clase de seres humanos son realmente, o para decirlo en lenguaje cabrujiano, “qué carajo” era lo que en verdad les interesaba en la vida o “por qué carajo” tuvieron que inventarse un proyecto en apariencia trascendente para salir de la vida oscura, gris y apocada a la que fueron condenados. Cosme Paraima formaba parte una sociedad cultural, la
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legendaria Sociedad Pasteur para el Fomento de las Artes, las Ciencias y las Industrias de San Rafael de Ejido, cuyos directivos han decidido celebrar sus cincuenta años de existencia haciendo una representación de la vida de Cristóbal Colón. Pero la representación se vuelve un fracaso porque los actores, en lugar de recitar los parlamentos ensayados, comienzan a contar lo que realmente les pasa, sus intimidades, fracasos y amarguras personales. Uno de ellos, el secretario de la Sociedad, harto de dar conferencias sobre cualquier cosa, confiesa de manera dramática: Cosme: (Solo) Uno puede llegar al asunto así en la vida, o sea que está la persona y bueno, está la persona. Ahora; está la persona y el límite y ahí. O sea: lo asumes. Tú lo asumes. ¿Que te dijeron que no lo asumieras? Bueno, tú lo asumes, y tal. Pero, ¿no se puede, verdad?, rebasar. Es decir, se puede, pero entonces te atienes. Rebasas y te atienes. Ah, que no, que tú no querías decir eso sino lo otro. Está bien. Entonces, ¿por qué no dijiste lo otro? Estabas ahí en tu vida esperando decir lo otro... y llega el momento y dices lo de antes. ¿De quién es la culpa entonces? ¿No es tuya la culpa? ¿No te dieron lengua? ¿No tuviste la oportunidad? Después, bueno, la queja. No. Que yo no. Que yo no sabía. Yo no estaba. Yo no fui. Yo no hice. ¿Y la cultura? Porque alguien tiene que responder por la cultura. En último caso, quiero decir. Entre otras cosas, quiero decir. También puedo irme y dejarlo así. Me paro ahí en la plaza Bolívar a que me caguen las palomas. Me tomo unos tragos. Me busco unas putas y me sincero. (Cada vez más angustiado) ¿Qué me gusta a mí? Esos quince rones después de las seis de la tarde y el culo de la alemana que todos conocemos. Y nada más. Quince rones y mi culo de mi alemana. Pero entonces me dicen: ¡la cultura!... ¡la obra! Ah, bueno... entonces la cultura... vamos a hacer la cultura; que nadie diga que yo no colaboro con la cultura. Pero, si me permiten, el problema es que no me permiten, yo no llamaría a ese centro de respiraciones patrióticas Sociedad Louis Pasteur, porque en mi vida, y lo juro por mi santísima madre Micaela Paraima que Dios me la guarde bien gorda y bien conservada, me ha importado la microbiología o la rabia de los perros. En primer lugar, porque los perros de San Rafael de Ejido
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están tan jodidos que ni rabia tienen. Entonces, yo no llamaría a esto Sociedad Pasteur, sino Sociedad para un Estudio Pormenorizado y Profundo del Culo de mi Alemana. Y está bien, no sería tan cultural, pero por lo menos yo entendería mis quince rones y mis deseos y tal vez mi vida. (Acto Cultural, 1976)
Es más o menos lo mismo que le sucede a Pío Miranda. Pío, como lo debe saber la mayoría de este auditorio, quien ha mantenido engañada a su novia María Luisa Ancízar y a su familia, con la idea de que a través de su relación con Romain Rolland, el gran intelectual de la época, está preparando su viaje a vivir en un koljoz, esa modalidad de unidades de producción agrícola y comunitaria comunista mitificada internacionalmente en los años treinta como lo fueron posteriormente en los años sesenta del siglo XX las comunas de los hippies. Pero una noche, en medio del encantamiento que produce la visita de Carlos Gardel a Caracas y su casual visita al modesto hogar de las Ancízar se hace insostenible la mentira, se descubre que no hay koljoz, que no hay Romain Rolland y que el camarada Stalin no tiene ni idea de quién es Pío ni seguramente de dónde queda Venezuela. Entonces Pío, como ya lo había hecho Cosme (papeles ambos que representó el gran maestro Fausto Verdial), nos cuenta su secreto más profundo: Pío: ¡Y ahora, te voy a explicar por qué soy comunista! Cuando era niño, en Valencia, mi santa madre, Ernestina, viuda de Miranda, enfermera jubilada del Hospital de Leprosos, lectora perpetua de El Conde de Montecristo, se ahorcó en su habitación. ¿Sabes cómo mierda se ahorcó? Amontonó en el suelo Los miserables, de Víctor Hugo, El coche número 13, de Xavier de Montepin, La dama de las camelias, de Alejandro Dumas, hijo, El crimen del padre Amaro, de Eça de Queiroz y una edición ilustrada de la Biblia. Se subió a la pila de libros, y ni siquiera, maldita sea, me dejó una carta explicativa. Se limitó a saltar sobre la narrativa romántica, con una fiereza inexplicable. Ahora parece un chiste y, a veces, me he sorprendido a mí mismo, riéndome al contarlo. ¡Pero desde ese día tuve miedo! ¡Me orinaba en la cama de puro miedo! ¡No me atrevía a cruzar el patio después de las once, por temor a encontrarla bajo el limonero, o
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en el comedor, o en la cocina! Tú me preguntarás, ¿miedo a qué mierda? Y yo te diré, miedo a que me explicara por qué lo había hecho. Miedo a no inventarla. Miedo a terminar en la misma viga y bajo el mismo techo. (Breve pausa) ¡Leí los libros de aquel patíbulo que mamá había hecho en su dormitorio, buscando una clave, una respuesta, una explicación cualquiera...! ¡Y no encontré nada! ¡Páginas y páginas... y nada! (Pausa) ¡Ingresé en el seminario arquediocesano y comencé a masturbarme todas las noches! (El día que me quieras, 1979)
Para los jóvenes de mi generación estas dos obras fueron decisivas. Porque, por primera vez, en el terreno local veíamos un tratamiento de los temas colectivos hechos desde el punto de vista de la existencia individual, del sujeto, como dicen ahora los sociólogos y los psiquiatras, y no desde las visiones paisajistas de la historia hechas de grandes hombres y grandes acontecimientos. Porque nunca habíamos oído a nadie proponiéndonos que la sociedad venezolana “está basada en una mentira general, en un vivir postizo”. Como el mismo JIC lo decía: para sobrevivir voy a aparentar esto o lo otro para esconderme, porque vivo en un país donde mis deseos no forman parte de la poesía, porque los treinta rones y el culo de la alemana no son “culturales”, porque la descripción que se hace de mí en términos literarios, pictóricos, está hecha en términos sublimes y pertenece al edificio teologal del deber ser.
Estas obras, además, se ubican en medio de dos discusiones que para entonces eran decisivas en el mundo intelectual –y de alguna manera lo siguen siendo–: el tema de la cultura de los colonizados, de nuestro sentimiento de insuficiencia y minoría de edad al lado de lo que ocurre en Europa y, de la otra, el tema de cómo abandonar la ortodoxia marxista, de cómo seguir siendo de izquierda –es decir, estar de parte de los desposeídos y a favor de la justicia social– sin tener que apoyar lo que ya sabíamos había generado un monstruo autoritario que era el pensamiento comunista marxista. O, a la inversa, cómo abandonar el marxismo sin tener que volvernos
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conversos, como le ocurría a muchos, que iban volando del MAS o del MIR a la decadente Acción Democrática o se protegían en los brazos de un nuevo discurso fanático, como lo era el discurso neoliberal. En todo caso, en nuestra época de estudiantes cada vez que algún compañerito de Sociología, Filosofía o un visitante de la Facultad de Ciencias se ponía pesado y comenzaba a exhibir su sabiduría de un marxismo embrutecedor aprendido de memoria, alguien decía: “Ah carajo, ¿y el culo de la alemana?” y se terminaba la discusión. Habíamos aprendido la lección.
Acto III: “El estado es mágico y el presidente un prestidigitador”
Probablemente entre el conjunto de ideas que hemos venido manejando como pilares del pensamiento de Cabrujas está la de que los venezolanos tenemos una creencia profundamente introyectada de que el Estado es un ente mágico. Este planteamiento es el más importante desde el punto de vista sociopolítico entre todos los aportes cabrujianos. Tengo la sospecha de que cuando José Ignacio comenzó a encender su linterna para alumbrar el lado oscuro de las representaciones colectivas sobre el poder político y la organización social, nos ofreció un camino de comprensión que ni las ciencias sociales, ni los estudios políticos nos habían sistematizado para entonces. ¿Qué comenzó a indagar José Ignacio? En primer lugar, intentó buscar respuestas menos convencionales –el imperialismo, el atraso histórico, el peso de las oligarquías, la herencia española o indígena– a las preguntas sobre el porqué una nación que ha tenido tan grandes riquezas petroleras y la posibilidad de elegir democráticamente sus gobiernos con una nutrida clase media con altos niveles de formación académica, no logra construir una sociedad, no plenamente, sino aunque sea medianamente democrática y generadora de bienestar para todos sus habitantes. Cabrujas, con la agudeza que lo caracterizaba, y sin nin-
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gún método académico-formal de análisis histórico de por medio, se empeña en realizar un seguimiento la manera como se han comportado los presidentes de la República de distintas épocas, ideologías y regímenes del siglo XX, para concluir que todos, en el fondo, no importa si son dictadores o presidentes electos, si son de derecha o de izquierda, comparten una misma visión “mágica” del Estado venezolano y que esa visión es resultante de una circunstancia decisiva: del hecho de que el Estado sea el propietario absoluto de la renta petrolera y el responsable de su redistribución. Por eso es que no hay diferencia alguna entre el uso que del poder político hacía, por ejemplo, el general Marcos Pérez Jiménez, el que hizo años más tarde Carlos Andrés Pérez, o el que ahora está haciendo el teniente coronel Hugo Chávez. A la hora de la chiquitica, como se dice en el habla popular, los tres asumen al Estado como un “brujo magnánimo” y ellos se perciben a sí mismos como magos, como prestidigitadores, que están obligados entretener a su auditorio sacando conejos fantásticos del sombrero de la renta petrolera. Esos conejos fantásticos pueden ser cualquier cosa: autopistas, edificios, viaductos, puentes, túneles, industrias básicas, desarrollo económico, como cuando Pérez Jiménez; la “gran Venezuela” al alcance de sus manos, con tropas de emigrantes financiados a las mejores universidades del mundo o la fabricación de aviones y tractores en suelo nacional u ofertas de pleno empleo, como con Carlos Andrés Pérez; incluso, ahora que hemos llegado al mago mayor, un tipo de actos taumatúrgicos propios de la época de Harry Potter, como la promesa del presidente Chávez de dedicarse a salvar al mundo. Todo es posible hacerse porque el político no se percibe a sí mismo como parte de un largo plazo, no se siente comprometido con un desarrollo histórico de una sociedad, sino que se siente obligado -para encontrar el aplauso, la celebración, el voto inmediato- a mostrar barajitas mágicas con las cuales va a revolver todos los problemas. El asunto tiene niveles. Primero, el Estado es del Presidente. Segundo, su ejercicio es una simulación. Y tercero, la simulación se ejerce adoptando la forma de brujo magnánimo. En una entrevista concedida a la Comisión para la Reforma
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del Estado (COPRE), que se ha convertido en referencia ineludible para los estudiosos del tema político venezolano, Cabrujas construyó, y aquí me estoy robando un término del poeta Alfredo Chácon, la primera teoría crítico–sabrosona sobre el Estado venezolano. “El concepto de Estado” reza en la entrevista ... es simplemente un truco legal que justifica formalmente apetencias, arbitrariedades y demás formas del ‘me da la gana [y esto fue escrito, ojo, antes de que Chávez arribara a la presidencia]. Estado es lo que yo como caudillo, o como simple jefe de poder, determino que sea Estado. Ley es lo que yo determino que sea ley. El país tuvo siempre una visión precaria de sus instituciones porque, en el fondo, Venezuela es un país provisional.
La simulación estatal se vuelve así una extensión de la personal. Así la describe: Esta sociedad familiar que no acepta deserciones a la cervecita cotidiana, que convierte a González en Gonzalito, esta sociedad de cómplices, de los dos falsos, ha hecho de la noción de Estado un esquema de disimulos. Vamos a fingir que el Presidente de la República es un ciudadano esclarecido. Vamos a fingir que la Corte Suprema de justicia es un santuario de la legalidad. Pero en el fondo todos sabemos cómo se bate el cobre, cuál es la verdad, de qué pie cojea cada quien.
No es casual entonces que estas ideas de Cabrujas, dispersas en cientos de páginas, hayan servido como punto de partida para un enjundioso trabajo académico que el historiador y antropólogo venezolano de la Universidad de Chicago Fernando Coronil, emprendiera y publicara luego bajo el título El Estado mágico: dinero y poder en Venezuela. Coronil va dándole rigor y buscando evidencias que demuestran cuán ciertos eran los acercamientos cabrujianos. Documenta al lector, por ejemplo, sobre el empeño de CAP en construir un avión nacional, o en hacer una industria nacional de tractores, más o menos lo que hace hoy Chávez cuando propone el desarrollo
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endógeno o socialismo del siglo XXI, que son todas ideas en las cuales no se le propone a la sociedad que se dedique a construir y que se entregue como persona, como colectivo a determinada meta, sino que se le va a dotar gracias a la renta petrolera, de unas facultades o posibilidades de desarrollo que, por lo demás, siempre terminan empobreciendo al colectivo. Un Estado mágico es un estado de simulación, no es un aparato de planificación, no es una relación de realidad, no es una sensación de lo posible. Un Estado mágico es un acto taumatúrgico; corresponde al orden de los sueños, y por lo tanto lo que Cabrujas nos había dicho que era un trauma, una tara de los venezolanos en la incapacidad de aceptarse como son, se expresa ahora en lo colectivo en el hecho de que la misma simulación que se produce en el orden individual ahora está expresada en el Estado, en lo que dirige a la sociedad, también como simulación.
Consideraciones finales
Por último quisiera hacer una acotación final. Probablemente la visión de Cabrujas sea muy pesimista Muy severa. Una mirada que de alguna manera ratifica la leyenda negra sobre la condición venezolana que cultivaron los positivistas de comienzos del siglo XX, como Vallenilla Lanz y que luego desarrollaron en distintos momentos autores como Herrera Luque y Carlos Rangel. Con la diferencia, hay que decirlo, de que Cabrujas no se hizo eco de las creencias en la idea de la tara genética de lo indígena y lo negro o de la mala influencia del tipo de españoles que vinieron a América. Cabrujas desarrolló más bien lo que en otros textos he denominado “la crítica de las élites” a cuyo carácter tránsfuga, saqueador y minero atribuyó muchas de nuestras desventuras. Sin embargo, la perspectiva de Cabrujas no es condenatoria. Es más bien un esfuerzo por obligarnos a reconocernos como somos y en ese intento hay también mucho de alegría, de cariño, de celebración algunas veces basada en la exageración, en el uso de lo desmesurado y la extravagancia como mecanismo pedagógico de autorreconocimiento.
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No creo que sería exagerado decir que Cabrujas era en el fondo un gran “jodedor”, un vacilador, un “mamador de gallo”, en el sentido estricto del término, que tuvo la osadía de haber convertido las claves particulares del humor popular venezolano en un hecho cultural que des-engolaba, des-mitificaba y de alguna manera des-acartonaba –tanto en su dramaturgia como en sus semanales columnas de opinión– la idea de la cultura como espacio del elitismo, la sofisticación y la europeización. En sus conferencias y talleres, por ejemplo, le vimos hacer con frecuencia curiosas mezclas entre su erudición universal y humorísticos desplantes en torno a la cultura nacional. En cierta ocasión se dedicó a contar con rigor absoluto la historia de El ángel azul, aquel clásico del cine alemán de los años 30. Fue mostrando de manera por demás ilustrada la tragedia de Roth, el severo profesor que pierde su cátedra y su respetabilidad a causa del enamoramiento que lo posee por una hermosa y perversa corista encarnada por la magistral Marlene Dietrich. Roth se va convirtiendo en un pelele y termina, él, que ha sido un hombre adusto y digno, incorporado en uno de los actos representados por su amada haciendo el ridículo y degradante papel de un gallo. Vestido de gallo, en medio del acto, el profesor mueve sus alas y hace kikiriki. Entonces, cuando su audiencia está embelesada y conmovida, Carbrujas, para que todo el mundo entienda el drama, exclama: “Es como si viéramos un día al doctor Úslar Pietri presentándose en un show vestido de payaso. ¡Sería algo para no perdérselo! ¡Un espectáculo único en la vida!” El país y la ciudad de Cabrujas están presentes en la diversidad de disciplinas que ofició a lo largo de su vida: fue actor, director de teatro y de ópera, escritor de telenovelas, obras de teatro y guiones de cine, humorista, actor, locutor y columnista de prensa. Esta última faceta es decisiva en su presencia de en la vida venezolana de los años ochenta y noventa del siglo XX. Se convirtió en una de las más autorizadas y esperadas voces críticas del país gracias al periodismo de opinión y a su gran capacidad para convertir cada columna que escribía en un género híbrido entre la prosa ensayística, la dramaturgia teatral, el sketch humorístico, el relato breve y
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la crónica urbana. Pero, probablemente, su talento mayor en este campo, su gran originalidad, estuvo en haberse convertido él mismo en personaje central, en tema recurrente, en actor fundamental de sus propias columnas. Permítanme hacer dos señalamientos más para concluir. Primero, me parece prudente decir que en aparente contradicción con su feroz capacidad crítica, el rasgo más frecuente en su obra es la ternura. José Ignacio hizo un uso poco común entre nosotros de ese sentimiento tan difícil de manejar sin caer en la cursilería. Por esa razón, cuando salimos de Acto Cultural o de El día que me quieras, los espectadores no estamos indignados con Pío Miranda, por sus engaños a María Elvira, por sus mentiras; tampoco con Cosme Paraima, por su doble vida, por su farsa. Los espectadores no queremos sus cabezas. No. Al final todos los comprendemos; en el fondo los amamos; más bien nos provoca protegerlos y eso se debe a la gran dosis de ternura que les dio su creador para que así entendiéramos lo que de Pío y de Cosme hay en cada uno de nosotros los venezolanos. Y en segundo lugar, creo que también es prudente reconocer que Cabrujas es uno de los pocos intelectuales que asumió públicamente, y lo resolvió muy bien, algo que fue muy traumático para los miembros de su generación que desde muy jóvenes fueron militantes del comunismo y seguidores del marxismo, una generación que imaginó que la sociedad podía ser más justa por esa vía y que luego tuvo que abandonar ese pensamiento al convencerse de que los resultados prácticos habían sido un horror: esa monstruosidad que fue el estalinismo y ese espanto autoritario que se resumió en la dictadura de Fidel Castro en Cuba. Cabrujas, especialmente a través de El día que me quieras (1979), logra eludir tanto la opción de los conversos como la de los pragmáticos que trataban de huir del pasado comunista. Cabrujas, y por eso su filiación con el MAS, logra a través de la confesión de Pío Miranda reconocer personalmente que la ideología política por la cual incluso muchos de sus compañeros dieron su vida, no servía, era una farsa, un mito, un espejismo, una falsificación de la realidad. Pero en vez de abandonarla de una manera amarga, como hicieron los con-
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versos, lo hace amándola, respetándola, entendiéndola como toda utopía en que alguna vez se creyó y a la que no se quiere pisotear. En la escena final de El día que me quieras, María Luisa Ancízar tiene en sus manos una radiante bandera del partido comunista con el martillo y con la hoz; de fondo se oye la música de La Internacional. Poco a poco la luz cenital se va debilitando en fade out y lo único que el espectador percibe es la intensa especie de nostalgia de aquella mujer solitaria, tanto por el hombre que amó y ya no está, como por una idea que ya sabe que no funciona. (Elvira sale en dirección a la cocina. Larga pausa. María Luisa se levanta, y camina hacia la maleta de Pío. Se inclina y abre la maleta. Rebusca entre camisas remendadas y pantalones precarios. Y encuentra, envuelta en papel de seda, una bandera roja con hoz y martillo. Gran pausa. María Luisa coloca la bandera como un adorno en el respaldar del sofá vienés. Un tiempo y Elvira regresa de la cocina. Mira en silencio a su hermana) María Luisa: Quiero que se quede aquí. Hasta mañana. Por lo menos, hasta mañana. Elvira: (Pausa) Es tu casa, María Luisa. Tú dispones. (El día que me quieras)
Esta escena final es también una metáfora de lo que Cabrujas sentía por Venezuela. Esa especie de desengaño permanente entre una nación a la que amaba pero frente a cuyo fracaso histórico, frente a cuya gran mentira, no quería engañarse. Me gustaría terminar diciendo que así me imagino al propio Cabrujas. Estoy seguro, porque hablé con él algunos días antes de su muerte, de que estaba profundamente desencantado del país. Que no tenía esperanza alguna. Que veía negro todo lo que se le avecinaba. Por eso la tarde de domingo cuando lo fuimos a despedir en el Cementerio General del Sur, me lo imaginé en una escena final como la de María Luisa. Levantándose y sacando del papel de seda una bandera tricolor con cinco estrellas, colocándola como adorno en un asiento vienés y diciéndole con su vozarrón teatral a alguien, a Elvira
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misma: “Quiero que se quede aquí, hasta mañana. Por lo menos hasta mañana”. Y a Elvira respondiéndole: “Es tu casa, José Ignacio, y es tu país. Tú dispones”. Buenas noches.
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Críticas de la modernidad criolla: Caracas como espacio para la democracia Tomás Straka (2008)
Introducción
Las reflexiones de dos de los hombres que más pensaron a la Venezuela que en 1958 se lanza a la aventura de construir un sistema civil y democrático nos servirán de guía para el análisis del problema de la ciudad como un espacio de construcción de un modelo de vida compartido. Son, más que las críticas a lo que la ciudad –en este caso Caracas– había sido y estaba siendo entonces, el deslinde con el proyecto de país ejecutado hasta la hora. La necesidad de una nueva ciudadanía, cimentada en los valores y sociabilidades de los venezolanos debía ser correspondida, en su visor, con un entorno que las propiciara e hiciera efectivas. En las siguientes páginas nos detendremos en las ideas que dos “modernizadores”, en cuanto promotores de la modernidad, Mariano Picón-Salas (1901-1965) y Rómulo Betancourt (1908-1981), desarrollan sobre la Caracas cambiante que les tocó vivir y, en algún grado, administrar. Aunque políticamente afines, no lo son tanto en el conjunto de sus ideas. El uno es un escritor seducido por la política; el otro, un político que siempre supo de la escritura como una de las herramientas fundamentales de su vida. Naturalmente, no se trata de una visión panóptica, susceptible de recoger pareceres de un espectro ideológico más amplio, pero sí nos da pistas para compren-
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der, en el ideario venezolano, el rol asignado a la ciudad como palanca, más que escenario, de cambios fundamentales. La primera parte del texto se refiere a este tópico, en un tiempo largo, como antesala de las tesis que estos hombres construyen, en ambos casos, poniendo a la capital como el puntero de las grandes promesas de nuestra modernidad.
La vitrina de la modernización
Hacia 1870 Venezuela se encamina de forma definitiva hacia su proyecto modernizador. Aunque ya dos oleadas anteriores –la de los Borbones, en la segunda mitad del siglo XVIII, y la del corolario de la emancipación y su proyecto de corte liberal, definitivamente instituido en 1830– la habían empujado hacia las coordenadas del mundo moderno, no fue hasta entonces cuando las élites lograron reunir las suficientes fuerzas, apuntaladas por la expansión de la segunda revolución industrial y del imperialismo en ciernes, que estaban cambiando al mundo, como para formular en términos definitivos un proyecto de nación estructurado con los principios del mundo moderno, tal como se lo entendía entonces. Caracas fue la gran vitrina del ensayo. Antonio Guzmán Blanco, su director supremo, no sólo la repotencia con algunas obras de arte urbano que refrenden su preponderancia en el país –la modernización del Estado, entendido como centro de poder y control de toda la sociedad, es básica en el esfuerzo– y que generaron una marca definitiva en el imaginario de los venezolanos, sino que además las concibe como el escenario para el despliegue de los valores y sociabilidades en los que se debía traducir el mismo, y que conllevarían la máxima aspiración de todos estos cambios: un nuevo modo de vida, entendido como superior al colonial, y en el que, por fin, seríamos felices. Los siguientes cincuenta o sesenta años mantienen esta lógica. La construcción del Estado moderno, de la burguesía que habría de llevarnos al capitalismo, un colectivo hasta entonces disgregado en querencias regionales que se galvanice en una nación y de los valores de la modernidad, pasaba por
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la construcción de una Caracas que emanara los destellos capaces de encandilar y transformar al resto de la República. Ni siquiera la larga etapa del gomecismo escapa del todo de esta lógica: aunque no se hacen obras capaces de impactar el imaginario como las del guzmancismo, la ciudad sí da cambios sustanciales expandiéndose en urbanizaciones –Nueva Caracas, Los Jardines de El Valle, San Agustín, Los Caobos, La Florida, Campo Alegre– en muchos casos financiadas por el Estado (el Banco Obrero se crea con esa intención en el emblemático 1928), que señalaban un nuevo modo de vida y el surgimiento de una nueva clase; así como se desarrollan importantes obras de infraestructura sanitaria –son los años en los que el arte urbano da paso a la salud pública como naturaleza de la política de la ciudad– y se edifican un par de edificios que ya buscan otra escala, aunque aún tímidamente: el Cine Principal, la Gobernación del Distrito Federal o el Museo Bolivariano. Con todo, Juan Vicente Gómez, poco afecto a Caracas, encerrado entre sus potreros y sus cuarteles en Maracay, no se plantea el problema de la ciudad en grande: será la capital aragüeña, capital efectiva del país, la que pasa de una aldea a una ciudad. En 1936, tras su muerte, las fuerzas que vienen ges tándose en el régimen hacen eclosión y toda la sociedad, incluso de forma indistinta a sus grandes rivalidades políticas, entiende que el camino es reformular el proyecto, porque lo esencial del anterior, que era estructurar un Estado y amalgamar una nación, ya estaba razonablemente avanzado (no más que eso, razonablemente avanzado), y porque las demandas de la hora eran otras: regularizar la vida en una institucionalidad más verdaderamente republicana, abrir espacios hacia la democratización de la sociedad y generar –innovación venida de los nuevos tiempos– formas de bienestar para las mayorías. Caracas, nuevamente, deberá ser la vitrina de ese nuevo modo de vida. El Plan Monumental de Caracas (conocido como Plan Rotival) es el intento más audaz, desde los retoques guzmancistas, que hasta el momento se había visto. El ensanche de las arterias y la construcción de una nueva escala edilicia sobre lo que serían los restos de la ciudad colonial vendrían a refrendar la dinámica de expansión que durante el período el
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Estado no deja de promover para las clases medias y el proletariado que cada vez más se concentran en la capital, de un país crecientemente centralizado por un Estado en crecimiento (son los años de las primeras grandes estatizaciones: los puertos, los ferrocarriles, las propiedades de Gómez y muchos de sus lugartenientes, convertidas en sedes de instituciones públicas): son los días de Vista Alegre, Lomas de Urdaneta o Propatria, urbanización “ideológica” del régimen si las hubo. En sus líneas matrices, el espíritu del Plan se mantuvo, aunque no todas sus directrices (lo que nos salvó, por ejemplo, de volver a El Calvario una especie de Pirámide de Teotihuacan bolivariana: no siempre el incumplimiento de las obras es malo). Con la reurbanización de El Silencio (1943-45), ya el Estado demuestra su camino: demoler la ciudad, que ahora no es más que el centro de un conglomerado que llega a lugares nunca pensados (¡Artigas, La Quebradita!), como quien demuele un recuerdo indeseable (¡esa vida colonial que nos queremos quitar de encima!), o construir francamente otra, como pasó con la Ciudad Universitaria, decretada en 1943, o con todo el Circuito de la Nacionalidad, emprendido por el gobierno militar, ejemplo del urbanismo como pedagogía política comparable a las obras –así al menos lo compararon entoncesde los grandes monarcas de la Antigüedad. En efecto, después de Guzmán Blanco, el esfuerzo que más asombro generó (y sigue generando) en la política de un Estado para rehacer su vitrina de proyecto de país según su propia versión es el de la dictadura militar que gobierna diez años, de 1948 a 1958, los últimos cinco, de diciembre del 52 a enero del 58, de forma directa y absoluta por Marcos Pérez Jiménez. Las escalas, urbanas y edilicias se expanden aún más, logrando que hasta el día de hoy se le atribuya a este dictador casi la totalidad de lo construido de importancia en la ciudad (o sea, la propaganda funcionó bien). Obras como la Autopista de Caracas a La Guaira, con la que se venció finalmente uno de los más viejos retos que la naturaleza le puso a la ciudad: llegar al mar; el Teleférico, con el que se vence otro reto insondable: domeñar la mole del Ávila; el Centro Simón Bolívar, como nuevo epicentro ultramoderno; las avenidas Urdaneta, Baralt, Sucre y, claro, como expresión de la institución que se
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decía su heredera, Fuerzas Armadas, daban una nueva sensación de velocidad y alargamiento; los superbloques como “máquinas” que enseñarían a los campesinos recién avecindados a comportarse como citadinos; el archipiélago –porque se construyeron como un archipiélago: como islas tenuemente comunicadas entre sí– de urbanizaciones, aún causan impresión. Todo pagado por una república que se vuelve la primera exportadora mundial de petróleo, que crece a más del 10% interanual, que recibe millares de inmigrantes que ponen sus talentos y su esfuerzo en la labor, con una clase media y unos nuevos ricos que ahora crecen como nunca (aunque sería nada a como crecerían después) y por una sociedad ávida de cambios, que está dispuesta a admitir todos los experimentos de la nueva arquitectura y tiene el dinero para pagarlos y así sentirse cosmopolita. Todo eso permite poner en escena la modernidad largamente anhelada. Dior abre una tienda; la Gran Avenida tiene de Nueva York y de París; hay restaurantes franceses; unos millonarios se pagan una casa de Gio Ponti; en el club de los militares hacen fiestas que parecen sacadas de cuentos de hadas o de crónicas romanas; ¡hay hasta una pista de hielo en el Ávila! Hay una nueva vida, feliz, a la que se entregan los más adinerados y que traen entre cejas los campesinos que vienen. El régimen, cómo no, manda a hacer un mosaico de Amalivaca en las entrañas de su rascacielo emblemático; recrea espacios versallescos en el club de la oficialidad y le manda a pintar escenas míticas, con guerreros indígenas que parecen Hércules, que se parecen a Charles Atlas… Una muchacha de apellido curazoleño gana el Miss Venezuela y en su honor hasta se crea una arepa, la “Reina Pepiada”, porque en esta ciudad de dancings y fuentes de soda hasta la arepa se debe modernizar. El problema es que los resultados iniciales generan dudas; despiertan temores; hacen nacer incomodidades. Una sensación de que se nos había ido la mano cunde en algunos sectores de la élite. En varios tirajes se agota un libro apocalíptico que presagia nuestro final como pueblo entre tanto emigrante y tantas novedades, vamos a desaparecer como colectivo. Los venezolanos pensantes entonces serán más que críticos, acerbos en su condena a lo que identifican como un boato y una ace-
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lerada pérdida de identidad. Una vez caído el régimen, incluso será uno de sus puntos de crítica más dura. La vitrina resplandeciente ocultaba una despensa ruinosa; la ciudad de las avenidas y los rascacielos contrastaba con un campo y otras ciudades que no acusaban recibo de los cambios. Las preguntas en 1958 son: ¿tal puede ser la vitrina de una democracia? ¿Así debe ser la capital de un nuevo país? ¿Hasta dónde llevar Rotival? La Caracas de la democracia; la que se planifica y empieza a construirse hacia 1960, a un ritmo tan acelerado como el de la década anterior; así como la crítica que los demócratas le hacen a la Caracas que ha venido siendo, es una expresión clara del proyecto de país que se actualiza entonces, de sus logros y, claro, de sus inmensos fracasos. Veamos dos casos: uno de un demócrata que de forma risueña llamó a la calma y entrevió una nueva tradición en ciernes, en la que no todo lo veía malo; y el de otro que asumiendo la dirección del nuevo sistema, haciendo críticas a la ciudad existente, en sus propuestas para remediarlas, nos explicó ese nuevo modo de vida por el que se luchaba y al que, en rigor, aún soñamos alcanzar.
El itinerario del escritor: ¿acaso llegaremos a la felicidad?
Muy trajinado por quienes se ocupan del problema, el célebre ensayo de Mariano Picón-Salas “Caracas (1957)”, que es una especie de contraste al de “Caracas (1925)”, constituye una de las meditaciones más acabadas sobre la naturaleza de la nueva sociedad que estaba emergiendo con la ciudad que tan afanosamente se construye y reconstruye entonces. La nueva Caracas que comenzó a edificarse a partir de 1945 es hija –no sabemos todavía si amorosa o cruel– de las palas mecánicas. El llamado ‘movimiento de tierras’ no sólo emparejaba niveles de calles nuevas, derribaba árboles en distantes urbanizaciones, sino aparecía en el fondo entre las quebradas y barrancos que forman el estrecho valle natal de los caraqueños. (p. 221).
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En estos años –de 1945 a 1957– los caraqueños sepultaron con los áticos de yeso y el papel de tapicería de sus antiguas casas todos los recuerdos de un pasado remoto o inmediato (…) se fue haciendo de la ciudad una especie de vasto –a veces caótico– resumen de las más variadas ciudades del mundo: hay pedazos de Los Ángeles, de San Pablo, de Casablanca, de Johannesburgo, de Yakarta. Hay casas a lo Le Corbusiere, a lo Niemeyer, a lo Gio Ponti. Hay una especial, violenta y discutida policromía que reviste de los colores más cálidos los bloques de apartamento (pp. 221- 222).
Picón-Salas entiende que esas palas mecánicas están nivelando más cosas. Están derribando estructuras más hondas. Es la modernidad con su dinámica que agita a las sociedades; es el capitalismo y sus nuevos ricos, con sus hábitos, con sus valores. Ve a aquellos inmigrantes italianos y portugueses que “empinan botellas de inicua Pepsicola”; que manejan las máquinas y que están haciendo dinero, y ve el surgir de una nueva tradición: Y en extraña dualidad, en conflicto de valores y estilos parece ahora moverse el alma del habitante de Caracas. Hace apenas dos o tres lustros se les educó al tradicional modo romántico sudamericano, en que el mundo de las emociones contaba más que el mundo de los cálculos. La dimensión de la hombría la daba el coraje y la prodigalidad, la listeza y el ingenio, los éxitos en el amor y la popularidad con los amigos. Era un ideal estético –aunque no estuviera desprovisto de cinismo– en que el hombre más perfecto era el más capaz de exponer la vida o derrochar el dinero; en que el mejor camino de la conducta no parecía el análisis prudente, sino el impulso irracional de la ‘corazonada’. Y aupado en un dulce viento de cinismo o de simpatía, la vida se desliza sin mayor sorpresa en el fácil y pequeño universo de gentes conocidas. Muchos venezolanos reclamaban, en la hora de los repartos, que eran descendientes de próceres: que una prima suya casó con un ministro; que en su familia, a través de largas generaciones, todos tuvieron puestos públicos. Pero otro espíritu de mudanza y áspera aventura empezó a soplar en los últimos años. Ya era imposible reconocer en una sala de cine
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a los nuevos y bulliciosos espectadores y como hormigueros diligentes salían de los sótanos, subían por los andamios de las estructuras arquitectónicas, compraban giros en los Bancos, negociaban y vendían las más desconocidas gentes. Las escotillasde los barcos arrojaban en el terminal de La Guaira o en los muelles de Puerto Cabello millares de inmigrantes. Y el que fue hace diez años obrero, ahora puede ser propietario de una empresa de construcción. A los ricos por herencia, bonanza política o linaje, se opusieron los nuevos creadores de fortuna. Aun los venezolanos más privilegiados tenían que despertar de su antiguo ritmo sedentario y correr en esta nueva maratón de empresas y aventuras (p. 225).
Picón-Salas no es un nostálgico por el poder de las nuevas élites. Cuando hombres como Mario Briceño-Iragorry temen en los trastornos el fin de la venezolanidad, como señala en su muy famoso Mensaje sin destino (1951), él intuye una nueva venezolanidad, en la que si bien hay cosas que le generan reservas, en otras entrevé una renovación del ser nacional. Así, “al exaltar frente a venezolanos e inmigrantes el valor y el ejemplo de una tradición venezolana, el mensaje y el destino que nuestro pueblo se asigne en el pasado y el futuro de América, debemos preguntarnos de qué especie de tradición se habla, pues todo pasado por el hecho de serlo no es en sí mismo venerable, y aun hay tiempos pretéritos de cuya memoria quisiéramos librarnos como de un mal sueño”1. En efecto, Hay en nuestro actual conjuro a la tradición un poco de nostalgia como si en un medio tan cambiante como el de Venezuela, nos dolieran los viejos usos y costumbres que sepultamos cada día. O vemos en el hábito u objeto sustituido, su valor añorante y no las imperfecciones que debió tener. Duelen, por ejemplo, los árboles, arcadas y patios de los extintos caserones coloniales y se olvida la incomodidad de sus cuartos de baño o el trabajo de esclavos que debía cumplir la antigua servidumbre para mantenerlos limpios. El venezolano de hace tres o cuatro décadas no tenía –a menos que fuese excesivamente conserva1. Ídem, p. 59.
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dor– por qué lamentarse del eclipse de muchos módulos tradicionales, ya que el país, entonces tan atrasado, era sólo tradición estática. Y ésta a veces se confundía con roñosa rutina. ¿No fue un largo permanecer trágico e inmutable un período como el de la dictadura de Gómez? Al final de aquel régimen lo que quería el país era insistir menos en la tradición que en el violento cambio (...) No había que escribir elegías a la tradición auténtica porque ésta seguía reinando en vestidos, alimentos, cantares y consejas del pueblo y en el agua que destilaban los últimos tinajeros. En nuevos objetos y artesanías que con otros medios técnicos empieza a producir el venezolano de hoy, más adecuados a las nuevas necesidades que emergieron, pondrán nuestros descendientes de mañana tanta emoción como la que nosotros proyectamos en las obras de hace un siglo. Estas cosas en un día lejano serán también folklore. El tiempo renueva sus pátinas. Y las manifestaciones folklóricas en un país que recibe una gran corriente inmigratoria no podrán ser las mismas que las que prevalecieron hasta ahora, aunque mucho del subconsciente colectivo y de la peculiaridad tradicional habrá de transmitirse a los nuevos pobladores2.
Sí, “nos cubrimos del polvo de las demoliciones; somos caballeros condecorados por el asombro, para que comience a levantarse –acaso más feliz– la Caracas del siglo XXI” (p. 224). Llegados al siglo XXI se cumplieron los vaticinios de una nueva tradición; los nuevos ricos desplazaron, en muchos aspectos, a los viejos pergaminos de la élite republicana que dirigió al país durante cien años; la ciudad abigarrada de contrastes terminó, en efecto, siendo caótica. Y difícilmente podríamos decir que acaso somos más felices. Hizo bien Picón-Salas al poner la advertencia del acaso en sus barruntos del porvenir.
El itinerario del político: el espacio para la democratización
Tal vez la crítica más severa a lo que Caracas representó como vitrina de la modernización la hizo Rómulo Be2. Ídem. p. 66.
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tancourt. Su diagnóstico del país –diagnóstico que, a diferencia de los anteriores- será especialmente importante sobre el futuro de la ciudad, así como decidor de nuestro proyecto de modernidad a partir de entonces, porque fue hecho por uno de los hombres que más influencia le imprimió al destino que hemos vivido como colectivo. Para Betancourt, Caracas era todo lo que Venezuela no debía ser: un “progreso de fachada”, una suntuosidad sin correspondencia en los fundamentos socioeconómicos del país. La simple escenografía que los dictadores y las élites gobernantes hasta el momento se habían construido. Betancourt va a representar una inflexión, al menos en términos de su proyecto, referente a Caracas. Su tesis es más o menos la siguiente: una democracia implica un esfuerzo equitativo de la acción pública en todo el país; por eso, la capital no podrá ser una especie de santuario para el régimen, como gustó a las autocracias (no en vano empleará el adjetivo “farónico” para definir lo hecho, por ejemplo, por Pérez Jiménez), sino un centro dinámico en condiciones de relativa igualdad con el resto. En esto, como tantas otras cosas, no fue precisamente acompañado por el resto de la sociedad y por la dinámica de una economía que propendían al centralismo. Con todo, la enumeración de las obras que entonces se construyen en la ciudad es notable, y si no lograron posicionarse en el imaginario como las realizadas por la dictadura militar que lo precedió (1948-1958), fue por su carácter infraestructural: la Avenida Libertador, el Parque del Este, el Parque Arístides Rojas, el Parque Naciones Unidas, la culminación del sistema de acueductos del Tuy, el Distribuidor El Pulpo, por sólo nombrar algunas. De hecho, en el Plan Cuatrienal (1960), las únicas dos regiones a las que se refirió en específico fueron Caracas y Guayana. La segunda, como la nueva vitrina de lo que sería el modelo de desarrollo del país; y la primera porque, habiéndolo sido hasta el momento (o así se esperaba que fuera), seguía siendo “el centro político, administrativo, cultural y financiero de la República” (T.I, p. 350). El proyecto contempla dos aspectos que desde entonces serán constantes en la visión de la ciudad: desconcentrar la población y atender necesidades de base, de infraestructura, en vez de las que
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siempre llamó las obras “farónicas y rastacueras”: es decir, de un boato propio de gobernadores tiránicos y, en todo caso, ajeno al verdadero desenvolvimiento nacional: Una característica importante del Plan es una mejor distribución regional de los recursos en función de las necesidades y con arreglo a determinadas prelaciones. Ello significa que la capital no podrá recibir del sector público una proporción igual a la que recibía en tiempos pasados. Pero Caracas, con su crecimiento vertiginoso, constituye uno de los problemas más serios de la República y ante él no se puede permanecer indiferente. La capital requiere que se atiendan sus necesidades, muchas de las cuales son apremiantes, pero ello ha de hacerse en la medida de los recursos fiscales y son cuantiosas las cantidades requeridas para las obras en la zona metropolitana. Dotar a la población de Caracas de agua, vías de comunicación, viviendas adecuadas, servicios hospitalarios y otros, es empresa que no se puede realizar sino con un esfuerzo constante de muchos años. Se requeriría para ello de una cantidad del orden de los 2.000 millones de bolívares, de la cual sólo una parte ha podido incluirse en el Plan Cuatrienal, pero se están llevando a cabo estudios que serán la base de un programa para acelerar el ritmo de las obras requeridas. En ciertos casos se recurrirá a un financiamiento especial, como el del desarrollo de la avenida Libertador y de las áreas propiedad del Centro Simón Bolívar. También habrá de resolverse sobre bases firmes, para lo cual se estudian ciertas soluciones alternativas, la adopción de un sistema de tráfico rápido. Ya existe un proyecto de tren subterráneo (I, 349).
Son las bases del nuevo modelo de ciudad: corredores viales, el Metro, acueductos. Cuando se inaugura la represa de Quebrada Seca, del sistema Tuy, dice Betancourt: No se le ha hecho la debida propaganda, o mejor dicho, no se ha dado la debida información en torno a esta obra, que no tiene nada de espectacular ni de ostentoso. Es una obra que viene a satisfacer una necesidad fundamental y primaria de la población caraqueña.
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Anda por ahí la conseja de que el gobierno actual se ha preo cupado exclusivamente de la provincia y ha descuidado a la ciudad de Caracas. Se olvidan de que junto con una obra tan importante como el distribuidor de tránsito conocido popularmente con el nombre de El Pulpo, se han hecho otras, de vital, de trascendental importancia. En los próximos años ya no habrá, en la época veranera, el padecimiento de la población caraqueña por falta de agua (II, 221).
Sin embargo, la obra más destacada de su gobierno, la que de manera más clara define su política para con la ciudad, fue el Parque del Este, inaugurado el 6 de enero de 1962: Se trata de una obra inicial de todo un plan para dotar de pulmones a esta ciudad asfixiante, y de sitios donde puedan ir los niños caraqueños que viven en apartamentos o en casas sin comodidades, a disfrutar de sus sábados, de sus domingos, de sus días feriados. Esta obra no es sólo resultado de inversiones realizadas por el Gobierno Nacional. No habría sido posible, si un grupo de buenos caraqueños y de buenos venezolanos no se hubieran preocupado desde hace muchos años por sustraer estas 72 hectáreas a la fiebre urbanizadora. Quiero dar sus nombres, porque merecen bien de los caraqueños y bien de los venezolanos. Son ellos: Gustavo Wallis, Carlos Guinand, Armando Planchart, Eduardo Mendoza Goiticoa, William H. Phelps, hijo, y doctor Enrique Tejera. Un brasileño, poeta, arquitecto y músico; un hombre interesado por la belleza del paisaje y por el cumplimiento de las funciones sociales de las áreas verdes, el señor Burle-Marx, diseñó este parque y lo construyó la Dirección de Edificios del Ministerio de Obras Públicas, con la colaboración de la División de Obras Especiales del mismo Despacho. Otros parques vendrán. Este año iniciaremos la construcción de un gran parque en los terrenos del antiguo hipódromo del Paraíso. Buscaremos en la zona del Oeste, tan poblada, en la zona de Catia, un lugar expropiable en el cual construir otro parque. Y el sistema recreacional del Litoral ya tiene su balneario popular, el de Catia La Mar; está por concluir el de Naiguatá
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y se iniciaron los trabajos del balneario de Macuto (II, pp. 214215).
Es un tránsito importante en la idea de modernidad: el que va de identificar a la urbanización, en lo edilicio, al progreso, al que va en identificarla en esa otra forma de urbanizar que son los jardines. No es que Guzmán Blanco no se haya encargado ya de jardines; es el desarrollo de una nueva forma de conciencia, ya permeada de otros valores, como los ambientalistas y los de una ciudadanía democrática. Hay otra cosa a destacar en el discurso: el parque fue obra de la unión entre el Estado y la burguesía criolla, a quien agradece por las 72 hectáreas, pero está destinado a los más pobres. Ellos, además, tendrán en él un espacio para desarrollar virtudes cívicas: Así, a este millón trescientos mil habitantes que viven en la estrecha zona metropolitana, se están ofreciendo oportunidades recreacionales. Hay unos pocos clubes en Caracas a los cuales concurren las gentes que disponen de altos ingresos. Pero la gran mayoría de la población no tenía dónde pasar sus días libres: ahora lo tendrán. Este Parque del Este se lo entregamos a los padres de familia y a los niños de Caracas y del distrito Sucre del Estado Miranda. Se lo entregamos para que lo quieran y lo estimen. Se ha hecho una excelente experiencia. Aquí vienen dominicalmente 15.000 personas y los árboles no son destruidos y los animales no son molestados. Que haya un autocontrol de parte de los visitantes a este parque, para que sea siempre un parque limpio, para que sea siempre un parque amable. Grato para mí, insisto, es este momento, porque alguna vez he dicho que cuando regresé al país después de diez años de exilio, me pregunté angustiado adónde iban los niños de Caracas y adónde iban las parejas de enamorados. Ya tienen adonde ir.(II, 215).
Tal fue el proyecto democrático en su etapa inicial: en un país donde hasta el momento han gobernado marcialmente los militares, ahora un presidente civil se preocupa por las parejitas de enamorados, por el corretear de los niños, por el me-
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dio ambiente, por que los ricos, sin ningún problema, tengan sus clubes, y los pobres sus parques y balnearios. No en vano remató el acto refiriéndose al anterior que tuvo en su agenda, el conferimiento de la orden Francisco de Miranda a “un grupo de valores del deporte de Venezuela, casi todos salidos de la cantera del pueblo”: el Patón Carrasquel, “el muchachote de Barlovento”, Vidal López, Simón Chávez, Teo Capriles “y está Cristiana Egui de Machado, quien a pesar de sus numerosos hijos, continúa practicando el deporte en que fue estrella: el tennis” (II, 215). Un parque, la autorregulación y no la coerción como norma de conducta ciudadana, el respeto al ambiente, los niños que corren y van a la playa, los enamorados que se besan a hurtadillas (con el tiempo lo harán cada vez con más libertad), los ricos que apoyan, el Estado que coordina: eso es el Parque del Este. Ese es el proyecto de sociedad y de ciudad que se plantea la democracia y no la opulencia de los edificios rastacueros: tal es el itinerario propuesto por Rómulo Betancourt. Tal vez, a más de cuarenta años, sigue siendo un proyecto por construir.
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¿La calle es de todos? Una lectura de los espacios públicos desde la antropología Teresa Ontiveros (2008)
El espacio público: el mundo de la copresencia “En la calle...siempre pasan cosas”. Manuel Delgado
En un reciente trabajo, intentábamos definir al espacio como aquel enlace que establece el grupo con su medio, bajo un conjunto de apropiaciones materiales y simbólicas, lo cual permite la producción, intercambio, consumo, en esta doble propiedad, desencadenando la construcción de sentido, lo cual afianza, alimenta la pertenencia en su doble vínculo de identidad y alteridad (Ontiveros, 2004:14). El espacio, al igual que el parentesco, la religión, lo político, lo económico, antropológicamente se constituye en una categoría explicativa para entender las relaciones sociales, la trama de lo social. Así, desde nuestra disciplina, la lectura que podemos hacer del espacio partirá de la máxima de que éste se construye cultural y socialmente. De esta manera, cuando el antropólogo español José Luis García (1976) nos advierte que el espacio culturizado y socializado deviene territorio, nos alerta acerca de la diversidad de formas en que el espacio puede ser apropiado, semantizado; así, la calidad y textura espacial puede diferir de un grupo a otro. El discurso sobre el espacio común en la constitución
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de los grupos y de allí, el sentido de pertenencia, son piezas clave para entender la identidad entre aquellos que comparten el territorio y la demarcación sociocultural que establecen con otros. Estas demarcaciones, como bien sabemos, pueden conducir a la amistad o al enfrentamiento; por ello, los dispositivos en el orden de la cultura, los cuales implementa cada comunidad, la hacen gestora de los mecanismos materiales e ideales propios, particulares, de identificación y diferenciación territorial. Imaginémonos un territorio (espacio, lugar) como un rompecabezas. Cada unidad espacial (es decir, una pieza) tiene, a su vez, sentido y expresión, a propósito de las otras unidades que la contienen. Iríamos de la unidad más localizada (por ejemplo, la casa), siguiendo por unidades espaciales intermedias (el caserío, la urbanización), hasta llegar a unidades espaciales generales (el pueblo, la ciudad). Con ello queremos señalar que la relación espacial entre estas unidades nos permite entender las producciones de los sistemas sociales, su articulación y los efectos que repercuten en la totalidad territorial. Un ejemplo puede ser muy esclarecedor: ¿Cuando en un cuarto se cambia el lugar de la cama, se puede decir que se cambia de cuarto o qué? Y aún más, ¿qué es un cuarto? ¿Cambiar el lugar de un cuarto es cambiarlo en la casa o es cambiar de casa, y qué es una casa? ¿Cambiar el lugar de una plaza es cambiarla en la ciudad o es cambiar de ciudad? Y, entonces, ¿qué es una ciudad? Lugar de una cosa, lugar de las cosas en un conjunto que la contiene, lugar de un conjunto, lugar de esos conjuntos; relaciones entre las cosas, entre los lugares de las cosas, entre los conjuntos que la contienen; lugares de las gentes, relaciones de las gentes con las cosas, con los lugares de las cosas, entre ellos, entre sus lugares, con los conjuntos que los contienen; representaciones de esos lugares, de esos conjuntos y de sus relaciones, etc. Y todo aquello que puede cambiar y que cambia (Paul-Lévy y Segaud, 1983:19. Traducción nuestra).
Esta reflexión se manifiesta, ya que queremos establecer vasos comunicantes entre el espacio público y el espacio
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privado, conjuntos que se contienen. La tendencia que puede privar muchas veces es la de separar, contraponer estas esferas, cuando su lectura debe ser más dialéctica: de oposición y de complementariedad. Según algunos estudios, paradójicamente, esta forma de relación, de “polarización recíproca”, se expresa más en el espacio urbano, ya que “...solamente en la ciudad donde la integración es incompleta surge la necesidad de la privatización; mientras que en un sistema cerrado, como el de un pueblo, la privatización es imposible” (Coppola Pignatelli, 1997:100). Idealmente, deben evitarse los extremos: la negación de la esfera privada y, en consecuencia, la exaltación de la esfera pública; la negación de la esfera pública y, en consecuencia, la excesiva privatización, ya que el sujeto (social) adquiere comportamientos particulares necesarios en estas dos esferas para satisfacer sus demandas bio-psico-socioculturales. Es así como ...en un sistema social en el que no se admite una esfera privada (supongamos un orden totalitario), el individuo es aplastado por el peso de la colectividad, mientras que el carácter público mismo se desnaturaliza en cuanto el individuo endurecido no ofrece esa contribución individual que la colectividad necesita. Por el contrario, la excesiva privatización de la esfera familiar (típica, por ejemplo, de la sociedad burguesa) lleva a una clausura total hacia la ‘cultura’ (entendida en sentido antropológico), atrofiando a las mismas características positivas de la esfera privada. El ideal burgués de la ‘felicidad en un rinconcito’ conduce a la atrofia individual, en cuanto la esfera privada no puede ser autárquica, sino que necesita de los impulsos que recibe de la esfera pública” (Coppola Pignatelli, 1997:101).
Entendiendo esta complementariedad, para este estudio hemos privilegiado, sólo metodológicamente hablando, la lectura acerca de los espacios públicos, ya que éstos constituyen espacios de mediación y de intercambio entre los individuos. Para referirnos al espacio público, debemos indagar, antes que nada, ¿qué es lo público? Entre las acepciones que nos indica el diccionario (El pequeño Larousse Ilustrado, 2003),
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“público” hace referencia a lo que es conocido por mucha gente, lo que puede ser usado o frecuentado por cualquier persona: parque, servicio público, lo que es relativo a la comunidad; el bien público; que pertenece al Estado: administración pública, colegio público. Evidentemente, podemos destacar que lo público es lo que se expresa en palabras y comportamientos, más allá de la esfera privada. Hannah Arendt, en su influyente libro La condición humana, nos habla de dos fenómenos relacionados con la palabra “público”: En primer lugar significa que todo lo que aparece en público puede verlo y oírlo todo el mundo y tiene la más amplia publicidad posible... En segundo lugar, el término ‘público’ significa el propio mundo, en cuanto es común a todos nosotros y diferenciado de nuestro lugar poseído privadamente en él... Vivir juntos en el mundo significa en esencia que un mundo de cosas está entre quienes lo tienen en común, al igual que la mesa está localizada entre los que se sientan alrededor; el mundo, como todo lo que está en medio, une y separa a los hombres al mismo tiempo (Arendt, 1993:62).
Así, los espacios públicos, en una primera reflexión, constituyen los espacios donde confluimos, nos vemos y oímos, pero a diferencia del espacio privado, donde quienes se comunican están unidos por lazos parentales, de amistad o de alianza, en los espacios públicos la figura del “extraño”, del extranjero, del “otro” es lo que los caracteriza. En un reciente trabajo, discutíamos precisamente cómo “en ese medio de extraños (espacios públicos) cuyas vidas se tocan”, se pueden crear vínculos y procesos de socialidad, de acuerdo con las mismas características de estos espacios. Lo que sí constatábamos es cómo el espacio público constituye el espacio por excelencia donde se pone en juego nuestro registro de identidades. Es allí donde constantemente el contacto con el otro, con los otros, permite captar la diversidad de culturas y, con ello, la capacidad de reconocernos a nosotros mismos. Para Voyé (en Bassand et alt., 2001), los espacios públicos permiten el despliegue, tanto de la autonomía individual como la puesta
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en escena de los modos de vida, de adhesiones o pertenencias localizadas. El espacio público en términos maussianos constituye un hecho social total: es una entidad física (le da forma material a la vida urbana), es una entidad política (la expresión como ejercicio de la ciudadanía), soporte del imaginario (fiestas, juegos, manifestaciones religiosas, etc.), soporte de la diversidad y otredad (donde grupos de edad, género, estilos de vidas, se muestran con sus particularidades y diferencias), espacio de la reflexión, del debate. Así, el espacio público: Además de las funciones materiales y tangibles que tiene que cumplir en los escenarios cotidianos, pues es el soporte físico del desarrollo de las actividades que pretenden ‘satisfacer las necesidades urbanas colectivas que trascienden los límites de los intereses individuales’, las cuales cumple desde y dentro de las lógicas económica, social, política y ambiental predominantes, el espacio público configura el ámbito del despliegue de la imaginación y la creatividad, el lugar de la fiesta (‘donde se recupera la comunicación de todos con todos’) del símbolo (‘de la posibilidad de reconocernos a nosotros mismos’), del juego (en tanto ‘hacer comunicativo’), del monumento y de la efeméride, de la religión (Viviescas, 1997:11).
Diversos estudios nos muestran cómo es en los espacios públicos donde se construyen redes de relaciones, donde los urbanitas entran en contacto entre sí, no existiendo vínculos fuertes ni vínculos medios1 establecemos relaciones mediadas por grados de convivencia, los cuales hacen posible el compartir un mismo espacio, donde se expresan rasgos de la cultura del grupo social al cual se pertenece. De hecho, lo que resulta más atractivo de resaltar es cómo el contacto entre los extraños, desconocidos, por lo general se establece con el convenio tácito 1. Cuando hablamos de vínculos fuertes y medios, seguimos la orientación que sobre ellos maneja el investigador Francesco Alberoni (1997). Los vínculos fuertes hacen mención a aquellos que se establecen entre hijos, padres, hermanos. “Los vínculos fuertes son exclusivos” (pág. 13). Los vínculos medios son los establecidos con los amigos íntimos.
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del respeto hacia ese otro que está allí, con su biografía, sus gustos. La copresencia nos compromete en nuestras formas de actuar en público. Otro aspecto interesante del compartir el espacio público es el sentir cómo jugamos a la simultaneidad y sincronía del acto al cual estamos abocados, es decir, la coincidencia de personas en un parque, en una plaza, en un bulevar, cine, teatro, etc., como en una instantánea, recoge en un “tiempo” preciso, la misma actividad a la cual se abocan miles de urbanitas: a la contemplación, el caminar, a la recreación, etc., si bien en nuestros hogares nos refugiamos y más allá de imaginar qué hacemos en ese espacio micro, son muchas las actividades que necesariamente no sincronizamos con el resto que también está en sus hogares. Lo que hacemos en público, lo observan, lo hacen quizás otros. Aunque alter comparte con ego el espacio y la actividad, ello no quiere decir que necesariamente lo hagan juntos, pero sí que forman una trama comunitaria, un “estar juntos”. El vínculo mismo radica en la “...conciencia que posee cada uno (...) de que esta idea o esta voluntad está compartida en el mismo momento por un gran número de hombres” (Tarde, citado por Joseph, 1988:43). Es en los espacios públicos, según Manuel Delgado, donde se materializa lo específicamente urbano: ...lo inopinado, lo imprevisto, lo sorprendente, lo oscilante... La urbanidad consiste en esa reunión de extraños, unidos por la evitación, el anonimato y otras películas protectoras, expuestos, a la intemperie, y al mismo tiempo, a cubierto, camuflados, mimetizados, invisibles... El espacio público es el más abstracto de los espacios..., pero también el más concreto, aquel en el que se despliegan las estrategias inmediatas del reconocimiento y de localización, aquel en que emergen organizaciones sociales instantáneas en las que cada concurrente circunstancial introduce de una vez la totalidad de sus propiedades, ya sean reales o impostadas (Delgado, 1999b:33-34).
En los espacios públicos creamos formas de territorialización mediadas por la interacción, ejercemos un dominio
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territorial de exclusividad positiva o negativa, de acuerdo con los alters involucrados, ya que ...la territorialización viene dada sobre todo por las negociaciones que las personas establecen a propósito de cuál es su territorio y cuáles los límites de ese territorio. Ese espacio personal o informal acompaña a todo individuo allá donde va y se expande o contrae en función de los tipos de encuentro y en función de un buscado equilibrio entre aproximación y evitación (Delgado, 1999: 9).
Marc Augé, en su libro ¿Por qué vivimos? Por una antropología de los fines (2004), nos advierte que “...no hay ningún espacio inocente, ningún espacio desconectado de lo social... No hay espacios sociales y no sociales, sino espacios socializados de diversos modos; por ejemplo, espacios simbolizados y espacios codificados” (Augé, 2004:54). Si extendemos esta reflexión hacia los espacios públicos, pudiéramos observar, igualmente, cómo existen espacios públicos que se caracterizan por ser espacios simbolizados, por ejemplo, una plaza (espacio de la memoria, de la contemplación, recreación, del reposo), un parque (recreación, realización de actividades físicas), el teatro, el cine (dimensión del imaginario), una biblioteca, un museo (dimensión del imaginario, del saber, de la estética). Hay espacios públicos codificados, por ejemplo, los centros comerciales (lugar donde predominan los mensajes, los anuncios y los códigos), igual una autopista. Pero encontramos espacios públicos donde se pueden crear dinámicas oscilantes entre la simbolización y la codificación; como ejemplos, tenemos la calle (y, por extensión, la avenida). La calle es un lugar de paso, pero también un lugar de encuentro y de descubrimiento. Decíamos en una reflexión reciente (2004) que la calle reúne a los extraños bajo el lema “¡circule!”, pero, igualmente, es el lugar de los acontecimientos. Entonces, ¿qué es la calle? Desde la arquitectura y la ingeniería encontramos, según Guillermo Mac Quhae, que la calle constituye un elemento fundamental de relación entre los que habitan una ciudad,
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...es lo que permite el acceso a las viviendas y los demás usos, prestándose asimismo de conductora de los servicios fundamentales: acueducto, disposición de aguas-drenajes y cloacaselectricidad y correo. La plaza fue añadida como un elemento que se usó para rematar esa relación entre los pobladores y para generar un ordenamiento de las actividades de ocupación del espacio urbano (Mac Quhae, 1996:368).
Más allá de esta definición que nos ubica en el sentido material de la calle, encontramos un abanico de opiniones acerca de la misma. Así, la calle en su acepción más simple, es un camino, un sendero, una vía, la cual nos compromete a entablar relaciones diversas con quienes la frecuentan. En el hogar, tenemos la facultad de aceptar a parientes, amigos, vecinos, que son de nuestro agrado; puede llegar a convertirse en un territorio cuyo uso lo dictaminamos de acuerdo con nuestros gustos y exigencias proxemísticas. Las calles, sin embargo, “...son como tubos donde son aspirados los hombres [...y mujeres, niños, niñas, ancianos, ancianas] (Max Picard citado por Gastón Bachelard, 1986:58), para mostrarse en esas relaciones múltiples, a veces como vínculo, otras como tensión. Podemos encontrar muchas reflexiones alrededor de la calle; una de gran importancia es la que desarrolla Richard Sennett en El declive del hombre público (1978). Para Sennett, la vida que se genera en la calle es comparable con la experiencia que un público de extraños tiene en el teatro. Los cambios de papeles en el escenario son el equivalente al cambio de papeles que viven las personas en las calles y, muy especialmente, las de la ciudad. La calle, su representación y vivencia puede variar de acuerdo con el contexto, reglas, comportamientos y conductas, a las cuales se ve sometida según el momento histórico en que los extraños se encuentran. La calle es un lugar de paso, pero también un lugar de encuentro y de descubrimiento ...descubrimiento de cosas a través de las vitrinas, descubri-
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miento recíproco de las gentes a través de un encontronazo o el evitamiento de su ‘esfera vehicular’ como dice Goffman. Ella cumple dos funciones complementarias: –Circular para ir a alguna parte –Detenerse para ser, existir en un lugar (Moles y Rohmer, 1982:134. Traducción nuestra).
Un aspecto muy importante es el que señalan los investigadores Moles y Rohmer al indicar que la calidad de la calle da cuenta de la calidad de la vida en una sociedad; así, la calle es el “...lugar donde ocurren las cosas, el cual permite al sujeto una suerte de interfase permanente con la sociedad... la calidad de la vida está ligada a la calidad de la calle” (Moles y Rohmer, 1982:134). La calle es un termómetro para entender lo que ocurre en la ciudad, sus bondades, así como sus monstruosidades. Siendo esto así, dediquémonos a ilustrar con ejemplos lo que pensamos que es la calle. Uno de estos ejemplos se desarrolla a partir de las investigaciones hechas en barrios y donde podemos observar cuál es el sentido de la calle, la que da paso a la vivienda; otros ejemplos nos mostrarán las dinámicas de uso de las calles de la ciudad y cómo podemos hacer un registro de lo que la calle invita a decir de ella y de la ciudad misma.
La calle en el barrio: lo que significa
Partamos de una primera aseveración: la calle en el barrio representa mucho. De inmediato nos lleva a una oposición entre lo que significa el afuera y el adentro para las familias del barrio. Se constata como primera relación la construcción de lo masculino y femenino alrededor de la casa y la calle. En mi investigación sobre el hábitat popular urbano (1999), resaltaba cómo siendo aparentemente un lugar común que la casa es a la mujer lo que la calle es al hombre, esta apreciación la encontramos en los doce casos trabajados; de allí el decir “el hombre se ‘independiza’, se inicia en la vida y sus embates en la calle” (Ontiveros, 1999:161) coincide con lo dicho por el
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padre Matías Camuñas: “El joven del barrio hace la vida en la calle. Pocas son las horas que pasa en la casa” (Camuñas, 1995:166). Estas reflexiones deberían dar pie a otro trabajo donde se profundice sobre el tema de las representaciones de la calle y la sexualidad. Encontramos que para algunas familias, la calle se transforma en su patio; a la ausencia de éste, la calle llega a ser una extensión de la vivienda: ...a mí me gustaría una casa, una casa que tuviera sus comodidades, principalmente un patio, un desahogo para uno, si uno sale a la puerta, uno puede estar en su patio cogiendo fresco (...) mi patio no es que sea la calle, pero en la calle cojo fresco (...) ahí tengo las matas y el periquito [fuera de la casa], para no perder la tradición, eso viene vamos a decir de los campos (...) a mí me gusta mucho tener un patio, si no hay para sembrar, por lo menos para uno tener un patio de desahogo, para tener un lavandero. (Ontiveros, 1989:61-62, destacado nuestro).
Este aspecto lo consideramos de vital importancia, ya que encontramos aquí una resemantización de la calle. Observamos la relación estrecha que existe entre la casa (el adentro) y la calle (el afuera). Podríamos decir que de esta forma la casa se conecta con la calle, es su extensión: las personas que conversan en la entrada de su casa, los niños jugando en la calle, etc. En un trabajo llevado a cabo por las investigadoras colombianas Edilsa Rojas S. y Martha I. Guerrero, con referencia a la calle del barrio popular de su país, llegan a reflexiones que asombrosamente las encontramos cercanas a nuestros hallazgos en la realidad del barrio caraqueño. Lo que nosotros hemos denominado la recodificación del patio, la platabanda, balcón, y el uso intensivo de la calle como resemantización del mismo, es analizado por las autoras como la fuga, tipo de movimiento que se produce en la frontera entre la casa y la calle. La fuga ...desestabiliza el orden y diluye la función de cada uno de los dos segmentos [casa y calle]. Es así como encontramos la terra-
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za, los patios, las ventanas y sus repisas, los andenes escalonados invitando a sentarse en ellos a descansar o hacer visitas, los quicios de las puertas, los techos que se fusionan con la calle de la loma, sugiriendo caminar sobre ellos... lugares donde se establecen relaciones con el afuera: la casa sale a la calle. (Rojas y Guerrero, 1997:22).
Es interesante resaltar cómo la oposición entre espacio público/espacio privado, oposición que caracteriza a algunos territorios, se hace plástica, flexible en la dinámica que del espacio tienen los sectores populares: ...tradicionalmente se ha visto a la calle como lo contrario a la casa, idea que se origina en la oposición dicotómica (...) público-privado; conceptos ordenadores del espacio que determinan funciones, emociones, relaciones y saberes dominantes en cada uno de ellos, creando, según G. Deleuze, (...) territorios con códigos específicos de los cuales los individuos no se pueden escapar. Como territorio la casa se usa para dormir, descansar, refugiarse, estar en familia con sus relaciones y conflictos ‘la ropa sucia se lava en casa’; por ello el sitio es cerrado, de propiedad privada; en contraposición está la calle como sitio abierto para la circulación y el desplazamiento de un lugar a otro, espacio público de uso colectivo y propiedad estatal en donde se producen algunos contactos sociales. Sin embargo en lo cotidiano estos territorios más que oponerse se acercan haciéndose permeables, menos rígidos, trascendiendo los límites, creándose lo que se ha denominado frontera (Rojas y Guerrero, 1996:22).
En nuestro recorrido por muchos barrios de la ciudad, observamos, igual que en la experiencia colombiana, el uso de la cuadra, del espacio cercano a las casas como tendederos, lugar para vender chucherías, lugar de las riñas y discusiones. Idénticamente, la casa sale a la calle con el equipo de sonido que se instala fuera o, en su defecto, las cornetas que se ponen en las ventanas pero con el sonido extendiéndose por todo el barrio. Hemos encontrado un intenso uso del espacio calle, ciertamente, hoy día mermado por la inseguridad y
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violencia que se genera en el barrio. En este sentido, en unas reflexiones realizadas por el antropólogo Júlio De Freitas y mi persona, indicábamos cómo los habitantes de los barrios se enfrentan a la dificultad de acceder a algunos espacios públicos de la ciudad. Con ello se produce una intensificación de sus espacios públicos como, por ejemplo, la calle, pero hoy en día señalábamos ...esta plasticidad entre lo público y lo privado, se ha venido delimitando por la fuerte inseguridad y violencia interna del barrio, que como ya hemos visto modifica la dinámica de uso tradicional de estos espacios, obligando cada vez más a sus habitantes a una suerte de encapsulación en sus hogares, convertidos éstos en refugios, achicándose así el sentido y uso del espacio, produciendo una resemantización espacial que va desde el espacio público fantasmal, el espacio de la muerte, el espacio defensivo. Ello evidentemente repercute en la identidad territorial que pueda tener el habitante con su entorno, viviendo hoy día procesos que se debaten entre el afecto y desafecto, apropiación y desapropiación con relación a sus espacios fundados. (Ontiveros y De Freitas, en prensa).
Son algunas reflexiones-opiniones alrededor de la relación casa-calle-barrio. Ahora, ¿qué sucede más allá del barrio, con las calles que atraviesan y cruzan la ciudad? Algo diremos al respecto.
La calle: laboratorio de lo social
La calle, como la ciudad, es caleidoscópica. Son tantas las lecturas que podemos hacer de ella; incluso, podemos llegar a hacer una clasificación de calles y de las actividades que en ellas se realizan. Lo cierto es que a través de la calle podemos medir cuantitativa y cualitativamente la gestión pública. Basta mirar la calle y, por lo general, los espacios públicos para constatar qué hacen los gobiernos (locales e incluso regionales) tanto por las edificaciones, como por los servicios y
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la gente. Suele ser un termómetro que mide la “salud” física y psíquica de la ciudad y sus ciudadanos. La economía de un país se pulsa en la calle. En nuestro caso observamos la “invasión” de calles, aceras, esquinas, bulevares, etc., por la denominada economía informal. Los transeúntes, por lo general, son expulsados de los caminos y senderos propios del tránsito. La basura, el ruido, la contaminación en general acompañan estos sitios. Ciertamente, los organismos gubernamentales han intentado recuperar estos espacios procurando disminuir la llamada buhonería a través del intento de reubicación (ejemplos: Mercado de San Martín, estacionamiento de San Jacinto en la ciudad de Caracas), del cumplimiento de horarios e, incluso, medidas extremas de desalojos. Estas políticas, por lo general, han fracasado debido a que evidentemente la toma de la calle por personas sin empleo fijo (aspecto hoy de mucha complejidad, ya que a ello se le agrega todo un circuito económico propio donde pobres y no pobres han asumido la calle como el lugar de trabajo, aspectos como el trabajo independiente, con horarios particulares, seducen a muchos para ejercer estas actividades de calle) demuestra que el problema, además de ser económico, es un problema social y urbano. Mientras tanto, la ansiedad y angustia urbana que genera la ocupación y hasta cierto punto la privatización de las calles por el uso económico que se les da, se va apropiando del urbanita, originando consigo un rechazo de la calle, por el maltrato visual, estético y hasta ético. ¿Cómo recuperamos la calle sin que con ello grupos importantes de personas no pierdan su sistema económico? La calle debería ser precisamente el lugar donde confluya un debate, por demás participativo, y se discuta en torno a los intereses de los ciudadanos, de los trabajadores informales y de las autoridades locales. Llegar a acuerdos de convivencias de negociación, de tolerancia para la recuperación de estos espacios donde ganemos todos, sería el desafío para entender y querer la ciudad en colectivo. La calle también se presenta como lugar público para la expresión cultural y artística (teatro de calle, la escultura viviente, los malabaristas urbanos, los bailarines del asfalto, etc.), el espacio para exigir el respeto por la diferencia. Un
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ejemplo fue la toma de calles, plazas y avenidas que van desde Chacaíto hasta el Parque Los Caobos, el 30 de junio de 2003, por el movimiento que reivindica el derecho a su diferencialidad sexual. Reseñado en la prensa nacional, se destaca que el evento: ...tuvo como fin llamar la atención a la sociedad bajo la premisa ‘visibilidad por la igualdad’. Sus miembros elevaron como consigna: ’Respetar las diferencias, fortalecer las coincidencias’, mientras enarbolaban la bandera del arco iris para destacar la diversidad de los integrantes de esta comuna y distinguir su inclinación sexual entre los heterosexuales (Díaz, 2003:3).
Otro rostro de la calle: la inseguridad. El urbanita que transita la calle por cuestiones de estudio, trabajo, recreación, etc., cada día se enfrenta a los peligros de asaltos, robos e, incluso, a la pérdida de la vida. Como dice el título de una canción del grupo de salsa neoyorquino Los chicos malos de la calle: “la calle está dura”. Las grandes olas de inseguridad y violencia urbana han llevado a que por lo menos en las calles los transeúntes quieran llegar más rápido a sus casas. Ya el extraño que compartía por naturaleza el espacio haciéndolo común, es observado como un posible atacante. El “miedo ambiente” se viene apoderando de todos. Generalizamos y convertimos a cualquier alter en una persona de poco fiar. La cultura del miedo ha llevado, por ejemplo, a que calles en urbanizaciones y también en algunos barrios sean privatizadas. Por ejemplo, con respecto a las primeras, nos dice el sociólogo Pedro García Sánchez: En las urbanizaciones residenciales de clase media, la inseguridad urbana ha generado la práctica de controles de acceso a las calles, poniendo en marcha todo un dispositivo tecnológico de impedimento a la circulaciónbarreras, casillas, guardianes. Para atravesar entonces estas ‘aduanas’, a menos de vivir en la calle o en la zona concernida, hay que detenerse delante de tales artefactos y contestar un interrogatorio que, en principio, tiene como objetivo explicar los motivos del pasaje por allí. Y si por ejemplo se va a visitar a un amigo, hay que dar el número
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de teléfono de esa persona con la finalidad de que el guardián telefonee y se asegure de la certitud de la visita (García Sánchez, 1995:10).
La calle vínculo, la calle tensión. Otro ejemplo de lo que nos dice y relata la calle es la vivencia y el acontecer político. Acostumbrados al uso de las calles, plazas, para los mítines de oficio, hoy observamos que son espacios donde los enfrentamientos por ideales radicalmente opuestos toman forma y expresión. Parafraseando a los marxistas: si el motor que mueve a la historia es la lucha de clases, hoy en día, al menos en nuestro país, la calle es el motor que da cuenta de las profundas diferencias ideológicas y de cómo se expresa la lucha de clases. A una división social del espacio (barrios/urbanizaciones), se le añade una división social de la calle (agregaríamos plazas, autopistas, parques, etc.). Así encontramos cómo dependiendo de la posición política (oficialismo/oposición) se tiene acceso o no a determinadas calles, plazas. Hoy nuestra memoria espacial abre un paréntesis para dar cuenta de los enfrentamientos recurrentes; las diferencias ideológicas no sólo se manifiestan a partir del debate (acalorado), sino a partir de la apropiación y delimitación de los territorios. Cual “zona liberada” encontramos hoy plazas, autopistas, calles. Pensamos que esta forma de apropiación de la calle continuará. Si en algo coinciden gobierno y oposición es en que hay que seguir en la calle. En los últimos discursos pronunciados por el presidente Hugo Chávez, solicita a sus seguidores mantenerse en la calle, para defender el proceso, para reclamarles a las autoridades su ineficiencia. La calle invita a la participación. Los oponentes al Presidente también reclaman la permanencia en la calle. El conflicto político continúa y la calle seguirá siendo fiel exponente de la radicalización de las ideas, de dos proyectos de país cada vez más distanciados, con lógicas en su devenir muy diferentes, donde nos estamos jugando nuestro sistema democrático, la lucha por la inclusión, por una economía solidaria y participativa.
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¿La calle es de todos?
Podemos observar cómo la balanza para entender la dinámica de uso de la calle pone el peso en aquellos aspectos poco alentadores para el buen ejercicio de la ciudadanía y, con ello, el temor, el miedo, la inseguridad, lo cual logra enquistar el desapego, la negación y el poco sentido de pertenencia, conllevando a la desidia y abandono de calles, senderos, andenes. El deterioro de nuestras calles va alimentado por nuestra indiferencia y, paradójicamente, por la contribución a su maltrato. Nos distanciamos de ellas y, por tanto, de lo que puede ser un sustento de nuestra identidad territorial, por ende, de nuestra identidad y memoria urbana. De continuar así, la calle se convertirá en una tierra de nadie. La frase que da título a un ensayo realizado por el antropólogo Júlio De Freitas: “Caracas, pública, privada y de nadie” (2004) nos alerta de su devenir si espacios como el que hoy nos trae a reflexión, la calle, pierden esa dimensión que los caracteriza: ser el lugar de los acontecimientos, donde estalla la socialidad, y donde, al decir de Manuel Delgado, se expresa “...lo inopinado, lo imprevisto, lo sorprendente, lo oscilante” (Delgado,1999a), ya que “En la calle ...siempre pasan cosas”. No dejemos que espacios señalizados, codificados (como los centros comerciales) se apropien de nuestra alma pública; no dejemos tampoco que por resguardarnos en nuestros hogares y con ello el consumo exacerbado de los productos que nos vienen de la pantalla chica o el exceso de información que desinforma, convirtamos, tal como lo señala Marc Augé (2004), el espacio de lo privado (nuestras residencias) en un no lugar individual. La calle es nuestra y sólo reapropiándonosla podemos recuperar parte y esencia de nuestra vida urbana, ya que ésta se hace a través y a partir de los espacios públicos.
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La ciudad de Caracas o la clausura del pensamiento urbano Samuel Hurtado Salazar (2008)
Caracas es Caracas y lo demás monte y culebra.
Una ciudad existe en el mundo que es ensueño de sus pobladores y gloria de sus viajeros. Sus emigrantes se la llevan en sus cuadros de arte y litografías, y con ellos enhebran sus recuerdos nostálgicos y hacen sus conversaciones. Es Caracas, la ciudad del valle y del siempre verde cerro de El Ávila, la montaña ayer fortín frente a los piratas, hoy objeto de la naturaleza y la estética, del paseo y parque citadino. Caracas se entrega en físico como una ciudad del valle y del cerro, calurosa y fresca, tiznada técnicamente en el día, y limpia cada amanecer por sus abras de Catia y Petare. Pero su configuración cultural tiene los marcos elaborados por varios complejos que no la dejan madurar socialmente. Cada uno de ellos se origina y puede signar de algún modo cierto momento de su historia. Lo fundamental es que todos se hallan incorporados a la constitución sociocultural de su existencia citadina. Los carga a veces con honor, otras veces con vergüenza. Este doble código la suele volver una ciudad acomplejada donde está presente lo social invivible por lo sufrida en sus flaneos de inseguridad. Ello es razonable porque un complejo suele definirse por una solución imposible o de difícil solución. Son los complejos de campo-ciudad, espacio público-
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espacio comunal, populismo urbano-ruralidad de la ciudad, proyecto-utopía. Aquí la ciudad se entrega en virtual, aunque escamoteada en el pensamiento de sus relaciones sociales.
Del Conuco a la Plaza Mayor
La Venezuela histórica se organizó desde la “ciudad madre”, la Inmaculada Concepción de El Tocuyo. Dicha organización fue propulsada por dos objetivos: la búsqueda de una salida al mar desde aquel refugio al pie de los Andes, y la penetración del territorio mediante expediciones. Ambas actividades dieron como resultado la configuración de un tejido de ciudades, entre ellas Caracas, que cumplían un papel casi de posta, más que de centros políticos y rituales, como ocurría en México y Perú. En Venezuela no tuvieron que suplantar imperios construidos y reanudarlos de otra manera. Eran sitios de postas o ventas, como San Cristóbal, para tener las referencias del territorio penetrado y para iniciar un mínimo de intercambio mercantil. La red se mantenía viva entre las ciudades, pero el alfoz estaba ausente de dicha dinámica. Alfoz supuestamente dominado en lo social, aunque no culturalmente. La red de ciudades se implantaba sin que el campo demandara su fundación y existencia, y la ciudad parecía que no necesitara del campo. Aunque se diseñaban las nuevas haciendas y hatos cimarroneros, para el colectivo nacional la estructura agraria fundamental se apoyaba en los conucos, una agricultura de subsistencia e itinerante. El conuco expresó el desarrollo final de una economía de recolección, que existe aún en poblaciones de los caseríos y en los márgenes de la hacienda, de la parcela de reforma agraria o en la pequeña finca. Aunque hoy no pertenece a la unidades punta de la estructura agraria, y que a veces ni cuenta en la memoria agraria, sin embargo, todavía domina la lógica cultural del colectivo venezolano según el dicho de “cosechar donde no se ha sembrado”. En el conuco no se cultivan hortalizas, productos suaves para la dieta urbana, sino productos de alta caloría como los tubérculos y raíces para la dieta campesina. El huerto pertenece al alfoz de la ciudad, el conuco no. Sus
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técnicas de cultivo son muy distintas. Mientras la horticultura tiene una lógica de especialización en cultivos, tecnología intensiva y como meta el mercado, el conuco aplica la lógica de la selva, donde los cultivos se mezclan en el terreno y así se protegen mutuamente del inclemente sol, del golpe de lluvia y de plagas. Su meta es el consumo doméstico e ignora el mercado. Lo agrario permanece en un nivel precampesino (Hurtado Salazar, 1993). Pero sin campesinos y sus fincas hortícolas, la ciudad no tendrá su alfoz apropiado que le permita su intercambio estructuralmente coherente con el campo. El llamado “campesino” en Venezuela (signado por una cultura conuquera) incursiona en la ciudad con miras a contemplarla como una fiesta, o a utilizarla para conseguir recursos y para ello tiene alguna sucursal familiar en la ciudad, resultado del proceso migratorio del campo. Si al final logran trasladarse a vivir en la ciudad, ocupan sus márgenes (barios marginales) y terminan por no entrar en la ciudad, y la ciudad por no contar con ellos. Diríamos que no pertenecen a la ciudad. Sin embargo, puede que la sueñen de lejos como una posible meta que les otorgue la suerte de alcanzar,como una especie de cosecha sin haberla sembrado. Ello se corresponde con su vivencia vecinal de una comunidad simple, es decir, la relación con el otro que debe caracterizarse por su compromiso asociativo y ciudadano, más bien permanece en una relación psicosocial sin complicarse con las problemáticas del barrio, reducido a relaciones ocasionales con sus vecinos (Wolf, 1970). Si el campo no tiene sentido de articulación con la ciudad, tampoco la ciudad elabora el suyo propio en relación con el campo. Sólo éste le sirve de región interiorana con objeto de conseguir recursos para la vida citadina: agua, maderas, frutos, insumos agrícolas, espacio para sus desechos y lugar de trabajo (Lefebvre, 1975ª). Los planes de instalación de los ferrocarriles en el siglo XIX y XX muestran cómo el pensamiento ferroviario estaba de espaldas al campo; las líneas lo atravesaban sin consecuencias agrarias, eran cortas y tenían como meta conectar las ciudades próximas y cercanas. Las zonas agrícolas y mineras, que demandaban instalaciones ferroviarias de largo alcance y que atravesaran la geografía del país,
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que es la lógica del ferrocarril para su rentabilidad, estaban fuera de sus objetivos. La red de ciudades no trabajaba las conexiones con el campo (Hurtado Salazar, 1991). ¿Esto quiere decir que la ósmosis cultural no funcionaba en ese contrasentido social de campo y ciudad? Por supuesto que sí funcionaba por los subterráneos de lo social. Si la ciudad se empeñaba en decir que representa la civilidad, y el campo la barbarie (Rómulo Gallegos trabaja esto en sus novelas), la difusión cultural puede que le juegue a la ciudad una travesura en su inconsciente colectivo. Si los presupuestos analíticos se plantearan con tal modelo, deben permitir el tráfico de rasgos culturales cuando la ciudad penetra también el campo. Dos elementos son clave: la escuela y la carretera, Pero cuando el campo penetra la ciudad, aun la capital de la república índice de la modernidad, como es Caracas, lo hace con la institución total de una cultura recolectora. Por su parte, la ciudad muestra dicha incorporación cultural en todo su esplendor tecnológico y social: se usan máquinas que no se han producido, se importa comida que el campo podría abastecer, y se incumplen las normas de la civilidad sabiendo que son las apropiadas de la vida ciudadana. Del centro del campo (rancho y conuco) al centro de la ciudad (plaza mayor), se desfonda la realidad de la ciudad de Caracas. Como punta del proceso sociohistórico, el fenómeno apenas deja al campo con unos recursos sociales básicos para sobrevivir en el mundo actual, la vía de comunicación (la carretera) y la información social básica (la escuela), y a la ciudad como un lugar improductivo (no competitivo), anómico de planes urbanos, desarreglado en sus espacios, pobladores ilegales con referencias al incumplimiento de las normas y orden de la ciudad, etc. El conuco como cultivo de relaciones sociales ocasionales tiene también inconscientemente su asiento en la plaza mayor. El campo es un outsider, pero como tal “acultura” la ciudad y la naturaliza. La ciudad se empeña en desconocer socialmente al campo; como desquite, el campo se apodera culturalmente de la ciudad. En suma, Caracas, ciudad irreverente con su alfoz campesino, termina siendo una ciudad incivil, como ya dijo Arturo Uslar Pietri (1992). El complejo campo-ciudad Caracas, no lo tiene solucionado.
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Del Espacio Público a la Tierra de Nadie
Cuando entra a jugar el Estado en la política de la ciudad de Caracas se genera otro complejo en relación con los tipos de espacio. Interesan los espacios colectivos de lo público y lo comunal. Con el Estado y la legalidad que impone, así como con la dominación que ejerce, ocurre otra división profunda en la ciudad de Caracas. Los espacios públicos se definen por su legalidad en la medida que el Estado acepta que el tipo de ciudad sea la ciudad legal: la urbanización junto con el casco urbano. Mientras lo colectivo público es legal, lo colectivo no público es ilegal; el Estado no lo acepta como “lugar” de la ciudad. Es el barrio marginal. En esta división de legalidad espacial se juega una semantización obliterada con las tierras comunales de la ciudad, que tenían una legalidad municipal para el uso común citadino. Con la llegada de los migrantes del campo o interioranos, las tierras comunales se confunden con baldíos realengos al generarse el uso de barrios marginales: los pobladores resultan ilegales urbanos y los terrenos ecológicamente degradados, cuya deriva es su segregación social. En esta encrucijada espacial citadina, entra a jugar la política del Estado: mientras administrativamente los barrios son sectores marginales, y por lo tanto frágiles políticamente debido a que su existencia pertenece al dominio del Estado, ocurre que éste los sobrepolitiza para que cumplan el papel de bases sociales del nuevo Estado populista. Comienzan a contar en la ciudad, porque resulta que ahora representan a la “ciudad política” por excelencia. Esta deformación histórica populista otorga al nuevo tipo de Estado la capacidad de un dominio mayor sobre la sociedad, es decir, sobre la “civilidad” que representa la ciudad legal. Aquí el espacio desarrolla un juego etnocultural que se opera como un mito: la “tierra de nadie”. Acontece cuando el espacio comunal es pensado por el colectivo como “tierra de nadie”. Donde el “común” es pensado como “nadie”, el espacio es de “ninguno”. Entonces entra a ser objeto de “ocupación” del primero que llega y lo utiliza de acuerdo con objetivos personales o de grupo particular y por un tiempo relativo. Si se pretende permanecer en él, ya se piensa como “invasión”, y
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por lo tanto, expuesto a ser socialmente criticado. En el espacio comunal como tierra de nadie, se rebaja lo comunal a su nivel más elemental: el espacio se encuentra a merced de todo capricho personal. Su valor también queda reducido a la “nada”, pues termina siendo de todos y de ninguno. La clave de interpretación que se activa no tanto es el “de todos” como posible rendimiento público, sino el “de ninguno” como clave recolectora de una comunidad simple, que preside la cultura del conuco como de subsistencia redistributiva. De nuevo, la ciudad pensada como un fruto no trabajado, sin cuido, porque es de “todos” para no ser de “ninguno”, afecta también la existencia de lo público. Este es rebajado a simple valor de uso, casi al trueque. La “tierra de nadie”, el espacio comunal de los barrios, no tiene mayor problema de aceptación y utilización por parte de los pobladores, porque son espacios que se sienten como “apropiados” para la ocasión, similar al trabajo del “todero” que no se corresponde con el procurado con esfuerzo y empleado con técnica y tiempo invertido. El espacio comunal, porque no es de ninguno, está expuesto al uso abusivo de todo sujeto individualista y narcisista, abuso que tiene como contrapartida otro abuso similar y de conducta paralela: “ahora me toca a mí”, en una ronda de ciclos sin fin (Hurtado Salazar, 1995). De ahí surge la posibilidad de diferenciar las relaciones de comunidad simple y de comunidad compleja. En Venezuela, se tiende a permanecer en lo comunal simple, aunque sea por desidia colectiva. Como en todo colectivo narcisista, lo cultural pretende imponerse sobre otra relación social. De este modo no es de extrañar que el espacio público tienda a ser tratado como espacio comunal general, y cuya clave interpretativa sea la “tierra de nadie”, según lo cual la analidad sea su práctica constante. Lo público, cuyo sujeto se corresponde con el ciudadano y éste le da el aspecto de impersonalidad, aparece obliterado como ajeno, y su orden que es el de la ley se vivencia como inconveniente o inmoral para los valores del desorden mítico en que se desarrolla la etnocultura. El venezolano siente la ciudad como no propia del todo para sus objetivos etnoculturales, a no ser que sea como tal “aprovechada” para fines de grupo personal o
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particular, por cierto un rasgo cultural muy matrisocial (Hurtado Salazar, 1995). Obsérvese una cuadra en Caracas donde haya negocios, talleres, organizaciones de atención a una clientela de cierto volumen puntual (clínicas, escuelas, oficinas oficiales), y se verá cómo el espacio público es degradado al ser sometido al negocio, al taller, a la organización. La propaganda del negocio ocupa un canal de la vía, los técnicos arreglan el carro en la acera, el estacionamiento de la clínica, escuela, oficina pública, resulta ser la calle “ocupada” donde el volumen de vehículos estacionados casi obstruye la calle al denso flujo automotor. Sin decir que en la planificación de la ciudad las aceras, el espacio del peatón transeúnte, como indicador del virtual ciudadano, o no existen o están reducidas a un espacio mínimo. Como el espacio público es el lugar de la ley y de la convivencia ciudadana, y como con la ley el venezolano tiene sus problemas de irreverencia y rechazo, el espacio público tiene también problemas de existencia para el poblador de Caracas. En suma, el complejo de espacio público-espacio comunal encuentra una solución varada a merced de la “tierra de nadie” de carácter esencialmente recolector y expresión de un negativismo social que afecta la posibilidad del pensamiento urbano de la ciudad de Caracas.
De la Explotación Populista a la Aldea Regresiva
La versión democrática venezolana ha estado tiznada de orientación populista. Uno de los resultados del sistema populista es la sobrepolitización de las relaciones sociales, y de un modo especial, el espacio de la ciudad. La lógica comunal de la ciudad que debe dosificarse con la lógica de lo público se pervierte dando lugar a un comunalismo donde la “ocupación cultural” del espacio pasa a la “invasión social” del mismo. La dinámica cultural origina problemáticas sociales en la ciudad caraqueña que amplifican sus complejos y su solución regresiva. El Estado populista, prosiguiendo su objetivo de dominar
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la sociedad y, diríamos, “fagotizarla” (comérsela), se propone abusivamente la explotación, no ya de la tierra comunal que es su dominio administrativo, sino del espacio público, dominio autónomo de la civilidad, identificado con la urbanización y el llamado casco urbano de la ciudad. La misma ciudad regulada y aceptada legalmente es degradada. Emerge una ciudad descentrada de su ser libre, reducida a una manipulación del poder, impotente, por su regresión social, de levantar la voz para desembarazarse de su condición de ser una base clientelar de las relaciones de poder del Estado. No es posible salir de la condición de mero poblador en una ciudad fantasma, sin sueños de futuro. Es la ciudad en físico que carece de ciudadanos, aun en su posibilidad virtual, según el diseño del Edipo cultural venezolano (Hurtado Salazar, 1995). La comunidad que constituye la vida de una ciudad y señal de su existencia, y que expresa su etnicidad como insumo y soporte de la vivencia de la virtual cultura urbana, yace despavorida en medio de la “invasión” de sus calles por buhoneros, basureros, huecos, malandraje y sus pandillas, mendigos. Estos grupos tipo de la dinámica citadina, como los podrían observar los ecólogos del Chicago (Hanners, 1986) de principios del siglo XX, son trasportados al desempeño del papel de bases ampliadas del Estado populista. En esta coyuntura, la ciudad se presenta como un negocio político de tipo bonapartista: la venta de los espacios de las calles para uso de buhoneros en masa le reporta buenos dividendos como clientela política (Zanoni, 2005). El espacio público se restringe como espacio de ciudadanos y se transfigura en arsenal de recursos mercantiles que el Estado populista juega a su favor a costa de la ciudadanía. El Estado recrudece su dominio sobre la ciudad toda, tratando de eliminar el real y posible tejido de ciudadanía que pueden representar los grupos intermedios como las asociaciones de vecinos, grupos culturales, instituciones como iglesias, sindicatos, universidades, academias, hospitales, proyectos sociales expresados en grupos políticos, económicos, culturales, artísticos, intelectuales, literarios. La explotación populista de la ciudad tiende a solucionar los complejos de campo-ciudad y de lo público-comunal de un modo regresivo. Dicha política lleva forzosamente al Estado
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a comportarse como lógicamente totalitario, sustentado en la alianza obliterada de pueblo y caudillo, que ya Marcuse subrayó para la realidad alemana en la teoría del “realismo heroico-popular” (Marcuse, 1972). Lo totalitario se da la mano con lo comunalista, pues ambos se configuran y articulan como procesos antisocietarios. Y se configuran así porque en el fondo se encuentran en su laberinto regresivo, cuando, por otra parte, hacen o se esfuerzan por parecen progresivos. No es de extrañarse que se quiera hacer de la ciudad una aldea, donde no haya libertad, ni creación, ni proyectos, sino solo los que provienen de la instrumentalización de la dominación por parte del Estado. Es la antípoda de la “aldea global” de McLuhan (1975) como metáfora comunicacional mundial y de libertad de movimiento total. El Estado se colocaría en la cúspide de su base aldeana, sin mediación social alguna. Este orden es el que se pretende plasmar en ese proyecto denominado “aldeas universitarias”, “aldeas tecnológicas”, “aldeas agropecuarias” “fundos zamoranos”. La aldea que, en el significado aristotélico se refiere políticamente a la defensa comunal, ahora es objeto de la dominación ofensiva del Estado e instrumento para lograr la dominación absoluta del Estado sobre el colectivo social todo. de control negativo con respecto al colectivo social todo. El Estado populista ha avanzado, más allá del Estado oligárquico, en su plan de dominio sobre toda la sociedad. Si el Estado oligárquico dominaba desde lejos y de alguna forma dejaba espacios de libertad, aunque fuera un privilegio para el sector alto de la sociedad, el populista introduce a todos los sectores en el marco político pero para concretar el dominio social total. El complejo populista sobre la polis trata de reducir la ciudad a la lógica del campo, el espacio público a la del espacio comunal. La ciudad que se ofrece en físico, prácticamente se presenta como un cascarón de ciudad, destruida su base de la comunidad auténtica, es decir, de la vida comunitaria que tiene que apuntar al sostén de un estado de perfección, de libertad y de dignidad humana. La inseguridad con que viven los pobladores en Caracas muestra bien la idea volteada de ciudad que vivencian. La comunidad auténtica quiere significar la base étnica
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de la ciudad. Como tal debe jugar el papel de hito fundamental para orientar el invento del pensamiento urbano y que éste tenga posibilidad de trascendencia social, para que aquella base también obtenga la garantía de acoger los sentidos existenciales del poblador de la ciudad. La detección de estos sentidos existenciales que definen el mito urbano constituye la especie del concepto de “cultura urbana”, herramienta conceptual con que debe operar una disciplina como la antropología urbana. El problema que alberga el fenómeno de la ciudad de Caracas es que la comunidad de vida de esta ciudad todavía tiene mucho de rancho y conuco, y que a veces tiene un poco de aldea y finca, es decir, mucho contenido precampesino y apenas de campesinado. Todo ello indica las dificultades de lograr no sólo la configuración en su contorno de un alfoz, pero también sobre todo de representar un espacio esencial de libertad. Las condiciones de emergencia de un pensamiento urbano en la ciudad de Caracas son muy precarias, y si provisionalmente surge de un modo importado, su objetivo no tiene una territorialización apta para dar frutos de civilidad ¿Por qué la realidad comunitaria tiene tan exigua textura social? ¿Cuál es la organización de su taller productivo, con que su estructura social trabaja y cuál es el sentido específico de su trabajo? La estructura social profunda hemos dicho que es la recolección, la especie de sentido nosotros la conceptualizamos como la etnocultura matrisocial, donde el complejo de la dependencia materno-filial es el paradigma generador de sentido con respecto a todas las relaciones sociales (Hurtado Salazar, 2000). El populismo y su explotación de la ciudad a partir de estos principios de su trabajo no puede menos que tener un resultado regresivo en el quehacer del pensamiento urbano sobre la ciudad de Caracas.
Sin Pensamiento no hay Proyecto, sino Complejo Utópico
Creo es que preferible creer en ideales que en utopías, Alguna vez dije que la utopía es el sueño de unos pocos que se convierte en pesadilla de todos los demás. El ideal, en cambio es abierto, sabe que nunca se verá realizado del todo aunque sirve para
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orientarnos, lo mismo que nunca llegaremos al horizonte pero podemos orientarnos con respecto a él (Savater, 2008).
El pensamiento sobre la ciudad de Caracas queda acorralado ante la expectativa de la dificultad de su emergencia para comprender lo urbano posible de la ciudad. La ciudad fue inventada como lugar para generar ideas, plantearse proyectos, proyectar el porvenir en lo social junto con la búsqueda de sus alternativas. Frente a los conceptos de urbanismo con que juegan arquitectos-urbanistas, ingenieros, promotores urbanos, administradores, la ciudad no consiste en puro hábitat para viviendas, ni en infraestructura para permisos de habitabilidad y si existe este complejo habitar como circunstancia de la ciudad, no define los principios de ésta (Cf. Lefebvre, 1972; 1975). Como principios, la ciudad necesita monumentos, es decir, arte donde se exprese su creación o razón de su ser o existencia como obra, esto es, como urbs. Aún más necesita ciudadanos, no simples pobladores, que proactúen la comunidad como proceso de vida étnico y social, esto es, como cívitas, y finalmente los ciudadanos que habiten vitalmente los monumentos de la urbe (Isidoro de Sevilla, siglo VI, 2007). La distinción isidoriana entre urbs y cívitas permite llegar a alcanzar el inconmensurable resultado de su convergencia en una morada vital. Más que el ser de las cosas es el habérselas con las cosas en el sentido poético creador de Heine, y que recoge Heidegger en su filosofía. La vida, el ser, busca una morada, un hábito como forma de estar, pensar o vivir en el mundo. Se trata de una “morada moral” o ética, para decirlo pleonásticamente. De otro modo no es posible sobrevivir ni convivir como seres sociales. He aquí el invento de la ciudad como morada vital (la etnocultura) y como proyecto de posibilidades vitales (la urbanidad). La cohabitación de actores de la ciudad y los autores de la urbe expresa un síndrome afirmativo de que el homo sapiens se esfuerce en constituirse una sociedad (Devereux, 1975). La ciudad sólo como comunidad puede paralizarse, que es su morir. Los actores, sin ideales o con utopías febriles sobre su porvenir, se encuentran con una facultad suspendida
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para propulsar aquella constitución societaria sobre sí mismos. La ciudad es pura señal, sin significados, con obras a medio concluir o iniciadas que nquedan en el abandono. Esto se refiere tanto a edificios como signos o a la ciudad entera instrumentalizada como utopía febrilmente programada para turismo, mercado, industria, tráfico automotor, etc., que le despojan de su comunidad vital y, por lo tanto, de la orientación étnica particular de su proyecto social que la muestren en virtual, en quehacer continuo, en permanentes obras concluidas y también en procesos para ser concluidos. Para pasar a signo y devenir necesita un valor agregado que la trascienda: el proyecto urbano. Lefebvre (1972), el gran sociólogo francés, habla para los años sesenta de lo urbano como una realidad virtual, pero su esquema simple de análisis marxista del valor de uso y valor de cambio lo retrotrae permanentemente, en su crítica al valor de cambio o mercantil, al valor de uso. Se debate en ello, pero termina por no concretar el porvenir. A sus estudiosos, nos tenía en la inopia la falta definitoria de concreción de esta objetividad. Cuando hemos desarrollado el pensamiento ético y su objetivación como proyecto de sociedad, creemos haber entendido ese devaneo de Lefebvre. No podemos regresar al valor de uso del trueque o a la edad de piedra, sino al de un nuevo valor de uso transfigurado en los ideales del porvenir humano que reasuma subordinado un valor de cambio. Este nuevo valor de uso se refiere a las obras diseñadas y trabajadas de las relaciones sociales. Cuando el filósofo antropólogo LêviStrauss dice que la ciudad es la obra humana por excelencia, no cabe otra forma de que la etnocultura se ha excedido de sí misma y más allá de su ser cultural el hombre inventó una nueva obra con su inteligencia ética (Marina, 2004): el aprender a convivir en su pluralidad de subjetividad emocional y de grupos étnicos diferenciados o extrañados. Una de las claridades conceptuales es entender lo urbano como parte del proyecto de sociedad, que a su vez funge de género. Así ocurre con el derecho, la educación, la ciencia, el arte, la filosofía, la literatura. No cabe ahí la etnocultura, ni la emocionalidad, ni la moral, ni la justicia, porque sus contenidos se juegan dentro de la lógica de las particularidades o
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relatividades. En cambio las obras humanas con vocación societal no pueden, para sostenerse en pie, sino ser universales, es decir, aspirar a la perfección, según Aristóteles, a la libertad según Kant, a la dignidad, según los filósofos del derecho o ética comenzando el siglo XXI. A diferencia de lo utópico, lo urbano es una idea o proyecto que, partiendo de la circunstancia de la ciudad, se está realizando, en la medida que soluciona problemas tanto comunitarios como de proyecciones que se van culminando en obras de arte, obras de ciencia, obras de literatura, de reflexión filosófica, que le permiten al hombre ir alcanzando y perfeccionando su ser social, y con ello también refinar su realidad etnocultural, emocional, moral, de justicia. Este esquema de análisis pareciera que fuera futurista, que dejara atrás las obras del pasado, la herencia social, las memorias y recordaciones, los imaginarios de los antepasados, esquema que pareciera que recogiera el evolucionismo como modo de explicación. No hay nada de eso. Lo que hacemos es colocarnos en este caso en la ciudad como referencia y su práctica citadina, pero desbordando ésta. Si nos colocamos en la escena de la ciudad con los binóculos bien en alto y pensamos que uno de los “óculos” mira hacia atrás y contempla el pasado y sus memorias, las herencias y sus ruinas, y con ello la comunidad de vida que viene, y el otro “óculo” mira hacia adelante ideando horizontes para orientar las búsquedas y quehaceres en el por-venir, diseñando el futuro, en esta “escena binocular” el prejuicio de los tiempos suele hacernos malas jugadas, porque entramos en la historiografía. Pero si nos remontamos en el tiempo del mito y su perdurabilidad antes de la historia, en la historia y después de la historia, entonces tenemos: 1) el fondo de capital que es la etnocultura, que siempre está ahí, y si parece que se va, sin embargo siempre regresa como el monte con la lluvia, y 2) el capital que hay que rendir o trabajar como proyecto a realizar permanentemente para solucionar problemas. El tiempo del mito sin proyecto de sociedad que lo eduque puede sufrir una doma, pero aun así nos permite explicar por qué también siempre regresan el monte y la culebra a Caracas, que termina mostrando una ciudad maltratada física y moralmente.
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Cuando salimos de Madrid, vía el aeropuerto, el taxi dio la vuelta a la glorieta, y la estatua o monumento central nos trajo a la memoria la reflexión de San Isidoro (2007) estampada en la exposición de la “Hispania Gothorum” en Toledo, el día anterior. Y nos dio vuelta la categoría de la memoria. La ciudad tiene que conservar sus memorias, que se relacionan con el fondo de capital: su etnicidad, sus orígenes, su fundación, que es su tiempo heroico, pero también debe crear memoria, memoria que al mirar hacia adelante diseña e inventa el porvenir. Nos pusimos en autos con el concepto de lo urbano, cuyo cierre categorial, lo vislumbramos en el tercer momento de la reflexión isidoriana: la morada vital de los ciudadanos en los monumentos. Otro nombre de esta memoria son los sueños que se abren a ideales. En el tiempo del mito como memoria del porvenir a que nos apuntan los monumentos de la ciudad, se puede observar a la ciudad en el tiempo perdurable y sentirla, con su dimensión urbana, trascendiendo la historia y viendo pasar los tiempos de ésta. No solo el pasado es objeto del mito y de la memoria de los antepasados. También el futuro es objeto del mito y su construcción como memoria en avanzada. Así podemos pensar y actuar a la ciudad como lo que es, comunidad y proyecto, etnocultura y pensamiento, la gente y los sueños de la gente en las calles de la ciudad, el urbanismo (ingenieril) y lo urbano (socioético). Sin comunidad, ni propulsión del sentido étnico, sin la gente, sin urbanismo no tendríamos condiciones esenciales para edificar la ciudad, ni para vivir en ella y vivirla como tal. La etnocultura es el aire con que respiramos la ciudad y lo que hace a una ciudad que sea particularmente encantadora o estúpida. Pero dichas condiciones no tienen capacidad para idear y crear lo urbano. Por otro lado, sin proyecto, sin sueños, sin pensamiento, todo lo referente a la comunidad, al sentido étnico, a la gente, se disuelve en el desorden étnico, pierde el sentido comunitario, los pobladores se reducen a merodeadores que rondan el lugar pervertido de ciudad, que puede llegar a Sodoma y Gomorra destruidas o abandonadas como la torre de Babel, pese a que la torre era una “ciudad celeste” pues pretendía alcanzar el destino de los dioses. Aquí
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las circunstancias de ciudad tradicional con posibilidades de vivencia comunitaria, o ciudad especializada en el trabajo o ciudad del disfrute o postmoderna, no les libra de llegar a caer en una maldición babélica como apunta Amendola (2000) en su interpretación de “El multiculturalismo y el problema del otro” en la ciudad postmoderna. No sólo estas circunstancias que se degradan no tienen potencialidad para producir el proyecto, es que sin éste no tienen garantizado su propio orden etnocultural. El principio comunitario de la ciudad no genera el principio otro de lo urbano de la ciudad. Es el proyecto de la memoria en el porvenir, a partir de la ética, el que constituye el mito renovado del homo sapiens, el que representa el principio de lo urbano de la ciudad. Con vida propia en la ciudad, lo urbano demanda que las normas de la comunidad vecinal, de la ciudadanía local y la ciudadanía cosmopolita tengan que jugarse de nuevo y de acuerdo con el proyecto específico de lo social-urbano.
El Hueco Delirante o la Trampa del Pensamiento
¿Cuánto de degradación tenemos en la ciudad de Caracas en los renglones de la comunidad, del sentido étnico, de pobladores o gente, de urbanismo? ¿Cuánto por idear o soñar en el presente y encaminados al porvenir desde lo que somos? Caracas, como gran megalópolis, tiene todos los inconvenientes de casi clausurar la comunidad, arrinconada y reducida a los barrios, como comunidades populistas, o reflotada en minúsculos grupos culturales y movimientos reivindicativos puntuales. Pero está estrangulada en las grandes organizaciones de la ciudad, aun en las corporativas como la universitaria, la eclesiástica, la empresarial y la política. Se restablece su pequeña luz en tejidos sociales de carácter asociativo, pero en la medida que madura la asociación es posible que la desprenda de nuevo o la desequilibre. ¿Muere la comunidad? ¿Está muriendo permanentemente desde la Revolución francesa? ¿Se levanta un proyecto que garantice que la comunidad no muera sino que se transfigure, es decir, que se juegue de nuevo según el invento del proyecto de sociedad? Es posible
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que necesitemos en Caracas del proyecto, pero éste no será posible si no pasa por una crítica a la forma de comunidad que tenemos. Sí, una crítica cultural como lo hizo la Escuela de Frankfurt con la cultura de masas del capitalismo instrumentalista y con modernidad en su primera etapa del yo único y uniformante. Y como lo ha hecho y nos ha guiado para Venezuela, M. Briceño Guerrero (1994) en su Laberinto de los tres minotauros. Más que recopilar grandes cifras sociológicas que aparecen como bultos y con escasa orientación de sentido antropológico, realizamos un bosquejo etnográfico sobre un aspecto de la ciudad. Señalamos que los complejos del conuquerismo, tierra de nadie, ruralismo populista, sobre la ciudad de Caracas, no coinciden con el barrio marginal, como el discurso salvaje no coincide con el sector popular en la obra de Briceño Guerrero; atraviesan toda la estructura social aquí, y la estructura social-urbana allá. Venezuela tiene experiencia de ciudad desde su fundación como nación moderna. Además hoy día el 90% de su población vive en ciudades, pero pensamos que no ha elaborado bien la dimensión urbana de sus ciudades. En la ciudad de Caracas, el horizonte está cerrado en muchas direcciones: áreas verdes o parques, ruido permanente, los edificios inconclusos o deterioro de los mismos, basura derramada en la calle y los contenedores abiertos con olores nauseabundos, aceras estrechas o inexistentes, tráfico colapsado, insalubridad, buhoneros que ocupan calles, delincuentes que expresan un modo de vida, rateros y malandros, población enrejada en sus casas y con cercas eléctricas, etc. Pensemos en este momento etnográfico en los huecos de las calles (avenidas, carreteras, autopistas). Como cualquier otro problema de la ciudad podríamos tematizarlo como la ciudad herida, tal como podríamos con otros temas decir la ciudad condenada, la ciudad infectada, la ciudad delictual, etc., que tienen que ver de un modo directo con la autoridad ausente o falta de gobierno o de cuido de la ciudad. Con el motivo del hueco callejero se asocian en Caracas, los desniveles del piso por ingeniería deficiente, por efecto de árboles en las aceras cuyo lugar debiera ser la montaña y no el espacio de la ciudad, por efecto del ladronismo que roba las
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tapas de las alcantarillas. Siempre son huecos en las aceras que maltratan peatones transeúntes o en las calzadas que dañan los automóviles. El hueco como problema trata de que se ha abierto un espacio antisocial por oposición al espacio que debe construirse para morada vital o huecorama para utilizar el argot de Marina (1995, 54) al observar los distintos árboles y las diversas aves que se acogen a sus espacios vacíos como morada vital. En las contradicciones de la realidad pasamos del huecorama vital al hueco dañino, del vano urbanístico (la casa) al vacío geopolítico del choque entre espacio y política. Los huecos como problemática geopolítica son un indicador del abandono en que está sumida la ciudad (el huecorama vital). Repercute en el urbanismo o infraestructura ingenieril degradada y termina como un problema social. Se puede entonces imaginar una ciudad abandonada por la desidia anal de sus propios pobladores (León, 2005). Caracas está llena de huecos, “es una tronera” según el argot coloquial. Con este motivo de ciudad herida por un bombardeo imaginario, nos introducimos a una teoría del espacio citadino esperando averiguar cuánto hay de reelaboración del espacio como morada vital en relación con el espacio degradado de los huecos transgresores del orden urbano. La imaginación de los usuarios de la ciudad resemantiza el problema, como mecanismo de defensa, para poder sobrevivir en la ciudad. La ciudad como un huecorama o morada vital pasa a internalizar un imaginario del hueco perturbador. De una geopolítica del hueco, el imaginario del transeúnte organiza un mapa vial para gerenciar su espacio, de suerte que si el espacio vial es desconocido se tiene más posibilidades de caer en un hueco y dañarse física y moralmente. El escenario de los huecos tiene un añadido de señalización: los obstáculos que se colocan delante del hueco avisando del hueco para que el daño no se consume. Aparecen en el escenario citadino ramas o troncos de árboles, un hierro agresivo, una silla rota, unos trapos de color rojo como lucen los camiones indicando la carga sobresaliente de su espacio vehicular. Son señales que hacen el papel de vigilantes del hueco y avisan al vehículo o al peatón que se dirigen en su dirección. Los huecos y sus vigilantes imponen un nuevo ritmo a la
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marcha del vehículo o al camino del transeúnte. Todo consiste en esquivar el hueco. Si el huecorama invita a la morada vital, el espacio degradado por desperfecto infraestructural urbano conduce a evitarlo como si fuera una caverna amenazante por los peligros que encierra. Los humoristas caraqueños, Laureano Márquez en este caso, han hecho dinámica teatral con el hueco traicionero de las calles y carreteras del municipio urbano. El alcalde al fin tapó el hueco y el humorista lo enjuicia como “mal hecho” que le hubieran tapado. El alcalde me echó una broma, pues el hueco me hacía falta. Sabía que cuando llegaba a aquella curva, yo tenía que contornearme y torear el hueco. Eso era un delirio para mí sentado al volante. El humorista pronuncia una leve maldición “cachis en la mar”: el hueco me hacía falta. Después de tanto tiempo era ya un mito en la ciudad. El caraqueño está expuesto a un proceso regresivo de la realidad citadina. El humorista nos muestra un mecanismo de defensa para no caer en la realidad del hueco y la rabia regresiva de caer en él, y nos propone una sublimación que nos eleva a imaginarlo como un indicador del delirio urbano en Caracas. Nos invita a pensar lo urbano como una irrealidad que se desprende de la realidad sufrida de la cotidianidad posible. Ya no sólo en Caracas el usuario tiene que estar pendiente del delincuente, de no llevar prendas llamativas, de disimular a la salida del banco y a toda hora y lugar, de esquivar el tráfico abundante que se come a veces el semáforo y se atraviesa, sino de estar pendiente de los huecos en que puedes caer y retorcerte un pie, del desnivel de la acera a la que puedes dar un puntapié, romper el zapato e ir dolido con el dedo gordo del pie derecho por un rato largo mientras sigues la ruta urbana y sin poder disfrutar las atenciones de la ciudad. La trampa del pensamiento funciona, porque mejor es no pensar por si acaso te dé más cólera. En todo esto no hay dolientes de la ciudad, ni alcalde a quién enjuiciar, ni a jefe de la parroquia a quién reclamar. La ciudad de los huecos es una ciudad herida y doliente, que no duele a nadie, con el vientre boca arriba sin que nadie la compadezca, ni gobierno que se preocupe por ella. No sabemos (algunos pensadores sí sabemos) lo que hace la población
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cuando va a elegir a sus autoridades, ni cómo después les exige su legitimidad urbana o no les exige nada. Si no lo hace termina por habitar una ciudad ilegítima, es decir, una ciudad con monumentos vacíos, y sin ciudadanos que la habiten. Por eso, en la ciudad de los huecos no puede pensarse un proyecto urbano; el pensamiento está clausurado para poder pensar, porque ya de entrada no hay ciudad holgada tampoco para las memorias del pasado ni para las memorias del porvenir.
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III Visiones de Ciudad de México
La cultura en la ciudad de México Néstor García Canclini (1993)
¿Sociología o antropología de la ciudad?
¿Qué diferencia hay entre un sociólogo urbano y un antropólogo urbano? Se ha dicho que, mientras el primero estudia la ciudad, el antropólogo estudia en la ciudad1. En tanto la sociología construye, a partir de censos y estadísticas, los grandes mapas de los comportamientos, el trabajo de campo prolongado permitiría lecturas densas de la interacción social. Varios antropólogos se han rebelado contra este repliegue de su disciplina en las pequeñas causas. ¿Por qué vamos a condenarnos a hablar del barrio y callar sobre la ciudad, a repetir en las grandes urbes una concepción aldeana de la estructura social? Algunos piensan que al estrechar tanto el horizonte de la antropología ni siquiera se está examinando lo urbano: se escapa algo decisivo de la formación y la vida de la ciudad si no se puede mostrar en qué grado las relaciones cortas de las cuales hablan los estudiosos de caso están condicionadas por las estructuras amplias de la sociedad2. 1. Se trata, como se sabe, de una distinción de larga data, en la cual aún insisten antropólogos como Clifford Geertz, La interpretación de las culturas, Buenos Aires, Gedisa, 1991, cap. 1. 2. Los intentos más consistentes en América Latina para convertir a la ciudad de lugar de estudio en objeto se hallan en la antropología brasileña. Cf. de
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Otros autores sostienen que lo que distinguiría al antropólogo no sería tanto el objeto de estudio sino el método. Mientras el sociólogo habla de la ciudad, el antropólogo deja hablar a la ciudad: sus observaciones minuciosas y entrevistas en profundidad, su modo quedarse y estar con la gente, buscan escuchar lo que la ciudad tiene que decir. Esta dedicación a la elocuencia de los actos comunes ha sido metodológicamente fecunda y éticamente generosa. Desde el punto de vista epistemológico, sin embargo, despierta múltiples dudas. ¿Qué confianza se le puede tener a lo que los pobladores dicen acerca de cómo viven? ¿Quién habla cuando un sujeto interpreta su experiencia: el individuo, la familia, el barrio o la clase a la que pertenece? Ante cualquier problema urbano –el transporte, la contaminación o el comercio ambulante– encontramos tal diversidad de opiniones y aun de informes que es difícil distinguir entre lo real y lo imaginario. Tal vez en ningún lugar como en la gran ciudad se necesitan tanto las críticas epistemológicas al sentido común y al lenguaje ordinario: no podemos registrar las múltiples y divergentes voces de los informantes sin preguntarnos si saben lo que están diciendo. Precisamente el hecho de haber vivido con intensidad una experiencia oscurece las motivaciones inconscientes por las cuales se actúa, hace recortar los hechos para construir las versiones que a cada uno conviene. Un trabajo acrítico sobre la ciudad y sus discursos suele caer en dos trampas: reproducir en descripciones monográficas la fragmentación urbana sin explicarla o simular que se la sutura optando por la «explicación» del populismo político. El debate posmoderno sobre los textos antropológicos llevó a pensar que tampoco los antropólogos sabemos muy bien de qué estamos hablando cuando hacemos etnografía. Malinowski creía estar describiendo a los trobriandeses tal como eran, pero sus Diarios revelan que al mismo tiempo transmitía fastidio por la cultura de ese pueblo y la pasión que le susEunice Ribeiro Durham, «A pesquisa antropológica com populaçoes urbanas: problemas e perspectivas», en Ruth Cardoso (org.), Aventura antropológica, Rio de Janeiro, Paz e Terra, 1986, y «A sociedade vista da periferia», Revista Brasileira de Ciencias Sociales, No. 1, junio de 1986, pp. 85-99.
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citaba la «animalidad» de sus cuerpos. Las polémicas entre Redfield y Oscar Lewis sobre Tepoztlán sugieren que tal vez no hablaban de la misma ciudad, o que sus obras, además de testimoniar «haber estado allí», según la sospecha de Clifford Geertz, son intentos de encontrar un lugar entre los que «están aquí», en las universidades y los simposios3. Con el desarrollo hermenéutico de la antropología y del etnopsicoanálisis se han sofisticado los procedimientos interpretativos para captar las distintas capas de significación que se esconden bajo la apariencia de los actos y los discursos, incluida la cosmética etnográfica4. No obstante, sigue siendo difícil articular los varios sentidos que los sujetos atribuyen a sus prácticas con los condicionamientos sociales y culturales desde los que la ciudad establece significados de cada hecho, que con frecuencia desconocen los propios actores.
Incoherencias de babel
A esta problemática de lo dicho y lo no dicho por los sujetos urbanos, de lo que la sociología puede decir sobre ellos y la antropología puede escucharles, se agrega recientemente, en megaciudades como la de México, una nueva dificultad que complica todas las anteriores: ¿qué sucede cuando se convierte en una Babel, cuando la polifonía caótica de sus voces, su espacio desmembrado y las experiencias diseminadas de sus habitantes diluyen el sentido de los discursos globales? En la ciudad de México hay 263.000 indígenas de más de treinta grupos étnicos, que hablan otras tantas lenguas5. En 3. Clifford Geertz, El antropólogo como autor, Barcelona, Paidós 1980. Véase especialmente el capítulo «El yo testifical. Los hijos de Malinowski». 4. Véase el balance de este trabajo en George E. Marcus y Michael M. J. Fischer, Anthropology as Cultural Critique, Chicago, The University of Chicago Press, 1986, sobre todo el capítulo «Taking Account of Word Historical Political Economy: Knowable Communities in Larger Systems». 5. Marjorie Thacker y Silvia Bazua, Indígenas urbanos de la ciudad de México, Proyectos de vida y estrategias, México, Instituto Nacional Indigenista, septiembre de 1992. Como en todo el país, las estadísticas de población indígena son motivo de polémica; la estimación de estas autoras se basa: en el XI Censo de Población y Vivienda de 1990, e incluyen a los niños menores de 5 años y
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parte, siguen organizando sus casas y sus barrios, sus redes de solidaridad y sus conflictos, sus negocios con el Estado y con los compadres, como cuando estaban en Puebla, en Oaxaca o en Guerrero. Pero no se necesita ser migrante indígena para experimentar la parcialidad de la propia lengua y vivir sólo fragmentos de la ciudad. Es algo que nos está ocurriendo a todos, por lo menos desde los años cuarenta de este siglo. En ese tiempo el Distrito Federal tenía un millón y medio de habitantes. Ahora, con quince millones, la mancha urbana se derrama sobre un territorio que nadie puede abarcar y en el que ya no existen ejes organizadores globales. Los 9,1 kilómetros cuadrados cubiertos por la ciudad de México a fin de siglo son ahora apenas el 1% de la metrópoli6. Esa ciudad de hace un siglo continúa existiendo como el llamado centro histórico, pero la expansión demográfica, industrial y comercial ha multiplicado focos de desarrollo periféricos que se conturban con otras ciudades. Cuando hace cinco años comenzamos a estudiar el consumo cultural en la ciudad de México, realizamos una encuesta en 1.500 hogares, con la esperanza de obtener un mapa de los comportamientos7. Lo primero que nos sorprendió fue el bajo uso de los equipamientos culturales públicos: el 41,2% dijo que hacía más de un año que no iba al cine; el 62,5% que afirmaba gustar del teatro no había visto ninguna obra en ese tiempo; el 89,2% no había ido a conciertos. De los 57 museos de la ciudad, sólo 4 fueron visitados alguna vez por más del 5% de la población: el Museo de Antropología, el de Cera, el del Templo Mayor y el de Historia Natural. Tampoco los espectáculos populares ni las fiestas locales de los barrios a quienes no hablan lenguas indígenas por haber nacido en el DF, pero que siguen perteneciendo a una familia indígena. 6. Jerome Monet, «El centro histórico de la ciudad de México, Sábado, suplemento de Unomásuno, México, 26-8-89, pp. 1-2. 7. Dos informes con interpretaciones de esta encuesta se hallan en prensa: Néstor García Canclini y Mabel Piccini, «Culturas de la ciudad de México: símbolos colectivos y usos del espacio urbano», en N. García Canclini (ed.), El consumo cultural en México, México, Consejo Nacional de Cultura, 1993, y N. García Canclini, Eduardo Navón y Patricia Safa «Una modernita que integra e segrega: il consumo culturale a cittá del Messico». La Ricerca Folklórica, No. 25, 1993.
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parecían interesar en forma periódica a más de un 10% de la población. ¿Qué hace la gente los días de semana, luego del trabajo o el estudio? Según la encuesta, la mayoría de los habitantes del D.F., en vez de usar la ciudad en su tiempo libre prefiere quedarse en casa. El 24.7% dice que su principal actividad es ver televisión; un 16,3% sólo descansa, duerme o se ocupa de tareas domésticas. Los fines de semana la mayor parte de la población dedica su tiempo «libre» a recluirse en la vida hogareña. Un 20,5%, acostumbra salir fuera de la ciudad, lo cual abarca tanto a personas de ingresos medios y altos con casa de fin de semana en ciudades próximas al D.F., como a quienes se trasladan a Puebla, Toluca y lugares cercanos para visitar a familiares y amigos. En ambos casos, las salidas son sistemáticas, planificadas con el fin de separarse de la ciudad y buscar «un ambiente distinto», menos contaminado, más «cerca de la naturaleza». Tanto quienes escapan del D.F., quienes se recluyen los fines de semana en la vida doméstica y las distracciones electrónicas, como los que usan los parques y centros comerciales, hablan en las entrevistas de una ciudad hostil. Como es difícil evitar las distancias, la inseguridad y el smog, en los días de trabajo, el tiempo libre parece serio porque permite liberarnos de la coacción de la ciudad, de las tensiones de la vida pública. La presencia de multitudes en las calles de lunes a sábado está ligada preferentemente a usos pragmáticos del espacio urbano, al trabajo y las actividades básicas de consumo. Pero precisamente los tres millones de vehículos que atraviesan la urbe, los 225 millones de viajes/persona8, que la ciudad soporta diariamente, el ruido y la furia que generan, desalientan los usos recreativos y culturales. ¿Por qué las masas van poco a los espectáculos? Una explicación es que existe una tendencia internacional a que descienda la participación en equipamientos públicos (cines,
8. Juan R. Gil Elizondo, «El futuro de la ciudad de México, Metrópoli controlada», Atlas de la ciudad de México, México, Departamento del Distrito Federal y El Colegio de México, 1987. P.418.
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teatros, salones de baile), mientras crece la audiencia de la cultura a domicilio (radio, televisión y video). La misma encuesta que registra escasa asistencia a espectáculos que suponen usos colectivos del espacio urbano refiere que el 95% de la población del D.F. ve habitualmente televisión, un 87% escucha radio y el 52% de las familias tienen videocasetera. Hay otra explicación que surge del crecimiento territorial y demográfico de la ciudad. Además de las desigualdades económicas y educativas, que en toda sociedad limitan el acceso de las mayorías a muchos bienes culturales, en el D.F. el irregular y complejo desarrollo urbano, así como la distribución inequitativa de los equipamientos, dificultan la asistencia a espectáculos públicos. La casi totalidad de la oferta cultural «clásica» (librerías, museos, salas de teatro, música y cine) se halla concentrada en el centro y sur de la ciudad, por lo cual la segregación residencial refuerza la desigualdad de ingresos y educación. Como el centro histórico perdió habitantes en las últimas décadas y la urbe se expande en poblaciones periféricas desconectadas, la radio y la televisión, que están mejor distribuidas en el conjunto de la ciudad, difunden con más facilidad la información y el entretenimiento a todos los sectores.
Estudiar las integraciones y sus fracasos
En el grupo de investigación discutimos largamente sobre lo que estos datos frágiles abarcan y lo que dejan fuera. Los comunicólogos y algunos antropólogos destacaron la reclusión en la cultura doméstica, la sustitución de los teatros por la radio, de las salas de cine por las películas en video y de la fraternidad en los estadios por el deporte visto en televisión. Desde la mirada macrosocial de la encuesta, el anárquico crecimiento urbano junto con la expansión de los medios electrónicos. La industrialización y la migraciones que llevaron a la ciudad en los últimos cincuenta años de un millón y medio a quince millones de habitantes son parte de la misma política de modernización que centra el desarrollo cultural en la expansión de los medios masivos. El desequilibrio generado por
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la urbanización irracional y especulativa es «compensado» por la eficacia comunicacional de las redes tecnológicas. La expansión territorial y la masificación de la ciudad, que redujeron las interacciones barriales, ocurrieron junto con la reinversión de lazos sociales y culturales en la radio y la televisión. Son estos medios los que ahora, desde su lógica vertical y anónima, diagraman los nuevos vínculos invisibles de la urbe. Desde un enfoque más específicamente antropológico, algunos enfrentaban los datos de la encuesta con los múltiples usos que la gente aún hace de los espacios públicos. Al convivir largos periodos con los habitantes de las colonias, es evidente cuánto tiempo dedican las mujeres a platicar mientras salen de compras, el valor que guardan las fiestas barriales para quienes participan en ellas, lo que los jóvenes aprenden al atravesar la ciudad para ir al trabajo, a bailar danzón o rock en ciertas noches, la renovación de la experiencia urbana en las colas del camión o la tortilla, en las conversaciones telefónicas, en los viajes obligados o azarosos por el paisaje de la ciudad. Es difícil captar con encuestas esas prácticas ocasionales, o cuantificar su persistencia en la memoria individual, en los diálogos familiares o con amigos. La mirada telescópica de las encuestas y la mirada íntima del trabajo de campo nombran de diversas maneras, parcialmente legítimas, la misma ciudad inapresable. Para profundizar el estudio realizamos un conjunto de investigaciones en aspectos particulares de la vida urbana, combinando siempre técnicas cualitativas y cuantitativas. Aplicamos la misma encuesta global a un barrio de autoconstrucción para apreciar las coincidencias y discrepancias entre la estructura global del consumo en la ciudad y la de la cultura local9; estudiamos las principales zonas de Coyoacán (centro histórico, multifamiliares colonias de invasión)10; buscamos conocer dinámicas más específicas de recepción cultural en el Museo del Templo Mayor11, y en el Museo de 9. Eduardo Nivón. «El consumo cultural y los movimientos sociales», en El consumo cultural en México, op.cit. 10. Patricia Safa, «Espacio urbano, sectores sociales y consumo cultural en Coyacán», idem. 11. Ana María Rosas Mantecón, «La puesta en escena del patrimonio mexica y
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Culturas Populares12, en el consumo de artesanías13 y diversos espectáculos14. Quiero traer algunas reflexiones que suscitan tales acercamientos a las diversas prácticas culturales en el D.F. refiriéndome a la investigación que realizamos sobre el II Festival de la ciudad de México, en agosto de 199015. El estudio se apoyó en la descripción de la política cultural del Departamento del Distrito Federal y del comportamiento de los públicos que asistieron a una muestra representativa de los casi 300 espectáculos incluidos en el festival (elegimos 33 de teatro, danza, ópera, rock y otros géneros musicales, realizados en salas de teatro, salones de baile, parques y plazas). Dado que este festival era el mayor acontecimiento cultural de la ciudad, tanto por la diversidad de artes y espectáculos como por los públicos que convoca, permitió conocer cómo se relacionaban diferentes sectores de la capital con el arte y la cultura. No fue un simple estudio de público. Preguntamos sobre la relación del festival con la ciudad y con los medios masivos de comunicación: indagamos de qué zonas procedían los asistentes y cómo se habían enterado de los eventos, si la oferta extraordinaria del festival modificaba sus conductas culturales habituales, cómo se complementaban o contradecían la valoración del público y de la prensa sobre los espectáculos, etc. Para ello, usamos cuatro técnicas: a) aplicamos encuestas a espectadores, b) realizamos observaciones de campo y entrevistas abiertas a los asistentes; c) entrevistamos a funcionarios de las instituciones organizadoras, a artistas participantes y a
su apropiación por los públicos del Museo del Templo Mayor» idem. 12. Maya Lorena Pérez Ruiz, «El Museo Nacional de Culturas Populares: espacio de expresión o recreación de la cultura popular?», ídem. 13. María Teresa Ejea Mendoza, El sutil encanto de artesanías, Notas sobre su uso en la ciudad, inédito. 14. Las reflexiones que siguen son resultado del trabajo conjunto y de los debates en el grupo de investigación citado, al cual agradezco el estímulo que recibí. La forma con que aquí presento la interpretación de los datos y en que extraigo conclusiones queda, por supuesto, bajo mi responsabilidad. 15. Néstor García Canclini, Julio Gullco, María Eugenia Módena, Eduardo Nivón, Mabel Piccini, Ana María Rosas y Graciela Schmilchuk, Públicos de arte y política cultural. Un estudio del II Festival de la ciudad de México. México, UAM-INAH-SEP y DDF, 1991.
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críticos; d) hicimos un análisis sistemático de la información y la crítica de prensa sobre el festival. Las respuestas de los espectadores y las observaciones de comportamientos adquirieron mejor su sentido al verlas sobre el fondo de conductas menos excepcionales: la recepción de los medios masivos, la relación habitual con las instituciones culturales y con el espacio urbano, según lo registramos en la encuesta a 1.500 hogares. A la inversa, el estudio del festival especificó algunas tendencias encontradas en la encuesta general sobre consumo en el D.F. La asistencia al total de los espectáculos, que no alcanzó a 200.000 personas, coincidió –en su volumen y en los estratos participantes– con el aproximadamente 10% de la población que dice concurrir regularmente a instituciones o eventos culturales públicos. El análisis de las ocupaciones predominantes indica una escasa participación en el festival de los sectores con menos recursos y bajo nivel escolar. Cuatro grupos abarcan casi tres cuartas partes del público: estudiantes (20,91%), empleados (19,90%), profesionales (17,78%) y trabajadores del arte (14,18%). Los obreros estuvieron representados con 2,14%, los artesanos con 1,37%, mientras que los jubilados y desempleados no alcanzaron el 1%. En cuanto al nivel educativo, quienes tenían primaria y secundaria sumaron 20,02%, en tanto el 78,54% se distribuyó entre los que cursaron preparatoria y estudios superiores. El festival de la ciudad reproduce las segmentaciones y segregaciones de la población engendradas por la desigualdad en los ingresos, la educación y la distribución residencial de los habitantes. Las encuestas, y sobre todo, las entrevistas y observaciones etnográficas a los asistentes revelaron una gran diversidad dentro mismo de los públicos del festival. Ni siquiera los espectadores de los eventos llamados populares forman un conjunto homogéneo. Hay una gran distancia entre los sectores que prefieren oír conmovidos, casi inmóviles, la «música romántica» de Marco Antonio Muñiz, los que se inclinan por bailar danzón con Pepe Arévalo y los que se agrupan para hallar en el rock de Santa Sabina marcas generacionales de identidad. Un dato que subraya esta heterogeneidad y separación entre los sectores fue que la enorme mayoría no era consciente de
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que el espectáculo que estaba viendo formaba parte del festival, y sólo 12% manifestó conocer otras actividades del mismo. Aun en los eventos con público más informado, de más nivel educativo, no pasaron del 32% quienes lograron mencionar otras actividades del festival. Las respuestas sobre la manera en que se enteraron del espectáculo al que asistían variaban mucho según los públicos: los de música, danza y teatro se informaron predominantemente por la prensa; los de rock, por propaganda escrita y relaciones personales; los de salones bailables, por los medios electrónicos y asistencia previa al lugar. En suma, la hipótesis de un festival o una ciudad con un público homogéneo, con la cual los organizadores programaron la difusión en forma indiscriminada, sólo estaba en la mente de ellos. La mayoría de los asistentes ni siquiera se interesaba por el hecho de que hubiera festival, y menos por saber quién lo auspiciaba. «Los logotipos sólo nos importan a los funcionarios», reconoció uno de ellos cuando leyó nuestro informe de investigación. También hay que decir que el festival le importó a la prensa, pues dedicó diariamente páginas enteras a unificar la información de las diversas artes, discutió la política cultural global, su financiamiento dentro de los gastos de la ciudad y la capacidad de este evento para responder a las necesidades sociales.
El laberinto roto
Una de nuestras conclusiones fue que no sólo no existe un público de cultura en la ciudad, sino que ni siquiera puede integrárselo con un programa compacto con el festival. Este festival tan abarcador, multidisciplinario, culto y popular, que ocupó espacios cerrados y al aire libre, resultó una especie de laboratorio de la multiculturalidad y la disgregación de la ciudad de México. Del mismo modo que del festival, puede decirse que la ciudad existe más para el gobierno y para la prensa que para los ciudadanos. También parte de la investigación urbana encara a la ciudad como un todo, al menos los demógrafos y sociólogos. Para la bibliografía antropológica y de estudios culturales, salvo excepciones, el D.F. es un rompecabezas desarmado.
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La experiencia fragmentaria de la megalópolis que tiene cada sector sociocultural o cada colonia, me hace acordar de lo que Borges decía del Aleph. Como ante él, la actual ciudad de México es inabarcable en una descripción. Si uno la mira desde el interior, desde las prácticas locales cotidianas, ve sólo fragmentos, inmediaciones, sitios fijados por una percepción miope del todo. Desde lejos, parece una masa confusa a la que es difícil aplicar los modelos fabricados por las teorías del orden urbano. No hay un foco organizador porque la ciudad de México, tal como describía Borges, «está en todas partes y no está plenamente en ninguna». Todo el país está en ella. En las calles se cruzan las lenguas de mixtecos venidos de Oaxaca, mazahuas de Hidalgo, nahuas de Guerrero y treinta etnias más. También el inglés, el español con acento centroamericano, argentino y chileno. Y por supuesto, restaurantes con comidas de donde llegaron esos migrantes, artesanías, telenovelas y series policíacas de muchos países. Aquí conviven casi todos los lugares de América Latina y muchos otros del mundo. Igual que ante el Aleph, nos preguntamos cómo realizar la enumeración, siquiera parcial, de ese conjunto infinito. Vivir en ese «instante gigantesco» que es cada instante en una ciudad así, asombra menos por «los millones de actos deleitables o atroces» que suceden que por el hecho de que «todos ocuparan el mismo punto, sin superposición y sin transparencia». Se me ocurrió aplicar este relato borgeano a la ciudad de México leyendo el libro de Edward W. Soja, Posmodern Geographies, quien lo usa para hablar de Los Ángeles. Como este autor, no veo más recurso para referirme al pool of cultures de la capital mexicana que acumular esta «sucesión de relámpagos fragmentarios, una asociación libre de notas reflexivas e interpretativas de campo», observaciones «contingentemente incompletas y ambiguas», al modo de las que Soja emplea, porque sabe que «cualquier descripción totalizante del Aleph es imposible»16. Al fin de cuentas, dice Soja, las megaciudades como 16. ���������������� Edward W. Soja, Posmodern Geographies. The Reassertion of Space in Critical Social Theory, Londres-Nueva York, Verso, 1989, pp. 222-223.
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Los Ángeles –al yuxtaponer tiempos históricos, lo que viene del este y del oeste, del norte y del sur– nos ponen a pensar si el sentido que hasta ahora buscábamos en una lógica temporal unificada no debe ser explorado en las relaciones simultáneas que se dan en un mismo espacio. «Comprender cómo está hecha la historia ha sido la fuente primaria de la intuición emancipatoria y de la conciencia política práctica». «Hoy, en cambio, puede ser el espacio, más que el tiempo, lo que encierralas consecuencias de nuestros actos, ‘el hacer la geografía’ más que el ‘hacer la historia’ lo que proporciona las tácticas más reveladoras y el mundo teórico»17. Las grandes ciudades en crisis son el escenario en que se exhibe la declinación posmoderna de los metarrelatos históricos, de las utopías que imaginaron un desarrollo humano ascendente a través del tiempo. Aun en las urbes cargadas con signos del pasado, como la capital mexicana, el agobio del presente y la perplejidad ante el porvenir incontrolable reducen las experiencias temporales y privilegian las conexiones simultáneas en el espacio. ¿Será esta una de las razones por las que los movimientos emancipatorios basados en las grandes narraciones históricas (el proletariado, las naciones) pierden eficacia y en cambio ganan rating los movimientos sociales urbanos, las acciones fragmentarias? En la ciudad de México, los movimientos populares urbanos se caracterizan por su visión local y parcelada, unos de la zona de la ciudad que habitan, otros del comercio ambulante, etc. Sus reclamos en cada escenario suelen hacerse sin contextualizarlos en el desarrollo histórico ni en la problemática general de la ciudad. Sólo los movimientos ecológicos, y muy recientemente los partidos políticos, manifiestan una visión integrada del D.F. Unos y otros reaccionan frente a la desterritorialización y deshistorización de la cultura transnacional y buscan nuevas formas de arraigo: revaloran el barrio en unos casos, el centro histórico en otros, el conjunto de la ciudad una minoría. Algunos autores europeos ven en estas reafirmaciones de lo territorial urbano intentos de mantener el sentido de la ciudad como expresión de la sociedad local y resistencia 17. Ídem.
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a que se la reduzca a un elemento del mercado internacional18. Me parece una hipótesis fecunda para entender parte de los actuales enfrentamientos en la capital mexicana.
Glocalize: lo local globalizado
Podríamos decir que la ciudad comienza a ser pensada como un todo justo en la época en que su desintegración se vuelve alarmante. No sólo buscan su gestalt los políticos y funcionarios, que necesitan administrarla globalmente. Problemas comunes como la contaminación y el tránsito, las interacciones con el mercado nacional e internacional, obligan a trascender lo local si queremos entender lo que ocurre en una megalópolis. Además de la ciudad histórica y la ciudad industrial, existe la ciudad globalizada, que se conecta con las redes mundiales de la economía, las finanzas y las comunicaciones. Hasta hace poco tiempo las teorías de la urbanización caracterizaban a la ciudad por una diferencia acentuada con el campo y una transferencia de fuerza de trabajo de labores agrícolas a las secundarias o terciarias. En México también este proceso fue evidente cuando la expansión urbana estuvo asociada al crecimiento industrial. En los años recientes la industrialización ya no es vista en muchos estudios urbanos como el agente económico más dinámico. Se reconocen como impulsos más decisivos para el desarrollo los procesos informacionales y financieros. Este cambio está llevando a reconceptualizar las funciones de las grandes ciudades. En la medida en que lo característico de la economía presente no es tanto el paso de la agricultura a la industria y de ésta a los servicios, sino la interacción constante entre agricultura, industria y servicios, con base en procesos de información (tanto en la tecnología como en la gestión y la comercialización), las grandes ciudades son el nudo en que se realizan estos movimientos. En una economía intensamente 18. Aldo Bononi, «La machina metropoli», ponencia presentada al simposio The Renaissance of the City in Europe. Florencia, 6 al 8 de diciembre de 1992.
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transnacionalizada, las principales áreas metropolitanas son los escenarios que conectan entre sí a las economías de diversas sociedades. No es casual que hayan sido empresarios japoneses quienes inventaran el neologismo glocalize para aludir al nuevo esquema del «empresario-mundo» que articula en su cultura información, creencias y rituales procedentes de lo local, lo nacional y lo internacional19. Este proceso no sólo se observa en las mayores concentraciones urbanas, que a la vez son concentraciones de alto poder económico, como Nueva York y Tokio, Manuel Castells, al analizar la nueva fase de crecimiento económico en España, desde 1985, como consecuencia de la integración al mercado europeo, sostiene que una de las fuentes del dinamismo de ciudades como Madrid y Barcelona es su papel como articuladoras de dispositivos de gestión, innovación y comercialización. La complejidad de esa articulación internacional requiere aparatos de gestión empresarial y comunicacional cada vez más sofisticados. Los servicios de procesamiento de la información y comunicación urbanos pasan a ocupar un lugar de avanzada en la generación de inversiones y empleos20. Cabe preguntarse qué consecuencias culturales va teniendo esta reorganización ya en curso en la ciudad de México. Es evidente la explosión de una arquitectura financiera, informática y turística que ha cambiado el paisaje urbano en varias zonas, por ejemplo, el Paseo de la Reforma, Polanco y el sur de la ciudad. Los festivales de la ciudad de México y el del Centro Histórico, que tienen entre sus objetivos aumentar la atracción turística de la capital y convertirla en metrópoli internacional, forman parte de un conjunto de macroproyectos con los que la actual administración del D.F. está redefiniendo el perfil de la ciudad; las transformaciones emprendidas en la Alameda, Santa Fe y Xochimilco, con concursos de proyectos e inversio19. Véase el análisis en el libro de Arman Matterlart. La comunicationmonde. París, Ediciones La Découverte, 1991, pp. 260-262. 20. Manuel Castells. «Estrategias de desarrollo metropolitano en las grandes ciudades españolas: la articulación entre crecimiento económico y calidad de vida», en Jordi Borja y otros, Las grandes ciudades en la década de los noventa, Madrid, Edit. Sistema, 1990.
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nes internacionales, reubican la cultura local en las redes de la globalización21. En la misma línea se encuentra el programa del Fideicomiso de Estímulo al Cine Mexicano, que promueve el uso de la ciudad de México para la filmación de películas extranjeras22. No se trata sólo de macroproyectos gubernamentales y empresariales. Se percibe esta redefinición de lo urbano hasta en escenas cotidianas: estoy pensando en el ejecutivo y el cuadro medio que salen de su casa hablando por teléfono celular mientras manejan el coche, llegan a la oficina, recogen los fax que entraron la noche anterior, los contestan, pasan información por el sistema de cómputo y el módem, regresan a su casa a la noche y ven las noticias en inglés por los canales que reciben gracias al cable o la antena parabólica. Estos comportamientos sugieren cómo se reordena la ciudad a través de vínculos electrónicos y telemáticos. No deja de ser la gran ciudad crecida junto con la industria, como lo recuerda cada día la espectacular contaminación, pero es también la ciudad que se conecta dentro de sí misma y con el extranjero ya no sólo por los tradicionales transportes terrestres y aéreos, por el correo y el teléfono, sino por el cable, el fax y los satélites. Tales transformaciones conducen a una redefinición teórica de lo que veníamos entendiendo por ciudad. En la de México, disgregada en un espacio sin centro que no se sabe bien hasta dónde llega, tendremos que ir pensando cómo se combinan la definición sociodemográfica y espacial con una definición sociocomunicacional de la ciudad.
Ciudad sin mapa
«Cada ciudad recibe su forma del desierto al que se opone», decía Marco Polo, según el relato de Italo Calvino. Cuando la ciudad invade al desierto, el bosque, la montaña, todo lo
21. Raúl Monge, «Los grandes proyectos: Centro Histórico, Alameda, Polanco, Santa Fe y Xochimilco». Proceso, No. 750, 18 de marzo de 1991, pp. 10-13. 22. Ricardo Camargo. «La ciudad de México como escenario». El Nacional, 9 de marzo de 1992, p. 20.
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que la rodea y la abraza, su forma se disgrega, pierde el sentido del espacio y del desafío. ¿Cómo describir desde la antropología esta ciudad diseminada? ¿Nos retraeremos en la ilusoria autonomía de los barrios, en el repliegue atomizado de las multitudes en los hogares, en los intentos de preservar miniterritorios exclusivos de los jóvenes o los grupos de vecinos? ¿O buscaremos entender también las nuevas formas de identidad que se organizan en las redes inmateriales, en los procesos de transmisión del conocimiento, en los lazos difusos del comercio y los ritos ligados a la comunicación transnacional? Estos caminos no tienen por qué ser excluyentes. El antropólogo puede ser el que estudie las pequeñas y las grandes historias de la ciudad. No tiene ya el monopolio de lo íntimo y lo cotidiano de la vida urbana. También hacen trabajo de campo, a menudo, los sociólogos y comunicólogos. Quizá lo mejor que puede distinguirnos en este fin de siglo es la antigua preocupación antropológica por lo otro y por los otros. El antropólogo urbano es el que habla de la gran ciudad como un sitio en que vivimos asombrándonos con la variedad de costumbres y lenguas, en que buscamos conciliar la velocidad de la urbe globalizada con el ritmo lento del territorio propio (que en una gran ciudad suele volverse vertiginoso y aturdido). Nuestra tarea es entender cómo se las arregla la gente para satisfacer a la vez la necesidad de información que circula por las redes internacionales y la necesidad de pertenencia y arraigo local. Esta reubicación del trabajo antropológico requiere hacerse cargo de las múltiples prácticas que transforman la ciudad: de las prácticas «reales», dispersas, que registran las encuestas, y de los discursos que las reunifican en el imaginario urbano. Interrogarse por el sentido de la ciudad es explorar la estructura y la desestructuración de formas demográficas, socioeconómicas y culturales que tienen una cierta «realidad» objetivable. Pero a la vez exige indagar cómo se representan los sujetos los actos por los cuales habitan estas estructuras y las experiencias subjetivas. El sentido de la ciudad se constituye en lo que la ciudad da y en lo que no da, en lo que los sujetos pueden hacer con su vida en medio de las determinaciones del hábitat y lo que pueden imaginar para suturar las
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fallas, las faltas, los desengaños, con que las estructuras y las interacciones urbanas responden a sus necesidades y deseos.
¿Detectives o psicoanalistas?
En una época globalizadora en que la ciudad no está constituida sólo por lo que sucede en su territorio, sino por el modo en que la atraviesan migrantes y turistas, mensajes y bienes procedentes de otros países, el imaginario propio y el de otros, la experiencia urbana se expande y se potencia. No sólo proyectamos la fantasía en el desierto, en las salidas de fin de semana buscando la naturaleza que rodea a la ciudad, sino en la proliferación de textos que, desde dentro y desde fuera, al descubrir o comunicar a la ciudad, la imaginan: los relatos de informantes, las crónicas periodísticas y literarias, las fotos, lo que dicen la radio, la televisión y la música que narran nuestros pasos urbanos. ¿Para qué le sirve a la antropología trabajar a la vez con estos relatos y con las encuestas? Para contrastar los discursos con los hechos sociales de los cuales esos discursos hablan y con la experiencia de los sujetos que los enuncian. Una antropología postempirista y posthermenéutica no supone que lo observable en los hechos mediante las encuestas y el trabajo de campo sea la verdad. Tampoco pensamos que el dilema entre empiristas y hermeneutas se resuelva, como en una operación detectivesca, obligando a los discursos a someterse a la demostración de los hechos. El antropólogo se parece menos al detective que al psicoanalista. Se pregunta por la posible correlación del discurso con los datos para averiguar en qué medida el discurso es una fantasía o un delirio. Simultáneamente, interroga lo que los hechos significan para los sujetos que los viven, porque sabe que el significado (ya no la verdad) de los hechos no está contenido en ellos, sino en el proceso por el cual los sujetos los constituyen y los sufren, los transforman y experimentan la resistencia de lo real. El antropólogo se coloca en esta intersección entre los hechos y los discursos. Ambos tienen una cierta consistencia que les da su relativa objetividad y hace posible el análisis científico, pero a la vez
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ambos —hechos y discursos— están organizados por un régimen imaginario, cuyo sentido no se agota en la apariencia objetiva. En esta dirección es posible cambiar la respuesta a la pregunta postmoderna: ¿quién habla en los libros de antropología? No se trata ya de optar entre el antropólogo y el informante. Lo que habla, más que un agente social, es una diferencia, una grieta, una búsqueda del otro y de lo otro. Esta diferencia y esta grieta suelen ser «saturadas» dentro de cada sociedad mediante relaciones de poder y rituales de cohesión social. En la gran ciudad, como vimos, los actos gubernamentales y el discurso de los medios reúnen en totalidades imaginarias los fragmentos dispersos del tejido urbano. También encontramos que la ciudad logra existir, por momentos, en la solidaridad ante un sismo o un plebiscito, en ciertas fiestas o en la preocupación ecológica. La mirada a la vez local y global del antropólogo, o de cualquier científico social, puede reconocer en esos actos proyectos de recomposición social, y también lo que tienen de simulacros de sutura. En términos de una antropología instruida por el psicoanálisis, diré que toda labor de conocimiento acaba restaurando, mediante la crítica, la evidencia de la falta. Si tuviéramos espacio habría que reflexionar más sobre el encuentro entre antropología y psicoanálisis. Como también ocurre entre sociología y antropología, no es tanto un diálogo entre los saberes sobre objetos diferentes, sino una conversación sobre lo que ocurre en el acto de querer saber, una conversación sobre la distancia y la diferencia, sobre la falta y los recursos con que ensayamos cubrirla. En este diálogo la antropología (y la sociología) pueden aprender a no sociologizar, a no quedarse en la descripción de las suturas sociales, sean las de los ritos o las simples prácticas de supervivencia; el psicoanálisis puede recibir del antropólogo, a su vez, información sobre las condiciones sociales, la organización colectiva, los relatos y los ritos, con los que los hombres nos reunimos en ciudades para poder convivir con lo que nos falta. Buscamos acercarnos mejor no sólo a lo que los hombres y mujeres somos, sino a lo que tratamos de hacer con aquello que no logramos ser.
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Lo mismo y lo otro
La crisis de la ciudad es homóloga a la crisis de la antropología. Quizá por eso la desintegración de la ciudad exaspera y cambia de semblante los problemas antropológicos. La polémica acerca de si se puede hacer antropología en la ciudad o debe hacerse antropología de la ciudad suponía la existencia de una ciudad territorialmente delimitada, cuya realidad era abarcable. El problema parecía ser si el método antropológico era capaz de abarcar ese objeto macro. Ahora pensamos que lo que ocurre en la ciudad es sedimentación de un conjunto multideterminado de procesos globales internos y externos, que ninguna disciplina puede estudiar sola. En esta situación lo mejor que podemos hacer los antropólogos es ampararnos en nuestras habilidades para ser especialistas en la alteridad, no preocuparnos tanto por la escala del objeto de estudio y dedicarnos a ver qué le pasa a lo que creíamos lo mismo cuando se altera en los cruces con lo otro. Este enfoque deja muchas cuestiones sin resolver. Pero hay una que sería escandaloso omitir, puesto que estamos hablando de la demacrada ciudad de México. Es posible formularla así: ¿hay una forma específica en que se alteran las ciudades latinoamericanas? Mientras en Europa se habla de un «renacimiento de las ciudades», entendidas como avanzadas del desarrollo con infraestructura y servicios de excelencia, conectados a las innovaciones internacionales23, las ciudades latinoamericanas son cada vez más sedes de catástrofes. La contaminación que está casi todo el año por encima del nivel tolerable, las inundaciones y los derrumbes, la expansión de la pobreza extrema y el deterioro general de la calidad de vida, la violencia sistemática e incontrolable, son las características con que Santiago de Chile y México, Bogotá y Caracas, Buenos Aires, Lima y Sao Paulo se «preparan» para el siglo XXI. Todo esto exige tomar con prevenciones el elogio a la diseminación y la multipolaridad como bases de una vida más libre que circula en teorías urbanísticas postmodernas y en 23. Véase el simposio citado sobre «El renacimiento de las ciudades europeas».
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movimientos autogestionarios de las últimas décadas. No es lo mismo el crecimiento de la autogestión y la pluralidad descentrado luego de un período de planificación, durante el cual se reguló la expansión de la ciudad y la satisfacción de necesidades básicas (como en casi todas las europeas) que el crecimiento caótico de intentos de supervivencia basados en la escasez, la expansión errática, el uso depredador del suelo, el agua y el aire. En aquellos países que entraron al siglo XX con tasas bajas de natalidad, con ciudades planificadas y gobiernos democráticos, las digresiones, la desviación y la pérdida de poder de los órdenes totalizadores pueden ser caminos celebrables para una lógica descentralizadora. En cambio, en ciudades como México la diseminación –generada por el estallido demográfico, la invasión popular y especulativa del suelo, sin formas democráticas de representación ni administración del espacio urbano– requiere a la vez más descentralización y más planificación, más sociedad civil y más Estado. He hablado de la necesaria complementación de la antropología con la sociología, los estudios comunicacionales y el psicoanálisis para desentrañar lo que ocurre en la gran urbe. Me gustaría finalizar confesando la insatisfacción que muchos experimentamos cuando sólo hablamos con las voces de las ciencias sociales y por qué esto me impulsa a trabajar en los próximos años con los discursos que imaginan la ciudad. ¿Puede el estilo etnográfico describir expresivamente el entrecruzamiento de culturas y la experiencia de la alteridad interna en calidades tan complejas? ¿Cómo captar el movimiento vertiginoso y desgarrado de la urbe si nos quedamos en los cortes sincrónicos y despersonalizados con que las estadísticas congelan el fluir social? Los discursos literarios, artísticos y massmediáticos, además de ser documentos del imaginario compensatorio, pueden registrar los dramas de la ciudad, de lo que en ella se pierde y se transforma. Pueden ayudarnos a encontrar un estilo de explicación e interpretación a la medida y la manera de lo que está ocurriendo. José Emilio Pacheco pudo concluir su mirada sobre todo lo demolido en la Colonia Roma de su infancia diciendo: «Se acabó esa ciudad. Terminó aquel país. No hay memoria del México de aquellos años. Ya a nadie le importa: de ese horror quién puede tener nostalgia».
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¿No debiera contener el discurso de las ciencias sociales estas declaraciones arriesgadas, sobre todo cuando se habla de catástrofes? Desde que empecé a estudiar la ciudad de México y me pregunté, como tantos investigadores agobiados por las cifras ¿por qué no nos vamos?, encontré difícil decir mejor lo amenazante y entrañable de esta urbe que aquellos versos de Efraín Huerta: Ciudad negra o colérica o mansa o cruel o fastidiosa nada más: sencillamente tibia.
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El eterno retorno a la mujer barbuda Juan Villoro (2005)
En México, Distrito Federal, el paso del tiempo significa una desaforada multiplicación de la especie. Nací en 1956, cuando la ciudad tenía cuatro millones de habitantes, y ahora tiene unos 18 o 20. Aunque los conteos de población son muy inciertos, no hay duda de que somos demasiados; estamos ante un fenómeno insólito: la metrópoli nómada. Sin movernos de sitio, hemos cambiado de ciudad; por convención seguimos hablando de “México, D.F.”, pero es obvio que el paisaje anda suelto y se transfigura en otro y otro. Hace algunos años me invitaron a dar una charla en el nuevo plantel del Colegio Alemán, situado en un fraccionamiento del que sólo conocía su bucólico y engañoso nombre, Lomas Verdes. Recorrí la ciudad hacia el norte y constaté que en las periferias urbanas no hay mejor seña de orientación que los centros comerciales. De acuerdo con Tom Wolfe, las anodinas ciudades norteamericanas sólo te indican que cambiaste de suburbio cuando encuentras un nueva tienda 7–Eleven. Algo similar ocurre en el extrarradio del D.F. Los profesores que me invitaron al colegio me habían dado una pista clave: “pasando la Comercial”. Me tranquilicé al ver un logotipo familiar: el pelícano que empuja el carrito de supermercado de Comercial Mexicana. Avancé en pos del colegio hasta encontrar otra Comercial Mexicana, es decir otro
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suburbio. Cuando ya me sentía en la frontera última, encontré… ¡una Comercial Mexicana! La urbe seguía existiendo más allá de todo cálculo, en afueras que se multiplican sin fin. Durante decenas de kilómetros recorrí una avenida “adornada” con inmensos anuncios trasplantados de Houston o Phoenix. El escenario tenía la cualidad norteamericana de no pertenecer a ninguna parte; de sólo pertenecer a la necesidad de consumir coches, hoteles, televisores. Cuando era niño, nuestro finis terrae hacia el norte se llamaba, en forma apropiada, Ciudad Satélite. Sus pobladores conformarían una tribu marcada por el desarraigo: los satelucos, primeros mexicanos del espacio exterior. Millones de capitalinos después, Ciudad Satélite es el inicio de una vasta urbanización donde las únicas señas de identidad son las cinco o diez Comerciales Mexicanas que encienden sus pelícanos de neón hacia el inescrutable horizonte. Al regresar de esta travesía, le dije a un amigo que estaba harto de ver propaganda. “No te quejes”, respondió, “si quitaran los anuncios sería peor: se vería la ciudad”. Hay parejas de suprema fealdad en la asamblea de ciudades que nombramos “México, Distrito Federal”; sin embargo, el conjunto cautiva por sus punzantes contrastes. Hace mucho que la naturaleza fue replegada hasta desaparecer de nuestra vista. El aeropuerto ya está en el centro y las tareas agropecuarias se ejercen en el único espacio disponible: las azoteas. Secamos el lago que definía la ciudad flotante de los aztecas, asfaltamos el valle entero, destruimos el cielo azul. Este flagrante ecocidio hace que en los raros momentos de sentido común preguntemos: “¿Por qué carajos vivimos aquí?” No nos retiene la ignorancia. Los capitalinos estamos muy al tanto de los horrores ecológicos (somos expertos en las ronchas que salen con la contaminación, la peligrosidad de los terremotos, las tasas de plomo en la sangre); sin embargo, en franco desacato de la evidencia consideramos que ninguna de estas amenazas es para nosotros. ¡Bienvenidos a la cultura del postapocalipsis!, donde lo peor ya pasó: somos el resultado (nunca el anuncio) de una tragedia; un incierto cataclismo nos dejó en situación precaria, pero nos salvamos. No hay causa racional que explique esta conducta pero la asumimos con fa-
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nático integrismo. De ahí la vitalidad de un sitio al borde del colapso, cuyo mayor misterio es que funcione. Recorrer México D.F. representa una aventura que, si bien no requiere la temeridad ni los trineos de Amundsen, depara sorpresas numerosas. Todos los días circulan bajo tierra cinco millones de usuarios del metro. Se trata, a no dudarlo, de una ciudad alterna que prefigura el México por venir, donde la gente nacerá y crecerá en la cripta de los aztecas sin necesidad de salira la intemperie. Hoy en día, los metronautas disponen de cafeterías, tiendas, exposiciones y cursos subterráneos. También cuentan con su propia patrona, la Virgen del Metro, que apareció por una filtración de agua en la estación Hidalgo. En la superficie circulan los taxis color loro que se han rendido a la evidencia de la macrópolis y no saben adónde ir. Cuando el despistado pasajero da una dirección, el conductor confiesa su ignorancia y pide señas para llegar ahí: “Usted me dice por dónde”. Incluso los profesionales del volante reconocen que el paisaje es superior a la memoria y los mapas del hombre (estamos en lo que los topógrafos aéreos denominan “mancha urbana”). Cuando el novelista Günter Grass estuvo en México a principios de los años ochenta preguntó con rigor teutón: “¿Cuántos habitantes tiene esta ciudad?” El vértigo llegó con la respuesta que entonces se juzgaba apropiada: “entre 12 y 16 millones”. La diferencia, el margen de error, era del tamaño de Berlín Occidental, la ciudad donde vivía Grass. En México, las estadísticas son cosas de lotería y las calles repiten sus nombres como si así pulieran la gloria de los héroes. Quien abra el popular plano de la capital conocido como Guía Roji encontrará 179 calles Zapata, 215 Juárez, 169 Hidalgo, lo cual basta para construir unas veinte urbes suficientemente patriotas. En nuestro mapa movedizo ni siquiera las estatuas son estables. El monumento ecuestre a Carlos IV ha ocupado tres lugares distintos al modo de un caballo de ajedrez. Para los temperamentos dramáticos que escriben en la prensa internacional, el D.F. se ha convertido en algo así como la mujer barbuda del circo; ejerce la elocuente fascinación del defecto: miles de correos electrónicos y zumbantes faxes hablan de la contaminación, la inseguridad, los temblores, las
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amenazas intestinales y el incierto folclor de nuestras salsas. En 1984, después de vivir tres años en Alemania, regresé a México. Para darme ánimos, la azafata de Lufthansa me tendió una revista Time dedicada a la ciudad de México. La portada ilustraba nuestro destino de aterrizaje: una pirámide azteca rodeada de rostros con máscaras de gas. ¿Tenía sentido volver a una aglomeración tan conflictiva? Obviamente, se trata de una pregunta retórica; todo capitalino sabe que no puede romper el cordón umbilical con México (cuya posible etimología es “ombligo de la luna”). Lunáticos y edípicos, nos parecemos al Don Juan de Rake´s Progress, la ópera de Stravinski con libreto de Auden: acabamos enamorados de la mujer barbuda. Surge entonces otra pregunta: ¿por qué no buscar a una mujer sin barbas? Hay muchos modos de justificar el mórbido disfrute de los besos de bigotes. En lo que toca a la atracción fatal que sentimos por el D.F., basta decir que nos cautiva su enrarecida belleza y su capacidad de mantenernos en prometedora tensión. Ahí la costumbre no es algo que se repite sino que se improvisa. Incluso la corteza terrestre confunde las épocas con inestable actitud. El terremoto de 1985 desconcertó a los expertos porque el subsuelo se movió como si ignorara las leyes de la física. Después de seis años de estudiar el enigma, el sismólogo Cinna Lomnitz llegó a la siguiente conclusión: en la mañana del 19 de septiembre de 1985, la ciudad de México fue un lago; las ondas sísmicas se desplazaron como olas. Los aztecas fundaron la capital en un islote y ganaron terreno al agua. Los conquistadores españoles que habían hecho la guerra de Italia no vacilaron en comparar a Tenochtitlan con Venecia. La ciudad fue secada durante siglos y las calles surgieron del lecho de los ríos. El antiguo lago se redujo a la reserva de Xochimilco en las afueras, los canales donde los turistas hoy tienen el dudoso privilegio de navegar por aguas pantanosas mientras escuchan el estruendo de los mariachis. En el casco urbano, el principal recuerdo lacustre son los edificios coloniales que se hunden como navíos a punto de naufragar (la iglesia de la Vera Cruz es un portentoso Titanic de piedra y la Catedral tienen pesos estratégicos para que la nave se hunda al mismo ritmo que el ábside y no se fracture con los embates del invisible temporal).
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La memoria del agua establece un vínculo con los orígenes. Desde el punto de vista sismológico, aún estamos en una cuenca navegable: nuestros coches viajan sobre un lago implícito. En un sitio donde la corteza terrestre responde a un pasado primigenio, ignorado por al superficie, no es de extrañar que las temporalidades se crucen. La Plaza de las Tres Culturas combina con pintoresquismo de tarjeta postal del México indígena, español y moderno: una ciudadela azteca, un convento colonial y la torre de vidrio y mármol de la Secretaria de Relaciones Exteriores. Las mezclas son más inquietantes. En la calle República del Salvador, los edificios son virreinales, pero la multitud y los comercios sugieren el abigarrado ambiente de Taiwán. Se trata del bastión de las refacciones eléctricas, la zona donde las pilas y el software salen más baratos. En este caso, la tercera cultura está sumergida: bajo el asfalto de la República del Salvador yace el juego de pelota de los aztecas. Los arqueólogos lo saben, pero una excavación de ese tipo significaría agregarle otro sótano a una metrópoli que crece dentro de sí misma, como las esferas chinas de marfil. No hay forma de instalar líneas de teléfono en el centro de la ciudad sin practicar una arqueología accidental. Aunque los técnicos no busquen otra cosa que un resquicio para sus cables de fibra óptica, encuentran puntas de obsidiana, calaveras, pectorales, noticias del mosaico indígena. Pero hay comunicados más recientes de los antiguos pobladores del valle. De acuerdo con el Instituto Nacional Indigenista, en la actual Tenochtitlan cerca de dos millones de indios conservan sus usos y costumbres. Es obvio que ciertas tradiciones se diluyen en el México del Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá, pero otras se fortalecen con el intercambio. Es el caso de los mixtecos, que atienden McDonald´s desde Oaxaca hasta Los Ángeles y al final de la jornada transforman los estacionamientos para clientes en canchas de pelota mixteca. También el legado español está sujeto a renovaciones; las aventuras de los edificios coloniales atestiguan en piedra la fusión de culturas. En la esquina de Bolívar y 16 de septiem-
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bre se alza el Colegio de Niñas, un recordatorio de la cara dura de la Conquista. No todos los soldados de fortuna se enriquecieron en la Nueva España: en el siglo XVII, los españoles sin recursos abandonaban a sus hijas en el Colegio de las Niñas. Con los años, el edificio se ha sometido al plural repertorio de los deseos capitalinos. Después de ser hospicio, se transformó en el Casino Alemán, el Hotel Havre, el Teatro Colón y el Cine Imperial. Hoy, a tono con la era, es sede del Club de Banqueros. ¿Hay mejor prueba de las metamorfosis urbanas que esta casa donde se combinan las suertes de las niñas abandonadas por los conquistadores, sueños anónimos de los huéspedes de un hotel, las frenéticas funciones de un cabaret, los inmortales besos fotogénicos de Dolores del Río y las comidas de negocios de los yuppies vernáculos? Si algunos edificios despiertan nostalgias sucesivas, otros apuntan a tiempos por venir. En 1989, los productores del Total Recall (estrenada en México como El vengador del futuro) descubrieron las posibilidades postmodernas de Tenochtitlan, el escenario ideal para un Apocalipsis futurista. En pocas ciudades la modernidad se cruza de manera tan flagrante con la decadencia: edificios para los faraones de una edad nuclear y multitudes bañadas en un Ganges radiactivo. Total Recall se basa en un cuento visionario de Philip K. Dick sobre las posibilidades del turismo neurológico, los falsos recuerdos que pueden implantarse con veracidad en el cerebro. Esta hecatombe de alto presupuesto dejó una curiosa huella en la ciudad. Quien tome la línea 9 del metro y llegue a la estación de Chabacano encontrará un galpón atravesado por escaleras eléctricas. En el techo, entre las vigas de metal, hay una noticia del porvenir: la “sangre” salpicada en una escena de Total Recall. Los empleados de la estación se han negado a borrar las manchas; las conservan como un peculiar recuerdo del futuro. Total Recall confirmó que vivimos en un paraje postapocalíptico, donde lo peor ya pasó. Vista desde fuera, la ciudad de México bate todos los récords del espanto. Desde dentro, el paisaje se percibe de otro modo: ningún Apocalipsis es para nosotros, aunque vivimos rodeados de sus signos. Se trata, por supuesto, de una ilusión colectiva, pero no por ello menos real. Amamos un terrible escenario, cuyos defectos atribuimos
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a un tiempo pretérito: en la cultura urbana los desastres existen como flashback, la herida mítica que hemos podido superar. El resultado puede ser monstruoso, pero resulta entrañablemente nuestro. Un aforismo de Carlos Monsiváis resume esta tensa manera de amar la ciudad: “no hay peor pesadilla que la que nos excluye”. Podemos seguir aquí. Aunque toda metrópoli se erige contra la naturaleza, pocas han tenido la furia destructora de México D.F. La lucha contra los elementos se ha cumplido con fanática literalidad. El flotante imperio de los aztecas, que los cartógrafos renacentistas equipararon a Utopía y sus círculos de agua, fue reducido a los agónicos canales de Xochimilco. Una vez anulada el agua, el horizonte de destrucción fue el cielo. El paisaje urbano está determinado por estas pérdidas fundamentales. Hace algunos años, al visitar una exposición de dibujos infantiles, comprobé que ningún niño usaba el azul para el cielo; sus crayones escogían otro matiz para la realidad: el café celeste. No es casual que la literatura mexicana ofrezca un obsesivo registro de la destrucción del aire. En 1869, Ignacio Manuel Altamirano visita la Candelaria de los Patos y habla de la “atmósfera deletérea” que amenaza la ciudad; en 1904, Amado Nervo exclama: “¡nos han robado nuestro cielo azul!”; en 1940, pregunta Alfonso Reyes: “¿Es ésta la región más transparente del aire? ¡Qué habéis hecho, entonces, de mi alto valle metafísico?” Tres décadas más tarde, responde Octavio Paz: El sol no se bebió el lago No lo sorbió la tierra El agua no regresó al aire Los nombres fueron los ejecutores del polvo.
En 1957, el año de uno de nuestros temblores más severos, Jaime Torres Bidet escribe “Estatua”, un poema que finalmente descarta de su libro Sin Tregua: Fuiste, ciudad. No eres. Te aplastaron Tranvías, autos, noches al magnesio. Para verte el paisaje Ahora necesito un aparato
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Preciso, lento, de radiografía. ¡Qué enfermedad, tus árboles! ¡Qué ruina tu cielo!
La literatura ha sido, precisamente, el aparato que Torres Bidet solicita para decir los nombres secretos de la ciudad transfigurada. En aquel año sísmico de 1957, el Ángel de la Independencia cayó a la tierra en Paseo de la Reforma. Fue un momento simbólico en la vida de la ciudad: el cielo había dejado de estar arriba. Ése era el mensaje que el ángel ofrecía en su desorientación pero tardamos mucho en comprenderlo. “El único problema de irse al cielo –escribe Augusto Monterroso– es que allí el cielo no se ve”. Vivimos en el imperfecto paraíso que no puede verse a sí mismo. Una de las parábolas que Italo Calvino incluye en Las ciudades invisibles se aplica cabalmente a México D.F. Durante años, legiones de albañiles levantan muros y terraplenes que parecen seguir los caprichos de un Dios demente. La ciudad es un delirio de la edificación. Llega un día en el que los hombres temen a la arena y el cemento. Construir se ha vuelto una desmesura ¿Puede haber un propósito en ese empeño sin concierto? Entre las hordas de constructores aparece alguien que equivale a un Arquitecto, alguien capaz de desentrañar un dibujo nítido en el caos. Los inconformes lo interrogan. ¿Hay un plan que explique sus tareas, un sentido en las calles y edificios que se multiplican sin fin? —Esperen a que oscurezca y apaguen todas las luces –dice el Arquitecto. Cuando la última lámpara se extingue, los constructores contemplan la bóveda celeste. Entonces entienden el proyecto. En lo alto, brilla el mapa de la ciudad. o Quien aterriza de noche en la ciudad de México siente que llega a una galaxia desordenada. Sin embargo, esa marea encendida, que ocupa el valle entero, debe seguir creciendo. Su lógica exige la expansión continua. ¿Hacia dónde puede
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proseguir? Todas las flechas apuntan hacia abajo. Las principales obras de ingeniería del México moderno son subterráneas: el metro y el drenaje profundo. El subsuelo es nuestra última frontera. Más allá de los imperativos geológicos, esta dinámica tiene una fuerte carga simbólica. En su ensayo “Mitos prehispánicos” apunta Enrique Florescano: “la idea de que el interior de la tierra contenía una cueva donde se acumulaban los alimentos esenciales y se regeneraba la vida es la concepción dominante de los mitos de creación mesoamericanos”. Bajo la tierra están los muertos y el origen. No es casual que las principales leyendas del mundo indígena (las sagas del Quetzalcóatl o de los gemelos prodigiosos del Popol Vuh) narren viajes al inframundo. Ciertas ciudades –como Bagdad o Samarcanda– deben su fama a estar a la orilla de desiertos peligrosos; los viajeros que llegan a sus puertas se sienten en un oasis, por fin a salvo. La ciudad de México cautiva de la manera opuesta: resulta imposible salir de ella. El sereno Nostradamus vaticinó que en agosto de 1999 el mundo habría dejado de existir. Los mexicanos, tan afectos a la tragedia como espectáculo, nos pusimos nuestros mejores lentes para buscar Apocalipsis con figuras. ¿Qué signos terminales hallamos en el verano de nuestro descontento? El 20 de agosto un auto recorrió a toda velocidad la Plaza de la Constitución y quiso seguir por un hueco entre la Catedral y el Templo Mayor. El piloto aceleró hasta advertir que no había calle y que su coche volaba rumbo a una pirámide azteca. Por un milagro quizá atribuible a Tezcatlipoca, dios de la fatalidad, el coche aterrizó sin daños y quedó como una rara ofrenda a los ancestros. El conductor que ensayó esta versión milenarista del sacrificio humano estaba ebrio, y era policía. A los pocos días ocurrió otro accidente. Un oficial del ejército atravesó en su coche la misma Plaza de la Constitución rumbo a las escaleras que conducen al metro, como si el subsuelo primigenio, custodio de las cosmologías prehistóricas, tuviera un programa de autoservicio nocturno. En el agosto de Nostradamus las fuerzas del orden se estrellaron contra la tradición. A primera vista, se trata de episodios comunes en un país donde una botella de tequila no
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basta para inquietar la mente de un conductor uniformado. Vistos en detalle, los choques brindan ejemplos de nuestra aniquiladora, y quizás fecunda, forma de mezclar culturas. La impunidad del siglo XX cayó sobre las piedras donde los fundadores de la ciudad hacían sus ritos sanguinarios. Con toda razón, las autoridades de Antropología condenaron el atropello al patrimonio. La paradoja del asunto es que el bólido arrollador es un símbolo tan típico de la época como las pirámides que mancilló. Para dar cuenta de su naturaleza híbrida, la Nueva España escogió como uno de sus emblemas el Pegaso, animal criollo que comunica la tierra al cielo. Es de esperar que un policía incapaz de encontrar el freno preste poca atención a la mitología; sin embargo, su coche voló como una versión moderna y averiada del Pegaso y recordó que el Templo Mayor emergió a la luz del siglo XX por un gesto tan prepotente e irresponsable como el de conducir a 150 Km/h frente al Palacio Nacional. En su extraña vindicación del caos llamada Mis tiempos, el ex presidente José López Portillo afirma que comprobó el poder omnímodo del Ejecutivo cuando ordenó la aniquilación de una manzana de edificios coloniales para liberar los basamentos del Templo Mayor. Gracias a un mandatario dispuesto a difundir su investidura con los caprichos de su testosterona, el centro de la ciudad tiene una zona devastada, el hueco dejado por las mansiones del virreinato, que ahora ocupa un pedregal azteca, expuesto a la lluvia ácida. El presidente necesitaba dinamitar suficientes bienes raíces para equiparse a un virrey español o a un emperador azteca y exclamar, como el protagonista del poema de Jorge Hernández Campos: Yo soy el Excelentísimo Señor Presidente De la República General y Licenciado Don Fulano de Tal. Y cuando la tierra trepida Y la muchedumbre muge agolpada en el Zócalo Y grito ¡Viva México! Por gritar ¡Viva yo! Y pongo la mano sobre mis testículos Siento un torrente beodo De vida.
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También el conductor que se incrustó en el templo de los sacrificios gritaba “¡Viva yo!” y sentía un torrente beodo de vida. La Plaza de la Constitución es el sitio donde todos los tiempos se incriminan. Junto a los barandales del Templo Mayor, tecnoindígenas danzan al compás de las chirimías y la música que sale de un ghetto-blaster. Algunos llevan camisetas que rinden pleitesía a las potestades del rock pesado. En la banqueta de Catedral, los plomeros y carpinteros desempleados ofrecen sus herramientas en espera de que alguien les dé trabajo. El México azteca, español y mestizo se funden en un solo desastre. Seis días antes del aerolito automotor, el músico cubano Compay Segundo se presentó en el Teatro Metropolitan. A sus 92 años, el decano del son habló con un Tiresias caribeño y pidió al público que no olvidara sus tradiciones (expresadas, según él, por dos objetos básicos: el sarape y el sombrero). Una multitud que jamás usará traje regional aplaudió a rabiar. Lo “propio” se festejó como el descubrimiento metafísico de un visionario cubano. La verdad sea dicha, lo más típico del México contemporáneo es el criollismo trash-metal, el sincretismo que garantiza la aniquilación de todos sus componentes. ¿Puede haber algo más lógico, a fin de cuentas, que en la ciudad más congestionada del mundo los autos se estacionen en pirámides? Borges resumió en dos endecasílabos su atribulado fervor por Buenos Aires: “no nos une el amor sino el espanto / será por eso que la quiero tanto”. Los contradictorios placeres de la ciudad de México son de este tipo. A diario juramos abandonarla y a diario nos entregamos a su abrazo. Como toda pasión adquirida, la nuestra depende de la tradición. La ciudad nos ha educado hasta el capricho; es la irrenunciable compañía que merecemos. Que otros vivan en las ciudadelas del orden y el tránsito feliz. Nosotros exigimos el carácter complicado y la belleza ambigua de la mujer barbuda.
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El viaje a México Adolfo Castañón (2005)
Tengo en la sangre dos venas encontradas. Una, sedentaria, se opone a la otra, viajera. La primera tiene hambre de fijeza. La segunda se muere de sed por el movimiento y no sabe estarse quieta. A los años que tengo (50), cualquiera diría que ha triunfado la vena sedentaria. No estoy tan seguro de ese triunfo y a veces tengo la impresión de que he vivido una catatonia dinámica y no he dejado de moverme (¿en el mismo sitio?). Es cierto que empecé a viajar tarde. La vena paterna triunfó al principio. Conocí el mar sólo a los diez años; de niños, los fines de semana, salíamos con mis padres a visitar iglesias coloniales y a recibir tempranas lecciones de historia del arte y de la arquitectura. La noción de otro tipo de viaje en realidad me fue ajena hasta la adolescencia, cuando hice con un par de amigos un recorrido a pie desde la plaza de Coyoacán en la ciudad de México hasta la ciudad de Cuautla pasando por Tepoztlán y Yautepec en el estado de Morelos, una caminata de algo menos de ciento veinte kilómetros que duró diez días y que me reveló la existencia del camino. Éramos tres adolescentes de pelo largo y mochilas al hombro. Algunos camioneros se apiadaban de nosotros y nos llevaban en la caja de redilas de su vehículo, pero fueron pocos y nos gustaba andar por pequeños caminos vecinales. Un día dormimos en lo alto del monte llamado Tepozteco. Dormimos es un decir, pues el frío y los ruidos silvestres no nos permitían realmente
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descansar. Recuerdo que para cenar hicimos fuego para calentarnos y que comimos una lata de sardinas en tomate marca Vaquero. Al día siguiente dormimos en la casa de un señor muy amable que no era del pueblo y que resultó ser escritor o intelectual, padre de familia, yogui, hippie, poeta y fumador de mariguana. Esa noche dormimos muy bien, pero al amanecer despertamos y salimos sin hacer ruido de aquella casa donde se consumía alcohol y gigantescos petardos o chanchos cigarros de yerba enrollados en cucuruchos de papel de estraza. Yo no sabía cómo explicarles a Francina y a Menalcas, a André Gide y a Juan Ramón Jiménez, cuyos libros me acompañaban, qué clase de jardines interiores y de alimentos terrestres practicaba aquel gurú que recitaba vehementemente poemas en inglés. Mis amigos y yo continuamos el viaje hacia Yautepec, cuyo mercado e ingenio azucarero alguien nos había recomendado ver. Pero no he hablado de mis amigos. Eran dos: uno gordo y otro delgado. Ambos de pelo largo. El delgado era naturalmente elegante. Se creía el más inteligente de los tres. El gordo tenía más experiencia, más autoridad —era el más gordo y el más viejo y el que hacía más travesuras. A mí me tocaba conciliarlos y, luego me di cuenta, sacarlos adelante, ya que ninguno de los dos tenía sentido práctico y ambos eran a cual más inútil y tímido, mientras que a mí, a pesar de juzgarme torpe, no me costaba trabajo entrar en contacto con la gente y no estaba privado de cierta capacidad de improvisación. La caminata hacia Yautepec fue infernal bajo el calor ardiente, con perros ladrando detrás de nosotros y niños arrojándonos piedras e insultos porque se nos había ocurrido tomar algunas frutas de una huerta. Cuando llegamos al ingenio, estábamos tan cansados que no quisimos ver nada; decidimos no seguir hasta el mercado y enfilar al día siguiente a Cuautla. El mismo sol, los mismos caminos llenos de polvo, los mismos perros hambrientos ladrando tras nuestras huellas, los mismos radios tronando su música infernal. En Cuautla nos instalamos a la orilla de un arroyo, en un lugar llamado el Almear, pero recuerdo que los mosquitos y todo tipo de insectos no nos dejaron dormir. Obviamente, después de ese primer viaje se fortaleció mi vena sedentaria y me tardé algunos años en volver a intentar la experiencia. Cuando llegó el momento,
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lo primero que decidí fue viajar solo, prescindir de gordos y de flacos, pues si algo me había enseñado el viaje a Cuautla era lo difícil que es viajar con alguien y que es preferible hacerlo solo, pues de otro modo el viaje se transforma en un viaje alucinante al interior del otro, donde las pequeñas costumbres inofensivas de alguien en la vida corriente –por ejemplo, no bañarse o quererse bañar dos veces al día– se transforman en monstruosas, grotescas manías. También aprendí que es muy difícil viajar con alguien porque uno termina siguiendo al otro y la relación del viaje se puede transformar en una relación de poder. “Soy de México”, respondo con cierta altivez cuando me preguntan de dónde soy. “De la ciudad de México, del Centro Histórico”, pues en la gran ciudad capital que le da nombre al país son relativamente pocos los que han nacido ahí, los que no vienen de fuera y son nativos del centro. Ser mexicano en México es como ser humano y hablar en prosa, diría M. Jourdain; pero ser del Distrito Federal en la República Mexicana es como no ser del todo mexicano, pues los de la capital pertenecemos a esa especie de país que es la ciudad, que es a la par la negación y la síntesis del país. Recordemos que la megalópolis tiene más habitantes (23, 24, quién sabe cuántos millones) que muchos países de América Central y de Europa. Hay en las regiones provincianas no poco resentimiento o al menos desconfianza hacia el ciudadano del Distrito Federal, al que se le llama chilango, con una voz cuyo origen ni los académicos han logrado averiguar. “Haz patria: mata un chilango” rezaba una calcomanía vulgar que algunos adherían a sus automóviles. Y una vez que nos perdimos en el campo cerca de Taxco y le preguntamos a un campesino en la carretera cómo llegar a la ciudad de México, nos contestó con ojos ebrios y destellantes como un cuchillo: “¿Para México? ¡Nunca!” Los mexicanos de dentro o fuera de la capital viajamos poco y emigramos menos. La cultura del viaje es entre nosotros relativamente reciente. El viaje es un lujo que se dan las clases altas o un castigo, un riesgo (atravesar sin papeles el país y luego el desierto representa algo más que una aventura), una penitencia que asumen los pobres que salen del
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pueblo en busca de mejores horizontes porque en su tierra han sido derrotados. Y aunque el emigrante bracero logre salir adelante allende la frontera, en su pueblo, en voz baja, se le considerará una especie de mutilado social y cultural, alguien que no la hizo si no regresa del otro lado lleno de tarjetas de crédito y billetes verdes. Hablando de estos temas, un escritor colombiano me confiaba algo que no dejó de escandalizarme: “En Colombia las clases altas aspiran a ser como europeos –a veces franceses o ingleses, a veces alemanes. Las clases medias sueñan con los Estados Unidos y quisieran ser gringos usamericanos. En cambio, las clases bajas aspiran a ser mexicanas”. Me pareció que la afirmación, aunque tuviera un grano de verdad, era indignante y me oí responder: “En México, en cambio, las clases bajas quisieran atravesar la frontera e integrarse lo más pronto posible a Usamérica; las clases medias y la pequeña burguesía viven en una nostalgia, muchas veces postiza, de Europa; pero sólo las clases altas de México pueden darse el lujo de vivir como mexicanas, tener haciendas y caballos y gastar frecuentemente en fiestas aparatosas”. Estas proposiciones caricaturescas y paradójicas ponen en el aire y el papel de la conversación la ambigüedad del referente México. La noción de viaje y la idea de México aparecen juntas en mi memoria. A mis padres –y en particular a mi madre– les gustaba recibir visitantes extranjeros a través de alguno de esos organismos internacionales de intercambio y convivencia que buscan hospedaje gratuito o muy barato para los turistas en casa de algún habitante local. Recuerdo a un gurú de Ceilán, gordo como una pata de elefante, que andaba descalzo, dormía a ras de tierra y sólo comía yougur y arroz blanco pero todo el día y en grandes cantidades. A un filósofo francés que trabajaba como taxista en Nueva York que hablaba de sus clases con Jacques Derrida y fumaba como desesperado cigarrillos de tabaco negro y papel amarillo (Gitanos de maíz). A varias parejas de alemanes altos, delgados, andróginos, casi vegetarianos, vistiendo los mismos colores y casi indistinguibles entre sí. A algunos muchachos gringos –así les decimos en México a los usamericanos– y así sucesivamente, pantalones
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cortos, mochilas a la espalda, cámaras fotográficas, sandalias europeas deseosas de hacerse pasar por huaraches, bronceadores, repelentes contra los moscos, etc. Ellos dormían y comían en nuestra casa de la ciudad del Distrito Federal y luego se iban en busca de MÉXICO, del México verdadero y profundo que nosotros, pobres insípidos de clase media ilustrada, no representábamos. Pero gracias a ellos aprendí que yo era un mexicano superficial o artificial o europeizado o americanizado y educado. Gracias a ellos también aprendí a mirar con otros ojos mi propio país: los pueblos polvorientos, habitados por campesinos pobres, que susurraban un español casi incomprensible; las pirámides, ruinas e iglesias coloniales que me aburrían porque siempre las había visto ahí como si formaran parte de mi propio cuerpo; los mercados hirvientes y desordenados, los mendigos en las calles, la música popular que me hacían pensar vagamente en Argelia o Pakistán. Octavio Paz había escrito en 1949 aquella frase que le celebraron tanto al final de El laberinto de la soledad: “Los mexicanos somos por fin contemporáneos de todos los hombres”. Yo me preguntaba y le pregunté alguna vez si los mexicanos éramos contemporáneos de todos los mexicanos. Recuerdo un episodio de mi infancia. Iba junto a mi hermana a un pequeño colegio privado que se encontraba en un departamento cerca del nuestro en la ciudad de México, en un primer piso de la calle 5 de Febrero, casi esquina con Fray Servando Teresa de Mier. A media mañana, las clases se suspendieron y las maestras nos llevaron a su sala donde la T.V. transmitía el entierro de Pedro Infante, célebre vocalista de la canción ranchera mexicana que el cine y el radio habían hecho famoso. En la pantalla de la T.V. se veían multitudes, se oía la voz del locutor y de tanto en tanto se escuchaba en off la voz de Pedro Infante y se veían escenas del actor vestido de charro y montando a caballo. Más que el cantante en sí mismo y que sus canciones, me impresionaron las lágrimas y lamentaciones de las maestras y del personal de servicio que les ayudaba. Al volver a casa, le pregunté a mi abuela, que por esos días nos visitaba, quién era Pedro Infante. La respuesta fue tajante y brutal: “Es un señor que canta música para las criadas”. La respuesta
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me impresionó, pero me llevó a observar que, en efecto, mis padres oían jazz, música clásica y canciones tristes de tango y bolero. A mi abuela en cambio no le gustaba la música. La música le recordaba –lo supe después– las fiestas donde su marido la picaba bailando con otras. Lo mismo podía suceder con la comida. Un sábado fuimos en automóvil a un pueblo cercano a Xochimilco, pues mis padres habían sido nombrados padrinos de un niño indígena. Ese día fue para nosotros un día de prueba. La comida era mole, barbacoa, chilaquiles (tortillas enchiladas y fritas), chicharrones, carnitas (es decir carne de cerdo hervida en su propio aceite: orejas, trompa, lengua, buche, cuero, vísceras y fuentes humeantes con salsas picosas; confit de cochon à la mexicaine, dirían los franceses). Nosotros sólo estábamos acostumbrados a comer sopa de fideo, arroz, espaghetti, carne asada y verduras, y cuando vimos que en la mesa que nos servían no había casi nada de esto, le preguntamos a nuestros padres a coro y en son de queja: “¿qué es esto?” “Es comida mexicana”, fue la respuesta seguida de una inapelable mirada tácita “y hay que comer”. “Cruzó la frontera”, se dice cuando alguien se va hacia los Estados Unidos. La frontera sólo está en el Norte. Decir frontera es decir Usamérica, decir Estados Unidos, sueño gringo. El límite, la piel de México formalmente está ahí, hacia el Norte. Hacia el Sur no hay límite, no hay frontera. América Central se vive desde el Altiplano como una prolongación primitiva de México, una extensión de segunda clase porque, hasta eso, los mexicanos (a pesar de la demagogia antiusamericana) no nos sentimos para nada próximos a los centroamericanos o a los latinoamericanos. Por eso la expresión “hispanos” o “latinos” tiene un retintín electoral. Pero los mexicanos de México somos alzados y cabrones y nos sentimos vecinos muy distantes incluso de los mexicanos, aunque esa sea otra ficción. Por eso quién sabe si el doctor Samuel Huntington tenga razón cuando advierte del peligro café con leche que representarían los mexicanos para la identidad cultural de los Estados Unidos. No digo que no sólo digo que quién sabe: pues no es improbable que el peor enemigo del mexicano sea el mexicano tras-
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plantado y ya con ínfulas y derechos, el chicano o como se llame y no necesariamente el pobre blanco pobre. Al lugar donde está situada la ciudad de México lo llamó Alfonso Reyes, el gran escritor mexicano: “la región más transparente del aire”. La expresión ha hecho fortuna. Carlos Fuentesla utilizó como título de una de sus novelas: La región más transparente, y más allá los habitantes de la ciudad la repiten con dolorida ironía, cada vez que quieren referirse a la ciudad más contaminada y cuya atmósfera llega a ser la más sucia de todas las ciudades americanas y una de las más pardas y sucias del mundo. Por increíble que parezca, la expresión ha hecho fortuna pero no tanto quizá por su calidad descriptiva como porque “la región más transparente” expresa un anhelo, un deseo, una utopía del sistema político mexicano que existe malgré tout y más allá del pri; significa que en México no hay fronteras, que ni la raza ni la clase social es un obstáculo para la “democracia”, que la vida es serena y no hay violencia, que en México –dejemos flotando la ambigüedad de si hablamos del país o de la ciudad– “no hay problema” y todo es sencillo y fluido. Estamos en “la región más transparente”, la región del no te preocupes, don’t worry, como dice a media voz, entre dientes, la transparente, misteriosa frase. Los primeros viajeros que vi en mi vida fueron esos visitantes que llegaban a nuestra casa o a nuestra ciudad, a nuestro país, a veces vestidos como exploradores africanos. Salvo alguna excepción, las primeras veces que viajé solo por el interior de México fue en su compañía y con ellos aprendí a reconocer nuestro cuerpo territorial y social como si fuese un cuerpo extraño: a saber huir en pos de aventuras a la vuelta de la esquina. No es extraño encontrar mexicanos que conozcan relativamente bien algunos países de Europa y ciertas ciudades de los Estados Unidos pero que en cambio ignoren –y casi se enorgullezcan de hacerlo– el entorno nacional, con excepción de alguna ciudad en la playa. Es extraordinario e insólito encontrarse con mexicanos que conozcan América Central o América Latina. Viajar por México o por los países de Centroamérica o de América Latina es visto por muchos como una regresión y entre nuestros escritores interesarse genuina y profundamen-
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te digamos por las letras del Caribe es considerado en voz baja como una especie de bestialismo intelectual, una inexplicable aberración regresiva que sólo se podría entender por conjuras y motivos políticos, o bien oscuramente eróticos, inconfesablemente viscerales. Durante mi primer viaje a Europa y a Medio Oriente, decir que era yo mexicano me sirvió como una suerte de pasaporte: en el avión, rumbo a Bruselas, una pareja de franceses que acababa de visitar México me ofreció hospitalidad, primero en un departamento de Saint-Paul-le-Marais, en París: un estudio moderno incrustado en una edificación medieval; luego me llevaron a Troyes, a una gran mansarda señorial donde descubrí a François Mauriac y desenredé por así decir en vivo: Le noeud des vipères y por fin me dejaron dormir en el camarote de un pequeño yate en Hières. Todo esto lo debí a tres factores: la hospitalidad y simpatía de los amigos, al hecho de que yo no hablaba tan mal francés y a mi ángel de la guarda, que no siempre sabe hacer la diferencia entre plegaria y poesía, para evocar a Henri Brémand. La reunión de estos tres factores en un solo espacio y tiempo casi puede asegurar un buen viaje. Sin embargo, si hay buena suerte y ánimo hospitalario y disponibilidad, el idioma puede ser relativamente prescindible, como aprendí entre los griegos y los turcos. En Grecia caminé alrededor de 200 kilómetros para llegar desde Patras hasta Olimpia. Llegaba yo sudoroso y polvoriento a los pueblos y caseríos. Los campesinos me miraban asombrados de ver a un joven de larga cabellera que obviamente no era ni noruego ni turco ni negro ni escocés. Me señalaban con el dedo índice el pecho y les decía poniendo la palabra en plural y cambiándole el acento: “Mexicanós-mexicanós”. Ah, me respondían comprensiva y risueñamente: “Pancho Villa, Zapata”. “Ábrete sésamo”: Esas pocas palabras bastaban para abrirme las puertas de su cocina y de su corazón y compartir con ellos el humilde y duro pan y el agrio sabroso queso de oveja. Otro día, en Argos, llegué a una pequeña plaza donde al aire libre pasaban una película. Era, por supuesto, un culebrón mexicano con canciones rancheras y duelos con pistola en las cantinas. La película llevaba subtítulos en griego y pasaba en español. Cuando me identifiqué ante alguien como
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mexicano, aseguré el hospedaje y la cena durante un par de días, pero tuve que desempolvar de mi memoria aquellas canciones rancheras de Pedro Infante y de Jorge Negrete que en mi infancia mi abuela había etiquetado como “música para los criados”. Desde entonces empezaron a cambiar mis relaciones con la llamada “cultura popular”. Sin embargo, sé que el pasaporte mexicano también puede cerrar puertas. Todos los días en los periódicos de México leemos la noticia de uno o varios mexicanos que murieron intentando cruzar clandestinamente la frontera: a pie por el desierto, a nado a través del Río, ovillados, escondidos y cerrados herméticamente en grandes cajones metálicos. ¿Cuántos mexicanos mueren al día, al año, tratando de alcanzar la frontera? Moderadamente, cada vez que leo la noticia de una de estas muertes en el periódico, multiplico por diez y pienso en las variantes, jóvenes, mujeres, niños, hombres de todas las edades, que luchan contra balas de goma, perros amaestrados y cárceles clandestinas. Siento que son víctimas de una guerra sorda y sucia. Sé que si han buscado la frontera es porque no les quedaba otro remedio, que en su tierra –la región más transparente– probablemente hubiesen muerto hasta encontrar la transparencia de los que ya no están. Sé también que no sólo son mexicanos: que desde allá desde el sur, donde no hay frontera, vienen a México oleadas de refugiados, mareas de mojados e indocumentados centroamericanos y latinoamericanos, pero también de chinos y de otras gentes de Asia. En Zacatecas, en San Luis Potosí, en Jalisco, en Aguascalientes, en Oaxaca hay muchos pequeños pueblos que permanecen abandonados más de la mitad del año y que sólo se animan unas semanas en Navidad, Semana Santa, vacaciones de verano. Sus habitantes viven del otro lado, en Usamérica, y vienen a pasar las fiestas a su tierra. Llegan en aparatosas camionetas pick-up, cargadas de regalos. Se pasan los días tomando cerveza al aire libre escuchando una música atronadora mientras en la calle de junto otra camioneta con las puertas abiertas y el radio encendido a todo volumen congrega a su alrededor a otro grupo de hombres que traen colgada una cerveza en la mano. Se preparan para la corrida, la feria o la fiesta del santo. A veces, ambas bandas terminan abrazándose y
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cantanto a coro, a veces terminan peleándose. Al concluir la pachanga, montan en sus vehículos y toman el camino de regreso, el camino del silencio porque, del otro lado de la frontera, cuando no habla en voz baja, el mexicano obedece y calla. La mayoría de los mexicanos que se desplazan en su país van de visita a su terruño, a la querencia, la patria chica, el lugar donde nacieron ellos y sus padres. Sucede lo mismo con otros países: rara vez el parisino visita Versalles, el madrileño Toledo, el Malines Bruselas. Se practica en ese caso una geografía ya no sentimental sino umbilical. No se trata de viaje, sino de regresos, desplazamientos en la tabla periódica de la nostalgia, calculadas recaídas irónicas o cándidas en los edenes de la infancia. Es el caso de los viajes que hace Alfonso Reyes a Monterrey, las estancias de Carlos Pellicer en Tabasco, de Juan Villoro en Yucatán. Pero hay también viajes mesiánicos: el joven Octavio Paz que va a Yucatán a trabajar como maestro rural con los indígenas más pobres, los voluntarios que se hacen una herida en el cuerpo y dicen Chiapas o la sierra Tarahumara. Suelo acompañar a los visitantes extranjeros como guía por el centro histórico de México. He guiado o acompañado por su suelo fracturado a amigos como Rodolfo Hinostroza (peruano) y Antonio Colinas (español), Saúl Yurkievich (argentino), Juan Goytisolo (español) y a una legión innumerable de amigos y anónimos diversos: estudiantes, pintores, abogados, científicos y sucesivos paseantes. Cierto día, acompañando a Saúl Yurkievich, nos subimos en un bici-taxi —especie de rick-shaw moderno— y fuimos llevados por un joven que tenía en la cara cicatrices de quemaduras que le daban un aire siniestro; pronto descubrimos que nuestro piloto no era un muchacho sino una mujer, una emigrante salvadoreña que había intentado llegar a los Estados Unidos y se había quedado en México haciendo diversos oficios hasta encontrar provisionalmente éste. Mirándola discurrir alegremente mientras pedaleaba y volvía de vez en cuando hacia nosotros su rostro mutilado como con cera derretida y a pesar de todo iluminado por un resplandor optimista, me pregunté ¿cuántos mexicanos son en realidad guatemaltecos o salvadoreños? ¿Y quién guiaba a quién en ese viaje por el centro de México?
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Lo confieso abiertamente: lo poco que conozco de mi país lo debo en principio a los visitantes extranjeros a los que he tenido que llevar de paseo. Así he tenido que subir la pirámide del sol y la de la luna en Teotihuacán después de haber ayudado a comprar a mis amigos algunas estatuillas de piedra obviamente falsas y de haber sufrido las explicaciones más o menos improvisadas de los guías locales. He recorrido de arriba abajo los callejones de Guanajuato, y traducido a otro idioma para luego atender apócrifas lecciones orales de epigrafía fúnebre ante los fiambres petrificados de niños, mujeres y hombres que se conocen como Las Momias de Guanajuato. He llegado al pueblo de Angangueo, en Michoacán, acompañado de un periodista de Le Monde para de ahí emprender el camino hacia las cañadas donde hibernan por millones las mariposas monarca, ellas sí grandes viajeras, pues han bajado milagrosamente miles de kilómetros desde Canadá. He explorado los escombros de las ruinas de las haciendas henequeneras en Yucatán en compañía de dos alemanas invulnerables al calor. He vagado por mercados perdidos en la sierra huasteca donde unas mujeres indígenas masticaban y escupían tabaco y otras vendían la carne salada por metro. He dormido a la orilla de playas más o menos desiertas donde sólo se puede disipar el embrutecimiento producido por el sol bebiendo mezcal o manteniendo el cuerpo en el agua. En fin, gracias a mis amigos extranjeros, he comido armadillo, huevos de tortuga y de hormiga, chapulines, escamoles, carne seca de culebra, he saciado viciosamente mi sed con gigantescos ostiones suculentos, con aguas de coco y licuados y tepaches, pulques de todos los sabores, caldos de todo tipo, leches vegetales y lechuguillas. He considerado estas peregrinaciones y eucaristías profanas como un óbolo necesario a la hora de atender esa ceremonia intransferible que es el viaje en cuyo oficio he servido no pocas veces como guía y acólito. En un sentido profundo, el viaje tiene en verdad mucho de rito y de ceremonia, y acaso como lo apunta Cyril Connolly en The Art of Travel, el primer viajero fue Caín, huyendo de su crimen y de su culpa. Quizá por ello, Caín, patrono del escapismo, debería de ser el santo o maldito patrono de los viajeros. Otro modelo anterior de viaje es el del niño que suspira
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por volver al vientre materno. Los peregrinos de un sitio religioso se inscriben en esta categoría. México, nación edípica, nación religiosa, entre todas, está cruzado necesariamente por peregrinaciones incesantes. Como señala Antonio Alatorre, en el prólogo al libro de fotografías de Rafael Doniz, Casa santa, bajo la geografía política se abre un mapa ritual, un carte du sacré donde aparecen vírgenes –la de Guadalupe, la de los Remedios– niños santos –Santo Niño de Atocha, Niño Fidencio– Cristos, (Manos poderosas), lugares de purificación. Las peregrinaciones a estos lugares se arman también sobre un calendario que marca las horas de la penitencia y la comunión no sólo sobre el cuerpo de la tierra sino sobre el cuerpo enfermo que busca la salud: en Chalma se curan los paralíticos y tullidos después de un baño ritual del cual se sale tocado por una corona de flores; pero Atotonilco, en Guanajuato, es una casa de penitencia donde los cuerpos se purifican no mediante el agua sino a través de la flagelación y la mortificación. Desde luego, bajo esa epidermis ritual palpitan venas más profundas: el catolicismo, religión sincrética que enmascara cultos etruscos, mitraicos y druidas en Europa, puso en América altares ante los ídolos, sabiamente cambió los nombre y apariencias de las divinidades pero respetó sus lugares y aun supo acomodar las fechas en los calendarios para hacer más dóciles las energías de los pueblos recién sojuzgados. Hubo, desde luego, excepciones. Por ejemplo, las grandes peregrinaciones de los huicholes que van en busca del peyote y atraviesan medio país —de Nayarit, en la costa pacífica, a los desiertos del medio norte en Zacatecas, Aguascalientes y San Luis Potosí. A esos itinerarios excéntricos habrá que añadir los que imponen nuevos cultos como el de Jesús Malverde en Culiacán, Sinaloa en Sinaloa, donde se rinde culto y cuelgan ex votos al Santo Señor de los Narcotraficantes. Marcos, el sub que lleva la voz comandante de la guerrilla en Chiapas, estima –según The Economist (8 de enero de 2000)– que ha gastado “30 pipas y cinco o seis pasamontañas desde que empezó la rebelión el primero de enero de 1994”. Como es probable que el conflicto no se resuelva pronto, es casi seguro que tendrá que conseguir otras tantas pipas y máscaras, mientras su imagen y la de la guerrilla zapatista
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se entronizan en los medios internacionales como emblemas ante los embates del capitalismo mundial –véase, por ejemplo, el artículo de John Berger “Contre la grande defaite du monde” (Le Monde 6-I de 1999, reproducido en X). Hasta ahora, la acción del movimiento zapatista y sus reacciones civiles nacionales e internacionales han quedado en gran medida –salvo contadísimas excepciones como la de Gabriel Zaid, E. K. de V. P. Viqueira– presas del esquema polémico ganadores/perdedores y de un proceso que identifica al neozapatismo como “enemigo” del sistema establecido y del partido político en el poder (pri). Desde luego, esa oposición es innegable, pero sólo en cierto sentido muy superficial, ya que ambas instancias dependen una de otra más allá de lo que pudiese imaginarse en la medida en que comparten un mismo espacio simbólico y juegan tácita, respectiva y recíprocamente un doble lenguaje de ambigüedades: el Estado-Nacional se ha edificado sobre el pasamanos del discurso indigenista que le ha permitido subir y bajar la escalera de la intrahistoria, de la pirámide. El Estado mexicano (nótese como el escriba no puso “México”) se ha construido desde sus orígenes independentistas y luego revolucionarios como un híbrido social y simbólico; del otro lado, los dirigentes del movimiento neozapatista (nótese la voluntad del amanuense de no reducir la dirigencia zapatista a la persona de Marcos por espectacular y necesaria que ésta sea) no han hecho sino prolongar en su discurso las líneas de fuerza del anfibio sistema simbólico en que se sustenta la política mexicana (por ejemplo al postular la ecuación “progreso material”/“justicia social” y conservación de rasgos identitarios y culturales). Si es obvio que la supervivencia del sistema político mexicano tal y como lo conocemos está en relación directa con la forma en que se resuelve la cuestión política llamada guerrilla neozapatista en Chiapas, es también evidente que la supervivencia de este movimiento tal y como lo conocemos depende, por paradójico que parezca, del sistema que lo acosa pero que lo ha engendrado. La guerrilla neozapatista parece a muchos una especie de oasis de la dignidad política, del mismo modo que el país llamado México ha sido considerado tradicionalmente como un locus amoenus capaz de reconciliar distintas culturas. Una utopía mestiza que, pri-
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mero gracias a los misioneros y luego gracias a la Revolución, ha podido sobrevivir. Esta condición mítica y paradójica del país donde detrás de los altares hay ídolos (pero donde cada ídolo encierra un altar —y así hasta el infinito) se refleja desde luego en el perfil de una guerrilla universitaria —como la llamó Gabriel Zaid— que defiende con las armas su no querer el poder y echa mano de medios modernos para procurar la conversación más allá de la cultura universitaria tradicional. El pensamiento crítico e ilustrado tiende a creer que las paradojas carecen de futuro, pero el mundo actual nos ha enseñado que la dialéctica de la luz y de la sombra es más pertinaz de lo que se supone. México, el país que no sólo colinda con Usamérica sino que todo él es una (ha sido hasta ahora) frontera donde se disuelven y aglomeran tiempos y culturas, ha encontrado en Chiapas (perdón: en el territorio controlado por el ezln en la parte mexicana de la Antigua Capitanía de Guatemala) una mise en abime de sus contrastes, una miniaturización al absurdo de sus contradicciones. De este precipitado —en el sentido químico de la palabra— no ha escapado la Iglesia católica que, en el horizonte impuesto por la política tecnocrática y la mercadotecnia política, resulta uno de los pocos espacios donde aún es viable el ejercicio tradicional de la política. Octavio Paz concluía El laberinto de la soledad diciendo que, por fin, los mexicanos éramos contemporáneos de todos los hombres. La revuelta zapatista en Chiapas nos ha hecho recordar que no todos los mexicanos son contemporáneos de los demás y que entre el derecho y la democracia en México y en Chiapas existen las mismas relaciones tensas que entre la historia científica y Juan Diego. Por su parte, el guerrillero Marcos parece ser más un lector de Don Quijote que de Cervantes o de Carlos Marx, y cree a pie juntillas en la novela caballeresca de la utopía. Sin embargo, los lectores de Cervantes saben que Don Quijote se nutre tanto de las leyendas épicas como de la mezquina realidad de la España imperial y burocrática y que no sólo escribió a contraluz de la novela de caballerías, sino más aún a contracorriente del nuevo poder burocrático que no gobierna por medio de las armas sino de los libros.
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¿Quién sabrá aceptar que la solución del conflicto en Chiapas depende en buena medida de la imaginación y de la capacidad de conversación de los mexicanos de todos los tiempos con su propia memoria y sus propios recuerdos del porvenir, mucho menos que de la longevidad de los náufragos del 68? Out of Chiapas? ¿La historia idílica y romántica de una vasta granja cuyo producto principal no son cosechas ni artesanías sino historias, cuentos y leyendas, despachos periodísticos, manifiestos, anécdotas del destino? ¿No son los indios de Chiapas acaudillados por Marcos un maravilloso pretexto para reanimar la aburrida conversación de la izquierda mundial, el estribo prestado por los buenos salvajes (buenos porque derrotados) para que la legión de las buenas conciencias y de las almas bellas en público busque recordar la antigua balada mesiánica; para que la psiqué urbana vea renacer su amor por un desprestigiado Marte marxista? ¿Y no ha sido Chiapas también una especie de vacuna genial que ha obligado al sistema —y también levemente— a nuestra decapitada sociedad civil a ponerse al día en relación con la cuestión indígena, a discutir en público los difíciles asuntos del racismo en una sociedad edificada para negarlos, en fin, una especie de pasaporte útil para cruzar así las fronteras externas como las internas, quizá todavía más numerosas? Al subcomandante Marcos y a su público; al profeta y a su grey, a las tribus indígenas y a los clanes de simpatizantes dispersos de Chiapas habrá que agradecerles que nos hayan abierto de nuevo las puertas de una conversación clausurada: la de la muerte y la extinción culturales. Nos han recordado, para citar otra vez a Paul Válery, que si las civilizaciones son mortales ¿cuánto más no lo habrían de ser las culturas nacionales y los microcosmos étnicos? A unos y a otros, a mexicanos urbanizados y suburbanizados y a los mexicanos rurales y silvestres, la ecuación México-pri-pan-Chiapas-ezln, instituciones, revolución, nos recuerda, nos debería recordar que los frutos prohibidos del jardín del otro quizá son buenos para la salud si se les consume con prudencia, templanza y moderación. Este recuerdo, tan poco ostentoso y espectacular, tan poco propicio para sobrevivir al socaire ardiente de los medios de comunicación, tan alejado de los golpes teatrales y de los
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manifiestos y proclamas, no será desde luego del gusto de la mayoría partidaria de uno u otro bando. Este recuerdo pregunta: ¿cómo ganar el cielo sin perder la tierra? ¿Cómo guardar la tierra sin perder el cielo? ¿Qué significa en la práctica de nuestros 2000 años ser mexicano? ¿Qué significa formar parte de una sociedad lacerada por la desigualdad? Sin saber muy bien qué se quiere decir, todos afirman —hasta los candidatos a la Presidencia de la República— que quieren el cambio. Sin duda, tendremos cambios; esa es la materia de que está hecha la historia. Querámoslo o no, tendremos que pagar por ellos. El precio no cambiará; sólo puede cambiar —quizá— la actitud con que los paguemos. ¿Soluciones? Pocas, muy pocas. Dar más propina y dar más limosna, vivir cada día un mínimo para el otro, morir cada día un poco en el dolor del prójimo. Otra variedad del viaje es el turismo negro donde se alían violación, tortura, uxoricidio y tráfico de órganos, cosas que seguramente están detrás de la cuestión de las muertas de Juárez a las que Sergio González Rodríguez ha consagrado un libro-reportaje valiente y estremecedor, Huesos en el desierto. Los centenares si no es que miles de muertas en esa ciudad fronteriza con la puritana y equívoca Usamérica hacen pensar que detrás de ese vasto cementerio se encuentra una oscura industria cuyos únicos efectos visibles son los cadáveres de esas víctimas que coinciden todas en ser jóvenes mujeres mexicanas. No es ésta la primera vez que la flor macabra de los crímenes con tinte sexual se da en la literatura mexicana. Recuérdense las novelas a la par hilarantes y escabrosas de Jorge Ibargüengoitia, quien ha sabido recordar con humor que entre nosotros, mexicanos, el crimen puede ser considerado si no una de las bellas artes, al menos una ominosa artesanía. Todos en esta edad andamos con prisa. Los hombres vacíos dominados por los motores y computadores que los impulsan, corren obedientes al ritmo de las máquinas y ordenadores. Todos tenemos que correr para seguir el paso y no caer bajo las máquinas, bajo el peso fantasmal de la energía originada en el pleistoceno y el cretácico, sumisos bajo el aliento espectral de los organismos fósiles liquidados en los oscuros veneros petrolíferos.
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Una telaraña invisible pero audible nos envuelve a través de los teléfonos portátiles. En el español de México, al teléfono portátil se le llama “celular”: sugiere la voz que cada unidad individuo-teléfono forma parte de un organismo superior, de una red que es en realidad el propietario, el amo y señor del individuo cuya realidad individual se ha disminuido y vuelto celular. En el curso de su historia, México se ha construido entre dos espejos: el de la mirada extranjera y el del ojo interno. Ambos exhalan una mitología, a veces complementaria, a veces contradictoria. La mirada del viajero puede ser a la vez más superficial y más profunda; el observado puede ser más acucioso y penetrante sin dejar por ello de ser presa de mitologías inveteradas. El espejo de la introspección ejerce por necesidad una política y expresa, cualquiera que sea su paisaje, una cierta forma de pacto, una cierta variedad beligerante, como las voces secretas que los padres o hermanos se dicen entre sí. One says México de Stefano Scodanibbio. Conocí a Stefano Scodanibbio hace más de veinte años. De inmediato nació en mí una viva simpatía hacia ese joven músico espigado, enamorado de la música y de las ideas, de la literatura y de México. De hecho, me tardé en descubrir hasta qué punto existía una afinidad entre su persona y el vasto continente llamado México en cuya ciudad capital me tocó nacer. Poco a poco, a medida que Stefano volvía una y otra vez a nuestro país, me iba yo dando cuenta de que lo que México significaba para él no era fácil de decir o describir con unas cuantas palabras: venía con muchos motivos o pretextos: conciertos, vacaciones, alguna novia, visitar a los amigos y para realizar misteriosas investigaciones personales yendo a los rincones más apartados de nuestro país, a las montañas, los desiertos y las playas, tomando un vivo placer en compartir el aire y la luz con los mexicanos. Por otra parte, Stefano Scodannibio es un gran lector y a todas partes llevaba sus libros: Lezama Lima, Gilles Deleuze, G. Aggamben, Julio Cortázar, una mezcla generosa de literaturas latinoamericanas y de pensamiento de vanguardia, de autores remotos y familiares. Un lector suficientemente
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enterado y encarnizado que a veces me hace pensar si en Stefano no está latente la tentación del filósofo o del escritor. En One says México suenan tres cuerdas: de un lado, el viajero enamorado de un país; luego el lector que sabe no perderse en las bibliotecas, pues va leyendo como quien busca un camino de regreso a casa o un camino para regresar a sí mismo; la tercera y principal es la inteligencia musical que desde luego sabe producir sonidos, música, efectos acústicos,pero también y sobre todo que sabe reconocer en los ruidos de la calle la algarabía urbana, la promesa de una sinfonía a medias oculta. One says México –título derivado de una frase de D.H. Lawrence– es una ópera radiofónica cuyos antecedentes remotos acaso habría que buscar en el Moctezuma de Vivaldi. También cabe pensar en la épica mimada del teatro asiático donde un conjunto de personajes va recitando episodios. En nuestros días la ópera radiofónica compuesta por Julio Estrada en honor de Juan Rulfo representa otra cara de la moneda de One says México. Se mezclan en ella tres elementos: la música de guitarra (símbolo musical de México, al decir de Stefano Scodanibbio), las palabras y voces de una treintena de escritores extranjeros que hablan de México en seis idiomas (no se incluyen autores nacionales) y el registro de ruidos y voces de las calles y las ciudades de México. Una inexplicable lealtad geográfica y cultural lleva a Scodanibbio a crear ese lugar de encuentro acústico y mental llamado One says México. El resultado es asombroso y tiene algo de hipnótico y ritual: la serie de citas y lugares textuales —de Humboldt a Keroac y Artaud, de W. Burroughs a Bernal Díaz del Castillo, de María Zambrano a Erico Verissimo y Pino Cacucci— va dibujando una geografía mágica, un país acústico que es un territorio prodigioso, la terra incognita y sagrada dicha por un conjunto de voces que van creando un rumor, una tensión. Ese museo imaginario que se va desplegando ante nuestros oídos va cobrando densidad y gravedad por las voces y por la música, por las grabaciones de pregones y ruidos citadinos que surgen ante la imaginación como elementos de una zoología o de una botánica fantástica, mágica. El país –en su doble polaridad: simbólica y empírica– es teatralizado y en
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cierto modo puesto al desnudo por un pensamiento musical que va armando con referencias, recuerdos y registros una cita mayúscula, un punto de encuentro subterráneo y a la vez solar, un pasadizo por donde pueden correr las visiones contemporáneas y los sueños arcaicos, los ruidos de la fiesta y el rumor impronunciable de los dioses; un lugar de encuentro del México mítico entrevisto por los extranjeros y del México sufrido como pasión y cruz por los propios mexicanos. En One says México el artista logra desposar la realidad imaginaria y la realidad histórica y empírica, conjugar lo íntimo y lo público, la historia y la magia. One says México: uno dice México y luego quién sabe qué pasa, qué energías despiertan desde el fondo de las montañas dormidas o desde el espacio abierto del cielo. Se dice México: One says México y se inicia una invocación no sólo de ese pequeño pueblo remoto perdido en el sur del país, como quiere Lawrence, sino de toda la república, de toda la luz del sur. One says México es una obra producida por el deseo de conocimiento, también por el acto muchas veces repetido de intentar encontrar una correspondencia o una sutura entre algunas partes de la geografía y ciertos espacios mentales. La primera vez que la oí fue como si hace mucho tiempo la hubiera oído y regresara a cierto lugar gracias a su música asordinada y ritual, sus ecos de algarabía y de sacrificio. Escuchamos One says México y se abre en nosotros el espacio de una paradójica intimidad: la intimidad que se vive a la intemperie, bajo el cielo azul o el oscuro firmamento acaso en lo alto de una pirámide. Sé que One says México es una estación importante en el camino musical y personal de Stefano y me gusta mucho estar junto a él en este cruce de caminos. Pero como todo acto de conocimiento, éste sólo es un acto propiciatorio, un augurio lanzado al aire por alguien que busca templar, entre los caminos de la vida y del arte, su vida activa y su vida contemplativa.
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Autores
Juan Nuño (+). Filósofo y académico venezolano-español. Escritor y columnista de prensa. Jesús Martín-Barbero. Filósofo y comunicólogo colombiano-español. Umberto Eco. Filósofo y académico italiano. Narrador y columnista de prensa. Premio Príncipe de Asturias. César Aira. Narrador y poeta argentino. Rocco Mangieri. Arquitecto y semiólogo venezolano. Armando Silva Téllez. Semiólogo y columnista de prensa colombiano. Julio Ortega. Ensayista peruano, especialista en literatura latinoamericana. Aníbal Sepúlveda. Urbanista puertorriqueño. Ramón Paolini. Arquitecto y fotógrafo venezolano. Adriano González León (+). Escritor venezolano. Premio Seix Barral de Novela 1968.
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Arturo Almandoz Marte. Urbanista venezolano. Marco Negrón. Arquitecto y urbanista venezolano. Crítico de ciudad y columnista de prensa. Pedro José García Sánchez. Sociólogo venezolano. William Niño Araque. Arquitecto venezolano, crítico de ciudad y columnista de prensa. Silverio González Téllez. Sociólogo venezolano. Manuel Bermúdez (+). Escritor y semiólogo venezolano. Individuo de Número de la Academia de la Lengua. Mireya Lozada. Sicóloga social venezolana. Tulio Hernández. Sociólogo venezolano. Coordinador de la Cátedra de Imágenes Urbanas. Teresa Ontiveros. Antropóloga venezolana. Samuel Hurtado Salazar. Antopólogo venezolano. Tomás Straka. Historiador venezolano. Néstor García Canclini. Antropólogo argentino-mexicano. Juan Villoro. Escritor mexicano. Adolfo Castañón. Ensayista mexicano.
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Índice
Presentación
VII
Nota del compilador Introducción. Ciudad, cultura y espacio público. Claves para navegar en veinticinco conferencias / Tulio Hernández
I. Ciudad,
XIII XVII
cultura y arquitectura
¿Por qué existen ciudades? / Juan Nuño ....................................
3
Mediaciones urbanas y nuevos escenarios de comunicación / Jesús Martín-Barbero.................................................................. 23 Personajes imaginarios y ciudades reales / Umberto Eco............. 41 La destrucción / César Aira........................................................ 67 Lector in urbis: espacio urbano y estrategias narrativas / Rocco Mangieri .................................................................................... 77 Los imaginarios urbanos en América Latina / Armando Silva Téllez................................................................... 113 Voces de acceso a la ciudad postmoderna / Julio Ortega............. 127 Evolución del urbanismo en Puerto Rico / Aníbal Sepúlveda....... 141 Arquitectura y patrimonio cultural en el Caribe. Síntesis de un ensayo / Ramón Paolini..................................................... 157 Las ciudades, los cafés y la bohemia / Adriano González León..... 169
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II. Caracas Urbanismo europeo en Caracas (1870-1940) / Arturo Almandoz Marte.......................................................................................... 185 El imaginario de la ciudad venezolana. 1900-1958 / Arturo Almandoz Marte.......................................................................... 207 Caracas, vida, pasión, muerte... ¿y resurrección? / Marco Negrón.............................................................................. 225 Saqueos, ranchos, casetas, peajes, plazas “liberadas”, esquinas “calientes”, planes de contingencia, zonas de seguridad… ¿Todos contra lo público? / Pedro José García Sánchez............... 239 Caracas: territorio de una moderna monumentalidad / William Niño Araque......................................................................... 273 La significación de lo urbano en la cultura venezolana / Silverio González Téllez........................................................................... 289 Caracas: hablante de azules lomas y satíricas palomas / Manuel Bermúdez................................................................................... 319 Caracas: huellas urbanas de la polarización / Mireya Lozada..... 339 La ciudad (y el país) según Cabrujas / Tulio Hernández.............. 361 Críticas de la modernidad criolla: Caracas como espacio para la democracia / Tomás Straka.................................................... 379 ¿La calle es de todos? Una lectura de los espacios públicos desde la antropología / Teresa Ontiveros..................................... 393 La ciudad de Caracas o la clausura del pensamiento urbano / Samuel Hurtado Salazar............................................................. 411 III. Visiones
de
Ciudad
de
México
La cultura en la ciudad de México / Néstor García Canclini......... 433 El eterno retorno a la mujer barbuda / Juan Villoro.................... 455 El viaje a México / Adolfo Castañón............................................ 467 Autores....................................................................................... 487
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TÍTULOS PUBLICADOS 11 Textos fundamentales de Venezuela. Selección y notas: Rafael Arráiz Lucca y Edgardo Mondolfi Gudat 12
Historia de un archivo. Francisco de Miranda Reconstitución de la memoria / Gloria Henríquez 13 Índigo / María Antonieta Flores 14 50 imprescindibles / Selección y notas: Jesús Sanoja Hernández 15 La ciudad en el imaginario venezolano (I) / Arturo Almandoz 16 Ensayos y estudios / Juan David García Bacca 17 La política extraviada / Andrés Stambouli 18 Caraqueñerías / Rubén Monasterios 19 Mentalidades, discurso y espacio en la Caracas del siglo xx Humberto Jaimes Quero 10 Navegación de tres siglos. Antología básica de la poesía venezolana. 1826-2003 / Selección y prólogo: Joaquín Marta Sosa 11 España en la escritura venezolana / Rafael Arráiz Lucca 12 Historia de la conquista y fundación de Caracas / Hno. Nectario María. Semblanza biográfica y prólogo: David R. Chacón R. 13 Poética del humo
/ Wilfredo Machado
14 Carne y hueso. Exceso en 24 semblanzas
Prólogo y selección: Ben Amí Fihman
15 Los fantasmas del
Norte. Miradas al Sur
Edgardo Mondolfi Gudat
16 La ciudad en el imaginario venezolano.
(II) De 1936 a Los pequeños seres / Arturo Almandoz
17 La cosa humana por excelencia. Controversias sobre la
ciudad
/ Marco Negrón
18 España y Venezuela: 20 testimonios 19 Breviario galante
/ Rafael Arráiz Lucca
/ Roberto Echeto / Juan David García Bacca
20 Ensayos y estudios (II) 21 Ciento breve
/ Karl Krispin / Ricardo Tirado 23 En idioma de jazz. Memorias provisorias de Jacques Braunstein / Jacqueline Goldberg 24 Bolívar, el pueblo y el poder / Diego Bautista Urbaneja 22 Amores públicos
25
Tropicalia caraqueña. Crónicas de música urbana / Federico Pacanins 26 Fundamentos de la metatécnica / Ernesto Mayz Vallenilla 27 Alemania y Venezuela: 20 testimonios / Karl Krispin 28 La utopía contra la historia / María Ramírez Ribes 29 Parlamento y democracia. Congreso, Asamblea y futuro, en perspectiva histórica, constitucional y política / Ramón Guillermo Aveledo 30 Espacio y sentido de la convivencia en la cultura venezolana / Silverio González Téllez 31 Luisa y Cristóbal / Gustavo Tarre Briceño 32 ¿Por qué escriben los escritores? / Petruvska Simne 33 Avenida Baralt y otros cuentos / Hugo Prieto 34 Versos caseros / Carmelo Chillida 35 El barco de la luna / Jorge Rodríguez Padrón 36 Sordera, estruendo y sonido. Ensayos de lingüística venezolana / Francisco Javier Pérez 37 El libro de la Navidad venezolana / Efraín Subero 38 El Quijote en Tierra de Gracia 18 lecturas venezolanas / Francisco Javier Pérez, Rafael Arráiz Lucca y Gerardo Vivas Pineda
del siglo XX
(comp.)
39 Florencio y los pajaritos de
Angelina su mujer / Francisco
Massiani 40 Arturo
41
Uslar Pietri o la hipérbole del equilibrio (biografía)
Rafael Arráiz Lucca
Venezuela en defensa de la democracia 1958-1998. El caso de la Doctrina Betancourt / María Teresa Romero 42 Tristes cuidados. Diario 2002 / Alejandro Oliveros 43 La tradición de lo moderno. Venezuela en 10 enfoques / Tomás Straka (comp.) 44 Microhistorias / Guillermo Morón 45 Italia y Venezuela: 20 testimonios / Guadalupe Burelli 46 El divorcio en el siglo xix venezolano: tradición y liberalismo (1830-1900) / Rosalba Di Miele Milano 47 Instrucciones para armar el meccano / Harry Almela 48 Argentina y Venezuela: 20 testimonios / Alejandro Martínez U.
49 Pensamiento económico venezolano en el siglo xx Silva Michelena
/ Héctor
50 Obra poética completa (1939-1999)
/ Juan Liscano 51 Calles de lluvia, cuartos de pensión / Sebastián de la Nuez A. 52 Boca hay una sola / Ben Amí Fihman 53 Urbanismo europeo en Caracas (1870-1940) / Arturo Almandoz 54 Cuba y Venezuela: 20 testimonios / Susana Soto 55 Tres poetas venezolanos del siglo xxi / Enrique Viloria Vera 56 Un mundo de ciudades. Giorgio Piccinato 57 Poesía y verdad. Mínima meditación / Teresa Casique 58 Terapia para el emperador. Crónicas de la psicología del fútbol / Manuel Llorens 59 Entrediálogos / Miguel Szinétar (comp.) 60 Ensayos sobre nuestra situación cultural / Rafael Tomás Caldera 61 Cuatro reportajes, dos décadas, una historia. Tráfico
Guaire, el país y sus intelectuales / Karina Sainz Borgo 62 Vida en familia (1890-1958) / Virginia Betancourt Valverde 63 Encuentros con la gente / Aldemaro Romero 64 Las tramas de los lectores. Estrategias de la modernización cultural en Venezuela (siglo xix) / Paulette Silva Beauregard 65 Quince que cuentan. II semana de la nueva narrativa urbana / Ana Teresa Torres y Héctor Torres (compiladores) 66 Los desencuentros de la política venezolana. Nacimiento, consolidación y desinstitucionalización de los partidos políticos, 1958-2007 / José Antonio Rivas Leone 67 Rufino Blanco-Fombona entre la pluma y la espada / Andrés Boersner 68 Amores públicos II / Ricardo Tirado 69 El comercio diario en la Caracas del siglo xviii. Una aproximación a la historia urbana / Rosario Salazar Bravo 70 Los modelos de localización a la luz del espacio geográfico. El caso específico de las áreas marginales de Caracas / Ricardo Menéndez Prieto 71 demolición de los días / Alexis Romero 72 Crónicamente Caracas / Hensli Rahn y
73
Imágenes contra la pared. Críticas y crónicas sobre arte / Roldán Esteva-Grillet
Oficio de lectores. Textos de detectivismo literario y especulaciones narrativas / Pedro Enrique Rodríguez 75 escritoras venezolanas del siglo xix/ María Eugenia Díaz Sánchez 76 Fotografiando en América Latina. Ensayos de crítica histórica / José Antonio Navarrete 77 Diccionario del habla coloquial de Caracas / María Elena D’Alessandro Bello 78 Si así eres en rayas cómo serás en pelotas. Piropos y antipiropos y antipiropos caraqueños / Carla Margarita 74
González
79 Oswaldo Yepes y el
Museo de la Radio. Historia de la comunicación audiovisual / Carlos Alarico Gómez
80 Ensayos y estudios (iII)
/ Juan David García Bacca
81 La ciudad en el imaginario venezolano. (II) De 1958 a la metrópoli parroquiana / Arturo Almandoz
FUNDACIÓN PARA LA CULTURA URBANA (ente tutelado por el Grupo de Empresas Econoinvest). Presidente: Rafael Arráiz Lucca. Miembros principales: Herman Sifontes Tovar, Guillermo Vegas Pacanins, Milagros Gómez de Blavia, Vasco Szinetar, Joaquín Marta Sosa. Miembros suplentes: William Niño Araque, Blanca Elena Pantin, Juan Pablo Muci, Karl Krispin, Andrés Stambouli, Tulio Hernández. Gerente de comunicaciones: Gabriela Lepage. Gerente de producción: Larissa Hernández Gerente de distribución: Odrath Villamizar Duc. Gerente de administración: Rómulo Castellanos. Coordinadora de producción: Helemir Solórzano Guerrero. Asistente de comunicaciones: Valentina Moreno Asistente de distribución: Edgar Contreras Asistente de administración: Katiuska Carmona Asistente de administración y de presidencia: Xiomara Manrique Mensajería: Ángel Chaparro. www.fundacionculturaurbana.org. Teléfonos: 278 4678 / 278 4679.
Este libro se terminó de imprimir en el mes de marzo del año 2010 en el taller de Gráficas Lauki. En su composición se emplearon tipos de la familia Bookman y Helvética. Para la tripa se usó enzocreamy 60 gramos. De esta edición se imprimieron mil ejemplares.
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