Celebracion Biblica - Elie Wielsel

September 25, 2017 | Author: RobertoBanda | Category: Adam And Eve, Eve, Adam, Creation Myths, God
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CELEBRACIÓN BÍBLICA RELATOS Y LEYENDAS DEL ANTIGUO TESTAMENTO ELIE WIESEL PREMIO NOBEL 1986 RAÍCES

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Solapa tapa Sabido es que el judaísmo mantiene, más que cualquier otra tradición, un inmenso apego a su pasado. Mas el respeto no es resultado simplemente de la reverencia sumisa. Es, antes bien, la manifiesta necesidad permanentemente renacida, de buscar en la tradición una guía para las conductas presentes. “Gracias a Abraham, cuya audacia nos guía, gracias a Jacob, cuyo sueño nos intriga, nuestra supervivencia-escribe Wiesel- que resulta a todas luces un prodigio, queda envuelta en misterios y significaciones”. EN ESTE HERMOSO LIBRO, Elie Wiesel intenta una vez más actualizar la tradición, por medio de una lectura moderna de ciertos relatos y leyendas bíblicas. Empero, Wiesel no hace aquí tarea de historiador, ni su lectura pretende ser exégesis. Por lo contrario narra con nueva voz esas leyendas e historias bíblicas que “nos afectan a todos, pues nos afecta tanto la historia del primer homicida como la de su primera víctima, y no tenemos más que releerlas para darnos cuenta de una cosa: son de actualidad sorprendente”. De Elie Wiesel, nacido en Transilvania y deportado a Auschwitz cuando niño, se ha publicado ya en nuestra colección la obra La noche, el Día. (Raíces, núm.7). Contratapa “El mundo que conocemos no es el único que ha creado Dios. Dios construye continuamente otros mundos Que continuamente va destruyendo: No le proporcionan ninguna alegría.”

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RAÍCES Biblioteca de cultura judía

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CELEBRACIÓN BÍBLICA

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CELEBRACIÓN BÍBLICA Relatos y leyendas del Antiguo Testamento ELIE WIESEL MILA EDITOR

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Traducción: Magdalena Guilló ©1975, Editions du Seuil, París ©1987, Muchnik Editores, Barcelona ©1988, para la presente edición: EDITOR. Proyectos Editoriales Buenos Aires ISBN: 950-9879-30-4 IMPRESO EN ARGENTINA-PRINTED IN ARGENTINA Hecho el depósito que previene la ley 11.723 Distribución en Capital: Dist. RUBBO S.A. Distribución en Interior: D.G.P.

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A mi maestro, Rabénu Saúl Lieberman, De quien recibí más de Lo que pueda devolver En estas páginas. ELIE WIESEL

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De niño leía yo estas narraciones bíblicas entre el deslumbramiento y la angustia. Imaginaba a Isaac tendido en el altar, y lloraba. Veía a José de príncipe, de Egipto, y reía. ¿Por qué volver a ellas de nuevo? El narrador debe explicarse. Discípulo antes que nada, no pretende hacer una exégesis histórica- para lo cual resultaría incompetente-, sino volver a encontrarse con los personajes lejanos y obsesivos que modelaron su ser. Intentar reconstruir sus perfiles a partir de los textos bíblicos y midrásicos y traerlos luego al tiempo presente. Porque la historia judía se vive en presente. Negación de la mitología, afecta a nuestra vida y a nuestra función en la sociedad. Júpiter es un símbolo, pero Isaías es una voz, una conciencia. Zeus murió sin haber vivido, pero Moisés sigue vivo. Sus llamamientos, que antaño fueron para que un pueblo alcanzar su liberación, repercuten en nuestros días y su Ley nos compromete. Si no fuera por su memoria, colectiva por exigencia propia, el judío no sería judío o, más aún, no existiría. Si el judaísmo demuestra, más que cualquier otra tradición, tal apego a su pasado, es porque lo necesita. Gracias a Abraham, cuya audacia nos guía, gracias a Jacob, cuyo sueño nos intriga, nuestra supervivencia, que resulta a todas luces un prodigio, queda envuelta en misterios y significaciones. Si tenemos la fuerza y la voluntad de hablar, es porque todos esos precursores se expresan a través de cada uno de nosotros; si los ojos del mundo se fijan en nosotros con tanta frecuencia es porque evocamos un tiempo que ya no existe y un destino que lo supera.

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Panim, es una palabra hebrea que se emplea en plural: el hombre tiene más de un rostro, el suyo y el de Adán. Al judío le atormente más el principio que el fin. Su sueño mesiánico se halla ligado al reino de David. Se siente más ligado al profeta Elías que al vecino de su mismo rellano. ¿Qué es un judío? Una suma, una síntesis, un receptáculo. Le afecta cuanto aconteció a sus antepasados. Los duelos de éstos le afligen y sus triunfos le alegran, porque se trata de seres vivos, no de símbolos. El más puro, el más justo de ellos experimentaba altibajos, éxtasis y alucinaciones que se nos describen puntualmente. Su santidad se definía en términos humanos y el judío les recuerda y les contempla en las encrucijadas de sus vidas: inquietos, exaltados, señalados, seres humanos y no dioses. Sus acciones se mezclan con la suyas y condicionan sus elecciones. La escala de Jacob desgarra sus noches, la desesperación de Israel atraviesa su soledad y sabe que contar la historia de moisés equivale a seguirle en Egipto y fuera de Egipto. El que se niega a contar la historia se niega a seguirle. Y eso es válido para todos los antepasados y para todas sus aventuras. Si el sacrificio frustrado de Isaac no afectara más que a Abraham y a su hijo, la prueba se limitaría al sufrimiento de éstos y, sin embargo, nos afecta a todos. Todas las leyendas, todas las historias que cuanta la Biblia y comenta el Midraš- Midraš es, empleado en su sentido más amplio, como interpretación, ilustración, imaginación creadora- nos afectan a todos. Nos afecta tanto la historia del primer homicida como la de su primera víctima y no tenemos más que releerla para darnos cuenta de una cosa: son de una actualidad sorprendente. Job es contemporáneo nuestro. En algún lugar un padre y su hijo se encaminan hacia un altar en llamas; en algún lugar un muchacho soñador sabe que su padre va a morir bajo la mirada velada de Dios; en algún lugar un narrador recuerda y le invade la antigua tristeza sin nombre y siente ganas de llorar.

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Vio a Abraham y vio a Isaac yendo hacia la muerte; el ángel, ocupado en cantar las alabanzas del Señor, no vino a arrebatarles a la muda noche negra. Todo se sostiene en la historia judía y las leyendas forman parte de ella en la misma medida que los hechos. El Midraš, compuesto durante los siglos siguientes a la destrucción del Templo de Jerusalén refleja a la vez la realidad vivida e imaginaria de Israel e influye en la nuestra. En la historia judía todos los acontecimientos se encuentran ligados. Hasta hoy, tras el torbellino de sangre y fuego del holocausto, no se ha comprendido el asesinato de un hombre por su hermano o las preguntas de un padre y sus silencios sobrecogedores. Al narrarlos a la luz de ciertas experiencias de la vida y la muerte, es cuando se comprenden. Y el narrador, fiel a su compromiso, no hace sino narrar, transmitir lo que recibió, devolver lo que se le confió. Su historia no comienza con la suya propia, sino que se inserta en la memoria, tradición viviente de su pueblo. A través de sus lecturas comentadas- en conferencias impartidas en la Sorbona y en diversas universidades americanas-el narrador se limita a explorar. Las leyendas que trae de vuelta son la que estamos viviendo todos.

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ADAN O EL MISTERIO DEL PRINCIPIO

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Al principio el hombre estaba solo, como Dios. Al abrir los ojos no preguntó: ¿quién soy yo?, sino: ¿quién ere tú? A principio el hombre sólo se orientaba tomando a Dios como referencia. Antes de que el hombre existiera, las cosas estaban ahí, sin existir realmente, y bajo su mirada empezaron a existir. Antes de que el hombre existiera, el tiempo transcurría, pero no adquirió su auténtica dimensión hasta que penetró en una conciencia humana. Adán: el primer ser que poseyó un nombre, que se estremeció de alegría, de asombro, de agonía, el primer hombre que vivió su vida y su muerte, la primera criatura que descubrió el atractivo y el peligro de los secretos aterradores del conocimiento. Evocar a Adán es invocar el misterio del principio, lo cual constituye una peligrosa tentativa prohibida por la tradición. Es un tema que no se puede debatir entre dos personas, que no se puede discutir en voz alta. Para reclinarse sobre la Creación hay que estar solo y en silencio. Es un tema que trasciende el lenguaje y el entendimiento y, al encararlo, se corre el peligro de amputar el presente y de permanecer mucho y aislado para siempre. No obstante, Adán vive en cada uno de nosotros en la medida en que el individuo se reconoce, a un tiempo, como punto de partida y de llegada. Sabe a dónde va pero no de dónde viene, y quisiera saberlo, pues el pasado le intriga más que la muerte y Adán le obsesiona más que el Mesías, Adán le atemoriza y su temor resiste a la esperanza más prometedora.

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Un filósofo le habló así a Rabán Gamaliel: Vuestro Dios es un gran artífice y Adán es su obra maestra, pero tenéis que reconocer que disponía de material de primera calidad. -¿Cuál?- preguntó el maestro. El filósofo enumeró: el fuego, el viento, el polvo, a los que añadió el caos, el abismo y la oscuridad, sin los cuales no se puede concebir obra alguna. Todos esos elementos se encuentran, efectivamente, presentes en la personalidad de Adán que es la más compleja y rica en matices de la leyenda judía. Adán era impulsivo como el fuego, voluble como el viento, imprevisible como todos los detentadores de caos y remordimientos perpetuos, a los que sólo Dios puede consolar y a quienes sólo Dios se niega a consolar. La Biblia no dedica más de capítulo y medio a su vida: algunos hechos, algunos encuentros con Dios, su aventura con Eva, el destierro. Su biografía, en el libro del Génesis, cabe en cuarenta versículos. Vivió 930 años que se leen en pocos minutos. Pero, como de costumbre, el Midraš teje sus parábolas y, sobre la austera trama de la narración bíblica, desdobla la semblanza, y provoca el entendimiento y el corazón. Adán: la primera contradicción humana. Por él Dios decidió manifestarse en su Creación y por él vino la muerte al mundo. Una tradición lo describe como un ser de dos caras, símbolo de su ambivalencia o de su ambigüedad. ¿Hubo acaso dos “primeros hombres” en los orígenes de la historia? ¿Es por ello que en el Génesis nos enfrentamos a dos versiones distintas del acontecimiento? ¿O acaso debemos entender que, en aquel tiempo, en medio de su soledad, Adán era ya dos, como una advertencia hecha al hombre de buscar la unidad sin alcanzarla jamás? Entonces tenemos derecho a preguntar: ¿Por qué esa ruptura original? ¿Por qué ese estallido del primero yo, que conduciría necesariamente, inexorablemente a conflictos y negaciones interminables?

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¿Tal vez quiso Dios dar comienzo a su obra con una interrogación? ¿Tal vez quiso, a través de Adán interrogar constantemente a su creación? Al principio no fue, pues, el verbo ni el amor, sino la interrogación. Y ésta llevaría, para siempre, el sello divino para atar al hombre a su origen y a su fin. Y así todas nuestras preguntas reflejarán la pregunta primera, que no afectaba únicamente a Adán, puesto que no murió con él. ¿Puede el hombre actual identificarse con su primera antepasado? Dice el Talmud que ningún hombre se parece a su prójimo pero que todos los hombres se parecen a Adán; todos se reconocen en él. Nuestros deseos arrancan de los suyos y su castigo también. Todos nuestros rasgos vienen determinados por los suyos y nuestros gestos también. Estamos condenados a imitarle y somos como él y actuamos a imagen suya, hecha la salvedad de que nosotros poseemos un pasado y él no. Ninguna memoria precedió a su memoria. Nació adulto y despertó en un universo colocado y ordenado de antemano, y nunca tuvo la posibilidad de refugiarse en sueños infantiles o temores adolescentes. Era prisionero de su propio presente y no pudo escapara ni liberarse en lo imaginario. El mortal más desheredado y más maldito procede de algún lugar, pero Adán no venía de ninguna parte. El ser humano más miserable se encuentra en posesión de imágenes, de recuerdos del ayer, de nostalgias, de referencias, pero Adán carecía de todo ello. Para reparar esta injusticia Dios le concedió un porvenir, el porvenir más largo de la historia de la humanidad. Mejor aún: Adán pudo verlo en su totalidad, Dios le mostró todas las generaciones futuras, con sus jueces y reyes, sabio y malhechores, profetas y aprovechados, y pudo así unir su visión a la del último hombre. Adán se encuentra presente, mucho más presente que el Mesías.

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Los textos y comentarios nos lo muestran como un será atractivo, próximo a nosotros. Sus problemas son los nuestros; nos compadecemos de su suerte, nos entristece su hogar atormentado, lleno de tensiones inexplicablemente amenazado. Nos gustaría poder ayudarle. Cada uno e sus movimientos nos conmueve y compartimos sus temores y decepciones. Nadie recibió tanto ni lo perdió todo tan bruscamente, sin tener nada que ver con lo uno ni con lo otro. Le tentaron y no supo resistir. No le pidieron su opinión, obedecía a una voluntad que no era la suya. Todo le perteneció salvo su voluntad y no supo sino someterse, primero a Dios, luego a su mujer. Le tendieron trampas y cayó en ellas. Pobre hombre le castigaron por nada y ni siquiera era judío. Fue humano en sus errores y también en sus triunfos, como veremos luego. Su búsqueda de la verdad, de la justicia, de significados, sigue siendo la de todos los hombres y le convierten en el eterno contemporáneo y compañero de todos ellos. Cada uno de nosotros aspira a encontrar algún paraíso perdido, alguna inocencia violada, escarnecida. Adán conocía ya todas nuestras pasiones, todo nuestro dolor, toda nuestra indigencia. Estaba curtido de nuestros complejos, inhibiciones y manías, salvo que no experimentó nunca, gracias a Dios, el complejo de Edipo. Todo eso nos lo cuenta la literatura talmúdica, en la que la vida de Adán se narra como un poema a la vez épico y familiar pero sin final feliz. Como si quisiera subrayarse la dimensión excepcional del protagonista, se le encaja en el tiempo condensado del teatro clásico. Nació a los cuarenta años y su tragedia sólo duró una jornada. Oigamos el Midraš: a la primera hora del sexto día Dios concibió el proyecto de crear un hombre. A la segunda hora consultó a los ángeles, que se opusieron, y a la Torá, que dio su aprobación. A la tercera hora Dios cogió arcilla. A la cuarta hora le dio forma. A la quinta hora la recubrió de piel. A la sexta hora terminó el cuerpo y lo puso de pié. A la séptima hora le insufló un alma.

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A la octava hora Adán entró en el paraíso. A la novena hora escuchó el mandamiento divino; no probarás el fruto del árbol de la Ciencia. A la décima hora desobedeció. A la undécima hora fue declarado culpable y expulsado del paraíso. Así concluye la historia de Adán y comienza la historia humana. Adán nació a mayor gloria de Dios y encarnó su primer fracaso. No resulta sorprendente que Dios albergara dudas al respecto al proyecto; no estaba seguro de lo que iba a hacer. No estaba convencido de que fuera buena idea introducir al hombre en el centro de su universo. Sabía, desde el principio, que habría pecadores y criminales entre los descendientes de Adán, pero sabía también que, junto a ellos, habría santos y justos. Con la alegría anticipada de bendecir a los elegidos, Dios permitió que le afligieran los malhechores. Al tomar su decisión, Dios hizo caso omiso de la opinión de dos de sus ángeles que, a fuerza de ser discretos, aconsejaban con prudencia. El ángel de la verdad dijo; ¿Para qué crear al hombre? No hará sino mentir. El ángel de la paz dijo: ¿Qué le hace merecedor de nacer? Provocará una guerra tras otra. Pero los ángeles de la justicia y de la caridad se inclinaron a favor: nazca el hombre y será justo y caritativo. Dios se libró de los primeros destruyéndolos con el fuego. Otra versión menos radical cuenta que, mientras los ángeles discutían, Dios aprovechó su distracción para crear al hombre a toda prisa. Y lo creó su imagen… Muchos siglos más tarde, Moisés, al transcribir la Ley, se detuvo en ese versículo y, según Rabí Samuel bar Najmán, le preguntó a Dios: Señor del universo ¿no crees que estas palabras pueden alentar a los impíos e inducir el error a los inocentes y a los ingenuos? Si es cierto que Dios creó al hombre a su imagen, ¿no se dirá entonces que Dios tiene una imagen y que por ello, Dios no es uno sino varios? Dios tranquilizó a su siervo así: Moisés, hijo de Amram, escribe, es ésa es tu tarea; en cuanto a los que no quieran comprender o prefieran interpretar torcidamente mis pensamientos y los tuyos, tanto peor para ellos.

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Moisés parecía desconfiar de los lazos demasiado estrechos que habían existido entre Dios y Adán, pero la tradición rabínica redujo el peligro al mínimo esforzándose en unir a Adán con los hombres, con todos los hombres. Oigamos el Midraš una vez más. ¿Por qué creó Dios un solo hombre? Para mostrarnos la igualdad de todos los seres humanos; nadie puede creerse superior a los demás puesto que todos tenemos el mismo antepasado. También por esta razón el cuerpo de Adán se modeló con arcilla procedente de las cuatro partes del mundo: nadie podrá pretender que el mundo o Adán le pertenezcan. Adán pertenece a todos los hombres en la misma medida. Y hay más: para que el justo no puede decir “soy hijo de justo”, ni el impío “soy hijo de impío”. O para que el hombre no fastidie que a su prójimo diciendo; mi padre fue más grande que el tuyo y más aún: para que cada uno se sienta responsable del mundo entero; puesto que el mundo se creó para un solo hombre, el que mata a un ser humano aniquila a toda la humanidad. Y tenemos una explicación peregrina; Dios creó a un solo individuo para evitar disputas, pero –prosigue el texto- a pesar de tal precaución, los hombres no cesan de disputar y de matarse unos a otros: ¿puede uno imaginar lo que habría sido del mundo si Dios, al principio, hubiera creado varios hombres? Otra pregunta; ¿Por qué el Creador aguardó hasta el sexto día para dar vida a Adán? ¿Por qué no lo hizo desde el comiendo? Respuesta: cuando el rey invita a alguien le dispone un palacio y no lo hace venir hasta que todo está preparado; el hombre es el invitado de honor de la Creación. Otra respuesta: para que el hombre no se conceda demasiada importancia; si se vuelve vanidoso o insolente le dirán: ¿de qué te enorgulleces si hasta los mosquitos fueron antes que tú en el orden de la Creación?

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No obstante, el Midráš atribuye tantos valores y tantas virtudes a Adán que resulta difícil imaginar que no haya sido víctima de su orgullo. La tradición judía se opone a las ideas que contemplan al individuo como fruto del progreso. Basta de Darwin y de evolución. Basta de Schopenhauer, que ve al hombre como un animal encadenado por la civilización: al retroceder en el tiempo, el hombre aparece como una criatura cada vez más primitiva dominada por instintos oscuros, irracionales, asesinos. En la tradición judía el pasado del hombre le liga a los orígenes sagrados de la historia. El primer individuo era un reflejo divino y, como tal, más puro y perfecto que el más evolucionado de sus descendientes. ¿Qué ha quedado por decir de él? Era tan alto que su cuerpo llenaba el mundo de punta a cabo, del cielo a la tierra, y tan apuesto que el esplendor de su talón oscurecía el del Sol, y tan poderoso que todos los animales salvajes temblaban ante él. Para ilustrar la fuerza de Sansón el Midraš la compara a la de Adán. Para dar una idea de la cabellera de Absalón, el Midraš la compara a la de Adán, así como las piernas de Asa y los ojos de Tzidkiyahu. Adán, prototipo del ser perfecto, el molde ideal, el ejemplo supremo. Sabio, inteligente, erudito, comprensivo, generoso, dotado de una alma sin mácula. Incapaz de hacer el mal, de pensar mal, fuerte frente a debilidades y dudas y, además, humilde, tímido, agradecido. Algunas fuentes le llaman Jasid, otras le dan el nombre de luminaria, luz del mundo. Llegan hasta ver en él al futuro Mesías. Su gloria es al que los ángeles, deslumbrados por tanta perfección, le confundieron con su Creador y se pusieron a cantar sus alabanzas. Dios le adormeció entonces los ángeles, aterrados, reconocieron su error. (Por lo que a mí refiere, prefiero pensar que no fue Dios, sino los ángeles los que adormecieron a Adán, pues nada aburre tanto al hombre perfecto como los elogios ditirámbicos.)

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Ahora bien, Adán se aburría en el paraíso, según todos los textos. Con el universo entero a su disposición, no deseaba nada, no pensaba en nada ni en nadie. Feliz, beatíficamente feliz, no ofrece ningún interés antes de su pecado. Ninguna nube le atormentaba, ninguna sombra le perseguía. Era tan indiferente al mundo como a sí mismo, sin rasgo de presentimientos ni de inquietudes. Ebrio de Dios, lleno de Dios, se unía a Dios en Dios: no sentía ninguna necesidad de buscar a Dios, de servirle, de comprenderle, de conciliarse con él; Dios le resultaba tan presente que ni sentía su presencia, ni siquiera pensaba en ella; el origen y la morada de su pensamiento se encontraban invadidos por Dios. Una existencia que parece monótona, sin esperanza ni estímulo. Al igual que Dios, a Adán le servían los ángeles. Uno le preparaba la carne, otro le probaba el vino. De vez en cuando Dios le invitaba a pasear y le mostraba la belleza visible y secreta de la naturaleza: mira, Adán, mira bien. Toda esa inmensidad la ideé para ti solo. Ten cuidado y no destruyas ni estropees nada, pues no habrá nadie después de ti para repararlo. Era una advertencia superflua, pues Adán no pensaba destruir ni en cambiar nada, lo aceptaba todo y se aceptaba a sí mismo. ¿Cómo no iba Satán a sentir envidia? En aquel tiempo Satán no era uno cualquiera. Era un ángel influyente que se sentaba a la derecha de Dios y Dios le prefería a los demás, porque Dios gustaba de su fantasía y le perdonaba caprichos y espantadas. Satán no podía menos que detestar al intruso que prosperaba tan aprisa y tan fácilmente, y tenía que combatirlo y socavar su posición. ¿Cómo? Chismorreos, intrigas, conspiraciones: cualquier medio era válido y Satán los empleó todos. Dios quiso hacerle entrar en razón demostrándole que Adán era más inteligente que él y merecía, por lo tanto, aquel éxito. Hizo desfilar ante ellos a todos los animales de la tierra. ¿Sabes nombrarlos, Satán? No, Satán no sabía. ¿Y tú? Adán los nombró a todos y nombrar las cosas equivale a poseerlas.

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Adán fue el ganador al gusto divino. Sin embargo, un texto midrásico insinúa que Dios hizo que Adán pudiera adivinar las respuestas. Dios se las arregló para que Adán no perdiera. ¿Quiere esto decir que sin ayuda Adán habría fracasado en el concurso? No, y así lo demuestra la última pregunta, cuya respuesta Dios no le susurró. Le preguntó: ¿Qué nombre me das Adán? Y Adán acepto el desafío, se despojó de su humildad y llamó a Dios por su nombre, comprendiendo en un instante, que incluso Dios recibe del hombre su nombre. Eso es lo que repite la tradición judía: Dios es Dios y el hombre no es sino un instrumento, pero Dios necesita del hombre, para darse a conocer, del mismo modo que el hombre necesita de Dios para adquirir ese conocimiento. Pero, llegando a este punto, hay que detener la narración porque va a cambiar de aspecto. Adán saldrá de su cuento maravilloso y entrará en el drama. Y puesto que no hay drama sin personaje femenino, la Biblia y el Talmud recurren a Eva y la ponen en escena. No hace falta agregar que, nada más anunciarse, Eva se dedicará a atraerá la atención que se hallaba centrada en su compañero, y lo logrará. De repente, es ella la que desempeña el papel principal. Entró en la vida de Adán y lo dominó por completo. Ya sólo cuenta ella, sólo se presta oídos a sus palabras. Adán aparece como un marido débil, pasivo, resignado. Increíble pero cierto: el hombre, al que Dios consideraba su obra maestra, coronación de su proyecto, no sabe sino seguir a su esposa y dejarla decidir por él, por los dos. Dócil y maleable, Adán parece la prefiguración del marido apagado, ridiculizado; no sabe decir no, es incapaz de defenderse, de afirmarse. Ante su mujer se empequeñece y se limita a callar y a asentir. ¿Por qué fue creada Eva? Para bien de su marido claro está. Eso es lo que le habían dicho repetido. Debía ayudarle enfrentándole a él y desafiándole, debía enriquecer su existencia y hacerle descubrir el deseo, la ambición, la pesadumbre.

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Eva, remedio contra la soledad, la parte el yo que permanece desconocida por el hombre. Sin Eva, Adán habría sido hombre pero no humano. Un texto midrásico admite con franqueza que la creación de Eva debía servirle a Dios tanto como la de Adán. Dios quería ese matrimonio para que Adán no se convirtiera en una divinidad, para que no se dijera que Adán era Dios sobre la Tierra igual que su Creador lo era en el cielo. Los seres solitarios inspiran desconfianza en todas partes. Allá arriba y aquí abajo ningún atributo divino aparece tan evidente como la soledad. Otro texto afirma que fue Adán quien eligió a Eva. ¿Podía acaso, elegir a otra mujer? ¿Había otra? Si, en efecto Eva no era la primera mujer de la Creación; antes fue Lilith. Pero Adán no amó a Lilith, no pudo amarla porque asistió a su formación y, al carecer de misterio, ya no le atraía. Entonces Dios le presentó a Eva que le gustó. Fue un flechazo. Pero ¿por qué la formó Dios de la costilla de su futuro esposo? La pregunta no preocupó a Adán, pero sí al Midráš, que dio la siguiente explicación; antes de realizar su proyecto, Dios se dijo: no formaré a Eva de la cabeza de Adán porque caminaría con la frente levantada, haciendo gala de gran arrogancia, tampoco de los ojos la formaré, porque sería curiosa, demasiado curiosa, llena de codicia, ni de las orejas, porque escucharía tras las puertas ,ni de la nuca, porque tendría la cerviz dura y el porte insolente, ni de la boca porque sería una charlatana, de del corazón porque enfermaría de envidia, ni de la mano, porque se metería en lo que no le importa. No, decidió Dios, la formaré de la parte más casta del cuerpo de Adán, de su costilla. Y añade el Midraš, con una nota de feroz humor: pues bien, a pesar de tantas precauciones, la mujer ostenta todos esos defectos. ¿Es el Midraš antifeminista? Vamos a contar otra leyenda más halagadora. Un rey encontró a Rabán Gamaliel y le dijo: No sé como deciros pero… vuestro Dios… si, vuestro Dios no es más que un ladrón.

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Adán dormía el sueño tranquilo de los justos y va Dios y le escamotea una costilla… Fue la hija del sabio la que contestó al rey: ¿Sabéis? Algo espantoso. Entraron ladrones en mi casa, se llevaron mi plata, y me dejaron oro en su lugar.- Así me roben a mi esos ladrones cada noche, dijo el rey.- pues eso es lo que le aconteció a Adán, dijo la hija de Rabán Gamaliel: Dios le quitó costilla, cierto, pero le dio a cambio una hermosa mujer para ayudarle, servirle y escucharle. Pero, ¿por qué no consultó Dios a Adán? Si hay una respuesta e esa pregunta, no la hallé en nuestras leyendas. Tal vez Dios no quiso arriesgarse a la negativa. De todos modos, ante los hechos consumados, Adán se sintió feliz y dispuesto a casarse con ella. Dios fue el oficiante y ángeles y serafines se encargaron del programa técnico y de la parte artística de la ceremonia. Cantaron, bailaron, se regocijaron en todos los palacios y esferas celestes. Nunca boda semejante se celebró con tanta alegría ni con tanta pompa ni, desde luego, con invitados tan distinguidos. La dichosa pareja habría vivido feliz para siempre jamás si no hubiera aparecido un nuevo personaje: la serpiente. Con su imprevista aparición, la acción toma otro rumbo. La historia cobra vigor y el lector se siente excitado. Por vez primera la pareja se enfrenta a una presencia externa. Algo va a ocurrir. Adán y Eva quedarán más unidos que antes, o quizá menos. Frente a la serpiente, deberán, y podrán, elegirse el uno al otro con toda libertad. Por fin aparecen discutibles, humanos. El mecanismo de la acción estaba programado desde mucho antes. Recordemos: Dios había informado a Adán y a Eva de que eran libres de pasear por el paraíso, de hacer lo que quisieran y comer lo que les viniera en gana, pero no podían comer del árbol de la Ciencia.

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Dios les había advertido con firmeza; cualquier transgresión provocaría la muerte. Ni el marido ni la mujer podían hacerse una idea del castigo en cuestión, puesto que no sabían nada de la muerte, pero obedecieron, y habrían obedecido hasta el fin de no ser por la intervención de la serpiente. La serpiente trastocó las circunstancias de la situación. Adán y Eva ya no eran los mismos. La serpiente es un personaje curioso; maléfico, maldito, mítico y real. ¿Su función? Emisaria de los ángeles, dice la leyenda. Los ángeles consideraron que el hombre representaba una amenaza para ellos y encargaron a la serpiente que lo apartara, corrompiéndolo. Ahora bien, la serpiente, en aquellos tiempos, andaba y hablaba, y hablaba muy bien. Sabía convencer y hacerse obedecer, era el rey de los animales. Vanidosa y juguetona, se dejó persuadir fácilmente para conspirar contra los humanos que escapaban a su autoridad y a quienes veía como rivales. Pero dicen también que los ángeles no tuvieron nada que ver, que la iniciativa vino de la propia serpiente, que se enamoró de Eva y concibió el plan de matar a Adán y desposar a su viuda. O mejor aún: hacer que Dios matara a Adán y adueñarse de Eva y de su fortuna, apoderarse a la vez de la herencia de la heredera. Picó demasiado alto, aclara una leyenda, y recibió su castigo; no obtuvo nada de lo que codiciaba y perdió cuanto poseía. Dios le dijo: en vez de reinar sobre los animales, desde hoy estarás debajo de ellos, y en vez de andar o correr, te arrastrarás por el polvo. Fueran cuales fueran sus móviles, lo cierto es que, para llevar a cabo su plan, atacó a Eva. ¿Por qué? Con razón o sin ella, consideraba a la mujer más vulnerable, más crédula y manejable que el marido. Suponía que, de los dos, ella ofrecería menos resistencia, y su intuición fue acertada. Bajo su influencia Eva consintió en morder el fruto prohibido y consiguió que su marido fuera su cómplice. (Moraleja: cualquier puede resultar seducido; la mujer por el tentador y el hombre por la mujer.)

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Hay algo en este episodio que no puede dejar de preocupar al lector atento. ¿Cómo pudo Eva dudar ni un momento entre la palabra del Creador del universo y la de una serpiente, aunque fuera enviada especial? Puede comprenderse el caso de Adán: entre las exigencias del cielo y las promesas de la mujer se llega a dudar o ni siquiera se duda. ¿Pero cómo podía Eva renegar de la voluntad del Señor para someterse a la de una serpiente? Veamos que dice la leyenda. La culpa fue de Eva, por supuesto, por hablar demasiado. Incluso antes de comer el fruto prohibido era culpable por exagerar las cosas. La exageración conduce a la digresión y de ahí a la transgresión sólo hay un paso. Releamos el texto del libro del Génesis; Dios dijo a Adán y a Eva que no comieran de un cierto fruto. Pero, hablando con la serpiente, Eva exageró: para ella la prohibición abarcaba también el acto de toca; tocar el fruto, dijo Eva, era incurrir en la pena de muerte. Primera lección; inventar historias es peligroso. Segunda lección; hay que elegir con discernimiento a los interlocutores de uno; no hay que enzarzarse en discusiones con el primero que llega y menos en discusiones teológicas; el error de Eva fue aceptar el diálogo con la serpiente. Tercera lección; erró al comprometerse y, más aún, al comprometer a su marido ausente. Cuarta lección: Adán no debía haberse ausentado; si se hubiera quedado en casa, junto a su mujer, la serpiente no hubiera tenido ninguna posibilidad de éxito. Eva representaba, sola en casa, una presa fácil. Tanto más cuanto que la serpiente parecía saber manejarla. Sabía qué tema podía interesar a Eva: el pecado. A las mujeres les encanta hablar del pecado. Eva acababa de conocer a la serpiente y ya estaba contándole la historia del fruto prohibido; no podía abstenerse de descubrir algo que sólo atañía a ella y a su marido.

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¿En verdad lo crees?, dijo la serpiente fingiendo asombrarse. Con lo inteligente y perspicaz que eres, ¿crees sinceramente que basta con tocar el árbol para morir? Eva no contestó y la serpiente se acercó al árbol y lo abrazó, y dice la leyenda que el árbol profirió gritos airados. ¿Ves?, dijo con indolencia, lo he tocado y estoy vivo. ¿No quieres probar? Anda, que no te ocurrirá nada. Pero Eva, temerosa, no se movía; era curiosa pero desconfiada. La serpiente la empujó contra el árbol y Eva vio al ángel exterminador pero siguió viva. Fue el comienzo del fin para ella y para nosotros, el primer contacto con la muerte. Atrapada en el engranaje, fue más lejos, cada vez más lejos. Ya era tarde para retroceder, demasiado tarde para borrare todo lo visto y vivido. Eva no podía entender que, al infringir el mandamiento divino, descubriría, no la muerte, sino la idea, la sensación de la muerte; vería al ángel sin sentir su mordedura. Al desobedecer la palabra divina se dio cuenta de que la vida y la muerte no son dos campos separados; la vida y la muerte se unen en el ser humano, no en Dios. Se puede estar muerto sin saberlo. Pero entonces ¿por qué Eva cometió aquel acto irreparable? ¿Qué fue lo que la empujó hacia la serpiente? ¿Por qué concibió tanta importancia al hecho de tocar? ¿Por qué no se detuvo a tiempo? ¿Se encontraba ya atraída por la muerte, fascinada por la nada? El Midraš formula la siguiente hipótesis: a Eva la tentó el poder. La serpiente le había asegurado que, al morder el futo prohibido, sería como Dios y reinaría sobre los mundos credos y los que estaban por crear; y eso era precisamente lo que Dios había confiado evitar mediante la prohibición. Eva se lo creyó, es un hecho. Optó por los sabios argumentaos de la serpiente frene a la escueta orden de Dios. Desde luego, debía estar preparada para la seducción y, en última instancia, puede pensarse que utilizó a la serpiente en la misma medida que ésta la utilizó a ella: colaboró con la serpiente para medir su poderío.

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La serpiente se dio cuenta y su juego se hizo más refinado. En el momento en que la mujer admitió que se podía tocar el árbol impunemente, supo que querría continuar, seguir adelante y probar a Dios probándose a sí misma. Pero ahora es la serpiente la que se hace de rogar. Cuanto mayor es el deseo que siente Eva de morder el fruto, más la desanima la serpiente. Lo hace tan bien que la mujer se pone a suplicar, a implorar, invocando sentimiento y relaciones de antaño; su excitación ya no tiene límites. Quiere comer el fruto y no quiere otra cosa. Debe comer el fruto y le pondrá precio a su deseo; ya nada cuenta para ella, ni su miedo, ni su seguridad, ni su dignidad, ni su vanidad, ni su lealtad hacia el marido ausente o hacia Dios presente. Se agita bajo los efectos de una pasión que ya no puede controlar y se precipita hacia el desastre, lo siente, lo adivina, pero qué más da. La curiosidad y la codicia pueden más. Por fin la serpiente accede, pero con una condición; que comparta el fruto con su marido. Eva, mujer hasta el fin, no puede evitar hacer otra promesa. Entonces-no antes- la serpiente le tiende el tan deseado fruto. Digamos, de pasada, que no era una manzana sino un cítrico. Otros dicen que era un racimo de uvas o un higo. Total, que Eva tomó el fruto y lo mantuvo un largo instante en la mano, admirando su belleza y no osando devorar de un bocado lo que le había costado tan caro. Empezó con la piel, cuidando de no hacer mella en la pulpa. Luego mordió un trocito y el efecto fue inmediato, ya que era mortal. Por primera vez comprendió realmente, en profundidad, que existía una relación directa, ineluctable entre su persona y la muerte, y que el juego había terminado: Dios mantendría su palabra y castigaría. Lo sabía. Y no obstante, recogió la estratagema de la serpiente y empleó la astucia para atraer a su marido hacia la misma trampa mortal. Ya sabía lo que significaba desobedecer a Dios y, a pesar de ello, se esforzó en hacer tropezar a su marido en el mismo camino. Ella había cometido la fala y quería que Adán se asociara.

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Puesto que iba a pagar, tenía que arrastrar a Adán. El Midraš lo recalca de un modo muy claro: Eva actuó como una mujer celosa; la idea de que su marido la sobreviviera y esposara quizá a otra mujer le pareció insoportable. Puesto que iba a morir, ya se cuidaría de no marcharse sola. Pero… ¿dónde estaba Adán entretanto? ¿Qué hacia mientas su mujer cambiaba el rumbo de su destino? Un texto dice que dormía. Otro, más caritativo, afirma que iba de paseo con Dios, que le mostraba el mundo y le enseñaba como simpatizar con la naturaleza. Sea como fuere, lo cierto es que, mientras Eva y la serpiente representaban sus papeles, Adán no estaba allí. Quizá tenía costumbre de ausentarse con frecuencia; la charla de su mujer habría acabado por enojarle. Debía buscar un poco de tranquilidad y de silencio. Ya hemos dicho antes que Adán era débil. Dejaba hacer, veía venir. Al revés de la mayoría de los personajes mitológicos, no se impone al lector como un caudillo de hombres, como un gigante que dicta su ley. No exigía nada ni deseaba gloria alguna. No construía templos ni levantaba imperios. Su modestia era tal que aceptó un papel secundario en su propia tragedia. En el libro apócrifo que lleva sus nombres, es Eva –y no Adán- quien cuenta esa tragedia en primera persona. Cuando su vida tocaba a su fin, Eva reunió a su alrededor a sus hijos y a los hijos de sus hijos y les contó la historia que sabemos: cuando era joven, les dijo, encontré a Satán en el paraíso; su rostro resplandecía al cantar las alabanzas del Señor y le tomé por un ángel por lo grande que parecía su pureza; entonces me sedujo y me hizo cometer el único acto que jamás debí cometer… En otras palabras; Eva pretendía que no fue culpa suya. ¿Cómo podía adivinar que Satán era Satán y no un enviado del Señor? Una angustiosa leyenda. ¿Cómo decir con certeza que tal o cual profeta transmite la palabra divina? ¿Cómo asegurarse de que el amigo no es un impostor? Cualquier declaración humana es ambigua. Si el bien tuviera apariencia de bien, si el mal pudiera reconocerse, la existencia humana sería más sencilla. Pero no lo es, ni siquiera en el paraíso.

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¿Cómo podía Adán sospechar que su esposa deseaba su muerte? Era crédulo, demasiado tal vez, y no intentó siquiera resistir ni contemporizar. Eva le tendió el fruto y él mordió en el acto, sin hacer preguntas. Quizá ignoraba de dónde venía el fruto. Al contrario de Eva, Adán no tenía sensación de estar violando el mandamiento supremo. En su mano, en su boca, el fruto era un fruto como los demás. No comprendió su error hasta más tarde. De repente se dio cuenta de que tenía un cuerpo, de que estaba desnudo, de que era vulnerable. Su hogar estaba destruido y se sintió perdido. La vida se ponía en su contra. ¿Con quién podía contar si su propia mujer le había engañado, incluso condenado? Al morder el fruto prohibido Adán se reveló como un personaje trágico. Y ya podía dar comienzo la historia de los hombres. Conocemos la continuación. La Biblia nos dice que la pareja fue expulsada del paraíso. El Midraš, más imaginativo, describe las consecuencias hasta los detalles mínimos. Primero, físico; el cuerpo del hombre empezó a encogerse. Luego, mentales: Adán perdió poder sobre los animales. Más aún: su cuerpo ya no irradiaba luz. Peor aún; fue presa de la angustia. Antes escuchaba a Dios de pie; ahora le rehuía. ¿Dónde estás?, pregunta Dios. Comentarios del célebre Rabí Shneur Zalmán de Liadi; Cómo, ¿Dios no sabía dónde se ocultaba Adán? Dios hace siempre esta premuna a cada uno de los hombres; “¿Dónde estás?” ¿Cuás es tu puesto en el mundo? ¿Qué haces con tu vida?... el Midraš considera que Adán, aturdido por su pecado, quería verdaderamente ocultase, y que Dios le amonestó: ¿Te ocultas, hombre? ¿Crees acaso que la casa puede ocultarse de quien la construyó? Adán ya no es el mismo. Intuye la muerte por doquier, la muerte le acecha.

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La muerte habita los objetos, las imágenes, los pensamientos. Si se pone el sol, ésa es la seña de que se acerca mi fin, me desvaneceré en la oscuridad. Si amanece, el sol va a quemarme. Adán siente su decadencia, se siente extraño para con el mundo y para consigo mismo, y ya no sabe adónde dirigirse; ¿quiénes son sus enemigos y dónde se ocultan? En todas partes y dentro de él mismo también. No se atreve a hacer un gesto ni a pronunciar una palabra; le asaltan y encadena fuerzas desconocidas y está convencido de que se le nota. Los animales que antaño dominaba le miran de otro modo, con odio y, en cuanto le ven, enmudecen y traman venganza. Adán escucha su corazón y lo encuentra vacío de toda alegría. El miedo, negro y punzante, es su único compañero. Fuera del paraíso, se ha insertado en el tiempo. En la choza que han construido, la pareja está de luto y llora en silencio la muerte de su inocencia. Por último, Eva, que ya no puede más, romántica hasta la desgracia, le propone a su marido una solución que la honra; puesto que soy responsable del sufrimiento de ambos, puesto que fui yo quien te arrastró, no tienes más que matarme y Dios te autorizará a volver al paraíso. Adán se niega, naturalmente. Sabe que nadie puede deshacer lo que está hecho, que nadie puede cambiar el pasado, y sabe también que no se vence a la muerte con la muerte. El Midraš cuenta esta propuesta de Eva para mostrárnosla bajo una nueva luz: lúcida y arrepentida. Ahora sabe que su marido es inocente pero ella no; ahora admite que es injusto castigar a Adán y hacerle correr su misma suerte. Otro texto se aventura más allá y sugiere que la propia Eva no era culpable, que no era verdadera y absolutamente culpable. Después de todo, la primera pareja debí a violar el precepto di vino par que la humanidad pudiera evolucionar. Si Adán y Eva hubieran optado por la vida y contra el conocimiento, la historia del mundo habría concluido con ellos.

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No hubiera habido castigo, ni muerte, ni lucha por la supervivencia, ni nada, ni nadie. Adán y Eva debían renegar del Señor para que sus descendientes pudieran glorificarle. No eran libres y, por lo tanto, no eran responsables. Pero entonces ¿por qué el castigo? El Midraš apunta una respuesta: más que sus pecados, Adán y Eva recibieron el castigo por haberse inventado excusas y coartadas, Adán dijo: es culpa de mi mujer. Eva dijo: es culpa de la serpiente. Su culpa fue haber rehuido responsabilidades. Otra explicación: su castigo ilustra la condición humana; trágica necesidad: la injusticia es inherente a ella. Dios es omnisciente y, no obstante, el hombre es responsable de su libertad. No hay salida posible: incluso cuando el hombre le dice no a Dios no hace sino cumplir su voluntad, lo cual no atenúa su castigo. ¿Es ése el motivo por el que Adán y Eva pecaron con tal desparpajo? ¿Para protestar de esa iniquidad? ¿Para decirle a Dios: ya que no podemos cometer esa falta, la cometeremos libremente, conscientemente e, incluso, deliberadamente? ¿Aprovecharon la ocasión para proclamar su rebelión frente a las leyes incomprensibles de Aquel que es Padre y Juez de los hombres? No eran los primeros en rebelarse, ya lo sabernos. Cuando Dios decidió crear al hombre, la Tierra rehusó, lisa y llanamente, su arcilla. La Luna se insubordinó por tener que compartir con el Sol sus funciones y privilegios. Las propia aguas rechazaron el decreto divino que las separaba en aguas superiores e inferiores. Pero el hombre recibió un castigo más severo que los demás rebeldes, a pesar de que su rebelión era la única que venía del propio Creador. Justa o no, la caída de Adán constituye la parte más dramática de su larga existencia. Ahora nos parece real y conmovedor.

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Lejos del paraíso y rechazado por Dios, se aproxima a Eva. La pareja nunca estuvo tan unida. Súbitamente, descubre un objetivo en su existencia; hace o perfeccionar el mundo que, hasta ese momento, solo había sido creado. Hacer uso de la experiencia que acababan de vivir. Transmitirla. Comunicarla mediante la acción y la palabra. Contarla sin omitir ni olvidar nada. Para recordar mejor el pasado Adán se llevó cuatro plantas del paraíso. Con ellas tiene una prueba de que sus historias y obsesiones no eran un sueño. Al contemplarlas sufre, por supuesto; la antigua herida se hace más profunda y más obsesiva, pero tanto peor, se trata de vencer el olvido, no el dolor. Podría tirar las plantas pero las guarda celosamente porque el olvido no es solución. Adán y Eva no se contentan con los vestigios de su pasado y piensan en el futuro. Construyen su hogar sobre las ruinas deslavazadas de existencia, solos, sin ayuda de nadie. Se dedican a forjar su porvenir, es decir, su propia inmortalidad. Tiene dos hijos, Caín y Abel. En el apócrifo Testamento de Enoc, Eva le dice a su marido; esta madrugada tuve una pesadilla. Vi a nuestro hijo Caín asesinando a su hermano. Fu la primera pesadilla de la historia y, al igual que más adelante las otras, se hizo realidad. Pasaron los años. Adán y Eva tuvieron un tercer hijo, Set, al que amaban y miraban como su esperanza. Adán le confió un libro que el Midraš dice que es la Torá. Set deberá transmitir sus enseñanzas a sus hijos y a los hijos de sus hijos hasta la última generación. Adán viejo y agotado, enferma. Sus nietos le hacen preguntas: ¿Qué te pasa abuelo?estoy enfermo. -¿Qué quiere decir esto? ¿Qué es estar enfermo? – Me duele.- ¿Te duele? ¿Qué quiere decir eso?... Queda patente el abismo generacional. Cada uno va a lo suyo. Adán habla y sus nietos no le entienden. Sufre y sus nietos no pueden comprender. Set y su madre se compadecían de él. Para ayudarle van a llamar a la puerta del paraíso mendigando una planta que puede curarle y no le dan la medicina.

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Insisten, llorando, pero en vano. Les dicen la verdad; Adán a no puede seguir viviendo; ha llegado su hora. Adán va a morir, nos va a legar su muerte- su muerte y no su pecado. La idea del pecado original no figura en la tradición judía. No heredamos los pecados de nuestros antepasados, aunque se nos castigue por ellos. La culpabilidad no se transmite. Nos encontramos ligados a Adán únicamente por su recuerdo-que se convierte en el nuestro-y por su muerte, que es un preludio de la nuestra, pero no por su pecado. Adán disfrutó de honras fúnebres. Un cortejo de ángeles y serafines le condujo al paraíso, donde se encuentra aún, desde donde puede contemplar a los hombres que abandonan un mundo por otro. Y los hombres le ven cuando van a dejar el mundo de los vivos. Dice el Zohar que ningún hombre muere sin ver a Adán y preguntarle acerca de su culpabilidad y decirle: por tu pecado me toca morir. Cuenta la leyenda que eso es lo que Adán temía más. Le rogó al Señor que no descubriera su desgracia. Un texto afirma que su ruego fue escuchado; la verdadera historia de lo que ocurrió junto al árbol de la Ciencia no se revelará jamás. Evidentemente, otro texto afirma lo contrario. Qué más da, Adán sabe defenderse. Cuando un agonizante le reprocha su culpa, Adán contesta: yo sólo cometí un pecado y tú has cometido muchos; cada uno es responsable de su propia muerte. Pero Adán ve morir a los hombres, sus descendientes, y ése es su castigo; es como si no acabara de morir nunca. Muere con y dentro de cada moribundo, y aguarda junto a cada mortal la llegada del Mesías que vencerá a la muerte. Adán ya no es soberano; pertenece a los que le necesitan. ¿Cuál fue el verdadero castigo de Adán? La pérdida de su unidad. Antaño estaba hecho de un solo bloque entero y ahora se encuentra partido en dos. Una parte de él quedó en el paraíso, mientras que la otra sigue soñando, nostálgica, con el paraíso. Una parte de él se lanza hacia Dios, mientras que la otra le rehúye.

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Podríamos parafrasear la exhortación talmúdica diciendo: no se deben estudiar los secretos de la Creación más que para restituirle su unidad al hombre que encarna el comienzo de los hombres. Una pregunta más: ¿Qué representa Adán para nosotros hoy? Su destino es único, desde luego pero es válido para todos nosotros. Todo hombre debe repetirse que sus actos comprometen al mundo entero. Todo el que mata, mata la visión de Adán. Todo el que mata, mata a Adán. Cada hombre debe ser Adán para su prójimo. Ésa es la lección que aprendemos-o que debemos aprender-de su aventura. No es la única. Tenemos otra. Al ser expulsado del paraíso, Adán y Eva no se limitaron a resignarse. Enfrentados a la muerte, decidieron combatirla dando la vida y dando un sentido a la vida. Después de la caída se pusieron a trabajar, a construir el futuro y le dieron un rostro humano. Sus hijos morirían, y qué: si un instante de v ida contiene la eternidad, un instante de vida vale por la eternidad. Ahí Adán difiere una vez más de la mayoría de los personajes mitológicos. Dios le venció pero él no se apoltronó en la abnegación. Tuvo el valor de levantarse y volver a empezar. Comprendió que, condenado desde el principio, el hombre puede y debe actuar libremente dando forma a su destino. Esa es la esencia de la tradición judía. A pesar de su caída, Adán muere victorioso. Todo el tiempo que vivió, incluso lejos del paraíso y de Dios, era él el triunfador y no la muerte. Para la tradición judía, según cuenta la leyenda, la Creación no se acaba con el hombre, sino que empieza con él. Al crear al hombre, Dios le confió el secreto, no del comienzo, sino del nuevo comienzo. En otras palabras: el hombre no puede comenzar, porque ese poder corresponde únicamente a Dios, pero sí corresponde al hombre el volver a comenzar. Vuelve a comenzar cada vez que decide ponerse junto a los vivos y justificar así el antiguo proyecto del más antiguo de los hombres, Adán, con el que nos sentimos unidos a través de la angustia que le oprimió y del desafío que le elevó por encima del paraíso en el que nunca entraremos.

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Parábola midrásica: el hombre, mortal y limitado, no puede concebir los secretos de la Creación: existen y lo sabe y eso debe bastarle. Por esta razón, en el Libro de Libros está escrito que al principio Dios creó los cielos y la tierra, sin decir cómo. Un a historia: un pagano fue a visitar a Rabí Akiba para provocarle. -¿Quién creó el mundo?, le preguntó. -Dios, bendito sea, contestó el sabio. -¿De verdad? Demuéstralo - De acuerdo, dijo Rabí Akiba. Vuelve mañana El pagano volvió al día siguiente. -¿Qué llevas puesto?, preguntó el sabio. -Vaya pregunta, dijo el pagano. Llevo un traje. -¿De verdad? ¿Y quién lo hizo? El sastre. -Demuéstralo, dijo Rabí Akiba. Entonces el pagano se enojó. -Cómo, ¿no sabes que el sastre hace los vestidos que llevamos? -¿Tú no sabes que Dios es quien hizo el mundo que habitamos? El pagano se marchó. Los discípulos de Rabí Akiba, que habían asistido a ambas entrevistas, estaban asombrados: no veían la relación. Entonces el sabio replicó: -Sabed, hijos míos, que así como la casa es testimonio del constructor y el vestido del sastre y la puerta del carpintero, así el mundo es y será testimonio de Dios; basta mirarlo para comprender que es Dios quien lo confirma.

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Parábola de Rabí Shimon: todo aquí en la tierra lo ordena el pensamiento celestial. La brizna de hierba crece porque allá, en lo alto, un ángel la incita a hacerlo y le dice: crece, que ésa es la voluntad de Dios. Parábola: al tercer día, después de dar savia y semilla a plantas y árboles, Dios tropezó con problemas inesperados. Los grandes cedros del Líbano parecían demasiado grandes, casi orgullosos. Entonces Dios decidió crear el hierro. Los árboles comprendieron la amenaza que se cernía sobre ellos y echaron a llorar; desgraciados de nosotros, caeremos todos bajo el hacha. Pero Dios los tranquilizó; sin mango, el hacha no es sino un pedazo de hierro; ahora bien, el mango es de madera; tratad, pues, de vivir en paz, de no traicionaros mutuamente, permaneced unidos y solidarios y el hierro no podrá nada contra vosotros. Sentencia: he aquí lo que precedió a la Creación del mundo: la Torá, el tronco celestial, los patriarcas, Israel, el Templo y el nombre del Mesías. Comentario del Rabí Akiba sobre el versículo “Y vio Dios ser muy bueno cuanto había hecho”; el rey David tenía razón al admirar la milagrosa variedad de las obras del Señor; hay criaturas que no viven sino en el agua y otras que sólo subsisten en la tierra; si aquéllas se aveturan a salir del agua, perecen, si éstas entran en el agua se ahogan. Y hay criaturas que viven el fuego y otras en el cielo; si aquéllas respiran el aire mueren, si éstas se acercan al fuego, se queman. Si, Dios ha previsto para cada especie su ámbito, el mundo que le es propio.

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Palabra del Zohar: al sexto día, después de crear al hombre, Dios le dijo: he trabajo hasta llegar aquí, ahora tú seguirás. Historia jasídica: un discípulo dijo en presencia de Rabí Manájem- Mendel de Kotzk: Dios, que es perfecto creó en seis días el mundo, que no lo es. ¿Cómo es posible? El Rabí le espetó: -¿Lo harías tu mejor acaso? -Sí, creo que sí, balbuceó el discípulo, que no sabía lo que decía. -¿Lo harías mejor?, gritó el maestro. Entonces, ¿a qué esperas? No pierdas un minuto y ponte manos a la obra. Sentencia midrásica: el mundo que conocemos no es el único que ha creado Dios. Dios construye continuamente otros mundos que continuamente va destruyendo: no le proporcionan ninguna alegría.

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CAÍN Y ABEL: EL PRIMER GENOCIDIO

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En apariencia, diríamos que es un texto del absurdo. No hay ninguna relación entre el crimen y el castigo fuera de su historia, que es la misma; el asesino y la víctima tienen la misma historia. Historia sombría, opresiva, desprovista de belleza-incluso de belleza trágica-y de grandezaincluso de grandeza divina. Se desarrolla en el plano del absoluto, pero lleva consigo una confrontación en tres planos: entre el hombre y Dios, tan presente y tan hostil; entre el hombre y su hermano, su rival y socio, y entre el hombre y sí mismo, oscilando entre el bien y el mal, entre la maldición y la gracia, ambas ternas, eternas una dentro de otra. Dos hermanos, cada uno de ellos envidioso de lo que posee el otro, de sus recuerdos y de su soledad, no pueden coexistir sobre la misma tierra que aún sólo a ellos le pertenece. E invocan como árbitro a la Muerte, que carece de historia. No se trata aquí todavía del desafío que un padre, Abraham, lanzara al Padre de los hombres llevando a su hijo al altar por orden suya; y no se trata tampoco de la imagen que en medio del primer deslumbramiento, el primer hombre, Adán, se forjaba de su destino y del nuestro. El lugar: no importa dónde, por doquier. El tiempo: después del principio, después de la Creación, después del sábat. Una atmósfera mórbida se cierne sobre el mundo; la fiesta ha concluido, el cielo se ha alejado de la Tierra y los seres están cansados, desilusionados, desencantados.

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Adán es el beneficiario del primer impulso del descubrimiento cósmico, de la primera sorpresa-la del discípulo que admira la obra del Maestro. Pero eso no se aplica a sus dos hijos, que no recuerdan sino la caída. Es un período de transición durante el cual el hombre no está ya solo y tampoco es aún mortal, ni consciente de sus poderes y trabas. Su pasado se limita a la memoria de su cuerpo y aún no tiene porvenir, pero ya no es libre para rechazarlo; está condenado a vivir. Atraído y atemorizado a un tiempo por lo desconocido que le rodea y le llena, se encaminará de modo irresistible hacia el asesinato y el remordimiento. Su acto irremediable tendrá lugar con sangre, no con fervor. Su empresa irreversible se perderá en la brutalidad inútil, en las tinieblas, no en la oración. Es una historia deprimente que no lleva implícita ninguna llamada, ninguna superación, que no abre puerta alguna sobre ningún santuario secreto. Evoca el mal más primitivo y abyecto, sin fingimientos ni fantasías. Únicamente el instinto establece reglas del juego, instintos vulgares y no mandatos divinos. Dios no puso a prueba aquí al asesino ni a la víctima, que actuaron libremente, estúpidamente, sin comprender, sin intentar siquiera comprender. Y, no obstante, se trataba de dos seres capaces de conmovernos, dos seres señalados y predestinados. Caín; el primer asesino y, tal vez, el primer justiciero. Abel: la primera víctima, el primer hombre que abandonó el mundo en silencio, sin una palaba de nostalgia, sin un gesto de protesta. ¿Por qué eligió Caín la violencia y su hermano la resignación? ¿Cómo explicar que uno no haya resistido a la función de verdugo y el otro a la de víctima? No les comprendemos pero sentimos, de un modo oscuro, que su destino nos afecta. Su aventura es el primer genocidio y preludia más de una guerra. Su conducta nos resulta familiar y cada uno de sus impulsos anuncia nuestro comportamiento en situaciones, calificadas de extremas.

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En última instancia se nos enfrentan como un ser con dos caras, que no podemos contemplar sin temblar de miedo. Ése es el nombre de esta historia: El miedo. Un miedo sin fondo y sin salida, que no permite ningún descubrimiento, ninguna redención. Caín y Abel eran toda la humanidad de su época y la elección era limitada. Asesino o víctima; nada más asesino o víctima, sin espectadores ni testigos. ¿Dios? Dios es juez, participante, cómplice. ¿Y por qué nos cuentan tan lúgubre episodio? ¿Qué pretende desvelar, afirmar, refutar? Ninguna narración es más envilecedora, ningún sucesos más abrumador. ¿Por qué el hombre contemporáneo, el hombre de siempre debe recordarla? ¿Por qué nos obligan a volver a ver a esos dos hermano enemigos cada vez que nuestra mirada escruta el horizonte y el camino recorrido? Ninguna situación bíblica lleva consigo tantas preguntas ni tantas incertidumbres. Ante todo, examinemos el texto. El suceso surge de frases apretadas, cargadas de sobrentendidos, con una densidad que no es frecuente ni siquiera en la Biblia, con un estilo sobrio y desnudo. La acción es rápida y jadeante. El intercambio se realiza en profundidad y sólo se dice lo esencia. Nombres, vocaciones, conflictos: vidas sin amor, matanzas in odio. Impulsos no comprendidos, silencios mal interpretados, y ya tenemos el drama; la camaradería con movedora entre hermanos, la amistad entre adolescentes degenera en un desastre. Leemos esta narración lineal y tan tensa como una tragedia y con tres personajes que habría que interpretar tres veces en tres planos diferentes. A la primera lectura el malo es Caín, a la segunda Abel y a la tercera el que los manipuló. Escuchemos la historia. Había una vez un hombre que se llamaba Caín y su hermano se llamaba Abel.

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Destinados a compartir el reino encantado de sus padres, ambos se disputaban los favores del cielo y acabaron por enfrentarse en todos los aspectos que definen las relaciones del hombre con su prójimo. Aunque nacieron el mismo día, según el Midraš, Caín era el mayor. Caniti ish et Adoshem, dijo su madre al darle a luz. Eva se envaneció, pues, en sentido literal, esa frase significa: “He comprado un hombre, me lo he agenciado, con Dios, en Dios, gracias a Dios”. En sentido figurado significa otra cosa: por vez primera un ser humano era enteramente humano, es decir obra del hombre, responsabilidad del hombre. Caín fue asunto exclusivo de sus padres; Dios no intervino para nada. Ello explica quizás el carácter del muchacho: exigente, arrogante, desconfiado, presa de cambios bruscos de humor. Era hombre singular e incomprendido. Ávido de conquista y honores, debía afirmarse y debía ganar porque, de lo contrario, se sentía desgraciado y rencoroso y detestaba al mundo entero detestándose a sí mismo. Abel, más joven, parecía más atractivo. Pastor romántico o, peregrino infatigable, amante del viento y de los caminos, no se sentía nunca en su casa, y, por ogra parte, no tenía casa y no la quería. Nómada eterno a quien todo maravilla, atravesó el mundo como un inocente; tímido e intimidado, dulce, conciliador, sorprendido por el rumor de los árboles o, simplemente, por el hecho de estar vivo, capaz de dar y de recibir. Era el auténtico símbolo del hombre-niño. Uno y otro, quizá por razones opuestas, presentaban ofrendas a Dios, que aceptaba las del menor y rechazaba las del mayor. Herido en su orgullo, lo lógico era que Caín se encolerizara contra Dios, pero prefirió revolverse contra su hermano y matarle. En la escena siguiente vemos a Dios haciendo de juez de instrucción. Aún no acusa a Caín del asesinato, sino que hace uso de la dulzura como buen investigador y psicólogo inteligente. Juega con el sospechoso antes de confundirlo y le tiende una trampa mediante una pregunta inocente de tono amistosos: ¿No sabes dónde anda tu hermano?

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Como si Dios no lo supiera. Se trata de un ardid, por supuesto, ya que Caín no debe darse cuenta de que Dios está al corriente de todo. Y Caín, que aún no ha comprendido que Dios es Dios y que es silencio y secreto, el pobre Caín cae en la trampa y contesta estúpidamente: ¿Mi hermano? No tengo ni idea, ¿acaso soy yo su guardián? Entonces Dios muestra sus triunfos y tira a dar: Oigo la voz de tu hermano que grita desde las entrañas de la Tierra. Cambio repentino, fuera máscaras; ése es el je de la obra, y la narración cambiará de dirección y de tono. De pronto, Caín pierde su soberbia, sabe que le han cogido. Se empequeñece, acepta su suerte y al aguarda encorvado: Mi pecado es demasiado grave para poder soportarlo… ¿Acaso podré esconderme de ti? Epílogo: Maldito pero vivo, Caín se convierte en el vagabundo que fu su hermano asesinado y, al igual que él, morirá asesinado por un miembro de su familia. Después de eliminar a Abel, Caín se convierte en Abel y heredará su destino pero no su inocencia. El texto presenta lagunas. En el plano humano y estrictamente pedagógico el lector debería preocuparse por los padres. Después de todo, Adán y Eva aún están vivos y no se llevan tan mal. ¿Dónde se encuentra mientras sus hijos se pelean? ¿Acaso no pueden intervenir y usar de su autoridad? ¿Reprender a uno y tranquilizar al oro? ¿Hacerles razonar y explicarles con suavidad pero con firmeza qué es la vida y, sobre todo, la vida en sociedad? Caín es un hijo difícil, ¿Por qué no trata Adán de interceder por él de mejorar su relación el cielo? No se ve a Adán, no aparece en el momento en que su presencia resulta más necesaria. Se encuentra ausente en el momento en que Caín tiene dificultades con Dios y Abel con Caín, como si la educación y los problemas de sus hijos no fueran cosa suya.

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Es un padre muy ocupado que trabaja duramente para ganarse el pan con el sudor de su frente. De acuerdo. Pero, ¿dónde está Eva? ¿Ha intentado alguna vez interponerse entre Caín y Dios, entre Caín y su hermano? ¿Qué hace mientras sus turbulentos y precoces hijos necesitan a una madre que los apacigüe, los regañe y los quiera? ¿Cómo puede explicarse tal fracaso pedagógico, el primero, y con toda probabilidad, el más fatal de la Historia? ¿Habrá que atribuirlo al “abismo” que separa a todas la generaciones, de ayer y de hoy, e incapacita a los padres para comprender a sus hijos y educarles de un modo inteligente? Más grave aún son las cuestiones de orden teológico. Al rechazar las ofrenda de Caín, ¿no está cometiendo Dios un acto discriminatorio? ¿Por qué, según el Midraš, sus ofrendas eran mejores? ¿También para Dios? ¿O acaso prefiere a Abel porque es débil- y Dios ama a los débiles-y joven, e incluso Dios quiere halagar a los jóvenes? ¿Hay alguna otra razón? Caín se agita, estorba, preocupa y habla sin parar mientras que a su hermano le gusta escuchar y meditar. ¿Es una razón par que Dios de ponga de parte de uno y contra el otro? ¿O acaso Dios quería mostrar que la injusticia es inherente a la condición social desde siempre y para siempre, que los hombres son hermanos pero no iguales? ¿Cómo evocar, cómo comprender a un Dios arbitrario que juega con sus criaturas y convierte a los hombres en enemigos irreductibles? Después de todo, Caín no ha cometido aún ningún pecado ni infringido ninguna prohibición; en realidad no ha hecho nada aún, ni ha dicho nada. Incluso en el pensamiento, su actitud hacia dios parece casi irreprochable. Al igual que su hermano, y mucho antes que él, se esfuerza en complacerle y rendirle homenaje. Lo de las ofrendas fue idea suya, y Abel no hizo sino imitarle. ¿Qué recibió Caín a cambio? Un rechazo. ¿Por qué? ¿Por qué esa humillación gratuita y, por añadidura pública? Peor aún: cuando Dios le dirige pro fin la palabra- para reprocharle su decepción-lo hace empleado un lenguaje hostil e hiriente; el pecado se encuentra ante tu puerta… a ti te toca dominarlo.

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Caín cree tener derecho a un consuelo o, cuando menos, a una explicación, y sólo recibe una lección de moral, una advertencia. Ofendido, injustamente rechazado, cargando ofrendas que nadie quiere, ¿qué puede hacer? ¿Sufrir en silencio? No sabe. Para él lo más natural es “desahogarse”, ceder a la violencia latente en él, justificar retroactivamente la injusticia de que es víctima, actuando, golpeando, matando. Ésta es la impresión que se desprende del texto. Rechazado por Dios, Caín se hunde en una negra depresión y Dios, con un dejo de crueldad, tano más sobrecogedora cuanto que no ha sido provocada, le pregunta; ¿Por qué estás tan deprimido? ¿Por qué hay amargura en tu rostro? Como si Dios no estuviera la corriente, como si Dios no fuera la causa de ello. A juzgar por el tono de voz y el ritmo de las repuestas, diríase que Dios se dedica a multiplicar la presión sobre Caín para exasperarle. Al renegar de él, al ridiculizarle, al despojar a sus actos de cualquier sentido espiritual, trata de provoca en él una especie de desequilibrio; Caín no sabrá ya qué es justo y que no. De pronto, ve hundirse su universo. Ya no sabe qué hacer con su vida; la siente vacía e inútil. ¿Qué hacer para llenarla y darle un sentido? Se pone a buscar un acto que no sea un acto frustrado, que sea perdurable y que quede registrado en otras memorias que no sean la suya. Se siente como un extraño y mataría para sentirse vivo, para insertarse en la realidad, para acelerar la marcha de las cosas y llegar cuanto antes al desenlace inevitable e inevitablemente trágico. Condicionado por este tipo de gesto espectacular y definitivo, Caín no puede dejar de matar; ya no es él quien elige el crimen, sino el crimen quien lo elige a él.

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Henos ahora ante otra pregunta: si, en verdad, a Caín le condicionó el asesinato, ¿cómo no ver en él a una víctima de Dios, al igual que vemos a Abel como víctima del hombre? Abel víctima, eso es evidente; es la víctima prototipo. Ése es su papel desde el comienzo; incluso su nombre significa futilidad, vanidad. Todas la víctima de todos los tiempos se reconocerán en él; al igual que él, están para soportar, sufrir y desaparecer. Están para permitir al asesino que sacie sus instintos sanguinarios, y eso es precisamente lo molesto de la historia de Abel. No entendemos por qué Dios le dio vida y con qué derecho le introdujo en el mundo. ¿Para servir al asesino? ¿Qué pecado cometió Abel para merecer tal suerte? Afirma el Midraš que toda muerte es consecuencia del pecado. ¿También en el caso de Abel? ¿Abel pecador? ¿Abel criminal? Más bien un pobre soñador, un puro, un justo, al que se cuenta entre los padres del género humano. Una leyenda cuenta que no vivió más que cincuenta día, lo cual resulta insuficiente para violar los principales mandamientos de la Torá. Surge la pregunta: admitamos que Dios necesite e una asesino, ¿Por qué hizo de Abel su víctima? ¿Qué criterios utilizó para el reparto de papeles? ¿Por qué mereció Abel morir y morir tan joven sin tiempo para hacer algo con su vida? El Midraš es sensible a la tensión del relato bíblico y, como de costumbre, trata de engarzarle detalles y comentarios, porque el Midraš es a la Biblia lo que la imaginación al conocimiento. Pero, en este caso particular, los autores parecen intimidados por el asunto. Rabí Shimon bar Yojái subraya esa reticencia: no se puede hablar de ese episodio, afirma, y menos aún comentarlo. Hay pocas leyendas sobre Caín y Abel, menos que sobre otras figuras bíblicas. Sabemos de Abraham y su padre, Moisés y su hermano, Faraón y sus consejeros, y podemos reconstruir sus semblanzas a partir de los escritos midrásicos. Pero no con Caí n y Abel. La única tentativa de dejarnos el intento de un esbozo de Caín la realizó su nieto Lamec, que era ciego.

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En cuanto a las narraciones rabínicas, parece que sintieron que el suceso llegaba demasiado lejos, más lejos que el que se desarrollará en el monto Moriá: Isaac se salvará pero Abel no. En cambio el, Midraš expone, muy a su pesar, múltiples explicaciones de la tragedia observándola desde todos los ángulos. Nuestros sabios, fascinados por el primer asesinato de la creación, se afanan por explicarlo. Unos basan sus tesis en móviles materialistas, oros en impulsos sexuales, otros en consideraciones religiosas; así se nombrarán todas la pasiones que alimentan las guerras y habrá para todos los gustos. Primera hipótesis: todo fue un asunto de herencia, Caín y Abel se disputaban la fortuna de sus padres, es decir, el mundo entero. Caín se apropió de los bienes inmuebles y Abel de lo demás. El conflicto estalló en el momento en que el mayor, avaro e insatisfecho quiso expulsar a su hermano de sus dominios; la tierra que pisas me pertenece, sal de ella; vuela por los aires si quieres, que el aire no me pertenece pero, en ese caso, quítate las ropas que llevas, porque la lana de que están hechas viene de mis ovejas y las ovejas me pertenecen, luego la lana me pertenece. Palabras, insultos, la discusión se hace cada vez más violenta y Dios se da cuenta, de pronto, que ciertas palabras pueden terminar en asesinato. Esta explicación puede ser válida para aquellos que ven en las tensiones económicas una respuesta para todo. Desgraciadamente, tiene fallos porque no tiene en cuenta que los dos hermanos no pueden repartirse la herencia de sus padres por la sencilla razón de que éstos viven todavía. Adán y Eva ya no son jóvenes, pero tampoco tan viejos porque pronto tendrán un tercer hijo, set. ¿Con qué derecho reivindican Caín y Abel los bienes que no les pertenecen aún? ¿Resulta verosímil que sus padres lo permitan?

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Frente a esa dificultad, el Midraš presenta una segunda teoría: Una mujer. Muy bien, pero ¿cuál? Dos hipótesis: 1. La mujer fatal no es sino la hermana gemela de Abel, que un texto describe como la mujer más bellas del mundo. Caín decidió desposarla y su hermano menor también, lo cual complicó las cosas. Caín invocó el derecho de primogenitura y Abel el del destino: hemos venido al mundo juntos y permaneceremos juntos. 2. Ambos hermanos se pelean por la única mujer de su vida, la esposa de Adán: Eva (Y todo cuanto Freud crea inventar más adelante sobare el complejo de Edipo no será más que comentario) Madre o hermana fue, pues, una mujer quien provocó la primera guerra fratricida de la Historia. Por una decepción amorosa Caín pierde el alma, Abel la vida y nosotros, sus semejantes, nuestra buena conciencia. La teoría es hermosa e incluso atractiva. Por desgracia, no hay en el texto bíblico referencia a ninguna hermana. Podía haberle dado un nombre, una identidad, quizá podrían haberle preguntado incluso a cuál de los dos galanteadores prefería. ¿Era, pues, Eva a quien codiciaban? Tampoco esta explicación resulta satisfactoria, porque Adán habría tenido algo que decir al respecto. Llegamos así a la tercera y última posibilidad: la disputa habría girado en torno a asuntos espirituales, religiosos, sagrados. Al repartirse el universo Caín y Abel, el mayor elegiría el mundo terrenal y su hermano el mundo venidero. Después de transcurrido un tiempo, Caín habría reclamado algo más, es decir, parte del otro mundo también, y Abel no se lo habría cedido. Cegado por la ira, Caín lo mató. Otra imagen: ambos hermanos riñen por el templo de Jerusalén. Cada uno lo quiere par sí. La disputa familiar se convierte en guerra de religión. Es una motivación mística que, paradójicamente, aparece más racional: por Jerusalén seguirá corriendo la sangre por los siglos de los siglos.

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Por desgracia siguen apareciendo objeciones, múltiples y variadas. El mundo venidero se halla prometido, en principio, a todos los hombres y ninguno puede prohibirle el acceso a otro. Sólo Dios podía aceptar o no a Caín. Las puertas de lo alto sólo Dios puede abrirlas y cerrarlas. Abel abusó de sus poderes. En cuanto al templo, ¿cómo podía Abel pretender levantarlo sobre su territorio si, jurídicamente, no poseía ninguno? En último caso, esta hipótesis le quitaría razón, no a Caín, sino a Abel, cuya conducta es tan irracional como ilegítima. Caín tufo derecho a enfadarse; en verdad, Abel exagera y abusa; no posee ninguna tierra en este mundo y está reivindicando la más preciada para levantar sobre ella el edificio más sagrado. Caín no sería humano si su ira no estallara. ¿Resulta de utilidad recordar una vez más que esos apólogos no deben tomarse al pie de la letra? Caín y Abel son símbolos y sirven de ejemplo al ilustrar los principales móviles que llevan a los individuos de la sociedad humana al odio, a la efusión de sangre, a la guerra y, por último, a la autodestrucción: obsesión sexual, dominio material y fanatismo religioso o, simplemente, fanatismo. Pero el suceso sigue, no obstante, careciendo de explicación; el expediente permanece abierto. Lógica o ingeniosa, ninguna tesis resulta irrefutable. Andamos a tientas en la oscuridad. Seguimos ignorando por qué mató Caín y por qué Abel se dejó matar. En su investigación, el Midraš debió plantearse la pregunta rutinaria que cualquier policía se plantearía: ¿A quién benefició el crimen? No lo hace y tiene sus motivos: la inquietante pregunta pone en tela de juicio a alguien más que al asesino, cuya identidad se conoce desde el principio. Se escapa el por qué, el móvil. En otras circunstancias, el Midraš habría utilizado los cómodos y leales servicios de Satán para colgarle la responsabilidad. Pero no lo hace aquí porque el Midraš sabe muy bien que todas la preguntas y todas la respuestas deben comenzar por el hombre y terminar en él, incluso las preguntas que carecen de respuestas.

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(Las preguntas sin respuestas no sirven más que para la literatura. ¿Caín y Abel personajes novelescos? ¿Por qué no? Es cosa bien sabida que una mala novela tiene tres personajes, el terno triángulo. Una buena novela tiene dos. Una verdadera novela se limita a uno. ¿Eliminó Caín a Abel por razones puramente literarias?) En lo que se refiere al asesinato propiamente dicho, el Midraš no trata de eludirlo o atenuarlo. Por el contrario, da una descripción más bien realista, casi visual. Los dos hermanos enemigos están solos y no hay nadie presente para excitarlos o para calmarlo. No bromean, son auténticos y están decididos a examinarlo todo, a ir hasta el fondo de las cosas. Es un ajuste de cuentas que forzosamente tiene que acabar mal. Asustado, Abel emprende la huida y Caín le pisa los talones. Saltan de cima en cima, pasan de la montaña al valle, del valle al bosque, del bosque al a montaña, de un confín del mundo al otro, de un mundo a otro y, por último, se encuentra cara a cara, con gesto feroz y se enzarzan en la lucha final, en el abrazo asesino. Y, de pronto, de un modo abrupto, el Midraš cambia de tercio. De presentar a un Caín poderosos, físicamente invencible, que pone en fuga a su adversario, pasa a presentar a un Abel vencedor que, a pesar de ser un soñador enclenque y torpe, tiene al agresor a su merced. Y Caín, irreconocible, vencido, de rodillas, implora perdón y clemencia. Abel no le escucha pero Caín conoce su punto débil: los padres. Abel, hermano mío, le dice, estamos aquí solos y, si vuelves sin mí ¿qué les dirás a nuestros padres? Entonces Abel ve ya a su padre ya su madre de luto y se compadece y afloja el abrazo. Esto es lo que espera Caín, que rápido como una fiera, salta, hiere y mata.

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Abel fue víctima de su propia compasión. La escena siguiente, más dramática si cabe, recurre una vez más a la imaginación; el acusado se enfrenta al juez. Caín, demasiado inteligente para negar los hechos y demasiado astuto para confesarlos, recurre al humor. El asesinato parece haberlo cambiado. Ya no se muestra tan ceñudo; discute, estructura su defensa y no desdeña la ironía. Dice: Señor del universo, parece ser que me acusan de asesinato, ¿Quién me acusa de ello? Mis padres que viven aquí no saben nada. ¿Cómo hiciste para informarte? ¿Tienes confidentes a tu servicio? Luego emplearía el razonamiento: Señor del universo, seamos lógicos, si no he visto nunca un cadáver e ignoro la muerte, ¿cómo podía sabe que basta con herir a un hombre para matarle? Parece aún más ingenioso cuando, fingiendo candidez, contraataca: Señor del universo, ¿me declaras culpable? ¿Culpable yo? ¿De qué? ¿De haberme dejado apresar? Imagínate a un ladrón sorprendido en un jardín prohibido; puede decirle al guardián; mi oficio es robar y el tuyo impedírmelo; si yo he conseguido meterme en t u jardín, ¿Quién tiene la culpa? Tú ere el guardián el mundo. Si no querías que matara a mi hermano, ¿Por qué no interviniste? Rabí Shimon bar Yojái ilustro esta idea con una parábola: Dos atletas luchan para distraer al rey, ¿culparán de asesinato al vencedor cuando finalice el combate? Para Shimon bar Yojái, místico ferviente, Caín y Abel son dos seres iguales, con los mismos privilegios e idénticas virtudes; ninguno d los dos es más justo que el otro ni posee más méritos. Más adelante, en el siglo III, Caín se convertirá en un monstruo, precursor de asesinos. La literatura rabínica anterior les ve más humanos.

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Algunos sabios afirman que poseía dones proféticos puesto que invocaba el porvenir en su defensa: seiscientos mil judíos pecarán en el desierto y tú les perdonarás; ¿Por qué no me perdonas a mí? Incluso en texto bíblico no se le condena a la pena capital, sino al exilio, al destierro perpetuo y, disfruta, incluso, de una rara inmunidad, ya que nadie tendría derecho a imitarle por castigarle. ¿Protegido de Dios? En efecto. Pero también por su acto. Al hacer lo que nadie había hecho aún, parece intocable, aislado por la novedad y la enormidad de su crimen. Deja el campo y se convierte en constructor de ciudades. ¿Para instalarse en ellas? Con toda probabilidad, si. Pero ¿qué fue de la sentencia divina que le condenó a errar por el mundo? ¿Se puede ser exiliado sin moverse? Con toda probabilidad sí. El exilio no depende necesariamente de la geografía. El tiempo pasa. Un día Caín encuentra a su anciano padre que le pregunta qué es de su vida y se lo cuenta todo. El asesinato, el proceso, el arrepentimiento, la penitencia, la expiación. Dios quiere que el hombre sea siempre recuperable. Entonces Adán compone un canto, Mizmor shir leiom ha-Sabbat, un canto que celebra el día séptimo: el primar canto humano es, pues, de gratitud. La narración se serena y se aproxima el desenlace feliz: Caín, el hombre del crimen brutal, del cinismo embustero, es la prueba viviente de que es posible el perdón, justificando así la esperanza en la renovación, ya que no en el destino del hombre. No obstante, el enigma subsiste: ¿Por qué mató Caín? ¿Qué fuerza le empujó al asesinato? Por una vez el relato bíblico nos proporciona, dentro de su sobriedad, más elementos de respuesta que las narraciones midrásicas. Volvamos a Abel. Hemos plantado su posible responsabilidad-¿complicidad?-: si Caín debía matar, dijimos, ¿por qué merecía Abel dejarse matar? Releamos el texto: Dios acepta las ofrendas de Abel pero no las de Caín, que sufría por ello y se hundía en la amargura.

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Dios agravó su penan fingiendo ignorancia, hablando del porvenir con olvido del pasado, haciendo, pues abstracción de su dolor. Caín no contestaba, encerrándose en el silencia de la desesperación., estaba resentido con Dios pero no con su hermano. Todavía no. Le perdonaba que le hubiera robado la idea y el gesto, que le hubiera aventajado llevando ofrendas mejores que las suyas. Cuando necesitaba hablar, desahogarse, no se volvía hacia Dios ni hacia sus padres sino hacia su hermano: Vaiomer Cain el Hébel ajiv, rehusando el diálogo con Dios, Caín dialoga con su hermano. No sabemos qué le decía. Tal vez se limitaba a repetir las palabras que acababa de oír, o cualquier otra cosa, qué más da. Caín, agobiado, quería y debía desahogarse, eso era todo. Sólo deseaba tener alguien con quien hablar y en quien confiar, para distraerse o para liberarse, para sentir una presencia y romper su soledad. Tener un hermano, un aliado frente a Dios. ¿Y Abel? Nada. Abel no se inmutaba. No hace nada por consolar a su hermano, para alegrarle, para tranquilizarle. Es responsable del abatimiento de Caí y no hace nada para ayudarle. No lamente nada ni dice nada. Está simplemente ausente, está ahí sin estar. Sueña, sin lugar a dudas, con mundos mejores y cosas sagradas. Caín le habla y no le escucha, o le escucha pero no le oye. Ésa es la culpa de Abel. Nadie puede volver la espalda a la injusticia. El que sufre tiene prioridad porque su sufrimiento le da ese derecho frente a ti. Cuando alguien que no ere tú llora, tiene derecho sobre ti, incluso si su aflicción viene de nuestro Dios común. Cuidar a un hombre que sufre es un deber más urgente que pensar en Dios. Demasiado débil para combatir a Dios, el hombre no lo es para defender a su prójimo o, cuando menos, para restañar sus heridas. Abel no hizo nada y ése fue su pecado¿Entonces, qué? Si Abel es culpable, ¿debemos entender que Caín es inocente? En absoluto. Caín debió entender la trágica condición de su hermano menor: ser el elegido de Dios no es menos doloroso y apremiante que sufrir su ira.

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Si el hombre castiga a los que le aman, Dios castiga a los que ama. En ambos casos el castigo es injusto; vivir con Dios no es menos angustioso que vivir sin él o contra él. Al ver la mano divina tendida a hacia Abel en un gesto de consolación o, tal vez, de elección, Caín debió compadecerlo: el hombre paga caros los favores del cielo. Al envidiar a Abel y negarse a comprenderle y amarle a pesar de todo, al juzgarle y renegar, por lo tanto, de él, Caín se haría culpable. Ya era culpable antes del crimen; su homicidio no hará sino llevar hasta el paroxismo lo que ya era. Quizá quería quedarse solo: hijo único, y, después de la muerte de sus padres, hombre único. Al igual que Dios, cree que debe ofrecerse un sacrificio humano como holocausto. Cruel como él, extraño como él, justiciero como él y, como él, presente y ausente a un tiempo, ausente por presencia, presente en su ausencia. Caín mató para convertirse en Dios, para matar a Dios. Deseoso de realizar alguna transfiguración. Caín habría intentado desfigurar a la humanidad convirtiéndola, a través de su crimen, en culpable a escala absoluta. Habría matado por matar, por destruir lo existente, para asesinar al hombre. Todo hombre que se cree Dios acaba por asesinar hombres. Pero seamos justos y estudiemos la hipótesis inversa; ¿Y si Caín hubiera matado para el hombre, es decir, para demostrar que el hombre puede usurpara la función de la muerte y permanecer humano? Esta actitud parece inaceptable, y no es judía. Lo que cuenta en la tradición judía es el acto. Un santo que mata es un homicida. Un predicador que tortura es un sádico. No se juega con la vida ajena. No se mata nunca para el hombre, ni para Dios. Todo homicidio va contra el hombre y contra Dios. Caín, hijo del primer hombre, perdió sus privilegios en el momento en que se manchó las manos de sangre. La palabra hermano aparece con frecuencia en el texto, lo cual parece superfluo, puesto que ya sabemos que son hermanos.

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Pero el vocablo se repite para subrayar un principio fundamental; aquel que mata, mata a su hermano y, cuando uno ha matado, ya no es hermano de nadie, sino enemigo de todos. Esto nos lleva a la profundidad del relato; la responsabilidad. Ambos hermanos son responsables uno del otro. Ni uno ni otro son completamente culpables ni totalmente inocentes, ya que los dos son, en su medida indiferentes para con el otro. Cuando Dios le pregunta a Caín: ¿Dónde está tu hermano Abel? Caín contesta; Lo yadati, ¿hashomer aji anóji? “No lo sé; ¿soy acaso el guardián de mi hermano? Con el espíritu del Midraš podríamos cambiar la puntuación del versículo y suprimir la coma, el corte: no sabía que debía ser el guardián de mi hermano. Su respuesta parece, en efecto, irrisoria: sabe ya que Dios lo sabe, ¿para qué seguir mintiendo? ¿Para qué iba a hundirse aún más añadiendo la mentira al crimen? Su respuesta era ya una línea de defensa. No le podemos juzgar porque ignoraba la ley y no era consciente de su responsabilidad. Ahora ya sabe, pero es demasiado tarde para volverse atrás: Abel está muerto y la muerte, al igual que la vida, depende del absoluto. Lo cual significaría, en un último análisis y teniendo en cuenta el uso de la palabra anóji (reservada a Dios); que el hombre es responsable de su prójimo, de sí mismo y de Dos. Lo que haga compromete a alguien más que su persona. Un Midraš sobrecogedor lo demuestra claramente; está escrito: la voz de la sangre de tu hermano está clamando a mí desde las entrañas de la tierra; no leas a mí, sino sobe mí. Lo que has hecho, Caín los has hecho también en mi nombre, me asocias a tus proyectos y delirios, me conviertes en responsable de mis actos como yo te convierto en responsable de mi creación. Si la primera muerte de la Historia queda registrada en nuestra memoria como un homicidio, es para señalar que la muerte es una injustica. Quizá Caín mató para protestar contra la muerte.

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Tenemos pues a nuestro héroe con una nueva fisonomía; la del rebelde. Rehabilitado de este modo. Caín resultaría ser el primer revolucionario idealista o nihilista; se rebela, no contra sus padres, sino contra Dios, contra Dios en nombre de sus padres. Es una idea tentadora. Me gustaría pensar que Caín obró por amor, para vengar el honor de sus padres, a los que amaba apasionadamente, para protestar contra su desgracia. Creía, sin duda, que Dios les había castigado injustamente, lo veía cada vez que observaba a su anciano padre abrumado por la nostalgia y a su madre llorando. Eso le afectaba y le indignaba hasta el punto de gritar, dice el Midráš, que en este mundo no hay juez ni justicia. Me gustaría poder creer que Caín no se alzó contra su hermano sino contra Dios, cuyos caminos le parecían incompresibles e intolerables. Mató a su hermano para eliminar el hombre resignado y pasivo. Él no podía vivir como si no pasara nada. No quería parecerse a Abel, que hacía abstracción del ultraje de que fueron objeto sus padres. Caín mató para llevar la injusticia inmanente hasta sus últimas consecuencias, absurdas, como para gritarle a Dios; ¿Es eso lo que quieres? ¡Muy bien! ¡Llegaré hasta el fin! ¿No te guasta tu propia Creación? De acuerdo, te ayudaré a aniquilarla. El Midraš dice que Caín quería restaurar el cao original del universo. Y, de pronto, comprendemos a Caín. Un Caín trágicamente consciente de sus fallos, profundamente humano, sensible al dolor, a las lágrimas y a los silencios. Después de descubrir el mal y la fatalidad en la Creación, de descubrirlos en sí mismo, de ver que el hombre vaga por un camino plagado de obstáculos y trampas, ante la pobreza de sus medios y la magnitud de su solidad, Caín desesperado, decidió concluir en el acto; más valía poner fin a esa mísera aventura humana antes que esta engendrara nuevas injusticias de proporciones infinitamente más terribles.

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Caín mató a su hermano-la mitad del género humano-por desilusión y, quizá, llorando por los hombres y por sí mismo. ¿Cuál fue su objetivo? Destruir la Creación y desarraigarla. ¿Cuál fu su razonamiento? Si el hombre es esto, yo no quiero compartir su suerte; si esto es la vida, yo no la quiero. Caín mató a Abel, pero no fue más que el primer paso, para seguirle a través de la muerte. Todo homicidio es un suicidio; Caín mata a Caín en Abel. Si, por supuesto, me gustaría poder creerlo. Pero el texto no nos permite galopar demasiado lejos. Caín no se mató. Después de su juicio fundó un hogar. Tuvo hijos que vivieron y tuvieron hijos a su vez. Abel murió para nada y Caín mató para nada. Su historia común es una historia absurda que bien pudo no haber sucedido. Luego, el viejo Adán vuelve a aparecer en escena y nos sorprende con su vigor y su audacia. A pesar del holocausto que ha diezmado a su familia, es padre por tercera vez. Eva le da un hijo, Set. ¿Cómo se decidieron? ¿Para qué volver a empezar en un universo marcado por el sello de la violencia y aplastado por el odio? ¿Con qué derecho condenaron a su nuevo hijo a vivir y a sufrir? Habrá que suponer que Adán y Eva desearon ese tercer hijo por consideración hacia sus descendientes lejanos. Sin Set arrastraríamos todos una carga eterna: seríamos herederos, si no sucesores, de Caín, sólo de Caín, puesto que su hermano murió soltero y sin hijos. Así la Torá nos desliga del asesinato poniendo fin a su vida u a su estirpe. Muerto a manos de Lamec, Caín desaparece de la Biblia y su historia queda cortada por lo sano. La Torá no volverá sobre ella. Comienza un nuevo capítulo: he aquí los orígenes de los hombres, que nos aproxima a un nuevo comienzo, totalmente distinto.

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Podemos, con absoluta buena fe, apelar a Set, que no participo para nada en el drama que desencadenaron sus hermanos. Volvamos a nuestra primera pregunta: ¿Fue culpable Caín? Hay que contestar con un sí rotundo. A pesar de todo lo que quiso tal vez realizar con su crimen., Caín no puede, desde el punto de vista de la tradición judía, invocar atenuantes. ¿Sufrió? ¿Fue Dios injusto con él? No tenía más que decírselo. Dios le había preguntado ¿Por qué estás enfurecido? Caín habría podido contestar y decir lo que le agobiaba a. ahora bien, prefirió callarse, envenenar su ira callada y convertirla en odio. Al obrar así se despojaba a sí mismo del derecho de juzgar a Dios matando a su hermano. Por otra parte, incluso si su rebelión contra Dios estuviera justificada, su homicidio no lo estaría nunca. Nadie tiene derecho a sacrificar el futuro, y menos el futuro ajeno; nadie tiene derecho a servirse de otro como si fuera un instrumento o una abstracción. Un homicidio no se justifica nunca aunque se cometa para forjar un futuro mejor. Tal vez Caín soñó en salvar al género humano de sufrimientos venideros, pero Abel pagó el precio. Ningún hombre se encuentra solo en la Historia, todo hombre es la Historia. Eso es lo que enseña la tradición judía. Caín no tenía derecho a decidir por nosotros y menos aún, por Abel. El que destruye lo hace en presente pero su culpabilidad le sobrevivirá. Caín tenía quizá las mejores intenciones del mundo y quizá su visión era purísima, pero erró al negar, al repudiar la vida, incluso la vida que llevaba dentro de él o que le llevaba a él. Si Caín hubiera elegido la palabra en vez d la violencia, si le hubiera hablado a Dios así: -Señor del universo, atiéndeme. Tú eres mi testigo, como yo lo soy tuyo, tú ere mi juez y yo tengo miedo, tengo miedo de juzgar. Reconoce, no obstante, que tengo toda la razón del mundo al proclamar mi ira y mi turbación; tengo todos los recursos para enfrentar mi injusticia a la tuya; debes reconocer que podría herir a mi hermano como tú castigaste a mi padre, que es mi obligación protestar contra las pruebas a que sometes a los hombres.

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Podría anegar a la humanidad en su propia sangre y en mi propio llanto y acaba así con esta farsa y tal vez tú me estés incitando a ello. ¡Pero no lo haré, no destruiré, óyeme bien, no mataré! Si Caín hubiera hablado así, qué diferente hubiera sido la Historia. No hubiera sido la aventura desesperada de dos hermanos que se confirmaron a sí mismo el uno matando y el otro dejándose matar, sino la gesta amorosa y apasionada, pura y purificador de una humanidad hecha de nobleza y fervor. Si Caín hubiera elegido el testimonio en lugar del derramamiento de sangre, su destino hubiera sido nuestro modelo e dial y no la imagen de nuestra maldición. En vez de sugerir la muerte, seguiría siendo nuestro hermano y evocaríamos su figura; no con temor, sino con orgullo.

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Era la víspera de la Pascua y Adán descansaba junto a su familia. Volviéndose hacia sus dos hijos les dijo: Llegará un día en que los hijos de Israel dedicarán esta noche a celebrar mi alianza con Dios y a conmemorar su liberación, y le presentarán ofrendas y sacrificios. Haced vosotros ahora lo que ellos harán cuando llegue el día. Caín y Abel obedecieron. El primero ofreció a Dios lo que le sobraba y el segundo lo mejor que tenía. Y Dios aceptó el gesto de Abel y rechazó el de Caín. Y Caín habló a Abel diciendo: -Dicen que el mundo lo gobierna la gracia, peo no es cierto. Dicen que lo que cuanta son las buenas acciones, pero tampoco es cierto. Te digo que la Ley está deformada, desvirtuada por la adulación, y lo que ocurre lo demuestra irrefutablemente. Tu adulas a Dios y el te favorece por ello. -No digas eso, contestó Abel. Dios es justicia y su justicia es inmutable. Si Dios me favorece es porque mis actos son mejores que los tuyos. -Me niego a creerlo. En verdad que no hay aquí en la Tierra ni juez ni justicia, y el mundo del más allá no existe. -Dios es justo y su verdad es justa, dijo Abel. Y al mundo terrenal le corresponde un mundo celestial, y los justo recibirán su recompensa y los impíos su castigo.

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Durante esta discusión Caín mató a su hermano Abel. El cadáver de Abel custodiado por su fiel perro pastor, permaneció mucho tiempo entre los guijarros y la hierba mala, expuesto al viento y al sol, mientras Adán y Eva lo contemplaban lamentándose y no sabían qué hacer con él. Entonces un cuervo que acaba a de perder a su compañera decidió explicárselo. Cavó muy despacio un agujero en la tierra y depositó en él a su compañera muerta. Al observarlo dijo Adán: -Haremos como el cuervo. Y enterró a su hijo. Pero no lo abandonó el dolor. Vivió durante ciento veintisiete años sin afán ni alegría. Fue tan grande su tristeza que evitaba a su mujer y Dios tuvo que recordarle que el mundo aguardaba para poblarse y que la vida le había sido otorgada para que la transmitiera. Entonces Adán y Eva se unieron de nuevo. Y Dios dijo a Caín: -Puesto que te has arrepentido, no te quedes más aquí, márchate. Y Caín se fue al destierro. Allí donde pisaba, el suelo temblaba bajo sus plantas como si renegara de él. Y por doquier los animales se precipitaban a devorarle para vengar la sangre de su amigo Abel. Para protegerle y ponerle abrigo, Dios estampó en su frene una señal en forma de sol. No, dijo Rabí Nehemías, en forma de furúnculo. No, dijo Rav, Dios le dio un perro para guardarle. No dijo Abba Yossi: le hizo crecer un cuerno sobre la frente, para recordar a los hombres que pueden matar y arrepentirse.

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Cuenta que Asmodeo, rey de los demonios, visitó al rey Salomón y le preguntó: ¿Quieres que te enseñe algo que no has visto nunca? Salomón dijo sí. Entonces el visitante sumergió su brazo en el espacio y el tiempo y trajo a un hombre que tenía dos cabezas y cuatro ojos. Aterrado, el rey lo llevó a sus aposentos y le preguntó: -¿Quién eres? ¿De quién eres hijo? -Soy descendiente de Caín -¿Dónde vives? -En un lugar que llamáis Tevel -¿Tenéis sol y luna? -Desde luego, contestó el hombre de dos cabezas y cuatro ojos. Aramos los campos y aguardamos la cosecha, como vosotros y, como vosotros, apacentamos el ganado. -¿Por dónde amanece el son en vuestra tierra? Preguntó el rey Salomón. -Amanece por el oeste y se pone por el este. -¿Rezáis oraciones? -Desde luego. Tenemos oraciones muy hermosas y alabamos al Señor por la sabiduría con que dirige el universo. -¿Quieres quedarte con nosotros o volver con los tuyos? -Quiero volver con los míos. El rey Salomón llamó a Asmodeo, rey de los demonios, y le ordenó que volviera a su tierra al descendiente de Capín. Pero Asmodeo movió la cabeza y dijo: -Desgraciadamente eso no entra en mis poderes. Sentencia: ¿El verdadero castigo de Caín? Olvidó el Sábat.

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EL SACRIFICIO DE ISAAC: HISTORIA DE UN SUPERVIVIENTE

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Ésta es una historia sobrecogedora en la que domina el miedo. El miedo y la fe. El miedo y el desafío. El miedo y la risa. Es aterradora y se ha convertido en consuelo para todo aquel que la asume y, al transmitirla, la inserta en su propia experiencia. Es una historia que contiene el destino judío en su totalidad, del mismo modo que la llama está contenida en la chispa que la hizo brotar. Encontramos en ella todos los grandes temas, todas las pasiones, todas la obsesiones de esa aventura llamada judaísmo: la angustia del hombre frente a Dios, su búsqueda de la pureza y de los significados, su desgarramiento entre la fe absoluta y la justicia absoluta, entre la necesidad de obedecer a Dios y la de desobedecerle, el ansia de libertad y el ansia de sacrificio, el deseo de justificar la esperanza y la desesperación mediante la palabra y el silencio, la misma palabra y el mismo silencia. Todo está ahí. La forma del relato, que no tiene parangón en el Libro de Libros, austero y potente, deja sin aliento. Cada palabra se hace eco hasta el infinito, evocando conflictos y dramas, revelando el ambiente, apoyándose en un antes y prolongándose en un después, para culminar en un efecto dramático que confiere a los personajes un cariz humano, una dimensión distinta.la situación, de implicaciones metafísicas, es siempre real y su gravedad puede llegar a quemarnos. Esta historia tan antigua sigue siendo nuestra y lo seguirá siendo en lo más íntimo. Todos estamos destinados a participar en ella.

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¿Cómo? ¿Somos Abraham o Isaac? Somos Jacob, es decir, Israel. E Israel comenzó con Abraham. Releamos el texto. Érase una vez un hombre fuera de lo corriente, llamado Abraham, que poseía todos los dones y virtudes y que era merecedor de toda la gracia; mensajero de Dios en medio de hombres demasiado vanidosos, demasiado ciegos para reconocer su gloria. La tradición le pone por encima de Moisés, cuya Ley observó, e incluso e Adán, cuyos errores corrigió. Abraham: el primer enemigo de la idolatría. El primer joven airado. El primer rebelde que se sublevó frente al “sistema”, a la sociedad y la autoridad. El primero que desmitificó los tabúes oficiales y que derogó las prohibiciones rituales. El primero que rechazó la civilización para constituirse en minoría de uno. El primer creyente. Solo contra todos, se enfrentó al fuego y a la muchedumbre al afirmar que Dios es uno y que se le encuentra donde se le invoca y que el secreto celestial se uno al secreto humano. Y, a pesar de ello, a pesar de su fe absoluta en Dios y su justicia, y también en su bondad, no vaciló un momento en ponerlas en tela de juicio para dos ciudades condenadas: ¿Cómo puedes tú, Dios justo, verdadero y caritativo, cometer una injusticia? Fue el primero que se atrevió a decirlo y Dios le oyó y le respondió, pues, al contrario de Job, Abraham no intercedió por sí mismo sino por otros. Dios le perdonó todo a Abraham, incluso sus preguntas. Dios es Dios y Abraham su fiel servidor y cada uno confiaba en el otro; Abraham demostró con creces su fidelidad. Dejó la casa de sus padres, luchó contra príncipes y ejércitos, padeció hambre y exilio, pasó por el oprobio, la hoguera y la noche y su fe jamás vaciló. Dios le prometió el futuro y le dio un hijo, fundador de una estirpe, portador y símbolo de gracia y bendición. Un día Dios decidió probarle por décima y última vez: Toma a tu hijo y ofrécemelo en sacrificio. La palabra es ola, que significa ofrenda consumada, holocausto.

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Abraham obedeció sin discutir, sin intentar comprender o contemporizar, sin una palabra, sin una lágrima. No dijo nada a nadie, ni siquiera a su mujer Sara. Simplemente aguardó a la mañana siguiente y dejándola dormida, aparejó el asno y partió hacia el monte Moria en compañía de su hijo y de sus dos criados. Después de andar durante tres días- que según Kierkegaard, fueron más largos que los cuatro mil años que median entre nosotros y el suceso-, padre e hijo escalaron la montaña dejando atrás asno y criados. Una vez en la cumbre levantaron el altar y dispusieron el ritual. Todo estaba a punto: la leña, el cuchillo, el fuego. El sacrificar y la víctima se miraban a los ojos. Durante un instante la Creación entera retuvo el aliento. El mismo miedo invadía a padre e hijo. El Midraš nos describe el miedo de Isaac. Tendido sobre el altar, atado de pies y manos, Isaac vio el Templo de Jerusalén destruido y reedificado; en el momento de la prueba suprema Isaac comprendía que lo que le ocurría a él le ocurriría a otros y que la historia no tenía fin y que a sus hijos les tocaría también padecerla. Siempre pasarían por el suplicio. En cambio, la angustia del padre no tenía que ver con el futuro; al sacrificar a su hijo para obedecer a Dios Abraham sabía que, de hecho, sacrificaba su conocimiento de Dios y su fe en Él. Si Isaac moría, ¿a quién transmitiría el padre esa fe y ese conocimiento? El fin de Isaac significaría el fin de una aventura prodigiosa: el primero habría sido el último. No hay angustia más dura y más devastadora: “He vivido, sufrido y hecho sufrir para nada”. Y acontece el milagro. La muerte queda vencida y la fatalidad revocada. El fino del cuchillo que pudo cortar el hilo de la estirpe e impedir el nacimiento de Israel, se detiene. ¿Queda con ello resulto el misterio? Todo lo contrario. Al leer la literatura midrásica lo sentimos aún más sobrecogedor y más inquietante. La cuestión no estriba en saber si Isaac va a salvarse, sino en la posible reproducción del milagro, por cuántas veces, por qué razones y a qué precio.

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De niño releía yo esa narración con el corazón angustiado y sentía que un temor oscuro me invadía u me arrastraba lejos. No entendía a ninguno de los tres personajes. ¿Por qué Dios, padre misericordioso, exigió de Abraham una lección inhumana? ¿Y por qué Abraham aceptó? ¿Y por qué se mostro Isaac tan sumiso? ¿Por qué consintió en dejarse sacrificar sin nadie se lo ordenó directamente? No entendía: si Dios necesita del sufrimiento humano para su mayor gloria eterna, ¿cómo puede el hombre imaginar un fin para ese sufrimiento? Si la fe en Dios pasa por al autonegación, ¿cómo puede pretender esa fe la educación y la mejora del hombre? Preguntas lacerantes, sobre todo para un adolescente, porque no puede remitirse al contexto pecado-castigo a que nos tiene acostumbrados cualquier mentalidad religiosa. No obstante un Midraš lo hace. ¿Por qué Abraham sufrió tanto en el monte Moria? Porque prefería a su hijo Isaac más que a su primogénito Ismael. Es una hipótesis que “justifica” la orden que Dios dio a Abraham y que, de otro modo, nos parece incomprensible. Releámosla. Dios dijo a Abraham; Kaj na et binjá et iejidjá asher ahávta et Yitzjak, “coge a tu hijo, a tu unigénito, a quien tanto amas, a Isaac, y ofrécemelo en holocausto”. ¿Unigénito? ¡Es un error! ¿E Ismael? ¿Le olvidó Dios igual que le olvidó Abraham? Para encauzarnos hacia la idea de culpabilidad del padre con su primogénito-culpabilidad que comportará el castigo- no tenemos más que modificar la puntuación de la frase: Kaj na et binjá, “coge a tu hijo (como) al único que amas, a Isaac, y ofrécemelo en holocausto”. El vocablo iejidjá- “unigénito”-no queda desmentido por los hechos.

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Pero no se trata de gramática, ni siquiera de moral inmanente. Si se hubiera tratado simplemente de expiar una falta o una injusticia, el sacrifico no hubiera constituido una prueba tan excepcional; en aquellos tiempos ese tipo de inmolación era corriente entre los pueblos de la zona. Admitamos incluso por un instante que Dios hubiera querido castigar al padre culpable; ¿Por qué había que infligir un castigo peor-castigo supremo- a su hijo? Abraham hubiera podido formular la pregunta, ya que tuvo la audacia de discutir con Dos a favor de Sodoma y Gomorra. Según el Midraš conocía y observaba los mandamientos y leyes del Torá; ¿no sabía acaso que, al matar, mutilaba la imagen de Dios? ¿No sabía que más vale morir que matar? Él, que lo sabía todo, ¿no sabía que, según la tradición judía, Dios debe respetar su propia Ley sin olvidar la más conminatoria de las leyes? : ¡No matarás! ¿O acaso hay que pensar en una motivación más humana del extraño comportamiento de Abraham? ¿El resentimiento inconfesado del padre hacia el hijo que le sobrevivirá? ¿O la necesidad que siente el hombre de matar lo que ama? De tan impenetrable suceso brotan tantas preguntas que lo convierten en uno de los grandes hechos históricos, un misterio tan denso que no sólo recubre los hechos, sino también los nombres de los personajes. ¿Por qué Abraham, sacrificador frustrado, paso a ser símbolo de gracia Jesed-, de compasión y de amor en nuestras oraciones? ¿Símbolo de amor y está dispuesto a degollar a su hijo? E Isaac, ¿por qué se llamó Isaac? ¿Yitzjak? ¿El que reirá? ¿De quién, de qué iba a reírse? ¿O el que hará reír, como creía Sara? ¿Por qué el personaje más trágico de la historia bíblica recibió tan extraño nombre?

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Se han dedicado centenares de obras a esa escena, la Akedá, vocablo que recuerda que Isaac se encontró atado sobre el alta, y que se traduce erróneamente por “sacrifico” de Isaac. Señalemos, de paso, el papel que desempeña en el cristianismo; lo que amenazaba a Isaac constituye una premonición de la crucifixión. Pero en el monte Moria no se consumó el sacrificio; el padre no abandona su hijo y, desde luego, no lo abandonó a la muerte. Ésa es la distancia que media entre el Moria y el Gólgota. Según la tradición judía, la muerte no es un instrumento que el hombre emplea para glorificar a Dios. Todo hombre constituye un fin por sí mismo, una eternidad viviente; nadie tiene derecho a sacrificarlo, ni siquiera para honrar a Dios. Si Abraham hubiera matado a su hijo, no se habría convertido en nuestro padre y mediador. Para el Judío la verdad brota de la vida, no de la muerte. La crucifixión representa para nosotros un paso hacia atrás, no hacia adelante; en la cima del monte Moria el vivo sigue vivo, lo cual pone fin a una era de homicidio ritual. Al invocar la Akedá invocamos la gracias, mientas que el Gólgota sirvió de pretexto a través de los siglos para matanzas sin cuenta de padres e hijos a fuego y espada, en nombre de una palabra que quería ser amor. Cerremos el paréntesis y sigamos a Abraham. ¿Qué sabemos de su vida y d su persona? Muchas cosas que nos cuenta la Biblia y que amplía el Midraš; ambos nos proporcionan cantidad de detalles preciosos y pintorescos relativos a su actividad pública y privada. Nos hablan de sus costumbres, estados de ánimo, dificultades con sus vecinos, criados y concubinas. Era rico, hospitalario, amistoso, expresivo; acogía en su hogar a los desconocidos sin preguntarles su identidad ni los motivos de su visita; acogía a los hambrientos y ayudaba a los pobres, ya fueran ángeles o mendigos, ofreciéndoles cobijo y alimentos.

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El Midraš hace hincapié en sus cualidades físicas. Valeroso, incluso temerario, era el primero en la batalla y sólo perdió una en la que la superioridad numérica del enemigo era, en verdad, excesiva; cuarenta y cinco mil generales, ochenta mil héroes aguerridos y sesenta mil soldados fueron necesarios para vencerle. Era un hombre poderosos y temido, casado con la mujer más hermosa del mundo, que solía acompañarle en sus viajes; recordemos que, al llegar a Egipto, la presentó como su hermana. Pero nos damos cuenta también de que era un hombre inquieto, que no permanecía en un mismo lugar durante mucho tiempo, siempre andaba en busca de nuevas emociones y certezas y aborrecía la rutina. Iba de Aram a Canaán y llegaba a veces hasta Damasco, persiguiendo enemigos para medirse con ellos. Era un gran explorador que se enfrentó con reyes y bandidos y los venció para quebrantar su soberbia. No obstante, su aventura más prodigiosa fue su encuentro con Dios, un encuentro que resultó ser elección premeditada por ambas partes. Se hablaron de igual a igual. Ani yejidi veata yejidi, declaró Dios según el Midraš. “Soy único y tú eres el único en saberlo y proclamarlo.” Sus conversaciones estuvieron, desde ese día, marcadas por la ferocidad de lo absoluto; serán a un tiempo, socios y cómplices. Antes, dice la leyenda, Dios reinaba únicamente en los cielos y fue Abraham quien trajo su reino a este mundo. Puesto que el interlocutor de Dios no puede ser un hombre mediocre, el Midraš confiere a Abraham títulos y cualidades innumerables: poseía el poder de un monarca, la serena sabiduría de un justo y el lenguaje ardiente de un profeta o de un sumo sacerdote. Hablaba todas las lenguas, dominaba todos los oficios y tenía acceso a los secretos en los que ningún hombre anterior a el penetró o entrevió siguiera. ¿Por qué recibió el sobrenombre de Haivri, “El Hebreo”? Según una fuente, el vocablo Ivri procede de la palabra ever que significa “lado”: Abraham estaba de un lado y el mundo entero de otro.

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Segunda explicación con nota de humor; a Abraham le llamaban el Hebrero simplemente porque hablaba con Dios en hebreo. Entonces, se preguntan nuestros sabios, si Dios y él se querían tanto y si colaboraban tan estrechamente, ¿Por qué la prueba, por qué el suplicio? Porque Dios se ensaña con los fuertes; los débiles no resisten o resisten mal y no ofrecen ningún interés. Pero ¿para qué resistir si Dios sabe de antemano el resultado? Respuesta: Dios lo sabe, pero el hombre no. La mayoría de los comentaristas opinan que las pruebas se concibieron para el bien de Abraham, para ponerlo de ejemplo a los pueblos del mundo y atraerle la veneración de sus jefes, y también para curtirle y hacerle consciente de su fuerza y de sus posibilidades. Hay otra explicación que no resulta muy original y que recurre a un viejo conocido del que siempre se echa mano en caso de duda: Satán, fuente de todo mal, suprema tentación, respuesta fácil, chivo expiatorio, jugador astuto, descarado embustero, siervo de manos sucias que cara con culpas y anatemas en vez del Señor. ¿El sacrificio de Isaac? Dios no tuvo nada que ver en ello, fue obra de Satán. Dios no quería esa prueba y Satán la exigió. Fue Satán quien urdió ese juego inhumano y de él es toda la responsabilidad; Satán, como siempre, la coartada ideal. Al igual que hizo con Job- a quien se compara a menudo con Abraham por varios motivos-, Satán empleó el chismorreo para deformar la historia, adornándola al mismo tiempo. A su vuelta de un viaje de inspección por la Tierra presentó su informe al Señor y le contó sus impresiones hasta llegar a su visita sorpresa a la casa de Abraham, que celebraba el nacimiento de su bienamado hijo Isaac. Alegría, banquetes, festejos, exagera Satán según su costumbre. ¿Y no sabes acaso, señaló el tentador con perfidia, que tu fiel siervo Abraham se ha olvidad de ti? Se le ha subido la felicidad a la cabeza y ha olvidado reservarte una ofrenda; no piensa más que en su alegría como si de ti no procediera>, da de comer a todos su invitados pero ni siquiera te ha sacrificado la oveja más joven para demostrarte su gratitud.

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Y Dios, escéptico, contestó: “Te equivocas al recelar de mi fil Abraham; él fiel, me ama y me daría cuanto posee, incluso su hijo si yo se lo pidiera”. ¿Lo creer así?, dijo Satán; yo no. Ante la provocación Dios se creyó obligado a aceptar el desafío. La continuación está en la Escritura. La narración bíblica posee una pureza, un rigor y una intensidad ejemplares, sin palabras superfluos ni gestos inútiles. Las imágenes son conmovedoras y el lenguaje austero. Los diálogos son como pedernales que no pueden evocarse sin sentir un nudo en la garganta. “…Después de todo esto quiso probar Dios a Abraham, y llamándole, dijo: Abraham.” Y éste contestó: “Heme aquí” Y le dijo Dios: “Anda, coge a tu hijo, a tu unigénito, a quien tanto amas, a Isaac, y ve a la tierra de Moria, y ofrécemelo allí en holocausto sobe uno de los montes que yo te indicaré” Esta vez Abraham no contestó “heme aquí”; no contestó nada. Volvió a su casa, se acostó y durmió. Se levantó al amanecer, llamó a su hijo y a sus criados y se puso en marcha. Al cabo de tres días- al cabo de un silencio que duró tres días-vio el lugar señalado. Se detuvo y dejó asno y servidores. Abraham entregó la leña a su hijo y él mismo llevó el cuchillo y el fuego: “y siguieron ambos untos”. Esta frase lo dice todo; iban a enfrentarse a la muerte, pero juntos, sintiéndose unidos cuando ya todo los separaba. Dios les aguadaba y se dirigieron juntos hacia él. Pero Isaac, que aún no había abierto la boca, se volvió hacia su padre y le dijo una sola palabra: padre, Por segunda vez Abraham contestó “Heme aquí”. ¿Resulta del silencia esta afirmación dolida y tranquila? Isaac sentía un vago malestar y quería comprender, o por lo menos, quedarse tranquilo. Dijo: veo el fuego y la leña, pero ¿dónde está el cordero prometido a Dios? Súbitamente azaroso y tímido Abraham esquivó la respuesta; Dios proveerá el cordero.

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Y otra vez “siguieron juntos los dos” siguieron andando, solos en el mundo, cercados por un designio insondable de Dios, pero “juntos”. La réplica multiplica la intensidad dramática del relato y le da un sonido nuevo. Siguieron andando, solos en el mundo, cercados por un designio insondable de Dios, pero “juntos”. La réplica multiplica la intensidad dramática del relato y le da un sonido nuevo. Isaac empezó a adivinar, a comprender. Ya lo sabía. Padre e hijo permanecieron unidos y juntos alcanzaron la cima, juntos levantaron el altar, juntos prepararon la leña y el fuego. Todo estaba dispuesto y nada se movía. Tendido sobre el altar, Isaac escrutaba a su padre en silencio. De pronto, Abraham se apoderó del cuchillo y se dispuso a consumar el sacrificio. Y en aquel momento un ángel se dirigió a él diciéndole; “Abraham”. Y Abraham dijo por tercera vez “Heme aquí”, soy el mismo, el mismo que respondió a tu primera llamada; ahora respondo a tu llamada, sea cual sea, y si la llamada ha cambiado, yo no. Bien está lo que bien acaba. El sacrificio se consumó pero Isaac vivió y fue un carnero el que murió degollado y quemado en su lugar. Abraham reencontró a su hijo y se reconcilió con su conciencia. El ángel, en éxtasis, le repitió las luminosas promesas; sus hijos serían herederos de la tierra y tan numerosos como las estrellas que se reflejan en el mar. Abraham volvió a ver la visión grandiosa que le recordaba una vez más su alanza con Dios. No, el futuro no había muerto. No, la verdad no se ocultaría. No, el exilio no duraría eternamente. Abraham debía volver feliz y tranquilo, pero el relato concluye con una frase extraña que abre de nuevo las heridas en vez de cicatrizarlas; Vaiáshav avraham el nearáv “regresó Abraham a donde, estaban los criados”. Fijémonos en el verbo: Vaiáshav, “regresó” en singular. Abraham regresó solo. ¿E Isaac? ¿Dónde estaba Isaac? ¿Por qué no se fue con su padre? ¿Qué le ocurrió? ¿Debemos entender que padre e hijo ya no estaban juntos? ¿Qué lo que acababan de vivir –juntos-los separó brutalmente? ¿Qué Isaac había cambiado? ¿Qué estaba resentido con su padre? ¿O que parte de su ser quedó allí, sobre el altar? Preguntas graves y torturadoras que parecen apasionar al Midraš, en el cual el tema en cuestión ocupa un lugar tan importante como la creación del mundo o la Revelación del Sinaí.

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El Midraš no se contenta con enumerar hechos y comentarlos, sino que explora el corazón y los silencios de los personajes, los examina bajo todos los ángulos, los persigue hasta lo más hondo de sí mismo e imagina lo inimaginable. El prólogo se centra en un solo personaje: Abraham. El único que sabía lo que iba a ocurrir le dijo a su mujer: Isaac y yo vamos a rezar. Le dijo a su hijo; vamos a recogernos a estudiar. A solas con su secreteo-y el único que sabía de él- no quería compartirlo. Sara n participó en la acción y tampoco Isaac. Existían, pero su presencia carecía de apoyo. En cuanto a Dios, sólo se hallaba presente a través de la mentira de Abraham. Se sabe que Dios estaba allí, que miraba, escuchaba y aguardaba; se sabe porque Abraham mentía por él y disimulaba su temor y su dolor. ¿Qué iba a hacer? ¿Qué partido tomaría, el de Dios o el de la víctima? Alguien sabía la respuesta. Sara e Isaac no sabían ni la pregunta. Aún no. Pero Satán lo sabía y, en aquel momento, parecía más próximo a Dios que a los hombres. Con su aparición la acción da un salto adelante. No obstante, su conducta parece coherente. Había sugerido-mejor dicho-exigido- el sacrificio de Isaac y, de repente, hacía todo lo posible para sabotearlo. Después de influir en Dios trataba de influir en Abraham. Oigamos el Midraš; ¿Adónde vas?, le preguntó Satán.-A rezar, contestó Abraham-¿Vas a rezar con un cuchillo en la mano, con fuego y leña? Nadie va a rezar cargado de esta forma. – Quizá, aclaró Abraham, nos hayamos demorado. Un día o dos, tal vez tendremos que sacrificar un animal, atender a las comidas, prepararlas y más vale ir provisto d lo necesario. Entonces Satán se quitó la máscara y exclamó: ¡Pobre viejo que crees engañarme! ¿No sabía acaso que yo estaba delante cuanto te dieron la orden? Abraham dio por terminada la conversación pero Satán prosiguió gritando: ¿Has perdido el juicio, se ha vaciado tu corazón de sentimientos humanos? A la edad de cien años has tenido la suerte de engendrar un hijo y ahora ¿vas a degollarlo?- Sí, contestó Abraham.- Pero mañana mi pobre viejo, te harán pasar pruebas aún más atroces; ¿creer que podrás también superarlas?- Así lo espero, repuso Abraham. Espero poder obedecer siempre.- Pero mañana, desgraciado mortal, mañana te acusará de homicidio el mismo que te ha dado la orden de cometerlo. Te condenará por haber matado a tu hijo, te condenará por haber obedecido. ¿Aún así lo harás?- Si, dijo Abraham, aún así lo haré. Debo obedecerle, quiero obedecerle. Después de haber fracasado contra el padre, Satán atacó al hijo y se le apareció disfrazado de adolescente. ¿Adónde vas?- A estudiar la Torá contestó Isaac.- ¿Vas a estudiar la Torá ahora o después de tu muerte?- Qué pregunta más estúpida, dijo Isaac, ahora mismo, por supuesto. ¿No sabe que la Torá sólo se concede a los vivos?- No eres más que un muchacho infortunado, dijo Satán. Compadezco a tu madre como te compadezco a ti. Tu madre rezó y ayunó durante años para darte a luz y ahora ese viejo, tu propio padre, se ha vuelto loco y va a asesinarte. Isaac, incrédulo, contempló a su padre con cariño. Satán volvió a la carga con tono hipócritamente compasivo: Si, vas a morir, créeme. ¿Sabes quién va a legrarse? Tu hermano Ismael, que será feliz y se quedará con tus ropas, tus bienes, tus regalos. Este argumento tan infantil, tan humano, dice el Midraš, hizo titubear a Isaac. Se dirigió tímidamente a su padre: Padre, mira a éste, escucha lo que dice…- No hagas caso, dijo Abraham. Sus palabras carecen de sentido y de verdad, no le escuches.

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La historia no acaba aquí, Satán no quería darse por vencido e inventó nuevos obstáculos. Se convirtió en rio y Abraham ahuyentó a las olas. Se convirtió en nube y Abraham la dispersó. Por último Satán tuvo una idea brillante, genial; utilizaría el arma más peligrosa de todas; la verdad. Jugándose el todo por el todo, desveló los hechos y declaró: Abraham, oye lo que oí yo allá arriba entre bastidores; el cordero es el que morirá al final, y no Isaac. Me oyes, viejo; no tienes nada que temer e Isaac tampoco. Da igual que sigas o que te vuelvas atrás, porque todo esto es un juego, una simple prueba, así que deja de atormentare o de creerte un héroe. Si Abraham hubiera creído a Satán – a Satán que decía la verdad-. El drama hubiera concluido en el acto. Pero siguió su camino en silencio hacia el lugar preciso en que la desesperación y la verdad se reunían en una búsqueda insensata y ardiente. Como ocurre siempre en el Midraš, esas parábolas responden a las exigencias dramáticas del relato; amplían la acción, le dan consistencia, desvelan los conflictos internos de los personajes y les dan relieve. La presencia de Satán, y la de Isaac, que es consciente de ella, acentúa la soledad de Abraham; Satán personifica aquí la duda, la duda que Abraham debe alimentar para seguir siendo humano. La angustia que atenaza a Isaac nos aproxima a él. Isaac, ciego hasta el fin, silencioso y confiado hasta el fin, fue quizá más ingenuo que inocente, más infantil que valerosos. Después de todo, tenía ya, según el Midraš, treinta y siete años. No podía, pasados ya los primeros momentos, no comprender, no darse cuenta de una vez que el hombre que caminaba junto a él desempeñaba a una función distinta a la de padre. Al tener miedo se convierte en humano y se vuelve niño. Hay un texto que insinúa que padre e hijo caminaban hacia el monte Moria cogidos de la mano porque Abraham quería impedir la huida de Isaac, pues Isaac tenía miedo. El propio Satán se humaniza. Abusó en vano de la verdad y perdió la cabeza: el pobre sufrió una derrota.

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Volverá a la carga, porque a Satán no le faltan nunca recursos, al como veremos más adelante. De momento debemos preguntarnos más sobre la conducta de Abraham; al negare a dar crédito a Satán, ¿cómo podía estar seguro de no equivocarse? ¿Y si Satán no hubiera mentido? Al revelarle el futuro real, el desenlace exacto., Satán le estaba diciendo, de hecho, que era él, Satán, quien había exigió y obtenido el sacrificio de Isaac. ¿Y si hubiera dicho la verdad? Ahí estaba el fondo del problema, la verdadera angustia para Abraham; morir por Dios es algo concebible, resulta incluso concebible que, en situaciones excepcionales y extremas, uno acepte matar por Dios. ¿Pero por Satán? No obstante, Abraham no dudó ni un instante. Lo sabía, sabía que entre las pruebas divinas y las otras existe una diferencia de fono y de forma y que hay ciertas señales que permiten apreciarla. Satán facilita las cosas y Dios no. A Abraham le bastó preguntarse; ¿Qué sería la más cómodo? Volver a casa, desde luego, con el corazón alegre y la conciencia tranquila, y abrazar a Sara que ya debía estar preocupada. Hubo, pues, de optar por lo contrario y siguió su camino sin mirar hacia atrás. Fue una elección premeditada por su parte y el Midraš, insiste en ello: ¿Por qué duró tres días la caminata? Para que no pudiera decirse que padre e hijo habían obrado por efecto de la sorpresa. No fue así; ambos se encontraban lúcidos y conscientes y en plena posesión de sus facultades. Tuvieron tiempo para prepararse, para reflexionar y sospesar los pros y los contras, para imaginar cuanto iba a ocurrir con todo su horror. Al tercer día por la mañana, dice el Midraš, como le ocurriría más tarde al pueblo frene al Sinaí, Abraham vio a lo lejos el lugar señalado. Le preguntó a su hijo; ¿Ves lo que yo veo?- Veo una espléndida montaña bajo una nueve de fuego, dijo Isaac. Entonces Abraham interrogó a sus criados; y vosotros ¿qué veis? Los criados, simples comparsas, no veían sino un lugar desierto.

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Abraham comprendió que aquel acontecimiento no iba con ellos, así que se quedarían atrás, y comprendió también que aquel lugar era el lugar elegido. Entonces, padre e hijo se fueron juntos, zé laaked vezé laked, “uno para amarrar y el otro par dejarse amarrar”, zé lishót vezé lishajét, “uno para degollar y el otro para dejarse degollar, compartiendo el mismo cariño hacia el mismo Dios respondiendo a la misma llamada: el sacrificio sería su ofrenda común; padre e hijo no habían estado nunca tan unidos. El texto midrásico insiste en ello como para encontrar una dimensión y un sentido trágicos suplementarios. Abraham e Isaac están en pie de igualdad a pesar de las funciones que les enfrena, uno con la víctima y otro como sacrificador. Pero el propio Abraham, ¿de quién es víctima? ¿De Dios? La palabra clave vuelve a ser Yajdav, “juntos”: víctimas juntos. Juntos llevaron el fuego y la leña, juntos levantaron el altar. Abraham, dice el texto, actuaba como el padre feliz que se prepara para celebrar las bodas de su hijo e Isaac como el novio que va al encuentro de la novia. Ambos parecían resueltos y felices. Mientras se desarrollaba esta escena, Isaac volvió a la realidad durante un breve instante: Padre, dijo, ¿qué haréis mi madre y tú después?- Él que nos consoló hasta hoy seguirá consolándonos, contestó Abraham.-Padre dijo Isaac después de un rato de silencio, temo moverme, temo gritar, tengo miedo, átame bien. Y poco más arde; padre, cuando hables con mi madre, cuando le cuentes todos, vigila que no se encuentre cerca del pozo o del tejado porque, con el susto podría caer y matarse. Isaac tendido sobre el altar es quien acapara nuestra atención. Le contemplamos al igual que Abraham que le mira a los ojos y llora. Sus lágrimas caen en los ojos de su hijo dejando una huella en ellos que no se borrará nunca. Llora tanto que el cuchillo le resbala de las manos y cae al suelo. Entonces, sólo entonces, deja escapar un grito de desesperación, y entonces Dios rasga los cielos e Isaac contempla los santuarios invisibles de la creación y los ángeles que por coros enteros se lamentan; Yajíd shojet veiajíd nishját, “ved todos; el degollador está solo al igual que aquel a quien va a degollar.”

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Todos los mundos en todas las esferas se hallan en efervescencia. Isaac, es el centro del universo. No debe morir ahora, de este modo. No de este modo. Y no morirá. Se oye la voz de una ángel: No toques a tu hijo, Abraham, Isaac debe vivir. ¿Por qué la voz de un ángel y no la de Dios? Respuesta del Midraš. Sólo Dios puede ordenar la muerte; para salvar una vida humana basta un ángel. Es una explicación hermosa y conmovedora pero yo tengo otra que prefiero, puesto que permite identificarme no sólo con Isaac, sino también con Abraham. Ya es hora de que el narrador lo confiese; se siente más próximo a Isaac que a Abraham. No le gustó nunca la idea de que lo humano pudiera servir al hombre de rodeo para llegar a Dios, ni la cómoda teoría de Kierkegaard sobre la “suspensión ética” respecto a lo que ocurrió en el monte Moria. Kierkegaard afirma también que Abraham no había advertido la Isaac acerca de su suerte, con objeto de salvaguardar su fe en Dios; más valía que Isaac desesperara del hombressu padre- que de Dios. Estas opiniones las rechaza la tradición judía. Hemos dicho ya que la Ley del Dios obliga también a Dios, pero, mientras que Dios no puede abolir su ley, corresponde al hombre- al hombre y no a Dios-interpretarla. Por otra parte, la fe en Dios viene condicionada por la fe en el hombre y ambas son inseparables. Volvamos a nuestra pregunta: ¿Por qué Abraham no dijo nada a Isaac? Porque la orden del sacrificio era para Abraham, alto entre él y Dios, que no le importaba a nadie más, ni siquiera a Isaac. Apuesto, pues, por la fuerza del hombre y no por su abdicación. A Dios no le complace que el hombre llegué a él por el camino de la resignación. El hombre debe de ir hacia Dios por el camino del conocimiento y del amor.

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A Dios no le complace la ceguera del hombre sino la lucidez, y no le complace tampoco la adulación sino la franqueza. Si apreciaba a Job era porque sabía hacerle frente; Abraham le había interpelado a favor de las ciudades pecadoras mucho antes de la prueba con Isaac. Ahora bien, la prueba tiene aquí un doble sentido. Dios la hace sufrir a Abraham y Abraham la hace sufrir, a su vez, a Dios. Como si Abraham dijera; Te desafío, Señor; voy a acatar tu voluntad y veremos si llegas hasta el fin, si me dejas seguir, veremos si callarás cuando se halle en juego la vida de mi hijo, que es también el tuyo. Y Dios se echa atrás y cambia de idea. En el enfrenamiento es Abraham el vencedor y es por eso que envía un ángel para revoca la orden y felicitarle. Él mismo está demasiado turbado. Ahí tiene lugar un nuevo efectismo. Desde luego, Abraham no deja de asombrarnos; habiendo ganado la partida, se pone exigente. Puesto que Dios cedió, Abraham no se contenta con su victoria y con proseguir la relación entre amos como si nada hubiera ocurrido. Ahora será él quien ponga las condiciones; sino, volverá a coger el cuchillo y que ocurra lo que deba ocurrir. Oigamos el Midraš: Cuando Abraham escuchó la voz del ángel, no proclamó su alegría y su gratitud. Todo lo contrario; empezó a discutir. El, que hasta el momento no había sino obedecido apretando los dientes, se mostró escéptico y puso en duda la contraorden que esperaba secretamente desde el comienzo y que invocaba de todo corazón: ante todo exigió al ángel que se identificara y luego que demostrara no ser emisario se Satán. Por último rehusó, lisa y llanamente, aceptar el mensaje. Dijo: Fue Dios quien me ordenó sacrificar a mi hijo y Él debe revocar la orden, sin hace uso de intermediarios.

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Entonces Dios hubo de ceder una vez más y ordenarle por sí mismo que no tocara a su hijo. Segunda victoria de Abraham, pero aún no estaba satisfecho.4 volvamos a abrir el Midraš. Después de oír la voz celestial que le ordenaba salvar a su hijo Isaac, Abraham declaró: Juro que no abanderaré el altar sin haberte dicho antes, Señor, lo que agobia mi corazón.- Sea, respondió la voz celestial, habla.- ¿No me prometiste acaso una descendencia tan numerosa como las estrellas del cielo?- Si, te lo prometí.- ¿Y de quién se proclamarán descendientes? ¿Sólo míos?- No, dijo la voz, de Isaac también.- ¿Y no me prometiste que heredaría la Tierra?- Sí, te lo prometí.- ¿De quién serán descendientes? ¿Sólo de mi?-No dijo la voz de Dios, de Isaac también.- Ves, Señor, dijo Abraham con fuerza, hace un momento podía haberte demostrado que tu orden contradecía tu promesa, pero contuvo mi dolor y nada dije. A cambio de ello quiero que me prometas lo siguiente: cuando mis hijos y los hijos de mis hijos quebranten tu ley y actúen contra tu voluntad, no dirás tampoco nada.- Que asís sea, dijo la voz de Dios. Bastará con que cuenten esta historia y todo se les perdonará. Aquí ya todo se despeja. Entendemos por qué Abraham se convirtió en sinónimo de Jesed, de la gracia. Si, fue caritativo, pero más con Dios que con Isaac. Hubiera podido confundirle y acusarle pero no lo hizo. Al acatar su voluntad durante todo el camino, e incluso más allá, quedó patente su fe en Dios y en su misericordia. Ganó la partida y, tal como dice el Midraš, a Dios le gusta que sus hijos le venzan. Pero no a Satán, que detesta perder. Al contrario de Dios, se venga como puede, contra quien puede. Derrotado por Abraham, se dirigió a Sara. Se le apareció bajo el disfraz de Isaac y le contó la verdadera historia que estaba concluyendo en el monte Moria: la larga caminata, la ceremonia ritual, el milagro. Aún no había terminado de hablar y Sara cayó muerta.

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Abraham creía que la prueba era algo entre él y Dios, quizá algo entre él y su hijo, pero se equivocaba. A escala absoluta, hay un elemento desconocido en cada injusticia, en cada compromiso. Hacemos sufrir a un amigo, a un hijo, para conseguir victorias inusitadas, para demostrar verdades insólitas, pero, al final, otro paga el precio y, casi siempre, ese otro es inocente. Una vez que hemos cometido la injusticia, se nos escapa de las manos. Al fin de cuentas, Abraham se equivocó quizá al obedecer, al fingir que obedecía. Al no ser dueño del sufrimiento de su hijo, no hubiera debido jugar con él y manipularlo. Al incluir a Isaac en esa ecuación que le venía ancha, Abraham se convirtió, a pesar suyo. En cómplice de la muerte de Sara. Otro texto, más cruel, va más lejos aún, dejando entrever que el desenlace trágico resultaba inevitable. De ahí el empleo en singular en el verbo “regresó”: si Abraham regresó solo. No se puede jugar a ese juego imprudente. Por supuesto, esa hipótesis es poco conocida y la tradición no la mantiene. Los comentarios antiguos prefieren imaginar a Isaac destrozado pero vivo, retirado en una escuela, o en el paraíso, de donde volvería años más tarde. Pero la fantasía popular- el subconsciente colectivo y poéticos-prefiere la interpretación trágica del texto. Isaac no acompaño a su padre de vuelta porque la intervención divina llegó demasiado tarde. El acto había sido consumado y ni Dios ni Abraham podrían reivindicar la victoria, pues ambos eran perdedores. De ahí el remordimiento de Dios el día de Año nuevo cuando juzga a los hombres y sus acciones. El drama del monte Moria hace que los comprenda mejor. Abraham e Isaac le hicieron comprender que, a veces, se llega demasiado lejos.

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Esa es la razón de que el fondo y el término del “sacrificio de Isaac” se empleen a través de los siglos y por doquier para describir la destrucción y desaparición de innumerables comunidades judías. Los progroms, las cruzadas, las matanzas, las catástrofes, los exterminios por la espada y las aniquilaciones por el fuego; cada vez es Abraham que vuelve a llevar a su hijo al altar de los sacrificios. Esta historia intemporal resulta de lo más actual. Hemos conocido judíos que, al igual que Abraham, vieron caer a su hijo en nombre de Aquel que no tiene nombre. Hemos conocido hijos que, como Isaac, sufrieron en su carne el sacrificio, y algunos, que se volvieron locos, vieron a sus padres desaparecer sobre el altar y con el altar en una hoguera que incendiaba los cielos. Hemos conocido a judíos sin edad que querían volverse ciegos por haber viso a Dios y al hombre enfrentados en el santuario invisible de las esferas celestes, santuario iluminado por las llamas inmensas del holocausto. No obstante, el relato no concluye aquí. Isaac sobrevivió, no tenía otra elección. Tenía que hacer algo con sus recuerdos y su experiencia para inculcarnos la esperanza. Nuestra supervivencia se encuentra así ligada a la suya. Satán pudo matar a Sara e, incluso, pudo herir a Abraham, pero no pudo con Isaac. Isaac permaneció fuera de su alcance. Isaac representa también un desafío: Abraham desafió a Dios e Isaac a la muerte. ¿Qué hizo Isaac después de abandonar el monte Moria? Se hizo poeta-es el autor del oficio de Minjá- y no rompió con la sociedad ni se opuso a la vida.

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Lógicamente debería aspirar al vagabundeo, al olvido pero, en cambio, se estableció en su tierra, que no abandonó nunca, y en su nombre, que no cambió jamás. Se casó, tuvo hijos, fundó un hogar; el destino no le convirtió en un hombre amargado ni resentido. No experimentó ira ni odio contra los contemporáneos suyos que no vivieron su experiencia. Por el contrario, los amo, les deseó el bien, se interesó por su suerte y su futuro. Dedicó su derecho a la inmortalidad en aras de la defensa de su pueblo. Al final de los tiempos, dicen los sabios, Dios le dirá a Abraham; Tus hijos han violado la ley. Y Abraham contestará: Que mueran para santificar tu nombre. Entonces Dios se volverá a Jacob y le dirá: Tus hijos han violado la ley. J Jacob contestará: Que mueran para sacrificar tu nombre. Entonces Dios se dirigirá a Isaac: Tus hijos han violado la ley. E Isaac contestará ¿Mis hijos? ¿No son acaso tuyos también? Isaac será el protector de Israel, defensor privilegiado que sabrá defender eficazmente la causa de su pueblo. Tendrá derecho a decírselo todo a Dios y a pedírselo todo. ¿Acaso por haber sufrido tanto? No, el sufrimiento no confiere privilegios en la tradición judía. Todo depende de lo que hace uno con su sufrimiento. Isaac supo convertirlo en amor y oración, no en rencor y maldición. Eso es lo que le confiere derechos que nadie más posee. ¿Cuál será su recompensa? Que el Templo no se edifique sobre el Sinaí sino sobre el monte Moria. Reemprendamos nuestra pregunta en su punto de partida: ¿por qué Isaac, nuestro antepasado de trágico destino, lleva un nombre tan fuera de lugar, que evoca y significa la risa? La razón es ésta: Isaac, en su condición de primer superviviente, enseña a los supervivientes de la historia judía del futuro que es posible sufrir y desesperar durante todo una vida sin tener que renunciar por ello a la risa.

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Ciertamente, Isaac no olvidará nunca las escenas traumatizantes que violaron su juventud y recordará siempre el holocausto, que le marcará y desgarrará hasta el fin de los tiempos. Pero, a pesar de todo, será capaz de reír y, a pesar de todo, reirá.

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“Y Dios dijo a Abraham: No temas, yo te protegeré; tu recompensa será grande.” Ese versículo que aparece después de la descripción de las victorias que Abraham obtuvo sobre los reyes de la región, asombra a nuestros sabios; ¿por qué Dios debía tranquiliza a Abraham que parecía invencible? Porque Abraham temía las consecuencias de su victorias, dice Rabí Leví. Temía que los hijos de los reyes muertos se unieran para declararle la guerra. Dios debía, pues, tranquilizarle: No temas Abraham; incluso si todos los reyes del mundo se aliaran contra ti, no te ocurrirá nada más, pues yo les combatiré. Otra explicación. Abraham tenía dudas: ¿cómo saber si entre los guerreros muertos no había un justo que no se merecía tal muerte? Dios debía, pues disipar sus dudas: N has hecho sino arrancar las espinas del jardín del rey; tu recompensa será muy grande. Sodoma: ciudad pecadora que respiraba crímenes y difundía el mal. Se la castigó por sus actos, no contra Dios, sino contra los hombres. Contra los pobres, los vagabundos, los débiles, los infortunados. En Sodoma, dice el Rabí Yehuda, había una ley que castigaba con la muerte a todo al que que ofreciera pan al extranjero, al mendigo, al miserable. Y, no obstante, al sabe que Dios pensaba arrasar Sodoma, Abraham salió en su defensa. Imploró la misericordia divina diciendo: Si quieres que sólo el mundo permanezca, no ha ley; si quieres que sólo la lay permanezca, no hay mundo.

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Tienes el palo por los dos extremos, escoge uno u oro. No sea tan exigente e intransigente, de lo contrario nada permanecerá. Fue así, según Rabí Leví, cómo Abraham intercedió por la ciudad cuyos hombres se devoraban entre ellos. Tres años después de haber echado a Ismael de su casa, Abraham, que seguía amándole fue a visitarle al desierto. Le recibió una mujer, Aixa, la esposa moabita de Ismael, Abraham le preguntó: - ¿Dónde está tu marido?-Ha ido a recoger fruta- Tengo hambre y sed dijo Abraham. El viaje me ha dejado agotado. Dame un poco d agua y un trozo de pan, ¿quieres? Aixa se negó. Entonces Abraham le dijo; Cuando tu marido vuelva dile que un anciano ha venido de la tierra de Canaán y que le manda decir que no le gustó el umbral de su casa. Aixa le dio en encargo a Ismael, que la repudió en el acto. Su nueva esposa, Fátima, procedía de Egipto. Tres años más tarde Abraham volvió. -¿Dónde está tu marido?, preguntó a Fátima. Ha ido con los camellos. – Tengo hambre y ser, el viaje me ha dejado agotado.- Ven, entra y descansa, dijo Fátima, que le ofreció agua y pan.- Cuando tu marido vuelva, dijo Abraham sonriendo, dile que un anciano vino a verle desde la tierra de Canaán y que le gustó mucho el umbral de su casa. Padre e hijo no dejaban de quererse a distancia. Para impedir el sacrificio de Isaac, Satán se convirtió en río en el camino del monte Moria, con la esperanza de que Abraham y su hijo no pudieran vadearlo. Pero Abraham se metió en el agua ordenando a su séquito que le siguiera. El agua le llegaba ya a la cabeza y, entonces, Abraham miró al cielo y dijo: Señor del universo, me elegiste diciendo que eres único y que yo también lo soy, que te daría a conocer a través de mi y que debía sacrificarte a mi hijo, pero si me ahogo, o se Isaac se ahoga, ¿quién cumplirá tu voluntad? ¿Quién dará a conocer tu nombre?

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Al cabo de un instante ya no había ni rastro del río en el camino del monte Moria. “Y Abraham, como holocausto, sacrificó el carnero en lugar de su hijo…” Pobre carnero, dicen algunos sabios. Dios quiere probar a los hombres y lo matan a él. No es justo, pues él no hizo nada. Rabí Yehoshúa dice: Desde el sexto día de la Creación ese carnero vivía en el paraíso esperando que le llamaran; estaba destinado, desde el principio, a sustituir a Isaac sobre el altar. Un carnero muy especial, con un destino único, del que Rabi Hanina ben Dosa dijo: Nada se perdió en ese sacrificio. Las cenizas se dispersaron en el santuario del Templo; de los tendones hizo David cuerdas, para su arpa y con la piel se visitó el profeta Elías; en cuanto a los cuernos, el más pequeño sirvió para llamar al pueblo a que se reuniera al pie del Sinaí y el mayor resonará algún día para anunciar la venida del Mesías. Un día, el rey de los moabitas, Mija, convocó a sus consejeros más allegados y les preguntó: ¿En qué consiste la fuerza del judío? ¿Por qué no se les puede derrotar? Su fuerza reside en Abraham, respondieron los consejeros.- Abraham ¿quién es?- Su antepasado, el primero de los patriarcas.- ¿Y qué hizo, para hacerse acreedor de tal poderío?, preguntó el rey, -Abraham estaba dispuesto a sacrificar a su hijo a Dios, respondieron los consejeros.- ¿Lo hizo acaso?- No, no fue sino una prueba- Entonces yo lo haré mejor y seré más poderoso que él.

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Y el rey moabita hizo detener a un hombre, a diez hombres, a cien honres, y los sacrificó a todos sus dioses. Y sintió su sus fuerzas le abandonaban y murió sin comprender. Rabí Hanán, hijo de Rava, decía en nombre de Rav: El día en que Abraham entregó su alma, todos los reyes y grandes príncipes de la Tierra se reunieron para llorarle, y gritaban; Desgraciado el mundo que perdió a su guía, desgraciado el barco que perdió a su capitán.

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JACOB O EL COMBATE CON LA NOCHE

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Un hombre, un sueño, una historia. Conocemos el lugar. Conocemos la historia. Conocemos a algunos de los personajes, no a todos. Al intentar profundizar más en ellos y aprehenderlos en su verdad humana (aunque a veces irreal), vemos que uno se nos escapa, que ignoramos incluso su nombre. A primera vista se trata de soledad y oración, de combate y supervivencia, de victoria y derrota. Pero al mirar más de cerca nos percatamos de que en esta historia, que tiene su parte de misterio, es la sombra la que domina. Un hombre solitario, un sueño incandescente, un conflicto. Dos hermanos y dos destinos unidos y separados por la noche. El lugar: algún lugar ene s tierra lejana que llamamos Jordania y que Jacob llamó Majanaim, donde separó a los suyos en dos grupos para que si uno perecía, el otro sobreviviera. Un hombre frente a la muerte, un hombre imaginando su destino. A lo lejos, los rumores apagados de una caravana que se prepara para descansar después de las fatigas y emociones del viaje, un viaje nada fácil, más bien huida sin principio ni fin. Durante el camino el enemigo cambió y ya no es el suegro engañado y decidido a recuperar sus riquezas, sino el hermano airado, sediento de venganza, un hermano enemigo.

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Entonces, qué cosa más rara, en vez de ir, van a su encuentro. Anochece. Sobre la llanura, ajo el cielo estrellado, se extiende un silencio angustioso, cargado de augurios. No se escucha más que el murmullo del arroyo Yabok, impaciente por llegar al mar y contarles a las sombras que encuentre a su paso la increíble historia de ese hombre que ha querido permanecer solo, por última vez, solo en medio de la noche y solo en medio de la llanura, como si aguardara a alguien, a un solitario como él quizá, a un fugitivo tenebroso sin nombre ni rostro. La noche. Los últimos rumores familiares que llegan a los campamentos de Majanaim se han extinguido ya. Nada se mueve al otro lado del arroyo cuyas ondas espejeantes son la única señal de que el mundo es mundo y sigue vivo. ¿Y qué hace ese hombre? ¿Se encuentra alerta, escrutando la oscuridad de donde surgirá el acontecimiento de un momento a otro? Jacob, hijo de Isaac, hijo de Abraham, reflexiona. Quizá Esté haciendo balance y por ello quiso separarse de los suyos y permanecer solo en esta orilla, para mejor juzgar una situación que sabe va a cambiar, aunque ignora de qué manera. En ese momento todo es posible aún. Una palabra, un gesto bastaría para que Jacob siguiera siendo Jacob e Israel quedara como el sueño de un anciano muerto de miedo. Examen de conciencia que lleva consigo poner en tela de juicio todo su pasado. Primeros recuerdos de la infancia, primeras peleas con su hermano mayor, primeros triunfos seguidos de remordimientos, rimeros amores, primeras y últimas decepciones, tantos y tantos acontecimientos que desembocan en el reciente encuentro con su tío Labán y en encuentro de mañana con su hermano Esaú. Jacob está inquieto. Es comprensible porque mañana quizá miera. Su hermano, al que no ha visto desde hace veinte años, no acude solo a la cita, sino que dispone de cuatrocientos hombres armados.

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¿Qué ocurrirá mañana? Jacob tiene miedo. Ha tenido suerte a lo largo de su vida, y la suerte no puede durarle siempre, no durará más allá de esta noche. Mañana todo habrá terminado. Mañana tendrá que pagar por cada instante de felicidad, por cada oferta de amor recibida o entregada. Mañana Jacob se someterá a la voluntad de Esaú, su hermano y justiciero. Mañana-pero la noche acaba de comenzar. Jacob debería tratar de imaginar una solución, una salida. Tiene que haber una manera de salir del atolladero y la busca. ¿Y si rezara? ¿Y si se armara para la lucha? ¿Y si le ofreciera a su hermano otro regalo más hermoso que los anteriores? Nadie es insensible a los regalos. La verdad es que Jacob, si tuviera un mínimo de sentido práctico, debería descansar, relajarse, dormir, aprovecha las hora que le quedan. Mañana va a necesitar toda su energía y todas sus facultades. Debería cuidarse y recuperarse pero no lo hace. No puede hacerlo porque esta noche correrá una nueva aventura, más importante que todas las demás. Una aventura extraña y misteriosa, de una belleza estremecedora y de una intensidad alucinante. ¿Quién no se ha sentido fascinado por ella? Filósofos y poetas, rabinos y narradores, todos han intentado resolver el enigma de lo que ocurrió aquella noche a unos pocos pasos del arroyo Yabok. Un episodio que la Biblia cuenta con su acostumbrada desnudez majestuosa. ¿Recordáis? …Y he aquí que, de lo más profundo de la noche surge alguien que se enzarza con Jacob en un combate silencioso y absurdo. ¿Qué quiere de él? Nadie lo sabe ni siquiera Jacob. Luchan si hablarse. El combate durará hasta el amanecer y, entonces, el asaltante hablará por primera vez.Está amaneciendo, déjame marchar. Y Jacob, repentinamente belicoso, se niega e impone condiciones.

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-Antes tiene que bendecirme. El adversario no quiere y prefiere continuar. Se enzarzan de nuevo en un abrazo feroz y, por última vez, se ven obligados a dejarlo. Ninguno ha vencido y los dos se hallan heridos. Jacob en la cadera, el ángel en su amor propio. Se separan como amigos o como cómplices. Ahora Jacob acepta de buen grado dejar marchas a su agresor y éste, para agradecérselo, le concede un nombre nuevo que simbolizará, a través de las generaciones, el combate y la resistencia eternas en más de una tierra por más de una noche. ¿Quién es ese agresor desconocido de enigmática conducta? ¿Quién le envió y con qué objeto? ¿Es siquiera un ser humano? En el texto bíblico se emplea el término Ish “un hombre”. El Midraš y los comentaristas le confieren el rango de ángel. En cuanto Jacob-que debería saberlo-. Le coloca aún más alto: He visto a Dios cara a cara y sigo vivo. El agresor por su parte le confirma de buen grado: Ki sarita im El, “tu nombre será Israel”, pues has luchado con Dios y has vencido. Es un episodio confuso e inquietante, cuyos protagonistas tienen más de un nombre y en el que las palabras tienen varios significados y cada pregunta arrastra otra. Se tiene la impresión de estar siempre del lado de acá: el suceso tiene lugar tras una pantalla, en otro lugar, y parece impenetrable. ¿De qué se trata? ¿De un encuentro fortuito o deseado? De un cambio de nombre, pero ¿Qué es un nombre en realidad? ¿Está el yo el hombre limitado únicamente a su nombre? ¿Y por qué aceptó Jacob un nombre nuevo? ¿Acaso no le convenía el antiguo? Nos enfrentamos a algo secreto, más secreto que el sacrificio frustrado de Isaac. Allí, por lo menos, creíamos entender, aunque sólo fuera superficialmente, por qué los personajes actuaban como lo hacían y qué les llevaba a ello. Aquí todo permanece en la oscuridad. No entendemos ni al agresor ni al agredido, ni la situación que los reunió. Se hablan sin comunicarse. Las preguntas no corresponden a las respuestas. Las palabras, los golpes, los cumplidos, todo manifiesta irracionalidad.

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Toda la historia, en el fondo, podría parecernos una especie de paréntesis, inútil pero no insignificante. Para hacer un esbozo del agresor echemos una ojeada a su víctima, Jacob. Le conocemos incluso mejor que a sus padres y a sus abuelos. Desde su nacimiento, e incluso antes, se registraron oficialmente sus hechos y fechorías. Su reticencia a venir al mundo agarrado como estaba al tobillo de su hermano gemelo. Su timidez enfermiza. Su educación, su adolescencia, sus diferencias con el padre anciano y ciego que prefería al hermano mayor, su huida a casa de Labán, sus aventuras novelescas. Sabemos que su madre lo protegía quizá demasiado abiertamente, y que sus hijos le daban quebraderos de cabeza; detestaban a su propio hermano José que, para hacer carrera, hubo de expatriarse. Sabemos también que Jacob fuel el primer judío que puso en práctica la Ley del Retorno. Dos acontecimiento dejaron huella en su vida y tres en su leyenda; el sueño de una escalera que no llegó a escalar, un don que recibió sin haberlo pedido y un secreto que quería revelar desesperadamente sin conseguirlo. El don, ya lo vimos, era el de un nombre. Volvamos al relato bíblico. “…Quedose Jacob solo, y hasta rayar la aurora estuvo luchado con él un hombre, el cual, no pudiendo vencerle, diole un golpe en la articulación del muslo, y se relajó el tendón del muslo de Jacob luchando con él. El hombre dijo a Jacob; Deja ya que me vaya, que sale la aurora. Pero Jacob respondió: No te dejaré ir si no me bendices. Él le preguntó: ¿Cuál es tu nombre? Jacob, contestó éste. Y él le dijo; En adelante no te llamarás ya Jacob, sino Israel, pues has luchado con Dios y con hombres y has vencido. Rogole Jacob: Dame, por favor, a conocer tu nombre; pero él contestó; ¿Para qué preguntas por mi nombre?; y le bendijo allí.

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Jacob llamó a aquel lugar Panuel, pues dijo; He visto a Dios cara a cara y ha quedado a salvo mi vida.” Se diría que estamos ante un poema místico, apenas coherente, apenas inteligible no sólo para el lector sino también para los propios personajes. ¿Por qué atacaría un visitante nocturno al pobre Jacob cuyo nombre ignoraba incluso? ¿Porque era judío? ¿Porque estaba solo y lejos de todo lugar habitado? ¿Y por qué el desconocido quería conocer la identidad de su víctima? Si no la conocía, ¿Por qué no se informó antes de atacarle? Si la conocía, ¿por qué la preguntaba? ¿Y por qué se negaba a revelarle a Jacob su propia identidad? De entre ambos, Jacob era el “judío” y, no obstante, era el desconocido quien respondía a las preguntas con otras preguntas. Y cuando se le acabaron, cambio de tema y Jacob tan tranquilo. ¿Y por qué Jacob le retuvo cuando debía alegrarse de librarse de él? ¿Y de qué modo el hombre de la noche se convirtió para Jacob, al rayar el día, en…Dios? Ése es uno de los episodios más crípticos de la vida de Jacob e, incluso, de la Escritura. Un episodio que terminó bien para é, puesto que le proporcionó una nueva dimensión-secreta y sagrada- que parecía necesitar desesperadamente. De los tres patriarcas Jacob es, efectivamente, el que ofrece menor interés. Su existencia, hasta el momento, carecía de grandeza. Sus problemas, sus preocupaciones no tenían nada de excepcional. Abraham fue el primero, el conquistador, el fundador de dinastías; Isaac fue el superviviente, el poeta inspirado. Uno y otro poseían una presencia, una densidad, un esplendor de los que Jacob aparentemente carecía. Comparándolo con sus antecesores, Jacob parece un personaje sin relieve alguno, con un destino mediocre o, cuando menos, vulgar. Sin la aventura y la metamorfosis del Panuel habría pasado por la Historia como un comprase melodramático y conmovedor, cierto, pero desprovisto de majestad y de sentimiento trágico, un extraño frente a los acontecimientos y conflictos que entretejen la epopeya y la leyenda.

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La semblanza que la Biblia hace de él-antes de Panuel-sobrecoge pro lo apagada. Recto pero sin fantasías, honesto pero sin enfrentarse al peligro. Introvertido, frustrado, colérico, vive marginado, es un ser débil. Todo lo ocurre pero como venido de fuera. Todos le obligan a hacer cosas y él obedece, es algo inherente a su naturaleza. Incapaz de la menor iniciativa, jamás puede tomar decisiones por sí mismo y necesita que lo lleven de la mano. Es su madre, Rebeca, quien le da la idea de disfrazarse de Esaú, de mentirle a su padre para arrancarle la bendición que no es está destinada; Rebeca le enseña los gestos y las respuesta y él obedece llorando. Y es Rebeca quien, después de la farsa, le aconseja que se vaya una temporada a casa de su tío Labán, quien le da las consignas para el viaje y le dice con quién no debe casarse. Por supuesto, se enamora de la primera muchacha que encuentra en su camino-Raquel-y, ruborizándose como un adolescente tímido, quiere casarse con ella enseguida pero acaba casándose con su hermana. Desdichado por partida doble, ama a una con la que no puede casarse y le ama otra con la que se casó sin amarla. No se queja demasiado por ello y acepta lo que le ocurre. Prefiere seguir a que le sigan, soportar a hacer soportar. Las mujeres decidirán entre ellas con cuál pasará la noche. Cuando Raquel se lleva los iconos e ídolos de su padre no le dice nada a su marido, que no se entera de nada. Ingenuo e inconsciente al mismo tiempo, no toma más que lo que le dan. La única vez que hizo gala de independencias fue cuando vio a Raquel por primera vez junto al brocal del pozo; la besó enseguida. Pero al cabo de un momento estaba en sollozos. ¿Remordimientos? Más bien miedo, asustado de su propia audacia... por otra parte llora con frecuencia. De niño, de adolescente, de adulto tiene llanto fácil. Llora en el hogar, llora lejos del hogar. Abraza a Labán y llora, abraza a Esaú y llora. Los que lo abrazan lloran con él. Parecía un niño grande ávido de amor y protección, lo cual no tiene nada de extraño, pues su madre, posesiva y dominante, le miró y arropo demasiado.

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Rebeca siempre está tras él: haz esto, no hagas aquello, ven aquí, vete allá. Ciertamente, cree obrar bien porque es más débil que su hermano, más dulce y vulnerable y hay que interponerse entre el mundo y él. Le rodea con su cariño hasta asfixiarle. Que Isaac sea una personalidad importante no soluciona nada. Isaac no habla mucho, ni se entrega ni alienta confidencias, pero más allá de su silencio s percibe el secreto de su juventud. No resulta fácil para Jacob crecer a la sombra de un hombre que Dios señaló y exigió como ofrenda. No es fácil para Jacob ser hijo del primer superviviente de la historia judía, del primer testigo incluso de un holocausto. Además, Isaac, por razones que sólo él sabe, prefiere a Esaú. Nos preguntamos por qué. Padre e hijo carecen de puntos comunes; es más, son polos opuestos. Isaac está enfermo y ciego. Esaú, fuerte y atlético, tiene la mirada y los brazos hechos para el juego y la caza. Isaac no aspira más que a la serenidad y la meditación, a Esaú le atraen la sangre y la violencia. Isaac está siempre en su casa y Esaú vende su derecho de primogenitura por un plato de lentejas. Y, no obstante, ambos se entiende a la perfección. Isaac ama a su hijo mayor, que le corresponde y se lo demuestra. ¿Será porque los extremos se atraen o porque, permaneciendo fiel a su nombre, Isaac cree poder llevar así la risa hasta el límite más allá, demostrándole a Dios que también el hombre pude compaginar la paz del alma y la brutalidad? Sea como fuere, el padre y el hijo mayor se sienten próximos y se comprende, hasta el punto que se impone una pregunta; con independencia de toda consideración legal, ¿qué le habría ocurrido al pueblo de Israel si el encuentro decisivo hubiera tenido lugar entre Isaac y Esaú? Sin la intervención intuitiva de Rebeca, sin su astucia objetivamente inmoral, Isaac hubiera bendecido a Esaú, no a Jacob; ¿de quién nos llamaríamos descendientes si Isaac hubiera descubierto a tiempo la superchería?

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¿No seríamos acaso un accidente, un azar fortuito? ¿Acaso Israel hubiera podido no ser-o ser Esaú? Estas dudas debían atormentar a Jacob, haciendo mella en su debilidad. Se sentía vulnerable, a la defensiva, incómodo en su papel. Culpable para con su padre (a quien había mentido) y para con su hermano (a quien, había engañado), para con el mundo entero, al que obsequiaba con una farsa. Tramposo con demasiadas trampas en su haber, no pensaba sino en redimirse, en sufrir para expirar, para volver a encontrar su verdad. Por ello aguantaba en silencio y lloraba con frecuencia sin decir nada. ¿Le explotaban? Bueno, ¿y qué? ¿Se sirvieron de él contra él? Bueno, ¿y qué? Cuanto más daño le hacían más parecía afirmarse. Cuando le daban demasiados palos, se refugiaba en los sueños. Fue el primer soñador de la historia bíblica. Abraham tenía visiones y Jacob, sueños. En sueños el mundo y sus leyes parecen mejores. En sueños, Jacob se supera y se ve idealizado. Sus seños le transforman, le mejora. Aprende que la vida es una escala por la que subimos y bajamos y donde hay altibajos. Nadie permanece en el mismo lugar, ningún sufrimiento dura eternamente, todo culpa puede rectificarse y perdonarse. Sueños fáciles para consolarse; Dios no es exigente ni severo con él y le muestra su rostro caritativo: no temas, Jacob, me quedaré a tu lado. Son palabras que Jacob necesita oír. Más que Isaac y que Abraham. Jacob necesita constantemente que le conforten y le feliciten. Pero, incluso cuando oye lo que desea oír, no llega a creer en su misión. Impone condiciones a la alianza con Dios: Si me das pan para comer y ropas par vestirme, diré sí, e iré a donde me envíes. ¿Y qué es lo que pide? Alimentos, vestidos, seguridad. Jacob resulta decepcionante. Sus ensoñaciones, aunque impregnadas de grandeza, de arrebato, no tienen nada de metafísico ni de místico. Jacob carece de imaginación; cuanto hace, cuanto pide, cuanto dice corresponde a la vida diaria. Y hasta tal punto que uno no entiende por qué la Biblia nos presenta tal lujo de detalles: sus disputas con Labán, sus contratos, sus conversaciones triviales con esposas y concubinas.

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¿Jacob no es más que eso? ¿Un soñador mediocre que se deja tomar el pelo por todos, que huye de las peleas, que rehúye la batalla antes de haberla comenzado? ¿Un hombre sin voluntad ni autoridad, que deja que Labán le registre para demostrar que no le robó nada, es el que Dios designó para inaugurar la estirpe de Israel? ¿No queda ya nada del poderío de Abraham, de la visión de Isaac? Resulta penoso confesarlo, pero, antes de Panuel, no podemos atribuirle a Jacob ningún descubrimiento, ningún triunfo, ningún hecho heroico. Abraham e Isaac participaron en combates fuera de lo corriente y sus conflictos rayaban en lo esencial de la naturaleza humana. ¿Y Jacob? Sólo se preocupa de las apariencias, los negocios, lo tangible, siempre metido en situaciones imposibles y dispuesto a dejarse engañar. Hasta Panuel sólo habla de cuestiones terrenales, e incluso en Panuel, aún no se ha confirmado a sí mismo. Un Midraš: Al día siguiente de su primera boda, al descubrir que era Lía y no Raquel la que estaba a su lado, no pudo evitar un lamento: Toda la noche te he estado llamado Raquel y tú me contestabas; ¿Por qué me has engañado?- Y tú, contestó ella, cuanto tu padre te llamó Esaú le contestaste, ¿por qué le engañaste? Lía le dio una lección: ¿Hay maestro sin discípulos? Otro texto resulta aún más despectivo: Al observar el miedo de Jacob antes del encuentro con su hermano Esaú, sus dos esposas le preguntaron con severidad: Si tienen tanto miedo, ¿Por qué nos hiciste abandonar la casa de nuestro padre? ¿Es ése Jacob? ¿Es nuestro antepasado ese hombre incapaz incluso de hacerse respetar en su hogar, es él quien dará su nombre y su símbolo al pueblo más perseguido y más tenaz de la tierra? Dijimos ya que el Midraš acostumbra a equilibrar el texto bíblico, pero con Jacob roza la excepción.

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Los relatos correspondientes a la época anterior a Panuel son escasos y más bien reservados. Jacob no parece haber inspirado a los narradores más prodigiosos y fértiles de la tradición judía, que son los narradores talmúdicos. A fuerza de ser sinceros, resulta comprensible. ¿Qué narración podría seguir y, por lo tanto superar la aventura que acaeció en el monte Moria? Entonces en vez de imaginar leyendas que palidecen a la sombra de su cima, abruman a Jacob con cumplidos piadosos e inventan para él una serie de virtudes; caritativo, justo, generoso, puro, deslumbrante; su belleza es reflejo de la de Adán. Abraham se salvó de la hoguera gracias a su intervención retroactiva. Y también; cada generación posee su Jacob, sin el cual no puede sobrevivir. Convertía a los hombres a la fe divina, era recto como Jacob, y humilde aunque le rodearan siempre setenta mil ángeles custodios, y estudioso, pues estudió la Torá en las academias de Shem y de Ever, donde vivió trece años. ¿Qué hacía en su tiempo libre? Recitaba salmos. Alabanzas por un lado, elogios por otro, que no sirven para infundir carácter al personaje. Frente a su padre no da la talla. No posee siguiera el halo de la tragedia. De los dos hermanos Esaú el que nos parece más trágico, el que, en un momento dado, nos conmueve más. Hasta nos emociona. Desde el principio nos dicen que nadie le quiere; la Biblia está contra y el Midraš aún más. Las calumnias que lanza contra él sólo quedan superadas por las que, en el trascurso del tiempo, recibirá Israel. Su madre parece tenerle ojeriza y lo rechaza. ¿Por qué no le quiere? ¿Porque prefiere el juego al estudio, porque tiene el pelo largo y rojo, va siempre armado y está siempre hambriento? Su madre le es hostil, eso está claro, y eso no es justo. Luego va su hermano menor, más astuto, y le despoja de su derecho de primogenitura haciendo uso de la astucia.

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Tampoco es justo. Y hay más: ¿es justa la trampa que la madre urdió para que Jacob usurpara las bendiciones de Isaac tenía reservadas para él? Y, como si todo eso no basara, Esaú, robado, estafado, comparecía llorando ante un anciano padre con una petición harto modesta; que le bendijera a él también; una bendición, una sola, eso es lo que pide Esaú. No desea que su padre condene a Jacob, no exige que se haga justicia; todo lo que quiere es un gesto, una palabra tierna, una palabra consoladora. Isaac se niega. Le abandona también el único ser que no conspiraba contra él, que le amaba, que deseaba su felicidad. Le abandona como los demás y, entonces, Esaú grita desesperadamente; “¿No tiene más que una bendición, padre mío?” ¿Está todo perdido ya para siempre? ¿También tú, padre, me repudias? ¿Carezco de amigos en esta vida que arrastro sin luz ni alegría? Pero Isaac no se deja doblegar. Dice que es demasiado tarde, que lo que se dio no pude volver a tomarse, que no puede revocarse la palabra dada aunque fuera equivocada. Isaac quería hacer un señor de su hijo mayor, que será un esclavo a cuenta de una superchería, si, por una superchería. ¡Vivirás de tu espada! , le dice. ¿Se trata de un consejo o de una premonición? ¿Le sugiere acaso que, en el futuro, defienda sus derechos e interese por la fuerza? En cualquier caso, no se trata de una bendición, ni para Esaú ni para nadie. No obstante, cuando los dos hermanos se encuentran- después de Panuel-. Esaú olvidará las injusticias y escándalos de que fue víctima, aparecerá magnánimo y humano y, con sollozos, abrazará a su hermano. Reconozcamos que la escena tiene su grandeza. Pero es Esaú quien desempeña el papel agradable; el Midraš lo nota y hace cuanto puede para que Esaú aparezca como el malo. Nos dice que, si besó a Jacob, fue para morderle la nuca, pero que ésta se convirtió en mármol y de allí el llanto, llanto de rabia y de dolor. Más aún: A Jacob le protegían los ángeles invisibles que no dejaron que Esaú le hiciera daño y por eso, por miedo, Esaú no se vengó.

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En general le describe como un bribón, malvado, cruel e hipócrita. Nos aconseja desconfiar de sus hermosas palabras y de sus caritativas expresiones. Así como Jacob simboliza el espíritu, Esaú representa el instinto. Pero en el texto bíblico es Esaú quien aparece con ventaja. Es fuerte pero bueno, le hieren pero es indulgente. No es rencoroso ni malo, sino franco. Más que su hermano que vuelve a engañarle; “Te visitaré en tu tierra, en el monte Seir” le promete Jacob. Ahora bien, en ninguna parte figura que haya cumplido su palabra. Ni siquiera que pensara cumplirla. No quería sino librarse de Esaú lo antes posible, a cualquier precio. Esaú se porta con dignidad y no prodiga la adulación como Jacob. Jacob se pasa; incluso sus defensores más vehementes se lo reprochan; yerra al hablar de expiación, al arrodillarse siete veces, al llamarle Señor. Nadie debe humillarse ante el prójimo, ni siquiera ante su hermano, incluso si la humillación proviene de la culpabilidad o de la debilidad; no se puede evocar a Dios reduciéndolo a escala individual, así como no puede uno dirigirse a un ser humano atribuyéndole categoría divina. ¿Por qué Jacob se humilló ante Esaú? Su autocastigo es tanto más desconcertante cuanto que tiene lugar tras la lucha con el ángel: la lucha, pues, no le ha cambiado totalmente: aún no era capaz de romper las ataduras y librarse de su temor. Algo de Jacob tuvo que permanecer en Israel. El temor le debilitó ya en tiempos pasados. Su sueño más exaltado, en Bétel, terminó así en un desastre .Oigamos el Midraš: Está escrito que Jacob vio en sueños una escalera que iba de la Tierra al cielo, con ángeles que subían y bajaban. Lo cual nos enseña que el Señor, bendito sea, le mostro a nuestro padre Jacob.

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Al rey de Babilonia que subía y bajaba, Al rey de Media que subía y bajaba, Al rey de Grecia que subía y bajaba, al rey de roma que subía y bajaba. Y el Señor, bendito sea, le dijo: ¡Sube tú también, Jacob! Pero nuestro padre Jacob, temeroso, respondió: Todos tiene que bajar Y es posible que yo también. Y el Señor, bendito sea, le dijo: Nada temas, Israel, Si subes ahora, No bajarás nunca. Pero Jacob, incrédulo, dudaba, Sin poder vencer su temor. Entonces el Señor, bendito sea, le dijo; Si hubieras tenido confianza, Si hubieras suido, Te habrás quedado arriba, Arriba del todo; Pero puesto que no tuviste confianza, Y que no subiste Tus hijos, en el exilio, Servirán a cuatro reinos Y pagarán cuatro clases de impuestos Como los esclavos. Y Jacob, preso de un temor mayor, exclamó; ¿Y eso será para siempre? No dijo el Señor, bendito sea, no será para siempre. Tranquilizado o no, el caso es que Jacob no podía librarse de su angustia ni de sus debilidades. Corroído por la duda, no se atrevía a integrarse en la visión y obedecer la orden divina; el futuro vencedor de Panuel temblaba de miedo en Bétel. Y hasta el grandioso sueño de la escalera, uno de los momentos cumbre de su vida, sirva para que un comentarista midrásico ilustre su mediocridad. Oigámosle. Aquella noche, cuando los ángeles subieron al cielo, encontraron allí la imagen resplandeciente de Jacob y les pareció familiar.

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Entonces todos volvieron abajo para admirar el original, pero sufrieron una desilusión; le hallaron dormido. Allá en lo alto, en el universo de los sueños auténticos y febriles, Jacob era un héroe, un príncipe deslumbrante, pero en su vida cotidiana no era más que un anciano cansado que sólo quería dormir. Entonces, y aquí viene la pregunta, si Jacob era ciertamente ese personaje oscuro, tan decepcionante, si dormía mientras Dios le desvelaba sus planes, ¿cómo pudo convertirse en Israel? Sabemos por lo menos donde encontrar una respuesta, de la que conocemos lugar y tiempo: en Panuel, la noche que precedió a su encuentro con Esaú. La metamorfosis sólo podía realizarse de noche, en soledad. Vamos a aclararlo; Jacob representa la dualidad humana y lleva una doble vida. De día discute sus asuntos con los de su entorno y de noche habla de inmortalidad con Dios. Está claro. Aplastado por la grandeza de Isaac y Abraham y sabiéndose inferior a ellos, Jacob sólo podía vivir una existencia muy poco heroica y sufría por ello. Los pioneros lo habían intentado todo y él no pude sino seguir sus huellas. Sintiéndose amargado por no poder formar parte, a su vez, la leyenda viviente de la Historia, frustrado por tener que ocuparse de cosas cotidianas y prosaicas, Jacob elige el refugio de la noche. De noche será diferente se transfigurará. De noche es igual a sus predecesores; de noche mira a lo alto y ve a lo lejos; de noche también él llena el tiempo y el espacio y los sueños atormentados de los hombres. El acontecimiento decisivo de su vida ocurre, pues, de noche. En Panuel le asaltan y en Panuel replica. Jacob, el no violente, el timorato, el débil, el resignado, el miedoso que siempre huía de los enfrentamientos, sobre todo si era violentos, resiste al agresor, se enzarza en la lucha y devuelve golpe por golpe. No hay nadie cerca para socorrerlo, ni siquiera para admirarle o apoyar su valor.

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Es una metamorfosis tan sorprendente que uno se pregunta a quién o a qué atribuirlo. ¿Tal vez al asaltante? ¿Fue él quien consiguió transformar a Jacob en un guerrero inflexible e indomable? ¿Necesitó Jacob de él par tomar consciencia de su fuerza, de su verdad, de la esperanza que representa? ¿Necesitaba en verdad un adversario, un adversario peligroso, para convertirse en Israel? ¿Debe tanto Israel a su enemigo? ¿Pero quién era ese agresor? Los relatos rabínicos no demuestran unanimidad al respecto. Las opiniones varían mucho. No era un pastor, ni un mago, ni un sabio, ni un bandido. Pero la mayoría prefiere que sea un ángel; a Jacob no le agrada, por otra parte, luchar con adversarios humanos. Con un ángel es diferente, pero ¿Por qué iba a atacarle un ángel? Por su propio bien, dice un texto, para infundirle valor. Después del combate el ángel le dijo; Mira, yo soy una criatura celestial y mes has vencido; te equivocas, pues, al desconfiar de Esaú, le derrotarás en un momento. La idea parece tanto más lógica cuanto que confiere un sentido inmediato, rayano en lo utilitario, a aquel combate; no era sino un ejercicio de entrenamiento. Una vez ha admitido que se trataba de un ángel, el Midraš trata de identificarlo; hay muchos ángeles, cada uno con sus funciones y misiones especiales, y no conviene confundirlos. Un sabio dice: Era el ángel de Esaú, el que le está asignado en las alturas, su espíritu personal inspirador y protector. Otro dice lo contrario, que era el ángel de Jacob. Yo prefiero esta última hipótesis: Jacob asaltado por su propio custodio. ¿Quién fue el misterioso agresor? El otro yo de Jacob. El yo que, en su interior, dudaba de su misión, de su futuro, de su razón de ser, el que declaraba; no rechazo nada, soy menos que nada, soy indigno de los favores celestiales, indigno de mis antepasados y de mis descendientes, indigno de transmitir la palabra que Dios destinó a los hombres. El episodio adquiere así una nueva dimensión; asistimos a un enfrentamiento entre Jacob y Jacob.

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El Midraš declara: “Dios creó el mundo para que el día fuera día y la noche, noche; luego vino Jacob y convirtió el día en noche.” Explicación: en Panuel Jacob se condujo del mismo modo de día y de noche. Ambos Jacob se reunieron esa noche. El soñador heroico y el sempiterno fugitivo, el hombre vulgar y el fundador de una nación trabaron en Panuel un combate feroz y último. Para matar o matarse. Para Jacob se trataba de una encrucijada. Tenía una sola elección posible; morir antes de morir o enderezarse y luchar y vencer. Ya fuera un ángel, su otro yo o un ser humano, Jacob supo vencerle. Ya podía enfrentarse a su hermano enemigo, o mejor, debía poder. Según el Midraš, no podía, seguía con su temor y su temor era doble, afirma un hermoso texto revelador; Jacob temía que le mataran-o matar. Sabía que no se mata impunemente, quien mata al hombre mata a Dios en él. Debía también convencerse, ante todo, de que le resultaría posible lograr una victoria limpia-limpia y libre de muerte- , limpia y libre de culpabilidad, una victoria que no implica la derrota del adversario ni su humillación: una victoria sobre sí mismo. Ése es, pues, el principal sentido de ese episodio; la historia de Israel nos enseña que la auténtica victoria del hombre es sobre sí mismo. No obstante, podemos dar una interpretación más literal del texto y sugerir que Jacob, en Panuel, tuvo que combatir contra un ser humano, ni un ángel ni una imagen de sí mismo, sino contra Aquel en quien todos se encuentra. Aunque la tradición talmúdica la rechaza de modo casi unánime, vale la pena prestar atención a esta hipótesis. Después de todo, el propio Jacob sale fiador: no habla de hombres, ni de ángeles, ni de espejismos; habla de Dios. Surgen de ella diversas consideraciones: hay una relación entre la soledad divina y la humana; hay que estar solo para escuchar, sentir e incluso combatir a Dios, ya que Dios se dirige únicamente al que se halla amenazado y protegido por la soledad.

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Si Dios acostumbra a dirigirse a sus elegidos en sueños, es porque el hombre se halla solo al soñar y ninguna presencia extraña lo distrae. Pero la soledad conlleva un parte de peligro precisamente porque desemboca en Dios; el que le encuentra se halla condenado sin remisión a otra soledad. La elección no es un privilegio, sino dignidad y obligación. Y “nadie verá mi rostro y quedará convida”, significa; nadie verá mi rostro y vivirá como antes. De su combate con Dios, Jacob saldrá vencedor pero cojo; ya no volverá a ser el mismo. ¿Y no será ése el deseo profundo que le atenazaba desde hacía años: romper barreras, quemar puentes y realizar algo verdadero y grande, algo tal vez único? Jacob había vivido tanto tiempo en la ambigüedad que no veía ya claro; no conocía ya los nombres de las cosas y de los seres , y de ahí el énfasis que ponen ambos adversarios en los nombres; Jacob no diferenciaba ya al protector de Esaú del suyo propio. Recordaba, a partir de sus visiones anteriores, lo que se espera de él: proyectar en la historia al pueblo que hará estremecer la Historia. ¿Era capaz de ello? ¿Era digno? Al sentirse inepto, incompetente ante la labor, querrá ver claro dentro de sí mismo. Por ello decidió aquella noche que se quedaría solo, rezagado, del lado de acá, del arroyo Yabok. Para poder pensar su existencia, hacerse las peguntas que uno se hace antes de los encuentros importantes, los encuentros con el absoluto- el Bien absoluto (Dios) o el mal absoluto (la muerte, el homicidio) Podemos imaginar fácilmente su vuelta a sí mismo, sobre sí mismo: ¿Qué hice con mi vida hasta hoy? ¿Qué hice de las promesas que mis antepasados recibieron de Dios? Trabajé duro, tomé mujer, tuve hijos, me enriquecí, me granjeé enemigos, di vueltas, tantas vueltas, huí, no hice sino huir, nada cree, nada grande y verdadero hice, nada que me desborde, salvo en sueños, pero sólo eran sueños-¿es ése el fin de la historia que forjaron Abraham e Isaac?

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¿Fueron Abraham e Isaac al monte Moria sólo para engendra ese destino mío? Comparadas a aquellas aventuras, las suyas le parecen oscuras, grises, sin tensión ni interés alguno. Dios desempeña un papel activo en esas historias pero no en las suyas. En sus historias Jacob sólo se mide con mercaderes y propietarios que le persiguen por motivos harto ordinarios y vulgares. ¿Y por qué siempre le han perseguido y acosado, por qué al él? Jacob no podía dejar de pensar en ello en Panuel. ¿Por qué era blanco de todos los odios y envidias? En el sueño de Bétel, dios le había mostrado el Templo de Jerusalén, primero en todo su esplendor y luego en ruinas, y a sus descendientes dispersos entre las naciones, perseguidos y asesinados. Ahora, en la noche de Panuel, tal vez se plantee la pregunta abrumadora: ¿cuál es la responsabilidad de las víctimas en el mal que se les inflige? ¿En qué medida hay que culparles por suscitar en sus enemigos-o en sus vecinos convertidos en enemigos- el rencor y el odio? Esa noche, antes de la batalla fina. Con su hermano-que habría podido encontrarse aquí en su lugar-, Jacob quería recogerse solo, hacer algo con su soledad, provocar un cambio-¿una mutación tal vez?- en su existencia y mostrarse así digno de sus padres. Panuel: encrucijada dramática en el espíritu de Jacob. Ya no quiere ser sólo hijo de Isaac y nietro de Abraham; quiera hacerse un nombre propio, llenarlo de un contenido propio, asociarlo a un acontecimiento que le haga inmortal o que lo destruya, qué más da, con tal de que sea grandioso y terrorífico, trascendente como lo fue el sacrificio del monte Moria. Obsesionado por el relato de esa prueba, Jacob llama a gritos a su propia prueba. Se acabaron los regateos mezquinos, las conversaciones triviales, los juegos de la vida familiar.

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Jacob quiere sorprender y sorprenderse. Al igual que su padre y su abuelo. Es con Dios con quien quiere enfrentase y no en sueños, sino despierto y de pie. ¿Qué fue la aventura de Panuel? Un acto consciente y deliberado por parte de Jacob. ¿Y el combate? Jacob lo deseó y lo organizó. La iniciativa fue suya, la escenificación suya y los condicionantes también. Labán ya se fue y Esaú aún no había llegado; es el momento de demostrar a Abraham y a Isaac que él se encuentra más solo que ellos, que es capaz de ir más lejos que ellos. Ellos se sometieron a Dios pera la idea provenía de Dios, mientras que ha sido él, Jacob, quien ha provocado el enfrentamiento. Es un desafío sin precedentes. No vivió Jacob el desgarramiento que marcó a su padre ni realizó la obra perturbadora de su abuelo, pera va a demostrarles que es también, a su manera, un precursor; nadie antes que él había revelado a los hombres la lucha que Dios mantiene con ellos; nadie antes que él había obligado a Dios a medirse abiertamente con el hombre; nadie antes que él había establecido con Dios una relación de provocación. Esa noche, en Panuel, Jacob se descubrió a sí mismo como un hombre distinto. Más lúcido y libre que nunca, nunca inspiró tanto respeto. ¿Quién es Jacob? Un hijo de superviviente y, como tal, experimenta dificultades para vivir en la casa de su padre. Isaac no evoca nunca el pasado que a Jacob le gustaría conocer, pues ama a su padre, aunque, al mismo tiempo, le envida; le envidia por su pena y sus recuerdos. Jacob sabe que ningún suceso superará jamás al del monte Moria y eso le irrita. ¿Qué hace entonces? A su manera, trata de vivir peligrosamente. Discusiones con la familia, peleas con su hermano; diríase que se encuentra a gusto en esta vida llena de choques y obstáculos que él mismo prepara porque sí. Amenazado por doquier, frente a los adversarios manifiesta una pasividad que recuerda a la de Isaac sobe el altar.

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Se traslada de una región a otra, de un refugio a otro, como hizo Abraham, pero por otras razones, dejando tras él resentimientos y envidias. Le persiguen y eso le satisface. Pero, en su interior, sabe que no es lo mismo, no será nunca lo mismo. Un hermano enemigo no es un padre enemigo. Majanaim no es el monte Moria, como un ghetto de Nueva York o Detroit no es ni puede ser el ghetto de Varsovia. Al lado de lo que le aconteció a su padre, su vida carece de relieve y densidad. Nació demasiado tarde, después del suceso. ¿Qué le queda para aguardar, para llorar? Ni siquiera ha sufrido. No conocerá nunca la agonía de un hombre maniatado entre un padre y su Dios, tan exigente el uno como el otro, en un mundo de indiferencia. El monte Moria es, para él, un monte como los demás. En este contexto debemos releer el episodio de Panuel. Para Jacob, provocar a Dios es una necesidad que justifica su lugar en la Historia. Para Superarse y convertirse en Israel. Y se convirtió en Israel cuando llegó el alba. Hubo de atravesar la noche y llegar hasta el final del enfrentamiento, de la soledad y de la angustia para ser digno de su nombre. Con el alba Jacob es otro. Todo lo que toca se incendia. Sus palabras poseen una nueva resonancia. Se expresa como visionario y poeta. La fuerza de Jacob se llama Israel, dice el Midraš. ¿Venció en la lucha? ¿Caso puede el hombre vencer a su Creador? Es imposible, desde luego, pero ¿acaso no es un privilegio que Dios le venza? El Midraš insiste con prudencia en la naturaleza angélica del asaltante. Aunque impotente frente a Dios, el hombre puede vencer a los ángeles. Oigamos una historia más: Al término del combate, el ángel implora a Jacob que le deje marchar, Jacob se niega, a menos que le bendiga. -no puedo, dice el ángel. No tengo tiempo. Está amaneciendo y debo marcharme.

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-¿Tienes miedo del amanecer? ¿Eres un ladrón o un jugador nocturno? -No, pero me esperan en el cielo para cantar la gloria del Eterno. -Tienes amigos allá arriba, dice Jacob sin inmutarse. Que canten ellos. -Cantarán hoy sin mí, pero eso significa que no cantaré a más con ellos. Mañana me dirán; ¿Por qué no viniste ayer? Ya no eres de los nuestros. -Hablas demasiado, dijo Jacob. Los ángeles que visitaron a Abraham le bendijeron antes de despedirse. Hay tú como ellos. -Imposible. No es lo mismo. Ellos vinieron para eso. Pero yo no. -Entonces, no te vas. Ante la obstinación de Jacob, el ángel cambió de tema y se puso a hablar de los misterios divinos en vez de bendiciones. Dijo: -Los ángeles que revelaron los misterios de Dios fueron desterrados durante cinto treinta y ocho años; ¿quieres que yo corra la misma suerte? Jacob podría contestar que la condición impuesta nada tiene que ver con la teosofía, pero no quiere discutir. -O me bendices o te retengo. - Sea, dice el ángel, con resignación. Voy a revelarte algo que no puede revelarse, y si Dios me pregunta la razón, le diré que la orden expresa de los profetas tiene prioridades sobre todas las demás, incluidas las celestiales. Decididamente, Israel ya no es ese Jacob sentimental y desorientado que conocíamos hasta ahora. Sabe ser duro y resuelto. Sabe derrotar a sus enemigos y hacerse respetar por los ángeles. Puede contemplar Panuel y recordarlo con orgullo. No obstante, al cabo de unas horas, está temblando de nuevo ante Esaú. ¿Otra vez su miedo de antaño o sus sentimientos de culpabilidad? Algo humano.

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Su victoria sobre el ángel no resolvió los problemas que tiene con los hombres. Los problemas más humanos sólo pueden resolverse a nivel humano. Al ángel le gusta quizá ceder ante el hombre pero al hombre no. Por lo que respecta a Esaú. Jacob sigue siendo Jacob y no Israel. Pero hay más. Si el texto habla al principio del hombre y luego de Dios, es para subrayar el camino de Jacob; acaba de comprender una verdad fundamental; Dios está en el hombre, incluso en el sufrimiento, incluso en la desgracia y en el mal. Dios está en toda partes, en cada uno de los seres, no sólo en la víctima. Dios no aguarda al hombre al final del camino, al final del exilio, sino que le acompaña. Aún más; Él es el camino y el exilio. Dios sostiene los dos cabos de la cuerda, se encuentra presente en todos los extremos, está en todos los límites. Está en Jacob como en Esaú. Y si Jacob se arrodilla ante Esaú, no lo hace únicamente para implorar su gracia, sino también para discernir y reconocer la acción de Dios en la de Esaú. Pero va demasiado lejos. Una cosa es certificar que el enemigo cumple la voluntad de Dios y otra humillarse ante él. Tal vez Dios sea el enemigo, pero el enemigo no es Dios. Jacob ganó su porción de eternidad pero quedará conmocionado y desgarrado. ¿Jacob o Israel? Los dos. Cierto, Dios le ordena que no siga llamándose Jacob, pero la Biblia le llama así al cabo de un instante. Diríase que Israel no consigue desligarse de Jacob. Se nos prohíbe explícitamente llamar a Abraham por el nombre que tenía antes (Abram), pero ése no es el caso de Jacob, ya que con él se fija el destino de Israel- del Israel inmanente, real, histórico, al mismo tiempo que el del Israel eterno y metahistórico. ¿Puede Israel borrar a Jacob? No, y no debe hacerlo, incluso si el cielo se lo ordena. Israel no sería Israel si antes no hubiera sido Jacob, si no llevara consigo los sueños enigmáticos y exaltados de Jacob.

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Atormentado, dividió, agobiado por el peso de los recuerdos, Jacob pertenece a Israel así como Israel forma parte de Jacob. Más aún que su padre y su abuelo, Jacob tiene conciencia del pluralismo que marcará a sus descendientes. Al revés de los hijos de su padre y de su abuelo, sus hijos entrarán todos en la historia judía, incluso los exilados, incluso las diez tribus perdidas. Jacob es toda la casa de Jacob, Israel es toda la comunidad de Israel. Por ello el problema del exilio le atormentará la vejez. Vio demasiadas veces en sueños cómo el Templo se consumía entre las llamas; quiere sabe, antes de morir, cuándo acabará todo. En su lecho de muerte reúne a sus hijos a su alrededor para revelarles el misterio último de la redención- el fin de los tiempos, el fin de la Historia. Llega, una vez más, más lejos que su padres. Dios le permitió ver más lejos que sus predecesores y más también que sus sucesores, a excepción de Daniel. Pero, dice el Midraš: En el momento en que iba a expresar su visión con palabras, perdió el don de la profecía. Un momento emocionante, apogeo culminante de s vida. Tras haber penetrado en el santuario más secreto y entrevisto el más luminoso de los seres, quiere confiar lo que ha visto, enseñarlo, darlo a conocer; quiere transmitir, comunicar y no puede. No puede sino mirar en silencio. Un Midraš: Jacob iba a abrir la boca cuando le asaltó una duda; no puede profetizar más que sobre el distinto de Israel, y ¿cómo puedo saber si todos mis descendientes permanecerán en el seno de Israel? Jacob cometió un error al dudar, y esa duda le costó su poder. Dicho de otro modo; la historia que no narró es más hermosa que las demás que se cuentan en su nombre, incluso las que contó el mismo. No obstante, su intuición era acertada. Sabía cuán difícil le resultaría a Israel seguir siendo Israel, y cuántos sufrimientos y pruebas aguardaban a los hijos de Israel.

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¿Podía dejar de consolar a sus hijos, dejar de decirles que no perdieran la esperanza, que todo exilio tiene límites del mismo modo que tras la noche viene la aurora? Tenía que decirles algo y le faltaban palabras. Entonces no le quedaba sino bendecir a sus hijos. ¿se acordaba de Panuel, del ángel, la bendición y la victoria? Murió llevándose su secreto, ese secreto que se llama Israel, ese primer resplandor del alba que separa la noche y sus fantasmas del día y sus trampas. Si, conocemos el lugar y repetimos la historia. En algún lugar de un valle las últimas sombras retroceden y rasgan la noche y el silencio. Ya llega la aurora. Por segunda vez un hombre cruza el arroyo Yabok, atento a su murmullo. Parece tranquilo, más tranquilo que antes, y tenso, más tenso que antes. ¿Y si todo no fuera más que un sueño? Parece melancólico pero resulto. Quizá tendrá que luchar, y matar, y morir. Pero ya no está solo.

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Para proteger a Jacob, su madre Rebeca le envió a casa de su hermano Labán. Rebeca conoce las inclinaciones de Esaú. Es capaz de todo, incluso de lo peor. Más vale que Jacob se marche y se oculte. Si no lo hace, Esaú lo va a mater y-piensa la madre- “yo perdería a mis dos hijos a un tiempo”. Pregunta: Admitamos que su temor esté justificado, que Esaú mate a Jacob, ¿no perderá a un hijo y no a los dos? Respuesta: Si Esaú mata a Jacob, Rebeca preferiría verlo muerto. Para una madre un hijo homicida está tan muerto, si no más, como un hijo asesinado. Parábola midrásica: La fuerza y la buena suerte de Esaú y sus descendientes tienen su explicación en el respeto que Esaú le demostraba a su padre. Otra: Jacob y Esaú saben hacerse obedecer. Esaú por su brazo, Jacob por su voz. Y otra más: Como Abraham e Isaac, Jacob fue el elegido de Dios, pero Dios no le atrajo. Fue Jacob quien, por su propia voluntad, trató de aproximarse a Dios.

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Parábola del Rabí Menajem-Mendel de Kotzk: En el momento en que Esaú descubrió que era víctima de la superchería de Jacob, lanzó un grito desde lo más hondo de su corazón y derramó tres lágrimas ante su padre aterrado. Por esas tres lágrimas, Israel sufriría las consecuencias del exilio. Pero-dice el Raí, tras un largo suspiro-hay un límite, debería de haber un límite. Hemos derramado tantas lágrimas a lo largo de los siglos, tantas como para hacer desbordar los mares e inundar los cielos. ¡Hay un límite, Señor, debería de haber un límite! Parábola midrásica: El símbolo de Abraham es una montaña, el de Isaac un valle y el de Jacob una casa. ¿Por qué se oscureció la vista de Isaac? Para que Jacob pudiera recoger su bendición disfrazado de Esaú. En su visión del futuro, Jacob llora con sus descendientes perseguidos y se dirige a Dios con estas palabras: Está escrito en un libro que degollar a un animal y a sus crías el mismo día es algo que no debe hacerse. Es una ley que los enemigos no respetarán, pues matarán a madres e hijos, los unos ante los otros. No te pregunto siquiera quién respetará tu Ley, te pregunto simplemente quien la estudiará. Jacob ve en sueños una escalera que llega hasta el cielo. La escalera existe aún. Algunos la vieron hace años, en algún lugar de Polonia, cerca de una estación perdido.

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Y todo un pueblo subía, subía hacia las nubes en llamas. Ése es el temor que debió sentir nuestro antepasado Jacob

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JOSÉ O LA EDUCACIÓN DE UN JUSTO

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Ésta es una historia de sueños y soñadores, una historia frívola, profana, que, aparentemente, no disimula nada en su profundidad. Todas la pasiones humanas quedan enfrentadas en ella: amor y odio, ambición y envidia, gloria y rencor. Sólo falta una: la pasión por Dios. Este relato bíblico no es como los demás. Aquí todo ocurre a nivel de intriga psicológica o complot político; nada parece rozar la dimensión metafísica o teológica. Dios no forma parte del relato, como para decirnos que, en una situación en que los hermanos pasan a ser enemigos, Dios se niega a participar y permanece como espectador. Es una historia extraña, que abunda en repercusiones espectaculares acompañadas de gritos, llanto e ira. Sus héroes son guerreros y prisioneros, príncipes y mendigos que se conocen entre ellos pero no ser reconocen: son personajes a la búsqueda de un destino. Es una bella y maravillosa historia de amores sublimes, de amores frustrados, de amores malditos, con ráfagas de ruido y silencio, cargada de esperas, sobre todo de esperas, y donde la inquietud desempeña un papel tan importante como la esperanza. Esta historia se representaba entre nosotros la noche de Purim, tal vez para hacer burla de Asuero. Oponíamos al rey pagano enamorado de una joven judía la figura del príncipe judío amado y perseguido por un idólatra. José nos hacía reír y llorar, nos entristecía y enorgullecía; es más fácil para una mujer hermosa convertirse en reina que para un judío llegar a príncipe.

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De eso se trata, de una transformación. La historia de José es la historia de una metamorfosis, mejor dicho, de una serie de metamorfosis. Metamorfosis familiar: el hijo predilecto se convierte en victima de los favores que se le dispensan. Social: un pobre emigrante hace fortuna en el extranjero. Política: un trabajador de la clase explotada consigue transformar los principios económicos del régimen. Filosófica o artística: un esclavo llega a ser príncipe. Y, por último, una metamorfosis puramente judía: un joven refugiado, sin amistades ni relaciones, consigue realizar una carrera política asombrosa; se convierte en el consejero principal del rey. Nada sorprendente resulta, pues, que se le dedique tradicionalmente una admiración apasionada rayana en la adoración. Su aventura acaba bien y no debe a nadie su éxito. Si consigue imponerse en un medio hostil, es porque está dotado. Si trasforma el exilio en reino, la indigencia en esplendor y la humillación en caridad, es porque ese self-made man puede permitírselo. En realidad, puede permitírselo todo. Para los narradores de historias del Midraš, su vida es una auténtica mina. José es una fiesta para la imaginación. No había aún pueblo judío y tenemos ya un príncipe judío, un virrey judío. ¿Cómo no aplaudirle ni celebrarle? José gusta porque ilustra el hecho de que lo imposible es posible para Israel y que, en él y por él, el niño judío aparece más fuerte que sus enemigos, más fuerte incluso que sus tentaciones; en él, el niño judío vive y crece sin traicionarse y sin traicionar su infancia. Nos gusta más, le queremos más, con más facilidad y alegría, que a los demás personajes de la Biblia. A Abraham se re respeta y admira, a Isaac se le compadece, a Jacob se le sigue, pero a José se le quiere. José es la exaltación del pueblo judío. La imaginación midrásica ve en él una especie de astro; su nombre hace temblar a los ángeles y a él se debe el milagro del paso del mar Rojo.

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Pero también, dice un sabio antiguo, todos los sufrimientos que soportará Israel tienen su raíz en los que los hermanos de José infligieron a éste. Según el Zohar, su misterio es un signo del misterio de Moisés y, además, lo supera. Nadie más entre los antiguos tiene derecho al sobrenombre de Zadik: “José el Justo” ¿Justo? ¿Acaso no desposó a una hija de Egipto que no era judía y no educó a sus hijos en un medio pagano? ¿Acaso no vivía rodeado de lujo en el mismo palacio real? ¿Acaso no poseía un poder casi absoluto en el que parecía complacerse? ¿No es público y notorio que el poder corrompe y que la riqueza endurece los corazones? ¿Qué hizo, pues, José para merecer el prestigioso título de Justo? Cierto, instala en su casa a su anciano padre en vez de enviarlo a un asilo de viejos, y no le avergüenza mostrarse en público con su familia pobre. ¿Pero es ésa una razón suficiente para que nos lo pongan de ejemplo y le proclamen Zadik? Para entenderlo mejor, tratemos de esbozar una semblanza y de ver si, tras la máscara, hay una rostro tan hermoso como creíamos al principio y si, más allá de su destino linealmente ascendente, hay una vida interior intensa y coherente. ¿Qué personaje es ese José, rey justo y bueno, sabio y eficiente, seguro de sí mismo y dominador? Para saberlo consultemos, ante todo, su fichero biográfico en la Biblia, en la que ocupa un lugar respetable: cuatro fragmentos semanales (Sidrot) no hablan más que de él. De todos los hijos de Jacob, él es el único del que se habla como individuo con destino muy propio. Nos cuentan su vida con todo lujo de detalles: las circunstancias de su nacimiento, las relaciones con su padre y hermanos, las aventuras en el desierto primero y en Egipto después.

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Nos narran cómo le vendieron sus hermanos cuando tenía diecisiete años y cómo llegó a príncipe de Egipto cuando tenía treinta y, por último, cómo murió a los ciento diez años. Nos lo cuentan todos: sus fracasos y triunfos, sus cambios de humor, costumbres, dones, amistades, sueños, hazañas políticas y conquistas amorosas. Nos se omite nada- no solo en los relatos midrásicos que tienen por costumbre no omitir nada, sino en la propia Biblia. El texto resulta sorprendente por sus debilidades literarias; la narración es demasiado larga, lenta y trasparente, sin secretos ni vuelo. Comparado a los capítulos que hablan del sacrificio de Isaac o del combate de Jacob con el ángel, parece didáctico y reiterativo; cada episodio ser repite tres veces o vuelve sobre cosas que ya no parecían evidentes. Todo parece claro y simple. Demasiado simple. Además, la relación de personajes es demasiado larga y la acción transcurre simultáneamente por demasiados vericuetos. Nos cuesta fijar la atención. En medio de tantas peripecias, con tantos acontecimientos y tantos héroes, resulta difícil aislar el nudo de la acción. Es una dispersión desconcertante. El problema de Abraham era el enfrentamiento con Dios, el de Isaac el enfrentamiento con su padre, el de Jacob con su hermano. Pero ¿y José? ¿Cuál es su auténtico problema? Tiene demasiados y con demasiada gente, el lector no sabe por dónde anda, ni cuál es el centro de interés, ni qué camino tomar. ¿Cuál es el argumento principal? ¿La tristeza de un padre agobiado? ¿La maldad de unos hermanos frustrados? ¿La ingenuidad de un faraón bienintencionado? ¿La lujuria de una esposa insatisfecha? ¿Las intrigas de la corte? Se infringen las normas aristotélicas del teatro y no hay continuidad ni unidades de tiempo, lugar o acción. Es una epopeya rocambolesca sin agudeza, un cuadro panorámico que no cuida los detalles y carece del vigor y sobriedad propios de una obra de arte. A primera vista, incluso el personaje principal parece un poco superficial: una conciencia más política que poética, más astuto que sabio, más manipulador que testigo.

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Más héroe de melodrama que de tragedia, es una persona encantadora que hace llorar pero no meditar. ¿Qué fue su carrera? Una sucesión de desgracias y aciertos, todos ellos fortuitos, con unas divisiones demasiado aparentes. Nos cuentan cuándo gana y cuándo pierde y por qué, nos lo presentan aislado y agasajado, feliz y melancólico, nos lo muestran con exceso y sin claroscuros. No obstante, despierta ecos y estimula la fantasía. Después de todo, es el primer judío que realiza la unión de dos tribus, dos naciones, el primero que liga a Israel al mundo. Sale fuera de lo corriente y le ocurre de todo, en proporción desorbitada. En la derrota llega al fondo del abismo; en los honores se iguala a los reyes que se igualan a los dioses. Más débil que los esclavos y más poderoso que los príncipes; más pobre que los mendigos y más rico que el rey. Continuamente tiene proyectos y los pone todos en práctica. La Biblia le describe como un hombre de éxito, que sabe imponerse, que no aburre ni se aburre, que no deja indiferente a los que se le acercan, suscitando siempre odio o admiración, odio o amor. Se le busca o se le rehúsa y no se puede pasar por su lado sin verle ni dejar de tomar partido por él o contra él. Le encontramos por doquier, siempre envuelto en situaciones complicadas, que él trata de complicar aún más: de niño se comportaba como un rey y como rey hace niñerías. Está al acecho de lo insólito y le gusta sorprender. Es un dirigente y, por lo tanto, un actor, y descubre sus sueños más íntimos sin el menor reparo. Se cree continuamente en escena, representando los papeles más imprevisibles. Necesita un público. En el fondo del relato bíblico es un nuevo arquetipo de héroe que inaugura una nueva era. Se acabaron los tiempos heroicos en que Dios se hallaba presente en cada fase de la aventura humana, interviniendo sutil o directamente en las decisiones de sus elegidos, solos o puestos a prueba. José es el primer lazo entre Israel y la historia temporal y profana. José es la huida de una familia, el éxodo de una nación, el comienzo turbulento y tumultuoso de una misión que se extenderá a través de los siglos. José es un niño mimado.

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Su padre le quiere y se lo perdona todo porque le recuerda a su mujer muerta, la bienamada Raquel. El Midraš añade que se parece también a su padreo o, más exactamente, que siguen caminos parecidos, tropezando con los mismos obstáculos y recurriendo a idénticos medios para superarlos. A uno y a otro les odian sus hermanos, uno y otro emprenden la huida para vivir y morir en tierra extranjera. Pero, al revés de Jacob, José es el hijo predilecto de su padre. Jacob se lo concede todo. Tiene los mejores vestidos y se siente guapo y elegante. Le gusta llamar la atención, sabiéndose el preferido, no hace gala de modestia, sino que se vanagloria de ello. Además, es caprichoso y, a veces, insolente. Si todos los hijos de Jacob son iguales, él se siente más igual que los demás. Sabemos las consecuencias: sus hermanos le detestan, le maltratan y, por último, lo venden, aunque estaban dispuestos a matarle. Al llegar a Egipto, encuentra la oportunidad de utilizar sus dotes de “psicoanalista” de estadista, de consejero y mano derecha del rey. Era listo y organizador sin igual, precursor de los planificadores a largo plazo, teniendo, además, la suerte de su parte, con lo cual su plan no fracasará. Por otra parte, todo cuanto emprende da buenos resultados. Sus predicciones se cumplen siempre. Además, es atractivo y amable, gusta a las mujeres, las atrae y, aunque le crean problemas, consigue solucionarlos. Inspira confianza y afecto, es un triunfador nato, feliz en este mundo, y también lo será en el otro, ya que por algo es un Justo. La coherencia de su vida ilustra la teoría de Kierkegaard sobre los cuatro cielos de la vida humana: el de la belleza, el de la moral, el de la risa y el de lo sagrado.

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De adolescente, José sólo piensa en su apariencia externa. En la cárcel descubre el bien y el mal. Como rey se divierte a costa del prójimo, y, hacia el fin de sus días, vive como un santo. Hay, por lo tanto, una continuidad en su existencia. Hay una dirección precisa entre su sueño de adolescente y su desenlace, a pesar de la diversidad y rapidez de los acontecimientos. José no podía dejar de ser rey y justo. El Midraš, como de costumbre, llega más lejos y sugiere que fue Justo desde el principio, que nunca había dejado de serlo, incluso en Egipto, incluso en los aposentos de cierta señora que…bueno, dejémoslo; era apuesto y ella no fue insensible a su belleza, y las otras mujeres tampoco. “Todo aquel que le veía no podía dejar de amarle con pasión, en secreto”, dice el Midraš, que dedica múltiples anécdotas a ese aspecto de su vida. El texto bíblico resulta ya lo bastante explícito como para que el lector frunza el entrecejo. Putifar compró a José y José hizo perder la cabeza a su esposa. Ésta, una especie de Lady Chatterley, enloquece pro su joven criado, que rechaza sus favores. Ella insiste una y otra vez pero en vano. Él seguir rechazándola. Hasta que, un día en que la casa está vacía, ella le echa el guante y José, desesperado, huye perdiendo la túnica en la huida. La mujer de Putifar, inconsolable, estrecha la túnica sobre su corazón y la acaricia llorando, dice el Midraš. Pero es peligroso, por no decir estúpido, rechazar a una mujer hermosa, sobre todo si está enamorada y, sobre todo, si es rica e influyente: José da con sus huesos en una mazmorra. Aparentemente es una historia trivial que el Midraš debía de haber pasado por algo; el pudor es una virtud judía y, en principio, habría que bajar los ojos. No obstante, se produce lo contrario; en el Midraš se suceden varias escenas parecidas ponderando los estragos que hacía José en los corazones femeninos en el reino de los faraones.

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Una historia: Un día se reunieron en casa de Putifar varias mujeres de la alta sociedad egipcia. La dueña de la casa, muy hospitalaria ofreció naranjas que pelaron con cuchillos. De repente, José hizo su aparición y todas las mujeres que allí se encontraban, conmovidas y deslumbradas, se cortaron las manos hasta hacerse sangre. Eso es lo que yo tengo que soportar día tras día, hora tras hora, exclamó la mujer de Putifar sin aliento. ¿Se da José cuenta del efecto que produce en las mujeres? Es muy probable; se viste como un dandy, cuida su peinado, aguza la mirada, adopta ciertos andares; está claro que quiere gustar. No se provoca a una mujer si uno no quiere. No se ama a una mujer-o a un hombre-contra su voluntad; toda la relación tiene un doble sentido. José sabía hasta dónde podía llegar en sus escarceos galantee, pero la mujer de Putifar no. Quería seducirle totalmente y llegar hasta el último extremo. El Midraš nos dice de qué manera; el vestido que se ponía por la mañana no se lo volvía a poner al mediodía; el que se ponía al mediodía lo guardaba por la tarde, y, a pesar de ese desfile de modelos, José se resistía. ¿cierto? Sí, esto por lo menos está comprobado. Pero… ¿a partir de dónde? En este punto las opiniones están divididas. Algunos textos dicen: Del comienzo al fin, ni siquiera experimentó tentación alguna porque a un Justo como él no le afectaba la sensualidad. Otras fuentes dicen que el deseo le atormentó, que se dejó arrastrar un poco, incluso bastante, pero que el Justo que anidaba en él supo intervenir a tiempo para salvarle. La Biblia dice que José acababa de realizar unas tareas en la casa vacía. ¿Qué tareas? Dos versiones. Rav dice: Se trataba de las funciones domésticas acostumbradas. Shmuel, escéptico, dice: No, melajtó, el trabajo en cuestión era otro, de un tipo muy especial., o sea privado. Un pasaje del Midraš nos describe a José y a la mujer de Putifar desnudos en la cama. ¿Entonces, qué? En el último momento José evocó el rostro de su padre, que le devolvió a la realidad; saltó del lecho y emprendió la huida.

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Otro texto pretende que la hermosa señora enamorada había comenzado por argumentar y declararse dispuesta a todo con tal de que José cediera. Un diálogo aproximado entre ambos: José: No, no puedo, no quiero. Ella: ¿Por qué no? José: Tengo miedo. Ella: ¿Miedo? ¿De quién? José: De tu marido Ella: ¿Eso es todo? Por mí que no quede, le mataré. José (fuera de sí): ¿Quieres hace de mí un libertino y, además, un asesino? La escena, bastante brusca, y llena de humor, preocupa a los narradores midrásicos. Está claro; no resulta del todo creíble y notamos que el texto no está completo y nos oculta algo desagradable. José no es tan inocente como quisieran hacernos creer, ni tampoco tan virtuoso. Oigamos una conversación mundana entre una “Matrona” y Rabí Yossi. Esa mujer inteligente y cultivada se muestra incrédula: un muchacho bekol jomó, en plena pubertad, con la sangre hirviente, ¿cómo pudo dominar su deseo frente a esa mujer de Putifar, sagaz, apasionada y decidida? La Matrona, buena psicóloga, conoce demasiado bien las debilidades humanas para no experimentar dudas. Y Rabí Yossi, confuso, no encuentra otro recurso que la fe- argumento irrefutable. El rabí se remite a la veracidad de la Escritura: la Biblia no nos engaña, le dice a su interlocutora, nos revela las fechorías de nuestros grandes hombres, nos descubre los errores de Judá, ¿Por qué iba a mentirnos con respecto a José? Si hubiera sucumbido al deseo, la Torá nos lo diría. Un dato a favor de la inocencia de José es u encarcelamiento. Si él hubiera dicho sí a la seductora, ¿acaso no lo hubiera mantenido ella a su lado? Fue ella quien lo denunció y lo arrojó al calabozo tergiversando los hechos, lo cual constituye una reacción muy familiar y muy humana: vengarse de otro acusándole de la propia perfidia.

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Por un prurito de honradez intelectual, planteemos el problema a la inversa: ¿y si, después de todo, fuera ella la que decía la verdad? Es una hipótesis inverosímil. No parece creíble que José, criado apátrida y esclavo recién liberado, se hubiera atrevido a importunar a la señora de la casas, esposa de su amo y bienhechor. Y aún parece menos creíble que la mujer de Putifar le hubiera rechazado; erra guapo, atractivo, irresistible, según afirman todas las leyendas. ¿Y quién se atrevería a suponer por un instante que José el Justo podía mentir? ¡Un Zadik embustero! Es una contradicción en los términos. Ahora bien, todos los textos nos lo muestran como Justo, como Zadik. Incluso más adelante, en el palacio real, el éxito no se le subió a la cabeza. Siguió siendo piadoso y siguió vinculado a Dios y a sus mandamientos. Dicen que respetaba la ley del Sábat y un comentarista pregunta, indignando: ¿Por qué sólo la ley del Sábat? ¿Y las demás? Las respetaba todas. Dicen que era un asceta; no bebía vino; dicen que era un jasid: todos los justos, afirma el Midraš, tuvieron su señal especial, y la de José fue la piedad. Mientras trabajaba susurraba oraciones. Además, poseía amplios conocimientos de ciencias profanas; dominaba setenta lenguas… más una: el hebrero. Era natural que Faraón aprovechara a tan excelso lingüista para intentar aprender la lengua sagrada. José trató de darle un curso acelerado pero fracasó. ¿Fue culpa del maestro o del discípulo? Las clases particulares se malograron y ése fue el único fracaso a lo largo de su carrera; nunca experimentó otro. Hombre público u hombre de Estado, todo lo que emprendía-suministros racionados, economía planificada- tenía éxito, pero nunca se envaneció. Dicen que su modestia nunca se vio afectada por ello. Cuando mandó a buscar a su padre, les dijo a sus hermanos: Contadle los honores de que disfruto aquí. ¿Cómo?, se asombra el gran Rabí Menajem-Mendel de Kotzk.

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¿José hablando como un vanidoso, creyendo impresionar al santo y puro patriarca Jacob? Es un mensaje, dice el Rabí de Kotzc, que hay que leer así: Contadle a mi padre que sé recibir honores sin que me trastornen… Jacob no tiene, pues, nada que temer; puede venir porque el príncipe rico y poderoso sigue siendo su hijo. Jacob se deja convencer y llega para instalarse en Egipto con toda su familia. Pero detengámonos una vez más para formular de nuevo la pregunta que me preocupa cada vez más: ¿Por qué José es un justo, un ser excepcional? ¿En qué se distinguió? ¿Por qué fue él el Justo y no Moisés, por ejemplo? ¿Fue su vida totalmente perfecta, desinteresada y sin mácula, irreprochable y sin defecto? Volvamos a su biografía y, puesto que se halla estrechamente ligada a la de su padre y hermanos, contemplémosles también más de cerca. Hay algo sorprendente que salta a la vista: en esta historia ningún personaje se comporta como Justo. Ninguno es auténticamente puro ni auténticamente santo. La familia, en su conjunto, no sale muy bien librada del examen. Ante todo los hermanos: pendencieros, envidiosos, rencorosos, siempre andan tramando algún plan sórdido. Divididos en clanes, se menosprecian mutuamente. Los hijos de las esposas de Jacob viven por un lado y los de las esclavas por otro. Sólo José congenia con éstos, lo cual no impide que, más adelante, se vuelvan contra él, aliándose con los demás a la hora de precipitar a José en el pozo de las serpientes. Para perseguir a José están todos unidos. En vez de compadecerse del hermano huérfano, en vez de consolarle por la muerte de su madre, se ensañan con él. Su padre le ama y le prefiere a los demás; bueno ¿y qué? ¿Es algo tan poco usual, tan difícil de entender? Jacob le ama porque es desdichado, pero ellos se niegan a comprenderlo. A José lo tienen como un intruso. Él les hablaba pero ni le contestaban, dice el Midraš. Le daban la espalda, le ignoraban, renegaban de él. Para ellos era un extranjero al que había que echar o, cuanto menos castigar.

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¿Cómo explicar su insensibilidad, su incomprensión? ¿Cómo justificar su odio, su plan homicida? ¿Cómo explicar el daño que infligen a su padre? Si querían vengarse de José, ¿por qué atormentaban a su padre? Por otra parte tampoco se quieren entre ellos. Cuando el potentado egipcio se apodera de Simeón y lo mantiene como rehén, no hacen nada para socorrerle, lo abandonan. Más adelante, cuando el mismo potentado le engaña escondiendo una copa de plata en el zurrón de Benjamín para detenerlos a todos, pegan al pobre crío acusándole de robo, nos cuenta el Midraš. Relata, asimismo, que luego e vuelven contra su jefe, Judá, y lo excomulgan; le echan en cara el no haberles disuadido de vender a José como esclavo: si nos hubieras aconsejado volverlo a casa sano y salvo, te habríamos escuchado. Ahora bien, la idea fue de Judá: más vale vivir como esclavo que perecer. Es un compromiso que el Midraš juzga con severidad. Prohibido alabar a Judá. Cuando una vida humana se halla en juego, cuando la dignidad humana está sobre la balanza, no se tiene derecho a contentarse con medias tintas; Judá hizo mal en no luchar hasta el fin para salvar a su hermano, no sólo de la muerte, sino también de la deshonra. Pero los otros hermanos resultan peores. Celosos de José, quisieran verle muerto. Más adelante, cuando el virrey monte la gran escena del reencuentro, les entrará tal pánico que se arrojarán sobre él una vez más para eliminarlo. Su ilustre hermano les perdona pero siguen celosos. Aceptan sus regalos pero se mantienen distantes. Se atreven a acusar a su padre de adulador porque, en su lecho de muerte, concede más bendiciones a José que a ellos; murmura: nuestro padre le favorece porque está en el poder y quiere halagarle. Pobres de espíritu, mezquinos como antes seguían siendo los hijos de Jacob. Resulta también difícil comprender al padre, a Jacob.

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Él es el auténtico responsable del drama: un mal padre y un pésimo educador. No hay que mimar a un niño a costa de sus hermanos; no hay que darle más que a los otros, más regalos, más atenciones, más cariño. ¿Acaso no sabe que eso les hace sufrir, que se sienten frustrados y carentes de afecto? ¿No ve que todo ello se vuelve contra el propio hijo al que quiere proteger y hacer feliz? ¿Trata siquiera de razonar con los envidiosos y establecer la paz en su hogar? Otra cuestión más grave: es él, Jacob, quien envía a José a Siquem a casa de sus hermanos, así, de visita. ¿No sospecha nada el peligro que le aguarda? ¿Por qué poner en peligro su vida o, en el mejor de los casos, su seguridad? ¿No se le ocurre pensar que va a caerles mal al visita de ese hermano ocioso que va a contemplarles cómo trabajan? ¿Es Jacob inconsciente hasta tal punto? Y cuando sus hijos vuelven de Siquem y le dan la terrible noticia: José ya no existe, le devoró un animal salvaje, Jacob les cree sin hace preguntas, in ir a averiguar nada al lugar del drama, sin buscar ninguna confirmación, ninguna corroboración independiente. ¿Por qué no trata de sonsacar a Judá, de preguntarle cómo y cuándo se produjo el drama? ¿Y por qué no se vuelve a Dios- él, que antaño no daba un paso sin consultarle- para obtener información veraz a falta de una intervención directa? Una de dos: o Jacob no sospecha nada de sus hijos, en cuyo caso su ceguera resulta incomprensible, o sí sabe a qué atenerse, en cuyo caso resulta incomprensible su pasividad. Es extraño su comportamiento de padre. Ha pedido a su hijo predilecto y se hunde en la tristeza, pero no hace nada para encontrar su rastro, o cuando menos, su cuerpo destrozado. Es algo incomprensible. Tampoco entendemos a José, que también nos resulta extraño, incluso decepcionante y poco atrayente como personaje, sobre todo al principio. Ante todo, su conducta respecto a los suyos es pérfida. En vez de compartir los favores que recibió con sus hermanos, se dedica a provocar su envidia y su codicia. Es una falta de generosidad que sorprende en el futuro príncipe.

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En vez de acercarlos al padre de todos, actúa como obstáculo. Se pavonea con sus ropas nuevas y lujosas y quiere que todo el mundo sepa que Jacob tiene muchos hijos pero que él es el preferido. Es superior a todos y lo repite tanto que acaba creyéndoselo. ¿Cómo sorprenderse, pues, de que sus hermanos le tengan ojeriza? Hay algo peor; tiene una lengua viperina. Se codea con los hijos de las esclavas para recoger chismes y llevarlos a su padre. ¿Cuáles? Hay dos versiones: le die a su padre lo que se cuenta en la calle y en el mercado acerca de sus hermanos o bien lo que éstos murmuran de Jacob. (Y Jacob le escucha. Un Midraš sugiere que por eso fue castigado.) Nos imaginamos a José en acción: indispone a unos contra otros y al padre contra todos. Se divierte dividiendo, envenenando espíritus, provocando tensiones y riñas. Es un egocéntrico que se cree dueño del universo. Al comentar su éxito, el Midraš alude a su carácter: es el carácter de un hombre que derriba obstáculos y quebranta resistencias. Nada ni nadie pueden detenerle; la creación entera está a su servicio. Sus sueños resultan reveladores; todos los sueños lo son. Los de Jacob se refieren al universo; los del Faraón al pueblo egipcio de modo colectivo; los de José giran alrededor de su propia persona, de su propia carrera. Releamos el texto: José llega un día ante sus hermanos y les dice; Oíd, si queréis, este sueño que he tenido. Estábamos nosotros en el campo atando haces y vi que se levantaba mi hay y se tenía en pie, y los vuestros lo rodeaban y se inclinaban ante él adorándole. Sus hermanos le respondieron justamente airados; ¿Es que vas a reinar sobre nosotros y vas a dominarnos? Pero él volvió a la carga: Mirad, he tenido otro sueño, y he visto que el Sol, la luna y once estrellas me adoraban. Esta vez, ante declaración tan clara y rotunda, sin el menor equívoco, Jacob mismo se enfada. José ha ido demasiado lejos, pero, no obstante, Jacob le cree algo. El Midraš dice: El padre tomó papel y pluma para recoger las afirmaciones de su hijo, así como la fecha y el lugar.

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Comprendemos al padres y su ira: como especialista en la cuestión, sabía que los sueños más vale guardárselos. Al increpar a José públicamente, Jacob pensaba quizá aplacar la envidia de sus hermanos. Pero es a José a quien no comprendemos: ¿no sabía acaso aquel futuro estratega y brillante táctico que ciertos sueños y soñadores atraen, inevitablemente, odio? Y, sobre todo, ¿es ésa la infancia y la educación de un justo? Cuando los hermanos preparan su venta, él implora clemencia, según el Midraš. ¿Es eso digno de un futuro Justo? De un justo se espera que se enfrente a los acontecimientos, buenos o malos, con idéntica serenidad, tal vez con orgullo. ¿Y con la mujer de Putifar? No tiene ciertamente deseo de llevar una vida ejemplar, austera, dirigida a la pureza y la perfección. Ya dijimos que al ir a sus aposentos, sabiendo que estaba sola en casa, no tenía en mente únicamente sus deberes de criado. Por otra parte, en el supuestos que fuera inocente, ¿por qué no emprendió antes la huida? ¿Por qué esperó al último momento? Y en la cárcel, ¿con quién hace amistad? ¿Con los condenados de la tierra, los eternos expoliados, los desechos de la sociedad? No, José se hace amigo y confidente de dos antiguos ministros. Incluso consigue que le nombren director-administrador de la prisión. Incluso encarcelado huye de la miseria y la humillación y elige la facilidad y los honores. Incluso en la cárcel tiene que ser el primero. ¿Es ése un camino hacia la santidad? Sigamos; príncipe o virrey de Egipto, se casa con una egipcia, Asenet, hija del sacerdote Putifar. Cierto el Midraš inventa una historia descabellada para explicar que, en realidad, no era egipcia sino judía, que era hija de Dina, hermana de José, y que un ángel la había arrebatado el día que nació para depositarla en casa de Putifar, pero nadie lo sabía. El propio José ignoraba que, al casarse con Asenet, se casaba con su sobrina. Es una historia hábil, de acuerdo, pero el hecho de que el Midraš tenga necesidad de inventarla, demuestra que era un matrimonio desigual.

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Según todas las apariencias, José trata de integrarse en el país que le acogió. A sus hijos les llama Manasés-“porque Dios me ha hecho olvidar mis penas y todas la casa de mi padre “–y Efraím-“porque Dios me ha dado fruto en la tierra de mi aflicción”. El Midraš exagera, claro está: Cuando Jacob los vea, los hallará tan egipcios que no se reconocerá en ellos. ¿Es ésa la semblanza de un Justo? Más bien de un integrado. Jacob, dice el Midraš, no olvidó sus estudios. José sí. Peor aún: durante los largos años que duró su separación, José, el príncipe todopoderoso, no hizo nada para sabe acerca de su padre. No obstante, el espionaje era una práctica corriente y las caravanas eran numerosas. ¿Por qué deja a su anciano padre – que le quiere tantodesesperarse en su duelo sin darle la menor señal de vida? Está resentido con sus hermanos, lo cual resulta comprensible; pero ¿por qué afligir de tal modo a su padre? Más adelante, cuando recibe a sus hermanos, no hace sino vengarse y burlarse de ellos; reclama rehenes en vez de preguntar por su padre y su hermano menor y, en vez de darles de comer, les hace temblar de angustia. Pasan semanas y semanas antes de que se decida a tranquilizar, consolar, apaciguar. Oye diez veces a sus hermanos hablando de su padre como “tu siervo Jacob” y no protesta ni se emociona ni se traiciona. Por otra parte, eso le costará caro. Por cada mención humillante no rectificada se le descontará un año de vida y morirá a los ciento diez años en vez de a los ciento veinte como estaba previsto. Pero dejemos la falta y el castigo; se trata aquí de saber si un hombre que respetaba tan poco el honor de su padre merece el título de Justo que le confiere la tradición. De hecho, según el Midrás, José se identificó tanto con Egipto que sus hermanos no le reconocen-lo cual habla más a favor de ellos que de él. El lujo corrompe más que la miseria y la felicidad es más corrosiva. A los ojos de ellos aparece como un extranjero alejado de su pueblo y de sus raíces; no conserva nada de su infancia.

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No tiene nada de extraño que le buscan al principio en el bario de las prostitutas. Y, no obstante, José sigue siendo un Justo para la tradición y la leyendo. ¿Por qué? ¿En virtud de qué? Una vez más estamos ante la pregunta con la que no podemos dejar de tropezar. Pero quizá podamos darle la vuelta y decir que, una vez planteada, el personaje asume, debido a ella y a todo lo que implica, una densidad nueva. Repentinamente vislumbramos el secreto. Si, a pesar de lo que nos cuenta. Le llaman José el Justo, significa que nos hemos dejado desorientar por las apariencias. Hemos contemplado la máscara y no hemos escrutado el rostro. Hemos visto a José como una especie de político exhibicionista y obseso de poder. Una análisis más serio de los datos nos sacará del error. José es el gran desconocido de la Biblia. Es más complejo y secreto de lo que se cree. A través de él entramos en contacto con una visión trágica del destino judío, digno de sus antecesores. El valor de un texto e mide por el peso de su silencio. Aquí el silencio existe y pesa lo suyo. Silencio de José con ocasión de la brutal escena de Siquem conde todos los hermanos, salvo Benjamín, participan de un modo u otro. Podemos imaginar sus discusiones y verles arrojando a José al pozo de las serpientes. Quieren matarle, van a matarle, y José se calla. Frente a sus hermanos que proclaman su odio, frente a los “hijos de las esclavas” a los que había demostrado amistad y que son ahora sus enemigos, igual que los otros, frente a esas miradas asesinas, José enmudece. En el momento más crítico de su vida les deja deliberar, decidir su suerte sin pronunciar palabra. La tradición rabínica lo subraya; se echó a llorar e imploró piedad, sólo cuando sus hermanos iban a venderle como esclavo.

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El silencio de Jacob resulta aún más sobrecogedor. Desde el día en que le arrebatan a José lleva una vida solitaria, casi oculta. Durante veinte años no se pronuncia. Ni una palabra, ni una queja. Vive fuera del lenguaje y más allá de la esperanza. Bañado en silencio, penetrado por el silencio, permanece lejano e inasequible. parece haber roto sus relaciones con el mundo y su creador. Porque hay también silencio en las alturas. Dios ya no la habla a Jacob y Jacob no se dirige ya a Dios. Ruptura total. El Midraš se las ingenia para explicar el silencio divino. En Siquem, dice, los hermanos juraron guardar silencio sobre el asunto y excomulgar a todo el que traicionara el secreto. Ahora bien, una ceremonia de excomunión requiere la presencia de diez personas, y los hermanos eran sólo nueve, por lo que decidieron asociar a Dios para que fuera el décimo. Por eso Dios, al ser cómplice, no podía ya dirigirse a Jacob. Pero el silencio de Jacob sigue sin ser explicado, sigue siendo inexplicable. Diríase que ya no reza ni piensa en Dios. Entre Dios y él sólo hay silencio. Durante todo el tiempo de su incertidumbre, en esos años interminables en que Jacob necesita gritar su pesar y escuchar alguna palabra, su mutismo parece total. Su relación con Dios no se renueva hasta después del reencuentro familiar. Cuando Jacob duda en reunirse con José en Egipto, Dios le animará a ello, pero no antes. Repentinamente descubrimos que, a lo largo de esta narración, los torrentes de palabras no tienen otro objeto que disimular el silencio, ese silencio que constituye el tema dominante. Descubrimos también que la historia posee una riqueza mayor que la que aparenta y que Jacob- el eje central- es más misterioso de lo que parece. Sigue en el aire la pregunta que jalona nuestro camino: ¿Por qué José el Justo era justo?

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En el Midraš la respuesta es sencilla: Porque José sabía dominar su instinto sexual. A pesar de la atmósfera sensual que reinaba en Egipto, supo resistir a la mujer adúltera, a la de Putifar y a las demás. El Midraš cuenta que, a pesar de las múltiples princesas y cortesanas que veía cada día, todas seductores, una adornadas con joyas, otras ungidas con perfumes, otras ataviadas únicamente con su desnudez, permaneció casto e intratable. Otro texto ofrece esta imagen: Cuando José salía de palacio real o volvía a él, las princesas se asomaban a las ventanas y le arrojaban alhajas, pendientes y pulseras con el fin de atraer su atención, pero él no la miraba siquiera. Para los sabios midrásicos, ésa era una razón suficiente para convertirle en un Justo. No para mí. Estoy de acuerdo en admitir que un Justo debe saber resistir las tentaciones, pero de ahí a limitarlas a la sexualidad… Tratemos ante todo de definir el término “Justo” – Zadik. En árabe significa “amigo”. en hebreo es lo contario de Rasha, “impío”. Es Rasha aquel que peca contra el hombre y no necesariamente contra Dios. El que deserta de la comunidad es un Rasha. El que perjudica a sus amigos es un Rasha. Traicionar a los compañeros, escarnecer a su pueblo, son actos propios de un Rasha. Y, a la inversa, el término Zadik se define por las relaciones entre los hombres y no necesariamente con Dios. Es justo aquel que resiste las tentaciones y no necesariamente el que soporta pruebas. Las pruebas implican a Dios y las tentaciones a los hombres. Abraham, sometido a prueba por Dios, no es un Justo, pero José si lo es. José debe superar obstáculos interiores para aproximarse, no a Dios, sino a sus semejantes, a sus propios hermanos. Tiene muy buenas razones para renegar de ellos, detestarles, expulsarlos de su casa y de su memoria, ya que eran para él una fuente de mal. Posee muy buenos argumentos para desconfiar de las mujeres; la más hermosa e influyente hizo que le encarcelaran.

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Tendría derecho a desconfiar de la gente en general. Cuando estaba en la cárcel había prestado algunos servicios a un compañero de presido que, una vez liberado, se olvidó de él. Tendría incluso motivos para estar resentido con su padre. Volvamos de nuevo al incidente de Siquem. José va a ver a sus hermanos sin sospechar que se encuentran al acecho, decididos a matarle. ¿Quién le envió? Jacob. Esa visita fue idea suya. Fue Jacob quien le pidió que fuera a ver a sus hermanos, así, porque sí, para decirles hola, qué hay. En ese momento crucial, mientras sus hermanos le amarran y derriban, José trata de comprender, de recordar, de explicarse ese secuestro. Y, de repente, un pensamiento sombrío y ardiente a la vez atraviesa su espíritu: ¿sería posible que su padre lo supiera y que le hubiera enviado acá con pleno conocimiento de causa? ¿Para qué le maten? ¿Cuál sería el móvil? Una vez más el recuerdo del monte Moria. En Panuel, Jacob quiso imitar a Isaac; aquí quiere igualarse a Abraham mediante el sacrificio de su hijo, su hijo predilecto. José, inteligente, intuitivo, impulsivo, era muy capaz de llegar a semejante conclusión. ¿Es pura coincidencia que ambos episodios, el de Siquem y el del monte Moria, comiencen con el temor para desembocar en el milagro? ¿Qué el mismo vocablo –Naar, “adolescente”- designe a un tiempo a Isaac y a José? ¿Que Abraham responda Hineni, “heme aquí”, a la llamada de Dios y José responda Hineni a la orden de su padre? ¿Qué a Isaac le salve la aparición repentina de un carnero y a José ala de una caravana? ¿Es ésa la razón por la cual José, estupefacto, pierde el uso de la palabra, la razón por la cual, zaherido y humillado, decidirá más adelante romper con su familia y olvidar su pasado?

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¿Cómo podemos reprochárselo? ¿Le faltan razones válidas para renegar de sus hermanos enemigos que urdían su muerte, para desligarse del padre que le había entregado a ellos, para optar, en contra de todos ellos, por la sociedad donde halló cobijo y felicidad? Cuando más adelante se vea frente a ellos, su reacción y su hostilidad resultarán naturales y humanas, ya que había roto o creído romper, definitiva y verdaderamente, con su mundo y sus leyes. Más próximo a los egipcios que a los judíos e incluso más próximo a sus obligaciones políticas que al Dios de los judíos, es natural que se retraiga de esa familia a la que ya no puede querer. Pero ése es el primer impulso, tal vez vengativo, o de lo que él cree que es su nueva verdad. En seguida se sobrepone: no quiere ser justiciero. Renunciar a la revancha incluso justificad, renunciar a la amargura incluso con fundamento, renunciar al castigo incluso merecido, es una rara virtud. Sólo el Justo perdona sin olvidar. José perdona, pero no olvida nada. En verdad nunca ha olvidado nada. Se acordaba de su padre a cada instante y en todo lugar; no sabía explicarse ciertas actitudes suyas, pero se acordaba de él. Y su pueble le acudía a la memoria constantemente. En la cúspide de su gloria, el Faraón le llamó Zofnat Paneaj, “el rompedor de señales”, pero él prefería mantener su nombre judío; José. Adorado y adulado por la aristocracia egipcia, se exhibe con su pobre familia hambrienta. Bajo sucesivas máscaras, su fidelidad sigue íntimamente intacta. Aunque llevado por su ímpetu, supo detenerse a tiempo, retroceder, reafirmar su fe en los suyos a pesar de ellos, y su fe en Dios a pesar de él. He aquí su fuerza. Cuando se es justo con un hombre o con un grupo de hombres, se es justo con todos. Al trabajar por su pueblo, el judío ayuda a la humanidad. José es generoso a la vez con los suyos y con los ciudadanos de su país. Sabe conciliar su amor por Israel con su amor por las demás naciones; sabe que es absurdo e inútil querer oponer el judaísmo a la universalidad.

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Una leyenda: Judá, el más fuerte de los hermanos, se enfrenta a José, a quien cree aún potentado egipcio. La disputa gira en torno a Benjamín. Judá se excita y se encoleriza hasta el punto que le ven triturar bolas de hierro con los dientes. Exclama: Si desenvaino mi espada, destruiré tu reino de uno a otro confín. Si desenvaina la espada, responde el potentado, te la enroscaré en el cuello.- Si abro la boca, te trago, grita Judá. Ábrela y te la cerraré con una piedra… Entonces Judá ordena a sus hermanos que arrasen el país a sangre y fuego. Par salvar el reino., José se decide a terminar con la comedia y se quita la máscara: “Soy yo, José, vuestro hermano”. Ciudadano atento a sus responsabilidades, hermano e hijo devoto, sabe vencer el rencor y las exigencias del poder para convertirlas en impulsos y llamadas. Dese ese momentos e siente reconciliado y feliz, en paz con su padre, sus hermanos, sus vecinos y sus súbditos. Alcanzará su apogeo tras la muerte de Jacob. Sus hermanos tendrán miedo: Mientras nuestro padre vivía, José nos dejó tranquilos, pero ahora nos va a ajustar las cuentes. José contesta con dulzura; diez velas no han apagado una sola, ¿cómo podría una sola vela apagar die? Si, perdonó, pero no olvidó nada. ¿Cuál es el hondo significado de todo eso? “El justo no nace, se hace. Una vez se ha llegado a Justo, hay que esforzarse para seguir siéndolo.” Hay en José una dualidad que anima sus actos y elecciones y lo convierte en un personaje auténtico y, por lo tanto, desgarrado. Vive continuamente en dos planos, en dos mundos, solicitado por fuerzas contradictorias, las más de las veces; debe elegir y elegirse, luchar y vencer. José , personaje trágico, será el padreo o, en todo caso, el precursor de un Mesías, un Mesías desdichado, infortunado, héroe y víctima que debe, según la tradición, preparar el camino para la llegada del otro, el auténtico, el hijo de David.

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Mientras las tribus se hallan ocupadas en vender a su hermano y Jacob en perfeccionar su ayuno y Judá en tomar mujer, dice el Midraš, Dios creaba la luz del Mesías. Una luz oscura, sin duda, pues el Mesías que iluminará- el descendiente de José- , caerá en el combate. José lo sabía, como debía saber que el reino surgido de su estirpe, el reino de Silo, quedaría destruido y, no obstante, no desesperó. José sabía-y se encontraba bien situado para saberlo. Que era tarea pesada e ingrata ser el primer príncipe judío de la historia y liberar a los primeros judíos desde fuera de su tierra. El descendiente de Judá será quien ceñirá la corona de la soberanía judía y simbolizará sus promesas y su perennidad. No obstante, José no desesperó. Asumió su condición y, dentro de ella, trató de imponer un sentido a su destino. En el instante efímero vivía su vida eterna y demostraba que corresponde al esclavo querer ser príncipe, al soñador vincular el pasado con el futuro, al vencedor abrirse a la pasión suprema del amor. Esta historia hermosa y rica nos enseña a la vez que el exilio lo engendró la envidia pendenciera de unos hombres que eran hermanos, que el exilio conduce a la redención con la condición de que se sueñe con ella sin desesperar y con la condición de que José siga siendo José sin renegar. José no nació Justo, ni tuvo infancia de Justo ni educación de Justo; es por esos que su triunfo nos entusiasma. Lo que José obtuvo de sí mismo no lo debía sino a sí mismo. ¿Cuál fue su recompensa? El mismo moisés en persona se ocupó de sus honras fúnebres. ¿Por qué tal privilegio? Sus antecesores se entendieron con Dios y supieron ser dignos de ello; José se entendió con los hombres y no fue menos digno. Sufrir en manos de Dios es menos doloroso, o doloroso de otro modo, que soportar la crueldad de los hombres aunque sean nuestros hermanos. José, el primer judío que sufrió a manos de judíos, supo dominar su pena y su desilusión y unir su destino al suyo.

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¿José, un justo? Es innegable que mereció el título, pero, en el texto bíblico, un adjetivo le describe igual de bien; era hermoso. Su único error; no debió contar sus sueños.

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José tenía sentido teatral. Para confundir a sus hermanos, les anunció que José estaba vivo y que estaba a su servicio. Les llamó mentirosos e hipócritas por haber contado a su padre que un animal salvaje había devorado a su hermano José: Esperad, voy a mandarle venir y le veréis. Empezó a llamar: José, José, hijo de Jacob, ven, ven acá, hijo de Jacob. Todos los hermanos se revolvieron, lívidos de terror, buscando a José por toda la habitación. Ven acá, José, repitió una vez más el potentado, ven a ver a tus hermanos que te vendieron. Y los hermanos miraban, miraban sin comprender, porque no había nadie más que ellos en la habitación. ¿Por qué buscáis delante de vosotros y detrás de mí? Soy yo, vuestro hermano, José. Apresados por el pánico, se desvanecieron, pero Dios hizo un milagro y les reanimó. El Midraš reprocha a José el haber permitido diez veces la expresión “tu siervo” a los que le hablaban de su padre. Ahora bien, en el texto bíblico no la hallamos más que cinco veces. Explicación: La conversación entre José y sus hermanos tuvo lugar con la ayuda de un intérprete que traducía al hebreo y al egipcio, y José comprendía, naturalmente, ambas lenguas. Con ocasión de su última aparición a Jacob, Dios apaciguó su temor; Iré contigo a Egipto… Nuestros sabios ven ahí la promesa de que la Shejiná-“presencia divina”- sigue a Israel por doquier, incluso en el exilio; Israel está solo y la redención de Israel significará la redención de Dios.

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Parábola del Zohar: Cuando Israel estuvo en el exilio, su lenguaje también. Al volver de los funerales de su padre, José dio un rodeo y se detuvo en el lugar donde antaña había tocado el fondo del abismo; permaneció durante un largo instante al borde del pozo mirando su negrura. Los hermanos pensaron que era para recordarles sus fechorías, pero en verdad era para evocar el pasado con el fin de expresarle mejor su gratitud a Dios; el camino recorrido le llenaba de gratitud. Los hermanos dijeron a José: Tu padre, antes de su muerte, te ordenó que nos perdonara. Ahora bien, no se halla en el texto bíblico ni rastro de tal deseo por parte de Jacob. Explicación: Está permitido mentir si es por la paz. Una vez instalado en Egipto, los hijos de Jacob fueron primero prósperos, estimados, felices. Luego les envidiaron en secreto y, más tarde, abiertamente. Pero no había peligro. Desconfiaron de ellos, les detestaban, les veían demasiado ricos, demasiado numerosos, invasores, molestos. Pero seguía sin haber peligro. Llegó un tiempo en que los egipcios se vieron metidos en una guerra sangrienta con sus vecinos y debieron su salvación a la intervención de los hijos de Israel.

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Fue entonces cuando el peligro que amenazaba a los hijos de Israel se hizo real. Porque eso los egipcios no se lo perdonaron. No obstante, mientras quedaba vivo algún hijo de Jacob, nadie se atrevía a tocar a las tribus judías. A la muerte de Leví, el último hijo vivo, las cosas dieron un vuelco. Primera medidas antijudías; trabajos forzados, humillaciones públicas. Pero aún; las leyes prohibieron a los hombres dormir en sus casas, impidiéndoles unirse y amarse.

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MOISÉS: SEMBLANZA DE UN JEFE

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Una leyenda: Cuando Moisés subió al cielo para recibir la Ley, vio a Dios ocupado en añadirle varios símbolos y adornos. Consciente de su función de portavoz, preguntó con timidez: -¿Por qué no entregar la Torá tal cual? ¿No es ya lo bastante rica y bastante oscura para complicarla aún más? -Debo hacerlo, contestó Dios. Al cabo de múltiples generaciones habrá un hombre llamado Akiva, hijo de José, que buscará y hallará toda clase de interpretaciones en cada palabra, en cada sílaba, en cada letra de la Torá. Para que las encuentre las tengo que introducir. -Muéstrame a ese hombre, dijo Moisés, impresionado. Me gustaría conocerle, verle. Dios, que no podía negarle nada-o casi nada- a su fiel servidor, le dijo: -Date la vuelta y vete hacia atrás. Moisés obedeció. Se volvió hacia atrás y se encontró proyectado hacia el futuro. Se encontraba en una academia talmúdica; sentado en la última fila, entre los principiantes, oía a un maestro dar clase sobre su enseñanza y su obra a él, a Moisés. Lo que oía era hermoso, incluso profundo pero… demasiado para Moisés, que no entendía nada, ni una palabra, ni una idea. Entonces a Moisés le invadió una gran tristeza, sintiéndose disminuido e inútil. De pronto, escuchó una pregunta que un discípulo le formulaba al Rabí: -¿Cuál es la prueba de que vuestras opiniones son correctas, de que vuestra postura es la única correcta?

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Y el maestro, Rabí Akiva, contestó: -las he recibido de mis maestros que, a su vez, las recibieron de los suyos que, a su vez, las recibieron de Moisés. Lo que os digo ahora Moisés lo oyó en el Sinaí. Divertido y halagado, Moisés, el primer autor judío, se sintió más tranquilo. Pero algo seguía preocupándole. Se volvió de nuevo hacia Dios. -No lo entiendo, dijo. Dispones de un sabio como él, de un maestro como él, ¿para qué me necesitas a mí? Qué sea él tu mensajero para transmitir la ley de Israel al pueblo de Israel. Pero Dios le cortó: -¡Moisés, hijo de Amram, cállate! Yo veo las cosas así. Satisfecho o no, Moisés se calló y no insistió. Pero, al cabo de un rato, no pudo evitar un rapto de curiosidad: -Dime… ¿qué le ocurrirá luego? Una vez más, Dios le hizo volverse hacia atrás para desvelarle el futuro. Y Moisés vio a Rabí Akiva a la hora de su muerte. Le vio puesto en tormento, torturado por los verdugos romanos. Y, por tercera vez, exclamó asombrado, trastornado: -¡No lo entiendo, Señor! ¿Es eso justo? ¿Es ese el premio por haber estudiado tu ley? ¿Merecen tal muerte los que vivan por ella? Una vez más, Dios le respondió con sequedad: -¡Cállate, hijo de Amram! Ésa es mi voluntad y yo veo las cosas así. Y Moisés guardó silencio respetuosamente como hará Rabí Akiva siglos más tarde el día en que se enfrente a un tiempo con la muerte y la eternidad. Otra leyenda: Cuando Moisés supo que había llegado su hora, se negaba a admitirlo.

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Estaba viejo y cansado de levar a través del desierto inclemente a un pueblo descontento y voluble que le atormentaba sin cesar y a pesar de todo, se aferraba a la vida. Vestido de saco y ceniza, compuso mil quinientos versículos y trazó un círculo a su alrededor declarando: No me moveré de aquí hasta que el decreto sea revocado. Una vez más sus palabras hicieron temblar el universo hasta los cimientos; el cielo y la tierra se consultaron, asustados; ¿Qué ocurre? ¿Acaso Dios había decidido poner fin a su Creación? Llegaron en ayuda de Moisés los cinco libros de la Ley que llevan su nombre; imploraron a Dios que le alargara la vida pero su intercesión no sirvió para nada. El fuego también imploró en vano y las letras agradas lo mismo. Y el nombre de Dios fue rechazado por Dios; tampoco su intervención sirvió para nada. Después, el mundo presenció un diálogo sorprendente entre Dios y Moisés; el Creador se esforzaba en persuadir a su fiel servidor de que debía someterse a sus leyes inexorables. -Debes morir. Moisés, debes morir para que el pueblo no te convierta en ídolo. -¿No confía en mí?, contestó Moisés. ¿Acaso n o me hice acreedor de tu confianza? ¿No destruí el becerro de oro? Dios hubiera podido replicar que confiaba en Moisés, pero no en los demás; no obstante, prefirió apelar a la sensatez de su profeta. -Moisés, ¿quién eres? - El hijo de Amram, dijo Moisés -¿Y quién es Amram? - El hijo de Yijtar, dijo Moisés - ¿Quién fue Yijtar? -El hijo de Kehat, dijo Moisés -¿Y quién fue Kehat? -El hijo de Levi, dijo Moisés -¿Y Levi?

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Adán.

- El hijo de Jacob, hijo de Isaac, hijo de Abraham- y continuó hasta llegar al primer nombre,

-¿Adán? Dijo Dios. ¿Dónde está Adán? -Muerto, respondió Moisés. Adán está muerto. -¿Y Abraham, Isaac y Jacob? -Muertos, dijo Moisés. Todos están muertos. Los demás también. Todos muertos. - Cierto, dijo Dios. Tus antepasados están muertos. ¿Y tú, sólo tú ibas a vivir para siempre? Pero Moisés, desplegando insólitas cualidades retóricas, supo defenderse. -¿Adán? Dijo. Adán robó y yo no. ¿Abraham? Abraham tenía dos hijos y uno de ellos no forma parte de tu pueblo. Igual le ocurrió a Isaac. Pero no a mí. Mis dos hijos son hijos de Israel. Dios parecía a punto de perder la paciencia. -Moisés, dijo en tono más brusco, tú mataste a un egipcio. ¿Por orden de quién lo hiciste? No fue por orden mía. Moisés supo responder también; -Yo sólo maté a un egipcio pero tú mataste muchos. Mataste a todos los primogénitos y ¿quieres castigarme a mí? Moisés, que era inteligente, sabía que ese argumento, por bueno que fuera, no cambiaba la situación la voluntad divina refleja una lógica divina, no humana. Entonces, falto ya de recursos, llamó en su ayuda a toda la Creación: -¡Cielos y tierra, rogad por mí! -No podemos -¡Sol y Luna, rogad por mí! -No tenemos poder para ello. -¡Astros y planetas, rogad por mí! ¡Montes y ríos, rogad por mí! -No, no respondían todos. Deberíamos rogar por nosotros mismos pero carecemos de poder para hacerlo. Entonces Moisés se dirigió al mar: -¡Intercede tú por mi! Y el mar, cruel y rencoroso, le recordó su primer encuentro, años atrás, cuando conducía a un pueblo recién liberado hacia aventuras embriagadoras: -Hijo de Amram, dijo el mar, en tono vengativo y burlón, ¿qué te ocurre? ¿Me necesitas, tú que me hiciste retroceder golpeándome con el báculo par que dejara pasar a tu pueblo?

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Moisés vio toda la magnitud de su desgracia y, sintiéndose abandonado e impotente, murmuró: -Antes yo era rey y mandaba, ahora estoy de rodillas y el mundo entero se olvida de mí. Entonces en un rapto de generosidad, Metatrón, el ilustre Ángel de la Presencia, le aconsejó amistosamente que no siguiera oponiéndose al designio divino: -Me encontraba en los pasillos y oí proclamar que el decreto quedaba irrevocablemente sellado. Moisés debió haber seguido el consejo y marcharse con gracia y dignidad, pero no hizo nada de eso. Negándose a morir, siguió llorando, suplicando; que le dejaran vivir un día más, una hora más: parecía un simple mortal asustado en vez del Profeta de Profetas, el que estampó su visión sobre la de los hombres, el Maestro de Maestros que sintió el soplo de Dios sobre su rostro desnudo. En medio de su desesperación se declaró dispuesto a renunciar a su condición humana a cambio de algunos días de vida. -Señor del universo, gemía, déjame vivir como un animal que come hierba, que bebe agua de las fuentes y se contenta con ver cómo nacen, resplandecen y transcurren los días. Dios dijo no. El hombre no es un animal. O vive como un hombre o no vive. -Déjame entonces quedarme como un pájaro, amigo del viento, que vuelve cada noche al nido agradeciendo las horas vividas. Dios dijo no. El hombre debe vivir y morir como hombre. Y Dios habló con palabras sorprendentes: -Debes morir, Moisés. Ya has hablado demasiado.

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Moisés seguía sin resignarse. Luchó ferozmente hasta el final, hasta el momento en que, de repente, llamó a la muerte tal como veremos luego. Su violenta pasión por la vida preocupa forzosamente al lector. ¿Cómo puede Moisés, tan celoso y fiel, oponerse a la voluntad divina o ponerla en tela de juicio? ¿No es acaso un privilegio morir por Dios y en su gloria? ¿Por qué estaba tan ansioso de seguir viviendo? Después de todo, ya no era joven: había llegado a los ciento veinticinco años. Y, por ora parte, ¿tuvo una vida feliz? Puesto a prueba y atormentado por Dios y los hombres, nadie le manifestó nunca agradecimiento, ni siquiera amistad. Su pueblo le hizo sufrir tanto que llegó a dudar de sí mismo y de su misión. Siempre incomprendido y negado con frecuencia, no tuvo grandes alegrías a lo largo de su vida. ¿Por qué se aferraba tanto a ella en vez de marcharse en paz hacia la paz infinita? Pero, incluso si se aferraba tanto a la vida, ¿por qué lo dejaba traslucir? ¿Por qué manifestó tanto su deseo de vivir? ¿Acaso era el suyo un comportamiento digno del fundador y caudillo de una nación? Es cosa sabida que la mayoría de los grandes hombres tiende a disimular sus penas y a reprimir sus angustias y ambiciona recibir la muerte con desdén, o cuando menos, con indiferencia. ¿Cómo explicar que el más extraordinario de los gigantes humanos fuera según la leyenda de su pueblo, diferente también en eso? ¿Olvidó acaso a Rabí Akiva, designado por Dios, que aceptó el martirio en silencio e, incluso, con alegría? Moisés, el héroe más solitario y más poderoso de la historia bíblica. Por la inmensidad de su tarea y la amplitud de sus experiencias arrastra la admiración y una reverencia sagrada.

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Moisés, el hombre que cambió por sí solo el curso de la Historia; su aparición señaló una línea de demarcación, una encrucijada decisiva; después de él nada volvió a ser como antes. No tiene nada de extraño que ocupe un lugar aparte en la tradición judía. Su pasión por la justicia social, su lucha por la liberación nacional, sus triunfos y sus decepciones, sus vuelos poéticos, sus dotes de estratega y su genio de organizador, sus complejas relaciones con Dios y su pueblo, sus exigencias y promesas, sus condenas y bendiciones, su ira y su silencio, sus esfuerzos por conciliar la ley y la compasión, la autoridad y la integridad-nadie en ningún lugar hizo tanto por tantos seres en ámbitos tan variados. Su influencia se sale del tiempo y retumba más allá del tiempo. La Ley lleva su nombre, el Talmud es sólo el comentario y la Kabalá, únicamente transmite su silencio. Moshe Rabénu, nuestro maestro Moisés, inigualable y jamás igualado. El único que vio a Dios cara a cara. Guía y legislador supremo. La expresión talmúdica “esa es la ley que Moisés recibió en el Sinaí” lleva inevitablemente al cierre del debate. Es fuente de toda respuesta y también raíz de toda pregunta; todas las pregunta que algún discípulo pueda hacerle a su maestro, dice el Midraš, Moisés la s oyó ya en el Sinaí. No obstante, su semblanza, tal como la esbozó la tradición, se nos ofrece equilibrada en todos sus pormenores. Al contrario de los fundadores de religiones o de los grandes jefes de otras tradiciones, Moisés se nos ofrece humano en su grandeza e incluso en sus debilidades. Mientras las otras religiones tienden a convertir en semidioses a sus fundadores, el judaísmo hace todo lo posible para humanizar al suyo. A veces parece, incluso, como si Moisés quisiera convencernos de que el más grande de nuestros caudillos no se encontraba auténticamente dotado para desempeñar sus funciones; no se disimula sus defectos ni sus cambio de humor; se casó con la hija de un sacerdote pagano, vivió alejado de su pueblo y una vez llegó hasta negar sus orígenes.

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Era también un pésimo orador; ¿cómo esperaba galvanizar la atención el público? Y, no obstante, de no ser por él, Israel hubiera seguido siendo una tribu de esclavos hundida en las tinieblas del miedo y muy temerosa de la luz. Su vida empieza con lágrimas, las suyas propias. La hija del Faraón, Batya, vio un cesto flotando en el Nilo y encontró en él a un bebé judío; supo que era judío porque no lloraba como un niño sino como un adulto, como una comunidad de adultos; todo su pueblo lloraba en él, dice un comentarista. Según la leyenda, Moisés no tenía el semblante de ir a llorar, sino que, al contrario, se esforzaba en reprimir sus lágrimas, en permanecer tranquilo entre las olas. Pero el ángel Gabriel le dio un golpe para hacerle llorar y excitar así la compasión de Batya. Eso explica quizá las tensa relaciones que siempre hubo entre Moisés y los ángeles. Lo llevaron a palacio y Moisés dejó de llorar. Empezó a deslumbrar a reyes y cortesanos y se convirtió en el niño más mimado de todos. También en el más precoz: a los tres años mostró sus dotes de curandero y de profeta. Y, como era muy guapo, todos le manifestaban un gran amor. Batya, como buena madre adoptiva, no dejaba de mimarle. Como era natural, recibió una educación refinadísima; estudió con maestros llegados de lejos y los asombró con su asiduidad e inteligencia. En seguida dominó varias lenguas y las ciencias exactas. El propio Faraón le tomó cariño. Con frecuencia le ponía sobre sus rodillas y jugaba a con él. Tanta intimidad no estaba exenta de peligro. Un día el niño agarró la corona real y se la puso en la cabeza, y los consejeros gritaron lesa majestad y los sacerdotes vieron presagios nefastos. Todos proclamaron que había que dar muerte al niño antes de que fuera demasiado tarde.

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Afortunadamente un ángel disfrazado de cortesano propuso una solución mejor; colocar dos platos ante Moisés, uno de oro y piedras preciosas y el otro con carbones encendidos; si el niño cogía el oro, era que alimentaba aspiraciones sospechosas y había que matarle, peros si cogía los carbones encendidos, significaba que el niño simplemente le atraían los objetos brillantes. Le pusieron, pues, los platos delante y Moisés alargó la mano hacia el oro y las gemas pero, una vez más, el ángel Gabriel le dio un fuerte golpe que le hizo agarrar un carbón encendido y llevárselo a la boca. Moisés quedó así con la vida salva y la lengua quemada, y ésa fue la causa de su tartamudez. Desde entonces fue más prudente y vivió más seguro. Si había consejeros y sacerdotes que siguieran sospechando de sus pensamientos subversivos, nada nos dicen de ello. En realidad, nada nos dicen de su adolescencia, ¿tenía contacto con sus hermanos esclavos? ¿sospechaba de sus orígenes? No dicen nada de ello la Biblia ni el Midraš. Nos declaran solamente-y sin previo aviso- que, un buen día, Moisés fue grande y “salió a ver a sus hermanos”. (Comentario del Rabí de Guer: la “grandeza” de Moisés fue ir hacia sus hermanos.) ¿Qué edad tenía entonces? Veinte años, dice una fuente, cuarenta dice otra. Lo importantes es que apareció entre sus hermanos como príncipe, con todos los derechos y privilegios inherentes a su rango. Mediaba un abismo entre su mundo y el del sufrimiento. Sin embargo, el hambre y el dolor de los esclavos no le dejaban indiferente, sino que le afectaban hasta el punto de moverle a intervenir. El Midraš cuenta: Aquel día, Moisés vio a hombres robustos llevando cargas ligera y hombres débiles arrastrando cargas pesadas, vio a viejos haciendo el trabajo de jóvenes y a jóvenes realizando tareas de viejos, vio a hombres con trabajos de mujeres y mujeres doblegadas por trabajos de hombres. Moisés se sintió tan afectado que intercedió para que, en adelante, cada cual trabajara según su capacidad y aptitudes, y que nadie trabajara y sufriera por otro, en lugar de otro.

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No hay nada peor para la víctima que experimentar un sufrimiento falso o inútil. Pero Moisés no se detuvo ahí. Habiendo descubierto el sentido de su toma de partido, su espíritu vigilante le llevó a emprender nuevas acciones, cada vez más arriesgadas, a favor de los oprimidos. Logó para ellos el derecho de descansar en sábado, se preocupó por sus asuntos, se declaró protector de sus intereses. Un día vio a un contramaestre egipcio torturando a un esclavo y se arrojó sobre él y lo mató. Desde aquel momento permaneció alejado de palacio, aprendiendo las costumbres y hábitos de aquellos hombres y mujeres en los que se encarnizaba el poderoso aparato imperial. Quería comprender, ayudar, comprender para ayudar mejor. Trataba de explicarse la crueldad de los opresores y la de ciertos esclavos elegidos como vigilantes. ¿Por qué las víctimas, en vez de ayudarse mutuamente, adoptaban los métodos de sus enemigos? Un día vio a un judío que, discutiendo con otro, empezó a golpearle. Se interpuso e increpó al culpable; Rasha, “mal hombre”, ¿por qué golpeas a tu hermano? En verdad, ¿qué le importaba a él aquello? ¿Por qué le afectaba a él, príncipe de Egipto, el espectáculo de dos esclavos judíos que tenían ganas de pelear? Se sentía comprometido como judío y empezaba a saberse; esos dos judíos lo sabía. El hombre interpelado respondió con insolencia: No vas a darme lecciones; ¿vas a matarnos también? Sabía, pues, el secreto de Moisés; sabía que el príncipe egipcio había matado para socorrer a un judío, y que el príncipe era también judío. Porque un simple esclavo no se habría atrevido a hablarle así a un príncipe querido por el Faraón. Denunciado y traicionado, Moisés hubo de huir. El Midraš nos dice que un ángel que se le parecía como un hermano se dejó apresar en su lugar y, mientas se enfrentaba al verdugo, el verdadero Moisés se fugó del país. Otro texto relato otro milagro: todos los cortesanos sufrieron ceguera, sordera o mudez; los que le vieron marchar no pudieron contarlo, los que lo oyeron no pudieron decirlo. Tercera versión: Moisés fue detenido pro los guardias del Faraón y condenado a ser decapitado, pero su nuca resistió milagrosamente el filo del hacha.

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Esa fue para Moisés una encrucijada crítica, una de las más importantes de su existencia. No era fácil para un joven acostumbrado a una vida principesca y al trato de los grandes de este mundo convertirse de la noche a la mañana en un fugitivo desarmado; no era fácil romper con sus amigos y costumbres para arrastrar una vida de refugiado. Asumiendo desde entonces su nueva condición, Moisés se convirtió en extranjero de diversas acepciones: extranjero para el pueblo egipcio, para el pueblo judío y para sí mismo. Después de múltiples peripecias, el fugitivo llegó a la tierra de Madián, donde se estableció y donde le dieron comida y techo y un trabajo de pastor. Se casó con la hija del sacerdote Jettro; tuvieron dos hijos-Eliecer y Gerson-y llevaron una vida tranquila, sin problemas, lejos de conflictos y peligros. ¿Recordaba de vez en cuando a sus padres y a sus hermanos infortunados? Parece que no. Por lo menos, nada parece indicarlo, ni en texto ni en la leyenda. La suerte de ellos no le interesaba ya. Les separaba un amplio desierto y era feliz. Lo que ocurriera allá, en el lejano Egipto, ya no era cosa suya. Lo que ocurriera allá, en el lejano Egipto, ya no era cosa suya. Se ocupa de su familia y de su rebaño y eso bastaba para llenar su tiempo y justificar su vida. Resulta curioso que, durante cuarenta años, Moisés viviera en su nueva tierra de adopción sin preocuparse nunca de la suerte de los suyos; es algo que roza lo inverosímil. ¿Qué le había ocurrido? ¿Cómo explicar tan repentina indiferencia? Él, que había arriesgado su fortuna, su libertad y su vida para ayudar a un hombre, a uno solo, ¿por qué no trató por lo menos de saber si su pueblo, todo su pueblo, seguía sufriendo allá o tenía un respiro? Eso no encaja con el carácter de moisés ni con la lógica de los acontecimientos: ¿haber optado por el judaísmo-a costa de un sacrificio real- para renunciar luego a él? Es algo que no se comprende.

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¿Tal vez Moisés se desentendió porque sus judíos le habían decepcionado en varios aspectos? No sabiendo resistir, negándose a rebelarse, acomodándose al sufrimiento que toleraban demasiado. (Lisbol, significa, en hebreo, dos cosas; “sufrir” y “tolerar”.) Quizá les guardaba rencor porque no habían sabido superar sus disensiones internas y unir sus fuerzas frente al enemigo; hubo demasiada mezquindad, demasiada envidia, demasiado egoísmo. Y, por último, por haberle traicionado, pues estaba seguro de que hubo traición. ¿Por parte de quién? Veámoslo; cuando mató al egipcio torturador se encontraban presentes él mismo, el egipcio y el judío- y nadie más. Le denunció, pues, el mismo judío a quien él salvara. Para Moisés fue una experiencia abrumadoras con implicaciones inquietantes. ¿Era concebible que los judíos no fueran, después de todo, dignos de la libertad que les aguardaba? ¿Se habían hundido demasiado en la sumisión para ser recuperables? ¿Era ésa la razón por la que había huido del país? No a causa del Faraón, sino a causa de los judíos. Al Faraón habría podido ablandarle; al fin y al cabo, sólo había matado un simple contramaestre anónimo, lo cual no constituía un crimen en el antiguo Egipto; Moisés habría conseguido fácilmente el perdón. El temor ante el Faraón no era nada comparado con la desilusión por parte de los judíos. Sigamos más allá con esta hipótesis y comprenderemos por qué Moisés, al llegar a Madián, ocultó su identidad; le tomaron por egipcio y él no los sacó del error. Judío clandestino que quería perderse entre la masa, que prefería al egipcio a sus víctimas, llegó hasta no circuncidar a uno de sus hijos. En este punto de su biografía Moisés se siente lejos de su pueblo, quizá con razón; no hay nada tan penoso como ver a las víctimas adoptando leyes y costumbres de sus verdugos. Si los judíos se comportaban como egipcios, ¿por qué Moisés debía solidarizarse con su destino? Prefería, con mucho, olvidarlos.

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Quizá por eso también empezó negándose a servir de mensajero de Dios. Durante siete días Dios trató de convencerle y él se negaba invocando toda clase de argumentos; ¿Por qué yo? ¿Por qué no un ángel o mi hermano mayor Aarón? Yo hablo mal y, además, soy padre de familia, y mi suegro se opondrá. Además, los judíos me harán preguntas, muchas preguntas; ¿Qué voy a contestarles? ¿Qué contestaré a las preguntas del Faraón? Deicidamente no tenía ninguna gana de volver junto a sus hermanos, ninguna gana de volver a abrir una herida que aún no había cicatrizado. No obstante, acabó cediendo. Dios gana siempre. Dice siempre la última palabra igual que enunció la primera. Y no olvidemos el decorado: la llama en la zarza en medio de la inmensidad del desierto, la soledad pesada, la angustia, la voz lejana y próxima, insistente, persistente, lacerante como una quemadura. ¿Cómo podía un ser humano, aunque fuera Moisés, resistirse indefinidamente a esa voz? Moisés reunió, pues, a su familia, se despidió de su suegro y se puso en marcha sin gran entusiasmo. La prueba es que aquella misma noche se detuvo en una posada. Era un acto comprensible; ¿para qué apresurarse? ¿Por qué no descansar por la noche y retrasar el momento en que volvería a ver sus hermanos, a los que no pensaba volver a ver? ¿Y qué ocurriría si tropezaba casualmente con su delator? Al llegar a este punto del relato, Moisés habría preferido, sin duda alguna, morir. Asaltado por un ángel asesino, no se resistió y fue Séfora, su mujer, quien le salvó; él, por su parte, hubiera preferido morir antes que proseguir su camino y ser víctima de nuevas decepciones. El rápido gesto de Séfora al circuncidar a su hijo debía recordar a Dios y a Moisés a un tiempo la alianza de Abraham. Moisés no podía morir ene ese momento, no podía morir aún. Israel le necesitaba-y Dios también- e Israel no podía ni debía morir.

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La continuación la hallamos en el libro del Éxodo, en el que los acontecimientos se precipita. Al salir de la tranquilidad del desierto, Moisés se arrojó al torbellino de la Historia. En Egipto asiste y nos hace asistir a la desintegración de un imperio en el que todo se disgrega y se desarrolla cada vez con mayor rapidez. Los protagonistas del drama son arrastrados por pasiones y corrientes desconocidas. El texto se torna jadeante, arrastrado por un impulso irresistible. Es un poema épico de mil fragmentos fraguados por la luz. Todo se dice con intensidad y precisión; el humor de la población, el temor de los esclavos, la vana arrogancia de los gobernantes, las llamadas a la insurrección, las repercusiones en los medios de poder y entre los oprimidos. Sí y no. Las primeras dudas por ambas partes, las primeras grietas. No y sí. Recoger el desafío o someterse. Dudas, tergiversaciones en las chozas pobres y en los palacios que oscurece la maldición. ¿Qué hacer, qué decir, a quién seguir? ¿Cómo distinguir la señal de la salvación y el sentido de la Historia? Al principio, Moisés y su hermano Aarón están solos, sin aliados ni compañeros. Moisés se da cuenta de que su escepticismo tiene fundamento: los esclavos quieren seguir siendo esclavos. Oigamos el Midraš: Una vez llegados a Egipto, Moisés y Aarón fueron recibidos por los ancianos de las tribus d Israel, que declararon hallarse dispuestos a seguirles hasta el fin. Pero, según iban llegando al palacio real, los ancianos cambiaban de idea, y, poco a poco, el grupo se disolvió y desapareció. Los dos hermanos entraron solos en la residencia de los Faraones. Si los ancianos perdían el valor, si los jefes cedían al temor, ¿qué podía esperarse del judío medio? No, los esclavos no estaban dispuestos a irse ni el Faraón estaba dispuesto a dejarles marchar. A decir verdad, si el Faraón hubiera sido un político agudo, había podido emplear una táctica astuta: ¿Queréis un Éxodo? Con mucho gusto, Puedo prescindir de todos esos esclavos judíos. Id, tomadlos y largaos con viento fresco.

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Pero permitidme una pregunta: ¿Les habéis consultado? ¿Estáis seguros de que desean marcharse? Afortunadamente, Dios no permitió que el Faraón jugara a ese juego, ahorrándole a Moisés la humillación de mostrarle esclavos que se resistían a seguirle. Eso se recoge en otra leyenda: Mientas moisés negociaba con el Faraón la libertad de los judíos, Aarón intentaba convencer a los judíos de que aceptaran la libertad, lo que le valió el honor de convertirse en el primer sumo sacerdote. Al no llegar a ningún resultado tangible por medio de la negociación, se emplearon otros métodos; maldiciones y plagas se sucedían si parecerse. Ahí el texto estalla una vez más con su poder de descripción. Nos parece oír los gritos, los lamentos, las órdenes dadas, recogidas y transmitidas. La última noche, la última oportunidad. Algunos esclavos no judíos y algunos egipcios deciden unirse al movimiento; no tendrían nunca otra ocasión semejante para marcharse. Oímos a los pobres egipcios llorar la muerte de sus hijos; oímos a los lugartenientes de Moisés azuzando a la gente, vámonos, vámonos aprisa, más aprisa. Comienza la carrera contra reloj; es tarde, más tarde de lo que pudiera creerse. Los esclavos fugitivos sólo disponen de una noche, esa noche del equinoccio, para romperá el yugo y huir de la prisión. Mañana el opresor reagrupará sus fuerzas. Mañana lamentará su debilidad. Mañana está cerca, mañana ya es hoy. Vemos a la gente correr, correr sin aliento, sin mirar hacia atrás; corren hacia el mar y allí se detienen bruscamente, presas del pánico: es el fin, es la muerte lo que les aguarda. Los jefes del grupo, espoleados por Moisés, los empujan; ¡No temáis, no temáis! ¡Al agua, entrad en el agua! Pero según un comentarista, es Moisés quién, repentinamente, manda detenerse. ¡Respirad por un momento, reflexiona, tomad un momento para recobraros y entrad en el mare, no como fugitivos temerosos, sino como hombres libres! Todos obedecen. Moisés aprovecha para dirigir una oración a Dios, pero Dios le recuerda que no es momento para ello: ¡Dile al pueblo de Israel que se apresure!

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El pueblo, como un solo hombre, se lanza hacia adelante y atraviesa el mar Rojo, que retrocede para dejarle paso. Es un espectáculo grandioso y tan lleno de fe que, dicen, la más humilde sierva entrevé en él más misterios divinos que los que pueda contemplar el profeta Ezequiel siglos más tarde. Y Moisés se pone a cantar, Moisés el tartamudo, que nunca pudo recitar una frase más larga que “Deja partir a mi pueblo”, compone el poema más majestuoso y lírico de la Escritura. ¿Qué hijo el tartamudo para convertirse en cantor? (Hoy dicen que al tartamudo le cuesta hablar pero no cantar, pero eso sólo debe ser cierto desde Moisés.) Explicación jasídica: El poema va precedido-preparado-por ese versículo: “Y el pueblo creó en Yavé, en Moisés, su siervo”. Por primea vez todo el pueblo une su fe a la de Moisés; por primera vez es su auténtico portavoz. Por eso está en condiciones de cantar; a través de él todo un pueblo canta. ¿Es ése el instante de gracia? El mundo entero se convierte en cántico. Los propios ángeles se ponen a cantar, pero Dios les interrumpe con la advertencia más humana, la más universalmente humana del Midraš: ¿Qué os ocurre? “¿Mis criaturas se ahogan en las olas del mar y vosotros cantáis?” Cierto, son los enemigos de Israel y de la libertad los que se ahogan, peros ¡son seres humanos! ¿Cómo podéis cantar mientras hay seres humanos muriendo? Claro que los ángeles podrían replicar; ¿Y los judíos, qué? ¿No les interrumpes? ¿Les concedes derechos que a nosotros nos niegas? Pero hay una diferencia; los judíos acaban de salvarse de una catástrofe, como pueblo de supervivientes, Israel tiene el derecho – y el deber- de proclamar su agradecimiento. Siete semanas más y llega el gran momento, acontecimiento único en la historia de la humanidad: Dios se dispone a hablar, a revelar su Ley, a hacer oír su voz. Durante tres días el pueblo y sus jefes viven en la espera y la purificación: hay que ser digno de recibir la Ley, digno de la visión de Dios.

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No obstante, según una leyenda midrásica, a algunos eso no les interesa. La mañana del día en que todo Israel debería encontrarse reunido al pie d la montaña, hay hombres y mujeres que todavía están en sus hogares, en sus tiendas, dormidos en sus camas. Entonces Dios de manifiesta primero con rayos y truenos para sacudir y despertar a los que son tan estúpidos como para dormitar mientras el tiempo y el corazón de los hombres se abren para recibir la llamada de aquel que confiere al yo su misterio. Luego, de pronto, silencio. Y, desde el fondo de ese silencio, una vez. Dios está hablando. ¿De qué? ¿De su obra secreta, de sus intenciones imperceptibles pro siempre jamás? No; habla de las relaciones entre los hombres, de los deberes de cada individuo para con los otros individuos. En ese instante único, Dios prefiere hablar de relaciones humanas y no de teología. El público se muestra recalcitrante, lo cual no tiene nada de extraño: ¿Por qué no robará en una sociedad dónde todo respira robo? ¿Por qué no matarás en un mundo entregado a la violencia? Entonces Dios arranca la montaña y la mantiene suspendida sobe la muchedumbre y exclama; O aceptáis mi Ley o esta montaña os suputará vivos. Ante la amenaza, el pueblo inclina la frente y declara: Sí aceptamos, sí, respetaremos tu voluntad. Y Dios, al fin, está satisfecho. Pero no Moisés. Moisés, en su ingenuidad, hubiera querido ver a su pueblo aceptando la Ley libremente, sin imposición alguna, y jurar libremente fidelidad al Dios que prometiera velar por su destino. Pero no dice nada, pues cree que eso es mejor que nada. Y cuarenta días después, el caos. Desde la cumbre de la montaña, Moisés, con las tablas de la Ley en brazos, oye un rumor insólito que sube desde abajo; baile, jolgorio, celebración del becerro de oro. Arrebatado por la ira, Moisés está dispuesto a matar a su hermano Aarón. Su decepción no conoce límites: ¡cuarenta días después de la Revelación del Sinaí, un becerro de oro! ¡Tantas intervenciones y manifestaciones divinas, tantas palabras sin efecto alguno sobre aquel pueblo de dura cerviz!

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Algo de ellos había quedado atrás en Egipto. Es natural que estalle la cólera de Moisés y que abdique. Aquel pueblo que eligió no le ha dado más que preocupaciones. Nada le gusta ni le satisface. Siempre quejándose, murmurando, protestando, echando de menos la estabilidad-incluso precaria y miserable- del pasado y la seguridad-incluso envilecedora- de la esclavitud. Sin fe en su misión, sin alegría de participar en la Historia. Apenas abandonaron Egipto ya pedían volver atrás; “¿Por qué nos hiciste marchar? ¿No hay suficientes tumbas en Egipto? ¿Por qué quieres sepultarnos en el desierto?” Tres días después del milagroso paso del mar Rojo, todo lo que quieren es saber: “¿Qué vamos a beber?” Un mes más tarde, recuerdan nostálgicos la vida de Egipto; que ricas eran las cebollas que nos daban de comer allá. Moisés les dio el maná-gratis- y no quedaron satisfechos. En una ocasión se sintió exasperado hasta tal punto de exclamar: “Oh Señor, ¿Qué debo hacer con este pueblo ingrato? Un incidente más y me lapidarán” En otra ocasión debe recordarles que no les ha robado nada, que no se ha enriquecido a su costa, que no les debe nada. Si se ve en la obligación de precisar tales cosas, es señal de que le acusaban de ello. El Midraš dice: Entre los hijos de Israel había quienes seguían a Moisés con los ojos diciendo: Mirad, pues, esa nuca, ese estómago y esas piernas, lo que come lo ha tomado de los judíos; lo que bebe lo ha tomado de los judíos; lodo lo que posee viene de los judíos. El versículo “Y sintieron envida de Moisés” queda comentado con harta franqueza en un texto; todos los maridos sospechaban que mantenía relaciones prohibidas con sus esposas. Todos traban de rebajarle a su nivel. Pobre Moisés, que soñaba con inspirarles y educarles. Creía poder convertir a aquellos esclavos en príncipes y hacer de ellos una comunidad de hombres libres y soberanos.

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Su sueño quedó roto y hecho polvo. Los judíos no cambiaron, siguieron con sus antiguas quimeras, disputas sórdidas e intrigas pueriles. Ve a Dios manifestándose no le enseñó nada. Asistieron a un seísmo de la Historia y como si nada hubieran visto ni sentido. Dudan ya de la presencia divina en el campamento, dudan de su razón de ser y hasta de su memoria. Moisés esperaba algo más de ese pueblo elegido; otra visión, otra adhesión. Después de su liberación deberían haber vivido orgullosos, como héroes y no como una banda de proscritos. Vaiejal Moshe-“y Moisés oro”- se interpreta así en el Midraš: Moisés enfermó. Eran demasiados los que le agobiaban con demasiadas cosas. Le imaginamos melancólico e infortunado. Sólo le vemos alegre en una ocasión: cuando su hermano fue nombrado sumo sacerdote. Por lo demás parece insensible a la alegría, y más aún a la exuberancia colectiva. Tiene sobre sus espaldas demasiadas responsabilidades. Se ocupa de todo él solo, sin compañeros ni aliados seguros. Por el contrario, nota que no le quieren, que desconfían de él y le envidan. Los nobles y dignatarios del famoso clan de Coré urden un golpe para destituirle. Otros, enviados como exploradores a la tierra de Canaán, vuelven con malas noticias: La tierra prometida está habitada por gigantes ante los que nos sentimos pequeños y enclenques, dicen. Los sobrinos de Moisés entraron borrachos en el santuario. Su hermano Aarón dio su consentimiento a la fabricación del becerro de oro. No, Moisés no es feliz. Con los años la situación empeoró. Un texto relata que algunos le llamaron loco, a él, el jefe, el caudillo. Comentando la Ley, algunos le interrumpen: ¿Vas a darnos un discurso, tartaja? Y otros cogían a sus hijos y se los arrojaban a los brazos gritando; Moisés, ¿cómo vas a alimentarles, qué oficio vas a enseñarles? Y que cuando salía de su tienda más temprano que de costumbre, decían; ¿por qué tan temprano? Cuando salía más tarde que de costumbre decían: ¿por qué tan tarde?

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Cuando salía sin ser visto decían: ¿por qué se esconde? Y que Moisés explicaba la Ley y el pueblo se negaba a aprenderla. Después de cuarenta años en el poder debía aún probarles su cordura; cada noche debía decirles dónde se hallaban y cuántos días habían transcurrido desde el Sinaí. Y entonces admitían que se hallaba en posesión de sus facultades mentales. ¿Quién sabe? Quizá la decisión divina que le prohibió el acceso a la tierra de promisión fuera más recompensa que castigo. Un pueblo voluble e ingrato. Moisés tenía derecho a fustígalo y no se privó en absoluto de hacerlo. Lo hizo, según ciertos comentarista, con demasiada frecuencia y severidad y fue castigado por ello. Pero bastaba que alguno hablara mal de Israel para que Moisés, con pasión y fogosidad, tomara su defensa; hay tiempos en que sólo los judíos están facultados para criticar a los judíos. Moisés les defendió no sólo frente a sus enemigos, sino también, en ocasiones, frente a Dios. El Midraš afirma: Al defender a su pueblo, Moisés se convirtió en hombre de Dios. Bastaba que los ángeles se pronunciaran contra Israel-lo cual ocurría con frecuencia- para que Moisés les hiciera callar. Cuando Dios decidió dar la LEY A Israel, los ángeles se opusieron y Moisés les respondió: Pero ¿quién va a observarla entonces? ¿Vosotros? Solo los hombres pueden asumir y vivir la Ley. Y, cuando el pueblo se hundió en el abismo bailando alrededor del becerro de oro, Moisés halló todavía recursos para defenderle: ¿Es su culpa o la tuya, Señor? Israel ha vivido tanto tiempo en el exilio, entre los adoradores de ídolos, que le han envenenado; ¿acaso es suya la culpa si no alcanza a olvidarlos tan fácilmente?

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Ante la amenaza divina, presenta un ultimátum ¡O lo perdonas todo o borras mi nombre de tu Libro! Y cuando Dios le dijo: “Tu pueblo ha pecado”, Moisés replicó: Cuando Israel observa tu Ley, es tu pueblo, pero cuando la viola ¿es el mío? Y en otra ocasión: Señor del universo, no te enojes, porque no sirve de nada; aunque tuvieras que destruir cielo y tierra, tu pueblo sobreviviría, puesto que así lo prometiste-¿por qué enojarte entonces para nada? A pesar de las decepciones, las advertencias y la ingratitud, Moisés no perdió la fe en su pueblo; supo estar siempre de parte de Israel y proclamar su honor y su derecho a vivir. A pesar de cuanto tuvo que soportar a través de todas las adversidades que jalonaron su vida, supo recibir cada don con reconocimiento. Moisés o la gratitud personificada. Entre sus diez nombres, dice un texto, adoptó el que le diera la hija del Faraón. Lo hizo por gratitud. Durante las grandes plagas que asolaron Egipto, fue Aarón y no Moisés quien golpeó el Nilo con su vara, pues Moisés no quiso hacer sufrir al rio que le había salvado la vida. Cuando Israel declaró la guerra a Madián, fue Josué y no Moisés quien dirigió la contienda; Moisés no quería luchar contra la tierra que le había acogido. Volvamos ahora a nuestra pregunta inicial; ¿Por qué Moisés se aferraba tanto a la vida hasta el punto de oponerse a la voluntad divina? ¿Era ésa su forma de protestar contra el cielo que utiliza la muerte para disminuir, estimular y, por último, aplastar al hombre? ¿Era ése el último acto a favor de su pueblo? ¿Era ésa su forma de enseñarle a Israel una lección urgente e intemporal: la vida es sagrada-siempre y para todos-y nadie tiene derecho a renunciar a ella? ¿Quiso el más arisco e inspirado profeta de todos decirnos con su ejemplo, a través de siglos y generaciones, que vivir como hombre y como judío es afirmar la vida, es luchar-incluso contra el Eterno- para cada chispa y cada soplo de vida?

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Pero puede ser también que Moisés negándose a morir, nos ofrezca simplemente la imagen de un anciano aún lozano y vigoroso que teme morir, la imagen de un ser humano, humano hasta en sus carencias y angustias. Esto le hace todavía más atrayente. Al sentir aproximarse su última hora se niega a representar el papel de santo o de héroe; quiere vivir y así lo confiesa. No mintió nunca, ni a sí mismo ni a los demás, y no iba a empezar ahora, frente a la muerte. Si, quería vivir y no se avergonzaba de ello; vivir a toda costa, pero no a costa de los demás. Por último, nos dice el Midraš, Dios le dijo a Moisés: Insistes por pertenecer al mundo de los vivo; que así sea, vivirá pero, entonces, Israel perecerá; que sea uno u otro, tú o Israel. Moisés exclamó; Que muera Moisés, que muera mil hombres como él, pero que no se toque a un solo hijo de Israel. Hay un límite que no puede franquearse, vivir está bien, y querer vivir es humano, pero no si ello implica la muerte de otros. Moisés era humanista en todo. Incluso el valor y la generosidad eran en él virtudes humanas; todos sus defectos y cualidades eran humanos. No tenía poderes sobrenaturales ni dones ocultos. Todo lo que hacía lo concebía en términos humanos, preocupado, no sólo por su “salvación individual”, sino por el bienestar de la comunidad. Llegó al cielo y hubiera podido quedarse allí, pero Moisés prefirió volver. Hubiera podido reservarse la verdad que acababa de revelársele, la Ley que acababa de recibir, pero prefirió compartirlas con los demás. Elegido por Dios, no quiso renunciar a los hombres. Dios le aproximó a los hombres y Moisés le aproximó a ellos; vivió siempre para compartir. Una historia más que subraya esa vulnerabilidad suya que hace que todos podamos reconocernos en él o, cuando menos, seguir sus huellas-pero una vulnerabilidad vencida que hace que Moisés sea Moisés: Al concluir su interminable conversación, Dios consiente en dejar a Moisés convida con la condición que su discípulo Josué se convierta en su maestro y en el de todo el pueblo.

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Moisés acepta y lo lamente en el acto: antes de morir mil veces, exclama, que experimentar un instante de envidiaMoisés era capaz de sentir envidia, el profeta era humano. Escuchemos ahora como transcurrió su muerte: Después de aceptar, por fin, la muerte, Moisés ruega a Dios que no le ponga en manos del ángel exterminador, que le da miedo, y Dios se lo promete. El Ángel exterminador se acerca a Moisés por tres veces pero sólo puede contemplarle de lejos. Llega la última hora y moisés la emplea en bendecir a las tribus de Israel. Comienza a bendecir a las tribus de Israel. Comienza a bendecirlas una por una, pero el tiempo apremia y las bendice a todas juntas. Luego, rodeado del sacerdote Eleazar y de su hijo Pinjas y seguido por su discípulo Josué, comienza a escalar el monte Nebo y penetra lentamente en la nube que le aguardaba. Moisés Avanza un paso y se vuelve para ver al pueblo que le sigue con la mirada. Avanza otra paso y se vuelve de nuevo para contemplar a los hombres, mujeres y niños que han quedado abajo. Se le llenan los ojos de lágrimas y ya no ve a nadie. Llega a la cima de la montaña y se detiene. Tienes todavía un minuto, le dice Dios para no privarle de su derecho a la muerte. Moisés se detiene sobre su lecho. Cierra los ojos, le dice Dios. Y Moisés cierra los ojos. Cruza los brazos sobre el pecho, le dice Dios. y Moisés cruza los brazos sobre el pecho. Y Dios le besa en la boca en silencio y el alma de Moisés se refugia en el silencio de Dios, que se la lleva hacia la eternidad. Y el pueblo de Israel lloró al pie de la montaña envuelta en niebla. Y toda la Creación lloró. Y Josué, en su dolor, olvidó trescientas leyes y adquirió setecientas dudas.

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Y el pueblo huérfano, cegado por el dolor, quiso descuartizar a Josué por haber sucedido a Moisés, el más triste, solitario y poderoso de los profetas de Israel y del mundo entero. Pero allí, en lo alto, los ángeles y serafines le acogieron con alegría y su regocijo resonó en todas las esferas celestes. Todos celebraban a Moisés como el más fiel de los servidores de Dios. Todos glorificaban los sucesos que colmaron su vida terrenal. El cielo le glorificó siete veces, y las aguas siete veces, y el fuego otras tantas. Y toda la historia humana sigue glorificándole. Nadie conoce el lugar donde descansa. Para los hombres de las montañas su tumba está en el valle; para los hombres de los valles está en la montaña. No se ha convertido en templo ni en museo; está en todas partes y en otra parte, siempre en otra parte. Nadie presenció su muerte. En cierto modo vive todavía en nosotros, en todos nosotros, ya que, mientras un hijo de Israel proclame su Ley y su verdad en algún lugar, Moisés vive a través de él, en él, como vive la zarza ardiente que consume el corazón de los hombres sin consumir su fe en el hombre y en su llamada desgarradora.

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Egipto:

He aquí por qué y cómo decidió Dios poner rápido fin a los sufrimientos de los judíos en

Para afligir a sus esclavos, el Faraón les quitaba a los recién nacidos varones para emparedarlos vivos en la pirámides. Dios lo permitía. Desesperados, los padres se maldecían por haber dado la vida. Hombres y mujeres se pusieron de acuerdo para no vivir más juntos. Dios lo permitía. Hasta que, un día , un ángel se apoderó de un recién nacido ya torturado y desfigurado y se lo presentó a Dios que, abrumado, recordó la promesa hecha a Abraham, Isaac y Jacob y precipitó los acontecimientos que llevaron al Éxodo: Dios no pudo soportar la vista del cadáver mutilado de un niño judío. Proclamó a Moisés su mensajero y consolador de su pueblo. Como príncipe visitaba a los esclavos mañana y noche y les animaba a no desfallecer. Les decía: Después de las nubes aparece siempre el sol, y tras la tempestad, sigue siempre la calma. Llegarán tiempos mejores. Y Dios le dijo: Al igual que tú abandonaste tu palacio para ocuparte de los hijos de Israel, abandonaré yo mi trono celestial para hablar contigo.

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En la tierra de Madián Moisés llevaba una vida apacible de pastor. Un día vio un cordero que huía del rebaño; lo persiguió y lo encontró bebiendo en un arroyo. No sabía que tenías sed, le dijo Moisés con dulzura. Debe de estar cansado después de esta carrera y no tienes fuerzas para volver. Lo tomó sobre sus hombros y lo volvió al rebaño. Y Dios le dijo: Puesto que eres tan compasivo con este rebaño que pertenece a un mortal, te confiaré el rebaño que me pertenece, el pueblo de Israel. ¿Por qué eligió Dios aparecerse a Moisés en una zarza? Para ilustrar su modestia: la zarza es el árbol más pequeño e insignificante. Y también para señalar el aspecto simbólico del acontecimiento; la zarza es Israel. Al igual que el pájaro no puede entrar en la zarza sin herirse con las espinas, así los enemigos de Israel no podrán dañarle sin herirse de igual modo. La entrevista entre Moisés y el Faraón fue tormentosa, tanto más cuanto que el rey estaba dictando cartas a setenta escribas que las redactaban en otras tantas lenguas. Al vera a Moisés seguido de su hermano, los escribas, embargados por el pánico, se arrodillaron y dejaron caer sus plumas. Los dos hermanos increparon al Faraón. En nombre del Dios de Israel, deja ir a nuestro pueblo.- ¿De qué Dios me estás hablando?, contestó el Faraón airado. ¿Cuál es su nombre? ¿Cuál es su poder? ¿Cuántas ciudades, cuántas provincias, cuántos países han cercado sus legiones? ¿Cuántas guerras ha ganado? Moisés y Aarón trataron de explicar lo inexplicable: El poder divino nada tiene que ver con las ambiciones humanas; colma el universo y domina los elementos: es Él quien decide cada día quien va a vivir y quién va a morir.

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El Faraón hizo traer las crónicas de todas las naciones y buscó en ellas el nombre de Dios de Israel; encontró los nombres de los dioses de Moab, de Sidón, de Ammón, pero no el del Dios de Israel. Moisés y Aarón le explicaron por qué: ¡Es una locura buscar al vivo en las tumbas de los muertos! Todos esos nombres de dioses son nombres de muertos, mientras que nuestro Dios está vivo. El Faraón porfió: Muy bien, pero yo no le conozco y no obedeceré a quien no conozco. Entonces Dios se dio a conocer castigándole. Al pie del Sinaí los esclavos liberados aceptaron la Ley y, al momento, ciento veinte miríadas de ángeles descendieron del cielo y depositaron una corana en la cabeza de cada uno de los hijos de Israel. La retiraron más adelante cuando el pueblo, en un rapto de olvido e impaciencias, se puso a bailar junto al becerro de oro. Sin ese desvarío, Israel hubiera sido un pueblo de inmortales, ahora no es más que un pueblo inmortal. Aquel día fue nefasto por varias razones. Dios les impuso el castigo de estudiar la Torá no sólo en la felicidad, sino también en el sufrimiento, no sólo en la libertad sino en el exilio. El regreso de los exploradores desalentados y desalentadores provocó tal desazón entre las tribus que Moisés creyó útil conmemorarla cada año. Cada aniversario Moisés ordenaba a los judíos que cavaran tumbas y se acostaran en ellas para pasar la noche. Al día siguiente los heraldos recorrían el campamento proclamando; Que los vivos se separen de los muertos, que los vivos se desliguen de los muertos. El día del cuadragésimo aniversario todos se levantaron, pues todos pertenecían ya a la nueva generación; merecían entrar en la tierra prometida, pues la esclavitud ya no constituía una tentación para ellos.

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Y el pueblo de Israel lloró la muerte de Moisés en el desierto. Y, a veces, por la noche, el peregrino solitario oye todavía su llanto.

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JOB O EL SILENCIO REVOLUCIONARIO

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Érase una vez, en algún lugar, en un país lejano, un hombre justo y sabio, humilde y caritativo. Sus riquezas y sus virtudes provocaban envidia en el cielo y en la Tierra. Se llamaba Job. Precursor o contemporáneo, el personaje en cuestión nos resulta familiar; sus sufrimientos y problemas están arraigados en la actualidad. Conocemos su historia porque la hemos vivido. En los momentos críticos acudimos a sus palabras para expresar ira, rebelión o sumisión. Forma parte de nuestro paisaje íntimo y devastado. Job: un instante de obsesión, un reflejo de angustia, un grito inhibido pero no ahogado que trata de atravesarnos; un espejo roto mil veces que devuelve la imagen de una soledad que estalla en la demencia. En él se aúnan verdad y leyenda, puesto que en él la palabra se aúna al silencio. Su verdad está hecha de leyendas y sus palabras se alimentan de silencio. Cuando intentamos hablar de nuestro destino, estamos contado el suyo. Hemos experimentado las fábulas de su vida, el espejismo de sus declaraciones, y les debemos nuestra experiencia del mal y la muerte; compartimos su deslumbramiento en el fuego que incendia los bosques humanos confiriéndoles una belleza y un misterio de ultratumba. En él volvemos a hallar la conciencia solitaria de Abraham. La conciencia temerosa de Isaac, la conciencia desgarrada de Jacob. Si a un narrador, en el Midraš, le faltan ejemplos, citará el suyo venga o no a cuento, y resultará siempre adecuado.

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Recuerda a Abraham; su condición trágica rezuma sufrimientos aparentemente arbitrarios. Pero, al contrario de Abraham, consigue salvaguardar un refinado sentido del humor. Y, al contrario de Abraham, su historia se encuentra totalmente determinada pro la leyenda, hasta el punto que la leyenda pone en duda su misma existencia. Volvamos a empezar. Érase una vez…Una vez; ¿Cuándo? No lo sabemos. Ezequiel menciona su nombre de pasada, con los de Noé y Daniel. ¿Era contemporáneo de uno o del otro? Es posible, pero se le sitúa también en la época de Abraham, de Jacob, de moisés, de Sansón, de Salomón, de Asuero, del exilio babilónico. Podía haber vivido, no doscientos años, sino más de ochocientos. Resulta raro que Él, que no conoció otro nación que la suya, la de la leyenda, parezca haber vivido en todas; él, que tal vez no nació, parece inmortal. También resulta comprensible que fascine a tantos narradores y comentarista a través de los siglos. Tiene múltiples partidas de nacimiento. Apátrida, pertenece a más de una nación, a más de una época. Niega la geografía y la cronología. ¿Es ese primer cosmopolita únicamente judío? Es posible pero no seguro. ¿Sí o no? Más bien no, según la mayoría de los textos; se señalan con frecuencia los rasgos de du carácter y sus buenas acciones, que le convierten en Justo o en Profeta entre los gentiles. Los que se empeñan en judaizarlo-creyendo que un personaje de su envergadura sólo puede ser judío-no son más que una ínfima minoría. Se dice de él que fue un alto funcionario egipcio, consejero en la corte de los faraones, compañero de Balaam y de Jettró. Cuando el Faraón se pregunta cómo resolver el problema judío, Jetró se declara a favor de la petición de Moisés-y de dejar ir a su pueblo-y Balaam se opone. Al consultar a Job, Job no quiere tomar partido, quiere ser neutral y se calla; no está ni a favor ni en contra.

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Esa neutralidad, ese silencio, dice el Midraš, le acarrearán futuros sufrimientos. En tiempos de adversidad y de peligro, nadie tiene derecho a elegir la prudencia y la abstención; cuando la vida y la muerte de una comunidad humana se hallan en peligro, la neutralidad es criminal. Se trata, sin duda, de una leyenda inventada para justificar los tormentos que Job debía padecer, si no hay crimen sin castigo, tampoco hay castigo sin crimen. Es una explicación que tiene sus lagunas: ¿cómo acusar a Job de indiferencia para con los judíos perseguidos si él no era judío? Respuesta: s no era judío de nacimiento, lo era de adopción. O bien: se encontraba muy próximo a los judíos. Dicen que se casó con Dina, la hija de Jacob. Una obra apócrifa, El Testamento de Job, señala que Dina era su prima, siendo él hijo de Esaú. Pero ¿cómo consiguió introducirse en el palacio real de Egipto? Su primo José, el famoso virrey, debió apoyarle. Mientras José esté allí para protegerle, se encuentra seguro. En tiempos de la confusión usscitada por Moisés, su posición debió debilitarse, lo que explicaría por qué, con ocasión del debate sobre la libeación de los judíos, no se atreve a pronunciarse y prefiere no intervenir en la decisión. Su actitud le convierte en culpable merecedor de su castigo. Pero todo eso queda desmentido por otra leyenda que le describe sólidamente asentado en tierra de Canaán, donde llegó mucho antes que los judíos. Murió allí el día en que entraron los exploradores de Moisés. Por eso encontraron la tierra sombría y desierta; sus habitantes habían ido a los funerales de su príncipe, el lustre Job. Los exploradores fueron, pues, injustamente acusado y castigados; n o calumniaron ni difamaron la Tierra Prometida; contaron sólo lo que habían visto; calles desoladas, hogares abandonados, gente llorando. La culpa era de Job, que podía haber elegido otro día u otro lugar para morir. Resulta raro que Moisés no estuviera enterado.

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¿Acaso no era profeta, el mayor de todos? ¿No sabía acaso que valía más hacer esperar a los exploradores, enviarles antes o después? ¿Y no se le atribuye acaso el Libro de Job (aunque escrito sin inspiración divina)? Hubiera debido estar informado acerca de su héroe. Digamos en su defensa que Job no es un personaje fácil de manejar; está en todas partes a un tiempo. Podríamos decir que es un héroe en busca de identidad. Por sí sus desplazamiento a través d regiones y siglos no bastaran para enredarnos, está Rabí Samuel, hijo de Najmani, que afirma que Job no existió nunca y que no es más que un símbolo o una fábula. Dicho esto, no hemos acabado aún con las sorpresas. La misma idea de ficción poética estalla en varias direcciones. unos declaran; Job existió pero sus sufrimientos son puro invento literario. Otros replican: Job no existió pero sí sufrió con creces. Hablemos un poco de ese sufrimiento sin el cual su vida parecería trivial. ¿Quién no lo recuerda? Job aparece al principio como un hombre satisfecho; rico, hospitalario, influyente, gozando de una excelente reputación entre sus conciudadanos y en el extranjero. Cuanto posee lo adquirió honradamente. Su casa, abierta a los cuatro vientos para que el mendigo entre y coma hasta hartarse, nos recuerda la de Abraham. Los pobres nómadas de la región de Uz sólo conocen a Job y sólo visitan su casa. Centro de ayuda y de atracción, casa única en el mundo, a la que acude gente de todas partes. Job no despide a nadie, no niega nada. Da sin humillar y se da al dar; no hay nada que le proporcione mayor alegría. no hay enfermo a quien no intente curar ni viuda a quien no trate de consolar. Emplea su tiempo en socorrer a los necesitados menos afortunados que él. ¿Es feliz? No se queja aunque, en verdad, no tiene de qué quejarse. Tiene mujer, siete hijos, tres hijas y una hacienda tan grande como un reino. Están tan ocupado en hacer el bien a su alrededor, tan absorto en sus actividades de hombre público, que forzosamente descuida un poco la educación de sus hijos; los hijos se corren tantas juergas que él debe pedir disculpas en su nombre.

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Todo eso lo sabemos por el Midraš y por el propio Libro de Job, ese texto que Rabí Iojanán leía llorando porque en él topaba con la injusticia inmanente y trascendente a escala individual; Job, amigo de los hombres, puesto a prueba por Dios , no mereció tanto suplicio. El prólogo del Libro describe su caída dramática. Caída vertiginosa por su rapidez; en menos de nada perdió fortuna, bienes, hijos, amigos y razón de vivir. Una serie de golpes crueles y de desastre encadenados. Uno tras otros se suceden los mensajeros que traen informes breves o tajantes que lo van encerrando en su papel de víctima atrapada en el abismo. Descripción jadeante, de poder sobrio y realista. Cuando uno aún está hablando, llega ya el siguiente con la noticia: Un fuego caído del cielo aniquiló ganado y pastores y yo soy el único que se ha salvado, el único que ha vivido para contártelo. O bien: El enemigo se apoderó de los camellos y degolló a los hombres, y yo sol el único que se ha salvado, el único que ha vivido para contártelo. Más: Tus hijos e hijas estaban comiendo y bebiendo en casa de tu primogénito y he aquí que se levantó un viento terrible en el desierto, que derribó la casa sobre los invitados, matándolos a todos salvo a mí, que soy el único que ha vivido para contártelo. Job no hace preguntas a los mensajeros de la desgracias, ni se las hace a sí mismo. No pone en duda la veracidad de las noticias. No se dice a sí mismo que es imposible que caigan tantas desgracias sobre un mismo hogar; no se refugia en la duda ni se imagina que todo aquello no es normal, no es posible, que debe haber algún error. No, sino que cree y acepta. Sabe que los mensajeros no mintieron y obra en consecuencia. Desgarra sus vestiduras y se corta el pelo en señal de luto, pero no se queja ni protesta.

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Enferma y cada vez está peor, tiene el cuerpo lleno de pústulas y llagas que repugnan a la vista, pero sigue sin quejarse. Su mujer le invita a blasfemar y la repudia. (El Midraš, generoso, da una imagen más atractiva a su mujer: se sacrifica para cuidarle con amor y abnegación.) Los amigos más queridos y próximos van a visitarle y pretenden consolarle. Ellos son los que le hacen perder la ilusión en la justicia divina y la amistad humana. Por primera vez abre la boca para hablar y grita su maldición: Que mi primer día se pierda en las tinieblas y que la noche que me vio nacer se vuelva muda y solitaria. Y, agotado, se enfrenta al cielo con la pregunta eterna del perseguido: ¿Por qué? ¿Por qué yo? ¿Por qué ahora? ¿Qué sentido tiene el castigo infligió al Justo? ¿Qué hace Dios y dónde está su justicia? Job sabe, como sabemos nosotros, que no cometió ningún pecado; nada tiene que reprocharse, nosotros tampoco y tampoco Dios. Job sabe, como sabemos nosotros, que, durante su vida, actuó conforme a la voluntad divina, temiendo y amando al cielo, que no violó ninguna ley ni quebrantó precepto alguno. Por otra parte los textos midrásicos no hacen sino alabarle, glorificarle, llenarle de elogios. Algunos llegan hasta a compararle a nuestros antepasados más importantes. Dice un comentarista que cuatro hombres descubrieron a Dios por sí mismos: Abraham, el rey Ezequías, Job y el Mesías. ¿Qué quedó por decir de Job? Que nació circuncidado, que gozó e los frutos y delicias del paraíso. Fue un Justo de los gentiles que trató de salvar a la humanidad mediante su sufrimiento. Job fue un Mesías distinto que trabajó pro la redención de los gentiles… Se le han atribuido poderes varios. La limosna que reparte se convierte en vehículo y fuente de bendición; todo el que recibe una moneda de él se enriquece. ¿Jo, un taumaturgo? ¿Por qué no? El Midraš cuenta: En su reino las leyes de la naturaleza se le sometían y los poderosos no aterrorizaban a los débiles y las cabras dominaban a los lobos. Es un hombre asombroso que el rey Salomón nombra entre los siete padres del género humano.

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Mejor aún: poco faltó para que su nombre figuraría en nuestras oraciones. Si no fuera por su ira, afirma un sabio, invocaríamos al Dios de Abraham, de Isaac, de Jacob y de Job. Si no fuera por su ira, afirma un sabio, invocaríamos al Dios de Abraham, de Isaac, de Jacob y de Job. Recurriríamos también a él para que intercediera allá en lo alto y que Dios no abandonara a su pueblo. Pero entonces, ¿Por qué el castigo? Profeta, juez, desfacedor de entuertos, protector de huérfanos, ¿Qué le hizo merecedor de suerte tan abrumadora? ¿A qué pueden atribuirse sus tormentos? Estas preguntas preocupan al Midraš con independencia de la historia de Job, puesto que el caso de Job existía ya antes de Job. Abraham no pecó y, no obstante, fue puesto a prueba. El paralelismo con Abraham parece intencionado y se repite con frecuencia. Ambos son buenos y caritativos y ambos sufren. Al dirigirse a Dios, ambos emplean casi el mismo lenguaje para cuestionar sus caminos insondables. Abraham lo hace por Sodoma y Gomorra, Job por sí mismo; Abraham, para salvar a una comunidad humana, una ciudad entera; Job para comprender su propia desgracia. Abraham trata de prevenir, Job quiere inculpar. Por eso Abraham es Abraham –y Job no es Abraham. Abraham discute con Dios para defender unos intereses que no son los suyos; Job, por el contrario, sólo se levanta contra la injusticia cuando le afecta personalmente. ¿Es esa una razón para castigarle? El paralelismo con Abraham podría eventualmente desembocar en una forma de consuelo. Los narradores midrásicos parecen decirle a Job: ¿De qué te quejas? Tu caso no es único. ¿Crees que ere el único a quien Dios hace temblar? Hay por lo menos un precedente; lo que te ocurre ha ocurrido ya, y a alguien más importante que tú, a Abraham. Y él se doblegó ante la voluntad divina… es un pobre consuelo, simplista pero a menudo eficaz; el enfermo se queda tranquilo, o cree estarlo, en cuanto sabe que no es el único que sufre. Pero Job podría contestar: ¿Qué puede importarte eso? Que mi caso sea nuevo o no, no cambia para nada mis preguntas; la reincidencia no es una excusa; para cada individuo el mal es personal y, para conjurarlo, cada cual debe forjar sus propias armas; si no, se volvería loco.

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Job podría decir también: La tragedia de un hombre se halla quizá ligada a la de otro, o a la de muchos otros, pero eso no explica y, ciertamente, no lo justifica… Pero Job no dice nada ni refuta nada. Es el Midraš el que razona así en su lugar. Una historia: Cuando Rabí Iojanán, hijo de Zakkai, perdió a su hijo, sus discípulos fueron a consolarle. Rabí Eliecer le recordó que Adán había sufrido idéntica desgracia y supo sobreponerse a su dolor. Pero Rabí Iojanán, hijo de Zakkai, contestó; ¿Acaso no me basta mi propio dolor? ¿Por qué le añades el de Adán? Rabí Yehoshúa le recordó entonces los sufrimientos se Job que dejó que le consolaran. Pero Rabí Iojanán, hijo de Zakkai, contestó: ¿Acaso no me basta mi propio dolor? ¿Por qué te empeñas en añadirle el de Job? Rabí Yossé le recordó entonces la tragedia del sumo sacerdote Aarón, que vio perecer a sus dos hijos y supo contener su dolor y callarse. Y Rabí Iojanán, hijo de Zakkai, contestó: ¿Acaso no me basta con mi propia aflicción? ¡No le añadas la de Aarón! No, las tragedias no se anulan al sucederse una tras otra; al contrario, se suman y se acumulan convirtiéndose cada vez en más injustas. Cierto, todo hombre sufre solo- está solo en su sufrimiento-pero, al propio tiempo, nadie sufre solo, si su sufrimiento le liga a otro. El sufrimiento sólo engendra sufrimiento, necesariamente más agudo, más profundo, más probatorio. Vale decir que el pesar de Job, incluso pareciéndose y reflejando el de Abraham, no se explica a través de éste. El hecho de que los tormentos de Job tengan un precedente, no significa que tengan sentido. Aquí la tradición judía difiere de la concepción budista; insertar el mal individual en el mal cósmico no resuelve el problema, sino que, al contrario, lo agrava; ésa es su universalidad. Todo ser es un comienzo de igual modo que es un fin; por ello merece una respuesta u no un consuelo, a menos que el consuelo no constituya por sí mismo una respuesta.

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En el Libro de Job se ofrece un intento de respuesta a partir del versículo sexto. De entrada nos dicen el nombre del culpable: Satán, uno de los Bnei Elokim tan próximos al trono y que parece muy interesado por lo que ocurre en la Tierra. Dios escucha las impresiones de su viaje. El eterno instigador del hombre contra Dios se presenta aquí como provocador de Dios contra el hombre. Es él quien lanza un desafío en el que la fidelidad de Job es, a un tiempo, instrumento y envite. Job: campo de batalla, ejemplo viviente, objeto de debate de repercusiones inconmensurables y, cosa sorprendente, imprevisibles. El diálogo entre Dios y Satán es amable y jovial: ¿Viste a mi siervo Job? ¿Acaso no es el más puro y leal de los hombres? ¿Por qué no iba a serlo? , dice Satán. Es bueno porque tú eres bueno con él, y caritativo porque tú lo eres con él. A Job no le falta nada. Sacúdele un poco, hazle sufrir y pronto veremos su auténtico rostro… Job se convierte así en objeto de una apuesta sobrehumana, en actor de un drama cuyos datos y reglas ignora y del que nada entiende. No sabe qué ocurre a su alrededor, no puede saberlo. Se siente empujado por una parte, tirado de otra, pero no sabe que eso forma parte de un plan. En un primer momento se pregunta incluso si no se trata de un error de identidad o de persona, de un terrible malentendido. Una leyenda: Más estupefacto que otra cosa, Job se vuelve hacia Dios y dice: Señor del universo, ¿es posible que una tempestad se haya desencadenado ante ti haciéndote confundir a Iyov (“Job”) con Oyev (“enemigo”)? Por muy raro que parezca, de todas las preguntas que planea Job sólo ésta tendría respuesta. Dios ruge en medio de la tempestad y dice; ¡Serénate, hombre, y escucha!

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He creado muchos cabellos en la cabeza del ser humano y cada uno tiene una raíz; si no confundo las raíces, ¿cómo iba a confundir a Iyov con Oyev? He creado muchas gotas en las nubes y cada una viene de su propia fuente: si no confundo gotas ni nubes, ¿cómo iba a confundir a Iyov con Oyev? He creado muchos relámpagos en el cielo y he trazado para cada uno un camino propio: si no confundo los relámpagos, ¿cómo iba a confundir Oyev con Iyov? Sabe también que la cabra salvaje es cruel con sus crías; para parirlas se encarama en un peñasco muy alto y las arroja al abismo; por eso dispuse que un águila las recogiera en sus alas, si el águila llegara un instante antes o después, los cabritos se estrellarían en el precipicio; no confundo los instantes, no las gotas, ni los relámpagos, ni las raíces y ¿me preguntas si confundo Iyov con Oyev, “Job” con “enemigo”? ¿Es Job en verdad tan ingenuo que llega al punto de sugerir que Dios desconoce el vocabulario? Su pregunta constituye una provocación. Por su insolencia fuera de lugar quiere enojar a Dios, obligarle a justificar su acción, aunque sea con efecto retroactivo. Puesto que hay sufrimiento, que tenga por lo menos motivo y fundamento; Job lo prefiere ligado a un designio más que gratuito. En otras palabras., Job prefiere ser culpable. Si es inocente, se siente a oscuras; si es culpable, su experiencia tiene un sentido. Sacrificaría de buen grado su alma al conocimiento. Lo que exige no es felicidad o reparación, sino una respuesta, no importa cuál, que le muestre con claridad que el hombre no es un juguete, que no se define sino respecto a sí mismo. Por eso Job se revuelve contra Dios: para volver a encontrarle y enfrentarse a él. Se levanta contra él para ir hacia él. Para oír su voz, incluso si es par que le condene. Más vale un Dios cruel e injusto que indiferente. Además, Job necesita a Dios, ya que se siente abandonado por los hombres. Su mujer le empuja a la solución de los débiles: renegar, abdicar. Sus amigos sólo le ofrecen compasión y sólo le oponen incredulidad: admiten que sufre pero menos de lo que parece.

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Creen que yerra al tomar las cosas por lo trágico, que yerra al revolcarse en el dolor. ¿Se da Job cuenta de pronto de que no conseguirá nunca comunicarles, explicarles la inmensidad de su mal? Se rebela contra ellos porque se niegan a escuchar, a mirar hasta el fin; del mismo modo se subleva contra ese Dios en nombre del cual sus amigos pretenden mentir. Su revuelta, en un plano profundamente humano, va, a fin de cuentas, dirigida contra su propia soledad, que sabe que es irreductible, ya que le oculta el rostro de Dios bajo el del hombre. No hay necesidad de adornar la escena; viene descrita de modo magistral en el Libro e ilustrada en el Midraš. Los dos jugadores celestiales se han retirado entre bastidores y Job recibe la visita de tres amigos. Elifaz yemenita, Bildad suhita y Sofer naamatita. Al principio le ven sin ubicarlo: ha cambiado y ellos no. Al reconocerle estallan en sollozos, se desgarran la vestiduras, si cubren la frente de ceniza y, sentados en el suelo junto a él, no abren la boca durante siete días y siete noches.( En El Testamento de Job citado anteriormente, los amigos no guardan silencio sino que le interrogan durante una semana entera acerca de lo ocurrido.) Comentario del Midraš: Pr deferencia hacia la persona de duelo, se imita su conducta. Los visitantes de Job se levantan cuando él se levanta, comen cuando él come, beben cuando él bebe. Sin decir palabra; ciertos dolores engendran u silencio a su medida y la palabra no hace sino traicionarlos. Cuando están callados, los tres amigos resultan conmovedores, turbadores, cuando se ponen a hablar decepcionan por charlatanes e hipócritas, por su emoción fingida y calculadora. Tienen donde elegir; tomar partido por su amigo abatido y derrotado o por Dios; su elección es mala, es la más cómoda. La desilusión de Job se equipara a la del lector. Esos tres extranjeros venidos de lejos exageran y pierden el aliento tratando de explicarle a Job unos sucesos cuya trágica carga no recae únicamente sobre sus hombros; él es quien sufre y son ellos quienes peroran sobre el sufrimiento.

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Él es quien se halla abatido por la pesadumbre y son ellos los que elaboran teorías y sistemas obre la pesadumbre, el dolor, las persecuciones. Elifaz dice: Nadie está limpio de pecado y tú tampoco; ¿quién sabe qué hiciste para atraerte la ira del cielo? Bildad intenta la dulzura: De acuerdo, creo que eres inocente, pero debes admitir que Dios no se equivoca, Dios no comete errores. Si tú no sabes lo que hiciese, seguro que Dios sí lo sabe. Sofer, el tercero, opina que es momento de reprocharle su vanidad: ¿Quién eres tú, Job, para cuestionar los caminos e intenciones del Señor? ¿Crees que todo te está permitido porque ere víctima de Dios? Frente a tales amigos, Job, exasperado, prefiere volverse hacia y contra Dios. Y es comprensible. Más vale habérsela con Dios que con sus comentaristas. Es comprensible también que el Midraš compare a Job con el pueblo judío. Israel también está solo; sus mejores amigos están dispuestos a compadecerle en la desgracia pero no a sacarle de ella. Se acusa también a Israel de haber actuado contra Dios, obligándole a castigarle. Israel mantiene también un diálogo interminable con Dios o sobre Dios. A Israel le persiguen también los hombres que luego le denuncian porque quiere transformar el sufrimiento que experimenta en sufrimiento orgulloso y lúcido. Si Job no es judío, pasa a serlo; no tiene nada que ganar en una sociedad donde no existe la amista y donde sufrir y expiar significa lo mismo. Algunos de nuestros sabios, siguiendo las huellas de los tres “amigos”, se esfuerzan en consolar a Job reduciendo su problema a las categorías habituales. Si hay que inventar a toda costa un motivo, un pecado, hay que inventar a toda costa un motivo, un pecado, no se quedan cortos: unos le achacan fala de fe en la resurrección de los muertos, otros, arrogancia e ira. Iyov loké umevaet: “da demasiadas vueltas y forcejea con su dolor”. Pecados sin importancia de consecuencias desproporcionadas.

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No, hay que encontrar algo mejor. ¿Por qué hablar de pecado? Un Midraš le imagina mártir del pueblo judío: Cuando los hijos de Israel iban a dejar Egipto, Satán se precipitó ante Dios protestando: ¡Señor del universo, reflexiona! Esos hombre y mujeres ayer era aún infieles, adoradores de ídolos, ¿y cuentas con realizar milagros para ayudarles? ¿Vas, en verdad, a hacerles atravesar el mar Rojo y darles tu Ley? ¿Les tienes confianza? Entonces, para librarse de él prontamente, Dios le mostró a Job: Ve y ocúpate de él primero, luego hablaremos. Y mientras Satán torturaba a su víctima, Dios se las arregló para liberar a su pueblo de la tierra de los faraones. El Midraš ilustra esta concepción mediante la siguiente parábola: Imaginemos un pastor que ve un lobo a punto de arrojarse sobre su rebaño; ¿qué hace? Le presenta al carnero más fuerte y bravo y, mientras el lobo pelea con el carnero, el pastor lleva a su rebaño a buen recaudo. Lógicamente, Job y Satán tenían cada uno motivos para convertirse en antisemitas; los judíos se habían aprovechado de ellos y el Dios de los judíos les había engañado. Si Job pudo consolarse por no haber sufrido en vano, Satán, que le hizo sufrir, quedará inconsolable. Por eso un sabio pretende que hay que compadecer más a Satán que a Job Burlado por Dios, se encontró en la intolerable situación de uno que tiene que romper el tonel sin perder el vino; se le permitió torturar a Job hasta un límite muy claro: Job no debía sucumbir a los malos tratos; Dios le quería vivo. Otro texto, más cruel para con Satán, niega su paternidad del proyecto. Fue el propio Job quien escogió su papel. Dios le había preguntado: ¿Qué prefieres, la desgracia o la enfermedad? Y Job contestó: Antes sufrir que vivir en la indigencia. Satán no fue sino un instrumento del juego aunque aparentemente fuera el dueño del mismo. Asqueado, desaparece del escenario en buna hora. Ya no se hablará más de él en el Libro de Job. Su marcha precipitada llevará a un sabio a hacerle volver a pesar de todo, bajo la apariencia de un cuarto amigo, Elihú.

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Surgiendo de improviso, casi hacia el final, tratará de acorralar a Job en la desesperación y fracasará una vez más. Para Satán será un nuevo fracaso. Pobre Satán, disfrazado de amigo. En la leyenda midrásica sirve para hacer humor negro. Las grandes páginas que siguen al prólogo suscitan pocos cuentos imaginarios, que resultarían, por otra parte superfluos. El texto basta para hacernos participar en el drama. Los diálogos entre Job y sus amigos y, más adelante, entre Job y Dios, impresionan por su claridad. Cuestiones eternas, réplicas punzantes. El cielo y la tierra sirven de decorado para el enfrentamiento último del hombre consigo mismo y con la idea que se hace de Dios. Leamos: De acuerdo, soy culpable, lo admito, pero ¿qué puede eso importarte? A ti, guardián de los hombres, ¿en qué te afectan sus artes? ¿Y por qué me señalaste como blanco, a mí que me siento aplastado bajo mi propia carga? ¿Estás contento ahora, contento de oprimir a tu Creación? Vestido de saco, he cubierto de ceniza mi cabeza. Mi rostro está hinchado por las lágrimas y la sombra de la muerte pesa sobre mis párpados…Y ese grito que, generación tras generación a través de pogroms y matanzas, resuena de un extremo a otro del exilo: ¡Eretz al tejashí damí!, “¡Tierra no absorbas mi sangre! ¡Naturaleza, no encierres mi desesperación!” Job no tiene ya nada en el mundo más que palabras, pero sabe hacer uso de ellas; las hace vivir y las hace aullar. Hasta el momento, Job buscaba un punto de apoyo, una señal, y no los hallaba; busca a su interlocutor- ya fuera juez o justiciero-y no lo hallaba. Entonces el hombre más pobre y solitario del mundo –puesto que lo había poseído todo y todo lo había perdido- adquiere súbitamente una fuerza insospechada y decide proclamar su rebelión, sacando audacia y argumentos de su propia pobreza, en su debilidad y soledad.

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Rechaza las soluciones fáciles, las concesiones degradantes, descubre que posee un poder inigualable e invierte los papeles. Acusado, condenado, repudiado, desafía al sistema que le mantiene prisionero. Instruye un proceso y ahora es Dios el acusado. Job le quita su desgarramiento y su ultraje y le dice lo que debería saber hace tiempo, desde siempre tal vez: hay algo que no funciona bien en su universo. Se casta al Justo sin razón, se premia al criminal sin razón. Peor aún: justos e impíos sufren la misma suerte, por lo tanto Dios se aparta de ellos y de todos. Dios no se ocupa de su Creación, se encuentra ausente de ella. En el ardor de su defensa Job levanta prohibiciones y derriba obstáculos. Una vez liberado de sus inhibiciones, va lejos, demasiado lejos. A través de sus pretendidos amigos, a los que desenmascara, es a Dios a quien apunta, a quien persigue; es su único adversario. Estalla: Todo el que se dirige al cielo, se convierte en burla de todos. Dios desprecia al desgraciado. Él, tan poderoso y justo, rechaza a los que vacilan mientras que los ladronees descansan en paz bajo sus tiendas y los que reniegan de Dios no tienen preocupaciones. Y Job clama ante sus visitantes: Callaos, porque voy a hablar, ocurra lo que ocurra, es peligroso, tanto peor. Sin esperanza, lo sé, pero debo hablar… Y más adelante: Levanto mis ojos y mi llanto hacia Dios, que él haga justicia al hombre que se querella contra él. Es un acto de valor desesperado que da su fruto. De repente, Dios entra en el relato y quiere hacerse oír. El Midraš señala: Job sintió sus cabellos apresado por la tempestad y fue así como percibió la voz divina. ¿Quiere eso decir que esa conversación sólo tuvo lugar en su espíritu? Es posible. En el fondo, da igual. Realidad o delirio, el caso es que Job se cree victorioso. Dios le contesta con una serie de preguntas. ¿Dónde estabas tú cuando yo cree montañas y vientos? ¿Qué sabes tú de mis secretos para poner en tela de juicio mis caminos y designios?

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¿Qué sabes tú de la justicia y de mi modo de administrarla? ¿Y Qué sabes de la verdad, la gracia y la vida para atreverte a increparme? De hecho, Dios no enuncia nada que Job pueda interpretar como respuesta o explicación o como una justificación de su sufrimiento. Dios no dice: Has pecado, has obrado mal. Tampoco dice: Me he equivocado. Habla de generalidades y ofrece sólo amplias simplificaciones. La experiencia individual de Job y sus desgracias personales no cuentan mucho; lo que cuenta es el contexto, la visión de conjunto. La idea del sufrimiento importa más que el sufrimiento en sí; la cuestión del conocimiento más que el conocimiento. Dios habla a Job de todo salvo delo que le afecta; le niega el derecho a la individualidad. Y, no obstante, en vez de indignarse, Job se declara satisfecho, vengado, rehabilitado. No reclama nada más. Para él se ha hecho justicia. El luchador feroz, el rebelde intrépido que se ha atrevido a enfrentarse al cielo como hombre libre y acusador, dobla la frente al primer embate. Apenas termina Dios de hablar, Job se arrepiente. ¿Se encuentra tan orgulloso de haber inspirado el poema divino, tan contento de haberlo escuchado, que desdeña su fondo y principio? Apenas Dios concluye su sermón, Job retrocede y retira sus preguntas y anula sus quejas: Es cierto, dice, repentinamente humilde, soy pequeño, insignificante, no tengo derecho a la palabra ni al pensamiento, yo no sabía ni comprendía y no podía no saber; viviré de ahora en adelante entre remordimientos, polvo y ceniza. Job, nuestro héroe, nuestro abanderado parece estar derrotado y vencido. Sumiso, de rodillas, capitula sin condiciones. Dios, magnánimo, le permite levantarse y revivir.

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Bien está lo que bien acaba. Job porque oyó la voz de Dios. Dios porque Satán y Job dejaron de importunarle. Los tres visitantes porque Job no parece guardarles rencor alguno. Sólo Satán debería sentirse destrozado, pero está ausente, decididamente oculto en el olvido. En el aspecto concreto de la retribución, Job recupera su fortuna, e incluso recibe indemnizaciones. Es más rico, glorioso y feliz que nunca. Es padre de siete hijos y tres hijas (las más bellas del mundo, afirma el Midraš) y vivirá ciento cuarenta años. La última frase del Libro constituye también su último rasgo de ironía: Vaiamat Iyov zakén usevá iamin, “y Job murió viejo y lleno de años”. Luego harto de vivir; ya estaba harto. Lo cual podía significar que, a pesar de su notoria felicidad y su fortuna recobrada, no le interesaba ya la vida; sabía desde ahora que basta con una charla y una apuesta entre extranjeros para que el edificio se hunda como un castillo de arena bajo la tormenta. No obstante, tomadas al pie de la letra, esas palabras parecen indicar que Job, una vez superada la adversidad, vivió en paz con su destino y reconciliado con Dios y los hombres. Al llegar aquí quisiera denunciar la falsedad y levantar mi voz en señal de protesta. Tanto como admiré su indignación me confunde su presurosa abdicación. cuando era desgraciado y maldito, me parecía más humana y digno que después de reconstruir su lujosa morada bajo el signo de la fe recobrada. Sé muy bien que se dice que este desenlace no es el auténtico, que se ha añadido e incorporado al Libro propiamente dicho para tranquilizar a los espíritus devotos o para enseñar a los perseguidos que el hombre ha debe ser capaz de perderlo todo sin renunciar a la esperanza. Como Job, debemos poder soportar la desgracia y, a pesar de ella, a la primera tregua, volver a empezar y dar la vida. Pero yo prefiero pensar que el verdadero desenlace del Libro de Job no nos ha llegado. Job murió sin arrepentirse ni rebajarse; sucumbió a su desgracia con firmeza y entereza. Con todo, no deja de ser curioso que el Midraš, tan pródigo en leyendas sobre el comienzo del drama, resulte tan parco sobre su epilogo, el cual debía molestar a los narradores rabínicos.

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El tercer acto se considera una especie de apoteosis y aquí resulta descolorido. El luchador es un cordero. Metamorfosis dolorosa y, en el aspecto literario, sin explicación. Y, por qué no decirlo, Job me confundía sobre todo después de la guerra. Se le podía encontrar entonces en todos los caminos de Europa, herido, expoliado, mutilado y, desde luego, no era un hombre feliz ni estaba resignado. Du sumisión, en el texto, me parecía un insulto. No hubiera debido seguir protestando, y rechazar las propinas, y decirle a Dios: De acuerdo, yo te perdono, te perdono en cuanto se trate de mí, de mi dolor, de mi agonía; pero mis hijos muertos ¿acaso te perdonan?¿Tengo derecho a pronunciarme en su nombre?¿ Tengo el poder moral, humano, de aceptar un final, una solución para esta historia donde desempeñaron papeles que tu les impusiste, no por ellos, sino por mí? Al ratificar tus angustias, ¿me convierto en tu cómplice? Yo debo elegir, a mi vez entre tú y mis hijos y me niego a repudiarles. Exijo que por ellos, ya que no por mí, se haga justicia y que el proceso continúe… Sí, debía de haber empleado ese tipo de lenguaje, pero no dijo nada y aceptó vivir como antes. Ésa fue la verdadera victoria de Dios: forzó a Job a la felicidad. Después de la catástrofe, Job vivirá feliz a pesar suyo. No obstante, su proceso continúa. La tragedia de Job no concluye con Job. Dejemos la leyenda y abramos los manuales de historia contemporánea. Otros procesos, crueles y espectaculares, están ahí para desorientarnos. Acusado de crímenes sórdidos y abyectos, los gigantes de la revolución no se escandalizan, no rechaza las calumnias, no denuncia, sino que, por el contrario, hacen “declaraciones espontáneas”, y añaden otras…

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Resulta denigrante, repugnante, ver a los sacerdotes de antaño ennegrecerse, condenarse, apresurarse hacia el patíbulo. El mundo, estupefacto, retiene el aliento y ya no comprende. ¿Qué les ocurrió, cuáles son sus móviles? ¿Por qué esos idealistas tratan de destruirse, inmolarse, hacerse detestar por parte de las multitudes? ¿Acaso temen a la muerte tras haberse enfrentado a ella mil veces y de mil modos en los calabozos imperiales y en las nieves de Siberia? ¿ Qué fuerza quebrantó a quienes quebrantaron la voluntad del zar de todas las Rusias, a quienes obligaron a la Historia a modificar su curso? Irreductibles e indomables, ¿qué afrentas les obligaron a ser objetos miserables, juguetes distorsionados en manos d los policías? Se habla de torturas físicas, presiones psicológicas, condicionamiento… Son hipótesis, plausibles o no, quién sabe. No es el narrador, profano e incompetente, quien debe dar una opinión. El narrador se contenta con dar una explicación más personal y, sin duda, fantasiosa: todos esos héroes, burlados y traicionados por sus camaradas, compañeros y discípulos, no abandonaron el combate; su confesión pública no es seña de sumisión. Al contrario, al pasar con avidez a las confesiones y llevarlas al límite de lo grotesco e, incluso, más allá, pensaban tener la última palabra y demostrar su inocencia. Al decir sí al justiciero y proclamar sí con pasión autodestructora, convertían el sí en una burla. Al reivindicar crímenes infantiles y bufos, crímenes absurdos, improbables, imposibles, les quitaban credibilidad. Al aceptar jugar el juego de los inquisidores hasta las últimas consecuencias, al prestarles ferviente ayuda, les desenmascaraba. Si esos príncipes caídos se hubieran defendió, si hubieran luchado por su honor y su vida, se podría dudar de ellos. Por eso prefirieron no defenderse, sino acusarse, para subrayar el aspecto inverosímil del proceso. Al acusarse se convertían en acusadores; su arma era la risa-una risa hacia dentro, reprimida retardada.

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Y cayeron en el combate con una bala en la nuca, en los sótanos de la policía secreta. Por eso Job-el Justo, el Sabio- se somete tan pronto y de forma tan absoluta. Para burlar al adversario. Al final de su lucha, que Job sabe perdida de antemano-pues ¿cómo puede el hombre esperar vencer a Dios?-Job descubre un método ingenuo para mantenerse en su resistencia: fingirá abdicar antes de haber comenzado la batalla. Si se hubiera mantenido firme, si hubiera discutido los argumentos divinos punto por punto, se habría llegado a la conclusión de que no podía sino reconocer su derrota ante la superioridad de su interlocutor. Pero le dice que si a Dios, le dice que sí en seguida, sin duda, sin reflexionar, sin tergiversar, sin presentar la menor contradicción. Así comprendemos que, a pesar de las apariencias o con motivo de ellas, Job siga interrogando al cielo. Si se arrepiente de los pecados que no cometió, si justifica un sufrimiento que no mereció, es para señalarnos que no se cree sus propias confesiones, que no son más que un ardid. Al personificar la búsqueda insaciable de la justicia y la verdad, no se doblegó. Su sufrimiento no será, pues inútil; gracias a él sabemos que se ha concedido al hombre el poder de convertir la injusticia divina en justicia humana. Érase una vez, en un país lejano, un hombre legendario, justo y generoso que, en su soledad y desesperación, halló el valor de enfrentarse a Dios, de forzarle a contemplar su Creación, de hablar a los hombres que, a pesar de ellos y a pesar suyo, triunfan sobre él con triunfos graves e inquietantes. ¿Qué queda de Job?¿Una fábula, una sombra? Ni siquiera la sombra de una sombra . Tal vez un ejemplo.

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Fuentes Mishná Talmud babilónico Talmud palestino Avot derabbi Nathan Midraš Tanjuma Midraš Tejilim Pirkei derabbi Eleázar Divrei hayamin shel Moshe Rabénu, Venecia, 1544 El Testamento de Job, ed. Kohler, Berlín, 1897 Leyendas de los judíos, por Louis Ginzberg El juicio final, por Shalom Spiegel

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Sumario Adán o el misterio del principio…………………………………………………….11 Caín y Abel: el primer genocidio……………………………………………………37 El Sacrificio de Isaac: historia de un superviviente……………………….62 Jacob o el combate con la noche…………………………………………………..88 José o la educación de un justo…………………………………………………..117 Moisés: semblanza de un jefe…………………………………………………….145 Job o el silencio revolucionario…………………………………………………….174 Fuentes………………………………………………………………………………………..195

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Se terminó de imprimir en offset en el mes de octubre de 1988, en los talleres gráficos de la Compañía Impresora Argentina, S.A. Alsina 2049-Buenos Aires- Argentina

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