Carlos Alberto Sacheri: Un martir de Cristo Rey- Antonio Caponnetto
March 16, 2017 | Author: Augusto TorchSon | Category: N/A
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Carlos Alberto
Sacheri
He aquí reeditado, como un homenaje más de sus discípulos y amigos, lo que sobre su vida y obra escribieran sobre Carlos Alberto Sacheri. Plantean en ella el dilema central por el cual vivió, enseñó y por el cual lo mataron: o el Reino de Cristo o el del Anticristo. No hay términos medios ni posibilidad de servir a dos señores. Pero, una vez elegida la bandera del Señor de la Cruz, se debe militar bajo su manto con estilo frontal y heroico, poético, arrojado e intrépido.
ANTONIO CAPONNETTO (COMPILADOR)
Carlos Alberto Sacheri Un mártir de Cristo Rey
C o l a b o r a r o n p a r a la p r e s e n t e e d i c i ó n : ADALBERTO ZELMAR BARBOSA FRANCISCO BOSCH ANTONIO CAPONNETTO ALBERTO CATURELLI BUENAVENTURA CAVIGLIA CÁMPORA JUAN CARLOS GOYENECHE HÉCTOR H . HERNÁNDEZ FEDERICO MIHURA SEEBER BERNARDINO MONTEJANO (H) VÍCTOR E . ORDÓÑEZ PEDRO JOSÉ LARA PEÑA ABELARDO PITHOD CARLOS ALBERTO SACHERI JOSÉ MARÍA SACHERI MONS. ADOLFO S. TORTOLO JUAN VALLET DE GOYTISOLO
ANTONIO CAPONNETTO (COMPILADOR)
CARLOS ALBERTO SACHERI Un mártir de Cristo Rey
R O C A VIVA Buenos Aires 1998
Hecho el depòsito que ordena la ley. Buenos Aires, agosto de 1998 (Impreso en la Argentina) ISBN: 987-98426-0-1
© E d i t o r i a l ROCA VIVA
Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida, total o parcialmente, en manera alguna ni por ningún medio creado o por crearse; ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor.
Introducción. Antonio Caponnetto
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Aclaración sobre el contenido de este libro
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Carlos Alberto Sacheri, en su nombre la lucha continúa. Verbo, marzo de 1975
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Oración por el hermano muerto por Dios y por la Patria. Abelardo Pithod
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Las tinieblas se disipan y se distinguen los bandos. Juan C. Goyeneche
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El sentido pleno de una muerte. Dr. Francisco Bosch
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Sacheri: el mandato de una acción concertada. Adalberto Zelmar Barbosa
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Carlos Alberto Sacheri, mártir de la verdadera paz. Juan Antonio Widow
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Carlos Sacheri en la República Oriental Buenaventura Caviglia Cámpora
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Ante la muerte de Carlos Sacheri. Pedro José Lara Peña
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Carlos Alberto Sacheri y la virtud teologal de la esperanza. Juan Vallet de Goytisolo
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Civilización y culturas. Carlos Alberto Sacheri
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Un pensamiento siempre vigente. Carlos Alberto Sacheri
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Palabras de Monseñor Tortolo. Mons. Adolfo Tortolo
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Carlos Alberto Sacheri, mártir de Cristo y de la Patria. Víctor Eduardo Ordóñez
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Sacheri y nosotros. Federico Mihura Seeber
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Carlos Alberto Sacheri. 1974-1984. Bernardino Montejano (h)
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Carlos Alberto Sacheri, testigo. Alberto Caturelli
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A 20 años de su martirio. Héctor H. Hernández
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Tenemos que perdonar. José María Sacheri
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Introducción
Cuando nos disponemos a escribir estas líneas, algo dramático está ocurriendo en nuestra patria, cuya protesta tal vez sea este el lugar adecuado para formular, y cuya primera denominación bien podría ser la de la falsificación de la memoria. Ella se ha vuelto generalizada, prepotente y cruel; y resultan tan hábiles cuan inescrupulosos quienes ofician de profesionales de la mentira, que no queda ya prácticamente un espacio sin arrebatar por este traicionero olvido. Se ha olvidado así, a sabiendas, la existencia del marxismo internacional con su secuela —científicamente demostrada— de cien millones de víctimas en todo el mundo, en lo que va del siglo que se acaba. Y se ha olvidado que, al amparo de esa estructura ideológica y homicida, apareció en América el fenómeno del terrorismo, despojando de paz y de justicia a aquellos pueblos sobre los cuales pre' tendía llevar, paradójicamente, su espíritu benefactor. Se dirá, y estamos prontos a suscribirlo, que la aludida violencia encontró en el liberalismo su matiz como en el capitalismo su financiación. Nada más cierto ni más necesario de repetir. Pero aquella violencia se desplegó en nombre de los cien rostros torvos de la izquierda, y amparada y sostenida en una calculada revolución contracultural, penetró en el cuerpo social todo, astillándolo en mil pedazos. El término subversión —tan utilizado otrora— daba una pista cierta, en recta semántica, de lo que estaba ocurriendo. Porque no era sólo la guerrilla la que elegía sus blancos físicos; no únicamente el partisanismo el que atacaba hombres y sitios, sino algo más sutil y envolvente, más deletéreo y demoledor, que tan pronto podía roer el orden de la institución familiar como el sentido de lo sagrado. Sus blancos ya no eran físicos sino espirituales, y por consiguiente, no se dirigían tanto a personas o a lugares cuanto a modos e ideas.
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Pocas veces se vio tan claro aquello de que la guerra y la política se continúan; y que si la primera no se acota a lo castrense, la segunda no suele desentenderse de la contienda. La subversión creció así en la universidad y en la educación sistemática, en el sindicalismo y en las agrupaciones obreras, en la partidocracia y en el área aparentemente inabordable de la ciencia y la técnica, en las manifestaciones artísticas y en la enseñanza general. Tuvo y tiene su baluarte predilecto en los medios masivos, no omitió tampoco su cuota grande de inserción en las mismas Fuerzas Armadas, y llegó —como un dolor punzante y amargo— al corazón mismo de la Iglesia. La subversión conquistó gobiernos y poderes, y bajo sus tenebrosos amparos, las organizaciones armadas que la cobijaron, tuvieron una libertad de acción irrestricta e impune. La Argentina no fue la excepción, sino por el contrario, casi un caso piloto de la subversión y del terrorismo marxistas en América. Cuesta decirlo hoy, y entre nosotros, cuando la susodicha falsificación de la memoria ha logrado imponer el mito del holocausto militarista contra los defensores de los derechos humanos, y no hay estulto que no repita la fábula de la represión sangrienta frente a adversarios que apenas si pasaban de ser jóvenes idealistas. Cuesta decirlo aquí, en este país irreconocible de las manipulaciones mediáticas, capaz, por obra y gracia de las mismas, de llamar canallas a sus héroes y figuras tutelares a sus granujas. Pero fue aquí y ayer nomás —mal que les pese a los artífices de la amnesia colectiva y a los profesionales de la confusión— que el terrorismo y subversión caminaron juntos, trazando un camino de víctimas, de pérdidas irremediables, de despojos dolientes. No eran alegres utopías las que movilizaban sus cuadros, sino un odio rojo demasiado parecido al que los místicos describen en sus visiones del infierno. Como no eran desprotegidos y desguarnecidos corderos a merced de una jauría desenfrenada de soldados, sino tropas fríamente adiestradas para el cultivo de un horror que la experiencia demostró no tener límites morales ni mentales. Ninguna inocencia los caracterizaba, ningún atenuante alcanza para exculparlos. Secuestraron y torturaron, extorsionaron e hicieron desaparecer en no pocos casos los cuerpos de sus agredidos; tuvieron sus propios centros clandestinos de detenciones y vejámenes, ejercitaron el sadismo, aún entre las propias filas, cada vez que lo creyeron oportuno, y no
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se privaron de escudarse en criaturas para propiciar sus fugas o sus entuertos. Así era la Argentina de los años setenta; prefigurada ya en los últimos del sesenta y si se quiere, una década atrás, cuando se hicieron oir los primeros escarceos de las células armadas. En esa nación —así sufriente, así contrahecha e invadida, así de convulsa— murió un domingo del año '74, en vísperas de Navidad, Carlos Alberto Sacheri. Pero no fue la suya la muerte natural que nos llega invariablemente por el paso de los tiempos, sino la muerte heroica y mártir del luchador y del testigo. Porque digámoslo una vez más y con cristiano orgullo: a Sacheri ¡o matan las fuerzas combinadas del terrorismo y de la subversión marxistas, ya que sabían de un modo explícito que tenían en él a un contrincante formidable e irreductible. Lo asesinan calculadamente —casi podríamos escribir ritualmente, a juzgar por las expresiones posteriores del grupús : Jñlló que se adjudicó la autoría material del crimen—como señal de que su vida y su obra resultaban un desafío y una amenaza a la hediondez dominante. Vale la pena entonces hacerse esta pregunta: ¿quién era Carlos Alberto Sacheri?, quién era este hombre singular que suscitó el encono de los perversos y la animadversión homicida de los agentes dH'comümsmo'f^Ro es baíadí el interrogante ni debe ser opaca la respuesta, pues si trazamos un perfil acabado y luminoso, sabremos en consecuencia cuál es el arquetipo que hemos de forjar en nosotros mismos y en el prójimo, mientras conservemos aún la noble aspiración de santificar la existencia. Los testimonios que siguen darán esa respuesta que necesitamos, y por eso nos ha parecido prudente recopilarlos. Se nos permitirá sin embargo que esbocemos una síntesis. Era Sacheri el forjador y el pater familiae de un hogar católico. De aquellos en que las horas y los días tienen el ritmo de la liturgia y el sabor de la Iglesia Doméstica. Esa familia —de hijos todavía pequeños para asomarse al misterio de la tragedia— recibió la salpicadura de su sangre, como en un nuevo y especial sacramento que los ratificaba para siempre en la Fe. Era Sacheri un bautizado fiel a la Cátedra de Pedro, conocedor del Magisterio, docto en su Sagrada Tradición, atento a sus formulaciones actuales, leal en todo a la Esposa del Señor. Precisamente
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por eso no estaba dispuesto a presenciar inactivo el complot de los heresiarcas y las ofensas de los prevaricadores. Y escribió ese libro estupendo, La Iglesia Clandestina, que en manos de otro no hubiese pasado del circunstancial panfleto de denuncia contra los males del progresismo, pero que en su inteligencia arquitectónica se convirtió en el manifiesto de la lucha y de la esperanza cristiana, en la doble y necesaria fuerza para recordar la Palabra Verdadera y empuñar la tralla que expulsara a los mercaderes del templo. Era Sacheri un hombre del Derecho. Como lo entendían los romanos —-prudentia inris— y como pudo inteligirlo un Tomás Moro o un San Alfonso María de Ligorio. Sin el Orden Sobrenatural no se sostiene el Orden Natural, y sin éste, vano es el ordenamiento de la ley e inevitable el derrumbe de la Ciudad. Iustitia est ad alterum, sabía con el Aquinate. Y esa alteridad a la que era preciso restituirle lo proporcionado, resultaba para él, tanto el hombre singular como el municipio, la empresa o la aldea, la profesión o el Estado. Su preocupación por el bien común —concepto sobre el que escribió páginas llenas de exactitud— expresaba este afán por lo justo que lo acompañó desde sus días juveniles. Era Sacheri un universitario, si la palabra se entiende a derechas. Que es decir mejores cosas que las que sugieren hoy expresiones como intelectual u hombre de la cultura. Porque la Universidad, según la clásica definición de Alfonso el Sabio en Las Siete Partidas es "el ayuntamiento de maestros, e de escolares, que es fecho en algún lugar con voluntad e entendimiento de aprender los saberes"; y se cumplió en él lo que decía Pío XI: donde está el maestro, allí están los discípulos. Por volcarse a los saberes esenciales y a la unidad del saber, fue universitario eminente, dentro y fuera del país. Lo fue asimismo por ese don de contemplar los trascendentales del Ser y de aprehender^ la realidad con hábitos rigurosos de definición y de análisis. Pero supo ayuntar voluntades y entendimientos, aquí y allá y por donde la Providencia lo llevara, engendrando discípulos con su sola presencia, que todavía recuerdan con admiración y gratitud. Era Sacheri un tomista, despojando rápidamente al término de los abusos semánticos de la manualística filosófica. Lo que equivale a sostener, según oportuna aclaración de Castellaní, "que es aquel que posee la inteligencia lo suficientemente alada como para rumiar y de-
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gustar al Doctor Angélico, recreándolo antes que repitiéndolo, exten- . diéndolo antes que anquilosándolo, aplicándolo en todo más que reduciéndolo a un manojo de citas. Ño el Tomás catalogado y vivisecado de los CD para el persomfcomputer, sino el Santo Tomás vivo y fresco, perenne y enorme, a quien se le apareció una tarde el buen Jesús ofreciéndole recompensas por sus empeños, mientras el balbuceara apenas: Señor, yo no quiero otra cosa más que Vos mismo. Era al fin Sacheri, un militante d e j a Realeza Social de Nuestro Señor Jesucristo. Tenía por programa el Para que El reine, por divisa él 'Oñinia instaurare in Christo, por promesa el desafío paulino: es preciso que Él reine hasta poner a todos sus enemigos bajo sus pies. Y Tenía por arma la práctica de los Ejercicios Ignacianos, para no perder nunca de vista la agonía crucial de las Dos Banderas. Militante del Buen Combate, no especuló jamás con acomodos mundanos, con arribismos ocasionales o con carreras promisorias en la política menuda, a expensas del testimonio limpio de la Verdad Crucificada. Y puesto en la mira por su papel de avanzada en la lucha contrarrevolucionaria, conservó la sencillez y el estilo afable, propio de los señores y de los elegidos. Humildad y vida sin dobleces que es necesario imitar, si se ha de levantar su nombre como estandarte. Dice San Ambrosio en De bono mortis, que "para los buenos, la muerte es un puerto de descanso; para los malos es un naufragio". ' Carlos Alberto Sacheri ha merecido el puerto de la quietud perpetua, desde el cual, seguramente, ve echar anclas celestes a los Ángeles y a la Nave Invicta de la Iglesia Triunfante tremolar por un mar sin bajíos. Su visión es la visión transfigurante de los mártires. Se nos conceda a quienes quedamos la gracia de su destino; pero ante, y como a él, el coraje para el entrevero, la inteligencia para discernir, el celo apostólico para no ceder, la virtud para soportar la peripecia. Y se nos conceda no para nuestra vanagloria, ni siquiera para lo que pudiera significar en el orden de los legítimos reconocimientos humanos. Se nos conceda sólo para ofrecer nuestras vidas y nuestras obras al servicio de Dios y de la Patria. Antonio Caponnetto Buenos Aires, junio de 1998
Aclaración sobre el contenido de este libro
El artículo "Carlos Alberto Sacheri. En su nombre la lucha continúa" , apareció como Editorial de la Revista Verbo, n s 150, Buenos Aires, marzo de 1975, p 5-6. No lleva firma, pero su director era entonces Miguel Ángel Iribarne. La Oración por el hermano muerto por Dios y por la Patria, de Abelardo Pithod, fue leída por el autor el 26 de diciembre de 1974, en el homenaje que le rindieran a Sacheri en aquella fecha, la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la UCA en Mendoza y el Ateneo de Cuyo. Fue publicada en el número precitado de Verbo, p. 7. Las tinieblas se disipan y se distinguen los bandos, es el título del discurso fúnebre pronunciado en el peristilo de la Recoleta por Juan Carlos Goyeneche, el 23 de diciembre de 1974. Lo incluye asimismo el precitado n a 150 de Verbo, p. 9-12. El sentido pleno de una muerte, es el texto del otro discurso fúnebre que, en el mismo lugar y en la misma fecha, pronunciara Francisco Bosch. Junto con Sacheri: el mandato de una acción concertada, de Adalberto Zelmar Barbosa; Carlos Sacheri en la República Oriental, de Buenaventura Caviglia Cámpora; Ante la muerte de Carlos Sacheri, de Pedro José Lara Peña y Carlos Alberto Sacheri y la virtud teologal de la esperanza de Juan Vallet de Goytisolo, integran el susodicho número 150 de Verbo, p. 13-38 respectivamente. Carlos Alberto Sacheri, mártir de la verdadera paz, de Juan Antonio Widow, fue publicado en El Mercurio, de Santiago de Chile, el 7 de enero de 1975. Lo reprodujo Verbo en el mismo número que venimos citando, p. 19-21. A veinte años de su martirio, de Héctor Hernández, es el texto del homenaje celebrado el 14 de agosto de 1994, en La Cumbre, Córdoba, durante el x Congreso del IPSA. Fue publicado por Verbo, n 9 348-349, Buenos Aires, noviembre-diciembre de 1994, p. 717. Carlos Alberto Sacheri, mártir de Cristo y de la Patria, de Víc-
tor Eduardo Ordóñez, apareció en Cabildo, año n, n e 21, Buenos Aires, 10 de enero de 1975, p. 18-20. Sacheri y Nosotros, de Federico Mihura Seeber, en Cabildo, 2da. época, año IV, n s 30, Buenos Aires, 27 de diciembre de 1979, p. 43-46. Carlos Alberto Sacheri, testigo, de Alberto Caturelli, es el capítulo XII de su libro La patria y el orden temporal, Buenos Aires, Gladius, 1993, p303-315. Las palabras de Monseñor Tor tolo, son un fragmento de su prólogo a la segunda edición de El Orden Natural, Buenos Aires, IPSA, 1975, p. vi-vn. Carlos Alberto Sacheri. 1974-1984, de Bernardino Montejano, fue publicado como Carta al Lector por Verbo, nQ 249, Buenos Aires, diciembre de 1984, p. 5-6. También el testimonio de su propio hijo mayor, el Dr. José María Sacheri, Tenemos que perdonar, fue dado a conocer en Nueva Lectura, n 9 32, Buenos Aires, octubre de 1996, p. 36-37, se incluyen en esta edición. Por último, se reproducen partes sustanciales de artículos que C.A.S. publicara en Verbo números 82, 109 y 121/122. De sus libros La Iglesia Clandestina y la comunicación que presentara al Quinto Congreso de Lausana, convocado por el Office International des Oeuvres de Formation Civique et action culturelle selon le droit naturel et chretien en 1969, por entender que reflejan de modo más que contundente la claridad del pensamiento de nuestro maestro y mártir.
Carlos Alberto Sacheri, en su nombre la lucha continua
Cuando, el 22 de diciembre pasado, fue asesinado Carlos Sacheri, se pudo decir cabalmente: ha caído un soldado de Cristo Rey. Ese día, la Ciudad Católica de la Argentina, perdió a su animador más lúcido y pleno y, al propio tiempo, ganó un poderoso intercesor en los Cielos. Nuestros amigos, sus alumnos, los sectores más esclarecidos de la opinión argentina, el laicado católico dentro y fuera de los límites nacionales, saben del valor, de la pureza y de la fecundidad de su obra intelectual, de esa obra de la que "Verbo" fue privilegiado vehículo por más de una década. Redundante, pues, es toda glosa de semejante legado, que se constituye en el más impresionante testimonio de fidelidad a la Doctrina Social y Política de la Iglesia tributado por un laico en la Argentina de este siglo. Nos interesa, sí, detenernos a revivir el peculiar estilo con que Carlos Sacheri desarrolló ese apostolado doctrinal a través del cual se manifestaba, primordial, aunque no exclusivamente, su inocultable preocupación cívica. Ese perfil que se traducía en conversaciones y silencios, gestos e iniciativas que no alcanzaban la perdurabilidad del escrito, y de los que hemos sido testigos habituales quienes recibiéramos el beneficio nunca suficientemente valorado de su amistad. Si las páginas interiores de este número ofrecen un florilegio de lo que Carlos Sacheri ha dicho a su país y a su tiempo, corresponde a esta nota aludir a cómo lo ha dicho y lo ha vivido. Dar testimonio, en primer término, de su humildad. Ese alegre y llano despojamiento de sí hasta llegar a lo más duro para un intelectual: la renuncia a todo apriorismo, la plena docilidad hacia lo real. En su obra no hallaremos nada de lo que puede llenar al autor de sí mismo, poniendo una pantalla —por sutil que sea— entre la inteligencia y la Verdad total y salvadora. Actitud raigal "que, al ser ley en lo que era su vocación entra-
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ñable, se derramaba luego en todos sus actos y relaciones, definidos por una transparencia infrecuente en esta sociedad y en este siglo. Tras lo cual, es imperativo revivir su sentido de la unidad. Disposición del ánimo que no emergía de cálculos estratégicos o tácticos, ni de una simple mentalidad apaciguadora, sino de la clara conciencia que Carlos Sacheri tenía de la sublimidad del Fin al que había consagrado su vida. Enamorado de la Realeza Social de Cristo, sabía distinguir lo esencial de lo accesorio, y no admitía que discrepancias en tomo a lo instrumental, hicieran perder de vista la comunión en lo fundamental. Nunca se pudo contar con él para intrigas dialectizantes; lejos de ello, en los últimos años su persona se convirtió naturalmente en polo aglutinador de cuantos, en uno u otro frente, desde una u otra extracción política o cultural, cifraban las esperanzas nacionales en la restauración del Orden Natural y Cristiano. Permítase a la Ciudad Católica enorgullecerse de que los valores que incansablemente ha señalado como bases de una ascesis del militante, alcanzaron tan bella expresión en la vida de Carlos Sacheri. Que todos seamos dóciles a la Gracia de Dios para no dilapidar orientación tan señera. Cada vez que nuestra mente se nuble hasta llegar a dudar de la verdad de nuestra Causa, vayamos a su obra, desde la cual una inteligencia más lúcida y más pura nos devolverá las certidumbres esenciales. Cada vez que nuestra voluntad flaquee por el asedio combinado de las crueldades y las seducciones del Enemigo, inspirémonos en su voluntad; la que tan acerado rumbo impuso a su vida que sólo en el martirio alcanzó su adecuado término. Y cuando, sin dudar de las verdades primeras, ni arredrarnos por la fiereza del combate, sea el escepticismo práctico el que gane nuestras almas, desesperando de poder sanear el pantano en que vivimos, pensemos que Carlos Sacheri murió por esta Iglesia y esta Patria. Esta Iglesia en la que, bajo los torpes disfraces que intentan imponerle los heresiarcas, supo reconocer a la Esposa "cubierta de finísimo lino resplandeciente y blanco..." (Ápoc. XIX, 8-9). Y esta Patria, frustrada y desfalleciente, pero suscitada sin duda por la Providencia para un destino entrañable, que sigue siendo legítimo acreedor de nuestra sangre. ' -"
Oración por el hermano muerto por Dios y por la Patria Esta oración fue leída en el homenaje que la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Pontificia Universidad Católica, Mendoza, y el Ateneo de Cuyo rindieron a Carlos Alberto Sacheri el 26 de diciembre de 1974, festividad de San Esteban Protomártir. ¡Carlos Alberto Sacheri, hermano predilecto, camarada! Te arrebataron, hermano, te arrancaron la vida como nada. Te arrancaron la vida a borbotones y tu sangre que no para es como una fuente pura y roja, inmaculada, de gracia redentora sobre la Patria desolada. Tu sangre, tu preciosa sangre, tu sangre entrañable y nuestra ya no la pueden parar aunque quisieran. ¡Pero te han muerto y nos han muerto el corazón de pena! Te han muerto, hermano queridísimo, te mataron por lo que eras y ahora cómo podremos vivir con Dios y la Patria pidiéndonos cuenta. ¿Dónde está tu hermano? ¿Dónde está tu hermano? ¡Y qué le dirá nuestra conciencia! ¡Te mataron hermano! ¡Cómo creer que es cierto! Con un sólo arrancón te quitaron la vida como nada, con un solo y limpio dardo de fuego te hendieron la alta frente despejada. Te abrieron un sendero por el que te adentras y nos dejas, hermano predilecto, y te vas de la vida a la Vida apretando en tu pecho al Cristo que guardabas.
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ABELARDO PITHOD
¡No! ¡no hay muerte repentina! Tú la miraste venir con ojazos buenos que no sabían mirar sino de frente, como de frente y hace mucho la mirabas. Fuiste tú, lo sabemos. Peregrino, desde siempre la elegiste. Pero tú, hermana muerte apresurada, te lo llevaste avariciosa como llevas las almas predestinadas. Así, Carlos Alberto, hermano, tuviste la muerte merecida, la muerte repentina de los buenos. Ahora que estás donde querías, camarada huidizo, espéranos. Hasta la muerte hermano, hasta tu muerte que no nos merecemos. Abelardo
Pithod
Las tinieblas se disipan y se distinguen los bandos Palabras pronunciadas en el peristilo de la Recoleta el 23 de diciembre de 1974 por Juan C. Goyeneche
Amigos: Estamos reunidos aquí para despedir los restos de un hombre joven —41 años— que fuera ayer vilmente asesinado. Esa juventud no le impidió ser un brillante intelectual y de gozar de gran nombradla como profesor de filosofía tomista. Desde sus comienzos como estudiante en la Universidad de Laval —en Quebec—, donde de discípulo del eminente tomista Charles de Konick pasó, al egresar, a ser colaborador en la cátedra hasta su actuación en la Universidad de Buenos Aires y en la Universidad Católica, Sacheri no fue un mero repetidor sino que estableció vínculos de magisterio directo, personal y moral sobre gran número de discípulos que reconocen con orgullo que a él le deben su formación. Yo, personalmente, cuando lo visité en Canadá donde tuve el honor de ser su huésped, pude comprobar la alta estima que gozaba en la Universidad de Laval donde se le reconocía su versación en el tomismo y su aptitud para aplicarlo a la vida. Éste espíritu de entrega se puso de manifiesto en su generosidad para pronunciar conferencias y dictar cursillos a todos aquellos que se lo pedían movidos por inquietudes religiosas o intelectuales. Sus dos libros: La Iglesia Clandestina y La Iglesia y lo Social son prueba de su apostolado efectivo para denunciar las adulteraciones del pensamiento católico, las cuales no han producido sus catastróficas consecuencias en nuestro país, debido, sin duda alguna a aquellas oportunas precisiones, repetidas con incansable tenacidad, en innumerables conferencias pronunciadas por toda la república. Pero ello no le impidió a su pluma estar presente con brillantez en una continua actividad periodística, donde a través de artículos de solidez doctrinaria buscaba restablecer la Cristiandad en el orden social y el primado de la inteligencia en el orden de las ideas.
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JUAN CARLOS GOYENECHE
Y así, desde su primer artículo sobre Mamerto Esquiú en la revista Presencia en 1955; como luego en Verbo, Universitas, Premisa, Cabildo, Mikael, se puede decir que no existe publicación de pensamiento católico en el país donde su seguro magisterio no haya contribuido con importantes aportes. Las empresas superiores, como aquellas en las que se ve envuelto la defensa de la Patria o el santo nombre de Dios, requieren pureza en la acción y en el ímpetu que la genera. Más que un intelectual de valía, más que un profesor de brillantes dotes, Carlos Alberto Sacheri era un verdadero apóstol. Nosotros vivimos urgidos por el tiempo y la prisa con que acontecen los hechos de esta historia convulsa y confusa que nos tiene por sus protagonistas. Sacheri conocía muy bien las apremiantes exigencias del apostolado de hoy, tan lleno de Judas que traicionan lo más sagrado y de Pilatos que se lavan las manos. Sabía que el apóstol de hoy debe trabajar por lograr apóstoles bien formados, intelectualmente claros, apóstoles de vida profunda. Por eso en él, el intelectual, el hombre de pensamiento rico no se agotaba en frías exposiciones escolásticas, sino que sus alumnos eran llevados por su ejemplo y su consejo a fortalecer su vida interior, por ejemplo haciéndoles participar especialmente de ejercicios espirituales para que la actividad externa no llegara de modo alguno a debilitar la vida interior que, en última instancia, es la que nutre de energía al combatiente y le descubre la belleza de una total entrega y de una inmolación cada vez más profunda. Cuando el apóstol es dócil y fiel a la gracia, Dios lo purifica, lo afirma y lo prepara para una muerte feliz. Parecería, quizá esta afirmación, inoportuna, aventurada, en el caso que nos congrega aquí. Pero ¿puede el cristiano —me pregunto— aspirar a muerte más consoladora que morir por la verdad de Cristo? ¿Hay acaso una muerte más envidiable que la del que cae luchando por el honor de Dios? Por eso, ¡Infelices asesinos!: Han querido suprimir un jefe y nos entregan, erguido, como una bandera de lucha, cómo un lábaro orientador, a un formidable ejemplo de coherencia entre ideales y conducta que será semilla de jóvenes esforzados y de paladines de mañana. Toda esa dilatada juventud que, en nuestro país, se siente tentada por el desaliento ante el inacabable desfile oficial de picaros, granu-
LAS TINIEBLAS SE DISIPAN Y SE DISTINGUEN LOS BANDOS
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jas, logreros y mediocres tiene hoy, gracias a la ceguera de los que matan por la espalda, en el ejemplo de fidelidad a sus ideales del Profesor Jordán Bruno Genta —ayer—, y hoy en nuestro entrañable amigo Carlos Alberto Sacheri guiones a los que seguir y conductas a imitar. f ~ Ningún joven, pues, tiene ya derecho a mirar con desesperanza a su alrededor o a lamentarse de su soledad o de la falta de maestros. Porque ya los tiene, cubiertos de sangre. Maestros que supieron dar una impresionante lección, su última y mejor lección con sus muertes ejemplares. Por eso debe haber serena alegría en nuestros corazones —tranquila paz—, como hay gozo en el cielo, porque las tinieblas se disipan y se distinguen los bandos: uno que agrupa a las sectas donde se des"precia a la Patria, se niega nuestra tradición y se odia a Dios. El otro, que une a los que no temen el riesgo ni se niegan al esfuerzo, si ellos son requeridos para dar un testimonio —es decir, para ser mártires— por los más altos ideales que pueda el hombre tener: la Patria donde vio la luz y Dios que le dio el ser. Como sospecho, con fundamento, que habrá aquí más de un enviado por las fuerzas asesinas para ver si la muerte de este hombre justo que fue Carlos Alberto Sacheri nos ha dolido, a ellos me dirijo para decirles: pues bien, nos ha dolido... y mucho. Pero no con el dolor de bestia herida, sin esperanza y sin fe con que ustedes reciben el sufrimiento. El nuestro quiere ser un dolor cristiano, trascendente, operante, creador. Sin proyectar venganza. Porque la venganza sacia el rencor pero debilita el ánimo. Ese ánimo que tenemos que tener vigoroso y libre para la lucha. ¡Cuánto.más se. podría decir de ti, intachable Carlos Alberto Sacheri, si nos animáramos a echar una mirada en tu vida de hogar. Esposo sin tacha y padre ejemplar. Les.has dejado a los tuyos una herencia espifitualde valor incalculable expresada por tu sangre generosa que bañó a tu mujer y a tus siete hijos cuando los cobardes te dieron muerte al volver de la iglesia donde diariamente te unías a Dios! Cuánto grande ser podría decir de ti, si entrásemos a considerar la delicadeza de tu amistad y tu hombría de bien. Pero no serían las palabras más elocuentes que la congoja que adivino en tantos corazones de los aquí presentes.
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JUAN CARLOS GOYENECHE
Cuánto grande se podría decir de tí, si reparásemos en tus actitudes de ciudadano responsable y de argentino fiel a su patria. Pero me es difícil seguir porque se me nubla la vista. Carlos Alberto Sacheri, cristiano fiel, patriota ejemplar, amigo sin doblez: descansa en paz. Y pídele a Dios para nosotros que nos prive del descanso, si no salimos de aquí resueltos a vivir a la altura de tu extraordinario ejemplo. Juan Carlos
Goyeneche
El sentido pleno de una muerte El siguiente es el texto de las palabras pronunciadas por el Dr. Francisco Bosch, Decano de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, en la Recoleta, el 23 de diciembre de 1974.
La Universidad de Buenos Aires me ha encomendado hablar en este entierro de Carlos Alberto Sachen, quien en vida fue amigo y maestro de muchos de nosotros, eximio profesor y Director del Instituto de Filosofía de la Facultad cuya intervención ejerzo. Cuando la vida es la "vida buena", la muerte posee un sentido pleno de dignidad cualesquiera sean las circunstancias en que se produzca. A Carlos Alberto Sacheri le llegó la muerte por mano de un asesino y con ello quedó confirmada una conducta que no supo de claudicaciones. Su muerte también fue una "buena muerte", malgrado las intenciones aviesas de sus autores. Es que la vida, como valor, corre por cuenta de cada uno de los hombres libres que, como Carlos Alberto Sacheri, eligieron un camino y se atuvieron sin desplantes y sin desmayos a la misma lógica de la elección. Por eso, frente a la tentación por la venganza que bulle en las entrañas de todo hombre de bien ante la comprobación de una infamia, se alza esta otra actitud, que es más cristiana y que por lo tanto es más humana, de valerse del ejemplo y anteponerlo a la venganza. Quien entienda que vale la pena vivir como murió, cuidando a su familia, cuidando a su Patria y cuidando la Fe y la Verdad, que fueron los bienes supremos que Dios le encomendó. En todo momento pudo rendir cuenta de ellos, porque supo defender estos bienes y en su lucha no hubo traiciones de ninguna especie. Carlos Alberto Sacheri fue además un prototipo de intelectual cabal. Su servicio a la Verdad no fue un refugio sino una trinchera de combate. Su vida fue un mentís viril a esa especie adocenada de los
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que creen satisfacer su vocación por el mero estudio de las abstracciones pero cuidando siempre de que tales abstracciones no lleguen a concretarse en fórmulas peligrosas. Carlos Alberto Sacheri, sin apearse de su condición de intelectual, supo que en definitiva dicha condición lo constreñía a esgrimir la verdad como una bandera, o como una lanza cuando el caso lo hacía necesario. Frente al marxismo, que se infiltraba solapadamente en el cuerpo de la Iglesia, no dudó en denunciar sus procedimientos y a sus cómplices. Y otro tanto hizo con el marxismo que tentaba sentar sus reales en el cuerpo de la Patria al amparo de circunstancias políticas que, los eternos enemigos del ser nacional, creyeron favorables. Porque fue un maestro comprometido con su tierra y con su Fe, su vida fue tronchada por un asesino. Pero porque fue un maestro, en el más cabal sentido de la palabra, su vida trasciende a su muerte y nos queda a nosotros como ejemplo. Dios guarde tu alma, Carlos Alberto Sacheri; y a nosotros nos dé fuerzas para proseguir, sin mezquindades ni grandilocuencias, la lucha que vida en orientaste y cuyo sentido sellaste con tu muerte. Francisco M. Bosch
Sacheri: el mandato de una acción concertada ¡La muerte! Unos creerán que la necesitamos para estímulo. Otros creerán que nos va a deprimir; ni lo uno, ni lo otro. La muerte es un acto se servicio. José Antonio Para todos los que hemos tenido el privilegio de compartir la lucha con Carlos Alberto Sacheri, su humildad constituía permanente ejemplo de la acción. Humildad de entraña cristiana que surgía del convencimiento de sentirse instrumento, servidor, soldado de la causa total de Cristo Rey. Sacheri no buscaba la gloria en el obrar, sino que su obrar estaba orientado al servicio de la mayor gloria de Dios. La suprema instancia de su muerte no debe cambiar por tanto la actitud de sus amigos, camaradas y discípulos que más que detener• se a proclamar sus virtudes —de sobra elocuentes— importa que asuman el mandato de su martirio. Carlos Alberto no hubiera deseado otra cosa. Se podría pensar con fundamento que la personalidad esclarecida de Sacheri, capaz de alcanzar los más altos niveles especulativos y al par, eficaz y precisa en el campo del conocimiento práctico, era digna de tiempos mejores. Pero sin duda la Providencia ha querido suscitar en un desolador panorama de anarquía social, intelectual y religiosa, el ejemplo del varón cristiano resuelto a remontar la adversidad para instaurar todo en Cristo. Esa fue su decisión, ése su camino de santidad, ése su deber, sin desalentarse por los resultados, sin temer no alcanzar el éxito, porque de sobra sabía Carlos, que unos y otros pertenecen a la voluntad de Dios. Aceptó su misión en el sentido más pleno —religioso— de la palabra, y cada vez que la desintegración pareció más próxima, Sacheri redobló sus esfuerzos para hilvanar voluntades aisladas, coordinar acciones dispersas, concertar en suma, a todos aquellos que compartían el supremo objetivo común. A Carlos Alberto le dolía ver cuántas posibilidades, cuántas bue-
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ñas intenciones se esterilizaban por el celo individualista de sus responsables. Esa mentalidad de cenáculo —"circuito cerrado" de la acción— que tantas veces ha conducido a enfrentamientos mezquinos entre las propias huestes de Cristo Rey. Y si esa actitud dialectizante ha impedido toda armónica labor, igualmente contraria a su espíritu resulta la tendencia a aglutinar en torno a un movimiento único, monolítico, pero vulnerable tras la apariencia de una sólida validez cuantitativa. Sacheri combatió tanto uno como otro extremo de la acción. Su metodología, observada en la lúcida visión de Jean Ousset, fue la concertación basada en la complementaridad de aquellas obras que "contribuyan dentro de sus límites y métodos propios a la instauración de un orden económico, social, político y cultural, respetuoso del derecho natural y cristiano". Este fue el amplio campo en el que Sacheri desplegó su militancia. Su aceptación de la realidad —por tomista, ni utópica ni resignada— lo llevó a contar con la natural diversidad de los grupos y de hombres, para su tarea de reconstitución del tejido social. Acción sobrenatural por su objetivo, pero política en su desenvolvimiento. Acción que en todo momento tendió a restablecer el legítimo campo de poder temporal del laicado cristiano, tanto más imperiosa cuanto mayor fue la presión del nuevo clericalismo, al que desde un principio denunció. Carlos Sacheri encarnó así el modelo más actual del político cristiano, capaz de alcanzar su propia perfección en el servicio sin medianías del bien común temporal y trascendente. La obra concertadora de Sacheri se cumplió sin solución de continuidad en tres niveles. En primer lugar, la asistencia a escala individual mediante el consejo ponderado, la ilustración de dirigentes sociales o de hombres de buena voluntad deseosos de aproximarse a la Verdad. Contactos innumerables que le permitían detectar los líderes naturales y promover la vinculación operativa de unos con otros. En segundo término, el aporte doctrinal, táctico y estratégico, no ya de personas aisladas sino a grupos o asociaciones diversas, con estructuras y métodos particulares. Labor ésta que lo llevó a Sacheri a armonizar la acción de múltiples núcleos incapaces por si de lograr un mínimo de coordinación con sus similares. Células de estudio, grupos de trabajo, asociaciones profesionales, se vieron enriquecidas por un Sacheri que las ejercitaba en el tránsito permanente entre la expe-
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riencia cotidiana y el aporte doctrinal. Terreno propio de la concertación, de su mayor extensión depende la conjugación fecunda de las obras complementarias. Por último, Sacheri sabía que para multiplicar esa labor de animación cívica preciso era dotar a sus responsables de un bagaje doctrinal sólido que comprendiera tanto lo contingente como lo sobrenatural. Sin la visión total e integradora de los dos planos, jamás se poseería el espíritu de la Obra. Mal podría entonces responderse con justeza a sus múltiples exigencias. De ahí su dedicación a la formación de los animadores: sus innumerables cursos, sus ciclos de conferencias, sus notas y escritos que se vieron frecuentemente postergados por la inmensa generosidad con que se prodigaba a quienes requerían su presencia, su enseñanza, su consejo. De ahí también sus frecuentes recomendaciones para que el mayor número participara de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio, inigualable medio de concertación espiritual en tomo al Principio y Fundamento. Para ese nuevo estilo de la acción poco importan los rótulos y las ocasionales banderías. Sacheri desechó en todo momentos los particularismos o el miniaturismo del obrar para convertirse en una inteligencia concertadora de vocaciones, temperamentos y grupos sectoriales de cuya armónica complementación depende la eficacia de una acción restauradora. Tarea extenuante, árida y lenta que requiere de continuo recordar el Fin buscado para elevarse por sobre los tan comunes egoísmos de sector. Tarea que en tanto armonizadora de lo social, estaba condenada por los enemigos del Orden. Quienes han hecho de la dialéctica su método no podían permitir que existiera la posibilidad de un entendimiento en el obrar entre los diversos grupos naturales constitutivos de lo social. Sacheri era un concertador, era un hombre nexo entre militares, sindicalistas, intelectuales, empresarios y religiosos de cuya mutua colaboración en torno a lo esencial le espera al marxismo desintegrador su más franca derrota. La irradiación de su obra de largo aliento tendrá en el futuro una inestimable proyección. Por algo grande, que tal vez aún no avizoramos, Dios está suscitando mártires de Cristo Rey en esta Argentina desgarrada. El asesinato de Carlos Alberto Sacheri constituye la máxima prue-
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ba del acierto de su acción concertadora y para sus camaradas, un mandato ineludible. Que Dios le de la Paz al fin de su combate y a nosotros nos niegue el descanso hasta que sepamos estar a la altura del ejemplo heroico de su muerte. Adalberto Zelmar Barbosa
Carlos Alberto Sachen, mártir cíe la verdadera paz
El domingo 22 de diciembre, en el barrio bonaerense de San Isidro, cuando volvía de misa con su mujer y sus hijos, fue asesinado. El 7 de marzo de 1974, al redactar el estudio preliminar a unas obras del padre Julio Menvielle, su maestro muerto pocos meses antes escribía que "el retomo pleno al ideal cristiano de la vida" es lo único que puede devolvernos la paz, "la auténtica y única Paz, que anuncia el apóstol San Pablo a quienes aceptan morir en Cristo, para resucitar con Él". Sabía que, en los últimos meses, por hacer lo que hacía arriesgaba la vida. Y lo que hacía era procurar para la Iglesia y para su Patria el recto orden fundado en la Redención y en la ley natural. En esto trabajaba sin sentirse profeta ni arrogarse secretos mesianismos, pues la raíz de toda su acción era la obediencia, forma infalible de la humildad: obediencia a Dios y a su Ley, obediencia a la Iglesia, obediencia a la tradición de civilización que da esencia a una patria. Esa acción suya tenía, además, dos características fundamentales. Era la primera, el tener por fuente una formación intelectual excepcional. En sus tiempos de universitario y después siguió durante diez años, semana a semana, al padre Menvielle en la lectura y estudio de Santo Tomás de Aquino. Por esto, su conocimiento de la obra del Doctor Angélico no era sólo el que tiene un buen profesor de filosofía, que lo era, sino el del hombre que se ha compenetrado con una doctrina hasta connaturalizarse con ella, haciéndola de esta forma principio práctico de vida. Después dio título a sus estudios fdosóficos, consiguiendo la licencia y el doctorado de la Universidad Laval de Quebec, bajo la dirección de Charles de Koninck. Era una de esas raras personas con inteligencia certera y clara de los principios y que, por lo mismo, transmiten confianza y seguridad a los que trabajan con ellas. Por esto, el papel de Carlos Sacheri en el intento por recuperar para Argentina el orden justo y la paz era fundamental. Sabían a quien mataban.
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La segunda característica es también rara entre quienes trabajan por la misma causa por la que vivió y murió Carlos Sacheri: la perseverancia. No era de los hombres que actúan al son de entusiasmos, sino de los que, conociendo un fin y queriéndolo, se dirigen hacia él con serenidad, venciendo obstáculos y comunicando ponderación allí donde la euforia o el desaliento circunstanciales de los otros desdibujan la objetividad de la tarea por hacer. Fue una de esas personas excepcionales que nunca cedió a ese "cansancio y deserción de los buenos" de que tanto se lamentaba San Pío X. Lo que ha dejado escrito es poco, si se lo compara con la huella que deja al morir en sus cuarenta años de edad. Los títulos dan una idea de sus principales preocupaciones: "Función del Estado en la economía social"; "Estado y educación"; "La Iglesia y lo social"; "Naturaleza humana y relativismo cultural"; "Naturaleza del Magisterio" y por último, el libro en que denuncia, con profundo conocimiento y mucha caridad, la erosión y autodemolición de la Iglesia Católica, "La Iglesia clandestina", publicado en 1970. Cuarenta años de edad, siete hijos, el mayor de trece años. Muerto de un tiro cuando volvía de misa. Lo único que puede dar sentido a esto, lo único que puede impedir que brote, en los que fuimos sus amigos la desesperación, el odio, el resentimiento, es la fe, esa misma fe por la cual vivió sabiendo que arriesgaba por eso la vida. Pero no basta sólo la fe en la vida del alma que perdura después de la muerte. La única fe capaz de consolar, porque es la fe en la justicia de Dios es aquella por la cual sabemos que hay la resurrección de la carne, de los cuerpos, y que es en esta tierra, esta tierra por cuyo bien sufrimos y nos desvelamos, donde se hará en definitiva Justicia de la que nada escapará y que reserva un premio a los que acepten morir en Cristo: resucitarán los primeros para reinar con Él (Tesalonicenses 4, 13-18). Esta es la fe, gracias a la cual podemos esperar. Morir en razón del testimonio de la fe es lo que define, en propiedad, al mártir. La muerte de Carlos Alberto Sacheri ha sido, en propiedad, la de un mártir. Habiendo él accedido a esa "única Paz, que anuncia el apóstol San Pablo a quienes aceptan morir en Cristo, para resucitar con Él" roguemos a Dios que, por su intercesión, conceda a la Iglesia y a nuestras patrias gozar de esa misma Paz. Juan Antonio Widow Santiago de Chile. (Publicado en El Mercurio el 7 de enero de 1975)
Carlos Sacheri en la República Oriental
Recuerdo y símbolo Fue en la que resultó ser su última disertación en Montevideo, que tuvo lugar en la noche del 26 de noviembre de 1974, veintiséis días antes de su inicuo asesinato. Luego de su conferencia de la tarde sobre "Esencia de la Civilización Occidental" y en otra sala habló, ante una concurrencia reducida, seleccionada en virtud de lo delicado del tema: "Situación política argentina". Su palabra, siempre cálida y humana, había ido separando con quirúrgica precisión y dejando en descubierto, las diversas facetas de la situación argentina que quedó, por decirlo así, iluminada por una potente luz que destacaba, implacable, todos sus crudos pormenores. Fue en esa disertación que, en cierto momento, aludió de paso a que legisladores de los diversos sectores partidocráticos argentinos elevaron su protesta porque cierta repartición pública había dado empleo a muchos uruguayos; y protestaban por esa sola circunstancia, porque eran uruguayos, sin que les importara ni mencionaran siquiera aquello que era lo realmente grave del hecho, o sea que todos esos uruguayos eran elementos de ideología subversiva, militantes tupamaros huidos del Uruguay. Con tal motivo destacó la incomprensión y el desprecio suicidas que la mentalidad liberal tiene por los factores ideológicos, mentalidad que llevó a cierto presidente argentino a la absurda declaración internacional de proclamar la "abolición de las fronteras ideológicas". Prosiguió diciendo Sacheri que quien tenga una posición sensata, sin despreciar la realidad de las fronteras nacionales comprenderá que mucho más decisivas y separadoras son las fronteras ideológicas, que pueden abrir verdaderos abismos infranqueables, como los abren el marxismo y el comunismo. Señaló que, personalmente, él se sentía per-
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fectamente identificado con orientales como nosotros y, en cambio, nada lo podía unir a los integrantes del "ERP" por más argentinos que sean legalmente. Evocamos esta observación de Sacheri porque ella nos parece muy exacta y un símbolo de su actuación en nuestro país. Nuestra experiencia nos indica que en los años en que visitó asiduamente Montevideo, nunca recordamos a su respecto la diferencia de nacionalidad. Cierto es que entre argentinos y orientales existe gran hermandad, pero aún así puede haber matices diferenciales, que en el caso concreto no los advertimos porque no existían o porque quedaron sumergidos en la riqueza de la misma doctrina, de los mismos planteos teóricos y prácticos, de los mismos ideales, de la misma prédica. Es que las grandes verdades no tienen fronteras y valen para la humanidad entera. Valores intelectuales Luego de este recuerdo que destaca un aspecto interesante de la actuación de Sacheri en el Uruguay, el haber sido para nosotros no un extranjero sino uno de los nuestros, debemos evocar su personalidad excepcional cuya desaparición deja un vacío que sólo el tiempo podrá llenar con la maduración de los frutos de su siembra y de su martirio. Porque en Sacheri se dieron, en extraordinaria síntesis, valores intelectuales, morales y humanos en niveles muy altos. El conjunto de esos valores y su jerarquía fue lo que, pese a su relativa juventud, lo habían constituido en un auténtico e influyente maestro. Aunó a una inteligencia lúcida, sólidos estudios sociales, políticos y jurídicos, conocimientos que estuvieron valorizados por la circunstancia de estar integrados en la visión superior que otorgan la Teología y la Filosofía. Respecto a esta última, a lo largo de muchos años recibió de sabios profesores una profunda formación en la filosofía perenne, en la filosofía tomista, en la única filosofía que por estar basada en el sano realismo significa una real ayuda para comprender los problemas humanos, sociales y políticos y guiar en la búsqueda de las soluciones acertadas. Valores morales y religiosos Su influencia en los sectores más diversos se vio sin duda acrecen-
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tada debido a su alta calidad humana: su modestia, su sencillez, su bondad, su cordialidad, frutos todos de una auténtica caridad sobrenatural que hacían doblemente eficaz su prédica pues ella caía en ánimos preparados por las simpatía. Sin embargo, su semblanza no quedaría completa si no se mencionaran su firmeza de carácter y de convicciones, su constancia y sus destacadas dotes de prudencia y de consejo. Su sentido religioso y su piedad lo convertían en un verdadero caballero cristiano. En resumen, podemos decir que la extensión e intensidad de su gravitación e influencia se debieron a la calidad y autenticidad de sus valores intelectuales, morales y sobrenaturales. La razón de su vida Las circunstancias de la muerte de Sacheri revisten un simbolismo especial, pues fue asesinado en ocasión del cumplimiento de sus deberes religiosos, del precepto dominical de la Misa. Su muerte tuvo cierto aspecto de asesinato ritual, cometido, diríase, por sectas de inspiración satánica que quisieron firmar su crimen, dejar su impronta de odio a Dios y a la Religión de Cristo. Pero, a pesar de su perversidad, Satanás y sus secuaces, aunque no quieran, sirven a los planes de Dios. La circunstancia de que se valieron fue la mejor garantía de una muerte santa y de que ella está vinculada al testimonio cristiano de la Verdad total, a la que Sacheri estaba plenamente dedicado y que era la razón de su vida. Dar la vida como testimonio de la Verdad, he ahí el martirio. "...Quién perdiere su vida por amor a Mí, la hallará" (S. Mateo, 16, 25). La razón de su muerte De ese testimonio de la verdad que dio Sacheri, uno de los aspectos más destacados fue el relativo a la auténtica reforma de fondo de la sociedad. Y en realidad, fue por eso que murió, que el enemigo resolvió asesinarlo. Sacheri mostraba la única salida, el único escape para zafar de la trampa histórica que convierte al mundo moderno en presa fácil del comunismo. Este mundo moderno se debate en una situación de desconcierto y convulsión totales que permite al marxi-comunismo seguir imponiendo sus regímenes de esclavitud.
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Y a esa situación convulsa no se le encuentra la salida que evite caer en la esclavitud comunista, porque el mundo moderno, tan progresista en las ciencias experimentales y en lo tecnológico, adolece por el contrario de un inmovilismo total, de un total conservadurismo respecto a las ciencias humanas y sociales. Porque sucede que ese mundo moderno, con un increíble espíritu inmovilista, conservadurista, permanece aferrado a la caduca y fracasada ideología dieciochesca en base a la cual se delineó. Ideología que, en sus doscientos años de antigüedad, pudo exteriorizar todas sus potencialidades dañinas. Las utopías que constituyen esa ideología desembocan finalmente en el marxismo y el comunismo porque éstos no constituyen sino una etapa más en la misma ruta utópica; son las consecuencias finales de las premisas erradas a las que no se quiere renunciar. Por tanto, mientras el mundo, las sociedades modernas con ese conservadurismo, con ese inmovilismo increíble, se sigan aferrando a las mismas bases ideológicas caducas, no podrán adoptar el sano reformismo que curando realmente los profundos males morales, intelectuales y sociales, termine de una vez con el peligro de la caída en el marxi-comunismo, de otro modo inevitable. La gran misión de Sacheri fue, precisamente, haber sido una autorizado predicador de las profundas y auténticas innovaciones capaces de romper ese inmovilismo y de brindar la salida que nos permita escapar del destino de esclavitud que de otra manera nos espera. Y como el enemigo no quiere en forma alguna, que se advierta el camino de salvación, que es el de su propia derrota, resolvió asesinarlo. Lo que el enemigo sabe El enemigo sabe perfectamente cuáles son sus objetivos y quiénes le oponen los más difíciles obstáculos a su consecución. Valora perfectamente la importancia de la labor de esclarecimiento doctrinario y no vacila en recurrir a los más cobarde asesinatos para eliminar a los doctrinarios destacados. Los diversos grupos subversivos matarán políticos, sindicalistas, empresarios, militares. Pero el grupo que constituye la cúpula de la Revolución Anticristiana sabe cuáles son los resortes decisivos a la larga, y se ocupa de suprimir las cabezas de la acción doctrinal, como Sacheri y otros. Desgraciadamente, esa comprensión y lucidez de la subversión an-
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tinacional respecto a la importancia de lo doctrinario, no es compartida por la Contrainsurgencia, que ve con indiferencia cómo les arrebatan a hombres de la jerarquía de Sacheri o similares. Lo que la contrainsurgencia ignora Los tratados militares sobre guerra subversiva enseñan que ella es ideológica y política. Sin embargo, los conductores responsables de estudiar esa guerra y de comandar la Contrainsurgencia no profundizan en esos caracteres ni sacan todas las obligadas consecuencias inherentes a los mismos. Porque si la subversión se apoya en la ideología marxista que inspira la estrategia de su agresión psicopolítica, ¿en qué bases ideológicas se apoyará la Contrainsurgencia e inspirará su estrategia? La Contrainsurgencia sabe —mejor dicho, debería saber— que nuestras sociedades están basadas en la ideología liberal que consiste tan sólo en la "neutralidad ideológica", en el respeto de todas las ideologías por igual, incluso de la marxista: en la absoluta "esterilidad doctrinaria". No atiende más que a ciertos aspectos formales que de ninguna manera cierran el paso al comunismo y a su conquista de las mentes. Por tanto, en una guerra definida como fundamentalmente ideológica, la Contrainsurgencia está desarmada ideológicamente. Y desarmada además de soluciones auténticas, capaces de curar las deficiencias sociales, derivadas del liberalismo y del socialismo, que proporcionan los pretextos que explotará la psicopolítica comunista. Desarmadas de soluciones auténticas porque éstas sólo pueden estar basadas en conceptos auténticos del hombre y de la sociedad y no en los utópicos conceptos del liberalismo o del socialismo, cuyos reiterados fracasos han conducido al mundo moderno al actual callejón sin salida. Aprender del enemigo Precisamente, porque un hombre como Sacheri muestra cómo salir de ese callejón, cómo escapar de la trampa, constituye un grave peligro para el enemigo y por eso éste lo asesina cobardemente. Es decir, que el enemigo conoce perfectamente el gran valor —negativo para él— de la acción doctrinaria de un especialista como Sacheri, y la Contrainsurgencia, en cambio, desprecia ese valor, ignora la nece-
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sidad imperiosa que tiene de él para lograr el triunfo de su causa. Por eso no los escucha, no los utiliza, no los apoya, no los defiende y los deja asesinar pese a que tales especialistas escasean y frecuentemente son insustituibles. Por eso, si la Contrainsurgencia espontáneamente y por sí misma no ha logrado captar toda la vital importancia de ese servicio de apoyo doctrinario, que caiga en la cuenta de esa importancia al observar cómo el enemigo se preocupa de quitarle a ella la mera posibilidad de aprovechar en el futuro, lo que hasta ahora desperdició. El trágico desinterés de los conductores responsables de la Contrainsurgencia por el problema ideológico y por los pocos expertos disponibles, demuestra la gravedad de la crisis intelectual en que está sumido el mundo moderno. Porque lo real es que ni aún los supuestamente defensores del orden contra la agresión subversiva, si bien no dejan de reconocer teóricamente el carácter ideológico que ella reviste, ni aun ellos perciben la necesidad del arma doctrinaria y les parece secundaria la lucha en el campo intelectual. Tales defensores del orden y conductores de la Contrainsurgencia están anclados en Clausewitz cuando los acontecimientos históricos corren velozmente encausados por quien modernizó a Clausewitz, es decir, por Lenín. ¡Que tiemblen los "Perros mudos"! Las repercusiones de la acción doctrinaria de Sacheri no se agotan en el plano de lo económico, de lo social y de lo político. Ciertamente ftie un precursor que señaló rumbos y trazó rutas en el campo cívico, para una reforma en profundidad de la sociedad entera. Pero también dio ejemplo y señaló rumbos de verdad en otro campo donde los más directa y específicamente responsables guardan un silencio criminal del cual tendrán que rendir cuentas en pavoroso juicio definitivo. Nos referimos al campo religioso. En él, frente a la terrible crisis de la Iglesia, sacudida por las aberraciones de la herejía neomodernista-progresista, la mayoría de los obispos, sacerdotes y religiosos no plegados a la herejía, guardan un silencio y una pasividad horripilantes. Las actitudes de apostasía o de omisión del clero que hoy presenciamos por doquier, recuerdan el inquietante pasaje evangélico: "Si la sal pierde su sabor, ¿con qué se le devolverá? Para nada sirve ya,
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sino para ser arrojada y pisada de los hombres" (S. Mateo, 5, 13). Sacheri, sin arrogarse prerrogativas que no le correspondían, cumpliendo simplemente sus deberes de católico bautizado y confirmado, y basado en las enseñanzas y advertencias pontificias y en sü autoridad de filósofo cristiano, luchó como bueno contra el "conglomerado de todas las herejías" que es el neomodernismo-progresista. ¡Que aprendan de él y que se corrijan mientras estén a tiempo de salvarse, aquellos a quien por boca de Isaías (56,10), Dios anatematizó tratándolos de "perros mudos", que no ladran para alertar contra el enemigo!. Su sangre no quedará estéril El asesinato de Sacheri es algo monstruoso e inaceptable moralmente hablando, pero si Dios lo permitió por algo será. En primer lugar, ya tuvo por efecto conmover a aquellos más próximos y hacerlos meditar acerca de si para la Gran Causa daban como él, el máximo posible. Y también, en aquellas personas sólo periféricamente vinculadas a Sacheri, creó una ola de interrogantes haciéndoles pensar qué importancia trascendental tendría su predicción y su obra para que el enemigo antinacional se preocupara en asesinar a ese amable y pacífico profesor y padre de familia. Sabemos que la sangre de los mártires es simiente de fe, y no cabe duda que la de Sacheri tendrá por efecto final conmover a una sociedad sumergida en el descreimiento, la indiferencia, la ignorancia, el egoísmo. De cualquier modo, si estas consideraciones no bastaran ante el horror, el dolor y el vacío que deja su muerte, ayudará a recobrar la serenidad de espíritu que necesitamos para seguir el buen combate, aquella humilde y filial disposición que es propia del hombre teocéntrico: "Dios nos lo ha dado, Dios nos lo ha quitado, ¡bendita sea su Santa Voluntad!" Buenaventura Caviglia Cámpora Montevideo
Ante la muerte de Carlos Sacheri
Escribo estas líneas frente a un retrato de Carlos Sacheri, que tengo sobre mi escritorio, donde aparece él sentado junto a María Marta y seis de sus hijos. La foto con las diferentes poses y piruetas de los chicos está toda llena de alegría, de vida y de calor familiar... Hoy sirve para recordarme, además de la admiración y del afecto hacia el amigo ya ido, el sentido trágico de la presente vida y el valor del sacrificio heroico de aquellos que se constituyen en soldados de Cristo en este Mundo. Conocí a Carlos Sacheri en Buenos Aires, en un Congreso del IPSA, allá por los años de la década del sesenta. En las sesiones del Congreso me impresionó sobremanera lo denso de su exposición; el rigor científico y filosófico de sus argumentos: claros, macizos, hilvanados con un orden lógico que los cargaba con la fuerza contundente de una aplanadora. Quedé prendado de la belleza de la doctrina, y del valor doctrinal del hombre que los esgrimía. Todo se ordenaba para hacer mirar en Sacheri a una auténtica promesa del pensamiento católico-ortodoxo. Su juventud (cifraba para entonces en los treinta años) aunado a los conocimientos de que hacía gala, daba lugar a concluir, que cuando aquel intelectual católico llegara a la madurez de la vida, habría de desarrollar una gran actividad en pro de la Iglesia y de la causa de Cristo. Actividad que serviría de faro y de guía a los que, como yo, aspiramos a marchar por las mismas sendas, pero que carecemos en gran medida de sus capacidades, de sus luces y de sus medios. Durante mi estada en Buenos Aires, para otro Congreso del IPSA, concreté con Sacheri que, de paso para el Canadá, donde iba a dictar una cátedra en la Universidad de Laval, se detuviera en Caracas para dictar tres conferencias en la Universidad Católica "Andrés Bello". Así lo hizo.
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PEDROJOSÉ LARA PEÑA
Estaban de moda para ese entonces en Caracas, las tesis ideológicas del discutido jesuíta Teilhard de Chardin. En los medios del progresismo católico hacían furia. La exposición que hizo Sacheri fue magistral. En dos conferencias contradictorias desbarató las tesis erróneas de Teilhard especialmente sobre la gracia y la vida sobrenatural, y justificó el Monitum de Juan XXIII, que calificaba de erróneas las tesis de Teilhard y prohibía su difusión en los Seminarios y en los medios de educación católica. La conferencia que dictó sobre Santo Tomás fue singularmente luminosa. Casi podría decir que rehabilitó en nuestro medio la figura del Doctor Angélico a la que las corrientes progresistas habían desacreditado un tanto, haciendo que se tuviera al vocablo "escolástico" como sinónimo de anticuado y de inservible. Escuchar la fundamentada reivindicación de las tesis tomistas, en boca de un hombre poseedor de una juventud radiante y de una lozanía intelectual esplendorosa, era cosa que sin duda alguna impresionaba. Y afectaba a muchos viejos que se las querían dar de modernos, esgrimiendo tesis antiescolásticas ya superadas por la crítica filosófica de la actualidad. Dije que el asesinato de Sacheri ha de servir para recordarnos el sentido trágico de la vida presente y hacernos patente el valor del sacrificio de aquellos que se constituyen en Soldados de Cristo en este Mundo. Pero quiero agregar también, que debemos tener presente que Cristo no es un Jefe ingrato, que no toma en cuenta el sacrificio de sus soldados. Cristo no es un mito. Cristo no es un desaparecido del escenario de esta tierra, en la cual tiene muchos hombres combatiendo por su causa, para irse a vivir la vida de gloria de otros mundos. Cristo no sólo está vivo, después de su resurrección, sino que está vivo aquí, sobre esta tierra mala, y sobre este mundo asqueroso, al cual Él mismo condenó en frases terminantes y para el cual anunció su ruina y sobre el cual predijo su victoria: "Yo he vencido al Mundo", dijo Él. "El Príncipe de este Mundo, ya ha sido juzgado". Y si Cristo está en esta tierra, dentro de este mundo, no permanece en él ni pasivo ni indiferente a la suerte de los suyos. Cristo actúa y vence e impera. Y en este caso Sacheri actuará... Que no nos quepa ninguna duda. Mirando el retrato de Sacheri y considerando su fin trágico, sena
ANTE LA MUERTE DE CARLOS
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SACHERI
un mentiroso si dijera que sólo sentimientos de paz, de resignación, de conformidad cristiana se me vienen a la mente. Tal cosa sería hacer gala de una elevación muy superior a mi desarrollo espiritual. La conformidad con el hecho irreversible de la muerte, la impone la fe en Dios y hasta la fuerza misma de las cosas. Pero esa conformidad no puede ser una conformidad pasiva; una resignación preñada sólo de abulia; que muchas veces bajo la fementida capa de resignación cristiana, sólo incuba una posición de comodidad y de indiferencia... La muerte de Sacheri, es una muerte que no puede producir sólo un sentimiento de ausencia o de dolor por la pérdida del amigo que se va, o del valor intelectual que desaparece en la causa en que militamos. En la muerte de Sacheri hay algo más... La forma de su muerte es impactante. Hay en ella algo que remueve las entrañas, que conmociona las fibras más íntimas del alma. Instintivamente, espontáneamente, humanamente ocurre al alma el sentimiento de venganza merecida... Pero también ocurre al alma, la convicción de que la venganza nos está prohibida a nosotros por nuestra fe. Eso es cierto. Ese es un camino vedado por una barrera insalvable. Pero también es cierto que ese camino es sólo a nosotros a quienes nos está prohibido transitar y no a Dios. "A mí las venganzas", dice el Señor, categóricamente en la Escritura. Y San Pablo nos enseña que "el que comete el crimen ha de temblar, porque no en vano se ciñe el Príncipe la espada, siendo como es Ministro de Dios, para ejercer su justicia, castigando a quien hace el mal" (Romanos XIII, 4 y 5). Por eso ante estas sentencias de la Escritura conjugadas con la muerte de Sacheri, mi plegaria a Dios a ido en dos direcciones: la primera, para pedirle que su muerte no sea estéril; que ella redunde en gracias y en beneficios y en auxilios para su familia, para su Patria y para la causa a la que dedicó su vida. La otra, para exponerle a Dios, con toda sencillez y con toda confianza la verdad de un sentimiento predominante en mi corazón: "Señor, haz que este crimen horrendo no quede impune, aún en este Mundo". Pedro José Lara Peña Caracas
Carlos Alberto Sacheri y la virtud teologal de la esperanza
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Conocí a Carlos Alberto Sacheri en Lausanne, siendo él profesor de Filosofía de la Universidad Laval del Canadá, cuando con esta investidura y como Delegado de la Ciudad Católica de Buenos Aires presidió durante el V Congreso de "Office International" el 6 de abril de 1968, la conferencia del ilustre escritor Marcel Clément: "Quiero agradecer también —dijo en su salutación— al equipo directivo del Office International, que ha tenido a bien invitarme a presidir esta sesión, queriendo sin duda subrayar, más allá de mi persona, el esfuerzo complementario de las fórmulas de acción tan diversas como las de la Ciudad Católica de Buenos Aires, plenamente consagrada a la acción doctrinal y a la animación cívica, y a esa otra de la Universidad Laval, en Quebec, que ha venido realizando desde hace treinta años una verdadera renovación de la Filosofía más actual en tanto más tradicional". En "Verbo" español 126-127, de junio-julio-agosto 1974, tuvimos el honor de publicar su comunicación al Congreso Tomista de Génova de la Asociación Internacional Felipe n , "La justicia conmutativa y la reciprocidad de cambios". Por última vez, siendo él profesor titular de Metodología Científica y Filosofía Social de la Universidad Católica Argentina, profesor titular de Filosofía e Historia de las Ideas Filosóficas en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, nos vimos y conversamos, almorzando juntos, en Buenos Aires hace poco más de un año. Recuerdo bien los comensales —éramos seis— y retengo bastante lo que allí hablamos. Carlos Alberto Sacheri, acendradamente bueno, católico ferviente, irradiando fe, esperanza y caridad, joven aún, era ya un sabio, aunque con su modestia trataba siempre de que pasara inadvertido. Conocedor riguroso y profundo de las obras de Santo Tomás de Aqui-
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no —su último artículo monográfico, publicado en Mikael N 6 5, fue: "Santo Tomás y el orden social"— se hallaba completamente al día en el conocimiento y crítica de las nuevas tendencias filosóficas y sociales. En estos momentos, en el recuerdo que guardamos de él predomina la resonancia del contenido profundo de las palabras que en Lausanne, en la primavera de 1968, dedicó a la virtud teologal de la esperanza, que inició formulando estas preguntas: "¿por qué se arremete con tal encarnizamiento a la «petite filie espérance», como le gustaba llamarla a Peguy? ¿Qué tiene esta virtud sobrenatural que tan vivamente choca con el espíritu de la Revolución Moderna?" En lugar de hablar de él, preferimos escucharle a él mismo. A diferencia de la caridad, recordaba Carlos Alberto, "la esperanza contempla al hombre en su propia condición, que es la de un ser inacabado —homo viator— itinerante, siempre en trance de esperar su fin, siempre preocupado por su fin". Su objeto propio "sobrepasa al hombre y siempre lo sobrepasará", pues ese objeto es Dios mismo, captado en el reflejo de nuestro acto de fe como soberano nuestro y nuestra eterna beatitud. San Pablo lo expresó: "Tenemos una esperanza que nos hace penetrar hasta el interior del velo. En la maravillosa arquitectura de la vida sobrenatural, las tres virtudes infusas se ordenan una a las otras, de tal modo que la fe está al principio de la esperanza (ya que no es posible esperar poder contemplar un día a Dios, «tal cual Es», si no creemos previamente en Él y en su palabra) e igualmente la esperanza se halla en el principio de la caridad (pues, ¿cómo amar ese Dios infinito sin confiar en su socorro?: «Mi gracia te basta»)". Sacheri ha alcanzado sin duda la meta de esta esperanza, pues esperó en ella y vivió conforme a ella. No le pasó lo que decía de los filósofos modernos, que "han caído, unos tras otros, en los pecados contra la esperanza que Santo Tomás describe en su Summa Teológica: el primero es la presunción, el segundo es la desesperación. La presunción, que es uno de los pecados contra el Espíritu Santo, consiste en que el hombre se apoya en los poderes dimanantes de Dios para encontrar lo que el contradiga, o simplemente en el hecho de exagerar nuestro propio valor personal. Comporta, pues, la aversión al Bien inmutable y una conversión al bien perecedero. En cambio, la desesperación proviene de que el hombre
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no espera participar en sí de la divina perfección de Dios. Precisamente. ¿Qué hallamos cuando examinamos con esa luz las corrientes modernas de la filosofía? Las más acabadas variantes de la presunción y del orgullo. ¿Cómo si no calificar la tentativa cartesiana y positivista de conocerlo todo por el nuevo método universal? ¿Y la erección del «deber» kantiano en única norma moral? ¿Cómo designar el Espíritu Absoluto de Hegel, que hace real a toda cosa por el solo hecho de pensarla? Feuerbach designa su propia doctrina como un «antropoteísmo». Marx declara: «El hombre es el ser absoluto para el hombre", mientras Nietzsche dice: «Si hubiera dioses, ¿cómo aceptaría yo no ser Dios? Por lo tanto, Dios no existe». ¿Y Teilhard, que nos instala gratuitamente en el confortable tranvía de la evolución pleromizante y nos conduce en línea recta al En-Adelante?... Con toda razón el historiador Emest Cassirer ha dicho que, a partir del Renacimiento, la filosofía moderna no ha hecho sino atribuir al hombre todas las perfecciones que la teología cristiana atribuía a Dios". "Si por otra parte —añadía— volvemos la mirada hacia las formas del pesimismo, ¿cómo calificar a los filósofos relativistas, historicistas, al psicoanálisis freudiano, a los filósofos del devenir y de los valores, la ética de la situación, que niegan al hombre toda posibilidad de acceso a las verdades «absolutas». ¿Y nuestro caro Jean-Paul Sartre, que define al hombre como una «pasión inútil»? (digamos de pasada que si es inútil, ¿porqué poner tanta pasión respecto a él?). Éstas son las filosofías de la desesperación, del absurdo y, por consiguiente, de la nada". Pero en estos pensadores, el orgullo o la desesperación no es sino —y devuelvo hasta el final la palabra a Carlos Alberto Sacheri— "la negación de la esperanza cristiana", que es "tan vieja como el mismo Adán". No significaba otra cosa Peguy cuando decía que "el más viejo error de la humanidad" era la creencia de que nunca había habido nadá tan bueno, tan bello, como lo alcanzado en nuestros días. Su bobada —que lo es— consiste en no saber ver que todo esto, que buscan ciega y desesperadamente, nos lo había prometido Cristo ya hace mucho tiempo. Pues, ¿que "sobrepasar" es superior al logro de la visión de Dios cara a cara? ¿Qué "desarrollo" más elevado puede haber que el logro desde aquí de la participación en la vida divina por la gracia? La ciencia del bien y del mal no es sino la sabiduría de Cristo. ¿Qué dicha es superior a la vida virtuosa? ¿Qué orden social
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es más armonioso que el de la Ciudad cristiana respetuosa de Dios y de la ley natural?" "A todas aquellas divagaciones la conciencia cristiana opone un no simple y radical. Rechazamos los «landemains qui chantent», pues se convierten en rechinar de dientes, rechazamos la sociedad sin clases que no es sino una máquina del despotismo totalitario y tecnocrático, y por encima de todo rechazamos que la Iglesia deba intentar salvarse convirtiéndose al Mundo, puesto que —como aprendimos en el humilde catecismo de nuestra niñez— solamente la Iglesia ha recibido la promesa de la vida eterna, y siempre responderemos a este mundo sin brújula, con estas palabras de Bernanos: «No son nuestra angustia ni nuestro temor lo que nos hace aborrecer al mundo moderno; lo aborrecemos con toda nuestra esperanza»". "El cristiano, animado por la esperanza sobrenatural, se halla más allá del pesimismo y del optimismo. Sabemos que nuestra vida es una mezcla de Pasión y de Resurrección, y en este año de nuestra fe (que también es el de nuestra esperanza), con Job (pues Job y el Apocalipsis son las lecturas para los tiempos de las grandes pruebas), repetimos en alta voz: «Sé que mi Redentor vive y, por eso, que resucitaré de la tierra en el último día, esta esperanza descansa en mi seno». Todos somos peregrinos, viatores, itinerantes que gozamos desde aquí del gozo de nuestro destino Spe gaudentes: «Tened el gozo que da la esperanza», dijo el Apóstol. Debemos pedir, pues, a Nuestra Señora de la Santa Esperanza que nos consiga a todos la gracia de nuestra mutua conversión". Él nos ha precedido en el logro de esa esperanza. ¡Que los demás sepamos seguirle en ella y conseguirla, como él! ¡Así sea! Juan Vallet de Goytisolo Madrid
Civilización y Culturas Ofrecemos a continuación el texto de la comunicación presentada por Carlos Sachen al Quinto Congreso de Lausanne, convocado por el Office International des oeuvres de formation civique et action culturelle selon le droit naturel el chretien para tratar el tema Cultura y Revolución, realizado los días 5 y 7 de abril de 1969. Esta exposición refleja apretadamente puntos esenciales del pensamiento de nuestro amigo caído frente a la contemporánea crisis de la civilización y constituye, indudablemente, una segura orientación en el combate cultural de nuestro tiempo. Este texto ya fue publicado en elNs 127 de "Verbo", bajo el título de "Naturaleza humana y relativismo cultural".
Quien intenta precisar la relación existente entre la noción de civilización y la de cultura revive a menudo una experiencia análoga a la narrada por San Agustín respecto del tiempo: "¿Qué es, pues, el tiempo? Cuando nadie me lo pregunta, yo lo sé; desde que debo explicarlo, ya no lo sé" (Confesiones, I, IX, c. 14, p.17). En efecto, la mayor imprecisión caracteriza el empleo dado a esos dos términos, que son recientes en las lenguas modernas. Esta equivocidad no puede superarse sin el recurso a las etimologías, dado que en los dos casos se trata de palabras derivadas. En latín civilisatio proviene de civis, ciudadano, mientras que la palabra cultura deriva de colere, que significa "cuidado de los campos" (Cf. Ernout et Meillet, Dictionnaire étimologyque de la langue latine, ed. Kliensieck, París, 1963). En las lenguas modernas la palabra civilización equivale al "conjunto de los fenómenos sociales de carácter religioso, moral, estético, científico, técnico... comunes a una gran sociedad o a un grupo de sociedades". En cambio, la palabra cultura, tras haber designado originariamente"la acción de cultivar la tierra", ha tomado el significa-
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do de "el desarrollo de ciertas facultades del espíritu por medio de ejercicios intelectuales apropiados" (Cf. Paul Robert, Dictionnaire alphabétique et analogique de la langue fi-ancaise. P.U.F., París, 1953) Esta última impostación expresa el contenido tradicional de la palabra cultura (Cf. Mathew Arnold, Culture and anarchy, 1869), tal como se lo reencuentra en el lenguaje corriente contemporáneo. Como sinónimo de una cierta perfección intelectual —se habla, por ejemplo, de un "hombre cultivado"— hunde sus raíces en la paideia griega, en la humanitas ciceroniana y en las artes liberales. En cambio, la palabra cultura, según se la usa en sociología y en antropología, indica un sistema o un conjunto de tipos de comportamiento que se expresan socialmente por medio de símbolos (Cf: Kroeber and Kluckon, Culture, a critical review ofConcepts and Definitions, Peabody Museum of Harvard University, Cambridge, Mass., 1952). Esto se debe a la adopción del término alemán kultur, el cual sin excluir en manera alguna la idea de perfección intelectual (mejor traducida por la palabra bildung), llega a incluir todas las manifestaciones o actividades humanas, tanto personales como sociales. Ciertos historiadores alemanes han aumentado la confusión reinante, sea concibiendo la civilización como el ocaso o la esclerosis de la cultura (Cf: O. Spengler, Der Untergang des Abendlandes, Beck, Munich, 1920, Vol I, p. 154), sea, al contrario, ampliando el sentido de civilización para designar el vértice o la más alta expresión de los valores espirituales, religiosos, artísticos, filosóficos, dejando a la palabra cultura la función de aludir a las realizaciones menos perfectas de la coeiades medias (Alfred Weber, Ideen zur Staats-und Kultursoziologie, Karlsruhe, 1927, ps. 5-6). Estimo que la causa de tal multiplicación de acepciones diversas, y aún opuestas, es, por una parte, la relativa novedad de los dos términos y, por otra, el hecho de que uno y otro no designan realidades estables y definitivas, sino realidades altamente dinámicas, movimientos o procesos en constante interacción, simple manifestación de su vitalidad (CF: Arnold Toynbee, A Study ofHistory, Oxford University Press, London, 1936, vol. n , p. 176 y vol. El, p. 383). En resumen, y a pesar de la diversidad de sentidos que reciben, cultura y civilización aparecen como sinónimos que expresan un estilo de vida común a ciertos pueblos, fundado sobre los valores de una tradición social que se manifiesta y que vivifica sus instituciones,
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sus literaturas y sus artes. La única distinción fundamental que creo legítima entre estas dos palabras es la siguiente: la cultura se define sobre todo en la perspectiva de la inteligencia y de los hábitos que la rectifican (las ciencias y las artes); mientras que civilización se refiere particularmente a las cualidades humanas o hábitos que rectifican al civis, el ciudadano, por ejemplo: las virtudes morales y, entre éstas, las que se refieren más directamente a la vida social y sirven de fundamento a la convivencia: la fortaleza, la justicia y la prudencia. En el contexto de las reflexiones siguientes, y sin olvidar el matiz que acabo de enunciar, he de reservar la palabra civilización para significar el reconocimiento colectivo de una jerarquía de valores sociales fundamentales, mientras que cultura expresará el conjunto de manifestaciones o expresiones de la vida humana en un pueblo determinado. La primera revestirá, pues, cierta universalidad, en tanto que cultura aludirá primordialmente a las manifestaciones diversas y muy circunstanciadas de cada pueblo o nación, según las diferencias geográficas, lingüísticas, sus costumbres y tradiciones, sus inclinaciones particulares, etcétera. Habiendo ya precisado el sentido de las palabras, resta la delicada tarea de intentar responder a la siguiente cuestión: ¿es o no posible formular un juicio de valor sobre la perfección de una cultura particular o de un período cultural en relación a otros? Diversidad cultural y relativismo cultural La respuesta de los antropólogos y sociólogos contemporáneos es, la mayor parte de las veces, negativa. Herederos inconscientes de un nominalismo filosófico cuyo alcance ignora, esas disciplinas han desarrollado con frecuencia una actitud profundamente relativista, so pretexto de "rigor científico" y de "neutralidad valorativa". Dentro de ese contexto, cada cultura no es considerada más que como un sistema social que ha determinado sus propios valores, sus propios elementos constitutivos y sus propias instituciones y símbolos, de suerte que sería utópico y no científico pretender determinar, más allá de la extrema diversidad de las manifestaciones culturales, una jerarquía objetiva de valores. Un solo texto bastará para ejemplificar esta actitud: Bronislaw Malinowski afirma, en su obra Freedom and Civilization, que la libertad no puede ser objeto de discusión fuera del marco preciso de una cultura dada: "El concepto de libertad no puede ser
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definido sino en referencia a seres humanos organizados y dotados de motivos culturales, de útiles y de valores, lo que implica ipso facto la existencia de la ley, de un sistema económico y de una organización política —en una palabra, de un sistema cultural (...). Descubrimos en todo esto que la libertad no es sino un regalo de la cultura" (op. cit., New York, 1944, ps. 25 y 29). Sin negar, evidentemente, que las modalidades de expresión de la libertad varían considerablemente y son condicionadas por el grupo social, ello no impide que la noción universal de un acto libre debe ser acentuada, no sólo por ella misma, sino también para rendir cuenta más apropiadamente de tal diversidad y condicionamiento. Para un número considerable de autores, la cultura reviste los caracteres de un todo superorgánico (Spencer), que determina la conducta individual sea por vía de la coacción (Durkheim) o de inconsciente colectivo (Jung, Géza Roheim), o de relaciones de producción (Marx), o de imitación (Tarde) o de herencia social (Boas, Malinowski)... Clark Wissler lo ha expresado claramente: "El hombre elabora la cultura porque no puede actuar de otro modo; hay una tendencia (drive) en su protoplasma que lo empuja adelante, aún contra su voluntad... De allí que todo punto de vista que descuide la base biológica de la cultura y, en particular, la respuesta refleja, se revelará inadecuado" {Man and his Culture, New York, 1923, ps. 265 y 278). Existen, sin embargo, algunas felices excepciones a estos enfoques estrechamente positivistas del hombre y de la cultura. Así, por ejemplo, David Bidney afirma que: "El carácter cultural de la personalidad presupone la naturaleza humana como su necesaria condición. Así, la naturaleza humana debe ser enfocada sub specie aeternitatis como integrando el orden natural, y sub specie temporis en tanto producto de la experiencia cultural. Los dos ángulos son complementarios y ambos esenciales para una real comprensión del hombre en sociedad" {Theorethical Anthropology, Columbia University Press, New York, 1960, p. 9). Es precisamente a este doble punto de vista que se refiere la distinción que planteamos entre civilización y cultura. Relativismo moral y positivismo jurídico Importa examinar brevemente las causas de las actitudes positivistas y relativistas, tanto más cuanto que ellas se han difundido rápidamente fuera de los círculos eruditos, al punto de constituir uno de los
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sofismas más profundamente enraizados en el hombre de nuestro tiempo. Me limitaré a enumerar las causas que me parecen principales, para detenerme luego en la consideración de la última de ellas. En primer lugar, tal relativismo se explica por la transformación excesivamente rápida de las condiciones actuales de vida; el progreso técnico se desarrolla hoy a un ritmo tal y alcanza tales perfecciones que uno se siente espontáneamente llevado a creer que todo en el pasado ha sido inferior (confusión del progreso técnico y el progreso moral); ese progreso técnico nos ha impuesto lo que C. S. Lewis llama, en De Descriptione Temporum, una nueva imagen arquetípica: la imagen de las viejas máquinas que van siendo desplazadas por nuevas y mejores. Pues en el mundo de las máquinas lo que es nuevo es la mayor parte de las veces realmente mejor y lo que es primitivo es realmente inadecuado (Cf: They Askedfor a Paper, London, 1962, p. 21). En segundo lugar, el progreso de las ciencias históricas y sociales en el conocimiento de las condiciones de vida de antiguas culturas ha puesto en relieve su gran diversidad, lo que tiende a debilitar la convicción de la existencia de normas morales universales, de una ley natural ,y el resto. Tenemos luego el hecho de que la evolución de la filosofía moderna ha engendrado, desde el fin de la aventura idealista, una crisis de irracionalismo que ha conmovido las certezas más fundamentales y los valores más universales, sumergiendo a la humanidad en un profundo desasosiego, fuente del relativismo teórico y de subjetivismo moral. En cuarto lugar, se constata que, a pesar del desarrollo alcanzado por las ciencias experimentales, con la sola excepción de la fisicomatemática, los principios básicos del método científico no han sido aún definidos adecuadamente; sobre todo en las ciencias llamadas "humanas". A tal punto que los prejuicios "antivalorativos" condenan irremisiblemente toda referencia a una jerarquía objetiva de valores, so pretexto de estar construida con enunciados no científicos. En quinto lugar, se observa igualmente, que las corrientes ideológicas modernas, nos presentan una concepción del hombre tan parcial y mutilada ("El hombre es una pasión inútil", dice Sartre; "el hombre es lo que come", dice Feuerbach) que no permite esclarecer ningún problema social o político, y nos hunde más aún en la confusión. Finalmente, el relativismo moderno se funda sobre una concepción totalmente errónea de la ciencia moral de la ley natural. La importancia de esta última causa es tal, que exige ciertas pre-
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cisiones. Bajo la influencia del racionalismo, la ciencia moral ha sufrido la transformación más radical en cuanto a la naturaleza de sus principios y a su método propio. Concepción racionalista de la moral En la filosofía griega y medieval, la moral era considerada como una disciplina práctica, cuyos propios principios se fundan en la experiencia de las acciones humanas. Por otra parte, el obrar humano — objeto de la moral— comporta una contingencia y variabilidad tan grandes, que fuera de algunos principios universales de la ley natural, captados inmediatamente por la razón, los demás enunciados pierden su universalidad absoluta y sólo son aplicables en la mayoría de los casos (ut in pluribus). Estas limitaciones propias de la ciencia moral exigen como complemento el ejercicio del juicio prudencial, a fin de descubrir en cada caso particular cuál es la mejor decisión a tomar. Ahora bien, el racionalismo cartesiano completado por Spinoza concibe la moral como un saber puramente deductivo, en el cual la aplicación de un método "geométrico" (Cf: Ethica more geométrico demónstrate de Spinoza) permite concluir con certeza absoluta y por medio de una cadena de silogismos demostrativos, lo que debe hacerse en cada circunstancia. Esta mentalidad, unida a la irrupción de la teología moral protestante en una Cristiandad dividida, se difundió en los medios católicos y tuvo por consecuencia la elaboración de una nueva moral hecha de principios absolutamente universales y carentes de excepciones, altamente racionales y —dicho sea de paso— incapaces de despertar el atractivo que todo ideal moral verdadero puede engendrar en el espíritu del hombre. En realidad, una alteración tan profunda había tenido por origen la filosofía nominalista de Duns Scot y de Ockham, desde comienzos del siglo XIV. Desconociendo la doctrina tradicional del Bien, causa final del obrar, el nominalismo desarrolló una tendencia voluntarista que se prolonga a través del racionalismo y culmina con Kant en una ética del deber por el deber mismo, un menosprecio de la afectividad y de lo sensible en general, la negación del bien y de la felicidad como ideal moral, la concepción de la virtud como puro "esfuerzo" y no como espontaneidad u perfección del obrar conforme a la razón, la reducción de la prudencia a una simple "astucia", etcétera. En Kant confluyen dos corrientes, el racionalismo y el pietismo protestante, los
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cuales invadirán por su intermedio los ambientes occidentales, inclusive los católicos. ¿Cómo sorprenderse entonces de ver que nuestra concepción corriente de la moral sea la de una serie de limitaciones, de "luces rojas", implicando cierto "empobrecimiento" de lo humano, una moral del sexto y noveno mandamientos en la cual las mismas palabras prudencia y virtud se asocian no con la idea de perfección sino con la de pusilanimidad o de debilidad...? Ante semejante "ideal", preconizado durante siglo y medio, ¿cómo asombrarse de que un buen número de hombres se rebele y rechace visión tan insípida y desalentadora de la moralidad? Es cierto que este rechazo, por la ceguera que lo caracteriza, no constituye una solución, ni siquiera una respuesta válida al problema. Pero debe reconocerse que no le faltan serias razones. La doctrina relativa a la ley natural ha sufrido una suerte análoga. Desarrollada a lo largo de toda la filosofía griega, la noción de ley natural convirtióse en el fundamento de las instituciones en el Imperio Romano y constituyó luego el fundamento mismo de la civilización cristiana. La idea de un orden universal establecido por Dios, inscrito en el corazón de los hombres y que debía servir de base y principio para toda ley humana, estaba ya claramente expresada en la Antígona de Sófocles. Desarrollada por Platón y Aristóteles, pasa a Roma bajo la influencia de Cicerón y los juristas romanos. En su De Legibus, Cicerón la enuncia con mucha nitidez: "Pero para fundar el derecho, tomemos por origen esta Ley suprema que, común a todos los siglos, ha nacido antes que existiera ninguna ley escrita o que se hubiese constituido Estado alguno" (I, VI, 19). "Había, pues, una razón emanada de la naturaleza universal que empujaba a los hombres a obrar según el deber y a apartarse de las acciones culpables; ha comenzado a ser ley, no el día en que fue escrita, sino desde su origen, y su origen coincide con la aparición de la inteligencia divina: resulta, pues, que la Ley verdadera y primera, referente tanto a los mandatos como a las prohibiciones, es la recta razón del Dios supremo" (II, V, 11). Y el autor latino extraería de tales afirmaciones las lógicas consecuencias: "Si la naturaleza no viene a consolidar el derecho, desaparecerían entonces todas las virtudes: ¿dónde encontrarían su lugar la generosidad, el amor a la patria, el afecto, el deseo de servir a otro o de expresarle gratitud?... Si el derecho se fundara sobre la voluntad de los pueblos, sobre los decretos de los jefes o la sentencia de
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los jueces, entonces se tendría derecho a convertirse en malhechor, cometer adulterio o falsificar testamentos siempre que tales actos obtuviesen el acuerdo de los votos o las resoluciones de la masa. Pero si la opinión o la voluntad de gentes insensatas goza de tal poder que pueden con sus votos subvertir el orden de la naturaleza, ¿por qué no deciden que lo que es malo o dañino se tendrá en adelante por bueno y saludable? Ya que la ley puede crear el derecho a partir de lo injusto, ¿no podría crear el bien a partir del mal?" (I, XV43; XVI, 44). Así, pues, los paganos, históricamente colocados al margen de las verdades reveladas y del acontecimiento de la Encarnación de Cristo, tenían un sentido muy profundo del orden natural y de sus exigencias propias en la organización de las ciudades, vale decir, de la civilización. Esta doctrina de la ley natural se desarrolló a través de la Edad Media, desde San Agustín hasta Tomás de Aquino, siempre más rica, siempre más neta y matizada. Pero a partir del siglo XIV comienza a oscurecerse progresivamente bajo la influencia del nominalismo. Duns Scot empieza "modestamente" por afirmar que la voluntad divina (potestas Dei absoluta) no podría modificar el principio del amor de Dios, pero sí todos los mandamientos del Decálogo. Negando la idea de finalidad, Ockham irá aún más lejos: no sólo el deber de amar a Dios podría haber sido modificado, el robo vuelto honesto y la castidad un pecado, sino que el único principio válido para nuestra conducta será la ley enunciada por Dios expresamente; no la descubierta por la razón a partir de una ley eterna o natural. A partir de tal negación de toda la doctrina clásica, tanto pagana como cristiana, los siglos siguientes verán la ley natural vinculada a un orden puramente "conservador", consecuencia de la cólera misericordiosa de Dios (ira misericordiae) para salvar al hombre de su corrupción (Lutero). Se la identificará sucesivamente con el "homo homini lupus" en Hobbes, con una "pura law ofreason" en Locke, con el "poder natural" (Spinosa), con la "voluntad general" (Rousseau), con la "libertad" (Kant), con la "utilidad" (Hume y Bentham). A medida que la idea de derecho natural va siendo más y más distorsionada, todos esos autores se ven obligados a ampliar el espacio reconocido a la autoridad humana, al Estado, fuente de todo derecho y de toda justicia. El siglo XIX, ese siglo de subjetivismo romántico y de positivismo, no tendrá más que sacar las conclusiones lógicas de ese vasto movimiento. Por un
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lado, todos los valores humanos quedarán reducidos a reacciones subjetivas de placer: es el relativismo moral; por otro, ya no habrá más que una ley, la que emana del poder político: es el positivismo jurídico. Los cimientos del Estado totalitario del siglo XX ya están colocados (Cf: Pío XII, Alocución del 13 de setiembre de 1949). Está en la lógica interna de los errores precedentes concluir en la imposibilidad radical de formular un juicio de valor objetivamente fundado respecto de una cultura en relación con otras. El hombre de nuestro tiempo (sobre todo el filósofo) no cree ya en la posibilidad de alcanzar la verdad por medio de la razón y desconoce la existencia de todo orden objetivo de valores. Se hunde así en la barbarie descrita por Cicerón. Ley Natural y Civilización Ahora bien: un estudio profundizado de la doctrina tradicional concerniente a la ley natural permite descubrir las líneas maestras de toda civilización propiamente humana. En efecto, la única posibilidad que tenemos de fundar objetivamente un juicio de valor sobre los hombres o las culturas, es precisamente la de hacerlo sobre la naturaleza misma del hombre en tanto que único sujeto activo de la cultura. Dado que la cultura no hace sino englobar el conjunto de las variadas manifestaciones de la actrividad humana, nos es imposible afirmar la superioridad o la inferioridad relativas de tal cultura en relación a tal otra, en la misma medida en que ambas respetan más o menos fielmente los valores humanos fundamentales. Comenzamos ahora a percibir la importancia excepcional que desempeña la noción de naturaleza, no sólo al nivel de las consideraciones metafísicas, sino también para la elaboración de doctrinas sociales y políticas respetuosas del hombre. Nuestros teólogos modernistas de Teología-ficción (según el mote de Gilson) no son más que los epígonos ingenuos de los filósofos modernos, negadores de la substancia o de la naturaleza. Lo que el relativismo cultural no ha descubierto hasta el presente es que la naturaleza no implica un concepción monolítica y definitivamente fijada del ser. Al contrario, es en virtud de su naturaleza propia que los diferentes seres cumplen todas sus operaciones. Pero la pregunta permanece: al límite, se puede conciliar la afirmación de un orden natural con la extrema diversidad de culturas que la humanidad ha conocido? Es aquí que la fineza de análisis de Santo Tomás nos per-
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mitirá dar cuenta de datos aparentemente contrarios: 1) la afirmación de ciertos valores como absolutos, por el hecho de estar ligados a la esencia del hombre; 2) la contingencia y la diversidad de las expresiones culturales a través del tiempo y del espacio. Santo Tomás distingue un doble orden de preceptos de la ley natural. Ésta se halla, en efecto, compuesta de todos los enunciados prácticos que puedan ser extraídos de un análisis del ser humano y de sus tendencias fundamentales. Pero, en el seno de esta pluralidad de principios, unos son más universales, más estable e inmutables que otros. Estos últimos no son captados espontánea e inmediatamente por la razón, sino que demandan una reflexión, más o menos prolongada a partir del conocimiento de los primeros. Así, por ejemplo, "hay que hacer el bien y evitar el mal", o "no se debe hacer daño a otro", son verdades primeras de la ley natural inmediatamente captables. La sola comprensión de los términos basta para engendrar en nosotros la evidencia y una adhesión interna imborrable. Mientras que el derecho de propiedad es a menudo presentado por Santo Tomás como un precepto secundario, pues no es captado inmediatamente, sino que debe derivarse del derecho a la conservación de la vida individual, del cual se sigue el derecho a la libre disposición de los bienes materiales: recién entonces percibimos el derecho de propiedad como un medio fundamental para mejor asegurar esta disposición de los bienes necesarios al mantenimiento de la vida. De una manera general, debe decirse que cuanto más inmediatamente un principio es captado, y responde a una tendencia básica de nuestra naturaleza, más universal e inmutable resulta. Por el contrario, desde que es necesario cierto discurso y el enunciado apunta a un fin natural secundario, la universalidad e inmutabilidad del principio declinan, y ésta puede comportar excepciones. La razón de ello es la misma que acabo de dar, hace un instante, al describir la evolución de la ciencia moral a través del racionalismo moderno. La ley natural, que reúne los principios fundamentales del orden moral, está ella misma sujeta a la condición propia a todo conocimiento moral. Este último se ordena a esclarecernos para obrar mejor; ahora bien, un principio moral sólo permanece aplicable a cualquier circunstancia cuando se limita a un enunciado muy general, como en los principios que he citado. Pero tan pronto como un principio moral alude a una materia más particular o tiene en cuenta ciertas circunstancias peculiares, pierde
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su carácter absoluto y le afecta la contingencia propia de todo el orden práctico. ¿Quiere decir ello que no hay más valores, etcétera? Absolutamente no. Pero la verdad de su contenido comportará más excepciones; sólo los primeros principios de la ley natural no sufren excepciones. Esta doctrina, tal cual acabo de resumirla un poco brutalmente, brevitatis causa, permite respetar la extrema complejidad del obrar humano, tanto personal como social, sin caer por ello en un relativismo simplista, que ciertos antropólogos han propuesto, y que muchos teólogos acaban de comprar a un precio demasiado elevado para las almas que les siguen. Cuando se ha comprendido la gran parte de la contingencia que afecta al conocimiento moral en su conjunto, se ve mejor porque la Iglesia ha insistido siempre (hoy más que nunca) en la formación de la recta conciencia. El juicio de conciencia ilumina nuestras decisiones sobre tal acción singular, a la luz de los principios de la ley natural; es necesaria la educación de la conciencia personal para habituar a nuestra razón a juzgar si tal principio moral debe o no ser aplicado en tal caso preciso, teniendo en cuenta el margen de contingencia propio de la mayoría de las normas morales. Una vez evidenciado el error del relativismo cultural respecto de la ley natural, podemos responder a la pregunta sobre la posibilidad de formular un juicio de valor objetivo sobre las diferentes culturas. Hemos dicho anteriormente que una cultura será superior a otra en la medida en que respete en mayor grados los valores humanos fundamentales. Ahora bien: esos valores humanos primarios se expresan en los principios de la ley natural. En virtud del principio universal operatio sequitur esse, la operación debe seguir las tendencias naturales del ser, las que constituyen el objeto de la ley natural. Se puede, pues, concluir que la vida más propiamente humana será la que se desarrolle en plena conformidad con las exigencias de nuestra esencia y con los preceptos de la ley natural. Ello vale tanto para los individuos como para las sociedades, pues la sociedad se define en la línea de la perfección del hombre, "bonum humanum perfectum". Siendo el bien del hombre la razón de ser de las sociedades, estas últimas serán tanto más perfectas cuanto más efectivamente respeten en sus instituciones fundamentales las exigencias primeras de nuestra naturaleza. Por las mismas razones, los filósofos griegos y los juristas romanos a la ley natural el rol, eminente de fundamento y medida de toda ley hu-
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mana, de todo orden jurídico positivo. Y esto vale para la civilización. Teniendo en cuenta las distinciones formuladas al comienzo de esta exposición, podemos afirmar que no existe verdadera civilización que no se funde en la ley natural. Y, prolongando nuestra reflexión, debemos decir que toda cultura digna del hombre deberá necesariamente respetar los principios del orden natural, independientemente de las circunstancias de tiempo, de clima, de costumbres, etcétera. En la medida en que una cultura particular se desarrolle en esta fidelidad fundamental, más oportunidades tendrá de expandirse y fecundar a las culturas circundantes por la irradiación de su vitalidad y perfección propias. Aparte del riesgo de sucumbir bajo el peso de un ataque exterior de pueblos bárbaros antiguos o modernos, el respeto del orden natural se constituye en la garantía suprema del florecimiento cultural. Es en esta perspectiva que los autores antiguos oponían el ciudadano al bárbaro, siendo este último el que no vive bajo las leyes, "sine lege et justitia", según Santo Tomás (/« I Politicorum, lect. 1, n. 41). A lo largo de un camino social fundado en la ley natural, el hombre se orienta hacia la vida virtuosa mientras es regulado por leyes justas. El bárbaro, en cambio, no estando constreñido por ningún principio, no es más que el tirano de sí mismo y de sus semejantes, "pessimum omnium animalium". De allí que los grandes autores de la estirpe de Plutarco, Cicerón o Dante alabaran siempre a los constructores de ciudades, a los que están en el origen mismo de los beneficios de la civilización. Ley Natural y Orden Social No basta sin embargo subrayar la identidad fundamental entre la verdadera civilización y la ley natural. En tiempos como el nuestro, en que las verdades más evidentes engendran el desprecio y la cólera, es urgente precisar el orden de valores sociales y de funciones sociales a ellas vinculadas. He de apoyarme sobre un texto de Santo Tomás en el que se enuncia un triple orden de preceptos de la ley natural (,Summa Theologica, I-II, q. 94, a. 2), a fin de establecer una analogía con los valores sociales fundamentales de una verdadera civilización. Santo Tomás considera la naturaleza humana bajo un triple enfoque: 1) lo que corresponde al hombre en tanto ser; 2) lo que corresponde al hombre en tanto ser sensible o animal; 3) lo que corresponde al hombre en tanto racional. En una perspectiva cristiana podemos
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añadir a los aspectos o formalidades precedentes un cuarto, a saber: lo que corresponde al hombre en tanto ser divino, imago Dei, hijo de Dios llamado a la visión divina por toda la eternidad. Partiendo de las cuatro formalidades que acabamos de enunciar, podemos establecer una analogía con cuatro funciones esenciales que se encuentran en todas las culturas. A la formalidad de ser o cosa corresponde la actividad económica de ejecución, teniendo por objeto los bienes materiales necesarios para la conservación de la vida. El ejemplo de esta función es el trabajador manual. A la formalidad animal corresponde otra actividad, la de la economía de dirección, la cual no se ordena directamente a la producción de bienes materiales, sino que asegura la dirección de la actividad manual y la red de servicios profesionales concurrentes a la misma. El tipo representativo es el jefe de empresa. Con la formalidad racional se relaciona la actividad política, enderezada a asegurar, más allá de los bienes particulares, el bien común de la sociedad política. Y, finalmente, con la formalidad divina o sobrenatural se relaciona la actividad religiosa, que tiene por objeto a Dios en cuanto fin último y beatitud suprema de las criaturas. No es inútil apuntar, a propósito, que la formalidad religiosa no plantea ningún problema ni al teólogo, que juzga a la luz de las verdades reveladas, ni al antropólogo o al historiador, pues estos últimos se limitan a constatar que allí donde hay vida humana, cultura, hay también actividad y valores religiosos. Por el contrario, es el filósofo el que se encuentra un tanto embarazado, pues la única luz racional que puede aportar es la demostración de la inmortalidad del alma y de la existencia de Dios como otros tantos argumentos indicadores de una supervivencia del hombre. Las cuatro funciones sociales fundamentales antes mencionadas, en torno a las cuales pueden agruparse las numerosas actividades que el hombre ejerce en sociedad, se encuentran en toda cultura, apenas una sociedad alcanza cierto nivel de complejidad. Pero, si se las compara entre ellas, se comienza inmediatamente a percibir una jerarquía. En efecto, si se tienen en cuenta los valores que cada una de tales funciones traduce efectivamente, se advierte que los valores inferiores deben ordenarse naturalmente en función de los superiores. Así, la economía de ejecución se ordena a la economía de dirección, pues ésta asegura la organización de la actividad económica en el seno de la empresa. Pero la economía de dirección se ordena ella misma a la fun-
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ción política, del mismo modo que el bien particular está subordinado al bien común, que es el bien más perfecto en el orden temporal. A su vez, la actividad política se ordena a la función religiosa, ya que el bien común de la sociedad política no basta, por sí mismo, para asegurar el fin último del hombre, el cual no es otro que Dios mismo, principio y fin de todo el Universo creado. Civilización Cristiana Tal es, pues, la jerarquía que surge espontáneamente del análisis de los valores humanos esenciales, según el orden expresado en la ley natural, del común al propio, del menos perfecto al más perfecto, del material al espiritual. Tal es, también, la estructura de toda civilización auténtica, la cual se manifestará a través de la extrema diversidad y complejidad de modalidades propias a cada cultura particular. Cuando se observan de cerca las diferentes culturas, se constata que esas cuatro funciones están siempre presentes, pero no siempre con la misma jerarquía interna. Ello no carece de consecuencias. Para ilustrar este tema nos limitaremos a considerar muy rápidamente la evolución del mundo occidental moderno desde la Edad Media hasta nuestros días. En la sociedad medieval —y en lo límites de toda realización humana— las funciones culturales se ordenaban según la jerarquía descrita. Las actividades manuales estaban subordinadas, en el interior de los talleres y de las corporaciones artesanales, a la dirección de los maestros. Las corporaciones de oficios se organizaban entre ellas para la defensa de sus intereses comunes pero dentro de un espíritu de fidelidad al rey en cuanto jefe político y responsable del bien común nacional. A su vez, el Príncipe reconocía que su tarea no era algo absoluto, un fin en sí misma, sino que, por el contrario, su ejercicio dependía de derechos superiores, sancionados por Dios y expresados en la ley natural y en las leyes de la Iglesia, derechos que él estaba obligado a respetar. El poder religioso cumplía así cierta función moderadora sobre la acción de los reyes, según las exigencias del Decálogo y los Evangelios. Esta primacía de lo espiritual se traducía en el unánime reconocimiento de los pontífices como árbitros de las querellas entre reyes cristianos. Bernanos resume admirablemente la irradiación de los valores religiosos en la cultura del Medioevo: "El hombre de otras épocas encontraba a la Iglesia asociada a todas las grandezas del mundo visible, junto al Príncipe que ella había un-
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gido, al artista al que inspiraba, al juez investido por ella de una especie de delegación, al soldado cuyo juramento había recibido. Del cargo más alto al último de los oficios honrado por el patrocinio de los santos, no había derecho ni deber demasiado humilde para que ella de antemano no lo hubiese bendecido" (La grande peur des bienpensants, Ed. Grasset, París, 1952, p. 449). A la luz de este caso histórico particular, podemos percibir mejor cuál es la esencia de esta civilización cristiana. No es otra cosa que la plenitud armoniosa de los valores humanos y cristianos socialmente aceptados, que informan todas las instituciones y todas las actividades, materiales y espirituales, morales e intelectuales, técnicas y artísticas. Ella se funda sobre el consenso que la comunidad humana presta a esos valores y traduce eficazmente en la vida cotidiana. Su fundamento no es otro que la ley natural y el Evangelio, de acuerdo al principio "gratia non tollit naturam sed perficit eam". La plenitud de lo humano es completada por la luz del orden sobrenatural, expresada en las verdades de la Fe y en los sacramentos de la Salvación. Si la Iglesia ha expresado siempre un juicio favorable de la Edad Media, ello no ha sido por una suerte de inclinación romántica y conservadora. La Iglesia ha visto en este período histórico particular la cristalización, imperfecta pero fiel en lo esencial, de un orden cristiano de vida. Consciente de tales imperfecciones, jamás ha alentado a los laicos a regresar a la Edad Media como a una época ideal. Bastaría leer sobre ese punto el discurso de Pío XII del 16 de mayo de 1947, en el cual este Papa admirable subraya la trascendencia de la civilización cristiana con respecto a toda forma cultural contingente, por perfecta que fuere. Lo esencial es instaurar incansablemente la unión indisoluble de la religión y la vida, en una síntesis siempre renovada, rehecha en cada generación, repensada a la luz de problemas siempre nuevos. En esta perspectiva, San Pío X definió esencial de todo cristiano, pero en particular de los laicos cristianos: "No se edificará la ciudad sino como Dios la ha edificado... No, la civilización no está por inventarse, ni la ciudad nueva por construirse en las nubes. Ella ha sido, ella es; es la civilización cristiana, es la ciudad católica. No se trata sino de instaurarla y de restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos, contra los ataques siempre renacientes de la utopía malsana, de la revuelta y de la impiedad: omnia instaurare in Christo (Notre Charge Apostolique, del 25 de agosto de 1910).
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Esta restauración permanente de un orden cristiano de vida debe hacerse en el respeto de la Ley Natural, principio de todo orden social verdadero, en la subordinación a los valores y funciones sociales fundamentales a los que ya he hecho referencia. Subordinación de la economía de ejecución a la economía de dirección; del orden económico al orden político y de éste a los valores religiosos. Como lo ha dicho el historiador inglés Christopher Dawson, la religión es la gran fuerza creadora en una cultura, y toda realización cultural relevante ha sido inspirada por una gran religión. Toynbee, por su parte, recalca, en cuanto historiador de las culturas, que el apogeo de éstas siempre ha coincidido con la mayor irradiación de sus propios valores religiosos. La secularización de la Cultura Occidental Si consideramos ahora la evolución seguida por la cultura occidental desde el renacimiento a nuestros días, constatamos que durante los últimos siglos se ha operado una total subversión en la jerarquía de las funciones culturales. En efecto, ya a comienzos del siglo XIV la revuelta de Felipe el Hermoso contra el Papa Bonifacio VIH constituyó la primera manifestación de una nueva actitud. El poder religioso fue desconocido en su papel de árbitro "internacional", so pretexto de que el rey era dueño absoluto del orden temporal. Esta actitud subversiva del poder político respecto del poder religioso se desarrolló a través del renacimiento y la reforma protestante, constituyendo así la primera alteración en la jerarquía de los valores civilizadores. Las teorías políticas de Machiavelo y de Althusius, y la aparición de las monarquías absolutas —desconocidas en la Edad Media— , son otros tantos signos de tal subversión. La Cristiandad dividida se debilita más y más bajo la influencia de las doctrinas filosóficas citadas y de la creciente crisis moral. La política, erigida en valor absoluto —tendencia propia de todo valor desquiciado— cederá su lugar, a través del segundo gran giro de Occidente, la Revolución Francesa, a la burguesía ascendente, representativa de la economía de dirección ahora también emancipada. No hay de que extrañarse entonces, si a partir de ese momento y hasta el presente, el sector financiero se volvió dueño del poder político y lo sometió a su control. No hay de que extrañarse, si las diversas fomias de la democracia surgida de la Revolución se hunden en nuestros días
en un desconcierto tan profundo. La aplicación rigurosa de los mitos del liberalismo político y económico dio nacimiento a un vasto movimiento de revuelta, no contra las causas determinantes de la gran crisis social, sino contra los efectos devastadores del liberalismo. Ese movimiento halló su concreción histórica en la Revolución de octubre de 1917, la que instauró la última —y demasiado actual— etapa subversiva, la revuelta de la economía de ejecución contra la economía de dirección. Ahora bien, si se recuerda que a cada una de esas funciones sociales corresponde un orden particular en la naturaleza humana (según la analogía formulada), se ve que el Occidente ha sido conducido, en ese movimiento de rebeldía contra los valores superiores, a una decadencia progresiva que alcanza su extremo inferior precisamente en nuestra época. La revuelta sistemática contra todo el orden establecido por Dios ha hundido a la humanidad en la bajeza, pues es muy difícil a los hombres permanecer íntegros en su naturaleza fuera de toda referencia a las realidades trascendentes. "Quitad lo sobrenatural —decía Chesterton— y no quedará sino lo que no es natural". Como lo recordaba Juan X X m en Mater et Magistra: "El aspecto más siniestramente típico de la época moderna se encuentra en la tentativa absurda de querer edificar un orden temporal sólido y fecundo fuera de Dios, único fundamento sobre el cual podría existir, y de querer proclamar la grandeza del hombre aislándolo de la fuente de la cual esta grandeza surge y de donde ella se alimenta" (217). Las consecuencias de tal negación están ante nuestros ojos. La ceguera deliberada de cierto número de hombres amenaza a ser realidad sobre nuestra generación las palabras del profeta Isaías: "Sólo el terror os dará el entendimiento" (XXVIII, 19). Restaurar la Civilización Habiendo alcanzado las profundidades del abismo de esta nueva forma de barbarie constituida por el ateísmo materialista y tecnocrático, es necesario ahora definir las grandes líneas de la restauración de un orden nuevo, más humano y más cristiano, o más humano porque más cristiano. La humanidad angustiada se vuelve hacia todas las formas del mito y de la seducción, pues nuestra civilización de las máquinas incluye según la frase de Malraux "Las máquinas de fabricar sueños". Gran número de espíritus, incapaces de soportar la afirmación neta y
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valiente de las verdades más esenciales, se desvían de los primeros principios del orden natural, en busca de nuevas doctrinas más fáciles y seductoras. Son los ciegos que se dejan guiar por otros ciegos... Es la herejía de la acción (Pío XII, 16/6/44). Sin embargo la verdad sigue siendo la misma: no habrá ni salvación ni paz social sin una conversión total de la humanidad hacia Dios y su ley. Lo que hay que hacer es simple. Sin embargo la tarea es inmensa, tan vasta y desproporcionada que tenemos tendencia a desalentarnos fácilmente delante de ella. Es lo que no debe hacerse. Dos breves reflexiones podrán ayudarnos: l s ) Dios se complace en resolver las situaciones más desesperadas, a través del esfuerzo de un pequeño rebaño; el caso de los apóstoles y de santa Juana de Arco es de un valor permanente; 22) una razón de orden natural: cuanto mayor es el desconcierto y la seducción de las ideas falsas, más oportunidades tenemos de lograr mucho, no porque nos tomemos demasiado en serio, sino porque el menor esfuerzo a contra corriente puede detener grandes desastres. Pío XU ha señalado en su Alocución por un Mundo Mejor (10/2/52) cual es el papel de los laicos en la hora presente: "¡Ya es tiempo, queridos hijos! Es tiempo de dar los pasos decisivos. Es tiempo de sacudir el funesto letargo. Es tiempo de que todos los buenos, todos los hombres inquietos por el destino del mundo se reconozcan y aprieten fdas. Es tiempo de repetir con el Apóstol: «Hora est jam de somno surgere». Es la hora de despertarnos del sueño, pues se acerca nuestra salvación. Es todo un mundo el que hay que rehacer desde sus cimientos: de salvaje hacerlo humano, de humano volverlo divino, es decir, según el corazón de Dios". Esta consigna para la acción de los laicos en un mundo convulsionado por toda clase de errores debe nutrirse con la meditación constante de la Doctrina Social de la Iglesia, pues es a nosotros cristianos y laicos que incumbe la tarea ardua al par que sublime, de reconstruir este orden nuevo de civilización. El Concilio Vaticano II ha expresado la voluntad de la Iglesia Universal de trabajar por este orden cristiano de vida: "Los cristianos en marcha hacia la ciudad celeste, deben buscar y gustar las cosas de arriba; pero ello, sin embargo, lejos de disminuirla, acrecienta en cambio la gravedad de su obligación de trabajar con todos los hombres en la construcción de un mundo más humano" (Gaudiurn et spes, 57)
Este orden más humano será nuestra obra, como lo afirma la Epístola a Diogneto: "Lo que el alma es al cuerpo, son los cristianos al mundo... el alma está difundida a través de todos los miembros del cuerpo y los cristianos a través de las ciudades del mundo... El alma está confinada al cuerpo, pero ella sostiene al cuerpo; y los cristianos están en el mundo como en una sala de hospital pero sostienen al mundo... Dios les ha acordado un puesto tan elevado, que no tienen el derecho de cederlo". Esta restauración debe poner en práctica, de manera ordenada pero simultánea, todos los medios naturales y sobrenaturales. El hombre, como el pescado, se pudre por la cabeza, dice un proverbio noruego. Los errores teológicos y filosóficos, como lo hemos señalado, están en la raíz de los desastres políticos y económicos de esta cultura moderna en estado de descomposición avanzada. Será menester, pues, proceder a una renovación intelectual y moral, organizada a menudo al margen de las instituciones existentes sometida a las consignas subversivas. Esta restauración tendrá por fin —según la bella fórmula de Gilsón— formar "una inteligencia al servicio de Cristo Rey", mediante el retorno a las fuentes permanentes de los filósofos griegos y cristianos, en particular de Santo Tomás (como lo ha recomendado formalmente en dos documentos distintos, por primera vez en la Historia del Concilio mismo, Vaticano II) y a través de un estudio y una acción realizadas a la luz de la doctrina social de la Iglesia, doctrina práctica, guía de la acción de los responsables sociales y políticos en todos los niveles y en todas las actividades culturales. Del mismo modo que nos hace falta más que nunca consolidar nuestros conocimientos de fe a la luz del Evangelio, así debemos restaurar en la vida cívica los derechos de la persona y de la familia con miras a garantizar y reforzar las verdaderas libertades fundamentales que no son la de leer su diario o votar su diputado, sino aquéllas de las cuales dependen nuestras familias, nuestras profesiones, nuestras instituciones escolares y nuestras empresas comunes. El día en que estemos ante realidades sociales humanas y cristianas, veremos operarse el "Gran retorno" de esos expertos del error que han abandonado los principios tradicionales faltos de fe en su verdad. En un espíritu de profunda humildad y pleno de ardor propongámonos todos, aquí y ahora desde el fondo de nuestro corazón de laicos cristianos, poner todo en práctica para que nuestros hijos vivan
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Un pensamiento siempre vigente
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Conciencia cristiana y mundo de hoy El mundo contemporáneo ofrece por doquier el lastimoso espectáculo de sus desgarramientos incesantes. El romántico sueño de nuestros abuelos acerca del "dorado porvenir" de la humanidad futura, tiempo en el cual las guerras serían definitivamente desterradas y en el que la fraternidad y la paz alcanzarían las dimensiones del orbe, aparece a los ojos del hombre de hoy —apenas tres generaciones más tarde— casi como una burla cruel. Paradoja siniestra, totalmente incomprensible al nivel de las simples consideraciones terrenas. Por una parte, la humanidad no ha podido contar jamás con los innumerables medios que la moderna tecnología nos ofrece para remediar el problema mundial del hambre y de la miseria, el drama de la ignorancia y del analfabetismo, de la enfermedad y del trabajo inhumano. Por otra parte, el siglo XX es el que ha batido todos los récords bélicos con un total de 71 guerras hasta ahora, más incontables revoluciones intestinas; es el siglo de los campos de concentración y de las cámaras de gases, el siglo de la carrera desenfrenada de armamentos nucleares, el siglo del trigo echado en el mar y del café quemado como combustible... Los espíritus enceguecidos por la dinámica del siglo y por los slogans ideológicos publicitados internacionalmente, pueden consolarse mediante la creencia obtusa y confortable de que un mejor ajuste de los controles nacionales o internacionales bastará para que la técnica, que es instrumento de servidumbre, se transforme en factor de liberación personal y social. Un mejor ajuste del mecanismo y... la humanidad realizará el viejo sueño romántico de los abuelos. A la conciencia cristiana no le está permitido consolarse tan rápidamente y a tan bajo costo. A la luz de las realidades sobrenaturales, la indagación metódica de la paradoja dramática antes enunciada nos
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introduce en un panorama totalmente distinto. No se trata ya de un desajuste momentáneo de las sociedades actuales, ni de fallas en la administración de los bienes, ni de otras causas análogas. Lo que está en juego es muy otra cosa; es todo un concepto de la civilización, una doctrina del hombre y de la vida, un "sentido de las cosas" que se ha ido elaborando en el occidente cristiano a lo largo de los últimos siglos. Carlos Sacheri, La Iglesia Clandestina. La educación argentina Frente a la Revolución moderna representada por la Europa protestante, el esfuerzo de la Contrarreforma no fue lo bastante vigoroso como para impedir la ruptura con una tradición fecunda y multisecular, que religaba la Europa cristiana con sus fuentes griegas. Tal circunstancia histórica influyó considerablemente en el destino espiritual de las nuevas instituciones fundadas allende el Atlántico impidiendo que la más pura tradición cultural de Occidente irradiara su lumbre rectora en las nuevas colonias. Sin embargo, y pese a lo que acabamos de señalar, cuando se compara el estado actual de las instituciones educativas hispanoamericanas con la obra realizada en el período colonial, no cabe la menor duda de que el proceso de la independencia política no significó en lo que a la cultura se refiere ningún progreso. Por el contrario, a la labor eclesiástica realizada con el acuerdo de las familias, sucedió el monopolio estatal que vehiculó a través de su mecanismo las ideologías iluministas y revolucionarias que habían desquiciado las sociedades europeas. Fenómeno por demás curioso, que logró sintetizar el liberalismo económico más crudo y el monopolio socialista de la cultura. El laicismo, que aún impera en grandes sectores de nuestra patria, no hubiera podido imponerse jamás sin la ayuda del aparato centralizador. Carlos Sacheri, Verbo N°- 82. Pecado y libertad La servidumbre del pecado no proporciona sino una libertad aparente, pues, como ya dijimos el pecado es por esencia sometimiento. Importa la renuncia a la dignidad suprema del ser humano: su ser personal. En la medida en que usa arbitrariamente de las creaturas para sus fines egoístas y no las utiliza como medio para llegar a Dios, el hombre se convierte en esclavo de las cosas que pretendiera domi-
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nar y permanece sujeto a la triple concupiscencia del mundo: la lujuria, la avaricia y la soberbia. Esta es la libertad tan estúpidamente proclamada por el liberalismo. Carlos Sacheri, "Fray M. Esquiú, su X pensamiento social", Verbo N°-109. No hay orden neutral Aún aquellas verdades y virtudes del orden natural se toman difíciles de conocer y de practicar cuando falta el aliento de la gracia sobrenatural. Si el mundo actual a alcanzado niveles muy poco comunes en la degradación de los valores humanos, ello es debido a su actitud de rebeldía frente a la verdad cristiana. Todo ordenamiento realizado por los hombres, o bien se ordena a Dios, o bien conspira en su contra. Nada hay indiferente en la historia humana, pues aún aquellas realidades que son de suyo indiferentes, éticamente hablando, no pueden ser instrumentadas por el hombre sino para su plenitud o su destrucción, tanto natural como sobrenatural. Carlos Sacheri, La Iglesia Clandestina. La entraña del mundo moderno El pensamiento oficial de la Iglesia, a través del juicio unánime de los Soberanos Pontífices de los últimos dos siglos —desde Pío VI hasta Pablo XI— ha afirmado permanentemente que la llamada "civilización moderna" no se ha construido en conformidad al Evangelio sino contra él. Sin negar las adquisiciones y méritos parciales en lo científico y técnico, la Iglesia ha sostenido siempre, sub specie aeterniíatis, que el mundo moderno no es cristiano sino anticristiano. La disyuntiva es total y no admite posturas intermedias: o bien la civilización se edifica en el respeto de los derechos de Dios y del hombre o, por el contrario, se edifica en la negación de tales derechos. La primera es la civilización del orden natural y cristiano, la segunda es la Revolución anticristiana. Quien no está conmigo, está contra Mí; quien no recoge conmigo, desparrama. Tal es el juicio de Nuestro Señor, tal vez es el único criterio auténticamente cristiano. Toda tentativa de reconciliación del mundo moderno con la Iglesia que no se funde en una verdadera conversión del mundo a la Iglesia, está condenada de antemano y no servirá sino para "hacer el juego" del adversario. Carlos Sacheri, La Iglesia
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El neomodernismo progresista Así llegamos a lo que constituye la entraña misma del error del neomodemismo progresista. Inspirados por el espíritu de novedad (novatores), tambaleantes en su fe, imbuidos de los gravísimos errores de la filosofía moderna, desprecian la verdad cristiana como inoperante y confían en que su "adaptación" a las doctrinas modernas le conferirá una vigencia que de otro modo no lograrían darle. De ahí su odio irracional por todo lo que aparezca revestido de tradición, de antigüedad; de ahí su desprecio por una escolástica y un Santo Tomás de Aquino que nunca asimilaron y que muy pocos de entre ellos intentaron siquiera conocer. Huérfanos de ideas, ceden a las presiones y modas intelectuales del momento, rehaciendo a sus expensas muy viejos errores como si fuesen geniales descubrimientos de última hora. Su odio contra toda tradición, auténtica o inautèntica los lleva, conciente o inconcientemente, a destruir a la Iglesia, en la medida en que ignoran u olvidan que la Iglesia es esencialmente tradición (traditio), es decir, comunicación permanente y participación de la verdad que es Cristo Redentor y de la gracia que por Él es transmitida a todo su Cuerpo Místico. Carlos Sacheri, La Iglesia Clandestina.
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La reforma del Estado moderno Toda solución política del Estado moderno requiere una reforma intelectual y moral previa, mediante la cual se devuelva al Estado su auténtica misión, despojándolo de toda tarea innecesaria. No se trata tampoco de "privatizarlo" todo, como la ingenuidad liberal lo reclama. El Estado debe poner el acento en su función de estímulo, protección, contralor, orientación y coordinación de las iniciativas privadas en todos los planos, pues ésa es su misión específica. La autoridad política ha de constituirse en el árbitro supremo que contenga los egoísmos sectoriales, respetando al mismo tiempo los derechos y autonomías legítimas de cada grupo o sector. Tal es el principio de salud para el Estado. No se gobierna un país, con instituciones hechas para administrarlo (Chambord). El vigor de un cuerpo social, realmente vertebrado en el respeto de las libertades y competencias básicas, es la condición indispensable para que el poder público pueda realizar con éxito su tarea gubernativa. En síntesis, el Estado no ha de dejar hacer (liberalismo), ni hacer por sí mismo (colectivismo), sino ayudar a hacer. Carlos Sacheri, Verbo N°-121U22. Reforma del Estado y estatuto de derecho público
Grupos intermedios y estado La idea de acción subsidiaria rige no sólo para el Estado sino para todos los grupos intermedios más poderosos en sus relaciones con los grupos inferiores. Pero evidentemente, es el Estado quien debe velar específicamente para que la subsidiaridad tenga vigencia en todos los niveles, en su carácter de procurador del bien común nacional.' Para ello es menester que el orden jurídico público acuerde a los grupos sociales (municipios, empresas, etc.) una real autonomía y poder de decisión en los asuntos que les competen. Esto resulta muy urgente, dada la tendencia centralizados de muchos Estados "democráticos". Se impone una efectiva descentralización de funciones y poderes en beneficio del municipio, la provincia y la región. Lo cual supone una reforma del Estado y sus estructuras. Análogamente, en el orden económico urge fortalecer la iniciativa privada (capital y trabajo) en las empresas, pero propiciando la formación de asociaciones profesionales vigorosas. Carlos Sacheri, Verbo NH21I122.
No podemos volver a las células básicas del orden social y, especialmente a las asociaciones profesionales, sino en la medida en que el propio Estado siga una nueva política, durante la cual y por largos años, tienda a personalizar y no a socializar, no a confiscar poderes sino a descentralizarlos, no a expropiar o nacionalizar indiscriminadamente sino a restaurar en forma paulatina y perseverante, los cuerpos intermedios en sus legítimas autonomías, subordinados siempre a las trascendentes exigencias del bien común nacional. Trátase de una obra de restauración. Restauración de un orden social pulverizado por el individualismo. Restauración de competencias reales. Restauración de una concreta representatividad de intereses legítimos. La restauración de las libertades y las responsabilidades básicas, sin las cuales no hay sociedad ni libertad, ni —en última instancia—, convivencia pacífica. Carlos Sacheri, Verbo N°-121H22.
Palabras de Monseñor Tortolo
El orden natural pese a su vigor intrínseco, a su fundamento en Dios, a su participación en las leyes eternas, necesita sin embargo de la defensa del hombre. Y viceversa. El orden defiende al hombre y el hombre al orden. Su contrario —el desorden— es una excrecencia con raíces abismales, nunca extirpadas a fondo. Un gran Pensador y un gran Maestro —Carlos Sachen— intuyó las profundas subyacencias en el pensamiento y en el corazón del hombre actual. Subyacencias cargadas de errores y negadoras no sólo del orden sobrenatural, sino también del orden natural. El pensamiento moderno se preocupa del hombre. Pero su concepción del hombre es falsa. El hombre es mitificado, aparentemente convertido en el fin y en el centro de la Historia, manipulado luego como cosa. Sacheri advirtió que el muro se iba agrietando velozmente, por el doble rechazo del orden sobrenatural y del orden natural. Vio la problemática del orden natural subvertido y vigorizado por una técnica portentosa. Y se volcó de lleno, no a llorar, sino a restaurar el orden natural. Aquí está la razón de su sangre mártir. Mons. Adolfo Tortolo Arzobispo de Paraná
Carlos Alberto Sacheri mártir de Cristo y de la Patria
Cuando el dolor es tan intenso y tan desconcertante como el que ha producido en sus amigos la muerte de Carlos Alberto Sacheri, es difícil su expresión. O bien el silencio simple o bien la retórica aunque sincera, engolada y hueca. También los sentimientos se entremezclan. ¿Venganza? ¿Justicia? ¿Perdón? ¿Cómo reaccionar ante tu muerte? ¿Cómo reaccionar ante tu ausencia? Sobre todo ¿cómo evitar el tono intimista para nombrar tu muerte, un tono que no sea la continuación de nuestros diálogos, ahora truncos para siempre? Para siempre. La muerte ha creado un mar inmenso entre vos y tus amigos que quedamos en la tierra y en la vida. Pero nos quedan muchas cosas tuyas. Nos queda tu serenidad. Esa serenidad que se asentaba tan sólidamente en la Esperanza. Y nos queda también tu confianza, reflejo de la Fe en que viviste y por la que moriste. Y nos queda esa forma tan alegre y tan generosa de darte, que se llama Caridad. Estas líneas están escritas para recordar a un amigo asesinado y muerto como mártir y están dedicadas a los que lo conocieron, no a los que lo ignoraron. Que aquéllos digan si exagero. ¿Cómo definir a Sacheri? A mí se me ocurre que por su modo de actuar y de pensar y de inspirar, en fin, por su estilo. Carlos era un griego reelaborado en un molde cristiano. Esa ponderación tan suya, esa prudencia bebida en los clásicos, ese equilibrio tan realista, provenían de una síntesis —que en él se daba auténtica y dinámicamente— entre lo griego y lo cristiano, como en la Iglesia Primitiva. Su tan profundo conocimiento de los Padres me lo confirman. Y a ello sumo el conocimiento de Santo Tomás. ¡Qué empresa la de él. la de Carlos Alberto Sacheri, reconstruir a la Argentina, su pa-
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tria bien amada, desde una perspectiva aristotélica y tomista! Cabildo debe recoger, claro está, su pensamiento político que, aunque no haya sido original, fue sólido, prudente y, sobre todo, realizable. Su inteligencia no le permitía engañarse. Conocía muy bien los límites de su Patria y, sobre todo, los límites de esta generación que nos gobierna. No soñaba con una Argentina de fanfarrias, de imperios a construir, con una Argentina suficientemente lúcida como para proponerse tareas universales, inalcanzables ahora. Pensaba, más sencillamente, como una Argentina que encarara una primera Cruzada, la de reconquistarse a sí misma para el orden natural de la Gracia. Este fue, en realidad, un programa político, no expuesto tal vez en forma expresa, pero supuesto en la intención de toda su abundante y varia labor. En realidad, tal como Carlos lo propiciaba, era un verdadero programa de vida, que comprometía a todos los que lo aceptaban. Era un programa fuerte para católicos que amaran su religión, un programa cotidiano y para la historia. Un plan de vida a cuyo final no se prometía el triunfo en el sentido mundano. Todo en ese programa decía de tensión sobrenatural, de hambre de las cosas celestes. Sacheri fue un político argentino que propuso, a sus compatriotas el bien sobrenatural como meta a seguir, como basamento y fin de un orden social justo. Sacheri no fue, en modo alguno, un iluso ni, menos aún, un utopista. Perteneció a una raza hoy aparentemente desaparecida en el país, la de los políticos, tomada esta expresión en su significado clásico. Sabía articular los medios —los escasos medios de que puede disponer un católico nacionalista argentino— apuntando hacia su fin propio, el bien común y en un orden trascendente, el bien sobrenatural. Por el momento había comprendido con claridad su misión: formar las inteligencias de los jóvenes. A esta labor didáctica se encontraba dedicado; en cierto modo fue el continuador del magisterio del Padre Meinvielle, rescatar a la generación que lo seguía a él. Rescatarla del error, por supuesto, pero sobre todo de la confusión, que hoy es el nombre del error dentro de la Iglesia. Carlos Sacheri fue todo eso, profesor, filósofo, político, periodista, pero ante todo, fue un luchador por la restauración de la Iglesia
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de siempre. Conoció, definió y lo denunció —como nadie en la Argentina y como pocos fuera de ella— ese modo delirante del progresismo social que se llama Tercermundismo. Fiscal lleno de energía y apóstol desbordante de caridad, en toda su acción pública y en toda su vida privada se rigió por esa virtud tan suya y tan cristiana del equilibrio, que es como una forma del amor y de la generosidad. Fue intransigente, sin llegar a la dureza; fue audaz, sin faltar a la prudencia. Fue maestro y apóstol, y murió mártir. Es difícil imaginar un destino más pleno —en una perspectiva cristiana— una vida más rica, una muerte, por así decirlo, más lograda. Porque en el caso de Sacheri, la muerte —aún cuando haya destrozado tanto trabajo en agraz y aventado tantas esperanzas— es como la culminación de toda su vida, como su continuación y no su interrupción. Él, como quería el poeta, tuvo su propia muerte. Amó a Cristo y a la Patria en Cristo. No atinó nunca a desvincular a ésta de Aquél. Una Argentina descristianizada le era inimaginable. Fue un solo amor: una Argentina para Cristo y Cristo volviendo la sombra de su Cruz sobre la Argentina. Su partida nos duele y cómo. No se nos diga que es el dolor de la carne. La mística cristiana tiene numerosos textos para iluminar un consuelo sobre este dolor. Elegimos, sencillo, sobrio y aún sublime, de Louis Vevillot, con quien Carlos Sacheri presenta varios puntos en común: "Dios me envió una prueba terrible, más lo hizo misericordiosamente... La fe me enseña que mis hijos viven y yo lo creo. Hasta me atrevo a decir que yo lo sé..." Carlos Alberto Sacheri vive en el reino de Dios, por quien tanto luchó en la tierra. Fue asesinado, por las manos bestiales de los hijos de las tinieblas, casi en vísperas de Navidad. El nacimiento de Nuestro Señor se encuentra colocado, escatológicamente en la misma línea que su Cruz. Esta situación es irreversible y resulta anticristiano intentar su alteración. La Cruz es la muerte pero también es la vida. Porque la culminación de esa línea que arranca en la Navidad es la Resurrección. Carlos, cuando murió, venía de comulgar. Hasta esta enorme circunstancia fue prevista por Dios en su misericordia; él, que había sido soldado en vida, murió siendo su custodia. Carlos simplemente se nos adelantó en el camino. Ese camino
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en cuyo recodo final nos gusta imaginar esta escena casi infantil: Jesús, con tanta suavidad, apenas mustiando. "No lloréis. Sólo duerme". Víctor Eduardo
Ordóñez
Sacheri y nosotros
A cinco años de la muerte de Sacheri se impone que realicemos un análisis retrospectivo sobre el significado de su testimonio y su vigencia actual para nosotros. Somos, en efecto, continuadores de una empresa común de preservación y difusión de la Verdad, empresa a la que Sacheri ofreció su vida. Si bien su testimonio tiene un valor absoluto, independientemente del provecho que de él saque la historia, somos sin embargo nosotros, los que quedamos, los responsables de que el mismo fructifique. La eficacia práctica de una muerte testimonial depende de la fidelidad que se mantenga a la verdad significada por el martirio. Porque la Verdad trasciende a sus portavoces húmanos, a sus testigos pasados, presentes o futuros. Sócrates fue venerado por muchos después de su muerte, pero no fueron los fieles aquéllos que preservaron aspectos circunstanciales de su personalidad o su pensamiento, sino quienes supieron interpretar el núcleo vivo de sus enseñanzas, allí donde brillaba una verdad que trascendía, aún, a las propias imperfecciones de su expositor humano. No ha de movernos, pues, en esta recordación, el panegírico de una persona ni el recuerdo nostálgico de un amigo. Cuando una muerte se da con las características de la de Sacheri, la fidelidad a su recuerdo trasciende al hombre: le es fiel quien es fiel a aquéllo por lo que murió. A cinco años de muerte corresponde, pues, que volvamos a planteamos la pregunta de "porqué" murió Sacheri. El "porqué" de su muerte significa acá dos cosas: los ideales por los que murió, y las razones que tuvieron sus asesinos para matarlo. Ambos aspectos están, en el fondo, íntimamente ligados; porque no fue sino porque Sacheri representó ciertos ideales de cierta manera, por lo que sus asesinos juzgaron prudente eliminarlo. El testimonio de Sacheri fue de características especiales, signi-
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ficativamente adaptadas a la época de confusión que vivimos. Efectivamente, no fue un testimonio buscado, ni propalado ostensiblemente; no fue —como estamos acostumbrados a representárnoslo— un martirio precedido por la pública manifestación de la fe. Fue un martirio "oculto", apto para servir de enseñanza , solamente, a quienes quieren ver. Escribí en "Universitas", en oportunidad de su muerte, que "aún cuando su intención de martirio no hubiera sido explícita, toda su vida hacía plausible el martirio como lógica consecuencia... porque las ideas que sustentó, cuando a su justicia inmanente se suma la eficacia de una acción propagadora son, para los poderes del mundo, reas de muerte". Ahora podría añadir que la notable eficacia de la acción docente de Sacheri se debió a su prudencia, a su capacidad de encarnar rectamente la doctrina en los hechos. Eso fue lo que colocó a Sacheri en la "mira" de los poderes del mundo moderno y lo que lo llevó a la muerte. Eso es, también, lo que nos exige una especial sutileza a fin de mantener vivo y fructífero su testimonio: porque si la eficacia de la Verdad pide una recta adaptación a la circunstancia histórica, que es variable y contingente, es necesario que sepamos revivir la actitud de Sacheri en la situación actual, que no es la misma que hace cinco años. El "secreto" de Sacheri, secreto de su eficacia y secreto de su inmolación consistió en ese inefable acuerdo entre la lealtad ideológica y la perspicacia para lo circunstancial que es el secreto del "hombre prudente", del "bonus vir" que es norma, él mismo, de conducta para los demás. Debemos, en efecto, hoy como entonces, ser capaces de adaptar los principios a lo circunstancial. Esta adaptación, la verdadera adaptación, no tiene nada que ver con el acomodo oportunista, ya que se conjuga con una férrea e inalterable lealtad a los principios. La auténtica adaptación es, en suma, garantía de la vigencia histórica de los principios permanentes, de su vida; el "acomodo" sólo es garantía de la vida de quien lo adopta. Pero la lealtad verdadera no es, tampoco, el cómodo refugio del intelectual "ortodoxo" que se cuida de mantener las ideas en las nubes de la abstracción, evitando contaminarlas en el compromiso histórico. No se es así leal a unas ideas que —a diferencia de las ideas matemáticas— exigen ser realizadas, y si realizadas, adaptadas a los diversos momentos del devenir histórico. Adaptar la doctrina a la realidad no significa acomodarla al viento dominante sino hacerla cumplir una función crítica,
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a menudo condenatoria, porque supone "valorar" la realidad histórica conforme a la regla del "apetito recto", y esta realidad histórica humana, por ser realidad moral, suele estar desviada de sus verdaderos fines. Así pues, hay que ser "oportuno", hay que estar incluso, "comprometido", pero en un sentido que es, precisamente, el contrario de lo que es, precisamente, el contrario de lo que se suele entender bajo tales expresiones. La Verdad ha de estar presente, pero sirviendo de testimonio que condene las desviaciones dominantes del Error. De lo anterior fue modelo la muerte testimonial de Sacheri, desenlace natural de su vida práctica e intelectual. Quien expone del modo dicho la Verdad, no tiene posibilidad, hoy, de una vida cómoda. ELenemi-goJlhuele" la peculiar peligrosidad de una docencia doctrinaria que "muerde" en la realidad y que amenaza su imperio sobre las almas y las mentes. Quien sabe encarnar rectamente los principios "ha dado en el clavo" y se expone a la represalia. No se equivocó, pues, el enemigo. En Sacheri no quiso "matar una idea" (que desde luego "no se matan") sino a alguien que podía hacer vivir las ideas, a alguien que amenazaba con realizar la Verdad por su singular aptitud para adaptar las ideas a la realidad práctica contingente. Se correría el peligro de confundir el significado del testimonio de Sacheri, si se interpretara a su muerte como provocada por una actitud combativa frente a aspectos accidentales de la subversión moderna. Estos aspectos accidentales son los que han variado desde entonces, tanto en el marco de la política nacional e internacional como en la situación de la Iglesia. Desde una óptica bastante superficial, podría aún afirmarse que la situación ha "mejorado". En vida de Sacheri la realidad política nacional era caótica y cruenta; la subversión armada capeaba todavía en el escenario político, en la Iglesia el "tercermundismo" imponía su nota desaforada y escandalosa. Hoy, ambas manifestaciones subversivas parecen acalladas, al menos temporariamente. ¿Debemos pensar que el sacrificio de Sacheri ha rendido su fruto?, ¿debemos suponer que para esto murió Sacheri? Tengamos presente que la Verdad por la que murió Sacheri testimonia contra la subversión bajo cualquiera de las dos versiones que nos ofrece la historia contemporánea, la "marxista" y la "liberal",
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por ser ambas dos extremos igualmente viciosos e igualmente alejados del justo medio de la verdad práctica. Le tocó a Sacheri oponerse, con todas las fuerzas de su clara dialéctica, a los errores de la subversión comunista. Pero todo esto me lleva a pensar que se hubiera opuesto con igual rigor a los errores de la subversión liberal. Aunque sobran, en realidad, testimonios escritos de su pensamiento para avalarlo no sería necesario recurrir a ellos para convencernos de que la verdad que lo llevó al martirio repudia esta nueva forma de anticomunismo espurio que se gesta en Occidente bajo los auspicios del economismo liberal. Porque lo que denunciaba Sacheri como esencialmente nefasto en el marxismo no eran aspectos secundarios de su despotismo, sino su poder corruptor del Orden Natural. Ahora bien, el recto Orden Natural resulta idénticamente pervertido en el contexto del liberalismo. Quisiera que se prestara atención, en tal sentido, a lo siguiente: el liberalismo occidental es malo, no sólo porque constituya una ineficaz defensa frente al marxismo, sino que lo es en sí mismo, y a igual título que el marxismo. Somos llevados a olvidar el hecho por una inconsciente asimilación de nuestras pautas valorativas a las exigencias de la polémica diaria. Porque nuestros interlocutores son habitualmente liberales a quienes debemos prevenir del peligro de un "suicidio" del sistema liberal frente al marxismo. Y además —"last but not least"— porque bajo el liberalismo tenemos la vida cómoda... por ahora. Sin embargo, el liberalismo es tan perverso y subversivo como el marxismo; y además, hoy por hoy, es la forma de perversión que soportamos. No era así en vida de Sacheri, cuando se cernía amenazante el peligro de un gobierno "guerrillero". Con toda razón, pues, como "hombre prudente" inspirado en una prudencia riesgosa, la docencia de Sacheri intentó enderezar la desviación dominante presionado en sentido opuesto: recordando los aspectos de la sana doctrina principalmente afectados por la subversión "de izquierda". Pero hoy la misma prudencia nos exige salir en defensa de los otros aspectos amenazados de la sana doctrina: de los afectados por la subversión liberal. Y tanto más, cuanto que la presencia del liberalismo junto al poder actúa de imán para otros oportunistas que albergan nuestras filas. Cada alternativa política produce entre nosotros una erosión de hombres; lo cual, siendo de suyo lamentable, tiene una
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consecuencia más grave, que es el peligro de una erosión de la doctrina, ya que el oportunista encaramado en "la cresta de la ola" pondrá todo el poder de su dialéctica en "acercar" la recta doctrina a la ideología dominante. Para contrarrestar este efecto deberíamos tomar como criterio, el criterio opuesto al del oportunista. Hay, en efecto, una "prudencia doctrinaria" —y a ella nos referimos al atribuírsela a Sacheri—, porque aunque la Verdad no varía, la oportunidad de propalar uno u otro aspecto de la misma está dictada por las circunstancias variables del devenir político e ideológico. No decimos en efecto, toda la verdad, siempre. La diferencia entre el "prudente" y el "oportunista" está aquí, en la intención profunda de uno y otro. Donde lo que uno intenta es salvar la doctrina, el otro intenta sólo salvarse a sí mismo. En nuestro mundo occidental, mundo al que pertenecemos y que determina cada vez más nuestra política nacional, se está asistiendo al alzamiento de un Poder cuyas características "escatológicas" deberían, al menos, ponemos en guardia. Los lectores de esta revista, saben a qué Poder me refiero, con la impresión bastante estremecedora de la inminencia de un control de la política universal por los centros de poder financieros, control que se viene agudizando en el ámbito de nuestra patria. Este Poder que se cierne amenazante sobre la nación y sobre nuestras familias ha aprendido a adaptarse a las circunstancias distintas de las naciones que intenta controlar. Es un Poder universal y "pluralista"; ofrece, así, una versión "de izquierda" y una "versión de derecha" para las diversas situaciones. Analicemos con sutileza la realidad, y veremos que no hay tanta diferencia entre el "eurocomunismo" que se le ofrece a una Europa económicamente satisfecha y moralmente corrompida, y el trasnochado liberalismo que se nos quiere imponer a nosotros, tras mentirosos pretextos de saneamiento económico. Detrás de ambos sistemas están los mismos agentes que hacen de la corrupción consumidora del pueblo la condición de sus ganancias ilimitadas. Y, si nos fatiga encontrar las conexiones teóricas, miremos simplemente a las afinidades personales. Es el mismo personaje que presidió la entrega de Viet Nam y los acuerdos de Helsinki, quien se constituye en "defensor" de la política económica argentina ante los cancerberos de los "derechos humanos". ¿Vamos a reposar confiadamente sobre el apoyo de semejantes padrinos?, ¿nos protegen del marxismo?; y
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si realmente nos protegieran de este último, —porque no fuera al marxismo a los que nos tienen ofrecidos— ¿qué reservan para nosotros? En vida de Sacheri podía pensarse aún que el mal del liberalismo consistía, fundamentalmente en dejarnos inermes frente al comunismo. Podía pensarse que el liberalismo era un sistema en quiebra que caería a corto plazo bajo el embate de un sistema aparentemente opuesto. Si bien esto parece aún hoy verdadero atendiendo a las estructuras convencionales de Poder, creo que es necesario aguzar la mirada porque la corriente del Poder ya no transita hoy por los carriles habituales. Desde un punto de vista más sutil, el liberalismo no está en quiebra, ni muerto, ni es tan seguro que muera a corto plazo. Al contrario, el liberalismo está muy cerca de conseguir la solución a algo que siempre ha aparecido como su contradicción fundamental: la posibilidad de gobernar una sociedad "liberal". Esta es la "cuadratura del círculo" para la política liberal, porque parece evidente a cualquiera que el ejercicio del poder está en proporción inversa al auge de las "libertades individuales". Que a "mayor libertad individual, menor poder político", y viceversa. Si fuéramos atentos lectores de la Escritura nos daríamos cuenta, sin embargo, que esta ecuación no es en modo alguno verdadera dada la condición caída de la naturaleza humana. Allí está dicho que "quien se libera de la ley y la justicia se hace esclavo del pecado". Hay, efectivamente, un modo de dominar a los hombres que no consiste en someterlos a la coacción legal, sino en liberar su animalidad. Esta estrategia podría ser expresada bajo la siguiente norma: "condesciende con el capricho del hombre y lo tendrás a tu servicio". Abramos los ojos: esta es, precisamente, la táctica privilegiada del Maligno, la que usó con nuestros primeros padres, la que con sutileza psicológica pone Dostoiesvsky en boca del Gran Inquisidor; la misma que rige hoy en toda la sociedad permisiva occidental. Esta es la táctica, y su efecto, que ha visto plasmado Soljenytsin al descubrir hasta qué punto el "mundo libre" no difería, en punto a verdadera libertad espiritual, respecto del mundo policíaco de la Unión Soviética. Ahora bien, esta es la táctica que, en forma cada vez más manifiesta, revela el pensamiento de los dirigentes del mundo occidental. La disolución moral provocada por el liberalismo "consumista" ha conducido a la derrota del "mundo libre", a la reiterada derrota de
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su nación líder. Esto es reconocido hoy, sin ambages, por los más conspicuos representantes de la diplomacia americana. Pero a tal reconocimiento se añade la máxima siguiente: "hay que habituar a EE.UU. a la derrota". ¿Qué significa esto? Convengamos, al menos, que como política del liderazgo mundial, la mencionada consigna resulta bastante original. Y, sin embargo, ciertamente es en tal carácter que aparece propuesta. Quien la hace no se define como un "aislacionista" sino que al contrario pretende que EE.UU. debe volver a encontrar su papel directivo (Z. Brzezinsky. "Politicai Power"). La fórmula mencionada es sin duda novedosa pero, en el fondo, no hace sino revelar cuál es la esencia del poder político liberal. Digámoslo de una vez: su esencia es la corrupción moral. "Habituar a EE.UU. a la derrota" significa impedir que aflore toda reacción sana y viril de defensa del cuerpo social norteamericano, y significa, al mismo tiempo, disuadir a los factores agresivos de poder militar en la Unión Soviética. En el fondo, la táctica expresada del desarme americano liberal se completa con otra que le es solidaria, y sin la cual la primera sería el suicidio que parece ser: debe exportarse, al mismo tiempo, el espíritu liberal "consumista" a los países del Este. Esta es —no nos engañemos— el arma secreta de Occidente, y no la bomba atómica ni las fuerzas de la NATO que, desde ya, se encuentran en franca regresión. El equilibrio de fuerzas se lograría, solamente, con la asimilación de los países comunistas al espíritu consumista y enervante de Occidente. Mientras tanto eso no ocurra se arriesga, efectivamente, que la fuerza militar rusa penetre en Occidente como el hierro en la manteca. Es un riesgo, sin duda, y no seré yo quien afirme profèticamente que no haya de verificarse. Pero solamente quiero alertar sobre la posibilidad de otro desenlace de la partida: del triunfo de las "democracias". Temo que, por oposición a la perversidad manifiesta del sistema comunista, y a su no menos manifiesto despotismo, vengamos a sumarnos a la defensa de un sistema tan perverso como aquél y del que no estamos seguros que no sea, en definitiva, el beneficiado por "sentido de la historia" apóstata. ¿Qué forma revestirá la última apostasia? ¿Será la tiranía estatal y policíaca del Gulag y de los hospitales psiquiátricos, o la más sutil de la propaganda estupidizante y del sillón del psicoanalista? Responder a la pregunta supone una ciencia profetai que no poseo, pero los hechos presentes son sufi-
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cientes para revelarnos la intrínseca perversidad de ambas versiones y para disuadirnos de ir a entregarnos en brazos de la apostasia "blanda" por pavor frente a la "dura". Y sobre todo, para reaccionar frente a un sistema nefasto que es el que más directamente sufrimos. Y otra reflexión cabe todavía respecto a la situación de la Iglesia y a nuestra actitud como cristianos. Hemos vivido el embate de la herejía "tercermundista", bajo el patronato de la cual —estoy íntimamente convencido de ello—- fue asesinado Sacheri. No olvidemos que el progresismo cristiano tiene otra cara: una cara democràticoliberal que es la que ha cundido en los países desarrollados. Difícil es determinar cuál de ambas versiones ha causado más estrago en la conciencia creyente y en las estructuras de la Iglesia. Pero de todas formas es evidente que ambas versiones son idénticamente diabólicas, y que una u otra intentará ser aplicada según cuál sea el resultado de la contienda política. Estemos prevenidos frente a ello, y si por algún momento hemos temido el compromiso político de la Iglesia con el comunismo, no temamos menos la posibilidad de ver a la Iglesia atada al carro de un liberalismo triunfante. Creo que para ambas situaciones es aplicable la figura profética de "la abominable desolación en el lugar santo". Y estemos alertados doblemente, porque la versión "liberal" de la apostasia, precisamente por serlo, cuenta con un aliado potencial en el mismo interior de nuestra ciudadela anímica: la tendencia hedonista presente en nosotros; al paso que la apostasia "roja", presentándose en toda su desnuda crueldad puede, al contrario, provocar el espíritu de autodefensa. "No temáis —ha dicho Nuestro Señor— a quienes sólo pueden matar el cuerpo pero no pueden dañar al alma: temed más bien a aquél que puede arrojar cuerpo y alma al infierno". Temamos pues, y no nos consideremos dispensados de un testimonio que, aunque puede siempre adoptar la forma cruenta del de Sacheri, puede también presentársenos de alguno de los múltiples modos con que la Mentira moderna exige nuestra respuesta. Federico Mihura
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Carlos Alberto Sacheri 1974-1984
Han transcurrido diez años desde su asesinato. Y muchos se preguntan todavía: ¿por qué? ¿Por qué te mataron a vos hombre afable y cordial, ejemplar padre de familia, distinguido profesor universitario, filósofo que supiste encamar tus ideas con fidelidad en la existencia concreta y dar respuesta a los problemas laves de la vida contemporánea? Sin caer en la necrofilia, cara a tantos argentinos, te lo diré. Te mataron, porque de esa generación católica a la que ambos pertenecíamos, que intentó realizar aquí y ahora el programa resumido en la frase de San Pío X: "Omnia instaurare in Christo", eras el mejor. Y eras el mejor, porque no sólo recibiste los cinco talentos de que habla la parábola evangélica, sino porque los supiste hacer fructificar. La semilla arrojada por el Divino Sembrador, cayó en tierra fértil de tu espíritu y rindió el ciento por uno. Tuviste la oportunidad de concluir tus estudios en el extranjero, en una prestigiosa universidad canadiense. Se te abrieron de par en par las puertas del éxito académico y enfrentaste las dos tentaciones a las que sucumbieron tantos argentinos: la primera, la de una vida internacionalista y desarraigada que, en muchos casos, contribuyó a una metamorfosis mental de ciertos estudiosos que acabaron regando de todo lo que eran; la segunda, el refugio, ante un ambiente adverso, en una torre de marfil de la más pura ortodoxia filosófica, estéril sin embargo como respuesta al deber apostólico de los laicos de instaurar los principios cristianos en el orden temporal. Tu virtud de fidelidad salió robustecida ante los embates de ambas tentaciones. Y volviste a la Argentina para dedicarte a la obra de la "Ciudad Católica"; obra que supiste comprender con ojos nuestros, uniendo sus aspectos universales, válidos para todo tiempo y para todo lugar, con las circunstancias particulares de esa Patria que-
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rida por vos en forma tan entrañable. Es que a tu prudencia, tan desarrollada, no podía escapar ninguna circunstancia. Por eso tu prédica nunca sonó como extranjera. Incluso asumiste lo mejor de nuestro nacionalismo, ese nacionalismo esencial liberado de contaminaciones totalitarias; de extrañas ideologías; de operetas y disfraces. Tu profundo sentido de amor al próximo te llevó a buscar medios capaces de remover iniquidades concretas, sin demagogias, pero con un claro sentido de la justicia. Tal vez fue la causa de que mentes pequeñas y retorcidas, sin discernimiento ni matices, te acusaran de ¡socialista! Siempre recordaré nuestra última conversación, en la cual me confiaste que preparabas un trabajo para refutar tacha tan absurda. Los balazos no llegaron a ninguno de esos "impolutos" que te acusaron. Porque ellos no molestan. Son los enemigos ideales para este Régimen que nos agobia. Te llegaron a vos, por ser el enemigo más peligroso. Por encarnar con solidez y prudencia los más caros valores de la tradición. Por difundirlos con sensatez y mesura. Por tu poder de convencimiento y de convocatoria. Por eso, esos pérfidos asesinos, esos sagaces hijos de las tinieblas no se equivocaron, porque sabían a quien mataban. Lo que no sabían era que para vos brillaba desde ese momento la Luz perpetua y que tu sangre derramada no caerá en el olvido; servirá para vivificar a esta Argentina nuestra que, en sus estratos profundos, empieza a realizarse; como decía el poeta, mediante el trazado de las líneas de su cruz: la horizontal de los héroes y la vertical de los santos. Bernardino Montejano
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a) El testigo del Testigo. En las primera páginas de La Iglesia clandestina , y haciéndose eco de unas palabras de Dom Guéranger, Sacheri, sin advertirlo, se definía a sí mismo: "Hay una gracia inherente a la confesión plena y entera de la Verdad. Esta confesión —nos dice el Apóstol— es la salvación de quienes la hacen y la experiencia demuestra que ella es asimismo la salvación de quienes la escuchan'" . Este testimonio de la Verdad entera y plena sólo puede realizarse por modo de participación con Cristo, el Testigo, que ha dicho por boca de San Juan: "aunque Yo doy testimonio de Mí mismo, mi testimonio es verdadero" (Jn. 8, 14). Y el testimonio del verbo encarnado—que le conducirá a su Pasión y Muerte— no puede ser otro que el de su soberanía absoluta: "Yo soy rey. Yo para esto nací y para esto vine al mundo, a fin de dar testimonio a la verdad!' (Jn. 18, 37). Cuando el tiempo llegó a su plenitud (Gal. 4, 4), el Verbo se encarnó en María. La verdad viva (Palabra eterna) se hizo también temporal y aunque en el tiempo la Verdad da testimonio de Sí misma, también los hombres renacidos en y por Cristo, es decir, los otros Cristos que son los cristianos, están llamados a dar testimonio del Testigo salvador. Pero nadie testifica a Cristo sino por su gracia porque todo testigo humano es testigo por la participación en el poder testimonial del Verbo. Este es el rasgo que distingue eminentemente a Carlos Alberto Sacheri: Ser testigo del Testigo. Por eso murió: por haber dado testimonio de Cristo. Por haber declarado y afirma' Meditación expuesta en Buenos Aires, con ocasión del XV aniversario de la muerte del Dr. Carlos Alberto Sacheri, cuya cristiana vida y apostolado católico fueron premiados por Dios con la gracia del martirio, el 22 de diciembre de 1974.
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do, sostenido y defendido, la unidad de la Iglesia; es decir, la unidad de Cristo Cabeza y de todos sus miembros (el Cristo-total). Sus libros, principalmente La Iglesia clandestina y eminentemente, su propia vida, fue permanente testimonio en favor de la unidad sobrenatural; por eso Sacheri repetía que "la quiebra de la unidad, no es sino una crisis de fe". Por eso, a imitación del Testigo, dio testimonio de la Verdad contra los errores, contra la iniquidad que, desde dentro, devasta la Viña y contra el mundo del maligno que se mezcla con el trigo (Jn. 8, 13 ss.). Si atestiguar consiste en declarar, en dar testimonio, de la verdad de un hecho o de la identidad de una persona en el orden natural; atestiguar, en el orden sobrenatural, consiste en testimoniar (en cuanto testigo) la realidad de un hecho o de unos hechos (de los actos, de la docencia y la Pasión de Cristo) y de la identidad de una Persona: Cristo mismo que es Dios y hombre verdadero. Como dice San Juan al concluir su Evangelio: "éste es el discípulo que da testimonio de estas cosas, y que las ha escrito, y sabemos que su testimonio es verdadero" (Jn. 21, 25). San Juan, como todo el que da testimonio después de la Ascensión de Cristo, testimonia el acontecimiento fundamental, es decir, que "todo está cumplido" (Jn. 19, 30) desde que el Señor expiró "dando una gran voz" (Mt. 27, 50; Me. 15, 37); por eso, el testimonio y el martirio del cristiano es escatológico porque mira hacia el fin del tiempo puesto que, lo que queda de la historia, cumplida ya la Redención del hombre, es tiempo del fin. En cambio, el testimonio producido antes de la Encarnación del Verbo, es preparación, anuncio y expectación del Testigo-Salvador. Pero siempre el Testigo absoluto es el Señor, Yahvé, quien promulga el decálogo, es decir los mandamientos o testimonios (Ex. 20, 1-17) y dispone la construcción del tabernáculo precisamente llamado Arca del testimonio porque "dentro del Arca pondrás el Testimonio que Yo te voy a dar" (Ex. 25, 16): Las dos tablas de la Ley. El Arca es, pues, custodia de la Antigua Alianza y figura de la Iglesia que es el Arca de la Ley de Cristo o de la Nueva Alianza. Y así como Moisés hablaba con Yahvé delante del Arca, hoy cada cristiano habla con Cristo-Sacramento ante el Sagrario y con el mismo Dios-Amor en el "centro" de su corazón o en el "hondón del alma" como dice Santa Teresa que es el Sagrario del Huésped divino. El Testigo está allí, vivo y viviente y por eso, el
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acto primero y más propia del cristiano es dar, ante los hombres, testimonio del Testigo. Como aconteció con los profetas en el Antiguo Testamento, es peligroso dar testimonio porque, siempre, el misterio de iniquidad está amenazante, como enseña San Pedro. El testigo de Cristo, el que, como Sacheri, lo confiesa y proclama en cada página, en cada acto y en cada clase, atrae sobre sí el Perseguidor de quien los perseguidores son una suerte de tenebrosa participación, acreedores del misterioso "salario de la iniquidad" (II Pedr. 2, 13). El último profeta de la Antigua Alianza, San Juan Bautista, fue martirizado por haber denunciado al malvado Herodes y por haber señalado testimonialmente al Cordero. b) La caritativa intolerancia y dureza del testigo. Cuando Sacheri daba testimonio de Cristo escribiendo, enseñando, denunciando el "humo de Satanás" que se ha introducido en el seno de la Iglesia y es motor del "proceso de auto-demolición", proclamando su filial adhesión al Magisterio de la Iglesia y al Vicario de Cristo, se comportaba como participación vital del "testigo fiel y veraz" (Ap. 3, 14) que es el mismo Cristo. A veces, esta participación, atrae de tal modo la gracia de Cristo y su amor de predilección, que le concede al cristiano (a "su" testigo) participar de su martirio y de su Muerte, acto supremo del testigo del "testigo fiel". Por eso, dar testimonio de Cristo y de su Iglesia es, al mismo tiempo, fuente de dolor y de gozo; por un lado, hace sufrir (I Pedr. 3, 17) y por otro hace gozar con sobrenatural alegría pues, como enseña el mismo San Pedro, "os llenáis de gozo, bien que ahora, por un poco de tiempo, seáis, si es menester, apenados por varias pruebas" (I Pedr. 1, 6). San Pablo hallaba su alegría precisamente cuando sufría por la Iglesia (Col. 1, 24). Imagino la alegría de Sacheri cuando preparaba y ofrecía un testimonio y el atroz dolor y sufrimiento, mezclado con el gozo, cuando era señalado y perseguido... A su vez, el testimonio del cristiano, sobre todo del laico empeñado en la restauración del reinado social de Jesucristo, es siempre sorprendente para el mundo, incomprensible, verdadera "locura" ya que es miserable "escándalo" para los fariseos de entrecasa. Este tipo de cristiano será siempre motejado de "intolerante", de "duro" y "reaccionario". Término ambiguos que, desde la luz de la fe, encuentran su verdadero sentido: en efecto, el testigo de Cristo no es tolerante porque
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el testimonio mismo excluye el acto de disimular (tolerare) aquellas cosas o doctrinas que no son lícitas porque el testimoniar rechaza siempre el simple soportar o el convivir con el error y el pecado. De ahí que el testigo sea intolerante. Y lo es en virtud del amor sobrenatural porque la caridad —que es tolerante con las personas, que "todo lo sobrelleva, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta" (I Cor. 13, 7)— no tolera, no disimula, no soporta el pecado, la herejía, el desamor a Cristo y la auto-demolición del Cristo-total que es la Iglesia. El testigo es "duro" en virtud de la caridad ardiente porque su "dureza" no es la mala dureza del corazón sino la que es propia del durar, del continuar subsistiendo en el ser (de duritiá)', sobrenaturalmente es la firmeza de la fe que combate por Cristo; por eso mismo, el testigo es "reaccionario" porque se opone a otra acción (la del misterio de iniquidad) obrando en sentido contrario y quiere, con su testimonio, restablecer lo que se ha demolido. Tal es la intolerancia y la dureza del "testigo fiel y veraz" que es Cristo mismo arrojando a los mercaderes del templo, expulsando a los demonios; Cristo-Testigo es intransigente y "duro" maldiciendo a los ricos de corazón, a los hartos y a los falsos profetas (Le. 6, 24-26), denunciando la soberbia hipócrita de escribas y fariseos (Mt. 23, 112; Me. 12, 38-40; Le. 20,45-47), la dualidad de conducta de quienes sirven a dos señores (Mt.. 6, 24), la hondura tenebrosa del pecado contra el Espíritu (Mt. 12, 31-32; Me. 3, 28-30). Él vuelve realidad lo que era figura en los grandes intolerantes de la Antigua Alianza (como Moisés y como Elias), en los grandes "duros" (como Abraham y como Job), en los grandes "reaccionarios" (como Isaías y como San Juan Bautista). Hoy, dentro mismo de la Iglesia, el cristiano-testigo, como lo ha sido Sacheri, es señalado y perseguido por los "ortoprácticos" y sobre todo, es silenciado y repudiado. De ahí el dolor y el gozo, el padecimiento y la alegría; dolor por la experiencia de la Viña devastada, gozo indecible por la gracia de participar en el testimonio del "testigo fiel y veraz" como la tuvo Sacheri en el supremo acto de derramar su sangre por Cristo a quien acababa de recibir en la Eucaristía que, ese día, fue el Viático de quien parte a la Casa del Padre. Tal es el testigo. c) La patria terrena como lugar del testimonio Pero el testigo de Cristo ofrece su testimonio en cuanto peregri-
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no. Y, en cuanto peregrino, ha recibido como don y heredad del Creador el lugar en el cual comienza y continúa su marcha hacia la Patria celestial pre-fígurada en la tierra prometida de la Antigua Alianza. Abraham, Isaac y Jacob murieron en la fe, enseña San Pablo, "sin recibir las cosas prometidas" aunque las vieron desde lejos. Ellos iban "buscando una patria"; es decir, " ahora anhelan otra (patria) mejor, es decir, la celestial" (Heb. 11, 13-16), La patria terrena aparece así como el lugar de peregrinaje hacia la Patria permanente y es ella —la patria terrena— el lugar en y desde el cual hemos de testimoniar a Cristo y a su Iglesia. El lugar del testimonio, para Sacheri y para cada uno de nosotros, es la Argentina amada hasta la muerte con el mismo amor con el que amamos a Cristo y a su Iglesia. No son separables —porque es el mismo— el amor a la patria y el amor a Dios. No se puede amar a Dios sin amar a la patria porque el amor a la patria es el modo supremo del amor al prójimo (incluido en el todo de orden que es la patria) y, por eso, quien diga que ama a Dios sin amar a la patria, miente; tampoco se puede amar a la patria sin amar a Dios, al menos con amor perfecto; porque, como en el paganismo, el amor a la patria resultaría incompleto, infundado o ineficaz. Siempre el testigo testimonia en y desde la patria terrena no permanente. Ella es, inicialmente, "el lugar donde se ha nacido", considerando el "lugar" como el espacio cósmico y existencial que constituye una relación originaria, previa, intraducibie en conceptos pero constitutiva del hombre y sólo del hombre. Sólo el hombre tiene patria, porque, entre los seres visibles, sólo el hombre tiene conciencia de sí y del ser y con ella, del vínculo originario con "su" espacio cósmico, con su geografía y su paisaje que no son únicamente hechos objetivos sino vivencia interior. Este vínculo originario con el ser, es también vínculo primero con el prójimo en quien también la verdad del ser se muestra; de ahí que la patria suponga una comunidad humana, una sociedad perfecta, esta concreta sociedad argentina. Por eso mismo, en tal situación concreta, lo primero que dice nuestro espíritu es el ser (saber originario) que constituye la palabra o el verbo interior "encarnado" fuera en el verbo exterior fundamento y origen del lenguaje. Por eso, la patria terrena es lugar geográfico, comunidad social y una lengua que la expresa; pero como aquella evidencia primera, desde mi lugar geográfico que me ha
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sido donado con mi nacimiento, es acto presente de mi conciencia, supone el tiempo ya que el presente lleva consigo todo el pasado y es expectación de la totalidad del futuro. Luego, este tiempo integral e interior es tradición y, si lo es, es tradición histórica; así se comprende que no exista patria terrena sin tradición histórica y que la Patria misma como un todo no sea otra cosa que la comunidad concorde vinculada a un territorio que se expresa en una lengua transmisora de una tradición histórico-cultural y cuyo fin absoluto es Dios. Por eso, como dije antes, amar este todo de orden, es amar a Dios creador y donante, y es amar, por eso mismo sin medida. La Argentina, para Sacheri que nos ha dado tan alto ejemplo, es, pues, ese todo cósmico y humano, en el cual peregrinamos a la Patria permanente. La Patria permanente es la plenitud del Reino de Dios; por eso, la Argentina, en cuanto es la patria terrena no-permanente o temporal, es el lugar concreto en el cual Cristo quiere reinar socialmente e históricamente. El Reino ya está aquí y aunque nunca en su plenitud, es nuestra misión instaurarlo en la Argentina para que alcance su plenitud allende el tiempo de la historia. En ese sentido, Sacheri es un cristóforo, como debemos serlo nosotros, en cuanto "llevaba" a Cristo a los demás y luchaba por el reinado social del Redentor en la Argentina. Solamente así la Argentina llega a ser totalmente sí misma. En el orden natural significaba poner en acto el grado culminante de la virtud de la justicia legal como donación de sí al todo de orden de la patria; en el orden sobrenatural, servir así a la patria constituía acto supremo de caridad. Dicho de otro modo, patriotismo cristiano como total entrega que incluye el más alto grado de justicia. Más allá de nuestros pecados, nuestras omisiones y nuestros defectos, no debemos perder de vista este verdadero sentido del patriotismo cristiano. Carlos Alberto Sacheri lo tuvo y lo probó con su vida y con su muerte. Tal es el patriota. d) El testigo en la familia y la tradición El testigo y el patriota implican, en el caso de Sacheri, al padre de familia. La figura del pater familiae, transfigurada la noción pagana por la revelación cristiana, se dice analógicamente de Dios-Padre en quien la paternidad se identifica con su esencia y se dice también de autoridades naturales como es el caso del antepasado, del padre de la patria (el héroe y los prohombres fundadores), del jefe
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de la familia; de autoridades sobrenaturales como es el caso del Papa (pues Papa significa "Padre"), de los Padres de la Iglesia, del Obispo santo, del sacerdote que es Padre espiritual y ministerial. Obsérvese que la paternidad se predica natural y sobrenaturalmente del jefe de la familia porque él es la cabeza de la sociedad esencial que es la familia y detenta, por ello, la patria potestad; pero, sobrenaturalmente, el jefe de la familia es la cabeza de la Iglesia doméstica como Cristo es la Cabeza de la Iglesia. Por eso, en toda familia cristiana, el Esposo original es siempre Cristo y la Esposa original es siempre la familia concreta sino del todo de la comunidad concorde que es la sociedad civil. No es posible el futuro sin el pasado integral que pasa por el inasible presente; de ahí que sea precisamente el hogar, la familia, el ámbito propio del acto de entregar o transmitir que es la tradición; es simultáneamente, acto de enseñar por medio de que se entrega en cada momento del tiempo histórico: es, pues, trans y do, de donde trado que significa el acto por el cual pongo algo (en el presente) en manos de otro y de otros (mis hijos, mis discípulos, mis amigos, mis conciudadanos) inaugurando el momento del futuro. Es, pues, la familia y principalmente el padre (de ahí el valor de la patria potestad) el transmisor; es lo mismo que decir que pasa por él la tradición de la patria. No hay historia sin tradición; no hay tradición sin el hogar y sin la familia no hay patria. e) El testigo en el acto de enseñar En verdad, ya todo está dicho. Lo demás son consecuencias. La íntima unidad del testimonio de Cristo, del patriota que ama a su Argentina como el lugar de peregrinaje hacia la Patria permanente y del padre por quien se hace vida histórica la tradición nacional constituye como la médula del acto docente. Sacheri fue maestro y su acto docente fue respuesta a la vocación interior por la cüaTDios llama, voca y envía. En verdad, el Señor llama para enviar. En el Antiguo Testamento es un hecho constante. Una vez que el serafín ha purificado los labios de Isaías, éste escucha la voz de Dios que se pregunta: "¿A quién enviaré...?". Isaías responde: "Heme aquí; envíame a mí; y dijo el Señor: "Ve y di a este pueblo" (Is. 6, 8). En el Nuevo Testamento, el llamado suele ser aún más directo: "Venid en pos de Mí (Mí. 4, 18-22; Me. 1, 16-20) les dice, casi imperativamente a Pedro, Andrés, Santiago y Juan; a San Mateo será más simple
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todavía: "Sigúeme" (Mi. 9, 9; Me. 2, 14; Le. 5, 27). El llamado implica la misión. Con los Apóstoles la vocación y la misión suele llegar de modo extrínseco; con los demás miembros del Cuerpo Místico, con nosotros, lo común es un llamado interior al cual asentimos en el momento del Bautismo y asumimos como soldados suyos en el momento de la Confirmación. Por eso, el docente cristiano pone en acto su carácter misivo cada vez que medita, cada vez que escribe, cada" vez que habla, cada vez que sufre y goza, cuando siembra la Palabra de la verdad. En ese sentido fue Sacheri maestro cristiano. Ya sabemos que es Cristo el único Maestro como Él mismo nos lo ha dicho advirtiéndonos que no nos hagamos llamar "maestros" porque "uno solo es para vosotros el Maestro" (Mi. 23, 8 ). Y el Maestro es Él. Sin embargo, quienes enseñan lo son ministerialmente; pues, como dice Santo Tomás, mientras el Maestro divino es Maestro a se, el maestro humano lo es ab alio y es por eso, ministro del Verbo (Super Ev. S. Matth. N s 1848-1849); de tal manera, el hombre enseña por modo de ministerio operando, en él, Dios mismo, interiormente (2 CG. 75). Y esto Sacheri lo sabía muy bien; tan bien lo sabía que, para él, enseñar no era otra cosa que enseñara los demás a escuchar y a seguir al Verbo que ha dicho de Sí mismo que Él es la Verdad. No es "necesario, para comprenderlo, ni siquiera haberle conocido; es suficiente recorrer sus escritos para percibir este propósito fundamental de ser el vehículo del Verbo o, si se quiere, de ser el maestro humano-cristiano que es vehículo del único Maestro. Pensar, por lo tanto, consiste en pensar en el ambiente de gracia que potencia nuestra facultad como facultad; y enseñar es, en el fondo, enseñar a aprender a pensar cristianamente. No es este propósito una tarea fácil sino muy difícil y llena de obstáculos y sufrimientos, porque el obstáculo principal somos nosotros mismos que sentimos la tentación de autoponernos por delante y no humildemente por detrás del único Maestro. Tentación diabólica que quiere invertir por completo el sentido del llamado y la misión y se opone tenazmente a la radical humildad del verdadero maestro cristiano. Tanto en la docencia universitaria como en la docencia cotidiana, Sacheri sabía cuál era su vocación y su misión y las condiciones de ambas. Por eso, en ambas se implicaban en síntesis viva, el testimonio, el patriotismo y la paternidad. Con esta actitud esencial encaró la crítica del inmanentismo moderno y contemporáneo —siempre en
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el fondo ruptura de la razón y la fe— como el mal fundamental de nuestro tiempo que concluye por la negación del mismo orden natural. Así lo comprendió Mons. Adolfo Tortolo, cuando, al prologar su libro escribió acertadamente: "Sacheri advirtió que el muro iba agrietándose velozmente por el doble rechazo del orden sobrenatural y del orden natural. Vio la problemática del orden natural subvertido y vigorizado por una técnica portentosa. Y se volcó de lleno, no a llorar, sino a restaurar el orden natural. Aquí está la razón de su sangre mártir". f ) El testigo nos invita a su Casa La otra consecuencia implicada en la primera es todavía más sencilla y se refiere al mejor de los bienes de la vida, como decía Aristóteles: la amistad. Pero la amistad, entre cristianos, se hace una con la hermandad en la fe que es hermandad en Cristo. Esta misteriosa hermandad porque se realiza en virtud del misterio de Cristo, se manifiesta tanto en lo mínimo como en lo magno y sigue caminos ya sencillos, ya inesperados. Por eso, en esta ocasión me atrevo a narrar públicamente un sueño que tuve poco menos de tres años después de la muerte de Sacheri y que me ha impresionado profundamente: ocurrió la madrugada del 22 de diciembre de 1977. Yo estaba en Buenos Aires y entré en una capilla donde participaría de una Misa especial. La capilla era, por dentro, blanca blanquísima y de gran claridad. Pequeña. Las dos filas de bancos estaban llenas de gente, sobre todo a mi derecha. El altar, blanco blanquísimo; el piso claro, las paredes blancas blanquísimas. Una señora habló quedamente a la gente que estaba situada a mi izquierda (derecha del altar). Levantóse la gente dejando solos los bancos de ese lado. Allí fui a arrodillarme aproximadamente en el tercer banco. Es necesario repetir que la capilla era blanquísima, clarísima y llena de vivísima luz. Desde arriba, a la altura del altar, sostenida por un delgado hilo blanco, colgaba una piedra como de mármol blanquísimo (muy semejante a la representación de las tablas de la Ley) y en la cual había algo escrito que yo no alcanzaba a leer. Por detrás, ligeramente a mi izquierda, veía una gran ventana en ojiva por donde entraba, desde arriba, una clarísima y penetrante luz y por ella, veíase el cielo de suavísimo color celeste. La luz, la luz lo iluminaba todo. Yo me sentía lleno de luz.
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De pronto, a mi lado, me estaba mirando, como quien quiere hablarme, un hombre vestido de traje cruzado gris. Súbitamente le reconocía: Era Carlos Alberto Sacheri, alto y rubio, aunque no podría distinguir claramente sus facciones. Me dije entonces a mi mismo: No ha muerto. ¡Está vivo! Y ahora, seguramente (eso sentía) me invita a ir con él. Quiere invitarme a su casa. Y ante aquella figura de gris, muy serena, en medio de la capilla inundada de luz me desperté. Creo que el simbolismo es claro: la capilla blanquísima y llena de luz es la gloria; la Señora es la Santísima Virgen; la mediadora del Mediador, vía segura para ir hasta Él. La invitación a seguirle es la invitación que llega a todo cristiano que sigue en la agonía del tiempo del peregrinaje. Y yo pensaba y pienso ahora lo mismo. ¡Dichoso Carlos Alberto Sacheri! ¡Dichoso de él! Alberto
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A 20 años de su martirio Transcribimos las palabras en homenaje a Carlos Alberto Sacheri pronunciadas en el X Congreso del IPSA por Héctor H. Hernández, el sábado 14 de agosto de 1994, en La Cumbre.
Agradezco el honor que se me ha discernido de poder hablar en este Congreso recordando la figura de Carlos Alberto Sacheri. La primera imagen que tengo de él es su presencia como de un hermano mayor. Se nos presentaba como un compañero mayor en la Acción Católica. Como hombre de Iglesia; afable; un hombre de encuentro y no de choque; un hombre de natural consenso; ante todo constructor y sin realizar la figura del "denunciador". Todos nos enorgullecíamos de conocerlo, de poderle tutear. Pero, a la vez, no realizaba el estereotipo del "católico oficial". No era clerical. No usaba a la Iglesia. No era proclive a razonamientos como este: "es preferible callar pero ocupar nosotros los puestos y no el enemigo". [Como se sostiene hoy en las orientaciones éticas dominantes en nuestros medios sobre la ley de divorcio vincular: la posibilidad de que un juez católico pierda el cargo es considerada un mal suficiente para que aplicar la ley de divorcio vincular... ]. Carlos no suscribía las máximas del Viejo Vizcacha... al contrario, se vislumbraba en él una nobleza de Fierro... Un hombre noble', no lo que llaman "un aristócrata". Culto, fino, espiritual. Con cierto descuido de sí mismo. Que nos recuerda aspectos del retrato del magnánimo de Aristóteles: "los magnánimos parecen ser desdeñosos". (Ética nicomaquea, IV, III, versión Gómez Robledo, p. 50). No aparecía atemorizando o entusiasmando a todos con la prédica o la ostentación de una cruzada o revolución salvadora: "El magnánimo no corre al peligro por menguados motivos ni es amante del peligro, a causa de que son pocas las cosas
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que estima; pero sabe exponerse a grandes peligros. Y cuando está en el riesgo, no escatima su vida, estimando indigno vivir a todo trance"... "Ser altivo con los que están en dignidad y prosperidad, y afable con los de mediana condición... ". (Aristóteles, op. cit.). Pero hay cosas de esa descripción del Filósofo que parece no encajan. ¿Qué hay en el magnánimo de Aristóteles que no cuadra con Carlos? —Diríase que cuadra maravillosamente, salvo dos cosas: Carlos vivía de la investigación o la docencia, no tenía el buen pasar del prototipo del griego; y Carlos es cristiano. Todo aquello en que hay que cristianizar la magnanimidad aristotélica (v. gr. lo que dice del desprecio por los esclavos, el recordar los beneficios dados y no los recibidos, cierta ironía) no estaba en Carlos. El magnánimo de Aristóteles más —y menos— la pobreza, la humildad, la caridadCarlos no realizaba ese estereotipo del católico oficial y, en eso, se acercaba al nacionalismo, aunque no cumplía tampoco el estereotipo nacionalista anticlerical. No porque no tuviera, y agudo, el sentido crítico. Pero su amor por la Iglesia le impedía detenerse en la critica. Obras, y no lenguas, son amores. Carlos veía; sufría; amaba la Iglesia. El primer obispo de mi pago (Monseñor Silvino Martínez) decía que "el Obispo o es mártir o se condena". Eso de algún modo rige para todos, aunque haya trincheras especiales para el martirio. En rigor de verdad, cualquiera que se preocupa seriamente de que Dios impregne toda su vida de golpe se ve como instalado en "el frente del martirio". Tenemos la amarga experiencia de la defección de muchas —la mayoría— de las personas que llegan a cargos de relativa importancia. ¿Porqué, si eran gente recta y de buena doctrina? ¿Porqué aceptaron? — No. Porque se ataron al cargo e, insensiblemente, fueron convirtiendo los medios en fines. Se convierte en objetivo estratégico mantenerse en las ventajas, retrocediendo para luego poder avanzarPero no se avanza nunca, y se retrocede siempre. —Hay que estar dispuesto a irse; a perder; teniendo una exquisita bondad y flexibilidad y aparente laxitud para evitar los choques vanos, pero dispuesto en definitiva al desprendimiento. A la cruz, en fin. Al martirio de"hacer el loco"... porque la cruz —San Pablo lo
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dice—, es cosa de locos, es necedad... [pero] para "los que se pierden" (1 Cor., 1, 17)... "Porque la necedad divina es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad divina, más fuerte que la fuerza de los hombres", (ibídem). "Vedme aquí hecho un loco" (2 Cor. 12, 11). Con esta consigna, a partir de la mejor teología y de una meditación sobre la crisis de la unidad que es crisis de fe, desciende con maestría, y con conocimiento de la literatura del momento, a analizar la "guerra psicológica" en la Iglesia. Alegato doctrinal macizo; incisiva denuncia de los hechos, sin ahorrar algunos nombres. En todo la verdad; la discreción; el coraje; la caridad. Con el equilibrio de un santo. Pone su firma al pie. Como corresponde a un. combatiente cristiano. Para un pensador y escritor firmar es culminar el testimonio; es asumir la salida a la descubierta; es superar los respetos humanos; las falsas humildades; es ponerse en situación de verse asaltado por la tentación de sentirse corajudo. Las verdades son verdades se firmen o no. Pero no existe el testigo anónimo u oculto. El testigo es con nombre y apellido. El testigo es difícil de conseguir; los informantes abundan. En el testigo el juez funda la absolución o la condena. Carlos no hace un panfleto anónimo; hace un libro. No hace ostentación diciendo "aquí estamos" con un sello y se va de vacaciones. Dice, humilde, valiente y cristianamente "aquí estoy; firmado: Carlos Alberto Sacheri". Y sigue haciendo las cosas de todos los días. Testigo. Mártir. Porque mártir —dice Santo Tomás— significa testigo de la fe cristiana, la cual, según San Pablo, nos propone el desprecio de las cosas visible por las invisibles" (//-//, 124, 4c.) Publicada "La Iglesia Clandestina" nos dio la enseñanza de la utilización al máximo del libro en su presentación y difusión en todo el país, en una verdadera denuncia profética. En él, hombre de sentido común y sentido del ridículo, de ningún modo un exaltado o un sedicente iluminado, era particularmente doloroso y no le era connatural hacer el papel de fiscal. En su momento, le puso punto final a esta etapa. Me lo explicó... Sí que estaba dispuesto a "hacer el loco" por Cristo y su Iglesia. Pero no quería que el testimonio perdiera fuerza. Carlos era un modelo en comprender los matices de las realidades, los tiempos, las personas. Era prudente.
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Rescato otra enseñanza doctrinal suya que refiere a un punto que es verdadera "divisoria de aguas": la Cristiandad. Hoy desde fuera de la Iglesia se oye que no se puede ordenar la sociedad según la Religión porque eso sería... fundamentalismo. ¿Y desde dentro? —... También; desde adentro se dice lo mismo. Hemos oído bien: desde dentro se oye lo mismo que desde afuera. Carlos, por el contrario, enarboló la bandera doctrinal de "la Ciudad Católica Argentina", y no en vano era presidente de la institución "La Ciudad Católica". "La gran negación del neomodernismo progresista —y, añadamos nosotros, también la de todos aquéllos secularistas, laicistas, en definitiva 'ateos sociales" (que quitan el elemento religioso como integrante necesario del bien común político)— es la de la realidad y necesidad de la civilización cristiana, la ciudad católica, en frase de San Pío X. ¿Por qué ese desprecio y ese odio a la civilización cristiana? Porque aceptar su necesidad implica reconocer que todo el orden temporal debe estructurarse y conformarse a la ley de Cristo... Si el orden temporal no se edifica en el respeto del orden antural y de la ley de Dios fatalmente será edificado en contra de la ley natural y divina" (op. cit., po. 40/41)'
' —[Permítasenos una disgresión de actualidad: La Cristiandad, señores, está en ruinas. Pero tenemos piedras del edificio todavía. Desde las ruinas, en este asunto, se puede reconstruir. Aquí no valen las retiradas estratégicas ni los razonamientos consecuencialistas. Hay que aferrarse a sus piedras. En estos días nos tiraron abajo tres pedazos de la casa: la religión del Presidente; el juramento católico del Presidente; la obligación y el ideal y el símbolo de convertir los indígenas al Catolicismo. ¿Cuál ha sido la reacción de los que debieran ser defensores de la casa? —El silencio... Hemos querido defender la casa con el Dr. Morelli con un artículo redactado criticando la reforma de las cláusulas religiosas. Y nos ha sido devuelto sin publicar por "El Derecho", revista jurídica oficial de la Universidad Católica Argentina "Santa María de los Buenos Aires", porque el director, Germán José Bidart Campos, lo ha considerado "inoportuno" (sic)... ¿Inoportuno defender los artículos religiosos de la Constitución que se quieren derogar en el momento mismo en que se discute la eventual derogación?
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Carlos llegó al servicio de la comunidad política desde su preocupación apostólica y desde su profesión de filósofo. Por estudios, por profesión, por amor a la verdad y a las causas de la verdad y a dejarse invadir por ella. Carlos era filósofo. Era filósofo y era tomista. Pero no realizaba el estereotipo ni del filósofo ni del tomista. Del filósofo que si no habla difícil le parece que no es digno de su función; del que en vez de conocer la realidad parece limitarse a conocer libros. Del tomista que no enfrenta los problemas concretos para plantear y solucionar dudas concretas, sino que repite fórmulas. En ese perfil suyo del filósofo, de tomista y también de hombre de acción, propulsó la Sociedad Tomista Argentina y el Instituto de Fi : losofía Práctica. El Padre Meinvielle lo ponía como modelo: "fíjese —le decía á ü ñ común amigo— lo que hace el tomismo en quien se deja iluminar por él". Pudo haber dicho, enorgulleciéndose de su discípulo, y ése es el sentido según el testimonio recogido anteayer: "este joven es el tomismo encarnado..." El filósofo no desdeña usar el periodismo para enseñar, para predicar. Debía desarrollar un estilo directo, concentrar su sabiduría en la brevedad del trabajo en el diario "La Nueva Provincia". Sin perder de vista que cada artículo se inscribía en un plan mayor, que resultaba un verdadero tratado de doctrina social católica. Y así surgió, de colaboraciones periodísticas, "El Orden natural". El libro es un modelo, además de su método ágil, pues se lee con toda facilidad, del correcto modo de entender la Doctrina Social de la Iglesia. No como mera colección de textos pontificios; ni como una doctrina inventada por León XIII recién en 1891; ni como un medio de teorizar la justicia social y sus exigencias pero sin caer nunca en ejemplificaciones concretas, quemantes. (Ese método que da pie para que se la entienda como una especie de "opio de los pueblos"). Enfatizando "el orden natural", Carlos con todo derecho rescata y utiliza toda la tradición católica y aún al viejo Aristóteles. Él no neHemos podido publicar nuestra posición en la revista "La Ley", donde nos hemos dado el gran gusto y hemos tenido el honor de citar en favor de nuestra tesis a ese gran argentino que fue Manfred Schonfeld, defensor —sí, han oído bien, Sclionfeld, el judío, defensor, él sí, ¿cuántos dirigentes católicos con él?— de la religión del Presidente, defensor de una piedra del edificio de la Cristiandad...]
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cesita que haya una encíclica actual sobre cada tema social para poder abordar cada punto. Tiene una mente "toda católica" y con naturalidad una pluma aristotélica y cristiana, que asume toda la tradición del "orden natural y cristiano" y populariza la fórmula: "el orden natural". Con la misma simplicidad del pensador, que viaja periódicamente a Canadá o a Europa a dar clases en altos centros universitarios con las que alivia el presupuesto familiar anual, da permanentemente y por todas partes charlas a jóvenes de distintas edades, a los que congrega en su casa o en distintos lugares, y escribe "El orden natural" . Era un maestro. Sachen maestro. Sacheri profesor. El puesto al que se diría que naturalmente estaba llamado. En el cual podía rendir inmejorables frutos a la Argentina formando una escuela tomista de envergadura. Carlos estaba convencido de lo que enseñaba... sabía lo que enseñaba. Dejo, en esa tarea, ecos que no podemos terminar de evaluar nunca, que nos suelen llegar de aquí y allá... de los más impensados lugares. Convencido de lo que enseñaba. Convencido que la Tradición puede ser en serio y también temporalmente salvadora, el maestro es apóstol; ser apóstol es trasmitir una contemplación que desborda. Y el apóstol, nada maniqueo, en la búsqueda del bien y del bien común político se convierte en político. ¿Sacheri político? Si. Porque se ocupaba de las cosas de la Patria; conducía, influía, era causa del movimiento de muchos; era referencia para muchos. Nos reconocíamos en él. Era como una prenda o garantía; un aval. Un motor. Sacheri político; político periodista fieramente opositor en "Premisa"-, integrante del Movimiento Unificado Nacionalista Argentino; integrando mil actividades y proyectos; dándose lugar para todo; promoviendo, incitando., dirigiendo, aceptando, coordinando, animando. Sacheri el tejedor, reconstruyendo el tejido social de la Argentina. Cuando Platón quiere hacernos entender lo que es el político usa el ejemplo del tejedor: "Digamos, pues, que con todo esto queda concluido como tejido bien hecho ese algo que urde la acción política, cuando, tomando las características humanas de energía y moderación, la ciencia regia ensambla y une sus dos vida por medio de la
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concordia y la amistad, y realizando así el más excelente y magnífico de todos los tejidos, envuelve con él, en cada ciudad, a todo el pueblo... y, garantizando a la ciudad, sin fallos ni desfallecimientos toda la dicha de que ella es capaz, manda y gobierna". (Político, 311 c final). He dicho tejedor y no trencero o camandulero. Basta proyectar su ejemplo por sobre la política de todos los días para recuperar y como "respirar" el recto orden de las cosas. Tejedor. La sociedad como un complejo tejido era una idea muy cara a Carlos, predicador incansable en "La Ciudad Católica", (de la que era Presidente al morir), del principio de subsidiariedad. La sociedad mayor lruto de muchos dibujos menores. El principio de subsidiariedad, pero subordinado a la primacía de bien común político. A la prédica doctrinal unía su obra. Animador, tejía una red de relaciones en todo el país. Porteño, evidentemente; tampoco encarnaba el estereotipo del porteño, unía a los hombres del interior y de Buenos Aires. A cada uno le daba su lugar. Su dimensión física de "grandote", su mirada penetrante de hombre bueno, su poderío intelectual, se imponían como desde adentro; respetaba todos los liderazgos, todos los talentos. Escuchaba más que hablaba. No primaba por su elocuencia técnica, ni por temor, ni por interés. Tenía natural y suficiente elocuencia oratoria, pero toda ella ordenada al contenido; y el contenido al Bien. Que resplandeciera, nunca el yo, sino el Bien. Improvisaba con exactitud. Por los caminos y vocaciones de cada uno, ejercía una influencia clara en favor del bien común. De todas partes no se alejaba sin dejar las consignas adecuadas. Era el prototipo, no el estereotipo, del animador de la Ciudad Católica. Nadie tenía que optar por dejar lo bueno que hacía porque él viniera a proponerle algo mejor. Todos seguían en lo suyo y se reconocían en él como integrantes de un vasto movimiento católico, político, argentino. Todos nos sentíamos "mejorados"... Sin proponérselo construyó, realista empedernido del bien, un indiscutido pero no institucionalizado liderazgo. Muchos esperábamos lo que él dijera. Y estábamos dispuestos, pura y simplemente, a seguirlo. Teníamos con él una legítima esperanza temporal de construir un polo político con influencia para la restauración del tejido social. Los camaradas así lo comprendían; y los enemigos también. Vaya si lo
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comprendieron... Pero él ya no está. ¿Qué hacer nosotros, entonces, ahora? ¿Cómo no hacernos demasiado indignos de nuestro amigo y camarada? ¿Cómo tributar justicia a su memoria, y saldar nuestra deuda, y a la vez continuar su obra? —Estamos en deuda con su memoria. Si fuéramos auténticamente agradecidos y celosos cumplidores de nuestra tarea utilizando su ejemplo, nuestros institutos, centros, escuelas, instituciones de todo tipo, congresos, debieran llevar su nombre. Y debiéramos trabajar para que lo llevasen las calles, plazas, ciudades, lugares y acontecimientos de la Patria. Otra propuesta se me ocurre y es, pensando en su ejemplo, asumir una tarea que él en rigor no culminó. Aquélla a la que nos convocaba Castellani: "la inteligencia argentina tiene el deber sacro de pensar la Patria". Porque no se salva la Patria si no hay, a la vez que un gran amor, un conocimiento visceral de ella. No se hace reconstrucción social solamente con la universal Doctrina Social de la Iglesia. Porque es ella una doctrina universal, no le quitemos nada de su universalidad. Pero la política concreta es prudencia. Y la prudencia debe ser iluminada, no sólo por los principios y la ciencia, sino también por la historia, la geografía y la economía, que permiten formar una doctrina nacional adecuada a las circunstancias de tiempo y lugar. La premisa mayor de la doctrina social de la Iglesia; la premisa menor de la historia, la geografía y la economía patrias. La conclusión de una doctrina nacional. ¿Por qué, entre otras cosas y para los que se creen llamados a la tarea política y a la tarea del pensamiento, no organizar "congresos de la argentinidad", o congresos argentinos, donde trabajemos bajo el nombre, el ejemplo y el patronazgo de Sacheril El primero dedicado a él. (En rigor, el segundo, pues esta idea se copia del que se hizo destinado al P. Castellani el año pasado). Todo esto para habituarnos a pensar la Argentina, a iluminar un patriotismo no abstracto, universalista, deductivista, mediatizado, como a veces ocurre entre nosotros, sino bien concreto, visceral... argentino. En este sentido, y distinguiendo los niveles y los matices, intercalemos otra enseñanza suya que debemos rescatar: cuando escribe "La Iglesia clandestina" trabaja como teólogo, (aparte la dimensión denunciativa más concreta del libro), en un problema católico " °e dirige al interior de la Iglesia; cuando escribe "El orden natu-
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ral" da clases periodísticas escritas para todos, de doctrina social de la Iglesia; pero cuando tiene que aparecer en "Premisa" una propuesta política concreta no se queda en lo universal, y pide el trabajo de un irazustiano, de contenido económico de corte nacionalista "clásico"... Patriotismo concreto. ¿Por qué no hacer que no sea cierto el dicho del poeta: "La Patria en un dolor, que aún no tiene bautismo"? (Marechal). La Patria nos duele. Porque es la Patria. No nos duele por razones sólo sobrenaturales. O porque sea o haya sido cristiana. No sobrenaturalicemos el patriotismo de un modo tal que nos impida rescatar y valorizar las exigencias de la naturaleza; que nos impida construir junto a los verdaderos patriotas que, cuidado, no son sólo los cristianos. Y que nos haría mediatizar la defensa de los aspectos aparentemente menos espirituales de la Patria, que hay que estudiar y defender —¡vaya si no!— como la economía... Cristianicémosla. Pero cristianicémosla, con la gracia de Dios, toda. Y recibámosla como hijos, sin beneficio de inventario. Argentina, Argentinos. Nuestros enemigos troncharon abruptamente una esperanza argentina. Pero nos vino el don de su martirio. Martirio aceptado. En una cena con un amigo común previó con naturalidad, y aceptó, la posibilidad. Más adelante, se ve que vio ya la posibilidad más cercana. De no ser así, no hubiera tenido presente, pocos días antes, el seguro de vida con que pensó en su familia; y de no haberse vivido, aún inconscientemente, un ambiente de riesgo en la familia, difícilmente uno de sus hijos, muy menor, habría soñado como soñó, precisamente la noche antes, con el asesinato. Martirio preparado por martirios menores. Ante todo el de aceptar ese verdadero martirio del hombre filósofo, llamado a la docencia y a la investigación, que no se divierte deportiva ni socialmente cuando debe ocuparse de las cosas prácticas, de las reuniones, ...sobre todo de las reuniones... sino que siente escurrírsele torturantemente el tiempo para su tarea fundamental. Martirio. Doblemente martirio. En sentido estrictísimo, porque dio la vida por la fe: "Mártires significa testigos —enseña Santo Tomás—, puesto que con sus tormentos dan testimonio de la verdad hasta mo-
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rir por ella; no de cualquier verdad, sino de la verdad que se ajusta a la piedad, la cual nos ha sido dada a conocer por Cristo... Tal verdad es la verdad de fe, la cual, por lo tanto, es causa de todo martirio". {II-II, 124, 5) Y en un otro sentido, porque dio la vida por la Patria. Porque: "a la verdad de fe pertenece no sólo la creencia del corazón, sino la manifestación externa, que se hace tanto con palabras por las cuales se confiesa esa fe, cuanto por hechos por los que uno muestra sus creencia... Todas las obras virtuosas, en cuanto referidas a Dios, son manifestaciones de la fe, en la cual se nos hace saber que Dios las exige de nosotros y nos premia por ellas" (de nuevo Santo Tomás, loe. cit.) Y sigue diciendo el Maestro: "El bien de la república es el más alto entre los bienes humanos. Pero el bien divino, causa propia del martirio, es más excelente que el humano. Sin embargo, como el bien humano puede hacerse divino al referirse a Dios, cualquier bien humano puede ser causa del martirio en cuanto referido a Dios", (loe. cit., ad 3). Pensamos que la Argentina tiene en él a un mártir. No reconocido formalmente por la Iglesia. Y no sabemos si alguna vez será canonizado... No creo ni que el Episcopado, ni la diplomacia argentina, tengan alguna preocupación al respecto. Lo que puede ser, cuidado, muy explicable. Pero, ¿quién si no nosotros, aunque indignamente sus compañeros en la tarea; si nos proclamamos el movimiento de "la Ciudad Católica" que él presidió; si afirmamos y queremos defender la Cristiandad, por la que alcanzó la palma, debemos pensarlo y preocuparnos por el tema? —Este olvido en nosotros no es explicable, ni justificable. ¿Quién si no nosotros tenemos que recordarlo, recordar y hacerle justicia temporal a Carlos; pedir su canonización; y además pedir su intercesión. Pedirle el milagro de la Patria, el pan para sus hijos, la grandeza, la justicia, el milagro de la Cristiandad, de la ciudad católica? Carlos murió por Dios, por la Iglesia, por la Patria Argentina.
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Por Dios y por la PatriaVivir y dar la vida por Dios y por la Argentina fue la enseñanza más grande que nos dejara ese argentino católico, filósofo, profesor, periodista, escritor, político, animador de la Ciudad Católica, que fue nuestro amigo y cantarada Carlos Alberto Sacheri Héctor H. Hernández
Tenemos que perdonar Hacia la superación por el dolor. Mi nombre es José María Sacheri. Tengo treinta y cinco años. En 1974 tenía exactamente catorce años. Mi padre era Carlos Alberto Sacheri, Profesor de Filosofía. El se formó acá en la Argentina, pero se doctoró en Canadá en la Universidad Laval, Quebec. El fue allí profesor durante cuatro años, pero en el año 1967 regresó a la Argentina y se dedicó pura y exclusivamente a enseñar ya que fue profesor en la UBA, en la Facultad de Derecho y también en la Universidad Católica. Fue muerto por enseñar la verdad. Él era un pensador católico. Nunca empuñó un arma. Sus armas eran sus clases, sus artículos, sus libros, las mentes y corazones de sus alumnos. En definitiva, su grave pecado, fue ilustrar, enseñar y prevenir sobre lo que significaba el marxismo, el terrorismo...
Fue un domingo a la mañana temprano. Mi madre pasó a buscarnos a mi padre y a mis siete hermanos a la salida de misa y nos dirigimos hacia casa. Vivíamos en la avenida Libertador. Tuvo que detenerse para esperar a unos autos que venían por la contramano. Yo estaba distraído. Escuché un estampido muy fuerte y pensé instantáneamente, en décimas de segundo, que había estallado un petardo, ya que era 22 de diciembre, faltaban dos días para Navidad. Miré hacia la derecha y vi la cara de un hombre —el asesino— que hoy, pese a que han pasado más de veinte años, la tengo perfectamente grabada en mi mente. Iba en un Peugeot 504 celeste. Cuando de pronto escucho el grito de mi madre y veo a mi padre con la cabeza inclinada, sangrando y todos en derredor bañados en sangre. En el asiento de adelante íbamos mi madre con mi padre y Clara, la más pequeña de todos, que tenía entonces dos años, en su falda y yo del lado de la puerta. En el asiento trasero venían mis otros hermanos con unos amigos. Pues bien, enseguida llevaron a mi padre al Hospital de San Isi-
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JOSÉ MARIA SACHERI
dro y allí estuvo unas pocas horas en terapia intensiva, al cabo de las cuales murió. Para Navidad llegó una carta que recibió mi madre, donde sus asesinos se hacían cargo. Manifestaban ser del ERP (Ejército Revolucionario del Pueblo) 22 de Agosto. A esta altura del partido —pasaron más de veinte años— no podemos seguir revolviendo heridas. Quienes hemos sufrido esto durante muchos años, y aún hoy lo seguimos sufriendo, queremos por una cuestión de pudor guardar todo ese pasado. No forma parte de lo que tiene que estar viendo todo el mundo. Pasó hace muchos años y sufrimos mucho las consecuencias. Imaginase que yo tenía catorce años cumplidos tres días antes de que a mi padre lo mataran. Éramos siete hermanos, la más chica tenía dos. Mi padre no tenía chofer, e iba a su trabajo en tren. Es decir, podían haberlo matado en cualquier otro lugar; pero no, decidieron hacerlo con toda su familia, precisamente saliendo de misa, característica que a uno, con el tiempo, lo hace sentir bien. Cuando uno ha tenido un dolor tan profundo, dice: "No quiero que se vuelva a sacar a la palestra todo esto. Y esto, sea de un lado o del otro. No me cabe ninguna duda de que quien ha sufrido la desaparición de un hijo sufre y tiene un dolor que es común a todos. Con esto no estoy justificando una cosa ni la otra. Pero, cuando uno ve que, algunas personas, sacan a relucir esto como si fuera un partido de fútbol no le queda más que deducir que están usando a unas víctimas verdaderas y están ideologizando la cosa. Cuáles son los fines, no lo sé". Yo, en definitiva, lo que quiero decir es que tenemos que perdonar. Los que hemos sufrido el ataque de la subversión perdonamos. Y perdonamos con todo el dolor que significa. No podemos quedarnos con rencores esperando que, cada equis cantidad de años, se vuelva a sacar todo a flote. Un deber de cristianos, y es un deber para con nuestra Argentina: necesitamos perdonar. José María Sacheri
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