Ciencia Sin Seso - Marcelino Cereijido

November 9, 2017 | Author: Kinan Kahel | Category: Science, Knowledge, Homo Sapiens, Mythology, Greek Mythology
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Descripción: Ciencia sin ceso. Lo que debes saber al estudiar una ciencia....

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ciencia

y técnica

CIENCIA SIN SESO, LOCURA DOBLE * ¿Estás seguro de que te quieres dedicar a la investigación científica en un país subdesarrollado? por

MARCELINO CEREIJIDO

* Baltasar Gracián

¿Y si no estudiamos nuestra propia realidad... quién lo ha de hacer por nosotros? RISIERI FRONDIZI,

La universidad necesaria

Encuentro cada vez más difícil recomendarle esta carrera en investigación básica a los jóvenes brillantes que cada día me piden mi opinión. PROFESOR DE BIOLOGÍA DE BERKELEY, suplemento de Science: The end of the frontier?, Washington, DC, enero de 1991 Dedicarse a la investigación, a menudo se debe a una crisis personal de hondas consecuencias, que sacrifica el éxito material en aras de una vocación incierta [...] A lo sumo, como dijo un informante, podrá dedicarse a "barrer los rincones" recogiendo los pocos resultados que quedaron sin cubrir en el extranjero [...1 algunos investigadores entrevistados, especialmente los más jóvenes, confiesan una sensación de futilidad [...] Para muchos, la investigación se vuelve una ocupación irreal, una forma de escapismo y de parasitismo, en que el individuo se pasa la vida jugando con algún tema que no deja huella. LARISSA LOMNITZ, La antropología de la investigación científica en la UNAM

a mis colegas mexicanos, porque con su generosidad y sabiduría han acogido a muchos investigadores extranjeros que, como en mi caso, nos vimos forzados a alejarnos de nuestras patrias.

INTRODUCCIÓN

Cuando oigo que en nuestro vapuleado tercer mundo* un científico maduro trata de convencer a un joven de que se dedique a la investigación, evoco, por supuesto, los amables consejos de los maestros que me iniciaron en la profesión de investigador: una de las más fascinantes que el ser humano puede desempeñar. Pero cuando le oigo hacer las consabidas referencias a Galileo, Darwin, Pasteur y Einstein y, sobre todo, cuando asevera que su país necesita investigadores, no puedo evitar entonces una sensación de abochornada culpa ante la involuntaria estafa que se perpetra, pues sé muy bien que no le explicará al joven en qué consiste la profesión científica en el tercer mundo, cuál será su integración al resto del quehacer local una vez que haya completado su formación, ni en qué condiciones económicas deberá vivir y trabajar. Es el momento en que llamaría aparte a ese joven, lo invitaría a tomar un café... y yo también trataría de convencerlo para que se dedique a la ciencia -actividad que, de nacer de nuevo, yo volvería a elegir-, pero sin ocultarle otros aspectos de nuestra profesión. Lo haría con muchísimo cuidado, evitando que mi conversación lo disuadiera, pues los científicos latinoamericanos somos demasiado proclives a desgarrarnos las vestiduras; pero también con todo respeto, tomándolo como una persona sensata que está por consagrar nada menos que su vida a una tarea que desconoce, y no como a un futuro sabio que comienza su carrera cometiendo la estupidez de dedicarse a ella sin saber de qué se trata. En realidad, he tomado tantos de esos cafés, que hoy se me ha ocurrido redactar un texto, este texto, con mis puntos de vista sobre los temas que surgen con más frecuencia en esas charlas. Pero ¿no hay acaso miles de libros que narran la historia * Aunque la situación internacional ha cambiado y, en rigor, ya no existe un tercer mundo al desaparecer el segundo (los países socialistas), se han utilizado a lo largo del libro estos términos porque han adquirido un estatuto convencional propio. [111



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de la ciencia y de cada una de' sus lumbreras? ¿No hay ya tratados enteros sobre su filosofía, su estructura, su política y su economía? ¿No hay suficientes manuales detallando carreras, becas e instituciones? ¿No hay oficinas repletas de solicitudes, pliegos de condiciones, fechas de presentación y directorios? ¿No hubo ya ejércitos enteros de sabios eminentes que escribieron sus memorias? ¿Para qué un texto más? La respuesta es que, para empezar, la mayor parte de los tratados mencionados se refiere al primer mundo; en cambio, uno de los puntos en los que insistiré en este texto es que nuestra situación no se describe con sólo desteñir un poco esos esquemas, como si sólo difirieran cuantitativamente en cierta suma de dinero. En segundo lugar, porque en mi función de evaluador en el Sistema Nacional de Investigadores de México a lo largo de los últimos años, he revisado varios miles de solicitudes e informes, y acabé por convencerme de que sólo un pequeño porcentaje de los investigadores que fallan lo hacen por falta de inteligencia y originalidad y que, en cambio, la enorme mayoría de los rechazos se debe a una falta de profesionalismo. Abunda entre nosotros el investigador ultraespecializado, que sabe hacer las medidas que le enseñaron, obtener datos, analizarlos estadísticamente, pero que ignora la trama conceptual de la ciencia en la que su tema está engarzado; el que se esfuerza individualmente, o como subsidiario de su ex mentor en el primer mundo; el que luego eterniza el estudio de ese tema ocupándose de detalles triviales, porque no tiene autonomía para abrir un campo nuevo, ni fundamentos para inventarse un enfoque propio -como si la ciencia ya estuviera a punto de conocerlo todo, se hubieran agotado los grandes problemas y sólo quedaran por resolver detalles- y, sobre todo, porque cada investigador latinoamericano es esencialmente un lobo solitario: el trabajo grupal interdisciplinario es casi desconocido entre nosotros y, cuando se practica, no es raro que resulte penalizado por las instituciones. Pero ¿dónde y cómo se enterará un joven de qué demonio es la profesión científica en nuestra postergada región? ¿Con qué información podrá hacer el ejercicio de suponer que ya se ha graduado, que ayer regresó de su beca posdoctoral en Columbia o Heidelberg, que ya le destinaron un laboratorio, un cargo de profesor, y ahora debe mantenerse informado, creativo, produc-

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tivo, obtener dinero para costear sus proyectos, sostener su hogar, llevar sus hijos al dentista, comprarles ropa, e ir al cine? Hoy es difícil ser un investigador profesional en el tercer mundo, porque si bien ya tenemos las condiciones para formar investigadores tan buenos o tan malos como los del primero, debemos trabajar en el seno de culturas que no están preparadas para albergar un aparato científico-técnico-productivo moderno, y se presentan los siguiente problemas: a] Sumándose a ciertos coros posmodernistas, algunos personajes de Latinoamérica se han puesto a despotricar contra la ciencia y la tecnología, tal y como si alguna vez hubieran estado modernizados; tal como si, en consecuencia con sus posturas, estuvieran dispuestos a dejar de usar anteojos y no volver a leer por el resto de sus días, ni a encender la luz, ni a usar el teléfono, ni a ir al cine, o a resignarse a que las muelas se les pudran en la boca y aceptar que si a sus hijos se les inflama el apéndice cecal, revienten de dolor y mueran de peritonitis. Por el contrario, yo estoy convencido de que, si hay alguna solución a los problemas que afligen al llamado tercer mundo, requiere de conocimiento pues, francamente, no alcanzo a i maginar que la ignorancia sea el mejor medio para resolver problema alguno. b] Nos resulta muy difícil desarrollar un aparato científico

en nuestras naciones del tercer mundo y, sobre todo, vincularlo con el aparato productivo. Atribuimos tales dificultades a la supuesta endeblez de nuestra ciencia, sin advertir que, por el contrario, los productos de nuestra ciencia alcanzan un nivel de excelencia con el que por ahora nuestra industria no puede ni soñar. Así, los artículos científicos que producimos se publican en las mejores revistas internacionales, nuestros investigadores figuran en los planteles de Harvard y Cornell, de Cambridge y del Max Planck, nuestros sabios logran todo tipo de distinciones, incluido el famoso Premio Nobel; para equipararse, nuestros industriales deberían, por lo menos, fabricar coches, aviones, fotocopiadoras y cámaras de calidad tal que pudieran competir en el mercado internacional con los Mercedes-Benz, Boeing, Xerox y Nikkon. Pocos advierten que la famosa "fuga de cerebros" es un claro pero ominoso índice de que, gracias a nuestra comunidad científica, uno de nuestros principales productos de exportación son los excelentes investigadores que producimos.



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c] Por aceptar obedientemente los diagnósticos monetaristas, y sobre todo la forma de organizar la tarea científica que dictan quienes administran el dinero, no los científicos, hemos acabado por convencernos de que la dificultad para desarrollar la ciencia y la tecnología en el tercer mundo es de índole económica. El problema económico es grave, qué duda cabe, pero la dificultad central que tenemos con la ciencia no se origina en ella, sino en nuestra visión del mundo. Incluso dentro del aspecto económico, la gran dificultad no es únicamente por la parquedad del aporte de dinero, sino la increíble ineficiencia burocrática con que se lo usa que, entre otras cosas, quita a los investigadores de los laboratorios para abocarlos a tareas contables y administrativas. d] Nuestra cultura en general parece no incluir a la ciencia y a la tecnología modernas en su esquema constitutivo. Veamos tres situaciones que ilustran esta afirmación: Primer ejemplo. Si bien a veces sólo nos han llegado unos pocos rastros de su arte, para caracterizar una cultura determinada, digamos la del Hombre de Cro-Magnon, la cretense, o la olmeca, tratamos de averiguar si conocían la rueda, si utilizaban el bronce, si habían desarrollado el concepto de cero, o cuáles eran sus esquemas astronómicos. Pero cuando se trata de nuestra propia cultura, la que tenemos hoy en día en el tercer mundo, su caracterización suele reducirse a la política, la sociología, la economía, la literatura, las artes plásticas y los bailes regionales. La ciencia no figura en la lista de componentes. Segundo ejemplo. En un programa de televisión, ocho intelectuales discutían sobre el "honor" y "orgullo" del toro de morir luchando en un ruedo. Obviando aquí el aspecto moral, opino que el panorama intelectual de esos caballeros era propio de la Edad Media, pues ignoraban lo que en los institutos y universidades del tercer mundo cualquier estudiante sabe: que los toros tienen vías nerviosas completamente análogas a las del ser humano, por las que se transporta información algésica muy exquisita; que esas vías parten de receptores con afinidad estereoquímica por trasmisores específicos exactamente iguales a los nuestros; que al llegar al cerebro, las neuronas de esas vías hacen sinapsis con núcleos similares a los del cerebro humano. En suma: que cuando "se les deshace los músculos, ner-

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vios y arterias del lomo con una lanza, se los sangra, se les arponea con lacerantes banderillas y se les clava una espada, los toros por supuesto sienten dolor. De modo que, la visión del mundo con que se mueven algunos líderes intelectuales, parece haberse quedado trabada allá por el siglo xvii, cuando René Descartes enseñaba que los gritos, la desesperación, las convulsiones y otras manifestaciones de sufrimiento de los animales torturados, eran intrascendencias comparables al tañido del inerte carillón de un reloj, pero que en realidad los animales no

sentían dolor alguno. Tercer ejemplo. Ciertas casas comerciales que permanecen abiertas hasta medianoche se han tranformado en bocas de expendio de libros de todo tipo. En el sector dedicado a la ciencia, invariablemente encuentro libros de un tal Uri Geller, que afirma poder doblar cucharas con la fuerza de su pensamiento; o sobre el Triángulo de las Bermudas, de un señor Phillipot que asegura que el cáncer se cura comiendo ajo, limón y cebolla, además de varios otros escritos por excelentes divulgadores primermundistas (Asimov, Thomas, Gould, Gamow). En cambio, dichos comercios no tienen ninguno de los libros escritos por divulgadores y ensayistas científicos locales; por ejemplo, no tienen los de la colección "La Ciencia Desde México", que reúne libros excelentemente escritos por lo más granado de la comu-

nidad científica mexicana. He conversado con vendedores y encargados de dichos comercios, y me han explicado que ellos evalúan el costo de cada metro cuadrado de su tienda, de cada centímetro de escaparate, así como las preferencias de los compradores y, sobre esa base, deciden cuáles libros conviene ofrecer y con cuáles otros perderían espacio, tiempo y dinero. Me han convencido de que si yo fuera gerente y quisiera evitar la bancarrota no tendría otra alternativa que operar del mismo modo, pues esta escandalosa situación no es causada por el afán de lucro de un puñado de empresarios rapaces, sino por la exacta comprensión de las preferencias y expectativas culturales de nuestra sociedad. Haciendo gala de comprensiva bonhomía, uno de ellos llegó a explicarme: "A un perfume usted debe ponerle un nombre francés, a una academia de karate uno japonés, y a un vino una marca que evoque viejas abadías y casas señoriales. De modo que la colección `La Ciencia Desde México' lleva un título



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por demás infortunado." Así nos ve nuestra propia sociedad. e] Después de estudiar la cultura, las escuelas filosóficas, la ciencia y la tecnología del primer mundo, es frecuente que se usen sin más las conclusiones que les son propias, para tratar de manejar el conocimiento que tenemos en el tercero. Aun en el caso de que los esquemas logrados tras estudiar al primer

mundo fueran válidos, es de una estridente candidez suponer que debemos (y es posible) transitar los mismos pasos. Curiosamente, se sigue soñando con la cultura europeo-estadunidense, aun cuando, nomás en lo que va del siglo, esa cultura ha provocado dos guerras mundiales, y ha generado una bomba atómica, otra de napalm, un fascismo, un nazismo, un Hitler, un Mussolini, un Stalin, un Franco, un Salazar y una pléyade de matasietes menores, pero no menos tenebrosos; además, cincuenta años de riesgo atómico, así como la explotación, sojuzgamiento, venta, deforestación, y contaminación del resto del planeta. En el fondo, temo que no nos molestaría en lo más mínimo repetir esa historia y cometer similares atrocidades, si seguir esos pasos nos permitiera alcanzar el nivel de comodidad del que gozan en el primer mundo. f] Incluso en es _aros y felices momentos en los que nuestras sociedades destinan dineros para la tarea científica, no es insólito que lo hagan para acceder a reclamos de los investigadores (como si en realidad nadie necesitara pan, tornillos ni hospitales, pero así y todo se los fabricara y construyera para tener contentos a panaderos, ferreteros y médicos). A veces, asignar sueldos y subsidiar algunos proyectos, no pasa de ser un acto de benevolencia social, de caridad hacia los investigadores, pero que en el fondo representa un lamentable malgasto, formalmente semejante a la inversión en hospitales y personal para internar drogadictos, idiotas y prisioneros que por supuesto nadie necesita, y que con gusto y alivio verían desaparecer de sus presupuestos. g] En el tercer mundo se suele creer que el mayor aporte de la ciencia reside en "el invento". Vista con dicha óptica, la ciencia no sería más que una proveedora de superconductores, cohetes teledirigidos, teléfonos inalámbricos y supercomputadoras que, o bien no se necesitan, o bien serán comprados al primer mundo cuando llegde el momento. Se ignora que toda tarea y logro humano,' desde plantar un vegetal hasta encender

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fuego, desde aislar un antibiótico hasta fabricar un lápiz, ha pasado por períodos en los que fue novedad, objeto de exploración, error, juego, chiste, moda, exageración, disputa; en suma, trabajo social. Se ignora además que el conocimiento debe ser confiable y que, así como se necesita que un amigo abogado o arquitecto revise el contrato que hemos de firmar o la casa que estamos por adquirir, sin que "invente" absolutamente nada, también se necesita de esa confianza cuando se autoriza a una empresa transnacional a que venda fármacos a nuestros habitantes o introduzca un nuevo pesticida en nuestros campos. h] Se da por sentado que el conocimiento es parcelable y, por lo tanto, que es posible tener científicos por un lado, filósofos por otro, docentes por un tercero; que es posible hacer una ciencia aplicada sin desarrollar primero una ciencia que se pueda aplicar. Por ejemplo, a los investigadores de las ramas biológicas se nos fuerza para que nos concentremos en temas tales como el hambre y el alcoholismo, como si tales flagelos se debieran al desconocimiento del metabolismo de las proteínas o del etanol, o se esperara que curemos el cáncer antes de que lo lleguemos a entender.

Por eso se me ha ocurrido preguntar a nuestros jóvenes: ¿estás seguro de que te quieres dedicar a la investigación científica aquí en el tercer mundo? ¿Sabes en qué te metes cuando tomas esa decisión? ¿Cómo harás para orientarte? Por eso, el plan de este libro consiste: 1] en describir ciertos aspectos de la naturaleza de la ciencia, la investigación, las instituciones y los personajes científicos que creo imprescindibles considerar para ser científico profesional, y 2] usarlos para hacer alguna síntesis que, espero, te ayuden a responder esas preguntas. Como soy un investigador profesional, y por lo tanto mi competencia se reduce a una minúscula parcelita de la realidad, para ayudarte' a contestar me he visto en la necesidad de desarrollar algunos tópicos que caen fuera de mi campo específico de trabajo. Pero de todos modos me atreví a hacerlo, con el amateurismo de quien, sin ser cartógrafo, explicaría el camino que conviene tomar para llegar al centro de la ciudad; con la buena y cándida intención con que trataron de orientarme mis maestros cuando, en su momento, ellos también pensaron que si uno pone el mapa de Nueva York sobre las calles de Buenos Aires, tarde o temprano encuentra a Wall Street. Por lo tanto,



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no me parece superfluo alertar a quien lea estas líneas a que tome cum grano salis lo que he de exponer, pues como decía Montaigne: "Nadie está libre de decir estupideces, lo grave es decirlas con énfasis." Recalco: éste no es un libro sobre la ciencia, sino sobre la investigación profesional, tal como la practicamos hoy en el tercer mundo. Todos los puntos que abordo han sido temas de largas discusiones con amigos y colegas investigadores, filósofos, artistas, empresarios, políticos, sacerdotes y estudiantes. Algunos me han corregido una fecha, la sintaxis de un párrafo, o me aclararon un concepto epistemológico fundamental que yo siempre había usado equivocadamente; o bien, al comentarme pasajes del manuscrito, me permitieron advertir que debían estar mal redactados, porque eso era justo lo opuesto de lo que yo había querido decir; también hubo quienes discreparon con mis puntos de vista y hasta los que incluso objetaron la respetabilidad de mis progenitores. Tuve también experiencias sorprendentes. Para dar tres ejemplos: puse tanto ardor en explicarle mis puntos de vista a un taxista haitiano en Nueva York que, identificado con mis argumentos, el hombre me recomendó un libro (W. Rodney, How Europe underdeveloped Africa) sobre la brutal, sistemática y milenaria represión premeditada del conocimiento africano y, en lugar de llevarme directamente al aeropuerto, ¡primero me llevó a comprar el libro! Hubo colegas que me facilitaron la comprensión de un aspecto detestable de la profesión científica... porque ellos mismos lo encarnaban a las mil maravillas. Finalmente, cuando entregué el manuscrito de este libro al escritor y teórico literario Noé Jitrik, imaginando que se limitaría a pulir mi redacción, sus observaciones sobre textos y discursos, así como acerca de las diversas vertientes de la creación intelectual fueron tan profundas y originales, que quedé convencido de que la formación de todo científico debería incluir, como parte esencial, un curso de literatura, no tanto para apreciar la belleza en la obra de los grandes escritores, sino por algo mucho más fundamental en nuestra profesión: para aprender a discurrir; en manos de Noé, el análisis de un texto es una ciencia exacta. Por dichas razones, agradecer esos enriquecimientos resulta automáticamente injusto con multitud de personas; con 11

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todo, no puedo evitar mencionar algunos de los nombres de los más sabios, aguerridos o perseverantes a lo largo de años, o que dedicaron más tiempo a mis manuscritos: Larissa AdlerLomnitz, Hugo Aréchiga, Sergio y Clara Bagú, Mario Bunge, Fanny Blanck-Cereijido, Néstor Braunstein, Margarita y Fabián Cereijido, Elizabeth Del Oso, Refugio García-Villegas, Rolando V. García, Juan José Giambiagi, Lorenza GonzálezMariscal, Noé Jitrik, Marcos Kaplan, María Eugenia Modena, Herminia Pasantes, Frida Saal, Gregorio Selser, Jesús Valdés... y aquí empieza la ingratitud.

1. DE HOMINÍDEOS, MITÓMANOS Y CIENTÍFICOS

En este capítulo trataremos de averiguar cómo habrá surgido de pronto un organismo, el hombre, que se especializa en pensar; asimismo, qué forma habrán tenido los primeros modelos mentales que, con el andar del tiempo, se habrían de convertir en nuestra ciencia. Me ha sucedido alguna vez que, estando de visita en un laboratorio, alguien irrumpe y exhibe ufanamente un registro de trazos estrambóticos o una foto de borrones misteriosos o una tabla de valores arcanos. Todos los presentes los analizan, reconocen su importancia, felicitan al colega... y uno se siente como el último idiota del universo por no entender qué ven de valioso en esa información. Del mismo modo, si a los pueblos que aún hoy mantienen un nivel de civilización similar al de la Edad de Piedra, les regaláramos manuales con la información necesaria para sintetizar medicamentos, fabricar anteojos y construir tractores, no mejoraríamos la desgraciada situación en la que se encuentran, pues no los podrían procesar; no les significarían nada, ya que para aprovechar la información se necesita poseer cierto tipo de conocimientos que permita asimilarla. Porque si bien podemos almacenar la información en directorios, manuales, bibliotecas o memorias de computadoras, el conocimiento, en cambio, no puede ser guardado fuera del ser humano: para ser conocimiento requiere de alguien que conozca.' El hecho de que quien conoce esté en mejores condiciones de incrementar su conocimiento, establece una suerte de círculo vicioso que se retroalimenta y provoca esos impresionantes 1

Dice Huaman Poma de Ayala (Carta al Rey Felipe III de España): "Y preguntó el dicho Inca a Fray Vicente quien se lo había dicho. Responde Fray Vicente que lo había dicho el Evangelio, El Libro. Y dijo Atahualpa: dámelo a mí, para que me lo diga. Y así se lo dio y lo tomó en sus manos. Y dice el dicho Inca que cómo no me lo dice, ni me habla a mí el dicho libro, hablando con gran majestad, sentado en su trono, y le echó el dicho libro de las manos." (Tomado de A. Tiren¡ y P. Labarca, Joaquín Luco: Dos historias de una vida). [211



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despegues civilizatorios que se producen esporádicamente a lo largo de la historia, con los cuales arranca una nueva cultura o

a veces un nuevo imperio. Por el contrario, como dicen los chinos: "aprender es como remar contra la corriente: si no se avanza, se retrocede"; la historia nos habla de pueblos que fueron actores en grandes civilizaciones, pero luego quedaron atrapados en un círculo vicioso adverso que los embotó y los llevó a la miseria de un mundo que les resultó incomprensible. De modo que la relación del ser humano con el conocimiento tiene que ser dinámica, viva y productora. Los pueblos que hoy perduran en rincones de África, de Oceanía y de nuestra América, y a los que erróneamente llamamos "primitivos" (pues la cultura occidental no fue primitivamente así, dado que, entre otras cosas, esos pueblos no fueron colonizados por la cultura occidental) tienen formas de creer, conocer y referirse a las cosas, que son diferentes de las nuestras. Las culturas madres de la llamada "occidental" también tuvieron creencias y marcos conceptuales que difieren drásticamente de los que tenemos hoy en día; pero ésas fueron etapas en la elaboración del pensamiento actual, pues la forma de investigar que tiene la ciencia de hoy se fue desarrollando a través de un complejo proceso histórico. De modo que Arquímedes, Galileo, Freud, Mendel y Pauling, además de aportar conocimientos, contribuyeron a forjar el estilo de nuestro trabajo científico y a aumentar nuestra capacidad de conocer. La estructura actual de la ciencia tampoco es definitiva, pues ha de seguir cambiando en tanto sean otros los seres humanos y las sociedades que investiguen y produzcan. Vale la pena, pues,

partir de los posibles orígenes del pensamiento sistemático, para tratar de comprender cómo llegamos a acumular y sistematizar un cuerpo de saber que llamamos "ciencia"; de qué manera fuimos fabricando una herramienta tan curiosa como la "investigación científica profesional". Hay quienes suponen que Dios no hace nada en vano, que todo tiene un propósito, y que para cualquier lado que uno mire, encontrará evidencia de su infinita sabiduría; para ellos, la naturaleza es un diseño divino. Quienes sustentan ese punto de vista consideran al hombre como un ser altruista que marcha en busca de "La" verdar y, en el camino hacia ella, va descubriendo leyes de la naturaleza que ya están ahí, pues han

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sido promulgadas por Dios. En ese cuadro, un científico es una suerte de teólogo que tiene como meta La Verdad, y que estudia la obra de Dios (la naturaleza) del mismo modo que podría estudiar su palabra (la Biblia). Cuando un cabalista encuentra que dos palabras de la Biblia tienen la misma secuencia de consonantes, no acepta que se trate de una coincidencia sin sentido ni importancia, pues no tolera la idea de un dios chapucero; más bien, se esfuerza por descubrir las razones de Dios para haberlas usado de ese modo, con la esperanza de descubrir un secreto divino (véase Gershom Scholem, La cábala y su simbolismo). Análogamente, cuando un bioquímico encuentra que las secuencias de aminoácidos de dos proteínas distintas tienen fragmentos idénticos o muy parecidos, no se encoge de hombros; más bien, busca una razón que explique la coincidencia, porque está convencido de que ello le mostrará un "secreto" de la naturaleza. Hemos heredado de las religiones la convicción de que la realidad tiene sentido. Tanto los modelos primitivos del conocimiento como los actuales modelos teológicos aceptan que dichos dioses no sólo conocen, sino que poseen esa Verdad, esa suerte de secreto universal. En la mitología judeocristiana, por ejemplo, el conocimiento de esa verdad lo ostenta Yahveh quien, tal como sucede actualmente con los secretos bélicos o con el "saber cómo" (know how) industrial, está dispuesto a llegar a cualquier extremo para protegerlo:

De cualquier árbol del jardín puedes comer, mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que comieres de él, morirás sin remedio (Gn 2: 16-17). El mismo Génesis bíblico da cuenta de las razones de Dios

para vedar el acceso a dicho conocimiento:

Es que Dios sabe muy bien que el día en que comiereis de él, se os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal (Gn 3: 5).



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Esa "ciencia" es un privilegio que Dios se reserva y que el hombre usurpará: la idea de "pecado" surge de esa usurpación. Durante muchos siglos, se ha sostenido que cada adelanto en el conocimiento nos acerca un paso más a esa Verdad, de modo que muchas veces la búsqueda de La Verdad fue tomada como una forma de acercarse a Dios, como una ruta hacia la santidad; como un nuevo intento de llegar al árbol del conocimiento, sólo que esta vez haciéndolo sin comer manzanas, sino mediante el rezo, o la filosofía, o la investigación científica. Nosotros partiremos aquí de un supuesto totalmente diferente: el hombre es un ser inseguro, al que le angustia lo desconocido -porque lo desconocido lo hace vulnerable-; que en cambio se apacigua, tanto al ordenar, sistematizar su información y su ignorancia, como al suponer que conoce, y que lo conocido coincide con la realidad. Para avalar nuestra opinión de que lo que mueve al hombre a investigar no es su amor a la verdad, sino más bien su angustia ante lo desconocido, es conveniente volver sobre los hipotéticos orígenes del pensamiento humano. El hombre primitivo es generalmente descrito como una especie de mono al que los factores climáticos le ralearon los bosques a tal punto que, no pudiendo ya saltar de rama en rama, debió caminar de un árbol al otro y, posteriormente, necesitó aprender a vivir en la pradera (véase Cereijido, M., Orden, equilibrio y desequilibrio). Eso lo obligó a competir con animales que habían sido especialmente seleccionados a lo largo de millones y millones de años para sobrevivir en ese tipo de hábitat. Estos animales eran de dos tipos: herbívoros con cornamenta, fuerza y velocidad en las patas para dar coces o huir ante el peligro e interponer grandes distancias; o bien carnívoros con vista, olfato, gran rapidez, garras y colmillos para detectar y cazar a los primeros. Cabe agregar que muchos de estos carnívoros son cazadores sociales; es decir, animales a los cuales la actividad de detectar, perseguir y ultimar a la presa los fue llevando a cierta organización social, en la que no todos los componentes del grupo desempeñan exactamente los mismos papeles. Hoy se cree que nuestro antepasado remoto primero se hizo recolector, siguiendo de lejos a los animales cazadores para aprovechar los restos que éstos iban dejando, y luego él mismo se aventuró 'a cazar (véase Blanck-Cereijido y Cereijido, La vida, el tiempo y la muerte). Se suele decir, irreve-

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rentemente, que somos monos metidos a cazadores, y los vegetarianos opinan que muchos de nuestros problemas de salud están provocados por autoobligarnos a comer carne; algo similar a lo que les sucedería a nuestras vacas si, en lugar de pasto, les diéramos a comer bisteces. Sin embargo, conviene tomar con cautela esta sobresimplificación didáctica, pues ese cuadro del hombre primitivo lleva una buena dosis de prejuicios acerca del "Hombre salvaje carnicero y brutal", que generaron los europeos (véase J. Diamond, The third chimpanzee). La adaptación a la pradera parece haber favorecido grandes cambios en ese "hominídeo marginal y cazador ineficiente", como lo llama Joseph Campbell (An open life). Por ejemplo, se fue seleccionando la postura erecta, pues en una llanura, el hominídeo erguido sobre sus dos patas traseras puede detectar presas y predadores con mayor anticipación. Cambió la posición de sus ojos, así como la anatomía y función de sus manos, ya que ahora las tenía libres para tomar objetos. La bipedestación también ocasionó cambios anatómicos en la pelvis, que provocaron un nacimiento prematuro del feto humano. Hoy se considera que la inmadurez permite continuar progresando en el desarrollo y confiere una mayor plasticidad, es decir, una mayor capacidad de ser influido por las condiciones en que se nace (ambientales, nutritivas, educativas, etcétera). A los cinco o seis años, los monos ya suelen ser padres o abuelos; en cambio, el recién nacido humano es tan inmaduro que no puede sobrevivir per se y depende absolutamente de los cuidados maternales, además de necesitar que se lo proteja, se lo acarree y se lo nutra durante una prolongada infancia. Pero, precisamente, la bipedestación hace posible que la madre lo transporte en sus brazos; así mismo, la organización social y la división del trabajo permiten que se quede a cuidarlo mientras que el padre participa en partidas de caza con el resto del grupo. Esa organización también requiere que los miembros de ese grupo, ex monos que decidieron matar para sobrevivir, inhiban su agresión y respeten las reglas de esta nueva y más eficaz forma de subsistencia. La anatomía del aparato de fonación fue cambiando, y la voz humana se fue transformando en un elaboradísimo trasmisor de señales que favoreció el desarrollo de lenguajes. Tanto la aparente desventaja física ante los otros animales,



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como la prolongada, vulnerable y dependiente infancia, además de los diferentes papeles sociales que se fueron gestando, son considerados por muchos investigadores como los determinantes que impulsaron al hombre a lo largo de un camino civilizatorio. El hecho de que base su seguridad en el conocimiento y se angustie ante lo desconocido, lo lleva a generar modelos dinámicos (es decir, en función del tiempo) de la realidad. El sentido del tiempo permite ordenar la experiencia en cadenas causales -causas primero y efectos después- y hacer modelos dinámicos de la realidad, que permiten predecir cómo han de suceder las cosas. "El secreto de la victoria es saber de antemano", reza el proverbio. La anticipación basada en ese sentido temporal se transforma en el arma y la herramienta principal de la que dispondrá el hombre para sobrevivir como especie. Jerison (1973) opina que ha de haberse seleccionado, entonces, al organismo capaz de hacerse esquemas temporales de la realidad. La facultad de pensar otorga ventajas y desencadena una retroalimentación positiva: el sentido temporal permite pensar, pensar ayuda a sobrevivir, y sobrevive el organismo que tiene mejor sentido temporal. Basten unos ejemplos sencillos para ilustrar la importancia de los modelos dinámicos. Si nos disponemos a descansar en una tienda de lona junto a un arroyo de montaña, podemos imaginarla y someter esa imagen a vientos, crecidas intempestivas del arroyo, desprendimiento de rocas, merodeo de animales, cercanía de hormigueros, proximidad de fogatas, tomar las precauciones del caso y, ahora sí, instalar la carpa real con una mayor capacidad de sobrevivir. Si nos persigue un animal feroz, podemos evaluar su velocidad, la nuestra, tener en cuenta si es capaz de trepar o de nadar; asimismo, calcular nuestra distancia a un arma, su eficacia, el tiempo que tendríamos de llegar a un albergue y, las conclusiones que saquemos de todo lo anterior, podrían decidir nuestro futuro. Un científico puede explicar en una clase de media hora fenómenos tan rápidos como la fosforilación de una proteína (millonésimas de millonésimas de segundos) o tan lentos como la evolución de una galaxia (millones de millones de años), con sólo transformar las duraciones reales en duraciones mentales. En el nivel nacional, esa capacidad de evaluar situaciones y actuar en consecuencia y, sobre todo, el haber desarrollado un aparato científico para

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hacerlo eficientemente, decide el destino y la felicidad de sociedades enteras. Si bien los primeros modelos explicativos deben haberse referido a situaciones concretas de sobrevivencia, tales como los desplazamientos de presas y predadores, llega un momento en el que el desarrollo del aparato psíquico permite que el hombre considere las regularidades naturales (menstruaciones, nacimiento de las crías en ciertas estaciones, lluvias/sequías, aparición de frutos), entre las que más tarde incluirá las regularidades cósmicas (noche/día, invierno/verano). Tratar de descubrir una causa para cada efecto lo enfrenta, ahora, a la necesidad de encontrar causas realmente grandiosas para dar cuenta de la creación y de las grandes periodicidades naturales. Giambattista Vico opinaba que el trueno fue quizás el factor principal que sugirió al hombre la existencia de poderes superiores. En este momento es cuando deben haber surgido 2 los modelos explicativos sagrados. La narración de las deidades que participaron, de sus genealogías, así como el detalle de sus trabajos y peripecias es tan importante que, en comparación, el hombre encuentra que su historia terrenal (cómo se llama el rey, quién ganó tal batalla) es de una trivialidad perfectamente obviable. Mircea Eliade ( Tratado de historia de las religiones) advierte que para aquellas sociedades, la historia es en realidad una mito-historia; los hechos importantes, los que cuentan, son las evoluciones del Sol, la Luna, las estrellas, las estaciones, el día y la noche, y el papel de los dioses en su creación. En cambio, la historia cotidiana no parece contener otra cosa que detalles triviales y por lo tanto, resulta, intrascendente y prescindible. Que los mitos (palabras, fábulas, leyendas) hayan desempeñado un papel crucial en nuestra tendencia a construir modelos, a hacer hipótesis acerca de cómo funciona la realidad, no

2 La búsqueda de la causalidad no se reduce a encontrar una relación cándida entre antecedente y consecuente, como en el caso del gallo que, habiendo observado que él cantaba y luego salía el Sol, llegó a la conclusión de que éste salía porque él cantaba. El análisis de la causalidad ha ocupado prácticamente a todos los filósofos desde Platón y Aristóteles a Brentano y Bergson y, por supuesto, a científicos como Laplace, Mach y Heisenberg. Si bien la discusión de la causalidad no cae dentro del plan de este texto, se recomienda al joven investigador que, dada la enorme importancia que tiene para la ciencia, consulte a

dichos pensadores.



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quiere decir que un mito comience como una aventura de la razón. Joseph Campbell, antropólogo que ha dedicado su vida

al estudio comparativo de los mitos en todo el planeta, dice que el mito comienza por el corazón; cuando el ser humano de pronto se asombra ante una bóveda celeste nocturna cuajada de estrellas, ante la muerte repentina de un ser querido, ante una colosal cascada de agua... y luego convoca a sus facultades

mentales para tratar de comprender, sin encomendarle la tarea únicamente a la razón.

Ilustremos estos puntos de vista con un mito griego. Dada la rotación de la Tierra, el hombre primitivo había observado que en el curso de la noche, las estrellas parecen surcar el cielo hasta desaparecer detrás del horizonte. Para los griegos, ese horizonte comprendía el mar; imaginaban que tras su paseo celestial nocturno, las constelaciones descendían a descansar dentro de los dominios del dios marino Poseidón, idea que ya de por sí era un modelo explicativo. Pero habían observado también que hay un par de constelaciones, las que hoy llamamos Osa Mayor y Osa Menor, cercanas a la Estrella Polar, que marchan juntas, y no se meten en el mar como hacen las demás. Hoy se sabe que eso se debe a que, como están muy cercanas al eje polar, cuando llega la mañana no se las ve "hundirse en la mar", tal como sucede con las constelaciones que están sobre el ecuador. Pero ¿cómo lo explicaban los griegos? Por supuesto, basándose en los elementos de su cultura general, en sus experiencias personales, en sus emociones y apetencias, en

su conocimiento de las virtudes y defectos de la naturaleza humana. Lo hicieron de este modo: En los bosques vivía una hermosísima doncella en compañía de su pequeño hermano, y todo griego que se preciara daba por sentado que si él fuera el dios Zeus trataría de enamorarla. Pero claro ¿qué haría la señora Zeus (Hera) en cuanto se

enterara? Pues armaría tremendo escándalo. ¿Qué más? Usando sus poderes divinos los convertiría a ella y a su hermanito (en algunas versiones del mito no se trata del hermano sino del hijo; incluso, en otras, el niño tenía un sospechoso parecido con Zeus) en el animal que los griegos consideraban más horripilante: el oso. Zeus, que era pícaro pero buen caballero, se apiadó del estado de su amante y su hermano, así que para compensarlos los convirtió en constelaciones: la Osa Mayor y la

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Osa Menor, las cuales se ubican en el firmamento cercanas a la

Estrella Polar. Pero, puesto que las Osas no se meten en el mar como las demás constelaciones, el modelo explicativo necesitaba ser complementado a la manera en que hoy se haría con los modelos científicos, mediante el agregado de coeficientes de corrección, o con la inclusión de una hipotética enzima que de ahí en más se sale a buscar... y se encuentra, o con el agregado de una hipotética partícula subatómica (p. ej. el mesón que propuso Yukawa para dar cuenta de las fuerzas que unen los protones con los neutrones del núcleo atómico). Para mejorar sus hipótesis sobre la mecánica celeste, los griegos recurrieron nuevamente al conocimiento de las emociones, virtudes y falencias humanas. Imaginaron que la furiosa Hera habría ido a quejarse ante su hermano Poseidón, señor del mar, y a pedirle que al menos no permitiera que las Osas entraran en sus dominios

como lo hacían las demás constelaciones. Sirva este ejemplo no sólo para ilustrar la forma en que los seres humanos generamos modelos explicativos y los vamos perfeccionando, sino también para mostrar que tanto los antiguos mitos como los actuales modelos científicos no son producto de una lógica fría y confinada a los dominios de la razón; más bien dependen del sustrato cultural, y en ellos se mezclan cerebro, corazón, testículos... Hoy los investigadores se abstienen de dar semejantes explicaciones, pero se consuelan poniendo nombres tomados de la mitología griega a los objetos que construyen o que van descubriendo: la proteína (por analogía con el cambiante dios Proteo), los cohetes Saturno y Ariadna, el submarino Tritón, el complejo de Edipo, el elemento químico

Tantalio... Las diversas culturas tienen preocupaciones que les son comunes: las relacionadas con el origen del universo, el origen del hombre y el destino después de la muerte. Pero aun los mitos fundamentales que se fraguan para explicar esas preocupaciones comunes reflejan la idiosincrasia de las culturas que los generaron. En la mitología griega, por ejemplo, la creación del hombre y de los animales se encarga a los titanes Epimeteo y Prometeo. El primero, cuyo nombre significa "el que reflexiona después del suceso", acomete la empresa y confiere a los animales fuerza, agilidad y astucia; les da garras, alas, capara-



30 DE HOMINÍDEOS, MITÓMANOS Y CIENTÍFICOS zones y otros atributos físicos con tanta prodigalidad que, cuando llega el turno de dotar al hombre, el titán cae en la cuenta de que ya ha agotado los recursos. Acude entonces a su hermano Prometeo ("el que piensa de antemano") quien, con la ayuda de Minerva, sube al cielo, roba el fuego sagrado y lo entrega al hombre. Así dotado, éste puede fabricar armas para someter a los animales e instrumentos para cultivar la tierra, consigue protegerse de las inclemencias ambientales, llega a acuñar monedas y a establecer un comercio. Estos logros humanos provocan, otra vez, las iras divinas: Prometeo es castigado por los dioses. Hay en los modelos teológicos, aun en los actuales, un sentimiento de pecado ante el conocimiento; característica que aunque a primera vista parece intrascendente, tiene -siempre tuvo- consecuencias sociopolíticas adversas. Con todo, la mente humana trata de compensar esta situación interesándose instantáneamente por aquello que acaba de ser vedado, lo que en el fondo acaso sea otra manifestación de las relaciones conocimiento/seguridad, ignorancia/peligro. Aún hoy nos quejamos de que un motor no quiere encender, o afirmamos que los hongos son traicioneros. Los hombres de las culturas preliterarias no sólo personalizan las causas, sino que las llegan a individualizar, y hasta suponen que las cosas suceden como suceden porque alguien quiere que así sea. Por creer que el mundo estaba dominado por demonios y espíritus, babilonios, asirios, egipcios, chinos, mayas, olmecas dirigen su cultura al estudio y entendimiento de lo sobrenatural. En cambio, hacia el siglo vi a. C., los griegos sospechan que cada suceso tiene una causa y que cada causa particular produce un efecto también particular (causalidad); suponen que hay una Ley Natural que gobierna el Universo, y entonces inician un esfuerzo histórico por entenderla, usando preponderantemente la razón. Como nosotros sostenemos que la ciencia es un sistema complejo, uno de cuyos ingredientes es la democracia, nos parece pertinente hacer aquí una pequeña digresión para referirnos a lo sucedido en Milesia. Milesia era la zona de Asia Menor que hoy corresponde a la costa turca sobre el Mar Mediterráneo. La sociedad estaba dividida en clases que ocupaban escalas jerárquicas de dominación y sumisión. Cada quien coííocía al dedillo las normas de su nivel, que no estaban sujetas a discusión ni necesitaban justifi-

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cación. En un comienzo está dominada por un rey-dios, que tiene a su servicio escribas, para registrar en los archivos del palacio: tesoros, bienes en almacenes, cosechas, posesiones, i mpuestos y deudas pendientes. Pero, de pronto, la invasión dórica propicia que esa monarquía burocrática desaparezca. De ahí en más ya no habrá un Arkhé que reina y manda porque así lo quiso Dios, sino un funcionario elegido por la ciudadanía; elección que supone evaluación, libertad para convencer, disentir y rebatir. Gana importancia la ciudad, y los ciudadanos tienen relaciones recíprocas, simétricas y reversibles, en las cuales ya no cuentan las viejas posiciones jerárquicas, sino tener razón; de modo que se promueve la palabra, el argumento, la crítica y la controversia. Esto los fuerza a perfeccionar las normas del discutir y del demostrar. "La primera sofía de los sabios de Grecia fue una reflexión moral y política, que era , privilegio de los hombres libres (Vernant, Les origines de la pensée grecque). Para Epicuro (341-270 a.C.) el objeto de la filosofia era eliminar el temor a lo desconocido y a lo sobrenatural; meta que contrasta con la del "temor a Dios", que predican nuestras religiones actuales. En el nuevo escenario, la escritura deja de tener por objeto la creación de archivos reales; pasa a servir para publicar, divulgar, poner ante los ojos de todos las leyes, decretos y diversos aspectos de la vida social. La relación entre el desarrollo de la ciencia y el desarrollo de la escritura nos puede brindar aquí otros detalles interesantes. La escritura pasó del pictograma (dibujar un pájaro para representar a un pájaro) al logograma, en el que las palabras importantes pasaron a ser representadas por signos convencionales (cuando el pájaro debe ser representado muy frecuentemente, se facilita la tarea remplazando su dibujo por una raya). Más adelante se usaron signos para representar sílabas, de modo que la palabra escrita ya no guarda parecido alguno con el objeto mencionado. Finalmente, en Grecia, alrededor del siglo VIII a. C., se llega a usar un signo (letra) para cada sonido. Ahora bien, si el listado de cosas se hace con cierto criterio, obliga a adoptar alguna organización (vegetales con vegetales, animales con animales, lugares con lugares). Esto obliga a pensar qué tienen de común los objetos así separados y cuál es la base de dicha selección, a explicar por qué se puso a los perros



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con las vacas y los caballos, en un grupo distinto del que agrupa a los olivos y los naranjos. Si a esto le sumamos que a una palabra se la puede aislar del contexto, o usar en varios textos distintos, se advierte que debemos especificar cuál es la idea central que contiene esa palabra y que permite independizarla del contexto. ¿Por qué puedo usar "perro' para distintos perros, sean chicos o grandes, jóvenes o viejos, blancos o negros, míos o ajenos, muertos o vivos? ¿Qué cosa es lo esencial de "perro'? (D.C. Lindberg, The beginnings of Western science). Por ejemplo, esta actitud llevó a Platón a destilar las características prominentes e ignorar los detalles incidentales (peludo, vivo, dócil) hasta quedarse con la idea portadora de lo que él consideraba la verdadera realidad: una vez que la había encontrado, para él, "perro" ya no era este perro en particular, sino su "perro ideal". Por supuesto, Platón iba más lejos, llegando a elucubrar sobre la existencia previa, objetiva e independiente; aspectos de los que no nos ocuparemos aquí. Los griegos no redujeron estos tratamientos a los objetos concretos, sino que también los aplicaron a construcciones mentales y a conceptos. Baste decir que el proceso de clasificación, descontextualización y abstracción, nacido con la escritura, permitió barajar mentalmente a las ideas y no a las cosas en sí; además, fue un prerrequisito importante para el desarrollo de la filosofa y de la ciencia. Análogamente, los "físicos" griegos dan explicaciones profanas de los fenómenos naturales, y no se interesan tanto por los orígenes mitológicos, sino por lo cotidiano; así como en las asambleas de ciudadanos van encontrando leyes de las relaciones entre humanos, también le van encontrando leyes a la naturaleza. Expresan sus teorías, diseñan la forma de defenderlas de los críticos y de los competidores. Poco a poco, el saber se va secularizando y convirtiendo en un pensamiento extraño a la religión. Entonces, comienza un proceso que parece paradójico: al ir perfeccionando lo que va a ser el futuro aparato científico, el hombre trata de eliminar los mitos que, se supone, le habían servido de punto de partida. Los presocráticos, aunque descartan al mythos en nombre del logos, admiten que las narraciones mitológicas encierran verdades filosóficas y, por lo tanto, no quieren desterrarlas del todo. Platón todavía considera que el mito es un modo de expresar ciertas verdades que escapan al

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razonamiento; pero luego, los neoplatónicos tienden a ver los mitos como meras alegorías, como cuando para referirnos a que alguien duerme, decimos: "Está en brazos de Morfeo" (dios del sueño). Más tarde, se desecha totalmente el valor explicativo que pueda tener el mito, que pasa a ser mirado con recelo, como si se tratara de un reducto de la superstición y de la ignorancia. Mito pasa a ser sinónimo de mentira. Los racionalistas del siglo xvii y sobre todo los del xvüi, consideran imposible llevar a cabo un estudio objetivo de la historia humana, sin una previa depuración de las narraciones míticas. Auguste Comte sostiene que la humanidad atravesó una etapa teológica, que fue sucedida por otra metafísica, para desembocar en la actual que es positiva, en la que el conocimiento se basa solamente en los datos que brinda la experimentación. Por el contrario, ciertos autores idealistas intentan edificar una filosofía de la mitología; Friedrich Schelling llega a afirmar que toda la historia humana se halla implicada en su mitología y, a partir de Ernst Cassirer, todos los supuestos epistemológicos (v. gr. que existen objetos físicos, que ocurren fenómenos, que transcurre el tiempo) pueden ser tomados como mitos, reconociéndoles un peso preponderante en la capacidad humana de explicar. Los autores de tendencia empírica toman los mitos como objeto de investigación científica, como cuando un egiptólogo trata de entender por qué los egipcios aceptaban que un ojo del dios Horus representa al Sol y el otro a la Luna. Se considera además que el hombre no sólo ha plasmado en los mitos sus modelos arcaicos, sino que ha simbolizado en ellos sus propias aspiraciones. Así, el mito de Prometeo que acabamos de mencionar, para algunos simboliza la aspiración humana de conocer, aun cuando entre en conflicto con los dioses. Por el contrario, el mito hebreo de Job, el patriarca que es sometido por Yahveh a una serie de desventuras para probar su templanza (Jb l), simboliza la sumisión del hombre a un poder superior, cruel e injusto (Joseph Campbell, Hero with a thousand faces). El mito de Job resulta particularmente doloroso por tres razones: a] porque ensalza el mandato autoritario que nos ordena remplazar lo que vemos, sentimos y pensamos, por lo que debemos ver, sentir y pensar; b] porque no pertenece a una



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religión arcaica ni primitiva, sino a la religión sobre la que se construyen nuestras culturas actuales; c] porque nos vemos obligados a desarrollar nuestra labor científica en culturas que tienen justamente esa visión del mundo. En resumen: estas consideraciones tratan de mostrarte que el ser humano echa mano de cualquier cosa que le permita sobrevivir (el fuego, las plantas, los animales). En una primera etapa trata de entenderlos y controlarlos; en una segunda, diseña procedimientos e instrumentos para manejarlos (la agricultura, la alfarería). En este sentido el conocimiento le dio

ventajas, y una de las formas que encontró para entenderlo y sistematizarlo parece haber sido el mito. El mito, como modelo explicativo, representó un escalón fundamental para el cono-

cimiento actual y, según muchos pensadores tanto del campo de la teología (p. ej. Paul Tillich) como de la filosofía (p. ej. Karl Jaspers), en todos los tiempos, toda ciencia sigue teniendo su dimensión mitológica.

De modo que, si quieres hacer ciencia con seso, debes reflexionar sobre los orígenes y la supuesta solidez epistemológica de nuestro aparato científico actual. Para finalizar, transcribiremos la humorística definición que da Ambrose Bierce (El diccionario del diablo): " Mitología: Cuerpo de creencias de los pueblos primitivos, que concierne a su origen, historia, héroes, deidades, etcétera, a diferencia de las explicaciones, que son inventadas después."

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El capítulo anterior puede dar la falsa idea de que los griegos

clásicos, al rechazar las explicaciones mitológicas y construir un sistema basado en el razonamiento, por fin obtuvieron un cuerpo de conocimiento verdadero, con asiento en la realidad, libre de supuestos y exento de errores. Desgraciadamente, es lo que creen de su disciplina muchos científicos que hacen ciencia

sin seso. Para dar razones de algo, hay que partir de algún punto anterior ya aceptado como seguro. Por ejemplo, si un alumno pregunta por qué la ouabaína inhibe la enzima Na+-K -ATPasa, la explicación que se le ofrezca partirá de la base de que ya conoce qué es una enzima, qué es la ouabaína y qué se entiende por inhibición. Pero si se llega a detectar que el muchacho tiene un concepto inadecuado de "enzima", puede empezarse la explicación en un punto anterior, en cuyo caso ahora los supuestos se-

rán qué es una proteína y qué un catalizador. Si, por el contrario, caemos en la cuenta de que también ignora estos conceptos, tenemos que partir desde más atrás... ¿Hasta dónde podemos ir hacia atrás, y explicar los conocimientos en que se apoya lo que ahora deseamos analizar? ¿Hay algún punto sobre el que nos podamos afianzar, para comenzar a construir con toda seguridad nuestro edificio científico? Antes de responder, veamos una analogía: estás en compañía de dos personas: el aspecto del primero te lleva a suponer que es una persona digna; la traza del otro, te lleva a sospechar que es un malandrín. De pronto te desaparece la bille-

tera. Les preguntas si no la tomaron, y ambos afirman que no. La dignidad del primero te lleva a creer que dice la verdad, de modo que no lo sometes a una verificación. De regreso a la pregunta de hasta dónde podrías ir hacia atrás mostrando, demostrando y fundamentando cada ladrillo, cada estamento del edificio de la ciencia, la respuesta es: hasta [ 35]



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los axiomas. Justamente, en griego axioma significa "dignidad", y se refiere a "lo que es digno de ser estimado, creído o valorado" (sin que le registres los bolsillos). De manera que, en último término, toda la estructura de la ciencia descansa sobre axiomas; la seguridad/inseguridad de éstos es similar a la que emanaría del hecho de que el "digno caballero" no fuera en realidad un taimado ladrón, y que el "malandrín" sea en cambio un pobre diablo mal entrazado... y tú un prejuicioso. Precisamente: todos los científicos somos prejuiciosos, y nuestros prejuicios se llaman axiomas. ¿No podríamos demostrar que los axiomas dicen la verdad, sin tener que depender de su aspecto digno? En primer lugar, si lo consiguiéramos, ya no serían axiomas; en segundo, para hacer tal demostración deberíamos basarnos en otros supuestos, y entonces estos últimos serían los que pasarían a ser axiomas. Lo único que conseguiríamos es ir un poquito más hacia atrás. En tercer lugar, Kurt Güdel demostró en 1931 que, dentro de casi cualquier sistema de axiomas, hay enunciados de los que jamás se puede demostrar su veracidad o su falsedad. Por último, no todas las ciencias, cuando van hacia atrás, llegan a los mismos axiomas. Muchas de ellas son de orden práctico, y parten de supuestos distintos. Por ejemplo, a los economistas les sería de muy poca utilidad partir de axiomas como: "El todo es mayor que la parte", o "dos cosas iguales a una tercera son iguales entre sí". En cambio a Euclides, padre de la geometría, le fue imprescindible arrancar de ellos. Más aún, no pudo ir más hacia atrás y demostrar que ésos, a su vez, derivaban de otros más primitivos. Pero cada tanto surge algún genio que revisa los supuestos en los que se apoya toda una disciplina, los cambia y desencadena una gran revolución científica. De ese modo, la urdimbre del edificio científico no se soporta en un sólido basamento, sino en lo que L.A. Steen llamó "el infierno de la perpetua indecisión". Pero entonces, si tanto la ciencia como las religiones en último término se basan en una aceptación no demostrada, en una especie de porque sí, en un "infierno", ¿no hubiera sido más cómodo que los dioses continuaran siendo los garantes de nuestras concepciones, tal y como sucede con las religiones? ¿Acaso tiene más "dignidad" un axioma encontrado por los hombres que el mandato atribuido a un dios? ¿Para qué tomarse el tra-

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bajo de edificar la ciencia? La palabra religión deriva de religatio, sustantivación de religare, religar, vincular. 3 Vienen a la memoria la palabra italiana ricercare, la francesa rechercher y la inglesa research, para designar a la investigación científica, las cuales resaltan su actitud de búsqueda iterativa, con nuevos métodos, en nuevos contextos y con diversos esquemas conceptuales. La sistematización del saber científico resulta, precisamente, de un rebuscar, re-visar, re-vincular los datos que se van obteniendo con las hipótesis que se van urdiendo, y con las que ya formaban parte del andamiaje científico; andamiaje en el cual, en cada momento, se ordena el conocimiento ya obtenido. Ese rebuscar y ese vincular traen como consecuencia reordenamientos, revisión y conflictos constantes, pues no sólo se revisan los modelos, sino también los mismos supuestos sobre los que asienta el andamiaje. Cuando lo que se observa entra en conflicto con una explicación teológica (por ejemplo, que el hombre no fue creado como muñequito de barro y la mujer a partir de una costilla, sino que es producto de la evolución biológica) la discordia está asegurada. El análisis de las actitudes religiosas nos resulta aquí extremadamente complicado y sujeto a controversia, por lo que de buena gana lo eludiríamos, si no tuvieran un efecto decisivo en el desarrollo científico; en particular, un papel protagónico en el estado actual de la cultura y la ciencia en el tercer mundo. Desde hace mucho se ha planteado un conflicto entre el vivir religioso y ,el vivir filosófico. Sóren Kirkegaard lo rastrea hasta el pasaje del Génesis bíblico (G 22:19) en el que Abraham se ve atenazado por el conflicto entre la razón natural (y social), que le impide matar a su hijo Isaac, y el sádico mandato divino, que le ordena sacrificarlo. Las religiones se basan en dogmas. Dogma deriva de dogeo, decretar, y se refiere a una proposición decretada como innegable: alguien (p , ej. el Papa) ordena, manda aceptar una "ex3

Otra acepción de la palabra religión se origina en un pasaje de Cicerón (De officüs ii, 3). Religiosus o religens significa lo contrario de negligens; "religioso" equivale, según esta acepción, a escrupuloso en el cumplimiento de los deberes que se imponen al ciudadano en el culto a los dioses del estadociudad. Como señala Ferrater Mora, aún hoy seguimos diciendo que alguien "paga religiosamente sus cuentas", cuando no deja de abonarlas.



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plicación" (p. ej. que la madre de Jesús mantuvo su virginidad aun después de la concepción y el parto). Resulta interesante que decretar derive a su vez de cernere, separar, distinguir, discernir y que, en resumidas cuentas, sea ese discernimiento lo que veda la religión. Peor aún: las religiones obligan a reprimir lo que vemos y entendemos, en beneficio de lo que debemos ver y entender. Tomás, "el Mellizo", uno de los doce discípulos de Cristo, no aceptó la versión de sus colegas de que su maestro, torturado y muerto días antes, se les hubiera aparecido mostrándoles sus heridas. "Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto un dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado no creeré." Ocho días después, Jesús se le apareció a todos, incluido Tomás, y declaró: "Dichosos los que no han visto y han creído" (Jn. 3:20). Resulta espantoso tener una cultura como la nuestra, que prefiere a quien obedece ciegamente, en lugar de a quien duda y exige demostraciones. Paul Tabori, en La historia de la estupidez humana, incluye a la duda en la lista de las tonterías que comete la gente. Entre los ejemplos que da de su aserto, recuerda que cuando William Harvey presentó su descubrimiento de la circulación de la sangre fue ridiculizado por sus colegas médicos, a tal punto, que perdió a la mayoría de sus pacientes; también que el 11 de marzo de, 1878, el médico Jean Bouillaud impidió que se presentara en la Academia Francesa de Ciencias el fonógrafo que acababa de inventar Thomas A. Edison, argumentando que se trataba de un ridículo truco de ventrílocuos. Sin embargo, la duda es el ingrediente fundamental de la filosofía, la ciencia y el progreso humano. Descartes declaraba que la duda universal depuraría su mente de toda opinión injustificada; a su vez, Kant impuso que la razón, en todas sus empresas, se sometiera a sí misma a la crítica. "Aun para su mera existencia, la razón depende de la libertad de esta crítica", afirmaba. Huxley opinaba que la historia de la ciencia no es otra cosa que una larga lucha contra el principio de autoridad. Por dicho principio, algo es verdad o mentira según quien lo diga: la Biblia, la encíclica, la junta militar, el censor, nuestro padre, el director. Más,recientemente, el 1 de marzo de 1987, el periódico Uno Más Uno, de México, publicó que el alcalde de Ixcateopan, estarlo de Guerrero, informó su decisión de

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pedir a la Cámara de Diputados que por decreto se otorgue autenticidad oficial a los restos de Cuauhtémoc, el último emperador azteca; mismos que, según informaba el diario, habían sido encontrados en dicho lugar. En cambio, en ciencia la autoridad tiende a eliminarse, pues el valor de las afirmaciones no depende de quien las dice, sino de la solidez de los argumentos que las respaldan. Así, la Teoría de la Relatividad no se impone en virtud de la autoridad de Einstein o de Minkowski. Euler, en su vejez, podría haber renegado de sus teoremas, sin que ello hubiera afectado en lo más mínimo su enorme importancia matemática. Sus contribuciones no valen porque él las haya hecho, sino porque se pueden demostrar; Euler sólo tuvo el mérito de haberlo hecho por primera vez. Terminada su conferencia en un congreso científico, una "autoridad" científica debe responder humildemente a las objeciones que le plantea un novel becario que ha pedido la palabra desde el fondo de la sala. Cierta vez, Thomas Svedberg dio una conferencia en la Argentina, en la que definió erróneamente el svedberg, unidad que lleva su nombre- en reconocimiento de sus contribuciones al desarrollo de la ultracentrifugación de macromoléculas, las cuales le habían valido el Premio Nobel de Química. Los que se percataron guardaron respetuoso silencio. Pero un alumno lo interrumpió, le hizo advertir el equívoco, fue hasta el pizarrón para recor-

darle la definición correcta y, satisfecho, se fue a sentar. Cuando después de la conferencia se enteró de "quien era el viejito conferenciante" casi se desmaya... ante la autoridad. Prescindir de la autoridad es difícil, porque deja al hombre impotente, o con la única potencia que él mismo es capaz de crear. El principio de autoridad se empieza a abandonar tal vez durante el mundo griego, pero más notablemente durante el Renacimiento y, ya de manera sistemática, durante el siglo xvin. Se trata de un fenómeno muy profundo, que trasciende al mero mundo científico. El único derecho que se le reconoce al acusado durante el, tormento inquisitorial, es el de declararse culpable; basta con que él lo diga, para aceptar que ha pactado con el Diablo. Pero, a partir del siglo xviii, en algunos países europeos los hombres comienzan a preguntarse por qué es pecado hacer esto o aquello, por qué Fulano es noble y tiene derecho a mandar, y en cambio Mengano es pobre y no tiene más remedio que obedecer; no sólo se revoluciona la forma de



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hacer ciencia, sino que hasta se ponen en duda las mismísimas explicaciones bíblicas. Se pasa a exigir demostraciones y a cuestionar las bases de la ética. Es también el momento en que comienzan a desarrollarse las democracias pues, como decíamos en el capítulo anterior, en una democracia hay derecho a argumentar, preguntar, rebatir, juzgar, exigir que se rindan cuentas y se den razones de los procedimientos. La confesión de culpa ya no es válida en un juicio, puesto que no se reconoce autoridad ni siquiera para declarar en contra de sí mismo. Se tiende a renunciar al "porque sí", así como a exigir explicaciones sobre las causas y razones; se busca entender procesos. Por eso, el mapa de la ciencia suele coincidir con el de la democracia; pero no con el de las regiones donde la gente cree en el destino o en el "ser nacional", tiene una religión estatal, rige el autoritarismo o son frecuentes las dictaduras. El principio de autoridad, por el cual algo es cierto o no dependiendo de quien lo diga, no se refiere a que el conocimiento sea correcto. Así, si alguien cuenta los animales que hay en seis yuntas de bueyes y equivocadamente le da 11, pero está dispuesto a demostrarlo, no obstante tiene una actitud "científica"; en cambio, si otro afirma (correctamente) que hay 12, porque así lo manda Dios, y ésa es toda su justificación, está invocando el principio de autoridad, y no tiene una actitud científica. Por eso, Bertrand Russell (A history of Western philosophy) sostenía que lo que distingue al científico no es qué cree, sino cómo lo cree. La ciencia es una especie de saber autojustificado, pues además de afirmar esto o aquello, trata de explicar: por qué lo afirma, con qué grado de certidumbre/incertidumbre trabaja (estadística, bibliografía, declaración del error con que miden sus equipos y hasta los nombres de los proveedores de reactivos), cuáles son las reglas de su discurso demostrador y hasta qué punto está segura de los principios en que se basa. Comprendemos, entonces, que Immanuel Kant llame dogmatismo al procedimiento de la razón pura sin una previa crítica de su propio poder. En el siglo pasado, el lógico y economista William Stanley Jevons opinaba que la debilidad del pensamiento primitivo radica en que contiene grumos de superstición, información errónea, falsos modelos y grumo s autoritarismos; asimismo en que no advierte que mezcla todo eso en sus cadenas de razonamien-

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tos, y en sus análisis de la realidad. El progreso del conocimiento humano está, por supuesto, jalonado por la incorporación de información y de esquemas conceptuales cada vez más refinados, versátiles y eficientes; pero también depende de un proceso constante de depuración de las aberraciones que lo acompañan. Es imprescindible, pues, que el esfuerzo por desarrollar el conocimiento en nuestra región, implique esa depuración. Pero así como es imposible curar una enfermedad si se la desconoce o se la oculta, para llevar a cabo esa depuración debemos sincerarnos y tratar de entender lo que hacemos; al menos, debemos revisar la forma en que estamos operando aquí y en este mismo momento, tratando de hallar las fallas, las incongruencias, los usos y las costumbres que perjudican el conocimiento. Muchas veces, los religiosos del tercer mundo tratan de formar parte del sistema político-estatal y convertirse en religión oficial, para apoderarse del aparato educativo e impedir estos análisis depurativos. Uno de los dogmatismos más comunes en que caemos los investigadores es el de dar por sentado que el hombre posee un solo instrumento para aprehender la realidad, y ese instrumento es la razón. A veces es más estrecho aún: consideramos los procedimientos de las ciencias exactas como los únicos válidos para el estudio de la realidad. Tan grandes son los logros de la ciencia de nuestros días, que muchos científicos han llegado a adoptar un realismo ingenuo, que admite la posibilidad de conocer las cosas en su ser verdadero, sin necesidad de supuestos, sin mediaciones; además, cree en la eficacia de este conocimiento en el trato diario y directo de las cosas: juzgamos que una sinfonía, un cuadro, un sentimiento religioso son malos cuando no los entendemos. Pero la ciencia está muy lejos de llegar a constituir una forma total, acabada y perfecta de conocimiento. Como señala el filósofo Luis Villoro -y nos esforzamos por ilustrar en estas páginas- la ciencia presupone una concepción metafísica,yestálejosdeseruncon cimientosinsup estos. La filosofía, en cambio, ya hace siglos ha desterrado esta posición: no admite supuestos pues, como señala Risieri Frondizi (Ensayos filosóficos), posee la independencia más absoluta; ella misma se fija su contenido, sus límites, sus problemas y sus posibilidades. El científico auténtico se diferencia del creyente religioso



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en que no sólo no teme encontrar hechos que violen sus principios, sino que una y otra vez busca la forma de destruirlos, porque parte de un supuesto más fundamental, una firme creencia, un dogma al fin y al cabo: que la realidad tiene una estructura lógica; y que, por lo tanto, encontrará otro principio más general, más firme que el que se acaba de demoler, y el árbol del conocimiento no se derrumbará sobre su cabeza. Esta posición arranca tal vez de Hegel, para quien todo lo real es racional, y lleva a una actitud condensada en la expresión de Albert Einstein: "La propiedad que más me maravilla del universo es su comprensibilidad." Einstein estaba convencido de que la solución de todo problema, por más oscuro que aparezca por el momento, será eventualmente explicado, y el conocimiento obtenido será integrado al árbol del saber. Pero esa creencia es,

en sí, un dogma hegeliano. La aniquilación de un axioma, de un principio científico, es por cierto un hecho infrecuente, pues requiere de una gran capacidad intelectual, y el nombre del sabio que la lleva a cabo queda de ahí en más en las páginas de la historia. Un investigador irrumpiría entusiastamente en la oficina del director de su instituto para anunciarle que acaba de demostrar la manera de refutar un principio de la ciencia, porque su logro será valorado, además de que su sueldo y el apoyo económico para sus estudios serán incrementados. Por el contrario, un sacerdote que irrumpiera en el templo para anunciarle ufanamente al obispo que acaba de encontrar la forma de violar un dogma, no

correría con la misma suerte. De ese modo, el material discutido en los dos últimos capítulos nos lleva a tomar las cosas con cautela, pues la afirmación de que el mito y el dogma son ajenos a la ciencia parece surgir de una visión superficial y errónea. Así, el que muchos físicos condenaran el azar y la incertidumbre en la física de partículas elementales no parece haber hecho trepidar a Werner Heisenberg y a los físicos cuánticos; sin embargo, que a nada menos que a Albert Einstein le disgustaran esas teorías ("Dios no juega a los dados", afirmó) los llevó a más de un debate en que fundamentaron con todo cuidado (y con todo éxito) sus posturas. Entendemos entonces que Auguste Comte afirme que el dogmatismo es el estado normal de la inteligencia humana.

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Hoy el conocimiento está tan sistematizado, que un mentiroso necesitaría ser realmente genial para pasar por sabio, pues se ve obligado a inventar todo un sistema de falsedades coherentes que soporten su patraña; además, que ésta no se confronte en ningún punto con el sistema de "verdades" que

construye la ciencia. Pero a veces, las convicciones que hemos adoptado por conveniencia ocasional (que lo biológico no es reductible a lo físico; que los toros y los gallos no sienten dolor; que no se puede transferir información del RNA al DNA) suelen generar todo un corpus de "conocimientos" que, si bien no llega a ser doloso, sí resulta culposo (salvo cuando se lo adopta provisoriamente y por razones prácticas, por ejemplo, que la información del RNA no se puede transferir al DNA). El sistema basado en las convicciones suele ser más tenaz y duro de desbaratar que el basado en la burda mentira. Por eso se suele decir que el verdadero enemigo de la verdad no es la mentira, sino la convicción, la cual nos lleva a confiar ciegamente en el saber científico.



CEREBROS SIN USAR Y COMPUTADORAS FLAMANTES

3. CEREBROS SIN USAR Y COMPUTADORAS FLAMANTES

¿Cómo y dónde se genera el conocimiento? El comandante de un portaviones sólo a último momento confía a sus aviadores el código para entender sus instrucciones; el mariscal de campo de un equipo de futbol americano se apiña maliciosamente con sus compañeros para comunicar la próxima jugada sin que lo oigan los contrincantes; el investigador suele posponer la divulgación de sus logros hasta que su trabajo es aceptado por una revista; el tecnólogo oculta sus procedimientos hasta que están patentados. Puesto que el conocimiento es poder y otorga ventajas, se comprende que quien lo tiene lo guarde celosamente y, cuando lo comparte, lo haga con unos pocos escogidos (sus amigos, los que firmaron el contrato de patentes). También los antiguos sacerdotes egipcios se cuidaban de divulgar el procedimiento que les permitía predecir el nivel que alcanzaría el Nilo; asimismo, los cabalistas de Safed se reservaban las claves para descifrar las Escrituras. Justamente, la palabra griega esotérikos designa al conocimiento oculto, reservado a unos pocos iniciados. Muchos místicos o profetas sienten o creen que ciertos conocimientos pueden serles revelados o infundidos por Dios. Así, el poder de Moisés emana de que el pueblo hebreo acepta que, lo que les está diciendo (en realidad se lo decía a través de su hermano Aarón, pues él era tartamudo), acaba de serle comunicado por Yahveh; y ese convencimiento es tan cabal, que lleva a generaciones enteras de judíos a preferir la muerte antes que desobedecer los mandamientos. Sin llegar a tales extremos, muchos sacerdotes confían en que determinados ritos, trances y actitudes hesicásticas los ponen en situación de recibir conocimientos especiales, o de tener ciertas intuiciones. A la doctrina que acepta esta posibilidad se la, llama "esoterismo". Pero la mayoría de los Científicos no acepta el esoterismo, y, en cambio, toma a la,¡azón como fuente principal del conoci[ 441

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miento y como herramienta para ponerlo a prueba; esta actitud o doctrina es llamada "racionalismo". Otros sostienen que el conocimiento no surge de la razón o del pensamiento, sino de la experiencia que, si bien puede ser interna, más comúnmente consiste en la experiencia derivada de la elaboración de los datos que captan nuestros sentidos en la realidad (es duro, huele, moja, quema, se mueve). Esta escuela se denomina "empirismo. Hay varios tipos de empirismo, de entre los cuales quizás el que goza de mayor popularidad entre los científicos es el que separa de un modo estricto y tajante el mundo de los "hechos" y el de las "ideas". Las revistas de las ciencias experimentales reflejan esta separación en la obligación de aislar "resultados" de "discusión"; los primeros, para señalar concretamente lo que uno vio, midió, pesó; y la segunda, para elucubrar acerca de ello. Ya sea que lo haya infundido Dios, comience en la mente, o provenga de la realidad "de-ahí-afuera", las corrientes que acabamos de mencionar aceptan que quien maneja el conocimiento es únicamente la razón pura, fría y lógica. Por eso hay quienes llaman "irracionalistas" a las posiciones que invocan influencias biológicas, factores emocionales, fuerza de la voluntad o mecanismos inconscientes; asimismo, califican de "transaccionales" a quienes opinan que lo que percibe un sujeto en un momento dado está condicionado por lo que le sucedió e hizo en el pasado ante situaciones similares. Para los transaccionalistas, la idea de "enzima" que tiene un muchacho que acaba de tomar su primer clase teórica de bioquímica, puede ser correcta, pero no es la misma que tendrá después de un año de trabajos prácticos; a la vez, ésta no será igual a la que habrá de tener cuando rinda su examen doctoral sobre el tema, o cuando sea ya un profesor emérito que ha formado discípulos en la materia. En cada una de estas circunstancias las ideas de "enzima" no se contraponen entre sí, pero responden a un cúmulo distinto de conocimientos, experiencias y;reelaboraciones. Jean Piaget (La construcción de lo real en el niño) sostenía que todo ser humano va atravesando edades y etapas de maduración en las que adquiere una capacidad de pensar cada vez más rica, mediante un proceso cíclico de ensayo, error y nuevos ensayos, en los que, con el concepto que se forma en su mente, actúa luego sobre la realidad; esta operación se repite cíclica-



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mente y el objeto mental que se gesta se va contrastando con el real "de-ahí-afuera". Estos ciclos perfeccionan y enriquecen los objetos mentales, pero el objeto mental "enzima", por más que vaya mejorando, jamás llegará a coincidir exactamente con -ni mucho menos ser- una enzima real. Por supuesto, la curiosidad, los éxitos y las frustraciones a lo largo de estas operaciones introducen factores emocionales. Aunque continúe la investigación y la polémica acerca de qué sucede en cada estado y cuáles son los factores que impulsan el tránsito, hoy se sabe que el aparato psíquico de cada sujeto madura a través de estadios progresivos (Sigmund Freud, El Yo y el Ello). Jean Piaget y Rolando García (Psicogénesis e historia de la ciencia) analizan la evolución de la física entre Aristóteles y las últimas etapas de la física prenewtoniana, y establecen una correspondencia entre los obstáculos epistemológicos que debió superar la física en sus fases históricas y las etapas de la psicogénesis de cada sujeto; es decir, que los mecanismos y etapas de refinamiento de la capacidad de pensar, experimentar y, en suma, de hacer ciencia, que recorre el bebé, el niño, el adolescente y el adulto, son análogos a los que fue recorriendo la fisica a lo largo de su historia. Esta posición es en cierto modo similar a la que sostiene que, durante la embriogenia (huevo, embrión, feto, niño), un organismo recorre etapas similares a las recorridas por la filogenia (unicelulares, esponjas, peces, saurios, mamíferos), cuando fue dando origen a las distintas especies. Ni las etapas que transita el sujeto ( maduración, educación) ni las que atravesó la humanidad (civilización), son para dichos autores una mera acumulación cuantitativa de conocimientos; más bien, presentan cambios cualitativos, con nuevas formas y dimensiones cognoscitivas. A estas líneas de pensamiento deberíamos agregar las derivadas de los estudios de Noam Chomsky, quien sostiene que, así como hay una dotación genética por la cual las abejas vienen al mundo capacitadas y obligadas a hacer panales, las hormigas a construir elaborados nidos y los castores a armar complejas madrigueras de ramas, los seres humanos llegamos con una capacidad innata de generar lenguajes. Esta posición de Chomsky -cuyos inicios se pueden rastrear tal vez hasta Descartes-, relacionan la capacidad innata de generar lenguajes, con la de captar significados, crear, conocer y desarrollar culturas.

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Una computadora nueva, aunque su hardware sea particularmente capaz de realizar complicadas operaciones, necesita que antes de operar le sean cargados y activados ciertos programas; de lo contrario, será una "computadora idiota". Hasta no hace tanto había muchos sordomudos idiotas; luego se cayó en la cuenta de que eran mudos porque nunca habían oído hablar, y que por eso no habían adquirido un lenguaje, lo que a su vez les impedía desarrollar la capacidad de razonar. Este también es el caso de los famosos niños-lobo (niños abandonados, criados por animales): si un niño no es introducido por sus padres en la cultura, no sólo no desarrollará lenguajes, sino que además será idiota (Paul Chauchard, Sociedades animales, sociedades humanas). De modo que, aunque como afirma Chomsky, un ser humano viene al mundo con una capacidad innata de generar lenguajes, éstos no nacen espontáneamente, como lo hacen sus dientes o sus cabellos; es necesaria una crianza y una educación que introduzcan al infante en la cultura. Los psicoanalistas, principalmente Sigmund Freud y Jacques Lacan, postulan que los padres, al amar al niño, educarlo y trasmitirle los modos culturales que le permitirán asumir una serie de papeles, también restringen -o reprimen- sus impulsos naturales; así, lo integran a la cultura a la que ellos pertenecen y, de paso, lo asocian a una compleja intrincación de relaciones sociales en las que hay reglas y prohibiciones (la prohibición más célebre y universal de la cultura humana es la del incesto) convirtiéndolo en ser humano.

El, poeta renacentista Ludovico Ariosto decía: "Lo que más se prohíbe, el hombre más desea" (observemos que, si no hubiera deseo, la prohibición no sería necesaria). Ya sea porque sus padres y su sociedad no le permiten ciertas cosas, o porque

de hecho no es omnipotente y no puede poseer todo lo que quiere o necesita, al sujeto siempre le falta algo de satisfacción; falta que genera el deseo y posibilita el desarrollo del lenguaje, de la capacidad de simbolizar y pensar. Al respecto, no podemos resistir la tentación de hacer otra analogía: si encontramos una computadora de hace quince años perfectamente embalada, flamante, que jamás ha sido usada, la instalamos y le cargamos programas, funcionará correctamente; al ser humano, en cambio, sólo es posible "cargarle los programas civilizatorios" en determinadas etapas de su madu-



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ración, pues luego será demasiado tarde. Tal es el caso de los niños-lobos que acabamos de mencionar, de los cuales quizá los más famosos fueron Rómulo y Remo, quienes -según la leyenda acerca del surgimiento de Roma- fueron amamantados y criados por una loba. Pues bien, esta loba podría haber salvado a Rómulo y Remo biológicamente (conservarles su hardware), pero no hubiera logrado ponerlos en condiciones de adquirir un lenguaje ni de aprender a pensar. Lo que resulta por demás deprimente es que, al ser encontrados, estos niños-lobo ya no están en condiciones de asimilar los programas que debieron de haber aplicado en etapas más tempranas. Otra manera de expresar lo mismo sería: los investigadores nos ponemos contentos cuando nos traen una computadora flamante, pero no cuando nos llega un aspirante con el cerebro sin usar. Aún no está claro si esto se debe a que, mientras los circuitos de una computadora nueva ya no cambian, el sistema nervioso de un "niño nuevo" continúa madurando; o si a que, como sucede con toda estructura biológica, el aparato mental debe funcionar en todas las etapas, aun en momentos en que todavía se está ensamblado, y en cada una de esas etapas tiene capacidades de recepción y asimilación distintas. En cambio, adviértase que las computadoras no tienen niñez: nacen adultas. Y aquí se impone un par de notas precautorias sobre las analogías entre mentes y computadoras que hemos hecho por razones exclusivamente didácticas, así como nuestra insistente referencia a los lenguajes. Si bien hay quienes dan por sentado que razón, mente, conocimiento y conciencia son la misma cosa, y llegan a afirmar que la mente no es más que "una computadora hecha de carne", no creemos pertinente refutar aquí dichas posiciones ni seríamos nosotros los indicados para hacerlo; sin embargo, a lo largo del libro describiremos diversos aspectos de la profesión de investigador que, por sí mismos, irán disuadiendo al lector de suponer que una computadora, tal como la conocemos hoy en día o nos animamos a imaginar para un futuro cercano, pueda ser comparada con la mente. Nos resulta oportuno aconsejar aquí la lectura de los libros The emperor's new mind, de Roger Penrose, y La consciencia, de Augusto Fernández-Guardiola, así como del artículo "Mind and matter, matter and mind", de José P. Segundo, La segunda nota precautoria tiene que ver con los lengua-

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jes. Los avances hechos por la lingüística en los últimos tiempos son tan apabullantes, que han llevado a muchos a suponer que pensar es algo así como un sinónimo de verbalizar; confusión reforzada por el uso de "lenguajes" computacionales y de la analogía mente/computadora que acabamos de desestimar en el párrafo anterior. Al respecto conviene señalar que la elaboración mental de la información antes de "encontrar la palabra", es tan considerable, que hay personas capaces de arreglar un complejo circuito electrónico aun antes de entenderlo, o antes de estar en condiciones de explicar en qué consiste el desperfecto. Una segunda fuente de refutación de la identidad pensar/ verbalizar deriva del probable origen de la capacidad humana de conocer. Merlin Donald ( Origins of the modern mind) opina que el uso de símbolos que caracteriza nuestro proceso mental actual, es apenas la tercera etapa de un larguísimo proceso evolutivo. La primera, que Donald llama "de habilidad mimética", hizo que el Homo erectus adquiriera la capacidad de re-presentar sucesos -algo así como la capacidad de entender y comunicar que eso que está haciendo es imitación de algo sucedido antes y en otro lugar-, y también de representar conocimientos por medio de movimientos voluntarios pero aún no-lingüísticos. La segunda etapa dependió de una serie de modificaciones sufridas por el aparato de fonación, y que hizo posible que el Homo sapiens hablara. En lugar de comunicar ciertas habilidades y conocimientos mediante gestos motores, el Homo sapiens estuvo así en condiciones de hacerlo en una tercera etapa, por medio de una equivalencia entre esas habilidades cognoscitivas y los sonidos que ahora estaba en condiciones de emitir.

¿LA RAZÓN O LOS SENTIDOS? ¿VER PARA CREER... O CREER PARA VER?

4. ¿LA RAZÓN O LOS SENTIDOS? ¿VER PARA CREER... O CREER PARA VER?

En el capítulo 1 vimos que, una vez que los griegos de Milesia

pudieron usar palabras escritas para representar "perro", `justicia", "bárbaro", "triángulo", las pudieron sacar de contexto sin que perdieran todo su significado, e incluirlas en nuevos discursos en los que ese significado se seguía conservando. Esto los forzó a definir entonces cuáles características se retienen por ser esenciales, y cuáles otras se descartan por ser meramente

accidentales. En síntesis: se buscaba la esencia de los conceptos representados por dichas palabras. De ahí en más, el concepto así extraído no estaba sujeto a las fluctuaciones accidentales de la realidad: había perros, justicia, bárbaros y triángulos "ideales". Comenzaron a encontrar las propiedades fundamentales

de estas entidades ideales, y a advertir que cada clase (la de los triángulos, la de los círculos, la de los planetas) cumple leyes que les son propias. Advertían que las esferas y los triángulos ideales que manejaban en su mente cumplían perfectamente con las reglas de la geometría; sin embargo, las bolas de lana o

de tierra, así como los objetos triangulares que veían con sus ojos y manipulaban con sus manos, sólo se adecuaban imperfectamente a las leyes que rigen los radios, ángulos y paralelas. Por eso, algunos de ellos llegaron a creer más en lo que entendían que en lo que veían, de modo que, cuando se trata de conocer la realidad, preferían la razón a la experiencia. A veces, las discrepancias entre el mundo de las ideas y el de la experiencia iban más allá de las meras irregularidades y

desajustes cuantitativos, e incluso llegaban a oposiciones frontales. Así, Zenón de Elea razonaba del siguiente modo: si en una carrera Aquiles le diera una ventaja inicial a una tortuga, no podría alcanzarla jamás, pues cuando llegara a donde la tortuga estaba en el momento de iniciar la carrera, el animal ya estaría más adelante, y así ad infinitum. Pero como la experiencia le indicaba a Zenón que Aquiles rebasaría a la tortuga [50]

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en instantes, prefirió aceptar como dictado de su razón, que el movimiento no existe y la realidad es estática; que, más bien, sus sentidos le causaban ilusiones equívocas. En aquel momento, en el que la razón no se empleaba para describir la realidad sino un mundo ideal, no habría tenido sentido recurrir a la observación de la naturaleza y a la experimentación para obtener conocimiento. Cuando se menciona esta actitud de los filósofos eleáticos, muchos alumnos menean su cabeza en descrédito "¡ Negar lo que se está viendo con los propios ojos, vaya chifladura!"; sin embargo, estos jóvenes ven con sus propios ojos que, cada día, el sol atraviesa el firmamento de oriente a occidente... y no obstante creen -con toda corrección- que es la Tierra la que gira sobre su eje, y la preferencia de lo que entienden sobre lo que ven, no les resulta extraña. Por eso ha sido uno de los grandes logros de la humanidad el haberse lanzado, muchos siglos después, a entender la realidad-de-ahí-afuera con el mismo razonamiento que se aplicaba a los objetos ideales. Para hacer un bosquejo de quiénes y cómo lo lograron, debemos hacer una pequeña digresión histórica.

En plena Edad Media, el mundo europeo todavía aparecía poblado de seres fabulosos, y el conocimiento estaba en manos de místicos y hechiceros; del poder de éstos para volar montados en una escoba, hablar con los pájaros, sintetizar homúnculos en una probeta, conversar con Dios o convocar al Diablo, nadie dudaba. La "epistemología" europea de hace apenas seis o siete siglos aceptaba como criterio de verdad que, si una vieja greñuda y desdentada había copulado con Satanás, su cuerpo se quemaría en una pira; de lo contrario, Dios la protegería. Pero, más que su falta de conocimientos, era su actitud, su cultura impregnada de fe y obediencia, la que no le permitía al hombre europeo de la Edad Media usar su razón con sensatez. En l os capítulos subsiguientes insistiremos en ese aspecto a propósito de la situación actual en el tercer mundo, pues una de l as tesis que sostenemos es que nuestro supuesto atraso científico no se origina en la ciencia misma, sino en el marco cultural, en nuestra visión del mundo. Pero regresando al hombre europeo, no sólo era un "subdesarrollado", sino que miraba con recelo la cultura pagana. Hoy se acepta que, en ese momento, Europa recibió una maravillosa inyección de cordura provista por los árabes.

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Mahoma, fundador del Islam en el siglo vii de nuestra era, había urgido a sus seguidores a educarse y fomentar la sabiduría. En cumplimiento de dicho mandato, el Islam echó mano del conocimiento griego, bizantino, persa, hindú, del disponible en el Cercano Oriente y, por supuesto, lo incrementó con el aporte de sus propios sabios. Los templos árabes más importantes contaban con bibliotecas, enormes para la época, que respetuosamente atesoraban libros como las traducciones de los pensadores de la Grecia Clásica; pensadores que se habían ocupado de la lógica, la física, la geometría, la psicología, la ética. Esos textos habrían de ser traducidos gradualmente al latín, de modo que a la altura de los siglos xii y xiii, ya se habían diseminado por casi toda Europa. El conocimiento islámico tenía, por así decir, una vertiente místico-filosófica cuya importancia fue sistemática y eficazmente menospreciada por los historiadores europeos a lo largo de ocho siglos; 4 asimismo, otra profana, que fue aceptada en tanto brindaba aplicaciones ventajosas. Estas vertientes se convirtieron, a su vez, en dos

modos de penetración islámica en el mundo europeo: al El modo de penetración místico-filosófico presentaba muchas facetas, de entre las cuales aquí nos interesa la derivada del papel que juega Dios en el mundo actual. Para comenzar diremos que Al-Jahiz (nacido y muerto en Basra, Irak, pero que desarrolló sus estudios en Bagdad entre 776 y 868), había insistido en la unidad de la naturaleza y reconoció la relación entre diferentes grupos de organismos. No importa que también creyera que la vida se puede originar espontáneamente del barro; lo que sí importa es que esa unidad y esa relación señalada por él, en cierto modo esbozó la columna vertebral del conocimiento sistemático de la naturaleza que caracteriza la ciencia 4 A pesar de que el Islam produjo filósofos mutazalitas como al-Kindi, alFarabi, iba Sina (Avicena) e iba Rushd (Averroes); de que conservó, valoró, desarrolló y enseñó a una Europa ignorante el pensamiento de Platón, Aristóteles y otros genios griegos, se suele repetir la tontería de que los árabes sólo actuaron como una suerte de carteros, que transportan textos pero ignoran su contenido. Esta actitud, errónea en el mejor de los casos, fue favorecida por el prejuicio de monjes cristianos como Francis Bacon ( New organon, de 1620), científicos "duros" como Pierre Duhem ("No hay ciencia árabe"), y hasta científicos laicos como John Bernal, que en su monumental obra sobre la ciencia, dedica apenas diez págin s al pensamiento islámico a lo largo de ocho siglos y, prácticamente, lo desecha.

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actual. Más tarde, Avicena (nacido en Bukara, Persia, en el año 980 y muerto en 1037, en Hamadan), basado en el pensamiento de Aristóteles, desarrolló sus propias ideas acerca del "ser", la "esencia" y la "existencia", e intentó probar metafísicamente la existencia de Dios. Uno de sus continuadores, Averroes (nacido en Córdoba en 1126 y muerto en Marruecos en 1198) concluyó que Dios no era un manipulador; que, más bien, tras dotar a la naturaleza de un orden mecánico y de leyes matemáticas, se había abstenido de interferirlo. Tal vez sea oportuno recordar aquí que esta posición también derivaba de los griegos. Así, Platón había concebido que el mundo fue ensamblado por un Demiurgo (artesano racional y benevolente) que ahora no interrumpía el curso natural. Para Averroes, el hombre es capaz de entender dicho orden, sobre todo mediante la filosofía. b] La penetración profana, de eminente carácter práctico,

es fácil de entender, pues aún hoy los pueblos atrasados, que no tienen una visión científica de la realidad, adoptan los artículos y el know how de los pueblos más adelantados. Como

estamos acostumbrados a ver indígenas con blue jeans, rifles y radios de transistores, nos es fácil imaginar a los europeos de la

Edad Media adoptando ácidos, álcalis, explosivos, artículos de metal, cerámicas, cuero, telas, papel, pólvora, además de técnicas para el manejo del comercio, la irrigación, la arquitectura, l a astronomía y la navegación que les proveía el primer mundo de aquel entonces: el Islam. Esa maravillosa transferencia que Occidente recibió de los

árabes consistió entonces en un universo sistematizable, que abarcaba desde las ideas del ser y de Dios, hasta el dominio de asuntos mundanos y eminentemente prácticos. De modo que si bien la idea de una ciencia unitaria y universal -que encadena todos los conocimientos humanos posibles en una sabiduría sistemática-, se atribuye a René Descartes, porque indudablemente él la elaboró y la presentó convincentemente como tal, su germen puede rastrearse en los orígenes del" monoteísmo de Akenatón en Egipto; concepción unificadora de los mitos que es heredada por los judíos y transferida a los cristianos y que, si bien éstos dejan un tanto de lado al transformarse en religión (le Estado y contaminarse del paganismo politeísta romano, es recuperada y reinsertada en Occidente por los árabes, quienes (le paso la habían enriquecido al extenderla al mundo profano

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en el que comenzaba a reinar la ciencia. Esa inyección, que duró varios siglos, tuvo primero efectos en la cultura y sobre todo en el pensamiento religioso (del. que nos volveremos a ocupar en el capítulo 16), y luego en los arran-

ques de nuestra ciencia, en lo que llamamos Renacimiento. Sólo entonces, con Vesalio, Galileo, Leonardo, Harvey y tantos otros, el hombre europeo puede recurrir a la observación de la realidad para extraer datos y construir con ellos esquemas conceptuales que los expliquen y, ya con estos modelos in mente,

vuelve a observar la realidad para ajustarlos. La razón pasa a servir, entonces, para describir la naturaleza. Paulatinamente, se pasa de "escuchar" buenamente lo que la realidad tenga que decir (observar), a "hacerle preguntas" (experimentar): disecar, arrojar, percutir, agregar o quitar cosas a los sistemas en estudio, ya sean órganos anatómicos, palancas, líquidos que fluyen, cenizas, ácidos, etcétera. El proceso circular (observación -* razonamiento sobre lo observado --> experimentación -> nueva observación) resultó tan fértil, que Alfred North Whitehead data el comienzo de lo que se suele llamar revolución científica, o arranque de la ciencia moderna, en el momento cuando Galileo Galilei y sus contemporáneos combinaron el método em-

pírico con el método lógico. La experimentación requiere de un nivel y tipo de civilización que no todas las culturas desarrollaron. Por ejemplo, los aztecas no alternaron un año en el que practicaran sus habituales sacrificios humanos, con otro en el que los omitieran, para luego, repitiendo esta secuencia diez veces, comparar los resultados a fin de determinar si las inmolaciones tenían relación con la conducta del Sol. El hecho de que no realizaron dicha prueba se explica por razones complejas y variadas, tales como: a] no habían desarrollado la experimentación sistemática; b] un experimento como el que mencionamos hubiera sido incompatible con su cosmovisión; c] el sacrificio, lo supieran los aztecas o no, mostraba a los pueblos bajo su control quién tenía la sartén por el mango, de modo que, independientemente de su cosmovisión, les resultaba estratégicamente útil. Sirva este ejemplo para mostrar una vez más y en otro contexto, que la forma de conocer y de hacer ciencia, depende del marco cultural, de la posición filosófica y,;del poder. Pronto se dejó de experimentar para ver qué sucede, y se

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pasó a experimentar para ver si ocurre lo que cabe esperar. 5 Hoy no se hacen experimentos para ver qué ocurre, sino para poner a prueba las hipótesis, o decidir cuál de todas las posibilidades que se barajan es la más adecuada. Nadie va a construir un acelerador de cinco kilómetros de diámetro, que cuesta cientos de millones de dólares -con enjambres de científicos, técnicos y empleados, computadoras, laboratorios, talleres y viviendas-, para ver qué pasa cuando chocan las partículas elementales. Mucho antes de que se tracen los planos, se consigan los fondos, o se ponga la piedra fundamental del primer edificio, se debe tener muy en claro qué se espera observar y qué se va a decir en caso de obtener tal o cual resultado. Por supuesto, esto no descarta que luego puedan surgir posibilidades imprevistas, pues la realidad es tanto más rica que nuestras más descabelladas fantasías, y el número de variables es tan grande, que a menudo se hacen observaciones insólitas. Pero esas observaciones provocan inmediatamente la aparición de modelos teóricos que tratan de explicarlas, dan lugar a nuevas experimentaciones... y así sucesivamente. Hubo un momento en el que bastaba treparse a las montañas, hacer expediciones por países ignotos, internarse en las selvas del África o de Borneo, o sumergirse en el mar, para encontrar minerales nuevos, especies de animales y de plantas ignorados, así como gente con lenguajes, religiones y costumbres desconocidas. Hoy, la mayor parte de lo cándidamente observable ya se observó. En el ámbito de la mismísima astronomía, en el que no se puede experimentar (quitar o poner una constelación, percutir una estrella), ya no se construyen aparatos para observar ingenuamente; más bien, para comprobar si existen los efectos y los objetos predichos por nuestras hipótesis (desviaciones gravitatorias de la luz, quasares, agujeros negros). Esto no significa, en absoluto, que la observación haya pasado de moda, pues sigue siendo el ingrediente fundamental de nuestras investigaciones; baste recordar los estudios que tratan de encontrar correlaciones entre el lenguaje y el estado mental de un paciente, o entre la industrialización de un país y la migración de campesinos a las ciudades. 5 Galileo declaró: "No hago experimentos para ver qué sucede, pues ya lo sé y estoy convencido. Los hago para convencer a los incrédulos."

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Incluso hay un tipo de experimento que no se puede llevar a cabo en la realidad pero sí mentalmente, como es el llamado Gedankenexperiment: "Supongamos que llego a un planeta en el que la velocidad de la luz es 10 Km/h", "supongamos que viajo en un electrón a 140 000 Km/seg y...". Hay algunos "experimentos mentales" muy famosos, en los que intervienen el Demonio de Maxwell, el gato de Schródinger o los elevadores de Einstein, que no existieron ni podrían existir. Desde mi humilde visión cientificista, muchos cuentos de Borges me parecen verdaderos Gedankenexperimenten; entre ellos, El jardín de los senderos que se bifurcan, Funes el memorioso, La lotería de Babilonia. Si bien no hemos regresado a la época de Zenón de Elea, y en cambio afirmamos que la confrontación con la realidad es lo que en último término confirma o refuta nuestras hipótesis, a la realidad le cuesta un trabajo enorme "doblegar" o "derrotar" a una idea. Cuando alguien viene con una observación insólita, que los modelos en boga no pueden explicar, se la toma como una curiosidad, un artefacto de la técnica experimental, un efecto que incluso hasta puede llevar el nombre de su descubridor (Peltier, Eótvós, Raman) y hacerlo famoso... pero que se deja de lado. Más aún, algunos científicos pueden dar crédito a dicha observación, repetir la experiencia con más cuidado, confirmar la rareza, propalar en el seno de la comunidad que quien hizo la observación original no es un charlatán... y volver a arrumbar el asunto. Cada tanto se mira de reojo para ver si el despropósito todavía está ahí, si alguien no dio con la clave, hasta que puede decir: "¡Pero si no era más que un efecto del solvente!" o "¡Y pensar que se debía a un contaminante!"; o bien, que lo explique con un modelo adecuado y lo integre al cuerpo del conocimiento. Repito: a la realidad le cuesta mucho i mponerse a una idea, aun entre los investigadores empiristas de las ciencias duras. Esta actitud deriva de que muchas de las ideas fundamentales sobre las que se asienta la ciencia, parecen ser contradichas por la experiencia de nuestros sentidos e incluso por nuestra sensatez. Tal es el ejemplo mencionado al comienzo de este capítulo, acerca de aceptar que es la Tierra la que gira sobre su eje y alrededor del Sol, aunque veamos con nuestros propios ojos que el astro cruza diariamente sobre nuestras cabezas. Justamente fue Nicolás Copérnico quien ini-

¿LA RAZÓN O LOS SENTIDOS? ¿VER PARA CREER... O CREER PARA VER?

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ció (o reinició, si consideramos a los eleáticos y a los árabes) este gusto del hombre por los modelos abstractos, al precio de rechazar las evidencias más directas de nuestros sentidos. En capítulos posteriores nos volveremos a ocupar de esta actitud de descrédito provisorio en el que caen las novedades muy alejadas de lo que se espera. Aquí sólo queremos señalar que el descrédito, o acaso la ignorancia total, es mucho más grosera si la novedad viene del tercer mundo. Por regla general, nuestros trabajos son aceptados en cuanto aportan datos que encajan en los modelos sustentados en el primer mundo. Si por el contrario requieren alguna modificación fundamental, se los pone en cuarentena hasta que algún científico primermundista los ponga a prueba... momento en que no es raro que se pase a citar a este último. De hecho, las editoriales aceptan nuestros artículos (con datos concretos); no así, nuestros libros de ensayo (mezcla de conocimientos aceptados e ideas plausibles pero aún osadas). Nos está permitido aportar ideas que complementen su visión del mundo, pero no alterar sus esquemas. En el campo de las artes la situación es más grave aún pues, tácitamente, el primer mundo espera que nuestros literatos, plásticos y danzantes sean meros folkloristas. Hay quienes piensan que "investigar" consiste en aprender a medir cosas con algún aparato estrambótico, "cultura" es saber en qué ciudad nació Mozart y "visión del mundo" es lo que se capta cuando uno abre los ojos y mira lo que tiene delante de la nariz; de ese modo, para ellos investigación, cultura y visión del mundo no tienen mucho que ver entre sí. Por el contrario, he mencionado tres ejemplos en distintos momentos de la historia y distintos lugares del planeta, en los cuales debido a la cultura y visión del mundo, los griegos pensaban que el razonamiento no era aplicable a lo que veían y tocaban; los europeos preferían vivir en un mundo de fanatismo alucinado y condenaban el conocimiento que cultivaban los musulmanes, y los aztecas mataban millares de seres humanos sin constatar si los sacrificios guardaban alguna relación con la realidad que se proponían influir. Espero que, cuando oigas que nuestro problema científico no emana principalmente de la ciencia en sí, sino que está decisivamente ligado a nuestra cultura y a nuestra visión del mundo, al menos te pongas a pensar en cómo se podría mejorar la relación entre unas y otras.



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mejor comprensión del proceso mediante el cual se genera el conocimiento; b] un tremendo sacudón a la confianza en el conocimiento científico; y e] una profusión de lemas y consignas anticientíficos, que muy pronto se transformaron en agua para

5. ¿CONOCER?

En los capítulos anteriores he tratado de mostrarte que la forma actual de la ciencia es producto de un largo proceso

histórico de estira y afloja entre empirismos, racionalismos, posiciones teológicas, invasiones de pueblos con visiones del mundo contrapuestas, que de ninguna manera llegaron a un acuerdo sobre qué cosa es la ciencia y qué es conocer. Pero temo que eso te dé la falsa impresión de que, entonces, en cien-

cia todo vale. No es así; hay una rama de la filosofía, la epistemología, que se ocupa específicamente de analizar la naturaleza, la generación y la validación del conocimiento. Pero, claro, los epistemólogos no son señores apostados tras un mostrador de recepción, con normas escritas en mármol sobre cuáles contribu-

ciones de los científicos han de aceptar y cuáles no; también la epistemología, como el resto de las ramas del conocimiento, a lo largo de la historia sufrió sus propias convulsiones, modas, e

influencias de genios esporádicos. Por ejemplo, a principio de siglo, a los epistemólogos les sucedieron dos cosas. En primer lugar ellos provenían de la filosofía y quisieron poner coto a la invasión de pensadores que analizaban la economía, la sociedad, la historia, la personalidad y el lenguaje con pretensiones científico-filosóficas (Marx, Darwin, Freud y otros tuvieron el mérito de escandalizar a epistemólogos y a quienes no lo eran); en segundo, los epistemólogos advirtieron que no estaban solos en sus propias discusiones filosóficas, sino que surgían participantes entre los fisiólogos,

físicos, economistas, antropólogos, sociólogos, psicoanalistas. Cual gladiadores que luchan con armas, defensas, estrategias y religiones diversas, e incluso profiriendo frases en idiomas diferentes, los participantes en la polémica científica echaron mano de argumentos sociales, poli ticos, económicos, psicológicos y epistemológicos en un debate que aún continúa y que, desde mi punto de vista, ha tenido tres consecuencias principales: a] una [58]

el molino burocrático/oscurantista. Veamos. La mayoría de los científicos se sienten tan seguros y a gusto con el conocimiento que les brinda su ciencia que, haciendo gala de una incauta omnipotencia, dan por sentado que los epistemólogos están inventando "peros" intrascendentes: meros formalismos que no conllevan peligro alguno de conmover el edificio científico. Cándidamente aceptan que pueden conocer un objeto (por ejemplo, un tomate). Pero... ¿el color es una propiedad del objeto o del observador? ¿El tomate es rojo... o, en la arrugada oscuridad de nuestro cerebro, los impulsos eléctricos y el derrame de trasmisores químicos nos dan una sensación que bautizamos de "rojo" y se la atribuimos al vegetal? Luego Wittgenstein ( Gramática filosófica) preguntaría: Si me deci-

diera a usar una nueva palabra en lugar de "rojo", ¿cómo se demostraría que esa palabra ha tomado el lugar de "rojo'? "Rojo" es una imagen -que describo con un lenguaje inventado por la cultura a que pertenezco- para representar algo que hay ahí afuera y que me produce el efecto de rojo. Lo mismo me sucede con "tomate", "liso", "frío', "jugoso'. Y ahora, al discurrir sobre ese cuadro que no es el mundo, sino que sólo representa al

mundo, obedezco reglas gramaticales, no leyes de la naturaleza. Puedo pensar y decir muchas cosas de esos cuadros producidos por mi conocimiento; pero la realidad en sí misma es indecible, incógnita, ininteligible. Por otra parte, ¿quién vio alguna vez un neutrino o un quark? Que Galileo mirara o no al Sol no afectaba al Sol de manera apreciable, pero en cambio que un físico cuántico observe a un electrón, o que un psicoanalista escuche a un paciente obsesivo, introduce ciertas modificaciones en el sistema en estudio, que no se pueden ignorar o despreciar, ni se reducen a cierta distorsión metodológica de la imagen que uno capta del objeto observado; lo observado no es lo mismo que lo no observado, sólo que un poco perturbado, sino algo francamente distinto. El papel del observador ha cobrado tal importancia, que en estos momentos hay quienes llegan a preguntarse cosas que en siglos anteriores hubieran parecido lunáticas; por ejemplo, si el



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universo tiene las propiedades que le atribuimos porque nosotros lo observamos (principio antrópico).

Como la filosofia, la ciencia y el arte son hechas por organismos de carne y hueso; nuestra cultura parece ser de pronto un producto biológico. El filósofo vasco Nicanor Ursúa (La biologización de nuestra cultura) lamenta: Con la aparición de las teorías evolucionistas, el ser humano ha tomado seria conciencia de su procedencia evolutiva; poseemos la misma o parecida estructura biológica que el resto de los seres vivos. La biología se está convirtiendo así en una ciencia "determinante" para inter-r pretar al ser humano, su comportamiento y cultura [...] minusvalorando otros factores y experiencias, se pretende reducir todo a factores biológicos. Luego se pregunta: "¿Es el saber humano sólo biología? ¿Somos libres para hacer la historia con conciencia? ¿Somos marionetas de la evolución?" Los epistemólogos de este siglo también volvieron a preguntarse qué es después de todo una hipótesis científica, y cómo se valida o se refuta. La mayoría de los investigadores que nos ganamos la vida tratando de entender la membrana celular o las propiedades del boro diríamos que una "hipótesis" es simplemente el modelo teórico que podemos formular acerca de cómo funciona el sistema en estudio; "validación" es el contenido de nuestro paper, en el cual demostramos que todos los experimentos que hicimos para probar la hipótesis apoyan nuestra forma de ver las cosas, y que ninguno de los que hicimos para tirarla abajo la pudo destruir. "Refutación" es en cambio el contenido del paper de un competidor, quien realiza

un experimento que habíamos omitido y demuestra que estamos equivocados. Con esta óptica, "irrefutabilidad" es la gratísima propiedad que iría teniendo nuestro modelo a medida que más y más colegas publican resultados que la apoyan y nadie encuentra nada que lo contradiga. "Confirmación" sería el estado que alcanza nuestra hipótesis, el día que algún señorón de Heidelberg o de Princeton se la adjudique y no nos cite. No obstante, estamos seguros de que tarde o temprano alguien generará un modelo mejor y que irán apareciendo modelos cada vez mejores; asimisn Q, confiamos en que si se extrapola este proceso al futuro, la serie de modelos mejorados

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apuntarán con suerte a La verdad: los científicos suponemos que ahí-afuera hay una realidad que coincide cada vez más con nuestros modelos explicativos, con el único límite impuesto por

el principio de incertidumbre. Los científicos tampoco solemos preocuparnos por la falta de definiciones estrictas. Ante la dificultad de definir el tiempo, variable central del curso de dinámica que dictaba, Richard Feynman cortó por lo sano y anunció: "El tiempo es: cuánto debemos esperar"; luego ofreció una alternativa: "El tiempo es lo que pasa... cuando no pasa ninguna otra cosa." La incapacidad de definir el tiempo no lo detuvo. Un siglo y medio después de que Darwin revolucionara el pensamiento científico con sus ideas acerca del origen de las especies, todavía no podemos definir qué es una especie. A pesar de que una de las características centrales de la ciencia es su sistematización, los investigadores sólo nos atenemos a la coherencia interna del conocimiento en nuestro campo particular de trabajo. Los biólogos investigaron en apasionante detalle los diversos aspectos de la vida a lo largo de más de un siglo, ignorándose mutuamente con los termodinamistas que, mientras tanto, analizaban los balances de energía en la naturaleza. Ambos bandos estaban al tanto de los desarrollos del vecino y eran conscientes de la posibilidad de que la vida pudiera violar los principios de la termodinámica, pero se encogían de hombros con un: "tiempo al tiempo: ya se arreglará". Sólo cuando están intuitivamente convencidos de que existe una manera de evitar el conflicto, de encontrar una explicación aclaratoria, sólo entonces crean una interdisciplina que toma el toro por las astas... ¡y es cierto: todo se arregla! (Recordar aquí la frase de Einstein sobre la comprensibilidad del Universo.) Si inyectamos hipertensina a diez ratas y a todas les sube (significativamente) la presión arterial, aceptamos que hemos "demostrado" que la hipertensina puede subirle la presión no sólo a esas diez, sino a todas las ratas del mundo, habidas y por haber... y aunque no lo digamos explícitamente, nosotros (con entusiasmo) y hasta nuestros competidores más acérrimos (a regañadientes) pasaremos a suponer que la demostración vale para todos los bichos del mundo, sean ratas o no. Para los científicos se trata de una hipótesis, si no "verificable", al menos "posible de poner a prueba". Esa hipótesis divide a los colegas



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en dos bandos: 1] los que pueden repetir nuestros estudios y verificar que tenemos razón, y 2] los que pueden hacer otros

tipos de estudio, con otros protocolos, para demostrar que lo que decimos es falso. Con este interjuego los científicos nos quedamos felices y conformes.

Pero, con toda humildad, debemos reconocer que la mayoría de los investigadores somos, por así decir, epistemólogos de entrecasa. Los epistemólogos en serio, en cambio, hilan mucho más fino. Karl Popper (Conjectures and refutations), por ejemplo, señaló que, claro está, una hipótesis se va fortaleciendo a medida que, basándose en las predicciones de dicha hipótesis, más y más investigadores encuentran hechos que la apoyan; no obstante nunca se puede demostrar que es absolutamente cierta, puesto que necesariamente debe basarse en postulados, en principios... que puede tirar por tierra algún genio que cambia la concepción del mundo y, con ellos, modifica o destruye alguno de los postulados en que se basaba la hipótesis. Popper también señaló que, para ser científica, la hipótesis en cuestión tiene que dar lugar a estudios que la puedan -al menos en principio- tirar abajo, demostrar que es falsa. Por ejemplo, con respecto a la hipótesis de que la hipertensina es capaz de elevar la presión arterial de cualquier animal, alguien podría demostrar

que es falsa, el científico que hizo la observación original cometió un error experimental o se apresuró a generalizar sus observaciones, o sólo se cumple para ratas macho adultas de la cepa Wistar utilizadas en nuestro trabajo. Por el contrario, no se puede falsear la afirmación "todos los puntos del círculo están a la misma distancia del centro", pues si descubrimos algún punto que no lo esté... no se trata de un círculo. Por lo tanto, según Popper, esta hipótesis no es científica. Por eso sostuvo que la virtud de una teoría no es su irrefutabilidad, sino la capacidad de ser potencialmente falseable; de que permita concebir un estudio o un experimento que podría destruirla. Esta línea de pensamiento fue también desarrollada por una pléyade de filósofos ilustres (Reichenbach, Von Mises, Carnap), cuyas ideas no describiremos, porque se alejan del propósito de este texto. Luego, Imre Lakatos opinó que ninguno de los criterios de Popper es válido, y desarrolló de modo profundo el argumento de que una teoría refutada no es necesariamente falsa; pues la

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refutación misma podría resultar falsa. Para ayudarte con este concepto: ponte en el lugar y tiempo de Copérnico. Acaba de postular que la Tierra no es el centro del universo, sino que gira alrededor del Sol. Alguien le refuta: si la Tierra girara anualmente como usted afirma, saldría disparada hacia el espacio igual que cuando alguien revolea una piedra atada a un cordel. Como en la época de Copérnico no se sabía de atracciones gravitatorias, le hubieran "demostrado" que su teoría heliocéntrica era falsa. Con todo, una exposición breve y clara de los argumentos de Lakatos resulta aquí un tanto superflua; nos parece más útil señalar que, tanto la tela de juicio en la que fue puesto el estado científico de las hipótesis, como la imposibilidad de ser objetivos, dieron lugar a muchos análisis. Entre éstos, uno de los más popularizados es el de Thomas Kuhn ( The structure of scientific revolutions), al punto de que así como hasta hace unos años toda conferencia científica de cierta envergadura comenzaba con alguna frase de Alicia en el país de las maravillas o de A través del espejo de Lewis Carroll, hoy es de buen tono decorarla con alguna cita de la obra de Kuhn. Kuhn insiste en que, contrariamente a lo que se venía suponiendo, la ciencia no se ocupa de la verdad ni de la realidad, sino de paradigmas. Un paradigma es muy parecido a lo que antes llamábamos "una forma de ver las cosas", lo cual implica no sólo una hipótesis, sino todo un enfoque, una posición, y hasta una manera de operar (que la Tierra es plana, que los negros no tienen alma, que sí la tienen, que hay partículas subatómicas, que no hay partículas sino ondas, que no se puede trasmitir información del RNA al DNA, que sí se puede). Cuando un paradigma se impone, la comunidad científica acepta todo lo que encaje con dicha visión de las cosas; en cambio, no sólo rechaza (no acepta para su publicación) los datos e ideas que lo contradigan y las preguntas inoportunas, sino que hasta llega a perseguir a quienes osen presentar ideas o hechos discrepantes (no se les invita a exponer sus ideas, no se les da subsidios para trabajar, no se les paga sueldos decentes, no se les envía muchachos para que se formen con ellos). Que a la postre el disidente vaya a tener razón o no, es ajeno a la actividad científica "normal": por ahora está interdicto, exiliado. Ya llegará el momento de decir: "Lo hemos cremado en una pira,



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pero no importa, ahora lo repararemos dándole su nombre al aula del tercer piso." Durante un tiempo la comunidad barre debajo de la alfombra todas las discrepancias, las ignora, hasta que no se puede caminar sobre ella sin pegarse la cabeza contra el techo. En ese momento, y siempre que con miradas furtivas debajo de la alfombra nos hayamos cerciorado de que ahí está ya preparada una alternativa mejor, se produce una revolución científica; se tira abajo el paradigma en boga y se adopta el nuevo, con toda las reinterpretaciones del caso, más toda la parafernalia y vendettas, redistribuciones de cargos institucionales, cambios en comités editoriales de las revistas, reparto de subsidios y reelaboración de textos de enseñanza. Esa tozudez del cuerpo de ideas en boga, ha sido detectada y tratada desde distintos ángulos. Puesto que la sistematización del conocimiento científico obliga a que la idea o el modelo en cuestión se apoye en una cohorte de hipótesis auxiliares, Imre Lakatos habla de un núcleo, de una idea central (en Newton, las leyes del movimiento; en Marx, la lucha de clases; en Darwin, la selección natural) rodeado de un cinturón de ideas relacionadas. Aquí también, cuando cobra vigencia el núcleo de un nuevo paradigma, ingresa al escenario con todo el séquito de hipótesis subsidiarias. Para Kuhn, hablar entonces de "verdad" no tiene sentido, pues una proposición es "científica" o deja de serlo cuando así lo sanciona el "establishment científico". La gente que actúa en

política conoce esta forma de operar desde hace mucho tiempo; la novedad es que Kuhn insista en que el mundo científico también se maneja así. Y llegamos así al estado actual, pero estamos demasiado cerca de los árboles como para describir el bosque. Nos resulta preferible restringirnos a tres puntos: a] Hoy aparecen pensadores que afirman que la verdad no existe, o como Paul K. Feyerabend, que asegura que cualquier proposición es científica. Cuando nos encontramos con alguno de estos pensadores, cosa que nos suele ocurrir durante una cena en un faculty club, los investigadores solemos encogernos de hombros y musitar: "Bueno, pues entonces mi proposición es que usted está equivocado." b] El surgimiento de pensadores que adoptan una posición parecida a la de Feyerabend no es nuevo en la historia. Desde

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el siglo v a. C., en el que Gorgias de Leontini sostuvo que nada existe, si existe no lo podemos saber, y aun en el remoto caso de que exista y lo sepamos no se lo podríamos comunicar a nadie, han aparecido posiciones tales como: i] El escepticismo, posición de quienes, después de haber examinado todo (atención: "después", no "en vez") prefieren suspender todo juicio, y encuentran el sentido de su existencia en la negación y el aislamiento. ii] El agnosticismo, que sostiene que la razón humana y el conocimiento desembocarán en una total ignorancia, pues a lo sumo llegaremos a formarnos un maravilloso cuerpo de conocimientos, entre los cuales, uno de los últimos nos convencerá de que todo ese cuerpo gira en el vacío y que la Verdad nos sigue eludiendo. mi] El cinismo, escuela de pensadores a quienes las cosas del mundo les son indiferentes. iv] El relativismo, que rechaza la Verdad Absoluta y declara que la validez de un juicio depende de las condiciones y circunstancias en que es enunciado (así lo que en una cultura es meritorio, en otra puede estar prohibido). Esta posición puede derivar en el subjetivismo, luego en el escepticismo radical, y de ahí en v] el nihilismo, que es la dogmatización del escepticismo, es decir, la negación más radical de la posibilidad de conocer; vi] el solipsismo, posición en la que desemboca el idealismo metafísico que, tras convencerse de que todo ese cuerpo de conocimiento se alberga a lo sumo en nuestra cabeza, niega la existencia del mundo externo. Aparentemente, un solipsista no tendría que escandalizarse si recibiera del Consejo de Investigaciones una carta comunicándole: "Felicitaciones. Usted nos ha convencido: no existimos, en particular la beca que acaba de solicitarnos." Aquí los fisiólogos tendríamos algunas cosas que decir pues, a sabiendas de que cuando digo "este objeto es duro, amarillo y frío" estoy combinando el resultado de una increíble cantidad de señales eléctricas, reacciones químicas, procesos estructurales en células, vibraciones timpánicas, deformaciones de receptores dérmicos; asimismo, considerando que cada uno de esos procesos tiene un margen de error, y varía con la edad y la hora del día, no tenemos seguridad alguna de que dicho resultado sea exactamente el mismo para todo otro observador. Luego viene Ludwig Wittgenstein y nos convence de que ese conocimiento no es más que una estructura gramatical, no la realidad-de-ahí-afuera en sí... Por eso, los filósofos que man-



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tienen estas posiciones, dicen cosas como: "La ciencia absoluta constituida en mí y por mí, vale sólo para mí" (véase por ejemplo Joaquín Xirau, La filosofía de Husserl). Sin llegar a tal extremo, el físico químico y filósofo Michael Polanyi (Personal knowledge: towards a post-critical philosophy) señala que en todo acto de conocer hay una contribución personal de quien conoce (en este caso el investigador) a lo que conoce, pues en dicho acto entran la atención que pone, su preparación previa, su entrenamiento, su perspicacia, las claves que detecta inconscientemente, el peso que da al dato probabilístico; por lo anterior concluye que todo pensamiento es personal y que es imposible separar con un corte neto lo objetivo de lo subjetivo. En ese sentido, en un congreso de enzimología en el que participan cientos de cristalógrafos, bioquímicos, médicos y genetistas, novatos y consagrados, que estudian las mil y una enzimas conocidas, no habría dos enzimólogos que tuvieran exactamente el mismo concepto de enzima. No obstante, Polanyi acepta que manejen un amplio denominador común como para entenderse. c] En la primera mitad de nuestro siglo Robert King Merton (Social theory and social structure) realizó algunas observaciones sobre la ciencia y su sociología que tuvieron, por así decir, dos efectos principales. Por un lado, llamaron la atención sobre ciertas prácticas y procesos que ocurren en la comunidad científica, que directa o indirectamente desembocaron en ideas como las de Kuhn. Para explicar el segundo efecto, necesitamos introducir antes dos puntos: 11 Supongamos que el paradigma tolemaico (que la Tierra es el centro del Universo) hubiera triunfado, tal como exigía la Iglesia. Eso no hubiera significado de ninguna manera que, en verdad, la Tierra es el centro de nuestro sistema planetario. 2] A pesar de su enorme importancia, del prestigio y la reverencia que le tenemos, Albert Einstein no significa nada para el conocimiento científico. Si hubieran triunfado los nazis, por ejemplo, su nombre habría ido desapareciendo de los textos de física, sus fotos no ilustrarían los libros de historia, y hoy pocos conocerían su desmañada figura y su melena, así como ahora pocos reconocen si cierta foto es de Langevin o de Poincaré. A lo sumo se diría que, hacia principios de siglo, la ciencia fue adoptando un punto de vista relativista. Einstein y la Teoría de la

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Relatividad están ligados por la historia y por nuestros afectos, pero él no forma parte de ella, ni se deduce de la trama conceptual que ayudó a tejer. Con esto queremos decir que el segundo efecto de las contribuciones de Merton (por supuesto que esto no lo inculpa) es que hoy muchos confunden a la ciencia como sistematización del saber, con la investigación y su sociología o, peor aún, con el fragor político/económico a que da lugar. Así, allá por 1970, B. Latour y S. Woolgar (Laboratory life. The construction of scientific facts) introdujeron conceptos de externalismo, constructivismo, relativismo, subjetivismo, ordinarismo (en cuya consideración no entraremos) y declararon cosas tales como que "El conocimiento científico es producto de la negociación entre científicos en el laboratorio" y que "la ciencia es política hecha por otros medios"; algunos de sus seguidores llegaron a afirmar que la realidad está constituida en y por el discurso, expresión que parece excesiva: para ponerla en sus límites sería necesario discutirla a la luz de las modernas teorías lingüísticas, como la Teoría del Discurso, pero ello nos alejaría del hilo cen-

tral de este capítulo. Sucede que muchas veces los intelectuales encuentran un cristal a través del cual pueden mirar el mundo, se embelesan con el nuevo juguete al punto de ignorar todo lo demás, y de ahí pasan a "explicar" el mundo con desparpajo, tal y como hacen algunos cuando aprenden dos o tres conceptos de marxismo o alguna idea keynesiana. Ahora bien, nadie niega que en el mundo de la ciencia profesional hay prácticas perversas, vicios y maniobras institucionales, algunas de las cuales describiremos en este libro; nadie niega que la visión del mundo que tenemos resulta de una construcción social (véase Berger y Luckmann, The social construction of reality), pero eso no significa que la investigación y el saber sean una simple consecuencia de negociaciones y compromisos, o de paradigmazos impuestos por mafias académicas. Como dice Mario Bunge ( Una caricatura de la ciencia: la novísima sociología de la ciencia): Si Galileo, Newton, Darwin, Marx, Maxwell, Einstein, Heisenberg y los demás rebeldes de la ciencia hubieran sabido esto, no habrían malgastado tantas horas buscando verdades transculturales inexistentes. En cambio habrían improvisado rápidamente algunos disparates cua-



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lesquiera y habrían empleado su valioso tiempo en formar camarillas para dominar sus respectivas comunidades científicas.

Es cierto que las teorías mueren de ineficiencia y van quedando de lado a medida que "no funcionan"; que, cuando sus predicciones discrepan con lo que los investigadores vamos encontrando en nuestros experimentos, las abandonamos y dejan de formar parte de nuestras creencias. También es cierto que hay creencias que multitud de personas abrazan con confianza y conforme a las cuales viven (por ejemplo, que el número 13 trae mala suerte); y, otras, acaso un reducidísimo número de científicos está en condiciones de entenderlas y aceptarlas (por ejemplo, la mecánica cuántica). Pero ¡cuidado! pues como señala el mismo Bunge, "según esto, la mecánica cuántica no sería conocimiento, y en cambio la creencia de que el 13 trae mala suerte sí lo sería".

A esta altura resulta obvio que la palabra "ciencia" ha sido usada en varios contextos, y que a lo largo de su historia cada uno de sus aspectos ha sido motivo de análisis y reinterpretaciones; de ese modo, las expresiones "ciencia", "conocer", "pensar", "saber", "verdad" no son unívocas sino análogas y ambiguas. El sustantivo scientia procede del verbo sciere, que significa saber. Sin embargo, como señala José Ferrater Mora (Diccionario de filosofía), no resulta recomendable atenerse estrictamente a esta equivalencia etimológica, pues hay saberes que no pertenecen a la ciencia. Se saben muchas cosas (que el farmacéutico tiene lumbago, que en el banco atienden de 9 a 13) que nadie osaría presentar como si fuesen enunciados científicos.

Otros prefieren distinguir "ciencia", subjetivamente entendida, como saber sistemático, propio del sujeto humano individual, de "ciencia", objetivamente entendida, que no es un saber, sino un conjunto de proposiciones lógicas, una construcción que realiza la sociedad (I.M. Bochenski, Los métodos actuales del pensamiento); pero una construcción a la que enseguida se le quitan los andamios y escaparates usados durante la edificación e incluso se despide a los meritorios albañiles y electricistas que establecieron las conexiones y la fueron ensamblando. Éstos pasan a ocupar un lugar en la' iistoria de la ciencia, como en el caso de Einstein y sus dos teorías de la relatividad.

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Pero aun ese esquema es provisorio y lo iremos alterando a

lo largo del texto. De modo que si bien es saludable que un investigador se mantenga informado de las cosas que van observando los antropólogos, psicólogos y sociólogos de la ciencia y, en nuestro caso, lo que se va aprendiendo de la práctica científica en el tercer mundo (véase L. Lomnitz y J. Fortes, La educación del científico), es imprescindible consultar a los epistemólogos (p. ej. M. Bunge, Understanding the world), tanto como para no caer en el disparate (p. ej. B. Latour, Give me a laboratory and I will raise the world). El fisico greco-argentino-brasileño Constantino Tsallis comenta: "A los científicos nos gusta hablar de lo que sabemos; en

cambio a los filósofos les gusta hablar de aquello que los científicos no entendemos", opinión que ciertamente no refutaría Montaigne ("La filosofia es duda"). Ese cuestionamiento filosófico de las bases del conocimiento va cambiando nuestro escenario: antes, cuando alguien discrepaba con nosotros, sabíamos que estaba equivocado; ahora sospechamos que se basa en suposiciones diferentes. Mark Twain (Tom Sawyer abroad) asevera: "Si uno mira las teorías cuidadosamente, siempre descubre un agujero en alguna parte." Es imprescindible entonces que todo investigador tenga una idea del marco filosófico en que trabaja; asimismo, que sepa que sus enunciados descansan sobre suposiciones que, de uno u otro modo, ya han sido cuestionadas por algún filósofo. Justamente, el científico debe estar enterado al menos de qué fue lo que dijo dicho filósofo, y por qué nos ha privado de la reconfortante sensación de seguridad. A pesar de que si no hay marco filosófico no hay integración can la historia y la cultura, "los hombres de laboratorio suelen considerar que los problemas de la teoría del conocimiento, la fundamentación de los conceptos científicos y la historia de las ideas y de las teorías, constituyen preocupaciones propias de filósofos e historiadores" (Rolando García). Y esto no es lo peor, sino que aun entre los científicos que de pronto descubren que existe la filosofía, no faltan quienes, tras ilustrarse al respecto, ya filósofos se sienten: pasan a publicar sus apuntes en los que mencionan a los pensadores más ilustres, sus lugares y fechas de nacimiento y muerte, así como el título de sus dos o tres obras fundamentales, pero sin tener nada nuevo que decir. Dada la desperdigada anatomía de nuestras uni-



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versidades, estos investigadores no corren riesgo de encontrarse con filósofos de verdad que los refuten. A su vez, éstos tampoco lo corren de toparse con científicos en serio. Se llega así a las "deplorables filosofía de los científicos y ciencia de los filósofos" que lamenta Rolando García. La observación de García debe servirte de nota precautoria: este capítulo no te enseña absolutamente nada de filosofía; sólo trata de que hagas ciencia con seso, y no te conviertas en un dogmático de la investigación al pretender extralimitar sus alcances. Antes de abandonar este tema conviene referirnos a lo que podríamos llamar "la unidad del proceso mental'. Es claro que, cuando presentamos y defendemos una tesis, tratamos de hacerlo de la manera más coherente posible: trayendo a colación todo lo que la apoya y dejando de lado lo que discrepa con ella, o discutiéndolo para demostrar su irrelevancia. Pero esa tesis surgió de una lucha de pros y contras, como si dentro de nuestra cabeza tuviéramos un verdadero congreso de homúnculos que debatieran entre sí, defendiendo cada uno de ellos puntos de vista controvertidos; de ahí que la "conclusión" alcanzada es, en realidad, el producto de un compromiso muy lejos de ser unánime. Esos homúnculos no sólo basaron sus posiciones en ideas, también tuvieron en cuenta que lo que proponemos ahora contradice lo que habíamos propuesto hace dos años, o que se opone a la hipótesis del editor de la revista a la cual pensamos enviar nuestro manuscrito o, por el contrario, la apoyan. Cuando nuestro trabajo se ubica en el terreno de las humanidades, algunos de esos homúnculos se asustan y pugnan por hacernos ver que nos malquistarán con ciertos personajes políticos y religiosos, o que se nos echarán encima instituciones enteras. Algunos de esos homúnculos son vagos que no quieren hacer un nuevo experimento control, otros son ambiciosos, modestos, alocados, optimistas, escépticos, supersticiosos, descuidados, puntillosos. "Nosotros" somos entonces una suerte de secretarios ejecutivos de dicho cuerpo deliberante, y no porque adoptemos una resolución final hemos convencido a cada una de esas personitas que llevamos dentro... y eso es lo mejor que nos puede suceder; pues lo común es que un día prestemos oídos a ciertos homúnculos y ptros días a unos distintos, o que perezcamos de indecisión, ini iovilizados por un democrático empate interior. El escritgr Eduardo Galeano (Las venas abier-

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tas de América Latina) declara: "Tengo dentro de mí mucha gente [...] un manicomio lleno de locos que aparecen en lo que

escribo." Para fines prácticos, podemos adoptar la analogía de Pascal y dar por sentado que la comunidad científica trabaja a lo

largo de los tiempos como si se tratara de un solo hombre que aprende continua e indefinidamente; pero cuando miramos con lupa la trama de ese trabajo democrático, homogéneo y continuo, vemos que la coherencia no existe ni siquiera dentro de la personalidad de un solo investigador. Einstein llegaba a dudar de que aun este único investigador tenga claro qué es lo que hace, pues se cuenta que cuando un joven le preguntó qué es la física, el sabio contestó: "Ve a un laboratorio y observa por ti mismo qué es lo que hacen los físicos: eso es física ¡pero no vayas a preguntarles a ellos!"



CÓMO SE CREA Y SE INVESTIGA

6. CÓMO SE CREA Y SE INVESTIGA

Nuestros viejos maestros en las disciplinas experimentales separaban tajantemente la observación de la teoría. Para ellos, la ciencia comenzaba con la observación desprejuiciada, con total candidez, como si uno hubiera olvidado la razón por la que ha diseñado y montado el experimento, o si le diera exactamente igual que los datos apoyen o derrumben su hipótesis, como si la mente del investigador fuera una suerte de película virgen. El psicólogo José Blejer llamaba a esta expectativa de nuestros maestros "el mito de la inmaculada percepción". Hoy se reconoce, en cambio, que la observación desprejuiciada no existe. Tampoco se puede disecar un momento de pura observación, seguido de otro de pura teorización sobre lo observado, pues en toda circunstancia ocurren ambas cosas. Y ni siquiera ocurren en el nivel exclusivamente consciente. No sabemos por qué, en un momento dado, prestamos atención a ciertos aspectos y desechamos otros; por qué dejamos de tener en cuenta un detalle del protocolo o, por el contrario, subrayamos su importancia. Es como si, de pronto, nuestro inconsciente seleccionara de su enorme archivo el consejo que nos dio un maestro hace quince años y lo pusiera en el foco de nuestra conciencia; como si buscara el dato que nos confió un colega durante una charla informal, lo desempolvara y lo destacara sobre nuestra mesa de trabajo; como si cubriera con una bruma de olvido las objeciones que suele hacer cierto competidor, o iluminara con un poderoso reflector un hecho que, de otra manera, podría parecer trivial. Cada tanto algún genio señala un hecho capital, que por años todo el mundo había tenido delante de la nariz, pero que su inconsciente no le había permitido ver. Todos estos recuerdos, olvidos, desdenes y señalamientos se deben a procesos inconscientes, de cuyos mecanismos sólo tenemos un conocimiento precario. 6 6 Cogito (cum agito) del latín "pensar", significa "sacudir junto". Muchas personas, cuando escuchan cosas discordántes o incongruentes, hacen el gesto

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Otto Loewi quedó admirado para siempre de que, si bien en 1903 sospechó que los nervios simpáticos y parasimpáticos pueden liberar ciertas sustancias químicas, a lo largo de diecisiete años no se le ocurrió ninguna manera de demostrarlo, y sólo en 1920 soñó con el protocolo adecuado. A Arquímedes, por el contrario, se le ocurrió su famoso principio mientras se bañaba. En su A la recherche du temps perdu, Marcel Proust se maravilla ante el hecho de que un bocado de cierto pastel (madeleine) le instala una remembranza en la mente. Pero, a pesar de la abundancia de ejemplos ilustres, en los que la conciencia, con su lógica formal y fría, debió esperar a que un proceso inconsciente resolviera el problema, a muchos científicos les enoja que uno le reconozca un papel a lo inconsciente. Hoy se reconoce incluso que el inconsciente puede llegar a ser "mejor investigador" que el consciente. Tú habrás oído por ejemplo la palabra serendipia. En sánscrito, la isla de Ceilán tiene el nombre de Shimhaladvipa ("Isla donde viven los leones"). Los árabes la introdujeron en Europa como "serendib". Conscientes de que los árabes tienen dificultad para pronunciar consonantes sordas y las remplazan por las sonoras correspondientes (p por b), los europeos transformaron la palabra en "serendip". En el siglo xvüi, el escritor británico Horace Walpole acuñó la palabra "serendipia" inspirándose en un cuento persa (Los tres príncipes de Serend), en el que los personajes a veces descubrían cosas por casualidad. Hoy los científicos hablan de serendipia cuando al realizar un experimento, por alguna razón ajena, descubren lo que en realidad estaban buscando. En el contexto de lo que venimos explicando, la serendipia es una muestra más de que a veces el inconsciente dirige las investigaciones que llevamos a cabo con mayor eficacia que el consciente. El científico mexicano Ruy Pérez Tamayo (Serendipia) da abundantes ejemplos de este modo de descubrimiento. Hay quienes sostienen que el descubrimiento de América de entrecerrar los ojos y agitar la cabeza, como si trataran de que se les vuelvan a juntar las piezas de un pensamiento desbaratado por la paradoja que acaban de oír. Intellego (inter lectura) del latín "seleccionar entre", significa "entender", "advertir" o "darse cuenta". Por lo que se discutirá en el capítulo 11 sobre el papel de la restricción, podemos advertir aquí que cuando uno piensa cuál de las posibles soluciones es la correcta, puede hacerlo mediante la selección de una de ellas, pero también a través de la exclusión de las demás.



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es un colosal producto de la serendipia, pues Cristobal Colón la encontró cuando andaba buscando una ruta hacia las Indias. Sin embargo, esto no parece ser "serendipia real", porque ni él andaba buscando América, ni llegó a darse cuenta de que la había encontrado. Aunque jamás se ha dado el caso de que a un investigador le pongan el inconsciente en el "nivel 3" del Sistema Nacional de Investigadores y al consciente en el "nivel de candidato", espero que con lo expuesto te hayas quitado del consciente y del inconsciente todo resto de fenomenología ingenua. Muy bien, supongamos que ya hemos obtenido los resultados: tablas llenas de medidas de potenciales eléctricos, de nive-

les de ozono, de valores bursátiles; o bien, geles de electroforesis con carriles atravesados por bandas, o espectros de estrellas, o cifras de la natalidad en función del tiempo. Ahora hay que explicarlos. Henri Poincaré decía que la ciencia se construye

con hechos, como una casa se construye con piedras, pero que así como un montón de piedras no es una casa, tampoco la ciencia es un amontonamiento de hechos. La mayoría de la observación quizá se podrá explicar con los viejos modelos, pero habrá algunos valores que discrepan. Es en este momento cuando se necesita una idea original, un nuevo modelo que explique todo y, si es posible, prediga otras cosas que podríamos encontrar en un próximo experimento (en el caso de las ciencias experimentales), o que establezca cierta concordancia con otros datos ya presentes ahí, en la realidad, en espera de que los vayamos a buscar (predicción del lugar donde encontraremos cierta ruina, o el documento en el que hallaremos cierta declaración reveladora de un hecho histórico, o la región del cielo donde podremos encontrar estrellas del tipo que buscamos). Pero no existe ninguna receta para que se nos ocurra algo original. Lo que podemos hacer es tener preparado nuestro aparato lógico, esquemas conceptuales y equipos experimentales, para poner a prueba la idea que alguien pudiera llegar a proponer; pero eso, por sí mismo, no genera idea alguna. En la solicitud de un donativo, los científicos se comprometen a realizar determinados estudios, pero nunca a generar ideas específicas y originales. Por otra parte, casi nunca se nos ocurre una hipótesis; a lo sumo sospechamos algo de ella,. pero ese material ya es sufi-

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ciente para jugar con él, discutirlo en el pizarrón con nuestros colaboradores, darle vueltas, exagerarlo, agregarle o quitarle detalles, ridiculizarlo, enojarnos porque quien lo ridiculiza es un detestable colega, hasta que al cabo de cierto tiempo se puede convertir en el germen de una hipótesis. Entonces sí, nuestro entrenamiento en el método experimental, o cualquier otra forma de validación de hipótesis, aconsejará qué experimentos realizar, qué variables estudiar, qué tipo de controles hacer. Esta actividad es casi del todo consciente (aunque un buen psicoanalista podría decir muchas cosas del mecanismo incons-7 ciente de nuestros olvidos, entusiasmos y estilo de investigar), pero la idea ya había nacido, el inconsciente ya había brindado alguna fantasía combinando los elementos que "él" ha selec-

cionado. Más aún, parece tener horarios de trabajo diferentes de los de la región consciente, pues es común que un experimento o una solución se nos ocurran mientras estamos entretenidos en otras cosas, o que las soñemos. Acabamos de mencionar que el inconsciente de Otto Loewi trabajaba de noche y el de Arquímedes cuando se bañaba; tengo colegas que sólo pueden meditar cuando se rasuran, o cuando caminan, o que sólo tienen ideas fértiles cuando están enamorados; otros no pueden discutir sin un café, o sólo pueden concentrarse cuando fuman. El escritor Eduardo Galeano nos confía: "A veces me angustio mucho porque estoy vacío de historias, pero echándome a caminar brotan dentro de mí cosas que ignoraba que existían." Hay creadores que se sienten más inteligentes tomando tónicos fabricados con cerebro de toro, y otros que se burlan de tales prácticas porque, afirman, el único método eficaz es la meditación trascendental. Así, refiriéndose a cierto consejo dado por Agassiz, Mark Twain comentó: "Agassiz recomienda a los autores que coman pescado, porque el fósforo produce cerebro, pero no especifica la cantidad. Bueno, supongo que con un par de ballenas será suficiente" (obviemos aquí que Twain tomara a la ballena por un pez). El elemento esencial parece ser la perplejidad. Esta palabra se compone de per (a través) y plexus (tejido, trama), y en realidad no parece una descripción feliz, pues el perplejo no 7 Véase Cereijido, M., "De arañas, escorpiones e investigadores profesio-

nales".)



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atraviesa la trama, sino que queda atrapado en ella. Esa trama tiene hebras de conocimiento y hebras de misterio. Uno advierte que ha llegado a una situación conocida/desconocida, que contiene elementos explicables/inexplicados. Si la perplejidad lo asusta no es un investigador; si en cambio lo deleita, tiene algo del científico.

En cuanto a cómo hace ese "inconsciente" para asociar y transformar elementos, se sabe muy poco, y este poco es el resultado de conjeturas y modelos psicoanalíticos, que se manejan con esquemas, procedimientos, fuentes de información y lenguajes muy distintos a los de las llamadas ciencias duras (las que hasta no hace mucho se llamaban exactas). No es que el ser humano haya intentado resolver hasta ahora el enigma de nuestro aparato psíquico; por el contrario, no hay ni jamás ha habido civilización ni edad histórica que no se lo haya planteado. Sin embargo, se trata de un asunto que desde siempre ha estado envuelto en mantos de misticismos y supersticiones sobre los sueños, prejuicios sobre la locura, reglas, prácticas y perversiones sexuales, así como oscuridades conceptuales acerca de la relación mente/cerebro. Por eso el psicoanálisis se ve obligado a usar primero un tamiz para separar lo que es información de lo que es despropósito, luego analizar en qué consiste dicho tamiz, después revisar qué quiere decir "información" y "despropósito", y además crearse sus propios métodos de indagación. Su tarea aparece más formidable que las realizadas por la química y la astronomía cuando arrancaron de la alquimia, la brujería y la astrología. Hoy a los psicoanalistas no se les trata de quemar en una pira, como sucedió con los padres de la química y de la anatomía, ni de poner en la picota, como se hizo con los astrónomos que cuestionaron el geocentrismo, ni de excomulgar, como se hizo con los evolucionistas que refutaron el origen divino del hombre; pero no obstante, cuando intentan discutir los mecanismos inconscientes cunde cierta exasperación, incluso en círculos científicos. ¿Qué dicen los psicoanalistas acerca de las asociaciones y transformaciones informativas y emocionales que ocurren en nuestro inconsciente? Para empezar, Sigmund Freud partió de

la base, hoy muy comprensible por cierto, de que el "sin sentido" no existe. A lo sumo es al, observador a quien le falta el conocimiento necesario para entender lo que tiene delante de la

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nariz. Para que nos quede claro este punto, bastaría con que le mostráramos un espectro de difracción de rayos X a un peluquero, o la ecuación de Boltzmann a un señor que fabrica paraguas. Por eso Freud se negó a aceptar que los lapsus, los actos fallidos (olvidos, confusiones) y los sueños carezcan de sentido, o que sea imposible llegar a tener una explicación racional: no puede ser que un despropósito o un sueño no sean efectos de algunas causas. La búsqueda de esas causas le dieron la oportunidad de aprender sobre el inconsciente y su participación en el pensamiento y la conducta. Una de las cosas que aprendió es que ejercemos una censura sobre nuestro inconsciente, y no dejamos que se exprese libremente. Pero como esta censura también la ejercemos de manera inconsciente, ni siquiera nos enteramos; pues hay cosas que no sólo está prohibido hacer, sino que ni siquiera es lícito pensar o jugar con la idea. No extraña pues que los más reprimidos sean los aspectos sexuales. Así, a diferencia de lo que acontece con otras especies zoológicas, el ser humano no sólo tiene terminantemente prohibido tener relaciones sexuales con la mamá, sino también acariciar la idea. Esto es bien curioso: puede acariciar a la mamá ¡pero no a la idea! Freud hizo luego una observación que concierne a nuestra discusión de cómo hará nuestro inconsciente para que privilegiemos o por el contrario desdeñemos algunas ideas; para que nos entusiasmemos o deprimamos con ciertos resultados experimentales: advirtió que el inconsciente, para expresar las cosas censuradas, recurre a triquiñuelas propias del contrabandista. Veamos: En primer lugar, el inconsciente realiza desplazamientos. Así, hurgando en los motivos que alguien pudo tener para soñar con aplicarle una inyección a una monja que estaba "reza que te reza", un psicoanalista podría llegar a descubrir que el sujeto tiene deseos de hacer algo tan prohibido como acostarse con su hermana Teresa. En los desplazamientos, los contenidos se asocian por contigüidad: la vagina puede asociarse con algo que contiene, el continente con América y ésta con el 12 de octubre; así, hilando fino, un psicoanalista que escucha las asociaciones libres de un paciente que soñó con celebrar el 12 de octubre con su hermana, podría llegar a interpretar que... (A propósito de desplazamientos 'y contigüidades, véase la nota 6.)



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En segundo lugar, Freud encontró que el inconsciente recurre a las condensaciones, en las que construye un objeto sin-

tetizando en él cosas diversas. Así, en la fantasía de un niño que tenía temor a los caballos, creyó descubrir deseos condensados de pegarle al padre y tener relaciones sexuales con la madre.

La función de ciertas glándulas de secreción interna se llegó a conocer a partir del estudio de situaciones patológicas, en las que las funciones están exageradas o bien suprimidas: la de la hipófisis a partir del gigantismo, la acromegalia y la caquexia hipofisaria; la de la tiroides a raíz del bocio; la de los testículos observando a los castrados; la del páncreas analizando diabéticos. Análogamente, Freud descubrió muchas características y mecanismos de la personalidad en sujetos neuróticos o psicóticos, porque los tienen exacerbados y entonces le fue menos difícil percatarse. Pero más tarde, el lingüista Roman Jakobson advirtió que los desplazamientos y las condensaciones propuestos por Freud para interpretar ciertas neurosis, también aparecen en el lenguaje diario, aunque no necesariamente aludamos a cosas prohibidas. Para referirse a los contenidos de una idea que se vuelcan en otras, Jakobson llamó: 1] metonimia a los desplazamientos (tomar la parte por el todo) como cuando llamamos "el espada" a un torero que, además de espada, tiene otros objetos y atributos, o cuando decimos "se hizo a la vela", dando por sentado que alguien tomó un barco -que además de velas tiene casco, timón, anclas, etcétera-; y 2] llamó metáforas a las sustituciones, a las cosas que tienen un sentido parecido (pero no obstante diferente) y por eso pueden representar a otras. Así, un señor que no desea hablar con un amigo frente a terceros que lo comprometerían, puede llegar a usar metáforas: "Cuidado: hay moros en la costa", o "después hablamos, pues aquí hay pajaritos en los alambres". Precisamente, Jorge Luis Borges, que no se estaba refiriendo a Freud, ni a Jakobson, ni al psicoanálisis, observó que la metáfora es hija de la censura. Freud encontró que estos mecanismos están más claramente expresados en los sueños, pero él no fue el primero en tratar de entender sueños; José (Biblia, Gen 40 y 41) ya había tratado de interpretar los de los egipcios; Dante lo había hecho en su Divina comedia; los brujos se vienen ganando la vida con

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ese recurso. Tampoco fue Freud el primero que trató de comprender las chifladuras "sin sentido", pero fue quien se propuso explicarlas escapando a las leyes de la lógica formal, a las leyes del razonamiento, tal como las venían manejando los científicos y filósofos, o como las usamos para argumentar en nuestros artículos sobre las membranas celulares o sobre la desertifi-

cación del Bajío. De modo que si, por un lado, Freud encontró ciertos mecanismos al tratar de entender las neurosis y los sueños, su descubrimiento se enriqueció al tomarse en cuenta la existencia de metonimias y metáforas que caracterizan la poesía; aunque éstas también se encuentran en el lenguaje cotidiano, en el que

en realidad siempre han estado. Pues bien, ese inconsciente contrabandista, que asocia, condensa, vuelca el significado de un concepto en otro, metaforiza, metonimiza y disfraza contenidos para que podamos soñarlos; que tiene sus propios horarios de trabajo, que se burla de nuestra lógica formal, que de pronto le importa un bledo nuestro desempeño cotidiano y no nos brinda el nombre de la persona que tenemos delante o nos hace caer en una laguna mental en plena conferencia, a veces se apiada de nosotros y nos brinda una idea brillante para que nos ganemos la vida

como investigadores. Ya con estos conceptos in mente, podemos repasar la historia y encontrar, por ejemplo, que Henri Poincaré, al meditar sobre la creación en matemática, observó que de pronto aparece en nuestra conciencia algo que sintetiza; algo que concreta o cristaliza varias ideas, de cuya relación nadie se había percatado hasta ese momento. Llamó a esa novedad "el hecho seleccionado": de pronto, nuestro inconsciente selecciona un hecho, que condensa, asocia, reúne, relaciona dos o más cosas entre las que antes no se veía vinculación alguna. Es el momento en el que Mendeleyev advierte que hay cierta relación entre los elementos químicos, cosa que sintetiza en su Tabla de los Elementos. Notemos que también debió desechar otras: quién le había traído este ácido, qué color tenía esta sal; que esta sustancia es venenosa o que la otra es importada. Muchos sabios, antes que Darwin, habían advertido que los animales de hoy en día son diferentes a los existentes hace millones de años; éstos se extinguieron, y los que habitan esta región están mejor



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adaptados a ella que los animales de regiones remotas si los trajéramos a vivir aquí. Lo que se le ocurrió es que existe un mecanismo (la selección natural) que podría dar cuenta de todos esos hechos. Este tema se enmarca en uno mucho mayor, que podríamos llamar "la emergencia del significado"; emergencia que tiene un doble aspecto. Por un lado, se refiere a la emergencia en la cabeza del investigador: el momento en el que se le encuentra sentido a un galimatías hasta entonces incomprensible. Vale decir: el investigador ya tiene la capacidad de encontrar significado, el problema es hallar una explicación coherente a un nuevo conjunto de observaciones (sobre sueños, niveles de ozono, trazados electrocardiográficos, migración de golondrinas, franjas de electroforesis) que, también, ya están atesoradas en su cabeza. De este primer aspecto nos hemos ocupado en los párrafos anteriores. El segundo aspecto de "la emergencia del significado" se refiere al proceso biológico (evolución) que llevó a producir una estructura (quizá el cerebro) capaz de encontrarle o atribuirle significado a las cosas. Hay ejércitos de biólogos-psicólogos-epistemólogos que se esfuerzan por entrenar monos y ratas o por modificar la conducta de caracoles inyectándoles mediadores químicos; que diseñan tests para pajaritos; que observan fenómenos eléctricos, metabólicos y circulatorios en el cerebro humano; y que luego debaten sobre si las conductas observadas se deben a una adquisición de conocimiento por parte de esos organismos, si esas modificaciones dependen de una simbolización, si los animales evalúan modelos mentales de las situaciones que enfrentan, si hay algún peldaño de la escala zoológica en el que ya se pueda hablar de significados o si, por el contrario, todos los bichos, salvo nosotros, son movidos por reflejos que no involucran proceso mental alguno, etcétera. Un resumen de este punto de vista sería: las cosas que de pronto se nos ocurren surgen de procesos metafóricos y metonímicos con los que el inconsciente "nos" ofrece novedades condensando varios contenidos hasta entonces disociados, o deslizándose de un contenido a otros que ya estaban previamente. Por supuesto que van a influir en nuestra calidad científica: nuestra capacidad intelectual u para reconocer y valorar la importancia de lo que se nos acaba de ocurrir, el grado de censura

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que aplicamos a los contenidos que pugnan por hacerse conscientes; igualmente, la aceptación que tienen para nuestros mentores, directores de tesis y medio académico las proposiciones que se nos pueden ocurrir, así como la cantidad y calidad de cosas que fuimos proveyendo al inconsciente para que antes almacenara y que ahora combina. Si a mí se me hubiera ocurrido que dos electrones con el mismo spin no pueden estar en la misma órbita, el asunto no habría pasado de chiste; en cambio Wolfgang Pauli estaba preparado para sacarle jugo a esta ocurrencia. Si a santa Teresa se le hubieran ocurrido las ideas de Freud sobre la sexualidad, sus contemporáneos la habrían censurado. Más aún, ella misma habría censurado a su travieso inconsciente; de lo contrario, su confesor la hubiera censurado a ella. Hay otras teorías, un tanto pasadas de moda o refutadas en parte, que no obstante han influido y ayudado a bosquejar conjeturas actuales acerca de los funcionamientos de la psiquis, y que pueden arrojar luz sobre la creación científica. Una de ellas es la psicología de la Gestalt, formulada hacia 1912 en Francfort del Main por Max Wertheimer; a los científicos esta teoría les resultó sospechosa y hasta despreciable, pues nada menos a ellos, "profesionales de la razón", les propuso que aceptaran desigualdades escandalosas, subjetividades, ilusiones, emociones, principios de autoridad y otros tabúes. Veamos algunas de sus ideas centrales, porque, pasadas de moda o refutadas, nos ilustran acerca del esfuerzo por llegar a entender cómo se piensa y se crea. Una de sus afirmaciones básicas y que de entrada nos puede resultar repelente, es que el todo no es igual a la suma de las partes. Las propiedades del todo, afirman, pueden no tener nada que ver con las de sus componentes individuales. Daremos tres ejemplos: el sodio es un metal altamente corrosivo y el cloro un gas sumamente venenoso; sin embargo, el cloruro de sodio, resultante de la combinación de ambos, tiene propiedades completamente distintas, pues no es ni corrosivo ni tóxico, y sólo tiene gusto a salado. Análogamente, una melodía tiene formas, y una sociedad tiene patrones de conducta, que no podríamos prever analizando las notas una a una, o a las personas de manera aislada. Por último, si nos muestran una cantidad de fotos ligeramente diferentes, en las que una



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misma persona aparece con la pierna un tanto desplazada respecto a las fotos anteriores, con la boca un poco más abierta, o con un mechón de cabellos levemente caído sobre la frente; si en algunas de ellas se vuelven a repetir ciertas configuraciones (en muchas de las fotos las piernas están en una posición semejante, en varias el mechón de cabellos aparece correctamente peinado); más aún, si en otras fotos aparece una segunda o una tercera persona, a la que también le advertimos ligeros cambios de foto a foto y si, finalmente, se ordenan las imágenes en cierta secuencia, siguiendo cierto patrón, proyectándolas sobre una pantalla, veríamos una película de amor, una de misterio, o una de aventuras. Justamente, Gestalt, en alemán, significa

"forma", "configuración", "patrón", y se refiere a las propiedades que advertimos en el todo (el cloruro de sodio, la melodía, la sociedad, la película cinematográfica), pero que no hubiéramos podido predecir mediante el análisis de las partes aisladas. Pero ¿qué tiene que ver todo esto con la creación científica? Puede ser que nada, pero no obstante conviene revisar algunos aspectos de la psicología de la Gestalt. Por ejemplo, la Gestalt postula un principio, el de Pragnanz, en virtud del cual, cuando

los estímulos son ambiguos, la percepción los mejora (los simplifica, los regulariza, los hace simétricos). Esto produce efectos tan obvios como imaginar el cuerpo entero de una persona metida en una cama, pero de la que sólo vemos la cabeza y los hombros; o bien de ver el fragmento de un objeto tirado en el piso, tapado parcialmente con una alfombra, y completarlo mentalmente imaginando que es un círculo o un cuadrado. También nos hace ver triángulos o esferas en objetos irregularmente triangulares o esferoides; igualmente, entender que si un amigo nos envía un telegrama cuyo texto dice "feiz cumleañ", nos desea un feliz cumpleaños, porque nuestro aparato psíquico sabe cómo usar la redundancia del mensaje para corregirlo. Es probable que el principio de Pragnanz opere en la cabeza de un científico que, a partir de cuatro o cinco observaciones desperdigadas, detecta un mecanismo completo o un patrón de la naturaleza. Muchas veces, los especialistas de un tema sienten que tres o cuatro datos ya conocidos tienen que estar relacionados, pero no saben cómo. De pronto, alguien hace una observación, introduce un dato más y, ahora sí, los indicios encajan de golpe en un patrón, forma, configuración o mo-

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delo que explica todo; modelo ante el cual cada miembro de la comunidad reconoce, "¡Pero claro... cómo no se me ocurrió!", y automáticamente entiende relaciones obvias, que hasta ahora

se le habían escapado. El lector habrá observado que, para compensar falencias descriptivas, en este texto hemos recurrido muchas veces a ejemplos y a meras analogías. En algunos círculos científicos, el uso de la analogía es mirado con cierto desprecio, como chabacanería de la peor especie (el aparato de Golgi parece una pila de bolsas de goma desinfladas; los leucocitos van por el organismo exigiendo a cada célula su documento de identidad; las raíces de las plantas odian la luz). En cambio los gestaltistas le atribuyen una importancia crucial, pues, según ellos, el hecho de que uno entienda el mecanismo que subyace en una analogía, aunque sea imperfectamente, hace que el aparato psíquico "simplifique" o "mejore" la explicación, elimine detalles superfluos y genere un modelo que rige tanto para la analogía como para el caso real; lo anterior le permite entender sistemas diversos, más complejos, pero a los que se aplica -aproximadamente- el mismo principio que en la analogía. Otra tendencia del aparato psíquico sobre la cual han trabajado los gestaltistas, es la actitud que tiene la gente de tratar de buscar causas comunes, principios más profundos y más abarcadores. Una vez que estudió la conservación del agua corporal en siete especies de aves, el investigador se sale de la vaina por predecir qué encontrará en un octavo; también, por comparar los mecanismos que halló en las aves con los de los peces, los saurios, los mamíferos, etcétera. A partir de entonces, reparará en la enorme semejanza que existe entre las diversas formas de conservar hidratado el organismo. Acto segui-

do podrá distinguir entre los mecanismos fundamentales, que son comunes, y los detalles que los diferencian. Con el tiempo,

quizá llegue a proponer un principio de la fisiología renal. Dicho sea de paso, en el siglo xiv, Durand de Saint-Pourgain (filósofo) y Nicole d'Oresme (físico) comenzaron a recomen-

dar que toda suposición superflua fuera excluida de los modelos explicativos. Su estrategia consistía en ser parsimoniosos (en latín quiere decir "frugal") y económicos, en reducir las suposiciones a un mínimo y las descripciones a sus características fundamentales. Cuando un científico afirma algo sobre la



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regulación de la presión arterial—en el perro y lo enuncia mencionando solamente "perro", se supone que vale para perros negros y blancos, lanudos y de pelo corto, machos y hembras, ovejeros y salchichas. Por la misma época, William of Ockham era un monje franciscano y, como tal, pensaba que un sacerdote de Cristo debe vivir pobre y frugalmente. Enterado del boato y la lujuria con que vivía el Papa en Avignon, donde entre otras cosas mantenía un ejército y recibía dinero de los prostíbulos, decidió viajar para convencerlo de que viviera frugal y humildemente. Así le fue: tuvo que salvar su pellejo escapando a Munich, donde reinaba Ludwig IV, que había sido excomulgado poco antes. Tres papas (Juan XXII, Benedicto XII y Clemente VI) trataron de echarle el guante y, como no lo consiguieron, lo excomulgaron. Hay quien dice que su posición de frugalidad y condena de la lujuria papal dejó en esas regiones un caldo de cultivo adecuado para el surgimiento de Lutero más de un siglo después. Ockham se salvó de la pira, pero murió en 1349 durante la epidemia de peste negra que asoló a Europa. Pero mucho antes de su muerte, el joven William of Ockham, que había sido entrenado como lógico, incorporó las ideas de Durand de Saint-Pourcain y Nicole d'Oresme. Obsesionado con la frugalidad de su orden religiosa (los franciscanos) y la eliminación de superfluidades, también observó que la ciencia se ocupa de las cosas singulares (mide las cosas a razón de una por vez); pero luego, para generalizar, debe eliminar las diferencias, suprimir lo que es meramente circunstancial de cada una de las cosas singulares y quedarse con las universales, siempre y cuando éstas tengan un anclaje en la realidad. No sorprende entonces que un hombre así quedara tan maravillado con la Ley de Parsimonia y se haya transformado en un propalador tan fanático del rasurado de detalles, que sus paisanos británicos llamaron a su estrategia "Ockham's Razor" (la Navaja de Occam).8 Sin embargo, fue el físico y filósofo austriaco Ernest Mach quien, sólo a fines del siglo pasado, impulsó el criterio de que la ciencia debe formular conceptualmente los hechos de la naturaleza de la manera más simple y económica que le sea posible. Dicho de otro modo: de dos modelos que expliquen un mismo 8

Entia non sunt multiplicanda práeter necessitatem.

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fenómeno, se debe escoger el más sencillo. Es oportuno recalcar que la mera sencillez, por ejemplo el número de suposiciones, no hace que un modelo sea superior a otro; un modelo con cuatro suposiciones sensatas no es inferior a otro basado en dos estupideces. Pues bien, los gestaltistas afirman que esa actitud rasuradora y parsimoniosa que tienen los filósofos desde el siglo xiv, es una propiedad intrínseca de la mente. El aparato psíquico es un podador natural de detalles, reparador de defectos, compensador de faltas, redondeador de modelos. Los investigadores suelen acabar sus conferencias citando la frase de Henry David Thoreau: "Ésta es una larga historia, que no debería ser larga, pero que va a llevar mucho tiempo hacerla corta." Es decir, ya tienen todo casi resuelto, pero va a requerir mucho esfuerzo y años de trabajo "rasurar" los detalles, rellenar con información los espacios aún vacíos, así como depurar los principios y mecanismos fundamentales. Aquí podríamos decir lo mismo a propósito de nuestros rodeos acerca de la creación científica: debemos hablar tanto porque no sabemos por qué y cómo hace nuestro aparato psíquico para generar ideas, establecer relaciones entre fenómenos aparentemente disímiles, asociar conceptos, hallar explicaciones más abarcadoras. Los gestaltistas también invocan el aborrecido principio de autoridad. No es que ellos lo estimen: han comprobado que no deja de tener peso aun entre los científicos. Así, si a dos grupos idénticos de estudiantes de física les presentamos una frase un tanto dificil de creer, y a un grupo le decimos que la pronunció Einstein y al otro que lo hizo Hitler, habrá más escépticos entre estos últimos. El ser humano tiene una mente ordenadora: agrupa los triángulos con los triángulos y los distingue de los rombos; agrupa los triángulos con los rombos y los círculos, y los distingue de los cuerpos; los perros con los leones y los distingue de las lagartijas y los tiburones; las gordas con las flacas y las distingue de los rengos y los calvos. Pero también puede cambiar de principio agrupador: separar gordas y rengos japoneses, de las flacas y calvos yugoslavos. También asocia los días nublados con las lluvias, las calaveras con la muerte, las copas dibujadas sobre una' encomienda con lo frágil, y en la puerta de cualquier baño relaciona a los abanicos con las mujeres y a



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las pipas con los varones. No siempre resulta obvio por qué la mente prefiere determinados criterios para asociar elementos; pero el inconsciente lo sabe, pues, a la postre, esas asociaciones se explican por relaciones de causalidad. Un ejemplo conocido entre los científicos es Linneo; sus criterios para siste matizar plantas y animales, un siglo más tarde, resultaron compatibles con un profundísimo mecanismo explicativo: la evolución. Por lo general, sin embargo, despierta sospechas la adopción de ordenamientos para objetos, procesos, resultados, antes de tener explicaciones. De todos modos ocurre: es como si nuestro inconsciente, más sabio que "nosotros", condescendiera a darnos una pequeña ayudita: "Pon esta observación con aquella, agrupa este organismo con tal otro, sepáralos de los de más allá, por ahora ignora a estos otros, adopta esta sistematización, y algún día caerás en la cuenta del porqué." Para referirse a este pasaje de las conjeturas y corazonadas injustificables a la conclusión clara y final, el escritor Antonio Porchia confesaba: "Una cosa, hasta no ser toda, es ruido, y toda, es silencio." "Ninguna cadena es más fuerte que el más débil de sus eslabones" reza el refrán; consecuentemente, las flaquezas del hilo deductivo suelen aflojar la trama conceptual más elaborada. Ricardo Alemany, mi querido profesor de fisicoquímica, confesaba que cuando en el curso de una conferencia escuchaba decir al expositor "evidentemente", "indudablemente" u "obviamente" entraba en pánico, pues los tomaba como verdaderos abracadabras con los que los científicos sacan de su galera un pegamento subjetivo para unir dos segmentos aislados de razonamiento. Hasta el pensador más severo y parsimonioso suele empalmar los tramos de rigurosa deducción con trechos de resbaladizo subjetivismo. Se cuenta que Max Planck, padre de la mecánica cuántica, era tan preciso, cabal y disciplinado en sus clases, que luego sus conclusiones resultaban incontrovertibles. Pero cierta vez, al derivar una ecuación se escuchó decir a sí mismo "...obviamente...", y se detuvo como si de pronto se hubiera esfumado su seguridad en la "obviedad" que acababa de aludir; frunció el ceño, meditó un momento y marchó a su gabinete, en el que estuvo no menos de media hora analizando fórmulas matemáticas y condíciones de contorno. Por fin regresó al aula, encaró el pizarrón y ahora, con toda firmeza,

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87 declaró "obviamente"... ¡y continuó la derivación con imperturbable frescura! En realidad, no sabemos cómo hacemos para tamizar el caos; pero, sea como fuere, es de una escandalosa exageración suponer que el procedimiento es lineal, y negar que resulta de múltiples caminos paralelos. Hemos perfeccionado una poderosa lógica del sentido, pero no me extrañaría que alguna vez se llegue a desarrollar una lógica de la restricción y el olvido. Los investigadores usan caminos paralelos. Hacen de Abogados del Diablo: salen de su línea de razonamiento para observarla momentáneamente desde afuera y tratar de destruirla. Son capaces de bromear, de fantasear, de distorsionar, de escuchar a quienes entienden, y también a quienes dicen estupideces sobre sus estudios. Edward De Bono (New think. Use of lateral thinking in the generation of new ideas) aconseja usar también el factor suerte, que consiste en analizar los sucesos fortuitos que, a pesar de no haber sido planeados, dieron un resultado positivo. Cita a Hertz y las ondas inalámbricas, a Roentgen y los rayos X, a Daguerre y sus impresiones con sales de plata, así como a varios otros sabios que prestaron atención a las anomalías fortuitas, "sin sentido", que habían observado. Análogamente, muchos sabios trataron de entender los así llamados "caprichos de la naturaleza", sospechando que de ningún modo son "caprichos" sino que tienen un sentido y una función: las manchas psicodélicas de las alas de la mariposa, las convoluciones de los túbulos renales, las danzas nupciales de los peces. Es difícil dar recetas para aprovechar el pensamiento paralelo, pero en cambio es fácil advertir que el uso del pensamiento lineal está reforzado por: a] la linealidad del discurso científico con el que se justifica y sistematiza lo ya encontrado, pero que no es de ninguna manera el camino metonímico y metafórico con que el inconsciente selecciona lo que le va a ofrecer a la conciencia como novedad; b] la obligación de presentar proyectos en los que debemos prometer que recorreremos una línea fija, recta, incontrovertible; c] la insistencia en hacer investigación "aplicada", o sea, unir mediante una línea recta los conocimientos que ya se tienen con algo utilitario ubicado en un futuro ilusorio. Es obvio decirlo pero estos "refuerzos" ignoran que la mayoría de los adelantos reales se lograron



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por caminos laterales, gracias a innovaciones hechas por gente que caminó en zigzag; que momentáneamente se alejó del norte que le señalaba la brújula de la lógica; que no trepó de manera obcecada el palo verticalmente interpuesto en su sendero, como dicen que lo hacen las hormigas. Pero supongamos que tras medir una variable a diez ratas inyectadas con cierta sustancia, el investigador se convence de la existencia de cierto mecanismo novedoso en esas ratas, y que ha generado una hipótesis que la explica satisfactoriamente. ¿Con qué derecho se lanzará a hacer afirmaciones sobre todas las ratas habidas y por haber? ¿Cómo lleva el significado de lo aprendido en unas pocas ratas al universo de todas las ratas? Si un conjunto de gallinas ve que cada vez que se acerca una persona con una bolsa les arroja alimento, cuando yo me acerque con una bolsa acudirán expectantes. Las gallinas suponen que el mundo es homogéneo, y que las conclusiones que sacan de un conjunto de observaciones (las veces que les han llevado granos en una bolsa) se pueden extrapolar a todas las veces que alguien se acerque con un saco (aunque, a decir verdad, Pavlov en este caso hubiera preferido hablar de reflejos condicionados). Al igual que las gallinas, los científicos suponen que la realidad tiene propiedades universales y que sus conclusiones sobre un átomo de hidrógeno aquí en la Tierra, también valen para un átomo de hidrógeno cuya señal les llega hoy, aunque existió en una estrella que en el pasado remoto estaba situada a una distancia de mil años-luz y en la posición en que actualmente la detectamos. Esta propiedad de la realidad parece perogrullesca, pero si no adoptáramos el dogma de que la realidad es homogénea, después de bajarle la glucemia a diez ratas inyectándoles insulina, no podríamos generalizar nuestra conclusión, y llevarla (inferencia) al seno de todas las ratas,habidas y por haber. Esa propiedad aparentemente tan trivial le permite a la ciencia enunciar leyes de la naturaleza. ¿Qué es entonces la inferencia? La palabra inferencia, del grupo de transferir, diferir, conferir, deriva del latín ferre, llevar, y quiere decir, literalmente, "llevar dentro de". En el caso de la inferencia, se lleva significado: en virtud de la homogeneidad de la realidad, se acepta que el conocimiento adquirido en unás pocas ratas se transfiera, sin perder validez, a todas las ratas del mundo.

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Inferir no es la única dirección en que podemos transportar significado ni el único modo de llevarlo. Cuando no sólo lo llevamos, sino que nosotros mismos dirigimos el transporte, más que llevarlo lo estamos conduciendo. De modo que cuando generalizamos nuestras conclusiones, y las lideramos hacia el interior del universo de todas las ratas, decimos que estamos in-duciendo el conocimiento ganado. Pero más tarde, cuando alguien vea que a una rata le inyectan insulina, podrá de-ducir (conducir de lo general a lo particular) que la glucemia de esta rata disminuirá. Inducir y deducir son dos transferencias de significado que se deben hacer con muchísimo cuidado. Los matemáticos deducen con toda seguridad, pues ellos mismos ponen las condiciones (premisas) antes de hacerlo; pero en otros campos no resulta tan fácil, y hay gente muy remisa a inducir o deducir. Así, a un viajero cuyo tren pasaba cerca de una manada de ovejas, alguien le señaló: "esas ovejas están recién esquiladas"; a lo cual respondió: "bueno... de este lado". Los árbitros de los manuscritos que enviamos para su publicación, se suelen comportar como dicho viajero. Bertrand Russell (Del hombre contemporáneo) sostiene que, justamente, el conflicto entre Galileo y la Inquisición fue un conflicto entre el espíritu de inducción y el espíritu de deducción; pues, los que creen en la deducción como método de obtener conocimiento están obligados a encontrar sus premisas en alguna parte que les resulte segura, generalmente en un libro sagrado (el Corán, las enseñanzas de Confucio, los escritos del camarada Stalin). Por ejemplo, Descartes aceptaba que el universo tiene una estructura racional garantizada por el Creador quien, según este filósofo, "no podía traicionar" (D. Garber, Descartes' metaphysical physics). Cuando alguien duda de estas premisas quiebra la cadena de razonamientos, pues pone en tela de juicio la autoridad de los libros sagrados... y así le va. En cambio Galileo, al introducir la experimentación, quería inducir; buscaba extrapolar lo que aprendía con unas cuantas bolas que rodaban plano abajo, al universo de todos los cuerpos que caen. El método inductivo no es tan simple ni tan cándido como creían nuestros viejos maestros, pues consta de una miríada de factores que ni siquiera se pueden justificar sobre bases estric-



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tamente lógicas. Así, el epistemólogo Alan F. Chalmers ( What is this thing called science?) hace notar que si bien estamos dispuestos a afirmar con sólo dos observaciones ( Hiroshima y Nagasaki) que las bombas atómicas causan destrucción y muerte,

no atribuiríamos poderes de adivinación a alguien que hubiera hecho dos predicciones correctas. Pero, ¿te animarías a desdeñar lo sucedido cuando cayeron las bombas sobre esas dos ciudades, como mera casualidad? Para sacar conclusiones acerca del efecto de las bombas atómicas sobre las personas, ¿esperarías a tener un número mayor de observaciones? No siempre se arreglan las cosas con un número mayor de observaciones; por ejemplo, por más que hayamos constatado que el Sol sale todos los días, no podríamos asegurar que ha de seguir saliendo por siempre jamás (la evolución del Sistema Planetario Solar predice que algún día ha de acabar), ni nuestra observación sería válida para la gente del casquete Ártico o del Antártico. El método inductivo es, con todo, la herramienta central de nuestro trabajo científico, del Método Científico, porque medimos unas pocas células, unos cuantos átomos y sacamos conclusiones acerca de todas las células y todos los átomos. Sin embargo, se ha hablado tanto de esta herramienta, que el lego cree que, seriamente, hay un método cuya aplicación crea conocimientos. Pero para crear conocimientos no basta hacer experimentos: yo podría pasarme el día entero repitiendo los experimentos de Bernoulli, de Planck y de Palade sin encontrar nada nuevo; o diseñar experimentos válidos, que nadie jamás ha hecho, y tampoco observar nada nuevo. No contamos con ningún método o sistema de reglas para descubrir cosas ni generar modelos explicativos (véase R. Pérez Tamayo, ¿Existe el método científico?). El método científico sólo se refiere a la instancia de aceptación del conocimiento que alguien generó, para incluirlo en el cuerpo del conocimiento científico: gracias a él, nuestros colegas creen en lo que publicamos. Pero: "No sabemos qué sucede en la mente del científico cuando encuentra una pista, cuando produce una idea, una nueva representación de la realidad" (Cinna Lomnitz, Sobre la creación científica). El viejo cuadro de la ciencia como una amalgama de hechos fríos y lógica seca pasó de moda. La formulación de leyes naturales comienza como una hazaña de la imaginación, y el elemento puramente lógico en el descubrimiento científico es relativa-

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mente pequeño (Peter Brian Medawar, The art of the soluble). Queda claro entonces que, una cosa es descubrir, y otra muy distinta probarle a los demás lo que se ha descubierto. En la primera instancia, la creación actúa en buena parte el inconsciente; la segunda no es inconsciente, pues consiste en el conjunto de pruebas y requisitos que la filosofia nos impone para que nuestro aporte ingrese a un sistema más amplio de conocimientos: La ciencia. Por eso, el filósofo Hans Reichenbach (The rise of scientific philosophy) propuso separar el contexto del descubrimiento del contexto de justificación, y luego (1934) su colega Karl Popper ( The logic of discovery) asignó el estudio de las cuestiones relacionadas con el descubrimiento a la psicología empírica, y el estudio de las justificaciones a la filosofía de la ciencia. No faltarán quienes lleven las cosas al extremo y crean que, mientras los investigadores tienen que ser originales, la ciencia en sí prescinde de la originalidad (André M. Bennett, Science: the antithesis of creativity). De hecho, los psicólogos, sobre todo los provenientes de la filosofía, tratan de demostrar que sus antiguos maestros son algo así como aduaneros de la ciencia, o miembros de un comité legislativo que establece los requisitos para que los hallazgos sean aceptados y puedan ingresar al cuerpo del conocimiento, pero que la verdad (suponiendo que haya una) no está como quería Hume en la naturaleza, ni la tiene Dios en su caja fuerte; más bien, esa verdad se trata de otra cosa, quizá de un significado que le atribuimos a la naturaleza, al mundo en general, y que está en nosotros, tal vez en el corazón ("concordar" significa poner en sintonía corazones), en la cabeza, como sugería Pascal, o en algunas otras zonas, como proponía Freud. Con todo, ésos son modelos de la ciencia que puede hacer un solo individuo. Pero la ciencia es hecha por toda la comunidad. Si uno propone una idea demasiado avanzada, demasiado insólita o demasiado alejada de las fronteras que se están explorando en un momento dado, esas ideas son ignoradas y uno puede trabajar tranquilo, a su paso, meditando; aunque claro está, con el consiguiente nerviosismo de perder apoyo. Pero si se trata de ideas o hallazgos "calientes", en cuanto aparece su artículo, ya tiene un enjambre de competidores... y a veces los tiene antes, pues no es raro que los editores se sirvan y conviden a sus cuates con las novedades enviadas para su



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publicación, y que luego el artículo enviado por un investigador creativo o afortunado, aparezca publicado a continuación del de un competidor en el mismo número de una revista. Claro que, "competidor" es un aspecto que sólo le interesa y duele al competido. A la humanidad le tiene sin cuidado quién descubrió tal o cual cosa. La comunidad científica va escogiendo entonces entre diversas ideas, diversas fronteras, diversos métodos, diversas preparaciones, diversos modelos explicativos; asimismo en qué instituciones trabajar, qué colaboradores aceptar, qué aparatos comprar, o en qué revistas publicar. Esta actividad ha dado lugar a la aparición de modelos explicativos seleccionistas, en los cuales la actividad científica central es la toma de decisiones (véase R.N. Giere: Explaining science). Tal vez no sería exagerado resumir estos aspectos diciendo que las explicaciones acerca de cómo se hace ciencia, han pasado de los antiguos modelos de frío razonamiento, a los de misteriosa psicología y, de ahí, a los actuales de competitiva actividad profesional.

7. ¿HASTA DÓNDE LLEGA EL CAMPO DEL CONOCIMIENTO?: UN LÍMITE EN EL QUE TRABAJAN LOS CREADORES

En cada etapa de la evolución histórica, hay un límite entre lo que se conoce y lo que se ignora. Hubo un momento en el que la Antártida, las bacterias, los virus y los muones, estaban más allá de dicho límite: no se les conocía. Luego, la frontera se expandió y fue abarcando a la Antártida y a las bacterias, pero los virus y los muones todavía quedaban en el caos de lo ignorado. Hoy, el territorio de lo conocido ya comprende a virus y muones, pero por supuesto ignoramos muchas otras cosas. El investigador trabaja en ese límite expansible, tomando una porción de caos, estudiándolo y transformándolo en orden. Los datos recogidos pueden dar lugar, básicamente, a tres situaciones: a] Un ejemplo de la primera situación sería el estudio del efecto de una hormona, que ha sido investigada años antes por Fulano en el perro, por Mengano en la rata, por Zutano en el cobayo, y por Perengano en el mono... y ahora nosotros lo estudiamos en el ajolote. Los resultados muestran que el efecto en el ajolote es esencialmente el mismo, si bien con alguna variante menor, y no modifican en nada el andamiaje conceptual. Lo observado concuerda totalmente con lo que se podía haber predicho a partir de los modelos explicativos en boga; no fue necesaria mucha creatividad para ello, simplemente se agregó un detalle, quizás un dato cuantitativo. Esta forma de investigar se convierte en un verdadero nicho ecológico, en el que se gana la vida una numerosa población de investigadores que repiten el estudio en el conejo, en la comadreja, en el gato... En círculos científicos circula el chiste de que si Newton viviera, estaría sometido al "publica o perece" que fuerza a los científicos a repetir las observaciones hasta la náusea y, seguramente, después de sacar sus famosas conclusiones acerca de la gravedad tendido plácidamente bajo un manzano, debería repetir [931



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la experiencia bajo un peral, un naranjo, una higuera... b] Puede suceder que lo observado resulte paradójico o discrepe con lo que permitía predecir el modelo explicativo comúnmente aceptado, y lo destruya. Un ejemplo claro y famoso de ello sería el experimento de Michelson y Morley (1881), con el cual se llegó a la conclusión de que, si se mide la velocidad de la luz acercándose o alejándose de la fuente, ésta resulta constante; hecho que contradice los modelos de la física de aquellos años. Es en este momento cuando resulta necesario crear nuevas hipótesis que expliquen no sólo lo que ya explicaba el viejo modelo, sino también la observación reciente. c] La situación intermedia, y más frecuente, ocurre cuando la información recién obtenida, si bien no rompe la visión de las cosas, la enriquece; permite vislumbrar nuevos alcances o exhibe más detalles, y hace que el modelo explicativo tenga mayor eficacia: el páncreas, además de segregar insulina, que desciende el nivel de glucosa en la sangre, tiene por lo menos otra hormona, el glucagón, que provoca justamente lo contrario. En este orden de razonamiento, fue necesario que el investigador tuviera creatividad para generar un mejor modelo de la fisiología pancreática, que explicara por qué, cómo y cuándo este órgano segrega una u otra hormona. El poeta Alessandro Manzoni decía: "La razón y la sin razón no pueden separarse nunca con un corte tan limpio, que cada parte no contenga nada de la otra." El límite entre el orden y el caos jamás es neto, sino más bien una franja de territorio en la que trabajan los investigadores del momento: van entendiendo. Tampoco orden y caos son regiones del todo conocidas o absolutamente desconocidas. Siempre se tiene cierta idea, suposición, conjetura o, al menos, una corazonada acerca de las posibles soluciones, aunque por el momento estén muy verdes como para plasmarse en hipótesis; de lo contrario, sería i mposible hacer un proyecto para buscar la verdad. Correlativamente, hay toda una hueste de personajes que constantemente "vuelven hacia atrás" para re-explicar lo conocido, para conocerlo mejor. Los primeros son los investigadores del mismo campo, que confirman o reinterpretan cosas ya sabidas a la luz de los nuevos hallazgos; otros son los epistemólogos que tratan de entender las operaciones lógicas y los descubrimientos que posibilitaron el logro actual; finalmente, los historiadores,

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trazan el camino de una idea desde sus pródromos: "Ya a principio de siglo, Fulano...", "los árabes opinaban...", "los griegos

suponían que..." Tampoco el conocimiento es como una sólida isla acantilada rodeada por un mar de caos, sino como una marisma plagada de charcos y regiones internas, en las que quedaron grumos de caos por estudiar. De modo que unos investigadores trabajan en las playas costeras de la isla y otros en los bordes de los

charcos. Pero ése es un esquema por demás simplista. Freud mantenía que la historia consiste en ignorar ciertos hechos del pasado, escoger otros y finalmente deformarlos para que sirvan al presente; ese servicio consiste en darle sentido a lo que hacemos ahora... o a lo que estamos por hacer. Jacques Lacan iba más allá; sostenía que los historiadores usan el anteayer para justificar, "predecir", el ayer (no el mañana). Podría agregarse que, si bien el científico usa el pasado para explicar el presente (causas antes, efectos después), en el momento de investigar usa preponderantemente el futuro para determinar el presente; es decir, qué hipótesis quiere llegar a demostrar, para saber qué debe hacer ahora para lograrlo. Cuando encontramos concordancia entre dos fenómenos o dos variables sospechamos que hay una interrelación (que la tiroides tiene que ver con el metabolismo, que la temperatura en un hoyo en la tierra guarda cierta proporción con su profundidad, que la cantidad de carbono catorce que contiene un hueso es en función de su edad paleontológica), y eso es alentador porque podría ser que estemos por encontrar un nuevo mecanismo de la realidad; que, tal vez, estemos a un paso de hacer una sistematización simplificadora. A veces (la mayoría) se sale a buscar una relación con un modelo explicativo previo, otras (las menos) se encuentra sin buscar; pero eso no quiere decir nue encontrar correlaciones sea hacer ciencia.

Más has dicho, Sancho, de lo que saben -dijo Don Quijote- que hay algunos que se cansan en saber y averiguar cosas que, después de sabidas y averiguadas, no importan un ardite al entendimiento ni a la memoria. Incluso cuando la gente no atina a ver el sentido entre dos



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cosas que estamos relacionando, nos pregunta irónicamente: "Pero... ¿qué tiene que ver la velocidad con el tocino?" Sin embargo la mayoría de los investigadores aún llevan dentro al hominídeo que se asusta ante lo desconocido y no puede tolerar la ambigüedad. Son muchos los científicos que ante un dato estrafalario lo desechan con un "no puede ser". Si medimos la concentración de hemoglobina en la sangre de un grupo humano que hasta el momento no había sido investigado, obtendremos datos que complementarán nuestra información: algunos microgramos más o menos por centímetro cúbico, y eso es todo. Pero, supongamos que por el contrario, la medida da cero: esa gente no tiene hemoglobina en su sangre. Esto contradice todo lo que se sabe y se supone acerca de la estructura y función de la sangre en los seres humanos. Por lo tanto, la mayoría de los investigadores desechará el resultado. Dará por sentado que algo anduvo mal en las medidas, las repetirá y, si vuelven a dar cero, supondrá que por alguna razón difícil de detectar, se ha arribado a un resultado sin sentido. El caso que acabamos de plantear es por demás remoto. Lo importante, para el tema que nos ocupa, es que de encontrarse un grupo étnico sin hemoglobina en su sangre, se desencadenaría una revolución descomunal que cambiaría nuestros esquemas sobre la fisiología animal, sobre la antropología y sobre la evolución. Insistimos: más que remoto, este caso es ridículo, impensable. Pero, justamente, sólo los genios 9 se atreven a pensar serenamente ante la ridiculez. Resulta tan curioso que un investigador, que vive anhe9

A propósito de los genios de la ciencia: nunca he conocido personalmente a ninguno que se adapte a las descripciones populares. Generalmente se considera genial a quienes han hecho un avance mucho más grande que el promedio de los sabios, o que han combinado conceptos hasta entonces no relacionados, o autodidactas que han llegado a un grado de profundidad inusitado. Tal es el caso de Srinivasa Ramanujan, el matemático hindú nacido hace más de un siglo, de quien nadie se explica cómo pudo concebir sus teoremas ni su pasmosa capacidad de cálculo. En las oportunidades que tuve de conversar con colegas reconocidamente geniales, me encontré en cambio con personas brillantes, pero que explicaban sus logros con la sencilla candidez con la que hablarían de su tía del campo, o de cómo se cocina un pastel. Puede ser entonces que la genialidad sea algo tan especial y grandioso, que haga1 falta una perspectiva de muchos años para apreciarlo. A su vez, los escritores franceses Edmond y Jules de Goncourt, que solían opinar a dúo, decían que el genio es el ingenio de un hombre muerto.

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lando toparse con un "descubrimiento", se asuste e inhiba cuando lo encuentra, que he llegado a sospechar que esta cobardía puede tener resabios místicos. Después de todo, tenemos un par de siglos de científicos, pero varios milenios de religiosos. El Dios de la Biblia aconseja: Teme, hijo mío a Yaveh y al rey, no te relaciones con innovadores (Pr 24:21). A veces me he puesto a pensar en las escenas de terror de las películas. Si el villano amenaza con un revólver a la heroína, entendemos que ésta corre peligro, pero no cunde el pavor. Si en cambio la cámara enfoca súbitamente una puerta cerrada o que se abre lentamente, o una mata de pasto, o una mano, al tiempo que se oye una estridente caída orquestal, o por el contrario se interrumpe el sonido bruscamente, sabemos que se nos está señalando algo muy significativo; no obstante ignoramos qué es lo que significa, qué es lo que debemos entender. No sabemos qué hay detrás de esa puerta, qué tiene de particular esa mata. ¿Es una mata?, ¿de quién es esa mano?, ¿qué tiene que ver con el argumento, como para que de pronto se le conceda tanta relevancia visual y sonora; para que se interrumpa todo lo demás? El director ha logrado espeluznarnos con sólo interrumpir el flujo de significado. Estábamos mirando plácidamente esa frontera entre el conocimiento y el caos cuando, de pronto, dándonos un empellón, nos la hizo atravesar sumiéndonos en el espanto. Creo que si la ciencia no avanza muchísimo más rápidamente es a causa de ese terror. En cada científico que enfrenta la ambigüedad y el caos resurge el hominídeo que continúa aterrándose ante lo desconocido. El conocimiento, lo ordenado, infunde seguridad; lo desconocido y ambiguo es siniestro. Tal vez el genio consista en no tener demasiadas reglas, en no saber demasiado acerca de cómo deberían ser las cosas; en salirse del mundo de lo conocido y meterse en la jungla que lo rodea, ignorando los peligros que acechan. Es posible que lo que se llama "creación" consista en atreverse a lo siniestro. En una escala menor, cotidiana, este tipo de situaciones en las que alguien desecha una observación que sin embargo puede ser válida, se presenta en todo laboratorio. Mi maestro,



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el fisiólogo Bernardo A. Houssay, tenía una paradoja preferida: si nos informan -decía- que 99% de las personas que se tiran de cabeza desde lo alto de un edificio de cien pisos se mata, lo importante es investigar la excepción, el dato "sin sentido", el 1% restante que se salvó. Alfred Jarry por su lado, además de ser el autor de Ubu Rey, iniciador del Teatro del Absurdo y creador de la pataphysique, afirmaba que el verdadero estudio de la realidad no reside en estudiar las leyes, sino las excepciones a esas leyes. Ésta es la diferencia esencial entre ilustración e investigación: el que estudia las leyes se ilustra, el que estudia las excepciones investiga. Hay pensadores que en lugar de considerar la situación de "temor" ante lo desconocido, tal como lo hemos bosquejado aquí, prefieren referirse a la "ansiedad". Ansiedad implica aspiración, ambición, espera, deseo, anhelo de algo que (aún) no

se posee, y cuya falta causa sufrimiento. Por supuesto, para esperar y necesitar de ese algo, uno necesita visualizarlo, tener cierta idea de qué anhela y en qué marco lo insertaría si lo llegara a conseguir. Por definición, mientras algo es todavía un problema científico, ese algo no se conoce; pero tampoco resulta

totalmente ignorado, pues en este caso no causaría ninguna ansiedad. Tampoco nos engañamos: sabemos que no sabemos, que esa verdad aún se nos escapa, que permanece oculta. La ansiedad es entonces un umbral más interesante que el terror: en el estado de terror sufrimos, pero nada podemos hacer; en el de ansiedad, en cambio, podemos aspirar y trabajar por alcanzar esa verdad que por el momento se nos oculta. Por eso hay quien opina que el talento de un investigador es la habilidad de trabajar eficientemente en un estado de ansiedad. El mundo de la ciencia está plagado de investigadores obedientes y temerosos, a quienes si bien les encantaría revolucionar el pensamiento y pasar a la historia como innovadores, pre-n fieren sólo medir, corroborar; a lo sumo, avanzar más rápidamente que sus colegas a lo largo de rutas lineales y conocidas. En la actualidad, es frecuente que el jefe de una institución lance todo un ejército de investigadores a la búsqueda de una enzima que tiene que existir, a individualizar y caracterizar un gen que no puede dejar de estar en el genoma, a analizar el funcionamiento y la composición de un canal de sodio que por supuesto debe funcionar y poseér una estructura. En el actual

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panorama de la investigación es tan importante arribar a estos resultados, proporcionar el peso molecular, la composición y la configuración espacial de los átomos, que a las ideas originales se les valora relativamente poco; lo anterior se traduce en que hoy ya no se cita a nadie por sus ideas, ni por haber abierto un campo nuevo. Ya nadie dice: "Esto ha sido propuesto por Fulano", y sólo se suele mencionar a quien lo demostró, o bien a quienes, luego de leer el trabajo fundante, consiguieron más dinero, más metros cuadrados de laboratorio, más esclavos, e inundaron los journals con detalles. Aunque cueste creerlo, hoy

no es raro encontrar que, en lugar de citar a quien introdujo un concepto, únicamente se cite al autor que hizo la última review: "La teoría de la Relatividad (Pérez, 1991)..." El científico no es el único que trabaja en el límite entre lo conocido y lo desconocido, ni es el único que intenta ordenar el caos: también hay ordenamientos no científicos. El crítico y poeta británico Herbert Read (Imagen e idea) hizo notar que mucho antes de que los geómetras del mundo griego comenzaran a formalizar las relaciones entre ángulos y lados, entre radios y volúmenes, ya los artistas habían geometrizado las figuras de flores y animales con las cuales decoraban sus vasijas. Por eso se suele decir que, lo que no fue sentido por el poeta, no puede ser pensado por el científico. Antes de que aparecieran los psicoanalistas para hablar de los celos, William Shakespeare había detectado ciertas características del alma humana y había creado a Otelo. Cuando Einstein y Minkowski reformulaban la naturaleza del espacio físico , George Braque y Pablo Picasso hacían pintura cubista, con la que pusieron de relieve dimensiones no convencionales de la figura y del volumen. Los

cineastas, los escritores, los dramaturgos nos muestran un universo de situaciones, rasgos y personalidades -como la pareja, los miserables, los moribundos, los patriotas, los cobardes, la mujer, los niños, los homosexuales, los drogadictos, los poderosos y los marginados-, que los sociólogos, psicólogos y economistas aún no saben cómo encarar, pero que van pasando a ser material de los ensayistas y algún día estarán listos para ser tratados por los científicos. Hacer ciencia con seso requiere, por lo menos, que estemos enterados de que existen esos trasfondos, esos caminos sociales del conocer. En la Antigüedad, el plástico y el geómetra, el poeta y el



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místico eran la misma persona. También hubo momentos en que las barreras interdisciplinarias fueron muy laxas o no existieron; hubo quien intentó descubrir la fórmula matemática de la belleza comparando la longitud de los lados de un cuadro (regla áurea); o estableciendo la proporción ideal entre la longitud de la cabeza y la estatura (como lo hicieron Luca Pacioli y Leonardo da Vinci); inversamente, hubo quien como Schródinger prefirió determinada ecuación, la de onda, porque le pareció más hermosa, o como Planck y Dirac, que adoptaron determinado modelo físico tras consideraciones puramente estéticas, o que, asociando la geometría con la teología, halló el exótico número n (pi), lo ocultó, por temor de haberse topado con una falla en la obra de los dioses (los pitágoricos), 10 o afirmando, como Unamuno: "Nada que no sea verdad puede ser realmente poético." Arte y ciencia no tienen idéntico papel social pues, como decía el pintor Georges Braque: "L'art est fait pour troubler, la science rassure". Se hacen intentos cada vez más frecuentes e importantes en ese sentido. Ya no impone una división tajante entre objetos de arte y belleza por un lado (cuadros, esculturas, melodías, jardines), y talleres, máquinas, herramientas y enseres de cocina, por el otro. Desde finales del siglo pasado, fueron apareciendo movimientos (los Arts & Crafts, el Bauhaus) que han desembocado en el diseño armónico -funcional y estéticamente hablando- de muebles, cacerolas, cafeteras, taladros, máquinas de escribir, tornos, ultracentrífugas, destilerías y plantas industriales que son verdaderas obras de arte. Hoy, cuando ciertos productos resultan más caros por el diseño estético del envase que por el contenido -y cuando incluso se cuida que hasta los gallineros tengan una dimensión, un color, una iluminación y 10 Con base en que "el número rige el universo", los pitagóricos temieron que demostrar por ejemplo que la diagonal del cuadrado es inconmensurable con el lado, equivaliera a encontrar una falla en la obra del Arquitecto (Dios) y llamaron a esos inconmensurables Alogon, lo inexplicable. Análogamente, el famoso problema de la cuadratura del círculo y lo que podríamos llamar "la marcha hacia el número pi (1t)" fueron comenzadas formalmente por Arquímedes, hasta que, a través de Wallis, Lambert, Euler y Lindemann demostró que es un número trascendental; pero como los griegos no separaban; lo aritmético de lo geométrico y lo teológico, se juramentaban para ocultar hallazgos por temor a la venganza divina (véase T. Danzig, El número, y 1C Courant y H. Robbins, Qué es la matemática).

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loa,

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hasta una música adecuada para que las aves optimicen su producción de huevos-, el ser humano cae en la cuenta de que todos los órdenes, no solo el científico con que trata de transformar el caos en explicaciones, son de una necesidad vital para él. Es probable que tampoco esta tendencia sea del todo nueva, sino que implique cierto retorno al pasado, pues casi sin excepción, cuando se encuentran objetos de antiguas civilizaciones, se comprueba que aunque se trate de cacharros de uso cotidiano, también son obras de arte. Pero, teniendo en cuenta que los criterios de belleza con que los evaluamos, igualmente son productos de la cultura, me asalta la duda de si la hermosura que les encontramos no es en sí un efecto de la educación que esas civilizaciones nos legaron. Sea como fuere, la tendencia actual parece retomar la actitud ancestral de amalgamar lo racional con lo útil, lo plástico, lo poético y lo económico. Se podrá así marchar hacia el ideal de Oscar Varsavsky (Hacia una política científica nacional): «En una sociedad creativa, todos participan normalmente de alguna actividad de investigación." De manera que todos los seres humanos que se ganan la vida como "profesionales de la originalidad" -ya sea porque investigan la evolución de una estrella, esculpen la madera, componen una melodía, escriben un poema, meditan sobre el Ser, tratan de entender por qué proliferan las sectas religiosas, o por qué una persona se enferma de su sistema inmunitario-, comparten la voluntad de tomar una porción de caos para buscarle una norma, un patrón, un orden. A veces es necesario esperar siglos para advertir los comunes denominadores de la creación durante una época determinada (la Alta Edad Media, el Renacimiento, la revolución industrial). ¡Pagaría por saber Cómo nos caracterizarán dentro de mil años!



¿CÓMO ES QUE LOS CIENTÍFICOS NO SE DISPERSAN... 8. ¿CÓMO ES QUE LOS CIENTÍFICOS NO SE DISPERSAN COMO LOS CONSTRUCTORES DE LA TORRE DE BABEL?

Si se considera que la población de investigadores asciende a varios millones, que trabajan en ramas muy diversas, con conocimientos y opiniones tan dispares aun dentro de una misma disciplina; viven esparcidos por todo el planeta de modo que escasos núcleos se llegan a conocer personalmente; se expresan en una multitud de idiomas diferentes; algunos científicos son claros y comunicativos pero otros son oscuros y reservados; publican resultados que a veces conflictúan entre sí; generan teorías que solamente un puñado de especialistas está capacitado o interesado en entender; cada uno apenas si logra estar al día con la información generada en su campo; y que a veces se cae en la cuenta de que parte de la información ya incorporada al sistema científico resulta ser errónea, uno se maravilla de que el edificio de la ciencia no se atomice como una Babel informativa. La ciencia es tan vasta y tan compleja, que un astrónomo no sabría interpretar un electrocardiograma, un economista no podría explicar las razones por las cuales se hibridan dos trozos de ácido nucleico, o un egiptólogo no puede estar al tanto de los balances termodinámicos en un motor diésel. El bagaje conceptual, las técnicas y los aparatos necesarios para estudiar un quasar son tan diferentes de los que se requieren para encontrarle un motivo a la esquizofrenia o para explicar la síntesis de celulosa en una magnolia, que ese sistema colosal formado por el conocimiento científico, no puede ser contenido en la cabeza de una sola persona, sino en las de toda la sociedad. Aunque pasaran las veinticuatro horas del día leyendo, un biólogo, un perinatólogo, un solidista, un economista, un historiador, no les alcanzaría el tiempo para leer los artículos y libros que se van publicando en sus propias disciplinas, pues el paso al cual crece la información es muy veloz; tanto que en las bibliotecas centrales de las universidades hay empleados cuya única función es abrir los sobres y paquetes de correo con los [1021

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centenares de revistas y libros recibidos diariamente, para que otro pelotón de empleados los clasifique, amén de que resultaría impensable que cada investigador leyera todo lo publicado en el pasado. La ciencia tampoco es un simple acopio de conocimientos, sino que una de sus características fundamentales es tener esos conocimientos sistematizados; es decir, tiende a ordenar lo que van aprendiendo los astrónomos, los biólogos y los ecónomos, con lo que ellos mismos ya sabían, con lo que sabía toda la ciencia, y con lo que en el ínterin fueron aprendiendo los bioquímicos, los sociólogos, los climatólogos, los antropólogos, los geólogos, los egiptólogos, invocando además el menor número posible de principios generales. Por eso el cuerpo de la ciencia no se asemeja al primoroso jarrón que reposa indemne sobre una mesa, sino al vaso incompleto, reconstruido con las piezas que se van logrando reunir y se mantienen juntas gracias a diversos pegamentos; partes que los artesanos cada tanto retiran y vuelven a reacomodar en una posición más probable, con nuevas encoladuras que van inventado. Es decir: no hay una categoría general de "ciencia", ni un único concepto indisputable de "verdad", ni un único "método científico". Cabe que te preguntes entonces, ¿de qué manera se mantiene la cohesión del conocimiento? ¿Por qué insistimos en que la ciencia constituye un entrevero de saberes aceptablemente sistematizados? Veamos los siguientes factores aglutinantes: a] Las leyes. Antiguamente, en épocas precientíficas, anteriores a la sistematización del saber, el conocimiento sobre la realidad estaba contenido en refranes.11 Como la experiencia se iba acumulando a lo largo de la vida, los sabios solían ser los viejos. Pero más adelante, al comparar casos análogos, restringir detalles accidentales, resaltar los hechos fundamentales 11 Por ejemplo, muchos de los conocimientos sobre el clima, necesarios para la agricultura, la producción de vinos, quesos, ropas, estaban contenidos en aforismos como los que siguen: "No estés al sol sin sombrero, ni en agosto ni en enero", "En febrero un rato al sol y otro al humero", "Agua en abril, granos mil", "Guarda pan para mayo y leña para abril", "Si mientras rige agosto suena el trueno, racimos abundantes y vinos buenos". Observemos que, en primer lugar, aunque se trata de correlaciones comprobables, no se asocian para desarrollar un modelo de climatología; en segundo lugar, que se trata de antiguos refranes del hemisferio norte, que no se pueden generalizar y aprovechar en el hemisferio sur.



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que se repiten regularmente y destilar estas regularidades, sefueron contradols leysqueirvndepilaresdleifco científico. Las leyes, además de ordenar la ciencia, permiten que una sola persona pueda manejar cantidades cada vez más abundantes de información y conocimiento. Jean Rostand decía que a medida que la ciencia progresa, los detalles se complican pero las grandes líneas se depuran. De pronto se borran los pormenores, la ltorciuvnsa,yqedconla esencia del fenómeno, con la ley, con el modelo. Es el salto sistematizador y simplificatorio con que un Clausius ordena un enjambre de conocimientos termodinámicos y propone usar una nueva entidad teórica que los sistematiza, la entropía; también, es el salto que dan Hodgkin y Huxley al formular un modelo del potencial de acción de la membrana celular, que ordena todo un galimatías de datos dispersos en incontables publicaciones anteriores. Esta circunstancia simplificadora hace que hoy podamos enseñar en una hora de clase el conocimiento que mantuvo ocupadas a generaciones de químicos, paleontólogos, anatomistas y astrónomos. Muchas veces damos a nuestros alumnos, como ejercicio para resolver por sí solos, problemas cuya solución ha tenido atareados a cientos de científicos de varias generaciones, y ha llevado a los hombres al destierro, a la pira o a la gloria. La integración y sistematización del conocimiento parece ser relativamente fácil en el terreno de las ciencias exactas, pero en cambio es dificil y produce discordias en el campo de las humanidades, y es lisa y llanamente imposible en las artes. Si bien pensadores como Martin Heidegger (La obra de arte) afirman que la belleza es un acontecer de la verdad, el arte no puede, como la ciencia, alcanzar conocimientos extrapolables y generalizables, pues sólo describe lo individual y propende a lo único; en lugar de clasificar, desclasifica (Marcel Schwob, Vidas imaginarias). b] Los servicios informativos. Hoy, gracias a servicios bibliográficos como el de Current Contents, podemos recibir en cualquier punto del planeta la información aparecida en miles de revistas internacionales durante la semana. Gracias a los sistemas de rastreo, podemos revisar el contenido de toda la Biblioteca Nacional de Washington en busca de un tema o dato en particular, sin movernos de nuestros institutos. Por otra

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parte, los científicos maduros son invitados frecuentemente a escribir trabajos de revisión de su tema, en los que sintetizan los aspectos más importantes de su campo. Lo bueno es que, en pocas páginas, resumen gran parte de lo aparecido en cinco o diez años en su tema; lo malo es que, al decidir qué es valioso y qué no lo es, "cuentan el desarrollo de ese tema a su manera". c] Los discursos científicos. Un genetista estadunidense pudo continuar los trabajos de un monje checoslovaco a quien no conoció y con quien de todos modos no hubiera podido discutir; años más tarde, un par de cristalógrafos en Inglaterra, que no conocieron personalmente al monje ni al genetista, no obstante lograron retomar sus ideas y construir un modelo de DNA que explicara aquellos primeros datos; posteriormente, un muchacho mexicano puede estudiar el DNA del tucán chiapaneco, basándose en el conocimiento acumulado por los científicos anteriores. Cuando este muchacho presente su tesis, su discurso, desde la introducción hasta sus conclusiones, dará la impresión de formar parte de una secuencia de avances coherentes lograda por un solo investigador. Esto llevó a Blaise Pascal a considerar a la ciencia como un solo hombre que aprende continua e indefinidamente. Ese hombre sabe y está al día en toda la genética, y es matemático, ornitólogo, economista, edafólogo, lingüista, farmacólogo (etcétera)n. Análogamente, ese único hombre se expresa mediante la lengua y la pluma de todos los sabios de la Tierra, es decir, de todos aquellos que publican sus papers; por lo tanto, tiende a hacerlo en un discurso único y homogéneo. Se expresa en una lingua franca (antes el latín, hoy el inglés), pero sabe el griego, el arameo, el swahili, las lenguas celtas, y se esfuerza por recuperar todos los protoidiomas de los que puede echar mano. ¿Hasta qué punto es cierto que el universo es una colección de "cosas" (los mamíferos, los precios, las mareas, el sexo, la rebelión de Tupac Amaru, las flores, los viajes, la carestía)? ¿Hasta qué punto es cierto que, reflejando esas divisiones, los científicos de las diversas ramas nos especializamos para estudiarlas y demarcamos los límites de nuestros territorios con mojones inamovibles? Susan Langer opinaba: "de pronto el mundo se divide en cosas porque nosotros lo dividimos así". Pero la realidad no se divide, no es un archipiélago de objetos aislados; incluso los



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aspectos más importantes, los que nos resultan cruciales en la vida, ni siquiera se pueden precisar ni definir (el tiempo, el amor, la muerte). La realidad tampoco se queda quieta dentro de esos casilleros en que tratamos de ordenarla, sino que cambia de un momento a otro. "Todo fluye" (pantha re¡), afirmaba Heráclito, y ese árbol que vemos ahí es una estructura pasajera de lo que ayer fue semilla, agua de riego, suelo... y mañana será mesa, leña, cenizas... Nadie ha descubierto jamás una cosa permanente, pues estornudos, ademanes, hígados, hojas, ríos, montañas, continentes, planetas, estrellas y galaxias, no son entidades estáticas, sino procesos que provisoriamente adoptan una configuración espacial. Basta estudiarlos con una escala temporal acelerada (por ejemplo, si filmamos durante varias semanas la vida de una naranja desde que aparece el esbozo de un brote hasta que cae del árbol y se pudre, o la come un pájaro, y luego proyectamos la película en dos minutos) para percatarse de que, como decía Heráclito, todo fluye (véase M.Cereijido, Orden, equilibrio y desequilibrio). Sergio Bagú (Tiempo, realidad social y conocimiento) usa el lenguaje de las ciencias sociales como un precioso instrumento de detección de las ideas y valores que tenían las sociedades que lo generaron; encuentra que se ha dado preponderancia a los valores absolutos, sin sentido temporal, inmutables, en los que se resalta lo espacial y lo individual, pero no a lo relacional ni a los procesos. Hay quienes además de parcelar arbitrariamente la realidad en cosas, primero se esfuerzan por encontrar la esencia de cada una de ellas, y luego suponen que todos los fenómenos de la naturaleza son reflejos de esas esencias. El pensamiento esencialista es absolutamente necesario en lógica, fisica y matemáticas; así, la esencia de un triángulo es tener tres ángulos, y esa esencia lo hace diferente de cualquier otro polígono. Más , aún, todo triángulo es continua y definitivamente diferente de cualquier otro polígono (aquí no rige el "todo fluye"). Pero en otras disciplinas, la actitud esencialista ancla nuestro lenguaje y nuestro pensamiento a conceptos fijos: "montaña", "hogar", "caballo", "honestidad"; puede llegar a trabar nuestra compren- 1 sión de la naturaleza, y hasta puede sentar las bases de nuestros prejuicios: "el mexicano", "lo erótico", "la maldad", "el progreso".

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El pensamiento esencialista dividía al pobre del rico, del noble, de la deidad; separaba la vida de lo no-biológico, al loco del cuerdo, el bien del mal, la razón del error, el orden del caos, como si fueran cosas inmutables y como si no hubiera procesos que llevan de unos a otros. Ernst Mayr ( One long argument) sostiene que antes de Darwin, todos los filósofos eran virtualmente esencialistas, y consideraban las especies biológicas como "clases naturales", posición que dificultó la comprensión de que las especies son capaces de evolucionar, fueron apareciendo a partir de algún antecesor, deambulan por el planeta durante millones de años, y luego se esfuman más o menos gradualmente, dejando uno que otro sucesor. Pero, a pesar de que el estudio del origen y evolución de las especies revolucionó no ya la biología, sino la sociología, la historia, la ética y otras disciplinas, ¡hoy todavía no todos están de acuerdo sobre qué es una especie!; hecho que molesta más a los esencialistas que a los biólogos. En varias partes de este libro me esfuerzo por mostrarte que el aparato científico técnico no puede funcionar en cualquier contexto cultural; asimismo, que la visión del mundo que en un momento dado tiene una sociedad, influye, condiciona sus tendencias, orienta sus acciones. Advirtamos ahora que, al señalar que la realidad no es un conjunto de cosas estáticas, sino que cada una es producto de algún proceso que las generó (la evolución, la lucha primitiva entre cazadores/ agricultores, el encontronazo entre imperios, la lucha de clases), el ser humano se entera de que él no es irremisiblemente pobre, o noble, o malo, o loco, o ignorante; comprende que esos son aspectos más o menos durables de una realidad dinámica y, sobre todo, que él puede hacer algo por cambiarla. Y, puesto que el interés del presente capítulo es entender cómo forjamos la ciencia, la investigación, el discurso científico, comencemos por ver qué interés tienen para nosotros las palabras. Mientras que en sus novelas, cuentos y poemas, el escritor se esmera por narrar en un estilo personal y seguramente polisémico, el investigador científico trata de expresarse en un estilo universal, idéntico al que usaría cualquier otro investigador que debiera describir esos mismos resultados. Sería insólito que un congreso de novelistas acordara suprimir las palabras



108 ¿CÓMO ES QUE LOS CIENTÍFICOS NO SE DISPERSAN... "hogar", "morada", "mansión", "residencia", "domicilio", para usar de ahora en adelante solamente "casa". Pero eso es justamente lo que hacen los científicos: convienen en llamar "nosecuantasa" a la "sustancia J" que describió Fulano, que es la "nosecuantina" que estudió Mengano, y que no es otra que el "factor X" de Zutano. Sin embargo, se debe considerar estas cosas con mucha cautela, pues así como un literato emplea a veces "casa" y otras "hogar", porque no tienen exactamente el mismo significado, y por eso lo hace, un químico no va a llamar indistintamente "fumárico" o "succínico" a dos moléculas que son iguales en un 95%, pero una tiene dos hidrógenos más que la otra. Los investigadores fueron adoptando sistemas de medidas bien definidos y comparables, 12 nomenclaturas universales para designar a los animales, a las plantas y a los compuestos químicos; convinieron formas de expresar los valores hallados ( media ± error estándar), las abreviaturas para las unidades ( m2, mg, seg, $); asimismo la manera de indicar si una molécula está marcada con un elemento radiactivo (3H-metionina), si un elemento está cargado eléctricamente (Cl--, Na+), o si hay más de un átomo del mismo elemento en la misma molécula (H 2 0). Fueron elaborando también una manera de argumentar, ordenar las evidencias, eliminar contradicciones, detallar los métodos y las suposiciones sobre las que basan sus conclusiones, para que otros colegas sepan qué es lo que encontró y hasta qué punto pueden confiar en las observaciones... y puedan retomar el discurso. El controlador de la pureza, estilo y grados de libertad del discurso científico es el cuerpo editorial de las revistas especializadas. Las que gozan de mayor respeto científico sólo aceptan artículos escritos con toda parsimonia, pues, de acuerdo con la observación del filósofo vienés Ludwig Wittgenstein ("Todo lo 12 Para dar una idea de cómo se comparaban las medidas en la Antigüedad, incluimos la forma en que Hesíodo calculaba la duración de la vida de las ninfas: 1 corneja = 9 generaciones humanas 1 reno = 4 cornejas 1 cuervo = 3 renos , 1 fénix = 9 cuervos 1 ninfa = 10 fénix

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que puede ser pensado puede ser dicho con claridad"), consideran que cuando un autor no puede expresar algo claramente, es porque aún no lo ha comprendido. El novelista francés Stendhal ha dicho que quien escribe oscuramente se engaña, o trata de engañar a los demás. Peter B. Medawar (The art of the soluble) opina: "El daño que Kant causó involuntariamente a la filosofía, fue hacer que la oscuridad pareciera respetable." El discurso científico restringe al máximo la ambigüedad y, en lo posible, se abstiene de emplear las figuras que el investigador usó durante la etapa creativa; fue generado a lo largo de los siglos por sabios que distinguen lo oscuro de lo profundo, que no toman la verborragia como raptos de originalidad, ni confunden la jerga chabacana con la familiaridad.13 Max Perutz, el Premio Nobel de Química confesaba (Is science necessary?): "cuando escribo acerca de la ciencia tengo un loro posado sobre el hombro, que cada tanto me pregunta: `¿No podrías decirlo con más sencillez?' " Los investigadores modernos no suelen requerir de masorahs, exégesis, decodificadores e intérpretes, como sucede con los grandes filósofos, humanistas y literatos (y ni hablar de los místicos). Pese a ello, un investigador cuidadoso debe leer el discurso científico por lo que dice y también por lo que omite, que puede ser tan rico como lo explícito; prestar atención a los lugares en que éste se torna brumoso, débil, se desvía, o llega a un límite y se disipa en vaguedades. En esos lugares hace falta seguir investigando para llenar el espacio entre dos tramos del discurso, brindar una explicación mejor, disipar dudas, eliminar patrañas o, simplemente, expandir su alcance. Por eso, los científicos están muy pendientes de estos pasajes temblequeantes del discurso, y por eso también existen oradores que adrede i ntroducen estas "fallas" como señuelos. Por ejemplo, cuando tienen demasiadas diapositivas para una presentación limitada a diez minutos, quitan dos o tres y, al pasar por el lugar en el que desearían mostrarlas, dicen algo deliberadamente confuso. Comenzada la discusión, no faltará en la audiencia quien, habiendo detectado la debilidad, pide aclaraciones, a lo que el 13 Herman Melville decía: "A man of true science uses but few hard words, and those only when none other will answer his purpose; whereas the smatterer in science thinks that by mouthing hard words he proves that he understands hard things."



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orador responde mostrando (en tiempo adicional) las diapositivas que "casualmente" ya había montado en el proyector. Resulta claro, entonces, que los científicos poseemos dos discursos; uno es el personal o de entrecasa, que deja pasar el lenguaje llano y coloquial, y otras manifestaciones inconscientes, que tienen que ver con el caos; el otro es el de dientes para fuera, el de las conferencias y revistas, el que explica el orden. El primero se relaciona con la creación; el segundo, con las componendas lógicas que buscan legalizar y sistematizar el conocimiento. Escuchamos la voz de P.B. Medawar: "Es inútil apelar a los artículos científicos, pues éstos no sólo ocultan, sino que dan una imagen infiel del razonamiento que interviene en la labor que describen." Desgraciadamente, el joven que desea iniciar una carrera científica se enfrenta con libros que le hablan de reglas de la lógica, ensalzan a los grandes sabios, rastrean líneas de pensamiento que, como los artículos a los que alude Medawar, le ocultan qué es y qué hace un investigador de carne y hueso; carencia que tratamos de compensar en este libro. d] Las interdisciplinas. Aun en el caso de que la ciencia se

divida en disciplinas, la realidad no se divide así; no es fragmentaria, ni un archipiélago de "cosas" separadas. Por eso, todo investigador debería ser interdisciplinario y dominar la totalidad del conocimiento científico; pero como acabamos de discutir, eso es imposible, y obliga a que cada investigador recorte un parchecito de realidad para investigar. El investigador interdisciplinario es quien luego hace todas esas preguntas que quedaron cercenadas, cuando recortamos el insignificante parchecito de realidad que estudiamos con nuestra disciplina. Como las interdisciplinas son las regiones más ricas y creativas del conocimiento, también son las primeras en desaparecer en cuanto se estanca o comienza el ocaso de una cultura.

Mucho antes de que decayera la cultura griega clásica, ya se había resquebrajado y fragmentado el cuerpo del saber, y se había ido esbozando una división divergente entre sus diversas ramas. También se observa el fenómeno contrario: el conocimiento de la química dio pasos gigantes cuando se la enfocó con criterios y procedimientos físicos (p. ej. los enlaces químicos se entendieron en términos de órbitas de electrones; los balances energéticos se midieron termodinámicamente). El casamiento

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tuvo un vástago: la físico-química. A su vez, la comprensión de los procesos vitales progresó muchísimo cuando se los investigó con criterios y procedimientos de la química, dando origen a la bioquímica (p.ej. se entendió la forma en la que los alimentos se convierten en músculo, y por qué la hormona tiroidea aumenta el metabolismo); análogamente, la medicina hizo avances portentosos cuando se la estudió con criterios y procedimientos bioquímicos (se entendió que la diabetes se debe a una falla en el metabolismo de la glucosa, y que el bocio se produce por una carencia de iodo). Probables orígenes del discurso científico. Antes de abandonar el tópico de los discursos que enhebran el conocimiento científico, puede resultar provechoso hacer algunas consideraciones sobre lo que Susan Handelman (The slayers of Moses) llama los métodos patrísticos y rabínicos de interpretación de los textos. En el relato griego (por ejemplo Ilíada, Odisea, Teogonía, Los trabajos y los días) cada cosa sucede en un tiempo absolutamente definido y en un lugar, mientras que los motivos y los propósitos de los personajes están acotados y derivan incuestionablemente unos de otros, con el rigor formal de la lógica helenística; cada palabra está definida, aunque sea por el contexto, siempre tiene un mismo significado, y se busca que este significado, una vez encontrado y definido, sea inmutable en el tiempo y que los valores sean absolutos (S. Bagú, Tiempo, realidad social y conocimiento). La Biblia empieza, en cambio, con estas palabras: "En el principio Dios creó el cielo y la tierra." Afirma así que la materia no es eterna, que el mundo tiene un origen temporal, que la sustancia ha sido hecha por un acto de creación divina, mediante la palabra de Dios. El análisis rabínico de los textos atribuye gran importancia a las palabras y a sus relaciones, incluyendo las formas físicas de las letras y la puntuación; cada elemento es indeterminado y contingente. De ese modo el tiempo, el espacio, los motivos y los propósitos no están acotados ni derivan incontrovertiblemente unos de otros con el rigor formal de la lógica helenística; sólo se exterioriza lo imprescindible para que la narración tenga coherencia; el resto se deja en la oscuridad. El texto y la forma rabínica de analizarlo tienden hacia la polisemia, el sentido múltiple; buscan las formas, prestan aten-



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ción a la distribución de las palabras en el relato y a las conexiones variables dentro de un texto. Luego, una palabra de este texto refiere a otro texto en el que también se la utiliza, y el significado de lo que dice el primero se expande; fenómeno que se puede repetir ad infinitum. En este proceso de interacción, el significado puede tornarse cada vez más profundo, sin que parezca haber un último y definitivo punto de vista exterior. Cada nueva interpretación posterior es un descubrimiento de lo que

estaba latente en el texto y una extensión de él. Un ejemplo paradigmático de esta circunstancia es el cuento de Jorge Luis Borges Pierre Menard, autor del Quijote, en el que exactamente la misma frase de Cervantes, escrita siglos después, tiene un significado diferente, pues la época y el contexto han variado. La Cábala es un ejemplo elocuente de esta práctica (véase Esther Cohen, La palabra inconclusa). El cabalista de los siglos xii a xvi analizaba el texto bíblico de una manera asombrosamente similar a la que luego Freud utilizó para averiguar la estructura del aparato psíquico, y a la que hoy usa un bioquímico para desentrañar el misterio del genoma de una célula.

Lo absoluto de los conceptos occidentales está asociado con el hecho de que, en el pensamiento greco-europeo, el tiempo en el que las cosas mutan y cambian es cíclico; por lo tanto, todo se volverá a repetir después de un cierto número de años. Por el contrario, la concepción judía del tiempo es lineal y describe una flecha que, partiendo del Génesis llega al Juicio Final, y que no considera repetición alguna (véase Blanck-Cereijido y Cereijido, La vida, el tiempo y la muerte). El cristianismo hereda la concepción judaica del tiempo y, en consecuencia, como lo declara San Pablo en su Epístola a los Hebreos, no acepta que Cristo vuelva a ser crucificado una y otra vez en ciclos sucesivos; pero aun así, continúa impregnado de la visión grecorromana de un tiempo cerrado y circular. A pesar de esa concepción temporal lineal que hereda de los judíos, la Iglesia católica primitiva adopta una manera de pensar cada vez más cercana a la metafísica griega. Los primeros seguidores de Cristo, recién escindidos del judaísmo ortodoxo, tienen por supuesto un estilo rabínico; sin embargo, para predicar, explicar, argumentar, {justificar su nueva religión en el seno de la cultura helénica, los ,padres de la Iglesia (de ahí el adjetivo "patrístico") se ven obligados a hacerlo siguiendo las

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líneas del pensamiento griego. De hecho, el idioma de los documentos patrísticos es el griego; los mismos Evangelios se escribieron originalmente en dicho idioma. De modo que mientras el Antiguo Testamento refleja el pensamiento rabínico, el Nuevo refleja al patrístico. El método patrístico, heredero del pensamiento griego, llevó al discurso cartesiano que luego utilizaría la ciencia y que privilegia la identidad basada en el pensamiento consciente, "cogito, ergo sum". Se trata de dos discursos, dos sistemas de analizar, forjados y usados a lo largo de milenios, que fueron las maneras de investigar y entender de millones de seres humanos en docenas de generaciones; que no desaparecieron, sino que se fundieron, formando nuestra cultura. Como hemos explicado anteriormente, los teólogos judíos toman el texto bíblico como la palabra de Dios, pero los cabalistas fueron un poco más allá: en primer lugar, puesto que se trata de un discurso emitido por Dios, se negaron a aceptar que haya en él párrafo, palabra o letra alguna que carezca de sentido. La ciencia de nuestros días ha heredado dicha actitud: para ella el sin sentido no existe, es una imposibilidad lógica pues, a lo sumo, son nuestros modelos explicativos los que fracasan y por ahora no pueden explicarlo. En segundo lugar, los cabalistas trataron de correlacionar

el largo de cada palabra, las veces que aparece en un párrafo, la distribución de dichos párrafos en el texto bíblico y cualquier otra información, para tratar de encontrar fórmulas, "secretos". Esta actitud estaba ciertamente acicateada por el hecho de que la escritura hebrea no utiliza vocales, y éstas son puestas por el lector en el momento de leer e interpretar el texto. Más aún, esa "fuga de vocales" hace que dos palabras de significados sumamente diferentes tengan a veces la misma secuencia de consonantes; hecho que de inmediato llevaba a los cabalistas a preguntarse (y proponer explicaciones) qué relación tendrían los objetos, los hechos o las personas así correlacionadas. Que en castellano "vela" se refiera a un cirio o a la vela de un barco, o que "llama" designe a la del fuego o a cierto animal andino, carece de trascendencia. No tendría sentido, podríamos decir, esforzarse por encontrar qué relación tienen "entonces" los cirios con los barcos o el fuego con los animales de la puna. Pero en cambio, el hecho de que, por ejemplo, "davar" signifi-



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que en hebreo palabra y también cosa, lanzaba a los cabalistas a un complejo proceso interpretativo. Esa actitud es semejante a la que hoy adopta un biólogo molecular, cuando se esfuerza por averiguar por qué dos enzimas distintas, que cumplen funciones no relacionadas, no obstante muestran una gran homología (grandes segmentos con una secuencia muy parecida de aminoácidos); también es semejante a la de un geólogo que trata de encontrarle una razón al hecho de que ciertas tectitas estén enigmáticamente esparcidas sobre la superficie terrestre. En ambos ejemplos, los especialistas parecen haber heredado el espíritu cabalístico, pues se niegan a aceptar que las coincidencias, que los órdenes encontrados al estudiar la naturaleza, sean meros productos de la casualidad. El pensamiento cabalístico formó parte del hervidero conceptual que desembocaría en el Renacimiento y generaría los pródromos de la ciencia actual.

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Debe aprender, en pocos meses, el discurso que la ciencia tardó siglos en forjar. Es común que sus sinodales digan que "no sabe escribir", cuando en realidad deberían decir: "aún no sabe discurrir y expresarse a la manera universal de la ciencia; aún no puede integrar su discurso individual al de ese único hombre que imaginaba Blaise Pascal".

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Los dos discursos científicos referidos en este capítulo -el primero usado para hablarnos a nosotros mismos y a nuestros colegas de laboratorio en el momento creativo en que asociamos, nos deslizamos de una idea a otra, de un sentido a otro, de una línea de evidencia a otra; el segundo discurso, usado para argumentar, para demostrar, para convencer, para sistematizar el conocimiento- reflejan de algún modo esa mezcla de enfoques rabínicos y patrísticos que heredamos como parte de la cultura.

Por regla general, el discípulo de un investigador que hace ciencia sin seso, por primera vez se encuentra ante la necesidad de usar el discurso científico cuando se sienta frente a tres o cuatro carpetas atiborradas de datos para comenzar a escribir su tesis. Le resulta una tarea tan ardua, que no sabe por dónde comenzar, ni qué secuencia adoptar, ni hasta qué punto discutir cada subtema. Advierte que el discurso interno con el que se habla y se comprende a sí mismo, ahora debe ser emitido en forma tal que lo puedan comprender los demás. Tiene que ocultar las corazonadas, los chistes, las dudas, los temores; en suma, todos los elementos emocionales e inconscientes que le permitieron concebir y realizar su proyecto. Su asamblea particular de homúnculos se aboca a la difícil tarea de emitir un documento que contemple la posición de cada uno de ellos.

14 Cuando ingresa a mi equipo un joven tesista, le recomiendo que, no bien haya entendido el problema, su desarrollo previo, su estado actual, los

métodos que ha de emplear, los objetivos y cuáles son las posibles respuestas que espera, se ponga de inmediato a escribir su tesis. "Pero si aún no he recogido dato alguno, si no tengo nada que decir", suelen protestar. Si logro hacerle entender que esa "nada" contiene muchísimos más conocimientos que el "todo" que él espera agregar, considero que estoy frente a un científico en potencia.



9. LA INVESTIGACIÓN Y LA ENSEÑANZA: TRABAJANDO EN UNA ARENA DE COMBATES

En el primer mundo la empresa privada, en particular la industria, emplea a enormes sectores científicos; pero en el tercer mundo, el lugar de trabajo de la mayor parte de los investiga-

dores es la universidad. Allí investigan, forman nuevas generaciones de científicos y hacen docencia para proveer a la sociedad de los profesionistas (dentistas, abogados, economistas) que la sociedad sí reconoce necesitar. La universidad y la investigación están pues, íntimamente relacionadas. Aquí analizaremos aquellos aspectos de esta interrelación que conciernen al título y subtítulo de este libro, reservando los que atañen a la formación de investigadores para el próximo capítulo.

Nadie se lanzaría al agua con los conocimientos sobre natación que le fueron impartidos en un pizarrón, o se anudaría las agujetas de los zapatos siguiendo las instrucciones en esquemas

y figuras que muestren las posiciones de los dedos, los giros y los arabescos de los cordones. Análogamente, todo tema, toda subdisciplina, por lo menos tiene tres o cuatro ideas o conceptos fundamentales que ordenan las demás nociones. Como en el caso de la natación o de las agujetas, es difícil que los alumnos aprendan estos conceptos troncales por sí solos. Necesitan discutirlos mano a mano con el profesor que sabe y puede hacer las cosas. Para dar dos ejemplos personales. Cuando fui alumno aprendí la definición de entropía y hasta pude calcular sus balances en los problemas que nos daban en los trabajos prácti-

cos, pero sólo capté el concepto tras largas charlas con verdaderos termodinamistas. Un segundo ejemplo es el concepto de tiempo, que siempre había creído entender, pero que sólo a través de discusiones con físicos, filósofos y psicólogos se me transformó en un misterio.

Cuando trabajaba en la Universidad de Harvard me asomé a un curso introductorio de físicoquímica, y me sorprendió que [116]

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el maestro fuera George Wald, el Premio Nobel de Química. "Si en Harvard el curso para principiantes lo dicta un Premio Nobel -pensé- quién dictará los cursos de alta especialización, ¿Dios?" Después me explicaron que era justo a la inversa, pues las nociones fundamentales deben ser impartidas por profesores que no sólo conozcan las leyes de su campo, sino las circunstancias históricas que llevaron a reconocer esas y no otras alternativas -que también se habían barajado pero que luego se desecharon-; asimismo, que conozcan personalmente a quienes hacen los aportes fundamentales y que ellos mismos los hagan, pues además de enseñarle una ley de la naturaleza a un muchacho, es necesario convencerlo de que ésta no es más que luna suposición, y que él mismo, si se capacita, podría llegar a proponer una mejor. Si se inculca una idea errónea en la mente virgen de un alumno, se distorsiona un marco conceptual en el que luego no encajarán los desarrollos que se vayan agregando. En cambio, si involuntariamente se trasmite una noción equivocada a quienes ya tienen una formación sólida y correcta, la idea no encajará en los modelos conceptuales de la audiencia, rebotará y tarde o temprano será olvidada sin causar daño. El ideal es que los jóvenes estén expuestos, de manera directa, a los mejores investigadores. Decía A.J. Scott: "El que aprende de quien está ocupado en aprender, bebe de la corriente fresca de un arroyo. Por el contrario, el que aprende de uno que ha leído en los libros todo lo que tiene que enseñar, bebe el manto verdoso del charco estancado." Enseñar a jóvenes inteligentes también beneficia al investigador, pues cuando explica sus resultados e ideas a un grupo de colegas, éstos detectan cualquier detalle anómalo, pero rara vez cuestionan las bases de lo que se está diciendo; esto, debido a que comparten los mismos supuestos, los mismos preconceptos, las mismas modas, los mismos mitos (Kuhn diría que están atrapados en el mismo paradigma). En cambio, los jóvenes inteligentes y curiosos que no están sujetos a dichas limitaciones, no toman nada por supuesto y suelen hacer preguntas

fundamentales. Pero nuestras universidades se han masificado y han perdido toda proporción entre la capacidad de enseñar y la matrícula, además no están en condiciones de poner a sus miles de



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alumnos en contacto directo con sus mejores sabios, por dos causas principales: a] De acuerdo con Larissa Lomnitz (Conflict and mediation in a Latin American university), hacia 1920 las universidades de América Latina comenzaron a recibir contingentes que provenían de la nueva clase media, que a su vez era producto del proceso de industrialización. Este acceso numeroso, positivo en muchos aspectos, dificulta toda relación directa con el profesor, e imposibilita el aprendizaje en la práctica. Como nos decía un instructor de semiología (la materia con que se enseña a los estudiantes de medicina a revisar al paciente y a reconocer los diversos tipos de enfermedades): "El primer alumno palpa un hígado normal, pero el quincuagésimo ya palpa una hepatitis y el centésimo una cirrosis." b] Hace medio siglo, al terminar sus estudios primarios, la mayoría de los muchachitos de doce o trece años daba por acabados sus estudios y buscaba un trabajo: cadete de oficina o grandes tiendas, mandadero de hotel, aprendiz de carpintero, mecánico o pintor; repartidores de abarrotes, carne, hielo, leche, fruta. Sólo una pequeña fracción continuaba estudiando y entre éstos la deserción era excepcional. Pero hoy, como la desocupación es tan terrible que hasta un gran porcentaje de adultos carece de trabajo, o tiene lo que eufemísticamente se llama "subempleos", la sociedad adapta sus instituciones de educación superior; de ese modo, la población juvenil, en lugar de entrar a competir en el mercado de trabajo a los trece años, lo hace a los veinticuatro o veinticinco. El sistema de enseñanza, si bien sigue cumpliendo su función de proveer profesionistas, se ha convertido en una represa, en un gran capacitador de fuerza de trabajo, en una guardería para grandulones. Por suerte, esto concuerda con que hoy en día las labores humanas requieren de una preparación intelectual y técnica considerablemente más alta, y con el hecho de que el progreso social permite dar educación superior a sectores de la población para los que antes hubiera sido impensable acceder a ella. Los problemas que produce esta masificación son demasiado graves y diversos como para discutirlos en detalle aquí. Sólo mencionaremos algunos que afectan la investigación: al Junto con su función del maestro, los profesores ven extinguirse sus sueldos, pierden interés, llegan tarde a clase o

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faltan sin avisar y, cuando reaparecen, ni se molestan en disculparse. Los que son investigadores en serio emigran, y son remplazados por pasantes que para dar las clases leen los mismos textos que sus alumnos, sólo que media hora antes; o bien, por profesionales que no dependen del sueldo de profesor, y sólo van a la universidad un par de horas a la semana a dictar sus clases. b] Hemos insistido en la sistematización del conocimiento científico en general, y del que en cada momento tiene cada individuo. Ahora podríamos ver la sistematización desde otro ángulo diciendo: "para conocer determinadas cosas debemos saber primero ciertas otras", pues los conceptos sólo se pueden definir en función de otros conceptos, cuyos significados ya conocemos. Hasta un diccionario requiere que sepamos el significado de las palabras con que, a la vez, explica la que buscamos. Ahora bien, en algunas disciplinas se puede -hasta cierto punto- aprender temas aislados. Es posible, por ejemplo, entender a grandes rasgos la historia de Moctezuma sin consultar primero la de los olmecas, ni la prehistoria americana. En cambio, no se puede entender cálculo tensorial si se ignora qué es un vector, un diferencial, un logaritmo y el álgebra elemental. Mi experiencia con los alumnos que abandonan sus estudios, muchos de ellos porque no le encuentran sentido a las asignaturas o se aburren navegando en las clases, me indica que suelen ser víctimas de la sistematización del saber científico; es decir, en su momento no adquirieron algunos conceptos imprescindibles para seguir las explicaciones que ahora se les da, y las carencias se acumulan impidiéndoles ponerse al día, hasta que llegan a un punto de paradójica saturación; de pronto, casi sin saber cómo ocurrió, se ven anegados en un aburrido caos cognoscitivo y deciden abandonar, o bien pasarse a disciplinas en las cuales la sistematización no es tan crucial. c] A los alumnos les resulta -provisoriamente- más sencillo hacer un collage de información, sin asociarlo a las ideas que lo vertebran, esas cuya comprensión depende del contacto directo con los científicos; además, poco después de aprobar el examen la olvidan, pues en el tercer mundo el conocimiento a veces es usado para cumplir con requisitos institucionales, y no en la perspectiva de una formación. Como decía el físico argentino Enrique Gaviola: "No se exige saber física ni medicina,



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sino tener certificados de físico y de médico." d] Uno de los recursos ideados para manejar a la masa estudiantil, es la evaluación automática (multiple choice) que

permite examinar a miles de alumnos por vez, o a millones, cuando se trata de exámenes nacionales. Si en cambio, el profesor pudiera estar en contacto directo con el alumno, si lo fuera observando y conociendo a lo largo de discusiones y prácticas, los exámenes serían innecesarios. Incluso, si necesitara tomarlos, éstos deberían ser meros controles de la calidad de enseñanza, para constatar si el alumno que se está formando concuerda con el que se proponía formar. e] Nadie espera que todo el que ingresa a una universidad

aprenda demasiado. La deserción es enorme. Más aún: la sociedad cuenta con que tal deserción se produzca; basta para adver-

tirlo considerar que la disminución del número de alumnos coincide con el hecho de que quienes abandonan van encontrando lugar en un mercado de trabajo, el cual hasta entonces no les había dado cabida. Los jóvenes "que se caen" de la educación superior (drop outs) no suelen caer a la nada. La mayoría lo hace para ingresar a un empleo en el que vislumbra una forma de ganarse la vida y desentenderse de una actividad seudouniversitaria que los instruye pero no los educa; que les informa pero no los forma. el El proyecto académico de una sociedad se relaciona con

su proyecto político (F. Pérez Correa, La universidad: contradicciones y perspectivas). Puesto que una de las funciones de la

universidad es actuar como dique de contención y reservorio de fuerza de trabajo, hoy es bienvenida toda iniciativa de crear carreras nuevas, o toda una "universidad": de la empresa, de la hotelería, del deporte, de la papa. Universidades que, en la ma-

yoría de los casos, no son más que un cúmulo de cursillos orales, especialmente diseñados para satisfacer una necesidad empresarial. La tendencia a reconocer escuelitas sin universalidad ni actividad creativa alguna, y a autorizarles el uso de un sello que dice "universidad", se ve fortificada por la necesidad que tienen los grupos de poder de controlar la ideología de los graduados que luego ingresan en sus empresas; crear profesionales pero no científicos, les asegura a estos grupos que no han de ser cuestionados. Una dificultad que no deriva de la masificación, sino del

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hecho de que nuestra sociedad requiere profesionales (abogados, farmacéuticos, dentistas), pero no se interesa por la creatividad y aplicación de su ciencia, es que la actividad creativa en la mayoría de nuestras universidades es relativamente muy baja. Aseveraba Florencio Escardó ( Utopía y realidad de las universidades): "Las escuelas puramente profesionales, es decir, que no crean saber, no son propiamente universitarias y es peligroso considerarlas como tales; sin un mínimo cultural activo en el medio no puede existir universidad propiamente dicha." Ninguna universidad del tercer mundo se crea sobre grupos de científicos preexistentes. Lo común es que comiencen, si son públicas, por crear espacios y edificios en respuesta al creciente número de alumnos y, si son privadas, por desarrollar o afirmar un grupo de poder que urde carreras orales, que sólo requieren pizarrones y asientos. La noticia de su inauguración va acompañada de fotografías de autoridades pronunciando discursos o visitando salones, pero no de instalaciones e instrumental científico técnico, ni se exhibe la lista de los científicos que laborarán en ella. Su importancia está reflejada en el nivel de las autoridades inauguradoras (el presidente... o el ministro de educación ...o el director general de...) y su orientación queda manifiesta cuando algún sacerdote bendice las instalaciones. Sucede lo que señala Mario Bunge: no se comienza por la materia prima, por la mente que conoce, ni por los instrumentos científicos que permiten investigar, sino por los edificios que sirven para contener. Dicen que si bien la universidad moderna se empezó a crear allá por el siglo xili, su verdadero germen fue Platón y sus discípulos, con los que discutía en los jardines de Akademos; desde el punto de vista de ciertos tercermundistas, lo importante parece haber sido entonces el jardín, no Platón. Un índice por demás ominoso de que no siempre nuestras universidades son parte medular del aparato científico-técnicoproductivo de nuestra sociedad es el hecho de que "cada vez que se destruye un centro de investigación, los sectores económicos y los órganos de difusión que los representan discuten el hecho -cuando lo hacen- casi exclusivamente en términos de su justificación política, sin demostrar mayor interés por las consecuencias que esa pérdida puede tener para la capacidad científica del país" (Amilcar O. Herrera, Ciencia y política en América Latina).



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Bien: ése es nuestro lugar de trabajo. ¿Qué sucede con la investigación científica en dicho escenario? a] Cuando la relación entre el número de alumnos y el de profesores es razonable, éstos pueden ir orientándolos con lecturas y discusiones, así como elegir a aquellos que a su juicio tienen pasta de investigadores. Pero, debido a la masificación,

el profesor no llega a conocer ni a recordar siquiera las caras ni los nombres de sus alumnos. La selección de futuros "recursos humanos" depende de que los muchachos interesados en la investigación lleguen timoratamente a tocar la puerta de nuestros laboratorios.

b] Los investigadores se suelen proteger de la masificación aislándose en institutos separados de las escuelas en las que se i mparte la enseñanza; compartimentación que aleja a los investigadores de la fuente de futuros científicos, y abandona a los alumnos en manos de docentes repetidores. c] La universidad suele vibrar y participar en frecuentes

luchas políticas. Si bien esto es comprensible e insoslayable, pues refleja la responsabilidad social de los universitarios, a los investigadores científicos profesionales les resulta inadecuado tener su lugar de trabajo en una arena de combate. Bancos y cultivos de células, cepas de animales transgénicos, complejísimas moléculas que habían sido sintetizadas en largos meses de trabajo, registros que debían ser hechos en una fecha precisa: todo se puede ir al reverendo demonio en una "demostración" sindical, o estudiantil, o política, que toma como rehenes los laboratorios científicos. d] Hasta hace unos veinte o treinta años las universidades

del primer mundo eran inmunes a estos problemas o, más exactamente, no los tenían. Pero a partir de los años sesenta se

vieron expuestas a luchas estudiantiles, raciales y políticas. En algunos casos, los estudiantes abrieron archivos universitarios y divulgaron más de un proyecto secreto non sanctus. Como el

primer mundo necesita y depende crucialmente del producto de la investigación científica, protegió a sus científicos en institutos especiales, que tomaron la forma de agencias extrauniversitarias; en éstas se inventan y perfeccionan cohetes interplanetarios, armamentos y equipos electrónicos, se analizan los cambios económicos internacionales, se reciben encargos para estudiar relaciones políticas con determinados países, etcétera.

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El investigador científico profesional no es, de ninguna ma-

nera, un simple espectador; pero no hay seguridad de que vaya a mejorar mucho el panorama universitario en el futuro inmediato. Esta incertidumbre emana de los siguientes considerandos: a] El investigador no tiene en sus manos las riendas de la universidad, es apenas uno de los actores. b] Comparte con su sociedad una visión, una cultura, que carece de un lugar claro para el conocimiento moderno: él también suele pensar que su papel social es prescindible. c] Hoy, en muchos países de Latinoamérica, la extracción social de quienes trabajan en las universidades públicas coincide muy poco con la extracción de las clases dirigentes que detentan el poder (véase Marcos Kaplan, Ciencia, sociedad y desarrollo). d] Estas clases dirigentes

están surgiendo, como dijimos anteriormente, de "universidades" orales, privadas y locales, con un perfeccionamiento en verdaderas universidades, pero del primer mundo. No es raro que, de ahí en más, el ex alumno reconozca una pertenencia a una entidad extranjera en la que pasó dos años, y no a las de su patria, a la cual menosprecia. el Consecuentemente, esas clases, en posesión del Estado y sus recursos, tienden a manejar las universidades de su país desde instituciones estatales extrauniversitarias, decidiendo simple y llanamente: qué van a investigar y quién habrá de hacerlo (por medio de subsidios por proyecto), quién va a recibir un sueldo compatible con la vida y quién será forzado a abandonar los planteles académicos (mediante Carreras y Sistemas del Investigador), qué cosas deberán enseñar (por medio del apoyo al posgrado), en cuánto tiempo desean que se forme un maestro o un doctor (mediante la duración de las becas que otorgan), y hasta a qué lugares del exterior y con qué colegas extranjeros se podrán enviar discípulos a perfeccionarse (por medio de bochornosos listados que se entretienen en confeccionar). En algunos casos extremos, a las autoridades universitarias sólo les queda la libertad de decidir detalles como el largo del césped, e influir en el programa de su ballet folklórico. En consecuencia, estas autoridades ya no suelen ser elegidas entre los líderes científicos, sino entre políticos avezados en el manejo de fondos, masas docente/estudiantiles y relaciones de poder; además están garantizados por los gobiernos, y no siempre por las comunidades científicas. Por supuesto esta descripción sobresimplificada, resulta in-



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justa para con los países que detectaron estas aberraciones, y se esfuerzan por superarlas. El tirón necesario para arrebatar las universidades de manos oligárquicas en la primera mitad de este siglo provocó un inevitable exceso populista; sin embargo muchas casas de estudio latinoamericanas ya están de regreso de esa aventura y se esmeran por alcanzar niveles de calidad. Se están convenciendo de que, así como un clínico no le repite las mediciones de la presión a un hipertenso, hasta que por casualidad acierte con un registro normal, y más bien trata de curarlo, tampoco un alumno debe rendir exámenes repetidamente de una materia que obviamente desconoce, hasta que acierte y sea aprobado; ya no permiten ausentismos profesorales del 40%; ya comienzan a requerir un mínimo de profesionalidad de sus maestros; ya se implementan cursos de verano dictados por investigadores y limitados a un número de alumnos que guarde proporción con la capacidad docente; ya organizan ciclos de conferencias en los que los científicos describen sus campos a jóvenes en diversos escalones formativos; ya crean museos de ciencia activos; ya publican colecciones serias de libros así como revistas de divulgación y ensayo.

10. LA FORMACIÓN: UN PRÉSTAMO QUE HACE SALAMANCA PARA ENRIQUECER LO QUE DIO NATURA

Decían los antiguos castellanos: "Lo que natura non da, Salamanca non presta." La formación es el resultado de lo que hace Salamanca para mejorar lo que dio natura, pero es bueno considerar que hay una larga etapa -desde la crianza hasta los niveles preuniversitarios-, que constituye un buen noventa por ciento de lo que se puede intentar para hacer de un joven un buen investigador profesional. ¿Qué es lo que da natura? Un cerebro aún por madurar y por lo tanto susceptible de ser modelado por la crianza, así como una capacidad de aprender que parece durar toda la vida, pues aún en la senectud el ser humano sigue cambiando su visión del mundo (Blanck-Cereijido y Cereijido, El tiempo, la vida y la muerte). A la edad de 15-18 meses el desarrollo mental del chimpancé, considerado el no humano con mayor capacidad, está casi completo; el del ser humano apenas ha comenzado. Correlativamente, la enseñanza institucional tiende a prolongarse cada vez más, y luego la sociedad exige títulos habilitantes e imposibilita la solicitud de recursos a quienes "no han completado su formación". Ahora bien, la experiencia muestra que en muchas disciplinas, notablemente en matemática y en física, las ideas más revolucionarias surgen en períodos juveniles; de ese modo, parece haberse llegado a una encrucijada en la que entran en conflicto la libertad creadora con la restricción institucional. El niño respetado, querido y cuidado tiene una creatividad asombrosa. Luis María Pescetti ( Creatividad y fantasía ¿lujo o necesidad? y Desarrollo de la creatividad en condiciones de bajos recursos) estudia el humor, la fantasía y la creatividad infantil, además de observar que los niños no se preocupan mucho por las ideas dominantes ni por las coherencias lógicas. Pueden imaginar las peripecias y paisajes que ven desde un avión hecho con cajas de cartón y palos de escoba; pueden vivir [1251



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atar a un perro por su collar, clausurar una fábrica, impedir que el Sol ilumine a una planta. Sin embargo, el estudio de sistemas complejos como los biológicos muestra que muchas veces su enorme organización se alcanza gracias a las restricciones. Tomaremos un ejemplo de nuestro libro Orden, equilibrio y desequilibrio: cuando un conjunto de partículas elementales pasa a formar parte de un átomo de carbono, éstas no adquieren ninguna propiedad nueva; más bien restringen ciertas propiedades de las que ya tienen, pierden grados de libertad. Ahora bien, cuando a su vez estos átomos pasan a formar parte de una molécula de glucosa, no se requiere que hagan nada nuevo sino que, por así decir, dejen de hacer todo aquello que no corresponde a la conducta de una molécula de glucosa. De ese modo, la molécula de glucosa resulta de una progresiva pérdida de libertades (Howard Pattee, Biological hierarchies: their origin and dynamics). Otro ejemplo de esta "restricción creadora" es el de una parra, cuyas posibilidades de alcanzar una pérgola a dos metros del suelo es nula... a menos que la atemos a un palo y le restrinjamos muchos grados de libertad, en cuyo caso la llegará a cubrir. En el cuento de Jorge Luis Borges, Funes el memorioso, Ireneo no consigue olvidar nada y puede comparar en el recuerdo las formas de las nubes australes del treinta de abril de mil ochocientos ochenta y dos, con las vetas de un libro de pasta española que sólo había mirado una vez, y con las líneas de la espuma que un remo levantó en el Río Negro la víspera de la acción del Quebracho. Le tomaba un día entero recordar un día entero. "Esos recuerdos no eran simples -narra Borges- cada imagen visual estaba ligada a sensaciones musculares, térmicas, etcétera." La memoria de Ireneo no restringía la entrada de dato alguno: recordaba todo. En The doors of perception, Aldous Huxley llega a opinar que la función del cerebro y de los órganos de los sentidos es más eliminativa que productiva; que restringir todo lo que en un momento dado podríamos percibir y recordar, así como permitir solamente el paso a un conocimiento muy seleccionado y especial, nos protege de la masa de información trivial e inútil que nos anegaría. , La percepción es un tamiz inteligentemente maravilloso que sólo deja pasar contenidos ya antes analizados, o bien, es

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129 un portentoso olvido selectivo. Recordar algo con sentido implica una fabulosa restricción de todo aquello que no lo tiene. Alguien ha dicho que para esculpir La Pieta como lo hizo Miguel Ángel, basta con tomar un bloque de mármol y quitarle todo lo que no sea La Pieta. Análogamente, con "olvido selectivo" queremos aludir a la eliminación de todo aquello que no tenga sentido. El neurobiólogo francés Pierre Changeux sostiene que "aprender es eliminar" (lo inútil, el sin sentido), y el químico estadunidense George Wald afirma: "We are products of editing, not autorship." Como siempre se ha destacado el estudio de lo que se recuerda, posibilita y tiene sentido, pero no de aquello que es ruido, es superfluo, quita grados de libertad y se olvida, hoy se conoce demasiado poco respecto a la naturaleza del olvido y a las leyes de la restricción creadora. Pero se sospecha que el proceso civilizatorio consiste, en buena parte, en encauzar al niño a través de un brete educativo que, cercenando posibilidades de gratificación ilimitada, lo va guiando hacia el caudal social. Puede ser que estas opciones no sean del todo correctas, pero ilustran la tendencia a cuidar las dos vertientes de la formación: la asimilación de normas, prácticas y conocimientos "con sentido", así como la restricción de ideas, hábitos y procedimientos que no ensamblan con ese "sentido". Pero el apego obsesivo al "sentido" llega a estorbar la creatividad. Edward Jenner inventó la vacuna al dejar de lado momentáneamente la búsqueda lineal de la razón por la cual las personas se mueren de viruela y, en cambio, preguntarse por qué no se mueren las vacas. Marconi demostró que es posible enviar una señal de radio a un punto alejado de la Tierra. Marconi "no debió" haber hecho tal experimento. Un consejo nacional de investigaciones como los que abundan en la actualidad no le hubiera financiado el proyecto, pues habría sido fácil predecir que, puesto que las ondas se propagan en línea recta, desde cualquier punto de la Tierra que se trasmitan se escaparían derechito al espacio, sin doblar para alcanzar un receptor ubicado en otro punto de su superficie. Pero el experimento funcionó y, bastante después, se supo que hay algo llamado ionósfera que hace de "espejo", refleja las ondas y las redirige a puntos detrás del horizonte. Las demostraciones "a la Marconi" obligan a la lógica a



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devanarse los sesos por encontrar a posteriori el camino sensato que explique lo encontrado, pero en un contexto de justificación, no de descubrimiento. Señalan, también, la ventaja de no obcecarse en la linealidad y el canon. Meterse en esa horma civilizatoria, dejarse acotar tantas libertades, renunciar a sus deseos más caros resulta atroz a los jóvenes. Será por eso que una de las cosas que más les agrada es "hacer lío", "armar relajo". A jóvenes y viejos les suele agradar la orgía carnavalesca, o jugar por un rato o unos días a que todas las normas y ordenamientos de la sensatez y la cultura se anularon. No sorprende entonces que casi todas las civilizaciones hayan tenido en cuenta esta necesidad catártica y subversiva, pero que, para mantenerla bien acotada, reglada y, sobre todo, controlada, hayan programado festividades anuales en fechas preestablecidas. Philip Greven (Spare the child) asocia el castigo físico que nuestras sociedades infligen a los niños con un sistema político específico: el autoritarismo. En mi experiencia personal, he observado que los alumnos provenientes de familias autoritarias, verticalistas, machistas, castigadoras, y proclives a asustarlos con un infierno para pecadores, jamás se convierten en investigadores creativos. Si bien no tengo claridad acerca de cuál es la relación entre el castigo y la restricción educativa, aconsejaría a mis colegas que desistan de formar a un discípulo al que no puedan querer; asimismo, recomendaría a los jóvenes alejarse de un maestro tiránico y que no los quiere como personas. Mientras los teóricos de la educación aclaran estos asuntos, no es mal criterio basarse en el amor. Muy bien: un muchacho que ha pasado por esas peripecias formativas llega a Salamanca, ¿y ahora qué? Casi todos los científicos opinan que la mejor educación es mediante el método heurístico, del griego heuriskein, inventar, descubrir o aprender; método que consiste en concebir una respuesta hipotética, un modelo mental, un prejuicio útil, y usarlo de guía para salir a buscar soluciones. Con el método educativo heurístico, el alumno es entrenado para encontrar cosas por sí mismo; pero, rara vez se puede utilizar, por dos razones: 11 la masividad de la enseñanza no permite disponer del tiempo y el material necesario (véase capítulo 9), y 2] el

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dinero que se asigna a la ciencia y los plazos que ponen los consejos de investigación y otras fuentes de ingresos para la formación de maestros y doctores no le permite al investigador solventar una formación heurística. Lo que hace Salamanca con el muchacho está, entonces, bosquejado en el capítulo 9. Muy bien: un muchacho que ha pasado por esas peripecias formativas y se puso algunos años en manos de Salamanca, luego llega a nuestro laboratorio para formarse como investigador, ¿y ahora qué? En el capítulo 8 hemos visto que, en todo momento, hay una frontera entre lo que se conoce y lo que se ignora, y el investigador trabaja en dicho límite. De ese modo, se podría suponer que, antes de iniciarse en la verdadera labor explorativa, el joven decidido a dedicarse a la investigación debe conocer al dedillo todo lo que ya se sabe. Pero ya hemos argumentado que no podría ponerse - al día, aunque dedicara todas las horas del día, todos los días del año y todos los años de su vida a la lectura en castellano, inglés, francés, alemán -cuando no en griego y en latín- de los artículos que conciernen a su disciplina. Lo común es que el científico maduro y su discípulo se dediquen de entrada al trabajo de investigación, mientras éste estudia y asimila los cinco o diez trabajos fundamentales que el maestro le ha recomendado. Luego consulta los trabajos que van apareciendo y, además, aprende los aspectos relacionados con el punto que investiga. Leyendo una buena review se entera de qué quedó en pie de cientos de artículos que aportaron un poquito, se fueron corroborando unos a otros, desecharon detalles improcedentes, y consolidaron lo que al menos por ahora se considera valioso. Dicho sea de paso, la review brinda un ejemplo de cómo opera la restricción, en este caso informativa y ejercida por el autor, quien determina qué se ha de extraer y qué se dejará de lado. Uno de los equívocos más difundidos con respecto a la investigación consiste en creer que lo difícil es encontrar respuestas. Pues no: lo que distingue a un investigador brillante de uno no exitoso, es la capacidad de hacer preguntas. Jacob Bronowski (Ascent of man) opinaba que la naturaleza de la ciencia es tal, que haciendo preguntas impertinentes se encamina hacia respuestas pertinentes. Un personaje de G.K. Chesterton (The scandal of father Brown) lamenta: "No se



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trata de que no puedan captar la solución, sino de que no pueden ver el problema." Mario Luis Descotte (Concéntricas) señala que quien nunca tiene nada que preguntar, tiene poco que responder. Por lo menos la mitad de las preguntas en un seminario entre gente inteligente, no son "para entender", ni se deben a la falta de comprensión, sino que se trata más bien de verdaderas sugerencias. Alguien ha dicho: "Pregunta lo que ignoras y pasarás por tonto cinco minutos; no lo preguntes y serás tonto toda tu vida." George Bernard Shaw iba aún más lejos; en Back to Methuselah dice: "Ves cosas y preguntas ¿por qué? Pero yo sueño cosas que nunca existieron y me pregunto ¿por qué no?" Con todo, cuesta mucho acostumbrar a los jóvenes que nos llegan de familias y escuelas restrictivas a que se atrevan a cuestionar, a que se arriesguen a rebuznar; pero, por más arduo que sea, si no logramos transformarlos en preguntones, no podremos formarlos como científicos creativos. "Problema bien planteado es problema medio resuelto", reza el refrán. No hay investigador más o menos formado que no sepa apretar botones, manejar sus aparatos, hacer experimentos, medir cosas y obtener resultados; en cambio, abundan los que carecen de una pregunta significativa que oriente sus estudios, o que puedan hacer además la pequeña pregunta de cada día. En cierto simposio me encontré sentado frente a un pelmazo que mostraba tablas atiborradas de datos, encarnizándose con las desviaciones estándar, los "p menor que 0.001"; que se esmeraba en explicarnos cuántas veces había agitado cada solución, cómo había ajustado la temperatura, dónde había comprado cada reactivo, así como en mostrarnos los datos que había obtenido ensayando en su preparación el contenido de cuanto frasco pudo encontrar en su alacena... pero sin una pregunta por contestar, ni un problema por resolver, ni una idea que enhebrara semejante mamarracho. Me pregunté en qué acabaría su plática, qué iría a decir sobre el fárrago de datos recogidos sin ton ni son. Entonces, mi vecino de asiento, el cristalógrafo argentino Victorio Luzzatti, me comentó: "Los buenos científicos tienen un problema y entonces van y colectan datos; los malos en cambio colectan datos ¡y entonces sí que tienen un problema!" La formación no consiste en aprender una técnica, por más

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compleja y avanzada que sea, esperando que su aplicación automática genere resultados y con ello sapiencia; más bien, estriba en percatarse de cuál porción del caos está madura y es accesible a nuestra capacidad de transformarla en conocimiento. Un amigo, director de un prestigioso departamento de Biología Celular, me confió: "Yo no quiero investigadores encerrados en sus laboratorios. Los quiero en el pasillo, discutiendo entre pares contra un pizarrón, charlando con una taza de café en la mano." Lástima que cada vez que pescaba a un colaborador en tales circunstancias, invariablemente lo defenestraba. Larissa Lomnitz y Jacqueline Fortes (La educación del científico, Formación de la identidad del científico y Adquisición de la identidad del científico biomédico), analizan las distintas etapas en las que los muchachos de la UNAM van adquiriendo los diversos recursos profesionales. Su lectura nos muestra que la formación no puede ser comunicada en un "manual de etiqueta científica", similar a los que indican de qué lado del altar debe pararse el padrino de bodas, por qué el vino blanco se debe servir en copa de vidrio opaco, o qué quieren decir las letras RSVP al final de una tarjeta de invitación. Tampoco puede uno ir dictándole normas al joven discípulo, pues se aprenden trabajando, tomando café, contando anécdotas, llevándolo a cenar con visitantes extranjeros, viajando con él a congresos, resolviendo dificultades a medida que se presentan. Es posible trasmitir información, pero es imposible transferir conocimiento. A lo sumo, el mentor puede guiar, facilitar el camino, o hacer éste más eficiente, rápido, interesante, placentero, divertido; pero nadie aprende en cabeza ajena (ni en manos, ni en pies, ni en corazón), pues gran parte del saber no es formulable. Un equívoco sobre la formación emana de suponer que el entrenamiento termina al aprender a hacer preguntas y experimentos. No es así. Más que enseñar un tema (en qué pensar e investigar) el verdadero maestro enseña cómo pensar y cómo responder con los recursos conseguibles. Un investigador formado, además de conocer su tema, debe saber cómo se consigue dinero, cómo se compran reactivos, equipos, material bibliográfico, o cómo se manejan las relaciones de trabajo. ¿Cuándo es posible -y cuándo no- llamar a un colega de otro país para solicitarle el uso de un aparato, un detalle técnico "secreto", unos mililitros de cierto solvente que aún no está disponible co-



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mercialmente, o de cierto reactivo que por ahora sólo comparte una pandilla de cuates? ¿Se le telefonea y se le pide prestado el equipo, o la información sobre su manejo y ya... o se le invita a realizar las mediciones y colaborar en el trabajo? En el caso de un científico prestigioso, pero encerrado desde hace años en la oficina directiva, ¿se le explica que, en realidad, uno no quiere saber nada con él, sino con su ayudante que sí maneja la técnica en cuestión? Y si dicho científico es además un taimado competidor, ¿hasta qué punto se le explican los resultados que uno ya tiene, los secretitos que nos llevó años resolver? ¿Les explicamos nuestros logros antes de saber si nos prestará el aparato o si aceptará colaborar? ¿Se le pide a un amigo común que lo contacte, o se debe esperar a cruzarse con él en el próximo congreso? ¿Se lo arrincona, carpeta en mano, en cuanto uno se topa con él en un elevador del hotel, o se lo invita a desayunar? En el capítulo 6 mencionamos que Robert K. Merton y sus seguidores asignan un valor tan importante a la sociología y politiquería de la ciencia, que llegan a proponer que el conocimiento es un artefacto de la cultura y que está en manos del científico-burócrata-empresario, operador o político. Pensamos que esa posición es producto de la exageración o distorsión de ciertas estructuras innegables; pero, de todos modos, conviene que durante la formación, mientras insertamos al joven en la red social a la cual deberá pertenecer si quiere ser un investigador profesional, le enseñemos a valerse de unas y a defenderse de otras.

El joven en formación debe aprender a hacer una comunicación oral de diez minutos y una de cincuenta, además de tener bien en claro que no se trata de una mera diferencia cuantitativa. Debe saber que ambas requieren un enfoque y una estrategia completamente diferente a las de una presentación en forma de cartel. Es necesario que tenga una idea profesional acerca de cuántas preguntas y cuántos puntos se pueden, y deben, abordar en cada tipo de presentación: no basta con saber distinguirlas. Hay investigadores que no saben escribir un artículo, y que luego ignoran el know how para manejarse con los editores y los árbitros de las revistas. Esto los lleva a no publicar... y a sufrir consecuencias cada vez más amargas y deletéreas. Aunque cueste creerlo, en el tercer mundo abundan los investiga-

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dores que viajan con sus carpetas hasta el primero, al laboratorio de su antiguo mentor, con la excusa de "discutir sus datos"; en realidad, van a pedir auxilio, a que les armen el artículo, les

escriban la discusión... y se los coautoreen, cosa que además facilita su aceptación en revistas importantes. Este tipo de dependencia a veces recibe el pomposo nombre de "colaboración internacional". Por cierto, hoy casi todos los laboratorios del mundo mantienen fértiles líneas de colaboración internacional, que van desde el mero intercambio de sustancias o de informa-

ción o hasta el trabajo conjunto periódico; pero se caracterizan porque ambos extremos de cada línea gozan de reconocimiento y respeto, aun en el caso de que a veces uno de ellos se vea

forzado a ser el pariente pobre. En el tercer mundo también abundan los científicos volan-

tes, equivalentes a los monjes mendicantes de la Edad Media, que para compensar sus deficiencias formativas van de un laboratorio del primer mundo a otro, de una estación de biología marina a un cuarto para visitantes o a un desván, haciendo lo que saben, insertándose donde los necesitan, quedándose dos o tres meses donde los acepten. Casi sin excepción son buenos científicos, excelentes discutidores y utilísimos consultores, además de manejar un vasto y hasta ameno anecdotario; no obstante, resultan ser pésimos maestros pues como siempre andan viajando desatienden a sus discípulos locales. Si el maestro se encierra para decidir en privado qué equipos y reactivos se han de comprar, o qué estudios se han de hacer; si se aísla para elaborar los datos y escribir los manuscritos; si sólo comparte con sus colaboradores jóvenes la autoría de los artículos originales con los datos recogidos por éstos, pero no la de capítulos y revisiones generales, o no elabora con ellos los pedidos de donativos, estará transfiriendo el paternalismo verticalista de su sociedad al seno de su grupo de trabajo. A su vez, el discípulo no se formará debidamente si considera que todo termina con medir cosas, registrar fenómenos y pasarle los datos experimentales al jefe; si no se siente obligado a ayudarle a elegir modelos de aparatos, hacer compras, diseñar instalaciones, a cuidar y mantener equipos, recopilar material y datos, e incluso perder tiempo yendo a buscar a su hotel y paseando a un visitante. Fracasará si, cuando va a un congreso en el exterior, prefiere salir a hacer turismo con los amigos de



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su departamento o con sus paisanos de otras universidades, hablando en su idioma, y comprando regalos para su novia, en lugar de aceptar o promover el intercambio durante un almuerzo o un paseo con un japonés o un checo, que hablan un inglés peor que el suyo. No debemos olvidar que, en la tarea científica, por cada cosa que uno encuentra, hay decenas de experimentos inútiles, de sustancias que precipitaron Dios sabe por qué, de marcas de productos que en el catálogo parecen idénticas a las de otras fuentes comerciales, pero que a la postre no resultan adecuadas, de secretos y triquiñuelas experimentales, de trabajos fundamentales que nos habían pasado inadvertidos; de ahí que sea en esos encuentros informales con el colega humilde o consagrado, de Francia o de Uruguay, cuando solemos enterarnos de detalles que resultan cruciales para nuestra investigación. La mejor lección sobre intercambio de calcio en la membrana celular me la dio el chileno Mario Luxoro mientras le ayudaba a cocinar mariscos en Buenos Aires; la clave de la selectividad fónica me la explicó el estadunidense George Eisennam en Tilton, New Hampshire, mientras nos bañábamos en las duchas de un colegio. La investigación científica, más que una profesión es una actitud ante la vida. Así como deprime constatar que un notable biólogo molecular considera pecaminoso comer carne en Viernes Santo (no sería desagradable que lo hiciera por tradición o porque se le da la gana), regocija que un alumno ilustre un mecanismo evolutivo contando que la introducción de los antibióticos en los años cuarenta casi extingue a los urólogos por mermarles la fuente de pacientes atacados de enfermedades venéreas; o que refiera el efecto de la televisión sobre los cines; o que observe que los caballos se han extinguido de las canciones populares modernas y sólo sobreviven en el seudofolklore. No es científico quien limita sus tareas de 9 de la mañana a 2 de la tarde, o pospone para la próxima semana un experimento que podría iniciar este miércoles, porque eso le obligaría a acudir a tomar una muestra el sábado; tampoco quien no elabora sus discrepancias ideológicas implicadas en la actitud científica ante la vida, porque cree posible formarse como científico mientras retiene una visión del mundo que le permite guiarse por los horóscopos y obedecer liturgias. Hay científicos que, porqué sólo investigan de 9 de la

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mañana a 2 de la tarde, no se quedan a escuchar un seminario programado de 17 a 18 horas; o que, aunque éste se programe en horas convenientes, toca un tema que no coincide exactamente con su campo de trabajo; menos aún les interesa ese seminario, si en lugar de datos sólidos, versará sobre disquisiciones conceptuales y marcos filosóficos. De nuevo, esto no es una cuestión de estilos y costumbres; más bien, es el resultado de engatusar a cualquier mentecato que no tiene ni podría tener el menor interés o la menor pasión por el conocimiento para ponerlo a medir cosas, primero llamarlo "discípulo", luego "científico" y así perpetuar el embuste... Para un becario resulta una enorme diferencia que su jefe, ocupado en su experimento, no le dirija la palabra en toda la mañana y ande a los portazos; o que en cambio cante, o entre pipeteada y pipeteada le vaya contando una anécdota sin pies ni cabeza; o que, mientras espera el momento de tomar la próxima muestra, le confiese que de buena gana se iría a pescar. La charla ociosa que señala Heidegger no vale por lo que contiene, sino porque mantiene la comunicación. Porque aunque nuestro intelecto no saque nada en limpio de todo ese bla-bla, nuestro inconsciente recibe e interpreta muchísimas señales que resultan útiles para desformalizar y crear el clima propicio para nuevas combinaciones de datos o de ocurrencias teóricas; es decir, para crear. El filósofo inglés Bertrand Russell quedó huérfano a temprana edad, fue educado formalmente en su propio hogar por sus mayores y sólo tardíamente llegó a tener trato cotidiano con jóvenes compañeros; en sus memorias, cuenta que prefería ir a usar el baño de la estación de trenes, pues le daba vergüenza preguntar dónde quedaba el del colegio. Análogamente, hay alumnos que hacen un esfuerzo supremo por largarse a hablar en inglés con un visitante... y reciben coscorrones y codazos psicológicos de su jefe que se avergüenza de ellos; como si el problema consistiera en que los muchachos locales no tienen fluidez en el idioma del visitante, y no en que el colega no habla el idioma del país que visita. A propósito: las barreras idiomáticas siempre han resultado un obstáculo grave para la humanidad. Por ejemplo, durante siglos y siglos los pensadores islámicos y los cristianos no podían discutir, ni siquiera enterarse de los desarrollos que



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habían hecho unos y otros, pues no se entendían. Lo que era peor, generalmente las traducciones eran hechas por personas que sabían ambos idiomas, pero no eran especialistas en el tema que estaban traduciendo. A eso se le sumaba la barrera del prejuicio. Los árabes miraban con desdén a los bárbaros de los países nórdicos (los de la Alemania, Inglaterra y Escandi-

navia actual). En la opinión del historiador Sa'id al-Andalusi (siglo xi) no se podía esperar que dichos pueblos produjeran nada valioso, debido a quéul clima frío en que vivían les inhibía el crecimiento del cerebro (J. McManners, The Oxford illustrated history of Christianity). Podemos contrastar su punto de vista con el de algunos sabios de esos países nórdicos quienes hoy piensan que en África y Centroamérica el clima permite que las plantas y los animales crezcan espontáneamente, y eso hace a los habitantes de esas regiones menos propensos al trabajo y al esfuerzo creativo.

Hoy debo reconocer con mucha tristeza que es muy común que los jefes gruñones establezcan la siguiente relación: el joven enuncia lo que va a hacer y cómo lo hará... hasta cierta etapa. Ahí hace silencio y espera. Con esto provoca las dudas del jefe (verdadero jefe, pero no maestro), quien por temor de que se arruinen experimentos, se malgasten materiales y se pierda tiempo, se aviene a dar indicaciones adicionales para aclarar o confirmar lo que el muchacho necesitaba saber. Cualquier pregunta que requiera información no imprescindible para hacer el experimento es reprimida con ceño fruncido y referencias a la defectuosa formación del joven. Esa humillación conforma un arnés intelectual, y es el primer paso para hacer del educando más un futuro mide-cosas que un científico; es una receta para hacer ciencia sin seso. Por supuesto, en ese

contexto sólo caben las preguntas de detalles, nunca acerca del enfoque total; jamás versan sobre alternativas osadas, pues aun en el caso de que se tratara de preguntas y sugerencias inteligentísimas, el alumno corre el riesgo de que su jefe no sea capaz de reconocerlas como tales y lo ridiculice. El verticalismo y la mala educación de un jefe escinde el cerebro de sus colaboradores: una parte piensa en el problema y otra revisa cuidadosamente las consecuencias adversas que podría ocasionarle

su curiosidad. A veces es mucho peor, pues los jóvenes llegan a ocultar resultados insólitos, que serían verdaderos hallazgos en

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manos de científicos competentes, porque temen la reacción del patrón ante un cuadro inesperado. La curiosidad es una cualidad rarísima que incluso compartimos con los animales. Brota cuando la mezcla conocimiento/ignorancia se maneja con confianza, cuando se prevé que la pieza informativa faltante encajará perfectamente en el rompecabezas que está armando. Cuando no se logra despertar esta confianza en el joven y, sobre todo, cuando las piezas que ya tiene aún no logran ensamblarse, sobrevienen el desconcierto así como la paralización propia del pánico. Si uno toma un sapo, le da vuelta y lo recuesta suavemente con el dorso sobre la mesa, la información que percibe el animal al estar apoyada-en una zona de su piel que no acostumbra hacerlo, recibir la luz de una dirección insólita y ver el mundo "patas para arriba", lo inmoviliza por muchos segundos. Cuando el bagaje cultural y los conocimientos que trae un muchacho no le permiten procesar la información que recibe sobre aspectos estrictamente científicos o meramente sociales, suele reaccionar como el sapo. Si el mentor es incapaz de ayudarlo a tener confianza ante lo inesperado, no es un verdadero formador de científicos curio-

sos, sino un amaestrador de sapos. Claro que para ser investigador no basta con ser trabajador, estudioso, generoso, atento, aprovechar los congresos y tener la carcajada a flor de labios. El ingrediente principal es la creatividad, cualidad que si bien un buen mentor puede hacer despertar, estimular y enseñar a usar, difícilmente podrá desatrofiarle a un alumno que le llega con veinticinco años de

chatura, autoritarismo, padres y maestros castrantes y despóticos, televisión con tantitos comerciales, periodismo con lugares comunes, sacerdotes convencidos de que el misticismo humano está contenido en liturgias estupidizantes, falta de hábito por la lectura, tendencia a manejarse con frases hechas y que cree que discutir consiste en salir a porfiar con los pre-

juicios que se le fueron incrustando en el cerebro. La increíble creatividad infantil es, también, el germen de la libertad que tendrá cuando sea adulto. A este respecto, Luis María Pescetti lamenta que la imaginación sea un lujo de tiempo libre para sociedades opulentas; que, en cambio, el analfabeto posea un mundo imaginario empobrecido, el cual le lleva a aceptar sumisamente las condiciones que el otro le impone, y a



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no poder siquiera desear un modo de vida diferente, porque el mero deseo implica la posibilidad de imaginar otras alternativas. "Nadie busca lo que no concibe... pues hasta los tornillos primero se imaginan y luego se construyen", señala Pescetti. Gianni Rodar¡ (Gramática de la fantasía) propone que el estímulo de la imaginación ocupe un lugar en la educación, "no para que todos sean artistas, sino para que nadie sea esclavo". Cabe recordar que Nat Turner, el negro que allá por 1830 llevó a cabo en Virginia una rebelión de esclavos al estilo de Espartaco, había sido instruido, sabía leer, solía meditar y predicar sobre temas religiosos y teológicos; conocimiento que le hizo intolerable la condición que sus hermanos aceptaban sumisamente. Su lucha terminó como había terminado la de Espartaco en Roma: con una horrible masacre, que por supuesto no sólo buscaba eliminar rebeldes, sino servir de escarmiento para todo aquel que se atreviera a pensar. De Nat Turner nos llegó una frase que puede leerse de diversas maneras, todas ellas 15 amargas: "Quien aumenta el conocimiento aumenta el dolor." No por nada Antonio Gramsci afirmaba que decir la verdad es revolucionario. En los años sesenta, conocí en Boston a estudiantes y jóvenes científicos que regresaban de campañas en el sur de los Estados Unidos, donde habían ido de puerta en puerta para promover el enrolamiento de los negros en el padrón electoral. Supuse que su principal problema habría sido protegerse de los ataques del Ku-Klux-Klan que, de hecho, ya había cobrado muchas víctimas entre los voluntarios. Me explicaron que en verdad ésa era una dificultad muy seria; pero que, no obstante, el principal problema consistía en convencer... ¡a los mismos negros! "¿Cómo vamos a votar, si somos negros? Votar es cosa de blancos", les contestaban. En algunos casos resultaba paradójico que fueran los blancos del norte, y no los negros del sur que sufrían en carne propia la discriminación, quienes podían imaginar alternativas. 15

"He that increaseth knowledge increaseth sorrow." A Turner también se le atribuye la siguiente frase: "Beat a nigger, starve him, leave him wallowing, and he will be yours for life. Awe him by some unforeseen hint of philanthropy, tickle him with the idea of hope;..and he will want to slice your throat." (El subrayado es mío.)

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En suma: la investigación científica es cosa de gente libre y creativa pues, como decía Cicerón: "Libre es aquel que no está esclavizado por ninguna torpeza." A su vez, Freud sostenía que los creadores son los humanos que cuentan con la confianza de sus padres. Yo me atrevería a agregar: "... y de sus maestros". La formación depende, en parte, de las marcas que nos dejan las identificaciones con nuestros maestros. John Buchan (Memory hold-the-door) opinaba que la mejor educación depende de vivir por algún tiempo cerca de grandes mentes. En nuestras universidades es ya una fortuna encontrar por lo menos un maestro, de una disciplina; pero lo ideal es que abunden y los haya de muchas disciplinas; que el muchacho no sólo tenga un buen mentor en el campo de su elección; que reciba enseñanzas cruciales del profesor del piso de arriba con quien conversa mientras acaba una centrifugada, o cuando se va a tomar un café con el filósofo que les fue a dar un seminario, o cuando se encuentra en el metro con el lingüista y éste le explica sus investigaciones sobre la estructura del discurso. Y, para finalizar, conviene tener claro que esas enseñanzas no se limitan a los datos o a la información, sino también a las actitudes. El estudio de Fortes y Lomnitz que citamos al comienzo resalta algo que se suele decir de los alquimistas: al moler y disolver rocas arcanas, al hervir y destilar sospechosos líquidos, al observar estrellas y descifrar crípticos manuscritos, los alquimistas no hallaron la Piedra Filosofal que buscaban, pero se hicieron a sí mismos químicos. Para decirlo de otra manera: las autoras muestran que en esas etapas, es mucho más importante lo que la ciencia hace con los alumnos, que lo que éstos hacen con la ciencia. Lo que la ciencia hace con ellos no se reduce a enseñarles un tema y un puñado de técnicas, sino también a darles lo que ellas llaman "una ideología científica", sin la cual jamás llegarán a pertenecer a la comunidad científica, a ser investigadores profesionales.



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Gaius Mecenas, caballero romano de estirpe etrusca, nacido setenta años a.C. en lo que hoy es Arezzo, Italia, aprovechó su influencia sobre el emperador Augusto para favorecer las letras, y con su enorme riqueza él mismo sostuvo a Virgilio, Horacio y Propercio. Su nombre pasó a la historia para designar a quienes mantienen de su pecunio a literatos, pintores, escultores, músicos y científicos.

Durante muchos siglos la actividad científica dependió de los mecenas. En la mayoría de los casos eran reyes, papas y duques que decidían a su antojo a quién apoyaban y a quién

no. A veces, este apoyo consistía en albergar en su palacio a los artistas y a los sabios; otras, en encomendarles trabajos (componer una misa, pintar un retrato) o estudios (clasificar las plantas del jardín real, construir un reloj-campanario). En la mayoría de los casos, la sobrevivencia del científico se aseguraba con sólo pertenecer a la corte, a una universidad o a una institución encargada de trabajos de astronomía, de inspección, así como de construcción de edificios, acueductos, naves y armamentos. Ese sistema tenía sus ventajas (p. ej. estos mecenas nunca exigían presentación de solicitudes con currículum y cotizacio-

nes de tres casas distintas, ni informes por quintuplicado, acompañados de separatas de artículos); pero resultó cada vez más insatisfactorio debido a la decadencia de la nobleza y al crecimiento de la actividad científica y, con ello, del número de científicos. Sin embargo, el mecenazgo no ha desaparecido del todo.

En los países donde la gente tiene la cultura y el dinero necesarios, de pronto se crean fundaciones para luchar contra la ceguera, investigar las plagas que destruyen los bosques, o recoger canciones y melodías tradicionales a punto de extinguirse y que hoy sólo cantan algunos viejos campesinos; asimismo, sus universidades más prestigiosas reciben de pronto fondos para crear un cargo de profesor (endowed éhair), hacer una biblioteca (la '

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Waidener de Harvard), instalar un telescopio, crear una beca (la Guggenheim), adquirir los archivos de un político del siglo pasado, o comprar los manuscritos de las novelas de un escritor fundamental. Así, hay universidades y colleges donde sus alumnos pueden tomar gratuitamente en su cafetería la cantidad de helado que deseen (Vassar College), o ciertos profesores de la Harvard Medical School que pueden pasarle todas sus cuentas de investigación a una cadena de supermercados (A & P de Boston), o magnates de la computación que costean el mejor invernadero del mundo para la universidad en la cual investigan sus hijas (la de California), o millonarios cuya fortuna es legada para que, con los intereses producidos, se fomente la investigación biomédica ( Howard Hughes). Aunque en menor cantidad, en el tercer mundo también hay personas y entidades particulares cuya cultura, responsabilidad social y posibilidades económicas son suficientemente sólidas como para apoyar a la ciencia: entre ellas, las fundaciones Sauberan y Campomar, que costeaban los trabajos de Bernardo A. Houssay y Luis F. Leloir; la Fundación ciMAE, por medio de la cual la colectividad israelita argentina apoyaba a mi propio laboratorio en la Argentina; la Fundación Antorchas y la Mercedes y Martín Ferreira también de Argentina; las Fundaciones Fliser y Surasky que apoyan la investigación en México, y muchas otras. Desgraciadamente aquí el tiempo y las circunstancias juegan un papel deletéreo. Así, las sucesivas oleadas inflacionarias han hecho que la cantidad de dinero con que la Fundación Campomar de la Argentina pagó en su tiempo los gastos de laboratorio que llevaron a Leloir a ganar el Premio Nobel, hoy dificilmente alcanzaría para comprarles una pipeta a sus discípulos; y los fondos de la venta de una casa (su casa) que el fisiólogo Juan García Ramos donó al Centro de Investigaciones y Estudios Avanzados de México -y que esta institución depositó en un banco para usar sus intereses en costear investigaciones-, hoy, apenas quince años después, no bastaría para pagar la renta de un mes de aquella misma casa. El tiempo y las circunstancias también producen efectos curiosos en las intenciones de los donantes del primer mundo; así, hay dineros legados hace muchos años para investigar y luchar contra los piratas jamaiquinos que atacan galeones mercantes, y la Fundación Rockefeller fue instituida originalmente



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¿CÓMO SE EVALÚA LA LABOR CIENTÍFICA?

para investigar y erradicar la malaria que asolaba a los trabajadores que construían el Canal de Panamá.

Una de las formas que aún prevalecen en algunos países es reconocer sólo al eminente profesor al frente de su instituto y departamento; profesor que, a su vez, determina quiénes han de

ser sus colaboradores, cuánto han de ganar, a cuales promoverá, para qué estudios les dará dinero, dónde los enviará a perfeccionarse, quién ha de viajar al próximo congreso. Correcta-

mente usado, este sistema resulta muy eficiente, pero con harta frecuencia también daba lugar al nepotismo, a la promoción de queridas y obsecuentes, o al favoritismo hacia quienes perteneciendo a determinada clase social tienen como único mérito comulgar con la ideología y los puntos de vista políticos del "patrón" (así se los llamó en Francia) o del "boss" (así se los llamó en Estados Unidos) o del "führer" (así se los llamó en Alemania). En ocasiones, estos patrones encuentran que sus hijos y los sobrinos del ministro son más promovibles que las mujeres, los pobres, los extranjeros, los judíos, los indios y los negros. Una variante es que el Estado, por medio -claro está- de sus funcionarios y asesores científicos, selecciona un investigador maduro, productivo, original y de conocida capacidad de formar discípulos, a quien le encarga un programa de seis a ocho años, con una fuerte dotación de dinero y enorme flexibilidad; programa que éste puede realizar, sumando a su propio grupo de trabajo a otros colegas de diversas instituciones, que pueden elegir permanecer en ellas y colaborar a la distancia. A esto se agrega un funcionario estatal que se encarga de todo trámite no científico (compra, contrato, beca, salario, construcción). Esto tiene muchísimas ventajas: libertad de guiar el programa por los resultados e ideas que se van teniendo, libertad de incorporar o desincorporar colaboradores a medida que se los va necesitando o que éstos sienten que ya cumplieron su misión, o bien que sus intereses ya divergen de los del programa. En la mayoría de los casos que conozco personalmente, creo detectar que "el programa" no es más que una manera de aprovechar y facilitar el trabajo de un científico brillante, sin que éste deba dedicar tiempo alguno a tareas organizativasinstitucionales para las cuales no está preparado y que, de todos modos, le restarían eficacia. El informe final consiste en un minisimposio, en el que cada uno de los participantes en el pro-

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grama cuenta qué hizo, ante un cuerpo de árbitros nacionales e internacionales, y en el que se rinden cuentas. No es raro que el "informe" tome la forma de libro con los trabajos que se han ido publicando. Un aspecto importante es que, acabado el programa, no queda ninguna "institución", no hay instalaciones ni empleados que se eternicen en el presupuesto, no hay despojos cuya repartija genere tironeos y dentelladas. Los integrantes, sus laboratorios y aparatajes quedan en libertad de ser útiles

en otros programas. Pero el grueso de la comunidad científica que trabaja en las universidades no se maneja de ese modo, sino que debe solicitar apoyo por las vías y en la forma que ha ido tornándose "típica". Como hay más investigadores y proyectos que necesitan apoyo, que dinero estatal disponible, se requiere que alguien evalúe y determine a quién, cuánto y durante qué tiempo se sostendrá, así como evitar el malgasto. Se evalúan dos cosas: 1] la capacidad del investigador de producir conocimiento, y 2] su actual proyecto. Este punto es difícil, pues si bien no hay dificultad en distinguir entre un investigador productivo y brillante que solicita una suma pequeña para un proyecto promisorio, y un botarate que jamás hizo nada y que ahora pide las perlas de la Virgen para estudiar alguna fruslería, los proyectos de la mayor parte de la comunidad científica no llegan a esos extremos. Toda evaluación trae problemas, pues el mérito científico es muy difícil de medir y los resultados de los proyectos son poco predictibles. La ventana de aceptabilidad es pequeña: si contiene ideas muy osadas se lo desecha ("este tipo quiere que le financiemos sus fantasías"), pero también se lo desestima si no las tiene ("el laboratorio de este señor parece una oficina de pesas y medidas: no hay una sola idea original; repite lo que escucha o lee... sólo que con otra sustancia u otra especie animal"). Cuando el dinero es escaso, la ventana tiende a achicarse y hay casos en que llega a ser negativa. Puesto que para juzgar hay que entender, en los países adelantados se acostumbra que los investigadores y sus proyectos sean evaluados por sus propios colegas (en los países anglosajones se llama peer review system). La evaluación por colegas constituye un enorme avance con respecto a los tiempos de los duques graciosos o de los patrones verticalistas, pero dista mucho de ser perfecta, por lo que es ne-



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cesario ir compensando sus fallas. Por ejemplo, para no caer en arbitrariedades, favoritismos o antagonismos, los comités constituidos por científicos comienzan por establecer criterios: número de trabajos publicados, premios, discípulos formados, número de citas de los trabajos, o cualquier parámetro que pueda reflejar la originalidad, el empeño y la capacidad de un científico dado. Pero esto trae discordias; el análisis de algunas situaciones nos mostrará cómo opera la evaluación por colegas y cómo se intenta superar las dificultades.

Todo artículo científico tiene una idea original, que el autor desarrolla o pone a prueba según su sagacidad, profundidad y preparación científico-técnica, y su publicación debe pasar por la evaluación de un comité editorial que se asesora por dos o tres especialistas que emiten su dictamen anónimamente. Esto autoriza a suponer que, en principio, la cantidad de publicacio-

nes y la jerarquía de las revistas o libros en que aparecen, refleja la originalidad, productividad y constancia del investigador. Pero, en el primer mundo se ha llegado a una situación monstruosa que ha dado en llamarse "publica o muere" (publish or perish). G.A. Boutry (The impact of science on society)

menciona que un 80% (!) de los artículos de investigación no se deberían haber publicado jamás. El monstruo es reconocido y temido como tal pero, como se verá, resulta difícil de extinguir, eludir o al menos domesticar.

Cabe agregar que, si el artículo es de real envergadura, es probable que su efecto se refleje en las veces que lo citan sus colegas en sus propias publicaciones. "Esse est percipi" (ser es

ser percibido) afirmaba el filósofo irlandés George Berkeley, aunque claro está, en referencia a su sistema filósofico; pero uno está tentado a adoptar el lema para describir la situación del investigador profesional: si no lo perciben (sus colegas y lo citan) no existe para las instituciones.

A principios de siglo le comentaron a Eddington que la Teoría de la Relatividad era tan compleja que, en aquel momento, sólo había tres físicos en el mundo capaces de entenderla; a lo cual, éste respondió: "Einstein... yo... ¿quién es el ter-

cero?" De manera que si el apoyo que Einstein recibía hubiera dependido del número de citas bibliográficas que merecían sus publicaciones, don Alberto hubiéra estado bien frito. A Gregor Mendel, padre de la genética, le hubiera ido mucho peor: ¿quién

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le habría dado siquiera una miserable beca a un señor que no tenía un título académico, un simple diplomita que presentar, que a los cincuenta años había publicado un solo articulillo? Para colmo, estaba excedido de edad para solicitarla, tengo entendido que ni siquiera hablaba inglés; incluso se sabe que a pesar del enorme peso de su contribución, el trabajo fue desconocido por largos años. De hecho, si ser científico depende de ser reconocido por la comunidad científica, Mendel fue, como bien señala Larissa Lomnitz (El congreso científico: una perspectiva antropológica) un científico post mortem. Contrariamente, si uno revisa la lista de los trabajos más citados de la bibliografía científica encuentra que los de mayor popularidad no son los que contienen las contribuciones más sesudas, sino los que detallan métodos que a veces resultan de modificaciones triviales de algún método anterior. Uno de los máximos aportes a la biología de todos los tiempos es el modelo de la doble hélice de DNA, formulado por Watson y Crick: ambos investigadores son considerados biólogos de primer agua. ¡Ellos sí pueden apabullar a cualquier comité evaluador con el número de citas! Pero... sucede que, tras presentar su modelo, James Watson prefirió dedicar al menos parte de su tiempo a la labor institucional (dirigió el prestigioso laboratorio de Cold Spring Harbor y, más tarde, el proyecto para estudiar el genoma humano) y a escribir textos, pero produjo relativamente pocos papers. A veces un científico, sobre todo entre los matemáticos y los físicos, hace un aporte en su juventud y luego se apaga, se duerme sobre sus laureles, se harta de ser investigador, o prefiere cambiar de rumbo. En el tercer mundo, además, hay casos de nulidades cuyas numerosas citas corresponden a artículos que publicaron con su mentor allá en su juventud, durante su beca en el exterior o sus estancias sabáticas; por lo tanto, viven del pasado y de lo ajeno. Para evitar que el dinero del pueblo se malgaste pagando a científicos por trabajo que ya no realizan, muchas instituciones han adoptado la costumbre de dar más peso a la producción de los últimos tres años. Este criterio se aplica siempre que el investigador en cuestión no haya trepado en el ínterin a cargos institucionales influyentes; en tal caso, sus discursos, sus recopilaciones estadísticas o sus informes anuales pueden ser considerados como artículos originales.



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Así, ciertos científicos tienen temas que les permiten trabajar en la soledad de sus laboratorios o con un par de colaboradores, o pueden continuar con la elaboración de sus datos y teorías hasta tener algo significativo que decir; en cambio, otros tienen un enjambre de colaboradores y trabajan en un campo en el que, con comprar una nueva droga del catálogo y ensayarla, consiguen publicar prácticamente un trabajo a la semana.. Pero tampoco aquí es fácil dictar normas, pues uno de los peores males que hoy aqueja a la investigación en Latinoamérica es la dificultad de integrar grupos de trabajo interdisciplinarios, pues en los comités evaluadores suele haber miembros que penalizan a quienes se integran y no publican individualmente. Es decir, no ponen la atención en el problema científico que se está tratando de resolver, sino en el aspecto curricular de cada investigador aislado.

Además, hay científicos que tienen un aparato costoso, a veces único en el país, operado rutinariamente por sus auxiliares técnicos. Cuando un colega tiene un problema cuya solución requiere de dichos equipos, le lleva una muestra que pasa al técnico para que realice las mediciones; cuando el técnico las obtiene, el científico en cuestión se las comunica a su colega... y pasa a firmar un trabajo más. Acumula así un frondoso currículum, recibe premios, puede presentarse a nuevos concursos

en los que se cuenta el número de trabajos, el número de premios... y se lo vuelve a premiar por sus muchos trabajos y sus numerosos premios. Esto aumenta las discordias en la comunidad, pues el hecho de que su trabajo lo hagan sus colaboradores, les deja mucho tiempo libre para las relaciones públicas e institucionales y suelen convertirse en tipos muy influyentes, a quienes no resulta saludable dejar de financiar y otorgar premios.

Por último, mientras las citas de los trabajos aparecidos en casi cualquier revista del Inundo son fácilmente obtenibles mediante sistemas computarizados que se ofrecen comercialmente, las citas que aparecen en libros no son tan rastreables; circunstancia que perjudica a sociólogos, economistas, politólogos y otros especialistas que comunican sus resultados e ideas en forma de libro.

Otra clase de problema aparece cuando un investigador fértil y creativo a lo largo de treinta años, de pronto tiene una

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afección cardíaca o artrítica, sufre un accidente, una desgracia en su familia, o algún otro trastorno que reduce su eficiencia. Resulta muy cruel rebajarle el sueldo o la compensación salarial que le dan las entidades gubernamentales, o el dinero para que realice sus proyectos, más aún, cuando muchas veces lo que en realidad enferma al investigador es la práctica misma

del "publica o muere", o la consigna "deja tu laboratorio y enciérrate catorce horas al día en la oficina a redactar informes y solicitudes de dinero', o la angustiosa espera del resultado de la evaluación. Molly Gleiser y Richard H. Seiden, químicos de California, investigaron el problema sistemáticamente y llegaron a la conclusión de que el alto porcentaje de suicidios entre los científicos se relaciona estrechamente con la ansiedad que provocan las circunstancias enajenantes en que se ejerce la profesión. Con todo, si se instaura una norma que permita seguirle pagando a un buen científico circunstancialmente varado, no se podrá evitar que esa norma beneficie injustamente a otro señor de cincuenta años que de pronto reduce su dedicación a la ciencia, pero porque ha decidido dedicarse a la política, a la caza, o al turismo; sobre todo si se trata de un científico funcionario. A un investigador honesta y esforzadamente dedicado a su tarea, pero que de pronto sufre un traspié y es separado de la carrera de investigador, le resulta mortificante e injusto que en cambio el viceministro de... o el director de... o el rector de... -de quienes toda la comunidad científica puede asegurar que no

están haciendo investigación- ocupen los niveles más altos de esa carrera, simplemente porque sus ex colaboradores siguen incluyendo el nombre del funcionario en los artículos que publican. El mensaje es terrible. Sin embargo, en el tercer mundo no suele haber cláusulas que requieran que todo aquel que no pueda dedicar un mínimo de 80% de su tiempo a la tarea concreta y específica de investigar pida licencia temporaria. También se presenta el caso de los "manos derechas". Se trata de investigadores segundones, que ejecutan los proyectos presentados por sus patrones, mientras éstos atienden cargos directivos o políticos. Estos investigadores actúan como la mano derecha del jefe, pero no como el lóbulo izquierdo de su cerebro; incluso, llegan a tener una producción mayor que la de investigadores más creativos y laboriosos que él, pero que trabajan independientemente. A primera vista resultaría simple



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establecer normas adicionales para premiar la independencia pero en la práctica esto ha llevado a que los investigadores opten por transformarse en lobos solitarios, no integren equipos

no colaboren dentro de un núcleo multidisciplinario; asimismo, a que opten por duplicar gastos para tener sus laboratorios, sus aparatos, su personal. En un momento en el que los terrenos más fértiles son los interdisciplinarios (en realidad siempre lo fueron), esta práctica resulta perniciosa. Para evitarlo y concentrar el apoyo en investigadores originales, se ha tomado como signo de independencia el hecho de que el investigador en cuestión haya formado algún discípulo; criterio que, en la práctica, se reduce a demostrar que uno ha dirigido alguna tesis, a la cual se otorga una puntuación diferente si es de licenciatura, maestría o doctorado. Pues bien, no faltan los caraduras que dirigen hasta quince "tesis" a la vez y, aunque parezca increíble, a los jurados no se les suele ocurrir que un "maestro" con semejante idea de lo que significa "formación de recursos humanos" es simple y llanamente un estafador. Por el contrario ¡le asignan un puntito por cada uno de esos endriagos!, con lo cual permiten que estos personajes sigan desorientando a jóvenes que ingresan en sus equipos, con la esperanza de formarse.

En el tercer mundo se está engendrando un nuevo tipo de "mentor": el que caza jóvenes, les consigue una beca con algún investigador productivo del extranjero, se escuda en reglamentaciones locales para figurar como "director" de la tesis (el conjunto de publicaciones del joven en el exterior)... y tiene así "discípulos" y "tesis" dirigidas a granel. A su vez, como a los científicos del primer mundo les cuesta conseguir colaboradores jóvenes (analizaremos el porqué en capítulos posteriores) suelen premiar al "cazador de cabezas" (head hunter, así se los llama) incluyendo su nombre entre los autores de los artículos. La evaluación de la labor también ha engendrado a otra figura: el científico "relacionado", versión suntuosa del "monje mendicante" que, becado en un prestigioso laboratorio de Heidelberg, publicó un par de artículos de cierto valor, con los cuales logró ser aceptado como investigador visitante en Harvard, sobre todo porque era pagado por su país de origen; luego publicó allí otro par de artículos, regresó a su país e invitó a sus colegas de Heidelberg y de Harvard; en seguida fue de sabático

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a Princeton, ayudó en cierto proyecto y firmó otro artículo; cuando regresó nuevamente a su país, organizó un simposio al que invitó a los de Heidelberg, Harvard y Princeton, sin descuidar el aspecto turístico... ¡y ahora sí que, a pesar de que a sus cuarenta y ocho años, jamás fue un investigador independiente y pocas veces está en el país, este globetrotter tiene antecedentes de sobra, y hasta puede presentar cartas de recomendación con membretes de Heidelberg, Harvard y Princeton! A pesar de que la investigación en Japón y en Suecia tiene

un altísimo nivel, uno no lee los trabajos publicados en japonés o en sueco, pues da por sentado que cuando un japonés o un sueco tengan algo importante que decir lo dirán en inglés. No obstante, con el fin de tener el número de artículos necesarios para ser promovidos, a veces los científicos inventan revistas locales, que publican en idioma vernáculo cuanto engendro cae en sus manos. Las comisiones evaluadoras tratan de neutralizar esta estrategia dando más peso a las publicaciones internacionales. Y si bien esta conducta resulta aceptable para investigadores de disciplinas tales como física, biología, matemáticas... trae nuevas discordias, pues las revistas internacionales no publican artículos sobre una peculiaridad geológica propia de una ciudad del tercer mundo, que podría partirla en cuatro el próximo temblor y es, por lo tanto, un tema crucial para sus habitantes. Frente a este tipo de dificultad, hoy la mayoría de las universidades del tercer mundo están fundando sus propias revistas, pero, al mismo tiempo, su comité editorial está compuesto -como cabe esperar- por los investigadores locales que necesitan tener publicaciones para ser promovidos y recibir apoyo, y también por las autoridades institucionales ante quienes los primeros se autocensuran espontáneamente, garantizando así que dicha revista no criticará a autoridad alguna que pueda obstaculizar la carrera político institucional de

nadie. El problema creado por la necesidad de publicar en una lingua franca no se circunscribe al tercer mundo. En 1989, el prestigioso Instituto Pasteur de París decidió publicar sus revistas en inglés, y el CNRS (Centro Nacional Francés de Inves-

tigaciones Científicas) dejó de subsidiar revistas científicas francesas que no publicaran en inglés. Claude Roux, especialista en líquenes de Marsella que pese a su alta productividad



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no fue promovido por no publicar en inglés, elevó sus protestas al presidente Francois Mitterrand, quien pasó el caso al Haut Conseil de la Francophonia.

A diferencia de lo que sucede con los científicos de las ramas "duras" (física, química, astronomía), un investigador en ramas humanísticas (sociología, economía, psicología) puede publicar artículos para el gran público en revistas y diarios locales; eso debido a que si bien pocos saben qué demonios son la hidroxiapatita y los bosones, cualquier ciudadano puede leer un artículo periodístico sobre el alcoholismo, la deserción escolar o la pareja. De pronto este investigador descubre que incluso puede tener una columna estable en un periódico de gran circulación y, con suerte, una audición radial a la que invita a sus colegas de las ciencias blandas, a los de las duras y a los funcionarios que necesitan hacer rostro. ¡Menudo bochinche se arma cuando las comisiones evaluadoras dictaminan que los artículos y contribuciones de tal personaje no contienen dato original alguno y los desconocen! Para colmo, mientras los sólidos trabajos que sus colegas publican en las revistas internacionales no son leídos más que por un reducido número de especialistas, sus artículos y columnas en periódicos y audiciones radiales resultan familiares al público general y también a los funcionarios. Los principales periódicos latinoamericanos suelen tener una sección en la que se da noticia de conferencias, agasajos y declaraciones de estos sabios nacionales, a quienes la comunidad científica no conoce (no percibe, no existen para ella). Frente a un dictamen adverso, este tipo de "científico" puede dar rienda suelta a su frustración y despotricar contra el "cientificismo" , las "élites", explayarse sobre la "ciencia básica vs la ciencia aplicada"... y hasta ser llamado para asesorar a instituciones gubernamentales desde las que puede ejercer su vendetta.

A propósito: cuando los científicos oyen decir que constituyen una élite, esconden las caras ruborizados. En realidad, es cierto que los investigadores constituyen una élite, o deberían hacerlo cuanto antes. Pero una élite como la de aquellos a quienes se les confía el manejo de un avión con cuatrocientas personas a bordo, o la de quienes están autorizados a abrirnos la barriga con un bisturí y extirpamos un metro de intestino. A quien no esté sólidamente capacitado no se le puede confiar

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que use el dinero de la sociedad destinado a invertir en el desarrollo del conocimiento y en la formación de jóvenes: los investigadores deben formar élites, aunque la palabreja sea usada como un dardo emponzoñado, y aunque en el fondo sea cierto que existen élites científicas en el mal sentido de la palabra. Un problema adicional se presenta en las disciplinas en las que hay un exiguo número de investigadores de alto nivel. En estos casos, las evaluaciones son hechas por especialistas en disciplinas relacionadas, lo cual generalmente viene acompañado de desconfianzas y recusaciones. Para salir del conflicto se nombra entonces una nueva comisión evaluadora, compuesta, esta vez, por los investigadores del nivel que se tenga... que, por supuesto, comienzan por promoverse ellos mismos al máximo nivel (local) y apelan al orgullo nacional para impedir que esas comisiones se integren con especialistas extranjeros. Por considerar que se trata de un nacionalismo mal entendido, Luis F. Leloir, sostuvo siempre que toda comisión evaluadora debía incluir a sabios extranjeros, pero pocas veces se prestó oídos a su opinión. A primera vista la sugerencia de Leloir parecería sensata, pero más de una vez ha ocurrido que una comisión evaluadora se toma la atribución de enviar el proyecto de un investigador local para que lo evalúe un prestigioso competidor extranjero; competidor que, como pertenece al mismo campo que el evaluado, se apropia, servidas en bandeja de plata, de las mejores ideas del proyecto. Por fin, hay otros investigadores que tratan de excusar su inoperancia invocando su carencia de medios. Es como si, caricaturizando despiadadamente esta posición, esperara que el evaluador se apiadara: "Dos más dos le dio siete, pero es que no tiene computadora." Hay excelentes investigadores y aun grupos enteros de investigadores que, de pronto, se dejan tentar por el entusiasmo progresista de algún mandatario de provincia y deciden ir a darle una mano a sus hermanos del interior; imaginan un bucólico escenario mental con un laboratorio en una ciudad provinciana, al borde de verdes prados, respirando aire puro, lejos del hacinamiento en las grandes urbes, yendo en bicicleta del laboratorio al hogar... y varios años después se encuentran atrapados en un verdadero infierno científico: el gobernador fue sucedido por otro que no tiene la menor intención de continuar su obra, y peor aún, cuida que sus programas



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sean diferentes; la universidad tiene ahora un rector troglodita, que pone a sus cuates en puestos claves desde los que éstos desconocen planes y promesas y destruyen lo logrado; las casas comerciales no envían un técnico a mil kilómetros de la capital, para que repare una pieza de espectrofotómetro que cuesta veinticinco dólares; las revistas no llegan, los donativos tampoco, los ex colaboradores se quedan en el exterior y no regresan. En medio de esta situación, el investigador es evaluado por alguna dependencia del gobierno central, que encuentra que su productividad es casi nula y lo degrada. Para evitar en lo posible todos estos inconvenientes, las comisiones evaluadoras basan sus decisiones, con frecuencia cada vez mayor, no en el número de trabajos, de posiciones institucionales o de premios, sino en la enumeración analítica de las cinco publicaciones que el investigador juzgue más relevantes. Cuando los investigadores se consideran mal calificados, insisten en que se publiquen los criterios con que se evalúan sus solicitudes. Es un derecho, pero suena un poco como a la exigencia de que el museo de bellas artes o el conservatorio de música declararan sobre qué bases considerarán "bellas" a una escultura o a una cantata. Esto se solucionaría no usando los criterios que enumeramos como requisitos indispensables, sino como guías orientadoras para los evaluadores. En manos de comisiones expertas y honestas estas guías son muy provechosas. Así, el comité que le otorgó el Premio Nobel a James Watson, no se espantó porque se tratara de un joven de apenas veinticinco años, que no tenía muchos papers, ni citas a sus trabajos, ni había dirigido tesis alguna. Lo más alarmante es que a veces los funcionarios bien intencionados, pero pobremente asesorados, buscan hacer transparentes las evaluaciones enunciando "criterios", que luego son tomados como requerimientos necesarios y suficientes. Esto provoca que una buena parte de los científicos del tercer mundo se vea prácticamente obligada a reorientar desesperadamente su actividad para acomodarla a los supuestos criterios de evaluación; asimismo, que se le vaya tiempo, esfuerzo y entusiasmo en cumplir con ellos para subir un escalón y ganar unos indispensables centavos más: fundan revistas locales para poder publicar artículos, raptan niños de la escuela secundaria

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para atraparlos en una licenciatura, para lanzarlos sin bases sólidas a un doctorado. Muchas veces son los jóvenes quienes más se quejan y claman por que se integren dichas comisiones con investigadores principiantes. Si bien estoy de acuerdo con que las comisiones evaluadoras a veces cometen injusticias, me parece que no es posible evitarlas sólo discutiendo la ética de las evaluaciones. El problema es real y apabullante, pero no parece adecuado remplazar los criterios sobre el mérito, con una lucha de tironeos éticos. Si no se está de acuerdo con el nivel científico o la catadura moral de un evaluador, o se le comprueba un desliz en la evaluación, se lo puede llegar a despellejar, lapidar, ahorcar; pero, no se corrige nada exigiendo que semejante sujeto se atenga a un ridículo sistema de puntitos y "criterios", que en el mejor de los casos refleja o sugiere, pero no mide nada. En este preciso momento, los perjudicados más evidentes son nuestros maestros. Se trata de personas que en sus años briosos lograron crear laboratorios de la nada; que empezaron a investigar en universidades que eran apenas escuelas profesionales, o en el cuarto para trastos viejos de un hospital, donde se los miraba como a bichos raros, que no tenían dinero para la investigación, bibliotecas, viveros, nada. Personas que, sin embargo, fueron lo suficientemente abnegadas y pujantes como para acabar generando cristalitos, sobre los que crecieron los actuales centros de trabajo. La mayoría de los países latinoamericanos tiene su Luco, su Rosenblueth, su Houssay, su Estable, su Monje, su Chagas; pero, por cada uno de estos prohombres que acabó por ser reconocido, hubo decenas de otros que -tras dedicar la mitad de su magro salario a la suscripción de revistas o compra de sustancias químicas, de sufrir la eliminación repentina de su laboratorio porque al nuevo rector o director del hospital no le interesaba la ciencia-, acabaron en el anonimato y la pobreza; escribiendo en revistas fundadas, escritas, corregidas, costeadas y distribuidas por ellos mismos y que, si acaso siguen apareciendo, no son leídas por nadie; con discípulos que hoy se siguen ganando la vida y formando gente con lo aprendido con el viejo maestro, al que rara vez recuerdan. Es a estos últimos maestros a quienes me quiero referir aquí. Por supuesto, siempre hubo de todo en la viña del Señor,



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pero hasta hace apenas treinta años, un investigador sólo publicaba cuando tenía algo significativo que decir; además, no contaba con una horda de colaboradores, ayudantes y técnicos, ni inundaba los journals tal como se estila hoy día. Los antiguos científicos andaban años rumiando sus ideas y resultados hasta que "le encontraban la vuelta".

Muchos de esos viejos maestros solían trabajar felices en nuestras instituciones y eran un reservorio de consejos y anécdotas; asimismo, daban las clases más formativas, porque explicaban cómo se había ido desarrollando tal o cual tema, por qué no habían progresado las hipótesis alternativas. De pronto su sociedad les cambia las reglas de juego y les dice: "si te faltan medios para trabajar pídeselos al Consejo Nacional de...", "Si necesitas acrecentar tu salario envíale reprints al Sistema de... para que te los cuente", "no me interesa si tú fuiste el que revolucionó el campo de...", "tampoco me interesa que cada cinco años salgas con una contribución sólida: prefiero que publiques cinco trabajos por año, contengan lo que contengan, pues no los leemos: los contamos". Hoy muchos de nuestros maestros, los que echaron las bases científicas e institucionales para que nosotros trabajemos, andan humillados y desconocidos por los rincones de los laboratorios que ellos crearon, sin medios para investigar, sin sueldos para subsistir. No es que no estén acostumbrados a trabajar en la adversidad, pues así comenzaron; lo grave es que esta vez su adversidad seamos nosotros, sus discípulos. La evaluación debe descansar, en último término, en el cerebro y la conciencia del científico (véase J. Ize, Artículos de investigación en matemática y evaluación). El nefasto sistema

de puntitos ocasiona vicios y taras de la investigación; sin embargo, la mayor calamidad que trae aparejada es convencer a todos de que la cantidad remplaza a la calidad, la información al conocimiento, y el manager al sabio. Este absurdo sistema tiene un evidente destino de computación, para que de una vez por todas en un futuro se pueda hacer con la computadora, operada por un burócrata econometrista. Uno de los tantos resultados adversos de la evaluación econometrista, es justamente el "investigador evaluable", es decir, aquel que trabaja individualmdvite, que no se integra a grupos multidisciplinarios y que engendra papers con escandalosa pro-

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fusión; pues, como digo, ya no hay tiempo para analizar qué hace, sino cuántos grados académicos es capaz de exhibir y qué suma de dinero es capaz de extraer del erario público. Pero no es bueno exagerar. Parafraseando la famosa observación de Winston Churchill sobre la democracia, el neurobiólogo mexicano Hugo Aréchiga concluye que el sistema de evaluación a cargo de colegas investigadores (peer review system) "es un sistema abominable, pero por ahora no tenemos nada mejor". Es necesario entonces profundizar la discusión y, sobre todo, aceptar una saludable e imprescindible glasnost, pues el problema queda en pie: ¿cómo se evalúa la labor científica? No podemos regresar al mecenazgo, pero como acabamos de discutir, el peer review system es objeto de una continua sucesión de críticas y medidas tendientes a mejorarlo. Si esta evaluación se realiza con sensatez, estaremos haciendo ciencia con seso. Como te habrás percatado, por cada opinión en favor de cierto criterio evaluatorio, he presentado al menos un argumento en su contra. Es que la evaluación de la ciencia y de los investigadores refleja en forma patética que la ciencia constituye un sistema complejo; sistema del cual, el investigador, el número y calidad de sus publicaciones, las citas que reciben sus artículos, el número y calidad de discípulos que forma- y otros parámetros que discutimos en este capítulo- no son más que componentes que, si bien se pueden. individualizar para su discusión, significan muy poco cuando son tomados aisladamente.



EL MERCADO DE TRABAJO

píos de trabajos previos, etcétera. Peor aún: suele suceder que un científico de cincuenta

12. EL MERCADO DE TRABAJO

Hacia los años sesenta, cuando los rusos deslumbraban al mundo con sus sputniks, los estadunidenses se sintieron espiados desde el cielo y a merced de los megatones, pero no mitigaron sus temores recur iendo a procesiones portando cristos milagreros por las cal es de

tubos fluorescentes. No. La estrategia consistió sobre todo en incrementar los fondos para la investigación científica, y en establecer una cantidad excepcional de subsidios para entrenar a jóvenes científicos. Años más tarde, pasado el apurón (¡y conseguido su objetivo!), Estados Unidos quedó con una población de investigadores que sobrepasa en mucho la oferta de trabajo, Resulta instructivo, por lo tanto, analizar cuál es la actual situación en su mercado científico profesional. Antes debo hacer una digresión para señalar algo, remata-

damente obvio, pero no obstante necesario: si una universidad estadunidense desea que le pinten sus paredes, debe conseguir dinero para comprar la pintura y pagar al pintor. Por el contrario, cuando necesita científicos sólo debe aceptarlos, pues ellos, por sí mismos, tendrán que conseguir: 1] dinero para pagar sus

investigaciones (aparatos, reactivos, viajes, ayudantes técnicos, animales, bibliografía, etc.); 21 dinero para sus propios salarios (soft money) así ocupen destacados cargos de jefe de departamento, e incluso para complementar las llamadas cátedras dotadas (endowed chairs); 3] dinero para pagar el espacio de laboratorio que utilizan (overhead); 4] dinero (parte del overhead) para pagar a la burocracia universitaria. Regresando a los pintores de paredes: por supuesto no se dedicarían a pintar si antes ellos mismos tuvieran que conseguir el dinero para sus salarios, comprar la pintura, escaleras, pagar ayudantes, alquilar el espacio que van a pintar,

cubrir gastos administrativos, asl,como presentar de antemano un proyecto por quintuplicado, incluyendo currículum, ejem[1581

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notIePfiTalcsMrhudzgy,eoavirnct

años, tras conseguir el dinero necesario, de pronto atraviese un período de depresión porque falleció su esposa, o una hija contrajo leucemia, porque no obtenga los resultados en la cantidad y calidad que esperaba, o porque él mismo tenga un problema de salud, y eso haga que se le suspenda el apoyo. No es raro que entonces la universidad llegue a quitarle el laboratorio, con lo que se agrava la situación del investigador, pues no estará en condiciones de conseguir resultados preliminares para volver a solicitar apoyo. Ese círculo vicioso lo convierte en un muerto en vida (en la jerga se los llama dead wood), que decae

rápidamente en la consideración de sus colegas y en la suya

propia. Esta circunstancia hace que un investigador maduro tienda a asegurarse solicitando tres o cuatro subsidios (con la consiguiente pérdida de tiempo en solicitudes kilométricas, informes periódicos, publicaciones reiterativas), y que ni en chiste se embarque en proyectos osados e imaginativos que podrían no resultar; más bien se limita a hacer demostraciones más o menos previsibles, sólo adelantándose un poco a sus colegas, y en las reuniones científicas se restringe a mostrar resultados que ya le han aceptado para su publicación, pero sin exponer ante el resto de la comunidad científica los problemas que ahora tiene entre manos para recibir consejos, resolver dificultades, disipar dudas, enriquecer hipótesis, discutir alternativas. El Estado contraataca financiando apenas un diez por ciento de los proyectos aprobados y, aun en estos casos, entregando una cantidad mucho menor de dinero de la que, el investigador

solicita. ¿Por qué entonces se prestan los científicos a una relación laboral tan despiadada, que no sería aceptable para un pintor

de paredes? Para responder -tentativamente- arrancaré de una frase atribuida al escultor francés Auguste Rodin: "La humanidad sólo será feliz cuando todo el mundo tenga alma de artista, es decir, cuando obtenga placer de su tarea." Se refería a que, mientras la mayoría de los seres humanos (un electricista, un barrendero, un telefonista, un minero, un gerente de tienda) sólo trabajan para ganarse la vida, un escultor, un bailarín, un



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escritor, además de vivir de sus profesiones suelen ser felices por el mero hecho de esculpir, bailar, escribir. Por eso es que, con el debido respeto, yo incorporaría a los científicos a la frase de Rodin; pues ese placer es el primer motivo que nos lleva a convertirnos en investigadores, y luego a vernos atrapados en

un sistema que nos obliga a pagar nuestros propios "vicios", consiguiendo dinero para sueldos, instalaciones, aparatos, burocracias. Como en su proceso de modernización el tercer mundo va copiando hasta los defectos del primero, cuando destina fondos para la ciencia, declara que lo ha "otorgado", que ha hecho una concesión o una merced; pues, se da por supuesto, se trata de una dádiva al investigador, pero que al país no le servirá de mucho.

En general, tanto los investigadores del primero como los del tercer mundo, están hartos de percibir bajos salarios, escribir gruesos mamotretos/solicitudes para conseguir apoyo y sufrir manoseos institucionales: si un novel jefe administrativo desea ver a un eminente y sexagenario profesor, simplemente lo cita a su despacho. Hace un par de años, un empleado cuya función consistía en verificar si la compra de un amplificador operacional o de un frasco de sacarosa que quiere hacer un investigador (con el dinero que el mismo investigador consiguió) era procedente o no, declaró públicamente que comprendía que su oficina introducía una demora más en las investigaciones, pero que si no fuera por él, los investigadores podrían comprarse tocadiscos y automóviles con los fondos de los subsidios. Ninguno de los científicos y funcionarios presentes reaccionó; todo el mundo aceptó sumisamente la cachetada. Quizás la ciencia en sí no tiene ética, pero si acaso la tuviera, como vemos, estaría en manos de la oficina correspondiente. De modo que cuando se presenta la oportunidad de una fuga hacia un cargo administrativo, es común que los investigadores no la dejen escapar. Deprime reconocer que, con frecuencia, un investigador que recorrió un largo camino formativo -desde el Kindergarten a la universidad, y desde la beca posdoctoral hasta su regreso e instalación en un laboratorio nacional-, que a lo largo de ese tiempo ha ido acumulando un instrumental valioso y costosísimo, acepta tirar todo eso por la borda para convertirse en secretario técnico de una comisión, en director de becas, en jefe de una oficina administrativa, en

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coordinador de una junta para organizar intercambios, y... adiós. Peor aún: durante un tiempo, cualquier autoridad gubernamental podrá incorporar gratuitamente a su equipo a distinguidos profesores universitarios, pues dará por descontado que los institutos a los que éstos pertenecen les seguirán pagando el salario, aunque ya no hacen investigación ni docencia. Lo grave es que los institutos permiten estas prácticas, quizás porque temen la venganza del profesor que se encarama en la es-

cala institucional. Una investigación realizada por Enrique José Oteiza en Argentina, a fines de la década del sesenta (Argentina: el éxodo de materia gris), indicó que el 50% (¡la mitad!) de los científicos profesionales estaban ocupados en el sector administrativo. Muchos investigadores tienen fuerte inclinación a posponer la tarea científica para asistir a desayunos, comidas y juntas en plena jornada de trabajo, en los que se analizan presupuestos, becas, organización de bibliotecas, construcciones, publicaciones, promociones, intercambios, homenajes, visitas. Los científicos no están fuera de la realidad, tienen la misma visión del mundo que los demás mortales y, en consecuencia, la investigación a veces no es prioritaria ni siquiera para ellos mismos; hecho comprensible si se tiene en cuenta que el motor de la investigación es el entusiasmo, que el contexto social es a veces descorazonante y que el dinero percibido en el tercer mundo como salario y como apoyo para realizar sus investigaciones es

frecuentemente inadecuado. Una situación mucho menos drástica, pero más cotidiana, se presenta cuando un científico debe acceder a un cargo directivo dentro de su propio grupo de trabajo o de su departamento. Sucede que ése es a veces el primer peldaño de una escala institucional, que puede llevarlo insensiblemente a perder contacto con la labor de investigación, así como a enredarse en una trama burocrática; también, a lidiar más con presupuestos y reglamentos que con instrumentos, datos y teorías. Arrecian los telefonemas, las cartas, los visitantes, las negociaciones institucionales, las luchas por la repartija presupuestal. Llega un momento en el que un buen científico se ve convertido en un mal administrador, en improvisado economista y en un pésimo

político. El problema es grave y no conozco soluciones fáciles ni pa-



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liativos sencillos. Pero puedo describir tres casos de científicos destacados, a quienes tuve oportunidad de ir viendo de cerca cuando comencé mi carrera de investigador en la Argentina; de pronto, se las tuvieron que ver con la responsabilidad institucional y respondieron así: a] Eduardo Braun Menéndez: cuando lo conocí y me aceptó

en su grupo de trabajo tenía poco más de cincuenta años. Había hecho importantísimas contribuciones en el campo de la hipertensión arterial experimental (descubrió la sustancia presora "hipertensina") y, en concordancia, descollaba en la escena internacional. El gobierno se disponía a lanzar a la Argentina a un desarrollo de la ciencia y la técnica, a impulsar la universidad y a crear un Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet). En cierta ocasión nos explicó que, si bien le encantaba el trabajo de laboratorio, consideraba más útil consagrarse a dirigir a los jóvenes, quienes de otro modo no habrían accedido a la formación que él consideraba imprescindible; dadas las circunstancias, le parecía egoísta negarse a

participar en el desarrollo de las instituciones científicas claves (la Facultad de Medicina, la Universidad, el Conicet). Si bien nos dirigía de cerca y hoy somos muchos los que nos ganamos la vida con sus enseñanzas, nunca volvió a hacer personalmente un experimento, pero tuvo la capacidad de cumplir con éxito sus propósitos hasta el día de su muerte: su 56 cumpleaños. b] Bernardo A. Houssay: cuando lo conocí personalmente e ingresé a su departamento, en el que uno de los profesores era precisamente Eduardo Braun Menéndez, tenía poco más de sesenta años y era Premio Nobel de Fisiología (M. Cereijido, La nuca de Houssay). Houssay era la persona indicada para crear y liderar el Conicet, y aceptó el cargo de presidente de dicho organismo; pero dispuso sus horarios de modo tal, que todas las mañanas -de 8 a 12- pudiera hacer experimentos con sus manos en el laboratorio y dedicar los sábados y domingos a leer artículos. Teníamos terminantemente prohibido siquiera mencionar algún asunto burocrático durante las mañanas, al punto de que, si necesitábamos hacerlo, y aunque esa misma mañana hubiéramos tomado el breve café de diez minutos con él (puntualmente, a las diez de la mañana, todos debíamos hacerlo), no teníamos otra alternativa que pedirle audiencia en el Conicet. Don Bernardo continuó haciendo experimentos todas las

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mañanas hasta poco antes de su muerte, pasados los ochenta años. e] Luis F. Leloir: era, como Braun Menéndez, discípulo de Houssay. Trabajaba exclusivamente en su laboratorio, odiaba y rehuía las tareas burocráticas, las clases magistrales, tornar exámenes, presentar proyectos, solicitar fondos, redactar informes, formar parte de comisiones; asimismo, ocuparse de comprar reactivos y aparatos, de solucionar desperfectos o disponer ampliaciones edilicias, de manejar al personal no científico.

Esas tareas, ineludibles en todo instituto, eran llevadas a cabo por sus colaboradores. Sus muchachos, unos jóvenes y otros no tanto, escribían, redactaban, diseñaban las ilustraciones para los artículos, conseguían, compraban, construían, conchababan, supervisaban y despedían personal. Leloir "simplemente" aconsejaba, "ayudaba" a los demás en sus experimentos, discutía. Le gustaba investigar y, en todos los años en que lo conocí, jamás vi al director del Instituto Campomar (así se llamaba la institución que dirigía) sentado detrás de un escritorio. Por otra parte, sus discípulos no lo llamaban Doctor ni Señor Director, sino que le decían cariñosamente "Dire", autorizados por la llaneza del trato. En los treinta años transcurridos desde aquellos días, y habiendo conocido entre tanto a miles de investigadores, jamás me he topado con uno solo que pudiera generar un grupo con una relación de trabajo similar. En 1971, el Dire re-

cibió el Premio Nobel de Química. Alguna vez, antes de que desaparezcan los actores, alguien debería analizar la sociología y saga de aquel grupo, pues sospecho que arrojaría enseñanzas útiles sobre la organización del trabajo en equipo. Casi todos los logros (institucionales) de la ciencia del tercer mundo se deben a investigadores exitosos que parcial o totalmente se volcaron a la tarea de organizar la labor de sus colegas; se dedicaron a convencer y a aconsejar; aceptaron participar en consejos y juzgaron que, llegados a cierta altura de sus carreras, serían de mayor utilidad dirigiendo centros e institutos, ayudando a crear subsecretarías y consejos nacionales. Cuando tuvieron presente que antes que nada eran investigadores al frente de una institución científica, y no representantes de la autoridad ante sus ex colegas; cuando no trataron de hacer de su puesto un trampolín político, pudieron desempeñar tareas verdaderamente provechosas que debemos agradecer.



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Sin esas personas no tendríamos consejos nacionales, becas, laboratorios, bibliotecas ni medios para trabajar. Por eso, cuando algunos jóvenes se refieren a ellos como "El Sistema", "La Patronal", "El establishment", y se imaginan a sí mismos como una especie de proletariado intelectual explotado por una supuesta burguesía representada por sus maestros y sus jefes, se equivocan lamentablemente. También en este punto parece quedar margen para el análisis y campo para la madurez, con el fin de hacer ciencia con seso.

13. UNCIENDO LA CIENCIA AL YUGO

Sergio Bagú (Tiempo, realidad social y conocimiento) opina que la mente humana parece capaz de trabajar, a la vez, con tres horizontes cualitativamente desiguales: a] el horizonte mental mágico. El pensamiento mágico acepta la posibilidad de influir en la realidad con fuerzas sobrenaturales: desplazar la roca que obtura una caverna diciendo "Sésamo ábrete", hacer llover ofreciendo sacrificio a cierto dios, curarse de una cardiopatía

mediante una plegaria. La magia sistematizada constituye el núcleo central de muchas religiones, pero hasta los investigadores más laicos tenemos en nuestro interior algún "homúnculo" que cree en el pensamiento mágico, pues preferimos que no

nos den explicaciones del tipo: "suponte que tu bebé contrae una leucemia..." b] El horizonte mental sistemático, que trata de ordenar la enorme complejidad de la realidad para hacerla comprensible por medio, fundamentalmente, de la ciencia; y c] el horizonte mental empírico, que trata de extraer algunas enseñanzas prácticas, para aplicarlas a problemas concretos urgentes y graves, que no pueden esperar los resultados de un análisis científico y sistemático que tomaría años. Así, cuando

a los griegos y los romanos les dolía la cabeza, chupaban corteza de sauce (salix en latín), de la que mucho más tarde se obtuvo el ácido salicílico, del que a su vez, en 1899, se derivó el acetilsalicílico (Aspirina); ésta se usó con idéntico propósito en todo el mundo, mucho antes de que los científicos llegaran a entender por qué la aspirina ejerce su efecto. De modo que, para simplificar la siguiente explicación, podríamos aceptar que hubo un momento en el que los griegos usaron el razonamiento exclusivamente para entender el mun-

do de las ideas; otro momento en el que los árabes y los renacentistas lo empezaron a utilizar para entender la realidad-deahí-afuera, y un tercer momento -que comenzó a hacerse ostensible hacia el siglo XVIII- en que se lo puso de lleno al servicio de las actividades industriales, para encontrar técnicas que [165]



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permitieran incrementar nuestra capacidad de navegar, volar curarnos, comunicarnos, alimentarnos, divertirnos. Dentro de ese esquema -distorsionador, como todo esquema- hoy estamos en una etapa de pleno desparpajo tecnológico, a tal punto que se intenta invertir el proceso y hacer del conocimiento un sirviente exclusivo de la producción.

Ruy Pérez Tamayo nos da un primer bosquejo útil de la diferencia entre ciencia y tecnología: "Ciencia es lo que hay que hacer para saber, tecnología es lo hay que saber para hacer." Mario Bunge puntualiza que el término "tecnología" se refiere' al estudio de las técnicas (de techne = arte, oficio y logo = palabra, discurso), y que al hablar del empleo de ciencia para la resolución de un problema, es más correcto hablar de "técnica". Pero el uso ha acreditado a la palabreja: la seguiremos usando. Bunge señala también que mientras la ciencia básica se ocupa de conocer la realidad, pero no de transformarla, la aplicada toma problemas cuya solución promete tener alguna utilidad práctica. Pero, si en el curso de estos estudios aplicados, el investigador no agrega algún conocimiento, entonces no es un científico, sino un técnico. De modo que o la ciencia es pura... o simplemente no es ciencia. Que resulte algo inmediatamente aplicable o no, es un tanto ajeno a su naturaleza. Por supuesto, un equipo de científicos puede esforzarse por resolver un problema concreto; por ejemplo, curar una enfermedad, extraer un mineral, desarrollar un combustible que no perturbe los balances ecológicos, y aplicar para eso los conocimientos que ya se tienen. Pero en este punto, es importante considerar cuatro asuntos. 1] La solución no suele surgir de la simple combinación de conocimientos que ya se tienen, sino que requiere estudios complementarios. 21 Es necesario que alguien posea dichos conocimientos y que sepa cómo se hacen los estudios complementarios pues, como mencionamos en el capítulo 1, el conocimiento se diferencia de la información en que no puede ser almacenado en una biblioteca ni en la memoria de las computadoras: hace falta alguien que conozca, que sepa procesar la información. Tanto el científico que conoce, como el cqnocimiento que posee y aplica, son productos de la actividad científica que solemos llamar "básica".

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Norbert Wiener, el creador de la cibernética, decía que cuando un país introduce una novedad en un campo, además de avanzar, demuestra que eso es posible. Por ejemplo, allá por la década de los treinta se sabía que el núcleo atómico almacena una cantidad insólita de energía, y que un gramo de materia contiene muchísimos núcleos, pero no estaba demostrado que fuera posible liberarla para producir una bomba atómica. El hecho de que un país, Estados Unidos, la fabrique, comunica al mundo que es posible desarrollar la técnica necesaria. Para el conocimiento humano, eso equivale a aceptar que tal o cual teorema tiene solución, aunque sólo un puñado de matemáticos esté en condiciones de entenderla y lograrla. Se puede. Pero, medio siglo después, el saber hacer una bomba atómica sigue siendo un secreto para la mayoría de los países del orbe. Les falta el "saber cómo" (know how). El objetivo de la investigación tecnológica es lograr ese know how. 31 La división entre "básica" y "aplicada" ha resultado ser una patraña que intoxica el cerebro de nuestra gente, un cepo mental. Es como si dijéramos: "Necesitamos mandarina, pero nuestros países son demasiado pobres como para dedicar esfuerzos, suelos y tiempo para desarrollar árboles de mandarinas. Sólo necesitamos los frutos; en cambio las raíces, troncos, ramas, hojas, nos resultan superfluos." La mandarina es un producto, un resultado final de todo ese proceso que es el árbol de mandarina. Análogamente, si un pueblo no desarrolla el "árbol del conocimiento", nunca tendrá ciencia básica ni aplicada, ni conocimiento. No podemos aplicar algo que no tenemos y sin gente que sepa hacerlo. Cuando le pregunté a un profesor de semiología médica respecto a las características claves que debía considerar al comprarme un estetoscopio, mi primer estetoscopio, señaló los auriculares entre los que uno debe poner la cabeza, al tiempo que contestaba: "La pieza más importante es la que se coloca entre estas dos puntas." La cabeza humana sigue siendo irremplazable, y no funciona adecuadamente cuando se la ata a un yugo. 4] Antaño transcurrían muchos años desde que alguien hacía un descubrimiento "básico', hasta que se le encontraba una utilidad práctica. Leonardo da Vine¡ hizo ciertas observaciones de la trayectoria que describe un perro al perseguir a una liebre que cruza corriendo para guarecerse en su madri-



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guera, las cuales sólo sirvieron muchos siglos más tarde a los ingenieros para diseñar el empalme de vías férreas. Pero el intervalo entre un hallazgo y su aplicación se ha ido acortando: entre la fisión del uranio (enero, 1939) y la detonación de la primera bomba atómica en Alamogordo (julio, 1945) sólo transcurrieron seis años. Hoy el intervalo desapareció: la General Dynamics, la Merck, la IBM, la Siemens, la Philips, la Genetech, ya no esperan que un sabio universitario salga de su tina gritando ¡ eureka!; más bien lo contratan, lo instalan y costean sus estudios con premeditación. Hoy una sola transnacional puede emplear más científicos en su planta que los que tiene el conjunto de países de América Latina. Hace veinte años, el socioeconomista Celso Furtado escribió (Obstacles to development in Latin America): "...las grandes corporaciones son extremadamente eficientes en el uso de nuevas ideas. Sin embargo, no se puede decir lo mismo con respecto a la creación o generación de nuevas ideas..." La situación ha cambiado a tal pun-

to, que muchos de los Premios Nobel actuales son conferidos a científicos que trabajan en empresas privadas. Irónicamente, cuando los empresarios y funcionarios del primer mundo vienen a asesorar a los nuestros, tratan de embaucarlos para que aquí nos limitemos a formar "técnicos medios": allá el cerebro, aquí las manos; en resumen: nos quieren obligar a hacer ciencia sin seso.

Se ha desencadenado tal avidez y competencia por las novedades que genera la investigación, que actualmente hay quien intenta remplazar la ciencia del ¿por qué? con la ciencia del ¿para qué?, o acaso con la del ¿cuánto ganaríamos vendiéndolo?; además, ha aparecido una nueva forma de aportar dine-

ro a la investigación, denominada "capital aventurero" (venture capital). Se trata de empresas que invitan a los científicos a presentar sus proyectos, estimar posibilidades de éxito, probables aplicaciones, costos, precios, plazos, mercados; luego, como si se tratara de una verdadera apuesta, deciden si arriesgan o no los fondos necesarios para realizar las investigaciones, reservándose, claro está, el derecho de explotar los posibles frutos.

Además, la noción generalizada de que hay un proceso que va unidireccionalmente de la ciencia básica a la aplicada, de ésta a la tecnología y luego a la, producción y al mercado, es sim-

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plemente errónea. Existen numerosos ejemplos en los que el esfuerzo por solucionar urgentemente un problema concreto, dio por resultado una revolución en niveles básicos (al interesarse en el aprovechamiento industrial de las máquinas de vapor, Carnot sentó las bases de la termodinámica); también abundan los ejemplos de investigaciones inicialmente académi-

cas que ocasionaron cambios inmediatos en nuestra vida diaria (los estudios sobre la naturaleza de la materia llevaron al uso de la energía atómica). Son igualmente frecuentes los casos en los que un mismo investigador pudo detectar y seguir el desarrollo de una idea "básica", hasta lograr una aplicación práctica (los especialistas en estado sólido desarrollaron el transistor). Karl Popper comparaba a la ciencia y a la tecnología con las piernas de una persona que avanza esforzadamente en un pantano: primero avanza apoyándose en una, luego en la otra. Así, los conocimientos sobre la estructura atómica y molecular permiten diseñar espectrómetros y aceleradores de partículas;

luego, éstos posibilitan una mayor comprensión de átomos y moléculas. Hoy sería imposible investigar, si la "pierna" tecnológica no nos brindara osciloscopios, aparatos de electroforesis, computadoras, sondas fluorescentes, cronómetros, radioisótopos y telescopios, que la "pierna" científica ayudó a concebir y

desarrollar. Jorge Sábato afirma que, llegado el caso de la necesidad de una aplicación científica, es más fácil explicarle el problema a un científico básico, que enseñarle a investigar a un tecnólogo. Sea como fuere, es muy improbable que un solo investigador pueda ser básico, aplicado y tecnólogo a la vez. Es solamente en el nivel nacional que la ciencia puede considerarse como un proceso que va desde la investigación básica hasta la producción moderna. Ese proceso se cumple mediante el trabajo de toda la comunidad científico técnica productiva, y sus etapas son llevadas a cabo por distintas personas. El periodista Pablo Giussani ( Menem: su lógica secreta) comenta:

La producción va dejando de ser un quehacer manual, un proceso cuyo desarrollo requiere "mano de obra", para convertirse gradualmente en una actividad intelectual, en algo que se hace con el cerebro y no con la musculatura. Hoy sería más apropiado quizás hablar de "cerebro de obra" como referencia eufemística al trabajo [...] desde el hombre de las



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cavernas hasta nuestro siglo... era posible llevar a un máximo de productividad el trabajo esclavo... establecer un nexo entre unidades producidas y cantidad de azotes. Y era posible además que la manualidad productiva se ejercitara sin un background educacional, sin que se dotara previamente de conocimientos y aptitudes intelectuales a los encargados de ejercitarla, ni se desarrollaran en ellos formas superiores de racionalidad. La actividad de los obreros que repetían inacabablemente una misma serie de movimientos en las cadenas de montaje, no difería sustancialmente de la que desplegaban los bueyes uncidos al arado... La producción exige ahora un sujeto distinto. A escasos seis años del siglo xxi, la competencia humana se hace casi exclusivamente en términos científico-técnicos. No hay tarea humana importante, que se pueda realizar independientemente de la inteligencia, por más complejos y caros que sean sus instalaciones y equipos. Ni siquiera la misma competencia bélica pasa ya por el poder muscular que maneja la bayoneta. Toda empresa que se abre camino, o que incluso crea ese camino, se basa en innovaciones. Desde el manejo del personal a la producción, y desde las formas de financiamiento hasta la publicidad, todo está en manos de profesionales que directa o indirectamente dependen de los científicos de su campo. Un robot japonés, que suelda o pinta automóviles con mayor eficiencia, puede dejar sin trabajo a mil obreros en Detroit; un satélite artificial puede proporcionar a los estadunidenses más información sobre los recursos hidráulicos de Venezuela, que la que poseen los propios venezolanos; un químico de Grenoble puede introducir un polímero que condena a la miseria a todo un país, cuya economía se basa en el monocultivo de una fibra vegetal; un edafólogo israelí puede hacer brotar naranjas en un terreno que por dos mil años fue un páramo de roca estéril, para vendérselas a otro país, el cual no tiene siquiera ingenieros hidráulicos que diseñen un sistema de riego eficiente y barato.

Hoy, dentro de la mismísima economía, el conocimiento ha llegado a desplazar nada menos que al dinero en orden de importancia. En la opinión del economista J.K. Galbraith: Cuando el capital era la llave del éxito económico, el conflicto social se establecía entre el rico y el pobre. En cambio, en los tiempos actuales la diferencia que los divide es la educación. El sistema industrial, al

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hacer del poder humano educado el factor decisivo de la producción, nos ha obligado a desarrollar un sistema educacional poderoso. Hoy más que nunca "knowledge is power", como afirmaba Bacon. El periodista Pablo Giussani vuelve a decirnos:

Ser soberano podía significar, en los años cuarenta, ser dueño del propio petróleo, hoy significa estar tecnológicamente al día, tener una población culturalmente preparada para asumir este nuevo requisito de la independencia. En un mundo donde el "saber hacer" se ha convertido en el principal factor de la producción, la sede de la soberanía está en la Universidad. Por eso resulta casi (casi) irónico que en muchos países del tercer mundo, sean precisamente los militares, supuestamente

encargados de la defensa nacional y la soberanía, quienes una y otra vez destruyen las universidades de su patria. Hace algunos años, cuando visité la ciudad de Birmingham, en Alabama, que fuera uno de los grandes centros de producción de acero de Estados Unidos, la encontré en pleno colapso económico. Un colega local me explicó:

Es que cuando arreció la competencia en el mercado internacional del acero, estas empresas suprimieron laboratorios y talleres de investigación y desarrollo para reducir los costos. Por un tiempo lograron subsistir, pero en el ínterin la competencia fue encontrando procesos de producción más eficientes, niveles de calidad mucho más altos, variedades de aceros para aplicaciones más avanzadas... y nos quebró. El cierre de las plantas obligó a los obreros y empleados a desertar de la ciudad; el éxodo de gente llevó a su vez a cerrar comercios, escuelas, institutos, cines, restaurantes, consultorios, clubes deportivos. Recordé, entonces, algo que nos decía un maestro de la escuela primaria: "Cuando los pobres carecen de recursos para enviar a sus hijos a la escuela, los están condenando a la miseria." Según nuestro colega estadunidense, las empresas de Birmingham habían optado "por no estudiar"; y así condenaron a los pobladores a la miseria. Miré en derredor. Observé a un heladero panzón y aburridazo, apoyado en su carrito, que contemplaba a su único cliente mucho más joven que, con la visera de la gorra sobre la nuca,



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se concentraba en lamer y chupar un helado. Me pregunté qué diría si se le explicara que vendía menos helados por falta de investigación en las plantas siderúrgicas. Me contesté que no lo aceptaría, pues hubiera sido como tratar de convencer a ciertos gobernantes del tercer mundo de que sus habitantes andan descalzos, hambrientos y parasitados por la misma razón; aunque, claro, la falta de ciencia no es la única razón de la pobreza. Desgraciadamente, este proceso es ignorado hasta por empresas del primer mundo, que contratan a un "genio empresarial" que, para "racionalizar" y "eficientar" y "limpiar" la compañía, cierra los laboratorios de investigación y desarrollo, tras lo cual puede mostrar cómo en un solo año, su sagacidad ha logrado incrementar la relación ventas/costos y con ello su remuneración personal... ya le tocará a otro mago de las finanzas liquidar la empresa cuando quiebre en cinco o diez años, debido a que su atraso tecnológico la sacó del mercado. Tomemos otro ejemplo: el cáncer. Estaremos de acuerdo en que se trata de un problema y que se debe "aplicar" ciencia para resolverlo. Por un tiempo se hizo "investigación aplicada", ensayando terapéuticas con cuanta droga pudiera encontrarse en la alacena o sintetizándola de nono, o combinando dietas, radiaciones y procedimientos estrambóticos. Fue como salir a cazar tirando al aire, con la esperanza de que alguno le acierte a un pájaro. Justamente, en la jerga laboratoril llamamos a ese tipo de búsqueda "tirar al aire" y, en inglés, to shoot in the dark.

Si hoy un investigador solicitara dinero (en los países desarrollados) para investigar el cáncer en esa forma "aplicada", no conseguiría un céntimo. En cambio la investigación moderna del cáncer se enfoca sobre aspectos "básicos", para tratar de entender los mecanismos de diferenciación celular, lectura del genoma, activación de oncogenes, "anidación" de células tumorales en determinados tejidos del organismo, funcionamientos de bombas membranales que eliminan moléculas de acción citostática, etcétera. Aunque por ahora no se logra la ansiada solución, no obstante se realizan avances importantes. En cam-

bio, los "tiros al aire" tecnológicos, si no logran su objetivo, malgastan tiempo, esfuerzos, dinero y esperanzas, además de que no enseñan nada. De modo que lloy la investigación sobre un tema tan "aplicado" y urgente coi1 o es la cura del cáncer, es esencialmente básica y no tecnológica.

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¿Cómo se defienden los científicos de esa insensata división

entre "aplicada" y "básica", que a veces se les trata de imponer? Por un lado, son conscientes de que los gobiernos, compuestos por ministros, diputados y senadores -que suelen ser personas mayores y, en consecuencia, sufren de hipertensión, infartos, diabetes, mal de Parkinson, cánceres-, tienen una clara proclividad a canalizar los fondos existentes para que los médicos traten de resolver los problemas que los afectan; pero no para que los filósofos mediten sobre la patencia de la nada o los fisicos desarrollen modelos de supercuerdas. Análogamente, a los investigadores les resulta comprensible que los millonarios donen dinero para curar los males que afectan o pueden afectar a sus hijos: esclerosis en placa, parálisis infantil, leucemia,

mongolismo, fibrosis quística. Por otra parte, los investigadores saben que los militares influyen mucho en los gobiernos y que, sobre todo en algunos países del primer mundo, han logrado ensamblar una impresionante columna vertebral bélico-industrial, que es la actividad industrial que más dinero mueve en nuestro planeta; en consecuencia, eso hace que haya recursos para investigar en todos los campos que nutren y sostienen a esa industria. Finalmente, para los científicos es meridianamente claro que se prefiera agitar banderitas demagógicas destinando algunos fondos y mucha saliva a la investigación de la desnutrición, el alcoholismo, la drogadicción, las parasitosis; aunque la solución de éstos, como decíamos anteriormente, más bien requiere de medidas sanitarias, económicas, sociales

y políticas. Por otra parte, como decía el prestigioso bioquímico Efraím Racker: "Aunque nos hayan dado fondos para hacer ciencia aplicada, si trabajamos correctamente estaremos haciendo ciencia pura." De modo que los investigadores no tienen inconveniente en hacer ciencia básica en los institutos cuyos frontispicios y membretes aseguran que están dedicados al cáncer, a la cardiología, a la aeronáutica, a la salud mental, a los energéticos no contaminantes, a la metalurgia, a salvaguardar el derecho de los indígenas y a la hidrología. De hecho, en las solicitudes de donativos, se avienen a declarar que lo que se proponen investigar es fundamental para resolver tales problemas; cosa que, por otra parte, es rigurosamente cierta. La investigación se ha hecho tan costosa, que a veces es-



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capa a las posibilidades de un solo país y da lugar a esfuerzos multinacionales. Los europeos, por ejemplo, se han asociado para construir aceleradores de partículas que les resultarían incosteables a cada uno de sus países por separado (por ejemplo, el CERN de Ginebra); han creado laboratorios de biología cuyo costo, operación y usufructo comparten (por ejemplo, el EMBL de Heidelberg) y han aunado fondos, esfuerzos y conocimientos para poner en órbita satélites artificiales y producir aviones comerciales más eficientes.

Pero, si bien la ciencia es cara, ella misma constituye hoy un apetitoso mercado, y ha provocado la aparición de una enorme y compleja industria, la cual vende sustancias (desde solventes hasta anticuerpos monoclonales, y desde aire comprimido hasta radioisótopos), produce equipos (lo mismo pipetas que ultracentrífugas, y reactores nucleares hasta satélites artificiales), presta servicios (desde secuenciación de fragmentos de DNA hasta rastreos bibliográficos, y desde software para computación hasta desarrollo de animales de constitución genética especial) y construye edificios (desde laboratorios hasta radiotelescopios, y desde bibliotecas hasta estaciones de biología marina). De modo que muchos seres humanos, sin ser científicos, viven de la ciencia; eso ocurre hasta tal punto que, considerando la enorme cantidad de personal de los hospitales especializados en cáncer, de investigadores, técnicos, enfermeros y empleados administrativos en los institutos y universidades que investigan y tratan esa enfermedad, junto con las industrias farmacéuticas y las constructoras de equipos que los surten, más todos los familiares que dependen del sueldo de esas personas, un funcionario del National Institutes of Health de los Estados Unidos comentó: "Hoy hay más gente que vive del cáncer, que gente muriendo de dicho mal." Esta interrelación entre ciencia, mercados, capacidad empresarial y seguridades nacionales, ha introducido el neologismo "gran ciencia". Los analistas Peter Galison y Bruce Hevly (Big science) consideran que una disciplina se hace grande

cuando sus fundamentos se tornan cruciales para la economía de las grandes naciones. La primera disciplina que según ellos hizo esa transición fue la física, ya que en plena segunda guerra mundial los beligerantes consideraron de vida o muerte desarrollar por ejemplo el radar y los conocimientos atómicos. No

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nos dilataremos en estas consideraciones. Sólo nos limitaremos a dos comentarios: en primer lugar, advirtamos que si bien la urgencia estaba creada por las aplicaciones, el esfuerzo debió hacerse sobre los fundamentos. En segundo lugar, ese esfuerzo también provocó, por ejemplo, la creación del CERN; este laboratorio de la Comunidad Europea con asiento en Suiza tiene el propósito de escapar al circuito de la industria y de los militares para, por así decir, hacer una "big science básica", que en la práctica quiere decir: publicable, y no guiada por el afán de

generar una mercancía o un artefacto letal. El desarrollo de la educación y de la ciencia toma tiempo, años. En los países en los que los proyectos no son verdaderamente nacionales, sino los del gobierno en turno, éstos suelen ser remisos en asignar fondos para una investigación científica cuyos frutos se recogerán después de dos o tres períodos guber-

namentales. Aquí se impone el viejo chiste del emir a quien sus consejeros trataban de convencer para que apoyara la investigación científica. Como no lo consiguieron, optaron por proponerle que apoyara la investigación aplicada en un campo que al mandatario le interesaba: los caballos de carrera. Cediendo a regañadientes, el emir comisionó a un veterinario, a un fisiólogo y a un físico para que le produjeran caballos más rápidos que los que ya tenía en sus cuadras. Pasados veinte años los convocó para que le presentaran un progress report. Resulta que el

veterinario había cruzado los padrillos y las yeguas más veloces, y estaba en condiciones de probar que sus productos actuales corrían más rápidamente que sus antecesores de hace veinte años. El fisiólogo había estudiado la contracción muscular en las patas, los reflejos, el volumen-minuto respiratorio y la frecuencia cardíaca en función de la velocidad, así que podía mostrar correlaciones cuya aplicabilidad era dudosa. El físico, en cambio, había logrado una ecuación que correlacionaba la forma aerodinámica de los animales con su velocidad... pero sólo la pudo resolver para el caso de un caballo esférico. La mayoría de los científicos latinoamericanos ignoramos los pasos necesarios para conectarnos con la producción. Correlativamente, jamás he conocido a un empresario tercermundano que supiera cómo hacer ese ensamble, pues todos los que conocí acabaron emigrando para hacerlo en el primer mundo.



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Éste es un asunto gravísimo, pues una de las características de los países del área es la total separación entre su esbozo de comunidad científica y ese aparato productivo. Pareciera como si los científicos y los empresarios estuviéramos situados en los bordes opuestos de un abismo: los científicos dando voces a los empresarios, para anunciarles que tenemos los conocimientos y la voluntad de ayudarles; los empresarios, despavoridos porque la globalización de la economía amenaza barrerlos del mapa, declaran su amor por la ciencia, la tecnología, la innovación y el desarrollo. Pero ni ellos ni nosotros estamos hoy en condiciones de franquear el abismo que nos separa. Un problema más es no reconocer esa impotencia; a eso se añade otra dificultad que es creer que alguien ha propuesto jamás un modelo sensato para empalmar ciencia y producción en un país latinoamericano. Lo que sí queda claro es que, tratar de resolver el problema exigiéndole a los cuatro o cinco investigadores locales que abandonen sus temas "cientificistas" y escojan uno "aplicado", es una de las trampas más macabras de hacer ciencia sin seso. Mientras no llega una solución juiciosa, por lo menos dejen que los científicos hagamos de la mejor manera posible las cosas que sabemos hacer. De lo contrario, el día que alguien proponga la ansiada solución, no nos va a encontrar preparados.

14. CIENCIA, IDEOLOGÍA Y TECNOCRACIA

El material analizado hasta aquí nos muestra que la ciencia no es un ente aislado. La estructura que ha ido desarrollando a través de los tiempos, la forma de ingresar a ella, así como de vivir de ella, de utilizarla, de combatirla y de apoyarla, refleja en cada momento lo que el hombre fue siendo y haciendo a lo largo de la historia. En el capítulo 19 nos referiremos a esta interrelación en términos de sistemas complejos. Aquí revisaremos, muy someramente, la influencia de la ideología. Leyes y teorías, conocimientos, invenciones, innovaciones, no son meros resultados de actividades lógicas y empíricas intrínsecamente consideradas. Reflejan la atmósfera intelectual no científica de una época [...] Existe así una relación entre el desarrollo científico, por una parte, y los valores, las normas, las sanciones y las recompensas de una sociedad, por la otra. (Marcos Kaplan, Ciencia, sociedad y

desarrollo). Algunos autores intentan comprender esas relaciones basándose en el concepto de ideología. Para algunos, "ideología" es un concepto análogo a "visión del mundo"; para otros, es el conjunto de los grandes proyectos operativos que comparte una sociedad, al cual se agregan las ideas filosóficas en que se apoyan y los ideales que esperan alcanzar; así mismo hay quien considera a las ideologías no como representaciones objetivas y científicas del mundo, sino como representaciones llenas de elementos imaginarios, las cuales expresan deseos, esperanzas y nostalgias más que describir una realidad. Jean-Francois Revel (La connaissance inutile) mantiene que: la ideología otorga una triple indulgencia (intelectual, práctica y moral) porque selecciona solamente los hechos que favorecen la tesis que sostiene [...] o incluso los inventa; olvida otros que la cuestionarían [...] o simplemente los niega; fabrica criterios de eficiencia y excusa los fracasos [...] o los refuta. [1771



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Es difícil convencer a una persona que se aferra a cierta ideología, pues como dice Swift: no se le pueden refutar concep16

tos que no adquirió por medio del razonamiento. A veces, la ideología de una sociedad o de un movimiento político social es un cuerpo de doctrina cuyos partidarios o incluso sus detractores ubican por encima de la realidad misma, y es usado por los pensadores laicos en un sentido sospechosamente similar al que ocupa Dios en el pensamiento de los autores religiosos. En este sentido, Hannah Arendt ( The origin of totalitarianism) afirma que: El pensamiento ideológico tiende a emanciparse de la realidad que percibimos con nuestros cinco sentidos, e insiste en otra realidad "más verdadera", que se esconde detrás de todas las cosas perceptibles, dominándolas desde este escondite y exigiendo un sexto sentido que nos capacita para detectar dicha "verdad". Precisamente, la ideología nos provee este sexto sentido, este adoctrinamiento que se enseña en las instituciones educacionales [...] La ideología sería algo así como una pseudo-ciencia [...] Toda ideología contiene elementos totalitarios. Para Louis Althusser, la ideología no es la expresión de los valores (no explícitos) de toda la sociedad; solamente son los de la clase dominante, que los sujetos internalizan y de ahí en más, pasan a vivir como verdades. Advirtamos que el hecho de que no sean explícitos -es decir, no sean trasmitidos y aceptados mediante una explicación-, que ni siquiera deban ser aceptados, sino que se internalicen y se vivan como verdades y que, para completar, éstas no sean las de los propios sujetos, sino las de la clase que los domina, nos habla de la peligrosidad que entrañan los modelos ideológicos. Mauricio Schoijet ( The ideological paradigm of technology) afirma: "A través de los aparatos ideológicos estatales, se distorsionan la política real y las relaciones económicas que operan en la sociedad." No sorprende que el verdadero científico sienta a la ideología como un arnés pues, como decía Azorín: "La inteligencia implica originalidad y la originalidad rebeldía." El común denominador de las distintas versiones del concepto de "ideología" es: un sistema que armoniza ideas, sen-

16 "You cannot reason a person o ut of something he has not been reasoned into".

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timientos, deseos, y que es propio de un conjunto grande de personas (una clase social, un grupo religioso, una nación). Esa sistematización la hace muy parecida a "ciencia", sobre todo porque las ideologías contienen elementos de conocimiento, co-

herencias internas, tienen lugar para las relaciones razonadas y las argumentaciones y permiten deducciones, extrapolaciones, predicciones, que dan una confortable sensación de sensatez. Hemos insistido en que la ciencia requiere de una visión del mundo y, podríamos decir, que la ciencia misma se acompaña de una ideología; después de todo, el presente libro no sólo describe someramente algunos aspectos de la ciencia, sino que narra hechos, vicisitudes, actitudes, describe personajes e instituciones que no son "ciencia", pero que no se podrían entender si no fuera por ella. Con todo, la ciencia y la ideología

no se llevan bien. Los capítulos que anteceden podrían darnos la sensación, falsa, de que la ciencia y sus prolongaciones tecnológicas, su capacidad de analizar problemas así como su abordaje de campos que alguna vez se creyeron inalcanzables, da por resultado un mundo ordenado, sensato, eficiente y justo. De hecho, más de una vez en la historia de la humanidad han aparecido movimientos que pugnaron por instaurar gobiernos tecnocráticos. Hubo un momento en que, como señala Raúl A. Pannunzio (La política en la época científica): "[ ...] no se concebía hablar de

cambios revolucionarios si no se recurría a la santificación científica". Esa expectativa nunca se satisfizo. Los intentos fracasaron por diversas causas. Mencionaremos algunas: al La complejidad social. Las afirmaciones científicas se li-

mitan a sistemas en los que la mayoría de los parámetros están acotados y en los que interviene un número reducido de varia0 bles. Algo tan sencillo como "el agua hierve a 100 C", no vale para cualquier situación y debe hacerse la salvedad: "sí, pero en el nivel del mar". La sociedad está recorrida por un número tan grande de variables, que el grado de ambigüedad que eso produce frustraría una aplicación directa e ingenua de un análisis científico. A su vez, cuando la ciencia tiene que vérselas con un sistema que tiene un gran número de variables -por ejemplo, un cerebro, un nicho ecológico, la atmósfera-, va estudiando las variables poco a poco; práctica que compromete a muchas generaciones de científicos, antes de que alguien esté



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en condiciones de generalizar. En consecuencia, un científico tecnócrata metido a gobernante, se vería forzado a posponer toda resolución gubernamental por algunas generaciones, antes . de tener algo que afirmar. b] Las escalas temporales. Las observaciones de Andreas Vesalius y William Harvey sobre el cuerpo humano fueron he-

chas hace tres siglos, pero siguen siendo aplicables a nuestro organismo de hoy día, porque éste no ha cambiado apreciablemente desde entonces; por el contrario, las observaciones que en la misma época hicieron Boris Godunov sobre los boyardos y Henri IV sobre los franceses, no sirven para orientar las medidas que se requiere tomar en los aeropuertos de Rusia ni en los ferrocarriles de Francia, ni para entender el comportamiento de grupos humanos en uno u otro país. Esto se debe a que, si bien ambos sistemas evolucionan, tres siglos en la escala evolutiva biológica no significan nada; en cambio, en la social implican modificaciones tan radicales, que las situaciones no resultan comparables. Los organismos cambian, pero un retraso en la dentición o un adelanto de la pubertad tenía exactamente el mismo significado en nuestros abuelos que el que tendrá en nuestros nietos; de ese modo, las observaciones que se van haciendo sobre la dentición brindan enseñanzas que pueden ser aplicadas directamente. Por el contrario, la sociedad recorre un camino de situaciones que jamás resultan idénticas a las ya atravesadas; así, en el mejor de los casos, antes de dar su dictamen, un gobernante tecnócrata necesitaría detener la historia, estudiar "científicamente" durante dos o tres siglos las variables implicadas y las leyes dinámicas que gobiernan el proceso, para pronunciarse: "Ya sabemos qué medidas conviene tomar ¡prosiga la historia!" c] La no linealidad de las leyes que gobiernan la realidad. El problema de la complejidad y las no linealidades lo trataremos en el capítulo 19. Por el momento, baste señalar que en un sistema complejo (el Estado es uno de ellos), en el cual intervienen muchos subsistemas y procesos, se llega a una multitud de crisis que impiden la predicción; problema que no siempre es tenido en cuenta por los que planean para el futuro. El epistemólogo Rolando García nos refiere que a fines del siglo pasado, al estudiar la relación entre el creciente número de habitantes de París, los carruajes necesarios para transportar gente y

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mercaderías, así como el número de caballos para propulsarlos, su manutención, sus desechos y sus pesebres, un conjunto de planeadores consideró que, para el año 2000, uno de los problemas más graves que enfrentaría dicha ciudad estaría causado por los caballos. Por supuesto, la matemática y las computadoras de hoy en día nos proveen de herramientas muy poderosas para manejar

situaciones complejas. Pero también nos demuestran que se llega a bifurcaciones y situaciones de "caos" en las que la predicción naufraga en ambigüedades. d] La indeterminación. Según imaginó Pierre Simon, marqués de Laplace, a comienzos del siglo xlx, una mente que conociera la posición en que se mueven las partículas del universo y las fuerzas que actúan sobre ellas, podría conocer cualquier hecho pasado o futuro. Esa manera de ver las cosas acababa, por ejemplo, con la moral, pues en un mundo tan determinado, el libre albedrío no tendría lugar, ya que nadie sería culpable de sus actos. Hoy sabemos que eso no es posible por varias razones: 1] Werner Heisenberg demostró que la conducta cuántica de las partículas excluye el conocimiento simultáneo de posición y momento. Un ciudadano heisenbergiano podría aseverarle a un presidente tecnócrata que jamás dispondrá de la información necesaria para predecir sus actos de gobierno; 21 A su vez, Kurt Gódel demostró que aun en sistemas puramente abstractos, surgen preguntas perfectamente razonables que no tienen respuesta. De modo análogo, los problemas que plantea el Estado pueden carecer de respuesta científica. Así, un ciudadano gódeliano le podría demostrar al presidente tecnócrata que sus modelos para gobernar están plagados de

incertidumbres; 31 finalmente, como ha señalado Léon Brillouin, las leyes con las que los científicos describen la realidad no son rigurosamente ciertas, sino que se basan en información puramente estadística. Cuando un científico quiere predecir un

resultado, basándose para eso en la combinación de un número de variables, cada una de ellas medida con un cierto error estándar, debe evaluar lo que se denomina "propagación de errores". Lisa y llanamente, esto significa que los errores se van sumando, hasta llegar un momento en que hacen naufragar toda predicción en un mar de vaguedades. Un ciudadano brillouiniano le podría demostrar a su gobernante que su país



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tiene tantas variables, que sus predicciones científicas serían mucho menos probables que un cálculo como éste: el 26 de julio del próximo año, va a llover tres milímetros entre seis y siete de la tarde, en el suroeste de la ciudad. e] Criterios y valores. Aun en el remotísimo caso de que pudiera aplicarse un enfoque científico técnico para llegar a ciertos resultados, cabe preguntarse si acaso dichos resultados serían deseables desde otros puntos de vista (éticos, estéticos, etcétera). Como lo destacó Jacques Ellul (The technological society): "La tecnocracia requiere que el individuo se atenga a una disciplina que coarta su libertad física e intelectual, que cercena su creatividad en beneficio de un poder centralizado y lo disuelve en el anonimato de la masa." Luego Henri Lefebvre (Position: contre les technocrates) protestó contra la ideología estructuralista de sus compatriotas, contra las estructuras mentales y sociales que genera al destacar "el Sistema" y "la Ley"; asimismo, contra el gobierno neocapitalista de Charles de Gaulle, por la tecnocracia y la burocracia que engendraba. "Intentan clasificar, ordenar, programar, controlar y determinar todos los aspectos de la vida, eliminando la posibilidad de innovar, de crear y de no estar conforme." Pareciera que el modelo social preconizado por la tecnocracia se vuelve tan perfecto, tan "racional' que, como diría Herbert Marcuse, "el mero hecho de discrepar equivale a estar equivocado, loco". Otros propusieron modelos tecnocráticos intermedios. Fue como si dijeran: "Muy bien, ustedes pónganse de acuerdo sobre aquello que desean lograr, pero después váyanse a sus casas y dejen el asunto en nuestras manos, pues los tecnócratas sabemos hacer las cosas." Un ejemplo conocido es el de Howard Scott que, basado en ideas del economista y sociólogo Thorstein Veblen, hacia 1931 propuso que los tecnócratas elevaran la producción, abatieran los precios e hicieran nadar a la humanidad en la abundancia, con lo que seguramente de paso se evitarían las guerras. Los seguidores de Scott, que se proponían generar una abundancia semejante, se encontraron con la dificultad de ponerse de acuerdo acerca de qué productos se generarían, usando qué materiales, quiénes producirían los insumos básicos, quiénes lo distribuirían, a qué precios, cómo se convencería a cada actor para' que aceptara su papel en dicho escenario... y el sueño tecnocrático no duró dos años.

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De pronto, los tecnócratas encontraron que la realidad es mucho más compleja que lo que ellos pueden considerar en sus modelos para gobernar, y que estos modelos son meramente probabilísticos. Para empeorar aún más el cuadro, tampoco esas cosas son "neutras" desde el punto de vista ideológico, educacional, social o político; implican aspectos que no caen -al menos por ahora- dentro de los campos de la ciencia. Sin embargo, algunos funcionarios se esmeran por tecnificar la mismísima evaluación de la calidad científica: ciencia sin seso, locura doble.



j OH, EL PROGRESO! 15. ¡OH, EL PROGRESO!

La ciencia moderna tiene casi la misma edad que la idea de progreso. Los pueblos que cultivaron su ciencia y la ensamblaron a su aparato productivo han progresado. Son los que eligen, deciden, inventan, tienen, dominan, dictan nuestras modas, viven de los intereses del dinero que les debemos; los que nos invaden con sus propagandas comerciales y nos sojuzgan con sus ejércitos si no les gusta cómo nos comportamos o a qué mandatario elegimos. Nosotros trabajamos usando máquinas que inventaron ellos, viajamos en vehículos que ellos diseñaron; nos curamos, entretenemos, ahorramos y nos matamos, con medicinas, televisores, radios, pianos, bancos y armas realizados por los pueblos que progresaron. Si esos pueblos que progresaron nos ordenan que repudiemos, dejemos de comerciar o le hagamos la guerra a un país "hermano" lo hacemos sin chistar; si nos piden que enviemos al otro lado del globo a nuestros hijos como "voluntarios" a pelear por sus intereses... pues allá los mandamos. Si nos imponen a sangre y fuego a los dioses que velan por esas atrocidades, acabamos por venerarlos. ¿Qué es entonces ese progreso que confiere un poder tan apabullaste? Nos gustaría progresar, pero no para someter a otros seres humanos a la injusticia, la miseria y el embotamiento en que hoy se nos tiene a nosotros; más bien para ver si por lo menos podemos zafarnos del progreso del primer mundo y es posible distinguir la luz en medio de las tinieblas religiosas que encubren su ética, en suma, para poder decidir por nosotros mismos. ¿Qué es entonces progresar? ¿Cómo surgió la idea de progreso? ¿Por qué se la asoció al desarrollo científico? ¿Qué pros y qué contras tiene el progreso? ¿Sigue progresando el primer mundo y aumentando su capacidad de decidir sobre nosotros? Cuando se dicta alguna asignatura se comienza, habitualmente, por sus partes estáticas antes que por las dinámicas. Así, la medicina comienza por la anatomía antes que por la fi(1841

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siología, la biología por la taxonomía antes que por la evolución, la economía por las clases sociales antes que por el proceso debido al cual los seres humanos se agrumaron en clases. Análogamente, la descripción de una máquina comienza por la especificación de sus partes, antes de pasar a cómo funciona; la semblanza de nuestra familia por quién es hijo de quién y hermano de cuál otro, antes de cómo se llevan entre sí. Eso se debe a que una descripción estática es más sencilla que la dinámica, pues requiere, por lo menos, una variable menos: el tiempo. Por esa razón, hasta hace apenas dos siglos se pensaba que el mundo siempre había sido tal como uno lo veía en ese momento. Un pintor florentino no representaba a Cristo y sus apóstoles con las ropas y enseres propios de la Galilea de hace dos mil años -pues carecía de dicha información-, sino de la Florencia que él veía hace cuatrocientos. Un poeta medieval jamás hubiera sospechado que la montaña y el río a los cuales cantaba en sus versos eran productos pasajeros de movimientos geológicos y climáticos; que hubo un pasado en el cual no existieron y que habría un futuro en el que desaparecerían. A un astrónomo del siglo xv jamás se le hubiera ocurrido pensar que al mirar el cielo estaba viendo el pasado, pues la luz tiene una velocidad finita y, para el momento en que llegaba a sus retinas, las estrellas ya se habrían desplazado o acaso extinguido. Para él, el Sol y las estrellas siempre habían estado -y seguirían estando- ahí donde él las veía. Para referirnos a esta situación, en el capítulo 19 diremos que tenían una visión del mundo basada en el equilibrio. Con el desarrollo de registros históricos hechos por varias generaciones -que da cuenta de lo sucedido a lo largo de muchos períodos históricos, geológicos y astronómicos-, el ser humano adquiere la noción de que la realidad, tal como se la ve, no es un modelo terminado, ni es una Creación hecha por un ser superior para permanecer imperturbable; asimismo, desarrolla la idea de que los animales, gente, instituciones, países, continentes, estrellas constituyen sistemas dinámicos en continuo cambio, que no son cosas sino etapas de procesos. Los conceptos de proceso y evolución surgirían en el siglo xvüi; preponderantemente en el xix con Hutton, Lamarck, Hegel, Marx, Clausius, Darwin, Freud y otros sabios que adecuaron sus disciplinas para entender situaciones dinámicas, procesos,



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no cosas inmutables. En los nuevos escenarios, en los que "La Creación" no está acabada, los pueblos y las personas se ven a sí mismos como productos históricos; como resultados de cambios que en parte dependen de lo que ellos mismos vayan haciendo (véase Blanck-Cereijido y Cereijido, La vida, el tiempo y la muerte). Todos aceptaron el cambio, pero hubo discrepancias en cuanto a su dirección: los pesimistas opinan que para mal, los optimistas que para bien, y llamaron al cambio "progreso"; los termodinamistas son progresistas en la escala humana y pesimistas en la escala cósmica.

Hegel (1770-1831) no sólo se ocupó del proceso dialéctico (tesis, antítesis y luego una síntesis más rica) sino que además puso el conocimiento filosófico en una perspectiva histórica,

como si se tratara de estados de conciencia que se van superando con el tiempo: autoconciencia --> razón -+ espíritu --* religión --> conocimiento absoluto. Para él, la historia es el relato de una aproximación a la realización del espíritu, en el que el progreso se puede medir por la mayor o menor cercanía a esa meta. Una de sus consecuencias fue buscar la verdad en el mundo material, en la naturaleza, en el proceso histórico. Para los positivistas, el progreso pasó a ser un "en sí": su

meta pasó a ser el mismo hecho de progresar, y depositaron una fe tan ciega en la ciencia del siglo xix, que llegaron a medir el progreso por el progreso de la ciencia. En nombre de ese progreso se pasó a mutilar el planeta con el trazado de vías férreas y supercarreteras, con el talado de bosques y la desecación de lagos. Algunos críticos tempranos ironizaron sobre "la piqueta del progreso" al referirse a la actitud de demoler tesoros edilicios para asentar una industria, cuyas emanaciones y desechos acababan con la flora y la fauna, además de disolver tanto esculturas como pulmones.

Se operó un cambio aun en la religión. En el catolicismo, por ejemplo, se manifestó una tendencia historicista, que el papa Pio X se vio urgido a frenar en 1907 con un enérgico decreto (Syllabus). En el contexto artístico aparecieron depura-

dores como Matisse, Mondrian y Brancusi, que serían sucedidos por el expresionismo abstracto, el cual parecía augurar que el arte iría hundiéndose con la vida hasta desaparecer. La literatura buscaba la verdad en el simbolismo evolutivo y en las es-

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tructuras que crea la mente (Rosa Beltrán, Postmodernismo ¿La modernidad revisitada?). Filosófica, social, cultural y científicamente, el hombre se propuso progresar a como diera

lugar. Marx y sus seguidores esperaban desembocar en el socialismo. Desgraciadamente, la implantación del socialismo muchas veces cayó en manos de burócratas asesinos, y aunque las monstruosas organizaciones engendradas por ellos nada tienen que ver con los ideales socialistas, los resultados están siendo manipulados por los intelectuales, sobre todo los del primer mundo, como base para asegurar que dichos modelos fracasaron (algo así como si la defensa de la teoría de la evolución y la segunda ley de la termodinámica se les hubieran encomendado a Lenin y a Jrushov). El Paraíso Humano no se ha logrado, y cientos de sectas religiosas se apresuran a proponernos en su remplazo nuevas versiones de Paraísos Divinos. A su vez, la razón científica fue encontrada culpable sólo

porque, en un momento dado, los incautos supusieron que era una varita mágica que resolvería todos los problemas y curaría todos los males. Eso ha puesto de moda quejarse de la modernidad y condenar a la ciencia. Pero lo que falló no fue la ciencia, sino los pronósticos acerca de qué se iba a hacer con ella; la modernidad no es más que una utopía fabricada con expectativas exageradas y patológicas. Los literatos tuvieron, al menos, el buen tino de llamar a esas utopías "ciencia ficción", y hasta

i maginaron unos cuantos infiernos tecnológicos. La sensibilidad de escritores como Aldous Huxley (Brave new world) y Rachel Carson (Silent spring), y de actores como Charlie Chaplin (Tiempos modernos) los llevó a expresar sus preocupaciones referentes a que los seres humanos fueran sincronizadamente integrados a máquinas, controlados por computadoras, instalados en paisajes esterilizados por desechos industriales. Pero nadie los escuchó, pues eran momentos en los que ya habían comenzado a reinar los economistas, sumos

sacerdotes de las sociedades modernas. Los grandes debates son siempre hechos por el sí o por el no, en blanco y negro; en realidad, en los grandes debates no se debate nada, sólo se puja. Por eso tengo pocas esperanzas en que hoy se entienda a quienes creyeron en el progreso, e hicieron esfuerzos por transformar el planeta de la suntuosa hacien-



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da de un noble atendida por millones de esclavos aturdidos en

el hogar de millones de habitantes, con vehículos, hospitales, medios de comunicación, máquinas y leyes laborales que de hecho llevaron la jornada humana a 8 horas diarias, permiten que un anciano no muera acarreando bolsas, redujeron drásticamente el número de lisiados por accidentes industriales, incorporaron a la mujer a la tarea humana, sacaron a los niños

limpiadores del interior de sofocantes chimeneas y quitaron cepos y grilletes a los locos.

El colapso modernista refleja el doloroso fracaso de un sueño de gente como nosotros, que creyó y trabajó sinceramente

por un ideal; no, el plan macabro de crápulas que se proponían transformar al ser humano en un tornillo, y a su hábitat en un cajón de concreto desde el que envenena con sus desechos un paisaje calcinado. Por eso, si el desencanto filosófico con el modernismo y la ciencia sirve para revisar algunas categorías'

que se tenía mal fundadas, bienvenido. Si en cambio se usa para eliminar toda validez de sentido, para descalificar al conocimiento, se está encubriendo un intento de dominación, un retorno oscurantista, cuyo análisis y comentario cae fuera del plan que nos propusimos para este texto. Por ahora nos basta con tener en cuenta que, gracias a la investigación científica moderna, más de dos terceras partes de

la gente que hoy continúa viviendo (y acaso quejándose de la ciencia) estaría muerta en las condiciones de la Edad Media, para tomar con pinzas las aseveraciones de las plañideras posmodernistas y de la gente que da por supuesto que todo sucede en el orden de lo simbólico. En los últimos años, el libro El fin de la historia y el último hombre del estadunidense Francis Fukuyama ha provocado

grandes discusiones, tanto por las opiniones que vierte como por su apología del sistema de gobierno democrático liberal, así como por la inserción del autor en los cuadros intelectualespolíticos de los Estados Unidos. Un "liberal' es alguien que respeta los derechos individuales, y una "democracia" (moderna)

es un estado en el cual el pueblo elige a su gobierno mediante el sufragio universal. Pero una democracia no es necesariamente liberal: Irán, por ejemplo, tiene elecciones regulares pero es religiosamente intolerante. En cuanto al "fin de la historia", se refiere a la creencia de Hegel de que debería ser posible

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escribir una "Historia Universal", una teoría de todo lo que ha sucedido. A su vez "el último hombre" alude a una visión de Nietzsche: la homogeneización de todos los habitantes del planeta. Por estas tierras hispanoamericanas cabría traer a colación la masificación temida en el análisis de Ortega y Gasset. Esa situación se está alcanzando a medida que los estudiantes guatemaltecos ven por televisión que los estudiantes japoneses visten como ellos, protestan como ellos y bailan como ellos; que l os obreros uruguayos observan que los obreros alemanes hacen piquetes de huelgas similares a los que hacen ellos; que las mujeres africanas y asiáticas constatan que las mexicanas l ucen plácidamente sus cuerpos en las playas sin que Dios les envíe plaga alguna, y se enteran de que no a todas las mujeres del planeta se les arranca el clítoris ritualmente. Esa homogeneización se va alcanzando a medida que los teatros para una selectísima minoría se van transformando en cines y videos en l os cuales todo el mundo puede enterarse de los dramas que ocurren en familias estadunidenses, chilenas, francesas o japonesas... aun en el caso de que se trate de estúpidas telecomedias. Esa homogeneización se avecina en la medida en que hoy una gran mayoría de los habitantes puede escuchar un concierto de Mozart en un cassette, muchísimas veces más de lo que lo oyó el propio Mozart. Hay gente que sólo ve el lado negativo de esta masificación y, en consecuencia, estorba su proceso. Pues bien, según Fukuyama, una vez que se llegue a ese grado de homogeneización, supuestamente se evitarían las controversias entre quienes tienen y quienes no, entre quienes piensan de una manera u otra. Opina que la marcha hacia ese "fin de la historia" llegará a su meta cuando todo el mapa político del globo terráqueo esté compuesto de democracias liberales, habitado por "últimos hombres"; asimismo, que la única manera de ser felices en semejante escenario, consistirá en que esas réplicas inacabables del "último hombre" encuentren ocupaciones interesantes. En fin, cabe opinar que, aun en el caso de que ésa vaya a ser la meta de la humanidad, no parece estar a la vuelta de la esquina. Pero, a pesar de que el concepto de posmodernismo viene circulando en las esferas de los artistas y humanistas desde hace unos cuarenta años; los políticos lo adoptaron de manera ostensible hace unos quince, y los científicos todavía se pregun-



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tan después de qué cosa (es decir ¿pos-qué?) se ubica el posmodernismo. De hecho, ya surgen voces que lo cuestionan. Así Frederic Jameson (Postmodernism, or the cultural logic of late capitalism) opina que se trata de una historización del propio;

modernismo. A su vez, nosotros, los subdesarrollados, tratando de colarnos en el vagón de los posmodernistas, damos un triste espectáculo: no hemos podido desarrollar un aparato científico técnico productivo eficiente, ni tenemos un marco cultural adecuado para conseguirlo; pero, por copiar esas poses posmodernistas, ya estamos facilitando el advenimiento de una incipiente oleada oscurantista con sabor a Contrarreforma. Sin embargo, la solución no parece consistir en quemar bibliotecas, museos y laboratorios y arrojarse por la ventana. Infierno por infierno, encuentro que el del primer mundo es mucho más confortable que el del tercero. Allá, los diablos tienen poder y recursos muy superiores a los de por aquí. Ellos nos aseguran que ya no creen en el progreso... pero no obstante siguen perfeccionándose, estudiando, investigando, sacándonos ventajas y recursos, tanto materiales como humanos. Sus intelectuales dicen estar convencidos de que, puesto que la Unión Soviética y la Europa del Este se han colapsado, las democracias liberales han triunfado y... ya: la historia ha terminado; pero, irónicamente, no han tenido el mismo poder de convicción con sus propios gobernantes, pues éstos siguen aferrándose a tratados sobre canales, bases militares, y penetración de empresas transnacionales, como si se propusieran durar. El periodista Blas Matamoros (Paradojas), tras analizar las enclenques bases de quienes afirman que la historia ha terminado, señala que difícilmente podríamos convencer de dicho fin a nuestros pueblos, a los hambrientos, a los enfermos crónicos, a los iletrados de la periferia mundial y, muchísimo menos, a nuestros herederos. Por eso, yo seguiría insistiendo por ahora en conocer, desarrollar y perfeccionar el aparato científico hasta donde seamos capaces, tratando de modificar nuestra cultura para darle cabida y hacerlo posible. Quienes más lamentan este colapso de las expectativas tecnocráticas son los burócratas. Burocracia deriva del francés (bureau: oficina) y, hasta no hace mucho, se refería al gobierno por medio de empleados administrativos. Hoy en cambio los empleados han dado un paso al costado (nunca atrás) y, por lo

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que observo, ahora burocracia significa "gobierno de las normas"; tal vez de las mismas normas de las que se quejaban Ellul y Lefebvre, aunque al menos ellos tenían la ventaja de saber quiénes las generaban: los gaullistas. Veamos algunos ejemplos, mediante ciertas rabietas personales: Rabieta 1. Me disponía a comprar un automóvil mitad al contado y mitad en mensualidades cuando, en la lista de las cosas que debía pagar, apareció una por concepto de averiguación de antecedentes sobre mi persona. "Si ustedes necesitan averi-

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guar sobre mí, paguen por su propia curiosidad." "Son normas", me contestaron. "Muy bien, argumenté, yo estuve averiguando sobre qué coche me conviene comprar y sobre la seriedad de su empresa. Hagamos así: yo les cobro por mis averiguaciones una

cantidad exactamente igual." "Lo siento señor, son normas" insistió el vendedor, quien de pronto creyó descubrir que yo tenía temor de que averiguaran mis antecedentes y solvencia económica, y decidió apaciguarme: "Vea, puesto que pagará la mitad al contado, le prometo que no averiguaremos nada sobre

usted. Eso sí puedo decidirlo. Pero no puedo dejar de cobrarle por la averiguación: normas son normas." Pedí entonces que me trajeran a la persona que había implantado tales normas, para poder discutir con ella mis puntos de vista. El empleado no me entendió. No compré ese coche, pero sentí que mis princi-

pios pueriles quedaban a salvo. Rabieta 2. En el aeropuerto de cierto país (no vale la pena aclarar cuál, pues todos lo hacen en estos días) se me requería que marcara en el casillero correspondiente si viajaba por placer, estudios o negocios. Como estaba viajando a un congreso, me pareció que la planilla no consideraba mi caso. No marqué nada... razón por la cual se me hizo a un costado y sólo se me atendió una hora después, cuando se hubo marchado hasta el último pasajero, momento en el cual el oficial marcó "negocios". Rabieta 3. Una burócrata requirió que escribiera en su planilla el nombre del jefe de mi familia. "En mi familia no hay jefes", expliqué. "No importa, ponga su nombre... o el de su esposa", agregó con sorna. "Va en contra de mis principios", me negué. Salvé mis principios, pero no obtuve el seguro que esta-

ba gestionando. Mis amigos me explican que no gano nada con enfurru-



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ñarme, que me hago mala sangre y no consigo otra cosa que perjudicarme, pues "son normas establecidas". De modo que no parece quedarme otra alternativa que entrar por los bretes burocráticos y aceptar una relación asimétrica, en la cual no puedo argumentar, pues el burócrata que me enfrenta no está en condiciones de decidir absolutamente nada. Él y yo estamos atrapados por las normas.

El filósofo vasco Nicanor Ursúa, analista de las consecuencias éticas de la ciencia y sus actividades asociadas, encuentra que hubo una instancia en la cual se buscaba que la computación pudiera facilitar a la tarea humana; además, una segunda, la actual, en que se invierte el proceso y se modifica la tarea humana para que cumpla con las necesidades de la computación. La computadora ya no es vista como una especie de cerebro de segunda categoría, sino que los humanos hemos pa-

sado a ser computadoras de segunda. Ursúa entiende que esas tendencias son partes de un proceso más amplio por el cual el hombre-máquina (antes se quería que cumpliera una función) está siendo suplantado por el hombre sintético (ahora se quiere que tenga una estructura determinada). Ursúa aún trepida al recordar una exposición industrial efectuada en Chicago, que exhibía ufanamente el lema "La Ciencia descubre, la Industria hace, el Hombre se conforma"; pero uno teme que la palabra "conforma" pronto pueda ser remplazada por "resigna" o "desaparece".

Sin embargo, como hemos discutido en un capítulo anterior, nosotros los investigadores, incluso en nuestra profesión, seguimos insistiendo en evalúos y catalogaciones de número de artículos originales, número de artículos de divulgación, número de capítulos, de cursos impartidos, de citas bibliográficas, de graduados, etcétera, para introducir normas que puedan ser procesadas por computadoras operadas por burócratas, que eliminen el "error humano". Lo malo es que con el error se elimina también lo humano. Pero, como se suele explicar, son normas, y resulta imposible discutir con una norma. Al tratar de poner en práctica una tecnocracia los científicos hemos fallado, pero los burócratas, provistos ahora de computadoras, lo siguen intentando; para ello exigen que marquemos las cruces correspondientes, nuestras cruces, en las planillas que nos dan.

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Que los científicos no puedan establecer un gobierno tecno-

crático no descarta que haya aspectos cruciales del Estado, cuyo manejo les concierne de dos maneras: a] porque no se pueden manejar sin su participación, y b] porque el asunto que se intenta manejar es la misma investigación. Hay, por así decir, una doble política científica. Veamos: Política científica 1. Asuntos del Estado que no se pueden manejar sin la participación de los científicos. En realidad, ya casi no quedan aspectos que se puedan manejar sin contar con un altísimo nivel de conocimiento. Pero, en algunos asuntos, la participación directa de los científicos resulta más crucial aún. Winston Churchill, por ejemplo, llegó a amenazar a los científicos británicos con adoptar medidas represivas si no acataban dócilmente y aplicaban sin chistar las decisiones que él tomaba en relación con la energía atómica. Algunos países crearon campos de concentración de lujo para sus investigadores, a quienes les averiguaban los antecedentes políticos y los de sus parientes, les restringían los viajes, les filtraban la correspondencia, las llamadas telefónicas, las

visitas, etcétera. Se trata de asuntos de alta técnica, en los que la participación de los científicos no sólo se necesita para poner en práctica una solución conocida; sino también porque involucra aspectos que aún son tema de investigación, tales como el uso de energía atómica, el empleo de recombinación genética, y el ensayo de nuevos medicamentos. En estos casos, la diferencia entre primer y tercer mundo es notable. Los gobiernos del primero están muy acostumbrados a guiarse por el consejo de sus compatriotas científicos, y la mayoría de sus investigadores concuerda con las políticas científicas del gobierno (porque en el fondo fueron generadas por colegas suyos que ellos respetan). En cambio, el tercero no tiene esos problemas; si los tiene no los reconoce, y si los reconoce consulta al primero. Política científica 2. Manejo de la investigación. Los gobiernos se reservan el derecho de designar en todas sus ramas a funcionarios de su confianza. En realidad, tienen la ineludible responsabilidad de hacerlo. Pero sucede que, salvo en honrosas excepciones, en el tercer mundo, a diferencia del primero, los investigadores no son personas de confianza para los gobiernos. Sus asociaciones profesionales, a pesar de agrupar a lo más



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granado de los especialistas locales, jamás son consultadas para resolver asuntos científicos. Pocas veces un ministro de Salud pide al presidente de la Academia de Medicina que pro mueva la discusión de determinado asunto en el seno de su membresía. De hacerlo, enfrenta el riesgo de descerrajar una guerra de declaraciones irreconciliables; o bien, con exigencias de comenzar de inmediato, ineludiblemente, con la revolución social y todo resulta en un ocioso bochinche. Incluso cuando esos gobiernos convocan a sus científicos más notables para integrar juntas consultivas, los incitan a deliberar sobre tópicos tan generales, que naufragan en un mar de declaraciones triviales y expresiones de buenos deseos tan inoperantes como "se debe desarrollar la ciencia, progresar, formar recursos huma- ' nos..." Una vez que los sabios declaran dichas vacuidades, se marchan satisfechos a sus casas mascullando: "¡Ahora sí que dijimos las cosas como son!", "había que dejar en claro nuestra posición". Por su parte los gobernantes se convencen: "No hay como convocar a los sabios para escuchar verdades." Pero el resto de la comunidad opina: "Caramba, me parece que esas cosas ya las había leído en algun papelito que saqué de las galletitas de la suerte en un restaurante chino:" Es común que los gobiernos tercermundistas prefieran pagar costosas y tendenciosas consultorías a empresas extranjeras. La mayoría de los gobiernos del tercer mundo ni siquiera escucha a sus investigadores cuando se trata de elegir jefes y directores de sus propias instituciones científicas; incluso llegan a vetar a ciertos candidatos por el solo hecho de haber surgido de exploraciones y tanteos de opinión en el seno de la comunidad científica, pues no quieren mellar su tradición verticalista que, antes que criterios y opiniones, requiere sumisión y temor, como si se tratara de Yahveh. En los regímenes más autoritarios, la mera sugerencia de nombres resulta ofensiva. El argumento que usan dichos gobiernos es muy sencillo: "Nosotros fuimos elegidos mayoritariamente en la urnas para administrar el país, ¿por qué habríamos de delegar esa responsabilidad en la comunidad científica?" En resumen: la ciencia es un instrumento de progreso. Los países capitalistas hoy se quejan a dúo con las instituciones religiosas, que llevan siglos haciéndolo. Antes de decidir si nos sumamos a ellos para integrar up trío, convendría que nos ha-

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gamos nuestra propia idea de ciencia y progreso; sobre todo, que analicemos si la única manera de hacer ciencia y de progresar es la que diseñaron ellos y que ahora los tiene tan preocupados.



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16. LA CIENCIA RECHAZADA

En los primeros capítulos expusimos nuestra opinión acerca del papel del conocimiento en la humanización de los primeros hominídeos y en el desarrollo de sus culturas; asimismo, nos referimos a los mitos y a los modelos teológicos que el ser humano genera para entender su origen, el del universo, su destino, lo que debe hacer en cada momento con las cosechas, la caza, el sexo opuesto. Desde dicho punto de vista, las religiones y la ciencia tienen un papel adaptativo, pues ayudan al ser humano a sobrevivir en un mayor número de situaciones; así, prolongan en el plano de la cultura las propiedades biológicas de ver, oír, olfatear, regular la temperatura, conservar el estado de hidratación corporal, etcétera. Tanto los modelos religiosos como los científicos son generados por el ser humano, tienen esencialmente el mismo propósito y guardan cierto parentesco, pues comparten su genealogía; no obstante presentan diferencias fundamentales. A los modelos científicos se les exige una doble coherencia: una rígida lógica interna y una concordancia con la realidad. Así, un modelo puede ser desechado aun antes de someterlo a prueba, porque se le advierten contradicciones internas; en cambio el ajedrez tiene una apabullante lógica interna... pero los caballos de carne y hueso no se mueven dos tantos para adelante y uno hacia el costado ni los obispos caminan de perfil como los alfiles, de modo que fallarían como modelos de realidad. Si alguien suma con una calculadora el dinero que tiene consigo, en casa y en el banco, y constata que el resultado discrepa con la realidad, hace pruebas para averiguar el estado funcional del aparato y, de comprobar que falla irremisiblemente, puede llegar a tirarlo a la basura. Basta una incoherencia para desechar 17 un teorema; basta una violación para derrumbar un principio Cuando Einstein decidió no regresar a la Alemania de Hitler y radicarse en Estados Unidos, los periódicos nazis anunciaron: "Buenas noticias de Einstein: no regresará." Luego se publicó un libro, Cien autores refutan a Einstein. En17

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(aunque aquí Kuhn diría que se lo conservará hasta tener un paradigma mejor). Esa misma persona, tan inflexible en el ámbito de la ciencia, en cambio insistiría en que la medallita con el símbolo de Capricornio que lleva colgada del cuello y la estampita en la cabecera de su cama le traen buena suerte, aunque se hubiera fracturado una pierna, chocado su automóvil o perdido su billetera. Tampoco nos resulta contradictorio que en los documentales sobre mutilados de guerra, éstos agradezcan la "infinita bondad" del Señor, de quien, al mismo tiempo, aceptan que es todopoderoso y que podría evitarles esos sufrimientos con sólo desearlo; ni oír a sacerdotes que aseguran a los cancerosos, a quienes perdieron su casa en un terremoto, a quienes quedaron ciegos en un incencio, a las mujeres violadas, a los desterrados, que "Dios es amor", que "Dios es sabio y todopoderoso'; incluso no les choca a esos sacerdotes que este ser amante, sabio y poderoso no tienda su mano y, por el contrario, contemple impávido que esas personas sufran cánceres, inundaciones, quemaduras, violaciones y destierros, pues a los modelos sagrados no se les exige coherencia y pruebas de vali-

dación, como a los científicos. Habitualmente, cuando dos equipos de científicos advierten que sus resultados discrepan, recurren a intercambiarse muestras de sustancias, lotes de células, virus, minerales o se encuentran para discutir, revisar cálculos, comparar los instrumentos de medida que han usado. Por el contrario, cuando se encuentran dos religiones, combaten, tratan de extinguirse mutuamente, y persiguen a los feligreses de otras creencias. No por nada el ensayista y escritor George Bernard Shaw aconse-

jaba: "¡Cuidado con el hombre cuyo dios está en los cielos!" ¿Qué sucede entonces cuando los modelos explicativos religiosos y científicos entran en conflicto, afirman cosas que se contraponen, requieren que nuestras prácticas culturales y nuestras vidas sigan caminos que divergen abruptamente? En primer lugar, de entrada conviene advertir que todo avance científico, técnico o estético tiene, a corto o a largo plazo, una profunda influencia en nuestra vida diaria. Gutenberg cambió irreversiblemente a la sociedad al introducir la imterado, el científico comentó: "¿Para qué cien? Si yo estuviera equivocado, con uno sería suficiente."



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LA CIENCIA RECHAZADA

prenta aunque, en su época, apenas el uno o dos por ciento de los europeos sabía leer y, por lo tanto, casi todos eran analfabetos; irónicamente, este hecho se usó como argumento para desestimar la utilidad de producir textos en grandes cantidades. La invención de la fotografla ha hecho que tanto el pintor como el observador pierdan interés en el parecido de los retratos, o en la belleza del paisaje como paisaje en sí; además, que lo transfieran a órdenes estéticos más profundos, más ricos, que incluso permiten una mejor apreciación de antiguas obras figurativas. Los historiadores suelen encontrar abundantes ejemplos de los cambios que ocasionó en el destino de los pueblos el hecho de que sus vecinos de pronto se adelantaran en la navegación, o en la fabricación del acero, o en el uso de la pólvora; también nos demuestran que pueblos enteros se desbarataron porque en un país remoto alguien desarrolló una fibra sintética, un transistor, un fertilizante o una forma de hacer cinematografía hasta entonces desconocidos. Análogamente, los estudios astronómicos, geológicos, biológicos, hechos por oscuros sabios en la soledad de sus gabinetes, han terminado por minar los credos de sociedades y generaciones. En segundo lugar, para tener una idea de lo que sucede cuando la ciencia y la religión brindan explicaciones dispares, no hace falta otra cosa que analizar la historia de la humanidad; no haremos aquí dicho análisis, pero sí diremos que en alguna medida ha violentado el sentimiento místico del ser humano. Se ha analizado y debatido mucho sobre este sentimiento; teorías no faltan, pero son muy pocas las personas a quienes las explicaciones racionales que brinda la ciencia han dejado íntimamente satisfechas. Frustración que puede dar cuenta de esa dicotomía que tiene una buena parte de la comunidad científica, consistente en aceptar la razón pero seguir sujeta a atavismos supersticiosos. Para decirlo sin ambages: la ciencia es rechazada. Contrariamente a lo que sucede con la justicia humana, en la que alguien es inocente mientras no se demuestre lo contrario, la ciencia es culpable hasta que no demuestre lo contrario... y a veces lo sigue siendo aunque pruebe que tiene razón. No resulta extraño entonces que, a pesar de las seguridades y comodidades que brinda, a pesar de la transparencia, coherencia y constatabilidad dé sus modelos, a pesar de su

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democracia interna (en el sentido de que, si está en lo correcto, cualquiera que pruebe o refute pasa a "tener razón"), la ciencia muchas veces sea rechazada. Ese repudio es ejercido por quienes advierten que los desarrollos científicos van en vías de pulverizarles las creencias sobre las que basan su sosiego espiritual, o las leyes y prebendas en que asientan sus comodidades y poderes politicos. Vamos a ocuparnos de estos rechazos. al El rechazo místico. Paradójicamente, esa ciencia que nos apacigua con sus explicaciones y nos brinda seguridad, salud y comodidad, tiende a convencernos de que los seres humanos no tenemos la importancia atribuida por las grandes religiones: la ciencia nos dice que no hemos sido creados a imagen y semejanza de un dios, sino como consecuencia de una evolución biológica casi fortuita; no somos el centro del Universo; nuestra muerte no parece ser el umbral de la gloria eterna, sino la desaparición lisa y llana de un fenotipo vulgar entre tantos otros. Justamente, MacFarlane Burnet sostiene que tal vez el problema humano más importante es la actual remoción de todo apoyo científico y filosófico a la creencia de la persistencia personal después de la muerte. Steven Weinberg lo expresa más dramáticamente: "Cuanto más se comprende el Universo, menos sentido se le ve." 18 Miguel de Unamuno (Del sentimiento trágico de la vida) señala la existencia de una lucha entre lo que el mundo es, según nos lo muestra la razón científica moderna, y lo que queremos que sea, según la fe de nuestra religión. Leyendo esa frase uno corre el riesgo de presuponer que, mientras la ciencia se asienta en descarnados principios y se maneja con lógica flemática, nuestras religiones son un dechado de virtudes y buenas intenciones. Pero, ¿son en verdad tan sacrosantos los principios éticos que supuestamente guían a nuestras religiones? De acuerdo con la Biblia, el dios que se adora de modo predominante (y a veces oficialmente) en Latinoamérica ha dicho: "Cíñase cada hombre su espada al costado; pase y vuelva a pasar de puerta en puerta por todo el campamento, y mate cada uno a su hermano, a su amigo, a su pariente" (Ex 32, 27); "Al grande le aumentaréis la herencia y al pequeño se la reduci18

The more the universe seems comprehensible, the more it also seems

pointless.



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réis" (Nm 33); "Vale más maldad de hombre que bondad de mujer." (Eclesiástico 42, 14). Los mismos sacerdotes cristianos encuentran sumamente difícil guiar a sus feligreses por dichas normas que, de pertenecer a otra religión, tal vez encontrarían inmorales y repulsivas. Así, John Shelby Spong (Rescuing the Bible from fudamentalism) comenta: "No creo en un Dios que quiso que Jesús sufriera por mis pecados. No creo en un Dios cuya necesidad interna de justicia se satisface cuando su hijo es clavado en una cruz." Opina J.F. Revel que la civilización occidental gira alrede-

dor del conocimiento, y que todas las demás civilizaciones giran alrededor de la occidental. La descripción parece adecuada para la historia de los últimos tres o cuatro siglos, pero no obstante olvida un componente importante de ese eje de giro: el cristianismo. Nos parece pertinente agregarlo, porque es esa religión la que más ha interactuado (para decirlo con un eufemismo) con la ciencia a lo largo de la historia; asimismo, es la que más influencia tuvo y tiene en la educación y el desarrollo (o falta de desarrollo) en nuestro subcontinente.

Se trata de una interacción de larga data, que arranca de un período que, con un alto grado de elasticidad descriptiva, podríamos llamar "teosófico". Como hemos tratado de resumir

en los primeros capítulos, hace unos 2 600 años, allá en Milesia, comienza un esfuerzo por dar explicaciones que no invoquen poderes sobrenaturales. Eso no quiere decir que los sabios griegos fueran necesariamente laicos, pero sí que quisieron ver hasta dónde podían entender basándose en la lógica que, en ese momento, ellos mismos estaban inventando. Ellos no serían laicos, pero la disciplina que fueron desarrollando sí. Los griegos clasificaron los diversos tipos de conocimiento. Llamaron gnosis al conocimiento (esotérico) que, de acuerdo

con quienes así lo creen, es revelado por Dios; episteme, al conocimiento adquirido por aprendizaje u observación empírica; sofía, a la sabiduría, y pistis, a la fe tal como la concibieron por ejemplo los cristianos ortodoxos. Cada uno de esos criterios dio

origen a posiciones diversas (gnósticos, filósofos, iluministas, etcétera) que tuvieron sus propios desarrollos -que aceptaron o desecharon fuerzas suprasensibles y sobrenaturales-, de los cuales no nos ocuparemos aquí: Uno de los campos que resultarán de ese increíble desarro-

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llo racional comenzado por los milesios, se va expandiendo y expandiendo hasta convertirse en nuestra ciencia de hoy en día. Y aquí se plantea un asunto difícil, puesto que si bien para muchos pensadores, como por ejemplo para Julien Offroy de La Mettrie (1709-1751), autor de L'homme-machine, el estudio de la naturaleza hace al hombre no creyente; para otros, como Robert Boyle (1627-1691, el de la ley de los gases), el estudio de los maravillosos mecanismos de la naturaleza los hace creyentes, pues descubren la obra de un ser increíblemente inteligente. Así, René Descartes declaraba que él no hacía más que descubrir las leyes con que Dios había ordenado la naturaleza, e Isaac Newton opinaba que la regulación del Sistema Solar presupone el "consejo y dominio de un ser inteligente y pode-

roso". Al comentar en un capítulo anterior el proceso de inducción, por el cual extrapolamos lo aprendido en diez ratas a todas las ratas del Universo habidas y por haber, decíamos que se basa en la suposición de que la naturaleza es homogénea; suposición por la cual creemos que las propiedades de un átomo de hidrógeno que hoy observamos en la Tierra, también valen para otro ubicado en una estrella hace dos millones de años. Contrastemos esta situación cotidiana en la ciencia, con la que debió afrontar el geólogo Charles Lyell, cuando argumentó que los procesos geológicos que estaba estudiando se habían llevado a cabo a lo largo de millones y millones de años, y no en los cuatro mil que según el Génesis bíblico tiene el Universo: le objetaron que, en el pasado, las fuerzas operantes podrían haber sido mucho más poderosas y veloces. Curiosamente, mil quinientos años antes, el mismísimo san Agustín había opinado que los "días" del Génesis no deberían ser tomados literalmente. Otro de los confundidos fue el famoso taxonomista sueco Carolus Linnaeus (1707-1778), pues después de clasificar tantas especies, se planteó cómo habrían podido caber

en el Arca de Noé. Con todo, las disciplinas científicas se fueron expandiendo incesantemente y fueron desplazando a los dioses, que se resignaron a vivir aplastados en los delgaditos intersticios de oscuri-

dad que quedan entre ellas. Pero si bien los dioses parecen resignarse, sus sacerdotes no, y la relación ciencia/religión habría de ser hostil a lo largo de toda la historia.



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Para bosquejar los aspectos de esa relación que puedan tener interés en este libro, tal vez convenga comenzar por el segundo siglo de nuestra era, cuando algunos cristianos denunciaban la filosofía como fuente de herejía; cuando otros, en cambio, intentaban usarla para fundar su visión del mundo y fortalecer su fe. Entre los primeros destaca Tertulliano de Cartago, la ciudad más importante del Imperio romano después de Roma, que hizo su famosa pregunta-objeción: "¡Qué tiene que ver Atenas con Jerusalén!"; es decir, intentaba mantener separados el racionalismo nacido en Grecia, del cristianismo nacido en Israel. Esta corriente no nos interesa aquí. En cambio, Justino Mártir, el filósofo nacido en Flavia Neapolis (en la zona de la actual Jordania que ocupa Israel) hacia el año 100 y muerto en el martirio ca 168, trata de hacer compatibles la filosofía

griega en la que él era especialista, con el naciente cristianismo, que él acababa de adoptar. Así, comienza a gestarse el llamado cristianismo platónico, que los pensadores cristianos enriquecen con conceptos tomados del neoplatonismo, elaborado entre otros por Plotino en el siglo ni. Para los neoplatónicos, el Uno trascendente brota del espíritu o mente (autoconsciente)

de cada individuo. A su vez, el universo emana del Uno, cual si éste fuera una especie de faro, cuya luz se va debilitando con la distancia. De esa mente deriva el alma, que hace de intermediaria entre la esfera del espíritu y la esfera de los sentidos. La materia informe es, para los neoplatónicos, el producto más bajo de esa Suprema Unidad, el más alejado, el que sólo recibe muy débilmente la luz que emana del Uno y es, por lo tanto, el dominio potencial del Mal.

San Agustín (354-430), que llegó a ser obispo de su natal Hipona, en la Argelia actual, se incorpora a esa corriente filosófica; pero le hace importantes desarrollos propios, hasta convertirla en una teología, que él juzga distinta de la filosofía. Para comenzar, no se contenta con el concepto neoplatónico de que Dios "emana" (un tanto involuntariamente) y que su luz, al alejarse, se va debilitando con la distancia hasta que, al llegar a la materia, deja lugar para una oscuridad en la que impere el Mal. Para él, Dios tiene una voluntad, creó todo el Universo porque así lo quiso y como creó todo, sin que se le haya escapado nada y su bondad es infinita, no puede haber creado el Mal. No obstante, aunque en la materino impere el Mal, en su sis-

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tema teológico, lo material sigue ocupando un lugar bajo y des-

preciable. Acepta que cada individuo que reflexiona no hace la Verdad, sino que la encuentra. Pero no todos la encuentran, sino que en un momento dado Dios se la ofrece, lo inspira, le otorga "la gracia", y es un asunto particular de cada individuo sentirla y aceptarla o no. A un científico actual dicho ofrecimiento le resulta un tanto paradójico, pues san Agustín asevera que Dios ya sabe de antemano la forma en la que cada persona ha de responder, de modo que su destino parece estar entonces predeterminado. De las ideas de san Agustín queremos resaltar aquí el siguiente aspecto: para él, Dios no se limitó a crear al mundo, sino que sigue actuando, interviniendo, otorgando gracias, haciendo revelaciones. La importancia histórica de san Agustín consiste en haber vertebrado la teología europea durante muchos siglos. Otro titán del pensamiento escolástico fue Boecio, nacido en Roma hacia el año 480, traductor del Organon de Aristóteles y administrador de la casa de Teodorico, rey Ostrogodo; lo ejecutaron bajo la acusación de traición y ejercicio de la magia, probablemente en Pavía hacia el 524. Mientras que para san Agustín la filosofía debe ser sirvienta de la fe, Boecio expresó tal convicción en la conjunción fe/razón, que trató de aplicar la lógica aristotélica para resolver problemas teológicos complejos, e inspiró directa o indirectamente a otros pensadores; entre éstos destaca Anselmo de Canterbury (10331109), autor del célebre Argumento Ontológico de la existencia

de Dios, un intento de probar la existencia de Dios sin acudir a la autoridad de la Biblia. El interés de un investigador actual en el pensamiento de aquellos teólogos es doble: por un lado, ver qué fue pasando entre ciencia y religión, que pueda iluminar ciertas actitudes actuales; por otro, ver cómo se fue depurando la manera de conocer que tenemos los científicos de hoy en día, pues así como estamos tratando de entender cómo se

conoce en el campo de la ciencia, lo que estaba en juego en el pensamiento de san Agustín, Boecio, san Anselmo, Peter Abelard, Bernard de Clairvaux y santo Tomás (vide infra), es ¿cómo hace uno para conocer en el reino de la teología? Llegamos así a la Europa de los siglos xi a xmmm, que se tambalea en un misticismo supersticioso y una cultura alucinada, llena de milagros, brujerías, videntes y místicos, con sus cielos,



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sus mares, sus bosques y sus cavernas poblados de sospechosos cometas, dragones, unicornios, arpías, grifos, uroboros, zaratanes, catoblepas, gnomos y gigantes fabulosos; una Europa infectada de maleantes, transitada por turbas mugrientas de leprosos, flagelantes y mendigos; una Europa en una situación más terrible que la del tercer mundo actual (aquí te sería muy instructivo y agradable consultar A distant mirror, el libro de Barbara W. Tuchman). En dicho escenario no tenía mucho sentido desarrollar una ciencia para estudiar la realidad pues, en primer lugar, la conducta del universo no se rige exclusivamente por leyes físicas, sino que también obedece a los milagros y a la voluntad divina; en segundo lugar, si a Dios le gustara que alguien tuviera esos conocimientos, ya se ocuparía de revelárselos. De modo que hacia el siglo xin, los europeos eran los subdesarrollados; eran una especie de tercer mundo que menosprecia la razón, en un planeta en el que el primer mundo era el Islam.

También la relación entre el Islam y el mundo cristiano de entonces semeja la que hoy tienen el primer y el tercer mundo -muchos latinoamericanos la consideran irreversible y desahuciada-, pues los árabes, además de un know how superior, cuyo i mpacto en el mundo cristiano ya mencionamos en el capítulo 4, desarrollaron un conocimiento aristotélico que, al decir de los historiadores,. estaba a punto de descalabrar a Europa. El aristotelista más prominente fue Averroes, un sabio bereber nacido en Andalucía. Para el tema que estamos discutiendo, tal vez el punto más importante es que Averroes, como antes Platón, por así decir, sacó a Dios de la escena. Para este musulmán, Dios creó la naturaleza, le dio un ordenamiento físico y estableció leyes matemáticas... y de ahí en más lo dejó funcionar en libertad, se abstuvo de interferirlo con revelaciones o milagros y no intervino más. Para él, un pensador inteligente puede encontrar y describir esos órdenes sin preocuparse por incluir variables místicas, y sin temor de intromisiones divinas ni diabólicas.

Ya el mismo Aristóteles había comenzado a usar la razón para ordenar intelectualmente la realidad, clasificando los animales, las piedras, los sistemas políticos. El Islam, al retomar a Aristóteles, al despojar a la réalidad de dioses y demonios, al hacer hincapié en la idea de unidad de la naturaleza (esta

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unidad habría de ser una especie de progenitora de la unidad sistemática del conocimiento científico), al encargar el estudio de esa realidad a la razón, ese Islam da un paso gigantesco hacia la ciencia moderna. Claro que aún se estaba muy lejos de pasar a hacer preguntas a esa naturaleza; es decir, de llegar a estudiarla experimentalmente. Es interesante que Averroes, como antes lo había hecho su correligionario Avicena, acepta la existencia de profetas, pero no como personas que reciben un mensaje celestial, una ayudita o una interferencia divina en su pensamiento; más bien, como sabios inteligentes e intuitivos que pueden prever el futuro, de una manera similar a la que hoy caracteriza a los líderes de la ciencia y a los grandes esta-

distas. La Iglesia del siglo xiii vio en esa corriente aristotélica la posibilidad de acabar con la alucinación medieval, así como de evitar de paso que el avance de la razón aplastara la fe y con ello al cristianismo. De hecho, los europeos ya habían comenzado a gozar de las ventajas de pensar y producir "al estilo islámico", de manera que, o bien la Iglesia se apresuraba a aggior-

narse y ponerse al frente de quienes ya estaban yendo hacia otro lado y "liderarlos", o sería relegada a un costado como mero emporio de la superstición frenadora. Es en ese momento que aparece Tomás (1224-1274) -el monje dominico nacido en Roccasecca, hijo de Landolfo, conde de Aquino-, que adopta el aristotelismo de Averroes casi en su totalidad. Para Tomás, la razón no está en conflicto con la fe (de modo que se pueden aprovechar sus ventajas), pero no puede entenderlo todo (de modo que debe operar dentro de la fe). Su posición lo enfrenta con los teólogos tradicionalistas y, sobre todo, con Buenaventura (1217-1274), un monje franciscano que

difícilmente podría haber aceptado que, un siglo antes, el fundador de su orden, san Francisco de Asís, no había conversado con pájaros y lobos. El choque entre ambos pensadores culmina en una discusión ocurrida en Nápoles; la Iglesia adopta la posición de Tomás de Aquino y, para oficializarlo, lo canoniza el 18 de julio de 1323; luego con desbordante júbilo lo declara Doctor de la Iglesia en 1567, y lo llama "Doctor Angelicus" y "Lumen

Ecclesiae"... pero también santifica a Buenaventura. Con santo Tomás de Aquino, la Iglesia pone a su doctrina en concordancia con el cielo y con la tierra. Más aún: la Luna



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gira alrededor de la Tierra, es influida por ésta... y por lo tanto no es muy "celestial" que digamos, de manera que la Iglesia le concede a la ciencia un ámbito preciso: de la Luna para abajo; de la Luna para arriba rige exclusivamente la teología. Ya a cargo de la fe y también de la razón, la Iglesia promueve la creación de universidades a lo largo y a lo ancho de toda Europa y a sus profesores los nombra el Papa. Esas universidades, la mayoría de las cuales llegan gloriosamente a la época actual, tenían una característica notable, de la que desgraciadamente no gozan hoy en día: sus profesores no se restringen a una universidad en particular (a la de Bolonia, París, Oxford, Praga), sino que cada uno es profesor de todas ellas, y se desplaza de una a otra para instruirse y discutir sus argumentos (ius

ubique docendi).

El uso de la razón dentro de la fe le dio a la Iglesia un enorme poderío. Provista de la doctrina de santo Tomás, confiaba en que por fin le había puesto un arnés a la razón y podría manejarla. Pero el caballo se le habría de desbocar, pues a la larga el uso de la razón generó conflictos que la Iglesia no habría de superar jamás. La Iglesia desobedeció la advertencia bíblica de Yahveh de no comer del Árbol del Conocimiento... y así le fue. Ilustraremos este tipo de conflictos con un ejemplo harto conocido: el del heliocentrismo. A lo largo de toda la historia, la cronología cósmica estuvo íntimamente relacionada con las concepciones mitológicas, y los sacerdotes han recurrido a la observación del cielo para determinar las fechas exactas en las que se deben celebrar las fiestas. Mayor precisión siempre ha requerido mejor conocimiento de la naturaleza y se interpretó como mejor relación con los dioses. Como todas las religiones, el cristianismo buscó desarrollar entonces el mejor calendario posible y, en el Concilio de Nicea, celebrado en el año 325, determinó la fecha en que se debe celebrar la pascua, tanto en el Santo Imperio Romano Oriental como en el Occidental. Pero, desde luego, los calendarios humanos tienen sus discrepancias con la mecánica cósmica; año tras año los errores se acumulan y fuerzan a efectuar nuevas observaciones y cálculos (véase Blanck-Cereijido y Cereijido, La vida, el tiempo y la muerte). Como ahora la Iglesia estaba a cargo de la fe y de la razón, reunió a grandes astrónomos en sucesivas comisiones, hasta que el 24 de febrero

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de 1582, Ugo Buoncompagni da Bologna, quien ocupó el papado con el nombre de Gregorio XIII, aceptó las conclusiones de la comisión reunida en la villa papal de Mondragone, cerca de Frascati; entonces, introdujo por fin el calendario que usamos hasta hoy y que llamamos gregoriano en su honor, para lo cual tuvo que omitir diez días (del 5 al 14 de octubre de 1582) e introducir una nueva regla para los años bisiestos. Sin embargo, la puesta en vigor de este calendario se fue retrasando, pues los estudios y consideraciones astronómicas de las comisiones de sabios minaban la doctrina según la cual la Tierra es el centro

del Universo. La evidencia científica de que la Tierra gira alrededor del Sol contradijo la concepción bíblica, de acuerdo con la cual la Tierra ocupa el centro del Universo, y el Sol y la Luna giran a su alrededor. Pero como se trataba de correlaciones y argumentos matemáticos, la Iglesia aceptó sin mucha preocupación los desarrollos de Copérnico, Kepler y Galileo. Pero en cambio consideró una blasfemia que este último sostuviera que el estudio de toda la realidad es patrimonio de la ciencia, y que cuando las evidencias científicas discrepan con las concepciones bíblicas, éstas deben tomarse como meras alegorías. El hecho de que además Galileo perfeccionara el telescopio (lo llevó hasta 32 aumentos) y se pusiera a estudiar el Sol y las estrellas, colmó la medida. El telescopio fue tildado de "instrumento diabólico", pues con él la razón pretendía estudiar científicamente los cielos situados por encima de la Luna. Cuando Newton propuso que el Sol, la Tierra y todos los planetas se influyen gravitatoriamente, es decir, que el cielo también obedece a leyes de la despreciada materia, el conflicto estalló en toda su gravedad. La Iglesia pasó a oponerse a la libertad científica. En un esfuerzo por conservar sus esquemas explicativos fue incluyendo en su Index Librorum Prohibitorum, las obras de los sabios que fundan nuestra ciencia actual. Si acaso los modelos científicos resultaban exitosos y la historia seguía su curso sin prestar oídos a las protestas eclesiásticas, la Iglesia relajaba sus puntos de vista y hacía reacomodos interpretativos. Así, las ideas que Darwin plantea en su Origen de las especies siguieron desarrollándose, y luego nacieron la genética y la biología molecular, como si el Index y el mismísimo Génesis bíblico no



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existieran, lo cual por supuesto no quita que siga habiendo grupos creacionistas.

Es como si los científicos, renunciando provisoriamente a una totalidad sistematizadora, concedieran: "Muy bien, el Sol y la Luna pueden ser deidades para quienes así lo crean... pero permitidnos estudiar sus regularidades." Trataron de apaciguar a la Iglesia y al Estado aseverándoles que, si bien la ciencia persigue la verdad, es absolutamente neutra en todo lo que concierne a valores, a moralidad y a intereses mundanos (Robert N. Proctor, Value-free science? Purity and power in modern knowledge). La ciencia de aquel entonces podía hacer esta aseveración con toda comodidad, pues aunque la experimentación ya había hecho su entrada al mundo de la investigación, las ideas platónicas de separación entre la teoría y la práctica no habían perdido toda su vigencia.

Pero no todos los pensadores que discreparon gozaron de la inmunidad que protegió a Darwin. Creo que si le preguntara a diez universitarios quién fue Cyrano de Bergerac, al menos nueve responderían que fue el espadachín pendenciero, enamorado, narigón y vergonzoso de la obra de Edmond Rostand, lo cual es rigurosamente cierto. Pero pocos recuerdan o saben que Rostand se inspiró en el discípulo del filósofo y matemático Pierre Gassendi, Savinien Cyrano de Bergerac, que en el siglo xvii había escrito obras de divulgación científica, algunas de las cuales bien podrían considerarse de ciencia-ficción (por ejemplo, uno de sus libros, Histoire comique des états et empires de la Lune, versa sobre el viaje a la Luna y al Sol). Aunque su propósito principal sea la crítica social, Cyrano se atrevió con temas tan visionarios como la teoría atómica y los fonógrafos pero, como el blanco central de sus ataques fueron la autoridad y la religión, no menos de diez ediciones consecutivas de sus obras fueron sistemáticamente destruidas y muchas se han perdido para siempre. La quema de la Biblioteca de Alejandría y la clausura de la Escuela Neoplatónica de Atenas por Justiniano en 529, así como la suerte corrida por Aristóteles, Ovidio, Dante, Maquiavelo, Tomás Moro y Benvenuto Cellini, son ya ejemplos harto divulgados' de que la razón no siempre es bienvenida. Mientras tanto, la razón ng ha aceptado ser limitada y confinada dentro de la fe, sino que se ha seguido perfeccionando,

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teros para usar como combustibles en las minas o como durmientes en sus vías férreas, los tercermundistas nos hemos puesto a destruir selvas para plantar algún vegetal comestible; no entienden que nuestra reticencia a morirnos de hambre ahora implicará que dentro de cinco generaciones no sólo nosotros sino también los primermundistas van a fenecer asfixiados. d] El primer mundo acaba de descubrir que las industrias que enviaron a radicarse en el tercero, porque allá tajaban el mapa con caminos y oleoductos, mutilaban sus paisajes, acababan con sus ríos, lagos, faunas y floras, e intoxicaban a sus habitantes con ozono, plomo, sulfuros, pesticidas, detergentes y radiactivos, están produciendo aquí un fenómeno similar. Y no es que les preocupe nuestra suerte, sino que ensuciamos los mares, extinguimos especies, erosionamos millones de kilómetros cuadrados; además, la modificación climática y ecológica que eso acarrea no se confina a nuestra región, sino que compromete globalmente a toda la biósfera. Estas consideraciones no logran enmascarar el hecho de que el primer mundo continúa siendo, por mucho, el mayor contaminador, debido a su enorme planta automotriz, al mayor tamaño de sus industrias y a la proliferación de plantas atómicas y al habitual hundimiento de sus barcos petroleros. el Han llegado a la -para ellos- horrorizante conclusión de que la selva lluviosa tropical apenas cubre 6% de la superficie del planeta; pero tiene, por lo menos, la mitad de todas las especies biológicas, y esa biodiversidad constituye una riqueza que reside totalmente en el tercer mundo. f] Ya no están tan seguros de que la progresiva robotización industrial y la producción de nuevos materiales, que los va independizando de nuestro suministro de materias primas, les permitirá prescindir de las tres cuartas partes de la gente del planeta que vive en el tercer mundo. Sobre todo porque, como acabamos de mencionar, el reservorio de biodiversidad está de nuestro lado, aquí, en el tercer mundo. g] Cada tanto aparece en el tercer mundo un científico perturbador y mal intencionado, que pone el grito en el cielo porque alguna transnacional farmacéutica ensaya aquí medicamentos que allá todavía no están autorizados, o pone a prueba la patogenicidad de un virus sintético sobre una población



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aborigen, o experimenta una vacuna en el ganado de aquí. h] Están cayendo en la cuenta de que la liberación de los pueblos sojuzgados no es de ninguna manera un problema exclusivo de los pueblos sojuzgados (si bien, claro, éstos llevan la peor parte); más bien, es un aspecto de la revolución mundial, que les atañe y que ni siquiera tiene por escenarios los lejanos confines del planeta, sino que ocurre en las calles de sus propias ciudades, en sus propias fábricas, en sus mismas universidades. i] Por eso el físico Leon M. Lederman, presidente del comité de directores de la American Association for the Advancement of Science, en una evaluación publicada recientemente en Science (1992, 256, 119) exhorta a sus colegas y compatriotas a estudiar la pobreza y la explosión demográfica en el tercer mundo ¡y nos lista entre los virus, el agujero en la capa de ozono, los tóxicos y la basura radiactiva como problemas a resolver! Ésta es otra razón para que desarrollemos mucho más en serio nuestra capacidad científica, pues al menos como mera curiosidad, sería bueno entender lo que pretendan hacer con nosotros. Un jugador novato de ajedrez se fija "a ver qué puedo mover", uno más experimentado puede prever cinco jugadas y un gran maestro veinte o más. El secreto de la victoria consiste en saber de antemano: el gran maestro es capaz de evaluar una mayor cantidad de futuro que el novato. Valga esta analogía para señalar que generalmente las acciones humanas tienen, por así decir, su causa en el futuro; circunstancia que en cierto modo revierte la flecha temporal, de acuerdo con la cual las causas deben preceder a los efectos. La ciencia es la forma más sistemática y eficaz de evaluar el futuro. Algunas de las informaciones que consigue no perturban nuestra conducta actual (por ejemplo, que dentro de cien mil millones de años, el Sol se convertirá en una estrella roja que calcinará la Tierra); pero cuando esa información tiene implicaciones a escala humana, el primer mundo predomina sobre el tercero. "Quien adelante non cata, atrás se falla" decían los antiguos castellanos. El primer mundo cata más adelante que el nuestro y, por lo tanto, suele fallar me- ; nos. ". Por último, conviene tomar estos planteamientos con cau-

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tela, porque de lo contrario se puede caer en el planteamiento pueril de que, con apoyar vigorosamente a la ciencia, o peor aún, con sólo destinar más fondos a la investigación, el tercer mundo podría, por arte de magia, convertirse en primero.



18. EL APARATO CIENTÍFICO DE LAS NACIONES: COSAS QUE NOS SUCEDEN A NOSOTROS

Toda sociedad tiene, por así decir, dos discursos: el primero, usado en las ceremonias, declara cuáles son sus valores e ideales (cómo querría ser); el segundo, cotidiano, refleja lo que es en la realidad. La felicidad o frustración dependen, en buen grado, de la concordancia o discrepancia entre ambos discursos (Larissa Adler y Claudio Lomnitz).

En el caso de la ciencia, la circunstancia más obvia en la que la sociedad declara cuáles son sus criterios, ideales y esperanzas, es durante las ceremonias de otorgamiento de premios a los científicos. El premio es la sonrisa y la palmada en la espalda que nos da la sociedad. A los científicos nos encanta que nos premien; en el par de casos que conozco de que alguien rechazó un premio, se trató de circunstancias políticas y no constituyen excepciones, y cuando un científico después de ganar una presea finge menospreciarla, sólo está cumpliendo un cursi aspaviento de falsa modestia, pues inclina la cabeza... para que se le vea mejor la corona. Pero aquí no me estoy refiriendo

a esos aspectos tan obvios de los premios, sino que deseo tomarlos como elementos diagnósticos: ¿Qué se dice en el tercer mundo de la ciencia para justificar un premio? ¿Qué declara ver de valioso en la investigación? ¿Qué concordancia hay entre lo que enuncia y lo que hace? Al comienzo de los ochenta asistí a un congreso en una ciudad de provincia, a la que había sido invitado un famoso investigador extranjero, cuyos logros le habían valido un Premio Nobel. El alcalde decidió conferirle el título de "Huésped Distinguido", para lo cual se organizó un acto con gran despliegue de bandas de música, terciopelo, banderas, venias, bronces, coches lustrosos, celebridades locales y científicos asistentes al congreso. El maestro de ceremonias leyó un barroco pergamino con exuberantes lacres, cintas' multicolores y letras góticas, en el que se fundamentaba la designación de huésped distinguido: y

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"Por haber ganado el Premio Nobel." Quedé abochornado y, con mi sobriedad y reserva habituales, me tomé la cabeza con ambas manos mientras exclamaba: "¡No!" A pesar de mi recato, el gesto fue advertido por un colega que preguntó: ¿Te parece poco haber ganado un Premio Nobel? Fiel a mi costumbre de recurrir a parábolas expliqué: "Suponte que un provinciano llega a la ciudad, hay un incendio, se entera de que una niñita quedó atrapada en un piso superior y, arriesgando su vida, se interna en el edificio en llamas, sufre lesiones graves, pero logra salvar a la criatura. Lo condecoran, regresa a su provincia, y allá lo vuelven a premiar, pero no por su heroísmo y arrojo, sino por haber recibido un premio en la ciudad. ¿No adviertes -pregunté- que aquí las contribuciones científicas de este hombre no tienen la menor importancia, más aún, ni fueron mencionadas, y en cambio lo que realmente cuenta es que en Suecia le dieron un premio?" Cuando le dieron el Premio Nobel de Química a mi paisano Luis Federico Leloir, participé tanto del alegrón como del aliviado "por fin" de los que, conocedores de su obra, habíamos predicho sin ninguna dificultad que tarde o temprano lo recibiría; pero al cabo de varios meses, caí en la cuenta de que tras tantos artículos laudatorios, pantallazos televisivos y comentarios regocijados, nadie me había preguntado por qué se lo dieron. El que no nos lo preguntáramos entre los colegas había sido lógico; pero hasta ese momento me había pasado inadvertido que, quienes no sabían una papa de bioquímica, no habían mostrado la menor curiosidad acerca de las verdaderas hazañas científicas de Leloir. En el tercer mundo el premio es tanto más importante que la actividad científica en sí, que yo mismo he estado en jurados en los que se pugnaba por premiar a investigadores cuyo mérito principal era haber conseguido premios. Con esta lógica, se puede suponer que los premios pueden, como las desintegraciones atómicas, depender de una masa crítica: llegado a una cierta cantidad, los premios provocan nuevas distinciones, su número crece exponencialmente y se descerraja una' situación explosiva.

Otro aspecto que resalta en dichas ceremonias es que nuestras sociedades creen que el conocimiento necesario para vivir se reduce a saber cómo funciona un semiconductor de alta



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temperatura, o cómo se fabrican los bloqueadores de canales fónicos para curar la hipertensión arterial. Pero no es así. Cuando antes de firmar un contrato se consulta a un abogado, cuando antes de comprar una casa se la visita con un amigo arquitecto, no se está buscando el auxilio de conocimientos avanzados y ni siquiera originales, sino confiables. Se trate de elegir un lubricante para nuestro automóvil, o una vacuna para los niños, no hay transacción que no implique conocimientos, y esos conocimientos deben ser dignos de crédito; más aún si la transacción es internacional. Así es y así funciona: uno de nuestros dramas es no tener la ciencia que necesitamos; pero otro, no menos grave, consiste en tener una ideología y una estructura poco propicias para desarrollarla, pues una de las características de la ciencia es que en ella no hay subdesarrollados o hiperdesarrollados. Cuatro más cuatro debe dar el mismo resultado en Uganda y en Helsinki, en Tokio y en Sao Paulo. Por cierto, un país puede contar con barcos oceanográficos y sondas interplanetarias, y otro no tener ni para un osciloscopio; pero cuando los investigadores de uno u otro afirmen algo, ese algo debe ser nuevo y tener valor universal. Suiza no tiene la capacidad científica de los Estados Unidos, pero sí tiene el nivel (en realidad, tiene más Premios Nobel per capita); si perdiera ese nivel caería del primer mundo. Un día de agosto de 1834, John Scott Russell cabalgaba a lo largo de un canal de Edimburgo, observando una barcaza arrastrada desde la costa por un par de caballos. De pronto se produjo un montículo de agua bien definido -de medio metro de alto y unos diez de largo-, que se propagó sin cambiar su forma ni disminuir su velocidad durante, por lo menos, un kilómetro. De ahí en más Russell no pudo seguirlo a caballo y lo perdió de vista. Describió el fenómeno lo mejor que pudo, y hoy, un siglo y medio después, la fisica reconoce que se trató de un solitón, similar a los devastadores tsunamis queocasionalment recoren lPacífio.Esproba leque,d habertnidolugaren lterc mundo,es fenómenosehubiera pRadtoueclsm-vnri",gyteula'mcnpidhbrvloun desarrollar y aprovechar la ciencia y la tecnología, depende de la visión del mundo que tiene un pueblo. Para retomar

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ejemplo de los gigantescos tsunamis: los primitivos japoneses los atribuyeron a designios divinos y padecieron terribles destrucciones; los de hoy los estudian científicamente y, en consecuencia, están aprendiendo a detectarlos tempranamente y a minimizar sus consecuencias. Cuando lo que hoy es el primer mundo no tenía la visión adecuada, tampoco podía aprovecharlas. Los inventos de Leonardo Da Vinci durmieron por siglos como meras curiosidades, porque Florencia no estaba preparada para aplicarlos. Análogamente, hay una fractura fundamental entre nuestros esforzados y meritorios investigadores y nuestro aparato productivo. Los centros científicos realmente autónomos, en particular los universitarios, rápidamente se convierten en peligrosos núcleos de discusión y crítica, que ponen en duda los valores fundamentales del orden preponderante en el tercer mundo; los enfrentan con los intereses de las oligarquías, que frustran todo y cualquier intento serio de romper la estructura de atraso (Amílcar Herrera). Por eso, el fomento a nuestra industria se redujo fundamentalmente a levantar barreras aduaneras para protegerla de la competencia exterior; pero en esos períodos de protección, no se hizo un esfuerzo serio por crear las condiciones necesarias para desarrollar una industria basada en su propia capacidad de innovación tecnológica. "Una consecuencia de ese mecanismo fue la creación de un empresariado industrial con mentalidad mercantil" (Amílcar Herrera). El análisis histórico del desarrollo social del empresariado muestra que "[...] su horizonte no excede los ámbitos de lo mercantil y dinerario" (Marcos Kaplan, Países en desarrollo y empresas públicas). Es como si en el tercer mundo creyéramos en una inversión de la causalidad, pues pensamos que nuestra pobre situación se debe al atraso tecnológico, cuando en realidad sucede justamente lo contrario. El economista Carlos Correa encuentra que la verdadera fractura entre la ciencia y nuestro sistema productivo se debe a la falta de demanda empresarial de desarrollos tecnológicos, y no a la falla de los científicos locales en brindarlos. El árbol, figura con la que siempre tratamos de ilustrar el proceso científico, prácticamente no existe en el tercer mundo; nuestros laboratorios son como raíces adventicias que nutren los troncos de otros países, a los que luego les compramos



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los frutos y a quienes, en el mejor de los casos, sólo les debemos dinero. Algunas de las trampas en que nos hace caer esa fractura se pueden ilustrar con los ejemplos siguientes: a] Cierta vez visité un instituto de ciencia tan bien dotado, que hasta tenía un reactor atómico, cuya instalación -al menos en aquellos tiempos- costaba centenas de miles de dólares; estaba rodeado de ostentosos jardines peluqueados, custodiado por soldados que cumplían una compleja coreografía para cambiar de guardia, izar su bandera y dejar pasar al visitante, y también había carteles en castellano y en inglés con calaveras para indicar peligro, rayos para señalar riesgos de radiaciones, etcétera. Al rato, ya en el laboratorio del colega que me había 22 invitado, advertí que en sus experimentos usaba Na y no 24 Na, porque los tiempos de los trámites burocráticos para importar el segundo isótopo radiactivo eran muchísimo mayores que su vida media y el material le llegaba decaído. "¿Importar?... ¿Acaso no tienen un estupendo reactor?", me sorprendí. Mi anfitrión reconoció turbado que el reactor, engarzado en el instituto como una preciosa joya, hacía justamente las veces de preciosa joya: no funcionaba. Un par de años más tarde, encontré un artículo de Jorge A. Sábato en Quantity versus quality in scientific research, (I), en el que decía literalmente: "[...] una paradoja impresionante que ocurre en más de un país en desarrollo, es la posesión de un reactor nuclear experimental (costo aproximado 750 000 a 1 000 000 dólares) que no opera porque carece de mil dólares para remplazar una válvula dañada". Tuve la certeza de que se estaba refiriendo al reactor que yo había visitado. Hoy, desgraciadamente, estoy más familiarizado con soberbias ultracentrífugas, cuyos rotores nunca giraron; aparatos de resonancia magnética nuclear que jamás han sido conectados a una fuente de energía, y espectrofotómetros computarizados que en su vida vieron un rayo de luz, porque es harto habitual que las instituciones del tercer mundo no reserven un porcentaje intocable de su presupuesto para operar. En la región, las instituciones científicas se suelen generar al revés: en lugar de comenzar por suministrarle laboratorios a grupos productivos, no es insólito que se construyan cuando algún funcionario es marginado del curso principal del poder;

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se compensa a éste dándole el dinero suficiente para salir a crear algún "centro" o "instituto"; así que crea el cascarón y sólo entonces sale a cazar investigadores para poblar su engendro. Por eso, a veces, esas instituciones duran lo que duran sus

creadores. b] Anualmente, cuando se reajusta el contrato de trabajo, muchas instituciones científicas latinoamericanas caen en la cuenta de que el presupuesto no alcanza para pagar a los trabajadores salarios satisfactorios. Para compensar el desnivel, se recurre a diversos expedientes: se les da más días de vacaciones, más días económicos (días para ir al médico, hacer trámites) con mayores arbitrariedades de horarios; se les disminuyen las responsabilidades laborales, se les impide ajustar sus tareas a las necesidades de una labor cambiante y creativa como es la investigación mediante una catalogación inflexible de funciones, etcétera. A esto hay que agregar que dicho personal de apoyo es, muchas veces, escogido por representantes sindicales (fruto de alguna negociación contractual de años anteriores); incluso no es raro que el investigador sea constreñido a optar entre varias personas que están disponibles porque han sido expulsadas de otros laboratorios. La acumulación de estas llamadas conquis-

tas sociales a lo largo de tantos años de crisis, ha llevado a que, en el tercer mundo, una joven secretaria o un auxiliar de laboratorio, estén de vacaciones-licencia por dos o tres meses al año; o a que tengan horarios incompatibles con el uso de isótopos ra-

diactivos y otras sustancias perecederas, que cuestan mucho dinero y decaen hasta esfumarse en poco tiempo; o a que se interrumpan estudios porque coinciden con festividades para celebrar cuanto santo, aniversario de batalla, nacimiento de héroe o "día del..." se pueda recordar. Después de las tres de la tarde se puede interrumpir el suministro de electricidad a un congelador de setenta y cinco grados bajo cero, a una ultracentrífuga o a una incubadora, sin que haya un electricista que repare el daño; con eso, se pierden millones y millones de pesos en reactivos, enzimas, células y sustancias caras y de difícil reposición. Duele reconocerlo, pero la situación económica latinoamericana a veces no permite que nuestros institutos de investigación cuenten con guardias de mantenimiento de veinticuatro horas, como las que tiene cualquier hotelito provinciano.



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Desgraciadamente, de este tipo de críticas se ha sacado una conclusión insólita, equivocada y ultrajante: "En el tercer mundo, la gente es incapaz y holgazana." Pero la gente no es culpable de que, cuando los propios gobiernos reconocen un 60% de inflación anual, se aumenten los sueldos en un 8%... más cinco días extra de vacaciones ni de que, al año siguiente, cuando se reconozca otra pérdida del 50% del poder adquisitivo, se trate de compensarlo permitiendo que el personal disponga arbitrariamente de factores estrictamente técnicos. c] Los estados tienen una cantidad finita de recursos, con la cual quieren promover a los investigadores; por eso, establecen Carreras del Investigador y Consejos Nacionales con el fin de compensarles sus sueldos y otorgarles subsidios para comprar aparatos, reactivos, becas, viajes, etcétera. Curiosamente, de inmediato hay institutos y universidades que interpretan que, la existencia de dichas instituciones superiores, los releva de su obligación de atender a sus requerimientos científicos internos. Es como si dijeran: "Si los investigadores de mi institución necesitan aparatos que se los compre el Departamento Nacional de..., si necesitan salarios que se los pague la Carrera de..."

Un problema agregado es que esos Consejos y Direcciones creados para apoyar selectivamente a los buenos investigadores pasan a apoyar a todo aquel que pueda demostrar que hace investigación, aunque no lo haga con dedicación exclusiva. El tiro de gracia llega cuando se relajan los criterios y se acepta que hacer docencia, escribir instructivos de trabajos prácticos o administrar una dependencia universitaria o un centro de salud, son en sí formas de investigar. d] No es del todo insólito que también los Consejos y Direcciones de algunos países del área se vayan cargando de personal, edificios, automóviles, choferes, delegaciones provinciales, pero se queden sin presupuesto disponible para comprarle equipos y materiales a los investigadores de los institutos de investigación, y el círculo se cierre: todo el incipiente aparato científico corre el peligro de convertirse en un inmenso e inoperante armatoste, que sólo sirve para costearse a sí mismo. De pronto, si se divide la producción científica según el dinero invertido, resulta que a veces se llega a conclusiones desconcertantes: "La verdad es que muchas de nuestras `pobres' universidades gastan proporcionalmente cuatro veces más en

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la organización administrativa que Harvard, Yale, California o la Universidad Lomonosof de Moscú" (Risieri Frondizi, La universidad en un mundo de tensiones). e] Si bien se está abandonando el modelo del patrón verticalista y se está adoptando el peer review system a la manera del primer mundo, se lo hace con tanto entusiasmo que se está a punto de transformarlo en un macabro festival del informe burocrático: se está creando una jaula de papel que secuestra al investigador y lo sustrae del laboratorio. Hoy más de la mitad del tiempo de un investigador formado, se dilapida en cumplir con perentorios requerimientos oficinescos, pues lo último que se supone es que para trabajar necesita de productos consumibles, equipos, libros, revistas, computadoras, desplazamientos, etcétera; al contrario, todo pedido que responde a necesidades de investigación es mirado como un antojo insólito, que debe justificarse específicamente, a través de frondoso papeleo. Para empezar, se suele exigir iterativamente el currículum completo, como si a los burócratas les encantara que se les repita una y otra vez la fecha de nacimiento, el nombre del colegio secundario al que asistieron, en qué años y a qué lugares fueron becados, en qué año fueron designados en cargos, cuánto mide el laboratorio, con qué facilidades cuenta, cuáles son los antecedentes del tema de investigación; luego, cómo se llaman los colaboradores, qué grados académicos tienen, cuándo los obtuvieron; después, una descripción de lo que hicieron el año pasado y otra (¡calendarizada!) de lo que piensan hacer en los próximos tres; por último, les piden a los investigadores

y no a los administradores, las cotizaciones con el precio, los porcentajes de recargos por transporte, seguros e impuestos de cuanta cosa necesitan, sin olvidar la descripción detallada del empleo que van a darle, para que quede claro que cuando se pide un fotómetro no ha de ser utilizado como pisapapeles, o cuando se pide una pipeta no ha de ser para rascarse la espalda. Todo eso debe ser presentado por quintuplicado, pues si los administradores crean varias instancias oficinescas, son los

científicos quienes deben proveerles el combustible burocrático. Peor aún, si la oficina necesita todo ese material informativo, no se lo pide a otra similar de la misma institución, que a su vez había requerido lo mismo la semana pasada, ni a la que lo había exigido hace un mes, sino que vuelve a solicitarlo; da



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por sentado que, cualquier tarea de papeleo, tiene prioridad sobre la científica: todo burócrata se siente con derecho (y tiene suficiente poder para ejercerlo) a exigir que se interrumpa un proyecto para llenar papeles. En suma, que en el tercer mundo la administración no siempre está al servicio de la ciencia, sino que es al revés. Por eso reiteramos lo dicho en un capítulo anterior: los mejores científicos No se pueden dedicar exclusivamente a su tarea específica de investigar, pues nadie ha generado una organización administrativa que lo permita. Ni los investigadores en economía y organización de empresas ni los juristas, jamás eligen como tema de estudio o como tarea, configurar un modelo sensato de organización y economía científica en nuestros países. Ahora bien, no hay administrador en el mundo que sepa qué demonios hacer con semejante masa informativa; por eso, tras recibir esos esforzados mamotretos, convoca a los mejores investigadores para que, éstos también y una vez más, interrumpan sus estudios, vayan a dilapidar su tiempo en los sillones de las comisiones evaluadoras, constaten cuándo fue que nacimos, cómo se llamaba el colegio secundario al que fuimos en nuestra juventud... y, por supuesto, para que también ellos hagan un informe. En El discurso del método Descartes dice: "No hay nada en el mundo repartido más equitativamente que la razón: todos están convencidos de tener suficiente." Seguramente, Descartes no había reparado en la injusta sociología de la razón, ni mucho menos en su caprichosa geopolítica. Me siento más identificado con José Hernández quien, en su poema Martín Fierro expresa: "[...) que son campanas de palo / las razones de los pobres", afirmación que a su vez es afin a la de Ionesco: "La razón es la locura del más fuerte". ¿Somos débiles porque no tenemos razones, o no tenemos razones porque somos débiles? ¿Somos menos inteligentes? ¿Acaso tenemos una visión del mundo incompatible con la ciencia, la tecnología y la producción moderna? Son muchos los factores que se han evaluado para contestar esas preguntas. Veamos someramente algunos: Stephen Jay Gould (The 1 ismeasure of man) da ejemplos abundantes, convincentes y lamentablemente actuales, del

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esfuerzo de los pueblos del primer mundo por demostrar que los extranjeros son infradotados; que esa dotación defectuosa se refleja en las medidas y en las formas del cráneo y del cerebro y, lo que es peor, que eso justifica su explotación, cuando no su aniquilamiento. El neurofisiólogo Augusto Fernández Guardiola señala que esa actitud no es producto de la ignorancia, puesto que figuras tan importantes como Broca, Gratiolet, Cuvier y Retzius, dedicaron gran parte de su trabajo a demostrar que los cráneos de los habitantes de África y América son más pequeños; que sus cerebros piensan menos y que sus características generales están más cerca de los gorilas que de los hombres blancos indoeuropeos. El siglo pasado, el historiador Gabriel René-Moreno aseveró que los indios son asnos, que generan mulos cuando se cruzan con la raza blanca (citado por Eduardo Galeano, "Cinco siglos de prohibición del arco iris en el cielo americano"). Pero nadie ha podido demostrar hasta ahora que el aparato pensante de algunos pueblos sea biológicamente inferior (ni superior) a otro. La misma mención de estas disquisiciones me resulta ofensiva. De modo que, si no tenemos una ciencia y una tecnología robustas, no lo podemos atribuir a características antropológicas. De hecho, en el tercer mundo hay unos 120 países que no siempre fueron "subdesarrollados", "en vías de desarrollo", "pueblos dominados" o "have nots". El tercer mundo incluye Egipto, Persia, India, China, Mesopotamia (nosotros agregaremos a América); área donde se originó el uso del fuego, la domesticación de los animales, la explotación de los metales, así como la invención del papel, de la escritura, de la brújula, del sistema decimal, del cálculo, del uso de la pólvora... ¿Acaso hemos involucionado? No parece. Si es que los Premios Nobel sirven como índice de nivel y calidad científica, Argentina tuvo tres: Bernardo A. Houssay, Luis F. Leloir y César Milstein (si bien, a este último le deshicieron su laboratorio de inmunología en el Instituto Malbran, y logró la presea ya instalado en Inglaterra). Por otra parte y como ya hemos dicho, los trabajos de los científicos latinoamericanos se publican en las revistas más importantes, figuran en las nóminas de las mejores universidades del mundo y muchísimos otros desarrollan actividades de primerísimo nivel aquí, en Latinoamérica. ¿Se trata entonces de un problema de dinero? J.M. Ziman



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("Some problems of the growth and spread of science into developing countries") señala: "Cuando el dinero escasea, no resulta obvio que se deba dar prioridad a un instituto de física teórica, o de biología molecular o de arqueología, antes que a una fábrica de tractores, un hospital o una escuela de ingeniería civil." G. Elliot comentaba: "Nadie es sabio con el estómago vacío." Pero, como afirma Risieri Frondizi (La universidad en un mundo de tensiones): "La escasez de investigación se debe a muchas causas. Un error habitual es reducirla a una sola: la falta de recursos." Es cierto que muchos científicos se van por falta de oportunidades, lugares y medios para trabajar en serio en Latinoamérica, es decir, por razones emanadas directamente de la falta de dinero; pero eso no descarta que en sus decisiones de emigrar también pese el deseo de liberarse de esa masa de abrumante sinrazón que sofoca al científico latinoamericano, la cual se relaciona directamente con la defectuosa concepción y organización social e institucional de nuestra ciencia. Y ni siquiera se trata de un defecto que ataña exclusivamente a los científicos: Rodolfo H. Terragno (La Argentina del siglo 21) encuentra que uno de cada cuatro argentinos en 1985, número de personas con las que se podría hacer un país como Austria, quería emigrar a algún país pujante. Frondizi también se pregunta: "¿Y si no investigamos nuestra propia realidad, quién lo hará por nosotros?" No es infrecuente ni sorprendente que para estudiar aspectos decisivos de "nuestra propia realidad", los investigadores deban viajar al primer mundo; porque muchos manuscritos de grandes poetas, correspondencias significativas entre nuestros próceres, mapas originales de nuestras regiones, colecciones únicas de cerámicas representativas de civilizaciones enteras e innumerables documentos, fueron a parar a universidades, museos y bibliotecas europeas y estadunidenses, en algunos casos por despojo; en otros por ventas inescrupulosas o irresponsables. Cuando se comunican dos regiones, el número de especies disminuye, porque se extinguen unas a otras. Los humanos no son excepción; hoy se sospecha que los hombres de Neanderthal se extinguieron en manos de los de Cro-Magn. EuestraAméicvnospróecuyahzñonsitóealr con sus huestes a exterminar personas. Aún en nuestros días los medios pacíficos no son menos desastrosos y es macabra

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mente habitual que se recurra lisa y llanamente al genocidio (J. Diamond, The third chimpanzee). Cuando una civilización de las llamadas primitivas entra en contacto con la también llamada cultura occidental, las nuevas técnicas y el manejo de enormes sumas de dinero alteran las formas de producir y cooperar, acelera los cambios en las relaciones sociales; los valores, cuyo uso a lo largo de milenios habían dado la sensación de ser naturales, o acaso de haber sido establecidos por los dioses fundadores, se disgregan en el bochorno de un día para otro. El resultado de este proceso doloroso suele ser la desintegración social (N. García Canclini, Culturas híbridas). Otros pensadores (p. ej. María Eugenia Modena) señalan que la cultura vencida no se disgrega y esfuma, sino que se transforma; se reordena de maneras que van surgiendo de la lucha por rechazar-adoptar la cultura dominante, y que no resultan óptimas ni para una ni para la otra. Sergio Bagú ( Tiempo, realidad social y conocimiento), después de analizar la elaboración del pensamiento en Occidente afirma: "Ninguna cultura como la occidental ha sido construida

en toda la historia sobre una masa más numerosa de dominados por la violencia." Celso Furtado (Obstacles to development in Latin America) estima que como consecuencia de la rápida propagación de los nuevos métodos productivos, se tiende a crear un sistema económico mundial y único, pero cuyos centros de poder no se globalizan, sino que quedan en manos de unas cuantas metrópolis. Por dicha razón, Furtado cree que la tarea más difícil es política, no técnica. Es probable que así sea, pues hace mucho que la humanidad tiene todas las condiciones científicas y técnicas para proporcionar prosperidad a todos; si no lo hace, es porque la estructura social lo impide. No obstante, sería exagerado culpar al primer mundo de todas las desgracias del tercero, pues antes de que se "encontraran ambos mundos", los tlaxcaltecas eran despiadada y regularmente sacrificados por los aztecas; a las jóvenes africanas se les arrancaba el clítoris; cuando les daba apendicitis, los tehuelches huelches morían vomitando materias fecales entre atroces cólicos-miserere, que hoy puede evitar una apendicetomía vulgar. Seguramente, esos desdichados discreparían con muchos de los más esclarecidos folkloristas, que hoy se empeñan por narrarnos un idílico pasado aborigen.



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De todos modos, conviene considerar que no se trata de posiciones coherentes y fijas; pues, cuando un país siniestrado necesita víveres y medicamentos recurre a la racionalidad occidental, no a su propia y mítica identidad. Tanto en el primero como en el tercer mundo tienen lugar procesos político/sociales, a consecuencia de los cuales surgen grupos que con extraordinaria eficacia y calidad establecen formas de cooperación científico-técnica (véase Marcos Kaplan, Ciencia, sociedad y desarrollo). Para empezar, hoy la mayoría de los latinoamericanos que investigan en las ciencias duras han recibido una formación o por lo menos se han perfeccionado en el primer mundo. Por otra parte, así como los distintos países europeos por fin han aprendido a cooperar entre ellos en ciencia, tecnología y producción, hoy el primer mundo ha establecido instrumentos y recursos institucionales que nos permiten realizar programas conjuntos para luchar contra enfermedades, desarrollar materiales, recuperar suelos, estudiar volcanes y entender objetos cósmicos. Cada tanto plantamos un retoño científico en nuestros países (creamos un instituto, un observatorio, una estación marina, otorgamos becas, formamos grupos de trabajo) pero, o no crece, o lo hace sin energía. Se suele insistir una y otra vez, se hacen intentos que se frustran en menos de una generación, hasta que de pronto brota una sospecha: ¿tendremos un problema científico o, en cambio, será uno cultural? Regresando a la manida analogía del "árbol de la ciencia", ¿estaremos plantando perejil y esperando que florezcan claveles?... ¿o tratando de hacer florecer claveles en un salitral? A comienzos de los años setenta, el antropólogo brasileño Darcy Ribeiro sostuvo: "Antiguamente se pensaba a la historia como una escalera en cuyos peldaños había pueblos diferentes, pero siempre en la misma escalera; hoy sabemos que el subdesarrollo no es la víspera del desarrollo, sino la contrapartida necesaria." Puede, incluso, ser incorrecto pensar en "elegir" escaleras o modelos de desarrollo. Walter Rodney (How Europe underdeveloped Africa) da abundantes datos e incontrovertibles argumentos que demuestran que el subdesarrollo de África no es el resultado de una opción desáfortunada: es el producto de un brutal, despiadado, sostenido y dolorosamente actual esfuerzo

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europeo, con ominosas analogías y contrapartes en nuestra propia América. Por regla general, el número de oportunidades de "elegir" y el tiempo disponible para hacerlo cuando se presenta una oportunidad, suelen ser escasos y efímeros; además, dependen de una crisis ideológica en las metrópolis, un fugaz desbalance de poderes, un vuelco estratégico, una guerra entre potencias o una alianza fortuita. Se dice que la cultura occidental, mezcla de la grecorromana, judeocristiana y árabe, comenzó a gestarse como tal allá por el siglo vi, y que uno de los artífices de la amalgama fue san Benito de Nursia. Diez siglos más tarde y con un valiosísimo aporte árabe esa cultura dio origen al Renacimiento. Sus protagonistas fueron personajes como Ficino, Erasmo, Petrarca, Boccaccio, Botticelli, Michelangelo, Galileo, Leonardo, Vesalio, Copérnico, Harvey. En otros dos o tres siglos, empezó a desarrollarse la ciencia como la conocemos hoy en día. En suma, a los europeos les tomó milenios desarrollar su ciencia. La cultura y la ciencia estadunidenses no tienen milenios, pero constituyen un verdadero gajo del tronco europeo, sólo que en otro continente. Ese gajo no se integró con culturas indígenas preexistentes. Argentinos, uruguayos y venezolanos, si bien tampoco debieron integrarse a civilizaciones aborígenes avanzadas -que, de todos modos, fueron diezmadas-, son gajos de una Península Ibérica que no formaba parte ella misma del hervidero científico europeo, y que en pleno siglo xviii todavía estaba dominada por la Inquisición. Los mexicanos, peruanos y bolivianos también recibieron un brote ibérico que, en diversa medida y con distintos resultados, fue mezclándose con civilizaciones precolombinas importantes; pese a todo, estas culturas no poseían una ciencia y una tecnología del tipo de la europea, la cual desarrolló esa ciencia que nos ocupa en este texto. Los casos de Australia y Canadá son parecidos al de Estados Unidos. A su vez, la evolución cultural, científica y técnica del Japón resulta un tanto alejada de este esquema y, sobre todo, de nuestro conocimiento. En resumen: los europeos tardaron milenios en desarrollar una cultura propicia para que floreciera el mentado árbol de la ciencia. Cuando se plantaron retoños en colonias cuya única diferencia con Europa es que quedan en otros territorios, los árboles tuvieron un desarrollo armónico con el tronco matriz.



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Así como no se le puede pedir peras al olmo, los países que recibieron ramas de vegetales no científicos no gozaron de los frutos de la ciencia, aunque les hayan crecido algunos científicos vernáculos no integrados a la sociedad. Tomemos el caso argentino, sobre el que tengo menos ignorancia que sobre los otros. Argentina tiene una religión estatal, en lo que va del siglo tuvo no menos de once mandatarios militares, y su cultura generó y toleró personajes y sucesos como los que siguen: a] En 1943 y en 1966 apaleó a sus científicos y les clausuró sus laboratorios. b] Intervino universidades con abogados como Luis Botet, quien tras destruir laboratorios enteros en la Universidad de Buenos Aires, declaró: "No hay hombres irremplazables. Si los profesores se van, la investigación se detendrá. Pero la autoridad [cursivas mías] está por encima de la ciencia." c] Impuso decanos que, en la segunda mitad de este siglo, comenzaron su función con ceremonias religiosas "para exorcizar los demonios de sus casas de estudio" (sic). d] Nombró presidente del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología que, tras declarar que no daría donativos por contar con recursos económicos exiguos, destinó parte de ellos a comprar cuarenta crucifijos para las instalaciones del Consejo. e] Quemó libros en rituales públicos. f] Prohibió la enseñanza de la matemática moderna por encontrarla "nociva para la salud espiritual de la patria". g] Designó un Secretario Nacional de Ciencia y Tecnología que, en un discurso donde comentó el informe que se le acababa de presentar sobre los despojos que se estaban cometiendo con la ciencia nacional, comenzó por confesar en público: "¿Qué puede decir un Secretario de Ciencia y Tecnología de un país como la Argentina?" A continuación citó a santo Tomás: "Más vale una esperanza que consuele a una verdad que ilumine", y acabó rechazando "las verdades objetivas de la ciencia en favor de las esperanzas místicas de la fe" (sic). Por eso resulta paradójico que, cuando no pueden hablar por teléfono, se quedan sin luz, pierden una guerra, se inundan, se atrapan en deudas externas, o sus productos no pueden competir con los del exterior, se quejen de que alguien no maneja las cosas honestamente -cosa que a veces no deja de ser cierto-; pero, no se les ocurre, pensar que se trata de asuntos operados por personas que no-saben ni tienen una visión del

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mundo basada en el conocimiento. Es decir, jamás tienen en cuenta que están sufriendo las consecuencias obvias de su concepción autoritaria y teocrática, así como de haber destruido sistemáticamente sus universidades. Por supuesto, los científicos no son las únicas víctimas de esa falta de respeto social; un antropólogo furibundamente americanista volvió a referirse a la supuesta candidez de los indios que, según se cuenta, le dieron oro a Colón a cambio de unos vidrios de colores. Fastidiado, le pregunté si acaso los indios en cuestión no podrían haber actuado así a raíz de sus valores estéticos o porque tenían curiosidad ante lo desconocido, más allá de viles apetencias materiales. ¿Qué tal si, al fin y al cabo, los indios estaban muy conscientes de que estaban pagando por algo que ellos estimaban más que el oro? ¿Cuánto pagarías tú por un par de piedras lunares? ¿Cuánto pagaría un magnate holandés en una subasta en Sotheby's por una trusa de Rita Hayworth? De la discusión saqué la conclusión de que, para muchos latinoamericanos, cuando una firma japonesa paga por un Van Gogh cincuenta y dos millones de dólares, lo hace por el placer estético que proporciona una obra de arte, como símbolo de estatus o como inversión; en cambio, cuando un indio adquiere un objeto que le atrae por su misterio, o por su valor estético, pues procede literalmente de otro mundo, o lo hace de puro estúpido. Una de mis más tristes experiencias al visitar diversos lugares de Latinoamérica es constatar esa increíble tendencia a la autodepreciación, a declararse, de entrada, habitante de segunda o de tercera del planeta; de ahí que en este libro haya aceptado hablar del "tercer mundo", para referirme a nuestra región. Pero en la ciencia no hay "primeras" ni "segundas", pues o uno investiga un problema original, nuevo y apegándose estrictamente a los cánones científicos imperantes, o no es investigador. Una de las cláusulas que se debe cumplir para que la ciencia progrese en Latinoamérica es aprender a autorrespetarse, adquirir una dignidad no basada en el resentimiento, sino en el convencimiento de que nacemos con el mismo número de neuronas que los habitantes de otras tierras; de lo contrario, nos sentiremos fuera de lugar en ese límite entre el orden y el caos en el que trabaja la investigación, del que hablábamos en capítulos anteriores.



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Pero es difícil autorrespetarse en el seno de una cultura que menosprecia a sus intelectuales y que no espera nada de ellos, porque su verdadero drama, más que carecer de soluciones, es no entender los problemas. Sólo contadísimas librerías de las grandes ciudades anglosajonas tienen libros de nuestros escritores. Es casi imposible encontrar un libro de Elena Poniatowska en Detroit, uno de Juan Rulfo en Denver o uno de Guimaráes Rosa en Baltimore. Aunque me duela, me resulta perfectamente comprensible: allá nuestra cultura sólo le interesa a uno que otro sociólogo, antropólogo o economista, y por un rato quizás a algún turista, sobre todo si se trata de un folklore inusitado. Lo que me resulta más bochornoso de aceptar es que suceda lo mismo con las librerías nocturnas, de venta masiva, de las ciudades latinoamericanas. No hay autor estadunidense, por más malo, vacuo, kitsch y ramplón que sea que, si figura en las librerías de Phoenix, Gainesville, Arkansas, o Portland, no esté también en todas las librería-cafetería-farmacia-bazarcigarrerías de nuestras ciudades. Cualquier teoría matemática de los juegos y competencias, sean estas comerciales, industriales, bélicas o recreativas, nos dirá que entonces nosotros tenemos una ventaja: sabemos sobre ellos, pero ellos no saben sobre nosotros. Pero eso no pasa de ser un chiste de mal gusto pues, en primer lugar, lo que ellos necesitan saber sobre nosotros para obligarnos a comprar, vender, hacer, ceder, en una palabra, para dominarnos, sí lo saben. En segundo lugar, los libros de los malos (y, por supuesto, de los buenos) autores anglosajones nos dicen que sólo la cultura de ellos es la cultura actriz; las otras únicamente son resabios que aún duran en su forma folklórica o perversa. Para remarcarlo, cada vez que aparece un latinoamericano en una novela estadunidense, invariablemente se trata de un personaje exótico: un potentado licencioso vestido de traje blanco y fumando habano, un boxeador, un guitarrista que vende drogas, una morenita guapa, alocada y superficial; o bien, un guapetón que, si luce anteojos de vidrio negro, tarde o temprano acabará traicionando a otro personaje y, si no los luce, hace de amigo simplón y tonto pero infalible del héroe, quien a,~u vez cambia de voz cada vez que necesita hablarle, como si se tratara de una criatura en edad preescolar. Así, a boca de jarro, no recuerdo una, una sola

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novela primermundista en la que aparezca un latinoamericano inteligente. Ése es, pues, el espejo en el que día a día se mira nuestra gente. ¿De dónde habremos de sacar entonces la confianza y valentía para manejar científicamente un problema, sin que nos invada la molesta sensación de que nos estamos metiendo en cosas que no nos corresponden? Ésa es, también, la imagen que tiene nuestra gente de sus propios investigadores. Por años ha mirado a la rala comunidad científica latinoamericana como quien observa a un sujeto debilucho y con defectos irreparables, por el que cada tanto se intenta una acción benevolente, pero no muy esperanzada. En los mismos actos públicos en que fundamos un nuevo laboratorio, premiamos a un investigador, o tratamos de estimular a los jóvenes, o cuando intentamos persuadir a las autoridades de que la ciencia debe ser apoyada, resuenan las palabras "futuro', "promisorio", "pujante"; palabras que, tácitamente, leídas entre líneas, reconocen un presente enclenque y acaso inservible. Desde el punto de vista científico, consideramos que un gobierno es bueno cuando le aumenta el sueldo y los donativos a los investigadores e incrementa el número de becas. También medimos la bondad de esos gobiernos por la jerarquía de los funcionarios que asisten a las ceremonias de entrega de diplomas y premios; por si vinieron personalmente o enviaron a un edecán; por si pronunciaron algún discurso o solamente hicieron acto de presencia. En resumidas cuentas, la diferencia entre un gobierno bueno y uno malo para la ciencia se mide por la cantidad de dinero que suministran... al escenario actual. Por el contrario, en estas páginas insistimos en que los grupos científicos que tenemos, o bien hacen ciencia en serio, de la única, y entonces son buenos sin vuelta de hoja, o son parte del problema. También hemos opinado que el problema que ocasiona la escasez de dinero, aunque es grave, no obstante resulta secundario. "Secundario' no significa aquí trivial, ni mucho menos "ligero"; sino más bien, que no arranca de la ciencia en sí, que sus dificultades provienen de afuera de la actividad científica, y su posible corrección está fuera del alcance de los científicos. La solución tampoco consiste en tirarles de la manga a los del primer mundo para lograr que nos transfieran lo que han



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te transfiera recetas informativas ya decantadas, sino que te lleve a los sitios donde hierven las contradicciones; es ahí donde los investigadores profesionales nos ganamos la vida. Recuerda que el estudio de las regularidades de la realidad permite encontrar sus leyes, pero que el análisis de las excepciones es más fructífero, pues abre nuevas posibilidades; el rigor racionalista purifica y fortalece el discurso científico, pero encasilla la mente creativa; hay que progresar, pero es necesario evitar que el hombre se transforme en una tuerquita asfixiada en una megalópolis de cemento e hidrocarburos. Del mismo modo, el mapa católico coincide maliciosamente con el del subdesarrollo y fue la Iglesia la que creó la Inquisición, persiguió la alquimia, la anatomía, la biología, la astronomía, pero también fueron los católicos quienes crearon las universidades que se transformaron en manantiales del conocimiento, fueron los judeocristianos quienes, en su afán por que se leyera la Biblia, i mpulsaron la letra impresa y combatieron el analfabetismo; los musulmanes quemaron libros de la ciencia foránea en la Córdoba del siglo x, pero fueron un caudal de sapiencia que posibilitó nada menos que el Renacimiento; las universidades han separado la investigación de la docencia, pero eso permitió que los investigadores pudieran trabajar en pleno proceso de masificación. Un sabio es justamente eso: una persona capaz de evaluar en plena ambigüedad, y ver qué hay a ambos lados de esos "peros". Me gustaría intentar entonces una reconstrucción de lo que será tu escenario, la Ciencia, y de tu papel en la profesión de investigador; sin embargo, debo aplazarlo para el próximo capítulo, pues antes debo referirme a dos aspectos (las crisis y los sistemas complejos), cuya íntima correlación con el panorama de la ciencia discutiremos al final del capítulo. Ten confianza y paciencia. a] Las crisis. El mundo occidental pasó, por así decir, por tres etapas: en la primera, que duró desde la Antigüedad hasta el siglo xvii, i mperaba una visión basada en el equilibrio. Predominaba una estratificación que a veces se encuentra ilustrada en frescos en los que, en cierto nivel horizontal, se ve a la masa del pueblo, por encima a los nobles, que tienen más arriba otro nivel con los santos y, finalmente, allá en lo alto, el nivel más alto ocupado por, Dios; en sentido descendente, por

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debajo del pueblo se representa a los animales, más abajo el nivel vegetal, en un plano inferior, se encuentra el mundo inanimado y, en el fondo de todo, el Reino de las Tinieblas. Cada nivel se consideraba fijo por la naturaleza inalterable de sus miembros. Estaba en la naturaleza de los agricultores ser agricultores y sus hijos no tenían otra alternativa que ser agricultores como sus padres y abuelos. Todos ellos habían "nacido para" agricultor. Si el rey moría era remplazado por otro noble; se llegaba incluso a entronizar a una persona de otras tierras, un extranjero en caso de no tener un noble a mano (behetría). Como parte de esa concepción estática, se pensaba que las montañas, los ríos y las especies biológicas eran, siempre habían sido y permanecerían tal como se las veía. En una segunda etapa, la visión se centró en el cambio y los procesos; de ese modo, además de saber que Fulano es rico, se trató de entender cómo se hizo rico y cómo mantiene su riqueza. Y así se despertó el interés por averiguar cómo se formaron las montañas, como se generó la diversidad biológica, cómo aparecen y desaparecen las naciones, cómo enloquece la gente. Las cosas dejaron de considerarse como objetos inmutables y pasaron a ser vistas como estados actuales de procesos en continuo cambio, como efectos de alguna causa. Para explicar esos procesos la filosofa, la historia, la economía, la sociología, la biología y la psiquiatría tuvieron que generar modelos dinámicos, cuya variable fundamental es el tiempo. En el siglo xviü y sobre todo en el xix, se desarrollaron la termodinámica, las teorías sobre la evolución de los estratos geológicos, la evo-

lución de las especies biológicas, la fisiopatología de las enfermedades. Hoy, hasta las estrellas, las constelaciones y todo el Universo se consideran como etapas de un proceso dinámico iniciado en una hipotética "gran explosión". Las cosas no son, sino que están. Pero las explicaciones que brindaban esos modelos valían para procesos cercanos al equilibrio, pues el funcionamiento alejado del equilibrio introduce distorsiones y se acerca peligrosamente a las crisis. Para visualizarlo, recordemos que si diez obreros construyen una casa en dos años, veinte la podrán hacer en uno y cuarenta en seis meses... pero no podríamos extrapolar esa "ley" y concluir que cien millones de obreros la harían en pocos segundos, pues sabemos que al aumentar el



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número de operarios se llegará a una crisis. Análogamente, podemos imaginar a un observador que mide la temperatura de una olla de presión colocada sobre el fuego, en función del tiempo de calentamiento: llegará un momento en el que la temperatura dejará de seguir una curva sencilla, entrará en crisis, y reventará, pero no hay extrapolación de la curva que prediga en cuántos pedazos se partirá la olla, qué forma tendrán, ni dónde diablos irán a parar. En suma: no había coeficientes de corrección que permitieran a los modelos dinámicos seguir explicando las conductas de los sistemas más allá de las crisis que, por lo tanto, fueron consideradas como los umbrales del

caos, de la ignorancia. En una tercera etapa, la actual, el ser humano se percató de que más allá de las crisis no reina el desorden, sino que en cada crisis que se atraviesa, se hace una transición hacia otra estructura diferente que funciona de distinta manera. La evolución biológica, por ejemplo, no consistió en un aumento simple y lineal del tamaño de las células primitivas; más bien fue dando origen a gusanos, peces, saurios, reptiles, mamíferos, cuyas estructuras y capacidades no se podrían haber predicho extrapolando las de las células y las especies primitivas. Cualquiera que riega el jardín con una manguera advierte que al aumentar la presión del agua, la magnitud del chorro va aumentando, pero que llega un momento en el que éste, de ser aproximadamente un arco, se transforma en un cono hueco, en un abanico, o en dos subchorros separados,

etcétera. Análogamente, quien haya sembrado una semilla y observado que el mero ingreso de agua a su estructura le provoca una crisis que inaugura un vegetal, tiene una experiencia simple y directa de esas transformaciones estructurales y funcionales de los sistemas cuando son perturbados en su equilibrio más allá de cierto punto crítico. Observemos que, después de atravesar las crisis, esos sistemas no pasan a hacer "cualquier cosa", sino que adquieren estructuras y conductas que también obedecen a leyes explicativas, sólo que esas leyes son diferentes de las que conocían los observadores situados, por así decir, en el centro del sistema, en su punto de equilibrio antes del cambio. Se advierte enton-

ces que el caos más bien existe en la mente de ese observador, como si Amenofis IV y Luis XJV hubieran tratado de usar sus conceptos de "reino" para explicar lo que sucedería en el Egipto

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y en la Francia actuales. Más aún, se llegó a la conclusión de que toda estructura y todo modo de funcionar tiene su origen en alguna crisis. En las crisis desaparecen fortunas, instituciones, países, culturas, especies biológicas, montañas, ríos y estrellas, pero también se crean nuevas. Como decíamos, el mismo Universo parece haber sido producido . en una descomunal crisis: la Gran Explosión. Si bien "crisis" y "caos" fueron perdiendo así su mal nom-

bre, y ya no equivalen a "desastre" e "ignorancia", atravesar una crisis no asegura que se está haciendo una transición hacia alguna estructura y forma de funcionar mejor. "Cambio es una cosa, progreso es otra", comentaba Bertrand Russell. Para que quede claro: el 98% de las especies biológicas que han existido han sufrido crisis que las extinguieron. La humanidad siempre ha atravesado crisis profundas y las volverá a experimentar. Basta mirar los mapas europeos de los últimos doscientos años, para advertir que el primer mundo no ha tenido en absoluto una anatomía estática. Londres deriva de "Londinium", el nombre dado por los romanos a su asentamiento en aquellas tierras, porque la voz celta "london" equivale aproximadamente a "lugár salvaje"; asimismo, en algún capítulo anterior mencionamos que el sabio musulmán AlAndalusi opinaba que la gente de las comarcas que luego se transformaron en Suecia, Gran Bretaña, Alemania, Holanda, Suiza, jamás saldrían de su embrutecimiento, porque el frío no permitía que les creciera el cerebro. Sin embargo, fue en el seno de aquellos "embotados" donde se produjo el Renacimiento y la revolución industrial; también es allá donde se asientan los centros más importantes del saber y del poderío económico actual. Las naciones de nuestra América actual han nacido hace un par de siglos como resultado de algunas crisis que ni siquiera ocurrieron aquí; surgieron de la relación entre franceses, españoles e ingleses. Tampoco la historia de la ciencia es un simple cúmulo del número de cosas conocidas, sino de crisis que fueron cambiando una y otra vez su estructura y su forma de trabajar. Como también nos hemos esforzado por describir, la ciencia "a la manera del primer mundo" hoy está en crisis, como lo están su economía, sus recursos, su ecología, la población mundial y el balance de fuerzas basado en el poderío bélico. El



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primer mundo dista mucho de ser un paraíso del conocimiento. Su filosofía fue perdiendo capacidad unificadora y catalizadora; su ciencia se fue alejando de las aspiraciones de investigar y crear un saber coherente en beneficio de la humanidad, y se transformó en una empresa pragmática, utilitaria y belicista. El filósofo Teoman Durali (Philosophy-science from the biotic standpoint) opina: "Después de la segunda guerra mundial la filosofía de la ciencia fue desapareciendo y su lugar lo tomó la tecnología, que fue atrapando a la humanidad con un puño férreo y casi absoluto." Si bien la opinión de Durali sobre el estado de la filosofía de la ciencia nos resulta refutable, al menos pinta el estado anímico de los mismos observadores europeos. Los laboratorios primermundistas se fueron convirtiendo en

factorías en las cuales muy pocos investigadores pasan de los treinta y cinco años de edad, pues los mayores están atrapados en oficinas.

Pasemos al segundo punto. b] Los sistemas complejos. Un genetista desarrolla una nueva variedad de cereal, que rinde 300% más de lo que producía la plantita que venían cultivando los indios desde tiempos remotos. Los ensayos, hechos con todo rigor en el ámbito de un invernadero, le dan la razón, se promueve el cultivo del nuevo cereal; sin embargo, en cinco o diez años se puede llegar a descubrir que, si bien es cierto que en condiciones óptimas crece un 300% más, la planta, "integrada a la realidad", es diezmada por organismos con los que el vegetal de los indios mantenía un armonioso equilibrio ecológico, no tolera las sequías, se malogra cuando las lluvias son un tanto más copiosas. El resultado puede ser el hambre, la desertificación, la migración masiva de campesinos a las urbes. Aunque parezca mentira, a veces un vendedor de chicles junto a un semáforo citadino, puede ser producto de un estudio genético reduccionista, de la no linealidad, del caos. ¿Debemos entonces arrojar nuestros conocimientos de genética por la ventana? No: debemos tratar de entender qué es un "sistema complejo".

Al intentar integrar lo aprendido por las diversas ramas para hacerse un esquema científico de la realidad, se descubre que, en la mayoría de los casos, esta realidad es intrínsecamente compleja, y "no se deja" explicar, mucho menos "manejar" con los modelos obtenidos mediante la suma de conocimientos aisla-

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dos. Para decirlo de otra manera: cuando se trata de entender la realidad, el todo es muchísimo más (¡y hasta muy distinto!) que la suma de las partes, que las diversas disciplinas habían recortado para estudiar por separado. ¿Cómo se encaraban hasta hace poco tiempo los sistemas

complejos? En general se los descomponía. Por ejemplo, los conferenciantes proyectaban diagramas descomunales, compuestos de rectangulitos que contenían el nombre de los factores de los cuales depende la ciencia, unidos por flechas que representaban las interacciones entre éstos. Rectangulitos que solían mostrar consejos nacionales, universidades, institutos, bibliotecas, viveros, observatorios, estaciones arqueológicas. Otros rectangulitos tenían en cuenta los factores económicos (aportes estatales y privados; sueldos, prestaciones sociales, dinero para equipos, consumibles, viajes); varios más, para los auxiliares de investigación, administradores, personal de apoyo; algunos otros, para la capacidad de la industria subsidiaria (para fabricar fotómetros, sustancias químicas, cohetes espaciales), y una serie más para representar la aplicación de los conocimientos a un enjambre de servicios e industrias. La incorporación de los

factores educativos requería, a su vez, nuevos enjambres de rectangulitos para incorporar la docencia, los tesistas, la escritura de libros, las becas de formación y de perfeccionamiento. Tener en cuenta el currículum de los investigadores exigía verdaderos archipiélagos de nuevos rectángulos y, si bien era relativamente fácil hacer constar el número de investigadores, sus edades, especialidades, títulos y lugares de trabajo, era casi imposible ponderar sus bases conceptuales y habilidades, su productividad, originalidad, capacidad de formar discípulos, conexión con los colegas del exterior, y otros factores que discutimos en el capítulo 11 y que tienen una importancia crucial en

el desarrollo del trabajo. Otros aspectos, tales como sus conceptos religiosos, su nivel cultural, su responsabilidad política, el apego a su terruño, su tendencia a dejar el laboratorio por la oficina administrativa, eran determinantes, pero imposibles de medir e integrar al

cuadro. Hemos argumentado por ejemplo que se han abandonado los esquemas de la investigación en términos de una lógica consciente y fría, y que hoy se resalta el papel del aparato mental



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inconsciente, pero ¿cómo canastos se podrían incorporar al diagrama? En 1839 Charles Goodyear, ferretero en bancarrota,

volcó accidentalmente una mezcla de goma y sulfuro en el horno y descubrió la vulcanización; éste procedimiento cambió la industria, el transporte y hasta la fabricación de condones, pero ¿cómo se podría incorporar el elemento accidental al organigrama de la ciencia?

Tomemos otro ejemplo. El celibato masculino en las universidades ha sido mucho más riguroso que el de los mismísimos monasterios pues, si bien éstos tenían su contraparte femenina y la reforma protestante abolió el celibato clerical, no tocó la exclusión de las mujeres de las universidades. Y no estamos hablando de universidades de sociedades perdidas en los confines del tercer mundo: hasta hace poco, los rectores de Cambridge y de Oxford tenían prohibido casarse (U. Ranke-Heinemann, Eunuchs for the kingdom of Heaven). Lamentablemente, tampoco nos estamos refiriendo a curiosidades del pasado: David F. Noble (A world without women) aporta elementos convincentes de que la ciencia moderna es un asunto preponderantemente masculino. De modo que no podrías excluir (tú también) de los rectangulitos que configuran el panorama científico, este aspecto que ha eliminado lisa y llanamente los cerebros de la mitad del género humano, durante dos mil quinientos años. Pero ¿cómo harías para tener en cuenta el machismo e incorporarlo a la estructura de la ciencia? Los engorros que generaban los intentos de hacerse un modelo de la ciencia no terminaban ahí, sino que cada uno de

los componentes mencionados en los rectangulitos, a su vez es función de varios factores, de distinta naturaleza (gremiales, epistemológicos, institucionales, económicos) e interrelacionados de manera compleja. De ese modo, al variar un factor, muchos otros se modifican de manera a veces imprevisible, y se provocan efectos paradójicos y hasta adversos. Por ejemplo, para que los investigadores no se concentren en la capital de un país, se suele dar mayor apoyo a aquellos que desean establecerse en el interior, política que, con pocas excepciones, aca-

ba con la carrera de más de un científico-robinson-crusoe; el sistema de donativos, de becas de solicitudes, de justificaciones y el control administrativo de lás gastos de la investigación ha acabado por quitar a los investigadores maduros de los labora-

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torios y encerrarlos en oficinas; asimismo, premiar económicamente a quienes dirigen tesis con el propósito de propender a la formación de jóvenes científicos, ha hecho decaer notablemente

el nivel de las tesis. Ahora bien, cada una de esas flechitas (interacciones) se describe, concebiblemente, con una función matemática, y los datos que se procesan (el número de alumnos, el costo de la enseñanza, el salario de los maestros, el mercado de trabajo) fueron recogidos con cierto error inherente a toda medición. No importa, las computadoras de hoy en día aceptan de todo, no te desanimes: obtendrás un resultado, una "predicción científica" hecha con tu modelo. Lo que en cambio no debes hacer jamás es creer que ese resultado se relaciona mucho con lo que sucederá en la realidad, por más aptos y bien intencionados que

sean los actores. Por supuesto, la opción no consiste en dejar de estudiar cómo inciden los diversos factores. De hecho, nosotros hemos discutido cada uno a lo largo de este libro. Lo que aquí queremos señalar es que la cándida esperanza de estudiar cada uno de los factores que componen o inciden en la ciencia, para luego

poner junto todo lo aprendido, y así generar un modelo que prediga qué va a suceder, fue simplemente errónea: esos modelos no describen de ningún modo la realidad. Son reduccionistas.

En general, no sirven. Entonces, ¿por qué se siguen haciendo? Respuesta: porque se hace lo que se puede. Pero eso sí, entender que el aparato científico es un sistema complejo puede abrirnos posibilidades que no podemos desaprovechar. Pasemos al capítulo siguiente, para ver de qué nos podría servir este nuevo enfoque.

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Toda ciencia es locura, si el buen seso no la cura. (Refrán español) En los capítulos que anteceden hemos analizado algunos engranajes, resortes y peculiaridades de las ciencias en el primer mundo y en el nuestro, para ver de qué están hechas, con cuánta certeza/conjetura se las fue forjando, por qué se estructuraron de la manera que le conocemos, cómo fue que se concatenaron los hechos a lo largo de la historia, quiénes y cómo la manejan, qué andan haciendo con ella. No hice esa "deconstrucción" con espíritu de epistemólogo, historiador o sociólogo, pues no lo soy, sino como el obrero que te lleva de visita a la fábrica donde trabaja. En esa vena, ahora quisiera sugerir una serie de asuntos que podríamos cambiar en pro de nuestra ciencia, sobre todo porque no dependen preponderantemente del aporte de dinero, y porque desde mi punto de vista nos llevarían a hacer ciencia con un poco más de seso. 1] La realidad es demasiado grande y diversa como para que la ciencia pueda estudiar todos sus aspectos a la vez, por lo que se debe elegir temas, modos de estudiarla, asignar presupuestos, interesar a la gente, y eso fuerza a escoger; al escoger entran en juego los intereses humanos... y eso hace que la ciencia no sea neutra. Siento que haber discutido en los capítulos anteriores los aspectos epistemológicos, económicos, políticos, sociales, estéticos, industriales, religiosos, bélicos, profesionales y tantos otros, torna superfluo insistir aquí en por qué no es neutra. Dado que no es neutra, tenemos que desarrollar nuestro propio punto de vista y luchar por pensar independientemente, incluso en el caso de que ésá, sea toda la libertad que consigamos, y aunque sólo sea para entender por qué y cómo nos [256)

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sojuzgan otros habitantes del Planeta. 2] La historia de la humanidad es la historia de una sucesión de crisis, en las que imperios, modas, religiones, idiomas, medios de transporte, teorías, gente, formas de producir y de relacionarse han cambiado drásticamente, y tras las cuales pasaron a funcionar de modos que difícilmente se podrían haber predicho con certeza. Por ejemplo, hace mil años la mayoría de los europeos (incluidos sus reyes) no sabían leer ni escribir; hace cuatrocientos, Felipe II de España tenía una armada tan poderosa, que la consideraba Invencible; hace ciento cincuenta, el Imperio británico dominaba la Tierra; hace cien, un cirujano eminente declaró que la cabeza, el pecho y el abdomen jamás serían operables; hace sesenta, Hitler echó las bases de un sistema que, según los nazis, duraría mil años... y apenas duró doce; las fuerzas aliadas que acabaron con él y ocuparon Alemania declararon que "nunca más" dicho país tendría fuerzas armadas... diez años más tarde la rearmaron e integraron a la NATO para defenderse de los soviéticos; hace veinte, esos soviéticos les anunciaron a los estadunidenses que los sepultarían... hoy la Unión Soviética no existe; la segunda guerra mundial la ganaron -entre otros- los estadunidenses y los británicos, y la perdieron -entre otros- los alemanes y los japoneses. Hoy, los estadunidenses luchan denodadamente porque no los arrollen económicamente Alemania y Japón, y los británicos no han sorteado el peligro de la bancarrota. Arnold Toynbee ( Un estudio de la historia) identifica unas veinte "grandes civilizaciones", de las cuales hoy sobreviven apenas seis. Y si bien por pura comodidad o brevedad expositiva yo he incluido a nuestra América Latina en la civilización occidental, se requeriría muchos siglos de reparaciones, remodelajes, camaleonismos y tergiversaciones para fundirnos con ella... mientras ésta soluciona sus racismos, imperialismos, chauvinismos y otros desgarres que, francamente, yo no veo que esté próxima a superar. Moraleja: no hay ninguna razón para pensar que las crisis hayan cesado. No hay ninguna razón para suponer que la ciencia ha encontrado, por fin, su estructura definitiva y seguirá progresando linealmente. No hay ninguna razón para afirmar que en las próximas crisis no habrán de surgir pueblos que hoy están sumergidos.

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3] En cambio, sí hay razones para suponer que los que surjan tendrán un conocimiento suficientemente desarrollado y estarán bien preparados para usarlo. En ese sentido, debemos madurar, dejar de reducir nuestra "contribución" al ejercicio plañidero, o a la oportunista patadita política de buscar de qué otra cosa nos podemos quejar, sino apoyar y promover lo mucho -muchísimo- que han conseguido quienes fundaron instituciones, instituyeron becas, diseñaron programas de apoyo y, a sabiendas de que hay paisanos que no siempre comen la cantidad de proteína que necesitan, destinaron fondos a la investigación para intentar salir de la pobreza y la ignorancia. Esto lo deberían reconocer los funcionarios que, quizás en un intento de notoriedad, para hacer sobresalir su cabecita en el maremágnum del revoltijo político, comienzan su gestión borrando de un plumazo los desarrollos forjados por los funcionarios que les precedieron. 4] El elemento central de todo esquema científico es la

mente que conoce, el seso a que alude el título de este libro; ahí sí tenemos mucho por hacer y la responsabilidad de intentarlo, pues es insensato seguir supeditándolo a planes que hoy no necesariamente se hacen en las universidades ni en los consejos de investigación, sino en los ministerios de economía, por más que, con suerte, esos ministerios de economía sean los de nuestros propios países. 5] Con todo, el sujeto de la investigación científica moderna no es el sabio aislado, sino el grupo. En estudios hechos en Francia y en los Estados Unidos (véase Amílcar Herrera) se ha determinado que el número de personas que los componen oscila entre 25 y 35. Eso depende de la rama científica de que se trate. Pero lo que es seguro es que un solo individuo ya no puede ser el teórico, experimentador, organizador, maestro, gestor, diplomático, político y publicista que se requiere para la tarea científica (véase la Convocatoria a la creatividad hecha en Colombia).

El grupo es además la nueva memoria, el reservorio de información, actitudes, anécdotas, enfoques conceptuales que sólo se trasmiten frente a una pizarra, y de los consejos que

sólo se dan mientras se toma café. Hay dispositivos teóricos y recursos institucionales que 41 joven profesor adjunto todavía no conoce, y habilidades experimentales que el maduro profe-

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sor titular ya no domina, pero que juntos pueden alcanzar. Se debe cuidar que las comisiones evaluadoras (para otorgar sueldos, donativos, becas) no estén integradas por "cuentachiles" que penalizan a los investigadores (sobre todo a los jóvenes) integrantes de grupos interdisciplinarios. 6] Los jóvenes necesitan una formación en serio. Creer que eso se logra con el simple aumento del número de becas es como tratar de resolver los problemas de la infancia aumentando la natalidad; acaba por convertir las maestrías y los doctorados en salas de espera para matrimonios, emigraciones y saltos a actividades mejor remuneradas. En este sentido, el grupo a que se refiere el punto 5] es de gran ayuda, pues cada uno de sus integrantes resulta ser un maestro: siempre hay alguien que tiene tiempo para discutir o que está dispuesto a demostrar cómo se maneja cierto aparato, a enseñar cómo se hace una gráfica, a usar cierto programa de computación, a corregir un primer manuscrito, a ayudar a captar conceptos difíciles pero medulares, a dar una mano al muchacho en sus primeros encontronazos con los aspectos profesionales. 7] Algunos grupos científicos del tercer mundo tienen un excelente nivel internacional, deberíamos intercalarlos como pasos en la formación de nuestros jóvenes; al menos, como para actuar de escalones intermedios, para que no se siga mandando muchachos latinoamericanos a aprender a "pipetear" a Stanford. Tampoco se debe enviar becarios sin estar seguros de que habrá medios y recursos para su reinstalación cuando regresen. Aquí, otra vez, el grupo ofrece una reinserción segura; ésta evitará que, a su regreso, el muchacho vea envejecer lo aprendido mientras espera que se le otorgue su donativo o que lleguen los equipos comprados, y que luego se vea obligado a depender del ex mentor en el primer mundo para evitar una

desconexión fatal. 8] Hay que repensar urgentemente la relación entre las distintas ramas del saber; convencer a quienes investigan las propiedades de una molécula, de una función matemática o de una selva, que la ciencia es un sistema complejo, y que su insensatez es directamente proporcional a la distancia entre su disciplina y la filosofía, la historia, la sociología y la economía. 9] Debería llegar el día en que también los empresarios

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vengan a la universidad a dar seminarios sobre los problemas que los aquejan, y que éstos no se reduzcan a planteamientos monetaristas. No es lícito que continúen quejándose de que no pueden hacerle frente a la competencia extranjera, mientras sigan ignorando las universidades de sus patrias. 101 Tenemos que acabar con la idea de que introduciendo computadoras, televisores y aviones más rápidos a una visión oscurantista, autoritaria y econometrista, se producirá una sociedad más eficiente y más justa. Bertrand Russell (¿Por qué no soy católico?) analiza los intentos para probar la existencia de Dios sin ayuda de la fe y, después de refutarlos, llega a la conclusión de que la mayoría de la gente cree en Dios porque se le ha enseñado a creer en él desde su infancia. Parece haber entonces una contradicción entre el esfuerzo por formar a los jóvenes en una ciencia que tiene principios sujetos a la crítica, mientras son inducidos a aceptar dogmas que tienen prohibido cuestionar. Hace poco tiempo, un prelado afirmó que la Virgen está muy preocupada por la irreligiosidad de los hombres ( Excélsior, 12 de diciembre de 1992; Sección B, p. 21), y otro aseguró que el narcotráfico es producto de una maldición ( Uno más Uno, 26 de abril de 1993, p. 20). ¿Qué esquema conceptual debe tener un muchacho para compatibilizar dichas afirmaciones con la formación científica que intentamos darle? Así como no confiaríamos a los científicos laicos la formación religiosa de nuestros jóvenes, tampoco deberíamos confiar su formación científica a fanáticos que, al afirmar conocer las opiniones de la Virgen y creer en el poder mágico de las maldiciones, demuestran ignorar los fundamentos y la estructura de la ciencia. Los científicos latinoamericanos deben meditar sobre la relación entre ciencia y religión. Es cierto que la historia de las instituciones religiosas así como su relación con la ciencia y la política tienen muchas páginas crueles y vergonzantes, demasiado dolorosas y actuales como para analizarlas desapasionadamente. Pero reducir la relación entre ciencia y religión a la polaridad razón/superstición es inadmisible (J.H. Brooke, Science and religion). Por más la,co que sea un científico, no puede ignorar que la ciencia está nruy lejos de entender el fenómeno místico, que el laicismo es una posición enteramente nueva en

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las sociedades humanas, que no sabemos cuál será el impacto emocional de quitar a Dios de la escena (A. Müller-Armack, El siglo sin Dios), tampoco debe desconocer que una enorme proporción de sus paisanos, ya sea por fe o por ignorancia, practica en menor o en mayor grado alguna religión. Incluso en el caso de que llegara a la conclusión de que la institución religiosa desempeña un papel distorsionador, de que trata de controlar el aparato educativo para influir a los seres humanos durante su inmadurez, cuando se absorben pautas sin que pasen por un filtro racional, y de que ese tipo de educación típicamente tercermundista mantiene a nuestros pueblos embotados en un escenario y en un momento en que el primer mundo los domina con ciencia y tecnología, ese científico no debe discutir el fenómeno místico religioso ni sus consecuencias en torneos de monólogos; más bien, debe tomarlo con la cordura con que estudiaría el cáncer, los terremotos y las guerras. Si, como decía Jesús, el saber nos hará libres, no estamos preparando ciudadanos similares a los de la Grecia clásica que, en su esfuerzo por discutir entre iguales, sentaron las bases del argumentar, demostrar y rebatir, con lo cual dieron origen a nuestra ciencia y también a nuestra democracia. A su vez, los adeptos de la religión predominante (y a veces oficial) en nuestra región, deberían reflexionar sobre el hecho de que, cada vez que un sacerdote salva su vida haciéndose operar de apendicitis, de una hernia o de una valvulopatía, está usufructuando los conocimientos desarrollados por el mismo tipo de gente que su institución acostumbraba quemar en una pira. Deben reconocer que, al poner un pararrayos en la cúpula de su templo, están confiando más en las enseñanzas de la ciencia que en la bondad de la deidad adorada debajo de esa misma cúpula. No deberían repudiar las enseñanzas de su maestro, quien pugnaba por no mezclar sus cosas con las del César. Éste tampoco es un asunto cuya solución dependa directa y obviamente del aporte económico. 111 El problema de la evaluación del investigador es peliagudo y angustiante, pero debería ser pasajero. La comunidad científica debería recuperar a quienes, a pesar de su esfuerzo, hoy no logran mantenerse creativos en un nivel aceptable. Generalmente, todo investigador formado ha debido atravesar con

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éxito varios filtros selectivos (ingresos a universidades, concurso de becas diversas, incorporación a centros de trabajo y evaluaciones en Sistemas Nacionales de Investigadores) y varias circunstancias probatorias (licenciatura, maestría, doctorado, posdoctorado), y su carrera ha costado demasiado dinero al erario público, como para que de pronto se lo elimine, porque en lugar de tres trabajuchos por año prefiere publicar uno cada tres años donde tenga algo significativo que decir. Por otra parte su vida y la de su familia no pueden estar jugadas año tras año a una regularidad productiva que ni los grandes genios han exhibido. Si logramos hacer ciencia con seso, dentro de un par de lustros, dos investigadores de cuarenta años podrán tener un ingreso similar, aunque uno sea más publicador que el otro, sea mejor maestro, no tenga la fortuna de ser muy citado a pesar

de la importancia de lo que hace, de pronto decida embarcarse en una aventura más osada, sea más propenso a viajar, lo haga porque su disciplina así lo requiere, o realice aportaciones que tengan o no una aplicabilidad inmediata. En ese escenario, el mal investigador (por natura o por cultura) y los personajes seudofolklóricos que hoy contaminan nuestra comunidad, resaltarán como anacronismos o como artefactos fuera de lugar; serán excepciones que ya no habrán de justificar la existencia de un sistema de calificación basado en puntitos. Aquí también, la creación de grupos interdisciplinarios sería de gran ayuda. 121 Mientras alcanzamos la situación expuesta en estos puntos, debemos cuidarnos para no incorporar los vicios del primer mundo. Por ejemplo, el imperio del "publica-o-perece" frecuentemente elimina a investigadores valiosos que, de pronto, tropezaron con una idea que al principio parecía brillante pero luego no resultó, o se enfermaron, o tuvieron problemas familiares y perdieron sus subsidios. Análogamente, allá suelen exigir que un investigador se jubile a los sesenta y cinco años; con eso provocan además que, a de los sesenta, nadie les otorgue apoyo para comprar Instrumental alguno, y que los jóvenes no quieran iniciar una -rinación con ellos. Esta práctica perniciosa ya está penetran: ,J en nuestra comunidad pues, como hemos mencionad'q en e~ „apíiulo 11, ya estamos discriminando a nuestros viejos' mae. _ros, a quienes el cambio

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de reglas del juego privó de compensaciones salariales y de dinero para trabajar. Se ha desencadenado así una situación comparable a la que imagina Adolfo Bioy Casares en su novela Diario de la guerra del cerdo, en la que los ancianos son cazados a cascotazos por las calles de la ciudad. Deberíamos crear las condiciones para protegerlos y, de paso, beneficiarnos con la sabiduría y experiencia que atesoran. No hay que olvidar que la duración de la senectud en los diversos países es proporcional a un nivel científico-técnico, precisamente porque hoy el conocimiento tiene valor para la sobrevivencia. Este parricidio implica una pérdida aún mayor en las ramas humanísticas, en las que la edad propicia las

grandes síntesis y los estudios comparativos. La tarea de investigar es tan apasionante, que casi ningún investigador latinoamericano se retira de ella aunque se jubile; de modo que, entre lumbago e infarto, entre duelo y operación quirúrgica, ellos siguen trabajando en la medida en que pueden hacerlo. De hecho, conozco muchos casos de profesores del primer mundo, nativos del tercero, que regresan a pasar sus últimos años trabajando aquí, pero no conozco un solo caso de migración similar en el sentido opuesto. 13] Mientras la sociedad no nos adjudique un papel tan necesario como el que tiene un empleado administrativo, un den-

tista o un chofer de ómnibus, será dificil que nos pague un salario adecuado. Pero, si se propone llegar a tener el aparato científico-técnico-productivo que juzgamos imprescindible para funcionar como sociedad libre, deberá pagar buenos sueldos, aun en el período transitorio, mientras sólo lo hace como apuesta al futuro. 14] Es necesario defender y hacer respetable la profesión científica. Hoy cualquier funcionario que necesita una consulta médica, la opinión de un abogado, la tasación hecha por un arquitecto, entiende que debe pagarles los honorarios correspondientes. Por el contrario, cuando necesita que un investigador se encierre un par de días en su gabinete para brindarle la información que le ha pedido, parte de la base de que éste debe hacerlo gratuitamente. Más aún, es común que cuando nuestros colegas profesionistas invitan a sus congresos a algún experto internacional para que pronuncie una conferencia, le paguen honorarios que sobrepasan en mucho lo que un investi-

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gador percibe en dos meses de salario, pero jamás le pagan un honorario a los conferencistas investigadores contemporáneos invitados a la misma conferencia. Y para no cometer aquello de "la paja en el ojo ajeno", nosotros mismos, los investigadores, debemos aprender a respetarnos: hace poco se reunieron los representantes de una editorial con una comisión de investigadores a fin de firmar un contrato para publicar libros escritos por éstos. Para mi desmayo, entre las cláusulas de aquel acuerdo, mis colegas se comprometían a renunciar a sus derechos de autor; además a permitir que, si la editorial juzgaba que la reforma de los textos los haría más vendibles, tendría facultades plenas para encargarlas a un divulgador de su elección, a cuyas modificaciones los científicos no podrían oponerse ni siquiera en el caso de que distorsionaran sus planteamientos. 151 Hay que conseguir que también nos respeten las empresas transnacionales. Aun en el caso de que sus mercados tercermundistas sean iguales o más grandes que el del país en el

que se asienta la casa matriz, estas empresas sólo desarrollan la ciencia en sus países de origen y, en el caso de que las autoridades del tercer mundo les dificulten tibiamente esta práctica injusta, hacen figurar como "investigación" en nuestras tierras las averiguaciones de mercado con las que deciden el precio de los productos y la forma de los envases. Los investigadores, para que nos asignen presupuestos, debemos presentar nuestros proyectos para que los evalúen comisiones competentes; las transnacionales, en cambio, no cumplen ese requisito para elegir sus "proyectos" y dejar de pagar impuestos. 16] Es importante aclarar y volver a recalcarlo, que cuando los investigadores nos quejamos de que, tal como está organizada la tarea científica, perdemos la mitad de nuestro tiempo en asuntos que no estamos preparados para realizar, jamás cul-

pamos de esta situación al personal administrativo; eso obedece a que, en la mayoría de los casos, la convivencia a lo largo de tantos años nos va transformando en amigos, a veces en parientes, lo cual nos lleva a entender que todos estamos atrapados en la misma red burocrática y que, si no fuera por su buena voluntad, el problema vería mucho peor. 17] Pero el actual sistema°de financiación y administración de la ciencia es simplemente descabellado. Esta afirmación se

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halla justificada por el hecho de que la tarea de investigación, sobre todo en las ciencias experimentales, hoy suele ser hecha por jóvenes menores de treinta y cinco años, por la simple razón de que los mayores se deben recluir a escribir solicitudes kilométricas, pedir cotizaciones a varias casas comerciales, ver de dónde sacarán dinero para el transporte, seguro e impuestos, redactar cartas explicando que, si bien pensaban comprar un rotor para su centrífuga, ahora necesitarían destinar el dinero otorgado para el osciloscopio que se les acaba de fundir. Esta práctica desatinada, provocada por el manejo de la investigación con normas que han sido creadas para vender salchichas y calefactores, hoy es tan generalizada, que a pocos se les ocurre que los especialistas en economía y organización debieran esforzarse por generar un sistema más sensato. Por el contrario, se acepta religiosamente que esta forma de operar ha de ser perfecta, puesto que se generó en el primer mundo. Pero en marzo de 1993 se organizó en Sao Paulo una reunión para discutir el apoyo a la ciencia en el Brasil, en el que Vera L. Petrucci, analista del desarrollo científico y tecnológico, atribuyó el fracaso de ciertos proyectos al hecho de que habían tenido que distorsionarlos para cumplir con los requerimientos

del Banco Mundial. Estamos, entonces, frente a una inversión completa de los términos: no se hace una administración para que la ciencia funcione como necesita hacerlo, sino una ciencia que cumpla con caprichos evaluatorios y requerimientos burocráticos. En nuestras plazas hay estatuas de personajes reconocidos por haber creado el Código Civil, el Código Penal, el Código de Comercio, el Código de Minería. ¿Por qué no soñar con que la estatua del creador del primer Código Científico quede en uno

de los países del área? Se podría, por ejemplo, crear una Comisión que cada tres años visite el laboratorio de un investigador determinado, lo interrogue acerca de sus planes, sus datos preliminares; revise sus publicaciones, sus protocolos, sus aparatos y pida que demuestre que los sabe manejar; que exhiba su currículum para ver si es cierto que nació en algún lado; que converse con sus becarios, sus ayudantes técnicos, su secretaria... y, en virtud de sus quince o veinte años de trabajo y decenas de publicaciones en un tema, le otorgue un crédito científico por otros

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tres. Aceptará, al menos provisoriamente durante esos tres años, que el investigador tiene la cordura necesaria para solicitar un libro o un galvanómetro. Le permitirá usar cierto monto de dinero del que el científico dará razones a posteriori, es decir, un crédito. Después de todo, no hay por qué dar por sentado que la catadura moral de los científicos está muy por debajo de la de los comerciantes o de las amas de casa que sí gozan de dicha confianza y pueden utilizar créditos. Algunos dividendos adicionales de esta forma de operar surgirían del hecho de que: a] el científico podrá huir de su oficina y regresar a su laboratorio con libertad de hacer lo que sabe: investigar; b] la Comisión, al evaluar a posteriori su informe, podría hacerle críticas y sugerencias constructivas sobre su manera de operar, sobre defectos que podría corregir, sobre recursos y colegas con cuya colaboración podría optimizar sus estudios, y c] se evitaría una situación que, si bien por ahora sólo afecta la investigación en el primer mundo, corre el riesgo de propagarse aquí en la medida en que crezca nuestra comunidad, pues allá los peers que evalúan los proyectos a veces son taimados competidores que se sirven de las hipótesis, técnicas y enfoques más atractivos descritos en los cien o doscientos proyectos que les toca evaluar; incluso, frecuentemente los objetan por algún detalle intrascendente, no proveen los fondos solicitados y luego corren a ejecutar los proyectos ellos mismos en sus propios laboratorios. Lo alarmante es que algunos de nuestros países están comenzando a enviar proyectos locales para que los evalúen en el primer mundo. 18] Debemos recuperar a nuestro personal de apoyo. Hay que encontrar la mam sa de restaurarles un salario digno a cambio de una cantidad de trabajo idóneo y responsable. El investigador debe tener derecho a discernir quién tiene habilidades para asistirlo erg sus tareas especializadas y complejas y quién no. No podemos seguir desfigurando nuestras labores para adecuarlas a horarios, asambleas intempestivas, días feriados y vacaciones interminables. Si los mismísimos administradores han llegado a la conclusión de que no podrían ejercer su tarea sin empleados de confianza, ¿por qué fuerzan a un investigador a que acepte a quien el sindicato tenga a bien enviarle? Ninguna cadena es más fuerte que el más débil de sus esla-

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bones: si no desarrollamos una cultura de la calidad y la responsabilidad, jamás contaremos con una ciencia confiable y que nos sirva para algo. Tal vez una solución, por lo menos pasajera, consistiría en crear un Sistema Nacional del Auxiliar, que fomente el esmero, la dedicación, el desarrollo de habilidades, así como el interés por pertenecer a laboratorios activos, cuyos horarios, días laborables y cantidad de vacaciones sean compatibles con la tarea científica. 19] Se necesitan urgentemente revistas que analicen, critiquen, objeten o apoyen honesta y maduramente las medidas gubernamentales y sindicales sobre la ciencia, y todo asunto relacionado con ella. Pero las grandes compañías extranjeras que se benefician surtiendo nuestros laboratorios de equipos, reactivos, material de computación y libros, anuncian sus productos en Nature y Science, no en las revistas del tercer mundo. Éstas dependen, entonces, de un apoyo económico estatal que se interrumpiría si las críticas se tornaran molestas. Con todo, algunos funcionarios latinoamericanos honestos y convencidos de la seriedad de su labor ya están alentando a la comunidad, para que se lance a debatir sin censura previa en alguna revista de su institución. 20] En el nivel latinoamericano caben muchas esperanzas, pues hace apenas cincuenta-años no teníamos Consejos de Investigación, ni becas, ni subsidios, ni carreras de investigador, ni funcionarios que tuvieran la menor idea de qué eran esas cosas. Entre los buenos investigadores del tercer mundo reina un entusiasmante espíritu colaborativo. Aquí, "colega del mismo campo", se trate de un chileno, un argentino, un brasileño, un uruguayo, un venezolano o un mexicano, invariablemente significa: "amigo que tuteamos, de cuyo cónyuge sabemos el nombre, que se hospedó una semana en casa, del que conocemos anécdotas graciosas y de las otras, que se olvidó de devolvernos un libro que le prestamos". En la breve historia científica de Latinoamérica, los que hemos sido corridos de nuestras patrias por los tiranuelos en turno, nos hemos desplazado de un país a otro y encontrado invariablemente los brazos (y las aulas, y los laboratorios y los presupuestos) abiertos. Hoy se están estableciendo foros de discusión y redes latinoamericanas que permiten a los científicos un nivel de integración y cooperación como jamás se logró en lo

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político, militar, industrial ni comercial.

El próximo paso debería ser, como opina Amílcar Herrera, crear un sistema científico unificado para toda la región, que le permita tomar decisiones basadas en sus propias necesidades. Podría seguirse el ejemplo de la Comunidad Europea, y reunir esfuerzos y dinero para ofrecer "facilidades especiales": observatorios astronómicos, aceleradores de partículas, estaciones biológicas, acervos informativos, centros de capacitación. El tercer mundo dista mucho de ser un infierno científico. Aquí, mientras los investigadores den muestras fehacientes de estar haciendo las cosas bien y publiquen, gozan de entera libertad: ya sea porque se entiende que en el curso de las investigaciones necesitan dar un golpe de timón para aprovechar nuevos productos, nuevos logros personales y novedades introducidas por colegas de otras partes del mundo; ya sea porque, no importándole a nadie lo que están haciendo, pueden alterar el proyecto y optimizarlo. El darwinismo nos había convencido de que la libre competencia hace que triunfe "el más apto"; pero, en cambio, la nueva biología encuentra que la cooperación y la simbiosis han dado lugar a adelantos evolutivos muchísimo más notables. Podría ser que, así como el darwinismo social acabó por tener un mal nombre, esta nueva intromisión de los conceptos biológicos (ahora los conceptos de cooperación y simbiosis) corra la misma suerte. Con todo, es posible que la disolución de las barreras interdisciplinarias en el nivel profesional, además de la cooperación y la "simbiosis" entre científicos de las distintas ramas, técnicos, epistemólogos, empresarios y funcionarios, nos ayude a acabar con los feudos académicos, con los recelos profesionales y a propiciar mejoras. 211 Cuando un muchacho repite en trabajos prácticos un experimento clásico, no es para que él haga algo con la ciencia, sino para que el experimento haga de él un científico. De la misma manera, lo que la ciencia hace con una sociedad puede llegar a ser más importante que lo que ésta hace con aquélla. Por más de que la ética no forme parte de la argamasa del edificio científico, el desarrollo de un aparato científico disminuye el autoritarismo (interno), exige una política institucional abierta, clara, constatable y justificada; ésta va democratizando la comunidad, y la va haciendo más eficiente, mediante la inyec-

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ción de razonamiento sistematizado en todas sus actividades. La ciencia ha aliviado el sufrimiento humano, ha demostrado que los enfermos mentales no están poseídos por el demonio, y los ha liberado de palizas, baños helados y cadenas; ha demostrado que las mujeres no son seres despreciables, como afirman las Escrituras; acabó con la idea de que los niños son provisoriamente imbéciles a quienes, para educarlos, es necesario engañar, asustar con fantasías perversas y someter a castigos corporales. En cien años, la tecnología ha hecho más por librar al obrero de pesadas y embrutecedoras tareas musculares, que dos mil de prédica piadosa; además le está permitiendo acceder al conocimiento, esparcimiento y al deporte en todo el planeta. Justamente, el mapa de las regiones en las que aún se discrimina a las mujeres no coincide con el de las zonas que desarrollaron su ciencia, y sí con el de ciertas instituciones religiosas. En ese sentido, desarrollar un aparato científico-técnico también nos beneficiará en aspectos científicos y no científicos, y nos mejorará como personas. En resumen: a] No es cierto que nuestro proyecto deba consistir en alcanzar la estructura del primer mundo; la estafa es tanto o más evidente ahora que ellos no tienen un proyecto explícito. b] No es cierto que allá se propongan hacer algo sensato con las relaciones comerciales, las destrucciones de selvas, las contaminaciones del agua y de la atmósfera, el agotamiento de subsuelos y energéticos, o con la basura radiactiva. "El pensarhacer de su proyecto humanista se queda en el pensar-decir, y en el hacer solamente declaraciones que no se cumplen" (Pablo González-Casanova). c] No es cierto que la actividad científica del primer mundo constituya un ideal, y que nosotros debamos correr detrás como monitos tratando de imitarla y darle alcance. d] No es cierto que nuestra ciencia sea una especie de Cenicienta en un reino de gestión empresarial monetarista: puede responder a mayores demandas en cuanto la sociedad la integre a una visión del mundo adecuada y sepa cómo utilizarla. e] No es cierto que, con ser enorme, nuestro principal problema sea el económico; se puede decuplicar casi instantáneamente la capacidad científica que ya se tiene, con sólo encontrar una forma de administrar que permita a los investigadores concentrarse en el trabajo. Los científicos maduros

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deben volver a los laboratorios. f] No es cierto que el orden mundial haya alcanzado un equilibrio definitivo: debemos prepararnos para aprovechar los cambios críticos que se producirán inevitablemente. g] La cultura debe ser fuente de intenciones, propósitos, valores; si la que tienes no te brinda los adecuados y tiende a hacerte subhumano y desdichado, tu proyecto debe consistir en forjar una mejor, no en quejarte de la que has heredado. Los problemas hay que detectarlos, estudiarlos y resolverlos, no achacárselos "al sistema". Es bueno que no inicies tu carrera maldiciendo la oscuridad, sino encendiendo una vela... y como ves, hay muchas cuyo encendido no depende directa y exclusivamente del dinero. De modo que no te preocupes, pero ocúpate.

21. Y BIEN, ¿ESTÁS SEGURO DE QUE TE QUIERES DEDICAR A LA INVESTIGACIÓN CIENTÍFICA EN TU PAÍS?

Espero que tu respuesta sea afirmativa, que en cada falla y en cada ventaja que he señalado, veas una circunstancia en la cual tu creatividad puede intervenir. Cuando en mi juventud daba los primeros pasos de una carrera científica, mis maestros me aconsejaban leer libros que me hablaban de las miserias con que habían tenido que luchar Madame Curie y Louis Pasteur; asimismo me recomendaban ser abnegado, adoptar un ascetismo espartano, recordar que tengo un compromiso sagrado con la humanidad. En esos textos, los investigadores aparecían como una mezcla de san Francisco de Asís y Madre Teresa de Calcuta descrita por Walt Disney. Pero, la verdad es que yo no me veía razonando "premisa mayor, premisa menor...", no inducía ni deducía, y me importaba tres pitos el empirismo lógico; peor aún, ni lo conocía. Para rematar la cosa, yo advertía que ante una idea brillante no se me enfriaba el cerebro tal y como prescribían esos libros de catecismo científico, sino que se me calentaba el corazón y me daban ganas de bailar en una pata; tampoco me levantaba por la mañana pensando en que la humanidad me necesitaba: me encantaban el futbol, los chistes picarescos, la música popular, las motocicletas de varios cilindros y la ropa despampanante. Vistos retrospectivamente, aquellos libros llenos de santas recomendaciones, me parecen guardar con la tarea de investigar la misma relación que la pornografía con el sexo: describen poses, actitudes exóticas, ejemplos extremos, pero no incitan, sino que asquean. A pesar de que me parece maravilloso ser investigador, he puesto entre los acápites iniciales de este libro la frase de un profesor de biología de Berkeley: "Encuentro cada vez más dificil recomendarle esta carrera en investigación básica a los jóvenes brillantes que cada día me piden mi opinión", porque [2711



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refleja el conflicto personal que me aflige cada vez que un joven me pide opinión: aconsejarle que no se haga investigador significa ocultarle que la investigación científica, hecha con un mínimo de apoyo y buena suerte, es la tarea más atractiva que puedo imaginar. Pero aconsejarle a un joven que se dedique a la investigación en Latinoamérica, me hace sentir como un verdadero estafador de la confianza que el muchacho deposita en mi respuesta. ¿Cómo ocultarle que esos libros con retratos de Galileo, Einstein, Planck, Fermi y von Braun no tienen mucho que ver con el trabajo que él deberá llevar a cabo en esta región? ¿Cómo ocultarle que la escasez e irregularidad del apoyo económico, las instituciones, las trabas administrativas, los sindicalistas que dificultan la participación de los auxiliares y técnicos, y las patrañas de los seudocientíficos encaramados pueden convertirlo, muy probablemente, en un emigrado y, si es un cuestionador, en un exiliado? ¿Cómo ocultarle que si luego, cansado de penurias y privaciones, acepta trabajar en el primer mundo, puede acabar como el tornillito número 128 del equipo de un operator, o presentando farragosas solicitudes que serán evaluadas por un peer review group que no tratará de ver sus méritos, sino de encarnizarse con pequeños defectos en el estilo de llenar los papeles, como si se tratara de abogados litigantes? ¿Cómo no prevenirle que esos mamotretos llorones que se publican sobre las penurias de la ciencia en el tercer mundo ignoran que hubo y hay grupos productivos, prestigiosos y felices, funcionarios que se esmeran por organizar las instituciones científicas sensatamente, y centros que hacen malabarismos para poder albergarnos y apoyarnos? Finalmente, deseo resaltar un punto que, de todos modos, no te habrá pasado inadvertido: tú eres una persona de carne y hueso, no una región del Globo Terráqueo; de modo que, si bien espero que tu pertenencia y solidaridad social te impulsen a luchar porque superemos las dificultades señaladas, me apresuro a asegurarte que, en último término, todos los que se propusieron ser investigadores y tuvieron las dotes necesarias, lo han logrado. Al decir todos no ignoro por supuesto a quienes han perdido la vida en la lucha política, ni a los que tuvieron que exiliarse; sólo me estoy refiriendo al hecho de que no recuerdo casos de jóvenes inteligentes que, tras algunos topetazos con la realidad de sus terruños, no se hayan convertido en

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investigadores tan aptos como los de cualquier región del Planeta. Si tú te empeñas, la ciencia no te puede detener. Por todas estas razones me he sentido llevado a escribir este texto. Para poder darte luego la siguiente opinión: Si te atrae conocer, analizar y discutir modelos de la realidad así como meditar sobre la estructura y la importancia social del conocimiento, además de divertirte experimentando; si no te vas a limitar a medir cosas de 9 a 14 horas, ni te metes a tontas y a locas, ignorando la patológica inserción del conocimiento en nuestra cultura, ni la dependencia que tendrás de las instituciones de tus pueblos; si te das cuenta del esfuerzo que se hace por entender y corregir las anomalías que se van presentando cuando se progresa; si piensas participar sin mohines preadolescentes en la solución, sin que todo termine condenando «al sistema"... antes de irte a radicar a Chicago; vamos: si sabes en qué consiste ser un investigador profesional en el tercer mundo, entonces hazte investigador científico, pues te encantará y te necesitamos.

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