Calvocoressi - Historia Politica Del Mundo Contemporaneo

April 17, 2017 | Author: Joshua Rogers | Category: N/A
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Historia política del mundo contemporáneo

Sergio Ramírez

Titulo original:

World politics. Since 1945

De 1945 a nuestros días Peter Calvocoressi Traducción de Susana Sueiro Seoane (de la 5.' edición inglesa). Revisión y traducción de los cambios traducidos en la 7.' edición inglesa de Cristina Piña Aldao y Juan Carlos Poyán Cottet

Reservados todos los derechos.· De acueredo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes reproduzcan o plagien, en todo o en parte, una obra literaria, artistica o cientlfica fijada en cualquier tipo de soporte sin la preceptiva autorización.

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Esta edición, traducción de la 7.ª de World politics. Since 1945 (actualización de 1996), se publica por acuerdo con Longman Group Limited, London. © Peter Calvocoressi, 1968, 1971, 19n, 1982, 1987, 1996 ©Ediciones Akal, S.A., 1999, para todos los paises de habla española Sector Foresta, 1 28760 Tres Cantos Madrid - España Tel.: 91 806 19 96 Fax: 91 804 40 28 ISBN: 84-460-1008-9 Depósito legal: M. 20.560-1999 Impreso en MaterPrint, S. L ColmenarVlejo (Madrid)

Prólogo a la séptima edición

Con esta séptima edición el libro cubre cincuenta años. Los añadidos más importantes abarcan las consecuencias inmediatas de la desintegración del imperio soviético en Europa y de la propia Unión Soviética; el estremecedor colapso de la Federación Yugoslava; la Guerra del Golfo contra Irak y sus múltiples secuelas; el Tratado de Maastricht para fomentar la Unión Europea; las tensiones surgidas en China entre la liberalización económica y los rigores del comunismo en la penumbra de un dilatado gobierno de Deng Xiaoping desde el borde de la sepultura; las suertes entreveradas en África, desde el optimismo en África del Sur, Ghana e incluso Angola, hasta la virulencia en Nigeria, Somalía, Ruanda y Liberia; malas épocas para la ONU, el caduco GATI y el internacionalismo en general. Éste es el medio siglo de la guerra fría. Comienza con el total sojuzgamiento de Alemania y Japón. Para algunos, la Segunda Guerra Mundial fue una colisión ideológica· que se saldó con la derrota del fascismo y desde esta perspectiva despejó el camino a una guerra paralela entre democracia y comunismo. Pero, para ser más exactos, la Segunda Guerra Mundial fue una guerra contra las ambiciones extranacionales de Alemania y Japón, cuyas derrotas ensalzaron el poder de los Estados Unidos y la Unión Soviética hasta tal punto que recibieron el nombre de superpotencias, una nueva categoría política. La guerra fría entre estas superpotencias fue un. enfrentamiento expresado ideológicamente y vivido materialmente. Las ambiciones de Alemania y Japón eran nacionalistas y predadoras pero también formaban parte de una corriente ineluctable que empujaba a la nación-Estado a la agresión dado que el Estado ya no era una entidad autosuficiente y tanto la necesidad como las emociones la impulsaban a extender su dominio más allá de sus fronteras. A su vez, los Estados Unidos y la Unión Soviética no estaban exentos de esta necesidad, aunque se diferenciaban por el distinto modo en que eligieron cumplir con ella. La guerra fría era una disputa por el poder mundial más allá de las fronteras de sus protagonistas, en la que no estaba previsto que ninguna de las partes fuera a tomar los territorios de la otra.

La guerra fría fue un fenómeno enormente confuso. Se libró con una intensidad ideológica y retórica que en gran medida era un disparate y con unas armas pavorosamente destructivas y sin precedentes, pero que eran inservibles en términos estrictamente militares. Además, se suponía que estas dos superpotencias no sólo pertenecían a una categoría común, sino que eran aproximadamente equivalentes, lo cual jamás fue cierto. Aunque en uno o dos sectores el armamento de la Unión Soviética fuera superior y en otros suficiente para responder a la capacidad ofensiva de los Estados Unidos, el balance global entre las superpotencias fue decididamente más ventajoso para Estados Unidos, que era incomensurablemente más fuerte en cuanto al indiscutible poder económico necesario para crear, mantener y desarrollar las armas y en cuanto a las habilidades políticas y económicas requeridas para manejar la complejidad de un Estado moderno. La apariencia y la realidad estaban extraor· dinarimente peleadas. La guerra fría tenía sus raíces en una desconfianza que, acrecentada por desavenencias y errores de cálculo, desembocó en una gran inquietud. Estados Unidos y la URRS estaban profundamente divididos tanto en filosofía política como económica, pero ninguna de las dos potencias tenía la intención de declararle la guerra a la otra aunque ambas temían que la otra pudiera hacerlo. Estos ~emores eran irracionales. Tras el colapso de Alemania, Estados Unidos temía ulteriores avances de las fuerzas soviéticas hacia el oeste y una conversión exitosa al comunismo de los Estados de Europa occidental. Pero, de hecho, las fuerzas soviéticas estaban exhaustas y la propia Unión Soviéticá en ruinas; y ningún Estado occidental estaba ni remotamente cerca de una toma de poder comunista, ni por la vía electoral ni por una sublevación -y de haber sido así su ejército nacional habría sofocado rápidamente cualquier inten· to de golpe-. Por su parte, en 1945 y durante muchos años, la URSS temió un afán consensuado por los países de Occidente para destruirla. Con razón Stalin percibió la fuerte animosidad occidental, pero estaba completamente equivocado al suponer que Estados Unidos y sus aliados pudieran declararle la guerra o concebir otros medios para disminuir su dominio sobre los recién adquiridos satélites en Europa central y oriental. La guerra fría fue la expresión de un profundo antagonismo en el marco de las ideas y la conducta, en la que sin embargo no mediaron disputas territoriales y por consiguiente fue librada como un prolongado intercambio de acusaciones. Y puesto que no era territorial, podía potencialmente convertirse en global. Las armas nucleares acentuaron la confusión. Con frecuencia se ha dicho que la posesión por ambas partes de armas nucleares con una potencia aproximadamente equivalente impedía que la guerra fría se convirtiera en algo peor: cada una de las superpotencias tenía idéntico miedo al armamento que al enemigo. Es evidente que las armas nucleares eran especialmente temibles y, en este sentido, actuaban como fuerza disuasoria -una fuerza disuasoria acrecentada en gran medida por la publicidad de los riesgos de una victoria cuyo coste era la autodestrucción-. Pero ningún arma es peligrosa hasta que no se utiliza y podría argumentarse que no era probable que las superpotencias fueran a utilizar las armas nucleares una contra la otra. Las primeras armas nucleares fueron armas de destrucción e intimidación de masas y durante un breve período de tiempo sólo las poseía o podía producirlas Estados Unidos. Estados Unidos las utilizó contra Japón y posteriormente consideró usarlas contra China, pero su uso contra la URSS en los primeros años de la posguerra era inconcebible. Cuando también la URSS las adquirió, el riesgo de una aniquilación mutua obligó a ambas

partes a desarrollar armas cada vez más precisas, capaces d~ alcanzar objetivos selec· donados más minuciosamente -armas de medio alcance y luego armas tácticas y de batalla- con el fin de racionalizar el uso del poder nuclear en una guerra. Sin embargo, esta tentativa falló. A ningún comandante de operaciones le gustan las armas que contaminan la zona en la que se propone avanzar y que probablemente conducen a la anarquía antes que a la victoria (siendo la anarquía lo que más temen los dirigen· tes junto con la derrota). Dado que el efecto disuasorio de un arma nuclear menor depende de la amenaza implícita de utilizar el arma inmediatamente mayor de la cadena, la amenaza de utilizar la de menor envergadura depende, en último término, de la amenaza de utilizar la de mayor envergadura, cuyo uso debía ser impedido por la creación de la menor. El desarrollo de una cadena de armas nucleares no eliminó la farsa que, aunque presente en la mayoría de las maniobras internacionales, en el caso de las armas nucleares era demasiado grande para resultar convincente. Finalmente la guerra fría no destruyó ni el espacio vital ni a los súbditos de las superpotencias, pero s( sus economías. El predominio de un conflicto aislado como el de la guerra fría oscurece o distor· siona otros problemas. Tres de ellos tuvieron implicaciones especialmente importantes. El enfrentamiento maniqueo de las superpotencias sofocó los frágiles mecanismos del orden internacional. La guerra fría comenzó en el mismo momento en que se creó la ONU, como versión nueva y mejorada de la Liga de Naciones, e inmediatamente invalidó a la ONU, que estaba diseñada para un mundo distinto -un mundo en el que se esperaba que las disputas entre los Estados, aun siendo hasta cierto punto inevitables, fueran susceptibles de ser minimizadas, gobernadas, saneadas-. El impacto de la guerra fría no fue simplemente incapacitar al Consejo de Seguridad mediante el derecho de veto por parte de sus principales miembros. La guerra fría hizo que la ONU resultara en gran parte irrelevante e inoperante en relación con cualquier asunto que pudiera ser interpretado como un aspecto de la guerra fría, de modo que el milagro no es que la ONU fuera menosc~bada, sino que sobreviviera. Sin embargo, sufrió mucho durante la guerra fría y volvió a resurgir en la última década del siglo en un mundo que, al contrario del de 1945, no cifraba en ella grandes esperanzas. La conducción de los asuntos internacionales por medios pacíficos y discursos racionales se debilitó notablemente y Estados Unidos, la superpotencia que había sobrevivido, emergió de la guerra fría con el dilema de hasta dónde podía intervenir en los asuntos mundiales en calidad de primus inter pares y hasta dónde como déspota. Las crisis en Somalia y en el Golfo pusieron al descubierto esta incertidumbre y la guerra en Bosnia provocó un alejamiento, al principio vacilante y luego brusco, de la cooperación internacional hacia una asertivida:d nacional más efectiva, atemperada únicamente por el espíritu de época imperante. Estados Unidos además se vio limitado por un legado de la guerra fría que le había impedido pensar en otros asuntos que no fueran la guerra fría: no habían desarrollado µn política para las distintas partes del mundo, sino meramente una política centrada en combatir en esas mismas zonas a la URSS. Una vez agotado este ingrediente determinante Estados Unidos carecía de una política aplicable a un mundo exento de la guerra fría. Una segunda característica de finales del siglo XX, que fue ensombrecida por la guerra fría, fue el problema que se le planteaba a un Estado a la hora de acceder a las materias primas que quedaban dentro de los confines del otro y que eran esenciales para el bienestar del primero: fundamentalmente el petróleo. El camino más seguro

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para asegurarse estas comodidades -la ocupación de las tierras explotables- no era respetado ni se consideraba seguro. Las colonias, incluso los mandatos, eran tabú, pero se mantuvo la determinación de los Estados más poderosos de defender sus economías y a sus ciudadanos. En este medio siglo el petróleo de Oriente Medio dejó de ser patrimonio de las corporaciones y Estados extranjeros. Esto supuso un cambio en el equilibrio del poder económico, pero no se produjo un cambio equiparable en el equilibrio del poder militar: este último cambió únicamente en el sentido de que se desplazó, pero no en el sentido de que los fuertes vieran mermadas sus fuerzas. Cuando en 1990 Irak invadió Kuwait con el fin de anexionar los campos pertrolíferos y los balances bancarios de este último, Sadam Hussein hizo dos cosas. Perpetró una agresión que violaba los estatutos de la ONU y amenazó con desestabilizar el equilibrio del poder y de la producción de petróleo en Oriente Medio. Este propósito alarmó a los compradores de petróleo, cuyo flujo y precio habían estado hasta hace poco bajo su control. Con esta agresión proporcionó a la ONU una razón que justificara la guerra y al desestabilizar el régimen petrolífero instigó a Estados Unidos a emprender una guerra destinada a derrocarle a él y su régimen. La guerra demostró que las fronteras de un Estado que disponía de unas comodidades internacionalmente valiosas eran particulam1ente susceptibles de ser violadas, independientemente de que este Estado fuera Kuwait o lrak; pero no hizo nada para arrojar luz sobre el problema de cómo dirigir unas relaciones, sin recurrir a la guerra, entre un Estado con tales comodidades pero fuerzas inferiores y un Estado necesitado de tales comodidades pero sin ningún derecho a ellas: el enigma no se centraba en la distribución desigual del poder, sino en la distribución de unos poderes inconmensurables. La tercera cuestión que producía especial incertidumbre afectaba al propio Estado. En la mayor parte del mundo -aunque no en todo él- el Éstado se había convertido en ingrediente principal de la estructura internacional. Era un artilugio europeo y los imperios europeos habían impedido que tomara cuerpo en otras partes del mundo hasta que la retirada de estos imperios de Asia y África permitió a otros pueblos copiar el modelo europeo. Poco después de mediados de siglo los Estados fueron aumentando en número. Sin embargo, los nuevos Estados se apropiaron de los atributos menores propios de un Estado -himno nacional, bancos centrales- sin la suficiente conciencia de las debilidades que siempre habían acosado a los Estados veteranos: la diversidad étnica en lo que engañosamente se había dado en llamar naciones-Estado, las insuficiencias económicas, la debilidad militar, la fragilidad institucional. Al mismo tiempo los Estados veteranos que disfrutaban de los beneficios característicos de un Estado --definición geográfica y legal, lealtad, gobierno estable, disposiciones sociales- estaban dudando acerca de la conveniencia de su condición y experimentado con acuerdos supraestatales (la Comunidad Europea, el ASEAN, una plétora de asociaciones económicas desde zonas de libre comercio a uniones económicas). En el último cuarto de siglo casi la totalidad de la población mundial vivía en Estados, pero la mayoría de estos Estados pertenecía a una u otra organización internacional, empezando por la ONU, en la que sobre todo los Estados nuevos colocaron a sus representantes diplomáticos más veteranos. Estas organizaciones internacionales eran controladas por los Estados a través de sus cuerpos ejecutivos -el Consejo de Seguridad de la ONU, el Consejo de Ministros de la CE, etc.- cuyo dominio y contribuciones financieras apenas disimulados reflejaban que la primacía del Estado seguía vigente. Tampoco fueron escasas las derrotas de la nación-Estado,

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como lo demuestran los ejemplos de la Europa del Este, Somalia, Liberia y Ruanda, Sri Lanka y Burma, y otros tantos. Estos atroces encuentros no eran nuevos, pero sus instrumentos y la publicidad mundial que se hizo de ellos, tanto en televisión como en la prensa, sí lo eran. Incluso en Europa, el continente en el que nacieror:i y maduraron, muchos Estados defraudaron a lo largo del siglo a sus cuidadanos con guerras y otras sublevaciones. En términos generales, el resultado ha sido un descontento creciente con el Estado, pero sin llegar a destronarlo. Los asuntos internacionales siguen siendo en su mayoría asuntos de Estados en un contexto internacional: los Estados siguen siendo la esencia, internacional es el añadido adjetival. La «comunidad internacional», un concepto que los políticos manejan con demasiada facilidad, no existe . La ONU es sencillamente la primera organización mundial de la historia, dado que las organizaciones anteriores, desde el Concierto de Europa posnapoleónico hasta la Liga de Naciones, eran cuerpos regionales con un número limitado de miembros, una autoridad limitada, unos objetivos limitados y ningún poder. Su campo de acción antes de 1945 se desarrolló en Europa para luego circunscribirse a Europa y América Latina, y poco más: un viaje de Viena a Ginebra. Se trataba de experimentos colectivos centrados en la gestión de conflictos de Estado a través de la diplomacia, el arbitraje Y la elaboración del derecho internacional. La ONU empezó como una organización similar. Poco después de su inauguración se transformó por el surgimiento de docenas de nuevos Estados soberanos en todo el mundo; si acaso, tuvo algo más de poder que su predecesor, pero una heterogeneidad cultural considerablemente mayor. Esta diversidad cultural fue el principal obstáculo para concederle mayor poder o fuerza automotora. La cultura que deseaba difundir era pacífica, cooperativa, racional, legalista y, aunque rara vez se llegara a admitir, estaba hasta cierto punto basada en la tradición y la comprensión europea de estos términos. Por contraste desde 1945 la historia del mundo, incluyendo Europa, demuestra que el mundo es' un mosaico. de culturas guerreras rampantes. ?in embargo,. de toda esta confusión surge un experimento europeo llamativamente diferente. Independientemente de dónde uno sitúe las fronteras, la Unión Europea es regional y no global. Abarca una zona que en términos mundiales es comparativam~nte pequeña y posee una homogeneidad cultural apreciable (aunque esa homogen~1dad se vea atenuada por la amplitud de la Unión de oeste a este). Parece ser más activa y efectiva en asuntos europeos que la ONU y mediante el Tratado de Maastricht sus miembros han sacado a colación la posibilidad de darle a la Unión algún tipo de poder militar. J. B. S. Haldane una vez escribió un ensayo acerca de «La i'mpottancia de tener el tamaño adecuado» (Importance of Being the Right Size). Lo que es aplicable en biología podría tal vez aplicarse a los asuntos internacionales. Desde la perspectiva moderna, el Imperio Romano fue bastante pequeño, aproximadamente el tamaño que alcanzará la Unión Europea. El mundo de después de la guerra fría era más que un mundo exento de una guerra fría. Cito tres ejemplos. La desintegración de la Unión Soviética arrojaba dudas acerca de las aptitudes de un Estado ruso, con mucho el más poderoso de los Estados sucesores de la Unión Soviética; pero Rusia era un rompecabezas menos inmediato que China, el Estado imperial más antiguo y extenso de la hisotria mundial. Llevada más de una vez al borde del desmembramiento en los siglos XIX y XX, la enorme expansión y población de China, su renovada coherencia y su aparente confianza en sí

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misma, anunciaban un papel asertivo y amenazante en asuntos internacionales. Aunque parecía que Estados Unidos y Japón habían heredado el mundo, China abar· caba una parte mucho mayor. En segundo lugar, el mundo de después de la guerra fría era un mundo en el que todavía existían armas nucleares. Las superpotencias de la guerra fría habían nego· ciado el alcance del armamento nuclear y las.superpotencias de después de la guerra fría parecían menos propensas a llevar sus relaciones en términos nucleares: de hecho, Japón todavía no disponía de armas nucleares. Pero estas armas, o la capacidad de producirlas o adquirirlas, ya no estaban limitadas a las superpotencias. Hubo señales de circunspección en América Latina: una desconfianza mutua entre Brasil y Argentina, ambos capaces de construir por lo menos un dispositivo nuclear. Sin embargo, en Oriente Medio y Asia del Sur, donde esta capacidad ya existía y estaba extendiéndose, los recelos no llamaban la atención, La proliferación nuclear ya no era una amenaza, sino un hecho, y la amenza de lo que dio en llamarse un conflicto nudear regional era más alarmante porque este concepto resultaba contradictorio: una posible guerra nuclear librada en cualquier parte del mundo no sólo implica a las posibles fuerzas beligerantes. Sin embargo, ninguna organización regional internacional, ni una ONU debilitada por la guerra fría, estaba11 suficientemente equipadas para mediar en conflictos que conllevaran una amenaza nuclear inherente o para gobernarlos ante una amenaza inminente. El mundo no era necesariamente más seguro porque hubiese cesado la guerra fría. Ni tampoco más próspero, y así llegamos al tercer punto. El mundo era internacional sobre todo desde el punto de vista económico -por los beneficios recíprocos del comercio, por el valor de la inversión transnacional, tanto para el receptor como para el proveedor, por los rendimientos políticos de la creciente calidad de vida y método, por la reacción universal frente a la pobreza generalizada- pero se encontraba en estadio incipiente en cuanto a la marcha de las relaciones económicas entre Estados y entre corporaciones de diferentes Estados .o culturas. El poder económico en recursos naturales y habilidades adquiridas estaba distribuido de un modo muy desigual; las normas económicas básicas y la naturaleza de la competición variaban de un lugar a otro; los instrumentos como el Banco Mundial, el IMF, y el WTO {sucesor del GATI), no sólo soportaron las limitaciones propias de los organismos internacionales controlados por una diversidad de gobiernos nacionales, sino también los desacuerdos sobre la teoría, las estrategias y las prioridades macroeconómicas. Para concluir, repito una advertencia y añado otra. Vuelvo a pedir a los lectores que estén al acecho de cuestiones que, al ser demasiado especulativas para una obra de este tipo, no figuran en ella: por ejemplo, el impacto de las armas nucleares que, al socavar el fundamento de una declaración de guerra ...:.al convertir la guerra en un suicidio en la medida en que no logre ser un genocidio- está empujando a los Estados a mantener entre sí un intercambio que se encamina hacia la cooperación y supera la frontera de la agresión por medios distintos a la guerra. La segunda advertencia es resistir a la tentación de leer la historia actual como un fascículo de la historia futura o como invitación a vislumbrar el futuro. Es más importante reparar en la interdependencia del presente y el pasado. Este libro apenas hace mención de la historia anterior a 1945 (ya sólo por cuestiones de espacio), pero todo él está imbuido del pasado y en algunas secciones (por ejemplo, Bosnia) de un pasado que es remoto pero

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a la vez está presente. La historia de los últimos cincuenta años es el producto del pasado y de lo que la gente conoce o desconoce acerca de ella. Este libro pretende ser una ayuda para comprender cosas que han estado sucediendo durante muchísimo tiempo. Con todas sus limitaciones necesarias y sus imperfecciones innecesarias, es un intento de escribir historia. Peter Calvocoressi Enero 1996

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Primera Parte PODER MUNDIAL

y ORDEN MUNDIAL

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Las superpotencias

LA GUERRA FRIA: LOS PRIMEROS ESCENARIOS

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La guerra fría entre las dos superpotencias de la posguerra no fue un episodio equipa· rabie a otras guerras que tienen comienzo y fin, vencedores y vencidos. El término «guerra fría,. se inventó para describir un estado de cosas. El ingrediente principal de este estado de cosas era la hostilidad y miedo mutuos de los protagonistas. Estas emociones estaban enraizadas en sus numerosas diferencias históricas y políticas y se alimentaban de mitos que en ocasiones convertían la hostilidad en odio. La guerra fría dominó los asuntos mundiales durante más de una generación. El presidente Franklin Roosevelt creía, o tal vez sólo esperaba, poder persuadir a Joseph Stalin para que no creara su propia esfera de influencia sobre Europa del Este, sino para que cooperara con Estados Unidos en la creación de un orden económico global basado en el libre comercio y beneficioso para todos los implicados, sobre todo para la Unión Soviéti· ca. El «Préstamo y Arriendo» a la URSS durante la guerra había sido el"primer paso; el Plan Marshall, posterior a la guerra, fue una «última esperanza» un tanto absurda, puesto que incluso después de la muerte de Roosevelt, en abril de 1945, había personás en Washington inclinadas hacia una política que resucitara la Europa del Este sin llegar a una con· frontación militar con la URSS. Pero la mayoría de los americanos creían que la URSS se había consagrado a la conquista de Europa y del mundo entero, en beneficio propio y del comunismo, y que era capaz de lograr, o por lo menos iniciar, una acción destructiva e ini· cua por medio de unas fuerzas armadas instigadas por la rebelión. Desde este punto de vis· ta y bajo la suposición que la hostilidad soviética era inextirpable, o por lo menos más que temporal, la única respuesta posible para Estados Unidos era la de una confrontación mili·· tar en alianza con los europeos y otros países. Ambas suposiciones eran absurdas. Al finalizar la Segunda Guerra Mundial la URSS estaba incapacitada para seguir empleando sus fuerzas militares y los partidos comunistas que quedaban fuera de su esfera inmediata eran incapaces de lograr nada significativo. Aunque desconfiaran de la URSS y fueran contra· ríos a su sistema y creencias, los poderes occidentales no tenían intención de atacarla y

tampoco estaban dispuestos a desestabilizar el dominio sobre Europa central y oriental quehabía quedado asegurado por su ejército durante el último año de la guerra. Ambas partes se pertrecharon para ganar una guerra que ambos suponían iba a ser iniciada por la otra parte, pero para la que no tenían ni valor ni unos planes concretos. La guerra fría se centró sobre todo en Alemania, donde la disputa sobre Berlín en 19481949 estuvo a punto de desembocar en un conflicto armado pero que terminó con la victoria del lado occidental sin llegar a un combate militar. Este experimento controlado de poder estabilizó a Europa, que durante varias décadas fue la zona más estable del mundo, aunque las hostilidades se trasladaron casi simultáneamente a Asia, comenzando con el triunfo del comunismo en China y la guerra en Corea. Estos acontecimientos a su vezz aceleraron el proceso de independencia y rearmamento de Alemania occidental dentro de una alianza euroamericana y la sucesión de conflictos en Asia, siendo la guerra de Vietnam el más devastador. Los protagonistas jamás de~earon entablar un combate directo pero sí extender su influencia y asegurarse ventajas territoriales en otros lugares del mundo adyacentes, fundamentalmente en Oriente Medio y -tras su descolonización-África. Ninguna de estas excursiones fue decisiva y durante aproximadamente medio siglo la única expn;sión externa de la guerra fría no fue el avance o retroceso táctico sino la acumulación y sofisticación de las vías por medio de las cuales ambas partes intentaban intimidarse mutuamente: esto es, la carrera armamentística. La creciente distensión de la guerra fría resultó del efecto' combinado del elevado coste de los armamentos y de la gradual atenuación de los mitos subyacentes a la guerra. En el verano de 1945 se sabía, tanto en Washington como en Moscú, que Japón estaba dispuesto a reconocer su derrota y a abandonar la guerra que había iniciado con el ataque a Pearl Harbar. En julio, los americanos hicieron explotar experimentalmente la primera arma nuclear de la historia de la humanidad y, en agosto, arrojaron dos bombas sobre Hiroshima y Nagasaki. Japón se rindió inmediatamente, y esta confirmación de la inminente victoria americana privó a los rusos de todo, excepto de una participación simbólica en los acuerdos posbélicos del Extremo Oriente. La Segunda Guerra Mundial terminó con un acto que contenía los dos elementos centrales de la guerra fría: la aparición de las armas nucleares y la rivalidad ruso-americana. En el escenario europeo; este conflicto permaneció velado durante un corto período de tiempo. Los órganos y los hábitos de colaboración de tiempos de guerra no debían desecharse sino adaptarse a los problemas de la paz. La ofensiva rusa de la primavera de 1944 sentó las bases de un dominio militar y una autoridad política de la URSS en Europa sin igual desde que Alejandro l entrara a caballo en París en 1814 con el plan de llevar a cabo un acuerdo entre los vencedores que pusiera orden en los asuntos europeos y los mantuviese en su sitio. La naturaleza del control que las grandes potencias de mediados del siglo xx iban a ejercer era tema de debate: ¿hasta qué punto estas potencias regirían colectivamente el mundo entero, y hasta qué punto cada una dominaría un sector? Rusos y británicos, con el remiso consentimiento del presidente Franklin D. Roosevelt (y la disconformidad de su secretario de Estado, Cordell Hull), discutieron los aspectos prácticos de una inmediata división de _responsabilidades y, en octubre de 1944, en una conferencia celebrada en Moscú a la que el presidente no pudo asistir a causa de la campaña electoral estadounidense, estas disposiciones se expresaron en términos numéricos: el grado de influencia rusa en Rumania fue calificado con 90, en Bulgaria y Hungría con 80; en Yugoslavia, 50; en Grecia, 10. En la práctica, estas cifras llegaron a ser toscos índices de un control político; aunque expresadas como un trato, describían una situación: 90 y 10 eran formas refinadas de decir 100 y O, y el diagnóstico de los casos extremos, Rumania y

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Grecia, se confirmó cuando los británicos tomaron el control de Grecia sin protesta alguna por parte de los rusos, y la URSS instaló un régimen procomunista en Rumania con sólo una leve protesta británica. Bulgaria y Hungría siguieron el mismo camino que Rumania por razones militares. Yugoslavia cayó en la esfera de influencia rusa. _Europa se dividió en dos segmentos pertenecientes a los dos principales vencedores: EE.UU. y URSS. Estas dos potencias continuaron hablando en ténninos de alianza durante un tiempo, y estuvieron específicamente comprometidas a colaborar en el gobierno de los territorios alemanes y austríacos que habían conquistado junto con sus aliados. La situación de la URSS durante estos años fue de gran debilidad. Par:i la URSS, la guerra había sido un enorme desastre económico, acompañado de una pérdida de vidas humanas tan atroz que, probablemente, aún no se había revelado su verdadero alcance. El Estado ruso era una potencia territorial que se había expandido, generación tras generación, dentro de una zona que ofrecía una persistente amenaza alemana. En la fase soviética de su historia, la polí· tica exterior de Rusia se caracterizó, además, por una diplomacia que conducía al aislamiento y por ello, en 1941, al umbral de una derrota militar total. La URSS se había salvado gracias a sus extraordinarios recursos geográficos y espirituales, y gracias a la guerra simultánea en el oeste, en la que los alemanes ya estaban complicados antes de atacar a la URSS, y que se agravaría para ellos cuando, poco después, Hitler declaró, gratuitamente, la guerra a los Estados Unidos de América. Para Stalin, de todas formas, la alianza antifascista de 1941-1945 difícilmente podía haber parecido algo más que un matrimonio de conveniencia y de duración limitada; tampoco parecía otra cosa vista desde el extremo occidental, si no para la opinión pública, al menos para los gobiernos. Terminada la contienda, el objetivo de la alianza se había cumplido y poco había en las mentalidades y tradiciones de los aliados que incitara a pensar que pudiera convertirse en una entente: por el contrario, la historia diplomática de todos los contendientes hasta 1941, y sus respectivas actitudes de cara a los problemas de la política, la sociedad y la economía internacionales, sugieren exactamente la idea opuesta. La eliminación, permanente o temporal, de la amenaza alemana coincidió con la explosión de las primeras bombas nucleares americanas. Por primera vez en la historia del mundo, un Estado había llegado a ser más poderoso que todos los demás estados juntos. La URSS, no en menor medida que el más insignificante de los países, se hallaba a merced de los americanos, si es que éstos estaban dispuestos a hacer en Moscú y Leningrado lo que habían hecho en Hiroshima y Nagasaki. Había multitud de razones para suponer que esta disposición no existía, pero ningún gobierno del Kremlin podía obrar con seriedad basándose en esa suposición. El único rumbo prudente que Stalin podía tomar en esta situación amargamente decepcionante era combinar el máximo fortalecimiento posible de la URSS con una amable valoración del cauto nivel de provocación de Estados Unidos, y subordinarlo todo, incluida la reconstrucción posbélica, a la tarea de alcanzar a los americanos en materia de tecnología militar. Stalin poseía un gran ejército, había ocupado grandes áreas de Europa oriental y central, y tenía aliados y servidores naturales en comunistas de diversas partes del mundo. En el interior, sus tareas eran inmensas, incluyendo la protección de la URSS contra una repetición de la catástrofe de 1941-1945, y la resurrección del país de la tragedia que había costado alrededor de 20 millones de vidas, la destrucción o el desplazamiento de una gran parte de su industria, y la deformación de su estructura industrial en detrimento de todo lo que no fuera producción bélica, y la devastación y despoblación de la tierra cultivada hasta el punto de que la producción de alimentos había quedado reducida casi a la mitad. Para un hombre con el pasado y el temperamento de Stalin, las tareas de restitu-

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ción incluían la reafirmación de las normas del partido y de la ortodoxia comunista, y la reducción, por tanto, de la prominencia del ejército y otras instituciones nacionales, y la extirpación de cualquier forma de pensamiento que se saliera de la línea doctrinal prescrita. En materia de seguridad nacional, en los asuntos económicos y en la vida espiritual, el panorama era siniestro. Dentro del país, los artistas e intelectuales estaban sujetos a una reglamentación, los mariscales victoriosos eran menospreciados y la clase de los oficiales persistente aunque silenciosamente purgada, mientras que el primer plan quinquenal posterior a la guerra prescribía arduas tareas para la industria pesada y ofrecía escaso bienestar a una población agotada por la contienda. De cara al exterior, Stalin dejó claro que las zonas adquiridas en 1939-1940 para cumplir una función protectora no iban a ser devueltas {los tTes estados bálticos, la mitad oriental de Polonia a la que los rusos llamaban Ucrania Occidental, y Bielorrusia Occidental, Besarabia y Bukovina del Norte, y el territorio arrebatado a Finlandia tras la guerra deinviemo); en otras partes de Europa oriental y central, todos los estados debían tener gobiernos bien dispuestos hacia la URSS, una vaga fórmula que parecía significar gobiernos' con los que se podía contar para que nunca volvieran a dar facilidades a un agresor alemán, y que acabaría significando, después de 1947 aproximadamente, gobiernos decididamente hostiles a Estados Unidos en la guerra fría. Tales gobiernos tenían que ser instalados y mantenidos por todos los medios necesarios. En el momento de las conferencias que Stalin, Roosevelt y Churchill celebraron durante la guerra, algunas zonas de la URSS estaban todavía ocupadas por fuerzas alemanas y, en el transcurso de la contienda y, más tarde, durante el tiempo en que perduraron sus secuelas psicológicas (un período de duración imprecisa), Stalin estuvo, sin duda, obsesionado por su problema alemán. La guerra fría sustituyó, primero a los alemanes por los americanos, pero luego, tras el rearme de Alemania occidental, combinó las dos amenazas en una nueva amenaza americano-alemana. Esta evolución, a la que el propio Stalin contribuyó con sus acciones en Europa oriental y central, pudo, no obstante, constituir una decepción para él si, como parece posible, había mantenido alguna vez una perspectiva muy diferente de las relaciones ruso-americanas. Para Stalin, durante la guerra los americanos estaban personificados por el presidente Franklin D. Roosevelt, que no ocultó su deseo de llevarse bien con la URSS ni su desconfianza hacia el imperialismo británico y otros imperialismos occidentales. Por otra parte, Roosevelt deseaba una alianza con los rusos contra Japon, y no parecía en absoluto probable que hiciese lo que Stalin hubiera temido, es decir, mantener tropas en Europa permanentemente y convertir a Estados Unidos en una potencia europea. Por el contrario, Roosevelt no estaba demasiado interesado en la Europa de la posguerra, ni mostraba, en absoluto, por ejemplo, el interés de Churchill acerca de lo que iba a ocurrir en Polonia y Grecia. Así como las relaciones ruso-británicas estuvieron próximas a la ruptura a causa de Polonia, esto no ocurrió con las relaciones ruso-americanas; y Stalin, aunque sin verdadero desinterés ni falta de calculada diplomacia, evitó serios desacuerdos con Roosevelt sobre problemas de organización mundial (como el de la representación de las repúblicas soviéticas en la ONU) en los que Roosevelt estaba seriamente interesado. Partiendo de la base de que los Estados Unidos se mantendrían distantes de Europa y hasta cierto punto amables con la URSS, Stalin estaba dispuesto a moderar su apoyo a los comunistas europeos para no alarmar a Estados Unidos. No podía prever que entregando Grecia a los británicos estaba preparando el camino para la transferencia de la península helénica a Estados Unidos en un plazo de tres años. El hecho de que no ayudase a los comunistas griegos pudo deberse, principalmente, al cálculo de que la ayuda no valía la pena, pero

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Bases en la Antártida A Argentinas AUS Australianas B Británicas BZ Brasileñas C Chilenas F Francesas G Alemanas

5.3. Antártida (Fuente: An Atlas of World Affairs, William Boyd).

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IN Indias J Japonesas NZ Neozelandesas P Polacas R Rusas AS Sudafricanas U de EE.UU.

Segunda Parte EUROPA

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Europa occidental

RECUPERACIÓN La reactivación de Europa occidental después de 1945 tuvo un dinamismo que nadie esperaba. La recuperación económica, que requería la reconstrucción de unas economías seriamente dañadas, aunque esencialmente sólidas y especializadas, tuvo un vigoroso arranque debido a la ayuda financiera estadounidense, impelida tanto por generosidad como por el temor a que se hundieran los países de interés vital para Estados Unidos durante la guerra fría. El Plan Marshall (1947) fue, junto con el Tratado del Atlántico Norte (1949), un factor esencial que marcó el ritmo para el restablecimíento material de Europa occidental y su tranquilidad espiritual. Cuando en 1945 acabó la guerra, los países de Europa occidental se encontraban en un estado de total hundimiento físico y económico, al que se añadía el temor al dominio soviético, bien mediante un ataque frontal, bien mediante la subversión. La única salvación posible frente a estos peligros era que la ayuda estadounidense les permitiese restaurar sus economías, destrozadas aunque desarrolladas, y les ofreciese una garantía de conti· nuidad en su independencia e integridad por medio de una ocupación estadounidense semipermanente. Durante la guerra se habían hecho proyectos para el alivio de las necesidades inmediatas de E!.iropa. La Administración de las Naciones Unidas para el Socorro y la Reconstrucción (UNRRA) se creó en 1943 y mantuvo sus actividades hasta 1947. También se establecieron una Organización Europea del Transporte Interior, una Organi· zación Europea del Carbón y un Comité de Emergencia para Europa que se fundieron en 1947 en la Comisión Económica para Europa de las Naciones Unidas (ECE). Estos orga· nismos partían del supuesto de que los males de Europa podían ser tratados en un ámbito continental, pero la guerra fría destruyó esta presunción y, aunque la Comisión Económica para Europa siguió existiendo y publicó valiosos «Economic Surveys» a partir de 1948, Europa se dividió en dos, tanto a efectos económicos como políticos. Los antecedentes inmediatos de la ayuda económica estadounidense fueron el fracaso de la conferencia de ministros de Asuntos Exteriores celebrada en Moscú en marzp y abril de 1947, y la Doctrina Truman, en virtud de la cual, en marzo, Estados Unidos asumió el

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papel de Gran Bretaña de apoyo a Grecia y Turquía, y lo racionalizó en términos anticomunistas. En junio, el general Marshall, entonces secretario de Estado, propugnaba en Harvard el plan que lleva su nombre y que ofrecía ayuda económica a toda Europa (incluida la URSS) hasta 1951, basándose en que los gobiernos europeos aceptarían la responsabilidad de aplicar el programa y ellos mismos contribuirían a la recuperación europea mediante cierto grado de esfuerzo común. Esta oferta estadounidense requería la creación de una organización europea¡ el rechazo ruso de dicha oferta, en lo que respecta a la propia URSS y a los estados dependientes de ella, convirtió la organización en un organismo de Europa occidental. Dieciséis paises establecieron un Comité de Cooperación Económica Europea que evaluó sus necesidades de bienes y de divisas para los años 1942·· 1952 y se convirtió en abril de 1948 en la ya más permanente Organización Europea de Coóperación Económica (OECE). Alemania occidental estaba representada por los tres comandantes en jefe occidentales de las fuerzas de ocupación, hasta octubre de 1949 en que se admitieron representantes alemanes. Estados Unidos y Canadá pasaron a ser miembros observadores de la organización en 1950, y a continuación se desarrolló la coopera,ción con Yugoslavia y España. Del lado americano, la Ley de Ayuda al Exterior de 1948 creó la Administración de Cooperación Económica (ECA) para supervisar el Programa de Recuperación Europea (ERP). En los años siguientes, la OECE, utilizando fondos americanos, se convirtió en el principal instrumento en la transición de Europa occidental de la guerra a la paz. Reanimó la producción y el comercio europeos reduciendo las cuotas, creando créditos y proporcionando mecanismos para el saldo de cuentas entre los países. Si bien fue una organización de gobierno a gobierno y no supranacional, a pesar de todo inculcaba actitudes internacionales y fomentaba hábitos de cooperación económica que sobrevivieron a la desaparición del ERP (fue sustituido, en 1960, por la Organización de Cooperación y Desarrollo Económico -OCDE- en la que Estados Unidos, Canadá y Japón eran miembros de pleno derecho y que amplió las actividades de la OECE a las zonas del mundo en vías de desarrollo. . La creación de la OECE coincidió con la firma, en marzo de 1948, del tratado de Bm· selas por parte de Gran Bretaña, Francia, Bélgica, Holanda y Luxemburgo (a los tres últimos países se aludía conjuntamente con el nombre de Benelux desde el momento en que establecieron una unión aduanera en 1947). Este tratado, como el tratado anglo-francés de Dunkerque de 194 7, era una alianza militar ostensiblemente dirigida contra un resur· gimiento de la amenaza alemana. Contenía, además, disposiciones para una cooperación política, económica y cultural a través de comités permanentes y de un organismo cen· tral, y era concebida, al menos por algunos de sus promotores, como un primer paso hacia una alianza militar aún más amplia con Estados Unidos. El presidente Truman así lo inter· pretaba al referirse a la necesidad de entrenamiento militar universal y de un servicio mili· tar selectivo en Estados Unidos, y el líder de los republicanos en el Senado, Arthur H. Vandenberg, propuso y logró que se aprobara una moción en favor de la ayuda estadouni· dense a organismos militares regionales que sirvieran a los fines de la política estadouni· dense: el senador estaba defendiendo en esencia un pacto militar entre Estados Unidos y la Europa occidental, un equivalente, en el terreno militar, al plan económico del general Marshall. El Tratado del Atlántico Norte, firmado en abril de 1949 por Estados Uni· dos, Canadá y diez países europeos, dio a estos últimos durante al menos veinte años una garantía de continuidad de su independencia e integridad frente a un ataque soviético, al formalizar e institucionalizar la intención estadounidense de permanecer en Europa y desempeñar el papel de una potencia europea. En esta fecha, los rusos, como los chinos

quince años después, tenían grandes y temibles fuerzas terrestres que abrumaban a todos los países que quedaban a su alcance, pero carecían de un armamento diversificado y moderno capaz de entablar combate con Estados Unidos. El Tratado del Atlántico Norte era, por tanto, una forma de que el poderío aéreo estadounidense, incluidas las armas nucleares, ejerciese presión para impedir a los rusos el empleo de sus fuerzas terrestres en la zona señalada por el tratado. Los miembros europeos de esta nueva alianza fueron al principio beneficiarios relati· vamente pasivos que, a pesar de que proporcionaban el 80% de las fuerzas de dicha alian· za en Europa, dependían de la mucho más significativa aportación americana, sin la cual su propia contribución era insignificante para hacer frente a sus principales necesidades y temores. Aunque en su letra el tratado era un acuerdo de seguridad colectiva, de hecho y sobre todo se parecía más a los tratados de protectorado de una época anterfor en virtud de los cuales una potencia principal abrigaba bajo su manto protector a territorios más débiles. El tratado creó un organismo permanente (OTAN -Organización del Tratado del Atlántico Norte) para la discusión política y la planificación militar, y algunos de sus cre· adores y de sus posteriores devotos preveían el desarrollo de algo más que una alianza mili· tar: una entente, una comunidad, o una unión. No surgió nada parecido, a causa de diferentes razones: la enorme disparidad entre el poderío de Estados Unidos y la de cualquier otro miembro, la incapacidad de los miembros europeos para agruparse en una unidad política comparable a Estados Unidos, la gran extensión del océano Atlántico, la incuestionable adhesión de los estadounidenses a una soberanía que en los demás les parecía anticuada, el renacimiento del poderío y la confianza europeos, y la disminución de la amenaza rusa cuando la vida del tratado se encontraba todavía a mitad de camino. Durante casi medio siglo la OTAN fue un instrumento primordial en la guerra fría. Europa occidental, junto con el Atlántico y el Mediterráneo, fue su teatro de operado· nes. Los miembros europeos de la alianza aportaron el grueso de sus fuerzas, los americanos el grueso del equipamiento y la mayor parte del dinero. Los europeos tuvieron cuidado para evitar cualquier tipo de asociación entre ellos que pudiera parecer debilitar el vínculo euro-americano. También se resistieron más que los americanos a reconocer que una alianza antisoviética conllevaba el final de la hostilidad hacia los alemanes y la inte· gración de Alemania occidental en la alianza. Este paso -el más significativo en la histo· ria de la OTAN y que iba a causar cierta confusión cuando la amenaza soviética prácti· camente desapareció en los años ochenta- se precipitó por unos acontecimientos ocurridos a miles de millas de distancia en Asia: la guerra de Corea. Al cabo de poco más de un año desde su creación, la alianza se vio radicalmente alterada por el estallido de la guerra de Corea, que originó nuevas y sustanciales demandas de los recursos de Estados Unidos y el temor a hostilidades similares en Alemania. Washington comenzó, por tanto, a estar impaciente por transformar a sus aliados, que debían dejar de ser protegidos pasivos para convertirse en asociados menores, y construir en la propia Europa una fuer· za contrapuesta a los ejércitos rusos, distinta del poderío aéreo estadounidense de largo alcance que, aunque tenía su base en Europa, estaba bajo el exclusivo mando estadounidense y siguió estándola incluso cuando se creó un mando unificado de la OTAN. Los aliados, sin embargo, eran todavía débiles. Gran Bretaña y Francia, muchas de cuyas fuer·· zas estaban destacadas fuera de Europa, podían prestar escasa ayuda de forma inmediata y estaban, por consiguiente, más necesariamente obligadas a aceptar una decisión estadounidense de emergencia de proceder al rearme de los alemanes. La alianza antisoviética, que Moscú había temido en el período de entreguerras, tomó forma ahora, y a finales de 1950,

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el general Eisenhower volvió a Europa como comandante supremo de otra gran alianza. En el mismo año, Grecia y Turquía fueron invitadas a cooperar con los aliados en la defensa del Mediterráneo, aunque no se convirtieron en aliados de pleno derecho hasta comienzos de 1952: su cooperación ayudó a establecer un flanco oriental para proteger el sector central aliado y amenazar a la URSS desde el sur. A principios de 1951, un nuevo cuartel general entró en funcionamiento (Cuartel General Supremo de las Potencias Aliadas en Europa, SHAPE), y un año más tarde, en Lisboa, el Consejo de la OTAN aprobó un proyecto que dotaba a este mando para 1954 de noventa y seis divisiones activas y de reserva, incluidas cincuenta en el sector central, y 9.000 aviones. Aunque estos objetivos nunca se alcanzaron, las decisiones de Lisboa dieron a la Alianza la configuración que conservó a partir de entonces, el posterior debate centrado en la doctrina estratégica, las nuevas amias y su despliegue. Con una excepción. En 1952, el problema alemán -es decir, el status de Alemania occidental como entidad política y su papel en los planes y operaciones de la OTANestaba todavía sin resolver. Con la guerra de Corea la presión estadounidense para que Alemania occidental recuperase rápidamente su soberanía y con ello su rearme se hizo irresistible, aunque Francia en especial ansiaba enco~trar una forma de evitar el resurgimiento de un poder militar alemán autónomo. René Pleven, ministro francés de Defensa, propuso crear unidades alemanas e incorporarlas a divisiones multinacionales, pero no permitir a Alemania occidental disponer de ejército, Estado Mayor ni Ministerio de Defensa independientes. Adoptando el modelo de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, que había sido impulsada por iniciativa francesa, y estaba a punto de entrar en funcionamiento, Pleven concibió una Comunidad Europea de Defensa (CEO) con un consejo de ministros, una asamblea y un ministro europeo de Defensa. El propósito francés era reducir las unidades alemanas del ejército al mínimo y, al mismo tiempo, integrar la aportación militar de Alemania, tanto operativa como políticamente, en un organismo internacional. La participación británica era de todo punto esencial, puesto que sin ella la organización internacional propuesta se compondría exclusivamente de Francia y Alemania, con un complemenro de otros países relativamente insigüificante. Para Francia, el compromiso británico era la única forma de compensar adecuadamente los riesgos inherentes al rearme de Alemania y a la reaparición de un Estado alemán soberano, pero no hubo por parte de Gran Bretaña compromiso alguno satisfactorio para Francia durante los cuatro años en los que la CEO estuvo en discusión. En mayo de 1952, los acuerdos de Bonn y París crearon una nueva y compleja estruc· tura: seis estados europeos continentales firmaron un tratado en virtud del cual se creaba la CEO; los tres ocupantes occidentales de Alemania acordaron poner ténnino a la ocupa· ción, previa ratificación del tratado de la CEO, y tanto Gran Bretaña como las restantes potencias de la OTAN concertaron tratados suplementarios por separado, prometiendo ayuda militar en caso de ataque contra cualquiera de los miembros de la CED. Pero los franceses permanecieron inquietos e indecisos. Deseaban que Gran Bretaña se asociase a la CEO-y no que diese simplemente una garantía de ayuda- y les desagradaba la estipulación contenida en el tratado de la CEO que permitía la creación de divisiones alemanas completas, en lugar de las unidades menores propuestas en el proyecto de Pleven para incor· porarse a divisiones internacionales. Estados Unidos y Gran Bretaña ejercieron presión sobre Francia, los primeros, amenazando con un «doloroso reajuste» de la política americana si el tratado de la CED no se ratificaba (lo que se interpretó como una amenaza de cortar la ayuda americana a Francia), y la segunda, concediendo en 1954 una nueva garan-

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tía de cooperación militar y política con la CED (una garantía respaldada por Eisenhower dentro de los límites de sus competencias constitucionales). En agosto de ese año, el Parlamento francés finalmente sometió a votación, y rechazó, por .319 votos a favor y 264 en contra sobre una moción de procedimiento, debatir la ratificación del tratado. Con esta votación, la CEO y todos los acuerdos de Bonn y París de 1952 se vinieron abajo. Hubo irritación en Bonn, donde Adenauer insistió en que Alemania occidéntal debía tener soberanía a pesar de todo, y en Washington, donde Dulles decidió ostentosamente suprimir París de una gira de visitas a las capitales europeas. En Londres, de forma más constructiva aunque tardía, Eden se puso manos a la obra para volver a poner las cosas en su sitio mediante esfuerzos diplomáticos y una garantía más específica de la que Gran Bretaña había estado dispuesta a conceder hasta entonces. A finales de año, el tratado de Bruselas se había ampliado hasta incluir a los antiguos enemigos alemanes e italianos y se rebautizó con el nombre de Unión Europea Occidental (UEO). Esta UEO asumió las funciones no militares de la Organización del Tratado de Bruselas y pasó a ser militarmente un ingrediente de la OTAN; Gran Bretaña declaró que mantendría en el continente fuerzas equivalentes a las ya destinadas al comandante en jefe de las fuerzas aliadas del Pacto del Atlántico en Europa (Saceur), es decir, cuatro divisiones y una fuerza aérea táctica; la ocupación de Alemania occidental había finalizado; Adenauer se comprometió a no fabricar armas atómicas, bacteriológicas o químicas, misiles de largo alcance o teledirigidos, bombarderos y barcos de guerra, salvo por recomendación previa de Saceur, y con el consentimiento de dos tercios del Consejo de la UEO; Alemania occidental debía convertirse en miembro de pleno derecho de la OTAN y así ocurrió formalmente al año siguiente. Otro de los cabos sueltos de Europa quedó sujeto. Francia y la República Federal de Alemania acordaron qué el Sarre, que Francia había esperado anexionarse desde 1945 de una forma u otra, habría de constituir un territorio autónomo especial integrado en la UEO, pero los habitantes del Sarre rechazaron este arreglo mediante un plebiscito celebrado en octubre de 1955, a consecuencia del cual dicho territorio pasó a formar parte de la RFA a comienzos de 1957. De este modo, la primera década de la posguerra se cerraba con la existencia de la OTAN para ampliar la protección estadounidense a la Europa occidental, con Oran Bretaña como el más firme y eficaz de los miembros europeos de la alianza y con un naciente Estado alemán de vuelta en la comunidad europeo-occidental. El punto débil era Francia. Mientras Gran Bretaña se había recuperado con energía de la guerra y Alemania occidental estaba a las puertas de su milagro económico, Francia estaba volviendo a caer en la inestabilidad política, característica del período de entr.eguerras, además de tener una economía inoperante y un exceso de tensiones coloniales. Pero Fran· cia también estaba a las puertas de la refonna y el despegue de su economía, iba a despojarse de cargas imperiales intolerables y, dando un giro político radic;al, a encontrar en la alianza franco-alemana una nueva base para la actividad francesa en Europa y en otras partes. Francia había sido una gran potencia europea terrestre y también una potencia imperial de primer orden, pero había fracasado en su lucha por la hegemonía marítima contra Gran Bretaña. En el siglo XIX, el debilitamiento de la posición de Francia en Europa había ido acompañada de la adquisición de un segundo imperio de ultramar para reemplazar a los territorios perdidos en favor de Gran Bretaña en las guerras del siglo XVlll, pero a principios del siglo XX, Francia, reemprendiendo lentamente su carrera demográfica e industrial, y todavía dividida espiritualmente entre los herederos de la Ilustración y la Revolución y aquellos que no aceptaban ni una ni otra, se debilitaba y desmoralizaba, y se volvía

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insensible al gobierno central. Los tremendos sacrificios de la Primera Guerra Mundial, la no menos terrible humillación de la Segunda y su incapacidad, entre ambas contiendas para enfrentarse a los problemas de la crisis económica o al desafío de los valores básico~ por parte de Hitler, situaron a Francia a muy baja altura a sus propios ojos, hasta que las proezas de la Resistencia y el liderazgo de De Gaulle hicieron revivir y personificaron el espíritu francés: la propia identificación de De Gaulle con Francia y su constante recurso a la primera persona del singular eran precisamente lo que se necesitaba tras las lesiones físicas y espirituales de todo un siglo. Cuando acabó la guerra, los franceses trataron de abrirse camino en un mundo nuevo con algunos de los adornos del viejo, hasta que se dieron cuenta de que esto no resultaría. Adoptaron una Constitución y unos métodos políticos con infortunadas reminiscencias de la extinta tercer.a república, hicieron grandes esfuerzos por conservar o recuperar su imperio en Asia y Africa, ensayaron el viejo juego de debilitar permanentemente a Alemania y de concertar tratados con sus tradicionales aliados británicos y rusos. Pero también revolucionaron su política exterior al unirse a la alianza occidental antisoviética aunque ello entrañase el rearme de Alemania, se pusieron a la cabeza en el ensayo de nuevas estructuras políticas que se adecuaran a la nueva posición de Europa en el mundo, aceptaron el final del imperio y -lo más importante- adoptaron bajo la dirección de Jean Monnet una exitosa forma de planificación económica centralizada para modernizar la industria y la agricultura. Durante la guerra la producción nacional había caído en tomo a un 65% pero en los dos años posteriores a la liberación, en 1944, y antes del inicio del Plan Marshall, el 90% de esta pérdida se había recuperado. Desde 1947 la sucesión de planes Monnet, que elaboraba y aplicaba un modesto departamento del gobierno central y usando fondos Marshall principalmente para reacondicionar o transformar industrias, distribuyó recursos, determinó prioridades y planeó y organizó la restauración de la econo· mía sector por sector en asociación con empresas de propiedad estatal y privadas. Desde el período del segundo plan (1952-1957) quedaron incluidos sectores socioeconóni.icos como la educación, la investigación y la formación, y la siguiente etapa trajo consigo la centralización de la política social y un Estado de bienestar financiado tanto por los empresarios como por los trabajadores. La renuncia al imperio llevó a Francia, a propósito de la cuestión argelina, al borde de la guerra civil, de la que se salvó en 1958 por la vuelta al poder de De Gaulle y, con ello, la frustración de un plan militar de derechas para hacerse con el control de la capi· tal y del Estado. De Gaulle amansó a los generales y coroneles, se deshizo de los políticos y de las colonias que quedaban y, aprovechándose de una situación económica en rápida mejoría, elevó a Francia desde una posición de compasión y desdén a otra de independencia y atención. De Gaulle heredó de sus predecesores dos decisiones que habían sido adoptadas recientemente, la de convertir a Francia en una potencia nuclear y la de que el país se uniese a una comunidad económica con confesadas implicaciones políticas. La primera de estas decisiones era presumiblemente de su agrado. Creía que Francia podía ser una potencia de primer orden y que su poderío tenía que modernizarse. Del mismo modo que había sido un experto en la guerra de tanques cuando muchos de sus colegas seguían todavía a favor de los caballos, una generación después, sostenía que había que optar entre poderío nuclear o ausencia de poderío, y mantenía también que, una vez que se alcanzaba cierto punto, era escasa la diferencia entre una potencia nuclear y otra: una potencia nuclear que llegase a ese punto se convertía en un miembro de la primera liga,

incluso si poseía menos armas, o armas menos complejas, que las de otros miembros de la liga. La segunda decisión pudo no haber sido tan de su agrado, no tanto porque evitase toda clase de uniones o abrigase nociones anticuadas sobre la capacidad de un país como Francia para desenvolverse por sí misma, sino más bien porque sus ideas sobre la naturaleza de las uniones útiles diferían de las de los autores del tratado de Roma. Si bien era consciente de que los estados independientes de Europa no eran ya lo que habían sido (incluso si, al convertirse en potencias nucleares, alguno de ellos pudiera valerse por sí mismo en las excepcionales circunstancias en que el argumento nuclear se pusiese en juego), no creía que la mentalidad de los europeos hubiese llegado a ser supranacional. En su opinión, la gran mayoría de los europeos seguían respondiendo a la idea de nación y, por tanto, él basaba su política europea en la nación-Estado y en asociaciones de naciones-Estado. Establecía una diferencia entre estados más y menos poderosos y sostenía que cualquier asociación debía regirse o guiarse por un directorio compuesto de los primeros, en este caso, por Francia, Alemania Federal e Italia, o bien, Francia y Alemania Federal. Consideraba que la igualdad entre estados, con su corolario de un Estado-un voto, era una pretensión funesta, ya se propugnase en la CEE o se practicase en la Asamblea General de la ONU. {El directorio de los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad, sin embargo, se ajustaba a su teoría, siempre que se pusiera al oportuno delegado en el puesto chino.) De Gaulle heredó también una posición que le parecía intolerable en una OTAN que le parecía anacrónica. Siguiendo con su doctrina de los directorios, la OTAN debía estar dirigida por Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia, pero, en su opinión, estaba dominada por Estados Unidos, con un toque de especial influencia británica conseguido por la sumisión inglesa a la política estadounidense. Poco después de su regreso al poder, en 1958, De Gaulle trató de establecer con Estados Unidos y Gran Bretaña un triunvirato dentro de la OTAN, pero sus ideas fueron rechazadas so pretexto de que la creación de una alianza dentro de una alianza conduciría a la pérdida de los demás aliados. Washing· ton y Londres, además, menospreciaban a Francia en esta fase: se burlaban de las ambiciones nucleares francesas, no veían de qué forma iba a desprenderse Francia de su íncu· bo argelino, y tampoco acertaban a ver que el status de Francia estuviese cambiando ni que cambiaría más rápidamente en un futuro inmediato. De Gaulle no sólo deseaba el renacimiento de Francia: vio con acierto que se estaba produciendo. También vio que Europa estaba cambiando. La guerra fría había acabado. Podría renovarse algún día, pero por el momento el temor a la agresión soviética, temor que había provocado la creación de la OTAN, se desvanecía rápidamente. De ello se desprendía que no podía esperarse que los estadounidenses permaneciesen en Europa indefinidamente. Acaso se hubieran marchado para 1980. Una vez más, De Gaulle, con una clara visión de futuro, tenía probablemente razón, puesto que el desarrollo de la tecnología armamentista estaba haciendo que la presencia estadounidense en Europa pasara de una posición estratégica a un gesto político, y un gesto político se abandona con más facilidad que una posición estratégica, especialmente si, como empezó a suceder después de 1960, las dificultades de su balanza de pagos hacían que los estadounidenses se pregunta· sen qué estaban haciendo realmente sus fuerzas en Europa. Los europeos, por su parte, habían empezado a dudar de una automática e inmediata respuesta estadounidense ante un ataque soviético, desde que las ciudades estadounidenses se encontraron por primera vez bajo la amenaza directa de los misiles rusos intercontinentales: o bien los rusos no ata· carían, o lo harían de forma calculada para evitar una respuesta estadounidense.

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Inmediatamente después del regreso de De Gaulle, Dulles ofreció a Francia armas nucleares a cambio del derecho a instalar bases de lanzamiento en Francia. De Gaulle se negó y en 1959 retiró el contingente francés de la flota mediterránea de la OTAN. No se dejó impresionar por las crisis de Berlín y de Cuba y ambas le confirmaron en su idea de que no existía un peligro ruso acuciante. En 1962, cuando Kennedy ofreció armas nucleares a Francia -así como a Gran Bretaña-, de nuevo las rechazó, y en 1966 retiró las fuerzas francesas de todos los mandos de la OTAN. Esta política tocó algunas fibras sensibles en el resto de Europa. La disminución de la amenaza soviética y del temor al colapso económico, y el logm de los principales propósitos de la OTAN y del Plan Marshall, dieron a los europeos una nueva confianza que se tradujo en un deseo de dirigir sus propios asuntos (si bien en su mayor parte ya lo hacían). Desde que los americános habían salvado a Europa occidental de que fueran los rusos los que dirigieran sus asuntos, la nueva actitud pasó a ser anti-estadounidense, ya que era la presencia estadounidense y no la soviética la que suponía una afrenta para un nuevo nacionalismo que se acentuó en los años sesenta por resentimiento y alarma ante la penetración económica de Estados Unidos -el lado malo de la inversión (!Stadounidense- que hizo a este país dueño del control de las empresas europeas y, por consiguiente, de la contratación y el despido de la mano de obra. El antiamericanismo de De Gaulle, cuyas raíces estaban en la inclinación de Roosevelt hacia Vichy y hacia los generales y almirantes franceses de derechas durante la guerra, no desentonaba con la actitud de Europa, hasta que dio la impresión de querer poner fin a la alianza estadounidense por completo. Europa occidental no estaba preparada para esto. La guerra fría podría haber acabado, pero era posible que se reanudase y, mientras existiese duda, era preferible que hubiese una alianza. El propio De Gaulle afirmó en más de una ocasión la necesidad de una alianza, pero su deseo de ver a los estadounidenses alejados de Europa produjo la impresión de que, desde el punto de vista gaullista, podía prescindirse de la alianza misma. En los años sesenta, Francia estaba dispuesta a abandonar, o en todo caso a suavizar una alianza que había aceptado en la década de los cuarenta por pura necesidad económica. La transformación de las circunstancias económicas de Francia fue por lo menos tan importante como su cambio de dirigente en 1958 para producir un cambio en la política. No era impropia de un francés, ni de muchos otros europeos, la actitud de De Gaulle de desear que disminuyera la dependencia política y estratégica con respecto a Estados Unidos tan pronto como dejase de ser un hecho la dependencia económica. Al final de la guerra, De Gaulle y otros políticos franceses de primer orden habían querido que Francia adoptase una posición intermedia entre Estados Unidos y la URSS, pero el comienzo de la guerra fría y la debilidad militar y económica de Francia obligaron al gobierno francés en 1947 a hacer una elección y optar por el lado estadounidense. La necesidad de dinero y alimentos determinó la política francesa. El Plan Marshall ofrecía la salvación y Francia se acogió a él. Concebía el programa, del mismo modo que los estadounidenses, como una operación de salvamento de corta duración, pero, a diferencia de los estadounidenses dio por sentado que la consiguiente alineación al lado americano sería revisada al finalizar este período de corta duración. Este giro producido en la posguerra desde una política de posición intermedia a otra de clara alineación fue facilitado por la caída de los comunistas del gobierno y, hasta cierto punto, fue también la causa de que ésta ocurriera. Los comunistas, que durante la guerra habían desempeñado un papel de héroes nacionales y miembros activos de la resistencia contra los alemanes, habían vuelto después a una posición sectaria, sospechosa, en

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la que los inte1eses de Moscú contaban más que la unidad y la regeneración nacionales. Incluso antes del Plan Marshall y de su rechazo por parte de la URSS, su permanencia en el gobierno se había hecho poco menos que imposible a causa de la Doctrina Truman de apoyo a Grecia y Turquía para la derrota del comunismo, de la decisión de abandonar las discusiones con el Viet Minh y combatirlo, de la dura represión de la revuelta de Madagascar y de las huelgas en las factorías Renault nacionalizadas, y de la congelación de los salarios. Los comunistas habían sido ya expulsados de los gobiernos belga e italiano a comienzos de 1947. A finales de ese año, los comunistas franceses trataron de explotar políticamente las graves huelgas que habían tenido genuinos orígenes económicos en la política financiera del gobierno de Paul Ramadier, pem fracasaron, st.is representantes fueron destituidos del gobierno y el partido pasó a un largo período de oposición. El pode1 político se desplazó a la derecha e incluso cuando volvió a adoptar una orientación izquierdista a mediados de los años cincuenta, no incluyó a los comunistas y Francia siguió siendo en el transcurso de una década un miembro condescendiente de la alianza occidental. Ya en los años sesenta, Francia estuvo dispuesta a reconsiderar su papel y sucedió que, debido al golpe de 1958, su despego gradual de la alianza estadounidense tuvo lugar no a instigación de los comunistas (que permanecieron excluidos del gobierno), sino por inspiración de De Gaulle. Un cuarto elemento principal en la herencia de De Gaulle en 1958 -junto con el programa nuclear de Frnncia, el Tratado de Roma y la pertenencia a la OTAN- era el acercamiento a Alemania. Los principales artífices de esta aproximación fueron Robert Schuman y Jean Monnet del lado francés, y Adenauer, del alemán. Adenauer propuso en 1950 una unión franco-alemana, a la que Italia y los países del Benelux, y posiblemente Gran Bretaña, podrían adherirse también. De Gaulle, retirado entonces, acogió favorablemente la idea y diez años después le sacó provecho concertando un tratado franco-alemán en un momento en que sus relaciones con la CEE y la OTAN eran tensas. La vuelta de De Gaulle había coincidido con un debilitamiento de las relaciones germano-estadounidenses. Las actitudes políticas de Adenauer eran acusadamente per· sonalistas y la muerte de Dulles había suprimido el principal vínculo entre él y Was· hington. Además, estaba receloso del espíritu de Camp David y de los intentos de Eisen· hower para encontrar puntos de coincidencia con Kruschev. Hacia Gran Bretaña, los sentimientos de Adenauer eran fríos desde que, después de la guerra, un funcionario británico no le encontrase adecuado para ser alcalde de Colonia a pesar de que había desempeñado ese puesto de forma permanente desde 1917 hasta 1933. No le gustaba Macmillan, era cáustico a propósito de su intento de desempeñar el papel de mediador entre Washington y Mpscú, y le irritó su visita a la capital soviética en 1959 p~ra discu· tir un acuerdo europeo -que afectaba sobre todo a Berlín- sin previo aviso a los aliados alemanes de Gran Bretaña, a los que ese tema afectaba más íntimamente que a cualquier otro país. A Adenauer también le molestaban las reservas de Gran Bretaña con respecto a la CEE y sus intentos de bloquear todo adelanto constituyendo la EFTA. Estaba dispuesto a orientar su política hacia Francia y, tras alguna vacilación inicial, también a encontrar un nuevo amigo personal en De Gaulle. En 1959, Adenauer, después de diez años como canciller y contando ya con ochen· ta y tres años de edad, acariciaba la idea de aceptar la presidencia de la República Federal de Alemania. Para un hombre de más edad que Stresemann, y a quien se había tenido en cuenta para la cancillería de la República de Weimar en 1921 y 1926, el final se estaba acercando y sus colegas consideraban que había llegado el momento de que se

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retirase a un puesto menos activo. Pero para Adenauer, este traslado sólo era aceptable si iba acompañado de una transformación de la presidencia que debía dejar de ser un puesto ornamental para convertirse en un cargo ejecutivo. Estaba dispuesto a ser un presidente a la manera de Eisenhower o De Gaulle, pero no un presidente como sus propios predecesores o su vecino italiano. Cuando se hizo patente que a sus compatriotas no les entusiasmaba una democracia presidencialista, decidió seguir siendo canciller. En las elecciones de 1961, su partido, la Unión Cristiano Demócrata, perdió la mayoría absoluta en el Parlamento y, en las consiguientes negociacionesientre los partidos para formar un nuevo gobierno, Adenauer se vio obligado a aceptar un cuarto mandato condicional como canciller, siendo la condición que se retirara a más tardar en 1965. Durante las reuniones con De Gaulle en Rambouillet, en julio de 1960, y en París, en julio de 1962 -esta última seguida en septiembre de una gira triunfal de De Gaulle por la RepÚ·· blica Federal Alemana-, Adenauer optó por un permanente entendimiento franco-alemán, a pesar de los recelos sobre la versión gaullista de la integración europea y la opo· sición de De Gaulle a una unión política europea y a la inclusión de Gran Bretaña en la CEE. Antes de 1962 se había desilusionado todavía más con Estados Unidos bajo la nueva administración Kennedy, y con el tortuoso acercámiento de Macmillan a la CEE, y en enero de 1963 firmó con De Gaulle un tratado que formalizaba la entente franco-alemana y trataba de hacer de ella el núcleo de la política·europea, una alternativa válida a la OTAN, la CEE, la alianza anglo-estadounidense, cualquier acercamiento ruso·esta· dounidense o la entente germano-americana de los años cincuenta. Este tratado consti·· tuyó un hito en la diplomacia de De Gaulle, pero no le duró mucho porque el acuerdo era defectuoso desde el comienzo. El propio Adenauer estaba al final de su carrera y sus sucesores no sintieron ningún entusiasmo por este logro (ni por algunos otros) de su política. El tratado franco-alemán se convirtió casi inmediatamente en letra muerta, o como mucho en algo que señalaba una dirección y un alcance inciertos. De Gaulle no consiguió hacer realidad los cambios que deseaba en el modo de funcionamiento en lá cúspide de la OTAN. Se pensaba que De. Gaulle consideraba a Gran Bretaña como el caballo de Troya dentro de Europa, pero habría sido más correcto ver a Bonn en ese papel, porque mientras Gran Bretaña en su estado crónico de mala salud económica dependía económicamente de Estados Unidos, la RFA seguía siendo estratégicamente dependiente de aquéllos. Hacia finales de la década de los cincuenta se admitió la existencia ciertos problemas en tomo al reparto de poder y de armamento dentro de la alianza que dieron lugar a algunos proyectos singulares. Las propuestas de De Gaulle hechas en 1958 a favor de un directorio de la OTAN que comprendiese a las tres potencias con intereses extra· continentales, habían sido una respuesta a la demanda estadounidense de ideas sobre este problema, pero no tuvieron buena acogida en Washington ni en Londres, donde fueron consideradas exclusivamente como una pretensión francesa de igualdad en rela· ción con Estados Unidos y Gran Bretaña. Un año después, tras la instalación en Europa de los misiles balísticos de alcance medio, lRBM, bajo un control doble o un sistema de «doble llave», el comandante supremo, general Lauris Norstad, subrayó la necesidad de una autoridad nuclear multinacional y, en 1960, Estados Unidos propuso instalar en Europa 300 misiles móviles Polaris transportables por carretera, ferrocarril y vía fluvial, (\.~ bajo control estadounidense. De Gaulle, al que se pidió que aceptase 50 de éstos, dijo que lo haría únicamente si Francia producía sus propias cabezas nucleares, haciendo así . "'~.!Jf del control francés una condición de aceptación, a raíz de lo cual los estadounidenses (¡O~"::IP

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abandonaron el proyecto. Los rusos objetaron que dicho plan entrañaba la dotación de armas nucleares a Alemania. Estas discusiones, aunque acabasen fracasando, demostraron que la OTAN no podría continuar indefinidamente basándose en un monopolio nuclear estadounidense. O bien los europeos producían por sí mismos una fuerza disuasoria más o menos equi· valente a la aportación nuclear estadounidense a la alianza y lograban de esa forma una asociación más igualada, o habría que encontrar el modo de crear una fuerza nuclear europeo-estadounidense. La primera solución, una fuerza europea distinta, presuponía una autoridad política europea para controlarla y, aunque a los europeos les hubiese gustado disponer de tal fuerza, no dieron señales de constituir la necesaria autoridad política. La solución había de radicar, pues, en líneas europeo-estadounidense, y había dos escuelas de pensamiento, la multinacionalista y la multilateralista. Los multina· cionalistas aceptaban el control soberano nacional y no aspiraban a otra cosa que al compromiso retractable de las fuerzas nacionales con un comandante en jefe de la OTAN, junto con una mayor participación en la planificación estratégica y en el ase· soramiento político. Los multilateralistas idearon un plan de fuerzas mixtas en las que las armas nucleares serían manejadas por unidades cuyo personal se extraería de dife· rentes estados. La administración estadounidense adoptó el multilateralismo en 1962, no mucho antes de que los gobiernos británico y francés demostrasen su permanente adhesión al multinacionalismo, en el caso británico según lo entendían los estadouni· denses y en el caso francés, con la exclusión de los estadounidenses. Puesto que, a pesar de todo, Estados Unidos esperaba que el multilateralismo proporcionaría la respuesta a la cuestión alemana -cómo dar a los alemanes una participación satisfactoria en ope· raciones nucleares sin alarmar a los rusos-, se mantuvo fiel a él a pesar de la oposición del resto de sus principales aliados. En marzo de 1963 propusieron una fuerza multila • teral (MLF) de 25 barcos de dotación mixta, cada uno de los cuales llevase ocho misiles Polaris y cuyo coste sería sufragado en sus tres cuartas partes por Estados Unidos Y Alemania Federal. La RFA acogió favorablemente el proyecto como medio de restablecer con Estados Unidos las estrechas relaciones que habían caracterizado los años cincuenta; alarmados por el acercamiento ruso-estadounidense que dio lugar al tratado prohibición de prnebas nucleares de 1963, veían en la fuerza multilateral una forma de asegurarse una posición especial, equivalente a la fuerza disuasoria nuclear independiente que poseían Gran Bre· taña y Francia y que se les había negado a ellos. Los rusos, por las mismas razones, se opusieron tenazmente al MLF e insistieron en considerarla un caso de proliferación nuclear. Los franceses la ignoraron y los ingleses se burlaban de su valor militar pero aceptaron par· ticipar en ella, por razones políticas y tras una fuerte presión estadounidense. Los italianos, griegos y turcos también aceptaron integrarse. A finales de 1964, el nuevo gobierno laborista británico presentó un proyecto alternativo sin ningún atractivo o virtud maní· fiestos. Después de esto, el MLF languideció, porque los estadounidenses se dieron cuen· ta de que no necesitaban ya persuadir a Alemania Federal para que se apartara de Francia porque comenzaron a creer que las objeciones rusas eran verdaderas y fatales para el pro· greso de acuerdos tendentes a un mayor control de la proliferación nuclear. Por lo que respecta a la armonía de la alianza, recurrieron a ofrecer a los aliados una mayor partid· pación en comités de planificación y, en 1966, dichas cuestiones se eclipsaron temporalmente por la decisión francesa de retirarse de todos los órganos militares de la OTAN Y de expulsar a dichos órganos de Francia. Este país siguió siendo miembro de la alianza Y

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continuó insistiendo en la necesidad de su existencia, pero no tomaría parte en sus operaciones en tanto en cuanto ésta no se reformase. Una vez reinstaurada en una semi·retirada de la alianza, Francia sufrió una fuerte sacudida en mayo de 1968 por un estallido de violencia revolucionaria en París. Las causas no eran específicas de Francia. En toda la Europa occidental existían profundos focos de descontento que se superponían y fundían unos con otros: la miseria urbana, la reacción contra los horrores de la guerra de Vietnam, la masificación en las universidades y escuelas, la lucha por salarios más altos en un pedodo de inflación de precios. En Francia, el gobierno de De Gaulle irritaba a los jóvenes por su tono paternalista y a los liberales por sus intentos de dirigir la radio y la televisión y de controlar la prensa: el elemento progresista del gaullismo se había debilitado en los diez años transcurridos desde que De Gaulle había vuelto para salvar a Francia del fascismo y del dominio militar. La situación en las universidades y colegios franceses estaba lejos de ser la peor de Europa (en algunas partes de Italia, los escolares tenían que asistir a clase mediante un sistema rotativo porque no había sitio para todos al mismo tiempo), pero era lo bastan. te mala como para inflamar a una generación que se había congraciado con el activismo político en la guerra de Argelia y estaba políticamente mejor organizada que en ningún otro lugar de Europa. Desde la guerra el número de matriculados en la universidad se había cuadruplicado a causa del aumento de la tasa de natalidad y porque ningún gobierno se había atrevido a cambiar la norma de que cualquier chico o chica que obti· viese el baccalauréat tenía derecho a entrar en la universidad. Se estaban construyendo nuevas universidades en París y en otras ciudades, pero la construcción había comenzado demasiado tarde. El caos resultante se vio acentuado por la centralización burocrática, el descontento crecía a causa de los anticuados programas de estudio y las igualmente anticuadas normas sobre la conducta personal (que a veces obligaba a cumplir la policía). La nueva universidad de Nanterre en el extremo de París se hizo famosa por los enfrentamientos entre los estudiantes y el profesorado pero se trataba de algo característico más que excepcional, y fue el conflicto en la Sorbona, en el corazón de París, lo que finalmente convirtió esos enfrentamientos en algo semejante a una revolución. Tras la ocupación de edificios de la universidad por los estudiantes, las autoridades universitarias llamaron a la policía y ésta se comportó con tal brutalidad que la opinión de la capital, que normalmente no estaba del lado de los estudiantes, cambió de actitud y se puso masivamente a favor de éstos. Los conflictos culminaron en una noche de batalla campal en la que la policía (esta vez siguiendo instrucciones del gobierno) y los estu· diantes combatieron disputándose el control de la orilla izquierda, mientras que las esce· nas de violencia eran difundidas en Francia y fuera de Francia por locutores radiofónicos que recorrían las calles. La policía ganó la batalla, pero los estudiantes continuaron ocupando algunas partes de la universidad durante algún tiempo. Simultánea• mente, los obreros de París y otras ciudades se declararon en huelga, ocuparon las fábri· cas y organizaron comités de acción que comenzaron a parecer un nuevo gobierno en embrión. La autoridad del gobierno legítimo sufrió una tremenda conmoción. El primer ministro, Georges Pompidou, estaba tan alarmado que aconsejó a De Gaulle que dimí· tiese. Se habló de una nueva Revolución francesa. Pero un mes más tarde De Gaulle acudió a las urnas y obtuvo una victoria arrolladora. Había varias razones para que esto sucediera. Aunque entre los estudiantes existía un núcleo que tenía objetivos políticos revolucionarios, muchos de ellos no querían otra cosa que una reforma universitaria y los huelguistas no eran en absoluto revolu·

cionarios. No estaban tratando de derrocar al gobierno sino de conseguir de él mejo· res salarios y una disminución del desempleo. Los dirigentes del Partido Comunista estaban demasiado integrados en el sistema como para desear amenazarlo de destruc· ción, temían a los grupos más izquierdistas y no simpatizaban con los estudiantes. Por encima de todo, prevaleció la sangre fría de De Gaulle. Aunque tuvo que regresar deprisa de una visita oficial de Rumania, no quiso actuar precipitadamente a su vuelta. Una vez que se hubo asegurado, mediante una visita secreta a los cuarteles milita• res, de que no tenía nada que temer del ejército, sopesó correctamente la situación, esperó a que las autoridades universitarias y los sindicatos comenzaran a recobrar el control en sus respectivas esferas y entonces, desdeñando la oferta de Franr,;ois Mitte· rrand de sustituirle en la presidencia, consiguió una victoria arrolladora a finales de junio gracias a los votos de los atemorizados franceses, y destituyó a Pompidou. Luego, apoyó a su ministro de Educación, Edgar Faure, que hizo un ataque radical del problema de la educación superior, a pesar de la opinión de algunos de sus colegas y de la de un amplio sector conservador. Faure introdujo la gestión conjunta profesor-alumno; abolió el sistema centralizado según el cual Francia tenía de hecho una sola universi· dad y sustituyó ésta por sesenta y cinco universidades (trece en París), ninguna de las cuales había de tener más de Z0.000 alumnos; descentralizó además el control dentro de cada universidad al crear consejos conjuntos para cada núcleo de más de 2.500 estudiantes. Pero los días de De Gaulle estaban contados. Una de sus aversiones era el senado francés, y una de sus preocupaciones en este punto era la reforma de la maquinaria de gobierno por medio de la creación de asambleas regionales. Propuso enlazar esta reforma con la abolición del Senado y presentó las dos cuestiones juntas ante el electorado, mediante un referéndum. Pero el Senado no era impopular y la utilización del referéndum por parte de De Gaulle, junto con la implicación de que el rechazo de lo que se proponía entrañaba su propia dimisión, se consideró por. lo general como una táctica desleal. La mayoría votó que no. De Gaulle dimitió inmediatamente (murió al año siguiente). El presidente del Senado, Alain Poher, asumió las funciones de la presidencia conforme a lo establecido en la Constitución; hubo una elección presidencial y el candidato gaullista, Georges Pompidou, ganó por un confortable margen en la segunda vuelta. El largo gobierno de Konrad Adenauer en Alemania occidental (1952-1963) estable- i; ció en Europa un estado nuevo que retomaba el dominio económico alemán en el continente. Éste se basaba en la política económica de los países occidentales (reforma de la moneda y ayuda Marshall) y en la división de Alemania. Los territorios perdidos en el Este tenían menos valor que los conservados en el Oeste; n, la mano de obra refugiada del Este fue oportuna para la reconstrucción, además de ser particularmente móvil. La inversión fomentó un crecimiento sin inflación. El crecimiento levantó la moral. Los altos niveles de educación, formación y disciplina industrial y una administración eficiente hicieron también su parte. En los cuatro añós que precedieron a la recuperación de la soberanía las zonas occidentales en conjunto triplicaron el rendimiento industrial y elevaron el PNB en dos tercios. La cifra de población recuperó su nivel de preguerra y se estabilizó en los años sesenta en 60 millones (la población de Alemania oriental era de 17 millones). Como la producción crecía y el desem• pleo no, no se suscitó más que una mínima oposición al empleo generoso de recursos en servicios públicos y en el Estado de bienestar. El éxito material iba parejo con el éxito político en dos frentes: internamente, una democracia que funcionaba y (al contrario

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que Weimar) era respetada y popular, y, externamente, la aceptación en la alianza más fuerte del mundo. ¡\ En los años de Adenauer la idea de Occidente estaba asociada de una manera abru. madora a los Estados Unidos. Sin embargo, en sus últimos años el propio Adenauer fue tomando una posición más específicamente europea, particularmente en sus relaciones con De Gaulle, y sus sucesores empezaron a sondear las alianzas tradicionales de Alemania en Europa central. La tarea de Adenauer había sido la de resituar a Alemania en Europa después de los desastres de los años del nazismo. Su alianza con los Estados Unidos fue una condición previa para las nuevas relaciones con Francia y Rusia. Con la primera se establecieron firmemente pero con la segunda se vieron interrumpidas por la construcción del muro de Berlín en 1961, lo que no sólo aisló una parte de Alemania de la otra, sino que también cortó las relaciones de Alemania occidental con la URSS. t. El retiro de Adenauer había ido seguido de un breve epílogo a la era marcada por su figu. ra como canciller, en el que este puesto lo había ocupado Ludwig Erhard, hasta que en 1966 fue obligado a dimitir por su propio partido. De 1966 a 1969 los cristiano-demócratas y los socialdemócratas gobernaron en coalición, con Kurt Kiesinger como canciller y Willy Brandt como vicecanciller y ministro de Asuntos Exteriores. Estos tres años constituyeron un puente entre la era Adenauer y la casi tan larga era ~ocialista que iba a iniciarse a conti· nuación. La gran coalición abandonó la actitud de Adenauer de considerar a media Europa como prácticamente inexistente. Los orígenes de este cambio estaban en la distensión europea y en la creciente preocupacion de Europa y de Washington por establecer mejores rela· dones con Moscú, sin tanta consideración a las susceptibilidades alemanas como en el pasado; en el abandono de la pretensión de que la seguridad europea y el problema alemán eran inseparables y de que, sin la reunificación alemana, no era posible estudiar provechosamente ningún sistema europeo; en el crecimiento de las economías de Europa oriental que con· duda no sólo al desasosiego de los países del este por su condición de satélites, sino también a su deseo de los productos de la nueva tecnología (como ordenadores, por ejemplo) que Alemania Federal podía proporcionar; y, por último, en la apreciación generalizada entre los germano-occidentales de la esterilidad de una promesa de reunificación por la vía de una alianza occidental y la convicción de que el camino de la reunificación no pasaba por Was· hington. Por tanto, Bonn inició conversaciones con los estados de Europa oriental y estableció relaciones diplomáticas con Rumania en 1967. Esta política de orientación hacia el este se acentuó después de 1969, cuando Brandt se convirtió en canciller en un nuevo gobierno en el que los socialdemócratas eran el partido mayoritario y los liberales ocupaban el lugar de los cristiano-demócratas, que pasaron a la oposición. Brandt y su ministro de Asuntos Exteriores, Walter Scheel, iniciaron discusiones con Alemania oriental, Polonia y la URSS. Los progresos fueron lentos a causa de las complicaciones que se interpusieron. Además de renovar las relaciones normales con los que fueron enemigos durante la guerra (la URSS, Polonia, Hungría y Bulgaria), Bonn tenía que negociar acuerdos con Checoslovaquia, que estaba pidiendo la derogación del acuerdo de Munich de 1938, y con Ale·· mania oriental, que estaba exigiendo su reconocimiento como Estado soberano inde· pendiente. Esta última cuestión se complicó con los problemas de Berlín, ciudad dividida tanto política como fisicamente y en la que los cuatro principales conquistadores de Ale• mania tenían todavía derechos especiales. En 1970, se concertaron tratados con la URSS y Polonia que incluían el reconocimiento de la línea Oder·Niesse y que se ratificaron en , 1972, después de haberse concluido otros acuerdos. Éstos comprendían: un nuevo acuer?íl?

do cuatripartito sobre Berlín que estipulaba, entre otras cosas, más fáciles comunicado·· nes ferroviarias, fluviales y por carretera entre Alemania Federal y Berlín occidental, y, para los ciudadanos de esta parte de la ciudad, una mayor libertad de entrada en Alema· nia oriental para una amplia variedad de propósitos; un Tratado de Relaciones Oenera· les entre los dos estados alemanes, paquete de documentos en virtud de los cuales ambos signatarios se reconocían su soberanía y fronteras respectivas y prometían observar rela· dones de buena vecindad y resolver sus disputas pacíficamente; un acuerdo que estable· cía relaciones diplomáticas entre Bonn y Praga, y una declaración de que el acuerdo de • Munich era nulo. Bonn estableció asimismo relaciones diplomáticas con Hungría y Bul' garia. Las dos Alemanias pasaron a ser miembros de la ONU (197.3 ). Un curioso epílogo de estas transacciones fue la reivindicación hecha por Alemania del este, e.n 1975, de devolución a Berlín de obras de arte trasladadas durante la Segunda Guerra Mundial a lugares más seguros en el oeste, como era el caso de unos 600 cuadros de grandes pinto· res -incluidos 21 Rembrandt-, más de ZOO dibujos de Durero y Rembrandt, la reina Nefertiti y otras 3.000 piezas egipcias, y muchas más. Pero pretender que el convenio de La Haya de 1954 fuese de aplicación a esas circunstancias era una propuesta difícilmen·· te defendible en derecho. Estos diversos acuerdos, concertados entre 1970 y 1973, resolvieron muchas aunque no todas las cuestiones que debía esperarse que una conferencia de paz solucionase. En particular, Berlín no vio corregidas sus anomalías. Las cuatro potencias mantuvieron sus derechos en la ciudad, que siguió dividida en dos; el movimiento de berlineses del oeste hacia el este se hizo más fácil, pero no se normalizó; Berlín occidental permaneció cons· titucionalmente unida a Alemania Federal, pero físicamente contigua sólo a Alemania oriental. La reunificación de Alemania no se descartaba, aunque su realización por la fuerza sí estaba excluida. La ospolitik de Brandt fue muy criticada por sus compatriotas, y aun· que había reforzado su posición parlamentaria en las elecciones de 1971, perdió terreno en los años siguientes. En 1974 fue obligado a dimitir de la cancillería por el descubri· miento de un espía que trabajaba en su oficina particular. Su sucesor, Helmut Schmidt, heredó una situación en Europa oriental que se había transformado profundamente en los cinco años en que Brandt había sido canciller. La suerte de esta zona de distensión quedó decidida cuando Breznev visitó Bonn en 1973. Una vez más, por coincidencia, la salida de Brandt fue seguida muy pronto por un cambio en Francia. En 1974, murió Pompidou. En la primera vuelta de las consiguientes elecciones, el socialista Fran~ois Mitterrand, respaldado por los comunistas, fue el vence· dor pero no consiguió el necesario margen para ser elegido. En la segunda vuelta entre Mitterrand y el candidáto que le seguía en votos, Valéry Giscard d'Estaing, este último obtuvo la victoria por un estrecho margen de 50,8% frente al 49,2%. El candidato gaullista quedó en tercer lugar en la primera votación y fue por tanto eliminado, junto con otros nueve candidatos que sólo recibieron un apoyo insignificante. En Alemania occi· dental, Schmidt continuó en el puesto de canciller hasta 1982, en que su gobierno fue derrotado en el Bundestag y sus compañeros de coalición del FDP le retiraron su lealtad para dar la cancillería al conservador Helmut Kohl; en las elecciones de 1983, la oscilación del péndulo electoral confirmó a Kohl en el puesto que ocuparía hasta entrada la década de los noventa e incluso, contra todo pronóstico, en 1994. En 1983 también Mitterrand llegó a la presidencia de Francia. Mitterrand era un político con inteligencia, astucia y paciencia. A nivel interno su tarea fue reafirmar el predominio socialista en la izquierda y en la mayor parte posible

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del centro. Para conseguirlo necesitaba recuperar los votos que las clases obreras habían dado a De Gaulle pero que no estaban tan dispuestas a dar a quienes habían sucedido al general en la derecha; y necesitaba también adentrarse en áreas comunistas y hacer que los socialistas se independizaran del apoyo de éstos. Después de la muerte de Pompidou, Giscard d'Estaing desafió y derrotó al heredero forzoso del gaullismo, Jacques Chaban-Delmas, fragmentando de este modo a la derecha. La izquierda unida fue estrepitosamente derrotada en 1978 y la alianza de socialistas y comunistas disuelta, pero en el transcurso de esta deHota Mitterrand y los socialistas adelantaron a los comunistas en todas partes, a excepción de unas pocas plazas fuertes. Mitterrand entonces ganó la presidencia en 1981. Admitió durante un breve período a los comunistas en el gobierno por primera vez desde 194 7 e inició una política expansionista que, sin embargo, fue obligado a abandonar por la afluencia de productos alemanes. Adoptó una política de centro-izquierda no muy diferente de la política de centroderecha de sus predecesores y estrechó relaciones con Alemania occidental dentro de una asociación europea (la política rechazada por Thatcher). La economía francesa, aunque por estas fechas tenía un PNB más elevado que el de Gran Bretaña, no había sobrellevado el duro clima económico de los años setenta tan bien como Alemania occidental. Industrias más viejas que estaban en tran~ición tuvieron que resistir tanto la depresión como las tensiones del cambio; industrias más nuevas, que Francia había conseguido fomentar, se tambalearon. Después de la reelección de Helmut Kohl como canciller en 1987, Mitterrand acogió con satisfacción una propuesta alemana de cooperación militar mutua más estrecha y la formación de una brigada conjunta franco· alemana; los dos líderes crearon un consejo de defensa franco-alemán. Mitterrand se vio forzado por los resultados electorales de 1986 a colaborar con la derecha, nombró a Chaban-Delmas primer ministro, pero fue más lúcido que él y logró ser reelegido para la presidencia en 1988. Mitterrand era un pragmático en la tradición que iba desde Tayllerand hasta De Gau· lle, un hábil político nacional e internacional, pero sin el menor interés por las ideas políticas y proclive en sus últimos años a errores de juicio. Durante la guerra del Golfo en 1991 logró tomar una parte activa contra lrak, a pesar de algún recelo surgido en sus relaciones con los estados del Magreb y la presencia de tres millones de musulmanes en Fran· cia, pero tropezó con otros asuntos: el golpe contra Gorbachov en Moscú, que pareciq aceptar al principio, y las propuestas de admisión de ex satélites soviéticos en la CE, que se vio obligado a rechazar entonces. El contacto con su propio partido se hizo inseguro y con sus primeros ministros poco generoso, e incluso desleal. Bajo su guía el PS había abandonado mucho de su programa tradicional sin propugnar nada que no pasara de un oportunismo táctico. Habiendo ocupado el lugar principal en la izquierda, que antes tuvieran los comunistas, no consiguió unir a ésta ni construir con los partidos del centro una alianza contra la derecha ni evitar contiendas perniciosas dentro del PS. En 1991 cesó al más capaz de sus primeros ministros, Michel Rocard, y nombró en su lugar a Edith Cres• son, quien, además de no ser especialmente apta para el cargo, actuó con una desastrosa falta de tacto y también fue destituida. La economía francesa prosperaba en algunas áreas pero el desempleo crecía, ciertos grupos en particular (agricultores, pescadores) estaban cada vez más visiblemente enfurecidos y la inmigración se convirtió en un problema gra· ve, con tintes claramente racistas. Mitterrand mismo daba impresión de lasitud, debido bien a su mala salud o simplemente al cansancio después de demasiados años de gobernar en tiempos complejos. Se hizo distante, caprichoso, nepotista y (como Thatcher, a quien

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por otra parte no se parecía en absoluto) se desligó en cierta medida del Parlamento y del parlamentarismo. En 1993 el partido de Mitterrand fue derrotado en las elecciones, obteniendo sólo el 19% del voto, y éste encaró por segunda vez un período de gobierno con un primer minis· tro y un gabinete de derecha. Con los principales líderes de la derecha -Chirac y Giscard d'Estaing- huyendo de esta incómoda situación, Edouard Balladur se convirtió en primer ministrn. Tanto el presidente como el primer ministro eran conscientes que el mandato del primero debía terminar en 1995 y este último estuvo conforme con no alterar la polí· tica exterior de Mitterrand, tanto más cuanto que ambos estaban unidos en el objetivo general de asegurar a Francia un papel importante en Europa y en ei mundo como aliada, e incluso más que aliada, de Alemania. A diferencia de Thatcher, que desconfiaba de Ale· mania y despreciaba a la Comunidad Europea, Mitterrand mantuvo la entente franco-ale· mana en el corazón de Europa. La defendió a costa de cierto grado de independencia y alguna tensión en la economía francesa, ya que su política implicaba un franco fuerte y dolorosas medidas antiinflacionistas (para mantener la unión monetaria en su rumbo), empeoraba el desempleo, reducía la demanda de consumo y provocaba un violento cla· mor popular en favor de subsidios proteccionistas, de controles más estrictos de la inmi· gración y de la reducción de derechos de ciudadanía para los inmigrantes. En sus últimos años la escena se había desplazado más de lo que Mitterrand se había percatado, ya que el reflujo del poder soviético en Europa confirmó virtualmente que más tarde o más tem· prano la Europa central (Mitteleuropa) constituiría una fuerza en los asuntos europeos, fuerza que no había ejercido en medio siglo, y que proporcionaba a Alemania una variedad de opciones alternativas al sentido bilateral franco-alemán de las primeras fases de la unión europea. Balladur mostró habilidades inesperadas para afrontar los problemas emocionales que se le presentaron cuando se convirtió en primer ministro. Mientras insistía en un estric· to cumplimiento de las leyes de inmigración, apoyó la residencia, y no la sangre, como prueba de ciudadanía y calmó la agitación que se produjo al ser alterarado el principio de la ley Falloux de 1850, por el que Francia había regulado durante tanto tiempo los conflictos por la presencia de la religión en las escuelas estatales y por el dinero guber· namental para las escuelas no estatales (principalmente católicas). Su conservadurismo de formas moderadas y su fiabilidad económié:a tranquilizaron al elec.torado francés y se convirtió así en candidato a la presidencia. Pero carecía de los dones que se necesitaban para triunfar sobre Jacques Chirac, más extravertida y ágil, y fue el tercero en una pri· mera vuelta que no despertó más que un entusiasmo modesto por los candidatos. El socialista Lionel Jospin, empujado a la batalla cuando Jacques Delors se excluyÓ a sí mis· mo, recibió la mayoría de los votos en las encuestas pero Chirac ganó la segunda vuelta. Heredó los problemas ineludibles de un líder nacional constreñido a tocar el segundo violín ante un poder mayor, si bien amistoso, junto con los problemas particularmente engañosos de combinar un nacionalismo orgulloso con una corriente de intemacionalis· mo. Sobre la cuestión de si una comunidad de libre comercio estaba incompleta sin la integración financiera, Chirac era un integrador pero también compartía un nacionalis· mo sentimental y estaba desconcertado por las inmediatas consecuencias económicas -con un desempleo de un 12% de la población activa- de las condiciones previas de la unión monetaria con la que estaba comprometido. f>or temperamento, era como Mitte· rrand, un hombre más propenso a encontrar caminos que rodearan los problemas que, como Delors, ávido de enfrentarse a ellos.

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Gran Bretaña se recuperó de la guerra de manera enérgica y rápida, pero no sostenida. La moral en el país y el prestigio en el extranjero eran altos. Las pérdidas de guerra había sido severas pero la dirección financiera de la guerra había sido prudente. A la mitad de los costes se les hizo frente con impuestos, a la otra mitad con la venta de acti· vos extranjeros y con préstamos. El abrupto final del Préstamo· Arriendo estadounidense en agosto de 1945, seguido de un crédito estadounidense tan pequeño que era decepcionante, además de tener condiciones imposibles {la convertibilidad de la libra en el plazo de un año), confrontó al nuevo gobierno con una tarea desalentadora, que fue dominada con una combinación de sabia dirección y de ayuda estadounidense. Aunque los fondos Marshall estuvieron disponibles durante cuatro años, se prescindió de ellos a los dos. Se usaron principalmente para reparar industrias dañadas por la guerra y para financiar un ambicioso programa de reforma social en educación, salud y seguridad social, pero no para una reestructuración más amplia y radical de la economía industrial, que Gran Bretaña necesitaba para recuperar la posición en el mundo que había ido perdiendo desde finales del siglo XIX en favor de Alemania. Los impuestos permanecieron altos aunque los intereses bajos; el nivel de desempleo era reducido y los salarios estaban bajo control; el crecimiento económico tenía una media del 4% al año. La producción prebélica, el valor de los activos extranjeros de antes de la guerra, así como el nivel de ingresos personales de entonces, se recuperaron hacia el final de la década. A·la vez se amplió la educación y se introdujo un sistema global de seguridad social. Pero el declive industrial británico a largo plazo no se pudo controlar y el país quedó en consecuencia en una posición más vulnerable a vicisitudes externas y a una mala admi· nistración interna. De las anteriores, las más dañinas fueron los aumentos en el coste de los materiales industriales importados, tales como los ocasionados por las guerras de Corea y Vietnam, y las enormes subidas en el precio de los derivados del petróleo, debido a las guerras en Oriente Medio en los años setenta. El relajamiento de los controles y la liberalización del comercio a través de la eliminación de la protección a las industrias que renacían, creó de los años cincuenta en adelante serios desequilibrios en la cuenta externa y restó atención -y los recursos- a una renovación más radical de la base industrial británica. Ésta siempre había sido relativamente reducida -carbón y unas pocas industrias primarias tales como textiles y de ingeniería·- y respondía sólo lentamente al desarrollo de nuevos métodos, nuevos competidores e industrias completamente nuevas. Había adap· tación, pero no la suficiente como para preservar la economía de las sacudidas inevitables de una economía mundial que ya no era controlada por Gran Bretaña. A ello se añadía el que Gran Bretaña estuviera perdiendo su primacía en la provisión de servicios financieros y otras exportaciones invisibles. Sólo raramente a lo largo de los siglos XIX y XX había conseguido Gran Bretaña un superávit en el comercio de mercancías manufacturadas, pero el vacío se llenó de una manera consistente y cómoda con excedentes en mercancías invisibles hasta el thatcherismo de los años ochenta. Las políticas conservadoras a principios de la década de los setenta crearon un boom, aunque especulativo, que desvió beneficios y ahorros de las inversiones industriales hacia apuestas a corto plazo y que hizo subir los sueldos. Los intentos para imponer restricciones salariales por medio de una política de ingresos fueron cada vez menos efectivos y culminaron en una huelga de mineros y la caída del gobierno. Un gobierno laborista apeló a sus contactos en el mundo del trabajo (a menudo otro eufemismo para mantener bajos los sueldos), pero Harold Wilson tuvo que dar mar· cha atrás cuando se hizo patente que éstos escindirían el partido. Esta pusilanimidad política fortaleció a los disidentes de izquierda de la base frente a los sindicatos.

Política y económicamente Gran Bretaña tardó en sacudirse un largo pasado cuyo rasgo característico era el distanciamiento. Habiendo perdido sus posesiones continentales hacia el final de la Edad Media, el pueblo inglés ensalzó su status insular y lo fortificó con la secesión protestante y su entusiasmo marinero. A partir de entonces los bri · tánicos lucharon con otros europeos bastante menos que entre ellos mismos, ¡:iero esta afable característica era más desdeñosa que pacífica y el sentido de distanciá -no siempre distinto de uno de superioridad- no estaba ni con mucho extinguido en el siglo XX. En 1945, desde la isla se prestaba más fácilmente atención a la Commowealth y a Esta· dos Unidos que a Europa. La Commonwealth, originariamente la Commonwealth Británica pero rebautizada a la vez que la descolonización de posguerra, era descendiente del imperio británico y un foliz accidente histórico que finalmente constaba de cincuenta miembros soberanos e independientes. La desintegración del dominio británico en Asia, África y el Caribe empezó con la retirada de la India y Birmania en 1947, un paso largamente previsto pero que no se programó con precisión hasta el final de la guerra. Este espectacular movimiento tuvo unas consecuencias, que no se esperaban tan repentinas, por todo el imperio colonial que (con la notable excepción de Rodesia) fue abandonado de buen grado y con poco escándalo durante los veinte años siguientes. Pero la Commonwealth que surgía no era un centro de poder y todavía menos un instrumento para el ejercicio del poder britá· nico. Su cuartel general estaba en Londres pero los encuentros de sus jefes políticos deja· ban a Gran Bretaña a veces en minoría -en tiempos de Thatcher en una minoría de unoy aunque la Commonwealth proporcionaba a Gran Bretaña especiales contactos y opor· tunidades, no reforzó el poder británico en el mundo. Tampoco lo hizo la relación especial con los Estados Unidos que, como los lazos con la Commonwealth, era una realidad, pero no la que daba a Gran Bretaña lo que ella pensaba que obtenía. (La única relación especial que Washington tenía era con Israel.) Antes de la guerra las relaciones angloamericanas eran pocas y malas. Durante la guerra fueron excelentes, pero ello se debió más a la propia crisis y a los personajes: lo que era especial en las relaciones existentes durante la guerra era la estrechísima amistad y colaboración entre Churchill y Roosevelt. Después de la guerra muchas amist:;i.des y vías de comunicación de esa época persistieron, facilitados por una lengua común y por expe· riendas e ideales compartidos, pero viejas divergencias -comerciales e imperialesreaparecieron y los intentos de primeros ministros británicos, visitando la Casa Blanca o poniéndose en contacto por teléfono para hacer el papel de Churchill, degeneraron en un compadreo no carente de sumisión ciega por parte británica. Esta relación especial no sólo desvió la atención británica de los acontecimientos políticos en el continente, sino que dio a los continentales -Francia en particular- motivos para excluir a Gran Bretaña de la Comunidad Europea. En 1979, Margaret Thatcher se convirtió en primera ministra, la primera mujer en ocupar ese puesto. Lo hizo con un extraordinario dominio y durante más tiempo que cual· quiera en este siglo. Decidida, enérgica y trabajadora -quizá fue el primer ministro más trabajador desde William Pitt aunque no el más inteligente-. Se vio perjudicada por el fracaso de sus predecesores para captar los graves problemas económicos que se prolonga· ban, por su pobre elección de compañeros de gabinete y por su temperamento autocrático que, además de vapulear a los gobiernos locales, despreció a la Cámara de los Comu· nes y al orden democrático. Thatcher llegó al poder durante una recesión y lo abandonó en otra. Disfrutó, si bien desaprovechó, dos ventajas económicas poco comunes: la pro-

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macia británica fracasaba, las amias británicas tendrían entonces que cargar con una tarea que, aunque en un sentido era negativa, era también vital para los intereses británicos tal y como éstos habían evolucionado desde que los Tudor pusieron los cimientos de un poderío británico completamente distinto del imperialismo continental de los Plantagenets. Los británicos, por tanto, adquirieron un esquema mental que no hacía distinciones entre lo próximo y lo lejano. Los geógrafos podían hablar del «Lejano» Oriente y medir la distancia a la India en miles de millas, pero para muchos ingleses, Delhi, Singapur y Hong Kong no estaban psicológicamente más lejos que Calais; a menudo les resultaban más familiares, y desde luego eran más británicos. En 1945, la falta de atención innata de Gran Bretaña hacia los asuntos europeos se intensificó por la suerte de la guerra y la perspectiva de paz; Durante la contienda, todos los países combatientes europeos continentáles, incluida la URSS, habían sido invadidos y en algún momento derrotados o casi de1rotados. Gran Bretaña había sido duramente hostigada, y bombardeada desde el aire, pero no invadida, ni ocupada, ni derrotada. Su victoria justificaba su derecho a seguir como antes, puesto que es prerrogativa del vencedor conservar su pasado; mientras que, por el contrario, sus quebrantados y desilusionados vecinos europeos anhelaban una nueva vida y no un restablecimiento del antiguo orden de cosas, que había fracasado. Las actitudes británica y ~ontinental hacia el pasado eran, pues, completamente diferentes, y los continentales que esperaban que los ingleses mostraran su simpatía hacia un experimento político radical en Europa, estaban pasando por alto no sólo la particular evolución histórica de Gran Bretaña, sino también su psicología de posguerra, es decir, su empeño en restaurar y mejorar la estructura de la vida británica, pero sin alterarla sustancialmente ni pretender encontrar faltas en ella. El advenimiento de un gobierno laborista en Gran Bretaña en 1945 hubiera debido poner de manifiesto esta diferencia, puesto que el Partido Laborista, aunque era un partido reformista y no conservador, no era menos tradicionalista que los conservadores. Estaba integrado por radicales y socialistas pragmáticos que deseaban hacer la vida más fácil para las clases inferiores, continuando con la adaptación gradual -y no revolucionaria- de la estructura social inglesa a las modernas nociones de justicia social. El gobierno laborista no tenía intención de desbaratar los proyectos británicos, ni tampoco tenía mucho interés en dar al traste con los de otros países. Era una administración políticamente moderada, con muchas ganas de hacer cosas y que, en circunstancias económicas excepcionalmente difíciles (agravadas por el vencimiento del convenio de préstamos y arriendos, y por la insistencia estadounidense en una convertibilidad prematura de la libra esterlina), trataba de restaurar la economía y reformar la sociedad, y no deseaba que embrollos extranjeros improductivos le distrajesen de estas tareas. El continente se encontraba en un estado caótico e indigente y, como demostraba la transferencia de los compromisos británicos en Grecia y Turquía a Estados Unidos, podía luchar mejor para vencer sus dificultades con la ayuda estadounidense que con la británica. Además, los nuevos dirigentes de Europa eran (aparte de extranjeros) en su mayor parte conservadores y católicos, opuestos -se creía erróneamente- a la planificación económica, y resultaban unos aliados incómodos para los socialistas británicos. En la medida en que se sentían atraídos por ideas federalistas, estos dirigentes eran considerados como visionarios carentes de sentido práctico. Para los ingleses, la nación-Estado era una de esas reliquias del pasado que prácticamente nadie ponía en tela de juicio. Winston Churchill les había dicho a sus compatriotas durante la guerra que Gran Bretaña operaba en tres círculos -el angloamericano, el imperial británico, y el europeo- Y '} 1 '}

que esta «triangularidad» confería al país oportunidades especiales y una posición única en el mundo. Hasta que Harold Macmillan solicitó en 1961 entrar a formar parte de la Comunidad Económica Europea, el círculo europeo era el que parecía ofrecer menos. El más importante era el angloamericano. Gran Bretaña -o por lo menos Emest Bevin, que fue nombrado ministro de Asuntos Exteriores en 1945- se percató de que ni la diploma· cia ni las armas británicas podían ya por sí solas evitar la consolidación de Europa bajo la égida de una única potencia, y de que si esta pesadilla de la política exterior británica quería evitarse, había que hacer de Norteamérica una potencia europea. La OTAN era el signo externo y visible de su éxito, pero sus esfuerzos por lograr que la influencia angloestadounidense se abriera paso en los asuntos europeos y ocupara el lugar del ya extinto poder de intervención y rectificación de Gran Bretaña, le llevaron a desconfiar de los federalis· tas continentales que podrían añorar un poderío europeo independiente con exclusión de los estadounidenses. La política de estos federalistas era en el mejor de los casos improcedente y probablemente perjudicial para su objetivo de introducir el Nuevo Mundo en Europa para conseguir el equilibrio del viejo continente. Pero los británicos hostiles a Estados Unidos o recelosos de su preponderancia, no eran en su mayoría federalistas europeos. En la medida en que existía un partido en Gran Bretaña que creía que el país podía constituir una «tercera fuerza» en los asuntos mundiales, consideraba, en este período, que dicha fuerza la constituiría la Commonwealth y no una Europa unida. La Commonwealth, junto con las armas nucleares y la libra esterlina como moneda de cambio inter· nacional, mantendrían a Gran Bretaña en una categoría diferenciada. Gran Bretaña no comenzó a experimentar un cambio de sentimiento hasta pasados de diez a quince años desde el final de la guerra, e incluso entonces este cambio se manifestó más discontinua y lentamente que la correspondiente revolución del pensamiento continental impuesta por las derrotas de la contienda. Gran Bretaña siguió considerándose una potencia mundial aunque ya no imperial, una sustitución de adjetivos un tanto carente de sentido crítico. Una de las más sorprendentes consecuencias de la guerra fue el abandono de la India por parte de Gr~n Bretaña en 1947 (seguida más rápidamente de lo que se esperaba por el abandono de Africa), pero esta renuncia al imperio tuvo lugar en una atmósfera de tal euforia en Gran Bretaña que se pasó por alto la consiguiente merma de poderío. La pérdida de la India se consideró e.orno una victoria del sentido común inglés, lo cual era cierto, pero no como una mutilación del poderío británico, lo cual también era cierto. Durante generaciones enteras, Gran Bretaña había sido una potencia mundial porque poseía en Asia un territorio donde podía mantener, adiestrar y aclimatar ejércitos para su utilización en otros lugares lejanos del globo, y esta reserva de poder era por lo menos tan importante como la hegemonía marítima para hacer de Gran Bretaña lo que era en el mundo. El abandono de la India, junto con la pérdida de riqueza y fue~·za durante la guerra, socavó la resistencia británica en Oriente Medio y provocó la orientación de Australia y Nueva Zelanda hacia Estados Unidos en busca de seguridad (el Pacto tripartito ANZUS de 1951, del que Gran Bretaña no era signataria, confinnó esta lección de la Segunda Guerra Mundial. Fue una de las alianzas más uniformes del mundo hasta la década de los ochenta en que la vuelta al poder de los partidos laboristas antinucleares tanto en Australia como en Nueva Zelanda obstaculizó la realización de visitas y ejercicios navales. En 1984, Nueva Zelanda prohibió la entrada en sus puertos de todo tipo de bar· cos impulsados o armados con energía nuclear). Gran Bretaña, sin embargo, no sacó la conclusión de que el final del imperio y de los compromisos de defensa en Asia, África y Australia la hubieran convertido en un Estado

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primordialmente europeo. El imperio había sido sustituido por la Commonwealth, un concepto más elevado quizá pero de menos solidez que el imperio, puesto que carecía, en contraste con aquél, de los lazos de lealtad a la Corona británica, del gobierno de una clase diri· gente que se consideraba como una sola familia, de la comprensión mutua a través del pródigo intercambio de telegramas secretos y de un compromiso británico de defensa de todos sus territorios. La Commonwealth pasó a ser una asociación de monarquías y repúblicas de tradiciones e inclinaciones muy diferentes entre sí, y que requerían sobre todo un capital para su desarrollo que Gran Bretaña no podía proporcionarles, y proseguían políti· cas exteriores independientes e incluso contradictorias basándose en que esta libertad de acción era el precio que había que pagar para la continuidad de una asociación cuya exis· tencia seguía mereciendo la pena. Probablemente era así puesto que la Commonwealth demostró ser una organización internacional que funcionó hasta un determinado punto. Pero contenía en su seno conflictos raciales que supusieron una dura prueba de buen gobierno para los gabinetes británicos de este período, que no lograron superar. En Rodesia (véaS!! el capítulo XIX), Gran Bretaña fue acusada con fundamento de tratar benignamente a los rebeldes porque eran blancos y ese mismo gobierno se ~xpuso en el propio Reino Unido a acusaciones todavía más graves. En 1963, Gran Bretaña había concedido a los asiáticos de Kenia el derecho a optar por la ciudadanía británica, que muchos de ellos adquirieron. En 1968, el punto más importante de este derecho -la posibilidad de entrar en Gran Bretañales fue negado sin más por un gobierno que, en su ignorancia de los verdaderos hechos y cifras sobre la inmigración e integración de gentes de color, se dejó llevar por el pánico hasta el punto de dar con la puerta en las narices a algunos de sus propios conciudadanos. Este acto sin precedentes, fundado en los prejuicios racistas de un sector de la sociedad británica y en la discriminación racial por parte del gobierno, dio al traste con el ideal de la Commonwealth y fue luego recusado y condenado en el Consejo de Europa. Incluso si Gran Bre· taña había considerado en otro tiempo a la Commonwealth como una fuente de fortaleza política, para los dirigentes ingleses de los años sesenta era un estorbo más que una ayuda. La comunidad con los europeos parecía sin duda mucho más real y manejable. Se había estimulado a grupos de presión no oficiales en favor de una unión europea y en ello no fue a la zaga Churchill, que habló en más de una ocasión durante la guerra de la necesidad de una Europa unida y, en su famoso discurso pronunciado en Zurich en sep· tiembre de 1945, abogó por un Consejo de Europa. Estos grupos organizaron un congreso en La Haya en mayo de 1948 que se celebró bajo el patrocinio de muchas de las figuras destacadas de Europa, incluido Churchill, y que consiguió persuadir a las cinco potencias de Bruselas para que creasen un Consejo de Europa cuyos miembros fueron en un princi· pio, además de esos cinco países, Noruega, Suecia, Dinamarca, Eire e Italia, a los que en poco tiempo se unieron Islandia, Grecia, Turquía, Alemania Federal y Austria. Los miem· bros, además de ser europeos, habían de respetar las normas de derecho y los derechos humanos fundamentales. Los estatutos eran un híbrido: una Asamblea sin poder legisla· tivo, sometida a un comité de ministros; los miembros de la Asamblea eran nombrados por los parlamentos nacionales, en la práctica de acuerdo con la representación de los par.tidos en cada Parlamento; el comité de ministros, que fue incluido en los estatutos por la insistencia inglesa y escandinava contra los deseos más federalistas de otros miembros, aseguraba que toda autoridad que el Consejo de Europa pudiera ejercer estaría sujeta al control de los ministros nacionales, responsables ante sus respectivos parlamentos. En estas circunstancias, la Asamblea nunca tuvo ninguna autoridad real y, a fines de 1951, su presidente, Henri Spaak, dimitió descorazonado.

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Gran Bretaña era escéptica en principio y ligeramente hostil porque esperaba que el acero inglés se vendiera más barato que el europeo. Ha habidc discusión sobre si el Reino Unido se negó a unirse a la CECA, o si Francia hizo imposiHe que lo lograra; una opinión no excluye a la otra. En abril de 1951, seis estados firmaron un tratado mediante el cual se establecía la CECA, que comenzó a existir al año siguiente. Se componía de una Alta Autoridad de nueve personas que actuaba por mayoría de votG y tenía facultades para tomar decisiones, hacer recomendaciones, gravar las empresas cm exacciones, impo· ner multas y, en general, controlar la producción y las inversiones en 1os seis países; un Tribunal de Justicia facultado para pronunciarse sobre la validez de lascecisiones y reco· mendaciones de la Alta Autoridad; un Consejo de Ministros; y una A1amblea con dere· cho a censurar a la Alta Autoridad y, por mayoría de dos tercios, a disicmer la dimisión del Consejo de Ministros. A finales de los años cincuenta, cuando disrrinuyó la deman· da de carbón, surgieron diferencias entre la A'lla Autoridad y el Consejo :le Ministros, y la primera vio atenuadas en la práctica sus competencias supranacionalel. A comienzos de los años cincuenta, al Consejo de Europa se habían ut.do en la esce·· na europea la CECA y la incipiente EDC (Comunidad Europea de Defersa), y en 1952 E.den propuso la fusión de estos tres organismos y de sus instituciones para!tlas. El Conse· jo de Europa designó una asamblea ad hoc para elaborar un proyecto siguien(o estas líneas, que incluyese una cláusula para la creación de una asamblea elegida directan~nte y de un gabinete europeo. Era un intento de construir una asociación política, pro,ilionalmente denominada Comunidad Política Europea, sobre las dos bases de cooperaci6 económica y militar, y que había de abarcar a la mayoría de los países no comunistas di Europa. Los miembros posibles eran muchos, a pesar de que el neutralismo empírico de Seda, el neu· tralismo doctrinario de Suiza y las inaceptables autocracias de España Y Port~al pudieran excluir a estos países a corto o a largo plazo. Pero el proyecto nació muerto. \:i extinción de la Comunidad Económica de Defensa en 1954 supuso el golpe mortal e inciso sin esta sacudida es difícil creer que la rudimentaria asociación económica institucia.al lograda hasta entonces bastase para sostener una estructura parlamentaria tan ambicim. A me&· da que los estados-nación europeos se fueron recuperando de sus heridas de pcguerra, se sintieron cada vez menos dispuestos a abandonar sus identidades, aun cuandcpudieran estar decididas a una cooperación internacional permanente en otros campos. La Comunidad del Carbón y del Acero fue desde el principio un primer paso
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