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Carlos de Cabo Martín
Pensamiento crítico, constitucionalismo crítico e d i t o r i a l
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Pensamiento crítico, constitucionalismo crítico
Pensamiento crítico, constitucionalismo crítico Carlos de Cabo Martín
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COLECCIÓN ESTRUCTURAS Y PROCESOS Serie Derecho
© Editorial Trotta, S.A., 2014 Ferraz, 55. 28008 Madrid Teléfono: 91 543 03 61 Fax: 91 543 14 88 E-mail:
[email protected] http://www.trotta.es © Carlos de Cabo Martín, 2014 Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45).
ISBN: 978-84-9879-524-0 Depósito Legal: M-18812-2014 Impresión Anzos, S.L.
ÍNDICE
I. Tiempos de ruptura: una propuesta de crítica constitucional.....
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1. Exigencias de la realidad............................................................. 2. Por exigencias de la teoría........................................................
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II. Pensamiento crítico: cuestiones relevantes para la propuesta....
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1. Sobre la crítica. La aportación Kant-Foucault.............................. 2. Ejemplificaciones históricas y complejidad del posmodernismo. El pensamiento crítico como pensamiento de la utopía y del conflicto...........................................................................................
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III. El pensamiento crítico-jurídico....................................................
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1. Su imposible existencia en el Derecho precapitalista................... 2. El pensamiento crítico-jurídico en el capitalismo......................... 2.1. Exclusiones: formalismo y garantismo................................. 2.2. Inclusiones........................................................................... 2.2.1. Manifestaciones críticas sobre el origen del Derecho en el capitalismo....................................................... a) Teoría del discurso............................................... b) Feminismo jurídico.............................................. c) Derecho de minorías............................................ 2.2.2. Manifestaciones críticas sobre la función del Derecho en el capitalismo........................................................ a) Teoría crítica del Derecho.................................... b) Uso alternativo del Derecho................................. c) Estudios jurídicos críticos..................................... 2.3. Notas definitorias del pensamiento crítico-jurídico..............
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PENSAMIENTO CRÍTICO, CONSTITUCIONALISMO CRÍTICO
IV. Pensamiento
crítico jurídico-constitucional: propuesta de un
constitucionalismo crítico...........................................................
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1. Cuestiones previas...................................................................... 1.1. El lenguaje del conflicto....................................................... 1.2. Objeciones (anticipadas) a la propuesta................................ 2. Hipótesis de que se parte............................................................ 3. Bases de la propuesta.................................................................. 3.1. Repolitización del Derecho constitucional........................... 3.2. Lucha por las categorías....................................................... 3.2.1. Criterios teóricos...................................................... 3.2.2. Aplicación a núcleos categoriales.............................. a) Teoría de la Constitución..................................... b) Derechos.............................................................. c) Democracia.......................................................... 3.3. Respuesta teórica y constitucional ante las nuevas realidades constituyentes...................................................................... 3.4. Proyección al espacio supraestatal: constitucionalizar «lo común»................................................................................
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I TIEMPOS DE RUPTURA: UNA PROPUESTA DE CRÍTICA CONSTITUCIONAL
Aunque en el estudio y análisis hay que ser cuidadoso con el subjetivismo de los estados de ánimo, no parece desmedido recordar, en este momento inicial de la reflexión que sigue, la expresión que aquel gran pesimista —sin duda con causa— que fue Walter Benjamin tomaba de Bertolt Brecht y hacía suya: «Hay que partir de las cosas nuevas y malas». Seguramente también de otras, pero en el momento actual y en relación con lo que aquí se pretende tanto «lo nuevo» como «lo malo» actúan como estímulos, como preguntas, que demandan respuestas. Es lo que se intenta hacer con el planteamiento de lo que aquí se llama «Constitucionalismo crítico». Porque la razón de ser de este constitucionalismo crítico puede encontrarse en esta doble motivación: se trata tanto de exigencias de la realidad (donde se hace la reflexión sobre «lo nuevo») como de la teoría (donde cabe la reflexión sobre «lo malo»). 1. Exigencias de la realidad
Es un problema permanente del conocer y, por eso, clásico en la teoría del conocimiento la separación siempre existente entre el sujeto y el objeto del conocimiento. A la distancia entre uno y otro se une que el objeto, la realidad, es siempre más complejo que los conceptos mejor elaborados. Pero el problema se acentúa cuando el conocimiento se refiere a un objeto que cambia, que es «histórico», como la realidad social. En este caso —y probablemente en todos porque toda realidad es, en una u otra forma, histórica— el problema se agudiza porque, necesariamente, los cambios de la realidad «van delante», suceden antes de ser conocidos, lo que equivale a aceptar que el equipo intelectual desde el que 9
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se trata de abordarlos está anticuado respecto del momento presente del conocer. Pero es que, además, hay momentos en los que esa realidad experimenta unos cambios tan rápidos y profundos que parece que la distancia entre sujeto que conoce y objeto que se trata de conocer se ha vuelto, definitivamente, insuperable. Es, precisamente ante esta situación, cuando en el pensamiento europeo se ha planteado la alternativa racionalismoirracionalismo histórico1, según la naturaleza de la respuesta. En la situación actual son reconocibles elementos básicos de un cuadro de este tipo. La amplitud y profundidad de la crisis económica actual, con la conmoción general que ha provocado, no solo han producido el estallido de lo que se ha llamado la «burbuja económica», o, lo que es lo mismo, la «mentira económica», sino todas las demás «burbujas» anejas, todas las demás mentiras y, entre ellas, la jurídica y, específicamente, la constitucional. En consecuencia y entre otros elementos reconocibles de aquella situación de cambio radical, está el de que el equipo intelectual al que antes me refería ha quedado, definitivamente, anticuado; y de que con él solo se pueden captar «fantasmas», «virtualidades», o, como máximo, reflejos de un foco de luz ya extinguido. Se estaría en una especie de platonismo constitucional, en el sentido de que lo que se toma por realidad son solo las sombras que se perciben desde el interior de esa —supuesta— «caverna constitucional», con un discurso desfasado respecto de lo que en la realidad ocurre y, en consecuencia, de lo que está en juego2. Se observa así un evidente «cansancio constitucional» en el sentido de agotamiento, de proporcionar siempre las mismas respuestas construidas con el mismo instrumental técnico-mecánico, una especie de «fordismo constitucional», desde un enfoque dominante, trasunto del pensamiento único y que ha dado lugar a ese extraño fenómeno de su universalización, de su extensión a todos los ámbitos geográficos y culturales, que muestra una perfecta compatibilidad y convivencia con todos los problemas, sin resolver ninguno. Recordando a Lezama Lima3, se puede decir que —constitucionalmente— se viven «días egipcios», en el sentido de que «lo que está muerto se embalsama y los familiares siguen llevando comida y perfumes para seguir creyendo en una existencia petrificada. Pero conservar lo muerto, embalsamándolo y perfumándolo, es el primer obstáculo para la resurrección». 1. G. Lukács, El asalto a la razón, Grijalbo, Barcelona, 1959, con la excelente traducción de Wenceslao Roces. 2. A. Gorz, Prólogo a Manifiesto Utopía, Icaria, Barcelona, 2010. 3. J. Rodríguez Feo, Mi correspondencia con Lezama Lima, Unión, La Habana, 1989.
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2. Por exigencias de la teoría
Existen en el actual estado de desarrollo de los análisis y estudios constitucionales numerosas y excelentes manifestaciones críticas sobre múltiples aspectos. De lo que se trataría ahora sería, y en absoluto como actitud o propuesta individual, de superar ese carácter concreto de la crítica e intentar dotarla de un estatuto teórico que sirviera de base, que diera consistencia y sistemática a esa crítica concreta con vistas a optimizar desde la teoría su práctica específica, o, en otros términos, convertir la teoría en fundamento de la «estrategia», para posibilitar un «alterconstitucionalismo» o mostrar —parafraseando esa propuesta bien conocida que intencionadamente se cita porque se trata de proyectos convergentes— que «otro constitucionalismo es posible». Para ello se propone partir de estos dos supuestos previos: 1) El que puede llamarse —con alguna pretenciosidad— ético-epistemológico. Se trata no ya de hacer de la ética un principio de conducta personal en el orden científico, sino un principio de «conducta científica» en cuanto se parte de que el conocimiento científico solo adquiere pleno sentido si se vincula a proyectos emancipatorios, a objetivos o fines de liberación colectivos. Se trata de una actitud que contradice también la práctica científica dominante en la actualidad en la que la ciencia —partiendo probablemente del supuesto implícito de la seguridad que le da una realidad «indiscutible»— cada vez más se descontextualiza, se descompromete, en el sentido anterior (aunque se vincule a otras lógicas, básicamente la económico-mercantil). De ahí el efecto espectacular de su deriva: cuando más posibilidades científico-técnicas existen de liberación social más es su inmersión en procesos de mercantilización. Por eso, este supuesto ético-epistemológico es el que incluye, entre las tareas que deben ocupar a las distintas fuerzas que se proponen configurar un mundo distinto, la necesidad de reestructurar el correspondiente pensamiento alternativo. 2) El que puede llamarse supuesto de beligerancia jurídico-constitucional. Se trata de una toma de postura sobre las posibilidades que tiene el Derecho (y en concreto el Derecho constitucional) de incidir en la realidad, de tener una función activa, transformadora o coadyuvante en el cambio. Es una vieja cuestión que tiene detrás un complejo debate teórico, pero la posición que aquí se tiene se deduce básicamente de estos dos niveles de análisis: El primero es que, en general, la ciencia social y por tanto la jurídica (y, acentuadamente, la constitucional) no es una «ciencia contemplativa» o pasiva; quiere decirse que así como en las «ciencias naturales» la expli11
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cación, el conocimiento obtenido, está y se mantiene fuera de esa realidad que permanece igual (y aun en este ámbito el «conocimiento cuántico» ha introducido una interesante aportación sobre el cambio que el propio conocimiento produce en la realidad, en ese caso en el mundo de las micropartículas), en las ciencias sociales el conocimiento, así como la manera de obtenerlo, no están «fuera» sino que forman parte de la realidad social y, por tanto, intervienen en ella4, con la singularidad de que esa realidad, sus elementos e interrelaciones (y por tanto el Derecho) no son algo «dado» sino «producido», es decir, «histórico», que incluye como una de sus posibilidades constitutivas5 su transformación y, en consecuencia, permite y —teniendo en cuenta el supuesto anterior— exige tomar una actitud teórica y práctica en el sentido de que se puede actuar esa potencialidad y hacer de la crítica teórica de las categorías jurídicas una crítica práctica de la realidad social. Se trata en definitiva de la diferencia —a la que se aludirá después— entre mecanicismo, razón mecánica y su campo, el de las ciencias naturales, y dialéctica o razón dialéctica y el suyo propio, el de las ciencias sociales6. El segundo nivel de análisis es el que concierne a la especificidad que hay que añadir a ese planteamiento general en relación con la característica histórica del Derecho, es decir, no cabe una aproximación «esencialista» o absoluta al Derecho sino —como se deduce de lo anterior— relativizada a distintas formaciones sociales. Por tanto, la referencia aquí son las formaciones sociales —de clases— del capitalismo actual. Y junto a esa específica historicidad del Derecho, hay que situar la propia del Derecho constitucional: la de vincularse más directamente a la contradicción básica de ese tipo de sociedades, a la que «media», expresa y en la que, por tanto, la intervención es también específica. La manifestación más clara ha sido el constitucionalismo del Estado social, expresivo y prototipo de esa contradicción resuelta en forma de pacto capital-trabajo como nuevo poder constituyente proyectado en el nuevo contenido de la Constitución (también en la forma: nuevo y refor 4. Seguramente fue G. Lukács, en Historia y conciencia de clase (Grijalbo, Barcelona, 1969), quien primero hace esta distinción entre ciencias naturales y ciencias sociales, frente a la posición anterior de Engels con su Dialéctica de la naturaleza. 5. J. M. Romero, H. Marcuse y los orígenes de la Teoría crítica, Plaza y Valdés, Madrid, 2010. 6. E. Tierno Galván, Razón mecánica y razón dialéctica, Tecnos, Madrid, 1969. Aunque de forma muy limitada subrayé la importancia de esa opción metodológica y su vinculación ética en «Supuestos epistemológicos en la concepción constitucional del profesor E. Tierno Galván», en E. Tierno Galván, Obras completas, tomo complementario, dir. A. Rovira, Madrid, 2012.
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zado fundamento a la normatividad y supremacía constitucionales). Como consecuencia, aparece un Derecho en el que la «intervención» (propia del Estado social frente al abstencionismo del liberal) es «constitutiva», «vocacional», de un Derecho que tiene como finalidad «promover» (es la función «promocional» de este Derecho, en la expresión del profesor Norberto Bobbio). Surge así un Derecho con una potencialidad nueva en la historia del Derecho, con unas competencias prácticamente ilimitadas (aunque la crisis del Estado social haya impedido ejercitarlas), lo que abre el interrogante de si un mecanismo destinado inicialmente a configurar la hegemonía puede actuar de manera contrahegemónica. A partir de ahí y junto a las nuevas vías de legitimación, contiene también posibilidades de innovación, de cambio en el interior del Derecho, de nuevas categorías o reconstrucción de otras, incluidos aspectos derivados de la nueva creación del Derecho que procede de «abajo» en estas sociedades complejas, fragmentadas, con espacios extrasistema, con la consiguiente problemática de los ordenamientos complejos a partir de expresiones también nuevas de pluralismo jurídico y a lo que se hará al final referencia. Por tanto, sin exagerar la virtualidad «liberadora» o activa del Derecho y con la conciencia de que, efectivamente, el impulso transformador es complejo y tiene otros ámbitos privilegiados, tampoco cabe desconocer las posibilidades interactivas de las actuales sociedades complejas (como han puesto de manifiesto las «ciencias de la complejidad») que acentúan la relevancia metodológica y en las que, si bien los cambios se originan fuera del Derecho, difícilmente pueden consolidarse al margen del Derecho, con la circunstancia añadida de que el Derecho en la actualidad es especialmente sensible a los cambios y los registra de múltiples formas tanto por acción como por omisión. Para configurar la propuesta que aquí se intenta, se van a utilizar, en un proceso de aproximación sucesiva, materiales procedentes del pensamiento crítico (filosófico o teórico), del pensamiento crítico-jurídico, para tratar de abordar, finalmente, un pensamiento crítico jurídico-constitucional. Este será, pues, el orden de la exposición.
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II PENSAMIENTO CRÍTICO: CUESTIONES RELEVANTES PARA LA PROPUESTA
Como se deduce del epígrafe no se abordan aquí sino aquellos aspectos que resultan necesarios como punto de partida y apoyo para intentar construir la propuesta crítica de referencia. 1. Sobre la crítica. La aportación Kant-Foucault
Es un hecho bien conocido y generalmente aceptado —aunque con valoraciones distintas— que una de las fases más creativas y decisivas de la historia europea es la Ilustración. El ascenso social de la burguesía a clase dominante en un nuevo modo de producción que se afianza se acompaña de toda una eclosión de innovaciones tanto en el orden científico natural (consolidándose el método abierto por los descubrimientos del siglo xvii) como en el social (es el siglo de la filosofía política) y en el estético-literario con la aparición de dos géneros nuevos: la novela (se considera el Robinson la primera en sentido moderno, con un contenido, además, muy «ilustrado») y el ensayo, que, tras la aportación de Montaigne, se configura como el género literario adecuado a la divulgación, tarea también propiamente ilustrada y que, en el ámbito más próximo a lo que aquí se trata, tiene su ejemplo más alto en El espíritu de las leyes; a la vez, supone el fin de un mundo anterior, de la vieja clase dominante en el modo de producción que desaparece, con todas sus concepciones, de manera que se produce una verdadera ruptura de la que se es plenamente consciente: se produce una «crisis de la conciencia europea», que, junto a la celebración de la nueva «luz» de la razón, condena la «oscuridad» anterior, abriendo un proceso para 15
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encontrar al culpable1. Es decir, se produce ya, inicialmente, un planteamiento crítico general. Por todo ello, nada tiene de extraño que se sitúe ahí, en la Ilustración, el origen de prácticamente todo lo que se entiende que ha contribuido a configurar el mundo moderno, o, si se acepta la tesis del discurso de la Modernidad (como camino hacia el «sujeto» desde el Renacimiento), su mismo comienzo. Y esta palabra, Modernidad, se considera especialmente descriptiva del carácter de la Ilustración, no solo por su propuesta estético-cultural como se apuntaba (se cita a Baudelaire como su representante más emblemático), sino en el sentido más profundo o identitario, en cuanto se considera como prueba de ese comienzo de la Modernidad el que es la primera época que se pone nombre, que se designa a sí misma, es decir, que tiene autoconciencia de su especificidad y diferenciación. De ahí que tampoco pueda extrañar que la «crítica» y el mismo concepto de crítica se considere que también son un producto ilustrado. Y se justifica tanto desde el punto de vista práctico como desde el teórico. En el orden práctico, se indica que precisamente la Ilustración se configuró sobre la base de la «crítica», en concreto, sobre la crítica del mundo anterior según antes se decía. Porque fue mediante la crítica —convertida en praxis— a todas las formas tradicionales del saber, así como a toda la realidad social, política y jurídica que la sustentaba, como la ascendente clase burguesa impuso sus intereses y se estableció como la instancia suprema del «juicio» y desarrolló la autoconfianza necesaria para las luchas decisivas que estaban por venir2. En el orden teórico se entiende que la crítica y la necesidad de la crítica aparecen cuando en el ámbito de que se trate se ha llegado al «límite» (se entiende, de su desarrollo) de forma que se ha producido una «crisis epistemológica» (se vincula crítica y crisis) a partir de la cual la crítica se define y aparece como una «práctica de resistencia» frente a lo establecido (lo que se ha valorado como el «sello» de la Ilustración). Ello supone, de un lado, una producción de subjetividades individuales y colectivas específicas y, de otro —y debe subrayarse—, vincular la crítica a la «virtud» entendida como ética de la transformación social, que incluye como elemento básico la crítica a la legitimidad existente.
1. P. Hazard, La crisis de la conciencia europea, Pegaso, Madrid, 1952; El pensamiento europeo del siglo xviii, Guadarrama, Madrid, 1958. Son una insuperable guía del periodo; el segundo está recorrido por la idea de que el siglo xviii abre un proceso para encontrar al culpable de que el hombre permaneciera en la oscuridad, y lo encuentra: fue el cristianismo. 2. R. Kosellek, Crítica y crisis del mundo burgués, Rialp, Madrid, 1965.
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Desde este punto de vista, se sitúa el origen y, a la vez, la base de la crítica en la reacción frente al poder de gobernar al hombre en nombre de una verdad revelada, frente a la cual, la crítica, para socavar esa legitimidad, puede actuar en estos tres ámbitos: en el de la propia religión, oponiendo otros argumentos sacados también de la Biblia (razón por la cual se tiene a la Reforma protestante como el comienzo de esta actitud crítica en este ámbito concreto), en el del Derecho (por la violación del Poder de principios jurídicos universales) y en el de la Ciencia (discutiendo al Poder desde la base de los auténticos fundamentos de la verdad)3. A estas consideraciones sobre la Ilustración, hay que añadir otra que resulta bien llamativa. Porque ciertamente, como se viene señalando, la Ilustración es, desde una perspectiva muy general, una etapa decisiva de la historia y cultura europeas; pero lo cierto es también que tuvo un desarrollo muy desigual en los distintos países y que fue en Francia donde alcanzó una extensión y profundidad inigualables (debido, como se indicaba antes, al singular protagonismo de la burguesía francesa). Sin embargo y aunque inicialmente podría pensarse que los elementos teórico y práctico definidores de la crítica desde supuestos ilustrados se han obtenido y elaborado a partir del caso francés, lo cierto es que para mostrar cuándo, cómo y dónde aparece expresada y formulada esa crítica no se parte de la Ilustración francesa sino de las manifestaciones de una Ilustración incomparablemente menos desarrollada y sin duda de mucha menor fuerza transformadora como es la alemana. Porque —como se decía con anterioridad— la Ilustración se sustentaba socialmente en la clase burguesa y la importancia, función y situación sociopolítica de la burguesía francesa tienen muy poco que ver con las de la alemana: la primera es dominante, impone sus intereses y concepción del mundo que se manifiestan políticamente en un Estado constitucional (división de poderes y reconocimiento de derechos según el artículo 16 de la Declaración) y culturalmente en una confianza en la fuerza expansiva de la razón a través de la divulgación del conocimiento (que está en la base de lo que será la «claridad esquemática» que se atribuye desde entonces a la cultura francesa así como de entender la educación como el vehículo adecuado de esa divulgación y liberación social que conducirá a la republicana École publique). La burguesía alemana, por el contrario y a consecuencia del característico retraso económico y sociopolítico alemán que le hace llegar al siglo xix con estructuras feudales, tiene un escaso desarrollo, no es dominante y 3. M. Foucault, «Qué es la crítica», en Sobre la Ilustración, Tecnos, Madrid, 2003.
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debe convivir con un Estado absolutista dirigido y hegemonizado todavía por las viejas aristocracias. En estas circunstancias, la Ilustración alemana, correspondiente a esa burguesía minoritaria y sometida, es, también, minoritaria, de círculos reducidos, literalmente elitista y desarrolla, además, una característica propia de este tipo de «culturas de hibernación» (potenciada en este caso por una tradición intelectual que tiene su origen en la adaptación del casuístico Derecho romano original a la sociedad alemana a través de las «construcciones lógicas» de la pandectística) como es el hermetismo, su acceso restringido a unos pocos iniciados poseedores de las claves lingüísticas y conceptuales de esos círculos minoritarios. Es el origen o al menos la consolidación de ese carácter «oscuro», difícilmente inteligible de la cultura alemana y también del pernicioso efecto de identificar desde entonces —sobre todo en las zonas y fases de mayor influencia y prestigio de todo lo que fuera de procedencia alemana— oscuridad con profundidad y altura teórica. Resulta, por ello, sorprendente que cuando se trata de establecer el origen de la crítica, de su concepto y contenido, atribuyéndole, además, una importante influencia y significado social por parte de la que se considera «la mejor doctrina» en la materia, situándola en la época ilustrada y fruto natural de la Ilustración, se prescinda de toda la inmensa aportación francesa desde sus brillantes referentes de tanta importancia en la cultura europea (por ejemplo, la línea que representan Descartes-Spinoza) hasta los distintos y numerosos autores ilustrados de obra bien reconocida e incluso las manifestaciones más diversas de la sociedad francesa que ofrecen la imagen de una expresión colectiva y, por el contrario, se atribuya de manera prácticamente exclusiva a la aportación de Kant, en este tema concreto (por otro lado bien distinta en su naturaleza y relevancia a sus grandes obras). Lo que se quiere significar en todo caso no es que se dé la importancia que merece esa aportación —que no es discutible— sino que no se tengan en cuenta otras, cuando se reconoce, además, que fue la crítica —en aquel sentido amplio— la que produjo el cambio social. Porque la aportación de Kant es, ciertamente, una manifestación de la Ilustración, pero de la Ilustración alemana y reúne por tanto aquellos caracteres de minoritaria y hermética con la consiguiente limitación de efectos, repercusión social e, incluso, equivocidad y fuente de divergencias (el enfrentamiento posterior Hegel-Savigny es una de sus manifestaciones). Asimismo, parece un exceso atribuirle (como hace Foucault) el origen de lo que se entiende que son las dos grandes «tradiciones del pensamiento europeo»: la filosófica y la histórica; porque si bien en lo que se refiere a la primera —aunque siga siendo discutible la cuestión del «origen» en el sentido de que «con Kant empieza la filosofía»—, al re18
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ferirse a la gran construcción kantiana en sus obras «críticas» (Crítica de la razón pura, Crítica de la razón práctica, Crítica del juicio), su aportación es definitiva respecto de las cuestiones que se han considerado las propias de la «tradición filosófica» (la que busca las respuestas «esenciales» a las preguntas —«qué es»— sobre las cuestiones centrales del hombre, que se ha designado también como «analítica de la verdad»), en lo que se refiere a la segunda, la histórica, sí parece excesiva esa atribución y notablemente desproporcionada respecto de la anterior al basar una manifestación tan central, compleja y desarrollada (antes y después de Kant) en la cultura europea, en el artículo, ciertamente original e importante, pero artículo periodístico al fin (aunque también de «densidad» poco periodística), en el que contestaba a la pregunta que de forma general había planteado el periódico (el Berlinische Monatsschrift, según costumbre del siglo xviii) sobre «¿qué es la Ilustración?» y su conocida respuesta de «la salida del hombre de la minoría de edad», así como su incitación moral a hacerlo. Lo que se cuestiona no es, debe repetirse, obviamente, la aportación de Kant, sino la «reconstrucción» que se hace de ella (por parte de Foucault, también en sí misma, de gran interés) y su conclusión. En lo que aquí interesa, se destaca en Kant el entendimiento de la historia como «acontecimiento»4 y «por tanto, imprevisible» (lo que apunta, además, a una cierta incomprensión, irracionalidad, de la historia, muy poco «ilustrada»); como «actualidad» y «diferencia», en el sentido de que es «lo distintivo» de ese momento, el «signo de los tiempos», el causante del progreso en esa fase histórica (aquí se alude a otro trabajo coyuntural de Kant: El conflicto de facultades) que bajo formas distintas lo ha producido también en el pasado y lo producirá en el futuro y que es también el causante de una «disposición moral» (a la que Kant llama «revolución») en quienes no han participado directamente en los hechos que lo han producido pero han sentido sus efectos y que posibilita y hasta genera el derecho a una Constitución política que evite «la guerra agresiva»5. El planteamiento, por tanto, sigue siendo filosófico, el de un filósofo en este caso de la historia y, en consecuencia, sigue perteneciendo a la tradición mencionada en primer lugar, a la tradición filosófica6. 4. J. de la Higuera, «Estudio preliminar» a Sobre la Ilustración, cit. 5. El peligro de la crítica «externa» es que termina siendo funcional y por tanto deja de ser tal (B. Buden, «Crítica sin crisis, crisis sin crítica», en Colectivo «Transform», Producción cultural y prácticas instituyentes, Traficantes de Sueños, Madrid, 2008). Tampoco aparece la producción de sujetos resistentes sino obedientes. 6. M. Foucault, «El sujeto y el poder», en H. L. Dreifus y P. Rabinows (eds.), Michel Foucault: más allá del estructuralismo y la hermenéutica, Nueva Visión, Buenos Aires, 2001.
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En todo caso, aunque la cuestión es relevante desde otras perspectivas, es relativamente marginal a lo que aquí se propone, que es —mucho más modestamente— mencionar o describir muy sintéticamente algunas de las manifestaciones concretas más destacadas de lo que puede considerarse pensamiento crítico. En este sentido, se añade a lo que hasta aquí se ha dicho lo siguiente: — Si puede encontrarse alguna de esas manifestaciones antes de la Ilustración. — Si han funcionado en la realidad como «oposición a elementos centrales de lo existente». — Si en una u otra forma se pueden incluir en lo que, con alguna ambigüedad, puede llamarse «racionalismo» (aunque adopte formas distintas pues cabe admitir una «pluralidad de racionalidades»7) configurándose como oposición al irracionalismo (el profesor García Pelayo utiliza en este mismo sentido la expresión de «mito» y de «razón» para expresar esa contraposición). 2. Ejemplificaciones históricas y complejidad del posmodernismo. El pensamiento crítico como pensamiento de la utopía y del conflicto
A partir de aquí no se va a hacer ninguna «historia» sino únicamente (y seguro que es un resultado más bien pobre en relación con cierta «aparatosidad» en la que puede haberse incurrido en todo este planteamiento) mostrar algunas ejemplificaciones históricas de ese pensamiento crítico que pueden considerarse significativas respecto del objetivo final pretendido. 1) Puede empezarse esta «ejemplificación» señalando la situación que se produce en el mundo antiguo cuando tiene lugar el paso de las concepciones míticas al pensamiento lógico (racional). En Grecia —seguramente la más representativa—, el pensamiento lógico aporta básicamente dos formas (en relación con lo que antes se dijo, dos racionalidades). Una es la ontológica, que sitúa al objeto del conocimiento en el «ser», que es, por naturaleza, uno e inmutable, pues, en cuanto no cabe 7. Es la expresión que utiliza Foucault, al que se ha considerado «antiilustrado» (Habermas) no solo por resaltar los efectos negativos de la razón ilustrada —en lo que le precede y supera en radicalidad Horkheimer, bien próximo culturalmente a Habermas— sino por practicar un dudoso racionalismo.
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admitir el «no ser», no es posible el «movimiento del ser al no ser». Se aprecia todavía la proximidad de la concepción mítica, ya que traslada al ser, a lo natural, caracteres (uno, inmutable) de lo sobrenatural. Se relaciona también con la concepción griega de la historia en la que —como, según lo anterior, solo cabe el conocimiento de lo inmutable— hay que prescindir de lo que cambia y buscar solo lo que permanece; y en esta búsqueda se cree encontrar elementos «permanentes» en la historia, es decir, que en la historia se van repitiendo aspectos básicos. Y si la historia es «repetición» quiere decirse que es circular, cíclica (y en Herodoto, además, con una ley interna de «compensación» de los ciclos, de manera que a grandes logros seguirán grandes desgracias de donde deducía que la conducta del hombre debía regirse por el «equilibrio» para no provocar, por la ambición, la catástrofe). La otra forma que adopta en Grecia el pensamiento lógico (racional) es la cosmológica, con un nivel de mayor desarrollo a partir de un nuevo objeto del conocimiento: comprender y explicar el funcionamiento del cosmos, situando la base de este conocimiento —contrariamente a la anterior forma ontológica— en el movimiento: a partir de una materia única de la que todo procede, una dinámica interna, un movimiento generado por la oposición de contrarios —lo frío y lo caliente, lo seco y lo húmedo, lo sólido y lo líquido—, ha dado lugar a todo lo existente. La aportación es tan relevante que, con cierto nivel de abstracción, puede decirse que la ciencia posterior, en sus diferentes desarrollos, siempre ha tenido como objetivo descubrir el «movimiento», la dinámica interna, en los distintos ámbitos. Si bien ambas formas se oponen entre sí, la oposición básica, la contradicción principal, es la que ambas generan —en cuanto «ideas nuevas»— frente al viejo mundo mítico todavía vigente y estrechamente ligado a estructuras oligárquicas, de manera que no es solo un enfrentamiento de ideas sino de intereses8, expresado a veces directamente (Teognis y Píndaro vinculan directamente las creencias míticas, «virtuosas», a la propiedad9) y otras de manera indirecta y confusa como ocurre con el mito de Prometeo que alberga, incluso, la contradicción mito-logos, en cuanto «los dioses» (el mito) castigan a Prometeo por trasladar «el fuego» (la «razón técnica») a los hombres.
8. B. Farringthon, Ciencia y política en el mundo antiguo, Ciencia Nueva, Madrid, 1968. 9. F. Rodríguez Adrados, Ilustración y política en la Grecia clásica, Alianza, Madrid, 1966, p. 42.
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Y estas dos formas de pensamiento lógico (la ontológica y la cosmológica) se proyectan en una tercera que las alberga, la antropológica, referida al estudio del hombre en sociedad, a la polis (o «comuna restaurada»). La primera, la ontológica o de la inmutabilidad del ser, se encuentra en la concepción platónica no solo por su propuesta para construir un orden social estable, permanente, sino por su ahistórico «mundo de las ideas». La segunda, la cosmológica, se manifiesta preferentemente en Aristóteles, por situar el objeto de análisis para la comprensión de la «política» en la dinámica social y entender, por tanto, que la realidad social, en cuanto cambiante, da lugar a múltiples diferencias que se reflejan en las distintas «constituciones» que recoge (hasta 150). 2) Aunque con algún reparo por la generalidad que supone, puede afirmarse que el feudalismo como modo de producción, y por consiguiente, tanto por la estructura de sus formaciones sociales como por la ideología legitimadora y también conformadora (dado el específico papel de la ideología en el precapitalismo), es un «ejemplo» históricamente negativo de pensamiento crítico en cuanto es su ausencia lo más característico. Existen ciertamente divergencias significativas o elementos aislados10 pero, estrictamente, el pensamiento dominante es el dogmático, que, al fundarse en elementos al margen de la razón (se ha definido a la fe —desde este punto de vista— como una patología de la razón) y, aun en su manifestación más elaborada, la argumentatio, o disputatio, se somete a la formulación de partida o previa (dogma) sin poder traspasarla, pues su objetivo es, por el contrario, confirmarla, de manera que no solo no se progresa sino que, al final, se vuelve al principio. Por eso, aunque discrepante, lo que puede llamarse pensamiento herético es también dogmático y no tiene especial significación desde este punto de vista aunque históricamente sea significativo y muestre la vinculación material de la ideología y sus discrepancias y cuya manifestación más clara son, probablemente, las «guerras campesinas». Por eso, el ejemplo siguiente de pensamiento crítico está representado por la oposición a este pensamiento dogmático que supone el posterior desarrollo del racionalismo a través de sus dos formas básicas: el pensamiento científico y el pensamiento dialéctico. 10. Se puede citar a Abelardo o, más acentuadamente, lo que representan las herejías y el pensamiento herético, así como la corriente democrática medieval (Juan de Salisbury, Nicolás de Cusa, Guillermo de Ockham, Marsilio de Padua) o, a medida que avanza la fase de transición, lo que supone el movimiento «monarcómaco», Spinoza, Maquiavelo, etcétera.
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PENSAMIENTO CRÍTICO: CUESTIONES RELEVANTES PARA LA PROPUESTA
El pensamiento científico —como es bien conocido— es el que a través de la observación y la experimentación descubre y comprueba la existencia de legalidades necesarias, de fundamento inmanente y no trascendente, tanto en el interior del pensamiento (la matemática) como en el exterior (la naturaleza) y que explican su ser, su existencia y funcionamiento11. Y este sí parece el lugar adecuado para destacar la gran 11. El pensamiento científico no solo se ha comportado como «crítico» en esa fase histórica sino que tiene una potencialidad y vocación crítica permanente, tanto respecto del pensamiento dogmático (que también ha prolongado su existencia hasta la actualidad, aunque no sea con aquel carácter dominante) como respecto del propio paradigma científico dominante tantas veces convertido en apoyo a ideologías e intereses de sectores sociales poderosos. Solo como un ejemplo de esa vocación crítica respecto del pensamiento establecido, puede citarse lo que ocurre actualmente con el desarrollo científico cuántico, tan poco divulgado en sus aportaciones básicas cuando ya es una evidencia que ha terminado con buena parte de la problemática de la filosofía tradicional, en cuanto interrogantes y cuestiones básicas tienen ya una respuesta en ese ámbito de la ciencia, que, a su vez, ha removido supuestos centrales del pensamiento científico. Se puede por tanto afirmar (y lo que se dice a continuación, en lo que tiene de referencia «científica», es una divulgación simplificada con la que solamente se quieren subrayar los aspectos «críticos» que se indicaban) que ese desarrollo científico cuántico implica una «crítica» en esos dos ámbitos: 1) En el «teórico» en cuanto ha supuesto romper con principios que parecían definitivos e insuperables (los avalaba hasta el «sentido común» y la experiencia cotidiana) tales como los siguientes: a) Las partículas cuánticas pueden existir, simultáneamente, en distintos lugares del planeta. b) Asimismo se establece un «entrelazamiento» entre ellas a través de espacios lejanos que produce, junto a su existencia «individual», su «inseparabilidad» (en una especie de globalización y relativa unidad planetaria que guarda alguna «lógica» con las concepciones «biológicas» de la tierra como «organismo»). c) Igualmente se sostiene que las partículas cuánticas guardan una relación tan especial e intensa con el conocimiento u observación de ellas mismas que su propia existencia es dependiente de la información que suministran, pues, de un lado, las cambia y, de otro, puede entenderse que existen —o no— en función de la misma. De todo lo cual, y además de las perplejidades que puede suscitar en el orden lógico general, no cabe duda de que resulta afectado un principio tan incontrovertible como ha sido hasta ahora el principio de contradicción, en el que tantos «saberes» —especialmente, de nuevo, los dogmáticos— se fundamentan. 2) En el orden material, en cuanto cambia el concepto de «producción», que ha significado, en todas las civilizaciones que han existido, la apropiación (y, por tanto, transformación) de la naturaleza por el hombre. Porque ahora surge un significado distinto: no consiste en la apropiación y transformación sino en descubrir y tratar de imitar, de reproducir, cómo funciona la naturaleza (economía del conocimiento). Así ocurre en dos campos básicos: a) En el de la computación, en cuanto a que los descubrimientos sobre cómo se produce el fenómeno natural de la fotosíntesis a través de procesos de computación suministran las bases para una generación de computadores sustancialmente distintos y con posibilidades desconocidas en los actuales.
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aportación de Kant en la materia en cuanto desarrolla esos dos aspectos, pues, de un lado, el modelo de que se sirve para «reconstruir» la metafísica es la «matemática pura» —así la llama— que permite la formulación de principios o juicios exclusivamente a priori, y, de otro —como en el orden natural mostraron los grandes hallazgos científicos de los siglos xvii y xviii—, establece una «legalidad» nueva para el conocimiento. Todo lo cual lo hace a través de lo que él designa como «crítica», término que, además, enfatiza al utilizarlo de forma reiterada y del que se vale para expresar su posición (Crítica de la razón pura, Crítica de la razón práctica, Crítica del juicio), lo que justifica que se llame criticismo a este sistema que hace del propio conocimiento (del «conocer el conocimiento»), de la ética y de la estética, su nuevo objeto, de manera que esta crítica, el pensamiento crítico de Kant, afecta tanto al método como al objeto, lo que resulta necesario tener en cuenta a efectos de lo que seguirá después. Debe indicarse, asimismo, que —antes de Kant— en la fase más avanzada de la transición del feudalismo al capitalismo (siglos xvi y xvii) se produce una notable ambigüedad en el interior de este tipo de pensamiento, precisamente porque se separa el método del objeto (del contenido). Es lo que ocurre en el interior del iusnaturalismo (racionalista), la gran concepción dominante del periodo, donde no solo se encuentran grandes divergencias como sucede con la cuestión del «pacto» —supuesto básico de la Escuela—, sino que autores que acentúan una base metodológica racionalista «moderna», materialista, proponen un contenido político que se puede considerar no correspondiente, anticuado, «conservador» (Hobbes). La cuestión desborda este ámbito de análisis que remite a la característica complejidad, confusión y contradicción de las b) En el de la energía, en cuanto no se trata ya de apropiarse y transformar materiales (por ejemplo, el petróleo) sino de descubrir cómo se producen determinadas formas de energía en la naturaleza (de forma destacada la solar) para conseguir a través de esos procesos obtener la fusión (frente a la actual fisión) nuclear. 3) En el método científico (experimental) con una revalorización de las construcciones teóricas que ciertamente no están configuradas al margen de la experiencia pero que tampoco la «necesita», incluso en aspectos básicos, en virtud de los modelos de «realismo dependiente» en los que —a diferencia de los convencionales— la realidad y algunos componentes de la realidad se «explican» y en cierto modo «existen» a partir de y cuando se «cuenta» con ellos en el modelo —es lo que Higs hizo y no necesitaba comprobación empírica a la manera tradicional— y es también lo que posibilita formulaciones como la que sostiene que existen múltiples, innumerables «universos» y que son, además, una «predicción científica». Finalmente, la relación con algunos supuestos metodológicos utilizables en las ciencias sociales no es difícil de establecer y puede añadirles un elemento de legitimación «científica» en cuanto se les ha considerado, peyorativamente, «excesivamente teóricos».
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concepciones e ideologías de esas fases avanzadas de transición de uno a otro modo de producción, ya que las hace responder y hasta contener elementos de ambos. La otra forma de racionalismo a que antes se aludía es el pensamiento dialéctico12. Aunque pensamiento dialéctico y pensamiento científico son formas racionales, se contraponen. El pensamiento científico, en cuanto —como se decía— trata de descubrir las reglas, las leyes de cumplimiento necesario de la realidad natural, apunta a un determinismo de los comportamientos, a un mecanicismo. Por el contrario, el pensamiento dialéctico, aunque también trate de descubrir y explicar el funcionamiento de la realidad (social), el movimiento de lo real, lo hace a través de la identificación de las contradicciones básicas que lo producen, pero de las cuales surgirá un resultado impredecible, no necesario y, por tanto, incluye, frente al mecanicismo, la indeterminación, y, sobre la base de ambos aspectos (identificación de contradicciones e indeterminación) permite tomar actitudes e introducir elementos de influencia (se decía ya al principio). Se opone, pues, a todo positivismo (instalado en el statu quo) y abre la posibilidad a la «negación» de lo existente y, por tanto, al pensamiento antisistema y, en consecuencia, al pensamiento utópico (entendido en la forma en la que se dirá más adelante). 3) Aunque presenta una gran complejidad que hace difícil acotarla y unificarla, la Teoría crítica (así denominada por sus cultivadores) debe figurar en una ejemplificación como la que aquí se hace. De manera inicial y general, se define, negativamente, por su oposición al irracionalismo que sirve de sustrato ideológico a los fascismos (la realidad histórica es incomprensible y solo elementos extrarracionales como la voluntad, el poder o la fe permiten afirmarse ante ella y dominarla) contra los que se posiciona y cuyo embate sufre (sus representantes son violentamente perseguidos siendo el antes mencionado Walter Benjamin una de sus expresiones más dramáticas). Positivamente, y también de manera general, se presenta como «crítica» al marxismo clásico; así se la considera desde el interior de la misma: se sitúa dentro del marxismo pero se configura como un «marxismo crítico»13. Esta crítica «desde dentro» del marxismo (a veces se denomina «flexibilización» de este) pone el acento en que, en la nueva fase 12. Aunque seguramente es innecesario subrayarlo, presenta dos formas históricas: la «idealista» (Hegel) y la materialista (el materialismo dialéctico que incorpora el marxismo). 13. J. M. Romero, H. Marcuse y los orígenes de la Teoría crítica, Plaza y Valdés, Madrid, 2010.
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histórica, hay que revisar el análisis marxista de la etapa liberal sobre todo en el protagonismo que allí tenía la «crítica de la economía política» y abrir una reflexión sobre los efectos negativos de la razón ilustrada por su potencialidad instrumental (Horkheimer) para poner en riesgo la libertad, lo que lleva a dar más relevancia a la crítica de los aspectos ideológicos, culturales y políticos. No se trata —como en ninguna de las ejemplificaciones que se toman en cuenta— ni siquiera de una exposición sintética, sino del sentido de su carácter crítico. En este caso, a la complejidad indicada, se añade su extensión, en el doble sentido de comprender amplios desarrollos temporales y espaciales (se distinguen varias «generaciones» en el desarrollo de la teoría con representación en ámbitos culturales y geográficos muy diferentes) y autores que se integran en ella con grados de intensidad y en formas muy diferentes. Por eso, una caracterización como la que aquí se hace es seguramente tan simple como discutible. Pero, al menos desde la perspectiva que interesa, cabe indicar inicialmente —para salir al paso de alguna consideración que se le ha hecho debido a la postura «antirrazón» ilustrada de alguno de sus miembros— que se integra y mantiene en el racionalismo histórico, hasta el punto de que se considera un «denominador común» (y como no se pueden encontrar muchos adquiere una especial relevancia) entender que las patologías sociales producidas por el capitalismo son resultado de un «déficit de racionalidad», y, en la misma línea, el que la autorrealización individual (que se propugna) tenga que vincularse a la colectiva o cooperativa para conseguirse no es tanto una cuestión que tenga que ver con un enfoque o una base normativa, valorativa o ética, cuanto una cuestión de racionalidad14; y se añade que las circunstancias sociales que generan y conforman esas patologías tienen la peculiaridad estructural de ocultarlas, lo que impide la reacción frente a ellas (la aparición de resistencias productoras de subjetividades, según se veía antes en la consideración general de la crítica); en virtud de las «posibilidades comunicativas o cognitivas» (en el lenguaje de Habermas) o, más genéricamente, de las distintas «prácticas sociales» —y se incorporan algunos elementos del análisis de Freud—, esas patologías no se perciben con el sufrimiento que deberían provocar y que movilizarían a la razón como fuerza emancipadora. De todas formas, y como se indicaba, hay notables diferencias desde los comienzos (Adorno, Horkheimer) 14. A. Honneth, «Una patología social de la razón. Acerca del legado intelectual de la Teoría crítica», en G. Leyva (ed.), La Teoría crítica y las tareas actuales de la crítica, Anthropos, Barcelona, 2006.
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a sus desarrollos posteriores. En sus comienzos se entendía como objetivo de la «Teoría crítica», la «subversión social», a la vez que se tenía una concepción de las sociedades capitalistas, cerrada, hermética, en el sentido de que se entendía que ese carácter (capitalista) era, estructuralmente, su realidad, el origen de todo lo que ocurría en ellas y, por supuesto, del tipo de dominación, por lo que no cabía análisis alguno que se «saliera» de ellas, que incorporara algún elemento externo a ellas; de ahí que se atacara duramente la apelación a cuestiones o ingredientes metafísicos (esta es la base del rechazo de Adorno a Kant que le lleva a acusarle de abrir el camino que condujo a Auschwitz, a partir de lo cual la metafísica debía ser abolida para siempre y la poesía había dejado de ser legítima). En los desarrollos posteriores se tiene una concepción más abierta de esas sociedades, se acepta la existencia en ellas de procesos sociales distintos y elementos nuevos de análisis (como la aportación de Erich Fromn y su reinterpretación del psicoanálisis o la de Walter Benjamin y su reinterpretación del arte, redimiéndolo de su estricta naturaleza burguesa) y, sobre todo, se observa un proceso de desmaterialización progresiva de los planteamientos y análisis que se hacen (está ya muy presente en Hannah Arendt y su consideración «autónoma» de la política y desde luego en Habermas en el que ya predomina de manera destacada y central el concepto de «sistema», recuperando, incluso, a Kant para introducir el elemento normativo, moral, que se considera necesario y, sin embargo, ausente, en la anterior Teoría crítica). Como valoración muy general y sintética (desde una perspectiva exclusivamente actual y por ello con falta de perspectiva histórica) se le atribuye, negativamente, su carácter estrictamente europeísta y eurocéntrico, así como sus notables déficits en materias básicas (en un planteamiento tan ambicioso) como son el colonialismo y en general la problemática del Sur y de la periferia capitalista, así como su silencio sobre el feminismo15; positivamente, se tiene un general aprecio a su honradez, audacia y riqueza intelectual, tan sugerente que se confía en encontrar en ella bases para un programa actual de pensamiento crítico, posición que proviene del «Sur», es decir, precisamente del ámbito sociocultural que se considera ignorado por ella y en el que ha surgido una importante manifestación de pensamiento crítico16.
15. E. Dussel, «Desde la exclusión global y social. Algunos temas para el diálogo sobre la Teoría crítica», en G. Leyva (ed.), La Teoría crítica y las tareas actuales de la crítica, cit. 16. G. Leyva, «Presentación», en La Teoría crítica y las tareas actuales de la crítica, cit.
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4) El último supuesto que se contempla en esta enumeración ejemplificativa y que comprende el momento actual representa una especial dificultad para el pensamiento crítico. Ocurre en todas las sociedades y fases de escasa movilidad, sin perspectiva de transformación, lo que se traduce, ideológicamente, en un tipo de pensamiento justificador y sin cabida para propuestas discrepantes, que, por otra parte, carecen —o así «parece»— de base real. Ese pensamiento es tan dominante que termina aproximándose al dogmático. En Europa, tras la Segunda Guerra Mundial y a medida que se considera desaparecido todo peligro o riesgo para el «sistema», se desarrolla ese pensamiento justificador que, en su manifestación más extrema, tiene como hipótesis básica el «fin de la historia» y, en la más moderada, el «reformismo», que, en realidad, parte de supuestos materiales muy próximos al anterior: en cuanto no hay alternativa global al sistema (por tanto, el fin de la historia) solo caben «mejoras», reformas parciales (desconociendo la lógica histórica según la cual el reformismo solo tiene éxito cuando la revolución aparece como posibilidad). Sobre esta base material del reformismo, surge un pensamiento «posmoderno» que rompe con el pensamiento crítico global («fuerte») tradicional o clásico, correspondiente a la etapa histórica en la que se admitía la posibilidad de «alternativa» (ruptura, cambio total, revolución) y se configura como parcial, fragmentario y el único epistemológicamente válido (correspondiente a la única posibilidad del cambio parcial). Esta última etapa es también la que se corresponde con la vigencia y crisis del Estado social al que se atribuye una importante cuota de responsabilidad en esta situación. Se entiende que fue la estabilidad que aportó y la conflictividad que eliminó, lo que, en buena parte, contribuyó a fijar la imagen inmutable del capitalismo en la historia. Y, además, determinó que la crítica, la protesta, abandonara el ámbito socioeconómico (asegurado, garantizado por el Estado social) y adquiriese un carácter estrictamente «cultural», rompiéndose la vinculación entre uno y otro. La expresión más clara de ese hecho puede considerarse que fue el movimiento de Mayo del 68 protagonizado por los «hijos del Estado social», en cuanto —como se decía— asegurado su estatus socioeconómico familiar y personal y, por tanto, sin razones para criticar el modelo social en su aspecto material, lo hicieron solo en el «formal», en el cultural, en el sentido de que lo que había que cambiar eran (exclusivamente) sus mecanismos para realizarlo (sus convenciones, sus tradiciones, en definitiva, sus formas autoritarias) sustituyéndolas por formas más libres 28
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y creativas17. Esta ruptura entre la base material y la propuesta cultural se extiende a las distintas formas artísticas en lo que se entiende como «el bienestar de la cultura de masas» (J. L. Pardo) a que conduce ese Estado del bienestar (expresión que se utiliza en lugar de la de Estado social); se trata de una despreocupación o —más objetivamente— de una descontextualización respecto de toda problemática social que se manifiesta desde las distintas expresiones «informales» como el «arte pop» (se ha señalado la ausencia en las letras de los Beatles de la menor «carga social» aunque sí la prueba —y esa sería la «ruptura» cultural— de que se podía hacer buena música fuera de los cánones clásicos; Warhol es, en pintura, el icono correspondiente) a la abstracción plástica o el formalismo literario18. Inicialmente, la respuesta más generalizada fue de rechazo y perplejidad, ya que estas nuevas expresiones culturales rompían la tradicional y supuesta equivalencia o, al menos, cierta correspondencia entre trabajo, esfuerzo, «mérito» y coste de los productos en el mercado y se entendía que «aquello» no era música (intencionado título del libro de J. L. Pardo) o no era pintura, en cuanto —así se entendía— no incorporaba esos ingredientes (en este sentido se ha afirmado que se rompía la ley del valor, hecho que, por otra parte, sí se da en el Estado social, en cuanto los derechos sociales —en principio— no se corresponden, no «equivalen» a «méritos», «esfuerzos» personales sino que, objetivamente, se relacionan con situaciones y necesidades, aunque justamente una de las manifestaciones de la crisis del Estado social fue establecer esa correspondencia, al exigir cada vez más requisitos perso 17. J. L. Pardo, Esto no es música, Galaxia-Gutenberg, Barcelona, 2007. 18. Es significativo lo ocurrido en España en la literatura. En pleno franquismo surge una corriente literaria «formalista», de origen y vocación claramente elitista (desde El Jarama de Sánchez Ferlosio a Volverás a Región de Juan Benet), descontextualizada, configurada desde la fuga de la realidad (y sin necesidad del «respaldo» del Estado social, inexistente), y —sin negar su carácter renovador y de aportación desde otras perspectivas—, desde ese elitismo, a la vez que desde su «comodidad» en la Dictadura, hacen objeto de crítica distante y satírica a la corriente de literatura realista (en cuanto comprometida y de denuncia de la Dictadura, y por tanto, arriesgada y reprimida) a la que despectivamente designan como «literatura de la berza» (La mina de López Salinas; La Piqueta de A. Ferres; Central eléctrica de López Pacheco). Sin embargo, autores distintos, como Martín Santos (Tiempo de silencio) o Martínez Menchén (Cinco variaciones), mostraron que se podía hacer con gran dignidad una «estética» crítica. M. Delibes es, en este orden de ideas, representativo en cuanto expresión de las ambivalencias y tensiones del periodo: en la simplificación que aquí se hace, es, inicialmente, «realista» (especialmente en obras como Las ratas) aunque no «militante» ni comprometido en la línea de los anteriores, y obtiene desde el principio un notable reconocimiento; sin embargo trata en cierto momento (Cinco horas con Mario) de incorporarse a aquel «modernismo» formalista que, por otro lado, lo considera simplemente como un «costumbrista castellano».
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nales para tener esos derechos). El rechazo no duró demasiado y el mercado mostró de nuevo su capacidad para transformarlos en mercancías y hasta condicionar su producción. En los casos de la música y la pintura, el proceso fue más claro, pero también se produjo en la literatura (en sentido amplio cabría decir) si bien más sofisticado al intervenir, además del mercado, la Academia (y ambos interrelacionados como receptor y condicionante). El hecho está detrás de conocidos boom literarios suficientemente analizados19. Estos movimientos (empezando por Mayo del 68) sirvieron para suministrar elementos de coartada ideológica cuando llegó la crisis del Estado social: había que «devolver al individuo su libertad y dignidad», haciéndole responsable de su suerte sin ser «dependiente» del Estado; por otra parte, el Estado solo debía responder de la asistencia al menesteroso, «privatizándolo», en el sentido de que el Estado se comportara como el individuo en su ámbito privado: practicando la virtud de la caridad. La actual crisis ha añadido los elementos bien conocidos de la «insostenibilidad del Estado social», así como la inevitabilidad e indiscutibilidad de la respuesta a esta, sobre lo que se volverá más ampliamente. Por todo ello y limitando las referencias al momento actual, el pensamiento crítico se ha desenvuelto en difíciles circunstancias tanto para su aparición como para su difusión. De todas formas, la problemática que plantea el que hoy aparece como pensamiento crítico (el que representan autores como los que aquí se utilizan y citan en el lugar correspondiente) es la de descubrir dónde puede estar y cómo se puede contribuir a configurar una alternativa. Con las dificultades que tiene abstraer algún elemento común a propuestas diferentes, cabe indicar lo siguiente: 1) Se aprecia un cambio metodológico, porque, aunque en todos se trata de buscar el análisis y descubrir el sentido del «movimiento de lo real» (un objetivo del pensamiento crítico clásico de procedencia marxista), se advierte un cambio importante en el entendimiento de la dialéctica que reviste dos formas distintas: una es la que —separándose del marxismo clásico en el que se percibe todavía una clara influencia hegeliana— considera que ese movimiento de lo real no tiene por qué 19. Este proceso lo descubre y denuncia lúcidamente D. Tabarosky en Literatura de izquierdas, Periferia, Cáceres, 2010. Critica fundamentalmente a buena parte de la literatura que se presenta como comprometida aunque su propuesta sobre qué «es» el espacio «auténticamente literario» —si bien tiene un punto de partida aceptable y que puede extenderse a otros ámbitos (incluido el del «constitucionalismo crítico»: ni Academia ni mercado)— se resuelve finalmente en un ensimismamiento y en una autorreferencia que plantea dudas sobre el significado real que se pretende con una «pureza radical» («ser de izquierdas»).
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conducir a una «síntesis integradora», sino que por el contrario puede incluir no solo elementos no integrables en el sistema sino desestructurantes; la otra es la superación «binaria» de la dialéctica al fragmentarse la contradicción y aparecer, por consiguiente, la multipolaridad. 2) El objetivo básico es identificar y contribuir a configurar el «sujeto histórico» (por utilizar también el término clásico pero sin el sentido unitario que él conllevaba) que pueda incorporar y llevar adelante una alternativa al sistema. En este sentido se coincide en la pérdida de protagonismo único del proletariado como elemento real y de la clase como categoría, apuntándose a una «fragmentación» de lo que antes aparecía como «sujeto unitario». Se difiere no obstante en su composición, distinguiéndose: — La posición que (desarrollada sobre todo por Negri y Hardt) propone el concepto de «multitud» para indicar el «conjunto de singularidades subjetivas», de componentes sociales muy diversos que, en la intercomunicación y cooperación (a través de las nuevas posibilidades de trabajo inmaterial, redes sociales, etc.), configuran un espacio nuevo, el de «lo común», que es ya en sí mismo y en su configuración participada (nueva forma de democracia) un espacio «comunista». — La posición que entiende la situación actual como atravesada por múltiples movimientos que —sin hacer una oposición frontal— abren fisuras y grietas en el sistema capitalista, creando ámbitos extrasistema (desde distintas perspectivas: De Santos o Haloway). — La que parte de la existencia de una especie de «sujeto variable», en cuanto considera como tal una entidad social a la que designa como «pueblo» (es lo que se conoce como concepción «populista» de Laclau) pero que a diferencia del concepto tradicional de pueblo no tiene una existencia consolidada y única, sino que se configura de forma distinta en torno a demandas cambiantes y coyunturales. Este pensamiento crítico actual supone también el fin del protagonismo del pensamiento crítico europeo, del Norte, e incluye en muy importante medida el pensamiento crítico del Sur, con lo que implica de recuperación de planteamientos epistemológicos víctimas hasta ahora del «epistemicidio» (Boaventura de Sousa) del Norte, otra de las formas de dominación, tales como los que aportan los estudios «pos- o decoloniales». A partir de los «ejemplos» de pensamiento crítico que se han expuesto y aunque cabría deducir conclusiones más complejas, interesa aquí destacar y retener la de que, en una u otra forma, y dependiendo de perspectivas y ámbitos históricos distintos, el pensamiento crítico se 31
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relaciona intensa y directamente con el «conflicto» que en ellos aparece como básico o principal. Expresado sintéticamente se considerará, pues, en adelante, al pensamiento crítico como «el pensamiento del conflicto». De ahí que aparezca y se desarrolle cuando se percibe la posibilidad de una existencia distinta en el orden real y la de expresarla en el orden intelectual. Por eso es también el pensamiento de la contradicción en distintas variantes y, por tanto, dinámico y, en este sentido, histórico. Sobre la base de todo ello, incluye como ingrediente fundamental un elemento utópico, sobre lo que hay que hacer alguna precisión; porque al pensamiento utópico se le ha rechazado (además de por la vulgarización de utopía como sueño o realidad inalcanzable) desde el marxismo clásico al oponer pensamiento utópico a científico y por tanto vincular utopismo a irracionalismo y, desde posiciones actuales (Richard Gunn), al entender que este pensamiento utópico y sus propuestas se situaban «en el espacio», en el sentido de propuestas estáticas, de meta, de finalidad, de «tierra prometida», y que, en cierta forma, también incluía (como se contiene en otras propuestas de la concepción de la historia anteriores a la actual antes denunciada y de la que es un claro ejemplo la hegeliana20), el «fin de la historia», por lo que se propone que a este pensamiento utópico se oponga un «pensamiento apocalíptico» en el sentido de que se sitúe «en el tiempo», en un tiempo «apropiado», no ya como duración sino como ruptura, como impulso sucesivo y nuevo, no «en el que se está» sino «con el que se hace». En lo que se refiere al primer rechazo, no hay mucho que decir porque se trata de un objeto distinto como es el que comprende desde las utopías históricas (clásicas y renacentistas) a las que, en cuanto tienen una matriz intelectual semejante, representó el que llamó —precisamente— «socialismo utópico». Respecto del segundo rechazo, hay que señalar que lo que se toma y describe como pensamiento utópico (espacial, estático) no es tal. En su formulación más moderna (de Mannheim a Bloch) el pensamiento utópico no es una construcción de llegada, de término, sino que, integrándose en el racionalismo histórico, expresa una potencialidad del presente que puede activarse, ya que «lo real está siempre en proceso» (Bloch); es decir, una vía fuera del presente o contra él, racionalmente transitable, posible, a partir de la situación actual. Asimismo, ese racionalismo histórico en el que se incluye el pensamiento utópico no admi 20. P. Anderson, Los fines de la historia, Anagrama, Barcelona, 1996. El fin de la historia (su perfección última) tiene lugar con la aparición de desarrollos propios del Estado (alemán), en la concepción de Hegel.
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te un elemento «revelador», «profético», futurible o imaginario que se asocia al «pensamiento apocalíptico» que se propone. En la fase actual del capitalismo, la configuración de un pensamiento crítico como pensamiento del conflicto en las sociedades o formaciones sociales correspondientes tiene una especial dificultad derivada de la característica opacidad del funcionamiento capitalista. Porque a diferencia de los modos de producción anteriores que «vivían» —se sustentaban ideológicamente— de la transparencia, de la claridad y rotundidad justificadora e irresistible en la exposición de sus fundamentos (se explica y justifica la diferencia libre-esclavo en un caso o el orden estamental en otro), el capitalismo es «fotofóbico», «vive» en y de la oscuridad de sus bases y funcionamiento que alcanza ahora su máxima sofisticación. En este sentido se puede decir que expulsa al hombre (como sujeto) de la historia, en cuanto le oculta su situación real así como sus posibilidades y capacidad de actuar sobre ella y, por tanto, de cambiarla. Se produce así un «extrañamiento» de lo humano reducido a funcionalidad sistémica, una configuración —desde esa perspectiva— cosificada y no humana de las relaciones (sociales) entre los hombres, por lo que puede concluirse que el capitalismo supone un bloqueo histórico de la razón. Por consiguiente, el pensamiento crítico tiene —según lo que se indicaba antes al hablar del supuesto ético-epistemológico— como objetivo moral y racional contribuir al desbloqueo histórico de la razón, a posibilitar el despliegue de sus posibilidades cognitivas y comunicativas que destruya las falsas conciencias y percepciones del mundo y permita liberar y actuar a las fuerzas sociales que en cada momento y lugar puedan encarnar el «sujeto histórico». Porque, en último término, el pensamiento crítico puede considerarse como el esclarecimiento y autoconciencia de los conflictos, luchas y esperanzas de una sociedad así como de la forma de intervenir en ellos. De todo lo dicho cabe concluir que el pensamiento crítico se caracteriza por estas tres notas: 1.ª Es el pensamiento del conflicto, en cuanto lo expresa e interviene en él tomando partido. 2.ª Es un pensamiento «racional», con una característica muy específica: producir la liberación, el desbloqueo, de la razón posibilitando el despliegue de sus capacidades comunicativa y cognitiva, introduciendo al hombre en la historia (hacer de la historia una «historia con sujeto») con la posibilidad de adueñarse de ella. 3.ª Según lo anterior, es el pensamiento de lo real, destruye las falsas conciencias, las opacidades e ideologías y se constituye en autoconciencia de una sociedad, de sus luchas y de sus esperanzas. 33
III El PENSAMIENTO CRÍTICO-JURÍDICO
1. Su imposible existencia en el Derecho precapitalista
Desde una perspectiva histórico-materialista, se sostiene que el Derecho, propiamente, es producto de las sociedades de clases y, por tanto, solo cabe considerar su existencia a partir de la aparición de este tipo de sociedades, lo que desplaza la cuestión a la de fijar ese momento. Por otra parte, desde una perspectiva de exigencia técnico-jurídica, se sostiene también que el Derecho en sentido moderno, con todas las implicaciones que supone la realidad y la categoría de ordenamiento jurídico, solo puede considerarse que aparece y se hace posible a partir de la racionalización jurídico-política que conlleva, de una parte, la Revolución francesa que se proyecta en un Derecho positivo muy desarrollado tanto público (constituciones) como privado (códigos civiles) y, de otra, la racionalización técnico-jurídica, en gran medida antirrevolucionaria, que (prácticamente al margen de un Derecho positivo público y privado mucho más pobre) construye teóricamente la dogmática alemana (y que paradójicamente suministrará las bases más sólidas del positivismo jurídico). Aunque probablemente las dos son discutibles, su relativa coincidencia en señalar cuál es el tiempo decisivo (la aparición e imposición como dominante del modo de producción capitalista) sirve aquí para formular una hipótesis de partida que, aunque no se fundamenta en ninguna, se relaciona con las dos y tiene ingredientes de ambas (histórico y técnico-jurídico respectivamente). Es la siguiente: aunque desde perspectivas menos rigoristas y excluyentes se pueda aceptar la existencia de un «Derecho», una normativa y su correspondiente instrumentación en las sociedades precapitalistas (con enormes diferencias entre ellas como 35
PENSAMIENTO CRÍTICO, CONSTITUCIONALISMO CRÍTICO
las que separan a Grecia de Roma) lo que sí parece sostenible es la imposibilidad de que exista un Derecho o un pensamiento jurídico-crítico —en el sentido en que se hablaba antes del pensamiento crítico— como Derecho del conflicto (carácter básico del que en realidad derivaban los otros de desbloqueo de la razón y autoconciencia social) en cuanto que justamente ese Derecho, en ese tipo de sociedades, realiza, objetivamente, la función de «producir» la inexistencia del conflicto (dominantes-dominados) ya que una de sus partes (esclavos en un caso, siervos en otro) no existe como tal para el Derecho. Podrían terminar aquí las referencias a estas sociedades desde este punto de vista y estaría justificado. Sin embargo también caben algunas consideraciones porque, aunque en sentido propio desaparece el conflicto que aquí se tiene en cuenta (dominantes-dominados), no deja de producirse, aunque revista otros caracteres, en el interior del grupo dominante, lo que (junto a algunas otras observaciones sobre estas sociedades) puede contribuir, aunque sea de manera imprecisa, junto a observaciones sobre «lo que no es», a perfilar el sentido de «lo que es», además de lo que puede representar desde el punto de vista metodológico. Desde estos supuestos se puede partir de la distinción-contraposición Derecho natural-Derecho positivo como una cierta base para encontrar ahí algún tipo de conflicto y de Derecho o pensamiento jurídico, solo en ese sentido, «crítico». Porque se acepta de manera generalizada que toda la historia del Derecho (aunque en realidad sea solo la europea) está recorrida por esa distinción o contraposición. Por eso no cabe eludirla aunque interese aquí muy colateralmente. Se trata de una distinción histórica, cambiante y con diferente relevancia en cada fase. Este carácter histórico se ha manifestado en el significado de cada uno de sus dos términos (aunque el Derecho natural ha sido el más problemático) y el de la relación entre ellos. En el pensamiento clásico (en Grecia y Roma, modos de producción esclavistas) lo que puede entenderse como Derecho natural se relaciona en ambas culturas con la idea de «común» (koinos) o «general» (omnes gentes) en cuanto derivado de una vaga idea de Naturaleza (en Grecia y pese a alguna referencia mítica como la habitualmente citada invocación de Antígona, parece que encaja más con una integración en las leyes generales de funcionamiento del cosmos y, por tanto, pertenece más al pensamiento lógico según lo que se dijo en el capítulo anterior; en Roma aunque se parte —en las Instituciones— de «quod natura omnia animalia docuit», se habla después de «quod vero naturalis ratio inter omnes homines constituit»). 36
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Por lo que se refiere al Derecho positivo, aunque con diferentes formulaciones, se coincide en que es el que cada sociedad establece, por lo que en Roma, siempre con una expresividad jurídica mucho más desarrollada, se entiende que es ius civile («id ipsius proprium civitatis», I, 1, 2, 1). Finalmente, cabe decir que no se establece ninguna relación de superioridad entre uno y otro si bien siempre se aplica el positivo (lo particular prevalece sobre lo general), de ahí que aunque este análisis sea superficial y breve, se aprecia que no cabe encontrar aquí aspectos que se relacionen con algo próximo a un Derecho crítico. Por eso hay que volver al ámbito exclusivo del Derecho positivo. Pero, como antes se decía que este Derecho excluía el conflicto (dominantes-dominados) y en sentido riguroso y técnico era el Derecho del grupo dominante, lo que se aproxima más, al menos metodológicamente, al objetivo pretendido (aunque debe repetirse que no se ajusta estrictamente a él) es plantear las posibles contradicciones en el interior de ese Derecho positivo, es decir, en el interior del grupo dominante, entre sus componentes. Esta característica no puede llevar a menospreciar el papel de los elementos superestructurales (ideológicos sin duda pero también los políticos y jurídicos) porque precisamente en el precapitalismo esos elementos tienen una importancia decisiva en el mantenimiento y continuación del sistema, configurando lo que se ha llamado el elemento «dominante» del modo de producción (la «relación» de esclavitud o de servidumbre como portadoras del complejo ideológico y jurídico político básico para su reproducción). El medio histórico en el que se desenvuelven las distintas formaciones sociales condicionará la importancia respectiva de cada uno de esos elementos. Así, en Grecia será el político, en Roma será el jurídico, en el feudalismo será el ideológico. En Grecia, la importancia política deriva del papel determinante de la comunidad, que prevalece sobre el individuo. Se es ciudadano porque se pertenece a y se participa en la comunidad, hasta el punto de que la propiedad (en este caso de la tierra) tiene también un ingrediente comunitario en cuanto se tiene en cuanto y porque se es ciudadano. Se produce así una vinculación inseparable político-económica que se completa con la militar en cuanto el soldado (hoplita) es el ciudadano que se costea su armadura. Es una estructura cerrada, a la defensiva, de pequeñas comunidades cuyo mayor problema es subsistir. De ahí que el Derecho sea sobre todo Derecho «político». Ese es el sentido del nomos. Tiene dos significados: en sentido amplio es la síntesis de los elementos sociales, culturales y morales que configuran lo que puede llamarse «el or37
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den general» de la polis. Por eso es el prevalente en cuanto todo debe subordinarse a él y el conflicto posible se tiene que resolver siempre de esa forma; el otro significado o contenido de nomos lo componen las medidas tomadas por la asamblea o las resoluciones de las autoridades. Pero, aun este, es básicamente político en el sentido de que se refiere o a la organización y funcionamiento de la ciudad o, cuando se refiere al individuo, es siempre en cuanto ciudadano (o a las formas de participar o de regular sus actividades privadas en función de la polis —como ocurrió con la unificación del matrimonio— o del incumplimiento de sus deberes ciudadanos como sucede con el juicio por ostracismo). En estas circunstancias de extrema rigidez, se entiende que ni el conflicto interno se plantea. El único que cabría sería el que planteara la oposición individuo-comunidad que podría verse en la actitud de los sofistas («el hombre es la medida de todas las cosas», de Protágoras) o en la propuesta de ética individual, de Sócrates. El predominio de lo político, de la polis, es tal, que tuvo una influencia decisiva en el paso del pensamiento mítico al lógico y, dentro de este, en el científico, en cuanto el modelo social se utiliza para explicar desde el cosmos al organismo humano. De ahí que precisamente la crisis de la polis se produce cuando se rompe aquella estructura a través de la desaparición de la vinculación equilibrada entre ciudadano y propiedad (territorial), es decir, contra el nomos o Derecho de la polis. En Roma, la ciudadanía es también el concepto fundamental. Pero en este caso su contenido básico es jurídico. Es lo que configura el fundamental concepto del status civitatis que aunque tiene aspectos públicos (sufragii, honorum) junto a los privados (commercii, testamenti factio, connubi), de una parte, son los dos estrictamente individuales y, de otro (al desaparecer aquella idea fuerza de la comunidad, de lo público), es notable el predominio de lo privado. Es una característica que se extenderá después y tendrá manifestaciones en otras épocas y con especificidades distintas (por ejemplo, como se apuntaba antes en la dogmática alemana del Derecho público), pero ya aparece en Roma: la configuración del Derecho público a partir del Derecho privado. En Roma será a partir del conjunto de facultades que tiene el pater familias y que se resumen en uno de los conceptos de más densidad jurídica de toda la historia del Derecho como es el de manus (que comprende el dominium sobre las cosas y la potestas referida a las personas, de donde surgirán, respectivamente, los conceptos de imperium y auctoritas en el Derecho público). Por eso y pese a que en el conocido texto de Ulpiano que se recoge en el Digesto se hable en un tono equilibrado («duae sunt ‘positiones’: publicum et privatum») lo cierto es que privatum («quod ad utilitatem sin38
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gulorum pertinet») tuvo mucho más desarrollo que publicum («quod ad statum rei romane expectat»), incluida la época de las Constitutiones (imperiales), aunque por lo que se refiere a este último aspecto, publicum, se ha considerado siempre que el escaso desarrollo o precisión de la «Constitución romana» la dotó de una flexibilidad apta tanto para su aplicación a otros pueblos como para su integración, es decir, era la adecuada para una sociedad a la ofensiva, frente a lo que era la polis. La base de este predominio del factor individual (privado) fue la importancia que progresivamente adquiere en Roma, a medida que se expande, la propiedad individual. Este predominio y carácter «fundante» de la propiedad es lo que explica los conflictos jurídicos que se producen dentro del sistema romano, aunque si bien tienen su base en lo privado, en la propiedad, como se acaba de decir, o en la ausencia de ella, sin embargo, su lugar privilegiado de expresión y desarrollo es el ámbito de lo público. Es donde se manifiestan los dos conflictos básicos: el de ciudadanos ricos-ciudadanos pobres (patricios-plebeyos pobres) que se manifiesta en el episodio del monte Aventino, primera lucha —de la plebe— por la publicación del Derecho de la que surgieron las XII Tablas y el que tiene lugar entre ciudadanos ricos entre sí (patricios-plebeyos ricos y oligarquías provinciales para acceder al ius honorum) y que da lugar a la aparición del tribuno de la plebe. En el feudalismo, se decía, el elemento «dominante» fue el ideológico, en cuanto lo fundamental (para su mantenimiento) era la legitimación general del ordo estamental, trasunto del «plan divino de la historia» que había colocado a los hombres en el lugar, en el estamento adecuado, de donde se deducía que la primera obligación de cada uno era permanecer en ese lugar y, asimismo, que alterar ese ordo era ir contra la voluntad divina. Desde este supuesto se entiende que ahora la distinción Derecho natural-Derecho positivo tenga otro carácter, pues, en cuanto el Derecho natural es expresión de la voluntad divina, dado a conocer a los hombres mediante la razón natural, la relación entre Derecho natural y Derecho positivo es jerárquica, tanto en el sentido formal (en el de que el Derecho positivo deriva del natural sea per conclusionem —por deducción necesaria— o per determinationem —aplicación concreta—, ámbito en el que se reconoce al legislador la capacidad para dotar de vigor a la ley positiva) como en el de contenido o material al no poder transgredirla. En este esquema no cabe contradicción entre uno y otro, lo que se refuerza por el carácter dogmático de esta ideología frente a la que no cabe discrepancia, por lo que, como antes se decía, ni siquiera el pensamiento herético puede considerarse pensamiento crítico al menos en el orden teórico, si bien en el práctico podría hablarse 39
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de otra cosa (con mucha frecuencia las herejías, incluso las que tuvieron unos efectos «prácticos» como las guerras campesinas, se mantenían dentro de ese marco general ideológico). De nuevo, por tanto, la única posibilidad de divergencia o conflicto (siempre intrasistema) está en ese «derecho positivo» medieval. Es una característica general del feudalismo europeo que el universalismo que conlleva la ideología religiosa y trascendente del ordo se sobrepone a una realidad fragmentada socioeconómica y políticamente, de manera que aquel no pasó de aparecer como un desideratum a veces justificador de «imperios» o conquistas. En el Derecho, esta fragmentación es doble: social (estamental), lo que da lugar a un sistema jurídico que expresa y legitima la desigualdad social por lo cual tiene más de privilegio o elemento subjetivo que de norma u objetivo, y local, cuya fuente, tanto en el sentido de origen o validez como de fundamento de su fuerza vinculante, es el «pasado», la historia, la tradición, proyectada en la costumbre. Es lo que conforma el «viejo y buen derecho»1. Es una fuente del Derecho «estática» ajustada a una sociedad inmóvil que aspira a seguir siéndolo con esa concepción del tiempo —de inspiración teológica— como continuo presente. Sin embargo, el feudalismo como modo de producción, es, de todos los que han existido, el que tuvo siempre una base más inestable y un mayor grado de inviabilidad: la incapacidad de su estructura económica «rígida» formada por unas fuerzas productivas y relaciones de producción fundamentadas en la servidumbre, para conseguir un aumento de la productividad frente a las crecientes necesidades de renta de la clase dominante, la nobleza, configuraban una contradicción insuperable; precisamente los intentos de hacerlo —a través de la guerra y distintas formas de coacción extraeconómica— se convirtieron en mecanismos de destrucción de esas fuerzas productivas, bien visible en los conocidos fenómenos de huida, despoblación de los campos, etc. La lentitud de su caída solo se explica por la singular función que desempeña la superestructura en el precapitalismo, en este caso la ideología primero y el nivel político (el Estado moderno) después. El problema y objetivo primordial de este tipo de sociedad es —como ocurría en la polis, aunque naturalmente por otro tipo de causas— permanecer. Por eso el conflicto más importante —intrasistema— se dio entre quienes trataban de mantenerse en el sistema sin más pretensión que la defensa de sus específicos intereses estamentales y quienes incor 1. M. García Pelayo, «La idea del Derecho en la Edad Media», en Del mito y la razón, Revista de Occidente, Madrid, 1968.
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poraban objetivamente la defensa del sistema en su conjunto que, con frecuencia, implicaba o se percibía como un ataque a aquellos. Inicialmente el concepto de pactum, como expresivo del orden político (otra vez una categoría jurídico-privada como es el contrato sirve de base al Derecho público), indicaba una conciliación entre las partes de ese conflicto todavía incipiente (la Carta Magna es, posiblemente, su máxima expresión formal y significa, desde este punto de vista, que, también basándose en aquella categoría de Derecho privado, la fuente de ese Derecho es el «acuerdo»). Pero, en la medida en la que se acentúa la ruina del sistema, el «acuerdo» entre esas partes (en el lenguaje feudal, monarca-súbditos) se convierte en enfrentamiento. Y alcanza su expresión ideológica entre los que defienden el «viejo Derecho» y los que frente a él defienden el «Derecho nuevo», creado —no «descubierto» como las viejas costumbres— por «el legislador». Los argumentos utilizados (del tipo de «quod omnes tangit ab omnibus debet comprobari» o «ab omnibus aprobetur», de un lado y del tipo de la fórmula romana «quod principi placuit habet legis vigorem», así como el apoyo en la expresión «legibus solutus» referida al monarca, de otro) han inducido a veces a entender que se planteaba ya la oposición democracia-absolutismo. Lo cierto es, sin embargo, que ese conflicto se mantiene todavía en el horizonte feudal, porque, si bien la postura que defendía el fortalecimiento del legislador estaba más en la dirección o el progreso de la historia, si se puede hablar así, en cuanto avanzaba hacia un Derecho más general y objetivo, como lo expresa ya la escolástica2, hay que señalar que cuando se habla en el argumento anterior de omnes, u omnibus, tiene siempre un contenido estamental, son los maiores o meliores terrae. La última fase de transición del feudalismo al capitalismo (siglos xvii y xviii), enormemente compleja y reducida aquí a la inevitable simplificación de lo que se pretende, está protagonizada y recorrida por el iusnaturalismo racionalista, deudor, como casi todas las manifestaciones culturales y científicas del periodo, de la idea de naturaleza, desprovista ahora de todo carácter trascendente tanto en el orden físico como en el social y humano. A partir de ahí, la búsqueda de su racionalidad (también recuerda la actitud ante el cosmos en Grecia) es también la de su legalidad, de sus leyes, en todos los ámbitos y, por tanto, también en el social. 2. Aunque inicialmente se puede entender como una «síntesis» entre ambas posiciones, lo cierto es que se inclina por ese «Derecho nuevo», objetivado, general y racional. La Ley se entiende ya como ordenatio rationis, con un fin también objetivado —ad bonum commune— pero, en definitiva, formulada, bien que solemniter, por quien curam communitatis habet.
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A partir de aquí, y en lo que se refiere ya a la concepción iusnaturalista, cabe hacer, desde la perspectiva del conflicto, dos observaciones: 1) De un lado, que se trata de una concepción, de una ideología, propia de una fase de transición de un modo de producción a otro. Y que este tipo de concepciones ideológicas son, por esa razón —y se apuntó antes—, complejas y contradictorias en cuanto se encuentran en ellas elementos de uno y otro al no dominar ninguno. De ahí que en el iusnaturalismo se encuentren (a partir de algunos elementos compartidos como son el que los hombres tienen la misma naturaleza por lo que todos son libres e iguales; que la sociedad surge mediante un acuerdo entre ellos; que la libertad es la base de ese acuerdo y del Poder en cuanto tiene que ser consentido) posiciones «liberales» (Locke), absolutistas (Hobbes) e incluso «democráticas» (Rousseau), que expresan esa contradicción compleja. 2) Por otro, la distancia, diferencia y también en cierta forma la contradicción, que existe entre buena parte de autores del xvii (Puffendorf o Grocio), en realidad los «maestros» que sentaron los principios, y los del xviii que sacaron las consecuencias. Sobre esta base se ha acusado a los primeros de que si bien sentaron las bases para un poder consentido y limitado por el Derecho (en este sentido, «antisistema» respecto del absolutismo dominante), sin embargo convivían «pacíficamente» con el absolutismo (incluso, personalmente, en sus Cortes) a través de extraños argumentos que justificaban la excepción en la aplicación de sus principios (por ejemplo que el consentimiento, cuando el Poder y el Derecho eran duraderos, había que suponer que «de alguna manera» se había prestado en un momento anterior o que era tácito o implícito). En cambio, autores del xviii (Sieyès o Rousseau) sí exigieron un poder construido conforme a los principios, lo denunciaron cuando no era así y contribuyeron a configurarlo pública y abiertamente, ahora claramente en posiciones jurídicas y políticas «antisistema». 2. El pensamiento crítico-jurídico en el capitalismo
2.1. Exclusiones: formalismo y garantismo Sobre el pensamiento crítico-jurídico en el modo de producción capitalista, cabe hacer algunas consideraciones previas: a) No tiene objeto partir, como en los modos de producción anteriores, de la relación Derecho natural-positivo, porque aunque se acepte, como antes indicaba, que recorre toda la historia del Derecho, ahora ya el «pensamiento crítico-jurídico» hay que buscarlo en otros ámbitos, 42
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pues en el capitalismo ya «existe» el «conflicto» y el Derecho lo oculta pero no lo elimina, lo que permite, pues, una crítica al sistema jurídico al que ambos pertenecen y a los que, en todo caso, se enfrentan. b) Como se trata de manifestaciones del pensamiento crítico-jurídico en el capitalismo, quedan fuera de esa consideración las que, aunque pudieran tener ese carácter, se producen fuera del capitalismo. Tal ocurre con el pensamiento jurídico soviético, respecto al cual, no obstante, hay que señalar su esfuerzo para configurar una teoría marxista del Derecho y la dignidad de los logros alcanzados tanto en el orden objetivo del tratamiento del Derecho desde una determinada metodología (es el caso de Pashukhanis) como en el subjetivo de tratamiento del Derecho desde la perspectiva del interés de clase (es el caso de Stucka). c) Aunque se presentan como posiciones «críticas» (y por esta razón se mencionan aquí) deben excluirse obviamente aquellas cuya crítica se hace desde la perspectiva opuesta a la que aquí se mantiene y consiste, precisamente, en oponerse a una supuesta pérdida de «formalidad» del Derecho, de racionalidad formal, sobre la base de la «rematerialización» que —se afirma— ha experimentado (sufrido) el Derecho como consecuencia de la aparición del Estado social y del constitucionalismo del Estado social, a partir de lo cual el Derecho ha adquirido —se critica— un carácter instrumental, intervencionista y también finalista, con una pérdida de la «racionalidad» adecuada a la complejidad de las sociedades actuales. Todas las posiciones de referencia derivan de dos matrices básicas: la del formalismo como autonomía del Derecho en su lógica y dinámica interna de raíz kelseniana y la de la «racionalidad sistémica» a partir de la formulación inicial de Luhmann. Tratan de «defender el Derecho» en su «verdadera configuración» y devolverle la «funcionalidad» perdida. Aunque pueden incluirse múltiples corrientes en cuanto «contagiadas» por esas matrices (así se ha incluido a Habermas por su aceptación de la concepción sistémica) las que mejor las representan son las del «Derecho respuesta» o «responsivo» (responsive law, de Nonet o Selznik) y «reflexivo» (Teubner), en cuanto ejemplifican niveles distintos en este alejamiento de lo real. Así, el Derecho responsivo (en la deplorable traducción generalizada), aunque mantiene la autorreferencia y autodeterminación del Derecho, tiene en cuenta los factores externos, reales, al mismo, si bien sostiene que el Derecho los «sintetiza», los «metaboliza» y los convierte en elementos formales finalmente incorporados a su lógica interna (cabría añadir que esta propuesta permitiría un cierto análisis materialista del Derecho a partir de la búsqueda y el reconocimiento de esos elementos materiales sintetizados, pero, ciertamente, ese análisis permanece ajeno a esta corriente); el Derecho reflexivo, sin embargo, 43
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se mantiene siempre en el estricto «ámbito del Derecho» y su propuesta «funcional» es más clara en cuanto entiende que para equilibrar el sistema es necesario que el Derecho establezca el marco previo (en su terminología una «clausura operativa»), dentro del cual se tengan que mover los procedimientos formulados por los distintos sectores, evitando los desequilibrios sistémicos derivados de la posible dispersión causada por los diferentes intereses y singularidades. Si bien desde el punto de vista material se puede decir de estas corrientes que apenas han avanzado la propuesta de Kant de entender que el Derecho solo puede garantizar el «marco formal» (de la libertad) sin contenidos concretos, desde el punto de vista formal han aportado elementos de complejidad en la configuración de las fuentes, en las normas de producción jurídica, que —en el caso del Derecho reflexivo— serán normas de producción sobre las normas de producción jurídica o normas de producción de segundo grado o indirectas. En uno y otro caso también cabe señalar que la oscuridad y el hermetismo en el lenguaje han impedido su difusión y debate. d) Finalmente, tampoco se incluye en lo que se considera pensamiento jurídico-crítico las distintas posiciones que conforman la corriente del garantismo. Surge en la doctrina italiana de los años setenta-ochenta del siglo pasado, en el ámbito penal, como reacción a la legislación (y jurisdicción) excepcional que aparece en Europa inicialmente para luchar contra el terrorismo que se desarrolla en esos años pero que rápidamente amplía sus objetivos, amenaza los presupuestos básicos del Derecho penal y sus garantías sobre el Derecho a la vida, la integridad personal o la libertad, extendiéndose progresivamente y convirtiéndose en la respuesta represiva a las demandas sociales, al producirse la crisis del Estado social. Tiene, por tanto, una carga ética (y una dignidad teórica) que aquí no se ponen en duda. Sin embargo, pese a ello, no encajan en la perspectiva de que se parte, sobre todo cuando la corriente excede el ámbito de los derechos individuales y se convierte en una Teoría general del Derecho, porque se mantiene siempre intrasistema, positiva y ahistórica. Se entiende así que el objeto de la Teoría del Derecho es el análisis de las formas del Derecho positivo de los ordenamientos modernos para dar cuenta de la divergencia entre los principios y las prácticas, lo que permite advertir, de un lado, la inefectividad de los primeros y, de otro, la ilegitimidad de los segundos. A través de ese análisis se busca como finalidad la redefinición del paradigma teórico y normativo de las democracias constitucionales, así como la identificación de las garantías idóneas para asegurar el mayor grado de efectividad frente a los distintos tipos de poder y para la tutela de los diversos tipos de derechos. 44
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A partir de aquí, en su formulación más sofisticada, el método (que se denomina axiomático) se configura como interno al Derecho, en gran parte estipulativo, ahistórico, con una acentuada reelaboración del lenguaje jurídico a la búsqueda de una «sintaxis del derecho» y con un grado de formalismo y lógica que —sin perjuicio de su notable valor como construcción intelectual— resulta claramente hipertrófico y que parece incluso alejarse de sus propios objetivos3. Hay que señalar que buena parte de los autores que siguen la corriente garantista antes defendieron otras posiciones más beligerantes del Derecho4, lo que —fuera de las anécdotas o vicisitudes personales— denota la trayectoria sucesiva de «derrota» del pensamiento crítico, que traduce, a su vez, en la teoría, la derrota histórica en la realidad. Desde el punto de vista que aquí se mantiene, el pensamiento crítico-jurídico es el que, en una u otra forma, se plantea desde supuestos materiales y trata de mostrar y a la vez de contrarrestar el carácter y función del Derecho en las sociedades capitalistas y, por tanto, tiene un ingrediente antisistémico (por lo que también se excluye el postsistémico o «sistémico crítico» que representa Teubner). En este sentido, se considera que ese tipo de Derecho tiene en esas sociedades como problemática básica estas dos cuestiones: de un lado su origen que remite al control sobre él mismo, al control sobre las fuentes del Derecho, lo que plantea la cuestión de su democratización y el entendimiento adecuado del pluralismo jurídico; de otro, la función del Derecho a través de su «despolitización» en el sentido de su «separación de la sociedad», lo que se consigue mediante los caracteres de formalismo, abstracción y universalismo, basados fundamentalmente en las categorías de sujeto y norma, a través de las cuales se consigue la construcción jurídica de la igualdad (la legitimación) de una sociedad de desiguales y, a partir de ahí, no solo la ocultación del conflicto sino impedir que el conflicto entre en la sociedad, por lo que el Derecho, el ordenamiento jurídico, puede reunir esos caracteres (formales) que se le atribuyen de unidad, completud y coherencia, al no albergar o expresar contradicciones. 3. Luigi Ferrajoli (Principia iuris, Trotta, Madrid, 2011) es el máximo representante. Su categoría intelectual así como la dignidad y ética de su trayectoria no se discute, aunque se percibe a veces una cierta desconexión entre su obra y sus actuaciones y concepciones en la práctica, por lo que se hace costoso plantear alguna crítica, aunque se reduzca al primer nivel, al que tanto reconocimiento merece. 4. M.ª de L. Souza, «Del uso alternativo del Derecho al garantismo: una evolución paradójica»: Anuario de Filosofía del Derecho XV (1988), pp. 233-256; también L. Ferrajoli, Garantismo. Una discusión sobre derecho y democracia, Trotta, Madrid, 22009.
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2.2. Inclusiones En consecuencia, el pensamiento crítico-jurídico es aquel que, en una u otra medida, se refiere a estas cuestiones. De acuerdo con ello y admitiendo cierto grado de arbitrismo, pueden considerarse como manifestaciones del mismo algunas posiciones como las siguientes: 2.2.1. Manifestaciones críticas sobre el origen del Derecho en el capitalismo En lo que se refiere a lo que antes se incluía en la problemática del origen, me parecen significativas aportaciones como las de la Teoría del discurso, del feminismo jurídico y el derecho de minorías. a) La Teoría del discurso toma su nombre de la lingüística, por lo que el discurso, en relación con lo que en ese ámbito significa, se entiende como «el proceso social de producción de sentidos»5. Tiene importancia subrayar esto porque apunta ya a un entendimiento del lenguaje no neutral, es decir, más que como la «expresión de un estado de cosas» (Chomsky) a considerar que es «intervencionista» (Deleuze) o, en la terminología de la filosofía del lenguaje, «performativo», lo que, naturalmente, se proyecta, cuando se utiliza esta categoría, en el campo del Derecho. En este orden de cosas, el discurso jurídico, «la producción de sentidos» en el Derecho, se entiende que comprende tres niveles de producción: el que configura la realidad jurídica positiva vigente, formado por las normas, sentencias y relaciones jurídicas negociales y que es el «producto» de los órganos y sujetos autorizados para «actuar» en el Derecho (ius dicere, ius dare); el doctrinal, «producido» por la práctica teórica de los juristas, y, finalmente, el «producido» por los usuarios, un cierto «imaginario social» o simbólico del Derecho formado a través de un permanente juego de creencias o ficciones. A partir de aquí se establece lo siguiente: de un lado, que el discurso jurídico es, a su vez, un «producto» de interrelaciones, de mezcla, influencia y condicionamientos de otros discursos (económico, social, ideológico, etc.) por lo que su comprensión exige la consideración de estos otros elementos externos al mismo que provienen del conjunto de la problemática (el conflicto) de una sociedad en un momento determinado. De otro, que el discurso jurídico es —en todo caso— el discurso del poder (económico y político) no solo porque son las normas las que atribuyen —legitiman— los
5. C. M.ª Cárcova, Derecho, Política y Magistratura, Biblos, Buenos Aires, 1996.
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poderes o establecen quiénes son y cómo se configuran los sujetos de derecho, sino porque el propio proceso de producción del discurso jurídico consiste en la manifestación y expresión de los lugares de la «trama del Poder», de manera que las reglas de producción del discurso jurídico son «reglas de designación», en cuanto individualizan quiénes tienen la facultad del ius dicere (se entiende así que la Norma Fundamental de Kelsen o la regla de reconocimiento de Hart, definen aquellas «expresiones» que integran válidamente el Derecho por vía de la designación de quienes pueden emitirlas; son, pues, reglas de designación). Por todo ello puede decirse que la Teoría del discurso —en los aspectos que aquí se tienen en cuenta— puede remitirse, si bien con caracteres propios, al origen, al control y, en definitiva, a la temática de las fuentes del Derecho y contribuye a desmitificar la tesis convencional de que esa temática es una de las cuestiones «puramente jurídicas» que demandaba una «pureza metódica», cuando ocurre justamente lo contrario: es una de las expresiones paradigmáticas de la articulación sociopolítica y jurídica y un parámetro claro de democracia, participación y pluralismo6. b) La denominación de feminismo jurídico se utiliza porque se la relaciona con, y más precisamente, se deriva de, el feminismo entendido como Teoría crítica de la sociedad capitalista en el sentido siguiente: se parte de que ciertamente el patriarcalismo no surge con el capitalismo pero que, de una parte, el capitalismo es —también— la forma actual del patriarcalismo y, de otra, que con el capitalismo, el patriarcalismo ha alcanzado su plenitud y su máxima consolidación, porque, a diferencia de los modos de producción anteriores en los que se situaba en los ámbitos superestructurales de tradiciones, culturas, religiones, etc., en el capitalismo se ha insertado en las relaciones de producción. Porque el trabajo, convertido en el capitalismo en «trabajo abstracto» (en cuanto se convierte en valor abstracto a través de la mercancía), productor de plusvalía, es decir, de capital, surge con el capitalismo y es a partir de esa configuración determinante para el intercambio como se articulan las relaciones sociales. Y en estas relaciones sociales se incluye la de hombre-mujer, ya que, en la medida en la que ese trabajo abstracto se convierte en fundamental para el sistema productivo y lo desarrolla, protagoniza y se vincula al hombre, se establece una separación jerarquizada hombre-mujer con una definición de roles sobre contenidos y bases específicos. 6. C. de Cabo, «Las fuentes del Derecho. Apunte sistemático», en Estudios de Derecho público en homenaje al profesor J. J. Ruiz Rico, vol. I, Tecnos, Madrid, 1997.
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Esta configuración de la sociedad se traslada al Derecho que a partir de esos supuestos se caracteriza por su construcción claramente androcentrista. De ahí que el feminismo jurídico implique una profunda revisión crítica de las categorías fundamentales, empezando por la que es clave en todo este proceso como es la de «sujeto de derecho». Y es que se puede decir que todos aquellos supuestos sociales se condensan jurídicamente en esa categoría, en cuanto es solo el hombre el que la ha incorporado en su plenitud, mientras que la mujer o no se ha configurado como «sujeto de derecho» para una serie de relaciones jurídicas o lo es con limitaciones (desde las relaciones paterno-filiales, a la emancipación, a las matrimoniales, al intercambio socioeconómico o en materia penal) y lo mismo sucede en el ámbito de lo público (recluyéndose a la mujer en el privado —doméstico— incluido el de «cuidados» y su relación compleja con lo «común», a lo que se aludirá después, con un trabajo de valoración bien distinta que el abstracto del intercambio) apareciendo como uno de los exponentes más claros de lo que, jurídicoconstitucionalmente, son los «sujetos débiles». A partir de lo anterior, puede entenderse que «la mujer» es todavía un «género», es decir, un proceso histórico y cultural en construcción. De ahí que haya que tomar con cautela relativista algunas de las «características» que se entiende que forman parte de la «naturaleza» de la mujer y que tienen relieve jurídico. Se afirma así que lo propio de la concepción masculina y dominante de los derechos es la de la separación individualizada entre ellos como manifestación del «desvínculo» (Galeano) que predomina en el hombre entre sentimiento y razón, ideas y realidad, etc., mientras que la concepción femenina de los derechos es la de relación y búsqueda de la complementariedad; igualmente, cuando se afirma que la perspectiva masculina del Derecho es la dogmática (los derechos derivan de las normas) mientras que la femenina es material (los derechos derivan de la justicia); incluso cuando desde un punto de vista más general se señalan incompatibilidades entre mujer y mercado o mujer-empresa porque, se dice, la «condición femenina» no es agresiva ni competitiva. Y es que se trata de aspectos que —al margen de la valoración que puedan merecer— han surgido en un proceso histórico de dominación en el que la mujer ha tratado de construir su propia identidad «bajo condiciones», también en el Derecho, al que el feminismo entiende como instrumento de articulación de ese sistema patriarcal y de configuración del «género» (entendido como construcción histórica, cultural y social a diferencia del concepto biológico de sexo). Y aquí está la cuestión fundamental: que el feminismo jurídico radical entiende que debe luchar «contra su propia identidad», es decir, por una sociedad en 48
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la que no sea necesaria la «identidad» mujer (como tampoco la identidad trabajador, negro o extranjero). Otra cosa es que desde el punto de vista de las necesidades inmediatas se planteen distintas estrategias en el campo del Derecho que van desde el feminismo de la igualdad y antidiscriminatorio que posibilite la integración progresiva de la mujer en el universo jurídico actual7, al de la diferencia8 que reivindica un «Derecho de la mujer» que abarque a las distintas ramas del Derecho público y privado junto a una revisión feminista del concepto y Teoría del Estado porque es a partir de ellos como se han configurado los contenidos «masculinos» de lo que se entiende por público y privado. La crítica feminista se completa desde aspectos que pueden parecer «formales», como los del lenguaje en general y el jurídico en particular (con especial dureza hacia algunas manifestaciones concretas de la Teoría del discurso) pero que son eficaces transmisores de la ideología y del poder estatal-patriarcal. c) Aunque no se trata propiamente de «pensamiento» crítico-jurídico, en cuanto es una práctica jurídica crítica (en realidad Derecho positivo) si bien destinada, sobre todo en algunos supuestos, a tener un desarrollo relevante, debe mencionarse aquí lo que genéricamente cabe llamar derecho de minorías. Se incluyen tipos jurídicos tan distintos como el Derecho de las comunidades o de los pueblos indígenas, el «Derecho de los guetos» (que comenzó a tener visibilidad desde la decisiva investigación de Boaventura de Sousa sobre la favela brasileña y su llamado «o dereito achado na rua») o el que se genera en los grupos y movimientos sociales que intentan configurarse como espacios extrasistema. Aunque tienen muy poco que ver ni social ni vitalmente, a un alto nivel de abstracción, se puede señalar que se trata de un Derecho no escrito (pero la calificación por ello de primitivismo que podría seguirse no es generalizable como puede advertirse en el caso de los movimientos sociales tan ligados a algo tan poco primitivo como es internet), pero en el que lo más destacado es el protagonismo del grupo como característica común y que se manifiesta en la creación colectiva del Derecho (en el caso de comunidades así como de movimientos sociales, la participación ni siquiera es individual, a través del voto y, por tanto, como en todo su funcionamiento, fuera de la idea de mayoría-minoría, sino del acuerdo 7. Son básicos en la materia los estudios de M. L. Balaguer, Mujer y Constitución, Cátedra, Madrid, 2005; Igualdad y Constitución española, Tecnos, Madrid, 2010. 8. A. Facio y L. Fries (comp. y selección), Género y Derecho, La Morada, Santiago de Chile, 1999; A. Facio, «Hacia otra teoría crítica del Derecho», en Íd.
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de la asamblea como requisito necesario, de manera que cuando no hay tal se aplaza o rechaza la propuesta, lo que no suele ocurrir); asimismo, es característico el predominio del ámbito del Derecho objetivo, de las normas, sobre el subjetivo, el de los derechos, e, igualmente —como se deduce de lo anterior—, el predominio de lo colectivo y de lo común (más que de lo público) sobre lo particular (más que privado); y, con carácter general, todo este Derecho está presidido por el principio de la protección y seguridad del grupo, de manera que se configura en buena medida como un mecanismo de defensa y su primera traducción jurídica es la categoría de «sujeto colectivo de derechos». Finalmente, desde el punto de vista de lo que puede considerarse como «ordenamiento jurídico», es característico organizarse más en torno al principio de competencia que al de jerarquía. Desde estos supuestos, el conflicto (su contenido «crítico») con el Derecho mayoritario está planteado y especialmente la relación entre ambos así como la forma de resolver las contradicciones, sin que se inclinen, como hasta ahora ocurre (incluso en las Constituciones más avanzadas en la materia como son algunas latinoamericanas respecto del Derecho indígena), por la superioridad del mayoritario y de sus valores que siguen siendo los «europeos», los de la «cultura occidental»; aunque literalmente se podría incluir aquí en cuanto problemática de un cierto «Derecho de minorías» el conflicto que se está dando en las sociedades actuales a consecuencia de lo que se llama el multiculturalismo, tiene otro carácter, intrasistema. 2.2.2. Manifestaciones críticas sobre la función del Derecho en el capitalismo En lo que se refiere a lo que antes se indicaba que era la otra cuestión de la problemática del Derecho en las sociedades capitalistas como era la función que desempeña por su forma y contenido, son especialmente relevantes las aportaciones de la Teoría crítica del Derecho, las del Uso alternativo y, con las matizaciones que luego se harán, la de los «Estudios jurídicos críticos» (Critical Legal Studies). a) La Teoría crítica del Derecho se sitúa originalmente en Francia y comprende un grupo de autores que se agrupan inicialmente en torno a la (revista) Association Critique du Droit. A veces se ha considerado un reflejo tardío de los movimientos de Mayo del 68 en el campo jurídico9. 9. La obra de Michel Miaille Une introduction critique du droit, que aparece en 1976, se ha considerado su iniciadora.
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Solo indirectamente puede aceptarse esta hipótesis como consecuencia de la dinámica (más bien negativa) que generó ya que en absoluto puede establecerse relación directa entre ellos. La consistencia, profundidad y radicalidad de los supuestos de esta teoría crítica son ajenos a los de Mayo del 68. Se trata de construir un paradigma teórico sobre el Derecho a partir de elaboraciones y metodología marxistas, pero no en el sentido de pretender una teoría marxista del Derecho (en el sentido de la que se hacía en la Rusia soviética con los intentos mencionados antes de Stucka o Pashukhanis) sino de utilizar las categorías marxistas para comprender la naturaleza y el papel del Derecho (burgués). Se entiende así que la sociedad capitalista es esencialmente jurídica, en cuanto el Derecho no solo es una mediación específica sino necesaria de las relaciones de producción, de manera que no solo traduce o expresa las características del sistema socioeconómico, sino que es una exigencia de este en cuanto lo necesita como medio de reproducción. Se manifiesta así el carácter «activo» del Derecho, su relevancia en el capitalismo y, por tanto, la importancia también que adquiere el método de tratamiento. A partir de aquí, de manera más concreta, se considera que el sentido del Derecho en las sociedades capitalistas se explica a partir de tres hipótesis básicas: 1) Pese a que las formas e instancias jurídicas se explican a partir de las condiciones materiales de desarrollo de la vida social, precisamente por la complejidad de los condicionamientos que intervienen, el Derecho termina teniendo una especificidad propia que se manifiesta en que posee una «autonomía relativa». 2) Que, a partir de ella, de esa autonomía relativa, el Derecho interviene en la configuración, funcionamiento y reproducción de las relaciones de producción. 3) El Derecho «representa» a esas relaciones sociales aunque de manera deformada, en este sentido, ideologizada (por ello, aunque en un contexto diferente se incluye en esta corriente aportaciones como la de M. Tigar y M. Levy, El Derecho en el ascenso del capitalismo). Desde estos planteamientos se aborda el análisis de las categorías jurídicas. Por consiguiente, la característica de esta «teoría crítica» es que, a diferencia de otras corrientes críticas que se sitúan en el sociologismo jurídico y prescinden del saber e instrumental jurídico que permanece intacto, la teoría crítica, al convertirlos en su objetivo, plantea la crítica en ese ámbito, es decir, no en el exterior sino en el interior del Derecho. Sin embargo, esta teoría crítica no ha tenido la consideración que merece: de un lado por el proyecto que contiene, su nivel teórico, ca51
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pacidad explicativa y propuesta metodológica; de otro porque la constatación que se hace de esa autonomía relativa del Derecho posibilita la apertura, a partir de ella, de actuaciones e intervenciones «beligerantes»; y, sobre todo, porque representa uno de los pocos intentos de reconstrucción de las categorías jurídicas, planteando una lucha reivindicativa frente a su apropiación por el sistema dominante. b) Las diferentes posiciones que pueden incluirse bajo la expresión uso alternativo del Derecho tienen en común la crítica a la posición y tradición jurídica liberal que, mediante sus construcciones positivistas y a través de la «pureza metódica», presentan este tratamiento del Derecho como indiscutible y legitimador en cuanto construcción científica y, por tanto, neutral. Frente a ello se sostiene: 1) Que el derecho es una forma política, resultado y expresión en último término de la lucha de clases, en la que se registran tanto la voluntad e intereses de la clase dominante como las conquistas sociales históricamente conseguidas. 2) Que, en consecuencia, el operador jurídico, en cuanto actúa con y sobre esa forma política, actúa, necesariamente, políticamente y no cabe la neutralidad. 3) La actitud prevalente del operador jurídico ha sido conformar esa actividad (política) de acuerdo con el orden dominante, pero también es posible —y por eso el operador jurídico es siempre políticamente responsable— interpretar y aplicar el Derecho desde la perspectiva de las clases dominadas —de las que también puede encontrarse su huella, sus luchas y conquistas en el Derecho como se decía antes— y que como son la mayoría social cabe decir que el uso alternativo supone trasladar ese principio democrático —el de la mayoría social— al Derecho. Es decir, que el Derecho puede entenderse y aplicarse de forma «alternativa» porque aloja en su seno la «totalidad social» y, también, por tanto, la contradicción propia de las sociedades de clase10. La corriente del uso alternativo tuvo también un destacado sesgo constitucional al implicar —como presupuesto para el desarrollo de su proyecto— una revalorización de la Constitución en la actuación judicial frente a la legalidad ordinaria, a diferencia de la tendencia general. 10. El texto base es el de P. Barcellona (ed.), L’uso alternativo del Diritto, Laterza, Bari, 1973. En España la corriente tuvo una importante representación en los trabajos de P. Andrés, N. López Calera y M. Saavedra (Sobre el uso alternativo del Derecho, Torres Editor, Valencia, 1978).
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Por eso resulta llamativo que, dado que la Constitución de la que parten es la Constitución del Estado social en la que la contradicción (capital-trabajo) no ya es que «aparezca» sino que es su fundamento y significado primero, la corriente no conecte con la problemática del constitucionalismo del Estado social que es precisamente donde más apoyo encontrarían sus supuestos básicos. Probablemente esta cuestión se relaciona con la especificidad de la corriente que aunque sin duda con un alto fundamento teórico, se proyectaba, sobre todo, hacia la operatividad jurídica. c) La otra posición a la que, con algunas reservas, se aludía con anterioridad, es la de Critical Legal Studies o, como se conoce habitualmente, Estudios jurídicos críticos. A veces se la ha relacionado con la del uso alternativo, considerándola algo así como su expresión americana. Aunque con mucha menos base teórica y carga política, tiene el interés y el valor de surgir en un espacio jurídico tan poco propicio a las actitudes críticas al sistema, aunque sea más en la forma empírica que teórica como es propio en general de la cultura anglosajona. Por eso, la única propuesta de carácter general que ni siquiera es expresa pero podría deducirse de la actitud de sus «practicantes» (más que teóricos) es la siguiente: dada la característica indeterminación de los enunciados y de los contenidos normativos y, en consecuencia, de la diversidad posible de opciones que caben en ellos, existe siempre, en la aplicación del Derecho, una posibilidad de elección y búsqueda de una solución más ética, progresiva y transformadora que las demás. El método es, pues, casuístico, se procede caso por caso y así se plantea también académicamente su enseñanza (D. Kennedy, R. W. Gordon). Pese a ello, su empirismo sistemático termina denunciando con claridad la falsedad de las categorías clásicas (por ejemplo, la igualdad y libertad en la contratación11). Aunque tampoco puede incluirse propiamente en la perspectiva que aquí se considera, cabe citar, por el meritorio esfuerzo que ha supuesto —sobre todo en materia de defensa de los derechos humanos— lo que se ha llamado en América Latina (con una específica manifestación y valor en Colombia) el Derecho jurisprudencial, que aunque apenas ha trascendido el ámbito garantista, en ese medio ha resultado transformador y por tanto, en ese marco, crítico.
11. Una consideración más amplia de esta cuestión se encuentra en C. de Cabo, Dialéctica del sujeto, dialéctica de la Constitución, Trotta, Madrid, 2010, pp. 42 ss.
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2.3. Notas definitorias del pensamiento crítico-jurídico A partir de todo lo anterior cabe señalar que, aunque con su peculiaridad, en el pensamiento crítico-jurídico se encuentran y con carácter definitorio también aquellas notas propias del pensamiento crítico: 1) Ser el Derecho del conflicto. En distintas formas según los distintos enfoques, las diferentes posiciones expuestas ponen el acento en el conflicto (básicamente el socioeconómico de manera directa, pero también a través de otras aproximaciones como la del poder y la dominación en diferentes formas tal como lo plantean tanto la Teoría del discurso como el feminismo jurídico) respecto del que toman partido, presentándose claramente como «Derecho de parte». 2) Al explicar el origen y función del Derecho en las sociedades capitalistas, rompen también la «apariencia», contribuyen a la «autoconciencia» social, de importancia especial en este ámbito, en cuanto precisamente el Derecho es uno de los mecanismos básicos de legitimación, de un lado, y de ocultamiento, de opacidad de la realidad —desigual y conflictiva en lo real e igual y coherente en el Derecho—, de otro. 3) Asimismo, supone un desbloqueo de la razón jurídica, presa del positivismo jurídico con todas sus implicaciones. En relación con esta última nota cabe señalar que —respecto a la temática aquí tratada— quedan por resolver estas dos cuestiones: 1) Construir una dogmática que no sea estrictamente endógena, intrasistema, como es la que se construye a partir de un determinado entendimiento del Derecho que, a través de la «pureza metódica» y «construcciones lógicas», la convierten en técnicamente indiscutible y, finalmente, neutral o con escasa capacidad crítica. Porque, aunque en el procedimiento argumentativo se trate de «los valores», son siempre los positivizados y, por tanto, es muy difícil que la construcción dogmática (aunque siempre caben diferencias) sea contradictoria. Probablemente una de las claves puede estar precisamente en ese «entendimiento del Derecho», como base de partida, lo que se relaciona con la cuestión siguiente. 2) El pensamiento crítico-jurídico se encuentra ante una doble problemática que puede generarle posiciones de ambigüedad o contradicción: De una parte, resulta obligado que un pensamiento crítico-jurídico denuncie el pseudoderecho que está surgiendo a través de mecanismos de «coordinación», «orientación», «recomendación», así como una serie de pseudonormas procedentes de órganos sin funciones definidas, fuera de los principios de jerarquía y competencia, de mecanismos de control y de difusa obligatoriedad a la vez que la utilización progresi54
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va de formas privadas indefinidas pero impuestas que desplazan el garantismo del Derecho público. Es decir, el pensamiento crítico delata ese falso derecho (que surge sobre todo con la globalización jurídica y otros espacios regionales como el europeo) en nombre de una serie de supuestos básicos del Derecho clásico, del esquema formal del Estado de Derecho, cuya función, por otra parte, como mecanismo de seguridad y legitimación del sistema, denuncia. De otra, el pensamiento crítico-jurídico tiene que admitir en nombre de un pluralismo jurídico pleno otras formas de Derecho surgidas de fuentes no convencionales, sin vigencia de principios o con un entendimiento muy distinto de estos como son los de jerarquía y competencia, indefinición público-privado y procedimientos mucho menos formales de elaboración y reforma como es el Derecho que empieza a surgir en lo que comienza a aparecer como «espacios extrasistema». Una de las claves para resolver estas situaciones es atribuir un papel decisivo en todos los procesos al principio democrático, radicalmente exigido y seguido con todas sus implicaciones. Es lo que puede suministrar el garantismo adecuado frente al que pretende ofrecer la pura racionalidad técnico-jurídica.
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IV PENSAMIENTO CRÍTICO JURÍDICO-CONSTITUCIONAL: PROPUESTA DE UN CONSTITUCIONALISMO CRÍTICO
1. Cuestiones previas
1.1. El lenguaje del conflicto Se utiliza la expresión «constitucionalismo crítico» por su capacidad referencial, aunque el término «constitucionalismo» en sentido estricto remite al complejo fenómeno histórico constitucional bien distinto de los delimitados ámbitos del Derecho constitucional y de la Teoría de la Constitución, con los que, por otra parte, se relaciona. En realidad, en esa cuestión que, seguramente, desde una consideración general puede entenderse como mínima, se está ya planteando otra de más relieve como es la del lenguaje que debe servir de base a un intento crítico con vocación de intervención social como el que aquí se propone. Este intento es, por otra parte, propio del intelectual, que, en su sentido más definitorio, es el de «divulgador». Es lo que le distingue de quien es (solo) «sabio», «científico» o «erudito». Es también, en buena medida, lo que en el orden de la cultura distingue al feudalismo, con la concepción del conocimiento y de la cultura como «atesoramiento» (la imagen hermética del monasterio, separado, alejado de la ciudad es, quizás, su «representación» plástica más clara junto a su carácter «real» estamental), pero, sobre todo, hay que tener en cuenta que el lenguaje que le es propio —el latín— es su «guardián» y opera más que como vehículo de comunicación, de segregación, de dominación y de ocultamiento de la «Modernidad». El paso por parte de los autores franceses del siglo xviii del latín al francés, obviamente más conocido, tiene este significado divulgador. Según lo que se dijo antes sobre la Ilustración. Un pensamiento crítico nunca puede ser un pensamiento oscuro, no ya por la siempre aconsejable claridad expositiva, sino por algo más 57
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profundo, estructural, connatural a él mismo, en cuanto es un «pensamiento del conflicto» y, por tanto, tiene que configurarse como elemento apto para influir en él y por tanto con capacidad para proyectarse socialmente de la manera más amplia posible. En consecuencia, el lenguaje es fundamental en cuanto no se trata de utilizar, según se dijo antes, un lenguaje «como representativo» de una realidad o de «un estado de cosas» (en el sentido en que lo expone Chomsky) sino más bien como elemento adecuado para «intervenir en la realidad» (en el sentido de Deleuze). Y esta proyección y capacidad de enraizamiento social será, a su vez, la prueba de que se ha configurado como pensamiento (constitucional) crítico en cuanto ha conseguido insertarse en el conflicto1. Y es que en el ámbito constitucional la referencia al conflicto es especialmente adecuada, pues, cabe afirmar, que, de forma más o menos explícita según la fase histórica, el constitucionalismo y las Constituciones lo han sido siempre del conflicto en el sentido de que no solo lo han recogido en una u otra forma sino que, en buena medida, se configuran y se explican basándose en él2. Finalmente, hay que indicar que estas exigencias del lenguaje referidas al constitucionalismo crítico son el instrumento adecuado para eludir las «condiciones materiales de producción» del constitucionalismo más tradicional y dominante, como son —y se utilizan esto términos como referencia simbólica del conjunto de elementos complejos que hay detrás de cada uno—, de un lado, «la Academia» y, de otro, «el Mercado», a los que de otro modo no es fácil evitar. Es ese tipo de lenguaje convertido en sí mismo en un objetivo intelectual (de contenido político, debe reiterarse) el que puede configurar el constitucionalismo crítico más como escuela que como vanguardia, no en el sentido de pedagogía sino de abierta y clara práctica teórica y social. A todo lo que se ha dicho «positivamente», en el sentido de favorecer la clarificación, comprensión y conciencia del conflicto y, consecuentemente su difusión, debe unirse la consideración «negativa» en el sentido de contrarrestar el intento de las fuerzas dominantes y gestoras de la actual crisis en oscurecerlo a través también del lenguaje, con un tratamiento y expresión pretendidamente «científico-técnico» ininteligible para el ciudadano al que se expulsa del debate y por supuesto de la decisión. Un capítulo más de la característica y necesaria opacidad del capitalismo y 1. Tampoco, desde la perspectiva que se mantiene, tiene cabida el «constitucionalismo popular» aunque se aprecien y valoren sus propuestas. 2. Mostrarlo es el objetivo del libro antes citado Dialéctica del sujeto, dialéctica de la Constitución, Trotta, Madrid, 2010.
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del lenguaje como escenario de lucha, pero que, en este momento histórico, adquiere especial relevancia por lo que hay que plantearla en todas sus posibilidades incluida la de la «legitimación científico-técnica». 1.2. Objeciones (anticipadas) a la propuesta Interesa, no obstante, dejar aquí constancia de las dificultades y objeciones que se hacen al pensamiento crítico en general y al jurídico constitucional en particular para configurarse como tal respecto del conflicto en las sociedades capitalistas (y sin que se considere que las respuestas que se dan las «rebata» o anule definitivamente al estilo de las viejas y no tan viejas Disputationes). 1) En primer término, debe recordarse la objeción «clásica» que está presente desde los momentos iniciales del pensamiento crítico (en los orígenes del marxismo) y que se acentuó después por quienes combatían a la antes considerada Teoría crítica o Escuela de Fráncfort. Se sostiene así que desde la misma concepción materialista de la historia debe admitirse que toda forma de dominación genera necesariamente su propia resistencia y, por tanto, sobran las construcciones teóricas cuyas pretensiones críticas vayan destinadas a la «transformación social», pues el «impulso transformador» procede siempre de la realidad y no de la teoría. Aunque formulada así en la actualidad nadie la suscribiría, lo cierto es que de forma velada o indirecta está presente en medios representativos de la «Modernidad» teórica y jurídica. Por eso debe tenerse en cuenta y seguir respondiendo también desde las formas «clásicas» (recordar por qué la rebelión de Espartaco nunca pudo llegar a cuestionar el modo de producción esclavista o la reflexión de Lenin sobre los espontaneísmos y, en definitiva, toda la argumentación que hay detrás de la posición que señala como la «crítica de las armas» necesita las «armas de la crítica»), así como recordar lo que antes se dijo del pensamiento crítico sobre el desbloqueo de la razón, la falsa conciencia y, más contundentemente —desde la metodología que se sigue del modo de producción—, la base material del Derecho y su interrelación con los demás elementos del mismo, de manera que la separación teoría y realidad de que se parte solo muy matizadamente cabe hacerla, pues la «teoría» —esta teoría tal como aquí se concibe— es también realidad. A lo que se podría añadir las críticas que merece el «estructuralismo» u objetivismo total que incluye la posición de referencia y que, en último término, se trata de una postura rígidamente mecanicista. Lo que no obsta para que se pueda reconocer la utilidad de la advertencia que incluye acerca de los caracteres y límites propios de la teoría. 59
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2) Más próximas y directas son las objeciones a un posible constitucionalismo crítico como el que aquí se propugna, que se hacen en el «interior del constitucionalismo», es decir, las que se basan en los necesarios límites que implica su «naturaleza». Una de ellas es la que parte de que el capitalismo produce dos tipos de efectos: la desigualdad y la exclusión. La desigualdad, los «desiguales», forman parte del «orden social», están integrados en él. Y no solo eso sino que son necesarios al mismo, de manera que, además de ser un resultado inevitable, son también una exigencia de su funcionamiento (partiendo de la desigualdad primera y paradigmática capital-trabajo). La exclusión, sin embargo, significa estar fuera de ese orden, es la expulsión de ese orden en cuanto los excluidos son un resultado de su funcionamiento pero no son necesarios (ni como desiguales, inferiores o explotados) porque son, estrictamente, el «desecho» del sistema. A partir de estos supuestos se sostiene que el constitucionalismo lo es para el «orden social», es decir, integra a los desiguales que forman parte de ese orden en cuanto la Constitución trata, de una u otra manera, de integrar el conflicto del que los desiguales forman parte y, por esa razón, la Constitución arbitra mecanismos (más o menos formales o eficaces pero eso ya es otra cuestión) para tratar de corregir esa desigualdad. Sin embargo, la exclusión, los excluidos, en cuanto están fuera de ese orden al que se dirige, contiene y expresa la Constitución, quedan también fuera de ese constitucionalismo. El argumento tiene solidez y es aplicable en el marco del constitucionalismo convencional y se integraría en la cuestión más general de que un instrumento (como ese constitucionalismo) configurado para mantener la hegemonía no puede convertirse en contrahegemónico. Pero también es de una artificialidad ideológica bastante simple, en cuanto, si bien ese ha sido el carácter del constitucionalismo histórico, no es una necesidad histórica que la Constitución sea el trasunto jurídico político de un determinado orden social y no un mecanismo para contribuir a configurar otro, que precisamente se apoye (a través de las potencialidades del principio democrático) en supuestos distintos. Y esta no es una hipótesis gratuita o teórica sino que está ya en la práctica constitucional del constitucionalismo del Sur. En concreto, el sistema constitucional actual de Venezuela se ha definido precisamente por eso: frente a lo que antes se decía de la Constitución integradora del orden social jerárquico, del de la desigualdad, del que quedaban fuera «los excluidos», se trata de que los excluidos en el anterior sistema constitucional son ahora la base de la Constitución configurada precisamente como 60
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medio para transformar y en su caso «excluir» el anterior orden jerárquico y social3. 3) Una tercera posición entiende que un constitucionalismo crítico solo puede serlo de una manera muy limitada. Se apoya en lo que inicialmente se presenta como paradójico: porque la crítica que debe y puede hacerse al constitucionalismo convencional es muy radical, la propuesta subsiguiente de un constitucionalismo crítico tiene que ser moderada. La crítica inicial al constitucionalismo convencional e histórico es radical porque tiene que entenderse que la vinculación entre capitalismo y Constitución es interdependiente hasta el punto de que el Estado constitucional, el Estado de Derecho se ha convertido en su «rehén» (según la expresión de Preuss4). La construcción de la jurisprudencia alemana que declara a los derechos fundamentales elementos de un orden objetivo de valores expresaría, para quien sostiene esta posición, esa vinculación que convierte el sistema constitucional en el contenido garantista de las exigencias de funcionamiento del orden capitalista. Pero si esto es así, si la coherencia e integración entre capitalismo y Constitución es completa, quiere decirse también que la propuesta de un constitucionalismo crítico tiene que ser moderada en cuanto esa vinculación y correspondencia impiden una conceptualización jurídico-constitucional alternativa, ajena a relaciones sociales que no sean las que tienen lugar en el seno de la producción capitalista. De acuerdo con ello, solo cabrían —se afirma— objetivos modestos, como identificar primero aquellos elementos de la Constitución que pueden abrir vías de transformación y, tras ello, desarrollar fórmulas que posibiliten su utilización social y, en todo caso, defenderlos. La observación es pertinente, pero, aun así, los objetivos que se proponen no son nada modestos. No obstante hay que tener en cuenta que, según la postura que se mantiene y se desarrollará después, las categorías jurídico-constitucionales, en cuanto, no ya es que expresen o contengan sino que «son» el conflicto en ese ámbito, su crítica es también la crítica de esa base material. Es la diferencia respecto de la posición convencional que consiste precisamente en la separación entre Derecho y realidad. De todas formas hay que indicar que la postura que se mantiene se considera estrictamente jurídica, de manera que el entendimiento del 3. G. Vattimo llama a ese proceso «comunismo hermenéutico», Comunismo hermenéutico, Herder, Barcelona, 2012; C. M.ª Carcova, «Teorías jurídicas alternativas», en Derecho, Política y Magistratura, Biblios, Buenos Aires, 1996. 4. U. K. Preuss, «Sul contenuto de classe de la Teoria tedesca dello stato de Diritto», en P. Barcellona, L’uso alternativo del Diritto, Laterza, Bari, 1973.
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Derecho que se propone no se difiere a un más o menos incierto sociologismo, porque —además de que se deduce de lo anterior—, si no fuera así, las categorías jurídicas quedarían intocadas y, por tanto, seguirían a disposición de los poderes y enfoques tradicionales5. 2. Hipótesis de que se parte
Para, basado en lo anterior, plantear un «pensamiento crítico jurídicoconstitucional», se parte de una hipótesis material que sintéticamente puede formularse así: el capitalismo actual ha generado una capacidad expansiva nueva, sin límites, de tal forma que esa lógica, la lógica económica (la lógica del capital), ha invadido ámbitos que van mucho más allá de los estrictamente económicos, de tal manera que no solo existe el capitalismo económico sino otros como el científico, cultural, jurídico o jurídicoconstitucional. Apenas es posible separar espacios puramente económicos de los que hasta ahora no se consideraban tales, de manera que se está en vías de que prácticamente la totalidad de los aspectos significativos de la existencia del hombre, la propia vida, sea una realidad económica. Y como además el capital está en condiciones de apropiarse productivamente (en cuanto trabajo inmaterial) del llamado general intelect («conocimiento conocido» y expandido colectiva y socialmente por la sociedad en su conjunto, dadas las características de lo que puede denominarse la razón comunicativa actual) se configura con carácter progresivamente acentuado lo que se conoce como la «subsunción real» de la sociedad en el capital. El capital, pues, lo invade todo, pero porque lo necesita todo. Es su necesidad estructural producir y en realidad «ser» esa dinámica. Y es que el capitalismo es «inestable»6 por «naturaleza» y esa inestabilidad le lleva necesariamente a la búsqueda de la estabilidad. La inestabilidad procede de que está basado en el desequilibrio, en la desigualdad, en la diferencia, que son generadores de conflictos y, por consiguiente, su propia subsistencia consiste en neutralizarlos y esto de manera permanente al no poder nunca superar (sería su destrucción) aquellos supuestos en los que se basa. Pero, además de invadirlo todo, el capital lo sobredetermina todo, se apodera de esos ámbitos, de sus elementos materiales, pero también de sus conceptos y categorías y los funcionaliza, los convierte en medios adecuados a su continua producción y reproducción como sistema social. Se puede decir —aunque implique alguna inapropiada ironía— que 5. Chr. Courtis (comp.), Desde otra mirada, Eudeba, Buenos Aires, 2001. 6. S. Žižek, «Un gesto leninista hoy», en VV.AA., Lenin reactivado, Akal, Madrid, 2010.
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está muy cerca de conseguir lo que en algunos campos de la ciencia (particularmente la Física) se consideraría un hallazgo definitivo: su «unificación» explicativa mediante una sola ley. Pues el capitalismo está muy cerca de conseguir lo que sin duda está en su proyecto: que toda acción humana se produzca y explique a partir de la relación coste-beneficio7. Por eso, ante este pantocapitalismo puede afirmarse que, en la actualidad, no es posible mantener una actitud crítica en cualquier ámbito, si antes no se expone claramente la posición ante él. Pero el análisis de la coyuntura actual debe incluir la circunstancia de que esa expansión del capitalismo no se hace exclusivamente por vías mercantiles, es decir, mediante una ampliación progresiva y «natural» del mercado en función de sus propias virtualidades, sino que cuenta con unos factores de otra naturaleza aunque el resultado final sea también la potenciación del mercado. Entre esos factores —y aun con el relativismo que implica siempre la interrelación compleja entre los distintos elementos que componen ese modo de producción— los hay externos e internos al funcionamiento del capitalismo. Entre los externos están los siguientes: 1) Se ha producido la precondición favorable de que el capitalismo en esta fase histórica se ha podido desarrollar y expandir sin los límites y condicionamientos que hubieran podido representar unas fuerzas contrarias consistentes que fueran formadoras de una alternativa posible. La desaparición de los regímenes del «socialismo real» y especialmente la Unión Soviética, así como la —no completamente ajena a lo anterior— debilidad organizativa y combativa de las fuerzas del trabajo en su estructura clásica, junto a la dispersión y fragmentación de potenciales actores nuevos, han conducido a un capitalismo sin «enemigos», en condiciones óptimas para desenvolverse y realizar la «utopía liberal capitalista». Se desarrolla así el capitalismo no solo en un ámbito de «libertad material» sin precedentes, sino de lo que puede llamarse «libertad moral» en cuanto se presenta con una nueva e indiscutible legitimación: es el vencedor también indiscutible y legítimo de la historia, el único capaz de encarnarla, además de que, al no existir ningún otro sistema, no existe ningún parámetro comparativo y por consiguiente aparece definitivamente (es el fin de la historia) justificado, exculpado, moral y psicológicamente. Podría decirse que desde la Reforma protestante (al hacer compatible la conquista de este mundo
7. L. Gallino, Finanzcapitalismo, Einaudi, Turín, 2011.
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y el otro y entender que el éxito en este mundo era señal de predestinación) no ha recibido el capitalismo un impulso ético como el de esta fase. De ahí que también se pueda afirmar que la situación actual, más que el fin, parece el principio de la historia (del capitalismo) cuando todavía no se había organizado el trabajo, no había aparecido el movimiento obrero ni existía tampoco ninguna fuerza contraria y, a la vez, contó con la legitimación religioso-moral como la que se acaba de señalar, además de con el apoyo del Estado, que, de acuerdo con el mercantilismo que reclamaba ese apoyo, podía y «debía» intervenir en todo aquello que tuviera lógica económica. Lo que también recuerda la expansión actual de esa lógica a la que antes se aludía. Así pues, razón de Estado económica, es decir, triunfo del maquiavelismo en este caso aplicado a la economía8. 2) La transformación del espacio físico, en el sentido de que la actual globalización capitalista, entre otros, ha producido el efecto de que ese «capitalismo mundial integrado»9 a que ha dado lugar ha invadido en este caso el espacio físico, todos los territorios económicamente explotables (desde este punto de vista se ha agotado ese aspecto del imperialismo). La importancia y efectos de esta desterritorialización, de este «cercamiento» (recogiendo el término en su significado medieval), se dejan sentir, de una parte, en su resistencia a aceptarlo, tratando de continuar esa expansión aunque sea a través de formas planetariamente suicidas como es la presión depredadora que se ejerce sobre los recursos naturales de las zonas árticas, los «pulmones» del planeta, la agricultura del tercer mundo o el agua; y, de otra, a través de la creación y configuración de mercados artificiales en materias muy sensibles. El carácter fuertemente especulativo de los mercados alimenticios o energéticos son dos ejemplos paradigmáticos. 3) En la fase actual del capitalismo, los mecanismos de dominación van más allá de los estrictamente materiales o económicos. Y no me refiero a los tradicionales mecanismos ideológicos que también han alcanzado nuevos desarrollos y perfeccionamiento, sino a los que tienen su origen en la debilidad y el miedo, consecuencias de la escasez, que siempre es un aliado del poder y de la dominación. Se trata de la situación creada a partir de la crisis económica, pero no por sus efectos di 8. C. de Cabo, Teoría histórica del Estado y del Derecho constitucional, vol. I, PPU, Barcelona, 1988. 9. F. Guattari, Plan sobre el planeta. Capitalismo mundial integrado y revoluciones moleculares, Traficantes de Sueños, Madrid, 2011.
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rectos, objetivos y, en cierta manera, inevitables, sino por los buscados. Es, como se sabe, uno de los elementos más significativos y perversos de la crisis: su utilización para abrir nuevas posibilidades de acumulación y concentración de capital, lo que se favorece con una regresión y un desarme social general, incluido el mundo de los valores (con una recuperación de los tradicionales) dirigido a estabilizar todo lo anterior y dar coherencia a la relación entre lo económico y lo no económico necesaria para el mantenimiento y reproducción del modo de producción, ya que de lo que se trata no es tanto de dar una solución o salida a la crisis y, por tanto, entender la situación como coyuntural, sino de convertir en definitiva la situación lograda en la recomposición del sistema económico-financiero. Se relaciona todo ello con lo que se conoce como «capitalismo del desastre»10, para indicar el aprovechamiento por parte del capitalismo de las catástrofes o desastres, tanto los imprevistos como los causados, no solo para la inmediata obtención de algún tipo de beneficio, sino, sobre todo, para la obtención de nuevos ámbitos de impunidad y de sometimiento ideológico-político y específicamente al mercado, prevaliéndose del shock psicosocial que producen. En el caso de la crisis actual son bien obvios sus efectos: las empresas (más allá, incluso de manera más frecuente, al margen de la crisis económica), para la disminución de costes (en primer término, salariales), recortar derechos de los trabajadores y de sus organizaciones representativas, modificaciones legales en esos ámbitos y, en otro orden, un tratamiento selectivo del ingreso y del gasto, apropiación privada de servicios públicos y aun de bienes colectivos comunes (ciencia, cultura, educación, sanidad). Se asiste, incluso, a la «privatización del Estado», en el sentido de que pasa a regirse preferentemente por la lógica económica, por la lógica del capital, de forma que, en este sentido, se introduce también en el mercado; igualmente, se asiste a una exaltación de lo privado que pasa a tener el prestigio y la legitimación de lo público pues sus categorías centrales (como empresa, mercado, banca) se presentan como prioritarias, en cuanto de ellas depende el «interés general». Al mismo tiempo se produce lo que se puede llamar una privatización del conflicto. Se quiere decir con ello que lo característico de este periodo es que las medidas destructoras del Estado social se acompañan de toda una exaltación del individuo, de la «vuelta a la responsabilidad individual» y de «la recuperación del protagonismo de la sociedad civil», ocultándose la eliminación de formas básicas de organización de la vida social fuera de 10. N. Klein, La doctrina del Shock: el capitalismo del desastre, Paidós, Barcelona, 2007.
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la lógica del mercado así como de la decisión democrática sobre bienes e intereses socioeconómicos públicos. Simultáneamente se desarrolla la ideología que antes se mencionaba que tiene como objetivo la recuperación de los valores tradicionales que cristalicen lo «conseguido» a través de la crisis y perpetúen las nuevas circunstancias de la dominación. En buena medida tiene su origen y se ajusta al esquema pseudorreligioso, al que se trata de asociar, de culpa-expiación, en cuanto se sostiene que tras haber «pecado» debe cumplirse la «penitencia». Es decir, «como se ha vivido por encima de las posibilidades» por parte de la mayoría, también es la mayoría la que debe «pagar» y regresar de nuevo al punto de partida y someterse a la nueva situación con carácter definitivo porque «nunca volverá a ser como antes de la crisis». Todo lo cual se traduce en formas de «coacción extraeconómica» cada vez más relevantes, hasta el punto de que en función de ellas se califica la situación actual como poseconomía11 en cuanto surgen relaciones que no proceden del mercado, que no son, en ese sentido, económicas, sino de dependencia, de sometimiento y de obediencia, de naturaleza propiamente servil, sin racionalidad alguna, creándose un medio social propenso a temores paralizantes, a fanatismos y pseudorrepresentaciones ante los que, por otro lado, la mínima racionalidad exige y es, en sí misma, una postura anti o extrasistema. Cabe añadir que el papel y función que han pasado a desempeñar los elementos extraeconómicos son ajenos al capitalismo como modo de producción (en el ámbito de la estructura, de la extracción de la plusvalía) en cuanto el proceso de acumulación y de mantenimiento y reproducción del mismo tiene lugar a través de mecanismos económicos (generados a partir del mercado) mientras es en los precapitalistas en los que tienen esa función (en cuanto la desigualdad entre los hombres es ideológica). De ahí la calificación de la situación actual con la expresión —en sí misma contradictoria— de capitalismo feudal. En todo caso, lo que es indudable es que esos elementos (y alguno más que se expondrá a continuación) han contribuido de manera muy eficaz a consolidar lo que se conoce como «síntesis social» (Rethel), es decir, una fuerza cohesiva de nueva consistencia, eficazmente defensiva y conservadora del «orden establecido». Por todo ello no puede decirse que las respuestas a las crisis no sean eficaces. Lo son y en grado sumo, lo que ocurre es que no se trata de 11. A. Baños, Post-economía. Hacia un capitalismo feudal, Libros del Lince, Barcelona, 2012.
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entender la solución de la crisis como la resolución de los problemas y de los perjuicios de la mayoría, sino que, en realidad, de lo que se trata con las medidas que se están tomando es de la reestructuración del sistema. Y en ese sentido están teniendo una gran eficacia. 4) Puede señalarse, finalmente, que la expansión actual del capital se ve favorecida por una circunstancia a la que se aludió antes y es que, en las sociedades actuales, tiene lugar de manera cuantitativa y cualitativamente superior el aprovechamiento privado de producciones colectivas, referidas en este caso al conocimiento, dada la importancia progresiva que adquiere la economía del conocimiento en esta fase del que, justamente por eso, se conoce como capitalismo cognitivo. Se trata de que, en realidad, la plusvalía no solo se obtiene del trabajador individual sino del «colectivo», del que se conoce como general intelect o fuerza de trabajo inmaterial y no pagada, producida y «vigente» socialmente en un nivel nuevo, en las actuales sociedades de la comunicación. La apropiación y rentabilización privada de este «patrimonio común» adquieren más relevancia no solo por la cada vez mayor exigencia de esa incorporación del conocimiento a los procesos productivos, como se apuntaba antes (la llamada economía del conocimiento), sino por su mayor productividad en la medida en que su aplicación se extiende y aumenta y, en contraste, en este caso, con la práctica gratuidad de su adquisición. Junto a esos factores externos al funcionamiento del capitalismo, se mencionaban antes los internos, entre los que destacan los que se desprenden del proceso actual de financiarización. Se hace con ello referencia a lo que se considera un crecimiento hipertrofiado (y en algunos casos parasitario) del sector financiero respecto del productivo y que ha llegado a distinguir dos capitalismos no solo con caracteres sino con valoraciones distintas (y sin duda con relaciones complejas entre sí). En cuanto a la caracterización, se puede indicar que, en el capitalismo financiero, la plusvalía en su propio sentido no existe, sino que el beneficio se obtiene a partir de la «ganancia», de la producción directa de dinero (por el dinero) por lo que, en sí mismo y aisladamente considerado (lo que no es correcto porque no es real pero esta es otra cuestión) no tiene vigencia, no funciona la ley del valor12, en cuanto ese valor no se produce a partir del trabajo (también en sentido propio, es decir comprado en el mercado) que en ese capitalismo no existiría, lográndose el que parecía un sueño imposible del capitalismo como era el de despren 12. C. Vercellone, «Crisis de la ley del valor y devenir renta de la ganancia», en VV.AA., La gran crisis de la economía global, Traficantes de Sueños, Madrid, 2009.
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derse de su viejo «enemigo», el trabajo, lo que trastoca —también en sentido propio— aspectos básicos del mercado, de sus leyes o de su carácter de «mano invisible». (Hay otro proceso cada vez más relevante en el capitalismo actual en el que también se produce la separación del beneficio del proceso productivo, es decir, también como renta o ganancia y no como plusvalía. Ocurre cuando algún capital concreto logra, por distintas razones cada vez más complejas —desde las nuevas formas monopolísticas a las que genéricamente se llaman y configuran como estratégicas—, lo que se denomina una «posición de dominio» en el mercado. Se trata de un proceso distinto del de financiarización pero confluye con él en la presión sobre el proceso productivo, trabajo y salarios). De esa caracterización se podría deducir, desde un determinado punto de vista, que es un «capitalismo bueno» si se considera que no incluye propiamente «explotación», mientras que, desde otro, sería un «capitalismo malo» por su relación negativa con el capitalismo productivo, que sería «el bueno», en cuanto, a diferencia del anterior, es el que satisface las necesidades sociales. Se da, no obstante, la contradicción de que, si bien desde la consideración valorativa el juicio predominante es este último, desde la práctica concreta de las instancias gobernantes (estatales y supraestatales) en la gestión de la crisis actual, ha sido el privilegiado, cuando, por otro lado, se coincide en su responsabilidad en el desencadenamiento de la crisis (aunque no se atribuya más que a «puntuales excesos» por defectos en la regulación). En la perspectiva en la que se mueven las consideraciones que aquí se hacen, no caben esas valoraciones, sino intentar el análisis objetivo de la situación y deducir consecuencias, que, respecto a lo que antes se indicaba sobre la compleja relación entre ambos componentes del capitalismo actual (lo que ya implica no exagerar la «autonomía» del capitalismo financiero) y con referencia a la cuestión analizada, pueden concretarse en lo siguiente: existe una progresiva tensión entre la «lógica especulativa» y la productiva, que se desdobla y traduce, de un lado, en la presión del capital financiero sobre el productivo al que cada vez más condiciona y somete, pero, también, de otro, esto se traduce en una presión añadida sobre el trabajo en cuanto, por lo anterior, necesita ser objeto de una superexplotación (para producir plusvalía y renta) lo que solo puede conseguirse —según se viene exponiendo— convirtiendo las relaciones laborales en puras relaciones de poder, es decir, de nuevo mediante una coacción extraeconómica. Debe explicitarse la mención que antes se hacía sobre la gestión supraestatal de la crisis en el sentido de que esa presión del capital financiero y sus efectos adopta en ese ámbito supraestatal el carácter de lo que se conoce 68
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como «rescate» de los países y se configura como una forma colonial de la posmodernidad. Al mismo tiempo, esa presión, que implica en buena medida una financiarización de la economía, desborda el campo estrictamente económico y se traduce y exige un nuevo y superior «control social» y «dirección» de los comportamientos, con influencia también en la vida entera del hombre y potenciando aquellas características antes citadas del «biopoder» y la «biopolítica». 3. Bases de la propuesta
3.1. Repolitización del Derecho constitucional Se sitúa en primer lugar porque —con el sentido que se le da— es la más general y, en una u otra forma, impregna a las demás y les da un sentido y un elemento compartido. Teórica y realmente se deduce de lo que antes se consideró hipótesis de partida: si el capital, la lógica del capital, ha entrado en todos los ámbitos, invadido el sistema social en su globalidad y, además, los ha «subsumido», ha hecho de ellos un elemento de producción y reproducción del mismo, el Derecho, y el Derecho constitucional de forma específica, habrán seguido esa suerte (si cabe de manera más intensa por su inseparabilidad de ese proceso). Lo que se ha producido, por tanto, es una «politización» general de todos los ámbitos y del sistema global en todos sus componentes, en cuanto se les ha introducido en el conflicto básico del capitalismo al ser mediatizados y utilizados por una de las partes (el capital) y con la que se alinean. Por consiguiente, la politización o repolitización (para incluir el aspecto históricamente nuevo que puede haber en esa situación) del Derecho constitucional no es una propuesta que se haga desde fuera, de forma voluntarista y como un desideratum concebido idealmente, sino un dato de la realidad y que, como exigencia del conocimiento de esa realidad, debe señalarse y explicarse. Empírica e ideológicamente, sin embargo, esa realidad se presenta bajo el aspecto de su contrario: la despolitización general, que conduce —conforme a lo anterior— a desconflictualizar, a eliminar (ocultar) el conflicto y, en consecuencia, la posibilidad de alternativa, en una nueva forma de declarar «el fin de la historia de lo político». Este carácter tiene el «determinismo económico» actual (el característico «marxismo vulgar» de la ideología capitalista), su imposición inexcusable y unívoca, así como el reduccionismo de toda problemática 69
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más o menos relacionada con la crisis a una cuestión de conocimiento y solución puramente técnicos, lo que repercute en otros sectores —como el constitucional— a los que, también de manera necesaria, se funcionaliza a esos objetivos predeterminados. Por otra parte, esta repolitización del Derecho constitucional, además de una exigencia de la realidad y de su conocimiento, como se decía, no supone su desvirtuación, sino que puede considerarse una prolongación o desarrollo tanto de su historia como de su naturaleza. Históricamente, porque la Constitución ha estado desde el principio «politizada» no solo en el sentido más convencional de ser el «Derecho del poder», de la limitación del poder, de su fundamento y legitimación y, por tanto, en el de suministrar elementos necesarios a la «supremacía política» necesaria también para la dominación, sino en el que se advertía antes, en cuanto se ha configurado sobre la base del conflicto —según su nivel histórico de desarrollo—, pues no solo respondía a este, sino que, en una u otra forma, trataba de integrarlo. Es la manera en que puede entenderse el contenido de la Declaración francesa de 1789 cuando en el artículo 16 establece la primera definición de Constitución y la integración de los derechos y la división de poderes, es decir, de lo privado (de lo individual y, por tanto, del mercado) y de lo público (de lo colectivo, del Estado). De una u otra manera esta será la forma de abordar el conflicto en la fase del constitucionalismo liberal. Una fórmula que no dejará de ser un intento de eludirlo y, a través del suficiente grado de abstracción, dejar fuera a una de las partes (el trabajo en cuanto tal, distinto de la ciudadanía, pero que, en todo caso, es la respuesta constitucional al conflicto a ese nivel de desarrollo histórico). A medida que se consolida, lo público se convierte en el lugar de defensa de lo general, acentuándose la oposición público-privado como expresión del conflicto. En la fase del constitucionalismo del Estado social, el conflicto entra ya expresamente en la Constitución al introducirse esa otra parte del conflicto, el trabajo, ahora ya reconocido como sujeto político y en condiciones de —relativa— igualdad con la otra parte, con el capital. Por tanto, la integración, la articulación del conflicto y la coexistencia pacífica de sus componentes es a lo que responde el intento garantista (de la sociedad de clases) de la Constitución. Y es también lo que dará lugar a su dinámica, o lo que puede llamarse «dialéctica de la Constitución»13, que, por otra parte, pone en cuestión categorías del Estado de Derecho como la de ordenamiento jurídico en cuanto se la en 13. C. de Cabo, Dialéctica del sujeto, dialéctica de la Constitución, Trotta, Madrid, 2010.
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tiende como «coherente», sin «contradicciones» o, al menos, salvables por la «técnica jurídica». En cuanto a su naturaleza, esta politización o repolitización del Derecho constitucional, aunque por las circunstancias actuales pueda acentuar sus efectos al plantear una dinámica contradictoria en el interior del sistema y por esas razones adquirir un carácter de radicalidad, es una actitud con una base teórica bien moderada ya que consiste en devolverle a la Constitución —en concreto, al constitucionalismo occidental— su contenido y función. Porque así como en el constitucionalismo socialista la Constitución era balance, fijación y expresión de la transformación social previamente realizada, en este constitucionalismo occidental, la Constitución es un programa, un proyecto abierto e impulsor de los valores, de los fines que propugna. Este elemento es central en la caracterización, definición y especificidad del Derecho constitucional y el rasgo más diferenciador respecto de las demás ramas del Derecho. Es a él al que se debe precisamente que al Derecho constitucional se le considere como «ciencia de la cultura» en cuanto la cultura se relaciona de manera inmediata con los fines (es la inserción de los fines en la naturaleza y en la sociedad, en la concepción que aquí se tiene en cuenta). De ahí también que se pueda vincular el constitucionalismo al pensamiento utópico, en la concepción material y racional de utopía a la que antes se hizo referencia, de potencialidad de la realidad presente. Esta especificidad del constitucionalismo adquiere en la actualidad una doble virtualidad: De una parte —y junto a la tecnificación económica antes advertida— en relación con todo el enorme desarrollo de lo que sintéticamente puede llamarse la tecnociencia. Es un fenómeno de enorme entidad al que no puede despreciar ningún tipo de pensamiento crítico basándose en inaceptables «romanticismos históricos». Junto a sus potenciales virtualidades progresivas, tiene que tenerse en cuenta para el análisis de las sociedades a las que dota de una nueva complejidad, mayor eficacia en la organización de la dominación y de la acumulación así como una alteración de la configuración de los conflictos a través de una redefinición de los actores y sus relaciones. Pero lo cierto es que no solo no ha aportado elementos cualitativos en contenidos (justicia, igualdad, explotación, solidaridad) sino que ha contribuido a oscurecerlos, sustituyéndolos por una supuesta racionalidad técnica que ha disminuido incluso la «racionalidad crítica» de un capitalismo que se ha hecho más depredador con los nuevos medios hasta el punto de que solo incorpora las propuestas científicas cuando favorece sus planes de expansión y profit motive de manera que el «ecocidio» es una hipótesis cada vez más 71
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fundada14. Por eso frente a estos nuevos desarrollos, adquieren mayor vigencia tanto los fines, objetivos y derechos del constitucionalismo clásico como los que en relación con ellos aparecen en la actualidad como nuevas formas de estos (el derecho a la paz, a la cultura y a la identidad, los derechos de la Tierra y el agua, así como los derechos de cautela relacionados con la biotecnología y la «sociedad del riesgo») y que, coherentemente, todos están cada vez más próximos al desarrollo del capital y, por tanto, del conflicto. De otra parte esa especificidad dinámica del constitucionalismo en cuanto proyecto para desarrollar adquiere nueva virtualidad, en cuanto —deformándose la categoría en forma alienante, es decir, contraria a su sentido real— ha convertido a las Constituciones en Constituciones «cerrojo» del sistema. Concebidas para impulsar y conducir el cambio en la supuesta sociedad abierta, se han convertido en diques frente al cambio. Es una temática compleja que merece un tratamiento más amplio en cuanto a las formas que puede adoptar, pero —aunque más adelante se volverá sobre ello— cabe decir ahora que van desde las predominantemente ideológicas (la conversión de la Constitución en arma frente a los «enemigos» de la Constitución, los «antisistema» o, en general, la utilización de la Constitución como parámetro fijo para impedir y descalificar lo que no «cabe en ella») a las técnicas (en realidad la legitimación técnico-jurídica de esos mismos presupuestos) que incluyen desde las interpretaciones, aplicaciones y legislaciones restrictivas, a las más propiamente de naturaleza constitucional como son las que se refieren a categorías como Poder constituyente y reforma constitucional de la que trataremos más ampliamente después. Finalmente, esta politización o repolitización del Derecho constitucional y del constitucionalismo que aquí se plantea como una exigencia de la realidad actual y de su conocimiento, con la finalidad, además, de incidir sobre ella, está en consonancia y es correspondiente con el carácter del «tiempo presente». Me refiero a la tipología que se hizo sobre el tiempo en la reflexión —dramática— que se encuentra en algunos representantes de la filosofía crítica (especialmente en Walter Benjamin) distinguiéndose entre el «tiempo mecánico», homogéneo, de producción y reproducción de identidades, al que se considera «tiempo no político», y el «tiempo político», al que se entiende como tiempo de fracturas, conmociones, de hechos y experiencias, y, por tanto, de aprendizaje y, en consecuencia, de cono 14. P. G. Casanova, Las nuevas ciencias y las Humanidades, Anthropos, Barcelona, 2004.
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cimientos, de claridades, en definitiva, «de la conciencia». Es el tiempo en el que, desde otra perspectiva, se produce el «desconcierto» de los dominadores, porque en cuanto comunicantes obtienen de los destinatarios su propio mensaje en forma inversa, «que es la cierta» (Lacan). Pocas dudas caben para la inclusión del presente en esta última categoría y, por tanto, de la «actualidad» del planteamiento que se hace sobre un «tiempo político» en materia constitucional. 3.2. Lucha por las categorías 3.2.1. Criterios teóricos Se decía, en lo que se consideraba hipótesis de partida, que una de las consecuencias de la expansión del capitalismo actual a los más diversos ámbitos y sectores era la apropiación de sus categorías y conceptos básicos, su colonización, la adecuación de sus contenidos. Así ha ocurrido en el ámbito del Derecho y especialmente en el del Derecho constitucional. Por eso, una exigencia primera del planteamiento crítico es acudir a ese rescate, que incluye, junto a su defensa y reconstrucción, la crítica y la innovación que la dinámica real demanda. Dada la expansión de la dominación capitalista y la profundidad de la apropiación de contenidos que impone su lógica, esa «operación rescate» es una tarea no solo de enorme amplitud (apenas hay categoría de cierto relieve que no se haya invadido y deformado) sino de notable complejidad, por lo que requiere no solo una labor colectiva sino continuada, actualizada y dinámica, conforme a la dinámica de la realidad. Aquí se ofrecen algunos elementos sobre su complejidad y criterios para la recuperación de algunas categorías. La complejidad del análisis empieza por el planteamiento inicial. Porque, cuando se exponía el pensamiento crítico-jurídico, se indicaba respecto de alguna de sus corrientes que practicaba cierto sociologismo por lo que (sin dejar de reconocer la pertinencia de un enfoque muy justamente revalorizado y con imprescindibles aportaciones de la sociología jurídica crítica, según titula Boaventura de Sousa su libro fundamental en la materia15) se corría el peligro de plantear las cuestiones —y las críticas— desde el «exterior» del Derecho, de manera que las categorías jurídicas no se tocaban y quedaban, por tanto, indemnes. Debe, pues, eludirse ese riesgo y, en consecuencia, plantear la crítica en el interior del Derecho (constitucional) en una verdadera y nueva «lucha por el Derecho», por contribuir a la construcción de una dogmática consecuente 15. B. de Sousa Santos, Sociología jurídica crítica. Para un nuevo sentido común en el derecho, Trotta, Madrid, 2009.
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con la realidad y capaz de «reducirla» conceptualmente (según se dijo en su momento que era una de las cuestiones pendientes del Derecho crítico). Se trataría, según se ha venido sosteniendo, de compartir ese elemento propio de todo pensamiento crítico como es el de evitar que —en este caso a través del Derecho— se oculte y eluda el conflicto y, por el contrario, mostrar que también el Derecho es un lugar del conflicto. Pero, además, la complejidad se acentúa en cuanto este planteamiento, para ser consecuente con la metodología y finalidad expuestas, tiene que incluir —si bien circunstancialmente y de forma más aparente que real— elementos contradictorios, en cuanto comprende una determinada defensa —en algunos supuestos— del Derecho constitucional vigente, pero también su crítica y hasta propuestas de superación e innovación, igualmente en algunos supuestos. Se exponen a continuación los criterios teóricos sobre los que se basan esa defensa, crítica y superación del Derecho constitucional vigente. La defensa del Derecho constitucional vigente debe entenderse, obviamente, al servicio de la finalidad de cambio que se pretende. De ahí que esa defensa tenga determinada especificidad y problemática, en la que debe incluirse el interrogante que surge siempre que se trata de utilizar un instrumental destinado y adecuado al ejercicio de la hegemonía, con fines contrahegemónicos. Inicialmente, esa defensa se basa en la nueva virtualidad que adquiere la precisión y perfeccionamiento jurídicos que alcanza la construcción del Estado de Derecho, en cuanto entra en contradicción con las exigencias del sistema socioeconómico y político que fuerzan a su continuo y cada vez más pronunciado incumplimiento. Así se produce la paradoja de que sus iniciales defensores en cuanto beneficiados se convierten en sus enemigos, y sus iniciales enemigos se convierten en defensores. No es nuevo el hecho de que el capitalismo, pero sobre todo en momentos de crisis, desconozca elementos básicos de ese eficaz medio y elemento legitimador que es el Estado de Derecho, pero, en las circunstancias actuales, la elusión, desconocimiento y verdadera huida del constitucionalismo y en general del Derecho público alcanzan niveles diferentes por exigencia de la crisis. Y cuando se denuncia que el «relato» que se ha hecho sobre la crisis económica y su tratamiento ha sido al margen de la Constitución, haciendo de la crisis un espacio sin vigencia constitucional, lo que se denuncia no es simplemente una infracción formal sino que esta «ausencia de Constitución» lo que ha producido es una marginalización y una ausencia de los ciudadanos, una ausencia de constitucionalización de la realidad social con todo su contenido garantista. Ese proceso general de desformalización está potenciado por la importancia creciente del «Derecho de la globalización» y, en general, su74
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praestatal (a lo que también después haremos referencia con más amplitud), en el que han desaparecido categorías centrales del Estado de Derecho. Es en este nivel de análisis en el que adquiere su importancia la corriente que antes se citó del «garantismo». Porque debe añadirse que esa circunstancia de desconocimiento y violación del Derecho vigente se acompaña de una apariencia contraria de constitucionalizarlo y juridizarlo todo, incluso desde el ámbito público, de manera que la máxima apariencia de «juridicidad pública» se corresponde con la máxima de «facticidad» de los poderes privados. Esta contradicción radical entre realidad y apariencia se expresa en ese fenómeno tan característico del actual momento histórico como es la corrupción del lenguaje hasta extremos nuevos. Si la repetición «como farsa»16 de un fenómeno nunca tiene grandeza, la situación actual lo que sí alcanza en su máximo grado es una carga cínica. Se ha pasado de la ideología, que exige una cierta construcción, a la mentira y al engaño directos, en la forma descarada de los llamados «negro-blancos», es decir, formas de expresiones contrarias a su contenido, con una utilización rutinaria del oxímoron (término que ha pasado a tener una actualidad desconocida). De esta forma, las categorías más ricas se han destruido. Por eso —volviendo al Derecho—, no hace falta, en la mayoría de los casos, para utilizarlo críticamente, buscar otro sentido u otra interpretación (como se hacía en el «uso alternativo») sino solo el contenido «correcto» o la interpretación más directa, buscando sencillamente y como se sostiene desde la posición más convencional que se cumpla e inserte en la realidad como tal y es que, en último término, este ha sido el problema del Derecho y, en general, de buena parte de las ideologías burguesas: que no eran «reales», que no se cumplían en la realidad a la que falseaban, que, en este sentido, eran puramente «ideales». Por eso se ha podido decir —y aquí se repetirá— que los ideales de la sociedad burguesa solo se pueden realizar en una sociedad no burguesa o que la sociedad no burguesa consistía en realizar los ideales que formuló la burguesía (libertad, igualdad, justicia). A ello hay que añadir algo que guarda relación con lo anterior y que deriva de un supuesto teórico general: que la realidad es siempre «impura», en el sentido de que los modelos teóricos, en este caso, los modos de producción, nunca se presentan de forma «pura» en la realidad, sino que en ella, aunque uno aparezca como el dominante, existente elementos bien del «viejo» y superado, bien del que se anuncia como «nuevo», aunque en este último supuesto pueda existir toda una gradación hasta 16. G. Lukács, Marx, ontología del ser social. Introducción (muy consistente) de M. Ballesteros, Akal, Madrid, 2007.
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que se llega al «punto de no retorno» en el que es irreversible su imposición como dominante. Esos elementos pueden aparecer en distintos ámbitos y, desde luego, también en el Derecho. De ahí que se afirme de manera genérica que, en las sociedades actuales, se encuentran presentes, de manera inmanente, potenciales de autonomía, solidaridad y cooperación aunque estén deformados, sometidos u oscurecidos (es la postura de la Teoría crítica de la Escuela de Fráncfort) y, de manera más concreta, que es posible identificar en el Derecho y en la Constitución actuales elementos que permiten la lucha por objetivos trasformadores (Preuss y, en otro sentido, Gomes Canotilho que habla de «principios olvidados», entre los que destaca el de «responsabilidad») de manera que el «objetivo crítico» estaría en «desvelar» esa posibilidad bajo la apariencia y la opacidad propias del «Derecho capitalista». Por ello, el primer nivel de la crítica al constitucionalismo dominante es por su configuración como una especie de «fordismo constitucional». Me refiero al hecho de que así como en el resto de lo que pueden considerarse los ámbitos de la producción material la situación es, desde hace tiempo, posfordista, en el de la «producción constitucional y del Derecho constitucional», continúa el fordismo, es decir, una «fabricación del Derecho constitucional», repetida mecánica, estandarizada. Lo cual no solo es en sí mismo aproblemático y marginal a la dinámica real, sino que contribuye a un tipo de adoctrinamiento y a la reproducción, también mecánica y programada, de la vida social, aportando orden y control a la «fábrica social», a través de la llamada (en la concepción y expresión de Gilles Deleuze y Félix Guattari) «servidumbre maquínica» y que implica la producción de una subjetividad caracterizada por la «precariedad de sí», es decir, por el surgimiento acrítico del asentimiento y la aceptación automatizada de lo existente «porque es así». Pero este primer nivel de la crítica no puede ni ocultar ni excluir un segundo más profundo y propio al constitucionalismo dominante. No es solo como contraposición (una lógica frente a otra lógica) sino algo diferente. Se trata de una crítica que puede llamarse «ontológica», en cuanto no solo intenta delatar lo que hay de representación «no real» en ese constitucionalismo, sino, a la vez, descubrir su conexión, en distintas formas, con «lo real», por lo que se configura, efectivamente, más que como una teoría, como una crítica. Por ello, incluye de manera necesaria el ingrediente propositivo, que consiste en el intento de sustituir las relaciones y vínculos pura o simplemente lógicos y formales, por los correspondientes «ontológicos», de carácter real17. Porque el constitu
17. S. Žižek, Primero como tragedia, después como farsa, Akal, Madrid, 2011.
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cionalismo existente forma parte de la producción global de una sociedad determinada, basada a su vez en un modo de producción. Se trata, pues, de una perspectiva y una metodología que, en sentido estricto, son históricos. Lo que ocurre es que esta perspectiva histórica no es únicamente la que se deduce de lo que se conoce como contexto y contextualización, es decir, una perspectiva externa a los procesos, sino —como se apuntaba— de carácter interno a los mismos que explique sus mecanismos de producción y reproducción, su lógica productiva. A partir de aquí se deduce el otro carácter al que se aludía antes como contenido —contradictorio— del constitucionalismo crítico y que se entendía como superación innovadora. Aquí esa perspectiva histórica como base de la propuesta de superación innovadora tendría dos enfoques: Inicialmente, el enfoque dinámico, incluso cambiante, de aplicación indiscutida en el Derecho y en su interpretación, implica que el constitucionalismo tiene que ser «permanentemente actual», lo que conduce (en lo que podría calificarse como un enfoque «leninista»18) a dar preferencia a que sea la realidad la protagonista, en el sentido de que sea la realidad la que «interprete» e interpele a la Constitución. Esto quiere decir que las categorías, los derechos, las Constituciones, los desarrollos constitucionales deben tener en cuenta no solo las «innovaciones» que vayan surgiendo de las nuevas prácticas de los conflictos y movimientos sociales y democráticos, sino también las nuevas formas que vayan adquiriendo las prácticas del capital. Y también el enfoque que convierta al constitucionalismo crítico en indisciplinado, en el sentido más literal. Es decir, que no se limite al ámbito específico, determinado académica y tradicionalmente como «disciplina». Pero no en el sentido de una práctica metodológica de la interdisciplinariedad, sino, en cuanto se configura como el constitucionalismo de la crisis, descubrir y criticar la forma en que en otras disciplinas y ámbitos a los que se ha extendido la lógica del capital se han apropiado, deformado y colonizado los distintos contenidos y mecanismos constitucionales. El espacio es muy amplio y en él adquiere también una relevancia específica la manera en que esa deformación constitucional se ha proyectado en el resto del ordenamiento jurídico incluido el ámbito de las relaciones jurídico-privadas. Y, en todo caso, recordar como se dijo al principio que el objeto primero del constitucionalismo crítico no es la crítica al constitucionalismo convencional o dominante, sino hacer del constitucionalismo un 18. VV. AA., Lenin reactivado, cit. No se trata de un estudio sobre la ideología leninista sino una reflexión sobre el «modelo formal» de actuación práctica ante situaciones concretas.
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elemento crítico de la realidad, insertándose en ella, es decir, como también se decía, en el conflicto. 3.2.2. Aplicación a núcleos categoriales Esa exigencia de lucha, recuperación o rescate se refiere a categorías integradas en la Teoría de la Constitución (según la terminología clásica), en el ámbito de los derechos y en el de la participación ciudadana. a) En la Teoría de la Constitución el primero a tener en cuenta es el propio concepto de Constitución, entendido estrictamente según el ordenamiento jurídico formalmente vigente. Por su función y significado central es en el que se muestra con más claridad esa exigencia de recuperación, que incluía —se decía que contradictoriamente— tanto su defensa (utilización) como su crítica, como su superación innovadora (si bien esta última se va a remitir al momento en el que se deduzca como consecuencia de los análisis que se harán). La defensa es una urgencia porque, lo que se decía antes sobre desjuridización, desformalización y huida del Derecho público, tiene aquí su manifestación máxima. Por eso (y sin perjuicio de lo que deba hacerse en cada caso concreto), de manera general, esa defensa tiene que hacerse sobre los dos caracteres definitorios de la Constitución como son la normatividad y la supremacía. Se acepta generalmente y de manera indiscutida que la Constitución es norma (aunque lo sea de manera específica) lo que implica el reconocimiento en ella de los que se consideran, según la Teoría general del Derecho, elementos estructurales del concepto de norma y, entre ellos y de manera fundamental, el que la norma es una unidad, un conjunto —compuesto de preceptos y disposiciones— y que, por tanto, la obligatoriedad, predicable de la norma como totalidad, lo es de cada uno de sus componentes. Por tanto, la obligatoriedad de la Constitución, además de la especificidad de referirse a todos los sujetos (poderes) públicos y privados, lo que es garantista por la limitación del poder que supone así como para las relaciones jurídicas y derechos ciudadanos, se predica de la totalidad de la Constitución. Por consiguiente, cuando —a este nivel de generalidad— por parte del poder ejecutivo (con las políticas públicas) y del legislativo (con la regulación legislativa) se está violando la Constitución en múltiples aspectos pero acentuadamente en materia de gestión pública y protección ciudadana, contradiciendo las exigencias y funciones del Estado social configurado en el artículo 1.º como el primer criterio definitorio y, por tanto, de desarrollo e 78
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interpretación sistemática de la Constitución, esa debe ser la natural base de la defensa. Asimismo, la supremacía constitucional se reconoce de manera indiscutida y con una doble fundamentación: la lógico-formal, referida al sistema de producción jurídica (es la única norma que produce y no es producida por otra), y la material referida al grado (en este caso el máximo) de «carga» o «intensidad» democrática. Pues bien, la violación actual de la supremacía constitucional tiene lugar a través de dos vías: la externa o supraestatal por la influencia del Derecho de la globalización de manera general, como se vio con anterioridad, y, de manera más concreta y directa, por el Derecho europeo que, mediante un determinado entendimiento del llamado «efecto primacía» (identificándolo con jerarquía), ha posibilitado la elusión del principio de atribución competencial (constitucional) que es, por otra parte, fundamento del mismo. Esa es la base de la defensa constitucional en este ámbito dado que, además, ese Derecho europeo ha potenciado si cabe el anterior aspecto de desconocimiento de los contenidos del Estado social. También aquí debe incluirse una doble consideración que solo se apunta pero que contiene una problemática compleja: de un lado, la fragilidad de las constituciones, es decir, su debilidad y la escasa eficacia de todo el aparatoso montaje de lo que también en la Teoría de la Constitución se han considerado mecanismos (tribunales, recursos) de lo que formalmente se conoce como «defensa de la Constitución» y, de otro, la que suscita el planteamiento de quiénes son realmente los «enemigos de la Constitución», no tanto extra o anti sino intrasistema y sobre lo que se volverá después. La defensa de la Constitución que ahora se contempla supone, en sentido negativo, no solo la denuncia de su incumplimiento sino de todo el proceso de «alienación constitucional» al utilizarse la Constitución en esos supuestos para unos fines contrarios a los previstos y sin embargo de forma legitimada; y en sentido positivo y de manera fundamental, la lucha por los valores contenidos en la Constitución, lo que, en cuanto —como se decía antes— son imposibles de realizar en una sociedad capitalista, implica también luchar por su «superación», de manera que este —junto a otros que se verán después— es uno de aquellos elementos que, como también se apuntaba de manera genérica, existen en la sociedad actual y pueden servir de apoyo a su superación. Y en todo caso y como objetivo que puede parecer menor pero no desdeñable y aplicable al resto de categorías que se contemplan, evitar que lo que son anomalías, perversiones, patologías jurídico-constitucionales cristalicen y pasen a considerarse desarrollos constitucionales, transformaciones, fisiología del Estado de Derecho y no patología del mismo. 79
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Pero, como se indicaba, esa defensa de la Constitución no solo es compatible sino que, en buena medida, se basa en una concepción crítica de esta (por eso también la contradicción defensa-crítica es más aparente que real aunque no hay ningún inconveniente en aceptarla). Esa crítica se sitúa en el nivel que antes se llamaba «ontológico» y que se refiere a la vinculación real Constitución-capitalismo. No es el momento de desarrollar esa vinculación, que ya se ha hecho en otro lugar19, pero sí indicar algunos elementos básicos para esa crítica y que consisten en advertir que la relación capital-trabajo como componente central del capitalismo demanda la necesidad de dos ámbitos: el privado o lugar donde propiamente tiene lugar esa relación, es decir, el de la obtención de la plusvalía, y el público, en el que se producen los mecanismos que aseguran su permanencia en el grado históricamente adecuado. Supuesto esto, la Constitución es el lugar en el que se produce la articulación entre ambos mediante la cual se garantiza la coexistencia pacífica de los distintos elementos contradictorios. Así, la Constitución contiene, pero también disuelve, el conflicto. En lo público, la Constitución organiza el interés (general) del capital evitando su fragmentación competitiva y a corto plazo, a la vez que desorganiza el trabajo a través de la adecuada configuración (individualista) del ciudadano; es decir, rompe la dinámica «suicida» que se produciría si se permitiera la libre evolución social, pues conduciría a la ruptura y debilitamiento por la lucha competitiva del capital, de un lado, y a la unidad (de la clase) del trabajo de otro. En lo privado, a través de las necesarias abstracciones de la subjetividad (libertad, igualdad, etc.), en cuanto se crean las condiciones y garantías para el intercambio (también abstracto) de mercancías. La ideología constitucional, finalmente, legitima y da opacidad al sistema. Este sería el esquema general de la crítica constitucional, al que habría que añadir el de la crítica concreta a cada Constitución concreta, que es lo que se ha llamado en algún caso (Hesse) «Teoría de la Constitución», por entenderse que tiene que referirse siempre a cada una. Por lo que se refiere a la española, y aunque ya se ha señalado su agotamiento en la actualidad en cuanto al ejercicio, habría que recordar su vicio de origen en un proceso constituyente impropio e inaceptable desde una Teoría constitucional convencionalmente democrática y del que se hablará después (en las referencias a la categoría de Poder constituyente). Se muestra también de forma agudizada la contradicción a que antes se apuntaba en el origen de las constituciones: nacen en los 19. C. de Cabo, Teoría histórica del Estado y del Derecho constitucional, vol. II, PPU, Barcelona, 1993.
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momentos menos adecuados para una norma que es programa hacia el futuro y sin embargo solo puede surgir en ellos, cuando su intensidad conflictiva hace que sean sobre todo expresión del presente. Esto plantea algunas cuestiones sobre la «vigencia» específica de las Constituciones de lo que algo se dirá también después. En cuanto a la crítica que puede hacerse a la Constitución española y aunque se podrían incluir otros aspectos sobre los que ahora se insisten (como el de la estructura del Estado), el que se corresponde con el planteamiento que se sigue es el que se fija preferentemente en la configuración completa de un determinado modelo socioeconómico que es el modo de producción capitalista. Así, inicialmente se establece como único «marco» (es la terminología que se utiliza en la Constitución) el de la economía de mercado, de manera que en este espacio decisivo no hay «pluralismo» ni neutralismo como a veces se ha considerado propio de las Constituciones; en coherencia con ello se garantizan sus componentes necesarios como son el capital o propiedad privada de los medios de producción, el trabajo como abstracto y el mercado, así como el resto de las abstracciones que garantizan las condiciones que exige el intercambio, y que se formulan en torno a —los también básicos— supuestos individualistas y aparecen, por su importancia en el modelo, como el «constitucionalismo fuerte», el dotado de mayor protección garantista (los derechos fundamentales); junto a ello, se sitúa el «constitucionalismo débil» (el del Estado social), el que afecta a los sujetos débiles y que hace referencia a los previstos como mecanismos de corrección del modelo, de cada uno de sus componentes (de la propiedad, las limitaciones a la misma; del trabajo abstracto, los derechos sociales; del mercado, la planificación) que se han debilitado aún más en la práctica y realidad constitucional de ese Estado social, definitivamente deteriorado por la reforma constitucional que se verá a continuación. El modelo se completa con el reduccionismo de la democracia a representativa en correspondencia con lo anterior, como se mostrará más adelante, así como con unos aparatos ideológicos privados (una determinada forma de entender la enseñanza), el papel de la religión y la iglesia católica, y el conjunto referencial simbólico y suprapolítico de la monarquía absurdamente enfatizada como «forma de Estado». En este campo de la Teoría de la Constitución, deben incluirse también algunas consideraciones sobre estas dos categorías: la reforma constitucional y el Poder constituyente. La defensa de la reforma constitucional plantea, desde la perspectiva del constitucionalismo crítico, como cuestión previa la de su propia razón de ser. No deja de sorprender, aunque después se dará alguna explicación, que no forme parte esta cuestión de la temática constitucio81
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nal como contenido habitual. Me refiero a que es discutible, desde los presupuestos y categorías formales en que se basa la Constitución, hasta qué punto es legítimo —desde el punto de vista político— que un poder como el poder de reforma modifique decisiones del Poder soberano, y jurídicamente es conforme con el principio de legalidad que una norma producida (como es la de reforma) pueda modificar la norma que precisamente se caracteriza formalmente por no serlo (solo productora); y todo ello teniendo en cuenta que la «autorización» incluida en la Constitución es también discutible, pues puede considerarse, conforme a lo anterior, o nula o destructora de la propia norma constitucional. La cuestión se relativiza o matiza cuando se introduce formalmente al «soberano» en la Constitución a través de referéndums que forman parte de la reforma, pero, aun así, el problema sigue porque —se afirma en este caso— el pueblo no actúa como soberano sino como órgano. En todo caso y en cuanto está presente y forma parte de la Norma constitucional, la defensa de esta, que antes se planteaba en todos sus términos, implica también la de la norma de producción de la reforma con toda la importancia que tiene el configurarse como la única fuente formal del Derecho constitucional. Su defensa se basa en que —de acuerdo con el significado también clásico— una norma fija, estática, pueda tener como objetivo regular una realidad cambiante como es la sociedad en su conjunto. Desde este punto de vista se sostiene que la reforma es una garantía de la Constitución, pues de no existir el procedimiento de reforma aparecerían los cambios informales. Hay que añadir, como elemento material justificador de esta defensa, que este carácter dinámico de la reforma lo es en un sentido muy concreto. Y es que, como es bien conocido, las Constituciones del modelo a que nos venimos refiriendo como constitucionalismo occidental son un programa de futuro, y este programa está compuesto básicamente por los valores que la Constitución proclama y que, aunque no son alcanzables en un momento dado, sí son perseguibles de manera continuada. Pues bien, es en este sentido en el que la reforma es el elemento dinámico de la Constitución, en cuanto debe entenderse como el mecanismo para perseguir la progresiva realización de los valores constitucionales guardando una singular relación con el pluralismo, en cuanto la sola existencia de la reforma convierte en potencialmente constitucionales y, por tanto, en legítimas propuestas políticas nuevas e incluso inicialmente no constitucionales, lo que cuestiona —desde el punto de vista constitucional— la configuración y uso que con frecuencia se hace de la categoría de «antisistema». A partir de lo anterior se deduce un límite —implícito— condicionante absoluto de su admisibilidad: que solo caben las reformas constitu82
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cionales que tengan como objetivo claramente definido el «progreso» en la consecución de alguno de los valores constitucionales, de manera que esta defensa se sitúa en la que antes se hacía y con la misma finalidad de la Constitución en su conjunto (de los valores, demostradamente inalcanzables, en el seno de la sociedad a la que la Constitución se aplica y por tanto en el mismo ámbito de «defensa-crítica). A partir de aquí la crítica propiamente tal se sitúa (además de en el procedimiento) en los objetivos a los que realmente sirve la reforma constitucional. Aunque sobre la materia pueda también hacerse una «teoría general» (y algo se dirá después y en otro lugar ya se ha hecho20), el ejemplo más próximo es el de la reforma realizada a la Constitución española el 27 de septiembre del 2011 (en su artículo 135). Porque (además de la crítica general al procedimiento de reforma que la Constitución establece, es decir, a la «Norma de producción», en cuanto bloquea el dinamismo al que debe servir) en este caso se desconoce aquel límite fundamental ya que no solo no se sitúa en la línea de desarrollo de los valores de una Constitución del Estado social, sino todo lo contrario: rompe los principios del Estado social, sustituyéndolos por los neoliberales (al sustituir la primacía del gasto social —«salario social», intervencionismo estatal, lo público— por el déficit —tanto estructural como el coyuntural que indique la Unión Europea— a la vez que prioriza los intereses de la deuda —privados— y destruye ese fundamento estructural del Estado social como era el del —relativo— equilibrio capital-trabajo a favor del primero) con lo que, en este sentido, no es reforma sino quebrantamiento o ruptura de la Constitución y, en consecuencia, inconstitucional y recurrible. Se produce así, una vez más, aquel proceso no solo de invasión por el capital, sino de perversión de las categorías que antes se llamó de «alienación», al servir para lo contrario de lo que se planteó, y la decisión ciudadana que en su día ratificó la Constitución como garantía y defensa se vuelve «ajena», se transforma en «arma enemiga». Porque, además, todos esos cambios quedan «asegurados» constitucionalmente para el futuro, pues, dada la rigidez de la Constitución, se ha convertido (esa reforma) en el mecanismo adecuado para hacer permanentes las medidas que se justificaban solo como coyunturalmente necesarias en cuanto exigidas por la crisis. Es, también perversamente, el medio «democrático y constitucional» para destruir buena parte de los avances democráticos y constitucionales haciendo de la crisis un elemento de máxima eficacia constituyente. A lo que se une que ya quedan determinadas por la Constitución las políticas económicas que se han de seguir y
20. C. de Cabo, La Reforma constitucional, Trotta, Madrid, 2003.
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quedan reducidos la democracia, en cuanto a la capacidad para decidir, así como el pluralismo en cuanto a las propuestas posibles. Por otra parte hay que señalar otra función que se viene apreciando como propia —en la realidad— de la reforma constitucional bien distinta de lo que se dice de ella en la teoría, y que sí se ha puesto de manifiesto en el Derecho comparado y ahora está presente en la coyuntura actual española. Me refiero a cómo en circunstancias difíciles para el sistema político constitucional la reforma constitucional actúa como un elemento y mecanismo de seguridad. En el caso de la España actual, ante la fractura social y las problemáticas que están surgiendo, empieza a estar en «la agenda» la reforma constitucional. Con ello se quiere decir que lo que realmente ocurre y una importante función de la reforma constitucional es que no se trata de utilizar la reforma constitucional para adaptar la Constitución al cambio social, sino que lo que sucede es lo contrario, es decir, adaptar el cambio social a la Constitución21. De manera que, en situaciones especialmente difíciles, cuando la presión social amenaza con una ruptura o un proceso constituyente, la solución que se trata de utilizar es la de neutralizarlo a través de la reforma constitucional, de manera que la reforma constitucional se utiliza aquí como una neutralización del Poder constituyente; lo que ocurre en el orden histórico general ocurre también en el orden constitucional, quiere decirse que así como en el orden histórico general el reformismo solo tiene posibilidades de aceptarse cuando existe en el horizonte la posibilidad de revolución, también en el orden constitucional la reforma aparece cuando surge también en el horizonte la posibilidad de una nueva Constitución. Es el caso de la España actual en la que, ante la fractura social e institucional que empieza a contemplarse, puede entenderse como una utilización de la categoría en su calidad de «garantía sistémica». Por último, dentro de este campo de la Teoría constitucional, se incluía el Poder constituyente. Se decía en algún momento anterior que el tiempo actual es un tiempo de «ruptura», pero también de «reciclaje» que, en el sentido en que aquí se toma, se refería a no desperdiciar ningún elemento que, aun configurado históricamente, pudiera utilizarse con finalidad «liberadora» en la actualidad. La categoría de Poder constituyente es un buen ejemplo en el estricto sentido del reciclaje, es decir, recuperar la función que en otro momento tuvo el elemento de que se trata. Sin re 21. C. de Cabo, «Sobre la función histórica del constitucionalismo y sus posibles transformaciones», en Contra el consenso, UNAM, México, 1997.
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petir lo innecesario, por conocido, baste decir que, formulado a partir de las revoluciones burguesas (con las especificidades propias de la francesa y de la americana) como fundamento de los «nuevos regímenes», este Poder constituyente, en cuanto traducción al orden constitucional de la soberanía como capacidad y del soberano como sujeto, se caracteriza por lo siguiente: — Es un poder original en el triple sentido de que se basa en sí mismo, se autoimpulsa o autoconvoca y es fundador, en cuanto rompe con lo anterior y origina algo nuevo (conditor Reipublicae). — Es autónomo y soberano, incondicionado, carece de límites en cuanto no es un poder juridizado o reglado22. — Su fundamento es, exclusivamente, la legitimidad democrática, que se manifiesta en la actuación del sujeto que la posee (la Nación en el caso francés, el Pueblo —en cuanto comunidad— en el americano), directamente, en el momento inicial —en la elección del órgano o asamblea constituyente— y en el de la decisión sobre la Constitución elaborada por él. Por tanto, es indudable que debe defenderse en la actualidad —tiempo de ruptura— una categoría que, precisamente, tiene como contenido articular y legitimar la ruptura. Y, además, la defensa es necesaria porque la concepción y práctica actual ha conducido a su difuminación. Ocurre, en efecto, que lo que puede llamarse la Teoría moderna del Poder constituyente no ha hecho sino erosionar continuamente la categoría, de manera que su defensa implica la «crítica» a esa teoría. Los argumentos que conducen a la desvirtuación del concepto de Poder constituyente son los siguientes: — Desde una perspectiva que se pretende realista, se sostiene que los conceptos de Nación o Pueblo que sirvieron de base en su origen a la Teoría del Poder constituyente son abstracciones que, si bien sirvieron en su momento como eficaz oponente al soberano monárquico y hoy pueden tener alguna virtualidad en otros ámbitos, en este deben sustituirse por la actual realidad del pluralismo partidista y, aún más, por el «consenso» entre los partidos políticos. Pero, si esto es así, no se advierte distinción de naturaleza alguna entre Poder constituyente y Poder de reforma, pues este también se configura a partir del consenso entre los partidos políticos. — Desde una perspectiva teórica, se sostiene que, efectivamente, la concepción del Poder constituyente surge en un momento histórico determinado y con la finalidad antes apuntada, pero que, fuera de ese contexto histórico, en una concepción de constitucionalismo democrático, 22. P. de Vega, La reforma constitucional y la problemática del Poder constituyente, Tecnos, Madrid, 1985.
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esa forma de entender el Poder constituyente es incompatible —hasta el punto de que la destruye— con los caracteres de supremacía y normatividad de la Constitución, si —como en la concepción clásica— queda fuera de ella como soberano. La única forma de resolver esta contradicción es introduciéndolo (introduciendo al soberano, es decir, al Pueblo, a través de distintas fórmulas como la del referéndum) en la Constitución, como ocurre en la Constitución española, pero que en ese caso tampoco se distinguiría ya del Poder de reforma porque, como también ocurre en la Constitución española, se utiliza el referéndum. — Desde la perspectiva histórica de la coyuntura actual, la importancia que adquiere la realidad supraestatal (en la forma general de globalización o de regionalización con la especificidad de la Unión Europea) ha puesto en crisis la idea de soberanía como capacidad y por consiguiente la del soberano como sujeto. De ahí que se termine sosteniendo que la «capacidad» constitucional de cada Estado es también limitada, por lo que solo le corresponde, y hasta condicionadamente, un cierto Poder de reforma. En consecuencia, desde esas diferentes posiciones, se obtiene la misma conclusión: de manera más o menos explícita, para la Teoría moderna el Poder constituyente ha dejado de existir y solo cabe el Poder de reforma. El fundamento de esta conclusión parece estar, de un lado, en una cuestión de hecho y, de otro, en una cuestión ideológica. La cuestión de hecho es que, efectivamente (y tomando en cuenta, sobre todo, al que se puede considerar el espacio constitucional europeooccidental), es así, en cuanto no solo es que cada vez sea más infrecuente la aparición de nuevas Constituciones, sino que, cuando aparecen, realmente no son «nuevas», sino repetición en sus esquemas básicos de ese modelo de «constitucionalismo occidental». La cuestión ideológica se encuentra en que se sostiene que no solo es así, sino que debe ser así. Se entiende que, también en este campo, se ha llegado al «fin de la historia constitucional». El constitucionalismo ha alcanzado el máximo desarrollo por lo que es impensable una ruptura con ese ordo constitucional como sería la obra de un real Poder constituyente. De ahí que se sostenga que solo caben adaptaciones, modificaciones concretas, que son, precisamente, las que tienen lugar mediante la reforma constitucional, es decir, mediante el Poder de reforma. Es, pues, el traslado al ámbito constitucional de la tesis general de la inexistencia de alternativa al capitalismo y de que, respecto del cual, solo caben algunas modificaciones. La crítica a esta posición incluye otro elemento que puede llamarse «ética del Poder constituyente». Frente a lo que esa posición defendía 86
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—ideológicamente— como el «deber de reforma» cabe afirmar el «deber constituyente». Cuando se llega a esos momentos, «objetivamente constituyentes» de fractura, crisis y sacrificio social generalizado, cabe afirmar la existencia de una exigencia de civilidad, de ciudadanía, de buscar su superación por la vía constituyente desarrollando la potencialidad creadora de la democracia «como desobediencia»23. Pero esta crítica, además de referirse al Poder constituyente en general, debe incluir la más concreta referida al español de 1978 y ya antes apuntada. Este Poder y el proceso constituyente en el que se enmarca son defectuosos e impropios, vician —como se decía— la Constitución en su origen y explican en buena parte los contenidos antes criticados de la Constitución a que dio lugar. En relación con los caracteres generales antes señalados como propios del Poder constituyente, resulta lo siguiente: — No es un poder original en ninguno de los tres sentidos que se ha indicado: no se basó en sí mismo, ni se autoimpulsó, pues las que actuaron como Cortes constituyentes no procedieron de una elección específica sino de unas elecciones generales; fueron Cortes ordinarias, que se fueron transformando, de hecho, en la práctica, en órgano constituyente, de manera que puede afirmarse que, junto a otros defectos, no eran «competentes» para aprobar una Constitución; y tampoco fue un poder rupturista, ni fundador ex novo, ya que jurídicamente se configuró como una reforma del régimen anterior. — Tampoco fue autónomo ni soberano, pues se movió en los límites previos señalados por la Ley para la reforma política (1976) que incluía ya la instauración de la monarquía, la estructura del Parlamento (que dio lugar a la anomalía de un órgano constituyente bicameral), sistema electoral, etc. Todo ello configurado —como también se decía— como reforma del régimen anterior. — Asimismo, de lo dicho antes, se deduce el incumplimiento del requisito de legitimación democrática, pues no estuvo presente en la decisión inicial (la decisión sobre la elaboración de una nueva Constitución se gestó por un órgano ordinario como se apuntaba), el proceso de elaboración fue igualmente defectuoso (se optó por una ponencia que actuó en secreto y sin actas) y solo apareció formalmente en el momento final de ratificación, pero en unas circunstancias en las que bien se podría apreciar «vicio en el consentimiento», por la actuación y presión
23. R. Laudani, Desobediencia, Proteus, Barcelona, 2012.
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generalizada, unidireccional y sin alternativa, cometiéndose el abuso de aprovechar la situación de «necesidad» para introducir en la Constitución opciones y contenidos concretos al margen de la neutralidad debida en ese momento de apertura de una fase histórica. Hay que añadir que estas patologías se interrelacionan con otros ingredientes como el denominado «consenso» al que llegaron unos actores tan arbitrariamente determinados como antes se vio, y que valorado exclusivamente en términos de generosa grandeza «subjetiva» de los intervinientes, por la apología de la Transición, no solo fue —además de obra real del franquismo que la «tuteló»— una coincidencia objetiva de intereses, un pacto de conveniencia entre élites, sino sobre todo un pacto de «traiciones y entre traidores»: el Monarca que había jurado los Principios del Movimiento; la derecha política que traicionó su lealtad franquista; y los partidos de oposición al franquismo que traicionaron los principios de la izquierda, sacrificada en su lucha y en la propia Transición (los crímenes de la Transición arrojan, según los cálculos menos extremistas, unos seiscientos asesinatos sin que las «víctimas de la Transición» tengan hasta ahora un reconocimiento y una «memoria histórica»); a ello se une el «factor constituyente» formado por los entonces llamados «poderes fácticos»: la iglesia (los acuerdos con la Santa Sede se negocian simultáneamente), la banca y el ejército que notoriamente tuteló todo el proceso. Son elementos que sirven no solo para la valoración del Poder constituyente, sino para explicar e interpretar —criterio histórico— aspectos básicos de la Constitución, y además de los socioeconómicos, el irracionalismo que continúa (ingredientes autoritarios, instituciones basadas en la «sangre» y en la historia, apertura al papel de la religión en el ámbito público, etcétera). b) Otro de los núcleos categoriales a los que se hacía referencia es el de los derechos. En cuanto a su defensa, tal como se recogen en el Derecho positivo, es una exigencia con tal grado de obviedad que no necesita más justificación. Su reconocimiento —desde las primeras Declaraciones y Constituciones— ha sido la base de la configuración de la categoría «sujeto» como protagonista del ordenamiento jurídico, tanto en las relaciones jurídico-privadas como públicas, y cualquiera que haya sido el sistema formal de procedencia. Porque cabe hablar, de una parte, de un sistema de reconocimiento de los derechos procedente del propio sujeto (hombre) en cuanto una exigencia del mismo, una inmanencia al mismo, a su dignidad, consideraciones todas de raíz iusnaturalista y, de otra, de un 88
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sistema de reconocimiento objetivo de la subjetividad en cuanto se entiende que los derechos proceden de la Norma, son determinaciones de la Norma y el sujeto es el resultado o punto de confluencia de un conjunto de ellas que, aunque generalmente se dan respecto del hombre, pueden también tener otros soportes; esta última posición se vincula a corrientes anti-iusnaturalistas, entre las que figura de manera destacada el positivismo (a la que habitualmente se vinculan), aunque no es la única, pues, en la medida en que esa norma se entiende que, como ocurre en los ordenamientos modernos de manera indiscutida, es la expresión jurídica del pluralismo democrático (ley, constitución), incluye también las que sostienen que derivan del principio democrático, al que (frente a alguna posición compleja «natural-positivista», como la de Ferrajoli) se entiende que no debe ponerse límites. La regulación constitucional española pertenece al primer sistema de manera inequívoca y directa al entender que los derechos son «inherentes» a la dignidad de la persona, aunque se vinculen también al supuesto segundo, pues su protección y su garantía derivan (junto a otros mecanismos procesales y materiales como el del contenido esencial) de manera fundamental del principio democrático (reserva de ley orgánica y ordinaria así como la garantía que supone la reforma constitucional con el procedimiento agravado). Su trascendencia, como se decía, es incuestionable en defensa de la persona en sí misma («libre desarrollo de la personalidad»), en cuanto límite a los poderes del tipo que sean, así como —sobre todo en los derechos que se refieren a las relaciones con los demás (desde los relacionados con la información a los de asociación, sindicación, huelga, etc.)— en defensa de los derechos sociales e intereses colectivos. Su configuración en la Constitución española se ha considerado como uno de los aspectos mejor desarrollados por extensión, nivel garantista y aplicación directa, a lo que se ha unido una importante contribución del Tribunal Constitucional. Sin embargo, no solo es posible sino necesario hacer simultáneamente, una crítica basada en lo siguiente: — La separación y distinta gradación garantista que hay entre los llamados derechos fundamentales y los derechos sociales, de protección diferida, limitada y relativizada a la «coyuntura económica» frente al carácter universal y absoluto de aquellos (caracteres que tampoco se reconocen en algunos supuestos como el de extranjeros, emigrantes, etc. y que sin embargo vendrían exigidos por el supuesto común de la dignidad de la persona). En otros términos, se produce el traslado o la traducción de la lógica económica, de la lógica del capital, a la lógica jurídica. 89
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— Su concepción, desarrollo y práctica, en una línea cada vez más individualista y antiestatalista, que, en un sistema como el capitalista, potencia a la vez que legitima el aumento de las desigualdades, y que, al convertirse —en virtud de la «dimensión objetiva» que se les ha dado en una aceptación acrítica de la doctrina y jurisprudencia alemanas— en valores o principios, han sido el vehículo por el que se ha extendido ese carácter —neoliberal— a todo el sistema, en contra del constitucionalismo del Estado social que es al que pertenece, desde la norma de apertura, la Constitución española. — A partir de esa consideración acentuadamente individualista y antiestatalista, la contribución jurisprudencial y doctrinal del llamado efecto «irradiación» y «vis expansiva» de los derechos hace que, dada su fácil vinculación a aspectos culturales o económicos de todo tipo, sea extraordinariamente difícil introducir cambios significativos en estos ámbitos, ya que, además, con mucha frecuencia, estos derechos son ejercidos no ya por sujetos individuales sino por corporaciones (a su vez, un peligro para los sujetos individuales como denuncia la doctrina de la Drittwirkung) con unas posibilidades de defensa y de obtención del máximo de potencialidades al elemento garantista, con todo lo cual los derechos y libertades individuales en lo que se convierten es en mecanismos de garantía del sistema, lo contrario de la función inicialmente prevista y, por tanto, en un caso más de «alienación constitucional». Este tipo de expansión, pues, de los derechos individuales se corresponde con cada vez «menos Estado» según la pretensión neoliberal. — Se han aplicado y desarrollado, exclusivamente, en el ámbito de la persona, de la igualdad abstracta, con lo cual no solo se ha resentido lo que se denomina «especificación del derecho» (diferenciación de colectivos débiles), sino que no se ha pasado al de la desigualdad, es decir, a dotar de una base material a la libertad para conseguir aquella igualdad en el disfrute de los derechos (en último término el incumplimiento del artículo 9.2 de la Constitución española a la que la jurisprudencia le ha dado, como se sabe, una interpretación puramente formal relacionada con el artículo 14). De ahí que desde esa crítica pueda proponerse una superación e innovación en la materia recordando algo antes expuesto: — La ampliación de los derechos al ámbito de lo que, en relación con lo que se llama la sociedad del riesgo a la que cada vez más conduce el capitalismo, se denomina el Derecho precautorio. — La inseparabilidad —porque no es real salvo mediante coacción— entre derechos individuales y sociales. 90
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— En lugar de configurar los valores y principios constitucionales a partir de los derechos —se apuntó ya—, construirlos dogmáticamente de manera inversa, es decir, partir de los principios y valores constitucionales (del Estado social) para configurar los derechos. Incluso habría que añadir que, desde esta perspectiva, el criterio interpretativo en materia de derechos —y en ámbitos concretos como el de la ponderación— excede de la consideración individual de las partes y deberían tenerse en cuenta criterios como el de «la solución más acorde con el interés colectivo o general». — Corregir la exclusiva subjetividad individual en el entendimiento de los derechos, mediante el reconocimiento jurídico de una base objetiva (en relación con los sujetos débiles) no solo como forma de potenciar la garantía de cada uno de esos sujetos débiles, sino como un elemento que pueda servir para superar la categoría de sujeto individual y construir la de sujeto (derechos) colectivo. c) El otro núcleo o ámbito categorial de referencia es el de democracia. Su defensa o utilización desde la perspectiva del constitucionalismo crítico se basa en que la Constitución española normativiza la democracia, es decir, al recogerla expresamente como supuesto básico, la juridiza, la garantiza y la convierte en mecanismo necesario, obligatorio, de todo el sistema al considerarla como único elemento de legitimación y, a la vez, de validez del mismo, incluyendo, por tanto, un contenido material (el de los valores del artículo 1) y procedimental (artículos 6, 23, 66, 91, etcétera). A partir de estos supuestos cambia el carácter que el constitucionalismo clásico, liberal, atribuía como definitorio a las Constituciones y que era el de limitación del Poder a través de su sometimiento al Derecho; porque con el constitucionalismo democrático configurado desde esa nueva democraticidad que surge de la totalidad social (el pacto capitaltrabajo como nuevo Poder constituyente y que cualifica también la normatividad y supremacía constitucionales) la democracia ya no es (solo) limitación del Poder, sino que es el Poder mismo, inicialmente constituyente, «no producido» o establecido, pero sí jurídico-constitucionalmente reconocido y también el constituido a través de los distintos órganos cuya configuración y formas de actuar establece y garantiza. Si se acepta la separación antes señalada de aspectos materiales y formales, o, lo que es lo mismo, la democracia como contenido y la democracia como método, nada habría que objetar al incluir en el primer aspecto los valores de libertad, justicia, igualdad y pluralismo político; pero ocurre que la democracia como método o los procedimientos democráticos están —deben estar— dirigidos a la consecución de ese contenido, de esos 91
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valores. Y aquí es donde aparece la crítica y la posible «superación» de la situación actual al no darse esa correspondencia. Y es que si, como se dijo en lo que se consideró en su momento hipótesis básica, la expansión capitalista ha invadido no solo los más diversos sectores materiales sino también sus conceptos y categorías, colonizándolos y funcionalizándolos, este hecho se acentúa respecto del concepto o categoría de democracia. Porque se dan estas circunstancias: de un lado, pocos conceptos son susceptibles de un desarrollo tan rico, amplio y variado como el de democracia, y, a la vez, pocos han sufrido en el desarrollo y práctica constitucional un empobrecimiento y reducción tan notorios. Lo primero que se ha hecho para conseguirlo es la apropiación del término democracia, su conversión en el emblema, en el elemento intocable del sistema simbólico vigente; el requisito para estar «dentro» y, a la vez, el arma para combatir a los que están fuera: ser o no ser demócrata, sin más precisiones24. Y tras la apropiación, la funcionalización de su contenido se logra por distintas vías pero es fundamental la doble identificación secuencial que se ha hecho entre democracia y democracia representativa primero y entre democracia representativa y economía de mercado después. El argumento de base es la «naturaleza» de la sociedad que —se afirma— es estructuralmente competitiva tanto en lo económico como en lo político y en la que, además, ambos aspectos se corresponden: a la competencia económica debe seguir la competencia política o, lo que es lo mismo, al sistema económico capitalista le corresponde el sistema político de la democracia representativa. La legitimación política del capitalismo se produce así con «naturalidad» o, dicho de forma más contundente, la ideología liberal ha visto en la democracia representativa la máscara adecuada al real despotismo mercantil25. Porque hay que añadir que competencia económica y política comparten los mismos supuestos: el cualitativo de la equivalencia que rige en la relación mercantil en la que todo es intercambiable y el cuantitativo, por la importancia decisiva que tiene el número al tratarse de una «democracia numérica»26. En este sentido es en el que verdaderamente se trata de una democracia representativa, pero representativa del sistema, la representación «consensuada» del capitalismo. Ocurre sin embargo que este concepto de democracia «invadida» tiene también posibilidades de convertirse en «invasor», en cuanto tiene la potencialidad y el riesgo de «extenderse» y llevar esa lógica competitiva 24. A. Badiou, «El emblema democrático», en La democracia en suspenso, Casus Belli, Madrid, 2010. 25. D. Bensaid, «El escándalo permanente», en La democracia en suspenso, cit. 26. J. Rancière, El odio a la democracia, Amorrortu, Madrid, 2006.
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a aspectos más allá de lo estrictamente político y aliarse con ese otro elemento del Estado constitucional que es el Estado de Derecho; cuando esto ocurre, el resultado, se dice por parte de los defensores del sistema, es una sociedad ingobernable por las continuas demandas de un «ciudadano egoísta e insaciable» que aconsejan una democracia de baja intensidad. Además del cinismo y contradicción que esta argumentación encierra (en cuanto un ciudadano de ese tipo sería consecuencia de la lógica del sistema), pone de relieve que, aún entendida como «representativa», no deja de manifestarse un carácter de la democracia procedente de su origen de clase. Y es que, a diferencia de otros elementos del sistema constitucional (división de Poderes o Estado de Derecho), la democracia es el único que tiene ese carácter. El sufragio universal, junto a su corrección por la lucha feminista para que ese universalismo no fuera solo masculino, fue uno de los primeros objetivos y logros del movimiento obrero (revoluciones de 1848, Comuna de París de 1871), y, precisamente, la «aportación burguesa» consistió en la introducción de elementos limitativos de este. Y es que, en último término, la relación entre un sistema basado, como la democracia, en la igualdad y la mayoría, y otro basado, como el capitalismo, en la desigualdad y el dominio de la minoría, no puede ser sino de incompatibilidad y, por tanto, la elusión de esa incompatibilidad ha marcado siempre la tensa relación entre ambos. Y precisamente lo que ha permitido salvar o relativizar esa incompatibilidad así como realizar y consolidar la «apropiación», a la que antes se aludía, de la democracia por el capitalismo, ha sido la reducción de esa democracia y su identificación con la democracia representativa; porque, pese a aquellos riesgos, esta democracia representativa ha mostrado unas enormes posibilidades para permitir el dominio de una minoría sobre la gran mayoría y, además, de manera legitimada, «democrática». Desde el comienzo de las Revoluciones burguesas, tanto los «padres fundadores» como sus homólogos franceses supieron ver en la democracia representativa la fórmula para resolver el problema que planteaba el dogma de la soberanía del pueblo, convirtiéndola en la «expresión de un consentimiento» que posibilitaba dos bienes considerados sinónimos: el gobierno de los «mejores» y la defensa del orden propietario. Porque aparte de que a ello conduce la lucha competitiva, la democracia representativa muestra una gran ductilidad, una gran facilidad, para obtener los resultados pretendidos a través de distintos condicionamientos constitucionales, electorales, configuración y dinámica de los partidos políticos, etcétera. La colonización de la categoría se completa con la de otras como la de pluralismo, que se utiliza, precisamente, para limitar el pluralismo, en un caso claro de lo que se llamó antes alienación constitucional, y que sirve 93
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también para definir otra categoría como es la de antisistema que no tiene existencia constitucional y sirve, como se indicaba, para convertir a la democracia en «arma defensiva». Lo que ocurre con el pluralismo es particularmente significativo porque es la categoría que encarna, constitucionalmente, la garantía de la «sociedad abierta», de su funcionamiento no solo político (democrático) sino jurídico al convertirse en el fundamento (también democrático) del ordenamiento jurídico y, por tanto, de sus fuentes27. Así existen suficientes elementos para afirmar ya que, tanto en el orden doctrinal28 como en el caso español jurisprudencial (sentencia del Tribunal Constitucional 48/2003) o legislativo (desde la Ley Orgánica 6/2002 de Partidos Políticos a las distintas reformas de Código Penal en las que se prioriza la seguridad frente a la libertad o el pluralismo que son «valores superiores del ordenamiento jurídico» frente a esa seguridad que no lo es29), la categoría «ofensiva» como es inicialmente la del pluralismo (en cuanto destinada a ser dinámica a ampliar su contenido) se convierte en «defensiva», retrocediendo a la democracia militante. El marco legal se ajusta así al material, socio-económico, en el que cada vez caben menos alternativas y, por el contrario, la citada categoría «antisistema» es la que se convierte en «dinámica», pues, en correspondencia con lo anterior, va ampliando su contenido. Pero, además, esta facilidad y gran potencialidad de la democracia representativa para convertirse en democracia de grupo, de minoría dominante, se manifiesta en su capacidad para desarrollarse como, en términos empíricos, se ha llamado «democracia de manipulación» y que, en términos teóricos, hace referencia a la relación conocimiento-poder. Esa relación se ha teorizado modernamente poniéndose de manifiesto su progresiva intensidad, de forma que, cada vez más, se manifiesta en la realidad que el conocimiento es poder (es la postura a la que está más próxima la exposición de Foucault) e, incluso, que en esa relación el conocimiento ha experimentado un «crecimiento» mayor respecto del otro término, en cuanto ya el conocimiento es la base, la fuente, en definitiva, la legitimación del poder (es la postura de Lacan). Por tanto que el poder no solo está, sino que debe ser así, en esa minoría que posee el conocimiento. El argumento adquiere más fuerza a medida que la situación de las sociedades se hace más difícil y complicada, aumentan 27. Esta orientación la desarrolla F. Balaguer Callejón en diferentes trabajos desde la obra básica: Fuentes del Derecho, II, Tecnos, Madrid, 1997. 28. P. Haberle, Pluralismo y Constitución, Tecnos, Madrid, 2002. 29. J. A. Montilla Martos (ed.), La prohibición de partidos políticos, Universidad de Almería, 2004. En la presentación señala que resulta «distrófico» que una ley de desarrollo de derechos fundamentales tenga como objetivo preferente «los aspectos patológicos del derecho». Sería por tanto un ejemplo de lo que en el texto se conoce como «alienación jurídica».
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los «riesgos» de todo tipo (reales o sugeridos) y se suceden las crisis. Lo que ocurre en la actualidad con la crisis económica, el dominio de los «técnicos» y el dogmatismo, o la indiscutibilidad de sus propuestas, es una muestra clara de que esa teorización no es sino una descripción de lo real. Pero debe añadirse el otro aspecto de esa relación conocimientopoder y es que no solo los ciudadanos deben dejar la decisión a los técnicos, sino que, también en la realidad, sucede que los ciudadanos tienen cada vez menos conocimiento acerca de lo que ocurre, ante el aumento progresivo de la oscuridad con la que se presentan los procesos sociales en esa característica opacidad del capitalismo a la que se aludió en otro lugar y, por consiguiente, también menos poder. El cuadro que refleja esta imagen de la democracia representativa se completa con su adscripción a ese ámbito general del fin de la historia. Quiere decirse que esta democracia representativa se entiende que es el momento final de la democracia. Es el presente pero también es el futuro y tiene vocación universal en el que deben integrarse los escasos sistemas que todavía permanecen fuera. Incluso se apunta a su regresión con la argumentación de que alguno de sus elementos, como ocurre con el Parlamento, se ha quedado atrasado porque mientras la economía actual funciona a gran velocidad, la política es inapropiadamente lenta, de forma que entre legitimación y eficiencia o entre lógica democrática y lógica económica las exigencias del mundo actual obligan a optar por la segunda. Por todo ello, la posible superación de esta situación que debe abordar el constitucionalismo crítico tiene que incluir, junto a las potencialidades que —pese a todo y como se dijo— tiene la democracia representativa en los aspectos más práctico-empíricos como el pluralismo o la participación así como en los que permite el desarrollo de la propia lógica representativa30 (como la introducción de la revocación, en cuanto a que la representación que sigue existiendo a partir de la elección es una presunción iuris tantum de correspondencia entre la voluntad de los representados y su expresión por los representantes contra la que cabe prueba en contrario cuando se demuestra el alejamiento de los representantes de la voluntad de sus representados), la implantación de otras formas de democracia que están ya presentes en diferentes ámbitos materiales y territoriales, ante los que la Constitución no solo no debe estar ausente sino que puede potenciarlos como se verá más adelante. Y es que no puede olvidarse que, aunque la democracia haya sufrido ese empobre 30. J. Asensi Sabater, La época constitucional, Tirant lo Blanch, Valencia, 1988. Critica muy oportunamente la democracia «estática» con un contenido «inmanente».
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cimiento, su «naturaleza» —desde su origen de clase— contiene una potencialidad que, en condiciones de actuarse, puede adquirir, en sentido inverso, un enriquecimiento y una capacidad expansiva que la convierta de «arma antisistema», como hasta ahora, en «arma del antisistema» con toda su carga de legitimidad. Una de esas condiciones para actuarse proviene de que el actual desarrollo capitalista implica un necesario y progresivo proceso de exclusión social (hasta el punto de que el binomio inclusión-exclusión se empieza a percibir como la contradicción principal) por lo que los excluidos abandonan la marginalidad en la que históricamente se les ha situado (el despreciado «lumpen») y empiezan a ocupar la centralidad que les confiere su lugar y función en esa contradicción. La democracia, en las distintas formas que puede adoptar, es la vía por la que los excluidos pueden desempeñar esa función31. Por consiguiente, a partir de todo este proceso que se ha descrito sobre la colonización y funcionalización de las categorías por la lógica capitalista dominante, se entiende bien que el sistema en su conjunto siga «viviendo» del mismo Derecho constitucional, que no haya necesitado ni siquiera reformarlo, porque le ha bastado con «ocuparlo». Y esas categorías ocupadas, debidamente manejadas con arreglo a «inobjetables principios» políticos (democraticidad, legitimación) y jurídicos (razonabilidad, proporcionalidad, ponderación), revisten la «dignidad» del locus medius, del centro (hasta se ha llegado a decir del «centro radical») o, lo que es lo mismo, del ámbito y lugar natural del «consenso», de la aceptación «por todos» de esos elementos y reglas que —se afirma con fundamento— son «la base del sistema». Lo que aquí se sostiene es bien diferente. Y es que este proceso que parece conducir a la neutralización, ocultamiento e, incluso, a la —aparente— elusión del conflicto no es otra cosa que, justamente, el conflicto. La forma que actualmente reviste el conflicto en el ámbito constitucional. No es que sea su expresión, lo mismo que la lucha de clases no es la expresión de la contradicción económica que está en la base del capitalismo, sino que es la forma de existencia de esa contradicción. Es, por tanto, también la manifestación del estado actual del conflicto a favor de una de las partes.
31. Sería lo que S. Žižek ha llamado «el momento leninista del posmodernismo en cuanto ‘organización del anticapitalismo’», en Irak. La tetera prestada, Losada, Madrid, 2010).
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3.3. Respuesta teórica y constitucional ante las nuevas realidades constituyentes Como se dijo al enunciar lo que se consideraba hipótesis o punto de partida, el capitalismo, en su fase actual, se ha extendido a múltiples sectores y está desarrollando el impulso que le lleva a la totalidad social, a todos los aspectos materiales y vitales, a convertirse, por ello, más que en económico en biopolítico. Pero de aquí no se puede deducir que se haya entrado en la fase absoluta de su dominación y que haya desaparecido toda posibilidad de cambio o reversibilidad en esta situación. Porque, efectivamente, esta situación tiene su «reverso», su cara más oscura pero no menos real. Y es que al extenderse a muchos más —y tentativamente a todos— sectores, como esta expansión es siempre dominación, se ha extendido también la posibilidad de que en todos ellos surjan nuevas resistencia que hasta ahora no existían. De manera que ya no solo aparece la contradicción tradicional y en la forma tradicional (capital-trabajo), sino que además de que esta subsiste, aunque haya cambiado, como se verá después, se ha extendido la posibilidad de nuevos y múltiples conflictos en todos esos sectores que conforman esa buscada subsunción total de la sociedad en el capital. En todos ellos es posible la producción de nuevas «subjetividades antagónicas» así como de otros efectos y relaciones como un posible reflejo de las mismas en el Poder dispersándolo o multidividiéndolo, así como el surgimiento de distintos procesos de deslegitimación. En todo caso, el hecho nuevo, muy destacado y parece que hoy irreversible, es que frente a la «unidad» y «homogeneidad» que tenía el trabajo —y la correspondiente configuración de la clase trabajadora— como «sujeto histórico» aparece una realidad caracterizada por la fragmentación y, por tanto, también una —potencial— fragmentación de la «negación» y, en consecuencia, la multiconflictividad. El hecho es de una relevancia máxima tanto desde la práctica teórica como desde la práctica-práctica o jurídico-política. Desde la práctica teórica, en un doble aspecto. De una parte, de manera general, afecta al pensamiento crítico como pensamiento del conflicto en cuanto se partía del supuesto de un conflicto central, en el que se dirimía frontal y totalmente la suerte del sistema, de manera que el pensamiento crítico era «pensamiento fuerte», en cuanto pensamiento de esa «totalidad» y de la formulación de una «alternativa» (también «total») a esta. Pero al desaparecer la realidad como totalidad (unitaria) y presentarse como fragmentación (múltiple) parece que a este cambio en la realidad debe corresponder el cambio en la Teoría. Y es lo que sucede en 97
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importantes manifestaciones del pensamiento conservador posmoderno que aparece como pensamiento débil y fragmentario y que apoyándose en oportunistas asimilaciones y aplicaciones ideológicas (como la vinculación entre esos conceptos de totalidad y de totalitarismo) propone ante la «necesidad» de pensar la realidad como parcialidad, y, en consecuencia, el conflicto, entender que no cabe la pretensión de una «alternativa» global a lo existente, sino solo propuestas concretas, es decir, que la reforma debe sustituir en el horizonte de posibilidades a la revolución; solo caben reformas en el sistema y no cambio del sistema. En una u otra forma supone también la aceptación de «el fin de la historia». A veces esta formulación se ha hecho no enfrentándose directamente al pensamiento crítico propiamente tal, sino teniendo como enemigo que combatir a la metafísica, en cuanto planteamiento de «lo universal», frente a lo que se propone la hermenéutica como planteamiento de lo particular (pese a los escrúpulos y dificultades que tratan de vencerse, ya que el origen de esta ruptura con la metafísica, en el sentido moderno, tiene lugar en Heidegger). De otra parte, porque afecta a esa manifestación metodológica específica del pensamiento crítico como es el dialéctico en cuanto forma de entender «el movimiento de lo real». En su formulación clásica, todavía con adherencias que se pueden considerar ilustrado-hegelianas, entiende que ese movimiento progresa mediante la resolución continua de contraposiciones (en lo ideal) o contradicciones (en lo real)32; en formulaciones posteriores se eliminan esas «adherencias» y se entiende, de un lado, que la resolución de esas contradicciones (se elimina la «contraposición») no tiene por qué producirse y, de otro, que, en todo caso, el resultado de esa resolución no tiene por qué ser integradora sino que puede ser no integrable, no sintetizable y, por el contrario, cabe que sea desintegradora. Pero, tanto en una como en otra formulación, se partía de una concepción binaria, literalmente dialéctica, ya que se entendía que el «movimiento de lo real» tenía lugar sobre la base de la frontalidad de dos opuestos, a su vez, unitaria y homogéneamente configurados (capital-trabajo como contradicción principal, con una notable irrelevancia para las contradicciones secundarias, configuradas también de forma binaria). Pero, en la situación actual, el «movimiento de lo real» ha cambiado estos supuestos. Ya no es reducible a una oposición frontal entre dos opuestos unitaria y homogéneamente configurados, sino que la fragmentación antes advertida y la multiplicidad de conflictos simultáneamente desarrollada han hecho desaparecer el esquema binario. No quiere decirse
32. M. Sacristán, Sobre la dialéctica, El Viejo Topo, Barcelona, 2009.
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que el «conflicto» como elemento dinamizador básico haya dejado de ser central, pero sus nuevos caracteres exigen también un replanteamiento en su análisis y, por tanto, en su expresión por el pensamiento crítico. Junto a esta relevancia en la práctica teórica también se decía que esta fragmentación y multiplicidad potencial del conflicto, adquiere relevancia en la práctica-práctica o dimensión jurídico-política. Porque, hasta ahora —desde el pensamiento crítico— las posibilidades de cambio se vinculaban a lo que se denominó el «sujeto histórico» que, de acuerdo con lo que se viene exponiendo, traducía la unidad y homogeneidad del conflicto (capital-trabajo) y de sus componentes, en este caso del trabajo y de su expresión sociopolítica: la clase trabajadora. Al desaparecer esa unidad y aparecer la fragmentación social y del conflicto en los más diferentes ámbitos, si se sigue la lógica anterior, resultaría que ha dejado de existir el «sujeto histórico», la historia se habría quedado sin sujeto y, por tanto, sin soporte para vehicular el cambio, de manera que, de nuevo, se vislumbraría algo muy próximo al fin de la historia. Tal circunstancia es propicia a teorizaciones analíticas, deconstructivistas o, desde otro punto de vista, a una acentuación de la visión estructuralista en cuanto sería el momento de «poner la esperanza» en la dinámica «estructural» y, por tanto, de confiar más en la marcha objetiva de la historia que en el elemento subjetivo. Es lo que explica que desde la perspectiva práctica-práctica (política) se entienda que no solo hay que aceptar el hecho de la fragmentación y multiplicidad del conflicto como un dato de la realidad, sino que es también la base, el contenido, de la propuesta de cambio. Tal ocurre con la posición que sostiene y defiende la «autonomía» de cada conflicto porque se entiende, de un lado, que esa es la manera en la que cada uno alcanzará su máximo desarrollo y profundidad y, de otro, porque de esa dinámica resultará el surgimiento de «lo común» (Negri). Así mismo (y aunque se parta de supuestos distintos e incluso se critique la anterior postura por su pasividad ante el discurrir de la historia) se sostiene que esa fragmentación y microconflicticidad es el elemento fundamental, es en lo que hay que incidir y lo que hay que potenciar más que a una —por otra parte se considera indeseable— conquista del poder, porque el poder al que conduce la democracia representativa no tiene ninguna capacidad transformadora, y, en cambio, lo importante es, justamente, la transformación de las relaciones sociales para lo que es mejor abrir fisuras, espacios, grietas, en el capitalismo, que se vayan configurando de forma ajena a él (Holoway). Admitiendo la relevancia y el fundamento de ambas posiciones, cabe plantear una perspectiva que, aceptando como ellas esa fragmentación en cuanto un hecho que por el momento parece irreversible y considerán99
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dolo también como el dato nuevo de mayor relevancia teórico-práctica (por lo que hay que evitar esa especie de nostalgia de las grandes concepciones unitarias), propongan —a diferencia de ellas— una cierta actuación sobre esa fragmentación que trate de generar algunas dinámicas relativamente superadoras de esta. Para ello se empieza por sustituir la mera formulación casuística de la fragmentación y la pura enumeración de conflictos o «grietas» por una cierta categorización de esta multiplicidad que podría ser la siguiente: En primer lugar, partir del ámbito de «lo que se hace». En él se incluye lo que puede considerarse como fragmentación de clase o del conflicto de clase para referirse sobre todo a las transformaciones que ha experimentado el trabajo y que rompe aquella homogeneidad de situaciones que tenía en el proceso productivo así como la repercusión que sobre el mismo proceso productivo tienen los nuevos planteamientos sobre el consumo o medio ambiente. Igualmente, habría que incluir aquí los nuevos derechos, así como todo lo que supone la nueva tensión públicoprivado a lo que después se aludirá. — En segundo lugar, en el ámbito de «lo que se es» hay que incluir las nuevas realidades conflictivas que plantean las distintas «identidades» con toda la problemática de lo que se denomina «el reconocimiento» (incluyéndose aquí la problemática de género, la sexual, cultural, nacional, etcétera). — En tercer lugar, como elemento emergente, debe añadirse el sector social que no se incluye ni en «lo que se hace» ni en «lo que se es», bien objetivamente (porque se le excluye) bien subjetivamente porque intenta salir de esos parámetros del sistema para crear formas y espacios extrasistema. A partir de aquí, la función que se considera que debe tener el constitucionalismo crítico se basa en dos supuestos previos, uno teórico y otro práctico. El teórico consiste en la desmitificación de la idea de sujeto. Ha tenido esta idea un peso básico en la historia filosófica-política (y aún teológica) en Occidente. Sobre todo desde que en torno a él se ha formado lo que se ha llamado el discurso de la Modernidad (Renacimiento, iusnaturalismo, Ilustración, Revolución francesa) a través del cual se ha ido fortaleciendo el concepto de «sujeto-causa» en el sentido de que no habría efecto sin «sujeto», lo que supone identificarlo con «autor» y dotarlo de unicidad, voluntariedad y autodeterminación. La aplicación de tal concepto a las ciencias sociales y aunque sea en el sentido hipostasiado de sujeto histórico no deja de causar distorsiones por la fuerza mimética del término. Por eso, frente a esa idea de sujeto como «autor», parece preferible prescindir de ella, y, más sencillamente, tener en cuenta a «los actores» 100
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(los que hacen, los que intervienen) así como las dinámicas multifactoriales y, por tanto, multicausales, marco en el que se integraría la actual problemática. El supuesto práctico se refiere a los caracteres que reúnen estos multiconflictos sectoriales o locales. Y es que al tener objetivos y defender intereses muy concretos, de una parte, no necesitan tener una conciencia crítica general o, consciente y globalmente, antisistema como la tradicional «conciencia de clase» o «clase para sí», sino que basta con la percepción clara de intereses y objetivos concretos que susciten la vinculación inmediata y directa. Asimismo y por esa razón, son más inaccesibles a la ideología dominante por su carencia inicial de carga ideológica, por una parte, y por otra, porque la claridad e inmediatez con la que los participantes perciben el objetivo los hace menos manipulables. A ello hay que añadir como elementos fundamentales, porque son los que sustentan la propuesta que aquí se hace, los siguientes: — Nunca se dan en la realidad cada uno de estos conflictos de manera aislada, sino que en su desarrollo se relacionan con otros y suscitan reacciones más allá de ellos (en España el movimiento de la plataforma de afectados por la hipoteca es un ejemplo claro; entre otros, habría que destacar el conflicto que suscitó en la policía en cuanto a la objeción de conciencia o la de los jueces o incluso en entidades financieras que se separaron del conjunto; algo parecido cabe decir del conflicto de la sanidad que en su evolución fue experimentando un cambio desde lo material a lo cualitativo con la defensa de lo público y fue incorporando no solo a usuarios sino a otros sectores vinculados a esa defensa como la enseñanza, etcétera). — Aunque con diferencias cabe decir que buena parte de esos multiconflictos, lo mismo que las desigualdades y dificultades en que se basan, tienen su causa o la del agravamiento cualitativo de sus problemas en el capitalismo, de manera que en este sentido el capitalismo es el mayor «unificador» en la práctica de todas esas dinámicas, de forma que no cabe la resolución aislada de cada una de aquellas si no atacan la causa de todas33. Además de que por esa razón no se dan incompatibilidades entre ellos. Por todo ello, la conclusión es que, aun aceptando y respetando la dinámica propia de cada conflicto o identidad y sin restarle autonomía, existen bases objetivas como las señaladas para establecer entre ellos procesos de convergencia.
33. S. George, Sus crisis, nuestras soluciones, Icaria, Barcelona, 2010.
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A una conclusión semejante podría llegarse partiendo de supuestos de la Teoría crítica o Escuela de Fráncfort a la que antes tuvimos en cuenta como uno de los elementos o ejemplos importantes del pensamiento crítico. Como se expuso en su momento, uno de los ingredientes que se pueden considerar compartidos por la mayoría de los integrantes de la escuela es el de «patología de la razón». Con un cierto eco también ilustrado-hegeliano, pese a la actitud ante la Ilustración de algunos de ellos, se entiende que existe una racionalidad históricamente activa, cuya práctica y desarrollo ha interrumpido el capitalismo, que ha supuesto y producido una patología de la razón. A partir de aquí se incorpora —como también se dijo— algún elemento del psicoanálisis y se entiende que esa patología, como todas, genera sufrimiento y, a la vez, el impulso de curación por parte de los afectados, lo que implica la superación de su carácter irracional y la búsqueda de los elementos de racionalidad que los equilibre, de manera que el sufrimiento es potencial racionalidad. Desde estos supuestos se entiende que en el pasado inmediato, el «afectado» era el proletariado que, por su configuración de clase, experimentaba «el sufrimiento» de forma unitaria y desarrollaba también de forma unitaria ese impulso de «curación» (en términos psicoanalíticos). Pero en la actualidad, al fragmentarse y multiplicarse las patologías sociales por la expansión del capitalismo a los más distintos ámbitos además de al económico, los «sufrimientos» son múltiples a la vez que específicos y los aspectos e impulsos motivacionales también, de donde resulta que, junto a la naturaleza particular de cada uno, aparece con claridad la causa común y, por tanto, no solo la necesidad de abrir procesos de convergencia sino la posibilidad de esta en cuanto presionan hacia ella los impulsos motivacionales de liberación y racionalidad procedentes de los distintos ámbitos del «sufrimiento»34. En todo caso y supuesta esa posibilidad objetiva de convergencia, se trataría a continuación de configurar la potenciación de esta convergencia como una función propia del constitucionalismo crítico. Inicialmente la «racionalidad capitalista» se traduce en el orden constitucional y en el aspecto que ahora se trata, en una obstaculación de esa función en cuanto la Constitución —frente a esa realidad fragmentada— se mantiene como el campo de lo general y abstracto, tanto en el plano 34. A partir de A. Honnet, «Una patología de la razón. Acerca del legado intelectual de la Teoría crítica», en G. Leyva (ed.), La Teoría crítica y las tareas actuales de la crítica, Anthropos, Barcelona, 2005. A una conclusión semejante se llega desde las posiciones de Deleuze aunque partiendo no del sufrimiento sino del «deseo».
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objetivo respecto de las nuevas realidades señaladas, como en el subjetivo de los derechos y situaciones de los afectados por ellas, tan distintos entre sí y sin embargo subsumidos en la indiferenciación de la igualdad abstracta de la característica de la categoría de Derecho fundamental. Por ello, para romper este aislamiento Constitución-realidad y propiciar una actuación de aquella sobre esta, deben utilizarse mecanismos que procuren una articulación o relación entre ambas. Son las que cabe llamar técnicas de conexión constitucional y que pueden tener una doble manifestación: Primero, en el ámbito de los derechos. Son aplicables aquí las propuestas que se hicieron en el apartado anterior cuando se hacía la crítica al sistema español y que, en último término, se fundamentan en hacer de la Norma de apertura constitucional (el principio del Estado social) la base general de convergencia, con una doble proyección: a) La inseparabilidad real entre derechos individuales y derechos sociales ya que son condicionantes recíprocos de sus respectivos disfrutes, en cuanto el ámbito de la libertad formal es necesario para reivindicar y defender el de la igualdad material y, a su vez, la base material es necesaria para el disfrute real de la libertad. En tiempos de crisis, la protesta socioeconómica y subsiguiente represión como respuesta hacen necesaria la garantía jurídico-política y, por tanto, se intensifican esas mutuas relaciones e interdependencias. b) El desarrollo de los caracteres básicos del principio del Estado social como son el de intervención y corrección del orden capitalista en aspectos básicos como son el individualismo y el antiestatalismo. Porque —como se decía— la práctica, con apoyo doctrinal y jurisprudencial en materia de derechos, ha ido acentuando su carácter individualista y antiestatalista, y al convertirse a través de su dimensión objetiva en principios y valores, difunden ese carácter por todo el orden constitucional. El desarrollo en este ámbito del carácter del Estado social implica, como se proponía, partir de él como contenido de esa norma primera y definitoria que es la norma de apertura de la Constitución española y desde ella configurar los derechos, dándoles así coherencia —convergencia— tanto en su desarrollo inicial como en su ejercicio (según la terminología constitucional). En segundo lugar a través de categorías que desempeñando en la realidad capitalista un lugar central y a la vez crítico, puedan trasladar esa centralidad al ámbito constitucional y actuar desde él ese potencial crítico. Entre las que se pueden considerar, posiblemente la primera sea la de Trabajo. Su centralidad en la realidad capitalista es una evidencia en cuanto único productor de capital, pero también y por ello su potencial crítico en cuanto: 103
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De una parte, porque si bien de todas las demás categorías que pueden expresar desigualdades o albergar conflictos se puede decir que son en una u otra forma integrables o superables en el sistema, es inadmisible respecto del trabajo, en cuanto es (precisamente por el carácter antes señalado del único productor de capital) potencialmente (no necesariamente como es obvio y la larga historia del capitalismo lo demuestra) su negación, la contradicción insuperable y no integrable, cualquiera que sean las formas que adopte o las transformaciones que experimente, configurándose en este sentido como un «absoluto» (en cuanto infranqueable). De otra parte, porque si —según se veía— en las otras categorías y los conflictos que albergaban, procedentes de las distintas desigualdades, diferencias o discriminaciones que produce el capitalismo, eran superables en el sistema, con lo que quiere decirse que daban lugar a transformaciones parciales, a reformas concretas; en cambio, a partir del trabajo (y solo del trabajo), al no ser superable en sistema, es posible plantear un cambio de sistema, una alternativa. De lo que se trataría, pues, es de llevar esta centralidad en la realidad al ámbito constitucional. Para ello se debe buscar su conexión constitucional con aquellos espacios jurídico-formales referentes a los campos concretos con los que tiene conexión en la realidad, pero que habitualmente se presentan separados. Se trata de establecer una articulación entre el trabajo y todos ellos, que son buena parte de los contenidos constitucionales, porque eso es lo que ocurre en la realidad, aunque no se haga visible: así, trabajo y derechos (cada uno de ellos) o trabajo y género, o trabajo y participación, o trabajo y representación. De esta forma se construye la categoría trabajo en su significado constitucional real que sirve para una presentación y explicación teórico-pedagógica distinta de la Constitución, pero, sobre todo, sirve a ese proceso de convergencia que, siendo también real, se trata de potenciar mediante la Constitución, contrarrestando el efecto contrario que habitualmente aparece como es el de presentar todos esos espacios como separados, lo que contribuye a la opacidad característica del sistema. Sin embargo, no puede desconocerse que esta carga crítica del trabajo no es —como se dijo— algo necesario sino potencial expresado a veces como «compromiso con la incertidumbre»35. Por lo cual y por la complejidad de la categoría y de sus efectos, es necesario añadir algunas consideraciones sobre él. 35. D. Bensaid, Penser, Agir, Nouvelles Editions Lignes, París, 2008. También Eloge de la politique profane, Albin Michel, París, 2007. M. Romero, «Apuntes para una conversación rota: Política de D. Bensaid»: Viento Sur, 110 (2010).
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Inicialmente —aunque se trate de algo bien conocido— hay que advertir, frente a la visión ideológico-mítica, que el trabajo no es algo «propio del hombre», no es una exigencia humana. No ha existido siempre sino que tiene una existencia histórica. Surge en momentos y lugares determinados. En concreto, cuando el «trabajador» se separa de los medios de producción y al «liberarse» de ese vínculo, adquiere la posibilidad de vender, y se encuentra obligado a hacerlo, su «trabajo» y a participar en el proceso productivo de mercancías, con la singularidad de que es el único factor capaz de añadir valor en ese proceso de producción. Es a esta actividad a la que en sentido estricto se llama trabajo. Por eso se decía antes que hay que desmitificar la ideología del trabajo en cuanto «la actividad más noble del hombre», porque, precisamente, es todo lo contrario, en cuanto implica la obligación de vender lo más propio de la persona, por lo que el trabajo en cuanto mercancía no puede entenderse nunca ligado a la dignidad humana. Con la perversión también conocida de que es el mayor «productor de capital», como se dijo en algún momento, de manera que el resultado del trabajo del hombre no solo se convierte en ajeno sino en su contrario, en su enemigo, al fortalecerlo y, en consecuencia, debilitarse ante él. De ahí también que las políticas y estrategias para crear empleo —bien explicables y necesarias social y humanamente— son medios de fortalecimiento del capital, perversión que se acentúa con la revalorización personal del trabajo y, a la vez, la desvalorización económica que sufre en tiempo de crisis, con lo que se acentúa la opacidad aún más de su significado real. Este trabajo, en cuanto hecho histórico, adopta también formas históricas. Las últimas las representan los cambios que ha experimentado tras el fordismo y el trabajo fijo con el incremento del trabajo flexible (en la temporalidad y en el contenido con distintos empleos y tareas) y el progresivo papel del trabajo inmaterial. El significado e importancia de este último deriva de la relación compleja que guarda con el proceso productivo, en cuanto, de una parte, la producción de bienes materiales depende cada vez más (en su cantidad y en su valor) de elementos inmateriales y, de otra, que cada día tiene mayor importancia que el proceso productivo consista en la obtención de bienes inmateriales. (Y es significativo también que de ese trabajo inmaterial pueda empezar a depender cada vez más el cambio en el significado de la «producción», en cuanto que de «dominio de la naturaleza», que implica su destrucción, pase a consistir, progresivamente, en descubrir y reproducir su funcionamiento y, en consecuencia, en no alterarla, como es el caso de la buscada fusión nuclear que trata de obtenerse mediante el descubrimiento de la «producción» de la energía por el Sol). Es lo que forma la «producción del 105
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conocimiento» o en términos más convencionales, «capitalismo cognitivo o economía del conocimiento». Este trabajo y trabajador inmaterial introduce factores nuevos y hace más complejo el análisis y el papel del trabajo y su relación con el capital. Por eso y aunque algunos elementos, por su objetividad, resultan indiscutibles (como su influencia en la ley del valor clásica, al tener un sentido distinto en ese ámbito inmaterial el tiempo de trabajo), en otros, el análisis se complica y da lugar a visiones tan distintas como las que van de considerar que en el trabajo inmaterial se potencia la superexplotación al adueñarse (el capital) de los componentes más profundos del hombre (su mente y hasta su conciencia), dando lugar a una cosificación (Žižek) de la relación sociolaboral a un nuevo nivel (aunque se admite que la mediación no se hace siempre por el mercado sino que interviene un factor extraeconómico como es el Estado o el Derecho como se aprecia en la problemática que plantea la propiedad intelectual) a los más optimistas que entienden que este trabajador del conocimiento siempre tiene la posibilidad de permanecer dueño de sí mismo y de su conocimiento o de reservarse una parte (por lo cual a veces se le ha considerado que, aunque sea contradictorio, se configura también como capital) a la vez que se entiende que este trabajo mantiene, incluye y posibilita una tendencia al surgimiento de «lo común» mediante la intercomunicación y la cooperación de que es capaz, lo que si, de una parte, hace que la explotación sea ahora de «lo común» (que se convierte en renta social como ocurre con la «financialización»), también abre nuevas posibilidades liberadoras (Negri). En la realidad actual pueden encontrarse elementos que confirman tanto una como otra postura, lo que conduce, de nuevo, a que esa realidad también nueva y compleja sea contradictoria y sea desde la contradicción (desde la perspectiva de clase) como hay que abordarla. Porque, de un lado, es innegable que todavía el predominio cuantitativo corresponde al trabajo que, aunque evolucionado por la revolución tecnológica y cada vez más cualificado, puede entenderse como material. Las «recetas» que el neoliberalismo suministra para salir de la crisis siguen basándose en los recortes de los derechos sociales y entendiendo al trabajo como coste de producción y, por tanto, base para la competitividad (la revista del Banco Mundial Doing Bussiness, que da como criterio el lugar que en el ranking de costes laborales —flexibilidad o desregulación, negociación colectiva, obligatoriedad o no de salarios mínimos— ocupan los diferentes países como criterio básico para las inversiones, lo muestra claramente). Sin embargo, no se puede prescindir del hecho de que en la actualidad la «propiedad» (en términos jurídicos), la gran propiedad o 106
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capital en términos económicos se obtienen a partir de esa «producción intelectual social», de esa intercomunicación o cooperación que ha cobrado nuevas dimensiones (así, una de las fortunas mayores de la actualidad como es Microsoft se ha obtenido más como renta que como ganancia, porque lo que en realidad vende es ese acceso o participación en el general intelect) así como que la innovación en general goza del mayor prestigio como fuente de riqueza, hasta el punto de que se teoriza de nuevo en forma ilustrada, en cuanto se indica que superada la civilización basada en elementos y mecanismos materiales se vuelve, como indicaba en la Ilustración Condorcet, al progreso a través del «espíritu» (la razón). Sin embargo —este sería el otro aspecto de la contradicción— desde la perspectiva del trabajo, todo este proceso histórico de transformación, división y fragmentación (con el trabajo flexible y el inmaterial) ha sido y continúa siendo uno de los factores de la supuesta desaparición del «sujeto histórico», de su debilidad, así como de sus organizaciones representativas, de la crisis de clase y de la ideología de clase. Por eso se puede decir que mientras el capital y su clase han seguido «ejerciendo» como tales, no ha ocurrido lo mismo con el trabajo y la suya. Por otro lado, lo dicho hasta ahora sobre el trabajo se refiere a lo que se denomina trabajo abstracto, en cuanto se incorpora también de manera abstracta y produce y añade valor de manera abstracta a la mercancía. Es el trabajo asalariado, el que corresponde y se relaciona con el valor de cambio. Es «el trabajo» en el único sentido en el que se entiende en el capitalismo, como elemento necesario de mediación social. Pero cabe hablar en otro sentido de un trabajo o actividad del hombre que se conoce como trabajo concreto, en cuanto no se disuelve en la abstracción de una mercancía en la que el autor o autores (trabajadores) de ella desaparecen y solo queda ese valor que se convierte en la abstracción del dinero. Es la actividad a través de la cual el hombre satisface las necesidades, deseos o libertad, bien individuales bien colectivas. No se «vende» ni se «enajena». Se mantiene como propio y se dispone de él y sobre él y se relaciona con el dominio personal de los ámbitos más propios de lo humano como el espacio (desde la vivienda a la ciudad) o el tiempo. Frente al valor de cambio se relaciona con el valor de uso y, naturalmente, contradice frontalmente al trabajo abstracto hasta el punto de que se sostiene que la contradicción básica en el capitalismo y acentuadamente en la actual fase histórica es la de trabajo abstracto-trabajo concreto, en la que se contiene la forma real y contemporánea de la lucha de clases. Expresado de otra forma, se entiende que el verdadero conflicto es el del trabajo contra sí mismo, e igualmente en los otros ámbitos conflictivos como el de las identidades (género), etnia, sexo, etc., se trata también de 107
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la lucha de esas identidades contra sí mismas en busca, en ambos casos, de su desaparición en una sociedad en la que ni el trabajo sea el elemento básico de mediación social ni las «identidades» sean necesarias para «defenderse» de una discriminación que ya no debe existir. Este trabajo concreto se relaciona con ese sector social, actualmente emergente y en cierto modo residual en cuanto se forma (objetivamente, sin depender de su voluntad) a partir de aquellos que ni siquiera serán «trabajadores» porque nadie les comprará su trabajo (los excluidos) y subjetivamente (en cuanto actitud voluntaria) en base a los que tratan de resolver sus problemáticas específicas no ya «en el Sistema», ni siquiera «contra el Sistema», sino «fuera del Sistema». Se relaciona con la hipótesis de partida y la expansión del capital a espacios nuevos y formas también nuevas que dan lugar a conflictos que no son resolubles ni representables en ese Sistema y que los interesados lo perciben así, lo que se traduce en esa desafección y de hecho en esa «salida del Sistema». En cuanto a los primeros, los excluidos —como antes se indicó— han dejado de ser marginales (el despreciado «lumpen») y han pasado a tener una relevancia que los ha convertido en protagonistas. La experiencia histórica más destacada de este hecho ha tenido lugar en América Latina. Porque han sido los excluidos (los contemporáneamente excluidos) como consecuencia del efecto socioeconómico devastador que tuvieron las políticas neoliberales apoyadas por las oligarquías y fuerzas políticas tradicionales (que además acentuaron la situación de los históricamente excluidos como los pueblos y comunidades indígenas) los que se convirtieron (con el antecedente de los piqueteros argentinos, tal vez el primer movimiento organizado de desempleados o excluidos contemporáneos y el zapatismo mexicano de los históricos) nada menos que en la base de un nuevo Poder constituyente que —hay que señalarlo— a través de modélicos procesos constituyentes democráticos, han dado lugar a ese «nuevo constitucionalismo», que dicho muy sintéticamente recoge, en un complejo equilibrio, la coexistencia o contradicción entre el viejo sistema de democracia representativa y el nuevo de la participativa y protagónica que parece llamada a imponerse para completar la transformación social. Son Constituciones a las que por esa razón se las ha denominado Constituciones y constitucionalismo de transición36, no en el sentido europeo del «Derecho transitorio», sino en el de que son garantistas de un camino hacia una sociedad diferente. 36. El concepto de «constitucionalismo de transición», en este sentido, lo formula inicialmente el profesor Tierno Galván en «Especificaciones de un Derecho constitucio-
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En cuanto a los segundos —al otro componente de ese sector social emergente— que incorporaban voluntariamente el elemento extrasistema, comenzaron a visibilizarse a través de los nuevos movimientos sociales que ejemplificó el 15M (con reflejo en otros como Occupy Wall Street o las «Primaveras árabes») que catalizó, sintetizó y en cierta manera dio presencia a otros movimientos y conflictos de esa naturaleza y formalizó en buena medida la nueva configuración de la protesta: transversalidad (desde excluidos a las distintas identidades), intergeneracionalidad, horizontalismo organizativo y asambleario, trascender el voto como forma de participación y situarse fuera del sistema económico (del mercado de forma que en los asentamientos más largos de Madrid o Barcelona se trató de expresar esa situación de diversas formas a través del trabajo concreto y fue significativo que, aun incluyendo buen número de parados, no se reivindicaba el empleo) y del político, es decir, sin buscar proyección política intrasistema o partidista. Adquiere también especial expresividad respecto de lo que en su momento se decía el espacio en el que se configura el Movimiento: en el de las redes sociales y en el de las plazas públicas; el de las redes sociales porque es un lugar específico para la realización del trabajo inmaterial, de la intercomunicación y de la cooperación, de donde surge «lo común»; y el de las plazas públicas porque hacen visible con gran fuerza simbólica el paso de lo público a lo común. Y con la peculiaridad de que el mundo de lo virtual, de las redes sociales, era (en los términos de «expresividad» antes aludida) el de lo real, mientras que el mundo de lo real, las plazas públicas, era el de lo virtual. Pasada esa eclosión, la protesta se mantiene descentralizada y se manifiesta en la más invisible —tampoco tiene presencia mediática ni se intenta— de innumerable cooperativas, comunidades, sociedades llamadas «de amparo», con objetivos sectoriales o locales autónomos y otras que no tienen que ver con el sistema más que para o eludirle o defenderse de él —okupa, «yo no pago»— o defender los servicios públicos o el medio ambiente. En esta línea se sitúa el movimiento de «relocalización social», de la economía y de la vida, mediante la creación de comunidades campesinas basadas en la cooperación social y gestión comunal del territorio actualizando instituciones históricas, claramente fuera de «lo urbano, lo productivo y lo global», la gran trilogía del modelo dominante. La supresión de municipios y escuelas rurales, centros sanitarios, transportes públicos, junto al ataque a los bienes comunales del actual proyecto de
nal para una época de Transición»: Boletín Informativo de Ciencia Política dirigido por el profesor Carlos Ollero, Madrid, 10 (1972).
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Ley de Reforma de la Administración Local en España, en cuanto indicadores del Sistema, subrayan el carácter de ese movimiento. A veces tiene manifestaciones más amplias como el de algunas ciudades griegas al salirse del euro y acuñar su propia moneda, iniciativa que se sigue en otros lugares, creándose «monedas sociales», destinadas al intercambio solidario y comunitario, al margen, pues, del mercado y del trabajo abstracto. Toda esta compleja forma de manifestarse el conflicto en su fragmentación (que empieza a traducirse en fragmentación política con clara amenaza al sistema de partidos existente) tanto en el ámbito del trabajo abstracto y de las «identidades» como en el del trabajo concreto (con algunas formaciones de «vocación» extrasistema pero que, con alguna ambigüedad, participan en el sistema como las Candidaturas de Unidad Popular catalanas, el partido Cinco Estrellas italiano o el Pirata alemán) da lugar a una especie de dualismo con un sistema institucional dominante pero que parece agotado, y otro todavía inconcreto, pero cualitativamente significativo, porque parece que es el que marca el futuro. Todo ello demanda una respuesta jurídica diferente que implicaría un Derecho y un constitucionalismo, también aquí, de transición. Pero de lo que se trata no es de «imaginar» un sistema jurídico como un a priori o un desideratum idealmente concebido sino, por el contrario, de darle una base material: a partir de estas nuevas realidades descritas (fragmentación, convergencia, trabajo inmaterial y concreto, democracia real) establecer, aunque sea en sus trazos más elementales, el marco jurídico correspondiente (lo que no quiere decir que sea el único, puesto que en esta fase de transición concurriría con el convencional o existente). A partir, pues, de lo anterior, cabría deducir algunas consideraciones para un orden jurídico y un constitucionalismo de transición. Inicialmente, desplazar al contrato (con su carga jurídico-privatista) como categoría previa y fundamentante del orden jurídico-político, lo que supone el desplazamiento de «lo privado» como el elemento primero, antecedente y condicionante de todo el ordenamiento jurídico, según antes se vio. Como se sabe, se ha sostenido que la base de toda esa «precedencia» privatista procedía de la importancia decisiva que ha tenido la propiedad, que desde el ámbito de lo privado se ha proyectado al de lo público, en cuanto en lo público ha existido siempre un «componente de propiedad» (aunque sea pública), es decir, de dominio de un sujeto, de disponibilidad por parte del Estado con una «lógica privada», acentuada ahora (y sin el procedimiento garantista respecto del ciudadano que tiene la expropiación respecto del propietario lo que posibilita la facilidad de su privatización, es decir, la máxima inseguridad jurídica 110
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para la ciudadanía, como se ha puesto de manifiesto en las más diversas formas de privatización de bienes y servicios públicos). Por consiguiente al cuestionarse esa configuración de lo privado se cuestiona la de lo público y su relación y diferenciación. Y como consecuencia de esa crisis privado-público, derivada de los cambios en la realidad, estos mismos cambios demandan construir otra categoría que se considera básica. Se habló antes de que, como consecuencia de la multiplicidad de los conflictos y, a la vez, de los procesos de convergencia, junto a la transformación del trabajo (inmaterial), se daban las condiciones para que apareciera un espacio distinto a lo privado y a lo público que era «lo común», resultado de las nuevas formas de intercomunicación y cooperación, producción material e inmaterial de bienes y desarrollos del trabajo concreto y del valor de uso. Se trataría entonces de configurar jurídicamente ese espacio, de configurar un «Derecho común» o «Derecho del común». Este Derecho comprendería regulaciones o incluso ordenamientos específicos que, en cuanto fundamentados en la más intensa expresión del principio democrático y dado que la jerarquía normativa expresa —en sentido material— el grado o carga de democraticidad que tiene cada norma, fundamento de su capacidad para condicionar la producción de otras (sentido formal) sería un Derecho en el que habría un lugar muy reducido para ese principio de jerarquía respecto de los demás criterios de aplicación normativa (competencia, especialidad, temporalidad, etc.), con una función técnica significativamente relevante para el de competencia tanto en el «exterior» de ese Derecho común para diferenciar y regular la coexistencia con otros posibles espacios normativos (el convencional) como en su interior para su ordenación horizontal y base de su unidad. También implicaría en el ámbito de las fuentes la aceptación de la fuente colectiva en la creación del Derecho y la correspondiente norma de producción de esta. Todo lo cual demanda una Constitución en la que más que o, además de, en su relación (limitadora) con el Poder se ponga el acento en el reconocimiento y garantía de lo anterior, lo que implica una especial concepción del pluralismo (democrático, organizativo, jurídico) y, en consecuencia, que contenga formas adecuadas de apertura constitucional, todo lo cual configuraría una Constitución «débil», que no trata de fijar ni de consolidar nada porque no es un «constitucionalismo de la seguridad», sino un «constitucionalismo de la inseguridad» porque no es la Constitución «triunfo» de algo, sino que, como constitucionalismo crítico, es una Constitución de la crisis, de la potenciación de un proceso de crisis. En cierta forma esta idea se recoge aunque sea de manera muy general en la Teoría clásica de la Constitución a través de aquella expresión defini111
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toria de esta que la consideraba como «forma abierta a través de la cual pasa la vida»37. En cuanto Constitución de transición, resultado de un proceso y Poder constituyentes complejos, albergará elementos del constitucionalismo actual, pero, en todo caso, también aquí esa dualidad significará que se ha llevado el conflicto a la Constitución y con él otro factor de dinamismo constitucional y social. Y es que este elemento dinámico es fundamental para que esas formas nuevas que están apareciendo no se conviertan en una subcultura cristalizada, en una pura repetición de sí mismas hasta su agotamiento38. 3.4. Proyección al espacio supraestatal: constitucionalizar «lo común» Se dan dos circunstancias (o, en el sentido que se le da hoy a la expresión, «condiciones de posibilidad») que permiten una aplicación de los que antes se consideraron supuestos básicos del constitucionalismo crítico al ámbito supraestatal: Una es de carácter formal, referido a la cuestión de si es posible un constitucionalismo supraestatal o, en otros términos, si es posible —siempre teniendo como referencia ese espacio exterior— un constitucionalismo sin Estado. No se va a reproducir aquí esa discusión (suscitada recientemente y superada afirmativamente en Alemania con motivo de las reflexiones sobre la Constitución de Weimar) sino señalar que, si bien la vinculación histórica entre Estado y Constitución es una evidencia así como también que su exigencia fue y —aunque con transformaciones— sigue siendo necesaria, nada impide que, aunque no sea trasladable de manera estricta el concepto formal de Constitución estatal por existir elementos específicamente ligados al Estado, sí cabe la aplicación de una serie de componentes o de lo que puede llamarse «elementos de constitucionalidad» que, por el grado de desarrollo y potencialidad alcanzados, pueden considerarse ya «principios» aplicables a espacios, organizaciones o relaciones sociales, sin que el tipo de organización o el territorio sean límites a su aplicación y vigencia aunque adquieran caracteres diferenciados y sin que suponga tampoco la disolución o desnaturalización de lo que la Constitución significa. Esta posición, con buenas dosis de obviedad y generalidad, es ampliamente compartida y se reafirma desde los supuestos que aquí se mantienen en el sentido de que precisamente la ausencia de Estado
37. H. Heller, Teoría del Estado, FCE, México, 1942. 38. L. Magri, El sastre de Ulm, El Viejo Topo, Barcelona, 2010.
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puede permitir un más libre despliegue de algunas potencialidades constitucionales, a la vez que la anulación o inexistencia de otras mediante las que el Estado cumple su función en las sociedades capitalistas (se hizo referencia a ellas al tratar de la relación Constitución-capitalismo). La otra es de carácter material y se refiere a la aplicación a este ámbito de lo que se entendió como una hipótesis básica, alusiva a la especificidad actual de la expansión capitalista. Con el mismo grado de obviedad que en el caso anterior, cabe señalar que es precisamente en este ámbito supraestatal donde es más clara esa expansión, que abarca tanto el aspecto territorial en cuanto se ha llegado al final del territorio explotable como el de los más diversos sectores de la producción o el consumo que han sido —como se decía en su momento— «sobredeterminados», sometidos y subsumidos en los diversos circuitos capitalistas ahora mundializados. Es lo que —desde este punto de vista— significa la globalización: el logro (o muy cerca de él) del capitalismo, inscrito en su propia naturaleza, de convertirse en el primer modo de producción de vigencia universal. En consecuencia, buena parte de la problemática que se planteaba al constitucionalismo crítico en el ámbito estatal, si bien con caracteres propios, estará aquí presente y, por tanto, es también abordable desde ese esquema teórico. Se puede añadir a lo anterior que ese espacio supraestatal tiene una singularidad primera que facilita y a la vez demanda, con mayor fuerza si cabe, ese planteamiento, en cuanto se trata de un espacio aconstitucional, no ya en el plano más general y evidente de desbordar el ámbito propio de las Constituciones, sino en el más concreto y significativo de funcionar al margen y aún en contra de lo que el constitucionalismo ha significado (el convencional) y puede significar (el constitucionalismo crítico). Esta aconstitucionalidad (y en buena medida anticonstitucionalidad) del espacio supraestatal es analizable también desde un punto de vista material y desde un punto de vista más formal. Desde el punto de vista material, la cuestión básica, desde los planteamientos que se han hecho tanto del pensamiento crítico como del constitucionalismo crítico, es la relativa al conflicto a partir de la cual se producía lo que llamaba la politización del Derecho constitucional. Por consiguiente, esta misma cuestión, con el mismo y fundamental significado, tiene que estar presente en esta pretendida aplicación de los supuestos básicos del constitucionalismo crítico al ámbito supraestatal y globalizado. Y cabe apuntar que aquí tiene una especificidad y sobre todo una relevancia muy característica; porque el pensamiento crítico sostiene que la función de la Constitución y el Estado en las sociedades capitalistas se desarrolla —respecto de las contradicciones del sistema— en un doble nivel: de un lado, «desconociendo» la clase como sujeto político y por 113
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tanto «desorganizando» el trabajo, y, de otro, «organizando» el capital, «unificando» el interés de clase, librándolo de los peligros destructivos de la competencia, de los intereses específicos de las distintas fracciones del capital y del corto plazo propio de los capitales concretos. Con la globalización (sin que desaparezca este esquema y aunque los dos ámbitos van a estar muy interrelacionados como se verá después) se produce una cierta «especialización», en cuanto al ámbito interno —al Estado y la Constitución— le corresponde de manera preferente el primer nivel (la contradicción capital-trabajo) y al ámbito externo, a la globalización, es decir, a sus instituciones, a su Derecho, le corresponde, de manera preferente, el segundo, el de organización de la lucha competitiva intercapitalista supraestatal que ha adquirido nuevos y hasta ahora desconocidos desarrollos y que tiene una importancia vital para la subsistencia del sistema. Pero si esto es así, si las instituciones y el Derecho de la globalización se ocupan de ese nivel, de la lucha competitiva en el mercado global, resulta que el otro nivel, el del conflicto básico, el del capital-trabajo, «desaparece» y esas Instituciones y ese Derecho (globales) no lo expresan y «parece» que no existe. A este encubrimiento del conflicto contribuye el proceso de financiarización, en virtud del cual el capitalismo especulativo, en cuanto sustituye la plusvalía propia del capitalismo productivo por la «renta», parece —como se decía antes— haberse independizado del trabajo. La realidad es, sin embargo, que, por el contrario, la globalización es el proceso progresivo del capitalismo de incorporar cada vez más «todo» el trabajo, quiere decirse, en las más diversas formas, incluida, de manera muy especial, el desarrollo del trabajo inmaterial que, mediante las nuevas vías de intercomunicación, es un elemento básico sin el que ni siquiera la financiarización sería posible. Por tanto, de lo anterior se deduce que «constitucionalizar la globalización» es, desde esta perspectiva del constitucionalismo crítico, «politizarla», es decir, introducir el conflicto en su institucionalización jurídica. Porque, efectivamente, la institucionalización existente de la globalización se caracteriza por considerarse «apolítica», ademocrática y con una finalidad y una adecuación y legitimación estrictamente técnicas. Aparecen así unas organizaciones que (desde los parámetros de la Teoría de la Organización) presentan un bajo nivel de desarrollo, son un «conjunto agregado» —sin ordenación propiamente dicha— sin «centro» ni lógica organizativa y con un grado notable de indefinición en sus funciones y órganos así como un funcionamiento y toma de decisiones muy simples a través de consensos, unanimidades o mayorías con fáciles minorías de bloqueo. Todo lo cual no impide, e incluso favorece, que actúen como «administraciones independientes» supraestatales, sin control, 114
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sin transparencia, y, a la vez, con una gran influencia en el interior de los Estados. Asimismo, a través suyo, con esa extraña apariencia, se oculta a la vez que se promueve la mayor concentración de poder que haya existido nunca, correspondiente a la también mayor concentración capitalista conocida. Por ello, junto a la referida «politización» (democratización), desde la perspectiva constitucional crítica adquiere especial significado la limitación y control del poder propias del constitucionalismo histórico en una supuesta «constitucionalización» de este espacio supraestatal. Desde el punto de vista formal, la aconstitucionalidad de ese ámbito superestatal se manifiesta en que ese «Derecho» propio de la globalización es, en principio, un Derecho privado, con sujetos y relaciones privadas, con fuentes privadas, en permanente huida del Derecho público, pero, además y quizás sobre todo, ni siquiera puede considerarse como Derecho, al deformarse las categorías básicas tanto del Derecho objetivo como del subjetivo, hasta el punto de que sus «actos jurídicos» son inordenables al no poder aplicarles (por carecer de los rasgos distintivos necesarios) los principios básicos de todo ordenamiento jurídico mínimamente desarrollado como son los de jerarquía y competencia a través de los que adquiría formalmente sus caracteres propios de unidad y coherencia. El reverso de todo ello es que este «no Derecho», como se ha calificado alguna vez, tiene cada vez más influencia en el Derecho interno, en cuanto, también progresivamente, los ordenamientos internos forman parte del entramado de la competitividad. Una relativa excepción a este proceso de desformalización y desjuridización lo representó la Unión Europea. Aunque mantenía caracteres de los antes señalados, tanto de las instituciones de la globalización (agregación, confusa configuración de órganos y funciones, predominio de unanimidades o mayorías cualificadas y de tecnocracia frente a democracia) como del Derecho (confusa configuración de las fuentes así como la relación entre ellas y una evidente huida de las categorías normativas del Estado de Derecho para evitar el régimen jurídico que se derivaría de utilizar el mismo nomen juris), sin embargo, tanto en un caso como en otro, había alcanzado desarrollos notablemente superiores e iniciado un proceso que se empezó a considerar como el de su constitucionalización, si bien el seguido desde la crisis económica ha despejado las dudas y ha mostrado la verdadera naturaleza de la Unión Europea. Ha mostrado que no es Unión, ni siquiera agregado, sino que actúa bajo el predominio prácticamente total de alguno de sus miembros; que se ha desvirtuado todo el entramado institucional y jurídico; que las decisiones se toman al margen aunque formalmente se presenten como de la Unión, de manera que, dado el predominio que ejerce sobre los Estados, no solo no se produce la 115
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constitucionalización de la Unión Europea sino que esta actúa como agente (de la globalización) desconstitucionalizador de los Estados. Al imponer a los Estados políticas económicas que no son una respuesta a la crisis (en el sentido —como se decía— de responder a los intereses de la mayoría social) sino una defensa del sistema económico-financiero, violenta las previsiones de las Constituciones del Estado social, e, incluso, actúa como efectivo y real Poder constituyente, al producir mediante aparentes reformas (como la citada española del artículo 135) verdaderos cambios constitucionales. Se verifica de nuevo la hipótesis de cómo exigencias del capitalismo «sobredeterminan» la Constitución y la democracia. De esta forma, la Unión Europea contribuye a legitimar la práctica anticonstitucional de los Estados, confluyendo con los efectos de la globalización jurídica y uniéndose a esa corriente de anticonstitucionalidad que, además de en otros ámbitos extraoccidentales, adquiere particular relevancia en los Estados Unidos, potenciada tanto desde los ámbitos privados (las grandes fundaciones como Olin o Bradley, promotoras directas de foros ideológicos o de universidades como la de Chicago con esa «modernización» de planes que supuso la creación de nuevos «ámbitos de estudio» como el llamado derecho y economía, con múltiples derivaciones teórico-prácticas) como públicos (la doctrina del «Ejecutivo unitario» sobre las facultades interpretativas de la Constitución por parte del presidente, así como la utilización rutinaria de la tradicionalmente excepcional «declaración de rúbrica» sobre la interpretación de las leyes aprobadas en el Congreso por parte también del presidente), así como la vulneración de derechos (juicios sin el «proceso debido», tribunales formados por comisiones militares, legitimación de torturas, regímenes penitenciarios al margen del Derecho como Guantánamo), presentada como defensa frente a la inseguridad y el terrorismo, y que no es sino otro capítulo del antes citado «capitalismo del desastre»; a ello se une la práctica del «excepcionalismo» que lleva tanto al desconocimiento de tratados y convenios internacionales (desde la Corte Penal a los protocolos sobre medio ambiente y biodiversidad, Convención sobre Derechos del niño, Convención sobre los Derechos de los trabajadores emigrantes y sus familias, de la Organización Mundial de la Salud sobre productos transformados genéticamente, Convención de Ginebra, resoluciones de la ONU) como a las ejecuciones de la pena de muerte en el exterior («drones» y otros medios «técnicos»). Y en relación con este aspecto de las actuaciones en el exterior debe señalarse como principio general que, aunque con frecuencia se oculta o no se tenga en cuenta, las actuaciones de los Estados en el exterior (todas pertenecen al ámbito constitucional) están sometidas al Régimen constitucional, es decir, 116
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que, además del sometimiento formal a la normatividad y supremacía de la Constitución, tienen que tener en ella un fundamento. Sin embargo, con frecuencia, la acción exterior se «independiza» de la Constitución, cuando, por el contrario, también con frecuencia, la forma en la que se desarrolla esa acción exterior es un parámetro que mide con exactitud el respeto y cumplimiento de la Constitución. Aplicando este parámetro a la acción exterior de los Estados Unidos, se aprecia el real cumplimiento y vigencia de la celebrada Constitución americana. Y aplicándolo a la Unión Europea, a su acción exterior, con manifestaciones como los Tratados de Libre Comercio que celebra con países periféricos, aparece también su carácter de verdadero «depredador», poco compatible con ese «modelo humanista» con el que se trata de identificar y diferenciar y que puede desaparecer definitivamente si se consolida en los términos que actualmente se plantea el previsto con Estados Unidos. También, y finalmente, debe indicarse que otros supuestos manejados hasta ahora en el constitucionalismo crítico estatal están asimismo vigentes en el supraestatal. Se trata de las posibilidades constitucionales de potenciar procesos de convergencia entre la multiplicidad de conflictos y resistencias que se corresponden con la actual dinámica expansiva del capital a los más diversos sectores según aquella —varias veces citada— hipótesis de partida de indudable y plena vigencia en este ámbito. Inicialmente son utilizables las técnicas de que se hablaba, referentes tanto a la conexión como a la centralidad de categorías, si bien con dificultades añadidas: respecto de la primera, la «desformalización» de la globalización y respecto de la segunda, la antes considerada «ausencia del conflicto» en la globalización jurídica, es decir, la práctica inexistencia del trabajo como derecho y como sujeto, y que se manifiesta en aspectos que van desde las dificultades que se ponen a la libre circulación del trabajo en contraste con el capital (el enorme aumento de acuerdos, tratados, etc., en este caso frente a la práctica ausencia en el otro) a la falta de reconocimiento de derechos y garantías al trabajador (como se pone escandalosamente de manifiesto, por lo que se refiere a la Unión Europea, en la continuada jurisprudencia del Tribunal de Justicia, la tendencia que se apunta en las directivas en materia laboral o el hecho de que no haya suscrito —otra vez la acción exterior— la Convención internacional sobre protección de los trabajadores inmigrantes y sus familias); es decir, y en definitiva, la acentuación que se produce aquí de aquella función de la Constitución en el ámbito estatal de «organizar» el capital y, a su vez, «desorganizar» el trabajo. Pero puede añadirse algún aspecto más que parte de una circunstancia específica de este ámbito y que también puede ser otra base real para 117
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ese pretendido proceso de convergencia con cierta potencialidad constituyente. Se trata de un hecho que permite la aparición y potenciación de esa realidad nueva a la que se ha aludido antes y que se denominaba como «el común» y que surgía de las también nuevas formas de intercomunicación a partir de la fragmentación, multiplicidad y transversalidad de los nuevos conflictos y movimientos sociales. Porque la globalización ha producido también la expansión y profundización de la conciencia, de la convicción de una «existencia común» y de un destino común de la humanidad, de que hay problemas y cuestiones centrales y decisivas de afectación común y de que solo desde un planteamiento general, supraestatal, global y compartido pueden afrontarse. Es decir, que, a partir de esta base real, pueden abrirse procesos de convergencia así como de «globalización de las resistencias» (de las que hablan S. Amin y F. Houtart). En relación con todo ello hay un concepto generalmente aceptado e indiscutible del que puede partirse como es el de «patrimonio común de la humanidad»39, y hacer con él algo parecido a lo que se decía en su momento que hacía el capitalismo con las categorías de las que se apropiaba, si bien en este caso no se trata de deformarla, sino sencillamente de expandirla, incluso, más precisamente, también aquí, reconstruir la categoría en cuanto la historia del capitalismo es también la historia de la destrucción del «común». Inicialmente cabe partir del contenido que actualmente tiene y que abarca estos dos ámbitos: el histórico-cultural y el material que, genéricamente, puede llamarse de «sostenibilidad del Planeta». La expansión o reconstrucción del concepto supone el despliegue de la protección de sus contenidos potenciales y que comprende estos tres niveles: — El metodológico de partir de la inseparabilidad de esos dos ámbitos (el histórico-cultural y el material) estableciendo, también aquí, procesos de convergencia con base real en cuanto —por citar alguno de los supuestos más destacados— el respeto a las culturas de los pueblos o comunidades no es posible sin el respeto al medio en el que históricamente se sustentan. — El de las prácticas que pueden calificarse de depredatorias para la obtención del beneficio tanto tecnológicas o energéticas como sociales (tales como impedir la comercialización de aquellos productos que no hayan cumplido un standard mínimo de protección social en su fabricación). 39. F. Houtart, De los bienes comunes al bien común de la humanidad, Ruth, La Paz, 2011; B. de Sousa Santos, Sociología jurídica crítica, cit.; J. Gordillo (coord.), La protección de los bienes comunes de la humanidad, Trotta, Madrid, 2006.
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— El dinámico o expansivo en la medida en que tiende a incluir aquellos elementos que adquieran el carácter de «común» en cuanto de forma inequívoca sean fundamentales para la «reproducción social» (de la humanidad) y que se relaciona básicamente con el uso y beneficio compartido de los progresos en «el conocimiento» que tengan esa potencialidad, así como con las formas actuales de «producción de lo común» que aparecen con las nuevas dinámicas sociales. Se trata, pues, también en este plano supraestatal de buscar y fortalecer vías de transición a un «modo de producción de lo común». Pero badándose en procedimientos, derechos, objetivos y valores (como son la democracia, la paz, la libertad, etc.) que no solo es que sean constitucionalizables sino que han sido el contenido histórico del constitucionalismo (aunque sea formalmente, pero esa es otra cuestión). Su juridización, vinculada a un sujeto colectivo al margen de Estados o Naciones no es incluible en el Derecho internacional sino en un Derecho constitucional democrático, garantista y con potencialidad transformadora en cuanto se introducen en él aspectos básicos del conflicto como se propugna desde el constitucionalismo crítico. La articulación y la gestión concreta de esa protección de los bienes comunes de la humanidad es una cuestión, que como en general esta problemática de «lo común», requiere un tratamiento más amplio y específico. En coherencia con lo que aquí se ha sostenido cabe señalar que debe formar parte de lo que se apuntó antes y que empieza a llamarse «Derecho del común» y que, por tanto, se configura al margen de la categoría jurídica de propiedad o de las vinculadas a ella y se relaciona más con las posibilidades de actualización de las formas históricas de los bienes comunales y de carácter local (antes se citaban también como movimientos extrasistema) porque, además, un buen número de casos (dado también el carácter local de gran parte de estos bienes comunes de la humanidad) pueden asimilarse; junto a ello, las nuevas formas jurídicas propias de la actual producción del común y que son inmanentes a ella, no pueden provenir de fuera y, por tanto, son rupturistas tanto con el Derecho privado como con el público. Una propuesta ciertamente «utópica» y por ello —según el concepto de utopía que se ha manejado— racionalmente posible desde la realidad actual y comprensiva de elementos de una Constitutio humanitatis basada en la necesidad en cuanto requisito de viabilidad humana y planetaria de superar el capitalismo, pues «o la humanidad termina con el capitalismo o el capitalismo termina con la humanidad».
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