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OTRO MODO DE CONCEBIR EL URBANISMO. LA TRAYECTORIA DEL MORFOLOGISMO EN ITALIA Y FRANCIA
Victoriano Sainz Gutiérrez
Universidad de Sevilla
Hoy ya no resulta difícil admitir que en la década de los 60 del siglo pasado se hizo patente hizo patente la crisis de los fundamentos de toda una cultura, la denominada “cultura moderna”. Ciertamente, esa crisis no sobrevino de la noche a la mañana, pero los événements de mayo de 1968 la sacaron a la luz de un modo que en aquellos momentos pudo resultar sorpresivo para algunos; sin embargo, lo que esos sucesos manifestaban era un profundo malestar en la cultura, un malestar que se había venido larvando desde varias décadas antes. Es más, como ya había sido señalado por ilustres representantes de la Escuela de Francfort al acabar la II Guerra Mundial, en la raíz de cuanto sucedió entonces se encontraban las contradicciones de una cultura que distaba de ser tan firme, segura y progresiva como había parecido a sus más fervientes partidarios. La modernidad había tendido a presentarse como un proyecto cultural capaz de articular un discurso omniabarcante, coherente y unitario. En el ámbito de la arquitectura y la ciudad es particularmente claro que, a partir de la segunda mitad de los años 20, los “maestros” del Movimiento Moderno se esforzaron por dar, en palabras de Walter Gropius, una verdadera «batalla por la unidad». De algún modo es posible considerar la Weissenhofsiedlung de Stuttgart, construida para la muestra del Werkbund de 1927 con la participación de buena parte de los arquitectos que ya entonces habían alcanzado un reconocimiento internacional, como el primer manifiesto urbano de la nueva arquitectura. Al año siguiente, la fundación de los Congresos Internacionales de Arquitectura Moderna (CIAM) marcaría el comienzo de la ardua y compleja tarea de llegar a una sistematización teórica común, a través de la definición de aquel conjunto de principios que van de la Declaración la Declaración de La Sarraz (1928) a la Carta de Atenas (1933). En ese contexto, no tardarían en llegar también los primeros intentos de construir la trama narrativa de una historia –la del Movimiento Moderno– que pronto fue presentada como canónica. Con diferentes acentos, los libros de Pevsner, Richards y Giedion consagraron a nivel internacional el que habría de convertirse en el grand récit de récit de una modernidad arquitectónico-urbanística que, desde una neta visión teleológica, venía a
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mostrar el racionalismo de cuño funcionalista como despliegue necesario del Zeitgeist . Como ha apuntado Gravagnuolo, «este esquema interpretativo, vagamente “vasariano”, “vasariano”, será de nuevo propuesto en diversas ocasiones, aunque con alguna variación temática, por las historias del “movimiento moderno” hasta convertirse en un lugar común» 1. Pero no mucho después, en la inmediata posguerra, cuando parecía llegado el momento de empezar a vivir en todos los países del mundo aquella «estupenda aventura» de la que había hablado Le Corbusier en el IV CIAM –refiriéndose a la aplicación de unos principios que, por lo demás, sólo llegarían a ser realmente hegemónicos allí donde fueron suscritos desde las instancias del poder–, comenzaron a escucharse, en el seno de los propios CIAM, CI AM, las primeras voces que reclamaban una profunda revisión de los bases mismas del funcionalismo: tímidamente en el Congreso de Bridgewater (1947) y de una manera ya abiertamente polémica en el de Aix-en-Provence (1953); la disolución de los CIAM era sólo cuestión de tiempo. Y es que la II Guerra Mundial había su puesto una profunda modificación del marco de referencia del proyecto moderno, que se haría patente en el transcurso de los años 50. 1. Hacia la superación del paradigma funcionalista en Italia. Las primeras críticas al urbanismo funcionalista no pueden ser separadas del clima cultural de la segunda posguerra, tan fuertemente influenciado por los presupuestos del pensamiento existencialista. Frente a la estandarización de la vida que había sido postulada en el período de entreguerras, la década de los 50 iba a estar marcada por la idea de que, si se quería construir una ciudad realmente más humana, con la que sus habitantes se sintieran identificados, era necesario atender a las necesidades del hombre concreto. La solución para los problemas vitales de la ciudad moderna, provocados por la segregación de funciones impuesta por el zoning el zoning , se situará entonces en la creación de un core, core, de un “corazón” donde la comunidad –ya fuera el barrio o la ciudad– pudiera desarrollar una red de relaciones a través de las cuales articular la vida urbana 2. De un modo u otro es posible rastrear la presencia de esas ideas en los escritos y los proyectos de los arquitectos vinculados al Team 10. El camino emprendido por los Smithson, Bakema, Candilis o Van Eyck pretendió encontrar, dentro de una trayectoria matizadamente continuista, una vía de relación más precisa entre la forma urbana y las necesidades socio-psicológicas de los habitantes de las ciudades, con el fin de restablecer el contacto con los intereses de los usuarios y acabar con el desarraigo característico de las ciudades rígidamente organizadas según los principios de la Carta de Atenas. En medio de este clima revisionist r evisionistaa y frente a quienes proponían seguir apostando por las utopías futuristas implícitas en los proyectos megaestructurales, pronto comenzaron a hacerse oír en el contexto italiano algunas voces que estimaban necesario repensar el sentido de la historia. Entre quienes, sin romper la continuidad con el “proyecto moderno”, reclamaron la revisión del rechazo de la historia que hasta entonces había caracterizado al Movimiento Moderno ocupa un lugar del todo particular Ernesto Nathan Rogers. Este arquitecto milanés, miembro de los CIAM desde 1933 y director de la revista Casabella, Casabella, escribía en 1957 que «ha desaparecido el complejo de inferioridad hacia el pasado porque ya no sentimos que debamos oponernos a él, sino más bien continuarlo insertándonos en él con toda la aportación de nuestra cultura» 3. En ese 1
GRAVAGNOULO 1998, 378-379. Cfr. R OGERS OGERS, SERT & THYRWITT 1952. 3 R OGERS OGERS 1958, 207. 2
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mismo número de la revista se publicaban algunos proyectos de los jóvenes arquitectos Gabetti e Isola, que iban a desencadenar una polémica en la que terciaría, en la primavera de 1959, el crítico británico Reyner Banham, quien acusó a Rogers desde las páginas de la prestigiosa Architectural prestigiosa Architectural Review de propiciar nada menos que la «retirada italiana del Movimiento Moderno» 4. Al hacer balance de aquella disputa, Claudio D’Amato ha subrayado que «el dato que caracteriza la segunda mitad de los años 50 como elemento determinante es la presencia activa que el papel de la historia y el recurso a los valores de la memoria juegan en el debate sobre la arquitectura» 5. Sin embargo, este fenómeno no recibió una interpretación unánime: mientras en el entorno italiano era valorado positivamente, en determinados círculos culturales del ámbito anglosajón fue visto con inquietud y hasta con perplejidad. Sólo unos meses después de la citada polémica, en septiembre de 1959, Rogers se enfrentaba con Bakema y los Smithson en el último CIAM celebrado en Otterlo, a propósito de la presentación de su proyecto de la Torre Velasca en Milán. Y poco después de la publicación del mencionado artículo de Banham, veía la luz un escrito de Nikolaus Pevsner en el que afirmaba sin medias tintas: «El principal objetivo de este ensayo es llamar la atención hacia lo que considero como un fenómeno reciente y alarmante. Es lo que sólo podría denominarse un retorno al historicismo» 6. Pero a pesar de las protestas llevadas a cabo por la línea historiográfica representada por Pevsner y Banham, que pretendía la consolidación del mito del Movimiento Moderno y de los valores por éste representados, la semilla plantada por la cultura italiana daría pronto sus primeros frutos. Cabe destacar en este sentido su contribución a que se superase el esquema historiográfico que intentaba mostrar el paso de la revolución industrial a la ciudad funcional como un proceso lineal, regido por un supuesto “espíritu de la época”. Siguiendo las huellas de Giulio Carlo Argan, que en 1951 había publicado el primer intento italiano de historiar la vanguardia 7, Manfredo Tafuri se lanzaría en los años 60 a realizar «una valerosa y despiadada criba de las bases mismas del Movimiento Moderno; más todavía, una despiadada investigación sobre la legitimidad de hablar aún de Movimiento Moderno como monolítico corpus de ideas, de poéticas, de tradiciones lingüísticas» 8. A partir de ahí comenzará a resultar evidente para todos que lo que se había venido denominando el Movimiento Moderno era en realidad un conjunto de tendencias donde convivían orientaciones muy diversas. Como es natural, ese doble empeño de la cultura italiana –por recuperar el sentido de la historia y por convertir la historia en material de trabajo– no es algo que quepa referir sólo a la arquitectura, sino que afectó igualmente al urbanismo. En el mismo año en que Rogers polemizaba con Banham en Casabella y con Bakema en el CIAM de Otterlo, se publicaban dos obras que pueden ilustrar bien ambos aspectos en sede urbanística y que llegarían a producir un hondo impacto en los años sucesivos; me refiero a L’urbanistica e l’avvenire della città de Giuseppe Samonà y a los Studi per una operante storia di Venezia de Saverio Muratori. Sus autores enseñaban en aquellos momentos en el Instituto Universitario de Arquitectura de Venecia (IUAV) y, aunque en muchos aspectos su formación y sus puntos de vista no podían ser más diferentes, los dos tenían en común su posición en buena medida “excéntrica” respecto de lo que algunos podrían 4
Cfr. HEREU, MONTANER & OLIVERAS 1994, 310-320. D’AMATO 1977, 50. 6 PEVSNER 1983, 397. 7 Cfr. ARGAN 1983. 8 TAFURI 1997, 10. 5
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considerar la imagen “normal” –en el sentido que Kuhn ha dado al término– del urbanista, como podía ser en aquellos momentos la de Luigi Piccinato o Giovanni Astengo, también ellos a su vez profesores del IUAV. El acercamiento de Samonà a los temas urbanísticos tuvo lugar a comienzos de la década de los 50 y podemos considerar que su ingreso en la comunidad científica de los urbanistas se produce con la publicación del libro citado, cuando el ingeniero siciliano había cumplido ya los sesenta años. De hecho, L’urbanistica e l’avvenire della città supuso un viraje decisivo en el debate urbanístico de los años 60 y planteó a la urbanística italiana un programa de investigación en el que el propio Samonà trabajaría durante más de diez años. En ese texto capital, Samonà proponía «una representación problemática del proceso de construcción de la disciplina, alejada de las explicaciones tranquilizadoras a las que la historiografía (esencialmente arquitectónica) había acostumbrado a la cultura técnica. Estigmatizaba algunas “mitologías” tradicionales de la urbanística, subrayando los aspectos contradictorios y utópicos de las mismas. Por ejemplo, mediante las críticas al modelo de la “ciudad jardín”, a las utopías antiurbanas del siglo XIX y a la contribución del racionalismo a la construcción de la ciudad contemporánea; a estos acontecimientos “canónicos”, Samonà contraponía una mirada más atenta en relación con la ciudad del Ochocientos y un punto de vista “territorial” referido a la nueva dimensión de las transformaciones» 9. Hay en la obra de Samonà una lúcida crítica a la “ideología” de las vanguardias, que habían apostado por una interpretación naturalista de la ciudad, basada en un modelo del ser del hombre y de sus relaciones con la sociedad que sólo tenía en cuenta los aspectos cuantificables. El rechazo de un urbanismo de corte positivista por parte Samonà se apoya en el hecho de que es impermeable a los valores histórico-culturales y, en consecuencia, termina mostrándose incapaz de penetrar en la discontinuidad y com plejidad de las situaciones urbanas, y de interpretarlas desde el interior de sus propias instancias sociales, negando así toda relevancia a las características particulares de cada contexto urbano y territorial. Por otro lado, coherentemente con ese interés suyo por comprender las relaciones existentes entre motivaciones urbanísticas y lógica de las situaciones de hecho, Samonà se opone también al reduccionismo de quienes pretendían establecer una estricta relación causal entre las modificaciones de los sistemas productivos y las transformaciones experimentadas por las ciudades europeas modernas, porque –afirma– «en ciudades donde no tuvieron lugar cambios económicos tan radicales, tam bién allí, sin embargo, se modificaron las características de la estructura urbana, para persuadirnos de que muchas cosas relativas a la nueva implantación urbana no se explican solamente con la extensión de los medios de producción» 10. Por su parte, Muratori había emprendido en sus años venecianos una lectura de la realidad histórica de la ciudad como vía para buscar, frente a la fragmentariedad característica de lo moderno, un modo de recomponer aquella unidad perdida que, a su juicio, había caracterizado la civilización premoderna. Al tomar conciencia de que los análisis funcionales difícilmente permitían comprender el organismo arquitectónico en su integridad –es decir, como síntesis de los diversos aspectos estructurales, distributivos, estilísticos, etc.– recurrirá al “tipo edificatorio” como instrumento específico para llevar a cabo una nueva lectura disciplinar de la ciudad, entendida ésta como organismo, como obra de arte producida por la colectividad en el tiempo. En 1950, el año de su llegada a Venecia, había escrito: «Que la urbanística debe tener una visión histórica y 9
DI BIAGI & GABELLINI 1992, 173-174. SAMONÀ 1971, 21.
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universal, en cuanto acción y en cuanto disciplina, nos lo indica por lo demás el hecho de que está interesada por las ciudades no como cosas inertes, sino como organismos creados por el hombre para la vida, la cual es continuo desarrollo; y por ello mismo se ocupa también de las transformaciones que el actuar humano opera en el mundo y en el ámbito social del hombre, como entidad compleja que no puede ser comprendida en la visión analítica de aspectos particulares, ya sean mecánicos o económicos, higiénicos o utilitarios, sino únicamente en su totalidad, por cuanto sólo en ésta le reconocemos un sentido» 11. Ese entendimiento de la ciudad como organismo en continuo desarrollo le llevaría a afirmar que la razón de ser de la estructura urbana sólo se puede encontrar en la historia. De ahí que, para Muratori, las fases de dicho desarrollo –y, por tanto, las actuales características estructurales de cada ciudad– sólo puedan ser mostradas en la sucesión de sus diferentes momentos de formación-transformación, reconstruidos a través del proceso, a la vez lógico y analógico, de construcción de la ciudad. En efecto, si la historia es «disciplina concreta por excelencia» y si la arquitectura expresa la sociedad que se autodetermina en el desarrollo histórico, entonces –dirá Muratori– nada hay más real que lo que procede «desde su nacimiento con el estudio de lo verdadero en forma de levantamientos y reconstrucciones críticas de barrios completos, estructura por estructura, fase por fase, aprovechando el precioso campo experimental ofrecido por la edificación histórica veneciana» 12. Ese levantamiento de la ciudad histórica realizado con sus alumnos en Venecia le condujo a mirar la ciudad a través del estudio del tejido urbano, el cual se convertiría así en instrumento concreto para relacionar la arquitectura y la ciudad, dando lugar al denominado “análisis morfo-tipológico”, que estaba llamado a jugar un importante papel en el discurso teórico y proyectual de un sector de los arquitectos italianos de la generación siguiente. Pero no conviene adelantar los acontecimientos. Por eso, antes de entrar a exponer el hilo de ese discurso –que ciertamente habría de encontrar luego un amplísimo eco en el contexto europeo en la década de los años 70 y en buena medida actuaría como fermento de lo que he dado en llamar la “cultura del proyecto urbano”–, es preciso todavía referirse a otros dos acontecimientos del año 1959, que pueden resultar útiles para ilustrar algunas cuestiones altamente características de la situación del urbanismo italiano a comienzos de los 60. Se trata de acontecimientos de carácter muy diverso, por cuanto uno es un proyecto y el otro, un congreso: el proyecto es el presentado por el grupo de Ludovico Quaroni al concurso para construir un barrio CEP en las Barene di San Giuliano entre Mestre y Venecia; y el congreso, el celebrado por el Instituto Nacional de Urbanismo en Lecce sobre el tema Il volto della città. Ambos han sido señalados a menudo como puntos de partida del que puede ser considerado como tema por antonomasia de aquel momento: la “nueva dimensión” del problema urbano. A finales de los años 50, Quaroni contaba ya con una dilatada trayectoria en materia urbanística. Toda su investigación en este campo había estado centrada en la definición de una forma para la “ciudad física”; se trata además, como ha subrayado Tafuri, de una investigación marcada por el experimentalismo. En la primera mitad de la década participará activamente en el debate sobre la idea del barrio, trasladando al proyecto de la ciudad moderna las reflexiones que había madurado sobre la ciudad histórica en la inmediata posguerra; en ese contexto cabe inscribir, por ejemplo, sus proyectos para el barrio Tiburtino en Roma y el borgo La Martella en Matera, ambos de comienzos de los 11 12
MURATORI 1950, 8. MURATORI 1960, 5.
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50. Pero paulatinamente se iría produciendo un cambio en la trayectoria de Quaroni, que consistió, para expresarlo brevemente, en pasar del “barrio” a la “ciudad”, a la metrópoli: «Hasta entonces –pudo decir luego refiriéndose a aquellas experiencias– se había trabajado sobre la idea del barrio y del edificio, pero no había ninguna idea sobre cómo debiera ser la ciudad» 13. Y ese cambio se hizo perceptible de un modo neto en el proyecto para las Barene di San Giuliano en Mestre, de 1959. La propuesta del grupo de Quaroni tuvo casi el carácter de un manifiesto, pues tradujo en una imagen muchas ideas sobre la “nueva dimensión” que, en un nivel teórico todavía muy difuso, comenzaban a circular entonces en los ambientes urbanísticos italianos. En el proyecto de Mestre se encuentra superada de golpe la ideologia del quartiere; el concurso era ciertamente para un barrio CEP, pero el proyecto de Quaroni «estaba pensado como la nueva “plaza”, el nuevo centro administrativo, direccional, etc., para la gran Venecia, para todo el área lagunar» 14. De ahí que se proponga como imagen simbólica una interpretación de la Venecia histórica que no mira hacia atrás, como sucedía en el proyecto presentado a ese mismo concurso por Muratori, su interlocutor o alter ego privilegiado, sino que asume una posición de vanguardia y quiere ser una referencia para nuevas experimentaciones. El problema de la ciudad aparece aquí tratado en una escala diferente, que plantea ya una relación completa, viva y activa, entre tejido y emergencias, entre hechos urbanos primarios y secundarios, entre monumentos y edificación residencial. Nos encontramos, pues, ante un planteamiento que va a caracterizar la posición de Quaroni en los años siguientes: el proyecto de Mestre «muestra sobre todo la posibilidad de pensar en un papel decisivo para el proyecto arquitectónico en la construcción de la ciudad» 15, y ello mediante el proyecto de una parte completa de la ciudad, la cual, no obstante su carácter de pieza terminada –de “ciudad nuclear” diría Quaroni–, no renuncia a la pretensión de modificar las relaciones generales en un territorio mucho más amplio. Los debates desarrollados ese mismo año en el VII Congreso Nacional del INU, celebrado en Lecce a mediados de noviembre, partían de argumentos abiertos en el anterior Congreso de Lucca, que había tenido lugar en 1957. En la mesa redonda del Congreso de Lecce, moderada por Quaroni con la participación de G. De Carlo, P. Moroni y E. Vittoria, se constató que «para cualquiera es hoy evidente el cambio de escala operado en nuestra vida y en la escena urbana. El progreso tecnológico y social ha roto de hecho los límites cerrados del mundo en que vivíamos: ya no existen límites definidos ni definibles entre una clase y otra, como no existen entre el interior y el exterior de una casa, entre un edificio y otro, entre ciudad y campo. La mecanización ha hecho posible la dilatación ilimitada de la ciudad moderna, cambiando totalmente la relación del hom bre con la naturaleza» 16. Y es que, como apuntaría poco después Franco Mancuso en su balance de las tendencias en acto en la situación italiana del momento, una vez que se hubo comprendido que la ciudad había de tener un rostro y que el planeamiento urbanístico estaba abocado a convertirse en un proceso continuo –el llamado piano-processo– , «la cultura urbanística recuperó el interés perdido por los aspectos formales de la ciudad
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QUARONI 1983, 51-52. Ibid . 54. 15 DI BIAGI & GABELLINI 1992, 270. 16 Un resumen de las ideas de esa mesa redonda, de donde se ha tomado la cita, fue publicado en Urbanistica, nº 32 (1960), pp. 6-8. 14
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y del territorio, y reivindicó a la vez su autonomía y su papel específico en los procesos de reorganización territorial» 17. Se abría así el camino para la propuesta de nuevas hipótesis en relación con la “nueva dimensión” del hecho urbano; se disponía con ello a entrar en escena otro de los protagonistas del momento: Giancarlo De Carlo, quien en 1958, al recibir el encargo del plan general de Urbino, había dado comienzo a una fecunda y dilatada carrera en el ám bito del urbanismo. Desde la constitución en 1960 del Instituto Lombardo de Estudios Económicos y Sociales (ILSES), un centro de investigación promovido por la administración municipal para llevar a cabo estudios económicos, sociológicos y urbanísticos en el entorno milanés, De Carlo se había ocupado de dirigir los trabajos relativos al análisis de la estructura urbanística del área metropolitana de Milán; y a partir de 1961, coincidiendo con el desarrollo de esa labor en el ILSES, tomaría también parte en la redacción del plan intermunicipal milanés, donde desempeñará un relevante papel. En conexión con los trabajos anteriores, De Carlo promoverá a comienzos de 1962, en la ciudad de Stresa, un seminario que alcanzaría un notable eco, sobre el tema La nuova dimensione della città. La città-regione. En su relación final, De Carlo agrupaba en cuatro las diferentes posiciones surgidas en los debates: «La primera hipótesis considera que la ciudad-región es una ciudad de crecimiento desmesurado que se extiende por el territorio bajo la forma de un continuo urbano. […] La segunda hipótesis considera que la ciudad-región es una aglomeración de centros que, si bien están todos ellos envueltos en un mismo proceso de crecimiento, conservan una existencia autónoma. […] La tercera hipótesis […] considera la ciudad-región como un artificio de forma adecuado para resolver los problemas de la congestión. […] Finalmente hay una cuarta hipótesis –que personalmente comparto– que considera la ciudad-región como una relación dinámica que sustituye a la relación estática de la ciudad tradicional» 18. Pero, como ya he señalado, el problema de la “nueva dimensión” de la ciudad no era nuevo en el contexto italiano. De hecho, ya en 1959, en un seminario celebrado en Nápoles sobre planeamiento urbanístico, Samonà había sostenido que «la ciudad debe considerarse como parte de un entorno más amplio, que no puede limitarse al término municipal, sino que debe incluir aquellos territorios y aquellas otras ciudades con los que existan relaciones bastante vivas. Estos nuevos aspectos que va asumiendo toda la fenomenología urbana plantean de un modo nuevo el problema del tamaño y de la forma futura de la ciudad» 19. De esa misma idea se hacía eco Aldo Rossi, entonces redactor de la Casabella de Rogers, en un artículo publicado inmediatamente después del seminario de Stresa; escribía allí el arquitecto milanés que «en virtud de las rápidas transformaciones de estos últimos años, las principales ciudades italianas presentan aquella evolución, que ya se ha producido en otros países, por la cual el término “ciudad” ya no es suficiente para definir la nueva realidad urbana, que se caracteriza por aquel conjunto de interrelaciones económicas, sociales y espaciales que constituyen el área metropolitana, la cual se presenta como un nuevo, único mercado de trabajo» 20. Resulta evidente el influjo de la cultura anglosajona –americana, en particular– en la creación de organismos como el ILSES y en el protagonismo que iban a adquirir en esos años conceptos tales como “área metropolitana” o “centro direccional”; en el contexto italiano esos conceptos tendrían, sin embargo, un tratamiento del todo particular por la 17
MANCUSO 1967, 53. AA. VV. 1962, 186-187. 19 SAMONÀ 1975, 363. 20 R OSSI 1977, 107. 18
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insistencia de los italianos en abordar desde el proyecto la nueva forma de la “ciudadregión” o de la “ciudad-territorio”, que serían las denominaciones que el mismo fenómeno recibiera en el ámbito milanés y en el entorno romano, respectivamente. El tema de los centros direccionales, estrechamente ligado a la “nueva dimensión” de la ciudad, puede ayudar a entender el sesgo que la cuestión tomó en Italia. El problema del centro direccional aparecía como consecuencia de la oportunidad de crear nuevas áreas de centralidad que acogieran los servicios necesarios para abastecer a la ciudad-región, fuertemente marcada por nuevas relaciones dinámicas, más allá de las tradicionales relaciones centro-periferia. Ciertamente, y los estudios realizados en el ámbito estadounidense lo ponían de manifiesto con toda claridad, los centros direccionales reclamaban un notable esfuerzo teórico que permitiera encuadrarlos en un discurso coherente con la compleja problemática en la que se encontraban insertos. Se imponía, por tanto, la construcción de un marco disciplinar adecuado para poder afrontar el asunto con cierto fundamento. Nada de eso, sin embargo, se encuentra en la bibliografía italiana al respecto. Los centros direccionales se convirtieron enseguida en un problema de arquitectura y, en consecuencia, fueron objeto de una polarización más profesional que disciplinar. La lectura, por ejemplo, de las memorias de los proyectos presentados al concurso de ideas para el centro direccional de Turín (1962) puede servir para ilustrar este estado de cosas 21. No en vano, como ha sido puesto de relieve por la historiografía del urbanismo más reciente, una de las características que sin duda hace converger la trayectoria como urbanistas de Samonà, Quaroni y De Carlo es su decidida apuesta por la unidad urbanismo-arquitectura. Frente a quienes, en una tradición urbanística quizá más “ortodoxa”, estaban más atentos a los aspectos sociales y económicos que a los de carácter espacial; ellos, en cambio, «replantean la centralidad del espacio físico, pero habiendo absorbido la crítica racionalista, lo problematizan. La redefinición del concepto de forma, la relación entre la forma del asentamiento y la estructura económica y social, entre la forma y la historia, y la especificidad de los lugares y sus relaciones con la memoria, vienen así a ocupar una posición clave en los tres programas de investigación precisamente cuando el urbanismo italiano da sus primeros pasos hacia la investigación de las estructuras ocultas que informan el territorio sin prefigurarlo de manera determinista. La unidad urbanismo-arquitectura está incluida en estas premisas, aun reconociendo los tres las necesarias intersecciones con otros campos del saber: con las ciencias sociales más que con las ciencias de la naturaleza» 22. Y es que en este punto Samonà, Quaroni y De Carlo pueden ser considerados herederos de una tradición que, dentro del urbanismo italiano, tendría sus representantes más característicos en Gustavo Giovannoni y Marcello Piacentini. Una tradición que se hubo de enfrentar a la representada por quienes, en un intento de conectar el urbanismo italiano con los planteamientos dominantes en el contexto internacional, se decantaron por romper esa unidad, subordinando la arquitectura al urbanismo; entre ellos, Luigi Piccinato y Plinio Marconi, que han sido considerados como los padres del urbanismo moderno en Italia, seguidos luego por Astengo y Cam pos Venuti. Llegamos así a 1963, otro año jalonado por algunos sucesos que, por su trascendencia para el posterior desarrollo de los acontecimientos, conviene reseñar, aunque sea sucintamente. En primer lugar, habría que referirse al curso organizado en Arezzo por la 21
Un extracto de esas memorias puede encontrarse en el nº 278 (1963) de Casabella, donde aparecen publicados los proyectos que se presentaron al concurso para el centro direccional de Turín. 22 CAMPOS VENUTI & OLIVA 1994, 337.
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Fundación Adriano Olivetti y dirigido por Quaroni 23. Entre los objetivos del curso se encontraba el de reflexionar sobre la posibilidad de organizar los estudios de urbanismo en una escuela independiente de la de arquitectura. La discusión se polarizó enseguida en torno el papel que correspondía al político y el que correspondía al técnico en el tra bajo urbanístico: «Este curso –escribió Gregotti poco después– fue la ocasión para un debate entre dos grupos: el primero intentaba hacer coincidir elecciones políticas y elecciones urbanísticas, y el segundo tendía a asignar al planeamiento funciones científicas con el fin de proponer alternativas óptimas a disposición de los políticos» 24. En relación con el urbanista como figura profesional considerada en sí misma y partiendo de la distinción anglosajona entre town planner y town designer , se señaló por parte de algunos que el arquitecto carecía de formación específica para la práctica del planeamiento ur bano y que su contribución al urbanismo debía ser estrictamente proyectual, proporcionando propuestas formales para la organización del espacio; a este respecto proponían crear instrumentos de conocimiento y de intervención que fueran específicos del arquitecto en el campo del urbanismo. Comenzaba a explicitarse así una fractura en el interior de la disciplina urbanística que, como veremos, desembocaría más tarde en el enfrentamiento entre los partidarios del plan y los del proyecto. El debate abierto en el curso de Arezzo sobre las relaciones entre planeamiento, urbanismo y arquitectura tuvo sin duda un trasfondo político; es más, condujo a abrir heridas que tardarían mucho tiempo en cerrarse. Sin embargo, las diversas posiciones en el modo de entender las relaciones entre el urbanismo y la política se manifestarían no sólo en un plano que podríamos denominar ideológico, sino también en el estrictamente disciplinar; concretamente, la situación llevaría a un sector de los urbanistas asociar el urbanismo a la arquitectura, mientras otros lo identificaban con el planeamiento: en ese sentido he empleado el término “fractura”. Así, por ejemplo, hablando de la conexión existente entre la arquitectura y el urbanismo, decía Quaroni: «He unido a propósito las dos palabras, porque quiero sintetizar y religar mejor el salto que debemos intentar, y del cual venimos hablando. Urbanismo y no planeamiento; éste último es cosa diferente de la arquitectura, es cosa que no es propia de los arquitectos, sino de los programadores y de los expertos que tendrán que ayudarles en aspectos diversos» 25. De hecho, al año siguiente el propio Quaroni abandonaría la docencia del urbanismo en Florencia y pasaría a enseñar composición arquitectónica en Roma. En este contexto de búsqueda de nuevos instrumentos para no separar el urbanismo de la arquitectura –en un momento en el que, además, el urbanismo se encontraba en el centro de la atención de los arquitectos–, la realización en 1963 por parte de Aldo Rossi de un primer trabajo en Milán, sobre las relaciones entre la morfología urbana y la tipología edificatoria, significaría el comienzo de una nueva etapa en la puesta a punto de instrumentos de análisis urbano basados en la arquitectura. Refiriéndose a ese estudio, realizado para el ILSES dentro de los trabajos sobre el área metropolitana dirigidos por De Carlo, ha escrito Luciano Semerani que «la cuestión tipológica fue la clave de bóveda para llevar a cabo el encargo; uno de esos encargos de estudio, de investigación, que le llegan a los arquitectos jóvenes cuando aún no tienen trabajo y que se convirtió, en cambio, en algo de lo que después valía la pena hablar» 26. Rossi había entrado en 23
Respecto a ese curso, véase la reseña titulada «Un corso sperimentale», en Edilizia Moderna, nº 82-83 (1963), pp. 45-46. 24 GREGOTTI 1969, 80. 25 QUARONI 1972, 67. 26 POSOCCO, R ADICCHIO & R AKOWITZ 2002, 59.
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contacto con los estudios tipológicos muratorianos a través de su amigo y compañero Gianugo Polesello, que había sido alumno de Muratori en Venecia; de hecho, la reflexión tipológica se encontraba en la base del proyecto que ambos –Polesello y Rossi, junto con Luca Meda– habían presentado el año anterior al concurso para el centro direccional de Turín. Sin embargo, para el posterior desarrollo de los estudios morfotipológicos por parte de la así llamada Tendenza, la relación clave no sería la de Rossi con Polesello, sino la mantenida con Carlo Aymonino. La amistad de Aymonino con Rossi se remontaba a la primera mitad de los años 50, cuando ambos eran estudiantes, pero la colaboración académica no comenzaría hasta 1963, fecha en la que Samonà propuso al arquitecto romano comenzar a dar clase en el IUAV de Venecia, para hacerse cargo del curso que había quedado vacante con el traslado de Muratori a Roma. «Ligada a esta llamada –recordará más tarde Aymonino– estuvo la petición de Aldo Rossi, del que era amigo desde hacía diez años, de venir como ayudante del curso. La colaboración con Aldo continuó durante tres años y se concretó en tres pequeños volúmenes, hoy agotados, sobre tipología, morfología, etc., editados por la CLUVA. Para precisar las relaciones entre morfología y tipología, la aportación de Aldo fue determinante: él ya había llevado a cabo para el ILSES una investigación planteada de este modo, sobre una zona de Milán, en la que más o menos ya se señalaban algunos aspectos que afrontamos en los años sucesivos del curso, hasta el trabajo sobre la ciudad de Padua» 27. De esa colaboración, finalizada en 1966 con la marcha de Rossi al Politécnico de Milán, iba a arrancar un movimiento cultural que, como ya he recordado con anterioridad, alcanzaría un notable impacto en el contexto europeo en la década de los 70 y que tuvo su texto de referencia en L’architettura della città, un libro que intentaba sistematizar precisamente la investigación desarrollada por su autor en esos años venecianos. 2. Una aproximación arquitectónica a la ciudad y al territorio. Refiriéndose a la situación por la que atravesaba el urbanismo en Europa a comienzos de los años 60, ha escrito Gravagnuolo que «la aspiración cultural a una unidad entre arquitectura y urbanismo distingue la aportación italiana al debate europeo de estos años críticos» 28. En esa línea se movían, como acabamos de ver, las propuestas de Samonà, Muratori, Quaroni o De Carlo, y con esta orientación se formaría, en torno a la Casabella de Rogers, una nueva generación de arquitectos –la compuesta, entre otros, por Gregotti, Rossi, Canella, Semerani y Tentori– que intentará avanzar en la misma dirección. Así explicaba Aymonino lo que constituía el objetivo común a todos ellos: «Ha sido común el intento de “revisar” una tradición de la arquitectura moderna dada por sentada de una vez por todas. Y por tradición entiendo […] el método de análisis de la realidad, sobre todo de aquel núcleo de la realidad que muy esquemáticamente ha sido definido como relación entre arquitectura y urbanismo. Revisar este núcleo, en el sentido de analizarlo de nuevo y proponer alternativas diferentes ha sido el cometido político-cultural más interesante de estos años» 29. Se trataba, pues, de intervenir en un debate de fondo, en el que se encontraban implicadas cuestiones culturales –o, si se prefiere, de política cultural– de notable calado, y de hacerlo desde la propia disciplina. 27
CONFORTI 1980, 174. GRAVAGNUOLO 1998, 433. 29 AYMONINO 1971, 18. 28
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La conciencia de estar participando a través de la arquitectura en lo que Rossi denominó «la más vasta batalla de las ideas» les condujo desde muy jóvenes a tomar postura en las disputas, por lo demás extraordinariamente vivas, que se desarrollaban en la cultura italiana de aquellos años. Un episodio que puede servir para poner de manifiesto cuáles eran las posiciones en liza es la polémica que protagonizaron en 1963 Benevolo y Aymonino, a propósito de un trabajo del primero sobre los orígenes del urbanismo moderno. En su libro Le origini dell’urbanistica moderna, Benevolo sostenía que «el urbanismo constituye una parte de la política, necesario para concretar todos los programas operativos y, al mismo tiempo, irreductible a fórmulas programáticas generales. Para mejorar la distribución de la actividad humana en el territorio es preciso mejorar las relaciones económicas y sociales de las cuales depende dicha actividad; por lo demás, no basta con mejorar las relaciones económicas y sociales para que las espaciales queden automáticamente corregidas, pero la modificación de las relaciones espaciales es uno de los modos, inseparable de los demás, para lograr el equilibrio general que es el fin de la acción política» 30. A continuación, Benevolo se lamentaba de la progresiva pérdida de conexión entre las instancias políticas y las urbanísticas a partir de la crisis de 1848, con el consiguiente afianzamiento de la componente técnica del urbanismo. El objetivo último de su análisis histórico era mostrar la urgente necesidad de proceder al restablecimiento de la conexión perdida entre urbanismo y política. La respuesta por parte de Aymonino a semejante planteamiento no se hizo esperar y se concretaría finalmente en un nuevo libro, Origini e sviluppo della città moderna, cuya tesis era precisamente que «en la crisis de 1848 podemos señalar un elemento esencial del urbanismo moderno, que desgraciadamente aún no ha sido puesto en claro por las varias “historias” que han examinado su camino: el nacimiento de su autonomía disciplinar (y no operativa); la formación, por tanto, de una disciplina con sus leyes, sus problemas, su historia, que si indirectamente tiene y tendrá siempre unas referencias concretas a la historia política, no por eso puede confundirse con ella, so pena de su instrumentalización. Sobre todo, hoy podemos remontar a aquella fecha la toma de conciencia de un camino distinto, en absoluto paralelo, entre urbanismo y política» 31. Para Aymonino era evidente que la solución a los problemas contemporáneos no debía ir en la dirección señalada por Benevolo, sino en otra bien distinta, la cual pasaba por reivindicar la fundamentación en la arquitectura del estudio de la ciudad y, consecuentemente, establecer una neta distinción entre urbanismo y planeamiento urbano. «Quizás en la complejidad y diversidad de los problemas actuales –afirmaba– la misma palabra “ur banismo” tiene necesidad de ser precisada de nuevo, no pudiendo contener ya, por ejemplo, teorías y programas inherentes a la planificación territorial y estudios anexos al organismo urbano o a sus fenómenos parciales» 32. Aparece aquí una cuestión crucial para comprender adecuadamente tanto el discurso de Rossi como el de Aymonino –y el de todos aquellos que de un modo u otro formaron parte de aquel movimiento cultural que se autodenominó la Tendenza –; me refiero a la espinosa cuestión de la autonomía de la disciplina. Esa autonomía se convertiría, a la vez, en piedra angular de su construcción teórica y en piedra de escándalo en el contexto italiano e internacional. A mi juicio, las múltiples incomprensiones del alcance de ese planteamiento por parte de un importante sector de la crítica hay que ponerlas en relación con la complejidad de los fundamentos culturales de dicha cuestión, 30
BENEVOLO 1979, 10. AYMONINO 1972, 46. 32 Ibid . 19. 31
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que raramente, sin embargo, se encuentran explicitados con claridad en sus propios escritos 33. En cualquier caso, no se ha de entender la autonomía invocada por estos autores en el sentido de independencia respecto a las instancias políticas, sociales o económicas, sino únicamente como defensa de la especificidad de la disciplina, la cual les llevaría a pretender definir una ciencia urbana construida sobre parámetros arquitectónicos. «Podemos estudiar la ciudad –ha escrito Rossi– desde muchos puntos de vista, pero ésta emerge de manera autónoma cuando la consideramos como dato último, como construcción, como arquitectura» 34. Conviene, por eso, insistir en que la autonomía que se perseguía era la de la disciplina, y no la de la forma urbana, como algunos han pretendido; Rossi jamás ha sostenido que la forma sea autónoma en ningún sentido. Esa autonomía disciplinar de la Tendenza quiso fundamentarse básicamente so bre un doble sistema de referencias culturales: por un lado, el pensamiento gramsciano, con su afirmación de la relativa autonomía de la superestructura respecto a la base socio-económica, que les permitía considerar la arquitectura como un valor y no sólo como un medio para criticar los valores; y, por otro, el estructuralismo de corte saussuriano, que al ofrecerles como modelo la lingüística, les facilitaba una referencia metodológica para construir la “ciencia” urbana y, al menos hipotéticamente, les aportaba claves para responder a algo que les preocupaba de manera particular: la cuestión del significado. Al remitirse a Gramsci deseaban también superar el escollo que suponía la matriz cultural en que se encontraba inserto el análisis tipológico muratoriano, por cuanto el referente intelectual de las teorías del arquitecto modenés era el pensamiento de Croce, que resultaba difícilmente asumible por parte de quienes se consideraban deudores de la dialéctica marxista; de ahí que, aunque «las categorías interpretativas de Muratori les proporcionaran una contribución instrumental a la investigación, al mismo tiempo se viera contestada la matriz teórica de las mismas. En particular, aquellos aspectos orientados a la intervención operativa que Muratori había deducido de modo determinista de sus análisis» 35. Con esta salvedad, resulta claro que los estudios tipológicos de Muratori constituyeron el punto de partida para intentar la construcción de una “ciencia urbana” desde la arquitectura. A este respecto, como procuraré exponer a continuación, los textos –los de Rossi en particular– no dejan lugar a dudas. En su introducción a L’architettura de la città, el arquitecto milanés afirma sin ambages que el libro pretende presentar el «bosquejo de una ciencia urbana fundamentada» 36. El planteamiento responde sin duda al clima del momento, en un contexto en que abundaban los intentos de convertir el urbanismo en una disciplina científica (y a ese ambiente de confianza ilimitada en las posibilidades de la ciencia en relación con la ciudad no fue ajena la cultura arquitectónica italiana), pero frente a quienes se aproximaban a la ciudad considerándola antes que nada como hecho socio-económico y, en cuanto tal, como una especie de organismo natural sujeto a determinadas leyes, los morfologistas italianos lo harían preferentemente desde la geografía y la arquitectura, partiendo de un entendimiento de la ciudad como hecho histórico y como realidad espacial. Es en este sentido en el que el estudio de las relaciones entre la morfología urbana y la tipología edificatoria se les presentaba como un instrumento apto para llevar a cabo una aproximación científica –es decir, objetivamente contrastable– a la estructura de la ciudad. 33
Cfr. SAINZ GUTIÉRREZ 1999. R OSSI 1999, 63. 35 SCOLARI 1971, 42. 36 R OSSI 1999, 69. 34
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Ese estudio estaba planteado inicialmente en la más estricta tradición del positivismo; desde el convencimiento, por tanto, de la plena capacidad de la razón –entendida en sentido ilustrado– para afrontar el conocimiento de la ciudad a través de la arquitectura. «Digamos antes que nada –no dudaba en escribir Scolari en su presentación de las investigaciones desarrolladas por el grupo de Rossi en el Politécnico de Milán a finales de los años 60– que las técnicas del análisis urbano son las del conocimiento científico y del método experimental , allí donde se quiere analizar la ciudad como lugar de las formas construidas y de la experiencia humana. Creemos que el punto central de dicho análisis reside en la dialéctica que surge entre dos tipos de enfoque analítico: el análisis formal y el análisis histórico. Esto significa sostener que la arquitectura posee su propio carácter lógico y que es un hecho racional analizable según categorías específicas, es decir, que contiene una perspectiva de lectura ahistórica; y, por otra parte, sostener que la comprensión más íntima de su estructura pasa a través del reconocimiento de su relación con los complejos problemas de la realidad histórica, en sus aspectos económicos, sociales, políticos, culturales. Reconocimiento sobre el que se pueden formular determinados juicios sintéticos que tienen su origen en la acumulación ordenada del conocimiento de dicha realidad histórica» 37. Me parece que este texto puede resultar suficientemente expresivo del sentido en que los arquitectos de la Tendenza empleaban el término “ciencia urbana” para referirse a sus estudios de análisis urbano. Al asumir un enfoque como éste, resultaban netamente pertinentes todas aquellas operaciones que son características del “método científico” –observación de los fenómenos, clasificación, comparación–, con la consiguiente búsqueda de categorías interpretativas que permitieran la inserción de los resultados en una teoría general de los hechos urbanos, facilitando así el avance en el conocimiento de los mismos. Estas premisas metodológicas están en la base de los «problemas de descripción y clasificación» a los que Rossi dedica el primer capítulo de L’architettura della città y que recorren por entero las lecciones im partidas en sus años venecianos. En cualquier caso y por paradójico que pueda parecer, la afirmación de la autonomía de la disciplina no les llevó a aislar el análisis urbano del resto de las investigaciones sobre la ciudad procedentes de otros ámbitos disciplinares; su intención, por el contrario, era conocer el estado de la cuestión y aprovechar en lo posible los resultados obtenidos en otros campos del saber. Así lo señalaba Rossi en un trabajo de esos años: «La cosa más útil que podemos hacer al comienzo es conocer la situación actual de los estudios sobre la ciudad y qué resultados se han obtenido en el campo de otras disciplinas y con determinados tipos de investigaciones; por ejemplo, cómo ha analizado la sociología urbana el comportamiento de los grupos dentro de la ciudad, o cómo los geógrafos urbanos han procedido en sus análisis, etc. Evidentemente, no podemos ignorar estas experiencias; ya nos hemos ocupado de ellas, y volveremos a ocuparnos en el curso de nuestros estudios» 38. En realidad, la ciencia urbana tal como la concibe Rossi no desdeña ningún tipo de consideración sobre los hechos urbanos; se plantea únicamente el problema de coordinar la pluralidad de consideraciones en la unidad de un fin específico. La reducción de la ciudad a arquitectura tiene lugar, pues, sólo a efectos de la investigación; a la vez, esa reducción permite estudiar la estructura formal de la ciudad mediante la introducción del concepto de tipología edificatoria, el cual implica, según sus propias palabras, «concebir el hecho arquitectónico como una estructura […]; así, la
37 38
GAVAZZENI & SCOLARI 1970. R OSSI 1977, 171.
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tipología se convierte en el momento analítico de la arquitectura, y se puede determinar todavía mejor en el ámbito de los hechos urbanos» 39. Se abría de este modo un camino de estudio muy concreto, consistente en analizar las relaciones que en cada momento de la historia de la ciudad se establecen entre los tipos edificatorios y la forma urbana. De modo que, para los morfologistas, el sentido del estudio del “tipo” no estará tanto en su definición en relación a la sucesión histórica de determinados temas de arquitectura, sino «en la formación de un concepto de tipología que permita, mediante su correspondencia con la morfología urbana, determinar la estructura de la ciudad moderna y contemporánea» 40. Pero aun cuando el punto de partida metodológico para los desarrollos posteriores se encuentre en el citado estudio rossiano sobre Milán, serían Aymonino y el veneciano Gruppo Architettura quienes intentaran llevar adelante, a través de su labor docente en el IUAV, una exploración sistemática de las posibilidades que encierra una orientación de esta naturaleza, que sostiene que «la arquitectura y la ciudad no son fenómenos separables entre sí; entender la arquitectura como el fenómeno urbano más relevante –sigue diciendo Aymonino– supone inducir una revisión de los mismos instrumentos técnicos y lingüísticos, tendente a la formulación de tesis capaces de superar las divisiones entre la disciplina arquitectónica y la urbanística, y de abrir la posibilidad de construir una ciudad cuya validez estética repose en su cualidad constructiva» 41. Sin embargo, a pesar de su interés por comprender la estructura de la ciudad a través del análisis urbano –Rossi había manifestado que lo que le interesaba en la arquitectura era el problema del conocimiento–, el análisis no era concebido por la Tendenza como un fin en sí mismo, sino como un momento particularmente relevante del proceso de proyecto, es decir, del hacer arquitectura. En este sentido, Giorgio Grassi dirá que, de hecho, el análisis y el proyecto «se encuentran y se identifican en su común finalidad cognoscitiva» 42. Por este camino, sin abandonar de momento explícitamente los estudios urbanos conducentes a la construcción de la ciencia urbana, el discurso de los morfologistas italianos se irá desplazando progresivamente, en la segunda mitad de los años 60, del urbanismo a la arquitectura; y ello es evidente no sólo para el caso de Aymonino y los venecianos, sino también para Rossi y los milaneses. Los trabajos dirigidos por Rossi en Milán intentaban articular el análisis y los proyectos sobre la base de una determinada lectura de la ciudad. En continuidad con los planteamientos expuestos por el arquitecto milanés en el último capítulo de L’architettura della città, relativos a la dinámica urbana, la investigación afrontada por su grupo pretendía relacionar los análisis morfo-tipológicos con la estructura de la propiedad del suelo: «La parcela catastral, en sus variaciones geométricas y en sus cambios de titular, registra no sólo la evolución física de la ciudad, sino también sus vicisitudes socio-políticas. Y las variaciones directamente relacionadas con los cambios morfológicos y tipológicos sólo son comprensi bles cuando se refieren a la dimensión histórica y a las claves económicas y políticas que explican su lógica» 43. En esos estudios se planteaba, pues, la necesidad de ampliar las categorías analíticas para dar entrada en la ciencia urbana a mecanismos de explicación de las relaciones existentes «entre la ciudad de piedra y la comunidad viva que la
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Ibid . 188. AYMONINO 1981, 96. 41 Ibid . 18-19. 42 GRASSI 1980, 62. 43 SCOLARI 1971, 45. 40
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gobierna, la construye y la modifica» 44, acudiendo para ello al estudio de las modificaciones en la estructura del parcelario. Los escritos publicados por Rossi contemporáneamente a esos trabajos ya no estaban, sin embargo, prioritariamente ocupados en la necesidad de dar un fundamento “científico” al estudio de la ciudad, sino más bien iban orientados a la construcción de una teoría del proyecto. El giro hacia un planteamiento menos analítico y más centrado en problemas proyectuales es ya perceptible en un texto de 1966 –el mismo año en que había publicado L’architettura della città –, titulado Architettura per i musei y que corresponde a una lección impartida por Rossi en un seminario sobre proyectación arquitectónica celebrado en el IUAV 45. El ensayo sobre Boullée del año siguiente dedica un espacio aún más amplio a los aspectos creativos del proyecto en el contexto de un “racionalismo exaltado” que, sin negar la importancia del razonamiento lógico en el proceso proyectual, le permite afirmar con la misma rotundidad que «no existe arte que no sea autobiográfico» 46. Los textos de 1969 dan un paso más y plantean ya abiertamente la hipótesis de la ciudad análoga como «procedimiento compositivo que gira sobre algunos hechos fundamentales de la realidad urbana y en torno a los cuales construye otros hechos en el marco de un sistema analógico» 47. El argumento sobre la ciudad análoga no llegó a ser propuesto por Rossi de un modo acabado en un único texto, sino que se fue definiendo por aproximaciones sucesivas a partir de esos escritos de 1969. En cualquier caso y sin que hasta la fecha se conozcan con exactitud los motivos, finalmente el arquitecto milanés renunció a publicar su esperado libro La città analoga, de modo que sólo contamos con fragmentos de un discurso no concluido, cuyo sentido y alcance ha recibido interpretaciones muy diversas: desde quienes lo han entendido como una nueva aportación del milanés a la cultura urbanística, que desarrollaría las tesis expuestas en L’architettura della città, hasta los que han pensado que se trata de una “estructura mental” que recorre por entero el traba jo teórico y proyectual de Rossi. Sea de ello lo que fuere, lo cierto es que en el epílogo escrito en 1973 para la edición alemana de L’architettura della città, sin que hubiese modificado una sola línea del texto original –presentado en 1966 como el bosquejo de una teoría urbana fundamentada–, Rossi afirma que el libro es un proyecto de arquitectura. Con ello se estaba desmarcando netamente de una línea de trabajo que hasta ese momento no había sido desmentida; esa renuncia por parte de Rossi a continuar traba jando en el campo del urbanismo le llevaría a irse distanciando progresivamente de unos planteamientos como los de Scolari. De hecho –y el posterior desarrollo de los acontecimientos no haría sino confirmarlo–, los esfuerzos realizados por los arquitectos de la Tendenza en la década de los 60 para reconectar arquitectura y urbanismo no superaron el nivel de estudios “arqueológicos” más o menos eruditos: quedaron circunscritos a una mera descripción de los fenómenos urbanos abordados en cada investigación puntual, pero no fueron capaces de superar la prueba proyectual. Y ello probablemente porque las premisas muratorianas de las que partían no habían sido realmente superadas, a pesar de las frecuentes –y cada vez más distantes entre sí– declaraciones en sentido contrario de Rossi y Aymonino. Así lo reconocía el propio Scolari a mediados de los años 80, cuando escribía: «Los estudios urbanos, sobre los que se pretendía refundar el lugar mismo del proyecto, no consiguie44
Ibid . 46. Cfr. R OSSI 1977, 201-210. 46 Ibid . 222. 47 R OSSI 1999, 43. 45
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ron alcanzar sólidas bases metodológicas y científicas. Originados a partir de cultas lecturas de geografía urbana, sociología e historia económica, acabaron con excesiva rapidez en síntesis poéticas sin posibilidad de desarrollo disciplinar, con la consiguiente decadencia de su mismo significado. Este destino bloqueado bajo la apariencia de la proyectación estaba por lo demás implícito en las premisas» 48. No fue el de la Tendenza, sin embargo, el único modo de afrontar la cuestión de la morfología urbana en la cultura italiana de los años 60. Cabe citar, además de la corriente disciplinar que desarrolló los estudios morfo-tipológicos en estricta continuidad con las premisas intelectuales de Muratori 49, al menos otra aproximación diferente, cuyo origen es particularmente próximo al de los arquitectos de la Tendenza; me refiero a las propuestas de Vittorio Gregotti y su grupo. Los tres puntos de vista tienen en común una clara voluntad de buscar una vía de salida a la crisis moderna y el deseo de hacerlo partiendo de la consideración de la ciudad como realidad física, la cual puede por tanto ser descrita y clasificada en términos de “forma”; difieren, en cambio, en su modo de relacionar esa investigación en torno a los hechos urbanos con el proyecto, es decir, conjugan con diferentes acentos y desde matrices teóricas diversas la relación entre teoría de la ciudad, teoría de la arquitectura y teoría del proyecto. En cierta medida, Gregotti compartía con Rossi unas raíces comunes, por cuanto ambos habían recibido una parte muy importante de su formación en la redacción de la Casabella rogersiana: «Alrededor de la revista –ha escrito Gregotti– se formó una generación de arquitectos; una generación con especiales características, que consideraba la crítica y la historia como instrumentos de proyectación; que utilizaba directamente el razonamiento teórico como razonamiento de proyecto; que pensaba en la arquitectura como conocimiento, rehusando separar teoría y realidad» 50; y a esa generación pertenecían ambos. Ahora bien, aunque tuvieran intereses comunes, sus referentes intelectuales eran diversos. Para Gregotti tuvo una importancia capital, junto al estructuralismo, el pensamiento fenomenológico, particularmente en la versión de Maurice Merleau-Ponty y de Enzo Paci. Desde esas claves articularía su investigación en torno a las nociones de am biente y de paisaje, y ello no para disolver la arquitectura en la idea de ambiente, sino más bien para privilegiar el concepto de relación sobre el de lenguaje. Introduciendo la noción de paisaje antropo-geográfico, Gregotti encontraría un camino que le permitía articular una via di mezzo entre el discurso sobre la “nueva dimensión” y la pretensión de la autonomía de la arquitectura sostenida por la Tendenza. Retomando la definición morrisiana de arquitectura, centró su atención en las transformaciones de la totalidad del ambiente físico, para afirmar la necesidad de una descripción de la forma del territorio; sería ésta una cuestión central en su libro Il territorio dell’architettura, aparecido tam bién en 1966, el mismo año en que Rossi publicara el suyo. Allí decía Gregotti que su propósito era «investigar acerca de la fundación de una tecnología formal del paisaje antropo-geográfico desde el punto de vista arquitectónico. Es decir, ver qué problemas se plantean en primer lugar por el hecho de considerar nuestro trabajo de arquitectos como trabajo sobre conjuntos ambientales a todas las escalas dimensionales» 51. Es justamente la conciencia de las transformaciones territoriales que se avecina ban, puestas de relieve por los problemas de la “nueva dimensión”, lo que invitaría a 48
SCOLARI 1985, 42. Entre los numerosos discípulos de Muratori merece destacarse Gianfranco Caniggia, cuyas obras revisten particular interés; cfr. CANIGGIA 1985 y CANIGGIA & MAFFEI 1979-1984. 50 GREGOTTI 1969, 56. 51 GREGOTTI 1972, 69. 49
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Gregotti a plantearse el papel del arquitecto en la formalización de esos procesos, que presentaban una componente de organización espacial extraordinariamente relevante. La cuestión viene apuntada ya de un modo neto en el libro citado, donde se lee: «El con junto de los fenómenos de aceleración y expansión de las modificaciones del ambiente a todas las escalas –y, en particular, la geográfica– ha hecho que los arquitectos se vean obligados a elaborar instrumentos de proyectación en gran medida ignorados hasta el momento. Éstos se ven a menudo forzados a recurrir a la ayuda de otras disciplinas para la formalización significativa de las transformaciones territoriales, cuyos efectos no están capacitados para controlar ni mucho menos para provocarlos. A esta expansión espacial y aceleración temporal de los procesos no corresponde, hasta el momento, una adecuada y específica instrumentación a nivel formal de las técnicas de estructuración e intervención a gran escala, a no ser por cambio y amplificación» 52. En cualquier caso y frente a los numerosos cantos de sirenas que en la primera mitad de los años 60 instaban al arquitecto a suscribir una incierta interdisciplinariedad, Gregotti apostará por una matizada posición que ha mantenido en las décadas siguientes. El punto de vista de Gregotti será siempre el de la arquitectura como disciplina, y como arquitecto se enfrenta a la forma del territorio entendida como instancia de modificabilidad integral del ambiente. De ahí que se ocupe de la ciudad, como él mismo señala, «desde un punto de vista bastante particular y limitado: el de la forma de la ciudad en cuanto representa un caso particular del problema de la figura del territorio» 53. No le han interesado, pues, todos aquellos estudios urbanos que pretendían fundamentar el proyecto en “la ciudad como principio”, sino que, desde una vertiente diversa, buscará privilegiar el denominado principio insediativo como acto fundacional de cada intervención sobre el territorio. Es por eso que, como ha escrito Sergio Crotti, «la geografía del ambiente gregottiana se condensa en la forma del territorio, que marca una sensible distancia respecto de las teorías sobre los aspectos formales de la ciudad entonces vigentes. También la tradición del landscape se aleja del horizonte privilegiado de una proyectación ya implicada en la dinámica morfológica del territorio, donde parece finalmente residir la nueva respuesta a la historicidad de la relación entre arquitectura, ambiente y naturaleza. Este tránsito conceptual está profundamente impreso en los ex perimentos de estructuración de la arquitectura a gran escala, donde el paso de un estado de naturaleza a un estado de cultura, en amplias y consolidadas regiones del espacio, es llevado a cabo por Gregotti de acuerdo con el principio insediativo: éste no presupone modelos repetibles, sino que contiene el núcleo racional de un orden dispositivo y, por tanto, admite una regularitas institutiva del lugar dentro del contexto» 54. La voluntad de enraizarse en la reflexión teórica como presupuesto irrenunciable de cualquier intervención proyectual y, a la vez, el convencimiento de que la verdad específica del proyecto se encuentra en el “sitio”, han caracterizado toda la investigación gregottiana. De ahí que sus proyectos, sin renunciar a insertarse en la continuidad de la historia, rechacen cualquier tipo de mimetismo del lugar o del pasado, desdeñen convertirse en fragmentos aislados y autosuficientes, omitan cualquier empleo reduccionista del análisis morfológico; de ahí que aspiren a hacer inteligible el contexto urbano y territorial en el que se sitúan y le ofrezcan una posibilidad para ser de otro modo; de ahí, en suma, el interés que, desde el punto de vista urbanístico, sus propuestas han llegado a tener para la historia que aquí deseamos contar, por cuanto pueden significar 52
Ibid . 85-86. Ibid . 77. 54 CROTTI 1986, 11-12. 53
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una contribución a la definición de una forma del plan en la que las relaciones entre arquitectura y urbanismo resultan absolutamente centrales. Por todos estos motivos, en el actual contexto de crisis de la racionalidad –de un cierto tipo de racionalidad, al menos–, el discurso de Gregotti aparece inesperadamente como una sugerente posibilidad para hacer frente dicha crisis, abriendo a la morfología nuevos caminos para la revisión crítica e incluso para la refundación “científica” de dicho concepto. 3. La recepción del morfologismo en Francia. La difusión del morfologismo en el transcurso de los años 70 fue acompañada en Italia de una pérdida de carga teórica y de un replegarse hacia el ámbito de la proyectación arquitectónica, con el consiguiente abandono del discurso urbanístico. En el caso de Aldo Rossi, que de alguna manera había aceptado asumir un cierto liderazgo del movimiento, el año 1973 marca muy claramente ese abandono: la organización de la sección de arquitectura de la XV Trienal de Milán fue sin duda una hábil maniobra publicitaria para lanzar internacionalmente la Tendenza, para ampliar su influjo e inscribirlo en un contexto más amplio, pero con unos intereses distintos de cuanto expresaba el tenor literal de L’architettura della città. Ya he citado al respecto el epílogo, escrito ese mismo año, para la edición alemana del libro; en la misma línea se situaba una lección im partida en curso 1973-74 en el Politécnico de Zurich, en la que comentando sus proyectos Rossi afirmaba que «todos juntos constituyen los elementos concretos de un sistema o de una teoría de la arquitectura», y a propósito de la relación de cada proyecto con una ciudad decía que «es una referencia que tiene poco en común con reflexiones de carácter urbanístico; el urbanismo es a menudo una praxis autónoma y específica. Tomo en consideración, en cambio, los elementos urbanos que caracterizan la arquitectura: datos geográficos, áreas residenciales, monumentos, morfología del terreno. Estos componentes contribuyen a formar la arquitectura; sin embargo, hay que colocarse frente a ellos con una actitud dialéctica. ¿En qué sentido existe una relación concreta con la ciudad que construimos? Ésta reside únicamente en la frecuencia con que la arquitectura aplica las características generales de una ciudad a los motivos del propio obrar» 55. Es justamente en ese momento, en el que los italianos comienzan su retirada del frente urbanístico, cuando Francia parece tomar el relevo en el desarrollo del discurso morfo-tipológico. Como ha escrito Fausto Carmelo Nigrelli, en un estudio comparativo de ambas situaciones, «sucede así que, mientras en Italia el filón de investigación inaugurado por Saverio Muratori en 1959 y continuado preferentemente hasta mediados de los años 70 por otros muchos investigadores […] parece languidecer en el ámbito de los trabajos internos a la composición arquitectónica, en Francia, donde estos mismos temas llegaron con quince años de retraso, no pocos estudiosos, arquitectos y urbanistas, […] continúan profundizando las cuestiones ligadas a la relación entre morfología urbana y tipología edificatoria» 56. Sin embargo, la línea de trabajo de los franceses no prolonga sin más los presupuestos conceptuales puestos en circulación desde Italia, sino que desde su origen se inserta en un marco cultural y político con características propias. No hay que olvidar, por ejemplo, que si bien la italofilia arquitectónica y urbanística surge en Francia como una elección de aquel sector de la izquierda que ve el eurocomunismo como una experiencia a tener en cuenta, en esos momentos la conciencia de los límites del positivismo es ya un hecho generalizado en la cultura europea. De ahí que se busque 55 56
FERLENGA 1987, 13. NIGRELLI 1999, 24-25.
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vincular la investigación con la arquitectura militante, en un «intento de utilizar las reflexiones morfo-tipológicas para refundar la práctica de la arquitectura y del urbanismo, llevando a ambas disciplinas a la corriente de lo “urbano” en antítesis con las posiciones “racionalistas” consideradas conservadoras» 57. El comienzo de los años 70 estuvo, pues, marcado en Francia por la asimilación de los trabajos de los italianos (Muratori, Aymonino, Rossi). Las primeras contribuciones francesas a la investigación morfo-tipológica son de 1974 y se produjeron en el ám bito académico, financiadas por el Comité para la Investigación y el Desarrollo de la Arquitectura. La primera de ellas, titulada Recherche sur les outils d’analyse pour le projet dans l’architecture urbaine permettant de mettre en relation les notions de mor phologie urbaine et typologie des édifices et des espaces intra-urbains , se llevó a cabo en la Escuela de Arquitectura de París-Belleville, dirigida por Ahmet Gülgönen y François Laisnay 58; la otra, coordinada por Philippe Panerai en la Escuela de Arquitectura de Versalles, estaba dedicada al tema Évolutions comparées des modèles architecturaux et des modèles culturels dans la ville industrielle, d’Haussmann à Le Corbusier 59. Ese mismo año aparecía en la revista L’Architecture d’Aujourd’hui, entonces dirigida por Bernard Huet, un artículo de Christian Devillers titulado Typologie de l’habitat et morphologie urbaine, que supuso la primera presentación al gran público francés de la cuestión morfo-tipológica; de hecho, el número 174 de esa revista –del que formaba parte el citado artículo de Devillers– adquirió casi el carácter de un manifiesto con el “histórico” dossier denominado «Recherche Habitat». De todos esos trabajos se des prende ya con claridad una particular atención a los aspectos sociales, que se pondría de manifiesto enseguida como una de las características más sobresalientes del enfoque del tema por parte de los arquitectos franceses. Lo evidencia, sin ir más lejos, la definición de tipo formulada por Devillers en su artículo: «El tipo, esa abstracción de propiedades espaciales comunes a una clase de edificios, es una estructura de correspondencia entre un espacio construido o proyectado y los valores diferenciales que le atribuye el grupo social al que va destinado» 60. Y es que, en el caso francés, el debate en torno a la superación del funcionalismo vino facilitado desde los años 60 por la sociología urbana desarrollada por Henri Lefebvre y su escuela, en la lectura de cuyos libros se formó toda una generación de arquitectos. El entendimiento de la organización del espacio como un aspecto de la morfología social, la reivindicación del derecho a la ciudad, la apuesta por la construcción de una sociedad urbana, son ideas centrales del pensamiento lefebvriano, cuyo impacto en esos años será amplísimo. Para el sociólogo francés, el espacio abstracto producido por el racionalismo moderno de los grands emsembles franceses era la expresión de una concepción consumista de la sociedad, que convierte el espacio urbano en una mercancía y provoca de manera insalvable la segregación social 61. En ese contexto, la consideración de la arquitectura como una práctica (social) y no como un valor distingue netamente, desde el punto de vista cultural, el planteamiento de franceses e italianos en relación, por ejemplo, con la cuestión de la autonomía. Mientras que para los italianos lo que primariamente se ventilaba en la batalla de las ideas eran cuestiones de índole disci57
Ibid . 29. La investigación comprendía una parte teórica y la aplicación a tres casos de estudio: la banlieue, las HBM y la ciudad de Nancy. 59 Cfr. CASTEX, DEPAULE & PANERAI 1983. 60 DEVILLERS 1974, 18. 61 La idea lefebvriana según la cual «la vida urbana todavía no ha comenzado» y, por tanto, «el derecho a la ciudad se anuncia como una exigencia» (LEFEBVRE 1969, 127 y 138) es clave en su obra. 58
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plinar –es decir, arquitectónica y, para Rossi, «no será la arquitectura, como tampoco cualquier otro arte o técnica, la que consiga la revolución» 62 –, para Lefebvre, en cam bio, esa batalla «no puede tener metas “culturales”; orienta la cultura hacia una práctica: la cotidianidad transformada» 63: ello explica también que la referencia a Scolari, que era quien sostenía entre los italianos un discurso más claramente marxista, fuera la más frecuente entre los franceses. Ése es el clima que puede ayudar a entender el sentido de algunas propuestas de la Escuela de Versalles, donde el équipe coordinado por Panerai intentaba articular una respuesta a la cuestión de cómo construir hoy una “arquitectura urbana”, esto es, una arquitectura que se plantee el problema del espacio público en la ciudad. De ahí su interés por vincular el análisis morfo-tipológico de los italianos con las tesis lefebvrianas del derecho a la ciudad: «El fracaso de la urbanización moderna –escribía Castex– ha hecho vana la utopía, nacida en los primeros momentos de la revolución industrial, de un territorio uniformemente habitado en el que las diferencias habrían sido borradas. La ciudad, que había sido condenada con excesiva rapidez, ejerce más que nunca su fascinación por encima de esta nada, si bien herida, debilitada y moribunda por los golpes que recibe. Cincuenta años de arquitectura moderna no han podido consumar su divorcio respecto de la historia y la ciudad, que aparecen ahora, una vez superadas las simplificaciones doctrinales de las vanguardias, como indisociables. Antes de que sus efectos resulten completamente irreversibles, es el momento de echar la mirada atrás y a nuestro alrededor sobre la producción arquitectónica y la urbanización recientes para convencernos de lo absurdo de una separación que hoy es preciso superar: volviendo a conectar con la historia, la causa de la arquitectura debe en lo sucesivo identificarse con el derecho a la ciudad» 64. La consecuencia que extraen de ello es clara: los estudios morfo-tipológicos no han de tener única ni principalmente un interés académico, sino operativo, como un momento del proceso de proyectación. Así lo señalaba Panerai en un texto del mismo año que el anteriormente citado de Castex: «La tipología es inútil si no se tiene la intención de servirse de ella de un modo u otro. En otras palabras, ¿para qué perder el tiempo observando minuciosamente un fragmento de ciudad, para comprender los mecanismos constitutivos de su tejido, si la hipótesis de partida es una operación de demolición total o si se considera el área de intervención como una tabula rasa?» 65. Por lo demás, en ese artículo Panerai insiste en no reducir esos estudios a una cuestión puramente formal –en el sentido de formalista–, a un problema de estilo; se trata más bien de estar en condiciones de poder «valorar las prácticas urbanas que la arquitectura facilita o impide» 66. Se intenta de este modo introducir un correctivo a algunos planteamientos de los italianos, aceptando que el estudio del crecimiento urbano, el análisis del parcelario y de las tipologías, constituyen un corpus de conocimientos sobre lo urbano, construido desde la arquitectura, pero afirmando a la vez que esta separación de la arquitectura urbana del resto de las variables que componen la ciudad tiene un carácter puramente metodológico. Para Castex y Panerai, de ningún modo es posible separar el análisis morfotipológico de las prácticas urbanas; su propuesta es justamente la de definir la estructura de la ciudad como dialéctica entre el espacio urbano y el medio social, resituando las 62
R OSSI 1979, 39. LEFEBVRE 1984, 245. 64 CASTEX, CÉLESTE & PANERAI 1979, VI. 65 PANERAI 1979, 14. 66 Ibid . 14. 63
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prácticas en el interior de esa relación. Desde esta perspectiva, pretendían comprender la relación entre la morfología y la tipología, entre la morfología y las modalidades de uso del espacio, a través del proceso de transformación de la ciudad, prestando una particular atención a las modificaciones del parcelario, con objeto de poder plantear soluciones significantes para cada situación particular. Así, el trabajo del arquitecto es concebido de forma renovada, recuperando la relevancia social de la que el profesionalismo le había privado. La creación de nuevos tipos edificatorios a partir de los que la historia ya ha consagrado constituiría entonces la aportación del arquitecto a la creación de un “nuevo” modelo urbano, que cabe relacionar con la futura “sociedad urbana” postulada por Lefebvre; en este sentido preciso la “arquitectura urbana” podía ser definida como «una utopía realista». «El trazado de una ciudad es obra del tiempo más que del arquitecto»: estas palabras de Léonce Reynaud, citadas por Pierre Pinon al comienzo de su libro sobre la composición urbana, enmarcan bien otro de los aspectos en que los franceses han ido más lejos que los italianos. Su empeño por no desvincularse de un cierto enfoque sociológico en su acercamiento a la ciudad les facilitó verla más como un proceso que como un objeto; de ahí su interés por situarse en el ámbito de la longue durée braudeliana. Su insistencia en considerar el tiempo –y no sólo el espacio– como un factor determinante en la construcción de la ciudad les condujo a «repensar las técnicas de parcelación como medio para crear un cuadro inicial que permitirá a la vida urbana desarrollarse y a la ciudad existir» 67. Ciertamente, ya en los trabajos de Scolari –o en los de Caniggia, aunque con otra orientación– se había señalado la importancia de estudiar los problemas relativos a las modificaciones en la estructura de las parcelas catastrales, pero el significado asignado ahora a esos estudios tiene otro calado. Como ha hecho notar Nigrelli, «si en Italia es la ciudad en su conjunto la que viene leída de forma sincrónica para luego volver a recorrer hacia atrás las etapas de su formación, en el estudio de las ciudades francesas se individúa cada operación parcelatoria, se la analiza en su realización captando su evolución en el tiempo en relación con el espacio y con la sociedad que la producen. Hay, pues, una revisión menos moralista de la parcelación, que en Italia parece ser considerada casi universalmente como una simple operación privada especulativa sin intencionalidad urbana» 68. En sus trabajos, Panerai y Mangin atribuyen a la parcela un papel de primer orden como elemento a través del cual vincular en una lectura única el edificio y el espacio público. La atención y el énfasis puestos en la parcela les conducen a entender la construcción de la ciudad no ya como suma de proyectos de partes de ciudad formalmente completas, acabadas y cerradas en sí mismas, sino como un juego en el que se articulan el trazado y la parcelación, lo cual, a la vez que permite definir con claridad el espacio público, posibilita la adaptación de los tejidos urbanos a futuros cambios, producidos con el transcurrir del tiempo. El fraccionamiento de la propiedad del suelo aparece así como la condición de posibilidad para la transformación de los tejidos y por eso mismo se convierte en pieza fundamental para plantear la ordenación urbanística de un modo diferente a la simple composición académica. A su juicio, por tanto, de la adecuada distinción entre espacio público y espacio parcelado dependerá «la capacidad de un tejido para modificarse y renovarse a través de operaciones de diferente tamaño sin de jar de garantizar, de manera continua en el tiempo, el buen funcionamiento del conjunto y la compatibilidad de sus estados sucesivos» 69. El deseo de contribuir al proyecto de la 67
PANERAI & MANGIN 1988, 18. NIGRELLI 1999, 32-33. 69 Ibid . 42. 68
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ciudad contemporánea les llevará también a ocuparse de las modificaciones producidas en la relación de la parcela con la calle como consecuencia de la generalización del uso del automóvil, prestando particular atención al aparcamiento, a los recorridos peatonales, etc., es decir, a las posibilidades de uso del espacio. Pero el interés por las cuestiones relativas al parcelario urbano no sería exclusiva del grupo de Panerai, como quedó de manifiesto en el seminario celebrado sobre el tema en 1985 en Arc-en-Senans, con una importante participación de franceses e italianos, en el cual se desarrolló una variada y heterogénea reflexión que supuestamente intentaba poner al día el estado de la cuestión 70. Otra aportación de interés realizada en el contexto francés a partir del estudio del parcelario es la de Pierre Pinon, que se remonta asimismo a comienzos de los años 70. Como en el caso de Panerai, también Pinon insistirá en la relevancia del papel del tiempo en la construcción ciudad; en consecuencia, tam poco para él la finalidad es diseñar una parte de ciudad a través del correspondiente proyecto de arquitectura: «No se trata –afirma– de producir (o reproducir) una parte de ciudad, sino de desencadenar un proceso. Pensar la ciudad es sobre todo pensar el tiem po, pensar el proceso de elaboración progresiva de la ciudad, y luego poner por obra las condiciones para esa elaboración progresiva, es decir, en primer lugar una estructura territorial capaz de absorber, de soportar las evoluciones. […] La composición urbana debe por lo tanto desarrollarse en el tiempo y no sólo en el espacio» 71. La composición urbana, entendida como instrumento operativo de intervención en la ciudad, se presenta como el objetivo final de sus investigaciones. En la concepción de Pinon, sin embargo, la composición urbana tiene un carácter procesual, que la distingue netamente del art urbain tradicional o de las propuestas contemporáneas de un Rob Krier, y la separa de la composición arquitectónica. A partir del inicial estudio de las relaciones entre el parcelario rústico y la forma del territorio agrario, los trabajos de Pinon se fueron centrando progresivamente en el territorio urbanizado, hasta concluir que el parcelario es elemento determinante para afrontar la cuestión de las condiciones de producción del tejido edificado porque «influye directamente en la morfología del espacio construido, con mayor razón cuando éste depende por completo del parcelario, es decir, en el ambiente urbano», donde la influencia de aquél llega a alcanzar la misma estructura constructiva, funcional y espacial de la arquitectura; así, en continuidad con los italianos, subrayará que, aun cuando para la ciudad del Movimiento Moderno resultara un estorbo, el parcelario es «uno de los factores esenciales para la integración de la arquitectura en su contexto» 72. En las memorias de investigación publicadas al final de los años 70, Pinon intentará profundizar los aspectos teóricos y extraerá algunas consecuencias prácticas que le conducirán a sus propuestas sobre la composición urbana de la década siguiente, mostrando cómo la afirmación de una estructura para el proyecto urbano no significa necesariamente la asunción de un esquema formal rígido, sino que por el contrario es posible la adaptación del “modelo” a las características del sitio, con un escrupuloso respeto a las permanencias 73. Por todo ello cabe aventurar que, dentro del contexto urbanístico, la de Pinon tal vez haya sido la investigación más ambiciosa llevada a cabo entre los franceses con el fin de prolongar el discurso morfologista.
70
Cfr. MERLIN 1988. PINON 1992, 13. 72 PINON & MICHELONI 1978, 31. 73 Cfr. BORIE, MICHELONI & PINON 1978; BORIE, MICHELONI & PINON 1980. 71
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4. Plan o proyecto: ¿quién habla a quién? La afirmación del morfologismo en el seno de la propia disciplina urbanística no estuvo exenta de dificultades ni de polémicas, toda vez que la orientación entonces dominante en el contexto internacional se sentía deudora en gran medida de una tradición de investigación diversa de la invocada por los partidarios de un urbanismo que aspiraba a centrarse prioritariamente en la ordenación de los aspectos físicos del espacio urbano y territorial. Como escribió André Corboz refiriéndose a esa orientación dominante, «para resumir en una palabra el urbanismo del siglo XX hay que precisar sobre todo que se encuentra dominada por una idea-guía: el concepto de planificación. Cualesquiera que sean los contenidos de este concepto, que varían evidentemente mucho según se trate de la administración Roosevelt o de la dictadura estalinista, cualesquiera que sean los medios a los que recurre, la planificación está siempre orientada a la distribución óptima de las personas, de los bienes y de los servicios sobre un territorio dado. Son los criterios para hacer esa distribución los que varían, en función de la ideología política que la lleve a cabo. De esta definición muy amplia de planificación se deduce que se trata de un acto de naturaleza socio-económica» 74. La planificación aparece entonces como la adaptación de una categoría de naturaleza socio-económica al control del crecimiento de la ciudad y deviene un concepto clave para el plan urbanístico, por cuanto aparentemente otorga una justificación “científica” a lo que de otro modo no sería más que la arbitraria proyección sobre el plano de una determinada “forma” urbana. Desde este punto de vista, pues, la historia del urbanismo moderno ha podido ser leída, en su vertiente instrumental, como historia del planeamiento urbano. El plan resulta ser el instrumento fundamental para ordenar y construir de manera racional la ciudad y, consecuentemente, acaba convirtiéndose en el paradigma de la modernidad urbanística. Como ya ha sido señalado en numerosas ocasiones, la metáfora urbanística de la ciudad planificada acompaña al pensamiento moderno desde sus mismos orígenes; es, de hecho, un lugar común en los escritos de uno de los padres del racionalismo moderno, Descartes. El plan urbanístico no es, claro está, un invento de la modernidad, pero ha sido la cultura urbanística moderna la que lo ha consagrado como el instrumento de los instrumentos. Al institucionalizarse el planeamiento, a través de la adquisición por parte de las diversas administraciones públicas de las competencias para decidir sobre el futuro de la ciudad –en virtud de una cierta “naturalización” del sistema de necesidades que hipotéticamente permitía su cuantificación–, el plan viene a representar la expresión por antonomasia del interés público y, en algunas versiones, resulta ser el medio acordado para asegurar el acceso a los servicios urbanos a los colectivos menos favorecidos por las relaciones sociales dominantes. En ese contexto cultural y disciplinar, cuyas raíces se encuentran en el ámbito anglosajón, «no se aceptaba pensar en poder actuar sobre la ciudad sin referirse a todo el conjunto de condicionamientos económicos y sociales del territorio circundante, ni se consideraba serio un enfoque del urbanismo que no tuviese en cuenta las aportaciones de las ciencias sociales para la ex plicación globalizadora del fenómeno urbano en todas sus dimensiones» 75. El esfuerzo de la urbanística italiana para homologarse con la que puede ser considerada como la tradición dominante en el urbanismo moderno ha tenido en Astengo y Campos Venuti, tras las huellas de Piccinato, a dos de sus principales impulsores. Ambos parten del reconocimiento de la dimensión institucional del urbanismo y, por consiguiente, de la necesidad del planeamiento; «para ambos, la cultura sin la política es sólo 74 75
CORBOZ 1990, 7-8. TERÁN 1984, 5.
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tecnicismo y el plan urbanístico es uno de los instrumentos que regulan la convivencia en las sociedades modernas y, en consecuencia, corolario de toda forma estatal» 76. Sus planes han constituido una referencia para la cultura del planeamiento en Italia y han marcado de manera muy notable un modo de entender el urbanismo, precisamente el de aquellos a los que Secchi se refería cuando afirmaba que «los urbanistas italianos han seguido desde siempre una particular estrategia cultural y política que los ha llevado a representar la propia actividad como tendente a dar solución a problemas que afectan a la sociedad en su conjunto» 77. Pero, como hemos visto, ése no ha sido el único modo de enfocar los problemas en una disciplina como la urbanística, que dista mucho de ser homogénea en sus presupuestos y en sus objetivos. El intento de no renunciar a la unidad urbanismo-arquitectura condujo de hecho en los años 60, como señaló Quaroni, a que se produjera en Italia una verdadera fractura en el interior de la disciplina, con la escisión de los urbanistas entre planners y designers, entre partidarios del town planning y del town design. Por este camino, la crítica a un determinado tipo de planes aca baría en el rechazo del plan y, consiguientemente, en la descalificación del urbanismo como disciplina, quedando la intervención en la ciudad reducida a la suma de proyectos de arquitectura. En un primer momento, sin embargo –y el curso de Arezzo fue a este respecto una experiencia crucial–, lo que se planteó por parte de los citados Samonà, Quaroni y De Carlo no fue una elección entre arquitectura y urbanismo, sino una llamada de atención sobre su relación histórica, desde el convencimiento de que arquitectura y urbanismo no eran más que dos aspectos de una única disciplina. Ya Samonà, con su libro de 1959, se había ocupado de poner de manifiesto con toda claridad que esa relación no se había interrumpido en la experiencia del urbanismo moderno; Quaroni, por su parte, había rechazado que pudiera reducirse el urbanismo a planeamiento, planteando la conveniencia de establecer una continuidad en el plan y el proyecto urbano; y De Carlo había insistido con sus trabajos en la necesidad de convertir la organización del espacio físico en el verdadero eje del plan. Por eso, cuando los arquitectos de la siguiente generación, entre los que se encontraban los de la Tendenza, polemizaron con los planteamientos de Astengo lo hicieron sintiéndose deudores de otra tradición moderna, que se preocuparon de investigar y explicitar. Su actitud no era, pues, antimoderna; simplemente quería reivindicar otra modernidad y, por tanto, otra racionalidad –la de la historia y la cultura frente a la de la economía y la política– y otra lógica –la de la continuidad frente a la de la ruptura–. Por lo demás, esa reivindicación la llevarían a cabo simultáneamente desde la crítica y desde los proyectos, sin separar la reflexión teórica de las propuestas proyectuales. Para ilustrar lo que quiero decir puede ser útil la relectura de un artículo de Rossi, Polesello y Tentori, aparecido en un número de Casabella de 1960, teniendo a la vista el proyecto contemporáneo para la reordenación de la zona milanesa de via Carlo Farini, presentado a la XII Trienal de Milán de ese mismo año 78. En uno y otro caso se abordaba una cuestión propuesta por la Trienal: el problema de las periferias urbanas. El proyecto pretendía la transformación de un área periférica de Milán particularmente degradada, con dificultades de segregación espacial provocadas por el trazado ferroviario; para ello, frente a la opción elegida por el planeamiento vigente, se proponía una estrategia diferente, básicamente consistente en la elaboración de un plan especial: «Lo 76
CAMPOS VENUTI & OLIVA 1994, 339. SECCHI 1989b, 32. 78 El artículo puede verse en R OSSI 1977, 69-83; para el proyecto se puede consultar ARNELL & BICKFORD 1987, 21-23. 77
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que queremos llegar a explicar por medio del ejemplo elegido [el área de via Farini] es la alternativa que razonablemente se puede esperar oponer a la aceptación pasiva y un poco cínica de una situación existente, con todos sus absurdos. Ciertamente, esta alternativa no se puede obtener más que por medio de la disciplina de un plan de desarrollo para toda la zona examinada. Este plan ha de conservar, de la situación existente, sólo lo que sea indispensable conservar: algunos edificios preexistentes, algunos trazados viarios, algunos enlaces esenciales con las zonas contiguas; pero se ha de revisar íntegramente toda la zona, establecer unos principios de desarrollo adecuados a la ciudad moderna, prefigurando en ella las estructuras primarias que mañana han de representar la osamenta principal de la ciudad renovada, el vínculo con el viejo centro, con el decoro y la vida del ambiente urbano histórico. Pero todo esto se ha de hacer dejando un amplio margen para la decisión de las ulteriores intervenciones que se han de ir haciendo; es decir, sin repetir el error de una determinación previa y minuciosa de tantos barrios completamente planeados y, por ello, nacidos muertos» 79. Y para explicar lo que entienden por “estructuras primarias” de la nueva ordenación propuesta, seleccionan algunas referencias urbanísticas con las que desean conectar y que evidencian ese empeño por reivindicar una modernidad diferente. He aquí sus palabras: «Son infinitas las formas de intervención que el urbanismo propone para remediar los males radicados en la metrópoli moderna, pero ahora no nos interesa una erudita clasificación cronológica o una reconstrucción histórica. Más aún, entre las grandes etapas del urbanismo moderno hay algunas que se pueden considerar ajenas a nuestro propósito de hacer que la ciudad continúe viviendo como lo ha hecho hasta ahora […]. Por el contrario, queremos recordar las siguientes intervenciones en la historia de ayer y hoy: las grandes transformaciones de París en el Segundo Imperio, llevadas a cabo por Haussmann; las propuestas de expansión del Distrito XX de Viena, proyectadas por Otto Wagner a comienzos de siglo; el plan algo posterior para la ampliación de Amsterdam sur, de Berlage; el ejemplo de reconstrucción, o de auténtica creación ex novo, de la ciudad de Le Havre, obra de Auguste Perret. Todas ellas son demostraciones de cómo se puede configurar la ciudad sólo por medio de intervenciones de gran nivel, en las que determinadas sucesiones de arquitectura –quizá no perfectas, pero dotadas de una vitalidad que permite ignorar las consideraciones puramente formales– consienten la expansión de la ciudad sin fracturarla, por más extensa que sea, y sin disociar nunca el plano urbanístico del arquitectónico» 80. En el proyecto para via Farini existía, pues, esa preocupación por no separar ur banismo y arquitectura, por no perder de vista la importancia de la componente temporal en la construcción de la ciudad, por crear una estructura que articulara las relaciones del área objeto de proyecto con la ciudad. Pero, como hemos visto, ese difícil equilibrio no tardaría en romperse y en dar comienzo lo que Secchi ha caracterizado como «un período de fuerte crítica al plan y al urbanismo, a los que muchos un poco superficialmente han atribuido las mayores responsabilidades de la situación y de los problemas de la ciudad contemporánea» 81. Esa nueva actitud de rechazo del urbanismo y de reducción de éste a arquitectura es ya claramente perceptible en el modo en que, a partir de 1973, se comienzan a declinar por parte de Rossi algunos conceptos que habían sido propuestos en los años 60, pero que ahora reciben una interpretación fuertemente reduccionista: donde antes se hablaba de una ciencia urbana fundada sobre la arquitectura, 79
R OSSI 1977, 75-76. Ibid . 76. 81 SECCHI 2000, 117. 80
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ahora sólo se quieren ver proyectos de arquitectura. Así, en una conferencia pronunciada en 1976 en Santiago de Compostela, Rossi no dudaba en proclamar: «Yo no creo, al igual que gran parte de la cultura arquitectónica actual, en los consabidos planes generales que ignoran la coherencia de la ciudad y han constituido hasta ahora auténticos fracasos con su sistema del zoning ». Y, frente a ello, proponía como alternativa «un estudio y una actuación basados en una visión de la ciudad como algo compuesto por partes distintas y en algunos principios de arquitectura analógica que nos permitan sintetizar los diversos problemas» 82, es decir, su concepción de la ciudad por partes y su teoría de la ciudad análoga venían a ser los nuevos pilares sobre los que descansaba la propuesta rossiana para la construcción de la ciudad. De hecho, en sus proyectos de comienzos de los 80 insistirá una y otra vez en esa renuncia al plan como instrumento de intervención urbana y en su apuesta alternativa por el proyecto de arquitectura. En la memoria de su proyecto de 1982 para la zona de Fontivegge-Bellocchio, un área industrial obsoleta en la ciudad de Perusa, se lee: «El presente plan especial es un proyecto de arquitectura. Se atiene a las normas urbanísticas y, en particular, a las normas de actuación del plan general vigente, pero las considera sólo como un instrumento o una referencia necesaria para un proyecto arquitectónico que tenga en cuenta la ciudad de Perusa» 83. El rechazo del plan llevó también consigo la renuncia a cualquier referencia a una idea de conjunto para la ciudad y su sustitución por la idea de la ciudad por partes, cada una de las cuales debía responder a un diseño autónomo, que comenzara y terminara en sí mismo. En la memoria de otro proyecto de ese mismo año, redactado por Rossi para el área de Fiera-Catena, en Mantua, señalaba: «Este proyecto es un proyecto de ciudad y es el proyecto de una parte de la ciudad de Mantua. Caídas las ilusiones de un diseño general de la ciudad, del que sólo quedan fragmentos debidos a la mala administración o a una reconstrucción suelta de manos y especulativa (véanse los “centros direccionales” como ejemplo de un mito hoy ridículo), las nuevas administraciones intervienen donde es posible, en aquellas partes de ciudad que tienen sus propias características históricas, pero que por diferentes motivos han permanecido como separadas de la ciudad. A menudo estas partes constituyen reservas preciosas para un crecimiento urbano coherente; “crecimiento” no sólo en el sentido de extensión, sino de reconquista de una forma y de un significado. Esta introducción, además de pertenecer a una teoría general, se refiere estrictamente a Fiera-Catena, área verdaderamente singular que rechaza cualquier anticuada definición de plan y que debe quedar recogida en un proyecto unitario» 84. Ese tajante rechazo del plan urbanístico por parte de un sector de la cultura arquitectónica italiana produjo, casi como un movimiento reflejo, una reacción para defender la legitimidad del instrumento que se hallaba bajo sospecha. La decidida apuesta por el planeamiento tuvo uno de sus más destacados representantes en Giuseppe Cam pos Venuti, quien frente a aquellos que negaban la posibilidad y la oportunidad de seguir confiando en el plan, se mostrará constantemente convencido de la conveniencia de adaptar el instrumento a las nuevas condiciones. Pero en el análisis de Campos la crisis del plan no viene atribuida a razones de índole disciplinar, sino a motivos en buena medida externos al propio urbanismo, los cuales han incidido sin embargo de manera determinante en determinados procesos que afectan significativamente a la ciudad. Según esa interpretación, la crisis energética de 1973 habría propiciado un cambio de rumbo en 82
AA. VV. 1976, 17. R OSSI 1984, 37. 84 Ibid . 95. 83
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la economía mundial, y la respuesta dada a esa crisis en los países industrializados serían las políticas desreguladoras propias del nuevo liberalismo emergente, que hacían peligrar los logros del welfare state. «En este cuadro mundial, económico, general, aparece con bastante espontaneidad la respuesta a por qué el plan en general –y, si se quiere, al plan urbanístico en particular– ha entrado en crisis» 85; de ahí también que considere que en realidad la crisis trajo un boom, «el más colosal boom inmobiliario de nuestra historia» 86. Situado en una tradición de investigación diversa de la representada por Quaroni, De Carlo y Samonà, Campos iniciará en los años 80 un intento de caracterizar la respuesta que desde el planeamiento se está intentando dar a la nueva situación, recurriendo a la definición de diferentes generaciones urbanísticas. La idea de que una nueva generación de planes se está abriendo camino comienza a articularse en el pensamiento camposiano durante los años en que participa como asesor en los trabajos de redacción del plan general de Madrid de 1985, que será señalado como una contribución de indudable interés para la cultura urbanística europea. A partir de la experiencia madrileña, el debate sobre la tercera generación de la urbanística suscitado por Campos supondrá un intento de romper el diálogo de sordos en que se había convertido el enfrentamiento entre los partidarios del plan y los del proyecto. En las páginas de Casabella, ahora dirigida por Gregotti, y en las de Urbanistica, dirigida por Secchi, irán apareciendo en los años 80 una serie de artículos que, con diferentes acentos, intentarán mediar en la polémica plan/proyecto con la clara voluntad de devolver al urbanismo como disciplina la relevancia que se le había negado en la década de los 70. En ese contexto, los planteamientos de Campos Venuti, aun habiéndose hecho permeables a las cuestiones relativas a la “forma” urbana planteadas por los morfologistas, se mantendrán siempre en una posición que distingue netamente el urbanismo de la arquitectura, disciplinas ambas a las que reconoce una mutua autonomía, aun cuando mantengan una precisa relación; desde el punto de vista técnico, esa diferencia se expresa en la espinosa cuestión de la escala y en el consiguiente diverso tratamiento de las respectivas dimensiones espaciales: «La técnica del plan se ocupa […] directamente de la problemática relativa a la morfología urbanística de los tejidos, evitando en cambio –con el firme rechazo del estudio de detalle– ocuparse de la esfera de la forma arquitectónica» 87. La necesidad de abrir un debate que permitiera a la disciplina urbanística recuperar la credibilidad perdida–y que, a partir de ahí, fuera capaz de redefinir el plan– fue señalada por Secchi en un artículo de 1982, aparecido en Casabella, en el cual, tras reconocer que el descrédito del urbanismo se debía a cuestiones culturales y técnicas, y no era ya atribuible a la falta de poder para hacer lo que se proponía, afirmaba de manera contundente: «El plan urbanístico ya no logra representar de manera unitaria y coherente las demandas expresadas de diferente modo por grupos sociales igualmente dispersos tanto desde el punto de vista de su posición en los procesos productivos, como desde el punto de vista de su estatus o desde el punto de vista más específicamente territorial. Los intentos del pasado de demostrar que el conjunto de demandas podía ser recom puesto dentro de un diseño coherente de criterios y propuestas, no parecen posibles por falta de lógica más que por falta de imaginación o de capacidad» 88. En esa tesitura Secchi hace notar que las respuestas al problema de la crisis del plan se han planteado desde 85
CAMPOS VENUTI 1984, 56. CAMPOS VENUTI & OLIVA 1994, 32. 87 CAMPOS VENUTI 1987, 156. 88 SECCHI 1989b, 4-5. 86
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un doble frente: por un lado, el de los que han apostado por una proyectualidad descontextualizada, al margen de los problemas reales de la ciudad; por otro, el de quienes han propuesto recurrir a fallidas soluciones de ingeniería institucional, como los instrumentos de gobierno metropolitano. Ambos modos de afrontar la cuestión le parecen insuficientes; de ahí que plantee la necesidad de tantear nuevas soluciones, reconectando con una tradición de investigación disciplinar que había quedado interrumpida: «El problema –continuaba diciendo en ese mismo artículo–, que quizá una revista como ésta podría afrontar y debatir, es que entre proyectos que ignoran cada vez más fácilmente el contexto y planes que logran cada vez menos fácilmente controlar su propio resultado, incluso en términos físicos, se hace cada vez más difícil dar respuestas unitarias, eficaces y físicamente convincentes, a las demandas expresadas por los diferentes grupos sociales y locales, única cosa que legitima la actividad urbanística. Es un viejo tema, que ahora conviene explorar a la luz de las nuevas y bastante más difíciles situaciones, al que algunos hace tiempo llamaban de la unidad entre arquitectura y urbanismo» 89. El envite será recogido por Gregotti como director de Casabella: además de diversos artículos sueltos en diferentes números a lo largo de casi una década, dedicaría pocos meses después un número doble de la revista a las relaciones plan/proyecto en el contexto europeo. Significativamente, ese número monográfico se abría con un editorial de Gregotti que llevaba el mismo título que aquel artículo en el que Secchi había pro puesto debatir el asunto en la revista; allí escribía el arquitecto milanés: «Después de veinte años de esfuerzos para consolidar sus respectivas autonomías, para definir los territorios de competencias, incluso para intentar dejar fuera de juego una disciplina a la otra, la arquitectura y el urbanismo parecen tener necesidad de una nueva base de diálogo. […] Sólo con la arquitectura, utilizando una antigua figura retórica, las palabras del urbanismo pueden convertirse en piedras, pero sólo a partir de las piedras de la arquitectura es posible hacer del urbanismo una disciplina de la modificación cualitativa del territorio» 90. Ésta se convertiría en una de las líneas editoriales de la revista durante los años en que estuvo dirigida por Gregotti, quien algún tiempo después hubo salir al paso de los equívocos que con mejor o peor intención algunos habían suscitado. En un editorial de 1986 titulado In difesa della ragioneria urbanistica, se vio obligado a reconocer que «desde Casabella somos de algún modo responsables de haber prestado la voz, de un tiempo a esta parte, a nuevas discusiones e interpretaciones en torno al actuar de la disciplina urbanística a partir no sólo de las nuevas direcciones del hacer y del pensar, sino también del debilitamiento de las oposiciones ideales y, más específicamente, de la crisis objetiva del proyecto disciplinar que, desde una diversa atención a las cuestiones del contexto, venía proponiendo una nueva condición de la relación entre plan y arquitectura, […] arquitectura que también podía plantear nuevas reflexiones sobre el plan mismo. De modo que nos sentimos en parte responsables de las preocupantes deformaciones que a partir de estas reflexiones han comenzado a hacerse». Pero la conclusión era clara: «Seguiremos trabajando por la preeminencia y la amplitud de la idea de arquitectura, pero no se pretenda tener en nosotros aliados contra el plan» 91. De los artículos citados de Campos, Secchi y Gregotti se deduce que, en su opinión, al urbanismo no le resultaba posible renunciar al plan ni viable recomendar el arrinconamiento del proyecto como estrategia de intervención en la ciudad; se imponía, pues, un análisis más detenido del “sentido de las diferencias”. El intento más relevante, 89
Ibid . 6. GREGOTTI 1983, 2. 91 GREGOTTI 1986, 2-3. 90
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desde un punto de vista teórico, de retomar el discurso urbanístico, «sin perder nada de lo aprendido en las lecciones precedentes» 92, con objeto de redefinir las relaciones entre plan y proyecto, se encuentra, a mi entender, en los escritos de Bernardo Secchi. En sus artículos de los años 80, recogidos luego en el libro Un progetto per l’urbanistica, Secchi se ha esforzado por delimitar un campo de investigación para el urbanismo actual a partir de algunas cuestiones clave, sobre las que vuelve una y otra vez; entre ellas cabe destacar el discurso sobre la excepción –en el sentido de “diferencia”, de especificidad– y la regla –en el sentido de “identidad”, de repetición–, sobre la posibilidad de entender el urbanismo como un saber que crece sobre sí mismo y sobre el significado de aquellos hechos “nuevos” que aún no somos capaces de nombrar y dominar con los instrumentos conceptuales y técnicos de que disponemos. Es una investigación que, desde la afirmación inequívoca del plan, pretende recoger lo mejor del discurso morfologista sobre la arquitectura de la ciudad y que «lejos de coincidir con una disolución del plan en el proyecto, del urbanismo en la arquitectura, se convierte en una exploración de los límites: de lo que es único y de lo que puede ser general» 93. Como ha subrayado Gabellini, el urbanismo de Secchi tiene importantes asonancias con respecto al de Samonà, Quaroni y De Carlo, hasta el punto de poder señalarlo como heredero de una trayectoria que los primeros trazaron y que sustancialmente quedó interrumpida. Su interés por volver a fijar la atención en la ciudad física, entendida como síntesis de los procesos socio-económicos, y su empeño por repensar el papel del urbanismo en la sociedad contemporánea, con rasgos que la distinguen cada vez más claramente de la sociedad moderna, le acercan particularmente a esos maestros del ur banismo italiano. Las reflexiones de Secchi se sitúan en la línea de la reconstrucción de la identidad y la autonomía del urbanismo como disciplina; una disciplina que ciertamente mantiene estrechos vínculos con la arquitectura, pero que se distingue de ella: no tanto porque se ocupe de una realidad diferente, cuanto porque es capaz de ocuparse de lo que tiene en común con la arquitectura de modo diferente a como ella lo hace. Puede resultar clarificador del modo en que Secchi entiende esa difícil relación, la lectura de un artículo en el que éste polemizó con Benevolo a propósito de la relación entre plan y proyecto. Benevolo sostenía, a la vieja usanza, que «el “urbanismo”, en lo que tiene de específico, es el conjunto de técnicas para colocar cada proyecto de arquitectura en el tiempo y en el lugar preciso; debe crear las condiciones preliminares para la arquitectura, no anticipar arbitrariamente y a la ligera sus resultados. Los instrumentos urbanísticos, a su vez, son formalizaciones parciales pertenecientes a una secuencia que, en su conjunto, es un hecho arquitectónico en toda regla, y se justifican por hacer eficaz la fase de realización final» 94; por tanto, a su juicio, la inclusión de determinados proyectos en el plan no pasaba de ser un modo de hacer el juego a determinados promotores inmobiliarios con intereses especulativos. La respuesta de Secchi, partiendo del hecho de que las condiciones habían cambiado, negaba que se pudiera seguir entendiendo el plan como el punto de partida de una cascada de instrumentos jerárquicamente subordinados, como una «regla procedimental», sino más bien como «un proyecto concreto capaz de constituirse como programa para una nueva investigación […] sobre las relaciones entre los diversos órdenes de espacios y construcciones», en el cual a la administración le corresponde «definir los tiempos y los modos de una activación legítima de los intereses, cuestión mucho más compleja que el respeto a unas reglas del juego» 95. 92
SECCHI 1989b, 92. Ibid . XXI. 94 BENEVOLO 1989, 35. 95 SECCHI 1989a, 37. 93
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Desde esta perspectiva, Secchi ha subrayado que en la actualidad uno de los cometidos más relevantes del plan es llevar a cabo lo que ha denominado un “proyecto de suelo”, como momento intermedio entre la arquitectura y la sociedad: «Sostengo –ha escrito– que no se trata de pensar sólo en cambiar el uso de lo que ya existe o en sustituirlo con nuevas arquitecturas, de completar las partes de ciudad inacabadas, sino que se trata también hoy, quizá por encima de todo, de proyectar el suelo de manera no banal, reductiva, técnica y desarticulada» 96. Con ello se estaba indirectamente replanteando la cuestión del sentido del espacio público en la ciudad, como lugar en el que interaccionan los agentes sociales, los sujetos, los ciudadanos. Comenzaban de este modo a hacerse presentes en la cultura italiana algunas de las cuestiones de mayor interés que habíamos detectado anteriormente en el contexto francés, como la importancia del suelo y de los modos en que éste se divide y articula o la necesidad de la adaptabilidad de los programas en el tiempo, fruto de la conciencia de los diferentes ritmos de funcionamiento de la arquitectura y la ciudad. De hecho, en los años 80 el intercambio de ideas entre Francia e Italia funcionará en ambos sentidos y no sólo desde Italia a Francia, como en la década de los 70; es más, el artículo de Secchi sobre el “proyecto de suelo”, al que me acabo de referir, contestaba a otro anterior de Bernard Huet, aparecido en la revista Lotus, que a su vez ya había sido respondido previamente por Gregotti 97. La misma expresión “proyecto urbano”, que después se ha generalizado un poco por todas partes, procede del ámbito francés, donde la encontramos ya utilizada por Gülgönen y Laisney en su estudio sobre morfología y tipología de mediados de los años 70. Se trata de un término ambiguo que ha hecho fortuna y que, justamente por ello, ha sido empleado con sentidos muy diversos, incluso contrapuestos; no tiene, pues, nada de particular que haya sido objeto –también en Francia– de un encendido debate. Por lo demás, ese debate, aun cuando tuvo su punto de partida en las ideas puestas en circulación por los italianos, siguió luego unos derroteros en parte diferentes, en gran medida como consecuencia de que sus protagonistas fueron en su mayor parte arquitectos y no urbanistas. Por contra de lo que ocurrió en Italia, la disputa no se desarrolló sólo en el campo disciplinar, sino también en el ámbito político; de hecho, «el proyecto urbano en su expresión “mediática” se convirtió, a partir de los años 80, en uno de los principales recursos políticos con los que se han medido y enfrentado la izquierda y la derecha, no sólo Miterrand y Chirac sino todos los administradores de las ciudades francesas, hasta el punto de que con frecuencia fueron precisamente los nombres de los “padrinos” políticos los que sirvieron para denominar las obras realizadas» 98. Y a comienzos de la década de los 90, cuando el Estado, a través del correspondiente ministerio del ramo, organizó en Estrasburgo el congreso internacional Projet urbain 92. De l’intention à la réalisation, para “formar” tanto a los arquitectos y urbanistas militantes como a los técnicos municipales, se encendería aún más en Francia la polémica en torno al proyecto urbano. Las disputas habían comenzado ya en los años 80, con los diferentes puntos de vista –algunos los han considerado antagónicos– de Banlieues 89 y Projet de Quartier , expresados a través de numerosos artículos publicados en revistas de arquitectura y ur banismo. Esas disputas habían tenido también un frente en las investigaciones desarrolladas en las escuelas de arquitectura; particular interés a este respecto revisten los estudios llevados a cabo por René Tabouret, Charles Bachofen y Bernard Woehl en la Es96
SECCHI 1989b, 136 Cfr. HUET 1984; GREGOTTI 1985. 98 NIGRELLI 1999, 49. 97
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cuela de Estrasburgo durante el trienio 1987-89 99. La propuesta de los alsacianos intentaba conceptualizar el proyecto urbano como un instrumento capaz de articular en diversas escalas y en diferentes tiempos tanto los aspectos espaciales como los aspectos sociales de la intervención, mediante lo que denominan el “eje morfológico” y el “eje del proceso”; el primero estaría referido a la organización de los espacios y el segundo a la capacidad de transformación a lo largo del tiempo. Con el proyecto urbano pretendían poner a punto un instrumento, relativamente autónomo respecto al plan urbanístico y a los proyectos de arquitectura, que reintrodujera la continuidad en el proceso de transformación de la ciudad, asegurando una mediación en el tiempo entre organización es pacial y prácticas sociales. Pero frente a las certezas que parecían provenir de la investigación académica, lo cierto es que el debate francés en torno al proyecto urbano de la primera mitad de los 90 puso claramente de manifiesto la falta de consenso respecto a las características y el alcance de un instrumento que a la postre les resultaba difícil de definir. ¿Qué es un proyecto urbano?, ¿para qué sirve?, ¿qué esconde debajo?, se preguntarán una y otra vez diversos autores en las principales revistas francesas, sin llegar nunca a ponerse del todo de acuerdo. En cualquier caso, es posible señalar algunos enfoques comunes, que son precisamente los que permiten hablar de una “cultura del proyecto urbano”; entre otros, cabría señalar: la atención al contexto y a la historia de los lugares; la insistencia en la consideración de la componente temporal en el proceso de construcción de la ciudad; la apuesta cada vez más firme por una mixité de usos y, consiguientemente, por una mayor complejidad social, tipológica o paisajística de la ciudad; el interés por la gestión –y no sólo por el diseño– del espacio público. Sin embargo, la conciencia cada vez más extendida de que nos encontramos ante una realidad urbana diversa, que es el resultado de transformaciones sociales y territoriales de gran calado, está obligando al morfologismo, como a la disciplina en general, a replantearse los objetivos de fondo de un debate en buena medida ya agotado.
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Cfr. TABOURET 1989; BACHOFEN, TABOURET & WOEHL 1989.
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