Castilla Del Pino La Envidia
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LA ENVIDIA, UNA FORMA DE INTERACCIÓN. LA RELACIÓN ENVIDIADO/ENVIDIOSO CARLOS CASTILLA DEL PINO CÁTEDRA DE PSIQUIATRÍA. UNIVERSIDAD DE CÓRDOBA
1.
LA ENVIDIA, RELACIÓN INTERPERSONAL
Las conductas adquieren su matiz, su peculiaridad por la actitud que las inspira (Mead, Sheriff y Cantril, Allport, etc.). Este principio, aunque formulado de otra manera, está vigente desde que la psicoso-ciología se ocupó de las actitudes 9 . Saludar, despedirse, por poner dos ejemplos, admiten respectivamente muchas formas y, en consecuencia, múltiples significaciones porque pueden hacerse, y se hacen, desde (o con) actitudes distintas. La actitud del sujeto, pues, es el functor modulador de la conducta. Una cuestión de esta índole no puede suscitarse en una
9
Para la psicosociología de las actitudes, un concepto que se debe íntegramente a las distintas escuelas norteamericanas, algunos de los textos clasicos son: G. W. Allport y Muchison. A Handbook of Social Psicology, 1935, especialmente el capitulo «Attitudes»; G. W. Allport, Pcrsonlity, London, 1949; G. W. Allport, La naturaleza de! prejuicio, trad. cast., 1963; S. E. Asch. Social Psycholology. New Jersey. 1952, especialmente el capitule» XIX (para este autor la naturaleza de las acritudes, como la de las creencias, es sentimental): T. M. Ncwcomb. Social Psicology. 1950; M. Sheritt y H. Cantril. The Psycology of Ego-Involments. Social Attitudes and Identifications. Nueva York. 1947; O. Klineberg. Psicología social , trad. cast.. 1963, cap. XVIII. Una revisión de la psicosociología norteamericana de las actitudes en Roger Girod. Attitudes collectives et relations humaines. Prólogo de Jean Piaget, París. 1956.
psicología conductista, ni, por lo menos hasta ahora, en la psicología cognitiva. Porque para ello se requiere una teoría del sujeto10. Si la conducta es acto, la conducta + la actitud en un contexto dado constituye la actuación. Cualquier acto está en función de la actitud y en función del contexto, de la situación, y el resultado compone la actuación. La actitud, en última instancia, es de índole afectivo-emocional y constituye el factor diferenciador, y motor, de conductas o comportamientos que, como antes he señalado, son formalmente idénticos. Si al factor diferenciador de la actitud se suma el factor, también diferenciador, del contexto —un acto de conducta se adecúa al contexto o situación en el que se ofrece, y en la medida en que el contexto es un constructo ad hoc, la actuación es de carácter 11 adhocing —, entonces la actuación del sujeto no sólo es singular para cada contexto, sino singular incluso para cada momento del sujeto. Gracias a la versatilidad de las actitudes, cobra relieve una propiedad fundamental del sujeto: su intrínseca inestabilidad, el proceso constante de construcción/deconstrucción que tiene lugar para su adaptación en cada contexto (o para cada contexto)12.
10
Véase nota 2 de Introducción.
11
El concepto de conducía ad hoc o actuaciones ad hocing en H. Garfinkel, Studies in Etnomethodology. Prentice-Hall. 1967 12
El sujeto ha de aparecer como un sistema funcional y por tanto, inestable, en constante construcción/deconstruccion, si se pretende edificar un modelo que dé cuenta de los problemas que en la actualidad suscita la identidad, la interacción, la adecuación a los múltiples contextos, etc. La cuantía de redundancia o estabilidad que resta en el sistema es utilizada para la definición del sujeto, en la medida en que ofrece coherencia.
Con estas premisas carece de sentido la pretensión de catalogación de conductas envidiosas. Entendemos las actuaciones envidiosas como respuestas a situaciones en las que los componentes decisivos son sujetos en interacción. Las actitudes envidiosas de alguien impregnan sus conductas. La envidia es, pues, una actitud que da lugar a actuaciones envidiosas. Como tal, es un acto de relación sujeto/objeto, en este caso sujeto/sujeto, es decir, una interacción en la que los actores del drama, los dramatis personae, son, claro está, el envidioso y el envidiado.
LA SITUACIÓN DE ENVIDIA, UNA RELACIÓN ASIMÉTRICA 2.
La envidia requiere un contexto en el que los dos actores de la interacción ocupan posiciones asimétricas. Sin duda, hay muchas relaciones asimétricas que no suscitan envidia, sino incluso una sumisión gustosa y gratificante, una inferioridad libre de toda suerte de responsabilidades, que, al menos hasta determinado límite, es aceptada de buen grado. Pero en la envidia, como se verá inmediatamente, la asimetría, que juega en favor del envidiado, es vivida por el envidioso como intolerable, porque no se acepta, porque se tiende a no reconocer y a negarla. En la interacción envidiosa la asimetría juega en contra del envidioso, con independencia de que, por la eficacia de su actuación, se depare en ocasiones al envidiado un perjuicio en su imagen pública hasta el punto de situarlo, en una posición incluso inferior a la del envidioso. De hecho, inicialmente, la mera presencia, real o virtual, del envidiado en el mundo, empírico o imaginario, del envidioso, le depara a éste efectos deletéreos, a los cuales me referiré luego con suficiente detalle.
He hablado de la presencia real o virtual del envidiado. En efecto, la relación con el envidiado no tiene necesariamente que ser real, entendido este término ahora en el sentido fuerte, de relación empírica. Muchas veces la envidia la suscita alguien con quien no se tiene relación real alguna, y por eso hablo de presencia virtual. En estos casos, es la mera existencia del envidiado, su posición social, sus éxitos, sus logros, sus dotes de empatia, entre otros muchos «bienes» posibles, los que generan lo que se ha llamado el sentimiento (en realidad, la actitud) de envidia. Pero ¿cuál es la peculiaridad de esta asimetría en el caso de la situación de envidia? El envidioso está en posición inferior respecto del envidiado, pero tal inferioridad, si se reconoce por él —cosa que esta lejos de ocurrir siempre —, es rechazada mediante argumentos falaces o racionalizaciones. Por ejemplo, se atribuye a la «mala suerte», frente a la «buena suerte», no al mérito, del envidiado, o a la «injusticia» del mundo. Al envidioso se le priva (injustificadamente, por supuesto) de lo que el envidiado posee (injustificadamente también). A diferencia, pues, de otras situaciones asimétricas en la que el actante inferior asume su posición de buen o mal grado, o de forma pactada, el envidioso no la tolera. Como haré ver, la raíz de la actitud envidiosa ancla en el profundo e incurable odio a si mismo del envidioso. La dirección en que camina la relación asimétrica en la envidia es, si me es posible expresarme así, de abajo arriba. No se envidia —en la acepción fuerte del termino, en la que nos movemos hasta ahora— a quien se considera inferior. Recuérdese la afirmación clásica, ya citada: la mediocridad está libre de envidia.
Pero muchas veces se hace uso del vocablo envidia curiosamente para referirse a alguien que ocupa una posición de esa índole («¡cómo te envidio el que no seas conocido y puedas pasar inadvertido!»; «¡cómo envidio a estos que no tienen que preocuparse de inversiones ni de capitales!»). Conviene analizar esta forma de uso, desde luego insincero y mendaz, de la palabra envidia, por lo que enseña acerca de la envidia en sentido estricto. Se trata de una expresión de seudohumildad, que, de hecho, exhibe la vanidad y au-tosatisfacción por la superioridad que se ocupa y que tantas y tantas molestias e incomodidades le depara. Cuando, además, se dirige directamente a aquel al que se dice envidiar por la «cómoda» inferioridad en que se encuentra, la expresión reviste caracteres de insensibilidad moral, cuando no de crueldad: le invita a autocompla-cerse en la situación de carencia en que se encuentra. No se engaña a sí mismo (de ninguna manera se «cambiaría» por aquel a quien dice envidiar), ni, desde luego, engaña al otro. Pero, además, usa de la palabra envidia en un sentido por decirlo así generoso, desprendido («siento envidia, en el buen sentido de la palabra», se dice, advirtiendo expresamente que es una envidia sin el carácter malvado y destructivo que se le confiere habitualmente al sujeto en la actitud verdaderamente envidiosa). Envidiar a alguien en algo, en el sentido estricto del término, equivale —lo veremos luego— a conferir a ese algo un alto valor, quizá el máximo valor. De aquí que en la envidia se anhele desvalijar al sujeto, desposeerlo del valor añadido que la posesión del bien le supone como persona. En la expresión antes citada, la de la «envidia en el buen sentido», resulta que el sujeto al que se dice envidiar no posee nada, o más precisamente, no posee aquello que, a su parecer, le hace a el envidiable ante los demás, y que da lugar a su insincera queja: por ejemplo, la fama, el éxito, el dinero, el olor de
multitud, etc. Si por definición no se puede envidiar a aquel que no posee objeto alguno, entonces la expresión es, por lo pronto, mendaz, además de ofensiva, pues con ella recalca la inanidad !«te envidio porque no tienes lo que yo»i de aquel a quien se califica de envidiado o envidiable. Un dramaturgo español, que narraba a sus contertulios sus éxitos en un país extranjero, en el que fue llevado de un lado para otro en una interminable carrera de invitaciones v homenajes, concluyó su descripción con este «consejo»: «No triunféis jamás.»
3. LA ENVIDIA, RELACIÓN DEPENDENCIA. UNIDIRECCIONALIDAD ENANTIOBIOSIS
DE Y
Como en algunas, aunque no todas, relaciones asimétricas, por ejemplo en muchas de las formas de la relación amorosa, en la interacción envidiosa tiene lugar una dependencia de carácter unidireccional, del envidioso hacia el envidiado (dado que muchas veces este ultimo ignora la envidia que suscita, y en ocasiones hasta la mera existencia del envidioso). El envidioso necesita del envidiado de manera fundamental, porque, a través de la crítica simuladamente objetiva y justa, se le posibilita creerse más y mejor que el envidiado, tanto ante sí cuanto ante los demás. Sin el envidiado, el envidioso sería nadie. Como haré ver posteriormente, mediante el diestro hipercriticismo sobre el envidiado se procura hacer a este odioso a ojos de los demás y, por tanto, rebajarlo a una posición inferior a la que ahora ocupa 13.
13
Véase Introducción, la segunda acepción de envidia introducida por Cicerón: hacer odioso a alguno, naturalmente previamente envidiado
En otras ocasiones, aquellas en las que el envidiado sabe de la envidia que provoca, la relación es de tipo enantiobiótico, es decir, una relación necesaria para el perjuicio recíproco de ambos sujetos14. El envidiado necesita a veces del envidioso —hay quien se inventa envidiosos— para así afirmarse en su posición y, sin esfuerzo, gozar de la destrucción que se le acarrea al envidioso por el hecho de envidiar. Hasta hay delirios de persecución que son, en realidad, delirios de exaltación de sí. Tan elevada consideración de sí mismo suscita la lógica envidia persecutoria de los demás: me persiguen porque me envidian; de aquí el carácter lúdico y gratificante de estos delirios. La dependencia unidireccional del envidioso respecto del envidiado persiste aun cuando el envidiado haya dejado de existir. Y esta circunstancia —la inexistencia empírica del sujeto envidiado y la persistencia, no obstante, de la envidia respecto de el— descubre el verdadero objeto de la envidia, que no es el bien que posee el envidiado, sino el sujeto que lo posee . Lo que se envidia de alguien es la imagen que ofrece de sí mismo merced a la posesión del bien que ha obtenido o de que ha sido dotado. Y por eso, aun si el envidiado ha dejado de existir, su imagen, sin embargo, persiste, y, por tanto, no se le ha de dejar en paz, porque sigue estando vigente en el envidioso. La dependencia del envidioso se debe a la introyección de la imagen del envidiado, de manera que ésta no desaparece por el hecho, meramente circunstancial, de que el envidiado deje de estar entre los vivos. Volveré luego sobre esta cuestión con más detalle.
14
Enantiobiótica. enantiodromía. términos de estirpe heracliteana. recójalo el segundo por Jung que alude a la identificación y conversión en lo opuesto.
3.1.
CELOS Y ENVIDIA
A diferencia de otras estructuras de interacción, a alguna de las cuales haré alusión con fines comparativos, en la envidia la estructura es diádica, y queda establecida entre el envidioso y el envidiado. La presencia de otro (u otros) miembro, por ejemplo el que haya alguien o muchos que admiren al que se envidia, puede agravar la situación del envidioso, pero no es, en todo caso, fundamental. La diferencia respecto de los celos (en los que existe envidia, pero no sólo ésta) es que en éstos la estructura es triádica: el celoso, el objeto de los celos (la persona amada) y el rival. Las redes interaccionales son, pues, más complejas: del celoso con el objeto amado y con el rival; del rival con el objeto de los celos y con el celoso; del objeto de los celos con el celoso y con el rival. En los celos hay, desde luego, envidia del rival, al que el celoso atribuye valores y cualidades que no se confiere a sí mismo, y que explican la imaginada preferencia por él de la persona amada. El celoso lo es del objeto amado, pero está celoso del rival 15. Claro está que en la envidia se le atribuye al envidiado la posesión de un determinado bien, que el envidioso desea (anhela: desea de manera suma), pero aun así la relación no es homologable con la celosa, puesto que el objeto del cual es celoso —el bien que el rival posee— es siempre una persona con la cual tiene una estrecha relación.
15
Tratare con mayor detalle el dinamismo de los celos en mi libro (en prensa en la colección «Temas de Hoy», Celos, locura y muerte.
4.
LA ENVIDIA, INTERACCIÓN OCULTA
Una de las peculiaridades de la actuación envidiosa es que necesariamente se disfraza o se oculta, y no sólo ante terceros, sino también ante sí mismo. La forma de ocultación más usual es la negación: se niega ante los demás y ante uno mismo sentir envidia de P. Para proceder a esta ocultación/negación es imprescindible el recurso al dinamismo de la disociación del sujeto, mediante el cual se es envidioso, pero se ha de interactuar como si no se fuera. Las razones por las que la envidia se oculta/se niega son de dos órdenes: psicológico y sociomoral. Desde el punto de vista psicológico la envidia revela una deficiencia de la persona, del self del envidioso, que éste no está dispuesto a admitir. Por eso, en primer lugar, niega sentir envidia de P. Es así como el sujeto que actúa como envidioso ha de sobreactuar como no siéndolo. ¡No faltaba más! ¿Cómo voy a sentir envidia de P, si éste no merece tan siquiera ser envidiado? Más bien, se dice, se siente pena de P o en todo caso, si no pena, el envidioso racionaliza para demostrar a los demás que P está donde no debe estar. Todo este sistema de racionalizaciones tiene un alto precio mental, al cual me referiré más adelante. Señalo ahora tan sólo que negarse al reconocimiento de la envidia es negarse a re-conocerse en extensas áreas de sí mismo . Si el envidioso estuviera dispuesto a saber de sí, a re-conocerse, asumiría ante los demás y ante sí mismo sus carencias. Pero esto conllevaría su depreciación ante los demás y ante sí mismo, cuestión a todas luces extremadamente dolorosa. Como advertía
Juan Luis Vives, «nadie se atreve a decir que envidia a otro» 16. El envidiado se alza ante todos ostentando aquello de que el envidioso carece; refleja, sin pretenderlo, por contraste, la deficiencia del envidioso. Por eso se dice en el habla coloquial, con gran precisión, que el envidioso «no puede ver» al envidiado, y no precisamente porque le sea meramente antipático. No puede literalmente verlo, porque la visión que de sí mismo obtiene por la presencia del envidiado le es intolerable. Hay también razones sociomorales que fueron señaladas por los tratadistas clasicos. También Vives habla de que «quien tiene envidia pone gran trabajo en impedir que se manifieste esa llaga interior»17, y Alibert18 comienza su capítulo correspondiente con estas palabras: «La envidia es una aflicción vergonzosa que procuramos disimular con cuidado porque nos degrada y humilla a nuestros propios ojos (ob. cit., pág. 206). Nada más eficaz para descalificar un juicio adverso que alguien hace sobre otro que dispararle el juicio de intención siguiente: «Tú lo que tienes es envidia de él.» Con ello, se le hace ver que toda su argumentación es especiosa, ya que esconde la motivación envidiosa que, como actitud, precede al discurso crítico y/o difamador. ¿Qué es lo que se oculta por el envidioso? En primer lugar, su posición inferior respecto del envidiado. De ningún modo se estará dispuesto a reconocer la superioridad
16
Juán Luis Vives. Tratado del alma, sin fecha. Espasa Calpe. ed. La Lectura, pag. 324. También en Colección Austral. Cito por la primera. 17 18
Vives, ob. cit. pág. 325.
J. L. Alibert, Fisiología de las pasiones a nueva doctrina de los afectos morales. Madrid, 1831. pag. 206.
del otro, y el hipercriticismo, en la forma más sofisticada, o la difamación, en la forma más tosca, trabajará precisamente para socavar la posibilidad de que los demás forjen o mantengan su superioridad. En segundo lugar, el propio sentimiento de la envidia. La envidia supone una serie de connotaciones morales negativas (maldad, doblez, astucia, «complicación» psicológica) que el envidioso sabe que caerían sobre él, al ser la envidia un sobresaliente predicado de su persona. Por consiguiente, la envidia se racionalizará muchas veces de forma que aparezca incluso como crítica generosa («digo todo esto por su bien») que se hace sobre el envidiado para prevenirlo de futuros desastres. En tercer lugar, la envidia se oculta, porque, como advierte H. S. Sullivan, de descubrirse los demás notarían de inmediato la carencia del envidioso, visible en el bien que el envidioso posee 19. 5.
LA EXPRESIÓN —SEMIOLOGÍA— DE LA
ENVIDIA Pero la envidia, pese a todos los esfuerzos acaba por emerger, sala superficie, porque la envidia es una pasión, y, como tal, controlable sólo hasta un cierto punto. Pese a la destreza y a las inteligentes argucias de los envidiosos más astutos, no existen suficientes y eficaces mecanismos para experimentar la pasión de la envidia y, al mismo tiempo, ocultarla satisfactoriamente. No obstante, el hecho de
19
Harry Stack Sullivan. Estudios clínicos de psiquiatría, hay trad. cast. Buenos Aires. 1963. pag. 145.
que la envidia actúe en secreto, por las razones psicológicas y morales antes expuestas, dio pie a curiosas indicaciones para detectarla y así prevenirse de tales sujetos. Juan Luis Vives habla de cómo el intento de ocultación de la envidia se traduce «en grandes molestias corporales: palidez lívida, consunción, ojos hundidos, aspecto torvo y degenerado» 20. Tarde o temprano, pues, la envidia se manifiesta, y atribuimos a determinadas formas de conducta el rango de significantes de la actitud envidiosa. Porque la envidia puede mantenerse silenciada durante algún tiempo, bien como primera etapa del proceso mismo de gestación, bien por una estrategia prudencial. No obstante, la «obsesiva» ocupación como tema por la persona del envidiado es de por sí altamente significativa. Otras veces, indicio de que se está en presencia del envidioso puede ser su silencio, mientras los demás elogian a un tercero. Un silencio activo, un callar para no decir, hasta que al fin se pronuncie socavando las bases sobre las que los otros sustentaron su admiración. El envidioso no ofrece descaradamente su opinión negativa; más bien tiende a invalidar las positividades del envidiado. El efecto que se pretende con el discurso envidioso — el efecto perlocucionario, diríamos usando de la concepción austiniana de los actos de habla— es degradar la posición social —la imagen, en suma— de que goza el envidiado. Hay otras razones, además del hecho de proceder originariamente de la esfera pasional, por las que la envidia se nota, por lo que se advierten, con toda la equivocidad posible, las señales de la envidia subsistente. Al ser manifiesto para los demás 20
Vives, ob. cit. pag. 325. Ver también las palabras de Covarrubias en Introducción, 2. acepción de Embidia: «los ojos tristazos v encapotados».
el bien que se envidia en el otro, al poseer carácter público, no basta sentir , sino que es necesaria la actuación envidiosa. Dicho bien, en efecto, es un constituyente fundamental de la privilegiada imagen, también pública, del envidiado. El envidioso acude para el ataque a aspectos difícilmente comprobables de la privacidad del envidiado, que contribuirían, de aceptarse, a decrecer la positividad de la imagen que los demás tienen de él (el envidioso pretende hacerse pasar por el mejor «informado», advirtiendo a veces que «aún sabe más»). Pero a donde realmente dirige el envidioso sus intentos de demolición es a la imagen que los demás, menos informados que él, o más ingenuos, se han construido sobre bases equivocadas. ¿Cómo conseguirlo? Mediante la difamación, originariamente disfamación (el prefijo dys significa anomalía, mientras fa procede del latín fari , hablar, derivado a su vez del griego phemí ). En efecto, la fama es resultado de la imagen. La fama por antonomasia es «buena fama», «buen nombre», «crédito» (hay también la fama en sentido lato que se refiere al hecho de ser alguien muy conocido, pero no es a éste, al «famoso», al que se difama, sino al que tiene «buena fama»). La dis-famación es el proceso mediante el cual se logra desacreditar gravemente la buena fama de una persona. La difamación propiamente dicha es hablar mal de alguien para desposeerle de su buena fama, y no se justifica aunque lo que se diga de él sea exacto, si no es sabido por aquellos a los que se dirige el discurso difamador. Pues mientras no se tenga noticia de lo malo de alguien, se mantiene su buena fama. Ahora vemos donde está realmente el verdadero objeto de la envidia. No en el bien que el otro posee, como se admite en la conceptualización tradicional (si el envidioso lo poseyera no por
eso dejaría de envidiar al mismo que ahora envidia), sino en el (modo de) ser del envidiado, que le capacita para el logro de ese bien. Por tanto, el bien aparentemente objeto de la envidia no es
sino resultado de un desplazamiento metonímico, expresión de las posibilidades intrínsecas del envidiado. Por eso, de lo que trata el envidioso es de convertir al envidiado, de admirable y estimado, en inadmirable y odioso, como hemos dicho reiteradamente.
6.
CONCEPTUALIZACIÓN DE LA ENVIDIA
En la psicopatología actual se ha prestado escasa atención al problema de la envidia. No así en los comienzos del siglo xtx, con Pínel, Esquirol. Einroch, entre otros, para los cuales la alteración mental, especialmente la locura en sentido estricto, estaba directamente ligada al descontrol de las pasiones. Tampoco Freud se interesó por esta cuestión, salvo en el planteamiento concreto del complejo de castración y la denominada envidia del pene. El concepto de la envidia de Alelanie Klein no nos sirve en este contexto. Sin embargo, el psiquiatra norteamericano Harry Stack Sullivan, al que antes he hecho referencia, hoy escasamente citado, pese a ser el precursor de la psicopatología sistémica y el primero que considera la relación interpersonal en el primer plano de la patogenia de la alteración mental, dotado, además, de una excepcional agudeza y penetración en los dinamismos psicológicos, concedió a la envidia (y a los celos) una argumentada prioridad. En «envidia y celos como factores precipitantes de los principales desórdenes mentales» definió la envidia como «un sentimiento de aguda incomodidad, determinada por el
descubrimiento de que otro posee algo que sentimos que deberíamos tener»21. Esta definición es notoriamente más completa que la clásica y generalizada: «pesar por el bien ajeno», «desear para sí algo que tienen otros», y análogas. Porque no se trata simplemente de que el envidioso se apesadumbre por el bien que el otro posee 22 (la pesadumbre, la tristeza por el bien ajeno es una consecuencia de la envidia y no la envidia misma; véase luego en 9.2, La tristeza en la envidia), sino que, además, sienta que con él se comete una injusticia, porque precisamente ese bien, ese éxito debiera ser suyo. Como advierte Max Scheler con precisión, el eme el otro posea ese bien se considera, por el envidioso, la causa de que él no lo posea " 23. El bien envidiacfo adquiere, por ello, categoría simbólica. Constituye, en efecto, el símbolo, algo así como el emblema de los atributos positivamente valiosos de la persona envidiada. En ello radica, a mi modo de ver, la envidia de ese bien. Pensemos en alguien a quien la suerte en la lotería le depara unos centenares de millones. Decir «¡qué pena que no me hayan tocado a mí en vez de a él!», no es una expresión de envidia. Tampoco se envidia al que se apropia indebidamente de un gran capital y puede gozar del mismo en completa impunidad. ¿Por qué no se envidia? Porque en ambos casos se trata de bienes inmerecidos, cuya 21
Sullivan, ob. cit., pag. 141.
22
La pesadumbre, la tristeza por el bien ajeno es consecuencia de la envidia y no la envidia misma, como se la detine en la consideración clasica dentro de la moral cristiana. 23
27.
Max Scheler, El resentimiento en la moral , trad. cast. Buenos Aires. 1944, pag.
posesión y disfrute no añaden nada positivo a la imagen del sujeto. Pasado el tiempo, cuando los poseedores de esos bienes se revistan de un «mérito» y nieguen su suerte o su inmoralidad precedentes, entonces sí aparecerá el envidioso que ponga los puntos sobre las íes. Por el contrario, se puede y se suele sentir envidia de aquel que ha logrado su fortuna por un proceso que suscita la admiración de muchos y que por consiguiente, conlleva la atribución de un rasgo positivo a su identidad, un elevado realce de la imagen de sí mismo ante los demás. No se envidia, pues, el bien, sino a aquel que lo ha logrado , es
decir, a la persona, al sujeto, en la medida en que ese bien recrece su imagen ante todos, y desde luego ante el envidioso. Esta consideración enlace con lo que Max Scheler denoma envidia existencia: «La envidia -se refiere a "la más temible, la mas impotente- se dirige al ser y existir de la persona extraña». Por decirlo así, el envidioso murmura continuamente: «Puedo perdonártelo todo menos que seas, y que seas el que eres; menos que yo no sea lo que tú eres, que yo no sea tú. Esta envidia ataca a la persona extraña [la envidiada] en su pura existencia que, como tal, es sentida cual opresión, "reproche" y temible medida de la propia persona» 24. Medida de la propia persona : esto es fundamental. Porque
el sujeto envidioso se toma (como, por lo demás, todos y cada uno) como patrón, pero más aún ahora que experimenta la envidia. Y la envidia emerge como resultado de la ineludible comparación que surge en toda interacción, por cuanto toda
24
Sullivan, ob. cit., pag. 28.
interacción es una relación especular y el otro se constituye en
inevitable espejo de la imagen propia. Toda interacción esconde, a mayor o menor profundidad, un juicio comparativo de cada sujeto respecto del otro o los otros con los que interactua
7. LOS BIENES, ATRIBUTOS SIMBÓLICOS DEL SUJETO. McDougal fue, al parecer, el primer psicosociólogo y el primero en atender a los que posteriormente se denominarían símbolos de estatus : vestidos, casa coche, joyas, etc. Para McDougal estos símbolos son ilusiones del yo, dado que vienen a apuntalar al yo -hoy diríamos el self - (este vocablo, apuntalar, dice con precisión cual es el significado de estos símbolos en favor del sujeto, en su inseguridad. Tales símbolos son más necesarios en aquellos sujetos que carecen de factores diferenciales valiosos de su propia persona y, en consecuencia, de aquellos atributos díferenciales/identificadores merced a los cuales se establece exitosamente la interacción. Al decir atributos se sobreentiende atributos positivos, pues de ellos deriva el «prestigio», que no es otra cosa sino la positividad de la imagen 25. A este respecto, Sullivan añade: siempre que alguien encuentra en otras personas estos aspectos que, desde su punto de vista, serían factores de seguridad —factores con categoría de signos realzadores del prestigio— aparece el dinamismo de la envidia26.
25
W. McDougal. cit. en Sullivan.
26
Sullivan, ob. cit., pags. 141 y 142.
7.1.
CONDICIÓN CARENCIAL DEL ENVIDIOSO
Por esta razón, el envidioso es un hombre carente de (algún o algunos) atributos y, por tanto, sin los signos diferenciales del envidiado. Sabemos de qué carece el envidioso a partir de aquello que envidia en el otro . Pero, repito, es necesario atender al rango simbólico del objeto que envidia. Así, el que alguien sea rico o inteligente no implica que carezca de motivos para envidiar la riqueza o la inteligencia del otro. Ni la riqueza ni la inteligencia de éste son las de él 27. El discurso del envidioso es monocorde y compulsivo sobre el envidiado, vuelve una y otra vez al «tema» —el sujeto envidiado y el bien que ostenta sin a su juicio merecerlo — y, sin quererlo, concluye identificándose, es decir, «distinguiéndose» él mismo por aquello de que carece . Como el silencio respecto del habla, también la carencia de algo es un signo diferencial. La identidad del envidioso está, precisamente, en su carencia. Pero, además, en este discurso destaca la tácita e implícita aseveración de que el atributo que el envidiado posee lo debiera poseer él, y, es más, puede declarar que incluso lo posee, pero que, injustificadamente, «no se le reconoce». Esta es la razón por la que el discurso envidioso es permanentemente crítico o incluso hiper-crítico sobre el envidiado, y remite siempre a sí mismo. Aquel a quien podríamos denominar como «el perfecto envidioso» construye un discurso razonado, bien estructurado,
27
Así, por ejemplo, no es infrecuente que el rico rentista «tolere» con fuerte irritación al emprendedor pequeño-burgues que se alza al fin con una buena fortuna y se eleva considerablemente de estatus. En un discurso razonado, bien estructurado, pleno de sagaces observaciones negativas que hay que reconocer muchas veces como exactas.
pleno de sagaces observaciones negativas que hay que reconocer muchas veces como exactas. ¿Que duda cabe de que hay cuando menos algo de verdad —en el sentido de exactitud- en lo que el envidioso dice respecto del envidiado? El problema es que el envidioso pretende convertir esta «parte de verdad» en la definición global de ese otro. El punto débil de esta psicología de andar por casa que el envidioso maneja con la mayor habilidad, es que la mayoría de las aseveraciones que se hacen sobre alguien son verdad —salvo algunos excesos— en el sentido de que cuando menos lo pueden haber sido en determinado momento y en determinado contexto. Pero aun así, naturalmente, no se pueden elevar a categoría de «definición» por su carácter de mero rasgo v probablemente, por su excepcionalidad. En este aspecto, el dinamismo del envidioso se asemeja al del delirante: también en el delirio hay su parte de verdad y no todo es error (como el cuerdo equivocadamente piensa)28. Con posterioridad, el delirante construve un edificio interpretativo, grotesco en su inverosimilitud, a diferencia del envidioso, cuya narración cuida siempre de resultar verosímil al destinatario, procurando referirse mas a hechos (verdaderos o falsos) y menos a interpretaciones, siempre subjetivas. Rara vez el envidioso pierde el sentido de realidad hasta el extremo de alcanzar conclusiones disparatadas respecto del envidiado. La condición carencial del envidioso, su constante ejercicio de la crítica, y sobre todo la extrema cautela con que actúa para no descubrirse requieren habilidad y astucia. Su actitud permanentemente vigilante de si mismo y del envidiado, v 28
de real.
Freud habló de lo que el delirio contiene de histórico. Significando así su parte
también de aquel a quien puede llegar a envidiar, o de aquellos a los que quiza no llegue a convencer, le convierte en observador agudo y detallista. La tarea interpretativa es conducida sesgadamente, «oblicuamente», de manera que la depreciación de la imagen del envidiado aparezca como un resultado «objetivo». Es muy sagaz la observación de Juan Luis Vives acerca de la «perversión del juicio» en la envidia. «La envidia, dice pervierte mas intensamente que las restantes pasiones; hace pensar que son importantes las cosas mas pequeñas, v repugnantes las de mayor belleza.» \ explica el fracaso persuasorio del envidioso, porque «influve mucho la fuerza del odio que esta ingénita, v con el carácter más atroz, en toda envidia»29. Así, el discurso difamador no tiene necesariamente que aludir a un aspecto concreto por el cual el sujeto tiene buena fama, prestigio, etc. La difamación tiende de manera oblicua a socavar la buena fama global del sujeto en cuestión. Por eso usa con frecuencia de la adversativa pero, como una forma de disyunción no excluyente, para recurrir a una expresión de la lógica: siempre, para el envidioso, hay el «pero» correspondiente que colocarle al envidiado.
8.
LA RELACIÓN ENVIDIOSO/ENVIDIADO
La relación entre el envidioso y el envidiado es extremadamente compleja. La consideraremos aquí en un sentido unidireccional, del envidioso hacia el envidiado, no a la inversa, entre otras razones porque a menudo este último ignora la envidia que despierta en otro u otros (y si la supone, puede no ofrecérsele indicio alguno al respecto). 29
Vives, ob. cit., pág. 325.
8.1. PRESUPUESTOS DE LA INTERACCIÓN Como señalé antes, y desde luego con carácter metafórico, toda interacción es especular. Uno no puede tener imagen de sí si no hay otro que la «refleje», o, para ser más exacto, que se la devuelva. Se trata de uno de tantos mecanismos feed-back que funcionan entre los dos miembros de la interacción. En el supuesto de que la imagen devuelta no se corresponda con la que se pretendía provocar, la construcción de la imagen que ofrecemos debe ser revisada, lo mismo si hemos de proseguir las interacciones con el mismo actante que si se trata de una interacción ulterior con otro. ¿Qué he hecho o cómo he hecho para que el interlocutor obtenga de mí una imagen tan diferente a la pretendida? Evidentemente hemos construido una imagen de nosotros mismos sin tener en cuenta los requerimientos del otro , y la hemos lanzado teniéndonos presente ante todo a nosotros mismos, en un ejemplo más de comportamiento autista (en un sentido genérico: de prescindencia del otro en nuestro contexto). Toda relación interpersonal ha de establecerse sobre la base de un pacto implícito, mediante el cual la imagen que se ofrece al otro se construye a tenor de la que se ha construido uno de él. Dicho con otras palabras: en toda relación se ha de tener en cuenta quién soy para el otro . Denomino a este inicial punto de partida en la interacción pacto de supeditación ad hoc , que de incumplirse conduce al fracaso de la relación, porque es difícilmente reparable. Uno se supedita al otro y le da lo que requiere de nosotros. Que sólo este pacto garantiza en gran medida el éxito de la relación, sin coste alguno de orden psicológico, lo revela el hecho de que ese otro al que nos supeditamos de antemano lo que requiere es que se le ofrezca su
imagen previa de quiénes somos, sin que por ello, naturalmente, se prescinda de la imagen de él. Esto no se opone a que en el curso de la interacción no se deconstruyan, quizá, las imágenes recíprocas previas y se construyan otras, ajustadas al curso de la interacción misma. De aquí que, en ocasiones, se salga de una entrevista modificando la imagen previa forjada sobre el interlocutor: «Mira, creía que era... y resulta que es...» La mayoría de las veces, y si la interacción no se prolonga, pueden conservarse las imágenes preexistentes. Pensemos en la relación que tiene lugar entre dos personas de muy distinto rango social, pongamos el rey y un niño que va ofrecerle un obsequio. Está claro que el niño requiere que el rey siga en su sitio, por decirlo así. Pero no es menos claro que el rey se ha de supeditar, sin dejar de desempeñar su rol y de mostrar su identidad, a la imagen de él que el niño le ofrece. De no ser así, si el rey mantuviese determinada tiesura, exigi-ble en otros contextos, la coartación sería inevitable y la relación se bloquearía, sin posibilidades de rectificación; si, por el contrario, se excediese en la supeditación (adoptando lo que se denomina «oficiosidad»), el fracaso de la relación sobrevendría por la ostensible mendacidad sobre la que se pretende sustentar. Aun así pueden surgir malentendidos, imposibles muchas veces de resolución. La supeditación ad hoc, adecuada y recíproca, de ambos sujetos es la condición necesaria para una inicial interacción positiva.
En cualquier caso, cualquiera sea el proceso, la imagen que el otro nos devuelve es, como se sabe, una definición de nosotros mismos. Tras cada unidad interaccional surge la autopregunta imprescindible (se formule o no; se formula en situaciones especialmente relevantes, y en ocasiones incluso ante otros, por
la indecisión ansiosa que suscita): «¿Qué le habré parecido a...?», o «le he debido parecer que...» Toda interacción, pues, confirma o desconfirma la identidad: en el primer caso, somos al parecer (ante el otro) como pretendíamos ser; en el segundo caso, somos menos o más para el otro de lo que imaginábamos ser. Esta segunda situación es la que nos interesa de modo especial para entrar luego en la relación de envidia. Si se nos define en más de lo que imaginábamos inicialmente ser, aparte la gratificación en forma de autoestima que de ello se deriva, aceptamos por lo general, sin reticencia alguna, esta imagen realzada (a veces no ocurre así, y nos vemos obligados a pensar, por la responsabilidad que se contrae, que el otro nos tiene en más de lo que somos). Por el contrario, si la definición nos rebaja, la relación suele ser de rechazo, por la necesidad de defendernos de la herida narcisista que ello nos depara. Así pues, toda definición efectuada por los demás sobre uno se compara de inmediato a la definición que uno trató de dar de sí mismo, es decir, a la definición que uno esperaba obtener a partir de su actuación. Pero la comparación también se establece entre la que hacen de uno y la que hacen de los demás: ¿somos preferidos o somos preteridos? ¿En qué lugar, respecto de los demás se nos sitúa? Esto es especialmente importante, porque de tal juicio comparativo surgirán, si es el caso, los dinamismos de la envidia y de los celos. En efecto, de esta serie de definiciones (las que hacemos de nosotros mismos, las que los demás hacen de nosotros, las que los demás hacen también de otros, con los cuales se nos relaciona y compara), surge la imagen que se tiene de alguien y la valoración de que se dota. Imagen y valor de la imagen se dan de consuno. El valor de la imagen que los demás
confieren a cada cual es la «moneda» básica para las relaciones de intercambio, y decide la posición de cada uno en la jerarquía de los componentes del contexto. Nuestra autoestima sufre por el hecho de que se nos sitúe allí donde pensamos que no debemos estar, y más aún si se sitúa a otro en la posición que juzgamos que nos corresponde a nosotros. Este sentimiento de haber sido injustamente preterido es la clave del dinamismo de la envidia. No debe olvidarse que no es el envidiado el que nos relega, sino que, la mayoría de las veces, son los demás, de modo que el envidiado es ajeno a la depreciación del envidioso. Esta es la explicación de que muchos envidiados no tengan relación alguna con el envidioso, o ignoren incluso la existencia del mismo. 8.2.
LA ENVIDIA, RELACIÓN DE ODIO
La envidia es fundamentalmente una relación de odio, pero de carácter diádico. El envidioso odia al envidiado, por no poder ser como él; pero también se odia a sí mismo por ser quien es o como es. En lo que respecta a la estructura del self , de la identidad, ser es ser como. Ésta es la razón por la que se puede representar ser como X sin serlo, haciéndose pasar por X. La mendacidad radical no consiste en decir que se hizo lo que no llegó a hacerse, sino en representar ser lo que de ninguna manera se es. La existencia del pedante, del chulo, del macho, etc., radica en la necesidad de mentir re-haciéndose, después de des-hacerse de como se era (ignorante, cobarde, insuficiente). Son muchas las personas que se inaceptan a sí misma y, por tanto, se odian. Pero ese odio a sí mismo se traduce, al fin, en odio generalizado. Por una parte, a los que son como él (es el odio del judío hacia los judíos, del negro a los negros, del español a los españoles...,
porque en ellos «se ve»). Por otra, a los que no son como él, porque le diferencian y se diferencian de él, y a los que concede la superioridad de un ideal anhelado: en ellos se ve, precisamente porque no es como ellos, porque carece ante ellos. La incurabilidad de ese odio/rechazo hacia sí mismo, a partir del odio/admiración hacia el otro a quien considera un ideal, deriva totalmente del hecho de que no-se-puede-dejar-de-ser. Este es el problema fundamental del envidioso, como he insistido a lo largo de estas páginas. El hecho de que la envidia se constituya, como veremos luego, en una forma de estar en el mundo, en una actitud fundamental desde la que se impregna a las restantes actitudes parciales, procede de ese hecho doloroso e insubsanable: ser quien se es; desear no serlo (y ocultarlo); tratar de ser otro (y negarlo); estar imposibilitado de serlo.
8.3.
LA ENVIDIA, RELACIÓN DE AMOR
Una buena parte de las relaciones sujeto/sujeto son ambivalentes, y en mayor o menor cuantía figura el componente opuesto al que aparece como dominante. Esto es visible en la envidia, en la que no puede dejar de figurar el componente amoroso, bajo la forma de admiración. Ocurre, sin embargo, que es prácticamente imposible que el envidioso reconozca amar al envidiado, ni siquiera admirarle. Pero como rival, en tanto representa el ideal del yo, se le ama (en el sentido amplio del término). La compulsión del envidioso
respecto de la persona del envidiado procede del hecho de que ama a quien odia (por ser lo que él no es), y ese amor a quien detesta por el daño que su mera existencia le produce, le lleva a una constante e incontrolable tendencia a la destrucción de esa figura, amada a su pesar.
9.
EFECTOS DE LA ENVIDIA
¿Qué efectos produce la envidia, el envidiar? ¿Cuál es su coste en la economía mental y emocional del sujeto? La «presencia» del envidiado en el espacio real o imaginario del envidioso afirma, directa o indirectamente, como he indicado varias veces, la carencia de algo fundamental y decisivo en el perfil de su identidad, y la afirma para sí mismo, y, públicamente, ante los demás. El padecimiento crónico del envidioso, pues, se mueve sobre la conciencia dolorosa de que no es —o no se le considera— como aquel a quien envidia. «Ahora éste está aquí, delante de mí, delante de todos, para hacerme ver y hacer ver a los demás que no soy como él.» En este sentido, el dinamismo de la envidia focaliza la atención del envidioso en el envidiado, «obsesionado» por él (en el sentido no técnico sino coloquial del vocablo), constantemente presente en su vida, con carácter compulsivo, y lo inhabilita para otra tarea que no sea ésta, reveladora de su dependencia. Pero, a mayor abundamiento, el envidioso trata inútilmente de no ser el que es, de ser de otro modo a como es, de ser, en realidad, el otro, el envidiado. Porque el envidioso no se acepta, no se gusta, porque se reconoce con rasgos estructurales —los que le definen a sus propios ojos — negativos. Cualquiera sea la ulterior racionalización que construya sobre sí, en la intimidad
está presente siempre la deficiencia que le hace rechazable para sí mismo. Nótese la diferencia con quien, no aceptándose inicialmente, no se plantea siquiera la imposible tarea de dejar de ser para ser otro, sino de perfeccionar su imagen, de ser él mismo, pero mejor. Al contrario que éste, el envidioso gasta sus mayores energías en dejar de ser el que es, para tratar de ser aquel que no puede llegar a ser. El envidioso renunciaría a sí mismo en favor de aquel a quien envidia: tarea, como he dicho, imposible, que sólo puede resolverse de mala manera: bien mediante el recurso a una fantasía improductiva, bien mediante los intentos de destrucción de aquel a quien envidia y que se constituye, sin pretenderlo, en testigo de sus autodeficiencias. Porque la gran paradoja interna del envidioso, como he pretendido hacer ver, estriba en que ama/admira al que envidia, aunque para defenderse de esta intolerable admiración se empeñe en no hallar motivo para admirarlo y, en consecuencia, tampoco para envidiarlo. Pero no hace para sí mismo nada, y se mantiene al acecho en la activa observación del envidiado, con quien se identifica de manera ambivalente: le ama/admira, porque constituye la encarnación de su ideal del yo; mas niega luego su amor/admiración hasta transformarlo en su contrario, odio/desprecio, como forma de justificar su ataque y defenderse de la acusación tácita de los demás de «no ser más que un envidioso». El envidioso no puede hacer otra cosa que envidiar. Y de aquí la serie de expresiones del lenguaje coloquial, de surno interés por su carácter metafórico respecto de los efectos de la envidia en el envidioso: -«se le come la envidia»; -«se reconcome», reconociendo así el carácter reiterativo, monocorde, compulsivo de la relación con el envidiado;
-«se consume», en el fuego, metáfora de la pasión, que representa envidiar; -«se muere de envidia». Todo ello se desvela en el rostro, por más que se intente ocultarlo. Decía Vives, en cita que reproduje antes de modo incompleto: «Quien tiene envidia pone gran trabajo en impedir que se manifieste... cosa que trae consigo grandes molestias corporales: palidez lívida, consunción, ojos hundidos, aspecto torvo y degenerado.» Y añade: «Con razón han afirmado algunos que la envidia es una cosa muy justa porque lleva consigo el suplicio que merece el envidioso» 30. No sólo el sujeto envidioso es inicialmente deficiente en aquello que el envidiado posee, sino que el enquistamiento de la envidia, es decir, la dependencia del envidioso respecto del envidiado perpetúa y agrava esa deficiencia. 9.1.
ENVIDIA Y CREATIVIDAD
Una de las invalideces del envidioso es su singular inhibición para la espontaneidad creadora. Ya es de por sí bastante inhibidor crear en y por la competitividad, por la emulación. La verdadera creación, que es siempre, y por definición, original , surge de uno mismo, cualesquiera sean las fuentes de las que cada cual se nutra. No en función de algo o alguien que no sea uno mismo. Pues, en el caso de que no sea así, se hace para y por el otro, no por sí. Todo sujeto, en tanto construcción singular e irrepetible, es original, siempre y cuando no se empeñe en ser como otro: una
30
Vives, ob. cit., pág. 325.
forma de plagio de identidad que conduce a la simulación y al bloqueo de la originalidad. 9.2.
LA TRISTEZA EN LA ENVIDIA
Es interesante que analicemos la peculiar tristeza del envidioso. Si la tristeza remite, más o menos directamente, a la frustración tras la pérdida del objeto (amado), esto quiere decir que el objeto, ahora perdido, ha sido con anterioridad objeto apropiado, suyo, poseído. No es el caso del envidioso, cuya tristeza no es por pérdida, sino por no logro. El envidioso es un sujeto frustrado por la no consecución de lo anhelado. Se trata de un padecimiento muy intenso. Porque en tanto que objeto deseado —llegar a ser tal y tal— es objeto imaginariamente logrado, o sea, fantásticamente conseguido. La pérdida del objeto en el envidioso no es la de un objeto real, de la que es posible recuperarse después del trabajo de duelo, sino de un objeto imaginario que, como tal, es y siempre fue un puro fantasma: ni fue logrado ni puede serlo jamás. El error del envidioso, al inaceptar-se a sí mismo y proponerse ser otro, hace de su vida un proyecto imposible. La tristeza del envidioso procede de haber hecho de su ideal no un constructo imaginario de sí mismo, sino de otro. Lo que el envidioso no logra es su proyecto de ser el envidiado. Por eso, la tristeza del envidioso posee un tinte persecutorio. Está poseído por el otro, la sombra —la imagen— del otro introyectada en él y no puede «quitárselo de encima». Una y otra vez se le presenta, a todas horas, de día y de noche, y por eso, como su objeto perseguidor, se constituye en el tema recurrente de su existencia. 9.3.
ENVIDIA Y SUSPICACIA
El envidioso es suspicaz, desconfiado. En cualquier momento su actitud vigilante en la ocultación de su envidia puede cesar o decaer,no puede delatarse por haber llegado demasiado lejos o demasiado torpemente en la demolición crítica y en la difamación. Tarde o temprano, directa o sesgadamente, el envidioso se descubre como tal y se le descalifica psicológica y moralmente. Esta actitud de acecho en los demás, y de vigilancia y control de sí mismo para evitar ser descubierto, convierte al envidioso en- un sujeto receloso y suspicaz. Cualquier palabra o gesto puede^ser una alusión a su carácter envidioso. Por otra parte, ¿no se sabe ya de su índole de envidioso en la medida en que cada vez esta más privado de relaciones, cada vez son más los que desconfían de él? La suspicacia, en forma de hipersensibilización narcisista, es una de las consecuencias más graves de la envidia. 9.4.
ENVIDIA VERSUS DELIRIO
Es curioso que la envidia no evolucione hacia el delirio, salvo en el caso del delirio de celos, en el que el celoso, junto a la certidumbre de que su pareja le engaña, siente envidia del rival. Pero ya hemos visto anteriormente que la estructura de la relación de envidia es distinta de la relación de celos, aún más compleja, sobre todo a tenor del carácter triádico de ésta. El envidioso no se psicotíza, éste es un hecho de la experiencia. La razón de ello hay que verla en que el envidioso no renuncia a su ser (desearía ser como el otro, pero sin dejar de ser él), cosa que sí hace el delirante. La intolerable insatisfacción del delirante con su identidad le lleva a inventarse otra, completamente fantástica, y no tiene razón alguna para envidiar, puesto que, gracias al delirio, es ya más que nadie. Por eso, a
diferencia del envidioso, profundamente desequilibrado, el delirante logra su neoequilibrio adoptando la imagen delirante de lo que fue su ideal del yo, y acabando por ser él mismo encarnación de su propio ideal. De aquí el carácter lúdico y autogra-tificador del delirio, la satisfacción del delirante, que incluso puede sentirse envidiado, y objeto, por ello, de la persecución por los más poderosos de la tierra.
10.
IMPOTENCIA EN LA ENVIDIA
La envidia se alimenta y rumia desde la impotencia del envidioso. Quizá en otros aspectos el envidioso es un sujeto de valores, pero carece de aquel que el envidiado posee: ésta es la cuestión. El tratamiento eficaz de la envidia cree verlo el que la padece en la destrucción del envidiado (si pudiera llegaría incluso a la destrucción física, y no es raro que se fantasee con su desgracia y su muerte), para lo cual teje un discurso constante e interminable sobre las negativida-des del envidiado. Es uno de los costos de la envidia. Y, para continuar con la metáfora, un auténtico despilfarro, porque rara vez el discurso del envidioso llega a ser útil, y con frecuencia el pretendido efecto perlocucionario —la descalificación de la imagen del envidiado — resulta un fracaso total. ¿Cómo convencer al interlocutor de la falsa superioridad del envidiado? Ni siquiera a aquél, envidioso a su vez del mismo envidiado, pero envidiando por otro motivo. Porque cada cual envidia a su manera y respecto de algún rasgo del envidiado, y, en consecuencia, no considera válidas las razones del otro para envidiar a su vez. Como entre los delirantes, en los que es el caso que cada cual juzga delirio el ajeno y nunca el propio, también el envidioso reconoce lo que hay de envidia en el otro y no en él. No
hay comunidad de envidiosos, como no la hay de delirantes. El complot de envidiosos, que, en ocasiones, se ha llevado a la escena (más que a la novela), es de formidable efecto dramático, pero no responde a la realidad. Precisamente a quien quisiera convencer el envidioso es a aquellos que admiran sin reservas a quien él envidia. Ahora bien, para que un discurso de este tipo logre persuadir hace falta que adopte, cuando menos, lo que podríamos denominar la retórica de la pulcritud , es decir, que no se entrevea mala intención. El odio del envidioso, que le defiende del amor/admiración que bien a su pesar experimenta hacia el envidiado, le imposibilita para la adopción de la pulcritud moral requerida, pese a toda suerte de simulación. Rara vez el envidioso consigue que dejen de admirar aquellos que limpiamente admiran a quien él envidia.
11.
LA ENVIDIA COMO DESTRUCCIÓN
El envidioso busca la destrucción del envidiado, pero la destrucción de su imagen, no necesariamente del cuerpo físico del envidiado. Porque aún desaparecido de este mundo, su imagen «persigue» (es su «sombra») al envidioso, en la medida en que ésta es de él y persiste aún después de muerto. En el asesinato de Abel por Caín la sombra de Abel subsiste aún después de muerto. Este es el motivo de que, más que la muerte del envidiado, lo que realmente satisface, cuando menos en parte, es su «caída en desgracia», porque ello puede significar la pérdida de los atributos por los que antes se le envidiaba. Era ése el objetivo de la envidia: no que el envidiado no existiera/ni que fuera
desgraciado en otros aspectos, sino que quedase sitidado por debajo del envidioso. Pareciera que el envidioso se calmaría si pudiese simplemente odiar, o si lograra la destrucción de esa persona a quien se ve obligado a amar. En efecto, cuando el envidiado deja de serlo en virtud de su «caída», pongamos poí caso, ya no se le ama/admira, porque ha dejado de ser un ideal; tariípoco se le odia, porque no le refleja al envidioso aquel que no es. Se le puede, llegado este caso, compadecer, una vez sobrepasada la etapa preliminar de alegría por la desgracia ajena. En esta situación, el envidioso, «liberado» de la persecución de la sombra del envidiado, puede ahora hasta compadecerlo, al menos por algunos momentos, porque al fin y a la postre siempre pensó que «es ahí donde siempre debiera haber permanecido». La presencia del componente envidioso dificulta, cuando no anula, toda otra forma de interacción con el envidiado y, en último término, hasta con los demás. Schopenhauer habla del muro que la envidia establece entre el yo y el tú, y cómo la envidia, por la ineludible necesidad de ser ocultada, se convierte en una pasión solitaria. La envidia priva al que la padece de una productiva relación con el envidiado, y también con aquellos a los que se les predica la destrucción del mismo. Porque ante el envidioso acaban los demás por precaverse y distanciarse, en la medida en que se advierte su maldad y su capacidad solapada para destruir al que envidia y, llegado el caso, a cualquier otro a quien potencialmente pudiese envidiar. ¿Quién garantiza que la envidia que ahora siente hacia P no se vuelva alguna vez hacia otros, y trate, de la misma manera, de destruirlos? La envidia es una pasión extensiva. El envidioso acaba, como se dice en la expresión coloquial, «por no dejar títere con
cabeza». También ha de destruir a aquellos que admiran al que él envidia, en la medida, por lo menos, en que le hacen ostensible la inutilidad de su esfuerzo demoledor. Toda interacción productiva está basada en la buena fe, en la confianza. Cuando confiamos en alguien, le damos acceso a una parte de nosotros mismos que de otra manera le resultaría inabordable. La confianza es, o implica, riesgo. Pues con ella damos oportunidad de que se nos pueda dañar. Confiamos en alguien porque suponemos que podemos contar con su lealtad. Sólo el seguro de sí, el que se acepta a sí mismo en virtud de su adecuada organización como sujeto y, por tanto, no tiene necesidad de envidiar, se confía y puede ser a su vez fiable interlocutor. Nada de eso se infiere de la conducta del envidioso. Su deficiencia estructural en los planos psicológico y moral, aparece a pesar de sus intentos de ocultación y secretismo. La envidia no es un pecado, como se ha concebido en la concepción católicomoral, porque, como pasión, como sentimiento, o se tiene o no se tiene, y nada se puede hacer para sentirla o para dejar de sentirla. Pecado sería, en todo caso, en una concepción teológico-moral, la actuación derivada de la envidia, es decir, la crítica injusta, la difamación, etc. La envidia es, tan sólo, una desgracia, un padecimiento, incluso —en un sentido laxo del término— una enfermedad, en la medida en que, como he dicho, resulta de una singular deficiencia estructural del desarrollo del sujeto. Y la envidia es, además, crónica e incurable. Lo he afirmado antes: la envidia es una manera de instalarse en el mundo. Quien alguna vez ha tenido la experiencia dolorosa de la envidia está ya definitivamente contaminado por ella. Porque le desvela a sí mismo, en su intimidad, la secreta deficiencia, aquella por la que,
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