CB162 La Tierra Que Yo Te Mostrare

April 22, 2017 | Author: Gilber Loza | Category: N/A
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« La tierra

que

yo te mostraré » La tierra en la Biblia Alain Marchadour

Introducción

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anto la Biblia judía (TaNaK) como la Biblia cristiana (Antiguo y Nuevo Testamento) se nos presentan como un conjunto acabado. En un momento determinado de la historia, una práctica continua de lecturas de un grupo-lector fue autenticada por la intervención de una autoridad, que fijó los límites de la lista de libros santos (el «canon»), haciendo imposibles añadidos o eliminaciones. Comenzó entonces el tiempo infinito de las interpretaciones, unas veces repetitivas, otras con inventiva. A pesar de que estos libros son muy diversos (géneros literarios, dataciones, etc.), hasta el punto de que legítimamente podemos ver en ellos una biblioteca, es posible e incluso necesario buscar la intriga que los estructura y unifica, el hilo que los une. Las ciencias del lenguaje hablan así de «pacto de lectura», de contrato establecido entre el libro y los lectores. Este contrato vale sin duda para los primeros lectores pero concierne también a todos los demás que, a lo largo del tiempo, se apoderan del texto para vivir de él y para hacerlo vivir.

La tierra como intriga Con respecto a la tierra, las Escrituras conservadas por el judaísmo y el cristianismo, tanto en lo que les es común como en sus diferencias, dicen algo normativo sobre su lugar en el designio de Dios. Por mediación del pueblo de Israel y después de la comunidad cristiana, la Biblia transmite a los creyentes y, en parte, a los hombres de buena voluntad la revelación de Dios. Para los cristianos, la revelación culmina en la persona de Jesús, Verbo de Dios. Dios se da a conocer al hombre a través de la historia consignada en el libro: se hablará entonces de «historia de salvación», de «historia santa» o de «alianza de Dios con los hombres». La alianza se inscribe en una historia particular y se encarna en un espacio geográfico singular. Esta historia, ya en germen en la 4

bendición divina inicial: «Sed fecundos… llenad la tierra…» (Gn 1,28), adquiere una orientación específica con la palabra del Señor al patriarca Abrahán: «Deja tu tierra, tu parentela y la casa de tu padre, y ve a la tierra que yo te mostraré» (Gn 12,1). Esta es la intriga que nos va a ocupar: la agitada historia de una alianza vivida entre Dios e Israel en una tierra «mostrada» por Dios. Se ha podido afirmar que «la tierra es un tema central, si no el tema central, de la fe bíblica»1. Una afirmación como esta solo es admisible si la tierra no se toma como un valor aislado, sino que está ligada a la historia de la salvación e integrada en la alianza. 1 Walter BRUEGGEMANN, The Land. Filadelfia, Frotress Press, 1977, p. 3, nueva ed. 2003, con una introducción que presenta algunos cambios con respecto a la primera edición.

El vocabulario de la tierra En el AT hebreo se emplean dos palabras principales: ha’arets y ’adamah. ’Adamah, el ‘suelo’, con una connotación agrícola y familiar, aparece 231 veces, lo cual es poco en relación con ha’arets, la ‘tierra’, utilizada más de 2 500 veces, con frecuencias importantes en algunos libros: 311 veces en el Génesis, 136 en el Éxodo, 82 en el Levítico, 123 en los Números, 197 en el Deuteronomio, es decir, en torno a 850 veces en el Pentateuco (1 016 incluyendo Josué y Jueces). Los cuatro profetas Jeremías (272), Ezequiel (198), Isaías (190) y Zacarías (42) totalizan 602 empleos. Por último, en los Salmos, el término aparece 190 veces. Así pues, los cinco libros fundacionales que constituyen el Pentateuco (la Torá), así como los grandes profetas, dedican a la tierra un amplio espacio. Estos datos cuantitativos no tienen sentido más que por su influencia en la intriga bíblica. Una lectura lineal de las Escrituras hace que aparezca desde el principio una intriga bíblica centrada en la historia de la tierra en general y de un espacio restringido de esta tierra, el que Dios prometió a Abrahán que le mostraría.

Desde el principio «Al principio creó Dios el cielo y la tierra. La tierra era una soledad caótica [= tohu-bohu], las tinieblas cubrían el abismo y un viento de Dios agitaba la superficie de las aguas» (Gn 1,1-2). A partir de este tohu-bohu inicial, Dios hace que exista un mundo separando lo que aún es confuso, nombrándolo y cualificándolo: «Dios llamó a lo seco “tierra” y a la masa de aguas, “mares”, y vio Dios que era bueno» (Gn 1,10). El hombre y la mujer están llamados a vivir a imagen de Dios en la tierra (ha’arets) que se les confía, es decir, a entrar en alianza con Dios prosiguiendo su obra de organización (Gn 2,28).

A continuación, Adán, que ha sido tomado de la tierra (’adamah), recibe un jardín para que lo cultive y lo guarde (Gn 2,15), como se guardan los mandamientos y como se da culto a Dios. A causa de la desobediencia del hombre, la tierra se pierde entonces y Adán y Eva son expulsados (Gn 3,24). La primera acción en la tierra del hombre expulsado del jardín es un crimen contra el hermano. A causa del asesinato de su hermano Abel, Caín es desterrado «de la faz de la tierra» (Gn 4,14) y esta se vuelve contra él: Caín se convierte en el errante. Después, a causa del pecado de los hombres, las aguas del diluvio vuelven a cubrir la tierra; el caos primitivo regresa. A continuación, las aguas bajan, el cosmos recupera su armonía y Dios establece alianza con Noé. Promete: «No volveré a maldecir la tierra a causa del hombre» (Gn 8,21). Pero el orgullo desmesurado de los hombres les impulsa a alejarse de la tierra, del territorio que se les asignó, para tratar de conquistar el cielo, el espacio reservado a Dios: «Este los dispersó de allí sobre la faz de la tierra y ellos dejaron de construir la ciudad» (Gn 11,8).

De Abrahán a Josué Abrahán obedece a la llamada de Dios: «Deja tu tierra […] a la tierra que yo te mostraré» (Gn 12,1). Más adelante nos enteramos de que esa tierra se llama Canaán; sin embargo, él tiene vocación de quedarse en la tierra que Dios le ha mostrado. El don seguirá en suspenso durante varios siglos, el tiempo que separa a Abrahán el creyente de Josué el conquistador. Con Moisés, el lejano don se hace cercano: «He bajado para librar a mi pueblo de la mano de los egipcios y hacer que suban de esta tierra a una tierra amplia 5

y generosa, a una tierra que mana leche y miel» (Ex 3,8). Desde el Éxodo al Deuteronomio, el relato bíblico cuenta la salida de la tierra de servidumbre para la alianza en el Sinaí –fuera de la tierra prometida– y después el vagabundeo por el desierto durante cuarenta años antes de llegar a la frontera del Jordán. Y ahí, en el momento de entrar en la tierra esperada desde hacía siglos, los hebreos se paralizan. Moisés, que deberá contentarse con contemplar la tierra desde el monte Nebo, se entrega a una larguísima meditación (Dt 1-33), como si presintiera que el paso del Jordán está lleno de riesgos y conlleva exigencias que el pueblo, a menudo rebelde, tendrá dificultades para respetar. La meditación abarca todo el libro del Deuteronomio, sin duda el canto más hermoso dedicado a la tierra de Israel, a pesar de los acentos guerreros que puede contener. Observemos que el Pentateuco acaba antes del don de la tierra. ¿Por qué un final tan frustrante? El relato se cierra en el momento en que la tierra prometida a los patriarcas y después ofrecida a Moisés está a punto de ser habitada por Josué y los hijos de Israel. Esta conclusión inesperada dice mucho sobre el significado religioso de la tierra: esta no es un fin en sí misma. No tiene sentido más que si es una tierra de alianza y de amor.

De Jesús a los cristianos Jesús es un hijo de su pueblo; se inscribe en la vena más pura de los «pobres del Señor», llamados a vivir la alianza en la tierra de Dios. En su predicación proclama que la tierra dada por Dios a su pueblo es un espacio concreto con sus riquezas, sus sementeras, 6

sus viñas y sus higueras. Pero simboliza el Reino, cuya venida anuncia. En efecto, proclama: «Dichosos los mansos [el término es equivalente a “pobre”], porque ellos poseerán la tierra» (Mt 5,4-5). Con Cristo, la interpretación cristiana de la tierra se separa de la de los judíos. Mientras que estos, hasta hoy, asocian estrechamente la Torá y la tierra de Israel, los cristianos experimentan que en Jesús muerto y resucitado, Palestina2 deja de ser el obligado punto de inserción física del creyente. Cualquier tierra humana tiene vocación de convertirse en tierra de alianza. Sin embargo, sobre este fondo de diferencia, la tierra sigue siendo un desafío tanto para los judíos como para los cristianos. Por eso unos y otros deberían poder compartir los imperativos éticos nacidos de la alianza que se vive en ella.

La aportación de la crítica La presentación que se acaba de hacer resume la intriga bíblica en torno a la tierra. Lo hace desde una perspectiva lineal, conforme a la aproximación narrativa «canónica», es decir, que tiene en cuenta las relaciones tejidas por los libros entre sí dentro del «canon». Así es como los creyentes leyeron durante milenios los textos sagrados. Con la irrupción de la crítica en el campo bíblico, esta lectura ingenua se ha modificado radicalmente. En paralelo, y muchas veces en oposición, la crítica ha dibujado un cuadro 2 El término «Palestina» surgió del uso romano. Tras la segunda revuelta judía (135 d. C.), el territorio entre el Mediterráneo y el Jordán, que abarcaba Judea, Samaría y Galilea, recibió el nombre general de Syria Palaestina. Muchas publicaciones geográficas de los siglos XIX y XX lo emplearon para designar toda la región. Esta costumbre permanece y carece de intención política.

mucho más complejo de la historia de la entrada del pueblo de Israel en la tierra bíblica. Nuestra investigación partirá de los trabajos de los exegetas y los historiadores modernos. El conocimiento del arraigo histórico y geográfico de la Biblia está hoy cada vez más afinado. Eso nos permite comprender mejor las conmociones y los procesos históricos que llevaron a la escritura de varios libros de la Biblia, obras sin equivalente en el mundo oriental. El consenso que tiende a deducirse a propósito del papel decisivo del exilio y del postexilio, en los siglos VI y V a. C., nos lleva a preguntarnos por las condiciones del regreso de los exiliados y por las huellas dejadas en las escrituras por las diversas visiones de la tierra prometida y de la suerte reservada a los habitantes del país. Tras los pasos de los historiadores, trataremos de resumir cómo durante y después del exilio se construyeron, de forma diversa y a veces en medio de contradicciones, los relatos en torno a la tierra.

La reflexión de Israel Tras pasar doce años en la tierra de Israel (1999-2011), he podido darme cuenta de qué forma la intriga bíblica en torno a una tierra dada por Dios a un pueblo particular resuena todavía hoy con fuerza. He podido apreciar que, a propósito de la visión de la tierra, la Biblia inspira diferentes argumentos, no solo entre judíos y árabes, sino también entre los propios judíos. El excepcional destino del pueblo judío en la historia del mundo y la posteridad del motivo central de la tierra contribuyeron y contribuyen todavía a alimentar las pasiones en torno al suelo de Israel. Hoy habitan allí hombres y mujeres cuyo viaje ha estado

motivado frecuentemente por las promesas contenidas en el libro. Llegaron de todas las regiones del mundo, como antaño los pioneros que regresaron del exilio babilónico. Ahora bien, el Señor, cuando llamó a Moisés, no le ocultó que otros habitantes estaban ya establecidos en la tierra «amplia y generosa» que prometía: «Morada de cananeos, hititas, amorreos, perezeos, heveos y jebuseos» (Ex 3,8). El carácter central de la tierra en la Biblia es un fenómeno a la vez histórico, literario, teológico, sociopolítico y teológico-político. Esto hace de ella un lugar excep cional, apasionante y complejo, pero también una especie de laboratorio de lo que deberían ser todas las tierras del mundo. Por lo que conocemos, en la producción literaria y teológica de la humanidad ningún pueblo como el pueblo de Israel ha construido su historia con una reflexión tan profunda y tan constante sobre la necesidad de un espacio vital donde dar cuerpo a su aventura humana, religiosa y espiritual. Del primer libro de la Biblia al último, la tierra carnal que «mana leche y miel» sigue siendo una referencia permanente al mismo tiempo como una herencia que hay que acoger, como una patria que hay que habitar y como una alianza que hay que respetar: tierra prometida a Abrahán, el padre de los creyentes, tierra esperada y aguardada por Moisés, tierra conquistada por Josué, perdida durante el exilio, recuperada primero en la época de Ciro y después de Esdras y Nehemías, vuelta a perder en los primeros siglos de la era cristiana… Recorriendo los libros bíblicos mediremos la importancia de la reflexión de Israel sobre el espacio geográfico que Dios le ofrece para encarnar en ella su vida de hombre creyente, con todas sus virtualidades. 7

I – La matriz del exilio

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nas palabras del gran exegeta alemán Julius Wellhausen (1844-1918) iluminan lo que ha significado en la historia de Israel los años a la vez trágicos y fecundos del exilio: «El diluvio del exilio, que amenazaba con ahogar a los israelitas, se transformó para ellos en un baño de nuevo nacimiento». Hoy, esta afirmación adquiere una actualidad que el autor, que escribió en el siglo XIX, no podía sospechar. En efecto, para la exégesis contemporánea, el período del exilio fue para Israel un momento único de actividad creadora literaria y teológica: «Cuando una llamada irresistible que brota del suelo social viene a despertar sus razones y su voluntad de escribir, el hombre es un testigo que vira hacia el creador […]. Hace existir a un ser nuevo, el texto […]. Las condiciones sociales y culturales para que este hombre apareciera no se dieron hasta finales del siglo VI. Con su original dominio de la escritura, una nueva era se abría para él, y por su medio y al final, para la humanidad entera»1. Estas palabras de André Paul se unen a un amplio consenso tanto de historiadores como de exegetas

y arqueólogos. Olivier Artus, por su parte, subraya también que «la última década ha estado marcada por la elaboración de nuevas hipótesis que conceden a la época persa un papel decisivo en la formación de un Pentateuco convertido en la Torá de Israel»2. Esto conduce a situar en esta época las proposiciones sobre la tierra, que la tradición, tanto judía como cristiana, durante mucho tiempo vinculó a los tiempos fundacionales de los patriarcas, Moisés y David.

La invención de la historia

«Frente al vacío arqueológico y al silencio de las fuentes directas, estamos en la aproximación y, hasta el siglo VIII a. C. al menos, en la imprecisión total en cuanto

a una hipotética historia de Israel antes del acontecimiento de la historia persa. Por el contrario, a juzgar por los documentos bíblicos cuya redacción contemporánea no presenta ninguna duda, podemos afirmar que la historia de Israel, el Israel utópico de la Biblia, empezó realmente en el siglo V a. C. En cierta forma,

1 André PAUL, Et l’homme créa la Bible. París, Bayard, 2002, pp. 9-10.

2 Olivier ARTUS, El Pentateuco. Historia y teología. Cuadernos Bíblicos 156. Estella, Verbo Divino, 2012, p. 30.

Desde hace varias décadas, la fiabilidad de los relatos históricos sobre los patriarcas, el éxodo y la monarquía es cuestionada regularmente:

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este Israel tenía la virtud de trascender las sociedades y la historia. La historia nos enseña que no hay historia más que iniciada con un mito» (A. Paul, p. 73). Hay que entender por «mito» un relato fundacional que contiene en potencia las líneas de fuerza de la historia que se considera que deriva de él. Esto no obsta para que auténticos recuerdos hayan sido transmitidos por la tradición oral, como los nombres de los personajes, sus costumbres e incluso algunos ciclos narrativos. En resumen, antes de tomar en cuenta el relato bíblico en su forma canónica, es útil subrayar lo que la investigación histórica nos enseña sobre la época del retorno de los exiliados y las diversas tradiciones escritas que se vinculan a ella.

Los mitos de fundación Apoyándose en excavaciones arqueológicas y documentos de la época, Mario Liverani ha tratado de reescribir, en una obra que ha hecho época, La Bible et l’invention de l’histoire (París, Bayard, 2008), la historia del Próximo Oriente en los dos milenios que preceden a Cristo. En la segunda parte, titulada «Una historia inventada», trata de reconstruir la historia verosímil de Israel y de Judá dentro del gran marco histórico que ha establecido en la primera parte. Presenta, en particular, los mitos de fundación que inspiraron a dos de los grupos procedentes del exilio: el de los patriarcas y el de Moisés y Josué. El mito de los patriarcas. En torno a Abrahán, sirve para poner en escena la visión de una coexistencia pacífica entre los exiliados de regreso gracias al edicto de Ciro (538 a. C.) y las poblaciones locales,

los amé-ha’arets en primer lugar (cf. el recuadro de la p. 11) y, después, las diversas poblaciones que se establecieron en el país después de la deportación de habitantes de Judá en el 587 a. C.. Los relatos de los padres fundadores ofrecen un modelo pacífico en el que los recién llegados se integran respetando a los autóctonos, como hizo Abrahán antes que ellos: «El viaje-arquetipo de Abrahán desde Ur de los caldeos primero hasta Jarrán y después hasta Palestina representa una especie de mensaje publicitario para aquellos que querían regresar de Caldea a Palestina para afrontar allí con éxito todos los problemas de coexistencia con los otros pueblos, y la creación de un nuevo espacio económico y político que les fuera propio» (Liverani, p. 354). El autor ofrece varios ejemplos a partir del Génesis. Así, Abrahán compra un lugar para enterrar a Sara: «Soy entre vosotros un extranjero y un residente [hebreo: ger wetoshab]. Concededme entre vosotros una posesión funeraria para que lleve a mi difunta y la entierre» (Gn 23,4). Él, a quien Dios ha prometido esta tierra de Canaán (Gn 17,8), negocia la compra de la cueva, como hará Jacob con «la parcela del campo en que había levantado su tienda» (Gn 33,18-20). También Isaac había negociado los pozos del Négueb. Por todas partes se tiene la impresión de una colaboración pacífica entre los diferentes grupos. El relato de la violación de Dina (Gn 34) también podría tener como trasfondo la oposición entre Jerusalén (los judaítas) y Siquén (los samaritanos) durante el regreso de los exiliados: «El relato sugiere que la circuncisión (que implica la adopción del culto a Yahvé) es una condición suficiente 9

para permitir el matrimonio. Jacob censura la línea “dura”, tanto en el plano moral como en el político, cuando dice a Simeón y Leví: “Me habéis puesto en una mala situación y me habéis hecho odioso a los habitantes del país, los cananeos y los perezeos: tengo pocos hombres, se reunirán contra mí, me vencerán y seré aniquilado junto con mi casa”» (ibid., p. 362). El mito de Josué. Está inspirado por un movimiento religioso de oposición que exalta en el sucesor de Moisés el modelo de una política enérgica. Provendría de un grupo procedente de Babilonia que rechazó a los residentes locales, tanto de origen judío como pagano, pues no tenían la marca de la galut («comunidad exiliada»), auténtico pasaporte para pretender derechos sobre la tierra de los antepasados: «La historia del libro de Josué no es creíble para la reconstrucción histórica de la conquista del siglo XII, pero tampoco lo es para la reconstrucción del regreso de los siglos VI y V. Es un manifiesto utópico que trata de alentar un proyecto de retorno cuya realización jamás tuvo lugar conforme a los términos indicados» (ibid., p. 370). Liverani subraya que las numerosas inverosimilitudes contenidas en el libro de Josué se disipan en el momento en que se parte de la condición de los exiliados en el momento del regreso: «Demasiadas incongruencias, demasiada estilización para que podamos leer el libro de Josué tal cual. Por el contrario, todo se explica si nos ponemos en la mirada de un redactor deuteronomista, que lleva en sí los problemas de su época, y más precisamente el de la conquista de la tierra de Canaán por los supervivientes 10

del exilio de Babilonia. Este redactor decidió contar una conquista modelo insistiendo en la voluntad de unidad de acción y en una gran agresividad contra los “autóctonos” […]. De hecho, el relato parece reflejar una política radical, que era una de las opciones, pero no la única, para los grupos dirigentes que trataban de reconstruir un nuevo Israel» (ibid., p. 388). Tras la partida de los exiliados a Babilonia, en las tierra de Judá se había instalado una población bastante heteróclita: campesinos, amé-ha’arets, que no interesan a los vencedores, deportados procedentes de otras provincias, o grupos de la región en busca de tierras para cultivar y encantados de ocupar el espacio liberado por la marcha de numerosos habitantes. Como no se podía negar la existencia de estas poblaciones, los recién llegados construyeron una teoría que trataba de justificar teológicamente su prioridad. Así es como se elaboró el relato de una conquista militar contra los primeros ocupantes, bajo la dirección de Josué, en la época del Bronce reciente (1550-1200 a. C.) y del Hierro I (1200-1000 a. C.): «Y se formularon listas de estas poblaciones, listas bastante estandarizadas a pesar de algunas variantes: “Cananeos, hititas, amorreos, perezeos, heveos y jebuseos” y otros: lo que sorprende aquí es la coexistencia de tantos pueblos en un espacio tan reducido: un cuadro imposible de imaginar antes de la gran mezcolanza de pueblos llevada a cabo por los asirios, con sus deportaciones cruzadas. Pero estas listas, y esto salta inmediatamente a la vista, no mencionan para nada a los pueblos históricos reales de la edad del Hierro: ni filisteos, ni edomitas, ni moabitas, ni amonitas, ni arameos, ni árabes. Estas listas están

constituidas por nombres en gran parte ficticios de pueblos que jamás existieron» (ibid., pp. 373-374).

La galut o comunidad del exilio No todas las familias deportadas por Nabucodonosor en el 587 a. C. escogieron la opción del regreso, propuesta por Ciro en el 538 a. C.. Entre los que permanecieron en Mesopotamia, algunos se fundieron con el imperio persa, hasta el punto de ver cómo se diluía su identidad primera. Otros, integrándose en la ciudad, mantuvieron viva la memoria del país perdido, con una focalización en el templo y la tierra: «Rechazaban que la expatriación de su nación fuera algo definitivo. Y, por tanto, siempre se consideraron, incluso cada vez más, como los miembros de una minoría encerrada, “exiliada” dirán un día. Son ellos los que inventarán la noción de “exilio”, en hebreo golâh o galut y en arameo galutâ, cuyo inmortal destino no dejará de manifestarse bajo la forma de un mito […]. Ella exigirá su obligado complemento: la idea paralela de “regreso”. La historia iba a contar a partir de ese momento con esa pareja que acababa de generar» (A. Paul, pp. 39-41).

La diversidad en el centro de los textos Una lectura diacrónica de los textos hace que aparezca un fenómeno poco perceptible a un lector apresurado y, sin embargo, esencial para una justa comprensión de las Escrituras: la diversidad de interpretación del regreso a la tierra prometida en el momento en que Ciro da esa oportunidad. O. Artus

El «pueblo de la tierra» La expresión «pueblo de la tierra» (amé-ha’arets) designaba en su origen a la gente del pueblo, extraños al palacio real. Esta población, organizada familiarmente, tenía el dominio de los medios de producción. Solo en caso de crisis podía ser solicitada para intervenir en favor de la autoridad real legítima amenazada. En Biblos se encuentran testimonios en este sentido en la época persa tardía (siglo IV a. C.). Con el exilio se produjo una jerarquización más radical. Bajo la pluma de los deportados, surgidos en su mayor parte de la élite de Judá, pasa a designar, de forma peyorativa, a aquellos que se quedaron en el país. El término está entonces más directamente vinculado a la tierra: «La relación entre “pueblo” y tierra planteaba inevitablemente la cuestión de saber quién era el ocupante legítimo de la tierra y con qué razones, humanas o divinas, la ocupaba. Esto significaba provocar de nuevo la cuestión de la alianza y de la identificación del verdadero “resto”» (Liverani, p. 349). Al regreso del exilio, la tierra adquiere una extensión muy amplia. Designa a los judaítas no deportados que quedaron en el país de Judá, pero también a los israelitas del Norte vinculados al culto del Señor, pero a los que les falta, igual que a los judaítas que quedaron en el país, las referencias y los puntos de referencia construidos en la galut (la comunidad del exilio). En los textos tardíos, como Esdras, Nehemías y Crónicas, adquiere un valor étnico: a partir de ahora se denomina así a las naciones no israelitas, como los samaritanos o los edomitas, que ocupan un territorio que debería volver a los auténticos israelitas. «Con estos pueblos de la tierra, claramente extranjeros, no se podían establecer matrimonios mixtos. La deriva final, tras el empleo sacerdotal del término, fue la de los rabinos, para indicar a aquellos que no reconocen ni observan la ley de Dios» (Liverani, loc. cit.). Estos son aquellos a los que se refieren los fariseos cuando dicen: «Esta multitud, que no conocía la Ley, es maldita» (Jn 7,49). 11

(El Pentateuco…, pp. 30-43) propone cuatro etapas cuyas consecuencias con respecto a la tierra tendremos en cuenta. El escrito sacerdotal. Elaborado durante el exilio, este escrito atribuido a sacerdotes (de ahí la sigla «P») remite a una comunidad que concede un gran lugar a las categorías de pureza e impureza, y no pone en primer plano un regreso conquistador del país: «Para los autores de P es el culto de Israel el que garantiza la permanencia de la presencia divina en el mundo y la estabilidad del orden cósmico. Así, el sesgo teológico del escrito sacerdotal consistiría en presentar a Israel como una comunidad cultual: la conclusión del relato no reside en la conquista del país, sino en el establecimiento del culto al Señor. […] El personaje de Abrahán, tal como se describe en Gn 23,4, es representativo de lo que el Israel postexílico está llamado a convertirse: una comunidad de gerim (‘extranjeros residentes’) que coexiste entre otros pueblos en la tierra prometida. Así, la realización de la promesa no pasa, según P, por la conquista violenta del país» (O. Artus, p. 33). La redacción deuteronomista. En particular en el «relato de la conquista del país», presenta otra visión construida por los exiliados que preparan su regreso. En este caso, la dinámica ya no está centrada en el culto del templo, sino en la conquista de la tierra: «Para los autores deuteronomistas, la santificación descansa en la actuación común del pueblo, determinada por una ley que es a la vez cultual y ética, y que indica el buen uso de las riquezas y los dones que 12

Dios hace a su pueblo en el marco de la alianza: la tierra, las cosechas, etc.» (ibid., p. 34). La reunión de tradiciones. El escrito profético y la redacción sacerdotal se reunirán, en el siglo V a. C., en un único conjunto literario en el que aparecen dos lógicas. La primera está constituida por los cinco libros del Pentateuco y se cierra con el Deuteronomio, antes de la entrada en la tierra prometida. Así se marca el advenimiento de una nueva relación con la tierra, el nacimiento de una religión de «diáspora»: la comunidad dispersa unida por la Torá fuera de Judea. La segunda incluye el libro de Josué: es el Hexateuco (el Pentateuco más el libro de Josué), donde la prioridad reside en la posesión de la tierra: «Las redacciones hexateucal y pentateucal tienen, pues, una percepción diferente del “centro de gravedad” de la identidad de Israel: ligada al culto y a la tierra según el Hexateuco, está ligada a una Ley, una Torá, según el Pentateuco. Por tanto, el Pentateuco es compatible con un judaísmo de la diáspora, contrariamente al Hexateuco» (ibid., p. 35). El libro de los Números. De forma sintética, O. Artus demuestra que el libro de los Números, claramente postexílico en su redacción final, se apoya en las redacciones antecedentes del Pentateuco, aunque guarde sus distancias respecto a determinados extremos. En relación con el relato sacerdotal, subraya la doble función de los sacerdotes: cultual y militar, y precisa su preeminencia sobre los levitas. Con relación a la Ley de santidad (cf. más adelante, p. 14), el acento recae en la centralización del poder

en manos de los sacerdotes y en la prioridad del culto sobre las preocupaciones éticas: «La perspectiva de una entrada inminente en la tierra prometida va de la mano de una nueva afirmación de la naturaleza cultual y militar de la responsabilidad de los sacerdotes. La identidad religiosa de Israel se encuentra amenazada por sus vecinos idólatras y corresponde a los sacerdotes asegurar a la vez el funcionamiento regular de las instituciones cultuales (Nm 28-29) y la protección de la comunidad frente a las amenazas extranjeras» (ibid., p. 41). El libro de los Números atestigua un movimiento sacerdotal radical, que trata de regentar el judaísmo tanto de la tierra de Israel como de la diáspora. «Este movimiento reivindica para los sacerdotes la guía de la comunidad de Israel, no solo en el plano religioso, sino también en el plano político» (ibid., p. 43).

Los extranjeros y la tierra en los textos legales En el mundo semítico hubo desde muy pronto códigos legales que trataban de regular la vida común, canalizar la violencia y proteger a los más débiles. Es el objetivo del Código de Hammurabi, la legislación más conocida y una de las más antiguas del mundo semítico (siglo XVIII a. C.). Se inicia con estos términos: «Yo, Hammurabi, príncipe celoso que teme a los dioses, llamado [por los dioses] para hacer que aparezca la justicia en el país, para que el fuerte no oprima al débil»3. 1

3 Marie-Joseph SEUX, Leyes del Antiguo Oriente. Documentos en torno a la Biblia 15. Estella, Verbo Divino, 1987, p. 30.

La Biblia conoce varios códigos de leyes que reflejan situaciones históricas diferentes. La ley define derechos y deberes, se dirige a ciudadanos que no necesariamente tienen el mismo estatus social y las mismas ventajas: esclavos, extranjeros no judíos establecidos entre los judíos, extranjeros de paso (nokrî). Aquí nos interesamos por el ger, que designa a una persona que vive de forma más o menos permanente en medio de la comunidad judía sin formar parte de ella. Tras la caída de Samaría, el término pudo ser utilizado para designar a los refugiados de origen judío procedentes del reino del Norte. En nuestra reflexión sobre la tierra es interesante preguntarse por el lugar del extranjero en el espacio social y humano. El código de la Alianza. Es el código más antiguo en uso en el reino del Norte. Está datado en el siglo VIII o VII, con algunos elementos más antiguos que representan una especie de derecho consuetudinario en uso en el Próximo Oriente antiguo. En algunos extremos, como la ley del talión, es semejante al Código de Hammurabi. El extranjero (ger) es objeto de una protección particular, tanto más vigorosa simbólicamente cuanto que está basada en motivaciones religiosas: «No molestarás al extranjero ni lo oprimirás, porque también vosotros fuisteis extranjeros en el país de Egipto» (Ex 22,21). La protección de estas personas es mencionada frecuentemente en los discursos de los profetas Isaías, Jeremías y Ezequiel. El fundamento de esta defensa se inscribe en la revelación de Dios, y no solo en un principio humanitario. Pero la vinculación con la experiencia fundacional del Éxodo es propia de los textos legislativos. 13

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