Campillo - El Concepto de Lo Político en La Sociedad Global

August 17, 2022 | Author: Anonymous | Category: N/A
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El concepto de lo político en la sociedad global*

Antonio Campillo**

Resumen

Esta ponencia tiene un doble propósito: por un lado, revisar el concepto de lo político elaborado durante veinticinco siglos por la tradición filosófica de Occidente, a la luz de los cambios sociales que están teniendo lugar en las últimas décadas y que han dado origen a la sociedad global; por otro lado, reflexionar sobre esta nueva sociedad, que es la nuestra, a partir de la experiencia histórica y de los instrumentos teóricos que hemos heredado del pasado. Para cumplir con este doble propósito, se siguen cuatro pasos: primero, se enuncian los presupuestos teóricos que van a guiar toda la exposición; después, se hace un breve balance de la filosofía política occidental, tomando como hilo conductor la dialéctica entre el concepto restringido y el concepto generalizado de política, es decir, entre los procesos históricos de despolitización y repolitización de los diversos campos de la vida humana; a continuación, se postula un nuevo concepto de lo político, capaz de dar cuenta de los grandes movimientos de repolitización que han tenido lugar en los dos últimos siglos; finalmente, se esbozan los rasgos principales de la naciente sociedad global, considerada como un nuevo régimen históricopolítico, y los difíciles retos que plantea a la reflexión y a la acción éticopolítica. Palabras clave

Política, filosofía, historia, Occidente, sociedad global.

  *

 Ponencia leída el 3 de septiembre de 2004, en el encuentro internacional Propuestas de nuevos modelos de vida personal y comunitaria, coordinado por Antonio Pedrals García de Cortázar,

decano de la Facultad de Derecho de la Universidad de Valparaíso (Chile), y celebrado los días 23 y 24 de septiembre de 2004 en el INSTITUTO INTERNACIONAL DE SOCIOLOGÍA JURÍDICA, con sede en Oñati (Gipuzkoa). **  Departamento de Filosofía, Universidad de Murcia, [email protected]

 

En esta ponencia, me propongo –y les propongo también a ustedesuna doble tarea. En realidad, me limitaré a esbozarla muy esquemáticamente, porque quiero atenerme al tiempo que se me ha asignado y porque espero que este breve esbozo sea suficiente para suscitar el debate entre todos nosotros. La tarea consiste en reflexionar sobre el vínculo entre el concepto de lo político y el nacimiento de la sociedad global. Y es una tarea doble porque la naturaleza misma del vínculo entre los conceptos teóricos y los acontecimientos históricos nos obliga a movernos en dos direcciones contrapuestas y complementarias: por un lado, se trata de revisar el concepto de lo político que nos ha legado la tradición filosófica de Occidente, a la luz de los cambios sociales que han dado origen a la naciente sociedad global; pero, por otro lado, se trata de reflexionar sobre esta nueva sociedad, que es la nuestra, a partir de la experiencia histórica y de los instrumentos teóricos que hemos heredado del pasado. Los cambios sociales actuales nos obligan a revisar las categorías filosóficas del pasado y a reconocer sus límites históricos; pero, al mismo tiempo, la revisión de esas categorías y de la experiencia histórica condensada en ellas, nos permite tomar cierta distancia con respecto a nuestro propio presente, juzgarlo con una mirada crítica y distinguir lo que hay en él de viejo y de nuevo, lo que es vestigio de un pasado ya conocido y lo que es inicio de un desconocido porvenir. Para cumplir con esta doble tarea, aunque sea de forma tentativa, recorreré los pasos siguientes: primero, enunciaré los presupuestos teóricos que van a guiar toda mi reflexión; después, haré un breve balance de la filosofía política occidental, tomando como hilo conductor la dialéctica entre el concepto restringido y el concepto generalizado de política, es decir, entre los procesos históricos de despolitización y repolitización de los diversos campos de la vida humana; a continuación, y de modo muy sucinto, propondré una nueva conceptualización de lo político; finalmente, me serviré de estos tres pasos para interpretar los cambios sociales que han dado origen a la sociedad global, para caracterizarla como un nuevo régimen histórico-político y para

 

apuntar los retos que este nuevo régimen plantea a la reflexión y a la acción ético-política. 1. El doble concepto de lo político

Comenzaré enunciando el primer presupuesto teórico que va a guiar el desarrollo de esta reflexión: el concepto de lo político tiene dos caras, a un tiempo opuestas e inseparables. En efecto, a la palabra “política” se le han atribuido, desde sus orígenes griegos hasta hoy, dos significados diferentes e incluso contrapuestos, uno restringido  y otro generalizado, pero ambos se encuentran relacionados relacionados entre sí y no cesan de remitirse el uno al otro. El uso restringido de la palabra “política” sirve para nombrar un tipo particular de relaciones sociales, más aún, sirve para instituirlas y preservarlas en su particularidad, para diferenciarlas y delimitarlas frente a otras formas de relación social a las que no se considera propiamente políticas. Esta concepción restringida de la política puede adoptar muchas variantes, en función de esas

otras relaciones sociales con las que es comparada y contrastada, es decir, en función de la tipología utilizada para clasificar las diferentes formas de relación social. En cambio, el uso generalizado   de la palabra “política” se refiere a aquellos rasgos de la vida humana que están presentes en todas las relaciones sociales y que, por tanto, permiten equipararlas entre sí. Este segundo uso se contrapone al primero, ya que no concibe la política como un cierto tipo de relación social, sino más bien como una dimensión básica que todas las relaciones sociales tienen en común, a pesar y a través de las muchas diferencias que las separan. En el primer caso, se considera que la política es una parcela entre otras de la vida humana; en el segundo caso, se considera que la vida humana es constitutivamente política. Sin embargo, no es casual que la misma palabra sea utilizada con estos dos sentidos contrapuestos, porque son inseparables entre sí y no cesan de remitirse el uno al otro. Con mucha frecuencia, ambos sentidos suelen intercambiarse y confundirse, dando lugar a toda clase de

 

equívocos y de litigios. Pero estos equívocos y litigios son inevitables, más aún, forman parte esencial de aquello mismo que la palabra “política” pretende nombrar. Puesto que la relación entre estos dos conceptos de lo político puede adoptar formas muy variadas, la decisión de utilizar uno u otro concepto, o, más exactamente, la decisión de establecer una cierta forma de relación y un cierto grado de diferenciación o de identificación entre ambos, es el problema fundamental de la teoría y de la práctica política, el nudo gordiano en torno al cual giran todos los conflictos y todos los acuerdos entre los seres humanos. Así, hay quien dice: “Esto no es política”, porque quiere restringir   al máximo el campo de lo político, para que la mayor parte de la vida humana quede “despolitizada”; y hay quien responde: “Todo es política”, porque quiere generalizarla al máximo y “repolitizar” todos aquellos campos de la experiencia

que el primero ha “despolitizado”. Pero ambos, con sus palabras y sus acciones, están realizando ya una actividad política, sea la actividad de restringir  o  o la de generalizar  lo  lo político. No cabe hablar  de  de política sin hacer , al

mismo tiempo, política, porque los diversos usos de la palabra “política” son, ellos mismos, políticos.

Dado que el concepto de lo político tiene estas dos caras, a un tiempo opuestas e inseparables, el alfa y el omega de todos los conflictos y acuerdos políticos consiste, precisamente, en delimitar e instituir el campo de lo político como tal. Esto es lo que nos permite comprender la incesante dialéctica histórica de despolitización y repolitización   de los distintos campos de la

experiencia humana.

2. Las cuatro condiciones de la vida humana

El segundo presupuesto que va a servirme de guía en esta reflexión es el siguiente: todas las sociedades hasta ahora conocidas cuentan con tres relaciones sociales básicas (el parentesco, la economía y la política, entendida esta última en un sentido restringido), que regulan de forma “cultural” otras tantas condiciones “naturales” de la vida humana: la reproducción sexual, la

 

supervivencia orgánica y la conflictividad inherente a una pluralidad de individuos y de grupos que conviven en un mismo territorio. Estas tres relaciones sociales son irreductibles e inseparables entre sí, pues responden a otras tantas exigencias naturales de la vida humana, así que no cabe establecer entre ellas una relación de prioridad y de derivación, sino más bien de “equilibrio antropológico”. Ninguna es más determinante que las otras, ni en la evolución de la “naturaleza” a la “cultura”, ni en la configuración de cada sociedad concreta, ni en sus procesos de transformación histórica. No lo es el parentesco (como pretenden Freud y Lévi-Strauss), ni la economía (como pretenden Smith y Marx), ni la política en su sentido restringido (como pretenden Hobbes y Schmitt). Por el contrario, estas tres formas de relación social, en la medida en que son igualmente constitutivas de la vida humana, son igualmente “políticas”, pero no ya en el sentido restringido sino en el sentido generalizado de la palabra. En cuanto a esa compleja red de conocimientos y de valores, de creencias y de rituales, de técnicas y de hábitos que constituyen la trama simbólica de cualquier grupo humano (Tylor la llama “cultura”, Marx y Engels la llaman “ideología” y Durkheim la llama “religión”), no me parece que sea una cuarta forma de relación social, como ha propuesto Michael Mann, sino que más bien las envuelve a todas, las articula entre sí y les proporciona, como diría Weber, una “legitimación” más o menos aceptada y compartida. En efecto, toda sociedad cuenta con lo que Berger y Luckmann llaman un  “uni verso  “univer so sim simból bólico ico”, ”, que art articu icula la entre ent re sí est estas as tre tress rel relaci aciones ones soc social iales es básicas, proporcionando a los seres humanos implicados en ellas una cierta configuración del mundo, un cierto cuadro de categorías sociales, una cierta identidad personal y unos ciertos hábitos de vida. Este “universo simbólico” cumple, pues, una decisiva función política, en el sentido generalizado de la palabra, puesto que permite a una sociedad determinada constituirse, legitimarse y perpetuarse a sí misma como tal. Ahora bien, esto significa que los conflictos y acuerdos políticos no sólo conciernen a las reglas que regulan de forma explícita las tres relaciones sociales básicas, sino también al conjunto más o menos implícito de saberes y

 

de valores, de creencias y de hábitos que permiten sustentar o subvertir tales reglas de convivencia. Como ha señalado Bourdieu, el “capital simbólico” de una sociedad no se produce ni se distribuye de forma homogénea, sino de forma diferencial, entre los distintos individuos y grupos que la componen, contribuyendo así a justificar y reforzar las diferencias sociales entre ellos. Por eso, todo cambio en las categorías y relaciones sociales dominantes conlleva siempre un cambio paralelo en la producción y distribución del “capital simbólico” que les sirve de fundamento. Tomando como criterio el modo en que cada sociedad concreta combina las tres relaciones sociales básicas y el universo simbólico que las legitima, es posible distinguir cuatro grandes tipos históricos de sociedades: las sociedades tribales, las sociedades estamentales, la moderna sociedad capitalista y la naciente sociedad global, a las que corresponden otras tantas formas dominantes de “ideología” o de “religión”: mitológica, teológica, tecnológica y ecológica. En las sociedades tribales, que son las más antiguas, extendidas y duraderas formas de sociabilidad humana, y cuyo universo simbólico está configurado por la religión mitológica, las tres relaciones sociales básicas se encuentran superpuestas y no se diferencian netamente entre sí. Estas sociedades no conocen la separación entre la esfera pública o política y la esfera privada o doméstica, que sólo aparece con las sociedades estamentales; y menos aún la separación entre lo político, lo económico y lo familiar, que sólo aparece con la sociedad capitalista. Como dice Sahlins, se rigen por el “modo de producción doméstico”. Por eso, el parentesco adquiere en ellas una primacía simbólica: los parientes son también socios económicos y aliados políticos; y, a la inversa, para tener socios y aliados, es imprescindible emparentar con ellos. Los deberes y derechos que impone la red del parentesco se confunden con los deberes y derechos que imponen la organización económica económica y la solidaridad política. La separación de lo político como espacio social netamente diferenciado tiene lugar en el tránsito de las sociedades tribales a las sociedades estamentales, es decir, de las sociedades sin Estado a las sociedades con

 

Estado. La instauración del Estado hace que las relaciones políticas se autonomicen con respecto a las relaciones parentales y económicas: los distintos estamentos de un Estado ya no son parientes ni socios, sino señores y siervos, dominantes y dominados. Esta relación política de mando y obediencia no sólo se destaca con respecto a las otras relaciones sociales, sino que se impone sobre ellas y las somete a su propia lógica jerárquica: también las relaciones de parentesco y de colaboración económica se organizan como relaciones de mando y obediencia. Como dijo Engels en 1884, y como han confirmado los más recientes estudios históricos y etnológicos, la aparición del Estado coincide con la aparición de la propiedad privada, las clases sociales y el dominio patriarcal de los hombres sobre las mujeres. La invención histórica del Estado trae consigo la institución de lo político en sentido restringido, como un orden autónomo de relaciones sociales. Y no sólo como un orden autónomo, sino también como un orden privilegiado, como la forma suprema de la sociabilidad humana. Pero serán los griegos de la época clásica los primeros en darle a este orden autónomo y privilegiado de lo político la forma canónica que ha adquirido en la historia de Occidente. 3. Los límites de la filosofía política occidental

A partir de estas dos premisas teóricas (el doble concepto de lo político y las cuatro condiciones de la vida humana), voy a esbozar una interpretación de lo que ha sido la historia de la teoría y de la práctica política en Occidente. Toda la filosofía política occidental, al menos desde Platón hasta Hegel, ha restringido el campo de lo político a la esfera del Estado, sea cual sea la forma histórica que éste haya adoptado: la  polis griega, el imperio romano, los reinos feudales, las repúblicas urbanas o el Estado-nación moderno. Los filósofos griegos y latinos, los Padres de la Iglesia, los maestros escolásticos, los humanistas del Renacimiento y los tratadistas modernos, todos han hecho coincidir la vida política con el gobierno del Estado, tanto en su vertiente interior (las relaciones de mando y obediencia entre gobernantes y

 

gobernados), como en su vertiente exterior (las relaciones de hostilidad y alianza con otros Estados o pueblos extranjeros). Por supuesto, hay notables diferencias entre el concepto restringido de política elaborado por los griegos antiguos, los cristianos medievales y los europeos modernos. En cada uno de estos tres casos, el campo de lo político es delimitado por contraposición con espacios sociales diferentes: el oikos griego, la oikoumene cristiana y la economía  moderna. El paso del modelo  pol ol i s - o i ko s ) al modelo agustiniano (la político aristotélico (la oposición  p

oposición civitas homines-civitas Dei ), ), y de éste al modelo hobbesiano (la oposición estado de naturaleza-estado de derecho ), se corresponde con el tránsito histórico de los viejos Estados estamentales (el esclavista y el feudal) al moderno Estado capitalista. Pero entre estos diferentes tipos de Estado se mantiene, a pesar de todo, una profunda continuidad histórica. Y esta misma continuidad se observa en la sucesión de los diferentes modelos teóricos, en la que permanece prácticamente inalterado un presupuesto común: la identificación de la comunidad política con el Estado, más aún, con su élite gobernante, compuesta por aquellos que reúnen, como diría Bataille, la triple condición de “padres, patronos y patriotas”. Este mismo presupuesto seguirá perdurando, después de la gran síntesis teórica de Hegel, en todos aquellos  “padres de la sociología” (Spencer, Durkheim, Weber, Parsons, Luhmann, etc.) que describen la modernización europea como un proceso evolutivo de diferenciación funcional de las diversas esferas de acción social: el Estado, el mercado, la familia y la cultura. Ahora bien, el hilo conductor que une a Platón con Hegel no consiste sólo en restringir el campo de lo político y en identificarlo con el gobierno interior y exterior del Estado. Al mismo tiempo, y de forma aparentemente contradictoria, los grandes autores de la filosofía política occidental han defendido una concepción generalizada de lo político, esto es, han caracterizado la vida humana como una vida constitutivamente política y han hecho de la convivencia política la forma más eminente y más plena de humanidad. La comunidad política ha sido pensada como la forma

 

específicamente humana de comunidad, o, al menos, como la forma más elevada y evolucionada de comunidad humana. ¿Por qué estos autores han recurrido simultáneamente a ambos conceptos de lo político y a qué argumentos han recurrido para conciliarlos entre sí? Aristóteles define al hombre como un “animal político”, no sólo porque convive con sus semejantes, sino porque comparte con ellos un lenguaje y una ley comunes. Esta sociabilidad específicamente “política”, fundada en la lengua y en la ley, es lo que distingue al hombre del resto de los animales sociales o gregarios. Sin embargo, el propio Aristóteles utiliza el término  pol  polit iteia eia   para designar una forma de gobierno que él considera distintiva y exclusiva de las ciudades helenas; y, en virtud de esta particular forma de convivencia, no vacila en diferenciar a los “helenos” de los “bárbaros”, a los ciudadanos de los extranjeros, a los hombres libres de los esclavos y a los varones de las mujeres. De modo que, finalmente, la definición aristotélica de “animal político” acaba quedando restringida a aquellos hombres que son a un tiempo ciudadanos de una  polis , dueños de una hacienda y jefes de una familia. Ahora bien, dado que se ha hecho coincidir la condición humana con la condición política, al restringir la ciudadanía política, se restringe también la cualificación humana, o al menos se establece una escala gradual de humanidad, en cuya cúspide se encuentra el “animal político” heleno. Esta misma operación se repite en Hobbes. Por un lado, se equipara la condición humana con el estatuto político de ciudadanía o de “civilidad”, es decir, con la pertenencia a una determinada comunidad política; por otro lado, ese estatuto de ciudadanía se hace coincidir con la pertenencia al estamento dominante de un Estado “civilizado”, esto es, se restringe  una vez más a un reducido grupo de humanos (los que reúnen la triple condición de propietarios, varones y europeos), de modo que todos los demás (trabajadores, mujeres y no europeos), a pesar de ser la inmensa mayoría, no sólo carecen de existencia política sino que tampoco gozan de la plena condición humana, y, precisamente por eso, están destinados a realizar actividades que los sitúan

 

más cerca de la naturaleza que de la civilización, a medio camino entre la animalidad y la humanidad propiamente dicha. Como puede observarse, esta confusión entre el concepto restringido y el concepto generalizado de “política” no es un simple error intelectual, sino más bien una eficaz estrategia teórica para justificar y preservar una determinada relación de dominio entre diferentes categorías de seres humanos. En efecto, este doble uso del término “política”, tal y como lo practican los autores citados, tiene la decisiva consecuencia práctica o política de establecer una clara jerarquía y una legítima relación de gobierno entre diferentes escalas de seres humanos: unos dedicados a la vida política en sentido propio o restringido, es decir, a la tarea de gobernar a los otros (en la medida en que ésta es considerada como la forma de vida más distintiva y más plenamente humana), y esos otros que han de ser gobernados por sus superiores y que se encuentran dedicados a tareas económicas y domésticas, es decir, a tareas no políticas (y, por tanto, no del todo humanas, sino más bien cercanas y similares a las que realizan el resto de los animales). Así, pues, desde sus orígenes griegos, la filosofía política occidental defendió la libertad y la igualdad entre todos los miembros de la comunidad política, pero al mismo tiempo justificó la dominación y la desigualdad entre unos seres humanos y otros. ¿Cómo pudo hacer compatibles ambos principios? Sencillamente, excluyendo de la comunidad política a los grupos sociales dominados y afirmando que la relación de dominio estamental sobre ellos no era una relación instituida políticamente sino una relación derivada  “naturalmente” de las diferencias hereditarias entre unos individuos y otros. En otras palabras, la comunidad política fue concebida como una comunidad de  “iguales”, pero la igualdad política fue entendida como una identidad  natural  de etnia, de sexo y de clase social . Los “iguales” lo eran porque compartían la

triple condición “natural” de “patriotas, padres y patronos”: sólo quienes reunieran esa triple condición podían pertenecer a la comunidad política. Las diferencias heredadas (entre nacionales y extranjeros, entre hombres y mujeres, entre propietarios y desposeídos) eran determinantes a la hora de establecer jerarquías estamentales entre unos seres humanos y otros. Pero

 

estas jerarquías eran consideradas “naturales”, esto es, universales y necesarias, de modo que no debían ser objeto de una confrontación y una deliberación políticas. Los filósofos políticos las daban por supuestas y dedicaban toda su atención a las relaciones políticas en sentido restringido, es decir, a las relaciones entre la selecta comunidad de los “iguales”. En resumen, el doble uso del término “política”, tal y como fue formulado por la filosofía política desde Platón hasta Hegel, tuvo tres importantes consecuencias en la teoría y en la práctica políticas de Occidente: en primer lugar, las sociedades tribales o sin Estado, a las que se llamó  “bárbar  “bár baras”, as”, “sa “salva lvajes jes”, ”, “pr “primi imitiv tivas” as” o “pr “prehis ehistóri tóricas” cas”,, fue fueron ron cons conside iderad radas as como sociedades no políticas o pre-políticas, y, por tanto, como sociedades infra-humanas o no del todo humanas, dado que vivían todavía en “estado de naturaleza” y debían ser “civilizadas” por los Estados europeos; en segundo lugar, tanto las relaciones de explotación económica entre poseedores y desposeídos, como las relaciones de dominación patriarcal entre hombres y mujeres, no pertenecían al campo de lo político, sino que estaban regidas por unas “leyes naturales” eternas e inviolables, por lo que quedaban excluidos de la ciudadanía no sólo los “salvajes” no europeos sino también los trabajadores y las mujeres de las naciones europeas; por último, las actividades relacionadas con la producción y transmisión del universo simbólico (la filosofía grecolatina, la religión judeocristiana y la tecnociencia moderna) también se consideraron ajenas al campo de lo político, por lo que la autoridad de esos saberes expertos, encargados de decir la verdad acerca del mundo y de los propios seres humanos, esto es, acerca de las “leyes naturales” que rigen inexorablementee nuestra existencia, había de ser acatada sin discusión alguna. inexorablement 4. La generalización de la política a partir del siglo XIX

Las primeras revoluciones políticas de la modernidad (la inglesa, la norteamericana y la francesa) se presentaron como continuadoras y restauradoras de la  polis  griega y, sobre todo, de la respublica romana; y, de hecho, siguieron restringiendo la plena condición de ciudadanía a los

 

propietarios varones de origen europeo. El prototipo de ciudadano seguía siendo el propietario agrícola autónomo que reunía la triple identidad de patriota, patrón y padre de familia. Pero, desde finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, los grupos sociales excluidos comenzaron a rechazar su estatuto de subordinación pretendidamente “natural” y a denunciar que se trataba de un estatuto político históricamente instituido por los grupos sociales dominantes, esto es, comenzaron a generalizar   el concepto de lo político y a problematizar las  jerarquíass hasta entonces considerad  jerarquía consideradas as incuestionables. incuestionab les. Esto no significa que negasen la existencia de diferencias heredadas (étnicas, sexuales y económicas), lo que negaban es que esas diferencias debieran llevar aparejada  “natural  “nat uralmente mente”” una rel relació ación n de jera jerarquí rquíaa y de dominaci domi nación. ón. Dich Dicho o de otra manera: la “igualdad” política no debía seguir confundiéndose con la identidad  étnica, sexual y económica, sino que debía ser concebida más bien como una relación de e q u i d a d   o de equivalencia   entre una pluralidad de seres irreductiblemente “diferentes” entre sí. La “igualdad” no significaba ya la negación o exclusión de la “diferencia”, sino todo lo contrario: su afirmación y su reconocimiento. Por eso, las nuevas luchas por la “igualdad” fueron, al  mismo tiempo, luchas por la “diferencia”, luchas por el reconocimiento de la diferencia entre los iguales y de la igualdad entre los diferentes.

La historia de los dos últimos siglos es la historia de estas luchas por la generalización de la ciudadanía a todos aquellos grupos sociales que, desde los

orígenes de la civilización europea, hace más de dos mil años (y, en general, desde la aparición de las sociedades estamentales, hace más de cinco mil años), habían estado excluidos de ella. En este sentido, es también la historia de las luchas por la transformación (teórica y práctica) del concepto mismo de lo político. Desde finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, se inician tres grandes movimientos de contestación política, que pretenden acabar con los privilegios de los propietarios varones europeos: el movimiento obrero y socialista, que reclama la igualdad entre propietarios y trabajadores; el movimiento feminista, que reclama la igualdad entre hombres y mujeres; y los

 

diversos movimientos anticolonialistas, antiesclavistas, antisegregacionistas y nacionalistas, que reclaman la igualdad entre los pueblos europeos y no europeos. Estos tres grandes movimientos sociales no han hecho sino generalizar  de forma cada vez más amplia y radical el concepto de lo político, al  “repolitizar” los d diversos iversos ca campos mpos de la experiencia humana que durante mucho tiempo habían sido activamente “despolitizados” por la teoría y la práctica política occidental. Así, el movimiento obrero y socialista repolitiza las relaciones económicas y reclama el ingreso de los trabajadores en la comunidad política; el movimiento feminista repolitiza las relaciones de parentesco y reclama también el ingreso de las mujeres en la comunidad política;

y

los

movimientos

anticolonialistas,

antiesclavistas,

antisegregacionistas y nacionalistas repolitizan el campo de las relaciones interétnicas e internacionales y reclaman el ingreso de las etnias no europeas y de las minorías étnicas europeas en la comunidad política, o bien su constitución como una nueva comunidad política. Además, todos ellos repolitizan el “universo simbólico”, al mostrar que los saberes pretendidamente neutros o no-políticos (la filosofía, la religión y la ciencia, y muy especialmente las ciencias humanas: las bio-psico-médicas y las histórico-socio-culturales) no han hecho sino legitimar las supuestas diferencias “naturales” entre las clases sociales, los sexos y las etnias. Todos estos movimientos de contestación política se han prolongado durante el siglo XX y siguen vivos a comienzos del XXI. No han conseguido acabar con las viejas dominaciones de clase, de sexo y de etnia, pero sí han conseguido que sus reclamaciones sean reconocidas por los Estados más democráticos y solemnemente consagradas por la ONU en la Declaración Universal de Derechos Humanos, verdadera carta fundacional de la naciente sociedad global. Además, a estos “viejos” movimientos se han ido añadiendo otros a partir de los años sesenta y setenta del siglo XX: ecologistas, pacifistas, homosexuales, organizaciones de defensa de derechos humanos y de ayuda al desarrollo, etc. Estos últimos, denominados “nuevos movimientos

 

sociales”, no han hecho sino ampliar y radicalizar todavía más el proceso histórico de generalización de lo político. ¿Cómo entender este proceso de generalización de lo político? No sólo como una extensión numérica de la ciudadanía a los individuos excluidos de ella, como pretende la interpretación liberal; ni sólo como una ampliación progresiva del concepto mismo de ciudadanía y de los derechos que conlleva (civiles, políticos y sociales), como propuso el sociólogo británico T. H. Marshall; sino también como una contestación de todas las formas de dominación y como una democratización de todas las instituciones sociales, como ha señalado la filósofa Chantal Mouffe. En resumen, como un doble proceso de individualización “liberal” (universalización del estatuto de  “individuo” como sujeto político, sin diferencias de sexo, clase, etnia, etc.) y de democratización “republicana” (politización y democratización de las diferentes esferas sociales: empresas, familias, escuelas, etc.). Ahora bien, estas diferentes formas de dominio y de lucha contra él, aunque pueden reforzarse mutuamente y converger en un momento dado, no son en modo alguno derivables unas de otras, ni coincidentes entre sí, ni localizables en un punto único y central. La pluralización de las esferas de lo político hace posibles las coaliciones, pero también las colisiones entre los distintos tipos de dominio y de lucha, puesto que no hay una única fuente de la que proceda la dominación y contra la cual haya que enfrentarse: ni el Estado (como pretende el anarquismo), ni el capital (como pretende el marxismo), ni la etnia (como pretende el nacionalismo), ni el sexo (como pretende el feminismo), etc. Además, este proceso de generalización de lo político no hay que entenderlo como un movimiento lineal, teleológico e irreversible: no podemos ver en él la etapa final de una evolución social que conduciría de la guerra a la paz y del dominio a la libertad, sino que más bien hemos de interpretarlo, siguiendo la propuesta “genealógica” de Foucault, como un escenario estratégico nuevo en la incesante dialéctica histórica entre la dominación y la resistencia.

 

5. Hacia un nuevo concepto de lo político

A la luz de este proceso de generalización de lo político que ha tenido lugar en los dos últimos siglos, creo que es posible extraer algunas conclusiones provisionales sobre el concepto de lo político y sobre la dialéctica entre los procesos de despolitización y repolitización de los diferentes campos de la experiencia humana, tal y como se ha dado en la historia de Occidente. Para entender esta dialéctica de despolitización y repolitización, hemos de intentar redefinir el concepto de lo político; sobre todo, hemos de intentar repensar las relaciones entre su sentido restringido y su sentido generalizado. Si la vida humana es constitutivamente política, si la dimensión política está presente en todas las relaciones sociales, por muy diferentes que éstas sean entre sí, entonces hemos de precisar en qué consiste esa “dimensión política”, qué es lo que la convierte en una dimensión constitutiva de la vida humana. Este concepto generalizado de lo político ya no puede ser identificado con el concepto restringido clásico, esto es, con el gobierno del Estado, definido por Weber como el “monopolio de la coacción física legítima” que una pequeña élite dominante ejerce “con éxito” sobre una población y un territorio determinados. Como punto de partida, propongo la siguiente definición: la vida  política comienza allí allí donde alguien dic dice e “nosotros” y actúa actúa como tal .

Decir “nosotros” es uno de esos actos de habla que los filósofos del lenguaje llaman “performativos” o “realizativos”, porque permiten “hacer cosas con palabras” (Austin). Así, el acto de decir “nosotros” es, al mismo tiempo, una manera de hacer que ese “nosotros” llegue a ser efectivamente: no se limita a nombrar una realidad preexistente, sino que más bien la crea, la instituye, la hace surgir. Sin embargo, decir “nosotros” no es tan fácil como parece, pues plantea dos tipos de problemas: por un lado, el problema de la identidad de ese “nosotros”, es decir, el problema de su delimitación espacial (adentro/afuera) y de su perduración temporal (antecesores/sucesores), no sólo por oposición a “los otros” o a otros posibles “nosotros” que puedan

 

cuestionarlo desde fuera, sino también por oposición a cada uno de los muchos  “yoes” que lo compone componen n y que pueden cuesti cuestionarlo onarlo desde dentro; por otro lado, el problema de la representación de ese “nosotros” por parte de uno solo o de unos pocos de los “yoes” que lo componen, es decir, el problema de la delegación externa, el arbitraje interno y, en general, la autoridad consentida o reconocida en el seno del propio grupo. Por supuesto, ambos problemas están estrechamente relacionados entre sí: un desacuerdo grave en el problema de la representación puede poner en cuestión la delimitación, la cohesión y la perduración del “nosotros”; y, a la inversa, un desacuerdo en torno a los confines de ese “nosotros” puede impedir que se establezca un procedimiento de representación estable y autorizado. De hecho, ningún “nosotros” tiene asegurada de una vez por todas la respuesta a ambos problemas: ni la delimitación de su identidad frente a “los otros”, ni la autoridad de su representación interna. Por eso, en la posibilidad y en la dificultad de decir “nosotros” se encuentra el origen de todos los problemas políticos, que no son sino los problemas de la convivencia humana. En efecto, la vida humana se constituye como vida política desde el momento en que una pluralidad de seres vivientes se reúne y dice “nosotros”, desde el momento en que habla y actúa de forma concertada para constituir, preservar e incluso ampliar la identidad de ese “nosotros”. Ahora bien, la autoconstitución y autopreservación del “nosotros” tiene tres implicaciones que son inseparables entre sí. Estos tres aspectos de lo político han sido señalados por tres de los más importantes filósofos políticos del siglo XX: Carl Schmitt, Hannah Arendt y John Rawls. El problema es que cada uno de ellos ha privilegiado un aspecto diferente, ignorando o minusvalorando su inseparable relación con los otros dos. Además, estos tres autores han seguido considerando el campo de lo político como un campo restringido y privilegiado, y han tratado de diferenciarlo y priorizarlo con respecto a los demás campos de la vida humana. Una pluralidad de seres humanos se constituye como un “nosotros”, y por tanto como una agrupación política, cuando se dan de forma simultánea e

 

inseparable estas tres condiciones: el conflicto que instaura la diferencia entre  “nosotros” y “los otros” ((Schmitt), Schmitt), el acuerdo que permite al “nosotros” hablar y actuar concertadamente (Arendt), y las reglas   que instituyen un orden común, obligatorio y duradero, en cuyo marco se desenvuelve de forma más o menos segura y rutinaria la vida de los distintos miembros de ese “nosotros”  (Rawls). Cada una de estas tres condiciones, tomada por separado, no es una condición suficiente para la constitución de una agrupación política. Si sólo se diera el conflicto   violento, el “nosotros” sería una mera agrupación para la guerra y se disolvería una vez que ésta concluyera. Si sólo se diera el acuerdo pacífico, el “nosotros” sería una especie de fraternidad armónica e indiferenciada, similar a la cristiana comunión de los santos. Si sólo se dieran las reglas fundacionales y su aplicación rutinaria, el “nosotros” se convertiría en una organización funcional y automática, administrada técnicamente por los expertos más cualificados. Para que pueda haber un “nosotros” más o menos delimitado y duradero, son necesarias estas tres condiciones a un tiempo: el conflicto, el acuerdo y las reglas. Lo que ocurre es que la combinación entre estos tres aspectos de lo político es constitutivamente histórica, y, como tal, variable según los tiempos y los lugares. Por eso, el peso relativo de cada uno de ellos no es siempre el mismo, sino que varía en cada situación concreta de cada sociedad concreta. No obstante, podemos reconocer una cierta lógica en la relación dinámica que mantienen entre sí, y esa lógica está regida por la tensión entre los procesos de despolitización y de repolitización, esto es, de restricción y de generalización de lo político.

Así, allí donde se produce un conflicto, caben dos posibilidades extremas: o el acuerdo con “el otro”, que instituye o amplía el campo político del “nosotros”, o la guerra contra “el otro”, que destruye ese campo político o lo restringe a uno de los bandos contendientes. El paso del conflicto al acuerdo abre o amplía el campo de lo político, no porque el conflicto sea cancelado sino porque es afrontado de forma pacífica, no excluyendo al “otro” sino incluyéndolo en el “nosotros” que delibera para llegar a acuerdos. Ahora bien,

 

si esos acuerdos se producen, acaban cristalizando en reglas comunes, obligatorias y duraderas, que pasan a ser vinculantes para los antiguos contendientes y que, por tanto, cancelan o apaciguan sus anteriores litigios. Pero también puede recorrerse este camino en sentido inverso: puede que unas determinadas reglas sean impugnadas por uno o varios individuos, puede que éstos exijan al resto del “nosotros” un nuevo proceso de deliberación y de acuerdo, puede que el resto no lo acepte y que se origine así un conflicto abierto entre dos grupos diferenciados, y puede que ese conflicto lleve a la disolución del “nosotros” o bien al enfrentamiento entre un “nosotros”  aminorado y una minoría constituida como un nuevo “nosotros”. Esta dialéctica de doble dirección puede ayudarnos a entender cómo se producen los procesos históricos de despolitización y repolitización: 1. El paso del conflicto al acuerdo abre el campo de lo político, al permitir la constitución o ampliación del “nosotros”, mientras que el paso del acuerdo a la instauración de reglas comunes tiende a despolitizar aquellos ámbitos de la vida humana que han quedado ordenados por esas reglas mayoritariamente aceptadas. 2. La puesta en cuestión de las reglas comunes por parte de una fracción del “nosotros” abre también el campo de lo político, al requerir un nuevo proceso deliberativo. El conflicto así suscitado supone una repolitización de aquellos ámbitos que estaban sometidos a dichas reglas y, como tales, despolitizados. 3. Los procesos de deliberación y de acuerdo se encuentran en el punto medio entre el conflicto violento, que enfrenta mortalmente a los contendientes, y la aplicación rutinaria de reglas comunes, que les permite convivir pacíficamente e incluso delegar ciertas decisiones en representantes autorizados. 4. El espacio de lo político se restringe allí donde disminuyen los motivos de conflicto y aumentan las esferas de acción regidas por reglas; en cambio, se amplía o se generaliza allí donde las reglas vigentes se problematizan y los conflictos se intensifican.

 

5. Una restricción absoluta de lo político, esto es, una completa despolitización y regularización de la vida social, sería la muerte de la convivencia humana y su sustitución por una organización funcional de autómatas. 6. Una generalización absoluta de lo político, esto es, la puesta en cuestión o en conflicto de todos los campos de la vida humana, sería también la muerte de la convivencia humana y su sustitución por una “guerra de todos contra todos”. 6. El nacimiento de la sociedad global

Ahora, ya estamos en condiciones de abordar la última parte de nuestra ponencia: la caracterización de la naciente sociedad global como un nuevo régimen histórico-político. Me apresuro a enunciar la tesis de partida: la moderna sociedad capitalista, que comenzó a consolidarse y expandirse por todo el mundo a partir del siglo XVI, ha experimentado en la segunda mitad del siglo XX una serie de cambios muy profundos que están dando origen a un nuevo tipo de sociedad. Los sociólogos actuales la han bautizado con nombres muy diversos, pero hay un denominador común en el que todos coinciden y que se ha convertido en la divisa de nuestro tiempo: me refiero al vertiginoso proceso de  “globalización  “global ización”” de todas las relaci relaciones ones sociale sociales, s, que a un tiempo prolong prolongaa y transforma la expansión mundial del capitalismo iniciada en 1492. Por eso, yo prefiero denominar “sociedad global” a esta nueva sociedad de la que todos formamos parte y en la que todos estamos existencialmente comprometidos. comprometidos. La sociedad capitalista triunfó históricamente y se impuso a las demás sociedades porque consiguió articular entre sí un sistema de Estados nacionales estructurado hegemónicamente y dominado por unas pocas potencias europeas, una economía mercantil e industrial extendida a escala planetaria, una familia patriarcal nuclear con diversas variantes de clase y de etnia, y una religión tecnológica basada en el mito del progreso. Pues bien, la crisis de la sociedad capitalista se debe a que esos tres tipos de relaciones

 

sociales (el sistema europeo de Estados nacionales, el crecimiento económico ilimitado y la familia patriarcal) están sufriendo hoy una mutación histórica sin precedentes, que ha hecho caer en descrédito la moderna idea de progreso y la religión tecnológica erigida sobre ella. Uno de los fenómenos más revolucionarios de nuestro tiempo es el que está produciéndose en las relaciones de parentesco. No se trata sólo de la crisis de la familia patriarcal moderna, como suele decirse, sino de algo mucho más profundo: por un lado, la puesta en cuestión de la división sexual como criterio básico de distribución de las diversas actividades sociales, un criterio que ha estado vigente en todas las sociedades hasta ahora conocidas; por otro lado, la puesta en cuestión de los vínculos paterno-filiales como vínculos fijados “naturalmente”, no sólo debido a la multiplicación de las nuevas formas de familia y de las filiaciones adoptivas, sino también debido al desarrollo de la ingeniería genética, que problematiza la idea misma de una paternidad y una maternidad “naturales”. Otra de las grandes mutaciones afecta al campo de las relaciones económicas. La idea moderna de un crecimiento económico ilimitado y cada vez más repartido ha sido convertida en dogma universal por los ideólogos neoliberales, pero está viéndose cuestionada por dos grandes tipos de problemas: por un lado, la crisis ecológica global, provocada por la creciente contaminación de la biosfera y por el agotamiento igualmente creciente de los recursos naturales; por otro lado, la desigual distribución de la riqueza a escala planetaria, dado que en las últimas décadas se ha producido una creciente concentración de la misma en una minoría de países y de grupos sociales, y un empobrecimiento igualmente creciente de la mayoría de la población mundial y de grandes áreas del planeta, como África, Latinoamérica, el Oriente Próximo y el sudeste asiático. En cuanto a la invención europea del Estado-nación soberano, es cierto que se ha generalizado en la segunda mitad del siglo XX, al consumarse el proceso de descolonización; pero, al mismo tiempo, Europa ha perdido la hegemonía mundial y la idea misma de soberanía nacional ha comenzado a verse cuestionada o relativizada, debido a la combinación de muy diversos

 

factores: las dos guerras mundiales, las armas de destrucción masiva, el terror totalitario, la creación de un derecho internacional humanitario, la mundialización de todas las relaciones sociales, el desarrollo de las telecomunicaciones, la multiplicación de riesgos globales, la institucionalización de organizaciones políticas supranacionales (mundiales y regionales, gubernamentales y no gubernamentales), y, por último, la formación de una sociedad civil cosmopolita. Todos estos cambios no sólo están afectando a las tres instituciones básicas de la moderna sociedad capitalista (la familia patriarcal, el mercado competitivo y el Estado-nación soberano), sino también al universo simbólico que les servía de legitimación ideológica. Las luminosas utopías de la modernidad han dejado paso a las sombrías distopías de la postmodernidad; el futuro de la humanidad ya no suscita entusiasmo sino temor; el “principio esperanza” de Ernst Bloch ha sido reemplazado por el “principio responsabilidad” de Hans Jonas. Para percibir este cambio ideológico, basta prestar atención a las propuestas normativas de los “nuevos movimientos sociales” que han ido surgiendo y extendiéndose en la segunda mitad del siglo XX. En el “universo simbólico” elaborado por estos “nuevos movimientos sociales”, la religión tecnológica de la modernidad, basada en la idea de progreso, está comenzando a ser reorganizada y reemplazada por una nueva religión ecológica, basada en la idea de equilibrio ecosistémico.

7. El equilibrio antropológico

A continuación, trataré de señalar cuáles son las transformaciones de lo político que están teniendo lugar en esta nueva sociedad global. Las agruparé en dos ejes perpendiculares: un eje horizontal, que se refiere a las relaciones entre los distintos campos de la vida humana, y un eje vertical, que se refiere a las relaciones entre las distintas escalas geográficas y demográficas de interacción social. Comenzaré por las transformaciones de lo político que afectan a las relaciones horizontales entre los distintos campos de la vida humana. Los

 

cambios que están produciéndose en este tipo de relaciones horizontales (y las correspondientes propuestas normativas de los “nuevos movimientos sociales”, que acabo de sintetizar con la idea de equilibrio ecosistémico), no conciernen sólo a las relaciones ecológicas entre los humanos y el mundo, sino también a la articulación entre los cuatro órdenes básicos de la experiencia humana: el económico, el parental, el político (en su sentido restringido) y el simbólico. Las mutaciones sociales que hoy estamos viviendo ponen al descubierto los límites de la filosofía política moderna, que hasta ahora había proporcionado una base normativa a la articulación entre las cuatro instituciones básicas de la sociedad capitalista: la familia patriarcal, el mercado competitivo, el Estado-nación soberano y los saberes tecnocientíficos. El liberalismo, que ha sido la corriente dominante de la filosofía política moderna (y que ha adoptado formulaciones muy diversas: las teorías políticas del contrato social, las teorías económicas del libre mercado y de la elección racional, las teorías sociológicas de la evolución social y de la diferenciación funcional y sistémica, etc.), estableció desde el primer momento una neta separación “funcional” entre estas cuatro grandes instituciones (la familia, el mercado, el Estado y la ciencia), con el fin de restringir el campo de lo político al gobierno del Estado. En cambio, los “nuevos movimientos sociales” están poniendo en juego una nueva filosofía política: no sólo están promoviendo nuevas formas de experiencia en los dominios respectivos del parentesco, la economía, la política (en su sentido restringido) y la cultura, sino que también están promoviendo una nueva forma de articulación entre todos ellos. Esta nueva articulación de la experiencia se rige por la idea reguladora del “equilibrio antropológico”, que podemos enunciar así: una vida humana digna de tal nombre necesita simultáneamente del parentesco, la economía, la política (en su sentido restringido) y la cultura, por lo que hemos de reordenar el conjunto de las relaciones sociales de tal modo que todos los seres humanos podamos cultivar, de forma libre e igualitaria, estas cuatro actividades a un tiempo, evitando así las diversas formas de (des)articulación patológica de la experiencia, que nos fuerzan a la mayor parte de nosotros a una

 

especialización “funcional” o “unidimensional” por razones de sexo, de clase social, de nación o de cualquier otra índole. Esta exigencia de “equilibrio antropológico” conlleva una repolitización de todos aquellos campos de la experiencia que habían sido previamente despolitizados por el liberalismo (y, en general, por la tradición de la filosofía política occidental). Así, pues, un primer rasgo de la sociedad global es esta generalización de lo político a los diversos campos de la experiencia humana. Ahora bien, como ya he dicho antes, al final del apartado 4, generalización no significa homogeneización: por más que los diversos campos de la experiencia se vean igualmente politizados, esto es, sometidos a la dialéctica del conflicto y del acuerdo, y por más que esa politización conlleve una reorganización de las fronteras y de las articulaciones entre unos campos y otros, eso no significa que dejen de ser diferentes e irreductibles entre sí. Así, pues, la generalización de lo político no exige sólo la extensión o ampliación cuantitativa del “nosotros”, para incluir en él a todos los individuos o grupos sociales excluidos; exige también, inseparablemente, una diversificación cualitativa de ese “nosotros” en espacios sociales diferenciados y a la vez interconectados, esto es, una pluralización de la comunidad política en distintos tipos de “nosotros” que, sin embargo, se encuentran solapados y articulados entre sí. Esta diversificación o pluralización del “nosotros” afecta también a la identidad del “yo”: puesto que éste forma parte de distintos “nosotros” a un tiempo, su identidad adquiere una estructura “modular” (Marshall Sahlins), esto es, se va componiendo y recomponiendo mediante la articulación flexible entre un conjunto de “módulos” heterogéneos entre sí. Esta nueva estructuración de la identidad personal (y, con ella, el proceso de  “indiv  “in divid idual ualiz izaci ación” ón” de la ex exper perien iencia cia,, el “há “hágas gaselo elo ust usted ed mismo” mis mo”)) tie tiene ne consecuencias políticas ambivalentes: puede proporcionar a los individuos la libertad necesaria para “construir reflexivamente su propia biografía”  (Giddens), pero también puede condenarles a buscar “soluciones biográficas para contradicciones sistémicas” (Beck). Por eso, la nueva condición de ciudadanía en la sociedad global exige que todos los “yoes” puedan participar

 

activamente, en condiciones de libertad e igualdad, no sólo en el espacio político en sentido restringido (el gobierno del Estado), sino también en todos los otros espacios sociales en donde se desenvuelve su vida cotidiana y en donde se construye “modularmente” su identidad personal: la familia, la escuela, la empresa, la iglesia, el centro de investigación, los medios de comunicación, comunicació n, etc. La generalización de lo político a los diversos campos de la experiencia, y la consiguiente diversificación del “nosotros” y del “yo” en una red de espacios sociales diferenciados e interconectados, debería llevarnos a recuperar y reformular los principios del republicanismo democrático, en la dirección apuntada por Chantal Mouffe. Por un lado, frente al viejo liberalismo, hay que extender y radicalizar la democracia más allá de las instituciones representativas del Estado-nación moderno, esto es, hay que repolitizar y democratizar todos los espacios de interacción social, todos los campos de la experiencia humana. Por otro lado, hay que renunciar a la vieja concepción organicista y armónica de la comunidad política, sea en su versión nacionalista o en su versión comunista, puesto que tanto el “nosotros” como el “yo” están constituidos por una diversidad de espacios sociales que es irreductible y potencialmente conflictiva. Tanto Hannah Arendt como Chantal Mouffe nos recuerdan que la democracia es constitutivamente “agonística”: no puede fundarse sobre el exterminio del adversario, pero tampoco puede aspirar a una comunión final que trascienda todas las diferencias y resuelva todos los conflictos, puesto que la convivencia democrática consiste más bien en el reconocimiento de esas diferencias y en la regulación pacífica de esos conflictos. 8. La “glocalización”

A continuación, y para terminar, mencionaré las transformaciones políticas que afectan a las relaciones verticales entre las distintas escalas geográficas y demográficas de interacción social. Me refiero a la dialéctica entre lo “global” y lo “local”, entre la macropolítica y la micropolítica, de la que

 

se han ocupado muchos estudiosos de la “globalización”. Aquí, como en el apartado anterior, conviene prestar atención tanto a los cambios que ya han tenido lugar, como a las propuestas de futuro que están defendiendo los  “nuevos movimientos sociales”, puesto que en el juicio histórico-políti histórico-político co sobre nuestro propio presente son inseparables el lado descriptivo y el lado valorativo. Una vez más, se trata de problematizar la restricción de lo político a la esfera del Estado-nación moderno, concebido como el “monopolio de la violencia legítima” sobre una población y un territorio claramente circunscritos, pero no sólo porque lo político se haya ido generalizando horizontalmente a otras esferas de interacción social (el parentesco, la economía y la cultura), sino también porque se ha ido generalizando verticalmente a otras escalas geográficas y demográficas, por encima y por debajo de las fronteras del Estado-nación soberano. Como ya dije antes, la invención del sistema europeo de Estadosnación soberanos, que suele fecharse en la Paz de Westfalia (1648), se ha extendido a todo el mundo, sobre todo tras la última ola descolonizadora posterior a 1945, hasta el punto de que el número de Estados reconocidos internacionalmente se ha doblado desde el final de la Segunda Guerra Mundial y ha alcanzado ya la cifra de 191; sin embargo, en ese mismo período de tiempo, han ido surgiendo y multiplicándose nuevos tipos de actores, escenarios e interacciones políticas, que no coinciden ya con los gobiernos de los Estados, ni se encuentran circunscritos por las fronteras nacionales, ni se caracterizan por ejercer el “monopolio de la violencia legítima” hacia dentro y hacia fuera. En primer lugar, la soberanía del Estado está viéndose cuestionada o relativizada desde dentro, por un proceso de localización o de  generalización de lo político hacia abajo. En este proceso de localización de lo político, cabe

distinguir tres aspectos diferentes: primero, una tendencia a la descentralización   territorial del Estado y a la delegación de muchas de sus

competencias en entidades regionales y municipales; segundo, una tendencia a la diversificación   sectorial de las políticas públicas y a la concertación o

 

negociación de dichas políticas con los agentes sociales implicados (empresarios, sindicatos, asociaciones ciudadanas, ONGs, etc.); y, tercero, una tendencia a la individualización  de los derechos y de los deberes, de los servicios públicos que se ofrecen de forma personalizada a cada ciudadano concreto y de las responsabilidades que, a su vez, cada ciudadano concreto se ve obligado a asumir. En segundo lugar, la soberanía del Estado está viéndose también cuestionada y relativizada desde fuera, por un proceso de globalización o de generalización de lo político hacia arriba. En este proceso de globalización de lo  po lí ti co , cabe distinguir también tres aspectos diferentes: primero, una

tendencia a la federalización  o alianza territorial de los Estados, mediante la adopción de tratados internacionales y la creación de organizaciones intergubernamentales que vinculan jurídicamente a los Estados miembros –sea con un objetivo de cooperación general o meramente sectorial, y sea con un ámbito geográfico mundial (como la ONU y sus diversos organismos, el FMI, el BM, la OMC, etc.) o solamente regional (como la OTAN, la UE, la OEA, la ASEAN, el MERCOSUR, etc.)-; segundo, una tendencia a la mundialización de todas las relaciones sociales, con la consiguiente proliferación de actores civiles transnacionales que interactúan simultáneamente en todo el mundo, sea cual sea la actividad de la que se ocupen –bolsas, bancos, empresas, medios de comunicación, universidades, centros de investigación, redes mafiosas, grupos terroristas, ONGs “sin fronteras”, movimientos sociales como el Forum Social Mundial, etc.-; y, tercero, una tendencia a la cosmopolitización  de la opinión pública, esto es, a la formación de una sociedad civil mundial, que ha hecho de la Tierra su patria-matria común, que ha adoptado como ley fundamental la Declaración Universal de Derechos Humanos y que incluso ha sido capaz de actuar concertadamente para reclamar una democracia global y rechazar la política neoimperialista de Estados Unidos, como se puso de manifiesto en las masivas manifestaciones de febrero de 2003 contra la invasión militar de Irak. Quiero insistir en este último punto, porque la globalización de lo político no consiste sólo en la creciente interdependencia objetiva  entre todos los pueblos de la Tierra, sino también en la creciente autoconciencia subjetiva

 

por medio de la cual esos pueblos comienzan a considerarse a sí mismos como miembros de una sola comunidad global, y a decir, por primera vez en la historia de la humanidad: “nosotros, los humanos”. Esta nueva conciencia cosmopolita es lo que confiere a la globalización su específica dimensión  política.

Entre estos dos grandes procesos, el de localización y el de globalización de lo político, se da una relación dialéctica, que es a un tiempo de contraposición y de refuerzo mutuo, y que Roland Robertson ha bautizado con el nombre compuesto de “glocalización”. Así, por ejemplo, los movimientos de reafirmación de las identidades locales y de las tradiciones culturales, tengan una orientación étnica o religiosa, no dejan de ser respuestas postmodernas al proceso de globalización, y de hecho se sirven de las posibilidades abiertas por este proceso para reconstruir reflexivamente y para proyectar mundialmente tales identidades y tradiciones. Me limitaré a mencionar dos ejemplos bien conocidos y de muy diferente signo: el movimiento zapatista mexicano y la red terrorista Al Qaeda. Aunque el primero defienda el autogobierno de los indígenas de Chiapas y el segundo defienda el retorno a las tradiciones más teocráticas del Islam, ambos lo hacen a través de unos actos espectaculares, unas campañas mediáticas y unas redes de solidaridad que sólo son posibles en el marco de la nueva sociedad global. La conjunción dialéctica de estos dos procesos de generalización de lo político (hacia abajo y hacia arriba) está acabando con el monopolio de lo político que hasta ahora había reclamado para sí el Estado-nación moderno. El principio de la soberanía nacional está siendo cuestionado y relativizado, tanto en su vertiente exterior como en su vertiente interior: el Estado se ha hecho demasiado pequeño para enfrentarse en solitario a los grandes problemas mundiales y demasiado grande para centralizar en un solo punto de decisión la gestión de todos los pequeños problemas locales y sectoriales. La complejidad creciente de las relaciones sociales, tanto a escala global como a escala local, hace cada vez más problemático el recurso a una fuerza centralizada e imperativa, militarista hacia fuera y autoritaria hacia dentro, y obliga a la resolución o gestión negociada de los múltiples conflictos sociales, tanto en el

 

exterior como en el interior. Esto no quiere decir que el Estado-nación tienda a desaparecer o a perder importancia en la sociedad global, sino que más bien cambia su papel político: se convierte cada vez más en un “Estado red” (Manuel Castells) o en un “Estado cosmopolita” (Ulrich Beck), pues ha de actuar como un agente intermediario entre los pequeños poderes locales y los grandes poderes globales, representando a los primeros ante los segundos y a los segundos ante los primeros. La ideología neoliberal ha pretendido hacernos creer que la globalización consiste (o, al menos, debiera consistir) en un creciente proceso de adelgazamiento del Estado y en una expansión sin límites del mercado competitivo. Pero esto no pasa de ser mera propaganda, difundida en beneficio exclusivo del capital especulativo y de las grandes corporaciones transnacionales. Como nos ha recordado Wallerstein, el capitalismo moderno combinó, desde su origen, una economía “mundializada” con una política  “nacionali  “naci onalizada zada”, ”, esto es, con una multi multiplic plicidad idad de Esta Estados dos que riva rivaliza lizaban ban entre sí por la hegemonía; esto proporcionó a los propietarios del capital una amplia “maniobrabilidad”, sea para escapar al control de sus respectivos Estados, sea para obtener de ellos el apoyo a sus abusivas condiciones de explotación económica. Por tanto, la novedad de la sociedad global no consiste, como sue suele le decirse, en la liberalización y mundializació mundialización n

de la

economía de mercado, sino más bien en un nuevo tipo de articulación global  entre la economía y la política.

Es cierto que la liberalización y la mundialización de la economía de mercado se han acentuado en las tres últimas décadas, sobre todo tras la irrupción de las nuevas tecnologías de la comunicación y la caída del bloque comunista, pero lo han hecho en una comunidad internacional cada vez más interdependiente y poliárquica (o, como suele decirse en lenguaje diplomático, cada vez más “multilateral”), esto es, cada vez más articulada políticamente, cada vez más orientada hacia la negociación pacífica y la toma colectiva de decisiones. En la sociedad global, disminuye el poder imperativo de cada Estado nacional, incluso el de Estados Unidos, que es el más poderoso de

 

todos, y aumenta en cambio el poder concertado de los Estados más ricos del mundo (como el G7+1), de las coaliciones regionales de Estados (como la UE), de los grandes organismos intergubernamentales (como el FMI, el BM, la OMC y las distintas agencias y organismos de la ONU) e incluso de las numerosas organizaciones y movimientos de la sociedad civil mundial. La cadena de sucesos que han tenido lugar a partir del 11-S, y sobre todo la invasión de Irak por parte de Estados Unidos, decidida unilateralmente bajo el amparo de la  “guerra contra el terrorismo” y la doctrina de la “guerra preventiva”, contra el parecer expreso de la ONU, de la mayor parte de los Estados y de la inmensa mayoría de la opinión pública mundial, no han hecho sino poner de manifiesto la pérdida de legitimidad internacional del gobierno Bush y su incapacidad para afrontar en solitario el problema del terrorismo internacional, fiándose sólo de su arrogante supremacía militar. Ante los grandes problemas globales (no sólo el terrorismo islamista, sino también la proliferación armamentista, la pobreza, el hambre, las enfermedades masivas, las migraciones, los flujos especulativos de capital, las deslocalizaciones empresariales, las mafias transnacionales, el cambio climático, etc.), se hace cada vez más necesaria la concertación multilateral entre todos los Estados y el ejercicio de un gobierno político a escala mundial, mediante la creación de nuevas instituciones democráticas de alcance cosmopolita y la reforma profunda de las ya existentes, dados los catastróficos efectos que ya han provocado y que pueden seguir provocando tanto la violencia armada, sea la de los Estados o la de los grupos no estatales, como la avidez depredadora del capital especulativo y de las grandes corporaciones transnacionales. Paradójicamente, el proceso histórico de mundialización de todas las relaciones sociales, impulsado por la expansión de la moderna sociedad capitalista, ha traído consigo esta necesidad de instituir una comunidad política cosmopolita, dados los catastróficos efectos que hasta ahora ha provocado la lucha por la hegemonía militar, económica y cultural entre los grandes Estados-nación, una lucha por la hegemonía cuyo último gran representante es hoy Estados Unidos. Si hay algo que está cada vez más claro , es que l a

 

economía capitalista y el Estado-nación soberano, tal y como hasta ahora los hemos conocido, no son la solución sino más bien el problema al que ha de enfrentarse la naciente sociedad global.

Queda por ver si esta nueva sociedad hará posible la formación de una  “soci  “so cial aldem democr ocraci aciaa cos cosmop mopoli olita ta”, ”, com como o propo pr oponen nen Dav David id Hel Held d y Ant Anthon honyy McGrew, o si más bien acentuará la dualización de la sociedad capitalista entre una pequeña élite de países y grupos sociales poderosos, enriquecidos y fuertemente integrados entre sí, y una amplia franja de países y grupos sociales débiles, empobrecidos y excluidos de la toma de decisiones. Queda  por ver si un orden democrático a escala planetaria hará posible la regulación  pacífica e igualitaria i gualitaria de todas t odas las la s relaciones rela ciones sociales o si una dualización global  cada vez más acentuada engendrará nuevas tensiones sociales y nuevos conflictos armados de consecuencias consecuencias imprevisibles.

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