Chiaramonte José Carlos, Usos Politicos de La Historia, Lenguaje de Clases y Revionosmo Histórico

November 12, 2022 | Author: Anonymous | Category: N/A
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José Carlos Chiaramonte Usos políticos de la historia

Lenguaje de clases y revisionismo histórico

Sudamericana

 

Cubierta Portada Agradecimientos Agradec imientos Prefacio,, por José Nun Prefacio Prólogo Prólo go Sobre los trabajos incluidos en el libro Historia y política Lenguaje de clases y revisionismo histórico: el porqué de su reunión Primera parte. Sobre los conceptos de clase social y lucha Primera lucha de clases 1. Crítica del lenguaje de clases clases El capítulo inconcluso de El capital sobre sobre las clases sociales Los dos inconciliables inconciliables conceptos de clase Antecedentes del concepto del concepto de lucha de clases Supuestos Supues tos implícitos: implíc itos: Las clases sociales sociales como actores individuales Herencia romántica y lenguaje político Los usos en singular y en plural del término “clase” “ clase” Peripecias del lenguaje de clases en la crítica de crítica de E. P. Thompson a Perry Anderson 2. Fundamentos del lenguaje de lenguaje de clases: El historicismo romántico y la individualización de fenómenos colectivos colectivos El historicismo en Popper y Aron y Aron El historicismo en T en Troeltsch roeltsch y las “totalidades “totalidades individuales” Historicismo y periodización Observaciones finales Segunda Se gunda parte. En torno de los los orígenes del revisionismo histórico Introducción. Reflexione Reflexiones s sobre los balances del Bicentena Bicentenario rio Los balances balances las balances i ndependencias independencias Evaluación dede esos Falsos supuestos que afectan a la historia política hispanoamericana El problema de la soberanía Consideraciones finales Investigación 1. Provincias, caudillos, nación y la l a historiografía constitucionalista constitucionalista argentina argent ina,, 1853-1 1853-1930 930 Sarmiento y Alberdi ante el problema La historiogr afíadeconstitucionalista constituciona lista argentina Loshistoriografía sucesores Florentino González en la cátedra de Derecho Constitucional Const itucional de la l a Universidad de Bueno Buenos s Aires El enfoque de la cuestión en los manuales de enseñanza media Los sucesores de Estrada en la cátedra c átedra de Derecho Constitucional Constitucional

 

La concepción “contractualista” del origen de la nación argentina La postura “contractualista” “contractualista” en Leandro N. Alem Federalismo y constitucionalismo hacia principios del siglo XX El federalismo en cuestión El dilema del federalismo en los constitucionalistas de la Universidad de La Plata 2. Revisión del revisionismo: Orígenes del revisionismo histórico argentino Rosas en la crítica Rosas c rítica de la nueva historiogr historiografía afía Una expresión programática de la actitud revisionista en 1910 Los historiadores provinciales La crisis del federalismo El juicio sobre los caudillos Un nuevo revisionismo revisionismo Digresión: el “síndrome copernicano” De la historia económica virreinal a la historia del federalismo rioplatense 3. LaElantigua constitución luego de las independencias, 1808-1852 concepto de “antigua constitución” Usos discursivos del concepto de antigua constitución La antigua constitución en documentos políticos hispano hispanoamericanos americanos La subsistencia del derecho español y la vigencia de la antigua constitución El derecho natural y la antigua constitución Las normas constitucionales vigentes en la primera mitad del siglo XIX Inconsistencia del concepto Formación intelectual de dosde de“caudillismo” los principales protagonistas de la época: clero y jefes militares Las facultades extraordinarias en la l a historia rioplatens ri oplatense e Divulgación y polémica Investigación, Inves tigación, divulgación y polémicas historiográficas La Historia en la divulgación científica La historia en las evaluaciones evaluaciones académicas y la l a reciente historiografía argentina Divulgación 1. Conflictos en la construcción del Estado. De los orígenes a la organización nacional* 2. El nombre de la Argentina El fracaso de la Constitución de 1826

 

3. Analogías históricas: De Filadelfia (1787) a Bruselas (2012), pasando por Iberoamérica en el siglo XIX La cuestión de la soberanía en las relaciones internacionales Polémica 1. Historia y revisionismo 2. La Vuelta de Obligado 3. La cuestión de las Malvinas A manera de conclusión Conceptos y lenguajes políticos en el mundo iberoamericano, 1750-1850 Supuestos Supues tos provenientes del nacionalismo historiográfico Federalismo y nacionalidad Supuestos provenientes de tendencias confesionales Digresión: el uso de la voz «nación» y los problemas de la traducción en el condicionamiento del lenguaje político Créditos Acerca de Random House Mondadori ARGENTINA

 

Agradecimientos



Quiero en primer lugar manifestar mi gratitud a José Nun por haber aceptado escribir su Prefacio a este libro y por los generosos juicios en él vertidos. Asimismo, aunque en algunos trabajos que lo integran está expresado mi reconocimiento por las observaciones de diversos colegas, no puedo dejar de consignar de nuevo mi gratitud por la colaboración de dos expertos “abogados del diablo”, la profesora Nora Souto y el profesor Julián Giglio, cuyas observaciones y críticas han contribuido a mejorar varios de los textos así como la estructura del libro. También debo expresar mi gratitud por la colaboración de otros integrantes del Instituto Ravignani, en especial de sus bibliotecarios. Por último, debo agradecer muy especialmente a Fernanda Longo, de Sudamericana, por su paciente presión para obligarme a dar a luz este libro y por sus útiles sugerencias para mejorarlo.

 

Prefacio



1

por JOSÉ NUN

En un país de grandes historiadores, hace años que José Carlos Chiaramonte ocupa merecida e incuestionablemente un sitio de privilegio. Más allá de su valiosa y extensa obra y de su brillante trayectoria docente e institucional, los ensayos que van a leerse y que cubren una variada gama de temas y de abordajes alcanzan al canzan para entender por qué es así. En griego, comenzó llamándose “prólogo” (lo (lo que se dice antes) antes) al recitado con el que abría la función teatral uno de los actores, resumiendo a grandes rasgos el argumento de aquello que iba a verse. Aunque después el término se generalizó, una parte de ese sentido inicial aún perdura. Así lo demuestra el excelente prólogo que escribió el propio Chiaramonte para este libro, sintetizando el contenido de las secciones que lo integran. Queda para para mi “prefacio” “pref acio” (sinónimo de “prólogo” pero, esta vez, de origen lat latino), ino), hacer algo que le está vedado al autor. Como advertía Voltaire, éste nunca debe elogiarse a sí mismo pues el “amor propio” de sus lectores no es inferior al suyo y por eso les resultaría imperdonable que “quisiera condenarlos a estimarlo”. Me cabe a mí, entonces, celebrar debidamente la aparición de este volumen, escrito con una claridad expositiva y un estilo tan llano que le resultará también accesible a un público no especializado. Y al hacerlo, quisiera poner brevemente el acento sobre algunos de sus muchos

aciertos.  

En la primera parte de la obra, Chiaramonte retoma con agudeza asuntos tan significativos como la matriz europea del lenguaje de clases o la influencia del romanticismo que llevó a Marx a tratar a las clases sociales como “totalidades individuales”. En verdad, acepta con gallardía los riesgos que supone internarse en un campo tan vasto y controvertido y sortea con notoria solvencia los obstáculos que se le plantean. Incluyo en esto su interesante y original intento de explicar por qué quedó inconcluso El inconcluso  El capital, capi tal, pregunta  pregunta que ha desvelado a varias generaciones. Son todas contribuciones muy bienvenidas a debates que aun siguen abiertos abiert os y que han ocupado y ocupa ocupann a diversas disciplinas. di sciplinas. La segunda parte del libro es la más extensa y potente. En este sentido, resulta clave para comprenderla la lectura del ensayo acerca de “Conceptos y lenguajes políticos…”, que cierra el volumen y repasa las nociones centrales que dieron sustento a los trabajos previos. Me refiero sobre todo a los sustanciosos ensayos que revisan revisan   el revisionismo histórico, histórico , separando con mano firme la paja del trigo y constituyéndose en aportes de un gran valor historiográfico, cuyos efectos específicos se hacen sentir en los eficaces artículos de “divulgación y polémica” que los siguen. Chiaramonte pone en evidencia varias de las razones por las que se torna insostenible la reducción del revisionismo a la literatura antibritánica y pro rosista de los años treinta, que surgió “bajo la influencia fascismo ydedeizquierda”. la derechaEsfrancesa” para sera la adoptada tarde por una difundida variante deldel“populismo así que rescata llamadamás Nueva Escuela Histórica de comienzos del siglo si glo XX (Levene, (Levene, Carbia, Ravignani Ravignani y otros), que había practicado el revisionismo r evisionismo con un rigor científico que no abundaría después, dándole plena importancia al tema del federalismo y presentando a Rosas como un claro defensor de los intereses dominantes, según admitiría el mismo Carlos Ibarguren. No es casual que, en 1852, Rosas fuera recibido con todos los honores en Inglaterra, donde se radicó hasta su muerte y donde siempre le agradecieron el trato generoso que les había dispensado a los comerciantes británicos del Río de la Plata. Es más, el autor despeja la confusión reinante entre federalismo federalismo   y confederacionismo confederacionismo   (reunión de Estados provinciales que retienen su soberanía independiente), documentando que la política de Rosas fue de este segundo tipo y no puede ser inscripta en un pretendido federalismo de unidad nacional. Me importa destacar con encomio otros dos asuntos examinados igualmente en la segunda parte. El primero es el de la llamada Antigua llamada Antigua Constitución. Constit ución. Hace  Hace ya cuatro siglos que Francis Bacon explicaba que, en una tableta, se podía escribir, borrar y volver a escribir escr ibir lo l o que uno quisiera pero que esto nunca sucedía en la historia, donde no hay más alternativa que escribir sobre lo ya escrito. O, como solía recordar Gramsci, en la vida lo l o nuevo siempre se construye con lo viejo. En nuestro caso, Chiaramonte investiga hasta dónde las revoluciones de la independencia afectaron sólo de modo parcial la continuidad del antiguo derecho español o de Indias, que siguió incidiendo profundamente en las normas y en las costumbres de la época. Esto le permite echar nueva luz sobre el tema del caudillismo (e, incluso, de las facultades extraordinarias) extraordinarias) para analizar su sentido propio en cada contexto y tomar distancia de las interpretaciones simplistas acerca de su ilegalidad o de su carácter irracional.

 

Existe otro planteo crítico en la sección que comento, el cual es retomado con fuerza en la siguiente, y que se ha vuelto de insospechada i nsospechada actualidad. Sabemos hace mucho que la historia es, entre entr e otras cosas, un cementerio de ideas falsas. Sólo que siempre resulta oportuno establecer si se llegó a ellas intencionalmente o no. A fines del siglo XIX, por ejemplo, el historiador alemán Heinrich von Treitschke se burlaba de la “objetividad anémica” para afirmar que “la verdad histórica es aquella que sirve a la nación”. Como resulta evidente, desde esta perspectiva cuenta más la utilidad política que la validez científica de los enunciados. Comparto la saludable reacción de Chiaramonte contra este tipo de pensamiento, que recorre buena parte del segundo revisionismo y que hoy se manifiesta en textos de divulgación de amplia venta, cuyas interpretaciones proyectan deliberadamente sus particulares lecturas del presente sobre el pasado y no a la inversa. Es mérito del autor haber dirigido con éxito durante más de un cuarto de siglo el justamente famoso Instituto de Historia Argentina y Americana Dr. Emilio Ravignani de la Universidad Nacional de Buenos Aires. Conoce así de primera mano los vigorosos avances que ha experimentado la historiografía académica en nuestro país, juzgados de primer nivel por los mayores centros especializados del mundo. Por eso se entiende la posición que adopta ante el decreto 1880/2011, que crea el Instituto Nacional del Revisionismo Histórico dedicado a la “investigación y divulgación de la historia revisionista”, para salvarla de un “liberalismo extranjerizante” y so pretexto de abordar temas “que no han recibido un reconocimiento adecuado en un ámbito institucional de carácter académico acorde con las rigurosas exigencias del saber científico”. Lo más curioso es que el nuevo organismo está ubicado fuera de ese ámbito y, en vez de hacerlo depender de una Universidad Nacional o del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, se lo coloca directamente en la órbita política de la Presidencia de la Nación por medio de la Secretaría de Cultura. De ahí que no deba sorprender que en su Comisión Directiva figuren no sólo historiadores sino ministros, dirigentes partidarios y periodistas. Chiaramonte deja en descubierto la falsedad de los fundamentos invocados con el simple y razonable recurso de remitir al lector a las numerosas y sólidas contribuciones bibliográficas bibliográfi cas que los contradicen y que se desconocen o se ha ppreferido referido iignorar. gnorar. Pero hay algo más. Se eligió para anunciar con bombos y platillos el mencionado decreto un 21 de noviembre, esto es, el día en que se conmemora el combate de la Vuelta de Obligado, erigido por el discurso presidencial en una epopeya patriótica de todos los argentinos. Sólo que el autor analiza escrupulosamente el episodio, lo sitúa en su contexto y concluye con sobriedad: “La conversión de la Vuelta de Obligado en una gesta nacional no se sostiene en los datos que provee la historia del período”. Me complace cerrar este prefacio con una cálida y sincera felicitación a José Carlos Chiaramonte por habernos brindado con este volumen una obra de excepcional valía, que tiene una fuerte vocación de indispensable y que hace honor honor de este modo m odo a su reconocida trayectoria profesional.

 

Nota: 1. Director fundador del Instituto de Altos Estudios Sociales, Universidad Nacional de General San Martín. Presidente de la Fundación de d e Altos Estudios Sociales.

 

Prólogo



Sobre los trabajos incluidos en el libro

Entre las diversas formas que en la historia argentina e iberoamericana ha adquirido la relación de Historia y Política hay dos cuya importancia es sobresaliente y que se expresan en diferentes patrones de interpretación histórica. Aunque en ocasiones se ha intentado conciliarlos, ellos implican distintos objetivos distintas formas de acceso a la historia. ellos se define por el eluso de los conceptospolíticos de clase ysocial y lucha de clases, conceptos básicosUno de lodeque se ha denominado lenguaje de clases, tema que examinamos en forma general, sin particular referencia al caso argentino, aunque en mucho le concierne. El otro hace centro en los conceptos de nación, nacionalidad y afines y, a diferencia del anterior, lo tratamos en una de sus expresiones particulares, la del revisionismo histórico argentino, dado que, en su más amplia proyección iberoamericana, nos hemos ocupado de él en nuestro libro Nación libro Nación y Estado en Iberoamérica. El lenguaje lenguaj e polític polí ticoo en ti tiempos empos de las independencias.. independencias La Primera Parte de este libro reúne dos textos hasta hoy inéditos que, como se explica al comienzo del primero de ellos, nacieron como producto de reflexiones sobre el “lenguaje de clases” surgidas a lo largo de diferentes trabajos. Pero lo que inicialmente fueron notas y observaciones dispersas, terminaron por configurar un nuevo objeto de investigación. Su atractivo fue acentuado además por la

resonancia, a la vez científica, política y mediática, que siguen conservando conceptos como clases  

sociales, lucha de clases, conciencia de clase y otros a ellos afines, que han devenido en clichés inadecuados para dar cuenta de la naturaleza de los conflictos sociales. El primero de esos textos comienza examinando las razones por las que Marx no pudo concluir el último capítulo de El de El capital capit al,, el dedicado a las clases sociales, y pone de relieve el insoluble problema derivado de la incompatibilidad de las dos contradictorias nociones de clase social que utilizaba. Por otra parte, su reconocimiento de no haber sido el padre de los conceptos de clase social y lucha de clases, que atribuye a historiadores y economistas anteriores a él, fue un útil indicador de la naturaleza de los fundamentos de ese “lenguaje clases”. Esosunfundamentos provenían historicismo romántico de historiadores como Guizot, de Thierry y otros, tipo de historicismo que,del desde entonces, exhiben muchos de los escritos de Marx, así como de los de otros autores, marxistas o no. El segundo de esos textos se ocupa justamente del análisis del papel que le correspondió a la filosofía de la historia expresada por el historicismo romántico en la eclosión y difusión del denominado lenguaje de clases. Esta parte del trabajo hace centro en el concepto de “totalidades individuales” a modo de fundamento del procedimiento de tratar como actores históricos individuales a conjuntos sociales tales como los designados mediante los conceptos de clase, burguesía, proletariado, capitalismo y otros. De tal manera, ese lenguaje de clases que suele remitirse a una filosofía materialista, se revela en realidad como forjado en la matriz de aquella muy distinta filosofía de la historia. La Segunda Parte, en cambio, dedicada a algunas cuestiones relativas al revisionismo histórico argentino, reúne textos de diversa naturaleza, unos de investigación, otros de divulgación, que han sido ya publicados en revistas de historia o en periódicos, y en el caso de algunos de ellos parcialmente modificados para esta edición. Como introducción a esta parte del libro, se incluye un artículo dedicado a diversas reflexiones inspiradas por el bicentenario de las independencias, que conciernen a los problemas implicados por el revisionismo histórico. El primero de los textos que exponen resultados de investigaciones fue hecho en colaboración con uno de los historiadores pertenecientes al Instituto Ravignani, Pablo Buchbinder, a quien debo agradecer su autorización para incluirlo. Este texto, entre otras cuestiones, indaga las manifestaciones, durante la segunda mitad del siglo XIX, de las posturas adversas al papel de los caudillos en la historia argentina así como las primeras reacciones contra esa postura provenientes tanto de autores “académicos” como políticos. Esas reacciones, que son muy anteriores a las que divulgará el revisionismo histórico y de las que éste es tributario, se examinan con más detalle en el segundo de los textos de esa parte del libro, dedicado a los antecedentes del revisionismo en la historiografía provincial y en historiadores profesionales. Los testimonios expuestos allí permiten comprobar que el revisionismo histórico, lejos de ser una original corriente surgida en la tercera década del siglo XX, no fue otra cosa, en sus orígenes, que una adaptación politizada de la renovación que sobre el papel de los caudillos y otras

 

figuras destacadas del siglo XIX habían impulsado, entre otros, historiadores universitarios desde fines de esa centuria. El tercer capítulo de esa Segunda Parte del libro, el más reciente de todos, muestra cómo lo designado habitualmente con el impropio concepto de “caudillismo” no era un ámbito de anarquía e ilegalidad sino un universo político regido por una “antigua constitución”, la que implicaba otro tipo de legalidad que la que se lograría con la Constitución de 1853. En ese capítulo, entre otros asuntos, se muestra cómo varios de los principales “caudillos” de la primera mitad del siglo XIX habían concluido estudios universitarios, dato indicador de que, además de su calidad de hombres de armas, eran portadores de una particular visión de la sociedad transmitida por esos estudios y acorde con la antigua constitución. En la última sección de esa Segunda Parte dedicada al revisionismo histórico, se reúnen un conjunto de artículos periodísticos que utilizan parte de la información contenida en los textos recién comentados. Por último, en el artículo incluido a manera de Conclusión, se abordan de manera general algunos de los problemas de vocabulario político implicados por los asuntos tratados en el libro.

Historia y política En el transcurso de su labor profesional los historiadores suelen verse inquietados por un fenómeno cuyas manifestaciones se registran desde la antigüedad hasta el presente. Se trata del uso político de la historia, efecto de una relación, la de historia y política, que puede adquirir expresiones diversas. Aunque fundadas siempre en la presunción de la eficacia del conocimiento del pasado para la comprensión del presente, ellas pueden convertirse en una manipulación de los datos históricos en función de objetivos del presente, de manera tal que el afán de conocimiento suele resultar así desfigurado. Es por eso que aclarar la cuestión de las relaciones entre historia y política es de capital importancia para el desarrollo de ambas disciplinas y, por lo tanto, para la cultura de un país. En nuestras primeras etapas profesionales, la cultura argentina, y no sólo argentina, estaba fuertemente influida por corrientes que, por razones éticas, postulaban una estrecha y necesaria vinculación de la Historia con los intereses de un sujeto colectivo que, según la postura política o ideológica adoptada, podía ser concebido como “el pueblo”, “el proletariado” o “la nación”. Esto indicaba que la respuesta a aquella inquietud provenía de una concepción de la Historia como instrumento de acción política o, lo que es lo mismo, de un enfoque del estudio del pasado como una fuente de experiencias útiles para obrar sobre el presente. Esta postura dio lugar a diversas manifestaciones, muchas de las cuales forman parte de lo que se dio en llamar el “compromiso” del intelectual, que pese a su prestigio moral fue germen, frecuentemente, de esa manipulación política de

 

la Historia que hemos recordado al comienzo. Si observamos las cosas con más detenimiento, podríamos percibir que, más allá de la fisonomía de actitud política sectaria que varias de esas manifestaciones exhiben, ellas no son otra cosa, sustancialmente, que un desarrollo de la vieja concepción ciceroniana de la Historia como “maestra de la vida”, clave para la comprensión —y transformación— del presente y, en este sentido, también un efecto de la didáctica europea de la historia del siglo XIX. En toda actividad intelectual los descubrimientos importantes surgen a menudo del interés por lo que uno va encontrando delante de sí y no de una preceptiva ni de un compromiso. Ante una posible objeción de que “lo que uno va encontrando ante sí” puede ser producto de un condicionamiento previo, cabría responder que lo que estamos exponiendo tiene precisamente como objetivo una forma de hacer historia que cuestione de manera permanente sus supuestos, como un requisito imprescindible para el trabajo; esto es, que revise constantemente sus condicionamientos, incluidos los ideológicos y políticos polít icos que el histori historiador, ador, como ciudadano, pueda pueda poseer. La intención de poner algunos resultados de la historiografía al servicio de otras actividades humanas no es ilegítima mientras ese servicio sea respetuoso del quehacer historiográfico, es decir, sin condicionamiento de sus procedimientos y resultados por intereses provenientes de aquellas otras actividades. Porque, justamente, la única manera de que la historia sea de utilidad a la política es ofrecer frutos que no hayan sido condicionados y deformados por intereses políticos con resultados que padecerán tanto la historia como la política.

Lenguaje de clases y revisionismo histórico: el porqué de su reunión Hace tiempo me interesaron distintos casos de esa relación, un interés motivado tanto por la importancia de los asuntos históricos implicados como por la magnitud de su efecto en la vida política. Paulatinamente fue creciendo mi interés al compás del estudio de algunos problemas que por la naturaleza de mis investigaciones debí indagar con más detenimiento y que son elocuentes ejemplos de lo que exponemos. Es por eso que, pese a la diversidad de temas, he decidido reunir en este libro dos casos destacables —el “lenguaje de clases” y el revisionismo histórico —, aunque las formas que en ellos asume aquella relación posean muy distintas características. La influencia determinante de los historiadores franceses de las primeras décadas del siglo XIX en la génesis del “lenguaje de clases” es el punto de partida de los textos que integran los dos primeros capítulos de este libro. Esos escritos están dedicados especialmente al análisis del surgimiento de los conceptos de clase social, lucha de clases, clases, y de otros con ellos relacionados y a la función del historicismo romántico como cimiento de ese lenguaje. Consiguientemente, se examinan en ellos las

 

modalidades de su utilización posterior en los trabajos de Marx, su difusión desde entonces en obras de historiadores, sociólogos y otros científicos sociales de diversa adscripción intelectual, así como en escritos de políticos y periodistas. Con la expresión “lenguaje de clases” se alude al conjunto de conceptos como “clase social”, “lucha de clases”, “conciencia de clase”, entre otros. Se trata de un lenguaje que ha contagiado a muchas manifestaciones de las ciencias sociales y del discurso político, no sólo a las del marxismo. Lenguaje y no mero vocabulario —dado que se trata de un conjunto de expresiones interrelacionadas que condiciona la visión de la vida social y política contemporánea—, del que esos capítulos buscan aclarar sus orígenes históricos y las ambigüedades y contradicciones de su frecuente utilización en el debate político y en diversos medios de comunicación. Por tal razón, en ellos se examina también la habitual inconsistencia del uso de ese lenguaje, el que hasta hoy resurge en condiciones y lugares tan distintos como los Estados Unidos de Obama1  o la Argentina de los días que corren. Sus manifestaciones cubren, efectivamente, la vida intelectual y política de cualquier país, aunque es un lenguaje nacido en el seno de la cultura europea, propio del denominado historicismo romántico que, adoptado por el marxismo y otras corrientes de pensamiento, se ha difundido por doquier y, pese a sus vaivenes, sigue aún presente en la vida contemporánea. Respecto del revisionismo histórico, asunto que ocupa la Segunda Parte del libro, su examen se limita a la historia argentina, aunque es una expresión cultural que tiene notables rasgos de similitud con lo ocurrido en la historiografía de otros pueblos iberoamericanos. Se trata de un intento de reinterpretación del pasado, un pasado cargado de resonancias frecuentemente dramáticas en la vida política, pues afecta el relato de los orígenes nacionales, algo particularmente estratégico en la construcción política de las identidades nacionales. En este caso, los problemas de lenguaje atañen a la interpretación anacrónica de muchos de los principales conceptos políticos del pasado, pero también a los fundamentos del lenguaje de época que les daba sentido, tal como se explica en la Introducción de la Segunda Parte. Pero, a diferencia de la anterior, en ella se ensaya el experimento de reunir, junto a textos de investigación, otros de divulgación y de polémica historiográfica —ajustada esta última a las normas de la divulgación científica, esto es, utilizando resultados válidos de la investigación y no una parcial reunión de datos históricos seleccionados en atención al objetivo político perseguido. Esta reunión de textos de diverso carácter es entonces intencional, porque el libro fue pensado también como una forma de exponer algunos ejemplos de trabajos que han tratado de ajustarse a las relaciones de estas distintas expresiones del trabajo intelectual. De los textos de investigación de la segunda parte quisiera destacar el más reciente, “La antigua constitución luego de las independencias, 1808-1852”, por sus innovaciones respecto del papel jugado por los denominados “caudillos” en la historia del siglo XIX, innovaciones que permiten comprender mejor un asunto tan frecuentado en las polémicas desde ese siglo hasta los días que corren. Sostenemos allí que, si bien la historia de la independencia y de sus efectos ya no es interpretada en

 

términos de la dicotomía de civilización y barbarie, continúa deformando la imagen de las prácticas y concepciones políticas del siglo XIX mediante conceptos como caudillismo caudillismo   u otros afines: “La historia del siglo XIX iberoamericano puede parecer un entramado de procesos contradictorios, cuya rebeldía a ajustarse a alguna forma de inteligibilidad hemos cubierto frecuentemente con débiles categorías como las de ‘anarquía política’, ‘particularismos’, ‘caudillismo’, y otras congruentes con ellas”. Por otra parte, en lo que concierne al tratamiento mediático de la historia de la independencia y sus efectos durante el siglo XIX, conviene tener presente algo que fue observado respecto de los dilemas del periodista que, a diferencia de los autores de libros, “no puede esperar alcanzar el éxito a largo plazo, sino que tiene que lograrlo inmediatamente, o resignarse al fracaso absoluto”. Es por eso que, con frecuencia “el artículo periodístico profesa e inculca opiniones que ya han sido aceptadas por el público a quien son dirigidas, en vez de tratar de rectificarlas o de mejorarlas”.2  Si bien, afortunadamente, no siempre sucede esto, se trata de un riesgo que de ocurrir compromete profundamente la labor de divulgación, un riesgo que hoy se observa sobre todo en la selección y tratamiento de temas históricos en los medios audiovisuales, donde se suma a la tiranía del rating rating,, así como en el periodismo escrito y aun en libros. Por ejemplo, en la medida en que el “público” está acostumbrado a la versión de los orígenes del país construida por líderes políticos e historiadores que desde la segunda mitad del siglo XIX buscaban fortalecer el sentimiento de nacionalidad, los resultados de las investigaciones que muestran que la nación fue un tardío efecto y no una causa de la independencia parecen perder interés, aun para críticos de lo que suele denominarse “historia oficial” —quienes, es de notar, comparten a menudo esos supuestos de los historiadores que critican. De tal manera, aquello que contribuye a explicar de forma congruente los conflictos posteriores es frecuentemente ignorado en la medida en que no satisface las expectativas generadas por aquel relato de los orígenes de una nación. Por similares razones, los avances realizados por historiadores profesionales en el conocimiento de hechos y figuras relevantes de esos tiempos suelen también pasar inadvertidos, como se comprueba, por ejemplo, en la perduración de desactualizados enfoques sobre figuras como Artigas, Rosas o Rivadavia, entre otros, en diversos medios de comunicación. El libro se ocupa entonces de dos distintos asuntos reunidos por la común característica de ser ejemplos de la relación entre historia y política, relación que es útil analizar sin ignorar la muy diversa forma que adquiere en cada uno de ellos. Porque, como veremos, mientras que en lo relativo a las clases sociales nos enfrentamos a modalidades del lenguaje de historiadores y economistas trasladados a la vida política, en lo concerniente al revisionismo histórico, en cambio, estamos frente a la construcción de relatos interpretativos de acontecimientos y personajes del pasado y a las disputas que esas interpretaciones motivan. Es de destacar, además, que en lo que se denomina revisionismo histórico hay yuxtapuestos dos

 

sentidos del término “revisionismo”. Uno, el que corresponde al procedimiento habitual de examinar algo con el propósito de mejorarlo o corregir sus posibles errores, y otro, el que refiere a la construcción de un relato histórico alternativo a otro que se impugna. En este segundo caso, estamos ante una alteración de sentido en el uso de la palabra “revisionismo” por efecto de esa modificación sustancial del concepto de revisión. Así, en la advertencia efectuada en uno de los textos de la Segunda Parte de este libro, de que “todo historiador es cotidianamente revisionista”, el sentido del término revisión es el usual, el de volver a ver algo para comprobar si es acertado o erróneo. Pero en la expresión “revisionismo histórico” hay un cambio en el uso del término mediante una ampliación de sentido: revisar es no sólo examinar un relato histórico sino construir otro distinto. Se trata de una modificación de sentido que busca legitimar el nuevo relato como producto de una previa labor de crítica historiográfica que, como se verá en la Segunda Parte del libro, frecuentemente carece de los requisitos básicos de la investigación histórica.

Notas: 1. “Classlessness in America”, The Economist , 24 de septi septiembre embre de 2011. 2. Palabras de James Mil Mill,l, referidas por su hijo, en Jo John hn Stuart Mil Mill,l, Autob  Autobiogra iografía fía,, Madrid, Alianza, 2008.

 

PRIMERA PARTE ◆

SOBRE LOS CONCEPTOS CONCEPTOS DE CLASE SOCIAL Y LUCHA DE CLASES

 

1. Crítica del lenguaje de clases ◆

E

ste capítulo fue motivado por algunas reflexiones surgidas durante la elaboración de diversos

trabajos en los últimos años. Ellas conciernen a uno de los principales problemas de la investigación histórica como es el de las clases sociales. Al vincular este problema con otro que había tratado en un artículo sobre las debilidades de las periodizaciones históricas, pude advertir que un supuesto no explícito de éstas también subyace en el denominado “lenguaje de clases”. Se trata de un supuesto que tiene sus raíces en el historicismo romántico y que es el principal factor de la fragilidad de las concepciones sobre las clases sociales, incluida la de Marx, con la cual me parece conveniente comenzar.1

El capítulo inconcluso de El capital  sobre  sobre las clases sociales El intento de efectuar un balance crítico de la obra de Marx afronta el riesgo derivado de dos actitudes antagónicas pero igualmente susceptibles de generar prejuicios, perceptibles aun en medios académicos: por una parte, la intención apologética derivada de la simpatía hacia el autor de El de El capital capi tal por su labor a favor de los oprimidos y, por otra, la actitud de repudio de quienes lo consideran culpable de experiencias condenables acaecidas durante el siglo si glo XX. XX. Evitando ese riesgo, entiendo que se puede observar, como se verá más adelante, que mientras diversos aspectos de su obra merecen todavía la consideración de quienes buscan sugerencias válidas para el curso de sus trabajos, sin embargo, lo que Marx juzgaba su aporte original a la teoría de la historia —la misión histórica de la

 

clase obrera para la supresión de la sociedad de clases mediante la dictadura del proletariado— no ha resistido la prueba de la historia política ni del curso de la teoría política en el siglo XX. Como es sabido, el último capítulo de El de El capital capi tal,, el 52, lleva como título “Las clases”. El hecho de que quedara inconcluso al final de su cuarto párrafo provocó interés por las razones de esa interrupción y, asimismo, suscitó la inquietud de discernir si se trataba de un cese casual de un trabajo que por ciertas circunstancias no pudo ser reanudado o si implicaba alguna dificultad cuya solución requería un tiempo tiem po de reflexión que Marx no logró tener. Uno de los mayores esfuerzos para imaginar cómo podría haber sido ese capítulo, en el caso que Marx hubiese podido continuarlo, fue el realizado por Ralph Dahrendorf.2 En las primeras páginas de su libro sobre las clases sociales, Dahrendorf resume el origen del término clase clase   desde la Roma antigua, a partir de su uso para distinguir —”clasificar”— a los romanos en función de los impuestos. Observa que ya entonces el término había adquirido también un matiz valorativo al usarse para designar a las clases “superior” e “inferior” y, asimismo, al dar lugar a la acuñación de un concepto derivado, el concepto de “clásico”, para convertirse en una forma de designar la calidad principal ya sea de gente, ya de obras de arte y literatura. lit eratura. Respecto del siglo XIX, Dahrendorf advierte una diferencia en lo que va del uso en el siglo anterior para distinguir estratos sociales a uno más “colorido”, que ya se percibía en Smith pero sobre todo en Engels y en Marx, para designar a la clase de capitalistas y de trabajadores, a las clases ricas y a las pobres, a la burguesía y al proletariado. Por lo tanto, cree necesario comenzar por aclarar el sentido del concepto de clase en la obra de Marx, para el cual señala tres fuentes: los economistas británicos, de quienes habría tomado el término, los socialistas utópicos franceses en cuanto a su aplicación a los capitalistas y a los proletarios, y Hegel para el concepto de lucha de clases.3 La adjudicación a Hegel de la fuente del concepto de lucha de clases es un error, como se comprueba si nos atenemos a la información proporcionada por el propio Marx, según la cual los conceptos de clase y de lucha de clases los había tomado de diversos economistas y de historiadores franceses. Dahrendorf parece no haberla conocido y, probablemente, esto le vedó advertir lo que el lenguaje del historicismo romántico significó para el “lenguaje de clases” de Marx y de Engels.4 Para Dahrendorf el hecho de que el último capítulo de El de El capital capit al   quedara trunco no sería un problema serio pues podría ser completado, sostiene, mediante la reunión de textos dispersos en sus principales trabajos. Da por supuesto la existencia de una teoría de las clases en Marx al punto de afirmar que la falta de una exposición especial sobre ella, como habría estado destinado a ser ese capítulo trunco, se debió a que Marx postergó una y otra vez su explicación teórica para intentar un mayor refinamiento empírico.5 De tal manera, se aboca a la tarea de reconstruir lo que hubiese podido ser el inconcluso capítulo 52 del tercer libro de El de El capital capi tal,, en una forma que si bien le permite ilustrar diversas facetas del pensamiento de Marx, no advierte que el más verosímil obstáculo para completar ese capítulo no fue su voluntad de refinamiento teórico sino la incompatibilidad de los dos conceptos

 

de clase que utilizaba utili zaba a lo largo de su obra.

Los dos inconciliables conceptos de clase La última observación parecería la más sólida por las razones que expondremos en lo que sigue. Sustancialmente, consisten en cotejar las dos incompatibles nociones que poseía Marx de la naturaleza de las clases sociales. Una de ellas provenía de la función clasificatoria del término, y otra, más cara a su sentimiento revolucionario, hacía de las clases sociales actores históricos, concepción que había tomado de Thierry y Guizot, entre otros, y que adaptó al objetivo revolucionario que atribuía al proletariado. Respecto de los economistas que Marx más estimaba, recordemos que el Prefacio de los Princi los Principios pios de David Ricardo comienza con este párrafo: El producto de la tierra, todo lo que se deriva de su superficie por la aplicación unida del trabajo, la maquinaria y el capital, se reparte entre tres clases de la comunidad, a saber: el propietario de la tierra, el propietario del stock o capital necesario para su cultivo, y los trabajadores, por cuya industria es cultivada.6 De manera similar a esta clasificación de las clases sociales en la producción rural hecha por Ricardo, pero extendida al conjunto de la sociedad, se lee al comienzo del inconcluso capítulo de Marx: Los propietarios de mera fuerza de trabajo, los propietarios de capital y los terratenientes, cuyas respectivas fuentes de ingreso son el salario, la ganancia y la renta de la tierra, esto es, asalariados, capitalistas y terratenientes, forman las tres grandes clases de la sociedad moderna, que se funda en el modo capitalista capitalist a de producción.7 Pero el Manif el Manifiest iestoo comunista, comunista, así como otras páginas de combate político, exhibía otra concepción con respecto al número y, sobre todo, a la naturaleza de las clases sociales en la sociedad contemporánea. Al número, porque se reducían a dos, burguesía y proletariado. A la naturaleza, porque las clases no eran ya el resultado de la taxonomía económica sino actores históricos concebidos sobre el patrón del historicismo romántico. La reducción de las dos grandes clases propietarias —industriales y terratenientes—, a una sola, implicaba un problema de concepción de los fenómenos económicos que Marx había encarado parcialmente al sostener que los arrendatarios agrícolas eran, desde el punto de vista del análisis

económico, equivalentes a los industriales, esto es, que a ambos le correspondía el mismo concepto de  

capitalistas, fuesen agrarios o urbanos. Mientras que a los terratenientes, que no concordaban muy bien con su esquema de sucesión de períodos históricos, los consideraba supervivencias del pasado. Pero lo más significativo es que al intentar una definición de las clases sociales Marx se encontró ante esos dos caminos de fuerte fuert e arraigo en él pero no arm armonizables. onizables. Uno, acorde acorde con economistas a los l os que seguía, y el otro, el de sus textos políticos de intención revolucionaria. Es esta crítica alternativa en la definición del sistema de clases en la sociedad capitalista la que habría perdurado como un escollo insalvable hasta las últimas líneas de El de El capital capi tal..

Antecedentes del concepto de lucha de clases La influencia de la obra de Marx continúa viva por el valor de aquellos de sus escritos que han resistido el paso del tiempo; por ejemplo, el análisis en clave social del proceso de acumulación primitiva del capital, la denuncia de las condiciones de trabajo en la Inglaterra de su tiempo, o capítulos de su obra económica tales como partes del dedicado a la teoría del valor. En cambio, ya sea por el desarrollo de la historiografía y las ciencias sociales del siglo XX, ya por la crítica prueba de los acontecimientos históricos de esa centuria, han colapsado sus previsiones sobre la pronta instalación de la sociedad socialista y, muy significativamente, algo que era el corazón de su perspectiva revolucionaria, la noción de dictadura del proletariado. Asimismo, su uso de los conceptos de clases sociales y lucha de clases, que Marx reconoció como un préstamo intelectual y no algo original suyo, padece el condicionamiento del historicismo romántico. Se trata de la profunda impronta que dejara en él y en Engels una característica del lenguaje de la época, por lo general inadvertida pero de fuerte atracción: la tendencia a individualizar los fenómenos colectivos y tratarlos como si fueran actores históricos, un rasgo que los influyó intensamente en su juventud y que favoreció un discurso simplificado pero cautivante, en el que las clases sociales actuaban como protagonistas individuales Recordemos, respecto de los conceptos de clase y de lucha de clases, que Marx no los consideraba un descubrimiento suyo sino que los reconocía como provenientes de historiadores y economistas “burgueses”. Escribió en 1852 en carta a un amigo: am igo: Y ahora, en lo que a mí respecta, no ostento el título de descubridor de la existencia de las clases en la sociedad moderna, y tampoco siquiera de la lucha entre ellas. Mucho antes que yo, los historiadores burgueses habían descrito el desarrollo histórico de esta lucha de clases, y los economistas burgueses la anatomía económica de las clases. Y agregaba de seguido:

 

Lo que yo hice de nuevo fue demostrar: 1) que la existencia de las clases está vinculada únicamente a fases particulares, históricas, del desarrollo de la producción; 2) que la lucha de clases conduce necesariamente a la dictadura del proletariado; 3) que esta misma dictadura sólo constituye la transición a la abolición de todas las clases y a una sociedad sin clases.8 Esos historiadores aludidos al udidos por Marx, aclaraba Auguste Auguste Cornú, autor de una biografía suya, eran los franceses de la época de la restauración: Thierry, Mignet, Thiers, Guizot…9 Sin embargo, la lista de historiadores daba Marx en aquella cartaescribía no coincidía la de Cornú. Al criticar los detractores delque concepto de lucha de clases Marxtotalmente que ”esos con caballeros debieran estudiara las obras históricas de Thierry, Guizot, John Wade, etc., a fin de enterarse de la pasada ‘historia de las clases’”. 10  Si bien en el “etc.” podría caber Thiers, el desprecio que le profesaba Marx explicaría la exclusión. Por otra parte, citaba “la gran obra de Ricardo”, transcribiendo el párrafo reproducido más arriba, como apoyo a su postura sobre la división en clases de la sociedad, y agregaba que la sociedad burguesa de los Estados Unidos no se había desarrollado aún suficientemente como para tornar evidente la lucha de clases. En cuanto a John Wade, Wade, es probable que, de sus numerosos llibros, ibros, Marx se refiri refiriese ese a Histor a Historyy of the  Middle  Midd le and Working Classes , publicado por primera vez en 1833. Pero también aludía a “los más grandes economistas europeos” por haber mostrado que “las bases económicas de las diferentes clases están obligadas a originar un antagonismo necesario y en constante crecimiento”. La lista que ofrecía era la siguiente: Malthus, Mill, Say, Torrens, Wakefield, Mc Culloch, Senior, Wakley, R. Jones, etc.”11 Guizot, en su Histor su Historia ia de la civili civi lización zación en Europa, Europa, publicada por primera vez en 1828, afirmaba efectivamente que “la lucha de clases […] llena la historia moderna. La moderna Europa ha nacido de la lucha entre las diversas clases de la sociedad”.12  Por su parte, Thierry, al referirse a la Francia del siglo XII, escribía que “cada una de las clases de la población, notablemente diferente de las otras, tenía sus tradiciones políticas y, por así decirlo, su sistema aparte”. Este sistema, agregaba, continuaba vigente, “a causa de las pasiones de que estaba impreso y de los sentimientos de rivalidad o de odio mutuos que en él se reunían”. Esas clases eran la aristocracia, el clero, la burguesía, los labradores. La rivalidad de la baronía con el orden eclesiástico, comentaba, se podría remontar hasta el siglo V. “El objeto de esta antigua lucha era siempre el mismo y su forma había cambiado poco.”13  Y respecto de la burguesía sostenía, entre otras referencias, que “la más clara y menos alterada de las tradiciones históricas pertenecía a la burguesía y se conservaba aisladamente en las grandes ciudades”. Agregaba que el espíritu civil de las ciudades […] daba a las clases plebeyas pl ebeyas ocupad ocupadas as en el comercio comerci o y la industria, lo l o que hace la fuerza en las luchas políticas: recuerdos, nobleza y esperanza. En cuanto a la clase de los labradores, de los

 

villanos como se decía entonces, no tenía ni derechos ni tradiciones hereditarias…14 Respecto de Thierry, Thierry, Marx, en carta a Engels, parece confirmar el pri primer mer lugar que le asignaba as ignaba en la lista de autores a los que debe el concepto al calificarlo de “padre de la lucha de clases”: Un libro que me ha interesado mucho es el de Thierry, Histoi Thierry, Histoire re de la Formation et des Progrès du Tiers État , de 1853. Es notable la indignación con que este caballero —padre de la “lucha de clases” en la literatura histórica francesa— se encoleriza con los “nuevos” escritores que ahora ven un antagonismo también entre la burguesía y el proletariado…15 Por su parte Mignet, explicando los orígenes de la revolución francesa utilizaba el concepto de clase al clase  al aseverar que las formas de la sociedad del Medioevo todavía perduraban en la segunda mitad del siglo XVIII, porque el suelo estaba repartido en provincias enemigas y los hombres, en clases rivales. La nobleza, agregaba, había perdido todos sus poderes aunque conservase sus distinciones, mientras el pueblo carecía de todo derecho y la realeza no tenía límites. La revolución, entre otros logros, añadía, había anulado las distinciones de clase.16 Pero si bien es cierto que esos historiadores franceses describían los conflictos como enfrentamientos entre conjuntos humanos, no siempre se refieren a ellos con el concepto de clase clase.. Mignet, por ejemplo, en otros lugares utiliza conceptos distintos, como órdenes órdenes   y estamentos estamentos,, y reubica el concepto de clase al utilizarlo para designar grupos internos a lo que en otros lugares denominaba clases. Francia, escribía, estaba dividida en tres órdenes, nobleza, clero y tercer estado, los que a su vez se dividían en muchas clases.17 La estimación del papel de las clases y de sus luchas, sin embargo, no era en aquellos historiadores similar a la que haría Marx. Guizot, por ejemplo, se extendía en consideraciones sobre la función positiva para la unidad nacional que había producido ese combate entre las clases, del cual habría surgido en Francia la conciencia de una comunidad de intereses, de ideas y de sentimientos que condujo a la unión nacional. Consideraba que ese proceso había llevado también al predominio de otra relación que opacó la existente entre las clases, la relación entre pueblo y gobierno. La Europa de los siglos XVII y XVIII, escribía, vio surgir “dos grandes figuras, el gobierno y el pueblo”, cuya alianza o lucha dominan la historia de esos siglos. “La nobleza, el clero, la burguesía, todas estas clases, todas estas fuerzas particulares” resultaron así “borradas por estos dos grandes cuerpos: el pueblo y el gobierno”.18

Supuestos implícitos: Las clases sociales como actores individuales

 

Son conocidas algunas de las características generales de la influencia que Marx y Engels recibieron, en los años de juventud, de autores y movimientos románticos. En su temprano interés y entusiasmo por esos autores, Engels, a los dieciocho años, leyó con simpatía la Vida de Jesús de Jesús de Strauss y a través de él llegó al hegelianismo. A partir de entonces continuó viva en él la pasión por el romanticismo germano y otros fenómenos históricos concordantes.19 Generalmente se considera que el posterior arribo de Marx y de Engels al credo socialista fue una ruptura con esa tradición. Sin embargo, se trató de una ruptura sólo parcial puesto que continuó viva la profunda impronta quedecir, el historicismo romántico, reforzado por lacolectivos influenciaendeactores Hegel,históricos. dejó en 20el lenguaje de ambos, es en esa tendencia a convertir fenómenos De tal manera, se puede advertir que los conceptos de clase y lucha de clases no son lo único del legado que Marx y Engels recogieron de los historiadores franceses del tiempo de la restauración. Se trata de una deuda mayor aun en la medida en que esos conceptos están concebidos según una peculiar visión de la historia, propia de lo que se denominó romanticismo, de la que ellos participaban y que subyace implícitamente en su lenguaje. Ese préstamo intelectual iría más allá de explicar los conflictos históricos por efecto del choque de intereses entre las clases, al conferirle a éstas la ya señalada calidad de actores históricos dotados, a la manera de individuos, de conciencia, voluntad y fines. De tal modo, desarrollaron una forma de describir los conflictos históricos que tendría honda perduración, en el análisis histórico y en el lenguaje político, y que ya se encontraba en ese lenguaje con que Guizot aludía, por ejemplo, a la variedad de “intereses” y de “pasiones” de las clases en pugna.21 El núcleo de esa deuda, y prácticamente base de la concepción de la sociedad que subyace en ella, fue esa tendencia individualizadora de los fenómenos colectivos que convierte en actores históricos a conjuntos como clases, naciones o pueblos. Se trata de una concepción difundida principalmente en Alemania pero también en Francia, que “personifica conceptos tales como la nacionalidad, el derecho nacional, el arte nacional, la fe religiosa y les hace producir por sí mismos la historia”. Una tendencia a individualizar fenómenos históricos colectivos que condujo también a personalizar períodos históricos.22

La diversidad de conjuntos humanos que actúan como protagonistas individuales es patente en Thiers, para quien en los prolegómenos de la revolución francesa esos protagonistas pueden ser el espíritu filosófico, la nación, el parlamento, el clero, la corte, el tercer estamento, el pueblo, la clase media, los magnates, además de la persona del rey.23  Y, por otra parte, cada uno de esos protagonistas podían descomponerse en otros, como el alto y el bajo clero, las diversas categorías de la nobleza o el tercer “estamento”, del que señalaba que abarcaba a casi toda la nación, a todas las clases útiles, industriosas e ilustradas.24

 

Esta característica del lenguaje, que se remonta a la reacción frente al siglo de las luces, es algo que, más tarde, Ernst Troeltsch explicaría utilizando el concepto de “totalidades individuales”, como veremos en la segunda parte de este ensayo. Si bien como señalaba Isaiah Berlin, Marx encontró en el racionalismo de la filosofía de Hegel lo que lo salvó de rendirse “a los sistemas metafísicos desarrollados por la escuela romántica”, no ocurrió lo mismo con esa otra característica romántica que comentamos, que el mismo Hegel compartía: esto es, esa construcción de un relato histórico centrado en la actuación de “totalidades individuales”.25  Es así que en uno de sus trabajos más difundidos, no sólo las clases se convierten en actores históricos, sino también acontecimientos complejos como las revoluciones: La revolución social del siglo XIX no puede sacar su poesía del pasado, sino solamente del porvenir. […] Las anteriores revoluciones necesitaban remontarse a los recuerdos de la historia universal para aturdirse acerca de su propio contenido. La revolución del siglo XIX debe dejar que los muertos entierren enti erren a sus muertos, muert os, para poner mano a su propia obra.26 Por eso, no basta reconocer que no se encuentran en Marx ni una definición ni una teoría de las clases, tal como observó Althusser, autor de un fallido intento de librar a Marx de su apariencia decimonónica modernizándolo como estructuralista. Todos sabemos, afirmaba, cómo termina El termina El capital:: un título, “Las clases sociales”, veinte líneas después, el silencio.27  Más importante que esto capital para comprender la naturaleza de lo que hoy se llamaría el discurso histórico de Marx, es advertir ese legado historicista del que él y Engels participaban y en virtud del cual utilizaban frecuentemente conceptos tales como el capital, capital, la burguesía, burguesía , el proletariado  proletariado   en calidad de actores políticos individuales. Se trata de una perspectiva que proporcionó también el fundamento de conceptos como el de conciencia de clase.

Herencia romántica y lenguaje político Si se observa la forma en que Marx y Engels manejan los conceptos de burguesía y de aristocracia en e l  Manif  Manifiest iestoo del Partido Parti do Comunista, Comunista, se tendrá un ejemplo de esa individualización de un fenómeno colectivo como la clase social, que la convierte en sujeto de variedad de predicados. La burguesía, la nobleza, el proletariado, pasan a adquirir rasgos personales —voluntad, concepción del mundo y sentimientos—, y son capaces de toma de decisiones. Por ejemplo, se encuentran en el Manif el Manifiest iestoo párrafos como el siguiente: “La burguesía ha arrancado su velo sentimentalmente emotivo a las relaciones familiares y las ha reducido a meras relaciones dinerarias”. O: “Por su posición histórica, la aristocracia francesa e inglesa estaba llamada a escribir panfletos contra la moderna sociedad burguesa”. Asimismo:

 

Para despertar simpatías la aristocracia estaba obligada a aparentar que no tenía en cuenta sus propios intereses […] Vino así a darse el gusto de entonar canciones difamatorias contra su nuevo amo y de susurrarle al oído profecías más m ás o menos agoreras.28 Es decir, las clases quieren, fingen, simulan, escriben, cantan, susurran, todo a la manera de individuos, gracias a un lenguaje que dio lugar a clichés, de largo suceso en la política y en la historiografía. Podría interpretarse que esta forma de escritura en la que un ente colectivo adquiere

atributos subjetivos, procedimiento que seuna convertiría un patrón narrativo de fuerte agilidad, puede haber querido cumplir funciónenmetafórica, por efecto de la atracción tendenciapor a su la economía de lenguaje. Así, por ejemplo, aunque a lo largo de su obra Ricardo trata a las clases como objeto de observaciones relativas a la renta, al beneficio o a los salarios, en una oportunidad, en el capítulo sobre la maquinaria, se refiere a la clase trabajadora como sujeto de una opinión: “[…] la opinión mantenida por la clase trabajadora de que el empleo de la maquinaria es frecuentemente perjudicial para sus intereses, no está fundada en un prejuicio…”.29 Sin embargo, la concepción de las clases como actores históricos es algo distinto, algo que se convirtió en una modalidad de la narración histórica que falsea la percepción de la realidad facilitando una visión simplificada de los acontecimientos pues sustituye al imprescindible análisis de la diversidad de fenómenos que se ocultan detrás de esos conceptos. Por ejemplo, tras el uso del término burguesía como actor histórico se pierde la diferencia de posturas y acciones de los diversos partidos y gobiernos que le corresponderían, aun ante problemas fundamentales. Lo mismo puede decirse de su efecto sobre la percepción de la diferencia de regímenes políticos atribuidos a la burguesía —  monarquías constitucionales, repúblicas unitarias y repúblicas federales, o democracias y dictaduras  —, esfumada esfum ada al narrar narra r de aquella aquell a manera maner a simplif sim plificada icada la acción históric hist óricaa de esa clase, clase , contradictoriamente con el registro de esas diferencias que Marx mismo se veía obligado a hacer al efectuar análisis concretos. Por ejemplo, el análisis político que realizó en El en El dieciocho dieci ocho brumario de Luis Bonaparte muestra Bonaparte muestra una oscilación entre ese tipo de lenguaje y el imprescindible reconocimiento de la complejidad de grupos y posturas políticas que cubre el concepto de burguesía. burguesía. Por  Por consiguiente, la conversión de la burguesía en actor político es en ocasiones abandonada por la necesidad de atender la realidad que encubre el término. Es decir que cuando Marx aborda el análisis de una coyuntura política, ese tipo de lenguaje da lugar, contradictoriamente, al reconocimiento de la distinta conducta política de diversas partes del todo de una clase social. Refiriéndose a la “masa de la burguesía” de 1848 y 1849, si bien escribe que “esta masa burguesa era realista”, de manera tal en que esa clase sigue siendo un actor individual, continúa en una forma en que pasa a registrar las distintas partes de esa burguesía, aunque transfiriéndoles transfiriénd oles similar individualización individualización::

 

[…] una parte de ella, los grandes terratenientes, había dominado bajo la restauración y era, por tanto, legitimista. La otra parte, los aristócratas financieros y los grandes industriales, había dominado bajo la monarquía de julio, y era, por consiguiente, orleanista. Los altos dignatarios del ejército, de la universidad, de la iglesia, del foro, de la Academia y de la prensa, se repartían entre ambos campos aunque en distinta proporción. Y a continuación explica las razones por las que esas distintas categorías sociales “habían encontrado [en 30la  Páginas república burguesa] de política gobiernoen bajo dominar después alude alaesaforma situación formalaquecual tratapodían de recomponer conjuntamente”. esa contradicción: “[…] examinando más de cerca la situación y los partidos se esfuma esta apariencia superficial, que vela la lucha de clases y da peculiar fisonomía de este período”.31  Si se atiende a la diferencia de intereses que existían entre grandes terratenientes y grandes industriales, además de las existentes entre otros sectores, resulta difícil considerarla algo superficial. Pero, sobre todo, tal juicio no es congruente con las referencias a grandes terratenientes, aristócratas financieros, grandes industriales y altos dignatarios, como otras tantas totalidades individuales. Frecuentemente, esas “fracciones” de clases atraían más atención que las clases en sí. Reforzando la ambigüedad que lleva consigo el concepto de clase, el trabajo de Asa Briggs, sobre lo que denomina “el lenguaje de clase” en el temprano siglo XIX inglés, concluye que así como la línea divisoria entre las clases era imprecisa, las divisorias de los distintos sectores de cada una de ellas eran en cambio percibidas como más importantes. Muchos escritores británicos, comenta Briggs, subrayaban las divisiones interiores a las clases como lo más significativo de éstas.32 Esa ambigüedad del lenguaje de clase ha sido objeto de análisis por parte de diversos historiadores. También es registrada por Raymond Williams, que lamenta la ambigüedad, dificultad y confusión en el uso de ese lenguaje y atribuye esas características al hecho de que el idioma inglés conserva reliquias de dos distintas concepciones o modelos: el de clase superior, media e inferior  inferior   y el sansimoniano según el cual tanto las clases medias como los miembros de las clases trabajadoras adoptaron la descripción uniformadora de clases útiles o productivas. productivas . Por su parte, comentando el enfoque de Williams, otro analista de las flaquezas del lenguaje de clases, P. N. Furbank, arguye que, más que una confusión, las diferencias provienen del carácter retórico de esos términos y considera que es necesario abandonar la idea de que las clases existen realmente. Para Furbank, las clases no existen, sino que, por el contrario, son ficciones que las personas proyectan sobre los otros, razón por la cual diferirán según quién sea autor de esa proyección y de sus propósitos. Sin embargo, aunque Furbank ofrece un agudo análisis de las ambigüedades y contradicciones del lenguaje de clase, limita mucho su postura al interpretar ese lenguaje como efecto de una retórica de carácter subjetivo.33

 

Los usos en singular y en plural del término “clase” En los registros de la terminología relativa al concepto de clase social es de advertir una singularidad a la que no se le ha prestado la atención que merece: la alternancia del uso del término en singular y en plural. El recién comentado trabajo de Briggs se ocupa del tránsito de un lenguaje relativo a las desigualdades sociales expresadas en el siglo XVIII, predominantemente, con términos como rangos rangos,, órdenes o órdenes  o condiciones sociales, sociales, al “lenguaje de clases” a fines de ese siglo y en el siguiente,34  pero no presta atención a esadesignificativa en el uso del término clase. El uso en plural expresionesalternancia como “clases dominantes”, “clases medias”, “clases trabajadoras”, refleja en su imprecisión la complejidad social que encubre el concepto de clase y contradice de hecho la concepción de las clases como actores históricos en el sentido que hemos comentado. La expresión “clases dominantes” utilizada, por ejemplo, frecuentemente en la vida política, aun por quienes suponen seguir el pensamiento de Marx, no es conciliable con su criterio teórico en el que la dominación en cada período histórico pertenece a una clase. Ese uso no puede ser interpretado de otro modo que como efecto de una inconsciente percepción de la debilidad de la matriz clase dominante/clases dominadas. Con otras palabras, el uso del concepto de clase dominante, en dominante, en singular, no refleja la diversidad propia de la estructura de poder de una sociedad, mientras que su uso en plural, clases dominantes, dominantes, resulta incongruente con la calidad de actor social atribuible al conjunto así designado. Pero, si bien es cierto que trabajos como los recién comentados no dejan dudas sobre las patentes inconsistencias del llamado lenguaje de clases, tanto Furbank como Williams, Briggs y Dahrendorf, entre otros, no llegan a percibir el efecto del historicismo romántico que estamos analizando y menos, por lo tanto, el sustrato s ustrato del concepto de lucha de clases.

Peripecias del lenguaje de clases en la crítica de E. P. Thompson a Perry Anderson En el curso del análisis análisi s de los variados usos del concepto de clase, hemos observado que en los autores tratados, aun en Marx y en Engels, se observa una significativa ambigüedad, manifestada en su utilización como un término intercambiable con otros, tales como estamento, orden o sector. Asimismo, hemos percibido que la oscilación entre el uso en singular o en plural del término “clase” traduce una incertidumbre sobre la dominación política, lo que debilita tanto el esquema doctrinario utilizado como la pertinencia de la expresión “clase dominante”. Esta imprecisión de lo que se ha denominado “el lenguaje de las clases” ya era atisbada por Engels en 1845 al escribir el Prefacio de la primera edición de su difundido libro sobre la clase obrera en Inglaterra. En ese texto, creyó necesario

 

aclarar el sentido en que había usado la expresión alemana Mit alemana Mittel telklass klassee (clase media) —en un párrafo en que además registra, sin ahondar en el asunto, la alternancia del singular y el plural en el uso de esa expresión— así como su empleo de otros términos para referir a los trabajadores.35 Más recientemente, una muestra importante de las debilidades y contradicciones del “lenguaje de clases”, por la calidad del historiador que la provee, es la que realiza E. P. Thompson en un ensayo posterior a su obra más conocida sobre la formación de la clase obrera inglesa. Se trata de un texto en el que censura los criterios de Perry Anderson y de Tom Nairn respecto de las clases sociales.36   Al analizar en esta la debilidad usoa sus del concepto las de dificultades clase como implícitas actor histórico y lemateria, atribuyeThompson un sentidoreconoce sólo metafórico. Perodel pese objeciones al uso indiscriminado de las clases como actores históricos, él mismo incurre en lo que critica en varios lugares de su texto.37   Es decir que aunque critica a Anderson y a Nairn por el no riguroso uso de la terminología de clase, también él incurre en esa confusión —que, como vimos, está también en Marx y en Engels— y, además, lo reconoce: “Es verdad que cualquiera que intenta ese tipo de análisis de clase de la historia británica moderna se ve enmarañado en una confusión terminológica…”. Y en nota al pie comenta que él mismo ha incurrido frecuentemente en ello en su obra mayor.38 En este párrafo, además del testimonio sobre lo escasamente riguroso del uso de los conceptos de clase y otros similares, y de la confesión de haber incurrido en eso —cosa que ocurre no sólo en The  Making…  Maki ng… sino  sino también en este ensayo suyo—, sorprende al culpar de esa ambigüedad a la realidad, como si en las demás disciplinas del conocimiento humano la realidad fuese clara y distinta, “las ambigüedades se introducen en el análisis —comenta— porque están presentes en la historia”. Se trata de un débil intento de encontrar una causa a las comentadas imperfecciones del lenguaje de clase culpando a la realidad histórica de lo que en realidad proviene de la no advertencia del supuesto de ese lenguaje, el procedimiento de individualización de conjuntos humanos para utilizarlos como actores históricos. Pero este párrafo es la conclusión de otro anterior en el que se ocupa de uno de los principales ejemplos de esa inconsistencia del lenguaje de clase, proveniente del mismo Marx. Conviene detenerse en este trozo del ensayo de Thompson porque nos proporciona un ejemplo muy elocuente de lo que estamos estam os considerando. Criticando a Anderson y Na Nairn, irn, escribe: escri be: Lo que parece plantear dificultades a nuestros autores es la transformación del capitalismo agrario y mercantil del siglo XVIII en el capitalismo industrial del XIX. ¿Eran los capitalistas agrarios e industriales grupos con intereses distintos que formaban parte de una misma clase social amplia, o bien constituían diferentes clases sociales? Afirma luego que Anderson y Nairn, mediante “un truco dialéctico”, pasan de afirmar la

 

incompatibilidad de terratenientes e industriales a sostener que esas clases estaban fusionadas.39 Thompson explica con mucha agudeza las rigideces y contradicciones de lo que llama “modelo” de los autores que critica, pero no llega a percibir el trasfondo del historicismo romántico que lo afecta también a él. Esto se advierte no sólo en su uso de conceptos como burguesía, aristocracia y otros entendidos como actores colectivos, sino también en sus acrobacias verbales cuando percibe evidencias que afectan su interpretación interpret ación alternativa alternati va de la de And Anderson. erson. Así, explica que el ejercici ejercicioo del poder en la segunda mitad del siglo XVIII debería verse menos como gobierno de una aristocracia  —“est amentoo diferen  —“estament di ferenciado ciado con un esti e stilo lo de vida y una visión visi ón del mundo comunes y legit l egitima imado do desde el punto de vista institucional”— que “como un parasitismo”. Pero, comenta, “no era un parasitismo completo”. Y señala que no obstante “todo ello no constituye completamente una aristocracia concebida como una clase dominante” sino “una formación única, la vieja ‘corrupción’” —utilizando así “parasitismo” y “la vieja corrupción” como actores históricos.40 En una especie de recapitulación final, Thompson escribe que es en el manejo del concepto de clase donde más esquemáticos resultan los autores que critica. Y en un lenguaje muy gráfico, afirma que se trata de “clases a las que se hace formar, se las envía de maniobras y se las hace marchar centurias arriba y abajo”.muy Agrega que eso es de “una contagiosa”dey clase”, que él mismo ha considera realizado “atribuciones personalizadas lashistoria-juego aspiraciones que o lasesvoluntades cosa que “la expresión metafórica de procesos muy complejos y generalmente involuntarios”. Respecto de “este tipo de metáforas personalizadas”, añade que no puede oponerse totalmente a ellas, pero que debe llegar un momento en que haya que “someterse a algún control histórico, o se empieza a correr el riesgo de ser esclavo de las propias categorías”, y manifiesta luego que “si seguimos recordando que la clase-como-identidad es una metáfora, provechosa a veces…” entonces se puede abrir un útil diálogo entre historiadores y sociólogos. Y percibiendo críticamente el efecto del historicismo romántico, pero sin discernir ese origen, escribe que “reducir una clase a una identidad es olvidar dónde reside exactamente la facultad de actuar, no en la clase sino en los hombres”.41   En síntesis, Thompson advierte bien la inconsistencia de los análisis en término de clases, pero la atribuye a un mal uso de ese concepto y no a la inconsistencia inconsistenci a del tipo de uso del concepto. En cuanto a Anderson, en su polémica respuesta a las críticas, percibe ese acercamiento de Thompson a la médula del problema, pero lo trata sólo como una opinión discutible sin tampoco advertir la matriz del lenguaje que estaba detrás. Según Thompson, escribe Anderson, las clases han sido revestidas de una imagen antropomórfica al concedérseles atributos de identidad personal, voluntad, fines conscientes y cualidades morales. Comenta que Thompson sostiene que se trata de una cuestión metafórica que remite a un proceso más complejo que transcurre sin voluntad ni identidad. Pero pese a ésta y otras referencias coincidentes, Anderson no advierte la magnitud del problema historiográfico rozado por Thompson sino que se ocupa de la contradicción de esos textos con el de

The Making of the English Working Class. Class.42  

Notas: 1. El problema de las periodizaciones lo había abordado en un libro publicado en 1983: José Carlos Chiaramonte,  Formas de sociedad y economía en Hispanoamérica, Hispanoamérica , México, Grijalbo. El artículo recién mencionado es: José Carlos Chiaramonte, “La historia intelectual y el riesgo de las periodizaciones”, Prismas periodizaciones”,  Prismas..  Revista de d e Histo Historia ria Intelectua Intelectuall, Universidad Nacional de Quilmes, Argentina, nº 11, 2007 (reproducido luego en el cap. IV de mi libro  Fund  Fundamen amentos tos intelectua intelectuales les y político políticoss de las inde indepen penden dencias. cias. Notas par paraa una nueva historia intelectual de Iberoamérica, Iberoamérica , Buenos Aires, Teseo, 2010). 2. Ralf Dahrendorf, “‘Las clases’. El capítulo 52, no escrito, del tercer volumen de  El capital ca pital,, de Marx”, Las Marx”, Las clases socia sociales les y su conflicto en la sociedad industrial, industrial, Madrid, Rialp, 1962, págs. 24 y ss. 3. Ibídem, pág. 23. 4. La misma omisión se comprueba en el libro de Stanislaw Ossowski, Class Structure in the Social Consciousness, Consciousness , Nueva York, The Free Press of Glencoe, 1963. La aclaración de Marx fue en cambio comentada por Raymond Aron en su libro sobre la lucha de clases, pero sin ahondar en su significación. Raymond Aron, La Aron,  La lucha luch a ddee clas clases es,, Barcelona, Seix Barral, 1966, pág. 44. 5. R. Dahrendorf, ob. cit., lug. cit. 6. David Ricardo, Principio Ricardo,  Principioss de econ economía omía política y tribu tributación tación,, Buenos Aires, Clar Claridad, idad, 193 1937, 7, “Prefacio original”, pág. XIII. 7. Karl Marx [Friedrich Engels], El Engels],  El cap capital. ital. Crítica de la econ economía omía política política.. Libro tercero, El tercero,  El proceso glob global al de la produ producción cción capitalista,, tomo III, vol. VIII, México, Siglo Veintiuno, 1981, pág. 1123. capitalista Correspondencia,, Buenos Aires, 8. De Marx a Weydemeyer, Londres, 5 de marzo de 1852, en Karl Marx y Friedrich Engels, Correspondencia Problemas, 1947, pág. 73. 9. Auguste Cornú, Carlos Marx. Federico Engels. Del idealismo al materialismo histórico, histórico , Buenos Aires, Platina/Stilcograf, s/f. [1965], tomo III, “La vida de Marx en París”, pág. 509. “Esa concepción del papel determinante de las luchas de clase en el desarrollo histórico se precisaría en él por la lectura de los grandes historiadores burgueses franceses: Agustín Thierry, Mignet, Thiers, Guizot, quienes, al estudiar el desarrollo de la burguesía francesa desde la Edad Media, subrayaban el papel decisivo de las luchas de clase en dicho desarrollo.” Cornú se apoya en Lenin: “El período de la Restauración en Francia engendró ya una pléyade de historiadores (Thierry, Guizot, Mignet, Thiers) que, generalizando los datos históricos, no podían dejar de reconocer que las luchas de clase constituyen la clave del desarrollo de toda la historia francesa”. Vladimir I. Lenin, Marx, Lenin,  Marx, Engels y el marxismo marxismo,, Berlín, 1946, pág. 16. 10. 10 . Ibídem, pág. 72. Poco antes, reproducía un párrafo de un mensaje de Disraeli a sus electores: “Trataremos de poner fin a la lucha de clases que en años recientes ha tenido un efecto tan desastroso sobre los pudientes de este reino”. Marx transcribía también un comentario de The Times a Times a esas palabras de Disraeli: “Si algo podría dividir a las clases de este país al punto de imposibilitar una conciliación posterior, sería un impuesto sobre el cereal extranjero” (pág. 71). 11 . Ibídem, pág. 72. De ellos, Jones era un temprano exponente de las tendencias historicistas en la economía política. En 1831 11. publicó la primera parte de An de An Essay on the Distribution of Wealth and on the Sou Sources rces of Taxa axation tion , a la que siguieron otros trabajos con similar orientación historicista y una concepción de la estructura económica de la sociedad como relación “entre las diferentes clases que se establecen en primer lugar por la institución de la propiedad del suelo y la distribución de su excedente de producción”. Robert Torrens fue autor, entre otros trabajos, de  An Essay on the Produ Production ction of Wealth , publicado en 1821. Y Edward Gibbon Wakefield publicó en 1849 A 1849  A View View ooff the Art of Colon Colonization ization , utilizado por Marx en el capítulo sobre colonización del Libro Primero d e El capita c apitall. Datos tomados de Eric Roll, Historia Roll, Historia de las doc doctrinas trinas econ económica ómicas, s,   II, México, Fondo de Cultura Económica, 1942, pág. 358. Véanse las características del historicismo en la economía política en el parágrafo “La escuela histórica”, págs. 347 y ss., y sobre Jones, págs. 355 y ss. 12 . François Guizot, Historia 12. Guizot, Historia de la civilización en Eu Europa ropa,, Madrid, Alianza, 1966, pág. 176. 13.. Agustín Thierry, Consideraciones sobre la historia de Francia, Francia , Buenos Aires, Nova [1944] [1 a ed., 1840], págs. 29 y 30. 13 14 14.. Ibídem, págs. 33 y 34. Mostrando cómo ese lenguaje es todavía un recurso generalizador, en la misma página en que se refiere a la burguesía, su lenguaje se particulariza con expresiones como “los habitantes de Reims recordaban…”, “los burgueses de Metz se vanagloriaban…”. 15.. Marx a Engels, Londres, 27 de julio de 1854, en K. Marx y F. Engels, Correspondencia , ob. cit., pág. 87. 15 16 . “Le sol était divisé en provinces ennemies, les hommes étaient distribués en clases rivales. La noblesse avait perdu tous ses 16. pouvoirs, quoiqu’elle eût conservé ses distinctions; le peuple ne possédait aucun droit, la royauté n’avait pas de limites…”. Entre

otros logros, la revolución “a delivré les hommes de distinctions des clases”. François A. Mignet,  Histoire de la Révolutio Révolutionn  

 Franç aise, Depu  Française, Depuis is 17 1789 89 jusqu jusqu’en ’en 11814 814,, París, 1824, pág. 2. 17 . Ibídem, págs. 2 y 7. 17. 18. 18 . F. Guizot, ob. cit., pág. 188. 19 . “[…] los demás elementos de la estructura intelectual de Engels no se esfumaron en el aire. Junto al hegelianismo siguieron 19. vivos la pasión por el Romanticismo alemán, el atractivo del constitucionalismo liberal de la Joven Alemania y los impulsos republicanos de Shelley y de julio de 1830.” Tristram Hunt,  El gen gentleman tleman comu comunista. nista. La vida revolucion revolucionaria aria de Friedrich Engels , Barcelona, Anagrama, 2011, págs. 49 y 52. Sobre la participación de Engels y Marx en las corrientes románticas de los años de 1830 y 1840, véanse de esta obra los dos primeros capítulos, “Sigfrido en Sión” y “La simiente del dragón”. 20.. Como, por ejemplo, también el Estado: “La esencia del Estado —escribía Hegel— es lo universal en sí y por sí, la racionalidad 20 del querer. Pero como lo que es consciente de sí y se actúa, es desde luego subjetividad, y como realidad es un individuo”. Wilhelm Friedrich Hegel, Enciclop Hegel, Enciclopedia edia de las ciencia cienciass filosófica filosóficass, Buenos Aires, Libertad [1944], pág. 359. Un desarrollo de la concepción del Estado como organismo individual: Friedrich Meinecke, La Meinecke,  La idea id ea de la razó razónn de Estado en la Edad Modern Modernaa, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1983. 21 . F. Guizot, ob. cit., pág. 176. 21. 22. Fueter,  Historia de la Historiog Historiografía rafía Modern Modernaa , Buenos Aires, Nova, 1953, 2 vols., vol. II, págs. 94 y ss. Los 22 . Eduard Fueter, Historia románticos, señalaba Fueter, “tomaban las comunidades lingüísticas modernas, que llamaban nacionalidades, por magnitudes independientes que habían existido siempre y que habían influido en el desarrollo histórico. El genio del pueblo, pensaban, había hecho nacer constitución, derecho, arte y literatura…” (pág. 96). 23 . Por ejemplo: “L’esprit philosophique, dans son premier essor, avait dû commettre des écarts, et un roi timide et religieux avait 23. dû s’en épouvanter…” o “[…] lorsque la nation, appelée dans la querelle, eut conçu l’espoir et la volonté d’être quelque chose, elle le voulut impérieseument. On lui avait promis les États-Généraux, elle demanda que le terme de la convocation fût rapproché; le terme rapproché, elle y réclama la prépondérance…”. M. A. Thiers,  Histoire de d e la Révolutio Révolutionn França Française ise,, París, Furne et Cie., 1865, págs. 13 y 14. 24. 24 . M. A. Thiers, ob. cit., pág. 12. 25 . Isaiah Berlin, Karl 25. Berlin,  Karl Marx. Su vida y su con contorno torno,, Buenos Aires, Sur, 1964, pág. 30. 26 . K. Marx, El 26. Marx,  El dieciocho diecioc ho bru brumario mario de Luis Bona Bonapar parte te,, Buenos Aires, Problemas, 1942, pág. 16. 27. 27 . “On sait comment se termine le troisième Livre du Capital Capital.. Un titre: les classes sociales. sociales. Vingt lignes, puis le silence.” Louis Althusser, Étienne Balibar, Lire Balibar, Lire le Capital Cap ital,, 2 vols., París, Maspero, 1973, vol. II, pág. 71. 28. Friedrich edrich Engels, Engels, Manifiesto  Manifiesto del d el Partido Comu Comunista nista,, Madrid, Biblioteca Nueva, 2ª ed., 2007, págs. 51 y 75. 28 . Karl Marx y Fri 29 29.. D. Ricardo, ob. cit., pág. 332. 30. Marx,  El dieciocho diecioc ho bru brumario… mario…,, ob. cit., págs. 16 y 34. 30 . K. Marx, El 31. 31 . Ibídem, pág. 43. 32 . Asa Briggs, “The Language of ‘Class’ in Early Nineteenth-Century England”, en Asa Briggs y John Saville (eds.),  Essays in 32.  Labor History History,, Londres; Melbourne, Macmillan; Nueva York, St. Mart Martin’s in’s Pr Press, ess, 196 1967, 7, pág págs. s. 70 a 73. 33. Raymon d Willi Williams, ams, “Clase [[Class Class]”, ]”, Palab  Palabras ras clave. Un vvoca ocabula bulario rio ddee la cultura y la socied sociedad ad,, Buenos Bueno s Air Aires, es, Nueva Visión, 33 . Raymond 2003; P. N. Furbank, Unholy Pleasure: On the Idea of Social Class, Oxford Class,  Oxford University Press, 1988. “We have to forget any idea that ‘classes’ ‘reall ‘really’ y’ exist. There are not that sort of thing thing,, but rather fict fictions ions or imag imaginary inary frames that peop people le project upon others…”. Ob. cit., pág. 13. 34 . “The language of ‘ranks’, ‘orders’ and ‘degrees’ which has survived the industrial revolution, was finally cast into limbo. The 34. language of class, like the facts of class, remained.” A. Briggs, ob. cit., pág. 73. 35.  Mittelklasse elklasse all  all along in the sense of the 35 . “Finally, there are still two remarks I wish to make. Firstly, that I have used the word  Mitt English word middle-class (or middle-classes, as is said almost always). Like the French word bourgeoisie bourgeoisie   it means the possessing class, specifically specifically that possessing class which is differenti differentiated ated from the so-called aristocracy — the class which in France and England is directly and in Germany, figuring as ‘pub ‘public lic opinion’, indirectly in possession po ssessionpropertyless of ppolitical olitical power power. Similarly ly,, I hav havee con continually used the expressions workingmen ( Arbeiter)  Arbeiter ) and proletarians, working-class, class . Similar and proletariat as tinually equivalents.” Marx/Engels Marx/E ngels Internet Archive, The Condition of the Working Class in England, by Engels, Engels, Original Preface, Preface, 1845 1845.. 36 36.. E. P. Thompson, The Making of the English Working Class is an influential and pivotal work of English social history history,, Londres, Victor Gollancz, 1963. Hay edición en español: La español:  La forma formación ción de la clase obrera en Ingla Inglaterra terra , Barcelona, Crítica, 1989; Las 1989;  Las

 peculiaridad  pecu liaridades es ddee lo in inglés glés y otros ensa ensayos yos,, Valencia, Historia Social, Social, 200 2002. 2.  

37 37.. Por ejemplo: “En el siglo XVIII, el capitalismo agrario recibió plenamente su legado. Alrededor de la gentry gentry   se agruparon (como nos recuerda Anderson) aquellos ‘grupos afines’, no sólo el capitalismo mercantil propiamente dicho sino también la industria manufacturera ampliamente extendida, que buscaban todavía el techo protector del Estado”. E. P. Thompson, “1. Las peculiaridades de lo inglés”, Las inglés”, Las peculiarid pe culiaridade adess de lo ing inglés lés…, …, ob. cit., pág. 33. Asimismo: “[…] el estilo de pensamiento profundamente capitalista de la clase que acaparaba con entusiasmo y prestaba una meticulosa atención a las cuentas” (pág. 35). 38.. Ibídem, pág. 38. 38 39 . “Esto no es una paradoja dialéctica genuina, es un truco dialéctico: dos fuerzas (se nos dice) tenían intereses y puntos de vista 39. tan incompatibles que no era posible ningún tipo de compromiso entre ellas; pero cuando volvemos la cabeza nos encontramos con que se han fusi fusionado.” onado.” Ibídem, pág. 37. 40 . Ibídem, págs. 42 a 45. 40. 41. 41 . Ibídem, págs. 101 a 103. 42. 42 . Perry Anderson, Teoría, política e historia. Un debate con E. P. Thompson , Madrid, Siglo XXI, 1985, pág. 51 (la referencia que hace Thompson es una cita textual de The Poverty of Theory, Theory , pág. 69). Tampoco registra este problema el citado texto de Raymond Wil Williams liams sobre la historia del concepto ddee clase.

 

2. Fundamentos del lenguaje de clases: El historicismo romántico y la individualización de fenómenos colectivos ◆

Posiblemente, el procedimiento de individualizar grupos humanos para utilizarlos como actores históricos tenga antecedente en el concepto de persona de persona moral compuesta, compuesta, que desarrolló el jurista alemán Samuel Pufendorf, aunque hunde sus raíces en la Roma antigua. Pufendorf dedicó el primer capítulo de su obra principal sobre el derecho natural y de gentes a exponer su criterio sobre el origen de los seres morales  morales   y de sus diferentes tipos.1  Utilizó entonces la expresión persona expresión persona moral  moral  para designar la calidad jurídica tanto de individuos como de instituciones. Si bien el concepto tenía una clara delimitación jurídica, tuvo larga vigencia también en el plano político. Sin embargo, esa proyección política del término estaba aún restringida a designar entidades sociales reconocidas como tales. El concepto de persona moral permitía ajustar al orden jurídico y político las demandas de corporaciones de diversa naturaleza (ciudades, (ci udades, gremios, Estados…). Pero lo característico del relato que realizaron Thierry y Guizot, entre otros, es de distinta proyección, pues lleva esa individualización sólo jurídica a una más amplia función histórica, que llega a incluir hasta el mismo concepto de nacionalidad, de tanto protagonismo desde el siglo XIX en adelante. Por ejemplo, con un enfoque positivo de esta innovación histórica, escribía Federico Chabod haciéndose eco de esa modalidad: Decir sentimiento de nacionalidad es decir sentimiento de individualidad histórica. Se llega al principio de nación cuando se llega a afirmar el principio de individualidad; es decir, a afirmar,

contra tendencias generalizadoras y universalizantes, el principio de lo particular, de lo singular.2  

Esta novedad en la forma de concebir los actores históricos y sus conflictos fue analizada in extenso por el sociólogo alemán Ernst Troeltsch, análisis que, pese a estar hecho desde su particular filosofía de la historia, es de suma utilidad para comprender el trasfondo de esta innovación surgida en torno de fines del siglo XVIII.3

El historicismo historicismo en Popper y Aron Pese a haber sido realizado una centuria después de la eclosión de lo que él y Meinecke denominaron historicismo romántico, y pese a su carácter apologético, el análisis de Troeltsch nos proporciona un ilustrador ahondamiento en lo que se había gestado entonces y ayuda a entender la naturaleza de un lenguaje político de amplia vigencia aún. Pero, asimismo, este estudio será útil para comprender las raíces de esa tendencia de la historiografía contemporánea a convertir períodos históricos y corrientes culturales en actores históricos, tal como ocurre con el irreflexivo uso del concepto de modernidad modernidad.. Popper abordó este problema como concerniente a la polémica sobre los universales, de manera que definió esa característica del historicismo como propia del realismo realismo metafísico,  metafísico, denominación, la de realismo, que decidió sustituir por la de esencialismo esencialismo.. También Raymond Aron recurre a la polémica sobre los universales para explicar las diferencias de dos distintas definiciones de las clases. La posición nominalista respecto de las clases sociales, según Aron, es que “una clase no es un conjunto real, sino un conglomerado de individuos”. La tendencia realista, en cambio, “considera la clase social como un conjunto real definido a la vez por hechos materiales y por la conciencia colectiva que los individuos toman de ella”. La clase, agrega, “es una realidad histórica, tiene una conciencia colectiva, quiere realizar obras específicas…”.4 Pero la intención crítica de Popper, movida por objetivos políticos, no es apropiada para comprender la forma en que la filosofía de la historia del historicismo se introdujo en concepciones tales como las de Marx y continúa viva hasta el presente. La principal objeción que cabría hacer a su postura es la de la arbitrariedad de pretender demostrar la falsedad del historicismo en base a su propia definición y no a las manifestaciones históricas de aquél. Escribe Popper: […] entiendo por “historicismo” un punto de vista sobre las ciencias sociales que supone que la  predicción histórica hist órica   es el fin principal de éstas, y que supone que este fin es alcanzable por medio del descubrimiento de los “ritmos” o los “modelos”, de las “leyes” o las “tendencias” que yacen bajo la evolución de la historia.5

La de Popper Popper es una construcción que distorsiona distorsi ona el concepto de historici historicismo, smo, como bien lo observó  

Raymond Aron, entre otros.6 Al producir esa definición, además, Popper contradice su crítica de los que llama esencialistas metodológicos que creen, declara, que la búsqueda del significado real o esencial de los términos que tratan de investigar es “un indispensable requisito previo de la investigación científica si no su principal tarea”.7 Sucede que el propósito teórico que guiaba a Popper provenía en realidad de un objetivo político, explicado en el primer párrafo de la “Nota histórica” que precede a su Prólogo. Popper quería demostrar “que la creencia en un destino histórico es pura superstición y que no puede haber predicción del curso de la historia humana por métodos científicos”. Era éste un propósito que surgía de otro similar, el de combatir a los “enemigos de la sociedad abierta”, el principal de ellos aludido en el título del libro —tal como lo aclara al final del Prólogo—, con el cual, explica allí, “quise aludir al título del libro de Marx La Marx La miseria miseri a de la l a filosof fi losofía ía,, a su vez una referencia a Filos a Filosofí ofíaa de la l a miser miseria ia,, de Proudhon”. 8 En cuanto a Troeltsch, al sostener que la concepción de conjuntos humanos como actores históricos individuales es un rasgo fundamental de la forma de hacer historia, acuñaba la expresión “totalidades individuales” para denominarlos. Añadamos que se trata de una característica que Troeltsch mismo adopta como núcleo de su concepción de la historia. Así, por ejemplo, refiriéndose los fenómenos que condicionan el nacimiento de la filosofía de la historia moderna, escribía que ellosa fueron debidos en parte “a la actividad de una burguesía burguesía sagaz y reflexiva reflexi va”” [destacado nuestro], que debió enfrentarse a una época nueva y confrontar las del pasado.9 Ese concepto de totalidades individuales fue condenado explícitamente por Popper sin advertir su utilidad para comprender el fenómeno.10  Lo paradójico es que, pese a su repudio, Popper no observa que él mismo participa también del uso de las totalidades individuales, al haber hecho del historicismo un actor de múltiples acciones. Así escribe que en oposición al naturalismo metodológico, “el historicismo declara” que algunos métodos de la física no son aplicables en las ciencias sociales. El historicismo de Popper no es sólo capaz de declarar sino también de afirmar, insistir, sostener, negar, etc. 11   No puede haber mejor tributo que éste al concepto de totalidades individuales de Troeltsch.

El historicismo en Troeltsch y las “totalidades individuales” Si prescindimos del juicio de valor que domina el análisis de Troeltsch, su obra dedicada al historicismo provee una útil ilustración de los fundamentos del lenguaje historiográfico centrado en la acción de actores históricos colectivos. La filosofía de la historia fruto del romanticismo alemán que tuvo gran influjo en la cultura del siglo XIX, explica Troeltsch, hizo centro en el concepto de

totalidades individuales con rasgos de originalidad y singularidad, totalidades individuales que pueden  

ser nacionalidades, Estados, clases, gremios, tendencias culturales, hermandades religiosas, procesos complejos de todas clases, tales como revoluciones políticas o la revolución industrial, y también períodos de las civilizaciones.12  Se trata de una herencia de la cultura europea, cuya sustancia consiste en la sustitución “de una consideración generalizadora de las fuerzas humanas históricas” a la manera de la Ilustración, “por una consideración individualizadora”.13  Consecuentemente, ella trata de valorar toda formación social “según sus propias posibilidades y sus propios ideales”.14 Este lenguaje lo hemos ya observado no sólo en historiadores y otros intelectuales considerados exponentes del romanticismo, sino también en figuras de los orígenes del socialismo y hasta en el propio Marx. Según Troeltsch, es un producto de la preeminencia que el romanticismo alemán concedió a la historia en la cultura del siglo XIX.15   Troeltsch señala que si bien los individuos constituyen en principio los objetos históricos fundamentales, todo individuo puede ser comprendido en cuanto parte de una totalidad más amplia (familia, generación, clase social, pueblo, circunstancia temporal, situación espiritual y en general la humanidad misma). Por lo tanto, los objetos específicos de la historiografía científica devendrían cada vez menos los individuos y cada vez más las individualidades colectivas. Y vuelve a dar ejemplos: pueblos, Estados, clases, estamentos, épocas y tendencias culturales, comunidades religiosas, complejos de eventos y procesos de todo tipo, como guerras, revoluciones y similares.16 Buscando ahondar en el asunto, Troeltsch intenta precisar los mecanismos cognoscitivos mediante los cuales se elaboran los conceptos individualizadores de fenómenos colectivos que constituyen, para él, el presupuesto indispensable de toda exposición histórica. Al hacer esto, cuida de distinguir el procedimiento de la representación, propio de la ciencia histórica, de los de género y leyes, propio de las ciencias naturales, procedimientos que cumplen funciones similares pero que considera de naturaleza totalmente distinta. Y atiende a la participación complementaria del lector en la reconstrucción histórica, a la capacidad integradora de su fantasía y de sus intuiciones y a su capacidad de efectuar analogías.17

Historicismo y periodización Antes de proseguir es necesario aclarar que la crítica que efectuamos a las periodizaciones históricas se refiere a una de los significados del concepto de periodización, esto es, a esa concepción de la historia como dividida en segmentos cuya unidad distintiva proviene de un factor que da sentido al conjunto e impregna de una peculiar característica a cada parte de éste. En cambio, la distinción de una serie de fenómenos particulares en actividades como literatura, música, arquitectura, filosofía o politología, que no entrañan el presupuesto de una unidad de sentido global, refiere a otro de los

significados del término período término período.. En este sentido, alude a una serie de hechos que poseen similitud, la  

que proviene de la dinámica interna propia de la actividad humana a la que pertenecen. Éste es el sentido en el que hay que comprender expresiones como música barroca o clásica, literatura romántica, arquitectura moderna y tantas otras. Lo mismo vale, en un plano más general, para expresiones como Renacimiento, Romanticismo, Ilustración, cuando no son utilizadas como sujetos de acciones históricas sino como designación de un conjunto de fenómenos que poseen unidad en el sentido indicado. Por el contrario, otro es el sentido que adquiere por ejemplo el término barroco barroco   cuando se lo entiende como denominador de toda una época histórica. Así ocurre en el caso de un importante historiador español, Juan Antonio Maravall, que rechaza la consideración del barroco como un estilo que puede encontrarse en diferentes épocas y, en cambio, lo concibe justamente como una época definida de la historia. […] el Barroco ha dejado de ser para nosotros un concepto de estilo que pueda repetirse y que de hecho se supone se ha repetido en múltiples fases de la historia humana; ha venido a ser, en franca contradicción con lo anterior, anteri or, un mero concepto de época.18 La postura de Maravall nos es muy útil para comprender esa señalada diferencia del uso de términos como período o época. Maravall toma en cuenta la posibilidad de que una época dada incorpore rasgos culturales de otros tiempos u otras culturas, pero los juzga como aportaciones aisladas que se integran en conjuntos diferentes.19   De manera que descarta que la presencia de elementos culturales de distintas épocas en un período dado —época y período entendidos aquí como simple ubicación cronológica— impliquen una prueba en contrario de la concepción de la época como una unidad cultural distintiva. En cuanto a Troeltsch, anticipando lo que expondrá sobre la objetividad de la periodización en el tercer volumen de su obra, escribe que decidir los límites que circunscriben el conjunto de la historia es una cuestión de tacto. Y que si son subjetivas las delimitaciones temporales, esto es, los períodos, el historiador no debe renunciar, agrega, a la posibilidad de lograr algo que no sea solo subjetivo, posibilidad que promete tratar al final de la obra.20 Como señaló Huizinga, para Troeltsch “la división en épocas constituye la verdadera estructura de la ciencia histórica”.21  Este problema lo aborda Troeltsch en el tercero y último tomo de su obra, en el que trata de la construcción de la historia de la cultura europea.22  Su propósito es el de elaborar una historia del desarrollo de esa cultura que a la vez sea un medio de una construcción de la realidad cultural del presente. Es ese objetivo de su filosofía de la historia el que lo lleva a coronar su obra con el problema de la periodización histórica. Al llevar adelante su cometido, llama la atención una preocupación que lo perturba y que aflora

continuamente: la de lograr objetividad para esa construcción. Es este un propósito que en la misma  

medida en que repite con frecuencia revela su íntima percepción de la fragilidad que implica el carácter apriorístico de su construcción, fundada en ambiguos conceptos como el de “una clara visibilidad” de los rasgos principales de la evolución histórica. Preocupado por la necesidad de dar validez objetiva a sus construcciones, formula la necesidad de delimitar los grandes fragmentos del desarrollo histórico, de manera de obtener completamente configurados “con una rigurosa claridad científica y objetiva los cuadros de esos grandes bloques basales” logrados mediante una concepción articulada del desarrollo universal.23 De esa construcción de grandes “bloques basales” —que, pese al reclamo de “objetividad”, a lo largo de su exposición resultan en realidad producto de decisiones apriorísticas del historiador—  surge, para su conexión con el presente, la necesidad de la periodización que destaque del conjunto de la historia universal las “grandes estratificaciones” construidas sobre la base del estudio de la cultura. Se trata de una concepción de la historia universal cuyo cometido no es otra cosa que el de “distinguir las diversas grandes conexiones culturales” y “la inserción de los grandes cortes entre ellas” para lograr “la general caracterización y recapitulación conceptual de las grandes totalidades culturales delimitadas por esos cortes”. Esas periodizaciones son para Troeltsch las que nos ofrecen lo propiamente filosófico de la historia universal, las que ponen de relieve esos grandes “bloques basales” que se han estratificado unos sobre otros, estratificación que debe ser llevada a una nueva conexión vital con el presente.24 Troeltsch nos muestra así cómo los períodos que los historiadores suelen tomar como datos objetivos, como algo dado naturalmente, son producto de construcciones de la filosofía de la historia que llevan consigo la debilidad proveniente de lo subjetivo de ellas. Es ésta una dificultad que él mismo reconoce al advertir “la inseguridad y la mutable subjetividad de todas las periodizaciones”. Y añade, para sortear la dificultad, que dado que se trata sólo de precisar ciertos acontecimientos o ciertas fechas para definir los cortes cronológicos, y que esto es siempre algo aproximativo, además de que lo viejo siempre persiste cuando ya ha aparecido lo nuevo, las objeciones no requieren especial atención. Así, respecto de las diversas opiniones sobre dónde terminaría la Antigüedad — con el reordenamiento del imperio por obra de Diocleciano, o con el casi canónico año 476, o las invasiones de los bárbaros, etc.—, afirma que eso es totalmente indiferente pues no cambia en nada el hecho de que la Antigüedad fuera una gran unidad cultural y que en Occidente el Medioevo constituyera el comienzo de un nuevo mundo cultural. En forma similar, agrega, se puede enfocar la delimitación de la cultura medieval respecto de la cultura europea madura, una delimitación que considera “indudable y objetiva”, como también lo son las subdivisiones. “En todos estos casos —escribe—, las distinciones son ciertas” y corresponde a “la agudeza de la mirada histórica el fijar el punto o los puntos en los que comienza esencialmente lo nuevo”.25 A continuación, siempre preocupado por tratar de demostrar que su construcción “no es un arbitrio

subjetivo”, apela a criterios de prueba tan frágiles como el ya señalado argumento de la “clara  

visibilidad” de los cortes periodizadores; esto es, que allá donde se observan cortes realmente grandes, ellos se imponen “a través de la fuerza de su clara visibilidad y construcción”.26  Afronta entonces el gran problema, el de fijar el corte que marca el nacimiento, y por lo tanto el fundamento, del mundo moderno, cosa que, admite, es una decisión fuertemente subjetiva. Y apunta a la sustancia del problema: dar un contenido a lo que era inicialmente una denominación sólo cronológica.27   La dificultad del problema reside justamente en que se trata de precisar el contenido de ese concepto, dificultad dificult ad que proviene, advierte, advierte, del hecho de que el período no está concluido.28 Congruentemente con su concepción de los períodos como algo no dado en la realidad sino como construcciones a partir de valores, arguye que desde sus particulares puntos de partida, católicos, protestantes, humanistas, historiadores políticos o constitucionalistas, sociólogos e historiadores del espíritu concebirán de distinta manera, acorde con sus intereses y con sus fundamentos doctrinarios, la naturaleza de los grandes períodos. En esto, agrega, todo dependerá de cómo se conciba el porvenir, porque la periodización está vinculada de hecho “a la indemostrable fe en la aguda mirada constructiva que, dentro de las fuerzas en lucha del presente cree reconocer una línea decisiva que determina en forma preponderante todo el resto”. Y comenta: “Esto no es solamente subjetivo, sino indemostrable, faltaduda la prueba, que sólo eldefuturo puede dar”. Luego reflexión ento que vuelve a traducirpor unacuanto profunda sobre la validez sus construcciones, recae de en esta el reconocimiento reconocimi de la incertidumbre de la definición de lo moderno.29

Observaciones finales finales Pese a la aparente diversidad de temas, las dos partes de este ensayo poseen estrecha relación. Mientras la primera parte expone las características de una peculiar modalidad del lenguaje de los historiadores, el llamado “lenguaje de clases”, la segunda concierne a los fundamentos de ese lenguaje, radicados en la corriente de la filosofía de la historia desarrollada desde fines del siglo XVIII XV III que se ha denominado historicismo historicismo..30 El nacimiento de las tendencias a convertir las “ciencias de lo moral” en ciencias exactas tuvo, entre otros resultados, el del nacimiento de la economía política, cuyo objetivo era el estudio de la gestación y distribución de las riquezas entre los seres humanos divididos en clases, concepto éste entendido como categoría clasificatoria, no como designación de actores históricos. Pero su definición, desde el Tableau Tableau   de Quesnay en adelante, ha dado lugar a distintos esquemas de clases, cuya diversidad constituyó un serio escollo tanto para la interpretación histórica de los conflictos como para el objetivo de insertar esas clases en algún esquema sociológico. Por otra parte, en lo que respecta a la concepción de las clases como actores históricos y no sólo

como categorías clasificatorias, si concluyéramos que los conflictos sociales no son efecto de esas  

supuestas clases, subsistiría la necesidad de explicar los conflictos. Una alternativa más convincente a la noción de “lucha de clases” es la que parte de advertir que en los conflictos del pasado, como en los del presente, cuando los seres humanos entran en conflicto por la posesión de bienes escasos, o por los derechos de acceder a ellos, suelen confluir individuos o grupos sociales de diversas condiciones. Lo que muestra frecuentemente la historia no es un enfrentamiento entre “clases” sino luchas circunstanciales entre agrupamientos sociales —que pueden ser de tan larga permanencia como lo fuesen esas circunstancias— formados en función de las características de los bienes disputados o de los objetivos objeti vos políticos que condicionan el acceso a esos bienes. En lo que respecta al historicismo, como una útil vía de acceso a sus características, hemos recurrido a uno de sus mayores estudiosos, el sociólogo alemán Ernst Troeltsch. En buena medida, el estudio de Troeltsch —quien continúa una tradición de la filosofía de la historia alemana que incluye nombres como el de Dilthey y Meinecke— es un despliegue de lo contenido en lo que denomina el historicismo romántico surgido a fines del siglo XVIII. Pese a su carácter apologético, su trabajo nos permite una mejor comprensión del historicismo y, consecuentemente, de su enfoque de la historia como centrada en la acción de totalidades individuales. excepcional como esquema de interpretación de la historia, se Por ha último, añadidopor el su análisis de otrotrascendencia caso de totalidades individuales, el de los global períodos históricos. Respecto de las periodizaciones, como hemos ya expuesto, resalta la debilidad del argumento para ustificarlas —el de su conveniencia o utilidad práctica—, al estilo de Huizinga y otros autores. Este poco convincente compromiso resulta de no advertir que la inconsistencia de la periodizaciones se debe a que provienen de una apriorística decisión sobre la naturaleza de los fenómenos históricos derivada de alguna de las variantes historicistas de la filosofía de la historia, una disciplina que ha visto debilitada su influencia a partir de mediados del siglo XX y que los historiadores suelen ignorar o descartar por considerarla ilegítima, sin perjuicio de utilizar sus resultados desentendiéndose de esa filiación. La principal inquietud, que surge de la crítica a la concepción de las clases sociales y de los períodos históricos como “totalidades individuales”, es entonces de qué manera pueden proceder los historiadores si se privasen, como me parece necesario, de esas herramientas discursivas que implican una distorsión de la historia. Esto llevó a algunos historiadores a la recién comentada conclusión de que, si bien las periodizaciones son insostenibles, no podemos prescindir de ellas, justificación cuya debilidad hemos analizado en un trabajo anterior.31  Sostuvimos allí que en vez de querer interpretar el desarrollo histórico a partir de la clasificación de sus fenómenos según períodos, existe una alternativa, más simple en su enunciación, más difícil en su ejecución, pero más legítima: integrar el estudio de los factores componentes del hecho, o hechos, objeto de la investigación — teorías, instituciones, por ejemplo—, de sus orígenes y reapariciones en el tiempo, con el de las circunstancias

históricas históri cas que le son propias. Así, Así, las razones r azones del efecto histórico hist órico de una idea, una teoría, una doctrina,  

no debe buscarse en su supuesta naturaleza naturaleza sino  sino en la coyuntura en que se encuentra, esto es, en su interrelación con otros fenómenos: […] una misma idea, por ejemplo, que comprobamos existente en el siglo XIII y luego también en el XVIII, no es “tradicional” o “moderna” en sí, sino que es función de las circunstancias históricas en que se encuentra. Tal es, por ejemplo, el caso de las libertades inglesas, surgidas en contexto estamental medieval y aplicadas con eficacia en contexto revolucionario moderno. O el contractualismo, a la vez, medieval, moderno tradicional y revolucionario dieciochesco, así como dentro del contractualismo, la translatio imperii imperii, , favorable al absolutismo o al populismo neo escolástico, o al democratismo dieciochesco. O la postura de Marsilio de Padua —siglo XIV— y de los canonistas medievales que sostenían que el poder debe provenir del consentimiento de aquellos sobre quienes se ejerce y no de un mandato divino ni de la usurpación, y que ese consenso debe expresarse mediante el procedimiento electoral, principios que se prolongarán hasta las democracias contemporáneas.32 Según un punto de vista que fue ahondado por los historiadores de las religiones a fines del siglo XIX, la clasificación sería la base de la ciencia. Max Müller, para quien las tres etapas de la investigación científica científica eran  eran la empírica, la clasificatoria y la teorética,33  escribía que para avanzar en el conocimiento científico habría que traducir libremente la expresión Divide expresión Divide et Impera  Impera  por Classify and conquer. conquer.34  La clasificación de los hechos históricos es un procedimiento generalizado en la labor histórica y fue utilizado, sin mayor ahondamiento de sus fundamentos, entre otros campos, en el de la periodización. Pero si la clasificación es un útil instrumento de construcción de conocimientos, lo es a condición de que los taxones taxones   sean confiables. En nuestro citado trabajo sobre las periodizaciones recordábamos también que, de acuerdo con la disciplina que se ocupa del problema, actualmente denominada Sistemática, el término clasificación clasificación refiere  refiere a la elaboración de los taxones, mientras lo que se suele denominar corrientemente como clasificación refiere a la decisión sobre el taxón correspondiente a un caso dado y recibe el nombre de determinación determinación.. De tal manera, el problema fundamental es el de los “casilleros” o taxones. Es justamente en este punto en el que la falsedad de las periodizaciones históricas exhibe sus peores consecuencias, porque clasificar fenómenos históricos a partir de taxones inciertos produce resultados sin consistencia, como se observa en el abundante descubrimiento de “modernidades” en momentos que van desde la tardía Edad Media hasta el presente. Es decir que si abandonamos el procedimiento que busca identificar los acontecimientos y/o las estructuras según su pertenencia o no a una de las etapas históricas conocidas —asumidas comúnmente sin reflexión crítica—, en tal caso, lo viable es algo que no ha sido desconocido por los

historiadores, pese a que a veces puede estar incongruentemente yuxtapuesto al uso de los conceptos  

periodizadores. Esto es, reconstruir lo ocurrido explicándolo no a partir de algunas de las categorías clasificatorias sino mediante el análisis de los factores en juego y sus in terrelaciones —las circunstancias, las ideas, las motivaciones de los actores, los resultados de sus acciones, entre otros—, atendiendo, por otra parte, a que el análisis de esos factores deberá evitar el recurso al lenguaje de totalidades individuales como actores históricos —la burguesía, la aristocracia, el proletariado, el Estado, la modernidad, la democracia, el fascismo, el comunismo, el imperialismo, entre otros ejemplos de una lista mucho más extensa. Esta orientación no necesita el supuesto de la existencia de épocas de la historia; en cambio, requiere sí, como acabamos de indicarlo, el estudio de las circunstancias históricas —esto es, de la configuración de fuerzas actuantes y de sus intereses y posibles conflictos— y el de la historia de cada elemento en juego, para lo que puede ser útil un interés comparativo de las características de su emergencia en cada caso. En cambio, la aspiración a construir interpretaciones globales de la historia recurriendo a las periodizaciones, repitámoslo, presupone la existencia de factores dominantes que darían su peculiaridad al conjunto de ese período. Tal tipo de periodización no es válida por las razones ya expuestas y, asimismo, porque hay factores de suma importancia, efecto de las características biológicas y psicológicas del ser humano, pocolamodificados a lo largo della tiempo, como“voluntad las pasiones derivadas de esas características; por ejemplo, codicia, la agresividad, denominada de poder”, la pasión amorosa, entre otras que pueden condicionar desde la creación artística hasta la conducta política. Lo apuntado no significa un retorno a la idea de una naturaleza humana inmutable, sino la percepción de la continuidad a lo largo l argo de la historia histor ia de factores condicionantes que han sido opacado opacadoss por un exceso de la crítica a las ideas del siglo XVIII, crítica que fundada en el historicismo sostiene la relatividad de los valores según las circunstancias de lugar y tiempo.35  Esta crítica historicista, al resaltar la diversidad de valores que muestra la historia, olvida la permanencia a lo largo de ésta de esos factores condicionantes de las conductas humanas. Si bien se mira, la inevitable contracara del rechazo al concepto de una naturaleza humana inmutable a lo largo del tiempo debería ser la insostenible concepción de distintas naturalezas humanas en cada época. Por eso, pienso que existe aquí un equívoco derivado de la ambigüedad de la expresión “naturaleza humana” y de un exceso de historicismo. Lo que estamos destacando es particularmente relevante en el plano de la literatura y del arte, pues es la razón por la que, por ejemplo, siguen atrayéndonos obras del mundo antiguo, del Medioevo, del Renacimiento, o del Barroco —e influyen en las contemporáneas nuestras—, aunque las regulaciones de la propiedad, del matrimonio, de la guerra, y otros factores de esos tiempos, fuesen distintas de las nuestras. Para tomar un ejemplo relevante, en el comienzo del prólogo a su libro sobre la literatura romance, Ezra Pound señala la existencia, en la literatura medieval, de ciertas fuerzas, elementos o

cualidades que eran potentes en ella y lo seguían siendo en los años en que escribía. A lo largo de su  

vida literaria la obra de Pound es prueba de cómo la sensibilidad estética no se conforma según los taxones de la periodización.36   Asimismo, si en materia de crítica literaria consultamos la lista de obras seleccionadas por Harold Bloom, no para su estudio histórico sino para el disfrute de su lectura por un lector de nuestros días, comprobamos también la validez de lo apuntado, la amplitud temporal de la sensibilidad estética, rasgo que puede encontrarse en gran parte de la literatura del siglo XX.37 Se trata de algo no muy distinto dist into de lo que observaba agudamente An Anatole atole France:

Constantemente se estáNohablando los signos de los tiempos, pero escenas no resulta nadatenido fácil descubrir tales signos. me parecedeinsólito calificar algunas pequeñas que han lugar ante mis ojos como lo propio de nuestra época. Sin embargo, en tales ocasiones sucede nueve de cada diez veces que vuelvo a encontrar en viejas memorias o crónicas exactamente lo mismo, mism o, acompañado acompañado de sus propias circunstancias.38  [Destacado nuestro.] En sustancia, más allá de la literatura, es también la razón por la que ideas y teorías como, por ejemplo, la del derecho natural, o el mismo derecho romano, reaparezcan en diversos momentos de la historia, o de lo observado por Bobbio respecto de la vigencia a lo largo del tiempo de las denominadas “libertades inglesas”. Al referirse a la postura del Parlamento británico frente a la corona, Bobbio advierte que viejos principios de libertad feudal se convierten en premisas del Estado liberal. El Parlamento “que se reafirmaba en su fidelidad a una constitución medieval y se oponía a la abolición de los privilegios feudales, planteaba la demanda y las premisas de lo que después sería el Estado liberal”.39 Uno de los peores efectos de las periodizaciones es entonces el de hacer obviar o minimizar el significado de la coexistencia, en los distintos planos del quehacer humano, de elementos culturales diversos, provenientes de también diversos momentos de la historia, que suelen ser rotulados como “préstamos culturales” o “supervivencias”. Estas etiquetas los despojan del valor de indicadores de una sensibilidad humana no reductible a un lapso histórico llamado época o período. El criterio que debería guiar la investigación, al prescindir del supuesto de la periodización, es el de partir de otra perspectiva: la de la perduración a lo largo del tiempo de una serie de instituciones, principios, ideas o teorías —muchas de ellas ya presentes en la Antigüedad clásica—, y examinar, en cada caso, las razones, las condiciones y los resultados result ados de su nueva emergencia.

Notas:

1. Véase el parágrafo sobre las “Personnes Morales Composées”, en Samuel Pufendorf,  Le droit de la natu nature re et des gen gens, s, ou système général des principes les plus importans de la morale, de la jurisprudence, et de la politique, politique, Trad. del latín por Jean  

Barbeyrac, 6ª ed., 2 tomos, Basilea, 1750, Liv. I, Chap I, § XIII, pág. 13. 2. Federico Chabod, La Chabod,  La idea id ea de nac nación ión,, México, Fondo de Cultura Económica, 1987, pág. 19. Añade Chabod en el mismo lugar: “Por esto, la idea de nación surge y triunfa al surgir y triunfar aquel grandioso movimiento cultural europeo llamado Romanticismo, el cual hunde sus primeras raíces ya en el siglo XVIII, precisamente en las primeras manifestaciones del modo de sentir y de pensar románticos, y triunfa plenamente en el siglo XIX, cuando el sentimiento de lo individual domina el pensamiento europeo…”. 3. “En el año de 1922, poco antes de su muerte, [Troeltsch] publicó su gran obra sobre el historicismo y sus problemas, en la que, a la crítica concienzuda sobre sus flaquezas, se unía una fundamentación profunda de su inmanente necesidad y fecundidad.” Friedrich Meinecke, El Meinecke,  El historicismo h istoricismo y su gén génesis esis,, México, Fondo de Cultura Económica, 1982, pág. 12. De Troeltsch utilizamos la edición italiana: Ernst Troeltsch, Lo Troeltsch,  Lo storicismo stor icismo e i suo suoii problem problemii , tomo I, “Logica e filosofia materiale della storia”, Napoli, Guida, 2ª ed., 1991. 19 91. Collana Micromegas. [Edición original: original: Der  Der Historismus Histor ismus uunn se seine ine Pro Probleme bleme,, Tübingen, Mohr, 1922.] 4. Lo curioso que se desprende de esta distinción que hace Aron es que Marx, que consideraba al nominalismo una postura materialista en consonancia con la suya, resultaría un realista —es decir, idealista en sus términos— en su concepto de las clases sociales. R. Aron, La Aron,  La lucha luch a ddee clas clases es,, ob. cit., págs. 55 y 56. 5. Karl R. Popper, La Popper, La miseria del hhistoricismo istoricismo,, Madrid, Alianza/Taurus, 1973, pág. 17. Aron,  Lecciones es so sobre bre la histo historia, ria, Cu Cursos rsos del Co Collège llège ddee Fran France ce,, México, Fondo 6. K. R. Popper, ob. cit., págs. 40 y ss.; Raymond Aron, Leccion de Cultura Económica, 1996, pág. 31. Véase, asimismo, Rand, Calvin G., “Two Meanings of historicism in the writings of Dilthey, Troeltsch, and Meinecke”, Journal of the History of Ideas, Ideas, vol. 25, nº 4 (oct.-dec., 1964): “Writers like Meinecke has regarded it [historicism] [historici sm] a liberating step forward; Croce even constructed co nstructed a type of historicist philosophy, although a disti d istinctly nctly Hegelian version. Yet others like Karl Löwith and Karl Popper have deplored the consequences of historicism and, partly through misinterpretation, have dismissed it as pernicious”, pág. 505. 7. K. R. Popper, ob. cit., pág. 42. 8. Ibídem, pág. 14. 9. Ibídem, pág. 72. individual “historicismo” se alterna, en el lenguaje de Popper, con la de “el historicista”. 10. 10 . Ibídem, pág. 94, nota. 11. 11 . Ibídem, págs 19 y ss. y, asimismo, a lo largo de todo el libro. La totalidad 12. Review, nº 5, vol. XLI, 12 . Cf. al respecto Eugene W. Lyman, “Ernst Troeltsch’s Philosophy of History”, The Philosophical Review, septiembre de 1932, Whole Number 245, págs. 449 y ss. 13.. “La médula del historicismo radica en la sustitución de una consideración generalizadora de las fuerzas humanas históricas por 13 una consideración individualizadora. Esto no quiere decir que el historicismo excluya en general la busca de regularidades y tipos universales de la vida humana. Necesita emplearlas y fundirlas con su sentido por lo individual.” F. Meinecke, ob. cit., pág. 12. 14 14.. E. Troeltsch, ob. cit., I, pág. 183. 15. 15 . Sobre el particular, véanse los comentarios de E. W. Lyman, ob. cit., págs. 449, 450 y 463. 16.. E. Troeltsch, ob. cit., I, pág. 94. 16 17 . Ibídem, pág. 102. 17. 18. culturaa del barroco barroco.. Análisis de una estruc estructura tura histórica , Barcelona, Ariel, 5ª ed., 1990 [1ª ed., 18 . Juan Antonio Maravall,  La cultur 1975], Introducción, págs. 23 y ss. La cita en pág. 23. 19. 19 . Ibídem, pág. 25. Pese a esta objeción, es justo añadir que la obra de Maravall es de invalorable importancia para la historia política española y a ella hemos recurrido en más de una oportunidad. 20 . E. Troeltsch, ob. cit., I, pág. 95. 20. 21. Huizinga, El concepto conc epto de la historia y otro otross ens ensayo ayoss, México, Fondo de Cultura Económica, 1980, pág. 78. 21 . Johan Huizinga, El 22 22.. E. Troeltsch, ob. cit., III, “S “Sulla ulla costruzione della storia della cultura euro pea”. 23 23.. Ibídem, pág. 16. 24 . Ibídem, págs. 17 y 18. 24. 25. 25 . Ibídem, págs. 18 y 19. 26 . Ibídem, págs. 19 y 20. 26. 27. 27 . El término moderno, que proviene del latín modernus modernus —éste  —éste deriva de modo— modo—,, sinónimo de recientoris, recientoris, significaba  significaba lo actual y también lo reciente. La inconsciente tendencia a la interpretación anacrónica de los términos antiguos puede llevar a interpretarlo en

el sentido actual, que designa un particular período histórico. Así se generan equívocos como el ocurrido al traducirse el título del libro del filósofo mexicano del siglo XVIII, Gamarra, Elementa Gamarra,  Elementa recentioris Philoso Philosophia phiae, e,   vertido al español como Elementos como  Elementos de  

 Filosofía Moderna Mod erna (Juan  (Juan Benito Díaz de Gamarra y Dávalos, Elementos Dávalos,  Elementos de Filoso Filosofía fía Modern Modernaa, tomo I, México, UNAM, 1963). 28 28.. E. Troeltsch, ob. cit., págs. 20 y 21. 29. 29 . Ídem. 30 . “[…] el historicismo ha llegado a ser de tal manera parte integrante del pensar moderno, que sus huellas son visibles para una 30. mirada atenta en casi todo juicio sustancial sobre las formaciones humanas.” F. Meinecke, ob. cit., pág. 13. 31 . Véase el capítulo IV, “Acerca de la periodización histórica”, de mi libro  Fund 31.  Fundamen amentos tos intelectua intelectuales les y político políticoss de las independencias,, ob. cit. independencias 32. 32 . Ibídem, pág. 152. 33. 33 . “In the history of the physical sciences, the three stages which have just described as the empirical, the classificatory, and the theoretical, appear generally in chronological order.” Max Müller,  Lectures on the Scien Science ce of Langu Language age , 8ª ed., 2 vols., vol. I, Londres, Longmans, Green and Co., 1875, pág. 21. Müller explicaba: “The object of classification is clear. We understand things if we can comprehend them; that is to say, if we can grasp and hold together single facts, connect isolated impressions, distinguish between what is essential and what is merely accidental, and thus predict the general of the individual, and class the individual under the general. This is the secret of all scientific scientific knowledge” (pág. 18 18). ). 34 . “All real science rests on classification, and only in case we cannot succeed in classifying the various dialects of faith shall we 34. have to confess that a science of religion is really an impossibility”. Max Muller, Introductio Muller,  Introductionn to the Scien Science ce of Religion. Four  Lectures delivere deliveredd aatt the Royal Ro yal In Institute stitute,, Londres, Longmans, Green, and Co., 1873, Lecture II, pág. 123. 35 . El historicismo “nos remite a una concepción de la historia humana según la cual el devenir humano se define por la diversidad 35. fundamental de las épocas y de las sociedades […] Una de las consecuencias de esta interpretación del pluralismo sería un relativismo de los valores, por oposición a la concepción del Siglo de las Luces, según la cual habría valores universales de la humanidad, vinculados al triunfo de la razón”. Raymond Aron,  Leccione  Leccioness sob sobre re la historia historia.. Curso Cursoss del Collège de Franc Francee , México, Fondo de Cultura Económica, 1996, pág. 32. 36. 36 . “This book is not a philological work. Only by courtesy can it be said to be a study in comparative literature. I am interested in poetry. I have attempted to examine certain forces, elements or qualities which were potent in the mediaeval literature of the Latin tongues, and are, I believe, still potent in our own.” Ezra Pound, “Praefatio ad Lectorum Electum (1910)”, The Spirit of Romance, Romance, Nueva York, New Directions Book [2005], pág. 1. 37 37.. Harold Bloom, How Bloom,  How to Read and Why Why,, Nueva York, Touchstone, 2001. Véase también la lista de obras seleccionadas en Harold Bloom, Ensay Bloom, Ensayistas istas y pro profetas. fetas. El ca canon non del eensay nsayoo , Madrid, Páginas de Espuma, 2010. 38.. Cit. en Walt Walter er Benjamin, Benjamin, Person  Personajes ajes alemane a lemaness, Barcelona, Paidós, 1995, pág. 144. 38 39 39.. Norberto Bobbio, Thomas Hobbes, Hobbes, México, Fondo de Cultura Económica, 1992, pág. 77.

 

SEGUNDA PARTE ◆

EN TORNO DE LOS ORÍGENES DEL REVISIONISMO HISTÓRICO

 

INTRODUCCIÓN Reflexiones sobre los balances del Bicentenario1 ◆

Uno de los más antiguos y embarazosos  embarazosos  problemas que afrontan los historiadores es el de los posibles prejuicios provenientes de su formación intelectual, especialmente en lo relativo a la adscripción ideológica y política o al credo religioso. Por su importancia podemos destacar otro, concerniente a la identidad nacional del historiador, de delicado abordaje. Sabemos que los seres humanos participan de múltiples identidades pero que hay una con un estatus particular que proviene de su condición de integrante de una comunidad nacional. Y esta condición es —y ha sido siempre—  particularmente sensible a la indagación histórica de los orígenes nacionales, asunto en el que, como se ha observado alguna vez, es riesgoso hurgar demasiado. dem asiado. En aras de la adscripción ideológica, del credo religioso o del sentimiento nacional, el tratamiento de aquellos problemas históricos vinculados a esas fuertes raíces de compromiso intelectual personal puede verse distorsionado. Con las mejores intenciones, como es la de servir a las grandes causas que nos atraen, podemos correr el riesgo de vernos llevados a privar a la labor histórica del rigor que exige, pese a que existe una composición de lugar que puede conciliar ambas aparentemente contradictorias aspiraciones: que la mejor forma de servir a la causa que creemos válida es la de no engañarnos y no confundir a nuestro público deformando u ocultando la realidad; de manera tal, agreguemos, que una de las más antiguas advertencias al respecto, al punto que se ha convertido en un

lugar común, soy amigo de Platón, pero más de la verdad , podría así obtener mayor adhesión. Entre los asuntos que por su naturaleza están expuestos a los l os riesgos que hemos señalado, uno de los  

más sensibles es el de las independencias de las colonias hispanoamericanas y de los orígenes y conformación de los Estados nacionales que las sucedieron. Por fortuna, uno de esos riesgos que lo acecharon durante mucho tiempo parece, sino desaparecido, al menos atenuado. Me refiero a las interpretaciones provenientes de “marcos teóricos”, que en clave ya sea económica, ya intelectual, pretendieron explicar la historia de las independencias anglo e iberoamericanas. Contribuyó a superarlas el ejercicio de una labor profesional ceñida a los resultados de las diversas especialidades de la disciplina, y el abandono de la pretensión de reducir la historia a un efecto de leyes predeterminadas. En cambio, persisten otras fuentes de distorsiones, entre las que destacaría el peso que tienen en este asunto, por una parte, la referida lealtad al sentimiento de identidad nacional y, por otra, el efecto de la antigua querella sobre el papel de España en las historias nacionales, tema en el que, para escribirlo de una manera que nos ahorre espacio, ecos de las leyendas negra y rosa siguen aún resonando. Basado en tales consideraciones, el objetivo de este ensayo es el de revisar algunos de los obstáculos que entorpecen la comprensión de la historia del siglo XIX hispanoamericano y asimismo sugerir posibles caminos para superarlos. Este propósito es abordado a partir de la reseña de antiguas reflexiones comparativas con el caso de la independencia de las colonias angloamericanas, considerando que esa comparación, que ha sido afectada por limitaciones como las recién referidas, es aún hoy de importancia estratégica para lograr un enfoque apropiado de los conflictos posteriores a las independencias hispanoamericanas. Pero en tal caso, ella atenderá a la necesidad de evitar —como ya expusimos en uno de los artículos de divulgación— que el acento puesto por la historiografía anglosajona sobre los temas del liberalismo y del republicanismo haga olvidar que, sin desconocer la importancia de éstos, la principal cuestión que emerge en el proceso de organización de los nuevos Estados hispanoamericanos es la de la soberanía. Agreguemos que al resaltar el papel fundamental de la cuestión de soberanía surge inmediato la necesidad de aclarar el equívoco que todavía afecta al concepto de lafederalismo y que de impide comprender la naturaleza soberana de las entidades políticas que durante la primera mitad del siglo XIX resistían los proyectos centralizadores. Como cuestión central, el texto se ocupa de la necesidad de advertir que las resistencias a las reformas subsecuentes a las independencias eran efecto de pautas provenientes de una “antigua constitución” más que de conductas anárquicas de despóticos caudillos. Es éste un punto de vista que, entre otras cosas, permitiría sustituir conceptos superficiales como el de caudillismo caudillismo para  para caracterizar los regímenes políticos que se difundieron durante la primera mitad del siglo XIX. Al respecto, y recurriendo a una simplificación, podría decir que si bien hace ya tiempo hemos abandonado la dicotomía de civilización y barbarie para explicar esos conflictos, no habríamos hecho otra cosa que reemplazar el término “barbarie” por el menos infamante, pero no menos inapropiado, de “caudillismo”.

A partir de las independencias los nuevos países hispanoamericanos resintieron la tensión creada  

por las tendencias reformistas en sociedades aún regidas por una antigua constitución. Las iniciativas de instauración de regímenes representativos con división de poderes fueron así generalmente obstaculizadas por la interferencia o superposición de conductas políticas apoyadas en antiguas pautas constitucionales —con la difundida utilización de los poderes de excepción o “facultades extraordinarias”—, que incluso solían condicionar a los mismos personajes que intentaban aplicar aquellas innovaciones. Es por tal razón que resulta del mayor interés preguntarnos en qué medida las diferencias de logros en el establecimiento de regímenes representativos en ambas Américas pueden ser explicadas por la disparidad de puntos de partida; esto es, por las diferencias de sus respectivas antiguas constituciones que —a diferencia de las escritas, que por ser tales son relativamente definidas— suelen ser imprecisas, tal como se acostumbra observar respecto de la Constitución inglesa. Y, consiguientemente, en qué medida la incongruencia de los proyectados regímenes representativos hispanoamericanos con su antigua constitución puede darnos la pauta de lo ocurrido. Tal es el objetivo que guía este ensayo que en buena medida es más bien un conjunto de sugerencias para la investigación.

Los balances de las independencias El bicentenario de las independencias hispanoamericanas ha sido propicio para un balance de logros y fracasos de sus proyectos. Pero, si bien se mira, balances de tal naturaleza no han necesitado esperar los arbitrarios cortes de una formal cronología como lo es un bicentenario. A lo largo de esos doscientos años fueron habituales y comenzaron poco después de las independencias. Por ejemplo, uno muy temprano es el de un poema de 1820, en forma de un diálogo entre dos gauchos, escrito por quien ha sido considerado el primer poeta criollo del Río de la Plata, el oriental oriental Bartolomé  Bartolomé Hidalgo: En diez años que llevamos/ De nuestra revulución/ Por sacudir las cadenas/ De Fernando el balandrón/ ¿Qué ventajas hemos sacado?/ Las diré con su perdón/ Robarnos unos a otros,/ Aumentar la desunión,/ Querer todos gobernar,/ Y de faición en faición/ Andar sin saber que andamos:/ Resultando en conclusión/ conclusi ón/ Que hasta el nombre de paisano/ Parece de mal sabor sabor,/ ,/ Y en su lugar yo no veo/ Sino un eterno rencor/ Y una tropilla de pobres,/ Que metida en un rincón/ Canta al son de su miseria:/ ¡No es la miseria mal son!…2 Pero con el propósito de encontrar una explicación política de lo ocurrido, otros balances tendieron frecuentemente a concentrarse en el escaso éxito de la adopción del régimen representativo inspirado en la experiencia abierta por la independencia norteamericana. Con un enfoque comparativo que

devino clásico, buscaban explicar el contraste de lo logrado en los países hispanoamericanos con la suerte de las ex colonias británicas, atribuyéndolo a peculiaridades culturales, y aun raciales, o a la  

falta de experiencia en prácticas representativas. Desde entonces, se suele insistir en ese tipo de factores que podrían explicar la disparidad de resultados,3 aunque falta todavía una evaluación de su validez y un ahondamiento que nos proporcione una una mejor com comprensión prensión de lo ocurrido. Veamos algunos ejemplos de esos enfoques comparativos. En 1821, el neogranadino Antonio Nariño declaraba en el Congreso de Cúcuta que “al tiempo de romper las cadenas de bronce que nos unían a la España, hemos tenido que destruir su Gobierno, sus odiosas leyes y su régimen administrativo”. Y con un argumento que será frecuente encontrar, el de la perduración de instituciones coloniales en el caso angloamericano, declaraba: “Cuando los americanos ingleses sacudieron el yugo de su metrópoli, sólo pelearon por su independencia pero conservaron su organización interior”. También en Perú, en 1822, un opositor al proyecto monárquico de San Martín, José Faustino Sánchez Carrión, volvía sus ojos hacia los Estados Unidos. Luego de haber señalado que “con sólo tornar la cara al Norte, vemos abierto el inefable libro en que con caracteres de oro se lee libertad, igualdad, seguridad, propiedad”, afirmaba: […] los ingleses de Norte América fueron colonos, aspiraron a su independencia y la consiguieron; asentaron felizmente las bases su Constitución, y sonlolibres. En cuanto lo primero, hemos conseguido la victoria; nos de resta fijar establemente segundo con la aley fundamental.4 Años más tarde, a mediados del siglo s iglo XIX, un balance balance similar, simi lar, aunque aunque tendiente a cubrir el conjunto de las nuevas repúblicas hispanoamericanas, fue efectuado en la Argentina por figuras de relevancia en la política local, como Domingo Faustino Sarmiento, Bartolomé Mitre y Vicente Fidel López.5  En 1841 escribía Sarmiento que por todas partes se había adoptado el sistema de gobiernos representativos, según las tendencias predominantes en Europa y “el feliz ejemplo de la América del Norte”. Pero luego de treinta años, agregaba: “[…] vese tal inconsistencia en las instituciones de los nuevos Estados, […] que los europeos […] miran como imposible en Sud América ninguna forma de gobierno…”. Sarmiento atribuía el retraso hispanoamericano a la herencia de la metrópolis y consideraba necesario destacar las diferencias más notables entre ambas Américas a fin de evaluar los resultados obtenidos, contrastando rasgos relativos a la calidad moral de los colonos, al grado de relación con las metrópolis o al conocimiento y práctica del sistema representativo. Con un juicio no muy acorde con lo ocurrido, concluía que América del Norte, con su revolución, en nada alteró sus instituciones y sus costumbres, mientras la América del Sur “tenía que improvisar, a un tiempo, leyes, costumbres, ideas, educación y principios”. Este desfavorable balance para las ex colonias hispanoamericanas, coronado por un pronóstico sensiblemente pesimista, era reiterado casi diez años más tarde, afirmando que mientras las colonias angloamericanas se independizaban de Inglaterra “sin

renegar la historia de sus libertades, de sus jurados, sus parlamentos y sus letras”, las  

hispanoamericanas debían tratar de llenar el vacío dejado por instituciones de distinta naturaleza propias de la monarquía hispana.6 Juicios similares se pueden encontrar en Mitre, López y otros políticos argentinos de la época. En 1853, Vicente Fidel López, más conocido por su papel en los comienzos de la historiografía argentina, declaraba: […] se dirá cuanto se quiera de los Estados Unidos de Norte América, el hecho es que ese pueblo se halló no constituido desde se puede y que nosotros después de 42el años de ensayos hemos salido aúnque de nació, los pañales de la decir, infancia, ni hemos podido constituir nombre siquiera de la nación. Félix Frías, otra destacada figura intelectual de esos años, consideraba que en los Estados Unidos el tránsito del período colonial al independiente fue armónico. “Los Estados Unidos, más felices que nosotros, no han necesitado derribar nada para crear la civilización democrática.” Los norteamericanos —agregaba— eran libres ya antes de independizarse y no necesitaron abandonar sus antiguas instituciones y costumbres. De manera que “las innovaciones no tuvieron que enfrentar una lucha encarnizada con las tradiciones”. Ellos “[…] pueden volver la vista a los fundadores de su independencia, sin tener que reprocharles teorías absurdas ni ambiciones insensatas”.7 Es de notar que se trata de diagnósticos en parte semejantes al que había hecho Tocqueville, cuando observaba que, pese a sus riquezas naturales, la América del Sur no podía soportar la democracia porque carecía de las leyes y costumbres que constituían la razón del éxito de los angloamericanos. Sobre todo, de sus costumbres, añadía, que son “las que hacen a los americanos de los Estados Unidos los únicos entre todos los americanos capaces de soportar el imperio de la democracia”.8  Y eran también similares al conocido balance comparativo efectuado por Bolívar en 1815, aunque éste iba más allá al declarar la inviabilidad del régimen representativo y del federalismo en los países hispanoamericanos. Escribía: Los acontecimientos de la Tierra Firme nos han probado que las instituciones perfectamente representativas no son adecuadas ha sido el más claro ejemplo de la ineficacia de la forma democrática y federal para nuestros nacientes estados. Y agregaba: En tanto que nuestros compatriotas no adquieran los talentos y virtudes políticas que distinguen a nuestros hermanos del Norte, los sistemas enteramente populares, lejos de sernos favorables,

temo mucho que vengan a ser nuestra ruina.9

 

Agreguemos que esas inquietudes comparativas seguían subsistentes en fechas muy posteriores. Tal, por ejemplo, es el caso del peruano Francisco García Calderón, que en 1912, partiendo de un criterio racial, lo aplicaba de manera de dar cabida a las variaciones que en ambos extremos americanos produjeron las corrientes migratorias. Cuando en América se oponen a la república imperial del Norte las veinte democracias del Sur, se busca la razón del antagonismo existente entre ellas en un elemento esencial: la raza. Entre sajones y latinos se percibe claramente el contraste de dos culturas. [Pero la] …confusión de razas de Norte a Sur deja en presencia dos tradiciones: la anglosajona y la iberolatina. Su fuerza de asimilación transforma las razas nuevas.10 Si bien se inquietaba por las raíces del caótico proceso de organización de los Estados nacionales hispanoamericanos, García Calderón juzgaba la situación emergente de las independencias como un vacío constitucional. Asimismo, hacia 1930 escribía un constitucionalista argentino que los norteamericanos no necesitaron mucho tiempo para organizarse constitucionalmente porque se hallaban preparados para ello por una larga experiencia cívica durante su vida colonial. No sólo disfrutaron de libertades y derechos individuales, sino también poseyeron gobiernos representativos: […] Por la commonlaw commonlaw de  de la madre patria, adaptada a las modalidades de su propia vida social, disponían de todas las prerrogativas inherentes a ciudadanos libres; y con la aplicación de los principios parlamentarios de la Constitución inglesa […] podían gozar de un sistema local tan perfecto para la época que pudo servirles eficazmente luego en la organización de un régimen nacional. Y añadía: Una idea exacta de la bondad práctica de las instituciones coloniales puede cualquiera formarse recordando los tan conocidos casos de las cartas reales real es de Rhode Island y de Connecticut, de 1663 y 1662, otorgadas por Carlos II, y por las cuales esos dos estados continuaron rigiéndose después de la emancipación política, polít ica, hasta 1842 y 1818, respectivamente.11

Evaluación de esos balances Los diagnósticos que hemos resumido no deben ser considerados simples referencias históricas. Ellos

Los diagnósticos que hemos resumido no deben ser considerados simples referencias históricas. Ellos atañen a un problema aún vigente, el de cómo explicar las diferentes suertes del régimen  

representativo en ambas Américas. Si nos preguntamos en qué medida reflejaban la realidad de la época, podríamos responder que con un criterio propio de la cultura del siglo XIX, recurriendo a veces a criterios raciales, cargaban de tintas oscuras la situación hispanoamericana y, en casos como el de Sarmiento, no evaluaban adecuadamente la magnitud del cambio cambi o en las ex colonias angloamericanas. angloameri canas. Pero esa comparación era por demás natural, dadas las características del régimen representativo con división de poderes difundido entre los países hispanoamericanos y el peso que la cuestión del federalismo tuvo en ellos a lo largo del siglo XIX. No está de más añadir, asimismo, que continúa siendo de mucho valor para enriquecer los intentos de explicar la accidentada historia de los países hispanoamericanos —siempre que no se apunte a construir un relato de méritos o deméritos de las metrópolis y sí, en cambio, a tratar de ubicarla en el marco más general de la historia de los regímenes políticos. Si advertimos, como acabamos de recordarlo, que estamos ocupándonos de la historia de países que tendieron a implantar regímenes representativos con división de poderes e intentaron, con éxito o no, adoptar una organización política federal, proceso éste en que el ejemplo de la república federal norteamericana, si no único, fue sin embargo condicionante, esa comparación era y es de por sí ineludible y, por lo tanto, resulta por demás natural que la inquietud de los autores de los testimonios comentados más arriba se orientase a confrontar uno y otro proceso independentista como un medio de explicar la diferencia de sus resultados. Por tal razón, sorprende su ausencia en una obra, por otra parte rica en sugerencias, como Moderni como Modernidad dad e independencias inde pendencias de  de Guerra, Guerra, cuyo análisis se mueve entre las colonias hispanoamericanas, España y Francia, sin atención al proceso angloamericano.12   Tal omisión limita sustancialmente las posibilidades del análisis histórico, sobre todo si, como ya señalábamos, lo enfocamos como un problema propio de historia de los regímenes políticos. Advertiremos así que estamos ante el intento de aplicar un sistema político surgido en el seno de un peculiar conjunto de instituciones, como el de las colonias británicas, a sociedades poseedoras de instituciones de distinta naturaleza, con los consiguientes desajustes que esto implica. En otras palabras, basar las normas de derecho público en la tradición limitadora del poder real comenzada con la Magna Carta y culminada en la revolución de 1688, así como en la literatura radical británica del siglo XVIII, era distinto que hacerlo en las instituciones propias de la monarquía castellana, cuya herencia era incongruente con esas innovaciones y produciría los conflictos que plagaron la historia hispanoamericana del siglo XIX, cosa que no podía menos que ser advertida por los hombres de la época. La historia constitucional hispanoamericana ha sido víctima de limitaciones ideológicas que la desnaturalizan. Por ejemplo, una muy tempranamente instalada en el constitucionalismo argentino, la postura nacionalizante de afirmar que la Constitución federal de 1853 no le debe nada a la de Filadelfia pues es profundamente argentina. Constitucionalistas mejor orientados han efectuado un

balance de los aportes de diverso origen, norteamericanos y europeos, reflejados en la Constitución de  

1853. Pero lo que generalmente se suele olvidar es que, en la medida en que el Estado federal es una “invención” histórica de los constituyentes de Filadelfia, la existencia de Estados federales, como los de Alemania, Argentina, Brasil, México, Suiza y otros, remite ineludiblemente a aquélla, sin perjuicio de atender a la existencia de elementos de otras procedencias.13 El propósito de destacar la herencia española en la conformación de los nuevos países hispanoamericanos suele llevar a desconocer su decisiva relación con la historia del federalismo y del constitucionalismo norteamericano. Es por esto que la ausencia de esa ineludible perspectiva comparativa con la historia de la independencia norteamericana requiere ser subsanada, abandonando toda aprensión ideológica, para poder comprender mejor los conflictos desatados por las innovaciones posteriores a las independencias.

Falsos supuestos que afectan a la historia política hispanoamericana En los ejemplos que hemos comentado importa distinguir dos planos de análisis, distintos aunque armonizables. Uno, el del juicio sobre la situación política de los países hispanoamericanos y otro, el de la comentada mirada comparativa con las independencias de las ex colonias angloamericanas. Respecto del primero, me parece necesario recordar previamente la necesidad de rehuir interpretaciones que aún suelen deformar la historia de las independencias.14  En primer lugar, las que enfocan la crisis de 1808-1810 con el falso supuesto de nacionalidades preexistentes que habrían conducido a la ruptura de la dominación metropolitana. Asimismo, las que, con el ya señalado uso de esquemas clasificatorios como el de “modernidad/tradición”, deforman los sucesos históricos y nos impiden comprenderlos mejor. Y, por último, creo que se requiere un mejor diagnóstico de la naturaleza del universo social y político posterior a las independencias que, por resistente a las reformas, se suele considerar erróneamente el ámbito de la ilegalidad y de la anarquía. Recordemos que, hacia 1810, la formación de un Estado nacional no basaba su legitimidad en el supuesto de una nacionalidad —por lo demás, inexistente— sino en relaciones contractuales propias del derecho natural. Además, por entonces, tampoco existía el concepto mismo de nacionalidad, en el sentido propio del principio de las nacionalidades, aparecido posteriormente. Lo que encontramos es una tendencia a organizar Estados centralizados, por una parte, y una resistencia de Estados soberanos  —equívocament  —equívoca mentee denominados denomi nados “provincias “provi ncias”” en regiones regi ones como la del Río de la Plata—, Plat a—, por otra otra.. Esa resistencia se amparaba en la reivindicación de lo que se ha llamado “federalismo”, con otra errada denominación para lo que eran predominantemente posturas confederales, propias de la calidad estatal soberana de las entidades que las sustentaban. Pero, asimismo, más allá de esa fundamental

discrepancia sobre la naturaleza del Estado a organizar, surgieron en ambos bandos, centralista y  

“federal”, las referidas iniciativas para organizar regímenes representativos que frecuentemente resultaban frustrados o deformados. Es por esto que en la búsqueda de una clave de interpretación de la vida política de la primera mitad del siglo XIX nos han interesado las frecuentes referencias a una “antigua constitución” hechas por hombres de la época. Pero al examinar el uso de ese concepto, surgía de inmediato el problema de saber si se trataba de algo más que de un artificio retórico, es decir, si correspondía o no a una realidad y, si así fuese, si podía dar mejor razón de la vida política y social de la época. Expresado en forma menos general, se trataba de saber si el concepto de “antigua constitución” podía servir de base para explicar las pretensiones soberanas de las unidades políticas que resistían el centralismo y buscaban una unión de tipo confederal. Por consiguiente, interesaba también comprobar si la percepción de la vigencia de esa antigua constitución podía contribuir a comprender más adecuadamente los complicados y, en general, dilatados procesos de organización constitucional de nuevos Estados nacionales. Especialmente, con algo mejor que lo expresado en conceptos como “caudillismo”, desacertado término que hemos usado de manera abusiva para mal definir una forma de estructura política políti ca opuesta a los denominados procesos de “modernización”.15 El excesivo interés por rastrear las innovaciones “modernizadoras”, efectivamente, ha malogrado la posibilidad de una adecuada comprensión de la conflictiva vida política de los pueblos hispanoamericanos. Y desorientados por el concepto de caudillismo, hemos descuidado la percepción de que esas conductas políticas estaban condicionadas por la prolongada vigencia de antiguas pautas constitucionales. Se trata de un sesgo que impide advertir que las resistencias a las reformas posteriores a las independencias no eran expresiones arbitrarias sino que por lo general traducían la existencia de una concepción coherente de la vida social, en la que se apoyaban las normas de lo que en lenguaje de época se denominaba “antigua constitución”. De manera que al avanzar en el conocimiento del uso de ese concepto, éste comenzó a resultarnos más apropiado para comprender aquellas sociedades para las que parecía no haber mejor calificativo que el de “tradicionales”, según la referida dicotomía “modernidad/ tradición”. Por lo tanto, parece también imprescindible comprender que términos como “modernidad” poseen una naturaleza periodizadora y que toda periodización, aunque pudiese parecer útil didácticamente en el momento de exponer un resumen de los sucesos históricos, adoptada como punto de partida de un estudio del pasado, no deja de poseer las características de un prejuicio. Así, el empeño por determinar el momento y los rasgos del ingreso a la modernidad, con un esquemático uso de esa dicotomía de tradición/modernidad, ha resentido la comprensión de los principales rasgos de esos procesos, las motivaciones de sus protagonistas y la razón de sus éxitos y fracasos.16  Lo cierto es que esa dicotomía está lejos de reflejar lo ocurrido en la historia y, particularmente, en la historia de la formación de las

naciones hispanoamericanas, que es una amalgama, a veces conflictiva y otras no, de rasgos que según ella serían ya “tradicionales”, ya “modernos”. Es decir, de rasgos provenientes de la subsistencia de  

una constitución antigua, nunca desaparecidos totalmente, y de otros derivados de los intentos reformistas abiertos por el estallido de las independencias. Me parece entonces que la interpretación del lenguaje “nacional” surgido desde los comienzos de los movimientos independentistas ha sido dificultada por esa falsa dicotomía de nación tradicional y nación moderna, en la que estos términos se convierten en conceptos apriorísticos, inadecuados para dar cuenta de la complejidad de la accidentada vida política de las naciones hispanoamericanas. Es así frecuente partir de un concepto de lo que es “la nación” y dirigir el análisis a distinguir los casos 17

empíricos que se ajustarían a aquél.  Pero la dificultad del problema que nos ocupa proviene de la no existencia de lo que podríamos considerar esa supuesta idea verdadera verdadera   de lo que es es   una nación. En suma, el uso de esas categorías clasificatorias cierra el camino para una mejor explicación de lo que estamos investigando. Esto es, por ejemplo, la explicación de cómo se conjugan en las primeras décadas del siglo XIX factores tan antiguos como el derecho romano, con su resurrección en la escolástica medieval, así como en el iusnaturalismo del siglo XVII y, por otra parte, con la innovación histórica de fines del siglo XVIII de superar el principio de la indivisibilidad de la soberanía en la invención del Estado federal, entre otros factores de diversa procedencia y diversa datación, cuyo efecto histórico no proviene 18de una supuesta naturaleza, ya moderna, ya tradicional, sino de la coyuntura en que se conjugan.

El problema de la soberanía Las reflexiones que hemos efectuado, relativas a la necesidad de contemplar los intentos reformistas como iniciativas que no se estrellaban ante posturas irracionales sino ante realidades sociales regidas por antiguas normas constitucionales, inclinan también a advertir lo que resaltábamos en ocasión de un simposio dedicado al vocabulario político de tiempos de las independencias: la necesidad de estar alerta “ante el peligro de que el hecho de que una muy importante etapa de la historiografía anglosajona haya llevado al primer plano el debate sobre los conceptos de liberalismo liberalismo   y republicanismo   —importantes también, sin duda, en la historia hispanoamericana— nos haga republicanismo distribuir de manera inadecuada el peso de nuestra atención sobre las particularidades propias de esta historia”, en la cual la cuestión de la soberanía es predominante. En un texto que hemos ya citado, señalaba Norberto Bobbio que la historia del Estado moderno fue una “larga y sangrienta lucha por la unidad del poder”, la que establece la supremacía del poder político sobre cualquier otro poder en una sociedad, supremacía a la que se denomina soberanía soberanía.. Y con palabras que aunque referidas a la historia europea son pertinentes para el caso de la historia hispanoamericana, agregaba que la soberanía significa independencia en relación con el exterior de cada Estado y, hacia el interior,

expresa “la superioridad del poder estatal sobre cualquier otro centro de poder existente en un  

territorio determinado”. determinado”.19 Diría así, esquematizando al máximo, que el principal problema del período de las independencias, que obsesionaba con razón a sus protagonistas, era el de la soberanía, un problema capital en dos vertientes: la del reemplazo del poder soberano que estaban abandonando y la de la relación con los otros pueblos, con los que intentaban asociarse para la formación de un nuevo Estado nacional. Y es en este punto también que la comparación con el proceso de la independencia de las colonias angloamericanas, con sus similitudes y diferencias, es de excepcional valor. Justamente, para tomar un ejemplo vinculado al problema de la soberanía, interesa comprobar cómo surgió muy tempranamente, en el seno de la constituyente de Filadelfia, el choque entre las interpretaciones centralistas y autonomistas del origen de la nación en gestación. De manera similar a lo que encontraremos en la historia hispanoamericana, en el transcurso de la convención constituyente de 1787 afloró la cuestión de si el nuevo Estado nacional podía disolverse por decisión de sus partes. Uno de los congresistas había alegado que la Confederación, habiendo sido formada por consentimiento unánime de los Estados, debía disolverse también por consentimiento unánime de ellos. Madison y Hamilton no admitieron el argumento y, en cambio, sostuvieron que el caso de la unión de los Estados no era análogo al de la unión de los individuos, mediante un contrato, al formar una sociedad. En el curso de aquel debate se enfrentaron los que consideraban que los Estados habían sido independientes y soberanos en el momento de unirse y aquellos que consideraban que al segregarse de Gran Bretaña no lo habían hecho en tal carácter sino como un conjunto. Por ejemplo, véase este texto en el que, además, es de notar la alusión a la doctrina del pacto de sujeción y su corolario de la retroversión de la soberanía: Cuando los estados repudiaron su vínculo con Gran Bretaña, se convirtieron en independientes de ella e independientes entre sí. Luego se unieron y se confederaron para la defensa común, y esto se hizo sobre bases de perfecta reciprocidad. Ahora ellos volverán a reunirse en esos mismos términos. Pero si se llega al caso de una disolución, nuestras soberanías y derechos originales son reasumidos.20 En realidad, como ha sido demostrado, los Estados angloamericanos se habían independizado separadamente como soberanías independientes, y la posición contraria, como la de Madison y de Hamilton, respondía al deseo de reforzar la idea de formar un solo Estado soberano, así se lograría al aprobarse la nueva Constitución, y no permanecer en el carácter de Estados soberanos unidos por un pacto de confederación. “Los Estados y sus defensores están intoxicados con la idea de su soberanía”, exclamaba un congresista, con palabras similares a las que pueden econtrarse también en Hispanoamérica.

 

Consideraciones finales La pasión de líderes centralistas hispanoamericanos por cimentar la aún débil cohesión política de los Estados en formación los impulsó a desconocer la legitimidad de las soberanías locales, definiendo sus acciones según hemos visto como propias de tendencias anarquizantes derivadas del ansia de poder de los caudillos. Se generó así un esquema interpretativo configurado como un choque entre tendencias “modernizadoras” y resistencias “tradicionales”, esquema que velaba el papel de la subyacente constitución antigua. Sucede que antes de adoptar una constitución escrita, toda sociedad posee normas, algunas escritas, otras no, que cumplen esa función. No está de más recordar la continuidad de la primera mitad del siglo XIX respecto de la segunda del XVIII, algo que ya había señalado Gibson hace mucho tiempo (1966), criticando la impronta nacionalista en la periodización de la historia hispanoamericana: La historia de la América española, como la historia de la América anglosajona, se divide comúnmente en dos períodos, colonial y nacional, siendo el momento de cambio aquel en que se alcanza la independencia. En años recientes los eruditos han discutido esta división, basándose en que la independencia política es un criterio insuficiente sobre el cual apoyarse para una división. La independencia es importante desde un estrecho punto de vista político o nacionalista. Es menos importante en los énfasis económicos, sociales y culturales que han ganado favor en el pensamiento histórico históri co del siglo XX.21 Durante al menos la primera mitad del siglo XIX, Hispanoamérica es en gran parte, constitucionalmente hablando —no sólo en lo económico—, un continuo con el siglo XVIII, continuo que reposa en una constitución antigua sacudida por intentos reformistas de variado efecto. Hemos recordado también que en las colonias angloamericanas, durante la revolución y las primeras etapas constitucionales, subsistía una frecuentemente invocada ancient constitution  constitution  o fundamental law, law, algo que no fue desconocido por los autores de los balances de mediados del siglo XIX, ya comentados. Esto era un rasgo de similitud pero a la vez de diversidad, debido a las diferencias de las antiguas pautas constitucionales en ambos casos. Al contrastar, por ejemplo, con la predominante vigencia del imperio de la ley o Estado de derecho en las colonias angloamericanas — angloamericanas — the rule of law—, law—, se comprueba en las ex colonias hispanoamericanas la frecuencia del comentado uso de los poderes de excepción con suspensión de las garantías individuales, en circunstancias en que pautas de la antigua constitución atenuaban o anulaban los logros reformistas. Asimismo, difiere notoriamente en ambos casos el curso de los conflictos en torno de la organización de la república federal. En el caso norteamericano, observando el principio del

consentimiento, se logró conciliar los intereses de cada Estado respetando su personalidad soberana  

mediante una unión confederal, para luego pasar a una mayor unidad en el nuevo Estado federal. En Hispanoamérica, en cambio, durante mucho tiempo no ocurrió lo mismo, entre otros factores debido a las pretensiones de las “antiguas capitales del reino”, derivadas de su papel en la antigua constitución, de regir la organización de los nuevos Estados. Esta fundamental diferencia fue opacada en la percepción de los historiadores nacionales por la comentada confusión de confederación y federalismo. Y esta confusión suele persistir aún porque reconocer que las posturas denominadas federales eran en realidad confederales implica admitir la calidad estatal, soberana e independiente, de las denominadas provincias —o Estados, en casos como el mexicano— y, de tal manera, comprometer la interpretación de las independencias como producto de nacionalidades preexistentes. La adopción de instituciones tomadas del constitucionalismo norteamericano y europeo se enfrentaba así en Hispanoamérica a pautas de la antigua constitución todavía vigentes en la formación de los políticos y en las prácticas judiciales y políticas, hasta no menos de fines del siglo XIX, aun en los casos en que ya se habían adoptado constituciones escritas de cierta estabilidad. A fines de la década de 1850, por ejemplo, ya en vigor la Constitución federal argentina de 1853, los recién creados estudios de derecho constitucional en la Universidad de Buenos Aires, como también en la de Córdoba, habían adoptado la obra del juez Story, traducida al español, para basar la interpretación de la Constitución, así como en 1870 el gobierno nacional, con el mismo propósito, ordenaba la traducción de varios tratados constitucionales norteamericanos. Pero la práctica jurídica y política transcurría frecuentemente por otros carriles. Si algo puede dar una imagen, quizás anecdótica pero sugestiva, de la fuerza de esas tradiciones es el hecho de que, ya vigente la Constitución de 1853, las Leyes de Indias fueron invocadas por fallos de la Suprema Corte de Justicia argentina en no menos de seis oportunidades, la última de ellas en 1932.22 En suma, creo que un enfoque de esta naturaleza, aunque nos esboza un camino menos complaciente, serexperiencia de utilidaden para ahondarde eninstituciones las aún vagaslibres aproximaciones, en los argumentos depuede falta de la práctica y del sistemaexpresadas representativo, y consiguientemente puede ser un medio de avanzar en la búsqueda de las raíces de las l as vicisitudes vicisit udes de los regímenes representativos en los países hispanoamericanos o, como suele también lamentarse, de las debilidades de sus democracias, problemas que, pese a los logros conseguidos, en cierta medida se prolongan hasta el presente y confieren particular dramatismo al balance de estos doscientos años.

Notas:

1. Con leves variaciones, este capítulo reproduce un artículo a publicarse en 20/10 El Mundo Atlántico y la Modernidad  Iberoamerica  Ibero americann a, 1750-1850, México, 1750-1850, México, GM Editores, 2013, vol. V. Agradezco a sus editores la autorización para incluirlo aquí. Se ha suprimido el parágrafo dedicado al caudillismo, tratado con más extensión en el capítulo de este libro sobre la antigua constitución.  

Asimismo, algunos de los temas tratados en este texto están desarrollados en mi libro Fund libro  Fundamen amentos tos intelectua intelectuales les y políticos de las independencias…,, ob. cit., y en mi artículo “The ‘Ancient Constitution’ after the Independences (1808-1852)”, The Hispanic independencias…  American Historica Historicall Review Review,, vol. 90, nº 3, agosto de 2010 —cuya versión en español se reproduce más abajo. Debo agradecer las observaciones de Fernando Devoto y Eduardo Míguez al borrador de este artículo y la asistencia de los profesores Nora Souto y Julián Giglio durante su elaboración. interesante”,  El primer pr imer ppoeta oeta criollo del Río ddee la Plata. 178 1788-18 8-1822. 22. Noticia sob sobre re 2. Martiniano Leguizamón, “Diálogo patriótico interesante”, El su vida y su obra, obra, Paraná, Museo de Entre Ríos, 2ª ed., 1944, pág. 76. Elliot,  Empires of the Atlantic World. Britain and Spa Spain in in 3. Véase un resumen comparativo de los diversos factores en John Elliot, Empires  America, 149 1492-18 2-1830 30,, Yale University Press, Press, 2006 2006.. 4. Discurso de Antonio Nariño en el Congreso de Cúcuta, en José Luis Romero y Luis Alberto Romero (eds.),  Pensa  Pensamiento miento  político de la eemanc mancipació ipaciónn, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 2 vols. [¿1978?], vol. 2, pág. 138; José Faustino Sánchez Carrión, Carta al editor del Correo de d e Comercio Mercantil y Políti Político co de Li Lima ma,, en ibídem, pág. 185. 5. En lo que sigue, salvo mención al pie, utilizo información contenida en mis trabajos “La comparación de las independencias íbero y angloamericanas y el caso rioplatense”, en María Teresa Calderón y Clement Thibaud (coords.),  Las revolucion revoluciones es en el mundo atlántico, atlántico, Bogotá, Taurus, 2006, y “La dimensión atlántica e hispanoamericana de la Revolución de Mayo”, Boletín del  Instituto de Histo Historia ria Arg Argentina entina y America Americana na “Dr. Emilio Ravign Ravignani” ani”,, 3ª Serie, nº 33, Buenos Aires, 2º semestre de 2010. 6. Domingo Faustino Sar Sarmiento, miento, artículo en en El  El Nacional Nacion al,, Santiago de Chile, 14 y 24 de abril de 1841, en Obras completas, completas, Buenos Aires, Ed. Luz del Día, 1949, vol. IX, Institucio IX,  Instituciones nes suda sudamerican mericanas as.. Las citas se encuentran en las págs. 11 y 22; ídem,  Recuerdos de  provincia  pro vincia,, Buenos Aires, Sur, 1962, pág. 134. 7. Discurso de Vicente F F.. López, “Deb “Debates ates en la Sala de Representantes ddee Buenos Aires sobre el acuerdo hecho en San Nicolás de los Arroyos el 31 de mayo de 1852”, en E. Ravignani (ed.),  Asamblea  Asambleass con constituyente stituyentess argentina argentinass , tomo IV, Buenos Aires, Peuser, 1937, pág. 378. Félix Frías, “Estudios históricos”, Escritos históricos”,  Escritos y discu discursos rsos,, vol. II, Buenos Aires, Casavalle, 1884, págs. 354-5 —  publicado originariamente en el periódico La periódico  La Religión, Religión , el 19 de septiembre de 1857. Véanse, asimismo, las abundantes referencias a los Estados Unidos, en buena parte comparativas, que hace Bartolomé Mitre en  Arenga  Arengass, tomo I, Buenos Aires, La Nación, 1902,  passim  pas sim.. 8. Alexis de Tocqueville, Tocque ville, La  La democracia demo cracia en Amér América ica,, México, Fondo de Cultura Económica, 2ª ed., 1957, págs. 303 y 304. 9. Simón Bolívar, “Carta “Carta de Jamaica”, 6/IX/815, en Si Simón món Bolívar Bolívar,,  Doctrin  Doctrinaa ddel el Libertad Libertador or,, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 2ª ed., 1979, págs. 64 y 67. 10 . Francisco García Calderón, “El espíritu latino y los peligros alemán, norteamericano y japonés”,  Las demo 10. democrac cracias ias latinas de  América. La creación de un con continente tinente , prólogo de Luis Alberto Sánchez, Caracas, Biblioteca Ayacucho, s/f., págs. 153 y 154. [1ª ed., en francés, 1912.] 11.. Juan A. González Calderón, Historia Calderón,  Historia de la org organiza anización ción con constitucion stitucional al,, Buenos Aires, Lajouane, 1930, pág. 9. 11 12.. François-Xavier Guerra, Modern Guerra, Modernidad idad e ind indepen ependen dencias cias,, México DF, Mapfre/ Fondo de Cultura Económica, 2ª ed., 1953. 12 13 13.. José Carlos Chiaramonte, Pablo Buchbinder, “Provincias, caudillos, nación y la historiografía constitucionalista argentina, 1853-1930”, Anua 1853-1930”,  Anuario rio IHES IHES,, Instituto de Estudios Histórico-Sociales, Universidad del Centro de la Provincia de Buenos Aires, nº 7, 1992; texto incluido más adelante como capítulo de este libro. 14 . Los párrafos que siguen resumen parte de mis trabajos “The Principle of Consent in Latin and Anglo-American Independence”, 14. Journal of Latin American Studies, Studies , nº 36, Cambridge University Press, 2004; “The ‘Ancient Constitution’ after the Independences…”, ob. cit.; Fund cit.; Fundamen amentos tos intele intelectuales ctuales y po políticos líticos de las in indep depend endencia enciass…, ob. cit. 15. 15 . En un trabajo anterior, yo también había utilizado el término: “Legalidad constitucional o caudillismo: el problema del orden social en el surgimiento de los Estados autónomos del Litoral argentino en la primera mitad del siglo XIX”,  Desarrollo Econó Económico mico,, Buenos Aires, vol. 26, nº 102, julio-septiembre de 1986. 16 16.. Véase al respecto “Las complicaciones de la periodización histórica”, segunda parte de nuestro libro  Fund  Fundamen amentos tos intelectuales y políticos de las independencias…, independencias…, ob. cit. 17. 17 . Por ejemplo, Anthony D. Smit Smith, h, The Ethnic Origins of Nations, Nations , Oxford, Blackwell, 1996. 18 18.. Al respecto, es interesante recordar la observación de Halperín al escribir que “los hechos históricos no serán ya explicados por una realidad esencial, sea ella natural o metafísica, sino —más modesta pero también más seguramente— por la historia misma”.

Tulio Halperín Donghi, Tradición política española e ideología revolucionaria de Mayo, Mayo , Buenos Aires, Eudeba, 1961, pág. 11. 19. Hobbes, México, Fondo de Cultura Económica, 1992, pág. 71. 19 . Norberto Bobbio, Thomas Hobbes,  

20.. Sesión del 19 de junio de 1787 del Congreso de Filadelfia, en The Records of the Federal Convention of 1787 , Ed. Max 20 Farrand, Farr and, Yale University Press, vol. I, pág. 3315. 15. 21 . Charles Gibson, Españ 21. Gibson, Españaa en América América,, Barcelona, Grijalbo, 1977, pág. 338. 22. Levene,  Historia del De Derecho recho Argentin Argentinoo , Buenos Aires, Kraft, 1945, vol. 1, págs. 356 y 357. 22 . Ricardo Levene, Historia

 

1. Provincias, caudillos, nación y la historiografía  constitucionalista argentina, 1853-19301 ◆

Este trabajo tiene por objeto analizar la influencia de los historiadores constitucionalistas de la segunda mitad del siglo XIX en la construcción de la imagen de los orígenes del Estado y de la nación argentina. A lo largo de una especie de diálogo de historiadores y constitucionalistas, no siempre explícito, la historiografía argentina iría cristalizando algunos núcleos de la interpretación de la Independencia y de los orígenes de la nación que perduran hasta hoy, interpretación cuya naturaleza, en cierta medida, se nos hace más comprensible si advertimos los problemas y supuestos que condicionaron el acercamiento de ambas disciplinas. Algo central para juzgar de los condicionamientos historiográficos usuales en el tratamiento de los orígenes del Estado y de la nación argentina es el problema de la función de las provincias y de sus más visibles representantes en esa historiografía tradicional, los caudillos. Frecuentemente, éstos fueron juzgados como obstáculos al propósito de organización nacional, obstáculo atribuido al localismo que habrían representado. De tal manera, lo ocurrido a partir de 1810 habría de ser visto como una pugna de un grupo, de un partido, de algunos próceres, que encarnarían el espíritu nacional, frente a otros personajes que expresarían el egoísmo del “espíritu de localidad”. Este enfoque respondía a la más antigua de las tendencias que en el Río de la Plata intentaron organizar un Estado supraprovincial, la gestada en Buenos Aires desde el momento inicial de la Independencia,2 y tuvo su expresión historiográfica en la segunda mitad del siglo en la obra de los historiadores que fundaron la historiografía argentina, Bartolomé Mitre y Vicente Fidel López.

Tal interpretación de los conflictos interprovinciales, predominante en el siglo XIX, comenzó a ser revisada en la historiografía académica argentina bastante antes de la aparición del llamado  

“revisionismo histórico”. En el curso de esta revisión, cumpliría un papel de primer orden una rama de la historiografía hoy generalmente olvidada por los historiadores: la de los historiadores constitucionalistas que, hacia fines del siglo XIX y primeras décadas del XX, por razones profesionales, se sintieron motivados más fuertemente que otros sectores por las vicisitudes del Estado federal creado en 1853. En el curso de este desarrollo historiográfico, el problema de las relaciones del ejecutivo nacional con los gobiernos provinciales, el problema del grado y modalidad de integración de las poblaciones regionales y el conjunto, en suma, de los problemas implicados por la práctica del federalismo condicionarán estrechamente la labor de sus integrantes. En esta perspectiva es fundamental destacar la existencia de dos grandes líneas interpretativas de la evolución y construcción del orden institucional y del Estado argentino. La primera de ellas asimiló este proceso al experimentado por los Estados Unidos, considerando que la nación argentina habría surgido a partir de un pacto o contrato3  entre sus Estados componentes, las provincias. La segunda sostuvo que la nación ya estaba prefigurada desde los tiempos de la Colonia y que los Estados provinciales se habían originado a partir de un conjunto de concesiones efectuadas por el Estado nacional. Los dos argumentos fueron esgrimidos a menudo en los debates producidos en ámbitos académicos y, sobre todo, políticos.4  Es necesario entonces subrayar la relevancia política de esta discusión para la Argentina de fines del siglo XIX y principios del XX, y considerar, es nuestro criterio, que surgida la nueva nación argentina en 1853, luego de la amplia difusión del princi del principio pio de las nacionalidades, nacionalidades, resulta lógico ver a sus líderes empeñados en sostener la existencia de una nacionalidad argentina previa a la emergencia política de las provincias como Estados soberanos, a diferencia de lo ocurrido en los Estados Unidos, que surgieron como Estado nacional cuando no existía el criterio de establecer una relación necesaria entre etnicidad y Estado nacional.5  La relevancia de ese debate se originaba, sobre todo, en las consecuencias del proceso de formación del Estado nacional. Recordemos aquí que este proceso importó la expropiación a las provincias de gran parte de los atributos y prerrogativas soberanas que habían ejercido desde su creación. La concentración del poder en manos del Estado nacional en detrimento de los provinciales se agudizó especialmente después de 1880. La sociedad argentina, desde entonces, no logró regular en forma armónica las relaciones entre sus instancias nacionales y provinciales de poder. Uno de los elementos que contribuyó a definir la disputa a favor del Estado nacional fue el uso reiterado de la intervención federal, establecida en el artículo 6 de la Constitución. En líneas muy generales podemos sostener que quienes respaldaron la postura contractualista sobre el origen del Estado tendieron a cuestionar la potestad del Estado nacional para intervenir en las provincias y fueron defensores a ultranza del principio de autonomía provincial y del sistema federal. Los que admitieron la prelación histórica de la nación sobre las provincias subrayaron la capacidad de aquél

para intervenir en defensa de la forma republicana de gobierno. De ahí la repercusión política que generaba el debate establecido entre los constitucionalistas.  

Sarmiento y Alberdi ante el problema El problema de los orígenes de la nación y del sistema federal ya está presente en los comienzos del debate constitucional argentino. Muy tempranamente, Alberdi y Sarmiento abordaron el ttema. ema. Aunque Aunque en forma implícita, el último puso en cuestión la solidez de los lazos que cimentaban la nacionalidad argentina. Haciendo alusión a la tendencia a disgregarse del Virreinato del Río de la Plata, sostuvo Sarmiento respecto de sus causas: La primera de todas [las causas] estuvo en la organización del Virreinato mismo que la independencia sorprendió en estado de formación, sin que treinta años que mediaron entre la formación del Virreinato y la Revolución hubieran bastado para amalgamar sus partes y crear entre sus miembros componentes nalidades.6 En sus Comentarios de la Constitución argentina, argentina, publicados en Santiago de Chile en 1853, Sarmiento había subrayado la existencia de factores de desunión entre las provincias como la despoblación, las distancias y la influencia que en cada localidad ejercían “hombres sin principios y sin virtud” que se habían alzado con el poder. Consideraba que la idea de nacionalidad sólo se había arraigado en las clases cultas, sobre todo de Buenos Aires, y que lo que se llamaba federación se había apoyado siempre en las campañas incultas bajo la inspiración de caudillos como Artigas, Ramírez e Ibarra. La forma federal provenía de los conflictos internos que había provocado la disolución del gobierno general durante el Virreinato. Luego de 1820, por efecto de estos conflictos, se habían roto todos los vínculos entre las provincias. Sin embargo, Sarmiento también afirmaba la existencia de un federalismo doctrinario que aparecía en los primeros días de la Revolución en los hombres que la encabezaban en Buenos Buenos Aires, especialmente en Mariano Moreno.7 La exposición de Sarmiento sobre el tema parecería haber conformado las bases del programa seguido luego por los profesores de Derecho Constitucional. En los Comentarios de la Constitución argentina,, Sarmiento considera el texto constitucional argentino una adopción del de la Constitución argentina norteamericana de 1787. Esta circunstancia, infiere, tiene la ventaja de proporcionarnos no sólo el texto que se ha tomado de ejemplo sino al mismo tiempo la doctrina constitucional que ha generado. De manera, comenta, que “toda la ciencia y experiencia” norteamericana viene, además de su Constitución misma, a servir de apoyo a nuestra Constitución: La Constitución vendría a ser, pues, para nuestros males, lo que aquellas tisanas que traen, envolviendo el frasco que las contiene, la instrucción para enseñar la manera de usarlas.

Y agrega:  

Sirva esta simple comparación para mostrar lo que nos hemos propuesto en los Com Comentarios entarios de la Constitución de la Confederación Argentina, Argentina, que principiamos, y es aplicar al texto de sus cláusulas las doctrinas de los estadistas y jurisconsultos norteamericanos y las decisiones de sus tribunales. 8 De manera que la enseñanza del derecho constitucional argentino tendrá como textos básicos los de autores norteamericanos como Joseph Story, James Kent y Grimke.9 Esto ocurre en la Universidad de Buenos Aires y también en la de Córdoba, nacionalizada en 1854 y donde ya en 1857 se estudiaba, en su Facultad de Derecho, el Derecho Constitucional Argentino. Cuando al año siguiente se crea en Córdoba el aula de Derecho Constitucional, el claustro universitario adopta como texto la obra de Joseph Story, Comentarios sobre la Constitución de los Estados Unidos, Unidos , con el propósito de facilitar el conocimiento de la organización de la justicia federal norteamericana. Posteriormente, en 1864, se la sustituye con la versión parcial —de la parte referida al gobierno y a la jurisprudencia constitucional de los Estados Unidos— de la obra de James Kent, Comentarios sobre el Derecho mericano,, por estimársela más apropiada al mismo objetivo de difusión de las características de la mericano Constitución norteamericana. Contra esta forma de interpretar el texto constitucional reaccionó Alberdi sosteniendo que el comentario de la Constitución norteamericana no servía para glosar ni explicar la Constitución argentina. En la fundamentación de esta postura el problema del origen de la nación se convertía en argumento central: Los Estados Unidos habían sido siempre estados desunidos e independientes. Venían de la diversidad a la unidad. México, como el Virreinato del Río de la Plata, al contrario venía de la unidad a la diversidad; había sido un Estado solo y único, dividido internamente en provincias sólo para fines económicos y administrativos, de ningún modo políticos. Las provincias españolas del Reino de México no habían sido cuerpos políticos sino divisiones administrativas de un mismo y único estado. Lo propio sucedía en el Río de la Plata.10 Argumentos de este tipo fueron esgrimidos por Alberdi, entre otros textos, en su Der su Derecho echo público públi co rovincial,, en el que sostenía que, hasta 1821, la República Argentina no había conocido otro gobierno rovincial que el “nacional o central”. En este marco invocaba una clara continuidad entre el Virreinato del Río de la Plata y el “gobierno republicano nacional de las Provincias Unidas hasta 1820”.11 Para Alberdi, mientras en los Estados Unidos de Norteamérica era artificial la unión, en la Argentina era artificial la descentralización. A diferencia de Sarmiento, Alberdi consideraba que en virtud de sus antecedentes unitarios la República Argentina había sido un único Estado consolidado,

una colonia unitaria por más de doscientos años. Enumeraba entonces lo que llamaba antecedentes  

unitarios: la unidad de origen de la población (española), la unidad de creencias y culto religioso, de costumbres e idioma, la unidad política y de gobierno. Estos antecedentes se habían fortalecido en tiempos de la revolución, merced a los principios y a los sacrificios compartidos. “La Musa de la libertad sólo veía un pueblo argentino, una Nación argentina, y no muchas naciones, no catorce pueblos.”12 Sin embargo, junto a estos factores, Alberdi destacaba la existencia de otros que apuntalaban el sistema federativo: las rivalidades provinciales, las diferencias de clima y suelo, las grandes distancias, los tratados interprovinciales y las franquicias municipales dadas por el antiguo régimen español. Luego de de 1820 se había asisti asistido do en la A Argentina rgentina al surgimiento surgi miento en llas as provincias de gobiernos aislados e independientes que habían usurpado los atributos de un gobierno nacional. Consecuentemente, las ligas o tratados interprovinciales, aparentando unir, habían mantenido desunidas y aisladas a las provincias. pr ovincias. Además, Además, como Sarmiento, Sarmi ento, Alberdi Alberdi reconocía un ori origen gen doctrinal al federalismo argentino. Éste databa de los tiempos de la Revolución de Mayo y había encarnado en figuras como Moreno y Paso.

La historiografía constitucional constitucionalista ista argentina La conflictiva historia del funcionamiento del régimen federal, luego de su definitiva adopción en la Constitución de 1853, explica entonces que la cuestión del federalismo haya sido tema central para los constitucionalistas argentinos. Sin embargo, aunque parezca extraño, ello no ocurría en las primeras etapas de la enseñanza de esta disciplina, dominadas por la influencia del derecho constitucional norteamericano pero con una atención preferente a otros aspectos de la organización constitucional, aquellos referidos a la democracia representativa, al republicanismo, a los derechos y garantías individuales. En la Universidad de Buenos Aires, todavía provincial pues recién se nacionalizará en 1881, la cátedra de Derecho Constitucional se crea en 1868.13  Pero años antes ya habían adquirido relevancia los temas de índole político-constitucional en el ámbito de esta institución. En 1863, Dardo Rocha presenta su tesis titulada “La ley federativa es la única compatible con la paz y la actual libertad del país” y en 1864 presenta la suya Manuel Pizarro, “Intervención del gobierno nacional en las provincias”. Desde fines de la década de 1860 y a lo largo de la de 1870 encontramos numerosas tesis de carácter político-constitucional. Durante la década de 1880, en el ámbito de la Facultad de Derecho el interés por estos temas disminuye, como podemos observar a partir del listado de tesis presentadas. Este interés vuelve a renacer en la década de 1890 y, especialmente, en los primeros años de la de 1910. Los temas que son objeto de elección para la elaboración de tesis se vinculan con la

interpretación del Preámbulo de la Constitución, la intervención federal, la relación entre nación y  

provincias, el problema del sufragio y la condición de los extranjeros. El primer profesor que tuvo la recién creada cátedra de Derecho Constitucional, el colombiano Florentino González, que la ocupó desde 1868 hasta su muerte en 1874, publicó sus clases bajo la forma de Leccione de Leccioness de Derecho Derecho Constitucional Constit ucional..14  El texto llama la atención por la escasa relevancia concedida al tema del federalismo, que aparece tardíamente y ocupa poco espacio, el de la Lección XVII, con el vago título de “Distribución del poder entre un gobierno general y gobiernos seccionales”, mientras otros aspectos del sistema norteamericano, que es constantemente tomado como ejemplo, ocupan más lugar: los derechos y garantías individuales, el carácter democrático y republicano del gobierno, el régimen electoral y otros. Esa Lección XVII se reduce a una larguísima cita de un autor norteamericano15   y un breve comentario de menos de cuatro páginas por parte de González. El asunto reaparece luego algunas veces en el tratamiento de otros temas que lo requieren, como el de las respectivas prerrogativas del gobierno central y de los gobiernos seccionales seccionales   respecto del ejercicio ejerci cio del poder legislati l egislativo vo (Lecciones XXV XXV y XXVI). XXVI). Es también significativo que en la Introducción no incluya ni una sola vez el concepto del federalismo. Y que en ella, al explicar conceptos fundamentales de derecho político, y al establecer entre ellos la distinción de dos grandes sistemas de gobierno, el europeo y el americano, califique al europeo como monarquía constitucional y al americano como “república democrática representativa”, sin mención de su carácter federal.16  En su visión del sistema norteamericano, el autor parece tener en cuenta sólo aquello que concierna a la práctica política del republicanismo democrático y al juego institucional que atañe a las libertades públicas, con indiferencia respecto del nexo de estos problemas con el de la relación entre las soberanías provinciales y la nacional. La obra parte del supuesto de que la Constitución argentina se inspiró en la nortea mericana —al final del texto se reproducen ambas constituciones—, y consiste en una síntesis y frecuentes citas extensas de unos pocos autores, la mayoría norteamericanos, con esporádicos comentarios sobre elelcaso argentino el colombiano. En síntesis, el texto de Florentino González omitía prácticamente estudio de las orealidades políticas, históricas e institucionales locales, inspirándose, casi en su totalidad, en fuentes de origen anglosajón. Según Carlos Melo, en la Universidad de Córdoba la primera cátedra de Derecho Constitucional Argentino se establece en 1858 y su primer titular es L. Cáceres. El texto básico es por entonces también el de Story. Posteriormente, la cátedra pasa a manos de L. Vélez, A. Vieyra Vieyra y G. Rothe. Según Melo la l a figura más relevante r elevante de esta est a escuela es Joaquín V. V. González. En su Manual su Manual de llaa Constituci Consti tución ón rgentina,, obra diseñada como texto para la educación media, González aborda el problema de los rgentina orígenes de la nación. En su enfoque prenunció algunas de las ideas que caracterizarían tiempo después a los constitucionalistas vinculados a la Universidad de la Plata. Fue así que admitió un origen simultáneo de la nación y las provincias.

Ni del estudio histórico ni de las palabras de la Constitución se desprende que la Nación o las  

provincias hubiesen existido primero, porque desde la fundación de las Colonias del Río de La Plata, el territorio fue dividido, en mayores o menores porciones, del mismo modo que lo está hoy, sin que las sucesivas subdivisiones hubiesen sido obra de otra cosa que de la propia vida y crecimiento de cada centro político, ciudad y villa y sin que jamás ninguno de ellos hubiese salido de los límites de todo el conjunto que, desprendido en 1810 de la Metrópoli, se erigió en Nación independiente.17

Los sucesores de Florentino González en la cátedra de Derecho Constitucional de la Universidad de Buenos Aires A Florentino González lo sucedió José Manuel Estrada, quien ocupó la cátedra hasta ser separado de ella por el presidente Roca, en 1884, por su posición adversa al gobierno en el conflicto con la Iglesia católica. Las lecciones de Estrada comportan una variación sustancial con respecto a la de su antecesor, por colocar como objeto central el análisis de la Constitución nacional y por admitir a la historia nacional entre las varias fuentes del Derecho Constitucional. Pero, si bien corrige la orientación de Florentino González, no llega a darle a la historia el carácter predominante que tendrá posteriormente en obras como las de Luis V. Varela o Emilio Ravignani. Por otra parte, Estrada concedía lugar preferente al estudio del sistema federal, pero su concepción de los gobiernos provinciales y de los caudillos era semejante a la de la tradición adversa a ellos. Cuando la Constitución argentina fue sancionada, muchos peligros corrimos, menos el de que las instituciones republicanas se transformaran en monárquicas. Otros eran los temores que podían alarmar al legislador. El país había caído de la anarquía al despotismo; cada provincia argentina estaba regida por un gobierno personal y tratándose de radicar las instituciones republicanas era menester constituir regularmente sus gobiernos y defenderlos contra la ambición y la arrogancia de los caudillos, habituados a gobernar según su capricho, e invertir la forma republicana de gobierno, absorbiendo en el poder poder ejecutivo ejecuti vo la suma de la autoridad. autori dad.18 Sin embargo, los cambios que introdujo Estrada en las concepciones sobre el origen de la nación y el sistema federal fueron profundos. Insistió especialmente en diferenciar los procesos de conformación de los Estados argentino y norteamericano. Según Estrada, coincidiendo con Alberdi, se trataba de procesos disímiles. En los Estados Unidos se había marchado de la diversidad hacia la unidad. La Argentina había experimentado el proceso inverso: a diferencia de los Estados Unidos, la nación era anterior a las provincias. Para Estrada la unidad nacional argentina no emanaba solamente

de la Constitución escrita sino también de la no escrita, estaba ya presente en la “complexión orgánica” del pueblo de la República Argentina. El federalismo era entonces producto de una  

concesión efectuada por el gobierno nacional a los gobiernos provinciales. Simultáneamente, Estrada descartaba y refutaba la visión contractualista del origen de la nación argentina. En referencia directa a los términos contenidos en el Preámbulo de la Constitución Nacional afirmaba Estrada: “Yo no conozco señores ningún pacto celebrado entre las provinci provincias as argentinas para constituir constit uir la nación”.19   El criterio de Estrada sobre los orígenes de la nación seguía, entonces, como ya señalamos, los lineamientos lineami entos esbozados en su obra historiográfica por B. Mitr Mitree y V. F. F. López. Bajo el patrocinio de Estrada elaboró en 1879 su tesis Julián Barraquero. En este trabajo, titulado  Espíri tu y práctica  Espíritu prácti ca de la Constitución Constit ución argentina  argentina  se dedicaba un parágrafo especial al problema del federalismo. Desde un principio se admitía la existencia de un proceso de centralización administrativa y de una utilización viciosa y abusiva de la intervención federal producto de la falta de leyes que la reglamentasen. Sin embargo, Barraquero se atenía estrictamente a lo sostenido por Estrada en lo referido a los orígenes de la nación y del sistema federal: la nación era anterior a las provincias y para resolver conflictos de poderes entre ambas era incorrecto acudir al ejemplo norteamericano. “Las entidades políticas que hoy componen la Federación Argentina, después de la declaración de la independencia, como durante la dominación española han constituido siempre una 20

sola y única nación”.  No existía aquí ni copia ni imitación de la Constitución norteamericana. Como ya señalamos anteriormente, Barraquero se mostraba partidario de la reglamentación de la intervención federal, pero no de su eliminación: Lo que ha querido la Constitución al poner en manos del Poder Federal la facultad de intervenir ha sido que las Provincias Argentinas no sean asoladas por invasiones vandálicas como las de Quiroga, Aldao, Aldao, Peñaloza y otros tantos tant os caudillos que han deshonrado nuestra patr patria. ia.21 Esta insistencia en diferenciar los antecedentes argentinos y norteamericanos de la Constitución se encuentra aun en las tesis presentadas en el ámbito de la Universidad de Buenos Aires hacia finales de siglo. Por ejemplo, en la de Martín Goitía se señalaba: Recordando los antecedentes históricos de uno y otro país, llegaremos a esta conclusión: que la federación norteamericana ha sido formada de Estados, que separados unos de otros, gobernaban sus intereses sin otra relación exterior que la de sometimiento respecto de la Inglaterra; mientras que la federación argentina fue formada de Provincias, que, gobernadas de una manera centralista y unitaria, no hicieron más que continuar el estado anterior cuando formaron la nación.22 Contemporánea a la obra de J. M. Estrada es la de A. Saldías. En su Ensayo su Ensayo sobre la l a Histori His toriaa de la Constitución argentina, argentina, Saldías adoptó un enfoque de carácter histórico. Al igual que Estrada sostuvo

la preexistencia de la nación sobre las provincias. Una característica importante de su obra reside en los juicios sumamente negativos del papel desempeñado por los caudillos, en especial de Artigas, ”la  

nacionalidad argentina se hizo imposible mientras que los caudillos ejercieron sus influencias bárbaras, porque no sentían la necesidad de un vínculo común que los uniera con la patria común de que se habían divorciado”.23 La obra de Estrada coincidía, respecto de la interpretación de los orígenes de la nación y el sistema federal, con las posturas de Mitre y López, y signó la enseñanza del Derecho Constitucional desde fines del siglo XIX. Ésta fue, por décadas, la interpretación predominante sobre el origen de la nación, mientras que las obras que ensayaron una versión contractualista de este proceso fueron sistemáticamente relegadas a un segundo plano. Posiblemente, la versión más conocida de la idea de la preexistencia de la nación a los Estados provinciales fue la formulada por Mitre en 1854 en la Asamblea General Constituyente del Estado de Buenoss Aires. Sostuvo entonces: Bueno Hay señores, un pacto, un derecho, una ley anterior y superior a toda constitución, a esta constitución, así como a cualquiera otra que nos demos más adelante. Hay señores una nación preexistente, y esa nación es nuestra patria, la patria de los argentinos. El pacto social de esa nación, el derecho, la ley preexistente que debe servirnos de norma, se halla aquí en este mismo recinto. Allí está: es el acta inmortal de nuestra independencia firmada en Tucumán el 9 de Julio de 1816 por las Provincias Unidas en Congreso. Este pacto, anterior y superior a toda ley, como he dicho ya debe ser el punto de partida de los legisladores… legisl adores… Años más tarde, en lo que puede considerarse la primera edición de su Histor su Historia ia de Belgrano Belgrano,, Mitre afirmó que la idea de la independencia nacional estaba prefigurada desde las últimas etapas de la historia colonial. En referencia específica a Belgrano sostuvo: “Él fue de los primeros que concibió la 24

idea de la independencia nacional y el primero que trabajó para convertirla en realidad”.

El enfoque de la cuestión en los manuales de enseñanza media El tránsito a una interpretación de los orígenes nacionales que supone una nacionalidad argentina existente en 1810 se refleja también en los manuales de enseñanza de la historia para la escuela media. Recordemos, por otra parte, que en la universidad la enseñanza de la historia argentina, como disciplina especial, no comenzará sino muy tarde, luego de fundada la Facultad de Filosofía y Letras en 1896. Si examinamos el manual de Luis L. Domínguez, cuya primera edición es de 1862, notaremos la 25

ausencia del problema como tal.   Domínguez no usa siquiera la palabra nación nación   en referencia a la Argentina de su época, pese a que sí lo hace para otros países, como Portugal y España. De su texto no  

se desprende posición alguna sobre la formación de la nación y de la nacionalidad argentina, aunque se observa la atribución de carácter argentino por ejemplo a los pueblos, provincias o cabildos, así como el uso de la expresión “país argentino” para referirse al territorio de lo que será más tarde la República Repúb lica Argentina. Argentina. La palabra “argentino” parece tener t ener entonces una connotación en primer ttérmino érmino geográfica y sólo en segunda instancia política, en tanto Domínguez la vincula con la estructura política del antiguo virreinato. La falta de referencias precisas en torno de la cuestión del origen de la nación que caracteriza al texto de Domínguez se encuentra también presente en el Manual que destinado a la enseñanza primaria publicara la famosa educadora Juana Manso en 1862. Como en el caso anterior, también aquí es restringida la utilización del término nación para referirse a la Argentina, pues sólo al final del texto se afirma la existencia de una “nación embrionaria” a principios del año 1820.26 En el caso del manual de Benigno T. Martínez, publicado veinte años más tarde, el problema es tratado con cierta ambigüedad e imprecisión. Martínez considera que la nación existe desde 1810, si bien admite, como otros autores, que los vínculos nacionales se rompen después de 1820 y que los caudillos provinciales entienden por federación la autonomía absoluta de las provincias. También 27

subraya que todos los obstáculos que se oponen a una franca unión se superan recién en 1862. Clemente Fregeiro, en cambio, testimonia una más clara influencia de la tendencia iniciada por Mitre y López. En un manual publicado el mismo año que el de Martínez, ubica el nacimiento del “pueblo argentino” en 1807, con con las invasiones inglesas, y m más ás claramente el de la nación en 1810: La revolución argentina tuvo su cuna, pues, en la ciudad de Buenos Aires, capital del Virreinato de su nombre; y fue propósito claro y definido de sus más grandes hombres crear una nación dándole por asiento el territorio de ese mismo Virreinato, y por fundamento de su existencia el derecho de los habitantes de sus ciudades y villas para formar una nueva asociación política. políti ca.28 Por otro lado, Fregeiro subraya que el anhelo de formar una sola nación domina a las provincias argentinas durante toda la primera mitad del siglo XIX, pero que ese anhelo recién se concreta en 1860. Al caer Rosas en 1852, las provincias se hallaban separadas las unas de las otras, como si fuesen naciones soberanas; pero como todas deseaban formar una sola nación, su mayor anhelo era constituir cons tituir ésta definitivamente.29 La postura de Fregeiro refleja, señalamos, la tendencia de los grandes fundadores de la historiografía argentina. Esta tendencia es también recogida por uno de ellos en una versión sintética

de su obra publicada en 1896. Nos referimos a Vicente Fidel López, que en su famoso Manual famoso Manual de la  Historia  Histor ia Argentina Argent ina,, dedicado “a los profesores y maestros que la enseñan”, sostiene que los argentinos  

empezaron a pensar la posibilidad de constituir una nación independiente con posterioridad a las invasiones inglesas. La “nueva patria” nació entonces en 1810. Según López el sentimiento nacional se afianza desde aquel momento aunque deberá lidiar posteriormente con las influencias disolventes y segregacionistas de caudillos provinciales como Artigas. Al analizar los sucesos acaecidos alrededor de 1820 y la crisis del poder nacional, López insiste en diferenciar el “localismo nacional” que inspira a Buenos Aires y el antinacional que guía a las demás provincias. También reconoce la disolución parcial del vínculo nacional a partir de 1820. “Los argentinos habían sido y querían seguir siendo una familia. Pero los hermanos habían reñido: cada uno había agarrado su lote, y se había metido en él resuelto a vivir como soberano, sin que los unos se metiesen con los otros.”30 Esta imagen sumamente negativa del accionar de los caudillos se encuentra también en el manual de Juana Manso, en el que éstos son presentados como el “cáncer de la sociedad argentina”. Nicanor Larrain, por ejemplo, sostenía que los caudillos no tenían patria sino, simplemente, ambiciones personales, y Benigno Martínez afirmaba que los caudillos entendían por federación la independencia absoluta de sus provincias. En sus Lecciones sus Lecciones de Histori His toriaa Argentina Argenti na,, José Manuel Estrada era aún más severo al resaltar que el fenómeno revolucionario había sido netamente urbano y porteño y al insistir vehementemente en el segregacionismo y antinacionalismo de los caudillos.31

Los sucesores de Estrada Estr ada en la cátedra de Derecho Constitucional Constitucional

La tendencia a fortalecer el sentimiento de nacionalidad, proyectando sus orígenes a los tiempos previos o contemporáneos de la independencia, siguió informando la obra de los constitucionalistas, que encontraban en ella un sólido fundamento histórico a sus necesidades doctrinarias vinculadas con la organización constitucional del Estado federal argentino. Sucedieron a Estrada, Lucio Vicente López, hasta su muerte m uerte en 1894, Aristóbulo del Valle, fallecido f allecido a comienzos de 1896, y Manuel Augusto Montes de Oca, hasta marzo de 1905.32   Lucio V. López publicó sus clases en 1891.33   El texto de López no abandona el manejo de autores extranjeros pero coloca en lugar central el relato y la discusión de la experiencia argentina en cuanto a la forma de gobierno y la organización constitucional. Luego de un análisis comparativo de la experiencia de las colonias inglesas y las españolas, continúa, a partir de su tercer capítulo, con la exposición y discusión de la historia político-constitucional rioplatense, desde el Reglamento de 1811 a la Constitución de 1853.34  A partir del capítulo VI comienza el análisis de la Constitución argentina, asunto que ocupa todo el resto del libro. Es decir que Lucio V. López hizo del Curso de Derecho Constitucional  Constitucional   un curso de historia político-constitucional argentina, más uno de doctrina constitucional nacional — 

como parte principal y de mayor extensión de la obra—, sobre la base de la Constitución de 1853. En cuanto al federalismo, también ocupa lugar importante en el texto de López. Sin embargo, el  

tratamiento del tema es significativamente diferente del que predominará más adelante. Consiste en una discusión histórica, en la que tiene una atención preferente el ya clásico tema de las luchas entre unitarios y federales, más algunas referencias a problemas generados por la interpretación del régimen federal en la experiencia reciente. Un tratamiento ya doctrinario, ya histórico, con algunas observaciones sobre la práctica real del federalismo en el país, pero sin ese cariz dramático ante la negación real del federalismo en la práctica política, como será propio del enfoque posterior. El problema en López era la necesidad de comprender y aplicar mejor el régimen federal constitucional, no la dramática comprobación de su falta de vigencia y de su persistente violación. Para López, en la Argentina, a diferencia de los Estados Unidos, no había sido necesario constituir de manera sólida el vínculo nacional. Al referirse a las palabras contenidas en el Preámbulo de la Constitución afirmó, como lo había hecho Estrada, que “la federación está consagrada en un Preámbulo en que la unidad del pueblo aparece compacta invocándose en ese carácter por sus representantes”. 35 Lo singular de la obra de López era que simultáneamente subrayaba la existencia de sólidas bases que fundaban el sistema federativo, bases geográficas e históricas derivadas de la peculiar organización del imperio español. También aducía que el vínculo de unión entre los pueblos se había perdido luego de 1820. Por otra parte, aunque en forma implícita, sostenía que la intervención federal había asegurado la estabilidad estabili dad y solidez de los gobiernos y la perpetuidad de la unión federal. A Lucio V. López, señalamos, lo sucedió Aristóbulo del Valle. En su Curso de Derecho Constitucional encontramos Constitucional  encontramos un interesante estudio comparativo de las instituciones de gobierno en las colonias británicas del Norte y en las españolas —dedica el capítulo I al gobierno colonial de la América del Sud y el II, al mismo tema en el del Norte—. En las páginas siguientes, Del Valle expone que las colonias españolas se encontraron, al deponer al virrey, con la carencia de poder ejecutivo y legislativo y sin sistema electoral para reemplazarlo. “Éste es el origen de la forma tumultuaria de nuestra revolución, y allí comienzan las vicisitudes que no debían concluir sino medio siglo después…”36 Pero, por otra parte, considera que el régimen de las colonias españolas tenía un factor positivo, desde el punto de vista nacional posterior a la Independencia, en su carácter centralizador: […] el centralismo colonial sudamericano, con sus opresiones y sus estrecheces, dejaba en el Río de la Plata el sentimiento vivo y profundo de la unidad nacional, sentimiento que se manifiesta desde la primera hora de la revolución, que asegura la independencia, que se salva de la anarquía, que persiste bajo la dictadura, que habla a voces en todos los ensayos constitucionales y en todos los tratados interprovinciales, hasta el acuerdo de San Nicolás, y que resiste y termina el período

de separación, dejando establecida por siempre la unidad y la soberanía suprema de la nación argentina.37  

En el capítulo III (“La revolución argentina”), al comenzar la exposición sobre la historia rioplatense, desde la Revolución de Mayo en adelante, declara que toma como fuente principal a los dos eminentes historiadores argentinos que han narrado el génesis de la vida nacional, más otros materiales que le puedan ser útiles. De tal manera, su visión de los caudillos es negativa. Así comenta la comunicación de Artigas Artigas al Congreso, del del 7 de febrero de 1819: “El torpe lenguaje l enguaje correspondía a la torpe intención int ención de disolver la l a unidad nacional”. Y opina sobre el fi finn del Congreso de 1816-18 1816-1819: 19: Así terminó termi nó el glorioso Congreso que había declarado la independencia nacional: desapareció con él la autoridad que representaba la tradición del gobierno general, pero no desapareció la nación, como vamos a verlo en seguida. Por tenebrosa que haya sido esta época de nuestra historia, vive todavía en ella el sentimiento y la esperanza de la vida nacional para el futuro.38 Como sucede en el curso de Lucio V. López, Del Valle pasa por alto la época de Rosas, desechándola con diversos argumentos, entre ellos que el despotismo no es una institución. En cuanto al tratamiento de varios puntos centrales de la historia del federalismo, como el del Pacto de 1831, es sumario. Sin embargo, al analizar los pactos interprovinciales de la primera mitad del siglo XIX, la novedad introducida por Del Valle es el criterio de que en el texto de dichos pactos estaba presente la unidad nacional. Al aludir al Tratado del Cuadrilátero afirma: “En el documento se consagró, pues, la federación de las cuatro provincias y se reconoció el vínculo nacional que había unido en el pasado y debía unir en el futuro fut uro a todos los pueblos argentinos…”.39 También es importante destacar que Del Valle subrayaba que la unidad nacional se había conservado a lo largo de todo el siglo XIX, a pesar de los frustrados intentos realizados por los caudillos de disolverla. Como en otros textos y manuales de historia argentina, el único caudillo cuya acción se evaluaba en un sentido positivo era Güemes “porque puso su prepotencia y prestigio al Valle, a diferencia de Estrada y servicio de la causa nacional”.40  Una observación adicional es que Del Valle, López, convierte su curso en un curso de Historia político-constitucional, sin el análisis del texto de la Constitución de 1853, que ordenaba la obra de sus predecesores. A Del Valle lo sucede en la cátedra Manuel A. Montes de Oca. En la misma perspectiva de análisis abierta por Estrada, Montes de Oca afirmó que la unidad nacional databa de la época del Virreinato. Sostuvo que el germen del federalismo no estaba en la acción de los caudillos como Artigas, “siniestro personaje”, ni en la de los cabildos coloniales: “El federalismo argentino no data de 1853, no data de 1820, no data quizá de 1810”.41 Por otra parte, retomando las ideas de Alberdi, propugnaba la necesidad de tener en cuenta los antecedentes federativos y unitarios (entre los primeros señalaba especialmente el aislamiento

geográfico de las provincias). La combinación de estos factores, aducía, había producido el régimen en vigor. Montes de Oca concluía defendiendo el principio de intervención federal y planteando la  

necesidad de reglamentarlo por ley.42 Observemos, por último, que mientras el curso de M. A. Montes de Oca, que sucede a Del Valle, vuelve a prescindir de un tratamiento histórico por separado de la cuestión constitucional, las obras que dominan el campo de la disciplina hacia el momento de la celebración del centenario de la revolución de 1810, introducen el tratamiento histórico del tema, si bien no en forma coincidente, sí de manera preferencial.

La concepción “contractualista” del origen de la nación argentina En 1889 apareció El apareció El federalismo federal ismo argentino  argentino   de Francisco Ramos Mejía, una de las principales expresiones de este tipo de análisis del desarrollo histórico argentino. Como ya afirmamos, esta corriente asimiló los procesos de formación nacional argentino y norteamericano. A diferencia de Estrada, Ramos Mejía consideraba que la nación argentina había sido creada por los Estados provinciales a partir de del Acuerdo de San Nicolás (1852), del Pacto de San José de Flores (1859) y del Convenio Derqui-Vélez Derqui-Vélez Sarsfield Sarsfi eld (1860): La República Argentina no ha sido pues, o no es, una unidad descentralizada como se ha pretendido sino una unión de entidades antes independientes, que se constituyeron a la manera de los Estados Unidos, pudiendo equipararse al de ésta el origen y formación de nuestra nacionalidad.43 En la visión de Ramos Mejía, dominada por una concepción netamente evolucionista, el sistema federal argentino era producto de un desarrollo con profundas raíces en la historia medieval española y colonial americana. Los principios de organización política y social argentina derivaban en forma natural de la evolución histórica del Imperio español. Refiriéndose específicamente a la unidad española, sostenía Ramos Mejía que se había consolidado a partir de la incorporación de distintas nacionalidades hasta entonces independientes, por medio de pactos: “Fue una verdadera Confederación de Monarquías y por esto ninguna nación está más preparada que ella para el gobierno federal en todas sus formas. form as. Es su herencia”.44 Según F. Ramos Mejía las provincias argentinas se habían individualizado después de la revolución pero habían sido constituidas anteriormente por los conquistadores. Cada ciudad argentina había vivido sola y aislada reconcentrando en sí misma toda la vida política y social. Después de la revolución, cada Cabildo había asumido la representación y el gobierno político de su respectiva

ciudad y territorio, constituyéndose así entidades independientes por la acción de las tendencias particularistas que conformaban su tradición. Las raíces del federalismo argentino derivaban entonces  

de las formas de la Conquista y de la división política colonial y de la acción de las instituciones municipales. Más aún, Ramos Mejía ponía en duda la existencia histórica de una “República Argentina”: “No ha habido, pues, una unidad indivisible, no ha existido una República Argen Argentina tina y tan no ha existido que toda nuestra historia patria se encierra en los esfuerzos hechos para constituirla”.45

La postura “contractualista” en Leandro N. Alem Esta particular pero no débil visión del origen de la nación y del federalismo argentinos no encontró eco en la literatura política y constitucionalista de la época. Sin embargo, posturas similares a ésta fueron esgrimidas en discusiones y debates parlamentarios y circulaban en ámbitos políticos. Leandro N. Alem, por ejemplo, ejempl o, a pesar de que no llegara a plasmar sus ideas en obras de envergadura, mantuvo criterios que tuvieron importante repercusión política. Sus posturas coincidían, en grandes líneas, con las sustentadas por Ramos Mejía. Alem sostuvo estas opiniones desde su banca de diputado en la Legislatura bonaerense, cuando era líder autonomista de Buenos Aires, para defender los principios de autonomía provincial y municipal. En 1879 en un debate sobre el problema de la movilización de las milicias provinciales manifestó, respecto del origen de la nación argentina, frente a las posturas de V. F. López y J. M. Estrada, que ella había sido creada a partir de un pacto o acuerdo entre provincias. Esto implicaba que, en ocasiones de conflictos, las cuestiones entre autoridades nacionales y provinciales debían resolverse, en caso de duda, a favor de estas últimas. Esta visión estaba fundada en un extenso análisis histórico y concluía con una fuerte apología del sistema federal. El primero de los argumentos esgrimidos por Alem en este debate consistía en negar la existencia histórica de una nación argentina en época colonial: “Nosotros no existíamos políticamente cuando éramos una parte, un pedazo de la monarquía española si me es permitida la frase”.46  Esta tesis se reforzaba subrayando también la inexistencia de una nación argentina en los primeros primer os tiempos de llaa época independiente: independiente: Y tampoco nos desprendimos señor presidente, como una nación; fueron los pueblos oprimidos que sacudían el yugo unos tras otros y que se vinculaban en los primeros momentos por los peligros a vencer, por las necesidades de la empresa guerrera contra los elementos de la monarquía que batallaba por conservar sus dominios; vinculación de hecho solamente y por los motivos indicados, partiendo la invitación de Buenos Aires para hacer más firme la vinculación. Buenos Aires invitaba a las otras provincias y esta circunstancia de hacerles simplemente una invitación nos dice claramente que no había ni salimos de la monarquía con una vinculación de 47

derecho, como una sola nación. Para Alem los vínculos y los acuerdos entre los Estados provinciales posteriores a 1810 habían  

fundado la idea federal de la organización política. Esta idea habría encarnado en el pensamiento de Mariano Moreno y cristalizado en los proyectos y disposiciones de la Asamblea del año XIII y en el Estatuto Provisional de 1815. La tendencia se habría revertido con el Estatuto de 1817 y sobre todo con la Constitución de 1819. En defensa de sus argumentos invocaba el texto del Preámbulo de la Constitución de 1853, alegando que allí se reconocía r econocía en forma explícita explícit a la preexistencia preexistenci a de los Estados federales a la creación de la nación. Comparaba entonces los textos de los preámbulos de las constituciones argentina y norteamericana. Según Alem los Estados Unidos habrían hecho una ficción al constituirse: los Estados locales se habrían disuelto y habrían creado en forma simultánea la nación y los Estados locales. A raíz de esto figuraba en el Preámbulo de su Constitución la frase: “Nos los representantes de la Unión…”. Por el contrario el Preámbulo de la Constitución argentina subrayaba la acción protagónica de las provincias en la formación de la nación, que era concebida en este texto como un resultado, un producto de la delegación por parte de las provincias de ciertas funciones de su soberanía. Citaba entonces Alem el texto del Preámbulo: “Nos los representantes de la Nación Argentina, reunidos en Congreso General Constituyente, por voluntad y elección de las provincias que lo componen, en cumplimiento de pactos preexistentes, con el objeto de constituir la Unión Nacional”. Y comentaba: “He ahí, señor presidente, que desde las primeras líneas hay una diferencia radical, pero en el sentido de las ideas i deas que vengo sosteniendo: sosteniendo: la soberanía de las l as provincias ante todo…”. t odo…”.48 En noviembre de 1880, al debatirse la ley de federalización de la ciudad de Buenos Aires, Alem retomó estos argumentos. Quienes apoyaban el proyecto de federalización sostenían que tradicionalmente Buenos Aires había sido capital de la nación. Aludían entonces a su papel como tal en el Virreinato del Río de la Plata, argumento que rechazaba Alem: ”Ninguna vinculación legal que tome como punto de partida la monarquía, puede invocarse respecto a los pueblos que formaron más tarde la República Argentina”.49 Los móviles de los pueblos que conformaban el Virreinato del Río de la Plata al constituir la nación argentina residían de acuerdo con sus palabras en la necesidad de lograr una mejor y más sólida presencia externa: Era indudable que a las provincias convenía una vinculación seria para formar entre todas una Nación fuerte y respetable en el exterior. Colectividades relativamente débiles, necesitaban el apoyo recíproco para desenvolverse bien, y la analogía de sus propios intereses les impulsaba en ese sentido.50 Finalmente consideraba Alem que la idea federal se había ido esclareciendo poco a poco y se había arraigado con firmeza en el pueblo y en los caudillos que eran su legítima expresión desde la época de

la independencia.

 

Federalismo y constitucionalismo hacia principios del siglo XX

Lo que nos muestra el análisis realizado es el predominio, en los textos de los especialistas, de cuestiones como las de las fuentes del federalismo argentino —si de inspiración norteamericana o no, si original o copia de aquel u otro modelo—, de los antecedentes del federalismo argentino —  políticos, sociales, económicos u otros— y de la valoración de momentos y personajes de la historia argentina del siglo XIX por su actitud ante la cuestión. Unido a ello, sin que con esto agotemos el repertorio, debe añadirse la evaluación del tipo de federalismo emergente del texto de la Constitución de 1853 y el balance sobre la práctica real del federalismo. Lo aludido en último término es de particular relevancia para comprender el valor que le atribuimos a estas expresiones historiográficas. En la medida en que la práctica del federalismo fue tan imperfecta y dio lugar a tantos conflictos, al punto que para muchos se trataba más bien no de una práctica deficiente sino de una falta real de vigencia del federalismo, el tema cobró una relevancia cada vez mayor, no limitada por cierto al ámbito de la literatura constitucionalista. Era natural entonces que los historiadores se viesen también solicitados por la discusión de problemas que, además, eran sustanciales en su campo de trabajo. Por otra parte, la preocupación de los constitucionalistas argentinos, a poco de iniciada la enseñanza de la disciplina, por no limitarse a una actitud simplemente tributaria de los tratadistas extranjeros, los obligó a sustituir la no existente tratadística nacional por el relato y la discusión de la evolución histórica del país.51 Todo esto provocó la conformación de una especie de diálogo entre historiadores y juristas que alimenta las obras de ambos campos, fenómeno muy notorio desde los últimos años del siglo XIX, hasta las tres primeras décadas del siglo XX. Posteriormente, los efectos de los acontecimientos abiertos por la crisis política de 1930, unidos al descuido que la historia institucional y la historia urídica sufrirán por efecto de los brillantes avances de la historia económica y social, cambian el panorama en buena parte de la historiografía del país. Pero hacia fines del siglo XIX la cuestión del federalismo, exacerbada por la tendencia fuertemente centralizadora inaugurada por la primera presidencia del general Roca, cuestión fundamental del debate político de la época, terminaría por ocupar el centro de la labor historiográfica de lo que se llamará la “Nueva Escuela Histórica”. En esta perspectiva, es significativo que quien habrá de ser su mayor exponente, Emilio Ravignani, fuese a la vez director de un Instituto de Investigaciones Históricas, profesor de Historia Constitucional y político de nota de una de las fracciones del radicalismo —en una etapa en que la cuestión federal, bajo tema de las intervenciones del ejecutivo nacional a las provincias, sacudía la vida interna de la UniónelCívica Radical. En el tratamiento de la cuestión del federalismo, por otra parte, hemos observado la configuración

de dos tendencias divergentes. Una, cuyo exponente exponente inicial en la cátedra universitaria universi taria fue f ue Juan Manuel Estrada, sostenía la prelación histórica de la nación sobre las provincias. Otra, expuesta con vigor por  

Francisco Ramos Mejía en El en El federali feder alismo smo argentino, argentino , concebía el surgimiento de la nación argentina como fruto de un acuerdo, un contrato, celebrado entre las provincias, anteriores, por lo tanto, a aquélla. La línea interpretativa diseñada por J. M. Estrada, basada en la idea de la prelación histórica de la nación sobre las provincias iba a dominar la historiografía constitucional a lo largo del siglo XX. Sin embargo, los cambios que a fines de la primera década de ese siglo afectaron a la literatura política introdujeron también algunas variaciones en la historia constitucional.52

El federalismo en cuestión La preocupación por el tema fue avivada por la publicación de dos obras de Rodolfo Rivarola53   que hacían de aquellas deficiencias del sistema federal argentino un argumento en pro de su reemplazo por un régimen unitario, a manera de un sinceramiento acorde con lo mostrado por la realidad nacional, según su visión de ella. En 1905 aparecía Parti aparecía Partidos dos políti polí ticos cos unit unitario ario y federal. federal.  Ensayo de política polít ica,, y en 1908 una obra más ambiciosa, Del ambiciosa, Del régimen régi men federati feder ativo vo al unit unitario. ario. Estudi Estudioo sobre la organización olítica de la Argentina. Argentina. En la última de las citadas obras, Rivarola iniciaba su análisis verificando el irregular funcionamiento del sistema federal. Éste no había logrado afianzar la justicia ni la libertad. Cuestionaba el concepto de autonomía provincial, a la que visualizaba como un mero disfraz de la arbitrariedad de los gobernantes, quienes, a su vez, se habían convertido, de buen o mal grado, en agentes naturales del Presidente de la República, y sostenía la próxima desaparición del “dogma federalista”. “La palabra federación federación   ha perdido ya su acepción etimológica; solamente la unidad expresa a la vez el orden, la fuerza y la justicia”, escribía.54   Dada la violencia que acompañó a la organización institucional del país, “Muchos, convencidos del fracaso de las instituciones federales, temen suscitar el debate de la Constitución, porque ven todavía en el horizonte los resplandores rojizos de la lucha entre federales y unitarios”. Y agregaba: “Pero no serán nunca los esfuerzos del estudio y la meditación, culpables de mayores males que la actual simulación del régimen republicano, representativo, federal”.55 Es de notar que mientras desde el punto de vista historiográfico Rivarola rechazaba la tesis contractualista, ya que postulaba la preexistencia de la nación sobre las provincias, no se le escapaba empero la realidad del federalismo posterior a la Independencia. Pues, al referirse a los antecedentes históricos del sistema federal, sostenía que después de la revolución la palabra federación federación   había implicado independencia y soberanía de las provincias, y juzgaba que éstas se encontraban entonces conducidas por caudillos segregacionistas y antinacionalistas. Consecuentemente, la adopción del

sistema federal en 1853 se había originado, según Rivarola, en las órdenes expresas emitidas por los gobernadores provinciales a los l os diputados al Congreso Constituyente.  

El libro de Rivarola propugnaba, entonces, la necesidad de adoptar un régimen unitario. La tesis no tuvo demasiado apoyo. Uno de sus críticos más fundamentados fue José Nicolás Matienzo en su libro  El gobierno represent representati ativo vo federal feder al en la Repúblic Repúblicaa Argenti Argentina. na. 56  La primera edición de la obra es de 1910, pero incluía como capítulos los textos de artículos periodísticos de los años noventa. Entre ellos, el comentario sobre el libro de Francisco Ramos Mejía, El Mejía, El federali feder alismo smo argentino, argentino , y la polémica con Juan Ángel Martínez por la defensa del unitarismo que este autor realizara en 1891, postura que consideraba similar a la del reciente libro de Rivarola.57  De manera que, tanto por estas referencias, como por otros rasgos del libro de Matienzo, podemos inferir que refleja también el clima intelectual de los años noventa. Matienzo cuestiona en forma tácita las afirmaciones de Rivarola y de manera explícita las sostenidas por F. Ramos Mejía en 1889. El capítulo I de su libro es un estudio comparado del federalismo en diversos países, para mostrar cómo no hay un federalismo, sino tantos como diversos países lo practican. El capítulo II, “Origen del federalismo argentino”, reproduce un artículo publicado en el diario La diario La Argentina  Argentina   en 1890, motivado por la entonces reciente edición del libro de Francisco Ramos Mejía sobre el federalismo argentino. Matienzo sigue a Ramos Mejía al destacar el papel central del municipio durante la colonia, en la Independencia y en el origen del federalismo, así como en interpretar la génesis de las provincias rioplatenses como una prolongación de las ciudades. Pero difiere de él al rechazar que la nación fuese fruto del proceso de pactos libremente celebrados, criterio que implica datar la nación argentina en la firma del Acuerdo de San Nicolás. Interpretación, ésta, que uzga propia de las doctrinas contractualistas pero no acorde con la verdad histórica ni con la doctrina evolucionista que, sostiene, profesa Ramos Mejía. La acción de las ciudades y de los cabildos, aduce Matienzo, puede explicar la formación de las provincias, pero no la posterior unión de éstas para formar las actuales naciones hispanoamericanas. Este vacío existente en la explicación de Ramos Mejía sólo se puede salvar, añade, utilizando mejor la 58 doctrina de Spencer sobre la integración política.  Por otra parte, en su opinión, los distritos de las Audiencias coloniales fueron el molde territorial de las futuras naciones hispanoamericanas.59 De manera que, según Matienzo, la doctrina que sostenía la fundación de la República Argentina a partir de la firma del Acuerdo de San Nicolás contradecía la verdad histórica. Para Matienzo, influido por el evolucionismo entonces en boga, igual que Ramos Mejía, las repúblicas hispanoamericanas no eran entidades constituidas después de la independencia sino ya existentes en época de la Colonia. Los lazos que unían en aquel entonces a las distintas partes que componían cada nación eran de índole urídica: cada una de las naciones hispanoamericanas había sido sede de una Audiencia diferente. De acuerdo con este criterio era imposible sostener que las nacionalidades hispanoamericanas hubiesen sido formadas por convenciones libres y expresamente formuladas entre las ciudades que las

componían. Esta tesis le permitía encontrar un fundamento colonial para el origen de la nación argentina: “Desde 1810 no ha dejado de existir jamás la entidad nacional, bajo los distintos nombres  

de Provincias Unidas del Río de la Plata…”, y demás.60 Consecuentemente, observa que el Congreso de 1825 fue el primero que renunció al propósito de conservar íntegro el antiguo Virreinato, dejando a su libre arbitrio a las provincias no representadas en él, las del Alto Alto Perú —o sea el distri distrito to de la Audiencia Audiencia de Charcas. La fragmentación del ex Virreinato en dos porciones, la argentina y la boliviana, se realizó fácilmente a partir del viejo marco administrativo judicial.61 Respecto de la obra de los caudillos, consigna Matienzo un juicio adverso similar al ya comentado en otros autores: Malos tiempos vinieron después. El movimiento de disolución tomó proporciones enormes y sacudió con furia tempestuosa la nacionalidad argentina. Parecía que ésta iba a desaparecer para siempre, dividida en miserables pedazos por las ambiciones de los caudillos locales; pero el amor de la patria resistió victoriosamente la segregación, conservando ante el mundo la unidad del pueblo argentino mediante la delegación del manejo de las relaciones exteriores en un solo Gobierno Gob ierno provincial. provincial . De tal manera, los gobernadores reunidos en San Nicolás en 1852 no tuvieron que crear la nación argentina como piensa Ramos Mejía, sino ver cómo dotarla de instituciones políticas. No faltaba la nación sino el gobierno nacional.62  Sólo que la resistencia violenta de las provincias a consolidar los poderes centrales y la reivindicación de su derecho a darse sus autoridades locales sin intervención del gobierno general, iniciada en 1820, incorporó definitivamente el sistema federativo a las prácticas constitucionales de la República Argentina.63  Por otra parte, la evolución hacia el sistema federal era producto de una marcha natural hacia la descentralización, una marcha natural que el impulso “semibárbaro” de Artigas Arti gas había podido ayudar momentáneamente pero que no había provocado. El capítulo final del libro de Matienzo, que lleva por título “Crítica de la Constitución”, había sido publicado en su mayor parte en La en La Prensa, Prensa, el 12 de julio de 1891. El artículo artícul o había motivado un elogio de Bernardo de Irigoyen, quien señalaba una “tendencia velada a establecer, bajo las exterioridades de la federación, un régimen esencialmente unitario”, referencia que Matienzo interpreta como una coincidencia de Irigoyen con su preocupación por el creciente poder del Ejecutivo, tendencia criticada en aquel artículo y en su libro. En este capítulo sostiene además que las imperfecciones del sistema político argentino no provienen del sistema federal, que puede y necesita ser reformado, sino de causas más generales; de manera que no es necesario ir al unitarismo para mejorar la situación política del país. En cambio, sí considera necesario quitar a las provincias las atribuciones que les confirió la reforma de 1860 —exigidas por Buenos Aires para ampararse de un posible avasallamiento

del Ejecutivo nacional— y devolvérselas al gobierno nacional, según las prescripciones originales de la Constitución de 1853.64  

El dilema del federalismo en los constitucionalistas de la Universidad de La Plata En el contexto innovador que significó en la historia universitaria argentina la joven Universidad de la Plata y, especialmente para nuestro interés, su Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales, se intentó resolver una tensión muy profunda presente en la historiografía liberal y en la historia constitucional argentina, tensión tal como la que se observa en autores como, por ejemplo, Mitre, Estrada o Del Valle. Ella era motivada por la coexistencia en sus obras de dos objetivos prácticamente incompatibles: la necesidad de conciliar la adhesión al sistema federal de la Constitución argentina, y la tendencia a repudiar y rechazar la acción y la figura de quienes habían impuesto tal régimen, los caudillos del interior y las masas, consideradas semibárbaras, de las campañas. En este sentido es preciso destacar que estas obras recogían la visión sumamente negativa del accionar de los caudillos, cuyas raíces pueden encontrarse en la introducción que, para la Galería de Celebridades Argentinas, redactara Mitre en 1857 o en las primeras versiones de la Histor la Historia ia de la Repúblic Repúblicaa Argentina  Argentina  de Vicente Fidel López.65 Los nuevos constitucionalistas, ligados a la Universidad de La Plata, resolverían esta tensión reivindicando la acción de los caudillos o, simplemente, negando que hubiese habido en ellos tendencias segregacionistas o antinacionalistas. Sin embargo, al proceder así, no cuestionaban las bases de la interpretación tradicional impuesta en materia historiográfica por Mitre y López, y en doctrina histórico-constitucional por J. M. Estrada. Es decir, la prelación histórica de la nación sobre las provincias. En la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad de la Plata se originó así una nueva tradición en materia de enseñanza y doctrina histórico constitucional.66   En este sentido es importante destacar que esta Facultad, a diferencia de su similar de Buenos Aires, se concebía no sólo como una institución dedicada a los estudios jurídicos profesionales sino también como un ámbito consagrado a los “altos estudios” en ciencias sociales, morales y políticas. Allí se nuclearon sectores marginales de la elite y grupos reformistas de la generación del centenario y se separó por primera vez el estudio de la Historia Constitucional y del Derecho Constitucional. Las cátedras de esta Facultad fueron ocupadas por figuras como David Peña, A. González Litardo, José Nicolás Matienzo, Juan A. González Calderón y Emilio Ravignani. El rasgo saliente que adquirió allí la enseñanza de la Historia Constitucional fue la ferviente defensa del sistema federal, seriamente cuestionado, como ya hemos referido, desde ámbitos políticos En cuanto al problema específiycoacadémicos. específico del balance de la acción de los caudil caudillos, los, podemos destacar que en 1906 fue designado profesor de Derecho Constitucional, en la Universidad de La Plata, David Peña,

autor de una célebre biografía reivindicatoria de Facundo Quiroga.67   Esta obra es particularmente interesante ya que, en ella, Peña sostenía que Facundo había sido siempre un firme defensor de la  

sanción de una Constitución federal. Argumentaba en esta línea que sus ideas constitucionales habían sido siempre compatibles con la integración en la “preexistente” nación argentina. En 1913 esa cátedra fue ocupada por A. González Litardo. El texto básico era por entonces la Histor la Historia ia constitucional de la República Argentina  Argentina  de Luis V. Varela. 68   Si bien, al igual que Estrada y otros autores, Varela admitía la preexistencia de la nación, se apartaba de aquéllos en lo referido al problema de los caudillos. Sostenía que en su obra como historiador y constitucionalista nunca había condenado al caudillismo argentino. Afirmaba que éste era uno de los elementos que había contribuido a constituir la nación en los primeros años de la Revolución, después de la Independencia. Al analizar el origen histórico de los caudillos insistía en el hecho de que su gestación se había producido en las ciudades a la sombra de las autoridades que los habían investido de facultades para organizar a los gauchos y levantar las campañas. Sostenía así que, al invocar la federación, no buscaban la independencia política y nunca habían dejado de reconocer la unidad nacional, a la que vinculaban estrechamente con la autonomía local.69  Por el contrario, los caudillos habían contribuido a mantener en los pueblos, por medio de los pactos interprovinciales, el sentimiento de la unidad nacional al que habían asociado desde un principio con la autonomía local. Las banderas de la integridad nacional y de la democracia habían estado así en manos de los caudillos, genuinos representantes del sentimiento de la inmensa mayoría de las poblaciones de todas las provincias. Por último, destacaba el hecho de que los caudillos nunca se habían resistido a que la nación se organizase constitucionalmente. En 1920, Juan A. González González Calderón fue nombrado profesor titular ti tular de la misma m isma cátedra. En un texto básico para los aspirantes a ingresar en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales, González Calderón retomó las ideas de Varela destacando la que consideraba una conducta nacionalista y antisegregacionista de los caudillos. En referencia directa a Ramírez, sostuvo que no estaba preocupado solo por el afianzamiento de las autonomías provinciales “sino que ansiaba la unión fraternal de todas sobre la base indestructible de la nacionalidad argentina y la igualdad de derechos entre ellas […] Su nacionalismo, que él como los demás caudillos de su época profesaban está ahora fuera de discusión”.70   También destacaba la defensa efectuada por los caudillos de los principios democráticos que habían inspirado a la Revolución de Mayo. “Era que el objeto principal de su campaña tendía a salvar los principios democráticos de nuestra revolución, conculcados primero, y luego abandonados abandonados por el gobierno directorial.” directorial .”71 González Calderón retomaba ciertos aspectos de la obra de Ramos Mejía al sostener que el federalismo sus raíces herencia colonial y enfederativos el localismo e individualismo español. Insistíaa en la tenía Insistí necesidad de tenerenenlacuenta los l os antecedentes ya expuestos por Alberdi en las Bases y, Bases  y, relegando a un segundo plano a Artigas, señalaba a Moreno como el autor de las primeras

expresiones escritas de las ideas federales. Si bien González Calderón reconocía, al igual que Ramos Mejía, el origen “ancestral” de las ideas federales, no adhería a la visión contractualista de los  

orígenes del Estado argentino sosteniendo, en relación con esa parte de la obra de Ramos Mejía, que no creía “que esta parte de su doctrina sea rigurosamente histórica, ni que ella explique la organización política que se estableció después”.72 En 1927, González Calderón publicó un trabajo dedicado a analizar el carácter y el surgimiento de la provincia como institución.73   Se trata de un texto particularmente interesante ya que fue escrito para intervenir en la discusión, entonces en vigor, sobre la nacionalización del subsuelo y los recursos petroleros hasta entonces en jurisdicción provincial. La prédica a favor de la nacionalización fue acompañada por argumentos que subrayaban con insistencia la prelación histórica de la nación ante las provincias. Aunque González Calderón se reconocía partidario de la nacionalización, consideraba que este último juicio debía ser matizado. Así, destacaba en este trabajo los esfuerzos de las provincias para afianzar la independencia nacional, organizar el Estado y acrecentar su patrimonio moral y material. Afirmó también que el principio político de la autonomía provincial tenía sus orígenes en la Real Ordenanza de Intendentes de 1782 que había legalizado la descentralización en el Río de la Plata. Ligaba así, en forma indisoluble, el principio de autonomía provincial con la acción y el papel de los cabildos cabil dos de la época colonial: Si se buscan sin apasionamientos los orígenes inmediatos de las autonomías provinciales, se encontrarán fácilmente en aquellas células esenciales que fueron los cabildos, cuya fuerza vital comprueba el hecho de que todas las provincias argentinas — con la única excepción de Entre Ríos— lleven hoy el nombre de la antigua ciudad-cabildo con su respectiva jurisdicción territorial.74 Asimismo, en este trabajo, González Calderón reafirmaba sus puntos de vista en torno del papel ugado por los caudillos en la primera mitad del siglo XIX: Los caudillos, descalificados sin mayor examen crítico por muchos historiadores, no hicieron más que facilitar, o, si se quiere, precipitar, las consecuencias de una larga evolución, con profundas raíces en el pasado y con ambiente propicio, porque fue poderosa y fecunda. La personalidad de las provincias surgió espontáneamente, aunque fuera preciso, a veces, apelar a la violencia para preservarla contra la tendencia centralista y exótica. Dígase lo que se quiera de Artigas, de Ramírez, de Estanislao López, de Bustos, de Facundo, para no nombrar sino los más conocidos, pero lo cierto es que ellos fueron instrumentos típicos del sentir colectivo de los pueblos provincianos que desarrollaban su personalidad histórica y constitucional.75

Abordó también allí el problema de los orígenes de la nación y de las provincias. Sin adoptar una posición de carácter contractualista, rechazó la perspectiva que concebía un origen de la nación anterior a las provincias y trató de demostrar su nacimiento simultáneo:  

No fue, pues, ni es ahora, el acto simple de la Nación consolidada en unidad compacta, sin el acto resultante de una conjunción feliz y espontánea del sentimiento de la nacionalidad común y la voluntad de catorce provincias preexistentes llamadas provincias federales. Más adelante, refiriéndose al problema de la prelación histórica de la nación o las provincias, se pregunta: “¿Habremos de enredarnos, acaso, en el problema inextricable de si fue primero el huevo o la gallina, o al revés? Nada nos induce a ello, porque nuestra cuestión es mucho más sencilla”. Finalmente sostenía: “La nación y las provincias son coexistentes y en su forma orgánica y jurídica es el Estado federal creado por la Constitución de 1853 en cumplimiento de pactos fraternales entre aquéllas”.76 En 1923 la cátedra de Derecho Constitucional de la Universidad de La Plata volvió a quedar vacante. En materia de doctrina constitucional, política e historiográfica, ya existía una sólida tradición. El encargado de proseguirla y profundizarla sería su nuevo titular: Emilio Ravignani. De manera que en la década de 1920 se asistirá al surgimiento de un nuevo enfoque del problema de los 77

orígenes del federalismo, federali smo, proceso en el que la obra de Ravignani ocupará un lugar lugar central. La gran preocupación de Ravignani a lo largo de toda su carrera como historiador será rastrear el germen histórico de la Constitución de 1853 y de las disposiciones en ella incluidas. Es en este contexto en el que buscaba descubrir la génesis y raigambre del federalismo y de los procesos que conducían a la firma del Pacto Federal de 1831. Ravignani buscó estas raíces no en el seno de la intelectualidad porteña sino, precisamente, en la acción y pensamiento de los caudillos y las masas del interior. Subrayó el arraigo que las ideas federales tenían en el cuerpo social de las provincias. Ésta, como noción y entidad política, había nacido casi simultáneamente simult áneamente con la nación. Ravignani destacaba el temprano origen de la institución provincia, un dato que autores de prestigio como Mitre, L. V. López, A. Del Valle y L. V. Varela habían ignorado. 78   Sin embargo, al igual que éstos, Ravignani reconocía la preexistencia de la nación y del sentimiento nacional sobre los Estados provinciales. Para Ravignani las provincias, desde los inicios del proceso independentista, habían sostenido los principios de su individualidad, personalidad y autonomía, pero siempre en el marco de la nación. En referencia a supuestas tendencias disolventes que habrían encarnado los Estados provinciales, tendencias que se habrían expresado en sus Reglamentos, Estatutos y Constituciones surgidas a partir de 1819, sostenía Ravignani: Haremos resaltar en estas constituciones el espíritu de unión que las anima, porque siempre se ha hecho la crítica de las actitudes de las provincias arguyendo que han provocado la disolución

nacional, y sin embargo nosotros encontramos en todos esos estatutos la expresa manifestación  —como acabamos ac abamos de leer lee r al final del artí ar tículo culo 2— de que los reglament regl amentos os provisori provi sorios os se di dictan ctan en en  

tanto no perjudiquen a las otras provincias pr ovincias y los generales de la Confederación.79 En este contexto el significado de la acción de los caudillos era revalorado, ya que desde un principio habrían sostenido ideas federales compatibles con la idea de nación. Como ya lo había hecho años antes L. V. Varela, Ravignani consideraba que los caudillos, incluso Artigas —a cuya reivindicación dedicó gran parte de su obra—, no habían impulsado ideas segregacionistas sino de autonomía provincial en un marco nacional. Tal era el carácter del movimiento de 1820, netamente federal y basado en las nociones de representación directa del pueblo y autonomía provincial. El año 1820 no era concebido entonces como de caos sino como punto de partida de una fecunda acción constituyente. En este marco de crisis habían triunfado ideas federales como las que Artigas había expresado en las Instrucciones a los representantes orientales a la Asamblea del año XIII. Desde aquel momento, todos los tratados interprovinciales presuponían la aceptación del régimen federal ya que ése era el sentimiento uniforme de las provincias en torno del sistema de gobierno. Los intentos de implantar un régimen unitario, como el de 1826, habían fracasado por su falta de arraigo en la opinión pública. La insistencia en el carácter federal de la acción de Artigas resultaba, en este contexto, particularmente relevante ya que era considerado el prototipo del caudillo segregacionista. Ravignani, en cambio, procuraba demostrar que Artigas había sostenido ideas federales compatibles con la incorporación en una entidad enti dad mayor, la preexistente “Nación Argentina”. Por eso Ravignani calificaba califi caba a Artigas como un caudillo “argentino”. “argenti no”. Los caudillos eran así integrados en el proceso de construcción de la nación argentina. Eran baluartes de este proceso y su acción había impuesto un sello fundamental en la formación de las instituciones que regían la Argentina desde 1853. En esta perspectiva, el ordenamiento institucional de la Argentina de la década de 1920 era también su fruto y su herencia. Con la obra de E. Ravignani culmina toda una tradición en materia de historia constitucional, cuyo antecedente notable había sido la obra de L. V. Varela. Sin embargo, el intento de renovación y “revisión” de algunos aspectos de la historia constitucional tradicional no afectó las bases ya planteadas por J. M. Estrada casi medio m edio siglo antes. Las provincias y los caudillos caudil los fueron incorporados al proceso histórico de construcción de la nación, pero la visión contractualista siguió siendo sistemáticamente descartada. Los constitucionalistas más importantes, incluso Ravignani, continuaron aceptando la idea de Estrada por la cual la nación se hallaba prefigurada desde tiempos coloniales. Era la misma imagen ya impuesta por B. Mitre y V. F. López en sus obras fundamentales; en la historia política y en la historia constitucional continuó siendo la predominante. La vigencia de esta interpretación se prolongó a lo largo de todo el siglo XX debido, entre otros factores, a la presunción de su eficacia para cimentar el sentimiento y la idea de nacionalidad. Sin embargo, la solidez y fuerza

de esta visión no contribuyeron al esclarecimiento de los múltiples y complejos procesos que culminaron con la formación y surgimiento del Estado argentino.  

Notas: 1. Texto de un artículo —parcialmente modificado— escrito en colaboración con Pablo Buchbinder y publicado en el  Anua  Anuario rio  IHES,, Instituto de Estudios Histórico-Sociales,  IHES Histórico-Sociales, Universidad del Centro de la Provincia de Buen Buenos os Aires, nº 7, 1992 1992.. 2. Véase José Carlos Chiaramonte, Ciudades, provincias, Estados: Orígenes de la nación argentina (1800-1846) , Buenos Aires, Ariel, 1997; 2ª ed., Buenos Aires, Emecé, 2007. 3. En adelante, en este capítulo, la expresión “contractualismo” y sus semejantes referirán a esta tendencia de la historiografía constitucionalista argentina y no a las doctrinas modernas respecto del pacto o contrato social. 4. De alguna manera, este debate tuvo precedentes en el Congreso Constituyente de 1824-1826: véase Actas del Congreso Nacional de 1824, Sesión del 4 de mayo de 1825, en Emilio Ravignani [comp.],  Asamblea  Asambleass co constituye nstituyentes ntes aargen rgentinas tinas,, tomo I, 18131833,, Buenos Aires, Insti 1833 Instituto tuto de Investigaciones Históricas de la Facultad de Filosofía y Letras, 1937, pág pág.. 133 1330. 0. 5. Respecto del surgimiento y difusión del princ del  principio ipio de las nac naciona ionalidad lidades es,, véase Eric Hobsbawm, La Hobsbawm, La era e ra del cap capitalismo, italismo, vol.  vol. 1, Madrid, Punto Omega/Guadarrama, 1977, cap. 5, “La fabricación de naciones”. Del mismo autor: Nation autor:  Nationss and Nation Nationalism alism since 1780. Programme, mith, reality, reality , Cambridge, Cambridge University Press, 1990, págs. 14 y ss. 6. D. F. Sarmiento, “Hechos y repulsiones que han preparado la Federación Argentina”,  El Nacional Nacion al,, 13/12/1856. Reproducido en D. F. Sarmiento, Obras completas, completas, tomo XVIII, Buenos Aires, Luz del Día, 1950, pág. 25. 7. D. F. Sarmiento, Comentarios de la Constitución argentina, argentina , ob. cit., cit., tomo VIII, pág. 111. 8. D. F. Sarmiento, Comentarios de la Constitución, Constitución , ob. cit., pág. 29. La primera edición, con el título de Comentarios de la Constitución de la Confederación Argentina,   apareció en Santiago de Chile, en septiembre de 1853. Consecuente con su criterio, informa de las fuentes norteamericanas que utiliza: “Hemos seguido las doctrinas de Joseph Story, consultando su grande Comentario, en todos los puntos constitucionales que son de idónea contextura con lo que nuestra propia Constitución abraza” (pág. 30). Al respecto, puede verse también la obra de Pedro Scalabrini Concordancia del Derecho Público argentino con el Derecho  Público nor norteameric teamericano ano,, Paraná, 1875. 9. Desde la década de los 50 podemos advertir un intenso movimiento orientado a la traducción y difusión de textos de constitucionalistas norteamericanos. Estos trabajos son utilizados como fuentes básicas para la interpretación del sistema políticoconstitucional argentino. Entre otros casos podemos mencionar la traducción de las obras de J. Ticknor Curtis,  Historia del orige origen, n, formación y adopción de la Constitución de los Estados Unidos, Unidos , Buenos Aires, 1866 —traducida por J. L. Cantilo y prologada por D. Vélez Sarsfield—, y de J. Kent, Del Kent,  Del gob gobierno ierno y jurispru jurispruden dencia cia con constitucion stitucional al de los Estado Estadoss Unido Unidoss, 1865. El traductor de esta última, A. Carrasco Albano, afirma en una nota introductoria: “[…] acometimos, no obstante, con entusiasmo nuestra laboriosa tarea, bajo la impresión de que haríamos un servicio con facilitar un conocimiento más perfecto del sistema político de la gran República del Norte, como la suprema y única fuente a que debemos apelar los sudamericanos sobre esta materia”. J. Kent, ob. cit., pág. 1. 10. Bau tista Al Alberdi, berdi, Estudios  Estudios sob sobre re la Cons Constitución titución arge argentina ntina de 11853 853,, Buenos Aires, Jackson, s/f., pág. 33. 10 . Juan Bautista 11 11.. J. B. Alberdi, Derech Alberdi,  Derechoo ppúblico úblico pro provincia vinciall arg argentino entino,, Buenos Aires, La Cultura Argentina, 1917, pág. 133. 12 12.. J. B. Alberdi, Bases Bases,, Buenos Aires, Plus Ultra, 1982, pág. 153. 13.. Véase Marcial Candiotti, “Bibliografía doctoral de la Universidad de Buenos Aires y catálogo cronológico de las Tesis en su 13 primer centenario 1821-1920”, Revista 1821-1920”,  Revista de d e la Un Universida iversidadd ddee Buen Buenos os Aires Aires,, 1920, págs. 5 y ss. 14.. Florentino González, Leccione González,  Leccioness de d e De Derecho recho Cons Constituciona titucionall , Buenos Aires, 1869. Hubo una segunda edición: París, 1871. Para 14 la historia de la enseñanza del Derecho y de la Historia Constitucional Argentina, véase el capítulo segundo de Emilio Ravignani,  Historia con constitucion stitucional al de la Repúb República lica Argen Argentina tina , Buenos Aires, Peuser, 1930. Asimismo, Carlos R. Melo, “Algunos antecedentes sobre la enseñanza del Derecho Constitucional en las universidades argentinas”, Investig argentinas”, Investigacio aciones nes y En Ensayo sayoss, nº 6-7, enero-diciembre de 1969. 15 15.. Frederick Grimke, Considerations upon Nature and Tendency of Free Institutions , Cincinnati, Derby, 1848, citado por González, ob. cit., págs. 155 a 168. 16. 16 . F. González, ob. cit., pág. 5. 17 . J. V. González,  Manua 17.  Manuall ddee la Cons Constitución titución Argen Argentina tina , Buenos Aires, Ángel Estrada, s/f., pág. 74. La primera edición de esta obra data de 1897.

18 . José Manuel Estrada, Curso de Derecho Constitucional, 18. Constitucional , 3 vols., Buenos Aires, 1901, tomo I, pág. 37, nota. La obra, editada por sus hijos luego de su muerte, se compone de los trabajos que Estrada publicó en 1880 en la  Revista Argentina Arg entina —  — caps. I, II, IV, V, VI y VII—, de una conferencia sobre Instrucción Cívica del año 1869 —ubicada a manera de Introducción—, y de las versiones  

taquigráficas de sus clases. Todo esto, ordenado según el programa de la materia de 1878. 19 . J. M. Estrada, Curso de Derecho Constitucional, 19. Constitucional, Buenos Aires, Aires, 1901, pág. 187 187.. 20.. Julián Barraquero, Espíritu Barraquero, Espíritu y prá práctica ctica ddee la Co Constitució nstituciónn argen a rgentina tina,, Buenos Aires, Aires, 1889, pág. 14 147. 7. 20 21 . Ibídem, ob. cit. pág. 180. 21. 22 . Martín Goitía, Poderes 22. Goitía, Poderes con concurrentes. currentes. Disertació Disertaciónn presentad presentadaa a la Faculta Facultadd de Derecho y Ciencia Cienciass Soc Sociales iales , Buenos Aires, 1895, pág. 17. 23.. Adolfo Saldías, Ensay Saldías, Ensayoo so sobre bre la Cons Constitución titución arge argentina ntina,, Buenos Aires, Aires, 1878, pág. 10 106. 6. 23 24 24.. Bartolomé Mitre, Arenga Mitre, Arengass, La Nación, Buenos Aires, 1902, pág. 51; Biografía de Belgrano, Belgrano , 1858, pág. 11. Sobre estas cuestiones puede verse José L. Romero, “Mitre, un historiador frente al destino nacional”, Argentina: nacional”,  Argentina: imágen imágenes es y persp perspectivas ectivas , Buenos Aires, Aires, 1956, págs. 117-158. 25 . Luis L. Domínguez, Historia 25. Domínguez,  Historia arge argentina ntina,, Buenos Aires, 1862. 26. Plata , Buenos Aires, 1862. 26 . Juana Manso, Compendio de la Historia de las Provincias Unidas del Río de la Plata, 27 . Benigno T. Mart 27. Martínez, ínez, Curso elemental de Historia Argentina, Argentina , Buenos Aires, 1885, tomo II. 28 . Clemente Fregeiro, Leccione 28. Fregeiro,  Leccioness de Historia Argen Argentina. tina. Desde las invas invasiones iones ingles inglesas as has hasta ta nue nuestros stros días, 180 1807-18 7-1885 85 , Buenos Aires, Air es, 1896, ppág. ág. 34. 29. 29 . Ibídem, pág. 181. pág. 361. 30 . Vicente F. López, Manua 30. López,  Manuall de la Historia Argen Argentina tina,, Buenos Aires, Rosso, 1934, 31 31.. Nicanor Larrai Larrain, n, Compendio de Historia Argentina para el uso de las escuelas y colegios de la República, República , Buenos Aires, 1883, y José Manuel Estr Estrada, ada, Leccione  Leccioness de Historia Argentin Argentinaa , en Obras completas, completas, tomo II, Buenos Aires, 1898, pág. 101. 32.. Montes de Oca renunció y fue reemplazado por C. Rodríguez Larreta, que ocupó la cátedra hasta 1907. 32 33 . Lucio V. López, Curso de Derecho Constitucional. Extracto de las conferencias dadas en la Universidad de Buenos Aires , 33. Buenos Aires, 1891. 34 34.. La obra carece de Introducción. Luego de un breve capítulo de definiciones generales, en el que destaca su crítica del contractualismo del siglo XVIII y su elogio a Stuart Mill —a quien adjudica un papel en el siglo XIX similar al de Locke en el XVIII  —, y de ootro tro cap capítulo ítulo ddedicad edicadoo al estud estudio io de la forma mon monárqu árquica, ica, el ccapítulo apítulo tercero in introdu troduce ce yyaa la hhistoria istoria po política lítica argen argentina. tina. 35. Constitucional, ob. cit., pág. 49. 35 . L. V. López, Curso de Derecho Constitucional, 36 36.. Ibídem, pág. 97. La observación sobre la inexistencia de un régimen electoral no es válida, aunque esto no invalida el argumento del autor. La realidad es que sí existía un régimen electoral, estatuido a comienzos de 1809 para elegir diputados a la Junta Central del reino: véase Ju Julio lio V V.. Gon González, zález,  Filiación histórica del ggobier obierno no representativo argentino . Libro I: La I: La revolución revolu ción de  Españaa , Buenos Aires, La Vanguardia, 1937, págs. 9 y ss.  Españ 37. Valle,  Nociones nes ddee Dere Derecho cho Cons Constituciona titucionall, Buenos Aires, Aires, 1897, pág. 384 384.. 37 . Aristóbulo del Valle, Nocio 38. 38 . Ibídem, págs. págs. 99, 360 y 362. 39 39.. Ibídem, pág. 387 40 . Ibídem, pág. 384. 40. 41.  Leccioness de Derecho Cons Constituciona titucionall , Buenos Aires, Aires, 1897, 2 vols., Buenos Air Aires, es, 1902 y 190 1903, 3, vol. I, 41 . M. A. Montes de Oca,  Leccione pág. 384. 42.. M. A. Montes de Oca, ob. cit. La obra de Montes de Oca se estructura como comentario al texto constitucional argentino, sin 42 parte histórica separada. 43 43.. Francisco Ramos Mejí Mejía, a, El  El federalismo federa lismo aargen rgentino tino,, Buenos Aires, La Cultura Argentina, 1915, pág. 268. 44. 44 . Ibídem, pág. 70. 45 . Ibídem, pág. 271. 45. 46 . Leandro N. Alem, “Anormalidad y violencia del centralismo”, Autono 46. centralismo”,  Autonomismo mismo y centra centralismo lismo,, Buenos Aires, Raigal, 1954, pág. 7. Se trata de una compilación de discursos parlamentarios de Alem efectuada y prologada por Gabriel del Mazo. 47. 47 . Ídem. 48 . Ibídem, págs. 13 y 14. 48. 49 . L. N. Alem, “Discurso en la Cámara Provincial (12 y 15 de noviembre de 1880)”, en Isidoro Ruiz Moreno,  La federa 49. federalización lización

de Buenos Aires, Aires, Buenos Aires, Aires, 1986, pág. 24 241. 1. 50. 50 . Ibídem, pág. 211. 51 . Una exposición y explicación más breve y sencilla de este proceso, en Emilio Ravignani, Historia 51. Ravignani,  Historia con constitucion stitucional al de la  

 Repúb lica ar  República argen gentina tina,, ob. cit., cap. 2. 52 . En esta época se conocieron los trabajos de un grupo de universitarios ”que justo es reconocerlo han sido los fundadores, en 52. nuestro país, de una ciencia política descriptiva y explicativa, dueños de una capacidad crítica que les permitió penetrar en una realidad encubierta por la fraseología y la retórica entonces en boga”. N. Botana, “La reforma política de 1912”, en M. Giménez Zapiola, El Zapiola,  El régimen oligá oligárqu rquico ico,, Buenos Aires, Amorrortu, 1975, pág. 235. 53 53.. Rodolfo Rivarola fue un destacado jurista y profesor universitario de la primera mitad del siglo XX. Se dedicó especialmente a la enseñanza y a la elaboración de estudios sobre casi todas las ramas del derecho. Además de su reconocida autoridad en Derecho Constitucional, fue un famoso penalista y decano de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de La Plata entre 1905 y 1906.  política de la Argentin Argentinaa , Buenos Aires, Peuser, 1908, pág. VII. 54. Rivarola, Del régimen rég imen fed federativo erativo al uunitario. nitario. Estudio sobr sobree la oorga rganizac nización ión 54 . Rodolfo Rivarola, Del 55 . Ídem. 55. 56. Matienzo, enzo, El  El gobierno gob ierno repre representa sentativo tivo federal fed eral eenn la Repúb República lica Arge Argentina ntina,, Madrid, América, s/f. 56 . José Nicolás Mati 57 . “Los defectos de la práctica constitucional bosquejados en los capítulos anteriores han sido a veces imputados al régimen 57. federal, sobre todo después de 1880, en que la influencia centralista del gobierno nacional empezó a crecer en vigor y prestigio. Fruto de esa influencia fue el libro publicado en 1891 por el Dr. Juan Ángel Martínez, bajo el título de Sistema político argentino”, argentino ”, pág. 328. Y anota a pie de página: “El Dr. Rodolfo Rivarola, en su reciente libro Del libro  Del régimen rég imen fed federativo erativo al un unitario itario,, ha reproducido y ampliado los argumentos argu mentos del Dr. Martínez en favor del sistema unitario”. 58 . J. N. Matienzo, ob. cit., pág. 46. 58. 59. 59 . “[…] los distritos de las audiencias eran los agregados más compactos de la sociabilidad colonial y contenían fuerzas bastantes para resistir, dentro de sus límites, la acción de las fuerzas que disolvían el imperio hispanoamericano.” Ibídem, pág. 55. 60 . Ibídem, pág. 59. 60. 61. 61 . Esa fragmentación “se efectuó en 1825 con la sencillez de una operación natural, obedeciendo cada provincia a la fuerza de conexión del agregado judicial a que había pertenecido durante la colonia”. Ibídem, pág. 58. 62 62.. Ibídem, págs. 58 y 59. 63. 63 . Ibídem, pág. 60. A esto sigue una interpretación del federalismo según las leyes de Spencer, como fruto de su acción integradora, a la vez que de efectos heterogéneos, sobre la masa social. Ibídem, pág. 61. 64 64.. Es interesante observar que, en consonancia con las tendencias unitarias, en 1913, en su programa mínimo, el Partido Socialista propone la supresión del Senado, de los gobiernos y legislaturas provinciales y reivindica el principio de autonomía municipal. 65. Mitre, “Introducción a la Galería de Celebridades Argen Argentinas”, tinas”, Obras completas, completas, vol. XI, Buenos Aires, Kraft, 1942, 65 . Bartolomé Mitre, págs. 19 a 23. 66.. Rodolfo Rivarola, como ya señalamos, fue una de las figuras más destacadas de la generación del centenario y desarrolló una 66 extensa actividad académica. Cuando era decano de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de La Plata impulsó la reforma del plan de estudios de la carrera de Derecho, que había sido, hasta ese momento, similar al de Buenos Aires. E. Ravignani, “Prólogo”,  Historia con constitucion stitucional al de la Rep República ública Argentin Argentinaa , Buenos Aires, Peuser, 1930. 67 . David Peña, Juan Facundo Quiroga, 67. Quiroga , Buenos Aires, 1904. Hay una edición reciente en Buenos Aires, Hyspamérica, 1986. Se trata de la recopilación de una serie de conferencias pronunciadas por el autor durante 1903 en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. 68 68.. Luis V. Varela, Historia Varela,  Historia con constitucion stitucional al de la Repú República blica Argen Argentina tina,, 4 vols., La Plata, 1910. Esta obra fue impresa en la Imprenta oficial del Estado Estado bbonaerense. onaerense. 69.. En referencia a esta última cuestión, afirmaba Varela: “Esa “Esa unidad existía como un hecho indiscutible, irr irrevocable, evocable, su superior perior a la 69 misma fuerza y voluntad de los caudillos. La unidad nacional era la obra de tres siglos de dominación española en los que todo el territorio estuvo gobernado por un poder central; y era la obra de la revolución, que había continuado considerando a las Provincias del Río de La Plata como a una unidad en la guerra que sostenían contra un enemigo común”. Ibídem, pág. 335. 70 . Juan A. González Calderón, Historia 70. Calderón,  Historia de la org organiza anización ción con constitucion stitucional al,, Buenos Aires, Lajouane, 1930, pág. 86. 71. 71 . Ibídem, pág. 84. 72 . Juan A. González Calderón, Introd 72. Calderón,  Introducció ucciónn aall Derech Derechoo ppúblico úblico pro provincial vincial,, Lajouane, Buenos Aires, 1913, pág. 54.

73 . Juan A. González Calderón, La 73. Calderón,  La person per sonalida alidadd hhistórica istórica y co constitucio nstitucional nal ddee las prov provincias incias,, Buenos Aires, 1927. 74.. Ibídem, pág. 26. 74 75. 75 . Ibídem, pág. 28.  

76 76.. Ibídem, págs. 42 a 46. 77 . “En la década del 20 se puso mano a una interpretación objetiva del federalismo, su gesta y sus figuras representativas; solo el 77. recrudecer de la lucha y apasionamientos políticos, después de 1930, cegarían, en gran parte, ese impulso inicial”. Roberto Etchepareborda, “Historiografía del federalismo”, Investig federalismo”,  Investigacion aciones es y Ensay Ensayos os,, nº 14, Buenos Aires, enero-junio de 1973, pág. 107. 78.. No era éste el caso de Juan A. González Calderón, quien sí habría advertido esta cuestión. 78 79 . E. Ravignani, Historia 79. Ravignani,  Historia constituc c onstituciona ionall de la Repúb República lica Arge Argentina ntina,, ob. cit. pág. 25.

 

Revisión del revisionismo: Orígenes2.del revisionismo histórico argentino1 ◆

En la consideración del llamado “revisionismo histórico” argentino es habitual ubicar sus orígenes luego de la crisis política de 1930, a la par que vincularlos a la depresión económica del período. Sin embargo, un mejor conocimiento de la historiografía de fines del siglo XIX y comienzos del XX obliga a una sustancial corrección de esta perspectiva. Ca Cambio que a la vez que permite rectificar una cronología, logro posiblemente no demasiado trascendente, obliga a reconsiderar tanto la sustancia historiográfica del fenómeno como la naturaleza de los subproductos políticos que a partir del comienzo de los años treinta suelen reunirse bajo aquel rótulo. En primer lugar, no está demás recordar que la expresión “revisionismo histórico” es equívoca porque denomina a una corriente historiográfica con un concepto que es sustancial al trabajo del historiador, así como ineludible en toda labor de investigación de cualquier disciplina. Todo historiador es necesaria y obligadamente revisionista, dado que, si algo nuevo tiene que decir, está obligado a revisar, variando lo que haya que variar, lo hecho hasta el momento. m omento. Las definiciones como punto de partida de una investigación son miradas mi radas con disgusto, creo que con razón, no sólo en las ciencias naturales y exactas, sino también en las sociales. Partir de una definición supone considerar que se ha alcanzado la verdad definitiva en un campo dado, algo en verdad cuestionable, o que al menos existe consenso entre los especialistas respecto de la naturaleza de lo que se estudia, realidad poco frecuente. En relación con el uso corriente de la expresión “revisionismo

histórico” en la historiografía argentina, el intento de acuñar una definición escollaría, como es lógico, en un conjunto de cuestiones sobre las que no hay consenso. Por ejemplo, ¿es o no, total o parcialmente, una de las facetas del nacionalismo argentino? En tal caso, ¿es simplemente su  

antiliberalismo el rasgo esencial, o más limitadamente la reivindicación de algunas figuras desacreditadas por la mayor parte de la historiografía anterior, como la de Juan Manuel de Rosas? En este último caso, ¿se puede considerar revisionistas a autores antirrosistas como el santafesino José Luis Busaniche, panegirista del caudillo Estanislao López? Preguntas que no agotan las referidas dificultades. De modo que, para el propósito de esta exposición, nos bastará recordar algunos de los rasgos sobre los que suele haber coincidencia. En particular, que con la expresión revisionismo histórico se ha designado la obra de un conjunto de autores que, a partir aproximadamente de 1930, impugnan lo que consideran una peculiar interpretación del pasado argentino, arbitraria e intencionadamente deformada, que habría sido generalizada entre los intelectuales y perpetuada por la enseñanza estatal, por motivos que pueden ir desde un “liberalismo extranjerizante” hasta odios familiares heredados por los historiadores más destacados, como López y Mitre. A esa visión de la historia, los autores denominados revisionistas buscarían reemplazarla por otra más acorde con lo que consideran la “verdad histórica” y de esta manera reparar la injusticia que habría condenado al infierno historiográfico a personajes como Rosas o los caudillos provinciales. Por añadidura, la importancia de observar, como lo vamos a hacer ahora, que la mayoría de esos rasgos son muy anteriores a 1930, y que en su conjunto fueron proclamados como un necesario programa de renovación historiográfica, en aras de la “verdad histórica”, por los historiadores académicos de las primeras décadas del siglo XX, consiste en que nos proporcionaría un excelente punto de partida para analizar una de las tantas expresiones de uso político de la historia, que de alguna manera pueden incluirse en lo que en los últimos tiempos se denomina “invención de tradiciones”.

Rosas en la crítica de la nueva historiografía Es habitual identificar al revisionismo histórico con la apología de Juan Manuel de Rosas. Sin embargo, entre los que podríamos denominar, provisoriamente, los primeros revisionistas, la referencia a Rosas fue distinta de la que constituirá una de las claves de lo que podemos llamar el segundo revisionismo. Esto es, distinta, por un lado, de la apologética con que éste trató la figura de aquellos personajes y, por otro, sin el sesgo ideológico antiliberal que caracterizó a su mayor parte. Una primera diferencia, no la más sustancial para dar cuenta de ella, es la que surge en los historiadores de comienzos del siglo XX, paralelamente al proceso de profesionalización que los distingue; 2  esto es, la demanda de objetividad histórica, basada en las normas eruditas que, con su

apelación a la compulsa rigurosa de fuentes primarias, caracterizó a la llamada Nueva Escuela Histórica (Levene, Carbia, Ravignani y otros), demanda que aquellos historiadores trataron de  

satisf acer y que luego de 1930 se constituyó frecuentemente satisfacer frecuentem ente en un eslogan propagandístico. propagandístico. En nombre de esa objetividad e imparcialidad que consideraban esencial al historiador, y del máximo respeto posible a las reglas del oficio, que obligan a fundar adecuadamente en series documentales lo que se afirma, historiadores que actuaban durante las tres primeras décadas del siglo XX se propusieron reingresar en la historia argentina a la figura de Juan Manuel de Rosas. La historiografía hasta entonces vigente lo había desterrado de sus trabajos, con algunas excepciones como las de Saldías o Quesada, al punto que, por ejemplo, los cursos de Derecho Constitucional dictados en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires por Lucio V. López desde 1884 a 1894, y por Aristóbulo del Valle de 1894 a 1896, pasaban por alto la época de Rosas aduciendo la ausencia de legalidad durante el período. perí odo.3 Pero la mayor diferencia que separa a una y otra etapa de esta consciente tendencia a cambiar de manera sustancial la visión del pasado estriba justamente en las motivaciones del tratamiento de temas como el de Rosas o el de los caudillos. En un caso, el de los “primeros revisionistas”, con el propósito de revalorizar el presunto federalismo de aquellos personajes como elemento constitutivo de la nación argentina organizada a partir de 1853, e insertarlo en un cuadro histórico que resultara propicio al necesario reajuste del régimen representativo del Estado federal argentino. En el otro, como instrumento de impugnación de ese régimen representativo. En el primer caso, entonces, se trataba de una tendencia que de alguna manera reflejaba una situación de profunda inquietud respecto de la vida institucional del país, inquietud resumida en lo que podemos llamar la crisis del federalismo,4 que produjo obras y debates de intensidad en los años de tránsito de un siglo al otro. En el segundo caso se trataba de una tendencia que reflejaba otro tipo de crisis y preocupaciones: la crisis social, el temor a la “rebelión de las masas”, que luego de las revoluciones mexicana y rusa, y de los disturbios sociales vividos en el país, generaron una sensación colectiva de riesgo ri esgo de una “revolución social”. El trasfondo de ese otro gran conflicto puede explicar parte de las motivaciones de esa real “invención de una tradición”, este esfuerzo por hacer del representante de una de las entidades rioplatenses soberanas de la primera mitad del siglo XIX — uno de cuyos objetivos fue la tenaz oposición a una organización constitucional que privara a Buenos Aires de los factores de su primacía sobre el resto de la provincias rioplatenses—, el campeón de la unidad nacional. Así como la conciencia de una riesgosa crisis del federalismo abierta luego de 1880 es un innegable trasfondo del interés historiográfico por el papel de los caudillos federales en la historia, la percepción de otro gran conflicto —no nuevo pero exacerbado en la temerosa previsión de gran parte de la intelectualidad y los políticos del país por las consecuencias de la crisis económica de 1929— contribuye a elaborar la

imagen de Rosas como un conspicuo defensor del orden social y de los intereses de las clases dirigentes. Ya el Rosas de Carlos Ibarguren retomaba estos aspectos de la tradición construida respecto del  

personaje, dibujando la imagen de un dirigente que subía al poder apoyado en todas las clases de la sociedad porteña, incluido “el rancio núcleo del patriciado porteño” que “le miraba como a uno de los suyos”.5  Y así como más tarde se construiría la imagen de un Rosas antiimperialista y socialista, Ibarguren nos entregaba la figura de un lúcido, incluso liberal, constructor de un orden social basado en el respeto a sus sectores dirigentes.

Una expresión programática de la actitud revisionista en 1910 Pero antes de seguir adelante creo conveniente examinar algunos textos en los que se puede advertir cómo están ya formulados los argumentos característicos del revisionismo mucho antes del nacimiento del “segundo” revisionismo. En enero de 1910, en la Introducción a su historia constitucional del país, Luis V. Varela —vástago de una destacada familia de intelectuales y políticos del siglo XIX, importante funcionario judicial y profesor universitario— hacía explícita una especie de manifiesto del cambio que requería la forma de hacer historia en la Argentina: “…la historia de la República Argentina necesita ser rehecha”, proclamaba, y para eso es necesario “rectificar los errores que hemos repetido hasta ahora, aun cuando muchas veces estuviésemos convencidos de que no era la verdad histórica la que propagábamos”. Y con inequívoca alusión a Vicente Fidel López y a Bartolomé Mitre, observaba luego que una vez finalizada la etapa, bastante reciente, de revoluciones, guerras y anarquía en el país, […] nos vimos forzados a aceptar como historiadores a los mismos hombres que habían ocupado la escena política y literaria en la otra mitad del siglo, y que nos han narrado los sucesos en que sus genitores o ellos mismos figuraron como actores inmediatos. Es imposible, continuaba, que en tales condiciones las pasiones y afectos no influyan sobre el criterio del historiador. El resultado ha sido que el pueblo repite sus enseñanzas, “formando así una especie de veredicto popular, que consagra definitivamente sus narraciones y sus juicios”, pese a que son muchos los errores difundidos al amparo de la autoridad indiscutible de esos historiadores. Se han falseado los hechos —agregaba—, se han creado o destruido reputaciones, se han cometido anacronismos sin cuento y, finalmente, se han pronunciado juicios sobre hombres y sobre acontecimientos que no tienen el asentimiento de la posteridad.

La historia de la República debe comenzar a escribirse ahora, continuaba, cuando luego de un siglo transcurrido transcurri do desde los sucesos de mayo de 1810  

[…] los descendientes actuales de los hombres que en ellos figuraron, ya no tienen el derecho de tomar como ofensas de familia el criterio desfavorable, y hasta condenatorio, con que se juzgue la conducta pública de sus antepasados. ant epasados. Luego de esta caracterización de lo que en esos años se calificaba de “historia de familia”, en alusión a los casos personales de López o de Mitre, le contraponía una forma de hacer historia atenta a los hechos y basada “en el estudio de los documentos”, expresión subrayada por el autor. Por último, advertía que en su obra había buscado hacer […] una historia de la República Argentina, Argentina , y no exclusivamente de Buenos Aires, Aires , como la mayor parte de las Histor las Historias ias Argenti Arge ntinas nas que  que hasta ahora se han publicado. Y finalizaba su Introducción con las siguientes declaraciones: […] habremos contribuido, con este trabajo, t rabajo, a que la verdad se haga en la historia, historia, librando, a las generaciones que vienen, de la tiranía de la mentira, de la fantasía y de las pasiones, que han pesado hasta ahora sobre todos, desde los niños, a quienes se les enseña en las escuelas, como el evangelio argentino, pasajes y acontecimientos acontecim ientos que no han sucedido, hasta los hombres de estado, que denigran todavía la memoria de próceres o endiosan héroes que no han existido, sugestionados siempre, por las leyendas repetidas en la cátedra, en el hogar y hasta en los Parlamentos.6 Como se ha podido comprobar en lo transcripto, en estas reflexiones y declaraciones programáticas de Varela, Varela, publicadas en 1910, están contenidos varios de los argumentos ar gumentos que caracterizarán caracterizar án más tarde la retórica del revisionismo argentino. Cabe agregar, respecto de los puntos de vista de Varela, que no se trataba de una opinión aislada, sino de algo que se conformaba ya como una tendencia crítica respecto de la historiografía vigente, a la vez que como un programa de trabajo que aunaba la adscripción a las normas metodológicas simbolizadas por la reiterada consigna de la verificación documental, al objetivo de dar cabida a personajes, sucesos y espacios que habían estado ausentes hasta entonces de la historiografía argentina. Por ejemplo, la necesidad de rever juicios como los acuñados sobre el período de Rosas, o de apartarse en lo que fuese necesario de la orientación marcada por las obras de Bartolomé Mitre y Vicente Fidel López, fue declarada por Ricardo Rojas, Rojas, utilizando util izando el concepto mismo mism o de revisión, y por Rafael Obligado en una reunión tan significativa como la inauguración de la cátedra de Literatura

Argentina en la Facultad de Filosofía y Letras en 1913.7 Afirmó entonces Rojas: La tiranía de Rosas ha sido considerada siempre como la época más nefanda y estéril de nuestro  

país. Es, acaso un concepto que llegará a reverse, sino comienza a reverse ya ya..8  [Destacado nuestro.] Y por su parte, Obligado declaraba que no sabía […] hasta qué punto puede darse por investigada y escrita nuestra historia política y militar, ni si la respetabilidad de los nombres de B. Mitre y V. F. López, citando solo sus artífices mayores basta para que demos realizada aquella tarea, al menos en cuanto se refiere a las épocas de la colonia y la independen i ndependencia. cia. Y agregaba: No se falta el respeto que especialmente en esta casa se debe a nuestros dos ilustres historiadores, afirmando que nuevas investigaciones, con metodología más racional, más científica, y por eso más verdadera y humana pueden hacernos dudar de la exactitud exacti tud de sus conclusiones en los l os hechos o de la verdad de la pincelada fisiognómica fisi ognómica de sus héroes.9 Esta tendencia tuvo también, además de la Facultad de Filosofía, otro ámbito de desarrollo en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad de la Plata, en la que se originó una nueva orientación en materia de enseñanza y doctrina histórico constitucional. Ella fue reflejada en una reforma del plan de estudios que separó por primera vez la enseñanza de la Historia Constitucional de la del Derecho Constitucional. En esa Facultad se nuclearon personalidades marginales de la elite y reformistas de la generación del centenario. Allí enseñaron David Peña, José Nicolás Matienzo, Juan A. González Calderón y Emilio Ravignani —quien ocupó la cátedra de Historia Constitucional en 1923. La mención de estos nombres es significativa. David Peña, repetimos, había pronunciado en 1904, en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, una serie de conferencias sobre Facundo Quiroga, no precisamente laudatorias, pero que por el solo hecho de ocuparse del personaje provocaron un sonado escándalo en la Facultad y repercutieron también en el seno de la Junta de Historia y Numismática.10 Por su parte, González Calderón dio amplia acogida en su obra constitucional al estudio del federalismo y a la reivindicación del papel de las provincias y de los caudillos en la formación de la nación argentina. En 1927 publicó La publicó La personalidad personal idad histórica hist órica y constituci consti tucional onal de las provincias en provincias en la que, por ejemplo, afirmaba:

Los caudillos, descalificados sin mayor examen crítico por muchos historiadores, no hicieron más que facilitar, o, si se quiere, precipitar, las consecuencias de una larga evolución, con  

profundas raíces en el pasado y con ambiente propicio, porque fue poderosa y fecunda. La personalidad de las provincias surgió espontáneamente, aunque fuera preciso, a veces, apelar a la violencia para preservarla contra la tendencia centralista y exótica. Dígase lo que se quiera de Artigas, de Ramírez, de Estanislao López, de Bustos, de Facundo, para no nombrar sino los más conocidos, pero lo cierto es que ellos fueron instrumentos típicos del sentir colectivo de los pueblos provincianos que desarrollaban su personalidad histórica y constitucional.11 Pero ya mucho antes, en su Introducci su Introducción ón al Derecho públ público ico provincial  editado en 1913, González Calderón había expuesto los rasgos fundamentales de lo que sería luego la versión más generalizada sobre la génesis del federalismo argentino. En el capítulo I, “Las provincias argentinas”, desarrolla la concepción, que luego se hace clásica pese a su debilidad, de que el federalismo argentino se basa en la descentralización dispuesta por la Ordenanza de Intendentes y en la reacción de las provincias a la forma despótica de actuar por parte de Buenos Aires luego de la Revolución de Mayo. De manera que en lugar de la visión condenatoria del período colonial, sostiene un criterio elogioso del régimen de Intendencias, así como para el período posterior a 1810 reivindica la postura de las provincias, incluida la obra de los caudillos. En esta visión de la génesis del federalismo, provincias y caudillos aparecen como meritorios constructores de la nación, mientras se traslada la culpa de los conflictos del período a la l a obcecación de Bueno Buenoss Aires.12

Los historiadores provinciales En realidad, argumentos como los de González Calderón o Ravignani habían sido ya expuestos por historiadores provinciales empeñados en reivindicar las figuras de los líderes locales y de su lucha por el federalismo. La visión denigratoria de los líderes políticos provinciales en la historiografía desarrollada en sintonía sint onía con la obra de López y ddee Mitre Mitr e no pudo menos que motivar, en las provincias más afectadas, la reacción de intelectuales que generalmente eran también políticos locales. Ya desde las últimas décadas del siglo XIX estos hombres publicaban trabajos periodísticos, folletos y libros en los que se indagaba el pasado provincial, desde aspectos particulares de la geografía, las costumbres o las efemérides hasta la historia política, entre otros temas de interés para el público local, y que en algunos casos abordaron la publicación de extensas historias provinciales, como la de Entre Ríos, de Benigno Martínez, la de Santa Fe, de Manuel M. Cervera, o la de Corrient Corrientes, es, de Hernán F. Gómez. Gómez.13 Es rasgo común a todas ellas comenzar amparándose en las normas metodológicas de la historiografía de la época, haciendo énfasis en la crítica del influjo de las pasiones y de los juicios

partidistas en la labor histórica, a la vez que la apología a la búsqueda imparcial de la “verdad histórica” mediante la compulsa de documentos. Estos criterios reflejaban la difusión en el país de las normas metodológicas que el positivismo historiográfico había consagrado como base para la  

conversión de la Historia en una ciencia. Se trata de argumentos que estamos acostumbrados a leer en obras más conocidas, como las de los autores de la Nueva Escuela Histórica, también constituirán, posteriormente, un lugar común del revisionismo histórico. En estos textos que tan tempranamente con el de Martínez (1900) o el de Cervera (1906) anticipan muchos de los principales argumentos de los historiadores de la Nueva Escuela y de los revisionistas, la crítica de los prejuicios y del espíritu de partido, por ejemplo, se extiende también a las influencias familiares en la construcción del juicio histórico, en velada referencia a la obra de Vicente Fidel López. Se trata de la crítica a lo que irónicamente se llamó, como vimos más arriba, “historia de familia”, figura de bastante difusión en el período y que tiene una temprana y drástica expresión en la Historia de Entre Ríos de Martínez: Martí nez: Algunos historiadores, del Río de la Plata, han dado demasiada importancia, alguna que otra vez, a la tradición pasionista y el odio profundo engendrados en aquellas titánicas luchas entre el elemento humano urbano que pretendía absorber las funciones del Estado y el elemento popular, rural […] Cuando llega la hora de constituirse, de darse una forma de gobierno, entonces nacen los partidos y con ellos las aspiraciones patrióticas y las personales, y según fueron éstas satisfechas, así es la tradición histórica que pasa a la familia y de ésta a la agrupación política que cubre siempre la mercancía con la bandera del patriotismo. Y concluye con este párrafo en que se encuentra ya el argumento de la injusticia de denigrar a meritorios hombres del pasado y de enaltecer a otros: También este género de tradición sirvió a ciertos historiadores para enaltecer en demasía a los unos y rebajar el mérito los de los otros. Sin iguales embargo todos eran hijos de revolucionaria. la misma tierra, 14 y la ley que rige las democracias hacía a todos ante la suprema razón En el segundo tomo de su Histori su Historiaa, publicado en 1910, Martínez es más contundente en su crítica del centralismo de Buenos Aires, su defensa de Artigas y los caudillos del Litoral y su apología del federalismo. Luego de elogiar el valor y la energía de minuanes y charrúas —pueblos indígenas que habían poblado Entre Ríos y la Banda Oriental, respectivamente—, comenta que “la ley atávica se ha evidenciado al historiar parte de la vida de “Artigas y Ramírez”. Y fustigando a la historiografía de raíz unitaria, escribe esta agresiva ironía: El caudillo entrerriano aparece y se extingue en esta historia, tal cual fue. Inútil es que frunza el

ceño el actual caudillo de frac y guante blanco o el historiador de las pasiones aristocráticolocalistas; los hechos históricos, escuetos, sin aparatosa ornamentación de retórica pasionista, lo confirman.15  

Y luego de reiterar lo escrito en el tomo primero, sobre el encumbramiento de “círculos personales” exclusivos en Buenos Aires y el surgimiento de los caudillos en cada provincia, que reclamaron el cumplimiento de los principios proclamados en mayo de 1810, justifica las modalidades de su actuación afirmando que “la democracia, turbulenta de suyo, lo es más cuando se la oprime y en consecuencia necesita la libertad para gobernarse a sí misma”. Se ha dicho, continúa, que los caudillos eran incompatibles con las instituciones libres, “y se les hizo la guerra a sangre y fuego”. Pero tal criterio refleja “la teoría sostenida por los partidos autócratas y por las naciones imperialistas, en lo antiguo y en lo moderno”. Los caudillos no poseían la ilustración de los hombres educados en la metrópoli del Plata pero no estaban desprovistos de condiciones para gobernar en las circunstancias de lugar y tiempo en que se encontraban. “No es a los caudillos [a los] que se hizo la guerra a sangre y fuego, es al principio federativo por ellos sustentado, contrario al centralista que produjo la oligarquía localista de Buenos Aires.” Y coronando estas páginas fuertemente revisionistas, anota: “Ya hemos visto cómo fueron vencidos Artigas y Ramírez. Al primero lo vengará Lavalleja, al segundo, Urquiza”.16 Pero si en la obra de Martínez podemos encontrar gran parte de los argumentos, y hasta la contundencia de un fuerte tono polémico, característicos de buena parte de la historiografía revisionista, hay un punto en el que no sólo es distante de ella sino hasta de la misma actitud moderada de Ravignani. Se trata del severo juicio condenatorio de Rosas —que añadamos es común a historiadores de las provincias del Litoral como Cervera y Gómez—, de quien escribe que estaba poseído de “sueños de exterminio de los inmundos salvajes unitarios, como él los calificaba, hasta en los documentos públicos, tan luego Rozas, ¡el unitario más salvaje que registra la historia contemporánea del continente sudamericano!”17 Un caso muy peculiar dentro de esta historiografía provincial destinada a revisar la historia de los caudillos, del federalismo y de cada una de las provincias que adscribieron a éste, es el del historiador correntino Hernán F. Gómez. En su numerosa producción, que tiene como propósito común la apología de la legendaria postura independiente de su provincia, Gómez enfrenta, más que nadie, la difícil tarea de conciliar el autonomismo de su provincia con el concepto de la nacionalidad argentina, cuya difusión los festejos del centenario habían impulsado con fuerza. Como los otros autores de historias de las provincias del Litoral, o como el mismo Ravignani, Gómez condena el criterio de que el federalismo de esas provincias era sinónimo de disgregación y, por el contrario, lo convierte en la fuerza de mayor peso que cimentó la organización nacional. Pero la historia de los conflictos del período era rica en enfrentamientos que podían servir de argumento contrario, tanto a los historiadores

que simpatizaban con el unitarismo como a aquellos que defendían la política de Rosas. En la medida en que estos últimos se hicieron sentir con mayor fuerza en los años inmediatos posteriores a 1830, Gómez enfrenta sus argumentos en un pequeño libro en homenaje al centenario de Genaro Berón de  

Astrada, el comandante correntino derrotado y muerto en la batalla de Pago Largo, que fue editado en 1939 por la provincia de Corrientes. El libro, que es una apasionada apología de Berón de Astrada y de la política antiporteña de Corrientes —al enfrentarse a la fuerte crítica de los partidarios de Rosas motivada por la alianza de Corrientes con Francia en 1838 y con Brasil y el Uruguay en 1851—, desarrolla dos argumentos asombrosos. Uno de ellos, sorprende por la habilidad con que vuelve contra los detractores de la provincia el argumento de haber atentado contra la nacionalidad argentina. Arguye que si para Rosas tanto el Paraguay como el Uruguay eran provincias argentinas, y a juicio de sus panegiristas —los historiadores revisionistas de los años treinta— también lo eran, mal se podía reprochar a Corrientes una alianza con provincias argentinas. Los panegiristas del tirano Rosas son difícil di fíciles es de entender. Acusan a Berón de Astrada de haberse aliado con el extranjero, extr anjero, con la Banda Oriental, para hacer la guerra a la Confederación. Exaltan a Rosas porque aspiró a reconstituir el virreinato del Plata y porque no reconoció ni la independencia absoluta de los uruguayos ni la de la República del Paraguay, y no advierten que si la Banda Oriental era para Rosas, en potencia, un estado argentino, lo habría de ser también para Berón de Astrada. Lo mismo puede argüirse, agrega, del entendimiento de Paraguay con Ferré y su alianza con Madariaga: los partidarios de Rosas no pueden sostener que se trataba de “vínculos con un Estado extranjero cuando para Rosas era una provincia argentina”. ar gentina”.18 Pero lo más interesante del alegato del historiador correntino es su argumento de fondo: en realidad, el problema era otro. La nacionalidad argentina no existía en la primera mitad del siglo XIX pues recién se comienza a hacer realidad con la guerra del Paraguay. Por lo tanto, carecería de valor acusar a Corrientes de haber atentado contra un principio de unión entonces inexistente. Efectivamente, luego de desarrollar el argumento de que es recién con la guerra del Paraguay en que se forja la nacionalidad argentina, concluye: Si la nacionalidad como expresión de la vida política del Plata nace del drama de 1865, no puede considerársela como factor operante en los sucesos anteriores, ni menos en los acontecimientos del decenio 1830-1840. 1830-1840. Y precisa su argumento de la siguiente forma:

La medida de la vida política era entonces, y sobre todo en ese decenio, la de la ciudadanía provincial. El tratado de la Liga del Litoral (1831) es la expresión exacta de lo afirmado: eran provincias iguales en dignación política, las que se aliaban a tales y cuales efectos. Les bastaba la  

denuncia del tratado para asumir la totalidad de la soberanía.19 Nadie como Hernán F. Gómez lleva al extremo la yuxtaposición de la afirmación de la autonomía soberana de las provincias y el principio de nacionalidad, “para escribir la historia de Corrientes ha de tenerse, como blasón en el alma, los ideales de la argentinidad”, escribía en 1928 en las páginas preliminares al primer tomo de la Histor la Historia ia de  de su provincia.20  En lo antes transcripto, Gómez resuelve el problema en una forma más cercana a la realidad del siglo XIX, cuando los “pueblos” emergentes del proceso de las independencias se amparaban en el derecho de gentes y en los fundamentos contractualistas de las naciones o Estados, según la sinonimia de la época, y no conocían el aún inexistente principio de las nacionalidades. Si bien Gómez no desarrolla plenamente su argumentación, sus argumentos apuntan a reconocer la independencia de hecho de las provincias y la validez jurídica de tal ejercicio de la soberanía. Pero el peso del concepto de nacionalidad, en la medida en que durante los l os años de tránsito del siglo XIX al XX se convirtió en el principio legitimador de la independencia estatal de una nación, le impide desarrollar sus argumentos hasta sus últimas consecuencias. Y como en otros autores del período —tal como González Calderón o Ravignani— 2211  su argumentación va y viene con inevitable ambigüedad. Pues en un capítulo anterior al que acabamos de comentar admite el concepto de nacionalidad para la época que le ocupa y apunta su razonamiento a un análisis de las condiciones que tal concepto implicaba y cuya ausencia en el Río de la Plata amparaba la actitud independiente de las provincias del Litoral. Comenta la frecuente observación de la historiografía argentina de que las provincias del Litoral abrigaron en algún momento intenciones de convertirse en un Estado independiente junto a la Banda Oriental y, posiblemente, también con el concurso de Río Grande del Sur. Afirma que tal cosa es atribuida a los hombres dirigentes, […] pero nadie la imputa a los pueblos o la comprueba en la conciencia de la masa. Por el contrario, la historia documenta un sentido opuesto en lo que es expresión social de la vida en el litoral, y por eso considero axiomático el principio de la nacionalidad. Es de notar que en un libro diez años anterior había consignado la existencia de tales proyectos separatistas sin mayor comentario, aparentemente, como una prueba más de las dificultades que el centralismo porteño creaba a la posible unidad nacional.22  Pero ahora, en 1939, su postura es distinta, y luego de lo que acabamos de transcribir, continúa: conti núa: […] una cosa es la nacionalidad como expresión espiritual, de enlace, y otra cuando se la valoriza

como una forma de la vida de relación en su aspecto político. Toda nacionalidad tiene un contenido, y cuando se trata de dar formas o de organizar políticamente a la nacionalidad, es evidente que las formas creadas deben traducir ese contenido. En otras palabras, el contenido de  

la nacionalidad condiciona sus formas de existencia. Y agrega: La nacionalidad argentina tiene un contenido de justicia. Para los pueblos litorales del río Paraná esa justicia debía condicionar las formas a adoptarse, y mientras no hubiese acuerdo en los fines no debía establecerse aquélla, por el condicionamiento era tan esencial como la organización misma. Sin lograr tales condiciones, bastaba como expresión nacional la fórmula de los pactos interprovinciales, que consultaban la realidad material, pactos que arrancan de 1820 y se cierran con la Constitución de Santa Fe. Y esas condiciones no eran otras que el respeto de “las individualidades políticas provinciales”, la libre navegación de los ríos, el proteccionismo económico y la nacionalización de las rentas de la aduana. La organización del país “o la nacionalidad no podía hacerse sin su estipulación como esenciales a la comunidad de los argentinos”. Ésa fue la posición de Corrientes desde 1814 hasta 1853, y es la que impulsó a Berón de Astrada, “a morir por la ley de los argentinos, por el enunciado más puro de la nacionalidad”.23

La crisis del federalismo Este recorrido por la obra de historiadores provinciales de comienzos del siglo es sugestivo para explicarnos la importancia que el tema del federalismo adquiriría en la historiografía de la Nueva Escuela Histórica, en especial en Ravignani. No es desacertado suponer que las todavía conflictivas relaciones entre las elites políticas porteñas y provincianas impulsarían a los historiadores de la Nueva Escuela a revisar el juicio que sobre el federalismo y los caudillos predominaba en la historiografía de López, Mitre y sus continuadores. Por eso, antes de seguir adelante, es oportuno recordar una circunstancia histórica, a la que aludimos antes, que condiciona estrechamente la emergencia de estas tendencias revisionistas. Justamente, uno de los rasgos salientes que adquirió la enseñanza de la nueva cátedra de Historia Constitucional en la Universidad de La Plata fue la defensa del sistema federal, seriamente cuestionado, como ya hemos referido, desde ámbitos políticos y académicos. La magnitud de la crisis institucional del país, que entre sus efectos más conocidos cuenta la

reforma electoral de 1912, venía gestándose dentro de la clase dirigente sobre todo por la irresuelta cuestión del funcionamiento del sistema federal. La creación de una efectiva ciudadanía argentina, objetivo general de la Ley Sáenz Peña, no dependía solamente de la reforma del sistema electoral sino  

también del logro de una real fusión política del conjunto de los pueblos de las provincias unidas a un también real funcionamiento de las autonomías provinciales. Esta cuestión del funcionamiento del régimen federal, entre sus muchas facetas, exhibía una a la que se ha dedicado poca atención en los últimos tiempos. Se trata de la complicada relación entre los sectores dirigentes de cada provincia, que tuvo manifestación visible en la imposibilidad de lograr formar un partido conservador estable, y que traduce también la aún no bien lograda integración de los ex Estados provinciales autónomos en el Estado nacional argentino inaugurado en 1853. Pues el régimen federal que, a la manera de la Constitución norteamericana, fuera adoptado como una forma de conciliar los autonomismos provinciales con la existencia de un gobierno nacional había sido falseado por las reformas de 1860, con las que el autonomismo de Buenos Aires buscó proteger los intereses de esa provincia. La ineficacia de ese federalismo adulterado por las reformas del 60 se había manifestado manifest ado durante los conflictos confli ctos que culminaron culmi naron en 1880. Y su anulación de hecho a parti partirr del “unicato” roquista hizo más patente la contradicción entre el régimen constitucional y su constante negación en las prácticas políticas presidencialistas. Un indicador de los avances del Ejecutivo sobre la estructura federal del Estado es el frecuente uso del procedimiento de intervención a los poderes provinciales. Entre 1854 y 1880 (veintiséis años) se cuentan cuarenta intervenciones, treinta y cinco decretadas por el Ejecutivo y cinco sancionadas por ley del Congreso. Entre 1880 y 1916 (treinta y seis años) fueron cuarenta, quince por decreto del Ejecutivo y veinticinco por ley del Congreso.24  Pero todavía más numerosas habrían de ser durante el primer gobierno radical: en la primera presidencia de Yrigoyen el procedimiento de intervención federal fue adoptado en diecinueve oportunidades, quince por decreto del Ejecutivo y cuatro con participación partici pación del Congreso. Congreso.25 Independientemente de la significación de las modalidades, distribución en el tiempo y circunstancias que las condicionaron, el procedimiento de intervención federal desnudaba la grave crisis del régimen federal, que fuera ya admitida con seria preocupación por personajes como Bernardo de Irigoyen, en 1890, y el general Roca, en 1896, entre otros.26 En 1908, en vísperas del Centenario, una expresión del malestar generado al respecto había sido la aparición de un libro del rosarino Rodolfo Rivarola, Del Rivarola, Del régimen federati feder ativo vo al unit unitario ario,, quien sostenía: Muchos, convencidos del fracaso de las instituciones federales, temen suscitar el debate de la Constitución, porque ven todavía en el horizonte los resplandores rojizos de la lucha entre

federales y unitarios. Y agregaba:  

Pero no serán nunca los esfuerzos del estudio y la meditación culpables de mayores males que la actual simulación del régimen republicano, representativo, federal. Al proponer la instauración de un régimen unitario, su diagnóstico era desafiante: El federalismo argentino es irrealizable y regresivo. Empeñarse en cumplirlo importa volver a una época anterior a 1880. Hay una evidente contradicción entre la organización política escrita y la realidad orgánica. Esto explica, en parte, la debilidad de los partidos y las repetidas crisis políticas.27 En respuesta a la obra de Rivarola, José Nicolás Matienzo publicó en 1910 El 1910 El gobierno gobier no representativo federal en la República Argentina , en el que defendía al régimen federal, sin dejar de criticar sus deformaciones frente a quienes proponían la vuelta a un régimen unitario. Los defectos de la práctica constitucional bosquejados en los capítulos anteriores —escribe Matienzo la edición 1910— han sido a veces imputados al régimen federal, sobre todo después deen1880, en que de la influencia centralista del Gobierno nacional empezó a crecer en vigor y prestigio. Fruto de esa influencia i nfluencia fue el libro publicado en 1891 por el Dr. Jua Juann Ángel Ángel Martínez, Mart ínez, bajo el título de Sistema político argentino. argentino.28 Si bien la primera edición de la obra de Matienzo es de 1910, incluye como capítulos los textos de artículos periodísticos de los años noventa —como el comentario del Federali del Federalismo smo argentino  argentino   de Ramos Mejía, o la polémica con Juan Ángel Martínez, por su defensa del unitarismo en 1891, que califica de similar al de Rivarola. “El Dr. Rodolfo Rivarola, en su reciente libro Del libro Del régimen régi men federativo al unitario, unitario, ha reproducido y ampliado los argumentos del Dr. Martínez en favor del sistema unitario.” unitario.” Esto indica que la obra refleja también el clima de los noventa, es decir, que esta crisis del federalismo cubre los años finales del siglo XIX y va más allá de la primera década del siglo XX. El capítulo final, “Crítica de la Constitución”, en su mayor parte había sido publicado en La en La Prensa el Prensa el 12 de julio de 1891 y motivado un elogio de Bernardo de Irigoyen, quien reconocía la existencia de una “tendencia velada a establecer, bajo las exterioridades de la federación, un régimen esencialmente unitario”, referencia que Matienzo interpreta como provocada por el creciente poder del Ejecutivo, que critica en su obra. En este capítulo, Matienzo sostiene que las imperfecciones del sistema político argentino no provienen del sistema federal, que puede y necesita ser reformado, sino de causas más

generales. De manera que no es necesario ir al unitarismo para mejorar la situación política del país. En cambio, es necesario quitar a las provincias las atribuciones que les confirió la reforma de 1860 —  exigidas por Buenos Aires para ampararse de un posible avasallamiento del Ejecutivo nacional— y  

devolvérselas al gobierno nacional según la Constitución de 1853. En el curso de este debate sobre la crisis del federalismo, Emilio Ravignani, que había sido alumno de Matienzo, fue encargado por éste, hacia 1907, de reunir documentación sobre los conflictos constitucionales comprendidos entre 1853 y 1860. Para alguien que no sería ajeno a la actividad política, como Ravignani,29   este temprano interés por la historia del sistema federal, así como la realidad política de su tiempo, contribuyó indudablemente a encauzar sus investigaciones personales e institucionales, que se volcarían en sus escritos sobre Rosas y Artigas, en sus lecciones de historia constitucional y en las extensas colecciones documentales de Asambleas Constituyentes y de La Liga del Litoral.

El juicio sobre los caudillos A diferencia de Varela o de Matienzo, que continuaban mostrando una actitud condenatoria de los caudillos, Ravignani orientará su labor a la incorporación de estos personajes a la historia argentina por su condición de ineludibles objetos históricos, pero asimismo por una revaloración de su papel en la historia de la unidad nacional. Hemos visto que a principios del siglo XX ya era moneda común la consideración de que la historia argentina había sido hecha por “historiadores de familia” (una crítica que apuntaba más a López que a Mitre, pero que también lo incluía) y que se había cometido una injusticia histórica al sacar del cuadro a personajes como los gobernadores de provincia, sumidos en una visión “bandidesca” de los caudillos. La Nueva Escuela inicia la reivindicación de algunos de estos personajes. Más aún, Ravignani, desde un comienzo y hasta sus últimos años, se empeñará en reivindicar la figura de Artigas, y en los años veinte iniciará también una tentativa de introducir a Rosas en la historia, no desde una perspectiva apologética sino con el distanciamiento crítico que concebía debía tener el historiador. En realidad, la misión que se asignó Ravignani poseía una ambigüedad sustancial. Por un lado, fundaba su propósito en la observancia de las reglas de objetividad histórica que consideraba fundamento de la labor del historiador. Los caudillos y el mismo Rosas no podían ser excluidos de la historia ni tratados con el mismo apasionamiento de sus adversarios contemporáneos. Pero, por otra parte, tendía a reivindicar al menos a los caudillos, como meritorios colaboradores en la organización nacional, y hasta a conceder algún mérito en esto al mismo Rosas. Había pues un contradictorio enfoque en el que coexistían las demandas de total prescindencia de un juicio de valor por parte del

historiador, de una valoración encomiástica de esos personajes, en última instancia de raíz política. El curso que siguió el tratamiento del problema de los caudillos y de Rosas cambió con la aparición del revisionismo nacionalista y la exaltación de este último, dentro del clima de la década del treinta,  

bajo la influencia del fascismo y de la derecha francesa. Dentro de ese clima, Ravignani puede haber bajado el tono en la cuestión Rosas, pero no respecto de Artigas, pues todavía en 1939, pronuncia una conferencia en el Círculo Militar destinada a reivindicar su figura, y en la que pueden leerse párrafos como el siguiente: Artigas, vencido en 1820 por Ramírez y prisionero prisi onero en el Paraguay Paraguay,, dejará de actuar act uar como persona física, pero su espíritu seguirá pesando en las orientaciones de los federales; de ahí que calificarán de frutos del artiguismo, en tono despectivo, siendo Estanislao López el más afectado por esos ataques. Sin duda alguna, el derecho público provincial argentino se desenvuelve con el aporte de la Provincia Oriental hasta 1828, en que el Uruguay se convierte en nación independiente a raíz del compromiso internacional con el Brasil.30 De manera que lo que hizo Ravignani fue formular una propuesta de revisión de lo que consideraba deformaciones de la historia argentina: reemplazo del primado de las pasiones y los prejuicios por el riguroso uso de las series documentales; reconsideración del papel del federalismo de las provincias y de la obra de los caudillos e, incluso, reconsideración de la figura de Juan Manuel de Rosas, pero con uicios que no sólo justifican esta actitud en razones de probidad científica, sino que van más allá, hasta valorar positivamente, en el caso de Rosas, varios aspectos de su obra de gobierno. Así, en 1927, en las respuestas a una encuesta periodística, expresaba: […] si hay algún punto de nuestra historia que necesita ser estudiado con detenimiento, es el que corre de 1829 a 1852 o sea cuando el federalismo por el ejercicio continuado del poder encaminó definitivamente a nuestro país hacia la forma política que hoy tenemos.31 Y en otra publicación, en el mismo mism o año de 1927, 1927, advertía: La pasión partidaria ha impuesto un salto sobre este período, pero si los actuales persistimos en este error incurriremos en una incomprensión de cómo se impone la Carta Fundamental de 1853 y de cómo el país puede a partir de 1860 considerarse definitivamente orientado hacia nuevos destinos históricos históri cos dentro de cuyo proceso hoy hoy vivimos.32 No es entonces casual su uso del mismo término de revisionismo para designar la misión de los historiadores de su tiempo, en el texto publicado en 1939, en el que observaba, respecto de los documentos publicados en las Asambleas Constituyentes Argentinas:

[…] Así, y sólo así, entendemos que puede adelantar el revisionismo de la atrayente historia  política  polít ica e instit inst itucional ucional de nuestra nuest ra nación naci ón (N.  (N. del E.).33  [Destacado nuestro.]  

Un nuevo revisionismo Si los argumentos estrictamente revisionistas, desde el punto de vista de lo que se concebía entonces como metodología de la historia—, estaban ya formulados en las primeras décadas del siglo, correspondiendo a la emergencia de una nueva clase de historiadores, sus réditos para la revisión de la historia política no estaban totalmente desplegados. El esfuerzo de los integrantes de la nueva historiografía constitucionalista y de la llamada Nueva Escuela Histórica había consistido en superar lo que consideraban una errónea y a la vez injusta visión del pasado, pero con el riesgo de construir una nueva interpretación no menos arbitraria que la anterior, al convertir en héroes de la unidad nacional a personajes y sectores cuya actitud en pro del autonomismo y de la independencia soberana de sus provincias había sido distinta de la que se les atribuía. Es de inferir que la preocupación por reajustar el funcionamiento del cuestionado sistema federal contribuía no sólo a fomentar el estudio de su historia sino también a desactivar una permanente fuente de encono de las provincias hacia Buenos Aires, como lo era la visión despectiva de los héroes provinciales que imperaba allí y, asunto no menos importante, a intentar suprimir una antiguo factor de conflicto dentro de la misma Buenos Aires, como lo era la imagen histórica de Juan Manuel de Rosas. Esta postura ante el pasado argentino partía de una visión positiva del proceso político abierto por la Constitución de 1853 y su programa había sido integrar en la distribución de méritos a todos los antagonistas de la etapa anterior a 1853, para lo cual se despojaba a los caudillos de la imagen demoníaca que emergía de la mayor parte de la historiografía y hasta se llegaba a proponer la necesidad de un estudio desapasionado de la figura fi gura de Rosas. Una actitud distinta van a adoptar los llamados revisionistas luego de 1930. Amparados en la dignidad historiográfica de esa reivindicación de un lugar en la historia argentina para Rosas y su obra, efectuada por historiadores académicos de prestigio, el argumento de objetividad histórica se utiliza para ir más allá, hacia una apología del gobernador de Buenos Aires. Paralelamente, el culto a su figura es acompañado de un cambio fundamental en la visión del pasado que, al tiempo que convierte a Rosas en la figura cumbre de la primera mitad del siglo XIX, condena la historia posterior a su caída como un lamentable cambio de rumbo que habría sido nefasto para los intereses de la nación argentina. De manera que lo que había nacido como un intento intent o de conceder a los réprobos parte de la gloria de lo l o iniciado en 1853 se convierte en un repudio de ese cambio de rumbo por considerarlo opuesto a lo que constituiría la verdadera gloria del principal de aquellos réprobos, su supuesta labor en pro de una distinta unidad nacional argentina.

Debemos tener en cuenta, además, el profundo cambio de clima intelectual que había sucedido a la catástrofe económica iniciada en 1929 y a los procesos políticos que estaban cambiando la fisonomía europea. Tal como se puede comprobar en un texto de Ibarguren de 1934 que refleja esta realidad. En  

 La inquiet i nquietud ud de esta hora, hora, el breve Prefacio comienza contraponiendo la lentitud de adaptación de las visiones ideológicas a la velocidad de los acontecimientos y de la destrucción de instituciones que vivía el mundo en esos años posteriores a la crisis de 1929. Más adelante comenzará su primer capítulo con este párrafo: El año 1934 será recordado en la historia universal como uno de los momentos decisivos en que se hizo sentir con mayor intensidad la conmoción transformadora de las instituciones políticas, sociales y económicas. En el Prefacio comentaba que muchos suponen que la crisis es pasajera y que se volvería pronto al liberalismo democrático y a la prosperidad. Los que así piensan no se dan cuenta de que se está destruyendo totalmente el sistema que imperó hasta la gran guerra en el orden económico y político. El capitalismo, tal como existió hasta ayer, y la democracia individualista basada en el sufragio universal fenecen. Es menester no abrigar ilusiones al respecto y contemplar el panorama actual en su realidad verdadera. Esas transformaciones que vivía el mundo debían ser estudiadas con buena información y con serenidad y altura: El charlatanismo vacuo de los demagogos y la ofuscación tendenciosa de los que sostienen que las naciones deben seguir encerradas dentro de la estructura demoliberal, que la gran guerra ha roto, perturban el juicio público y aumentan la perplejidad y confusión en esta hora crítica.34

Digresión: Dig resión: el “síndrome “ síndrome copernicano” copernicano” El mecanismo retórico que está en la base del programa revisionista es la “invención” de una situación de la historiografía argentina —que en algún momento recibiría como denominación el exitoso cliché de “historia oficial”— a la que se postula como dominante hasta el momento y que comportaría una realidad malsana cuya superación constituye el objetivo de la nueva historiografía. Esta composición de lugar, que como hemos visto no corresponde a la realidad, es un recurso retórico para legitimar, con reclamos de cientificidad en la labor historiográfica, un objetivo ideológico: la impugnación del liberalismo y democratismo de la organización política del país,

impugnación fortalecida por el fin de la prosperidad económica sobre bases liberales luego de la crisis de 1929. Pero lo que ocurriría, con el resultado de desconcertar frecuentemente a los historiadores del revisionismo que intentan una definición omnicomprensiva de éste, es que el mecanismo retórico  

resultó funcional a más de una tendencia ideológica. De manera que a la predominante en las primeras etapas del segundo revisionismo, que reflejaba el influjo de las corrientes de derecha europeas, de las que lo más visible eran el maurrasismo maurrasismo   francés y el fascismo italiano, se añadió posteriormente la correspondiente a corrientes de izquierda, en su mayor parte populistas, al amparo de los maleables esquemas de reinterpretación del pasado. Esquemas utilizados por autores que, en su mayor parte, carecían de real interés por los requisitos de la investigación histórica y tendían a considerar que la manipulación de los datos históricos se justificaba por la santidad de la causa que la animaba. Pero no nos escandalicemos por esta pretensión de revolucionar una disciplina. Este recurso retórico no es nuevo, ni criollo. Se trata de lo que alguna vez hemos denominado “síndrome copernicano”, la ambición de alcanzar la gloria de mostrar que el Sol no gira alrededor de la Tierra sino que ocurre lo inverso. Una verdadera plaga en el caso de la grey historiográfica. Es la pasión por la originalidad, que de útil función metodológica deriva frecuentemente —riesgo que nos acecha a todos— en una patología intelectual consistente en forzar la imagen de una realidad anterior, deformándola para hacerla más propicia a nuestra crítica y así legitimar mejor lo que hacemos. Por ejemplo, ¿cuántas veces, en nuestras clases introductorias, no hemos recurrido al argumento de que la nueva historiografía del siglo XX, de la que la “escuela de los Annales los Annales”” sería el máximo exponente, se caracteriza por abandonar la historia de hechos, de batallas, de héroes, para atender a la vida de los pueblos, al contexto social y económico de cada época? Sin embargo, este programa historiográfico es más que antiguo. Así, veamos lo que escribía el ya citado José Nicolás Matienzo a principios de siglo, al reclamar a los historiadores la atención por el funcionamiento de la sociedad en su conjunto, reclamo que Matienzo tomaba tom aba de las doctrinas de Spencer: Los antiguos historiadores, entre los que comprendo muchos contemporáneos que siguen ignorando los principios y métodos científicos, se han complacido siempre en la descripción del hecho individual, de las hazañas heroicas, de las atrocidades de los tiranos, de las generosidades de los déspotas buenos, de las plagas, de las inundaciones, de las batallas; en una palabra, de todo lo que, por ser accidental, atrae atr ae la atención del observador vulgar.35 En realidad, si bien se mira, este programa de atender más a la vida de los pueblos y menos a las hazañas guerreras y políticas, fue ya expuesto por Voltaire a mediados del siglo XVIII. 36  ¿Y acaso no fue éste también el objetivo de un clásico de la historiografía argentina como La como La ciudad indiana india na   de García, publicado en 1900: un libro en el que no hay héroes ni batallas ni anecdotario político, sino procesos sociales y económicos del pasado colonial? Una obra, además, de historia del período

colonial, que hasta entonces había merecido mer ecido escasa atención por cuanto era considerado la negación de la historia de progreso material y espiritual inaugurada en 1810. Y con esto arribamos a uno de los testimonios más sorprendentes de la mitología del concepto de  

“historia oficial”. Las principales obras de la historiografía argentina de la primera mitad de siglo son totalmente revisionistas, en el sentido literal de la palabra. La que citamos de García es un claro ejemplo de esa nueva manera de hacer historia his toria que sucedía a llaa obra de Mitre y López. P Pero ero ¿qué decir de los trabajos de Juan Álvarez? Sus Estudi Sus Estudios os sobre las l as guerras civiles civi les en Argentina (1914) Argentina  (1914) y Temas de historia económica económica argentina (1927) argentina (1927) son obras precursoras del tipo de historiografía que se difunde a partir de la segunda posguerra.37  La segunda de las mencionadas es, en parte, un ejemplo de lo que luego se llamaría “historia cuantitativa” y contiene un análisis de datos a partir de series de precios de diversos productos. La anterior, un esfuerzo por prevenir conflictos sociales mediante el estudio de las condiciones económicas de las disputas del pasado y tratando de correlacionar esos problemas con la serie del precio preci o de la onza de oro. Un párrafo aparte merecen los trabajos de Levene que comentaremos enseguida. Y a ellos hay que añadir también otros trabajos, como los de los historiadores socialistas Enrique del Valle Ibarlucea —  sobre la concepción materialista de la historia (1908) y sobre los diputados bonaerenses en las Cortes de Cádiz (1912)— y Julio V. González, cuyo estudio sobre la historia del régimen representativo argentino (1937) es todavía hoy de suma utilidad. util idad.38

Pero, asimismo, la monumental labor de edición de fuentes, cumplida por el Instituto de Investigaciones Históricas de la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires, bajo la dirección de Ravignani, y por otras instituciones, como la Junta de Historia y Numismática Argentina, son un acervo del mayor valor actual para la historia social del país, rasgo especialmente atinente a la colección de Documentos Documentos para la Historia Hist oria Argentina, del mencionado Instit Instituto. uto.

De la historia económica virreinal a la historia del federalismo rioplatense Conviene recordar que en los años anteriores a la dirección de Ravignani, el Centro de Estudios Históricos de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, convertido en 1921 en Instituto de Investigaciones Históricas, había hecho objeto principal de sus trabajos el período colonial y, en él, la historia económica. En 1915 el Centro había publicado el tomo V de los Documentos para la Historia Argentina, dedicado al Comercio de Indias, Antecedentes legales (17131778), con una Introducción de Ricardo Levene. En la “Advertencia”, Luis María Torres presentaba el plan de publicaciones (Territorio y Población, Comercio de Indias, Economía y Real Hacienda,

Política, Administración, Cultura, Iglesia) y exponía el objetivo de las investigaciones realizadas en 1914 y parte de 1915, que consistían en el acopio documental sobre la historia económica del Virreinato —en buena medida historia del comercio (“Comercio exterior, Real Hacienda y  

población”). El texto presenta lo económico como primer paso para una posterior atención a los demás aspectos de la historia del Virreinato. Pero tanto el hecho en sí de ser el primer objetivo a cubrir como el lugar inicial que posee en la enumeración de los aspectos de esa historia (“la estructura económica, estadística, administrativa, política, cultural y religiosa del virreinato” pág. XI) indican una tendencia a dar prioridad a lo económico en la visión de la historia.39   Prioridad que es hecha explícita por Ricardo Levene en la Introducción del mismo volumen. Este texto de Levene de 1915 comienza con una rotunda afirmación: Son estos dos volúmenes de organizadas colecciones documentales, que da a luz la Dirección de publicaciones históricas de la Facultad de Filosofía y Letras, los primeros elementos que deberán ser compulsados para escribir la historia económica del Plata […] E insistía en la necesidad de “la investigación sobre la historia económica del Plata, que creemos debe preceder a toda otra historia”. historia”.40  [Destacado nuestro.] Esta orientación no desaparecerá totalmente, pero dejará su lugar de preeminencia desde la incorporación de Ravignani a la Dirección del Centro de Estudios Históricos, en 1920, y posteriormente, a la del Instituto de Investigaciones Históricas. En su lugar, el tema del federalismo y de los problemas de la organización constitucional del país a él conectados serán de allí en adelante el centro de la labor de Ravignani y del Instituto de Investigaciones Históricas así como de su tarea en la citada cátedra de Historia Constitucional en la Universidad Nacional de La Plata. Y será en el marco de esta nueva orientación donde se ubicará el interés inter és de Ravignani por la figura de Artigas.

Notas: 1. Este capítulo reproduce con leves variaciones un trabajo ya publicado: José Carlos Chiaramonte, “En torno de los orígenes del revisionismo histórico argentino”, en Ana Frega-Ariadna Islas,  Nueva  Nuevass mirada miradass en torno al artigu artiguismo ismo,, Montevideo, Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, 2001. Agradezco las observaciones al texto original hechos por Nora Souto, Victoria Basualdo y mis alumnos del Seminario del primer cuatrimestre de 2001, en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. 2. Véase Pablo Buchbinder, “Emilio Ravignani: la Historia, la nación y las provincias”, en Fernando J. Devoto (comp.),  La historiografía argentina en el siglo XX  (I),  (I), Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, Latina, 1993. 19 93. 3. Lucio V. 1891, López,3 vols., Cursovol. de Derecho Constitucional. Extracto de las conferencias dadas Constitu en la Universidad de tomad Buenos Buenos Aires, I, caps. IV y V; Aristóbulo del Valle,  Nociones  Nocio nes de Derecho Constituciona cionall .  Notas tomadas as Aires de las, conferencias del d el Dr. A. del Valle Valle,, por Máximo Castro y Alcides V. Calandrelli, Buenos Aires, 1897, 189 7, cap. III.

4. Sobre este tema, véase el capítulo cap ítulo anterior de este libro. 5. Carlos Ibarguren, Juan Manuel de Rosas. Su vida, su tiempo, su drama , 2ª ed., Buenos Aires, Roldán, 1930, págs. 214 a 216. 6. Luis V. Varela, Historia Varela,  Historia con constitucion stitucional al ddee la Rep República ública Argentin Argentinaa , 4 vols., La Plata, 1910, tomo 1, págs. 9 a 14. 7. Véase Pablo Buchbinder, ob. cit., pág. 104.  

8. Ricardo Rojas, “Conferencia en la Facultad de Filosofía y Letras por Ricardo Rojas al inaugurarse la cátedra de Literatura Argentina”, Revista Argentina”,  Revista de d e la Univers Universidad idad de Bu Bueno enoss Aires Aires,, nº 21, 1913, pág 383, cit. en P. Buchbinder, ob. cit. 9. Rafael Obligado, “Discurso inaugural de la cátedra de Literatura argentina”, Revista argentina”,  Revista de la Univers Universidad idad de Bueno Buenoss Air Aires es,, nº 21, 1913, cit. en P. Buchbinder, ob. cit, lug. cit. 10. Buchbinder,  Historia de la Facultad de Filoso Filosofía fía y Letras Letras,, Buenos Aires, Eudeba, 1997, pág. 63. 10 . Véase Pablo Buchbinder, Historia 11. 11 . J. A. González Calderón, La Calderón,  La persona pers onalidad lidad histór histórica ica y con constitucion stitucional al ddee las prov provincias incias,, Buenos Aires, Lajouane, 1927, pág. 28. 12. Calderón,  Introducció ucciónn aall Derech Derechoo ppúblico úblico pro provincial vincial,, Buenos Aires, Lajouane, 1913, cap. I, esp. pág. 47. 12 . Juan A. González Calderón, Introd 13 13.. Benigno T. Martínez, Historia Martínez,  Historia de la provincia de Entre Ríos , 3 tomos, Buenos Aires, 1900-1901, 1910 y 1920; Manuel M. Cervera, Historia Cervera,  Historia de la ciuda ciudadd y provincia de San Santa ta Fe  Fe   [1906], 2ª ed., 3 vols., Santa Fe, Universidad Nacional del Litoral, 1979; Hernán F. Gómez, Historia Gómez,  Historia de la provincia de Corrien Corrientes. tes. Desde la fund fundació aciónn de la ciuda ciudadd de Corrien Corrientes tes a la Revoluc Revolución ión de Mayo Mayo,, Corrientes, Imprenta del Estado, 1928, e Historia e  Historia de la provincia de Corrien Corrientes. tes. Desde la Revoluc Revolución ión de Mayo al Tratad ratadoo del Cuadrilátero,, Corrientes, Imprenta del Estado, 1928, y Desde Cuadrilátero y  Desde el Tratad ratadoo del Cuad Cuadrilátero rilátero has hasta ta Pago Largo , Corrientes, Imprenta del Estado, 1929. 14.. B. T. Martínez, ob. cit., tomo I, págs. 221 y 222. 14 15 . B. T. Martínez, 15. Martínez, ob ob.. cit., tomo II, pág. 10. 16.. Ibídem, págs. 10 y 11. 16 17. 17 . Ibídem, pág. 317. 18 . Hernán F. Gómez, Berón de Astrada. La epopeya de la libertad y la constitucionalidad, 18. constitucionalidad , Corrientes, Gobierno de Corrientes, 1939, pág. 216. 19. págs. 218 y 21 219. 9. 19 . Ibídem, págs. 20 9. 20. . H. F. Gómez, “Algunas consideraciones”, Historia consideraciones”,  Historia de la provincia de Corrien Corrientes, tes, Desde la fund fundación ación de la cciuda iudadd …, ob. cit., pág. 21.. Véase nuestro trabajo “El federalismo argentino en la primera mitad del siglo XIX”, en Marcello Carmagnani (comp.), 21  Federalismos  Federa lismos la latinoa tinoamerican mericanos: os: México México// Brasil/Argen Brasil/Argentina tina,, México, El Colegio de México/Fondo de Cultura Económica, 1993. 22. Gómez,  Historia de la pro provincia vincia de Co Corrientes rrientes.. Desd Desdee el Trata Tratado do del Cu Cuadr adrilátero… ilátero…,, ob. cit., pág. 7, nota n° 2. 22 . H. F. Gómez, Historia 23 23.. Ibídem, págs. 32 y 33. 24. 24 . Véase el detallado análisis de Natalio Botana sobre la práctica de las intervenciones federales y las vicisitudes del federalismo, en Natalio Botana, El Botana, El orden con conserva servador. dor. La política argentina entre 11880 880 y 191 19166 , Buenos Aires, Sudamericana, 2ª ed., 1977, cap. V, “El sistema federal”. 25 25.. Ana María Mustapic, “Conflictos institucionales durante el primer gobierno radical: 1916-1922”,  Desar  Desarrollo rollo Eco Económico nómico , vol. 24, nº 93, 1984, pág. 99. Véase también Luis María Caterina, “Las intervenciones federales del radicalismo (1916-1922)”,  Revista de  Historia del Derecho , nº 14, Buenos Aires, 1986, y “Las intervenciones federales en la presidencia de Alvear (1922-1928)”,  Revista de Historia del Derecho, Derecho , nº 17, Buenos Aires, 1989. Sigue siendo útil la clásica obra de Luis H. Sommariva,  Historia de las intervenciones federales en las provincias, provincias, Buenos Aires, El Ateneo, 1929. 26 . Véanse los testimonios recogidos por N. Botana, ob. cit., pág. 124. 26. 27. Rivarola, Del régimen federa federativo tivo al unita unitario. rio. Estudio sob sobre re la organ organización ización política de la Ar Argen gentina tina , Buenos Aires, 27 . Rodolfo Rivarola, Del Peuser, 1908, págs. VII y 126. (De este libro hay una reedición posterior, incluida en una publicación de homenaje de la Facultad de Filosofía y Letras, con prólogo de Ravignani: Rodolfo Rivarola, Ensay Rivarola,  Ensayos os históric históricos os,, Buenos Aires, Instituto de Investigaciones Históricas, Históri cas, Facultad de Filosofía y Letras, 1941 1941.) .) 28 . José Nicolás Matienzo, El 28. Matienzo,  El gob gobierno ierno repr represen esentativo tativo federa federall en la Repúb República lica Argentina , Buenos Aires, 1910. La cita es de la segunda edición: Madrid, América, s/f. [¿1917?], pág. 328. 29.. Sin ser militante activo del radicalismo, ocupó cargos públicos durante la presidencia de Alvear, además de cargos directivos 29 en la Universidad posterior a la reforma de 1918. Véase Pablo Buchbinder, “Emilio Ravignani…”, ob. cit. 30 . Emilio Ravignani, “La participación de Artigas en la génesis del federalismo rioplatense, 1813-1820”, Conferencia 30. pronunciada el 8 de agosto de 1939, en el Homenaje del Círculo Militar a la República Oriental del Uruguay, Anexo a  Revista

 Militar,, X-939, pág. 24.  Militar 31. Instituto uto ddee Historia Ar Argentina gentina y Americana “Dr “Dr.. Emilio Ravignan Ravignani”, i”, Archivo Ravignani (AER) (AER).. 31 . Encuesta del diario Crítica Crítica,, en Instit Seriee 2. Caja 2. Foja 263. Cit. por Pablo Buchbind Seri Buchbinder, er, “Emili “Emilioo Ravignan Ravignani…”, i…”, ob. cit., pág. 998. 8. 32 32.. Emilio Ravignani, “Los estudios históricos en Argentina”, Síntesis Síntesis,, nº 1, junio de 1927, págs. 62 y 61, cit. por Pablo  

Buchbinder, ob. cit., pág. 98. Véanse también los trabajos incluidos en Emilio Ravignani,  Inferencias sob sobre re Juan Jua n Manuel de Rosas y otros Ensayos, Ensayos, Buenos Aires, Huarpes [1945], y Rosas y  Rosas,, Interp Interpretació retaciónn re real al y mo modern derna, a, Buenos  Buenos Aires, Pleamar, 1970. 33.. Emilio Ravignani (comp.), Asamblea (comp.),  Asambleass con constituyente stituyentess argentina argentinass , t. VI, 2ª parte, Buenos Aires, Instituto de Investigaciones 33 Históricas, 1939, pág. 633, nota 1 a pie de página. 34. Ibarguren, La inquietud inq uietud de esta hor hora. a. Liberalismo Liberalismo-corp -corpora orativismo-na tivismo-naciona cionalismo lismo,, Buenos Aires, Roldán, 1934, págs. 5 a 34 . Carlos Ibarguren, La 7. 35 . J. N. Matienzo, El 35. Matienzo,  El gobierno gob ierno repre representa sentativo… tivo…,, ob. cit., pág. 10. 36. su  Ensayoo sob sobre re las costu costumbres mbres y el espíritu de las nac nacione ioness , (usamos la edición de Buenos Aires, 36 . Véase, por ejemplo, su Ensay Hachette, 1959), un compendio de historia universal cuyo título ya expresa la perspectiva del autor. 37 . Juan Álvarez, Estudio 37. Álvarez,  Estudio sob sobre re las gue guerras rras civiles en Argentina , Buenos Aires, Juan Roldán, 1914; Temas de historia económica argentina,, Buenos Aires, El Ateneo, 1929. Lo mismo puede decirse de otras obras suyas, como  Ensay argentina  Ensayoo sob sobre re la Historia de San Santa ta  Fe,, Buenos Aires, 1910, e Historia  Fe e  Historia de d e Rosa Rosario rio (16 (1689-1 89-1939 939)), Buenos Aires, 1943. 38 . Enrique del Valle Ibarlucea, Teoría materialista de la historia, 38. historia , Buenos Aires, edición de la revista El revista  El Libro Libro,, 1906, y Los y  Los diputados de Buenos Aires en las Cortes de Cádiz , Buenos Aires, Martín García, 1912 [el autor era entonces profesor de Historia General en la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires y de Derecho internacional en la Universidad de La Plata]; Julio V. González, Filiación González,  Filiación histórica h istórica del ggobier obierno no repre representa sentativo tivo ar argen gentino tino,, Buenos Aires, La Vanguardia, 1937. 39. “Advertencia”,  Documento mentoss ppara ara la Histo Historia ria Argentina, Argen tina,  tomo V, V, Comercio de Indias. Antecedentes Legales 39 . Luis María Torres, “Advertencia”, Docu (1713-1778), con (1713-1778),  con Introducción de Ricardo Levene, profesor en las Universidades de Buen Buenos os Air Aires es y La Plata, Buenos Aires, F Facultad acultad de Filosofía y Letras, Letras, 191 1915, 5, pág págs. s. VII y ss. 40 . Ricardo Levene, “Introducción”, parágrafo I, “Consideraciones generales sobre la historia económica del Plata en el siglo 40. XVIII”, Docu XVIII”,  Documentos mentos par paraa la Historia Argentin Argentinaa , tomo V, ob. cit., pág. XVIII.

 

3. La antigua constitución luego de las independencias, independencias, 1808-18521 ◆

En el mundo español e hispanoamericano la expresión “nuestra antigua constitución” fue el equivalente más utilizado, desde la segunda mitad del siglo XVIII, de lo que en tierras británicas se mencionaba como ancient constitution  constitution  o fundamental law. law. Hacia fines del siglo XVIII y comienzos del XIX, como examinamos más adelante, tanto en España como en Hispanoamérica, los intentos de establecer el contenido de esa constitución carente de un texto escrito global no fueron convincentes. Las referencias a la antigua constitución, cuando no eran un simple argumento polémico, aludían en forma no precisa a la legislación hispanoindiana. Y posteriormente, entre los historiadores el concepto de antigua constitución dejaría lugar al de “legados”, “continuidades”, “resabios”, que referían a un conjunto de rasgos del período preindependentista, que podían ir de la política polít ica a la economía. Lo que este trabajo se propone mostrar es que algunas de esas pautas conformaban un conjunto normativo acorde con el concepto de antigua constitución y que, por lo común, la persistencia de la constitución antigua ha sido descuidada por las historiografías nacionales, más atentas a la búsqueda de las innovaciones modernizadoras que a explicar las formas predominantes de vida social. En el escenario político abierto por las independencias, a menudo considerado el ámbito de la anarquía, carente de reglas políticas ordenadoras de la sociedad, las entidades soberanas emergentes poseyeron en realidad normas constitucionales que, entre otras cosas, justificaban sus diversas posturas ante el

proyecto de un posible Estado nacional. Pero el carácter frecuentemente informal de las normas constitucionales por las que se regían amparaba la coexistencia de instituciones que no eran todas de la misma naturaleza. Junto con innovaciones tendientes a implantar regímenes representativos subsistían normas acordes con la “antigua constitución”, como las Ordenanzas de Intendentes o las  

Leyes de Indias. En el Río de la Plata, por ejemplo, a partir del proceso de la independencia, la tensión estuvo dada por los intentos fracasados de imponer una dictadura revolucionaria entre 1810 y 1813, y luego un sistema político representativo constitucional, de 1813 en adelante, pero en especial después de 1820. La realidad mostró en cambio, junto con el escaso éxito de esos intentos constitucionales, la persistencia de la antigua constitución con modificaciones de diversa magnitud, pero acordes con la constitución antigua, como las “facultades extraordinarias”. Consideradas tradicionalmente una de las principales muestras de la ausencia de legalidad, esas facultades eran en cambio una forma de la antigua institución de la dictadura, establecida mediante las normas propias del derecho de gentes, por consentimiento de quienes las otorgaban y con limitaciones de tiempo y de atribuciones. En síntesis, la visión de la historia de la crisis de la independencia y del proceso abierto por ella, si bien no está ya ceñida a la dicotomía de civilización y barbarie, persiste en priorizar la atención a las innovaciones modernizadoras, frecuentemente fracasadas, y a deformar la imagen de las prácticas y concepciones políticas mediante conceptos como caudillismo u otros similares que ocultan la existencia de un universo político e intelectual coherente, fundado en un conjunto de doctrinas buena parte de ellas provenientes del derecho natural y de gentes.2

El concepto de “antigua “ antigua constitución” En diversos textos relativos a Hispanoamérica publicados en la primera mitad del siglo XX no se ignoraba la persistencia de pautas sociales y políticas anteriores a las independencias,3  así como en trabajos más recientes, la continuidad de rasgos antiguos se percibe en pasajes como el siguiente, que generaliza lo observado en diversas regiones además de las americanas: […] debemos también reconocer que detrás de muchas de esas nuevas asociaciones estaban las viejas redes de propiedad, parentesco, religión y localidad. El mundo no siempre fue tan nuevo como parece y es preciso comprender los caminos por los cuales residuos del pasado imperial perduraron en la vida pública de las nuevas naciones.4 Con otra perspectiva, François-Xavier Guerra registró el fenómeno como perduración de rasgos “tradicionales” opuestos a otros “modernos”, dicotomía que ahondó en una obra posterior dominada por el rastreo de la irrupción de la “modernidad” y en la que concilia los rasgos “modernos” y 5

tradicionales en el concepto de heterogeneidad .5  Respecto de México, Charles Hale abordó el problema mediante el análisis de las iniciativas de Mora y otros liberales para erradicar resabios coloniales,6  mientras Antonio Annino utiliza el concepto de “constitución material” para el México del siglo XIX, en la cual confluirían una tradición hispano-colonial de “gobierno moderado” y nuevos  

principios liberales amparados inicialmente en la constitución de Cádiz.7 Tulio Halperín hizo referencia a “supervivencias” y “arcaísmos” en el Río de la Plata,8 así como en el difundido texto de Stanley Stanl ey J. y Barbara H. Stein Stein los conceptos predominantes, no privativos de estos autores, son los de “herencia”, “supervivencias” y “resabios”.9  Asimismo, en un texto anterior, Richard Morse había advertido la persistencia en América latina de antiguas doctrinas políticas hispanas y de viejas estructuras y prácticas, que juzgó negativamente como fundamentos de un proceso de anarquía y tiranías personalistas.10   Mientras, utilizando el concepto de “legado”, Mario Góngora lo había descrito de esta manera: “Si partimos, por lo tanto, del legado español, podríamos recapitular ese acervo así: la religión católica; el idioma y literatura castellanos; el Derecho español y su inspiración romana; el Estado de tipo medieval y después moderno acuñado en la península; la erarquía social aristocrática y el modelo social del ‘caballero’; en fin, el espíritu militar del pueblo, forjado en la Conquista Conquista y en la Guerra de Arauco”.11 Por otra parte, la historia intelectual y política hispanoamericana —de particular importancia para el discernimiento de las normas y prácticas constitucionales— se ha visto limitada por la preferente atención concedida a la influencia de las grandes figuras del pensamiento político occidental —Locke, Montesquieu, Rousseau, Constant, por un lado; Santo Tomás, Suárez, por otro— en desmedro del rastreo de las estructuras intelectuales de más profunda y larga incidencia.12  En éstas jugaban un papel fundamental las concepciones propias de lo que podríamos llamar la ciencia social de la época, transmitida por los estudios superiores de derecho canónico, derecho civil y derecho natural, fuese éste en sus versiones escolásticas o iusnaturalistas, y propaladas por medios de difusión que en la época solían ser a menudo orales. Se ha descuidado así la función del derecho natural en su condicionamiento de las concepciones y prácticas políticas, a veces por omisión y otras por limitarlo unilateralmente a sus expresiones escolásticas.13   Por consiguiente, se han interpretado mal las prácticas políticas de aquellos sectores que resistían las reformas políticas derivadas de las independencias, al no advertir que esas resistencias no eran manifestaciones de anarquía sino que provenían de un universo conceptual coherente, si bien no uniforme, en el que primaban las normas derivadas de lo que en lenguaje l enguaje de época se denominaba la antigua constitución. constitución. Esta perspectiva, que examinaremos más adelante en el caso rioplatense, nos induce a reinterpretar gran parte de la accidentada vida social y política de la época, al verla no como el ámbito de la ilegalidad o de lo irracional, sino como una realidad con sentido propio proveniente de una legalidad distinta de la de la implicada en los intentos de reformas modernizadoras de las primeras décadas de vida independiente.

Usos discursivos del concepto de antigua constitución Advirtamos previamente que el término “constitucionalismo” puede padecer un malentendido  

vinculado a la distinción entre constituciones escritas y no escritas. Ese malentendido consiste en limitar su referencia al auge de los textos constitucionales comenzado a fines del siglo XVIII, a partir de las constituciones de los nuevos Estados angloamericanos, desde la del Estado de Virginia de 1776 en adelante. Pero además de esa forma de entender el concepto se encuentra otra, en la que el término “constitucionalismo” designa al proceso que durante los siglos XVII y XVIII tendió a poner límites al poder mediante un conjunto de normas de diverso origen y distinta datación.14   Esa limitación comprendía también la del poder derivado del principio de la soberanía del pueblo cuando ésta era ejercida sin restricciones. Un ejemplo de esto último puede darlo la reacción, a partir de 1775, contra el constitucionalismo de los Estados norteamericanos que se habían confederado, reacción que, entre otros factores, condujo a gestar la Constitución de Filadelfia.15 Señalábamos en un trabajo anterior que en el uso del concepto de “antigua constitución” convendría distinguir, por una parte, la referencia a un conjunto preciso de normas constitucionales vigentes en un momento dado y, por otra, la invocación de un supuesto o real derecho antiguo utilizada como arma discursiva por quienes se oponían a innovaciones consideradas ilegítimas.16   Este último uso del concepto de constitución antigua puede ser entendido más bien como un entramado de argumentos para el debate, tal como se ha sugerido en el caso de la literatura política inglesa que influiría en la independencia norteamericana, en la que el derecho de resistencia contra los gobiernos tiránicos era remitido a la antigua constitución.17   Asimismo, en los años previos a la independencia, era generalizada en las colonias anglosajonas la idea de una “unwritten constitucional law” o una “fundamental law” no escrita.18 En este uso de los términos “constitución” y “constitucionalismo”, la referencia es a un conjunto de textos y costumbres de imprecisa determinación, comúnmente aludidos mediante expresiones como “antigua constitución”, “constitución consuetudinaria”, “constitución histórica” o “leyes fundamentales”. En la variada comprensión de este concepto —costumbres, normas prescriptas por el poder legislativo, o un cuerpo de principios inmutables más allá del alcance de alguna institución gubernamental— sobresalía su también variada relación con el common law y, law y, de mayor importancia, con el derecho natural. Se trataría, tr ataría, se ha observado, de unacustomary una customary law, law, expresión en la que no debe confundirse customary customary   con unwritten unwritten,, pues, además de que la costumbre y la práctica eran fuentes centrales de autoridad para la fundamental law  law  en los siglos XVII y XVIII, existían también una variedad de materiales escritos, incluyendo la Magna Carta, la Biblia, leyes claves como la  Declaration  Declarat ion of Rights de Rights de 1689 y el Act el Act of Settlement  Sett lement  de   de 1701, tratados prominentes, en particular los de “Vattel, Pufendorf, and Grotius”, y trabajos filosóficos, entre los cuales los de Locke eran 19 probablemente los más importantes.

Ilustraciones de este criterio se encuentran también frecuentemente en los debates políticos hispanoamericanos. Por ejemplo, al discutirse en Buenos Aires un proyecto relativo a los poderes dictatoriales denominados facultades extraordinarias, extraordinarias , que analizamos más abajo, uno de los  

opositores a esos poderes manifestó: […] nuestras instituciones están real y firmemente establecidas. Pregunta Watel [sic: Vattel] si el P[oder] L[egislativo] puede derogar las leyes fundamentales, y resueltamente dice que no […] no puede sobreponerse a ellas, ni revocarlas. […] Las leyes primordiales de la sociedad pública están fundadas en el derecho natural del hombre: ellas se hallan impresas en el corazón de todos, y por consiguiente son inalienables.20 Sin embargo, en lo relativo al concepto de antigua constitución, las perspectivas que acabamos de resumir comparten una restringida aproximación al problema, en cuanto ponen el acento en la conformación de un imaginario constitucional y no en la indagación de las normas constitucionales vigentes. Pese a que éste es el enfoque que más nos interesa en este trabajo —la indagación de la vigencia de la constitución antigua durante la mayor parte de la primera mitad del siglo XIX por medio de algunos indicadores que otorgan verosimilitud a este enfoque—, examinaremos en primer lugar dos formas de la utilización retórica del concepto de constitución antigua, y sus equivalentes, en Hispanoamérica. Una de ellas, condenatoria, porque la juzgaba fundamento de la dominación colonial, fue predominante en los primeros momentos de los procesos de independencia, cuando los alegatos contra la metrópolis eran más frecuentes. La otra expresaba una visión opuesta, ya fuese antes de la independencia, cuando se consideraba necesario apoyar en la antigua constitución los derechos de los súbditos americanos de la monarquía a ser tratados en igualdad de condiciones con los peninsulares o, más tarde, caducado el poder de la metrópolis, cuando la inexistencia de una nueva constitución hizo necesario recurrir a la antigua —pese a su origen colonial— para defender los reclamos de algunas de las partes en conflicto.

La antigua constitución en documentos políticos hispanoamericanos Precisar el contenido de esa constitución carente de un texto escrito global —es decir, por ejemplo, anterior a la constitución de Cádiz de 1812, en el caso español, o a las hispanoamericanas de 1811 en adelante— no es algo fácil de lograr. En España, la afición al derecho natural y de gentes y el estudio de la historia española contribuyeron a formar la idea de que existía una constitución antigua que respaldaba la limitación 21

popular del poder real mediante las Cortes representativas.  Una expresión de ese criterio fue la del autor de la Teoría de las cortes (1813), cortes (1813), Francisco Martínez Marina, Mari na, del que observaba Maravall: Para Martínez Marina, Constitución equivale a estructura política de un país, como podemos  

observar en los casos en que escribe “el antiguo gobierno y constitución de España”, o también cuando alude, no refiriéndose a un texto, sino a una estructura de poder, “nuestra Constitución actual”. Esta constitución puede ser producto de la historia, recogido en las costumbres o en el derecho escrito, puede contenerse en una o en varias leyes, que, en todo caso serán consideradas como Constitución por referirse al ámbito de esa estructura. […] En consecuencia, Constitución equivale a “condiciones del pacto”, las cuales son “como las leyes fundamentales de la Constitución del Estado”. Entre Constitución, ley fundamental y pacto hay una íntima correlación, lo que nos muestra que M. Marina, en este concepto, depende de la escuela del Derecho natural y del estamentalismo iusnaturalista del siglo XVIII, más que del constitucionalismo moderno.22 En el curso de las independencias hispanoamericanas, como indicamos más arriba, la constitución antigua no siempre fue invocada con sentido favorable. Documentos de los tramos previos o inmediatamente posteriores al surgimiento de los movimientos de independencia pueden proveernos testimonios de ambos usos de aquel concepto. Cuando las demandas en pro de los derechos de los americanos se formulaban sin desmedro de la pertenencia a la monarquía, se apelaba a las leyes fundamentales del reino para legitimarlas. Mientras que en los casos en que esos documentos expresaban una decidida intención independentista y en los que la afirmación de los derechos de los americanos se traducía en la demanda de una constitución que los amparase, esa constitución nueva era concebida como cancelatoria de la antigua, denunciada ésta como cimiento de la injusticia. Como ejemplo de un uso del concepto con intención de condena, podemos considerar las referencias que, apenas comenzado el proceso que llevaría a la independencia, se encuentran en los escritos de Mariano Moreno. En noviembre de 1810, escribía el secretario de la Primera Junta: ¿Pretendería el Rey, que continuásemos en nuestra antigua constitución? Le responderíamos  justament  just amente, e, que no conocemos conocem os ninguna; y que las leyes arbitra arbi trarias rias dictadas dict adas por la codici codiciaa para esclavos y colonos, no pueden pueden reglar la suerte suert e de unos hombres que desean ser libres…23 Evidentemente, en esa ambigua referencia a la antigua constitución —que primero la invoca y luego la niega—, Moreno quería reservar el término constitución para un documento emanado de una asamblea constituyente. Por lo tanto, negaba ese carácter a la legislación indiana cuando pedía no incurrir “en el error de creer, que esos cuatro tomos [de las Leyes de Indias] contienen una constitución; sus reglas han sido […] inútiles para regir un estado”. “No tenemos una constitución”,

añadía, y se preguntaba si “la América” podría darse una “constitución firme” por medio de legítimos representantes. 24 Con criterio similar, el Acta de Independencia de Venezuela proclamaba, en julio de 1811, el  

derecho imprescriptible de los pueblos para “destruir todo pacto, convenio o asociación que no llena los fines para que fueron instituidos los gobiernos” y declaraba que ya era tiempo, de proveer a “nuestra conservación, seguridad y felicidad, variando esencialmente todas las formas de nuestra anterior Constitución”. Repudio que anticipaba, en junio del mismo año, uno de los líderes venezolanos, Fernando de Peñalver, cuando atribuía al “sistema de la antigua Constitución” la falta de ilustración en los pueblos del interior venezolano.25 La necesidad de sustituir la constitución antigua, por otra concebida como limitadora del poder de los gobernantes, estaba presente en el primer texto de naturaleza constitucional del Río de la Plata, el Reglamento de la división de poderes de septiembre de 1811, en cuya presentación la Junta Conservadora declaraba que el documento buscaba “poner los cimientos de una constitución liberal y equitativa”, que pusiese “trabas a la arbitrariedad de los depositarios del poder”.26 Pero frente a estos testimonios de repudio, explícito o no, del sistema político hispano-colonial, la necesidad de amparar los conatos autonomistas surgidos luego de 1808, presentándolos como acordes con la constitución de la monarquía, se refleja también en numerosos textos de la época. Así ocurre, por ejemplo, en las invocaciones que hacía el “Memorial de agravios” del neogranadino Camilo Torres, fuese a “una ley fundamental del reino”, fuese a las “bases primitivas y constitucionales” de éste, para intentar establecer las relaciones de la metrópolis con sus colonias sobre una base de usticia. Se trata de un documento fundado en el derecho natural, que expresa la voluntad de los americanos de rescatar esos derechos que les han sido negados, entre ellos, uno de los más sensibles en toda América, el de no aceptar “contribuciones que no hayan concedido por medio de diputados que puedan constituir una verdadera representación”.27 Asimismo, en el Cuzco, José Angulo, líder de la sublevación de 1814, invocaba la constitución monárquica española y el derecho natural y de gentes —en particular, el derecho de rebelión— para ustificar la insurgencia provocada, según su alegato, por las infracciones a esa constitución por parte de autoridades.28   Mientras en Santiago de Chile, en julio de 1811, en un sermón pronunciado en la catedral, Camilo Henríquez, con lenguaje moderado por las circunstancias del evento, intentaba conciliar los nuevos proyectos constitucionales con el reconocimiento de la soberanía de Fernando VII y “los pactos fundamentales de nuestra Constitución [española]”.29 Con similar propósito, la constitución antigua fue también invocada en la Nueva España en 1808, cuando los criollos buscaron ampararse en ella para legitimar su intento de formar junta. El Congreso que se proponía convocar, escribía fray Melchor de Talamantes, “sostiene y ampara todas las leyes fundamentales del reino”. Y mucho más explícito había sido el licenciado Primo de Verdad al invocar la “constitución monárquica” española para apoyar la iniciativa criolla de tomar en sus manos la

constitución de un gobierno en el que depositar la soberanía del monarca ausente mientras durase ese “interregno”.30 Un caso más elaborado de referencia a la constitución antigua como medio de apoyar un alegato, es  

el de otro novohispano, fray Servando Teresa de Mier, en 1813, al defender el derecho de los americanos a la independencia. En ese año, fray Servando publicó en Londres su Histor su Historia ia de la revolución de Nueva España, España, en la que mostraba poco aprecio por las constituciones escritas y encarecía a los americanos tomar como ejemplo la Constitución británica y no la norteamericana: “Me parece que vuestro modelo, en cuanto lo permitan las circunstancias, debe ser la Constitución de esta nación dichosa donde escribo, y donde se halla la verdadera libertad, seguridad y propiedad…”. Y proseguía irónicamente: “No la hallaréis escrita como comedia por escenas: éstas pertenecen al genio ligero y cómico de los franceses…”.31 A lo largo de la cuarta parte de su Histor su  Historia ia,, fray Servando hizo una detallada exposición de las antiguas leyes que habrían regido a los americanos desde la conquista en adelante. Consecuentemente con su postura, al desarrollar la tan difundida tesis de que los americanos no habían pactado con la nación española sino con la corona de Castilla, se remite a ese pacto como fundamento de las leyes que los regían, con un criterio similar al de Martínez Marina. “Los europeos intentan abolir el pacto social que los americanos celebraron con los reyes de España y sustituirles otro a su pesar que los ponga en absoluta dependencia dependencia de ellos”, escribe rrefiriéndose efiriéndose a la constitución de Cádiz. Y agrega más adelante que para cimentar su argumentación quiere recurrir “al pacto solemne y explícito que celebraron los americanos con los reyes de España, que más claro no lo hizo jamás nación alguna y está autenticado en el mismo código de sus leyes. Esta es nuestra magna carta”. carta”.32 Se trata de lo que en otro lugar llamaría la “Constitución americana”.33  Esas leyes antiguas eran “la constitución que dieron los reyes a la América, fundada en convenios con los conquistadores y los indígenas, igual en su constitución monárquica a la de España, pero independiente de ella”; constitución antigua en la que fray Servando hacía reposar el derecho de los americanos a no aceptar la de Cádiz. Nuestro pacto social, alegaba, no puede modificarse sin nuestro consentimiento, que no hemos prestado ni por nuestros diputados ni personalmente. Según ese pacto el único soberano es el rey, cuya falta hace que la soberanía retrovierta al pueblo americano, el que por las leyes que lo rigen no es súbdito del de España sino su igual y que por lo tanto puede hacer lo que garantice mejor su conservación y felicidad, “suprema ley imprescriptible” y “fin de toda sociedad política”.34   Más adelante aclara que no pedía que se modificase “la antigua constitución de la monarquía” sino que se mejorase, ni que se destruyesen “las leyes fundamentales” sino que se aplicaran las buenas y que la conducta de los gobernantes concordara con esas leyes, “o éstas con la constitución en que los reyes concordaron con nuestros padres”.35  En suma, agrega, es en virtud de esas leyes que la Nueva España se independizó de la monarquía y es por ellas que “no sólo las naciones respetarán así en nuestra separación el derecho de gentes, sino que todos los americanos seguirán unidos, porque los conduce la

misma costumbre de obedecer al imperio del ejemplo antiguo y de las leyes”.36 Respecto del Río de la Plata, mientras lo que surge de los comentados textos de Moreno es un concepto negativo de la constitución constituci ón antigua, en cuanto la concibe como manifes manifestación tación condenable del  

dominio español, pocos meses después, en una disputa entre dos integrantes de la Junta Grande —que sucedió a la Primera Junta luego de la renuncia de Moreno—, uno de los contendientes, el presbítero Juan Ignacio Gorriti, la repudia, mientras el otro, el deán Gregorio Funes, consideraba aún vigente aspectos sustanciales de la antigua constitución hispano-indiana. La disputa surgió por la promulgación, en febrero de 1811, de un Reglamento de juntas provinciales —acorde con la Ordenanza de Intendentes (1782)—, que creaba juntas principales y juntas subordinadas, según la importancia relativa de cada ciudad. En uno de sus artículos sobre la prohibición para los miembros del clero secular o regular de integrar las juntas en calidad de vocales se invocaba también la constitución antigua: “[…] considerándose en ellos el mismo impedimento con que la antigua Constitución los ha separado de los cargos concejiles en los l os Cabildos y Ayuntamientos”. Ayuntamientos”.37 La Ordenanza de Intendentes, cabe agregar, también había sido invocada como norma constitucional por el Cabildo de Mendoza cuando reclamó, al igual que el de Jujuy, contra el Reglamento y su distinción de juntas principales y subalternas. El Cabildo mendocino, cumpliendo con “los deberes de su representación”, había solicitado entonces reintegrar “los derechos de que se le despojó” a Mendoza “cuando se le hizo dependiente de la Capital de Córdoba”, entre otros motivos, por alterarse alterars e lo dispuesto en la Ordenanza de Intendentes.38 Es indudable entonces que en Iberoamérica, como en Europa y Angloamérica, la invocación de las leyes fundamentales o de la antigua constitución solía ser un recurso retórico que cumplía la misma función de defensa de intereses afectados o amenazados por la acción de un gobierno. Su validez como indicador de la vigencia real de esa constitución es por lo tanto relativo. En tal sentido, un comentario de Lucas Alamán Alamán exhibe una crítica críti ca despiadada de la consistencia de los argument argumentos os de fray Servando, que hemos transcripto más arriba: El Dr. Mier, que escribió en Inglaterra su historia de la revolución de la Nueva España, conociendo que en un pueblo donde las leyes son tan respetadas como el inglés, era menester fundar la revolución de las posesiones españolas de América en la infracción de un pacto, para darle el mismo origen que tuvo la de las colonias inglesas, que hoy son los Estados Unidos, extractó del código de Indias todo lo que podía parecer pacto fundamental, y pretendió hacer pasar por tal los contratos que se hacían con los conquistadores […] formando con todo esto una especie de constitución de la América española, que nunca llegó a existir, o que estaba olvidada largos años hacía, y en la infracción infracci ón de ésta funda el derecho de la independencia.39 Se podría argüir que la crítica de Alamán descuidaba una faz de los argumentos de fray Servando,

su calidad de ficción política, calidad que comparte con muchos otros casos de ficciones políticas o urídicas que están en el cimiento de las naciones contemporáneas, eficaces pese a su posible falsedad histórica.  

Pero un problema distinto es el que implican las normas constitucionales de antigua raigambre que, a diferencia del uso retórico del concepto, regían efectivamente, como veremos, la vida social y política luego de las independencias. En el mismo México, y en tiempos de Lucas Alamán, la referencia a la constitución antigua resultó ser mucho más que un elemento retórico cuando los intentos de reformas desgranados a lo largo de la primera mitad del siglo XIX chocaran con diversas facetas de ésta, enraizadas en la sociedad y en la actividad política. No otra realidad era la que enfrentó el líder liberal José María Luis Mora en el terreno de las disputas constitucionales mexicanas. Al referirse a los sucesos que en 1834 lo obligaron a exiliarse en París, Mora sostuvo que se trató de un combate para sostener la Constitución de 1824 frente a los embates del espíritu de cuerpo propio de “la antigua constitución del país”, encarnada en las corporaciones que resistían las reformas liberales y que no eran, a su juicio, otra cosa que privilegios jurídicos y económicos de un Estado patriarcal que subsistía pese a la desaparición de su cúspide monárquica.40   Así como, en el caso de Yucatán, donde las reformas borbónicas afectaron sólo superficialmente la antigua constitución del país, ésta “se mostrará viva a lo largo de las sucesivas experiencias liberales en la primera parte del siglo XIX”, pues “la anterior multiplicidad de poderes —característica de una particular constitución histórica que se consideraba legítima— se había mantenido sólidamente”.41 El estudio del problema tropieza con la falta de investigaciones conducidas con el criterio que hemos expuesto. En lo que sigue, nos concentraremos en el caso del Río de la Plata analizando dos cuestiones que permiten verificar la persistencia de pautas constitucionales antiguas. En una de ellas, la continuidad del derecho privado y público hispano-indiano, nos ocuparemos de reinterpretar informaciones ya disponibles. En la otra, la naturaleza de las facultades extraordinarias que anularon los regímenes representativos u obstaculizaron su afianzamiento, utilizaremos viejas y nuevas evidencias que permiten arribar a similares resultados.42

La subsistencia del derecho español y la vigencia de la antigua constitución Como es sabido, uno de los rasgos definitorios de la naturaleza de las sociedades hispanoamericanas luego de la independencia, aparentemente contradictorio del carácter revolucionario de ésta, fue la perduración de gran parte del ordenamiento jurídico español.43   Se trata de algo no ignorado en la historiografía latinoamericanista pero que considerado aisladamente, sin atender a su nexo con la constitución antigua, resulta incomprensible.

La persistencia de la legislación española es, efectivamente, un dato inseparable de la constitución antigua y una prueba de que ésta era mucho más que una figura retórica. Porque, en primer lugar, como lo recordó Juan Bautista Alberdi en 1853, abarcaba no sólo lo que se consideraba propio del  

derecho privado sino también lo que correspondería al derecho público.44  Al ocuparse de “las cartas o leyes fundamentales que forman el derecho constitucional de Inglaterra” como ejemplo de continuidad jurídica, Alberdi comentaba: […] nosotros mismos tenemos leyes de derecho público y privado que cuentan siglos de existencia. En el siglo XIV promulgáronse las Leyes de Partidas, que han regido nuestros pueblos americanos desde su fundación, y son seculares también nuestras Leyes de Indias y nuestras Ordenanzas de comercio y de navegación. Recordemos que, a nuestro modo, hemos tenido un derecho público antiguo. […] Durante la revolución hemos cambiado mil veces los gobiernos, porque las leyes no eran observadas. Pero no por eso hemos dado por insubsistentes y nulas las Siete Partidas, las Leyes de Indias, las Ordenanzas de Bilbao, etc. Hemos confirmado implícitamente esas leyes, pidiendo a los nuevos gobiernos que las cumplan.45 Al estallar los movimientos de independencia, la necesidad de asegurar el orden social se había traducido en la decisión de mantener la continuidad jurídica mediante la vigencia del antiguo derecho español e indiano. Esa vigencia fue confirmada por decisiones posteriores, las que exceptuaban sólo lo que pudiese contradecir disposiciones adoptadas por los nuevos gobiernos. De manera que la inicial aspiración de eliminar la mayor parte del derecho público y privado proveniente de la colonia, como lo expresaba en 1818 un periódico de Buenos Aires, para “no ver envueltos nuestros derechos y acciones civiles en una multitud de instituciones añejas y repugnantes” propias del “antiguo sistema”, quedaría sin realización.46 Dada la diversidad y complejidad del entramado jurídico hispano-indiano, se solía repetir la antigua costumbre de adoptar un orden de prelación, tal como el que se encuentra en el libro de Álvarez recién

citado, una de las obras más utilizadas en la enseñanza superior en la primera mitad del siglo XIX —  editado por primera vez en Guatemala en 1818, reeditado en México en 1826 y en Buenos Aires en 1834, entre otras ediciones americanas y también españolas. El orden de prelación indicado por Álvarez es el siguiente: Disposiciones reales recientes, Recopilación de Indias, Recopilación de Castilla, Fuero Real y Fuero Juzgo, Estatutos y fueros municipales, Leyes de las Siete Partidas. Todo esto, en cuanto refería al derecho escrito, al cual había que añadir el derecho consuetudinario.47 Por otra parte, la vigencia de la legislación española era congruente con la de la constitución antigua, por una parte, y con la orientación de los estudios de derecho y con la concepción de la sociedad que ellos transmitían, por otra. Un testimonio destacado de esto es la reedición de la obra de Álvarez en Buenos Aires en 1834, que tuvo por objeto sustituir al benthamista curso de derecho civil

de Andrés Somellera, profesor de la cátedra durante el período rivadaviano, exiliado luego de la caída de Rivadavia. Esa edición fue no sólo un resultado del giro político implicado por la derrota del partido unitario sino también todo un símbolo de la realidad constitucional del Estado de Buenos  

Aires, habitualmente considerado el más “modernizado” de los rioplatenses. El editor, Dalmacio Vélez Sársfield, que mucho más tarde sería autor del Código Civil argentino (1871), advertía —en un párrafo que testimonia además la perduración del derecho indiano— que el libro de Álvarez era “el curso más completo de derecho que hasta el día se ha publicado, y sin duda alguna es el más científico de cuantos se han escrito sobre la jurisprudencia española; teniendo también el mérito, si no me engaño, de estar arreglado al derecho de Indias, y al de nuestra República en todas las materias en que ha habido algunas innovaciones desde 1810 hasta el presente”.48 Pero lo más significativo de la reedición de esta obra es que implica que los abogados de Buenos Aires se formaban con una concepción de una sociedad regida por derechos desiguales. En derecho, advertía Álvarez siguiendo pautas del derecho romano, no todo individuo es persona. Persona jurídica es todo aquel que posee estado estado.. Por estado entendemos una calidad o circunstancia por razón de la cual los hombres usan de distinto derecho, porque de un derecho usa el hombre libre, de otro el siervo, de uno el ciudadano y de otro el peregrino; de ahí nace que la libertad y la ciudad se llaman estados estados… …49 Esta orientación de los estudios, acordes con la vigencia de la antigua constitución, provenía de las universidades coloniales y había sido modificada sólo parcialmente por iniciativas consideradas de naturaleza ilustrada. En Hispanoamérica, antes de las independencias, las universidades poseían uno o dos de los estudios propios de las universidades españolas, Teología y Derecho. Los de derecho incluían la cátedra de Instituta como materia central. En casos como el de la Universidad de Córdoba, mientras ésa fue la única cátedra de los estudios de jurisprudencia creados en 1791, sus alumnos debían asistir también a las de derecho canónico y de moral de la Facultad de Teología. Pero más tarde, se incorporaron a esos estudios las cátedras de derecho canónico y derecho real (1793) y derecho natural y de gentes (1815) Derecho romano y derecho canónico fueron estudios básicos en la formación de los graduados de las universidades hispanoamericanas. La cátedra de Instituta consistía en el estudio de las Instituciones de Justiniano —cuyo segundo capítulo trataba de la preeminencia del derecho natural—, más parte del Digesto y del Código. Luego de la expulsión de los jesuitas y de la proscripción de autores partidarios del suarismo, para su estudio se prescribía la obra de Arnoldo Vinnius, que había sido editada por Heineccio, otro de los autores difundidos por disposiciones reales luego de la expulsión, indudablemente sus criterios regalismo. De Heineccio la traducción de un manual de por derecho natural y favorables de gentes alal crearse la cátedra respectivaseenutilizó 1771 — 

traducción expurgada de los trozos inconvenientes para la monarquía y la Iglesia—, y desde entonces esta obra fue de amplia difusión con varias reediciones en la España de fines del XVIII y comienzos del XIX.50  

Añadamos, además, que el derecho canónico fue desde el Medioevo el principal vehículo transmisor del derecho natural. Tanto en la Escolástica como en el Iusnaturalismo, concurría a regular las relaciones sociales pues proporcionaba un preciso código de reglas que regían las instituciones sociales y políticas, como matrimonio, propiedad, autoridad civil y demás.51

El derecho natural y la antigua constitución Como hemos señalado en otros trabajos, la función del derecho natural ha sido tradicionalmente mal interpretada por considerarse a éste sólo una forma del derecho sin advertir su carácter de fundamento de las concepciones sociales y políticas polít icas de la época.52 En Hispanoamérica, la enseñanza del derecho natural como disciplina central de los estudios de urisprudencia continuó luego de las independencias. En la Universidad de Buenos Aires, creada en 1821, el Departamento de Jurisprudencia “vivió sus primeros treinta años completamente entregado al derecho natural”, el que convivió por breve lapso con la influencia benthamista en la enseñanza del derecho civil.53  El primer año de los estudios de derecho en la recién creada universidad incluía, junto con las cátedras de Instituciones de Derecho Natural y de Gentes e Instituciones de Derecho Civil, la de Instituciones de Derecho Público Eclesiástico, destinada a las cuestiones del derecho canónico correspondientes a los asuntos públicos. La Universidad de Buenos Aires y también la de Córdoba siguieron manteniendo los estudios de derecho canónico a través de sus varias reformas de planes hasta fines del siglo. En 1834 se decidió editar en Buenos Aires la obra de un autor adepto al osefinismo, Javier Gmeiner, que ya había sido utilizada por el profesor de Instituciones de Derecho Público Eclesiástico, Eusebio Agüero, en sus clases de la década anterior que adherían a los criterios regalistas propios de aquella tendencia. La edición en lengua latina, aparecida en 1835, estuvo a cargo del mismo Vélez Sarsfield.54 En 1850, en una “Carta sobre los estudios convenientes para formar un abogado con arreglo a las necesidades de la sociedad actual en Sud-América”, Juan Bautista Alberdi seguía recomendando el estudio del derecho romano y del canónico, a los que consideraba fuentes del derecho español, pues, afirmaba, “el derecho romano es al nuestro lo que un original es a una traducción. Las Siete Partidas de don Alfonso, que nos rigen hasta hoy, son una traducción discreta y sabia de la Pandectas y el Código romanos”.55 del derecho hispano-indiano era del inseparable de lay que del derecho El criterio queLasepersistencia había convertido en predominante a lo largo siglo XVIII, aún regíanatural. en tiempos de las

independencias, lo colocaba por encima de toda legislación positiva. Esa prioridad sería enfáticamente resaltada por el Estado de Buenos Aires todavía en fechas tan tardías como 1852 y 1860.56  En ocasión del debate de 1852 en el que Bartolomé Mitre, en representación de Buenos Aires, impugnó el  

Acuerdo de San Nicolás, el líder porteño expresó en varias oportunidades la preeminencia del derecho natural que fundaba la decisión de Buenos Aires de no aceptar las bases del acuerdo, tal como surge de esta cita: He dicho que el acuerdo [de San Nicolás] creaba una dictadura irresponsable; y que esa dictadura constituía lo que se llama un poder despótico. Voy a probarlo permitiéndome recordar a V.H. los principios generales de buen gobierno, las reglas de nuestro derecho escrito, y las bases fundamentales del derecho natural.57 Asimismo, tanto el repudio de Buenos Aires de la Constitución de 1853 como su posterior acuerdo de ingresar a la nación argentina fueron explícitamente fundados en uno de los principios básicos del derecho natural, el del consentimiento. Además de su frecuente mención en el seno de los debates de la Convención de Buenos Aires de 1860 —convocada para proponer las reformas a la Constitución de 1853—, lo expresaba el Informe de la Comisión Examinadora de esa constitución al declarar que “la incorporación de Buenos Aires se efectuaba por el libre consentimiento, y no por la presión de circunstancias pasajeras”. El informe hacía más explícito este fundamento de esa postura: Los derechos de los hombres que nacen de su propia naturaleza, natural eza, como los derechos de los l os pueblos que conservando su independencia se federan con otros, […] forman el derecho natural de los individuos y de las sociedades, porque fluyen de la razón del género humano […] El objeto primordial de los gobiernos es asegurar y garantir esos derechos naturales de los hombres y de los pueblos; y toda ley que los quebrantase, destruiría los fundamentos de la sociedad misma, porque iría contra el principio fundamental de la soberanía… Y asimismo, declaraba en forma taxativa: El derecho civil, el derecho constitucional, todos los derechos creados por las leyes, la soberanía misma de los pueblos, puede variar, modificarse, acabar también, para reaparecer en otro derecho civil o en otro derecho político, o por el tácito consentimiento de la nación o por las leyes positivas; pero los derechos naturales, tanto de los hombres como de los pueblos constituidos por la Divina Providencia (según las palabras de la ley romana) siempre deben quedar firmes e inmutables. 58

Las normas constitucionales constitucionales vigentes en la primera mitad del siglo XIX

 

Los estudios jurídicos que hemos reseñado estaban en correspondencia con las normas constitucionales que continuaron rigiendo luego de 1810 en las provincias rioplatenses, en las que seguía en vigor la Real Ordenanza de Intendentes de 1782, con las modificaciones de 1783. Ella perduraría en la primera mitad del siglo, junto al Reglamento Provisorio de diciembre de 1817, anticipo de la luego fracasada constitución de 1819 pero que, en su defecto, en los años posteriores conservaría su validez. Gran parte de las disposiciones de la Ordenanza rigieron no sólo durante la primera década revolucionaria, cuando existieron gobiernos pretendidamente nacionales —Primero y Segundo Triunvirato, Directorio—, sino también con posterioridad a ese lapso. Las gobernaciones de intendencia existentes en el actual territorio argentino no habían desaparecido y subsistieron hasta 1820 —intendencias de Buenos Buenos Aires, Salta de Tucumán Tucumán y Córdoba del Tucumán. Asimi Asimismo, smo, distintas dis tintas medidas de las autoridades residentes en Buenos Aires efectuaron modificaciones territoriales, como la desmembración de esas intendencias para crear nuevas provincias, pero haciéndolo según el ordenamiento dispuesto por la Ordenanza.59 El Reglamento Provisorio de 1817 fijó una pauta que se habría de mostrar mucho más duradera de lo previsto: Hasta que la constitución determine lo conveniente, subsistirán todos los códigos legislativos, cédulas, reglamentos y demás disposiciones generales y particulares del antiguo gobierno español, que no estén en oposición directa o indirecta con la libertad e independencia de estas provincias ni con este Reglamento, y demás disposiciones que no sean contrarias a él, libradas desde veinte y cinco de mayo de mil ochocientos diez. Este texto repetía con mínima variación el contenido de un artículo del Estatuto Provisional de 1816.60  Pero también puede considerarse de naturaleza similar lo dispuesto en el citado Reglamento de 1811: Los diputados de las provincias unidas que existen en esta capital, componen una Junta con el título de Conservadora de la soberanía del Sr. D. Fernando VII, y de las leyes nacionales, en cuanto no se oponen oponen al derecho supremo de la libertad li bertad civil de los pueblos americanos.61 Se trata de un texto que requiere dos observaciones. Una, que las leyes “nacionales” son las españolas y otra, que esa disposición no es mera consecuencia de la todavía, fingida o real, sujeción a la corona de Castilla, sino inevitable secuela de la falta de normas que suplantaran las peninsulares.

Luego de 1820 comenzaron ensayos de regímenes representativos en las provincias. Las intendencias no subsistieron luego de esa crisis, y asimismo todos los cabildos existentes en el territorio del ex Virreinato serían suprimidos, entre 1822 y 1834, y sustituidos por las legislaturas. La  

constitución antigua sería sólo parcialmente modificada por las medidas de carácter constitucional adoptadas en las distintas entidades soberanas que, con el nombre de “provincias”, reemplazaron la soberanía de la corona de Castilla.62   Luego de los fracasados intentos de imponer un texto constitucional a las Provincias Unidas del Río de la Plata —1813, 1819, 1826, 1828—, hasta el logro de la Constitución de 1853 la realidad en materia constitucional fue la de la vigencia de sistemas informales en cada uno de los Estados provinciales. Unos se dieron constituciones escritas que en ocasiones se reconocían, explícitamente, como complementarias de la antigua legislación española y de algunos de los documentos de naturaleza constitucional emanados de los gobiernos criollos desde 1810 en adelante, como el muy invocado Reglamento Provisorio de 1817. Por ejemplo, la constitución de Córdoba de 1821, reiterando la citada norma del Reglamento, declaraba en vigencia todas las leyes y demás disposiciones del “antiguo gobierno español” que no estuviesen en contradicción con “la libertad e independencia de Sud América, ni con este reglamento y demás disposiciones que no sean contrarias a él, él , libradas por el gobierno general de llas as provincias desde 25 de Mayo de 181 1810”. 0”.63 Posteriormente, los Estados rioplatenses que comenzaban ya a considerarse “argentinos” reconocieron en el Pacto Federal de 1831 otro de los elementos integrantes de esa constitución informal. Pero casi todos, asimismo, vivieron un proceso en que los intentos de instauración del régimen representativo dieron lugar a variadas combinaciones de la antigua constitución con innovaciones posteriores a 1810. Por lo general, las legislaturas no llegarían a afirmarse como tales y persistirían, en algunos casos, como meros órganos destinados a refrendar las disposiciones gubernamentales y, en otros, limitadas por las facultades extraordinarias concedidas a los gobernadores. En el caso de Buenos Aires, el de mayor impulso reformista, en lugar de adoptarse un texto constitucional se modificó la antigua constitución con un conjunto de leyes que disponían innovaciones tendientes a establecer un régimen representativo —tales como las del sistema electoral, la extinción del fuero eclesiástico o la supresión de los cabildos y su reemplazo por una legislatura—, cuya vigencia comenzaría a ser prontamente falseada a partir del primer gobierno de Juan Manuel de Rosas (1830-1832) y, en especial, en su segundo gobierno, luego de 1835.64   Si bien ese impulso reformista tuvo un éxito transitorio pero importante al crear el poder legislativo, no logró lo mismo en el campo de la justicia. De hecho, durante toda la primera mitad del siglo XIX, los intentos por crear una esfera de la  just iciaa separada  justici separa da de los otros poderes se dio sólo de manera maner a fragmentada. fragm entada. […] Los ensayos implementados durante la llamada feliz experiencia rivadaviana, rivadaviana, si bien fueron exitosos en orden

a crear un poder legislativo en la provincia capaz de mantener la iniciativa respecto al ejecutivo  —iniciat  —inic iativa iva definit defi nitivam ivamente ente perdida perdid a al asumir asumi r Rosas con la suma del poder públi público—, co—, no lo fueron en el terreno de la justicia.65  

Inconsistencia del concepto de “caudillismo” Decíamos al comienzo que la conducta política de los sectores que resistían las reformas subsiguientes a las independencias resulta mal interpretada al no percibirse que éstas correspondían a un universo conceptual en el que regían normas atribuibles atri buibles a la vigencia de una constitución constit ución antigua. Uno de los más sensibles efectos de aquella limitación es el que afecta al fenómeno que hemos denominado “caudillismo”. Al respecto, la clásica dicotomía forjada por Sarmiento en el Facundo el Facundo  —“civiliz  —“civi lización ación y barbari ba rbarie”— e”— había ofrecido ofrec ido una imagen im agen distorsi dist orsionada onada de la l a realidad real idad social y políti pol ítica ca de su época por efecto de las influencias conjugadas del romanticismo —del cual tomó Sarmiento el esquema de un mundo rural sometido a la gran propiedad de tipo feudal— y de la literatura de viajeros europeos, con cuya descripción de paisajes y de tipos humanos sustituyó su desconocimiento personal de esas realidades.66  Si bien nuestra imagen de la crisis de la independencia y del desarrollo histórico abierto por ella no está ya ceñida a aquella dicotomía, persiste en priorizar la atención a los intentos de innovaciones modernizadoras y a deformar la imagen de las prácticas y concepciones políticas entonces predominantes mediante conceptos como “caudillismo” u otros con él vinculados, en general restringidos a enfocar el fenómeno sobre la base de criterios tales como los basados en el concepto de clientelismo o en la categoría weberiana de carisma.67 El “caudillismo” aparece entonces como la otra cara del proceso histórico, ajeno a la obra civilizadora y enfrentado al reino de la legalidad: “La paz perpetuó las estructuras de la guerra y condujo a la aparición de un proceso dual en Hispanoamérica: por un lado, se dio el constitucionalismo y, por otro, el caudillismo”.68  En esta perspectiva está ausente la percepción de la existencia de pautas constitucionales anteriores a los intentos de reformas políticas luego de las independencias. Tulio Halperín señaló hace tiempo que el término “caudillismo”, fue “un calificativo denigratorio, aplicado muy liberalmente por ciertos políticos a sus rivales”. El caudillo era aquel que aspiraba a lograr el poder por medio de la violencia, o el que lo ejercía al margen de la organización legal, o el que lo obtenía de forma ilegítima. Y agregaba: “La expresión cubre un conjunto de significaciones semejantes al que un siglo antes cubría la de tirano”. Halperín no se propuso definir el “régimen de caudillos”, una etiqueta que consideraba cubría “realidades irreductiblemente diversas”, sino sólo describir las condiciones sociales y económicas en que surgieron cuatro de los más famosos caudillos rioplatenses: Güemes, Ramírez, Ibarra y Quiroga, aunque sin atender a las facetas intelectuales de la formación de esos líderes políticos.69 Pero lo más frecuente es considerar al caudillismo desde una perspectiva psicológica, tal como lo

hacía el historiador chileno Mario Góngora, para quien los hombres portadores del carisma ejercían “un tipo de dominación basado eminentemente en la psicología colectiva, no en la desaparecida o dudosa legalidad racional o tradicional” sino en “un derecho ad hoc propio de bandas”. Un enfoque similar, aun más explícitamente fundado en los conceptos weberianos de tipo ideal y carisma, fue  

aplicado por Fernando Díaz Díaz al caso mexicano.70

Formación intelectual de dos de los principales protagonistas de la época: clero y jefes militares militares La imagen según la cual, ante el constitucionalismo que las elites modernizadoras habrían tratado de imponer se habría alzado la arbitrariedad del “caudillismo” desconoce o desatiende, en los líderes rurales o urbanos de la época, la existencia de normas de conducta política apoyada en criterios constitucionales de otra naturaleza. Sin embargo, existen evidencias que alientan a enfocar la historia de la primera mitad del siglo XIX con distinta perspectiva. Ellas nos inducen a preguntarnos por la visión del mundo portada por los protagonistas de aquella historia. El enfoque de la conducta de los llamados caudillos, que omite conocer su formación intelectual, afecta también, de manera similar, a la forma en que es considerada la actuación política del clero, un ejemplo en el que es útil detenerse brevemente, pues contribuye a la comprensión del asunto. Sucede que, al registrarse los datos concernientes al clero que participó en los acontecimientos de la época, la interpretación habitual es la de ver a los hombres de iglesia sólo como representantes de un culto religioso. Pero tanto o más importante para la historia intelectual y política es advertir su calidad de portadores de criterios provenientes de lo que entonces era la ciencia de la sociedad, es decir, el conjunto de doctrinas transmitidas por la enseñanza del derecho natural y del derecho canónico, en el curso de los estudios que debieron realizar. Es por eso que para el propósito de comprender los móviles de los actores políticos carece de relevancia el hecho de que muchos de esos hombres de Iglesia lo fueran sin vocación religiosa, al haber sido destinados a la carrera eclesiástica por cálculos de conveniencia, según normas familiares propias de la época. Con auténtica fe o sin ella, todos habían recibido similares fundamentos de la concepción del mundo en las aulas y tertulias y, además de las versiones escolásticas de aquellas disciplinas que persistían en la enseñanza colonial, algunos las habían modificado críticamente por la consulta de obras provenientes de autores no escolásticos del derecho natural —Grocio, Pufendorf, Vattel, entre otros— y de las versiones regalistas del derecho canónico.71 Desde análoga perspectiva, de los llamados caudillos caudillos   se han destacado los rasgos militares y político-gubernamentales sin reparar en las características de su formación intelectual o la de los asesores que los tenían acompañaban. eso, puede sorprendernos advertirque queenalgunos de esoshabían jefes político-militares estudios Por superiores o medios, lo que significa su transcurso

recibido, como los hombres de Iglesia, las nociones básicas de lo que solía llamarse la “ciencia de la moral y de las costumbres”, las que se correspondían con las pautas de vida social y política de su tiempo. A este tipo de comprobación debe añadirse que, por lo general, con estudios superiores o sin  

ellos, los llamados caudillos solían estar rodeados por letrados, que habían recibido esas nociones durante sus estudios, algunos de los cuales eran sus asesores y ejercieron funciones gubernamentales de diverso nivel. La información sobre los estudios realizados por los líderes políticos de la época es muy escasa, y los historiadores que se han detenido en los rasgos biográficos de esos personajes suelen descuidarlas para ocuparse de otras facetas de ellos. Sin embargo, disponemos de algunas evidencias que apuntan a lo que indicamos, relativas a algunos casos célebres en la historia rioplatense de la primera mitad del siglo XIX. Por ejemplo, dos famosos caudillos, Alejandro Heredia, tucumano, y Pascual Echagüe, santafesino pero de actuación política también en la vecina provincia de Entre Ríos, eran doctores en teología y habían realizado tareas docentes. Heredia (1788-1838) hizo las primeras letras en escuelas de órdenes religiosas en Tucumán, continuó sus estudios en el Colegio de Nuestra Señora de Loreto, en Córdoba, y en 1808 se graduó de licenciado y doctor en Teología en la universidad cordobesa. Asimismo había ganado por concurso una cátedra de Latín en 1806. Más tarde iniciaría su carrera militar en los ejércitos de la independencia, de los que era er a ya coronel cuando en 1816 se incorporó al Congreso Congreso de Tucumán, el que declararía la independencia del Río de la Plata pero que elaboraría una constitución, fracasada, de fuertes connotaciones conservadoras y, entre otras actividades destacables, fue también diputado al congreso constituyente de 1824-1827. 1824-1827.72 Pascual Echagüe (1797-1867) realizó primeros estudios de latinidad en la ciudad de Santa Fe y en 1812 ingresó en el Colegio de Monserrat en Córdoba. En la universidad de esa ciudad se graduó de maestro y licenciado en Teología en 1817 y de doctor en Teología en 1818, donde luego de doctorarse fue designado para tareas docentes como pasante. Al regresar a Santa Fe en 1820 fue nombrado maestro de Primeras Letras, prosecretario de Gobierno en 1821 y secretario de Gobierno en 1824 y posteriormente fue gobernador de la vecina provincia de Entre Ríos, entre 1832 y 1841, y de Santa Fe, entre 1842 y 1851. Hasta su muerte, en 1867, tuvo activa actuación no sólo militar sino también política, en cargos de gobierno o funciones representativas provinciales y nacionales —luego de 1853  —, incluida incl uida su designación designa ción como minist mi nistro ro del gobierno gobier no nacional naciona l en 1856 y su partici part icipación pación en la Convención Conve nción Constituyente de 1860.73 En otras destacadas figuras políticas de la época se puede verificar algo similar. Manuel Dorrego (1787-1828), que sería famoso líder del Partido Federal en los años veinte y gobernador de Buenos Aires al caer Rivadavia en 1827 hasta su ejecución por el general unitario Juan Lavalle en el mismo año, había hecho sus estudios en el Colegio San Carlos desde 1803 y se había trasladado a Santiago de

Chile para realizar estudios de jurisprudencia en la Universidad de San Felipe, que interrumpió, poco después de iniciados, por los sucesos de mayo de 1810 en Buenos Aires.74  En la misma universidad, Pedro Molina, el más destacado de los gobernadores de Mendoza (1822-1824, 1832-1835 y 18351838), hizo estudios de derecho, sin concluirlos.  

El general José María Paz (1791-1854), el más famoso jefe militar del partido unitario, ingresó en la Universidad de Córdoba en 1804 y se matriculó en el primer año de Filosofía, cuyo tercero y último año cursó en 1806. En ese mismo año consiguió los títulos de bachiller en Artes y, luego, el de maestro. En febrero de 1807 se matriculó en el primer curso de Teología, cuyo examen aprobó a fines de ese año. Asimismo siguió el curso de derecho canónico, que aprobó a fines de 1810. Paz estuvo a punto de alcanzar el bachillerato en Leyes, para lo cual le faltaba completar un año y rendir un examen, que abandonó como como consecuencia de los sucesos polí políticos ticos de entonces. ent onces.75 Por otra parte, otros “caudillos” habían realizado estudios secundarios antes de iniciar su carrera militar. Entre ellos, Juan Bautista Bustos, que gobernaría Córdoba entre 1820 y 1829, los hizo en el colegio dominico de esa ciudad. José Vicente Reinafé, el gobernador cordobés juzgado y ejecutado por su presunta participación en el asesinato de Facundo Quiroga, había cursado estudios en el Colegio Monserrat, al que ingresó en 1801. El principal caudillo y gobernador santiagueño, Juan Felipe Ibarra, asistió al Colegio de Monserrat entre 1801, el mismo año que Reinafé, y 1802, el que abandonó en el segundo año por falta de recursos. Martín Güemes, el héroe de la contención de los españoles en el noroeste rioplatense, hizo estudios en el convento salteño de los franciscanos y asistió a la cátedra de Artes dictada por el doctor Manuel Antonio de Castro. Ricardo López Jordán, el caudillo entrerriano de larga y accidentada actuación, había realizado estudios medios en el colegio San Ignacio de Buenos Aires.76 Sería casi innecesario recordar que no sólo los hombres de Buenos Aires —como Mariano Moreno, Bernardo de Monteagudo y Juan José Castelli, entre los asistentes a Charcas— sino también destacados políticos del interior —como Gregorio Funes, Juan Ignacio Gorriti, Dámaso Larrañaga o Francisco de Laprida, entre otros— habían realizado tales estudios. Asimismo, en el caso de caudillos carentes de ellos, sí los poseían sus asesores, fuese por sus estudios eclesiásticos, como el padre Monterroso, asesor de Artigas, o jurídicos, como José Simón García de Cossio, egresado de Charcas y asesor del gobernador Pedro Ferré en Corrientes. Y, tal era el caso también de la mayoría de los gobernadores que no han sido considerados “caudillos”, pues el común de los componentes de las elites políticas de la época había realizado estudios de Teología o de Derecho, o de ambos derechos, en las universidades de Córdoba, Charcas o Santiago de Chile. La Universidad de San Felipe, en Santiago de Chile, fue una opción a la de Charcas para los rioplatenses que querían hacer estudios de urisprudencia cuando éstos no existían en la de Córdoba. Como es natural, los mendocinos, por su cercanía, fueron más proclives a inscribirse en ella y así lo hizo parte de la elite mendocina que actuaría en política polít ica entre 1828 y 1851.77

Las facultades extraordinaria ext raordinariass en la historia rioplatense rioplatense

 

Las facultades extraordinarias eran en realidad la expresión de un recurso dictatorial, legítimo, universalmente difundido en la época para enfrentar situaciones de emergencia política. Esas facultades fueron empleadas también en otros países de Hispanoamérica como, por ejemplo, México, Colombia y Chile.78  Pero sucede que el examen de éstas ha estado dominado por la preocupación por su incompatibilidad con el liberalismo, en detrimento del examen de su congruencia con la constitución antigua. Es decir, se lo ha enfocado como una anomalía constitucional y no como una natural expresión de las pautas sociales, jurídicas y políticas predominantes.79   Porque, como examinaremos a continuación, las facultades extraordinarias, consideradas tradicionalmente una de las principales muestras de la ausencia de legalidad, eran por el contrario una forma de la antigua institución de la dictadura, establecida mediante consentimiento de quienes las otorgaban y con limitaciones de tiempo y de atribuciones. No sería ocioso recordar al respecto que la dictadura era, desde tiempos de la antigüedad clásica, una institución legal, mientras que, en cambio, el abuso del poder por los gobernantes recibía el nombre de tiranía tiranía.. Poderes de tipo dictatorial estaban ya previstos en documentos rioplatenses producidos poco después de mayo de 1810, destinados destinados a proteger los l os derechos individuales contra llos os excesos del poder pero que admitían, sin embargo, recursos de excepción. El artículo 9 del decreto de Seguridad Individual dado por el Primer Triunvirato en noviembre de 1811 establecía: […] en el remoto y extraordinario caso de comprometerse la tranquilidad pública o la seguridad de la patria, podrá el gobierno suspender este decreto mientras dure la necesidad, dando cuenta inmediatamente a la asamblea general con justificación de los motivos, y quedando responsable en todos tiempos de esta medida.80 El recurso a las facultades extraordinarias volvió a darse durante el funcionamiento de la Asamblea del año XIII, el primer intento de elaborar una constitución para el Río de la Plata. En la sesión extraordinaria del 8 de septiembre de 1813, en la que se trató un informe del ejecutivo (Segundo Triunvirato) sobre las circunstancias extraordinarias generadas por los acontecimientos del Alto Perú y de la Banda Oriental, se decidió conceder al gobierno facultades extraordinarias y suspender el funcionamiento de la Asamblea mientras éstas estuvieran en vigencia. […] autorizando entretanto al Supremo Poder para que obre con absoluta independencia, y dé cuenta a la primera Sesión de las providencias extraordinarias que hubiese tomado, y por su naturaleza exijan la sanción de la Asamblea.81

naturaleza exijan la sanción de la Asamblea. En noviembre del mismo año, por razones similares, vuelven a suspenderse las sesiones con un reglamento cuyo art. 3° declaraba que el Poder Ejecutivo “queda autorizado con las mismas facultades  

extraordinarias que se le confirieron por el Soberano Decreto de 8 de septiembre último”.82 Asimismo, el artículo XXI del capítulo sobre seguridad individual del Estatuto de 1815 disponía una previsión similar, aunque presentada con recursos retóricos que no llegan a ocultar su naturaleza. El artículo comienza declarando que todas las disposiciones enumeradas en ese capítulo “jamás podrán suspenderse”, pero añade sin solución de continuidad: […] cuando por un muy remoto y extraordinario acontecimiento, que comprometa la tranquilidad pública, o la seguridad seguri dad de la Patri Patria, a, no puede observarse cuanto en él se previ previene, ene, las A Autoridades utoridades que se viesen en esta fatal necesidad darán razón de su conducta a la Junta de Observación y Excelentísimo Cabildo que deberán examinar los motivos de la medida, y el tiempo de su duración.83 El mismo texto, con la variante de reemplazar la mención de la Junta y del Cabildo por la del “Congreso”, reaparece en el artículo XIV del capítulo sobre seguridad individual del Reglamento de 1817. Y también las constituciones de 1819 y de 1826 incluyen cláusulas similares. simil ares.84 Las facultades extraordinarias no eran una institución que cancelase las “leyes fundamentales” que regían en cada provincia. Esas facultades no eran usurpadas unilateralmente por el gobernador sino que las concedía el organismo legislativo cumpliendo con la formalidad requerida por el principio del consentimiento: la institución representativa de la soberanía popular consentía en desprenderse de manera transitoria de ciertas facultades suyas por motivos atribuidos por lo general a circunstancias de gravedad, internas o externas, que no podían ser afrontadas en forma adecuada mediante los procedimientos propios de la división de poderes. Incluso la misma formalidad rigió la concesión de la suma del poder público a Juan Manuel de Rosas en 1835, como lo puso de manifiesto su exigencia para aceptarla, esto es, que debía cumplirse con el requisito del consentimiento por el órgano de la 85 soberanía y aun por el mismo pueblo soberano mediante plebiscito. La naturaleza dictatorial de las facultades extraordinarias, y sus antecedentes romanos, no fue ignorada en la época. En 1830, en los debates de la Sala de Representantes de Bueno Buenoss Aires, Aires, uno de los l os más acérrimos defensores de esas facultades, Ramón Olavarrieta, rechazaba las críticas que se hacían a “unas facultades a que Roma debió su grandeza y poder”. Otro de los representantes, Juan José Cernadas, declaraba que las circunstancias eran similares a las existentes cuando “la antigua Roma procedía al nombramiento de sus dictadores, para salvar la patria, sin más limitación que la del tiempo”. Y Pedro Feliciano Cavia, uno de los políticos más influyentes de esos años, afirmaba que

sólo un poder dictatorio [sic] puede reprimir en el día con mano fuerte las maquinaciones de los genios perversos y tumultuarios”, palabras que hacía más claras poco más adelante al encarecer la concesión de las facultades extraordinarias:

 

La dictadura, señores, es una de las mayores plagas que han afligido y devastado a los estados libres. Lo sabemos bien. Sin embargo ella es necesaria a las [sic] veces para enfrenar el espíritu anarquizador. Repúblicas antiguas y modernas han recurrido en sus extremos males a esta terrible, pero saludable medicina.86 Dos años más tarde, a fines de 1832, ante el proyecto de ley para prolongar esas facultades, que habían sido concedidas al gobernador a raíz de los sucesos de 1828 y renovadas en 1830, se produjo otro intenso debate en la Sala de Representantes porteña que muestra la existencia en ella de una tendencia mayoritaria a suprimirlas en aras de las normas constitucionales vigentes. Sus integrantes apelaron al argumento del respeto a esas normas y para ello sostuvieron que Buenos Aires poseía una constitución pese a la no existencia de un texto escrito de ésta. La conciencia de que la falta de una constitución escrita no significaba la inexistencia de normas constitucionales tuvo explícita manifestación por parte de un crítico liberal de ellas, amparado quizá por el prestigio que Benjamin Constant había adquirido en esos años. En una “Correspondencia” publicada en La en La Gaceta Mercantil Mercanti l   aludía a las “esperanzas de vivir constitucionalmente” al amparo del sistema representativo republicano hasta entonces vigente. El autor entendía que ese sistema había sido adoptado en Buenos Aires mediante la sanción de “las leyes que reglan la elección directa, y que establecen el principio de la inviolabilidad de las propiedades y la publicidad de todos los actos de la administración pública”. La ley en debate, argüía, excede las atribuciones que el pueblo en ejercicio de su soberanía puso en manos de sus representantes, es destructora del sistema representativo republicano y “trastornaría completamente las condiciones del pacto, bajo el cual hemos entrado a formar parte en la sociedad”, de manera que, afirma, el proyecto en discusión “mina y destruye por su base nuestras leyes fundamentales”.87 Pocos días después, otro anónimo colaborador de La de La Gaceta Mercantil  Mercantil   atacaba nuevamente el proyecto de ley, afirmando afir mando que “nuestro país” —esto es es,, Buenos Aires—: Aires—: […] no es inconstituido: éste es un error. Los que no ven constitución donde no ven cuaderno cuaderno   no podrían creer esto, desde que no tienen en sus estantes un folletito de un centenar de páginas, que muy bien encuadernado sirva de adorno, aunque no tenga más uso que ése; pero los amigos de lo positivo, de lo práctico, saben que tenemos leyes constitucionales, que encierran los mejores elementos de una constitución; que por ellas está establecida la división y construcción de los tres poderes; la responsabilidad de los ministros; la seguridad del individuo, y la inviolabilidad

de su propiedad; el ejercicio de sus derechos; la facultad de levantar impuestos; el saludable sistema de presupuestos y cien cosas más… Ellos saben, proseguía, que pese a que todo eso no es perfecto, el mejor medio para no mejorarlo y  

perder sus beneficios es el de continuar con las facultades extraordinarias. Aludiendo a la función garantista de la constitución, agregaba que los defectos de las instituciones en vez de “ceñir al poder ejecutivo” le permiten perm iten expandirse. Y añadía poco más adelante: La provincia tiene, pues, constitución; y aunque la falta del antecedente bien pudiera excusarme de contestar a la pregunta de ¿Puede marchar el Gobierno con las facultades ordinarias que tenía antes del motín de 1828? Diré que sí […] porque a aquellas facultades ordinarias, pueden añadirse por medios constitucionales, otras que hagan precisas las condiciones que he indicado arriba, sin destruir las bases fundamentales de nuestro sistema…88 Pero esa tendencia resultaría a la larga derrotada. Tal fue el resultado del proceso que va de las reformas de los años veinte a la suma del poder público en 1835. Los análisis historiográficos sobre ese desarrollo no logran una versión coherente de éste. Se ha recurrido a la psicología social para intentar explicar la anuencia de la población a esa entrega del poder total a Rosas, a la existencia de una tendencia a concentrar poder en el ejecutivo, y también a las más antiguas explicaciones basadas en la maldad de los personajes que triunfaron. La explicación no puede ser simple, pero algo fundamental para ella proviene de comprender lo ya señalado: que las sociedades rioplatenses de la época poseían una conformación basada en normas constitucionales de antigua data, las que se correspondían con formas de conducta social y de acción política congruentes con aquéllas, y que las nuevas reformas de carácter constitucional que se adoptaron luego de 1820, pese a que tuvieron no pocos defensores, carecieron del arraigo necesario para imponerse i mponerse a largo plazo. No está de más observar que, en el mismo sentido, es también elocuente lo ocurrido en México, donde pese al rechazo de los diversos intentos de incorporar las facultades extraordinarias en los textos constitucionales, éstas se impusieron en la práctica: […] La ausencia de esas provisiones constitucionales no impidió que los gobernantes procedieran discrecionalmente durante situaciones críticas. […] aunque la Constitución no incluyera las medidas de emergencia, los congresos mexicanos regularmente invistieron al ejecutivo de facultades extraordinarias, que eran, evidentemente anticonstitucionales. […] Las facultades extraordinarias de los gobiernos se convirtieron en una forma indirecta de cancelar los mecanismos constitucionales de gobierno.89 En el caso del Estado de Buenos Aires, la suma del poder público concedida a Rosas, luego de la

aniquilación del ala liberal de los federales, se convirtió en una negación del ordenamiento legal por la renuncia de la legislatura a limitarla y controlarla. Pero en otros casos, tal cosa no sucedió, como lo muestra lo l o ocurrido en Corrientes, donde el uso de ese expediente de gobierno gobierno fue mucho menor.90 Lo mismo comprobamos en el caso de Mendoza, donde se registran las siguientes concesiones de  

facultades extraordinarias. En febrero de 1829 se le otorgan al gobernador y cesan en agosto del mismo año. Al concederlas, la Sala lo hizo mediante un reglamento que establecía: 3°. La legislatura reasumirá sus facultades y abrirá las sesiones así que cesen los riesgos que amenazan la Provincia o antes, si una tercera parte de los Sres. representantes pidiesen oficialmente por el conducto que corresponde. 41. Así que la H. legislatura entre al ejercicio de sus funciones, el poder ejecutivo le pasará una noticia de todas las leyes que por la urgencia de las circunstancias se haya obligado a promulgar y mandar cumplir. 51. Para alterar o derogar las leyes dictadas durante el receso de la H. legislatura se observarán los trámites prescriptos en el Reglamento de Debates Debates de la Sala, y términos tér minos señalados por las leyes l eyes vigentes de la Provincia.91 Otros lapsos en que se apeló a las facultades extraordinarias fueron los del 23 de marzo al 17 de diciembre de 1831, del 9 de enero a julio de 1836, del 2 de julio al 6 de diciembre de 1840, de diciembre de 1847 a febrero de 1848 y de noviembre de 1850 a marzo de 1852. En cuanto a la suma del poder público, fue otorgada al gobernador Correa en julio de 1840 y devuelta en diciembre del mismo año, y al gobernador Aldao en mayo de 1842 y devuelta en mayo de 1844. En síntesis, entre 1829 y 1853, Mendoza vivió ciento noventa meses bajo la vigencia de sus normas constitucionales y noventa bajo facultades extraordinarias y suma del poder. Pero solamente en los dos años en que Aldao contó con la suma del poder público —bajo la fuerte presión del clima político derivado de la crisis generada por los bloqueos a puerto de Buenos Aires—, la Sala de Representantes dejó de sesionar.92 La utilización de las facultades extraordinarias y de la suma del poder público en Mendoza muestra los rasgos ya comentados. La Sala de Representantes las otorga en situaciones de riesgo para fines determinados y con diversas limitaciones según los casos. Y en todos ellos las facultades fueron devueltas a la Sala al cesar los motivos que las justificaron. Es decir, estamos ante un sistema político representativo que encara las situaciones de crisis mediante la instauración de dictaduras transitorias, con los recaudos propios de las antiguas pautas del derecho político. polít ico.

Al juzgar el valor de las ideas en la historia, es necesario distinguir las que provienen de las grandes obras que poseen acogida en un momento dado, y que pueden prolongar esa resonancia a través de los siglos —como por ejemplo las de Aristóteles o Platón, o la de Montesquieu, Voltaire y otras figuras

del siglo XVIII , de las nociones consensuadas a lo largo del tiempo, que se convierten en sustento de las acciones humanas. Se trata de un fenómeno que es efecto de factores diversos, a veces imperceptibles, aunque puede también incluir ideas que provienen de esas grandes obras, que han pasado a convertirse en patrimonio social, frecuentemente, con olvido de su origen.  

Se trataría entonces no sólo de una historia intelectual o de una historia de las ideas, a secas, sino de algo diferente, de una historia de lo que solemos llamar creencias colectivas, que se convierten en patrones de conductas, colectivas o individuales, privadas o públicas. Algo que podríamos llamar historia intelectual profunda, es decir, una historia de las grandes nociones, desde las que regulan la vida cotidiana hasta las que condicionan los grandes acontecimientos, que además cumplen la función, quizá también imperceptible, de condicionar la acogida de las nuevas ideas y la amplitud de sus efectos. Una historia entonces, diríamos, del consenso social, o de los consensos de los distintos sectores que pueden componer una sociedad. Pero no solamente en el sentido en que lo destacaba Mosca, al referirse a las nociones consensuadas en que las clases dirigentes necesitan fundar su uso del poder,93 sino también, mucho más allá de eso, de las nociones con que los hombres han buscado regular sus conflictos de intereses o de creencias, individuales o colectivas. La historia del siglo XIX iberoamericano puede parecer un entramado de procesos contradictorios, cuya rebeldía a ajustarse a alguna forma de inteligibilidad hemos cubierto frecuentemente con débiles categorías como las de “anarquía política”, “particularismos”, caudillismo, y otras congruentes con ellas. Lo que hemos buscado en este trabajo es examinar otra forma de dar razón de buena parte de esa historia. Para ello, hemos tratado de comprender los rasgos de la vida política del período tratando de superar, por una parte, un enfoque de la historia intelectual centrado en las influencias de los grandes exponentes del pensamiento europeo y buscando dar prioridad, en cambio, a una historia más atenta a las pautas de antigua data que condicionaban la vida social y política de la época, tales como las concernientes al Río de la Plata que acabamos de examinar. Es en esta perspectiva que el concepto de antigua constitución da cuenta de ese consenso y nos puede hacer comprender la persistente resistencia a las tendencias reformistas desencadenadas por las independencias.

Notas: 1. Este capítulo reproduce el texto del siguiente artículo: José Carlos Chiaramonte, “La antigua constitución luego de las independencias, 1808-1852”, Buenos Aires,  Desar  Desarrollo rollo Eco Económ nómico ico,, nº 199, vol. 50, octubre-diciembre de 2010, que, a su vez, es una versión en español, ligeramente modificada, del siguiente artículo: “The ‘Ancient Constitution’ after the Independences (18081852)”, The Hispanic American Historical Review, Review, vol. 90, 3, agosto de 2010. Agradezco la invalorable ayuda de los profesores Nora Souto y Julián Giglio en la búsqueda de información y sus sugerencias al borrador de este artículo. También las estimulantes

observaciones de Carlos Marichal. 2. Una notable ausencia de todo registro del iusnaturalismo puede observarse en Leslie Bethell (ed.), The Cambridge History o  Latin America America,, vol. II, Colonial Latin America, America, y vol. III, Fr III, From om Indep Independ endence ence to c. 187 18700 , Cambridge, Cambridge University Press, 1984. Las únicas referencias al derecho natural se encuentran en el volumen I y se limitan a los teólogos de la neoecolástica española del siglo XVI, Suárez, Mariana Mariana y Vitoria: David Brading, “Bou “Bourbon rbon Spain and its American Empire”, págs. 39 3933 y 437. Tal omisión se corresponde también con el extenso y tradicional análisis del caudillismo.  

Parra-Pérez,  Historia de la primera Repúb República lica de Venezu enezuela ela , Caracas, 1959, vol. I, págs. 240 y 418 y 3. Por ejemplo, Carraciolo Parra-Pérez, Historia ss., vol. II, 188 y ss., y El y El régimen espa español ñol en Venez enezuela uela , Madrid, Javier Morata, 1932, págs. 240 y ss.; Manuel José Forero, La Forero,  La  primera república , en Historia en Historia extens extensaa de Colomb Colombia ia,, Bogotá, Lerner, 1966, vol. V, pág. 213 y ss.; J. Gabaldón Márquez,  El municipio, raíz de la República, República , Caracas, IPGH, 1961. Respecto del Río de la Plata, véanse las obras de Ricardo Levene citadas más adelante. Otras referencias pueden encontrarse en los siguientes trabajos nuestros: José Carlos Chiaramonte, “Capítulo 5. Estado y poder regional: constitución y naturaleza de los poderes regionales” y “Capítulo 6. Estado y Poder Regional, las expresiones del poder regional: análisis de casos”, en Unesco, Historia Unesco,  Historia gen general eral de América latina latina,, vol. VI, La VI,  La con construcc strucción ión de las nac naciones iones latinoamericanas, 1820-1870, 1820-1870, París, Unesco/Trotta, Unesco/Trotta, 20 2003. 03. 4. Joseph W. Esherick, Hasan Kayali y Eric van Young, “Introduction” a Joseph W. Esherick, Hasan Kayali y Eric van Young (eds.), Empire (eds.),  Empire To Nation Nation:: Historica Historicall Perspec Perspectives tives on The Making of The Modern World . (“…we must also recognize that behind many of these new associations were older networks of estate, kinship, ethnicity, religion, and locality. The world was not always as new as it seemed and we need to understand the ways in which residues of the imperial past lived on in the public life of the new nations”.) 5. François-Xavier Guerra, México: Guerra,  México:   Del Del Antiguo An tiguo Régimen a la Revoluc Revolución ión,, México DF, Fondo de Cultura Económica, 1988, tomo I, pág. 157, y Modern y  Modernidad idad e ind indepen ependen dencias, cias, México  México DF, Mapfre/Fondo de Cultura Económica, 2ª ed., 1993, pág. 16. Hale,  El liberalismo mexican mexicanoo en la ép época oca de Mora (182 (1821-18 1-1853), 53), México,  México, Siglo XXI, 1977, 2ª ed., cap. 4. 6. Charles Hale, El 7. Antonio Annino, “El primer constitucionalismo mexicano, 1810-1830”, en Marcello Carmagnani, Alicia Hernández Chávez, Ruggiero Romano (coords.), Para (coords.),  Para una historia de América. III. Los nud nudos os 2,  2,   México, El Colegio de México/ Fondo de Cultura Económica, Económic a, 1999, págs. 140-189. 8. Tulio Halperín Donghi,  Revoluc  Revolución ión y gue guerra. rra. Formac Formación ión de una elite dirigen dirigente te en la Ar Argen gentina tina criolla , Buenos Aires, Siglo Veintiuno, 1972, ppág. Veintiuno, ág. 396. h erencia colon colonial ial ddee Amér América ica latina , México, Siglo Veintiuno, 1970, cap. VI, “Política y sociedad”. Véase una crítica a esta 9.  La herencia perspectiva en Jeremy Adelman, “Introduction. The Problem of Persistence in Latin American History”, en Jeremy Adelman (ed.), Colonial Legacies. The Problem of Persistence in Lati Latinn America America,, Nueva York y Londres, Routledge, 1999. 10 10.. Richard Morse, “The Herit Heritage age ooff Latin Amer America”, ica”, en Louis Hartz et al. (comps.), Nuev a Y York, ork, al. (comps.), The Founding of New Societies, Societies , Nueva Harcourt, Brace & World, 1964, págs. 162 y 163. 11 . Mario Góngora, Ensay 11. Góngora,  Ensayoo histórico sob sobre re la noc noción ión de Estado en Chile en los siglos XIX y XX , Santiago de Chile, Ed. Universitaria, 1986, pág. 286. 12.. Nos hemos ocupado de estas características en diversos trabajos: La trabajos: La Ilustrac Ilustración ión en el Río de la Plata. Cultura eclesiás eclesiástica tica y 12 cultura laica durante el Virreinato ( 2ª ( 2ª ed., Buenos Aires, Sudamericana, 2007); “El pensamiento político y la reformulación de los modelos”, cap. 21 de: Unesco, Historia Unesco,  Historia Gener General al de América Latina Latina,, vol. IV: Pr IV:  Proces ocesos os america americanos nos hac hacia ia la redefinición colon colonial ial , París, Trotta, 2000; Nación 2000; y Estado en Iberoamér Iberoamérica. ica. lenguaje aje político  Prismas. en tiempos de las inde indepen penden dencias cias , al, Buenos Aires, Sudamericana, 2004; Nación “La historia intelectual y el riesgo de El las lengu periodizaciones”, periodizaciones”, Prismas. Revista ddee Historia Intelectu Intelectual , Universidad Nacional de Quilmes, Argentina, nº 11, 2007. 13. Iberoamérica ica,, ob. 13 . Sobre la función del derecho natural en la historia iberoamericana, véase nuestro libro  Nación y Estado en Iberoamér cit. Cf. asimismo asimismo nu nuestro estro artí artículo: culo: “The Principl Principlee of Consen Consentt in Latin and Anglo-American Indep Independence”, endence”, Journa Journall of Latin Am American erican Studies, n° Studies,  n° 36, 2004. 14 . Sobre el “constitucionalismo” de los siglos XVII y XVIII, véase Otto von Gierke, Giovanni Althusius e lo sviluppo storico delle 14. teorie politiche giusnaturalistiche. Contributo alla storia della sistematica del diritto, diritto , Torino, Einaudi, 1974, pág. 147. Véase una excelente síntesis de los inicios del proceso constitucional norteamericano en Gordon Go rdon S. Wood, “Foreword: State Constitution-making Constitution-making in the American Revolution”, Rutgers Revolution”,  Rutgers Law Jou Journa rnall, vol. 24, n° 4, Summer 1993. 15 15.. Gordon S. Wood, ibíd., 923 y ss. 16. 16 . José Carlos Chiaramonte, Ciudades, provincias, Estados: Orígenes de la nación argentina (1800-1846) , Buenos Aires, Ariel, 1997, pág. 159 y ss. Tal uso del concepto constituiría una especie de “argumento político que se ha esgrimido en situaciones

históricas sumamente diversas”. M. I. Finl Finley, ey, “La Constitución Ancestral”, Uso y abuso de la Historia, Historia , Barcelona, Crítica, 1979, pág. 46. Véase el análisis comparativo del uso del argumento en la Atenas del siglo IV a.C., en la Inglaterra del siglo XVII y en los Estados Unidos de Norteamérica del siglo XX, en págs. 45 y ss. Un resumen de tal uso del concepto en la Europa moderna: Rafael D. García Pérez, Antes Pérez, Antes leyes que reyes. Cultura jurídica y con constitución stitución política en la eda edadd moderna mode rna (Navar (Navarra, ra, 151 1512-18 2-1808), 08),   Milano, Giuffrè, 2008, pág. 60.  

17 17.. Ronald Hamowy, “Introduction”, en John Trenchard y Thomas Gordon, Cato’s Letters, or Essays on Liberty, Civil and  Religious,, and other Impor  Religious Important tant Sub Subjects jects,, Indianapolis, Liberty Fund, 1995, vol. I, XXII. Pocock muestra otro criterio respecto de la relación entre ese concepto y el derecho natural en los siglos XVI y XVII: “Los teólogos y los filósofos tratarían de acordar esos derechos con la razón y la naturaleza, que debían estar por encima de toda voluntad; pero un argumento diferente y no menos elocuente consistía en demostrar que tales derechos eran parte de una costumbre inmemorial y sagrada. De esta manera, crecía —o más bien se intensificaba y se renovaba— el hábito en muchos países de apelar a ‘la antigua constitución’, de buscar y probar que los derechos que se deseaba defender eran inmemoriales y, por lo tanto, estaban fuera del alcance del poder regio para alterarlos o anularlos”. [Traducción [Traducción del autor.] Cfr Cfr.. J. G. A. Pocock, The Ancient Constitution and the Feudal Law. A Study of English Historical Thought in the Seventeenth Century, Century , Nueva York, The Norton Library, 1967, pág. 16. 18.. Thomas C. Grey, “Origins of the Unwritten Constitution: Fundamental Law in American Revolutionary Thought”, Stanford 18  Law Review, Review , vol. 30, n° 843, mayo de 1978, págs. 852-853; Alessandro Passerin d’Entrèves,  Natura  Naturall Law. An Introductio Introductionn to Legal  Philosophy  Philoso phy,, Londres, Hutchinson’s Universitary Library, 1970, 2ª ed., pág. 62. 19 19.. Larry D. Kramer, “In Substance and in Principle, the Same as It Was Heretofore. The Customary Constitucion”, The People Themselves. Popular Constitutionalism and Judicial Review, Review, Oxford, Oxford University Press, 2004, págs. 10-13. 20..  Diario de Sesio Sesiones nes de la H. Jun Junta ta de Representan Representantes tes de la provincia de Bueno Buenoss Air Aires es , tomo 141, nº 283, Sesión del 5 de 20 noviembre de 1832. 21 21.. Richard Herr, Españ Herr,  Españaa y la rev revolució oluciónn ddel el siglo XVIII , Madrid, Aguilar, 1979, pág. 369. 22.. José Antonio Maravall, “Estudio Prelimi Preliminar” nar” a Francisco Mart Martínez ínez Marina, Marina, Discurs  Discursoo so sobre bre el orig origen en ddee la m mona onarqu rquía ía y ssobr obree la 22 naturalezaa ddel naturalez el gobierno español español,, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1988, pág. 76. 23 . Mariano Moreno, “Sobre el Congreso convocado y Constitución del Estado…”, citado en Noemí Goldman, Historia 23. Goldman,  Historia y lenguaje. Los discursos de la Revolución de Mayo, con un apéndice documental de Mariano Moreno, Juan José Castelli, Bernardo de Monteagudo, Monteagudo , Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1992, pág. 103. Se trata de un artículo que Ricardo Levene no incluyó en su edición de los escritos de Moreno: Mariano Moreno, Escritos Moreno,  Escritos,, edición a cargo de Ricardo Levene, Buenos Aires, Estrada, 1956, vol. II. 24.. Mariano Moreno, “Sobre el Congreso convocado y Constitución del Estado. Octubre y noviembre de 1810”, artículo del 2 de 24 noviembre de 1810, en Mariano Moreno, Escritos Moreno,  Escritos,, ob. cit., pág. 229 y ss. 25.. “Acta de Independencia de Venezuela (5 de julio de 1811)” y “Fernando de Peñalver: Memoria sobre el problema 25 constitucional venezolano (1811)”, en José Luis Romero y Luis Alberto Romero (eds.),  Pensa  Pensamiento miento político de la eman emancipac cipación ión,, ob. cit., vol. I, págs. 108 y 127. 26 26.. “Reglamento de la división de poderes sancionado por la Junta Conservadora, precedido de documentos oficiales que lo explican [30 de septiembre a 29 de octubre de 1811]”, en Emilio Ravignani (ed.), Asamblea (ed.),  Asambleass con constituyente stituyentess argentina argentinass , Buenos Aires, Instituto de Investigaciones Históricas, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires, 1937, vol. VI, 2ª parte, págs. 599-602. 27.. “Camilo Torres: Memorial Memorial de agravios (18 (1809)”, 09)”, Pensam  Pensamiento iento ppolítico olítico ddee la eman emancipac cipación ión,, ob. cit., pág. 37. 27 28 28.. “José Angulo: Manifiesto al pueblo de Cuzco (1814)”, ibídem, págs. 204 y ss. 29.. “Camilo Henríquez: Sermón (1811)”, ibídem, pág. 226. 29 30 . “Fray Melchor de Talamantes: Idea del Congreso Nacional de Nueva España. Conclusión (1808)” y “Licenciado Francisco 30. Verdad: Memoria póstuma (1809)”, en ibídem, pág. 89 y ss. Sobre el concepto de “depósito” de la soberanía y su diferencia con el de “retroversión” de ésta, véase José M. Portillo Valdés, Crisis atlántica. Autonomía e independencia en la crisis de la monarquía hispana,, Madrid, Fundación Carolina, Centro de Estudios Hispánicos e Iberoamericanos, Marcial Pons Historia, 2006, y José Carlos hispana Chiaramonte, “Dos fenómenos de distinta naturaleza: el juntismo peninsular y el hispanoamericano”, Historia hispanoamericano”,  Historia Cons Constituciona titucional.l. Revista  Electrónica  Electrón ica ddee Historia Cons Constitucion titucional al,, nº 8, septiembre de 2007. 31 . José Guerra [fray Servando Teresa de Mier], Historia 31. Mier],  Historia de la revolu revolución ción de Nueva Españ España, a, antig antiguame uamente nte Anáh Anáhuac uac,, o verdad verdadero ero origen y causas de ella, con la relación de sus progresos hasta el presente año de 1813 , Londres, 2 tomos, 1813, tomo 2, libro XIV,

citado en fray Servando Teresa de Mier, Mier, Idea  Ideario rio ppolítico olítico,, ed. Edmundo O’Gorman, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1978, pág. 162. 32 . Fray Servando Teresa de Mier 32. Mier,, Idea  Ideario rio ppolítico olítico,, ob. cit., págs. 78-81. UNAM, 1981, 3ª ed., págs. 47 y ss. 33.. Luis Villoro, El Villoro, El proceso 33 proc eso ideoló ideológico gico de la Revoluc Revolución ión ddee Ind Indepen ependen dencia cia,, México, 34 . Fray Servando Teresa de Mier 34. Mier,, Idea  Ideario rio ppolítico olítico,, ob. cit., págs. 97-98. 35.. Ibídem, pág. 105. 35  

36 36.. Ibídem, pág. 163. Casi diez años más tarde, en una Memoria publicada en los Estados Unidos en 1821 —en la que abandonaba su anterior admiración por Inglaterra y expresaba su entusiasmo por el progreso de los Estados Unidos—, fray Servando volvía retomar sus referencias a las leyes antiguas que avalaban la independencia. Véase su “Memoria político-instructiva”, en ibídem, pág. 204. 37. 1811”, Las Provincias Unida Unidass del d el Su Sudd en e n 11811 811 (Co (Consec nsecuen uencias cias inmedia inmediatas tas ddee la Revoluc Revolución ión 37 . “Reglamento del 10 de febrero de 1811”, Las de Mayo), Mayo), ed. Ricardo Levene, Buenos Aires, Imprenta de la Universidad de Buenos Aires, 1940, págs. 12-30. Este Reglamento, atribuido al deán Gregorio Funes, fue publicado en la Gazeta de Buenos-Ayres, Buenos-Ayres, n° 36, 14 de febrero de 1811. 38 38.. “El Cabildo de Mendoza a la Junta de Buenos Aires pidiendo su separación de la Intendencia de Córdoba”, 10 de julio de 1811, Las 1811,  Las Provincias Unida Unidass del Sud en 1811 (Conse (Consecuen cuencias cias inmed inmediatas iatas de la Revolu Revolución ción de Mayo) , ed. Ricardo Levene, Buenos Aires, Imprenta de la Universidad de Buenos Aires, 1940, págs. 256 y ss. 39 . Lucas Alamán, Historia 39. Alamán,  Historia de Méjico Méjico,, México, Jus, 1972, 3ª ed., pág. 125. Sin embargo, no se le escapaba la función política de ese tipo de retórica: “La audiencia y los españoles miraban a la Nueva España como una colonia de la antigua, según los principios adoptados durante el gobierno de los Borbones, y el ayuntamiento y los americanos se apoyaban en las leyes primitivas y en la independencia establecida por el código de Indias además de las doctrinas generales de los filósofos del siglo anterior, sobre la soberanía de las naciones”, ibídem, pág. 127. 40 . Charles Hale, El 40. Hale,  El libera liberalismo lismo mexica mexicano no en la épo época ca de Mora (182 (1821-18 1-1853) 53),, México, Siglo XXI, 1977, 2ª ed., pág. 121. Con respecto a esa constitución antigua añade Hale en nota al pie: “El obispo Abad y Queipo defendió en 1799 [Representación sobre la inmunidad personal del clero] las inmunidades clericales por considerarlas inherentes a la antigua constitución, originada en el fuero uzgo. […] Abad llegó inclusive a citar a Montesquieu en su apoyo en contra de lo que, en su opinión, eran ataques despóticos contra la antigua constitución”. 41.. Marco Bellingeri, “De una constitución a otra: conflictos de jurisdicciones y dispersión de poderes en Yucatán (1789-1831)”, 41 Cuadernos de Historia Latinoamericana 1, Latinoamericana  1, 1993, http://ahila.nl/publicaciones/cuaderno1/3_belmar.html 42 . Sobre las vicisitudes de los intentos de implementar la división de poderes, véase Marcela Ternavasio, Gobernar la revolución. 42.  Poderes  Poder es en dispu disputa ta en el Río ddee la Plata, Pla ta, 11810 810-181 -18166 , Buenos Aires, Siglo XXI, 2007. 43.. Respecto del ordenamiento jurídico posterior a la independencia mexicana, véase el “Estudio Introductorio” de María del 43 Refugio González en Pand en  Pandectas ectas Hispan Hispano-Mexican o-Mexicanas as,, ed. Juan N. Rodríguez de San Miguel, México, UNAM, 1962, vol. I, XVIII y ss. La Pand La Pandectas ectas fue  fue justamente una obra destinada a facilitar la labor de los juristas mediante la recopilación de las normas legales vigentes, en su mayoría provenientes del período colonial. Véase, asimismo, el Estudio Preliminar de Jorge Mario García Laguardia y María del Refugio González a José María Álvarez, Institucio Álvarez, Instituciones nes de Derecho Real ddee Ca Castilla stilla y de India Indiass , México, UNAM, 1982, ed. facsimilar de la reimpresión mexicana de 1826, vol. I, 58 y ss. La primera edición de la obra de Álvarez se publicó en Guatemala en 1818. 44 . Respecto de lo inapropiado de la distinción entre derecho público y privado en cierto contexto histórico, como por ejemplo el 44. del período colonial, se han destacado “las dificultades que encontraron los juristas formados en el ius commune [derecho erudito enseñado en universidades: derecho romano y derecho canónico y sus glosas] para separar el derecho público del privado, pues bajo cierto punto de vista todo derecho era primaria o secundariamente público en la medida en que miraba a la consecución del bien común, esto es, perseguía intereses públicos […] El ius civile […] era, pues, un ius público y privado al mismo tiempo que se llamaba así por oposición al ius canonicum, derecho rector de otro cuerpo, no político sino místico, […] la Iglesia”. García Pérez,  Antes leyes ley es qu quee reye reyess, ob. cit., pág. 71. Asimismo, respecto de su posible prolongación luego de las independencias, véase Víctor M. Uribe-Uran, “The Great Transformation of Law and Legal Culture: ‘The Public’ and ‘the Private’ in the Transition from Empire to Nation in Mexico, Colombia, and Brazil, 1750-1850”, en Esherick et al., al.,  Empire to Nation Nation,, ob. cit., pág. 77. 45. Bau tista Al Alberdi, berdi, Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina, Argentina , en Obras completas, completas, 45 . Juan Bautista Buenos Aires, Imprenta de La Tribuna Nacional, 1886, vol. III, pág. 539. 46 46..  El Abogad Abo gadoo Nacion Nacional al,, 2, Buenos Aires, 1º de noviembre de 1818. Sin embargo, reclamaba conservar del antiguo sistema las verdades eternas y primitivas del derecho natural, aunque podándolo “de muchas ramas inútiles, áridas o corrompidas”.

47 47.. José María Álvarez, Institucio Álvarez,  Instituciones nes de Derecho Real de Castilla y de India Indiass   (México, UNAM, 1982, ed. facsimilar de la reimpresión mexicana de 1826), vol. I, 58-65. 48 48.. José María Álvarez, Institucio Álvarez, Instituciones nes de Derecho Real ddee Esp España aña,, adicion a dicionada adass co conn varios v arios apé apéndice ndices, s, ppárra árrafos, fos, etc. por Dalmac Dalmacio io Vélez,, Buenos Aires, 1834. Véase asimismo Pedro Somellera,  Principio Vélez  Principioss de Derecho Civil Civil,, Buenos Aires, Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la UBA, 1939. Se trata de la reedición facsimilar del curso dictado por Somellera en la Universidad de Buenos  

Aires en 1824. 49 . J. M. Álvarez, ibídem, vol. I, pág. 66. 49. 50. Universidad idad america americana na y la 50 . Sobre los estudios de derecho en las universidades rioplatenses, véanse Batia B. Siebzenher,  La Univers  Ilustración  Ilustrac ión,, Madrid, Mapfre, 1994; Juan M. Garro, Bosquejo histórico de la Universidad de Córdoba , Buenos Aires, Imprenta de M. Biedma, 1882; Silvano G. A. Benito Moya,  Reformismo e Ilu Ilustració stración. n. Los bborbo orbones nes en la Un Universida iversidadd ddee Có Córdoba rdoba , Córdoba, Centro de Estudios Históricos “Prof. Carlos S. A. Segreti”, 2000; Agustín Pestalardo,  Historia de la enseñ enseñanz anzaa de las ciencia cienciass jurídicas jurídica s y sociales en la Universidad de Buenos Aires, Aires , Buenos Aires, 1914; M. C. Mirow, “Chapter 13: Legal Education and Lawyers”,  Latin  American Law Law.. A History of Private Law and Institution Institutionss in Spa Spanish nish America , Austin, University of Texas Press, 2004; Pablo Buchbinder,  Historia de las unive universida rsidades des argentina argentinass , Buenos Aires, Sudamericana, 2005. Respecto de dichos estudios en España, véase Mariano Peset y José Luis Peset, “Capítulo XII: Leyes y cánones”,  La unive universida rsidadd espa española ñola (siglos XVIII y XIX) XIX),, Madrid, Taurus, Taur us, 1974, págs. 283 y ss. 51 . A. P. d’Entrèves, ob. cit., pág. 80. 51. 52 . Véase nuestro libro Nació 52. libro  Naciónn y Esta Estado do en Iberoamé Iberoamérica rica , ob. cit. estudios de derecho natural luego de las independencias, véase nuestro libro Nación libro Nación y Estad Estadoo en Ibero Iberoamérica américa,, ob. cit. 53 53.. A. Pestalardo, ob. cit., pág. 86. Sobre la perduración e intensificación de los 54. las Institutiones es Juris Ecclesiastici. Xmeineri Xavieri. Metodo cientifica ado adorna rnatae tae,, Buenos Aires, Imprenta del 54 . Se trata de las Institution Estado, 1835, 2 vols. Las clases de Eusebio Agüero fueron publicadas como  Institucio  Instituciones nes de derecho púb público lico eclesiás eclesiástico tico,, Buenos Aires, 1828. Véase al respecto Roberto Di Stefano, “De la cristiandad colonial a la Iglesia nacional. Perspectivas de investigación en historia religiosa de los siglos XVIII y XIX”, Andes. XIX”,  Andes. Antropolog Antropología ía e Historia , n° 11, 2000, pág. 100; Roberto Di Stefano, “Eusebio Agüero”, en Nancy Calvo, Roberto Di Stefano y Klaus Gallo, Los Gallo,  Los cura curass de la Revoluc Revolución. ión. Vidas de eclesiás eclesiásticos ticos en los oríge orígenes nes de la nación, nación, Buenos Aires, Emecé, 2002, pág. 303 y ss.; José María Mariluz Urquijo, “Libros antiguos de derecho. Las instituciones de derecho eclesiástico de Gmeiner”, Revista Gmeiner”, Revista del d el Instituto de Histo Historia ria ddel el Derec Derecho ho,, n° 1, 1949. 55 55.. Carta de J. B. Alberdi a Lucas González (joven argentino que estudiaba Derecho en la Universidad de Turín), Valparaíso, 16 de abril de 1850, en J. B. Alberdi, Obras completas, completas, Buenos Aires, Imprenta de La Tribuna Nacional, 1886, vol. III, pág. 345. 56. 56 . Respecto de la continua presencia del derecho natural a lo largo de la primera mitad del siglo XIX, véanse nuestros libros Ciudades, provincias, Estados, Estados, ob. cit., y Nació y  Naciónn y Estado en Ib Iberoa eroamérica mérica,, ob. cit. 57 . Bartolomé Mitre, “Discurso contra el Acuerdo de San Nicolás, 21 de junio de 1852”, en Bartolomé Mitre,  Areng 57.  Arengas as,, Buenos Aires, Biblioteca de “La Nación”, 1902, 3 tomos, tomo I, 12. 58. (ed.),  Asambleas as Cons Constituyentes tituyentes 58 . “Informe de la Comisión Examinadora de la Constitución Federal”, Emilio Ravignani (ed.), Asamble  Argentinas  Argen tinas,, Buenos Aires, Instituto de Investigaciones Históricas, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires, 1937, vol. IV, págs. 766 y ss. 59.. Respecto la Mariluz persistencia de la Ordenanza, véase José María DíazzaCouselo, “La de Intendentes y la 59 Revolución”, JosédeM. Urquijo (ed.), (ed.), Estudios  Estudios sob sobre re la Real Ordenan Ordenanza de Intend Intendentes entesReal del Ordenanza Río de la Plata , Buenos Aires, Instituto de Investigaciones de Historia del Derecho, 1995. 60 60.. “Reglamento provisorio dictado por el Congreso de Tucumán para las Provincias Unidas de Sudamérica”, Sección II, Del poder legislativo, Capítulo I, art. II, Emilio Ravignani (ed.), Asamble (ed.), Asambleas as con constituyen stituyentes tes argentina argentinass , Buenos Aires, Instituto de Investigaciones Históricas, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires, 1937, vol. VI, 2ª parte, pág. 686; “Estatuto Provisional dado por la Junta de Observación y aprobado con modificaciones por el Congreso de Tucumán [22 de noviembre de 1816]”, Sección 2ª, Del Poder Legislativo, Capítulo Único, Art. 2°, ibídem, págs. 667 y ss. 61 . “Reglamento de la división de poderes sancionado por la Junta Conservadora, precedido de documentos oficiales que lo 61. explican [30 de septiembre a 29 de octubre de 1811]”, Art. 1º,  Asamblea  Asambleass con constituyen stituyentes tes argentina argentinass , ob. cit., vol. VI, 2ª parte, pág. 600. 62 62.. Sobre las constitucionesGuerra provinciales del revolucion período véase nuestro trabajo “¿Provincias o Estados? orígenesespa del ñol federalismo rioplatense”, François-Xavier (ed.),  Las (ed.), Las revoluciones es hispá hispánicas nicas: : in indep depend endencia enciass aamerican mericanas as y Los liberalismo español , Madrid,

Complutense, 1995 Complutense, 1995.. 63 . “Reglamento provisorio de la provincia de Córdoba para el régimen de las autoridades de ella, expedido el 30 de enero de 63. 1821”, Sec.VI, Cap. XII, art. 3, Juan P. Ramos (ed.),  El Derecho Público de las provincia provinciass argentina argentinas, s, con el texto de las constituciones sancionadas entre los años 1819 y 1913, 1913 , Buenos Aires, Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, 1914, vol. I, pág. 162.  

64 64.. Véase al respecto nuestro nu estro libro Ciudades, provincias, Estados, Estados, ob. cit., cit., págs. 159 y ss. y 183 y ss. 65 . Marcela Ternavasio, “Entre el cabildo colonial y el municipio moderno: los juzgados de paz de campaña en el estado de 65. Buenos Aires, 1821-1854”, Marco Bellingeri (ed.),  Dinámica  Dinámicass de d e An Antiguo tiguo Régimen y orden con constitucion stitucional. al. Representac Representación ión justicia y administración en Iberoamérica, siglos XVIII XVIII-XIX  -XIX , Torino, Otto, 2000, págs. 327-328. 66.. Adolfo Prieto ha mostrado estas particularidades de la obra del sanjuanino, proporcionándonos un ejemplo del efecto de 66 diversas mediaciones literarias en la aparente visión de la realidad. Adolfo Prieto,  Los viajeros inglese inglesess y la emergenc emergencia ia de la literatura argentina, 1820-1850, 1820-1850 , Buenos Aires, Sudamericana, 1996, págs. 97 y ss. Sobre la visión de los caudillos como barones feudales, véase el capítulo “La Edad Media argentina”, en Ernesto Quesada, La Quesada, La épo época ca de Rosas, su verdade verdadero ro cará carácter cter histórico , Buenos Aires, Moen, 1898. 67 67.. Incluimos esta observación en nuestro artículo “Legalidad constitucional o caudillismo: el problema del orden social en el surgimiento de los estados autónomos del Litoral argentino en la primera mitad del siglo XIX”, Desar XIX”,  Desarrollo rollo Eco Económico nómico   26, nº 102 (julio-septiembre de 1986). Una buena revisión de los distintos criterios historiográficos relativos al caudillismo y de los avances que la historiografía reciente ha efectuado para una mejor comprensión de las formas de ejercicio del poder en las décadas posteriores a las independencias se encuentra en Noemí Goldman y Ricardo Salvatore (eds.), Caudillismos rioplatenses. Nuevas miradas a un viejo problema, problema, Buenos Bueno s Ai Aires, res, Eudeba/Facultad de Filosofía y Letr Letras, as, Universidad de Buenos Aires, 1998. Para un panorama general, véase en esa misma obra la “Introducción” de los compiladores y el capítulo de Pablo Buchbinder, “Caudillos y caudillismo: una perspectiva histori h istoriográfica”. ográfica”. 68. 1800-1850, Madrid, Mapfre, 1993, pág. 119. 68 . John Lynch, Caudillos en Hispanoamérica, 1800-1850, 69 . Tulio Halperín Donghi, “El surgimiento de los caudillos en el cuadro de la sociedad rioplatense postrevolucionaria”,  Estudio 69.  Estudioss de Historia Social, Social, n° 1, 1965. 70.. Mario Góngora, “Reflexiones sobre la tradición y el tradicionalismo en la historia de Chile”,  Ensayo Histórico sob sobre re la noc noción ión 70 de Estado en Chile en los siglos XIX y XX , Santiago de Chile, Editorial Universitaria, 1986, anexo 2, pág. 287; Fernando Díaz Díaz, Caudillos y caciques. Antonio López de Santa Anna y Juan Álvarez, Álvarez , México, El Colegio de México, 1972. 71. púlpito ito y la plaza plaza.. 71 . Respecto de la formación del clero rioplatense y sus proyecciones sociales, véase Roberto Di Stefano,  El púlp Clero, sociedad y política de la monarquía católica a la república rosista , Buenos Aires, Siglo XXI, 2004, cap. 3, “La formación clerical y las identidades sacerdotales”, págs. 61 y ss. Asimismo, Valentina Ayrolo,  Funcio  Funcionar narios ios de Dios y ddee la Repúb República. lica. Clero y  política en la expe experiencia riencia de las auto autonomía nomíass provincia provinciales les,, Buenos Aires, Biblos, 2007, cap. 3, “Una amalgama difícil de disociar: religión y política”, págs. 209 y ss. 72 . Jorge Newton, Alejand 72. Newton, Alejandro ro He Heredia redia.. El Protec Protector tor ddel el Norte Norte,, Buenos Aires, Plus Ultra, 1971, págs. 14-15. 73. 73 . Archivo Histórico Histórico de la Provincia de Santa Fe (ed.), (ed.), Papeles  Papeles del ggenera enerall Echag Echagüe üe (1 (1796 796-182 -1826) 6),, Santa Fe, Ministerio de Justicia y Educación, 1951, 2ª ed., págs. 19 y ss. 74. 74 . Como señalamos, la información sobre el tema es más que escasa. Respecto de Dorrego, utilizamos los datos contenidos en Gabriel Di Meglio, “Manuel Dorrego y los descamisados. La construcción de un líder popular urbano en la Buenos Aires posrevolucionaria”, Estudio posrevolucionaria”,  Estudioss So Sociales ciales,, n° 29, 2º semestre de 2005, y Lily Sosa de Newton,  Dorre  Dorrego go,, Buenos Aires, Plus Ultra, 1967. El resto de estos datos biográficos, salvo indicación expresa, ha sido tomado de Vicente Osvaldo Cutolo,  Nuevo Diccion Diccionario ario Biográfico Argentino (1750-1930), Argentino  (1750-1930), Buenos Aires, Elche, 1971. 75.. Aldo Armando Cocca,  Los estudios estu dios unive universitarios rsitarios del ggener eneral al Paz Paz,, Buenos Aires, Centro de Historia “Mitre”, 1946, págs. 18 y 75 ss. 76 . Valentina Ayrolo, “Juan Bautista Bustos”, Jorge Lafforgue (ed.),  Historias de cau 76. caudillos dillos argentino argentinoss , Buenos Aires, Alfaguara, 1999;; Luis Alén Lascano, “Juan Felipe Ibarra”, ibídem; Vicente Osvaldo Cutolo, 1999 Cutolo, Nuevo  Nuevo Diccion Diccionario ario Biográ Biográfico fico Argentino Arge ntino,, ob. cit.

77. 77 . Agradecemos esta información al profesor Hernán Bransboin, proveniente de su tesis doctoral en curso en la Universidad de Buenos Aires sobre “La provincia de Mendoza en la Confederación Argentina (1835-1852)”.

78 . Para México, véase José Antonio Aguilar Rivera,  En pos 78. p os de la qquimera uimera.. El eexperime xperimento nto con constitucion stitucional al aatlántico tlántico,, México, FCECIDE, 2000, págs. 78 y ss., y El y  El manto libera liberal.l. Los pod poderes eres de emergencia en México. 182 1821-18 1-1876 76 , México, UNAM, 2001. Para Colombia, véase el parágrafo “El uso de las autorizaciones extraordinarias”, en David Bushnell, El Bushnell,  El régimen rég imen de San Santand tander er eenn la Gr Gran an Colombia,, Bogotá, El Áncora, 1985, 3ª ed., págs. 51 y ss. Bushnell describe la frecuencia del uso de las facultades extraordinarias y Colombia al hacerlo menciona el requisito del consentimiento del Congreso. Pero las llama poderes “semidictatoriales” y las juzga contradictorias en un régimen republicano como el de la Gran Colombia. Consecuentemente con esa falta de percepción de la  

naturaleza dictatorial de esas facultades y de su compatibilidad con un régimen republicano, las atribuye al artículo 21 de la Constitución de Cúcuta (1821). Para Chile, véanse los diversos casos de vigencia constitucional de las facultades extraordinarias durante el siglo XIX en Humberto Nogueira Alcalá, “La Delegación de Facultades Legislativas en el Ordenamiento Jurídico C h i l e n o ” , Ius ,  Ius et Praxis Praxis   (online online), ), 7, nº 2 (2001), http://www.scielo.cl/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S071800122001000200005&lng=es&nrm=iso 79 79.. Véase al respecto el enfoque de la recién citada obra de J. A. Aguilar Rivera,  El manto man to liberal. liberal. En  En el caso del Perú, Cristóbal Aljovín de Losada, “¿Una ruptura con el pasado? Santa Cruz y la Constitución”, C. Aljovín de Losada y Nils Jacobsen (eds.), Cultura  política en los Andes (175 (1750-19 0-1950) 50),, Lima, Fondo de la Universidad Mayor de San Marcos/Instituto Francés de Estudios Andinos, 2007, y Cristóbal Aljovín de Losada, Caudillos y constituciones. Perú: 1821-1845, 1821-1845 , México, Fondo de Cultura Económica, 2000, págs. 84 y ss. 80.. “Decreto de seguridad individual, 23 de noviembre de 1811”, Asamblea 1811”,  Asambleass co constituyen nstituyentes tes arg argentina entinass, ob. cit., págs. 603 y ss. 80 81.. “Sesión extraordinaria del miércoles 8 de septiembre”, El septiembre”,  El Redactor Reda ctor de la Asa Asamblea mblea,, nº 15, sábado 21 de agosto de 1813, en El en  El 81  Redactor  Redac tor ddee la Asa Asamblea mblea de 11813 813,, ed. facsimilar, Buenos Aires, La Nación, 1913, pág. 64. 82 82.. “Reglamento dado por la Asamblea General Constituyente para la suspensión de sus sesiones”,  El Redactor Red actor de la Asamblea Asamblea,, ob. cit., n° 18, sábado 20 de noviembre de 1813, pág. 73. 83. 83 . “Estatuto Provisional para Dirección y Administración del Estado, dado por la Junta de Observación [5 de mayo de 1815]”,  Asambleas  Asamble as co constituyen nstituyentes tes ar argen gentinas tinas,, ob. cit., vol. VI, 2ª parte, pág. 59 84 84.. “Reglamento provisorio dictado por el Congreso de Tucumán para las Provincias Unidas de Sudamérica”; Constitución de 1819, sección V, cap. 2, art. CXXII; Constitución de 1826, art. 174, y Constitución de 1853, art. 23, en  Asamble  Asambleas as con constituyente stituyentess argentinas,, ob. cit., vol. VI, 2ª parte, págs. 719, 760 y 800, respectivamente. argentinas 85.. La suma del poder público concedida a Juan Manuel de Rosas en 1835 equivalía no sólo a la total delegación de las 85 competencias legislativas sino también de las funciones judiciales. Víctor Tau Anzoátegui, “Las facultades extraordinarias y la suma del poder público en el derecho provincial argentino (1820-1853)”, Revista (1820-1853)”, Revista del Instituto de Historia del Derecho , n° 12, 1961, pág. 93. 86 86.. Diario de SSesion esiones es ddee la H H.. Ju Junta nta ddee Repre Representa sentantes ntes ddee la pprovin rovincia cia de d e Buen Buenos os Aires Aires,, vol. 11, Sesiones del 17, 19 y 23 de julio de 1830, respectivamente. De manera similar, Ramos Arizpe y otros diputados mexicanos en el Congreso de 1823-1824 advertían que “pueden ocurrir casos extraordinarios que exijan medidas extraordinarias, como lo manifiesta la razón, y la experiencia de los países libres, como Roma en la Antigüedad, y Colombia en nuestros días”, citado en J. A. Aguilar Rivera,  En pos p os ddee la quimer quimeraa , ob. cit., pág. 79. 87 . “Correspondencia. Los argentinos”, La 87. argentinos”,  La Gaceta Gac eta Mer Mercan cantil. til. Diario comercial, político y litera literario rio , Buenos Aires, nº 2624, martes 6 y miér miércoles coles 14 de noviembre de 1832. 88. Federal”, La Gaceta Mer Mercan cantil til,, ob. cit., n° 2624, lunes 12 de noviembre de 1832. Respecto de la discusión europea en 88 . “El Federal”, La torno de las facultades de emergencia y la crítica liberal a éstas, véase J. A. Aguilar Rivera, “Cap. II: El manto liberal. Emergencias y constituciones”, En constituciones”,  En pos po s de la qquimera uimera,, ob. cit. 89. Agu ilar Ri Rivera, vera, En  En pos po s de la qquimera uimera,, ob. cit., págs. 85-86. 89 . J. A. Aguilar 90 . Para Corrientes, véase nuestro libro Mer 90. libro  Mercad caderes eres del Litora Litoral.l. Econ Economía omía y so socieda ciedadd en e n la provincia de Corrien Corrientes, tes, pprimera rimera mitad del siglo XIX , Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1991, pág. 195. 91. 91 . Registro Ministerial, año 1829, 19 de febrero de 1829, Archivo Histórico de Mendoza, información que corresponde a la tesis doctoral en curso del profesor Hernán Bransboin, ya citada. 92 . Reconstrucción realizada por el profesor Hernán Bransboin en su tesis doctoral en curso sobre la base de informaciones 92. contenidas en el Registro el  Registro Ministerial Ministerial   y los Diarios los  Diarios de Sesio Sesiones nes de la Sala de Representan Representantes tes de la provincia de Mendo Mendoza za , en el Archivo Histórico de Mendoza. 93 en todos los países llegados a unennivel medio de cultura, la clase política justifica su poder apoyándolo en una creencia o en 93. un. “[…] sentimiento generalmente aceptados aquella época y en aquel pueblo.” Gaetano Mosca, Storia delle dottrine politiche politiche, , cit.

en Norberto Bobbio y Michelangelo Bovero, Origen y fundamentos del poder político, político , México, Grijalbo, 2ª ed., 1966, Primera Parte, Norberto Bobbio, “El poder y el derecho”, pág. 20.

 

Investigación, divulgación y polémicas historiográficas ◆

Cuando los científicos quieren llevar el conocimiento al público no especializado deben ajustarse al rigor de lo que es denominado divulgación científica. Esto significa que sus trabajos habrán de ceñirse a las normas propias de la divulgación, entre ellas, la de transmitir conocimientos válidos y actualizados. Ambos conceptos, el de validez y el de actualización de ese saber, se rigen por los procedimientos evaluadores de universidades y organismos científicos, o de las publicaciones que tienen por objeto transmitir los resultados que sus evaluadores consideran ajustados a aquellas normas. Estas consideraciones valen también para la divulgación histórica. Sin embargo, hay otro tipo de trabajos históricos que evade esos procedimientos de evaluación con el propósito de hacer de la visión del pasado un instrumento de combate ideológico o político. Por lo común, ellos han sido motivados por discrepancias con las iniciales interpretaciones de los orígenes nacionales, elaboradas en casi todos los países iberoamericanos en la segunda mitad del siglo XIX; interpretaciones que, por razones también políticas, condicionaron las primeras etapas de las historiografías de estos países; entre ellos, la Argentina. De hecho, se trataba del fenómeno de puesta de la historia al servicio del Estado, algo que también ocurrió en Europa, como ya lo había advertido Ernesto Quesada hacia fines del siglo XIX.1

En la segunda mitad de ese siglo, en los comienzos de la historiografía argentina, los sucesos y los protagonistas del proceso abierto en 1810 estaban aún demasiado cerca de sus historiadores. La valoración negativa, frecuentemente unida a fuerte condena, de figuras como Artigas, Rosas y otros líderes provinciales, hería el sentimiento de quienes habían sido sus partidarios. En cuanto se juzgaba  

que la imagen de ese pasado elaborada en las primeras etapas de la historiografía nacional no correspondía, por deformación o por omisión, a la realidad de los conflictos internos del país, o de sus relaciones internacionales, la reacción no tardaría en hacerse sentir. Pero ella pudo tomar dos rumbos. Uno, el de someter la revisión de los errores u omisiones de la historiografía a las normas de la investigación histórica, tal como ocurre en los centros de investigación de diversas universidades y que en la Argentina, como se muestra en uno de los capítulos anteriores de este libro, fue un trabajo encarado ya desde los comienzos del siglo XX. Otro, el de construir una imagen alternativa del pasado que, guiada por un propósito político, el de atacar a la elite en el poder impugnando la visión del pasado de la que ella era portadora, eludía ajustarse a aquellas normas, lo que dio por resultado interpretaciones tanto o más cuestionables que las impugnadas. En lenguaje de esta reacción, si en la imagen del pasado que difundía la “oligarquía” argentina, Rosas y sus partidarios eran los representantes del mal y Rivadavia y Sarmiento, entre otros, eran exponentes de los mejores valores nacionales, la labor a encarar fue la de invertir la valoración, aunque diera resultados tan sorprendentes como el de que el mayor promotor de la relación con Gran Bretaña durante la primera mitad del siglo XIX fuese convertido en héroe antibritánico. En consonancia con esta alternativa, y en la medida en que una versión de la historia programada para satisfacer objetivos políticos no soportaría someterse a las normas de la investigación histórica, el resultado de estas iniciativas es eludirla en trabajos que, aunque puedan ofrecerse como trabajos de investigación, por el mismo objetivo político que los genera resultan en realidad textos de divulgación de imágenes del pasado construidas para satisfacer esos objetivos. Por lo tanto, implícita o explícitamente, resultan también obras de polémica historiográfica para los que valen las mismas objeciones recién apuntadas.

La Historia en la divulgación científica El estatus de la divulgación científica es ambiguo y suele ser menospreciado, pese a que es una de las actividades de mayor importancia para la vida cultural de un país. Como he recordado a menudo, un indicador de esto es la decisión de la Unesco, en 1952, de instituir un premio a la divulgación científica, el Premio Kalinga, y darle significativamente la primera edición a Bertrand Russell, el famoso filósofo y matemático británico, como una forma de expresar el valor de esa actividad intelectual.

Sin embargo, el trabajo de divulgación no es un trabajo fácil pues requiere un buen conocimiento del campo del saber que se quiere poner al alcance del público no especialista, un serio esfuerzo para sintetizarlo y una capacidad didáctica para transmitir esa síntesis, no fácil de poseer. Si añadimos a esto la escasa paga de las editoriales y el poco rédito profesional —dado que retribuye menos puntos  

en el cómputo de antecedentes en concursos y otras evaluaciones profesionales—, tendremos una explicación de las razones del escaso desarrollo de esta actividad cultural. Y también podremos explicarnos la frecuencia de su sustitución, en un campo como el de la historia, por trabajos apoyados en datos parciales o inciertos, cuyo principal objetivo no es llevar el conocimiento científico al alcance de la gente sino la crítica ideológica y la promoción de alguna postura política. Con esto arribamos al trasfondo de lo que estamos considerando, las relaciones entre historia y política. Es aquí donde chocan dos posturas distintas en el trabajo intelectual, la de quienes saben que los prejuicios impiden una buena labor historiográfica y la de aquellos que consideran que la prioridad del objetivo a lograr legitima la manipulación de los datos históricos en aras de la buena causa, un criterio del que se encuentran exponentes en todo el espectro político argentino, desde la izquierda hasta la derecha. Esta discrepancia, en la que está la clave del problema, es particularmente difícil de analizar. La dificultad deriva de lo que podríamos considerar la presencia de otra disciplina en esas relaciones entre historia y política, que frecuentemente complica más las cosas por efecto de su carácter tácito. Me refiero a la ética. Y esto requiere una explicación y sus correspondientes ejemplos. Como hemos explicado en el Prólogo, la mayor parte de la literatura que podríamos denominar histórico-política se presenta a sí misma como reacción contra un falseamiento de la historia realizado por autores que tenderían a defender o promover, con ese falseamiento, intereses particulares. La reacción se realiza en defensa de los intereses agredidos por esa historia, es decir, los intereses de un sujeto histórico que, como señalamos, puede ser “la nación”, “el pueblo” o “la clase obrera”. Esta demanda de justicia lleva a convertir en algo desdeñable la pretensión de juzgar una obra por su estricto valor historiográfico. El fuerte tono ético de la condena a un tipo de historia, y la profesión de fe a favor de la nación, del pueblo o de la clase obrera, tiende a descartar toda crítica historiográfica que no asuma estos valores como punto de partida. Una historia así construida puede justificarse al amparo de un público lector que comparta la profesión de fe del autor. Este tipo de relación entre historia y política —una relación equívoca pues está presidida por una cuestionable postura ética— es fatal no sólo para la historia sino también para la política, pues ampara cualquier postura cuando el autor se mueve dentro de una corriente de opinión compartida compart ida con su público. Esto puede comprenderse mejor si reparamos en que un frecuente error del análisis histórico que ampara prejuicios de esa naturaleza —ya comentado en uno de los capítulos anteriores— es el de incurrir en anacronismos, un riesgo que acecha a todo autor de trabajos de historia, incluido el historiador profesional. Es decir, el anacronismo en sentido inverso al habitual —no la perduración

del pasado en el presente, sino la proyección del presente sobre el pasado—, facilitando la suposición de que los conflictos del pasado son sustancialmente los mismos del presente. Así, se impide la comprensión de acontecimientos tales como el combate de la Vuelta de Obligado, tal como exponemos, a la manera de ejemplo, en uno de los siguientes capítulos de este libro.  

Otro procedimiento de distorsión es la supeditación lisa y llana del análisis histórico a una estrategia política determinada, como las que condicionaban las distintas posturas en el famoso y estéril debate sobre feudalismo y capitalismo en la historia iberoamericana, posturas determinadas por la previa decisión sobre el tipo de revolución a promover —si “democrático-burguesa” o socialista.2 Pero, insistamos, si el uso político de la historia es funesto para ella, no lo es menos para la política. Es decir, si la historia nada tiene que ver con la literatura política con apariencia historiográfica, para la política el resultado no es otro que estimular posturas sectarias cuyos efectos han sido siempre lamentables. Por otra parte, es necesario aclarar que ajustarse a las normas de la investigación no implica ignorar la subjetividad del investigador, sino reconocerla para poder controlarla. Una vieja norma de los historiadores es, efectivamente, la que impone adoptar una postura objetiva ante los hechos del pasado, esto es, evitar juicios de valor, tomas de partido, sentimientos de simpatía o rechazo ante lo que se estudia. Sin embargo, tal aspiración no es fácil de lograr en la labor del historiador que, como ser humano, difícilmente pueda evitar reacciones subjetivas ante los hechos estudiados. Lo apropiado es aceptar la inevitable realidad de tales reacciones y hacer de su reconocimiento el primer paso para su neutralización.3 Una vez admitida la realidad de la situación del historiador, la norma historiográfica a seguir, como hemos indicado, es la de hacer conscientes nuestras reacciones y someterlas a la crítica propia de la disciplina. Y aquí vale la observación del gran historiador del mundo antiguo, Arnaldo Momigliano, en su crítica a Hayden White, al alegar que la tesis sobre el carácter ficcional de la historia era “irrelevante respecto al hecho fundamental y característico de la historia, es decir, que como condición sine qua non  non  ha de estar basada en pruebas, mientras que eso no ocurre con otras expresiones literarias”. Y luego comentaba que ello tenía tres consecuencias: En primer lugar, los historiadores han de estar preparados para admitir, en caso de que ello sea necesario, su incapacidad para llegar a conclusiones seguras cuando no existan pruebas existan pruebas suficientes; al igual que los jueces de los tribunales, los historiadores han de estar dispuestos a concluir que hay “insuficiencia de pruebas”. En segundo lugar, los métodos utilizados para comprobar el valor de la prueba deben ser continua y minuciosamente analizados y perfeccionados, pues son esenciales en la investigación histórica. En tercer lugar, los historiadores han de ser juzgados j uzgados sobre la base de su capacidad para establecer hechos.4

La historia en las evaluaciones académicas y la reciente historiografía argentina

 

En una difundida novela policial inglesa el criminal le explica al detective cómo cometió el crimen, sin que éste pueda hacer nada para encarcelarlo por falta de pruebas. El comentario final es realista: pese al ejercicio de la justicia, algunos culpables quedan libres, algunos inocentes van a prisión, pero esta “cierta clase de justicia” es la mejor posible.5  Con los procedimientos de evaluación de las universidades o del Conicet ocurre algo similar, y la conclusión también es similar, pues no hay nada mejor como alternativa a las selecciones arbitrarias. Las críticas a esos procesos de evaluación —como las que surgieron en el aludido debate de fines de 2011 para justificar la creación de un ámbito ajeno a las universidades para estudios basados en el Revisionismo— nos ofrecen ejemplos de dos vicios retóricos muy frecuentes. Uno de ellos, el de construir una falsa imagen del adversario a la medida del objetivo que se persigue. El otro, más nocivo por su menor percepción en el público, como hemos explicado al comienzo, es el de confundir el trabajo de divulgación con el de investigación histórica. Respecto de este último, observemos que la de historiador es una profesión de nivel superior o universitario, cuyos integrantes han debido realizar estudios especializados en ámbitos legitimados por el Estado, como las universidades y el Conicet. Agreguemos entonces que la confusión que reina actualmente en este plano es una de las peores amenazas hacia el buen desarrollo de la cultura nacional. Se trata de una confusión que suele explotarse para crear la imagen de un enemigo fácil de atacar —el otro de los vicios retóricos recién aludidos— y que consiste en criticar trabajos de investigación histórica —que debido a su complejidad requieren formación especializada en sus lectores— por no ser comprensibles para el pueblo. En cuanto a la creación de una falsa imagen del adversario para poder descalificarlo, eso se hace posible mediante el desconocimiento de los progresos que se han hecho en diversos centros universitarios sobre la historia del siglo XIX y de las corrientes historiográficas que se han ocupado de esa época, incluida la del revisionismo. Estos errados juicios afectan la percepción por el público de las mejores expresiones de la investigación histórica en el país. Por eso, creo que es de utilidad ofrecer algunos pocos ejemplos que ponen de relieve la magnitud de ese desconocimiento, provenientes de uno de los centros de investigación que conozco mejor por participar partici par en él, el Instituto Inst ituto Ravignani. Limitándome a los personajes y temas históricos que “habrían sido olvidados por la historiografía académica”, es de notar que investigadores del Instituto Ravignani han publicado numerosos trabajos, de los que podría destacar, entre otros, libros como Rosas como Rosas bajo fuego. Los franc franceses, eses, Lavalle Lavall e y la rebelión de los estancieros, estancieros , de Jorge Gelman, ¡Fusilaron a Dorrego!, Dorrego! , de Raúl Fradkin, ¡Viva el bajo ueblo! La plebe urbana de Buenos Aires y la política entre la Revolución de Mayo y el rosismo, rosismo , de

Gabriel Di Meglio, a los que habría que añadir la Histor la Historia ia de la l a Historiogra Hist oriografía fía Argentina Argenti na,, de Fernando Devoto y Nora Pagano que, además, contiene un capítulo especial sobre la historiografía revisionista. Debería agregar la recientemente aparecida Histori aparecida Historiaa de las clase clasess populares en la Argentina, Argentina , de Gabriel Di Meglio, o los trabajos de quien esto escribe, como, entre otros, el ya citado Ciudades,  

rovincias, Estados: Orígenes de la nación argentina  argentina   y el artículo “En torno de los orígenes del revisionismo histórico argentino”, incluido en este libro —se trata de un trabajo aparecido antes en una publicación de dos historiadoras uruguayas, justamente sobre Artigas, una de las figuras del pasado que los historiadores profesionales habrían olvidado o denigrado (Ana Frega y Ariadna Islas,  Montevideo, 2001).  Nuevas miradas en torno torn o al Artiguis Art iguismo, mo, Montevideo, Estas referencias tienen por objeto exponer varios casos — entre los de otros centros universitarios que realizan también excelentes investigaciones — que están lejos de validar aquel falso balance de los estudios históricos en el país. Habría que incluir en los datos recién ofrecidos la mención de los textos de Emilio Ravignani y de otros miembros del Instituto que hoy lleva su nombre, que ya desde los años de la década de 1920 se empeñaron en reintegrar en la historia argentina a Artigas, a Rosas y a otros líderes rioplatenses, tal como se muestra en el segundo capítulo de la segunda parte de este libro.

Notas: Quesada. da. Letras, ciencia cienciass y política en la Argentina, 185 1850-19 0-1934 34 , Buenos Aires, Edhasa, 2012, 1. Véase Pablo Buchbinder,  Los Quesa págs. 152 y ss. 2. He analizado ese debate en José Carlos Chiaramonte, Formas Chiaramonte,  Formas de socied sociedad ad y econ economía omía en Hispan Hispanoam oamérica érica,, México, Grijalbo, 1983. 3. Sobre uno de los aspectos de la subjetividad del historiador, vale apreciar lo que apunta un historiador hindú comentando la siguiente observación de Spinoza: “[…] ante los actos humanos, he intentado no reír ni llorar, ni detestarlos, sino comprenderlos”. Pero, disiente su crítico, “espero haber transmitido […] un mensaje un tanto diferente y bastante menos ‘cristiano’: ante los actos humanos del pasado, reír cuando son ridículos, llorar cuando son trágicos, detestarlos como a menudo los detestaban sus víctimas, ya que ¿cómo podríamos, si no, acercarnos más a comprenderlos?” Sanjay Subrahmanyam, Vasco de Gama , Barcelona, Crítica, 1998, pág. 330. 4. Arnaldo Momigliano, Págin Momigliano, Páginas as hhebra ebraicas icas,, Madrid, Mondadori, 1990, pág. 43. 5. P. D. James, Cierta clase de justici justiciaa , Buenos Aires, Sudamericana, 1998.

 

[DIVULGACIÓN] 1. Conflictos en la construcción del Estado. De los orígenes a la l a organización nacional* ◆

  mediados de 1852, luego de firmado el Acuerdo de San Nicolás, el gobernador correntino A Benjamín Virasoro declaraba: Cuando los poderes nacionales y sus rentas no están deslindadas, cuando las provincias o sus gobiernos se han atribuido el ejercicio de aquéllos y la administración de estas […] cuando no tenemos nada, absolutamente nada, nacional, ni reglamentos, ni leyes, ni aduanas, ni tierras, pero ni ideas, ni sentimientos, en fin, nada común…1 El atribulado diagnóstico correspondía a una realidad que emergía de las cuatro décadas de conflictos y de infructuosas tentativas de organizar un Estado nacional. Pero reflejaba también una errada versión de esa historia que, con la mejores intenciones, se había ido tejiendo a lo largo de esos conflictos, en la que el ejercicio de atribuciones soberanas por las provincias era considerado un despojo de la soberanía de la nación. Las cosas podían ser interpretadas de una manera más ajustada a la realidad atendiendo a las características del derecho político de la época. Pero para eso, quienes serían los protagonistas de la construcción de la nación argentina deberían haber podido superar el falso supuesto de que el

rincipioadelalascultura nacionalidades nacionalidades, difundido con incontenible ímpetu al Romanticismo, impuso política. , Ese principio implicaba que las paralelamente naciones provenían de previas nacionalidades que habían buscado una vida independiente en el marco de un Estado nacional. Y lo cierto es que, por el contrario, la nacionalidad argentina habría de ser producto del proceso que cubre casi todo el siglo si glo XIX y no fuente de éste.  

¿Qué es, entonces, lo que había sucedido desde 1810? La respuesta requiere una previa comprensión de cuál era el derecho político vigente antes del Romanticismo y cuál la naturaleza de las entidades que habían heredado la soberanía de la corona de Castilla. Es decir, reparar en que la legitimidad de lo que sería necesario hacer provenía de una de las notas propias del contractualismo, el argumento de que “el pueblo reasumía la soberanía”, y en que el sujeto de ese argumento era usado en plural: eran los “pueblos” y no un aún inexistente pueblo argentino, los que reasumían la soberanía y buscaban congregarse para decidir el curso de acción. Esos pueblos eran las ciudades con cabildos, las que fueron convocadas por la de Buenos Aires para suplir la autoridad del virrey, considerada caduca al cesar la del monarca. Así surgió la Primera Junta de Gobierno, integrada por los apoderados de los cabildos de las ciudades principales del Virreinato, y así comenzaron las tentativas de organizar un gobierno provisorio y, luego, un Estado nacional, el que sólo habría de lograrse en 1853. En la etapa inicial, esas ciudades se consideraron las legítimas depositarias de la soberanía y los cabildos fueron los órganos de su ejercicio. Esta calidad soberana fue luego asumida por las provincias formadas a partir de ellas y que, pese a la denominación de provincias, actuaron como Estados soberanos y, como tales, buscaron confederarse para compensar su debilidad. Paralelamente, como en otras regiones del continente —y tal como había ocurrido también en las ex colonias angloamericanas—, estalló el conflicto entre los partidarios de un Estado unitario y los que buscaban otra forma de vínculo, la confederación, que permitiera a las provincias preservar su calidad estatal soberana —dado que la confederación no es un Estado sino, como lo había explicado Montesquieu, una sociedad de Estados soberanos e independientes. La falta de una adecuada comprensión de la cuestión reside aún hoy en no advertir que lo que se ha llamadofederalismo llamado federalismo era  era en realidad, confederacionismo confederacionismo,, mientras que la solución de 1853, preparada por el Acuerdo de San Nicolás, fue la de un Estado federal que anuló la soberanía absoluta de las provincias. provinci as. A lo largo de esos conflictos habría de producirse un radical intercambio de posturas entre algunos de sus principales protagonistas. Por ejemplo, Corrientes, que junto con Santa Fe había sido una de las más fuertes sostenedoras del criterio de que la nación no existiría hasta tanto no se tuviese una constitución “federal”, pasó a sostener, luego del fracaso del Congreso de 1824-1827 y de la Convención de 1828, la ya existencia de una nación argentina y a urgir la constitución que le faltaba. Mientras Buenos Buenos Aires, Aires, que había sido principal pri ncipal sede de la ttendencia endencia unitaria, a partir part ir de los gobiernos de Rosas pasó a ser la campeona de la confederación y a oponerse a la organización constitucional.

Para explicar esto hay que recordar que entre los puntos conflictivos de las negociaciones constitucionales había tres que eran vitales para los intereses contrapuestos de Buenos Aires y de las demás provincias: la distribución de las rentas de la Aduana porteña, la regulación del comercio exterior —fuertemente anclado en el librecambio a raíz del tratado de libre comercio y navegación con Gran Bretaña Bretaña de 1825— y la falta de libre li bre navegación de los ríos de la cuenca del Plata.  

De allí que líderes del Litoral e Interior, como Ferré, López o Quiroga, presionen a Buenos Aires para lograr esa constitución y ésta se resista con el argumento de que los pueblos no estaban aún maduros para ello. Sin embargo, el argumento real que llevó a Buenos Aires a impedir esa organización lo había expresado un vocero de Rosas, en la prensa porteña, al sostener en 1832 que era “un principio proclamado desde el 25 de mayo de 1810, por todos los habitantes de la República, que cada una de las provincias que la componen es libre, soberana e independiente de las demás”, que “la soberanía de las provincias es absoluta, y no tiene más límites que los que quieren prescribirle sus mismos mism os habitantes”, y que como “toda sociedad política, políti ca, libre e iindependiente”, ndependiente”, Buenos Buenos Aires Aires tenía t enía un derecho exclusivo sobre su territorio, sus costas y sus puertos. Y, por consiguiente, tenía derecho a comerciar con quien quisiese y a regular ese comercio, de manera que era “exclusivamente la verdadera dueña de todos los lucros que reporte tanto de sus costas y puertos, como del comercio que haga con otros estados”, entre ellos, el producto de los derechos de aduan aduana. a.2 La organización constitucional fue así postergada indefinidamente. El Pacto Federal suscripto en 1831 dio lugar a una tenue confederación que subsistiría hasta la caída de Rosas. Los intentos de darse esa constitución (Asamblea del año XIII, Congreso de Tucumán, Congreso del 24-27, Convención de 1828, reuniones de la Comisión Representativa del Pacto Federal en 1831) fueron sucesivos fracasos. Mientras tanto, el ejemplo del régimen representativo, fuese el del federalismo norteamericano o del unitarismo francés, había hecho escuela y, luego de 1820, se pudieron observar tentativas de organizar regímenes representativos en cada provincia. Pero la falta de una tradición de prácticas representativas durante el período colonial, tal como las de las colonias angloamericanas —donde, a diferencia de los cabildos, sus asambleas eran fruto de comicios y tuvieron capacidad legislativa—, malogró los conatos de esas repúblicas representativas. Si bien es engañosa la mítica imagen de un territorio rioplatense donde el poder se reducía al de los caudillos, lo cierto fue que las facultades extraordinarias concedidas a los gobernadores predominaron en los años treinta y cuarenta. Por su parte, la vida intelectual seguía fundada en las viejas normas del derecho natural y de gentes que habían primado en la cultura europea durante varios siglos. Los ecos, en 1810-1813, del entusiasmo por la revolución francesa, o la también fugaz presencia de nuevas corrientes representadas por nombres como los de Bentham, Destutt de Tracy o Constant, entre otros, durante el período rivadaviano, no dejaron demasiados rastros en la configuración social del Río de la Plata. Y la aparición del romanticismo, en 1837, en el Salón Literario y en la Asociación de Mayo —Echeverría, Alberdi, Gutiérrez—, corrió rápidamente la suerte del exilio. Aunque su esbozo de conciliación de las

tendencias federales y unitarias solución que sería la del Estado Federal de 1853 ejercería una influencia más duradera. De tal manera, el diagnóstico hecho por Alberdi en 1853 reflejaba la realidad política rioplatense: así como Buenos Aires “en vez de organizarse en provinc en  provincia ia,, se organizó en nación nación;; […] las otras provincias […] dieron a luz catorce gobiernos argentinos, de carácter nacional por el rango, calidad y  

extensión de sus poderes”. Un estado de cosas que la Constitución de 1853 comenzó a eliminar dando existencia a la nación argentina y que el reingreso de Buenos Aires, en 1860, luego de su segregación en 1852, suprimiría definitivamente.

Notas: *. Este texto reproduce el siguiente artículo José Carlos Chiaramonte, “Ideas, conflictos y teoría en la construcción del Estado”,  La fotografía en la historia argentina, argentina, tomo I, Buenos Aires, Clarín, 2005. 1. Benjamín Virasoro a Domingo Latorre, gobernador provisorio de la provincia de Corrientes (en reemplazo de Virasoro), Cuartel General en San Nicolás de los Arroyos, 10 de junio de 1852, en  Acuerdo Celebra Celebrado do entre los Exmos. Gobe Gobernad rnadores ores de las  Provincias Confed Confederad eradas as en San Nicolás de los Arroyos tende tendente nte a la con constitución stitución de la república república,, promovid promovidaa por el exmo. Señ Señor or Brigadier General D. Justo José de Urquiza como encargado de las Relaciones Exteriores de la Confederación Argentina, nombrado en esta Convención Preliminar Director Provisorio de la Nación , Corrientes, 1852, pág. 8. Lucero  [contra el gobernador de Corrientes, D. Pedro Ferré, al juzgar éste 2. [Pedro de Angelis], “[Acusaciones formuladas en]  El Lucero [contra la conducta de Buenos Aires]”, en E. Ravignani (comp.),  Relacion  Relaciones es in interprovincia terprovinciales. les. La Liga ddel el Litoral (1 (1829 829-183 -1833) 3),, Documentos para la Historia Argentina, tomo XVII, Buenos Aires, Peuser, 1922, Apéndice Segundo, Impresos Publicados por los Gobiernos de Buenos Aires y Corrientes relativos a la Liga Litoral, Colección de Documentos [publicados por el Gobierno de Buenos Aires], págs. 192 y ss.

 

[DIVULGACIÓN] 2. El nombre de la Argentina 1 ◆

Hacia 1810, y durante mucho tiempo después, el término “argentino” designaba sólo a los habitantes de Buenos Aires, si bien ya cerca de 1830 comenzó a usarse para denominar a la mayoría de las entidades que hasta entonces respondían a la inicial denominación de “Provincias Unidas del Río de la Plata”. Esta realidad fue olvidada por la historiografía latinoamericana, pese a los innumerables testimonios de los documentos de época, como consecuencia de la “invención” de lo que hemos llamado “el mito de los orígenes”, un mito conformado en los moldes del historicismo romántico y de su generalizado uso del concepto de nacionalidad, en virtud del cual la nación argentina estaría ya conformada en vísperas de la independencia. Durante las dos primeras décadas de vida inde independiente, la denominación predominante del país, real o imaginario, había sido la de “Provincias Unidas del Río de la Plata”. Ella se componía de dos núcleos: el de “Provincias Unidas” y el de “Río de la Plata”. El primero fue más constante, mientras que el segundo desaparecía en la fracasada Constitución de 1819, la que adoptaba el nombre de “Provincias Unidas en Sud América”, que reflejaba la incertidumbre sobre los límites de la nueva nación. Por otra parte, “Provincias Unidas” poseía una innegable reminiscencia remi niscencia de la independe i ndependencia ncia de los Países Bajos y reflejaba así una similar calidad soberana de las ciudades rioplatenses. Consiguientemente, traducía la calidad confederal del vínculo que unía a esas ciudades soberanas y que uniría a los Estados soberanos que con el nombre de provincias las sucedieron alrededor al rededor de 1820.

El fracaso de la Constitución de 1826 Sólo a partir de que en Buenos Aires, después del fracaso de la Constitución de 1826, se tomara conciencia de la imposibilidad de imponer su hegemonía en el territorio del ex Virreinato —   

tendencia que se había expresado fundamentalmente mediante soluciones centralistas—, y ante el riesgo de ser avasallada por las demás provincias-Estados, aquella denominación sería relegada a un segundo plano. Ella fue reemplazada por otra que reflejaba el hecho de que Buenos Aires, de haber sido la principal sostenedora de un Estado unitario, pasaba a convertirse en la campeona de la unión confederal. Tras el Pacto Federal de 1831, el Gobierno de Buenos Aires impuso en su territorio, y difundió en el resto del Río de la Plata, la expresión “Confederación Argentina”, que subrayaba el tipo de relación ahorasepreferido en Buenos Aires una como salvaguarda de su autonomía soberana. Tradicionalmente, ha considerado ese nombre expresión del “federalismo” argentino, errada interpretación tras la que se confunde la naturaleza del Estado federal, surgido en la Argentina en 1853, con la de las confederaciones que, por definición, definici ón, consisten en una unión de Estados soberanos e independientes. Pero la adopción del nombre de “Confederación Argentina” para el Estado federal creado por la Constitución de 1853 reavivó fuertemente el debate sobre el nombre del país. De hecho, constituía una patente incongruencia en un texto constitucional que implicaba la definitiva desaparición del sistema confederal y su reemplazo por un Estado federal. A partir de 1853, la indefinida cuestión del nombre del nuevo país había sufrido una modificación sustancial que la convertía en reflejo del irresuelto problema de la forma de gobierno. Es decir, de constituir una discordia derivada de la asociación del nombre “Argentina” a una de las partes (Buenos Aires) o, casi contemporáneamente, de una querella en torno de la conveniencia o no de abandonar abandonar una expresión (“Provincias Unidas del Río de la Plata”) que tenía el mérito de haber sido la primera, se pasaba ahora a vincularla a la disputa en torno de la organización política, si federal o confederal. En otras palabras, el antiguo litigio sobre cuál debía ser el nombre del nuevo país adquiría una dimensión que trascendía el nivel emotivo para convertirse en una expresión de la controversia sobre la forma de organización política argentina. En 1853, las fuerzas que derrotaron al ex gobernador de Buenos Aires, Juan Manuel de Rosas, impusieron la denominación “Confederación Argentina”. Pero los enemigos de ese nombre lo rechazaban por su contaminación con el régimen anterior. Ellos predominaban en Buenos Aires, y en 1860, al ser obligada Buenos Aires a ingresar en el nuevo país, del que había estado separada desde 1852, proponían para las proyectadas reformas de la constituyente de ese año el antiguo nombre de “Provincias Unidas del Río de la Plata”. Algunos, como Sarmiento, lo rechazaban también por incluir la palabra “Confederación”, incongruente con la naturaleza natural eza del nuevo Estado federal. Sin embargo, finalmente, ante la conveniencia de no exacerbar las rivalidades políticas subsistentes,

se llegó al conciliador y sorprendente acuerdo expresado en el artículo 35 de la Constitución Nacional  —aunque en la práctica práct ica se impuso im puso paulatinam paulat inamente ente la expresión expres ión “República “Repúblic a Argentina”—, Argent ina”—, cuyo texto text o es el siguiente: Las denominaciones adoptadas sucesivamente desde 1810 hasta el presente, a saber: Provincias Unidas del Río de la Plata, República Argentina y Confederación Argentina, serán en adelante nombres oficiales indistintamente para la designación del Gobierno y territorio de las provincias, empleándose las palabras Nación palabras Nación Argentina Argent ina en  en la formación formaci ón y sanción de las leyes.

 

Este artículo, aún vigente, de la Constitución argentina es también un reflejo de la accidentada vida política del Río de la Plata durante la primera mitad del siglo XIX.

Nota: 1. Este texto, ligeramente modificado, de un artículo aparecido el 9 de agosto de 2010 en el diario español español El  El País País,, resume el capítulo “Del Río de la Plat Plataa a la Argentina”, incluido en José Carlos Chiaramonte, Carlos Marichal, Aimer Granados (comps.), (comp s.), Crear la Nación. Los nombres de los países de América Latina, Latina , Buenos Aires, Sudamericana, 2008.

 

[DIVULGACIÓN] 3. Analogías históricas: De Filadelfia (1787) a Bruselas (2012), pasando por Iberoamérica en el siglo XIX1 ◆

Debo excusarme por comenzar con una pregunta quizá desconcertante: ¿Qué tienen en común el proceso de organización de los Estados Unidos, el de países iberoamericanos como la Argentina y el de la Unión Europea? Se puede puede responder que mucho, además de las tam también bién muchas diferenci diferencias. as. Esto busca sugerir que una mirada histórica comparativa que, por ejemplo, parta del conflicto que en torno de la cuestión de la soberanía vivieron las ex colonias angloamericanas en el curso de su organización estatal puede ser útil para comprender el proceso de formación de los Estados iberoamericanos así como para entender la complejidad de los debates sobre la reforma de la Unión Europea (UE) y las medidas a adoptar frente a su crisis. Es cierto que la comparación de fenómenos en tiempos y espacios diferentes es riesgosa, pero con una adecuada atención al peso relativo de semejanzas y diferencias puede resultar de utilidad para el análisis histórico. Así, respecto de los rasgos comunes, es necesario destacar que conciernen principalmente al conflicto en torno de los grados de soberanía que cada parte está dispuesta a resignar para poder lograr la unidad. unidad. Este conflicto, que se reproduce actualmente en la UE, se produjo siempre que se enfrentaron los promotores de la primacía soberana de un nuevo Estado con los defensores de la soberanía de sus integrantes. Como lo puso de relieve Norberto Bobbio, “la lucha del Estado moderno

es una larga y sangrienta lucha por la unidad del poder , esto es, por la afirmación de la soberanía estatal frente a la persistencia de los denominados “poderes intermedios” —corporaciones, ciudades, Estados menores, entre otros. Por ejemplo, entre la vigencia de los Artículos de Confederación (1781) y la “invención” del Estado federal en la Constitución de Filadelfia (1787), la organización del nuevo Estado norteamericano se vio complicada por la espinosa cuestión de cómo conciliar su soberanía con  

de los Estados miembros. En cuanto a los nuevos países iberoamericanos, las disputas ocurridas en diversas regiones fueron dominadas por el choque entre las tendencias centralistas y confederales, expresión, estas últimas, de la emergencia de Estados y provincias como soberanías independientes, movidas también por el contradictorio propósito de tender a la unidad con la menor merma posible de soberanía. Este dilema persistió hasta el logro de la unidad política en forma de Estados nacionales, federales o unitarios, según el caso particular. En los casos que mencionamos hay también otra semejanza: la existencia de Estados fuertes y débiles, y sus rivalidades en torno de los costos, económicos y políticos, del proceso de unificación. En el caso rioplatense durante el siglo XIX, por ejemplo, el peso del Estado de Buenos Aires fue condicionante de gran parte de esos conflictos. Algo similar ocurrió en las ex colonias angloamericanas, así como ocurre hoy en la UE, pero sólo que con miembros de mucha mayor entidad histórica como son las naciones europeas, menos fáciles de integrar en un nuevo organismo político. La crisis de la UE reproduce hoy rasgos similares a los que comentamos, pues la principal dificultad para adoptar las decisiones necesarias para superarla es que ellas entrañan un incremento de la unidad política con pérdida de soberanía para los Estados miembros, pérdida que genera resistencias. Pero la mayor dificultad que afronta la UE, si volvemos al examen comparativo, se comprende mejor al observar que en el caso de los Estados Unidos, luego de un breve período de pocas y poco efectivas reformas fiscales durante la Confederación, se creó el Estado federal, que permitió adoptar las medidas de política fiscal y económica necesarias. Esto es algo que las particularidades de la Europa contemporánea hacen casi imposible reproducir, de manera que el camino adoptado ha sido el de una sucesión de reformas parciales, procedimiento penoso y de incierto resultado. Más allá de las grandes diferencias entre estos distintos casos históricos, creo que estas reflexiones nos sugieren que el peso concedido en la historiografía del siglo XIX iberoamericano, a cuestiones sin duda importantes, como las del republicanismo y el liberalismo, ha tendido a opacar el hecho de que la gran cuestión implicada también en los conflictos de la formación de los Estados iberoamericanos fue la de la soberanía. Pero, mientras que en los Estados Unidos el pronto paso de la confederación al Estado federal fue decisivo para su futuro engrandecimiento, en el caso de la Argentina y de otros países iberoamericanos, la demora en resolver el problema de la soberanía condicionó su ingreso como débiles Estados nacionales en el escenario de la segunda mitad del siglo XIX, dominado por las potencias que protagonizaban la expansión del mercado mundial capitalista.

La cuestión de la soberanía en las relaciones internacionales Un problema del que depende todo el curso de la seguridad internacional es el del control de la  

autoridad internacional que, de haberse considerado destinada a ser ejercida por un organismo internacional, la Organización de las Naciones Unidas (ONU), ha quedado de hecho en manos de un solo país, con los enormes riesgos que ello implica, y con el triste espectáculo de conflictos como los ocurridos en el centro de Europa o los que continúan ocurriendo en Oriente Medi Medio. o. Si se repasa la historia del surgimiento de los Estados nacionales se verá que, metafóricamente, tiene mucho que ver con la situación a la que nos enfrentamos en el terreno internacional: la historia de la construcción de un poder central capaz de imponerse a los “poderes intermedios”, cuyos conflictos comprometían el orden social. Independientemente de los diversos grados de consenso y violencia que llevaron a la formación de cada uno de esos Estados, su legitimidad —esto es, la legitimidad de su “monopolio de la violencia”— es base del orden social interno, ese orden que no existe en el plano internacional y que reclama a gritos algún tipo de solución similar a la lograda en el plano interno en cada nación. De alguna manera, la apología de la democracia, concepto vinculado estrechamente al tipo de orden social de gran parte de los Estados occidentales, hace más ilegítimo el actual esquema de ejercicio del poder en lo internacional. Escribía Norberto Bobbio en uno de sus textos autobiográficos que “en el proceso iniciado a finales del XVIII para superar la soberanía del Estado nacional con una gradual intensificación de los acuerdos internacionales” se ha producido un retroceso en los últimos tiempos.2  La paz entre dos contendientes, agregaba, puede obtenerse ya sea con la victoria de uno sobre el otro o con la intervención de un tercero súper partes. partes. Agregaba también que, en el plano interno de un Estado, el primer camino equivale a una solución despótica, mientras que el otro es propio de los sistemas democráticos. Y concluía que en el orden internacional esa solución democrática no se ha logrado pues el organismo que debía cumplir esa función de autoridad superior a las partes en conflicto, las Naciones Unidas, Unidas, no ha podido cumplir ese objetivo. Al continuar con el análisis de la situación internacional de las últimas décadas, Bobbio comentaba la opinión de Luigi Einaudi frente al fracaso de la Liga de las Naciones, quien argüía que las relaciones del tipo confederal no eran adecuadas para afrontar los conflictos entre Estados nacionales, pues el organismo superior en ese tipo de relación entre Estados carecía de la autoridad necesaria. La solución para la comunidad europea debía lograrse según Einaudi al estilo de la adoptada por los Estados Unidos de Norteamérica a fines del siglo XVIII, al reemplazar el Acta de Confederación por la Constitución de Filadelfia. Esto es, una relación del tipo de Estado federal para reunir a los Estados europeos bajo una autoridad estatal capaz de cumplir esa función de arbitraje.3

Bobbio concluía, desalentado, que, luego de las desastrosas intervenciones de la ONU en la ex Yugoslavia y en Somalía, el poder último para dirimir los conflictos ha quedado en manos de una de las partes. “Estamos en la situación de que el supremo poder internacional es ejercido por una de las partes y las Naciones Unidas aparecen totalmente desautorizadas, y por ende privadas de su razón de existir.”4  

Por último, no está de más recordar la paradoja jurídica que surge de esta circunstancia, según lo recordara Otto Gierke: que pese a la concepción contemporánea de que toda ley positiva es producto de la legislación estatal, desde el momento en que no existe un Estado internacional, esta situación priva al derecho internacional de todo carácter positivo y, en cambio, lo remite al derecho natural.5 Algo que en cierta medida influyó en los juicios de Nürnberg y también en los procesos a los militares responsables de la última dictadura militar argentina.

Notas: 1. Texto ampliado de un artículo publicado en el diario  Perfil  Perfil,, el 17 de noviembr n oviembree de 2012. 2. Norberto Bobbio, Autobio Bobbio, Autobiogra grafía fía,, Madrid, Taurus, 1998, pág. 258. 3. Ibídem, pág. 260. 4. Ibídem, pág. 263. on The Ideas of Natural Law and Humanity in Ernst Troelt Troeltsch sch,, Boston, Beacon Press, 1957, pág. 85. Otto,  Naturall Law an andd the Theory of SSociety, ociety, 150 15000 to 180 1800. 0. With a Lecture 5. Gierke, Otto, Natura

 

[POLÉMICA] 1. Historia y revisionismo1 ◆

El reciente decreto presidencial (1880/2011) que crea un Instituto del Revisionismo Histórico ha dado lugar a reacciones adversas por el carácter de los considerandos empleados en su creación, los que implican calificar a historiadores que pueblan los centros de investigación del Conicet y de las universidades, y que no participan de la corriente denominada “revisionismo histórico”, con el agraviante mote de “liberales extranjerizantes”. Por eso, dada la gravedad del hecho, que se acentúa por ser algo que proviene de la cúspide del Estado, me parece útil reflexionar sobre lo que implica el concepto de revisionismo histórico. Escribo esto porque, personalmente, me he preocupado frecuentemente en mis trabajos de investigación de intentar aclarar la naturaleza histórica de fenómenos como los que se denomina, con un término vicioso, “caudillismo”, así como los que conciernen a las relaciones del país con las metrópolis económicas, tratando siempre de hacerlo en la forma más seria que me fuese posible, eludiendo las deformaciones provenientes de los enfoques apologéticos de diversos personajes y fenómenos de nuestra historia. Y, por otra parte, me han preocupado también los efectos políticos lamentables que esas deformaciones suelen alentar. Todo historiador es cotidianamente revisionista. Por imposición de su oficio, debe revisar continuamente, a la luz de los progresos de sus investigaciones, los criterios de sus colegas y los suyos propios. Pero lo que se ha llamado revisionismo histórico es algo distinto. No es una nueva escuela historiográfica sino una nueva forma de uso político de la historia nacional como reacción contra otra

anterior, pero similar por la intención política, aunque difieran radicalmente en los objetivos y en las figuras que promocionan. Consecuentemente, nos ofrece una versión de la historia nacional e iberoamericana no menos parcial que aquella que critica. Es cierto que sus manifestaciones pueden estar basadas en loables sentimientos nacionales, sin que por eso deje de valer el viejo refrán de que el camino del infierno está  

empedrado de buenas intenciones. Por otra parte, no está de más advertir que su aporte más llamativo, la innovación en el tratamiento de temas como los de los caudillos o los del gobierno de Rosas, ya la habían realizado historiadores profesionales de la llamada Nueva Escuela Histórica en las primeras décadas del siglo XX. Esos temas, además, continúan mereciendo serio tratamiento por parte de historiadores del Conicet y de las universidades, quienes están lejos de merecer los descalificadores adjetivos empleados en el mencionado decreto. Esto hace recordar que uno de los principales rasgos del revisionismo histórico es una especie de nacionalismo que frecuentemente corre el riesgo de convertirse en un arma de discriminación e intolerancia. En la vida política latinoamericana, el nacionalismo, como se sabe, no es una postura homogénea ni se expresa en las mismas organizaciones. Una gran división es la que distingue el llamado nacionalismo de derecha —tendiente a la restauración de valores culturales de procedencia hispana y católica junto a la incorporación de posturas políticas provenientes de las corrientes europeas de derecha del siglo XX—, de corrientes nacionalistas calificadas genéricamente de progresistas. En el conjunto de la población que comparte sentimientos de solidaridad nacional pero que es proclive a políticas progresistas, el nacionalismo posee una fisonomía muy distinta y no intolerante, pero igualmente puede ser apto para dar acogida a erradas visiones de la historia. Aunque parezca paradójico, una real defensa de los intereses nacionales en la arena internacional es incompatible con el nacionalismo ideológico. Ésta es una trampa en la que quienes quedan encerrados suelen terminar enfrentados a aventuras políticas dañinas de los intereses de una nación. Piénsese no más en la encerrona que la aventura de la invasión a las Malvinas implicó para quienes fueron atraídos por la retórica nacionalista. Pero, además, ese tipo de nacionalismo arroja el grave resultado de comprometer los imprescindibles vínculos internacionales positivos que todo país disfruta actualmente, por confundirlos con aquellos otros que sí pueden afectar los intereses nacionales. Las primeras manifestaciones de peso del revisionismo se dieron en el clima político que el ascenso de regímenes dictatoriales en Europa generó en la política argentina. Uno de los ingredientes más destacados de esta corriente en esa etapa fue el fuerte sentimiento antibritánico, un sentimiento latente a lo largo de toda la historia nacional pero que se mantuvo sin mayores repercusiones, salvo algunos incidentes de efectos transitorios como los ocurridos durante los gobiernos de Rosas y de Avellaneda. Estos incidentes no perjudicaron en ninguno de los dos casos la continuidad conti nuidad de las cordiales rrelaciones elaciones con Gran Bretaña, algo que le valió a Rosas el permanente reconocimiento de los comerciantes ingleses y la protección oficial británica luego de su derrota en Caseros, incluido su acogimiento en

Inglaterra, donde permaneció hasta su muerte. Pero la debilidad de Inglaterra luego de la Primera Guerra Mundial comenzó a resentir las provechosas relaciones comerciales y financieras que el país había mantenido con ella hasta entonces, pese a rasgos imperialistas de la política exterior de aquel país. Y, sobre todo, el fuerte impacto de la política británica de carnes luego de la crisis de 1929 contribuyó a generar una amplia caja de  

resonancia para ese sentimiento que, visto en su conjunto, ofrece el triste aspecto de una reacción de despecho ante el desaire del antiguo amante. No es así casual que el libro que para muchos historiadores pasa por ser el manifiesto inaugural del revisionismo histórico, La histórico, La Argentina y el imperialismo británico  británico  de los hermanos Irazusta, proviniese de dos historiadores que eran también ganaderos de la periferia afectados por las consecuencias del trat tratado ado Roca-Runciman. Roca-Runciman. Posteriormente, el revisionismo histórico dio lugar a una creciente versión “de izquierda”, cuando durante el exilio de Perón fue utilizado con un éxito que perdura hasta hoy para combatir a los enemigos del peronismo, atacando el panteón histórico que éstos construyeron acorde con el lema en auge de “la línea Mayo-Caseros”. De tal manera, las figuras reprobadas por aquéllos fueron elevadas a una dignidad merecedora de la construcción de un nuevo panteón. Pero la historia como disciplina con objetivos científicos es la que busca dejar de lado las manipulaciones políticas o ideológicas —incluidas las que puedan portar los mismos historiadores—, por más bien intencionadas que ellas puedan ser, para intentar lograr un mejor conocimiento del pasado. Es ésta, por otra parte, la mejor forma de servir los intereses de una nación, al contrario de los esquemas ideologizados que son propensos a alentar soluciones políticas desastrosas, como lo muestra la historia de las últimas décadas del siglo XIX. Lamentablemente, esto no suele dar muchos réditos, ni para la industria editorial ni para la industria política. Pero el desconocimiento y hasta el agravio que los considerandos del mencionado decreto 1880/2011 implican para una de las mejores facetas de la cultura nacional, integrada hoy en el Consejo Nacional de Investigaciones y en las universidades nacionales, resultan un lamentable desacierto para una política cultural que pretende fortalecer la nación.

Nota: 1. Artículo publicado en el diario diario Página  Página/12 /12,, el 4 de diciembre de 2011.

 

[POLÉMICA] 2. La Vuelta de Obligado1 ◆

El aniversario del combate de la Vuelta de Obligado en noviembre de 2011 dio lugar a juicios históricos que no reflejan la realidad de lo ocurrido. El enfoque del momentáneo enfrentamiento de dos socios comerciales como el Estado de Buenos Aires e Inglaterra —que reanudarían prontamente su lucrativa relación— ha sido mal interpretado por efecto del viejo peligro que acecha a los historiadores: el peligro del anacronismo. Esto es, se ha vaciado anacrónicamente ese enfrentamiento de la primera mitad del siglo XIX en el molde del antiimperialismo del siglo XX. En lo que sigue me limitaré a recordar quiénes y qué eran los protagonistas rioplatenses de ese episodio y, por otra parte, a explicar el sentido, distinto del actual, que tenían en la época algunos términos fundamentales como nación nación   y federalismo federalismo,, porque de su errada interpretación proviene buena parte del equívoco sobre el conflicto. Pero antes, es importante advertir que el análisis de cuestiones como ésta ha sido entorpecido por una especie de autocensura que, pese a la loable intención int ención que la motiva, entorpece el conocimiento de lo ocurrido. Me refiero a la voluntad de no revivir rencores suscitados por los enfrentamientos de provincianos y porteños, que dejaron una huella luctuosa en el pasado. Sin embargo, la adecuada comprensión de un conflicto como el que nos ocupa no puede lograrse sin atender a que un factor fundamental de éste fue la conocida contradicción entre los intereses económicos y políticos de Buenoss Aires y los del resto Bueno rest o del Río de la Plata.

1. Lo primero que hay que tener en cuenta es que quien había provocado la reacción, primero francesa, en 1838, y luego franco-británica, en 1845, no era el Estado argentino, que no existía aún, sino el Estado independiente y soberano de Buenos Aires, que estaba entonces asociado al resto de los Estados rioplatenses en una débil confederación, esa Confederación Argentina que subsistió hasta la caída de Rosas. Por lo común, se entiende que una confederación no es un Estado sino una asociación  

de Estados independientes y soberanos, condición ésta que poseían las aún llamadas “provincias”, como lo puntualizara Alberdi en 1853 al escribir que, imitando a Buenos Aires, las demás provincias rioplatenses se habían organizado como naciones. De manera que cuando se decía entonces “federalismo”, la mayoría de las veces se aludía a una unión de tipo confederal en la que cada provincia retenía su s u condición de soberanía independiente. 2. Como es sabido, esas provincias que se asumían como Estados soberanos, al unirse en confederación se habían despojado transitoriamente de una de las instancias de esa soberanía, la representación exterior, que depositaban anualmente en el gobierno de Buenos Aires, confiriéndole la calidad de encargado de las relaciones exteriores. Pero los intereses de Buenos Aires como Estado soberano conspiraban contra su calidad de encargada del manejo de las relaciones exteriores de la Confederación Argentina, porque condicionaba ese manejo a la satisfacción de sus intereses particulares, lo que perjudicaba a gran parte de las demás provincias, sobre todo a las del Litoral fluvial. 3. Buenos Aires había sufrido ya las reclamaciones de Francia, celosa de no lograr una relación comercial análoga a la mantenida por Rosas con Inglaterra y, asimismo, por la negativa a conferir a los franceses que habitaban en Buenos Aires los mismos privilegios que otorgaba a los súbditos británicos, como el de eximirlos de prestar servicio en las milicias. Todo esto desembocó en el agresivo bloqueo francés del puerto de Buenos Aires. Pero las provincias afectadas en su economía por ese bloqueo, sobre todo las del Litoral fluvial, consideraban que se trataba de un conflicto que podría haberse evitado de no mediar las consecuencias de la postura pro británica del gobierno de Buenoss Aires derivada de los beneficios que obtenía de la relación comercial Bueno comerci al con Inglaterra. 4. Esos beneficios se asentaban en el tratado de amistad, [libre] comercio y navegación, suscripto en 1825 durante el gobierno de Las Heras y mantenido celosamente por Rosas. Este tratado contenía disposiciones que lesionaban a las economías de las demás provincias, las que en virtud de lo acordado en el Pacto Federal de 1831 presionaban a Buenos Aires para que actuase en función de los intereses del conjunto y no sólo de los suyos. Porque el producto de las rentas de su Aduana —cuyos ingresos eran también parcialmente fruto del consumo en el resto de las provincias—, el librecambio que estipulaba el tratado con Gran Bretaña y el control de la navegación de los ríos de la cuenca del Plata, factores fundamentales de la riqueza de Buenos Aires, eran considerados por ésta un privilegio de usufructo particular, sin atender a los reclamos de las provincias afectadas. 5. En 1845, Gran Bretaña se unió a Francia en acciones navales contra Buenos Aires por razones

vinculadas a su pretensión de acabar con el control de Buenos Aires sobre la navegación de los afluentes del Plata, de manera de satisfacer su aspiración de alcanzar libremente el acceso naval al Paraguay. En la necesidad de reunir fuerzas para enfrentar la agresión de británicos y franceses, el gobierno de Buenos Aires buscó presentar su postura como expresión de un interés nacional, un interés que en realidad no asumía cuando se trataba de preservar aquellos privilegios. De tal manera,  

el momentáneo enfrentamiento de Buenos Aires con dos potencias europeas fue presentado como una causa “americana” y “nacional”, logrando así concitar apoyos de quienes veían sólo un aspecto del conflicto mientras, en cambio, suscitaba el resentimiento e incluso hostilidad de las provincias afectadas. El bloqueo anglofrancés fue infructuoso y, como se reconoció posteriormente en la misma Inglaterra, atentatorio del derecho de gentes. Gran Bretaña debió desistir del bloqueo y firmar un tratado con la Confederación Argentina admitiendo su derecho exclusivo al control de la navegación de esos ríos (Tratado Southern-Arana de 1849), lo que preservó el control de Buenos Aires sobre esa navegación. De manera que finalmente, dos años después, en 1851, los Estados rioplatenses más afectados decidieron acabar con tales privilegios. Entre Ríos y Corrientes, alegando su condición de Estados independientes y soberanos, sujetos de derecho internacional, condición similar a la de Buenos Aires, se unieron al Imperio del Brasil y a la República Oriental del Uruguay, para derribar a Rosas. 6. La conversión del combate de la Vuelta de Obligado en una gesta nacional no se sostiene en los datos que provee la historia del período. En su enfrentamiento con las fuerzas anglofrancesas, Rosas utilizó el sentimiento antieuropeo remanente de las luchas por la independencia para concitar apoyo local e incluso del exterior, pero sofocando las reivindicaciones de las otras provincias cuyo comercio era ahogado por su política. Y una vez superado el conflicto, reanudó sus lucrativas relaciones con Gran Bretaña, las que, como consta en las actas del Parlamento británico, le fueron agradecidas en 1852 cuando se lo recibió con honores a su arribo a Inglaterra. Ese homenaje de las autoridades de Plymouth, según expresiones del secretario de Relaciones Exteriores en la Cámara de los Lores, se debía a que Rosas había mostrado gran distinción y generosidad con los comerciantes británicos que comerciaban con su país y que había mantenido por lo general una buena relación con la Corona, lo que había permitido sostener excelentes relaciones comerciales entre los dos países. 7. Poco se ha reflexionado sobre el sorprendente cambio de política de Buenos Aires luego del fracaso constituyente de 1826, cuando de haber sido el bastión de la política unitaria se convirtió en campeona del mal llamado “federalismo”, que era en realidad una postura confederal. Sucede que sólo una relación confederal con el resto de las provincias rioplatenses le permitía impedir que éstas anulasen los privilegios que disfrutaba. Como lo explicaba uno de los voceros de Rosas en un periódico de Buenos Aires en 1832, “la soberanía de las provincias es absoluta, y no tiene más límites que los que quieren prescribirle sus mismos habitantes. Ahora bien, es un principio proclamado desde

el 25 de mayo de 1810, por todos los habitantes de la República, que cada una de las provincias que la componen es libre, soberana e independiente de las demás: luego la de Buenos Aires puede usar sola de su territorio, costas de mar, puertos, ensenadas, radas y bahías, según lo estime conveniente para sus necesidades; puede sacar de ellas toda la utilidad de que sean capaces […] Luego ella es exclusivamente la verdadera dueña de todos los lucros que reporte tanto de sus costas y puertos, como  

del comercio que haga con otros Estados. Luego, siendo los derechos de su aduana lucros de ese comercio de importación y exportación con las naciones extranjeras, a ella sola le pertenecen exclusivamente”. (Artículo en El en El Porteño Porte ño,, 1832) 8. Es útil recordar, comparativamente, que las ex colonias inglesas manejaron sus conflictos uniéndose primero en una confederación y, pocos años después, dada la inoperancia de una unión confederal para afrontar el logro de sus objetivos nacionales, adoptaron una nueva y exitosa forma de unión, el Estado federal —Filadelfia, 1787—, que les confirió la fuerza necesaria para afrontar los desafíos de su nueva inserción en el escenario internacional. En el Río de la Plata, en cambio, el rechazo a ultranza de la solución confederal, propuesta por Artigas y otros pueblos rioplatenses, provocó una indefinida postergación de la creación constitucional de un Estado nacional. Y la unión confederal adoptada a partir de 1831 no sirvió de tránsito a ese posible Estado nacional por la férrea oposición de Buenos Aires a las iniciativas de organización constitucional. Su refugio en la calidad de Estado soberano fue incluso prolongado por Buenoss Aires Bueno Aires luego de la caída de Rosas negándose a ratificar rati ficar el Acuerdo Acuerdo de San Nicolás, hasta que en 1860, como resultado de acciones bélicas, se vio obligada a ingresar al Estado nacional argentino surgido en 1853. 9. La postura confederal, férreamente mantenida por los gobiernos de Buenos Aires como salvaguardia de sus intereses ante las demandas de las demás provincias, fue rápida aunque transitoriamente atenuada por Rosas cuando el enfrentamiento con las fuerzas británicas y francesas lo impulsó al uso de un vocabulario nacional como medio de obtener adhesiones. Durante el siglo XVIII y las primeras décadas del XIX, el término nación nación era  era sinónimo del de Estado de Estado y  y carecía del sentido de unidad étnica o cultural expresado por otro término a él asociado, el de nacionalidad  —un concepto nacionalidad —un éste que en su sentido actual recién comenzó a existir con la difusión del Romanticismo. En el Río de la Plata esta forma de entender el concepto de nación ingresó recién con la generación del 37 y se convirtió en una parte del arsenal conceptual empleado contra Rosas, así como, paradójicamente, fue también un arma en manos de éste cuando debió reclamar adhesión a su postura ante la agresión franco-británica. Como tantas veces volverá a ocurrir, la fraseología nacional fue utilizada con éxito en defensa de intereses particulares, parti culares, en este caso los de uno de los Estados de la Confederación. 9. Lo más importante de estas erróneas interpretaciones es olvidar que fue la política de Buenos Aires, la que en 1831, bloqueando una cláusula fundamental del Pacto Federal, vetó toda iniciativa de reunir un congreso constituyente para organizar un nuevo Estado nacional. En esa coyuntura, la

política de Rosas no fue una política de unidad nacional. Por el contrario, fue el principal obstáculo a esa unidad, la que comenzó a lograrse tardíamente a partir de 1851 con la rebelión de las provincias del Litoral. Tan tardía que dejó un país débilmente organizado como para enfrentar los nuevos desafíos surgidos de la gran expansión capitalista capital ista de la segunda mitad del siglo sigl o XIX. XIX.

 

Nota: 1. Artículo publicado con el nombre de “Una batalla que no fue nacional”, en Ñ. en  Ñ. Revista de Cu Cultura ltura,, el 30 de noviembre de 2012.

 

[POLÉMICA] 3. La cuestión de las Malvinas1 ◆

A  partir de los anuncios sobre la posible riqueza petrolera existente en torno de las Malvinas, el conflicto sobre la soberanía cobró nueva dimensión, acentuada por el refuerzo de la presencia militar británica en el Atlántico Sur y por la aparición de Brasil como nuevo actor inquieto por tales novedades. El gobierno argentino obtuvo un éxito diplomático al lograr la solidaridad de países sudamericanos y del Caribe. Pero en su tratamiento público de la cuestión suele expresarse de una manera que por momentos recuerda a la retórica nacionalista que acompañó la invasión de las islas. Es también de advertir que una excesiva agitación del conflicto crea incomodidad en aliados, como Brasil, que no quisieran complicar más sus relaciones con el Rei Reino Unido. En cuestiones como ésta, perder la calma es lo más propicio a perder el pleito. Respecto de la soberanía de las islas, tanto a españoles como a británicos les fue difícil probar fehacientemente su legitimidad, entre otras razones, por diferencias de criterios jurídicos en que se amparaban cada una de las partes. Desde el lado británico, defendiendo la postura de su país pero con bastante sensatez, el más famoso intelectual británico del siglo XVIII, Samuel Johnson, señalaba que “cuando uno supone haber sido el primero que vio la isla en disputa está suponiendo lo que difícilmente podría probar”. Pero independientemente de la querella histórica en torno de los derechos que tendrían la Argentina y Gran Bretaña para reclamar la posesión de las islas Malvinas, Mal vinas, la ocupación

de Puerto Egmont en 1833 fue un acto de fuerza violatorio del derecho de gentes, lo que resiente el argumento de que es una cuestión caducada por el paso del tiempo y por la existencia de una población británica en las islas. Sabemos que las relaciones entre un gran Estado con otro menor suelen no ajustarse al derecho. Es natural, señalaba Norberto Bobbio, que un Estado pequeño se vea obligado a respetar un pacto con un Estado grande, mientras que no lo es lo contrario. Así ocurrió en  

1833, pese al Tratado de amistad, comercio y navegación entre las Provincias Unidas y Gran Bretaña de 1825, con un estilo similar al sufrido por Brasil cuando el bloqueo de Río de Janeiro en 1862. Al respecto, Andrés Bello recordaba que el Times Times   de Londres explicó entonces que “Brasil es una potencia de segundo orden, y las potencias débiles no tienen el derecho de hallarse en culpa para con las grandes potencias. Cuando un pequeño Estado ofende gravemente a un grande Estado, el fuerte castiga al débil prontamente y del modo debido”. Hechos de esta naturaleza generan resentimiento, el que suele perdurar a lo largo del tiempo y estimular pasiones que pueden ser manipuladas para aventuras como la de 1982. La retórica nacionalista se ejerce así sobre un terreno abonado por la memoria histórica. Por eso, ese lenguaje es una de las peores armas políticas, proclive por otra parte a producir efectos contrarios a los reales intereses de una nación. Y no cambia este juicio el hecho de que esa forma de nacionalismo también esté siendo utilizada por el gobierno británico en busca de réditos políticos internos. Todo esto confiere al tema una trascendencia que excede en mucho a la que estábamos acostumbrados. Pero así como el argumento británico, que reduce el problema a la autodeterminación de los isleños, carece de validez, el argentino, que denuncia la presencia británica como un acto de colonialismo, no refleja totalmente la situación actual, cuando la relación británica con los malvinenses no es la del dominio de una potencia sobre una población ajena y oprimida. Este factor refuerza la complejidad del asunto, porque conforma un problema de derechos humanos, destacado en la resolución de la ONU en el sentido de atender a “los intereses de la población de las Islas Malvinas”. Evidentemente, la cuestión no se reduce a integrar a esa población como ciudadanos argentinos, porque, más allá de la anuencia a la recomendación de la ONU, la reclamación argentina debería acompañarse de una clara definición del estatus que correspondería a esa población en el caso de una hipotética recuperación de la soberanía. Es cierto que esto es algo complicado en materia constitucional, pero no por ello menos necesitado de ser resuelto. Por último, sería de esperar que en vísperas del próximo aniversario de la invasión se evite esa retórica nacionalista que es ajena a la mejor política nacional posible. Pero sin olvidar que si este tipo de recurso a los sentimientos patrióticos de la población es un vicio político de universal vigencia, también es cierto que en materia de nacionalismos el peor suele ser el de las grandes potencias.

Nota: 1. “Malvinas: las retóricas nacionalistas”, artículo artículo publicado pu blicado en el diario Clarín Clarín,, el 29 de marzo de 2012.

 

A MANERA DE CONCLUSIÓN ◆

 

Conceptos y lenguajes polí políticos ticos 1 en el mundo iberoamericano, iberoamericano, 1750-1850 1750-18 50 ◆

En la historia del lenguaje político se han realizado grandes progresos. Sin embargo, hay un conjunto de cuestiones que hemos rozado todos los historiadores más de una vez y en las que me parece conveniente ahondar —a riesgo de reiterar algunas cosas de las que ya me he ocupado anteriormente  —, porque creo que continúan conti núan padeciendo padeci endo falsas fal sas interpre int erpretaci taciones ones que conforman conform an un obstác obstáculo ulo para nuestra labor. Con esto no me refiero solamente al rie riesgo, que podría resumir con una ingeniosa metáfora del historiador italiano Federico Chabod: Algunas falsificaciones de cuadros […] podrían descubrirse, pese a toda la habilidad del falsificador, comprobando el hecho del empleo, verbigracia, del azul de Prusia, descubierto a principios del siglo si glo XVIII XVIII y, por tanto, imposible de usar para un pintor de los si siglos glos XVI XVI y XVII. Pero sucede a menudo […] que el historiador ponga algún toque de azul de Prusia en su paleta cuando, sin fijarse fijars e demasiado, se valga de términos térmi nos de hoy, hoy, con significado signifi cado de hoy, hoy, para describir describi r hombres y acontecimientos de hace trescientos o cuatrocientos años.2 Sin embargo, lo que me preocupa, además de este riesgo —y ampliando un poco la metáfora de

Chabod— es aclarar cuáles son las razones —posiblemente inconscientes— por las que se decida escoger el azul de Prusia. Pero para abordar estas cuestiones, en el comienzo de lo que voy a exponer me veo obligado a resumir algunos de los trabajos que he dedicado al problema de la historicidad de aquellos conceptos que forman parte del objeto de nuestras investigaciones. Y me veo obligado a esto, a riesgo de enunciar cosas ya muy conocidas, tanto para permitir una mejor comprensión de lo que  

trataré luego como para interrogarme, y buscar respuestas, sobre lo que podríamos dejar fuera de nuestra perspectiva. En 1989 aparecía en la revista del Instituto Ravignani mi artículo “Formas de identidad política en el Río de la Plata…”, y poco después, en 1991, El 1991, El mito de los orígenes oríge nes en la historiogr hist oriografí afíaa latinoamericana..3  La nueva interpretación que aquellos trabajos contenían del proceso abierto en el latinoamericana Río de la Plata por la crisis de la monarquía castellana provino, entre otros factores, de algo muy obvio hoy: la percepción de que conceptos centrales en el análisis del problema histórico de la independencia tuvieron en la época un sentido distinto del actual, tales como los muy conocidos ejemplos de nación, patria, pueblo o democracia, entre democracia, entre tantos otros. Pero, particularmente, en el caso rioplatense, la comprobación de algo no tan obvio entonces como que el vocablo argentino argentino   no designaba a los inexistentes pobladores de una también inexistente Argentina, sino solamente a los habitantes de Buenos Aires. A partir de estos casos, se me impuso una generalización: la del “riesgo del anacronismo” en la lectura de los textos históricos. Esto es, el riesgo de adjudicar a aquellos conceptos del pasado el sentido habitual para nosotros. Sin embargo, este aparente descubrimiento, lo comprendimos enseguida, no era una innovación. Así, puede resultar de interés recordar que, mucho antes, ya en 1957, el recién citado Chabod advertía advertía a sus s us alumnos: Uno de los peligros más graves que pueden acechar al historiador está constituido por el uso de términos modernos, incluso de hoy en día, para designar pensamientos, sentimientos y doctrinas de edades pasadas transfiriendo, a menudo inconscientemente, el significado actual actual   de esos términos a dichas edades pasadas […] [de manera que] terminamos con frecuencia alterando (al modernizarla equivocadamente) la fisonomía histórica real de una edad ya lejana.4 Pero, a partir de allí, descubrimos, sorprendidos, que la percepción de ese riesgo era mucho más antigua y que, por lo tanto, tampoco provenía de los progresos recientes de las ciencias del lenguaje. Por el contrario, se trata de una clara conciencia presente ya en autores del siglo XVIII y, aun más, también del XVII. Siempre ha producido gran confusión en los escritos, en las controversias y aún en las conversaciones —leo lo escrito por Martínez Marina en 1813— la ambigüedad y varia

significación de las palabras, y la falta de precaución en no fijar las ideas representadas por ellas. Acostumbrados a ciertas fórmulas y vocablos comúnmente usados en nuestro tiempo, creemos que existieron siempre y que tuvieron la misma fuerza y significación en todas las edades y siglos.5 Al comentar alguna vez estas reflexiones del autor de la Teoría de las cortes, cortes, me pareció interesante  

mostrar que tal tipo de advertencias se hacían también referidas a otros campos del quehacer humano. Por ejemplo, en el Río de la Plata, en 1834, escribía algo similar, pero sobre materias de religión, José Ignacio Gorriti, un eclesiástico preocupado por las prácticas del culto: La ignorancia de las antigüedades eclesiásticas es otra fuente de errores morales: las voces en otros tiempos no tenían muchas veces el mismo significado que ahora […] Nada hay más común entre los variado moralistas que citar de unalasautoridad concluir un desentido ella unenabsurdo: porque habiendo el significado voces, se antigua le da a layautoridad que no pensó el autor.6 Pero podemos remontarnos más atrás en el tiempo y leer la cantidad de páginas que en 1690, en su  Ensayo sobre el entendimiento entendi miento humano, humano, John Locke dedicaba a los problemas concernientes al uso de las palabras, incluidos los provenientes de los anacronismos históricos. Todo el Libro tercero del  Ensayo   está dedicado al uso de las palabras, y su título es justamente “Las palabras”. Entre otros  Ensayo muchos párrafos que podría comentar aquí, permítanme leer el que sigue: Seguro estoy de que la significación de las palabras, en todos los lenguajes, puesto que depende mucho de los pensamientos, de las nociones y de las ideas de quien las usa, tiene que ser inevitablemente de gran incertidumbre para los hombres que hablan el mismo lenguaje y que son del mismo país. Esto es de tanta evidencia en los autores griegos que, quien examine sus escritos, descubrirá, en casi todos, un lenguaje distinto, disti nto, aunque las mismas mismas palabras palabras.. [Destacado nuestro.] Y continúa advirtiendo: […] a esta natural dificultad existente en todos los países se añade la circunstancia de países diferentes y de edades remotas, en que los que han hablado y escrito tenían nociones, temperamentos, costumbres, galas e imágenes verbales, etc., muy diferentes, circunstancias, que, cada una, influyeron en su día en el significado de sus palabras, aunque ahora para nosotros se han perdido y son desconocidas…7 Si alguna objeción podrían merecer estos textos, desde el de Locke, de fines del siglo XVII, hasta el

de Chabod, de exacto Chabod, mediados siglo si glo XX, XXde , eslos quevocablos. en todosPor ellosejemplo, está est á supuesta posibilidad posibi lidad de alcanzar un conocimiento del del significado Lockelaencarecía “cuánta atención, cuánto estudio, cuánta sagacidad y cuánto raciocinio hacen falta para desentrañar el sentido verdadero de los antiguos autores”. Y en un texto en el que comenta el fragmento fr agmento ya citado, Chabod afirmaba: Ahora, lo primero para un historiador es, justamente, esto: saber afirmar el valor preciso de preciso  de los  

términos de que se valían los hombres de una determinada época, para captar, a través de sus expresiones, el mundo interior —ideas, pasiones, sentimientos— de esos mismos hombres, sin desnaturalizarlo con una superposición de ideas, sentimientos, etc., de la época nuestra. Por ello, continuaba, su propósito era el de analizar anali zar […] algunos de esos términos, cuya exacta comprensión histórica es histórica es indispensable para no caer en errores de valoración en el estudio est udio del siglo XVI.8 Sin embargo, la posibilidad de establecer con precisión el sentido de un discurso es, como sabemos, incierta. Pero sin entrar en las respectivas cuestiones provenientes de las ciencias del lenguaje, lo cierto es —podemos alegar ahora— que en esa indagación de la particularidad del uso de un vocablo en una época determinada el historiador no busca precisar el sentido exacto que podría corresponder a un término dado, sino algo más limitado: esto es, tratar de inferir, con ayuda de fuentes diversas, desde diccionarios de época hasta documentos variados, las modalidades del uso de esos términos y, por otra parte, registrar la función que poseían en el intento de apoyar, justificar o legitimar la acción política. Ya que una cosa es la discusión del sentido de los conceptos para poder comprender el pensamiento de un autor y otra, la del uso que adquiere en el curso de la acción política. Incluso Chabod, pese a esa expresión de rotunda confianza en la posibilidad de determinar el sentido de los conceptos, lo que en realidad hacía a continuación, en el análisis del empleo de los conceptos de Estado, nación y patria, era una especie de recuento de las variaciones del uso de esos términos en un mismo período o en un mismo autor, como Maquiavelo. Porque, por otra parte, como sabemos, la imprecisión del lenguaje era ayer, y es también hoy, más bien la norma y no la excepción. Todo lenguaje es vago, advertía Bertrand Russell: Me propongo probar que todo lenguaje es vago, y que mi lenguaje también lo es […] Todos ustedes saben que yo inventé un lenguaje especial, con el fin de evitar la vaguedad, pero infortunadamente no es apropiado para ocasiones públicas. Por lo tanto, aunque lamentándolo, me dirigiré a ustedes en inglés, y cualquier vaguedad que encuentren en mis palabras debe ser atribuida a nuestros antepasados, ant epasados, quienes no tuvieron un interés predominante por la lógica. l ógica.9 Pero justamente, es esa vaguedad la que en realidad debe constituir una de las preocupaciones

principales en nuestras indagaciones sobre el sentido de los vocablos. Sobre todo, porque parecería que la mayor amplitud de la vigencia de ciertos términos en la historia de una época dada está en proporción directamente proporcional a la de su vaguedad. ¿Qué otra cosa que la gran imprecisión del concepto de patri de patriaa  nos puede explicar su universal presencia en el discurso político de las independencias? ¿Qué otra razón que esa vaguedad puede explicar la amplia vigencia de términos  

como democracia democracia o  o liberalismo liberalismo en  en el mundo m undo contemporáneo?

Supuestos provenientes del nacionalismo historiográfico Retomando el hilo de nuestra exposición, digamos que en la inadvertencia del uso cambiante, a lo largo de la historia moderna y contemporánea, de ciertos términos que constituyen otras tantas claves para la interpretación de los orígenes de las naciones latinoamericanas se percibe hasta qué punto seguíamos pagando tributo a las concepciones políticas del Romanticismo, bajo cuyo influjo se forjaron los relatos del origen de estas naciones —y también de buena parte de las europeas—, mediante el uso romántico de términos como, justamente, nación, nacionalidad, patria o pueblo. pueblo. Por eso, me parece conveniente exponer el resultado de algunas reflexiones personales que quedaron sin desarrollar en el curso de mi análisis del uso de los vocablos más significativos que aparecen en la historia de las independencias iberoamericanas, reflexiones que estimo que resultan útiles para proteger nuestra labor de ciertos supuestos que interfieren en una mejor comprensión de esa historia. Me refiero a la necesidad de atender al papel jugado por algunas grandes fuentes de prejuicios en los errores de interpretación del vocabulario político, de las que quiero destacar dos. Una de ellas es el nacionalismo historiográfico, tan condicionante en el tratamiento de la cuestión de los orígenes de las naciones y las nacionalidades, en especial en virtud del uso de conceptos vinculados al de identidad identidad.. Así, al advertir que la forma predominante de identidad a comienzos del siglo XIX era la de español americano, recuerdo haberme formulado más de una vez la elocuente pregunta: “¿Cómo es posible que ellos hablaran como americanos y nosotros los escucháramos como argentinos, mexicanos, o venezolanos?” Se trata de un condicionamiento, añadamos, que puede percibirse no sólo en las historiografías nacionales de los países iberoamericanos sino también en la historiografía latinoamericanista europea y norteamericana. De tal manera, m anera, la comprensión de los usos de vocablos como comonación, nación, patria, pueblo, democracia, federalismo, federalismo, y otros, ha pagado tributo no sólo a una inercia de nuestro lenguaje sino también a las barreras que esos condicionantes han interpuesto en la investigación histórica. Tomemos por ejemplo el concepto de nación nación.. Al respecto, es necesario advertir que el concepto de nación difundido en tiempos de las independencias no nace en la Revolución francesa sino que es muy anterior. Lo que sucedió en el curso de la revolución es el hecho de haberse diseminado ese nuevo

concepto como sujeto de imputación de la soberanía. Pero aun esto es algo que, si nos fijamos mejor, también estaba ya implícito mucho antes en la vinculación del nuevo uso del término nación nación con  con el principio del consentimiento consentimiento,, en los tratados trat ados de derecho de natural y de gentes. Pero todo esto nos enfrenta no sólo a la extraña omisión del papel jugado por el derecho natural, sino también a otra fuente de distorsiones. Me refiero a que si admitimos que el concepto de nación  

utilizado en el siglo XVIII y buena parte del XIX carece de un contenido étnico, estamos afirmando que las actuales naciones no provienen de nacionalidades preexistentes. Y con esto, nos enfrentamos a uno de los problemas más delicados de las historias nacionales, el choque con una tradición interpretativa que forma parte de la identidad nacional. Un conflicto que no está todavía bien resuelto en muchas de las historiografías nacionales de Iberoamérica y es fuente de prejuicios, aun fuertes en esas historiografías, que tienden así a dibujar una mítica nacionalidad preexistente a los orígenes del Estado nacional. Pocos historiadores hansuexpuesto de prejuicios con la lucidez que lodehizo el uruguayo Carlos Real de Azúa en crítica aesta la fuente interpretación de Artigas como héroe la nacionalidad uruguaya.10  Una interpretación propia del inconscientemente compartido criterio de las historiografías nacionales del siglo XIX, para las cuales la Historia, como disciplina, debía ser un instrumento de reafirmación de la identidad nacional y no una herramienta de conocimiento carente de prejuicios. La revisión de las fuentes que debimos utilizar en el curso de la elaboración de aquellos trabajos fue arrojando resultados sorprendentes. Porque en ciertos casos no se trataba sólo de una ceguera proveniente del esquema mítico transmitido fundamentalmente por la escuela y otras instancias del Estado, sino también de una especie de autocensura por parte de quienes entreveían el significado de los términos térm inos y conceptos de época pero no se atrevían a hacer explí explícita cita esa percepción.

Federalismo y nacionalidad

Pero donde este efecto de prejuicios nacionales se hizo más sensible fue en la implícita y errada relación establecida entre ese vocablo y los de federalismo, Estado, y nacionalidad. nacionalidad. Una viciada relación, añadamos, que en forma similar padecen aún hoy la mayoría de las historias nacionales de los países iberoamericanos y que me parece de la mayor importancia para comprender lo que estoy exponiendo.11 Pocas confusiones conceptuales son más intricadas y más elocuentes que ésta para el análisis de los anacronismos historiográficos. Recordemos que en Iberoamérica, inmediatamente de comenzado el disfrute de su relativa autonomía, luego independencia, las ciudades y/o provincias soberanas buscaron alguna forma de asociación política que les permitiese beneficiarse de la unión, a la par que conservar su soberanía. Ese fenómeno fue casi sin excepción rotulado como federalismo en todas las

historiografías nacionales y también en la historiografía latinoamericanista europea y norteamericana. Tal error, que impide interpretar adecuadamente el proceso de organización de los nuevos Estados hispanoamericanos, sólo puede explicarse por efecto a la vez de una confusión conceptual que surge en el momento mismo en que nace en Filadelfia la gran novedad histórica del Estado federal, por una parte, y por el supuesto de la nacionalidad preexistente, por otra.  

Si México, Argentina, Argentina, Chile, y demás países iberoamericanos, iberoameri canos, incluso Brasil, eran concebidos como naciones ya existentes al finalizar el período colonial, resultaba por lo tanto imposible pensar que, en vez de esas supuestas naciones, habían sido ciudades o provincias las entidades soberanas que emergieron de la crisis de las monarquías ibéricas. Por lo tanto, cuando por ejemplo en Brasil, pocos años antes de la independencia, se forma una “Confederación del Ecuador”, cuando en la actual Colombia surge en 1810 la “confederación de las ciudades del valle del Cauca”, cuando en 1811 un miembro conspicuo del gobierno rioplatense se refiere a “las ciudades de nuestra confederación política”, así como los protagonistas y luego los historiadores del período cubierto por los gobiernos de Juan Manuel de Rosas se refieren a la “Confederación Argentina”, se está empleando el término “confederación” que ya desde antiguo designaba lo que Montesquieu había definido como una sociedad de Estados independientes. Siguiendo una lógica inferencia, todas esas entidades confederadas debían ser pensadas como Estados independientes, cosa que contradecía el supuesto de que eran parte de nacionalidades emergentes en el momento de las iindepend ndependencias. encias. Ya a mediados del siglo XIX se había hecho claro para algunos esa diferencia. Sarmiento lo explicaba así en 1853: Una Confederación es, en el sentido genuino, diplomático y jurídico de la palabra en todos los idiomas del mundo, una asociación o liga entre diversos Estados, por medio de un pacto o tratado. Las colonias inglesas de Norte América se confederaron entre sí para resistir por las armas a las pretensiones del Parlamento inglés […] pero la Confederación de colonias cesó desde que se constituyó un Estado federal de todas las colonias, por medio m edio de la Constitución de 1788, y entonces la antigua anti gua Confederación pasó a ser una Unión de Estados con el nombre de Los Estados Unidos de la América del Norte.12 De tal manera, el uso del vocablo “federalismo” —que ya desde fines del siglo XIX se reserva para designar el Estado federal, no para las confederaciones—, al amparo de la confusión creada con el nacimiento mismo del Estado federal, permitió ocultar el carácter de soberanías independientes que, por ejemplo, revestían los Estados mexicanos que concurrieron a las constituyentes de 1822 y 1823 o las provincias argentinas argenti nas reunidas en el congreso constituyente de 1853. Quien percibió bien la dificultad entrañada por el déficit lingüístico generado a partir de la Constitución de Filadelfia fue Tocqueville que, si bien nos provee otra evidencia más de la confusión,

propia de su época, entre federalismo y confederación, nos proporciona también un inusual atisbo de los problemas de lenguaje que implicaba la nueva experiencia de los Estados Unidos de Norteamérica. Escribió: Los Estados Unidos forman no solamente una república, sino una confederación. Sin embargo la  

autoridad nacional es allí, en cierto sentido, más centralizada que lo era en la misma época en varias de las monarquías m onarquías absolutas de Europa. Pero si bien la Unión, continuaba, está más centralizada en ciertos aspectos que algunas monarquías, “no es sino un conjunto de repúblicas confederadas”. Y luego de describir la peculiaridad del federalismo norteamericano (frente a los federalismos anteriores) porque “el poder central obra sin intermediario sobre los gobernados, los administra y los juzga por sí mismo, como lo hacen los gobiernos nacionales”, agregaba que “evidentemente, no es ya ése un gobierno federal; es un gobierno nacional incompleto”. Y concluía con una aguda referencia al problema de vocabulario político frente al que se hallaba: Así se ha encontrado una forma de gobierno que no era precisamente ni nacional ni federal; pero se han detenido allí y la palabra nueva que debe expresar la cosa nueva no existe todavía. [Desatacado nuestro.] “La palabra nueva que debe expresar la cosa nueva…”, aguda síntesis de buena parte de los problemas a los que nos enfrentamos los investigadores de los lenguajes políticos de momentos históricos con tantos y tan acelerados cambios como los que vivían Europa y América a fines del siglo XVIII y en las primeras décadas del XIX.13   Porque, por ejemplo, ¿qué fue sino algo similar la antítesis que existía en la época entre el concepto de democracia democracia y  y el de representación representación?? Es decir, la alternativa que se enfrentaba por ejemplo en Buenos Aires, en la década de 1810, como caminos opuestos, contradictorios, entre democracia y representación, para elegir autoridades, alternativa que al avanzar el siglo sería superada con la adopción de las nuevas expresiones “democracia directa” y “democracia representativa”. En cuanto a la conjunción de esta dificultad de la antigua y fundamental tarea de la humanidad de dar nombre a las cosas, y el peso del prejuicio nacional, una comparación que me parece de especial interés es la de observar que mientras en los países iberoamericanos la mayoría de los historiadores encubriría la emergencia de confederaciones con el término federalismo, lo que le impedía percibir la calidad de soberanías independientes de las entidades confederadas, en los Estados Unidos, inversamente, los intereses del sur secesionista hacían que una parte del espectro político interpretara a la Constitución de Filadelfia como creadora de una confederación, interpretación que permitía

apoyar el separatismo de los Estados del sur. Otra observación comparativa, también de interés, respecto de ese tipo de condicionamiento del uso del vocabulario político es que mientras en la historiografía norteamericana el concepto de federalismo   se asocia al de unidad —el federalismo de los constituyentes de Filadelfia de 1787 era federalismo efectivamente una forma de mayor centralización que la del Acta de Confederación y Perpetua Unión  

de 1783, tal como también lo percibió Tocqueville—, en la historiografía hispanoamericana, en cambio, la noción de federalismo es frecuentemente asociada a tendencias disgregadoras. Una vez más, el supuesto de naciones preexistentes a la independencia, que llevaba a interpretar la emergencia de las autonomías soberanas de ciudades o provincias como disolución de una unidad previa, condicionó la interpretación del lenguaje y confirió al concepto de federalismo una sinonimia con el de disgregación política. último, que a este efecto del usoesdelpostulada conceptocomo de federalismo se suma la Por postura de añadamos los constitucionalistas, paradistorsionador quienes la nación preexistente a su organización constitucional. Mientras en los Estados Unidos la confederación unió colonias independientes, sostenía en 1964 un especialista en derecho constitucional, en la Argentina el proceso comenzó con “una entidad nacional única, heredera del virreinato, que luego de atravesar por un largo período de anarquía y desorganización, devino en la forma constitucional constituci onal descentralizante de 1853/1860 1853/1860”. ”.14 Asimismo, otro de los más importantes constitucionalistas argentinos, Carlos Sánchez Viamonte, sostenía en 1949: Durante los dieciséis años que transcurren desde la Revolución de Mayo hasta la Constitución de 1826, la Nación Argentina conserva la unidad que adquiri adquirióó durante la Colonia con la creación creaci ón del Virreinato del Río de la Plata, interrumpida i nterrumpida por luchas l uchas civiles desde 1820 hasta 1824.15 La necesidad de “poner” la nación al comienzo es fuerte en parte de los constitucionalistas que unen así el recurso convencional, propio del régimen representativo liberal, de imputar la soberanía a un sujeto de derecho político denominado nación, con un supuesto histórico insostenible. Tal como se observa en este otro texto de Sánchez Viamonte, claramente contradictorio: […] en el proceso histórico, las provincias son anteriores a la Constitución de 1853, pero posteriores a la existencia de la Nación Argentina, nacida de la Revolución de 1810 y con plena independencia y soberanía desde 1816.16 El punto de vista de los constitucionalistas ha sido muy fuerte en la orientación de las interpretaciones de los procesos de organización política en razón del efecto que esa interpretación

pudiera tener en cuanto a la unidad de la nación. Así, recordando la fórmula de una sentencia del presidente de la corte suprema norteamericana, Salmon P. Chase, pronunciada con motivo del caso “Texas v. White”, según la cual el Estado federal norteamericano es “una unión indestructible de Estados indestructibles”, Sánchez Viamonte enunciaba otra doctrina para el caso argentino que implicaba el desconocimiento de la calidad de soberanías independientes que habían poseído las provincias, al sostener que las provincias no son destructibles para el gobierno ordinario, pero sí para  

la voluntad constituyente del pueblo de la nación argentina.17   De tal manera, en síntesis, el vocablo “federalismo” habría de ser sistemáticamente utilizado en forma que ocultaba lo que había sido una confederación de Estados soberanos.

Supuestos provenientes de tendencias confesionales confesionales Consideremos ahora otra fuente de los prejuicios a los que aludía antes, en este caso de naturaleza confesional, condicionante de la interpretación de algunas de las facetas del pensamiento político moderno presente en tierras americanas. Efectivamente, uno de los conceptos más afectados por este tipo de posturas tendenciosas, es el de contrato contrato.. Recordemos al observar esto que debemos superar la habitual perspectiva que, al describir el bagaje intelectual del siglo XVIII, menciona por separado las teorías contractualistas y el derecho natural, dado que el concepto de contrato es justamente uno de los centrales al derecho natural. Sucede que, por una parte, por efecto del prejuicio de la historiografía liberal hacia el pasado colonial y de la falsa identificación del derecho natural con la Iglesia católica, cayó en el mayor olvido el papel jugado por el iusnaturalismo, es decir el derecho natural no escolástico, durante el proceso abierto por la independencia. Mientras que, por otra, en algunos nichos historiográficos, una postura igualmente tendenciosa, pero de opuesta orientación, llevó a identificar las doctrinas contractualistas difundidas en el proceso de la independencia con una de las tantas variantes del contractualismo, la del teólogo jesuita del siglo XVI, Francisco Suárez. Es decir que por efecto de esa curiosa amnesia respecto de la función jugada por el derecho natural en la historia latinoamericana, uno de sus componentes, la noción de contrato, ha sido aislado de aquél, y su presencia en la fórmula legitimadora de la constitución de los gobiernos locales, la reasunción de la soberanía por el pueblo, ha sido atribuida esquemáticamente a algunas de las variantes del derecho natural, las representadas por Rousseau o por Suárez. Advirtamos que estos filtros ideológicos no están ausentes tampoco en las historiografías británica y norteamericana, en las que es frecuente referir a una “inmemorial tradición británica” lo que esa tradición debe en realidad, en buena medida, al desarrollo intelectual del continente.18  La acentuada fobia antipapista posterior a la Reforma, por ejemplo, ha conducido a olvidar los múltiples contactos del proceso intelectual británico con la escolástica continental.

Un efecto adicional de esta desatención a las características de la noción de contrato, difundida en la época que nos ocupa, es su asociación, a veces sinonimia —que ya he comentado—, con otro concepto clave del universo político de la Europa moderna y de los nuevos organismos políticos surgidos en tierras iberoamericanas. Me refiero a la noción de consentimiento consentimiento,, en cuyo nombre se realizaron, según Manin, las tres grandes revoluciones modernas.19  Se trata de una figura sustancial al  

derecho natural, también proveniente, como la de contrato, del derecho privado y trasladada al derecho político ya en tiempos medievales; un concepto que es, probablemente, el más importante de todos los que integran el lenguaje político de tiempos de las independencias. Erróneamente, una perspectiva en exceso esquemática sobre el uso de la noción de consentimiento en la historia de la independencia norteamericana ha tendido a reducir su función a la de un argumento defensivo de los colonos en el conflicto desatado por la pretensión del Parlamento británico a imponer tributos sin su consentimiento. el contrario, el de consentimiento  consentimiento   es justamente fundamental en el que se funda laPor legitimidad política, como se lo comprueba también enel elconcepto caso de las independencias hispanoamericanas.

Digresión: el uso de la voz «nación» y los problemas de la traducción en el condicionamiento del lenguaje político No escapará a nadie que el peso de aquellas dos grandes fuentes de distorsiones del análisis histórico que estaba comentando proviene de dos determinaciones privadas del historiador. Una, su cualidad de ciudadano de determinado país y, otra, la adhesión que pueda tener a determinado culto religioso. Porque ambas condiciones poseen una fuerza, a la vez afectiva y ética, tan intensa que, por efecto de ella, el tratamiento de la historia puede ser deformado en aras del bien supremo de la patria o de la religión. Pero permítanme ahora una digresión relativa a otro tipo de problemas. Cuando afirmé que, por una parte, el nuevo concepto de nación aparece en autores iusnaturalistas iusnaturali stas de mediados medi ados del siglo XVIII —al menos en Christian Wolff y en su discípulo Vattel—, que por otra parte lo nuevo de ese concepto era el hecho de carecer de toda nota de etnicidad y, al mismo tiempo, de haberse convertido en sinónimo d e Estado  Estado,, me hice de inmediato una pregunta: ¿cómo fue posible que un término que desde la antigüedad se utilizaba para designar grupos humanos culturalmente homogéneos, sin necesaria independencia política, fuera ahora aplicado, sin contenido étnico, a Estados independientes?20   La hipótesis que esbocé la encuentro ahora no errada pero sí insuficiente. Permítanme que la recuerde: Vattel era un funcionario prusiano, nacido y residente en una provincia helvética que dependía de Prusia. Los grandes Estados de la época eran monarquías pluriétnicas. Por lo tanto, habría sido imposible aplicarles un concepto étnico de nación, esto es, el que luego se asociaría al de

nacionalidad. nacionalidad. Dentengámonos brevemente en esta respuesta porque, si bien insuficiente como he dicho para explicarnos el surgimiento de tal uso del vocablo “nación”, me parece sin embargo decisiva para revelar cómo, en oposición a la tendencia, predominante en el mundo contemporáneo, a explicar el surgimiento de los Estados nacionales interpretando el concepto de nación en clave de nacionalidad, la  

aparición en la historia de ese concepto como sinónimo del de Estado ocurrió justamente prescindiendo de su contenido étnico tradicional. Porque, en efecto, la nación definida en términos estrictamente políticos por algunos de los principales autores iusnaturalistas, y difundida luego por la revolución francesa, era una nación cuya unidad la daba su organización política y no su homogeneidad étnica, tal como se refleja en la célebre definición del Abate Sieyès: “¿Qué es una nación? Un cuerpo de asociados que viven bajo una ley común común   y están representados por la misma legislatura legislatura”. Pero si ”.esta respuesta podría explicar por qué la aplicación del término nación nación   a un Estado monárquico del siglo XVIII debía despojarlo de su contenido étnico, no nos explica por qué se eligió ese término como sinónimo de Estado, de Estado, adquiriendo  adquiriendo así un sentido político. Posiblemente, la respuesta esté en una curiosidad a la que ya también me he referido en otro trabajo pero sin extraer todas las posibles consecuencias que ella encierra. Sucede que al menos en francés, el nuevo uso de la voz nation   aparece en la traducción de textos latinos de autores iusnaturalistas. Christian Wolff, el nation maestro de Vattel, en el original latino de sus trabajos, utiliza la voz gens gens,, no natio natio,, y es el traductor francés el que la vierte como nation nation y  y que, además, siente que esta traducción requiere ser justificada. Así, escribe que “Gens “Gens est  est un vieux mot que signifie Nation, on a conservé ce vieux mot dans cette expression le Droit de Gens, Gens , qu’on peut appeler aussi le Droit des Nations”. Nations ”. Se trata de un uso de la voz gens gens que  que está también explicado en la Encicl la Enciclopedia opedia de  de la siguiente manera: […] la palabra gens gens,, tomada en el sentido de nación, se utilizaba hace tiempo en singular, incluso hasta hace no más de un siglo, pero actualmente su uso en singular se encuentra sólo en prosa o poesía burlesca…21 ¿Cómo podemos responder entonces a esta pregunta sobre el nuevo empleo de la voz nación? Posiblemente, considerando, a manera de hipótesis, que se ha retenido de la voz gens gens   la nota de un grupo humano sometido a la autoridad del padre de familia, y que se ha trasladado esa imagen a la del conjunto humano sometido a la autoridad del príncipe, desembocando así en la sinonimia con el concepto de Estado de Estado   que, recordémoslo también, no era pensado entonces como un agregado de organismos burocráticos e instituciones sino como un conjunto de seres humanos. De manera que en el esclarecimiento de las transformaciones en el uso de la voz nación nación   nos encontramos, por una parte, con que no puede considerarse aisladamente de los problemas de la

traducción, en particular la de los textos en latín, el idioma en el que estaban escritas en la época muchas de las obras que conciernen al derecho público. Pero, por otra parte, la comprensión de este conjunto de problemas históricos subyacentes al uso de este término, problemas en los que se unen factores tan disímiles como las transformaciones políticas europeas de los siglos XVII y XVIII y las tradiciones lingüísticas concernientes a ciertos términos, nos obliga, para tornarlos inteligibles, a  

remitirnos a la literatura política que elaboraba los principales problemas de la historia moderna europea, basada en el derecho natural. Porque, al llegar a este punto, me parece que la comprobación del uso de época de esos conceptos  —un uso us o en muchos casos sustancial sust ancialment mentee disti di stinto nto del que adquiri a dquirieron eron poster posteriorm iormente— ente— debe ir más allá de la verificación de esas diferencias. Aunque es cierto que, aun así limitada, esa comprobación es ya una inapreciable herramienta para la mejor inteligencia de las peculiaridades de los fenómenos estudiados, genera sin la cuestión estamos modalidades si nos encontramos anteembargo un peculiar lenguajededesiépoca, delante cualsimples son otros tantos casoscircunstanciales particulares, poro ejemplo, las características del uso de nación, pueblo o pueblo o federalismo federalismo.. Pero creo que no es necesario advertir que cuando pasamos del concepto de vocabulario vocabulario   al de lenguaje cambiamos lenguaje  cambiamos profundamente nuestro enfoque del tema. O, mejor aun, cambia sustancialmente la naturaleza del problema. Porque, entre otras cosas, y expresado brevemente, cada uno de los términos del vocabulario que estamos analizando puede sufrir el efecto del condicionamiento de ese conjunto que llamamos lenguaje político. Cada uno de esos vocablos puede adquirir un matiz, una resonancia que, más allá diríamos del diccionario, lo moldea según la naturaleza histórica de ese lenguaje. En otros términos, ese conjunto de conceptos, ¿posee alguna relación entre ellos que vaya más allá de su inclusión en los mismos discursos? ¿Es posible encontrar una unidad de conjunto que permita hablar de un “lenguaje político” propio del período? Quisiera insistir en mi criterio de que hay un lenguaje político cuya unidad proviene de lo que constituye la sustancia de gran parte de lo que llamamos Ilustración y que es el derecho natural y de gentes. Mi convencimiento es que el lenguaje político del tiempo de las independencias está moldeado en gran medida en el seno del derecho natural. Por ejemplo, el vocablo pacto vocablo pacto adquiere  adquiere una resonancia particular si advertimos su indisoluble asociación con otros términos propios del derecho natural. Así, cuando Heineccio —un renombrado especialista en derecho romano y autor también de un manual de derecho natural muy utilizado en España desde el reinado de Carlos III y hasta muy entrado el siglo XIX— escribe que los hombres no pueden vivir bien si no se asisten mutuamente, mediante el cumplimiento de los deberes de humanidad y beneficencia, “y que no hay otro medio de alcanzarlos que el consentimiento consentimiento   de los demás, llamándose llamándose   pacto el acto de consentir dos o más personas en una misma cosa sobre dar o hacer algo”, algo”, y cuando agrega luego que “sociedad “sociedad es el consentimiento de dos o más individuos  individuos  para un mismo fin y para los medios que son absolutamente necesarios a conseguirlo”, exhibe una

sinonimia, la de pacto y consentimiento, que es clave para la comprensión de la historia política europea e iberoamericana iberoameri cana de los siglos sigl os XVIII XVIII y XIX. XIX.22  [Destacados nuestros.] Otro ejemplo: una de las voces más definitorias del pensamiento y de la práctica política de aquel entonces, la de derechos derechos,, tan usada que quizá la descuidemos, como ocurre con las l as cosas más comunes que de tan comunes terminamos por no verlas, no puede interpretarse adecuadamente fuera de su  

obvia inserción en el derecho natural y su nexo, justamente, justam ente, con vocablos como el deconsentimiento de consentimiento..

Para finalizar, quisiera referirme brevemente a lo que considero la especificidad del lenguaje político de tiempos de las independencias. Nos hemos ocupado largamente de uno de los riesgos que nos acechan, que incluso puede remitir a una previa discusión teórica: el de leer el lenguaje político del pasado en términos de nuestras preocupaciones actuales. Sin embargo, es de notar que desde cierta perspectiva se trataría de algo inevitable. Algo así como lo que había afirmado Croce en el sentido de que toda historia es historia contemporánea. Sólo que lo que Croce buscaba expresar, acorde con su criterio gnoseológico, era la imposibilidad de conocer el pasado tal como fue, mientras que, desde una postura distinta, se trataría sólo de un riesgo que obliga a tomar las debidas precauciones para el mejor conocimiento del pasado. Es en tal sentido que me parece imprescindible atender a lo expresado anteriormente, respecto de la función que cumplía en la época el derecho natural y de gentes. Al respecto, cabe preguntarse en qué medida sus concepciones guiaban la conducta de los individuos o de los gobiernos. Esto es, en qué medida el derecho natural fue una fuerza histórica eficaz y no solamente un conjunto de máximas morales y nociones políticas con las que la enseñanza universitaria diseñaba una imagen de la sociedad de su tiempo. En realidad, esta inquietud es parte de una más general, la que atañe al valor de las doctrinas en el desarrollo histórico. Entre otras cosas, saber si constituyen solamente una fuente de justificativos de la acción, mera cobertura discursiva de fenómenos condicionados por otros factores, o son elementos condicionantes de la acción humana. Es evidente que si la respuesta se la busca en la relación de alguna doctrina o concepto teórico y determinados hechos, no puede dejar de ser negativa. Buscar, por ejemplo, el efecto de Del de Del contrato contrat o social de social  de Rousseau en el estallido de las independencias iberoamericanas puede ser frustrante. Porque la conversión de las ideas en fuerzas históricas no es tan inmediata ni tan simple. Generalmente se trata de procesos lentos y demorados en el tiempo, en los que ideas y doctrinas van modelando la conducta, individual o colectiva. Pero, ya que he citado a Rousseau, es útil recordar lo que apuntaba al pasar en Del en Del contrato cont rato social s ocial respecto  respecto de la legitimidad política: Puesto que ningún hombre tiene por naturaleza autoridad sobre su semejante, y puesto que la

fuerza no constituye derecho alguno, quedan sólo las convenciones como base de toda autoridad 23 legítima entre los hombres. Y es ahí donde las palabras, esos objetos discursivos que nos ocupan en reuniones como ésta, cobran toda su importancia. Una sorprendente aproximación a ese fenómeno fue hecha no por un historiador sino por un poeta,  

Paul Valéry, en el prólogo a una edición de las Cartas persas de persas de Montesquieu aparecida en 1926, un texto que anticipa muchos de los puntos de vista que recogerá la historiografía de la segunda mitad del siglo XX. Escribe Valéry: Una sociedad se eleva desde la brutalidad hasta el orden. Ya que la barbarie es la era del hecho, es, pues, necesario que la era del orden sea el imperio de las ficciones, pues no hay poder capaz de fundar el orden en la sola coacción de los cuerpos por los cuerpos. Se hacen necesarias fuerzas ficticias. Consiguientemente, se desarrolla “un sistema fiduciario o convencional” que produce “compromisos y obstáculos imaginarios que tienen efectos bien reales” y que se convierten en esenciales para la sociedad. Y agrega: agrega: Poco a poco, lo sagrado, sagrado,   lo lo just  justo, o,   lo legal, legal,   lo decente, decente,   lo laudable laudable y  y sus contrarios, se graban en las mentes y se cristalizan. El Templo, el Trono, el Tribunal, la Tribuna, el Teatro, monumentos de la coordinación, algo así como puntos geodésicos del orden, van surgiendo a su vez. Incluso el Tiempo se adorna: los sacrificios, las audiencias, los espectáculos fijan sus horarios y sus fechas colectivas. Los ritos, las formas, las costumbres llevan a cabo el adiestramiento de los animales humanos, reprimen o dan medida a sus movimientos inmediatos […] Y todo ello subsiste por el poder de las imágenes y de las palabras. Es así que Tan natural como la naturaleza nos parece entonces el mundo social, un mundo al que sólo la magia sostiene. ¿O no es un edificio de encantamientos un sistema como éste, basado en escrituras, en palabras acatadas, promesas mantenidas, imágenes eficaces, costumbres y convenciones observadas observadas —ficciones puras todo ello—? De manera que A la larga, sucede que el mecanismo de una sociedad se complica con resortes tan indirectos,

recuerdos tan confusos y cambios tan numerosos, que uno acaba perdiéndose en una trama de prescripciones y relaciones inextricables. La vida del pueblo organizado está tejida con lazos múltiples que, en su mayoría, se pierden en la historia y se anudan en los tiempos más remotos y en circunstancias que no se repetirán jamás. Nadie sabe ya cuáles fueron sus decursos ni puede seguir sus amarres.24

 

Durante la baja Edad Media, lo que se ha llamado la visión ascendente del origen del poder había pasado a adquirir amplia difusión. El resurgir del derecho natural a fines del siglo XVI, con su énfasis contractualista dirigido a limitar el ejercicio del poder, encontró fuerte asidero en las nociones consensuadas de antiguo, se convirtió en una base firme para corporaciones o individuos en sus relaciones con las distintas instancias del poder y tendió a adquirir la calidad de esas nociones consensuadas implícitas en la acción de los diferentes actores históricos. Por tal motivo, en síntesis, en el estudio del lenguaje político del período que estoy considerando subrayaría como conceptos centrales los de soberanía, contrato, derechos, consentimiento  consentimiento  y otros afines. Me parece que se debería estar alerta ante el peligro de que el hecho de que una muy importante etapa de la historiografía anglosajona haya llevado al primer plano el debate sobre los conceptos de liberalismo liberalismo   y republicanismo republicanismo   —importantes también sin duda en la historia iberoamericana— nos haga distribuir de manera inadecuada el peso de nuestra atención sobre las particularidades propias de esta historia. Esta centralidad del problema de la soberanía y de los conceptos con ella relacionados la había puesto de relieve Norberto Bobbio en un párrafo que he citado muchas veces porque parece escrito para resumir la historia de las independencias iberoamericanas: La lucha del Estado moderno es una larga y sangrienta lucha por la unidad del poder […] la formación del Estado moderno viene a coincidir con el reconocimiento y con la consolidación de la supremacía absoluta del poder político sobre cualquier otro poder humano. Esta supremacía absoluta recibe el nombre de soberanía. Y agrega, dibujando en términos europeos el mismo problema desatado por las independencias iberoamericanas, iberoameri canas, que la soberanía significa independ i ndependencia encia en relación con el exterior exteri or de cada Estado […] y hacia el interior, en relación con el proceso de unificación, [significa] superioridad del poder estatal sobre cualquier otro centro de poder existente en un territorio determinado. De tal modo, concluye: […] a la lucha que el Estado moderno ha librado en dos frentes viene a corresponderle la doble

atribución de su poder soberano, que es originario, en el sentido de que no depende de ningún otro poder superior, e indivisible, en el sentido de que no se puede otorgar en participación a ningún poder poder inferior. inferi or.25 Diría así, esquematizando al máximo, que el principal problema del período de las independencias, que obsesionaba con razón a sus protagonistas, era el de la soberanía, un problema capital en dos  

vertientes: la de la relación de los pueblos iberoamericanos con el poder soberano que estaban abandonando y la de la relación con los otros pueblos con los que intentaban asociarse para la formación de un nuevo Estado nacional. Por lo tanto, agregaría que la indagación de la particularidad del lenguaje político que estudiamos debería prestar atención preferente a tal concepto y a los relacionados con él, los que, además, definen a través de su peso, modalidades e interrelación en el seno del lenguaje de época, las principales razones r azones de lo que se construirá a parti partirr de 1808-1810. 1808-1810.

Notas: 1. Este texto, levemente modificado, es el de la conferencia de clausura del Congreso Internacional “El Lenguaje de la Modernidad en Iberoamérica. Conceptos Políticos en la Era de las Independencias”, Madrid, 29 de septiembre de 2007 —publicado luego en la  Revista de d e Estud Estudios ios Políticos Políticos,, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, nº 140, abril-junio de 2008. Por tal motivo, en algunos pasajes conserva el estilo coloquial de aquella conferencia. 2. Federico Chabod, “Algunas cuestiones de terminología: Estado, nación y patria en el lenguaje del siglo XVI”, Escritos XVI”,  Escritos sob sobre re el  Renacimiento  Renac imiento,, México, Fondo de Cultura Económica, 1990 [texto publicado por primera vez en 1957], pág. 550. 3. José Carlos Chiaramonte, “Formas de identidad política en el Río de la Plata luego de 1810”, Boletín del Instituto de Historia  Argentina y American Americanaa “Dr “Dr.. Emilio Ravign Ravignani” ani” , 3ª Serie, nº 1, Buenos Aires, 1989, y El y  El mito de los oríge orígenes nes en la historio historiogra grafía fía latinoamericana,, Cua derno Nº 2, Buenos Aires, Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani”, 1991. latinoamericana 4. F. Chabod, ob. cit., pág. 549. 5. Francisco Martínez Marina, Teoría de las cortes, cortes , Oviedo, Clásicos Asturianos del Pensamiento Político, 1996, pág. 103. 6. Juan Ignacio de Gorriti, “Reflexiones sobre las causas morales de las convulsiones interiores de los nuevos Estados americanos y examen de los medios eficaces para remediarlas” [1834],  Reflexione  Reflexioness, Buenos Aires, Biblioteca Argentina, 1916, pág. 226. 7. John Locke, Locke, Ensayo  Ensayo sob sobre re el eentend ntendimiento imiento huma humano no [1689],  [1689], Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1956, pág. 483. 8. John Locke, ob. cit., pág. 474; F. Chabod, ob. cit., pág. 550. 9. Bertrand Russell, “Vaguedad”, en Mario Bunge (comp.), Antolog (comp.),  Antología ía semá semántica ntica,, Buenos Aires, Nueva Visión, 1960, pág. 15. 10.. Carlos Real de Azúa, Los Azúa,  Los orígenes oríg enes de la nac naciona ionalidad lidad uru urugua guaya ya,, Montevideo, Arca [1990]. 10 11 11.. Respecto de lo que sigue, véase mi trabajo “El federalismo argentino en la primera mitad del siglo XIX”, en Marcello Carmagnani (comp.), Federa (comp.), Federalismos lismos latinoa latinoamerican mericanos: os: México/Brasil/Argentina , México, El Colegio de México/Fondo de Cultura Económica, Económic a, 199 1993. 3. 12 . Domingo Faustino Sarmiento, “Comentarios a la Constitución argentina”, Obras completas, 12. completas, tomo VIII, Buenos Aires, Luz del Día, 1948, pág. 55. 13 . Alexis de Tocqueville, 13. Tocquev ille, La  La democrac demo cracia ia en América América,, México, Fondo de Cultura Económica, 1992, págs. 120, 152 y 153. 14 14.. Jorge R. Vanossi, Situación actual del federalismo, federalismo , Buenos Aires, Depalma, 1964, pág. 11 15 . Carlos Sánchez Viamonte, Manua 15. Viamonte,  Manuall de De Derech rechoo ppolítico olítico,, Buenos Aires, Bibliográfica Argentina [1959], pág. 256. 16 16.. Ídem. 17 . Citado en J. R. Vanossi, ob. cit, pág. 18. 17.

18. 18 . Al respecto, véase mi artículo “The Principle of Consent in Latin and Anglo-American Independence”, Journal of Latin  American Stud Studies ies,, nº 36, Cambridge University Press, 2004. 19 19.. Bernard Manin, Los Manin, Los princ principios ipios del gob gobierno ierno representativo , Madrid, Alianza, 1998, pág. 108. “Se trataba del principio de origen romano: Quod omnes tangit, ab omnibus tractari et approbari debet  (lo   (lo que a todos afecta, debe ser tratado y aprobado por todos). Tras el resurgimiento del derecho romano en el siglo XII, tanto los legisladores civiles como los canonistas difundieron este principio, aunque reinterpretándolo y aplicándolo a cuestiones públicas, mientras que en Roma era aplicado en derecho privado. Eduardo I invocó el principio QOT en su orden de convocatoria del Parlamento inglés en 1295, pero investigaciones recientes han  

demostrado que a finales del siglo XIII la frase ya estaba muy extendida. También el rey francés Felipe IV empleó la expresión cuando convocó los Estados generales en 1302, como el emperador Federico II cuando invitó a las ciudades de la Toscana a enviar delegados plenipotenciarios (nuntit  (nuntit )).. Los papas Honorio III e Inocencio III hicieron asimismo bastante frecuente uso de ella” (pág. 112). 20 . José Carlos Chiaramonte, Nación 20. Chiaramonte,  Nación y Estado en Iberoamér Iberoamérica. ica. El lengu lenguaje aje político en tiempos de las indep independ endencia enciass , Buenos Aires, Sudamericana, 2004. 21.. “Le mot gens pris dans la signification de nation, se disait autrefois au singulier, & se disait même il n’y pas un siècle […] mais 21 aujourd’hui il n’est d’usage au singulier qu’en prose o en poésie burlesque”. En [Christian Wolff]:  Institution  Institutionss dduu Droit de la Nature et des Gens, Dans les quelles, par une chaine continue, on déduit de la   NATURE  NATURE même de l’HOMME, toutes les  les  OBLIGATIONS OBLIGATIONS   // tous les les   DROITS, DROITS, 6 vols., Leiden, Chez Elie Luzac, mdcclxxii, vol. 6, pág. 14. 22 . Heineccio, Elementos 22. Heineccio,  Elementos del derecho natu natural ral y de gen gentes tes,, corregido y aumentado por el profesor D. Mariano Lucas Garrido, al que se añadió Filosofía añadió  Filosofía moral mo ral del  del mismo autor, Madrid, 1837, tomo I, pág. 289, y tomo II, pág. 13. 23. Rousseau,  El contrato contra to so social cial,, en Obras selectas, selectas, Buenos Aires, El Ateneo, 2ª ed., 1959, pág. 847. 23 . Jean-Jacques Rousseau, El 24 24.. Paul Valéry, “Prólogo a las Cartas persas”, Estudios persas”,  Estudios literarios literarios,, Madrid, Visor, 1995. 25. Hobbes, México, Fondo de Cultura Económica, 1992, pág. 71. 25 . Norberto Bobbio, Thomas Hobbes,

 

Chiaramonte, José Carlos Usos políticos de la historia. - 1a ed. - Buenos Aires : Sudamericana, 2013 (Ensayo) EBook. ISBN 978-950-07-4359-4 1. Ensayo Argentino. I. Título CDD A864

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