Carlos Castilla Del Pino

October 24, 2017 | Author: Azorín | Category: Morality, Memory, Existence, Catholic Church, Condom
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Descripción: Artículos periodísticos...

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A continuación presento una serie de artículos escritos por Carlos Castilla del Pino en la prensa a lo largo de varios años. Lo hago con intención puramente pedagógica. Si conculco algún tipo de derecho de autor, hagánmelo saber e inmediatamente lo retiraré.

CARLOS CASTILLA DEL PINO 'Coitus condomatus'

Carlos Castilla del Pino es psiquiatra.

EL PAÍS | Opinión - 12-11-1990

Allí donde haya de utilizarse la sindéresis no tengan duda alguna: este episcopado español, en uso de la libertad de expresión de que gozamos todos (no, como en otros tiempos, sólo ellos; ahora, mal que les pese, también los demás), demostrará repetidamente su absoluta carencia de la misma. Nuestros obispos conservan su habitual tendencia, en inercia anacrónica de cuando esa tendencia, tenía sociológicamente su razón de ser, porque era practicable: la de tratar de imponer como moral universal su singular moral católica. Una doctrina moral, la católica, éticamente inmoral, ya que tiene la peculiaridad de poder transgredirse en sus principios por los que se dicen católicos sin que ello les obligue a desdecirse de ser católicos. Esa anética moral católica es tan laxa ya comenzó a verla así Pascal en 1656- que permite toda suerte de transgresiones sin la consecuencia lógica debida: el apartar del grupo al que no cumple la norma que caracteriza y define al grupo en cuestión. Porque un grupo, religioso, político, de la índole que sea, se rige por sus principios, y cada miembro del mismo se compromete a mantener una conducta que implique la obediencia y el cumplimiento de esos principios. La sociedad católica ha sido una excepción: quizá para evitar la sangría de sus miembros, sobre todo los socialmente relevantes, ha tolerado el reiterado incumplimiento de sus normas. Por eso, ser católico ha sido y es sumamente fácil: la moral católica es la más cómoda del mundo, pues permite hacer lo que se proclama que no se debe hacer, sin que esta contradicción tenga la menor importancia. Claro es que el hábito repetido de esta contradicción comporta la frivolidad y/o el cinismo. La jerarquía católica sabe de sobra que ha sido una cuestión de sensibilidad moral (de estética ética), lo que llevó a muchos católicos a dejar de serlo como manera de eludir ese antiestético, aunque cómodo, cinismo.Ahora han puesto el grito en el cielo nuestros obispos porque las autoridades sanitarias -es su misión, no otra- recomiendan el uso del condón en bien de la salud corporal y mental de los adolescentes españoles que estén libremente dispuestos a mantener relaciones sexuales. ¿Habrá que subrayar que recomendar no es ordenar? Como dice mi admirado Haro Tecglen, ¿es imaginable un juez ordenando el uso del condón en el miembro viril del miembro masculino de una pareja a la que, pongamos por caso, la policía judicial sorprendiera cohabitando sin el dichoso adminículo? A diferencia de las autoridades episcopales, que ordenan habitualmente, las sanitarias no obligan, en este caso concreto, a colocarse el condón; lo aconsejan a quienes están dispuestos de antemano -es la condición lógicamente necesaria: no parece que el condón posea otras finalidades- a hacer uso de la relación sexual. Los obispos, a diferencia de las autoridades sanitarias, no tienen por qué recomendar: mandan, ordenan desde su sapiencia teologicomoral. Pero ¿qué es lo que, haciendo gala de sentido común, debieran ordenar? ¿Que no se utilice el condón o que no se use de la sexualidad en circunstancias católicamente inadecuadas? El problema que debe preocupar a los obispos, en buena lógica, no es el ulterior pecado que se comete con el uso del condón en el coito (el coitus condomatus de la teología moral), sino el preliminar pecado que supone el mero coito en condiciones católicamente indebidas. ¿Y no es el reconocimiento del fracaso en la evitación del pecado del coito el desplazar ahora la indignación teologicomoral hacia el pecado que implica el uso del condón? La verdad es que si los adolescentes españoles fueran fieles observantes de la declarada moral católica, ¿se necesitaría la campaña sanitaria de marras? ¿No vendría la salud del cuerpo y de la mente -en este caso, la prevención de las enfermedades de transmisión sexual y la de embarazos no deseados- por añadidura al estado de gracia que supone la castidad de los católicos? Lo que los adolescentes demuestran, y los obispos no parecen querer ver, pero es ahí donde está la cuestión, es que, en lo que a la práctica de la sexualidad concierne, no les importa pecar; o ni tan

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siquiera piensan que sea pecado; a lo mejor ni tan siquiera son ya católicos. Y no es misión de las autoridades civiles entrar a dirimir si el cludadano peca o no peca -faltaría más: sería volver a la época siniestra en la que las parejas sorprendidas en placentera soba por el guarda jurado del Retiro aparecían con nombres y apellidos en el Abecé y en el Arriba del día siguiente-, sino en el dato sociológico de que los adolescentes tienen hijos no deseados en cuantía estadísticamente relevante y en que pueden transmitir determinadas enfermedades, algunas de las cuales son, por ahora, indefectiblemente mortales. A nuestros obispos esta circunstancia parece no importarles. Es fundamental que los adolescentes no pequen por utilizar el preservativo, aunque al pecar en el coito sin él puedan muchos de ellos enfermar e incluso perecer. Los señores obispos están, como sabíamos, bien dotados de dioptrías intelectuales; en igual, pero inversa proporción a la sensibilidad que poseen para la comprensión de los problemas humanos.

CARLOS CASTILLA DEL PINO 18 aforismos sobre la guerra

Carlos Castilla del Pino es psiquiatra.

EL PAÍS | Opinión - 10-03-1991

1. Esquizofrenización. Uno estaba contra Husein, pero con los árabes. Con los aliados, pero contra la guerra. Con los israelíes, pero contra Shamir. Contra la guerra, pero no con Wojtila.Verdaderamente así no se puede vivir. (Se me olvidaba: ni con Anguita ni contra Anguita). 2. El fiscal general del Estado amenazaba procesar a quienes incitaran a la deserción. Buenos ciudadanos, librémonos de incitar a nadie a desertar. ¿Puedo desanimar, no obstante, a que se vaya al desierto, incluso de turista? 3. Ruego al fiscal general del Estado distinga entre la incitación a desertar y la incitación a desiertar. Como acabo de inventar este término, puedo darle la acepción que me plazca. La primera (y de momento la única): escapar del desierto. Esto último -sólo esto último. Por favor, que no se me entienda mal: sólo esto último- es a lo que yo invito. En verdad, el desierto no está nada cómodo. 4. Los árabes no comprendían a Felipe: lo consideraban, sin más, beligerante. Pero no es eso. Felipe encontró una fórmula feliz: amagar y no dar. O sea, no hacíamos la guerra; nos la hacían. 5. Es que en esa guerra -decía Felipe por boca de Benegas (una Rosa Conde, aunque sin espasmos)- no éramos neutrales, éramos solidarios.

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Para la II Guerra Mundial, Franco dijo: "No somos neutrales, somos no beligerantes". 6. Lo malo de que algunos hicieran la guerra por nosotros es que algunos la hagan contra nosotros. 7. Si una de las bombas de un B-52 cayera sobre nuestras cabezas, en el trayecto de Zaragoza a Morón -es tan sólo un ejemplo-, ¿quién sería el Fraga que hiciera la prueba empírica de la inocencia de tales artefactos? 8. Rezos, días de oración, ayunos y abstinencias, hacen que los que sobrevivieron pierdan peso y ganen, ¿cómo no?, en religiosidad. 9. Bush acusó a Husein de torturar prisioneros. Husein a Bush de bombardear escuelas y refugios... Bush a Husein / Husein a Bush. ¿No les bastaba con enviarse misiles? En la guerra, éstos tienen la palabra. 10. Dostoievski: "No se puede vivir absolutamente sin piedad". Dostolevski estaba en el error: se puede vivir absolutamente sin piedad. 11. "¿Dónde estaba Pérez de Cuéllar? / Matarile, rile, rile. / "¿Dónde estaba Pérez de Cuéllar? / Matarile, rile, ro". 12. Hay sustantivos a los cuales sobra cualquier adjetivo. Uno de ellos es el sustantivo guerra. Santa, Justa; buena, moral; injusta, cruel, etcétera. ¿No basta con el sustantivo? Incluso calificar a una guerra de criminal no es sino una inútil redundancia. 13. La peligrosa, aunque bienintencionada, calificación de esta guerra como injusta -Gimbernat et alt..: EL PAÍS, 7 de febrero de 1991- es que implica que hay guerras que no lo son. 14. El adjetivo tiene un punto débil: es propiedad del hablante que en ese momento los usa. Sadam decía que esta. guerra es santa; Bush también. Átenme esa mosca por el rabo. 15. El general Schwarzkopf decía que tenía "pesadillas horribles" (agencia Efe) ante la posibilidad de que muchos de sus muchachos murieran cuando diera la orden de avance. La muerte de sus muchachos es verificable. Sus pesadillas, no. El es libre para decir que las tiene. Yo soy libre de no creerlo.

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¿No querrá -pienso- que se le compadezca? 16. Es inverosímil que en schwarz Kopf quepan pesadillas. Más bien que las provoque en las cabezas de los demás. Por lo menos en la mía. 17. Un genio de mente afilada como un tonel ha encontrado una razón para esta guerra: la guerra es barata. Hechos sus cálculos, concluyó lo siguiente: "¡Más caro es el embargo!" (EL PAÍS, 5 de febrero, 1991, en un artículo de opinión). 18. Me bombardean con la pretensión de que califique psiquiátricamente a Sadam Husein. Me niego, asimismo, a psiquiatrizar a Bush. Lo que faltaba, que ahora se les considerara irresponsables. De una vez por todas afirmo a voz en grito, y sin demasiado temor a equivocarme: ¡los dos son normales!

CARLOS CASTILLA DEL PINO Amonestación wojtiliana

Carlos Castilla del Pino es psiquiatra.

EL PAÍS | Opinión - 06-11-1991

Una definición semántica de insulto es ésta: todo aquello que de modo verbal o extraverbal se emite con carácter de tal por parte del hablante. El insulto puede ser eficaz o ineficaz, según se obtenga o no el efecto deseado, que no es otro que el deterioro de la imagen de aquel al que se le dirige. Cuando no ocurre así, el acto de insultar queda, valga la expresión, cojo, porque no da en el blanco, y el insultante tiene evidencia de su fracaso en la indiferencia, incluso en la perplejidad, con que el insultado se comporta al oír la palabra o ver el gesto que se emitió con intención más o menos demoledora. Ocurre a veces -y entonces el fracaso del insultante es mayúsculo- que el insulto no sólo no ofende, sino que ensalza. Un término como rojo era un insulto hace muchos años; dejó de serlo, incluso se convirtió en piropo, años después, aunque todavía algunos pretendieran ofender con él (hoy no es ni una cosa ni otra, porque, al parecer, es ya un arcaísmo).A mí me ocurriría algo por el estilo si, pongamos por caso, el obispo Echarren, el arzobispo Suquía o (lo que sólo puede concebirse en el colmo de la fantasía como realización de imposibles deseos) el primado González tuvieran la mala intención -que no la poseen, desde luego- de gritarme con prosodia de insulto: "¡Neopagano!"' (siguiendo pautas wojtillanas, a las cuales se deben). ¡Qué más quisiera yo que ser neopagano! Tengo para mí que aún no lo soy suficientemente. Pero, amigos míos, el ministro Solana, el escritor Juan José Millás y algún otro sí se han ofendido al sentirse llamados así, en tanto miembros todos ellos de la sociedad española a la que se ha calificado de neopagana por el señor Wojtila.

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No tienen razón los ofendidos, cualquiera sea el lado por el que se mire el pretendido insulto. Ser neopagano es, por lo que yo deduzco, sentirse partícipe de que este colectivo que se denomina sociedad española adopte como normas cívicas cosas como las siguientes: que estudie la religión católica aquel y sólo aquel que lo desee; que los errores en el matrimonio se subsanen mediante el divorcio; que se tengan los hijos que se quieren tener y ni uno más; que una maternidad no deseada (por no hacer uso de los excelentes y en la práctica inofensivos anticonceptivos orales, algunos de los cuales podrían llevar en la cajita el made in..., si el lugar de la producción se identificara con el de la procedencia del dinero), se corrija mediante un aborto a tiempo, etcétera. Todo esto, así como el deseo de poseer aquellos objetos que el mercado ofrece, por triviales que algunos de ellos puedan parecer a los demás (en lugar de colocarse aquellos sudados, aunque milagrosos, escapularios), se califica de degradación hedonista y de renuncia a los valores eternos (tras la degradación hay, no se olvide, degradados, eufemismos, de degeneración y degenerados, respectivamente). Parece evidente que a nadie se le impide ser católico, ni se le exige abortar, divorciarse, limitar su natalidad o usar anticonceptivos. De ello resulta que en esta sociedad en que hoy vivimos coexisten los que no llevan a cabo ninguna de estas prácticas, en uso de sus libertades personales, con los que, usando de la misma libertad, llevan a cabo una, dos o todas. Esta coexistencia en igualdad de derechos para unos y para otros se denomina tolerancia, que es, sin duda, un valor que pueden aceptar ambos grupos sociales, a poco que usen de la razón para el logro de la pacífica convivencia. La amonestación wojtiliana es, mírese por donde se mire, una invitación a la intolerancia, una apología. Apología por lo demás nostálgica, porque me parece que, de momento, las cosas juegan a favor del convencimiento por una mayoría de que nadie tiene por qué dictar a los demás los valores por los que ha de regirse su forma de vida, con la que no molesta ni lo más mínimo a los demás, por próximos que estén. Sólo así se puede vivir en paz y en libertad.

CARLOS CASTILLA DEL PINO Córdoba: la responsabilidad

EL PAÍS - España - 27-04-1979

Me apresuro a escribir estas líneas cuando los primeros resultados de estas elecciones locales acaban de dar un triunfo -tan freudianamente «olvidado» en la enumeración de Martín Villa, que hubo de merecer el apuntamiento- al PCE en Córdoba y, cuando menos, en una docena más de municipios de la provincia. No está mal. En la medida de mi ininteligencia política me ha parecido pertinente contar siempre con el supuesto de que, si el PCE ha de ser algo más de lo que ya es en el ámbito político general del país, ha de lograrlo ascendiendo, a su ritmo, los peldaños que los ayuntamientos suponen. Me parece que, salvando las distancias, este supuesto es válido quizá para toda la izquierda. Y la razón de ello es, según creo, la siguiente: la derecha es un hecho, la izquierda una posibilidad. Y el español, temeroso tal vez de la aventura que toda posibilidad supone, prefiere de momento el hecho. Y el hecho, repito, es la derecha (o, si se quiere, el sogenannte Centro).Sólo, pues, a través de los hechos cabe imaginar el progreso de la izquierda, y nada mejor que los hechos concretos, directos, los que son palpados y observados por el ciudadano real, es decir, los de cada ciudad, para valorarlos en su justa medida, con el ojo crítico, nada abstracto, que requiere todo juicio político. Porque la política, no porque aprehenda la realidad desde una perspectiva más amplia, puede ser una abstracción. Quede la abstracción política para los, sin duda necesarios, tratadistas de la Política. La política (minúscula) es de un concretismo tal que no en

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balde es una parte de la pragmática. Pragmática de corto y medio plazo, que queda perpleja, las más de las veces, frente a plazos más amplios, consciente de que hasta ahí no llegan los ojos miopes del político real. Pues bien, al propio tiempo que el júbilo de masas crecía al conocer el triunfo, se podía asistir al sobrecogimiento de los elegidos. Como aquel que aspira desde siempre, compulsivamente, al puesto que anhela, y que una vez conseguido queda sumido en el marasmo de la hiperresponsabilidad, también a estos, hasta ayer candidatos, les sobrecogió una angustia responsable y sensata. Más aún cuando se supo que Córdoba ha sido la única capital de provincia que en España logró colocar al PCE a la cabeza del municipio. Pero esta misma vivencia de responsabilización nos afecta a todos los que asentimos, de hecho o con el mero voto, en la izquierda. Sabemos que no sólo Córdoba ha dejado de ser de unos pocos para ser de la totalidad de los cordobeses, sino que somos estos ciudadanos de a pie los que vamos a vincularnos decididamente a nuestros elegidos. Una democracia real no concluye con la episódica tarea de la urna -que eso es, si sólo es eso, seguir en el idiotismo-, sino en eI quehacer ciudadano, cotidiano y colaborador. Sí; es para sentirnos responsables. Sin proponérnoslo nos hemos convertido en ojos que somos vistos, dicho sea parafraseando a Machado. O, para decirlo en la jerga actual, en Ayuntamiento-piloto. Un Ayuntamiento que tiene sobre sí una tarea muy varia, desde la elemental de hacer habitable una ciudad que, como tantas, se ha hecho invivible, hasta la recuperación de lo que aún queda por merecer la pena verse en esta Córdoba que fue, al decir de alguno, una de las ciudades más bellas de Europa, y que hoy, si pudiera, debería acogerse, tras el franquismo, al fenecido organismo aquel de Regiones Devastadas, creado precisamente por él, que la devastó. ¿Saben los lectores qué hay que hacer aquí? Una palabra lo resume todo. Y es esto lo que hemos dehacer entre todos, conscientes de que Córdoba -como tantos otros municipios españoles- ha sido devuelta, esperemos que para siempre, al pueblo de Córdoba. Yo propondría que, durante los primeros meses, Córdoba adoptase como símbolo de su municipalidad una sencilla escoba. Porque -atiéndase a la concreta realidad que es la política- lo primero que hemos de hacer es barrer todos el suelo de Córdoba, lo único hasta ahora municipalizado para covertirlo en pocilga generalizada. Al mismo tiempo, esa escoba debería simbolizar, sin ninguna duda, que también hemos de barrer la indecencia, a sabiendas de que, ante todo, y como dije apenas muerto el dictador, la tarea más grave que ha de acometer esta sociedad posfranquista es la remoralización ciudadana y la recuperación de su dignidad.

CARLOS CASTILLA DEL PINO El drama de Günter Grass EL PAÍS - Opinión - 02-09-2006 Disiento de la opinión de Vargas Llosa, expuesta en su artículo Günter Grass, en la picota (EL PAÍS, 27 de agosto de 2006). Aunque pueda errar en mi interpretación, entiendo "las proporciones desmesuradas que ha tomado en el mundo la revelación, hecha por él mismo", de su alistamiento voluntario en la temible Waffen-SS, un secreto guardado por Günter Grass durante 60 años.

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¿Por qué esta revelación ahora? Descarto la tan banal como maliciosa interpretación, hecha por algunos, de que Günter Grass busca la publicidad para sus memorias. Venderá más, sin duda, tras el escándalo, pero ese plus en las ventas, ¿justificaría razonablemente el escándalo de su declaración y, lo que es más grave, el deterioro -justificado desde mi punto de vista- de su imagen pública, naturalmente que no la de escritor en tanto tal, sino la de su yo moral -el superyó, para acogerme a un término freudiano que todos conocemos- de Alemania, con seudópodos también por fuera de ella? No; no es presumible esta hipótesis economicista, por demasiado costosa e ininteligente. Porque es precisamente en esa faceta moral, la más importante para muchos, y desde luego para él, en donde se ha producido el deterioro de su imagen, y supongo que, aunque no unánimemente, con caracteres definitivos e irreversibles. Las razones para esta tesis son, a mi modo de ver, varias. En primer lugar, él se ha esforzado en presentarse ante los demás como una conciencia moral (podía haberse limitado meramente a ofrecer la del gran narrador que es), olvidando que nadie está justificado para sermonear al mundo, como un Moisés que baja del Sinaí con las Tablas de la Ley entre sus manos, para decir a todos lo que se debe hacer, porque justamente es lo que él cree que se debe hacer. En segundo lugar, porque, aunque no dudo de las muchas virtudes que deben adornar a Günter Grass, ni él ni nadie debe proclamarlas. Las virtudes se practican, pero no se exhiben. Son los demás, en todo caso, los que las descubrirán y colocarán entonces al virtuoso en el pedestal de los hombres heroicamente ejemplares, pero discretos. Decía William James, el gran psicólogo de Harvard, a finales del XIX, que lo que él denominaba yo social, es decir, la imagen pública de cada uno, "está en la mente de los demás". Y así es, añado yo, por muchos esfuerzos y prédicas que cada cual haga para que los demás acepten la buena imagen que en general uno tiene de sí mismo. Por último, la razón por la que considero definitivo e irreversible el deterioro de su imagen estriba en un hecho que él mismo ha puesto de manifiesto; a saber: mintió. No se limitó a ocultar, esto es, callar lo que hizo, sino que en su lugar afirmó haber sido lo que no fue: miembro de una batería antiaérea del Ejército regular. La mentira confesada facilita la hipótesis -inverificable y que, por tanto, quedará como permanente sospecha- de que pudo haber otras mentiras, y aún más graves (¿por qué no, si mintió antes?) y no confesadas. Desde ahí, el deterioro definitivo de su imagen a que he hecho referencia, la pérdida de su credibilidad y la imposible restauración de la misma. ¿Y por qué su declaración ahora? Aquí solo caben conjeturas. La más verosímil es que, como todos los que llevan el peso oculto de la culpa, haya temido que en cualquier momento alguien la revelara, y, ante esa eventualidad, lo menos malo, o lo que es igual, lo más inteligente, es descubrirla antes por sí mismo. Piénsese por un momento lo que hubiera significado para Günter Grass el que alguien hubiera denunciado su secreto antes que él. La confesión pública ofrecida es, repito, más inteligente, y desde luego más rentable que la temida denuncia. Hace ya más de un siglo, Dostoievski escribió una frase eufónicamente feliz, pero absolutamente inexacta: "Si Dios no existiera, todo estaría permitido". No es así. Por desgracia, a lo largo de los siglos, la creencia en Dios no ha evitado el que los desmanes de muchos creyentes sean equiparables, en cuantía y calidad, a los de muchos incrédulos. Lo que sí puede asegurarse es que si los demás no existieran, todo estaría permitido. Porque son "los otros" los que componen la conciencia de cada cual. En mi libro La culpa recogí una conclusión de Freud: "La culpa es siempre culpa social", una formulación equiparable a la de William James, aunque en otra esfera de la vida humana. El drama de Günter Grass viene a sumarse al de muchos miles de alemanes (y no alemanes). Es uno de los más graves de nuestra historia contemporánea. Pensemos en Pío XII, Kurt Waldheim, Martin Heidegger, Francis Genoud, Leni Riefenstahl y muchos más, algunos de los cuales se contienen en el impresionante volumen de Guitta Sereny El trauma alemán. Como entre nosotros, españoles, lo fue el de Dionisio Ridruejo, Luis Rosales o Pedro Laín Entralgo. Como presumible-

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mente lo hubiera sido para muchos de nosotros si hubiéramos venido al mundo en un día y una hora tan desafortunados. Carlos Castilla del Pino es psiquiatra y escritor.

CARLOS CASTILLA DEL PINO El espíritu de cuerpo

EL PAÍS - Opinión - 19-06-1981

Los analistas de grandes almacenes estiman que el 5% (más o menos) de los que penetran por sus puertas, en las habituales condiciones de vigilancia, sustraerán algún objeto. Naturalmente, si las condiciones de vigilancia mejoran, la cifra es menor, y a la inversa. Cualquiera sea la valoración moral que se dé a tales actos -hay para todos los gustos, como se sabe-, a todo aquel que sustrae algo que no es de su propiedad se le denomina ladrón. El calificado como tal, según los citados analistas, es de uno u otro sexo, de religión diversa, de cualquiera sea la profesión, estado civil, edad y clase social. Como la predicción, lógicamente, concierne a hechos aún no verificados, sino que se han de verificar, esto quiere decir que los analistas poseen una imagen notoriamente degradada de la moral del ser humano (cuando menos en esto de la propiedad), al que juzgan que sólo dejará de comportarse como ladrón, en la práctica, si se le impide, y al contrario, que si las condiciones son idóneas, el número de ladrones se incrementará hasta extremos imprevisibles, haciendo, por así decirlo, saltar los cálculos estadísticos: recordemos las escenas de pillaje en los apagones neoyorkinos, o el hecho -¿por qué vamos a ser distintos? -de que en Córdoba Galerías Preciados hubiese de cerrar sus puertas un día de esta última Navidad porque la avalancha de gente fue de magnitud proporcional al despojo que aconteció, muy superior, por supuesto, a las honradas ventas que al mismo tiempo acaecían.Este tanto por ciento de gente que roba -robar es tan sólo ejemplo de una transgresión; podríamos poner otro- tiene su profesión, como se ha dicho: es médico, albañil, ama de casa, basurero, sacerdote, militar, profesor de EGB, de segunda enseñanza o universidad, guitarrista, gobernador o supergobernador, bombero, ebanista, soldado, obispo, etcétera. Naturalmente, hay ladrones sensu stricto, esto es, gente de profesión ladrón; pero, según se dice, éstos son los menos. Los más son estos profesionales. Tiene escaso sentido, por ejemplo, decir que hay menos ladrones obispos que ladrones médicos. Lo que en todo caso es verdad es que hay menos obispos (creo que son 59) que médicos (que me parece que somos 56.000). Si hubiera tantos obispos como médicos, o tantos obispos o médicos como ciudadanos españoles (38 millones), ¿habría alguien que asegurara que no habría ladrones? Para que estadísticamente no exista posibilidad alguna de que coincidan, de una parte, ser obispo o ser médico, y de otra, ladrón, sólo hay una condición necesaria: que no existan obispos ni médicos. Pero es claro que existen obispos y médicos. Número más escaso lo componen los presidentes y vicepresidentes de Estados Unidos, y recientemente vinieron a coincidir, uno, que era un granuja, y otro, otro granuja. He aquí cómo la estadística contradice, pues, esa estúpida, interesada e inmoral actitud que se denomina «espíritu de cuerpo». En lugar del desgarro de la epidermis, en farisaica actitud de escándalo, cuando nos informamos que un médico, obispo, juez, guardia civil, presidente de Gobierno o peón caminero transgrede una norma cívica, y sentar la premisa de que «tal cosa es imposible», lo lógico, dada la humana contextura moral, es lo contrario: tal cosa es probable, más o menos probable; y si de verdad ha ocurrido, se ha de tratar de comprender y de juzgar. Y punto. El espíritu de cuerpo constituye uno de los obstáculos más poderosos para el libre desenvolvimiento de lo que se denomina vida democrática de una sociedad, que al fin y a la postre no es otra cosa

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que la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley. El espíritu de cuerpo razona así: «Un juez prevaricador, un médico ladrón..., ¡imposible! Usted lo que persigue es el desprestigio de la Justicia o de la Medicina» (Don Gregorio Marañon, dicho sea de paso, afirmó paladinamente: «Hablar mal del médico es hablar mal de la Medicina», y se quedó tan sosegado). Con raciocinio idéntico quedamos privados de criticar cualquier actuación de quienquiera que sea, por el hecho inevitable de que, al tener profesión, pertenece a una institución. Se alcanzaría así la divertida situación de que no podríamos hablar mal del mal albañil porque sería desprestigiar la albañilería, ni de un perverso guardia civil porque sería difamar la Guardia civil, ni de un sacerdote inmoral porque sería atentar contra la Iglesia Católica, y así sucesivamente. En última instancia, tampoco se podría hablar mal de un español avieso sin que se nos reprochara hacer anti-España... La parálisis crítica sobreviene en el acto en toda sociedad, como la nuestra, que hace suyo el espíritu de cuerpo, bajo la falacia de que poner en la picota a un miembro de una institución es poner en la picota a la institución (que, por otra parte, tampoco hay razón alguna para que no pueda ser cuestionada; pero esa es otra tarea). El espíritu de cuerpo es una actitud defensiva y cívicamente inmoral, porque en todo caso, en aras de una supuesta defensa de la institución, oculta la mala conducta de algunos de sus miembros, y contribuye decisivamente a la posibilidad de dejar impunes los delitos de los mismos. Lo contrario del espíritu de cuerpo es, precisamente, el valor cívico de reconocer que la mala conducta es mala, quienquiera que sea el que la cometa, cualquiera sea su profesión, aunque sea la nuestra. Cuando en Inglaterra el Royal College of Surgeon emitió un veredicto de inmoralidad referido al que fuera médico de Winston Churchill, o en Estados Unidos la Asociación de Juristas expulsó al que fuera vicepresidente de Estados Unidos, Spiro Agnew, y le inhabilitó para el ejercicio de la abogacía, por sus probadas granujerías, pienso que se sitúan en el extremo opuesto de estas instituciones hispánicas que se caracterizan por el cultivo de ese odioso espíritu de cuerpo. Pero me pregunto quiénes hacen inmediatamente más por mantener el prestigio de tales instituciones: si los que, por espíritu de cuerpo, conspiran en la ocultación de los delitos de sus miembros o los que apartan de la institución a sus miembros delincuentes.

CARLOS CASTILLA DEL PINO El habla de los obispos

Carlos Castilla del Pino es médico psiquiatra, director del Hospital Psiquiátrico de Córdoba y autor de numerosas obras sobre su especialidad médica. EL PAÍS - Sociedad - 22-02-1981

Ante las airadas voces de protesta por el hecho de que hablaran acerca del divorcio, monseñor Enrique y Tarancón ha dicho con sencillez: «Los obispos hablaremos cada vez que lo creamos conveniente». Estoy íntegramente con él. Admiremos todos su claridad y sentido común. De antemano, en Ya se había escrito que Apostua advirtió a los obispos la conveniencia de que callasen al respecto, para soslayar así la escisión de UCD y, de rebote, la posibilidad de favorecer al PSOE. Los obispos -no podía ser de otro modo- no siguieron la advertencia, y obraron bien: callar hubiera sido cínico oportunismo, que ellos, lo sabemos todos, no pueden en manera alguna aceptar ni

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practicaron nunca. Desde el lado opuesto, una desventurada nota del PSOE mostraba tal ignorancia de la elevada misión histórica de la Iglesia católica en la salvaguardia de lo que los obispos llaman «valores morales objetivos», que sería aconsejable que la subsanaran los redactores de la misma, acudiendo a los elementales textos de religión de nuestro bachillerato: porque al calificar el escrito de los obispos de «inoportuno, desmedido y desestabilizador» olvidan la obligación, que siempre hizo suya la Iglesia (la católica, se entiende), y constantemente practicada a lo largo y lo ancho de nuestra historia lejana y reciente, de actuar en favor, pongamos por caso, de la justicia, cualquiera sea la inoportunidad, desmesura y desestabilización que procuren. Proceder de otro modo sería ruin politiquerismo, que sólo malintencionados pueden atribuirle a los señores obispos. Para colmo, y por último, las feministas (EL PAIS, 8-2-1981), carentes de comprensión y generosidad, invitan también a los obispos a que callen, ya que no alzaron la voz durante el franquismo contra la pena de muerte y la contumaz aplicación que de la misma se hizo, ni contra la situación de los presos, ni contra la sistemática práctica de la tortura. Estas feministas, sin embargo, no debieran olvidar lo siguiente: que durante el franquismo, a diferencia de lo que ocurre en la España de hoy, no era posible alzar la voz y, en consecuencia, los señores obispos hubieron de guardar silencio penoso, bien a su pesar, quizá atendiendo -ellos saben de esto suficientemente- a la evitación de un «mal mayor», y que ahora todos, ellas también, debemos generosamente justificar; que es posible, por otra parte, que entregados a su altísima tarea, los señores obispos, durante el franquismo, ignorasen que hubiera cosa alguna de qué protestar; finalmente, también sería posible que los señores obispos juzgasen al franquismo, de toda buena fe, como el régimen político más benéfico.La libertad ganada Felicitémonos, pues, de que en la España actual los señores obispos, como cualesquiera ciudadanos, puedan hablar cuanto les venga en ganas. De modo que estaré en contra siempre de quienes tratan de imponer silencio en nombre de lo que sea, y, a riesgo de ruborizarme, he de recordar que el «hablando se entiende la gente» constituye la forma proverbial mediante la cual el pueblo español sostuvo las ventajas de la libertad de expresión. Los obispos no deben callar. El habla de los señores obispos tiene doble vertiente. Por una, hablan al pueblo de Dios, a su grey, como gustan de denominarlo, y de la cual son sus pastores. En este sentido, hablan, pero además enseñan y dirigen, y es de saber que la grey, su rebaño, tiene obligación de obedecerles. Si no hacen así, dejan de pertenecer a la grey. Nada de comodidades al respecto: de ser católicos hay que serlo en la totalidad; si se es a medias o sólo en parte, se es otra cosa, para la cual hay nombres, y de no haberlos, se inventan. Catolicidad implica la aceptación íntegra del magisterio de una iglesia que se denomina católica. Eso de que los obispos hablen de que el 70% de los españoles son católicos, y las encuestas ofrezcan un 76% de españoles que dicen sí al divorcio no cuadra de ninguna manera, y o lo hacemos cuadrar o enloquecemos. La otra vertiente que concierne al habla de los obispos tiene meramente el valor de una opinión para los que no componen su grey. Por tanto, puede ser sensatamente discutida mediante el uso de la razón, una vez que alguien, interlocutor, sorprende puntos de vista que estima de alguna manera irracionales. Prometo que en un próximo artículo he de discutir someramente tres puntos, en los que he creído ver nota de irracionalidad, contenidos en el escrito de los obispos acerca del divorcio. Estos tres puntos son: 1) la inaceptabilidad del divorcio por acuerdo, el cual, ab initio, me parece que sería el único que razonablemente se debería exigir; 2) la consideración como de «libre opción» para la mayoría de los matrimonios que han tenido y tienen lugar, cuando es lo cierto que más bien se asemeja a lo que los juristas denominan «trastorno mental transitorio», y 3) la sosegada apelación que ellos hacen a los «valores morales objetivos», cuya simple enunciación es un dislate del tipo de la cuadratura del círculo, y cuya alusión para la obediencia estricta, inargumentada, es una forma de terrorismo intelectual y sobre todo moral.

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CARLOS CASTILLA DEL PINO El profesor comenzó por no existir

Carlos Casfilla del Pino es psiquiatra.

EL PAÍS | Opinión - 25-01-1997

Tengo entendido -lo dice, entre otros, Ortega- que un profesor de Derecho Romano de la Universidad de Zaragoza comenzaba solemne y tenazmente cada curso con éstas y siempre las mismas palabras: "El Derecho Romano, señoras y señores, comenzó por no existir". Sin duda, se debía advertir la intrínseca contradicción de la frase en cuestión -lo que comienza ya existe- porque, por lo visto, suscitaba la risa de los oyentes. Quizá lo que quería decir este prosopopéyico romanista es que del Derecho Romano pudo decirse en un momento determinado ¡ya existe!, a modo de un Big-Bang minúsculo (si se compara con el que dio lugar a la existencia de este mundo). Es plausible suponer también que el profesor quisiera resaltar el hecho de que todo lo existente, incluso el Derecho Romano, no existía con anterioridad y que, por tanto, algo, alguien o algunos le confieren existencia, y con ello presencia y patencia.He reflexionado estos días acerca de esto -a preguntas de algunos entrevistadores- a partir de la existencia y patencia del profesor Quintana, que en algún momento tuvo su iniciación. Si dejara de serlo, Quintana, que comenzó, como he dicho, alguna vez como profesor, comenzaría entonces a inexistir como tal. Si esto último se hiciera realidad, el problema se plantearía por fin con una nitidez hasta ahora no lograda, enturbiado como está por la polémica en torno a la cuestión de menos monta de todas cuantas plantea el affaire de este señor, a saber: el del contenido del texto en cuestión, o sea, las cosas que en él dice. Porque el problema no está en lo que en el libro se dice, ni en la exigencia de que lo adquieran sus alumnos. Lo primero es una majadería, y al mundo de la majadería Quintana (como Jiménez del Oso, Rappel o Pitita Ridruejo) tiene derecho a acceder y, una vez en él, desarrollar una actividad creadora y pública que nadie puede impedir ni es deseable que se intente siquiera (los majaderos son libres, como ciudadanos que son). Lo segundo no es más que un abuso de poder (un abuso, por otra parte, igual al que cometen algunos componentes del estamento docente, en ocasiones tan torpe y descaradamente como este señor lo ha hecho, en otras con mayor sutileza), y que se resuelve con una denuncia. Por eso, repito, el problema fundamental no es ni uno ni otro. ¿Cuál es, entonces, el problema de verdadera enjundia? A mi modo de ver que el profesor Quintana comenzó por existir (por existir, entiéndase, no como Quintana, que ya existía, sino como profesor). Es obvio que no se hizo a sí mismo como profesor; es obvio, en consecuencia, que lo hicieron profesor, cuando menos merced a tres votos, y cada voto de una determinada y concreta persona, cada una de ellas profesor a su vez. Lo cual remite, se quiera o no, a preguntarse qué clase de profesores son estos que (es una posibilidad) consideraron alguna vez competente al sujeto de marras u (otra posibilidad) estimándolo incompetente, "lo existieron" como profesor para que se uniera a ellos -¿para qué otra cosa podía ser?- con miras a fáciles tropelías ulteriores, es decir, a la procreación de individuos de la especie quintana que pudieran en pocos años constituirse como una grande y poderosa familia. Como monsieur Jourdain hablaba en prosa sin saberlo, estos profesores (de cinco cuando menos tres) son también quintanas, o ignoren o no quieran.

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(Y otra pregunta al fin: ¿qué sistema es éste que hace posible que en la Universidad se pueda dar ésta o parecida situación?).

CARLOS CASTILLA DEL PINO El propósito de la enmienda

Carlos Castilla del Pino es psiquiatra, autor de numerosas obras sobre el comportamiento humano. Es militante del PCE desde 1960.

EL PAÍS - Opinión - 15-08-1980

Ramiro Pérez-Maura, duque de Maura, ha escrito un bienintencionado artículo en este periódico el día 8 de, agosto. En dicho artículo se invita a los españoles, de ambos signos, a que dejen atrás sus complejos: unos, los de la izquierda, derivados de la «exacerbación de la pasada clandestinidad»; otros, de la derecha, por «la mala conciencia de complicidad con la situación anterior» . La puesta aparte de manera definitiva de estos complejos llevaría consigo, al decir del autor, «una utopía de futuro» que haría viable mirar hacia delante y tratar de construir esta España nuestra, que no acaba, en efecto, de hallar la identidad precisa para la nueva situación.No cabe duda que, si fuera tan sencillamente factible tal cosa -la prescindencia de esos complejos- sería deseable. Que, en cierto modo, cuando menos los más, lo deseamos se demuestra en el hecho de que, ni los de la izquierda han pasado factura (no seria decente hacerlo, por otra parte) por su pasado, ni a los de la derecha se les recuerda en demasía esa complicidad con el inmediato pretérito. Hay, efectivamente, el propósito de hacer como si la amnesia fuera real. Y no paso a discutir ahora si la clave imprescindible para la superación, a que hacemos referencia, consiste precisamente en lo contrario, en la asunción del pasado, lo que evitaría esa «defensa maníaca», esa «incapacidad para entristecerse», que Mitscherlich encontraba en la Alemania posnazi, y que lleva a muchos a considerar que cuarenta años de régimen anterior entre nosotros no son nada para nadie. Pero los complejos, de la índole que sean, y vayamos ahora con los de la complicidad con el pasado, no se curan por un acto voluntario de negación. Tales complejos no son a modo de boinas o camisas, que uno puede colocarse llegado el caso, o quitarse llegado .otro caso,'para enviarlas entonces a la lavadora, al desván o, tal vez, al cubo de desperdicios. Los complejos no son un aditamento, sino algo emocional, la repercusión éticoemocional de un hecho que se verificó y que, antes o ahora, traumatiza. Por tanto, no cabe decidir en un momento que algo que se hizo o se dejó de hacer no nos afecte, esto es, no nos provoque determinada afección. Qué más quisiera yo, en mi casi siempre estéril tarea de psiquiatra, que las cosas fuesen así, y que cuando alguien me viniese aquejado por sus reproches, le procurase sosiego palmeándole en el hombro y diciéndole: «No se reproche». Había una vez un profesor de Patología Médica que, aparte excelente clínico, era famoso por su capacidad para proponer absurdos. En cierta ocasión, un joven médico, antiguo alumno suyo, entró a su despacho antes de que se hiciera pasar a una paciente, gravemente enferma, a la que acompañaba. «Anímela usted, don J.», le dijo el joven médico, «le hace tanta ilusión que usted la vea». Don J. la hizo entrar, la interrogó brevemente, la hizo tender y palpó su abdomen. Una vez incorporada, le espetó: «Señora, tiene usted un cáncer de estómago; se trata de una enfermedad muy grave... Anímese».

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Los complejos, las culpas, no se suprimen porque sí, esto es, cuando se quiere. Los procederes son algo más complicados, por desgracia, de entre los cuales el que menos consiste en lo siguiente: no jugar a reiterados arrepentimientos de lo hecho, sino no volverlo a hacer. Por eso, me permitiría advertir al señor Pérez-Maura que el problema que acompleja a los que nos mandan en este momento en nuestro país no radica en que sean, lo que se dice, «los mismos», sino en que «siguen haciendo lo mismo». Llámense censuras y coartaciones a la libertad de expresión, malos tratos en determinadas instituciones, discrirninacíones partidarias, parcial administración de la justicia, partidaria y dirigida acción e inacción policial y, así, un largo etcétera, lo que nos conturba a los españoles es que nuestros gobernantes, de los cuales somos harto sabedores de su verbal abdicación de su pasado, persisten empecinadamente en idénticas actuaciones a las pretéritas. Me resigno de buen grado en ser gobernado por los mismos, pero les invitaría desde aquí a que dejaran de hacer lo mismo que siempre hicieron. Sólo de este modo, al mismo tiempo que todos saldríamos altamente beneficiados, se lograría la tan deseada curación de sus complejos. De no ser así, preferible es que conserven su mala conciencia, de la cual cabe esperar, con ilusionado optimismo, que alguna vez les conduzca al propósito de enmienda.

CARLOS CASTILLA DEL PINO El sentido de la escritura 22/03/2007

"Puede perderse el lector, pero su evidencia no da lugar más que al reconocimiento". Estas palabras del autor de la compilación de ensayos La vida de los sentidos (Tusquets), entresacadas de un párrafo del que dedica a Byron, se las aplicó a él mismo, Antoni Marí. Porque este libro es una sorpresa de página a página. Se inicia con lo que considera justamente nuestra deuda con la literatura, como "el mundo que se enfrenta al mundo real", y de ahí ésa su riqueza infinita, en contraste siempre con nuestra única vida, pobre aún en los mejor dotados, en comparación con la galería de creadores que componen la historia de la novela y la poesía, y del arte en su totalidad. Bajo la premisa de lo que realmente es la literatura, o más precisamente, el sentido de la escritura, Marí muestra, primero, el nexo entre literatura e intimidad, desde Agustín de Hipona a Marcel Proust (con un intermedio en Montaigne: el yo como tema), que desarrolla luego en el tratamiento de libros de Goethe, Thomas Bernhard, Beckett, Brodsky y Auden, el universo intelectual de W. Benjamin, el de Schopenhauer frente al de Marx, y muchos más. Marí se interna luego en el mundo común de la poesía y la música (Mallarmé, Debussy, Schön-berg, Wagner) y la música y la tragedia (Verdi). Ejemplares son los ensayos que dedica a Goethe y Byron, a Goethe y Eckermann, y en último lugar a Goethe y Kant, coincidentes ambos en su posición frente a la música. Por este libro aparecerán todavía tratamientos precisos del Don Giovanni de Mozart o de la música pietista de Johann Sebastian Bach, y la pintura de Zurbarán, Goya o Tàpies, y la poesía catalana en general, y la de Verdaguer, Carles Riba, Foix en particular; o la de Claudio Rodríguez y José Ángel Valente. Marí nos hace ver la unidad de lo sentido (en la intimidad) a través de los sentidos, esa serie de órganos mediante los cuales contactamos con el mundo y, sobre todo, con los que están o estuvieron en el mundo, crearon y enriquecieron al mundo a través de la estética, en cualquiera de sus formas. No hay una sola página de este libro en la que Marí, con la familiaridad del que vive en el universo de la literatura (del arte, en general), no nos depare observaciones tan varias e inteligentes, tan

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descubridoras para el propio lector de lo que, en efecto, le pudo representar un libro, una música, la mera voz de alguien cuando cantaba, un poema, un cuadro. Clave para la intelección del punto de vista de Marí acerca de lo que es su mundo es el ensayo Una geografía del secreto, que dedica al descubrimiento en él de Rafael Dieste, "semejante, tal vez, al reconocimiento de una evidencia que hasta su formulación escrita no había sido percibida". Pero esto mismo nos ocurre como lectores de estos trabajos. Esa tesis, la recuperación de la unidad perdida en la pluralidad de lo sentido por las varias vías de acceso al mundo íntimo de cada cual, adquiere su evidencia en la varia lección que es este acercamiento a las muchas formas de creación, científica, filosófica, estética, como se ejemplariza en el ensayo que dedica a Diderot bajo la premisa de La unidad del espíritu. Estos ensayos están además expuestos con una escritura que fluye sin esfuerzo, al servicio tan sólo de lo que sintió y pensó y descubrió ante estos objetos que le asomaron a un nuevo mundo. Se conocía de Marí su caudal de lecturas, su conocimiento de la Ilustración y del Romanticismo alemán, su libro sobre Diderot y Rousseau, su conocimiento del arte. Aun así, este libro es una constante e inteligente sorpresa. Acabo su última página y vuelvo a la primera para, usando de sus propias palabras, reafirmar mi reconocimiento como lector.No hay una sola página en el libro de Marí que no nos depare observaciones inteligentes

CARLOS CASTILLA DEL PINO El uso moral de la memoria

EL PAÍS - Opinión - 25-07-2006 Los seres humanos se definen por lo que hacen y se les recuerda por lo que hicieron. Hay quien actúa con el solo propósito de dejar memoria de su existencia. La razón profunda de este comportamiento es que ser recordado es una forma de existencia, en vida pero también después de haber vivido. Sólo cuando se es olvidado por aquellos que nos recordaban, o cuando éstos han perecido, se puede afirmar que inexistimos. Por eso, aunque no podemos tener experiencia de lo que será el olvido en que quedaremos sumidos después de nuestra muerte, no lo deseamos de ninguna manera. Aquellas actuaciones por las que se es recordado por un tiempo mayor o menor se llevan a cabo mientras vivimos (los muertos no hacen nada por ellos mismos). Si algunos de éstos merecen ser recordados, los que aún viven son los que han de hacer que se les recuerde. El olvido sella la muerte de todo ser que alguna vez existió. Por el contrario, sobrevive mientras se le recuerde. La conciencia de que tenemos la responsabilidad de hacer que sigan existiendo aquellos que ya muertos juzgamos que deben sobrevivir, se trata de subsanar de muchas maneras. Habitualmente con el luto (ya en desuso), la placa conmemorativa, el busto, el nombre de una calle o hasta una estatua ecuestre. También, y quizá lo mejor de todo, un montón de páginas como esta que el lector tiene en sus manos y no podrá abandonar. De esta forma, alguien murió, otros que lo recordaron morirán también, pero antes lo harán recordar a los demás. El sentido de la expresión, ya acuñada, "derecho a la memoria" va en esta dirección. Significa el reconocimiento del derecho a ser recordado a los que se les negó esa posibilidad. Pero si ya no existen, otros pueden, y en ocasiones deben, demandarlo por él. De este modo, la exigencia del derecho a la memoria se convierte en un problema moral para los que sobreviven. El vocablo "memoria" tiene en estas páginas, primero el significado de recordar, y segundo del deber de recordar para informar de lo recordado a los que

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vienen después, de manera que se constituya en ellos en recuerdo de los recuerdos de los demás. "Recuérdalo tú y recuérdalo a otros", que decía Luis Cernuda. La memoria es un instrumento de que dispone el sujeto para su actuación en la realidad. De tal instrumento se hace un uso muy vario, pero en el fondo subyace un componente moral. Podemos desde luego usar la memoria, como cualquier instrumento, para el bien o para el mal. La función de la memoria está intrínsecamente ligada a una de las características del sujeto: su dependencia del pasado, la imposible abdicación de su pasado, del saber indeclinable que uno es lo que "ha ido siendo" hasta ahora, momento, el de ahora, en que también "se está siendo" y que se añadirá a los que le precedieron. Así nos reconocemos en tanto que sujetos, esto es, entidades con experiencias de vida vivida, sujetos con historia (la nuestra), o más exactamente, con biografía. Por eso, la evocación tiene una estructura narrativa. Evocar es contar (o contarnos), de palabra o por escrito. Lo dramático de algunas evocaciones es que no pueden ser contadas a falta de palabras. En ocasiones, hay un décalage entre lo vivido y lo contado, hasta el punto de que contar es reconocer simultáneamente nuestro fracaso como narrador. Es mi convicción que el suicidio de Primo Levi derivó de su conciencia de la imposibilidad de decir la experiencia en Auschwitz. Y sin ese desenlace, la misma que experimentó Kertész. ¿Por qué es moralmente imprescindible esta tarea? Lo sabemos por nosotros mismos. La memoria es personal, como lo son los hechos que se recuer-dan, porque personal fue la experiencia del hecho cuando se vivió. Somos porque se ha hecho en nosotros nuestra historia, elaboración y reelaboración de nuestro pasado. La memoria es la condición necesaria para el logro de nuestra identidad, vocablo que, despojado de toda connotación moral, significa ser alguien, responder asimismo a la pregunta de quién soy (si se la hace uno a sí mismo) o quién es (si la hacemos respecto de otro). Somos, pues, porque tenemos memoria; es más, somos nuestra memoria. He aquí, a continuación, una demostración empírica de este aserto. El número de longevos ha aumentado tan considerablemente en la actualidad que deben quedar pocos sin experiencia vivida de enfermos de Alzheimer. Esta enfermedad constituye un experimento natural (como decía Claude Bernard de cualquier enfermedad) que nos hace ver cómo gracias a la memoria se construye nuestra identidad; y a la inversa, cómo la pérdida paulatina de la memoria disuelve la identidad. El paciente de Alzheimer que no recuerda al hijo que tiene delante no se sabe ya padre de él; cuando ya no recuerda haber sido médico o albañil no sabe la identidad social que mantuvo; y, al fin, si vive aún como para no recordar su nombre, no sabe quién fue, es decir, ha dejado de ser, no es ya (aunque aún vive). Su identidad se ha disuelto. Podemos decir quién fue (hablo desde el punto de vista psicológico, no jurídico), pero eso es función de nuestra memoria de él, no de la de él, que ha desaparecido. La memoria nos da, como decíamos antes, conciencia de que existimos y, con ello, de identidad. Mi memoria soy yo. En el estadio final del Alzheimer se dice de él que "vegeta", es la muerte del enfermo como sujeto, la disolución de su conciencia autobiográfica, aunque persista, sin embargo, la vida biológica que la hizo posible hasta entonces (circulación, respiración, metabolismo, es decir, las funciones autonómicas). Los que le conocimos y le recordamos somos los que sabemos quién fue. Tanto el enfermo ya totalmente demenciado por el Alzheimer cuanto el que ya pereció, sobreviven, pues, en nuestra memoria. Lo repito: una vez que uno muere sobrevive si sobrevive en el recuerdo de los demás. Cuando todos los que nos recuerden perezcan, hemos muerto definitivamente. Lo que significa que tener memoria del otro, recordarlo, es dotarlo de existencia. Todos ansiamos sobrevivir aquí -que se sepa, no hay ningún otro sitio donde esto pueda tener lugar-, y eso sólo podemos lograrlo en la memoria de los demás. Es lo que demuestra Agustín Santos, un superviviente de Mauthausen, cuando, refiriéndose a la muerte de Azuaga, su compañero de evasión, dice: "Su muerte engendró en mí la voluntad tenaz de sobrevivir a aquel infierno, para poder contar al mundo las muertes de tantos Azuagas". De esta manera, y en alguna medida, los ha hecho inmortales. En puridad, lo de "inmortales" es una metáfora. Ellos no son inmortales, somos nosotros los que los hacemos, se hacen inmortales en nosotros. No hay, pues, inmortalidad; hay memoria. Ésta es la misión de "los que venimos después" en la sobrevivencia de aquellos a los que se les hizo morir, y de tal manera que, de hecho, de muchos de ellos (en el anonimato) podría decirse que es como si no hubieran existido.

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La implacable dictadura franquista duró tanto que muchos de los que la padecieron, incluso muchos que supieron del padecimiento del padre, la madre, el hermano o el vecino, murieron sin poder ofrecernos su versión, porque mientras vivieron estaban obligados al silencio. Y si bien una experiencia singular rara vez es útil para la construcción de lo que llamamos Historia, es irreemplazable para saber del drama, esto es, de la Biografía. Cuando hablamos de la recuperación de la memoria histórica, un apartado fundamental de la misma es la constancia ¡cuando menos! de los nombres y apellidos de los que vivieron el drama. No hay otra forma de subsanar, aunque en mínima parte, la oquedad dejada por aquellos a los que se hizo desaparecer, de muchos de los cuales no sabríamos siquiera que existieron. Éste es el fundamento moral del recordarlos. Carlos Castilla del Pino es psiquiatra.

ENTREVISTA: Carlos Castilla del Pino Psiquiatra y escritor "El gran fracaso es no poder realizarse" Esta semana llega a las librerías Casa del Olivo (Tusquets), la segunda parte de las memorias de Carlos Castilla del Pino. Ocho años después de publicar Pretérito imperfecto, el psiquiatra habla con valentía, desde el maravilloso refugio que comparte con su segunda mujer, Celia Fernández (la Casa del Olivo de Castro del Río, Córdoba), sobre su apasionante relato de una vida. MIGUEL MORA - Madrid EL PAÍS - Cultura - 15-11-2004

Casa del Olivo comienza en 1949, cuando Castilla del Pino (San Roque, 1922) acaba su formación como psiquiatra en Madrid y se instala en Córdoba para hacerse cargo del precario Dispensario de Psiquiatría. Lo dirigiría durante 38 años. Allí por las mañanas, y en su consulta privada por las tardes, Castilla trató a todo tipo de personas, pero sobre todo a los "menesterosos", a los jornaleros, a los perdedores de una guerra civil cuyas complejas secuelas marcaron la vida y la locura de ese tiempo. A partir de esa experiencia, el libro retrata de manera muy precisa y clara el perfil psicológico (casi una historia clínica) del franquismo, y mezcla esa visión global con el sincero punto de vista del autor sobre sus amigos y enemigos, entre ellos algunos mandarines de la cultura, la política y la medicina (especialmente nítidos los perfiles de Laín Entralgo o Ignacio Gallego; más equilibrados en luces y sombras los de Juan Benet, Jesús Aguirre, Javier Pradera, Carrillo, Luis Martín Santos o Aranguren). Esa microhistoria del país ("la macrohistoria siempre es fría y no alcanza para contar los dramas personales", dice Castilla) tiene como epicentro la espléndida descripción de esa Córdoba misteriosa, pacata y beata de los años cincuenta y sesenta, espejo de las heridas, de la soterrada y muda depresión colectiva que sufre el país entero, esa "sociedad inmóvil y enferma en la que no se podía hablar de nada porque todo el mundo tenía algo que esconder". Un tiempo de silencio y destrucción, como escribió su amigo y colega Martín Santos, pero, a la vez, un tiempo de lucha y resistencia: Casa del Olivo revela las grandes pasiones vitales e intelectuales de un humanista que, con una determinación a prueba de bombas, se resiste a dejarse vencer por el aislamiento y la mediocridad y viaja por España y el extranjero (el Chile de Allende, la Cuba de Castro, la Rusia de los años setenta...); colabora con el partido comunista, escribe libros de psiquiatría social que incorporan tesis marxistas, se relaciona con intelectuales y científicos de dentro y fuera o da sus conferencias-protesta ante miles de estudiantes ávidos de libertad. En contraste con todo eso, y quizá también en pago por ello, Castilla padeció el vacío de la psiquiatría oficial. Varios capítulos narran su penosa peripecia en busca de la ansiada cátedra univer-

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sitaria, que acabaría en el ostracismo: fue suspendido cuatro veces (1952, 1956, 1959, 1969), las tres últimas escandalosamente manipuladas por los próceres del régimen. Como trágico colofón, las memorias incorporan el terrible balance de las desgracias íntimas. El psiquiatra reconoce su incompetencia como padre y educador y califica como un error su paternidad (tuvo siete hijos); luego narra las muertes sucesivas de cinco de ellos (María, Carlos, Álvaro, Gonzalo y María Fernanda) y revela cómo sobrevivió a la pena refugiándose en el trabajo, en la lectura, en la escritura, en el arte, en el estudio, en ese proyecto de vida ("crear una escuela de psiquiatría en toda regla") que no pudo culminar del todo porque no lograría la cátedra hasta 1983, "sólo tres años antes de jubilarme". Pregunta. En el libro se juzga como un padre incapaz. Más que una autocrítica parece un flagelo. Respuesta. Bueno, se lo debía a los lectores: para ser veraz respecto a los demás personajes sobre los que doy mi punto de vista, es lógico que me pusiera yo en esa misma situación, que diera mi punto de vista sobre mí mismo. Era una cuestión moral, aunque suene grandilocuente. P. ¿Cree que con sus otras facetas ha sido tan autocrítico? R. Creo que sí, pero no sé qué opinarán los lectores. Ese mostrar mi incompetencia en el rol de padre es una critica que me hago yo, pero que ya me han hecho otros. Respecto a otras cosas, en el libro aparentemente salgo bien parado. Quizá porque mi idea de la vida ha sido siempre que uno no puede perderse el respeto a uno mismo y he tratado de llevarla a cabo. P. O sea, que ha sido tan exigente y duro con usted mismo como con los demás... R. Creo que sí. Quizá mi punto de vista sobre algunos personajes puede sorprender, pero la veracidad biográfica no está en la verdad, sino en la sinceridad del punto de vista, que es compatible con otros puntos de vista. En las biografías, la verdad siempre queda flotando. Pero, si se publican, los otros, los lectores, pueden ser los jueces y los fiscales, defender o acusar... P. Leyendo el libro se siente que está escrito sin tapujos. R. Desde luego está escrito con sinceridad, lo que pasa es que la verdad, como los hombres, es poliédrica. Cuando yo te veo, saco una de mis caras, la que creo que ha de concordar con una de las tuyas. Sin negar que los dos, como todos, tenemos muchas caras. P. ¿Y ha aprendido cosas de usted mismo escribiendo el libro? R. No. La idea de redactar mi autobiografía viene de la adolescencia, de la necesidad de contar los dramas que viví, la caída de la monarquía, la República, aquella guerra espantosa... Siempre he sido una persona con ideas fijas sobre mi proyecto de vida, y ese proyecto no se ha torcido apenas. Se lo debo quizá a la Institución Libre de Enseñanza, que nos enseñaba a buscar siempre la línea recta: "Vaya hasta donde pueda ir". P. Una disciplina casi militar. R. Militar no, moral. Y no sólo ética. Ése es el mandato de Goethe, "llega a ser el que eres". Lo hice mío siendo adolescente. La tarea de descubrir quién se es, qué se quiere ser y tratar de serlo. Serlo es el éxito de una vida, y no la fama, que es un seudoéxito, cara a los demás. P. Ni siquiera las muertes de sus hijos le apartaron de ese camino recto.

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R. Quizá lo expliqué mal en aquella entrevista con Arcadi Espada [publicada en El País Semanal en septiembre de 2002], aunque sigo pensando que hay mucha hipocresía en el hecho de que la gente no fuera capaz de interpretar lo que quise decir. Parecería que hay un baremo para la pena: una madre, 10; un padre, 8; un hijo 25... Para mí, la muerte de mi padre fue en un sentido una liberación. Cuando lo dije mucha gente se escandalizó. Pero lo fue realmente. El quería que estudiara arquitectura, yo quería ser médico; cuando murió me liberé de ese conflicto. Una cosa es la pérdida del objeto amado: el duelo dura un tiempo y se acaba, salvo que esté contaminado por la culpa. Pero el verdadero fracaso en la vida es no poder realizarse: el escritor al que nadie lee, el poeta que no encuentra la poesía, el matemático que no es capaz de resolver el teorema de Fermat... Y eso no tiene nada que ver con el duelo. Todas las muertes de mis hijos me causaron un gran pesar, pero no impidieron mi proyecto de vida... ¡Sólo habría faltado añadir eso al drama! Lo que impidió realmente mi proyecto de vida fue no lograr la cátedra. P. En el libro dice que se refugió en el trabajo para sobrevivir. R. Si además de padecer esas desgracias hubiera renunciado a mi realización todo hubiera sido mucho más dramático. Cuando se suicidó mi hija María yo estaba escribiendo un capítulo de Introducción a la Psiquiatría, justo el que hacía referencia al duelo. Lo que hice fue objetivar mi pena, hacer como si se saliera de mí, verla desde fuera: "Ahora no describo lo que me cuentan, sino lo que me pasa a mí". P.Esa frialdad de científico, casi de entomólogo, se desmiente en parte en el libro; se ve que ha vivido la vida con mucha pasión. R. No es contradictoria la frialdad precisa para la ciencia con la pasión por el conocer, investigar, por formular una teoría o resolver un problema. Sí, mi vida ha estado llena de pasiones: la pasión por el conocimiento, por el arte, por la lectura, por las formas de vida... P.Eso contrasta con el relato del silencio espeso que se hizo en su casa familiar de El Mochuelo, primero en su relación con sus hijos y después con su mujer... R. Mis hijos y yo fuimos convirtiéndonos en extraños y llegó un momento en que hablar sólo hubiera empeorado las cosas. Hubieran surgido reproches mutuos, era mejor callar... Era un silencio que apesadumbraba, sí, pesaba mucho. Ahora, con mi primera mujer, vemos las cosas de lejos y la relación es buena, fluida. Ella comprendió que mi salvación era mi trabajo... P. Salvación que ella no tenía. R. No, y ése era su drama. Y yo lo viví con mucho dolor. P. Hay muchos suicidios en el libro. ¿Pensó alguna vez en quitarse de en medio? R. Jamás. Nunca he tenido ganas de morirme, no ya de matarme. P. ¿Sirvieron de aprendizaje para el dolor las terribles historias que oía en el dispensario? R. El dispensario servía de aliento. Toda aquella pobretería terrorífica compensaba por el cariño que me tenía aquella gente. En ellos no había convención, no existía el disimulo del mundo burgués... Su afecto era enternecedor. P. También cuenta que los dramas que conocía ejerciendo de psiquiatra le convirtieron en "antifranquista rabioso". Aunque no queda claro del todo si llegó a militar en el PCE.

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P. Sí, milité. Pero Carrillo debió decirles que me dejaran tranquilo. Después de que leyera un día un artículo a unos compañeros, me dijeron que había que llevarlo al Comité Central para pasar la censura, y yo les dije que no iba a tocar una coma. Yo era más bien un francotirador... P. ¿Sería eso lo que llevó a su maestro, López Ibor, a torpedear continuamente su acceso a la cátedra? R. En parte sí. Ya antes le hice algunos reproches profesionales y no me lo perdonó nunca. Debió pensar que si llegaba a la cátedra no podría contar con mi complicidad... Y, por otro lado, mi perfil político era cada vez más conocido, y él era un hombre que venía de Acción Española y que al final acabó en el Opus... P. ¿Toda la Universidad era así de cerril o sólo Medicina? R. Bueno, no todos eran tan brutales. En Economía Tamames salió catedrático y era comunista, Sampedro daba clases... Pero tras la guerra las facultades de Medicina cayeron en manos de Enrique de Salamanca, que era un fanático religioso, y... P. Y de Pedro Laín, cuya ambigüedad usted denuesta en el libro. R. Laín, como falangista y católico moderado, luchó contra los católicos ultras y fue una figura de conciliación... Conmigo se portó siempre muy bien, pero me molestaba mucho que se comportara así con todos, fueran de la cuerda que fueran. P. Los perfiles que traza de Benet, Jesús Aguirre o Aranguren son mucho más equilibrados, pero tampoco esconden las aristas. R. He querido dar mi punto de vista recordando escenas que vivimos juntos. Todos tenemos varias caras, podemos ser muy inteligentes para unas cosas y muy estúpidos para otras. Le pasaba a Aguirre, que era capaz de hacer tonterías y de ser una persona inteligente e íntegra a la vez. Ésa es la vida humana. Yo de joven tenía unas ideas muy simples sobre el ser humano. Cuando me di cuenta de la enorme complejidad de las personas fue al recibir en mi consulta privada a personas comprometidas con el régimen: ninguno de ellos era monolítico, todos tenían sus facetas... P. ¿Y sus traumas? R. Claro. Tardíamente descubrí por qué nadie quería hablar de la guerra: porque había muchos niveles distintos de complicidad en las fechorías. El que mata, el que denuncia para que maten, el que manda matar, el que tolera, el que sabe pero calla... Todos estaban implicados y era mejor no hablar. Si ves una fechoría y decides callar, en cuanto se habla de ello te sientes culpable... Eso explica la consideración que en Córdoba tenían los criptorrojos por los Cruz Conde: ellos fueron los únicos que se atrevieron a ir a Queipo de Llano y decirle que tenían que dejar de fusilar, que aquello era una barbaridad... P. Así que era una sociedad muda, y por tanto enferma. R. Cuando no puedes hablar de todo lo que debes hablar, estás enfermo: eso crea un tapón que te bloquea muchas otras cosas. Y eso fue lo que pasó en la sociedad en general. Se optó por el "no pasa nada", por el "nunca pasa nada". Eso era muy característico del franquismo. P. Y quizá explica el aluvión reciente de libros sobre esa época.

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R. Es parte del proceso de curación, sí. Y estoy contento de ver que hay gente que trabaja seriamente en poner las cosas en su sitio. El libro de Jordi Gracia [La resistencia silenciosa. Fascismo y cultura en España (Anagrama)] es un ejemplo entre otros muchos: muestra esa época en su complejidad, sin ajustes de cuentas. Porque no se trata de ajustar cuentas sino de poner las cosas en su sitio y que de cada cual sepa cuál fue su vela. P. Así que sus memorias no ajustan cuentas... R. La historia es muy fría, no tiene drama; la vida sí es dramática, y lo que yo quería aportar al escribir mis memorias es eso, tanto el drama mío como el de las otras personas que he vivido de cerca. Ahora está de moda la historia oral, la microhistoria, pero es terrible la cantidad de personas que han muerto sin contar lo que sabían. Ricardo Gullón, por ejemplo, que fue fiscal republicano y estaba situado en un nivel intermedio perfecto: entre la micro y la macrohistoria. Se ha perdido mucho y es muy penoso, pero ahora también se está salvando mucho y eso es muy saludable. P. Es curioso que gente como usted, con tanta ambición de miras, no saliera zumbando de aquel páramo gris. R. No quise irme. La idea del exilio era para mí más penosa que la de la muerte. Por eso rechacé la invitación a Canadá. P. ¿Cree que su trabajo como psiquiatra, siempre escuchando y hablando muy poco, influyó en la hiperprotección de su intimidad que algunos amigos suyos dicen haber sentido en usted? R. Es posible. Contar mi vida en la consulta no puedo, y quizá eso te acostumbra a ser más receptor que emisor... P. Otra cosa impactante de su libro es la cantidad de amigos que tiene y ha tenido. ¿Es posible tener tantos amigos buenos? R. Sí, se puede. Porque cada uno tiene sus facetas. Si vas a un concierto, vas con uno; con otro si vas a una conferencia; con otro si organizas un viaje. Creo que he aprendido a aceptar a mis amigos como son, del mismo modo que ellos me aceptan a mí; a valorar lo que me ofrecen y lo que me enseñan cada uno a su manera. Y hay un eje transversal común a todos: su talante moral, su fiabilidad.

CARLOS CASTILLA DEL PINO Freudismo

Carlos Castila del Pino es psiquiatra y catedrático extraordinario de la universidad de Córdoba.

EL PAÍS | Opinión - 03-11-1989 Contrariamente a lo que muchos imaginan, el psiquiatra no tiene necesariamente que ser lo que se denomina un "conocedor del hombre", es decir, aquel sujeto que sabe del quid de una conducta, que acierta en el blanco de la intencionalidad de una actuación. Puede llegar a serlo, en efecto, pero sobre su experiencia del trato con hombres, como por otra parte puede llegar a serlo un cura, el maitre de un gran hotel, un corredor de ganado o de fincas, un dermatólogo; en suma, cualquiera que no sea psiquiatra. Este conocimiento es meramente empírico. Se puede ser, pues, también

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psiquiatra y patán. La razón de ello es que en los tratados de psiquiatría se aprende a diagnosticar neurosis y psicosis, para lo cual se describen conductas tipificadas que hacen factible su catalogación. Hoy mismo, el manual de cabecera de que estamos dotados todos los psiquiatras de este planeta, conocido como DSM-III-R (Diqgnostic and statistical manual of mental disorders; thrid edition revised, 1987), funciona del siguiente modo (es un ejemplo): alucinación auditiva (oye voces, ruidos) + delirios (le persiguen, le controlan, le influyen) + pensamiento disgregado (el discurso aparece fragmentado) + durante seis meses como mínimo = esquizofrenia (si menos, trastorno esquizofreniforme). Si se domina este catálogo, se alcanza a ser psiquiatra en tanto disgnosticador, pero no se asegura que deje de ser un patán en lo que respecta al tema de que tratamos.Toda conducta -como lo sabe el conjunto de los habitantes de este mundo, salvo muchos psiquiatras y psicólogos- no se agota con su descripción. Permanentemente tenemos ocasión de experimentarlo en la relación interpersonal: la conducta del otro con el que interactuamos ha de ser interpretada. No basta con verla y decir: se ha tocado la nariz, se ha rascado la coronilla, ha dicho cabrón. Pensamos, para los dos primeros casos, que en ese momento el sujeto de la conducta quizá esté perplejo con lo que le hemos dicho, no sabe qué decir, está tomando sus precauciones; por lo que respecta al tercero, intuimos que cabrón es usado ahora, aunque groseramente, como una muestra del afecto o la alegría que le suscitamos, no como insulto. En fin, hipotetizamos acerca del sentido, significación o intencionalidad que subyace tras la conducta externa que observamos. La conducta, por tanto, no comienza donde termina (en el toque nasal o de la coronilla, en la pronunciación de una palabra o una frase), como quieren los conductistas, sino donde ha de empezar (si es que este término se ajusta rigurosamente a lo que quiero decir), esto es, en la intención de la acción. Y es ésta la que interesa: porque si en la mirada de mi interlocutor, pongamos por caso, creo ver (en realidad trans-ver, es decir, presuponer) simpatía, mi respuesta es totalmente otra que si presupongo simulacro de la misma. Todos somos, pues, interpretadores, o dicho con palabra más culta, hermeneutas. Repito: ni la psiquiatría ni la psicología académicas dieron ni dan claves para la interpretación de las conductas. Algunos han ido a estas disciplinas esperando encontrarlas para así solucionar sus insuficiencias personales, o sea, para curarse ellos mismos:, se equivocaron. La pregunta es ahora ésta: ¿dónde es posible conocer entonces a los hombres si la psiquiatría y la psicología no abastecen este saber? Este saber se adquiere en tres fuentes: la primera, mediante el trato malicioso con los demás. El psicólogo (en la acepción coloquial del término, no en la de licenciado en psicología), el hombre de mala fe, ha de entrar en sospecha. No hay perspicaz que no sea un malvado, no en sus actuaciones, pero sí en sus pensares acerca de los demás, porque es en éstos en los que él se reconoce. Es cierto que se equivoca a veces, pero cuando tiene éxito, aunque sea ocasionalmente, le confirma en su teoría no de la intencionalidad (que eso ya lo sabemos desde Aristóteles), sino de la mala intencionalidad de toda acción humana. Para este perspicaz, buenas intenciones sólo se dan en tontos de remate, y aún así, duda. Los más son listos, es decir, dejan entrever su intención como inocente, cuando no santa, mientras ocultan otra, la egoísta, la perversa, por mentirosa. Son, aunque no lo sepan, niestcheanos, descubridores por sí mismos de que la vida humana es un tratado de paz sustentado por la mentira consensuada.La segunda fuente es la literatura, más concretamente el teatro y la novela: Esquilo, Sófocles, Eurípides, Shakespeare, Cervantes, Stendhal, Flaubert, Dostoievski, Proust, etcétera, son omnipotentes con sus criaturas y nos hacen ver en ellas lo que en la vida sospechamos de los demás: la doble, y hasta triple, intención. Además poseen la capacidad de persuadirnos de que la cosa es así y no de otra manera. Es una literatura de la complejidad: por eso volvemos insistentemente a ella. Es, desde luego, literatura, pero es, además, sabiduría, porque de la literatura se nos hace pasar a la vida, y la vida a que ahora aludimos no es, naturalmente, la del biólogo, sino la del vivir del hombre. La tercera se encuentra en algunos filósofos más cercanos a la sabiduría que a la metafísica: Montaigne, Pascal, Spinoza, Ignacio de Loyola, Gracián, Schopenhauer, Nietzsche. Son filósofos morales, aunque no traten tanto de la teoría del deber hacer, cuanto de los mores, es decir, de los hombres como sujetos de conductas.

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El conocimiento adquirido de esta forma, incluso en la última, aunque en ésta en menor medida, es un conocimiento asistemático (en algunos más que en otros, claro es), intuitivo, analítico en ocasiones. No concluye en la teoría de las actuaciones humanas porque ésta ha de depender de la teoría del hombre, y ésta apenas ha sido enunciada. Se han tratado las pasiones (Tomás de Aquino, Descartes, por ejemplo), y se ha tratado la razón, pero este complejo que es el hombre -pasión y razón de consuno- y su contradictoriedad apenas se ha plasmado en construcciones embrionarias (por citar algunas, las de Max Scheler u Ortega), y no dan base para una intelección medianamente plausible. Es aquí donde debe ser incluida la aportación de Freud. No como introductor de un método terapéutico, el psicoanálisis, que no lo es porque no cura (el propio Freud hubo de reconocerlo muchas veces, y por fin en su último trabajo, Análisis terminable o interminable, en el que sostiene la tesis, capaz de inhibir el optimismo de cualquier terapeuta, del análisis como inacabable), sino como creador de un método de autoconocimiento hasta ahora no superado, una forma de accesis al sujeto completamente original. La aportación freudiana tampoco es, como él pretendiera (con su aspiración constante al reconocimiento académico durante las primeras seis décadas de su existencia), a la psicología, que es psicología de funciones: percepción, atención, asociación, memoria, inteligencia, afectividad, etcétera, o de rendimientos (aprendizaje, adaptación). Lo que se debe, sin embargo, a Freud es una teoría del sujeto, porque el hombre es el único ser de la serie animal que posee reflexividad, se hace objeto de sí mismo, y es, pues, sujeto. De manera que decir teoría del sujeto equivale a decir teoría del hombre. Por eso Freud influyó decisivamente en la vida social, que es vida de seres humanos comportándose. Y por eso mismo puede situarse junto a esa serie de filósofos que hicieron objeto de su pensar más que cómo adquirir el conocimiento de la realidad, o cuáles son los límites de ese conocimiento que llamamos la razón, cómo alcanzar el hombre la realidad del hombre mismo. Freud es una antropólogo y, en consecuencia, moralista. Ofrece un sistema del hombre, no una intuición más o menos feliz de sus actuaciones aisladas. Si el psicoanálisis es terapia, no sirve; si trata de ser psicología, hay que decir que su pretensión es errónea, porque no lo es. Es una teoría del hombre, y entonces es etología del homo sapiens, es decir, antropología, una concepción antropológica a la que conviene el nombre de freudismo. A la insistente pregunta de estos días, con motivo del 50º aniversario de la muerte de Freud, de qué lugar ocupa el psicoanálisis en la psiquiatría actual, me parece correcto responder de la siguiente manera: si el objeto epistemológico de la psiquiatría es la perturbación de un órgano, el cerebro, como órgano que hace posible la vida de relación, y queda subsumida en la neurología, entonces la doctrina de Freud está fuera de ella. Si el psiquiatra ha de ocuparse del sujeto y de las perturbaciones de su conducta, y la conducta es siempre una relación del sujeto con los objetos (otros sujetos, otros objetos, animados o inanimados), en tanto objetos significativos, entonces el freudismo constituye una buena teoría para la interpretación del sujeto a partir de su conducta, es decir, una hermenéutica de la actuación, para la que no se precisa la multiplicidad de supuestos que enunciara Freud, que actúan como deux ex machina abastecedores de seudosatisfactorias explicaciones. Es una desgracia que el freudismo sea en la práctica obra sólo de Freud. Apenas si tras él se han hecho aportaciones de interés, y en todo caso fragmentarias. Los denominados psicoanalistas debieron encomendarse una tarea: junto al desarrollo de la doctrina de Sigmund Freud, la conversión del discurso psicoanalítico, legítimamante precientífico en la obra del fundador, en el único discurso científico posible, el susceptible de discusión y de contrastación en cualquiera sea el ámbito, no en el exclusivo de los adeptos. Difícilmente se hallará, sin embargo, un colectivo mejor dotado para la pereza intelectual que el colectivo de psicoanalistas, oscilante entre el no hacer nada o el peor hacer de todos, el de la charlatanería.

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CARTAS AL DIRECTOR Sobre Freud Rafael Cruz Roche EL PAÍS | Opinión - 29-11-1989

Tras leer atentamente tu artículo de EL PAÍS de 3 de noviembre, que titulas Freudismo [escrito por Carlos Castilla del Pino], a!gunas de cuyas tesis podría suscribir o matizar, no puedo menos que hacerte públicamente algunas consideraciones.Sorprende que tu conocimiento de la obra de Freud y de las concepciones psicoanalíticas acerca de la curación, el cambio y la evolución terapéutica sea tan limitado que para negar cualquier validez terapéutica al psicoanálisis te apoyes en una obra puntual en la que Freud expresa su decepción porque el psicoanálisis no alcance aquellas metas ideales que en un momento parecieron factibles, precisamente por la utilidad científica y terapéutica del método.Llama la atención tu aseveración sobre la falta de aportaciones de interés posteriores a la obra de Freud. Te recomiendo la lectura cuidadosa de M. Klein y la escuela que desarrolla la llamada teoría de relaciones objetales, simplemente como ejemplo -de lo que puede ser la fecundidad de la teorízación psicoanalítica posfreudianapresidente de la Asociación Psicoanalítica de Madrid.

CARTAS AL DIRECTOR Del Pino y el psicoanálisis

Enrique Fernández Upiz. - Granada. EL PAÍS | Opinión - 21-11-1989

Como psicoanalista y como profesor, estimo que el doctor Castilla del Pino, a través de su escrito titulado Freudismo, perjudica seriamente la imagen de quienes, con seriedad y entusiasmo, nos dedicamos a la muy digna profesión de la psicoterapia psicoanalítica, tanto en su versión práctica como teórica-

CARLOS CASTILLA DEL PINO Gregory Bateson

EL PAÍS - Opinión - 30-08-1980

Recientemente ha fallecido en Estados Unidos Gregory Bateson, a los 76 años de edad. Bateson pertenece a este tipo de hombres cuya influencia es mayor que su renombre, entendiendo por éste su proyección por fuera del ámbito estricto de su disciplina. Sin embargo, no se comprende la pro-

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funda innovación que está acaeciendo en el campo de la psiquiatría actual sin la incidencia de los trabajos e investigaciones de Bateson. La importantísima obra de WatzlawIck, Beavin y Jackson Pragmatics of Human Communication está dedicada a él, como « mentor y amigo». Todo el grupo de la denominada escuela de Palo Alto procede de Bateson (Ferreira, Lidz, Weakland, Wynne, Haley, Zuk, Cornelison, Carlson, Fleck y muchos otros, aparte los autores primeramente citados).Gregory, Bateson comenzó su carrera como antropólogo, y fue el primer marido de la famosísima antropóloga Margaret Mead, con la que escribió Balinese Character: A Photographic Analysis, en 1936. Su primer trabajo, Naven, mostró ya su interés por los tipos de relaciones interpersonales, y le sirvió para descubrir el fenómeno de la schismogenesis, con el que se pretende definir la perpetuación de las relaciones, simétricas o complementarias, entre dos personas (o grupos), una vez que se han iniciado con una tipología determinada. En los años cincuenta comienza su interés por el campo de la psiquiatría, bajo la perspectiva antropológica, en donde había de mostrar su carácter innovador y sus notables y profundas intuiciones, que siempre trató de objetivar. Su aportación a la psiquiatría comienza con la colaboración con Jurgen Ruesch, cuando publican juntos, en 1951, Communication: The Social Matrix of Psichiatry. Los capítulos más importantes de este libro, de muy escasa relevancia en la psiquiatría actual -diré luego por qué- pertenecen a Bateson. En este libro Bateson hace, incluso, una reinterpretación de la historia del pensamiento psiquiátrico, abordando por primera vez los aspectos epistemológicos y los errores de este índole que han caracterizado los enfoques tradicionales: descriptivo, epitético y temático. Los problemas epistemológicos de la psiquiatría habrán de ser de su interés siempre, y a ellos dedica una serie de trabajos que están recogidos en las partes IV y V de Steps to an Ecology of Mind. Pero en donde Bateson alcanzó su más alta significación fue en su trabajo de 1956, en colaboración con Jackson, Haley y Weakland, Towards a Theory of Schizophrenia, publicado primeramente en Behavioral Science y luego reiteradamente editado. Este trabajo, que mereció ser considerado como la aportación más imnortante acerca de la esquizofrenia acaecida en las últimas décadas, no mantiene, cautelosamente, una hipótesis causal acerca de este tipo de psicosis, sino que constata la preexistencia de un tipo de relaciones paradójicas, el double bind (doble vínculo), en el paciente que satisface los criterios diagnósticos de esquizofrenia. La aportación ulterior en la psicopatología de la esquizofrenia, que va a constituir el soporte teórico de la desafortunadamente denominada antipsiquiatría, con Laing, Esterson, etcétera, parte de la investigación de Bateson y su grupo. Las condiciones del doble vínculo son, en apretada síntesis, las siguientes: a) existencia de una relación intensa y necesaria entre dos personas (cuando menos), especialinente la interacción parentofilial; b) en esta situación de no libertad, un «sistema cerrado», se ofrece un mensaje (información) y un metamensale (propuesta de relación) contradictorios entre sí, de forma que son excluyentes: de obedecer al mensaje se desobedece el metamensaje, y a la inversa, de modo que el receptor, obligado, se encuentra en un impasse ante el emisor. En este impasse tiene lugar la conocida profecía autocumplidora, mediante la cual los patrones de conducta del receptor no sólo se reiteran, sino que le confirman en la hipótesis sobre sí mismo (sobre su identidad, su self) que el emisor le ofrece. La teoría de Bateson acerca de las relaciones interpersonales, uno de los tipos de la misma es el doble vínculo, se insipira en la teoría de los tipos lógicos de B. Russell. Posteriormente, Bateson llevó a cabo una brillante e imaginativa aplicación de estas tesis a la «lógica» del alcoholismo. Finalmente, en 1979, en las postrimerías, por tanto, de su existencia, publicó un texto, Mind and Nature. A Necessary Unity, que viene a ser una teorización acerca del carácter «natural» de los procesos mentales. Los trabajos de Bateson están escritos en un nivel de abstracción lo suficientemente elevado como para que choquen, de entrada, con el burdo empirismo de la práctica psiquiátrica usual. Exigen del lector un esfuerzo considerable y son, sin duda, una aventura fascinante de orden intelectual. Son, por eso, trabajos para seminarios, en los que al propio tiempo alguien, quien quiera que sea, trate de aproximar la enorme riqueza teórica de su contenido al campo de la práctica psiquiátrica y psicoterapéutica, por una parte, y, por otra, al de la cotidianeidad (porque uno de los más ahincados intentos de Bateson estriba en disolver la solución de continuidad, erróneamente provocada por razones ideológicas, entre las llamadas normalidad y anormalidad).Por otra parte, la psicología, psicopatología y psiquiatría tradicionales consideran como su objeto epistemológico o bien el sistema nervioso central o, todo lo más, el sujeto. En Bateson, como antes en otro psiquiatra, cuya significación aún no ha sido extraída al máximo, Harry Stack Sullivan (muerto en 1947), el objeto

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epistemológico se encuentra en la relación sujeto-sujeto, de tal modo que la conducta no se comprende sino desde la relación misma, y no desde un sujeto tan sólo. Algo que en sí mismo supone una crisis de fundamentos de este grupo de ciencias y que, por consiguiente, ha de tardar en reconocerse. Por eso estoy convencido de que la psiquiatría de los próximos años, al mismo tiempo que, naturalmente, ha de cuestionar muchos de los postulados de Bateson, habrá de contar necesariamente con todo el armazón teórico construido por él y su escuela, si es que quiere seguir fiel, por un lado, a lo que coristituye la identidad misma de lo que es psiquiatría, y por otro, ofrecer ésta como una disciplina que cumpla los requisitos exigibles hoy a cualquier disciplina que se pretenda científica.

CARLOS CASTILLA DEL PINO

Ilusión EL PAÍS - Opinión - 06-03-1984

En una acepción técnica -psicopatológica, psiquiátrica, no coloquial- ilusión es una "perversión subjetiva del dato actual del sentido" (Drever, J., Dict. of psicology). Dicho de otra forma: dado un objeto empírico que los sentidos aprehenden, el sujeto (no que "ilusiona", que eso es otra cosa) sino que "tiene o padece ilusiones" superpone sobre él la imagen de otro objeto, de manera que el primero es suplantado por esta última, y se opera con ésta como sí fuera aquél. El sujeto que "padece ilusiones" verifica entonces lo que los psiquiatras franceses denominan faux reconnaissance, es decir, una confusión (de un objeto por la imagen de otro), que la mayoría de las veces se corrigee al que mantiene con un objeto el carácter de iluso); al objeto que suscita la ilusión y al proceso mediante el cual la ilusión tiene lugar ("ilusionarse" es el acto mediante el cual un sujeto se convierte en iluso respecto de un objeto que ansía).La primitiva acepción Para la acepción técnica de ilusión no existe toda esa familia de palabras que, sin embargo, poseemos en torno a "alucinación" ("alucinación", "alucinado", "alucinarse", "alucinógeno", alucinar", etcétera). La acepción inicial de illusio (al parecer, en Cicerón) es de burla, befa, chanza, mofa, escarnio, risa, irrisión; pero todo ello mediante engaño en el sujeto que es objeto de todo ello, y deriva de illudere, engañar, burlarse, como en illudére in aliquem (Nuevo Valbuena o Dicc. latino español, corregido y mejorado por don Vicente Salvá, París, 1834), que deriva, a su vez, de ludere, jugar. Parece verosímil suponer que la burla inherente al hecho de engañar provocando ilusiones en el burlado, forma de mofa cruel aún usada en nuestros días, respondería a la primitiva acepción de illusio como juego con engaño que hace posible la burla. Esta acepciórt aparece en Francia hacia 1120 (Robert, Dict. alphab. & anal. de la langue française), como sinónima de moquerie, burla, tornadura de pelo, y entre nosotros aún la ofrece, como inicial significación, don Sebastián de Cobarruvias (Tesoro de la lengua castellano, o española, 1610): "Ilusión. Vale tanto como burla". Pero evidentemente se trata de una acepción obsoleta, como, por otra parte, se afirma, por ejemplo, en el Dict. of the english language, de la Random House, en el que también se recoge la primitiva de irony, mocking. Pero algo nos (queda aún de esta significación, pues, como se señala en el último texto citado, un iluso es un burlado, un ridiculizado; y en castellano "iluso" se aplica "al que tiene una esperanza infundada o deniasiadas esperanzas. O al que tiende a forjarse ilusiones con demasiada facilidad" (M. Moliner , Dice. de uso del español), y se convierte así en sujeto risible.

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Me importa especialmente señalar que illusio, sustantivo derivado del supino de illudere, engañar, deriva en último término de ludere, jugar. Determinados juegos son, en efecto, engaños. Así, por ejemplo, se juega a ser A o B, y se cree, se imagina uno -en los niños, sobre todo- ser A o B mientras se juega. Jugar, engañar(se), ilusionar(se) La función del juego es provocarse el placer que depára imaginar ser lo que no se es, o tener lo que no se tiene, o incluso que hay lo que no existe. Nuestras fantasías de adultos son formas de juego y vivimos pasajeramente la ilusión de ser lo que imaginamos. Los autoengaños (a veces compartidos en algunos juegos) que se suscitan mientras jugamos, y también durante nuestras ensoñaciones de vigilia, son justamente los que nos provocan placer, gusto, satisfacción. Lo contrario del juego no es la seriedad, decía Freud, sino la recalidad. Jugamos para evadirnos de la reafidad, nos ilusionamos para vivir nuestra fantasía como si fuera realidad. El término "ilusionismo" parece recoger tanto la connotación de juego como la de engaño, y el "ilusionista", el prestidigitador, juega a provocar engaños que, al no saberlo descubrir, deparan la burla. Ahora bien, Tertuliano (150230 después de Cristo) creó la palabra illudia, también derivada de illudere, para denominar las "ilusiones, fantasmas que se figuran en sueflós" (Nuevo Valbuena, cit.; literalmente recogen la cita Raimundo de Miguel y el marqués de Morante en Dice. latino-español etimológico, 1889; no así Roque Barcia). Que yo sepa, este vocablo no ha tenido un posterior uso y desarrollo, y hubiera sido clarificador el que las ilusiones del sueño (que en realidad no son tales, sino alucinaciones, puesto que no hay objeto extrior, condición indispensable para la ilusión) hubieran merecido su sustantivación específica. J. Corominas sostiene (Dicc. etimológico, 1961) que el vocablo "ilusión" se introduce en España a mediados del siglo XVI directamente como engaño, sin hablar de la burla o mofa que Cobarruvias advierte. Pero Cobarruviás, aparte esta acepción de burla,de mofa por el engaño, señala también la de engaño en sí mismo y la desarrolla de modo sorprendentemente agudo desde todos los puntos de vista: "Quando nos representan una cosa en apariencia diferente de lo que es, o por causas secretas de la naturaleza, aplicando activa passivis, o por alteración del medio o del órgano del sentido, o por vehemente aprehensión de la cosa imaginada, que parece tenerla presente". Y tras señalar estas tres causas de ilusión, añade esta graciosa ej emplariz ación: "El demonio es gran maestro de ilusiones, por su gran sutileza y agilidad, junto con su malicia, y con ellas ha tentado a muchos santos, los cuales le han vencido con la gracia de Dios y le han embiado corrido y acovardado, como san Antonio, san Benito y otros muchos santos". Pero el demonio tienta ofreciendo naturalmente el placer que la tentación procura de aceptarse, y valiéndose de engaño, y ello a despecho de que sea considerada un acto malo, como lo es el acto obsceno, con el que sabemos que el perverso Satán ilusionaba a estos santos padres. Dinamismo de la ilusión No hay tentación posible si no moviliza un deseo que, de una u otra manera, se encuentra en nosotros, haciéndolo realidad mediante un objeto preciso, o mediante la provocación de ilusiones, es decir, de falsas imágenes de objetos. Lo interesante de estas consideraciones etimológicas -no soy experto en etimologías y es probable que haya deslizado algún error u omisión- es que, al mismo tiempo que describen el proceso que tiene lugar en el acto que denominamos ilusión, apuntan a la génesis del mismo, como son las condiciones del objeto que nos ilusiona, la acción del sujeto al ilusionarse por un objeto, el carácter regresivo, pueril, del sujeto iluso, la índole de juego (y éste como realización ilusoria del deseo) a que se entrega el sujeto que se ilusiona. Nada de esto puede hacerse hoy desde el uso meramente técnico del vocablo "ilusión". Cuando los médicos de locos no eran aún psiquiatras, sino alienistas, como, por ejemplo, BoissieÍde Sauvages, Pinel o Esquirol, es decir, a fines del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX, era fre-

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cuente en ellos hallar referencias a los efectos de las desenfrenadas pasiones de los alienados y al origen de la locura en las desatadas instancias a la satisfacción de sus desmedidos deseos: "Por las ideas y pasiones que dominan la razón de los alienados, estos enfermos se equivocan sobre la naturaleza y la causa de sus sensaciones actuales" (Esquirol), y, en consecuencia, yerran ilusionando (amén de alucinando). Pero cualquiera sea la causa -tres señala Cobarruvias, según hemos visto- de las ilusiones, que junto con las alucinaciones y delirios componen los errores característicos del loco, es indudable que la imagen sustitutoria del objeto real y empíricamente presente pertenece al mundo interno del sujeto, el cual lo sitúa, cambiándolo de lugar, es decir, dis-locándolo en el mundo exterior. Aun cuando estas ilusiones se deban en algún caso a una perturbación del órgano del sentido, tal y como acontece en muchos sordos, que toman determinadal palabras que mal oyen por aquellas otras que imaginan, estas últimas son, como no puede ser de otra manera, puestas por el sordo en cuestión en boca de los que hablan. No es, por tanto, la perturbación del órgano del oído la que ocasiona la ilusión (en este Paso acústica), sino la de la mente del sujeto cuyo sentido del oído se halla, además, alterado. Un sordo suspicaz era suspicaz antes de sordo; y el sordo que no lo es prueba que tampoco lo era con anterioridad. ¿Por qué tiene lugar esta expulsión o proyección del objeto interno? En cualquier caso, el sujeto que tiene ilusiones, el "iluso" (y permítaseme por una vez denominar así no sólo al que se "forja ilusiones", sino al que las "padece") se beneficia de esa falsa, pero para él vivida absolutamente como real, externalización del objeto: si el objeto interno es malo, porque al hacerlo de otro ya no le pertenece a él; y si el objeto interno es bueno, porque de esta forma le es factible establecer una relación con él que de otra manera no le satisfaría. El enfermo de delirium tremens expulsa sus ratas, sus arañas, sus personajillos que desde un rincón de la habitación le dicen maricón o cabrón; pero al megalomaniaco delirante le conviene oír cómo los demás le confirman en su identidad de Jesús de Galilea, de extraterrestre, de rey de Inglaterra o de lo que sea. Han sido psiquiatras de este siglo los que advirtieron que el delirante juega con su delirio, por torturante que éste parezca ser, siempre menos que la aceptación de la realidad de sí mismo. Porque padece ilusiones, el paciente delira; pero luego mantiene el delirio porque éste le ilusiona. De esta forma el concepto de ilusión, en su acepción técnica y en la coloquial, se homologa con los illudia de Tertuliano, puesto que los fantasmas de la primera, que aparecen en la vigilia, son equivalentes a los fantasmas que nos figuramos en sueños: ambos realizaciones imaginarias de deseos. Pero también estos dos conceptos se aúnán al de uso coloquial, pero enormemente preciso, de ilusionar (no admitido en el Diccionario de la Real Academia Española), como el acto de "causar alegría algo que se anuncia o espera" (M. Moliner, cit.) porque se desea; o el de ilusionarse, forma pasiva de ilusionar (admitida en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua), como el acto mismo de desear (ambos introducidos en el castellano enlatardía fecha de 1923). En resumen, ilusionar es condición del objeto, capaz de movilizar el deseo en el sujeto; ilusionarse (con el objeto) condición del sujeto, que le capacita para desear al objeto de forma distorsionante, es decir, ilusoria; iluso, el sujeto que, habiendo sido provocado por el objeto, alcanza la posibilidad de ilusionarse con él; ilusión, la relación imaginaria con el objeto deseado... En este contexto, el habla coloquial no sólo posee una riqueza que el habla técnica está muy lejos de ofrecernos, sino que incluso nada tiene que envidiar en lo que concierne a precisión. Condillac decía que "una ciencia es un lenguaje bien hecho", pero en este respecto parece que el habla coloquial está mucho más cerca de cumplir este requisito que nuestra pobre jerga psicopatológica actual. Y no está de más hacer esta advertencia como profiláctica de pedanterías lingüisticotécnicas y recordar el aforismo de Wittgenstein: "El lenguaje está bien como está".

CARLOS CASTILLA DEL PINO Jacques Lacan

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Carlos Castilla del Pino es médico psiquiatra, director del Hospital Psiquiátrico de Córdoba y autor de numerosos libros sobre su especialidad.

EL PAÍS - Cultura - 16-09-1981

Jacques Lacan ha muerto oportunamente, cuando majaderos que hasta hace unos meses, no podían ni estornudar sin decir ¡Lacan!, dejaban ya de citarle para así mantener el tipo íntelectual que conviene en la Francia de 1981. Desfasados respecto de ella, comenzará a ocurrir en España, Argentina (o, mejor, entre los argentinos de España), México, etcétera, cuando se enteren. En Italia, más listos y más al día, la descitación se inició incluso antes que en la propia Francia. Por lo demás, no es este un hecho inusual. ¿Qué ha sido de Sartre?, ¿qué de Levi-Strauss?, ¿qué de Althusser? O, más recientemente, ¿qué de Deleuze y Guatari, los cuales, al decir de su momento (no más de hace seis años), habían escrito «lo más importante después de Freud»? Los ejemplos podrían multiplicarse, a tenor de lo ocurrido también con Gaston Bachelard o con autores no franceses. Porque ¿es que alguien que se precie podía dejar de citar a Herbert Marcuse (a veces, diciendo Marquis) por los años 1968 al 1972, y por la misma razón citarlo ahora? ¿Es que Marcuse era todo, como se quería entonces, o es nada, como parece implicarse ahora? ¿Cómo es posible que el pingüe negocio que significó editar a Marx nada más que hasta hace cinco años se haya convertido en ruinoso hasta el punto de que una ejemplar edición de sus obras haya tenido que interrumpirse?El inicial declive que Lacan sufría, como su opuesto, el clímax penúltimo en la Europa de la bobería, es ante todo un hecho social a interpretar. Sin ninguna relación con la descomposición de L'Ecole, sino con algo mucho más complejo -la actual conversión del producto cultural en manufactura- y más simple por otra, la utilización en masa del producto cultural en símbolo de situación. Las manufacturas Lacan se han vendido, pero que muy bien, por habilidosos que envidiarían agentes de Tarrasa o Sabadell, por pragmáticos de toda laya, titulados como el-que-sabe - lo q u e - L ac a n - q u i e r e - d e -cir-cuando-habla, bajo supuestos nihil obstat que el propio Lacan parecía repartir. El dinero dejó de ser significante metafórico de la mierda para irse derecha, valiente y literalmente a él. Lacan no estuvo exento ni mucho menos de responsabilidad en esto que acaeció y de lo cual comienza a ser víctima. Se constituyó en la Esfinge, en aquel que sabía del lenguaje del inconsciente porque hablaba el inconsciente como el francés, y naturalmente precisaba de mediadores e intérpretes para el resto de los humanos. El lenguaje de los lacanianos -el charlacaneo de Mario Bunge, el lacanear que, como verbo de la primera conjugación, introdujo el que esto escribe -era divertido: todo podía ser dicho porque nada era, como en el peor galimatías en que a veces nos sume Hegel. Porque un discurso inteligible era un discurso psicótico, lo cual, además de paradójico, es a medias verdad, en la medida en que lo inteligible niega (oculta) el discurso del inconsciente. Pero con Lacan era sumamente fácil tomar el rábano por las hojas, y resultar que, así como suena, todo lo que es inteligible no es aceptable porque es psicótico (¿y por qué el discurso psicótico no había de serlo?), y así sucesivamente. La gran hazaña La gran hazaña de Lacan fue leerse el Curso de lingüística general, de Saussure, y quedar arrobado ante el axioma de que el signo es la relación significante-significado que el significante es imagen, y la barra que le separa del significado, el deseo. Luego, hizo sus estudios superiores en lingüística cuando usó de todo Roman Jakobson sus dos conceptos de metáfora y metonimia. Con este armazón pasó a engrosar las filas de los estructura listas, lo que es para mí un enigma. Por entonces, Jacques Lacan, de acuerdo con una reciente tradición francesa, que probablemente

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comienza en Sartre tras la segunda posguerra mundial, prefirió la lo gorrea al cartesianismo, el literaturismo a la argumentación. Lacan llegó tardíamente al psicoanálisis, desde la psíquiatría clínica. Su tesis doctoral, sobre la psicosis paranoica, revela un conocimiento profundo no solo, de la psiquiatría francesa, sino de la alemana de entonces y de hasta entonces, cosa insólita en Francia. Como su coetáneo Henry Ey, no llegó a asumir seriamente, exactamente, los conceptos de la psicopatología de Karl Jaspers. Lacan se sirvió ante todo de la psícología descriptiva y caracterológica (Kretschmer, Klages, etcétera). Pero esto hizo posible el que se dejase fecundar por la dinámica psicoanalítica, más próxima a estos últimos autores que al propio Jaspers. Su vinculación a la clínica psiquiátrica, es decir, su contacto real, no literario, con el psicótico en las primeras etapas de su desarrollo profesional, le marcarán profundamente como para distanciarle cualitativamente de la generalidad de los psicoanalistas. Sólo Daniel Lagache tiene, en Francia, paridad, superándole con mucho en orden a sus aportaciones. Biologismo viciado La lectura lacaniana de Freud es, para mí, inadmisible, porque hace con Freud una suerte de negación parcial del objeto-Freud, que oculta el profundamente viciado biologismo que padeció. El biologismo en Freud está presente hasta el momento de su muerte, heredero de un positivismo decimonónico que le incapacita históricamente para la superación epístemológica definitiva desde el nivel organísmico al nivel psicológico, en donde ha de situarse el objeto del psicoanálisis (y, en general, de la psicología y de la psiquiatría). Freud apunta una y otra vez esta superación, para desapuntarla en otras ocasiones, celoso siempre del rango científico del «modelo naturalista». Los que prefieren hacer la lectura lacaniana de Freud a leer a Freud mantendrán la imagen sacra de un Freud no biologista, que no fue bien interpretado por sus ortodoxos de la Asociación Internacional. Pero el que así sea por muchos de estos últimosno invalida la grandeza y servidumbre del pensamiento de Freud, a saber, la del que innova y revoluciona y la del que, al propio tiempo, está incapacitado de emerger de la contradicción, que le depara su propia condición histórica y social. Leer a Freud, en suma, exige, ante todo, su enclave histórico, por cuanto nadie es capaz de saltar sobre la propia sombra que le proyecta su pertenencia a un tiempo concreto. La lectura lacaniana de Freud no se hace desde el tiempo de Lacan, sino en el tiempo de Lacan, lo que es ejemplo de ahistoricidad.

CARTAS AL DIRECTOR Castilla del Pino-Lacan

Julia Borinsky. - Madrid.

EL PAÍS - Opinión - 25-09-1981

El doctor Castilla del Pino dice que Lacan ha muerto oportunamente. Es él quien ha esperado, pues, esta oportunidad para estornudar su opinión poco fundamentada, dado que se trata de un

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psiquiatra al que EL PAIS no escatima ocasión de publicar.Recuerdo un suplemento dominical en el cual el director del psiquiátrico cordobés confesaba, entre otras cosas, que él no se había analizado nunca; hablaba de su obsesión por los relojes y otros comentarios en torno a su modo de ver el psicoanálisis. A propósito, ¿será este tipo de entrevistas las preferidas por Castilla del Pino, y por eso expresa su deseo de que ya no se cite más a Lacan, tanto en Francia como en España; donde no se lo permite a nativos o extranjeros; en México, Argentina, etcétera, como así tampoco en Italia, donde tiene más esperanzas de ser obedecido porque parece ser que allí "son más listos y están más al día"? Y ¿será este el espíritu que anima a EL PAIS a no solicitar artículos sobre Jacques Lacan a psicoanalistas, pero sí a licenciados en Ciencias de la Información, filósofos o psiquiatras, como en este caso? Descubrimos que el doctor Castilla del Pino propone "el tipo intelectual de 1981", basado, pues, en la descitación de Lacan, pero su ambición va aún más lejos y también excluye a Sartre, LéviStrauss, Althusser, Deleuze, Guattari, Bachelard, Marcusse, Marx. El doctor Castilla del Pino propone un cambio de citas este año y baila sobre la tumba de Lacan, al mismo tiempo que ofrece, gratuitamente, de las suyas propias a los que quieran tener a bien pasar por su tienda de lecturas de segunda mano. El doctor Castilla del Pino, en lugar y en el lugar de Lacan y ¿porqué no del mismo Freud? Respecto del primero, parece ser que no entendió nada de lo poco que leyó, y, al segundo, le pretende robar su descubrimiento ("el objeto del psicoanálisis") porque lo ve "incapacitado históricamente para la superación epistemológica del nivel organísmico al nivel psicológico, en donde ha de situarse el objeto del psicoanálisis" (?) Gracias, EL PAIS, porque a través de la lectura del artículo arriba mencionado he confirmado, una vez más, aquello de que "los no incautos yerran" (les non dupes errent. Seminario dado por Jacques Lacan en 1973-1974)./

CARLOS CASTILLA DEL PINO La equivocación de Juan Benet EL PAÍS - Opinión - 11-11-1985

Yo dije a Juan Benet que había encontrado Región. Era yo quien, desde hacía tiempo, sabía dónde estaba; no él, que, desorientadamente, creyó hallarla -¡qué disparate topográfico en el noreste asturleonés.Para ir a Región debería remontar Cen nosotros, como si huyera despavorida no se sabe de qué, quizá de esa pesada quietud que no es sosiego y que en modo alguno tiene algo que ver con los aires que para el resto del planeta corren.

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Por allí metí a Benet, tras una maniobra eficazmente malévola. Para hacerle ir era preciso -me di cuenta en seguida- aconsejarle que no fuera. Porque allí, efectivamente, está Región, pero, como tal, inaccesible, y, por tanto, asegurarle como vano el mero intento. Y en la alternativa, le sugerí volver a la vulgaridad de la carretera N-IV y, todo lo más, para curarse de ella, asomarse a Montoro y contemplar, desde un kilómetro antes, esa a modo de incrustación toledana que en las estribaciones de sierra Morena compone ese pueblo de rojo, ocre y cal, y que parece deslizarse sobre el talud en cuyo fondo discurre el Guadalquivir... ¿Para qué ir, pues, a Región? Eso era lo que había que hacer. Nada de aventura, de proyecto estéril de volver a Región. No se puede, no se debe volver a Región. Pretenderlo es, obligadamente, perderse. Juan Benet se perdió porque yo lo perdí. Su error fue aceptar mis palabras como persuasivas para que no fuera, como una sincera prevención del riesgo, cuando justamente eran lo contrario. Como aquel cajón que cerrado con descaro se constituye en adecuada incitación a que lo abran, para gustosamente culpar luego a quien nos desobedeció, así yo dije a Benet que no fuera para que fuera, y para que una vez que hubiera ido se perdiera, y de este modo hacerle entrar en razón de que no debió ir, de ninguna de las maneras, a la búsqueda de Región. Su error no fue alcanzar Pozoblanco, después de la equivocada travesía, en lugar de Villanueva por la Jara, como, con la lógica singular del ingeniero, me reprocha. Su error fue, por decirlo así, más esencial, más hondo, definitivamente insubsanable: el que se deriva de pretender la tangibilidad de la imagen, la concreción de lo no dado, la evidenciación de lo inexistido. Volver a Región es como enunciar en forma de teorema la inexistencia de Dios. Yo sé dónde está Región. Pero me limito ahora a declarar esto: jamás diré dónde. Y si me lo preguntan y respondo, cuídense porque les pierdo. Como una mañana, en Córdoba, a la plena luz del día, con el mapa en la mano, perdí a Juan Benet en su enajenado intento de encontrar finalmente la otra casa de Mazón.ç Nota. Juan Benet publicó el 13 de julio de 1985 en esta misma página un artículo titulado Los Pedroches, en el que cuenta su viaje al norte de Córdoba en busca de una llamada Región.

CARLOS CASTILLA DEL PINO La hora de la democracia

EL PAÍS - Opinión - 03-03-1981

Como para tantos españoles, el 23 de febrero fue la segunda vez en mi vida que asistía a una situación de bochorno en la que, sin apelación posible, la razón quedaba íntegramente sojuzgada por la brutalidad de los que instrumentalizaban pistolas y metralletas. Me era penosamente fácil identificarme con aquellos que, en el Congreso, estaban a merced de bandoleros, reducidos al silencio total, en la alternativa entre el mero hablar y la posibilidad de morir. Lo que estaba ocurriendo allí podía extenderse a toda España y aplicarse a todos los que habitamos en este país. Y de nuevo el silencio, la humillación, la indignidad se nos impondrían como hábitos colectivos de vida. Otra vez habría que aprender a soportar el monólogo de bestias, incapaces de usar del raciocinio y del argumento. Los aspectos grotescos del espectáculo, que ahora se nos antojan de corte valleinclanesco, no le restan un ápice de gravedad, pues esto mismo no le hubiera impedido persistir: recordemos al Queipo de Llano de otro tiempo y cómo, cumplida su misión, por necesidad, dejó paso a formas socialmente presentables de bandidismo. De nuevo era posible revivir paso a paso aquellos años -toda nuestra vida, en realidad- en los que la identidad de muchos se hizo a costa de la corrupción, o por el lado opuesto: a costa de la castración. En cualquier caso, a expen-

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sas de la dignidad.Como un español más, me he aliviado hondamente cuando la situación parece superada, cuando, de manera optimista, pienso que vamos a cuidar lo conseguido: libertades que no son, en la apariencia, libertades mayúsculas, pero que representan la libertad real de la vida cotidiana: hablar con quien se quiera y de lo que se quiera sin temor, leer a diario el periódico que se desea, poder saber de lo que pasa, poder decir lo que se piensa ... Todo esto, tan sencillo, tan inocuo, hemos estado a punto de perderlo, y basta leer el escalofriante bando emitido para el País Valenciano para imaginarlo sin esfuerzo. Los españoles que no gustan de la abyección hemos de agradecerle a los tejeros de turno habernosk mostrado su auténtica faz, su catadura. En esas horas en que vivimos la posibilidad de fracasar en lo tan trabajosamente conseguido, estos tipos elementalizaron la situación y la redujeron a estos términos: o se está con la democracia o se está con la barbarie. Vocablos tales como «derecha», «izquierda», «centro» eran, en esos momentos, meras adjetivaciones, en todo caso recuperables con posterioridad, porque mientras estas últimas aluden a formas de gobernación, democracia o no democracia se refieren a formas sustantivas de Estado y era eso lo que se jugaba. La fragilidad del Estado que los españoles nos dimos hace poco es extremada. Que a pesar de ella haya salido indemne de este asalto prueba cómo, hasta cierto punto, la razón misma tiene su fuerza. Pero no olvidemos nunca que puede ser barrida en cualquier momento para colocar en su lugar el simple poder de la violencia descarnada. Por eso yo quiero en estas líneas dar las gracias a aquellos que, anónimamente han evitado la bancarrota de este Estado español en el que vivimos. Y en la medida en que el Rey, ante toda España, eligió estar del lado de la democracia y de la libertad, y reconoció la soberanía del pueblo frente al atentado de unos pocos, y se erigió en símbolo de una España libre, le expreso públicamente mi gratitud.

CARLOS CASTILLA DEL PINO La ridiculez 05/04/2007

El error tiene una condición maligna: además de perjudicar a quienes se le induce, se vuelve contra el que lo comete. No hay una sistemática de las consecuencias de los errores, ni puede haberla, porque depende de la posición del que yerra y de la de los inducidos al error. Por eso, no puedo permanecer ajeno al continuado error del líder del PP, don Mariano Rajoy, y a las consecuencias que tiene sobre sus seguidores y no seguidores, con su adicción a la manifestación semanal. Incómodas y desagradables (algunos rostros adquieren deformaciones tipo Millán Astray, que para nuestra desdicha nos las muestran los telediarios a la hora de la cena), preocuparme no me preocupan, pero sí a algunos de mi entorno, que creen tener base para auspiciar los peores augurios. Trato de tranquilizarles aduciendo que el error que comete este político tiene consecuencias por fortuna trascendentales, pero sólo para él y para los que en él creen. Desde mi punto de vista, las consecuencias a que aludo derivan de su ridiculez. La ridiculez tiene dos componentes: la situación (ridícula) que se crea y el sujeto (ridículo) que la provoca. Agotada la comicidad de la situación ridícula, surge de nuevo con sólo evocar al ridículo sujeto que la suscitó. La ridiculez, en cierto sentido, es interminable. Es lo que le ocurre al señor Aznar: pasamos de su ridiculez a la de las situaciones evocables: boda filial, contubernio en Azores, rancho en Tejas, etcétera. Ridículo deriva del latín ridere, reír.

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Si tuviera acceso al señor Rajoy, apartándolo unos segundos del talentudo Acebes y del, a no dudarlo, escrupuloso Zaplana, le diría (aun a sabiendas de que no me haría el menor caso, y con razón) que el ridículo tiene mal arreglo, quizá ninguno. El ridículo, de hacerse, conviene que el azar depare que sea ante nuestros íntimos, que, para protegernos, guardarán una generosa discreción. Pero en política el escaparate es grandioso y los gestos y palabras del político se magnifican, aunque sea diciendo simplemente buenos días al entrar en el Congreso. La ridiculez del político tiene tal eco que sólo depara un tratamiento eficaz: su huida inmediata, su desaparición definitiva. De lo contrario, cada vez que aparece se evoca su ridiculez anterior (las leyes de la asociación. Véase cualquier tratado de psicología). En mi infancia se solía decir "¡Trágame, tierra!" después de cometida una ridiculez, frase alusiva y simbólica de la conveniente y hasta deseable desaparición del que la provocó. Honestamente se la aconsejo al señor Rajoy. Recuerdo errores de este tipo de un político fugaz en nuestra historia reciente: las del señor Hernández Mancha. Los solucionó de esta forma: de manera callada, discreta, casi inadvertidamente desapareció hasta inexistir (como político, me refiero); de recordarse, como lo hago yo ahora, y ya no sin dificultad, uno no puede menos que reconocer que eligió la más inteligente y eficaz de las terapias. Le felicito de verdad y tiene mi respeto: es un ejemplo. Pero ¿por qué cabe tachar de ridícula esta manía de Rajoy de sacar sus huestes a la calle cada dos por tres, y ahora, en original escalada, declarar un boicot imposible a este periódico en el que escribo, amén de emisoras de radio y televisión de la misma empresa? Aunque las manifestaciones convocadas por él alcancen la cifra de gritantes (esta palabra no figura en el DRAE) que la embriaguez (del éxito) le lleva a suponer, es evidente que la de los que pasean, charlan, ven el fútbol o se dedican a cualquier tarea nada trascendental, pero legítima y necesaria para el merecido sosiego, es mucho mayor. Y cuando estos mismos las contemplan horas después en la pantalla de la televisión, y oyen, además, el vocerío de los asistentes declarando los motivos de su presencia allí, deben preguntarse cómo es posible tamaño anacronismo. Las manifestaciones rajoianas, valga la expresión, son, en efecto, ridículas, ante todo por su ranciedad. Un ridículo, si no se huye de inmediato, lleva indeclinablemente a otro, y éste a otro, y así sucesivamente. Hace pocos días, es un ejemplo, Ratzinger nos amenazó con algo que habíamos olvidado, y seriamente, como conviene a la perfecta ridiculez, alzó la voz para recordar, urbi et orbi, el lugar a donde podemos ir muchos de nosotros. Pronunció a voz en grito estas dos palabras: "¡Hay infierno!". E imaginando el escaso terror que esas dos palabras podían suscitar a la fecha en que estamos, se sintió obligado a añadir cuatro más: "¡Y además es eterno!". El ridículo se magnificó. Un amigo argentino me dijo: "¡Qué bien que se hubiera callado!". Ése es el consejo que me permito dar al señor Rajoy. España, o, para evitar grandilocuencias, los españoles, no estamos ya para esas cosas. Es un país rico, lo va a ser aún más, y la mayoría de sus habitantes están en condiciones de pasarlo bien, presumiblemente cada vez mejor. Y además son (pido perdón de antemano por valerme de la tan mal usada palabra) patriotas, pero sin necesidad de declamarlo, por la única razón verdaderamente válida: trabajan todos los días y han hecho de este país el que hoy es. ¿Se recuerda el país que era éste cuando estaba bajo la férula de los que monopolizaron la españolería patriótica durante cuarenta años? A esos patriotismos desgañitados se refirió el gran filólogo Samuel Johnson, mediado el siglo XVIII, con esta frase: "El patriotismo es el último reducto de la canalla". El patriotismo no se declama; el patriotismo se hace. Los desmelenes de los asistentes, las banderas (made in China) tan flamantes, las frases coreadas, las pancartas son precisamente garantía de la falta de razón. Frente a estas manifestaciones con su pretendido carácter aterrador, contengamos la risa (risum teneatis, decían los latinos). Hasta que este líder, curado por ese gran psiquiatra que es la Realidad, le enfrente a su propio ridículo, le acompañe discretamente hasta el foro y le invite, con la ayuda, ¡muy pronto!, de sus mismos correligionarios a los que ya estorba, a sumirse en la inexistencia. Carlos Castilla del Pino es psiquiatra y escritor.

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CARLOS CASTILLA DEL PINO La teoría ibericoepiscopal del divorcio Carlos Castilla del Pino es médico psiquiatra, director del Hospital Psiquiátrico de Córdoba, investigador y autor de libros relacionados con su especialidad.

EL PAÍS - España - 01-04-1981

En un artículo anterior -El habla de los obispos (EL PAÍS, 22 de febrero)-, difícilmente inteligible, por cuanto en los sucesivos pasos que van del redactor jefe al linotipista se le perdieron dieciséis líneas, defendí la idea de que los obispos deben hablar, y hacerlo además con frecuencia, como forma de que les entendamos mejor.Entenderles mejor, dentro de lo que cabe. Porque una característica, por ejemplo, del documento episcopal sobre el divorcio es su oscuridad y mistificación. ¿Por qué de ambas? Se me ocurre una explicación: quien no está convencido de la racionalidad (en el sentido de logicidad) de una tesis que, no obstante, se obliga a defender (por las razones que sea, en las cuales no quiero entrar), ha de renunciar necesariamente a la claridad. Si la claridad, al decir de Ortega, es la cortesía del filósofo (que no siempre practica, claro está), la oscuridad ha de ser la necesaria propiedad del teólogo; y no de resultas de la complejidad del raciocinio, sino de la necesidad de que Io que se presenta como tal aparezca como argumento tan complicado que resulte inalcanzable para los más. Por eso, tales escritos adolecen de estas tres virtudes: 1. La contradicción en los términos. 2. La mistificación, como forma de ocultación, de las contradicciones preexistentes. 3. La autoatribución de autoridad, en este caso moral, surgiendo así la curiosa figura del denominado teólogo moral, esto es, del sujeto que a sí mismo se confiere la capacidad para decirnos a todos -no sólo a los de su grey- que es lo que hemos de hacer si queremos hacer el bien y ser buenos. He aquí algunas de las contradicciones del documento a que hago referencia: el matrimonio es un derecho -además, natural- de la persona; el divorcio, no; «Y aunque ellos (los cónyuges) fueron libres para contraerlo, no lo son para romper el vínculo que nace del mutuo consentimiento ». ¿Hay razones para considerar libres a dos personas para atarse y no libres para desatarse? Veamos algunas de las mistificaciones imprescindibles para sostén del absurdo: al acceder al matrimonio «brota un vínculo de carácter permanente». De dónde brota, se ignora, ni hay que preguntarlo; basta simplemente recurrir a estas dos aseveraciones de jocosa lógica episcopal: «Todo matrimonio es, por derecho natural, indisoluble», ya que «la indisolubilidad matrimonial brota de la esencia misma de la realidad conyugal». Esta eminentísima capacidad para la captación de esencias debe hacer la énvidia de Xavier Zubiri. Inciso sobre el matrimonio A diferencia de los señores obispos, en las líneas precedentes parto del supuesto de que quien contrae libremente matrimonio posee derecho a deshacerlo libremente. Que en algún caso haya de intervenir un árbitro que decida de las consecuencias legales habidas durante la convivencia es una cuestión que se ha de tener en cuenta, pero que ahora no atañe.al núcleo de la cosa misma. Tal derecho a la libertad para deshacer lo hecho afecta, aún con mayor motivo, a todo aquel que ha contraído matrimonio de no libre opción. ¿Cuáles son estos matrimonios? ¿Acaso aquellos que

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en época pretérita, y por razones de Estado, se hacía contraer a criaturitas impúberes de familias reales? ¿Acaso los de subnormales decididos por sus padres? Ambos casos de matrimonio de no libre opción son excepcionales, y no me refiero en este momento a ellos. Aludo, precisamente, al matrimonio que los obispos consideran de libre opción, a saber: el que tiene lugar habitualmente y en el que ambos contrayentes están en estado de enamoramiento. Ahora bien, es sabido que el matrimonio se realiza con la seriedad de una transacción mercantil, aunque con más prosopopeya por lo general. Pero también es conocido que el denominado estado de enamoramiento supone una grave perturbación de la capacidad de juicio (sobre el objeto amado, esto es, sobre aquello que constituye el motivo-objeto del contrato), que se diferencia poco de la que acontece en determinados estados psicóticos. En suma, una situación anímica que cualquier notario consideraría inadecuada para la verificación de una transacción. Es cierto que este trastorno, placentero por lo demás, es de carácter pasajero (un «trastorno mental transitorio», dicen los juristas), y que la regresión pueril que durante el mismo acaece (el habla infantilizada, la duradera e incansable prensión de las manos del objeto amado, la solicitud de evidencia de tareas no verificables, como la demostración de la cuantía del amor que se dice poseer o de la eternidad del amor que se padece, etcétera) es reversible y cura tras los primeros juntamientos, sin administración de psicofármaco alguno. Evidentemente se trata de una situación de no libertad. Sería, pues, de desear que en estos casos, que son los más, se incluyera una cláusula en la que se advirtiera el carácter condicional del matrimonio de estos incapaces, y la necesidad de ratificación una vez que los juntamientos, ya legalizados, parecen haber devuelto la capacidad de libre decisión a los contrayentes. Continuando su trayectoria alógica, el episcopado español se muestra -decididamente opuesto al divorcio por mutuo acuerdo. Pienso que se trata del divorcio preferible, por cuanto se propone en estado de máxima libertad. Con todo sosiego, debidamente sentados los dos esposos, comentan entre sí que no se entienden,que fue verdad que se quisieron, pero que es también verdad que han dejado de quererse, que incluso aman a una tercera persona o no aman a nadie, y prefieren vivir la soledad antes que la incómoda, aunque cortés, compañía. Pues bien, a este tipo de divorcio, razonable, sensato, los obispos prefieren el que se suscita tras situaciones psicológicas o somáticas cruentas. Pero toda persona, aun sin experiencia alguna al respecto, puede imaginar que: 1. Llegar a esta situación supone toda suerte de sufrimientos, sentimientos de culpa, desestima de sí mismo por procederes de los que se avergüenza, escepticismos irreparables acerca de la índole moral del ser humano, y -sobre todo, sobre todo- incremento de la capacidad de odio, que le hacen ante sí mismo y ante los demás profundamente despreciable; de todo ello son víctimas no sólo los protagonistas, sino los que les rodean. 2. Por otra parte, las decisiones tomadas en estos momentos, y de las que se hace partícipes a letrados, médicos, confesores, familiares, etcétera, como derivadas también de una situación de «trastorno mental transitorio», aunque de carácter no placentero, son invalidadas por la propia víctima una vez que la reconciliación tiene lugar y comienza a vivir, tras la paliza física o mental, una segunda (o tercera, o cuarta) luna de miel. ¿Por qué empeñarse en buscar el culpable? ¿De veras creen los señores obispos que, en el estricto nivel en el que deben situarse teólogos y psicólogos (no el jurista), cabe hablar de que la razón (la inocencia) está íntegramente, de un lado, y la culpa, íntegramente del otro? Una consideración de esta índole es la ostensible expresión de la degradada escolástica que usan, alejada, por su falsedad, de la realidad del ser humano y de las relaciones humanas. La búsqueda del culpable es una necesidad jurídica con miras a la resolución de cuestiones pragmáticas, no una descripción de las relaciones interpersonales, a las que el teólogo se encuentra moralmente obligado a considerar. El teólogo como terrorista

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Cuando la razón no guía nuestras aseveraciones, éstas sólo pueden imponerse -soslayemos todo eufemismo- por el terror; y los que las imponen se denominan terroristas. Los señores obispos, en efecto, al sostener sus puntos de vista y rechazar, entre otros, el divorcio por mutuo acuerdo, lo hacen «apelando a los valores morales objetivos». ¿Qué significa esta formulación? Ante todo, una forma de terrorismo. No entraré a discutir la formulación misma a que apelan, que hoy sería cuestionable hasta el extremo de una contradicción in adjecto, puesto que si bien nadie niega la existencia de valores morales, mediante los cuales las conductas se rigen, codificadamente o no, muy pocos se sienten con la audacia de afirmar que los valores -morales, estéticos o de la índole que sean- son objetivos. Por algo son valores, no hechos. El que sean compartidos por una comunidad más o menos extensa no les resta subjetividad, sólo añade consensualidad. Pero al hacer los señores obispos esta apelación es evidente que, cuando menos, se implica lo siguiente: 1. Que ellos están en la moral objetiva. 2. Que no lo están los que discrepan de ellos. No importa ahora que estos discrepantes pertenezcan a su grey o se sitúen fuera de ella: al ser valores morales objetivos, la cosa trasciende de la moral singular de un grupo social, por ejemplo, la Iglesia católica o, más particularmente, el episcopado español; somos todos los que, al discrepar de los obispos en este respecto, nos colocamos inmediatamente por fuera de la moral objetiva, que es, obviamente, la única moral; o lo que es lo mismo, somos objetivamente inmorales. Como obligada inferencia, los obispos concluyen que quien en este respecto se sitúa en la inmoralidad objetiva por su discrepancia para con ellos, queda desautorizado para llevar a cabo cualquier otra formulación moral de todo acto. La cosa es tan desmesurada -resulta difícilmente imaginable que este escrito haya podido resultar de una reflexión colectiva- que puede parecer exageración. Pero el texto episcopal reza así: «Un poder político indiferente a los valores morales (tal como el que legislare el derecho al divorcio por mutuo acuerdo) carece de razones para oponerse a la injusticia y a la anarquía perturbadoras del bien común de la comunidad política o para hacer respetar los derechos humanos de la convivencia social». La consecuencia lógica de esta desestabilizadora conclusión es que, de aprobarse el divorcio por mutuo acuerdo, nuestros gobernantes carecen de autoridad para perseguir a los asesinos de ETA, a los presuntos asesinos del etarra Arregui, a los presuntos traidores de la tejerada, y así sucesivamente. Y en idéntica situación quedamos los que, sin poder político alguno, tenemos necesidad de formular algún juicio moral sobre las citadas actuaciones. Esta descalificación que, sin base racional alguna, se nos propina por parte de los señores obispos constituye una actuación terrorista. El terrorista no necesariamente ha de usar de metralletas. Cualquier anatema -religioso, político, moral, social- emitido tras la inaceptación de un dogma, y con el que evidentemente se pretende el castigo del discrepante, es terrorismo. Consuela saber, sin embargo, que en la actualidad nuestros obispos carecen de la posibilidad de completar el anatema con el fuego real de un auto de fe; tan sólo, quizá, se nos amenaza con la eterna, aunque presumiblemente tolerable, tostadura infernal.

CARLOS CASTILLA DEL PINO Miedo y ambigüedad

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Carlos Castilla del Pino es psiquiatra.

EL PAÍS | Opinión - 21-07-1997

Son muchos los factores que han hecho posible la macabra eficacia de la máquina de matar de ETA y la de esa manera de campar por sus respetos de sus adorables cachorros, deportistas de la destrucción y el incendio los fines de semana. Quiero destacar dos porque los creo relevantes, en la convicción de que, desaparecidos ambos, se daría un paso importante en la consunción de esta actividad terrorista, que, aparte extorsiones y secuestros con distinto final, cuenta en su haber con la cifra de 815 cadáveres. Al margen de otras posibilidades de terapia de esta endemia que padecemos -y no sólo los vascos, ni sólo en Euskadi, aunque especialmente por ellos y allí-, estas dos son especialmente destacables a mi manera de ver: una, el miedo; otra, la ambigüedad. Mientras exista miedo el terrorista tiene su razón de ser. El chulo sólo existe si existe el chuleable. No hay chulería en el vacío. El miedo es impotencia y abono eficaz para la perpetuación de ese héroe barato y de pacotilla (porque es cobarde) que es el terrorista. El miedo tiene justificación -además de explicación, que no debe confundirse con aquélla- y no es cosa de entrar ahora a exponer evidenclas. Pero una cosa es el miedo como actitud individual -el plantar cara cada cual al terrorista no se puede exigir, ni tan siquiera plantear- y otra el miedo como actitud de colectividad, superable con formas de organización ciudadana no agresivas, pero exteriorizables. Su eficacia no es simplemente testimonial, sino demostrativa de que no se está en silencio, de que no se renuncia a la ciudad. Hace años asistimos al desarrollo cada vez mayor de las mismas y me parece difícil restarle eficacia en el plano al que he hecho referencia. La explosión ciudadana de estos días, tras el asesinato de Miguel Ángel Blanco, no es concebible sin la minúscula, y por eso más arriesgada, exhibición de colectivos como Gesto por la. Paz y otros afines. Frente al mal olor y la podredumbre de los grupos de desalmados, los de los pacifistas muestran quiénes son y a todos nos enseñan lo que se debe y se puede ser.El otro factor facilitador de lo etarra es la ambigüedad. ¿Hacía falta que los dirigentes de partidos nacionalistas vascos -los catalanistas lo tuvieron de siempre sobradamente claro- acertasen a ver, sin necesidad de esperar al asesinato número 816, el de Miguel Ángel Blanco Garrido, que una causa común no es por sí misma motivo de unión? Con el GAL se tiene en común el repudio a ETA, pero nadie medianamente decente va con el GAL ni hasta la esquina. Tengo por seguro que Tejero ama a lo que él llama su patria como yo amo a lo que denomino mi país, pero ni siquiera esto motivaría por mi parte que fuéramos de la mano ni un segundo. Si esto no se tiene claro, si por lo tanto no se adopta la separación tajante y el alejamiento definitivo con los apestados del terror, entonces éstos intuyen fundadamente que, en el fondo, unos más, otros menos, todos somos lo mismo, porque, al fin y a la postre, ellos también son "de los nuestros". La irritación de los que, desde fuera de Euskadi, asistimos a este penoso espectáculo de la ambigüedad deriva de que desde aquí las cosas aparecen claras. Para una persona dispuesta a interpretar lo que allí pasa, el PNV ¿no se presenta implícitamente, a veces no tanto, como el ala derecha de HB, a HB como el ala izquierda (¿izquierda?) del PNV? ¡Qué formidable perspicacia la del señor Egíbar dejando caer, sin la censura de ninguno de sus copartidarios, que Ortega Lara "ya tendría, ya, alguna actividad sobreañadida que justificaría -si no, , ¿para qué hacer esta advertencia?- sus 532 días de zulo! El mismo que dejó expresar su inmensa ternura hacia aquel que, después de llevar a cabo su tarea de disparar en la nuca y dejar un cadáver en la acera, habla de él como "del chico que se le iba de las manos". Pero ¿y ETA? ETA no es más que un numeroso grupo de verdugos, eso sí, héroes del barato, tan rudimentarios como ser además muy machos, ejecutores de los oponentes a la causa común de ambos. Los que en bando nacional asistimos al terrible espectáculo de la guerra civil supimos del nexo directo entre moderados (¿fusilar ellos?, ¡qué mal gusto!) exaltados y ejecutores. Y lo que es más, los últimos necesitaban del primero, porque mandar, lo que se llama gobernar, nunca lo hicieron sino los que podían aparecer con el manto respetable de la mesura y moderación. Y el hijastro de la ambigüedad: la confusión. El heredero del gran Sabino Arana, aquel de los textos precursores del Mein kampf, Xabier Arzalluz, dispuesto a convertir cualquier crítica que a él se

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le haga en un sospechoso odio "a lo vasco". ¡Qué sería de él si no se considerara a sí mismo la cristalización de "lo vasco"! ¡Y qué antiguo, qué cateto es un planteamiento de este tipo! El problema vasco tiene su razón de ser, pero ha de plantearse con caracteres de nuevo, lejos de paranoias, de palurderías y, sobre todo, armado de esa forma básica de la claridad y la decencia que es la inaceptación del crimen.

CARLOS CASTILLA DEL PINO Qué hacer con un violador que cumplió su condena

El pasado miércoles fue puesto en libertad Francisco López Mmaíllo, el violador del Ensanche, tras cumplir 13 delos 20 años a que fue condenado por vioalr a 26 mujeres en Barcelona. La libertad de López Mmaíllo, que se ha beneficiado de la reducción de penas pese a haberse negado a recibir tratamiento psiquiátrico de rehabilitación , y la posibilidad de que vuelva a actuar, ha vuelto a poner de manifiesto la tensión entre el derecho del delincuente a reinsertarse y el de la sociedad a protegerse. Un psiquiatra y un penalista reflexionan aquí sobre este dilema.

Carlos Castilla del Pino es psiquiatra.

EL PAÍS | Opinión - 18-10-1998

De la teoría a la praxis: una perplejidad

El acto mental precede a la actuación; del mismo modo, los trastornos mentales patológicos preceden los del comportamiento anormal. El psiquiatra opera de manera inversa a como lo hace la naturaleza: de un comportamiento presumiblemente anómalo (detectado por los demás y por el paciente; o sólo por los demás y no por el paciente; o sólo por el propio paciente: determinadas fobias, obsesiones, alucinaciones, delirios... no son advertidos a veces por los demás) infiere la supuesta alteración mental. Muchas veces, la primera tarea del psiquiatra es ésta: ¿es la (presumible) alteración del comportamiento consecuencia de una (presumible) alteración mental? En la dinámica de la sociedad actual (maestros, padres, abogados de familia, etcétera) los psiquiatras somos frecuentemente requeridos para decidir si alguien es mentalmente sano o no lo es. Si no lo es, la tarea ulterior es la de discriminar si las alteraciones mentales o de la conducta son de naturaleza psicótica, neurótica o de la personalidad. Las alteraciones psicóticas caracterizan la locura en sentido estricto, es decir, la psicosis (esquizofrénica, paranoica, metabólica, tóxica, infecciosa, traumática, epiléptica...). Tales alteraciones (síntomas) son de dos tipos: delirios y alucinaciones ("sin delirio no hay psicosis", decía Jaspers: el aforismo tiene validez; puede haber psicosis, sin embargo, sin alucinaciones). En una preliminar consideración, el psiquiatra trabaja con esta alternativa: psicosis versus no psicosis (los otros trastornos mentales: neuróticos y de personalidad). Pero el sujeto psicótico muestra también alteraciones neuróticas y de la personalidad; como también conductas ¡normales!, pues no hay locos en todo y de siempre. La detección de síntomas

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psicóticos es de tal relevancia que relega a un segundo plano los neuróticos y de la personalidad. La razón de ello es que los síntomas psicóticos sitúan al sujeto en el ámbito de la locura, de tan enorme significación histórica y sociocultural, mientras que los síntomas neuróticos y de personalidad dejan al sujeto en el mundo de los cuerdos. Los síntomas psicóticos citados revelan una notoria pérdida del juicio de realidad y, por tanto, se trata de trastornos cognitivos. El psiquiatra tiene claro qué hacer cuando está en presencia de un sujeto psicótico: prescribe antipsicóticos (de no hacerlo podría ser acusado de negligencia, sobre todo ante psicosis tan graves como la esquizofrenia) y otras formas de terapia (conductuales, cognitivas, de grupo, laborales...), y si el sujeto se resiste al tratamiento y de sus síntomas psicóticos se deduce riesgo para él o para la sociedad, el juez decreta su pasajera incapacidad y ordena su internamiento y tratamiento subsiguiente. Con arreglo a los arts. 19 y 20 del actual Código Penal (¡ajustado al fin a los modernos ordenamientos jurídicos!, aunque el art. 20, por su redacción deplorable, se presta a todo tipo de interpretaciones falaces), el psicótico cuyo comportamiento delictivo sea consistente con determinado síntoma psicótico está exento de responsabilidad criminal. El problema es otro en los trastornos neuróticos. El neurótico sufre por su incapacidad para estar a gusto y actuar eficazmente en la realidad en la que desea su realización afectiva y social. En la medida en que el neurótivo mantiene intacto su sentido de la realidad respecto de sí mismo y de lo que le rodea, del neurótico podemos decir: allá él si quiere o no aliviarse, incluso superar sus insuficiencias emocionales. El neurótico no padece una enfermedad (mental), como el psicótico, sino una anomalía. El sujeto con un trastorno estructural de la personalidad -llamémosle psicópata para entendernosno es tampoco un enfermo (mental) como el psicótico, sino también un anormal, como el neurótico (por eso se los denominó "neuróticos del carácter"). Ahora bien, las anomalías no se curan, se corrigen. En este sentido, mientras el neurótico ha de corregir sus inhibiciones en la actuación (deshinibirse), el psicópata ha de corregir sus deshinibiciones (inhibirse) que le conducen al avasallamiento de la norma. El psicópata carece de los mecanismos de socialidad y autocontrol de los propios impulsos. Sabe, pues, qué hacer y cómo hacer para satisfacerlos. La sociedad está obligada a atender a estos miembros de la misma a los que no se les indujo el autocontrol de sus pulsiones. Pero también ha de actuar con ellos como con cualquiera -un enfermo infeccioso- que ponga en riesgo la integridad del cuerpo social. En cualquier caso, ni al neurótico ni al psicópata les puede ser aplicable la eximente del art. 20 del Código Penal. Lo tan sumariamente expuesto constituye un modelo teórico, al modo de un mapa de que el psiquiatra se vale para su elemental orientación. Pero el mapa no es el territorio, y la práctica psiquiátrica excede la mayor parte de las veces los límites del modelo, hasta el punto que la predicción de una conducta de riesgo (médico o social) es hoy una tarea imposible para el psiquiatra. La praxis psiquiátrica desborda a la psiquiatría misma, e invade, se quiera o no, campos como los de la sociología, la antropología cultural y la jurisprudencia.

CARLOS CASTILLA DEL PINO Razón y modernidad

EL PAÍS - Cultura - 02-05-1984

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La posmodernidad, un concepto que nació hace años y que ahora se adopta como patente de movimientos y posturas diversos, se define como la pérdida de la fe en la razón, según el articulista, que tercia en la polémica sobre el tema y asegura que ese concepto está mal planteado. Según él, no se puede ser posmoderno, sino en gracia de una declaración fideísta y en un acto de soberana petulancia. En el concepto de posmodernidad, que tiene cada vez más patente de circulación, están involucrados los conceptos mismos de razón y de uso de razón y, en consecuencia, discutir del primero implica necesariamente una toma de posición sobre los últimos. La posmodernidad se define como la pérdida de la fe en la razón, lo que parece entrañar, en principio, una contradicción, enunciada de esta forma. ¿Se puede, en efecto, lógicamente tener fe -que es de suyo una operación arracional- en ese instrumento que denominamos razón?Excluyendo la contradictoriedad, a la razón sólo cabe usarla razonablemente, salvo que, sin saberlo, se esté marginando de ella y se siga impropiamente hablando en nombre de la razón. Ciertamente en nombre de la razón el cúmulo de actuaciones irracionales es infinito. En cualquier caso, el enunciado fe en la razón está mal planteado. Cabe la fe -como acto de creencia, sin deducción, evidencia ni inferencia- en todo caso en las posibilidades de la razón, y éstas, naturalmente, pueden situarse donde queramos, incluso más allá de lo que en un contexto dado el uso de la razón permite vislumbrar. Las posibilidades de predicción, cuando se inspiran en la racionalidad, cuando no son mero ejercicio, por lo demás legítimo, de prospección fantástica, son limitadas, y todo lo que sea extender la prospectiva más allá de lo que la razón permite en un momento concreto bascula hacia algo así como la ficción científica. Pero la ficción científica, cuando menos, se declara paladinamente como tal, no persigue otra finalidad que jugar a usar de la razón y a usarla -una licencia poética como cualquiera otra- ad libitúm y, por tanto, a sabiendas de que, cuando se ha traspasado el límite de lo razonable, autor y lector son cómplices de haber penetrado en un universo en el que no rigen las reglas de la razón. No tiene sentido, pues, tener fe -o no tenerla- en la razón, sino en las posibilidades de la razón, las cuales naturalmente están situadas en un futuro de incertidumbre. El uso de la razón en Galileo Con todo lo que a la razón debe el hombre -entre otras cosas ser lo que es, es decir, ser hombre-, la razón no es más que un instrumento que añadir a sus manos, o a sus pies, o a sus órganos de los sentidos, y sus posibilidades vienen dadas por el contexto en que se aplica, contexto que a su vez la razón misma contribuye a elaborar. Mientras el uso de la razón en el contexto de Galileo dio de sí para situar el Sol como centro del universo, ese instrumento, siglos después, en el contexto actual, que la razón elaboró con posterioridad, sitúa el universo como infinito. Pero de la misma manera que creer en las posibilidades de la razón más allá de su capacidad instrumental en el contexto histórico en que se usa es una forma de ficción, también la certidumbre fideísta en la quiebra de la razón lo es igualmente. Se trata de una cuestión análoga a la del teísta frente al antiteísta: el primero, con su fe en Dios; el segundo, con su fe en la inexistencia de Dios. ¿Sabe alguien lo que la razón puede dar de sí en sus futuros contextos? ¿Se puede dar por sentado, esto es, presuponer la quiebra de la razón ya, como si ésta hubiese alcanzado definitivamente el límite de sus posibilidades? ¿Quién es apto para proclamarse sabedor del futuro por lo que al uso de la razón concierne? Un acto de soberana petulancia No se puede, pues, ser posmoderno, sino en gracia de una declaración fideísta y en un acto de soberana petulancia. Es más: el fideísmo es la característica de la premodernidad. Añadiría, además, que, como colectivo, ni siquiera estamos sociohistóricamente en la modernidad. Distingamos

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dos categorías que en ocasiones s e utilizan como sinónimas: modernidad y contemporaneidad. No todos los hombres de hoy, contemporáneos de cuanto acontece en ciencia, pensamiento o arte, pueden ser denominados modernos. No aludo ahora a que hayamos de considerar contemporáneos nuestros sujetos de nuestra misma especie que subsisten en el neolítico. Tampoco el uso por una mayoría de artefactos científicotécnicos garantiza la modernidad -el estar à la page- de sus usuarios. En otro orden de cosas, ¿qué analogías poseen con la modernidad contemporáneos que nos ma ndan, un Reagan, un Chernenko, por citar a dos personajes que indiscutiblemente representan nuestra contemporaneidad? La modernidad es una actitud intelectual que nada tiene que ver con la posesión, meramente usuaria, de artefactos de hoy, como una colección de arte de un banquero no garantiza su actitud estética, que alquila muchas veces a su asesor en artes plásficas, mientras el se limita a colocar el monto económico exigido para la adquisición. Ni tampoco con el político que controla el aparato del poder y lo precisa en la medida, justamente, en que se reconoce anacrónico y desvinculado en aquellos a quienes manda. No conozco definición mejor del hombre moderno que la que ofreció Oskar Kokoschka: la de alguien "condenado a recrear su propio universo". Kokosclika aludía, naturalmente, al replantearse eso que ahora se reclama muy pocas veces y que se denominó "visión del mundo", "concepción del mundo" (Weltanschauung): la conciencia de que el hombre'de hoy ha de darse a sí mismo su mundo -sus valores éticos y estéticos, su imagen del hombre, de sí y del otro-, de que no valen prestadas concepciones del mundo ofrecidas desde el argumento ad hominem del científico prestigioso o del artista genial, ni mucho menos desde argumentos de autoridad procedentes de doctrinarismos políticos, religiosos o filosóficos. El hombre moderno repiensa los parámetros de su acción y de su preacción, esto es, de su pensamiento; cuestiona actitudes aprendidas y las desasume, incluso para reasumirlas con posterioridad; está decididamente en contra de la aceptación mimética de tesis referidas a nuestra posición en el mundo, no en tanto organismos biológicos de la especie humana, sino en tanto sujetos irrepetibles cuya individuación deriva de la inevitable y no buscada singularidad. Dicho con otras palabras, el hombre moderno se rebela frente al hecho de que, siendo único, se le fuerce a la homogeneización con los demás: es el antigregario par excellence, no en el sentido de la insolidaridad, sino en el de la creatividad. Esta extrema relativización, que comporta la concepción singularizada del mundo por el hombre moderno, no representa la quiebra de la razón en manera alguna. Contrariamente, pregona la construcción del mundo desde la razón, desde cada razón. Ese mundo que tiene que ver poco con su materialidad, con su fisicalídad, que tiene mucho más de imaginario o, si se quiere, de mental, y que se edifica por cada cual y perece, evidentemente, con cada cual. Todo lo más, cada uno, al morir, deja, si puede, lo que constituyó su aportación objetivada a ese mundo, es decir, su obra: en cualquier caso, una mínima parte de él. El hombre moderno escribe a diario, mentalmente al menos, la Crítica de la Razón Propia. Situarse en la modernidad es condenarse a la soledad del propio universo, vivir las exigencias y requerimientos sociales como formalidad. La servidumbre de la modernidad viene marcada por la capacidad de tolerancia a la soledad.

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Al fin y a la postre, la modernidad se inició en el siglo XVIII, cuando unos hombres de valor se atrevieron a prescindir de la gran compañía que hasta entonces había significado para el hombre la invención de Dios. CARLOS CASTILLA DEL PINO Un hombre singular

20/10/2005 Me es difícil pensar EL PAÍS sin la columna de Eduardo Haro, como me hubiera sido imposible imaginar Triunfo sin los muchos heterónimos tras los que se escondió inútilmente; tampoco él lo pretendía durante años. Había siempre en aquellos artículos suyos de entonces un punto de vista tan personal que, aunque fuera para disentir, enriquecía y rebosaba el ámbito de la perspectiva rutinaria. Nos ganaba a todos (a mí, desde luego) en información, porque en aquellos años él estaba horas y horas pegado a las radios foráneas para destilar luego aquel artículo de política internacional en el que, ante todo, entreveíamos las claves para la interpretación de la política franquista. Tras la desaparición del franquismo, en sus columnas de este periódico, se dejaba ir, permítanme la expresión, con indisciplina, eso le decía yo, porque eran como un ejercicio de asociación libre de psicosocioanálisis, y en ello estaba precisamente su originalidad y su gracia. A modo de una confesión liberadora, no trataba en ellas de hacer gala de exactitud y precisión, sino de dar su opinión, para la cual le bastaba y sobraba decir ante el público lo que pensaba y lo que sentía. Aunque en todo texto está su autor, en los de Eduardo Haro estaba expresamente él, sin recato, en toda su dimensión, con sus filias y fobias, que unas veces compartíamos y otras no, a sabiendas de que despertaría el entusiasmo de muchos y la irritación de los que hubiéramos querido otras veces un cierto equilibrio. Por eso en ocasiones podía uno sentirse muy a gusto y otras a disgusto (dentro de la conformidad básica) con lo que escribía, pero en cualquier caso me resultaba imprescindible. ¿No había algo de extraño en EL PAÍS de los domingos aun cuando sabíamos de antemano que no hallaríamos su columna? Estaba dotado de un sentido certero para la premonición política nacional e internacional, porque en este punto no se dejaba llevar nunca por el wistfull thinking, y en los muchos años de nuestra amistad puedo asegurar que no se equivocó jamás. Y es curioso: una persona que podía adoptar una posición tan objetiva sobre el presente o sobre un futuro que le displaciera y veía venir sin remedio, era incapaz de mantenerla para el enjuiciamiento de un determinado pasado, del pasado que le fue dado vivir en su infancia y adolescencia. Y aceptaba que así fuera cuando se lo denunciábamos, pero para él fue algo consustancial con su vida, esa parte de su vida que coincidió con los años de la Segunda República, sobre los cuales tergiversó (hablo desde mi punto de vista) como forma de sobrellevar lo que para él representó la gran pérdida, su gran orfandad. Ahí no estábamos de acuerdo muchas veces, pero nunca hizo ni por convencerme ni porque yo le convenciera. Uno y otro sabíamos a qué atenernos a ese respecto y nos bastaba con entendernos. Creía en la prensa, porque consciente de lo perecedero de la misma tocante a la noticia, lo era asimismo de su eficacia como pedagogía y formadora de opinión. Creía en la prensa porque quería la democracia. Hay una faceta de Eduardo Haro sobre la cual no se ha llamado, que yo sepa, la atención: su enorme caudal de lecturas. Era un lector voraz y de una agudeza de criterio sorprendente. Esta faceta es mucho menos conocida, por razones obvias, que otra que le ha dado un perfil muy nítido ante todos: el de crítico de teatro. Yo siempre aprendí en sus críticas de su forma de mirar lo que aparecía en la escena, al margen de su juicio y del mío sobre lo que habíamos visto. Hace muy pocos días nos encontramos por última vez cuando salíamos al mismo tiempo del teatro de la Zarzuela, después de oír las dos versiones, la teatral y la operística, de La voz humana, de Jacques Cocteau. Mi mujer me señaló lo que yo también había advertido y que comentamos inmediatamente: su brusco envejecimiento, como un cierto derrumbe desde la última vez, no mucho antes, que nos encontramos. Como siempre, Eduardo callaba su opinión sobre lo que acabábamos de presenciar. La reservaba para lo que había de escribir enseguida y habíamos de leer al día

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siguiente. Por eso, como era inevitable, hablamos de nuestros boxers y nos separamos como si tal cosa. Ahora sí que estamos separados.

CARLOS CASTILLA DEL PINO Un oscuro buen maestro: Dehesa Bailo

EL PAÍS | Opinión - 07-01-1992

Este gran investigador que es Santiago Grisolía ha escrito al gunos artículos en Abc rememorando sus años -los cuarenta en las aulas de la Facultad de Medicina del antiguo San Carlos. Manuel Varela Uña, estudiante también por esos años, como yo, ha discrepado de estos artículos en EL PAÍS (2 de noviembre de 1991), sobre todo en lo que se refiere a un profesor de anatomía al que Varela Uña, y yo también, consideramos que Santiago Grisolía trata injustamente. Tengo la convicción de que Grisolía modificará su opinión cuando lea estas líneas, por que me consta su talante intelectual y moral. Como yo poseo al gunos datos acerca de este profesor, Alfonso Dehesa Bailo, quisiera dejar constancia de los mis mos y rendirle desde aquí mi recuerdo de homenaje. Don Alfonso Dehesa Bailo era por entonces encargado de curso de anatomía y, en efecto, tenía una dedicación completa a la enseñanza de la disciplina. A su menguado sueldo, que le obligaba a vivir, junto con su familia, en un interior modestísimo de la entonces talle del General Goded, número 5, le añadía el suplemento de algún informe de biopsia requerido por el catedrático de quirúrgica, don Laureano Olivares, para sus pacientes privados. Muerto éste en 1945, se vio privado de ese minúsculo sobresueldo. Vivía con una precariedad que me impresionó cuando algunos años después entré en su casa.Don Alfonso Dehesa preparaba, en efecto, sus clases de un modo concienzudo, era un excelente expositor, entusiasta, vehemente. Tenía perfectamente organizadas las dos horas de clase de disección, pasaba dé mesa en mesa corrigiendo nuestras inhabilidades. No era un examinador exigente, y, desde luego, en absoluto arbitrario. Dehesa Bailo había estudiado Medicina en Granada, y su proyecto inicial fue dedicarse a la cirugía. Marchó becado a Alemania con este fin, pero asistió a unas clases del, embriólogo Herwitg y decidió dedicarse a la embriología. Estudió en Múnich. Recuerdo que me refirió la ceremonia de sucesión de Kraepelín, tras su jubilación de la cátedra de psiquiatría de Múnich, por Oswald Bumke. Regresé a España pocos años después con la promesa de que a través de la Fundación Cartagena, de la Real Academia de Medicina, podría dedicarse a la investigación embriológica. Pero esta promesa fue incumplida, y Dehesa se quedó sin su puesto en Alemania y sin lugar en donde trabajar en nuestro país. Tuvo muy escasos contactos con Cajal, y en cierta ocasión sirvió de intérprete a un investigador alemán que vino a Madrid con la intención de conocer directamente a Cajal, que habría de morir uno o dos años después. En la editorial Calpe se le ofreció oportunidad de obtener algunos ingresos traduciendo del alemán obras médicas, y él mismo ayudó a su vez a otros, como, por ejemplo, a Juan J. López Ibor, que tradujo, por su encargo y para la editorial Calpe, La encefalitis epidémica, de Constantin von Economo. Entre las publicaciones del CSIC figura la monografía de Dehesa Bailo Aparición local y temporal de los esbozos glandulares de la próstata humana (Instituto Santiago Ramón y Cajal de Investigaciones Biológicas, 1952). Dehesa Bailo se interesaba. por aquellos alumnos que, a su vez, demostraban interés por la disciplina. Yo le llevé en cierta ocasión un frasco con embriones de ratón, y me lo agradeció, aunque el hecho de que en vez de en fórmol los hubiera sumergido en una solución de bicromato de potasa

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los hizo inútiles para sus investigaciones; y le enseñé mis primeras preparaciones de cortes de centros nerviosos impregnados con el método de Golgi.. Dos años después de darnos clase, cuando menos a Varela Uña, a Figueroa Aymerich, a Carreras Mata (Marcelo) y, naturalmente, a muchos otros, obtuvo la cátedra de anatomía de la Facultad de Medicina de Salamanca. Allí tuvo graves. problemas con los padres de alumnos, por haber suspendido a. una mayoria con exigencias mínimas. Hay que recordar lo que entonces significaba aquella facultad, -que nada tiene que ver con la que habría de llegar a ser Pocos años después. Entonces era un coladero indecoroso. Los que habíamos sido alumnos suyos, sabedores de que se le quería poco menos que expedientar, de que se le había obligado a repetir exámenes junto a otros examinadores, etcétera, le mostramos nuestra adhesión ofreciéndole una bandeja con firmas de la mayoría de los que constituimos los cursos a los que impartió clases. Pocos años más tarde, en 1947, le visité en su cm en un mes de septiembre. Le sorprendi trabajando sobre una tabla en la preparación de un nuevo proyecto de explicación de la anatomía del sistema nervioso central para el curso que había de iniciar de nuevo en Salamanca. Debía tener unos 56 años. Me parece que, ya entonces había tenido alguna manifestación de afectación de coronaria, de la cual fallecería poco después. Yo fui a su casa, en Madrid, enterado de su dolencia, y como surgiera la ocasión, le leí un artículo que había redactado en. homenaje a don Agustín del Cañizo, inolvidable catedrático de patología médica, que se jubiló ese año en una última lección maravillosa: alguno de sus antiguos alumnos, Marañón, Jiménez Díaz, Estella, entre otros muchos, y nosotros, los últimos que había de tener, llenamos el gran anfiteatro. Cañizo había sido maltratado por el régimen franquista, y daba sus clases tratando de pasar lo más inadvertido posible. El artículo que yo escribí no llegó a publicarse en el Ya, a donde lo envié, pero recuerdo la conmoción que provoco a mi antiguo profesor de anatomía el que un alumno pudiera expresar su gratitud a un profesor por el hecho de haberle enseñado. Quedan en mi memoria. sus palabras: "Usted sabe lo que significa enseñar y lo que ponemos al enseñar". Sufrió cuando, en un concurso para proveer una vacante de anatomía en San Carlos, fue preterido frente a Ors Llorca. No creo, ciertamente, que se cometiera una injusticia, porque Ors Llorca tenía ya en su haber una importante, tarea investigadora, precisamente también en embriología, pero su oportunidad de venir de nuevo a Madrid se cercené. Cuando evoco aquellos años, en los que, como dice Varela, se ofrecía un panorama desolador en aquella Facultad de Medicina de San Carlos, puedo afirmar, como él, que, pese a todo, unas cuantas- personas -entre ellas, don Alfonso Dehesa Bailo, un oscuro y modesto y buen profesor- dejaron una huella en nuestro espíritu de calidad tal como . para salvarnos de aquel tremendo naufragio. Carlos Castills del Pino es psiquiatra.

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