Calamandrei (2014). Proceso y Justicia
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Descripción: Estudio sobre el proceso y la justicia en el ordenamiento italiano....
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PIERO CALAMANDREI PROCESO Y JUSTICIA
2014
PIERO CALAMANDREI
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El presente texto recoge el discurso pronunciado por el Prof. Piero Calamandrei en la sesión inaugural del Congreso Internacional de Derecho Procesal Civil, celebrado en Florencia durante los días 30 de setiembre a 3 de octubre de 1950, organizado por la Asociación Italiana de estudiosos del proceso civil. Publicado en Rivista di diritto proccesuale Civile, Padova, Cedam, 1953, pp. 9-23; así como en Studi sul proceso civile, 1930-1957, vol. VI, pp. 3-20. En castellano se publicó en la Revista de Derecho Procesal, año X (1952), 1ª parte, pp. 13-18; y en Estudios sobre el proceso civil, Buenos Aires, EJEA, 1973, vol. III, pp. 201-222. La traducción es de Santiago Sentís Melendo.
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PROCESO Y JUSTICIA Al dar la bienvenida de la Facultad Jurídica florentina a los colegas procesalistas reunidos aquí procedentes de todas las partes del mundo, no puedo dejar de señalar, además del significado científico, espiritual y hasta podría decir el sentimental y patético, de este congreso, en el que nos encontramos y nos contamos como sobrevivientes de un inmenso naufragio, y nos sentimos hermanados, mucho más que antes, aun cuando procedentes de diversas patrias territoriales, en una sola patria del espíritu, hecha de comunes dolores que se han pasado y de comunes propósitos para el porvenir. Desde la época en que se celebraban congresos, como este de hoy que reanuda la antigua costumbre, de libres estudiosos voluntariamente operantes al servicio de la verdad y no de pobres funcionarios uniformados, sometidos al servicio de una tiranía (recuerdo todavía el último de estos congresos libres, el de Viena de 1928; y aquí tengo la alegría de ver de nuevo hoy a varios de los amigos conocidos en aquella ocasión), ha pasado sobre el mundo un período tenebroso del que querríamos no recordar ya los acontecimientos: como en aquellas zonas inexploradas, llenas de misteriosos terrores, sobre las que los antiguos geógrafos escribían hic sunt leones, nosotros querríamos limitarnos a escribir sobre estos veinte años de la historia del mundo que quedan detrás de nuestras espaldas, un solo tema: hic sunt ruinae; y tomar de nuevo el camino sin mirar atrás. También nosotros los juristas nos hemos puesto de nuevo al trabajo, tratando de no mirar atrás. Para los habitantes de ciertas zonas sísmicas no vale la prueba de las devastaciones periódicas para debilitar su apego a aquella patria poco firme, y después de cada cataclismo comienzan de nuevo obstinadamente a reconstruir sobre la misma tieINSTITUTO PACÍFICO
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rra vacilante; así nosotros los juristas estamos de nuevo dedicados a desenterrar los escombros de los armazones de nuestros edificios lógicos y a restaurar nuestras catedrales de conceptos: acción, derecho abstracto, derecho concreto, relación procesal, jurisdicción. Reanudemos el discurso como si lo hubiésemos dejado ayer, comencemos de nuevo: heri dicebamus; “decíamos ayer. *** “¿Heri dicebamus?”; “¿Decíamos ayer?” ¿Pero podemos nosotros verdaderamente retomar así el hilo de nuestro discurso, dejado a medias hace veinte o treinta años, y comenzar de nuevo como si nada hubiese pasado? Estos veinte años de dolor, estas experiencias, esta injusticia oficialmente practicada por los supremos órganos que se decían dispensadores de la justicia, ¿no nos ha enseñado nada a nosotros, que nos consideramos servidores de la verdad, sin la cual no puede haber justicia: nada más que verdadero, de más profundo? Suerte singular, es, entre los estudiosos del derecho, la de nosotros los procesalistas; cultivamos una disciplina que, según el espíritu con que se considera, puede ser la más mezquina y la más sorda, o bien la más sensible y la más próxima al espíritu. No podréis acusarme ciertamente de incurrir en aquel pecado de indiscreción y de soberbia con que a veces los procesalistas, por exceso de amor, nos dejamos llevar a alabar la preeminencia de nuestra ciencia sobre todas las demás ciencias jurídicas, si os digo ahora que el procedimiento, y especialmente el procedimiento civil, tiene ciertamente una supremacía que nadie puede discutirle: la de producir más fastidio. Para quien lo mira desde fuera, el procedimiento es solamente una práctica meticulosa y exasperante,” de secretarios y de empleados de estudio: un formulario y hasta un recetario, que sirve, en la hipótesis más favorable, para hacer más lento el curso de la justicia, cuando en absoluto, puesto en manos de profesionales poco escrupulosos, no se convierte en arte poco limpio para confundir al prójimo. Vosotros sabéis que, en la práctica, el epíteto de “procedurista” (“procedimentalista”), cuando se lo lanzan a uno a la cara durante una discusión, no suena como un cumplimiento (ésta es quizá la razón por la cual, para huir del 8
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sonido ingrato de tal palabra, nosotros preferimos llamarnos, más noblemente, “procesalistas”). Y, viceversa, el estudio del derecho procesal es el que más de cerca nos permite aproximarnos a recoger, y casi diría a auscultar, como hace el médico cuando apoya la oreja sobre el pecho del enfermo, la palpitación de la justicia; de esta aspiración, de esta esperanza, de esta voz misteriosa y divina que corre, más viva que la sangre en las venas, en el espíritu del hombre. Bajo los arcos del proceso, ya lo escribió con palabras inolvidables Giuseppe Chiovenda, recordando el monólogo de Hamlet, corre la riada inagotable de la suerte humana; nadie mejor que el procesalista, asomado a estos pretiles, puede recoger, si tiene oído para escucharlas, las voces que salen de los remolinos de esta corriente, este anhelo universal de justicia, y el dolor de la inocencia injustamente herida y la consolación de quien se da cuenta (porque también esto puede ocurrir a veces) que al final la fuerza ciega debe someterse a la razón desarmada. De estas victorias y de estas derrotas de la justicia, nadie como nosotros, de los que estudian el proceso, puede sentir el consuelo o la vergüenza. Bajo las fórmulas cancillerescas del proceso, una palabra misteriosa se presenta de tanto en tanto, como para recordarnos nuestro compromiso; hay entre los mecanismos constitucionales del Estado, un ministerio cuyo título se refiere a la justicia: todo aquel tejido de formalismos burocráticos que se agolpa en torno a las aulas judiciales, se llama administración de justicia. Nadie mejor que nosotros está en situación de darse cuenta de la distancia que puede existir entre la realidad de estos sofocantes formalismos, y la exigencia escrita en esta alada y vivificante palabra; nadie mejor que nosotros, que somos los mecánicos de estos aparatos instituidos para traducir la justicia en realidad cotidiana, está en situación de comprender que cuando estos aparatos se traban, también la justicia viene a ser, para quien sufre y espera, una befa siniestra y una traición. *** Al final de las grandes crisis históricas los hombres se sienten impulsados a los exámenes de conciencia; también nosotros, en este congreso (casi para hacernos la ilusión de que la crisis en que el mundo se debate está para tocar a su fin) debemos hacer el balance de nuestros estudios, que puede querer decir también el examen de conciencia, y quizá el acto de contrición, de nuestros pecados. INSTITUTO PACÍFICO
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Respecto del tercer tema que ha de tratarse en este congreso, esto es, acerca de “los estudios del derecho procesal en Italia”, oiréis, ilustres colegas, una relación de tono más bien eufórico y optimista; está bien que ocurra así, porque es la relación de un joven. Pero, en realidad, aun entre aquellos a quienes alcanza más en Italia el mérito de haber elevado con su obra el estudio del proceso civil a tanta perfección de virtuosismo sistemático, se han manifestado en estos últimos años perplejidades y desalientos, que a mí me parecen más significativos y más fecundos (siempre que se sepa aprovechar el consejo para el futuro) que los fáciles optimismos en que otros se complacen. A producir este sentido angustioso de extravío, ha concurrido uno de los hechos más típicos y que más conturban, para nosotros los juristas, de esta crisis de la civilización: el hecho de que el retorno general a la bestialidad colectiva no se haya producido en forma de abierta rotura de la legalidad como furia de instintos animales dirigidos sin ley al asesinato y al saqueo, sino que se haya disfrazado de ejercicio de autoridad, acompañado de las formas tradicionales del proceso, de aquellas formas que todos estábamos habituados a considerar como garantías de pacífica justicia. En las aulas donde estábamos acostumbrados a venerar magistrados serenos e imparciales, asesinos y depredadores disfrazados de jueces se han sentado en aquellos sitiales, y han dado a sus fechorías el nombre y el sello de sentencias; tribunales especiales, tribunales extraordinarios; tribunales de guerra, tribunales de partido, en los cuales, bajo la toga usurpada era visible el negro uniforme del sicario que no juzga sino que apuñala; y después las leyes persecutorias destinadas al exterminio de todo un pueblo, y las sentencias hechas dócil instrumento de estas leyes exterminadoras; y más tarde, cuando parecía que hubiese sonado la hora de la justicia, un nuevo e inevitable desencadenamiento de represalias y de venganzas. Y también aquí, en esta última fase, formas judiciales, tribunales del pueblo, tribunales revolucionarios; para desahogar finalmente el desdén y el odio incubado bajo tanto dolor, la pasión política que siempre se había enseñado que debía permanecer fuera de las salas de justicia, se ha servido para su fines de los esquemas y de la esgrima del juicio y de la sentencia; y parece que los haya deformado y corrompido para siempre. Precisamente aquí, frente al problema de la justicia política, que no está, como podría parecer, limitado al proceso penal, sino que toca más o me10
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nos directamente a todos los procesos, hasta afectar la idea misma del proceso, los estudiosos se han encontrado perplejos: si en estos años, millares y millares de veces la sentencia ha servido en todo el mundo para dar forma oficial de legalidad al asesinato y al latrocinio, si estas formas que parecían garantía de justicia se han prestado tan dócilmente para hacer aparecer como respetables los más abominables exterminios y los desahogos de los más bestiales instintos criminales, ¿cómo podemos seriamente continuar teniendo fe en la ciencia que ha elaborado estos mecanismos, dispuestos para servir a cualquier dueño? En Francia, este problema de la justicia política ha sido enfrentado por los hombres de pensamiento con un sentido que se puede decir religioso de responsabilidad, con pacata y no desesperada comprensión; quedará por esto como memorable el número de la política (“y a-t-il une justice politique?”) en el cual aquella alma grande que fue Emanuele Mounier escribió sobre este problema angustioso páginas altísimas de las que necesariamente deberá partir quien quiera profundizar en él de ahora en adelante. Pero también en Italia el problema se ha entendido en toda su gravedad por nuestros estudiosos más sensibles: raras veces, en la aparente avidez de nuestros estudios, he sentido correr un pathos humanos tan profundo como el que ha dictado a Salvatore Satta sus conmovedoras páginas sobre el “misterio del proceso”. Nos hemos esforzado –dice Satta– en estudiar qué es el proceso, cuál es la finalidad del proceso; pero el proceso, ¡ay de nosotros! es verdaderamente un acto sin finalidad: sirve solamente para dar apariencia de legalidad a los asesinatos que los hombres cometen, y así para apagar con esta ficción los remordimientos de su conciencia. De manera que –comenta Satta– casi nos sentimos llevados a “concluir nuestra vida de estudiosos con la amarga impresión de haber perdido nuestro tiempo en torno a un vano fantasma, a una sombra que hemos tratado como una cosa sólida”. El mismo sentido de desilusión se ha expresado por Francesco Carnelutti en aquel discurso suyo Volvamos al juicio (“Torniamo al giudizio”) (es inútil que él intente hacernos creer que haya sido su última lección; en realidad es la prolusión de una enseñanza que comienza de nuevo) en el cual humildemente confiesa haber visto en la última lección “todos sus mismos conceptos, elaborados con tanta fatiga, desprenderse como hojas secas del árbol: acción jurisdiccional, cosa INSTITUTO PACÍFICO
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juzgada, negocio, providencia, nulidad, impugnación, todo ello en aquel momento solemne le ha revelado al fin su miseria...” Ninguna confesión sobre la insuficiencia del conceptualismo podríamos encontrar más significativa y más elocuente que ésta, pronunciada por quien ha sido en el campo de la dogmática procesal, el más genial constructor de arquitecturas conceptuales; una confesión que recuerda el célebre lamento de Ciño da Pistoia, en aquel soneto en que pide perdón a Dios: “...ché miei giorni ho male spesi “In trattar leggi, tutte ingiuste e vane, “Senza la tua che scritta in cor si porta”. [“…que mis días tan mal he empleado “En tratar leyes, todas vanas e injustas, “Sin la tuya que escrita está en el corazón”] ¿Hay, pues, en estas voces acongojadas que se hacen oir por estudiosos tan autorizados, la declaración de quiebra de nuestra ciencia? También la sensibilidad de un filósofo de la altura de Capograssi, lo ha advertido: “Quizá, el que la moderna ciencia del derecho procesal haya llegado a estos supremos problemas, que Carnelutti y Satta han intuido, esto es, que haya llegado precisamente a la raíz secreta de su investigación, es signo de que ha llegado la hora del crepúsculo. La especulación, esto es, el ave de Minerva, sale a la noche...” Veamos de darnos cuenta de las causas profundas de este sentido de desilusión que se revela a nosotros desde dentro, precisamente en el momento en que desde fuera la ciencia procesal parecía llegada a su máximo florecimiento. Yo creo que el puns dolens de esta nuestra pesadumbre de estudiosos (que no es, como podría parecer, signo de agotamiento y de abandono, sino grito de aquella profunda conciencia moral que debe vivificar desde dentro también la ciencia), ha sido tocado por Satta, al decir, en un momento de descorazonamiento, que es inútil perder tiempo en estudiar la finalidad del proceso, porque el proceso no tiene finalidad. Creo que precisamente este es el centro del problema: la 12
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finalidad del proceso; no la finalidad individual que se persigue en el juicio por cada sujeto que participa en él, sino la institucional, la finalidad que podría decirse social y colectiva en vista de la cual no parece concebible civilización sin garantía judicial. El pecado más grave de la ciencia procesal de estos últimos cincuenta años ha sido, a mi entender, precisamente este: haber separado el proceso de su finalidad social; haber estudiado el proceso como un territorio cerrado, como un mundo por sí mismo, haber pensado que se podía crear en torno al mismo una especie de soberbio aislamiento separándolo cada vez de manera más profunda de todos los vínculos con el derecho sustancial, de todos los contactos con los problemas de sustancia; de la justicia, en suma. Los grandes maestros nos habían enseñado que el proceso no puede ser fin por sí mismo. “La acción es un derecho-medio”, nos había recordado Chiovenda; el propio Carnelutti, aun habiendo sido el más decidido campeón de las reivindicaciones territoriales del procedimiento sobre el derecho sustancial, había puesto, sin embargo, en evidencia, con claridad insuperable, el carácter “instrumental” del derecho procesal. Eran enseñanzas prudentes, que habrían debido sugerir modestia y discreción; ponernos en guardia contra el peligro de la soberbia por la perfección formal de nuestras geometrías. Y, en cambio, hemos caído precisamente en él: en el abstractismo, en el dogmatismo, en el panlogismo. Puede parecer extraño (pero no lo es, puesto que en el espíritu del hombre, y lo mismo en la sociedad humana, no existen compartimentos estancos), que en ciertos períodos históricos las mismas desviaciones, las mismas perversiones, se verifiquen, aun cuando sea con diverso nombre, en los campos que parecerían más apartados y dispares del pensamiento humano. A nadie se le ocurriría pensar que entre el derecho procesal y la poesía, o entre el derecho procesal y la pintura, haya muchos puntos de contacto e influjos inconscientes de tendencias espirituales comunes. Y, sin embargo, también nuestros estudios se diría que han sentido en estos últimos cincuenta años la misma crisis INSTITUTO PACÍFICO
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espiritual que ha perturbado el arte, el abstractismo. La poesía “pura” de los abstractistas; la poesía reducida a una sucesión ritmada de palabras de sentido secreto, o, diría quien no entiende de ello, de palabras carentes de sentido; la pintura reducida a arabescos sin expresión, a entrecruzamientos de líneas apartadas de todo significado humano. La misma infección ha penetrado en el campo de nuestros estudios: el procedimiento “puro”, el procesalista “puro”, la acción “en sentido abstracto”. Quizá, no digamos la decadencia, sino la perturbación de nuestros estudios, derivada de esta separación tan poco natural entre el proceso y la justicia a la que el mismo debe servir, ha comenzado el día en que se ha formulado la teoría del derecho abstracto de accionar; desde el momento en que se ha comenzado a enseñar, y a construir sobre ello bellísimas teorías, que la acción no sirve para dar la razón a quien la tiene, que la acción no es el derecho, correspondiente a quien tiene razón, de obtener justicia, sino que es simplemente el derecho a obtener una sentencia cualquiera que sea, un derecho vacío, que queda igualmente satisfecho aun cuando el juez no le dé la razón a quien la tiene y la dé a quien no la tiene. Esta idea de la acción como “derecho a no tener razón”, sobre la cual nosotros los teóricos discutimos en serio desde hace casi un siglo, es una de aquellas ideas que, al exponerlas a los prácticos, que ignoran las teorías pero tienen el sano criterio que deriva de la experiencia, los hacen reir a nuestra costa; y precisamente aquí, en estos abstractismos con que se complica la realidad, “está quizá la razón más profunda –también éstas son palabras de Carnelutti– de la poca estimación en que somos tenidos por los prácticos”. Y aquí está también el problema: no solamente en este divorcio entre la ciencia del proceso y los fines prácticos de la justicia, sino también en esta especie de altanería científica la cual nos lleva a creer que nuestras construcciones lógicas, nuestros “sistemas” son más verdaderos, más reales se podría decir, que aquella realidad práctica que vive en las aulas judiciales; casi como si nuestros sistemas teóricos fueran el prius, una especie de cánones incorruptibles mantenidos en custodia sub especie aeternitatis en el empíreo de la teoría, a los cuales deberían ajustarse las leyes, sin lo cual, si no se ajustan a ellos, nosotros “procesalistas puros” nos sentiremos autorizados a proclamar que las leyes están equivocadas.
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Ahora bien, precisamente aquí debe plantearse de nuevo, en la raíz del discurso, el problema de la ciencia procesal, y de una manera más general el problema de la ciencia jurídica y de su método: ¿ciencia o técnica? ¿ciencia o arte? ¿ciencia o historia? En todos los casos, aun siendo ciencia, es necesario que la ciencia del proceso sea (para emplear la frase memorable de Vittorio Scialoja) esencialmente una ciencia útil; lo que importa continua referencia a los fines prácticos a los que el proceso debe servir. Se dijo ya que a veces basta una ley nueva para convertir en pasta de papel bibliotecas jurídicas enteras; y con ellas todas las arquitecturas sistemáticas que nosotros los juristas hayamos edificado, haciéndonos la ilusión de que pudieran ser eternas, sobre aquellos cimientos tan mudables. Esto debería darnos, a nosotros los juristas, conciencia del límite de nuestra ciencia; pero también de las responsabilidades de la misma, en un cierto sentido más profundas y más comprometedoras que las del científico de la naturaleza, que busca la verdad, ni buena ni mala, y que le basta con descubrir lo verdadero tal como es, sin preocuparse de otra utilidad. Nosotros, los científicos del derecho, en cambio, no tenemos nada de peregrino por descubrir (los códigos están allí, al alcance de todos) pero tenemos el deber de preocuparnos para conseguir que en concreto sea lo que, según las leyes, debe ser. Si la ciencia jurídica no sirviese para esto, es decir, para sugerir los métodos para conseguir que el derecho, de abstracto se transforme en realidad concreta, y a distribuir, por decirlo así, el pan de la justicia entre los hombres, la ciencia jurídica no serviría para nada; lo que no significa, entendámonos, repudio de la dogmática, condena de la lógica jurídica, renuncia al sistema, que es búsqueda del orden, de la armonía y de la unidad entre las varias fuentes del derecho positivo a menudo inorgánicas y fragmentarias; sino que significa que la ley es el prius y la dogmática es el posterius, y que la dogmática, si no quiere convertirse en abstracción vacía, debe ser no solo búsqueda del sistema que potencialmente está comprendido en la ley, sino también método para que aquella ley se traduzca fielmente en concreta justicia. Esto vale sobre todo para el derecho procesal, respecto del cual yo no sé concebir otra interpretación que no sea la finalística: el proceso debe servir para conseguir que la sentencia sea justa, o al menos para conseguir que la sentencia sea menos injusta, o que la INSTITUTO PACÍFICO
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sentencia injusta sea cada vez más rara. Esta es la finalidad sobre la que se deben orientar nuestros estudios; y no puede decirse que para esta finalidad sirvan siempre los virtuosismos conceptuales. Una prueba práctica de lo que digo nos la ofrece la suerte que ha correspondido en Italia, en los primeros años desde que está en vigor, al nuevo Código de procedimiento civil, que los estudiosos de todo el mundo, juzgándolo a distancia, han considerado en el momento actual (y nosotros los italianos debemos estar agradecidos por este reconocimiento) como el que mejor refleja en sí los progresos de la más moderna doctrina procesal. Y, en efecto, este es un código nacido de la ciencia: porque el mismo tuvo la singular fortuna de ver confluir y de poder resumir en sí las tres corrientes científicas más autorizadas que han dominado en los treinta últimos años el campo de los estudios procesales en Italia, esto es, las tres escuelas de Chiovenda, de Redenti y de Carnelutti; cada uno de los cuales ya había hecho la experiencia de traducir sus concepciones científicas en la articulada redacción de un proyecto de reforma del proceso civil. De manera que el nuevo código que al final, en 1940, vino a ser el resultado del encuentro de estos tres proyectos, pudo alabarse de ser como en gran parte fue (con alguna infiltración contaminadora de carácter político) la quintaesencia del más autorizado pensamiento científico italiano. ¿Vosotros creeréis por esto (dirijo la pregunta sobre todo a los colegas extranjeros) que desde el momento de la entrada en vigor del nuevo código la justicia civil haya funcionado mejor que antes? Preguntádselo a los abogados, cuando se dedican a uno de sus pasatiempos favoritos, que es el de hablar mal de los profesores. Si se les ha de hacer caso, la justicia civil funciona hoy en Italia probablemente peor que funcionaba cincuenta años atrás: marcha con más lentitud y, según ellos, también mirando el contenido de las sentencias, no se puede decir que exista hoy mayor justicia que entonces. La culpa, se comprende, no es del código (aun cuando los prácticos se enfurezcan precisamente contra el código, y miren de mala manera a los pobres científicos que han colaborado en su preparación). La culpa no es del código y no es de la ciencia: la culpa es de la catástrofe general a la que también nuestro país ha sido arrastrado, y de los escombros que la guerra ha amontonado, material y espiritualmente, también en la administración de justicia; la culpa no es de los hombres modestos, 16
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que se afanan como pueden en reconstruir las aulas arruinadas y en poner al día el trabajo atrasado; la culpa es de los acontecimientos, más fuertes que ellos. Pero, sin embargo, el ejemplo puede ser instructivo para demostrar que una nueva ley procesal, aun cuando represente el non plus ultra de la perfección científica, no tiene como necesaria consecuencia el mejoramiento de la justicia si no se apoya sobre las posibilidades prácticas de la sociedad en la que debe operar. Por esto, cuando yo oigo decir que en ciertos países, como sería Francia o mejor aún Inglaterra, los estudios procesales no han alcanzado el “alto nivel” (así suele decirse) que han logrado entre nosotros, y esto se pone de relieve para complacernos de nuestra superioridad y para reconocer discretamente una inferioridad ajena, yo me siento un tanto perplejo; porque si se pudiese demostrar que, por ejemplo, en Inglaterra (hablo en hipótesis) la justicia civil y penal funcionase prácticamente mejor que entre nosotros, me preguntaría, entonces, para qué sirve nuestra alabada superioridad científica en las doctrinas del proceso; y pensaría que los ingleses no estarían dispuestos verdaderamente a cedernos, a cambio de nuestra mayor ciencia, ¡su mejor justicia! *** Todo este discurso no debe ir a terminar en una conclusión escéptica y negativa. Los actos de contrición son fecundos solo si ayudan a encontrar la confianza en las propias fuerzas y a dar claridad de propósitos para el porvenir. La ciencia procesal, llegada indudablemente en los últimos cincuenta años a un ápice, no puede detenerse y descansar para complacerse en los resultados alcanzados; solo de la conciencia de nuevos cometidos, y quizá más profundos, podremos sacar las fuerzas para no verla declinar. Auguro que en este Congreso se pueda no digo agotar pero sí al menos abrir la discusión sobre estos nuevos cometidos; y comenzar a señalar el programa de trabajo para los próximos cincuenta años, breve período para la ciencia, cuyas jornadas se miden por siglos. INSTITUTO PACÍFICO
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Me parece que el fundamento de este programa debe ser este: “Volver a la finalidad.” No, querido Satta, no es verdad que el proceso no tenga finalidad; si no la tuviese, sería necesario inventarla para poder continuar estudiando esta nuestra ciencia sin disgusto y sin desaliento. Pero, en realidad, finalidad la tiene; y es altísima, la más alta que pueda existir en la vida: y se llama justicia. Nosotros los procesalistas no podemos resignarnos a ser solamente pacientes y meticulosos constructores de relojes de precisión, cuyo trabajo se agote en poner en orden las ruedecillas, sin preguntarnos si el mecanismo que ha de salir de nuestras manos servirá para señalar la hora de la felicidad o la hora de la muerte. Nos negamos a ser equiparados a magníficos mecánicos fabricantes de sillas eléctricas; queremos saber adónde conduce, a qué fines humanos debe servir nuestro trabajo. Por otra parte, es evidente que la misma estructura del proceso, la misma mecánica de él, varía necesariamente en función de la finalidad que se le asigna: si el proceso debe servir solamente para garantizar la paz social, cortando a toda costa el litigio con una solución de fuerza, cualquier expeditivo procedimiento, con tal que tenga una cierta solemnidad formal que lleve la impronta de la autoridad, puede servir para esta finalidad, aun el juicio de Dios o el sorteo, o el método seguido por el juez de Rabelais que solemnemente ponía en la balanza los fascículos de los dos litigantes y procedía a dar siempre la razón al que pesaba más. Pero si como finalidad del proceso se pone, no cualquier resolución autoritaria del litigio, sino la decisión del mismo según la verdad y según la justicia, entonces también los instrumentos procesales deben adaptarse a estas investigaciones mucho más delicadas y profundas, y el interés del proceso se concentra en los métodos de estas investigaciones, y se adentra, sin contentarse ya con las formas externas, en los sutiles meandros lógicos y psicológicos de la mente a que estas investigaciones se hallan confiadas. Precisamente en esta dirección, si no me engaño, deberá nuestra ciencia concentrar sus esfuerzos en el porvenir. Cuando recientemente Capograssi advertía que la crisis del proceso es, en sustancia, la crisis de la verdad, y que para encontrar de nuevo la finalidad del proceso es necesario volver a “creer en la verdad”, habituarse de nuevo, se podría 18
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decir, a tomar en serio la idea de verdad, decía una cosa no solo sabía sino también santa. Esta crisis que ha devastado el campo filosófico, ha penetrado también, por sutiles y quizá inconscientes infiltraciones, en el campo del derecho procesal; todas las doctrinas que en tantos capítulos de nuestra ciencia han tendido a hacer prevalecer la voluntad sobre la inteligencia, la autoridad sobre la razón, o a poner sobre el mismo plano sistemático el proceso de cognición y el de ejecución forzada, son reveladoras (lo ha notado el propio Capograssi) de esta crisis de la idea de verdad; y es sintomático que quien ha lanzado el grito de alarma, denunciador de esta crisis, “volvamos al juicio”, haya sido precisamente Francesco Carnelutti, esto es, quien mejor que otro alguno ha contribuido a llamar la atención de los estudiosos sobre el proceso ejecutivo y a dar al mismo una importancia sistemática no digamos predominante, pero sí ciertamente igual a la del proceso de cognición. Ahora bien, si nosotros queremos volver a considerar el proceso como instrumento de razón y no como estéril y árido juego de fuerza y de destreza, hace falta estar convencidos de que el proceso es ante todo un método de cognición, esto es, de conocimiento de la verdad, y de que los medios probatorios que nosotros estudiamos están verdaderamente dirigidos y pueden verdaderamente servir para alcanzar y para fijar la verdad; no las verdades últimas y supremas que escapan a los hombres pequeños, sino la verdad humilde y diaria, aquella respecto de la cual se discute en los debates judiciales, aquella que los hombres normales y honestos, según la común prudencia y según la buena fe, llaman y han llamado siempre la verdad. Y ¡ay! si en la mente del juez entrase (y esperemos que no haya entrado nunca) la distinción, que parece haber entrado en los métodos de la política, entre verdad que se puede decir y verdad que es mejor callar, entre verdad útil y verdad dañosa, entre verdad que favorece a la propia parte y verdad que favorece a la parte contraria. *** Pero la finalidad del proceso no es solamente la búsqueda de la verdad; la finalidad del proceso es algo más, es la justicia, de la cual la determinación de la verdad es solamente una premisa. Y precisamente aquí me parece que de ahora en adelante deba ponerse, por los estudiosos del proceso, el mayor empeño científico. Para nosotros los INSTITUTO PACÍFICO
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procesalistas, justicia ha querido decir hasta ahora legalidad: aplicación de la ley vigente, sea buena o mala, a los hechos determinados según verdad. La justicia intrínseca de la ley, si responde socialmente, su moralidad, no nos toca a nosotros los procesalistas (al menos así se ha enseñado siempre); nosotros estudiamos los métodos según los cuales el juez traduce en voluntad concreta, como se suele decir, la voluntad abstracta de la ley; pero sobre el valor social y humano de esta voluntad abstracta, el juez no puede pronunciarse; porque ésta, se dice, es investigación que está fuera de nuestro campo visual. Aun cuando fuese así, aun cuando la finalidad del proceso fuese solamente la de traducir las leyes abstractas en legalidad concreta, es cierto que esta finalidad no podría dejar de proyectarse sobre todos nuestros estudios. Todos los problemas más delicados y más vivos referentes a la formación cultural de los magistrados y a las garantías de su independencia, y también los concernientes al choque entre la iniciativa de las partes en la búsqueda del hecho y los poderes del juez en el conocimiento del derecho (iura novit curia), se reconducen a esta función de viva vox legis que el juez tiene en el Estado moderno; y no puede, por consiguiente, ser extraña al estudio del proceso la investigación a fondo de las relaciones que tienen lugar entre el juez y el legislador, entre la sentencia como lex specialis y la ley como sentencia hipotética. El sistema jurídico de los Estados modernos, en los que el derecho nace en dos momentos netamente separados, primero en abstracto como ley y después en concreto como sentencia aplicadora de aquélla, parece hecho para garantizar de manera insuperable no solo la certeza sino al mismo tiempo la imparcialidad del derecho. Garantía de certeza, porque de la ley abstracta que es un anuncio preventivo y genérico de lo que a través del juez vendrá a ser el derecho concreto del caso singular, el ciudadano puede en cualquier momento hacerse anticipadamente una idea bastante precisa de sus deberes y de sus derechos; pero, además, esta neta separación entre el momento legislativo y el momento jurisdiccional se presenta como garantía de imparcialidad, porque el legislador cuando forma la ley obedece a criterios políticos de orden general, sin poder prever cuáles serán en concreto las personas afectadas o dañadas por la aplicación de esta ley, y el juez, que es el único que estará en situación, en un momento posterior, de ver frente a frente a estas personas, no puede hacer otra cosa actualmente que 20
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aplicar a las mismas la ley tal como es, sin poderla modificar por consideraciones personales de simpatía o de hospitalidad. Esta ceguera de la justicia, que en ciertas representaciones simbólicas aparece con la venda sobre los ojos para que no pueda ver cara a cara a los justiciables, se manifiesta como garantía suprema de imparcialidad; y de ella es expresión aquella exigencia, tantas veces repetida en el estado de derecho, de la neta separación entre la política y la justicia. Sin embargo, esta exigencia de la imparcialidad política del juez es un punto sobre el cual, en períodos de aguda crisis de la legalidad como es aquel del que apenas acabamos de salir, surgen de nuevo las dudas y las preguntas angustiosas. El juez, se dice, en el contrato entre las partes, debe ser y sentirse imparcial, esto es, tercero; pero, ¿es humanamente posible que el juez, el cual es también un hombre, se sienta tercero en un debate en el que se encuentran, aunque sea ocasionalmente encarnados en una litis singular o reducidos a escala individual, aquellos mismos intereses colectivos que chocan en la vida política de la sociedad, de la que el mismo juez forma parte? Y, ¿cómo puede el juez que, como ciudadano, participa necesariamente, en un sentido o en otro, en los conflictos políticos de su sociedad, sentirse imparcial y extraño, cuando una proyección de estos mismos conflictos se le presenta in vitro en el caso individual que es llamado a juzgar? Esta, quizá inevitable, parcialidad subconsciente del juez, que sin darse cuenta de ello lleva al juicio del caso singular la pasión de una más amplia polémica social, en la cual está empeñado como ciudadano, aparece descubierta y en absoluto ostentada en el proceso revolucionario (aquel que principalmente ha dado que pensar a Satta) en el cual declaradamente se aplican no ya las leyes preexistentes, sino el sentimiento y el resentimiento político, en estado naciente, como una llamarada apenas surgida del volcán en erupción. Pero la diferencia es de intensidad, no de naturaleza: también en el proceso ordinario, y aun en tiempos de tranquila legalidad, esta auspiciada imparcialidad política del juez, que debería hacer de él un tercero por encima de la contienda, es, si se mira bien, más aparente que real; aun en el proceso ordinario –observa Capograssi– ¿quién puede sentirse tercero, “quién es tercero en cualquier cuestión en la INSTITUTO PACÍFICO
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que están comprometidos orden, propiedad, vida, pensamiento de los hombres”? También en el sistema de la legalidad si no es políticamente parcial el juez, parcial, en sentido político, lo es ciertamente la ley; la cual, aun en los regímenes parlamentarios (y no hablemos de los totalitarios) es siempre la conclusión de una lucha política que se ha terminado provisionalmente con el triunfo de un interés de la parte predominante; de manera que también en el sistema de la legalidad, la imparcialidad del juez puede aparecer tan solo como un instrumento inexorable de la imparcialidad de la ley. Todo esto parece llevarnos muy lejos del derecho procesal; pero, sin embargo, puede servir para hacernos entender cómo ocurre que también en nuestro campo, bajo la idea de la justicia jurídica de la cual solo a los juristas les gusta ocuparse, se presente a veces (y con más insistencia en los períodos de crisis) aquella aspiración a la justicia social que se querría fuese materia reservada solamente a los políticos; esto es, como ocurre que bajo la crítica a la sentencia injusta, se oculte en realidad lo insufrible de la ley injusta. Cuando en los debates parlamentarios escuchamos que ciertos partidos se lamentan de la llamada “insensibilidad social” de los jueces juristas y la acusación dirigida a ellos de ser, como suele decirse, jueces “de clase”; cuando, de otro lado, en la reciente alocución del Pontífice a los juristas católicos, oímos censurar no ya en términos de política, sino en términos de moral cristiana, el problema de la ley moralmente injusta y del deber del juez de negar su aplicación, entonces nos damos cuenta de que al discutir sobre los poderes del juez y sobre la función del proceso, en realidad se pone en discusión todo el sistema de la legalidad; es el problema de las relaciones entre la ley positiva y el derecho natural, entre Estado y sociedad, el que se propone de nuevo; es la aspiración nunca satisfecha a la equidad social la que se presenta de nuevo. Pero con esto, vosotros lo entendéis, se vuelve a poner en juego el dilema entre la certeza del derecho y el derecho libre; y la libertad individual es todavía la apuesta de este juego. El eterno concitado diálogo entre autoridad y libertad habla también a través de las humildes fórmulas del procedimiento; el misterio de la finalidad del proceso se extiende a más vastos horizontes. Así, en lugar de desconsolarnos por la quiebra de nuestros estudios, sucede que nos damos cuenta con renovado fervor de que ningún tema como el del proceso merece hoy la atención 22
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y el empeño de los estudiosos, porque en ningún campo como en el del proceso es posible encontrar y valorar reunidos, en su angustiosa actualidad todos los aspectos, jurídicos, políticos y morales, del problema central de la sociedad humana, que es el problema de la conciliación de la libertad con la justicia. *** Perdonadme, queridos colegas, si os he entretenido más de lo correcto; pero he creído mi deber hacerlo, porque querría que este nuestro Congreso se abriese con una férvida afirmación de confianza en el porvenir de nuestra ciencia. También nosotros debemos contribuir, si bien sea en el limitado campo que está confiado a nuestro trabajo, a superar esa cortina de escepticismo y casi diría esta voluptuosidad de aniquilamiento que pesa sobre el mundo. En conclusión, si yo debiese resumir en una sola frase el programa para continuar con renovada confianza nuestro trabajo, diría solamente esto: acordarse de que también el proceso es esencialmente estudio del hombre: no olvidarse nunca de que todas nuestras simetrías sistemáticas, todas nuestras elegantiae iuris, se convierten en esquemas ilusorios, si no nos damos cuenta de que por debajo de ellas, de verdadero y de vivo no hay más que los hombres, con sus luces y con sus sombras, con sus virtudes y con sus aberraciones: no el testimonio en abstracto, sino aquel testigo veraz o mendaz; no el juramento, sino el escrúpulo religioso de aquel creyente o la indiferencia escéptica de aquel incrédulo que jura; no la sentencia, sino aquel juez con su ciencia y con su conciencia, con sus atenciones y con sus distracciones; esto es, criaturas vivas, formadas no de pura lógica, sino también de sentimiento y de pasión, y de misteriosos instintos. Hoy se habla mucho en el campo del derecho penal de la necesidad de hacer humanas las penas, y esta exigencia se expresa con una palabra no elegante, actualmente de moda entre los penalistas: “humanización”. Preferiría llamarla “respeto del hombre”, “respeto de la persona”; y querría que este “personalismo” (empleo esta expresión en el sentido hoy corriente entre los filósofos) viniese de ahora en adelante a corregir los excesos del abstractismo y del dogmatismo, también en el estudio del proceso. INSTITUTO PACÍFICO
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Este es el camino siguiendo el cual podrán ser puestos en evidencia, como ya ha comenzado a hacer, en un ensayo magistral, el querido amigo uruguayo Eduardo Couture (que tanto me duele no ver entre nosotros), los nexos estrechos que unen el derecho procesal al derecho constitucional; en aquella parte de proemio que en todas las Constituciones de loé Estados libres está dedicada a garantizar el respeto de la persona humana y la libertad de los ciudadanos, el proceso tiene una importancia preeminente. Todas las libertades son vanas si no pueden ser reivindicadas y defendidas en juicio, si los jueces no son libres, cultos y humanos, si el ordenamiento del juicio no está fundado, él mismo, sobre el respeto de la persona humana, el cual en todo hombre reconoce una conciencia libre, única responsable de sí, y por esto inviolable. Esto vale ante todo en cuanto al proceso penal, en el que el imputado debe ser sagrado no solamente en lo que respecta a su derecho de ser defendido en el debate, sino sobre todo por su derecho de no ser sometido en la instrucción a coacciones encaminadas a arrancarle a toda costa la confesión, y a reducirlo, con operaciones pseudo científicas que corresponden a la magia negra, en dócil instrumento de los verdugos. Frente al terrible dogma, puesto como base de los sistemas inquisitorios, que hace de la confesión un deber jurídico y que para dar un modo al inquisidor de penetrar en el recinto cerrado de una conciencia, conduce a legitimar el empleo, sobre la persona del inquirido, de la tortura (no es otra cosa que una forma de tortura modernizada el llamado “tercer grado” de ciertas policías, y el llamado “suero de la verdad”), nosotros debemos hoy reivindicar para la confesión el carácter de un acto consciente y de libre autorresponsabilidad, y reafirmar, entre los más esenciales derechos de libertad, el derecho del imputado al secreto o al silencio, complemento inseparable del derecho de defensa. Pero estas consideraciones podrán, bajo ciertos aspectos, valer también para el proceso civil; también en él todo el funcionamiento de la dialéctica procesal, pero especialmente el funcionamiento de aquellos delicadísimos mecanismos psicológicos que son las pruebas, no puede ser entendido sino a la luz de aquel principio de libertad y de responsabilidad de la persona, que es la fuerza motriz del proceso civil moderno y que no podría ser violado nunca, ni aun cuando el proceso 24
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civil debiera evolucionar hacia una mayor acentuación de la iniciativa de oficio. Y al decir esto, yo siento aquí presente entre nosotros, no para increpar a los responsables el dolor injusto que lo mató en el exilio, sino para reafirmar su fe en la libertad que sobrevive invencible a todo sufrimiento, un gran maestro alemán, que de este liberalismo procesal, animador de nuestra ciencia, fue el defensor más insigne: James Goldschmidt. Esto, queridos colegas, es lo que conforta en el momento presente de reanudación de la comunidad científica: de todas las partes, estudiosos de diversas lenguas se encuentran de nuevo, vivos en la persona o al menos vivos en las obras, para reafirmar, también en el campo de nuestros estudios, su fe en el hombre, en la libertad y en la responsabilidad del hombre. Un gran apóstol de humanidad, el cual hace dos siglos, con un pequeño librito consiguió en pocos decenios hacer vacilar en toda Europa los patíbulos, nuestro César Beccaria, escribió en aquel milagroso opúsculo una frase que podría tomarse como lema también por nosotros los procesalistas: “No hay libertad en todos aquellos casos en que las leyes permiten que ante determinados eventos, el hombre deje de ser persona para convertirse en cosa”. En esta frase, que suscita confianza y compromiso para el porvenir, me parece, si no me engaño, que se señale la finalidad del proceso y al mismo tiempo la finalidad de nuestra ciencia: “persona, no cosa”. Florencia, Universidad, 30 de setiembre de 1950.
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