Chico Carlo Juana de Ibarbourou
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CHICO CARLO ¡Cómo me gustaba cantar! Sabía décimas y vidalitas, lo único que una niña puede aprender espontáneamente en un pueblo del interior del Uruguay. La décima es nuestro romance. Yo amaba estas canciones y las repetía hasta casarme, arrullándome con su ritmo, viviendo en el amor y la epopeya de sus héroes, sin entenderlos, pero sintiéndolos ya en la adivinación de mis sueños del porvenir. De todos lados me mandaban buscar para que las repitiese en las fiestas familiares. Yo acudía con esa audacia inconsciente que da la manifestación artística precoz. Jovial, mamá solía decirme: –Sí, sí, mi ranita, anda a cantar. No te olvides de “Palomita blanca” y “Bayana triste”, que es lo mejor que sabes. Por cantar, yo desdeñaba hasta el juego con los otros chicos. Era una felicidad que no comprendía, pero que me embriagaba. A mi padre, jefe en la guerra y siempre amigo en la paz, del célebre y amado caudillo de los blancos, Aparicio Saravia, se le ocurrió un día llevarme a su casa para que cantase en su presencia. Era mi padrino. Pero sobre todo era nuestro dios, después del grande y único que rige el Universo con todas sus criaturas, así rujan, blasfemen, recen o canten. Isa me rizó el cabello despiadadamente. Mamá agregó a mi vestido dominguero, de muselina blanca, un radiante lazo celeste. Feli dio tiza hasta dejarlas inmaculadas, a mis chillonas bolitas que ya conocían el contacto del lodo. En el agua de mi baño se estrujaron manojos de albahaca, y bergamota de flores lilas, menudas como cabezas de alfileritos. A las cuatro de la tarde, yo lucía fragante y resplandeciente, ante la familia extasiada. ¡Familias de los pueblos en las que los niños tienen tanta importancia, y en las que cualquier pequeño acontecimiento feliz hace vibrar a todos con esa conmovedora unanimidad del amor o herido de ningún egoísmo! Salí a la calle que ardía como un horno, mientras papá se detenía en el zaguán con uno de sus arrendatarios. Tenía que ver a Chico Carlo antes de marchar, y deslumbrarlo con mi aroma a flores, y mi lazo de seda. ¡Chico Carlo! Fue mi compañero de toda la infancia, mi doble con pantalones, y la agilidad a veces maligna de un gato montés. No sé por dónde, ni adónde, se lo llevó la vida. Recuerdo su fina cara morena, su negro y enmarañado cabello, sus ojos crueles. Era un chico despiadado con todos, pero de una áspera ternura para mí. Yo lo adoraba. Nacimos el mismo mes de marzo flamígero, nos criamos frente a frente. Su madre, amiga de la mía, solía decir: –Los casaremos cuando sean grandes. Pero mamá comentaba a solas con nosotros: –Perdóneme Dios y mi pobre María, pero no es con ese animalito de monte que se casará mi Susana. ¡Qué pena, un muchacho tan lindo, y con ese carácter tan atravesado! A mí esto no me quitaba el sueño. Él era conmigo como un genio tutelar que me protegía y a veces me zurraba, pero del que yo sentía, aprovechándome, la ternura. Complacíase – ahora veo que más por parecerse a un hombre que por maldad innata— en dañar y destruir. 1
Era rebelde, despectivo, silencioso y huraño. Me guardaba todas sus golosinas, con ese desprendimiento heroico del cariño, que se complace en dar y en sufrir. Y yo las aceptaba con la sencillez egoísta con que los seres débiles aceptan el espontáneo sacrificio de los fuertes. Nunca se me ocurrió pensar que él se privaba de cosas que quizá también le gustase mucho. Cuando más, algún día, con la boca llena, preguntábale: – ¿Querés un pedacito, Chico Carlo? Y él, haciéndose el grande, decía hosco, encogiéndose de hombros: –Ni falta que me hacen esos merengues. Comételo todo, vos que sos mujer. ¡Chico Carlo! ¿Lo retiene la vida en algún rincón del país, que yo no conozco, o ya se lo llevó la muerte, liberándolo de su salvaje corteza, para que luzca ante el Señor la luz de su extraña alma, reconcentrada y generosa? Chico Carlo, mi pequeño amigo que temprano desapareciste de mi vida, ¡cómo te recuerdo siempre! El verano bramaba en la calle. Del muro caían como cuerdas, guías nudosas de la hiedra de oscura hoja, amarga y sin flor; alguaciles de alas delicadas cruzaban por el aire denso; yuyos de corolas amarillas en forma de paragüitas minúsculos, crecían contra la casa; entre las piedras, la puaya, esforzada, abría sus estrellas blancas. El pesado viento de Brasil, ardiente como el vaho de un horno, daba su silbo melancólico como la queja de un animal salvaje. Los álamos seguían frescos bajo la canícula. Todo esto yo no lo percibí entonces, pero lo recogió mi subconsciencia y ahora el recuerdo es tan claro como si lo hubiese visto ayer. Mi amigo, acurrucado a la sombra del muro, hacía una jaula con finas cañas recortadas. Era un cazador apasionado. Yo me complacía en soltar sus torcazas y sus jilgueros, pero él nunca me peleó por ello. –No me importa- decía con su hermoso aire de perdonavidas-. El monte está lleno de pichones y traeré cuantos quiera. Tú te vas a cansar de hacerme perrerías, Susana. Y si no, cualquier día te dejo sin trenzas. Jamás, a pesar de jugar yo con su aspereza como una gata con un leoncito, cumplió sus amenazas. A veces, un zarpazo que aprendí a no temer, a veces un empujón que nunca dio en tierra conmigo. ¡Oh Chico, Chico Carlo! *** No me miró. Tal vez estaba en uno de sus malos días. La cara le brillaba, oscura y roja, bajo el sudor y el polvo. Por la camisa abierta – limpia camisa bien zurcida de madre prolija, siempre en lucha con su fierecilla – se le veía el escapulario de la Virgen del Carmen. Me planté ante él, y no levantó la cabeza. Moví con un pie el montón de cañas y de un manotón las arrimó hacia sí, sin decir palabra. Yo quería a toda costa que me mirase. –Chico Carlo, estoy vestida de blanco. Él alzó la cara, los ojos encapotados, la boca fruncida y desdeñosa. –Sí –contestó después de una rápida ojeada–. Parecés un carnero. 2
Sobre el pecho me cayó la frase, que empecé a repetir dentro de mí, en un silencioso vértigo furioso: –Parecés un carné… El sofocón mutiló la última palabra, y así quedó para siempre en mi indignado asombro. –Parecés un carné… Él recogió sus cañas, trepóse al muro en un salto como de felino, y de allí me gritó aún con ese extraño acento suyo, que a veces era como una de sus pedradas: –Sí, parecés un carnero, con ese pelo tan crespo. Estás feísima. Y sé que hoy también te vas por ahí a servir a todos de payaso. Desapareció tras la tapia, y yo me quedé como si de veras me hubiese pegado. Papá despedía, ya en la puerta, a Juan Robles. Me llamó: –Vamos, hijita. Crucé la calle con un torbellino detrás de la frente. Estaba ciega de sol de Diciembre y de dolor impetuoso. Hubiera llorado a gritos. Él me tomó de la mano y echamos a andar por la acera de la sombra, ante casas bajas con mujeres curiosas detrás de los vidrios, y golondrinas inquietas al borde de los tejados. Me ardía la cara, chillaban mis botas demasiado justas, ahogábame un nudo de lágrimas. Hubiera deseado rogarle a mi padre: –Volvamos a casa. Ya no quiero cantar. Pero no me atreví. Heroína mínima, seguí a su lado, contestando a sus preguntas sin rebelarme. Las virtudes y los vicios del hombre están en potencia en el niño. Sin que nadie me lo hubiese enseñado, yo sabía ya callar sin quejarme. Mi padrino me pareció imponente, a pesar de su aspecto jovial. Saludó a mi padre y me acarició la mejilla. Yo sólo levantaba los ojos de vez en cuando, mirada furtiva que, sin embargo, captaba todos los detalles alrededor. Dos negros jóvenes cebaban mate en grandes “cuyas” con boquillas de oro y bombillas de plata recargadas de cincelados. Se reía y se fumaba hasta hacer casi irrespirable el aire. El general, sentado, en su sillón de hamaca, me puso sobre sus rodillas. Me sentía roja y angustiada. Dentro de la cabeza me golpeaba la frase cruel: –Parecés un carné… Nunca más dejaría que Isa me hiciese rulos. Nunca más me pondría aquellas botas que me apretaban tanto. No miraría nunca más a Chico Carlo. Me dijo mi padre: –Bueno, hijita, cántele algo a su padrino. Vamos a ver como te portas, Susana. Y no sé qué demonio puso en mi boca la décima aprendida a escondidas, la que precisamente allí no debiera escucharse jamás, porque era la alabanza del enemigo. La que en mi casa se consideraba como una blasfemia. Marcha Muñiz con sus bravos Y el gaucho del Cordobés…
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Me detuvo el grito airado de mi padre: – ¡Niña! Y la carcajada plena de Aparicio: –Déjela, comandante. Así me gusta la gente, fresca y guapa. No sé cómo fue el regreso. Apenas podía acompañar los pasos coléricos de papá. Mi madre, divisó, presintió desde lejos la catástrofe. Inquieta, salió a nuestro encuentro: – ¿Qué ha pasado, Juan Luis? Él se echó hacia atrás el sombrero. Tenía la cara sombría y sudorosa. – ¿Pero sabés, Isabel, lo que se le ocurrió cantar a esta criatura, delante del general? Pues nada menos que la décima del bandido del pardo Lemos. Acuéstala en seguida y sácale esos ticholos que todavía le regalaron como si los mereciese. –Susana mi hijita –imploraba mi madre mientras me desvestía, secundada por Isa y Feliciana que la ayudaban llorosas–. ¿Por qué hiciste eso? –No sé, mamita. Te juro que no lo sé. Se me ocurrió, nomás. Yo no quería cantar. No voy a cantar nunquísima más. Me dormí sollozando, cansada de llorar en el cuarto fresco y oscuro, en el silencio dolorido de toda la casa que sufría conmigo. Cuando desperté, un nuevo sol caldeaba ya las rejas de la ventana entornada. Una ancha cinta de sol, amarilla, transparente, se tendía a través de mi cama. Un ruido de charlas acompañó los primeros movimientos de mi cabeza sobre la almohada. Mi madre, dulce, indulgente, había guardado allí los ticholos para que los encontrase apenas abriera los ojos. Me sentía feliz a pesar de la borrasca. Acaso sea así la dicha del cielo, después del turbión. Pensé en Chico Carlo. Descalza y enredándome en mi largo camisón de madrás, fui a abrir la ventana. Estaba ya sentado en el cordón de la acera, siempre en su faena de hacer una nueva jaula. Un grito de pájaro alegre: –Chico Carlo, mirá, ticholo para los dos. Otra vez él levantó hacia mí los ojos adustos. Otra vez me flageló con frase cruel: –Guardátelos, nomás, payasa. Yo no quiero. Volví lentamente a mi cama. Y como una mujer, de nuevo me acosté llorando. ¿Qué oscuro y recóndito sentimiento me unió a aquel extraño muchacho de mi infancia? No lo he analizado. Lo cierto es que nunca hasta que el arrorró para mi hijo se hizo feliz necesidad de mi corazón, volví a cantar. Juana de Ibarbourou (1892 – 1979) Extraído de: “Chico Carlo” (1944)
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