Chalmeta Gabriel - Etica Social - Familia Profesion Y Ciudadania

March 23, 2017 | Author: Jesus Esteban Castaño Castaño | Category: N/A
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ÉTICA SOCIAL Familia, profesión y ciudadanía

GABRIEL CHALMETA

ÉTICA SOCIAL Familia, profesión y ciudadanía Cuarta edición

EDICIONES UNIVERSIDAD DE NAVARRA, S.A. PAMPLONA

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación, total o parcial, de esta obra sin contar con autorización escrita de los titulares del Copyright. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Artículos 270 y ss. del Código Penal).

Ediciones Universidad de Navarra, S.A. (EUNSA) Plaza de los Sauces, 1 y 2. 31010 Barañáin (Navarra) - España Teléfono: +34 948 25 68 50 - Fax: +34 948 25 68 54 e-mail: [email protected]

La primera edición se publicó con el título: Ética especial. El orden ideal de la vida buena

Primera edición: Febrero 1996 Segunda edición: Mayo 2003 Tercera edición: Febrero 2007 Cuarta edición: Noviembre 2011 © Copyright 2003: Gabriel Chalmeta © Ediciones Universidad de Navarra, S.A. (EUNSA) ISBN: 978-84-313-2093-5 Depósito legal: NA 3.223-2011

Imprime: GRÁFICAS ALZATE, S.L. Pol. Comarca 2. Esparza de Galar (Navarra) Printed in Spain - Impreso en España

Índice

INTRODUCCIÓN: ARGUMENTO DEL TRATADO ...............................................................

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1. 1. 1. 1.

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EL CONTENIDO DEL ORDEN IDEAL DE LA VIDA BUENA: PRIMERAS DETERMINACIONES ...................................................................................... 1. El sentido genérico de la vida humana: la felicidad ....................................... 2. El deber-ser de la vida humana en la experiencia común: la felicidad verdadera o beatitud ................................................................................................ a) La experiencia de la verdadera y de la falsa felicidad: el deber .............. b) Las notas distintivas de la verdadera felicidad (beatitud) ........................ 1. 3. La naturaleza de la felicidad verdadera (beatitud) a la luz de la reflexión filosófica ........................................................................................................... a) La beatitud, el amor y el ser ..................................................................... b) El amor de Dios ........................................................................................ c) El amor del prójimo: planteamiento de la cuestión ................................. 1. 4. El principio personalista ................................................................................ a) Su fundamentación metafísica: la dignidad o perfección de la persona humana ..................................................................................................... b) Su formulación ética: el amor del valor de persona de todo hombre ...... 1. 5. El orden ideal de la vida buena: plan del tratado ...........................................

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PARTE I LAS ORIENTACIONES ESENCIALES DE LA VIDA BUENA: «YO», DIOS Y LAS DEMÁS PERSONAS 2. ÉTICA PERSONAL: LOS INICIOS DEL CAMINO DE LA VIDA BUENA 1. 1. La actitud éticamente racional del «yo» ante el bien propio y ajeno ............ a) El verdadero altruismo como apertura al bien común ............................. b) Altruismo y afirmación de la propia personalidad (identidad) ................ c) Conclusión: la humildad ...........................................................................

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ÉTICA SOCIAL

1. 2. Los efectos personales de las acciones buenas .............................................. a) Beatitud y esperanza ................................................................................. b) La virtud ................................................................................................... 1. 3. La soberbia como raíz de las desviaciones de la vida buena ......................... 1. 4. El pecado y sus principales clasificaciones ................................................... 1. 5. Los efectos personales del pecado ................................................................. a) La soledad ................................................................................................. b) La alienación y el vicio ............................................................................ 1. 6. Vivir bien la «vida privada» ........................................................................... 3. ÉTICA RELACIONAL (I): LA ORIENTACIÓN DEL HOMBRE HACIA 1. DIOS Y SUS CONSECUENCIAS SOCIALES ................................................ 1. 1. La religión y su dimensión ética .................................................................... a) El deber de conocer y amar a Dios (ser personal) .................................... b) Los deberes del hombre respecto a Dios: el culto .................................... c) Ateísmo, agnosticismo e idolatría ............................................................ 1. 2. La solidaridad entre el reconocimiento de Dios y el reconocimiento del pricipio personalista ....................................................................................... 1. 3. La solidaridad entre la negación de Dios y la negación del principio personalista ............................................................................................................. a) En la racionalidad práctica individual ...................................................... b) En el ámbito cultural ................................................................................ 4. 1. 1. 1.

ÉTICA RELACIONAL (II): LA COMUNIÓN DEL HOMBRE CON EL PRÓJIMO: REALIZAR EL BIEN COMÚN DE LAS DIVERSAS SOCIEDADES ............................................................................................................... 1. La vida buena como realización del bien común: la sociabilidad natural del hombre ........................................................................................................... 1. 2. El contenido esencial del bien común: punto de vista de los deberes humanos .................................................................................................................. a) Los deberes fundamentales del hombre ................................................... b) La determinación ulterior de los deberes fundamentales del hombre atendiendo a su corporeidad ............................................................................ 1. 3. El contenido esencial del bien común: punto de vista de los derechos humanos ............................................................................................................. a) Los derechos fundamentales del hombre ................................................. b) La actitud ante la naturaleza no humana: la cuestión ecológica .............. 1. 4. Deberes y derechos humanos particulares: el bien común en los varios contextos sociales ................................................................................................ a) La adaptación del bien común al contexto social .................................... b) Bien común de la comunidad de amistad, de la sociedad del trabajo y de la sociedad política ................................................................................... c) El bien común y el progreso material ...................................................... d) El bien común y la diversidad de circunstancias existenciales. La inculturación .....................................................................................................

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ÍNDICE

PARTE II LAS SOCIEDADES HUMANAS FUNDAMENTALES SECCIÓN I LAS COMUNIDADES DE AMISTAD 5. EL PAPEL DE LA AMISTAD Y DE LAS COMUNIDADES DE AMISTAD 1. EN EL CRECIMIENTO ÉTICO DE LA PERSONA ....................................... 1. 1. La amistad como amor-afecto recíproco ....................................................... a) El problema de la reciprocidad del amor ................................................. b) La «perfección» del amor: la amistad ...................................................... 1. 2. El papel de la amistad en la dinámica de la vida buena ................................ a) El problema de la dinámica ética ............................................................. b) La necesidad de la formación ética a través del «consejo amistoso». Sus condiciones de idoneidad ......................................................................... 1. 3. Afectividad y amor hacia el valor de persona ............................................... a) El papel propedéutico de la afectividad ................................................... b) La integración de la afectividad con el amor hacia el valor de persona .. 1. 4. Las comunidades de amistad ......................................................................... a) El papel de las comunidades de amistad en la educación ética ............... b) Las principales comunidades de amistad ................................................. c) La necesidad de abrirse a otras sociedades más amplias (la cuestión del nacionalismo) ........................................................................................... 6. AMOR CONYUGAL, MATRIMONIO Y FAMILIA ....................................... 1. 1. Introducción: la familia fundada sobre la «vida en pareja» y sobre el «amor conyugal» ....................................................................................................... 1. 2. Origen y consecuencias éticas de la «vida en pareja» ................................... a) Breve biografía de la «vida en pareja» y de la familia fundada en esta unión ......................................................................................................... b) Valoración ética provisional de la «vida en pareja» ................................. 1. 3. La integración de la afectividad sexual con un amor proporcionado hacia la persona: el amor conyugal ......................................................................... a) Los límites de la afectividad sexual ......................................................... b) La integración de la afectividad sexual con el amor hacia la persona ..... c) El amor conyugal: notas distintivas ......................................................... 1. 4. El matrimonio-institución: primera perfección del amor conyugal .............. a) El matrimonio-institución: planteamiento adecuado del problema ......... b) La constitución del matrimonio: nacimiento e indisolubilidad del vínculo 1. 5. El bien de la procreación como exigencia intrínseca del amor conyugal y del matrimonio ............................................................................................... 1. 6. La paternidad y la maternidad responsables .................................................. a) La procreación física responsable ............................................................ b) La educación de los hijos .........................................................................

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SECCIÓN II LAS RELACIONES PROFESIONALES 7. EL TRABAJO PROFESIONAL ........................................................................ 1. 1. El sentido del trabajo profesional .................................................................. a) El sentido primario del trabajo profesional .............................................. b) El sentido pleno del trabajo profesional ................................................... 1. 2. Los principios de justicia en las relaciones profesionales ............................. a) El deber/derecho de realizar un trabajo profesional ................................. b) El deber/derecho de trabajar bien ............................................................. 1. 3. Racionalidad ética y científica en la determinación del deber-ser del trabajo profesional ...................................................................................................... a) Relaciones entre la racionalidad ética y científica (económica) .............. b) ¿Es rentable el comportamiento moral en el trabajo? .............................. 1. 4. La relación entre el empresario y el trabajador dependiente ......................... a) La relación entre el Estado como empresario indirecto y los ciudadanos b) La relación entre el empresario directo y el trabajador dependiente ....... 1. 5. El deber profesional y las estructuras perversas del mercado .......................

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SECCIÓN III LA SOCIEDAD POLÍTICA (EL ESTADO) 8. 1. 1. 1.

CUESTIONES PRELIMINARES: NATURALEZA Y EVOLUCIÓN DE LA SOCIEDAD POLÍTICA (Y DEL ESTADO) ..................................................... 1. Naturaleza y formas históricas de la sociedad política .................................. 2. La sociedad política estatal: del Estado absoluto al Estado liberal-social de Derecho .......................................................................................................... a) El nacimiento del Estado absoluto en la época moderna ......................... b) La transformación del Estado absoluto en Estado liberal-social ............. c) El Estado de Derecho ............................................................................... 1. 3. El planteamiento actual de la cuestión de la justicia política (estatal) .......... a) La crisis del Estado contemporáneo ......................................................... b) A la búsqueda de un nuevo paradigma para la justicia política ............... 9. 1. 1. 1. 1. 1. 1. 1.

EXAMEN COMPARATIVO DE LAS PRINCIPALES TEORÍAS DE LA JUSTICIA POLÍTICA ........................................................................................ 1. Valor y límites de la determinación dialéctica de la justicia política ............ 2. Las teorías utilitaristas de la justicia política ................................................. 3. Valoración crítica del utilitarismo político .................................................... 4. Las teorías contractualistas de la justicia política .......................................... 5. Valoración crítica del contractualismo ........................................................... 6. La fundamentación clásica (greco-cristiana) de la justicia política ............... a) La presencia en la teoría política clásica de las buenas razones del utilitarismo ...................................................................................................... b) La presencia en la teoría política clásica de las buenas razones del contractualismo ..............................................................................................

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ÍNDICE

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10. LA REALIZACIÓN DEL BIEN COMÚN POLÍTICO .................................. 1. 1. El principio personalista como principio de justicia política: el bien común de la libertad ................................................................................................... 1. 2. Los deberes y derechos fundamentales del ciudadano, integrantes del bien común político ................................................................................................ a) Los principios preconsensuales de la justicia política ............................. b) La determinación ulterior de los principios de justicia política mediante el diálogo basado en la verdad ................................................................. 1. 3. El papel de la sociedad civil en la realización del bien común político ........ a) Del ideal político a la realidad: sus dificultades ...................................... b) El instrumento principal: la educación ético-política de los ciudadanos . c) La «escuela», lugar privilegiado para la formación ético-política de los ciudadanos ................................................................................................ 1. 4. La actuación jurídica del bien común de la libertad ...................................... a) Noción general de Derecho justo ............................................................. b) Características generales del Derecho justo ............................................. c) El Derecho justo y el sistema impositivo ................................................. 1. 5. El Derecho justo en una sociedad injusta ......................................................

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BIBLIOGRAFÍA ESCOGIDA: LECTURAS ACONSEJADAS ...................................................

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INTRODUCCION

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Introducción:

Argumento del tratado

§ De la Ética o Moral, como es sabido, pueden proponerse —y de hecho se han propuesto— definiciones muy diferentes. Pues bien, muchas de estas definiciones resultan perfectamente aceptables, porque a través de ellas se pone de manifiesto uno u otro de los elementos que son característicos de esta ciencia: por ejemplo, el «deber», la «norma moral», las «virtudes éticas», la «conciencia moral», etc. Pienso que existe, sin embargo, una definición que expresa mejor que las otras el objeto específico (el objeto formal) de la Ética. Me refiero a la definición que se encuentra explícita o implícitamente presente en la filosofía clásica cristiana, esto es, en las obras de Platón y Aristóteles, y en la interpretación y reelaboración del pensamiento de estos autores que llevaron a cabo S. Agustín y Sto. Tomás de Aquino. La Ética, según estos pensadores, sería aquella parte de la filosofía que busca la verdad última acerca del sentido de la vida humana (¿cuál es el fin último que todos perseguimos en la vida?), para determinar después la idoneidad de los varios posibles comportamientos humanos para alcanzar ese objetivo: estudiar, mentir, hacer deporte, jugar, robar, etc. Aplicando este criterio, algunos de estos comportamientos se manifestarán entonces como buenos, es decir, éticamente racionales, y otros como malos, es decir, éticamente irracionales, y poco a poco podremos conocer de manera racional y sistemática (filosófica) cuál es el orden ideal de la vida buena (¿cómo hemos de comportarnos para vivir bien?). En concreto, la ética clásica parte de la constatación de que el sentido de la vida consiste para todo hombre en alcanzar esa perfección de la existencia que se designa con el término felicidad; o, para ser todavía más precisos, la verdadera felicidad o beatitud. En consecuencia, la filosofía clásica considerará que son buenos (éticamente racionales) aquellos comportamientos mediante los cuales el hombre alcanza efectivamente la beatitud, mientras que serán considerados malos (éticamente irracionales) aquellos otros comportamientos que le alejan de este

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objetivo o que no le acercan a él. Y viceversa: «en efecto —escribe, por ejemplo, Platón—, yo digo que quien es honesto y bueno, sea hombre o mujer, es feliz, mientras que el injusto y malvado es infeliz» (Gorgias 470E). § A decir verdad, esta particular metodología ha sido empleada por la filosofía clásica sobre todo a la hora de determinar la naturaleza y las características más generales de la vida buena (tarea propia de la Ética general o fundamental), mientras que parecería haber sido dejada un poco de lado al examinar en qué consiste precisamente el orden ideal de la vida buena (tarea propia de la Ética especial o social). En efecto, simplificando mucho, se podría decir que Platón y S. Agustín no han elaborado una teoría o un tratado en sentido estricto de la parte especial o social de la Ética. Sí lo han hecho Aristóteles y Tomás de Aquino. Ahora bien, en relación al pensamiento de estos dos últimos autores, podemos notar, en primer lugar, la presencia —en el ámbito de la Ética general— de numerosos razonamientos y afirmaciones que reconducen el entero orden ideal de la vida buena a la consecución de la verdadera felicidad; o, en otros casos, a una noción que sintetiza el modo de vivir de una persona verdaderamente feliz: la configuración de sus relaciones interpersonales o sociales según la «justicia general», según la cual «a cada uno debe darse lo suyo» (unicuique suum). Pero esta línea de investigación parece desdibujarse (sobre todo en el caso de Tomás de Aquino) en el momento aplicativo del razonamiento, es decir, cuando estos autores estudian concretamente qué debe hacerse para vivir bien las relaciones interpersonales o sociales: se echa en falta, con bastante frecuencia, una explicación del porqué de cada una de las normas, virtudes o deberes que estos autores van exponiendo nos llevaría a conseguir la beatitud, a vivir la «justicia general» en nuestras relaciones con los demás. Creo, sin embargo, que este modo de enfocar la investigación ética se demuestra también válido y muy fructífero cuando nuestro objetivo es llegar a determinar cuáles son los comportamientos que nos permiten vivir bien, configurar según justicia las diversas relaciones sociales que definen nuestra existencia moral, tal y como se propone la Ética especial o social. Pues bien, para cubrir esta laguna parcial del pensamiento clásico nos será de gran utilidad recurrir a la rica reflexión ética elaborada por un cierto sector de la filosofía personalista, enraizada en el pensamiento de I. Kant (aunque en muchos puntos disienta de él), y representada por autores como V. Soloviev, R. Guardini, J. de Finance, K. Wojtyla, R. Spaemann, Ch. Taylor o el sociólogo P. Donati, por citar algunos. Por lo demás, el mismo personalismo de estos autores obtiene notables beneficios cuando es «repensado» o simplemente «releído» (por la clara continuidad existente) a la luz de los pensadores clásicos. Aún diría más: creo que éste es el único camino para superar los más importantes límites y contradicciones en los que ha incurrido buena parte del pensamiento ético moderno y postmoderno, tanto el de raíces kantianas como —muchas veces— la llamada «neoescolástica».

INTRODUCCIÓN: ARGUMENTO DEL TRATADO

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Entre esos límites cabe citar, en primer lugar, la incapacidad de estas teorías éticas para interesar y cautivar la voluntad de las personas corrientes con sus conclusiones. Un hecho inevitable, ya que estas personas —de forma espontánea— razonan y deciden en la vida cotidiana a partir de la consideración de que el objetivo final de su existencia es conseguir la verdadera felicidad. Por eso, sólo si también nosotros razonamos filosóficamente de este modo, especialmente a la hora de fijar los deberes humanos más concretos, nos resultará posible elaborar una ética de la primera persona, es decir, una ética que no sólo haga propuestas razonables y sensatas en tercera persona («sería bueno que los hombres —‘ellos’— actuasen de éste u otro modo»), sino capaz además de interesar y persuadir al hombre corriente cuando día a día toma sus decisiones concretas («estando en juego mi felicidad, es bueno que aquí y ahora yo actúe de esta manera»). En segundo lugar, este modo filosófico de razonar aleja el peligro de construir una ética juridicista, en la que las normas y deberes morales sean concebidos según el modelo de las leyes y los deberes jurídicos: esto es, como un conjunto de preceptos preponderantemente negativos (que responden a la cuestión: ¿cuáles son los límites que debe respetar la libertad de hacer lo que queremos?) y, por ello mismo, con un contenido unívoco («no harás»: no robarás nunca, ni mentirás, ni calumniarás, etc.). Este modo de concebir la vida moral, negativo y esclerótico, quita toda relevancia a las más profundas aspiraciones del sujeto y a sus circunstancias individuales, sociales y culturales; al contrario de cuanto sucede en la ética basada en la búsqueda de la felicidad. Ésta, en efecto, se plantea una cuestión que es principalmente positiva: ¿cuáles son los comportamientos mediante los cuales se es verdaderamente feliz y se vive bien? Además, y precisamente porque capta mejor la esencia de la vida ética (consistente más en hacer el bien que en evitar el mal), nos conduce a una serie de respuestas mucho más polivalentes: personalizadas, abiertas a la creatividad del sujeto y adaptables a los diversos contextos sociales y culturales. Me parece oportuno anticipar a este respecto que esta última afirmación no excluye la existencia de acciones intrínsecamente malas, o la capacidad humana de expresarlas mediante conceptos o el papel esencial que estas nociones desempeñan en el razonamiento ético. Lo que con ella quiero poner de manifiesto es, en último término, que en el ámbito de la Ética, como en el de la Metafísica, realmente y nocionalmente el mal viene después del bien, como algo que niega o se opone a éste: por eso, una acción (u omisión) es mala porque con ella la persona se aleja del bien o no se acerca tanto como podría hacerlo en su situación concreta. § Hasta aquí la descripción del proyecto que me he propuesto en estas páginas. Para realizarlo, en la Introducción (Capítulo 1) recordaré, y en algunos aspectos desarrollaré con un enfoque típicamente personalista, algunas de las nociones básicas sobre la naturaleza y el contenido de la felicidad verdadera, cuyo examen detallado es más bien una tarea que corresponde a la Ética general. En la Parte I (Capítulos 2 a 4), que está a caballo entre la Ética general y la Ética social,

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veremos cuáles son las direcciones «sociales» que debería seguir el amor humano de quien desee vivir bien y ser feliz: el propio «yo», como punto de partida, y Dios y los demás hombres, con los que el «yo» entra en sociedad (comunión) por el amor, como meta última. Finalmente, en la Parte II, nos plantearemos las cuestiones más típicas de los tratados de Ética social o especial, estudiándolas en su lugar social natural: las comunidades de amistad, y especialmente la familia (Capítulos 5 y 6), la sociedad del trabajo (Capítulo 7) y la sociedad política (Capítulos 8 a 10); de la «sociedad» con Dios, y de sus implicaciones personales y sociales, ya nos habremos ocupado anteriormente (en el Capítulo 3). Está claro que en un tratado breve y de carácter introductorio como éste, un proyecto como el que acabo de esbozar no será plenamente hacedero. Sólo será posible exponer la estructura esencial de cada una de las partes fundamentales de la Ética social, de modo que quien —en otro momento— quiera estudiar con mayor detalle los argumentos que aquí han sido delineados sepa cómo colocarlos en el conjunto de la racionalidad ética y cuál es su conexión con el ideal de la verdadera felicidad. (No estará de más advertir ya desde aquí que para alcanzar este objetivo respecto a las «relaciones políticas», bastará estudiar los Capítulos 8 y 10; no será, por tanto, estrictamente necesario estudiar el Capítulo 9, que podría ser menos comprensible para quien no disponga de una formación filosófica previa.) Sin embargo, no he renunciado a ilustrar el contenido de los criterios-guía que iremos obteniendo, aplicándolos para ello a algunos problemas morales que revisten hoy en día una particular importancia. Estas ejemplificaciones me parecen necesarias para lograr plenamente el objetivo principal antes señalado, y por este motivo he aceptado el riesgo de presentar soluciones que, aun siendo verdaderas, quizá se juzguen con razón necesitadas de un análisis mucho más extenso y matizado. Tales límites serán advertidos especialmente por el lector que razone desde los conocimientos que constituyen la fe cristiana. En este sentido, convendrá tener en cuenta a lo largo de toda nuestra exposición el diferente modo de proceder de la Ética filosófica y de la Teología moral. § Una última advertencia quisiera añadir, entre las más importantes de cuantas he hecho hasta ahora. Las reflexiones que siguen, aunque son de naturaleza filosófica, o más bien porque lo son en sentido pleno, presumen que el lector acepta una serie de evidencias básicas relativas a las condiciones naturales del mundo que no debemos cambiar (aunque quizá podamos hacerlo), so pena de hacer imposible la distinción entre el bien y el mal morales. Además, se desarrollan en el marco de una concreta «tradición» cultural: la cristiana. Todo lo que el autor podría decir para justificar este modo de proceder ha sido ya dicho —y mucho mejor— por otros autores. En cualquier caso, tal opción tendrá como consecuencia principal mi renuncia a la pretensión de determinar el orden ideal de la vida buena exclusivamente desde aquello que, después de un atento examen crítico de la realidad, se manifieste como algo estrictamente racional (la simple ratio ut ra-

INTRODUCCIÓN: ARGUMENTO DEL TRATADO

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tio de los clásicos); los abundantes monstruos de la razón diseminados a lo largo de la Historia, bastarían quizá para justificar esta decisión. Por tanto, aunque en estas páginas emplearemos principalmente la razón, ésta se servirá —como de un humus en el que puede germinar, crecer y llegar a florecer— de los mil conocimientos no estrictamente racionales que el cristiano ha recibido en herencia de la Naturaleza y de la Historia 1.

1. Soy bien consciente de que esta herencia me ha llegado sobre todo a través de ese maestro de vida buena que ha sido San Josemaría Escrivá de Balaguer. Sin embargo, no soy capaz de determinar concretamente en qué medida las reflexiones que ahora seguirán se inspiran en su vida y obra: mucho, según creo y espero.

1. El contenido del orden ideal de la vida buena: 1. primeras determinaciones

Como ya anticipaba, en el capítulo que ahora comenzamos se recordarán y, en algunos aspectos, se desarrollarán según una óptica típicamente personalista, algunas de las nociones básicas sobre la naturaleza de la felicidad verdadera que, normalmente, se estudian en la Parte General de la Ética. Estas reflexiones nos permitirán llegar a una serie de conclusiones normativas, de gran importancia aunque todavía muy abstractas, acerca del contenido del orden ideal de la vida buena.

1. EL SENTIDO GENÉRICO DE LA VIDA HUMANA: LA FELICIDAD § El sentido o fin último de la vida que el hombre quiere protagonizar, de la existencia que va modelando de una u otra manera mediante su libertad (cuando escoge qué vestido comprar, o cuando decide practicar éste o aquel otro deporte, realizar éste o aquel otro trabajo, etc.), no es en sí mismo elegido por él, sino que se trata de un fin que le ha sido dado junto con la humanidad, junto con su naturaleza de hombre. En efecto, el hombre, precisamente porque es hombre, busca con todas sus acciones la felicidad, entendiendo este último término en su significado más amplio: como vida a la que nada le falte, en la medida —se entiende— en que esto sea posible (cf. Aristóteles, Ética Nicomáquea I, 7, y 10). Nuestras primeras impresiones, es cierto, podrían hacernos pensar que el hombre no quiere efectivamente la felicidad, sino las distintas cosas de las que se ocupa en su actividad. No es difícil, sin embargo, descubrir la presencia operativa del deseo de felicidad en todas nuestras acciones: si nosotros decidimos comportarnos de un cierto modo es, en último término, porque pensamos poder alcanzar así la felicidad, o al menos la máxima felicidad posible en nuestras circunstancias. Ocurre, simplemente, que este deseo no siempre está explícita-

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mente presente en la conciencia, aunque en realidad palpite en el fondo de todas las decisiones humanas. Incluso de aquellas que podrían parecer más desesperadas: piénsese, por ejemplo, en el caso extremo de una persona que decide suicidarse: lo hace ciertamente porque cree —erróneamente, se dirá— poder escapar así de la infelicidad, y alcanzar por el contrario una cierta paz o felicidad («la paz del sueño eterno»). El principio general mediante el cual podemos sintetizar esta experiencia común admite una doble formulación: — Formulación positiva: la felicidad es el fin último en el que confluyen intencionalmente los diversos fines particulares según los que el hombre decide cómo vivir. Se trata, en otras palabras, del horizonte hacia el cual apunta el hombre (con más o menos puntería) con todas las acciones que integran su vida: «en vista de la felicidad, efectivamente, hacemos todo lo demás» (Aristóteles, Ética Nicomáquea I, 12). — Formulación negativa: la vida feliz no es nunca deseada como medio para alcanzar otra forma de vivir: «honor, placer, inteligencia y cualquier otra virtud los elegimos […] en vista de la felicidad, porque mediante estas cosas pensamos llegar a ser felices; por el contrario, nadie elige la felicidad en vista de estas cosas, ni —en general— para conseguir cualquier otra cosa» (Aristóteles, Ética Nicomáquea I, 7). Por este motivo, la pregunta: «¿por qué ser feliz?» no tiene sentido, y no puede recibir más respuesta que: «porque lo quiero». § Como es sabido, la objeción más importante que ha suscitado este principio es la planteada por aquellos autores que (como, por ejemplo, I. Kant) sostienen que la felicidad, en cuanto finalidad o motivo espontáneo del vivir del hombre, no sólo puede, sino que debe ser superada, pues es egoísta. El comportamiento éticamente bueno, añaden, consistiría específicamente en vivir de acuerdo con el «deber», y éste no coincide necesariamente con la felicidad, o, más aún (por ejemplo, para Kant), excluiría totalmente esta finalidad como motivación determinante de nuestro actuar. Respecto a esta doctrina, y dejando de lado por el momento la cuestión del presunto egoísmo de quien busca la felicidad, es necesario notar dos cosas. En ella se afirma que el sentido moral de la vida humana consiste en cumplir el propio deber, y esta tesis es sustancialmente justa, ya que —como más adelante veremos— vivir de acuerdo con los propios deberes no es otra cosa que perseguir un cierto tipo de felicidad (la beatitud o felicidad verdadera). Pero, contra lo que esa doctrina sostiene, es necesario afirmar que el deber y la felicidad no pueden ser dos tipos de motivaciones distintas e independientes del obrar libre, y aún menos contrapuestas (como sostiene Kant). En efecto, hablando en sentido estricto, y superando una vez más nuestras primeras impresiones al respecto, la motivación alternativa: «o se actúa buscan-

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do la felicidad, o se actúa para realizar el propio deber» es simplemente imposible. El «deber», la afirmación «debes hacer esto o aquello», no tendría ninguna eficacia o poder de atracción sobre la voluntad, ningún significado como posible causa determinante del querer, si no se presentase ante el sujeto como «algo» de lo que se seguirá la felicidad personal. La pregunta: «¿y por qué debo hacer x?», que tantas veces nos planteamos espontáneamente en la vida corriente, sólo encuentra una explicación racional desde el punto de vista práctico, es decir, capaz de interesar y cautivar nuestra libertad para que decidamos según tal deber, cuando se nos responde en términos de felicidad: «…porque x te llevará a conseguir la felicidad». Si un hombre cualquiera decide cumplir el propio deber es porque considera que este comportamiento lo hará de algún modo feliz, quizá porque sentirá la felicidad de hacer felices a los demás. En caso contrario, si el comportamiento en cuestión fuese percibido por el sujeto como causa de una vida infeliz, sin ni siquiera la esperanza de una felicidad futura, o la que proviene de saber que ese modo de actuar hará felices a otros, no lo realizaría jamás libremente. Por otro lado, es necesario tener en cuenta que la hipotética existencia de dos motivaciones últimas en la vida del hombre, tanto si son contrapuestas como si son simplemente autónomas, sería incompatible con la libertad racional, es decir, con la libertad no entendida como simple impulso espontáneo y ciego. En efecto, como ha explicado R. Spaemann, si el horizonte ideal del actuar humano no fuese único, los posibles fines particulares de nuestras acciones serían inconmensurables entre sí: nos sería imposible ponerlos en relación mutua. Estos fines particulares no tendrían, por así decirlo, un valor existencial de cambio en el que basar nuestra decisión racional de sacrificar cualquiera de ellos por otro —algo que hacemos continuamente: el que será causa de menor felicidad a favor del que pensamos que será causa de mayor felicidad. Los fines se tornan conmensurables, racionalmente elegibles debido a que podemos entenderlos como medios para un mismo y único fin. Con la idea de vida feliz designamos este fin englobante que nos permite afirmar la libertad racional, frente al ciego instinto. 2. EL DEBER-SER DE LA VIDA HUMANA EN LA EXPERIENCIA COMÚN: 2. LA FELICIDAD VERDADERA O BEATITUD a) La experiencia de la verdadera y de la falsa felicidad: el deber § La felicidad, como finalidad humana universal y existencia a la que nada falte, no es contradictoria con la libertad del hombre. Es un fin humano necesario (todo hombre lo persigue necesariamente), pero no necesitante (este hecho no fija forzosamente su comportamiento posterior), pues no se presenta a su entendimiento como un objetivo cuyo contenido sea tan específico que llegue a predeterminar nuestras decisiones particulares, existenciales. La mejor demostración de este hecho lo constituyen la multiplicidad de proyectos de vida feliz que se dan entre los hombres: todos ellos buscan la felicidad, pero —movidos por este mis-

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mo deseo— algunos creen poder lograrla con el placer o con el poder, mientras que otros piensan que la encontrarán en la posesión de la ciencia, o en el amor de Dios; algunos eligen una determinada profesión, mientras que otros se deciden por una profesión diversa; etc. Sin embargo, atendiendo siempre a la experiencia común, hemos de reconocer que esta pluralidad de proyectos y estilos de vida no siempre es buena. Es cierto que, en algunos casos, constituye una positiva expresión de los diversos caminos que el hombre puede seguir para alcanzar la felicidad. Pero muchas otras veces no es así. En efecto, toda persona se ve obligada a admitir, con bastante frecuencia, que sus pasadas elecciones han sido equivocadas, ya que, a pesar de haber conseguido con ellas el resultado inmediato que había previsto (por ejemplo, establecer un vínculo afectivo con el chico o a la chica de sus sueños), experimentan que éste no llevaba consigo la felicidad deseada, sino que —por el contrario— han sufrido un fuerte desengaño o incluso un grave disgusto. Por tanto, aunque todas las elecciones humanas sean motivadas por la búsqueda de la felicidad, el hombre advierte muy pronto que en la práctica puede perseguir una felicidad verdadera (la que llamamos también beatitud) o una felicidad no verdadera (que es sólo aparente). Y mientras que la primera será entendida como una felicidad que debe ser alcanzada, la otra —precisamente porque es sólo aparente— será percibida como meta que no debe ser buscada, sino solícitamente evitada. La cuestión de vital importancia que esta distinción nos plantea es: para descubrir el camino que conduce a la verdadera felicidad, ¿es necesario pasar siempre a través de la experiencia, aprender mediante un proceso de continuas equivocaciones y —siempre que éstas lo permitan— posteriores rectificaciones? Se trata, en realidad, de una cuestión que no admite una respuesta breve y nítida. Sería necesario, por ejemplo, hacer referencia a toda la rica y compleja teoría sobre la educación ética familiar, o la que se recibe dentro de la propia cultura y tradición. Pero, a fin de cuentas, la contestación sería negativa: no es necesario experimentar todo, incurriendo en continuos errores, para descubrir la verdadera felicidad. A pesar de la indeterminación del deseo humano de felicidad, iríamos contra la realidad de los hechos si excluyésemos totalmente la posibilidad de descubrir en esta aspiración humana, casi a priori (después de un mínimo de experiencia), una serie de características peculiares de la verdadera felicidad, y —por tanto— un conjunto de indicaciones preciosas respecto al camino que a ella conduce; indicaciones que contienen en germen todas las demás verdades éticas. b) Las notas distintivas de la verdadera felicidad (beatitud) § Concretamente, en la experiencia (conciencia) que el hombre tiene de su aspiración a la felicidad, se pueden descubrir las tres siguientes características que

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son peculiares de la felicidad verdadera y del camino que conduce a este objetivo, de gran importancia para el análisis filosófico que realizaremos más adelante: 1. El deseo humano de verdadera felicidad como «deseo infinito». Hemos de notar, ante todo, el carácter tendencialmente infinito de las expectativas que componen la felicidad deseada por el hombre. Por ejemplo, por lo que se refiere a su duración: en efecto, «el amor humano es una tendencia a conseguir la posesión del bien para siempre» (Platón, Simposio 206A). Pero, ¿en qué sentido se dice que la infinitud de esta aspiración es sólo «tendencial»? Porque el objeto anhelado consiste, por así decirlo, en un cierto horizonte práctico que nos hace comprender continuamente que ninguno de nuestros fines y logros particulares realiza plenamente «aquello» para lo que estamos llamados; estos fines y logros, por diversos motivos, tanto cualitativos como cuantitativos, por ejemplo su intensidad y duración limitadas, no nos sacian. Dejamos por el momento de lado la cuestión, ciertamente esencial, de si es efectivamente posible que este deseo humano encuentre satisfacción; quizá —como muchos piensan— mediante una cierta unión (eterna) de amor con Dios. A este respecto, podemos simplemente reconocer de forma provisional, con Aristóteles, que «si hay alguna otra cosa que sea un don de la divinidad a los hombres, es razonable que la felicidad también lo sea, aún más si consideramos que se trata del mayor de los bienes humanos» (Ética Nicomáquea I, 9). Lo que esta primera observación nos permite concluir de forma cierta es que no responde a los hechos cualquier otra descripción menos ambiciosa de la vida feliz que nosotros en el fondo deseamos, de lo que se nos presenta como objeto capaz de producir la verdadera felicidad y, por tanto, como objetivo que deberíamos lograr. Mientras que, por el contrario, un deseo humano de felicidad limitada sólo se dará, si es que alguna vez se da, cuando el sujeto vive totalmente enajenado en el trajín de la existencia, renunciando a cualquier reflexión sobre el sentido último de su existir. O bien cuando, después de haber realizado esta reflexión, ha llegado a convencerse de que el hombre no puede realizar sus más profundas aspiraciones y hace todo lo posible por acallarlas. Pero, como es obvio, esta conclusión negativa necesita ser efectivamente demostrada. Más aún que la conclusión contraria, debido a la frustración que conlleva, y porque son muchas las personas pertenecientes a muy diferentes culturas y tiempos que han creído posible realizar sus más profundas y ambiciosas aspiraciones de felicidad mediante la unión intencional con Dios, Bien de su vida. 2. La felicidad verdadera como deber de actuar según el principio personalista. Ulteriores indicaciones, mucho más precisas, sobre la naturaleza y características de la beatitud, se pueden obtener observando lo que en el conocimiento ético espontáneo aparece como el deber-ser del comportamiento libre, aun cuando —en muchas ocasiones— se experimente a la vez un impulso psicológico más inmediato y «físico» a realizar las acciones contrarias («aunque puedo elegir en-

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tre hacer esto o aquello, y esta segunda posibilidad me apetece y atrae más, debo elegir la primera»). Este conocimiento normativo espontáneo, a causa del influjo del derecho romano, ha sido denominado por el pensamiento clásico cristiano la «ley natural». Está constituido por una serie de preceptos cuyo contenido es aparentemente muy variado: respetarás la vida, no robarás, dirás la verdad, ayudarás a los más necesitados, etc. Sin embargo, todos estos preceptos particulares se encuentran compendiados, en último término, en el precepto general que suele denominarse principio personalista, y que —de modo provisional— podríamos formular como sigue: la persona es «algo» que nunca debe ser tratado (amado) como un simple medio, como un instrumento del que yo puedo servirme caprichosamente (quitándole la vida o sus bienes, mintiéndole, etc.) para conseguir otros objetivos; por el contrario, la persona, toda persona, debe siempre ser tratada (amada) como un fin o, más precisamente, respetando y en algunos casos promoviendo su finalidad propia. Esta formulación del principio personalista tiene claras raíces kantianas. Sin embargo, la que propuso concretamente este autor tiene un contenido bastante más pobre: ordena las relaciones humanas prescribiendo el simple respeto hacia los demás, y no requiere —como en la formulación que aquí he propuesto— una actitud positiva de amor interpersonal, es decir, de amistad (voces que en este tratado serán consideradas, en principio, como sinónimas). Por lo demás, no es difícil encontrar alguna máxima en las obras de Aristóteles que se le asemeja mucho, como cuando escribe que «el amigo para los hombres malos un apéndice de las cosas, mientras que para los hombres buenos las cosas son un apéndice de los amigos» (Ética Eudemia VII, 2). Pues bien, el hombre común, al reflexionar sobre las varias experiencias que se hacen eco de la ley natural, o sobre el principio personalista que las sintetiza, será forzosamente llevado a concluir, o al menos a sospechar muy seriamente —mediante un razonamiento tan simple que es casi tautológico— que esos «deberes» por los que se siente impulsado al respeto y promoción de los demás son, en realidad, una determinación del «deber-ser» de su vida entera: alcanzar la verdadera felicidad. «Porque quiero ser verdaderamente feliz, debo ser generoso, tolerante, misericordioso, etc.» Efectivamente, más como fruto de esta especie de intuición inmediata que como consecuencia de una disquisición estrictamente racional, muchas personas y civilizaciones han llegado a adquirir la firme convicción ideal de que «los hombres han sido creados para que cada uno pudiese hacer el bien del otro» (Cicerón, De officiis I, 4). 3. La felicidad verdadera como ascética hacia los valores personalistas constitutivos de la amistad. La identidad entre lo que el hombre más profundamente anhela, por un lado, y los deberes derivados de la (posible) unión con Dios y del principio personalista, por el otro, ¿será confirmada por la experiencia ética que el sujeto vaya adquiriendo a lo largo de su vida? Sí. Difícilmente se podrá negar, basándose en lo que esta experiencia enseña, que la felicidad de la persona

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humana depende primordialmente de sus relaciones con Dios: en particular, de sus convicciones sobre la posibilidad de lograr una amistad con Él que se prolongue «más allá de la muerte». Y que depende también, esencialmente, de los vínculos de respeto y amor que logra establecer con sus semejantes. «La amistad, ha concluido a este respecto Aristóteles, es absolutamente necesaria para la vida. En efecto, faltando los amigos ninguno desearía vivir, aunque poseyese todos los demás bienes» (Ética Nicomáquea VIII, 1). No menos tajante ha sido Cicerón, que se pregunta: «¿Quién, en nombre de los dioses y de los hombres, puede querer nadar en riquezas y vivir con abundancia de toda clase de bienes, si —a la vez— no ama a nadie y no es amado por ninguno?» (Laelius de amicitia XV, 52). La experiencia ética refuerza, pues, nuestra convicción de que los bienes de la religiosidad y de la amistad son los elementos constitutivos más fundamentales de la verdadera felicidad. Pero, entonces, ¿cómo es posible que estos bienes se nos presenten tantas veces como algo costoso, difícil de realizar? Ocurre simplemente que cada uno de nosotros, cuando se enfrenta con las elecciones particulares de la vida real, experimenta de modo más fuerte, inmediato y seguro la atracción del bienestar que proviene de aquello que captan los sentidos y satisface nuestras inclinaciones psicofísicas (el placer), o de lo que sirve para afirmar o defender en toda circunstancia la propia superioridad (el orgullo). Por el contrario, los varios bienes que son parte integrante del amor de Dios y de los demás no poseen esta inmediatez, no conquistan al hombre con tanta facilidad, y por ello cuando entran en conflicto con los precedentes salen con frecuencia derrotados. Este conflicto interior al hombre, hace que el camino de la beatitud se nos presente en la vida real, en las elecciones particulares que componen ésta, como un camino ascético, es decir, como un camino que procede «cuesta arriba». No sólo porque apunta hacia los bienes superiores, sino también porque normalmente supone esfuerzo, exige negar al «yo» aquella felicidad aparente que lo atrae de modo más seguro e inmediato. A este último hecho responde la convicción del hombre común de que «los valores que nos dan más, cuestan también más». A la luz de esta consideración, quizá resulte más fácil percibir la identidad existente entre la inclinación humana a la verdadera felicidad y el orden de los deberes humanos. Si esta afirmación puede causar en muchas personas una cierta perplejidad, es debido a la difundida costumbre de reservar la expresión «es mi deber» para designar aquellas elecciones justas pero que son percibidas por el sujeto como difíciles o gravosas («cuesta arriba»); viceversa, no suele hablarse de «mi deber» para referirse a las elecciones fáciles, atractivas desde todos los puntos de vista, aunque constituyan auténticos deberes. § Una rápida valoración crítica de nuestras precedentes conclusiones sobre el camino que conduce hacia la verdadera felicidad pone de manifiesto algunos importantes límites racionales. El primero es que, en muchos aspectos, no están suficientemente fundamentadas.

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Por otro lado, se ha dejado resuelta sólo de una forma muy provisional la cuestión esencial de la existencia de Dios como fin de nuestras vidas, y las implicaciones de este hecho. Ahora bien, una idea de cuánto sea importante para la felicidad humana determinar si es posible o no establecer una relación de amistad con Dios nos la puede dar la simple consideración de los límites éticos de la amistad humana: «cuantos más amigos tenemos en todos los lugares, tanto más tememos que sufran alguno de los males de este mundo. Nos preocupamos, en efecto, de que puedan padecer el hambre, la guerra, las enfermedades, la cárcel, y sentir por ello un dolor que ni siquiera podemos imaginar; o tememos, y esta posibilidad nos hace sufrir aún más, que se hagan pérfidos, malvados e inicuos» (San Agustín, De civitate Dei XIX, 8). En fin, del principio personalista tal y como ha sido formulado anteriormente es imposible deducir indicaciones precisas sobre el modo en que deberíamos comportarnos con el prójimo. En el caso del homicidio, del robo, del tráfico de estupefacientes, etc., está bastante claro que quien sufre estas acciones es instrumentalizado, usado caprichosamente. Pero, en otros muchos casos, la valoración de los distintos comportamientos humanos atendiendo a esta formulación no es tan evidente: ¿cómo puedo llegar a saber, por ejemplo, cuándo contratar una persona con el fin de que trabaje para mí es una acción buena o supone, por el contrario, su instrumentalización? La superación de estos límites del conocimiento ético ordinario exige dar la palabra a la ciencia ética. En efecto, la reflexión filosófica sobre los datos que hemos obtenido hasta ahora nos permitirá, por un lado, fundamentarlos mejor desde el punto de vista especulativo (metafísico) y práctico (en su capacidad de mover la libertad humana) y, por otro lado, individuar una serie de criterios-guía mucho más precisos para nuestro comportamiento libre. 3. LA NATURALEZA DE LA FELICIDAD VERDADERA (BEATITUD) 3. A LA LUZ DE LA REFLEXIÓN FILOSÓFICA § El camino filosófico que ahora emprendemos para determinar con mayor precisión cuál es la naturaleza de la beatitud será sustancialmente el mismo que fue trazado por S. Agustín en el De moribus. Como en esta obra, nuestro punto de partida será la situación ética del hombre mientras vive sobre la tierra, que es la de un ser libre que no goza todavía plenamente de la felicidad verdadera, sino que la busca con avidez. La cuestión acerca de la naturaleza de la beatitud se plantea entonces en los siguientes términos: ¿qué deberá hacer concretamente para alcanzarla? A este propósito, S. Agustín considera que son evidentes dos conclusiones. Ante todo, el hombre del que hablamos, consciente —por así decirlo— de no poseer dentro de sí mismo la beatitud, deberá lógicamente concluir que ha de bus-

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carla fuera de él: en las realidades extra-subjetivas. No sólo. Igualmente evidente y necesaria es para este autor una segunda conclusión: la relación que el hombre deberá establecer con estas realidades extra-subjetivas será de amor, de forma que pasen a formar parte integrante de su más íntima subjetividad, de su «yo», que es «el lugar» propio de la beatitud (cf. De moribus I, 3, 4, y I, 6, 9). Estas afirmaciones serán examinadas y desarrolladas por nosotros en el apartado a. Ahora bien, continúa preguntándose S. Agustín, ¿cuáles son las realidades extra-subjetivas que habremos de amar para alcanzar la beatitud? Objeto del amor humano, responde, deberá ser ante todo Dios, ya que sólo Él, en su infinitud, puede apagar el deseo humano de una felicidad verdadera y plena (Cf. De moribus I, 6, 10). ¿Y el prójimo? También el prójimo deberá ser objeto del amor humano, pues «ningún paso es tan seguro hacia el amor de Dios, como el amor del hombre hacia el hombre» (De moribus I, 26, 48). He aquí, en pocas palabras, los dos principios que según S. Agustín mejor expresan la esencia de la beatitud, y que nosotros examinaremos respectivamente en los apartados b y c. a) La beatitud, el amor y el ser § La indicación de que el «lugar» propio de la beatitud es la más profunda subjetividad humana, ésa que expresamos hablando del «yo», podría parecer no sólo obvia («soy yo el que es feliz o no lo es, y no una parte o una dimensión de mi ser»), sino además formal, en el sentido de que no añadiría nada a nuestro conocimiento de cuál sea la naturaleza de esta situación existencial. En realidad, tras esta afirmación de S. Agustín se esconde un dato muy útil sobre el modo correcto de plantear la investigación filosófica sobre la verdadera felicidad. Veamos cuál es, comenzando por señalar un error metodológico bastante frecuente en los tratados que se han ocupado de este tema. No pocas veces el método que se ha seguido para determinar la naturaleza de la beatitud ha consistido en un atento examen y valoración de las distintas experiencias humanas que el lenguaje común indica como «experiencias felices» (dichosas, afortunadas, agradables, placenteras, etc.), considerando que tales vivencias —y está aquí el error— son como una especie de vibración o resonancia emocional de su sujeto, independiente de la realidad extra-subjetiva que la ha causado (como lo es, por ejemplo, el movimiento de la bola de billar «B» respecto al color, material y olor de la bola «A» que antes chocó con ella). Este modo de proceder lleva a individuar dos tipos fundamentales de felicidad: una de naturaleza «espiritual» y más profunda (la alegría, el gozo) y otra «física» y más superficial (el placer, el deleite), aunque a veces se experimenten conjuntamente y la distinción no sea tan nítida. Se concluye entonces con un razonamiento que —parafraseando R. Spaemann— podemos resumir del modo siguiente: «aun experimentando un placer físico podemos sentirnos al mismo tiempo tristes o, por el contrario, podemos sufrir físicamente y a la vez vivir con una intensa alegría;

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ahora bien, ninguno duda cuál de las dos especies de felicidad es para él más importante, pues la persona triste nada consigue con el placer, mientras que quien siente alegría —aunque sufra— está feliz». El examen comparativo entre la felicidad «física» y la felicidad «espiritual» se resuelve, por tanto, con un juicio a favor de la segunda, motivo por el cual se sostendrá que la beatitud o felicidad verdadera consiste en una cierta emoción o sentimiento positivo de naturaleza espiritual. § Aunque esta conclusión tiene algo de verdadera, se deduce de una serie de premisas parciales, y por este motivo es a su vez parcial, y sería incluso errónea (hedonista) si con ella se pretendiese expresar lo que es esencial en la felicidad humana. En efecto, lo que mejor define cada una de las experiencias humanas que llamamos «felices» no son sus características en cuanto «estado psíquico» del hombre, es decir, en cuanto resonancia sensitiva o emocional de tonalidad positiva (sobrecogimiento, tranquilidad, excitación, etc.) e independiente del objeto que la ha causado. No: lo que distingue esencialmente las varias especies de felicidad humana es su distinto contenido intencional, la naturaleza y accidentes propios del ser extra-subjetivo que la causa (la está causando) en cada caso. Me explico. Es relativamente fácil constatar cómo, en realidad, las formas posibles de felicidad humana son tantas cuantas son las realidades conocidas y amadas por el sujeto. Parafraseando una vez más a R. Spaemann, podemos efectivamente verificar que la felicidad experimentada al escuchar y «com-penetrarse» con la música de Mike Oldfield es distinta de la que causa la música de Pink Floyd o Peter Gabriel, y la que se siente por el Violinkonzert de Beethoven es diversa de la que advertimos al escuchar Pictures at an Exhibition de Mussorgsky; la felicidad al recordar un determinado amigo es distinta de la que nos causa el recuerdo de otro amigo; la felicidad que experimentamos al considerar la belleza de Dios reflejada en la Naturaleza es muy diferente de la sentimos al comprobar su misericordia con nosotros; y así en todos los casos. Esta diversidad se explica porque, como hemos notado con S. Agustín, la felicidad humana tiene por sujeto el «yo», es decir, ese núcleo de nuestra subjetividad que se caracteriza porque es pensante y amante. En virtud de estas propiedades del «yo», las distintas realidades que causan la felicidad no se quedan fuera de esta experiencia como lo están el color, material y olor de la bola de billar «A» respecto al movimiento por ella causado de la bola «B»; no, estas realidades permanecen dentro de la felicidad del sujeto de manera intencional, como objetos del conocimiento y de la voluntad, determinando las características más importantes y peculiares de esta experiencia humana. Tales realidades son causa formal —y no sólo eficiente— de la felicidad humana. Dicho de forma aún más sencilla, el «yo» nunca vive la felicidad como un estado psíquico «ciego» respecto al ser de las cosas que lo causan —salvo quizá en un primer momento—, sino como una «alegría-de-algo» («estoy-feliz-de… haber conocido a fulano, de haber comprado este libro de ética tan bueno, etc.»), de manera que la peculiar naturaleza que ese «algo» tiene en cada caso, y que el

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sujeto conoce y ama, es lo que mejor define su situación feliz. Por eso, cuando alguien nos dice: «Soy feliz», la pregunta que surge espontánea en nosotros para hacernos cargo de su situación no es: «¿qué tipo de emoción o sentimiento experimentas?», sino: «¿por qué?, ¿qué es lo que te causa esa felicidad?» La felicidad humana depende, pues, del objeto de nuestra inteligencia y de nuestro querer, y por este motivo Aristóteles ha podido escribir que «nadie elegiría vivir toda la vida con la inteligencia de un niño, aunque fuera disfrutando de los mayores placeres de que un niño es capaz, ni complacerse en un placer derivado de una acción muy torpe aunque no experimentara dolor alguno» (Ética Nicomáquea X, 3). Así las cosas, la determinación filosófica de la verdadera felicidad debe proceder atendiendo sobre todo al ser, a la índole metafísica de las realidades a las que se encuentra o podría encontrarse intencionalmente unido el «yo», mediante el intelecto y el amor, en cada uno de sus comportamientos. Este camino podría ser completado con el que —aplicando la misma metodología de fondo— Tomás de Aquino ha seguido en la Summa theologiae I-II, 2, cuando va excluyendo todas aquellas cosas que sólo aparentemente causan la verdadera felicidad, como la riqueza, la gloria, el poder, el placer, etc.; pero no lo haremos nosotros aquí, o sólo muy secundariamente. He preferido adoptar únicamente, o casi, el enfoque positivo consistente en examinar si existe y cuál sería concretamente el Ideal práctico del hombre, es decir, la realidad o las realidades extra-subjetivas proporcionadas a sus más profundos y ambiciosos deseos. b) El amor de Dios § Esta línea de investigación nos conduce, en opinión de S. Agustín, a un primer resultado que ha enunciado de esta manera: «Seguir a Dios es desear la beatitud, poseerlo la beatitud misma. Pero seguimos amándolo, y amándolo lo poseemos, no transformados en él mismo, sino admirablemente unidos a él con el espíritu, circundados e inmersos en la luz de su verdad» (De moribus I, 11, 18). Semejante conclusión es, en verdad, inmediata, en el supuesto de que Dios sea el Ser en sí mismo y, a la vez, un «objeto» al que podemos efectivamente unirnos mediante el conocimiento y el amor. Como Bien será entonces perfecto y eterno, y como nuestro capaz de satisfacer la felicidad plena y sin fin que todos ansiamos; será, además, la fuente de esa excelsa sabiduría que manifiesta el orden del universo por él creado (leyes de la Física, leyes de la Biología, etc.), y de la cual siente un profundo anhelo nuestra inteligencia; la fuente de la única providencia que, preocupándose por nuestra suerte, nos puede dar esa seguridad ante el futuro y esa razón seria para reputar que no somos insignificantes, que tan intensamente buscamos; etc. Pero en todas estas afirmaciones la introducción del condicional es obligatoria, ya que presuponen —evidentemente— la existencia de un Dios con tales características.

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Ahora bien, la demostración de estas verdades, y la respuesta a las distintas objeciones que han sido suscitadas al respecto, es una tarea que corresponde principalmente a la Metafísica (y concretamente a la Teodicea, que es una parte de aquélla). Por tanto, nosotros podemos limitarnos aquí a asumir los conocimientos ya establecidos por esta ciencia, y concluir que Dios es la primera y más esencial de las realidades que constituyen el Ideal práctico de toda persona, pues una vez amado es causa (formal) de la verdadera felicidad. Sin embargo, no estará de más agregar que, según una línea de interpretación con cierto fundamento en el pensamiento clásico (cf., por ejemplo, Tomás de Aquino, Summa theologiae I, 2, 1, ad 1), con la cual convengo, el mismo deseo humano de la beatitud constituiría por sí mismo una «demostración» de la existencia de este Bien. Más precisamente, lo que sostiene esta doctrina es que, en virtud del conocido principio «nihil volitum nisi praecognitum (no se puede querer sino lo conocido)», el deseo humano de una existencia beata presupone un cierto conocimiento, intuitivo y confuso, del ser de Dios como propio Ideal práctico. De no ser así, resultaría muy difícil, quizá imposible, explicar esa experiencia tan común —y ya antes mencionada— consistente en la repetida constatación de que ninguno de nuestros fines particulares realiza plenamente aquello que en el fondo queríamos. La condición de posibilidad de algunos de los juicios de este tipo es un cierto conocimiento de aquello en lo que consiste nuestro Ideal práctico: en efecto, sólo si conocemos de algún modo este término positivo de la comparación, podemos afirmar del otro —cada uno de nuestros fines particulares— que «no es, no realiza lo que yo en el fondo quería». En cualquier caso, de esta primera determinación del contenido de la beatitud, podemos deducir que el más importante principio del orden ideal de la vida buena podría formularse del modo siguiente: para alcanzar la verdadera felicidad el hombre debe, ante todo, buscar mediante el propio comportamiento (amor) la comunión con Dios. ¿Y si una persona conociese a Dios sólo de modo muy confuso, o de hecho negase su existencia? En ese caso, lo que en virtud de este principio ético debería hacer es esmerarse por conocer mejor la verdad sobre Él. c) El amor del prójimo: planteamiento de la cuestión § Las implicaciones más inmediatas de esta primera conclusión práctica serán estudiadas en un capítulo posterior, en que trataremos de la virtud de la religión. Nos interesa ahora, siguiendo los pasos de la reflexión de S. Agustín, preguntarnos de qué modo se deberían configurar las relaciones con el prójimo. He anticipado ya la conclusión principal a la que este autor llegó; una conclusión verdaderamente sorprendente: «ningún paso es más seguro hacia el amor de Dios como el amor del hombre hacia el hombre». La duda inmediata que hace surgir semejante afirmación es ésta: ¿es posible justificar filosóficamente una te-

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sis ética tan audaz?; ¿se puede encontrar algún fundamento racional para la afirmación de que amar al hombre es —de algún modo— como amar a Dios: realización del Ideal práctico, es decir, causa de beatitud para el sujeto? Estos interrogantes —si aplicamos la metodología filosófica que «deduce» la felicidad del amor, y éste del ser—, habrán de ser resueltos dirigiendo primeramente nuestra atención al orden metafísico del ser. Pues bien, en este ámbito, la afirmación de la superior dignidad o perfección del hombre entre los seres creados, y de la actividad típicamente humana (el arte, el trabajo, las ciencias, etc.) respecto a cualquier otra dinámica creatural, no sólo recibiría un consenso casi unánime, sino que resultaría también fácilmente demostrable. Paralelamente, en el terreno ético del deber-ser, creo que se pueda sostener, sin suscitar objeciones serias, que la realización de la beatitud depende en gran parte de los vínculos de amor, colaboración y recíproco respeto entre los hombres. Todas estas consideraciones, sin embargo, no son suficientes para justificar una conclusión ética tan radical como la de S. Agustín. Una cosa es afirmar y demostrar la emergencia, la superioridad metafísica del hombre respecto a los demás seres creados, y otra cosa es afirmar y demostrar que —de algún modo— éste posee una perfección o dignidad infinita, ya que ésta parecería ser un atributo exclusivo de Dios (cuestión metafísica). Ahora bien, sólo si se llega a demostrar que en la persona humana, en toda persona humana, es posible encontrar una perfección o dignidad semejante, será éticamente racional su inclusión entre las realidades que necesariamente forman parte del Ideal práctico. En otras palabras, quedará demostrado que la realización del deseo humano de beatitud implica el amor incondicional del hombre hacia el hombre, el deber de tratarlo siempre como fin y nunca como medio (cuestión propiamente ética). 4. EL PRINCIPIO PERSONALISTA a) Su fundamentación metafísica: la dignidad o perfección a) de la persona humana § ¿Posee la persona, cada persona, una dignidad o perfección ontológica infinita? Si debiésemos responder conforme a nuestras primeras impresiones, la contestación sería muy probablemente negativa. Pocas cosas son tan evidentes como la finitud del hombre. Como pone de manifiesto, por ejemplo, la propia finitud: yo no soy todo el ser; dejo fuera de mí una multitud de existentes, personas y cosas, y el hecho mismo de entrar en conflicto con ellas o de advertir que las necesito o que las deseo manifiesta mi distinción y mis límites. Pero la verdad es otra, o —más precisamente— no es exactamente ésta: también en el hombre, en cada hombre, es posible descubrir la existencia de una cierta perfección infinita, aunque se encuentre presente de una forma esencial-

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mente distinta de como lo está en Dios. Mientras que Él posee en sí mismo la perfección infinita de la cual emana su valor incondicional, absoluto, en la persona humana esa perfección está presente sólo de manera relacional. ¿Cuál es el significado preciso esta última afirmación? Para mejor explicarla, conviene proceder en tres fases: 1. El hecho genérico al cual se hace referencia con la noción de «dignidad relacional infinita» es a la característica de la persona humana de ser, en virtud de su naturaleza intelectual, una realización del ser universal («Ex hoc autem quod substantia aliqua est intellectualis, comprehensiva est totius entis»: Tomás de Aquino, Contra gentiles II, 98). La persona humana es, en efecto, un sujeto constitutiva o potencialmente llamado a entrar en comunión con el entero orden del ser, y efectiva o actualmente identificado con él en la medida en que lo conoce y lo ama —aunque, evidentemente, se tratará de una identificación intencional. Ahora bien, esto significa, entre otras cosas, que el hombre posee relacionalmente, es decir, potencialmente y —en la medida que las ama— también efectivamente, todas las perfecciones propias del Universo: «Toda criatura racional es infinita (habet infinitatem) en acto o en potencia» (Tomás de Aquino, Compendium theologiae 103). En contra de esta doctrina, se podría alegar la siguiente objeción: con la idea de dignidad relacional («el hombre es digno sólo en virtud de su relación con ciertos fines, con ciertos seres que está llamado a amar»), ¿no hemos operado una indebida limitación de la real dignidad humana (pues «el hombre es digno siempre y en todo lugar»)? Para resolver esta perplejidad, me parece que son muy oportunas las siguientes consideraciones de V. Soloviev. Éste, en primer lugar, ha replicado diciendo que cuando se pone la dignidad o perfección infinita del hombre en el simple hecho de ser lo que es en sí mismo, sin considerar su capacidad de ser más y mejor gracias a la relación intencional con las otras cosas, entonces tal dignidad deja de tener significado racional porque ha sido vaciada de su contenido objetivo: «afirmándose a sí mismo al margen de cualquier otra cosa, el hombre convierte inevitablemente la propia existencia en algo insensato, se priva del auténtico contenido de la vida y transforma su individualidad en una forma vacía». Pocas cosas son tan evidentes, lo acabamos de decir, como la propia finitud. Debemos por eso afirmar, continúa este autor, que si cualquier hombre es un ser digno —si posee la dignidad humana—, es porque posee relacionalmente en sí la perfección de los seres que está llamado a conocer y amar. Por esto cada hombre posee la dignidad constitutiva o esencial de la vocación o llamada a alcanzar este fin; es, sin embargo, la efectiva realización de este fin —la conducta recta— lo que le va dando la dignidad efectiva que es propia de las personas rectas y buenas. 2. Así pues, la existencia, el desarrollo y el mantenimiento de nuestra dignidad humanas son dialógicos o, si se prefiere, relacionales: me remiten, para su justificación, al mundo extrasubjetivo. Pero, por eso mismo, parafraseando esta vez algunas consideraciones Ch. Taylor, podemos añadir ahora que únicamente si

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existo y actúo en un mundo en el que la Historia, las exigencias de la Naturaleza, o las necesidades de mis congéneres, los deberes de la ciudadanía, la llamada de Dios u otras cosas por el estilo tienen una «importancia esencial», sólo entonces puedo concluir que mi identidad no es banal, que la dignidad humana es algo serio, muy serio. Un paso ulterior en la fundamentación y explicación de la «dignidad relacional infinita» del hombre se obtiene, en efecto, preguntándonos: entre los seres o realidades con los que el hombre está llamado a relacionarse mediante el conocimiento y el amor, ¿hay alguno que tenga una importancia esencial, una perfección máxima? Y la respuesta es que, aunque todas las realidades existentes, al ser conocidas y amadas por el hombre, sean fuente para él de alguna perfección, de modo singular lo serán los demás seres humanos, ya que —entre todos los entes— el ser personal es con diferencia el más rico en perfecciones. Por este motivo, el fundamento primero de la dignidad del hombre ha de buscarse, como han reconocido muchos pensadores modernos y contemporáneos, en su capacidad (potencialidad) de establecer relaciones intersubjetivas de conocimiento y amor con otros hombres y en su efectiva (actual) comunión con ellos. Se reconoce, por el primer motivo, que todo hombre goza de una dignidad inalienable; pero, mientras que se elogia la dignidad del médico que se ocupa con profesionalidad y cariño de sus pacientes, o la de los padres que educan bien a sus hijos, de un ladrón en cuanto ladrón, o de un traficante de drogas en cuanto tal, se dirá que no tiene ninguna dignidad (y, por eso, se les deberá quitar la libertad en cuanto efectivamente inclinada a esos fines malos). 3. Pero, ¿ha quedado así suficientemente demostrada la dignidad o perfección relacionalmente infinita de la persona humana? No, porque la apertura del sujeto humano a la comunión con otros hombres, e incluso con la Humanidad entera, se refiere a seres cuya perfección es en sí misma finita y, por tanto, insuficiente para fundamentar la perfección inconmensurable del primero. Y el razonamiento no se hace concluyente si reconocemos a estos hombres que el sujeto ama una perfección relacionalmente infinita, pues de este modo caemos en un círculo vicioso (típicamente kantiano) en el que la dignidad de uno se funda siempre sobre la dignidad de otro, y así sucesivamente. Sólo si se supera la perspectiva meramente «horizontal», si se reconoce que en el ámbito del ser existe «Alguien» que posee en sí mismo una dignidad o perfección infinita, y con el cual toda persona humana está llamada a entrar en comunión, sólo entonces queda plenamente justificada la atribución al hombre de una análoga (relacional) dignidad infinita. Lo ha reconocido así el pensamiento clásico, de forma explícita a partir del cristianismo. Al sostener éste que la persona humana es «imagen de Dios», ha querido efectivamente indicar que no es la finalización hacia un todo grande cuanto se quiera, pero siempre finito (el Universo, la Humanidad), lo que constituye el fundamento último de la dignidad humana, sino su llamada constitutiva a la comunión con el único Todo en sentido metafísico o absoluto: es decir, con

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Dios, plenitud total de ser. S. Tomás de Aquino, por ejemplo, escribe que el primero, el más básico de los motivos por los que el hombre es «imagen de Dios» ha de buscarse en su «capacidad natural de conocer y amar a Dios, una capacidad que constituye la misma naturaleza de la mente, que es común a todos los hombres» (Summa theologiae I, 93, 4, c.). b) Su formulación ética: el amor del valor de persona de todo hombre § Tras esta breve reflexión metafísica acerca de la dignidad o perfección de la persona, podemos ya afrontar la cuestión desde el punto de vista estrictamente ético. ¿Qué valor habremos de reconocer éticamente (de cara a vivir bien, felizmente) a las personas implicadas en nuestra actuación? Nos encontramos ante una pregunta que ha recibido dos respuestas verdaderas, en la forma de dos versiones del principio personalista, según el cual —como se recordará— todo hombre ha de ser tratado (amado) respetando y promoviendo su finalidad propia. 1. El principio personalista como ideal práctico. Muchos filósofos modernos y contemporáneos, decía hace poco, han reconocido que el hombre posee una dignidad absoluta y han fundamentado ésta en su capacidad de establecer relaciones intersubjetivas de conocimiento y amor con los demás hombres. A este propósito nada puede objetarse. Pero algunos de estos autores creen además que esta relacionalidad entre los hombres es suficiente para justificar la dignidad absoluta de la persona humana, y que no sería necesario fundar ésta en la relación entre el hombre y Dios. A partir de esta concepción metafísica incompleta de la realidad, estos autores llegan a la conclusión ética —correcta pero igualmente incompleta— de que el orden ideal de la vida buena podría expresarse mediante el principio personalista formulado de la siguiente manera: todo hombre debe ser siempre tratado (amado) de forma que se respete y —en lo posible— se promueva su valor de persona, es decir, su finalidad propia, su apertura cognoscitiva y volitiva, sea efectiva (actual) o meramente potencial (constitutiva), a los demás hombres considerados a su vez en su valor de personas. Dicho sintéticamente, con una expresión que será importante recordar, vivir bien implica para todo hombre amar el valor de persona de los demás. Por lo que se refiere a las relaciones humanas observadas en su conjunto, se configurarán de modo éticamente racional cuando todos o una gran mayoría de los componentes de la sociedad amen el valor de persona de los demás: es decir, respeten y —en lo posible— promuevan la capacidad de todos los demás de conocer y amar al prójimo, en la medida en que esta capacidad se encuentre a su vez potencial o efectivamente finalizada hacia el respeto y promoción de los otros. ¿Qué decir de este ideal práctico? He respondido ya en parte. Es un ideal que refleja, ciertamente, una verdad de orden metafísico, y por ello expresa tam-

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bién una verdad de orden ético. Sin embargo, en la medida en que la primera resulta incompleta e insuficiente para justificar la dignidad absoluta del hombre, también la formulación consiguiente del principio personalista es incompleta y no plenamente justificada. En consecuencia, quien viva de acuerdo con este ideal práctico caminará en la dirección justa, se acercará realmente a la beatitud; pero si el sujeto no llega al reconocimiento de Dios como Ideal práctico de su vida, correrá siempre el peligro de desviarse (pues su postura no está suficientemente justificada desde el punto de vista racional) y, en definitiva, su amor no encontrará un objeto que sea perfectamente proporcionado a lo que la felicidad plena exige. 2. El principio personalista como elemento constitutivo del Ideal práctico. Cuando el razonamiento metafísico llega hasta las verdades últimas, y descubre así que la persona humana es «imagen de Dios», en el plano ético se llegará a una formulación más perfecta del principio personalista: todo hombre, se dirá, debe ser siempre tratado (amado) de modo que se respete y —en lo posible— se promueva su valor de persona, es decir, su finalidad propia, su apertura cognoscitiva y volitiva a Dios, sea efectiva (actual) o meramente potencial (constitutiva), sea directa (apertura a Dios en sí mismo) o mediata (apertura al prójimo en cuanto imagen de Dios). Esta segunda versión del principio personalista, del precepto de amar el valor de persona de los demás, asume todos los deberes del hombre hacia su prójimo que se derivan de la versión anterior y más imperfecta. Pero, además, los completa, al indicar que nuestra primera obligación respecto a los demás es ayudarlos a conocer y amar a Dios; y, al mismo tiempo, nos revela su más profundo sentido y justificación, al poner de manifiesto que el cumplimiento de los deberes hacia el prójimo es una parte integrante del amor de Dios y del Ideal práctico. Significa esto último que el deseo humano de beatitud, cuyo «objeto» proporcionado es únicamente Dios, no sólo puede realizarse o quedar frustrado mediante las acciones (el amor que las informa) que están directamente relacionadas con Él, sino que la relación con Dios es también posible a través de todas las demás acciones humanas, pues el «objeto» de nuestro comportamiento libre es siempre —directa o indirectamente— la persona del prójimo, y éste es «imagen de Dios». En este sentido —según el decir de S. Agustín—, «ningún paso es más seguro hacia el amor de Dios, cuanto el amor del hombre hacia el hombre» (De moribus I, 26, 48); y al revés: nada nos da una mayor certeza subjetiva de estar alejándonos de Dios como el rechazo de su imagen en el hombre. 5. EL ORDEN IDEAL DE LA VIDA BUENA: PLAN DEL TRATADO § Una rápida ojeada a la sociedad es suficiente para constatar que los hombres proyectan su vida de muy distintas formas: se mueven detrás de muchas «cosas» diferentes, pensando encontrar en ellas la verdadera felicidad (beatitud). Sin

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embargo, con frecuencia, con demasiada frecuencia se equivocan —y ellos mismos son conscientes. ¿Dónde está el error? ¿En amar «cosas» que no deberían ser amadas? No exactamente. La determinación filosófica del orden ideal de la vida buena nos ha permitido entender que, en realidad, se deben amar todas las realidades, sin excluir ninguna, pues todas participan del ser y nos pueden enriquecer. El problema de quien se equivoca es que desconoce (culpable o inculpablemente) que éstas han de ser amadas según una cierta jerarquía: «la iniquidad no consiste en apetecer una cosa mala, sino en renunciar a una mejor» (S. Agustín, De natura boni II, 36). Las «cosas» que verdaderamente cuentan a la hora de realizar el anhelo humano de la beatitud (amor de sí) son Dios mismo y, en cuanto ordenadas a Él y entre sí, todas las demás personas. Por el contrario, las otras realidades creadas son relevantes para la racionalidad ética sólo por su relación positiva con Dios y con el valor de persona de los hombres. Son siempre éstos, y no otros, los valores últimos de referencia de la vida buena. Y sobre este hecho se fundamenta una de las formas más clásicas de enfocar el estudio del contenido concreto del orden ideal de la vida buena: el que va examinando las implicaciones del amor de sí mismo, del amor de Dios y del amor del prójimo. § Esta forma de proceder me parece muy conveniente para la exposición sistemática de la Ética social o especial, y por eso será el que adoptaré para estructurar la reflexión en este tratado. Sin embargo, será oportuno tener en cuenta que se trata de una división un tanto artificiosa, puesto que —desde el punto de vista ético— el amor de sí mismo, el amor de Dios y el amor del prójimo se encuentran íntimamente relacionados, hasta el punto de que el vínculo entre ellos es de algún modo constitutivo de la bondad moral. En efecto, a la luz de cuanto hemos dicho hasta ahora, el orden ideal de la vida buena resulta mejor expresado mediante los tres principios siguientes: 1. La vocación a la beatitud personal (y, en este sentido, el «amor de sí mismo») constituye el punto de partida y el «motor» de la vida buena. El amor de Dios y el amor del prójimo son —por su parte— la consecuencia, el resultado principal que el sujeto obtendrá en virtud de este impulso. Sin embargo, esta dinámica tiene también una serie de implicaciones éticas que se refieren inmediatamente a la privacy, a la vida y al comportamiento «privados». Todas estas cuestiones serán desarrolladas en el Capítulo 2. 2. El amor de Dios fundamenta plenamente y —en último término— sintetiza el entero orden ideal de la vida buena. Mediante esta proposición queremos poner de manifiesto que la relación «social» con Dios, el reconocimiento práctico (amoroso) de su existencia y de sus atributos, no es simplemente uno de los temas que deben ser tratados al estudiar la naturaleza de la vida buena (concretamente, al hablar de la virtud de la religión). Aún más, no sería suficiente añadir

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que se trata del primer y más importante contenido de ese orden ideal. El reconocimiento de Dios es, en último término, «el tema» de la vida buena, puesto que el amor del prójimo, que sería «el otro» comportamiento requerido para vivir bien, sólo encuentra una perfecta justificación ética en la relación (constitutiva y efectiva) del prójimo con Dios. Por esta razón, aunque nosotros dedicaremos el Capítulo 3 al estudio específico de la relación del hombre con Dios (virtud de la religión), convendrá tener presente también en otros momentos que hablar de la racionalidad ética implica, en último término, hablar de amor de Dios. 3. El amor al valor de persona de los demás (es decir, el principio personalista aplicado a las relaciones sociales en sentido estricto) constituye el criterio más fecundo a la hora de determinar la racionalidad o irracionalidad ética del comportamiento humano. Aunque se trate, como acabo de decir, de un deber secundario o derivado del orden ideal de la vida buena, sólo gracias a su mediación el razonamiento filosófico obtiene la mayor parte de sus respuestas a la cuestión de cómo debemos actuar concretamente (para ser felices). Buena prueba de este hecho es el número de páginas que dedicaremos específicamente al estudio de las implicaciones del principio personalista en la configuración de relaciones sociales en sentido estricto: Capítulos 4 a 10.

PARTE I LAS ORIENTACIONES ESENCIALES DE LA VIDA BUENA: «YO», DIOS Y LAS DEMÁS PERSONAS

2. Ética personal: 1. los inicios del camino de la vida buena

§ La vida buena puede ser descrita como una situación existencial del «yo» que nace de su vocación o tendencia natural hacia la beatitud personal y que encuentra su más perfecta realización en el Ideal práctico, es decir, en la comunión con Dios y con la dignidad y valor de persona del prójimo. Sin embargo, no es raro que en el momento de plantear la reflexión ética se separen la primera y la segunda de estas aspiraciones (la beatitud personal y la realización del Ideal práctico), ya que sus fines respectivos son erróneamente entendidos como realidades independientes o incluso antagónicas. Es, pues, oportuno iniciar el estudio de la ética personal o individual tratando de fijar con mayor precisión cuál es la actitud éticamente racional del «yo» consigo mismo (respecto al propio bien) y en relación a los demás (respecto al «bien» de Dios y el bien del prójimo). Esta actitud, como veremos en un primer apartado (número 1), consiste esencialmente en la apertura al bien común. Por ello, la tarea de determinar cuáles son los comportamientos buenos se dejará para los próximos capítulos, en los que —tras una breve reflexión sobre las relaciones directas del sujeto con Dios— se estudiará específicamente el tema del bien común de las distintas relaciones sociales, mientras que aquí nos limitaremos a recordar de modo sintético cuáles son los efectos estrictamente personales de esas actuaciones justas (número 2). En un momento sucesivo, serán examinadas las cuestiones paralelas que plantea la vida no buena: estudiaremos en qué consiste la actitud éticamente irracional del «yo» consigo mismo y respecto a los demás (número 3) y recordaremos brevemente los efectos personales de las acciones malas que nacen de esa actitud (número 5). Además, puesto que estas acciones se caracterizan, a diferencia de las anteriores, por el replegamiento del querer del sujeto sobre él mismo, será oportuno decir también algo acerca de los principales tipos de comportamientos malos (número 4). Nos detendremos, por último (número 6), en una cuestión que surge de forma natural tras la reflexiones precedentes: ¿qué juicio ético merecen todas aque-

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llas actuaciones humanas que forman parte de la «vida privada», es decir, los comportamientos del sujeto que por su naturaleza misma parecerían no ser relacionales? ¿Debemos juzgarlos como hechos éticamente irrelevantes? 1. LA ACTITUD ÉTICAMENTE RACIONAL DEL «YO» ANTE EL BIEN PROPIO Y AJENO a) El verdadero altruismo como apertura al bien común § Recordaba hace poco que un número notable de concepciones éticas (entre las que destaca la kantiana), por lo demás muy diferentes entre sí, están de acuerdo en un punto: el hombre, sostienen, debería evitar que la búsqueda de la beatitud personal sea el motivo determinante de su comportamiento. Esta actitud, explican, debería rechazarse porque es egoísta y, en consecuencia, origen de elecciones no conformes a las exigencias de una vida moralmente buena. Lo propio de la vida buena, en realidad, es estar constituida por acciones «desinteresadas», «puramente altruistas». La experiencia ética del hombre común percibe tras estas afirmaciones un fondo de verdad, que no sería correcto negar. Me parece claro, sin embargo, que esta experiencia y esta verdad pueden y deben ser descritas de una manera bastante más exacta. Será necesario, principalmente, reparar en el hecho de que la bondad ética del desinterés personal ha de ser necesariamente entendida y convenientemente integrada a la luz de otra verdad más universal, concerniente a la naturaleza misma del amor humano. Deberemos, en efecto, tener en cuenta que el amor humano tiene siempre por objeto, entre otras «cosas», la persona misma del que ama, ya que consiste en un querer mediante el cual el sujeto amante se encamina y se emplaza en un estado de unión intencional con la realidad amada (es un «querer estar con el objeto/persona que yo amo»). Ahora bien, esto implica que no es posible un amor humano puramente desinteresado: el amor humano, cualquiera que sea su cualidad ética (buena o mala), es por naturaleza un querer indigente, un querer cuyo resultado final es siempre el enriquecimiento intencional del amante, la comunión de su «yo» con el objeto amado. Por esta razón, ha podido hacernos notar S. Agustín con su habitual perspicacia que «si observáis con atención, veréis que todos los hombre al amar parten del amor de sí, y en función de sí mismos aman todas las otras cosas [...], y no puede ser de otro modo» (Ep. 368). Entonces, ¿en qué sentido se puede afirmar que las acciones buenas, éticamente racionales, son acciones desinteresadas o altruistas? Deberá ser, necesariamente, en un sentido tal que el desinterés, el altruismo del sujeto ético, no anule su natural (necesario) interés personal. Y es precisamente esto lo que ocurre cuando el sujeto, comportándose en armonía con las exigencias objetivas de la vida buena, busca realizar el bien común a sí mismo y a las personas

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implicadas en su acción. Si el fin objetivo del sujeto es la beatitud, la verdadera felicidad de su «yo», este movimiento lo llevará directamente a la comunión con Dios y con el valor de persona del prójimo, y por tanto a interesarse por el bien de éstos como si del propio bien se tratase; es más, precisamente porque del propio bien se trata («el hombre bueno, al convertirse en amigo, se transforma en un bien para aquél del que se ha hecho amigo»: Aristóteles, Ética Nicomáquea VIII, 5). La única salvedad que ha de hacerse a este respecto se refiere al hecho de que el bien de Dios está implicado en las acciones buenas de una forma del todo peculiar. En efecto, sólo desde nuestro punto de vista podemos decir que existe un bien común al hombre y a Dios. Hablando con propiedad, ninguna criatura puede añadirle o quitarle a Dios perfección alguna. Puede sólo «darle» o «no darle» gloria, lo cual significa en síntesis lo siguiente: en la medida en que Dios ha querido —con un acto de total liberalidad— que el hombre sea bueno, como demuestra el hecho de que lo haya «llamado» (a través de la ley natural) a la beatitud, hemos de afirmar que se alegra «en nosotros» por el cumplimiento de esta voluntad suya, y al revés: «Dios resulta ofendido por nosotros por el hecho de actuar contra nuestro mismo bien» (Tomás de Aquino, Contra gentiles III, 122). Podría sin embargo pensarse, y de hecho se ha pensado, que es precisamente una vez realizada la comunión con Dios y con el valor de persona del prójimo cuando el sujeto podría y debería tratar de desinteresarse del propio bien y pensar únicamente en el bien de los demás. Esta pretensión comporta, en realidad, una auténtica contradicción. La causa formal de la beatitud es la comunión con los demás, con su «yo» y finalidad propia, de la que surge naturalmente en el sujeto el empeño por respetar y —en lo posible— promover su bien; por eso, el sujeto únicamente podría prescindir de su beatitud si al mismo tiempo interrumpe la comunión con ellos que la causa y, en consecuencia, deja de interesarse por su bien. § Es fácil prever que, a pesar de estas aclaraciones, seguiremos sintiendo una cierta repulsión hacia la idea de un «egoísmo bueno» o —por decirlo con la terminología de Aristóteles— hacia el «egoísmo auténtico» por el que el sujeto «se atribuye a sí mismo las cosas más bellas y los bienes auténticos» (cf. Ética Nicomáquea IX, 8). Este rechazo se debe, en mi opinión, a una cierta filosofía que se ha transformado poco a poco en cultura, con raíces muy lejanas en el tiempo, y que ha definido el amor de amistad (agape) por oposición al amor interesado (eros). Aunque, en realidad, tal oposición no siempre se da, como lo prueba no sólo la reflexión que acabo de proponer, sino la misma experiencia del hombre común en la medida en que no haya sufrido el influjo distorsionador de esa filosofía y de esa cultura. En algunos casos somos todavía efectivamente capaces de reconocer cómo sólo en el contexto de una ética de la beatitud son posibles comportamientos verdaderamente buenos, amistosos o —si se quiere— auténticamente altruistas. Con el fin de ilustrar esta última afirmación reproduzco a continuación, con algunos cambios, un ejemplo particularmente esclarecedor ideado por M. Stocker.

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Imaginemos, escribe este autor, que nos encontramos ingresados en el hospital y que recibimos la visita de un amigo. Supongamos, además, que al agradecerle su cortesía, recibiésemos una respuesta de este tipo: «Lo he hecho desinteresadamente, por puro altruismo». El sentido ético del hombre común se niega a juzgar altruista, plenamente buena, una actitud (interior y exterior) de este tipo e incluso la considerará egoísta, expresión de un deseo de autoafirmación contrario a la racionalidad ética. Buena, auténticamente amistosa y altruista, es la actitud que lleva a realizar el interés o bien común y que por ello nos hace vivir interiormente y expresar con palabras la experiencia siguiente: «No te preocupes, no tienes por qué agradecérmelo: lo he hecho —no obstante haya tenido que superar algunas dificultades— porque soy feliz de poder estar contigo». b) Altruismo y afirmación de la propia personalidad (identidad) § Las mismas consideraciones nos permiten salir al paso de las críticas, de signo opuesto, que la concepción individualista ha dirigido a la ética clásica, especialmente a la de raíces cristianas. Su objeción principal consiste en el rechazo de la idea de que la vida del hombre pueda tener como sentido la persona y el bien de los demás, ya que —se nos dice— un objetivo semejante implica que el individuo humano tendría el (insensato) deber de comportarse buscando la propia aniquilación o —en el mejor de los casos— la alienación característica de quien vive totalmente en y para los demás, careciendo de una vida propia. Esta manera de actuar es contraria al valor del individuo, a su emplazamiento en el punto más alto de la jerarquía de los seres creados, pues —como reconoce la misma tradición clásica— «cuanto más abajo está un ser vivo, tanto más su ser se disuelve en las exigencias del género al que pertenece; cuanto más en alto, tanto más su inclinación natural le lleva a afirmarse como individuo» (R. Guardini 1939). La realidad es que en el pensamiento clásico cristiano —dejando de lado ciertas afirmaciones algo hiperbólicas, aunque justificadas, hechas con el fin de recalcar el profundo sentido relacional de la persona— se ha sostenido siempre que la vida buena implica, sí, un cierto darse o donarse, pero no para «desaparecer» o «alienarse», sino para com-partir, para vivir en comunión con el amado. Aún más: solamente a la luz de esta doctrina clásica, será posible justificar racionalmente el valor que todo sistema de pensamiento y toda auténtica cultura deberían reconocer al individuo humano en cuanto tal, en su identidad singular. Es así por un claro motivo de orden metafísico e, inseparablemente, ético: el hombre sólo llega a ser objetivamente algo más que un simple ejemplar de la especie humana gracias a su trascendencia relacional. Esta trascendencia —como ya sabemos— es la que se deriva de su ser quodammodo omnia por el intelecto y la voluntad: sujeto de una (cierta) perfección infinita. Pues bien, justamente en virtud de esta trascendentalidad —añadimos ahora— es también el único ser creado que posee una verdadera identidad o personalidad, siendo idéntico sólo a sí mismo y no intercambia-

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ble con ningún otro ser. Si quisiéramos explicar este hecho de manera gráfica, se podría decir que la riqueza metafísica de cada hombre es tanta que no hay espacio suficiente en la realidad para otros entes que puedan ser considerados como «otros ejemplares con esa misma, idéntica perfección», ni puede por tanto relativizarse cuantitativamente su valor ético («un hombre vale x euros, o la mitad que dos hombres»), compensando —en su caso— la eliminación de un individuo humano con otros beneficios o con la preservación de otros individuos de la misma especie («la destrucción de una persona queda compensada si el beneficio es alto o si hace posible la supervivencia o el mayor bienestar de otra u otras»). Sintéticamente, y con palabras de R. Guardini, «es una ley fundamental de la existencia humana el hecho de que precisamente en el desinterés, en la falta de egoísmo, el «yo» alcance no sólo su plenitud, sino también la autenticidad de su ser él mismo» (1939). § Con un alcance menos radical, el pensamiento individualista ha objetado también que el ideal greco-latino de la vida buena, tanto por su contenido alienante como por la unicidad de los comportamientos que impone, llevaría a perder la variedad y riqueza de los valores humanos típicos de las sociedades individualistas. A este propósito, se puede ante todo constatar en el terreno de los hechos, como han notado muchos sociólogos, que la misma dinámica social se ha encargado de desmentir esas afirmaciones. La uniformación de las culturas y de los estilos de vida individuales (su «globalización», en el significado negativo de este concepto) es un fenómeno que se ha acentuado en la sociedad contemporánea, en la que predominan precisamente los proyectos de vida individualistas y hedonistas. En realidad, este fenómeno no debería sorprendernos si se tiene en cuenta la determinatio ad unum característica de los sentidos y, por tanto, de la existencia que se construye sobre los valores puramente sensoriales, así como el hecho de que la lógica individualista lleva a modelar al prójimo según los propios deseos. Por el contrario, el ideal de vida buena propuesto por el pensamiento clásico, sobre todo cuando no renuncia a enriquecerse con los valores del pluralismo y de la tolerancia sobre los que tanto ha insistido la modernidad, manifiesta poseer un contenido mucho más rico y variado, tanto porque se encuentra abierto al orden de los valores inmateriales, como porque es el único capaz de fundamentar el respeto y promoción de la diversidad como un deber/derecho absoluto. c) Conclusión: la humildad § Las especificaciones hechas hasta aquí nos permiten individuar en la virtud que el pensamiento clásico cristiano ha llamado humildad, la actitud éticamente racional respecto a los dos «objetos» (inseparables) hacia los que se dirige la intencionalidad de quien busca la beatitud: el propio «yo» y las demás personas.

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Explica justamente la ética clásica que ha de ser considerada humilde la persona que se estima a sí misma como corresponde a la realidad y no más, aunque tampoco menos (cf., por ejemplo, Tomás de Aquino, Summa theologiae IIII, 161, 6, c.). El hombre humilde se tiene gran estima porque, a diferencia de la persona des-moralizada o alienada, es perfectamente consciente de la propia dignidad y la aprecia en su valor relacionalmente infinito. Pero, precisamente porque es consciente del carácter relacional de esa dignidad, el hombre humilde reconoce también su total indigencia respecto a Dios y respecto al prójimo, y por eso —a diferencia del soberbio— lucha con resolución por amarlo y amarlos cada vez más. Así pues, como explica magníficamente V. Soloviev, la mentira y la maldad de la soberbia —la actitud contraria a la humildad— «no consisten absolutamente en el hecho de que una determinada persona se atribuya una importancia excesiva y pretenda tener una dignidad ilimitada: en esto tiene razón, porque todo sujeto humano, en cuanto potencia (posibilidad) de perfeccionamiento infinito, en cuanto ser que es capaz de contener en la propia conciencia y en la propia vida la verdad absoluta, tiene un valor y una dignidad incondicionales, es absolutamente insustituible y no puede atribuirse a sí mismo un valor excesivo». Sin embargo, este valor incondicional «tiene de por sí un carácter exclusivamente potencial: es solamente una posibilidad que requiere ser realizada. El hombre en general, y cada individuo en particular, es de hecho una cierta cosa y no otra, y por tanto puede hacerse todas las cosas sólo si elimina de la propia conciencia y de la propia vida los límites que lo separan de los demás. «Esto» puede ser «todo» sólo junto con los demás, sólo con ellos puede él realizar su valor absoluto» (cf. V. Soloviev, El significado del amor II, 3). Una última cuestión: la humildad ¿debe ser considerada «una» de las virtudes? En sentido estricto, no: se trata, más bien, de una dimensión fundamental de todas las virtudes éticas. La humildad actúa, en efecto, como un substrato natural en el que pueden germinar las primeras acciones buenas y como una «predisposición» que se desarrolla conforme el sujeto actúa bien. Por este motivo he considerado preferible presentarla como la «actitud» éticamente racional respecto al «yo» y respecto a los demás. 2. LOS EFECTOS PERSONALES DE LAS ACCIONES BUENAS a) Beatitud y esperanza § El desarrollo lógico de nuestro razonamiento exigiría determinar ahora cuáles son los comportamientos-tipo conformes con la humildad, capaces de conducir el sujeto a la comunión con Dios y con el valor de persona del prójimo. Pero, dejando este quehacer para los capítulos en los que será estudiada la ética relacional, y para permanecer en el ámbito de la ética personal, pasamos aquí a

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recordar brevemente la teoría general acerca de los efectos estrictamente individuales de la respuesta positiva a la vocación a la vida buena. El fruto principal de todo comportamiento éticamente racional es, por definición, una realización cada vez más perfecta del ideal de la beatitud. En la medida —escasa— en que resulta posible hacerlo, puede describirse esta situación del hombre como un vivir que se caracteriza por la peculiar alegría y paz interiores, por la quietud y sensación de apagamiento de las más profundas aspiraciones personales que proceden de la conciencia de encontrarse en comunión con Dios y con el valor de persona del prójimo. Como ha notado J. Marías, la beatitud es un gozo que invade nuestro «yo» más profundo. Por eso concierne a esa operación humana que llamamos vivir y posee las características o atributos de la vida misma. Significa esto que aunque la beatitud nazca o se manifieste en un momento particular, como ocurre también con el placer u otras formas de felicidad menos perfectas, a diferencia de éstas no se limita a influir sobre una dimensión de la vida, dejando intacto el resto, sino que afecta a la totalidad de ésta y opera en ella una radical transformación: incluso las ocupaciones más banales, que de por sí parecerían extrañas a la beatitud, se transforman y adquieren una especie de aureola. Esta felicidad fluye y se difunde en nuestra vida también en situaciones profundamente dolorosas: si hay un punto a través del cual logra penetrar en ese mundo, ejercitará su poder de transfiguración y será posible, a pesar de todo, tener felicidad, por muy precaria, difícil y combatida que sea. § Sin embargo, tal vez alguno, basándose en su propia experiencia, podría preguntarse: ¿pueden verdaderamente esta alegría y quietud interiores darse de forma plena en la vida intramundana? En parte sí y en parte no, debe responderse. El porqué de esta parcial negación lo conocemos ya: la beatitud es, en nuestras actuales circunstancias, el fruto de una ascética, de un camino que implica la renuncia a algunos de los elementos secundarios de la felicidad y la posibilidad de progresar continuamente hacia una comunión cada vez más perfecta con los valores superiores. Por ello, en la situación presente, el verdadero fruto de la vida buena es un «ya, pero no todavía» de la beatitud. Pero, ¿en qué sentido se puede dar una respuesta afirmativa y proclamar que la beatitud es posible «ya», desde ahora? En el sentido de que la «parte» de beatitud que no se ha alcanzado todavía no está del todo ausente en la vida de quien se esfuerza por vivir bien. El sujeto que así actúa goza «ya» del «todavía no» de la beatitud, aunque de un modo particular, que ciertamente no es pleno, pero tampoco una mera posibilidad: la posee en la forma de esperanza: «quien refiere el uso de esta vida al fin que más ardientemente ama, puede decirse feliz desde ahora en aquella esperanza, más que en esta realidad» (S. Agustín, De civitate Dei XIX, 20). La explicación de este hecho es fácil. Fenomenológicamente, la esperanza consiste en la conciencia de moverse hacia una felicidad de grado superior a la

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que se deriva directamente de nuestra situación en cada momento. Ahora bien, esta conciencia ejerce en realidad un influjo determinante sobre la cualidad de nuestra situación actual: para nuestro modo de sentirnos en el presente hay una gran diferencia, respecto a nuestra felicidad, entre que vayamos hacia arriba o hacia abajo. Por eso no podemos juzgar la calidad de una vida sin tener en cuenta si el hombre se dirige hacia algo mejor o hacia algo peor (R. Spaemann). b) La virtud § El segundo efecto personal de la vida buena es la adquisición de la virtud ética, clásicamente definida como un hábito electivo bueno. El estudio detallado de la teoría de la virtud ética es competencia de la Parte General de la Ética, y por esta razón nos vamos a limitar aquí a recordar algunas de las nociones esenciales que integran esa teoría. La persona humana, desde el punto de vista psicológico y ético, únicamente recibe de la Naturaleza un conocimiento genérico del orden ideal de la vida buena (sinderesis), y una débil inclinación a ponerlo en práctica (voluntas ut natura). Estas capacidades naturales, junto con un mínimo de experiencia, son la causa del conocimiento práctico espontáneo llamado de ley natural, que dota al sujeto de ese mínimo de humildad que es necesaria para dar los primeros pasos en la vida buena. Pero mientras esta «semilla» no germine y se desarrolle con el esfuerzo personal, la ayuda de otros… e innumerables correcciones de la ruta, transformándose poco a poco en virtud, el sujeto no será realmente capaz de recorrer el camino de la vida buena, sino que se le presentará como un sendero impracticable. Así lo demuestra la experiencia: sólo la persona que en el pasado se ha esforzado por vivir bien es capaz de individuar las acciones particulares que conducen en cada caso a la comunión con Dios y con el valor de persona del prójimo, y posee además la necesaria fuerza de voluntad para ponerlas en práctica, no errando al juzgar y elegir debido al hecho de que otras posibilidades de actuar se presentan más seguras e inmediatamente atrayentes. Pero, ¿en qué consiste exactamente esta transformación, este potenciamiento de la capacidad operativa del sujeto ético que llamamos virtud? Con el fin de poder responder brevemente a esta pregunta, y también por otros motivos de fondo, continuaré hablando de «una» virtud ética: el amor, que es el alma de la justicia, la fortaleza, la templanza y, en buena parte, de la prudencia 1. Pues bien, se-

1. Con esos «motivos de fondo» aludo a mi convicción de que el amor es el alma de las virtudes éticas en un sentido mucho más radical del que habitualmente se le ha reconocido en el pasado. Se trataría concretamente de entender las virtudes como lo hace S. Agustín cuando escribe que: «Las realidades que han sido denominadas como las cuatro virtudes reciben cada una su propia denominación, según juzgo yo, de la variedad de disposiciones que el amor genera en el ánimo […]; así, por templanza debe entenderse el amor que se da por entero [alma y cuerpo] a la cosa amada; por fortaleza, el

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gún esta perspectiva unitaria, la adquisición de la virtud por parte del hombre consiste en el «enamoramiento», es decir, en la realización efectiva de la comunión habitual con Dios y con el prójimo, cuyo influjo, además de la inteligencia y la voluntad, alcanza también las facultades psicofísicas (fundamentalmente la imaginación), modelándolas positivamente. No es difícil entender entonces el motivo por el que sólo gracias a esta condición de «enamoramiento» la persona es capaz de vivir bien. En efecto, únicamente si el sujeto se ha aplicado para que su amor hacia Dios y hacia el prójimo creciese en «extensión» (reconociendo prácticamente los distintos atributos de Dios o logrando conocer y amar ésta y aquella otra persona humana, en ésta y aquella otra dimensión de su valor de persona) y en «profundidad» (realizando una comunión cada vez más perfecta con ellos), únicamente entonces será capaz de reconocer y elegir el bien del otro (el bien común), sin que las eventuales dificultades externas e internas interfieran en el proceso cognoscitivo o en el acto de la elección, provocando un comportamiento éticamente irracional. Las ocasiones en las que el amor del sujeto se encuentra sometido a esta prueba son cotidianamente innumerables. Piénsese, por ejemplo, en las situaciones, tan frecuentes hoy, en las que existen algunas necesidades comunes que confluyen en la misma dirección y que, por tanto, se deben poner en fila esperando para ser atendidas: es decir, las muchas ocasiones en las que hay que hacer algún tipo de «cola». El comportarse en estos casos de acuerdo con las exigencias de la vida buena, esperando el propio turno en vez de saltarse la cola, presupone en el sujeto el amor habitual del prójimo en un doble sentido: — Cognoscitivo-práctico. Ante todo, porque sólo «las pupilas que el amor ha dilatado» (prudencia) serán capaces de percibir la racionalidad ética de este modo de comportarse, en vez de llevarnos erróneamente a creer, por ejemplo, que en este ámbito de la acción humana se aplica la racionalidad típica del conflicto, según la cual debe vencer quien manifiesta mayor destreza o pillería. — Práctico-práctico. Para hacer el bien no es suficiente con conocer la verdad sobre el bien. En el momento de la elección desempeñan también un papel determinante las disposiciones apetitivas del sujeto. Por eso, sólo quien es humilde y ama al prójimo con la extensión y profundidad que el caso requiere (es decir, sólo quien es suficientemente justo, fuerte y

amor que todo soporta con prontitud; por justicia, el amor que sólo a ella sirve, y que por este motivo se dice que es un amor predominante; por prudencia, el amor que elige con sagacidad los medios más idóneos y rechaza los contrarios» (De moribus I, 15, 25). Por eso mismo, me parece que la distinción fundamental entre las varias virtudes éticas debería establecerse atendiendo a las diferentes dimensiones del valor de persona que deberían ser amadas. En este sentido, se podría decir que el presente tratado sigue el esquema de las virtudes.

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templado) será capaz de decidirse efectivamente a esperar el propio turno, no permitiendo que las varias excusas que le sugieren las pasiones (tengo prisa, es una cosa sin importancia, etc.) le empujen hacia una elección éticamente irracional, con la cual se usurpe el valor de persona propio y del prójimo. Sucede, efectivamente, que «mientras que el hombre virtuoso […] desea lo que es bueno y como tal se le aparece y lo hace», los hombres viciosos —por el contrario— «se encuentran en desacuerdo consigo mismos y prefieren hacer cosas distintas de las que en realidad quieren. Así, por ejemplo, los incontinentes, los cuales, en lugar de las cosas que saben que son buenas para ellos, eligen las que son placenteras, aunque en realidad sean dañosas; otros, por su parte, a causa de su iniquidad y pereza dejan de realizar ciertas acciones que, sin embargo, perciben como las mejores para ellos» (Aristóteles, Ética Nicomáquea IX, 4). 3. LA SOBERBIA COMO RAÍZ DE LAS DESVIACIONES DE LA VIDA BUENA § La conclusión más importante del número precedente es la que se refiere a la auténtica naturaleza de la humildad, pues nos ha permitido entender que cuanto más amplio y profundo sea el verdadero amor hacia el propio «yo», tanto más extenso, perspicaz y penetrante será el amor hacia Dios y hacia el valor de persona del prójimo. Pues bien, no menos sorprendente es la conclusión que se obtiene cuando examinamos la naturaleza de la actitud humana que está en la raíz de las acciones pecaminosas, es decir, de los comportamientos éticamente irracionales. Esta predisposición negativa ha recibido en el pensamiento clásico el nombre de soberbia (o también el de egoísmo, pero nosotros reservaremos este término para referirnos específicamente al vicio que se origina como consecuencia de la soberbia). ¿En qué consiste la soberbia? Por paradójico que pueda parecer, lo que todo pecado manifiesta, lo que hace patente todo comportamiento mediante el cual se rechaza a Dios o se niega al prójimo su valor de persona, es una predisposición del hombre a no amarse a sí mismo, a no desarrollar el propio valor relacional, cuya realización lo habría debido llevar —por el contrario— a abrirse a los demás. Por este motivo Aristóteles ha podido afirmar de forma tajante que los hombres malvados «no tienen ningún sentimiento amoroso hacia sí mismos» (Ética Nicomáquea IX, 4); y de forma aún más radical S. Agustín ha dicho que «uno que ame la injusticia manifiesta de esta manera odio hacia sí mismo» (cf. Ep. 368, 5). § La paradoja de la soberbia resulta aún más profundamente expresada con la pregunta siguiente: ¿cómo es posible que en el hombre, que es un ser esencialmente llamado a la beatitud, exista una disposición negativa respecto a ésta? La resolución de esta aparente contradicción nos permitirá entender la exacta naturaleza de la soberbia.

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Por lo que resulta posible conocer en sede filosófica, la presencia de la soberbia en el hombre es una consecuencia de la contingencia y limitación de su libertad (es decir, de su conocimiento y voluntad y del soporte psicofísico de estas dos potencias), así como del influjo negativo que sobre ella ejercen las varias estructuras de pecado (la deficiente educación ética, la acción de estímulos sociales desordenados, etc.). El hecho es que, en virtud de todas estas circunstancias, la beatitud se nos presenta —lo notaba ya antes— como un camino «cuesta arriba», como un recorrido existencial que exige la renuncia a algunos de los elementos integrantes de la felicidad total. Aunque esta «renuncia», muy probablemente, exista sólo en la valoración que el sujeto hace en el momento de elegir: la visión retrospectiva pondrá en claro, tarde o temprano, que lo que se ha abandonado no se ha perdido, porque la esencia de todo era en realidad la búsqueda de la beatitud. En cualquier caso, en relación a semejante renuncia nuestra libertad se encuentra necesariamente predispuesta de manera negativa, ya que por naturaleza se dirige a la consecución de la felicidad en su plenitud. Y esta predisposición negativa de la libertad es precisamente la soberbia. La soberbia, por tanto, no debe ser concebida como una imposible tendencia o vocación humana al mal. La naturaleza de esta predisposición humana es, desde el punto de vista psicológico, la misma que la de la humildad. Ambas son fibras, aspectos de la única vocación humana a la felicidad plena, total. La diferencia es que mediante la humildad nos sentimos inclinados hacia la beatitud (bienes superiores), mientras que la soberbia nos empuja hacia el simple bienestar (bienes inferiores en cuanto opuestos a los bienes superiores). Por eso, desde el punto de vista ético, la soberbia se define por oposición a la humildad. Ha de ser entendida, concretamente, como una inclinación humana consistente en un amor propio irracional, desordenado, que actúa como substrato natural en el que germinan las primeras acciones éticamente irracionales y, con ellas, el vicio del egoísmo. Por otro lado, de modo análogo a lo que ocurría con la humildad, la soberbia se desarrollará en el sujeto a la par del vicio; y disminuirá en la medida en que el sujeto progrese en la virtud, en el amor habitual hacia Dios y hacia el prójimo. ¿La humildad y la soberbia son entonces dos predisposiciones «naturalmente» presentes en el hombre? Se podría decir, en efecto, que «naturalmente», antes del desarrollo de la virtud o del vicio, estas dos actitudes predominan cada una en un ámbito distinto del ser humano: la humildad prevalece en el ámbito del conocimiento práctico universal (como actitud que se deriva directamente de la presencia y operatividad de la «ley natural»); la soberbia, por el contrario, domina inicialmente el ámbito del conocimiento práctico singular. 4. EL PECADO Y SUS PRINCIPALES CLASIFICACIONES § La ratio que define toda acción éticamente irracional o «pecaminosa» (en el léxico propio del pensamiento cristiano) consiste en el rechazo del Ideal prác-

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tico, es decir, de la comunión con Dios y de su imagen en el hombre; o bien, para el no creyente, en el rechazo del ideal práctico. Por este motivo, la clasificación más importante de los pecados es la que se obtiene examinando y juzgando estas acciones éticamente irracionales desde los dos puntos de vista siguientes: 1. Subjetivo (en atención al fin o a la intención). Aunque todo pecado nace de la ignorancia, será necesario distinguir las acciones que tienen como causa del no reconocimiento práctico de Dios o del no respeto/promoción del valor de persona del prójimo la ignorancia inculpable del sujeto, de aquellas otras debidas a su ignorancia culpable, a la ignorancia que causa el rechazo positivo de la verdad sobre el bien en un momento cualquiera del razonamiento práctico. Ambos comportamientos son éticamente irracionales, pues nos llevan a no realizar la comunión con los demás y crean muchas veces dificultades objetivas y subjetivas para lograr establecerla en el futuro. Pero el rechazo positivo de la verdad sobre el bien característico de las actuaciones culpables implica, sin duda alguna, un descamino mucho más grave, ya que el sujeto no sólo no realiza el bien, sino que se aleja positivamente de éste. Por tal motivo, se suelen considerar «pecados» en sentido estricto únicamente aquellos comportamientos éticamente irracionales debidos a la culpa del sujeto. 2. Objetivo (en atención al objeto). En segundo lugar, se deberán distinguir las acciones éticamente irracionales atendiendo al aspecto o dimensión del Ideal práctico que no es reconocido. No tienen la misma relevancia negativa, por ejemplo, los comportamientos que implican el desprecio de la vida de otra persona y aquellos que conllevan la omisión de la ayuda oportuna para que ésta pueda ver satisfecha alguna de sus necesidades secundarias. Pues bien, como el lector habrá intuido ya, vale una vez más la advertencia de que para decir algo más preciso a este respecto será necesario esperar a que estudiemos la ética relacional o social, cuando serán individuados y valorados los varios deberes positivamente implicados en el Ideal práctico. § Además de la distinción entre los pecados que se obtiene atendiendo al bien que el sujeto rechaza (aversio), la tradición clásica los ha clasificado también considerando su causa final presente en el sujeto mismo (conversio). Se trata, dicho de otro modo, de agrupar las posibles desviaciones de la vida buena observando sobre qué aspecto del bienestar personal se repliega, de manera egoísta, la intencionalidad del sujeto. Ha surgido así la lista de los llamados pecados o vicios capitales. Esta lista nos proporciona un criterio-guía importante para vivir bien. Pero, si no tuviésemos en cuenta lo que ahora decíamos acerca de la naturaleza del mal ético, alguno podría erróneamente pensar que se trata de una lista de pecados elaborada atendiendo a las varias «cosas malas» que pueden quererse. En realidad —vale la pena recordarlo una vez más—, la irracionalidad ética de los comportamientos tipificados por los vicios capitales, como la de cualquier otro pecado,

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nace de la falta de respeto de la jerarquía de valores: porque en lugar de elegir aquellos bienes personalistas que nos permitirían alcanzar la beatitud, se rechazan éstos (aversio) y se eligen algunos bienes aparentes, relativos a los elementos secundarios de la felicidad humana (conversio). Aunque —valga la redundancia— estos últimos bienes son también buenos: por ejemplo, el placer es en principio bueno y el dolor, malo. Por eso, como nota acertadamente K. Wojtyla, la ética auténtica no desprecia los placeres, ni tampoco las alegrías, las satisfacciones, y aún menos los condena, aunque al mismo tiempo insiste en la necesidad de elevarse por encima de ellos, hasta el bien objetivo. Esto supuesto, en el comportamiento humano la intencionalidad del «yo» puede replegarse sobre el sujeto mismo (conversio) porque se busca: 1. El bienestar corporal (la satisfacción de la propia sensualidad). El pecado puede entonces presentarse de dos modos: — como búsqueda activa de este bienestar a cualquier costo: pecados de gula y de lujuria; — como acción defensiva dirigida a evitar absolutamente que este bienestar pueda perderse: pecados de pereza y de avaricia. Con los términos en cursiva se indica el motivo por el que tales comportamientos son éticamente irracionales, pecaminosos: porque el sujeto, al abandonarse a las correspondientes pasiones, excluye o rechaza algún aspecto del Ideal práctico. 2. El bienestar espiritual (la satisfacción del propio orgullo). El pecado puede asumir entonces la forma de un vehemente deseo: — dirigido a afirmar una inexistente dignidad personal: pecado de orgullo; — encaminado a defenderla: pecados de ira y de envidia. Es inexistente la dignidad que el sujeto pretende poseer al margen del orden relacional, de la comunión con Dios y del respeto/promoción del valor de persona del prójimo. 5. LOS EFECTOS PERSONALES DEL PECADO a) La soledad § Las transformaciones que sufre la personalidad del sujeto como consecuencia del pecado varían según la naturaleza específica de cada acción pecaminosa, son con frecuencia contingentes y pueden asumir tonalidades diversas: pueden ser positivas, como el bienestar, o negativas, como el remordimiento. Sin embargo, todo pecado produce siempre una mutación de signo negativo, frente a

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la cual todas las demás transformaciones que esta acción determina en la personalidad del sujeto han de ser consideradas como secundarias: el aislamiento de su «yo». No puede ser de otra manera: la esencia de todo pecado consiste en la exclusión voluntaria o involuntaria de la comunión con Dios y con el prójimo, y por tanto su efecto principal será necesariamente el objetivo y progresivo aislamiento de la persona en un universo vital cada vez más pequeño, tendencialmente limitado a su propio «yo». Sucederá siempre así, aunque pueda parecer otra cosa, por ejemplo, porque el sujeto mantiene de hecho numerosas relaciones humanas. En realidad, sólo cuando éste percibe a los demás como seres cuya perfección es relacionalmente infinita y que, por tanto, no están sometidos a las leyes de la cantidad ni son susceptibles de ser intercambiados, sino que poseen una verdadera identidad, sólo entonces —digo— podrá instaurar con ellos una verdadera relación intersubjetiva: podrá encontrarlos como un «tú», amarlos en su identidad personal, y establecer una verdadera comunión con ellos. Si, por el contrario, no es capaz de reconocer este profundo valor de la persona en cuanto tal, como manifiesta quien peca con su falta de respeto hacia la finalidad propia del prójimo, podrá —en el mejor de los casos— amar muchas de las perfecciones secundarias que encuentra en los demás (su inteligencia, cordialidad, aspecto físico, etc.) e iniciar —basándose en ellas— una serie de relaciones humanas; pero no logrará una comunión con las personas que poseen estas perfecciones. Esta situación objetiva podría permanecer encubierta, ignorada por el sujeto mismo por un lapso de tiempo más o menos largo, tantas veces con su complicidad: porque buscará atenuar este vacío existencial con el fragor, la excitación, la agitación, etc. Pero, a la postre, la verdad de los hechos se impondrá a su conciencia. La persona sentirá entonces ese profundo desamparo y angustia, la más tremenda de las tristezas cuando se piensa que no tiene ya remedio, provocado por el reconocimiento de la propia soledad. b) La alienación y el vicio § Además de su progresivo aislamiento, la repetición de comportamientos pecaminosos causa otras transformaciones de signo negativo en la personalidad del sujeto, igualmente ineludibles a la larga aunque de menor importancia. Así, por ejemplo, la soledad en la que se encierra el hombre a causa del pecado se convierte, poco a poco, en una soledad alienante. Las relaciones que el sujeto aún mantiene con otras personas, por no referirse a las personas en cuanto tales, son muy contingentes: basta pensar, por ejemplo, en lo que sucede con las «amistades» que se basan sobre la riqueza o sobre la simpatía, la buena salud y la belleza física, etc. La atención y el esfuerzo que los sujetos unidos por estos lazos deben emplear para mantenerlos en vida es desmesurado, y con el tiempo su permanencia llegará a constituir el sentido mismo de la existencia personal: se vive entera-

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mente para adquirir y conservar un determinado tipo de bienes, captar la simpatía de los otros, mantener la salud y la belleza física, etc. De todos modos, es el vicio, hábito electivo opuesto a la virtud, el segundo efecto más importante del pecado. En realidad, más que de «vicio» se suele hablar de «vicios», que serían los correspondientes a los pecados capitales (el vicio de la gula, el de la lujuria, etc.) o los contrarios a cada una de las virtudes (la pusilanimidad, la temeridad, etc.). Pero, de modo análogo a lo que ocurría en el caso de éstas últimas, también el alma de los vicios es única: el amor desordenado de nosotros mismos que, a la larga, genera el egoísmo. La característica de la persona egoísta es, en efecto, el amor habitual de su «yo» entendido y querido como una realidad cerrada a Dios y al valor de persona del prójimo, así como la orientación estructural en esta misma dirección egocéntrica de las diversas facultades psicofísicas (fundamentalmente de la imaginación). Como consecuencia de esta enfermedad de la personalidad, se produce en el sujeto humano un debilitamiento de sus poderes más radicales y primarios en el ámbito ético: desaparecen tanto la capacidad para percibir las llamadas concretas de la beatitud, como el empuje interior (amor) que es necesario para perseverar y progresar en la ascensión hacia el Ideal práctico. Su lugar es ocupado por una creciente ceguera de espíritu para la aprehensión del bien y por una disgregación cada vez mayor de la voluntad y de los otros apetitos, que se sienten inclinados al mismo tiempo en direcciones opuestas: «hombres semejantes no sienten alegrías ni dolores en unidad consigo mismos, porque en su alma hay una especie de guerra civil; una parte, a causa de su perversidad, sufre cuando se abstienen de ciertas acciones [malas], mientras que la otra [que todavía siente —aunque débilmente— la llamada de la beatitud] goza; una parte tira en una dirección y la otra, en dirección opuesta, como si fuese a descuartizarlos» (Aristóteles, Ética Nicomáquea IX, 4). 6. VIVIR BIEN LA «VIDA PRIVADA» § Nuestras anteriores reflexiones acerca de la ética personal o individual, o —por decirlo de forma aún más precisa— acerca de los primeros pasos en la vida buena y sus consecuencias, pueden resumirse con dos proposiciones. Resulta, en primer lugar, que la tarea de realizar la vocación personal a la beatitud presupone una actitud humilde y, mediante un proceso de crecimiento en la virtud (amor), desemboca en la comunión con Dios y con el prójimo. Por el contrario, el descamino se nos presenta como una dinámica que arranca de la soberbia y que, en razón del egoísmo creciente de la persona viciosa, hace que ésta tienda cada vez más a replegarse sobre sí misma, hasta llegar al total aislamiento. Estas conclusiones nos han invitado a lo largo de nuestra razonamiento, y nos invitan nuevamente en el momento de concluir, a orientar nuestra atención

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hacia la ética social, porque nos muestran que es en el ámbito de las relaciones con los demás donde el hombre realiza la vida buena o —cuando, por el contrario, se cierra a las relaciones interpersonales— donde se aísla en una existencia desgraciada. Pero al mismo tiempo, y en otro sentido, parecerían justificar la idea, muy difundida en la cultura actual, de que existe un ámbito más o menos amplio de la actividad humana que no es susceptible de valoración ética, ya que es en sí misma algo referido al «yo», y únicamente al propio «yo». Este sería el caso, por ejemplo, de los meros pensamientos y deseos o de las acciones con las que se busca descanso físico, distraer la mente, etc. En contra de esta idea común, he afirmado precedentemente —aunque haya sido sólo de pasada— que la vida buena es un objetivo realizable mediante todas las acciones humanas, incluidas aquellas que se nos presentan como más estrictamente individuales. Y es que, añadía, todas ellas (el amor que las informa) implican siempre, directa o indirectamente, una toma de posición intencional positiva o negativa en relación con el Ideal práctico, es decir, respecto a Dios y al valor de persona del prójimo. Justificar la validez de esta tesis en el caso de las acciones que parecerían ser rigurosamente «privadas», indicando cuál es su relevancia relacional o social, es el objetivo que me propongo antes de cerrar definitivamente este capítulo sobre la ética personal. § En vista de este objetivo, me parece que es importante aclarar antes que nada un equívoco frecuente. Muchas de las perplejidades que suscita la afirmación de que todas las acciones humanas, incluidas las en apariencia estrictamente privadas, son éticamente relevantes, se derivan de una errónea concepción acerca de la naturaleza de la vida buena. El error al que aludo es característico de las concepciones morales juridicistas y fisicistas, en las que se sostiene que únicamente aquellas acciones del hombre que tienen consecuencias externas serían susceptibles de una valoración ética. Esta opinión no tiene en cuenta que la racionalidad o irracionalidad ética del comportamiento humano depende esencialmente del objeto del acto interno de la voluntad y de su particular toma de posición (de amor o rechazo) en relación al mismo. No existe, por tanto, ningún motivo para negar a los actos voluntarios de la persona referidos a Dios o al prójimo, aunque no tengan consecuencias externas, una eficacia positiva o negativa en la realización de la vida buena: por ejemplo, a los actos elícitos de misericordia, de comprensión, de tolerancia o —en sentido contrario— de envidia, de juicio temerario, etc. De estas afirmaciones no se sigue, sin embargo, que la exteriorización del amor carezca de relevancia ética. El amor «con obras», encarnado en acciones externas y físicas es, en realidad, inherente a la realización de la beatitud, ya que esta tarea consiste en promover el bien de la persona amada, y —por decirlo parafraseando a M. Nédoncelle— el «yo amante» no puede poner en práctica esta voluntad de promoción del «tú amado» más que a través de la naturaleza física

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que es «el único puente que comunica» las dos subjetividades. Para superar esta separación, el «yo» debe entonces crear una obra. Por otro lado, y de forma secundaria, estas manifestaciones externas tienen también relevancia ética porque son muy útiles para el sujeto en un doble sentido: primero, porque le sirven como criterios objetivos para someter a prueba la verdad acerca del propio amor y, en su caso, rectificar; en la misma línea, se presentan muchas veces como una ocasión propicia para mejorar la cualidad del amor con el cual se emprendieron las acciones buenas: por ejemplo, porque al perseverar en ellas, se purificará nuestra intención y se hará más firme nuestra unión con el otro. § Esta sencilla consideración es suficiente para reducir considerablemente la trascendencia del problema de la relevancia ética de la «vida privada». Pero lo resuelve sólo parcialmente, ya que existen muchas otras actividades humanas que, tanto desde el punto de vista externo como interno, parecerían estar cerradas de por sí, al menos en condiciones normales, a cualquier relación con los demás: las lecturas, el sueño, la alimentación, etc. La cuestión de fondo permanece, por tanto, abierta, aunque podemos plantearla ahora de una manera más precisa: ¿tienen algún influjo (positivo o negativo) sobre la vida buena del sujeto aquellos comportamientos en los que su intencionalidad parecería replegarse total y necesariamente sobre su «yo»? La respuesta es siempre afirmativa: influyen, efectivamente, en la vida buena. Y este hecho se explica por las mismas razones a las que he aludido hasta ahora: también estas acciones «privadas», aunque pueda parecer otra cosa, poseen una dimensión relacional. Con ellas el sujeto humano opera, inevitablemente, una serie de transformaciones de diversa naturaleza en la propia personalidad; transformaciones no sólo físicas, sino también psicofísicas y espirituales. Ahora bien, tales cambios pueden secundar o no el propio sentido relacional. Provocan con el tiempo la adquisición de una «nueva» personalidad más o menos abierta y capaz de realizar el Ideal práctico. Por eso, las acciones que los causan son indirectamente relacionales y éticamente relevantes. Es éste, si no me equivoco, el sentido profundo de algunas afirmaciones de Tomás de Aquino, como la siguiente: «el bien de cualquier virtud, tanto cuando ordena un individuo en sí mismo, como cuando lo ordena respecto a otros individuos, es referible al bien común, del cual se ocupa la justicia [en cuanto virtud general o universal]» (cf. Summa theologiae II-II, 58, 5, c.). Y, por el mismo motivo, añadirá casi inmediatamente el Aquinate que todo pecado del hombre contra sí mismo es un pecado contra el bien común, contra la justicia (cf. ibid., ad 3). Trataré de justificar, o por lo menos de ilustrar, esta tesis. § Una primera confirmación, la más inmediata y manifiesta, se obtiene al constatar el influjo que muchos comportamientos en rigor individuales tienen so-

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bre la dimensión más física del sujeto y que, indirectamente, mejoran o empeoran su capacidad para relacionarse con los demás. Nacen de aquí, por ejemplo, los deberes relativos al cuidado de aquellos aspectos de la propia corporeidad que condicionan el ejercicio de las funciones intelectuales y volitivas: el deber de velar por la propia salud, el de dedicar el tiempo necesario al descanso (mediante el sueño, la diversión, etc.) o —por indicar uno más— el deber de mantener una buena forma física (con una alimentación sana, practicando algún deporte, etc.). La idea, insisto, es conseguir —en lo posible— un buen dominio de nosotros mismos, especialmente de nuestras capacidades de entender y querer, para estar así en condiciones de promover el bien de los demás (un objetivo que, ciertamente, es mucho más difícil si hemos dormido poco, hemos comido demasiado, etc.). Por este motivo, no forman parte de estos deberes, sino que en el fondo los contradicen, las diversas formas egoístas de «culto del cuerpo»: la excesiva preocupación por la propia salud, la idolatría de la perfección física o del éxito deportivo, etc. Más directamente contrario a este orden de obligaciones es el uso de estupefacientes y el abuso del alcohol, ya que —al margen de otros efectos negativos a largo plazo— conducen el razonamiento por vías ilógicas y provocan el cese temporal de las inhibiciones y de la capacidad de autocrítica del sujeto. Por el contrario, no ha de considerarse éticamente irracional el uso de ciertos productos estimulantes o tranquilizantes (alcohol, tabaco, café, etc.) en dosis moderadas. § En segundo lugar, el comportamiento privado tiene otras consecuencias de naturaleza psicofísica y espiritual, quizá menos llamativas u observables que las anteriores, pero no por ello menos relevantes desde el punto de vista ético. Entre estas consecuencias se deben mencionar, ante todo, las que se siguen de las muchas posibilidades que la «vida privada» ofrece para mejorar la propia formación intelectual, tanto en el terreno profesional como cultural, y —en estos dos ámbitos— en la específica materia ético-doctrinal. De la importancia para la propia vida buena de la formación profesional hablaremos más adelante. Por lo que se refiere a la adquisición de una buena cultura general, no cabe duda de que ésta favorece notablemente el progreso hacia la vida buena: porque ayuda al hombre a salir de sí mismo, ampliando su visión y perspectivas, haciéndole capaz de percibir y gustar lo universal, y, en definitiva, porque estos conocimientos —nihil volitum nisi praecognitum— constituyen un instrumento indispensable para la comunión con Dios y con los hombres de todos los tiempos. Por estos motivos, la formación de la inteligencia y de la conciencia constituyen un objetivo que toda persona debería perseguir, en la medida en que lo permitan sus circunstancias particulares y empleando para ello todos los medios a su disposición: el estudio, las lecturas, el consejo de terceros, etc. Sin embargo, es importante advertirlo, este saber más deberá ser buscado como un instrumento para realizar mejor la comunión con Dios y con el valor de persona del prójimo. Si, por el contrario, el sujeto no buscase la formación intelectual con esta finalidad, exis-

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tirá siempre el riesgo de incurrir en una forma de orgullo intelectual. En concreto, el sujeto se verá fácilmente arrastrado hacia esa peculiar forma de orgullo —que es característica, por ejemplo, del racionalista— consistente en perseguir no la verdad en sí misma, sino el hecho de poseerla, de dominarla (J. de Finance). Además, la actividad «privada» permite construirse una personalidad psicofísica íntegra por lo que se refiere a los afectos y a la misma voluntad. Se entiende bien esta idea a partir de la constatación de cómo cualquier individuo que se trate (se ame) habitualmente como un sujeto de simple bienestar, dejando que su voluntad se rinda ante todos los caprichos de la sensualidad que no sean claramente ilegítimos (mirando todo lo que sea lícito mirar, oyendo música siempre que le apetezca, comiendo en cualquier momento del día, asumiendo siempre la postura más cómoda, etc.) o buscando satisfacer de todos los deseos de autoafirmación que no sean directamente ilícitos (figurar siempre y en todo, insistir cuando se tiene razón, etc.), será un individuo que acabará por desarrollar una personalidad éticamente enferma: una personalidad viciosa, egoísta, en el sentido preciso que antes hemos estudiado. Así lacerada por el amor propio desordenado, la persona provocará, inevitablemente, una laceración semejante en sus relaciones con Dios y con el prójimo. La racionalidad ética nos ha de llevar, obviamente, a alejarnos de este peligroso desorden de los afectos y de la voluntad. Esto se conseguirá, por lo que se refiere siempre al ámbito específico de la «vida privada», mediante una serie de comportamientos de carácter negativo: es decir, consistentes en un cierto «responder que no» a las inclinaciones del «yo». Se tratará, concretamente, de ser moderados en los placeres corporales legítimos, en la tendencia a la irascibilidad por mucho que esté justificada, en las consideraciones y afectos en torno a nosotros mismos, aun cuando respondan a hechos verdaderos, etc. La positividad de estos comportamientos habrá que buscarla en el ámbito de la actividad relacional o social: es decir, en las afirmaciones del «yo» al Ideal práctico que serán posibles gracias a estas negaciones pronunciadas contra algunos de sus legítimos caprichos.

3. Ética relacional (I): 1. la orientación del hombre hacia Dios 1. y sus consecuencias sociales

§ Los primeros pasos que el hombre da en el camino de la vida buena son una consecuencia directa de su percepción de haber sido llamado a conducirse en una existencia feliz. Por tanto, más que una libre y activa elección, lo que al inicio de este recorrido existencial se encuentra es una toma de conciencia pasiva de haber sido llamados (por Alguien) a él. Su consecuencia inmediata, y todavía pasiva, es esa predisposición positiva del sujeto hacia el bien que es el núcleo original de esa realidad que el pensamiento clásico cristiano ha llamado «humildad». Sólo entonces, y como desarrollo de esa predisposición, podrá y deberá intervenir la libertad del sujeto: no siendo esa humildad natural más que un simple germen de vida buena, deberá ser secundada y llevada a plenitud por el sujeto al realizar sus elecciones concretas, existenciales. El problema es, como en otro momento notaba, que los efectos benéficos de la humildad natural no alcanzan a este tipo de elecciones concretas; es más, la actitud naturalmente predominante en el ámbito existencial del obrar humano es la contraria: la soberbia, raíz de todos los comportamientos éticamente irracionales. Para que el hombre sea efectivamente capaz de vivir bien será necesario, por tanto, superar esta situación nativa. Con este fin, se requerirá un serio empeño personal que apunte en una doble dirección: 1. Por una parte, el sujeto deberá tratar de eliminar la soberbia o, más precisamente, evitar que ésta pueda generar el vicio del egoísmo. De este primer aspecto «negativo» de la ascética ética nos hemos ocupado ya en varios momentos de nuestro razonamiento acerca de las implicaciones individuales de la vocación a la vida buena. Por lo demás, bastará notar aquí que los principios negativos de actuación que eran válidos en el ámbito de la «vida privada» lo serán también en la esfera de los comportamientos directamente relacionales: con mayor razón aún, pues el asentimiento a la soberbia en las relaciones intersubjetivas implica de modo más inmediato y profundo el aislamiento alienante del sujeto y el desarrollo de su amor propio egoísta.

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2. En segundo lugar, y de modo por así decir más esencial, la vida buena exige de cada hombre una lucha positiva por comportarse en consonancia con la humildad: es decir, un empeño dirigido a conseguir que esta predisposición natural en la esfera del conocimiento práctico universal se extienda y llegue a prevalecer también en las elecciones particulares, dando así lugar a un continuo crecimiento en el amor hacia los demás. Entramos de este modo en el ámbito de la ética relacional o social, cuyo objetivo es responder a la cuestión siguiente: ¿qué significado tiene en la vida cotidiana este vivir en consonancia con la humildad, este crecer en el amor hacia los demás? El desarrollo de este segundo tema, que nos ocupará hasta el final de estas páginas, puede ser llevado a cabo siguiendo caminos distintos. Pero su punto de partida es, en cierto sentido, obligado. Me refiero al que ha sido indicado por Tomás de Aquino cuando, inmediatamente después de haber definido la humildad, añade que el principio y la raíz de este amor ordenado de nosotros mismos «es la reverencia que cada uno presta a Dios» 1. Estudiar el significado y alcance de esta afirmación que sitúa en Dios el principio (número 1) y la raíz (números 2 y 3) de la vida buena es el objetivo específico de este capítulo. 1. LA RELIGIÓN Y SU DIMENSIÓN ÉTICA La más importante conclusión a la que el hombre debería llegar acerca del contenido objetivo de la beatitud, y la primera implicación existencial de su inclinación a este fin, es —respectivamente— la de que Dios es su Bien y, por tanto, una meta que debería alcanzar buscando, cueste lo que cueste, la comunión con Él. Dicho con una terminología más tradicional, el sujeto debería ante todo esforzarse por vivir las implicaciones éticas de lo que, desde el Medioevo, ha sido llamado la religión. a) El deber de conocer y amar a Dios (ser personal) § La religión (de religare: ligar, vincular, según una de las posibles etimologías de la voz religio) consiste esencialmente en la constitución de un cierto vínculo con Dios, en cuanto «realidad personal» que supera intrínsecamente el ámbito natural de la existencia, mediante el conocimiento y el amor, de forma actual (acto de la religión) o habitual (virtud de la religión). Se trata de un fenómeno muy difundido, tanto que se podría decir universal, entre todo tipo de individuos y culturas, desde los orígenes de la Humanidad hasta nuestros días. 1. «Humilitas essentialiter in appetitu consistit secundum quod aliquis refrenat impetum animi sui, ne inordinate tendat in magna, sed regulam habet in cognitione, ut scilicet aliquis non se existimet supra id quod est. Et utriusque principium et radix est reverentia quam quis habet ad Deum» (Summa theologiae II-II, 161, 6, c.; la cursiva es mía).

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El proceso psicológico por el que el hombre llega a esta «vinculación natural» con Dios puede seguir caminos muy diferentes. En general, suele madurar siguiendo más o menos el siguiente itinerario: el sujeto, usando la inteligencia y partiendo de las cosas creadas, llega a conocer que sólo Dios puede ser el primer principio de todas las cosas y, en particular, del hombre mismo; este encuentro con lo divino pone en discusión, tal vez de manera sólo implícita, el fundamento y sentido de su existir; experimenta entonces una peculiar forma de temor e inquietud que son cualitativamente muy distintos del miedo y la ansiedad normales; por otro lado, considerando la excelencia, la perfección y —sobre todo— la bondad infinita de Dios, tiende a admirarlo; comprende que la disimilitud entre el Absoluto y él mismo no excluye su cercanía, porque se siente llamado a compartir esa bondad divina: percibe a Dios como el elemento más esencial del Ideal práctico de su vida; en consecuencia, el sentimiento de admiración se va transformando poco a poco en amor; de este amor, si es auténtico y sincero, nace el temor reverencial: el amante teme desagradar al ser amado y, si éste es omnipresente, omnisciente, justo y omnipotente, teme también recibir el justo castigo; se origina, en fin, esa experiencia compleja que llamamos «vivencia religiosa», en la que se mezclan el conocimiento, el reconocimiento, el amor, el temor, el respeto y la veneración. Desde el punto de vista cabalmente ético, esta vinculación con Dios se configura desde el inicio como un deber, cuyo contenido fundamental puede ser expresado mediante los dos siguientes principios morales: 1. El hombre descubre, ante todo, que tiene el deber aplicarse para averiguar y comprender lo mejor posible la verdad sobre Dios. En esta tarea, el saber intuitivo suele predominar sobre el conocimiento conceptual y discursivo. Sin embargo, también a éste último se le debe reconocer un importante papel: para ordenar y fijar el contenido de la experiencia religiosa; para que ésta pueda ser más fácilmente comunicable a otros; para controlar y purificar las creencias, con el fin de confirmar nuestras intuiciones; para descubrir sus implicaciones existenciales; etc. Creo que no es difícil demostrar que este conocimiento de la divinidad, tanto intuitivo como conceptual, puede progresar naturalmente hasta el descubrimiento de Dios como Persona, como Tú que es acto puro de pensamiento y voluntad, que fundamenta con su generosidad nuestro ser de personas (¿no es cierto que, como decía Scheler, la idea de un «espíritu impersonal» resulta descabellada?). Además, ésta es la comprobación que con mayor frecuencia emerge en los estudios de Etnología e Historia de las religiones, aunque a este respecto el budismo y el hinduismo presentan alguna dificultad especial. En cualquier caso, sólo cuando el hombre llega a percibir la naturaleza personal de Dios, le resultará posible instaurar una auténtica relación religiosa, una comunión de amor con Él. 2. En la medida en que va progresando en su conocimiento de Dios, el hombre descubre además que tiene el deber de amarle y, más precisamente, de rendirle culto religioso. La conciencia de la grandeza de Dios, por un lado, y la de que todo

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lo hemos recibido de Él por pura generosidad, como un don inmerecido —nuestro ser pasado y actual, la llamada a una vida feliz y su progresiva actualización (es Dios mismo, en cuanto causa agente, formal y final, el principal responsable de este dinamismo), etc.—, nos llevan a entender que es deber nuestro amarle, y hacerlo de esa forma peculiar que se suele designar como culto religioso. Las características que definen esta relación intelectual y de amor serán estudiadas dentro de poco. § Antes de pasar a este tema, es importante advertir que los dos principios morales que acabo de enunciar se fundamentan únicamente en la revelación (de «remover el velo») natural de Dios: es decir, en las conclusiones a las que el hombre puede llegar observando sus huellas en la creación. No existe, sin embargo, ningún motivo por el que debamos excluir a priori una revelación de tipo sobrenatural, con la cual Dios podría manifestarse tal y como es en sí mismo, sea a través de los eventos que componen la historia humana o la vida del sujeto mismo o bien utilizando palabras humanas. Teniendo en cuenta esta posibilidad y los muchos testimonios humanos que lo certifican como un hecho realmente acaecido, a los deberes naturales antes citados habrá que añadir un tercero: el hombre que no haya recibido todavía esta revelación divina debería asumir al respecto una actitud no sólo de escucha pasiva, sino de búsqueda seria. J. de Finance ha explicado bien la importancia que tiene esta búsqueda, cuando observa que nuestro pensamiento de criaturas, en realidad, nos muestra a Dios sólo externamente: Dios en sus obras, Dios en su relación con nosotros, o más bien en nuestra relación con Él. Por tanto, el ser de Dios en sí mismo resulta inalcanzable para nuestra libertad. Es cierto que la voluntad tiende a las cosas como son en sí y no según el ser que tienen en el pensamiento. Es Dios mismo lo que amamos y no su idea. Pero este «en sí de Dios» es querido por la voluntad según el modo en que se manifiesta en la aprehensión, la cual se encuentra inevitablemente condicionada por nuestra finitud. Para superar estos límites se requiere una intervención divina, mediante la cual lo sacro irrumpe en la existencia del hombre como una fuerza nueva, como una presencia original. Esta comunión con Dios en sí mismo, además de ser una posibilidad ampliamente reconocida por las religiones históricas, se encuentra en el horizonte de las aspiraciones de toda vida religiosa digna de tal nombre. El filósofo tiene el deber de someter a crítica esta pretensión y de mantenerla dentro de los límites impuestos por nuestra condición de criaturas, pero no puede (le faltan los instrumentos para hacerlo) ni debe negarla. En caso contrario, como señala justamente A. Rodríguez Luño en un contexto parcialmente diverso, su investigación se verá condicionada por una intencionalidad negativa que contradice la esencia misma del eros filosófico y que —a la larga— hará que el ser se le presente como una realidad totalmente problemática, en la cual resulta imposible orientarse. Este hecho, entre otros, explicaría por qué la filosofía elaborada en Occidente contra la fe cristiana ha asumido posiciones mucho más lejanas de la verdad y negativas respecto al bien que las de la filosofía elaborada en un clima precristiano.

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b) Los deberes del hombre respecto a Dios: el culto § Con la expresión «culto religioso» ha sido clásicamente designado el conjunto de comportamientos individuales o colectivos del hombre mediante los cuales la actitud religiosa se actúa directamente, instituyendo progresivamente una comunión habitual con Dios. Subrayo la palabra «directamente» porque, como han indicado muchos autores, entre ellos Mircea Eliade, todas las expresiones de la vida se transforman en actos de culto cuando están animadas por la tensión hacia el Absoluto. Entre estos actos de culto, y sin pretender ser exhaustivo, creo que se deberían destacar los siguientes: 1. La oración. Es la principal manera de dar vida a la actitud religiosa, sea porque sociológicamente está presente en todas las formas históricas de religiosidad, sea porque cualitativamente es la forma más inmediata y transparente de actualizar la relación humana con Dios. Los principales tipos de oración son: — La oración de petición. Imperante en todas las religiones históricas, se dirige a Dios providente, señor del cosmos y de la suerte del hombre. Como es lógico, esta forma de oración ha sido considerada indigna del hombre por aquellos autores (como I. Kant y otros filósofos modernos) que excluyen la búsqueda del propio interés del ámbito de las motivaciones éticas; y, con mayor frecuencia aún, ha sido juzgada una acción simplemente inútil, dada la inmutabilidad de los decretos divinos (es lo que sostiene, por ejemplo, J. J. Rousseau). No me parece necesario retornar sobre el primer punto. Por lo que se refiere a la pretendida inutilidad de esta forma de oración, baste notar cómo en Dios, gracias a su presciencia (a su «ser fuera del tiempo»), no resultan contradictorias la inmutabilidad de sus decisiones eternas sobre hombre con el hecho de tener en cuenta cuál será el «futuro» comportamiento (oración) de éste. — Los actos de devoción. De la meditación acerca de Dios y de sus atributos nacen, muchas veces de manera totalmente espontánea, una serie de actos de la voluntad que se suelen llamar de «devoción», con los cuales adoramos a Dios por su grandeza o reconocemos ante Él y ante su providencia la más profunda verdad relacional sobre nosotros mismos, es decir, que es Él —y no nosotros— la fuente de nuestra vida y la causa principal (agente, formal y final) de nuestro vivir bien. Este reconocimiento comportará, según los casos, la aceptación de que somos una realidad limitada, frágil, precaria; el agradecimiento; el abandono confiado; la resignación ante las contradicciones cuyo sentido constituye para nosotros un misterio; el sentimiento de culpa y el arrepentimiento por nuestras acciones moralmente negativas; etc.

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2. También el sacrificio es prácticamente inseparable del culto religioso, principalmente a causa de la riqueza de significados que encarna de forma intrínseca, tanto en la modalidad de ofrecimiento de dones externos (primicias de la cosecha, etc.) como en la forma de sacrificio personal. El significado al que me refiero es fundamentalmente positivo, aunque la palabra sacrificio evoca normalmente la idea de mera destrucción: la negación que conlleva no es, en efecto, más que la mediación de una afirmación más rica. Lo que se suprime en el objeto sacrificado, que en último término es siempre un aspecto o dimensión del ser del hombre, es su modo imperfecto de ser, su límite, su separación de Dios. Ésta emerge en la medida en que el ser humano se encierra en sí mismo y rechaza, al menos una parte de él, la ordenación a Dios; en la medida en que pretende encontrar en sí mismo el centro de su existencia, en lugar de colocarlo en el Centro de todo. La idea del sacrificio-muerte es por tanto inseparable, si no de la idea de pecado propiamente dicho, al menos de la idea de una naturaleza que tiende a cerrarse en sí y a encontrar en sí la propia consistencia y suficiencia. Ahora bien, ésta es nuestra condición natural, y por este motivo —como bien observa J. de Finance— el sacrificio y la relativa renuncia y mortificación constituyen el único camino posible hacia la libertad. § Dos consideraciones aún, oportunas tanto para la oración como para el sacrificio. Todo acto de culto auténtico es, esencialmente, un acto humano interior: la interioridad es la sede propia de la experiencia religiosa, la única en la que puede formalmente madurar. De lo contrario, la relación con la divinidad se transforma en una parodia, en una ficción sin densidad vital. Pero esto no excluye que su realización se encuentre fuertemente condicionada por el comportamiento externo: por las palabras, los gestos, los sacrificios visibles, etc. Como explica Tomás de Aquino, al espíritu humano «le resulta necesario servirse de las cosas materiales como de signos mediante los cuales sea estimulado a realizar las acciones espirituales que lo unen a Dios» (Summa theologiae II-II, 81, 7, c.). «La experiencia, insiste el Aquinate, demuestra efectivamente que el alma es incitada a muchos conocimientos y afectos gracias a los actos corporales. Por eso, es evidente que resulta oportuno servirse de las cosas materiales para elevar nuestro espíritu a Dios» (Contra gentiles III, 119). Por otro lado, aunque el acto de culto sea esencialmente individual y privado, únicamente alcanzará su pleno desarrollo como acción y como virtud humana si es también vivido como acto público. Los motivos son sustancialmente los mismos que Tomás indicaba para justificar la necesidad del culto externo; y su fundamento último es la naturaleza relacional del hombre. Las manifestaciones principales de la dimensión externa y pública del culto son los tiempos y lugares sagrados, así como los diferentes ritos, entre los que destacan los ritos de iniciación, los ritos apotropaicos (para conseguir la protección de Dios), los ritos de purificación y los ritos de unión.

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c) Ateísmo, agnosticismo e idolatría § Los posibles comportamientos éticamente irracionales en el ámbito de la religión son tantos como las omisiones o negaciones de lo que ésta requiere positivamente con el fin de que madure en la propia interioridad el encuentro con Dios. Dos de estos comportamientos merecen, sin embargo, una especial atención, ya que contradicen la virtud de la religión en su totalidad: el ateísmo y la idolatría. Aunque tal vez sería más justo hablar de una doble implicación existencial de la negación de Dios, ya que —dicho con las conocidas palabras de Dostoievski— «el hombre no puede vivir sin arrodillarse… Si rechaza a Dios, se arrodilla delante de un ídolo de madera, de oro o simplemente imaginario. Todos éstos son idólatras, no ateos; idólatras es el término apropiado para designarlos». 1. El ateísmo es la negación , más o menos argumentada y explícita, de la existencia de Dios. En el origen de esta negación se encontraría muchas veces, según declaran sus protagonistas, la necesidad de «salvar al hombre», ya que la fe en la existencia de Dios es el impedimento más radical para la completa afirmación de la dignidad humana y para la realización de la vida buena: «el ateísmo es un humanismo» (J. P. Sartre). En realidad, la verdadera causa de este fenómeno y el auténtico fundamento de esta declaración es siempre un juicio gravemente erróneo acerca de la divinidad, el cual —a su vez— está causado no raras veces por el miedo, inspirado por la soberbia, a reconocer los propios errores. Por este último motivo, el ateísmo constituye en bastantes casos un pecado en sentido estricto: es decir, un rechazo voluntario del Bien por parte del hombre. En nuestros días el fenómeno del ateísmo se encuentra difundido sobre todo como agnosticismo, que es la actitud propia de quien, sin negar directamente la existencia de Dios o afirmando incluso la conveniencia de que la religión sea practicada, considera sin embargo que poco o nada podemos saber acerca de Él o del contenido de ésta última. No existirían razones convincentes para concluir que la vida carecería de significado, sería absurda y sin valor si Dios no existiese. Pero tampoco se pueden alegar razones que prueben lo contrario. Por ello mismo, el agnosticismo conduce normalmente a considerar válidas casi todas las concepciones de Dios (indiferentismo y sincretismo religioso) o a limitar drásticamente la influencia de las creencias religiosas sobre la vida individual o social (es el agnosticismo práctico y explícito de algunos intelectuales y la simple «religión de los no practicantes» de la gran masa). La sensatez de la actitud agnóstica, suelen argumentar sus defensores, recibiría una importante confirmación por parte de la experiencia misma. Basta observar, dicen, la incapacidad de las distintas religiones históricas para resolver los problemas cotidianos o los muchos males que han causado y causan todavía la intolerancia y el fanatismo religiosos. Aunque, por su parte, el ateísmo ha originado casi siempre un mar de violencia, sangre y lutos que demuestran cómo el presunto remedio es en realidad peor que la enfermedad. Lo mejor es, por tanto,

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poner entre paréntesis las afirmaciones demasiado dogmáticas y refugiarse en la actitud pragmática de quien va buscando la respuesta a los problemas conforme van surgiendo, sin pretender nunca que exista una verdad con valor absoluto. A un diagnóstico tan simplón de la Historia, sólo cabe responder rebatiendo —con el peligro de incurrir así en el mismo error— que ni esas religiones eran religiosas al ser fanáticas o intolerantes ni ese ateísmo que tantos lutos ha causado era muchas veces ateo, sino más bien un «razonable y pacífico» agnosticismo. 2. La idolatría, por su parte, consiste en el amor de un bien creado, finito, con el tipo de amor que es racional tener sólo hacia el Absoluto. Semejante comportamiento, decía antes, se verifica casi siempre en proporción al ateísmo. El anhelo de felicidad y, en el fondo, de Dios que está presente en el alma de cada hombre se mantiene normalmente activo durante toda la vida y, si no es saciado mediante una relación religiosa auténtica, acabará tarde o temprano por dar lugar a esta otra forma de «religión» degradada, éticamente irracional. Las realidades inmediatamente idolatradas por el sujeto pueden ser de muy diferente naturaleza: la razón, la libertad, la Naturaleza, el sexo, la técnica, etc. Sin embargo, dado que en la raíz de todo comportamiento éticamente irracional se encuentra la soberbia, la realidad que en último término se adora siempre es el «yo»: un determinado aspecto del «yo» individual o alguno de los varios tipos de «yo» colectivo que el sujeto puede constituir alienándose en la Nación, la Raza, la Naturaleza, etc. En este sentido, la forma de idolatría actualmente más difundida, que es la idolatría del dinero, se explica porque —para quien lo usa mal— es éste un medio polivalente para satisfacer los más variados caprichos del propio egoísmo, para lograr todas o casi todas aquellas cosas que piden la propia sensualidad y el propio orgullo. Se distinguen de la idolatría todas aquellas situaciones en las que se reconocen poderes sobrehumanos a algunos objetos (talismanes, amuletos, etc.), seres vivientes o personas (magos, videntes, etc.), pero no se les considera ni se les trata como al Absoluto mismo. En estos casos es más exacto hablar de superstición, de un intento de quitar a Dios parte de su soberanía absoluta. 2. LA SOLIDARIDAD ENTRE EL RECONOCIMIENTO DE DIOS Y EL RECONOCIMIENTO 2. DEL PRINCIPIO PERSONALISTA § La reverencia, el culto a Dios, es la primera implicación de la humildad, así como el mejor modo de emprender el camino que conduce a la felicidad; en este sentido, se nos presenta como el «principio» (principium) de la vida buena. Pero, además, recurriendo siempre al modo de expresarse de Tomás de Aquino, constituye también su «raíz» (radix). Una afirmación que, según creo, puede ser interpretada en un doble sentido: por un lado, podríamos decir que el árbol de la vida buena se nutre del reconocimiento práctico (del ser personal) de Dios; mien-

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tras que, por otro lado, deberíamos añadir que ese árbol está condenado a secarse si falta o muere su raíz. Esta tesis negativa será examinada con más detalle en el próximo número. Trataré ahora muy brevemente de la afirmación según la cual la vida buena se nutre del reconocimiento de Dios: nos bastará, en efecto, con recordar sumariamente algunas de nuestras reflexiones anteriores. § El deseo humano de beatitud, supuesto que sea posible satisfacerlo, únicamente podrá encontrar un objeto proporcionado en un bien infinito (en un Ideal) que habrá de ser conquistado mediante el propio conocimiento y amor (es un Ideal práctico). Ahora bien, cuando el razonamiento metafísico y antropológico es llevado hasta sus últimas conclusiones, se descubre que este Ideal práctico está solidariamente integrado por dos realidades: Dios, en primer lugar, y —de forma derivada— las personas humanas en cuanto imágenes suyas (es decir, en cuanto ordenadas al bien recíproco y, en último término, a Dios mismo). El razonamiento filosófico confirma así la validez y esclarece el significado preciso de los dos principios éticos fundamentales que emergen —de forma más o menos explícita— de la experiencia común: a saber, que el fin de nuestra vida es un «Algo» o un «Alguien» infinito y que, al mismo tiempo, está constituido por todas las personas, sin excepción. ¿Qué consecuencias concretas tendrá esta consideración de Dios como vértice del orden ético sobre la percepción que el sujeto tiene del principio personalista? Tanto de forma intuitiva como racionalmente verá en este principio un elemento integrante del Ideal práctico o —podemos añadir ahora— un acto religioso mediato o secundario mediante el cual se materializa existencialmente la propia creencia y amor de Dios. Dicho de manera más analítica. La persona que participe de esa visión de la realidad entenderá —ante todo— que su deseo de beatitud encuentra un «objeto» proporcionado sólo en Dios. Pero no en Dios considerado únicamente en sí mismo, sino también en cuanto presente en los demás hombres, que percibirá como «imágenes suyas» de una forma constitutiva y —en la medida en que éstos respetan/promueven a su vez el valor de persona del prójimo— de una forma también efectiva. Consciente entonces de que «ningún paso es más seguro hacia el amor de Dios cuanto el amor del hombre hacia el hombre», se empeñara seriamente por hacer del principio personalista el criterio-guía de todas sus acciones. Mientras que, negativamente, la certeza de que al rechazar el valor de persona de los demás hombres rechaza también a Dios le hará evitar la instrumentalización del prójimo como mal absoluto que es. Sin embargo, en toda esta materia es importante tener presente la siguiente puntualización. No serviría para nada una religión que fuese promovida o practicada únicamente por los servicios que presta a los valores personalistas en su dimensión puramente humana. Sobre todo porque cesaría de ser una religión auténtica, al

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abajar el valor supremo, incondicional y último de lo sacro a la condición de instrumento de otros valores que, aún siendo esenciales, son subordinados. Por lo demás, es muy probable que no exista ninguna otra actitud como ésta que se oponga tan frontalmente a la experiencia religiosa, a la actitud y vivencia del creyente. 3. LA SOLIDARIDAD ENTRE LA NEGACIÓN DE DIOS Y LA NEGACIÓN 3. DEL PRINCIPIO PERSONALISTA § ¿Es posible una Ética sin Dios? La respuesta a esta pregunta ha sido tradicionalmente considerada uno de los puntos cruciales de la Ética; con frecuencia, en la forma específica de una investigación acerca de las consecuencias éticas de la hipótesis «etsi Deus non daretur», que formuló por primera vez de manera explícita H. Grocio). Sin embargo, como señala certeramente A. Rodríguez Luño, esta pregunta no puede servir hoy como inicio de una reflexión clara, por el simple motivo de que uno de sus términos, «ética» precisamente, ha asumido un significado sumamente ambiguo. Actualmente, bajo la voz «ciencia Ética» se incluyen toda una serie de reflexiones que ciertamente se refieren de algún modo a la vida moral, pero que presentan divergencias demasiado grandes. Si por respetar los hechos, aceptásemos semejante ambigüedad, deberíamos llegar a la conclusión obvia de que sin Dios es posible desarrollar una reflexión que puede ser definida como ética. Pero esta afirmación, en realidad, no significa nada. La cuestión verdaderamente significativa es, más bien, ésta otra: ¿qué tipo de ética se obtiene si se excluye a Dios? Adoptando esta perspectiva, trataré ahora de justificar e ilustrar por qué una Ética sin Dios es, precisamente en virtud de esta exclusión, una Ética incapaz de fundamentar la racionalidad práctica del principio personalista. Como es evidente, no me refiero únicamente a la versión completa de ese principio, que es por definición incompatible con el pensamiento ateo, sino también a su versión incompleta, como mero ideal práctico de la vida humana: sólo cuando el hombre ve o entrevé en el amor a los demás hombres una ocasión para realizar la comunión con Dios, comprende y se siente suficientemente motivado para respetar y promover siempre su valor de personas, moviéndose en dirección opuesta al camino «cuesta abajo» de la soberbia. a) En la racionalidad práctica individual § La solidaridad entre la negación práctica de Dios y la negación práctica del principio personalista es prácticamente ineludible si consideramos las cosas desde el punto de vista estrictamente racional o filosófico. Excluido Dios como objeto de la acción y del amor humanos, la afirmación de que es siempre bueno (debido) actuar según este principio no puede ser justificada racionalmente.

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Y es que, como hemos recordado ya varias veces, si la persona humana posee una perfección o dignidad infinita, es sólo en virtud de su relación (esencial y efectiva) con Dios: en cuanto «imagen» de Dios. Por este motivo, el reconocimiento de que todo hombre posee una dignidad semejante carecerá de fundamento racional tanto en la hipótesis de un Universo sin Dios, como en la de un Dios que no sea Ideal práctico de la vida humana: inalcanzable para el hombre, relacionalmente inexistente. La perfección o dignidad metafísica del hombre será simplemente superior, muy superior si se quiere, a la de los otros seres que componen el universo, pero finita y conmensurable; y por eso mismo, en la esfera ética, habrá de ser valorado como un bien particularmente importante, pero finito, conmensurable con otros bienes y sustituible por otros individuos de su misma especie. Considerado las cosas en primera persona, a partir de estas conclusiones éticas de carácter teórico, la razón del sujeto llegará —debería llegar— a la convicción de que «mi libertad es elegir ser Dios», por decirlo con la gráfica expresión de J. P. Sartre. En un marco teórico semejante, en efecto, la afirmación de que todo hombre tiene un valor absoluto al cual debe siempre adecuarse el juicio práctico del «yo» para vivir bien y poder alcanzar la felicidad se presentará al sujeto como un a priori injustificado. Lo razonable será, por el contrario, que sea su juicio subjetivo (actuando como un dios) el que decida qué es lo éticamente racional, sin necesidad de sujetarse a ninguna verdad absoluta acerca del ser y el valor de los demás, sino considerando y valorando cada situación particular según criterios totalmente discrecionales, cuyo «centro de gravedad» será siempre el conjunto de emociones y sentimientos positivos o negativos que el «Yo» experimenta al relacionarse con el mundo. En realidad, una gran parte del pensamiento ateo juzga que estas conclusiones, típicamente utilitaristas, son insustituibles. Por esta razón, ha tratado de resolver el problema de la justificación de los derechos humanos como derechos absolutos en el ámbito socio-político (mediante soluciones de tipo contractualistas). Pero lo único que han conseguido, como veremos, es un simple traslado del problema a esta otra esfera, pues tampoco aquí —por idénticas razones— podrá resolverse. § La solidaridad entre el reconocimiento de Dios y la puesta en práctica del principio personalista se da en el pensamiento común y en la vida cotidiana de una forma —por así decirlo— menos radical que en el razonamiento estrictamente racional y típicamente filosófico. Es así porque nuestras elecciones no sólo obedecen a lo que nuestro razonamiento deduce ser un valor personalista, sino que otras muchas veces se adecuan a lo que se nos presenta como tal de una forma puramente intuitiva, esto es, de manera inmediata o no plenamente razonada. Existe efectivamente en el hombre una percepción espontánea (la «ley natural», a la que antes me refería) del valor absoluto de toda persona, la cual —como muestra la experiencia— es por sí misma suficiente para que muchos hombres se comporten de modo éticamente racional, al menos por un cierto tiempo y en situaciones no demasiado difíciles.

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Sin embargo, la capacidad que esta percepción intuitiva del principio personalista tiene para actuar como motivo determinante de las acciones humanas está destinada a desvanecerse tarde o temprano en el individuo cuya razón no se encuentre abierta a Dios, sobre todo ante las exigencias más duras de aquel principio. Al hombre no le bastan las respuestas parciales, no últimas, especialmente en materia ética: por su naturaleza, se siente empujado a buscar la Fuente de los valores. Cuando este movimiento se resuelve en una negación de Dios como Ideal práctico del hombre, sea en la forma de una conclusión negativa, sea porque el espíritu elude esta dinámica ascendente, la racionalidad del sujeto se encontrará en oposición (más o menos explícita) con lo que sólo en virtud de una vaga percepción entiende ser la verdad sobre el bien: la dignidad absoluta y el valor inconmensurable de toda persona. Y es, en verdad, muy difícil vivir por largo tiempo de acuerdo con un principio que se nos presenta con tales visos de irracionalidad. b) En el ámbito cultural § También el hecho de que el hombre sea un ser cultural contribuye notablemente a mitigar en la práctica el deterioro en las relaciones con el prójimo que en teoría se seguiría de la exclusión de Dios como Ideal práctico humano. Los valores personalistas vinculados a la religión mueren (morirían) en los individuos aislados mucho más rápidamente que en la cultura a la que pertenecen, y a través de ésta continúan por mucho tiempo ejerciendo sobre ellos un influjo práctico importante, aunque quizá de forma inconsciente. Pero, como es evidente, el contenido de la cultura es fruto de las convicciones y del comportamiento de los individuos que a ella pertenecen; por ello, cuando en su mayoría pierden el sentido religioso, será inevitable que después de un período más o menos largo de tiempo se produzca la «muerte cultural de Dios» y que se vaya desvaneciendo también el reconocimiento del valor absoluto de los valores personalistas puramente humanos. La inversión de esta dinámica será entonces igualmente lenta, y mientras tanto se exigirá de los individuos un esfuerzo supletorio —contra-cultural— al poner en práctica estos valores personalistas. § Releyendo la historia de los pueblos no es difícil encontrar abundantes ejemplos que confirman esta conclusión teórica: muchas de las crisis —a veces fatales— que han padecido las civilizaciones históricas, por no decir todas ellas, han sido precedidas por una profunda crisis religiosa. Pero no es necesario retroceder en el tiempo, sino que basta observar la civilización actual para encontrar un ejemplo elocuente. Se trata, como es sabido, de una civilización que se ha originado de la situación inmediatamente existente tras la II Guerra Mundial, de la memoria de los recientes y catastróficos acontecimientos. Se pensó entonces, justamente, que era necesario y muy urgente restablecer una cultura caracterizada

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por el acogimiento de algunos principios éticos absolutos. El fruto más maduro de este movimiento de opinión ha sido el reconocimiento por parte del Estado, en sede nacional e internacional, de los derechos humanos fundamentales. Sin embargo, en este mismo período de tiempo, y por motivos que no es fácil esclarecer (al menos para mí), se verificó un fuerte proceso de desacralización de las personas y de las culturas. Por consiguiente, el movimiento en defensa de los derechos humanos procedió al margen del problema religioso o, incluso, dejándolo intencionalmente de lado por razones pragmáticas de consenso (como, por ejemplo, en el caso de la declaración de derechos del hombre de la ONU). Hija de esta exclusión es la contradictoria cultura ética que caracteriza muchas de las civilizaciones más prósperas de nuestro tiempo y que tan acertadamente ha sido descrita y explicada por A. MacIntyre. Parafraseando algunas de sus ideas y ejemplos, podrían ilustrarse las consecuencias de haber desarraigado la cultura occidental de su referencia a la tradición religiosa cristiana, usando la siguiente comparación. Nuestra situación éticocultural es semejante a la que, en el orden científico, sería característica de una sociedad en la que, a causa de un grave cataclismo, las nuevas generaciones conservasen sólo algunos fragmentos de la ciencia positiva desarrollada en los siglos precedentes. Los miembros de esa hipotética sociedad custodian la descripción de algunos experimentos realizados en el pasado, pero desconocen el contexto teórico que les daba sentido. Conservan, asimismo, la descripción de algunas partes de las teorías científicas formuladas por sus antepasados, pero desligadas de las otras partes que las completan. En las bibliotecas se custodian medios capítulos y páginas aisladas de algunos libros y artículos científicos. Etc. Pues bien, en una comunidad científica con estas características, los sabios utilizarían expresiones como «neutrón», «masa» y «gravedad» con una significación y estableciendo unas conexiones que se asemejarían bastante a las de épocas anteriores. Pero muchos de los conocimientos que estas expresiones presuponen y expresan se habrían perdido, y por eso su explicación y aplicación por parte de los científicos sería con frecuencia incompleta o claramente errónea. Además, abundarían las proposiciones que ellos, con gran sorpresa nuestra, considerarían como alternativas y a favor de las cuales no se podría aducir ningún argumento definitivo: serían totalmente opinables. Al igual que ocurre en la situación descrita en este ejemplo, no pocos de los principios éticos que el hombre actual acepta y aplica, así como la forma en que expresa los deberes y derechos humanos consiguientes, son conformes a los cánones clásicos y cristianos, sobre todo en su formulación más abstracta y universal. Sin embargo, con mucha frecuencia —demasiada— el hombre de nuestros días no es capaz de percibir la singular relación de estos principios con el Ideal práctico y el significado completo y preciso que asumían al encontrarse insertados en esa tradición cultural clásico-cristiana. Lo que posee son sólo algunos fragmentos aislados de esta tradición, algunos de sus esquemas conceptuales,

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usos y costumbres, y no pueden entender el sentido de muchas de las ejemplificaciones contenidas en las grandes obras literarias o en las obras maestras de la pintura y de la música, o encarnadas en la vida de ciertos personajes ilustres, etc. Por este motivo, la comprensión que el hombre actual tiene de los principios éticos fundamentales, y de los deberes y derechos humanos consiguientes, es en realidad muy pobre y no raramente errónea. Además, le sucede continuamente que no sabe cómo aplicarlos, pues se le presentan como contradictorios (cuando, en realidad, esta contradicción no puede darse: es impensable un auténtico derecho humano que viole el derecho de otro u otros hombres); de hecho, el relativismo ético tan difundido hoy es con frecuencia hijo de estas incompresiones y dificultades prácticas. En fin, el desconocimiento de la última y más profunda justificación de los derechos humanos actúa como un impedimento grave para superar las eventuales dificultades para su puesta en práctica, y por esta razón en muchas sociedades se acaba viviendo y legislando según una ética del bienestar (individualista, utilitarista).

1. «Humilitas essentialiter in appetitu consistit secundum quod aliquis refrenat impetum animi sui, ne inordinate tendat in magna, sed regulam habet in cognitione, ut scilicet aliquis non se existimet supra id quod est. Et utriusque principium et radix est reverentia quam quis habet ad Deum» (Summa theologiae II-II, 161, 6, c.; la cursiva es mía).

4. Ética relacional (II): 1. la comunión del hombre con el prójimo: 1. realizar el bien común de las diversas sociedades

§ El progreso en la vida buena que la humildad natural contiene de forma germinal exige que la atención del sujeto se dirija en segundo lugar hacia el prójimo, buscando —como sabemos— realizar el bien común a él mismo y a las personas implicadas en su actuación de la forma concretamente prevista por el principio personalista. El examen de las implicaciones sociales de este principio, comenzando en este capítulo por las más universales, constituirá el argumento de nuestra reflexión hasta el final de estas páginas. A lo largo de toda la exposición, el razonamiento sobre el deber-ser de las relaciones sociales se basará en la formulación del principio personalista que es aceptada tanto por quien ve en el hombre una imagen de Dios, como por quien no percibe explícitamente esa verdad. El primero juzgará, con toda razón, que esta versión del principio personalista silencia la referencia a su justificación última. Y, también con toda razón, considerará incompletas las conclusiones que se obtienen, sobre todo porque nada nos dirán del deber más fundamental del hombre hacia su prójimo: ayudarlo a conocer a Dios, y contribuir a que lo ame. Pero, por lo demás, hará suyas todas las conclusiones que se deducen de esta versión más insegura e incompleta del principio personalista: las entenderá como expresiones auténticas del deber-ser de las relaciones sociales. Por consiguiente, una vez hechas estas advertencias, será perfectamente lícito desarrollar la reflexión social —como será nuestro caso— a partir de esa formulación más pobre del principio personalista. Pero, ¿por qué hacerlo? Porque esta elección —siempre, insisto, que no perdamos de vista sus límites— suele ser «dialécticamente» la más oportuna. Ante todo, porque razonando de este modo se podrá conseguir de muchos no creyentes —interlocutores habituales del filósofo— un progreso real en la vida buena, e incluso su acercamiento a una situación existencial en la que podrán percibir más fácilmente su vocación a realizar Ideal práctico. Además, porque la verdad expresada por la versión más pobre de ese principio es con frecuencia la única que nos permite hoy en día iniciar el diálogo

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con los otros miembros de nuestras sociedades, llegar a un acuerdo con ellos y colaborar en los diferentes proyectos comunes. Dicho de forma aún más sintética: esta elección metodológica nos lleva a razonar de una forma que será con frecuencia la más adecuada para hacer que las relaciones sociales se dirijan hacia la realización del auténtico bien común de las personas afectadas; y ésta es —como veíamos en una capítulo anterior— la primera y la más universal de las exigencias sociales que se derivan del principio personalista (en cualquiera de sus versiones). Por eso, antes de cualquier otra cosa, será útil recordar brevemente lo que entonces decíamos y profundizar algo más en sus implicaciones inmediatas. 1. LA VIDA BUENA COMO REALIZACIÓN DEL BIEN COMÚN: 1. LA SOCIABILIDAD NATURAL DEL HOMBRE § Casi todas las concepciones éticas que la Historia ha conocido, a pesar de sus divergencias en otros puntos, han reconocido que el bien humano es un bien de índole social o común y —en este sentido— que el hombre mismo es un ser social: caracterizado, naturalmente, por la sociabilidad. Este reconocimiento general responde a un dato palmario y, por ello, difícilmente cuestionable. Se trata de la «circunstancia de la justicia» (por decirlo con la terminología de J. Rawls), consistente en el hecho de que la cooperación y la ayuda entre los hombres permite que cada uno de ellos conduzca una vida mucho mejor (más buena) que cualquier otra de las que podría vivir si contase únicamente con la propia actividad, sin establecer ningún tipo colaboración con sus congéneres. Este acuerdo entre las diferentes concepciones éticas es, sin embargo, de naturaleza demasiado genérica, y por eso da paso a un profundo desacuerdo en cuanto se les interroga acerca de la naturaleza concreta de este bien social o común y —por tanto— sobre el significado preciso de la sociabilidad natural del hombre. Así, a juicio de la filosofía hoy en día más influyente en la opinión pública, de índole utilitarista y —en el fondo— individualista (no auténticamente altruista), la interdependencia ética entre los hombres, la necesidad que unos tienen de los otros para poder vivir bien, se referiría únicamente al orden de los medios. Sería, sí, absolutamente necesario establecer una cierta colaboración entre los individuos, por ejemplo en el ámbito de la producción y distribución de alimentos, para la construcción de viviendas, para facilitar su desplazamiento de un lugar a otro, para obtener un buen desarrollo cultural, etc. (se afirma la sociabilidad del hombre en el orden de los medios que conducen a su fin o bien propio); pero el objetivo que deben perseguir todas estas relaciones de colaboración es que cada individuo en particular logre satisfacer una serie de necesidades y deseos que son estrictamente suyos: alimentarse, vivir en una casa confortable, viajar, etc. (la sociabilidad del hombre no se refiere a su fin o bien propio considerado en sí mismo).

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En verdad, el pensamiento ético clásico y cristiano ha sostenido a este respecto una tesis que parecería muy semejante. También en esta doctrina se afirma que la tesis de la sociabilidad natural del hombre se funda, en primer lugar, sobre la necesidad que éste tiene de establecer numerosas relaciones con el prójimo para conseguir todos aquellos medios que le permitirán realizar su bien propio. Tomás de Aquino, por ejemplo, escribe que si faltasen tales relaciones, el individuo humano no podría satisfacer sus necesidades físicas más elementales ni —en un nivel más profundo— perfeccionar la propia racionalidad para «ser capaz de descubrir cada una de las cosas de las que tiene menester la existencia humana». Todos estos hechos, concluye, explican por qué «es tan propio del ser humano poder servirse del lenguaje»: en efecto, el haber desarrollado este refinado instrumento le permite ser «más comunicativo que cualquier otro animal gregario, como la grulla, la hormiga y la abeja» (cf. De regno I, 1). § Sin embargo, como permite intuir esta última afirmación de Tomás, todas estas relaciones de ayuda recíproca, en el fondo «individualistas», son para el pensamiento ético clásico un elemento más, ni siquiera el más importante, de los que justifican la afirmación de que el hombre es un ser social, naturalmente inclinado a la vida en sociedad. En efecto, como escribe Aristóteles, «ellos [los hombres], aun cuando no tengan necesidad de la ayuda recíproca, desean lo mismo vivir juntos» (Política III, 6). Y todavía es más claro el comentario de Tomás de Aquino: aunque «la existencia asociada, como la que tiene lugar en el ámbito político, es fuente de enormes ventajas (utilitas)», los hombres, «en virtud de su naturaleza social o política, son proclives a vivir juntos y no aislados, incluso en el supuesto de que uno no tuviese necesidad del otro para obtener esas ventajas sociales» (In III Pol., 5). ¿Qué significa exactamente esta curiosa afirmación? Significa que, según la doctrina ética clásica y cristiana, el bien humano no sólo es un bien social o común porque implica la necesidad instrumental de los otros hombres (como «seres con los que el sujeto ha de colaborar para conseguir su bien»), sino que además, y de manera principal, es un bien social o común en sí mismo, puesto que el vivir bien (felizmente) de cada individuo humano consiste siempre en un vivir bien en comunión con los demás hombres: no es nunca una mera realización de su bien individual, sino —en todo caso— de «nuestro bien». Apreciación justa, por inverosímil que pueda resultar para la mentalidad contemporánea. Así como es acertada, y del todo exacta, la definición del sujeto de ese bien común, el hombre, como un «animal político o social», formulada come se sabe por Aristóteles; o su descripción como «ser de naturaleza social», que tantas veces encontramos en los escritos de Tomás de Aquino. Se trata, efectivamente, de una verdadera y cabal definición del ser humano, que se refiere inequívocamente a él, a su capacidad natural de establecer relaciones de amistad con los demás («homo homini naturaliter amicus»: Summa theologiae II-II, 114, 1, ad 2), buscando y disfrutando del bien de éstos como si del propio bien se tratase.

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Mientras que de los otros animales —«como la grulla, la hormiga o la abeja»— no es correcto decir, hablando con rigor, que su bien sea común y —por tanto— que sean animales políticos o que su naturaleza sea social. § De esta concepción fuerte del bien común y de la sociabilidad natural del hombre se hace eco, como ya vimos, el principio personalista, según el cual una persona vive bien (alcanza la felicidad) en la medida en que respeta y promueve el valor de persona de los demás, preocupándose de su felicidad (bien) como si de la propia felicidad (bien) se tratase. Si examinamos con atención el bien humano descrito por este principio, descubriremos que se trata efectivamente de un bien social o común en un doble sentido: — En sentido activo: «mi bien es que tú realices tu bien». Según el principio personalista, el sujeto ético logra el propio perfeccionamiento (felicidad) en la medida en que respeta y, en lo posible, promueve el valor de persona de los demás. Cuando el bien común es considerado desde este punto de vista, se nos manifiesta como una categoría constituida por el conjunto de los deberes humanos del sujeto ético. — En sentido pasivo: «tu bien es que yo realice mi bien». Siempre según el principio personalista, resulta efectivamente que la perfección (felicidad) de los demás depende, a su vez, de que con su comportamiento respeten y, en lo posible, promuevan el valor de persona del sujeto. Desde este otro punto de vista, el bien común se encuentra integrado por el conjunto de los derechos humanos del sujeto ético. Por esta razón, indagar la naturaleza concreta del bien de la persona humana significa empeñarse en individuar los deberes y derechos humanos que integran su bien común. * * * No sería justo acabar esta reflexión sin notar antes que es éste uno de los puntos en los que más claramente se manifiestan los límites de una fundamentación puramente horizontal de la vida buena: del ideal de la beatitud entendida como ideal práctico, como realización del principio personalista en su versión más pobre e incompleta. Aunque es del todo cierto que nada nos consuela tanto en esta vida como el amor correspondido de los buenos amigos, es igualmente incuestionable —continúa S. Agustín, con palabras que ya antes mencionábamos— que «cuantos más amigos tenemos en todos los lugares, tanto más tememos que sufran alguno de los males de este mundo. Nos preocupamos, en efecto, de que puedan padecer el hambre, la guerra, las enfermedades, la cárcel, y que sientan por estas causas dolores que ni siquiera podemos imaginar; o tememos, y esta posibilidad nos hace sufrir aún más, que se conviertan en personas pérfidas, malvadas e inicuas» (De civitate Dei XIX, 8). En efecto, la felicidad de quien se mue-

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ve en el horizonte restringido del ideal práctico será siempre, por intenso que sea el esfuerzo personal por vivir bien, un resultando contingente: las personas que él ama podrían sufrir todo tipo de infortunios, alejarse del camino de la vida buena y conducir una existencia desgraciada o —en fin— no corresponder a su amor, que se vería por ello mismo frustrado (amor requiritur mutua amatio). Sólo si el objeto último del propio amor es en todo caso Dios, también cuando amamos al prójimo, será posible alcanzar siempre la beatitud como consecuencia del comportamiento personal bueno, por muchas y muy graves que sean las dificultades causadas por la fatalidad, por la actuación malvada de los demás o por su falta de correspondencia al propio amor. 2. EL CONTENIDO ESENCIAL DEL BIEN COMÚN: PUNTO DE VISTA 2. DE LOS DEBERES HUMANOS Con el fin de individuar cuáles son concretamente los deberes implícitos en el principio personalista, nuestra atención ha de dirigirse hacia la existencia y hacia los existentes, y en particular hacia el ser humano, cuyo valor de persona debe ser respetado y, en la medida de lo posible, promovido. Pues bien, aun limitándonos a considerar estrictamente lo que es esencial o natural en el hombre: su condición de sujeto libre (dotado de razón y voluntad) y corpóreo (las diferentes dimensiones de su ser corporal esencialmente unidas a esas potencias espirituales), se obtienen ya una serie de principios prácticos muy ricos de indicaciones existenciales y que en su conjunto componen la ley natural en sentido amplio. a) Los deberes fundamentales del hombre § La lista de estos deberes fundamentales o naturales del hombre hacia sus congéneres, podría condensarse en un primer momento mediante los tres principios siguientes: 1. El deber de respetar la libertad de los demás: «si no podemos hacer el bien más que desistiendo de hacer el mal, esta actitud respetuosa es como el inicio, la infancia de la caridad divina por la que se ama al prójimo»: S. Agustín, De moribus I, 26, 50). La libertad constituye el primer fundamento del valor de persona del prójimo: sin ella, éste no tendría ninguna dignidad, ninguna posibilidad de vivir bien y de ser feliz. Por eso la libertad del prójimo debe, en principio, ser respetada: «el primer paso hacia el “tú” es un movimiento que “retira las manos” y deja libre el espacio necesario para que la persona pueda ser fin para sí misma. Constituye la primera manifestación operativa de la “justicia” y la base de todo “amor”. Así pues, el amor personal no comienza con un movimiento que se dirige hacia el otro, sino con uno que se aparta» (R. Guardini).

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Esta presunción a favor del respeto de la libertad de los demás admite —naturalmente— algunas excepciones. Para obtener a este respecto conclusiones más precisas será necesario distinguir, como mínimo, los supuestos en que se da el buen ejercicio de la libertad de aquellos otros en los que ésta se ejerce mal. Obtendremos así los dos principios siguientes: a) Principio del respeto del buen ejercicio libertad. Establece este principio una fuerte presunción acerca de la irracionalidad ética de las acciones que causan interferencias considerables en el proceso de autodeterminación de los demás, cuando éste se dirige objetivamente al respeto o promoción del valor de persona del prójimo. Incluso si estas acciones se llevan a cabo con la mejor de las intenciones, buscando «mejorar» los resultados que el sujeto obtendría por sí solo. La realización de la vida buena, siendo como es una cuestión de amor, exige ser entendida por el sujeto como buena y elegida por él en cuanto tal, no por otros motivos. Cuando, por el contrario, se lo fuerza de algún modo a hacer el bien, la única cosa que se obtiene en la mayor parte de los casos es una conformidad puramente externa con la verdad sobre el bien, que no hará buena la acción ni feliz al sujeto que la realiza («en efecto, nadie es feliz involuntariamente»: Aristóteles, Ética Nicomáquea III, 5). Dicho de manera todavía más sintética: «ninguno puede querer en lugar mío. Ninguno puede [en la esfera ética] sustituir mi acto voluntario con el suyo. […] En mis actos debo ser independiente. Sobre este principio se fundamenta toda la coexistencia humana; y a este principio se remiten las verdades sobre la educación y la cultura» (K. Wojtyla) En algunos casos, que habrán de ser justificados de forma concluyente, el deber de respetar el buen ejercicio de la libertad puede suspenderse (por parte de la autoridad legítima) en favor del bien común de alguna de las sociedades a las que el sujeto pertenece. Sin embargo, existe un límite que deberá ser siempre respetado: nunca será justo adoptar medidas que le impidan a alguien vivir bien o conseguirlo sólo a costa de un esfuerzo heroico, extraordinariamente gravoso. Quienquiera que rechace (odie) de este modo a un hombre, aunque lo haga supuestamente buscando el bien de muchos otros, rechaza en realidad a todo hombre, porque idéntico, inconmensurable e insustituible es el valor de toda persona. b) Principio de tolerancia. Según este principio, el deber de respetar la libertad de los demás, no interfiriendo en su desenvolvimiento, puede ser también válido cuando las decisiones de éstos se nos presentan como previsiblemente o efectivamente malas o injustas, esto es, contrarias a la dignidad o valor de persona del prójimo. Concurren a la justificación de este deber de tolerancia algunos motivos de orden teórico, junto con otros que son fruto principalmente de la experiencia histórica. Veamos los más importantes:

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— La razón esencial del deber humano de ser tolerantes es la misma que justifica el deber de respetar el buen ejercicio de la libertad por parte de los demás. En efecto, si privásemos a nuestro prójimo de la posibilidad de ejercitar su libertad de manera éticamente irracional (vigilando y controlando todas sus acciones), eliminaríamos también su posibilidad de autodeterminarse a vivir bien o —en el mejor de los casos— la restringiríamos muy notablemente. — Por otro lado, este margen de tolerancia deberá ser bastante amplio. De otra forma, se acabará incurriendo, fácilmente, en el error de «ideologizar» la vida buena: exigiendo, sin más fundamento real que la propia opinión, determinados comportamientos como si fuesen los únicos moralmente buenos o prohibiendo otros que se juzgan de manera equivocada moralmente malos. La vida buena es, en realidad, un camino amplio que puede ser recorrido de muy diferentes formas, y es francamente difícil determinar «desde fuera del sujeto» cuál es la mejor de ellas, sobre todo cuando el que juzga no está unido a él por lazos de amistad. — En fin, el principio de tolerancia se justifica, y habrá de aplicarse generosamente, porque de lo contrario se correría el peligro de generar graves conflictos dentro de las diversas sociedades, haciendo así muy difícil para todos sus miembros el vivir bien. Indicaciones más precisas sobre los límites razonables de la tolerancia se habrán de obtener atendiendo —como nosotros haremos dentro de poco— al específico sistema de relaciones sociales dentro del cual actúan los sujetos: familiar, profesional, político, etc.; o bien, considerando la naturaleza peculiar de las medidas que serán adoptadas en cada caso para conminar al bien o disuadir del mal: el premio, la amonestación, un leve castigo, una multa, la cárcel, etc.; y del mismo modo, muchos otros factores que, en éste como en otros ámbitos, hacen imprescindible el juicio prudencial. 2. El deber de promover el buen ejercicio de la libertad de los demás: «contra el hombre se puede pecar de dos maneras: de una —como acabamos de ver— cuando se le ofende, y de otra cuando, pudiendo, no se le ayuda» (S. Agustín, De moribus I, 26, 50). Este deber positivo es, en efecto, un auténtico deber de justicia, por mucho que haya sido olvidado en nuestros días a causa del minimalismo ético característico de muchas posiciones de la filosofía moderna y contemporánea (¿qué ha sido de la fraternité, el tercer elemento de la terna revolucionaria?). Si la libertad (como potencialidad) es el fundamento del valor de persona que constitutivamente posee todo hombre, su buen ejercicio es precisamente lo que va haciendo efectivo, actual ese valor. Por eso, amar el valor de persona del prójimo significa no sólo respetar su libertad, sino también contribuir a que «subsista y se desarrolle, preocupándose por su realización personal como de una cosa propia» (R. Guardini).

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Así pues, toda persona, «pudiendo», es decir, en la medida de sus posibilidades (sin descuidar el también agustiniano «ordo amoris» al que dentro de poco me referiré), debería ir más allá del simple respeto y ayudar a los demás hombres a adquirir el conocimiento y la virtud (amor habitual) que son precisos para la vida buena. La ayuda que más directamente contribuye a conseguir estos bienes es la educación ética; ayudas indirectas —aunque, algunas veces, se dirigen a resolver necesidades también primarias de la libertad— son las que indico a continuación. 3. En la medida en que se debe respetar (tolerar) o promover la libertad de los demás hombres, se deberá también respetar o promover todo aquello que hace posible el efectivo ejercicio de esta capacidad. Si hasta aquí hemos considerado al ser humano en cuanto ser libre que se relaciona con otros seres libres, ahora, porque así lo exige la verdad completa sobre su ser, lo consideraremos como «libertad encarnada» que se relaciona con otras «libertades encarnadas». Se trata, en otras palabras, de tener en cuenta que el trato y la comunicación del sujeto con la libertad de los demás transita necesariamente y se encuentra siempre condicionada (positiva o negativamente) por las realidades materiales y —en particular— por las varias dimensiones de la corporeidad propia y del prójimo. Esta «circunstancia de la justicia» nos exige considerar un incalculable de factores, como la edad de los sujetos, su sexo, su peculiar formación cultural y sus gustos, la salud de que disfrutan, sus condiciones psíquicas habituales o momentáneas, etc. Todas ellas, como es evidente, son decisivas a la hora de individuar el contenido preciso y la modalidad de ejercicio de los deberes de respeto y promoción que acabo de enunciar. b) La determinación ulterior de los deberes fundamentales del hombre b) atendiendo a su corporeidad § Con esta última consideración, surgida de la condición corporal del ser humano, nos introducimos en una cuestión muy importante que —con terminología de R. Spaemann— podríamos llamar «el segundo momento de la ley natural»; segundo porque el primero y más fundamental de los elementos constitutivos de esa ley es la libertad humana en su natural ordenación al respeto y promoción de la igual libertad del prójimo. Su examen completo exigiría introducir aquí un inciso tan extenso como innecesario en un estudio introductorio; trataré, por eso, de explicar lo que me parece más esencial, aunque esta solución de compromiso conlleve el riesgo de operar una simplificación excesiva. El «yo» humano, como es manifiesto, no puede poner en práctica su voluntad de respeto y promoción de la vida buena de los demás hombres más que recurriendo a algunos intermediarios materiales (imágenes, sonidos, sabores, etc.) y —en particular— valiéndose de la corporalidad propia y del prójimo. Así, por ejemplo, con el fin de comunicar a los demás nuestra alegría y aprobación ante su comportamiento nos servimos de la sonrisa; mientras que para expresar lo contra-

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rio adoptamos el rictus típico de la persona enojada. Pues bien, la cuestión importante es la siguiente: el significado y la trascendencia de estos y otros actos de comunicación corporales ¿es siempre, desde el punto de vista ético, algo puramente convencional?; ¿puede la libertad individual o una determinada cultura conferir a los comportamientos corporales significados diferentes según los lugares y tiempos, sin violar por ello las exigencias de la racionalidad ética? En muchos ocasiones, los individuos y las culturas pueden efectivamente adjudicar a determinadas acciones físicas sentidos o significados diferentes, o incluso contrarios, sin que esta diversidad implique un modo de obrar éticamente irracional; es más, con frecuencia esta variedad es un fenómeno positivo, una manifestación de la riqueza del bien moral que ninguna manifestación física concreta puede agotar. Son ejemplos de este pluralismo positivo la variedad lenguas o de maneras de vestir, las distintas formas de expresión artística, los modales que son considerados correctos en los varios lugares y tiempos, etc. No faltan, sin embargo, determinados hechos y comportamientos corporales cuyo significado «natural», el que poseen por sí mismos de manera evidente y originaria (antes de que la libertad humana les asigne uno u otro significado), debe ser asumido por los individuos y por las culturas a la hora de actuar el respeto y promoción del valor de persona del prójimo; por el contrario, el rechazo total o parcial de ese significado «natural» será siempre éticamente irracional. Algunos ejemplos de hechos y comportamientos que tienen estas características son los siguientes: — Será siempre bueno reconocer un hombre, una persona, en todos nuestros congéneres biológicos: la vida biológicamente humana significa siempre personalidad humana, independientemente de su desarrollo embrional, edad, raza, etc. — El significado o sentido esencial del lenguaje es la transmisión de la verdad, a no ser que se advierta expresamente lo contrario o el mismo contexto lo haga entender (como sucede en el teatro o en el cine, en la guerra, etc.). — La unión sexual entre varón y mujer debe ser manifestativa de un amor interpersonal sin reservas (el amor conyugal) y ha de ser inseparablemente procreativo («inseparable» por la libertad humana: puede, sin embargo, separarlo la Naturaleza misma, como ocurre en los períodos estériles de la mujer o en la vejez). Sobre este punto volveremos más adelante. — En fin, por poner un ejemplo más, el sistema biológico familiar (matrimonial) está llamado por naturaleza a ser el principal sujeto responsable en la procreación y educación de los hijos. Por el contrario, el rechazo del sentido natural de estos hechos y comportamientos por parte del sujeto individual, o por la cultura específica de un tiempo y lugar, constituirá siempre un comportamiento éticamente irracional.

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§ ¿Cómo podemos distinguir este tipo de fenómenos de aquéllos otros cuyo significado es dejado por la ética al libre acuerdo entre los hombres? Ante todo, porque muchas veces no sólo ese sentido «natural» es objeto de una percepción inmediata, espontánea por parte del hombre común, sino también la obligación de secundarlo (son preceptos de la ley natural en sentido estricto); o, en otros casos, porque este deber ha quedado fijado en el desarrollo histórico y espontáneo (no reflexivo) de la conciencia ética de la Humanidad. Pero a estos métodos de reconocimiento, cuya importancia es grande, se añade otro más estrictamente discursivo y filosófico. Se tratará de averiguar si la adhesión de la libertad humana a ese significado natural es, por así decirlo, algo intrínseco a los deberes de respeto y promoción del valor de persona de los demás. Esta inmanencia se nos manifiesta pos dos vías distintas. Positivamente, porque nos encontramos ante un fenómeno cuyo significado inmediato, tal y como se encuentra en la Naturaleza, aparece muy idóneo —incluso desde el punto de vista estético— para actuar una determinada forma de respeto y promoción del prójimo. No cabe duda, por ejemplo, de que la relación conyugal entre el varón y la mujer es una genial forma de complementariedad recíproca (física, afectiva y espiritual) «inventada por la Naturaleza». Todavía más segura es, muchas veces, la individuación de estos fenómenos y significados naturales que han de ser asumidos por la libertad, siguiendo un criterio negativo. Puede efectivamente comprobarse con relativa facilidad cómo la disociación de los deberes de respeto y promoción del valor de persona de unas determinadas condiciones materiales para su actuación vacía los primeros de su contenido y —a la larga— nos conduce al relativismo y al arbitrio éticos más absolutos. Son, en este sentido, «condiciones-límite de la conservación de la identidad humana» (M. Rhonheimer). Trataré de ilustrar esta idea con un ejemplo. Si no aceptásemos que el hecho «individuo vivo, fruto de la concepción humana» significa siempre «persona humana», vaciaríamos totalmente de contenido los deberes de respeto y promoción de la libertad del prójimo. En efecto, la determinación de si alguien es o no «prójimo» quedaría en manos del sujeto individual o de quien ejercita el poder en la sociedad (la mayoría electoral): dependería de las ulteriores condiciones —necesariamente discutibles, arbitrarias— que éstos consideren oportuno exigir del «individuo vivo, fruto de la concepción humana» para que sea persona. 3. EL CONTENIDO ESENCIAL DEL BIEN COMÚN: PUNTO DE VISTA 3. DE LOS DERECHOS HUMANOS a) Los derechos fundamentales del hombre § En época moderna, los deberes fundamentales del hombre descritos en el numero precedente han sido compilados, junto con muchos otros deberes de me-

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nor importancia, en la forma de «listas de derechos del hombre», entre las que destaca la «Declaración de derechos del hombre» promulgada por la ONU en 1948. En efecto, el derecho a la vida, el derecho a fundar una familia, los derechos a las diferentes libertades, etc., por un lado, y los correlativos deberes de respetar y promover estos bienes en los demás, por otro, son simplemente las dos caras de una misma realidad ética. Así las cosas, para la justificación y determinación de cuáles son los derechos fundamentales del hombre podemos remitirnos a cuanto acabamos de estudiar. Pero, ¿significa esto que los deberes humanos son algo que precede a los derechos correlativos, no temporalmente, sino en cuanto a su fundamentación? Sí, y es éste un punto que tiene mucha más importancia de lo que pudiera parecer a primera vista. No es improbable que, de entrada, nos sintamos inclinados a responder que la primacía corresponde a los derechos humanos: «yo tengo derecho a…, y por tanto tú debes…», pensando quizá que sólo mediante la afirmación directa de estos derechos puede quedar suficientemente salvaguardado su valor absoluto y universal. Pero, en realidad, no es así; aún más, estos derechos fundamentales pierden su carácter absoluto y universal precisamente cuando no se acepta su derivación de los correlativos deberes precedentes. § A decir verdad, el hecho primario en la fundamentación de los derechos humanos no son los deberes correlativos, sino la dignidad (perfección) inconmensurable que todo hombre posee relacionalmente y de la que participan —en mayor o menor grado— todas las dimensiones de su ser que hacen posible o integran el buen ejercicio de la libertad: por ejemplo, la vida, la salud, la inclinación a establecer vínculos afectivos, el trabajo, etc. Pero esta consideración aislada no nos permite todavía afirmar que el hombre sea sujeto de derecho alguno. La existencia de los derechos humanos presupone algo más: el «ponerse-enrelación» (potencial o efectivamente) de la persona con la libertad de otras personas. Por este motivo, cuando consideramos al hombre exclusivamente en su relación con otros seres no personales, y por tanto no libres, como por ejemplo los animales, juzgamos —con razón— que éste no posee ningún derecho. Ante estos seres no libres, como por ejemplo un tigre furioso, el hombre conservará sin duda su dignidad inconmensurable, de la cual participa, entre otras dimensiones de su ser, su vida (en cuanto substrato físico de su libertad); además, el hombre en cuestión tendrá probablemente un gran interés en continuar viviendo; y, en fin, tal vez disponga de algunos medios con los que defenderse de esa bestia. Pero ninguno de estos elementos le da a la persona un derecho a la vida ante el tigre: en relación a éste u otros animales, así como en relación a un rayo caído del cielo o a un alud que se desprende de la montaña, el hombre posee su dignidad de persona, su vida, su interés y medios para conservarla… y nada más. ¿Cuál es, pues, la realidad nueva que surge de este «ponerse-en-relación» de la persona con otros seres libres? Los deberes humanos. Todo hombre, en virtud

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de su dignidad de persona, se «pone» ante la actividad libre de los demás hombres como un valor absoluto, como un bien que ellos deberán absolutamente promover o, al menos, respetar para poder alcanzar la beatitud. Es en este momento, «una vez constituidos los deberes humanos» por hablar temporalmente, cuando se puede afirmar la existencia de los derechos humanos. Éstos vienen, por tanto, «después», son la «otra cara de la misma moneda» o, por decirlo de manera precisa, el término (ad quem) de una relación (relatio) consistente en el ser «objeto» potencial o efectivo de un cierto deber humano (término a quo). El derecho a la vida, por continuar con el ejemplo anterior, presupone que el sujeto de tal derecho está vivo y también que este acto de vivir participa de su dignidad de persona porque le permite el buen ejercicio de su libertad (cosa que no sucedería, por ejemplo, en la exacta medida en que lo estuviese usando para cometer un homicidio). Sin embargo, que el continuar viviendo sea un derecho de ese sujeto significa específicamente que todos los demás hombres están obligados a promover su vida o, al menos, a respetarla. Aunque tal vez tengan la posibilidad de quitársela, se encuentran constreñidos a no hacerlo —a diferencia de los animales— porque «se juegan la beatitud». § Si todo esto se negase, si los derechos fundamentales del hombre no fuesen referidos a algunos deberes precedentes, los «derechos» de los que se hablaría serían en el mejor de los casos simples hechos empíricos, es decir, un conjunto de posibilidades efectivas de hacer o no hacer que el sujeto posee en virtud de su poder personal (riqueza, fuerza, etc.) o porque le han sido concedidas por el ordenamiento jurídico vigente. Pero cuando esta situación de hecho no se dé, cuando el sujeto no tenga ese poder personal ni el ordenamiento jurídico le reconozca sus pretensiones, ¿cómo podrá argumentar a favor de sus «derechos» con el fin de cambiar la situación de impotencia en la que se encuentra y que quizá considera gravemente injusta?; ¿qué significado racional, capaz de involucrar y motivar la libertad de los demás, podrá dar a su afirmación: «yo tengo derecho a…, y por tanto vosotros debéis…»? Ninguno, parecería. Más exactamente: siempre que al afirmar los derechos humanos se excluye (explícita o implícitamente) su derivación de otros deberes precedentes, en línea con la idea popular y entusiasmante de que hombres y mujeres tienen derecho al más amplio sistema de libertades de todo tipo, se opera una menoscabo tal en la noción misma de los derechos humanos que —como ha señalado R. Dworkin— éstos se reducen a un mero «estar interesados en…», a un «querer…». Un modo de argumentar típicamente infantil («¡lo quiero!»), al que en una discusión racional se le reconocerá justamente muy poco peso. b) La actitud ante la naturaleza no humana: la cuestión ecológica § La determinación objetiva del orden ideal de la vida buena nos había conducido páginas atrás a la conclusión de que deben amarse todas las cosas, sin ex-

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cluir ninguna, ya que todas ellas participan del ser y constituyen una ocasión de enriquecimiento (felicidad) para el hombre. Pues bien, supuesto este deber y teniendo en cuenta lo que ahora sabemos acerca de la relación entre deberes y derechos, podemos añadir que el entero orden de la Naturaleza goza de un «derecho» de ser amado (respetado y cuidado) por el hombre. Puede resultar ilustrativo a este respecto un ejemplo límite elaborado por R. Spaemann. Hasta qué punto la propia felicidad sea solidaria con la existencia y perfección de la Naturaleza y, por tanto, hasta qué punto hay un «deber» nuestro de amarla y un «derecho» suyo de ser amada lo demuestra la tristeza que nos embarga al oír que en un lejano continente están desapareciendo cientos de especies de mariposas, aunque presumiblemente no hubiéramos llegado nunca a verlas. Y es que, la simple noticia (intelectual) de su desaparición nos ha empobrecido, pues nuestro propio ser se realiza gracias a su relación con la realidad que nosotros mismos no somos. Sin embargo, buscando ser todavía más precisos, hemos de recordar aquí que las varias realidades que componen la Naturaleza —personas, animales, plantas y seres inanimados— deben ser amadas según una cierta jerarquía. Las «cosas» que verdaderamente cuentan para la vida buena son las demás personas, mientras que todos los demás seres —animales, plantas y seres inanimados— sólo gracias a su relación con ellas pueden adquirir la categoría de valores idóneos para la realización de la vida buena: concretamente, en la medida en que contribuyan positivamente —de manera más o menos directa— al perfeccionamiento propio o del prójimo. La cuestión particular de los «derechos» de los animales habrá de resolverse aplicando esta misma lógica. Considero, por ello, que es todavía hoy sustancialmente válida (aunque, ciertamente, afinable) la solución que Tomás de Aquino ofreció en la Contra gentiles III, 112. En este lugar, comienza por excluir «el error de quienes consideran que el hombre peca al matar a los animales. Éstos, en efecto […], están puestos según el orden de la Naturaleza al servicio del hombre. Por eso, el hombre puede servirse de ellos sin ninguna culpa, tanto matándolos como utilizándolos de otra manera». Sin embargo, este principio no justifica que se maltrate a los animales. Existen, en efecto, algunos «preceptos que prohíben los actos de crueldad hacia los animales. […] Son prohibiciones que tienen por finalidad alejar del ánimo humano un sentimiento de crueldad que podría luego ejercitarse con otros hombres; o bien, para evitar que al golpear a los animales se provoque un daño al hombre, sea al sujeto mismo o a otras personas; o, en fin, por su significado simbólico». § Así pues, desde la peculiar perspectiva ética, la naturaleza no humana se nos presenta como una realidad que debe estar al servicio del valor de persona, de la beatitud humana: se configura como una herencia común a todos los hombres, cuyos frutos deben favorecer la vida buena de todos ellos. Pues bien, de esta pre-

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misa ética fundamental se derivan dos principios prácticos, de muy diversa índole, aunque ambos relativos a la relación que debe establecerse entre el hombre y los bienes no humanos: — No es éticamente racional consumir o acumular bienes superfluos para la propia vida buena, sobre todo cuando otras personas viven en condiciones de pobreza. Se trata del «principio de la función social de la propiedad», sobre el que no nos interesa detenernos por el momento. — No se debe usar la naturaleza no humana de tal manera que se perjudiquen las expectativas de vida buena de algunas personas determinadas, de la entera población o de las futuras generaciones. Estas expectativas —teniendo en cuenta la complejidad y riqueza del hombre— no se refieren únicamente a la satisfacción de las necesidades de tipo material (vivienda, alimento, vestido, etc.), sino también a la posibilidad, por ejemplo, de gozar de los espacios adecuados para realizar actividades deportivas y lúdicas; o a la posibilidad de contemplar frecuentemente la belleza de la Naturaleza; o de tener un contacto inmediato con el mundo mineral, vegetal y animal; etc. La denominada cuestión ecológica se sitúa precisamente en el ámbito de este segundo tipo de problemas, y se refiere sobre todo a las consecuencias negativas para la Naturaleza que ha determinado o podría determinar el progreso tecnológico (industrial, agrícola, etc.) y económico. El principio ético que debe aplicarse concretamente en esta materia podría formularse como sigue: toda intervención en un área del ecosistema habrá de hacerse valorando sus consecuencias en sus otras áreas y, en último término, en las expectativas de vida buena de la población actual y de las futuras generaciones. En aplicación de este principio, y volviendo a la cuestión de los «derechos» de la naturaleza, resultará que desde el punto de vista estrictamente ético nuestros «deberes» relativos a la naturaleza no humana son en realidad, de forma principal si no exclusiva (se trata de un punto debatido), deberes hacia el prójimo; mientras que los correlativos «derechos» de la Naturaleza, habrán de ser entendidos principalmente como derechos del hombre a un ambiente sano, bello, etc., que favorezca su vida buena. Esta tesis es característica del llamado ecologismo ambientalista, que rechaza el biocentrismo y el antihumanismo característicos de las doctrinas ecologistas más radicales. Una última consideración a este respecto. La aproximación ética al problema ecológico, aunque pueda parecer muy poco eficaz, es en realidad insustituible e inaplazable. Es cada vez más verosímil la hipótesis de quienes creen descubrir en la crisis ética actual, y concretamente en la búsqueda irracional del propio bienestar material («consumismo»), una de las causas principales del problema ecológico. Por este motivo, la solución al problema de la degradación ambiental no deberá buscarse exclusivamente en el ámbito de la técnica, a través de una mejor

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gestión o de un uso más racional de las fuentes de energía y de los demás recursos de la Tierra. Será necesario, además, operar un profundo cambio en las costumbres. Pero, para conseguir este cambio, se requiere un razonamiento y una motivación auténticamente éticos; poco o muy poco se conseguirá, por el contrario, con razonamientos utilitaristas o hedonistas, como por ejemplo los que se basan exclusivamente en el peligro de una catástrofe ambiental: esta razón, como la misma experiencia va ya manifestando, es fácilmente desdeñada ante la consideración (no explícita, pero igualmente operante) de que «no será un problema para nosotros, sino para las generaciones futuras». 4. DEBERES Y DERECHOS HUMANOS PARTICULARES: EL BIEN COMÚN 4. EN LOS VARIOS CONTEXTOS SOCIALES a) La adaptación del bien común al contexto social § Una vez que han sido fijados los deberes y derechos humanos que constituyen el contenido esencial y universal del bien común (el que es válido siempre y en todo lugar), basta una rápida mirada a la existencia, a las condiciones de vida de los hombres reales, para percatarse de que es necesario «contextualizar» estos deberes y derechos, es decir, vivirlos de un modo u otro según el contexto social, el sistema de relaciones en el que nos encontremos. Así, aunque estamos seguramente convencidos de que todo hombre merece respeto y amor, no por ello pensamos que tenemos el deber de comportarnos con todos de idéntica manera. Pensamos que es justo, por ejemplo, saludar por la mañana a nuestros compañeros de trabajo, pero al mismo tiempo creemos que es razonable no hacerlo con todas las personas que encontramos durante el trayecto hasta la oficina: por la calle, en el autobús, etc. Con palabras de Aristóteles: «todos los hombres, es cierto, tienen algo de bueno» (Ética Eudemia VII, 2) y, en este sentido, «debemos comportarnos del mismo modo con los conocidos y los desconocidos, con los familiares y los extraños» (Ética Nicomáquea IV, 6). Sin embargo, es igualmente cierto que «las amistades son más o menos intensas, y —por tanto— también han de ser diferentes las relaciones de justicia. No son iguales las que existen entre padres e hijos y las que se dan entre los hermanos, ni son las mismas en el caso de los compañeros y las que establecen entre sí los ciudadanos, y así con cada uno de los diferentes tipos de amistad. Por la misma razón, son también distintas las injusticias que se cometen con cada uno de estos grupos de personas, revistiendo mayor gravedad las que se refieren a los amigos más cercanos» (Ética Nicomáquea VIII, 9). Efectivamente, lo que Aristóteles ha observado en estos casos y —como acabo de decir— puede también notar cualquier otro observador atento es la difundida práctica social tratar de manera desigual a nuestros semejantes. Una discriminación que tanto Aristóteles como el hombre común consideran justa, razo-

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nable. Y verdaderamente lo es: el orden ideal de la vida buena, el bien común universal expresado por el principio personalista exige, en un segundo momento, y de cara a descubrir sus implicaciones en los distintos grupos y circunstancias sociales, ser contextualizado, de manera que para cada sistema de relaciones humanas —familiares, entre vecinos, deportivas, profesionales, las que existen en el ámbito de una u otra cultura, etc.— se establezca un específico bien común, que será expresado por un conjunto de principios éticos de justicia también específicos de ese contexto social. Podremos así saber cuáles son los deberes y derechos particulares que el hombre tiene en relación a sus familiares, sus vecinos, los socios de su club deportivo, etc. Los motivos que justifican esta contextualización del bien común (y del principio personalista que lo expresa) son de muy diferente tipo, y los iré señalando en el momento oportuno. Sin embargo, la mayoría de ellos (tal vez todos ellos) pueden, en último término, ser reducidos a los dos siguientes: — El primero es que a los deberes y derechos implícitos en el principio personalista no corresponde en todos los sistemas de relaciones un «poderser» efectivo, es decir una posibilidad real para el sujeto de actuarlos utilizando medios éticamente idóneos (apartados b y c). — En segundo lugar, a causa de las diferencias individuales y culturales que se dan entre los hombres, y que determinan la oportunidad de cumplir de distintas maneras el deber general de respetar y promover su valor de personas (apartado d). § El riesgo de incurrir en una especie de relativismo ético cuando se emprende este proceso de adaptación de la verdad ética a los distintos contextos es bastante evidente. Sin embargo, este peligro no justifica la retirada hacia una posición de tipo «integrista», como la de quien apela en todos los contextos sociales (político, profesional, etc.) a los principios éticos que sólo son adecuados dentro de un determinado sistema de relaciones: normalmente, a los principios morales (más completos y exigentes, es decir, más «íntegros») que son válidos dentro de las comunidades religiosas o de los otros grupos de amistad. Además, y ésta es desde luego la razón importante, la concepción contextualizada del bien común no implica ningún relativismo ético, ya que afirma claramente la existencia de una serie de principios morales expresivos de la noción universal de bien común, de los que se derivan a través de un proceso de adecuación al contexto social otros principios éticos más particulares (distintos de los primeros y de los que son válidos en otros contextos, pero en ningún caso contradictorios) cuyo objeto es precisamente determinar qué significado asumen los deberes y derechos humanos en cada uno de los sistemas de relaciones. Un cierto relativismo ético, aunque muy atenuado, puede detectarse por el contrario en algunos autores que bien podrían considerarse intérpretes del pensamiento clásico en tantos otros aspectos. Me refiero a todos aquellos pensadores

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que, por un lado, afirman la existencia de principios éticos universales y critican —por eso mismo— el situacionismo, es decir, esa peculiar doctrina ética con raíces existencialistas según la cual el devenir humano se compone de situaciones y cada una de éstas contiene su propia norma de actuación (mientras que todas aquellas normas que se refieren a situaciones abstractas, más amplias que las situaciones existenciales, no siempre se pueden aplicar válidamente a éstas últimas). Pero, por otro lado, tratando quizá de compaginar la existencia de esas verdades universales con la evidente necesidad de tener en cuenta en qué sistema de relaciones nos encontramos, han recurrido a una especie de teoría de la «triple verdad ética». En esta teoría se distingue, de manera más o menos explícita, entre tres tipos de esferas o mundos morales, cada uno con sus principios éticos autónomos. Se trataría, en particular, de la esfera ético-religiosa, que se referiría a la ordenación ideal de las relaciones humanas según la caridad o el amor (la llamada moral supererogatoria); la esfera ético-filosófica, que se referiría por su parte a la ordenación ideal de las relaciones sociales según la justicia; y, en fin, la esfera ético-política, referida específicamente a la sociedad política y que se originaría a partir de «otros» criterios veritativos. Ciertamente, esta distinción no carece totalmente de fundamento. Sin embargo, para ser más precisos y evitar así los errores en los que fácilmente se incurre cuando la verdad es dividida y encerrada en compartimentos estancos, será necesario tener en cuenta que la religión (o teología moral), la filosofía moral y la filosofía política tienen por objeto la misma verdad. Estas tres ramificaciones de la ciencia ética se ocupan de estudiar las relaciones intersubjetivas mediante las cuales el hombre vive bien (beatamente). Sólo en segunda intención, por así decirlo, será oportuno considerar el objeto específico de cada una de estas disciplinas, tener en cuenta que cada una de ellas se ocupa de las implicaciones de aquella única verdad y de los principios éticos universales que la integran, en el ámbito de un determinado sistema de relaciones intersubjetivas. Pero la idea de fondo, cuya importancia se manifestará en distintos momentos de nuestra reflexión, es la de no perder nunca de vista que estas tres verdades no constituyen tres esferas o mundos morales autónomos, sino que expresan el deber-ser de los diferentes tipos de relaciones intersubjetivas que se dan en el único mundo moral existente. b) Bien común de la comunidad de amistad, de la sociedad del trabajo b) y de la sociedad política § El propósito de realizar íntegramente las exigencias de respeto y promoción del valor de persona en relación a la entera Humanidad, o a los miembros de las sociedades de grandes y medianas dimensiones como los Estados o las ciudades, constituiría evidentemente una utopía. Estas sociedades son demasiado amplias para nuestra capacidad de amar realmente (con obras), para nuestro poder

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efectivo de promover el bien de cada uno de sus miembros; y su composición es, además, muy heterogénea: muchos de ellos no comparten nuestra idea de bien humano y, por tanto, no estarían de acuerdo con nuestro proyecto de ayudarles a vivir bien o incluso son contrarios a él (así como nosotros lo somos respecto al suyo). De aquí que una resolución de este tipo sea, además de utópica, bastante peligrosa: si alguien —a pesar de la voluntad indiferente o contraria de los demás— quisiera llevar a la práctica todos los deberes y derechos teóricamente existentes entre los hombres, no tendría más «solución» que la de recurrir a un uso masivo de las leyes jurídicas para obligar a las personas a vivir bien y ser felices (un objetivo que sería tan contradictorio y ridículo como el de «obligar a las personas a ser libres»). Por este motivo, el sujeto ético que quiera realizar íntegramente el proyecto de vivir bien, actuando sin restricciones el «nosotros vivimos bien» que lo distingue, deberá proceder según un cierto ordo amoris, adoptando una jerarquía al establecer sus vínculos ético-sociales con las demás personas. Los «grados de amor» que componen este orden y los tipos de comunidad que se establecen con las personas así amadas son en realidad tan numerosos —o, si se prefiere, tan innumerables— como las posibles relaciones amistosas: «tantas son las especies de amistad, tantas son las especies de justicia y de comunidad [ya que «cada forma de comunidad responde a una forma de justicia»]» (Aristóteles, Ética Eudemia VII, 9). Sin embargo, dentro de esta variedad, destacan tres tipos fundamentales de amistad y de agrupación humana, cada uno de ellos caracterizado por un bien común específico y todos imprescindibles para la vida buena del hombre: la comunidades de amistad en sentido estricto (cuyo paradigma es la familia), la sociedad del trabajo y la sociedad política. § La atención y el empeño éticos del sujeto habrán de dirigirse principalmente hacia la formación, la custodia y el desarrollo de las comunidades de amistad, entre las que destaca la familia. Estas comunidades son así llamadas porque cada uno de sus componentes se encuentra vinculado a los demás por el «amor de amistad perfecta» de la filosofía clásica, cuya principal consecuencia práctica es una ayuda recíproca que se extiende a todo lo necesario para vivir plenamente las implicaciones del principio personalista. Por tanto, mediante la constitución de estos grupos, cada uno de los amigos (1) se empeña seriamente por poner en práctica sus deberes hacia los demás componentes del grupo tal y como lo exige la comunión (tendencialmente perfecta) con su valor de persona y, a la vez (2), encontrará en éstos un igual empeño por reconocer sus derechos tal y como lo exige el amor correspondido (tendencialmente perfecto) al propio valor de persona. Entre estas comunidades de amistad despunta por su enorme importancia para la vida buena, como ya Aristóteles había notado, la unión entre marido y mujer, que constituye el núcleo original de la familia. En esta comunidad, sostiene sin ambages el estagirita, «se encuentra el origen y la fuente de toda otra amistad» (cf. Ética Eudemia VII, 10). Por este motivo, añadirá más tarde, se afirma

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que «la amistad entre marido y mujer es natural», mucho más que la sociedad política —una afirmación especialmente significativa en boca de Aristóteles, dada la trascendencia que para él tenía la polis: «el hombre, en efecto, está más inclinado por naturaleza a vivir en pareja que a asociarse políticamente, ya que la familia es una realidad anterior y más necesaria que el Estado» (cf. Ética Nicomáquea VIII, 12). Del bien común propio de las comunidades de amistad (y, en especial, del bien común de la familia), que es el más esencial de los que componen la vida buena, nos ocuparemos en la Sección I de la Parte II (Capítulos 5 y 6). § Es, sin embargo, bastante evidente que estas comunidades de amistad en sentido estricto no son capaces de responder adecuadamente a todas las exigencias de la vida buena. No sólo porque dejadas a sí mismas serían incapaces de satisfacer algunas necesidades primarias del individuo e incluso les resultaría imposible subsistir, sino también porque «es deseable que —en la medida de lo posible— los amigos sean muchísimos» (Ética Eudemia VII, 12). Para conseguir este doble objetivo será necesario que los individuos y grupos de amistad formen otros sistemas de relaciones más amplios, que serán principalmente la sociedad del trabajo y la sociedad política. Su fin fundamental —si verdaderamente operan al servicio de la persona humana— será, pues, crear el conjunto de condiciones sociales más idóneo para que los grupos de amistad, y especialmente las familias, puedan subsistir, cumplir su función específica «hacia dentro» y producir solidaridad y bienes sociales «hacia fuera». Concretamente, mediante las relaciones de colaboración profesional que son características de la sociedad del trabajo, el hombre puede satisfacer muchas de sus exigencias materiales y culturales que ni la familia ni las otras comunidades de amistad podrían resolver adecuadamente. La existencia de la sociedad del trabajo es, al menos en nuestros días, absolutamente necesaria para la realización del bien común, a pesar del notable vacío doctrinal que el pensamiento clásico muestra tanto por lo que se refiere a su justificación como —en menor medida— respecto a su ordenación ideal (pues se le pueden aplicar algunas de las indicaciones relativas a la justicia conmutativa en general). Los deberes y derechos que son específicos del bien común de esta sociedad serán estudiados en la Sección II de la Parte II (Capítulo 7). En segundo lugar, es fácil constatar que sin un mínimo de coordinación y colaboración entre los individuos y los grupos sociales de pequeñas y medias dimensiones, no sería posible o, por lo menos, resultaría muy difícil que éstos gozasen de una efectiva libertad de actuación. Será, en consecuencia, muy oportuno establecer una serie de lazos entre estos individuos y grupos en un nivel más amplio: son los lazos que distinguen a la sociedad política y que sirven para garantizar lo que podríamos llamar el bien común de la libertad. De él nos ocuparemos en la Sección III de la Parte II (Capítulos 8 a 10).

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c) El bien común y el progreso material § Siempre a propósito de la evidente necesidad de contextualizar los deberes y derechos humanos fundamentales teniendo en cuenta el «poder-ser», las posibilidades efectivas de actuarlos, hemos de notar cómo gracias al desarrollo tecnológico (de la Medicina, de la Física, de la técnica jurídica, etc.) y a la prosperidad económica han ido aumentando los medios a nuestra disposición para amparar y promover el bien del hombre dentro de las diferentes sociedades. Este desarrollo ha sido por ello causa de un crecimiento paralelo de los deberes y derechos humanos efectivos y —por tanto— del bien común efectivamente realizable dentro de cada sociedad, sobre todo dentro de la sociedad del trabajo y de la sociedad política. La evolución histórica de las declaraciones de los derechos humanos, además de manifestar un cierto avance en el conocimiento ético (progreso gnoseológico), refleja bien este otro crecimiento real de los deberes y derechos humanos (progreso efectivo), provocado por el desarrollo técnico y económico. Así, las más antiguas declaraciones se limitaban prácticamente a enumerar los derechos de independencia, una categoría negativa que imponía a los ciudadanos y a los mismos gobernantes una serie de prohibiciones de interferir en la vida de los demás. Por el contrario, las más recientes declaraciones, junto al reconocimiento de los derechos del ciudadano a estas libertades negativas («libertades frente… a la violencia, la coacción, etc.»), han ido incluyendo un elenco cada vez más conspicuo de derechos sociales que consisten en poderes o libertades positivas («libertades de… recibir la atención sanitaria adecuada, realizar estudios universitarios si se tiene la aptitud necesaria, etc.»), cuya existencia efectiva depende de si los deberes correlativos del prójimo (sobre los que se fundan) son deberes que éste pueda efectivamente cumplir. El derecho de un ciudadano enfermo e indigente a recibir las sesiones de radioterapia necesarias para sanar, por ejemplo, dependerá (en su efectivo darse) de que se haya inventado ya la radioterapia, de que sus conciudadanos se puedan permitir ese gasto sin grave menoscabo personal o para sus familias, etc. La consecuencia de todo esto es que, a la hora de individuar los deberes y derechos humanos que constituyen el bien común específico de una concreta sociedad, deberemos tener en cuenta su grado de desarrollo técnico y económico. Habrá, sí, algunos deberes y derechos (sobre todo los referidos a las libertades negativas más elementales) que serán válidos en todo tiempo y lugar. Pero otros, técnicamente más complejos o costosos, no siempre serán válidos. Se suele hablar, en este sentido, de diferentes «generaciones» de derechos humanos. A los derechos de la primera generación, que son —como acabo de decir— sobre todo derechos a las libertades negativas, se han añadido otras generaciones de derechos que son principalmente de naturaleza social: los derechos de la segunda generación, como el derecho a una instrucción mínima; o de la tercera generación, como el derecho a recibir facilidades para la adquisición de la primera vivienda,

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etc. Por lo demás, también los mismos derechos a las libertades negativas se han ido ampliando a causa del desarrollo tecnológico y económico, por ejemplo en el campo de la difusión de las ideas y de las imágenes, ya que se han hecho posibles nuevas formas de abuso antes inexistentes y también nuevas formas de protección. d) El bien común y la diversidad de circunstancias existenciales. d) La inculturación § Los deberes y derechos humanos que se deducen de la noción universal de bien común se nos han ido manifestado, en un segundo momento, como una categoría universal y al mismo tiempo variable, necesitada de adaptación, ya que no son los mismos dentro de los diferentes tipos fundamentales de sociedad ni en las varias etapas de desarrollo técnico y económico. Pero, además, constituyen una categoría variable porque los derechos y deberes humanos asumen uno u otro perfil concreto (aunque, insisto, sin contradecir nunca su formulación universal) con el mudar de las circunstancias individuales y socio-culturales. Los deberes y derechos del hombre, en cuanto categoría universal (natural), surgen de una visión «metafísica», que reconoce la existencia de un universo humano trans-empírico; una visión en la cual las personas no son ni mujeres ni hombres, ni jóvenes ni ancianos, ni sanos ni minusválidos; una visión, en fin, que nos permite afirmar la igual dignidad esencial de toda persona y reconocerle los mismos deberes y derechos fundamentales. Sin embargo, como justamente señala L. Lombardi Vallauri, llegados a este punto, es necesario darse cuenta de que la atención a la persona en cuanto tal nos ha llevado más allá de las características individuales y más allá de la cultura. Aunque la doctrina ética debe hacer abstracción de todas estas circunstancias particulares, en un segundo momento deberá penetrar en cada una de ellas. Las diferencias entre los hombres por lo que se refiere al sexo, la raza, el estado de salud, la edad, las dotes intelectuales, las convicciones, las ideologías, tienen importantes consecuencias éticas: no de por sí, separadamente, sino en cuanto circunstancias humanas, de la persona. Por este motivo, asumen un significado existencial muy diferente el deber universal de ser afables con los demás cuando saludamos a un niño de dos años o a un anciano, cuando visitamos a una persona sana o a una persona gravemente enferma, etc.; aunque, claro está, ese deber se funda en el hecho de que todos ellos tienen el valor de persona. Según esta misma lógica ha procedido en los últimos decenios el movimiento en favor de los derechos humanos cuando, a la vez que seguía insistiendo en la necesidad de reconocer la igualdad esencial entre los hombres, batallaba con el fin de que se tuviesen en cuenta la diversidad de situaciones humanas.

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§ Entre las muchas circunstancias que exigen una adaptación del bien común, merece una consideración especial, por breve que sea, el fenómeno del pluralismo cultural. El orden ideal de la vida buena no sólo no excluye la variabilidad del contenido de los deberes y derechos humanos atendiendo a las diferencias entre las culturas, sino que —por el contrario— la exige. Para que cada uno de estos deberes y derechos conserve y no frustre la «porción» de racionalidad ética que lleva en sí mismo, el aspecto del respeto o promoción del bien humano del que se ocupa, deberá con frecuencia «encarnarse» asumiendo conformaciones distintas según las culturas. Aún diría más: los principios éticos universales raramente pueden ser adoptados inmediatamente como principios guía para la acción; por el contrario, será necesario con mucha frecuencia que cada una de las culturas los configure de una forma concreta, con el fin de que los comportamientos reconocidos como debidos comuniquen o transmitan efectivamente un mensaje de respeto o promoción del prójimo dentro de su peculiar sistema de costumbres, su lenguaje, aparato técnico-conceptual, etc. Este proceso de contextualización del bien común universal, de los deberes y derechos humanos fundamentales, suele ser designado como «inculturación». Al tratar de llevarlo a cabo, junto a la conciencia de cuánto sea imprescindible esta tarea, será también necesario considerar que no todos los fenómenos culturales deberán ser respetados siempre, como si el solo hecho de existir como elementos integrantes de una determinada cultura garantizase su racionalidad ética. Aunque las formas expresivas de la racionalidad ética son ciertamente muchas, no cualquier forma de expresarse es en sí misma capaz de comunicar esa racionalidad. Será preciso operar a este propósito un discernimiento crítico, teniendo especialmente en cuenta lo que ya antes estudiábamos a propósito de la existencia de ciertos hechos o comportamientos cuyo significado natural debe siempre ser respetado por la libertad individual y por las diferentes culturas (la ley natural). En otro sentido, será también importante evitar que esta valoración ética de cada cultura se realice, quizá de forma inconsciente, usando como única o principal unidad de medida otra cultura, la cual es implícita o explícitamente considerada como óptima; no, ese juicio de valor habrá de realizarse principalmente «desde dentro» de cada cultura y basándose en criterios filosóficos, antropológicos.

PARTE II LAS SOCIEDADES HUMANAS FUNDAMENTALES SECCIÓN I LAS COMUNIDADES DE AMISTAD

5. El papel de la amistad 1. y de las comunidades de amistad 1. en el crecimiento ético de la persona

§ Una de las características esenciales de la dinámica ética es su incomunicabilidad, la imposibilidad de delegar en otros su ejercicio: sólo mediante las propias elecciones puede el hombre modelar la propia personalidad en la dirección del bien o del mal morales. Por tanto, la resolución y el empeño personales por entrar en comunión con el prójimo, por abrirse a los demás en la forma indicada por el principio personalista, son la primera condición de la vida buena. Sin embargo, la experiencia nos enseña que este empeño ético personal, por grande que sea, no es suficiente para vivir bien. A este respecto, el hecho más evidente es que si faltase el recíproco respeto entre los hombres o si no procurasen establecer un mínimo de coordinación y colaboración con sus actividades, al sujeto ético le resultaría imposible no ya vivir bien, sino incluso subsistir. Se requiere, en efecto, la paz social, la ordenación del tráfico, la distribución del trabajo, etc. Pero, por el momento, vamos a dejar de lado estos aspectos más «materiales» de la interdependencia ética entre los hombres. Conviene fijarnos antes en otro de los aspectos de esta interdependencia, quizá menos evidente, pero mucho más profundo y esencial para la existencia de la amistad y para la vida buena. Me refiero al hecho de que el amor interpersonal, considerado en sí mismo, es decir, en cuanto acto de conocimiento y de voluntad que procede de un «espíritu encarnado» y se dirige a otro «espíritu encarnado», no puede subsistir como una realidad puramente unilateral o interna, sino que exige encontrar en la persona amada una cierta igual correspondencia. La reciprocidad del amor se nos revela así como «la otra» condición primaria e indispensable de la auténtica amistad, de la comunión interpersonal que es propia de la vida buena: efectivamente, en la «en la amistad no basta la acción [de amar] de uno solo, sino que se requiere la presencia simultánea de dos que se amen recíprocamente» (Tomás de Aquino, In VIII Ethic., 5, 1605). En éste y en el próximo capítulo veremos cuáles son las implicaciones de esta tesis, y con este fin comenzaremos por preguntarnos por las razones y el alcance precisos de esta exigencia de la reciprocidad en el amor.

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1. LA AMISTAD COMO AMOR-AFECTO RECÍPROCO a) El problema de la reciprocidad del amor § A propósito del fenómeno genérico del amor entre los hombres, cualesquiera que sean su contenido y cualidad ética (bueno o malo), la exigencia de reciprocidad a la que acabo de referirme podría ser mejor descrita como sigue. Todo amor que no supera la unilateralidad se llama amor no compartido y es inseparable de la pena y del sufrimiento. A veces persiste durante mucho tiempo en el sujeto, en la persona que lo experimenta. Pero el amor no compartido está condenado desde el inicio a existir de manera anormal (como «amor platónico») y últimamente destinado a morir. La amistad auténtica, el amor interpersonal que es característico del orden ideal de la vida buena, no constituye una excepción. Su objeto, como sabemos, es la formación de un cierto «nosotros» de naturaleza intencional, en el cual cada uno de los sujetos amantes, sin perder su propia identidad (es más, afirmándola), se enriquece en mayor o menor grado con el valor de persona de los seres amados. Pues bien, en la exacta medida en que la persona amada no corresponda al amor del sujeto o no se lo manifieste adecuadamente, el «nosotros» intencional que había creído constituir con su amor se le presentará como un engaño, una quimera existente sólo en su fantasía, y estará condenado a vegetar y finalmente morir. § Si he subrayado el término «manifiesto», es para poner de relieve que la persona, para poder vivir el «nosotros» del que hablamos y no quedarse por el contrario sola, debe, de algún modo, tener noticia del amor que el amado siente hacia ella. Esta noticia, a un «espíritu encarnado» como el hombre, únicamente puede llegarle a través de los sentidos. Por este motivo el amor recíproco, para ser realmente compartido y poder subsistir, debe revestir una forma física: debe comunicarse mediante ciertos comportamientos externos, que serán esencialmente gestos o palabras. ¿Cuáles habrán de ser concretamente estos comportamientos, gestos o palabras? Por el momento, y en espera de los resultados a los que nos conducirá un análisis más detallado de los varios tipos posibles de amor compartido que son necesarios para la vida buena, pueden indicarse los siguientes criterios genéricos. Ante todo, como acabo de anticipar, resultará que el deber-ser de esos comportamientos (gestos o palabras) manifestativos del amor, su conformación concreta (como abrazo, como ayuda económica, como prestación profesional, etc.) dependerá fundamentalmente del sistema de relaciones en el que los sujetos se mueven y, más precisamente del tipo de «nosotros» que el amor ha constituido o debería constituir entre ellos (el «nosotros» de la unión conyugal, o de la normal amistad, el que existe entre el comprador y el vendedor, etc.). Hablando de las relaciones interpersonales en general, lo único que cabe afirmar es que el sujeto éti-

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co, al relacionarse con cualquier hombre (sin otras especificaciones), deberá siempre reconocer su humanidad, lo cual significará no sólo respetar sus derechos fundamentales, sino además comportarse con afabilidad: educadamente, con corrección y amabilidad. Este elemento positivo del reconocimiento entre los hombres tiene mucha más importancia de lo que pudiera parecer: además de condicionar la adquisición de una identidad plenamente humana por parte de los individuos (especialmente si forman parte de alguna de las «minorías» raciales, religiosas, etc. presentes en la sociedad), es una condición indispensable para la creación y el mantenimiento de ese «nosotros» que constituye el entramado conectivo, por ejemplo, de la empresa, de la comunidad de vecinos, de la ciudad o de la sociedad política. No obstante, en el ejercicio de la afabilidad existe también un error por exceso: los diferentes comportamientos, gestos o palabras mediante los cuales parecería ponerse en práctica esta virtud no son siempre expresiones de auténtica afabilidad, es decir, manifestaciones idóneas para promover o conservar la existencia del «nosotros vivimos bien». Lo serán únicamente en la medida en que sean interiormente causados por la comprensión y el amor hacia los otros en su valor de personas, y siempre que se configuren externamente de manera que los ayuden objetivamente en la realización de su ideal práctico. Así las cosas, será necesario vigilar con el fin de que las hipotéticas manifestaciones de la afabilidad no asuman en algunos contextos (para el sujeto activo o para el sujeto pasivo) un significado que es en realidad opuesto. La sonrisa, por ejemplo, deberá ser considerada muchas veces como una manifestación de auténtica afabilidad; pero en otras ocasiones, como cuando se sonríe ante ciertos comportamientos éticamente irracionales de los demás, mostrando de este modo la propia aprobación y evitando el desagradable «deber de corregir», podría tratarse de un gesto egoísta, que no tiene en cuenta las necesidades objetivas del bien propio y del prójimo (del bien común). b) La «perfección» del amor: la amistad § Veamos, en síntesis, la conclusión a la que nos conducen todas estas consideraciones respecto al amor interpersonal con el que se realiza de modo pleno el ideal de la vida buena y que el pensamiento clásico ha denominado amor de amistad o simplemente amistad (aunque, en ocasiones, añaden el adjetivo «auténtica», para distinguir las amistades buenas de las malas, que —como la existente entre hombres viciosos— son contrarias a la vida buena). Pues bien, a la luz de la teoría general expresada por el principio personalista y de cuanto acabamos de ver, las condiciones de posibilidad de un amor de este tipo serán las siguientes: 1. El amor de amistad dependerá fundamentalmente, para cada individuo, no sólo del comportamiento personal, de la seriedad de su propio empeño por res-

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petar y promover el valor de persona de los otros, sino —además— de su efectivo vivir dentro de un «nosotros» intencional puesto en acto por un grupo de personas que se empeñen con igual seriedad en su favor. Todavía más sintéticamente, la amistad (auténtica) implica el esfuerzo de una comunidad de personas por comportarse recíprocamente según el principio personalista en su formulación más exigente, maximalista. 2. La comunicación, la afirmación recíproca de la existencia de este particular tipo de «nosotros», deberá llevarse a la práctica mediante toda una serie de comportamientos, gestos o palabras que manifiesten adecuadamente la extensión y la intensidad de esta peculiar comunión entre los sujetos. Son actos idóneos para comunicar este mensaje, por ejemplo, la compañía, los pequeños actos de servicio, el abrazo, el beso, etc.; y, en general, todos aquellas acciones que hacen surgir entre las personas una relación de afecto, que va mucho más allá de la simple afabilidad debida a todo hombre. Privado de estas manifestaciones de afecto, el «yo te quiero» característico de la amistad se quedaría en el vacío. Sin embargo, así como hay una afabilidad auténtica y una afabilidad que es sólo aparente, del mismo modo los comportamientos, las palabras y los gestos de afecto pueden ser auténticos, es decir éticamente racionales, o no. Serán auténticos —me parece oportuno insistir— en la medida en que sean causados por la comprensión y el amor hacia el otro en su valor de persona, y siempre que lo ayuden objetivamente en la realización de este valor. 2. EL PAPEL DE LA AMISTAD EN LA DINÁMICA DE LA VIDA BUENA La perspectiva desde la que hemos examinado hasta aquí el problema de la reciprocidad del amor, tanto del amor (bueno y malo) en general como del amor de amistad, ha sido, por así decirlo, «estática»: como si no hubiese más alternativa que la de amar o no amar. Las cosas, en realidad, son más complejas. También —o, mejor aún, especialmente— en el caso del amor de amistad por el que vivimos bien: más que un «estado» que se alcance de una vez por todas, se trata de un proceso de crecimiento, en el que no faltan los retrocesos, que se prolonga durante toda la vida: una ascética de naturaleza intencional hacia una meta difícil y lejana. Ahora bien, sólo esta visión dinámica y más ajustada a la realidad nos permite comprender en toda su extensión y profundidad el fenómeno de la interdependencia ética entre los hombres y el papel insustituible de la amistad. a) El problema de la dinámica ética § El hombre, se reconoce comúnmente, es por naturaleza el más desvalido de los animales, el que más ayuda necesita de sus congéneres y por más largo tiempo para lograr su bien propio. También por lo que se refiere a los aspectos

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más inmateriales y más importantes de ese bien que sólo la inteligencia y la voluntad pueden alcanzar: de la Naturaleza ha recibido exclusivamente una razón práctica capaz de aprehender las exigencias más genéricas de la vida buena y una voluntad débilmente inclinada a ponerlas en práctica. Estas capacidades naturales, notábamos ya páginas atrás, no son suficientes para que la persona pueda realmente vivir bien. Con este fin se requiere un esfuerzo permanente, tanto en la juventud como en la madurez y en la vejez, dirigido a desarrollar estos gérmenes de virtud, este conocimiento y amor naturales del bien humano. ¿Cómo puede lograrse este objetivo? El crecimiento en la virtud no se logra con la simple reflexión personal sobre los principios éticos universales y sus implicaciones; ni basta tampoco completar esa reflexión con el estudio de las obras que tratan de la ciencia ética; ni, en fin, es suficiente la orientación intelectual y el estímulo para vivir bien que toda persona recibe (por ejemplo, en la forma de usos y costumbres) dentro de la cultura local, nacional, etc., en la que se halla engastado. Todos estos medios resultan exiguos por un doble motivo: En primer lugar, porque el conocimiento ético que por estas vías se puede obtener se refiere, en el mejor de los casos, a una serie de principios abstractos del orden ideal de la vida buena que resultan totalmente insuficientes como (único) criterio-guía para individuar los actos particulares de elección con los que se vive bien: es decir, con los que se es, aquí y ahora, un buen marido o una buena mujer, un buen padre o una buena madre, un buen profesional, etc. Parafraseando una idea de J. Maritain y cargando un poco las tintas, puede decirse que el mismo caso moral no se repite jamás: en sentido estricto, no hay nunca un precedente, sino que con cada elección me encuentro en la posición de quien ha de hacer algo nuevo, introducir en la existencia un acto único en el mundo, que deberá ser conforme a las exigencias de la vida buena de una manera y con unas condiciones que son estrictamente mías y que no se habían visto hasta entonces. Por eso, para poder vivir bien, se requiere un tipo de saber mucho más particular que el que procede de la reflexión personal, el estudio o la cultura; un saber que sólo la experiencia misma de la vida buena me puede procurar. En segundo lugar, ha de tenerse en cuenta que los conocimientos que por esos tres caminos pueden alcanzarse son de naturaleza predominantemente teórica, especulativa («el ser humano debería actuar de éste o aquel otro modo»), y por ello mismo incapaces de influir eficazmente sobre nuestros actos de elección, evitando el predominio ciego o el influjo desorientador de las pasiones. Para vivir bien, para ser efectivamente capaces de actuar, aquí y ahora, como un buen marido o una buena mujer, un buen padre o una buena madre, un buen profesional, etc., se requiere un saber plenamente práctico: un conocimiento de las implicaciones existenciales del amor hacia el valor de persona de los demás que sea capaz de interesar, cautivar e impulsar la libertad en las elecciones particulares de la vida cotidiana. Ahora bien, un conocimiento semejante se adquiere solamente en los actos mismos de ejercicio de la libertad, en la medida en que al realizar ac-

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ciones buenas el sujeto «saborea» la felicidad de la comunión de amor con la persona del otro (marido o mujer, hijo, cliente o compañero de trabajo, etc.) y va creciendo su amistad con él. § De todo esto no se deduce que la cultura sea irrelevante en la dinámica ética, que sean inútiles las nociones o descripciones éticas abstractas fruto de la reflexión personal o que la ciencia ética ha logrado establecer a lo largo de la Historia. No, el crecimiento ético procede mediante un círculo hermenéutico entre experiencias particulares de vida buena y nociones o descripciones generales acerca del contenido de este orden ideal. Las experiencias particulares son interpretadas y vividas por el sujeto como realizaciones singulares de los conceptos teórico-prácticos y de las correspondientes intenciones o deseos. A su vez, estos conocimientos teórico-prácticos e intenciones, que inicialmente son muy genéricos y confusos, se aclaran, se precisan, se especifican ulteriormente gracias a nuevas experiencias prácticas particulares. Pero, en cualquier caso, lo que sí se concluye de las observaciones anteriores es que la racionalidad que regula el comportamiento ético y que nos permite vivir bien, construyendo a este efecto un orden en la inteligencia, en la voluntad y en los sentidos, se desarrolla sólo en la experiencia y a partir de la experiencia de la comunión interpersonal. Se trata de una conclusión muy importante, pues nos permite entender hasta qué punto el progreso en la vida buena es para todo hombre —sobre todo durante la infancia, pero también más adelante— un objetivo problemático: en efecto, ¿cómo será entonces posible conocer y sentirse verdaderamente interesado por el valor ético de las acciones concretas, existenciales, antes de vivirlas o experimentarlas?; ¿será siempre necesario equivocarse, pasar a través de una serie de experiencias éticas negativas, quizá con consecuencias graves o incluso irreparables, para ser realmente capaces de percibir y elegir el bien ético particular? No, para aprender a vivir bien no es necesario equivocarse: existe otra posibilidad, una única posibilidad, como ya Aristóteles había notado en la Ética Nicomáquea: la educación o formación ética que el hombre, en el papel de «educando» (niño, joven o adulto), recibe de los amigos. b) La necesidad de la formación ética a través del «consejo amistoso». b) Sus condiciones de idoneidad § Nos preguntamos: ¿cómo puede la formación ética impartida por los amigos contribuir a que el educando supere la aparente circularidad de la vida buena: «para poder vivir bien, hay que haber vivido ya bien»? Inspirándome en las conclusiones de Aristóteles, creo poder responder que esa formación deberá llevarse a cabo, principalmente, mediante lo que podríamos llamar «consejos amistosos» (cf. Ética Nicomáquea IX, 12).

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Los «consejos» de los que aquí se habla no son los que el leguaje ordinario designa como tales, sino algo más específico. Forman parte de esta categoría, en concreto, todos aquellos comportamientos (gestos o palabras) objetiva y subjetivamente idóneos para provocar en el educando la amistad, el afecto-amor hacia la dignidad y el valor de persona del prójimo (o bien, secundariamente, la enemistad, el disgusto-odio hacia las acciones que contradicen esa dignidad o ese valor). Para mejor entender esta definición del consejo amistoso y el papel insustituible de los amigos al darlo, es conveniente profundizar en el significado de las dos condiciones de idoneidad a las que acabo de aludir: objetiva y subjetiva. Mediante ellas, como vamos a ver, esta forma de comunicación interpersonal logra solucionar las otras tantas dificultades —señaladas en el apartado anterior— que hacen del crecimiento en la vida buena un objetivo problemático. 1. Idoneidad objetiva. El consejo debe ser, ante todo, existencialmente verdadero, en el sentido de que deberá dar a conocer al educando las implicaciones positivas (y, secundariamente, las negativas) del orden ideal de la vida buena en sus concretas circunstancias existenciales. Ahora bien, esta idoneidad objetiva del consejo presupone muchas veces, si no siempre, la amistad entre el educador y el educando. En efecto, para un tercero extraño, aunque comparta con el educando los mismos ideales de vida buena y tenga mucha experiencia en la materia, resulta muy difícil percibir la particularidad de las circunstancias personales y de las situaciones en las que deben ser tomadas las decisiones éticas. Esa unidad de ideales y esa rica experiencia de la vida son necesarias, pero sólo el amigo, el amigo prudente, puede aconsejar del modo debido al amigo, ya que, en virtud del conocimiento que nace del afecto-amor recíproco y del trato continuo, se ha convertido de algún modo en alguien intrínseco a él (cf. Aristóteles, Ética Eudemia VII, 12). Puede entonces, por así decirlo, considerar la situación concreta de la decisión directamente «desde dentro», desde su centro responsable, y a la vez «desde fuera», valorándola a la luz del conocimiento que proviene de la experiencia personal y con la objetividad de la que el sujeto mismo carece por el influjo de sus pasiones. Se encuentra así en las condiciones mejores para prefigurar, en la forma de una advertencia, la decisión que deberá tomar el amigo o bien representarla posteriormente en la forma de una sentencia, actuando como un juez. 2. Idoneidad subjetiva. La verdad que el consejo debe transmitir es una verdad práctica, y por ello su hechura o conformación ha de ser también la más idónea desde el punto de vista subjetivo: esto es, la más adecuada para interesar e impulsar la voluntad del educando en la dirección del comportamiento objetivamente bueno. Dicho de manera más completa, los comportamientos, gestos o palabras, con los cuales se comunica el consejo deben trasmitir la verdad sobre el valor de persona del prójimo o un aspecto particular de este valor, de manera tal

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que se presente al educando, que no lo ha experimentado («saboreado») todavía, o en cualquier caso no lo ama con toda la extensión y profundidad posibles, como algo atractivo o amable (o bien, por lo que se refiere a los «antivalores», como algo desagradable u odioso). Esta atracción pre-amorosa hacia el valor de persona, dirigida precisamente a provocar el amor, no puede ser otra que atracción afectiva, y por eso el consejo, para ser eficaz, requiere la amistad (en su dimensión de afecto recíproco) entre el educador y el educando. En efecto, sólo en el clima de amor-afecto recíproco que caracteriza la amistad, el educando —niño o adulto— encontrará por así decirlo materia para su amor hacia el valor de persona de los demás. Sus acciones conformes externamente al orden ideal de la vida buena se verán alentadas y después aprobadas por las personas con las que convive mediante comportamientos, gestos o palabras, envueltos en afecto. El educando llevará a cabo esas acciones, en un primer momento, por el intenso sentimiento de placer que experimenta al recibir tales manifestaciones de afecto, y sólo secundariamente por su amor hacia el valor de persona del prójimo. Pero, en el acto poner en práctica esas acciones, podrá descubrir poco a poco su bondad ética, «saborear» la beatitud y aprender que éstos y otros comportamientos semejantes merecen ser vividos por sí mismos, a pesar de las dificultades afectivas o de otro tipo que pueda conllevar su realización. Por el contrario, los elementos egoístas de su comportamiento que los amigos desaconsejen manifestando su disgusto serán mucho más fácilmente identificables como carentes de auténtica bondad, contrarios a la comunión con el valor de persona de los demás. § Esta última dimensión constitutiva del consejo amistoso es de gran importancia para poder entender con profundidad la naturaleza peculiar de la dinámica ética, evitando algunos errores teóricos y prácticos que han sido y son bastante frecuentes en el ámbito de la Ética y de la Pedagogía. Por este motivo, será desarrollada en el próximo apartado (el número 3). En cualquier caso, una conclusión se nos presenta ya ahora como obligatoria. La realización tendencialmente perfecta del ideal de la vida buena, como ya Aristóteles había señalado, no es posible en el (muy débil) clima de amistad que es posible dentro la sociedad política en su conjunto, ni siquiera cuando esta agrupación es de dimensiones reducidas, como sucedía con la polis griega. Esta sociedad y otras semejantes son demasiado amplias y demasiado heterogéneas como para que se pueda crear entre sus miembros una relación de amistad, de profundo amor y afecto recíproco, tal y como exige la dinámica ética. El hombre —ha concluido por eso Aristóteles— deberá buscar la posibilidad efectiva de vivir bien dentro de otras comunidades más pequeñas y homogéneas, donde sean posibles las relaciones humanas con estas características: son las varias comunidades de amistad, de las que más adelante nos ocuparemos (en el número 4).

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3. AFECTIVIDAD Y AMOR HACIA EL VALOR DE PERSONA Como acabo de anunciar, en este nuevo apartado profundizaremos en la cuestión de la idoneidad subjetiva del consejo amistoso. Se trata, es cierto, de un paréntesis que interrumpe momentáneamente la línea argumentativa del capítulo; a pesar de todo, creo que vale la pena hacerlo (esperando que quien lo haga conmigo sea de la misma opinión al acabar la lectura). Para llevar a cabo esa profundización, trataré de responder ampliamente a las dos cuestiones siguientes: a) ¿qué papel concreto desempeña la afectividad del educando en el proceso de generación y posterior crecimiento en la vida buena?; y b) ¿de qué modo debe servirse de ella el amigo-educador para ayudarlo del mejor modo posible en su camino hacia ese objetivo ideal? a) El papel propedéutico de la afectividad § La afectividad —en sentido estricto— es un apetito de naturaleza psicofísica (orgánico-sensorial: no incluye la voluntad) que se encuentra presente de forma análoga en el hombre y en los animales irracionales. Objeto de esta apetencia pueden serlo realidades muy diferentes (un perro, un coche, un vestido, etc.), y de modo singular las demás personas. En cualquier caso, será ésta la única hipótesis que vamos a considerar aquí: la afectividad que la persona humana experimenta hacia sus congéneres. La actualización de este apetito es vivida por el sujeto humano, en un primer momento, como un acto de afecto, es decir, como una emoción o sentimiento provocado por la presencia real o intencional (imaginada, recordada) de los demás: por ejemplo, como sentimiento de deleite, de dolor, de querencia, de repulsión, etc. Estos afectos son, en sí mismos, una reacción pasiva y —en el fondo— «ciega», especialmente respecto a la dimensión inmaterial de la persona que sólo la inteligencia puede captar y la voluntad querer (o rechazar). En compensación, la afectividad tiene el poder de orientar y dirigir los actos intelectuales y volitivos del sujeto, aunque en una dirección éticamente problemática: es cierto que los afectos pueden ayudar a descubrir y amar el valor de persona de los demás, pero pueden también obstaculizar la consecución de este objetivo. Esta ambivalencia ética de los afectos se debe, precisamente, a su «ceguera». Ante la presencia de los demás asumen caprichosamente una tonalidad positiva o negativa. Cuando encontramos una determinada persona, o al observar o recordar algunos aspectos de su personalidad o ciertos gestos o comportamientos suyos, podemos experimentar un sentimiento agradable («me siento bien») o bien desagradable («me siento mal»), sin que esta reacción emotiva refleje objetivamente el valor (o antivalor) de esa persona o sus implicaciones: las hazañas del ladrón o del asesino nos pueden caer bien, mientras que un hombre honrado o

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santo nos puede resultar antipático. Por este motivo, sería un desatino valorar positivamente todo fenómeno afectivo. Pero sería aún más incorrecto valorar negativamente la afectividad en su conjunto, ya que en este último caso desconoceríamos el papel insustituible que desempeña en la vida moral. En virtud de las reacciones afectivas de tonalidad positiva que la persona siente muy frecuentemente ante la presencia de su prójimo, éste último se le aparece como un «bien», una realidad placentera, agradable, hacia la que se siente atraído. Si este afecto entre las personas es recíproco, poco a poco surge entre ellas un vínculo afectivo de simpatía, que las acerca y las empuja a la ayuda recíproca, haciendo que se muevan en la órbita del ser y de los intereses de la otra, incluso cuando físicamente se encuentran lejanas. Intuitivamente, un vínculo semejante se nos presenta como una realidad ética muy positiva, en particular por lo que se refiere al proceso de educación ética, puesto que hace posible que el educando tome conciencia de la necesidad de entrar en comunión con el valor de persona de los demás y, como consecuencia del gozo que normalmente produce la relación afectiva, constituye para él una ayuda —muchas veces indispensable— para moverse con la voluntad en esa dirección. Por este motivo principal, la afectividad es una de las mayores riquezas de la psique humana. Sin embargo, para ser todavía más ecuánimes al realizar este juicio de valor, será necesario matizarlo y considerar el efectivo grado de interpenetración entre la sensibilidad y la voluntad que tiende a la verdad y al valor de la persona. b) La integración de la afectividad con el amor hacia el valor de persona § La afectividad humana, en cuanto reacción de naturaleza psicofísica, no tiene por objeto directo lo que más íntimamente define a los hombres desde el punto de vista ético: su valor potencial y efectivo de personas. Mediante este apetito el hombre entra en relación, más bien, con algunas características físicas o psicosomáticas del ser o del comportamiento de los demás (su aspecto físico, su modo de hablar, su donaire, etc.), hacia las que tiende y de algún modo se une porque provocan en él una resonancia placentera, agradable; o bien las rechaza, si la resonancia que provocan en él es negativa. Para lograr una verdadera comunión interpersonal será, pues, necesario que el sujeto (el educando, tanto en la juventud como en la madurez) realice un serio y continuo esfuerzo de naturaleza intelectual y volitiva por integrar, y si es el caso corregir, los lazos afectivos o las antipatías con el amor hacia el valor de persona de quienes son objeto de su afecto. Si, por el contrario, el querer libre del educando se limitase a secundar en todo la afectividad, si no procurase moderarla, corregirla y completarla a la luz de este objetivo superior, su voluntad no sólo dejará fuera las personas en cuanto tales, sino que además se replegará poco a poco sobre él mismo, o más exactamente sobre los sentimientos que experimenta. El edu-

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cando, en este caso, se preguntará sobre todo si las emociones o los sentimientos que los otros provocan en él son «emotivamente verdaderos» (placenteros, agradables) y en su comportamiento se regulará según este criterio egoísta y fluctuante. Y, de continuar por esta vía, llegará inevitablemente a la instrumentalización de los demás en favor de sus emociones o sentimientos. § El proceso de educación ética no puede soslayar estos datos. Su objetivo principal es ayudar al educando a que sienta atracción por las personas en cuanto tales, integrando su acto apetitivo de modo que comprenda no sólo los valores psicosomáticos que encuentra en los demás (belleza física, fuerza atlética, inteligencia, etc.), ni —aún menos— la simple resonancia afectiva que éstos producen en él, sino sobre todo su valor de personas. Se trata, en otras palabras, de lograr que el valor de persona de los demás llegue a ser el objeto principal de su amor y la verdad esencial a la que se adecúe en su comportamiento. Para llevar a cabo esta tarea integradora del apetito humano, la razón y la voluntad del educando desempeñan ciertamente un papel insustituible. Pero el amigo puede prestarle una ayuda decisiva. ¿De qué modo? Mediante un «consejo amistoso» que reúna en sí aquella síntesis de verdad, cariño y firmeza que — en cada circunstancia— favorece máximamente que la verdad sobre el valor de persona sea el motivo determinante de las acciones del educando, evitando que su comportamiento dependa principal o exclusivamente de los afectos o sentimientos. En este sentido, educador y educando deberán sacar provecho de los inevitables roces y dificultades afectivas y de otro tipo que surgen en las relaciones normales de trato con los demás: se podrá entonces comprobar —y, en su caso, corregir tal desviación— si ese «amor» se encuentra totalmente subordinado a los afectos o si —por el contrario— es una realidad objetiva que subsiste al margen de aquéllos en las personas y entre las personas. Todo esto no significa, evidentemente, que se deba propugnar o idealizar el amor a-sentimental. Sólo una síntesis entre la verdad del valor de persona y la verdad de los afectos, aquélla que hace posible en el mejor de los modos el nacimiento, subsistencia y desarrollo del «nosotros» amistoso, confiere al amor su perfección en el orden ideal de la vida buena. Será necesario, por tanto, esmerarse durante toda la vida (cuando se es joven y cuando se es adulto, en el papel de educando y en el papel de educador) para lograr un doble objetivo: integrar los vínculos afectivos con el amor interpersonal y completar y aumentar el amor interpersonal con las manifestaciones y lazos afectivos adecuados. 4. LAS COMUNIDADES DE AMISTAD a) El papel de las comunidades de amistad en la educación ética § Muchos de los filósofos y pedagogos que han estudiado las cuestiones de la educación ética han asumido en su investigación una perspectiva incorrecta; es

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más, pienso que no es exagerado afirmar que esta perspectiva errónea ha dominado la ciencia moral desde el siglo XVII (incluso entre los autores que buscaban inspiración en el pensamiento clásico) y que todavía en nuestros días está lejos de ser superada. Según esta visión, serían únicamente dos los elementos fundamentales que hemos considerar a la hora de entender y valorar moralmente una actuación cualquiera. Está, en primer lugar, la norma de la moralidad, que es a su vez doble: objetiva, es decir, constituida por los diversos tipos de leyes (divina, natural y positiva), y subjetiva, es decir, la conciencia. Frente a la norma se encuentra la libre voluntad, con la que el sujeto decide si seguir o no la norma. Una vez establecidos estos elementos fundamentales, se hace referencia de forma casi incidental a la virtud, que es entendida como una especie de acostumbramiento gracias al cual la decisión acorde con la norma se hace más fácil, estable y agradable. Como lógica consecuencia de estos presupuestos, la educación ética será concebida, principalmente, como formación intelectual, dirigida a que el educando conozca la norma objetiva de la moralidad (los diversos tipos de leyes) y a que logre resolver casos morales cada vez más difíciles (formación de la conciencia, sobre todo a través de los «casos»). Secundariamente, aunque se trata de un objetivo igualmente necesario, la educación ética implicará la disciplina de vida con el fin de adquirir las habilidades y rutinas correspondientes. En realidad, las cosas son mucho más complejas. Sólo cuando la norma objetiva es interiorizada y desarrollada como virtud ética, esto es, como amor habitual del prójimo en los términos estudiados páginas atrás, sólo entonces obtendrá el educando la capacidad de reconocer (con la conciencia) y realizar (de forma libre) el bien ético particular, a pesar de las eventuales dificultades existentes al respecto. Ahora bien, un hábito semejante —concluíamos en esas mismas páginas— se adquiere solamente en la experiencia y a partir de la experiencia, es decir, en el acto de amar. Una vez que se ha entendido esto, y una vez que somos conscientes de esa especie de círculo vicioso en el que se encuentra el educando (no logrará reconocer y amar el bien hasta que lo haya ya amado), podemos percibir hasta qué punto resulta necesario el amor-afecto de los amigos: su consejo amistoso. Se entiende, dicho con otras palabras, por qué el progreso ético es de naturaleza tal que, o tiene lugar en el ámbito de una comunidad de amistad, o simplemente no tendrá lugar. Pero, ¿cuáles son concretamente estas comunidades de amistad tan necesarias para la vida buena? b) Las principales comunidades de amistad § La primera y más necesaria comunidad de amistad es la familia. Como han reconocido todos los representantes del pensamiento clásico cristiano, y mu-

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cho antes el mismo Aristóteles, esta comunidad constituye el lugar natural más idóneo para la realización cumplida del ideal de la amistad, para la constitución de ese «nosotros» y —en particular— de ese «nosotros vivimos bien» que definen la vida buena. Precisamente por su particular importancia será objeto de nuestra atención específica en el próximo capítulo. En este lugar quiero sólo poner de manifiesto cómo la familia, a pesar de su papel fundamental para la realización del ideal de la amistad, no es suficiente para satisfacer todas las exigencias intrínsecas de este proceso (exigencias religiosas, culturales, de instrucción, etc.) y, por otro lado, se encuentra sujeta a numerosas contingencias desfavorables (lejanía forzosa de alguno de los miembros, muerte prematura de los padres, etc.). Es necesario, por tanto, que comparta su misión educativa con otras comunidades de amistad: principalmente, la escuela (en sentido amplio) y las comunidades de carácter o de tradición. § Las exigencias del proceso de crecimiento en la vida buena que la familia no puede satisfacer, y a las que puede en cambio proveer la escuela (en sentido amplio), son esencialmente las referidas a la instrucción y a los primeros pasos en la socialización del individuo. Ahora bien, estas tareas, aunque a primera vista pudiera parecer otra cosa, sólo se verán coronadas con el éxito si la escuela es concebida como una comunidad que al menos en parte reúna las características de las comunidades de amistad: la presencia de una serie de ideales éticos compartidos y el amor-afecto recíprocos. Efectivamente, a causa de las características de la dinámica ética, es muy difícil que se desarrolle moralmente bien un individuo expuesto desde joven a una escuela «neutral», en la que los docentes se limiten a darle a conocer la pluralidad de formas de vida moral imperantes en la más amplia sociedad política, dejando que sea él mismo quien juzgue por cuál de ellas optar. Las formas de vida moral no son vestidos que se puedan cambiar según el propio deseo: éstas no pueden ser entendidas sin una iniciación práctica, y no es posible iniciar el educando a diversas formas de vida moral sin dejar en su personalidad trazas (heridas) y condicionamientos que lo acompañarán siempre. La escuela así entendida no produce, normalmente, más que escepticismo e indiferencia y no logra siquiera alcanzar los objetivos que —en teoría— su neutralidad garantizaría más directamente: la educación de los alumnos a vivir las virtudes civiles de la tolerancia y de la corrección al discutir con quien mantiene otras opiniones; el desarrollo de su espíritu crítico ante los diversos sistemas de ideas; etc. Más adelante, al hablar de la sociedad política, tendremos la posibilidad de retornar sobre este problema. § Por otro lado, como algunos estudios recientes han demostrado ampliamente y con profundidad (pienso, sobre todo, en los que ha llevado a cabo A. MacIntyre), el nacimiento y progreso en la vida buena requiere una comunidad mucho más amplia que la familia y la escuela, tanto por su extensión como por su perennidad. Me refiero a las comunidades de carácter o de tradición, que se en-

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cuentran normalmente ligadas a una nación particular o a una determinada concepción religiosa. En estas comunidades se engendra y conserva esa visión sapiencial y al mismo tiempo concreta y experimental de la vida que requiere siglos de historia para llegar a madurar: la tradición. Ésta «vive», y al mismo tiempo es transmitida a los nuevos miembros de cada comunidad, en la lengua y la narrativa propias; o en la memoria histórica; o bien encarnada en una serie de personajes ejemplares que, realizando de forma diversa los ideales característicos de cada tradición, favorecen su estima y sugieren elecciones concretas de vida buena; o —por citar un lugar típico más entre los muchos que dan vida a la tradición y aseguran su continuidad— en las intervenciones de la autoridad, entendiendo ésta sobre todo como prestigio que proviene de la experiencia y de la sabiduría. Por este motivo, un proceso de «globalización» (económica, cultural, informativa, etc.) que condujese a la desaparición o menoscabo notable de las comunidades de tradición, como por desgracia sucede hoy con mucha frecuencia, supone un grave perjuicio para la vida buena de las personas afectadas —no obstante sus claras ventajas desde otros puntos de vista, a las que ahora me voy a referir. c) La necesidad de abrirse a otras sociedades más amplias c) (la cuestión del nacionalismo) § Las reflexiones anteriores no excluyen, desde luego, la conveniencia de que el educando, formado en las comunidades de amistad, así como las mismas comunidades de amistad, se abran a otras sociedades más amplias, especialmente a la sociedad política. Es más, desde el punto de vista activo (orden de los deberes) esta apertura constituye una verdadera necesidad ética. Un amor de amistad excluyente, que absolutizase el propio grupo de amigos, la propia familia o la propia tradición (nacionalismo), con exclusión del resto de los hombres, se iría empobreciendo cada vez más y acabaría por corromperse totalmente desde el punto de vista ético. ¿Por qué? Porque la dignidad y el valor de persona son comunes a todos los hombres, y por eso todo amor hacia los miembros de la propia comunidad de amistad que sea excluyente de los demás es, en realidad, una amistad o amor interpersonal equívoco, que esconde un egoísmo de dos, de tres, del pequeño grupo. El respeto de la dignidad personal de cada hombre, el sentido de igualdad esencial entre todas las personas, la voluntad de ser solidarios con los demás (en particular con los más necesitados), son racionalmente inseparables de la auténtica amistad hacia los componentes de la propia comunidad de amistad. Por otro lado, el contacto del educando y de los grupos de amistad a los que pertenece con la sociedades humanas más amplias, y en particular con la socie-

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dad política, con su característico pluralismo acerca de las concepciones del bien, es muy benéfico. En la búsqueda de la vida buena todos pueden aprender de todos, y quien permanece encerrado en las propias comunidades de amistad difícilmente alcanza la independencia de juicio que es necesaria para vivir bien. En particular, las comunidades de carácter o de tradición incurren en fragilidades, límites y exclusiones éticamente irracionales cuando rechazan confrontarse con otras concepciones en la arena pública. Por el contrario, mediante este diálogo entre las comunidades, cada una de ellas tendrá la posibilidad de interpretar críticamente sus propias concepciones, renovarlas, corregirlas y adecuarlas a las nuevas situaciones. § Desde el punto de vista pasivo (orden de los derechos), si en la sociedad política no se diese este reconocimiento personal respecto a algunas «minorías» (en sentido no numérico), como consecuencia de los prejuicios imperantes en las otras comunidades de amistad (constitutivas de la «mayoría»), se podrían provocar, además de otros daños más físicos y evidentes, una serie de graves dificultades para que los individuos integrantes de las primeras adquirieran una identidad plenamente humana. En efecto, nuestra identidad humana es plasmada, en buena parte, por el reconocimiento o la ausencia de reconocimiento que recibimos dentro de la sociedad política. Si ésta devolviese a alguien, a modo de espejo, una imagen distorsionada, empobrecida de sí mismo, quedaría prisionero de esta falsa autoconcepción. La historia es testimonio de cuántas veces la cultura dominante, habiendo proyectado durante generaciones una imagen reductiva hacia otras culturas, ha sido responsable de que éstas acabaran por hacerla propia, y este autodesprecio se ha convertido en el principal instrumento para su opresión. Piénsese, por ejemplo, en cuanto ha ocurrido en muchos lugares con las relaciones entre personas de raza blanca y negra, aun después de que a estos últimos se les hubiese reconocido jurídicamente iguales derechos humanos fundamentales. Por este motivo, el reconocimiento social, la afabilidad con todos, no es sólo un detalle de cortesía, sino una necesidad humana vital.

6. Amor conyugal, matrimonio y familia

Al estudiar aquí la familia, arquetipo de las comunidades de amistad, he considerado oportuno —después de introducir brevemente el argumento en el número 1— tratar separadamente las cuestiones que ésta plantea, por un lado, en cuanto relación institucionalizada nacida del amor conyugal entre dos personas de distinto sexo (el amor conyugal y el matrimonio: números 2 a 4), y por otro lado en cuanto que, como fruto normal de esta relación humana, la comunidad crece con la llegada de los hijos (paternidad y maternidad: números 5 y 6). Convendrá, sin embargo, no perder de vista la íntima conexión ética que existe entre estas dos dimensiones de la realidad familiar: sólo la visión de conjunto que se obtiene una vez cerrado el círculo de la reflexión permite percibir con toda su hondura las implicaciones de la racionalidad ética en el ámbito de la vida familiar.

1. INTRODUCCIÓN: LA FAMILIA FUNDADA SOBRE LA «VIDA EN PAREJA» 1. Y SOBRE EL «AMOR CONYUGAL» § Uno de los temas en los que la filosofía y las ciencias humanas han profundizado más en los últimos tiempos, en particular en el último siglo, es el de la igualdad fundamental entre el hombre y la mujer. Los efectos positivos de naturaleza ética y política derivados de esta mayor conciencia de su igualdad han sido numerosos, pero, como manifiestan ciertas formas de feminismo extremo, no ha faltado quien ha llegado a conclusiones indebidas, proponiendo un modelo de mujer que hace de ella «un hombre de sexo diverso». Por esta razón es elogiable el trabajo de aquellos estudiosos y especialistas que, desde hace algunos años, buscan conocer cada vez mejor las diferencias y la complementariedad existente entre los dos sexos. Nos será así posible tener una percepción mucho más nítida y completa que la actual de las varias formas en las que la colaboración entre hombres y mujeres, en los más diversos campos de la actividad humana, puede

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ser determinante de una gran fecundidad y enriquecimiento recíprocos: por ejemplo, en el ámbito de la política, del arte, de la docencia, de la sanidad, etc. En cualquier caso, ya desde los mismos orígenes de la Humanidad se vivió una peculiar forma de colaboración entre el hombre y la mujer, que ha permanecido esencialmente inmutada a lo largo del tiempo y que destaca entre todas las demás tanto por su formidable difusión como por su excelencia ética. Me refiero a la «familia» que está fundada y constituida medularmente por la «vida en pareja». Este fenómeno, en una primera aproximación, podría describirse sociológicamente como una forma de asociación humana que nace de la libre decisión de un hombre y una mujer (en los pueblos primitivos, normalmente de un hombre y dos o más mujeres) de conducir establemente una vida (colmando recíprocamente la propia vida afectiva, habitando en una misma casa, usando un mismo nombre, compartiendo muchas de sus cosas, etc.) y que se encuentra esencialmente constituida por estas dos personas (la «pareja»), y secundariamente —es decir, no necesariamente sino de forma derivada— por los eventuales hijos nacidos como fruto de sus relaciones sexuales 1. Por lo demás, esta peculiar forma de asociación humana puede asumir —y de hecho ha asumido— conformaciones y finalidades muy distintas según las culturas, los momentos históricos o la voluntad particular de la pareja. En este sentido, y hablando siempre desde una perspectiva puramente sociológica, la familia fundada en el amor conyugal (institucionalizado con el matrimonio) es una más entre las muchas variantes posibles de la familia basada en la «vida en pareja». Por el contrario, desde el punto de vista ético, esta forma particular de unión entre el varón y la mujer, enriquecida normalmente con la existencia de los hijos, ha sido considerada por el pensamiento clásico cristiano como la única que pertenece al orden ideal de la vida buena, por lo que se distingue esencialmente de todas las demás formas de familia nacidas del fenómeno genérico de la «vida en pareja». § Esta tesis de la ética cristiana se encuentra en clara línea de continuidad con el mejor pensamiento greco-romano sobre la amistad perfecta (pienso principalmente en Aristóteles y Cicerón), así como con algunas de sus indicaciones acerca de la relación que debería existir entre los cónyuges, y entre éstos y los eventuales hijos; aunque lo subsana en algunos puntos importantes (por ejemplo, en lo relativo a la igualdad entre el varón y la mujer), y lo desarrolla en otros (por

1. No examinaremos aquí el fenómeno de la convivencia entre homosexuales. Dejando de lado las razones éticas por las que esta situación sería nociva para la vida buena, la exclusión de este tema podría justificarse aquí por el hecho de que se trata de un fenómeno sociológico minoritario, y también porque desde el punto de vista médico nace y contribuye a agravar una situación psicosomática —la homosexualidad— cuyo carácter patológico me parece irrazonable negar (se trataría de una forma de autoconmiseración neurótica, según la opinión que parece más probable).

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ejemplo, subrayando la importancia que la apertura a la procreación tiene para el mismo amor conyugal). Precisamente porque existe esa continuidad, también la ética cristiana gravita —esencialmente— sobre la consideración de que el dinamismo sexual encuentra una serie de pautas marcadas por la Naturaleza, por la estructura psíquica y corporal de la persona humana, así como por su racionalidad ética, que son como las líneas maestras de un proyecto que deberá ser asumido libremente por el varón y la mujer en sus relaciones sexuales para transformar éstas en un camino hacia su realización como personas, hacia la vida buena o feliz. En concreto, lo que juntamente con su ser es dado al varón y a la mujer para construir bien su unión conyugal, lo que la Naturaleza dona a la historia de cada pareja como potencialidad y exigencia de la vida buena, es la orientación ética de su índole sexual hacia un amor pleno («te amo con el máximo grado de amistad o amor»), exclusivo («te amo de manera insustituible») y fecundo («te amo también en tu paternidad/maternidad potencial»). He aquí, en síntesis, las características (o bienes) que definen el auténtico amor conyugal (institucionalizado con el matrimonio) y el grupo familiar —con o sin hijos efectivos— constituido por esta forma de unión. Todas éstas son, sin embargo, anticipaciones que no han sido todavía justificadas. Los caminos que podrían seguirse para hacerlo, y para precisar y desarrollar su significado, son varios. En nuestro caso la reflexión procederá partiendo de la observación y análisis del fenómeno sociológico común —y éticamente ambiguo— de la «vida en pareja» y proseguirá siguiendo, por así decirlo, el ritmo del deber-ser que a la pareja va marcando la misma relación sexual (la Naturaleza). 2. ORIGEN Y CONSECUENCIAS ÉTICAS DE LA «VIDA EN PAREJA» Empezaremos, pues, por el examen —necesariamente sucinto— del fenómeno sociológico de la familia fundada sobre la «vida en pareja». Lo haremos concretamente tratando de dar respuesta a las dos siguientes preguntas: a) ¿cuáles son las causas psicológicas y de otro tipo que explican el nacimiento de esta forma tan sorprendente de asociación humana que llamamos «vida en pareja», núcleo de la familia, así como de su ulterior ampliación con la procreación de los hijos?; y b) ¿qué valoración ética, es decir, en términos de vida buena o feliz, merece este fenómeno social? a) Breve biografía de la «vida en pareja» a) y de la familia fundada en esta unión § Por lo que se refiere a la primera de las cuestiones planteadas, el dato sociológico es que la decisión de «vivir en pareja» gravita, en gran medida, sobre la

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afectividad sexual, es decir, sobre la búsqueda de los valores sexuales complementarios presentes en el otro miembro de la pareja; secundariamente, suelen también pesar en esta decisión otros motivos de naturaleza utilitaria (cf. Aristóteles, Ética Nicomáquea VIII, 12). ¿En qué consisten exactamente estos valores sexuales? La respuesta a esta pregunta, especialmente en nuestros días, no puede darse por descontada. Dos son las observaciones que creo conveniente hacer al respecto. Es casi innecesario notar que los valores sexuales están integrados por las peculiaridades estrictamente somáticas del otro miembro de la pareja, las cuales son percibidas como un bien tanto porque hacen posible el apagamiento de una forma particular de apetito concupiscible (venéreo) como porque permiten satisfacer el deseo que muchas personas tienen de procrear. Pero los valores sexuales son una realidad mucho más rica y varia, que comprende también las características psicosomáticas peculiares del otro sexo. Y no hay duda de que estos otros valores son tan determinantes o más que los anteriores en la decisión de un varón y una mujer de «conducir establemente una vida», en lugar de limitarse simplemente a entablar una serie de relaciones sexuales aisladas o de breve duración. El conjunto de estas dimensiones psicosomáticas y corporales que integran la sexualidad es más adecuadamente señalado por los términos «masculinidad» y «feminidad», que evitan mejor el equívoco reductivo que suele conllevar la expresión «valores sexuales». En segundo lugar, conviene advertir que la dinámica de la afectividad sexual que desemboca en la decisión de «vivir en pareja» suele tener dos fases previas. En cuanto instinto primario del ser humano, la afectividad se orienta hacia todas o algunas de las características abstractas del otro sexo: hacia la feminidad o la masculinidad. Se trata de un impulso que, en este nivel, se asemeja mucho al de la nutrición; como él, está centrado exclusivamente sobre el «yo»: el organismo y la psique experimentan un molesto estado de tensión, y el sujeto busca un desahogo y un alivio maquinales que le hagan retornar a la situación de equilibrio. El «otro», siempre al igual que en el caso del instinto de nutrición, es reducido a la condición de objeto o instrumento para la propia satisfacción, no importando su identidad: por esta razón, la sexualidad instintiva está esencialmente abierta a una pluralidad de experiencias con individuos distintos. Por el contrario, en su desarrollo normal y no deforme (desde muchos puntos de vista, no sólo éticamente), el instinto sexual se orienta de forma cada vez más definida hacia la feminidad o masculinidad de un ser concreto: hacia la sexualidad presente en una mujer o en un hombre; además, deja de ser una realidad inestable y caprichosa, para adquirir una cierta estabilidad objetiva, es decir, una cierta independencia de la voluntad actual y fluctuante de los sujetos interesados, que no pueden provocar, en un instante o en muy breve tiempo, la desaparición del afecto que los une. En cualquier caso, no hay duda de que en la raíz de la decisión de «vivir en pareja» se encuentra un proceso como éste de particularización y estabilización del afecto sexual.

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Así pues, la biografía de la «vida en pareja» podría resumirse, en la inmensa mayoría de los casos, diciendo que es una forma de asociación estable entre un varón y una mujer con la que se consuma un proceso más o menos largo de maduración de la afectividad sexual recíproca. Ninguna referencia se hace en esta biografía a la relación interpersonal de amistad entre los miembros de la pareja, simplemente porque éstos pueden estar o no estar unidos por un vínculo de este tipo, aunque es bastante evidente que su relación afectiva lo favorece. Y, ¿cómo se presenta la eventual paternidad/maternidad en el horizonte de la «vida en pareja»? Considerando siempre y únicamente la dimensión afectiva de la relación entre ellos —por ser ésta la nota que acomuna la biografía de todas las parejas—, no parece que pueda afirmarse otra cosa que la existencia de una frecuente conexión entre el vínculo afectivo-sexual y el deseo de procrear. Por lo demás, no es raro encontrarse —en sentido contrario— con personas que sienten un fuerte deseo de paternidad o maternidad (sobre todo de maternidad) independientemente de cualquier forma de enamoramiento sexual. b) Valoración ética provisional de la «vida en pareja» § El hecho de que una decisión tan delicada y grave como la de «vivir en pareja», y —muchas veces— la de ser padres, haya alcanzado una difusión tan grande entre personas pertenecientes a la más diversas culturas y tiempos pone de manifiesto un dato que es de gran interés para quien se ocupa de la ciencia ética, es decir, para quien trata de elaborar una reflexión sistemática sobre la vida buena o feliz. En efecto, dado que todas las elecciones humanas están motivadas por el deseo de felicidad, lo que este fenómeno pone en evidencia es que se trata de una forma de vida que la inmensa mayoría de las personas —todas las que deciden «vivir en pareja»— considera especialmente feliz. Se han hecho eco de esta común valoración, por ejemplo, las distintas manifestaciones artísticas: en la literatura, en el teatro y el cine o en las canciones, por ejemplo, la creación de una familia fundada en la «vida en pareja», tal vez después de haber superado numerosas dificultades, se ha convertido en el arquetipo de la felicidad humana (el final feliz del cuento). Por el contrario, la decisión de no «vivir en pareja» se presenta ante nuestros ojos como un hecho excepcional, por lo que reclama una justificación adecuada («no me he casado porque…»). Sin embargo, esta opinión general es todavía demasiado vaga y ambigua para lo que exige la ciencia ética: no nos permite concluir definitivamente, ni mucho menos, que toda familia fundada en la «vida en pareja» responde a los requerimientos de la felicidad. La experiencia misma atestigua lo mucho que resulta pertinente esta reserva: con el pasar del tiempo, esta decisión puede ser causa —lo es, por desgracia, con frecuencia— de los más fuertes disgustos y sufrimientos que un hombre o una mujer pueden llegar a experimentar a lo largo de su existencia.

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Y es que, como bien puso de manifiesto C. S. Lewis, entre los varios vínculos afectivos, el de naturaleza sexual, cuando alcanza su máxima intensidad, es el más parecido a un dios, y por ello mismo el más proclive a exigir de nosotros la adoración. De manera espontánea, tiende a transformar nuestro estar enamorados en una especie de religión. Sin embargo, lo que realmente se descubre cuando sus exigencias son maquinalmente secundadas, cuando la inclinación erótica es venerada sin reservas e incondicionalmente obedecida (al margen de los requerimientos del valor de persona propio y ajeno), es que no se trata de un dios, sino de un demonio. Sin que nadie le haya dado permiso, el afecto sexual nos promete y nos inclina a prometer todo y para siempre… y, sin embargo, por todos lados resuenan los lamentos contra las desilusiones, los engaños y la fugacidad del amor erótico. Por eso, podemos concluir aquí en una primera aproximación ética a la cuestión, que la «vida en pareja» ha de ser valorada positivamente, al igual que cualquier otro fenómeno afectivo que acerque a las personas. Pero, al igual que cualquier otro tipo de vínculo afectivo o sentimental, también el de naturaleza sexual manifiesta una cierta ambivalencia ética. Casi todas sus características, insiste Lewis, puede ser bien aprovechadas; pero pueden también ser mal aprovechadas: es un sentimiento que, abandonado a sí mismo, libre de seguir su curso, puede abatir y degradar la vida del hombre. Es cierto que sus denigradores, los antisentimentalistas, desconocen la riqueza ética de este fenómeno afectivo y no han dicho al respecto toda la verdad; pero casi todo lo que han dicho contra él responde a la verdad. 3. LA INTEGRACIÓN DE LA AFECTIVIDAD SEXUAL CON UN AMOR PROPORCIONADO 3. HACIA LA PERSONA: EL AMOR CONYUGAL Un examen ético más riguroso y profundo de la «vida en pareja» nos llevará, en este nuevo número, a descubrir cómo el amor conyugal —es decir, la afectividad sexual completada con un amor proporcionado hacia el valor de persona del otro— constituye el único camino para que el «vivir en pareja» sea sinónimo de vivir bien, felizmente. Una vez alcanzada esta conclusión, estaremos en condiciones de entender en un nuevo apartado (el número 4) por qué la institución del «matrimonio» tal y como la concibe el pensamiento cristiano responde espléndidamente a las exigencias del amor conyugal; es más, constituye cabalmente su primer grado de perfección. a) Los límites de la afectividad sexual § Para que los vínculos afectivos interpersonales, sean del tipo que sean (sexuales o no), desempeñen un papel positivo en la realización de la vida buena, se

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requiere que el sujeto de tales afectos se esfuerce seriamente por completarlos con el amor hacia el valor de persona de los demás. Si no lo hiciese, será inevitable que su querer se dirija de manera cada vez más directa y exclusiva hacia los sentimientos que el prójimo despierta en él, en lugar de hacerlo hacia el prójimo en sí mismo. Y si no rectificase la intención, el sujeto irá adquiriendo esa «segunda naturaleza», típica de la persona egoísta, que lleva a atribuir más importancia a los propios sentimientos que al valor de persona de los otros, por lo que la «verdad» de los primeros (la satisfacción de la propia sensualidad o del orgullo personal), y no el valor de las personas implicadas, será el criterio decisivo cuando elija cómo comportarse. Por esta vía, llegará inevitablemente a operar una instrumentalización de las personas con las que se relaciona, sea por motivos de antipatía o de simpatía. Una serie de consideraciones análogas han de hacerse respecto a la afectividad de tipo sexual. Gracias a ella, la persona experimenta de un modo sensible y particularmente intenso —tal vez único— su propia insuficiencia, así como la orientación radical de su ser hacia el prójimo, su profunda necesidad de los otros. La sexualidad humana favorece de este modo que el sujeto se sienta impulsado a salir de su aislamiento, adquiera conciencia de su naturaleza relacional y se aventure y persevere en el difícil camino del amor interpersonal por excelencia: el amor conyugal. Ahora bien, estos dos últimos efectos superan ampliamente las posibilidades de la afectividad sexual, ya que por sí sola no puede alcanzar la dignidad y el valor de persona del cónyuge, realidad sólo accesible a la inteligencia. Esta forma de apetencia se detiene, en el mejor de los casos, en las cualidades psicofísicas que determinan su feminidad o masculinidad. Aunque sea cierto que estas cualidades se quieren en cuanto pertenecientes a una determinada persona, ésta aparece como en un segundo plano, como «alguien» definido sobre todo por las cualidades en cuestión. Por esta razón, si la voluntad de los sujetos se limita a seguir la dirección indicada por el afecto sexual, si no va más al fondo y trasciende el objeto del afecto, su amor recíproco se referirá a los valores sexuales poseídos por el otro y no se dirigirá realmente a las personas que poseen tales perfecciones. Un amor de este tipo será con frecuencia fluctuante: los valores sexuales a los que se refiere de manera principal podrán encontrarse sucesivamente en otra persona, y quizá en un versión «mejorada», por lo que la sustitución de individuos no implicará ningún cambio sustancial en «lo» querido. Cosa aún más decisiva: se tratará de un querer enfermo de subjetividad, incapaz de crear una verdadera comunión con el otro, con su dignidad y valor de persona, y —por eso mismo— con su identidad e insustituibilidad («con Romeo en cuanto Romeo y Julieta en cuanto Julieta»). El «nosotros» y el «nuestro bien» a los que da lugar este amor que no va más allá del objeto del afecto serán, objetivamente, sólo aparentes: se referirá a «nuestros valores sexuales», en lugar de hacerlo «nosotros», y buscará «nues-

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tro bien sensible», en lugar de proponerse «nuestro bien». Tarde o temprano la pareja se dará cuenta de que la comunión entre ellos era sólo un espejismo y se producirá en consecuencia una dolorosa ruptura o, si la relación continúa, sobrevivirá como una triste armonía de egoísmos («es bueno que continuemos juntos, pues yo amo los sentimientos que tu feminidad suscita en mí, y tú los que mi masculinidad suscita en ti»). b) La integración de la afectividad sexual con el amor hacia la persona § Vae soli! (¡pobre del que está solo!). Sin embargo, ésta es la situación nativa del hombre, que sólo de forma potencial y tendencialmente, como capacidad y anhelo más o menos conscientes y fuertemente hostilizados por el egoísmo, es un ser social unido a los demás por lazos de amistad. Pues bien, como muy acertadamente observó V. Soloviev en su obra maestra sobre El significado del amor (1892–1894), para muchos hombres —para la inmensa mayoría—, existe «una única fuerza capaz de extirpar de su interior y de raíz el egoísmo» que encadena la aspiración a salir de sí mismos para entrar en comunión con los demás: el amor interpersonal que sabe sacar provecho del enorme vigor que esta forma de afectividad manifiesta a la hora de «transferir todo el interés vital del sujeto a la persona querida, poniendo en ella, de forma casi omnicomprensiva, el centro de gravedad de su vida personal». Sin embargo —vale la pena insistir—, esta ayuda que proviene de la afectividad sexual no suprime la exigencia de que el sujeto ponga un serio empeño intelectual y voluntario por ir más allá el objeto específico de esta inclinación, de forma que la dignidad y el valor de persona del otro se convierta en el objeto principal del amor recíproco y, por tanto, en la regla esencial de sus relaciones. Será pues necesario, por decirlo usando la terminología típica del pensamiento clásico cristiano, vivir la virtud de la castidad. La esencia de esta virtud, explica por ejemplo K. Wojtyla hablando de las implicaciones de la castidad en relación con cualquier persona, «consiste en no dejarse “distanciar” del valor de la persona del otro, y en elevar a su nivel cualquier reacción causada por los valores del cuerpo y del sexo. Este objetivo requiere un considerable esfuerzo interior y espiritual, porque la afirmación del valor de la persona puede ser sólo fruto del espíritu. Sin embargo, lejos de ser negativo y destructor, este esfuerzo es positivo y creador de “lo interior”. No se trata de destruir en la conciencia los valores del cuerpo y del sexo, rechazando su experiencia subconsciente, sino de realizar una integración permanente; los valores del cuerpo y del sexo deben ser inseparables del valor de la persona.» (Amor y responsabilidad). § Pero, ¿hasta qué punto será necesario llegar en el amor hacia el valor de persona del sujeto del otro sexo cuando se quiere aprovechar toda la riqueza de la complementariedad afectivo-sexual e iniciar así con él o con ella una «vida en pa-

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reja» que sea efectivamente camino hacia la vida feliz? La respuesta a esta cuestión tan trascendental se encuentra claramente contenida tanto en las «intuiciones y promesas» que son características del enamoramiento sexual como —sobre todo— en el mensaje objetivamente transmitido por el ejercicio mismo de la sexualidad somática, especialmente mediante la unión por la que el hombre y la mujer «se hacen una sola carne». Por «intuiciones y promesas» del enamoramiento me refiero, en primer lugar, a la aguda percepción sensorial que la persona enamorada tiene de la perfección y belleza del ser amado y —por ello mismo— de su valor absoluto, necesario e insustituible para dar sentido a la propia vida. A esta percepción siguen, como es coherente, las promesas típicas del enamoramiento: la manifestación del sujeto a la persona amada de cuánto ésta es indispensable e insustituible para su vida buena y la declaración de la voluntad dedicar la entera existencia al servicio de su bien (de «nuestro vivir bien»). Estas «intuiciones y promesas» suelen parecer exageradas a los observadores extraños («se ha vuelto loco/a: ¿qué ha visto en esa persona?»). Es más, añadirá Soloviev, «esta luz del enamoramiento se apaga también para el amante mismo, y a veces muy pronto; pero esto no significa que fuera algo falso, que esa percepción fuera únicamente una ilusión subjetiva» y que las consiguientes promesas careciesen de fundamento. No, existe otra explicación posible, bastante más plausible que el viejo y socorrido recurso al «diablo engañador»: el ojo enamorado, el sentido «inteligenciado» del amante, ha sido por un momento capaz de captar de una forma inmediata, no discursiva sino mucho más profunda y nítida, la dignidad y el valor de persona del hombre o la mujer amada. De todos modos, es el acto de unión carnal el que nos indica con mayor claridad y objetividad que la voluntad de los sujetos debe apuntar hacia la creación de un amor de amistad perfecto, estableciendo entre ellos una plena comunión; mientras que el ejercicio de este acto paradigmático de la «vida en pareja» con un significado distinto se configura objetivamente como una mentira que separa y aísla a las personas. En efecto, la unión carnal se nos presenta objetivamente como una forma especialísima de comunicación del amor. En primer lugar, por el contenido del mensaje que se transmite: tanto los sentidos como la inteligencia lo perciben como signo natural de un darse y recibir al otro en su singularidad e insustituibilidad, como una afirmación recíproca de la promesa de que «nadie puede ni podrá ocupar tu puesto en mi vida»; entre otras razones, también porque —cuando se vive sin «precauciones» que desnaturalizan el gesto unitivo— pone las condiciones para que pueda ser generada una nueva persona. Por otro lado, es singularísima la forma de transmisión de este mensaje: a diferencia de lo que ocurre con las otras formas de comunicación entre los hombres, con la unión sexual la persona pone al servicio de su afirmación la totalidad de los recursos físicos y psíquicos que encuentra en su propio ser, a la vez que «activa» los que encuentra en el ser del otro con el fin de que su mensaje sea ciertamente recibido.

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Ahora bien, la primera condición para que este gesto exterior sea verdadero, tanto desde el punto de vista semántico como ético, es que responda a una actitud interior de amor proporcionada, conforme. En concreto, las personas que viven las manifestaciones afectivas típicamente somático-sexuales deberían ir con la voluntad más allá de la normal amistad y tender —por así decirlo— hacia la más perfecta de las amistades perfectas. No pueden contentarse —y ello es particularmente cierto para el momento culminante de la unión carnal— con un «te amo… bastante: con ciertas condiciones o mientras no me pidas demasiado»; es necesario donarse intencionalmente al otro y constituir mediante el don recíproco de las personas un «nosotros» único e insustituible. Ciertamente, el sujeto puede errar al hablar el lenguaje sexual, al igual que al hablar cualquier otra idioma; y también será semejante el resultado: al existir una discrepancia entre lo que el sujeto quiere decir (subjetivamente) y lo que el sujeto dice (objetivamente), se generará la típica situación de incomprensión y aislamiento de las personas que trataban de comunicarse (R. Buttiglione). Es más, dado que el lenguaje sexual se basa más directamente que los otros lenguajes humanos en la estructura ontológica de la persona, cuando se rebaja, aunque sólo sea un poco, el significado natural y radical de la unión carnal, se entra en el terreno de las mentiras fatales para la vida buena de los sujetos y de la sociedad misma que llegase a aceptar como normales estas mentiras. En efecto, de forma progresiva el acto de unión sexual se banalizará, y el único punto de referencia objetivo que permanecerá intacto para las partes y para la sociedad en su conjunto (por ejemplo, a la hora de establecer y regular qué es una familia) será el acto físico de «suscitar en el otro partner un cierto placer sexual, a la vez que éste lo suscita en el primero». c) El amor conyugal: notas distintivas § La integración del vínculo afectivo-sexual propio de la «vida en pareja» con un amor recíproco y proporcional al valor de persona del otro, es decir, su amistad perfecta y —por eso mismo— decisivamente orientada al don recíproco de sus personas, es lo que define el amor conyugal de la filosofía cristiana. Dos serán, por tanto, las notas distintivas de este tipo de relación interpersonal: (1) se trata de una amor de amistad entre un hombre y una mujer que constituyen mediante el don recíproco de sus personas un «nosotros» único e insustituible, el cual (2) se sirve del vínculo afectivo sexual para su nacimiento, subsistencia y perfección. El desarrollo de estas notas específicas del amor conyugal para conocer mejor sus implicaciones éticas habrá de hacerse mirando a la existencia, a la realidad, especialmente al ser del hombre y de la mujer. Se tratará, por tanto, de preguntarse: ¿cuáles son los aspectos o las dimensiones constitutivas del otro miembro de la pareja que deben ser amados (y no excluidos o rechazados) en el amor conyugal?

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1. El amor conyugal es, en su nivel más profundo, una relación de amistad entre un hombre y una mujer que es llevada hasta el extremo del don recíproco de sus personas, constituyendo así un «nosotros» único e insustituible. Desde el punto de vista fenomenológico, este vivir en el «nosotros» se manifestará en el «desear continuamente que el otro exista, en el vivir juntos y compartir las alegrías y los dolores —no alegrándose más que por lo que alegra al otro—, en que se es como una sola alma y no se puede vivir separado del otro, aunque esto exija morir juntos» (cf. Aristóteles, Ética Eudemia VII, 6, acerca de las formas más perfectas de la amistad auténtica). La mutua donación y el «nuestro bien» del que aquí se habla son —claro está— de naturaleza intencional y, más precisamente ética. Son, efectivamente, una misión y una responsabilidad que su amor ha querido hacer inseparables del propio «yo»: dando, cada uno de los cónyuges, una orientación incondicional y definitiva a la propia libertad en favor de la realización del «nosotros vivimos bien», en todas sus dimensiones (materiales, culturales y religiosas). Sin embargo, se trata de una verdadera y propia donación, ya que las personas cesan de alguna manera de pertenecerse exclusivamente a sí mismas para pertenecer también al otro. La perfección propia del amor conyugal es ciertamente compatible con los numerosos e inevitables tropiezos y retrocesos de los cónyuges a la hora de construir, día tras día, el «nosotros vivimos bien». Es incompatible, por el contrario, con un querer que se detenga de entrada, como ideal al que tiende, a un nivel menos profundo de compromiso en favor del bien del otro, ya sea porque se responsabiliza únicamente de algunas necesidades particulares de su vida buena (como ocurre con la amistad «normal»: limitada, por ejemplo, a algunas exigencias de compañía del otro, a la ayuda económica en los momentos de dificultad, al perdón de sus errores, etc.), ya sea —hablando más en general— porque se establece una condición temporal o de cualquier otro tipo a la propia entrega. Estas limitaciones a priori del propio compromiso manifiestan sólo que los sujetos no quieren llegar a constituir una plena comunión entre sus personas, una unión con «Romeo» o con «Julieta» en cuanto tal, en su dignidad y valor de persona, sin trabas ni restricciones y —por tanto— pase lo que pase en el futuro. 2. Al mismo tiempo, el amor conyugal impulsa a los miembros de la pareja a esforzarse por instaurar, día tras día, el clima afectivo-sexual que sea más idóneo para la subsistencia y el progresivo actualizarse del don recíproco de sus personas. Entre las manifestaciones de afecto que contribuyen a crear ese clima revisten especial importancia, como es lógico, las de naturaleza estrictamente sexual, en especial esa unión física que —precisamente por su centralidad en el dinamismo del amor conyugal— suele designarse como «el» acto conyugal. Por este motivo, la exclusión temporal o definitiva de esta forma de expresión del propio afecto hacia el otro cónyuge requiere una seria justificación ética, además del libre consentimiento de las dos partes.

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La gran importancia que estos gestos afectivo-sexuales tienen para la existencia del amor conyugal, así como su carácter de signos naturalmente privativos, es lo que ha llevado al pensamiento clásico cristiano a juzgar, justamente, que la poligamia y —aún más— la poliandria representan una gravísima dificultad a la hora de vivir bien esta relación humana, mientras que la monogamia (unidad: uno con una) es con gran diferencia la solución ideal. Sin embargo, conviene también notar que para el buen desarrollo de la relación conyugal es casi igualmente imprescindible que la pareja viva todas las otras manifestaciones de afecto y amistad que son habituales entre los buenos amigos: la compañía, los ratos de conversación de igual a igual, la petición de consejo, el presentarse y actuar al unísono ante terceros —también ante los hijos, etc. ¡Cuántas dolorosas desavenencias y separaciones que emergen tras la marcha del último de los hijos (suele hablarse del efecto «nido vacío») podrían haberse evitado si los cónyuges hubiesen cuidado estas normales manifestaciones de amistad! Quien sufriría más por la ausencia de estas «otras» manifestaciones de afecto y de amistad es la mujer, ya que su vida emotiva es generalmente más rica que la del varón, y mayor es también su necesidad de esta comunicación afectiva más ordinaria y constante. 4. EL MATRIMONIO-INSTITUCIÓN: PRIMERA PERFECCIÓN DEL AMOR CONYUGAL a) El matrimonio-institución: planteamiento adecuado del problema § La «vida en pareja», según hemos visto, es una forma de comunidad que se origina porque un varón y una mujer consideran que ésta es la respuesta social más ventajosa y coherente con el hecho de que su afecto sexual mutuo, en virtud de su dinamismo natural propio, les haya llevado a encontrarse vinculados de manera privativa o exclusiva (con una persona sexuada en particular y excluyendo las demás) y a la vez objetiva o estable (independiente de su querer actual y fluctuante). El matrimonio de la filosofía cristiana es, en una primera aproximación, una forma más de «vida en pareja». Pero el tipo de querer recíproco que en este caso se ha particularizado y estabilizado es mucho más profundo y rico de contenido: se trata del amor conyugal, es decir, de una relación afectivo-sexual integrada con el don recíproco de las personas. Y es a causa de esta especificidad de su aprecio recíproco por lo que el vínculo resultante —es decir, el matrimonio— goza a su vez de una serie de características propias, diferentes de las que singularizan el vínculo de las otras formas de «vida en pareja». La filosofía cristiana suele referirse a estas características del vínculo conyugal o matrimonial con la expresión «bienes del matrimonio»: la unidad (es una relación de uno con una), la fidelidad (privativa, con exclusión de todos los demás) y la indisolubilidad. § No es estrictamente necesario explicar la naturaleza de estos bienes del matrimonio, pues a ellos se referían las consideraciones del apartado anterior. Sin

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embargo, sobre el último de ellos —la «indisolubilidad»—, aunque su naturaleza y justificación han sido también esbozadas, conviene volver ahora de manera más explícita y completa. Este bien, en realidad, se deriva de una propiedad más amplia del amor conyugal que se origina del modo siguiente: a lo largo del itinerario que éste debe recorrer para alcanzar su plena realización como «nosotros vivimos bien», habrá de pasar necesariamente por un primer momento perfectivo que consiste en su «institucionalización» (no logro encontrar otro vocablo más adecuado para indicarlo), es decir, su objetivación o independencia total con respecto a la voluntad actual y fluctuante de los cónyuges. La afirmación de que el amor conyugal asume este carácter institucional ha suscitado desde siempre muchas perplejidades y dudas, sobre todo por lo que respecta al bien que nos ocupa y que constituye una de sus implicaciones inmediatas: la indisolubilidad del vínculo que une a los cónyuges, que permanecerá aun cuando su voluntad actual sea contraria. Se trata ciertamente de una tesis que hoy nos cuesta comprender, ya que entre sus presupuestos se encuentra una concepción «fuerte» —y no «débil»— de la potencialidad, vigor y significado profundo de la autodeterminación humana, que nuestra cultura generalmente rechaza. De todos modos, creo que la percepción de la racionalidad ética del matrimonio-institución resulta mucho más fácil cuando este fenómeno es observado desde la perspectiva adecuada. Ahora bien, no es la perspectiva adecuada aquélla que nos presenta este vínculo institucional como algo que el hombre y la mujer añaden a su relación «desde fuera» del amor conyugal. Y todavía más erróneo sería pensar que es fruto de un cierto reconocimiento y regulación jurídica por parte de la sociedad, aunque el amor conyugal (indisoluble) pueda y deba ser también objeto de una institucionalización jurídica. Estas dos perspectivas dejan escapar el punto más esencial y decisivo, ya indicado antes: a saber, que existe una institucionalización del amor conyugal que constituye un momento de su dinamismo íntimo, de su proceso de perfeccionamiento como auténtico amor conyugal. Veamos de forma más analítica cómo se realiza esta institucionalización «desde dentro» del amor conyugal. b) La constitución del matrimonio: nacimiento e indisolubilidad del vínculo § Es impensable que pueda existir una relación como la que define el amor conyugal sin que sus miembros se comuniquen, de una u otra manera, su deseo de establecer una comunión interpersonal y de buscar juntos la felicidad. Sin la manifestación y la aceptación recíproca de su amor conyugal, éste quedaría flotando en el vacío: sería un querer no correspondido y estaría por eso mismo destinado a vegetar tristemente como «amor platónico» y condenado, tarde o tempra-

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no, a morir. La comunicación del amor conyugal es una exigencia intrínseca de su dinamismo natural, pues sólo alcanzará su (primer grado de) perfección una vez que los sujetos se manifiesten y acepten recíprocamente su querer. Esta comunicación de la voluntad de dar comienzo al matrimonio, es decir, a una «vida en pareja» fundada sobre el amor conyugal, se realizará normalmente de palabra: mediante la «declaración matrimonial». De todas maneras, un signo importante, mucho más expresivo y fehaciente que las meras palabras, será la consumación sexual de la unión previamente declarada verbalmente; siempre que, me parece claro, también desde el punto de vista externo esta acción se lleve a cabo de una forma adecuada para manifestar la voluntad marital (algo que no ocurriría, por ejemplo, si usasen medios anticonceptivos, como dentro de poco veremos). Éste es el motivo por el que se suele entender que el matrimonio no logra normalmente alcanzar su primer grado de perfección hasta que es consumado mediante la unión carnal. § En cualquier caso, esta comunicación nos sitúa idealmente ante el núcleo del problema del matrimonio-institución. En efecto, mediante el consentimiento matrimonial, y en la medida en que son efectivamente capaces de autodeterminarse, los cónyuges se unen indisolublemente, es decir, con un vínculo que a partir de ese momento será autónomo, independiente de su voluntad futura. Pero, ¿por qué después de dar este consentimiento la unión es indisoluble (no-disoluble)? Para entenderlo pueden asumirse dos puntos de vista: 1. El matrimonio es indisoluble, principalmente, por una razón positiva: porque la autodonación recíproca expresada con las palabras y confirmada con la unión sexual, su decisión de ponerse incondicionalmente al servicio del valor de persona del otro y —por consiguiente— del «nosotros vivimos bien» (bonum coniugum), es la única forma de autodeterminación que responde adecuadamente a la realidad de su amor conyugal. Ahora bien, entregarse personalmente al otro y a su bien, a la vez que se lo acepta porque es tal persona y porque se pone —a su vez— al servicio del propio bien, significa decidir libremente la creación de un vínculo ético recíproco tan definitivo e incuestionable como lo es la identidad y la llamada a vivir bien de estas dos personas. 2. La bondad de la institución matrimonial, y de la indisolubilidad del vínculo como una de sus implicaciones, se nos manifiesta también si nos fijamos, negativamente, en las conclusiones absurdas y tristes a las que nos conduce su rechazo. Si el vínculo ético entre los cónyuges fuese disoluble, como algunos pretenden, este simple hecho implicaría que «lo» amado por ellos no es al otro miembro de la pareja en su identidad, en su dignidad y valor de persona, sino en cuanto que posee ciertas perfecciones o características positivas que se aprecian: por ejemplo, inteligencia y simpatía, cultura, un buen aspecto físico, una gran riqueza, etc. Estas cualidades, claro está, pueden cambiar o desaparecer, y por eso se juzga que el vínculo que une a la pareja debe ser disoluble. Ésta es la verdad

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objetiva de los hechos, con independencia de que se reconozca o no de forma explícita (lo honesto sería reconocerlo: «quiero en ti… tu belleza, tu fortaleza de ánimo, etc.»); y será imposible evitar que influya negativamente sobre la «vida de pareja» desde el momento mismo de su inicio: aún sin quererlo, sobre la conciencia y los sentimientos de la pareja pesará el hecho de que «más que querernos tú y yo, sucede simplemente que apreciamos recíprocamente las cualidades presentes en el otro y nuestra unión es por el momento armoniosa». § Conviene, sin embargo, insistir en que la indisolubilidad de la que aquí se habla no pertenece directamente al ámbito del ser, sino más bien al orden ético del deber-ser. El matrimonio en un cierto asumir, como consecuencia de la donación recíproca, el deber indisoluble, perpetuo, de ponerse al servicio del bien del otro o, más precisamente, del «nosotros vivimos bien». De la perpetuidad de este deber general deriva la perpetuidad de todos los demás deberes del amor conyugal, los cuales adquieren una propia autonomía con respecto a los fines subjetivos de los cónyuges y definirán el orden ético ideal de sus relaciones recíprocas y frente a terceros hasta que la muerte los separe. Todos estos deberes tienen un solo límite, común a cualquier otro deber, que consiste en la posibilidad efectiva de ponerlos en práctica. Por eso, si se llegase a crear una situación en la que la misma convivencia entre los cónyuges resultase contraproducente para su vida buena, éstos podrían y deberían proceder a la separación personal. Pero cada uno de ellos deberá mantener siempre la disponibilidad subjetiva y objetiva para volver, en cuanto sea posible, a estar unidos, cumpliendo los deberes conyugales propios de una situación normal. La experiencia enseña que no se trata, ni mucho menos, de una utopía. Esto no resultaría posible si, por ejemplo, decidiesen contraer un nuevo matrimonio, porque la única puerta que se dejaría abierta al otro cónyuge es la de la poligamia o la de la poliandria. * * * El cometido de «salir definitivamente sí mismos» para obtener el mejoramiento del otro y en (unión con) el otro se presenta subjetivamente como una renuncia costosa y no fácilmente comprensible en términos estrictamente racionales. No reconocerlo significaría negar la experiencia misma. Sin embargo, pertenece también al tesoro de la experiencia el hecho de que esta renuncia a la independencia individual nos libera del lazo incomparablemente más angosto y deshumanizador del egoísmo, pues la donación a los demás, lejos de conducir a un empobrecimiento del sujeto, es —por el contrario— causa de un espléndido enriquecimiento de su ser y de su existencia. En realidad, sólo si es cierto que el hombre puede comprometerse totalmente y para siempre a favor del bien de otra persona, será posible afirmar también —sin necesidad de añadir importantes matices— que es un ser capaz de amar a

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su prójimo; mientras que si ese compromiso definitivo no fuese posible, deberíamos también reconocer —sin añadir casi ningún matiz— que, por desgracia, el hombre no es verdaderamente capaz de amar a alguien distinto de sí mismo. Ahora bien, la libertad humana —como demuestra la experiencia— tiene esa capacidad, y no existe para la mayoría de las personas un camino más fácilmente practicable para actualizarla que el de la integración de su afectividad sexual con el amor de amistad perfecta, constituyendo un matrimonio y una familia. En efecto, ¿dónde, si no es en la pasión afectivo-sexual, podrán muchos hombres encontrar la audacia y el impulso decisivos para «salir de sí mismos» y emprender con decisión el sendero ascético de la vida buena? ¿Y dónde, si no en el matrimonio y la familia sobre él fundada, podrán encontrar en un segundo momento la garantía de recibir el respaldo afectivo adecuado para vivir bien, tan necesario en los muchos momentos difíciles de la existencia? Ningún afecto como el sexual hace que el hombre vea con tanta claridad y experimente con tanto transporte cuán grande es su necesidad de «vivir en comunión» con los demás; y ninguno lo ayuda con igual eficacia a iniciar y perseverar en la prosecución de este objetivo. Por este motivo, la banalización de la sexualidad y de la «vida en pareja», tan característica de la cultura contemporánea, equivale en la práctica a tapiar la principal puerta de acceso a la vida buena para un gran número de hombres y mujeres. 5. EL BIEN DE LA PROCREACIÓN COMO EXIGENCIA INTRÍNSECA 5. DEL AMOR CONYUGAL Y DEL MATRIMONIO § La característica específica del amor conyugal, frente a otras formas de afectividad y amor, es la creación de un «nosotros» que se encuentra constituido por el valor de persona de ambos cónyuges y que para su nacimiento, subsistencia y ulterior desarrollo se sirve de la complementariedad sexual entre el hombre y la mujer. En consecuencia, el bien de la procreación se presenta como una exigencia inmanente al dinamismo del amor conyugal por un doble motivo: En primer lugar, porque es realmente difícil imaginar un comportamiento que tenga tanta relevancia positiva para el progreso en la vida buena de los cónyuges, y para consolidar y profundizar su unión, como el de dar la existencia a los hijos y educarlos en la vida buena. Precisamente por este motivo, como Aristóteles había notado ya, el rechazo absoluto y aun parcial de la procreación se presenta, en principio, como una actitud contraria al amor conyugal. En segundo lugar —y se trata esta vez de una reflexión específica de la filosofía cristiana, sin fundamento aparente en los escritos aristotélicos—, porque la unión carnal constituye casi siempre una manifestación de afecto necesaria para el nacimiento, subsistencia y ulterior desarrollo del amor conyugal. Por eso, en general, es decir, en condiciones normales, existe un deber y un derecho de los

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cónyuges a vivir este acto de ternura. Pero, ¿hasta qué punto el deber de comunicar el amor conyugal sirviéndose de esta singular manifestación de afecto implica el deber de respetar su natural apertura a la procreación? Cabe adelantar aquí, pues se trata de una tesis que más adelante será justificada y precisada, que ese deber positivo existe siempre, pues cuando a la unión sexual se agrega un comportamiento contraceptivo, ésta deja de ser un auténtico gesto de afecto que comunica y refuerza la comunión interpersonal entre los cónyuges y se convierte —por el contrario— en algo que los separa. § La validez de estos dos principios que expresan el íntimo vínculo ético existente entre el amor conyugal y la procreación se extiende también al matrimonio con el que se institucionaliza el amor conyugal. Sin embargo, a este último respecto será necesario distinguir entre el matrimonio in fieri (es decir, «mientras se hace» por medio del consentimiento) y el matrimonio in facto esse (una vez que ha alcanzado su primera perfección). — La intención de procrear o, más precisamente aún, la voluntad de respetar la apertura a la procreación de los actos conyugales que se realicen en el futuro, es esencial en el momento de constituirse el matrimonio mediante el consentimiento. Por eso, la exclusión total de esta finalidad del acto sexual y la voluntad de emplear siempre que sea preciso los medios anticonceptivos deben ser consideradas como una manifestación clara de una actitud interior que es incompatible con el amor conyugal y con la institución del matrimonio. — Si una vez prestado el consentimiento matrimonial, uno o ambos cónyuges cambiaran su disposición inicial de apertura a la procreación, los deberes inherentes a la institución matrimonial —como ya sabemos— permanecen íntegros. Es obvio, sin embargo, que si los cónyuges perseveran en esa actitud, sea porque prescinden injustificadamente de las relaciones sexuales o porque éstas son vividas de un modo éticamente irracional, no podrá perdurar el amor conyugal efectivo, que estará condenado a corromperse. § No es posible entender o explicar correctamente la comunión de personas que se establece entre el varón y la mujer como marido y esposa sin tener en cuenta la finalidad completa del vínculo conyugal, que consiste precisamente en el pleno realizarse del matrimonio llegando a ser también padres. Esto supuesto, es muy oportuno añadir una observación que impide caer en un error de comprensión de signo opuesto. La afirmación de la íntima vocación procreativa del amor conyugal y del matrimonio no debe ser entendida como sinónimo de una concepción puramente instrumental o funcional de estas dos realidades. Tanto el amor conyugal y el matrimonio como la misma unión sexual entre los esposos constituyen un bien en sí mismos: un bien que no se encuentra

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totalmente subordinado al fin de la procreación, sino que es hasta cierto punto autónomo o independiente de su efectiva orientación procreativa (nunca, sin embargo, hostil a esta finalidad). Por este motivo, en todas aquellas situaciones en las que, sin existir una actitud antagónica de fondo hacia la procreación, ésta resulte simplemente frustrada por causas involuntarias (como la esterilidad o la vejez), ningún motivo ético se opondrá a que las relaciones sexuales entre los cónyuges continúen normalmente. Estas relaciones constituyen efectivamente un bien en sí mismas, una manifestación adecuada del amor conyugal entre los esposos. Por eso se explica que, como observa C. Caffarra, mientras en el reino animal la atracción sexual se da sólo cuando los animales son fértiles, entre las personas humanas ésta no depende de la efectiva capacidad procreativa: responde, por el contrario, a una condición permanente del ser humano, que es la experiencia de una soledad y de una pobreza personales que pueden encontrar un socorro adecuado en el encuentro físico con una persona del otro sexo. La actitud de respeto y aceptación del valor que posee en sí mismo el amor conyugal, así como la unión sexual entre los esposos y —al mismo tiempo— el pleno acogimiento de su íntima orientación hacia la procreación, son precisamente dos características constitutivas de la «paternidad y maternidad responsables» de la filosofía cristiana, cuyas implicaciones precisas estudiaremos ahora. 6. LA PATERNIDAD Y LA MATERNIDAD RESPONSABLES a) La procreación física responsable § El orden ideal de la vida buena y, en particular, el dinamismo inmanente del amor conyugal invitan a los cónyuges a una fecundidad generosa. Sin embargo, esta invitación no se traduce inmediatamente en un deber o una recomendación de que los esposos tengan el mayor número de hijos que sean capaces de concebir. La lógica misma del amor conyugal, al igual que el amor hacia el valor de persona de los eventuales hijos ya existentes y del mismo nascituro, exigen que el don de la vida sea fruto de una decisión éticamente responsable y no del capricho, del cálculo utilitarista o de la fatalidad anárquica del instinto. Por decirlo con una expresión clásica del pensamiento cristiano, los cónyuges deben vivir una paternidad/maternidad responsable. Ésta no siempre, ni en todas las parejas, se opone a la espontaneidad. Pero en algunas ocasiones sí, ya sea porque la racionalidad ética exige distanciar el nacimiento de los hijos a causa de las particulares circunstancias de la pareja, ya sea porque los esposos deben esforzarse positivamente por abrir su amor conyugal a la transmisión de la vida. Es oportuno, por tanto, preguntarnos concretamente qué es lo que significa vivir responsablemente la paternidad/maternidad en las varias circunstancias en las que puede llegar a encontrarse la pareja.

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1. Situaciones en las que se requiere un empeño positivo particular por procrear. Para un buen número de cónyuges que viven en los países económicamente más desarrollados, la paternidad y maternidad responsables son muchas veces sinónimo de una mayor generosidad para transmitir la vida. Es más, este deber habrá de presumirse: la procreación es en principio un bien del amor conyugal, y por tanto es la decisión de no procrear la que habrá de ser justificada con serias razones. La actuación de este propósito de mayor generosidad puede resultar éticamente problemático en algunas de las situaciones de esterilidad de uno o ambos cónyuges. A este respecto, y de manera muy sintética, pueden indicarse dos criterios fundamentales de actuación: — En líneas generales, los cónyuges tienen el deber de recurrir a la Medicina para prevenir o curar la esterilidad. — Sin embargo, no será nunca éticamente racional el recurso a la intervención directa de una «tercera» persona con el fin de actuar la procreación, admitiendo así que sea su comportamiento, y no la unión sexual entre los esposos, la causa inmediata de la concepción del nascituro y —por tanto— de su identidad. Es lo que sucede, por ejemplo, en los supuestos de fecundación artificial (tanto homóloga como heteróloga), ya que a través de estas intervenciones el médico se transforma en procreador directo del concebido. Este modo de obrar, al disociar la procreación de la unión sexual entre los cónyuges, desarraiga la primera de su lugar natural —el matrimonio, la familia— y la convierte en un proceso productivo más. Por eso, la aprobación social de este tipo de intervenciones contrarias a la ley natural producirá, entre otros efectos negativos, el de que no sabremos ya cómo justificar la existencia de cualquier otra prohibición o límite en relación a la posibilidad de que los médicos, las comunidades no familiares, los laboratorios y las empresas o el Estado produzcan nuevos niños, con unas u otras características físicas o psíquicas, etc.; estos límites o prohibiciones se nos presentarán como simples tabúes, que podrán un día cambiar gracias a la «evolución» cultural. 2. La paternidad responsable como deber de distanciar o evitar la procreación. En otras situaciones, atendiendo a las exigencias del amor conyugal y familiar, los cónyuges deberían, por el contrario, distanciar o evitar definitivamente la procreación de nuevos hijos: por ejemplo, a causa de una enfermedad o debilidad graves de la madre, o cuando la situación financiera es tal que sería imposible educar de forma conveniente otros hijos, etc. Con el fin de lograr este objetivo, la continencia total mientras se mantengan este tipo de dificultades objetivas será no pocas veces la solución ética más idónea. En efecto, el sacrificio común de la continencia, lejos de lacerar la comunión entre los cónyuges, sirve con frecuencia para poner de manifiesto que ésta se basa

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verdaderamente sobre el amor recíproco del valor de persona y determina un fortalecimiento de la unión conyugal como mutua mirada interior de amor. Secundariamente, cabe observar además que la continencia, cuando es sólo temporal, puede constituir un buen remedio a la acción destructiva de la rutina: el sacrificio común hace que los esposos sean más conscientes de la grandeza del acto conyugal y más capaces de entenderlo como signo de un amor pleno y exclusivo. En sentido contrario, convendrá juzgar con un mínimo de espíritu crítico la presentación de este sacrificio como un ideal imposible, pues no es infrecuente que algunas parejas acepten de buena gana largos períodos de continencia por otros motivos: por ejemplo, aceptando un horario de trabajo muy exigente, o la obligación de viajar con frecuencia, con el fin de mejorar la propia situación profesional o económica. Se dan, sin embargo, algunos casos en los que, a la vez que está justificada la intención de no procrear (por enfermedad, graves dificultades económicas, etc.), existen otros motivos que recomiendan vivir la unión sexual: esencialmente, porque la subsistencia o el buen desarrollo del amor conyugal entre los esposos hacen conveniente evitar la continencia y recurrir a esta singular forma de comunicación afectiva. En este tipo de supuestos, ¿cómo será posible llevar a cabo ambos propósitos, negativo uno (no procrear) y positivo el otro (manifestar adecuadamente la unión conyugal)? Existe una posibilidad, es más, una sola posibilidad: recurrir a los denominados métodos naturales para la regulación de los nacimientos, limitando las relaciones sexuales entre los esposos a los días naturalmente infecundos de la mujer (período agenésico). Por el contrario, el recurso a los métodos artificiales para la limitación de los nacimientos no constituye solución alguna, ya que éstos evitan, sí, la procreación, pero transformando por ello mismo la unión carnal en un gesto que induce a la separación afectiva y espiritual entre los cónyuges. ¿Por qué digo que sólo mediante el recurso a los medios «naturales» el acto conyugal puede conservar su significado unitivo? La explicación no hay que buscarla, al menos no directamente, en su condición de medios «no-artificiales»; ni tampoco en el hecho de que impliquen o puedan implicar una intención menos explícita por parte de los cónyuges de evitar la procreación. Desde el punto de vista ético, los medios naturales se distinguen esencialmente de los medios artificiales porque en los primeros la mujer introduce la infecundidad en el acto conyugal en cuanto mujer, es decir, como elemento integrante de su feminidad. En consecuencia, el gesto conyugal de recíproca donación y aceptación puede ser vivido sin reservas, sin que el marido y la mujer se vean obligados a rechazar —respectivamente— la feminidad o masculinidad del otro. De aquí que la expresión «métodos naturales» sea muy adecuada: en los períodos infértiles de la mujer, la separación entre el significado unitivo y procreativo del acto conyugal no es operada por los cónyuges, sino por la naturaleza misma del hombre y de la mujer.

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Por el contrario, cuando la procreación se previene mediante el recurso a los métodos artificiales, los cónyuges —en virtud de este mismo hecho— introducen en el acto sexual un rechazo explícito de la feminidad o masculinidad del otro que no sólo le hará perder su significado unitivo, sino que lo llevará a asumir un significado opuesto. En efecto, con esta exclusión voluntaria de la feminidad o masculinidad del otro, la intención de los sujetos se aleja igualmente de su identidad y tenderá necesariamente a recaer sobre los únicos bienes que permanecen intactos: el placer físico y tal vez afectivo causado por el otro «personaje». La unión sexual se transforma así en un monólogo el que cada uno se busca a sí mismo y en el que el otro es simplemente el intérprete de un rol, con una identidad que en el fondo no cuenta. Estas últimas afirmaciones, para ser bien entendidas, presuponen una serie de percepciones íntimamente unidas a la experiencia misma y que son difícilmente conceptualizables. Por eso mismo, quizá el ejemplo de otra experiencia análoga nos ayude a percibir mejor su racionalidad. Pensemos en un gesto naturalmente unitivo como el de estrechar la mano. Si inmediatamente antes de hacerlo yo le dijese a mi amigo: «un momento, que —por si acaso— me voy a poner el guante», este gesto unitivo no sólo vendría desnaturalizado, sino que asumiría un significado opuesto: causaría el enfado de mi amigo y la separación entre nosotros. No sucedería lo mismo si yo ya llevaba puestos los guantes antes de encontrarlo y por un motivo cualquiera no me los pudiese quitar (y, menos aún, si éstos formasen parte de mi ser). Un fenómeno análogo se produce en el caso del acto conyugal, sólo que se trata de un signo manifestativo de la unión todavía más natural (y menos convencional) que el de estrechar la mano y su mensaje y poderío unitivos son incomparablemente más altos. Pues bien, si a la afirmación objetivamente transmitida por este gesto —«me uno enteramente y sin condiciones a ti, a tu ‘yo’ femenino o masculino»— se añade intencionalmente otra (simultáneamente, en previsión o inmediatamente después) que dice: «vamos a tomar precauciones, pues me da miedo tu feminidad o masculinidad, tu capacidad de procrear», el resultado final no puede ser otro que la desnaturalización del gesto sexual. Si es cierto, como de hecho lo es, que en todos los ámbitos de las relaciones humanas el miedo y el amor no pueden convivir y uno de los dos acaba desterrando al otro; si es cierto, como lo es, que el miedo frena, paraliza y cierra al sujeto en sí mismo, mientras que el amor tiene el efecto contrario, cuando el primero se introduce en la unión sexual entre los cónyuges, como «precaución» o bajo otras formas, el gesto en cuestión será vivido por ellos como una mentira que —tarde o temprano— tendrá consecuencias trágicas para su unión afectiva y espiritual. b) La educación de los hijos § La paternidad y la maternidad, en cuanto tareas pertenecientes al orden ideal de la vida buena, no se limitan a la función biológica de la transmisión de la

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vida ni a la simple tarea de proporcionar a los hijos el necesario sustento material. Por muy importantes que sean la generación y la subsistencia físicas, todavía más esencial para los padres y, de forma distinta, para los hermanos, es descubrir y realizar la misión que esta nueva persona asigna a su amor: «la exigencia de donar una humanidad madura a este pequeño hombre que va creciendo» (K. Wojtyla). Se tratará, dicho en términos más aristotélicos, de completar la procreación física del nuevo hijo con la «procreación ética», mediante una educación en las virtudes que le permita emprender y perseverar en el camino de la vida buena. A este propósito, será importante repetir cuanto ya veíamos en el capítulo precedente, en el que la tarea de la educación ética se nos mostraba con toda su riqueza… y con toda su problematicidad. Sin pretender ofrecer aquí una síntesis de la reflexión que entonces hacíamos, podemos recordar que la mayor dificultad que debe superar todo proceso de educación ética consiste en esa especie de círculo vicioso en el que se encuentra el educando en los inicios de la vida buena y a cada nuevo paso en esa misma dirección. En efecto, parecería como si su inteligencia y su voluntad, su entender y su querer se remitiesen el uno al otro para hacer posible el vivir bien: sólo en el acto de realizar las distintas acciones buenas logra el educando un auténtico conocimiento de su bondad ética (el querer es condición del entender); pero, para ser capaz de realizar estos actos, se requiere que los perciba previamente como éticamente buenos (el entender es condición del querer). Así las cosas, ¿cómo podrá el educando ingresar y dar los primeros pasos en el orden existencial de la vida buena? Principalmente —podemos responder ahora— mediante su «procreación ética» en el ámbito de la familia, como lugar donde la persona encuentra de forma natural, y desde su más temprana edad, aquellos vínculos afectivos que son la condición indispensable de su generación moral y de todo progreso ulterior en este camino. Este proceso de generación podría ser explicado, en pocas palabras, del modo siguiente. El niño de dos o tres años no sabe nada del amor. Sus interacciones con las personas que lo rodean son de tipo físico-sensitivo y sentimental: tanto por las emociones positivas y casi instintivas que experimenta a causa de los vínculos de la sangre como por razones de utilidad (porque llora o pide y sus exigencias encuentran satisfacción), surgen en él los primeros afectos (no se trata todavía de amor) hacia los demás miembros de su familia. Conforme el niño crece, van creciendo también sus formas de afectividad, y será también posible ayudarlo con los «consejos amistosos» de los que hablaba Aristóteles. En un ambiente familiar justo, sus comportamientos externos «positivos», que serían expresión de un auténtico amor al valor de persona del prójimo si el niño fuese capaz de él, encontrarán la aprobación y el aliento de las personas con las que se siente sentimentalmente unido (sobre todo, la madre). Por el contrario, sus actuaciones «negativas» recibirán la desaprobación de tales personas. Al principio el niño se sentirá inclinado a repetir estos comportamientos «positivos» y otros semejantes, a

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la vez que evita los que son «negativos» por meros motivos sentimentales. Pero, poco a poco, llegará a apreciarlos también en razón de su bondad ética. Y, después de algunos años, si es ayudado por unos padres que sepan unir de modo adecuado la ternura y la firmeza, percibirá las acciones buenas como acciones que vale la pena poner en práctica a pesar de los eventuales obstáculos internos o externos, sentimentales o de otro tipo. Sólo sobre esta base se lo podrá y deberá ayudar más tarde (sobre todo el padre), con el razonamiento general y abstracto. § Entre los muchos criterios directivos para la educación de los hijos que cabría señalar aquí, quisiera subrayar uno por su íntima relación con el amor conyugal. Una condición esencial del acto educativo (del «consejo amistoso» aristotélico), tanto cuando asume la forma de una advertencia verbal como cuando obra por causalidad ejemplar, es la excelencia ética de los padres: en particular, la que se deriva de su amor conyugal. «Lo que de verdad sirve al hijo», escribe con su acostumbrada lucidez M. Brancatisano «no es el amor de uno de ellos, del padre o de la madre, sino esa extraordinaria linfa vital que le llega, aunque de forma indirecta, del amor que une a sus padres». Los hijos, como ya notaba Aristóteles, son en efecto un verdadero bien común (cf. Ética Nicomáquea VIII, 12). Por ello —y se me perdonará que lo advierta por segunda vez—, no tendría sentido vivir el amor paterno o materno como una especie de alternativa al amor conyugal, en lugar de hacerlo como una consecuencia suya. El «mamismo» y el «papismo» son, en realidad, el reverso negativo de la paternidad y de la maternidad responsables: la consecuencia de versar sobre el hijo «toda la carga de aspiraciones y represiones que no se ha logrado asimilar en el ámbito de la relación hombre-mujer. El hijo se convierte en una materia de desahogo y compensaciones personales; enredado en el juego de intereses del padre o de la madre, se inserta como una hoja de espada en su relación, para separar en lugar de unir. Buscar de este modo la satisfacción del amor paterno o materno es un desorden que acaba por desquiciar la relación conyugal y origina muchos de los graves problemas que se pueden presentar durante el crecimiento de esa planta tan delicada que es el ser humano.» (M. Brancatisano).

Sección II LAS RELACIONES PROFESIONALES

7. El trabajo profesional

§ En el lenguaje común se suele designar como «trabajo profesional» toda actividad especializada (técnica) de producción o distribución de bienes de naturaleza física o cultural, que se lleva a cabo fuera del sistema familiar de relaciones (aun en el caso de las empresas familiares: la relación de trabajo no es una relación familiar) y que constituye una referencia fundamental a la hora de definir socialmente al sujeto que la realiza («Fulano es… médico, funcionario, periodista, comerciante, etc.»). Esta noción de «trabajo profesional» propia del lenguaje ordinario, aunque es algo imprecisa, resulta suficiente desde el punto de vista funcional, ya que indica con claridad el conjunto de actividades humanas de las que nos vamos ocupar en el presente capítulo. Se podría objetar, además, que es reductiva. Especialmente, porque nada nos impediría ampliarla considerando como verdadero trabajo profesional la labor que muchas madres realizan dentro de sus familias o —en general— las tareas de tantas otras personas dentro de las comunidades de amistad. Pero he creído que era preferible no hacer explícitamente ninguna referencia aquí a este tipo de actividades, porque son «trabajos profesionales y algo más y a la vez distinto»; en cualquier caso, se les podrán aplicar analógicamente muchos de los principios éticos que iremos viendo. Asumida, pues, esta noción de trabajo profesional, lo primero que conviene notar es que la investigación sobre su deber-ser puede ser emprendida asumiendo puntos de vista muy distintos: técnico, sociológico, económico, psicológico, etc. Pero sólo quien lo hace desde una perspectiva ética se planteará la cuestión de su deber-ser de manera absoluta y, a la vez, radical. En efecto, lo característico del punto de vista ético-filosófico es preguntarse sin matices ni evasivas: ¿por qué trabajar y no —mejor— no trabajar si no queremos hacerlo y nos resulta posible?; en segundo lugar, y supuesto que se deba trabajar, ¿cuál es el mejor modo de realizar esta actividad: es decir, ¿cuánto y cómo trabajar? Comenzaremos, como es lógico, por la respuesta a la primera de tales cuestiones (número 1: ¿por qué se debe trabajar?), excluyendo otras contestaciones

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posibles que sean parciales o erróneas y que podrían condicionar negativamente el razonamiento relativo al mejor modo de realizar el trabajo profesional (número 2: ¿cuánto y cómo trabajar?). 1. EL SENTIDO DEL TRABAJO PROFESIONAL a) El sentido primario del trabajo profesional § El significado que el trabajo tiene en el conjunto de la vida de cada persona, su porqué más radical, no puede ser distinto que el de cualquier otra actividad humana: responder a su vocación a la vida buena. Sin embargo, si razonásemos a partir de esta consideración aislada, omitiendo la reflexión global acerca de las actividades que el hombre ha de realizar para vivir bien, sería fácil llegar algunas conclusiones erróneas sobre el sentido del trabajo profesional. Concretamente, esa desatención podría llevarnos a una percepción tendencialmente totalitaria de la relevancia ética que tiene esta actividad —muy difundida, por desgracia, en nuestra cultura: «todo en función del éxito profesional». Para no incurrir en un error teórico o práctico de este tipo, es necesario tener presente que entre los muchos bienes que integran la vida buena, los más esenciales (amor-afecto interpersonal y consejo amistoso) sólo pueden obtenerse como resultado de nuestro comportamiento en el ámbito de las comunidades de amistad. Por esta razón, el objetivo primario que la persona debería perseguir con todas sus actividades sociales, profesionales o de otro tipo es el nacimiento y subsistencia de estas comunidades, asegurando la propia integración armónica en alguna o algunas de ellas (comenzando por la familia); mientras que esas otras actividades sociales vienen «después». El sentido primario del trabajo profesional es, por tanto, el que se manifiesta cuando examinamos este fenómeno desde la perspectiva de las necesidades de los grupos de amistad. Se constata así que las relaciones de colaboración que las personas pueden establecer dentro de estas comunidades son absolutamente insuficientes para satisfacer muchas de las exigencias físicas y culturales de los individuos que las componen y para la subsistencia misma de esos grupos. Resulta necesario que sus miembros —o, al menos, algunos de ellos— se incorporen a un sistema de relaciones más amplio, en el que, a cambio de la propia actividad especializada (técnica) de producción o distribución de bienes de naturaleza física o cultural, obtengan para sí mismos y para las propias comunidades de amistad los otros bienes de esta naturaleza de los que carecen. Este sistema de relaciones es la sociedad del trabajo, que coincide sustancialmente con el «mercado» de la teoría económica («lugar» de naturaleza ideal en el que se realizan tales intercambios) y con el «segundo sector» de la ciencia sociológica (el «primero» sería el Estado). El dinero, en sus varias modalidades, es el medio —hoy por hoy insustituible— para cambiar unos bienes con otros o,

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dicho todavía con mayor precisión, para operar el intercambio de la propia actividad profesional con la actividad profesional de los demás componentes del mercado (el dinero, en definitiva, no es otra cosa que trabajo potencial, capacidad de hacer que otros trabajen para mí). En fin, lo que más importa, el sentido primario, aunque parcial, de todas estas realidades —el trabajo profesional, el mercado y el dinero— es satisfacer adecuadamente las necesidades de bienes materiales y culturales de las comunidades de amistad a las que los trabajadores pertenecen, y que estos grupos no pueden obtener por sí mismos. b) El sentido pleno del trabajo profesional § El «deber-ser» más elemental e irrenunciable del trabajo profesional es, por tanto, el que se deriva de su «ser» una actividad que permite dar solución adecuada a la escasez, a la limitación de los medios que el hombre encuentra a su disposición en la Naturaleza y en las comunidades de amistad. Pero, como se habrá intuido, esta concepción del sentido del trabajo profesional no puede considerarse completa ni —por tanto— deben reputarse definitivas e insuperables las conclusiones morales que hasta ahora hemos obtenido. En caso contrario, habríamos, sí, disminuido el riesgo de incurrir en una visión tendencialmente totalitaria del trabajo, pero sólo para acercarnos peligrosamente a otra concepción de signo opuesto, también deformada. Me refiero concretamente a la concepción puramente instrumental de esta actividad propia de quien mira sólo de puertas adentro: «se ha de trabajar lo estrictamente necesario para permitir una existencia digna a quienes forman parte de mis comunidades de amistad; por lo que se refiere a las demás personas afectadas por mi actividad, habré de limitarme —en el mejor de los casos— a respetar lo estrictamente exigido por la honestidad». Para evitar este otro tipo de error, nuestra conclusión relativa al sentido primario del trabajo profesional habrá de ser completada teniendo en cuenta que, en realidad, tanto el sujeto activo de esta actividad (el empresario, el obrero, el médico, etc.) como su beneficiario (el obrero en relación al empresario y el empresario en relación al obrero, los clientes en relación a ambos, el paciente, etc.) no sólo son seres afectados por las necesidades materiales y culturales que he venido mencionando. Son bastante más: son seres humanos. En consecuencia, la sociedad del trabajo se nos presenta como una sociedad de los hombres y para los hombres, como un sistema de relaciones en el que los destinatarios objetivos del proceso productivo protagonizado por el trabajador son siempre, mediata o inmediatamente, otros seres humanos como él e igualmente llamados a realizar su valor inconmensurable de personas en las relaciones interpersonales. Será entonces tarea de cada uno descubrir esta dimensión del trabajo, dirigir y actualizar la intencionalidad en esta dirección y poner en práctica todas sus implicaciones, sin más límites éticos que los derivados de las exigencias (prioritarias) de sus grupos de amistad.

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§ Teniendo en cuenta esta nueva perspectiva, que no anula sino que completa la precedente, el sentido pleno del trabajo profesional se configura como el de una actividad: — cuya finalidad primordial es hacer accesibles a los grupos de amistad de los que el trabajador es miembro aquellos bienes de naturaleza física y cultural que son necesarios para su subsistencia y desarrollo y que por sí mismos no pueden producir; — y que, además, constituye un ámbito de directa realización del valor de persona del trabajador, que se actualizará en la medida en que con su actividad profesional respete y —en lo posible— promueva el valor de persona de los demás; una promoción que, en este ámbito, habrá de comenzar por la satisfacción lo más perfecta posible de las necesidades físicas o culturales para las que se ha requerido su intervención y que muchas veces podrá desembocar en las formas de ayuda típicas de las relaciones de amistad. Se trata de un doble objetivo que, atendiendo a las relaciones recíprocas que origina, podría indicarse de forma sintética como realización del bien común de la sociedad del trabajo. 2. LOS PRINCIPIOS DE JUSTICIA EN LAS RELACIONES PROFESIONALES Una vez que hemos averiguado qué finalidad tiene el trabajo profesional, estamos en condiciones de explorar la segunda de las cuestiones éticas fundamentales que plantea esta actividad: esto es, la relativa —como se recordará— al mejor modo de realizarla. Esta indagación, es bueno anticiparlo, nos conducirá a las dos siguientes conclusiones generales: — Toda persona tiene, en principio, el deber y el derecho de realizar un trabajo profesional (apartado a). — Este deber/derecho habrá de ejercitarse de modo tal que se promueva el bien común de la sociedad del trabajo (apartado b). a) El deber/derecho de realizar un trabajo profesional § Hablando en general, se puede afirmar que toda persona adulta está llamada a realizar una actividad especializada de producción o distribución de bienes dentro del mercado, es decir, un trabajo profesional; con una importante excepción: a no ser que lo desaconseje la tarea que esa persona realiza en el seno de las comunidades de amistad. Esta conclusión, así como la relativa salvedad, estaban ya claramente presentes en las conclusiones hasta aquí alcanzadas. Entonces,

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¿por qué traerlas de nuevo a colación? Si tiene interés insistir, es por lo mucho que se encuentran difundidas dos tipos de mentalidad errónea, de signo opuesto: 1. Se puede fácilmente constatar, en primer lugar, cómo en numerosas ocasiones el deber de trabajar es percibido como una obligación de tal amplitud que acaban siendo abandonadas o descuidadas las otras obligaciones éticas personales, y en particular las de naturaleza no económica que corresponden dentro de los grupos de amistad. En algunas situaciones, que serán más bien raras, esta percepción responderá a la realidad; pero en otros casos, quizá menos raros de cuanto pueda creerse, podría tratarse simplemente de una manifestación más del excesivo protagonismo que el trabajo profesional tiene en nuestras sociedades, aunque esté más o menos disfrazada de abnegación altruista («no tengo más remedio que dedicar casi toda mi jornada al trabajo profesional»). Los motivos de fondo éticamente patológicos de los que se deriva esta excesiva dedicación al trabajo profesional pueden ser muy distintos: la búsqueda de la autoafirmación a cualquier costo, el deseo de evadirse ante una situación familiar insostenible, etc. Pero el motivo hoy más común, y quizá el más peligroso por más subrepticio, es el constituido por la llamada «mentalidad consumista», que haciendo surgir en los sujetos económicos «necesidades» cada vez más numerosas y sofisticadas, aumenta también la necesidad de recurrir al trabajo para poder satisfacerlas. Es lo que sucede, por indicar un ejemplo, con la «necesidades» relativas al descanso y al tiempo libre. Como ha observado un profundo conocedor del mundo del trabajo, G. Gaburro, cada con mayor frecuencia se nos propone por parte de los protagonistas económicos, a través de los medios de comunicación, una concepción impropia de la naturaleza y cualidades deseables del tiempo libre, según la cual éste implicaría por nuestra parte un consumo desmedido: mucho más, en realidad, de cuanto la mayor parte de los hombres se pueden permitir. Esta percepción engañosa del tiempo libre genera en muchas personas la necesidad de conseguir ingresos cada vez más altos, gracias a los cuales les sea posible acceder a formas de consumo inusuales y distintivas. Con tal fin se hace necesario intensificar el trabajo (o, como alternativa, recurrir a medios ilícitos) y se produce, contradictoriamente, una reducción del tiempo libre, con el consiguiente malestar causado por la paradoja dentro de la cual el hombre se ha colocado más o menos voluntariamente. 2. Esta crítica a los excesos de la mentalidad imperante no excluye el juicio positivo que sin duda merecen los progresos —especialmente de los dos últimos siglos— en el reconocimiento social del altísimo valor ético del trabajo profesional. Es más, estoy convencido de que queda mucho todavía por hacer en este terreno, como lo revela, por ejemplo, la mentalidad —tan extendida o más que la anterior— de quienes ven en el trabajo un hecho negativo, aunque ineludible, al que debería dedicarse el menor tiempo posible. Es cierto que existen ciertos tipos trabajos, o determinadas condiciones de trabajo, que hacen más que razonable la existencia de esta forma de pensar. Sin embargo, otras veces, es manifestación de

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una percepción puramente instrumental e insuficientemente altruista de esta actividad, que lleva a razonar de este modo: «vivir bien exigirá muchas veces trabajar, para poder así satisfacer una serie de necesidades personales o de la propia familia, pero el trabajo no es en sí mismo una de las actividades integrantes del vivir bien». Efectivamente, esta concepción chata del trabajo profesional tendrá como efecto inmediato y principal el de excluir indebidamente esta actividad del ámbito de actividades humanas con las que el hombre puede directa o inmediatamente promover el valor de persona de los demás. Secundariamente: — Provocará un notable desinterés por el trabajo en sí mismo, del que son una manifestación clara, por ejemplo, los esfuerzos dirigidos a reducir el horario de trabajo basados sobre el elemental principio: «cuantas menos horas de trabajo, mejor»; — Conducirá a la instauración de un sistema de relaciones laborales que se proponga como objetivo casi exclusivo lograr la mayor eficacia con el mínimo esfuerzo, favoreciendo así el difundirse de la percepción instrumental del trabajo y originando de esta forma un proceso vicioso que se autoalimenta. Es, por ejemplo, lo que ha sucedido con ciertos procesos de mecanización del trabajo (la cadena de montaje, etc.), los cuales, cuanto más aumentaban la productividad, menos interesaban ética y creativamente al trabajador; o lo que ocurre en el ámbito de aquellos sistemas jurídicos que conciben el subsidio económico como una compensación suficiente de los daños que causa la desocupación, desconociendo los graves perjuicios psíquicos y estrictamente morales que esta situación provoca; etc. b) El deber/derecho de trabajar bien § Más compleja es, obviamente, la cuestión del cómo trabajar. Hablando en general, el proyecto de trabajar bien implicará fomentar con esta actividad tanto el valor de persona del sujeto como el de sus destinatarios y —más ampliamente— contribuir a la realización el bien común de la sociedad del trabajo. Para la individuación de algunos principios-guía más concretos, será conveniente distinguir entre los requisitos subjetivos y objetivos del «trabajar bien»: 1. Para lograr este objetivo será necesario, en primer lugar, que el sujeto lleve a cabo su actividad: — con la intención negativa de evitar —en lo que de él depende— que ésta impida o haga muy difícil para alguno la realización de su valor de persona; — y con la intención positiva (mínima) de promover con su actividad alguna dimensión física o cultural del valor de persona de los clientes (su sa-

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lud, su descanso, su necesidad de viajar, etc.), obteniendo al mismo tiempo para sí mismo y para los componentes de sus comunidades de amistad los recursos económicos suficientes para poder vivir bien. 2. Presupuesta esta doble resolución subjetiva de fondo, el sujeto trabajará efectivamente bien cuando ponga todos los medios para que su trabajo sea un buen trabajo, esto es, una actividad objetivamente idónea para llevar a la práctica sus propósitos. En este sentido, la realización del primer propósito (el respeto del valor de persona de todos los sujetos implicados en su actividad profesional) no suele ser en sí misma excesivamente problemática. Puede serlo, y mucho, en el ámbito de ciertas estructuras perversas del mercado, pero, por razones de método, vamos a dejar momentáneamente de lado estas situaciones particulares. Conviene, por el contrario, detenernos a examinar aquí con mayor detalle las implicaciones positivas del buen trabajo. Creo que todo principio-guía concreto que se quiera indicar a este respecto, y son muchos los que cabría mencionar, habrá de ser reconducible (si es éticamente racional) a los siguientes principios generales: a) Es buen trabajo el que produce o distribuye un determinado bien material o cultural con la calidad adecuada para satisfacer las necesidades de los clientes, a cambio de un justo precio. Dos de las nociones contenidas en esta definición precisan de ulteriores aclaraciones. Ante todo la noción de calidad, que habrá de ser medida no sólo con parámetros físicos o técnicos, sino en primer lugar éticos: ponderando la capacidad del servicio prestado al cliente para resolver sus necesidades éticas (muchas y muy complejas: los bienes distintivos o de lujo, por ejemplo, responden con frecuencia a auténticas necesidades éticas). Más difícil es determinar el significado del justo precio. El principio general que habremos de aplicar para fijarlo no es demasiado problemático: es «justo precio» aquella suma de dinero exigida a cambio de mi prestación profesional que no sea superior a la que, con un cierto margen de seguridad, me permitirá obtener más tarde de otros agentes económicos una prestación equivalente a la mía (por su excelencia, horas de trabajo requeridas, especialización de quien la ejecuta, riesgos personales y de otro tipo que conlleva, etc.). Como esta definición da a entender, la determinación ulterior de la cuantía del justo precio está sujeta a muchas variables, pero ninguna de ellas debería llegar a desvirtuar totalmente el principio en cuestión. b) El buen trabajo admite ciertamente una graduación. Así, por ejemplo, un trabajo cualquiera será tanto mejor cuanto más accesibles sean para los clientes los bienes producidos o distribuidos: porque, manteniendo la calidad, se aumenta la producción, se exige en cambio un precio más bajo, se mejora la red de distribución, etc. Como es fácil intuir leyendo estos ejemplos, puede decirse que en la mayor parte de las situaciones la mejor o peor calidad del trabajo dependerá principalmente de la «profesionalidad» con que se realiza. Pero esta tesis nos in-

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troduce en un orden de consideraciones que hace aconsejable abrir un nuevo apartado. 3. RACIONALIDAD ÉTICA Y CIENTÍFICA EN LA DETERMINACIÓN 3. DEL DEBER-SER DEL TRABAJO PROFESIONAL a) Relaciones entre la racionalidad ética y científica (económica) § La determinación del deber-ser del trabajo profesional, del cuánto y del cómo se ha de llevar a cabo esta actividad, es competencia primordial de la racionalidad ética. Más tarde, pero sólo más tarde, el trabajo profesional podrá y deberá ser examinado recurriendo a la racionalidad científica que es propia de otras ciencias humanas y positivas, cuya contribución es necesaria para fijar ulteriormente el modo más justo de realizarlo. Entre estas ciencias cabría mencionar la Medicina (que nos permitirá, por ejemplo, lograr que las condiciones de trabajo sean salubres), la Arquitectura (ofreciendo soluciones arquitectónicas que contribuyan a la humanización del ambiente de trabajo) o tantísimas otras; pero, sobre todas ellas, destaca la Economía, ciencia humana y positiva que se ocupa de manera más específica del trabajo profesional. ¿Por qué la intervención de todas estas ciencias en la configuración del trabajo es únicamente apropiada en un segundo momento? Porque, en razón de su metodología propia, perciben este fenómeno de un modo objetivante y reductivo: consideran a los sujetos implicados en el trabajo profesional prescindiendo —cada una de las ciencias en diversa medida— de su condición de personas. Si pensamos, por ejemplo, en la racionalidad económica, estas personas sólo se consideraran relevantes en cuanto actores sociales en el rol de «individuos productores o distribuidores de determinados bienes» o en el de «consumidores de los bienes que otros producen o distribuyen». Y, partiendo de esta suposición, la ciencia económica tratará a continuación de individuar las técnicas de intervención en el proceso productivo, distributivo o del consumo que nos permitan optimizarlo, hacerlo más «racional» desde su peculiar punto de vista, que consiste —esencialmente— en responder estas tres preguntas: ¿cómo producir o distribuir nuevos bienes?, ¿cómo producirlos o distribuirlos más eficazmente? y ¿cómo aumentar su consumo? Ahora bien, siendo la metodología científica ciega al ser de la persona en cuanto tal, no está capacitada para descubrir cuál es el fin que ésta debe conseguir con su actividad y, en particular, con su trabajo profesional. Por esta misma razón, carece también de competencia necesaria para determinar la naturaleza de los bienes que han de producirse o distribuirse o discernir el significado más profundo y completo que el termino «racionalidad» posee en la expresión «producir y distribuir del modo más racional posible». Cuando la racionalidad científica, tanto la económica como la de cualquier otra ciencia positiva o humana, desconoce estos límites de su metodología propia y pretende haber llegado autónomamente a una

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serie de conclusiones absolutas (válidas para el hombre en cuanto tal) sobre el deber ser de la actividad profesional, significa solamente que sus presupuestos «éticos» se encuentran más o menos escondidos y que han sido aceptados de forma acrítica. Estos presupuestos «éticos» implícitos serán, normalmente, los característicos del utilitarismo: de naturaleza hedonista o materialista. Es lo que sucede, por ejemplo, en muchos de los razonamientos presentes en aquellas obras que, sobre todo desde finales del siglo XIX, se han ocupado de la optimización de las relaciones de trabajo. Se trata con frecuencia de teorías substancialmente pragmáticas, que determinan la racionalidad del trabajo atendiendo de manera esclusiva a la «eficacia», la «productividad», la «atenuación de las tensiones», la «resolución de los conflictos», etc., y que presentan sus conclusiones —más o menos explícitamente— como preceptos con valor absoluto. § En sentido contrario y positivo, el profesional que procura configurar su actividad usando ante todo la metodología ético-filosófica —sin que ello requiera ser «filósofo»—, y se esfuerza además por conocer y aplicar lo mejor posible las conclusiones científicas que se van obteniendo en su campo —sin que ello requiera ser «científico»—, estará viviendo esa virtud ética tan propia del trabajo profesional que suele precisamente denominarse «profesionalidad». Por lo que se refiere concretamente a la aplicación al propio trabajo de las ciencias humanas y positivas, esta virtud —una implicación más del amor al prójimo— llevará a reconocer el papel insustituible que éstas tienen: — en el momento de señalar si los bienes que se quiere producir son o no realizables en la dimensión específicamente estudiada por cada una de ellas, contando con ciertos medios y teniendo en cuenta el entorno (las circunstancias físicas, sociológicas y jurídicas); — y en la determinación de cuál es el modo técnicamente más racional (eficaz) de producirlos o distribuirlos en ese mismo entorno. Para ilustrar estas ideas, podemos fijarnos una vez más en la ciencia económica, cuya racionalidad es usada por todas o casi todas las profesiones. Simplificando bastante, podrían distinguirse en esta ciencia dos partes. La parte teórica (la Teoría económica) se dirige a descubrir las «leyes económicas» que operan en el seno de ciertas situaciones inventadas en las que se hallan caracterizados de manera simplificada los «medios escasos», los «fines alternativos» y los «medios de operación» (entorno físico, social e institucional). Basándose en estas leyes, y supuesto un determinado «medio de operación» y unos determinados «medios escasos», la parte práctica de la ciencia económica (la Política económica) tratará entonces de responder a las dos preguntas siguientes: — ¿es posible (en el sentido, normalmente, de rentable) alcanzar un determinado fin: la producción o distribución de un cierto bien?;

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— y, ¿de qué manera los medios a disposición llegarán a producir en esas circunstancias del mercado más o mejores frutos? La función del economista consiste, por tanto, en deducir leyes necesarias de los procesos de asignación de recursos bajo marcos hipotéticos progresivamente más complejos y en utilizar esas leyes para entender y optimizar los procesos económicos reales, de la vida personal y social. La aplicación de estos conocimientos tiene una indudable relevancia ética positiva, pues permite contribuir más y mejor al bien común de la sociedad del trabajo. Pero todo ello —vale la pena repetirlo— con una condición: que quien aplica estos conocimiento sea consciente de que la opción por uno u otro de los «fines alternativos» debe ser fruto —en último término— de un razonamiento ético; y que tampoco podrá prescindir de esa racionalidad al elegir los «medios escasos» ni al decidir si actuar o no en un determinado «medio de operación». Si no obrase así, si pretendiese operar estas determinaciones desde la misma racionalidad económica, significaría únicamente que ciertos presupuestos han sido acríticamente asumidos como un deber-ser (muchas veces los que componen la realidad sociológica de la oferta y la demanda). b) ¿Es rentable el comportamiento moral en el trabajo? § Una cuestión que con frecuencia se plantea al estudiar las relaciones entre ética y trabajo profesional es la siguiente: ¿en qué medida la introducción de valoraciones de tipo ético, y la adopción de códigos de moral profesional, influyen en la eficacia de la actividad correspondiente? La eficacia de la que aquí se habla puede ser de muy distintos tipos (el progreso científico, el aumento del número de beneficiarios, etc.), pero en la mayor parte de los casos se alude con ella a la mayor o menor rentabilidad económica del trabajo en cuestión o a otros aspectos que no serían problemáticos si el trabajo fuese menos costoso o más lucrativo (por ejemplo, el menor progreso científico inmediato que determina la adopción de reglas morales podría muchas veces ser compensado por los menores costos a largo plazo de esta forma ética de proceder, que permite —entre otras cosas— aumentar los recursos humanos empleados en la investigación). Pues bien, por lo que se refiere concretamente a la rentabilidad económica (aunque consideraciones análogas serán también válidas para otros parámetros), y ateniéndonos puramente a los hechos, se puede constatar que existen abundantes casos, tal vez la mayoría, en los que se pone de manifiesto —contra lo que han hipotetizado algunas de las teorías económicas tradicionales— que la adopción de vínculos éticos (personalistas) en la praxis económica conduce, sobre todo a medio y largo plazo, a resultados económicamente positivos, tanto para el agente mismo como para la colectividad. Según la peor de las hipótesis —que es, a mi modo de ver, la más convincente—, los comportamientos egoístas o individualistas no aseguran una mayor eficacia económica que los comportamientos contrarios, de naturaleza moral o altruista.

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En cualquier caso, es esencial advertir que los razonamientos de este tipo, aunque son interesantes a la hora de defender dialécticamente la instauración de un orden socio-económico justo, no nos permiten determinar —no son adecuados para ello— cuál es el orden ideal de la vida buena ni, cosa quizá más importante, adoptados como motivación del obrar hacen que el sujeto viva bien: realizar la propia actividad profesional adecuándose a un código ético por razones de exclusiva eficacia (económica o de otro tipo) no significa obrar bien, sino muy probablemente mal. Para que la propia actividad profesional sea ocasión de progreso en la vida buena es necesario vivirla intencionalmente y —en la medida de lo posible— «materialmente» como actuación del principio personalista. El valor ético positivo de la eficacia en el trabajo nace de su enraizamiento en este proyecto personalista: del hecho de que la promoción del valor de persona de los demás entraña, entre otras cosas, la búsqueda de la profesionalidad, la preocupación por recurrir a las distintas ciencias positivas con el fin de conocer cuáles son los medios técnicos más idóneos para promover la vida buena de los clientes. Pero ese mismo proyecto personalista implicará también aceptar, cuando sea el caso, las eventuales consecuencias negativas en términos monetarios o de otro tipo que conlleve la decisión de adecuarse al código de moral profesional. 4. LA RELACIÓN ENTRE EL EMPRESARIO Y EL TRABAJADOR DEPENDIENTE § Una vez establecidos el sentido último del trabajo profesional, así como los deberes y derechos más universales que caracterizan este sistema de relaciones, para poder decir algo más concreto acerca de sus implicaciones existenciales deberíamos considerar la actividad típica de cada una de las profesiones. Pero se trata de una tarea muy vasta, que no es posible afrontar en este contexto. Por este motivo, y porque se trata de una relación profesional que merece particular atención, nos limitaremos aquí a examinar la que existe entre el «empresario», es decir, el sujeto profesional —de naturaleza individual o colectiva— que produce trabajo y determina las condiciones de su ejercicio y los trabajadores que dependen de él. El lugar arquetípico de estas relaciones es la empresa. En ella un grupo de hombres realiza un trabajo profesional coordinado en vista de la producción y/o distribución de ciertos bienes de naturaleza física o cultural. En una posición de autoridad se sitúa el empresario en sentido estricto, que es normalmente el propietario de los medios de producción (el «capital») o una persona por él delegada. Sin embargo, en sentido lato, son también empresarios el Estado o, más ampliamente, la sociedad política, así como algunas organizaciones internacionales, ya que todos ellos tienen una influencia evidente en la creación de puestos de trabajo, en la formación de los contratos, etc.; en correspondencia, toda persona que desarrolla una actividad profesional es, en sentido amplio, un trabajador dependiente de estos agentes sociales. Más precisamente, lo que estos agentes sociales determinan

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con su actividad, sobre todo el Estado y la sociedad política, es el «sistema económico», es decir, el conjunto de la condiciones primeras y más universales entre las que configuran las relaciones profesionales. Es lógico, pues, comenzar por aquí1. a) La relación entre el Estado como empresario indirecto y los ciudadanos § Las relaciones profesionales reciben su primera y más universal determinación externa del sistema económico. Pero, ¿en qué consiste precisamente este sistema?; y, ¿cómo se origina? El sistema económico es, en esencia, un determinado ensamblaje de instituciones, normas legales, valores sociológicamente dominantes, usos y costumbres estructurantes o condicionantes de lo que la teoría económica denomina «medios escasos», «fines alternativos» y, sobre todo, del «medio de operación» de los agentes económicos. Se puede pensar, a título de ejemplo, en la legislación sobre el derecho de propiedad o sobre la creación de empresas; o en los usos y costumbres acerca de la familia, los derechos hereditarios; etc. Como se habrá intuido, el ordenamiento jurídico positivo del Estado desempeña un papel fundamental en la determinación del sistema económico. Pero este hecho no debería hacernos olvidar que aún más determinante ha sido y sigue siendo la sociedad política, en particular a través de la formación de los usos y costumbres. Tan importante es el papel de ésta última, que dos sociedades con ensamblajes legislativos muy similares pueden tener sistemas económicos muy diferentes, e incluso contrapuestos, como consecuencia de las diversas creencias y valores a los que se adhieren las personas que las componen (cf. R. Rubio de Urquía). Se trata, a mi modo de ver, de un fenómeno altamente positivo, y resultaría deseable que este protagonismo de la sociedad política fuera cada vez mayor. § Éstos son, por así decirlo, los datos de hecho. Desde el punto de vista ético la cuestión se plantea en los siguientes términos: ¿cómo deberán llevar a cabo esta tarea el Estado y la sociedad política?; o, dicho de manera más analítica, ¿qué características deberá tener el sistema económico por ellos creado para que los agentes económicos puedan alcanzar el bien común de la sociedad del trabajo? Serán, esencialmente, las siguientes: 1. Deberá ser una red de relaciones profesionales libre: una «economía de mercado». El primero de los deberes que se deducen del principio personalista es

1. Las reflexiones éticas de este apartado deberían seguir a las de la Sección III, ya que la elección del sistema económico es una entre las varias cuestiones que plantea la justicia política. Sin embargo, he decidido invertir el orden por motivos de claridad. Esta decisión implicará, inevitablemente, la presencia de algunos defectos en la justificación de las tesis propuestas; trataré de subsanarlos en lo posible, recurriendo para ello a la evidencia común.

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el del respeto de la libertad de los demás. Este deber, en el ámbito de la sociedad del trabajo, se traduce en la obligación del Estado y de la sociedad política de promover la existencia de una «economía de mercado», estableciendo con este fin una red de relaciones profesionales caracterizada porque las transacciones se efectúan principalmente a través de sistemas de confrontación espontánea —libre— de ofertas y demandas (de «mercados»). Por ello mismo, habrán de respetarse todas aquellas condiciones de naturaleza material o social que hacen posible o integran de algún modo la economía de mercado, entre las que cabe destacar la libertad de iniciativa económica, la libertad de contratación y la propiedad privada de las cosas y de sus frutos. Una vez establecida esta conclusión ética fundamental, es necesario dar voz a las distintas ciencias positivas implicadas en la cuestión, principalmente a la Economía, con el fin de valorar la viabilidad y eficacia de un sistema económico semejante. Pues bien, esta ciencia positiva no sólo confirma la viabilidad de la economía de mercado, sino que la considera mucho más eficaz que otras formas de organización económica en las que se intenta anular o disminuir notablemente la confrontación espontánea de mercados. Por lo demás, existe ya al respecto una larga y rica experiencia que hace prácticamente innecesaria esta reflexión teórica. 2. Deberá ser una red de relaciones profesionales solidaria. La economía de mercado define únicamente algunos rasgos esenciales del mercado. Existen, por tanto, múltiples posibilidades de organización de las relaciones de trabajo en una sociedad con economía de mercado. Entre ellas, y siempre en aplicación del principio personalista, el Estado y la sociedad política habrán de privilegiar aquéllas que puedan definirse como «economías de mercado solidarias» por cumplir los siguientes requisitos: a) Negativamente, porque en ese sistema de mercado se evitan o controlan aquellas actividades que, en sí mismas o a causa de una gestión impropia, podrían dañar gravemente el bien común (económico o político). Jurídicamente, este objetivo se podrá alcanzar prohibiendo el ejercicio de tales actividades, instaurando un régimen de monopolio público, regulando su gestión privada o condicionando ésta a la obtención de un permiso público, según los casos. Desde el punto de vista ético es siempre preferible la solución que menos limite la iniciativa privada. b) Positivamente, el objetivo principal de una organización económica solidaria es la promoción de los derechos de la parte más débil en las relaciones profesionales, con el objetivo de garantizarle la obtención de recursos económicos suficientes, el justo descanso, etc. En este sentido, es necesario referirse a la lucha contra el fenómeno de la desocupación. En esta difícil y a la vez esencial tarea, será necesario superar dos errores muy difundidos. Ante todo, la visión reductivista, a la que ya antes nos referíamos, de quien ve en la desocupación un mal por el único motivo de que el desocupado carece

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de los recursos financieros oportunos para disponer de los bienes de consumo necesarios. Esta visión lleva a considerar que el problema queda resuelto si se logra asegurar a estas personas una renta suficiente: como subsidio por el paro o en la forma velada de una pensión anticipada de ancianidad. El Estado y la sociedad política deberán actuar con la conciencia clara de que lo que el desocupado necesita, en cuanto persona, es sobre todo trabajar, y basándose en este principio operar los cambios culturales y jurídicos más oportunos. En este sentido, sería interesante estudiar hasta qué punto la intensa actividad laboral de muchos sujetos económicos debida a la difusión de la mentalidad consumista, o el trabajo profesional de las madres de familia motivado por esa misma mentalidad (y no por otros objetivos éticamente racionales, que muchas veces se dan), ha roto un cierto «equilibrio natural» del sistema de relaciones laborales, determinando así que sea actualmente imposible para muchas personas acceder al mundo del trabajo. Por otra parte, sería un error atribuir al ordenamiento jurídico público la responsabilidad principal y directa en la resolución de este problema. Las leyes, más que afrontar el problema directamente, deberán preocuparse por crear las mejores condiciones con el fin de que otros agentes económicos distintos del Estado ofrezcan trabajo: favoreciendo las inversiones, etc. Sólo secundariamente, y como la peor de las soluciones, deberá proveer al sustentamiento de quien no encuentra ocupación. § Llegados a este punto de la reflexión ética, será necesario —una vez más— dar voz a la ciencia económica para descubrir hasta qué punto una economía de mercado solidaria es viable y eficaz. Pues bien, las conclusiones que esta ciencia obtiene al respecto son —en línea con cuanto ya notábamos al hablar de la rentabilidad del trabajo que se sujeta a un código moral— positivas o, cuando menos, no negativas. Conclusiones, también en este caso, ampliamente avaladas por la experiencia. b) La relación entre el empresario directo y el trabajador dependiente § La tarea de ordenar según justicia y en concreto las relaciones laborales no corresponde principalmente al Estado ni a la sociedad política en su conjunto, cuya acción es de eficacia forzosamente limitada o, cuando se avale de las normas jurídicas (coercitivas), poco idónea desde el punto de vista ético. La responsabilidad de realizar en concreto el bien común de la sociedad del trabajo corresponde a cada uno de los ciudadanos y, entre éstos, de modo particular a los empresarios (en sentido estricto). ¿Por qué digo que la responsabilidad de los empresarios es especialmente importante? Porque su trabajo consiste precisamente en crear trabajo: en generar riqueza, si se prefiere, pero una riqueza que es fruto de la adquisición del trabajo de otros y que inmediatamente se transforma en nuevas posibilidades de

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trabajo para éstos. Ahora bien, representando el trabajo uno de los medios fundamentales de los que la persona puede disponer para promover el bien de los demás componentes de la sociedad y realizarse personalmente, la actividad consistente en crear esta posibilidad constituye una forma privilegiada de vivir la solidaridad en las relaciones económicas y políticas y —por ello mismo— tal vez el mejor modo de hacer que la propiedad privada cumpla su función social. § Para que la actividad del empresario sea justa no basta, claro está, con crear trabajo, aunque sea mucho. Ésta debe, además, cumplir las condiciones objetivas que definen el buen trabajo: la calidad y el justo precio, principalmente. En el caso del empresario, y por lo que se refiere concretamente a su función de adquirente y creador de trabajo (y no en cuanto que produce/distribuye también otros bienes), estas dos condiciones asumen el siguiente significado: 1. En cuanto adquirente del trabajo de sus dependientes, el empresario paga un justo precio cuando a cambio de aquél les ofrece un salario tal que, con una cierta seguridad, les permitirá conseguir que otros agentes económicos realicen un trabajo equivalente al que cada uno de ellos ha empleado en producir/distribuir los productos de la empresa. Sin embargo, en la medida de lo posible, y con el fin de paliar las eventuales (e injustas) lagunas legislativas o sociales, el empresario debería operar una cierta discriminación salarial entre los empleados, en función no sólo de la calidad de sus prestaciones, sino también de sus necesidades personales y familiares (establecimiento de un salario familiar relativo). 2. En cuanto creador de trabajo, el empresario ofrece un producto de calidad en la medida en que esa actividad sea objetivamente idónea para hacer que el trabajador dependiente se sienta corresponsable y coartífice del servicio que presta a la sociedad. No deberá, por el contrario, ser tratado (o actuar por decisión propia) como un simple instrumento de producción, como un engranaje más movido desde arriba. Este proyecto, como escribe J. Choza a propósito de la Administración pública (pero lo mismo sirve para las empresas privadas), se podría formular gráficamente en los siguientes términos: ¿cómo tendría que estar configurado el sistema sociolaboral para que una mecanógrafa de una Subsecretaría del Ministerio de Educación pudiera decir a fin de año: este año hemos reducido el índice de analfabetismo del 5,7 por 100 al 2,6 por 100? De este principio general se derivan, fundamentalmente, otros dos principios orientativos, que son complementarios entre sí: — Se tratará, por un lado, de superar los obstáculos socioculturales, legislativos (algunas leyes sobre la contratación colectiva) y personales que impiden tanto al empresario como al trabajador dependiente vivir su actividad profesional con plena conciencia de su dimensión personalista; entre estos obstáculos, cabe destacar la lógica conflictiva que hoy en día impera muchas veces en las relaciones laborales.

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— Por otro lado, en sentido positivo, las dos partes sociales habrán de buscar el mejor modo de llevar a la práctica la corresponsabilización de los trabajadores dependientes en las fases productiva y de gestión: por ejemplo, mediante el intercambio de opiniones dentro de microcomunidades de producción (trabajo en equipo o en «círculos de calidad»), información sobre las decisiones del comité directivo más relevantes para la vida de la empresa, la participación en el resultado económico o en el capital de la empresa, etc. § Son muy numerosos los criterios secundarios que se podrían recoger aquí como explicitación del contenido normativo del orden ideal de la vida buena en este particular sistema de relaciones. Me limitaré a indicar algunos que, hoy por hoy, me parecen más importantes, y que se refieren tanto al empresario como al trabajador dependiente: — La prosecución por parte de la empresa de objetivos personalistas implicará con frecuencia el sacrificio parcial del beneficio monetario a corto plazo en favor de la obtención a largo plazo de bienes de diversa naturaleza: por ejemplo, la estabilidad y crecimiento de la empresa (y, por tanto, la estabilidad y crecimiento de los puestos de trabajo), el respeto del del medio ambiente, etc. — Existe un derecho/deber del trabajador dependiente a participar en el proceso de determinación de la remuneración y de las condiciones de trabajo. La actuación de este derecho/deber exige muchas veces la unión de los trabajadores dependientes en agrupaciones sindicales; cuando así suceda, la formación y el ingreso en estas agrupaciones constituirá un derecho/deber del trabajador dependiente. — Existe, bajo ciertas condiciones, un derecho/deber del trabajador dependiente a la huelga. Se trata, a decir verdad, de condiciones límite: el recurso a la huelga, dado que implica una cierta violencia, será éticamente racional sólo para reivindicar la justicia en materias de notable importancia y cuando la negociación no haya tenido éxito. Por otro lado, aparecen difícilmente justificables todas aquellas huelgas que tratan de alcanzar su objetivo causando directamente un daño considerable a terceros inocentes, como ocurre por ejemplo con algunas huelgas realizadas en el ámbito de servicios públicos esenciales (poder judicial, sistema sanitario, transportes públicos, etc.). 5. EL DEBER PROFESIONAL Y LAS ESTRUCTURAS PERVERSAS DEL MERCADO § El supuesto de hecho del que nos vamos a ocupar en este último apartado es el de una profesión honesta cualquiera, pero que se encuentra insertada en una «estructura perversa de mercado».

EL TRABAJO PROFESIONAL

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Se trata, por tanto, de una actividad que de por sí no sólo respeta el valor de persona de todos los individuos implicados o afectados por ella, sino que además contribuye objetivamente a promover una dimensión concreta, material o cultural, del valor de persona de los demás. Es lo que sucede, por ejemplo, en el caso de los farmacéuticos, cuya actividad —en sí misma— no atenta contra el valor de persona de nadie, es más, contribuye positivamente a la promoción de la salud de los clientes. En la hipótesis que aquí examinamos sucede, sin embargo, que la actividad en cuestión se desarrolla en un sistema de relaciones profesionales éticamente irracional, perverso, que pone al trabajador profesional ante la siguiente alternativa: o actúa algunas veces colaborando con acciones concretas que son contrarias al valor de persona de determinados individuos o bien se verá obligado a renunciar a una parte substancial de los beneficios económicos, e incluso —en algunos casos límite— deberá abandonar el ejercicio de esa profesión. A este propósito, la problemática que caracteriza hoy en día el ejercicio de la profesión farmacéutica en bastantes países es uno más de los muchos ejemplos posibles: en una situación semejante se encuentran, no raramente, el distribuidor de publicaciones, el abogado, el médico, el agente de publicidad, etc. En el análisis ético de estas situaciones el juicio prudencial del propio sujeto es insustituible. La ciencia ética puede indicar al respecto una serie de criterios generales. Pero, en último término, sólo el profesional que protagoniza la acción puede aplicarlos rectamente, haciendo uso de su ciencia ética y técnico-científica sobre la materia (se supone que la tiene: en otro caso, adquirirla será su primer deber), de su conocimiento de las circunstancias particulares y —si es el caso— escuchando el consejo de terceros. § Pero, ¿cuáles son estos criterios éticos generales para las situaciones problemáticas que acabo de esbozar? Podrían ser expresados del modo siguiente: 1. Aunque obviamente no existe un deber general de ejercitar un determinado trabajo, dedicándose profesionalmente a promover una dimensión u otra del valor de persona de los demás, sí que puede existir al respecto un deber individual. En efecto, no es raro encontrarse con algunas personas convencidas, por motivos más que razonables, de que deberían ejercitar una profesión señalada. Por ejemplo, a causa de las circunstancias singulares en que se encuentran: porque sólo ejercitando esa profesión podrán atender a las necesidades de la propia familia, porque se les ha presentado una posibilidad exclusiva de llevar a cabo una actividad socialmente preciosa, etc. En otros casos, aún más numerosos, sucederá simplemente que el sujeto ha llegado prudencialmente a la conclusión de que su camino personal hacia la vida buena implica realizar uno u otro tipo de trabajo: considerando, por ejemplo, su especial aptitud e inclinación a realizarlo, o porque se siente inclinado a sanear las estructuras del mercado en ese sector, etc. 2. Supuesto que exista, en este sentido amplio, un deber individual de ejercer una determinada profesión, y supuesto que el profesional desee vivirla bien, éste deberá:

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a) Abstenerse de realizar la propia prestación profesional o, si no queda otro remedio, renunciar al trabajo mismo, cuando la estructura perversa de mercado le obligue a realizar un acto que de por sí (y no per accidens) haga imposible o heroica la vida buena de una sola persona. En estos supuestos no tiene sentido una valoración según criterios cuantitativos o de eficacia, como es propio del consecuencialismo. Semejante modo de razonar implicaría una negación del valor absoluto, inconmensurable de persona que posee cada individuo. En lo que de nosotros depende, no debemos nunca impedir la vida buena de una persona o convertirla en una tarea heroica, aunque sea con el fin de salvar la de otra u otras (por muchas que sean). b) Fuera de estos casos, el profesional deberá continuar con el ejercicio de su actividad aunque ésta implique otro tipo de negaciones menos graves del principio personalista, siempre que —además— se encuentre en una de las dos siguientes situaciones: — Que esa profesión y este modo de comportarse sean el único modo de obtener los recursos económicos necesarios para sí mismo o para la propia familia. El motivo es que ese comportamiento (objetivamente irracional) se configura en estas situaciones como involuntario: fruto de una verdadera «violencia moral». — Que, presupuesto un serio empeño por parte del profesional, existan esperanzas razonables de poder evitar progresivamente que su actividad haga difícil la vida buena de personas inocentes y de influir positivamente sobre el comportamiento de clientes o de terceros con estilos de vida éticamente irracionales. Un criterio objetivo de la seriedad del empeño que se pone al respecto lo constituyen las dificultades financieras que el profesional está dispuesto a afrontar para evitar los efectos éticos negativos. Estos dos supuestos son presentados muchas veces como una «cooperación material al mal» que, en virtud de las circunstancias que la acompañan, sería lícita. Me parece, sin embargo, que es posible presentarlos de otro modo que refleja mejor su verdadera naturaleza ética. Se tratará de tener en cuenta, también en este contexto, que la situación social forma parte de la acción y es determinante (a través del objeto físico) de su eticidad (objeto moral). A la luz de este criterio resulta, por ejemplo, que el farmacéutico que en una situación perversa de mercado evita en la medida de sus posibilidades despachar anticonceptivos para fines éticamente irracionales (no exponiéndolos al público, exigiendo receta médica, informando sobre sus efectos negativos, etc.) realiza en realidad una actividad que consiste en «evitar que algunos los adquieran». Esta actuación, si se realiza sin grave escándalo de terceros y no supone para el sujeto mismo un serio riesgo de corromperse, constituye en realidad una cooperación al bien y es objetivamente idónea —por ello mismo— para configurarse como una acción buena.

Sección III LA SOCIEDAD POLÍTICA (EL ESTADO)

8. Cuestiones preliminares: 8. naturaleza y evolución de la sociedad política 8. (y del Estado)

1. NATURALEZA Y FORMAS HISTÓRICAS DE LA SOCIEDAD POLÍTICA § La «sociedad política» es una de las formas de agrupación humana más fundamentales, razón por la cual ha existido en todas las culturas y desde los orígenes mismos de la Humanidad. Es ésta una verdad pacíficamente reconocida por casi todos los estudiosos de Historia, Antropología positiva, Sociología, etc. El hecho curioso es que estos mismos autores nos ofrecen normalmente muy pocas y muy genéricas indicaciones acerca de lo que define este tipo de sociedades, de las que se derivan una serie de criterios igualmente ambiguos a la hora de determinar si efectivamente se puede afirmar su existencia en todo tiempo y lugar. Esta pobreza de indicaciones sobre la naturaleza de la sociedad política no debe sorprendernos demasiado, sobre todo teniendo en cuenta su variedad de formas. Así, por lo que se refiere a su origen y composición, la sociedad política ha surgido históricamente como consecuencia de muy distintos tipos de vínculos interpersonales. En algunas ocasiones, su razón inmediata de ser ha sido la unión entre personas que procedían de unos mismos antepasados; mientras que, en otros casos, el factor decisivo ha sido la pertenencia a una misma raza o sub-raza; o el compartir una misma religión; o el habitar en un mismo territorio, etc. La misma variedad se puede detectar respecto a los objetivos que estas sociedades se han propuesto. O respecto a su organización. Estas diferencias entre las sociedades políticas han quedado reflejadas en la pluralidad de nombres que se utilizan para designarlas: la «tribu», si se trata de poblaciones primitivas; el «campamento», entre los nómadas; la polis griega; la civitas romana; el Imperio; la sociedad feudal; las ciudades-estado medievales; el Estado, en nuestros días; etc. Lo cierto es que el examen histórico-sociológico individua un fenómeno asociativo que es más amplio y distinto de las comunidades de amistad y de los sistemas de relaciones profesionales. ¿Y cuáles serían las características de esta

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«otra» forma de agrupación humana? Como ya anticipaba, la respuesta de quienes han llevado a cabo este examen histórico-sociológico es bastante pobre y genérica: lo propio de la sociedad política, se nos dice más o menos, sería el estar formada por una red de relaciones entre individuos pertenecientes a familias y profesiones diversas, los cuales colaboran con el fin de alcanzar la plena autosuficiencia existencial (logrando la protección ante los enemigos externos e internos, acuñando y difundiendo el uso de una determinada moneda, etc.), bajo la dirección de una misma autoridad dominante. § Es mucho más lo que se puede comprender sobre la naturaleza de la sociedad política cuando la examinamos desde el punto de vista filosófico y, en particular, ético. Lo cual es lógico, ya que la sociedad política es un fenómeno esencialmente moral: si en su definición quisiésemos prescindir de los fines éticos que está llamada a realizar (como hacíamos al describirla desde el punto de vista histórico-sociológico), nos sería imposible distinguir esta forma asociativa de otras muchas que nadie se atrevería a llamar sociedades políticas. Nos sucedería, como notaba ya S. Agustín, que ninguna diferencia relevante podríamos encontrar entre esta forma de agrupación humana y una (gran) asociación criminal bien organizada (cf. De civitate Dei IV, 4, 4, y XIX, 21, 1). Definir éticamente la sociedad política es necesario, pero no es tarea fácil. Así lo manifiestan las muchas dificultades y dudas que el mismo pensamiento clásico greco-latino y cristiano ha tenido que superar hasta fijar una teoría relativamente sistemática y completa sobre el deber-ser de la sociedad política; es más, a pesar del indudable progreso doctrinal de los últimos decenios, es mucho lo que queda por hacer en este terreno. Por eso, más que de una teoría ético-política clásica, se debería hablar de una serie de «ideas madres» que han tenido y siguen teniendo un influjo notable en la reflexión teórica y en la praxis política del mundo occidental. Veamos cuáles son. 1. La sociedad política es concebida por el pensamiento ético clásico como la última y más amplia forma natural de sociedad humana o —dicho de forma más precisa— como la forma de agrupación que corona los esfuerzos del hombre dirigidos a hacer viable y andadero el camino de la vida buena mediante la configuración de una red de relaciones sociales lo más completa y perfecta posible. Por este motivo, la sociedad política ha sido calificada en ocasiones —usando una terminología quizá poco clara— como «sociedad perfecta», queriéndose indicar con este último adjetivo que, una vez constituida esta forma de asociación, el hombre puede ya acceder a todos los bienes que le son necesarios para el pleno desarrollo de su naturaleza, para alcanzar la perfección de la vida buena. 2. El conjunto de todos aquellos bienes humanos que la sociedad política hace específicamente accesibles será llamado dentro del pensamiento ético-polí-

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tico clásico, y precisamente por influjo de los juristas romanos, «bien común político (bonum commune civitatis)». ¿Y cuáles son estos bienes integrantes del bien común? Fundamentalmente los tres siguientes: — El primero de ellos es de carácter negativo, y surge de la convicción de que la vida buena de cada hombre depende esencialmente del buen ejercicio de su libertad personal («prout est voluntarie agens»: Tomás de Aquino, In I Ethic., 1) y —de forma principal— del uso que el hombre hace de ella en otras esferas sociales más cercanas a él: en el ámbito de las relaciones de amistad y de la justicia conmutativa. En aplicación de estas ideas, la red de relaciones políticas debería configurarse de modo tal que se respetase y salvaguardase la existencia de un amplio espacio de actuación reservado al bien más precioso e irrenunciable de los individuos: la libertad («inaestimabile bonum libertatis»: Tomás de Aquino, Summa theologiae, supplementum, 52, 3, ad 1), especialmente la que se ejerce dentro de los grupos sociales intermedios o al actuar políticamente en representación de éstos. — En segundo lugar, a través del sistema político de relaciones deberían ser positivamente promovidas las expectativas de vida buena de los individuos. Implica este deber positivo que la sociedad política tiene la responsabilidad de contribuir a la satisfacción de algunas de las necesidades más materiales de sus miembros, especialmente de los más necesitados, y de crear o —mejor— promover a través de otros agentes sociales todas aquellas relaciones humanas amistosas que integran más directamente la vida buena o virtuosa. En efecto, escribirá por ejemplo Tomás de Aquino comentando las ideas de Aristóteles, de la «sociedad civil» el hombre ha recibir la ayuda necesaria «para realizar una existencia perfecta, de manera que no sólo pueda subsistir, sino también vivir bien»; por consiguiente, especificará inmediatamente después, esta ayuda «no mira sólo a los bienes corporales, en cuanto que la ciudad posee muchos medios que una familia no puede obtener por sí sola, sino que se extiende también a la esfera moral» (cf. In I Ethic. 1, y De regno I, 15). — En la medida en que se fue percibiendo que todas estas obligaciones de la sociedad política hacia sus súbditos hundían sus raíces en la dignidad que todo hombre posee en virtud de su misma naturaleza, la titularidad de los «derechos» correspondientes (el término «derecho» es desconocido en el pensamiento clásico) se fue extendiendo a todos sus miembros. Aunque, es de justicia notarlo, sólo con el advenimiento del cristianismo se emprendió decididamente este camino. Para Aristóteles, por ejemplo, sólo los varones libres gozaban plenamente de sus derechos dentro de la polis. Esta situación se mantuvo con pocas modificaciones en el Derecho romano. La «gran revolución» que supuso el reconocimiento de que toda persona, por el mero hecho de serlo, posee una serie de dere-

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chos políticos inviolables «tuvo lugar en Occidente —según reconoce significativamente un filósofo ateo como N. Bobbio— a causa de la concepción cristiana de la vida, según la cual todos los hombres son hermanos en cuanto hijos de Dios». 3. También la existencia misma de la autoridad política y la legitimidad de sus decisiones jurídicas (los usos y costumbres generados por el pueblo o las sentencias, actos administrativos y leyes de los príncipes y magistrados) son para la ética clásica naturales: es decir, realidades que encuentran su justificación y su límite en la naturaleza humana. Se sostiene, en efecto, que la autoridad sólo se constituye como un poder de decisión éticamente vinculante, y no como un simple poder de hecho, en la medida en que actúe según razón, según verdad, y con su actividad promueva efectivamente el bien común político (cf. Tomás de Aquino, Summa theologiae I-II, 90, 4, c.); en caso contrario, existe un «derecho de resistencia». Este principio, interpretado a la luz de los dos anteriores, implicará —por ejemplo— que las leyes civiles elaboradas por el príncipe deberían limitarse a reprimir los vicios «más graves, de los que es posible retraer a la mayor parte de la multitud» (cf. Summa theologiae I-II, 96, 2, c y ad 3); mientras que, en sentido contrario, no deberán prescribir todos los actos de todas las virtudes, sino sólo los que tienen una relación directa con el bien común (cf. ibid. I-II, 96, 3, c). Sin embargo, me parece justo notar que en el momento de extraer otras conclusiones más concretas, algunos de los principales representantes del pensamiento clásico han reconocido a la autoridad un poder de intervención en la vida de los súbditos que hoy juzgamos con razón excesivo. Aristóteles, por ejemplo, aun reconociendo claramente que la vida buena se alcanza mediante las acciones deliberadas, estaba también convencido de que aquélla se encuentra decisivamente condicionada por las relaciones existentes dentro de la polis, razón por la cual consideró justificada una vigorosa intervención de la autoridad dirigida a hacer posible que los hombres vivan virtuosamente (cf. Ética Nicomáquea X, 9); y, según algunos intérpretes, el mismo límite afectaría al pensamiento ético-político de Tomás de Aquino, al menos en algunos temas. En el otro extremo, aunque dentro de lo éticamente correcto, se colocan las consideraciones políticas dispersas en las obras de S. Agustín, en ocasiones sorprendentemente liberales y actuales (cf. De libero arbitrio I, 5, 13, y 15, 32; De civitate Dei XIX, 17 y 24; etc.). 4. En fin, entre las «ideas madres» del pensamiento clásico, se encuentra una que matiza la afirmación de la naturalidad de la sociedad política o de la autoridad política y de sus decisiones. El estudio filosófico de la naturaleza humana, se sostiene, no nos proporciona indicaciones éticas claras y unívocas respecto al deber-ser concreto de todas estas realidades. Existen ciertamente algunos principios-guía éticos para la sociedad política, pero con frecuencia son mucho más polivalentes, dependientes del consenso de sus miembros y sujetos a interpretaciones distintas, que los vigentes en las comunidades de amistad o en el ám-

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bito de la justicia conmutativa. La conformación ética ideal de la sociedad política depende en gran parte de las particulares circunstancias histórico-culturales y del libre acuerdo entre sus miembros (cf., por ejemplo, Tomás de Aquino, Summa theologiae I-II, 95, 2, y 97, 1). 2. LA SOCIEDAD POLÍTICA ESTATAL: DEL ESTADO ABSOLUTO 2. AL ESTADO LIBERAL-SOCIAL DE DERECHO § No es posible indicar una determinada forma histórica de sociedad política como «la» que mejor expresa el pensamiento político clásico. Sería incorrecto atribuir esta propiedad, por ejemplo, al modelo de sociedad política más importante y difundido en nuestros días: al Estado o, más precisamente, a la organización estatal que es peculiar de los países desarrollados y que podría describirse como «Estado liberal-social de Derecho» (aunque son otros los nombres normalmente usados para designarlo: Estado de bienestar, Estado social, liberal-democrático o neoliberal, constitucional, etc.; en estas páginas se utilizará preferentemente la expresión genérica «Estado contemporáneo»). La atribución a la doctrina ético-política clásica de esta paternidad ignoraría, entre otras cosas, el importante influjo que han tenido en la configuración del Estado contemporáneo otras doctrinas filosóficas e ideologías políticas de lo más variado: el pensamiento de Th. Hobbes y J. Locke; la teoría política utilitarista, especialmente la de J. Bentham y J. Stuart Mill; el contractualismo de J. J. Rousseau, I. Kant y J. Rawls; las distintas revoluciones políticas e industriales; etc. Sin embargo, sería aún más equivocado desconocer (como frecuentemente ha sucedido) el papel determinante que los ideales políticos greco-romanos han desempeñado en la generación del Estado contemporáneo, especialmente en la forma que éstos asumieron al ser recogidos y reelaborados por la tradición cristiana europea. Estas ideas greco-romanas y de la filosofía cristiana han sido el fermento doctrinal que permitió la progresiva reforma del Estado absoluto moderno, uno de los peores «monstruos de la razón» que la Historia ha conocido, hasta llegar a engendrar —en la segunda mitad del siglo XIX y en el siglo XX— el Estado que hoy conocemos, lleno quizá de imperfecciones, pero caracterizado también por numerosas y muy importantes cualidades positivas. Son las cualidades que paso a señalar inmediatamente, siguiendo el orden histórico según el cual fueron surgiendo, aunque centrando la atención en los aspectos más teóricos. a) El nacimiento del Estado absoluto en la época moderna § La aparición de la sociedad política en la forma estatal suele explicarse como una consecuencia de los «nuevos» problemas políticos que se dieron en la

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Europa de inicios del s. XVI. Se trataría, concretamente, de una serie de conflictos continuos en los que se veían envueltos los reinos, repúblicas y principados entonces existentes, por lo que resultaba muy difícil para la mayoría de los hombres conducir una vida verdaderamente buena. En realidad, aun existiendo verdaderamente algunos aspectos de novedad en esa situación europea (sobre todo por lo que se refiere a las guerras de religión causadas por la división de la cristiandad), sería más exacto hablar de un modo nuevo de afrontar racionalmente el viejo problema de la guerra, del conflicto social. En particular, el pensamiento político de la época moderna consideró que la teoría ética clásica sería la principal responsable del fracaso de los proyectos políticos del pasado y, sobre todo, de los conflictos del presente. En efecto, el error más grave de estos proyectos no es el haber prometido mucho para dejar incumplidas después casi todas sus promesas, sino el hecho de que, precisamente porque pretendieron demasiado de la sociedad, desconociendo su carácter esencialmente conflictivo, han contribuido ulteriormente a agravar las tensiones ya existentes. Por eso, se concluye, lo mejor que podemos hacer es abandonar los ideales ético-políticos de la filosofía clásica y buscar los principios válidos para la ordenación de la sociedad política atendiendo simplemente a sus necesidades insoslayables (dicho con palabras de N. Maquiavelo en El Príncipe (1513-16): deberemos «aprender la ciencia [política] de no ser buenos y utilizarla o no utilizarla según lo imponga la necesidad»). En este sentido, se entendió que la primera exigencia insoslayable de la sociedad política es la salvaguardia de la paz, es decir, ausencia de guerras, ya que el conflicto social es de algún modo la negación misma de las relaciones sociales. Ahora bien, para lograr este objetivo resultaba necesario crear una nueva sociedad política: la «sociedad estatal», que de hecho se fue difundiendo en toda Europa durante los siglos XVI y XVII. ¿Y cómo debería ser esta sociedad estatal capaz de satisfacer la más primaria de las exigencias sociales? Una agrupación humana artificial, de grandes dimensiones, integrada por los individuos que viven u operan en un determinado territorio y que por ello mismo son súbditos de la autoridad estatal, esto es, de algunas personas e instituciones que desempeñan en régimen de monopolio la potestad necesaria para asegurar la paz interna y la defensa externa. La conservación de la paz es ciertamente un valor social imprescindible. Además, parece claro que, para alcanzar este objetivo, es muy útil la organización de los ciudadanos como Estado, en particular su sometimiento a una autoridad soberana en las relaciones internas y con una fuerza suficientemente disuasiva de cara al exterior. Pero esta simple consideración se demostró muy pronto insuficiente para que el Estado recibiese la aprobación de los ciudadanos. Sobre todo porque su autoridad se manifestó tendencialmente totalitaria, absolutista: el ámbito de las relaciones humanas en las que hacía valer su poder soberano tendió continuamente a crecer, y con sus intervenciones irrumpió en esferas cada vez

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más íntimas de la vida de los ciudadanos. Por lo que se refiere concretamente a las relaciones políticas, sucedió que las personas e instituciones investidas de autoridad asumieron totalmente su iniciativa y gestión, realizando así lo que Th. Hobbes tanto había anhelado en el Leviathan (1651). La actividad de la sociedad política fue absorbida por el Estado, y con ello la primera dejó de algún modo de existir para confundirse con éste último (incluso conceptualmente: la noción de «Estado» se hizo sinónima de «sociedad política»). b) La transformación del Estado absoluto en Estado liberal-social § La categoría de los derechos del ciudadano nació históricamente en el contexto de la problemática planteada por el Estado absoluto. Por ese motivo, se configuraron en un primer momento como una categoría fundamentalmente negativa: como derechos que los ciudadanos reivindican del Estado a una serie de «libertades negativas» (es decir, consistentes en eliminar los límites y perjuicios para la propia libertad que se derivan de las acciones de los demás), pidiendo con este fin su protección ante la violencia física o moral que puedan sufrir por parte de sus conciudadanos o de la misma autoridad. Esta precedencia de los derechos a las libertades negativas respecto a los demás derechos no es sólo histórica, sino también objetiva: el principal deber de toda sociedad política que quiera ser justa es el de establecer un ámbito de actuación privado o personal, distinto del ámbito público, que consienta a los ciudadanos gozar de esa amplia la libertad de actuación que es condición indispensable de la vida buena, de la felicidad («nadie es feliz involuntariamente»: Aristóteles, Ética Nicomáquea III, 5). Así pues, el primero de los derechos del ciudadano que el Estado debería garantizar es el de «perseguir la felicidad según el propio querer», como escribió J. Locke en el segundo de sus Dos tratados sobre el gobierno (1689). Sin embargo, las relaciones estatales no tienen por qué limitarse al objetivo de establecer una serie de ámbitos privados de autonomía, de independencia. Se pensó por eso, justamente, que el Estado debería instaurar además una colaboración positiva entre los ciudadanos, gracias a la cual fuese posible realizar toda una serie de proyectos públicos de gran envergadura: un eficaz servicio de correos, una amplia red de carreteras y ferrocarriles, etc. Entre otras razones, porque si la sociedad estatal no se propusiese estos objetivos positivos le resultaría muy difícil salvaguardar la convivencia pacífica, ya que constituyen el entramado que mantiene unidos a los ciudadanos. Esta convicción, cada vez más generalizada, quedó reflejada en el ámbito de la filosofía política —especialmente desde principios del s. XIX— mediante la idea de que los ciudadanos eran titulares de toda una serie de derechos a las «libertades positivas» que la colaboración política hace posibles: la libertad de obtener el bien de la salud gracias a una asistencia especializada, la libertad de recibir una instrucción de calidad, la libertad de viajar en tren, etc. ¿Y quién era el principal titular de los deberes correspondientes? Como en el caso de los dere-

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chos a las libertades negativas, el punto de referencia principal continuó siendo la autoridad estatal: con mucha frecuencia, se le atribuyó a ésta una responsabilidad directa en la tarea de asegurar y gestionar la realización de los proyectos de interés público. § El proceso histórico de crecimiento dentro del Estado de los derechos a las libertades negativas y positivas fue acompañado —con algo de retraso— por una progresiva extensión de su titularidad a todos los ciudadanos. El Estado liberal se fue haciendo también social, una forma de organización política que buscaba poner por obra el proyecto de la igual dignidad de los ciudadanos. Es lo que se logró, por ejemplo, con la extensión de los derechos políticos a los esclavos, a las personas de todas las razas, a las mujeres, etc. En esta misma línea, especialmente desde la segunda mitad del siglo XIX, se fue difundiendo el convencimiento de que la coordinación y colaboración políticas deberían proponerse, como uno de sus objetivos fundamentales, asegurar que todo ciudadano posea un mínimo de recursos materiales (en la forma de renta, asistencia sanitaria, etc.) y culturales (educación). Es más, a lo largo del siglo XX será ésta la reivindicación principal que los ciudadanos dirigirán a las personas e instituciones investidas de autoridad. Con el fin de darle una respuesta adecuada, el Estado se ha organizado en bastantes países como un Estado asistencial: una forma degenerada del Estado social, en la que se atribuye a los entes estatales o paraestatales la responsabilidad principal en la producción de los bienes sociales que garantizan las libertades negativas y positivas de los ciudadanos, así como su distribución universal. c) El Estado de Derecho § Como he ido indicando concisamente, al mismo tiempo que se difundía la conciencia social de que el ciudadano era titular de todos estos derechos, fue también abriéndose paso la idea de que una organización política verdaderamente justa no podía dejar a la buena voluntad de sus miembros o del soberano su reconocimiento y aplicación. La justicia política implica además seguridad, es decir, garantía eficaz de estos derechos, y un mínimo de previsibilidad respecto al modo en que serán ejercitados, ya que cuanto más previsibles sean las decisiones ajenas que condicionan el ejercicio de las propias libertades, tanto mejor podrá cada ciudadano planificar y dirigir la propia actividad (por ejemplo, al ir en coche: sabiendo por qué carril debe conducir o quién tiene la preferencia en los cruces). Pues bien, que la garantía y la previsibilidad sean elementos integrantes de la justicia política significa que ésta sea jurídica: postula la presencia de un cuerpo de normas públicas imperativo-atributivas dentro de la sociedad política a las que se encuentran sometidos todos sus miembros, empezando por la misma autoridad (cf. Declaración de los derechos del hombre de la ONU, art. 22). Por este

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motivo el Estado liberal-social o se ha ido configurando también como Estado de Derecho. § La noción de Estado de Derecho implica una larga y compleja serie de técnicas jurídicas, entre las que cabe destacar las siguientes: a) En el Estado de Derecho existe una norma jurídica fundamental, normalmente escrita (la Constitución) y muy difícilmente modificable, en la que se reconocen a todos los ciudadanos una amplia lista de derechos a las libertades negativas y positivas. Sin embargo, sólo algunas de estas libertades, las que se consideran más fundamentales, son transformadas por esta norma u otras de grado inferior en verdaderos derechos jurídico-sociales: es decir, en libertades que pueden ser reivindicadas ante los tribunales. b) En esa misma norma jurídica fundamental se establece la estructura y dinámica de las principales instituciones políticas. A este respecto, es característico del Estado de Derecho el principio de la división entre los poderes estatales: el legislativo (el Parlamento), el ejecutivo (el Gobierno y la Administración pública) y el judicial (la Magistratura). Al primero le corresponderá determinar ulteriormente el contenido de las libertades ciudadanas mediante la promulgación de leyes que habrán de ser públicas, generales (dotada de una cierta universalidad), precisas e irretroactivas. Al poder ejecutivo, por su parte, le corresponderá la aplicación de estas normas. La Magistratura, en fin, deberá llevar a cabo entre otras tareas la de verificar que las decisiones del Parlamento se adecuen a lo establecido por la Constitución y la de controlar que el poder ejecutivo ponga efectivamente en práctica las leyes. c) Exige el Estado social de Derecho que se dé una cierta legitimación democrática de las normas jurídicas más importantes, aunque ésta podrá actuarse mediante formas de representación política muy diversas. Lo esencial es que un cierto diálogo entre los ciudadanos a la hora de elaborarlas sea posible y que todas las soluciones adoptadas sean susceptibles de corrección. Una lista completa de las técnicas jurídicas características del Estado de Derecho debería comprender muchas otras, algunas muy importantes aunque no tanto como las precedentes: el principio «nullum crimen, nulla poena sine lege», la legitimación procesal universal, la publicidad de los procesos, etc. 3. EL PLANTEAMIENTO ACTUAL DE LA CUESTIÓN DE LA JUSTICIA POLÍTICA (ESTATAL) a) La crisis del Estado contemporáneo § El Estado liberal-social de Derecho, tras haber alcanzado a finales del siglo pasado su madurez, sufre desde hace algunos decenios una profunda crisis. Se trata de un hecho muy conocido; tanto, que es raro encontrar un tratado o una en-

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ciclopedia especializada que al hablar del Estado contemporáneo no mencione esta crisis, indicando además que no se trata de un fenómeno coyuntural. Por el contrario existe un gran desacuerdo entre los especialistas con respecto a las causas de esta grave y compleja enfermedad. Pienso, sin embargo, que muchos de ellos estarían de acuerdo con un diagnóstico que indicase las dos causas siguientes entre las principales: 1. La ausencia de algunos fines verdaderamente comunes. Todas las formas de asociación humana, y de manera particularmente radical y (no raramente) violenta la sociedad política, han debido afrontar y resolver un dilema fundamental. Me refiero a la cuestión de «cómo reconciliar la diversidad y la unidad, la independencia y la colaboración, la libertad y la seguridad» (H. Kissinger). Para darse cuenta de la complejidad e importancia de este dilema en el caso de las relaciones políticas, no se requiere un largo análisis. Es suficiente fijarse en las dos principales antinomias que tal dilema encierra en sí: la antinomia entre las varias libertades positivas de los ciudadanos, por un lado, y las libertades negativas y positivas alternativas, por el otro; y, como un caso particular de la contraposición precedente, la antinomia entre las libertades individuales y las libertades sociales. Veámoslas con un poco más de detalle: — Libertades positivas frente a libertades negativas y positivas alternativas. En la sociedad política, como en cualquier otra forma de vida en común, el reconocimiento de que existe un derecho de los ciudadanos a una cualquiera de las libertades positivas tiende a negar o al menos comprimir otras de sus libertades negativas y positivas. Así, el derecho a practicar la caza limita las posibilidades de quienes quieren contemplar los animales en su ambiente; el reconocimiento de un derecho a satisfacer sin trabas los propios instintos (por ejemplo, no impidiendo la difusión de la pornografía por la calle o a través de los medios de comunicación) reduce la libertad de quienes quieren vivir libres de éstos; etc. — Libertades individuales frente a libertades de todos. El reconocimiento de un derecho de todos los ciudadanos a gozar de una serie de libertades negativas y positivas mínimas, como es propio del Estado social, exige la reducción de las libertades individuales. El precio de la abolición de la esclavitud, por ejemplo, es la menor libertad positiva de los propietarios de esclavos. Del mismo modo, para hacer efectivo el derecho de los más indigentes a recibir atención médica, o una instrucción elemental, será necesario que los demás ciudadanos sacrifiquen parte de sus libertades individuales, por ejemplo contribuyendo a pagar el coste económico de estos objetivos. Éstas y otras antinomias semejantes, aunque evidentemente no son un fenómeno nuevo, han originado en los últimos decenios problemas especialmente graves. ¿Por qué? Principalmente, por el predominio que han alcanzado en la cultu-

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ra contemporánea los proyectos de vida de carácter individualista. Quien entiende y proyecta su existencia desde esta perspectiva no percibe el bien del «otro» como un bien propio: como un bien común. Y si esta mentalidad se va generalizando en la sociedad política, como de hecho ha sucedido en nuestros días, será cada vez más difícil encontrar personas dispuestas a sacrificar parte de sus libertades personales en favor de la afirmación de las libertades negativas y positivas de sus conciudadanos. Por el contrario, la actitud generalizada será la «anomia», es decir, el desinterés o el malestar sociales ante cualquier exigencia de este tipo, provenga de quien provenga. El proceso anómico de desintegración de la sociedad política, que nace y se alimenta de la incapacidad de percibir ésta como un «lugar» donde ha de realizarse el bien común, se ha visto ulteriormente agravado por el pluralismo ético y el multiculturalismo característico de muchas de nuestras sociedades políticas. Cada vez con mayor frecuencia e intensidad conviven dentro del territorio del Estado una pluralidad de proyectos políticos éticamente incompatibles o, por lo menos, profundamente diferentes y muy difícilmente armonizables. Un fenómeno que, ciertamente, hace más difícil y compleja la tarea de coordinación y colaboración dentro la sociedad política. 2. La excesiva regulación juridico-positiva de las relaciones políticas. La modernidad, como ya sabemos, operó una identificación entre la sociedad política y el Estado, una absorción por parte de éste de toda la actividad de la primera. Pues bien, esta identificación no ha cesado con el progresivo reconocimiento a los ciudadanos de sus derechos a las varias libertades, sino que en cierto sentido —igualmente real, aunque bastante menos oprimente— se ha reforzado. En el plano teórico, autores como Hobbes, Locke, Rousseau, Kant, Hegel, etc., así como las doctrinas neoutilitaristas y neocontractualistas de nuestros días, no reconocen una sociedad política distinta del Estado o ni siquiera se plantean el problema: J. Rawls, el filósofo político probablemente más conocido del siglo XX, asume por ejemplo de manera acrítica la tesis de que elaborar una teoría de la justicia es lo mismo que forjar una teoría del ordenamiento jurídico justo. Por lo que se refiere a la praxis política, a lo largo del proceso de formación del Estado contemporáneo se ha actuado casi siempre con la convicción de que el método más adecuado para realizar positivamente la justicia, y para evitar los comportamientos antisociales, era instaurar una serie de mecanismos jurídicoinstitucionales que garantizasen automáticamente los derechos de los ciudadanos. Siendo éste el presupuesto, la conclusión lógica era que existía un deber del Estado de «regular jurídicamente», según un criterio muy amplio, las relaciones políticas: estableciendo un rígido control estatal de las actividades privadas; previendo una extensa lista de sanciones penales y administrativas para los comportamientos antisociales; promoviendo una intensa presencia de entes estatales o paraestatales en la actividad de producción de bienes sociales; etc. A este modo

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de pensar se debe la configuración del Estado contemporáneo —en muchos lugares— como Estado asistencial. Ahora bien, esta regulación jurídico-positiva de las relaciones políticas, cuando supera un cierto nivel —como de hecho ha sucedido en los Estados asistenciales—, es causa de muy graves problemas para la instauración efectiva de la justicia. Entre ellos, uno de los más graves es el aumento de la anomia social: por ejemplo, debido a la apatía que provoca naturalmente en los ciudadanos el saber que «ya otro, el Estado, se preocupa de lo social» (de gestionar las escuelas, de ayudar a los necesitados, etc.); o a causa del malestar que provoca casi siempre la injerencia de las normas coactivas del Derecho en la propia vida; etc. Sin embargo, éste y otros problemas del Estado asistencial son quizá secundarios respecto al siguiente. Hablando en general, podría decirse que todo acto o norma jurídica dirigido a garantizar el derecho a una libertad humana implica necesariamente una serie de recortes en las libertades efectivas de los ciudadanos. Quedará limitada, muchas veces, la libertad misma del sujeto que ha sido garantizada, ya que éste no podrá ejercitarla con la amplitud que se lo permitían las circunstancias anteriores de vacío legal, sino que habrá de hacerlo tal y como las normas jurídicas prevén; y quedará limitada, sobre todo, la libertad de todos los demás ciudadanos, puesto que deberán soportar lo costes de aquella afirmación jurídica. Pensemos, por ejemplo, en un derecho tan elemental como el de recibir de mi empresa o de mis clientes la compensación económica adecuada a cambio de mi trabajo profesional. Para poder garantizar este derecho, la sociedad política deberá exigir de mí una prueba documental del contrato de trabajo, que deberá respetar los criterios y formalidades previstos por la ley; la denuncia de su incumplimiento habrá presentarse ante el tribunal competente, dentro de un determinado plazo y respetando ciertas reglas; etc. Por otro lado, los demás ciudadanos sufrirán también importantes recortes en su libertad: la persona que me ha contratado, pues deberá a su vez sujetarse a las reglas precedentes, y en general todos los ciudadanos, ya que deberán contribuir a la garantía del derecho en cuestión, por ejemplo, pagando (normalmente mediante los impuestos) el sueldo de quienes elaboran las leyes laborales, los costes que conlleva la institución de una red de tribunales, el sueldo de la policía que garantiza la ejecución de las sentencias, etc. Por este motivo, cuando se supera un cierto nivel de «juridificación» de las relaciones sociales, cuando se busca crear un sistema jurídico «perfecto» de garantía de todas las libertades, lo que de verdad se obtiene es la progresiva eliminación de las libertades reales. b) A la búsqueda de un nuevo paradigma para la justicia política § Estos dos procesos (la anomización y la «juridificación» de las relaciones sociales), de no ser interrumpidos y corregidos, están claramente destinados a co-

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rroer completamente el tejido político: los vínculos sobre los que se basan las relaciones de cooperación y colaboración en la sociedad estatal. Este resultado ha sido evitado, hasta el momento, mediante dos tipos de intervenciones de signo contrario. Por un lado, con el fin de afrontar los problemas creados por el individualismo y la anomia social, se ha operado una intensificación de la presencia jurídica del Estado dirigida a garantizar el cumplimiento de aquellos deberes cívicos que son mayoritariamente considerados más vitales (y que varían según los países: sanidad, transportes, relaciones laborales, enseñanza, etc.) y a recabar los medios económicos necesarios para conseguir estos objetivos (evitando el fenómeno de la evasión fiscal, que el individualismo ciertamente favorece). Con la consecuencia de que, en estos sectores, la ausencia de libertad en las relaciones sociales se ha hecho realidad con una intensidad que quizá no tenga precedentes. Por el contrario, en muchos otros sectores, el Estado ha sido protagonista de lo que se podría designar como una «retirada anárquica». Esta retirada no siempre ha tenido resultados ético-políticos negativos. Pero muchas otras veces sí, ya que no siendo fruto de un proyecto racional, sino hija de la necesidad (de la imposibilidad material del Estado de controlar esas áreas) o del simple deseo de un poder suficientemente fuerte como para proscribir la presencia de la ley, ha dejado tras de sí graves vacíos legales. Es lo que ha sucedido, por ejemplo, respecto a la difusión de la pornografía; en el universo sin ley de los medios de información o, aún más ampliamente, en todo lo que se refiere al deber/derecho de comunicar y recibir la verdad y de respetar y ver respetada la fama; o en el campo de la ingeniería genética; en el de la actividad internacional de los grandes poderes económicos; etc. § Estos dos tipos de actuaciones pueden, en el mejor de los casos, aliviar los síntomas de la enfermedad o retardar su curso natural, pero no pueden curarla. Por eso, como ha notado un profundo conocedor de la sociedad contemporánea hacen cada vez más difícil evitar —la Historia enseña— que alguien trate de poner remedio a esta situación mediante una vieja o nueva forma de tiranía (R. Dahrendorf ). Para rectificar verdaderamente la ruta es necesario «inventarse» y poner en práctica otro tipo de soluciones. Pero, ¿cuáles? Esta pregunta nos conduce al núcleo de la cuestión de la justicia política, tal y como se plantea hoy en día. En efecto, como reconocen casi todos los especialistas, el problema principal de nuestras sociedades políticas es de tipo racional: la falta de un proyecto de justicia política que nos permita construir una nueva sociedad estatal (o, si se prefiere, post-estatal) en la que encuentren solución sus problemas actuales, sin perder por ello los indudables logros que hasta ahora se han obtenido. A tratar de colmar este vacío racional estará dedicada esta última Sección, titulada La sociedad política (el Estado). Pero, antes de emprender esta tarea,

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conviene recordar una advertencia contenida en la Introducción general. Lo más esencial de esta finalidad podrá lograrse leyendo las consideraciones contenidas en el Capítulo 9, que desarrollan (corrigen) y completan las «ideas madre» de la doctrina ético-política clásica, aplicándolas a las circunstancias actuales. No será, pues, estrictamente necesario estudiar el Capítulo 8, en el que se descartan una serie de propuestas alternativas a la que se explicará en el capítulo sucesivo. Esta advertencia no significa que juzgue secundarias las reflexiones de este primer capítulo; sucede, simplemente, que soy consciente de las dificultades de comprensión que pueden tener los lectores sin una preparación específica, porque la materia es en sí misma bastante compleja o porque no he sabido explicarme mejor.

9. Examen comparativo 8. de las principales teorías de la justicia política

1. VALOR Y LÍMITES DE LA DETERMINACIÓN DIALÉCTICA DE LA JUSTICIA POLÍTICA § Averiguar la verdad sobre la justicia política siguiendo un método dialéctico, como haremos en este nuevo capítulo, significa —como ya explicó Aristóteles— controlar la validez de nuestras opiniones al respecto mediante un diálogo o discusión (real o imaginario) con quienes mantienen opiniones diversas, asumiendo como punto de referencia veritativo (para comprender quién tiene razón y quiénes estaban equivocados) las convicciones más profundamente arraigadas entre los ciudadanos acerca de las características que debería tener una sociedad política justa. En general, la elección de seguir una metodología de este tipo para estudiar un tema cualquiera es de gran ayuda, porque la verdad emerge mucho más nítida y precisa cuando se presenta en contraste con las opiniones contrarias. «Si alguien quisiera responder contra lo que he dicho», escribe Tomás de Aquino, en esta perspectiva lógica, «será muy bien acogido. En efecto, no se manifiesta la verdad ni se refuta el error de mejor forma que resistiendo a los contradictores» (De perfectione, 30). Sin embargo, cuando se trata de hallar la verdad sobre la justicia política, la elección de este tipo de metodología, más que conveniente, es necesaria, ya que el objetivo final de la investigación no es sólo descubrir la verdad teórica sobre la mejor configuración posible de las relaciones entre los ciudadanos, sino también determinar el mejor modo de realizar este ideal hic et nunc, esto es, en las circunstancias particulares de los ciudadanos en cuestión. Ahora bien, es evidente que, entre las primeras exigencias de la justicia misma está la de proceder a la determinación de sus implicaciones concretas, y a su puesta en práctica, mediante el diálogo y el acuerdo entre los ciudadanos. Entre otras razones, porque sería injusta, al menos en principio, la única alternativa posible: dejar que los más fuertes, por este simple hecho (por ser los mejor armados, los más ricos, los más elo-

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cuentes, etc.), sean quienes impongan sus propias opiniones a todos los demás. Esto supuesto, resultará además razonable que en esta discusión se asuma como punto de referencia veritativo para decidir cuál es la opinión verdadera nuestras convicciones más profundas sobre la justicia política. En efecto, si cada una de las opiniones tuviese que justificarse o rechazarse a partir de las verdades primeras (metafísicas, antropológicas), poniendo en duda cualquier otra verdad ya adquirida, la discusión se prolongaría infinitamente y no sería materialmente posible resolver mediante acuerdos los muchos y casi siempre urgentes problemas que plantea la vida política. § Los límites de este modo de determinar la verdad sobre la justicia política son evidentes. Procediendo de esta forma, no lograremos fundamentar (o excluir) una u otra concepción de la justicia política sobre las verdades primeras; entre otras cosas, porque la adopción misma del método dialéctico requeriría un fundamento «más serio» que el puramente intuitivo que acabo de proponer. Pero este límite implica sólo que la metodología dialéctica no puede sustituir totalmente a la metodología filosófica «normal» si lo que buscamos es comprender el significado más profundo de la justicia política, así como la totalidad de sus implicaciones teóricas y prácticas. No implica, sin embargo, que no podamos y debamos considerarla como su complemento necesario cuando lo que se quiere es llegar a un acuerdo pacífico con las personas que tienen una visión de la vida muy distinta de la nuestra; como ocurre, precisamente, en la sociedad política. Por lo demás, el modo dialógico de razonar que aquí seguiremos no implicará el abandono de ese otro método de reflexión que podríamos llamar —con terminología muy impropia— «deductivo». Me refiero al que, partiendo desde la Metafísica y la Antropología, procede después hacia la Ética (¡aunque la experiencia moral es insustituible!) y, desde ésta, hacia la Filosofía social y a la verdad sobre la justicia política. El Capítulo 9, encontrándose en perfecta continuidad con las consideraciones metafísicas, antropológicas y éticas de los cuatro primeros capítulos, constituye un paradigma de este modo «deductivo» de razonar. Si este punto ha sido clarificado suficientemente, como espero, lo primero que debemos preguntarnos es quiénes constituyen nuestros interlocutores naturales en un diálogo imaginario sobre la justicia política. Pues bien, parece claro que habrán de serlo las dos principales teorías políticas modernas y postmodernas alternativas al pensamiento político clásico, y protagonistas indiscutibles del debate actual en torno a la justicia política: el utilitarismo y el contractualismo. 2. LAS TEORÍAS UTILITARISTAS DE LA JUSTICIA POLÍTICA § El Estado contemporáneo, en cuanto forma de organización de la sociedad política dirigida a garantizar las libertades («liberal») y un mínimo de bienestar para todos los ciudadanos («social»), se formó esencialmente bajo el impulso de

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la doctrina política utilitarista. Esta teoría alcanzó su madurez filosófica en la época tardo-moderna, gracias a los escritos de dos autores londinenses: J. Bentham (1748-1832) y J. S. Mill (1806-1873). Desde entonces y hasta nuestros días, el utilitarismo ha reaparecido en innumerables versiones («neoutilitaristas»), con las que se ha tratado de responder a las críticas que una y otra vez le ha dirigido la concepción política alternativa, también típicamente moderna: el contractualismo. Me parece, sin embargo, que la doctrina utilitarista de J. S. Mill sigue siendo con diferencia la más coherente y plausible, al menos por lo que se refiere estrictamente a la política (muchos otros autores se han centrado más en el utilitarismo como teoría moral general). En efecto, su reflexión sobre la justicia política está mucho más elaborada que la benthamiana y, por otro lado, aunque es notablemente ecléctica en sus conclusiones finales, no se cuenta entre aquellos utilitarismos más actuales que, con el deseo de hacer frente a las objeciones suscitadas por sus críticos, han comprometido tanto su propia identidad que no pueden ya considerarse verdaderas teorías utilitaristas. A favor de este autor, habría que recordar también lo mucho que sus ensayos de filosofía política, junto a los de algunos juristas, economistas y políticos contemporáneos suyos, fueron determinantes para el nacimiento, desarrollo y difusión del Estado liberal-social de Derecho a partir de la segunda mitad del siglo XIX. Además, el influjo de este autor no ha desaparecido en absoluto con el paso del tiempo: sobre todo en el mundo anglosajón, donde es todavía uno de los pensadores clásicos más frecuentemente citados en los debates parlamentarios, incluso a propósito de argumentos de relevante actualidad como la censura, la legislación sobre el consumo de drogas, el control de la natalidad o el reconocimiento de los estilos de vida alternativos (homosexuales, etc.). Por estas razones, será J. S. Mill nuestro principal punto de referencia en el debate con el utilitarismo que acabamos de iniciar. § Pues bien, entrando ya en el mérito de la cuestión, suele afirmarse que la nota distintiva de las teorías políticas utilitaristas es la estructura teleológica de su razonamiento. Quiérese decir con esto que tales teorías establecen cuál el bien del ciudadano, lo que verdaderamente causa su felicidad, antes e independientemente de la justicia política, mientras que ésta última (el Estado justo) se define posteriormente como el sistema de relaciones políticas —de leyes, de instituciones, de costumbres, etc.— que maximiza el bien, la felicidad de los ciudadanos, dentro de la sociedad. Un utilitarista que considere, por ejemplo, que el verdadero bien del ciudadano consiste en adquirir la mayor cultura posible definirá la sociedad política justa como aquélla que más favorece el crecimiento cultural de sus miembros. El teleologismo es ciertamente una característica que está presente, de forma muy evidente, en toda reflexión política que sea auténticamente utilitarista. Sin embargo, no es correcto afirmar que sea lo peculiar de este tipo de teorías. La verdadera nota distintiva del utilitarismo político es —dentro de su estructura te-

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leológica, que comparte con otras teorías— la consideración de que la «máxima satisfacción de nuestros deseos» y el «bienestar máximamente difundido» son dos categorías que admiten, es más, requieren una expresión en términos numéricos, matemáticos: «las verdades de la aritmética pueden, en efecto, aplicarse tanto a la valoración de la felicidad como a cualquier otra cantidad medible» (J. S. Mill: 1861). Secundariamente, es característico del utilitarismo político la consideración de que esos objetivos dependen sobre todo de nuestra capacidad para encontrar las mejores soluciones técnicas (económicas, jurídicas, psicológicas, etc.) para encauzar la vida social. Debe reconocerse que nos encontramos ante una propuesta política bastante convincente; al menos a primera vista. El razonamiento no puede ser más lineal: «Si la felicidad de una persona es un bien para esa persona —explicaba J. S. Mill en Utilitarismo (1861)—, la felicidad general será un bien para toda la colectividad». Por consiguiente, continúa este autor, el principio político capital será el «principio de la felicidad general o de la utilidad», según el cual una sociedad política es justa cuando está ordenada de tal modo que se genera la máxima cantidad total de felicidad, según un cálculo de naturaleza matemática que consiste esencialmente en sumar la felicidad que han conseguido sus ciudadanos («la mayor cantidad de felicidad en conjunto»). Esto supuesto, la cuestión más importante que deberá solventar el estudioso o el político de profesión a la hora de llevar a la práctica la justicia política, es la de encontrar el camino técnico (jurídico, económico, psicológico, etc.) que sea más idóneo para lograr la máxima felicidad general. Para decirlo con las mismas palabras de J. S. Mill en la introducción a la primera edición de Un sistema de lógica raciocinativa e inductiva (1843): «Se trata de saber […] hasta qué punto los métodos mediante los cuales muchas leyes del mundo físico han entrado a formar parte de las leyes irrevocablemente adquiridas y universalmente afirmadas por las ciencias naturales pueden adoptarse para la formación de un cuerpo de doctrina del mismo tipo en la ciencia moral y política». § No es necesario ir muy lejos para encontrar un ejemplo que pueda ilustrar este modo de pensar. Basta dirigir la mirada a las convicciones presentes en muchas de nuestras sociedades políticas. La inmensa mayoría de sus miembros, desde el ciudadano común hasta los más altos cargos del Estado, siguen aplicando en nuestros días estos principios políticos utilitaristas, tanto en el momento de valorar la mayor o menor justicia o injusticia de la sociedad como al decidir lo que habría que hacer para mejorar la situación. Una sociedad política, cree la mayoría de los actores sociales, es tanto más justa cuanto mayor es el número de bienes o deseos «x» de los ciudadanos que consigue satisfacer. La gran variedad de opiniones políticas característica de la sociedad contemporánea no versa casi nunca sobre la validez de este principio de fondo, que es generalmente aceptado, sino que refleja las diferentes maneras de interpretarlo.

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Los gobernantes o, en general, los ciudadanos no están de acuerdo, por ejemplo, sobre si el objetivo político de alcanzar la «máxima satisfacción de nuestros deseos» se refiere principalmente a los deseos de bienes de naturaleza material o tendencialmente hedonistas (como, por ejemplo, la cantidad de dólares o de televisores per cápita) o si, por el contrario, han de ser consideradas mucho más importantes otras aspiraciones humanas más «elevadas», relativas a bienes de naturaleza cultural o espiritual (como, por ejemplo, la adquisición de libros de contenido cultural, el aumento del número de personas que visitan los museos, el porcentaje de familias unidas, el de personas que viven determinadas prácticas religiosas, etc.). Por otra parte, hay opiniones distintas sobre qué hemos de entender por «bienestar máximamente difundido»: es decir, ¿cuántos tienen que beneficiarse de este bienestar acrecentado? ¿Todos? ¿La mayoría? ¿La media? Etc. En fin, se discute frecuentemente sobre cuál sea la solución técnica (jurídica, económica, etc.) más eficaz y rápida para alcanzar estos objetivos. Pero en todos estos casos, como decía, se parte de un mismo criterio de fondo comúnmente aceptado: la sociedad política será tanto más justa cuanto mayor sea el número de bienes o deseos «x» de los ciudadanos que consiga satisfacer. Me parece innegable que, bajo la guía de este modelo de justicia política, el Estado progresivamente constituido como Estado liberal-social de Derecho a partir de la segunda mitad del siglo XIX ha obtenido muchos e importantes logros en el ámbito de la afirmación de las libertades individuales y de la solidaridad con las personas más desafortunadas en la «lotería natural» (pobres, enfermos e inválidos, desocupados, etc.). Pero, a pesar de todas estas conquistas sociales del Estado, me parece igualmente cierto que la actual crisis de esta forma de organización social es una manifestación de los importantes límites de este tipo de racionalidad ético-política. Me refiero, principalmente, a las deficiencias y daños que se derivan de la aplicación de la lógica matemática para determinar lo que es políticamente justo, cuando, en realidad, en este ámbito humanístico, la relevancia de las nociones y los valores expresados aritméticamente es muy secundaria, casi exclusivamente indiciaria. Trataré de explicarme. 3. VALORACIÓN CRÍTICA DEL UTILITARISMO POLITICO § En la teoría política utilitarista la realidad antropológica que corresponde a la noción clásica de «naturaleza social del hombre», y de «inclinación humana a vivir la justicia general o universal», ha sido interpretada como «sentimiento moral de la justicia», es decir, como un instinto semejante al de los animales respecto a sus crías o respecto a los miembros de su grupo, aunque más refinado, por el que el hombre se siente empujado a simpatizar y hacer suyo el bien de su prójimo. Además, y este hecho es más directamente relevante para la filosofía política, el utilitarismo ha identificado el «bien común de la sociedad» con la realización de la «máxima cantidad (amount) de felicidad en conjunto» (Utilitarismo).

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Ahora bien, como ya adelantaba, esta concepción aritmética de la justicia política conlleva toda una serie de límites y potenciales injusticias, que podrían sintetizarse de este modo: el sujeto utilitarista, es decir, el gobernante o el ciudadano que trate de «hacer justicia» razonando según esta lógica política, dirigirá su atención exclusivamente, o casi exclusivamente, hacia la obtención del mejor o máximo resultado desde el punto de vista matemático. En consecuencia, lo que contará verdaderamente a la hora de planear y determinar su comportamiento político no son las personas (felices o infelices), sino las sumas de felicidad obtenidas, de manera que —por ejemplo— «iguales sumas de felicidad son igualmente deseables» (Utilitarismo). Esta indebida personalización de los intereses públicos conlleva inevitablemente el ocultamiento y la disolución de la que poseen los individuos, especialmente si éstos son miembros de alguna minoría social. En primer lugar, porque la lógica aritmética nos llevará sobre todo a considerar cuántas son las «unidades observables y medibles de felicidad» que previsiblemente causará nuestra acción: esto es, la mayor o menor cantidad y difusión empírica de ciertos bienes que se consideran los más esenciales para la felicidad humana (televisores, visitas a museos, familias unidas, etc.). No se considerará o no se valorará adecuadamente, por el contrario, el elemento objetivamente más esencial y, al mismo tiempo, menos empírico (menos «visible» y «medible») de la auténtica vida buena, a saber, la libertad y la intencionalidad con la que los individuos viven las situaciones que se presumen felices (el dato relevante es cuántas personas visitan museos y no por qué motivos o con qué intención lo hacen). Así pues, los ciudadanos y gobernantes que asuman el punto de vista utilitarista no reconocerán el espacio debido a la libertad individual de ponderar y elegir el propio proyecto de vida; a no ser que, por razones de eficacia «numérica» que serán siempre bastante contingentes y discutibles, se crea oportuno ampliarlo. Por el contrario, estos ciudadanos y gobernantes se considerarán autorizados y hasta obligados, en nombre de la justicia (del principio de utilidad), a tratar de «hacer enteramente felices» a los ciudadanos, quiéranlo o no; en particular, mediante un amplio cuerpo de leyes coercitivas capaces de garantizar que éstos se comporten de acuerdo con el proyecto de vida que el legislador —una vez oídos los expertos y después de una atenta consideración personal— ha juzgado ser el más feliz. He aquí, muy probablemente, el principal motivo de la inflación jurídica característica del Estado asistencial y de la actitud pasiva, desinteresada, o incluso contraria, de los ciudadanos ante cualquier tipo de intervención estatal. Me refiero, como se habrá intuido, a ese grave problema de muchas de nuestras sociedades que suele denominarse «anomia social»: la difundida indisposición o desinterés de los ciudadanos respecto a todas las cosas públicas: las instituciones, las leyes, la actividad de los políticos o incluso la posibilidad misma de votar («todo va bien, mientras me dejen en paz»). Un problema que no mejorará, sino que se agravará, mientras continúe reconociéndose al Derecho un papel pre-

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dominante en la tarea de instaurar la justicia política. En efecto, ante cualquier nuevo síntoma de anomia social, serán llamadas en causa nuevas normas jurídicas punitivas, de control o de suplencia estatales, dando así inicio a un proceso de perfecta autoalimentación: «cuanto más crece la socialización (como publicización) de lo privado, tanto más lo privado se anomiza y se aliena, y tanto más, entonces, el Estado introduce controles y dominio, con la vana esperanza de encontrar un sustituto funcional a la endémica ausencia de motivaciones socialmente orientadas» (P. Donati). La disolución de la personalidad individual a causa de la utilización de la racionalidad matemática será inevitable —en segundo lugar— porque el sujeto utilitarista que desee organizar justamente la sociedad deberá asignar un valor finito a la «unidad de cálculo», ya que no cabe hacer cálculos matemáticos con unidades de valor infinito. Por este motivo, el bien «x» de dos ciudadanos (esto es, la vida, la salud, la libertad, etc. de la mayoría) tendrá un valor conjunto que es exactamente el doble del bien «x» de un sólo ciudadano (la vida, la salud o la libertad de la minoría). A partir de esta premisa, será forzoso que el sujeto utilitarista tome decisiones que el ethos común considera irracionales respecto a las minorías y los individuos concretos. En efecto, no pudiendo reconocer a cada individuo o a algunos de sus bienes un valor inconmensurable (lo que, insisto, haría imposible el cálculo matemático), será incapaz de llegar a la conclusión de que la justicia política implica siempre promover o, al menos, respetar algunos bienes fundamentales de todo ciudadano, sean cuales sean las (aparentes) ventajas colectivas de no hacerlo. Por el contrario, en cuanto gobernante se sentirá obligado a tomar ciertas medidas que promueven o «maximizan» el bien de los ciudadanos, según su peculiar punto de vista, aunque ello exija sacrificar totalmente algunas libertades fundamentales de las minorías o de individuos concretos. Pese a las razones que puedan alegar los defensores de la doctrina utilitarista para excluir este tipo de conclusiones, como ha hecho por ejemplo J. S. Mill (especialmente en su obra Sobre la libertad: 1859), lo cierto es que tales razones no son convincentes. La justicia política entendida como la mayor cantidad de felicidad total no puede exigir que se deba reconocer públicamente a los todos los individuos sus derechos fundamentales. Es cierto que la lógica matemática requiere que «todo el mundo cuente por uno y nadie por más de uno», como sostiene Mill en la estela de Bentham; pero este reconocimiento público inicial de todos los individuos humanos no significa que cada uno deba necesariamente contar ni por uno ni por otra cantidad cualquiera en los momentos sucesivos del proceso de realización de la justicia. Por el contrario, durante todo este iter será perfectamente coherente con la lógica matemática sacrificar la vida o la libertad de algunos individuos para conseguir una cantidad mayor de felicidad: la vitalidad del bosque, podríamos decir usando una imagen del mismo J. S. Mill, podría muy bien requerir la poda o incluso el desarraigo de algún árbol o grupo de árboles (Sobre la libertad). Lo esencial es que la suma de felicidad que se obtenga —la cantidad de leña, en la metáfora precedente— sea la máxima.

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§ Siguiendo esta misma línea de defensa de J. S. Mill, muchas propuestas políticas utilitaristas de los últimos tiempos han formulado razonamientos normalmente muy complicados con los que se trata de demostrar, a propósito de algunos casos particulares o en la forma de un principio general, que el respeto de los derechos fundamentales de todos los individuos es a la larga ventajoso (útil) para la entera colectividad. Se suele hablar, a este respecto, de teorías políticas neoutilitaristas (como, por ejemplo, las de J. J. C. Smart, R. M. Hare, J. C. Harsanyi, etc.). Estos razonamientos con frecuencia versan sobre algunos casos particulares, y por eso mismo —además de ser muy problemáticos y discutibles— no nos permiten llegar a ninguna conclusión de carácter universal; concretamente, no logran demostrar esa obligación universal que el sentido ético común reconoce como una de las exigencias principales e irrenunciables de la justicia política: me refiero a la obligación de respetar la vida y las libertades fundamentales de todos los que padecen las consecuencias de nuestras acciones. Pero es que tampoco la repetición de estas demostraciones ni el razonamiento abstracto y universal acerca del principio de utilidad podrán nunca llegar a una conclusión semejante: sería contradictoria con el principio mismo; como afirmar que el principio de utilidad exige que no seamos utilitaristas (afirmación que no es raro encontrar en labios de algunos filósofos utilitaristas contemporáneos). Por eso, siempre que se afirma la existencia de derechos humanos absolutos y universales dentro de un razonamiento utilitarista, podemos tener la seguridad de que se trata del fruto de una intuición o postulado, y —como tal— de algo puesto y no justificado dentro del razonamiento, más o menos subrepticiamente añadido a la estructura de fondo de la teoría utilitarista y no deducible de ella. Como ha sostenido acertadamente R. Spaemann, todas estas formas de neoutilitarismo son un simple intento de conciliar a posteriori el paradigma utilitarista y el ethos vivido. Les ocurre lo que siempre sucede a las teorías inadecuadas: en un primer momento son adaptadas a la realidad e inmunizadas por un cierto período de tiempo contra las críticas y conclusiones inaceptables mediante hipótesis accesorias y construcciones ad hoc. Se puede hacerlo con cualquier teoría. Pero más tarde llega una nueva generación que juzga este juego intelectualmente estéril y no merecedor de ningún esfuerzo. Por eso, en breve tiempo, lo abandona. Y es lo mejor que a esa teoría le puede ocurrir. 4. LAS TEORÍAS CONTRACTUALISTAS DE LA JUSTICIA POLÍTICA § Con las primeras manifestaciones de una crisis no sólo coyuntural del Estado contemporáneo, sino estructural y —en última instancia— racional, se han multiplicado entre los filósofos los intentos de explorar las posibilidades que ofrece «el otro» modelo político representativo de la modernidad: el contractualismo.

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¿Cuál es el contenido de esta propuesta política moderna alternativa al utilitarismo? Como revela su mismo nombre, consiste en una aplicación analógica en el ámbito de la sociedad política de la teoría del contrato propia del derecho privado, como negocio jurídico basado esencialmente en el consenso de todas las partes. De este modo, sostienen sus partidarios, quedará garantizado el derecho fundamental de todo hombre a decidir libremente su propio proyecto de felicidad; lo que no ocurre cuando el «principio de felicidad» es puesto como fundamento de la justicia política, porque —como acabamos de ver— este principio está llamado a hacer del soberano un déspota y del pueblo, que no renunciará a la general pretensión humana de elegir cómo quiere ser feliz, un rebelde (cf. I. Kant, En torno al tópico: «tal vez eso sea correcto en teoría, pero no sirve para la práctica»: 1793). En realidad, esta propuesta tuvo en época moderna muy escaso éxito práctico: únicamente ha dejado huella en algunas declaraciones revolucionarias y, posteriormente, en algunas proclamaciones en apoyo de los regímenes marxistas. No le ha ido mucho mejor desde el punto de vista especulativo o académico: durante el largo período que se inicia con la muerte de Kant (1804) y se prolonga casi hasta nuestros días, la teoría contractualista se ha limitado a sobrevivir. Entre las razones de este fracaso, cabe destacar el oportunismo con que la teoría utilitarista ha sabido reaccionar a las objeciones planteadas por los contractualistas, desarrollando dentro de sí los remedios paliativos típicamente neoutilitaristas, y —por otro lado— las correcciones que la doctrina socio-política cristiana ha introducido en casi todos los países desarrollados en las peores conclusiones a las que conduciría la lógica política puramente utilitarista. Sin embargo, como acabo de decir, a causa de la crisis del Estado contemporáneo, esta figura política ha vuelto a suscitar gran interés entre los estudiosos desde los últimos decenios del s. XX. Hasta el punto de que, así como he sostenido que la mayoría de los ciudadanos y de los gobernantes son (más o menos conscientemente) utilitaristas, ahora, en sentido contrario, creo poder decir que la mayor parte de las propuestas elaboradas hoy en día por los estudiosos de la filosofía política son de matriz contractualista (aunque, a veces, en lugar del nombre «teoría política contractualista», se prefieren otros: «teoría procesal», «teoría discursiva», etc.). Buena parte del mérito de este renacimiento del contractualismo se debe atribuir a la publicación, en 1971, de la obra de J. Rawls, Una teoría de la justicia, precursora de la propuesta —como explica este autor en la Introducción— «de generalizar y llevar a su mayor nivel de abstracción la teoría tradicional del contrato social de Locke, Rousseau y Kant [...], de manera que no presente el flanco a las objeciones más obvias que a menudo le han sido fatales». § La principal novedad de estas nuevas propuestas de matriz contractualista es la afirmación llana (más explícita que en Rousseau y Kant) de que la racionalidad política exige que la relación entre las nociones de bien (de felicidad humana) y de justicia sea la exacta antítesis de la que el utilitarismo ha propuesto. De hecho, si en la teoría utilitarista se reconocía una prioridad absoluta a la no-

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ción de bien sobre la noción de justicia política, en el sentido de que ésta última deriva enteramente de la primera por vía de simple «maximización» aritmética, el neocontractualismo sostendrá la prioridad de la noción de justicia sobre la de bien humano. Será preciso, por tanto, buscar una serie de principios para asegurar una convivencia social pacífica, y para distribuir entre los ciudadanos las varias libertades y los bienes o recursos existentes, que no se derive ni presuponga ninguna concepción ética, esto es, ninguna visión concreta de la vida buena y de la felicidad humana. Este modo de proceder es el que se aplica, por ejemplo, cuando para distribuir una tarta entre varias personas, en lugar de dividir y asignar las varias porciones según lo que les conviene para vivir bien y ser felices según una cierta concepción ética (como haría el utilitarista), se establece que una de esas personas dividirá la tarta y tomará la última porción, dejando que las otras elijan antes que ella. Pues bien, lo que el contractualista sostiene en general es que sólo una vez establecidos de manera éticamente neutral los principios de justicia, y respetando plenamente el orden social y las instituciones públicas derivadas de esos principios, podrá elegir el ciudadano singular cómo quiere configurar éticamente su existencia personal: es decir, siguiendo con el ejemplo, podrá tomar la decisión de comerse su porción de tarta, cambiarla por otros bienes o regalarla a los pobres (cf. J. Rawls, Una teoría de la justicia). Todas estas consideraciones se apoyan sobre una intuición bastante simple. En nuestras sociedades políticas —sostienen los autores neocontractualistas— no es posible ni lo será nunca más descubrir una concepción ética común, un acuerdo unánime o casi unánime entre los ciudadanos acerca de la naturaleza específica del bien humano. Pese a eso, seguimos teniendo necesidad de esa casa común que es la sociedad política y, por tanto, de una serie de principios normativos aplicables a todos que regulen la convivencia y la colaboración entre los ciudadanos. En esta situación, si se excluye la legitimidad de la pretensión utilitarista de establecer estos principios mediante la imposición a todos del dictado de un «príncipe sabio» o —lo que sería igualmente injusto— de la concepción ética de la mayoría, la única vía que cabe recorrer, la única que merece ser recorrida (por ser justa) consiste en partir del sólo acuerdo que es todavía posible entre los ciudadanos, y que será forzosamente de naturaleza no substancial: el acuerdo relativo al procedimiento (democrático) que se seguirá para tomar las decisiones comunes. § Así pues, la «prioridad de la democracia sobre la filosofía», del consenso político sobre la ética, para decirlo con el significativo título de una obra de R. Rorty (1987), tendría como primer fruto un acuerdo o contrato social que versaría sobre el tipo de procedimiento que deberíamos seguir para determinar los principios de convivencia y colaboración sociales. Pues bien, la esencia de este procedimiento decisional que todos elegiríamos es, como consecuencia directa de las premisas anteriores, la neutralidad ética. En

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el momento de proponer las propias pretensiones relativas a la justa organización social, cada ciudadano debería asumir un punto de vista éticamente neutral, no considerando que son superiores a los demás ni su misma persona ni su propia concepción del bien; o, lo que es equivalente, debería asumir un punto de vista universal, poniéndose en el lugar de todos y asumiendo los intereses de los demás ciudadanos como intereses también propios. Es lo que J. J. Rousseau ha llamado «voluntad general», esto es, «la voluntad que parte de todos para aplicarse a todos»; o la voluntad que emerge cuando «todos deliberan sobre todos y por tanto cada uno sobre sí mismo», para I. Kant; o el «velo de ignorancia» que nos impide conocer quiénes somos y cuáles son nuestras ideas morales, de J. Rawls; o la «deducción de los contenidos de una moral universalista de los presupuestos universales de la argumentación en general», de J. Habermas; etc. ¿Y cuál sería el contenido de los principios que serán elegidos siguiendo este procedimiento? La neutralidad ética, en la práctica, operará una doble transformación en las pretensiones de los ciudadanos: a) simplificará su contenido, ya que todas ellas se pueden reducir esencialmente a dos bienes: la autonomía y la riqueza/conocimiento técnico (know how), que son medios enteramente polivalentes para lograr la satisfacción de los propios deseos; y, conversión que es todavía más importante, b) la neutralidad presenta estos bienes como algo que sólo será accesible al sujeto si éste reconoce a todos los demás el derecho de acceder a esos mismos bienes (pues tiene que ponerse en su lugar, asumiendo sus intereses como propios). Pues bien, el resultado final de esta metamorfosis del querer político de los ciudadanos es claro: el principio que el contrato social establecerá para la distribución de estos dos tipos de bienes dentro de la sociedad política será, en principio, igualitario. Digo «en principio» porque, en realidad, existen dos opiniones sobre cuál sería el principio o los principios de justicia efectivamente elegidos por los ciudadanos: 1. Interpretación igualitaria (neomarxista). Según esta interpretación, las relaciones sociales y el Derecho deberían contribuir a que la libertad y la riqueza/conocimiento técnico se distribuyan igualmente entre los ciudadanos, de modo que se origine una asociación de hombres liberada de todos los elementos de dominio. Parecería ser ésta la interpretación más coherente. Pero ante el fracaso evidente del Estado asistencial marxista y neomarxista cuando ha tratado de poner en práctica esta idea, son actualmente muchos más los autores que se inclinan por la interpretación liberal-social. 2. Interpretación liberal-social. Según esta otra interpretación, los principios de justicia política que los ciudadanos elegirían en un diálogo éticamente neutral, serían más o menos los dos siguientes: — Primero: a) se reconoce a todo ciudadano un derecho a las más amplias libertades fundamentales, compatibles con iguales libertades fundamen-

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tales para todos los demás; b) con el fin de que estas libertades puedan ser efectivamente ejercitadas, se garantiza también a todos ellos el acceso a un mínimo de riqueza y de conocimientos técnicos. — Segundo: todo lo que se refiere a las libertades no fundamentales, y a los recursos necesarios para ejercitarlas, será dejado a la libre iniciativa y competición entre los ciudadanos, ya que este modo de proceder es a largo plazo ventajoso para todos (como se comprueba en los países que han aceptado los principios liberales). 5. VALORACIÓN CRÍTICA DEL CONTRACTUALISMO § La intención de fondo que el contractualismo persigue con la neutralidad ética, se la llame de ésta u otra forma, es indudablemente justa. La libertad de cada ciudadano sólo deberá obtener un reconocimiento político-jurídico en la medida en que respete la libertad de los otros. Aunque este principio normativo no expresa todo lo que la justicia política exige, sí recoge uno de sus elementos más esenciales. El problema está en que no es posible justificarlo ni llevarlo a la práctica de una manera tan artificiosa como la que el contractualismo ha propuesto, pretendiendo —por ejemplo— que se trate de un principio que no tiene nada que ver con el bien humano, «con el fin propio por naturaleza de todos los hombres: la búsqueda de la felicidad, ni con la prescripción de los medios para conseguirla» (cf. I. Kant, En torno al tópico…). § Un primer grupo de problemas que plantea la teoría política contractualista está ligado a su formalismo, a la vaguedad y ambigüedad de sus propuestas: consecuencia inevitable de la separación casi total entre el ámbito de la justicia, por un lado, y, por el otro, el ámbito del bien (el orden ético), cuyo influjo en la ordenación de la sociedad justa queda reducido a la mínima expresión. En efecto, el contractualista reduce la noción de bien humano que es relevante a efectos políticos al «mínimo común denominador sociológico» consistente en lo que todos los ciudadanos desean: la autonomía efectiva. Esta transformación formaliza, esto es, «vacía» y pone sobre un plano ético de igualdad todas las libertades concretas reivindicadas por los ciudadanos, de manera que ya no será posible resolver racionalmente los conflictos que surjan entre ellas, ni siquiera «limitando la libertad de cada uno con la condición de que se compagine con la libertad de los otros, en la medida en que esto es posible según una ley universal», tal y como pretende el contractualismo (cf. I. Kant, En torno al tópico…). Trataré de ilustrar brevemente esta crítica. Toda petición de que una libertad determinada obtenga reconocimiento político-jurídico puede suscitar, y es muy probable que esto acontezca, una pretensión semejante respecto a otra libertad que es en todo o en parte incompatible con la primera. Es lo que ocurre, por ejemplo, con las siguientes reivindicaciones al-

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ternativas: aborto delito o aborto derecho; independencia o no independencia de las naciones dentro de un Estado; aumento de la productividad o humanización de las condiciones del trabajo; mantenimiento o abolición de la pena de muerte, de la cadena perpetua, etc.; universidad elitista o universidad de masas; incentivación de la cultura humanista o del conocimiento técnico o científico; libertad de prensa, derecho a la privacy, derecho al secreto profesional relativo a las fuentes de información y derecho a que no ver dañada la propia imagen con noticias falsas (o, en caso contrario, derecho a ser resarcido); etc. Por eso, resulta simplemente imposible reconocer un valor público-jurídico a todas estas pretensiones de los ciudadanos. O, mejor dicho, la «solución perfecta» de estos conflictos desde la perspectiva de la neutralidad ética es, en realidad, incompatible con la subsistencia de la sociedad política: se debería dividir ésta en tantas regiones cuantas son las personas que quieren vivir de manera distinta, para evitar así cualquier interferencia entre las respectivas esferas de autonomía. Debería haber, por ejemplo, una región para los partidarios de penalizar el comercio de la droga y otra para los que piden su liberalización; una para quien quiere una economía liberal y otra para el que la quiere más social; una para los contrarios al nudismo en las playas y otra para sus partidarios; etc. Quizá la realidad más cercana a una «sociedad» de este tipo sea una cárcel con tantas celdas de aislamiento como habitantes. Un acuerdo entre los ciudadanos que resuelva (racionalmente) los conflictos surgidos por la reivindicación de libertades contrarias sólo será posible si éstos reconocen la existencia de una verdad previa sobre el bien común de la sociedad, al que todos —unidos en sociedad política— deben tender. Cada una de las reivindicaciones se pondrá entonces en relación con este bien o fin común, y se examinará en qué medida contribuye o no a realizarlo. Esta relativización de los propios intereses permitirá, en fin, llevar a cabo un discernimiento racional. Será posible distinguir entre reivindicaciones justas, meritorias de reconocimiento político-jurídico, e injustas, públicamente inaceptables. Además, entre las primeras, algunas aparecerán mejores, más justas que las otras, porque contribuyen más directamente al bien común o porque son más urgentes, lo que facilitará un acuerdo racional sobre la prioridad con que han de satisfacerse. § No termina aquí la enumeración de los problemas que plantea el modelo político contractualista. Además, como consecuencia siempre de la separación entre el ámbito de la justicia y el de la vida buena, existen algunos obstáculos de orden estrictamente práctico que no se ve cómo puedan superarse con las medidas propuestas por esta teoría. Me refiero esencialmente al hecho de que no es razonable pretender que los ciudadanos respeten de forma espontánea la autonomía efectiva de los demás, si este comportamiento —como sostiene el contractualismo— es un tributo en términos de felicidad personal que el sujeto ha de pagar para que se cumpla una fría y lejana exigencia objetiva de la razón práctica humana (transcendental). Si verdaderamente existiese una oposición así entre la ra-

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zón ética que busca alcanzar el bien y la razón «moral» objetiva que aspira al establecimiento de la justicia («moral» en ese sentido ambiguo, si no equívoco), o si esta idea errónea llegase a convertirse en una convicción generalizada entre los ciudadanos, muchos de ellos juzgarían que el comportamiento personal más razonable será tratar por todos los medios de liberarse del pesado fardo de las exigencias sociales, siempre que el riesgo de ser descubiertos y castigados sea mínimo. Pues bien, esta actitud es sinónimo de anomia social, es decir, de desafección, malestar y hasta rebelión del ciudadano corriente frente a las exigencias «morales» de la vida social. El Estado, por su parte, no dispondrá de otro remedio para superar esta anomia social —si aceptamos la neutralidad contractualista— que el recurso, cada vez más intenso, a las normas jurídicas. Se tratará, en otras palabras, de reforzar o crear nuevas instituciones o estructuras (para la exacción de los impuestos que los ciudadanos no quieren pagar, para evitar los hurtos contra la propiedad intelectual, etc.) capaces de garantizar el correcto funcionamiento del Estado independientemente de la «buena voluntad» de los individuos. De esta forma gráfica lo explicaba J. J. Rousseau, consciente como era de este límite del contractualismo: «para que un pueblo naciente pueda gustar [moralmente] las sanas máximas de la política y seguir las reglas fundamentales de la razón del Estado, sería menester que el efecto pudiera volverse causa, [...] que los hombres fuesen antes que las leyes lo que llegarán a ser gracias a ellas» (El contrato social: 1762). Todavía más explícito ha sido I. Kant, quien ha reconocido sin tapujos que «no es mediante la moralidad como se puede alcanzar la buena constitución del Estado, sino, al contrario, es mediante una buena constitución del Estado como se puede tener confianza en que se dé la buena educación moral del pueblo» (Por la paz perpetua: 1795). ¿Dos llamadas al realismo? Sí, pero también mucho más y mucho peor, como descubrirá quien lea los escritos políticos de estos autores; en cualquier caso, un remedio peor que la enfermedad en la intolerable situación de inflación jurídica y de anomia social que padece el Estado contemporáneo. 6. LA FUNDAMENTACIÓN CLÁSICA (GRECO-CRISTIANA) DE LA JUSTICIA POLÍTICA § Para construir un futuro político mejor siempre será bueno, especialmente cuando se parte de una situación de crisis, detenerse antes a repensar el pasado. Sin embargo, en esta revisión histórica de la reflexión política elaborada por nuestros antepasados, no estamos obligados a elegir dentro de la alternativa entre utilitarismo y contractualismo. Nada nos impide recorrer un camino distinto. Por ejemplo, retomando el que trazó hace mucho tiempo Tomás de Aquino, escogiendo y sintetizando lo mejor de la filosofía política de Aristóteles y de S. Agustín (curiosamente dos autores que, en un sentido muy amplio e impreciso, podríamos considerar —respectivamente— un utilitarista y un contractualista ante lítteram).

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No quiero sostener, con esta afirmación, que será posible encontrar la solución a los problemas del Estado contemporáneo en los escritos de este autor. Semejante pretensión no tendría pies ni cabeza. Ante todo, porque la propuesta política de Tomás de Aquino surgió hace siete siglos y fue, por tanto, elaborada cuando las características de la sociedad política y sus problemas específicos eran muy distintos de los típicamente postmodernos; además, porque presupone, en sus destinatarios, una determinada visión metafísica, antropológica y ética que hoy es considerada, si no imposible en nuestras sociedades pluralistas, al menos sí incompleta, desconocedora de los progresos de la filosofía política durante los últimos siglos; por último, porque la concepción política de Tomás, en cuanto teólogo católico, puede ser plenamente comprendida sólo por los que participan de la fe en Cristo o, al menos, en otra vida a la que está destinado el hombre, mientras que a muchos ciudadanos de nuestras sociedades que no tienen esta fe su concepción política les parecerá que es del todo o en parte irracional. A pesar de esto, sería un grave error prescindir del estudio de las obras políticas de Tomás de Aquino o, más bien, de las reflexiones políticas esparcidas por muchas sus obras filosóficas y teológicas. Estas reflexiones admiten un tipo de «lectura» que no sólo arroja una gran luz para entender el proceso de formación del Estado liberal-social de Derecho, como he tratado de ilustrar en el capítulo precedente, sino que es también de gran utilidad para construir una sociedad política más justa, como trataré de probar en el próximo capítulo, en el que sintetizo y actualizo la interpretación tomista de Aristóteles y Agustín. Pero lo que más interés tiene para nosotros en el presente contexto es que esta propuesta política clásica es capaz de superar con la cabeza bien alta la confrontación dialéctica con el utilitarismo y el contractualismo. a) La presencia en la teoría política clásica de las buenas razones a) del utilitarismo § Sobre un punto el utilitarismo tiene claramente razón: el camino que ha de seguirse para descubrir cuál es el mejor modo de configurar las relaciones entre los ciudadanos, es decir, para conocer la verdad sobre la justicia política, es el que se suele denominar «teleológico» (del griego telos: en el más alto grado, enteramente, hasta el fin). No existe, en efecto, otra alternativa: o concebimos el deberser (la justicia) de la sociedad política como un cierto «maximizar» o favorecer el bien de los ciudadanos, como prevé el método teleológico, o, por el contrario, nuestro proyecto para la sociedad política no será humanista, y tendrá que explicar en vista de qué otra finalidad —el bien de la raza, de la clase, de la nación, de la Naturaleza, etc.— se han de constituir y configurar las relaciones políticas. Esta explicación será, obviamente, inverosímil, y en cualquier caso sólo resultaría viable recurriendo a la coacción jurídica con una intensidad tal que elimine en la práctica la libertad de los ciudadanos, porque en caso contrario éstos se moverán espontáneamente buscando el propio bien.

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En nuestra reflexión política —si la queremos conforme a nuestras convicciones éticas más profundas y arraigadas— debemos, por tanto, partir de una cierta noción de bien humano y proseguir nuestra búsqueda indagando cuál es la red de relaciones entre los ciudadanos que mejor promueve su vida buena. Esta condición básica es respetada por la teoría de la justicia política de Tomás de Aquino. En efecto, la estructura de su propuesta es claramente teleológica, como lo era también la de Aristóteles, su principal maestro en filosofía política. Concretamente, el Aquinate sostuvo que el fin o bien de todas las acciones que componen la vida humana es, en último término, la felicidad; es la misma conclusión que más tarde encontraremos en J. S. Mill, aunque Tomás ha hablado explícitamente de la felicidad (beatitudo) propia de quien vive según las virtudes aristotélicas (la felicidad del hombre prudente, fuerte y temperado, que es y se comporta habitualmente de modo justo), mientras que, sobre este punto, el inglés nos ha dejado pocas y muy genéricas indicaciones (cf. Summa theologiae I-II, 15). En el ámbito político, siempre en la línea de Aristóteles, Tomás ha indicado muchas veces —razonando teleológicamente— que «es preciso que el fin de la comunidad coincida con el del individuo» (cf. De regno I, 15). Por tanto, la característica específica de la sociedad política justa es su idoneidad para favorecer o «maximizar» el comportamiento virtuoso entre los súbditos. La estructura teleológica de la concepción política de Tomás se encuentra todavía mejor expresada y ulteriormente precisada en un pasaje de particular importancia del comentario a la Ética Nicomáquea. De la «sociedad civil», se lee en el proemio, el hombre puede y debe recibir la ayuda necesaria «para realizar una existencia perfecta, de manera que no sólo pueda subsistir, sino también vivir bien»; por consiguiente, especificará inmediatamente después, la asistencia que esta sociedad presta «no mira sólo a los bienes corporales, en cuanto que la ciudad posee muchos instrumentos que una familia no puede proporcionarse por sí sola, sino que se extiende también [y sobre todo] a la esfera moral» (cf. In I Ethic., 1, y De regno I, 15). Siguiendo siempre las huellas de Aristóteles y de su «juicioso utilitarismo» (así califica Mill el teleologismo aristotélico), Tomás ha creído que en la realización de este fin la ciudad encuentra su mejor aliada en la naturaleza misma del hombre, pues es un «animal naturalmente social». Por «ley natural», dirá con la terminología tomada en préstamo a Cicerón y a los juristas romanos, cada hombre se encuentra espontáneamente inclinado a una serie de comportamientos que, aun siendo de naturaleza diversa (responden a las distintas virtudes), son todos «referibles al bien común del todo [social]», es decir, a la «justicia general o universal», que consiste precisamente en promover y realizar la vida virtuosa de los miembros de la sociedad (cf. In V Ethic., 2-3, Summa theologiae II-II, 58, 5, c., y De regno I, 15). Mientras que, en sentido opuesto, el resultado de los hábitos viciosos, contrarios a la inclinación propia de la naturaleza humana, es siempre la injusticia y el daño para el bien común (cf. Summa theologiae II-II, 59, 1, c.).

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Sin embargo, a partir de este momento, termina el paralelismo que, grosso modo, podemos establecer entre la teoría utilitarista y el teleologismo tomista; siempre a causa del influjo que en Tomás ha tenido Aristóteles, pero aún más por el que tuvieron los escritos políticos de S. Agustín. b) La presencia en la teoría política clásica de las buenas razones b) del contractualismo § La intención principal que persigue el contractualismo es, como ya veíamos, muy razonable. La libertad de cada ciudadano sólo debe obtener un reconocimiento político-jurídico en la medida en que respete la libertad de los demás. Sin embargo, añadía, no es posible llevar a la práctica esta idea de una manera artificiosa como la que propone el contractualismo. También en la filosofía de Tomás de Aquino la única libertad admisible en el orden ideal de la justicia política es, en principio, la que respeta la libertad de los demás. Y, al igual que en la teoría política contractualista, nos encontramos ante una instancia moral objetiva presente en la razón humana: la «ley natural», que, entre otras cosas, prescribe el «respeto de aquéllos con los que se convive» como el primero de los requisitos de la vida social (Cf. Summa theologiae I-II, 94, 2, c.). Es más, nos encontramos ante un deber de importancia primaria, ya que —añadirá en otro contexto— los comportamientos que son contrarios al respeto que es debido a los demás (actos de «transgresión»), son por regla general mucho más graves que los que se oponen al bien que se les ha de hacer (actos de «omisión») (cf. Summa theologiae II-II, 79, 4 c.). Sin embargo, para el Aquinate no tendrían ningún sentido la idea de una vida justa o «moral» (con el significado, ambiguo, que este término tiene en el contractualismo) consistente en un puro respetar o «no hacer esto o aquello» y —menos aún— la idea de una razón prescriptiva («moral») cuyos mandatos se encontrasen en contradicción con la razón ética. No, la opinión de Tomás de Aquino a este respecto es exactamente la opuesta a la de Kant: la realización efectiva de la justicia es para el Aquinate sinónimo de secundar con nuestro comportamiento «el fin que todos los hombres persiguen de modo natural (el propósito de ser felices) y la prescripción de los medios para lograrlo» (cf. en I. Kant, En torno al tópico…, la opinión contraria). La virtud de la justicia en general y las virtudes políticas en particular fueron efectivamente concebidas por Tomás como hábitos humanos cuyo «acto perfectivo o completivo (actus completivus)» es la promoción del bien común, esto es, de la vida virtuosa del prójimo (cf. Summa theologiae II-II, 79, 1, c y ad 3). El deber de respetar a los otros se inserta en esta dinámica esencialmente afirmativa de búsqueda de la felicidad propia y ajena. Está constituido por el conjunto de negativas que el sujeto debe pronunciar —quizá con gran esfuerzo— al percibir que «no debe hacer esto o aquello al prójimo», con el fin de hacer posible o dar los primeros pasos en la promoción positiva de

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la vida buena propia y de los demás («quasi pars materialis, sine qua non potest esse pars formalis completiva»: Summa theologiae II-II, 79, 1 ad 2 y ad 3) ¿Constituye esta concepción de la justicia política, como promoción de la vida buena de los demás, una peligrosa utopía? Peligrosa no, ya que —en la filosofía clásica— resulta imposible promover el bien de los demás sin contar con su libertad. Ni, tampoco, utópica, al menos en el sentido negativo de esta palabra. Es, sí, un ideal muy alto que quizá nunca se alcanzará del todo; pero sólo enriqueciendo la nociones de libertad y de justicia contractualistas tal y como Tomás ha hecho, seremos capaces de resolver los problemas que han quedado pendientes en esta última teoría ético-política. Gracias a esta concepción «utópica» será posible, ante todo, disponer de un criterio racional para valorar las distintas reivindicaciones de libertad de los ciudadanos y resolver los conflictos entre ellas. A la luz de la teoría tomista de la justicia, serán justas las libertades de los ciudadanos que contribuyan positivamente a la vida buena (virtuosa) de los demás, y —por tanto— en el plano político-jurídico habrán de ser promovidas, más o menos según la importancia de su contribución al bien común. Otras libertades, en cambio, serán irrelevantes para el bien común de la sociedad política, y por este motivo se las considerará simplemente merecedoras de respeto. En fin, las libertades que sean contrarias a la creación o subsistencia de las relaciones positivas que definen el bien común político de la vida buena serán consideradas injustas y, en el plano político-jurídico, serán castigadas o al máximo toleradas (cf. especialmente Summa theologiae II-II, 63, 1, y 64, 2 y 6). Este principio de justicia no hace más que reflejar lo que está presente en el ethos común. En efecto, nadie alaba a un hombre, afirmando que es un ciudadano bueno y justo, por el simple hecho de haber dedicado su vida a una actividad social inocua para los demás; quizá lo dirá, pero en voz muy baja, si llega a saber que el ciudadano en cuestión ha correspondido a cada prestación de la sociedad con una contraprestación de idéntico valor, negándose siempre a hacer más; pero una «persona privada cualquiera se gana la alabanza de la gente», y se la considera justa en sentido pleno y perfecto, sólo «cuando socorre a un necesitado, recompone la paz entre los que litigan, rescata al oprimido de las manos de quien es más potente que él y, en fin, si de alguna manera o con los hechos o con los consejos contribuye al bien de otro» (cf. De regno I, 10). En segundo lugar, la teoría política que se deriva de la concepción ética clásica, precisamente porque hunde sus raíces en la ética, en la inclinación humana a la vida buena o feliz, será capaz de ofrecer una solución adecuada al grave problema de la anomia social. En particular, hará posible la justificación teórica (o filosófica) y práctica del deber de recíproco respeto entre los ciudadanos, así como de su obligación de fomentar el bien de los demás, especialmente de los más necesitados: todos estos comportamientos —se les podrá argumentar— son, en realidad, parte integrante de la felicidad personal a la que cada uno de ellos aspira.

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Por último, en el marco de la filosofía clásica no cabe la excesiva regulación jurídica de las relaciones sociales, ya que el ordenamiento jurídico es concebido como un instrumento subsidiario para la garantía de las libertades. Pero todas estas afirmaciones anticipan las explicaciones contenidas en el próximo capítulo.

10. La realización del bien común político

1. EL PRINCIPIO PERSONALISTA COMO PRINCIPIO DE JUSTICIA POLÍTICA: 1. EL BIEN COMÚN DE LA LIBERTAD § Para quien razona a partir de los presupuestos políticos del pensamiento clásico o —en general— para todo aquél que comparte su visión humanista del fin de la sociedad, es indudable que el Estado contemporáneo ha supuesto, no obstante sus muchos límites, un paso adelante en la actuación del ideal de la justicia política. Pero el hecho es que esta forma histórica de configuración de las relaciones políticas atraviesa, como ya sabemos, una profunda crisis. Profunda y, en cierto sentido, nueva, pues para resolverla de forma razonable no es posible recurrir, como se hizo en el pasado, a una intensificación de la presencia del Estado y del Derecho ni —aún menos— favorecer su retirada anárquica. Por este motivo, casi todos los estudiosos actuales de la sociedad reconocen que es necesario y urgente encontrar un modelo de justicia política nuevo, que nos pueda servir como pauta para construir una sociedad estatal (o, como sostienen algunos, post-estatal) en la que encuentren solución los graves problemas que afectan al Estado liberal-social de Derecho, sin perder por ello los indudables logros políticos que hasta ahora se han obtenido. ¿Dónde podemos hallar un modelo semejante? La respuesta, para quien acepta las conclusiones hasta aquí establecidas, es palmaria: habrá de buscarse en una reinterpretación actualizada del pensamiento ético-político clásico y, más precisamente, en la filosofía personalista que en él hunde sus raíces. Por lo tanto, la reflexión deberá comenzar una vez más a partir del principio personalista, según el cual —como se recordará— las relaciones humanas se configurarán de modo éticamente racional cuando todos o una gran mayoría de los componentes de las varias sociedades amen el valor de persona de los demás: es decir, respeten y en lo posible promuevan la capacidad de conocer y

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amar de los demás, en la medida en que ésta se encuentre, a su vez, potencial o efectivamente orientada al respeto y promoción de la igual capacidad de los otros. La novedad de la exploración que ahora iniciamos es que busca específicamente determinar cuáles son los deberes y derechos derivados de este principio cuando se aplica a la sociedad política. Es el mismo camino que seguíamos para determinar los deberes y derechos fundamentales del hombre en la vida social. Sólo que ahora nuestro interés es mucho más circunscrito: queremos saber, en particular, qué forma concreta asumen esos deberes y derechos cuando los hombres se relacionan exclusivamente en cuanto conciudadanos y no en cuanto amigos, vecinos, personas que se encuentran por la calle, compañeros de trabajo, etc. Para mejor entenderlo, podemos pensar en dos habitantes de un mismo Estado, los cuales residen a muchos kilómetros de distancia y no se encontrarán nunca a lo largo de sus vidas. Esta novedad es importante, pues, como sabemos, el deber-ser de las relaciones humanas ha de ser contextualizado, lo que significa principalmente considerar su efectivo poder-ser (o no poder-ser) en cada contexto social. Ahora bien, en el ámbito de la sociedad política, las relaciones entre los hombres, sus posibilidades de comunicación e interacción son siempre muy limitadas, y se encuentran además muy condicionadas por elementos ajenos a la propia voluntad: se dirigen más hacia el grupo anónimo que hacia la persona singular, por lo que no pueden tener en cuenta sus circunstancias particulares; sufren con frecuencia interferencias; dan lugar muchas veces a una cierta «presión» social o cultural; o —si la relación se establece a través de las normas y actos del Derecho— implican el uso de la coacción; etc. Éstas y otras circunstancias objetivas de las relaciones políticas son determinantes de la existencia de una serie de principios éticos que son válidos únicamente para la sociedad política, los cuales expresan concretamente los deberes y derechos existentes entre las personas cuando se relacionan como conciudadanos. En su conjunto pueden ser designados como bien común de la libertad, y su formulación será más o menos la que vamos a ver a continuación. 2. LOS DEBERES Y DERECHOS FUNDAMENTALES DEL CIUDADANO, 2. INTEGRANTES DEL BIEN COMÚN POLÍTICO a) Los principios preconsensuales de la justicia política § El bien común de la libertad, resultado de la contextualización política del principio personalista, se encuentra integrado por los siguientes principios de naturaleza objetiva o preconsensual (que formularé en la forma de deberes, dando por supuesta la existencia de los derechos correlativos):

LA REALIZACIÓN DEL BIEN COMÚN POLÍTICO

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1. Principio general del respeto de la libertad. Este principio tiene un precedente claro en la «unidad de la paz» del pensamiento ético-político griego y latino: «el fin al que debe sobre todo mirar la persona que rige una comunidad [política] — escribe por ejemplo Tomás de Aquino — es la realización de la unidad de la paz» (De regno I, 3). Ésta, en efecto, aparece continuamente amenazada por peligros provenientes tanto del interior como del exterior: del interior, a causa de la «mala voluntad de algunos ciudadanos», quienes «violando la justicia, turban la paz de los demás»; del exterior, porque existe siempre el riesgo «de una agresión enemiga» (cf. ibid., 16). Ahora bien, si faltase esta «unidad que toma el nombre de paz» (el lema «paz» es claramente una herencia agustiniana), cesarían también las ventajas de la vida social; más aún, una comunidad en la que hay discordia es una carga para sí misma» (cf. ibid., 3). En su formulación típicamente personalista (e indudablemente más precisa), establece este primer principio la existencia de una obligación muy amplia, vinculante para todos los ciudadanos (especialmente para los gobernantes), de respetar en su actuación pública cualquier forma de ejercicio de la libertad por parte de sus conciudadanos. En la práctica, se tratará de presumir siempre que existe esta obligación, actuando en consecuencia, a no ser que se demuestre indudablemente que es necesario interferir en su actividad libre porque así lo exige precisamente la creación o la persistencia de las relaciones políticas de respeto y promoción recíproca de la libertad (la libertad sólo se puede restringir en favor de la libertad). Indicaciones más concretas sobre el contenido de este principio se obtienen considerando los dos subprincipios que lo integran: a) Principio del respeto del buen ejercicio de la libertad (y principio de subsidiariedad) Según este subprincipio, son aún más raras las excepciones a la regla del respeto de la libertad cuando el fin perseguido por los ciudadanos es bueno: es decir, cuando se trata de comportamientos que respetan/promueven la autodeterminación de sus conciudadanos dirigida a un fin también bueno. Responde a esta lógica el llamado principio de subsidiariedad, según el cual es en principio injusto que la sociedad política (y especialmente la autoridad, el Estado) substituya a otras sociedades menores o los ciudadanos singulares en aquellas tareas buenas que éstos pueden y quieren realizar por sí mismos. Nunca será justo actuar de tal manera que se provoque la supresión de la posibilidad de algunos de vivir bien, aunque se trate de un sólo ciudadano, o se les ponga en condiciones tales que sólo podrán alcanzar este objetivo comportándose de forma heroica (con un esfuerzo ético a todas luces extraordinario). b) Principio de tolerancia. La obligación de respetar la libertad de los demás ciudadanos es extendida por este segundo subprincipio a muchos de los casos en que ésta es ejercida para un fin malo, que no respeta o —cuando deba hacerlo según el principio siguiente— no promueve el buen ejercicio de la libertad por parte de los demás. ¿Por qué motivo?

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— Principalmente, porque sin el reconocimiento de un amplio sistema de libertades de todo tipo a los ciudadanos, y por tanto de posibilidades de que actúen mal, quedarían injustamente limitadas las posibilidades de todos los ciudadanos de hacer el bien. Si, por ejemplo, se limita excesivamente la libertad de asociación para evitar que se constituyan organizaciones criminales o ilícitas, se ponen también —inevitablemente— muchas e injustas trabas para la creación de organizaciones benéficas o simplemente lícitas. — Secundariamente, porque el reconocimiento de un amplio margen de autonomía a los ciudadanos es muchas veces una condición indispensable para mantener la paz social, tan necesaria para la vida buena; o porque sólo gracias a ese reconocimiento se reducen al mínimo los daños derivados del error —especialmente frecuente en el sistema de relaciones político— de juzgar que son malas algunas iniciativas sociales que, en realidad, son buenas; etc. 2. Principio de solidaridad. También este principio tiene precedentes claros en el pensamiento ético-político griego y latino, como por ejemplo cuando el mismo Tomás de Aquino escribe —siguiendo la opinión de Aristóteles— que la «buena existencia social» exige, «en segundo lugar, que la sociedad, unida por el vínculo de la paz, sea dirigida a obrar bien» (De regno I, 16). El contenido preciso de este «obrar bien» había sido explicado inmediatamente antes y es, a su vez, doble: «Dos cosas se requieren para que un hombre viva una buena existencia: la principal, que consiste en que obre de acuerdo con la virtud, ya que la virtud es aquello gracias a lo cual se vive bien; la otra, secundaria e instrumental, consiste en la suficiencia de los bienes corporales cuyo uso es indispensable para una acción virtuosa» (ibid.) Dicho más precisamente con el lenguaje personalista, el principio de solidaridad establece que todo ciudadano, además de respetar la libertad de los demás, debería contribuir positivamente a la promoción del buen ejercicio de la libertad por parte de sus conciudadanos. ¿En qué medida deberá dedicarse a este fin? (cuestión distinta, de la que más adelante hablaré, es en qué medida puede exigírsele jurídicamente que lo haga). En tanto en cuanto se lo permitan sus deberes dentro de las comunidades de amistad o sus obligaciones profesionales, de los que no sólo depende mucho más directamente su bien propio, sino también el mismo bien común de la sociedad política. ¿Y en qué habrá de consistir concretamente esta ayuda que el ciudadano, en cuanto tal, debe prestar a los demás miembros de la sociedad política? En abstracto, el mejor medio para fomentar el buen ejercicio de la libertad por parte de cualquier otra persona consiste en contribuir a su educación ética. Sin embargo, las relaciones políticas ofrecen muy pocas posibilidades de contribuir directamente de esta tarea con un mínimo de eficacia y sin violar con ello el principio del res-

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peto de la libertad. Por eso, lo éticamente oportuno será servirse principalmente de las formas de ayuda materiales y culturales, que son igualmente necesarias para hacer posible el buen ejercicio de la libertad, limitándose en el campo de la educación ética a la creación de aquellas condiciones políticas más ventajosas para que puedan ocuparse eficazmente de esta tarea otros agentes sociales mucho más idóneos: las familias y las sociedades del «tercer sector». La referencia a este otro tipo de ayudas «materiales y culturales» nos introduce en el tercero y último de los principios preconsensuales de la justicia política. 3. En la medida en que se debe respetar (tolerar) o promover la libre actuación de los ciudadanos, se deberán respetar (tolerar) o promover todas aquellas circunstancias de las que depende el efectivo ejercicio de esa capacidad. Los principios determinantes de la justicia política que hasta aquí han sido enunciados asumen una configuración más concreta y apta para orientar la acción política cuando los deberes de respeto y promoción que en ellos se establecen son referidos a aquellas dimensiones materiales y culturales que hacen posible o integran de algún modo el ejercicio de la libertad. Entre estas dimensiones se pueden mencionar, a título de ejemplo, todas aquéllas que constituyen el soporte psicofísico de la libertad : tendremos así el deber de respetar/promover la vida de los ciudadanos, el de fomentar su salud física y psíquica, etc.; o bien, podemos pensar en aquellas condiciones que permiten el despliegue de la libertad dentro de la sociedad política: de aquí el deber de respetar/promover la libertad de palabra, la libertad de asociación, etc. b) La determinación ulterior de los principios de justicia política b) mediante el diálogo basado en la verdad § En un segundo momento, se habrá de proceder a determinar el contenido preciso de los principios preconsensuales de la justicia política mediante el diálogo y el acuerdo entre los ciudadanos. La discusión podrá llevarse a cabo de muy distintas maneras, pero en cualquier caso sólo resultará procedente —vale la pena insistir— en un segundo momento: con el fin de desarrollar los principios objetivos o preconsensuales de la justicia. Quien no reconoce esta exigencia, como sucede con muchos filósofos y políticos contemporáneos de inspiración contractualista, acaba por encontrarse sin ningún criterio racional para decidir acerca de las opiniones e intereses representados en el diálogo. No le es posible distinguir las opiniones verdaderas de las falsas, ni los intereses justos de los injustos, ni —en consecuencia— seleccionar y fijar un orden de importancia y de urgencia entre las opiniones e intereses en conflicto, si no es acudiendo —de manera más o menos celada— a criterios de discernimiento del todo irracionales: por ejemplo, dando la razón al más fuerte, o al que habla con mayor elocuencia, o satisfaciendo el interés que goza del respaldo de la mayoría.

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Como muy bien ha notado R. Spaemann, un auténtico diálogo entre los ciudadanos, un intercambio de opiniones que contribuya al descubrimiento de la solución política más racional, sólo será posible cuando el diálogo en cuestión sea veritativo: es decir, cuando todos o casi todos los participantes en la discusión reconozcan la existencia de una verdad previa acerca de su bien común político, del fin que todos ellos —unidos en la sociedad política— deben alcanzar. Este reconocimiento supuesto, las opiniones e intereses que surjan durante la discusión se deberán poner entonces en relación con ese bien o fin común, y se examinará en qué medida cada uno de ellos contribuye o no a realizarlo. Esta relativización de los intereses y opiniones nos permitirá, en fin, operar un discernimiento racional: será posible distinguir entre intereses justos e injustos, y entre los primeros algunos serán más justos que los otros, manifestando así que son expresión de derechos políticos más importantes. Veamos concretamente cómo procederá este diálogo cuando la verdad presupuesta por los participantes en él sea el bien común de la libertad. Lo haremos recurriendo a un ejemplo muy sencillo: el de una comunidad en la que escasea el agua. Representa este recurso natural, como se habrá intuido, el conjunto de las libertades sociales que se han de distribuir entre los ciudadanos y que son insuficientes para satisfacer las reivindicaciones de libertades negativas y positivas de todos ellos. Pero sigamos con el ejemplo. Cuando se inicia la discusión en la que se decidirá el modo distribuir el agua que se encuentra a disposición todos, descubrimos que —como era perfectamente previsible— las peticiones responden a intereses muy distintos: algunos la quieren para beber, otros para producir con ella energía eléctrica y un tercer grupo para llenar su piscina personal. El agua, por ser un bien escaso, es insuficiente para satisfacer los deseos de todos. ¿Cuál será la mejor manera de distribuirla, la más racional y justa? Pues bien, siempre en el supuesto de que todos o casi todos los miembros de esa comunidad acepten que el bien común de la libertad es el objetivo de sus relaciones recíprocas (el resultado que se debe conseguir con el agua a disposición de todos), lo primero que deberán hacer es poner en relación con este bien cada uno de los intereses que han sido manifestados durante la discusión. Se descubrirá, entonces, que todos ellos son justos, ya que hacen posible o integran de algún modo el buen ejercicio de la libertad. Sin embargo, no son igualmente justos, ya que para el buen ejercicio de la libertad se requiere ante todo vivir (beber), y sólo sucesivamente satisfacer nuestras necesidades secundarias (energía eléctrica) y —por último— gozar de un mínimo de bienestar material (uso de la piscina); por tanto, los recursos de agua disponibles deberían ser distribuidos respetando este orden. § Todo diálogo auténtico, toda forma de intercambio de opiniones dirigida al descubrimiento de la solución más racional, debe basarse en alguna verdad común; en este sentido, el diálogo político no constituye ninguna excepción. Pero, se podría objetar, este presupuesto veritativo común, y en particular los principios

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preconsensuales de la justicia, ¿no hacen superfluo el diálogo mismo? ¿No nos permiten determinar a priori, sin necesidad alguna de recurrir a la discusión con los demás, lo que es políticamente justo e injusto? No, la total determinación predialógica de las implicaciones del bien común de la libertad sería injusta, contradictoria con este mismo bien. Lo sería, principalmente, porque negaría la naturaleza misma del bien humano que constituye el fin común de todos los miembros de la sociedad: las libertades positivas y negativas de los ciudadanos. La realización del bien común de la libertad, como la de cualquier otro bien humano, requiere en principio que sea llevada a cabo mediante decisiones tomadas en conciencia. En consecuencia, toda sociedad política que se proponga verdaderamente promover el bien común de la libertad, deberá impedir —en la medida de lo posible— que alguien razone y tome las decisiones políticas en lugar de los ciudadanos. La justicia política hace muy aconsejable, por el contrario, que los ciudadanos participen de una u otra forma en los procesos de decisión que afectan al sistema político, sobre todo cuando las soluciones adoptadas se quieran transformar en normas jurídicas que imponen coactivamente algunos comportamientos. Además, aunque de forma secundaria, no resultaría justo determinar pre-dialógicamente las consecuencias concretas del bien común porque el razonamiento político no es nunca apodíctico. Situaciones sociales tan simples como la del ejemplo sobre la distribución de los recurso hídricos, y razonamientos tan lineales y límpidos como el que entonces hacíamos, sólo son posibles... en los ejemplos. Por su naturaleza, la argumentación política admite una infinita variedad de soluciones técnicas y de opciones culturales, y requiere además ser constantemente verificada con la experiencia (atención «al estado de las cosas»). El diálogo, el intercambio de puntos de vista, de conocimientos y de experiencias personales, constituye también por este motivo una verdadera exigencia metodológica de la determinación del orden de la justicia política. 3. EL PAPEL DE LA SOCIEDAD CIVIL EN LA REALIZACIÓN DEL BIEN COMÚN POLÍTICO El principio general del respeto de la libertad, y en particular el principio de subsidiariedad, nos prohíben llevar a la práctica el bien común de la libertad recurriendo masivamente o de forma principal al Estado y al Derecho. Semejante actuación no sólo sería muy ineficaz, como ha demostrado el Estado asistencial, sino además injusta, contraria al bien común de la sociedad política. La realización de este objetivo es una tarea que atañe principalmente a la sociedad civil, a la libre iniciativa y gestión las diversas comunidades y asociaciones que viven y operan dentro del Estado (el «tercer sector»). Por este motivo, cuando afrontamos ahora la cuestión de cómo llevar a la práctica el ideal político, es lógico que comencemos estudiando lo que la sociedad civil puede hacer a este respecto, dejando para más adelante todo lo relativo al Derecho.

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a) Del ideal político a la realidad: sus dificultades § La tesis de que la justicia política es cuestión que atañe principalmente a la sociedad civil puede que sea bastante clarificadora, especialmente en nuestros días, pero desde luego no resuelve los problemas. Es más, nos pone directamente la mayor dificultad que deberá superar el bien común de la libertad para trasformarse de ideal en realidad política. Me refiero al hecho de que, para ser un objetivo viable, ese fin común habrá de ser libremente aceptado por una gran mayoría de los miembros de la sociedad. Requerirá, por decirlo de forma más explícita, que casi todos los componentes de la sociedad lleguen a percibir la actitud de respeto y promoción de la libertad de sus conciudadanos como un elemento integrante del propio bien, de su felicidad, aun cuando sean conscientes de que estas actitudes conllevarán algunas renuncias personales. Sin embargo, como ya antes notábamos, esta circunstancia de la justicia hoy por hoy no se verifica, al menos en muchas de nuestras sociedades; es más, parece indudable que una de las características de la cultura contemporánea es el predominio de una noción individualista (no altruista) del bien humano. Por esta razón, parecería que estamos obligados a concluir que el proyecto político basado en el bien común de la libertad es irrealizable. Esta conclusión sería, sin embargo, precipitada, ya que las reflexiones de naturaleza sociológica no pueden ser inmediatamente entendidas como una expresión del deber-ser. La observación será obvia cuanto se quiera, pero lo cierto es que las propuestas avanzadas por muchas de las teorías políticas actuales, así como las declaraciones de propósitos que muchos políticos hacen en pro del «realismo», no son —a fin de cuentas— más que un intento de elevar una conclusión del análisis sociológico (el predominio en nuestra cultura de la concepción individualista del bien humano) a la dignidad de una premisa intangible de la reflexión ético-política. Este modo de razonar incurre en una grave «falacia sociologista». Para que sea legítimo reconocer esta intangibilidad al individualismo (ausencia de altruismo), no basta con demostrar que se trata de un hecho muy difundido, sino que se ha de justificar en sede filosófica su bondad ética. Cosa que, como en estas páginas he tratado de hacer ver, no responde a la verdad. O bien, habría que demostrar la imposibilidad material de cambiar esta situación de hecho. Pero la Historia ha demostrado varias veces lo contrario. Considerando la realidad sociológica de muchas de nuestras sociedades, lo único que podemos legítimamente concluir es que la superación de la cultura ética dominante, y la implantación de otra que haga más plenamente realizable el bien común de la libertad, encontrará numerosas dificultades y requerirá quizá mucho tiempo. Pero éstas, repito, no son razones suficientes para no intentarlo: «hay algunos políticos —escribe R. Spaemann— que declaran no poder llevar a cabo su política porque no se dan las condiciones que ésta requeriría. Estos políticos no entienden en absoluto qué es la acción política. La acción política con-

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siste siempre en hacer algo sensato en unas condiciones dadas, no elegidas por nosotros: se trata siempre de actuar lo mejor posible en estas condiciones. Y esto puede también querer decir que se debe intentar el cambio de las condiciones». Es ésta, por tanto, la cuestión clave: ¿cómo deberá la sociedad civil «intentar» la transformación de la cultura ético-política dominante, haciendo así posible que el ideal de la justicia política se convierta progresivamente en vida social? Ante todo —como es evidente— será necesario informar a los ciudadanos de esta situación, explicándoles cuáles son las verdaderas causas de la crisis del Estado contemporáneo, qué es lo que habría que hacer y cuáles serán las consecuencias negativas en caso contrario. Concretamente, quienes se ocupan de reflexionar sobre la estructura y dinámica de la sociedad (los «intelectuales»), y quienes difunden sus ideas y crean más directamente la opinión pública (los opinion-makers), deberían indicar con claridad —y, añadiría, con mayor honestidad de la que a veces demuestran algunos de estos profesionales— que la principal causa de la grave crisis que afecta a nuestras sociedades políticas es el estilo de vida individualista de muchos ciudadanos, y que su solución pasa necesariamente a través de su educación o formación ético-política, por mucho que nos resulte chocante (antiliberal) esta afirmación. b) El instrumento principal: la educación ético-política de los ciudadanos § Aunque el proyecto de realizar el bien común de la libertad obtuviese, gracias a esta información correcta, la adhesión mayoritaria de la sociedad civil (el reconocimiento generalizado de que «sería bueno que los ciudadanos colaborasen en la puesta en práctica de ese proyecto»), no por este simple hecho resultaría ya viable. Como veíamos al hablar de la virtud, una percepción y un deseo tan vagos de la vida buena, o de alguna de una de sus implicaciones, son insuficientes para que el hombre pueda efectivamente vivir bien, y en particular —que es lo que a nosotros interesa ahora— para que el ciudadano sea realmente capaz de vivir la justicia política. La realización de este fin personal y la instauración de la justicia social requieren de cada individuo que su conocimiento y querer relativos al bien común político sean los propios de la virtud y —colectivamente— que una gran mayoría de los ciudadanos apruebe este proyecto «en primera persona», convencidos de que «yo debo colaborar cotidianamente a realizar el bien común de la libertad —y no sólo, en abstracto, ‘ellos’, la gente— independientemente de que la ley me obligue o no, y a pesar de los sacrificios personales que mi contribución conllevará». A la correcta información debe, pues, seguir la educación ético-política de los ciudadanos, entendida como una tarea que incluirá todos aquellos procesos educativos que se dirigen a obtener de éstos una libre, firme y eficaz decisión de respetar y promover la autodeterminación de sus conciudadanos en la forma pre-

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vista por el bien común de la libertad. La sociedad civil puede llevar a cabo este proyecto educativo de innumerables maneras: a través de la literatura, el deporte, las diversas formas de expresión artística, enfocando correctamente la publicidad comercial, las fiestas populares, etc. Sin embargo, la educación ético-política habrá de incluir necesariamente dos momentos esenciales: 1. La educación en la amistad (comunión interpersonal). Condición indispensable para que un ciudadano cualquiera llegue a percibir el buen ejercicio de la libertad por parte de sus conciudadanos como un bien que es también propio, es decir, como un bien común, es que exista entre ellos —en cuanto sujetos de esa libertad positiva, en su valor de personas— un vínculo de amistad o comunión. Cuando así sea, cada uno de ellos percibirá el buen ejercicio de la libertad de todos los demás como un bien personal y se sentirá espontáneamente inclinado a respetarlo y favorecerlo aun a costa de otros sacrificios personales. Ahora bien, es evidente que no resulta posible establecer directamente un vínculo de amistad entre los miembros de la sociedad política, tanto en razón de su excesiva amplitud como de su heterogénea composición. La amistad, como en su momento vimos, únicamente puede nacer, subsistir y desarrollarse en el clima de los pequeños grupos de personas que, como sucede de forma singular en el seno de la familia, se manifiesten recíprocamente y de continuo su copertenencia personal y de ideales. 2. La educación cívica. En segundo lugar, la educación ético-política deberá proponerse la superación de la excesiva discontinuidad sociológica, bien estudiada por M. Buber, que muchas veces se da entre las relaciones «yo-tú» características de las comunidades de amistad, y las relaciones socio-políticas, que —por el contrario— suelen ser entendidas y vividas en la forma «yo-ello». En vista de la realización de la justicia política, para nada serviría la educación en la comunión interpersonal dentro de las comunidades de amistad si, desde ellas y mediante ellas, no se superase tal discontinuidad, haciendo que el educando llegue a percibir las relaciones socio-políticas como relaciones amistosas, ciertamente peculiares, de recíproca pertenencia. A ella se han referido tanto Aristóteles como Tomás de Aquino; éste último, por ejemplo, al hablar de la «amistad de los conciudadanos» (amicitia concivium) fundada en la comunión civil (communicatione civili)» (cf. Summa theologiae II-II, 26, 8, c.). El lugar privilegiado para actuar la educación cívica del ciudadano es la escuela (en sentido amplio), siempre y cuando ésta se configure como una comunidad «puente» entre los grupos de amistad y la más amplia sociedad política. § Si no existe, si no nace o muere entre los ciudadanos el sentido de recíproca pertenencia, no existirá, no nacerá o morirá la sociedad política justa (S. Cotta). Una conclusión de la que se deriva, de modo casi inmediato, ésta otra: una de las principales preocupaciones de la sociedad política habrá de ser la creación

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de una red de relaciones políticas (y jurídicas) que respete y promueva la existencia y actuación de todas aquellas agrupaciones menores que son capaces de generar los presupuestos éticos de su existencia. Mientras que es típico de las tiranías, explica Tomás de Aquino, la actitud contraria, de hostilidad respecto a estas agrupaciones: en efecto, los tiranos, considerando las «virtudes de los demás una fuente de problemas», se esfuerzan en evitar que los súbditos «estrechen lazos de amistad y gocen recíprocamente de las ventajas de la paz [...]; siembran discordias entre ellos, alimentando las que ya existen, prohibiendo todo lo que favorece la unión de las personas, como los matrimonios y los banquetes de amigos y otras formas similares de las que nacen siempre entre los hombres un clima de familiaridad y confianza» (cf. De regno I, 4). Las agrupaciones a las que me refiero son las constitutivas del «tercer sector» de la sociedad (las otras dos son el Estado y el mercado), que tal vez sería preferible denominar sector «privado-social» o «privado-político». Con estas últimas expresiones se indicaría más claramente que se trata de un sector integrado por grupos «privados», antiguos algunos (como la familia o la escuela) y recientes otros (como el voluntariado, el libre asociacionismo, las organizaciones no gubernamentales, etc.), pero que llevan a cabo una actividad de gran eficacia en la producción de bienes políticos, en la creación de solidaridad y que, debidamente potenciados, podrían ser cada día más eficientes (P. Donati). A todas estas agrupaciones humanas les corresponde, o debería corresponderles, el papel de protagonistas en la configuración de la sociedad política. Sin embargo, como acabo de indicar, hay algunas de ellas que son especialmente importantes desde el punto de vista de la educación ético-política: las comunidades de amistad y la escuela. Entre las comunidades de amistad, es indudable que la familia y —probablemente en grado no menor— la comunidad de religión son las comunidades humanas de las que más directamente depende el modo peculiar de ser y de comportarse de cada individuo y, por tanto, las más determinantes en la configuración de la estructura y dinámica de la sociedad política en su conjunto. Será, pues, justo que la sociedad política vigile su propio devenir a través de estas comunidades, promoviendo la existencia de comunidades familiares y de carácter religioso que, por su carácter personalista, sean capaces de crear el sentido de recíproca pertenencia y también de formar ciudadanos justos. No resultará difícil deducir las implicaciones concretas de esta conclusión normativa, obteniendo así principios-guía tanto para la acción social como jurídica. Sobre todo, si se examina a la luz de las consideraciones que han sido recogidas en los Capítulos 3 y 6, dedicados —respectivamente— al estudio de la religión y de la familia. A ellos podemos remitir al lector, para ocuparnos aquí con más detalle de la «escuela» (en sentido lato), que es probablemente el lugar más idóneo para la formación específicamente ético-política de los ciudadanos.

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c) La «escuela», lugar privilegiado para la formación ético-política c) de los ciudadanos § El objetivo más evidente de la «escuela», entendiendo este término en un sentido muy lato (que incluye muy distintas instituciones docentes: el colegio, la escuela profesional, la Universidad, etc.), es desarrollar en el estudiante el saber teórico, los conocimientos técnico-prácticos y las habilidades que requiere la vida adulta. Pero, además, deberá ser un lugar donde se lo motive y guíe en los primeros pasos de su integración en la más amplia sociedad política. La escuela, en efecto, al hacer que el estudiante entre en contacto directo y diario con numerosas personas que le son «extrañas», frecuentemente por primera vez en su vida, constituye la sede más apropiada para que éste reciba un primer y decisivo impulso en el proceso de interiorización del bien común de la libertad. De forma progresiva, primero con todos sus compañeros de clase y luego con un círculo de personas cada vez más amplio (otros cursos, otras escuelas, etc.), se le podrá ayudar a percibir de forma razonada que este objetivo social forma parte de su propio bien, a la vez que se favorece la adquisición de los correspondientes hábitos éticos (virtudes) que le permitirán comportarse en consecuencia a pesar de las eventuales dificultades externas o internas. Ahora bien, para que la escuela pueda lograr estos objetivos, deberá constituirse como una agrupación que participa de las características de los grupos de amistad: la comunidad de ideales éticos en un clima de recíproco afecto y amistad. Por este motivo, hemos de considerar políticamente disparatados, o en el mejor de los casos insuficientes, muchos de los proyectos de escuela típicos de la Postmodernidad y que responden más o menos a uno de los modelos siguientes: a) Escuela amoral o neutral. Se incluyen en esta categoría todos aquellos proyectos de institución docente que no incluyen o rechazan explícitamente la educación ética (que suele ser llamada, peyorativamente, «adoctrinamiento moral»), no sólo en los programas, sino también como ideal inspirador de la institución. Con frecuencia estos proyectos se proponen inculcar en el educando los valores civiles de la paz, del respeto de la libertad de los demás, de la tolerancia, de la solidaridad, etc.; pero se evita cuidadosamente la referencia al hecho de que estos valores están enraizados en una determinada concepción ética, muchas veces también religiosa. Esta manera de actuar no tiene en cuenta que, en realidad, estos criterios de valor son en sí mismos insuficientes para configurar la personalidad del estudiante, como hombre y como ciudadano justo. La exclusión, y aún más el rechazo del razonamiento ético que justifica esos valores, significa no dar al educando una explicación del porqué, si respeta y promueve el bien de los demás, realizará al mismo tiempo su bien propio. Se le podrán proporcionar, sí, algunas razones que son más o menos convincentes cuando argumentamos «en tercera persona»: «al ciudadano le conviene vivir en una sociedad pacífica, tolerante, solidaria, etc.»

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Pero este tipo de argumentación tiene, como sabemos, escasa eficacia a la hora de configurar la vida cotidiana y determinar las elecciones particulares. A fin de cuentas, podría pensar el estudiante, lo más ventajoso para él será vivir en una sociedad en la que los ciudadanos respetan la paz y la libertad, y al mismo tiempo comportarse personalmente según le dicte su capricho. b) Escuela «pluralista». No ya insuficiente, sino claramente descaminado, es el proyecto de aquellas instituciones educativas «pluralistas» (así se suelen autodenominar) que se propongan instruir al estudiante acerca de los diversos proyectos de vida «buena», para hacer así posible que sea él quien elija el sistema de creencias éticas que más le convence. Este proyecto incurre en uno de los peores malentendidos de la época contemporánea: el de considerar sinónimas la educación ética y la información o instrucción morales. En realidad, las diferentes formas de vida «buena» no pueden ser entendidas sin una iniciación práctica, y el educando no puede ni debe ser iniciado en todas ellas, ni siquiera en las más difundidas. Hacerlo significaría empujarlo a que experimente comportamientos que, en todo caso —aunque luego los valore negativamente—, dejarán una huella profunda en su personalidad, tal vez irreparable. En el mejor de los casos, lo que se logrará es hacer de él un individuo escéptico e indiferente, incapaz de sostener una discusión seria (la entenderá, casi siempre, como un juego intelectual), de esforzarse por profundizar en las varias cuestiones, etc. Además, esta actitud relativista, aunque aleja el peligro de que defienda de manera violenta e intolerante las propias convicciones éticas (de las que se está muy poco convencido), le dejará, por esa misma razón, sin ninguna motivación ética seria para no violar los derechos de los demás cuando simplemente se sienta inclinado a hacerlo: porque «le conviene», o porque le divierte, etc. § La configuración de la escuela como una comunidad que participa de las características de los grupos de amistad (la comunidad de ideales éticos en un clima de recíproco afecto y amistad) tendrá, por el contrario, las siguientes implicaciones. Negativamente, será necesario tener en cuenta que en la creación y gestión de las instituciones docentes el Estado (el Derecho) cumple una función importante, pero indirecta. Es responsabilidad suya controlar el adecuado nivel de la instrucción que se imparte en tales instituciones, así como vigilar con el fin de que los alumnos sean educados para vivir de acuerdo con los valores civiles propios de una sociedad política justa o, por lo menos, no contrarios a ella. Pero, en principio, al Estado no le corresponde la creación y gestión directa de estas escuelas. Lo excluye, en primer lugar, el principio de subsidiariedad. Además, cuando la sociedad política asume directamente esta responsabilidad, fácilmente acaba por configurar esas escuelas como neutrales o «pluralistas», soluciones que acabamos de criticar, o —en sentido contrario— oficializa la singular comprensión que el gobierno tiene de una determinada tradición ético-religiosa, sin garantizar

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la conveniente apertura a otras visiones ni respetar como es debido el derecho de las minorías. Por el contrario, y de forma positiva, la sociedad civil debería ser cada día más consciente de que le corresponde directamente a ella, en particular a los grupos de amistad (familias) y a otras asociaciones con características similares, la creación y gestión de estas instituciones educativas, dándoles la inspiración ético-religiosa que en cada caso consideren oportuna. Sin embargo, la prioridad de este objetivo no debería llevar a descuidar la reflexión crítica de los estudiantes acerca de la propia concepción ética y la consideración atenta de las razones presentes en otras tradiciones ético-culturales. 4. LA ACTUACIÓN JURÍDICA DEL BIEN COMÚN DE LA LIBERTAD a) Noción general de Derecho justo § Son muchos los motivos por los que el bien común político requiere que algunas de las libertades que lo integran sean transformadas en deberes y derechos jurídicos. La paz social, sin la cual no existiría prácticamente libertad alguna; la garantía de las libertades fundamentales de los ciudadanos; ese mínimo de previsibilidad de su comportamiento que, haciendo posibles las relaciones de coordinación y colaboración políticas, tanto amplía la libertad personal; o, por citar una razón más, la actuación de una solidaridad universal que haga accesible a todos los ciudadanos el ejercicio de las principales libertades positivas; todos estos proyectos serían irrealizables sin el Derecho, sin las normas y actos jurídicos que fijan y avalan algunos deberes de respeto y promoción de la libertad del prójimo, y los correlativos derechos. Sin embargo, la tesis de que la justicia política exija la presencia del Derecho en la sociedad no implica que un ordenamiento jurídico cualquiera sea justo por el mero hecho de existir (como sostiene el positivismo jurídico). Será justo sólo si contribuye efectivamente a realizar el bien común de la libertad que justifica su existencia, y tanto más o menos justo dependiendo de su mayor o menor contribución a realizar ese bien común. Por eso, podemos definir el «Derecho justo» (en su sentido más acabado) como aquel ordenamiento jurídico de la sociedad que mejor contribuya, en cada situación sociológica particular, a la realización del bien común de la libertad. En esta definición del Derecho justo es importante notar la advertencia relativa a la necesidad de tener en cuenta «la situación sociológica particular». Esta observación está motivada sobre todo por la eventualidad de que una mayoría de ciudadanos, o de los que tienen la responsabilidad de hacer las leyes, no acepte que el fin de la sociedad sea realizar el bien común de la libertad y amenace con desencadenar un conflicto social en el caso de que el ordenamiento jurídico se

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elabore conforme a él. Esta situación sociológica, tan frecuente hoy, crea un problema particular que será afrontado en un próximo número (el 5). Por el momento desarrollaremos la idea de Derecho justo sobre el presupuesto de una situación sociológica más o menos «justa», es decir, suponiendo que una mayoría de ciudadanos acepta que el objetivo del ordenamiento jurídico es contribuir a la realización del bien común de la libertad. Aunque en nuestros días esta situación sociológica sea infrecuente, es importante estudiar sus implicaciones para conocer la dirección hacia la que deberíamos apuntar y para explicar a quienes tienen una concepción ético-política distinta de la nuestra en qué consiste el proyecto jurídico implícito en la realización del bien común de la libertad. Pues bien, en una situación semejante, y hablando siempre de forma muy general, el Derecho justo se colocaría en una posición central entre dos extremos viciosos. Se debería excluir absolutamente la hipótesis de un «Derecho moralizador» en el que «sólo el bien estuviese permitido», como solución jurídica totalitaria que implicaría reconocer una primacía a las estructuras «buenas», a los comportamientos externos «buenos», sobre el buen ejercicio de la libertad personal. Las soluciones jurídicas concretamente aceptables a la luz del bien común de la libertad se encuentran en una franja ideal más o menos equidistante entre este «Derecho moralizador» y lo que podríamos llamar el «Derecho indiferentista» («en principio, todo está permitido»). b) Características generales del Derecho justo § ¿Cómo se ha de proceder para determinar cuál de las soluciones jurídicas incluidas en esa franja ideal es la más justa? Aplicando los principios de justicia política (cf. número 2.a) tal y como serán interpretados y especificados en el diálogo político entre los ciudadanos (cf. número 2.b). Cuando este diálogo se lleve efectivamente a cabo en una situación sociológica «justa», el Derecho tendrá más o menos los siguientes rasgos: 1. Será un ordenamiento jurídico que garantiza el respeto del buen ejercicio de la libertad. El Derecho justo es, ante todo, un ordenamiento jurídico que se preocupa de garantizar el respeto de todos aquellos derechos negativos y positivos del ciudadano que son imprescindibles para el buen ejercicio de la libertad: el respeto del derecho a la vida, a la salud corporal y psicofísica, a la propiedad privada, a la libertad de expresión y de asociación, etc. Con este fin, establecerá para cada uno de estos derechos un deber correlativo de respetarlo, que hará valer mediante la amenaza de sanciones administrativas o penales contra toda usurpación violenta por parte de los ciudadanos o de la misma autoridad cuando actúa al margen de las leyes justas. Esta última aclaración resulta necesaria, ya que el ordenamiento jurídico puede justamente exigir el sacrificio parcial de algunas libertades fundamentales

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(por ejemplo, confiscando, mediante los impuestos, una porción de la propiedad privada de los ciudadanos) cuando sea necesario para que el Estado pueda cumplir su finalidad propia (por ejemplo, para obtener los recursos económicos necesarios para el sostenimiento de las instituciones públicas). Pero en ningún caso podrá exigir sacrificios tales que impidan o hagan heroico para una sola persona el buen ejercicio de la libertad. 2. Será un ordenamiento jurídico que reprime de forma tolerante el mal ejercicio de la libertad. Como ya decía en el apartado anterior —pues esta actividad de represión es, por así decirlo, la otra cara de la garantía de los derechos—, el Estado tiene el deber de fijar una serie de sanciones jurídicas, tanto administrativas (por ejemplo, las multas de la policía) como penales (por ejemplo, la privación de la libertad impuesta por los tribunales), con el fin de prevenir los comportamientos contrarios al buen ejercicio de la libertad o de remediar en lo posible sus efectos negativos. Sin embargo, habrá de llevar a cabo esta tarea con la debida tolerancia: se deberán prohibir sólo los vicios «más graves, de los cuales es más posible abstenerse a la mayor parte de los hombres, especialmente aquellas cosas que son dañosas para los demás, sin cuya prohibición la sociedad humana no podría subsistir, como los homicidios, hurtos y otros vicios similares» (Tomás de Aquino, Summa theologiae I-II, 96, 2, c.). Más precisamente, teniendo en cuenta los motivos que justificaban esta actitud tolerante del Estado se pueden establecer en este campo los siguientes principios generales: — Deben ser jurídicamente respetados, aunque no promovidos, todos aquellos comportamientos contrarios al buen ejercicio de la libertad cuyo influjo negativo no se extienda de forma demasiado relevante más allá del grupo de personas que lo sufren libremente. Entre los casos-límite contemplados por este principio, podríamos indicar los siguientes: el adulterio, la prostitución (no la actividad de promoverla), el consumo de drogas (no su difusión), la convivencia entre homosexuales, etc. El Derecho, en estos supuestos, aun cuando pueda legítimamente establecer —sobre todo por razones de ejemplaridad— algunas sanciones administrativas simbólicas, debería proteger estas personas de la violencia que contra ellos puedan ejercer sus conciudadanos o la misma autoridad. — Deben, por el contrario, fijarse toda una serie de sanciones jurídicas para todos aquellos comportamientos contrarios al buen ejercicio de la libertad cuyo influjo negativo alcanza de manera importante a terceros inocentes. El contenido de estas sanciones deberá determinarse atendiendo tanto a su función social como a la que cumplen respecto a los autores del comportamiento ilícito. Atendiendo a la primera, deberán lograr una adecuada prevención de los comportamientos ilícitos y un resarcimiento lo más completo posible del daño sufrido. En relación con los autores del delito, deberían contribuir a su reeducación cívica. Por otro lado, las sanciones

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previstas deberán tener la entidad estrictamente necesaria para conseguir estos objetivos y deberán ser autorizadas caso por caso por órganos imparciales, de modo que se evite en lo posible el riesgo de ideologización. En la realización de estas dos primeras tareas (en realidad, las dos caras de la misma tarea), el Estado y el Derecho tienen una responsabilidad directa y principal, y no será normalmente justo que la deleguen, en todo o en parte, en otros sujetos privados. 3. Será un ordenamiento jurídico que promueva, de forma subsidiaria, el buen ejercicio de la libertad. El bien común político, por lo que se refiere a la promoción positiva del buen ejercicio de la libertad, únicamente asigna al Estado y al Derecho una responsabilidad mínima y casi siempre indirecta, subsidiaria (cf. Tomás de Aquino, Summa theologiae I-II, 96, 3, c.). Al contrario, pues, de cuanto ocurría con las dos funciones precedentes; y al contrario de cuanto sostienen todavía hoy muchos estudiosos, y de cuanto ocurre frecuentemente en la realidad. La solución de uno de los más graves problemas del Estado actual, el de la excesiva regulación jurídico-positiva de las relaciones políticas, pasa precisamente a través de la aplicación de este principio. En efecto, esta constatación negativa no debería llevarnos simplemente a la conclusión de que es necesario utilizar un criterio más restringido para definir los intereses sociales que se han de garantizar jurídicamente, o a limitar las intervenciones públicas a ese tanto que efectivamente pueden conseguir. Esta concepción jurídica mantendría el mismo defecto de fondo que ha sido una de las principales causas de la crisis del Estado contemporáneo: el desconocimiento (teórico y práctico) de las implicaciones del principio de subsidiariedad. Y aplicarlo significa, como ya antes decíamos, tomar conciencia del deber ético que el Estado tiene de dejar que sea el sector «privado-social» quien se ocupe de la tarea de producción de muchos de los bienes políticos; por motivos de estricta justicia (respeto de la libertad) y también por razones de eficacia. Aunque muchos ciudadanos, o incluso la sociedad política en su conjunto, compartan los proyectos que estos grupos tratan de llevar a cabo, su realización no puede convertirse en un objetivo institucional, sino que habrá de ser dejada en sus manos. Las instituciones públicas, actuando principalmente a través del Derecho, vendrán después: su función será la de controlar, coordinar y —al máximo— incentivar esta labor de los grupos sociales intermedios. El Estado, eso sí, deberá asumir directamente la responsabilidad de promover el bien común de la libertad cuando sea necesario colmar las lagunas más importantes de la actividad del sector privado-social. En concreto, será muy importante que vigile con el fin de que la solidaridad producida por éste sea universal, garantizando a todas las personas que se encuentren inculpablemente en una situación de indigencia los medios para ejercer sus derechos más fundamentales. Pero, aun en los casos en que asuma esta responsabilidad directa, evitará conferir a las insti-

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tuciones públicas más grandes y lejanas a los ciudadanos aquella competencias que pueden ser gestionadas por entes más pequeños y cercanos a ellos. Además, deberá «retirarse» de estos sectores en la exacta medida en que los sujetos privado-sociales puedan y quieran asumir nuevamente la responsabilidad de su gestión. c) El Derecho justo y el sistema impositivo § A la luz de los principios anteriores podríamos ahora estudiar, más concretamente, cuál sería el ordenamiento jurídico más justo por lo que se refiere a la protección de los derechos individuales (el derecho a la vida, a la salud, etc.); o respecto a la regulación del sistema de relaciones familiar (reconocimiento que merecen los varios tipos de uniones afectivo-sexuales, la cuestión del divorcio, la fecundación artificial, etc.); y muchas otras cuestiones vitales para la sociedad política. Pero este objetivo excede ampliamente las posibilidades de un tratado introductorio como éste, y no puedo hacer otra cosa que remitir al lector a las obras que se ocupan específicamente de cada uno de estos temas. Sin embargo, la explicación resultaría claramente incompleta si nada dijese acerca de las implicaciones de estos principios jurídicos de justicia respecto al sistema impositivo, ya que éste condiciona de manera directa y «material» la existencia y la capacidad de actuar del Estado y del Derecho. Bien elocuente es, en este sentido, que el nacimiento histórico del Estado moderno haya coincidido con la centralización de los impuestos (para sufragar los enormes gastos ocasionados por el servicio militar obligatorio). Pues bien, desde la perspectiva ética del bien común de la libertad, el impuesto se configura primera y esencialmente como aquella contribución económica que los ciudadanos deben aportar para subvencionar los gastos del Estado en el ejercicio de su función «administrativa». Esta función, como es sabido, es la que cumplen las instituciones públicas cuando actúan en defensa de la libertad o para coordinar las relaciones políticas. Por el contrario, el sistema impositivo —a la luz siempre del bien común de la libertad— sólo de forma secundaria y subsidiaria es un mecanismo jurídico para la redistribución de la riqueza, es decir, un instrumento coactivo mediante el cual hacer que la propiedad privada cumpla su función social, garantizando así —entre otras cosas— que todos los ciudadanos más indigentes puedan efectivamente gozar de sus libertades más fundamentales. Vale la pena detenerse, siquiera brevemente, para desarrollar este punto. La sociedad política y, en particular, la autoridad estatal deben ciertamente respetar y proteger la posibilidad de que todo ciudadano goce de una propiedad privada, ya que se trata una condición sine qua non de la libertad efectiva. Sin embargo, como veíamos en otro contexto, la naturaleza no humana es una herencia común al servicio de la Humanidad, un cúmulo de bienes cuya finalidad natural es hacer posible que todos los hombres puedan vivir bien. Por este motivo, aunque de hecho estos bienes se encuentren irregularmente repartidos, todo hombre tiene el

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deber de contribuir al bienestar material de los demás ciudadanos en proporción a la propia riqueza, una vez que se hayan cubierto los gastos necesarios para asegurarse una existencia digna y asegurarla a la propia familia (principio de la función social de la propiedad). Por el contrario, sería éticamente irracional consumir o acumular bienes superfluos para sí mismo o para la propia familia, especialmente cuando otras personas del propio entorno viven en una condición de escasez. A este deber social de los ciudadanos en cuanto propietarios corresponde, simétricamente, un derecho de la sociedad política a percibir una parte de esos bienes: a tomar lo que es suyo. Es éste el derecho que el Estado ejercita cuando confisca a través del sistema impositivo un porcentaje de los ingresos de los ciudadanos, o del valor añadido en las transacciones, del valor pecuniario de sus propiedades, etc. Sin embargo, esta intervención jurídica deberá llevarse a cabo con una gran moderación, puesto que, en aplicación del principio de tolerancia, existe una obligación muy amplia de respetar (tolerar) la acumulación excesiva de bienes por parte de algunos ciudadanos. Además, y es éste el aspecto que más me interesa subrayar, el sistema impositivo deberá ajustarse al principio de subsidiariedad. Por este motivo, y con pocas excepciones, el Estado únicamente estará legitimado para confiscar la propiedad privada con el fin de hacer que ésta cumpla su función social sólo si los ciudadanos o los grupos del «tercer sector» son culpables de graves omisiones a este respecto o es necesario para colmar las eventuales insuficiencias de la actividad privada-social en la producción de una solidaridad universal. En fin, por lo que se refiere a la distribución de la carga fiscal, el Derecho justo deberá seguir fundamentalmente un criterio de proporcionalidad respecto al grado de riqueza de cada ciudadano. Pero este criterio habrá de combinarse con muchos otros, que pueden llegar a introducir en él importantes correcciones: por ejemplo, considerando las mayores o menores necesidades personales y familiares del sujeto, la fuente concreta de su riqueza (donaciones, trabajo personal, especulación sobre el suelo urbano, etc.) o, por indicar un criterio más, en atención al rendimiento social directo e indirecto que tal riqueza produce. 5. EL DERECHO JUSTO EN UNA SOCIEDAD INJUSTA § En este nuevo apartado nos preguntamos de nuevo cuál es el Derecho justo para ordenar las relaciones entre los ciudadanos. La novedad está en la situación sociológica que supondremos existente: la de una «sociedad injusta» en la que una mayoría de ciudadanos no acepta o incluso se opone enérgicamente al ideal ético expresado por el principio personalista o al ideal político del bien común de la libertad que de él se deriva. Situaciones de este tipo, por desgracia, no son raras en la actualidad y representan un grave problema para los ciudadanos que desean ver realizada la justicia política también en su necesaria dimensión jurídica. Sus conciudadanos normalmente aceptan que es necesario el diálogo polí-

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tico y que éste ha de presuponer alguna verdad no discutible (por ejemplo, la dignidad del hombre), pero rechazan por uno u otro motivo alguna de las implicaciones preconsensuales del bien común de la libertad (por ejemplo, no reconociendo el valor de persona al embrión humano) y —por ello mismo— no están dispuestos a que se garanticen jurídicamente algunos deberes y derechos humanos fundamentales (como el derecho a la vida). ¿Qué hacer en estos casos? ¿Cómo debería actuar el ciudadano que aspirare a vivir la justicia política? Si sus conciudadanos están dispuestos a continuar el diálogo y a revisar estas soluciones jurídicas (inicuas) precedentemente adoptadas, su obligación es la de participar activamente en la discusión, explicando las razones de su desacuerdo. No debería, por el contrario, recurrir a medios que puedan desencadenar el conflicto social, ya que esta situación sería todavía peor desde el punto de vista del bien común de la libertad: la ley civil, podríamos decir en este sentido con Agustín, debe limitarse a regular las relaciones entre los ciudadanos por lo que se refiere al uso de los bienes temporales de modo que estos bienes «sean poseídos con un derecho que conserve, en la medida de lo posible, la paz y la [conservación de la] sociedad» (De libero arbitrio I, 15, 32). El recurso al conflicto social sólo será legítimo en situaciones gravemente injustas, en las que el diálogo se ha interrumpido, y sin superar nunca el grado de conflictividad que sea estrictamente necesario para lograr que un nuevo diálogo se inicie. Más complejo es el problema de cómo el ciudadano que aspira a la justicia deberá proceder en el curso del diálogo con sus conciudadanos que mantienen opiniones injustas y que constituyen la mayoría dentro del país. En efecto, la defensa del bien común de la libertad podría ser interpretada por él de dos maneras muy diferentes: — Podría colaborar en la elaboración y aprobación del ordenamiento jurídico con el fin de que se adecue lo más posible al ideal del bien común de la libertad (descrito en el número anterior), aunque ello signifique sostener soluciones que son contrarias a ese modelo. — Podría, por el contrario, abstenerse de cualquier colaboración o insistir en una serie de propuestas justas pero inviables, ya que entiende que esta actitud ejemplar es la más eficaz a largo plazo, aunque conlleve inmediatamente la adopción de soluciones jurídicas que se alejarán aún más de ese modelo ideal. ¿Cuál de estas dos actitudes es la más justa? Esta pregunta plantea un problema muy difícil y complejo, en el que las falsas simplificaciones son a veces el mayor enemigo que deberemos desenmascarar para lograr algo de luz 1. Sin em1. Me refiero, sobre todo, a las falsas alternativas «sí o no»: pornografía sí o no; divorcio sí o no; aborto sí o no; parejas de hecho sí o no; drogas sí o no; etc. Con este tipo de planteamientos no es

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bargo, creo no incurrir yo mismo en este error indicando los siguientes criterios generales para su correcta resolución. 1. Hablando con propiedad, el Derecho no es justo ni injusto en sí mismo. La justicia y la injusticia políticas son cualidades del ciudadano singular (analogado princeps), que dependen del uso bueno o malo que hace de su libertad al relacionarse con sus conciudadanos. Estas mismas cualidades se predican de forma secundaria o derivada de la sociedad política y —en fin— del ordenamiento jurídico en ella vigente. Por tanto, será justo el ordenamiento jurídico que, en cada circunstancia sociológica particular, contribuye mejor a la creación de una red de relaciones societaria que sea justa y —en último termino— al buen ejercicio de la libertad por parte de los ciudadanos singulares. A partir de esta advertencia, es fácil entender por qué la primera interpretación del bien común de la libertad será normalmente la más acertada. En principio, todo ciudadano, cuando actúa como sujeto activo del Derecho (votante, diputado, etc.), deberá colaborar en la elaboración y aprobación del ordenamiento jurídico de la sociedad con el fin de que se acerque lo más posible al ideal de la justicia política, aunque ello signifique apoyar una solución «injusta» (en realidad, la más justa, la que mejor contribuye al buen ejercicio de la libertad en esas circunstancias sociológicas). Evidentemente, se deberá hacer lo posible para evitar el escándalo, manifestando públicamente la propia opinión y los motivos por los que se ha considerado oportuno llegar a ese compromiso. 2. Sería, sin embargo, equivocado entender este criterio como una invitación a uniformar de forma acrítica las normas jurídicas a los comportamientos sociales injustos, como apología de una actitud puramente pasiva del legislador, el cual debería limitarse a la comprensión sociológica de los cambios en las costumbres y a su ordenación pacífica. Una cosa es afirmar que, por diversos motivos (la paz social, los peligros de la inflación legislativa, la desuetudo legis, etc.), no debería existir un excesivo contraste entre las normas jurídicas y las normas sociales imperantes; y otra cosa es propugnar la perfecta uniformidad entre Derecho y costumbres. En este último caso se desconocería el influjo que las normas jurídi-

posible entablar un auténtico diálogo racional, ya que se difuminan y llegan a desaparecer algunos aspectos esenciales de la cuestión discutida. ¿Qué significa, por ejemplo, «drogas sí»? ¿De qué productos se habla? ¿Habrá de subvencionarse su producción, distribución y consumo? ¿O se pide únicamente despenalizar el consumo o la distribución y el consumo, mientras se toman medidas educativas para erradicar progresivamente esta plaga social? ¿En este último caso, se encargará el Estado o algunas empresas por él controladas de producir la droga? ¿Se permitirá su venta a menores? ¿Se gravará este tipo de productos con impuestos muy altos, mayores —por ejemplo— que los del tabaco y el alcohol? No se requiere mucha imaginación para adivinar qué otras cuestiones han de aclararse para saber que significado tiene la reivindicación: «drogas sí». No menos, en cualquier caso, de las que requeriría la reivindicación opuesta: «drogas no». Tal vez se descubra al final, con sorpresa, que todos consideraban en realidad que la droga es un mal social («drogas no»), que deberá tolerarse («drogas sí») en algunos casos: el consumo por adultos de ciertas drogas, etc.

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cas tienen en la determinación de las costumbres, razón por la cual éstas deberían siempre crear en el cuerpo social, directa y sobre todo indirectamente (a través del «tercer sector»), un mínimo de tensión en la dirección del buen ejercicio de la libertad. 3. Por otro lado, esa primera interpretación de las implicaciones jurídicas del bien común de la libertad en una sociedad injusta tiene un límite negativo nítido. Nunca será justo dar el propio consentimiento a una norma o acto jurídico que, por sí mismo, tenga como efecto impedir a un ciudadano el buen ejercicio de la libertad o colocarlo en una situación tal que sólo podrá hacerlo comportándose de modo heroico. Incurren claramente en esta hipótesis, por ejemplo, las leyes que promueven positivamente el aborto, cubriendo en todo o en parte los gastos que éste comporta; las normas o actos jurídicos que llevarían a encarcelar una persona inocente; etc. Por el contrario, resultaría justificado apoyar las enmiendas que limitan los efectos negativos de las leyes de este tipo ya vigentes, siempre y cuando se evite cualquier peligro de escándalo. § Podríamos, pues, concluir este capítulo diciendo, en extrema síntesis, que el camino que habrá de seguirse para la humanización de la sociedad política es sobre todo el que va desde abajo hacia lo alto (o «desde dentro hacia fuera»): a partir de las convicciones éticas y religiosas personales, y pasando por las normas sociales, hasta las normas jurídicas. Pero sin desconocer el papel que el Derecho puede tener en este proceso de humanización, tanto de la forma directa que acabo de bosquejar como —sobre todo— de forma indirecta: creando las condiciones más idóneas para que otros realicen esa tarea educativa y humanizadora.

Bibliografía escogida: lecturas aconsejadas

Señalo a continuación una breve selección de libros y artículos que considero especialmente útiles para ampliar los temas examinados en este manual y profundizar en ellos, aunque en algunos casos sus autores mantengan una postura filosófica distinta de la mía. Para facilitar la búsqueda han sido agrupados atendiendo a su argumento principal e incluidos en uno de los apartados siguientes: 1. Fuentes del pensamiento ético clásico 2. Primeros principios y direcciones de la intencionalidad 3. Relaciones sociales: de amistad (familiares), profesionales y políticas 1. FUENTES DEL PENSAMIENTO ÉTICO CLÁSICO 1. (GRECO-ROMANO Y CRISTIANO) PLATÓN, República (375 a.C.) (ed. bilingüe a cargo de J. M. Pabón y M. Fernández Galiano, Instituto de Estudios Políticos, Madrid 1969). —, Las leyes (370 a.C.) (ed. bilingüe a cargo de J. M. Pabón y M. Fernández Galiano, Instituto de Estudios Políticos, Madrid 1960). ARISTÓTELES, Ética Eudemia (s. IV a.C.), especialmente libro VII (trad. esp. a cargo de E. Lledó, Gredos, Madrid 1985). —, Ética Nicomáquea (335-334 a.C.), especialmente libros I, VIII y IX (trad. esp. a cargo de E. Lledó, Gredos, Madrid 1985). Con el fin de comprender adecuadamente la estructura de esta obra maestra de Aristóteles, será de gran ayuda el ensayo de R. Sokolowski, Phenomenology of Friendship, en «The Review of Metaphysics» 55 (March 2002). —, Política (s. IV), especialmente libro I (trad. esp. a cargo de M. García Valdés, Gredos, Madrid 1994).

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CICERÓN, M. T., Laelius de amicitia (44 a.C.) (ed. bilingüe: Sobre la amistad, a cargo de V. García Yebra, Gredos, Madrid 1988). AGUSTÍN (SAN), De moribus Ecclesiae Catholicae et de moribus manicheorum (387-389/90), especialmente libro I (ed. bilingüe: Las costumbres de la Iglesia y las de los maniqueos, en Obras completas de San Agustín, BAC, Madrid 1958, tomo IV: Escritos apologéticos). —, De libero arbitrio (388-395), especialmente libro I (ed. bilingüe: El libre albedrío, en Obras completas de San Agustín, BAC, Madrid 19835, tomo III: Obras filosóficas). —, De natura boni (399) (ed. bilingüe: Sobre la naturaleza del bien, en Obras completas de San Agustín, BAC, Madrid 1958, tomo IV: Escritos apologéticos). —, De civitate Dei (412-426), especialmente libro XIX (ed. bilingüe: La ciudad de Dios en Obras completas de San Agustín, BAC, Madrid 19884, tomos XVI-XVII). AQUINO, (SANTO) TOMÁS DE, Summa contra gentiles (1263), especialmente libro III, en Opera omnia, Leonina, tt. XIII-XV, Romae 1918-1930 (trad. esp.: Suma contra los gentiles, BAC, Madrid 1967). —, De regno ad regem Cypri (1267): su parte auténtica se termina en la mitad del capítulo 8 del libro II, en Opera omnia, Leonina, t. XLII, pp. 449-471, Romae 1979 (trad. esp.: La monarquía, Editorial Tecnos, Madrid 1989). —, Sententia Libri Ethicorum (1271-72), especialmente libros I, VIII y IX, en Opera omnia, Leonina, t. XLVII/I y II, Romae 1969 (trad. esp.: Comentario a la Ética a Nicómaco de Aristóteles, Eunsa, Pamplona, 2001). —, Sententia Libri Politicorum (1269-1272), especialmente libro I: en cualquier caso, su parte auténtica se termina en el libro III, 6 (trad. esp.: Comentario a la Política de Aristóteles, Eunsa, Pamplona 2001). —, Summa theologiae, Secunda pars (1271-1272), especialmente I-II, qq. 1-5 y 90-97, y II-II, qq. 58-61, en Opera omnia, Leonina, tt. VI-VII: I-II y VIII-X: II-II (trad. esp.: Suma teológica, BAC, Madrid 1952 y ss.). 2. PRIMEROS PRINCIPIOS Y DIRECCIONES DE LA INTENCIONALIDAD ABBÀ, G., Felicidad, vida buena y virtud, EIUNSA, Barcelona 1992 (tít. orig.: Felicità, vita buona e virtù. Saggio di filosofia morale, LAS, Roma 19952). Una síntesis ha sido elaborada por el autor en: L’apporto dell’etica tomista all’odierno dibattito sulle virtù, en E. KACZYNSKI - F. COMPAGNONI (editores), La virtù e il bene dell’uomo, Dehoniane, Bologna 1993. BOBBIO, N., El tiempo de los derechos, Sistema, Madrid 1991 (tít. orig.: L’età dei diritti, Einaudi, Torino 1990). Es una lástima que el ateísmo de este autor lo

BIBLIOGRAFÍA ESCOGIDA

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conduza a algunos desvaríos al determinar el fundamento último de los derechos humanos, poco coherentes con su razonamiento anterior (las conclusiones lógicas habrían sido las que expone, por ejemplo, L. Lombardi Vallauri en La portata filosofica della religione civile dei diritti dell’uomo, en «Studia Patavina» 1-1993). BELARDINELLI, S., La normalità e l’eccezione. Il ritorno della natura nella cultura contemporanea, Rubbettino, Soveria Mannelli (Catanzaro) 2002. Una lectura contemporánea de la naturaleza y función de los endoxa (de aristotélica memoria) en el razonamiento ético. CHALMETA, G., Introduzione al personalismo etico, Edusc, Roma 2003. DONATI, P., Teoria relazionale della società, F. Angeli, Milano 1991. Óptimo; sin embargo, requiere del lector una buena formación sociológica. FERRY, L., El nuevo orden ecológico: el árbol, el animal y el hombre, Tusquets, Barcelona 1994 (tít. orig.: Le nouvel ordre écologique, Grasset, Paris 1992). Una síntesis ha sido elaborada por el autor en: La ecología profunda, en «Vuelta» 192 (1992). FINANCE, J. DE, Existence et liberté, Téqui, Paris 19962. —, Ensayo sobre el obrar humano, Gredos, Madrid 1966 (tít. orig.: Essai sur l’agir humain, Lib. Ed. Univ. Gregorienne, Roma 1962). —, Éthique générale, Pont. Univ. Gregoriana, Roma 19882. GUARDINI, R., Mundo y persona: ensayos para una teoría cristiana del hombre, Encuentro, Madrid 2000 (tít. orig.: Welt und Person. Versuche zur christliche Lehre Menschen (1939), Matthias Grünewald Verlag, Mainz 1995). HERVADA, J., Introducción crítica al derecho natural, EUNSA, Pamplona 19989 MACINTYRE, A., Tras la virtud, Ed. Crítica, Barcelona 1987 (tít. orig.: After Virtue, Duckworth, London 19852). MARÍAS, J., Antropología metafísica, Revista de Occidente, Madrid 1973. —, La felicidad humana. Un imposible necesario, Alianza editorial, Madrid 1987. NEBULONI, R., Amore e morale. Idee per la fondazione dell’etica, Borla, Roma 1992. PIEPER, J., Las virtudes fundamentales, Rialp, Madrid 19903. RHONHEIMER, M., La perspectiva de la moral. Fundamentos de la Ética filosófica, Rialp, Madrid 2000 (tít. orig.: Die perspektive der Moral Grundlagen der philosophischen Ethik). RODRÍGUEZ LUÑO, A., Ética general, EUNSA, Pamplona 20012. SEIFERT, J., Essere e persona. Verso una fondazione fenomenologica di una metafisica classica e personalista, Vita e pensiero, Milano 1989.

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SPAEMANN, R., Ética: cuestiones fundamentales, EUNSA, Pamplona 20016 (tít. orig.: Moralische Grundbegriffe, C. H. Beck’sche, München 1986) —, Felicidad y benevolencia, Rialp, Madrid 1991 (tít. orig.: Glück und Wohlwollen, Ernst Klett, Stuttgart 1989). —, Personas: acerca de la distinción entre algo y alguien, EUNSA, Pamplona 2000 (tít. orig.: Personen: Versuch über den Unterschied zwischen «etwas» und «jemand», Klett-Cotta, Stuttgart 1996). TAYLOR, CH., Fuentes del yo: la construcción de la identidad moderna, Paidós, Barcelona 1996 (tít. orig.: Sources of the Self. The Making o the Modern Identity, Harvard Univ. Press, Cambridge 1989). El núcleo teórico de este espléndido estudio histórico ha sido sintetizado por el autor en: La ética de la autenticidad, Paidós, Barcelona 1994 (tít. orig.: The Malaise of Modernity, Canadian Broad. Corp. 1991; en Estados Unidos: The Ethics of Authenticity). WOJTYLA, K., Persona y acción, BAC, Madrid 1982. Requiere del lector una buena formación filosófica. La traducción española contiene algunos errores. 3. RELACIONES SOCIALES A) RELACIONES DE AMISTAD (FAMILIARES) BRANCATISANO, M., La gran aventura. Apología del matrimonio, Grijalbo, Barcelona 2000 (tít. orig.: Fino alla mezzanotte di mai: apologia del matrimonio, Mondadori, Milano 1997). CAFFARRA, C., Ética general de la sexualidad, EIUNSA, Barcelona 20003 (tít. orig.: Etica generale della sessualità, Ares, Milano 1992). DONATI, P., Manuale di sociologia della famiglia, Laterza, Roma-Bari 1998. Requiere del lector una buena formación sociológica. Una reflexión muy semejante, aunque más accesible (salvo el capítulo I) y cercana a la filosofía, ha elaborado S. BELARDINELLI, en Il gioco delle parti. Identità e funzioni della famiglia in una società complessa, Ave, Roma 1996: una pequeña joya. DÜRR, O., Educación en la libertad, Rialp, Madrid 1971 (tít. orig.: Erziehung zui Freiheit in Selbstverantwortung, Calwer, Stuttgart 1966) o, en alternativa, C. CARDONA, Ética del quehacer educativo, Rialp, Madrid 1990. PIZZOLATO, L., L’idea di amicizia nel mondo antico classico e cristiano, Einaudi, Torino 1993. SOLOV’ËV, V., Il significato dell’amore (1892-1894), La Casa di Matriona, Milano 1988. Un verdadera obra maestra. Si, además, su lectura se completa con la de C. S. LEWIS, Los cuatro amores, Rialp, Madrid 1991 (tít. orig.:

BIBLIOGRAFÍA ESCOGIDA

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The four loves, Harcourt, New York 1960), los altos ideales trazados por Soloviev adquirirán esa concreción y ese realismo que a veces se echan en falta en el filósofo ruso. WOJTYLA, K., Amor y responsabilidad, Razón y fe, Madrid 1969. Las eventuales dificultades de comprensión que pueda encontrar el lector podrán ser superadas con la ayuda de las estupendas explicaciones de R. BUTTIGLIONE recogidas en el volumen El hombre y la familia, Palabra, Madrid 1999 (tít. orig.: L’uomo e la famiglia, Dino, Milano 1991). B) RELACIONES PROFESIONALES ARENDT, H., La condición humana, Paidós, Barcelona 1998 (tít. orig.: The human Condition, Univ. of Chicago Press, Chicago 1958). CHOZA, J., Sentido objetivo y sentido subjetivo del trabajo, en AA.VV., Estudios sobre la Encíclica «Laborem Exercens», BAC, Madrid 1987. DONATI, P., Il lavoro che emerge: prospettive del lavoro come relazione sociale in una economia dopo-moderna, Bollati-Boringhieri, Torino 2001. Requiere del lector una buena formación sociológica. FRIEDMAN, M., Capitalismo y libertad, Rialp, Madrid 1966 (tít. orig.: Capitalism and Freedom, University of Chicago Press, Chicago 1962) o, en alternativa, A. SEN, Sobre ética y economía, Alianza, Madrid 1999 (tít. orig.: On Ethics and Economics, Basil Blackwell, Oxford 1987). GABURRO, G., Etica ed economia, Dehoniane, Roma 1993. LLANO, A., El humanismo en la empresa, Rialp, Madrid 1992. MATHIEU, V., La filosofía del dinero, Rialp, Madrid 1990 (tít. orig.: Filosofia del denaro. Dopo il tramonto di Keynes, Armando, Roma 1985). RUBIO DE URQUÍA, R., La Encíclica «Sollicitudo Rei Socialis» y los sistemas de organización de la actividad económica, en AA.VV., Estudios sobre la Encíclica «Sollicitudo Rei Socialis», Unión Editorial, Madrid 1990. —, Economía de mercado y formas de sociedad, en «Nueva revista» marzo 1991. C) RELACIONES POLÍTICAS CORTELLA, L., Per una razionalità pratica dialogica, en C. VIGNA (editor), L’etica e il suo altro, F. Angeli, Milano 1994 COTTA, S., Appunti per una (ri)definizione del bene comune, en «Communio» 134 (marzo-aprile 1994). Tan bueno como breve.

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ÉTICA SOCIAL

CHEVALLIER, J.-J., Histoire de la pensée politique (3 vol.), Payot, Paris 19791984. CHALMETA, G., La justicia política en Tomás de Aquino. Una interpretación del bien común político, EUNSA, Pamplona 2002 (tít. orig.: La giustizia politica in Tommaso d’Aquino. Un’interpretazione di bene comune politico, Armando, Roma 2001). DONATI, P., La cittadinanza societaria, Laterza, Roma-Bari 1993. Muchas de las reflexiones sociológicas de este autor han recibido una formulación filosófica muy acertada en la obra de A. LLANO, Humanismo cívico, Ariel, Barcelona 1999. FERRARA, A., Comunitarismo e liberalismo, Editori Riuniti, Roma 1992. KYMLICKA, W., Filosofía política contemporánea: una introducción, Ariel, Barcelona 1995 (tít. orig.: Contemporary Political Philosophy. An Introduction, Clarendon Press, Oxford 1990). Bien documentado, aunque el planteamiento de fondo me parece errado. En alternativa, se podrá consultar A. DA RE, Il ritorno dell’etica nel pensiero contemporaneo, en AA. VV., Etica oggi: comportamenti collettivi e modelli culturali, Gregoriana, Rubano (Padova) 1989. LOMBARDI VALLAURI, L., Corso di filosofia del diritto, Cedam, Padova 1994. Al lector con dificultades para comprender —a causa de la lengua— este extraordinario manual de filosofía del derecho, le aconsejaría la lectura de O. HOEFFE, Estudios sobre teoría del Derecho y la justicia, Fontamara, México 1992 (tít. orig.: La justice politique. Fondements d’une philosophie critique du droit et de l’État, PUF, Paris 1991). SPAEMANN, R., Crítica de las utopías políticas, EUNSA, Pamplona 1980 (tít. orig.: Zur Kritik der politischen Utopie, Klett, Suttgart 1977). Requiere del lector una buena formación filosófica. TAYLOR, CH., El multiculturalismo y la política del reconocimiento, Fondo de Cultura Económica, México 1993 (tít. orig.: Multiculturalism and «The Politics of Recognition», Princeton Univ. Press 1992). Las ideas de este breve ensayo encuentan un buen complemento en el ensayo de A. MACINTYRE, Is Patriotism a Virtue?, Lindley Lecture, Univ. of Kansas 1984. He expuesto brevemente mi opinión sobre el tema en Unidad política y multiculturalismo, en R. A. GAHL (editor), Más allá del liberalismo, EIUNSA, Madrid 2002.

COLECCIÓN INICIACIÓN FILOSÓFICA

1. 2. 4. 5. 6. 7. 9. 10. 11. 13. 15. 16. 17. 18. 19. 20. 21. 22. 23. 24. 25. 26. 27. 28. 29.

TOMÁS ALVIRA, LUIS CLAVELL, TOMÁS MELENDO: Metafísica (8.ª ed.). JUAN JOSÉ SANGUINETI: Lógica (7.ª ed.). ALEJANDRO LLANO: Gnoseología (7.ª ed.). IÑAKI YARZA: Historia de la Filosofía Antigua (6.ª ed.). MARIANO ARTIGAS: Filosofía de la Naturaleza (5.ª ed./1.ª reimpr.). TOMÁS MELENDO: Introducción a la Filosofía (3.ª ed.). ÁNGEL LUIS GONZÁLEZ: Teología Natural (6.ª ed.). ALFREDO CRUZ PRADOS: Historia de la Filosofía Contemporánea (2.ª ed./2.ª reimpr.). ÁNGEL RODRÍGUEZ LUÑO: Ética general (6.ª ed.). JUAN CRUZ CRUZ: Filosofía de la historia (3.ª ed.). GABRIEL CHALMETA: Ética social. Familia, profesión y ciudadanía (4.ª ed.). JOSÉ PÉREZ ADÁN: Sociología. Concepto y usos. RAFAEL CORAZÓN GONZÁLEZ: Agnosticismo. Raíces, actitudes y consecuencias. MARIANO ARTIGAS: Filosofía de la ciencia (2.ª ed.). JOSEP-IGNASI SARANYANA: Breve historia de la Filosofía Medieval (2.ª ed.). JOSÉ ÁNGEL GARCÍA CUADRADO: Antropología filosófica. Una introducción a la Filosofía del Hombre (5.ª ed./1.ª reimpr.). RAFAEL CORAZÓN GONZÁLEZ: Filosofía del Conocimiento. MARIANO ARTIGAS: Ciencia, razón y fe (2.ª ed.). J. LUIS FERNÁNDEZ Y M.ª JESÚS SOTO: Historia de la Filosofía Moderna (2.ª ed.). MARIANO ARTIGAS: Las fronteras del evolucionismo. IGNACIO YARZA: Introducción a la estética. GLORIA MARÍA TOMÁS: Cuestiones actuales de Bioética (2.ª ed.). ANTONIO MALO PÉ: Introducción a la psicología. JOSÉ MORALES: Filosofía de la Religión (2.ª ed.). ALFREDO CRUZ PRADOS: Filosofía Política.

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