Buscando a Dios - Claudio de Castro
January 10, 2017 | Author: Libros Catolicos | Category: N/A
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BUSCANDO A DIOS
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CLAUDIO DE CASTRO
Buscando a dios
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DEDICATORIA
A Vida, mi esposa, y a mis hijos: Claudio Guillermo, Ana Belén y José Miguel.
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PARA EMPEZAR…
Cuando era niño leí un libro que me impresionó mucho. Se titulaba: Buscando a Dios. Este libro recogía los pensamientos de Guy de Larigaudie, un explorador francés, quien murió en el campo de batalla. Ante un pensamiento como: “Tenemos el corazón, a veces, triste de tanta nostalgia del cielo”, no podía creer tanto amor a Dios, ni tantos deseos de estar siempre cerca de Él. En uno de los bolsillos de su camisa encontraron una carta dirigida a una monja carmelita donde se leía: “Mi vida entera no ha sido más que una larga búsqueda de Dios. Por todas partes, siempre, a todas horas, he buscado su huella o su presencia. La muerte no será para mí más que un maravilloso encuentro”. Este extraordinario libro reapareció cuando nuevamente iniciaba mi búsqueda de Dios. Desde entonces, han ocurrido muchas cosas, y ya mi vida no es, ni podrá ser nunca la misma. Por eso he querido darle el mismo nombre a mi libro, pues iremos tras una búsqueda que en verdad vale la pena.
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¡QUÉ PESADA ES ESTA CRUZ!
Hoy, día de la Santísima Trinidad, me he sentado frente al computador para reflexionar sobre Jesús. En mi casa tengo una estampita con su rostro, tomado del santo sudario de Turín. Se distinguen con claridad los golpes terribles que recibió en su cara, la nariz rota, los pómulos hinchados, el labio superior desencajado, las marcas dolorosas de la corona de espinas, etc. Te golpearon sin misericordia, Señor, y no tuviste quién te consolara. A veces me detengo a ver su mirada tierna y joven y debajo de su rostro, una frase me conmueve: “Sé fiel continuador de mi obra”. Se me ocurre decirle: ¿Cómo me pides esto, Jesús? ¿Acaso no hay otros mejor calificados?
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¿QUÉ QUIERES DE MÍ?
Y su respuesta invariable siempre llega: “Que hagas el bien”. Sabes, mi vida ha sido como un barco que navega en medio de una tormenta. Grandes olas lo golpean. Pero voy tranquilo. Feliz, porque Jesús es el capitán. Me siento tenido en cuenta; y amado por Él. Que hay que hacer esto o aquello, y lo hago con gusto porque sé que Él me lo pide. Sin embargo, de un tiempo para acá, ha pasado la tormenta; el barco está anclado en aguas tranquilas. Allí no encuentro al capitán y tampoco escucho su voz. Comprendí que antes nos sostenía su gracia, pero que ahora debe sostenernos la fe. Cuando me parece que voy a tropezar, tu misericordia, Señor, me sostiene; cuando se multiplican mis preocupaciones, tus consuelos son mi delicia. Salmo 94, 18-19
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LA LUZ SIEMPRE ESTÁ A LA VISTA
He estado un poco apesadumbrado, porque como todos, también tengo problemas. Y a veces siento que no hay salida, pues es como estar acorralado. Pero creo que estas cosas vienen con la edad, sobre todo cuando pensamos mucho en los años que se fueron y que no supimos o no pudimos aprovechar. Momentos en que te ves al espejo y comprendes que eres parte de aquellas personas mayores que solías ver en las calles. Eres uno más de aquellos que no tiene las energías para vivir como antes, ni las fuerzas para remediar los errores. Parece que no podrás dar un paso más cargando esta cruz… Con estos pensamientos fui a misa. Allí sentí que pasaba por un pequeño túnel, en tinieblas y sin esperanzas. Parecía ser una de esas irremediables noches oscuras. La mía era apenas de un kilómetro de ancho… La luz estaba a la vista, y corrí hacia ella. Participé con devoción de la santa misa, me confesé y comulgué con devoción. Esto fue para mi alma como haber encontrado un río de agua viva, después de haber caminado tres días perdido por el desierto. Te sumerges en él como estás, sin pensarlo mucho. ¡Qué alegría! Quisieras quedarte allí por siempre, con aquella brisa tan agradable, y esa corriente translúcida, pura, de la que bebes hasta saciarte. ¡Se está tan a gusto! Quisieras no abandonar el templo, ni salir de ese hermoso oasis de los sacramentos. No quisieras tener ni un mal pensamiento, ni una palabra que ofenda a nuestro Señor. Desearías quedarte como estás, con el alma pura, libre de esa pesada carga de los pecados. Para algunas personas esta carga es tan pesada, que a la hora de caminar les cuesta dar los pasos. Caen, resbalan, se golpean... Es un esfuerzo enorme poder levantarse. Sufren y no saben por qué.
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LOS PECADOS ME AGOBIAN
Sabes, hay un sueño de san Juan Bosco que siempre me ha impresionado. “Don Bosco encuentra al demonio descansando en la puerta del colegio. Sin problema se le acerca para preguntarle si ya no tiene interés en hacer pecar a los estudiantes. El demonio, sin inmutarse, le respondió que no necesitaba entrar, porque en el colegio tenía unos secretarios que lo reemplazaban perfectamente. — ¿Cuáles son? —Preguntó Don Bosco. — Son los que tienen malas conversaciones. —Respondió el demonio—. Me basta que digan una frase de doble sentido o un chiste feo y ya obtengo un mal pensamiento”. El diablo conoce nuestra debilidad y la aprovecha. Nos utiliza… y a veces lo dejamos. Y es que pensamos poco en la eternidad. No medimos las consecuencias. No comparamos nuestra pequeñez frente a la grandeza de Dios… El buen Dios. Mi esposa suele repetir un pensamiento que una vez leyó. Es el reflejo del que sabe y comprende que la vida es un suspiro. “¡Qué tristeza perder una brillante eternidad en cosas terrenales!”. Dejamos de tener lo más grande y preciado, por unirnos a lo pequeño y pasajero. Nos llenamos de pecados y desfiguramos nuestras almas cuando nos aferramos únicamente a lo material. Nos cuesta todo… Como si lleváramos un costal pesado sobre la espalda donde echamos los pecados para esconderlos de la mirada de todos. Un costal donde irían: un pensamiento indebido de 200 libras; una reacción egoísta, 50 libras; una mala palabra, 120 libras; una broma indeseable, 170 libras, etc. Y así, pecado tras pecado, vamos llenando el saco. Pero llegará un momento en que su peso es casi insoportable y no podremos más con él; entonces viviremos amargados, malgeniados; o tal vez sonreímos, pero por dentro sufriremos. Lamentablemente, no podemos llevar sobrepeso al cielo. Si no echamos a un lado los pecados, corremos el riesgo de pasar la eternidad alejados de Dios. Y la eternidad se construye en el camino de la vida. Tal vez ahora, no lo comprendas, pero cuando empieces tu búsqueda, lo sabrás... Y te espantará esta posibilidad, por más lejana que parezca. Solemos pensar que los pecados veniales no nos afectarán. Cuando pueda, me acercaré a confesarlos. Te diré que no hay pecado pequeño. Todos ofenden a
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Dios, afectan nuestra alma y disminuyen las gracias que podemos recibir. El alma se enferma y entristece; va raquítica, desnutrida. Sabemos de personas que han postergado tanto la confesión, que cuando llaman al sacerdote ya no pueden hacerlo, pues han perdido la voz, la voluntad, las fuerzas. Es como jugar apostando a perder… San Juan de la Cruz solía comparar el alma en pecado con un pajarillo que no puede volar, atrapado por un cordel invisible. El pecado mortal resulta ser como una cuerda gruesa, muy pesada. El pecado venial, del que poco nos cuidamos, es como una hebra finísima, tan delgada como el cabello de una mujer; pero el grosor, al fin y al cabo, ¿qué importancia tiene? Igual, no podrá el ave remontar el vuelo. Al confesarnos, cortamos las ataduras y nuestra alma queda libre nuevamente, llena de vida y de gozo. Es entonces cuando Dios nos recompensa y nos alienta con su gracia y su perdón.
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QUÉ BUENO ES DIOS
Hace unos días visité la capilla que están construyendo cerca de mi casa. El sacerdote me mostró el lugar donde iría el confesionario. En broma le sugerí: — Padre, ponga un letrero que diga: “Lavatorio”. — Oh sí —respondió él y sonrió ilusionado— Tienes razón: entramos sucios y salimos limpios. Cuánta riqueza encontramos en nuestra Iglesia. No la descubrimos ni la conocemos, por eso tantos la abandonan. No conocen la doctrina, ni el efecto santificante de los sacramentos, ni los sacramentales, ni las indulgencias, ni la comunión de los santos... Pierden el tesoro más grande, aquel que no tiene precio y que los ángeles, si pudieran envidiar, nos envidiarían por poseerlo: la Eucaristía. Juan Pablo II en repetidas ocasiones ha manifestado: “La Iglesia y el mundo tienen una gran necesidad del culto Eucarístico. Jesús nos espera en este sacramento de amor. No escatimemos tiempo para ir a encontrarlo en la adoración, en la contemplación llena de fe y abierta a reparar las faltas, gracias y delitos del mundo. No cese nunca vuestra adoración”. Es sorprendente pensar que Jesús verdaderamente está presente en la hostia consagrada, con mucha humildad. Está allí, sencillamente, esperando. Esto es lo que hace siempre: nos espera. Pero mientras lo hace, va derramando gracias abundantes en el mundo. Un amigo me decía: “Yo no desaprovecho ninguna ocasión para darle gracias al Señor. Y cuando paso frente a una iglesia, hago esta comunión espiritual: “Yo quisiera Señor, recibirte con aquella pureza, humildad y devoción con que te recibió tu santísima Madre, y con el espíritu y fervor de los santos”. Cuánto amor de Jesús, al quedarse con nosotros, por ello a veces conviene implorar: — ¡Misericordia, Señor! ¡Misericordia! Con la esperanza de que nos perdone tanto pecado, tanta ofensa...
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NO TENGO NADA QUE DAR
Una vez, un conocido me confesó que no asistía a misa porque el domingo lo necesitaba para descansar, y pensaba que lo que él pudiera hacer no iba a cambiar en nada el mundo, por tanto, mejor seguía su vida tranquila. Igual, nada tenía para dar a los demás. Últimamente he pensado en él, porque estoy leyendo la biografía de la Madre Teresa de Calcuta, la cual me ha dejado impresionado y sorprendido por la obra tan maravillosa que realizó, siendo ella tan frágil. En uno de sus pensamientos decía: “Sé bien y lo saben cada una de mis hermanas, que lo que realizamos es menos que una gota de agua en el océano, pero si la gota faltase, el océano carecería de algo”. ¿Has visitado en tu país el hogar de las Misioneras de la Caridad? Si pasas una mañana allí, con las monjitas, comprenderás la magnitud de su obra. Entonces no tendrás ninguna excusa para callar o dejar de hacer algo por aquel que sufre. Cuando conversas con aquellos que han trabajado como voluntarios de la Madre Teresa, descubres en ellos una luz en sus miradas; algo diferente que antes no habías notado. Recuerdo las palabras de un sacerdote que decía en su homilía: “Si quieren estar cerca del cielo, visiten el hogar de la Madre Teresa. Allí se siente verdaderamente la presencia de Dios”. ...pero apenas te alcance el dinero, seguro dirás, “me falta tiempo… ¿Qué puedo dar?”. Parece que la Madre Teresa también tenía una respuesta para tu inquietud: “Cuando menos poseemos, más podemos dar. Parece imposible, pero no lo es. Esa es la lógica del amor”. Cristo está conmigo, ¿qué puedo temer? “Él me ha garantizado su protección, y ahora, no es en mis fuerzas donde me apoyo. Tengo en mis manos su palabra escrita. Éste es mi báculo, ésta es mi seguridad, éste es mi puerto tranquilo. Aunque se turbe el mundo entero, yo leo esta palabra escrita que llevo conmigo, porque ella es mi muro y mi defensa. ¿Qué es lo que ella me dice?: ‘Yo estaré siempre con vosotros hasta el fin del mundo’. Cristo está conmigo, ¿qué puedo temer? Que vengan a asaltarme las olas del mar y la ira de los poderosos; todo eso no
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pesa más que una tela de araña”.
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SAN JUAN CRISÓSTOMO
¿Está cerca Dios? He conocido personas que padecen enfermedades terribles, y ante ellas me sorprendo, porque ocultan con dignidad el dolor y la enfermedad. Sufren en silencio, ofreciendo al buen Dios esta cruz tan difícil de llevar. San Pablo, a pesar de estar encadenado, pasando múltiples problemas, convencido de que todo aquello valía la pena, escribió una invitación que sigue resonando siglos después: “Sigan ustedes mi ejemplo, como yo sigo el ejemplo de Cristo” (1Co 11, 1). Fue fácil para él —seguro dirás—, estuvo cerca de los Apóstoles, vivió los inicios de la Iglesia… Yo, la verdad, estoy cansado de tanto sufrir. No lo soporto más. Dios da gracias especiales para que logremos imitar a Jesús; pero éstas hay que pedirlas con humildad. En España tengo un amigo sacerdote que está muy enfermo. No sé de qué padece. Sin embargo, a veces nos comunicamos por Internet y pasamos horas conversando en un chat, al cual suelen entrar también otras personas para charlar. Ocasionalmente él se cuestiona deciéndose: “¿Por qué a mí esta enfermedad? ¿Acaso no soy un sacerdote?”. Él me cuenta que es muy penoso vivir así. Sobre todo cuando vienen las crisis fuertes de las que no sabe si sobrevivirá. Por momentos nos interrogamos sobre la presencia de Dios: ¿Está realmente cuando lo necesitamos? ¿Su dulce presencia nos consuela, o sencillamente, imaginamos que Él estuvo en esos momentos tan difíciles? Hablé de esto con él y me contó esta vivencia sobrenatural: “Tuve la experiencia de poder notar su presencia y de poder palpar al Señor. El sábado de Pentecostés, en la segunda misa, cuando consagraba, le gritaba: ¿Por qué a mí? Y antes de comulgar pude sentir como una suave brisa que me envolvía; y supe que era Él. Y aunque sé que mis sequedades pueden seguir, estoy seguro de que Él habita en mí”. La respuesta es un sí contundente. Dios está cuando lo necesitamos. Está allí, a nuestro lado, porque su amor es eterno, porque nos ama y porque es nuestro Padre.
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Las respuestas están en la Biblia. Si sabemos buscar las encontraremos… Como en este caso: “Dios es el que ha dicho: Nunca te dejaré ni te abandonaré” (Hb 13, 5).
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¿POR QUÉ ESE SILENCIO?
Frente a mi casa, el Opus Dei tiene una residencia estudiantil. Hay allí una capilla donde custodian al Santísimo. Jesús es mi vecino. Me gusta asomarme por la ventana y saludarlo. Pasa tan callado. Pareciera que quiere encontrarnos en el silencio. Si lo piensas bien, nació una noche oscura, escondido para un mundo que lo esperaba ansioso. Pasó desapercibido para los grandes y poderosos. Solamente los pastores, que aquella noche cuidaban sus ovejas, y unos pocos privilegiados, recibieron la gran noticia. Un Salvador nos ha nacido… Me sorprendo al pensar en María, la llena de gracia. ¿Qué habrá sentido cuando lo cargó por primera vez? Tener a Dios, hecho hombre, en sus brazos maternales. ¡Cuánta expectación en el cielo y en la tierra! La Virgen toma a Jesús por primera vez. En esos momentos calla la naturaleza, se paralizan las voces de los ángeles esperando ese instante, ese primer contacto, ese primer beso. Podemos imaginar a la Virgen diciéndole con ternura a José: — No temas cargarlo. Y le acerca a Jesús, tan pequeño y frágil. Y san José adora a su Dios, ahora en sus brazos fuertes de carpintero. La Virgen estuvo siempre al lado de Jesús. El papa Juan Pablo II, con justa razón, la ha llamado Memoria de la Iglesia. Escucha... ¿Por qué ese silencio? El trabajo callado de José y de María. Parece que es en el silencio donde encontramos a Dios, y en esta contemplación donde le agradamos. Jesús, hijo de Dios todopoderoso, es así de pobre. Hoy, al salir para el trabajo, miré hacia la capilla y pensé en lo natural que se ve. No hay carteles que anuncien: “Oigan, aquí estoy”. Ni nada que llame la atención a los que circulan frente a la residencia; ni siquiera imaginan que Jesús está allí, tan cerca de ellos.
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UNA LECCIÓN EJEMPLAR
Hay una anécdota de san Francisco de Asís que me gusta mucho. A él le encantaba detenerse en las plazas de los pueblos para hablar del amor y la misericordia de Dios. El que lo veía llegar, no imaginaba que ese pobre fraile pudiera siquiera hablar correctamente, pues no sobresalía en su aspecto. Cuando empezaba, era tal la fuerza y el fervor de sus palabras que los que estaban enemistados se reconciliaban, los que vivían alejados de la Iglesia regresaban a ella y otros, la mayoría, le rogaban que los ayudara a dejar la vida mundana para unirse a él y vivir en santidad. En esos días ocurrió que Francisco le dijo a un fraile: — Prepárese, porque mañana salimos a predicar. En la madrugada arreglaron un morral con pan fresco para el camino y partieron hacia las montañas. Francisco andaba en silencio, con la mirada en el suelo y sobrecogido en oración. Subieron y bajaron montes; pasaron por algunos pueblos sin detenerse, y en la tarde regresaron igual, sin que ocurriera nada. — Padre Francisco —preguntó el fraile que lo acompañó—, ¿y la predicación? — ¿Te parece poco lo que hemos predicado? El fraile lo miró sin comprender. — Hemos hablado sobre la oración, el recogimiento, la humildad, el silencio, la obediencia, el amor... Todos nos parecemos A veces pienso que, muchas veces, es la persona menos pensada, la que en determinado momento nos dará una mano de apoyo. En cierta ocasión san Juan Bosco, recién ordenado sacerdote, se cayó del caballo en el que viajaba y quedó inconsciente. Cuando despertó, se encontró bien cuidado en la casa humilde de unos campesinos; y el dueño de la casa era justamente aquel hombre al que él le había salvado la vida años atrás. Las lecciones que Dios nos da suelen ser incomprensibles, pero siempre derriban las barreras y nos unen, porque Él sabe sacar cosas buenas de cualquier experiencia. Hace unos años conocí a Carlos, un joven que sufrió un terrible accidente en Costa Rica, en el cual casi pierde la vida. Al despertar del estado de coma estaba ciego, sordo, y paralítico. Además, había perdido el gusto y el olfato. A pesar de este contratiempo nunca perdió la confianza en Dios. Esto lo mantuvo vivo y le
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permitió recuperarse por completo. Y después de su recuperación me contó esta simpática anécdota del que fue su compañero de cuarto, mientras estuvo hospitalizado: «Las enfermeras no podían estar a mi lado a cada rato para bajarme de la cama, ponerme en la silla de ruedas y llevarme al baño. El señor que estaba al lado de mi cama era el que lo hacía. Así fue por dos semanas hasta que le dieron salida. Entonces me dije angustiado: “Dios mío, ¿ahora qué haré? ¿Quién me va a bajar de esta cama, quién me va a poner en la silla de ruedas, quién me va a llevar al baño...?”. Pero el mismo día entró para llenar ese lugar, esa cama que estaba a mi lado, un señor al que no veía; pero que escuchaba, y sabía por ello que oraba. En mi interior me decía: “Gracias, Señor, por haberme mandado a esta persona”. Entonces lo llamé y él se acercó a mí; me contó que era pastor de una Iglesia evangélica, no recuerdo su nombre, pero pertenecía a los pentecostales: sí, sí, Pentecostal, era pastor de una Iglesia Pentecostal... y yo católico a morir. En la mesa del lado de mi cama, mi mamá había colocado algunas estampas de la Virgen. Él, al verlas me comentó: — Tienes muchas estampas: ¿Eres también religioso? — Sí —le respondí—. Soy católico. Entonces me dijo que ellos no creían ni en las imágenes ni en cosas por ese estilo. Él tenía su forma de llevar la religión. Yo era católico y él era evangélico, pero desde ese momento era él quien me ponía en la silla de ruedas, me llevaba al baño, a la terraza y me sacaba a pasear. En ese momento me di cuenta de que realmente somos todos iguales. Y en ese momento, aunque él era evangélico y tenía un poco de aprehensión hacia mi devoción a la Virgen, y yo era católico y tenía un poco de aprehensión acerca de muchas de sus creencias: nos unimos. Y desde ese instante él, sin ninguna reparación, me sirvió en todo lo que yo necesitaba. Curiosamente fue él quien tuvo la iniciativa de formar un grupo de oración en la clínica donde estábamos. Y como éramos cuatro personas por cuarto, nos dijimos: — Tendremos unos minutos de oración cada noche antes de dormir. Entonces, entre los dos, comenzamos el grupo de oración. Luego se nos unieron otros internos, hasta que tres o cuatro noches después, a la hora en que iban a apagar las luces, teníamos el cuarto lleno de enfermos. Cuando él dirigía la oración, solamente rezábamos el Padrenuestro. Cuando era yo quien dirigía la oración, rezábamos el Padrenuestro y también el Avemaría. Esto era cada vez más interesante, porque él aceptaba plenamente lo que hacíamos; además eran tiempos de dolor y en esos tiempos es imposible
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dividirse. Por ello, en esos momentos lo más importante era hacer alianzas, y la nuestra era una gran alianza».
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MI HERMANO CÁNCER
A veces pasamos por experiencias que nos impactan y nos mueven a buscar a Dios. Nos transforman. Nos dan nueva vida. Y vemos el mundo completamente diferente. Por las mañanas, mientras conduzco hacia mi trabajo, me gusta escuchar la misa que transmiten desde la Renovación Carismática Católica. Monseñor Alejandro Vázquez Pinto es muy elocuente en sus homilías y siempre cuenta anécdotas interesantes. Por ejemplo: de la vivencia de un cáncer del cual fue operado, ha dicho una expresión que sorprende: “Mi hermano cáncer”. Frase que ha hecho que otros enfermos hayan acogido su enfermedad y hablen ahora de “mi hermano cáncer”. Cuando monseñor los visita y les pregunta: — ¿Cómo vas?, ellos dicen serenamente: — Aquí, con mi hermano cáncer. Otra vez dijo: “Entré al Oncológico y no he salido de él”. Ahora, es capellán del Hospital y vela como un buen pastor por las almas que allí se encuentran. El sufrimiento nos acerca a Dios. Ahora lo sabemos. Siempre tenemos algo que podemos ofrecer a Jesús. Sobre todo cuando sufrimos hallamos a nuestro alcance un ramillete de rosas que Él acepta gustoso. Muchos consideran incomprensible esto del sufrimiento, y nos dicen: ¡Ya Jesús sufrió y murió por nosotros! ¡Ya nadie tiene que sufrir! Sin embargo, san Pablo nos dice: Completo en mí los sufrimientos de Cristo. Un sacerdote me contó esta anécdota que expresa con claridad lo que hemos dicho: “En un encuentro de sacerdotes ciegos, uno dijo a su compañero: — Debemos ofrecer un sacrificio a nuestro Señor durante la cuaresma. Privarnos de algo que nos guste. El otro, sorprendido, replicó: — ¿Te parece poco ofrecer nuestra ceguera? — La ceguera nos vino de Dios —respondió el primero—. Vamos a ofrecer esta vez algo que venga de nosotros”.
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UN POCO DE HUMILDAD
Hace un año asistí a un retiro con monseñor Vásquez Pinto, en una finca de San Carlos, en Panamá. Recuerdo que por la mañana nos levantamos para desayunar, y conversábamos amenamente. A un costado de la mesa había un gallinero cercado rústicamente con una malla metálica. Dentro se encontraban un pavo y siete gallinas. Las gallinas se ocupaban en picotear despreocupadas los granos del suelo. Parecían muy hambrientas. El pavo, en cambio, olvidando los deseos de comer, hinchaba el pecho, erguía su plumaje y se mecía, produciendo ruidos guturales. Era como si gritara: — ¡Mírenme! ¡Aquí estoy! Se movía arrogante con esta actitud por todo el gallinero. ¡Atrevido!, llegó a empujar con su pecho a las gallinas para llamar su atención. Como ninguna le hacía caso, les lanzaba con más fuerza aquel “gurugurulú”. Pobre pavo, me dije, tan convencido de su importancia y esas gallinas tontas ¡no lo tratan como merece! Nunca antes había entendido el término “pavonearse” con tanta claridad. Pensé, entonces, en cuánto nos parecemos al pavo. Les conté a todos y rieron de buena gana. — Es verdad, a veces todos tenemos algo de pavos. ¿Pero la humildad...? Sabes que estás cerca de la santidad cuando pasas la prueba de la humildad. ¿Cómo es esta prueba? Muy sencilla mientras examines a diario tus actitudes. Por ejemplo, si vas a un supermercado y de pronto la cajera te trata mal: ¿Cómo reaccionarías? Si llegas a una tienda para hacer un reclamo y el gerente te ignora, aunque tengas toda la razón: ¿te sale el pavo? O si estás en la calle conduciendo el auto y alguien te grita una barbaridad haciéndote gestos desagradables: ¿Responderías al ataque? Creo que tú y yo hemos pasado por este examen alguna vez. Por ello debemos “examinarnos para ver si permanecemos en la fe. Debemos probarnos a nosotros mismos y así estar seguros de que Cristo Jesús habita en nuestro ser” (cf. 2Co 13, 5). La humildad se da cuando: v no te devuelves con ira gritando: — ¿Sabes quién soy yo? ¡Soy...! ¡Recuerde mi nombre!;
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v cuando vives tan unido a Dios que no pierdes la alegría y la serenidad; v cuando amas lo suficiente para decir: — “Te perdono”, y pides a Dios por él. San Esteban sacó las mejores calificaciones en humildad, pues mientras lo apedreaban, “se arrodilló y dijo con fuerte voz: Señor, no les tomes en cuenta este pecado” (Hch 7, 59). San Francisco de Asís decía a sus hermanos que “la perfecta alegría” consistía en soportar con paciencia y virtud, todo lo que les aquejara. Resistir con la hidalguía de un rey los golpes, los azotes, el hambre, etc. San Francisco tenía muy presentes estas palabras de Jesús: “Al que te golpea una mejilla, preséntale también la otra” (Lc 6, 29).
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HUMILDAD…
Recuerdo haber leído que cuando alguien insultaba a san Martín de Porres, o se burlaban de él, cabizbajo respondía: “Si su merced me conociera, sabría que soy mucho peor que eso”. Si quieres ser santo La clave para agradar a Dios es la humildad. Y entre humildad y confianza se encuentra el camino para la santidad. San Agustín descubrió este camino, y sus palabras siguen resonando en nuestros corazones: Si quieres ser santo, sé humilde. Si quieres ser más santo, sé más humilde. Si quieres ser muy santo, sé muy humilde. Nada agrada más a Dios que la santidad y el deseo de santidad de sus hijos. Es como un dulce aroma que se esparce por doquier transformando las almas. Las Misioneras de la Caridad suelen rezar después de cada misa esta hermosa oración, que conviene aprender: “Oh, amado Jesús, ayúdame a esparcir tu fragancia por donde quiera que vaya...”. Se dice que los estigmas del padre Pío tenían un olor perfumado muy agradable que sorprendía a todos y que las telas con las que curaban las heridas de sus manos, las cuales eran cuidadosamente guardadas por los monjes, exudaban este aroma, que no es otro que el olor de la santidad. Dios muestra su complacencia a los hijos que se esfuerzan en lograr la santidad obedeciendo en todo. Les da muchos signos como los milagros, la elevación mientras están en oración, la multiplicación de alimentos, las curaciones, las visiones, etc. Y en ocasiones les deja un signo permanente, como un sello característico de su amor y santidad.
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¿DÓNDE VIVE DIOS?
“Debemos ser como niños para entrar en el Reino de los cielos”. Para permanecer cerca de Dios. Cuando pienso en esto, observo a mis hijos y veo que a medida que pasan los años, son ellos mismos los que van descubriendo el mundo. Y sin saberlo, ellos me ayudan a comprender estas palabras de Jesús. Son inocentes, puros de corazón, tiernos, misericordiosos, no dudan en compartir su juguete con otro niño. Si tienes un niño triste, basta que pongas a su lado a otro niño y aunque nunca en la vida se hayan visto, en pocos minutos estarán jugando como si se hubiesen conocido de toda la vida. Los niños tienen una característica que tal vez es la que más me impresiona: su confianza plena y absoluta en sus padres. Saben que si papá y mamá están cerca, nada malo les puede ocurrir. Eso sí, todo lo preguntan: ¿Puedo hacer esto? ¿Puedo ir a tal lugar? ¿Dónde vive Dios? ¿Cuál es el apellido de Dios? ¿Yo fui un angelito antes de venir a la tierra?, etc. Mi hijo me escribió un poema que ilustra mejor esta confianza: “Para mí eres el mejor amigo, porque me ayudas a perseverar, y yo siempre tu ejemplo sigo, sabiendo que tú al bien me has de llevar”. Hay que ser como niños, confiar en Dios, nuestro Padre, y vivir sabiendo que nos ama y sobre todo, procurar hacer el bien, pensando que desde el cielo nos ve con ilusión. Dios ha sido en todo momento un Padre para mí. Y aunque no lo tuviera siempre presente, Él nunca me abandonará. Me cuidó. Veló por mí. Y lo sigue haciendo, con la diferencia de que ahora tengo la certeza de que Él es quien logra que todo salga bien cuando pierdo la esperanza, quien endereza el camino cuando yo lo tuerzo. Es un verdadero Padre para mí. Él nos cuida con la misma ternura que un padre a su hijo. — Es nuestro Padre. — Somos sus hijos. Parece que en algún lugar del camino nos soltamos de su mano y perdimos la inocencia, la pureza del corazón... Pero la Virgen, siempre animándonos nos dirá: Aún hay tiempo. Hay en mi ciudad natal una pequeña capilla a la que solía acudir cuando era
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niño. Quedaba enfrente de mi casa. Me encantaba porque celebraban misa a las seis de la mañana y podía asistir antes de ir al colegio. Cruzaba la calle simplemente y la felicidad inundaba mi alma de niño. Sabía con certeza que Jesús estaba allí. Esto era algo que sobrecogía el alma. Recuerdo la banca donde me sentaba. Desde allí me maravillaba ante estos misterios. Hace poco volví y visité la capilla. Entré como un hombre, pero a medida que caminaba me hacía otra vez niño. Ilusionado me senté en la misma banca, como el niño que solía ir a visitar a Jesús. —Es una gracia —pensé—, que Jesús nos mire como a un niño. Fue una hermosa experiencia. Volver. Estar ante Jesús sin complicaciones, hablarnos con ternura, teniendo la certeza de que Él estaba allí, esperándome a través de los años. Por eso le dije: “Déjame tener nuevamente el corazón puro, del niño aquel que se sentaba en esta banca y cuya alegría mayor era estar contigo. Jesús, cuando me mires, mírame como a un niño”. Es verdad… aún hay tiempo… Podemos recuperar la pureza, es nuestra llave al Paraíso. Si te esfuerzas, el día que mueras tendrás una gran alegría. Vendrá Jesús a tu encuentro, y seguramente te mirará a los ojos irradiándote de amor. Y para calmar tu temor a la justicia divina, sonreirá, extenderá su mano traspasada y te dirá con su dulce voz: “Ven…, hace mucho que te esperábamos en el Paraíso”.
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LA HISTORIA DE TYLER
El padre Miguel Garrido me envió por Internet esta historia de Cindy Holmes. Está llena de ternura, por eso he querido compartirla contigo. Habla de la esperanza, las ilusiones y la pureza de un niño que confía plenamente en su madre y en Dios. «En mi profesión como educadora y trabajadora de la salud, he tenido contacto con muchos niños infectados por el virus del sida... Las relaciones que mantuve con esos niños especiales han sido grandes dones en mi vida. Ellos me enseñaron muchas cosas, pero descubrí, en especial, el gran coraje que se puede encontrar en el más pequeño de los envoltorios. Permíteme que te hable de Tyler. Tyler nació infectado con el VIH. Su madre también lo tenía. Desde el comienzo mismo de su vida, el niño dependió de los medicamentos para sobrevivir. Cuando tenía 5 años, le insertaron quirúrgicamente un tubo en una vena del pecho. Ese tubo estaba conectado a una bomba que él llevaba en la espalda, en una pequeña mochila. Por allí se le suministraba una medicina constante que iba al torrente sanguíneo. A veces también necesitaba un suplemento de oxígeno para complementar la respiración. Tyler no estaba dispuesto a renunciar un solo momento de su infancia por esa mortífera enfermedad. No era raro encontrarlo jugando y corriendo por su patio, con su mochila cargada de medicamentos y arrastrando un carrito con el tubo de oxígeno. Todos los que lo conocíamos nos maravillamos de su puro gozo de estar vivo y la energía que eso le brindaba. La madre solía bromear diciéndole que, por lo rápido que era, tendría que vestirlo de rojo para poder verlo desde la ventana cuando jugaba en el patio. Con el tiempo, esa temible enfermedad acaba por gastar hasta a pequeños dínamos como Tyler. El niño enfermó de gravedad. Por desgracia sucedió lo mismo con su madre, también infectada con el VIH. Cuando se tornó evidente que Tyler no iba a sobrevivir, la mamá le habló de la muerte. Lo consoló diciéndole que ella también iba a morir y que pronto estarían juntos en el cielo. Pocos días antes del deceso, Tyler hizo que me acercara a su cama del hospital para susurrarme: — Es posible que muera pronto. No tengo miedo. Cuando muera vísteme de rojo, por favor. Mamá me prometió venir al cielo. Cuando ella llegue yo estaré jugando y quiero asegurarme de que me pueda encontrar»*.
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LOS NIÑOS SON PARA JUGAR
Tyler habla con tanta naturalidad de su muerte que sobrecoge al lector desprevenido. Tiene una certeza absoluta: “Dios existe”. No hay dudas en su corazón de que muy pronto hará una corta travesía hacia el cielo. Y allí seguirá jugando, distraído, hasta que su madre lo encuentre. Recuerdo que una vez mi hijo estaba enfermo y en un descuido mío, se bajó de la cama y se quedó jugando en el piso. — ¿No sabes que estás enfermo? —lo reprendí—. Debes cuidarte. — Papá —respondió— ¡los niños son para jugar! Quedé desarmado, sin saber qué decir. Comprendí que los niños son para jugar y para enseñar a papá y a mamá, las cosas importantes que con los años y la edad han olvidado. Tal vez por esta inocencia que tienen los niños, nos pidió Jesús que fuéramos como niños. Vivir sin tener prisas para crecer. Y si crecemos, mantenernos niños, en el fondo del alma: puros y buenos. Cierta vez mi hijo, enfundado en su pijama de ositos, llegó al cuarto y preguntó preocupado: — Papi, ¿cuándo voy a crecer? Lo coloqué al lado del interruptor de la luz y le indiqué: — Cuando puedas alcanzar el interruptor, habrás crecido. Recuerdo aún el gesto de su rostro el día que se acercó a mí y exclamó orgulloso: — Mira, ¡ya crecí! Y me lo mostraba tocando el interruptor. Mi esposa y yo lo aplaudíamos con un fuerte: — ¡Bravo, ya creciste! Dios también nos aplaude y nos anima por nuestros logros, y aunque ya hayamos crecido y tengamos hijos, o seamos abuelos, o sacerdotes o religiosos, Dios aún se alegra por nosotros.
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¡QUÉ BUENO ES! ESCUCHAR AL MAESTRO
“Ustedes serán verdaderos discípulos míos si perseveran en mi Palabra, entonces conocerán la verdad y la verdad los hará libres” (Jn 8, 31-32). Vivimos por su Palabra y su Palabra nos lleva al Padre. “En el principio era la Palabra, Y la Palabra estaba ante Dios, y la Palabra era Dios. Ella estaba ante Dios en el principio” (Jn 1, 1). La Palabra. El buen Jesús. No hay nadie que escuche la voz del Maestro y permanezca igual. Por ello algunos le temen. Pues saben que los puede cambiar. Debes escuchar la voz de Jesús, sin temor a lo que haga en tu vida. Yo era de esos que le temía, porque sabía que Dios no pide las cosas a medias. Lo pide todo. Y para un simple mortal, todo es mucho. Su mano es muy pesada, por ello nos escabullimos y buscamos miles de excusas. Pero, ¿dónde escondernos de Dios? ¿Bajo una mesa?, ¿en la lectura de un libro?, ¿en el trabajo? El mismo Moisés se sobrecogió ante su grandeza y suplicó: “Mira, Señor, que yo nunca he tenido facilidad para hablar, y no me ha ido mejor desde que hablas a tu servidor: mi boca y mi lengua no me obedecen. Le respondió Yahveh: ¿Quién ha dado la boca al hombre? ¿Quién hace que uno hable y otro no? ¿Quién hace que uno vea y que otro sea ciego o sordo? ¿No soy yo Yahveh? Anda ya, que yo estaré en tu boca y te enseñaré lo que has de hablar. Pero él insistió: por favor Señor, ¿por qué no mandas a otro?” (Ex 4, 10-14). Mejor busca a otro… Parece que en esto, todos nos parecemos un poco a Moisés. Pero Dios quien todo lo ve, inclina su rostro hacia ti y te dice: “Te escogí, porque conozco tu corazón”. No hay explicaciones. Pero una ternura infinita nos inunda el alma. Sobran entonces las palabras. Él tiene la respuesta antes de que formulemos la pregunta. En aquellos momentos en que decimos como Moisés: “mejor busca a otro”, no debemos olvidar que Dios no cambia de parecer. A Moisés le fue enviado por Dios su hermano Aarón para que le ayudara en su misión. Eran épocas de profetas, pero Dios sigue igual, actuando en nuestras
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vidas. A Él no le importa ni el año, ni el mes, ni el día… Tal vez a ti también te ha ocurrido que de repente Dios te envía una persona, en ocasiones desconocida, para que se cruce en tu vida. Una leve intuición, como un susurro salido del corazón nos muestra el camino, donde encontramos lo que tenemos que decir, como debemos actuar. Él tiene sus formas impresionantes de llamarnos, muchas veces sin que nos demos cuenta. Giovanni Papini, fue un gran escritor, pero también un gran crítico de la Iglesia. Durante la Segunda Guerra, huyendo de la violencia, se fue a vivir con toda su familia a un pueblito enclavado en las montañas. Los campesinos como no sabían leer le pedían que por las tardes les leyera la Biblia. Y él, trepado en una gran roca, en voz alta, les leía el Evangelio. De tanto leerlo, conoció a Jesús, el consolador, el amigo, el maestro, y Papinni, el rebelde, se convirtió. Y contra todo lo que cualquiera hubiera podido esperar, trabajó en un libro hermoso, que le traería la admiración de muchos, el cual fue titulado: Vida de Jesús. El que conoce a Jesús ya nunca podrá ser indiferente a la fuerza de su Palabra. Lo abandonan todo por seguirle, llegando muchas veces a obtener la corona del martirio, tan anhelada por los grandes santos. Edith Stein, recientemente canonizada por el papa Juan Pablo II, se atrevió a escuchar la dulce voz del Maestro. Y cambió su vida. Era hebrea, se hizo bautizar y posteriormente entró como carmelita en un convento. Su familia rompió con ella y sólo le quedó el consuelo de tener a su hermana y a su esposo celestial. En 1942 los nazis la llevaron a un campo de concentración donde murió mártir en las cámaras de gas. La conocemos ahora como: santa Teresa Benedicta de la Cruz. Edith escuchó la voz del Señor. ¿Te atreverías tú a hacer lo mismo? Ella se marchó en contra de la voluntad de su familia, y de un mundo que no podía comprenderla. Qué difícil es comprender que mientras ellos arriesgaron su vida, nosotros apenas podemos con los problemas diarios. Jesús les dice: Síganme; y lo dejan todo y lo siguen sin mirar atrás. Recuerdo que siendo apenas un niño, en una de esas tardes soleadas sister Ávila, una hermana franciscana, nos contó esta hermosa historia de unos niños mártires: En un país se desató una gran violencia contra los creyentes. Los enemigos de nuestra fe irrumpieron un día en el orfanato católico; bajaron la gran cruz de la capilla y la tiraron en el patio. Luego llamaron a los niños y los amenazaron: “Aquí está el crucificado. Vengan a escupir su rostro, o los matamos”. El primer niño, temblando de pies a cabeza, se acercó y escupió el rostro de Jesús. El segundo, en cambio, se acercó y en vez de escupir se arrodilló y besó
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la frente de Jesús, y allí mismo, sin ninguna compasión, lo mataron; igual ocurrió con el tercero, el cuarto y el resto de los niños que venían tras de él. Entonces yo pensaba: ¡Qué hermoso morir por Jesús! Y hubiera dado feliz la vida sabiendo que la entregaba por Jesús. Santa Teresa, san Francisco de Asís, y otros muchos santos lo desearon, pero no a todos se les concedió. Uno de los mártires de Barbastro, sabiendo lo grande que es el martirio, escribió en la envoltura de un chocolate: “Nunca pensé ser digno de una gracia tan singular”. Y mientras lo llevaban para fusilarlo cantaba y se despedía de todos con gran serenidad.
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¿TE PARECES A JESÚS?
Se cuenta que en una ocasión la Madre Teresa fue invitada a recibir un premio en Nueva York. Una limosina la recogió esa noche en el Centro de las Misioneras de la Caridad y la llevó al hotel, donde recibiría el premio y dictaría una conferencia. Había tantas personas en la entrada, que la Madre Teresa le dijo al chofer que la llevara por la parte posterior. Al girar en un callejón, encontraron una multitud de cartones que se movían. Debajo de estos, ancianos y personas sin hogar se guarecían del frío de la noche. — Deténgase —ordenó la Madre Teresa—. Se bajó del auto con la hermana que la acompañaba y pasó un tiempo confortando a cada uno de los que encontró allí. Los tomaba de la mano, les hablaba y los animaba. El último al que se acercó respiraba con dificultad. La Madre Teresa supo que agonizaba y le pidió al chofer que lo cargara y lo subiera a la limosina. Éste obedeció y los llevó de vuelta al Centro de las Misioneras. Así, mientras, la multitud esperaba ella pasaba la noche al lado de la cama de este anciano, consolándolo, hablándole del amor de Dios. En la madrugada el hombre falleció. Algunos no la comprendieron, pero otros comentaron que había sido la mejor conferencia a la que alguna vez asistieron. Dándoles ejemplo, ella les habló del amor, de la misericordia, de la ternura, de la esperanza, etc. Esta es la forma como podemos mostrar el rostro de Dios: siendo misericordiosos y amando verdaderamente a los demás. Es en ese momento cuando somos verdaderos discípulos. Con el ejemplo y el testimonio, nuestras palabras adquieren la fuerza que proviene del amor. Algunos aún no lo comprenden. No basta la fe. Una fe sin obras es una fe muerta. Aún así ellos levantan sus voces hablando de Jesús. Se desgarran sus vestidos y claman al viento. Sus palabras están vacías, como el tañido de una campana. No son verdaderas, pero a veces confunden y nos hacen dudar. A ellos y a nosotros Jesús nos increpa: “¿Por qué me llaman: ¡Señor! ¡Señor!, y no hacen lo que digo?” (Lc 6, 46). Un amigo tuvo una experiencia para ser contada. Llegó a misa molesto por los pobres que suelen pedir limosnas y se escondió tras una columna. Allí se quedó hasta el momento de la comunión. Luego se arrodilló, abrió su libro de salmos y esto fue lo que leyó:
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“Feliz el que se acuerda del pobre y desvalido, en el día malo lo salvará el Señor...”. Fue un impacto grande para él saber que Dios en ese momento lo estaba mirando y que tiene sus formas de hablar con nosotros y corregirnos. Aprendió de la manera más eficaz: a Dios le complace ver que sus hijos sean misericordiosos. Un sacerdote lo confirmó: “No hay ningún discípulo de Jesús, ningún seguidor suyo, que no tenga el corazón misericordioso”. Sí, nos parecemos a Jesús cuando somos misericordiosos.
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PON ATENCIÓN
Escucha con atención. Jesús está hablando: “Yo les digo a ustedes que me escuchan: amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian, bendigan a los que los maldicen, rueguen por los que los maltratan. Al que te golpea en una mejilla, preséntale también la otra. Al que te arrebate el manto, entrégale también el vestido. Da al que te pide y al que te quite lo tuyo, no se lo reclames. Traten a los demás como quieren que ellos los traten a ustedes. Porque si ustedes aman a los que los aman, ¿qué mérito tienen? Hasta los malos aman a los que los aman. Y si hacen bien a los que les hacen bien, ¿qué gracia tienen? También los pecadores obran así. Y si prestan algo a los que les pueden retribuir, ¿qué gracia tienen? También los pecadores prestan a los pecadores para que éstos correspondan con algo. Amen a sus enemigos, hagan el bien y presten sin esperar nada a cambio. Entonces la recompensa de ustedes será grande y serán como hijos del Altísimo, que es bueno con los ingratos y pecadores. Sean compasivos como es compasivo el Padre de ustedes. No juzguen y no serán juzgados; no condenen y no serán condenados, perdonen y serán perdonados. Den y se les dará...” (Lc 6, 27-28).
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SÉ SANTO
La santidad no es un hecho aislado. Algo exclusivo para sacerdotes y monjas. La Iglesia ha abierto el camino para que todos seamos santos, si nos hacemos el propósito y nos esforzamos por perseguir este ideal. Guy de Laurigaudie muy acertadamente escribió: “Hace falta tan poco para que los buenos sean santos. Sólo un poquito más de amor”. Hace algún tiempo el padre Segundo Cano me contó esta anécdota: participaba de un encuentro de sacerdotes en Italia. Le tocaba disertar y subió a la tarima. Cuando iba a empezar, un muchacho se le acerca y le entrega un papelito doblado. — ¿Quién me envía esto? —preguntó el padre Cano. El joven señala hacia un costado y allí estaba la Madre Teresa mirándolo fijamente, con sus manos unidas como en oración continua. El Padre Cano desdobló el papelito y leyó: “Dígale a los sacerdotes que sean santos, que si son santos todo se arreglará”. La Madre Teresa solía dejar esta nota a los que encontraba en su camino: “Sé santo, porque Jesús que te ama es santo”.
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¿TE GUSTARÍA SER SANTO?
El papa Juan Pablo II ha lanzado un llamado que sobrecoge: “Jóvenes de todos los continentes: no tengan miedo de ser los santos del nuevo milenio”. No debemos tener miedo. Es verdad. ¡Cómo temer si Jesús está con nosotros! Un amigo que desde pequeño quería ser santo, me ha dicho: “Mi mayor ilusión era llegar a ser santo, pero la vida se encargó de desviarme del camino. Sin embargo, ahora quiero retomar el sendero; y seguir con mi ilusión de llegar a la santidad. No ser santo para que te señalen y digan: míralo, qué bueno es, sino ser santo para agradar a Dios y para encontrarnos con Él en la eternidad”. En muchos países ha florecido la santidad. México tiene 28 beatos, muchos de ellos martirizados. Argentina tiene a la beata Laura Vicuña; Colombia a los beatos Arturo Ayala Niño, Juan Bautista Velázquez, Eugenio Ramírez Salazar y el padre Mariano Eusse; Ecuador al santo hno. Miguel; Brasil al beato José de Anchieta; Costa Rica a la sierva de Dios Sor María Romero Meneses; Paraguay a san Roque González de la Santa Cruz; Perú a santa Rosa de Lima, a san Martín de Porres y a la beata Sor Ana de los Ángeles, y Venezuela a la beata María de San José.
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¿QUÉ DEBO HACER PARA SER SANTO?
Es muy sencillo: amar mucho. Amar más. Amar un poquito más. Todo se resume en amar a Dios y a los que te rodean. Por eso san Agustín decía: “Ama y haz lo que quieras”. El llamado de Dios Dios se vale de muchas formas para llamar a las personas. A veces una enfermedad, un problema familiar, la pérdida del empleo, la muerte de un ser querido, etc. Como Padre generoso no escatima medios para salvarnos. A fin de cuentas eso es lo importante. Jesús era más directo. A Felipe le bastó un “sígueme”, para dejarlo todo e irse tras de Él. A los que pensaban que sería algo fácil les advirtió: “Si alguno quiere venir a mí y no se desprende de su padre y madre, de su mujer e hijos, de sus hermanos y hermanas, e incluso de su propia persona, no puede ser discípulo mío” (Lc 14, 26). Y llegó incluso a reafirmar: “El que no renuncia a todo lo que tiene, no podrá ser discípulo mío” (Lc 14, 33). Hace un año se presentó en mi oficina una joven para informarme que abandonaba la empresa. Ante esto, sentí curiosidad y le pregunté: ¿Alguien te ha tratado mal? — No, todos han sido muy amables conmigo. — ¿Algo te desagrada del trabajo? — Al contrario, me encanta. — Entonces, ¿por qué te marchas? Tienes futuro, estabilidad... — Me voy a Venezuela para trabajar en el Movimiento de los Focolares. Conmovido por esta respuesta le pregunté: —¿Con quién irás? — Sola — me dijo. Era más de lo que mi sentido común comprendía. No se le veía preocupada. Me despedí de ella, aún sorprendido por este atrevimiento, este riesgo que ella
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estaba dispuesta a tomar. Ya mi alma había sido impactada. Salí al mediodía para almorzar, pero no pude probar bocado. Me dediqué a dar vueltas en el auto mientras pensaba: ¡Increíble! ¿Cómo pudo hacerlo? ¿De dónde sacaba tanto valor? Ella nunca lo supo, pero no pude evitar que los ojos se me humedecieran, como se me humedecen aún cuando lo recuerdo. Ahora una gran inquietud me hace decir: y tú, cobarde, ¿qué haces con tu vida?, ¿por qué no te atreves?, ¿qué esperas?, ¿acaso no has escuchado que Él también te llama? A Jesús le basta pasar cerca y decir: “Sígueme”. Y muchos se van tras Él, eufóricos de alegría. Sin preguntar: ¿Para qué me quieres?, ¿a dónde me mandarás? Sencillamente lo siguen. Mientras otros más precavidos no ponemos el pie sin ver dónde vamos a pisar. No somos tan osados, o tal vez no amamos tanto. Me consuela pensar que Él sabe de qué estamos hechos. Conoce nuestros pensamientos y mira lo más profundo de nuestros corazones.
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“SÍGUEME”…
Creo que ya es tiempo... ¿Quieres seguirlo? Dejar el refugio en el que nos escondemos; tomar riesgos; olvidar el qué dirán, o qué pensarán de mí; seguirlo abiertamente, ir contra el mundo, de ser necesario. Que todos lo sepan: “Somos de Cristo”. La recompensa será grande y la alegría aún mayor. Un amigo lo hizo, tomó el riesgo. A veces lo encuentro y siempre está feliz. Me sorprende ver su constancia. Me confesó emocionado: “En mi corazón hay un sello. Y ese sello dice: Jesús”. Me recuerda a Jeremías, porque no siempre salen las cosas como uno quisiera. Lo vez desanimado, pero es por poco tiempo. Jeremías le declara a Dios: “Me has seducido, Yahveh, y me dejé seducir por ti”. El buen Jeremías, cansado de recibir tantos golpes y de ser blanco de las burlas de todos resuelve llamar su atención, aunque es inútil. Sabe que Dios ya lo ha conquistado. Y extenuado le dice: “Por eso, decidí no recordar más a Yahveh, ni hablar más en su nombre, pero sentía en mí algo así como un fuego ardiente aprisionado en mis huesos, y aunque yo trataba de apagarlo no podía”. Esto es lo que les ocurre a los que conocen a Jesús. Tienen dentro de sí ese fuego ardiente aprisionado en sus huesos, y aunque trataran de apagarlo nunca podrían.
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AMAR A DIOS
Se cuenta que estando muy enferma santa Teresita del Niño Jesús, las monjas del convento se le acercaban con papel y lápiz para anotar sus últimos pensamientos. Cierta tarde, la hermana enfermera observó que Teresita se quedaba muy pensativa viendo los libros de la biblioteca y en sus reflexiones decía: — Cuánto me pesaría haberlos leído. — ¿Por qué? —preguntó la hermana—. Haberlos leído sería una riqueza que habrías adquirido. Y Teresita, con su inocencia acostumbrada, le respondió: — Es que de haberlos leído habría perdido un tiempo precioso que hubiera podido emplear sencillamente en amar a Dios. Si lees su biografía Historia de un alma, recorrerás junto a ella, el camino que la llevó a Dios. Si lo haces, encontrarás a tu alrededor muchas otras personas que buscan a Dios. El que menos piensas, tiene ese deseo oculto de encontrarlo. Es como si Dios les hubiese tocado diciéndoles: “Desde hoy, sólo yo llenaré tu vida”. Entonces todo lo pasado pierde importancia. Sólo importa el llamado, esa voz interior... que tratamos de comprender. Vencido el miedo y calmada la confusión, emprendemos el viaje; volvemos a misa; leemos libros que nos iluminan; cambiamos nuestra forma de ser y de pensar; y redescubrimos algo maravilloso: No estamos solos, ¡Dios nos ama! ¿Has experimentado alguna vez la embriaguez que produce la presencia de Dios? ¿Llevas por dentro un gozo tan grande e inexplicable que te lleva a compartirlo con otros? ¿Pasan los días y lo amas todo: el viento, los árboles, las hormigas, las piedras… porque todo es creación de Dios? ¿Todo lo bendices y todo lo agradeces? ¿Vives sumergido en la gracia de Dios? Una vez que conoces a Dios, no cesas de buscarlo; nada sacia tu necesidad de estar cerca de Él.
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UNO Y DIOS
Qué difícil y lejano nos parece esto, pero si lo pides con fe, Dios te dará las fuerzas y las gracias necesarias para hacerlo. Da al que te pida Qué bueno es saber que Jesús no se fija en nuestro pasado y perdona con facilidad. Nos pide un cambio radical, pero también da las gracias necesarias y el cariño de un hermano para que lo podamos lograr. Nos anima constantemente, y nos recuerda: “Ustedes son la sal de la tierra, la luz del mundo” (Mt 5, 13). “Hagan, pues, que brille su luz ante los hombres; que vean estas buenas obras, y por ello den gloria al Padre de ustedes que está en los Cielos” (Mt 5, 14). Él nos llama a ser misericordiosos y desprendidos de los bienes de este mundo. Siempre me ha impresionado este mandato de Jesús: “Da al que te pida” (Mt 5, 42). En un mundo en el que tantas personas se te acercan para pedirte algo, parece una contradicción. Es doloroso saber que a diario ignoramos a tantos niños y ancianos que se acercan para pedirnos algo. Alguien me ha dicho: “Si doy a todo el que me pida me voy a quedar sin nada para mí”. No supe responderle bien. Sólo le dije: “Ellos necesitan más que tú”. Pero la realidad es que si das, acumulas un tesoro en el cielo. A un Papa se le acercó un hombre a pedirle por caridad algunas monedas para comer. El Papa sin pensarlo le dio algunas monedas. Su secretario le advirtió: — Su Santidad, el hombre es un estafador. ¿No se da cuenta que le miente? — Prefiero equivocarme, que cometer una injusticia y negarle algo a un necesitado. La enseñanza es clara: no debemos tener miedo de dar, ni temor al juicio de los demás. Da sin esperar nada a cambio; da con una hermosa sonrisa. Comparte lo que tienes, porque otros no tienen nada. Es cierto, no es nada fácil al principio. Pareciera que todos te miran con rareza. Pero, ¿qué hacer? Eres la sal de la tierra y Jesús tiene sus esperanzas en ti; se
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ilusiona pensando que te animas a seguirlo, y que te enfrentas al mundo por Él.
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¿QUÉ PIENSAS DE JESÚS?
Me agrada pensar en Jesús como un buen amigo, porque un amigo siempre está a tu lado cuando lo necesitas. Y Jesús siempre está cercano. Es un rey que ha bajado del cielo para estar con nosotros y recordarnos: “Yo soy el buen Pastor” (Jn 10, 11), “la luz del mundo” (Jn 8, 12), “el pan de vida” (Jn 6, 48), “el pan vivo que ha bajado del cielo” (Jn 6, 48), “la vid verdadera y mi Padre es el labrador” (Jn 15, 1), “la vid y ustedes las ramas” (Jn 15, 5), “yo soy Rey” (Jn 18, 37). Es un Rey que no sólo conoce nuestros corazones sino que nos comprende. Nadie lo puede sentir distante, porque Él también ha experimentado el hambre, el sueño, la tristeza, las alegrías, el dolor, el cansancio, la sed. Tuvo amigos y enemigos. Fue paciente, tierno, justo, bueno, obediente, sencillo, humilde... Murió, como moriremos nosotros y luego resucitó. Me pasaría el día entero agradeciéndole por todo lo que ha hecho por mí, y por ti. Me encanta saber que desde siempre nos ha tenido en su corazón. Incluso, sabiendo que iba a pasar por el tormento, nos siguió teniendo en su pensamiento. Oró a su Padre por los apóstoles y por nosotros también. “Conságralos mediante la verdad: tu palabra es verdad. Así como tú me has enviado al mundo, así yo los envío al mundo; por ellos ofrezco el sacrificio, para que también ellos sean consagrados en la verdad. No ruego sólo por éstos, sino también por todos aquellos que creerán en mí por su palabra” (Jn 17, 17-20). Esos “aquellos” somos tú y yo. En cierta ocasión le pregunté a un amigo: — ¿Qué piensas de Jesús? Luego de un profundo silencio y con una ternura salida del alma me respondió: — Mi Salvador. Y yo, emocionado también, sólo pude repetir: “Mi Salvador”.
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AMAR A MARÍA
Solía pasar las vacaciones del verano en la casa de mi abuela. Por las tardes nos sentábamos a tomar café y comer panecillos aún humeantes, untados con una deliciosa mermelada casera. Luego mi abuela solía recostarse en su cama, con el rosario en la mano. Y la veía desgranar uno a uno los misterios; sin prisa, pausadamente. Lo hacía con toda su naturalidad y hermosura. Las abuelas son grandes maestras. Tal vez por eso llevo siempre conmigo un rosario. Aprendí a perder el miedo a lo que otros pensaran de mí. Y sé por experiencia que debemos perder los miedos que llevamos dentro. Ya monseñor Escrivá de Balaguer lo había dicho: “Pierde el miedo a llamar al Señor por su nombre —Jesús— y a decirle que lo quieres” (Camino, 303). Debes perder el miedo a vivir como verdadero católico; a llevarle la contraria al mundo, a lo que otros piensen de ti; a que te digan que eres poco varonil, o que eres un tonto... Porque, ¡dichosos los tontos que andan por el mundo de la mano de María!
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AMAR A MARÍA ES AMAR A JESÚS
Reconoces que te pareces a Jesús, porque amas a su Madre. El papa Juan Pablo II sorprendió al mundo cuando eligió el lema para su pontificado con las palabras: Totus Tuus (Todo de María). Un Papa Mariano, fueron las primeras impresiones que recogieron los periódicos. Pero él fue más allá y se abandonó con filial afecto en su Madre celestial. Y es que no podemos agradar a Jesús si no amamos a María. Es como si Jesús nos recordara: “Quien honra a mi madre, me honra a mí”. Todos los santos han sido grandes devotos de la Virgen; y a todos, ella los ha bendecido con su protección y afecto. Por ello se le llama la llena de gracia. ¿Quieres ser de Jesús? Sé de María Los santos descubrieron y nos transmitieron su secreto: “El camino más corto y seguro a Jesús, es a través María”. Ser devoto de María es amarla mucho, pensar en ella, rezar el rosario, honrarla con pequeños actos de amor, evitar las ocasiones de pecado, y, sobre todo, hacerle caso cuando nos pide: “Hagan lo que Él les diga”(Jn 2, 5). “No poseo el valor para buscar plegarias hermosas en los libros; al no saber cuáles escoger, reacciono como los niños; le digo sencillamente al buen Dios lo que necesito, y Él siempre me comprende”. Santa Teresita
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HABLAR A JESÚS
¿Has visto alguna vez este signo? Lo descubrí en la parte frontal de un altar de caoba. Estaba hecho con un material dorado, brillante, que asemejaba el oro. — ¿Sabes lo que significa? —me preguntó el sacerdote, al verme tan interesado. — Cristocéntrico —le dije— Es un círculo con una cruz en el centro. — Así es: Cristo, el centro de todo. Ocurre cuando nos acostumbramos a tener a Jesús como centro de nuestras vidas. Confiamos en Él como se confía en el mejor de los amigos, y le hablamos con la naturalidad y la inocencia de un niño. Todo gira alrededor de Cristo. Y nuestra vida se renueva. Una vez, cuando llevaba a mi hijo al colegio, se me ocurrió preguntarle: — ¿Qué día es hoy? Se quedó pensando y dijo: — ¿Ayer qué día fue? —Martes. Y muy seguro de sí respondió: — Miércoles es hoy. Por lo general a él le gusta hablar mucho, por ello en el trayecto hasta la escuela comentamos sobre sus compañeritos, cantamos, rezamos..., pero un día iba muy callado; algo lo perturbaba. Yo, de vez en cuando, lo miraba de reojo y lo descubría pensativo. En eso él rompió el silencio: — Papi, cuando yo sea grande ¿también voy a ser calvo? — No, mi rey —respondí—. Papá no es calvo. Lo que pasa es que mamá me corta el pelo muy bajito. — Ahhhh —suspiró aliviado..., ¡qué bueno! La inocencia, la pureza de corazón y la confianza que mi hijo sintió con mi respuesta, es lo que Jesús pide a cada uno de nosotros. Estas cosas le agradan a Jesús. Y por las cuales se complace. ¿Crees que Jesús te negará algo que le pidas confiado? Habla a Jesús como al mejor de tus amigos y tenlo como tal. En tu hogar, ¿cuántos son?, ¿cinco? Pues desde hoy puedes empezar a decir: Somos cinco y con Jesús, seis.
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PENSAMIENTOS
a Querer ser santo. ¡Vaya locura!... ¡Bendita locura! a ¿Sientes a veces una oleada de ternura? Es Jesús que pasa. a ¿Sufres tentaciones frecuentes? Aprende de los santos: conságrate a la Virgen y ella te protegerá. a El que conoce a Jesús no puede más que amarlo. a Las personas se desesperan, porque no conocen a Dios. a Me gustan las palabras de Jesús a la samaritana: “Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: ‘Dame de beber’ tú le habrías pedido a Él. Y Él te habría dado agua viva”. a Qué amable es Dios. Nos crea, nos da un alma, pone a nuestra disposición un ángel de la guarda para que nos cuide toda la vida. Nos da a su Hijo y como si fuera poco, también nos da una madre en el cielo, que nos ama y vive pendiente de nosotros. a A veces, cuando estamos acalorados, Dios envía una brisa deliciosa para refrescarnos... ¡Qué bueno es! a A veces llega la tentación como un lejano recuerdo de lo que éramos. a Lo que nos falta es ternura: ternura, inocencia de niño, confianza en el Padre y conocer a Jesús. a Si prestamos un poco de atención podremos conocer los designios de Dios. a El dolor de un simple pecado (¿acaso puede haber un pecado simple?), es tal que nos urge a la reconciliación. a Cuando las palabras son inspiradas por Dios, nunca caen en sacos rotos. Son como la semilla que se siembra en el corazón del hombre y espera germinar. a Algunas semillas germinan solas, otras necesitan cariño, agua y luz. Hay que abonarlas con el buen ejemplo y rociarlas con la esperanza. a La paz en el corazón proviene del perdón. Por eso, hay que perdonar y ser perdonados. a Perdonar a los que nos ofendieron y acercarnos al confesionario para recibir el perdón de Dios. a Perder la gracia de Dios y vivir la sequedad de un desierto, es como dejar de ser niños. Olvidamos la alegría natural: el encanto de descubrir el mundo. a Cuando empiezas a hacer comuniones espirituales, todo te parecerá dulzura, ternura y alegría. Es como estar en una nube, fuera de este mundo.
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a Generalmente no alcanzamos a comprender lo que Dios quiere de nosotros, porque no confiamos suficientemente en Él. Si confiáramos un poquito más, comprenderíamos un poquito más. Todo está en la medida de nuestra confianza. a En el sueño escuché con claridad: “Si te sientes atacado, reza el Avemaría”. Y así, dormido, obedecí. Y pasó la tormenta. a Esto es lo más difícil: “Vivir el Evangelio”. Curiosamente, vivirlo, es lo que más alegrías da. a Señor, tú sabes encender nuestros corazones. a Basta que pienses en Dios por las mañanas para que experimentes una felicidad que va creciendo a lo largo del día. a No imaginas qué día tan estupendo he tenido. Y es que cuando empiezas el día con Dios, lo terminas también con Él. a A pesar de que somos malos, no cesa Dios de depositar en nosotros sentimientos de ternura. a Hay que ser como niños para entrar en el Reino de los cielos... ¡Ahora lo entiendo! a Qué lejos estamos de la santidad. Pero, ¡ánimo! todos podemos lograrlo. a ¿Tiemblas y no sabes qué hacer con tu vida? Es que no eres un hombre de fe. No estás orando con el corazón. Tu oración es débil. Te distraes. a Estás como los Apóstoles cuando murió Jesús: temeroso, asustado, escondido. Es que aún no recibes el Espíritu Santo. a El Señor nos lleva a alturas insospechadas. a Es muy sencillo: somos una familia y nuestra madre se llama María. a El diablo usa todos los medios que tiene a su alcance para desanimarnos. a Te decides a buscar a Dios y por todas partes surgen personas que se aferran a tu pasado como una cadena muy pesada. Constantemente te recuerdan lo que eras. Cuando esto ocurre, elévate con ellas para que las lleves también al cielo. a La gracia de Dios nos permite ver y comprender cosas que de otra forma nunca veríamos. a No imaginas cuánto agrada al buen Jesús que lo visites en el Sagrario. a Recuerda: la oración es el lenguaje de Dios. a De repente cae la oscuridad y te preguntas por qué. Entonces, sientes la ausencia de Dios; te entristeces; las cosas parecen ir mal. Y es que hiciste la pregunta equivocada. No es por qué sino qué debo hacer. Y la respuesta que siempre surge es: oración. a Cuando empiezas a rezar y el mundo se va iluminando, es porque pronto, la alegría está volviendo a surgir en tu corazón. a La oración es fundamental para ser feliz.
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a Todo arte es efímero; lo único que perdura es Dios. a Ovejita de Dios: “No temas”. a El sentido de la vida está en la cruz. a ¡Qué tristeza saber que Él está en el sagrario y no visitarlo! a Quiero que siempre sonrías conmigo, Jesús. a Consejos aprendidos de los santos: a) Sé amable con todos. b) Jamás digas algo malo de alguien. Recuerda lo que enseña la Biblia: “De toda palabra que digas serás juzgado”. c) Pega en tu cuarto un cartel con aquella simpática frase de sa Juan Bosco: “Tristeza y melancolía, fuera de la casa mía”. d) Confía en el buen Dios. Ten presente lo que dijo Jesús: “No anden, pues, preocupados diciendo: ¿Qué vamos a comer?, ¿qué vamos a beber?, ¿con qué vamos a vestirnos? Que por todas esas cosas se afanan los gentiles; pues ya sabe su padre celestial que tienen necesidad de todo eso. Busquen primero su reino y su justicia y todas esas cosas se les darán por añadidura”. e) Conságrate a la Virgen por las mañanas. f) Que nunca te falte un Jesús, te amo* a Eres un hombre débil, porque no eres un hombre de oración. La oración fortalece el alma. a “Jesús sea en su alma”. Así iniciaba san Juan de la Cruz sus cartas. a ¿No comprendes que Dios te ama a pesar de todo? No hay barreras que impidan a Dios amar. Déjate amar. Confía en Él. a El diablo se complace en hacer pecar a los hombres buenos, porque sabe que esto hiere más a nuestro Señor. a Cuando el diablo no puede hacerte pecar, te arrincona; te deja sin alternativas para ver qué haces. Sin embargo, él olvida que tenemos una salida, una puerta que él no vio. Ésta es la misericordia de Dios, es decir, abandonarse en las manos de Dios a ¿Has sentido una oleada de ternura? Es Jesús que ronda. Ha pasado cerca de ti. Has degustado un pedacito del cielo. Y tal vez no te diste cuenta porque no estás atento. a Alguien dijo: Hostia viva y yo pensé: “Es verdad, la hostia vive porque Jesucristo es Jesús resucitado”. a Soy como un niño en las manos de Dios. Para Él no tengo edad. Él ve mi corazón, conoce mis intenciones. Y cuando caigo me levanta, me anima, me impulsa a continuar, a buscarlo más. Ante Él puedo ser el que siempre quise ser:
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más puro, más libre, más tierno, más lleno de ilusiones y esperanzas. a Si te sorprendes por las bondades de Dios, es porque ya has empezado a degustar las dulzuras del cielo. a He pensado en el encuentro de Pedro con Jesús. Cuando Pedro se postra ante Él y le dice: “Aléjate de mí, Señor, que soy pecador”. Y Jesús le dice y nos dice a todos: “No temas”. a El sacerdote dijo: “¿Cómo nos veríamos si pudiésemos tomar una foto de nuestra alma?”. Me he asustado pensando en lo que el buen Dios verá. ¿Cómo estará la mía? a Confiar en Dios. Ese paso que parece tan pequeño, pero que lo es todo. El paso de la confianza plena es lo que a unos los hace buenos y a otros santos. a Por más que los queramos ocultar, por más que pasen los años, los pecados siempre salen a flote y están a la vista de Dios. Son como una vieja boya que se niega a desaparecer. Por más que tratemos de hundirla, siempre escucharemos su campana. Por eso nuestro mayor tesoro es la pureza de corazón. a Todo lo que deseo es ser santo. a Cuando vives en el mundo las cosas se complican. Es entonces cuando interviene la gracia de Dios; y lo que parecía imposible, se vuelve posible. a Hay muchos escalones para llegar al cielo. Uno, la obediencia; otro, la pureza; otro, la humildad; y uno muy importante: el dolor, el sufrimiento, tan difícil de escalar. a ¿Tienes un crucifijo? ¡Abrázalo! Abrázalo fuerte y consuela a nuestro Señor. a Cuando san Francisco decía: “Hermano sol, hermana luna, hermano viento...”, estaba tan embelesado en Dios, que ya no cabía en sí. a Dios lo supera todo. La búsqueda de Dios nos eleva sobre nuestros temores, nuestros defectos, nuestros deseos, nuestros pecados... a ¿Has pasado una noche en oración? Entonces el alma se ha unido a Dios con un sentimiento fuerte, y dulce. a No siempre está la gracia contigo. A veces se retira, y es cuando se prueba tu fe. Ya no sientes esa paz, esa alegría. Estás como abandonado en medio del desierto y todo depende ahora de ti. Jesús, a tu lado, observa atento como una madre y un padre, dispuesto a darte la mano. La madre debe soltar al niño para que aprenda a caminar. Igual hace Jesús con nosotros. a Nuestros problemas no son nada ante la inmensidad y la misericordia de Dios. a No imaginas cuánto nos favorece Dios. Hasta en las cosas más pequeñas y
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cotidianas. Todo es importante para Él. a Jesús, consuelo de las almas, consuélame. a La enfermedad tiene una virtud: nos acerca a Dios. a Qué bueno es poder ofrecerle algo a Jesús, aunque sea una sonrisa hecha en su nombre, o la fiebre que nos consume. a La enfermedad nos ayuda a buscar dentro de nosotros. Nos aislamos del mundo y reconocemos las cosas que son importantes. Reflexionamos entonces y volvemos a empezar. a Es algo hermoso saber que Jesús está cerca. a Si tu pecado es grande, más grande es la gracia y la misericordia de Dios. a El secreto es amar a Dios, pues Dios se complace en quien lo ama. a El secreto es abandonarse en los brazos de Dios. Quien se abandona en Dios nada le falta. a El secreto es dar, pues quien da recibe. a Al verdadero seguidor se le prueba en la humildad y la obediencia. a Llena tu día con pequeños actos de amor a Jesús. a He quedado muy impresionado por este pensamiento de santa Margarita María Alacoque: “Deseo tanto recibir la Sagrada Comunión que si tuviera que caminar descalza por un sendero de fuego a fin de obtenerla, lo haría con indecible gozo”. a Jesús, consuelo de las almas, tú siempre respondes nuestras oraciones. a Cuántas almas están esperando nuestras oraciones y no las reciben porque estamos ocupados en otras cosas. a A veces Dios permite la tentación. ¡Qué terribles momentos! Es como estar perdidos en el desierto. Pero luego viene la paz y la esperanza. a Subes otro escalón hacia el cielo. ¡Cuánto cuesta cada escalón! a ¡Qué alegría saber que el buen Dios nunca nos abandona! a Confía en Dios, tu Padre. a Cada vez que una pequeña chispa salta en mi corazón, ha venido el buen Dios a soplar para convertirla en una hoguera. a De Dios procede la serenidad; y con ella estamos seguros de que nada malo nos ocurrirá, pues Él está con nosotros. a De Dios procede ese amor que nos envuelve y abraza el corazón. Ese amor que nos hace llorar de emoción. a De Dios procede esta inmensa alegría que nos hace querer compartirla. Es tanta que sobra. a De Dios procede esta ternura que nos hace desear abrazar al enfermo, al hambriento, al anciano, al hermano, al solitario.
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a Dios todo lo da en abundancia. Así de maravilloso es. a La vivencia de Dios es algo que no se puede explicar. Llevas tanta dulzura por dentro, que la más leve falta se vuelve insoportable. a Dame, Señor, la gracia de poder confiar en ti plena y ciegamente en todo momento. a Ahora comprendo que no sólo en el silencio está Dios. También está en la dificultad, en la alegría, en lo que somos y seremos. a Algunos necesitan problemas serios para reencontrar a Dios. Otros lo encuentran en el recogimiento, en la oración y en su corazón. a Dios actúa como un poderoso imán. Personas que uno no imagina se sienten atraídas por él. a Cuando perdones serás libre. En esto consiste la libertad: en perdonar. Entonces tendrás tu corazón dispuesto para buscar a Dios. a No te desanimes. Dios prueba al que ama.
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Índice Buscando a Dios Claudio de Castro Dedicatoria Para empezar… ¡Qué pesada es esta cruz! ¿Qué quieres de mí? La luz siempre está a la vista Los pecados me agobian Qué bueno es Dios No tengo nada que dar San Juan Crisóstomo ¿Por qué ese silencio? Una lección ejemplar Mi hermano cáncer Un poco de humildad Humildad… ¿Dónde vive Dios? La historia de Tyler Los niños son para jugar ¡Qué bueno es! Escuchar al Maestro ¿Te pareces a Jesús? Pon atención Sé santo ¿Te gustaría ser santo? ¿Qué debo hacer para ser santo? “Sígueme”… Amar a Dios Uno y Dios 56
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¿Qué piensas de Jesús? Amar a María Amar a María es amar a Jesús Hablar a Jesús Pensamientos
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