Christianus - La Personalidad Del Cristiano - Vonier

February 28, 2018 | Author: javito1980 | Category: Holy Spirit, Christ (Title), Jesus, Saint, Sanctification
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Descripción: Libro de Dom Anscar Vonier. Espiritualidad. Christianus, la personalidad del cristiano...

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J

ABAD

VONIER

CHRISTIANUS (LA PERSONALIDAD DEL CRISTIANO) VERSION CASTELLANA DE

PIO MARIA DE MONTOYA, Pbro.

EDICIONES DINOR S. L. SAN SEBASTIAN 1954

NIHIL OBSTAT: Dr. Luis Miner

C•ruor

IMPRIMATUR: t JACOBUS, Eplscopus

S. Sebastiani,

16

Dec.

1953

Título original:

CHRISTIANUS Copyright by Burns, Dates & Washbourne ltd.- London

Exclusiva de derechos para Espai!a e Ibero-América por EDICIONES DIN O R

S.

L.,

San Sebastitn

> tiene una exquisita sensibilidad para todo aquello que dice relación al valor dogmático de Cristo en el m undo, y preferiría una guerra a la indiferencia religiosa: No concibe una moral dis­ locada de su Maestro, porque para él todas las éticas están b asadas en el amor a su Maestro, en la obediencia a los mandamientos del Maestro, en la fidelidad a El, en la perseverancia en su servicio. La conduc�a de un cristiano consiste esencial­ mente en la del discípulo, no en la del filósofo; y muchas de sus obligaciones no provienen ni surgen en su conciencia por una moralidad humana sino que se originan por ser discípulo de Cristo. «Si alguno de los que me siguen no abo­ rrece a su padre y madre, y a la mujer, y a los hijos, y a los hermanos y hermanas, y aun a la vida misma, no puede ser mi discípulo» (Lucas XIV, 26, 27). Es loca p retensión la del hombre que sin «haber echado sus cuentas para ver si tiene el caudal necesario con que acabar un edificio comienza a edificarlo». Todo hombre que actúe de esta forma es objeto de la burla de sus conciu­ dadanos, que se mofarán de él diciendo «ved ahí un hombre que comenzó a edificar y no pudo rematar» (Lucas VIV, 30). Más grave aún es la posición del temerario y audaz rey que declara la guerra a otro soberano que posee dobles fuerzas militares, ya que en la 12

hora de la realidad su posición sería humillante en extremo. «Si ve que no puede luchar contra él, le envía embajadores cuando todavía está lejos para hacerle proposiciones de paz» (Lucas XIV, 32) Esta actitud absurda no contiene menos imprudencia que el hombre que pretende ser discípulo de Cristo y huye de la abnegación. «Así, pues, cualquiera de vosotros que no renun­ cia a todo lo que posee, no puede ser discípulo mío» (Lucas XIV, 33). Unas declaraciones tan solemnes, subrayadas con algunas de las más llamativas metáforas evangélicas, han conducido a los estudiosos de la religión cristiana a p roponerse la cuestión de si la profesión de discípulo de Cristo i mplica una norma general para todos los que creen en Jesús, o tan sólo es reglamentación para una «elite», o con otras palabras, esta profesión de discípulo de Cristo, ¿no supondrá una calidad superior dentro del cristianismo, en la que no participan la inmensa m ayoría de los bautizados, de tal modo que el que denominamos cristiano ordinariamente fuera tan solo cristiano, y de ningún modo discípulo? Tal hipótesis lesiona el carácter mismo del cristianismo. Todo aquel que siga a C risto o quiera seguirle, tiene el deber de poseer las dis­ posiciones y abnegación exigidas por el Maestro, y la t1exión y falta de abnegación pueden significar m uchas veces apostasía. Radicalmente, todo cris­ tiano debe estar preparado para el m artirio. Este estado está contenido en el estado de gracia en 13

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que vive, debe morir antes que renunciar a Cristo, o abandonar una sola verdad de su fe. La religión cristiana es una religión de discípulos de Cristo, y nada h ay que demuestre más claramente esta verdad que la ley o el principio sostenido univer­ salmente por sus fieles, y que se enuncia del siguiente modo: Vale más perder todo, inclusive la vida misma, que poner en duda la verdad de una tan solo de las palabras dichas por Cristo. Cuando Jesús habla del porvenir de su Reino (aun en su aspecto externo), afirma que la suerte de los discípulos no puede ser de mejor condición que la del Maestro. «No es el discípulo más que su m aestro, ni el siervo más que su amo. Baste al discípulo· el ser tratado como su maestro, y al criado como a su amo. Si al padre de familias lo h an llamado Belcebú, cuánto más a sus domés­ ticos» (Mat. X, 24, 25). Es indispensable en todas las épocas de la historia del m undo que los cristianos no olviden esta ley de semej anza. No se nos pide, ni se nos exige a los cristianos, el que logremos para la causa de Cristo un triunfo incontestable: no somos enviados como si fuéramos soldados que tenemos que lograr victorias que puedan esta­ blecer por la fuerza la soberanía del Hij o de Dios. Estas i mágenes, si se las fuerza demasiado, falsean en un todo la i de a de nuestra misión en la Iglesia. Siendo com o somos esencialmente discípulos, nuestra gloria y nuestro m ejor timbre son el de p arecernos a nuestro Maestro, el de recordar todo lo que h a dicho y ha hecho, decirlo al mun do siempre que la ocasión nos sea favorable; si los 14

de fuera rechazan el escucharnos, conservar su memoria como el tesoro más preciado dentro de nosotros mismos, y como suprema aspiración y objetivo de nuestra vida, asemejarnos a El lo más perfectamente posible. La verdadera religión cristiana, por tanto, implica no solamente una apasionada fidelidad a la doctrina de Cristo, sino la perseverante memo­ ria y recuerdo de su vida. Conservamos y ateso­ ramos con el m ayor cariño todos los gestos y palabras, los hechos todos de su vida, todos los detalles de su muerte, tal como los han narrado los evangelistas. Los apóstoles demostraron que eran discípulos de Jesús precisamente en esto, en que jamás se cansaron de repetir la historia de su Maestro a lo largo del trabajo de la evangeliza­ ción del m undo. Sintonizando con el conoci­ miento, el recuerdo es otro de los aspectos integrantes en la condición de discípulo. En el cristianismo, este recuerdo de Cristo ha sido cristalizado en un m emorial viviente, en un recuerdo que es misterio a la vez, la Santa Euca­ ristía. Esta profesión nuestra está íntimamente ligada y asociada al memorial de la última Cena. «Después de acabada la cena tom ó el pan, dió de nuevo gracias, lo partió y dióselo diciendo: Este es mi cuerpo, el cual se da por vosotros: haced esto en m emoria mía» (Lucas XXII, 1 9). La condición de discípulo nos suministra la grandeza y, a l a vez, los límites de nuestras esperanzas cristianas. Podemos esperar todo lo que Cristo posee, realizar las obras que El hizo, Y aun m ayores, como El mismo nos lo ha adver15

tido. Jamás un Maestro digno de tal nombre, ha rechazado a su fiel discípulo una plena participa­ ción en el propio poder. La menor de las cosas que hacemos, o que nos hagan, adquiere inme­ diatamente proporciones divinas, porque somos discípulos suyos. «Quien a vosotros recibe a mí m e recibe, y quien a mí me recibe, recibe a aquel que me ha enviado a mí» (Mat. X, 40). «Y cual­ quiera que diere de beber a uno de estos peque­ ñuelos un vaso de agua fresca solamente por razón de ser discípulo mío, os doy mi palabra que no perderá su recompensa» (Mat. X, 42). Pero también debemos de poner ante nuestra vista nuestras propias limitaciones. Nos basta con ser semejantes a nuestro Maestro. No esta­ mos llamados a reemplazar la cruz del Maestro por un trabaj o que asegurara y aportara el triunfo anticipado de Cristo. Nuestro mejor timbre de gloria y de honor es conmemorar la m uerte del Señor h asta tanto que venga en su gloria. La profesión de discípulo de Cristo, recibe su consumación en el Paráclito; Espíritu de verdad cuya misión es la de completar nuestra iniciación y coronar el edificio educativo de nuestra forma­ ción en el misterio de Cristo colocando la últim a piedra. Lejos de ser algo supérfluo; e l Espíritu Santo es el que pone y da la últim a m ano a nuestra obra; y a que como lo aseveró el mismo Señor, no realizó todo el trabajo durante su propia vida. Para demostrar que todos los cris­ tianos dependemos radicalmente en cuanto discí­ pulos, de la misma Trinidad, nos b astará acumular en su sencillez, las p alabras mismas de Nuestro 16

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Señor, más elocuentes por sí mismas que el más eximio comentario. «Estas cosas os he dicho conversando con vosotros. Mas el Consolador, el Espíritu Santo que mi Padre enviará en mi nombre, os lo ense­ ñará todo, y os recordará cuantas cosas os tengo dichas» Ouan XIV, 25, 26). «Mas cuando viniere el Consolador, el Espí­ ritu de verdad que procede del Padre, y que yo os enviaré de parte de mi Padre, el dará testi­ monio de mí: y también vosotros daréis testimo­ nio, puesto que desde el principio estais en mi compañía» (Juan XV, 26, 27). «Aún tengo otras muchas cosas que deciros: mas por ahora no podéis comprenderlas. Cuando empero venga el Espíritu de verdad, él os enseñará todas las verdades necesarias p ara la salvación, pues no hablará de lo suyo, sino que dirá todas las cosas que habrá oído, y os anunciará las venideras. El me glorificará, porque recibirá de lo mío, y os lo anunciará. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso he dicho que recibirá de lo mío y os anun­ ciará» (Juan XV, 1 2, 1 5).

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Abad Vonier.-ChriltianUJ.

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CAPITULO JI

CHRISTIANUS SANTIFICATUS La santificación cristiana

Aquí, en la Tierra, adquiere la santidad un poder inmenso, principalmente cuando es atacada. Muchas cosas las tenemos por sabi das, y las articulamos e integramos en nuestra vida sin el menor temor, pero en el momento mismo en que un hombre comete una profanación, lo conside­ ramos como un monstruo, y la palabra de San Pablo queda en él m anifiesta de modo alarmante: «Si alguno profanare el templo de Dios perderle h a Dios a él» (Cor. l.a, 1 11 , 1 7). Una profanación de esta índole nos hace temer caiga sobre el sacrílego una venganza celestial. Ahora bien, la causa de esta i ndign ación pro­ viene de una característica m uy especial del cristiano: éste es un ser santificado: Tiene el sentido y el genio de la santidad: es portador de este don a donde quiera que vaya, aunque des­ graciadamente la m ayoría de las veces no se dé cuenta de ello. Esta santidad no es ningún obs­ táculo al ejercicio de su vida humana ordinaria: no camina como si llevara sobre su cabeza una frágil ánfora de inmenso valor. Todo su ser está santificado y p or ello no se da cuenta en su vida normal. Pero si surge una profanación sea esta de la especie que sea, lo herirá como flecha que se 18

clava en sus carnes, y si el autor de un vil sacri­ legio fuera él m ismo, el sentimiento de l a viola­ ción que ha cometido será aún más cruel en él. La santidad no es primariamente una acción sino una cualidad. Empleando lenguaje técnico podríamos llamarla estática. Una acción será o no será santa según que está o no está conforme a una cualidad inmutable que se impone por sí misma a la conciencia humana y, así, todas las acciones humanas santas o pecaminosas se resuel­ ven ellas mismas en los conceptos de acciones dignas o indignas. El hombre bueno actúa según la dignidad de su estado habitual, en conformidad con la calidad de que está adornada su persona­ lidad, o bien, se conduce de un modo totalmente indigno y, en este caso, es un perverso. Y por ello no habría pecado, al menos que no hubiera en nosotros algún valor o calidad inicial que en n uestro estado de naturaleza caída no lo aplastá­ ramos con nuestros pies. Si fuéramos irremedia­ blemente viles, o incurablemente degradados, no podríamos ser responsables de culpabilidad alguna de transgresión moral, como no lo son las bestias y los animales, porque en esta hipótesis actua­ ríamos conforme a nuestra naturaleza, y tal acción no podría ser considerada como falta moral. Cuando las acciones de los santos quedan iluminadas por esta luz, brillan en todo su esplendor, porque sus actos son conformes a l a gracia que ellos atesoran, y que esencialmente es belleza. En realidad, todo pecado es p rivación de belleza, a la vez que de santidad. Aun en el caso en q ue se dice de un hombre que va adquiriendo 19

santidad por m edio de costosos ejercicios en la virtud, n o se quiere decir con ello otra cosa, en estricta teología, sino una dignidad progresiva, es decir, que de día en día se hace más digno en el cumplimiento de su vocación. «Debemos dar a Dios continuamente acciones de gracias por vosotros, hermanos míos, y es muy justo que lo h agamos, puesto que vuestra fe va aumentándose m ás y m ás, y la caridad que tenéis recíprocamente unos p ara con otros, va tomando un nuevo incre­ mento de tal m anera que nosotros mismos nos gloriamos de vosotros en las Iglesias de Dios, por vuestra p aciencia y fe, en medio de todas vuestras persecuciones y tribula�iones que padecéis, que son señales que demuestran el j usto juicio de Dios, que así os purifica para haceros dignos de su reino por el cual p adecéis lo que p adecéis» (X 2.a Tes. cap. 1 , 3, 5). Cristo, con una admirable m ajestad de palabra reduce la práctica de la suprema abn.egación de sí mismo a la simple regla de la dignidad o indig­ nidad; pero El es el Santo por excelencia que distingue el bien del m al. «Quien no toma su cruz y me sigue no es «digno» de mí» (S. Mat. X, 38). Esta presentación de la acción como expresión de valor, encierra todo un m undo de sabiduría. Fundamentalmente, esta actitud significa que el árbol es anterior a los frutos, y que la gracia divina está en medio de nosotros antes de que seamos advertidos de su proximidad; que toda progresión en la santidad consiste en una cre­ ciente comprensión de su presencia permanente 20

dentro de nosotros. No se nos pedirá jamás el dar brincos ingentes en l a vida espiritual como si tuviéramcs que saltar abismos de tinieblas para caer en la luz. La llama arde en la intimidad celular de nuestra alm a, aunque permanezcamos ciegos para verla, «pero de la justicia que procede de la fe, dice así: No digas en tu corazón: ¿Quién podrá subir al cielo? Esto es, para hacer que Cristo descienda o, ¿quién ha de bajar al abismo? Esto es, para sacar a vida de entre los muertos a Cristo. Mas, ¿qué dice la Escritura? Cerca está de tí la p alabra de la j ustificación: en tu boca está y en tu corazón: esta palabra es la palabra de la fe que predicamos» (Rom. X, 6, 8). Esto es algo m ás que poesía a lo D ante; es l a teología católica l a q u e dice que los espíritus malignos o demonios están continuamente a l a búsqueda d e l ugares desiertos d e santidad, s i es que les es dable encontrar tales lugares; porque ni Satán ni sus ángeles pueden permanecer en l a santidad, como tampoco pueden permanecer e n la verdad. «Cuando e l espíritu inmundo ha salido de algún hombre, anda vagando por lugares áridos buscando donde hacer asiento, sin que lo consiga.>> «Ni siquiera los desiertos de Arabia ofrecen a los ángeles apóstatas descanso alguno, po.rque también en ellos se encuentran regiones can aliento de santidad. ¿Acaso hay lugar más propicio para la oración que un desierto en la hora crepuscular, en el que la gloria de Dios casi se hace palpable? La N aturaleza está llena de santidad, y por doquier el espíritu i mpuro está .. sin> cont acto con su vida real. Por otra parte, el

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reposo es para él algo imposible, l a tierra le quema sus pies. ¿A dónde ir? entonces dice: «Tornaré a mi casa de donde he salido». Y vol­ viendo a ella la encuentra desocupada, bien b arrida y alhaj ada (Mat. !bid, 44). Este estro poético de Cristo es el poder de la santidad. Hasta el desierto resulta insoportable p ara Satán, espíritu esencialmente impuro, su sola posibilidad de descanso es una conciencia m anchada por el pecado. «Con esto va y toma consigo otros siete espíritus p eores que él y, entrando, h abitan allí: con que viene a ser el postrer estado de aquel hombre más lasti moso que el primero}} (Ibid, 45). Cuánto m ás sencilla sería la labor de los his­ -,riadores, y cuánto m ás se simplificaría su trabajo si conservaran en su vida esta revelación hecha por el Hij o de Dios que todo lo ve, de los acon­ tecimientos humanos: y en sus pupilas la visión del ejército innumerable de espíritus impuros, incapaces de encontrar reposo, si no es en los corazones de los hombres m anchados por la iniquidad. La execración o l a profanación de vastas extensiones de territorios cristianos, quedan con esta teoría tan clara y sencillamente demostradas, como el avance del ejército napo­ leónico. Satán necesita encontrar reposo, y para lograrlo está obligado a destruir si puede las ciudadelas y las fortalezas de la santidad, bien sea el campanario de una iglesia, un viacrucis al borde de un camino, un monasterio, una escuela cristiana o una conciencia que esté en gracia de Dios. Satán no p uede permanecer en reposo teniendo frente a sí toda esa santidad. Le es tan 22

necesario el destruir todas las manifestaciones auténticas de santidad como al invasor el destruir todas las fortalezas del país invadido. La presentación b élica hecha por Cristo de las m aniobras de los espíritus del mal encierran un rasgo que es preciso estudiar con mayor deten­ ción. El Hijo de Dios predice la más triste de todas las eventualidades: l a apostasía de aquellos cuya alma había sido vaciada de todo pecado, limpiada y alhajada¡ p rofetiza un ataque directo, sutilmente preparado y potentísimo contra la santidad fuertemente establecida, y ese ataque satánico lo ve realizado con éxito el Hijo de Dios. «Con eso va y tqma consigo otros siete espíritus peores que él, y entrando habitan allí.» . ¿Por qué no podríamos poner este versícufo del Evangelio en el frontispicio de esas volumi­ nosas Historias de Europa que llevan como subtítulo sonoro «Avances de la civilización» cuando en realidad y a los ojos de un creyente no son sino avances y retiradas de un ejército que trata por todos los medios de encontrar reposo y no puede encontrarlo en un clima cristiano? El cristianismo inició su presencia en la historia con una inmensa (casi nos atreveríamos a decir), con una infinita consagración de la humanidad. ¿Qué otro sentido pueden tener las palabras «El Verbo habitó entre nosotros, lleno de gracia y de verdad» m anifestadoras de la Encarnación? Cualquiera que se p one en contacto con esta «cosa santa» como es llam ado el Hijo de María en el Evangelio de S an Lucas, se vuelve s anto, 23

como es santo un vaso sagrado. Es lugar común de todos los predicadores de los tiempos apostó­ licos y p atrísticos hablar de la santidad en la que es introducido el fiel por el sacramento del bau­ tismo. « .. .fuisteis lavados, fuisteis santificados, fuisteis j ustificados en el nombre de nuestro Señor Jesucristo y por el Espíritu de nuestro Dios» (l.a Cor. VI, 1 1 ). Es por esto que nos sentimos irresistiblemente atraídos por los niños que están bautizados en Cristo, que creen en El, sin que ello implique la menor ilusión ficticia. Y tampoco debemos nunca olvidar esa santificación innata en todos los fieles de la Iglesia, por áspera y ruda que sea su carrera sobre la tierra. La santidad cristiana se asemeja al oro, y posee una admirable resistencia, y es capaz de soportar cargas muy fuertes de pérdidas y desgastes. Según nos la narra Jesús, Satán se ve obligado a luchar muy duramente si quiere vivir cómodamente en un medio que haya sido cris­ tiano en alguna época, y la razón de éste es bien obvia; la santificación cristiana no es un acto propio del hombre, sino de Dios. Cuando algo ha sido santificado por el Espíritu Santo, Dios lo apropia y lo hace suyo. Los esfuerzos de los espíritus impuros por hacer cómoda su situación en un lugar que alguna vez ha sido consagrado, son en v erdad gigantescos y titánicos. Cuando, por ejemplo, nos encontramos con los escombros o algunos venerables restos de un antiguo templo de Dios, hoy en ruinas devorados por las m alezas e igualadas con la tierra, si no en algo peor, nos es dable el sopesar la inmensa m alicia necesaria 24

para producir un tal desastre. Desde el punto de vista m aterial, el glorioso edificio consagrado a Dios, es ahora escondrijo de viles animales, al menos que ni siquiera quede grieta p ara ellos. Desde el punto de vista m oral, es la imagina­ ción de todo un p ueblo, la que está falseada con calumnias y mentiras fantásticas sobre la vida de los que anteriormente habitaban estas casas de santidad. El poder santificador que la Iglesia católica posee es verdaderamente prodigioso; j amás lo h a ocultado ella, bien p o r e l contrario, l o proclama siempre a la faz del mundo: cumpliendo su misión de modo admirable y como reina de ese mundo espiritual. La consagración o dedicación de una iglesia es la contrapartida inspirada por Dios contra los maleficios de Satán, de los que Cristo nos ha dejado en el evangelio pintura maestra. La iglesia, en esa ceremonia de la consagración da un definitivo asalto a la construcción material y, después de él, entra con la gracia y con la gloria de la victoria,· invitando a sus hijos a encontrar la paz para sus almas en un recinto reservado en adelante a la santidad.

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CAPITULO lii

CHRJSTIANUS ILLUMINATUS La luz de Cristo

No hay persona en el mundo que no quede impresionada por el esfuerzo que el hombre despliega para transformar las horas de la noche en horas de trabajo. Desde la cuna misma de la humanidad, la luz ha sido el guía del hombre en la oscuridad de la noche: ha guiado sus naves merced a la luz de las estrellas, y éstas también han sido las que orientaron sus pasos en sus viajes nocturnos por la tierra, el parpadeo osci­ lante e infinitesimal de las lejanas constelaciones le daban plena seguridad. Para los que estamos sumergidos en el torbellino de la fiebre y acti­ vidad m odernas, nos maravilla esta fuerza que produce la luz y que asegura las aventuras más peligrosas. ¿Tendremos que citar ejemplos? La jornada de un tren guiado durante la noche a lo largo de sus vías por las señales luminosas, debiera llenarnos de admiración. No cabe dudar de que la luz del día es una de las bendiciones más grandes de Dios, y manantial de continua alegría; pero, ¿qué tendremos que decir de esa luz que brilla en la oscuridad, de las ayudas que ella presta, de su poder, y de su seguridad? El cristiano está familiarizado con la admi26

rabie proclamación de su Maestro. «Yo soy la luz del mundo» y las palabras que en la Escritura santa hacen referencia a este atributo, son tantas que ellas solas forman una teología. Pero cuando uno considera el período actual de la vida de la Iglesia, su lucha como cuerpo militante, se pre­ gunta uno cómo o de qué manera Cristo es luz para nosotros. Lo es a la m anera de las estrellas, o como faro en la impenetrable oscuridad de una noche de invierno sobre el mar. San Juan nos dice que el Verbo encarnado es «luz que brilla en las tinieblas» y no en la plenitud del cenit del m ediodía. Nadie duda de que en sí mismo Cristo es luz y que habita la luz; ni de que en la gloria eterna será la luz de todos los elegidos en el Reino del Padre. «La ciudad .no necesita sol, ni l una que alumbren en ella: porque la claridad de Dios la tiene iluminada y su lumbrera es el Cor­ dero» (Apoc. cap. XXI, 23). Pero aquí en la tierra, en el período de la prueba de la Iglesia, Cristo es luz que ilumina en las tinieblas. Durante todo el tiempo de la historia de la Iglesia en el mundo, la noche no termina, sino que pasa, oscura y sombría, pesada, y llena de emboscadas. Pero lo que Cristo realiza en este mundo - y es su suprema reivindicación cuando se llama a sí ·mismo luz del mundo - es hacer posibles todas las formas de actividad y de peregrinación por esta tierra gracias a los auxilios que presta esa su ·s obrenatural luz. 'Váyase a donde se vaya, hágase lo que se · haga, se puede caminar y actuar iluminados por esa l uz que es Cristo. Seguirla es estar seguro de 27

su ruta, aunq ue no sea la l uz desbordante del día, pero si suficiente para guiarlo. Es de este modo como debemos enfocar y considerar a Cristo como Luz del mundo, hasta tanto alboree el día de la eternidad. El Padre no quiere disipar completamente todas las tinieblas, ni que la noche quede suprimida, sino que nos da una luz que brille en las tinieblas e ilumine a todo hombre que viene a este mundo. Es impo­ sible el perderse porque las señales luminosas son manifiestas e incontestables. No cabe dudar de que ciertas almas privile­ giadas encuentren en Cristo, y aun en esta terrena peregrinación, más l uz que la de una estrella directriz. Por su dulce presencia en el corazón de los místicos y de los que le aman, acontece a las veces que l as glorias mismas del cielo parecen haber descendido sobre la tierra, «porque Dios, que dijo que la luz saliese o brillase de en medio de las tinieblas, El mismo ha hecho brillar su claridad en nuestros corazones a fin de que nosotros podamos iluminar a los demás por medio del conocimiento de la gloria de Dios, según ella resplandece en Jesucristo» (2.a Cor. IV, 6). Pero aun en esta privilegiada iluminación, sabemos que todos caminamos, no por visión, sino por la fe y por eso Cristo será siempre aquí, en la tierra, l uz que brilla en las tinieblas. Esta luz de Cristo no es tan sólo un guía para nuestros pasos, sino también reveladora de secre­ tos, y por l a que vemos las cosas tal cual ellas son. Causa a la vez de terror y confortamiento, ya que la característica de la verdadera ilumina28

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ción cristiana es la de dar al hombre la valentía de mirar a las grandes verdades, a las realidades de la justicia y santidad de Dios. Y es aquí donde encontramos la radical diferencia entre la verda­ dera y falsa iluminación. Los «iluminados>> que han pululado en todas las épocas han vivido en un paraíso de locos, atizándose el uno al otro en el deslumbre de una parcial visión o aspecto de la presentación del misterio de Cristo, mien­ tras que el verdadero pensamiento cristiano acepta los hechos gloriosos y consoladores, y los con­ j uga y los articula con las severas realidades del mundo: ve el pecado y su castigo en sus propias y verdaderas perspectivas, ve la mano de Dios en los acontecimientos que son desfavorables y pe­ nosos, y posee la visión genial de descubrir las oportunidades de la gracia y de la penitencia, en aquello mismo en que los paganos no perciben sino confusión: y coronándolo todo ve por encima de los acontecimientos el fin y objetivo lejano, hacia el cual convergen todas las cosas: y sin pararse en los objetos que le rodean, se encamina derecho hasta el punto mismo donde todas las cosas se encuentran en la sabiduría y voluntad de Dios. En nuestro diario contacto con el mundo y con los que están impregnados de su espíritu, quedamos m uchas veces desconcertados por lo que a primera vista parece una increíble m iopía espiritual. Acostumbrados a una visión totalitaria de los problemas¡ apenas nos es concebible el ver la importancia que el mundo da a los menudos pr.oblemas en los que se enreda. Cuando se nos 29

presenta el problema del pecado y del escándalo, pensamos inmediatamente en las horas de penar y sufrimiento, de arrepentimiento y reparación que han de seguir¡ cuando palpamos las derrotas actuales soñamos en los triunfos que estas mismas derrotas de hoy pueden aportar m añana; en suma, j amás el presente y lo actual limitan nuestro hori­ zonte de visión. Sabemos leer m ejor que nadie la Historia, y tan sólo con el relampagueo de la intuición, vemos las victorias de la gracia de Cristo, en medio mismo de las circunstancias más humillantes y vejatorias¡ discernimos en los vastos períodos la actividad católica, y sabemos discernir la presencia y los artilugios de Satán en el m undo. En suma, para emplear frase apostó­ lica « no ignoramos sus maquinaciones)) (2.3 Co­ rintios, 1 1 , 1 1 ) Porque el esplendor del Cristo que nos ilumina es haz de l uz divina, la más pura y luminosa que se puede dar, y lanzada sobre un mundo real, y no sobre un mundo de ensueño imaginativo: m undo de carne y de sangre, de pecado y justicia, de ángeles y demonios, de bellezas y fealdades. Por muy potente que sea esa l uz, j amás nos deslumbra, sino por el contrario, tiene una capa­ cidad maravillosa para mostrarnos la vida como ella es, en toda su verdad. A través de esa luz de Cristo sabemos que estamos en un mundo de tinieblas, y necesitamos por ello mismo de expertos y peritos para des­ cubrir esas tinieblas y sus obras. Sin esta luz inflexible e inmutable podríamos acostumbrarnos con suma facilidad a permanecer en las tinieblas, •. .

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y esta permanencia acarrearía como secuela el

habituarnos a ella, tornándola como natural «medio» nuestro. «En otro tiempo no erais sino tinieblas; mas ahora sois l uz en el Señor; caminad, pues, corno hijos de la luz» (Efe. V, 8). Estas palabras nos demuestran el estado de ignorancia religiosa que es la condición natural del hombre; y esta miserable condición no llega a percibirla el hombre ni tiene conciencia de ella si no viene a perforar esa tiniebla la luz de Cristo. Su mism a luz natural, que es su razón, se trueca en él en nueva fuente de ceguera, que le entene­ brece: «si tienes malicioso el ojo, todo tu cuerpo estará oscurecido. Y si lo que debe ser luz en ti es tinieblas, las mismas tinieblas, ¿cuán grandes serán?» (Mat. VI, 23). El saber discernir la luz de las tinieblas es un don especial de la inteligencia iluminada por Cristo. No conocemos ni sabemos cómo se produjo en nosotros, ni cómo fuimos dotados de esta facultad de visión. Si acaso somos convertidos, podremos acordarnos de esa hora experimentada por San Pablo cuando «cayeron de sus ojos unas como escamas y recobró la vista». Antes que sonara esta hora, San Pablo no veía nada, y lo mismo acontece con nosotros. Si por otra parte no hemos necesitado de este cambio o conversión, si hemos guardado siempre esta facultad de visión, no deja de asom­ brarnos la diferencia que existe entre nosotros y ese mundo de ciegos que nos rodea. Podemos decir en toda verdad que cuando Cristo proclamó 31

que era l a luz del mundo, después de su divinidad, es ésta su más excelsa reivindicación; y por ella se atribuye el derecho de descubrir las cosas ocultas en las tinieblas, de hacer visibles los pensamientos de los corazones de los hombres, de no dejar ni en la duda ni en la angustia de la perplejidad a todo hombre que, al menos, quiera dirigirse a El. La luz física es el más viejo símbolo que los cristianos tenían de su Maestro, y este no era precisamente el fulgor deslumbrador de un foco, sino la segura claridad de la lámpara de aceite o de la mecha del cirio que se quema en las extre­ m idades del santo altar, punto luminoso de una lucerna en el extremo de una larga y oscura galería en las Catacumbas, o la que arde ante el altar, al extremo mismo de la nave sombría de alguna catedral. Las m asas de las tinieblas quedan transverberadas por ella como por la punta de una espada, aunque esas sombras sigan persis­ tiendo. Tal es la presencia de Cristo entre los hombres. ¡Qué alegría nos debe inspirar el cirio que arde sobre la mesa del sacrificio!; esa pequeña llama debe ser para nosotros acto de nuestra fe. Por débil que sea, simboliza un infinito, el infinito que separa las tinieblas de la l uz y la omnipo­ tencia infinita de quien ha dicho «Hágase la luz». Lo que acontece sobre el ara o lo que se quema con el cirio es análogo: un acto al parecer pequeño, el rito sacramental del pan y del vino, pero el infinito está ahí, el poder infinito que encierran las palabras de Cristo pronunciadas en la consa­ gración. Qué m aravilla de arte no encierra aunque 32

quizás haya sido una selección inconsciente, el de la Iglesia al elegir la luz, esa exigua y vacilante llama que en todo tiempo ha iluminado e ilumina la casa de los pobres como símbolo de Cristo. Es un reto festonado con aire burlesco lanzado contra Satán, que se esfuerza siempre en aparecer como ángel de luz. Los barroquismos mentirosos se oponen a la sencilla y simple verdad. Sólo Cristo tiene en sí poder para ser l uz, en mil formas variadas: desde el d ébil parpadeo de una fe vacilante, simbolizado en la luz de la vela que arde en el santuario, hasta los esplendores reful­ gentes de la visión de Dios en el ·cielo. Sin embargo, el autor de toda esa gama infinita es el mismo Cristo. Cuando Simeón tenía en los brazos a ese Cristo, ningún haz de luz manaba de s u cuerpo, salvo la albura d e su tierno cuerpo inma­ culado y, sin embargo, el anciano profeta cantará. [.umen ad revelationem gentium .. .luz que ilumine a los gentiles. De ese mismo cuerpo se nos dice en el

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libro santo que aparecerá en el cielo como fulgor de rayo, que iluminará sobre toda la creación y revelará los secretos todos de las conciencias, «porque como el relámpago sale del Oriente y se deja ver en un instante hasta el Occidente, así será el advenimiento del Hijo del hombre. Y donde quiera que se hallare el cuerpo, allí se juntarán las águilas» (San Mateo XXIV, 27, 28).

Abad

Vonier .- Chri1tianu1.

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CAPITULO IV

CHRISTIANUS SPIRITUALIS La inhabitación del Espíritu Santo en el cristiano

El m ayor entre todos los dones de la Iglesia cristiana es el Espíritu Santo. La Iglesia es la casa del Espíritu Santo, en ella habita. El Espíritu Santo mora en la Iglesia como en ninguna otra parte. Es de la m áxima importancia en el análisis que estamos realizando sobre el carácter y cuali­ dades del cristiano, el dar al Espíritu Santo el lugar que le corresponde en la construcción y formación de la persona humana regenerada en Cristo. El Espíritu que entra en la formación del cristiano es, por su propia naturaleza, un Espí­ ritu exclusivo que no puede encontrarse en nin­ gún otro lugar fuera del alma crisitana. Es el Espíritu de verdad que existe en los discípulos de Cristo, y que el mundo no puede conocer ni recibir. > «Reciba el Señor de tus manos este sacrificio en alabanza y gloria de su nombre, y también para utilidad nuestra y de toda su santa Iglesia». En todos estos textos entresacados del sacri­ ficio, no se puede ver nada de lejanos recuerdos o de fantasías puramente imaginativas. Las pala­ bras de la ofrenda y del sacrificio no pueden tener .

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sino una única significación: el pan y el cáliz que el sacerdote tiene entre sus manos son ofrecido·s a Dios con la misma veracidad con que pudieran haber sido en el Antiguo Testamento, y con un sentido muchísimo más elevado. Hemos citado las inmutables y diarias palabras del sacrificio siempre nuevo y siempre viejo; pero en el centro mismo de la acción del sacrificio se intercalan lo que pudiéramos llamar repentinas inspiraciones, una o varias oraciones que llevan el nombre de Secretas. Son muy numerosas las Secretas que demuestran el sentido o la significa­ ción literal de las palabras del cristiano que sacrifica. Veamos, por ejemplo, cuando ora por los fieles difuntos: «Recibe, Señor, el sacrificio que por las almas de mi padre y de mi madre te ofrezco». «Mira, Señor, benigno los dones que te ofre­ cemos por el alma de tu siervo por quien te ofrecemos este sacrificio de alabanza». «Te rogamos, Señor, mires propicio las hostias que te ofrecemos por las almas de tus siervos y siervas, y de todos los fieles católicos que duermen en el Señor». El hombre ha añadido siempre a su sacrificio una oración para que Dios se digne aceptarla: el cristiano, en el sacrificio, hace suya esta invocación y la repite solemnemente. «Recíbenos, Señor, pues nos presentamos a ti con espíritu humillado y corazón contrito: y el sacrificio que hoy te ofrecemos, oh Señor Dios, llegue a tu presencia, de m anera que te sea grato,., «Ven Santificador, todopoderoso, Dios eterno: ·

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y bendice este sacrificio preparado para gloria de tu santo nombre». «Suplicámoste, pues, humildemente y te pedi­ mos, oh Padre clementísimo, por Jesucristo tu Hijo Señor nuestro, que aceptes y bendigas estos dones, estas ofrendas, estos santos sacrificios sin mancilla». El cristiano que sacrifica se adentra tanto que implora para su sacrificio la aprobación que Dios acordó al sacrificio de sus amigos de antaño. « Dígnate, Señor, mirar con rostro propicio y sereno la ofrenda que nosotros hacemos de este augusto sacrificio: y acéptalos como te dignaste aceptar los dones de tu siervo el inocente Abe!, y el sacrificio de nuestro patriarca Abraham, y el que te ofreció tu sumo sacerdote Melquisedec: sacrificio santo, hostia inmaculada». No se trata de una víctima lejana, sino de las santas cosas que están realmente presentes sobre el altar, que el sacerdote dice en plural como representante oficial del p ueblo cristiano: «Nos­ otros vuestros siervos, y también todo el pueblo santo . . . os ofrecemos a vuestra sublime Majestad los dones que nos habéis conferido». El sacerdote bendice cinco veces con el signo de la cruz la oblata para dar a entender que estas ofrendas son verdaderamente una Hostia p ura, un Pan sagrado, un Cáliz de vida eterna. Si ha habido un sacrifi­ cador que haya tenido su ofrenda entre las manos, y mirado a su víctim a con sus ojos, ese sacrifi­ cador es el cristiano. Las palabras que denotan o significan la presencia sin error posible, se multi­ plican y menudean en las declaraciones sacrificiales 63

Señor Jesucristo». • 'Ut nobis corpus et Sanguis fiat dilectissimi :Jilii tui Domini nostro Jesu Cbristi • . He aquí la verdadera significación del sacrificio in mysterio, in sacramento, la ofrenda humana se con­ vierte en el Cuerpo y en la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo. Ofrecer el sacrificio in mysterio, in sacrame'1to, es primordialmente cumplir todos los actos exterio­ res de un sacrificio natural, mortal, como Melqui­ sedec mismo los completó, y como los levitas los ejecutaban en el Templo; y segundo, es cambiar los dones naturales exteriores en el Cuerpo y Sangre del bien amado Hijo de Dios, cambio ope­ rado en las m anos del sacerdote de tal modo que el rito exterior es signo o señal de una realidad infinitamente mayor. En medio de la misa, no pre­ cisamente en sus comienzos, acontece algo que es como el fuego que descendió del cielo para con­ sumar el sacrificio trabajosamente preparado por Elías en el m onte. La oración que murmura el sacerdote cristiano: 'UT ::NOB'JS Corpus et Sanguis fist dilectissimi :Jilii tui Domini nostri Jesu Christi, obtiene su respuesta. Pronunciadas las palabras de la consa­ gración, el rito sacrificial que no conocía hasta ese momento otros elementos que los naturales de pan y vino, ve extendido su sentido al infinito. El Cuerpo de Cristo y la Sangre de Cristo reempla­ zan ahora al pan y al vino y, sin embargo, el rito continúa sin ninguna inquietud, sin que ningún signo exterior revele la novedad del aconteci­ miento realizado. El signum o señal se convierte en realidad. Cuando el cristiano durante el ofer­ torio ofrendaba el pan y el vino, y hablaba a Dios 66

de ese pan y de ese vino, entreveraba otros pen­ samientos mucho más altos y profundos, pensaba en la Carne y en la Sangre del Hijo de Dios. Mediado el rito, ese pensamiento encarna en rea­ lidad y el Cuerpo y la Sangre están presentes bajo los signos exteriores de pan y vino. Melquisedec ofreció el pan y el vino en su estado natural y realizó y consum ó un verdadero sacrificio con los dones naturales y de valor limitado. Cristo sobre el Calvario, ofreció sin ningún símbolo, sin ningún signo su Cuerpo y su Sangre en condiciones mor­ tales de un realismo único: su sacrificio tuvo un valor infinito. El sacerdote cristiano, al igual que Melquisedec, recoge del campo los frutos del trigo y de la vid; pero posee el Cuerpo nacido de la Virgen Madre, y la Sangre formada por las venas de María, y los tiene inseparablemente uni­ dos¡ pero jamás posee el Cuerpo sin que antes haya sido pan, ni la Sangre sin que anteriormente haya sido vino. He ahí el mysterium, he ahí el sacramentum

Jamás hubiera tenido el cristiano una visión tan clara, una pupila tan nítida, si el mismo Señor no le hubiera enseñado esta gran lección. El sacer­ dote cristiano ejecuta lo que su Maestro ejecutó. Fué El quien nos enseñó y nos di6 la lección de modo muy particular. -.Cristo, que es sumo y eterno sacerdote según el orden de Melquisedec, ofreció el pan y el vino». El cristiano no solamente ha aprendido la lección, sino que ha considerado y m irado al Señor en la última Cena, para ejecutar lo que El hizo: el secreto del sacrificio in mysterio, in sacramento, está en que en cierto momento el 67

Poder Omnipotente de Dios interviene para trans­ formar todos los signos y símbolos en una reali­ dad. El poder de consagrar, ejercido la 'primera vez en la Cena por el Señor, es ahora propiedad de la Iglesia cristiana, y del sacerdocio oficial cris­ tiano hasta el fin y consumación de los siglos. Este poder no se identifica con el sacrificio, pero sí es condición sine que non para que el sacrificio figurativo del pan y vino se cambie en ofrenda de valor infinito. Hemos dicho al principio de estas líneas que �1 cristiano está impregnado con el pensamiento del único gran sacrificio del Calvario. Este pensa­ miento en el cristiano es fe viva, y fuego lla­ m eante. El sacrificio que la Iglesia celebra diaria­ m ente, lejos de desviar sus pensamientos por otras vías, lo orienta y conduce a ver en él el mismo sacrificio de la Cruz, que se hace presente; la misma inmolación, no simbólica, sino in mysterio, in sacramento. La sangre del Hijo de Dios fué ver­ tida en el Calvario, esa misma sangre, bajo un signo, es derramada sobre el altar; pero con la m ás veraz de las realidades. El sacrificio in mysterio et in sacramento es tan real como el sacrificio in natura. 'Jn mysterio, in sacramento. Existe una verdadera

inmolación, y el sacrificador cristiano sabe que, a a su modo, está viendo lo mismo que veían los que contemplaban a Cristo traspasado por la lan­ za, «dirigirán sus ojos hacia aquél a quien traspa­ saron» (San Juan XIX, 37). El dlristianus sacrificans es el hombre que, por m edio de la fe, vitaliza la ofrenda del Hijo de Dios en el sacrificio sobre el 68

Ara Crucis, sobre el altar de la cruz. Gracia es ésta

privativa del cristiano; es imposible fuera del área de Cristo, cual es el de sacrificador in mysterio et in sacramento, y le hace posible volver hacer presente la misma inmolación divina (repraesentari que es la palabra latina y teológica secular, no significa sino eso, volver a hacer presente). En el momento de la consagración, su deseo queda cumplido, y el pan y el vino que antes ofrendó al Padre se trans­ forman en el Cuerpo y Sangre del Hijo de Dios. El cristiano que sacrifica in mysterio et in sacra­ mento no cesa jamás de rememorar la m uerte de Jesús: toma el pan y el vino entre sus manos como el mejor símbolo de la Carne sin tacha, y de la generosa Sangre de Cristo; todo ello . da la impresión de que va a ofrendar un sacrificio de paz, valiéndose de la misma fórmula del sacerdote y pontífice de la antigua ley Melquisedec, pero inmediatamente se observa que el pan y el vino no están destinados a permanecer lo que son: sino que el Cuerpo de Cristo sobre la cruz, y su San­ gre derramada llenan el espíritu del cristiano , aunque ante sus ojos no tenga sino el pan y el vino. Ya aún antes de la consagración, el sacerdote cristiano profiere palabras que van más allá de estos elementos. Para él, el Cuerpo y la Sangre son tan reales como lo son los frutos de la tierra o el jugo de la uva. El pan y el vino se transfor­ man en lo que él deseaba que se transformaran; la sola digna Víctima en la que piensa es la del Cuerpo y Sangre del Cordero inmaculado. Las palabras de la consagración realizan esta maravilla. Su aparente sacrificio pacífico se transfigura en una 69

inmolación, puesto que dondequiera que haya sangre hay inmolación: y nada importa el que esta sangre se halle en su condición natural o in 'mysterio et sacramento. El cristiano, cuando sacrifica, no se aturde¡ ni se sorprende cuando se realiza este milagro verdaderamente único. Todo esto lo ha aprendido de su Maestro, quien progresivamente pasó del rito humano a la forma del sacrificio el más divino que darse puede. «Y les dijo: Ardien­ temente he deseado comer este cordero pascual, o celebrar esta Pascua con vosotros antes de mi pasión. Porque yo os digo que ya nó lo comeré otra vez hasta que la Pascua tenga su cumplimiento en el reino de Dios». Y tomando el cáliz dió gra­ cias a Dios, y dijo: Tomad y distribuidlo entre vosotros, poque os aseguro que ya no beberé del zumo de la vid, hasta que llegue el reino de Dios. Después de acabada la cena tomó el pan, dió de nuevo gracias, lo partió y dióselo diciendo: «Este es mi cuerpo, el cual se da por vosotros¡ haced esto en memoria mía». Del mismo modo tomó el cáliz, después que hubo cenado, diciendo: «Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre, que se derramará por vosotros» (Lucas XXII, 1 5, 20).

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CAPITULO V I I

CHRISTIAN US GAUDENS La alegría cristian a

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El carácter cristiano está esencialmente sellado con una alegría bien definida. Podemos decir que así como el cristiano es capaz de orar, de tener un culto y de arrepentirse de modo propio y peculiar, del mismo modo tiene capacidad para una propia y peculiar alegría. Nadie que no sea cristiano, nadie que no crea en Cristo, es capaz de poseer esta alegría. Y al hablar de esta alegría cristiana no queremos decir tan sólo que poseemos una natu­ raleza alegre, o seamos gente feliz; una alegría de aspecto tan genérico no encuadra bien con nuestra vocación. El cristiano posee una alegría inmensa, y que nos pertenece, y que nadie puede arrebatar, ni disminuir, y que no depende de ningún aconte­ cimiento h umano posible o imaginable.
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