Candido - Voltaire

July 12, 2020 | Author: Anonymous | Category: Sincero, Amor
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Cándido o el opt1rn1srr10 VOLTAIRE

Traducción de María Teresa León

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Clásicos Losada Primera edición: febrero de 200 5 ©Editorial Losada, S A, 2004 Moreno 3362 - 1209 Buenos Aires, Argentina Viriaro, 20 - 2.8010 Madri_d, España T +34 914 45 71 65 F +34 914 47 05 73 ww\v.ediroriallosada .com Distribuido por Editorial Losada, S. L. Calleja de los Huevos, 1, .2º izda - 33003 Oviedo Impreso en la Argentina Título original: Candide ou l'optimisme Traducción del francés: h1aría Teresa León Tapa: Peter Tjebbes Maquetación: Taller dei Sur Queda hecho d depósito que marca la ley l í 723 Libro de edicióñ argentina Tirada: 3 .000 ejemplares

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2005 164 p.; 18 x 12 cm - (Biblioteca Clásica y Contemporánea. Clásicos Losada, 686)

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ISBN 950-03-0635-2 Traducido por Ma1ía Teresa León 1 Narrativa Francesa. l. León, Maria Teresa. II Título CDD 843

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Nota sobre la traducción

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CANDIDO O EL OPTIMISMO

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. NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN

Esta versión castellana de Cándido o el optimismo, de Voltaire, respeta en lo posible el uso de lo~ tiempos verbales que, con libertad y osadía, hizo en su época el autor. También quiere respetar esta versión el empleo de los signos de puntuación de las ediciones más antiguas y autorizadas, puntuación que no siempre concuerda con la que acepta hoy día la oficialidad de b lengua castellana.

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Cándido o el optirnisrno

Traducido del alemán por el doctor Ralph {Con las adiciones encontradas en el bolsillo del doctor, cuando murió en M.inden, el Año de Gracia 1759.)

Capítulo I Cómo fue educado Cándido en un hermoso castillo y cómo lo echaron de él

Había en la Vestphalia, en el castillo del señor barón de Thunder-ten-tronckh, un muchacho a quien la naturaleza había dado las costumbres más dulces. Su rostro anunciaba su alma. Su juicio era· bastante seguro, su espíritu muy simple; tal vez, por esta razón, le llamaban Cándido. Los viejos criados de la casa sospechaban que era hijo de la hermana del señor barón y de un honesto y buen gentilhombre de la vecindad, con quien la muchacha no quiso casarse nunca, porque no había podido probar él más que setenta y un cuartos,1 y porque el resto de su árbol genealógico se había perdido por la injuria del tiempo. El señor barón era uno de los más poderosos señores de la Vestphalia, porque su castiilo tenía una puerta y ventanas. El gran salón estaba adornado con un tapiz. Todos los perros de sus corrales formaban, si era necesario, una jauría; los palafreneros eran sus monteros; el vicario del pueblo, su gran limosnero. Todos le llamaban Monseñor, y reían cuando contaba sus historias. ' La señora baronesa, que pesaba alrededor de trescientas cincuenta libras, gozaba por ello de una con1 Los cuartos de nobleza representan la totalidad de los antepasa-

dos nobles de una persona, pertenecientes a la misma generación.

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sideración muy grande y hacía los honores de la casa con una dignidad que la hacía aún más respetable. Su hija Cunegunda, de diecisiete años de edad, era arrebatada de color, fresca, gorda y apetitosa. El hijo del barón parecía en todo digno de su padre. El preceptor Pangloss era el oráculo de la casa y el pequeño Cándido escuch::i_ba sus lecciones con toda la buena fe de su edad y de su carácter. Pangloss enseñaba la metafísico-teólogo-cosmolo-·nigología. Demostraba2 admirablemente que no hay efecto sin causa y que en éste, el mejor de los mundos posibles, el castillo del se_ñor barón era el más hermoso de los castillos y la señora la mejor de las baronesas imaginables. "Está demostrado, decía, que las cosas no pueden ser de otra manera, ya que, estando hechas para un fin, todo conduce necesariamente hacia el mejor fin posible. Notad bien que las narices fueron hechas para llevar anteojos, así pues "'tenemos anteojos. Las piernas fueron visiblemente hechas para ser calzadas, y tenemos las calzas. Las piedras fueron hechas para ser talladas y para hacer castillos, por eso monseñor tiene un hermoso castillo; el barón más grande de la provincia debe ser el que esté mejor alojado; y los cer-· dos fueron hechos para ser comidos, y por eso comemos puerco todo el año. En consecuencia, los que han dicho que todo está bien han dicho una tontería; hubieran debido decir qhe todo es lo mejor posible." Cándido escuchaba atentamente, e inocentemente 2 Voltaire se burla aquí y en toda esta obra de la filosofía de I.eib-· niz (1646-1716).

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lo creía; ya que encontraba a la señorita Cunegunda muy hermosa, aunque no hubiese tenido nunca el atrevimiento de decírselo. Pensaba que después de la dicha de haber nacido barón de Thunder-tentronckh, el segundo grado de la felicidad era ser la señorita Cunegunda; el tercero, verla todos los días; y el cuarto, escuchar al maestro Pangloss, el más gran filósofo de la provincia, y por tanto de toda la tierra. Un día, Cunegunda, paseándose cerca dei castíllo, en el pequeño bosque que llamaban el parque, vio entre la maleza al doctor Pangloss dandb una lección de física experimental a la camarera de su madre, morenita, muy bonita y muy dócil. Como la señorita Cunegunda tenía una gran disposición para las ciencias, observó, sin respirar~ las expeüencias reiteradas de las que era testigo; y vio con claridad la razón suficiente del doctor, les efectos y las causas, y se volvió muy agitada, pensativa, llena de deseos de ser sabia, so· ñando que ella podría muy bien ser la razón suficiente del joven Cándido 5 que también podía ser la suya. Al regresar hacia el castillo, se encontró con Cándido y enrojeció; Cándido enrojeció también; ella le dijo buenos días con la voz entrecortada, y Cándido habló sin saber lo que dedaº Al día siguiente después de, comer, al levantarse de la mesa, Cunegunda y Cándido se encontraron detrás de un biombo; Cunegunda dejó caer su pañuelo, Cándido lo recogió, ella le tomó inocentemente la mano, el joven besó ino·· centemente la mano de la muchacha con una vivacidad, una sensibilidad, una gracia muy particular; sus bocas se encontraron, sus ojos se inflarnaron, sus ro dillas temblaron, sus manos se extraviaronº El señor

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barón de Thunder-ten-tronckh pasó cerca del biombo, y, viendo aquellas causas y aquellos efectos, echó del castillo a Cándido dándole patadas en el trasero; Cunegunda se desvaneció; fue abofeteada pot la señora baronesa cuando volvió en sí; y todo fue consternación en el más bello y agradable de los castillos posibles.

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Capítulo U Lo que le sucedió a Cándido entre los Búlgaros

Cándido, expulsado del paraíso terrestre, anduvo largo tiempo sin saber por dónde, llorando, levantando los ojos al cielo, volviéndolos muchas veces hacia el más hermoso de los castillos que encerraba a la más bella de las baronesas; se acostó sin cenar en medio de los campos entre dos surcos; la nieve caía en gruesos copos. Cándido, helado, se arrastró al día siguiente hacia el pueblo más próximo, que se llamaba Valdberghoff-trarbk-dikdorff, sin dinero, muriéndose de hambre y de cansancio. Se detuvo tristemente a la puerta de una taberna. Dos hombres, vestidos de azul,3 lo observaron: "Camarada, dijo uno de ellos, he ahí un muchacho bien formado y que tiene la talla requerida." Avanzaron hacia Cándido y le rogaron muy amablemente que comiese con ellos, "Señores, ies dijo Cándido con encantadora modestia, me hacéis mucho honor, pero yo no tengo con qué pagar mi parte. -¡Ah! Sejior, le dijo uno de los azules, las personas con vuestra figura y vuestro mérito no pagan nunca nada: ¿no tenéis cinco pies y cinco pulgadas de alto? -Sí, Señores, ésa es mi talla, dijo haciendo una reverencia. -¡Ah!, Señor, sentaos a la mesa; no solamente noso3 Cándido fue publicado durante la guerra de los Siete Años, 1756-1763.. Los reclutadores prusianos iban de azul

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tros pagaremos, sino que no consentiremos jamás que a un hombre así le falte dinero; los hombres estamos hechos para socorrernos los unos a los otros. ·-Tenéis razón, dijo Cándido; es lo que el señor Pangloss me ha dicho siempre, y veo que todo es para mejor." Le rogaron que aceptara algunos escudos, los tomó y quiso firmar recibo; no quisieron y se sentaron a la mesa: "¿No amáis tiernamente? ... -¡Oh, sí!, respondió, amo tiernamente a la señorita Cunegunda. --No, dijo uno de los señores, os preguntamos si amáis tiernamente al rey de los Búlgaros. --·Para nadá, qijo, porque jamás lo he visto. -¡Cómo!, es el más encantador de los reyes, y hay que beber a su salud. --Con mucho gusto, Señores"; y bebe. "Ya es bastante, le dicen, ya sois el apoyo, el sostén, el defensor, el héroe de los Búlgaros; vuestra fortuna está hecha, y asegurada vuestra gloria." Inmediatamente le ponen en los pies las espuelas, y lo llevan al regimiento. Lo h;i.cen andar a la derecha, a la izquierda, alzar la baqueta, 4 bajar la baqueta, echarse cuerpo a tiena, tirar~ dob_lar el paso, y le dan treinta bastonazos; al día siguiente hace las maniobras menos mal, y no recibe más que veinte golpes; al otro día no le dan más que diez, y sus camaradas lo miran como a un prodigio. Cándido, muy asombrado, no acertaba a comprender bien por qué era un héroe. Amaneció un día hermoso de pr;imavera y se fue a pasear, echándose a andar en línea recta, creyendo que era un privilegio de la especie humana, tanto como de la especie animal, el servirse a su antojo de las piernas. No había 4 La baqueta del fusil servía para introducir la pólvora en el cañón.

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hecho dos leguas cuando se encontró con otros cua.tro héroes de seis pies que lo alcanzan, lo ligan, lo meten en un calabozo. Le preguntaron jurídicamente qué era lo que más le gustaba, si ser azotado treinta y ~eis veces por todo el regimiento o recibir de una vez doce balas de plomo en el cerebro. De nada le valió decir que las voluntades son libres, y que no deseaba ni lo uno ni lo otro, tenía que elegir; y se decidió, en ~irtud de un don de Dios que se llama libertad, a pasar treinta y seis veces por los palos; hizo dos pasadas. El regimiento era de dos mil hombres; lo que sumaba cuatro mil golpes que, desde la nuca y el cuello hasta el culo, le descubrieron los músculos y los nervios. Cuando iban a proceder a la tercera pasada, Cándido, no pudiendo ya más, pidió como gracia que tuvieran la bondad de romperle la cabeza; y obteniendo ese favor le vendan los ojos y le ponen de rodillas. El rey de los Búlgaros, pasando en ese momento, se informa del crimen del paciente; y, como era un rey in teligente, comprendió, por todo lo que le dijeron de Cándido, que éste era un joven metafísico, muy ignorante de las cosas de este mundo, y le concedió su gracia con una clemencia que será alabada en todos los periódicos y por todos los siglos. Un bravo cirujano curó a Cándido en tres semanas con los emolientes enseñados por Dioscórides. Ya tenía un poco de piel, y podía caminar, cuando el rey de los Búlgaros libró batalla al rey de los Ábaros.s

5 Los Ábaros, pueblo escita, representan aquí a los franceses; los Búlgaros son los prusianos .

Capítulo III Cómo Cándido se escapó de los Búlgaros, y lo que le ocurrió

Nada tan hermoso, tan ágil, tan brillante, tan bien ordenado como aquellos dos ejércitos. Las trompetas, los pífanos, los oboes, los tambores, los cañones, formaban tal armonía como no la hubo jamás en el infierno. Los cañones derribaron primero cerca de seis mil hombres de cada lado; luego la mosquetería sacó del mejor de los mundos alrededor de nueve o diez mil bribones que infectaban su superficie. La bayoneta fue también la razón suficiente de la muerte de algunos millares de hombres. El total podía muy bien subir a unas treinta mil almas. Cándido, que temblaba como un filósofo, se escondió lo mejor que pudo dlfrante esta heroica carnicería. -Al fin, mientras los dos reyes hacían cantar el Te Deum cada uno en su campo, él tomó la decisión de irse a razonar a otra parte acerca de los efectos y las causas. Pasó primero sobre un montón de muertos y de moribundos, y alcanzó un pueblo vecino, todo cenizas; era una aldea ábara que los Búlgaros habían quemado, según las leyes del derecho público. Aquí los ancianos acribillados' a golpes miraban morir a sus mujeres degolladas, que sostenían sus niños en los pechos ensangrentados; allá las hijas con el vientre abierto después de haber saciado los deseos naturales de algunos héroes rendían su último suspiro; otras, a 2I

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medio quemar, gritaban que ies diesen la muerte. Los sesos estaban esparcidos sobre la tierra entre brazos y piernas cortadas. Cándido huyó lo más rápidamente posible a otro pueblo: éste pertenecía a los Búlgaros, y los héroes ábaros lo habían tratado igual. Cándido, pasando siempre sobre miembros palpitantes o a través de ruinas, llegó al fin fuera del teatro de la guerra, con algu nas pocas provisiones en su saco, y sin olvidar nunca a la señorita Cunegunda. Las provisiones le faltaron al llegar a Holanda; pero, habiendo oído decir que en ese país todo el mundo es rico; y que eran cristianos, no dudó de que sería tratado tan bien como en el castillo del señor barón antes de que lo echasen por los bellos ojos de la señorita Cunegunda. Pidió limosna a varios graves personajes, que le respondieron que, si continuaba ejerciendo ese oficio, lo encerrarían en la casa de corrección para enseñarle a vivir. • Se dirigió entonces a un hombre que acababa de hablar, él solo, una hora seguida sobre la caridad ante una gran asamblea. El orador lo miró de reojo y le dijo: ¿Qué venís a hacer aquí? ¿Estáis por la buena causa? -No hay efecto sin causa, respondió modestamente Cándido, todo está necesariamente encadenado y arret:;lado para lo mejor. Tenían que echarme del l

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jandría revendida a Esmirna, de Esmirna a Constantinopla. Al fin, pertenecí a una agá de ienízaros18 oue pronto fue encargado de ir a defender Azof contra los Ru~os que la sitiaban. "El agá, que era un hombre galante, llevó consigo todo su serrallo, y nos alojó en un pequeño fuerte sobre las Palus-Meótides, guardado por dos eunucos negros y veinte soldados. Matamos una cantidad prodigiosa de Rusos) pero ellos nos la devolvieron. Azof fue puesto a fuego y sangre y no perdonaron ni sexo ni edad; quedó sólo nuestro pequeño fuerte y los enemigos quisieron rendirnos por hambre. Los veinte jenízaros habían jurado no rendirse. Los extremos del hambre a que se vieron reducidos los llevó a comerse a nuestros dos eunucos, ante el miedo de violar su juramento. Al cabo de algunos días, resolvieron comerse a las mujeres. "Había con nosotros un imán muy piadoso y muy compasivo que les hizo un bello sermón con el cual les persuadió a no matarnos del todo. 'Cortad solamente una nalga de cada una de esas damas y tendréis buena comida; si os hace falta más, aún tendréis otro tanto dentro de algunos días; el cielo os agradecerá acción tan caritativa y seréis socorridos.' "Era muy elocuente; les persuadió. Hicieron esa operación horrible. El imán nos aplicó el mismo bálsamo que se a plica a los niños después de ser ~ircun­ cidados. Nos sentíamos morir~ todas. "Apenas los jenízaros concluyeron la comida que les habíamos procurado, los Rusos llegaron sobre ~

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Temible infantería turca .

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barcazas. No se salvó ni un jenízaro. Los Rusos no hicieron caso alguno del estado en que estábamos. Pero en todas partes hay cirujanos franceses: uno de ellos, que era muy hábil, cuidó de nosotras; nos curó y me acordaré toda la vida de que, cuando se cerraron mis llagas, me hizo proposiciones. Por lo demás, nos dijo a todas que nos consoláramos, asegurándonos que en muchos asedios habían sucedido cosas como ésta y que era la ley de la guerra. "En cuanto mis compañeras pudieron andar, las hicieron ir a Moscú. Yo ql!edé con un boyardo que me hizo jardinera suya, y que me daba veinte fustazos cada día. Pero siendo este señor sometido al suplicio de la rueda, al cabo de dos años, con unos treinta boyardos, por alguna intriga de palacio, aproveché esta aventura, huí, crucé toda Rusia; fui sirvienta mucho tiempo en una taberna de Riga, después en Rostock, en Vismar, en Leipsick, en Cassel, en Utrecht, en Leyden, en La Haya, en Rotterdam. Envejecí en la miseria y en el oprobio, sin tener más que medio trasero, recordando siempre que era hija de un papa. Quise matarme cien veces, pero amaba aún la vida. Esta ridícula debilidad es tal vez una de nuestras incl inaciones más funestas, ya que ¿puede haber nada más tonto que el empeñarse en llevar a cuestas un fardo del que siempre queremos descargarnos? ¿Sentir horror por· su ser y aferrarse a él? En fin ¿acariciar la serpiente que nos devora, hasta que nos coma el corazón? "En los países que la suerte me ha hecho recorrer y en las tabernas que he servido, he visto un número prodigioso de personas que execraban su existencia, pero solamente he visto doce que hayan puesto fin 60

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voluntariamente a su miseria: tres negros, cuatro ingleses, cuatro Ginebrinos y un profesor alemán de nombre Robeck. Terminé por ser criada en casa del judío don Issacar; él me puso cerca de vos, mi bella Señorita; estoy atada a vuestro destino y me he ocupado más de vuestras aventuras que de las mías. Yo nunca os habría hablado de mis desgracias si no hu-· bieseis insistido y si en un barco no fuese costumbre esto de contar historias para no aburrirse. En fin, Se-· ñorita, tengo experiencia, conozco el mundo; concedeos el placer de pedir a cada pasajer'o que os cuente su historia; si hay uno solo que no haya maldecido con frecuencia su vida, que no se haya dicho a sí mismo que era el más desgraciado de los hombres, arrojadme de cabeza al mar."

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Capítulo XIII Cómo obligaron a Cándido a separarse de la bella Cunegunda y de la vieja

. La bella Cunegunda, después de oír la historia de la vieja, le hizo todas las cortesías debidas a una persona de su rango y mérito. Aceptó la proposición y pidió a todos los pasajeros que uno por uno le contasen sus aventuras. Cándido y ella convinieron en que la vieja tenía razón. "Es una lástima, decía Cándido, que el sabio Pangloss haya sido colgado contra la costumbre en un auto de fe; nos hubiera dicho cosas admirables sobre el mal físico y sobre el mal moral que cubren la tierra y el mar, y yo me sentiría con bastante fuerza como para atreverme a hacerle respetuosamente algunas objeciones." A medida que contaba cada uno su historia, avanzaba el navío. Atracaron en Buenos Aires. Cunegunda, el capitán Cándido y la vieja fueron a ver al gobernador, Don Fernando de Ibaraa, y Figueora, y Mascarenes, y Lampourdos, y Souza. Este señor tenía el orgullo lógico de un hombre que tantos apellidos llevaba. Hablaba a los otros con el desdén más de manoble, levantando la nariz tan alto, alzando , nera tan sin piedad la voz, con un tono tan autoritario, afectando una actitud tan altanera que todos los que le saludaban sentían la tentación de pegarle. Amaba a las mujeres furiosamente. Cunegunda le pareció lo más bello que jamás hubiera visto. La pri-

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mera cosa que preguntó fue si era la mujer del capitán. El aire con que hizo esta pregunta alarmó a Cándido: éste no se atrevió a decirle que era su mujer, porque en realidad no lo era; no se atrevió a decirle que era su hermana, porque tampoco lo era y aunque esta mentira oficiosa había estado muy a la moda entre los antiguos 19 y, aunque pudiera ser útil a los modernos, su alma era demasiado pura para traicionar la verdad. "La Señorita Cunegunda, dijo, ha de hacerme el honor de casarse conmigo y suplico a Vuestra Excelencia que nos case." Don Fernando de Ibaraa, y Figueora, y Mascarenes, y Lampourdos, y Souza, levantando sus bigotes, sonrió amargamente y ordenó al capitán Cándido que revistase su compañía. Cándido obedeció y el gobernador se quedó con la señorita Cunegunda. Le declaró su pasión, le aseguró que al día siguiente se casarían por la Iglesia o como sus encantos quisiesen. Cunegunda pidió Ún cuarto de hora para meditarlQ, para consultar a la vieja y decidir. La vieja dijo a Cunegunda: "Señorita, tenéis setenta y dos cuartos, y ni un céntimo; de vos depende ser la esposa del más grande señor de la América meridional, que tiene unos hermosos bigotes. ¿Por ventura os preciaréis de una fidelidad a toda prueba? Habéis sido violada por los Búlgaros; un Judío y un inquisidor han gozado vuestras gracias: la desgracia tiene sus derechos. Yo confieso que, si me encontrase en vuestro lugar, no tendría ningún escrúpulo en casarme con el gobernador y hacer la fortuna del ca19 Abraham y Sarah, Isaac y Rebeca .

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pitán Cándido." Mientras la vieja hablaba con toda la prudencia que dan los años y la experiencia, vieron entrar un barco pequeño en el puerto; en él ve-· nían un alcaide y unos alguaciles. He aquí lo que había ocurrido. La vieja había adivinado muy bien que era un acaudalado fraile franciscano quien había robado el dinero y las alhajas de Cunegunda en la ciudad de Badajoz, cuando aquélla huía precipitadamente con Cándido. Este fraile quiso vender algunas piedras a un joyero. El joyero reconoció que eian las del gran inquisidor. El fraile, antes de ser colgado, confesó que las había robado e indicó las personas y el camino que cogieron. La huida de Cunegunda y Cándido ya era conocida. Los siguieron hasta Cádiz; enviaron, sin perder tiempo, un barco a perseguirlos. El barco ya estaba en el puerto de Buenos Aires. Se ex-· tendió la noticia de que un alcaide iba a desembarcar, y que se perseguía a los asesinos del señor gran inquisidor. La prudente vieja vio en un instante todo lo que había que hacer. "No podéis huir, dice a Cunegunda, y nada tenéis que temer; no fuisteis vos quien mató a monseñor; y, por otra parte, el gobernador os ama y no admitiría que os maltratasen: quedaos." Luego corre a Cándido: "Huid, le dice, o antes de una hora seréis quemado." No había minuto que perder; pero ¿cómo separarse de Cunegunda, y dónde refugiarse? ,

Capítulo XIV Cómo Cándido y Cacambo fueron acogidos por los jesuitas del Paraguay

Cándido había llevado consigo desde Cádiz un criado como se encuentran muchos en las costas de España y en las colonias. Era un cuarto de español, nacido de un mestizo en Tucumán; h~bfa sido niño de coro, sacristán, marinero, fraile, agente, soldado y lacayo. Se llamaba Cacambo y quería mucho a su amo, porque su amo era un hombre muy bueno. Ensilló rápidamente los dos caballos andaluces. "Vamos, amo mío, sigamos el consejo de la vieja. Partamos y corra·mos siu mirar hacia atrás." Cándido lloró: "¡Oh, mi querida Cunegunda! Tener que abandonaros justa· mente cuando el señor gobernador iba a celebrar nuestras bodas. Cunegunda, traída de tan lejos, ¿qué será de vos? --Será lo que ella pueda, dijo Cacam bo. Las mujeres no se desalientan nunca; Dios provee; corramos. "--¿Adónde me llevas? ¿Adónde vamos? ¿Qué haremos sin Cunegunda?, decía Cándido. -Por Santiago de Compostela, dijp Cacambo, ibais a hacer la guerra a los jesuitas; ahora la haremos por ellos; conozco bastantes caminos y os llevaré a su reino, estarán encanta dos de tener un capitán que hace la maniobra a la búlgara; haréis una fortuna prodigiosa; cuando no hay satisfacción en un mundo se ia encuentra en otro. Es un gran placer ver y hacer cosas nuevas.

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"-Entonces ¿tú ya has estado en Paraguay?, dijo Cándido. -Verdaderamente sí, dijo Cacambo; yo he s·ido cocinero en el colegio de la Asunción y conozco e1 gobierno de Los Padres como conozco las calles de Cádiz. Es cosa admirable ese gobierno. El reino tiene ya más de trescientas leguas de diámetro y está dividido en treinta provincias. Los Padres tienen todo y el pueblo nada; es la obra maestra de la razón y la justicia. Para mí no hay Eada más divino que Los Padres, que aquí hacen la guerra al rey de España y al rey de Portugal y que en Europa los confiesan; que aquí matan a los españoles y en Madrid los envían al cielo: me encanta; sigamos; vais a ser el más feliz de los hombres. ¡Qué placer para Los Padres cuando sepan que les llega un oficial que sabe hacer la maniobra a la búlgara!" En cuanto llegaron a la primera barrera, Cacambo dijo al primer centinela que un capitán quería hablar con el señor comandante. Fueron a advertírselo alcentinela mayoL Un oficial paraguayo corrió a los pies del comandante para comunicarle la nueva. Cándido y Cacambo fueron desarmados primero, luego les quitaron sus dos caballos andaluces. Los dos extranjeros pasan entre dos filas de soldados; el comandante espera ba al final, con el sombrero de tres picos en la cabeza, arremangada la sotana, la espada al costado, el espontón en la mano. Hizo un gesto; inmediatamente veinticuatro soldados rodean a los recién venidos. Un sargento les dice que esperen, porque el comandante no les puede hablar~ que el reverendo padre provincial no permite que ningún Español abra la boca más que en su presencia, ni que se quede más de tres horas en el país. "Pero, dijo Cacambo, ¿dónde está el reve68

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rendo padre provincial? -Está en la parada, después de 11'.l ber celebrado la misa. resoondió el sarQ:ento. v no podréis besar sus espuelas hasta dentro de tres horas. -Pero, dijo Cacambo, el señor capitán, que muere de hambre como yo, no es Español, es Alemán. ¿No podríamos almorzar mientras esperamos a Su Reveren cia?" El sargento inmediatamente fue a dar cuenta de estas palabras al comandante: "¡Dios sea loado!) dijo este señor. Puesto que es Alemán yo puedo hablar con él. Que lo lleven a mi cenador". Inmediatamente condujeron a Cándido a un lugar cubierto de verde, c..dornado de columnas de mármol verde y oro y de enrejados que encerraban loros, colibríes, pájaros mosca, gallaretas y todas la aves más raras. Un excelente almuerzo esperaba preparado en bandejas de oro, y mientras los Paraguayos comían el maíz en platos de madera, en pleno campo, bajo el ardor del sol, el reverendo padre comandante entró en el cenador. Era un hombre muy hermoso, joven, de rostro lleno, bastante blanco, de buen color, cejas altas, ojos vivos, orejas rojas, labios encarnados, aire altivo, pe-· ro de una altivez que no era la de un Español ni la de un jesuita. Devolvieron a Cándido y a Cacambo las armas que les habían quitado, y también los dos caballos andaluces. Cacambo, les hizo comer la avena cerca del cenador sin perder1os de vista por temor a cualqmer sorpresa. Cándido besó primero el borde de la sotana del comandante, después se sentaron a la mesa. "Entonces ¿sois Alemán?, le preguntó el jesuita en esa lengua -Sí, mi Reverendo Padre", dijo Cándido. El uno y el otro, _LJ,.....-

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al pronunciar estas palabras, se miraban con extremada sorpresa y una emoción de la cual no eran dueños. "¿Y de qué región de Alemania sois?, dijo el jesuita. --De la sucia provincia de Vestphalia, dijo Cándido: he nacido en el castillo de Thunder-ten-tronckh. -¡Oh cielos! ¿Será posible?, gritó el comandante. -¡Qué milagro!, gritó Cándido. -¿Seríais vos?, dijo el comandante. -No es posible-, dijo Cándido. Y los dos se dejan caer~ se abrazan, vertiendo torrentes de lágrimas. "¡Entonces! ¿Seríais vos, mi Reverendo Padre? ¡Vos, el her-· mano de la bella Cunegunda! ¡Vos, el que fuisteis muerto por los Búlgaros! ¡Vos, el hijo del señor barón! ¡Vos, jesuita en el Paraguay! Hay que admitir que este mundo es cosa extraña. ¡Oh, Pangloss! ¡Pangloss! ¡qué bien os sentiríais si no os hubiesen colgado!" El comandante hizo retirar los esclavos negros y los Paraguayos que servían de beber en vasos de cristal de roca. Dio gracias a Dios y a San Ignacio mil veces; es-· trechaba entre sus brazos a Cándido; sus rostros estaban llenos de lágrimas. "Más asombrado estaríais, di-· jo Cándido, más enternecido, más fuera de vos mismo, si os dijese que la señorita Cunegunda, vuestra hermana, que creéis desventrada, goza de buena salud. -¿Dónde está? -Cerca, en casa del gobernador de Buenos Aires; y yo que venía para haceros la guerra." Cada palabra que pronunciaban en esta larga conversación, acumulaba prodigio sobre prodigio. Sus almas volaban íntegras sobre sus lenguas, estaban atentas en sus oídos y resplandecían en sus ojos. Como eran Alemanes, permanecieron largo tiempo en la mesa, esperando al reverendo padre provincial; y el comandante habló así a su querido Cándido. 70

Capítulo XV e

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Cómo Cándido mató al hermano de su querida Cunegunda

"Toda mi vida tendré presente en mi memoria aquel día horrible en que vi matar a mi padre y a mi madre, y violar a mi hermana. Una vez retirados los Búlgaros no se pudo encontrar a mi hermana adora-· ble, y pusieron a mi madre en una carreta, con mi pa dre y conmigo, dos criados y tres niños degollados, para llevarnos a enterrar a una capilla de jesuitas situada a dos leguas del castillo de mis padres. Un jesuita nos echó agua bendita, horriblemente salada, y algunas gotas entraron en mis ojos; el padre se dio cuenta de que mis párpados se movían un poco; puso la mano sobre mi corazón y lo sintió palpitar; me socorrieron y, al cabo de tres semanas, no me quedaban rastros. Ya sabéis, mi querido Cándido, que yo era muy hermoso, y cada día lo era más; así que el reverendo padre Croust, superior de la casa, sintió por mí la más tierna amistad; me dio el hábito de novicio y, algún tiempo después, fui enviado a Roma. El padre general necesitaba una quinta de jóvenes jesuitas alemanes. Los soberanos del Paraguay reciben el menor número posible de jesuitas españoles; les gustan mucho más los extranjeros, de los que se creen más dueños. Yo fui juzgado por el reverendo padre general apto para trabajar en esta viña. Partimos un Polaco, un Tirolés y yo. Al llegar me honraron con 71

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un subdiaconato y un tenientazgo. Hoy soy coronel y sacerdote. Recibimos valientemente las fuerzas del rey de España. Yo os respondo de que serán excomulgadas y vencidas. La Providencia os manda aquí para ayudarnos. Pero ¿es realmente cierto que mi querida hermana Cunegunda está cerca de aquí, en casa del gobernador de Buenos Aites?" Cándido le aseguró, jurándoselo, que nada era más cierto. Sus lágrimas comenzaron otra vez a correr. El barón no podía dejar de abrazar a Cándido. Le ·llamaba su hermano, su salvador. "¡Ah!, quizás, le dijo, podamos entrar juntos, querido Cándido, como vencedores en la ciudad y recobrar a mi hermana Cunegunda. -Eso es lo que deseo, respondió Cándido, porque esperaba casarme con ella y lo espero todavía. --¡Qué insolente!, contestó el barón. ¡Tendríais la impudencia de casaros con mí hermana que tiene escudo de setenta y dos cuartos! ¡Me parecéis demasiado atrevido al hablarme de plan tan temerario!" Cándido, petrificado ante tal discurso, le respondió: "Mi Reverendo Padre, todos los cuartos del mundo no son nada. Yo he sacado a vuestra hermana de los brazos de un judío y de un inquisidor; dla me debe bastante y quiere casarse. El maestro Pangloss me ha dicho siempre que los hombres son iguales y seguramente me casaré con ella. -¡Eso ya lo veremos, bellaco!", dijo el jesuita barón de Thunder-ten-tronckh, y al mismo tiempo le dio en el rostro un golpe de plano con su espada. Cándido en un instante saca la suya y la hunde hasta la empuñadura en el vientre del barón jesuita; pero, al retirarla toda humeante, se puso a llorar. "¡Ay, Dios mío!, dijo, he matado a mi antiguo maes72

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rro, mi amigo, mi cuñado. Soy el mejor hombre del mundo y ya he matado a tres hombres, entre ellos a dos sacerdotes." Cacambo, que hacía de centinela en la puerta del cenador, corrió. "No nos queda más que vender ca-· ra nuestra vida, le dijo su amo: seguramente van a entrar en el cenador y hay que morir con las armas en la mano." Cacambo, que ya había visto otras muchas, no perdió la cabeza; cogió el hábito de jesuita que llevaba el barón, lo puso sobre el cuerpo de Cándido, le dio el bonete cuadrado del muerto y le hizo montar a caballo. Todo esto sucedió en un cerrar y abrir de ojos. "Galopemos, mi amo. Todo el mundo os tomará por un jesuita que va a dar órdenes, y podremos pasar las fronteras antes de que corran de-· trás de nosotros." Y volaba ya al pronunciar estas palabras, gritando en español: "Paso, paso al reve-· rendo padre coronel."

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Capítulo XVI Lo que les sucedió a los dos viajeros con dos muchachas~ dos monos y los salvajes llamados .. ore¡ones

Cándido y su criado pasaron las barreras antes que nadie en el campo supiera de la muerte del jesui-· ta alemán. El prudente Cacambo había tenido la precaución de llenar su saco de pan, @e chocolate, de jamón, de frutas y algo de vino. Con sus caballos andaluces entraron en un país desconocido, donde no descubrieron camino ninguno. AJ fin, una hermosa pradera, toda cortada de arroyos, se presentó ante ellos. Nuestros dos viajeros hacen pastar a sus caballos. Cacambo propone a su amo que coman y le da el ejemplo. "¿Cómo quieres tú, le decía Cándido, que coma jamón cuando he matado al hijo del señor barón y me veo condenado a no ver más en mi vida a la señorita Cunegunda? ¿Para qué me serviría el prolongar mis días miserables, si tengo que transcurridos lejos de ella entre remordimientos y desesperación? ¿Y qué dirá el periódico de Trévoux? "20 Hablando así, no dejaba de comer. El sol se escondía. Los dos extraviados oyeron unos chillidos que parecían ser de mujeres. No sabían si los gritos eran de dolor o de alegría, pero .se levantaron preci·· pitadamente con la inquietud y' la alarma que despierta todo en un país desconocido. Estos clamores 20 Periódico de los jesuitas.

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provenían de dos muchachas desnudas que ligeramente corrian por el borde del prado, mientras dos monos les mordían las nalgas. Cándido sintió piedad; había aprendido a disparar con los Búlgaros y era capaz de pegarle a una nuez en un matorral sin tocar las h ojas. Agarra su fusil español de doble disparo, tira, y mata a los dos monos. "¡Dios sea alabado, mi buen Cacambo! He librado a esas dos pobres criaturas de un gran peligro; y si he cometido pecado matando un inquisidor y un jesuita, bien lo he reparado salvando lá vida de dos muchachas. Puede que sean dos señoritas de alta condición, y esta aventura me procure grandes ventajas en este país." Iba a continuar~ pero su lengua quedó paralizada cuando vio a las dos muchachas abrazar tiernamente a los dos monos, cubriendo de lágrimas sus cuerpos y llenando el aire de gritos dolorosos. "No esperaba tanta bondad de alma", dijo al fin a Cacc;mbo, el cual le replicó: "Bella obra maestra habéis logrado, amo mío. Habéis matado a los dos amantes de esas señoritas. -¡Sus amantes! ¿Será eso posible? Os reís de mí, Cacambo; no puedo creerlo. -Mí querido maestro, siguió Cacambo, os asombráis siempre de todo. ¿Por qué encontráis tan extraño que en algunos países los monos obtengan la atención de las damas? Son un cuarto de hombre, como yo soy un cuarto Espaüol. -¡Ah!, siguió Cándido, recuerdo haber oído decir al maestro Pangloss que ya otras veces han sucedido accidentes semejantes, y que esas mezclas habian producido los egipanes, los faunos, los sátiros que varios grandes personajes de la antigüedad han visto; pero yo creía que todo eso eran fábulas. -Ahora ya debéis 0

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estar convencido, dijo Cacambo, de que es verdad y ya veis c~mo usan de ella las personas que no han recibido cierta educación; io que temo es que esas da. mas nos hagan alguna mala faena." Estas sólidas reflexiones indujeron a Cándido a dejar la pradera y a entrar en un bosque. Comió con Cacambo; y los dos, después de haber maldecido al inquisidor de Portugal, al gobernador de Buenos Aires y al barón, se durmieron sobre el musgo. Al despertarse sintieron que no podían moverse; la razón era que durante la noche los Orejones, que habitaban la región y a quienes las dos damas los habían denunciado, los habían atado con cuerdas de corteza de árbol. Rodeábanles unos cincuenta Orejones todos des-· nudos, armados de flechas, de mazas y de hachas de piedra; los unos hacían hervir una gran caldera, los otros preparaban los asadores y todos gritaban: "¡Es un jesuita, es un jesuita! ¡Nos vengaremos, haremos un banquete; comamos jesuita, comamos jesuita!" "Ya os lo había dicho yo, mi buen maestro, gritaba tristemente Cacambo, que esas dos muchachas nos iban a jugar una mala pasada." Cándido, percibiendo el caldero y los asadores, gritó: "Seguramente vamos a ser asados o hervidos. ¡Ah!, ¿qué diría el maestro Pangloss si viese cómo la pura naturaleza está hecha? Todo está bien; sea, pero confieso que es muy cruel haber perdido a la señorita Cunegunda y ser pinchado en un asador por los Orejones."· Cacambo no perdí,; la cabeza jamás. "No desesperéis por tan poca cosa, dijo al desconsolado Cándido; entiendo un poco la jerga de estos pueblos, voy a hablarles. ·-No dejéis, dijo Cándido, de decirles qué co-

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sa tan inhumana y horrible es cocer a los hombres Y lo poco cristiano que es hacerlo." Jenores, GlJO \...,acamoo, noy pensa1s que comeréis a un jesuita: bien hecho; nada más justo que tratar así a los enemigos. En efecto, el derecho natural nos enseña a matar al prójimo, y así se hace en toda la i:ierra. Si no usamos el derecho de comerlos es que tenemos donde encontrar buena comida en otra parte; pero vosotros no tenéis los mismos recursos que nosotros; así es mejor comerse a los enemigos que abandonar a los cuervos y a las cornejas ese fruto de la victoria. Pero, Señores, no querréis comeros a vuestros amigos. Pensáis poner al asador a un jesui- ta; y es a vuestro defensor~ el enemigo de vuestros enemigos, al que vais a asar. En cuanto a mí, he nacido en vuestro país; este señor que veis es mi amo y, lejos de ser jesuita, acaba de matar a un jesuita y lleva sus despojos: he aquí el motivo de vuestro error. Podéis controlar lo que digo: tomad su hábito, llevadlo a la primera barrera del reino de Los Padres; informaos si mi amo no ha matado a un oficial jesuita. Necesitaréis poco tiempo; podréis siempre comernos si probáis que os he mentido. Pero: si os he dicho la verdad, ya conocéis demasiado los principios de] derecho público, las costumbres y las leyes, para no concedernos la gracia." Los Orejones encontraron muy razonable este discurso; dos notables se disputaron el hacer la diligencia e informarse de la verdad; los dos delegados cumplieron su cometido como gentes de inteligencia que eran, y pronto volvieron con buenas noticias. Los Orejones desataron a los dos prisioneros, les "{'

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presentaron toda clase de disculpas, les ofrecieron sus hijas, les dieron ~·efrescos y los condujeron hasta los confines de sus Estados, gritando alegremente: "¡No es un jesuita!, ¡no es un jesuita!" Cándido no se cansaba de admirar el porqué de su libertad. "¡Qué pueblo!, decía, ¡qué hombres! ¡qué costumbres! Si no hubiese tenido la suerte de dar estocada tan grande a través del cuerpo del hermano de la señorita Cunegunda, me hubieran comido sin remisión. Pero, en definitiva, la pura naturaleza es buena, puesto que estas gentes, en vez de comerme, me han hecho toda clase de honores al enterarse de que no soy jesuita."

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Capítulo XVII _ Llegada de Cándido y su criado al país de E/dorado y lo que vieron

Cu.ando llegaron a la frontera de los Orejones: "¿Veis, dijo Cacambo a Cándido, cómo este hemisferio no vale más que el otro? Creedme, volvamos a Europa por el camino más corto posible. ·-¿Cómo se vuelve?, dijo Cándido. ¿Y adónde iremos? Si yo voy a mi país, los Búlgaros y los Ábaros degüellan a todos; si vuelvo a Portugal, soy hombre quemado; si nos quedamos en este país, nos arriesgamos en todo momento a que nos metan en el asador. Pero ¿cómo deridirse a dejar la parte del mundo don-· de vive la señorita Cunegunda? -Volvamos a Cayena, dijo Cacambo; allí encontraremos franceses, que van por todas partes del mundo y podrán ayudarnos. Dios quizás se apiade de nosotros." No era fácil ir a Cayena: aproximadamente sabían en qué dirección tenían que andar; pero las montañas, los ríos, los precipicios, los bandoleros, los salvajes, eran por doquier obstáculos terribles. Sus caballos murieron de cansancio; consunlieron todas las provisiones; dural1te un mes entero se alimentaron con frutos salvajes y, al fin, se encontraron cerca de un pequeño río, bordeado de cocoteros, que sostuvieron sus vidas y sus esperanzas. Sr

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Cacambo, que daba siempre tan buenos consejos como la v:ieja, dijo a Cándido: "No podemos ya más: ya hemos andado demasiado. Veo una canoa vacía,_ en la orilla; llenémosla de cocos, tirémonos en la barquita, dejémonos llevar por la corriente; un río siempre lleva a algún lugar habitado. Si no encontramos nada agradable, encontraremos al menos cosas nuevas. ---Vamos, dijo Cándido. Encomendémonos a la Providencia." Navegaron durante algunas leguas entre las márgenes, floridas unas veces, otras veces áridas, unas veces llanas, otras escarpadas. El río se ensanchaba cada vez más y al fin se perdía bajo una bóveda de espantosas rocas que se levantaban hasta el cielo. Los dos viajeros tuvieron el valor de abandonarse a las ondas bajo esta bóveda. El río, estrechándose en ese lugar, los arrastró con rapidez y ruido horribles. Al cabo de veinticuatro horas, volvieron a vú la luz; pero la canoa se es-· trelló contra los escollos y tuvieron que arrastrarse, de roca en roca, durante toda una legua, y al fin descubrieron un horizonte inmenso bordeado de montañas inaccesibles. El país estaba cultivado tanto para el placer como para la necesidad; por todas partes lo útil era agradable. Los cami · nos estaban cubiertos o más bien adornados de coches de una forma y una materia brillante, que llevaban hombres y mujeres de singular belleza, velozmente arrastrados por unos grandes corderos rojos que sobrepasaban, en rapidez, a los caballos más hermosos de Andalucía, de Tetuán o de Mequínez.

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"He aquí pese a todo, dijo Cándido, un país que vale más que la Vestphalia." Y echó pie .a tie-· na con Cacambo, en la primera aldea que encontró. Algunos niños del pueblo, cubiertos de b!ocados de oro desgarrados, jugaban al tejo a la entrada del pueblo; nuestros dos hombres del otro mundo se divirtieron mirándolos: los tejos eran bastante anchos y redondos, amarillos, rojos y verdes y lanzaban un brillo singular. Sintieron los viajeros el deseo de recoger alguno; eran oro, eran esmeraldas, rubíes y el más pequeño hubiera podi-· do ser el más grande adorno del trono del Mogol. "Sin duda, dijo Cacambo, estos niños son los hijos del rey de este país, que juegan al tejo." El maestro de la aldea apareció en ese rnomento para hacerlos volver a la escuela. "He aquí, dijo Cándido, el preceptor de la familia real." Los pequeños desarrapados interrumpieron inmediatamente el juego, dejando en tierra los te-· jos y todo lo que les había servido para divertirse. Cándido los recoge, corre hacia el preceptor y se los presenta humildemente, dándole a entender que Sus Altezas Reales habían olvidado su oro y sus piedras preciosas. El maestro del pueblo, sonriendo, las tiró por tierra, miró un momento muy sorprendido la cara de Cándido, y siguió su camino. Los viajeros no dejaron de recoger el oro, los rubíes y ias esmeraldas. "¿Dónde estamos?, gritó Cándido. Verdaderamente los reyes de este país tienen que haber educado bien a sus hijos, puesto que desprecian el oro y las piedras preciosas. Cacambo estaba tan sorprendido como Cándido. Se

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acercaron, por fin, a la primera casa de la aldea; estaba construida como un palacio de Europa. Un gran gentío se amontonaba en las puertas y más aún ~n la casa. Una música muy agradable se deja-· ba ofr y un olor delicioso de cocina se hacía sentir. Cacambo se acercó a la puerta y oyó que hablaban peruano, que era su lengua materna, porque todo el mµndo sabe que Cacambo habfa nacido en Tucumán, en una aldea donde únicamente conocían esa lengua. "Yo serviré de intérprete, dijo a Cándido. Entremos, esto es una taberna." Inmediatamente dos mozos y dos muchachas de servicio, vestidos de telas de oro y con los cabe11os atados con cintas, los invitaron a sentarse a la mesa del posadero. Sirvieron cuatro sopas, ador-· nada cada una con dos papagayos, un cóndor hervido que pesaba doscientas libras, dos monos asa-· dos de un gusto excelente, trescientos colibríes en un plato y seiscientos $pájaros mosca en otro; unas salsas exquisitas, dulces deliciosos, todo en fuen-· tes de una especie de cristal de roca. Los mozos y las muchachas de servicio vertieron varios licores hechos con caña de azúcar. Los comensales eran, en su mayor parte, mercaderes y cocheros, todos de una finura extremada, quienes hicieron algunas preguntas a Cacambo con la más circunspecta discreción y respondieron a las suyas de manera satisfactoria. Cuando concluyó la comida, Cacambo creyó, así como Cándido, que debía pagar su parte tirando sobre la mesa común dos de las monedas de oro que había recogido. El patrón y la mujer rieron

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buen rato a carcajadas. Al fin se repusieron: "Señores, dijo el patrón, bien comprenpemos que sois extranjeros; no estamos acostumbrados a verlos. Perdonadnos si nos hemos echado a reír cuando nos habéis ofrecido pagarnos con las piedras de nues-· tras carreteras. Sin duda no tenéis moneda del país, pero no es necesario tenerla para comer dquí. Todos los albergues construidos para la comodidad del comercio están pagados por el gobierno. Aquí no habéis comido bien porque es una pobre aldea; pero en todas partes os recibirán· como merecéis serlo." Cacambo explicaba a Cándido las afirmaciones del patrón y Cándido las escuchaba con la admiración y el mismo desvarío con que su amigo Cacambo las contaba: "Entonces ¿qué país es éste, decían el uno y el otro, desconocido en todo el res-· to de la tierra, donde la naturaleza toda es de una especie tan diferente de la nuestra? Probablemente es el país donde todo va bien; porque sin duda ha de haber países de esta especie. Y diga lo que djga el maestro Pangloss, muchas veces he visto que to-· do iba mal en Vestphalia."

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Capítulo XVIII Lo que vieron en el país de Eldorado

Cacambo manifestó al patrón toda .su curiosi-· dad. Éste le dijo: "Soy muy ignorante, y no me quejo de ello; pero tenemos aquí a un viejo retira-· do de la corte, que es el hombre mas sabio de todo el reino y el más comunicativo." Inmediatamente lleva a Cacambo a ver al viejo. Cándido no desempeñaba ya más que un papel secundario y acompañaba a su criado. Entraron en una casa muy sencilla, pues la puerta sólo era de plata y, dentro, los revestimientos solamente de oro, pero trabajados con tanto gusto que los más ricos revestimien tos no los eclipsaban. En realidad, la antecámara estaba solamente incrustada de rubíes y esmeraldas; pero el orden con que todo estaba colocado reparaba bien esta sencillez extrema. El viejo recibió a los dos extranjeros sobre un sofá acolchado con plumas de colibrí, y les dio licores, presentados en vasos de diamantes; luego, satisfizo su curiosidad en estos términos: "Tengo ciento setenta y dos años y he sabido, por mi difunto padre, caballerizo del rey, de Jas asombrosas revoluciones del Perú, de las cuales él fue testigo. El reino donde estamos es la antigua patria de los Incas, que muy ímprudenternen-· te salieron de él para ir a dominar una parte del

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mundo, y que al fin fueron destruidos por los Españoles. "Los príncipes de su familia que se quedaron en ~u país natal fueron más sabios; ordenaron, con el consentimiento de la nación, que ningún habitante saliese nunca de nuestro pequeño reino; y esto es lo que nos ha conservado nuestra inocencia y nuestra felicidad. Los Españoles han tenido un conocimiento confuso de este país, lo han llamado El Do·-· rado, y un Inglés, llamado el caballero Raleigh, se acercó por aquí, también, hace alrededor de cien años; pero, como estamos rodeados de rocas inabordables y de precipicios, siempre hemos estado al abrigo de la rapacidad de las naciones de Europa, que codician con furor inconcebible nuestras piedras y el fango de nuestra tierra, y que, por tenerlos, nos matarían a todos, hasta el último.;, La conversación fue larga: se habló sobre la forma de gobierno, s~obre las costumbres, sobre las mujeres, sobre los espectáculos públicos, sobre las artes. Al fin Cándido, que siempre gustaba de la metafísica, hizo preguntar a Cacambo si en ese país había una religión. El viejo enrojeció. un poco. "¿Cómo, dijo, podéis dudar de esto? ¿Es que nos tomáis por ingra.-. tos?" Cacambo preguntó, humilderr1ente, cuál era la religión de Eldorado. El viejo volvió a enrojecer. "¿Es que puede haber dos religiones'?, dijo. Nosotros, creo yo, tenemos la religión de todo el mundo: adoramos a Dios de la tarde a la mañana. -¿No adoráis más que a un solo Dios?, dijo Cacambo, que servía siempre de intérprete a las du-· 88

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das de Cándido. --Aparentemente, dijo el anciano, no hay ni dos, ni tres, ni cuatro. Os confieso que las gentes de vuestro mundo hacen preguntas muy singulares." Cándido nos~ cansaba de hacer interrogar al buen anciano, pues quería saber cómo se rezaba a Dios en Eldorado. "Nosotros no le rezamos nunca, dijo el bueno y respetabíe sabio; no te-· nemos nada que pedirle; nos ha dado todo lo que necesitamos; se lo agradecemos continuamente." Cándido sintió curiosidad por ver a los sacerdotes y preguntó dónde estaban. El buen viejo sonrió. "Amigos míos, les dijo, todos somos sacerdotes; el rey y todos los jefes de familia entonan solemnemente cánticos de acción de gracias todas las mañanas y cinco o seis mil músicos los acompañan. ·--¡Ah! ¿entonces no tenéis monjes que enseñen, que disputen, que gobiernen, que intriguen y hagan quemar a la gente que no sea de su opinión? --Tendríamos que estar locos, dijo el viejo; aquí todos pensamos igual y no comprendemos qué queréis decir con eso de los monjes." Cándido, ante estas palabras, estaba extasiado y se decía para sí: "Esto sí que es diferente de la Vestphalia y del cas·tillo del señor barón: si nuestro amigo Pangloss hubiera visto Eldorado, ya no habría dicho que el castillo de Thunder-ten-tronckh era lo mejor de la tierra; la verdad es que hay que viajar." Después de esta larga conversación, el b4en anciano hizo enganchar seis corderos a una carroza y dio doce de sus criados a los dos viajeros para que los llevaran a la corte. "Perdonadme, les dijo, si mi edad me priva del honor de acompañaros.

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El rey os recibirá de modo que no quedaréis descontentos y perdonaréis, sin duda, las costumbres del país si hay alguna que os disguste." Cá.Qdido y Cacambo montan en la carroza; los seis corderos volaban, y en menos de cuatro horas llegaron al palacio del rey, situado en un extremo de la capital. La puerta tenía doscientos veinte pies de alto y cien de ancho; es imposible expresar de qué materia estaba hecha. Se ve bien la superioridad prodigiosa que debía tener sobre esas piedras y sobre esa arena que nosotros llamamos oro y pedrerías. Veinte hermosas muchachas de la guardia recibieron a Cándido y a Cacambo cuando descendie ron de la carroza, los condujeron a los baños, los vistieron con trajes de una tela de pluma de colibrí; después los grandes dignatarios y dignatarias de la corona los llevaron al apartamento de Su Majestad por entre dÓs filas, cada una de mil másicos, según el uso corriente. Cuando se acercaron a la sala del trono, Cacambo preguntó a un gran oficial cómo debía saludar a Su Majestad, si había que echarse de rodillas o vientre a tierra; si se ponían las manos sobre la cabeza o sobre el trasero; si se lamía el polvo de la sala; en una palabra, cuál era la ceremonia. "La costumbre, dijo el gran oficial, es abrazar al rey y besarle las dos mejillas." Cándido y Cacambo saltaron al cuello de s'u Majestad, quien los recibió con toda la gracia imaginable y les rogó gentilmente que comieran con él. Mientras tanto, les hicieron ver la ciudad, los edificios públicos, altos hasta las nubes, los merca-

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dos adornados con miles de columnas, las fuentes de agua pura, las fuentes de agua rosa, las de licores de caña de azúcar~ que corrían continuamente en las grandes plazas, pavimentadas con ciertas piedras que esparcían un olor parecido al del clavo y la canela. Cándido pidió ver el palacio de justicia, el parlamento, y le dijeron que no los había, porque nadie pleiteaba nunca. Quiso saber.si había prisiones, y le contestaron que no. Lo que más le sorprendió y le causó mayor placer fue el palacio de las ciencias, en el cual vio una galería de dos mil pasos llena de instrumentos de matemática y de física. Después de haber recorrido cerca de la milésima parte de la ciudad, antes de cenar~ los llevaron ante el rey. Cándido se sentó a la mesa, entre Su Majestad, su criado Cacambo y algunas damas. Nunca habían comido mejor y nunca, er.. cena alguna, se derrochó más ingenio que el que tuvo Su Majestad en aquella ocasión. Cacambo explicó a Cándido las ocurrencias del rey, las cuales, aun traducidas, conservaban su gracia. De todo lo que asombraba a Cándido, no fue esto lo que menos le asombró. Pasaron un mes en esta hospitalidad. Cándido no cesaba de decir a Cacambo: "Es verdad, amigo mío, que el castillo donde nací, lo repito, no vale lo que el país en que estamos; pero lo cierto es que la señorita Cunegunda no está aquí y vos tendréis alguna amante en Europa. Si nos quedamos, seremos sólo como los demás, pero si volvemos a nuestro mundo con doce corderos cargados con piedras de Eldorado, seremos más ricos que todos

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los reyes juntos, no tendremos que temer a ningún inquisidor y podremos fácilmente recuperar a la señorita Cunegunda." Estas palabras complacieron a Cacambo: tanto gusta correr, darse importancia ante los suyos, alardear de lo que uno ha visto en los viajes, que los dos afortunados resolvieron dejar de serlo y pedir a Su Majestad licencia. "Hacéis una tontería, les dijo el rey. Yo sé bien que mi país es poca cosa; pero cuando se está pasablemente en un lugar; hay que quedarse; por supuesto, no tengo el derecho de retener a los extranjeros~ es una tiranía que no está en nuestras costumbres, ni en nuestras leyes: todos los hombres son libres; marchaos cuando queráis, pero la salida es difícil. Es imposible remontar la corriente veloz del río por el que milagrosamente habéis llegado y que corre bajo bóvedas de roca. Las montañas que rodean Íni reino tienen diez mil pies de altura y son rectas como murallas, ocupando cada una, en anchura, un espacio de más de diez leguas; no se puede bajar más que por los precipicios. Sin embargo, como verdaderamente queréis marcharos, voy a dar orden a los encargados de las máquinas de que hagan una que pueda trans· portaros cómodamente. Cuando lleguéis a la otra parte de las montañas, ya nadie podrá acompañaros, porque mis súbditos han hecho voto de no salir de ellas y son demasiado atinados para romperlo. Podéis pedirme lo que queráis. - No pedimos a Vuestra Majestad, dijo Cacambo, más que algunos corderos cargados de víveres, de guijarros y 92

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fango del país." El rey rió. "No comprendo, dijo, por qué gusta a las gente~ de Europa nue~~ro barro amarillo; pero llevaos todo lo que quera1s y gran bien que os haga." . Enseguida dio orden a sus ingenieros de hacer una máquina para izar a esos dos hombres extraordinarios hasta ponerlos fuera de su reino. Tres mil buenos físicos trabajaron en ella y al cabo de quince días estaba concluida, y no costó más de veinte millones de libras esterlinas, moneda del país. Pusieron en la máquina a Cándido y a Cacambo; también dos grandes corderos rojos ensillados y con riendas para servirles de montura cuando hubiesen pasado las montañas, veinte corderos con albardas cargados de víveres, treinta que llevaban los regalos de lo que este país puede tener de más curioso, cincuenta cargados de oro, de piedras preciosas y diamantes. El rey abrazó tiernamente a los dos vagabundos. Fue un bello espectáculo su partida y la manera ingeniosa como fueron izados, ellos y las ovejas, a lo alto de las montañas. Los físicos se despidieron después de haberlos puesto en lugar seguro, y Cándido no tuvo ya más deseos ni más objetivo que el de presentar sus corderos a la señorita Cunegunda. "Ya tenemos, dijo, con qué pagar al gobernador de Buenos Aires, si la señorita Cunegunda pudiera tener precio. Vayamos hacia Cayyna, embarquémonos, y después veremos qué reino nos podemos comprar."

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Capítulo XIX Lo que les sucedió en Surinam y cómo Cándido conoc,_ió a lv1artín

La primera jornada de nu~stros dos viajeros fue bastante agradable. Los alentaba la idea de verse en posesión de más tesoros de los que juntas podían reunir Asia, Europa y África·. Cándido, entusiasmado, escribió el nombre de Cunegunda en los árboles. Al segundo día, dos de sus corderos se hundieron en ciénagas y fueron tragados con sus cargas; otros dos corderos, algunos días después, murieron de fatiga; siete u ocho perecieron de hambre en un desierto; otros, al cabo de pocos días, cayeron por los precipicios. En fin, después de cien días de camino, no les quedaban más que dos corderos. Cándido dijo a Cacambo: "Amigo mío, ya véis cómo las riquezas del mundo son perecederas; únicamente es sólida la virtud y el placer de volver a encontrar a la señorita Cunegunda. -Lo acepto, dijo Cacambo, pero todavía nos quedan dos corderos con más tesoros de los que tendrá jamás el rey de España, y ya veo a lo lejos una aldea que sospecho sea Sarinam, perteneciente a los Holandeses. Estamos al final de nuestras fatigas y al comienzo de nuestra felicidad." Al acercarse a la aldea, encontraron a un negro tendido en el suelo, sólo con la mitad de su vestimenta, esto es, un calzón de tela azul, faltándole al 95

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pobre hombre la pierna izquierda y la mano derecha. "¡Ay, Dios mío!, le dijo Cándido en holandés. ¿Qué haces aquí, amigo mío, en este horrible estado en que te veo? -Espero a mi amo el señor Vanderdendur~ famoso comerciante, respondió el negro -·¿Y es el señor Vandetdendur~ dijo Cándido, quien te ha tratado así? -.Sí, señor, dijo el negro, así es la costumbre. Nos dan un calzón de tela por todo vestido dos veces al año. Cuando trabajamos en las azucareras y la muela nos arranca un dedo, nos cortan la mano; cuando nos queremos esca-· par, nos cortan la pierna: me he encontrado en ambos casos. A ese precio coméis azúcar en Europa. Sin embargo, cuando mi madre me vendió por diez escudos patagones en las costas de Guinea, me decía: ".Lvlí querido niño, bendice a nuestros fetiches, adóralos siempre, ellos te harán vivir feliz; tienes el honor de ser esclavo de nuestros señores blancos y con ello ~haces la fortuna de tu padre y de tu madre." ¡Ay! no sé si hice su fortuna, pero ellos no hicieron la mía. Los perros, los monos y los papagayos son mil veces menos desgraciados que nosotros. Los fetiches holandeses que me convirtieron me dicen todos los domingos que todos, blancos y negros, somos hijos de Adán. Yo no soy genealogista, pero si esos predicadores dicen la verdad, todos so1nos primos nacidos de herma-· nos. Me confesaréis que no se puede tratar a los parientes de manera más horrible. --·¡Oh, Pangloss!, gritó Cándido, tú no habías adivinado este horror, pero es un hecho y al fin tendré que renunciar a tu optimismo. -¿Qué es

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optimismo?, decía Cacambo. -·¡Ay!, dijo Cándido, es el delirio de sost~ner que todo está bien cuando está mal." Y vertía lágrimas mirando a su negro y, llorando, entró en Surinam. De lo primero que se informa es de que en el puerto no hay ningún barco que pueda ir a Buenos Aires. Se habían dirigido ju~tamente a un patrón español que se ofreció, en cambio, a hacer con ellos un negocio honesto. Les dio cita en una ta-· berna. Cándido y el fiel Cacambo fueron allí a es-· perarle con sus dos corderos. Cándido, que tenía el corazón en los labios, contó al Español todas sus aventuras y le confesó que quería raptar a la señorita Cunegunda. "Me cuidaré bien de llevaros a Buenos Aires, dijo el pa·trón: me colgarían y a vos también. La bella Cunegunda es la amante favorita de monseñor." Fue como un rayo para Cándido; lloró mucho tiempo; al fin arrastró aparte a Cacambo: "Te diré, queri·· do amigo, lo que tienes que hacer. Cada uno de nosotros tiene en los bolsillos cinco o seis millones en diamantes; tú eres más hábil que yo; vete a Bue·nos Aires a buscar a la señorita Cunegunda. Si el gobernador pone dificultades, le das un millón; si no cede, le das dos, tú no has matado a ningún in-· quisidor y nadie dudará de ti. Yo equiparé otro barco; iré a Venecia a esperarte; es un país libre donde nada hay que temer 1de Búlgaros, ni de Ábaros, ni de judíos, ni de inquisidores." Cacambo aplaudió esa inteligente resolución. Estaba desesperado por tener que separarse de un buen amo, ya su amigo íntimo; pero el placer de serle útil pu97

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do con el dolor de abandonarlo. Se abrazaron llorando. Cándido le recomendó que no olvidase a la buena vieja. Cacambo partió aquei mismo día. Era un muy buen hombre ese Cacambo. Cándido se quedó algún tiempo todavía en Su-· rinam y esperó que otro patrón quisiera llevarlo a.. Italizi a él y a los dos corderos que le quedaban. To-· mó criados y compró todo lo necesario para un via., je tan largo; al fin, el señor Vanderdendur, patrón de un gran navío, se presentó ante él. "¿Cuánto pedís por llevarme directo a Venecia a mí, a mis gen-· tes, mi equipaje y los dos corderos que aquí tengo?" El patrón pidió diez mil piastras. Cándido no dudó. "iüh, oh! se dijo el prudente Vanderdendur; este extranjero da diez mil piastras así de golpe. Ha de ser muy rico." Volvió un poco después, rectificó diciendo que no podía zarpar por menos de veinte mil. "¡Pues bien, las tendréis! dijo Cándido. -¡Ajá! se dijo para sí el comerciante, este hombre da veinte mil piastras tan fácilmente como diez mil." Volvió de nuevo y le dijo que no podría llevarle a Venecia por menos de treinta mil piastras. "Tendréis las treinta mil, respondió Cándido. ·-¡Oh, oh! se dijo otra vez el mercader holandés, treinta mil piastras no cuestan nada a este hombre; sin duda sus corderos llevan tesoros inmensos: no insistamos más; hagámonos p'agar primero las treinta mil piastras y luego veremos." Cándido vendió dos diamantes pequeños, de los cuales el menor valía más de todo lo que pedía el patrón. Pagó por adelantado. Fueron embarcados los dos .

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corderos. Cándido les seguía en una lancha para akanzar el barco en la rada; el patrón escoge el momento, se da a la vela, se pone en marcha; el viento le favorece. Cándido, perdido y asombrado, lo pierde pronto de vista. "¡Ay!, gritó, ésta es una jugada digna del Viejo Mundo!" Regresa a la orilla abrumado de dolor; porque, en definitiva, había perdido tanto como para hacer la fortuna de veinte monarcas. Se encamina hacia la casa del jµez holandés y como estaba un poco turbado, golpea fuertemente la puerta. Entra, expone su aventura y grita un poco más alto de lo conveniente. El juez comenzó por hacerle pagar diez mil piastras por ei ruido que había hecho. Después lo escuchó paciente-· mente, le prometió examinar su asunto en cuanto retornase el mercader y se hizo pagar otras diez mil piastras por los gastos de audiencia. Este trámite acabó por desesperar a Cándido. La verdad es que él ya había sufrido desgracias mil veces más dolorosas; pero la sangre fría del juez y la del patrón que le había robado, encendió su bi-· lis, y lo huadió en una negra melancolía. La maldad de los hombres se le presentaba en toda su fealdad; solamente lo alimentaban tristes ideas. Al fin, un barco francés estaba a punto de partir para Burdeos, y como ya no tenía corderos cargados de diamantes que embarcar, tomó un camarote en el barco a precio justo, diciendo en la ciudad quepagaría el pasaje, los alimentos, y daría dos mil pías-· tras a un hombre honesto qee quisiera hacer el viaje con él, a condición de que este hombre fuese 99

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el más asqueado de su propio estado y el más des,,.,.,.,,..;,., rln. rite> la _tJJ.. nrAH;nr;a JSl. Q.\,....1Q..U\..J' \....!.\...... J. V V .11..l'--.l •

Se presentó tal muchedumbre de pretendientes, que una flota no los habría podido alojar. Cándido, queriendo elegir entre los mejores, distinguió una veintena de personas que le parecieron bastante so-· ciables, y todos pretendían merecer la preferencia. Las reunió en la taberna y les dio de comer a condi-· ción de que cada una jurase fielmente que ccntaría su historia, prometiendo elegir a aquélla que lepareciese la persona más de§dichada y más justifica-· damente descontenta de su situación, dando a las demás algunas gratificaciones. La sesión duró hasta las cuatro de la mañana. Cándido, escuchando todas sus aventuras, recor-· daba lo que la vieja le había contado yendo hacia Buenos Aires y la apuesta que le había hecho de que ninguno había ene! barco a quien no le hubieran sucedido grandes desgracias. Pensaba en Pangloss a cada aventura que le contaban. "A ese Pangloss, decía, le sería difícil demostrar su sistema. Me gustaría que estuviese aquí. Ciertamente, en donde todo va bien es en Eldorado y no en el res-· to de la tierra." Al fin se decidió en favor de un po-· bre sabio, que durante diez años había trabajado para los editores de Amsterdam. juzgó que no había trabajo en el mundo del que pudiera estarse más asqueado. Este sabio, que por otra parte era un buen hombre, había sido robado pcr su mujer, golpeado por su hijo y abandonado por su hija, que se había hecho raptar por un Portugués. Acababan roo

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de privarle de un pequeño empleo con el cual sub-· / 1 . / 1 . 1• 1 ' ,; • sistrn; io persegman 10s premcaaores de ~unnam porque lo tomaban por un sociniano. Hay que ad-· mitir que los otros eran por lo menos tan desgraciados como él; pero Cándido esperaba que el sa··· bio le evitaría el aburrimiento durante el viaje. Todos sus otros rivales encontraron que Cándido era muy injusto con ellos; pero éste los apaciguó dando a cada uno cien piastras.

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Capítulo XX 1

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Lo que les sucedió en el mar a Cándido y a Martín

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Así es que el viejo .sabio, llamado Martín, se embarcó para Burdeos con Cándido. Uno y otro habían visto mucho y sufrido mucho, y aun si el barco hubiera debido hacer velas· de Surinam al Japón por el Cabo de Buena Esperanza, habrían tenido de qué conversar sobre el m2l moral y el mal físico durante todo el viaje. Sin embargo, Cándido llevaba una gran ventaja sobre Martín, y era la de esperar volver a ver a la señorita Cunegunda; Martín ya no esperaba nada. Además tenía el oro y los diamantes, y aunque hubiese perdido cien corderos rojos cargados de los tesoros más grandes de la tierra, aunque siem-· pre tuviese sobre el corazón la bellaquería del pa-· trón holandés, sin embargo, cuando pensaba en lo que le quedaba en los bolsillos y cuando hablaba de Cunegunda, sobre todo al final de la c01nida, se inclinaba entonces por el sistema de Pangloss. "Pero vos, señor Martín, le dijo al sabio ¿qué pensáis de todo esto? ¿Cuál es vuestra idea sobre el mal moral y el mal físico? -Señor, respondió Martín, mis curas me acusan de sociniano;21 pero 21 Lelio y Fausto Socini fueron reformadores religiosos en Siena en el siglo XVI. Eran adversos al dogma de la Trinidad y la divinidad de Cristo.

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la verdad es que soy maniqueo. -Os reís de rní, dijo Cándido, ya no quedan maniqueos en el mun-· do. -Quedo yo, dijo Martín; no sé qué hacer~ pero no puedo pensar de otra manera. -Tal vez tenéis el diablo en el cuerpo, dijo Cándido. -Se mezcla tan-· to en los asuntos del mundo, dijo Martín, que bien podría estar en mi cuerpo, como está por todas partes, pero os confieso que al echar una mirada sobre el globo, o mejor digo sobre el globulillo, pienso que Dios lo ha abandonado a algún malhe-· chor, excluyendo siempre a Eldorado. No he visto ciudad que no desease la ruina de la ciudad vecina, familia que no pensase exterminar a alguna otra familia. Por todas partes los débiles execran a los poderosos, delante de los cuales se arrastran, y los poderosos los tratan como rebaños de los que se vende la lana y la carne. Un millón de asesinos uniformados corre de una parre a otra de Europa, ejerciendo la muerte y el bandidaje con toda disci-plina par¡l ganar su pan, porque no hay oficio más honesto. Y en las ciudades que parecen gozar de la paz y donde florecen las artes, los hombres son devorados por más deseos, cuidados e inquietudes que las plagas que debe soportar una ciudad sitiada. Las angustias secretas son aún más crueles que las miserias públicas. En una palabra, he visto tanto, sufrido tanto, que soy maniqueo. --·Hay, sin embargo, cosas buen~s, replicaba Cándido. ---·Puede ser, decía Martín, pero yo no las conozco." En medio de esta disputa, se oyó un ruido de cañón. El ruido redobla de momento en momento. Cada uno toma su catalejo. Se divisan dos bar-

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cosque combatían aproximadamente a tres millas de distancia; el viento llevó a uno y otro tan cerca del barco francés, que tuvieron el placer de ver el combate a su~ anchas. Al fin, uno de los barcos lanzó al otro una andanada tan baja y tan justa que lo echó a pique. Cándido y Martín distinguie-· ron un centenar de hombres sobre la cubierta del barco que se hundía; levantaban las manos al cielo y lanzaban clamores horribles; en un momento todo lo tragó el mar. "Y bien, dijo Martín, he aquí cómo se tratan los hombres los unos a los otros. --Es verdad, dijo Cándido, que hay algo de diabólico en este caso." Hablando así, percibió alguna cosa de color rojo brillante que nadaba junto a su nave. Baja-· ron la chalupa para ver lo que podía ser: era uno de sus corderos. Cándido se alegró mucho más de encontrar ese cordero que lo que le afligió perder ciento, todos cargados de grandes diamantes de EldoraQ-Q--=El capitán francés vio pronto que el capitán del barco sumergidor era español y el del sumergido un pirata holandés, precisamente el que había robado a Cándido. Las riquezas inmensas que ese malvado había robado fueron enterradas con él en el mar; y sólo se salvó un cordero. "Ya véis, dijo Cándido a Martín, que el crimen es a veces casti- , gado; ese bribón de patrón holandés ha tenido su merecido. --Sí, dijo Martín, pero ¿hacía falta que los pasajeros que estaban en su barco pereciesen también? Dios ha condenado al bribón, el diablo ha ahogado a los otros." ·

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Entretanto el barco francés y el español continuaron su ruta y Cándido sus conversaciones con Martín. Disputaron quince días seguidos, y al cabo de quince días habían progresado tanto como el primero. Pero hablaban, se comunicaban ideas, se, consolaban. Cándido acariciaba su cordero. "Puesto que te he encontrado a ti, decía, puedo también encontrar a Cunegunda."

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Capítulo XXI Cándido y 1'v1artín se acercan a las costas de Francia y razonan

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Por fin se empiezan a ver las costas de Francia. "¿Habéis estado alguna vez en Francia, señor Martín?, dijo Cándido. -Sí, dijo MartÍD, he recorrido varias provincias. Hay unas donde la mitad de los habitantes son locos, otras donde son demasiado astutos, otras donde comúnmente son bastante dulces y bastante tontos, otras donde son de espíritu burlón; y, en todas, la ocupación principal es el amor, la segunda la maledicencia y la tercera decir tonterías. -Pero, señor Martín ¿ha-· béjs visto París? -Sí, he visto París; allá hay de todas las especies; es el caos, una prensa en la cual todo el mundo busca su placer y donde casi ninguno lo encuentra, al menos eso me pareció a mí. Estuve poco tiempo y al llegar, unos bribones merobaron todo lo que llevaba, en la feria de Saint Germain. Iv1e tomaron a mí también por un ladrón y pasé ocho días en la cárcel; después fui corrector de imprenta para ganarme con qué volver a pie hasta Holanda. He conocido la canalla de los escritorzuelos, la canalla de los conspiradores y la canalla jansenista. Diceri que hay gente muy distinguida en esa ciudad; quisiera creerlo. - Yo, no tengo ninguna curiosidad por ver Francia, dijo Cándido; se puede comprender fcícil-· 107

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mente que, cuando uno ha pasado un mes en El . . dorado, no se preocupe de ver en la tierra más que 1 · 0 ..1 1 a ia senonta 1..._,unegunua. voy a esperana a Venecia y atravesaremos Francia para ir a Italia. ¿No me acompañaréis? -·Con mucho gusto, dijo 1Vl:ar··· tín; cuentan que Venecia no es buena más quepa-· ra los nobles Venecianos, pero que, sin embargo, allí reciben muy bien a los extranjeros cuando tie· nen mucho dinero; yo no lo tengo, vos lo tenéis, os seguiré por doquier. --A propósito, dijo Cándido, ¿creéis que la Tierra ha sido en su origen un mar, como lo asegura ese libro .tan grande que pertenece al capitán del barco? -Yo nada creo, dijo Mar~· tín, ni tampoco esos devaneos que nos cuentan desde hace algún tiempo. ·-Pero ¿con qué fin ha si-do hecho este mundo?, dijo Cándido. -·Para hacernos rabiar, respondió 1\1artín. -·¿No :as asombra, continuó Cándido, el amor que esas dos mucha-· chas del país ~de los Or:ejones sentían por esos dos monos, de quienes os conté la aventura? ··-Nada de eso, dijo Martín; no veo nada extraño en esa pasión; he visto tantas cosas extraordinarias que ya no hay para mí nada extraordinario. -¿Creéis entonces, dijo Cándido, que los hombres siempre se han destruido como hoy? ¿Que siempre han sido mentirosos, pícaros, pérfidos, ingratos, bandidos, débiles, volanderos, cobardes, envidiosos, glotones, borrachos, avaros, ambiciosos, sanguinarios, calumniadores, corruptores, fanáticos, hipócritas y tontos? -¿Creéis, dijo Martín, que los gavibnes se han comido a los pichones, siempre que los han encontrado? -Sí, sí, sin duda, dijo Cándido. -Pues ""\:T

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