Cinco Conceptos Propuestos Al Psicoanalisis
December 7, 2016 | Author: Andres Rettig Ricouz | Category: N/A
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libro de Francois Jullien que se enmarcar dentro de la psicologia y el psicoanalisis...
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CINCO CONCEPTOS PROPUESTOS AL PSICOANÁLISIS
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Cinco conceptos propuestos al psicoanálisis
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CINCO CONCEPTOS PROPUESTOS AL PSICOANÁLISIS
Jullien, François Cinco conceptos propuestos al psicoanálisis. - 1ª ed. - Buenos Aires : El cuenco de plata, 2013. 144 pgs. - 21x14 cm. - (Teoría y ensayo) Título original: Cinq concepts proposés à la psychanalyse Traducción: Silvio Mattoni. ISBN: 978-987-1772-55-1 1. Psicoanálisis. I. Mattoni, Silvio, trad. CDD 150.195
© 2012, Éditions Grasset & Fasquelle © 2013, El cuenco de plata
El cuenco de plata SRL Director: Edgardo Russo Diseño y producción: Pablo Hernández Av. Rivadavia 1559 3º A (1033) Ciudad de Buenos Aires www.elcuencodeplata.com.ar
Hecho el depósito que indica la ley 11.723. Impreso en marzo de 2013.
Prohibida la reproducción parcial o total de este libro sin la autorización previa del autor y/o editor.
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François Jullien
Cinco conceptos propuestos al psicoanálisis
Traducción de Silvio Mattoni
teoría y ensayo
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I – Es sabido que las culturas, al llegar a su apogeo, y por ende habiendo ya iniciado su declinación, producen entonces sus más potentes manifestaciones –¿será una regla general? ¿Podría ser Europa una excepción? Lo que caracteriza sin embargo a la cultura europea en la cúspide de su poder, en el cruce de dos siglos, del XIX al XX, es la fuerza con la cual ese último y violento florecimiento (pero, ¿es en verdad el último?) va a refutar directa y frontalmente, sin piedad, o con mayor intensidad digamos que va a demoler, ya que se trata de fundamentos, aquello mismo que edificara tan paciente, tan heroicamente. La cultura europea en su punto culminante pone en cuestión sus cimientos de la manera más radical posible. Tal es sin duda el fruto de lo que constituyó más tenazmente la tradición en Europa y que precisamente está en contra de la “tradición”; con ello pretendo designar su dominio de lo negativo, con una función ofensiva o más bien subversiva, o aquello que usualmente se denomina “espíritu crítico”. Éste vio acrecentada su potencia durante
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siglos, incitando a innovar constantemente, a correr más riesgos, de manera aventurera e irrenunciable, y finalmente el resultado es que llega a volverse globalmente contra sí misma, en un gesto íntegro y sin remordimientos, con la espada hacia adentro. ¿Acaso era un suicidio (el famoso “nihilismo”)? Supongo que todos en Europa nos preguntamos: ¿podrá la civilización europea reponerse de semejante esfuerzo emprendido en contra de sí misma, furioso y que no deja nada vivo? Está claro, en todo caso, que en la falla que produce esa inversión se realiza entonces la apertura más audaz, antes de que empiece su agotamiento. Se entiende que semejante revolución interna, desarrollada bajo la presión de lo negativo que nunca se deja apaciguar y que afecta a los estratos más profundos del pensamiento, fractura correlativamente ámbitos muy diversos mediante ese movimiento sísmico –las fisuras se comunican. ¿Y qué áreas podrían escapar de tal sismo? Así como la teoría de la relatividad va a cuestionar la generalidad que Newton le atribuía a su física, vemos que la pintura que se llamará moderna, es decir, postimpresionista, pondrá cada vez un mayor encarnizamiento en socavar todo aquello que había construido la pintura clásica –¡y con cuánto rigor y cuánta devoción!– a título de principio y de ideal: en cuanto al arte de la representación, de la perspectiva y de la composición del cuadro y, finalmente, hasta en lo que puede ser un “cuadro”. Además, la cultura europea, tras consumar su conquista del planeta, descubre poco a poco, más allá
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de sus fronteras y por medio de la naciente antropología, que el sujeto que creía universal, edificado a partir de su propia experiencia histórica y tal como lo esclareciera la Ilustración, no es de hecho más que un sujeto cultural entre otros posibles: el “buen salvaje” podrá incluso instruir al civilizado acerca de su aspecto reprimido. Ahora bien, lo mismo ocurre con el “continente interior”: la indagación que emprende el psicoanálisis, al descubrir y describir sistemáticamente, de etapa en etapa, los contornos de un sujeto “metapsicológico”, va a minar lo que la razón clásica había erigido como leyes y facultades psicológicas de la naturaleza humana, y que constituía, admitámoslo, su orgullo; y todo el esfuerzo realizado durante tantos siglos para promover y sellar la soberanía de la conciencia vacilará entonces bruscamente bajo la hipótesis, tan subyugante como desconcertante, del inconsciente. Todas esas revoluciones paralelas han sido enérgicamente reivindicadas y luego reconocidas, tras haber sido combatidas, y sin embargo nos preguntamos: ¿no hace falta mucho más tiempo y paciencia, y también distancia, para que empecemos a entender lo que efectivamente se configuró en ese “Gran Crepúsculo” del pensamiento, vale decir, en ese gran sacrificio, y cuáles son sus consecuencias? ¿Acaso hemos concluido con esa elucidación? De la “crisis” de la Razón, de la que no hemos salido, ¿qué sacamos en claro? No solamente hay que indagar hasta dónde llega la fisura o, dicho subjetivamente, dramáticamente, hasta
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dónde se hunde la herida; sino mucho más aún, es preciso que nuestra inteligencia teórica se deconstruya, y no que solamente se deniegue, para abrirse a la novedad que la desgarra, aun cuando ya no la sorprenda. La filosofía se levanta tarde, como es sabido… Nadie ignora que hicieron falta esfuerzos a lo largo de todo el siglo XX para empezar a comprender lo que se desencadenó súbitamente, y que antes avanzara en sordina y todavía sin animarse a arriesgarlo todo, digamos que de Gauguin a Cézanne: no sólo para que aprendamos a mirar de otro modo la pintura, sino para que comprendamos también por qué “así”. Y me pregunto si no ocurre lo mismo con el psicoanálisis: ¿acaso la reflexión teórica que produjo el psicoanálisis no se encontró fatalmente atrasada, contenida como estaba por perspectivas heredadas, y por grande que haya sido su esfuerzo de creación conceptual y de ruptura, como para dar cuenta de las posibilidades que se descubrían en la “cura”? Aclaro la pregunta, porque de ella se ocuparán estas páginas. Freud produjo genialmente herramientas nuevas a medida que se desarrollaba la práctica analítica, pero ¿no subsiste en las sombras, impensado, desatendido, relegado, “algo” –el famoso “resto”– que la práctica analítica pone en funcionamiento, pero que el discurso analítico, necesariamente empantanado en prejuicios conceptuales en los que no está pensando, deja de lado? Dicho de otro modo: ¿qué ha ignorado el psicoanálisis de aquello que sin embargo hace, porque no encuentra dentro de sí
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mismo los medios o las bases para ocuparse de ello? ¿O porque le hubiesen hecho falta otros cimientos, otros andamiajes, hallados en otra parte, para desarmar más ampliamente su razón y cuestionar lo empírico? Es decir, en primer lugar, para pensar en pensarlo.
II – La cuestión, de hecho, se desdobla. Por un lado, resulta obvia: el psicoanálisis no puede dejar de preguntarse hoy, mientras aspira a exportarse a otras partes del mundo, especialmente a China, si las concepciones que expone abiertamente relativas a todo sujeto, que describen el funcionamiento de lo que llama, lo más objetivamente que puede, el “aparato psíquico”, cuyo carácter de universal por ende no ha llegado a poner en duda, no valen más particularmente, restrictivamente, para el sujeto cultural europeo. Debe pensarlo antes de evangelizar. ¿Hasta dónde llega la validez de sus dilemas más allá del medio “judeo-cristiano” (en este caso, el término es de rigor) y de la educación clásica –“burguesa”– europea de donde surgieron? O bien, si este límite antropológico tiene su pertinencia, pues el psicoanálisis actualmente ha llegado a sospecharlo por sí mismo, ¿puede sin embargo sostener suficientemente, desde el interior, la sospecha que en adelante lleva en su seno? Y repito: ¿hasta dónde puede llevarlo esa sospecha? Pero es el otro costado de la cuestión, menos visible, el que me interesa aquí: referido a la reflexión teórica que produjo el psicoanálisis acerca
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de lo que ha hecho y que no deja de experimentar. Al no dudar de las elecciones asumidas en su proyecto de explicación, ¿está el “discurso” del psicoanálisis plenamente en condiciones de dar cuenta de lo que se pone en juego, lo que “pasa”, en la cura y que constituye su “práctica”? O bien diría negativamente, ¿no está demasiado confinado? Me pregunto: ¿cuál es la sombra que proyectan esos prejuicios tan asimilados que no se los percibe? ¿Acaso reducirían su inteligibilidad? Porque ya dudamos acerca de cuál es la dependencia del psicoanálisis con respecto a la confianza europea, y en primer lugar griega, ligada a la palabra determinante y liberadora: ponerle nombre a la cosa nos libera. O bien vislumbramos además, en el interior mismo del psicoanálisis, cuánto ha heredado, en su puesta en escena de las instancias psíquicas, entre el ello voraz y el superyó divinizado, de la gran dramaturgia occidental del conflicto: el “yo”, tal como lo concibe, no se ha apartado tanto como pareciera de la tradicional psicología del desgarramiento interior y su cuerda patética; ni tampoco de la esperanza de salvación mediante la verdad. Pero sobre todo, esa dependencia heredada en la teoría y que amenaza con ocultar la práctica, ¿no concierne a la herramienta misma del psicoanálisis en su proyecto de elucidación? ¿Y no conduce en primer lugar a que haya una “explicación” o “interpretación” para dar, Erklärung / Deutung, según la alternativa europea, la de la causa o la significación, lo que responde al gran dilema griego
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tanto de la hermenéutica (el “sentido”) como de la ciencia (la “verdad”)? Freud en efecto permanece definitivamente ligado, como la única vía posible, a la indagación tanto “etiológica” como de desciframiento, en la cual nos introdujeron los griegos, ¿y acaso piensa alguna vez en librarse de ella? Asimismo, la noción de representación (o “representancia”: Vorstellung, Repräsentierung) que le sirve de articulación fundamental entre el orden de la pulsión y el de la conciencia es en verdad el producto directo de la filosofía clásica del sujeto. Y esa conexión de lo “biológico” con lo “psíquico”, ¿no es el punto más delicado y más sospechoso? Frente a él y frente al dualismo que implica, ¿no resulta demasiado cómoda esa mediación que sirve para todo? Vemos incluso que Freud plantea la cuestión de la “existencia” del inconsciente exactamente del mismo modo que se planteaba la cuestión de la existencia de Dios, durante siglos de filosofía clásica, en tanto que “hipótesis necesaria”, es decir, como también lo proclama Freud, suministrando “pruebas” de ello y declarándolas “irrefutables”… Un gesto atávico si los hay: nos libramos de Dios, pero conservamos la forma de la pregunta desplazándola. Freud llega incluso a sufrir el peso del gran desdoblamiento metafísico del mundo cuando plantea un inconsciente tan inaccesible interiormente como lo es, en Kant, escapando por principio a nuestras percepciones del mundo exterior, la “cosa en sí”. De allí surge la propuesta que formulo: interrogar el psicoanálisis desde afuera y considerarlo en
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perspectiva, tomando distancia, es decir, investigar las concepciones de Freud a partir de coherencias elaboradas en un contexto cultural ajeno a Europa, como lo es China (digo “como” para introducir el tema, aunque creo de hecho –ya que es mi área de trabajo, me expliqué al respecto frecuentemente– que sólo la cultura china brinda tales condiciones de exterioridad, tanto por la lengua como por la historia). Si retomamos rápidamente los puntos anteriores, evaluaremos mejor no tanto lo que sería la oposición del pensamiento chino al psicoanálisis (estar “en contra” sigue siendo depender de algo), sino más bien lo que llamaría apenas su “indiferencia”1 –indiferencia mucho más difícil de franquear, al mismo tiempo que es más discreta, de lo que puede serlo la “diferencia”. Observaremos en primer lugar que el pensamiento chino no se encerró en una lógica explicativa regida por la causalidad, sino que se dedicó más bien a dar cuenta de los fenómenos en términos de condición, de propensión y de influencia; y tampoco se dedicó a desarrollar la hermenéutica y el desciframiento del mundo, prefiriendo antes que la perturbadora cuestión del Sentido una detección minuciosa de las “coherencias” (li) y su elucidación por decantación o, dicho de otro modo, por “degustación”. Tampoco ha desarrollado de ninguna manera la noción de “representación”: ni teatral (o pictórica), 1
Laurent Cornaz, Thierry Marchaise (eds.), L’indifférence à la psychanalyse. Rencontres avec François Jullien, Presses universitaires de France, 2004.
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ni en cuanto a lo que sería la teoría del conocimiento (aunque este término es más bien nuestro), ni en el plano político –¿con qué palabra traducir todos estos sentidos juntos en chino? No se ha planteado el problema de la existencia de Dios, porque hacen falta condiciones teóricas particulares para poder plantearlo (y en primer lugar que la lengua diga el Ser, oponiéndolo al no-ser: Él “es”). Tampoco se ha referido al desdoblamiento del mundo, entre apariencia y realidad, o incluso entre el fenómeno y el verdadero en-sí, y por lo tanto no abrió la puerta de la metafísica, tan difícil, como vemos, de volver a cerrar, etc. Al enumerar las negaciones, tal como lo estoy haciendo, todavía no ingresamos en el pensamiento chino, pero empezamos a convertirlo en una herramienta –una base– para sorprendernos, que permite sospechar de nuestras evidencias y releer el pensamiento occidental, Freud incluido, en aquello que no pensó interrogar. Desde un punto de vista teórico, ¿en qué está todavía ligado Freud al pensamiento que lo precedió? No es en las grandes decisiones del logos y de la verdad donde vemos que eso se verifica; el pensamiento chino no concibió una liberación por el poder de la palabra, sino que se dedicó a desarrollar un decir alusivo, que dice “apenas” o “de soslayo”. Tampoco se consagró a la búsqueda de la Verdad, prefiriendo el estar en sintonía, “estacional”, “momentáneamente” y “situacionalmente” adaptado (noción de shi wei en el Yi jing), no le hizo sacrificios a la dramatización del conflicto; sino que aborda toda experiencia,
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incluso la interior, desde la perspectiva de la correlación de factores opuestos, yin y yang, es decir, de la regulación de energías y de la “armonía”, etc. Por consiguiente, otras tantas distancias que permiten delimitar desde afuera, no tanto lo que sería la especificidad cultural del psicoanálisis, sobre la cual no me atrevería a pronunciarme con demasiada rapidez, sino en primer lugar, desde un punto de vista filosófico, la especificidad de sus elaboraciones teóricas, acerca de las cuales me preguntaré: ¿no son en alguna medida reductivas, sin saberlo, e incluso tal vez desencaminadas en función de sus tomas de posición con respecto a lo que pasa efectivamente en la cura y donde ésta sería su proceso? Ya que, al mismo tiempo que hace aparecer la distancia, el apartamiento esclarece. Razón por la cual, al sumergir la reflexión psicoanalítica en el baño extranjero del pensamiento chino, y al observar sus reacciones, me preguntaré bajo esa luz oblicua y sacando provecho de los desfasajes, en dónde se detuvo el pensamiento psicoanalítico, en dónde se quedó corto, arrastrado por su lógica heredada, en qué no se interesó, aunque lo rozara y luego lo olvidara, y tal vez incluso, junto a qué pasó de largo. Si volvemos al paralelismo de los ámbitos culturales que evocaba al comienzo y aceptamos la idea de que su elaboración teórica puede estar atrasada, o incluso a veces ser ciega, por quedar fijada en prejuicios insospechados, frente a lo que se ha efectivamente desplazado, “alterado”, y
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finalmente causó una revolución en su respectivo campo de actividades, sin duda que no parecerá inoportuno aclarar o prolongar, poniendo en juego esos distanciamientos chinos, determinados aspectos tal vez no lo suficientemente señalados de lo que pasa en la cura, como se ha hecho en especial en el ámbito del arte moderno europeo al evocar, al cotejar tradiciones externas que Europa no conoció; pero que pueden hacer percibir mucho mejor, desde afuera, volviendo a desplegar sus posibilidades, aquello que pudo justificar esa mutación. ¿No hemos visto recientemente que los físicos recurren a antiguas concepciones o correlaciones chinas y creen encontrar allí un sostén, al menos simbólico, con miras a reconfigurar más radicalmente la manera de interrogarse para hacer frente a la revolución que ha surgido en su campo de saber? El interés de tales salidas consiste en desplegar aquello que el pensamiento europeo, fortalecido por su éxito, quizás haya clasificado y “plegado” demasiado bien: pasar a través de pensamientos del afuera, cuando no se lo hace por exotismo, ayuda a destrabar la razón y a ponerla de nuevo en marcha.
III – “Proponer” como lo hago aquí es simplemente –modestamente– “poner adelante”. Elaboro conceptualmente coherencias extraídas del pensamiento chino para ponerlas delante del psicoanálisis a fin de que éste reflexione. Pongo enfrente, pero no comparo. Porque comparar
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implicaría poseer un marco común dentro del cual, arrogándonos una posición más elevada, ordenaríamos entre lo otro y lo mismo y los yuxtapondríamos. ¿En dónde estaría entonces –qué contorno tendría– esa referencia que compartirían a la vez el pensamiento chino y el psicoanálisis? Además, si comparar se limita a lo descriptivo y por lo tanto es, de alguna manera, pasivo, proponer por su parte es activo y traduce una iniciativa: es intervenir voluntariamente en el seno de lo que puede estar en debate, reconociéndoles a los demás la libertad de tomarlo en cuenta o no. Yo “propongo”; a los psicoanalistas les corresponde disponer a su antojo si estas posturas les dicen algo. Una proposición por otro lado tanto más modesta en la medida en que yo mismo soy ajeno al psicoanálisis y no tengo competencia ni de un modo ni de otro, ni como analista ni tampoco como analizante. Por lo tanto, se trata de una intrusión de mi parte en un campo que no me es propio, como pude hacerlo igualmente, extrayendo otras líneas de mi trabajo, con relación a los pintores o a los “managers” en los ámbitos del arte o de la empresa. Una intrusión aventurada que no deja de tener sus riesgos, aunque creo cierto que cada cual puede hacer un trecho del camino, partiendo del lugar en el que está y de la manera en que piensa; ¿acaso podemos pensar sin tomar riesgos? Mi única base en este tema es entonces releer a Freud de la manera que me resulta habitual, es decir, preguntándome por la revolución que introdujo la posibilidad de la cura en el trabajo de elaboración
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teórica que conformó el pensamiento europeo. Pero entonces, ¿qué haré con Lacan? ¿Qué haré con su lectura de Mencio en De un discurso que no fuera del semblante2 o con su famosa frase: “Si no hubiese aprendido chino, no me hubiera convertido en Lacan…”? A decir verdad, me siento demasiado lejos tanto de esa lectura de Mencio como de aquello que él llegara a escribir también sobre el “vacío” taoísta, desde mi punto de vista de sinólogo, como para poder atribuirle cierta importancia dentro de mi trabajo. Es algo que me parece válido, en efecto, en relación a Lacan, no en relación al pensamiento chino. Temiendo como la peste todo aquello que procede de la fantasía europea proyectada sobre China, no haré entonces nada con ello. Mi proyecto ya es lo suficientemente peligroso tal y como está.
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El seminario, Libro 18, Paidós, 2009.
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I – Disponibilidad es una noción que permanece subdesarrollada en el pensamiento europeo. Concierne prioritariamente a los bienes, posesiones y funciones. Casi no tiene consistencia, en cambio, del lado de la persona o del sujeto. A lo sumo, es un término gideano: “Decía que toda novedad debe encontrarnos siempre enteramente disponibles”. Dado que no pertenece al orden de la moral ni tampoco al de la psicología, no es prescriptiva (o entonces no podríamos precisar de qué) ni tampoco descriptiva (explicativa), no puede pensarse por lo tanto ni como virtud ni como facultad –que son en efecto los dos grandes pilares o grandes referentes sobre los cuales hemos erigido nuestra concepción de la persona en Europa–, esa noción apenas si llega a serlo y se ve dejada en el estadio de la vaga exhortación; o se vierte, si no, en el subjetivismo y su emoción fácil, el mismo que mancha también la frase gideana. En suma, no ha ingresado en una construcción efectiva de nuestra interioridad. Bien podemos recurrir a ella de un modo familiar, deslizar el término en la banalidad de nuestras frases como una apelación al buen sentido, apresuradamente, entre dos puertas, en un aparte –y tal vez incluso no
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podríamos en adelante prescindir de ello (como el famoso: “¡Pero estén disponibles!”)–, no obstante, el hecho es que no vamos más allá. La posibilidad de que, a partir de allí, se elabore una categoría completa, ética y cognitiva a la vez, nunca se desarrolló. Ahora bien, ¿por qué ese subdesarrollo? ¿No será que justamente haría falta, para promover la disponibilidad como categoría a la vez ética y cognitiva, que saliéramos al fin del viejo tándem de la moral y la psicología, de las virtudes y facultades, y modificáramos profundamente la concepción misma de nuestro ethos? Porque discretamente, sin estridencias, deslizada incidentalmente entre nuestras frases, esa noción no deja de entablar sordamente una revolución. Socava el andamiaje en función del cual nos representamos: el sujeto pasa a concebirse ya no como pleno, sino como hueco. Al hacerlo, apela a una inversión más profunda, previa a tantas otras anunciadas inversiones de valores. Para el sujeto se trata en efecto nada menos que de renunciar a su iniciativa de “sujeto”. Un sujeto que de entrada presume y proyecta, elige, decide, se fija fines y se procura los medios. Pero si renuncia momentáneamente a ese poder de dominio, al que lo invita la disponibilidad, entonces teme que la iniciativa de la que se vale no tenga límites y se vuelva intempestiva; que le cierre el paso a la “oportunidad”, lo bloquee en una conversación estéril consigo mismo y ya no lo deje acceder a nada. ¿Pero acceder a qué? Justamente, no sabe “a qué”. Si el sujeto renuncia a su propia herencia, desconfía de su propiedad, es porque presiente que el privilegio que se confiere a sí mismo, atándolo a sí mismo, lo encierra dentro de límites que ni siquiera puede sospechar.
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Con lo cual se sobrentiende que no se tratará de una categoría de renuncia, de invitación a la pasividad, sino en verdad de lo contrario al solipsismo (del sujeto) y a su activismo. Tampoco se trata de remitirse a otro poder (a otro Sujeto); dicho de otro modo, transferir a Dios el dominio, como lo hacen los quietistas. No, ese desprendimiento de la disponibilidad es una conquista, y aun más sutil en la medida en que es fluida, no apretada, no detenida: la noción, al mismo tiempo que es ética, es estratégica. Una conquista tanto más eficaz en la medida en que ya no se localiza, ya no se especifica, ya no se impone. Resulta tanto más ajustada continuamente en la medida en que no aspira a algo, nunca es decepcionada ni tampoco desprovista; no es desviada ni fragmentada. Conquista tanto más amplia –antes bien ya no conocería límite ni extremidad– por el solo hecho de que no se da más una pista a seguir, una meta que satisfacer, una búsqueda que cumplir, un objeto del cual apoderarse. Porque esa conquista por desprendimiento ya no está orientada; no proyecta más. No proyecta ninguna sombra, ya no es conducida por una intencionalidad, mantiene por consiguiente todo en igualdad. Su captación es completamente abierta porque no espera nada por captar. Hay que comprender el término, en efecto, según el recurso que revela su composición. En el prefijo dis- de la disponibilidad no se entiende solamente la supresión de toda oposición, sino también la difracción en todas direcciones de la “posición” y por ende su misma disolución. Al igual que, como dice el adagio, toda determinación es negación, toda posición es al mismo tiempo privación de otras posibles. Toda posición es una im-posición.
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Si disponer es adoptar un determinado orden y un arreglo, la disponibilidad, volviéndolos dúctiles por la composibilidad que realiza, les retira toda modalidad particular que fija y que focaliza. La “apertura” (la Offenständigkeit) ya no es un voto piadoso, un sucedáneo de lo metafísico y lo religioso que sueña con una liberación por develamiento –un tema prolífico en la actualidad; sino que se encarna efectivamente en una conducta y una actitud o, más rigurosamente aún, según dije, en una estrategia. Así, las virtudes y las facultades ya no pueden parecer en lo sucesivo sino dispersión y pérdida: al especificarse una con relación a la otra, cada una se afirma en detrimento de las demás; así como al arrogarse de entrada una autonomía, esa auto-afirmación no deja de producir un forzamiento. Pero la disponibilidad confunde (comprende) el plural de su diversidad en una misma, idéntica, potencialidad; así como al no fijar ni oponer nada, permanece más acá del esfuerzo y del enfrentamiento. El conocimiento, al no estar ya orientado, se vuelve una vigilancia que no se deja reducir por ningún acaparamiento; el bien, que ya no se deja codificar ni asignar, se torna capacidad de combinar y de explotar sin pérdida, porque no implica exclusión ni rigidez.
II – Que es preciso abstenerse de privilegiar nada, presumir o proyectar nada; que por lo tanto es preciso mantener en pie de igualdad todo lo que se escucha para no dejar pasar el menor indicio que pondría sobre la pista, por más incongruente (inesperado) que parezca; que por consiguiente es preciso mantener la atención difusa
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y no focalizada, es decir, no regida por alguna “intencionalidad” constituye, como se sabe, el primer “consejo” que Freud le dirige al psicoanalista.3 En el fondo, el único que hay que observar. Porque todos los demás, de cerca o de lejos, conducen a él. La noción de “disponibilidad” no aparece allí, pero sin embargo me parece que la reflexión de Freud gira alrededor de ella, e incluso diría que es aquello que aporta como su verdad. ¿No sería en efecto el concepto que falta, pero hacia el cual Freud se encamina ineluctablemente, llevado por la necesidad de su práctica, luego de “largos años” de su propia experiencia, según nos confiesa, o que más bien es llevado a bordear a lo largo de esas páginas que procuran decir más en detalle cómo actuar frente al paciente? Aún le falta a Freud superar muchas resistencias, que actúan sin que lo sepa, en ese recorrido teórico. Al menos está claro que Freud llega a ese punto por un interés estratégico, puesto que se trata de abrir una primera brecha en el sistema de defensa del paciente. No obstante, esa concepción de una captación [prise] que se realiza por desprendimiento [déprise] alteraría demasiado profundamente todo el edificio occidental del dominio de sí como para ser abordado por él más explícitamente. De manera que constatamos, por un lado, la extrema prudencia con la que Freud se interna en ese camino, entrando en puntas de pie: no fue conducido a esa “regla”, nos dice, sino por sus “propias decepciones” y porque debió dar “marcha atrás” en la persecución de sus propias rutas; y quizás por otra parte, según 3
Consejos al médico sobre el tratamiento psicoanalítico, 1912 [ed. en esp. Obras completas, vol. XII, Amorrortu, Buenos Aires].
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admite, esa “técnica” no sea adecuada más que para su “individualidad”. ¿No hay un exceso de precauciones en ese preámbulo, o qué convicción se le impone entonces en ese punto, a su pesar? Ya que, por otro lado, según repite, se trata de la única prescripción que sostiene. En lugar de lo que yo entiendo por disponibilidad, Freud expone una fórmula que retomará varias veces como una palabra mágica e insuperable. Freud nos habla –una expresión en adelante fijada– de “atención flotante” o, traduzcamos con más precisión, “sobrevolando en igual suspenso”, gleichschwebende Aufmerksamkeit. Y reconozcamos que la fórmula es paradójica: “atención” pero “flotante”; la mente se dirige hacia, se tiende hacia, pero sin nada en particular a lo cual estaría atenta. Se concentra (atención), pero sobre todo a la vez (dispersión). Que Freud no pueda expresar sino en una fórmula que roza la contradicción la primera regla práctica del psicoanalista ya deja ver bastante bien hasta qué punto ésta socava nuestro credo teórico, que realza las facultades (del conocimiento) y su capacidad de “control”. Pues, ¿por qué no atacó el dominio de la conciencia –que tanto denunció– desde ese otro ángulo: ya no en relación con el inconsciente y la censura, el “ello” y el “superyó”, sino desde el punto de vista del funcionamiento mismo de la mente y de su racionalidad cognitiva? Pues, ¿qué sería una atención que no obstante se abstiene a su vez de concentrarse? O bien, ¿qué es una atención, que sin embargo no se deja conducir por su intencionalidad, en suma, que al mismo tiempo que está atenta desconfía del objeto de su atención? Porque desconfía sobre todo de aquello que, en lo que dice el analizante,
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le interesaría de entrada y la acapararía, y por ello la haría pasar de largo; desconfía de aquello que le hablaría al oído al psicoanalista (en el sentido familiar, interesado, de “eso me suena”) y le impediría conservar el oído abierto, vigilante, y escuchar efectivamente. Freud admite sin esfuerzo, en cambio, por qué ha llegado, aunque a pesar suyo, a esa prescripción que surge de su larga práctica como psicoanalista, por más que resulte desconcertante. Hay una impracticabilidad comprobada de cualquier otro modo de actuar, aunque sólo fuera debido a la profusión de detalles e ideas incidentales que trae consigo cada sesión de la cura y que multiplica el número de pacientes y de años. Ninguna memoria en verdad bastaría para ello. Tampoco se podría anotar todo. Y más grave aún: al escribir o incluso al taquigrafiar, se hará inevitablemente “una selección nociva en el material”, porque con ello uno “enlaza” (bindet) una parte de su propia actividad mental, que nos desvía del resto. “Fijando un determinado fragmento con particular agudeza” eliminamos al mismo tiempo otro y, como uno sigue en dicha selección sus expectativas y sus inclinaciones, “estamos en peligro de no encontrar nunca nada más que aquello que ya sabíamos”. Es el motivo por el cual hace falta distinguir lo más claramente posible, según precisa Freud, esa escucha (durante el tratamiento) de lo que sería la organización de un saber (retrospectivamente y tal como lo implicaría la investigación). Porque en contra de todo intento de elaborar racionalmente un caso ejemplar, lo cual exige proceder con método y tener como meta un progreso (que la ciencia occidental tanto ha procurado promover), “tienen en cambio un éxito mayor” en el transcurso de la
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cura, “aquellos casos en que procedemos como sin intención, cuando nos dejamos sorprender por cada giro que afrontamos constantemente sin prevenciones ni presupuestos”. “Éxito” (Erfolg): el punto de vista es verdaderamente estratégico, no teórico. Se trata pues de una regla de eficacia en la maniobra y no de cientificidad. Porque sólo esa disposición sin disposición permite registrar sin pausa y sin esfuerzo así como mantener “disponible” (verfügbar) el material, dándole su oportunidad a todas las posibilidades y sin perder nada, porque no se ha privilegiado nada que haga abandonar algo; de modo que uno se vuelve apto para recibir constantemente, sin expectativa, toda solicitación que aparezca. Al revés que la teoría clásica (occidental) del conocimiento y de sus facultades, Freud abre expresamente el camino a lo que sería la disponibilidad que se le reclama al psicoanalista. ¿No es sin embargo limitado y forzado en ese camino por el hecho de que no considera esa actitud –aptitud– sino negativamente: que sólo sea definida como un comportamiento sin prevención ni presuposición (o “sin especular ni cavilar”), es decir, como atención sin intención? “Disponibilidad” califica ese recurso, en cambio, sin rozar la contradicción, a la vez unitariamente (conceptualmente) y positivamente. Incluso me pregunto si Freud, a falta de un concepto en la materia, cuanto más avanza en esa reflexión, no es llevado a distorsionarla y oscurecerla. Comprendo que una “tendencia de afecto” en el psicoanalista, Affektstrebung, sea peligrosa durante la cura, pero ¿acaso se trata entonces, como dice más adelante, de “frialdad del sentimiento”, Gefühlskälte? (¿O no implica entonces volver a introducir lo afectivo, de manera molesta, sin perjuicio de
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que sea de un modo defensivo?) O igualmente, si entiendo que el psicoanalista debe protegerse de su propia censura al escuchar al otro, ¿qué puede significar exactamente “servirse de su inconsciente como instrumento de análisis”? Es decir: ¿cuál es ese inconsciente-instrumento? Dice también Freud: “Debe dirigir hacia el inconsciente emisor del enfermo su propio inconsciente en tanto que órgano receptor” (¿o nos contentaremos con esta imagen demasiado técnica que se complica, por añadidura, a medida que avanza: “ajustarse al analizado como el receptor de teléfono está ajustado sobre la plaqueta”, etc.?). De este modo puede entenderse mi estrategia de trabajo. Ya que resulta evidente, al promover la figura autónoma del sujeto y su estructuración interior pensada a partir de sus facultades, en cuanto propiedades, y por lo tanto a partir del flujo del mundo, que el pensamiento occidental ha obstaculizado una capacidad de “apertura” semejante, salvo por un tratamiento reactivo y compensatorio en un plano místico, ¿no es ya tiempo de buscar otras perspectivas, y además, en primer lugar, cómo desarrollar su coherencia también basándose en la razón? Pensar semejante disponibilidad, como he dicho, implicará pensar dicha apertura como una manera de operar. Ars operandi: ya no separar más lo ético y lo teórico de lo estratégico o, como sucede en el pensamiento chino, la sabiduría de la eficacia. Como noción balbuceante del pensamiento europeo y dejada al margen de sus teorizaciones, la disponibilidad en China resulta ser, por el contrario, el fondo mismo del pensamiento.
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III – Pasemos a China y busquemos ese otro lugar que rompería nuestras concepciones. Porque lo que impresiona cuando uno se introduce en el pensamiento chino es comprobar que lo que yo entiendo aquí por disponibilidad, lejos de ir en contra de los trayectos cognitivos autorizados, fundados en nuestras facultades, constituye su condición de posibilidad; o bien que, lejos de haber permanecido como una noción embrionaria, sin valer más que a modo de exhortación familiar, confiada en un aparte de la escena, la disponibilidad está en el principio mismo del comportamiento del Sabio: es anterior a todas las virtudes. Aunque es un principio no principio. Erigir la disponibilidad como principio la contradiría por la misma razón que la disponibilidad es una disposición sin disposición fija. En esto concuerdan, ya sea que la aborden desde una u otra perspectiva, todas las escuelas chinas desde la Antigüedad (lo que denomino un fondo de acuerdo del pensamiento). E incluso resumiría naturalmente la enseñanza del pensamiento chino de la siguiente manera: es sabio quien sabe acceder a la disponibilidad –con eso basta. Por tal motivo, el pensamiento chino nos sorprende con su antidogmatismo (aunque lo compense el ritualismo). De la misma manera que antes, podemos empezar por aproximarnos negativamente a la disponibilidad. En esta fórmula de las Analectas de Confucio (IX, 4), que me sirvió de punto de partida en otro ensayo: Cuatro cosas que el maestro no tenía: ni idea, ni necesidad, ni posición, ni yo.
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La evidencia china (digo “evidencia” porque no es algo cuestionado) es que tener una idea, o mejor dicho: exponer una idea ya implica dejar a las otras en la sombra; es privilegiar un aspecto de las cosas en detrimento de otros y caer por ello en la parcialidad. Toda idea expuesta es al mismo tiempo un prejuicio sobre las cosas que impide considerarlas en su conjunto, en un mismo plano y con equidad. Se ha entrado en la preferencia y la prevención. En efecto, hay que leer la fórmula en su continuidad. Si exponemos una “idea”, se nos impone entonces una “necesidad” (un “hay que” proyectado sobre la conducta); a consecuencia de este “hay que” al cual obedecemos, resulta una posición fijada en la que la mente se estanca y ya no evoluciona; por último, de ese bloqueo en una “posición” adviene un “yo”: un yo fijo en su surco y que presenta un carácter. Ese “yo”, preso de su “posición”, ha perdido su disponibilidad. Pero la fórmula también hace un círculo: debido a que el comportamiento se fijó en un “yo”, ese yo expone una “idea”, etc. En las Analectas de Confucio, abundan las fórmulas en ese sentido: el hombre de bien es “completo” (II, 14), es decir que no pierde de vista la globalidad, no deja que el campo de los posibles se restrinja por ningún lado. No “se empeña a favor ni en contra”, sino que “se inclina” hacia lo que llama la situación (IV, 10). O bien, dice Confucio acerca de sí mismo, “no hay nada que pueda o no pueda hacer” (XVIII, 8). Dicho de otro modo, el Sabio mantiene abiertas todas las posibilidades, sin excluir a priori ninguna, y se mantiene dentro de lo componible. Por tal razón, no posee un carácter y no se lo podría calificar: sus discípulos no saben qué decir de él
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(Analectas, VII, 18). O bien cuando se clasifica a los sabios en categorías –por un lado, los intransigentes, que se niegan a sacar siquiera un poco la mano por el bien del mundo, y por otro lado, los acomodaticios, dispuestos a cualquier compromiso para salvarlo–, ¿qué dirán de Confucio? ¿Es intransigente? ¿Es acomodaticio? ¿Dónde ubicarlo (qué “posición” atribuirle) en esa tipología? “La sabiduría –responderá Mencio (V, B, 1)– es el momento”: tan intransigente como los más intransigentes cuando conviene; tan acomodaticio como los más acomodaticios también cuando conviene. Ya no está ligado a una u otra postura, sólo el “momento” sirve de referencia. Porque la “sabiduría” no tiene un contenido que la oriente o la predisponga; o bien no tiene otro contenido que volverse disponible en ocasión del momento –renovándose incesantemente. Vemos así que el “justo medio”, un tema tedioso como pocos y que creeríamos que se deriva de la sabiduría popular, sale al fin de su chatura. Adquiere un relieve inesperado. Ya no es banal, sino radical. Ya no consiste en quedarse en un ámbito endeble, miedoso, a medio camino entre los opuestos y temiendo el exceso (“ni tanto ni tan poco”, como dice el refrán); evitando pues prudentemente aventurarse tanto hacia un lado como hacia el otro y afirmar fuertemente su preferencia. “Mediocridad” que no es “dorada”, como se ha dicho,4 sino opaca, gris. No, el justo medio, para quien sabe pensarlo con rigor (Wang Fuzhi) es poder hacer tanto lo uno como lo otro, es decir, ser capaz tanto de un extremo como del otro. Es en esa “igualdad” del igual acceso 4
Alusión a la famosa oda de Horacio: Aurea mediocritas [T].
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tanto a lo uno como a lo otro donde está el “lugar-medio”.5 Tres años de luto por la muerte del padre, nos dicen, no es demasiado; aunque beber copas sin medida durante un banquete tampoco es demasiado –de ningún modo exagero. El riesgo consiste más bien en estancarse en un lado y que se nos cierre la otra posibilidad. En oposición a ello, la disponibilidad consistirá en mantener el abanico completamente abierto –sin rigidez ni evasión– de manera de responder plenamente a cada solicitación que surge. Plenamente quiere decir sin dejar de lado ni desatender nada, porque ningún carácter o sedimentación interior habrá de obstaculizar esa ductilidad. El pensamiento chino supo percibir especialmente la diferencia que hay entre “estar en el medio” y “estar ligado al medio” (permanecer atado a él). Si por un lado están aquellos que, según sus títulos convencionales, no sacrificarían un pelo por el bien del mundo, y por el otro, aquellos que están dispuestos a hacerse masacrar por su salvación, un “tercer hombre” (Zimo), que está en el medio de esas posturas adversas, parece “más próximo” (Mencio, VII, A, 26). Pero desde el momento en que “se está ligado a ese medio”, “sin sopesar la diversidad de los casos”, es como “aferrar una sola posibilidad” y “dejar ir otras cien”; y por lo tanto también es “arruinar el camino”. Desde el momento en que nos atenemos a (una posición), se fija un “yo”, el comportamiento se estanca, algún imperativo o algún “hay que” se estabiliza y ya no estamos en armonía: la plenitud pierde su 5
En el original, mi-lieu, que querría decir en este caso “lugar-medio”, pero que alude al milieu, “ámbito”, “medio ambiente”, etc. [T].
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amplitud y ya no reaccionamos a la diversidad que se ofrece. Porque la disponibilidad, como disposición interior sin disposición que se abre a la diversidad, va acompañada de la oportunidad, aquello que nos llega del mundo como lo que llega “a buen puerto”6: está disponible aquel que sabe, como también dijo Montaigne aunque sin convertirlo en disposición del conocimiento, “vivir en buen momento”. Este pensamiento, como dije, no es privativo en China de una escuela particular; y la misma capacidad de conocimiento tiene como condición el vaciamiento de la mente: el “conocer” chino no es tanto hacerse una idea de algo cuanto volverse disponible a algo (cf. Xunzi, cap. “Jiebi”). Se produce una purgación interior no por medio de la duda que elimina los prejuicios, sino mediante un abandono generalizado, que se efectúa a nivel del comportamiento y no del intelecto. De allí surge el desprendimiento que le da su amplitud al acceso. Hay que cuidarse de dejar que la mente se vuelva una mente “dada” (cheng xin), dice también Zhuangzi. Una mente dada, rígida, constituida, cuya actividad entonces se paraliza y que se encierra dentro de su perspectiva, se vuelve sin saberlo un punto de vista. La primera exigencia, ya sin proyectar una preferencia o una reticencia, es mantener todas las cosas “en pie de igualdad” (según la palabra clave de su pensamiento: qi, en el “Qiwulun”). Es incluso porque sabe mantener todo en un pie de igualdad, como muestra pertinentemente Zhuangzi, y está en condiciones de remontarse al fondo 6
Hay un juego de palabras en el original entre opportunité [“oportunidad”] y port [“puerto”]. [T.]
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indiferenciado, “del tao”, de donde brotan todas las diferencias, que el Sabio está en condiciones de acoger la menor diferencia en su oportunidad, sin reducirla ni dejarla pasar. El “yo”, que deja de ser un obstáculo (lo que significa “perder su yo”, wang wo), puede escuchar entonces todas las músicas del mundo, diversas como son, en su espontáneo ser “así”, a placer, acompañando su despliegue singular (xian qi zi qu, Guo, p. 50).
IV – De modo que me veo llevado a preguntarme, en cambio, tras este apresurado recorrido: cuando Freud le recomienda al psicoanalista que sea “frío”, ¿no querrá decir más bien “insulso”, en el sentido en que lo desarrolló China de acuerdo al recurso de la disponibilidad? Pero ser “insulso” no se ordena. ¿Frialdad o bien insulsez del psicoanalista? La primera es prescriptiva (bajo el modo de una orden rigurosa), la segunda es una cualidad del ethos (que no puede ponerse en imperativo). La “insulsez” no es una privación de sabor (no es insípida), sino un sabor que se queda en el umbral del sabor y que, apenas pronunciada, no excluye nada. En ésto insisten todos los comentaristas e incluso lo toman como punto de partida: todo saber sólo puede afirmarse en detrimento de otro; lo salado ya no es dulce, o lo dulce es lo no amargo, etc. –todo saber por consiguiente es al mismo tiempo una pérdida. Pero la insulsez, cuando apenas despunta el sabor o bien cuando empieza a reabsorberse, hace aparecer todos los sabores en pie de igualdad. Sin que uno sea más insistente que el otro y nos prive de él. Como tal, es en verdad el sabor del tao en tanto que fondo indiferenciado de las cosas –de donde todas
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emergen y adonde todas retornan (cf. Laozi, 35: “Cuando pasa por la boca, el tao es insulso y sin sabor”). Lo que convierte a la insulsez en el sabor disponible que se presta a todas las solicitaciones. Que el psicoanalista sea invitado a ser “insulso” antes que “frío” (con la frialdad de hielo de la superficie del espejo, dice Freud, por la cual el psicoanalista debe hacerse “opaco” y abstenerse tenazmente –¿costosamente?– de todo afecto) es algo que se entenderá mejor si pensamos en el elogio de la insulsez que se encuentra al comienzo del primer tratado chino de caracterología (de Liu Shao, en el siglo III). Que de entrada el Sabio sea llamado “insulso” significa que en él las cualidades no se perjudican entre sí y ni siquiera entran en rivalidad. Por tal motivo, la insulsez es la primera cualidad de la personalidad, aun antes de que se tome en cuenta su “inteligencia” (el hecho de ser “entendido-ilustrado”, dice con mayor precisión el chino, manteniendo aún el estado de tensión y polaridad para evitar toda monopolización de la cualidad). Porque la “inteligencia” ya es una determinada orientación de nuestras disposiciones, una acentuación particular que conduce a una selección: ¿acaso no conduce ya a cierta parcialidad? ¿No sería ya una pérdida? Pero la insulsez de la personalidad, que es previa, no proyecta de antemano ninguna función y puede reaccionar muy directamente a lo que denomina la situación, desarrollando a su vez –“en su momento”– una u otra potencialidad. No se deja bloquear en ninguna disposición, aunque fuera de una virtud o de una facultad: el sabio que sabe ser insulso, al no estar condicionado por ningún pliegue de su mente convertido en hábito, ni tampoco privilegiar de entrada ninguna
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aptitud dentro de sí, despliega su capacidad “a su gusto” y sin estancarse en ella. Según François Roustang, por oposición a la vigilia restringida de la vida ordinaria, la “vigilia generalizada” a la que brinda acceso la hipnosis, apela también a una digresión sobre China y pasa momentáneamente por una reflexión similar sobre la “insulsez”.7 Pues, ¿qué resulta más inquietante, efectivamente, que la hipnosis para el racionalismo europeo y su concepción de un Sujeto soberano que garantiza su control por medio de sus facultades? Pero justamente lo que sigue siendo tan sospechoso en el seno de nuestro racionalismo y no se ve abordado sino en sus márgenes, por ruptura y como en secreto, se revela –por un desplazamiento a China– como resultado de una coherencia mucho más común y aun como un viejísimo problema de la humanidad. No porque en China se trate sobre hipnosis, sino porque el pensamiento chino de la disponibilidad, cuyo sabor es la insulsez, torna inteligible una apertura a todas las posibilidades, por indeterminación, sin focalización ni crispación, donde también puede arraigarse un fenómeno tan desconcertante como la hipnosis. Como lo prueba la insulsez que se abstiene de caer en ningún sabor que enseguida la limitaría, esa disposición a lo componible que es la disponibilidad se revela como una experiencia no excepcional, sino inmediatamente verificable así como infinitamente compartible. ¿Y por qué entonces el pensamiento europeo tuvo tantas dificultades para pensarla?
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Qu’est-ce que l’hypnose?, éditions de Minuit, 1994, p. 81.
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No se puede entender la dificultad europea para pensar la disponibilidad, o por qué esa noción permaneció subdesarrollada en el pensamiento europeo (por qué Freud, por ejemplo, no llega a la regla de la atención flotante sino dando “marcha atrás” y debido a las “decepciones” de su propia experiencia), sino cuando se toma en consideración la noción rival que prevaleció en Europa y que bloqueó su desarrollo. En efecto, llevaría incluso esa oposición hasta la exclusión recíproca: Europa desconoció el recurso de la disponibilidad porque desarrolló un pensamiento de la libertad. ¿Acaso las dos nociones no serían antagónicas hasta la contradicción? La libertad reivindica una fractura con relación a la situación en la que el yo está implicado y esa emancipación convierte precisamente a éste último en “Sujeto” que se arroga una iniciativa. Exige por su parte una remoción que haga salir, por su poder de negatividad, de las condiciones impartidas. O sea que la libertad promueve ese ideal por ruptura con el orden del mundo. Esa es la experiencia que forjaron los “griegos” (o que los forjó), y en primer lugar en un plano político, de pequeñas ciudades resistiéndose frente al vasto imperio –en la división de los dos continentes– y que se niega a someterse al poder del Gran Rey; luego, por la instauración deliberada de instituciones propiamente políticas separadas de los lazos naturales de parentesco (la democracia frente al poder gentilicio hereditario); y además, como emancipación moral del individuo por el dominio sobre sus pasiones y, en particular, sobre sus “representaciones”, phantasiai (lo que llega a su pleno auge con el estoicismo). Resulta pues que la libertad es el producto de una invención (más que un
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“descubrimiento”, como tantas veces se dijo) que en resumidas cuentas es muy singular, pero cuyas tomas de partido se olvidan en la misma medida en que se las ha asimilado. A tal punto que el pensamiento clásico pudo plantear como “universal” el fundarse sobre las leyes de la libertad (la “autonomía”), siendo ésta de orden distinto al de las leyes naturales, no física sino metafísica, y se viera erigida como absoluto. Lo contrario de la libertad es la servidumbre, como se sabe, pero su contradicción es la disponibilidad que despliega una relación armoniosa de integración. En lugar de apartarnos de la situación para volvernos independientes, la disponibilidad nos inserta en ella y nos lleva a explotar sus recursos sin confrontarla. Un yo sabe incluso comportarse mejor en la medida en que se desarma como “yo” y se ve implicado respondiendo a las solicitaciones del entorno. Digamos de nuevo las cosas tomando distancia y a gran escala: el vasto imperio de China no fue engendrado, como los griegos, en una lucha por la independencia cívica; concibió entonces lo político como una simple prolongación de las estructuras familiares, reproduciendo la espontaneidad con vocación reguladora (el rey-padre), y no para liberarse; y en el plano moral, apeló en verdad a “triunfar sobre uno mismo”, pero para volver a las normas de conducta y sociales –integracionistas– que son los “ritos” (según el precepto de Confucio: ke ji fu li). Por eso no concibió la emancipación y la desalienación del sujeto por medio de la Libertad, sino por la capacidad que abre la posición desde todos lados y no se encierra en ninguno, manteniendo todos los posibles en igualdad de condiciones, que conserva el sujeto vacío (no thético) y lo pone “por sí
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mismo” (ziran) en armonía con lo que le llega del mundo. De allí su capacidad de captar sin suponer, de escuchar sin proyectar, de entender lo inesperado. Reconozcamos al menos que hay en ello una coherencia adversa en la cual puede reflejarse la teoría occidental del sujeto; y que cuando ésta pretende querer “curar” a ese sujeto, tal vez sea incluso forzoso comenzar por cruzarse con su práctica.
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I – En lo que respecta al analizante, en el otro polo de la relación, hay una prescripción simétrica a la disponibilidad que se le exige al psicoanalista, que ya no corresponde a la escucha sino al habla. ¿Y cómo llamarla? También es primordial, nos dice Freud, y aún más unitaria: que éste escuche de manera indiferenciada, sin reticencias ni preferencias; pero que aquel primero se exprese “sin crítica ni selección” contando todo lo que se le ocurra.8 No que diga algo, sino que “cuente”, es decir que se deje llevar, con la misma disponibilidad ya mencionada, a dar cuenta sin control, de buen grado, a la ventura, de todo lo que surge en su pensamiento, sin suprimir lo fantasioso, lo inadecuado, lo inesperado; sin eliminar lo anecdótico, el rasgo oscuro, obsceno o incongruente. “Contar” (erzählen) no es en este caso un relato propiamente dicho, sino la modalidad del habla que sigue el hilo de lo que viene a la mente –de todo lo que se le ocurre y tal como se le ocurre– abriéndose (cediendo) ante lo que todavía no está construido, no se ha 8
A propósito de un caso de neurosis obsesiva (El hombre de las ratas), I, a [ed. en esp. en Obras completas, vol. X, Amorrortu, Buenos Aires].
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vuelto abstracto ni se ha reflexionado: discurso sin premisas y deshilvanado. Por consiguiente, no conoce más que un orden ocasional –“contado”– por ese afloramiento sucesivo: “y después y después y después…”. Pero que allí radique, como incansablemente se repite, la condición –la única– para la eficacia de la cura da que pensar en cuanto a esa posibilidad del habla: que el paciente diga “todo lo que se le ocurra, aun si le resulta desagradable, aun si le parece que no tiene importancia, que no corresponde al tema o que es insensato”. Porque el alemán, lo mismo que el francés, lo dice de una manera que en nuestras lenguas sólo cabe dentro de una imagen familiar (no teórica): lo que me “pasa por la cabeza” (durch den Kopf geht), de lo cual ya no me considero (no me siento) el autor, el dueño, el detentador, de lo cual no poseo dentro de mí ni el origen ni la razón. Pero para suspender la barrera que funciona normalmente, es preciso desconfiar no solamente de nuestro juicio moral, sino también de lo que fundamenta para nosotros, lo pensemos o no, la pertinencia de todo decir: que presente un interés, que concierna al objeto en cuestión, que no sea absurdo. Y por el contrario, el psicoanalista le dice a su paciente: “hable, hable todo lo que quiera –‘cuente’–, ¡pero sobre todo no piense qué decir!…”. Apenas se pudo disimular hasta qué punto esa única regla para ingresar en la cura, sin hacer aspavientos, va en contra de nuestra razón. Pero, ¿se ha evaluado suficientemente todo lo que quiebra implícitamente (en su fundamento)? Lo importante no es tanto que nos libere entonces de las exigencias de la razón, que sería su efecto de válvula por el cual la razón (europea) se toma vacaciones; ya que las vacaciones no alteran la regularidad
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del orden, sino que la compensan y nos distraen de ella. No, lo que resulta violento en este punto es que esa única prescripción pueda socavar –tan discretamente– su legitimidad. Puesto que la razón no se mantiene de pie, como se sabe, sino por la legitimidad de su “fundamento”, todo su esfuerzo y su mérito consisten en eso. Y he aquí que esta única exigencia de la cura basta para corroer la idea misma de que “al hablar”, es decir, dándole curso en mí a la palabra, yo me instauro como sujeto que a la vez dice y piensa, es decir que se pone al comienzo de su palabra, reivindicando al mismo tiempo su iniciativa y su responsabilidad; que por ende afirma, a través de ella, su autonomía y se concibe en su esencia a partir de dicha capacidad. Por lo tanto, la crítica que recordamos que emprendiera Nietzsche contra el cogito cartesiano se amplía: no soy “yo” quien piensa (cuando expongo abiertamente –pomposamente– como punto de partida del descubrimiento de todo lo “real” el famoso “yo pienso”); sino que el pensamiento sale de la sombra y me llega, inesperadamente, y se me impone, me “pasa por la mente”, sin perjuicio de que luego “yo” me lo apropie, lo convierta en piedra de toque de mi autonomía y crea poder así comenzar propiamente (lógicamente). Pero, ¿con qué derecho –vanidad de ego– puedo creer que en ese proceso que me atraviesa podré aislar un acto, con principio y fin, que declaro que me pertenece (“yo pienso”) y del cual me sitúo como sujeto –con lo sobrevalorado que será entonces este “situarse”? Quizás hoy ya estemos listos para sacrificar esa preeminencia, demasiado arrogante, otorgada al Sujeto. Sin embargo, ¿estamos por ello dispuestos a abandonar la
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concepción del habla –concepción “lógica”– sobre la cual aquel se ha encaramado? Porque, ¿qué esperamos en efecto de la palabra para que no sea sino un vano ruido, flatus vocis, para que sea válida? El pensamiento europeo, por su parte, no ha roto con esa “evidencia”: para que hablar sea válido, es preciso que tengamos “algo” que decir, i. e. un “sentido” que expresar. Hace falta a la vez que la palabra sea coherente con su objeto y que tenga una significación como meta. Vale decir, hace falta que la “palabra” se organice como “discurso” y que se justifique como “razón”: logos, tal como lo despliegan los griegos, tiene todos esos sentidos juntos. Pero es exactamente lo que trastorna de entrada esa prescripción hecha a quien desea entrar en análisis, aquello de lo que debe apartarse, a lo que debe renunciar. Para entrar en análisis hace falta –es lo único que hace falta, dice Freud– que salgamos de la obligación de coherencia: “hable, aunque eso no tenga nada que ver”; así como de la necesaria expresión de un sentido: “dígalo, dígalo aunque sea absurdo”. Salir de ese régimen de pertinencia tradicionalmente –atávicamente– asignado en Occidente al habla es como querer levantar de pronto con las manos la piedra pesada sobre la cual se caminaba –y que se descubre que es la losa de una tumba. ¿Sobre qué piedra sepulcral –y qué gran sacrificio– se ha erigido pues nuestra organización de la palabra en Occidente y contra la cual el psicoanálisis, inesperadamente, nos llevó a chocar? Aristóteles no es tanto el fundador en ese aspecto en la medida en que establece, siguiendo a Parménides y a Platón, el principio de no contradicción (que no se pueda decir de algo a la vez lo mismo y su contrario), sino en tanto
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que supone de entrada ese “algo” como objeto de la palabra y que éste sea susceptible de identidad. En la medida en que plantea y sella para nosotros esa ecuación capital, ya sin dejarnos sospechar la toma de partido disimulada o el crimen oculto que subyacen (en Metafísica, gamma): que “hablar” es “decir”; que decir es “decir algo”; y que decir algo es “significar” algo (legein es legein ti, semainein ti). Así, lo que Aristóteles pone como primera piedra para la fundación de la razón europea, sin dejar que aparezca lo que cubre, es que nuestra habla no está justificada sino cuando se da “algo” de lo cual “habla”, vale decir, un objeto (ti), por más indefinido que sea. Por eso “hablar” es necesariamente “decir” (“algo”) –de otro modo la palabra es “vana”: si no se refiere a “nada”, no dice “nada” (ouden), no es “nada” en sí misma. Además, al despojar el “significar” de su polisemia precedente, que lo ponía directamente en contacto con las cosas (donde semainein podía querer decir en griego tanto expresar una orden como dar la señal o indicar), Aristóteles lo convierte en la nueva herramienta mediante la que el lenguaje se cierra sobre su función propia y según la cual en adelante sólo existen las palabras que “significan”. De tal modo, así como las palabras deben ser determinadas por su definición para no tener más que un solo sentido a la vez, el habla también tendría como vocación determinar la “esencia” (o “presencia”: ousia), especificándola por su diferencia; y ligaría así indefectiblemente el lenguaje al Ser. Tal es verdaderamente el pacto “onto-lógico”, del cual el principio de no contradicción sólo es la consecuencia, que no podemos demostrar como tal para fundamentarlo, sin caer en una
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petición de principio, pero con el cual podemos probar que aquel que pretenda refutarlo lo pone a su vez en práctica, desde el momento en que se expresa, y se ve sometido a él. Desde el momento en que dice, no nada, sino “algo”, el rebelde ya lo supone de hecho. Como lo dice tan elegantemente Aristóteles: “al suprimir el logos, lo sigue sosteniendo”. Ahora bien, ¿acaso el pensamiento occidental ha salido después explícitamente de ese protocolo de la palabra, en el cual tan perspicazmente se abstenía de entrar Heráclito? Cuanto menos es lo que preparó triunfalmente el suelo de la ciencia que se basa en la determinación. O bien, a quien pretenda desembarazarse de ello se le responde enfáticamente (y esta filiación tiene los rasgos de un verdadero atavismo: de Aristóteles a Apel o a Habermas), que se reduce a no ser más que una “planta”, una legumbre, dice Aristóteles: al derogar ese uso incondicional de la palabra, se excluye él mismo de la humanidad.
II – Justamente, el pensamiento chino nos permite al fin ponernos a distancia de ese pacto onto-lógico de la palabra que la vincula con su “cosa” (que decir) y sobre el cual se ha fundado la razón europea. El pensamiento chino nos aleja para considerarlo. No porque se rebele contra él, como lo haría un escéptico, sino porque no se somete a él. El pensamiento chino, sobre todo en su vertiente taoísta (Zhuangzi), no preconiza decir “algo”, sino decir a gusto –el “algo” se escapa. “Hablar” ya no requiere necesariamente que se le asigne un objeto. “La palabra no es más que un soplo”, comienza reconociendo
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perfectamente Zhuangzi. “[En] la palabra, está la palabra (yan zhi you yan), pero de lo que se habla no está determinado” (cap. 2, Guo, p. 63). A. C. Graham, que sin embargo es el mejor traductor en lengua occidental de Zhuangzi, en lugar de lo que parece rozar la tautología, y por ende el sinsentido (“palabra hay palabra”, traduce por el sentido (aristotélico) que resulta esperable: “hablar es decir algo”, saying says something. Pero precisamente no hay “algo” en chino –ti o something– que se imponga como objeto del decir, y en ello el pensamiento chino nos libera de entrada de la obligación atávica de la significación por determinación de Aristóteles. La palabra taoísta refiere, pero sin referir; no dice (intencionalmente, apuntando a un objeto), sino que deja pasar. No se “dice” el tao, sino que todo hace alusión a él y lo evoca de manera persistente. Zhuangzi lo precisa de modo ejemplar (cap. 2, Guo, p. 97): Allí donde no hay referencia, hay referencia; allí donde hay referencia, no hay referencia.
Es lo que Laozi llama: “hablar sin hablar” (yan wu yan). Porque hablar (en cuanto a lo primordial: el “camino”) no puede hacerse de un modo denotativo y determinativo, ni siquiera significativo. Al mismo tiempo que no se [lo] puede decir en particular, se [lo] da a entender indefinidamente, y esa es la manera de no traicionarlo. Pretender apoderarse de ello de manera aislada, “sostenida”, es dejar[lo] escapar: no hay lugar definido donde observar[lo], pero todo lo que se dice,
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se diga lo que se diga, se deja atravesar por ello. Por eso la palabra que expresa ese objeto no-objeto sólo dice “apenas” (xi yan, Laozi, 25), solamente puede poner en el camino, indicialmente, y por lo tanto también es “insulsa” (comentario de Wang Bi, Laozi, 35). Dentro de la tipología de las palabras que instituye (en el cap. 27, “Yu yan”, que puede servir de introducción a su obra), Zhuangzi le da importancia a esa palabra disponible que no procura decir, pero que no deja de hacer pasar. Al lado de las palabras “situadas” o traspuestas, que son las palabras figuradas enunciadas por mediación de otro y que no pueden ser sospechadas de parcialidad porque están mediadas y se despegan del sujeto; también hay palabras “de peso” (zhong yan), que son las palabras de autoridad pronunciadas por los antiguos, pero sobre las cuales tenemos derecho a preguntarnos si no estarán perimidas; las palabras “a gusto” (zhi yan) se asemejan al jarrón antiguo que se inclina cuando está lleno y se yergue cuando está vacío: palabras que se renuevan día a día, sin fijeza, pero que son las únicas en condiciones de evocar, sin dejar de fluir y de verterse, por derramamiento. Son a la vez “libres de toda intención” y no están “atadas a ninguna posición”; al provenir de donde provienen, sin nada que las fije o las retenga, ya que no se dejan regir por el punto de vista “alcanzado” por su autor que sería obstinado de cualquier manera, ni tampoco por el orden agregado de la lengua y de la lógica, son también las mejor dispuestas, por su misma evasividad, dice Zhuangzi, para ir “hasta el fondo” en cada caso del “lote” de aquello que “proviene así de uno mismo” en su incesante proceso (jin qi ziran zhi fen). Vale decir, sólo ellas pueden
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conjugar a la vez la inmanencia en cada uno de sus surgimientos y su inagotabilidad. Tales palabras son constantemente alusivas porque, al no apuntar a nada, no encadenan ni imponen nada –esa “nada” en la que para Aristóteles la palabra fatalmente se deshace, y que ellas no dejan de recoger y de captar en su propia cavidad. En la poesía china, un buen poema no dice una palabra del sentimiento experimentado, sino que todo hace que se transparente. Todo es alusivo, evocando de soslayo aquello que, dicho en particular, se vería enseguida circunscripto y seco. No se “dice” la melancolía de la mujer abandonada (o del funcionario exiliado), sino que ante su puerta ha crecido el pasto (ya nadie la viene a ver); o que su cinturón le queda flojo (ella no tiene ánimos para alimentarse). O bien, en la pintura china, cuando se encargaba pintar un templo, el pincel del letrado se abstenía de trazar su arquitectura, sus muros y sus campanarios, porque sería pintarlo como un objeto y limitar de entrada la dimensión espiritual (shen), de vuelo y no inmóvil, que aquel encarna. Pero resulta que el artista esboza, como de costumbre, “montañas” y “ríos” –las tensiones que animan el paisaje– y apenas destacándose en el camino que zigzaguea por el flanco de la ladera o entre las sombras de un valle boscoso, la discreta figura de un monje que corta leña o lleva agua: indicio de que hay un templo cerca, que sería vano pretender pintar y delimitar –pretender apropiárselo. Pero esa silueta entrevista lo refiere indefinidamente, hasta en su labor más cotidiana, que se refiere a ello sin referir, sin fijar[lo] en “una cosa” –significativa y determinada– que así perdería su verdadero alcance.
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III – Para entender el alcance de lo alusivo, hay que comprender el término que expresa su carácter compuesto en latín: ad-ludere, que en sentido propio es ir a “jugar” alrededor, “cerca”. Como los delfines que se acercan y juegan junto al barco, accedunt atque adludunt; o como el mar, según dice tan poéticamente Cicerón, que usualmente es poco poético, que se acerca a jugar a la orilla, litoribus adludit. “Hacer alusión” conserva así la idea de algo que, aunque provenga de lejos, llega a evolucionar tanto más libremente en la cercanía. La alusión consiste en que lo que se dice, precisamente porque está alejado de lo que se quiere decir, hace experimentar más íntimamente lo mentado, ofreciéndolo para que sea descubierto. Parte de una distancia (lo que es “dicho”) para acceder mejor, mediante su superación, a lo que está en lo no-dicho. Y como tal la alusión es diferente a la alegoría, concepto griego. Esta significa “otra” cosa distinta de la que expresa verbalmente, aliud verbis, aliud sensu ostendit, dice Quintiliano resumiéndolo para el orador romano; dice una cosa, pero quiere dar a entender otra analógicamente, proyectada en otro plano, ideal y no concreto. De tal modo, ya los griegos empezaron a alegorizar a Homero cuando juzgaron que su relato era inaceptable moralmente: los combates que emprenden físicamente los dioses ya no resultan escandalosos desde el momento en que representan el combate entre las disposiciones del alma o los elementos naturales. La alusión, por su parte, no supone una ruptura de plano, como entre sentido propio y sentido figurado, ni tampoco una relación de imagen, sino que va de lo explícito a lo implícito, ofreciendo un camino que
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se debe hacer para “aproximarse” a lo que efectivamente está en “juego”. Dado que tensan la palabra en sus dos dimensiones, la de lo figurado o la de lo implícito, lo alusivo y lo alegórico son en verdad las dos modalidades privilegiadas de lo indirecto. Configuran una alternativa, sin perjuicio de que también contemos con “alegorías alusivas”, o sea donde lo alegórico se pone al servicio de lo alusivo e ingresa en su juego. Se podrá por lo tanto sacar un provecho general de esa fractura para ver cómo se hiende subrepticiamente la palabra; para ello, debemos volver a abrir nuestros viejos tratados de retórica que hacen visible dicha oposición por medio de su clasificación, aun cuando no la profundizan. Figuras de ficción o de reflexión: según la definición que allí se da, la alegoría, que encabeza las figuras de “ficción”, presenta un pensamiento bajo la imagen de otro pensamiento apropiado para volverlo más “sensible” e “impactante”; mientras que la alusión, que forma parte de las figuras de “reflexión”, apela al pensamiento enunciado, como lo dice elegantemente Fontanier, para que llegue a “reflejarse” en aquel que no lo es y suscitar su idea. Frente a lo cual, entonces, la gran oposición dramáticamente profundizada por el romanticismo entre la alegoría y el símbolo ya sólo parecerá una subdivisión del primer caso. Símbolo y alegoría hacen pasar igualmente de un plano a otro: del plano que imagina al imaginado o bien, dicho de otro modo, de lo concreto a lo abstracto o de lo particular a lo general. Ciertamente, en la alegoría la faz significante enseguida es atravesada con miras a lo significado, mientras que en el símbolo conserva su valor propio y su opacidad. Mientras la alegoría, totalmente
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transitiva y funcional, se disuelve sin resto en su significación, el símbolo no significa sino secundariamente o, como dicen los románticos, “es” al mismo tiempo que significa y señala hacia algo indecible. Lo cierto es que, tanto en un caso como en el otro, lo indirecto se basa en una relación de semejanza (que en el caso del símbolo bien puede llegar hasta la participación). Lo alusivo, en cambio, según discernimos por contraste, implica una relación de referencia, o más bien una referencia abierta –referencia sin referir– donde lo referido debe buscarse. Lo alegórico tiene doble sentido y requiere ser interpretado; lo alusivo está a distancia y pide ser captado: el alejamiento que efectúa es un llamado a la identificación más de cerca –se evalúa por su fuerza de remisión. Lo que separa a ambos, en definitiva, es que lo alegórico (al igual que lo simbólico) implica un desdoblamiento entre imaginante/imaginado (la materia y la idea), entre la benéfica claridad que difunde el sol en lo alto de lo sensible y la que difunde la idea del Bien, “más allá de la esencia”, desde la cúspide de lo inteligible. Lo alegórico es por consiguiente la figura privilegiada de la metafísica, que siguiendo el gesto platónico ha dividido lo existente en dos y ha concebido una parte (lo concreto) como la imagen degradada de la otra, eidôlon, hacia el “Ser” al cual nuestro espíritu debe remontarse. Ahora bien, así como depende de una relación de referencia y no de semejanza, y da a entender ya no lo “otro” (de otro orden) sino lo no-dicho, lo alusivo depende de una lógica del desvío y no del desdoblamiento (con ello “no presentamos el pensamiento sino con un determinado rodeo”, dice justamente Fontanier). No hay allí un “velo” (de lo
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sensible) por atravesar (para captar la idea), como en lo alegórico; sino que una inmediatez (del decir) debe rodearse para buscar más allá la referencia, dándose así para ser transitada. Será conveniente entonces, para otorgarle su pleno valor a lo alusivo, exceder la figura o el “tropo” (que están demasiado limitados escolarmente –sectorialmente– a lo histórico, a lo moral, a lo mitológico) y elevar su tensión, tensando la palabra, por la cual mediante el desvío da acceso. El romanticismo alemán comenzó furtivamente a hacerlo, frente al dominio del símbolo, abriendo el Anspielung de modo que dijera (que hiciera leer), liberándolo de todo objeto, la referencia al Infinito. Friedrich Schlegel: “Toda obra de arte es una alusión al infinito”; o mejor aún, para ponerle freno a la tentación de ruptura metafísica que arroja lo absoluto en un más allá: “El brillo de lo finito y la alusión a lo infinito se derraman uno en el otro” (der Schein des Endlichen und die Anspielung aufs Unendliche fliessen ineinander). De igual modo en China se dice que toda palabra –la menor palabra– puede ser alusiva del tao. A la manera de los gestos más familiares, cortar leña y llevar agua, cualquier enunciado que venga a la mente, por más tosco, lapidario, incongruente o insensato que parezca, remite al camino (el chan –zen en japonés– hizo con ello incluso su pedagogía del “despertar”). Al señalar desde lejos, de modo anecdótico, fortuito, insólito y hasta absurdo, lo alusivo remite a ello incluso de manera mucho más pertinente, constante, en la medida en que es puramente incidental, sin afectación y sin abstracción. He llamado valor alusivo, o alusividad, a ese recurso de la palabra. Se advierte que China ha desarrollado
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poco lo alegórico, porque ha trabajado poco el desdoblamiento del mundo, no ha profundizado la ruptura entre el Ser y el fenómeno; y lo simbólico, antes que desplegarse como figura exploratoria de lo inefable, vira fácilmente hacia el cliché, cuyos valores están codificados. Ha explotado en cambio, muy conscientemente, esa capacidad alusiva que expresa discretamente. Leemos allí que el pincel debe sostenerse “de costado” (ce bi). No se describe el sol, como en Platón, para evocar en otro plano, aunque semejante, la trascendencia de la Idea (porque en Platón hay a la vez, entre lo sensible y lo inteligible, “separación” y “parentesco”, chorismos y suggeneia). Sino que, tal como dice la expresión china que vale igualmente para la palabra y para la pintura, se pintan “las nubes [para] evocar la luna” (hong yun tuo yue). Las nubes y la luna pertenecen al mismo paisaje, al mismo orden de realidad, y no están en situación de desdoblamiento entre sí. Pero las nubes (que se pintan) invaden la luna para dejarla transparentar: no son pintadas por ellas mismas, sino para hacer que ésta última emerja al lado. No se puede pintar la “luna”, declaran los letrados (cf. Jin Shengtan). Pero cuando las nubes están tan sutilmente ejecutadas, bajo la humectación del pincel, que han evitado a la vez un exceso de pesadez o de ligereza, que no les queda la menor huella de opacidad, entonces vemos aparecer la luna en las cercanías, jugando con ellas e imponiéndose en ese halo a nuestra atención; e incluso, desde todos lados, ya no se ve más que ella.
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IV – Lo que admiro especialmente en Freud es su manera de ir a buscar con gesto seguro, apuntando directamente al objetivo y sin coartarse, toda una parte de saber que no posee, pero del cual ya intuye qué ilustración pertinente le puede aportar a lo que se propone esclarecer. Sucede ejemplarmente así cuando recurre al caso de la lengua china para mostrar cómo su indeterminación estructural, por su escasez de fonemas y su falta de gramática, no la conduce por ello, desde el momento en que se puede apoyar en la remisión identificatoria del contexto, a la plurivocidad.9 Freud advierte, a partir de la poca información que tiene, pero que es en general exacta, hasta qué punto la lengua china resulta conducida a la expresión alusiva; y se sirve de ello como base para dar cuenta de la alusividad inherente a la lengua del sueño. Además, si hay un país donde la censura política obligó a la expresión alusiva, es precisamente China –¿quién no lo sabe? Ya que antes de elevar lo alusivo al rango de arte, los letrados (funcionarios) chinos debieron someterse, frente al suspicaz autoritarismo del poder, a esa necesidad, pues al no poder expresar directamente sus críticas acerca del Príncipe, se ven forzados a formularlas mediante un rodeo menos comprometedor. Aprendieron el arte de transigir entre lo dicho y lo no-dicho, lo “lleno” y lo “vacío”, lo implícito y lo explícito: en ellos lo alusivo es en primer lugar una prudencia estratégica. Como se indica en el primer texto de reflexión poética de China (el “Gran Prefacio” del Clásico 9
Conferencias de introducción al psicoanálisis, II, 15, “Incertidumbres y críticas” [ed. en esp. Obras completas, vol. XV, Amorrortu, Buenos Aires].
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de poesía,10 de hace dos mil años): gracias a la formulación desviada, es posible decir lo suficiente para hacerse entender, pero no tanto como para arriesgar la cabeza. Pasemos ahora al contexto freudiano: la resistencia a la satisfacción de la pulsión surgida de la censura psíquica actúa de tal modo que aquello que se le viene a la mente al analizante nunca es lo reprimido en sí mismo, sino solamente algo que se le aproxima, dice Freud, “a la manera de una alusión”, nacht Art einer Anspielung. Desde el momento en que un deseo no puede expresarse directamente, ya no puede hacerlo en efecto, en el estadio indicial del síntoma, sino de manera desviada. Al no poder ser resuelto un conflicto de ambivalencia en la misma persona, el deseo lo hará así objeto de una desviación –Umgang– hacia un objeto sustitutivo (del padre al caballo, en el pequeño Hans). Todo el lenguaje del síntoma por lo tanto, de la manera en que nos lo describe Freud, es una manera prudente y estratégica de apartarse del objeto del deseo censurado para luego no dejar de seguir rondándolo y “jugar” alrededor, en su proximidad: ad-lusio. Y tanto más libremente, escapando del control, en la medida en que dicho síntoma primero ha sido apartado ostensiblemente; es decir que se ha puesto a resguardo de tal vigilancia por ese mismo alejamiento. Por eso también, de manera análoga a lo que vemos en el chan (zen) en relación con el tao, cuanto más se libera la palabra del analizante de la coerción racionalizadora, y expresa todo lo que “se le pasa por la cabeza”, entregándose así, como se ha dicho, a lo anecdótico, a lo fortuito, gratuito, y aun a lo insensato, “habla”, 10
Shijing, también llamado Libro de las odas [T.].
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por consiguiente, pero sobre todo no procura “decir”, tanto más se vuelve disponible para dejar pasar (oír) lo reprimido a lo que rodea; y es cuando mejor deja notar aquello a lo que (pero que se ha vuelto formación inconsciente y ya no es observable como un “aquello”) hace constantemente, y aun ineluctablemente, “alusión”. Es cierto que si la represión fuera perfecta, ya no quedaría lugar para la alusión: sólo llegaría a “traicionar” (verraten) lo reprimido. ¿Pero acaso la represión puede ser perfecta, hacer que no exista el deseo censurado? Por eso es que todo el lenguaje elaborado por el síntoma en cuanto sustituto y producto de la represión que opera por deformación –a la vez por “sustitución”, “desplazamiento” y “disimulación”, según los tres términos freudianos alineados en la serie (Versetzung – Verschiebung – Verkleidung)– es un arte elocuente de lo alusivo frente a la moción que, aunque rechazada, no deja de reclamar su satisfacción. Lo alusivo no sería pues una figura entre otras en el análisis: la alusividad es el modo general de su enunciado. Aun el efecto de desprecisión que ese lenguaje produce para intentar sumir el objeto de lo reprimido en la generalidad vaga, remitirá de manera tanto más pertinente, e insistente, a aquel (según la fuerte fórmula de Freud: el ejemplo es entonces “la cosa misma”, die Sache selbst). Todo el trabajo de la cura consistirá pues en traspasar la alusión de aquello que, habiéndose puesto cuidadosamente a cubierto por la distancia, puede permitirse por eso mismo llegar a aparecer jovialmente, disfrazado, por lo tanto emancipado, como habla anodina, en los parajes de lo que produce la obstrucción, y así se puede advertir. En cambio, cuanto más se aferra el analizante a la lógica
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(o se ata a sus resistencias, que para el caso es lo mismo), tanto más tendrá que recorrer por ende, durante la cura, al partir de tan lejos, para dejar que se transparente finalmente el objeto de la referencia y acercarse a él. Lo que sucede en particular, señala Freud, con el neurótico obsesivo que, rígido en su pose de combate, entre el ello y el superyó, experimenta mucha mayor dificultad para respetar la regla psicoanalítica fundamental: o sea dejar pasar, volviéndose disponible a ello, todo el material alusivo que se le ocurra. Por el contrario, su defensa consiste en bloquear todo sistema alusivo y se dedica a mantener los aislamientos tajantes: en él, el tabú de “tocar”, dice Freud, en primer lugar un tabú erótico, se ejerce con respecto a todo aquello que podría poner en contacto asociativo y hacer alusión a…11 Tomando esto en cuenta, advirtiendo esa modalidad general de la alusividad en la palabra del analizante, podremos preguntarnos si la otra dimensión de la palabra, que actúa por ficción antes que por reflexión, la alegorización o la simbolización, no se encuentra sometida a ella. Porque si la satisfacción sustitutiva se produce tan a menudo bajo un disfraz simbólico, in symbolischer Verkleidung, semejante camuflaje mediante una imagen es a su vez parte interesada en la estrategia alusiva que sólo remite indirectamente al objeto de la represión. ¿Y no es acaso también lo que aclara con tanta precisión, de nuevo, a su manera, la poesía china? Al menos así lo describen los primeros prologuistas del Clásico de poesía, con el advenimiento del Imperio, al verse 11
A propósito de un caso de neurosis obsesiva (El hombre de las ratas), I, b [ed. en esp., Obras completas, vol. X, Amorrortu, Buenos Aires].
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forzados a tomar en consideración la censura estatal que se instaura. La imagen en el seno del poema (siempre leído como destinado al Príncipe) no es concebida para ser explotada por sí misma (a lo que se abocaría precisamente una lectura simbólica), sino como medida de prudencia que apunta a tamizar el sentido para hacerlo tolerable: dejando entrever hábilmente un mensaje amortiguado, sin arriesgarse a entrar en conflicto ni a ofender. Como lo señala Freud a propósito del sueño, cuando más riguroso es el régimen de censura, más lejos llega la disimulación y más “espirituales” y elaborados son los medios que a pesar de todo conducen al lector a la huella de la referencia que se debe rastrear. Puesto que la alusividad no es sólo el modo de expresión generalizado del síntoma, es asimismo el lenguaje del sueño y de su “trabajo”. Ya el sueño, al no contentarse con restituir el estímulo sino también elaborándolo, hace alusión a éste último. Sobre todo, Freud no deja de reiterar que los rasgos representados en el sueño son otras tantas remisiones a su contenido latente como aspiración a la satisfacción que se disimula en ellos. Incluso su producción simbólica (“el ramo de flores”) es una alusión al deseo oculto (la inocencia sexual); “o el camisón ha sido identificado como alusión al padre de la soñadora”… “Es la ira reprimida contra su padre lo que compuso todas esas imágenes en alusiones fáciles de comprender”, etc. La Traumdeutung no deja de volver a ello: cuanto más anodino, más dicho sin pensar parece el rasgo relatado, más deja traslucir y más transmite como alusión. De tal modo, cuando el narrador del sueño, refiere Freud, protege rápidamente bajo la presión de la resistencia las zonas débiles de la disimulación del
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sueño, reemplazando una expresión reveladora por otra distante, “al hacerlo, me vuelve más atento a la expresión que ha dejado de lado”: él mismo me la muestra como cargada de alusividad. A tal punto que me pregunto, en este estadio, si a veces no le ocurre a Freud lo que tan a menudo les ocurrió a los comentaristas de la poesía china. Éstos están tan dispuestos a percibir alusiones por todas partes (alusiones hostiles con respecto al poder y que es preciso denunciar) que aun el rasgo más neutro, puramente fáctico y denotativo, es sospechado de ser una referencia velada, y aun mucho más insidiosa en la medida en que se presenta ingenuamente. El comentador, que se ha vuelto suspicaz, está siempre tras las huellas de una posible alusión e incluso tanto más retorcida –desviada– en la medida en que menos se muestra. Ese tipo de comentario en China es el que consagró desde la Antigüedad la Crónica de las primaveras y los otoños (Chunquiu bifa); y todavía se lo ha visto funcionar en la época del maoísmo. Porque una vez que uno se ha dejado llevar por esa pendiente alusiva, ¿habría un modo de detenerse? La generalidad de la tesis (de la sospecha) planteada al comienzo (el poder criticado o lo sexual reprimido, etc.), en efecto, siempre tendrá razón. Ya no hay inocencia posible: ya “todo” no es más “alegoría”, según la fórmula consagrada, como si paseáramos en el denso bosque de las imágenes, sino trampa por alusión. Porque como vemos tan frecuentemente en la tradición china (incluso el pobre Li He no escapó a ello, aun cuando su poesía es sin embargo de vocación simbólica antes que de referencia política) y como tal vez se constate igualmente en Freud (a propósito del sueño como satisfacción del deseo o del
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complejo de castración), la interpretación ya no encontrará nada que pueda contradecirla, puesto que de entrada todo podrá siempre ser denunciado como disimulación y coartada, y de manera tanto más pertinente en la medida en que los objetos considerados sean más alejados. Lo simbólico abre, pero en este caso lo alusivo vuelve a cerrar. En lugar de ofrecer una remisión infinita, al Infinito, lo alusivo de antemano está bloqueado; y la interpretación, al indicar siempre obsesivamente el mismo significado último, correrá el riesgo de desembocar no tanto en lo sistemático, que es una fuerza del pensamiento, como en la reproducción mecánica. Comprobamos entonces que la alusividad es una pendiente peligrosa, sin freno de seguridad. El mismo Freud, ¿le prestó suficiente atención?
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I – Comencemos por recapitular para extraer las consecuencias: ¿qué alteración se ha producido en este caso? Si es conveniente conservar la mente disponible, abierta a todas las posibilidades, sin proyectar nada a priori, es decir, estar listo para captar el menor indicio, por poco pertinente que parezca a primera vista; y asimismo, si todo en la palabra del analizante puede ser alusivo, “hablando” pero sin decirlo, o refiriéndose a algo sin referirlo, de manera desviada, de aquí en más está claro que será imposible, por parte del analista, proceder según un plan preconcebido y basarse en principios. Éstos serían fatalmente selectivos por el hecho de ser prescriptivos. No podrán más que obstaculizar de antemano aquella detección. La cuestión es que el modo en que eso se capta (para iniciar el análisis y luego para desbloquear sus impasses) no tolera presuposiciones ni tampoco una modelización. No es concebible un método en este ámbito. Pero, ¿qué implica estar privado, como se lo está entonces, de la caución del “método”? ¿En qué desamparo –desarreglo– nos sume, que hace que se derrumben siglos de elaboración tanto de la “acción” como del “conocimiento”? Sin la claridad que
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proyecta de antemano el famoso “método”, ¿no tantearemos a ciegas? ¿O en qué basarse que no comience contando con ello? Freud, como se ha leído, se repliega en la experiencia adquirida y sus decepciones instructivas. Sería forzoso remitirse a lo que proviene del “oficio”, adquirido con el correr de los años, pero que seguirá ligado a “mi individualidad”; lo que sigue siendo difícilmente compartible, y en todo caso nunca es completamente trasladable, queda prudentemente delimitado en su empirismo y no se deja codificar. A falta de una regla planteada de antemano, uno aprende a “desenvolverse” (el término, que ronda lo familiar, antitético del método): término anticonceptual por excelencia y tan difícil de exponer, en lo que admite de renunciamiento, en la medida en que es grosero. Puesto que “desenvolvimiento” se entiende aquí en sus dos sentidos. Se trata de desenredar los hilos de esa pelota excesivamente embrollada que en cada oportunidad es el caso que se debe tratar; pero también salir del paso o “arreglárselas” como se pueda, sin contar demasiado con nada –en todo caso, ¿sabemos decirlo? Nuestro pensamiento se ve despojado, en efecto, cuando se trata de concebir un recorrido que sea riguroso, pero no metódico; un recorrido que no deje de tener coherencia, que no esté librado a la suerte, pero que no dependa por ello de prescripciones a priori. Aquello que no podemos controlar por causas y principios, usualmente lo remitimos al azar; en lo concerniente a lo que no podemos someter a techné, resolvemos que no tendríamos otra salida que remitirnos a tyché. ¿O bien qué juego –margen de maniobra– nos quedaría entre ambas?
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A nuestro pensamiento le cuesta pensar cómo obrar de manera concertada pero que no esté proyectada; o cómo hacer pie en la situación e intervenir en ella, pero sin irrumpir en ella con arbitrariedad. Es a lo que fatalmente se hará refractaria toda situación dada. Frente a aquello que no podemos abordar frontalmente, mediante nuestro razonamiento, que rige de antemano, que proyecta y que implica, no tendremos pues otro recurso que relacionarnos de la única manera posible: una manera que llamaremos oblicua. No tendremos otro recurso que descubrir un sesgo, en el camino, bordeando y siguiendo sus contornos para insinuarse, para deslizarse allí, hacerse aceptar, de modo que esa intervención apenas lo sea y que sea tolerada sin suscitar resistencia ni reacción contraria. Pero sesgo nos hace caer de nuevo en un registro no intelectual, sino que deriva tradicionalmente del trabajo manual y que tememos que se hubiera destinado, si no al azar, al menos sí al tanteo y a la aproximación (como quien habla también de “olfato” o de “tener buena mano”, términos igualmente condenados al empirismo y a lo familiar). A menos que nuestro pensamiento del sesgo (de cómo obrar cuando no es algo prescriptible y el acceso no es directo), aplastado bajo nuestra “teoría del conocimiento”, no haya quedado también –como las anteriores nociones de la disponibilidad y de la alusividad– culturalmente subdesarrollado. Sesgo se opone así abiertamente a método. Frente al método dotado de un consabido prestigio por la ciencia y la filosofía, intentemos pensar entonces este modesto sesgo, abandonado usualmente, negligentemente, al artesanado (el “sesgo juvenil”), que ya no depende
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del saber, sino del saber hacer, y por ende está condenado a lo tácito, a lo implícito. En contra de lo que se capta frontalmente y por lo tanto de manera única (lo propio de lo metódico), el sesgo o, dicho más geométricamente, lo oblicuo subentiende una multiplicidad de aspectos, o de facetas, bajo los cuales se pueden considerar las cosas –lo que hace sospechar que no podemos descubrirlos sino a medida que se desarrollen y que no se dejarán disponer y delimitar de entrada. Ya no hay un posible sobrevuelo. En el sesgo no prima el plan sino la manera de abordar: el trayecto no es proyectivo sino procesual. Sobre todo un “sesgo” no es teórico, tampoco práctico, a decir verdad, ya que no funcionan uno sin el otro, sino que es inseparable de la cuestión, imposible de descomponer, de cómo actuar para operar sin que sea algo previsto ni improvisado, que no nos encuentre ni preparados ni desarmados. Se trata en verdad de encontrar un asidero, pero que ese asidero nos sea concedido. En lugar de marchar directo a la meta, como lo ordena racionalmente el método que subsume la diversidad de los casos bajo su generalidad, el sesgo parte en cambio de aquello que cada situación presenta como individual y singular para plantear la elección del punto de vista (el ángulo de abordaje) bajo (mediante) el cual nuestra intervención puede ser exitosa, por ser el más oportunamente adaptado. Lo que rige entonces es la disposición, que reclama la disponibilidad, no la iniciativa y el proyecto del sujeto. Se avanza así al sesgo porque el terreno no es plano (ni nuestra acción teledirigible), sino minado, en todo caso no controlado; porque es preciso desmontar una resistencia, rodear una dificultad.
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Pero al menos sabemos, en psicoanálisis, de qué resistencia se trata. Es la que proviene del analizante mismo, aferrado a su contenido reprimido y forzado al desvío para superar ese obstáculo tanto más difícil de sobrepasar en la medida en que procede del inconsciente. Freud no deja de decirnos que no se puede contar sólo con la inteligencia del paciente, ni tampoco con su buena voluntad, para realizar la modificación deseada “a la luz”. Más aún: “tales discusiones [con el paciente] nunca tienen la intención de suscitar convicción”.12 Pues mientras no hayamos encontrado el sesgo adecuado para intervenir y desmontar la resistencia, es decir, mientras no encontremos un asidero sobre lo reprimido que se nos escapa, todos los esclarecimientos de principio pueden ser escuchados dócilmente por el interesado, y aun aplaudidos por éste, pero no cambian nada. Juegan en una ronda libre y no “prenden”, no “tocan” ni son pertinentes. “No expongo esos argumentos –prosigue Freud también en nota al pie (aunque la nota justamente es importante aquí como indicación de un sesgo, del sesgo de un saber hacer)– sino para comprobar una vez más cuán impotentes resultan.” Tan vano como el método sería ese esfuerzo de convicción –ambos van a la par. No se tratará de instruir (ni tampoco de alegar, de persuadir), sino de destrabar aquello que no se sabe que está trabando y que se pone a resguardo de manera tanto más difícil de desenmascarar en la medida en que lo haría, al parecer, en una completa ingenuidad. El esfuerzo que se debe hacer no es por consiguiente metódico ni retórico, ni siquiera ético, sino en primer lugar estratégico. 12
A propósito de un caso de neurosis obsesiva, I, d [ed. en esp., Obras completas, vol. X, Amorrortu, Buenos Aires].
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Por lo que sesgo sería el término requerido cuando fallan a la vez el arte y el saber, techné y epistemé. ¿Pero cómo formar un concepto que nos saque finalmente de la connivencia y de lo familiar? Quiero decir: ¿podemos pensar el sesgo de manera que no sea sólo un último recurso, limitado a lo empírico, sino que sea algo coherente y concertado?
II – La “estrategia” frente al adversario (la resistencia del síntoma) deberá pues en primer lugar tomarse en sentido propio. ¿Pero cómo convertirla en un concepto? ¿Acudiendo a qué fuente o recurso? China por su parte, como sabemos, se ha mostrado particularmente hábil para pensar la estrategia. No tanto porque se hiciera continuamente la guerra en las postrimerías de la Antigüedad, en la época llamada de los “Reinos combatientes”, cuando florecen las Artes de la guerra (Sunzi, Sunbin, siglos V-III antes de nuestra era), ya que la guerra, como también sabemos, está en todas partes; sino porque China desarrolló un pensamiento de la polaridad, es decir, de opuestos complementarios en interacción (los famosos yin y yang), que responde a la esencia misma de la guerra y define su condición. La guerra es un fenómeno que “vive y reacciona”, como por nuestro lado –aunque muy tardíamente– lo reconoció Clausewitz, viendo en ello precisamente un obstáculo capital para la teoría; o sea donde los adversarios son interdependientes uno del otro, no pueden concebirse uno sin el otro, por lo que se explica también que el pensamiento clásico europeo, que piensa a partir de un sujeto autónomo, haya tenido tantas dificultades para
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concebir la estrategia excepto recurriendo una vez más, aunque esta vez para constatar su fracaso, a la modelización (el “plan de guerra”). Y también en Clausewitz, entre la “guerra modelo”, absoluta, preparada en el gabinete y metódicamente concebida, y la “guerra real”, se da una pérdida de eficacia una vez iniciadas las operaciones. ¿Y qué leemos en Sunzi que sirve de concepto básico para la estrategia pero no depende de la modelización? Que “el encuentro se realiza de frente”, pero que “la victoria se obtiene de soslayo”. “De frente” (zheng): cara a cara, al descubierto, de manera esperada y dando lugar al enfrentamiento; “de soslayo” (qi): de manera oblicua, imprevista, allí donde no se espera, a tal punto que progresivamente el adversario queda desconcertado. Ahora bien, es siempre por un “exceso de sesgo” (yu qi), concluye Sunzi, es decir porque finalmente actúo más al sesgo que el otro, que puedo prevalecer sobre él. La esencia de la estrategia no consistirá pues en alinear un máximo de fuerzas, en el papel, ni tampoco en contar con el coraje de las tropas o en apelar a la genialidad del general, sino en rodear y desmontar –“de soslayo” (qi)– la resistencia enemiga hasta el punto de hacerla ceder. Triunfo sin mayor dificultad simplemente porque su defensa ha caído. De modo que la estrategia china desconfía de todo plan establecido de antemano, donde se estancaría su operatividad y le haría perder su capacidad de reacción. Comienza en cambio por armar un diagrama potencial de la situación que haga visibles los “llenos” y los “vacíos” del adversario, porque será frente a ellos que habrá que definirse. O más bien sería por saber permanecer abierto a su renovación que se podrá evitar
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caer en una determinación reificante que conduciría a la inercia. “De frente” / “de soslayo” se profundizan en efecto como las dos fases, o los dos estadios, de un mismo proceso (en Sunbin). De frente: cada uno toma posición frente al otro y puede ser observado por él; de soslayo: llevo al otro a tomar posición en el terreno y puedo controlarlo, mientras que yo, por mi parte, permanezco a resguardo de toda configuración actualizada –gracias a mi reactividad– y por esa virtualidad me mantengo alerta; ante lo cual el otro, inerte, está indefenso porque no puede contraatacar. El adversario resulta despojado, reducido a la pasividad, por el solo hecho de que no sabe a qué atenerse ni de qué precaverse. Lejos pues de ser un medio entre otros, semejante efecto “sorpresa” es de manera crucial aquello que desconcierta (al desmontar, desarmar, desorientar) y hace surgir la debilidad enemiga, permitiendo finalmente tener el control sobre lo que hasta entonces estaba a cubierto y protegido. La intervención de soslayo es la que desmonta, pone al descubierto y capta lo que escapa a la captación, y con ello quiebra el sistema de defensa del adversario. A partir de lo cual todo lo demás no es sino explotación del desamparo producido y sólo vale a título de consecuencia. ¿Y acaso no sucede algo similar en análisis, estratégicamente hablando, frente a la resistencia del paciente? Porque lo que nos interesa es que esa estrategia de soslayo, que opera de manera oblicua, se vuelve a encontrar en China en el uso de la palabra. Cuando ve que el otro se aferra a su posición y se complace en sus razones, el Maestro considera inútil tratar de persuadirlo, pretender argumentar: un alegato cara a cara es tan
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vano como laborioso. Más vale comenzar dejando que el otro vaya por su camino actuando de manera que la enseñanza, que el Maestro habría suministrado con pérdidas en el marco de una refutación inmediata y frontal, corra el albur de alcanzar a su discípulo como resultado de una más amplia maduración, cuando éste haya encontrado la falla en su posición que le permita finalmente entenderla (cf. Analectas, XVII, 21). “Cuando uno puede conversar con alguien y no lo hace, se dilapida la persona; pero cuando uno no puede conversar con alguien y sin embargo lo hace, está dilapidando su palabra” (ibid., XV, 7). Es por ello que la palabra de Confucio no interviene sino puntual y mínimamente, evitando la frontalidad: cuando uno se ha dado cuenta que la mente del otro es receptiva, basta entonces con dejar salir una palabra, de soslayo, es decir, acerca de cualquier cosa que se presente, antes que dar ostensible y deliberadamente una lección, para que el otro, intrigado, desconcertado, desamparado, al fin ceda (en sus prejuicios) y “realice” (lo que corresponde al “camino”). Bastan entonces pocas palabras. El Maestro, a decir verdad, no “enseña”. Antes que prodigar su palabra (que los demás luego van a “propagar” inútilmente), se contenta con dar un coscorrón; en resumen, con producir una sacudida para ayudar o más bien para incitar al otro a que salga de la posición en la cual se ha estancado. Pero ese golpe de mano asestado es también un golpe de fuerza: se trata de hacer caer su resistencia al despertar (a la sabiduría). Por eso Confucio tiene precisamente en cuenta el “terreno”: adonde ha llegado su interlocutor en su camino (a tal punto que puede decirle una cosa a uno y lo contrario al otro, e incluso
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a la misma persona otro día). Allí la palabra es efectivamente estratégica: el valor de la declaración está en el desmantelamiento y en la liberación que efectúa (cf. ibid, IX, 10), interviniendo oportunamente, in situ; por consiguiente en su fuerza de impacto y no en su enunciado. Desde el punto de vista del enunciado, por otra parte, reconozcamos que las Analectas de Confucio casi no son más que simplezas, sólo valen por esa estrategia oblicua que sacude al interlocutor, tal como nos enseñan a leerla los comentaristas y de lo cual serían herederos los maestros del chan (zen) que sistematizan el procedimiento. Al Maestro le corresponde limitarse a poner en camino, indicándole al otro que prosiga y complete: “Levanto una punta; si el otro no encuentra a su vez las otras tres, no sigo.” Lo propio de la palabra del Maestro es caer en el momento justo y calar hondo; su función, absteniéndose de explayarse, es “incitar” (xing, que es también una de las palabras clave de la reflexión china sobre la poesía). Debe desencadenar en el interlocutor una transformación que no puede efectuarse sino en él y por él mismo: el Maestro se abstiene de sustituirlo. Así leemos, en un antiguo tratado de pedagogía que nos han conservado los Rituales, el cuidado que tiene el Sabio por poner al otro en camino, pero dejándole la labor del descubrimiento. “Lo dirige, pero no lo arrastra por la fuerza; lo incita al esfuerzo, pero no lo obliga; le muestra el camino, pero no lo conduce a la meta” (Xueji, §13). Pero no nos equivoquemos, no es que el Maestro quiera respetar la autonomía y la libertad mental del discípulo, sino que sabe que no puede intervenir más que lateralmente, por estimulación oblicua, en ese proceso que no
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podrá provenir sino de él mismo, es decir, de su propio movimiento; y que todo aquello que por su parte haga de más, instruyéndolo más explícitamente, no hará sino obstaculizar su curso, forzándolo, y se revelará contraproducente. De soslayo significa pues que el Maestro no se pone ni completamente adelante (pretendiendo mostrar el camino), ni completamente al lado (tan sólo acompañando). Sabe que puede inducir, pero no conducir; que más vale influir que enseñar. O que una enseñanza más directa sólo es posible si es precedida por esa influencia difusa, sutil, no aislable, que actúa tácitamente y que se extiende en el tiempo, que es lo único que permite que tal enseñanza un día sea finalmente audible y pueda transformar efectivamente.
III – La influencia es el modo más logrado –también el más difícil de esquivar– de la oblicuidad. No es frontal, en efecto, pero su diseminación la expande por todos lados; actúa por todos los poros y bajo todos los ángulos. Por lo tanto, no es directa, sino discreta: no se le puede hacer frente porque es ambiental. No se puede refutar –contradecir– una influencia. Al actuar previamente, en el nivel de las condiciones, no se deja enfrentar; difusa, no se deja aislar. De modo que es aquello sobre lo cual tenemos menos asidero. No depende de la categoría del Ser, en efecto, al no ser asignable, pero tampoco del no-ser; y en consecuencia tampoco se deja captar en la oposición de la presencia y la ausencia, del “ser delante”, prae-esse; puesto que la influencia no es del orden de la presencia, sino de la “pregnancia”. Su sello propio, que constituye su capacidad, es
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ser infiltradora, insinuante, que penetra por todas partes sin alterar y por ende sin que se la advierta. Por eso el pensamiento europeo, aunque reconozca el fenómeno, ha tenido tantas dificultades para pensarla y ha desarrollado tan poco el concepto. La prueba (de esa inquietante marginalidad de la influencia en nuestro saber) es que tenemos que buscar el punto de partida de su noción no en la ontología, el saber noble y consistente del Ser, sino en la astrología, en el sospechado borde de la superstición. Influentia quiere decir en primer lugar “la acción atribuida a los astros en el destino de los hombres”; y luego la que pueden tener personas o cosas sobre otras personas u otras cosas. Signada por ese origen dudoso, la noción de influencia luego suscitará hacia ella la misma sospecha que no pudo dejar de provocar, para el racionalismo clásico, todo aquello que se pretende relegar al oscurantismo –frente al dominio conquistador de la ciencia que impone su claridad: el ámbito de las falsas causalidades, donde no se podrían señalar los pro y los contra y que por consiguiente se consideran sin objetividad. La influencia, aventurándose en los confines no tajantes de lo visible y de lo invisible, espectro sin “ser”, es arrastrada al mismo descrédito que la psicología de los “fluidos”, como lo hizo bastante evidente el mesmerismo. Y por otra parte, ¿acaso es pertinente el término de “acción”, como se dice al respecto? “Acción” supone un sujeto; pero influencia es del orden de lo fluido, el curso, lo que atraviesa, y no tiene un sujeto identificable. La acción opera hic et nunc, en un tiempo y en un lugar determinados, pero la influencia no es delimitable; tampoco es localizable y obliga a salir de la distinción entre lo activo y lo pasivo.
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Por tal motivo, escapa a las categorías de la filosofía y ésta la deja de lado, tratándola sólo al margen y a falta de otra cosa. Pero me pregunto si Freud, heredero de la tradición intelectual que nos tocó en Europa y en primer lugar por su búsqueda de claridad (de objetividad y demostrabilidad, lo que se llama la cientificidad), no cae necesariamente en las mismas dificultades que acabo de mencionar con respecto a la influencia. Necesita de la noción, pero me parece que no asume ni sus condiciones teóricas, o más bien anti-teóricas, ni sus alcances. Advierte sin embargo el papel que tiene en la cura, pero lo menciona al pasar. En sus “Consejos al médico” por los cuales comencé, en verdad habla de preparar al analizante mediante la instauración de una “atmósfera de influencia” (einer Atmosphäre von Beeinflüssung), pero ¿qué sería con precisión semejante “atmósfera” –noción ambiental, indeterminada– y cómo actuaría? Incluso declara, más exactamente, que por medio de la influencia se pueden encontrar los medios para intervenir sobre las resistencias del paciente y hacerlas ceder: “Todo el arte consistía entonces en poner dichas resistencias al descubierto lo más tempranamente posible, mostrárselas al paciente e incitarlo, gracias a la influencia que un hombre puede ejercer sobre otro […], a abandonar tales resistencias” (durch menschliche Beeinflüssung). La influencia acompaña entonces la “incitación”, antes que depender de una demostración-convicción. También está la influencia que puede ejercer un sistema sobre otro, la conciencia sobre el inconsciente.13 Más aún, considerándola 13
El inconsciente, §6.
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globalmente, ¿acaso la cura tiene otro fin que “influir en el curso de los procesos” –zweckdienlich beeinflussen?14 ¿Pero podemos quedarnos allí? ¿Podemos atenernos, cuando se trata de los medios y del efecto mismo de la cura, a ese escaso análisis? ¿Qué ganaríamos finalmente, tras inventar tantos conceptos audaces, con respecto al pensamiento común? O más bien, si parece que Freud no pudiera dar cuenta verdaderamente de semejante fenómeno de influencia, ¿no será porque ubica la noción, una noción no técnica –y esto llega incluso a la asimilación–, con sus conceptos precisos que elabora o redefine de manera crítica: la transferencia y la sugestión? Pero en ese caso la influencia se ejerce desde el analista hacia el analizante, mientras que la transferencia –al menos si se la entiende estrictamente como la capacidad que produce el analista de reunir en él los designios libidinales del paciente– actúa en sentido inverso. En cuanto a la sugestión, es sabido que Freud reduce su alcance a la capacidad de hacerle aceptar al analizante la interpretación propuesta, porque no pretende que haya que regresar a su función capital en la hipnosis y de la cual el psicoanálisis, en todo caso el suyo, hizo tantos esfuerzos por diferenciarse. Entre transferencia y sugestión entendidas tan precisamente, ¿puede hallar la influencia todavía un lugar para ser percibida en su totalidad? Pero reconducir el fenómeno de la influencia a las funciones, técnicamente definidas, de la transferencia y la sugestión no sólo tiene el inconveniente de reducir su 14
El inconsciente, § 1. Cf. La interpretación de los sueños, VII, “Inconsciente y conciencia –la realidad”.
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dimensión de fondo, ambiental, como condición global de la cura, sino que liga igualmente su destino a las otras dos. Porque si transferencia y sugestión, medios ambos de concentrar las fuerzas pulsionales, pueden ser reconocidas como inevitables para una etapa, dicha etapa tiene su límite, y se da a fin de que luego se deje lugar a la elucidación por la conciencia. Lo que le impide pues a Freud atribuir todo su alcance al fenómeno de la influencia, cuya importancia general sin embargo reconoce, ¿no se deberá una vez más, como respecto de la disponibilidad, a que proyecta una sombra sobre la autonomía del sujeto y parece contradecirla? Estar “bajo influencia” –ese “bajo” por sí solo es significativo (peyorativo)– repugna a nuestro ideal de libertad. También sabemos sin embargo que se pueden emitir tantas asociaciones libres por parte del analizantes, como también todas las interpretaciones que se quiera por parte del analista, sin que se logre por ello producir una modificación efectiva. ¿Cuál es entonces ese resto, que expresa la influencia, que no se limita a la transferencia ni a la sugestión, y con el cual la cura sucede, tiene que y llega a “pasar”? Sin duda, es preciso sacar la noción de influencia de las tenazas con las cuales la tomó lo que llamaré más generalmente la “ideología” occidental, despojándola de la consistencia de lo ontológico a la vez que es rechazada por el racionalismo explicativo de la ciencia, para llegar a entenderla finalmente en relación con los procesos, como lo deseaba Freud, y poder pensarla con aires renovados.
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IV – Una vez más, China nos ayudará a deshacer los pliegues teóricos que nos pertenecen (por supuesto, ella tiene los suyos, que son los mismos que nos observan con insistencia), esos pliegues en los cuales la noción de influencia quedó aprisionada en Europa y que impidieron pensar tal fenómeno en su justa medida, aun cuando al pasar haya sido forzoso indicar su lugar, incluso por parte de Freud. Porque el pensamiento chino no piensa en términos de “ser” y de identificación, sino de flujos de energía, polos e interacción, o más bien en términos de “inter-incitación” (xiang-gan); porque piensa en términos de “modificación” y de “continuación” (bian-tong); de pasaje que comunica y de transición (jiao-tong); porque en su gramática se desconoce la distinción morfológica de los modos activo y pasivo; porque en su física la noción de “eco a distancia” y de resonancia mutua (ganying) equivalen a la causalidad (salvo entre los mohistas;15 China desarrolló muy tempranamente una aguda inteligencia de los fenómenos magnéticos, sobre los cuales Occidente permaneció atrasado por mucho tiempo, al igual que comprendió el fenómeno de las mareas); porque reconoció finalmente el individuo en cuanto persona, pero no se preocupó por construir una autonomía del sujeto; por todo ello, China colocó la influencia en el centro de su inteligencia. El influjo, desde su punto de vista, es el modo general de advenimiento de toda realidad, tanto de lo que llamamos la “naturaleza” como de la moralidad. 15
El mohismo es una escuela filosófica china fundada en siglo IV antes de Cristo por Mozi o Mo Tsé [T].
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Llevemos la oposición más lejos: se habrá advertido que persuadir e influir son verbos antitéticos entre sí, que dependen cada uno de lógicas diferentes, sin perjuicio de que uno de ellos (persuadir) pueda también dejarse infiltrar por el otro. Ahora bien, ¿de qué lado se ubica el psicoanálisis? Persuadir se efectúa mediante la palabra, frente a frente, frontalmente, interpelando de cerca y apelando a razones, logoi –es el verbo griego por excelencia (peithein). Está ligado al mismo advenimiento de la Ciudad, ya que es mediante la persuasión que se resuelve el debate, por la confrontación de los pros y los contras, en el consejo, en el tribunal, en la asamblea e incluso en el teatro (el agôn). De esa manera se decidió ejemplarmente –definitivamente– la culpabilidad y el destino de Orestes (entre Atenea y el coro, finalmente tan lento en llegar, de las Euménides); y así se le puso racionalmente un término a la perpetuación de la venganza en el seno del genos. Como más tarde lo desarrollará Platón, en política, la alternativa no se da más que entre la persuasión o el recurso a la fuerza y a la violencia (Politeia, VIII, 548b). Aun cuando la persuasión, como bien sabemos, puede ser también una especie de manipulación. Recordemos asimismo que, ya en los primeros pensadores griegos, persuadir es la operación decisiva en filosofía, el “camino de la persuasión” es el que “acompaña la verdad” (Parménides, fr. 2; cf. Empédocles, Las purificaciones [Katharmoi], fr. 133); y desde el momento en que el verbo se reflexiona, y el interlocutor ya no es más el otro sino que se torna uno mismo, Platón define pensar como “persuadirse uno mismo” (Teeteto, 190c): ¿qué significa pensar, en efecto, si no desarrollar
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un determinado curso de la reflexión que produce la autoadhesión y se encuentra garantizado por ella? Es verdad que persuadir no deja de poseer cierta ambigüedad, y que el pensamiento clásico europeo intentará denunciar sin éxito, en su arte de la comprensión, el juego de la seducción que atrae hacia el lado de la “voluptuosidad” antes que hacia el de la “verdad” (Pascal). No obstante, se reconoce que persuadir puede elevarse más allá de su límite subjetivo; que persuadir puede disipar y superar la simple apariencia y fundarse objetivamente en la razón, convirtiéndose entonces en “convicción” (de Überredung a Überzeugung en Kant): comunicable de derecho, a partir de allí, a todos los hombres y probando la verdad del juicio por medio de ese acuerdo de los sujetos. Influir y persuadir no pueden realizarse ninguno de los dos en el momento, ambos implican un desarrollo: hace falta tiempo para esa penetración-adopción. Pero uno de ellos (persuadir) exige un consentimiento deliberado, aun si es manipulado por parte del interlocutor (motivo por el cual la persuasión está en el núcleo de la democracia y del pensamiento de la libertad); mientras que el otro –la influencia– se efectúa imperceptiblemente, sin que siquiera lo advierta aquel que resulta afectado (de allí la importancia concedida en China no a las leyes, sino a los “ritos”). Incluso la influencia sería tanto más atrapante –pregnante– en la medida en que no percibimos que se está produciendo. Mientras que persuadir funciona de punta a punta bajo la mira y la presión de una palabra ajustada, influir no es más que insinuar: la palabra allí permanece difusa, no es más que una parte, y hasta no interviene, dentro del proceso de inflexión
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y de condicionamiento que se efectúa. Y me parece revelador, en vista de esa diferencia, que China no haya desarrollado un pensamiento de la persuasión (aún hoy el compuesto shuo-fu, “someter por la palabra”, expresa más la dominación que la convicción); sino que concibió las relaciones humanas, en cambio, a la manera de las que traman el mundo, a partir de la influencia. Un hecho que habla por sí mismo basta para zanjar la cuestión (aunque sin duda demasiado importante, por su incidencia, como para que usualmente sea observado): China no conoció la figura del orador ni desarrolló una retórica, como arte de la persuasión, en torno al cual se forjó la cultura antigua en Europa. Como lo expresa uno de sus más antiguos motivos literarios (ya en el Shijing), más bien concibió la palabra a imagen del “viento”, e incluso de acuerdo con ese modo de influjo discreto es como empezó a pensar la palabra poética. Pues, ¿qué expresa el “viento” si no una difusión tanto más amplia en cuanto que lo invade todo, aunque sin buscarlo? El viento pasa imperceptible, pero sus efectos son sensibles: a su paso, “las hierbas se inclinan” (cf. Analectas, XII, 19); al infiltrarse por la más mínima fisura, penetrando en todas partes de manera suave y difusa (cf. el trigrama xun en el Clásico del cambio), se propaga indefinidamente y modifica todo el paisaje con su orientación. Uno de los más antiguos poemas dice: que mi canto se propague como “viento límpido” hasta su destinatario y le trasmita esta emoción (Shijing, “Songgao”, “Zhengmin”). También entre personas, el viento que pasa expresa una diseminación que difunde imperceptiblemente, con su incitación, imprime una dirección aunque sin meta, impregna pero sin que se pueda asignar (asignar
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es lo propiamente ontológico), se expande pero sin dejarse limitar; es lo que conmueve sin explicar, modifica un estado de ánimo sin evaluar. Ahora bien, esta virtud de la palabra poética es comprendida muy tempranamente en China como la virtud del habla política a la cual le corresponde, desde lo alto hacia lo bajo de la sociedad, influir favorablemente al pueblo, a manera de un viento clemente, a partir de la ejemplaridad del Príncipe (feng-hua); no hay nada entonces que éste no impregne con su moralidad; como también le corresponde a la palabra desde abajo hacia lo alto, desde el pueblo hacia el Príncipe, ascender como un viento penetrante para hacer llegar a las cercanías del poder sus críticas (feng-ci) e incitarlo a enmendar su conducta a través de esa influencia tamizada por las imágenes. Instruir e influir (a imagen del viento) deben distinguirse (jiao/feng), añaden los comentaristas, pues conviene que primero el Príncipe difunda a partir de sí su influencia benéfica, que incita y condiciona, desde su familia hasta el mundo entero, antes de que pueda comenzar una enseñanza. De manera general, valen más palabras que se infiltren, que modifiquen con suavidad y, por ende, en profundidad, ambientalmente y sin forzar, antes que palabras que busquen decididamente su objeto y quieran ordenar (Analectas, IX, 23). Una compilación como el Zhuangzi se complace en evocar tales escenas de influencia. Pasan escasamente por la palabra, pero se extienden en duración y desembocan en una completa modificación de la cual aquel que experimenta la influencia sólo se da cuenta a posteriori. Sin embargo, nada mágico interviene, ni siquiera algo extraño, ni tampoco que merezca ser señalado o de
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lo cual sencillamente se pueda hablar. No hay nada que contar. No hay nada asignable. Pero de la relación de proximidad que se desarrolla con el correr de los días, de esa presencia compartida en la duración, de los encuentros reiterados, se desprende –por atmósfera-pregnancia– una modificación progresiva, tanto del juicio como de la conducta, que llega hasta la inversión. Al comienzo, el que vive la transformación no observa ni siquiera la calidad del otro, e incluso este último “es espantosamente feo”, no posee riquezas ni honores, nada que sea atractivo. Sin embargo, a la larga no se lo puede dejar; el príncipe llega incluso a ofrecerle el poder, pero el otro no dice que sí ni que no, y finalmente se va, sin más explicación. ¿Quién es entonces? No un Maestro propiamente dicho, sino un ser cuya persona es discretamente infusa. “De pie, no enseña; sentado, no discute.” “Pero uno llega allí vacío, y regresa lleno.” “¿No hay acaso una enseñanza sin palabra?” Y “sin qua haya nada que allí se actualice precisamente”, sin que haya habido por consiguiente ninguna cosa notable, el espíritu sin embargo “se ha formado” bajo esa influencia (cap. “Dechongfu”). ¿Qué es lo que actúa en esa relación? Ciertamente, pasó el tiempo. No un tiempo frente a frente, tiempo del “intercambio”, según se suele recomendar, sino de la relación de soslayo –¿no es acaso de costado que se ubica también físicamente, en la habitación, el analista con respecto al analizante? Y además tiempo de silencio, pero que no es mutismo. Ni querer decir ni querer callarse: dejar pasar. En los dos sentidos del término: que pase algo entre nosotros y que pase el tiempo. En esa transformación iniciada nada podría ser planeado
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ni precipitado. La trayectoria del sesgo dispone de un recorrido más largo, tolera los desvíos, acepta los meandros. Es menos agresiva y permite más juego (el juego de lo alusivo); puesto que no interviene nada insigne, nada resulta forzado, la evolución puede llegar por sí misma, mediante un auto-desarrollo, y ser efectivamente benéfica. Pero hace falta el desarrollo, no se sabe por cuánto tiempo: “El primer día”, cuando se “evalúa” a ese hombre, el maestro que no es un maestro, refiere Zhuangzi, “lo juzgamos insuficiente”; “pero (luego), al cabo de un año, juzgamos que tiene más de lo que le falta” (ibid., “Gengsangchu”). Porque conviene dejar que el proceso suceda, que la presencia emane y el efecto se decante. Pretender persuadir al otro, frente a frente, parece tremendamente arbitrario, en su cara a cara inmóvil, y de escaso efecto. ¿No está descripto en China algo así como un diálogo de “inconscientes”, o que al menos permanece latente, frente al que todo diálogo verbal sólo puede ser considerado superficial? Ahora bien, me preguntaba de qué lado se ubicaría el psicoanálisis. ¿Piensa en persuadir o en influir? Es inútil tratar de convencer, señalaba Freud, en una de las citas precedentes: semejantes discusiones con el paciente, reiteremos, “nunca tienen la intención de suscitar la convicción”, Überzeugungen hervor zu bringen. La cura también requiere lentitud y desarrollo, un auto-advenimiento que sólo se puede incitar oblicuamente. ¿Se efectúa además algo que parezca notable? ¿O bien lo notable no sigue siendo más que el resultado? Pero, ¿podemos decir entonces lo que “pasa” en la cura?
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I – Retomemos entonces las cosas desde el principio. O más bien intentemos encontrarles un principio: ¿a partir de qué, desde cuándo, las cosas empezaron a no funcionar, empezaron a bloquearse, y nos vimos embarcados en esos problemas interminables, que constituyen la complicación, cuando no el sufrimiento, de la “vida anímica”, seeliches Leben? Si vuelvo a la pregunta anterior: “¿qué pasa en la cura y sobre qué trabaja?”, de buen grado se señalará como culpable a la represión. Pero qué habría en el origen de esa represión, puesto que pareciera –el mismo término lo dice– que la represión, reactiva, sólo puede venir después. ¿Qué provoca que algo en el principio empezara a inmovilizarse, que hace que se permanezca luego atado a ello y que se siga estando fijado en ese atolladero o por lo menos condenado a encontrar desvíos con respecto a él? ¿Qué produce que el psiquismo quede estancado en aquello que provocó el trauma y que ya no se pueda salir más? Recordemos que, a pesar de sus teorizaciones audaces, tan fuertemente elaboradas, Freud no desdeña el lenguaje trivial del “atascamiento” (einklemmen). Llega un momento en que hay que tratar de intervenir
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directamente “sobre” eso y decir las cosas llanamente. A nivel de la experiencia, de lo “vivido”, ya sin procurar construir hipótesis o pretender una elaboración: ¿qué sucede entonces “al comienzo” –am Anfang– en donde empiezan las complicaciones y los sufrimientos? A medio camino entre la imagen y el concepto, “fijación”, Fixierung, sirve para señalar ese comienzo: lo grave no es tanto lo que nos sucede, sino el hecho de que se “fije”. Al mismo tiempo, el término sirve para hacer que en el horizonte aparezca, como su reverso, lo que constituiría el objeto de la cura y a lo que ésta tiende: deshacer las fijaciones; yo diría: producir una “des-fijación”. El paciente ha caído enfermo porque está fijado en determinado segmento de sus vivencias y no se desprende de él; está encerrado ahí y no puede despegarse más. A semejanza de la neurosis de guerra signada por un accidente traumático y que se queda fijada en la amenaza de un peligro que ya no existe, lo que se ha inscripto así en la vida psíquica se ha vuelto insuperable y se convierte en una barrera. Diciéndolo desde el punto de vista económico que privilegia Freud, el incremento de estimulación ha sido tan fuerte, en un momento y en una situación dados, que ha fracasado su cancelación o bien su elaboración por las vías usuales –y uno queda “aferrado” a su trauma.16 Tal fijación puede producirse en la elección de objeto, por ejemplo, la fijación del afecto del niño a su madre (de la niña a su padre), lo que bloquea el desarrollo ulterior de la libido. En todo caso, nos retiene –nos captura– en 16
Conferencias de introducción al psicoanálisis, cap. 18; El Presidente Schreber, III; Más allá del principio del placer, II, etc.
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el pasado: estancado en el trauma, uno se cierra a la renovación de la vida. Ya nada puede reactivarla; al menos a este respecto, ya no se tiene más “por-venir”. Me pregunto si esa concepción de la fijación en Freud no es generalizable, en tanto que muestra desde diversos ángulos de qué clase de encierro neurótico dicha fijación sería un desencadenamiento. La fase inicial de la enfermedad es la precursora y la condición, a la vez Vorlänger y Bedingung, de toda represión. Fijación se opone así a crecimiento y a desarrollo: una pulsión o un elemento pulsional ya no sigue el desarrollo previsto como normal y, a causa de tal inhibición, hace que se persista en un estadio infantil. La fijación se presenta así como un “quedar atrás” –zurückbleiben– que convierte en pasivo. Cuando la fijación se produce en el narcisismo, y el propio yo sigue siendo entonces el único objeto sexual, ese paso atrás indicaría el ascendente de la regresión que caracteriza a la paranoia (el caso Schreber). Pero esto también es válido de una manera más general: resulta fatal que una fijación semejante, que no permite la renovación y es portadora de “adhesividad”, no deje salir más al enfermo de su mal y desemboque en la compulsión de repetición, que así queda atado a su trauma como a una estaca y en adelante está condenado a girar a su alrededor, incesantemente. Represión, falta de desarrollo y compulsión de repetición son lógicamente las tres fases o dimensiones del proceso patológico que enlaza la fijación. En especial, hay un punto que magnificamente deja ver que las dificultades o, mejor dicho, que la disfunción surge con la fijación. Cuando trata sobre la vida sexual, Freud comienza lisa y llanamente distinguiendo
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lo normal (cuando al llegar al acto sexual, llega a su meta) y lo anormal (cuando se queda antes, se pervierte o se desvía). Hasta allí las cosas parecen simples: a la vida sexual sana, “normal”, se opondría diametralmente la perversión. Pero Freud es demasiado perspicaz para contentarse con eso: la perversión en realidad es parte integrante de la vida sexual normal a título de “variación”.17 Freud no desconoce que hace falta una dosis de perversión para alimentar y mantener el deseo, sin lo cual el proceso sexual no llegaría a puerto (según el gran dilema freudiano: o bien renuncio a satisfacer mi deseo y me vuelvo neurótico, o bien me vuelvo perverso imponiéndoselo a los otros); la perversión como tal es legítima, pero es su fijación, al mismo tiempo que su exclusividad, y ambas cosas van juntas, lo que la torna anormal; vale decir, solamente el bloqueo en la perversión la convierte en una perversión mórbida.
II – Entonces, ¿cómo continuar esos análisis para extraer un concepto global y que también, más allá de la cura, sea el negativo de lo que implica “vivir” en su principio? ¿O cómo delimitar más en detalle ese quedar atrás de la pulsión que hace que se demore, en lugar de acompañar el desarrollo previsto, y que se aferre a tal acontecimiento o a tal objeto, sin moverse más, obstaculizando nuestra capacidad de avanzar? Una escena que se lee en Zhuangzi ofrece una imagen sorprendente al respecto, al mismo tiempo que pone en relación el fenómeno de la fijación con el despliegue en nosotros de lo 17
Tres ensayos de teoría sexual, I, 3.
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vital, o lo que el pensamiento chino llama tradicionalmente “alimentar su vida” (yang sheng). Ayudará pues a hacer notar la dimensión de conjunto de dicho fenómeno. La única preocupación que debemos tener en mente, si queremos liberarnos de todas, para dejar que en nosotros se expanda la vida, nos dice en suma Zhuangzi, es deshacer las fijaciones que podrían manifestarse en ella. Por cierto, tal fijación puede ser incidental, concernir a un elemento pulsional particular, pero con su bloqueo frena toda nuestra vitalidad. Y esa lección es general, es válida en todos los ámbitos, tanto en el terreno biológico como en el de la moralidad. La escena ocurre, como sucede con tanta frecuencia en la antigua China, entre un príncipe y el sabio al que recibe en su corte. El príncipe pregunta: “Oí decir que su maestro había aprendido [a alimentar] la vida, ¿qué asimiló usted al respecto?” En China, en efecto, siempre hay un maestro del maestro, a tal punto se le da importancia a la relación filiación-tradición; pero sobre todo es más correcto, a la vez más sutil y más discreto, decir que se ha “oído decir que…”, y que por lo tanto no se hace más que referir, antes que exponer demasiado presuntuosamente (arrogantemente): “yo pienso…” (¿acaso hay en verdad un “yo” individual, que sea el sujeto y el poseedor de su “pensamiento”?). Ante la prueba, el otro le contesta, reservado: “Yo pasaba la escoba delante de la puerta del maestro, ¿qué puedo haber asimilado?”. Podría creerse que es un repliegue por parte del huésped o considerar que da muestras de un exceso de modestia, pero no creo que sea así. En primer lugar, porque sabemos bien que en China no responder ya es responder, dándole a entender al otro que tal vez no esté en
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condiciones de comprender; y que deberá entonces progresar por sí mismo si quiere acceder a la respuesta esperada. Pero sobre todo, barrer en la puerta ya expresa de manera elemental, me parece, que sólo hay una cosa que hacer para liberar y mantener la propia vitalidad: desembarazarse de aquello que simultáneamente satura el umbral e impide avanzar. Pero el príncipe no lo escucha y sin duda espera algún contenido teórico. La respuesta en ese orden se torna lacónica: “Oí a mi maestro decir: ser apto para alimentar la propia vida es como hacer pastar ovejas, si uno ve que se quedan atrás, se las azota”. Fácilmente imaginamos ovejas que se detienen aquí y allá, para morder el pasto que tienen a su alcance, pero al quedarse atrás, demoran la marcha del rebaño. ¿Pero por qué ovejas? Tal vez simplemente porque el sinograma yang, que significa “alimentar”, está compuesto por la clave del alimento y el radical de la oveja. Más seguramente (más rigurosamente), porque la actitud que hay que tener para “alimentar su vida” es como hacer pastar a su “rebaño” –tanto de pulsiones como de capacidades– dejándolo avanzar en armonía, a su ritmo, aunque sin perder nunca de vista a los retrasados. El pastor del Zhuangzi, evidentemente, no guía el rebaño caminando a su cabeza, como el Buen Pastor que conduce a sus corderos a través del desierto hacia una tierra prometida, reverdeciente y más fértil. Más bien lo veo contentarse con cuidar, detrás de sus animales, para que no se detengan aquí o allá bajo el efecto de una motivación disidente, de manera que todos sigan avanzando. No es tanto progresar hacia un ideal al cual se estaría apuntando, siguiendo la esperanza de algún día llegar a destino –acceder a la
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salvación– cuanto mantener todos los propios recursos vitales en desarrollo, y por ende sin que uno u otro, al bloquearse e inmovilizarse, al “fijarse”, pueda frenar ese impulso e inhibirlo. Como vemos, es la cuestión más global que puedo plantearme a mí mismo, que es válida desde lo biológico hasta lo psicológico –si me remito a nuestras distinciones ordinarias (que la pregunta desconoce)– y que se extiende también a la ética. E incluso reemplaza a todas las otras, ¿acaso todas las demás preguntas no vuelven a ella de una u otra manera? ¿Qué más tendría que preguntarme efectivamente? Es la cuestión vital-moral por excelencia: ¿qué veo que se arrastra en mí y conduce a la inmovilidad, ya sea a modo de disposición, de función, de pulsión o de sentimiento, y a lo que tendría que “azotar” para llamarlo al orden, el orden de mantenerse evolutivo, y para que siga abierto al porvenir, en lugar de quedarse bloqueado en el pasado? Cualquiera sea el aspecto de mi vida que considere, en el fondo sólo tengo que responder a esa exigencia: deshacer lo que se “fija” en mí y que, al retenerme atrás, al fijarse, me impide seguir avanzando. El interés del pensamiento chino al respecto consiste en haber llevado adelante la crítica de la fijación hasta convertirla en el absoluto de la moral, haciendo ver así la continuidad que enlaza aquello que nosotros hemos sido llevados a separar en Europa: lo vital y lo ideal. Por eso, no degradó la moral, sino que por el contrario la promovió, en contra del moralismo y de la esclerosis de las virtudes. Incluso una virtud, que como tal nos parece digna de elogio, si se la observa de cerca, señala el pensador chino, es un comienzo de fijación y constituye un atascamiento por su rigidez. Al detenerme en una virtud,
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no sólo me cierro a las demás y por lo tanto reduzco mi disponibilidad, sino que sobre todo inmovilizo mi conducta y empiezo a estancarme en mi comportamiento –por más “bueno” que sea– que se fija en un surco; tampoco está lejos de ello la compulsión de repetición. Lo propio del Sabio, según lo define en efecto Mencio (VII, B, 25) es que, tras haberse elevado hasta la “grandeza”, no se detenga allí, no se quede fijo, sino que “la transforme”. Entiendo que no convierte su propia “grandeza” en un estado definitivo, un punto de llegada, que como tal lo haría digno de reconocimiento y de elogio; de modo que no se pueda decir nada de él, como efectivamente sucede en el caso de Confucio. Puesto que la “grandeza” sería también, por el solo hecho de que se vea ligado a ella, aquello que vendría a inhibir su capacidad de promover(se) indefinidamente, lo que endurecería su personalidad y reduciría su arrojo; si uno se inmoviliza en una virtud o, más en general, en la propia “grandeza”, se empieza a obstaculizar, por esa fijación, la capacidad de mantenerse en camino y por lo tanto de desplegar cada vez más ampliamente sus propios recursos y seguir avanzando.
III – Me pregunto si no será en este punto donde Freud se hallaría en la más profunda analogía con el pensamiento chino. O para decirlo en sentido inverso, y para que nos resulte más útil, allí donde el pensamiento chino mejor puede aclarar desde afuera el pensamiento de Freud, incluyendo sobre todo aquello que Freud vislumbró, pero no explicitó, por estar preso en la red de categorías que han estructurado las concepciones europeas a tal punto
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que no las percibimos. Puesto que si nos preguntamos abarcativamente, para ponerle coto a la hiperteorización en la que a menudo se ha perdido el psicoanálisis después de Freud, a qué apunta la cura, ¿no podría la respuesta asemejarse a algo así como: volver de nuevo evolutivo lo que se había fijado e inmovilizado –quedado “fijo”– en la vida psíquica? O incluso diría: volver a introducir lo evolutivo allí donde hay fijación. La “cura”, que es sin duda el gran desplazamiento soterrado efectuado por la obra de Freud, de hecho nos saca, sin aspavientos, de las grandes posturas que nos eran propias en Europa. No tiende a la Verdad, aun cuando Freud ocasionalmente restablece esa perspectiva esperada, como para volver a casa. Tampoco apunta al Bien, su función no es moral –Freud es en primer lugar un médico y no un filósofo productor de alguna visión del mundo. ¿No tendería en efecto la cura, diciéndolo a la manera china, a reintroducir la “viabilidad” allí donde hubo atascamiento y fijación? O sea ¿a restablecer el paso en nuestra vida psíquica allí donde se había obstruido y “embotellado”? La metáfora de la obstrucción, Verlegung, está muy presente en Freud y tal vez sea más significativa de lo que parece. Freud sigue la imagen con precisión: por ejemplo, señala que hay un “llenado colateral de las vías anexas en caso de obstrucción por la represión del lecho del río principal”.18 O bien las resistencias que mantienen las represiones obstruyen entonces el camino que conduce a la satisfacción. Sin embargo, 18
Tres ensayos de teoría sexual, “Recapitulación” [ed. en esp, Obras completas, vol. VII, Amorrortu, Buenos Aires].
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la dificultad que habría desde una vertiente europea para llevar más lejos esta idea de la des-fijación por desobstrucción obedece a que, aparte del hecho de que no entra en la perspectiva del Bien y de la Verdad, tampoco puede constituirse como meta: la desobstrucción puede ser inducida, ocasionada, pero no alcanzada (a partir de medios); no puede más que proceder de un camino, es decir, por un auto-desarrollo. Nuestro pensamiento sobre la conducta en Europa, desde los griegos, es finalista: nuestra acción debe ser “con miras a” (heneka), tener un objetivo (skopos). Pero si bien puede haber un “provecho”, para decirlo también al modo chino (la noción de li en el Clásico del cambio), en esa desobstrucción no se puede sin embargo buscarlo intencionalmente (o bien buscarlo no tiene efectos; razón por la cual es preciso recurrir a la influencia y a la estrategia del sesgo). Es sin duda por tal motivo que la apuesta de la desobstrucción del curso de la vida psíquica, que no puede ser situada bajo la forma de la finalidad, no pudo ser más desarrollada en el campo freudiano, aun cuando de hecho responda a la lógica de la cura; y es también el motivo por el cual se cae periódicamente en el falso debate, ya que está mal planteado, sobre “¿para qué sirve el psicoanálisis?” (vale decir, ¿cuál es su “meta”?). Desde el punto de vista de las nociones puestas en juego, en efecto, el desplazamiento masivo realizado por Freud, tanto más subterráneo en la medida en que es masivo, sin duda es nada menos que el hecho de hacernos pasar de la categoría del acto a la del proceso. Al pensamiento de la des-fijación-desobstrucción subyace considerar la vida psíquica como un curso y privilegia
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su fluidez en contra de la inmovilidad que la amenaza. Freud se inscribiría entonces en una línea del pensamiento alemán abierta fuertemente por Hegel (das Leben als Process, dice éste en el centro de la Fenomenología –donde elogia la Flüssigkeit), aunque es cierto que a Freud no le gusta Hegel (pero, ¿hasta dónde lo leyó?) y se queda clásicamente con Kant, quien por su parte se atiene sólo a la categoría de la “acción” (Handlung). Podemos asimismo preguntarnos si Freud no se vuelve hegeliano cuando roza el pensamiento de lo negativo, ya no planteado como límite sino como algo interno de la pulsión. Pero también allí Freud, al llegar a la filosofía, no se atreve a ir más lejos y se detiene. Resulta pues que en Freud, como por otra parte en Husserl en la misma época, las dos categorías del “acto” y del “proceso” se encuentran juntas y rivalizan, sin que su relación esté completamente articulada, me parece, o que el paso de una a la otra esté justificado explícitamente. Esa vacilación entre una y otra categoría, ¿no es sintomática? Pero, ¿de qué? ¿Qué complicación deja traslucir? El “acto” ha sido el pilar del pensamiento moral en la Europa clásica. Es fácil de manejar para el pensamiento porque es una unidad aislable (“una acción”/ “unas acciones”); se considera que posee un principio y un fin, la subida y la bajada del telón; se realiza, como lo muestra el teatro griego y luego lo analiza Aristóteles, “de grado” o “por fuerza” (ekôn/ akôn) y puede servir así como punto de partida de la categoría de voluntad (así como de la noción de finalidad: “actúo” “con miras a”); por último, plantea el problema de la elección (en el cruce de caminos: entre el bien y el mal) y por consiguiente de la Libertad. A partir de la categoría de “acto”,
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categoría europea por excelencia (praxis, Handlung), que se usa tanto en plural como en singular (mi vida sería una suma de actos), se levanta nuestra escena moral y en ella se representa el drama de la vida. Pero considerar la conducta no ya como compuesta de actos, sino como un curso, según la categoría de proceso, deshace de golpe todas esas opciones. De modo que el pensamiento europeo queda un tanto inerme, lo vemos incluso en Freud, cuando ya no se basa en la categoría del acto y es llevado a volcarse en esta otra. De repente se rompe todo su teatro conflictivo y teórico; y por tal motivo es que esta conmoción se efectúa en las sombras y sin estridencias. Es también por eso que el pensamiento chino puede aclarar y hacer que reaparezca de soslayo lo que tal vez no esté suficientemente explicitado al respecto en el campo freudiano; y al intervenir desde tan lejos, quizá pueda ayudarnos a leer el pensamiento de Freud más de cerca. Ya que el pensamiento chino no recortó en la trama de nuestro comportamiento (xing wei) una noción de “acto” que sería su unidad básica; de modo que tampoco desarrolló la noción de voluntad ni se topó con el problema de la Libertad, etc. Trató en cambio acerca del comportamiento en términos de curso o de proceso: así es el curso de la conducta a semejanza del curso del Cielo (tian-xing, ren-xing). O como la “vía del hombre”, ren dao, a la manera de la vía del mundo. “Vía” que no es una vía que conduzca a alguna parte, una meta o un destino, sino que es la vía de la “viabilidad” (apelando comparativamente a lo que traduciría como la “fiabilidad”); una vía por donde eso “anda”, por donde eso pasa, por donde el proceso de las cosas no deja de renovarse y la
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vida de desplegarse. Se entiende por eso que lo importante, aun para el Sabio que alcanza la “grandeza”, es en verdad “transformarla”; no detenerse en ninguna disposición, aunque fuera virtuosa, no quedar atado a ninguna cualidad (por lo cual permanece “insulso” y no puede ser caracterizado), sino mantenerse evolutivo –no inerte, sino alerta. Una vez más, esa concepción “vital” abarca la moral, no distingue lo natural de lo humano, vale tanto para el mundo como para la sociedad; y es precisamente el hecho de que no sea específica lo que nos la vuelve tan difícil de asimilar actualmente, ya que estamos acostumbrados a separar, e incluso a oponer, ambos órdenes entre sí (de dicha fractura proviene nuestra “modernidad”). El mal (e), o lo que se llama el “no-bien” (bu shan), en China, no es otra cosa que la “obstrucción” de esa vía y su cierre (noción de zhi). Al no derivar de ningún principio propio (no hay un Satán tentador que estimule la imaginación), al no proceder ni de un desafío (lanzado a Dios) ni de un placer confeso por la transgresión (China no desarrolló esa gran dramaturgia de la perversión), el “mal” proviene solamente del hecho de que la polaridad en cuestión ya no actúa, que los grandes intercambios dinámicos ya no se efectúan y que finalmente eso ya no “pasa” (bu tong). Así sucede en la naturaleza cuando los factores del yin y el yang no se comunican más y las energías se divorcian o reducen su interacción; o cuando el príncipe y el pueblo se aíslan cada cual por su lado y la influencia ya no actúa en un sentido o en el otro –ascendente o descendente– para transformar los comportamientos. Allí, creo, el pensamiento chino se toca más de cerca con el psicoanálisis, o bien lo que realiza
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efectivamente el psicoanálisis resulta mejor aclarado por el pensamiento chino: si tenemos que transformar nuestra conducta, es para sacarla del estancamiento de aquello que tiende a fijarla, a dejarla “fija”, de manera que nuestra vitalidad siga en curso, en progreso, no deje de “comunicar” y de seguir avanzando, manteniéndonos alertas, alegres. Una vez más, el resto (a la manera de: “hacer el bien al prójimo”) no es más que una consecuencia.
IV – El hecho de que uno de los grandes desplazamientos –manifiesto, en este caso– realizado por Freud sea el haber reconfigurado la concepción y el papel de la conciencia, haberla destronado de su posición soberana y ya no considerarla en adelante, como dice al final de La interpretación de los sueños, más que como un órgano de los sentidos que permite percibir cualidades psíquicas, no me parece que pueda separarse tampoco de esa mutación de conjunto. Porque es a semejanza de nuestros órganos de los sentidos que trasmiten sus percepciones desde el exterior como se concibe en adelante a ese “órgano de los sentidos de la conciencia”, ya que por una parte está vuelto hacia las percepciones externas que provienen de los órganos sensitivos, y por la otra hacia el interior mismo del aparato psíquico, cuyos procesos cuantitativos, nos dice Freud, son experimentados cualitativamente, como placer y displacer, tras haber sufrido determinadas modificaciones.19 19
La interpretación de los sueños, “Inconsciente y conciencia –la realidad” [ed. en esp. Obras completas, vols. IV y V, Amorrortu, Buenos Aires].
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La “reconfiguración” que acabo de exponer es incluso un término insuficiente, se trata de una revolución que despedaza el estatuto absoluto de la conciencia, a la vez como poder trascendental de apercepción y como fuente del libre albedrío, y la convierte en nada más que una función entre otras; la conciencia ya no está separada de los sentidos, o aun opuesta a ellos, como pretendía el viejo dualismo europeo que percibía nuestra vocación metafísica; actúa en el mismo plano que ellos y como su prolongación. Pero dicha ruptura en la concepción de la conciencia, ¿provendría sólo del descubrimiento del inconsciente, como parece desprenderse del discurso freudiano? ¿No conduce también a ella el haber concebido la “realidad”, en su caso la realidad psíquica, en términos de curso y ya no a partir de la concepción clásica de actos aislables en los que el sujeto tiene la iniciativa y es libre o no de emprenderlos? ¿Podemos incluso distinguir al respecto las dos concepciones: por un lado, la hipótesis vigorosamente defendida del inconsciente, y por el otro, esa incursión, nunca completamente explícita, en el pensamiento de los procesos? Al principio del último capítulo de La interpretación de los sueños, Freud comienza señalando que, “si observamos más de cerca” lo que los capítulos precedentes “han conducido a admitir”, antes que la existencia de dos sistemas situados junto a la extremidad motriz del aparato, es la existencia de “dos tipos de procesos o de dos especies de flujos de la excitación” (subrayado de Freud). Tal es la pregunta que me vi llevado a plantear, admito que salvajemente, al comprobar hasta qué punto Freud se aproxima entonces a la concepción tradicional de la
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conciencia en el seno del pensamiento chino (conciencia moral y conciencia cognitiva a la vez, ya que ambas no están separadas). Mencio nos dice como algo obvio que la conciencia es un órgano o una función, con el mismo rango que los demás órganos que constituyen los cinco sentidos (guan: término que en China significará también “funcionario”, cf. VI, A, 15). Si bien la diferencia entre ellos consiste en que la función de la conciencia es percibir y pensar (si), mientras que los demás sentidos “no piensan”, por lo que la función de la conciencia (xin) tiene más valor para nosotros que los demás sentidos, lo que le permite a Mencio fundar una axiología a partir de allí, no deja de ser cierto que la función de la conciencia es del mismo orden que la de los sentidos. Mencio no piensa separarlos en sus principios. Pensar en términos de curso o de proceso, ya sea la vida psíquica o cualquier otra realidad, por sí solo incita a pensar en una perspectiva de función o de órgano y desarma la posibilidad de un dualismo. Pero una vez constatada la analogía, tanto en el pensamiento del curso procesual como en la idea de la conciencia considerada como órgano o función, se desprende lógicamente otra que concierne a la normatividad de ese proceso funcional, de lo vital a lo moral. Igualmente al final de La interpretación de los sueños, Freud lo describe con una palabra: “regulación” (Regulierung). “La excitación cualitativa del sistema perceptivo sirve como regulador de la cantidad móvil en el aparato psíquico”; y podemos atribuirle la misma función al órgano sensorial superior del sistema de la conciencia. O bien, “es probable que sea el principio de displacer lo que regula en principio automáticamente los desplazamientos de la
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investidura”, etc. Preguntemos entonces: ¿qué significa “regular”, ya que hay que traducir así regulieren, y no como “reglar”, según traducciones anteriores? ¿Acaso no hemos vuelto con ello a la oposición precedente? En un caso hay una “regla”, previa a la acción; en el otro, la modalidad normativa de la regulación es interna al proceso y no es separable de él. Es cierto que regulación ha ingresado por la ventana, de contrabando, por así decir, en nuestro vocabulario teórico, ya que proviene de la técnica y constituye una innovación en la lengua europea, y no forma parte de nuestras grandes nociones instauradas. ¿Por qué hizo falta entonces promover esa derivación que se tornó necesaria –a partir de “regla” pero volviéndose en su contra– sin perjuicio de que ese uso sea ahora tan ampliamente adoptado? Justamente porque la regulación concierne a un mecanismo o a un organismo y no deriva del ideal o del modelo (el deber ser de la moral), sino de lo funcional. Regular es precisamente mantener un equilibrio en el seno del proceso de modo que éste se renueve y permanezca andando, en lugar de desviarse y bloquearse. Es lógico entonces que Freud lo adopte puesto que trata acerca del “alma” como de un “aparato” psíquico y aquello que lo amenaza sería su “atascamiento” que conduce a la fijación. Es también el motivo por el cual esa noción está en la base de todo el pensamiento chino. El Cielo, como absoluto de lo real, no es otra cosa que esa capacidad reguladora: porque no se desvía de su curso, en primer lugar del curso de sus astros, del día y de la noche y de las estaciones, éste nunca se bloquea y permite la continua renovación de la vida. Asimismo la función del Sabio no
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sería reglamentar, sino regular la sociedad mediante su influencia que se expande discretamente y a largo plazo (sólo los autoritarios, llamados “legistas”, querrán imponer una norma). Pero lo que caracteriza a la regulación es que mantiene, mediante el equilibrio y la armonía, la viabilidad, aunque no tiende a una meta. No desemboca en nada más que sí misma y sigue evolucionando. Como la vida, no tiende sino a la prolongación infinita de su proceso. Por eso no es ideal, ya que lo ideal implica una ruptura entre el modelo o el deber ser al cual se aspira y su realización, que siempre es una disminución. No tiende sino a que el curso se mantenga en curso, sin nada que se estanque o quede fijado, como el rebaño del pastor taoísta, “azotando” lo que se queda atrás para que siga avanzando.
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I – Llamo transformación silenciosa a una transformación que se produce sin ruido, y por lo tanto de la que no se habla. Silenciosa en dos sentidos: actúa sin hacer escándalo, y no se piensa en hablar de ello. Su imperceptibilidad no es la de ser invisible, porque se produce ostensiblemente, ante nuestros ojos, pero no se advierte. Esa indiscernibilidad no es del orden del espectáculo, sino del desarrollo; no se despliega en el espacio, sino en el tiempo. Tanto es así que el proceso de las cosas continúa igualmente durante la noche que en pleno día: “Escucha, querida, escucha, la suave Noche camina…”. Los párpados se abren y se cierran alternativamente, como un telón que se sube y se baja, pero el oído es el sentido de lo continuo. Se mira necesariamente por un lado o por otro, tal aspecto o tal otro, siempre parcialmente, localmente –pero oímos globalmente. Y porque esa transformación es a la vez continua y global es que no se destaca. En todo caso, no lo suficiente para que la notemos. Como todo se encuentra concernido por ella, y se produce en la duración, nada se separa de ella lo suficiente como para hacerla emerger. O bien, cuando
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finalmente emerge, si la escuchamos y hablamos de ella, es como resultado. La articulación que debemos considerar será pues la que enlaza ese desarrollo silencioso con lo que llamaré, por oposición, su afloramiento sonoro. Diría incluso: cuanto más silenciosa es la transformación en su curso, más sonora es su culminación y más ruido hace al estallar; lo que no se percibió en su camino nos vuelve entonces de manera tanto más violenta, en plena cara. O bien, dicho al revés, el acontecimiento es tanto más sonoro en la medida en que la transformación que condujo a él era discreta y progresó sin alarmar. A tal punto que llegaremos a preguntar si existe efectivamente un “acontecimiento”, aisladamente, es decir que se recorte en el tiempo y produzca una ruptura. ¿No tomamos por un surgimiento súbito, que se destaca en un momento singular, aquello que produjo el acontecimiento tan sordamente –“nochemente”, si se me permite inventar este adverbio– que se nos ha escapado? Ahora bien, ¿no es todo sino transformación silenciosa en aquello que llamamos, con el término más llano, la “realidad”? En la naturaleza, no oímos a los ríos cavando su lecho o a los vientos erosionando las montañas, pero ellos dibujaron poco a poco el relieve que tenemos ante la vista y forman el paisaje. O consideremos el calentamiento global. Pone en juego tantos factores diversos y correlacionados, y en una larga duración, que no percibimos que la tierra se calienta, aunque constatemos a posteriori que los glaciares se derritieron o que los bancos de peces se han ido más al norte; o que se han sumergido más profundamente en el mar. O bien consideremos la Historia: las revoluciones son tan sonoras y
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hacen tanto ruido que no hemos sabido percibir las transformaciones –globales y continuas también– de las cuales son el estrepitoso desenlace. De igual modo, no vemos cómo crecen nuestros hijos; ni nos damos cuenta de que envejecemos. Porque es todo en nosotros lo que envejece y nunca se detiene, no nos percibimos envejeciendo. “Todo”, es decir, no solamente el pelo que encanece, sino también el brillo de la mirada y el timbre de la voz y el color del rostro y el grano de la piel… Y el porte y el gesto y el andar… Todo: nunca terminaremos de decir ese “todo”. Y dado que es “todo” lo que se transforma, algo que nunca podremos circunscribir ni tampoco enumerar por completo, dado que es “todo” lo que envejece en nosotros, nada se separa lo suficiente, aisladamente, como para que se haga notar –o tan solo lo anecdótico (la famosa primera cana de las mujeres de treinta años ante el espejo). Luego nos topamos un día con una fotografía que data de nuestra juventud y exclamamos: “¡Ah, cómo envejecí!”. Acontecimiento “sonoro”, aun si lo retenemos in petto y lo guardamos para nosotros mismos, que no le habla más que a uno: súbitamente surge esa constatación, a título de resultado, que hace que apenas nos reconozcamos. Vivimos una separación amorosa como si fuera un acontecimiento: los amantes un día se pelean a los gritos. De pronto se incriminan ruidosamente el uno al otro, en cuanto “sujetos”, “tú” y “yo”, y sin más consideración hacia aquello que, en la situación, se ha transformado silenciosamente –insidiosamente –: la grieta que se ha vuelto fisura-hendidura-falla-brecha y finalmente foso –el hueco– hasta el punto en que actualmente están…
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Un silencio, una reticencia, “nada” o algo que en su momento pasó como anecdótico y a lo sumo no era más que un matiz, hizo silenciosamente su camino o excavó sordamente su cauce hasta esa mañana en que descubren que efectivamente llegaron allí, al corazón del desastre, extraños uno para el otro. Los posibles imperceptiblemente se contrajeron, una intimidad nocturnamente se deshizo, algo no dicho se condensó, un muro de indiferencia se solidificó, con el correr de las horas, los días, sin que sepan de dónde vino y sin que lo hayan notado. Y por supuesto, sin mala voluntad. Luego un buen día, ese muro acumulado se levanta definitivamente entre ellos, infranqueable, y salta a la vista. ¿Hasta qué punto son ellos mismos responsables de sus propias elecciones, en tanto que sujetos de iniciativas, y de lo cual inevitablemente, torpemente, entonces se acusan? ¿O no será más bien una evolución conjunta lo que ha minado poco a poco su relación, en el curso del tiempo, tanto más peligrosa en la medida que se les escapaba y sobre la cual nunca encontraron un soporte –una razón– suficiente para hablar? Ese poder implicado en la transformación silenciosa es tal que desemboca así, sin que lo advirtamos, en lo que se afirma al fin abiertamente como una completa inversión: del amor se ha pasado a la indiferencia, sin que ni siquiera se lo haya notado. Esa potencia contenida incluso es tan grande que, si bien el resultado ahora nos sorprende mucho, retrospectivamente, por comparación con el estado anterior, no deja de parecernos que se dio naturalmente desprendiéndose de la situación y secretada por ella. Nosotros que nos habíamos deseado tanto, tanto que la menor ausencia de uno o del otro nos
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dolía, hoy ya no nos conocemos y eso incluso nos parece, llevado por el desarrollo de las cosas, por más desconcertante que sea, algo obvio. Es decir que aquello que hace poco todavía hubiéramos creído imposible, o que ni siquiera habríamos podido imaginar, finalmente es resultado de ese desarrollo silencioso a tal punto que tampoco tenemos ya un apoyo, por último, para oponernos a ello o simplemente para que pensemos en sorprendernos.
II – Pero consideramos ahora el concepto de transformación silenciosa ya no como retrospectivo, sino como prospectivo; o no lo pensemos como descriptivo, tampoco como prescriptivo, sino más bien en el lugar del método imposible. En primer lugar, que la apuesta de la cura es una transformación lo dijo el mismo Freud en muchas ocasiones y de diversas maneras. Desde el momento en que liquida la perspectiva intelectualista que ha dominado la filosofía, la que vería en la cura el advenimiento de la verdad del sujeto, hacia lo cual conduciría la interpretación, Freud no tiene otro medio para pensar en efecto la des-fijación que se ve realizarse en el análisis. Esa transformación puede decirse tanto de una manera como de otra: como transformación de lo inconsciente en consciente (y el psicoanálisis no actúa, afirma Freud, “sino en la medida en que se halla en condiciones de llevar a cabo esa transformación”); o como transformación de un conflicto patógeno en “conflicto normal”, es decir que el paciente esté en condiciones de regular.20 20
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No obstante, ¿aclaró Freud suficientemente cómo se efectúa esa transformación? Es decir, ¿cuál es la naturaleza –el “seguimiento”– de su camino? Una transformación así, lo dice con frecuencia, no puede ser concertada; exige tiempo para desarrollarse; se realiza sin marcas ostensibles a la vez que entabla una mutación global, donde se ve implicada toda la vida del paciente (incluso ese todo configura su aspecto doloroso y su dificultad); y no puede evaluarse sino a posteriori, cuando por fin un bloqueo se ha levantado y constatamos sorprendidos el resultado (al mismo tiempo que ese resultado parece algo obvio). Otros tantos rasgos que me llevaron pues a entender lo que pasa en la cura remitiéndome a esta antigua formulación china, que leí en Wang Fuzhi, en una digresión de su historia de los Song, pero que podemos convertir también, según creo, en un concepto para el psicoanálisis: “desplazamiento subterráneo –transformación silenciosa”, qian yi mo hua. Puesto que en verdad se trata de un “desplazamiento” en la cura; se trata de hacer que se muevan cosas en uno mismo de manera que ya no seamos “retenidos atrás” y se pueda avanzar de nuevo. Pero ese desplazamiento está oculto, es “subterráneo”, y toca los estratos más íntimos de la vida del paciente con respecto a los cuales no tiene distancia y por lo tanto tampoco recursos. Por otra parte, aun si el analizante habla, y aun si no hace otra cosa durante la sesión, la transformación implicada no deja de ser “silenciosa”, porque avanza de sesión en sesión sin avisar cuándo ni cómo, e incluso sin que el paciente lo piense, como un proceso continuo que en principio se realiza en gran medida sin que lo sepa. No será sino después, como conclusión, que llegará a
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aflorar el acontecimiento liberador: el paciente un día se percibe, a la vez que sigue siendo el mismo, como completamente diferente; ve que su vida está desobstruida, que su pulsión se ha despegado, que su investidura de energía se ha desatascado. Lo que también es válido, me han hecho notar, en psiquiatría: durante tres años, el paciente autista vivía en su burbuja, replegado sobre sí, sin comunicarse e incluso sin moverse; su caso parecía desesperado (nos relataba Jean Oury). Y una mañana, saluda a este último con un “¡Buenos días, señor Oury!” que se oye fuerte y produce un acontecimiento. Tal es el afloramiento sonoro de una transformación silenciosa que hizo su camino sin avisar. El mismo Freud es de lo más esclarecedor al respecto cuando llega a distinguir “saber” y “saber”, ¿y no es entonces además cuando se desprende de la manera más evidente de la perspectiva intelectualista que dominó la filosofía clásica europea? Si el analista, reconoce Freud, transfiere su saber al paciente “comunicándoselo”, eso no tendrá ningún resultado o a lo sumo sólo puede servir a título de “puesta en marcha” de la cura. Si se le dice en efecto el sentido de su síntoma, el paciente sabrá entonces algo que “hasta entonces no sabía”, “y sin embargo lo sabe tan poco como antes”.21 De allí el reconocido fracaso de toda tentativa de persuasión por parte del analista, pues, ¿qué peso tienen los argumentos, qué impacto pueden tener frente a ese bloqueo que el paciente ni siquiera sabe dónde se ubica ni cuál es? El saber comunicado no se vuelve saber efectivo sino cuando se apoya en una transformación silenciosa que se 21
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efectúa de manera latente y demasiado global como para que el analizante pueda expresarla de entrada, cualquiera sea por otra parte el trabajo que realice para tal fin. Es además ese proceso de transformación que pone en juego los diversos aspectos de su vida, donde cada uno es solidario de los otros, lo que justifica la alusividad de la asociación libre a la que se lo invita; y lo que hace entender entonces su más mínima palabra, anodina como tal, menos como el enunciado de un querer decir deliberado que como el eco sonoro de “desplazamientos” subterráneos que no llegarán sino mucho más tarde, por transmisión sísmica, hasta la conciencia. Está menos ligado a proyectar un modelo sobre las cosas que a explotar el potencial de la situación; porque igualmente no aspira tanto a desdoblar el mundo, entre lo físico y lo metafísico, sino a aprehender el juego de las influencias y de las incidencias que todos los factores del mundo ejercen correlativamente unos sobre otros, hasta el infinito, el pensamiento chino nos vuelve atentos para detectar los mínimos indicios de una transformación que en su fondo se nos escapa (al mismo tiempo que es “natural”, algo que los chinos han llamado el “Cielo”). Puesto que no es tanto la oposición entre lo visible y lo inteligible lo que le interesa al pensamiento chino, como dos niveles del Ser, sino la transición que lleva al afloramiento, cuando el fenómeno sale de la imperceptibilidad, en el estadio de lo “sutil” y de lo “ínfimo” (wei), y todavía no hace más que despuntar en el seno de lo sensible. Del estadio de la manifestación inmóvil y ruidosa aprende así a remontarse a su fuente (yuan), al tiempo del “comienzo” (noción de ji en el Clásico del cambio), cuando empieza a oírse –apenas– la evolución por
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venir, pero ya se la puede predecir a partir de su propensión. Ahora bien, me pregunto, ¿acaso el psicoanalista no está comprometido en la misma clase de observación? ¿No hay allí otros tantos abordajes que, en su coherencia, pueden contribuir a esclarecer de soslayo aquello que en la cura, cuando sólo es considerada a partir de las opciones teóricas de la filosofía europea, corre el riesgo de ser dejado en las sombras, o bien ser forzado a una racionalización centrada en la búsqueda de la verdad, que no le resulta adecuada? Incluso la relación de lo latente y lo patente, inherente a los procesos psíquicos ordinarios aun antes de que intervenga la cura, puede ser aclarado por lo que nos enseña China acerca del curso de todo proceso: “latente” y “patente” (you y ming) constituyen un par, como el yin y el yang; todo aspecto patente contiene en sí su reverso latente (como los seis trazos patentes del hexagrama que remiten a los seis trazos inversos contenidos en su fondo latente y que llevan la figura a la transformación); o también, todo lo que encuentra su ruta obstaculizada, y no puede advenir de un modo patente, no por ello desaparece, sino que se retira a su latencia –dicho de otro modo, resulta reprimido. Queda así a la luz, desde un punto de vista funcional, o más precisamente procesual, aquello sin lo cual la noción de “Inconsciente” en Freud corre el peligro de fijarse y, al aislarse, de caer en algún tipo de hipóstasis. Recordemos que Freud se interroga por las pruebas de la existencia del inconsciente como anteriormente se indagaron, en la metafísica occidental, las famosas pruebas de la existencia de Dios (en su magnífica disertación sobre el inconsciente de 1915). Volver
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a situar el inconsciente dentro del proceso de las transformaciones silenciosas desarmará así provechosamente ese monolitismo (monoteísmo) que lo amenaza.
III – El pensamiento chino nos ayuda así a captar más detalladamente el proceso implicado en la transformación silenciosa, o lo que antes llamé con esa expresión familiar que en adelante debemos convertir en pensamiento: “hacer su propio camino”. Porque, ¿qué quiere decir, a propósito del análisis, que hace falta un desarrollo? Que no se puede precipitar el curso; que el trabajo del analizante puede ser favorecido, inducido, estimulado, e incluso precipitado por la intervención del analista, pero que no por eso este último puede forzar su marcha; y que apelar sólo a la buena voluntad, sin dejar que llegue lo que debe llegar, corre el riesgo de estropearlo todo. O también que el tiempo que se extiende entre las sesiones no es un tiempo muerto (por otro lado, nunca existe un tiempo “muerto”, más bien en él se inician nocturnamente las inflexiones), sino que cumple su papel para hacer que, cuando los datos se decantan, se realicen los desplazamientos subterráneos, las adherencias sordamente se deshagan y poco a poco suban capilarmente a la superficie las evidencias, que se vinculan tentacularmente entre sí y se imponen. En suma, hay una inmanencia propia de esa transformación silenciosa que es conveniente respetar: al mismo tiempo que se hacen esfuerzos, se dedica tiempo y se sufre, hace falta una disponibilidad –aunque justamente liberándose del “hace falta”– que permita acoger lo que se realiza en uno mismo durante ese transcurso, y conduce por su propensión al resultado.
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Esa transformación interior sigue su curso, nos dice Mencio, como lo hace el camino del agua. El agua en efecto no avanza sino proporcional y simultáneamente –entendamos bien esta fórmula, que dice tanto sin que parezca decir nada: “Hasta que no haya colmado la cavidad que está en su paso, el agua no va más lejos” (VII, A, 24). Pero “penetrar” espiritualmente es también del orden de la acumulación y del paso que se efectúa poco a poco. Es imposible saltar etapas, franquear jalones, forzar la comprensión. En cambio, cada vez que ha llenado la cavidad encontrada, el agua se desborda entonces por sí sola para avanzar. Continúa progresando imperturbablemente, llevada por su propio movimiento. Lo mismo ocurre con la mente: a partir de lo que ha empezado a aclararse en nosotros gracias a nuestro esfuerzo, luego la iluminación alcanzada se propaga y se infiltra en los menores rincones, sin tolerar más una sombra, y se “comunica” poco a poco, por todas partes, sponte sua. China pensó esa transformación silenciosa bajo el aspecto de la maduración. Como tierra de agricultores y no de criadores (estos sólo se encuentran en sus confines), no dejó de meditar sobre el fenómeno tan extraño como familiar del crecimiento de una planta. No percibimos la espiga creciendo, un fenómeno que a la vez es global y continuo, sino que un día constatamos que está madura y que es tiempo de cortarla. Y la relación instaurada en la cura, ¿no sería en algún punto del mismo orden? ¿O no podría aclarar así de soslayo su costado activo y a la vez su modo de dejar pasar? El campesino, dice Mencio (II, A, 2), debe abstenerse de “tirar de los brotes” para lograr que crezcan: debe cuidarse de buscar
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“directamente” el efecto. Porque entonces fuerza el proceso iniciado y la planta pronto se habrá de secar; sin saberlo ha producido, por su activismo, un contra-efecto. Pero tampoco debe hacer lo contrario, quedarse pasivamente al borde del campo y mirar lo que crece, como diciendo: espero que algo crezca… ¿Qué debe hacer? Lo que todo campesino sabe: de un día para otro, por intervalos, labrar, escardar al pie del brote y favorecer el crecimiento; ni forzar el proceso ni desentenderse de él o bien, como dice tan intensamente la fórmula canónica: ni “pegarse [y presionar demasiado] ni irse [y dejar abandonado]”, bu ji bu li; sino remover periódicamente la tierra y contribuir a la maduración. Porque el crecimiento puede (debe) ser inducido, estimulado, asistido, pero dentro de su curso se realiza por sí solo. Falta aclarar más en detalle cómo se articulan, por un lado, el largo tiempo de la maduración silenciosa que escapa de la atención, y por otro lado, lo súbito de su afloramiento sonoro, que produce el acontecimiento. Fácilmente creeríamos en una ruptura, en todo caso percibimos una discontinuidad entre ambos. Porque no vemos la espiga crecer y luego, de pronto, una mañana, comprobamos que está madura y lista para cosechar; o no vemos que se hagan progresos hacia la curación, pues las resistencias son muy tenaces, y luego un buen día descubrimos que el desatascamiento tuvo lugar, que la fijación ya se ha deshecho: ¿cómo dar cuenta del pasaje entre ese “todavía no” y ese “ya está” (“está hecho”)? Entre la paciencia de la espera y el surgimiento del resultado, el tiempo presente –medio– se escapa. “Como con un salto”, dice lacónicamente Mencio (VII, A, 41). Precisamente porque la progresividad es silenciosa no
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nos damos cuenta sino a posteriori del beneficio en el cual desemboca, cuando el resultado ya es un hecho. Pero ese surgimiento del resultado, que se efectúa “como” por medio de un salto, sólo introduce una discontinuidad aparente. Lo mismo ocurre entre el maestro y el discípulo y tal vez también, me atrevería a decir, entre el analista y el analizante (porque en cada caso se trata de una relación de colaboración): ¿cómo se produce la conjunción entre la inducción-instigación por parte del primero y la “realización” por el segundo (en los dos sentidos del término: “hacer que exista” y “darse cuenta precisamente de”, to realize? El primero (el maestro) “tensa [el arco], pero no dispara [la flecha] –dice Mencio– como con un salto”. El primero ha efectuado con tanta precisión el emplazamiento y la condición, limitándose a ello y dejando que el otro actúe por sí mismo, que la continuación (acertar en el blanco) se derivará sponte sua. O dado que, como expresa precisamente un comentarista, el maestro muestra cómo uno se prepara y no cómo se lleva a cabo; pero de la completa adecuación de las condiciones surge “ya” la “sutileza” de la “obtención” –que era imposible de comunicar (por lo que sería inútil tratar de enseñar y persuadir). También allí la ruptura sólo es aparente: aquello que parece surgir así, por un salto, en disonancia con nuestro control y nuestra experiencia, no es de hecho sino el fruto de la inmanencia que actúa en el desarrollo emprendido. Por lo tanto, hay en verdad un “beneficio” (li) e incluso sólo las transformaciones silenciosas son eficaces, nos dice el pensamiento chino, en todo caso mucho más que las acciones, de las cuales se habla y que causan
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sensación, pero que siempre dependen más o menos del milagro. No obstante, ¿no es fatal que dicho beneficio sólo sea reconocido justamente a posteriori, con atraso, si es que se lo llega a reconocer? Puesto que, llevado por la situación que se ha inducido, luego parece derivar “naturalmente” y no podría llamar la atención, ni mucho menos ser retribuido. El gran mérito de aquel que supo iniciar esas transformaciones, aunque dejándolas encaminarse, no se ve. Se confunde con su éxito; y por tal motivo se da efectivamente el éxito, asimilado por la situación, y no el forzamiento que de entrada se hace notar, pero que producirá infaliblemente resistencia y contra-efecto. La cuestión no es más que teórica. Del (verdadero) gran general, “no hay nada que alabar”, decía ya el Sunzi, porque tan bien supo hacer madurar silenciosamente la victoria que se la cree “fácil” (y entonces no se piensa en alabarlo por ella). Igualmente, encontré a varios psiquiatras que me dijeron: si bien es cierto que sólo esas transformaciones silenciosas hacen que las cosas efectivamente se muevan, a largo plazo, y resultan benéficas, en cambio cuesta mucho hacerlas comprobables y por ende que puedan ser retribuidas. Es más cómodo facturar “acciones” médicas que son contabilizables, porque tienen principio y final señalados, porque se ven y se suman y remiten a la iniciativa de un sujeto (agente), que se supone de buen grado su autor. Aun cuando se presienta que no tendrán efecto. Quiero pagarle un “acto”, una sesión, los tres cuartos de hora que pasaron y la electricidad consumida para calentar la habitación… Pero, ¿puedo pagarle una “transformación silenciosa”?
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Hallaremos el mismo problema, de manera general, en toda gestión de procesos, y por lo tanto también en política. Se preferirá anunciar medidas y golpes de timón antes que iniciar inflexiones discretas que hagan nocturnamente su camino y puedan efectivamente invertir la tendencia (por ejemplo, en cuanto al desempleo, etc.). Pues nuestra concepción de la eficacia está ligada en Europa, por la valoración del acto, a los acontecimientos y por consiguiente a lo espectacular y a lo heroico; para nosotros sigue derivando, mal que bien, de la epopeya. No sabemos advertir, en cambio, las transformaciones entabladas encubiertamente, que hacen su camino en silencio y que luego producen frutos. Es la alternativa que en definitiva hay que sacar en limpio, sin perjuicio de luego querer entrecruzar ambas opciones: o bien confiamos en la acción, que se destaca y de la cual se habla, pero que justamente, en la medida en que se destaca y se impone, responde al plan proyectado y nunca se desprende enteramente de la proyección fantasmática de un sujeto; o bien confiamos en la transformación, iniciada discretamente, que incide en el curso de las cosas porque se deja llevar por él, absorbida en la situación, que avanza sin proclamaciones, y de la cual no se nos ocurre hablar.
IV – El concepto de transformación silenciosa recapitula a su vez los anteriores, podremos considerar a partir de él todos esos puntos puestos dentro de una serie. Preguntemos entonces, finalmente: ¿en torno a qué giran, o qué contorno dibujan, hay algún centro en ese recorrido? No tanto qué eje diseñan, de manera proyectiva,
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prescriptiva, sino qué pozo hacen aparecer, como fondo o como recurso, desde debajo de los recubrimientos de la teoría y de un abordaje de lo que sigue, en el cual la cura irá discretamente a abrevar, sin identificarlo claramente. –Disponibilidad expresa la posición sin posición que le permite al psicoanalista captar el habla del analizante conservando abiertas todas las posibilidades, sin proyección ni prevención, de modo de no desatender lo que puede ser significativo, aun cuando, o más bien porque (y aun en mayor medida porque) no se inscribe ya en un campo de significación esperado y determinado. –Alusividad expresa simétricamente la capacidad de referir sin referir, que es la condición de posibilidad de la asociación libre a la que se invita al analizante, o dicho de otro modo, cómo su palabra remite con tanta mayor precisión (pertinencia) a lo que está en el origen del síntoma en la medida en que lo hace encubiertamente, inocentemente y a distancia. –El sesgo (lo oblicuo) dice cómo desmantelar (desconcertar) estratégicamente unas resistencias que no se pueden atacar de frente porque no se sospechan; y la influencia, de manera positiva, expresa cómo modificar (un bloqueo, un comportamiento) de un modo que no puede ser concertado ni asignado y que por ende pasa desapercibido para quien es atravesado por ello. –Des-fijación significa la operación de desatascamiento que se produce entonces en la cura, volviendo a poner en movimiento (o “en marcha”, como se dice familiarmente) aquello que, por adherirse al punto del trauma, quedó fijado y ya no permite avizorar un futuro ni avanzar. –Transformación silenciosa expresa finalmente en qué consiste el proceso de la cura considerado en su conjunto, demasiado global y continuo como
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para que podamos observar el trabajo de modificación sordamente iniciado, antes de que se manifieste luego, de manera tanto más sonora, su resultado. Otras tantas coherencias sirven como conceptos que se responden pentagonalmente –un cuadrado sería demasiado simétrico y demasiado estable– para hacer que aparezca no tanto lo que estaría en juego en la cura, sino en primer término el juego que es preciso ejercitar, lo que hay que volver a poner en juego, para que la cura tenga lugar. Y entiendo aquí “juego” en un sentido completamente funcional: el espacio libre que hay que volver a disponer, lo que hay que sacar del estancamiento, para que las cosas puedan de nuevo “andar”, para que algo pueda “llegar”. “Juego” en el sentido del ludus de la alusión, cuando en lugar de decir directamente algo, la palabra se pone a “jugar alrededor”. 1– En verdad, ese juego que sabe preservar en sus expectativas y sus concepciones es lo que le permite al psicoanalista captar sin fijación ni prevención lo que surge inesperadamente en la palabra del analizante y causa un síntoma. 2– O tal es el juego interno de la palabra de éste último y que permite que se pueda aproximar, al escucharlo, desde lo dicho a lo no dicho. 3– O ese juego, liberado por la cura, es lo que permite rodear desde diversos ángulos, por el margen de maniobra que autoriza, las resistencias, así como dejar que la influencia, de manera ambiental, invasiva, se expanda y se infiltre. 4– O bien, además, sería el juego que repone, en el seno del aparato psíquico, la des-fijación efectuada en la cura despegándola de adherencias. 5– O por último es en el juego que dejan los tiempos muertos, de una sesión a la otra, o en los silencios, donde la transformación puede efectuarse sordamente.
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Si las condiciones del “juego” no fueran dispuestas correlativamente (y además, ¿no trabaja el dispositivo de la cura para prepararlas?), ¿podría pasar “algo”? Dicho de otro modo, el juego está en el “entre” que reabre el espacio de la relación. ¿Qué es una cura, si no (re)activar el entre, liberando al mismo tiempo las posibilidades? El psicoanalista se mantiene en el entre de la “atención flotante”, sin inclinarse por nada; la palabra del analizante evoluciona entre lo implícito y lo explícito; el sesgo despliega y diversifica el acceso entre los ángulos de ataque, en lugar de chocar frontalmente con el obstáculo, así como la influencia se expande entre los gestos, las actitudes, las reacciones, al igual que entre la palabra y el silencio; la des-fijación restablece también el entre en relación con lo que se ha bloqueado, se ha replegado en sí mismo, se aísla y se focaliza. Y en primer lugar la transformación emprendida en la cura se realizaría en ese entre que comunica al analista y al analizante. Si digo que la cura no actúa de otra manera que activando el entre, o restableciendo el juego, esto significa que su interés, desde el punto de vista especulativo que me interesa, está en que no actúa por o bajo ninguna causa (“causa” que haría que se pudiera “explicar” lo que pasa allí), y por lo tanto sin trascendencia alguna (sobre toda la del psicoanalista, como lo prueba el juego de transferencia-contratransferencia). Por eso, el psicoanálisis efectivamente descarta a Dios o lo pone “fuera de juego” (y sería el mejor argumento para un tratado inteligente de “antiteología”). Al restablecer el “juego” o el entre de esas diferentes maneras, la cura prepara las condiciones para que progresivamente regrese la inmanencia, que el proceso se reencauce por sí mismo en
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el seno de lo que se había quedado fijado y que se reabra al futuro, volviendo de nuevo viable lo que se había atascado en el pasado. Desde el punto de vista neurofisiológico que asumió en un principio, creo que Freud percibió que efectivamente todo se realiza en el entre. Al final de La interpretación de los sueños, leemos esta frase de advertencia que dice más de lo que parece en la medida en que trastorna nuestras representaciones: “Nos libraremos de todo abuso de este modo de figuración [el de los dos sistemas del aparato psíquico] recordando que las representaciones, los pensamientos, las construcciones psíquicas en general no deben ser localizadas en absoluto en elementos orgánicos del sistema nervioso, sino, por así decir, entre ellos (zwischen ihnen, subrayado por Freud)”, “allí donde resistencias y aperturas de caminos constituyen el correlato que les corresponde”. “Por así decir”, so zu sagen, dice Freud con miras a introducir una concepción que no está instalada en el pensamiento occidental y a la cual debe abrirle un camino. El pensamiento europeo, como es sabido, ha pensado (construido) el “más allá” de la superación y de la profundización por proyección, el meta de la meta-física (¿y no sería también en Freud el de la meta-psicología?), pero dejó habitualmente a oscuras el pensamiento del “entre” –ya no meta, dice el griego, sino metaxy. Pero los pensamientos del Extremo Oriente, en cambio, debido a que no están constituidos por la fijación en el Ser, ni tampoco en la Verdad, y que son libres por consiguiente del poder determinante y sobre todo asignante del logos, han estado particularmente atentos a ese “entre” donde todo pasa: el “entre” (jian) que en
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primer lugar es el “entre Cielo y Tierra” similar al gran soplo del cual se dice que “vacío, no está en calma, y cuanto más se lo mueve, más se retira” (Laozi, 5). Lo que significa de manera parecida el famoso ma de los japoneses, como vacío intersticial que preserva el juego, y del cual ya no es preciso hacer una hipóstasis (de nuevo la metafísica), así como no hace falta en el zen conformar la moral poniéndola en imperativo (el estúpido “sea usted zen” de nuestra publicidad). Pero veamos sencillamente el sinograma de ese “entre” (jian) : representa el claro de luna (o la luz diurna) que pasa a través o debajo de los dos batientes de la puerta y por eso alumbra. Pero también significa, paralelamente, “estar cómodo”, distendido, disponible, desocupado y “no atascado”… Si la metafísica promovió y probó su fecundidad en su empresa de separación y de identificación, a la vez por asignación y proyección, en especial para servir de base a una construcción posible de la verdad y de la ciencia, en cambio, para pensar el vivir habrá que liberarse de ese pensamiento de los opuestos determinados en esencias, “entre” los cuales ya no habría, dice el metafísico, más que sombras y simulacros que se perfilan fugazmente en el muro de la Caverna. Vale decir, nos hemos dejado fascinar por los Extremos, que se separan en identidades, porque están cómodamente señalados y sirven para el análisis tipo- y topo-lógico; pero es sin embargo en el “entre” donde eso pasa (“eso”: lo indeterminado por transición). Por tal motivo nos corresponde ahora, por oposición, darle consistencia al “entre” que conduce a pensar ya no la fuente de la verdad exclusiva, sino de la ambigüedad; ya no unas diferencias
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que sirven para la definición, sino el fondo indiferenciado; ya no la elección drástica y dramática de la moral, sino la evolución en lo posible de una a otra eximiéndose de la finalidad. Pues ¿a qué apunta vivir, en sí mismo, que pudiera servirle de objetivo asignado o de “meta”? ¿No tiende solamente a continuar superándose y avanzando, sin perjuicio de que allí se inserten todas las sublimaciones y las satisfacciones que se deseen? Ese entre que hay que pensar ya no es por tanto el de la mezcla considerada falaz y desdeñada por la metafísica, que la arroja a lo empírico, que entonces hay que desentrañar, sino el “entre” de lo que se “mantiene” entre o bien, como lo dice condensadamente el término, lo que se “sos-tiene” –ya sea el sostenimiento de la palabra o de lo vital.22 Se habrá notado que lo que justifica finalmente, para mí, el psicoanálisis (y que hace que me interese como posibilidad del pensamiento, aunque no me inmiscuya en él) es que al reactivar experimentalmente (protocolarmente) el entre, y en primer lugar entre ellos dos, el analizante y su analista, pueda sacar el vivir del estancamiento que lo fija, y así reiniciarlo. Vivir: ¿qué más podemos pretender en la vida sino acceder a ello?
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Con lo cual prosigo aquí, desde otro ángulo, mi ensayo anterior, Filosofía del vivir (especialmente cap. 3, “El entre de la vida”). [Hay en las últimas frases un juego de palabras intraducible: l’“entre” de ce qui se “tient” (el “entre” de lo que se “sostiene”), y luego l’“entretien” (“mantenimiento, sostenimiento”, pero también “entrevista”, “conversación”). [T.]
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Entiendo aquí justificación menos en el sentido de rendir cuentas (pues todo pensamiento se desarrolla necesariamente –legítimamente– a partir de cierta arbitrariedad) que en el sentido técnico del impresor, desplazado hacia lo simbólico: el impresor encuadra su texto en la página, ajusta los blancos y las notas. Pero, ¿cuál era el encuadre de este ensayo? Pues no podría ignorar esta paradoja: en las páginas precedentes intenté aclarar de soslayo (el “sesgo chino”) algo de la experiencia de la cura que Freud, preso como estaba en el aparato teórico europeo, tal vez hubiese dejado en la sombra, insuficientemente explicitado. Pero como dije al comenzar, no tengo experiencia personal de la cura –ni como analista ni como analizante; mi energía no está en discusión. A lo cual respondería dos cosas. En primer lugar, no se comprende un pensamiento sino asumiendo la medida de la velocidad a la que piensa, y por lo tanto, la distancia que mantiene con su objeto. Velocidad y distancia que están en función del deseo investido: de su modo de impaciencia y
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de agresividad, de su manera de atacar las dificultades. Pero una y la otra tienen sus efectos: pueden permitir, cuando se incrementan, que no se conserve la vista “clavada encima”, sino que se despegue. O para retomar los términos que acabo de emplear, por sí solas restituyen, por la movilidad que favorecen, el “entre” o el juego en el pensamiento. Si hubiera tenido una experiencia prolongada del psicoanálisis, me habría atado, fijado, y no hubiese escrito estas páginas. No me hubiese arriesgado a hacerlo o ni siquiera lo hubiera pensado. En todo caso, no hubiese tenido la velocidad y el alejamiento que hacen falta para avanzar tan libremente –o digamos: insolentemente– entre esas cuestiones, es decir, con esa modalidad y ese ritmo (y en primer lugar, ¿habría podido plantear las preguntas?). Como señalé ya en El valor alusivo, cuando empezaba mis investigaciones, Barthes no hubiera podido escribir El imperio de los signos si se hubiese quedado dos meses más en Japón, o hubiese empezado a aprender japonés. Aunque por supuesto –lo que es el segundo punto (contrapunto) de mi respuesta–, a imagen del impresor que perfila su texto en la página, me corresponde indicar los límites que, por uno y otro lado, circunscriben este texto; al igual que precisar qué segmento de pertinencia, al evolucionar tan libremente entre ellos, puede ocupar. Este ensayo se concibió entre la lectura de Freud y la frecuentación del pensamiento chino; o digamos que trató de producir, a partir de su distancia, el entre
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entre ambos. Si me propuse leer a Freud en aquello que tal vez no expresaba suficientemente, o que dejó en suspenso, es porque lo leo desde afuera –un afuera que él no imaginaba, pero que hace reactivar sus concepciones. Por otro lado, es la misma manera en que leí a Platón o a Aristóteles en ensayos anteriores: al hacer intervenir al respecto coherencias chinas con las cuales sus pensamientos van a enfrentarse, a la vez se pueden explorar más en sí mismos y renovarse, evaluando lo que no pensaron. En suma no hice aquí más que retomar ciertas coherencias chinas elaboradas en ensayos precedentes para orientarlas, a través del psicoanálisis, hacia nuevos desarrollos. El concepto de disponibilidad se basa especialmente en los primeros capítulos de Un sabio no tiene idea23; el de la alusividad se remonta a El valor alusivo así como a El desvío y el acceso (cap. 14-15); el de la oblicuidad al comienzo (cap. 2) de El desvío y el acceso, así como al Tratado de la eficacia24; el de la des-fijación a La sombra en el cuadro25 (cap. 12) así como a Nutrir la vida26 (cap. 2); y por último, el de la transformación silenciosa al ensayo del mismo nombre. Con lo que llamo así “coherencias” chi23
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Un sage est sons idée, Seuil, 1998 [ed. en esp. Un sabio no tiene ideas o el otro de la filosofía, Siruela, Madrid, 2001]. Traité de l’efficacité, Grasset, 1997 [ed. en esp. Tratado de la eficacia, Siruela, Madrid, 1999]. L’ombre au tableau, Seuil, 2004 [ed. en esp. La sombra en el cuadro, Arena Libros, Madrid, 2009]. Nourrir sa vie, Seuil, 2005 [ed. en esp. Nutrir la vida, Katz, Buenos Aires, 2007].
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nas (término que remite en chino a la noción de li) y con las que intento elaborar conceptos (es preciso repetirlo: no desdeño la historia, sino que abstraigo), trabajo para tejer una red problemática que extiendo al psicoanálisis. No comparo, sino que pongo enfrente e invito a un pensamiento familiar –en este caso el de Freud– a reflejarse en ese otro del que no tiene idea. Tal es la apuesta de estas páginas: abrir un nuevo espacio de reflexividad donde nuestros a priori se pongan bajo sospecha, se alteren e incluso empiecen a moverse. Es también para mí una manera de hacer que trabajen las concepciones chinas sacándolas del contexto de moralidad, tedioso por su reiteración (las simplezas de la “sabiduría”), en el cual tan a menudo vienen envueltas. Leerlas efectivamente, en mi opinión, es sacarlas fuera de su crisálida formularia, aburrida por su conformismo, y hacerlas servir para nuevos usos. O por así decir, al hacerlas venir al terreno del psicoanálisis, darles grano para moler. Al menos es la manera en que decidí ser sinólogo.
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ÍNDICE
ADVERTENCIA 7 DISPONIBILIDAD 21 ALUSIVIDAD 43 EL SESGO, LO OBLICUO, LA INFLUENCIA 67 DES-FIJACIÓN 91 UNA TRANSFORMACIÓN SILENCIOSA 111 NOTA JUSTIFICATIVA 135
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