Buscad Mi Rostro. La Oración Como Relación Personal en La Escritura - WILLIAM A. BARRY SJ

February 4, 2017 | Author: Libros Catolicos | Category: N/A
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Buscad Mi Rostro. La Oración Como Relación Personal en La Escritura - WILLIAM A. BARRY SJ...

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265 William A.Barry, si

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La oración como relación personal en la Escritura

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Prólogo a la segunda edición 1. Nuestra ambivalencia hacia Dios 2. Sentirse aceptado: la experiencia fundamental 3. Crecer en transparencia 4. Oír a Dios 5. Revelar nuestras necesidades 6. Desahogar el corazón 7. Sentimientos de indignación y venganza 8. Sobre la revelación del pecado 9. El perdón del pecado 10. Expresar la gratitud 11. Escribir nuestro propio salmo de acción de gracias 12. Llegar a conocer a Jesús 13. ¿Cómo es Jesús? 14. ¿Qué valora Jesús? 15. Conclusión Bibliografía citada Para seguir leyendo

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ESTE libro sobre la oración es una continuación de God and You: Prayer as a Personal Relationship [Dios y tú: la oración como una relación personal], publicado en 1987. Como el primero, también el presente escrito está basado en la experiencia, la mía y la de otras muchas personas que me han hablado de su experiencia de Dios. Como el primero, también este se basa en la tradición ignaciana, que usa la Escritura imaginativamente para ayudar a las personas a encontrar a Dios. En esta obra me inspiro en varios episodios y personajes bíblicos para ilustrar diferentes maneras de desarrollar una relación íntima con Dios, con Jesús, el Hijo de Dios, y con el Espíritu Santo de Dios - una relación semejante a una amistad-. Espero que estas páginas ayuden a los lectores a profundizar más en la relación que constituye el fundamento de nuestra existencia en este mundo, y doy las gracias a Loyola Press por reimprimir esta segunda edición, ligeramente revisada. Si bien la Escritura constituye la base sobre la que trabajo, he de admitir que no soy un experto en estudios bíblicos. He tratado de ser fiel a los textos, pero se podría decir que mi método es más de eis-égesis que de ex-égesis; esto es, leo en el texto sentidos que no estaban en la intención de los autores. Semejante método tiene una honorable tradición en la historia del cristianismo y del judaísmo. Un ejemplo es la manera en que el Cantar de los Cantares ha sido usado para describir nuestra relación con Dios. Otro ejemplo es el modo en que Ignacio de Loyola invita a los ejercitantes a contemplar los evangelios en los Ejercicios Espirituales. Los lectores que busquen una exégesis bíblica precisa para entender los pasajes pueden leer obras como el Comentario Bíblico San Jerónimo o comentarios sobre los diferentes libros bíblicos. Dedico este libro a Marika Geoghegan y a Joseph E. McCormick, si, recientemente fallecido, porque ambos han sido amigos míos durante muchos años y han leído mis manuscritos con mucho esmero, prestando atención a los detalles y animándome. Ambos me han ayudado especialmente con esta obra. «Gracias» es una palabra demasiado pobre para expresar todo lo que les debo. También quiero dar las gracias a los siguientes miembros de mi comunidad en el momento en que se publicó la primera edición (algunos de ellos ya no son jesuitas), que leyeron todo el libro o la mayor parte de él en el momento en que lo escribí, y me ayudaron y dieron muchos ánimos: Robert Araujo, si, James L.Burke (t), si, Gerald Calhoun, Gregory Chisholm, si, William Finneran (t), si, Thomas Ford (t), si, Robert Gilroy, sJ, James Kane (t), Thomas Landy, Daniel Merrigan, Thomas Murphy, si, William Spokesield, si, Michael Coth y George Williams, sJ. Una vez más, Philomena Serrin, misionera médica de María, ha leído el manuscrito atentamente y con su entusiasmo ha acrecentado mi confianza en el valor de esta obra. Quiero expresar mi agradecimiento a mis anteriores provinciales: Edward M.O'Flaherty, si, Robert E. Manning (t), si, y Robert J.Levens, si, y al actual: Thomas J.Regan, si, por 13

encomendarme la misión de escribir y por su confianza en mí. Por último, doy las gracias a todas las personas que me han confiado sus experiencias de Dios. Si este libro es útil para otros, se debe, por voluntad de Dios, a las personas que han ampliado mi comprensión de los caminos de Dios. Si los lectores encuentran ayuda en estas páginas, les ruego que ofrezcan una oración por todas las personas que me ayudaron a escribirlas y, naturalmente, por mí.

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¿QUÉ significa en realidad la intimidad con Dios? Me gustaría responder a esta pregunta en una serie de capítulos basados en historias de la Biblia. Para empezar, asumamos que la intimidad significa una estrecha relación personal. Esta definición plantea al menos una cuestión de forma inmediata: nuestra ambivalencia con respecto a dicha relación con Dios. Cuando oímos que alguien dice: «Quiero una relación más estrecha con Dios», muchos de nosotros podemos reaccionar de la misma manera que la mujer citada en el libro de Barry y Connolly, The Practice of Spiritual Direction (La práctica de la dirección espiritual), cuando oyó algo parecido: «En mi tiempo queríamos estar a su derecha, pero no queríamos acercarnos demasiado» (1982, 95). Tal vez esbocemos una sonrisa al oír este comentario, pero la mayoría de nosotros, si somos sinceros, confesaríamos que cualquier deseo de cercanía a Dios se ve atenuado por nuestro miedo a lo que dicha cercanía pueda implicar. Una de las declaraciones menos controvertibles que podemos hacer sobre nuestra relación con Dios (por nuestra parte) es que se trata de una relación muy ambivalente, de un baile de aproximación y evitación, por decirlo así. Las palabras de los israelitas a Moisés en el desierto pueden representar al menos una parte de nuestra actitud hacia Dios: «Háblanos tú y te escucharemos; que no nos hable Dios, que moriremos» (Éxodo 20,19)*. No obstante, al mismo tiempo podemos estar motivados por las palabras del salmista:

-Salmo 27,7-9 En este capítulo me gustaría abordar esta ambivalencia hacia Dios y las formas de afrontarla en la oración. 16

Si has leído hasta aquí, has demostrado que tienes interés en Dios y en la oración. Actualmente hay muchas personas que tienen este interés. Los libros sobre la oración se venden bien, y los talleres y las charlas sobre la oración atraen a mucha gente. Parece que son muchas las personas que desean ver con más claridad el rostro de Dios. Por otra parte, cualquiera que imparta dirección espiritual puede dar fe de la resistencia persistente a una relación más estrecha con Dios en quienes desean acercarse a él. Incluso después de tener experiencias de cercanía de Dios - y a veces especialmente después de haber tenido experiencias muy positivas-, algunas personas se sienten inexplicablemente reacias a continuar con estos tipos de oración. Parece que estamos condenados a esforzarnos por evitar aquello mismo que queremos. Quizá podamos obtener ayuda examinando alguna de las fuentes de nuestra resistencia. A muchas personas que desean mantener una relación más íntima con Dios les resulta difícil lograrlo precisamente por la imagen que tienen de él. Por ejemplo, ya se trate de una imagen derivada de las relaciones mantenidas en la infancia con los progenitores o con otras figuras de autoridad, o de la manera en que Dios le fue presentado y el modo en que el niño entendió esta presentación, una imagen de Dios como un tirano exigente, severo y omnisciente no puede mantener el deseo de acercarse a él. Si dicha imagen subconsciente domina la visión que una persona tiene de Dios, aun cuando las homilías e incluso los testimonios sobre la bondad de Dios puedan evocar un deseo de conocerlo de una forma diferente, no harán posible una apertura real para intimar con él. Muchas personas se resisten a la intimidad con Dios por temor a que esta les exija un cambio en su estilo de vida, una religiosidad más radical o una conversión. «Si me acerco a Dios, tendré que cambiar». «¡Y si Dios quiere que me convierta en un misionero!». Temores como estos pueden provenir de las clases de imágenes de Dios mencionadas anteriormente, pero también pueden ser una señal de un cierto malestar con el estilo de vida o el comportamiento personal. Sea cual sea la fuente, tales temores impiden la cercanía. Con bastante frecuencia, algunas personas se resisten a intimar con Jesús debido al temor razonable a recibir el mismo trato que él recibió: «Quien quiera seguirme, niéguese a sí mismo, cargue con su cruz y me siga» (Marcos 8,34). Cualquier persona sensata que tome en serio estas palabras se sentirá intimidada. Por último, y tal vez más profundamente, parece haber en cada uno de nosotros un hondo temor ante la posibilidad de que la intimidad con Dios nos destruya. Los israelitas manifestaron este temor a Moisés. En Isaías 6,5, el profeta Isaías tiene una visión de Dios y después clama: «¡Ay de mí, estoy perdido! Yo, hombre de labios impuros que habito en medio de un pueblo de labios impuros, he visto con mis ojos al Rey y Señor Todopoderoso» (Isaías 6,5).

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Estas fuentes de resistencia se encuentran profundamente arraigadas en nosotros, y no queremos o no podemos hacer que desaparezcan. ¿Estamos entonces conde nados a vivir siempre deseando la intimidad con Dios y haciendo todo lo que esté en nuestras manos para evitarla? La reflexión sobre los textos bíblicos y sobre nuestras relaciones humanas puede mostrarnos una forma de salir de este punto muerto. Es obvio que los israelitas e Isaías eran conscientes de sus reacciones frente a la cercanía de Dios. Así que el primer consejo es que prestes atención a tus sentimientos, reacciones y pensamientos reales sobre Dios. No podemos tomar conciencia de todas nuestras reacciones a la vez, pero podemos referirnos a algunas de ellas. De forma igualmente obvia, los israelitas e Isaías expresaban lo que sentían. Aquí está lo esencial de este asunto. Si los israelitas no le hubieran manifestado a Moisés lo asustados que estaban, no le habrían oído decir: «Moisés respondió al pueblo: "No temáis: Dios ha venido para probaros, para que tengáis presente su temor y no pequéis"» (Éxodo 20,20). Su miedo no desapareció, pero parece que el escritor indica que fue mitigado lo suficiente como para que permanecieran a cierta distancia mientras Moisés se adentraba en la densa nube. Al principio, tal vez esto sea lo mejor que podemos hacer: manifestar nuestro temor y permanecer después algo alejados para ver qué sucede. En el caso de Isaías, la respuesta proviene directamente del Señor. «Y voló hacia mí uno de los serafines con un ascua en la mano, que había retirado del altar con unas tenazas; la aplicó a mi boca y me dijo: Mira, esto ha tocado tus labios, ha desaparecido tu culpa, está perdonado tu pecado» (Isaías 6,6-7). Parece que Isaías fue transformado de tal manera por esta experiencia que res ponde con entusiasmo: «Aquí estoy, mándame», cuando el Señor le dice: «¿A quién mandaré? ¿Quién irá de nuestra parte?» (Isaías 6,8). Si somos conscientes de que, por cualquier razón, tenemos miedo de Dios, entonces podemos expresar este temor con palabras como estas: «Señor, me tienes aterrado, ¿puedes ayudarme a superar este temor?». Si descubrimos que no podemos realmente creer que Dios es amor, podemos decir: «La Biblia dice que eres amor, pero nunca te he sentido de esa manera. Ayúdame a salir de este dilema» ; «Quiero tener experiencia de tu amor, pero tengo miedo, no me asustes»; «Jesús te llamó Padre (Abbá); a mí también me gustaría verte así, pero no lo siento»; «Quiero acercarme más a ti, pero me da miedo lo que puedas pedirme»; o «Estoy tan indignado por la muerte de mi madre que no sé qué hacer conmigo mismo. Temo que me castigues por sentirme de esta manera. Ayúdame». Ten en cuenta que estas breves oraciones expresan la ambivalencia de una forma sencilla y directa. Decimos de qué tenemos miedo y lo que queremos. El siguiente paso le corresponde a Dios. Lo único que podemos hacer es darle una oportunidad a Dios para que responda, sentándonos en silencio, leyendo un texto bíblico, dando un paseo por un bosque, haciendo cualquier cosa que nos ayude a salir de nosotros mismos y de nuestras preocupaciones por un momento. 18

Una consideración de cualquier relación personal puede reforzar también lo que la reflexión sobre los textos bíblicos nos ha recomendado. Si quiero conocerte mejor, pero por alguna razón tengo miedo de ti, la mejor forma de superar este bloqueo es decirte lo que siento y pedirte ayuda. Quizá te sientas ofendido por mi miedo o por mi atrevimiento y me digas «que me vaya a paseo», pero tenemos abundantes pruebas en la Escritura de que Dios no actúa de este modo. «¿Puede una madre olvidarse de su criatura, dejar de querer al hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvide, yo no te olvidaré» (Isaías 49,15-16). De hecho, es probable que tú, como la mayoría de los seres humanos, te veas desarmado por mi franqueza e incluso te sientas halagado porque quiero conocerte mejor y porque confío en ti lo suficiente como para sincerarme. Mi miedo hacia ti desaparecerá gracias a la experiencia que tengo de ti. Lo mismo sucede en nuestra relación con Dios. Únicamente nuestras experiencias de Dios cambiarán nuestras imágenes imperfectas. Isaías descubrió por experiencia que podía «ver» a Dios y vivir, y esta experiencia lo llevó después a responder positivamente a la invitación de Dios de llevar a cabo una misión. Es más que probable que nuestra relación con Dios no cambie tan rápido de miedo a cercanía, pero incluso el primer paso de decirle a Dios cómo nos sentimos es un paso hacia una intimidad más profunda porque hemos revelado algo de nosotros mismos. Puede que a algunos lectores les ayude, como me ayudó a mí, el hecho de expresar su ambivalencia hacia Dios con la oración del «Soneto Sacro XIV» de John Donne:

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Traducción de María Tabuyo y Agustín López, en Sheila CASSIDY, La gente del Viernes Santo, Sal Terrae, Santander 1992, 103-104.

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HABIDA cuenta de nuestra ambivalencia hacia la intimidad con Dios, ¿cómo podemos dar el primer paso? ¿Qué nos introducirá en Dios hasta tal punto que mantengamos la relación con él aun cuando nuestros miedos y ansiedades sean muy intensos? La experiencia nos dice que corremos el riesgo de la intimidad con otra persona solo cuando nuestro amor hacia ella es más fuerte que nuestros miedos. La Primera carta de Juan nos dice: «Nosotros hemos conocido y hemos creído en el amor que Dios nos tuvo. Dios es amor: quien conserva el amor permanece con Dios y Dios con él... En el amor no cabe el temor, antes bien, el amor desaloja el temor... Nosotros amamos porque él nos amó primero» (1 Juan 4,16-19). Aquí tenemos la pista que necesitamos. Para superar nuestra ambivalencia, necesitamos una profunda experiencia de cómo Dios nos ha amado primero. Necesitamos - dicho de otro modo - una experiencia que nos haga decir de corazón aquella encantadora frase francesa: Qu'il est bon, le bon Dieu, que significa: «¡Qué bueno es el buen Dios!». Pero ¿cómo podemos alcanzar esa experiencia, especialmente si nuestros miedos son muy intensos? En primer lugar, recurramos a una fuente no bíblica para empezar a formular una respuesta. En El Principito, de Antoine de Saint-Exupéy, el Principito del asteroide B-612 se encuentra con un zorro en la Tierra y aprende de él lo que significa la amistad. El zorro le pide al Principito que lo «domestique», que «cree lazos». «Bien lo quisiera [...1, pero no tengo mucho tiempo. Tengo que encontrar amigos y conocer muchas cosas», dice el Principito. «Solo se conocen las cosas que se domestican», responde el zorro; es decir, uno solamente comprende de verdad aquello que ama o con lo que ha entablado amistad. Después le dice al Principito que ha de ser muy paciente si quiere domesticarlo. «Te sentarás al principio un poco lejos de mí, así, en la hierba. Te miraré de reojo y no dirás nada. La palabra es fuente de malentendidos. Pero, cada día, podrás sentarte un poco más cerca» (1971, 81-84). Y así empieza el proceso de domesticación, de creación de vínculos, entre el zorro y el Principito. Al empezar a desear una relación más profunda y más íntima con Dios, podemos sentirnos tan recelosos como el zorro. Necesitamos ser domesticados. Podemos empezar de una forma tan sencilla como él, pidiendo a Dios que nos «domestique», que pase un tiempo con nosotros cada día, pero lentamente, de modo que nos acostumbremos a la presencia divina. El zorro le dice también al Principito que los ritos son importantes y le sugiere que reserve un tiempo cada día para presentarse. Nosotros podemos hacer lo mismo con Dios, y alargar o acortar el tiempo según nuestro deseo o nuestra capacidad.

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Cuando nos sentimos recelosos y temerosos, ¿qué deseamos? Queremos experimentar a Dios como alguien bueno, cariñoso, amable y atractivo y, en definitiva, como alguien que desea nuestra amistad. Queremos disfrutar de Dios y sentirnos seguros, como afirma el psiquiatra británico J.S.Mackenzie, citado por el psicoanalista Henry Guntrip: «Es una experiencia común en psicoterapia encontrar pacientes que tienen miedo a Dios y lo odian, un Dios que, según las palabras de J.S.Mackenzie, "está siempre espiando a los pecadores"» (1957, 194). Quien ha realizado algún trabajo pastoral puede decir que es una experiencia común encontrar a muchos cristianos en esta situación. Y si bien es verdad que los sermones y las homilías cuyo tema es el amor de Dios pueden ayudar, lo cierto es que, en último término, las personas necesitan tener experiencia de ese amor. En el penetrante libro Let This Mind Be in You [Tened los mismos sentimientos de Cristo] Sebastian Moore llega a la conclusión de que si pudiéramos tener experiencia de nuestra creación, experimentaríamos de una manera absoluta cuán deseables somos. El deseo que Dios siente hacia mí hace que yo exista y sea deseable. Entre los seres humanos, lo que es amable despierta nuestro deseo, pero el deseo (el amor) de Dios crea lo que es amable. Así, el deseo de Dios me crea como un ser amable o deseable. La cuestión es: ¿podemos experimentar nuestra creación? A primera vista, la pregunta parece absurda, porque casi de manera automática pensamos que la creación es algo ya concluido y cosa del pasado. Pero el acto creador de Dios no termina nunca; si así fuera, no estaríamos aquí. Con esta comprensión de la creación, la pregunta asume un significado presente. Si pudiéramos experimentar nuestra creación, entonces ciertamente tendríamos la experiencia fundamental que estamos buscando. Moore apunta a experiencias en las que brota el deseo de «un no sé qué» (1985, 36). No es un deseo de este o aquel ser amable, aunque la ocasión para esa experiencia puede ser la presencia de algún ser amable. Es el deseo del Innombrable, el Todo, el Misterio. Moore se refiere a una experiencia que C.S.Lewis describe en su autobiografía Cautivado por la alegría: «Un día de verano, junto a un grosellero florecido, de repente me asaltó sin avisar, como si surgiera de una distancia no de años sino de siglos, el recuerdo de aquella mañana en la Casa Vieja cuando mi hermano trajo al cuarto de jugar el jardín de juguete. Es difícil encontrar palabras suficientemente expresivas para la sensación que me invadió; la "tremenda dicha" del Edén de Milton [...] se acerca un poco a ella. Por supuesto, fue una sensación de deseo; pero deseo ¿de qué?; evidentemente, no de una caja de galletas llena de musgo, ni siquiera de mi propio pasado (aunque aquello entrara en él) [...]; y antes de que supiera qué deseaba, el deseo se había ido, toda la visión se había retirado, el mundo volvió a ser vulgar, o agitado solamente por una nostalgia de la nostalgia que acababa de cesar. Había durado un instante y en cierto sentido todo lo demás que me había ocurrido era insignificante comparado con aquello» (1989, 24). 23

Esta experiencia de deseo es de hecho la alegría que cautivó a Lewis. En una ocasión tuve una experiencia que fue, al parecer, del mismo género, por decirlo así. Iba caminando junto a la orilla de un río en un magnífico día de otoño, claro y fresco. Estaba admirando el reflejo del sol sobre las hojas otoñales y el agua azul. De repente surgió dentro de mí un sentimiento de gran bienestar y un intenso deseo de «un no sé qué», de «Todo», de unión, que me hizo sentir muy feliz. Recordé otras ocasiones en que había sentido tal alegría y tal deseo, y comprendí por qué el otoño es mi estación preferida - porque lo asocio en mi memoria con tales experiencias-. Aquella sensación se desvaneció tan rápidamente como vino. En aquel momento me sentí feliz, no abatido por el hecho de no tener ya esa experiencia. Me gustaría volver a tenerla, pero no me siento desolado sin ella. Aquella semana conté mi vivencia en una clase, y muchos de los alumnos reconocieron que habían tenido experiencias similares. Me pregunto si son experiencias de nuestra creación. Dios, como dice Moore, es el único que puede tocar directamente el núcleo de nuestra deseabilidad. El deseo de Dios nos hace deseables, hace que seamos la niña de sus ojos. De hecho, sería extraño que nunca experimentáramos esa realidad central. En la experiencia que tuve, junto al deseo de «un no sé qué», de «Todo», había una sensación de bienestar personal. Me sentía bien conmigo mismo - en la medida en que pensaba en mí mismo-. Así, no parece extraño pensar en esa experiencia como una experiencia de mi creación. Tampoco es extraño que ta les experiencias sean intermitentes y fugaces. Tendemos a prestar más atención a lo que sucede en la superficie de nuestro ser que a lo que tiene lugar en lo profundo de nosotros mismos. Más aún, hemos aprendido a no dar mucha importancia a las experiencias que pueden hacer que nos sintamos altivos u orgullosos. Moore identifica el pecado original con aquellos elementos de nuestra cultura y de nuestras familias que nos presionan para negar que somos dignos de ser amados, para reprimir el recuerdo de lo que es la alegría para Lewis, el recuerdo de la experiencia de ser deseados hasta el punto de ser creados y desear «un no sé qué». Es posible que la alegría no solo nos cautive, sino que también nos haga sentir temor o terror. La ambivalencia está siempre presente en nuestras relaciones más íntimas y, por tanto, es de esperar que esté presente en la más íntima de todas: nuestra relación con Dios. Así, por muchas razones, estas experiencias de nuestra creación parecerán efímeras. Sin embargo, ¿no nos dejan recordando que nuestros corazones ardían, como ardieron los de los dos discípulos que se encontraron con el Señor resucitado cuando iban de camino a Emaús? Si tomamos en serio tales experiencias, comprenderemos por qué Agustín pudo decir: «Nos has hecho para ti y nuestro corazón anda siempre desasosegado hasta que descanse en ti» (Confesiones 1, 1). Moore indica que el toque creador de Dios suscita mi deseabilidad, la cual, a su vez, provoca mi deseo de «un no sé qué». Como Agustín, C.S.Lewis trató de satisfacer ese deseo de diferentes maneras, pero ninguna de ellas resultó ser «un no sé qué». Al final, descubrieron que la alegría era el deseo del Misterio que llamamos Dios. El Santo del teólogo Rudolph Otto, el Uno fascinante y terrible, es el 24

Uno amable que constituye el objeto más profundo de todos nuestros deseos. Creo que semejante experiencia de nuestra creación es el primer principio y fundamento afectivo sobre el cual debe cimentarse todo desarrollo de una relación personal con Dios. Hay un relato maravilloso en el libro del Éxodo que puede servirnos también como ayuda para superar nuestros miedos. Moisés y el pueblo de Israel se encuentran en el desierto: «Moisés dijo al Señor: "Mira, tú me has dicho que guíe a este pueblo, pero no me has comunicado a quién me das como auxiliar, y, sin embargo, dices que me tratas personalmente y que gozo de tu favor; pues, si gozo de tu favor, enséñame el camino, y así sabré que gozo de tu favor; además, ten en cuenta que esta nación es tu pueblo". Respondió el Señor: "Yo en persona iré caminando para llevarte al descanso". Replicó Moisés: "Si no vienes en persona, no nos hagas salir de aquí. Pues, ¿en qué se conocerá que yo y mi pueblo gozamos de tu favor sino en el hecho de que vas con nosotros? Esto nos distinguirá a mí y a mi pueblo de los demás pueblos de la tierra". El Señor le respondió: "También esa petición te la concedo, porque gozas de mi favor y te trato personalmente". Entonces él pidió: "Enséñame tu Gloria". Le respondió: "Yo haré pasar ante ti toda mi riqueza y pronunciaré ante ti el nombre: Señor, porque yo me compadezco de quien quiero y favorezco a quien quiero; pero mi rostro no lo puedes ver, porque nadie puede verlo y quedar con vida". Y añadió: "Ahí, junto a la roca, tienes un sitio donde ponerte; cuando pase mi Gloria te meteré en una hendi dura de la roca y te cubriré con mi palma hasta que haya pasado, y cuando retire la mano podrás ver mi espalda, pero mi rostro no lo verás"». -Éxodo 33,12-23 En primer lugar, notemos que Moisés da a conocer a Dios lo que él quiere. Acepta lo que él le dice: «Si gozo de tu favor, enséñame el camino». La primera razón que Moisés aduce para obtener lo que él quiere es personal: «Dices que me tratas personalmente y que gozo de tu favor». La segunda es también interesante: «Además, ten en cuenta que esta nación es tu pueblo». En otras palabras: «Enséñame el camino también en consideración al pueblo que me pides que guíe». Cada uno de nosotros puede emplear los mismos argumentos para persuadir a Dios de que nos conceda la gracia de autorevelarse a nosotros. Dios nos ha creado a cada uno porque nos ha deseado; por eso, podemos recordárselo, usando incluso las palabras de Moisés. Es más, cada uno de nosotros es responsable de los demás, y vive en relación con ellos, que son igualmente hijos de Dios, pueblo de Dios. Podemos usar también el segundo argumento de Moisés: «Si tengo menos miedo de ti, y te amo más, seré mejor madre, padre, amigo, colaborador, feligrés, miembro de comunidad, etcétera». Notemos la ternura de la solicitud de Dios. Dios sabe que somos limitados en nuestra 25

capacidad para tolerar la cercanía: «Nadie puede verme y quedar con vida». Esto me recuerda la conmovedora frase que Ignacio de Loyola escribe en los Ejercicios Espirituales: «Ponderando con mucho afecto cuánto ha hecho Dios nuestro Señor por mí y cuánto me ha dado de lo que tiene, y consequenter el mismo Señor desea dárseme en cuanto puede, según su ordenación divina» (EE 234). Las palabras en cursiva son las que me parecen especialmente conmovedoras, como si Dios quisiera darnos más de sí mismo pero no pudiera debido a nuestras limitaciones. Así, Dios dice a Moisés: «Te cubriré con mi palma hasta que haya pasado». Dios protegerá a un amigo de todos los peligros que puedan sobrevenirle. ¡Qué conmovedor resulta que Dios diga y haga esto! Por último, observamos que Dios se auto-revela como el Misericordioso. Queremos experimentar que él nos muestra su gracia: «El Señor, el Señor, el Dios compasivo y clemente, paciente, rico en bondad y lealtad» (Éxodo 34,6). Podría parecer que Dios sabe que somos recelosos y adapta su presencia a nuestra capacidad y deseo de tolerarla. Si, como el zorro, pedimos a Dios que esté presente pero a una distancia prudente, de modo que nos acostumbremos poco a poco a su presencia, Dios, según parece, satisfará nuestros deseos. Tenemos la sensación de que Dios hará todo lo necesario para demostrarnos que él es realmente «Abbá», padre querido, madre querida, para nosotros. Dios quiere que lo creamos y que aceptemos la cercanía. Ni siquiera el asesinato de Jesús pudo cambiar la mente y el corazón de Dios. Necesitamos tener la experiencia de que este Dios nos envuelve en la relación con tanta fuerza que dejaremos que venza nuestros miedos.

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UNA de las imágenes más entrañables de intimidad entre los seres humanos y Dios se encuentra en el libro del Génesis, inmediatamente después del desastre del pecado. Leemos: «Oyeron al Señor Dios que se paseaba por el jardín tomando el fresco» (Génesis 3,8). Tenemos la impresión de que este paseo por el jardín era un acontecimiento frecuente según el escritor del relato. Se nos invita a imaginar a Dios caminando con el hombre y la mujer, disfrutando de las maravillas de la creación, de la misma manera en que tres viejos y buenos amigos pueden dar un paseo por un hermoso jardín. Pero esta tarde ha entrado en escena un nuevo elemento; ellos han comido el fruto prohibido: «El hombre y su mujer se escondieron entre los árboles del jardín, para que el Señor Dios no los viera. Pero el Señor Dios llamó al hombre: "¿Dónde estás?". Él contestó: "Te oí en el jardín, me entró miedo porque estaba desnudo, y me escondí"» (Génesis 3,8-10). Se ha roto la intimidad. La ruptura está simbolizada en la expe riencia nueva del miedo que el hombre siente ahora por estar desnudo ante Dios: «Me escondí». Mientras que antes no se le ocultaba nada a Dios, ni siquiera las partes más íntimas del cuerpo, ahora el hombre y la mujer tratan de esconderse de Dios. En Drawn to the Divine [Atraídos por Dios], William Reiser titula su primer capítulo «Adán se esconde» y observa que todos nos escondemos, «y nos alejamos corriendo de la intimidad con Dios como hizo Adán» (1987, 34). La transparencia entre los seres humanos y Dios, que antes parecía presente sin ningún esfuerzo, se hace dolorosa y muy difícil. En el primer capítulo hemos presentado algunas formas de superar esta ambivalencia. En este capítulo quiero fijarme con más detenimiento en la cuestión de la transparencia en todo lo que afecta a nuestra relación con Dios. Seguimos aún girando en torno a la cuestión de la intimidad con Dios. Los capítulos 4-11 del libro del Génesis presentan, después del relato de la caída, un mundo en el que los humanos se alejan cada vez más de Dios y, finalmente, también los unos de los otros. El distanciamiento humano está simbolizado en el capítulo 11 con la confusión de lenguas introducida en Babel. Los relatos de Abrahán que empiezan en el capítulo 12 pueden ser vistos como un nuevo comienzo. Quiero usar algunas de las escenas de Abrahán para ilustrar lo que podría ser una intimidad creciente con Dios desde el punto de vista del ser humano. En las páginas siguientes usaré el texto bíblico como una oportunidad para reflexionar sobre nuestra relación con Dios. En esta lectura descubriremos en el texto sen tidos que no estaban en la intención de los autores de los relatos originales ni en la del autor o autores finales. Espero que no hagamos violencia al texto, sino que lo leamos en un clima de oración y respeto como alimento para nuestra vida de oración. 28

El relato comienza con las palabras de Dios a Abrán: «Sal de tu tierra nativa y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré. Haré de ti un gran pueblo, te bendeciré, haré famoso tu nombre, y servirá de bendición. Bendeciré a los que te bendigan, maldeciré a los que te maldigan. Con tu nombre se bendecirán todas las familias del mundo» (Génesis 12,1-3). La respuesta de Abrán consiste en ir a una tierra desconocida. En los tres capítulos siguientes, Dios repite la promesa de bendición dirigida a Abrán. Tenemos que esperar hasta el capítulo 15 para escuchar la respuesta verbal de Abrán a la promesa de Dios. Él quiere saber cómo se cumplirá la promesa de Dios porque Saray, su esposa, no le ha dado hijos. Dios le promete que Saray le dará un hijo. Abrán pide un signo y Dios se lo concede. Detengámonos un momento y reflexionemos. Tal como el texto ha llegado hasta nosotros, la primera respuesta de Abrán a Dios es la obediencia y la confianza ciegas e incondicionales. Solo después, cuando él y Saray siguen sin tener hijos, se hace la pregunta: ¿cómo se realizarán las promesas? Abrán no rechaza la cuestión. Se la plantea a Dios y Dios responde. Abrán duda todavía y pide un signo, y Dios vuelve a responder. Aquí vemos un aspecto esencial del crecimiento en la intimidad con Dios, a saber: la disposición a comunicar a Dios lo que la relación supone para nosotros. Si no comprendemos o no nos gusta el modo en que Dios actúa con nosotros, hemos de estar dispuestos a tratar de abrirnos a Dios si queremos una relación más íntima. Solo cuando Abrán revela sus dudas y preguntas a Dios, descubre hasta qué punto el Señor quiere en serio su fe y su confianza. En este sentido, podría ser bueno que recordáramos lo que sucede en cualquier relación personal cuando no manifestamos al otro lo que sus palabras o acciones nos están haciendo. Supongamos que me dices que me amas, pero me resulta difícil creerlo porque no tomas ninguna iniciativa en la relación y dejas que todo el peso recaiga sobre mí. Si no te digo lo que siento, entonces nuestra relación corre el peligro de convertirse en un trato cortés, formal y distante. Abrán no tomó este camino. En el capítulo 17 entran en escena algunos elementos nuevos en esta relación que se está desarrollando. Abrán tiene a la sazón 99 años y Saray 89. Dios dice: «Yo soy Dios Todopoderoso» y Abrán cae rostro en tierra, presumiblemente en un gesto de adoración. Entonces Dios renueva las promesas y cambia el nombre de Abran, que pasa a llamarse Abrahán, «porque te hago padre de una multitud de pueblos». Dios promete ser el Dios de este gran pueblo cuyo padre será Abrahán. Más adelante, Dios dice: «Saray, tu mujer, ya no se llamará Saray, sino Sara. La bendeciré y te dará un hijo y lo bendeciré» (Génesis 17,1.5.15-16). En algunas lenguas - en francés y alemán, por ejemplo-, el desarrollo de la intimidad se señala con el paso de un tratamiento formal al uso de los nombres propios y las formas íntimas del pronombre de segunda persona. Es posible que haya que entender de este modo este proceso de cambio de nombre. 29

Otra indicación del cambio en la cualidad de la relación ocurre inmediatamente después de la promesa de Dios relativa a Sara. «Abrahán cayó rostro en tierra y se dijo sonriendo: "¿Un centenario va a tener un hijo, y Sara va a dar a luz a los noventa?". Y Abrahán dijo a Dios: "Me contento con que guardes vivo a Ismael"». En medio de su oración (su conversación con Dios), Abrahán suelta una carcajada al escuchar lo que Dios le promete y después adopta un tono práctico, diciendo fundamentalmente: «Si voy a ser el padre de muchas naciones, solo puede suceder a través de Ismael. Por eso quiero que lo bendigas». ¿Cómo responde Dios? Dios no se enfurece ni se muestra decepcionado, según parece, sino que su respuesta va al grano: «Es Sara quien te va a dar un hijo, a quien llamarás Isaac; con él estableceré mi pacto y con sus descendientes, un pacto perpetuo». Pero estas palabras no constituyen el final de la respuesta, porque Dios añade: «En cuanto a Ismael, escucho tu petición: lo bendeciré, lo haré fecundo, lo haré multiplicarse sin medida... Pero mi pacto lo establezco con Isaac, el hijo que te dará Sara el año que viene por estas fechas» (Génesis 17,17-18.19.20-21). Parece que Abrahán se va haciendo más atrevido en sus conversaciones con el Señor. Ahora puede sonreír al escuchar lo que dice Dios e incluso hacer bromas, y puede, en efecto, decir a Dios que sea práctico. Y Dios responde de la misma manera. Casi podríamos oír una sonrisa en estas palabras: «En cuanto a Ismael, escucho tu petición». Una escena similar se repite en el capítulo 18, cuando el Señor se aparece de nuevo a Abrahán. (Este capítulo reúne varias tradiciones, como pone de manifiesto la incertidumbre en la denominación de Aquel que se aparece - el Señor, tres hombres, etcétera-. Abordaremos de nuevo este pasaje cuando hablemos sobre el modo en que las personas tenemos experiencia de Dios). Abrahán invita a sus huéspedes a una comida con la hospitalidad característica de Oriente Medio. Durante esta comida en torno al fuego de campamento, Dios pregunta por Sara y promete después que Sara dará a luz un hijo en la próxima primavera. Sara está escuchando a la entrada de la tienda y se ríe para sus adentros, diciendo: «Cuando ya estoy seca, ¿voy a tener placer, con un marido tan viejo?». El Señor pregunta a Abrahán por qué se ha reído Sara. Luego repite la promesa y Sara niega que se haya reído porque tiene miedo. Pero Dios se limita a decir: «No lo niegues, te has reído» (Génesis 18,12.13.15). Uno tiene la impresión de que se trata de una conversación familiar entre amigos, y Dios pone fin fácilmente al miedo de Sara. Esta escena pasa a un segundo plano ante la siguiente, donde Dios habla a Abrahán sobre la determinación de destruir Sodoma y Gomorra: «¿Puedo ocultarle a Abrahán lo que voy a hacer? Abrahán llegará a ser un pueblo grande y numeroso; por él serán benditos todos los pueblos de la tierra» (Génesis 18,17-19). Podría parecer que también Dios se está volviendo más transparente con Abrahán a medida que este se abre más a él. Abrahán se acerca, empieza a regatear e incluso le recuerda a Dios quién es Dios: «¿De modo que vas a destruir al inocente con el culpable? Supongamos que hay en la ciudad cincuenta inocentes, ¿los destruirías en vez de perdonar al lugar en atención a los 30

cincuenta inocentes que hay en él? ¡Lejos de ti hacer tal cosa! Matar al inocente con el culpable, confundiendo al inocente con el culpable. ¡Lejos de ti! El juez de todo el mundo, ¿no hará justicia?» (Génesis 18,23-25). Si eres capaz de imaginarte que estas hablando con el Señor del universo de esta manera, es probable que sientas de antemano estremecimiento ante la cólera de Dios. No obstante, todos sabemos lo que sucede. En vez de enfurecerse, Dios acepta la propuesta de Abrahán y después empieza el regateo. Finalmente, Dios acepta no destruir Sodoma si hay diez justos en la ciudad, y Dios y Abrahán se separan. Podríamos sentir la tentación de decir que tal intimidad estaba bien para Abrahán, pero no para gente como nosotros. No obstante, hemos de recordar que estos relatos bíblicos se cuentan para revelar cómo es Dios. Parece que a Dios le agrada la apertura y la transparencia desarrolladas por Abrahán y Sara. Semejante transparencia pone de manifiesto una confianza creciente en Dios, de modo que, al final del ciclo de relatos, Abrahán puede decir lo que se le ocurra y sabe que es escuchado. Si a Dios le agradó la confianza creciente de Abrahán, tal vez se sienta igualmente complacido con nuestros torpes esfuerzos. Merece la pena intentarlo, como un paso más para superar nuestro miedo de acercarnos a Dios, o, para expresarlo positivamente, como otro paso hacia la satisfacción de nuestro deseo de una relación más estrecha con Dios.

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EN el capítulo 3 hemos reflexionado sobre la intimidad creciente entre Abrahán y Dios. En él nos hemos concentrado en lo que parecía ser el desarrollo de la disposición y la capacidad de Abrahán de abrirse cada vez más a Dios. Hemos observado que Abrahán parecía cada vez más dispuesto a adoptar una actitud de transparencia ante Dios. Pero también hemos tomado conciencia de que Dios tomó la iniciativa en la relación y se reveló a Abrahán con una apertura cada vez mayor. El proceso culminó en la revelación divina de la intención de destruir Sodoma y Gomorra. Esta revelación llevó a Abrahán a hacer frente directamente a Dios y a regatear. Es posible que algunos de nosotros nos hayamos preguntado acerca de esas revelaciones de Dios y especialmente acerca de si Dios se revela a nosotros y cómo lo hace. La Biblia transmite muchas palabras de Dios dirigidas a individuos y grupos. Dios habla a Adán y Eva en el jardín antes y después de la caída. Dios habla a Caín después del asesinato de Abel, a Noé para advertirle del diluvio inminente, a Noé y sus hijos después del diluvio, y muchas veces a Abrahán y Sara. Dios habla a Moisés, a Aarón y Miriam; a los profetas, a David y Salomón, y a otros muchos. En el Nuevo Testamento, Dios habla a través del arcángel Gabriel a María y Zacarías, a José en sueños y, directamente, a Jesús. Y, después de morir, Jesús habla a María, a Pedro, a todos los discípulos, y a Pablo después de la ascensión. Las preguntas que hemos de hacernos si queremos hablar sobre nuestra intimidad con Dios, con Jesús, y con el Espíritu son estas: ¿se comunica Dios directamente con nosotros?; y, si la respuesta es positiva, ¿cómo lo hace? Volvamos a la imagen entrañable de Génesis 3: Dios que camina con el hombre y la mujer en el jardín tomando el fresco. ¿Cómo hemos de entender esta imagen? Después de todo, Dios no tiene cuerpo. Obviamente, por tanto, Dios no caminaba en el jardín del mismo modo en que nosotros caminamos. Adán y Eva podían darse la mano y mirarse, pero su conciencia de la presencia de Dios tenía que ser diferente. Por muy privilegiada que pudiera ser su intimidad con Dios, esa intimidad tenía que estar mediada de algún modo a través de sus sentidos, su imaginación, sus sentimientos y sus pensamientos. En otras palabras, su experiencia de Dios, como la nuestra, es también «experiencia de una realidad diferente al mismo tiempo» (1968, 150), como afirma John E. Smith en Experience and God [Experiencia y Dios]. Es importante que captemos esta idea para tener, consciente o inconscientemente, la experiencia de los héroes bíblicos y de santos distintos de nosotros y, por tanto, fuera de nuestro alcance y comprensión. Recordemos la revelación descrita por Isaías, que tanto le aterrorizó. Tiene una visión del Señor y de la corte celestial. Cuando grita atemorizado, uno de los serafines 33

vuela hacia él y con un ascua ardiente toca sus labios y le dice que le han perdonado su pecado. Después oye la voz del Señor: «¿A quién mandaré? ¿Quién irá de nuestra parte?», a lo que Isaías responde: «Aquí estoy, mándame» (Isaías 6,8). Es innegable que Isaías tuvo una experiencia sobrecogedora de Dios. Pero al tratar de describir su experiencia, usa imágenes con las que tanto él como sus lectores están familiarizados: el trono, el serafín, el humo, etcétera. Podemos pensar que en la experiencia propiamente dicha esas mismas imágenes actuaron en Isaías. Esto es, podemos decir que Dios usó la imaginación de Isaías (que estaba condicionada por todo lo que él había visto, oído, leído y sentido en su vida) para comunicar a Isaías su vocación. Los seres humanos pueden tener experiencia de Dios únicamente a través de su conciencia humana. No existe otro camino posible. Dios, que es quien nos crea - y nos crea continuamente-, puede tocarnos y nos toca en el corazón de nuestro ser. Como afirma Sebastian Moore, el deseo que Dios tiene de mí me da el ser y me hacer ser deseable, y ese contacto creador es experimentado de vez en cuando. Nos sentimos «cautivados por la alegría», según las palabras C.S.Lewis. Pero al experimentar ese contacto, podemos experimentar también algo diferente al mismo tiempo, como, por ejemplo, un cálido contacto humano, la luz del sol sobre las hojas, un recuerdo, una imagen, un pensamiento espontáneo. Así, tenemos también experiencias análogas a la de Isaías cuando el pavor de la presencia de Dios nos llena de anhelo y temor al mismo tiempo: tal vez en una iglesia, cuando la arquitectura, el silencio y el incienso nos hicieron sentir en presencia del Misterio Santo. Frederick Buechner recuerda en su autobiografía, The Sacred Journey [El viaje sagrado], un episodio que fue para él un toque revelador de Dios. Su madre los había llevado a él y a su hermano a vivir a las Bermudas después del trágico suicidio de su padre. Hacia el final de su estancia de dos años estaba sentado al anochecer con una niña de 13 años cuando sus rodillas desnudas se tocaron por un momento: «y en ese momento», dice, «me sentí lleno de una angustia y un pánico dulces al anhelar aquello que no conocía en modo alguno, pero sabía que mi vida no estaría completa hasta que lo encontrara». Él no puede negar que los sentimientos pueden ser explicados psicológicamente, pero afirma: «No elegí negar la sensación irresistible de un dador invisible y una serie de dones ocultos que no eran solo otra parte de su realidad, sino la parte más profunda de todo» (1982, 51-56). En el capítulo 2 hemos analizado experiencias como esta. La cuestión aquí es que también nosotros podemos haber tenido experiencias semejantes a la descrita por Isaías, aunque menos sobrecogedoras en sus imágenes y en su alcance. Dios nos ha dado a conocer el misterio de la creación en nuestra experiencia humana. Podemos expresar esta misma idea fijándonos en los relatos de Abrahán y Sara. Recordamos de nuevo que son relatos narrados varios siglos después de que tuvieran lugar los acontecimientos narrados. No podemos estar seguros de lo que experimentaron históricamente Abrahán y Sara, pero podemos usar los relatos para vislumbrar de alguna 34

manera el misterio del modo en el que Dios actúa con nosotros. Así, si Abrahán «oye» que Dios le dice que deje su hogar para ir a un país desconocido, tiene que ser a través de una voz imaginada, una voz interior. Esa voz interior estaría condicionada por todo lo que Abrahán había oído en su vida. Al tratarse de una voz religiosa, estaría condicionada por todos los relatos sobre Dios que él había oído. Algunas personas oyen esa voz interior con palabras y frases concretas. Otras, sin embargo, describirían lo que les sucede más como un sentimiento hacia lo que se comunica: «Sentía que Dios se complacía en mí, y me decía que me amaba», o: «Sentía que Dios me preguntaba si estaría dispuesto a predicar su palabra como hizo Isaías». Volvamos ahora al capítulo 18 del Génesis: «El Señor se apareció a Abrahán junto al encinar de Mambré, mientras él estaba sentado a la puerta de la tienda porque apretaba el calor. Alzó la vista y vio a tres hombres de pie frente a él» (Génesis 18,1-2). El modelo del relato es conocido. Aparece un desconocido, o unos desconocidos; el anfitrión, sorprendido, los recibe amable y hospitalariamente, y resulta que los desconocidos son el mismo Dios o enviados de Dios. Aun cuando no pretendo sugerir que tal explicación natural agote el significado del relato, os invito a los lectores a reflexionar acerca de si os ha suce dido algo semejante. Después de un encuentro casual con un desconocido, ¿os habéis sentido intensamente conmovidos, entusiasmados y vivos, conscientes de alguna manera de haberos encontrado con el Señor? Semejante acontecimiento podría cambiar una vida para siempre. A mí me sucedió algo parecido a esto. Estaba a punto de acabar mi segundo año en la universidad. La idea de entrar en la Compañía me había acompañado desde el primer año, pero había decidido posponerla, al menos hasta haber concluido los estudios universitarios. De hecho, recuerdo que en una conferencia pronunciada por un famoso laico pensé que podía hacer tanto bien a los demás siendo laico como entrando en la Compañía. Estaba preparando los exámenes finales con un amigo, y al final de la tarde, me dijo - para mi completa sorpresa - que había solicitado el ingreso en la Compañía aquel verano. En el camino de regreso a mi casa pensé: «Si él puede hacerlo, ¿por qué yo no?». Dos días después inicié el proceso de solicitud. Los dos entramos en el noviciado de los jesuitas el mismo día, dos meses después. Naturalmente, hubo muchas influencias, pero, como en el caso de Buechner, elegí ver también el dedo de Dios en aquella experiencia. Y ello ha afectado a mi vida profundamente. La autobiografía de Buechner proporciona otro ejemplo. Poco tiempo después de que su primera novela fuera publicada, un pastor a quien él apenas conocía lo invitó a comer. Tenían poco en común y, mientras conversaban, Buechner empezó a preguntarse qué sentido tenía todo aquello. Pero después la conversación se animó y el pastor habló sobre el don de Buechner: «Él me preguntó si me había planteado alguna vez la posibilidad de poner mi don de palabra al servicio de Dios, de la Iglesia y de Cristo. Ya no recuerdo cómo lo 35

dijo exactamente, y no le dio mucha importancia, sino que pasó a otras cuestiones, de modo que en este momento no sé si aquel fue el motivo por el que me invitó a comer o no... Y todo acabó allí, excepto por el hecho de que, de todos los acontecimientos que tuvieron lugar durante aquellos cinco años de docencia en Lawrenceville, es uno de los pocos que recuerdo claramente, como una vieja fotografía preservada por casualidad entre las páginas de un libro» (1982, 101). Buechner, que no tenía intención de emprender semejante carrera, es ahora un ministro presbiteriano cuyos sermones y libros han influido en muchas vidas. Quizás también nosotros hayamos tenido un encuentro con una persona desconocida y, como los dos discípulos que se encontraron con el desconocido en el camino hacia Emaús, hayamos sentido cómo «ardía nuestro corazón» al hablar con ella (cf. Lucas 24,32). Si es así, entonces hemos experimentado la manera en que Dios se comunica con nosotros a través de las personas con quienes nos encontramos y a través de los acontecimientos de nuestra vida. Hay un maravilloso relato que narra cómo el profeta Elías tuvo experiencia de Dios en la naturaleza. Elías había llegado al Monte Horeb y se había refugiado en una cueva. El Señor le dice: «El Señor le dijo: "Sal y ponte de pie en el monte ante el Señor. ¡El Señor va a pasar!". Vino un huracán tan violento, que descuajaba los montes y resquebrajaba las rocas delante del Señor; pero el Señor no estaba en el viento. Después del viento vino un terremoto; pero el Señor no estaba en el terremoto. Después del terremoto vino un fuego; pero el Señor no estaba en el fuego. Después del fuego se oyó una brisa tenue; al sentirla, Elías se tapó el rostro con el manto, salió afuera y se puso en pie a la entrada de la cueva"». -1 Reyes 19,11-13 Con mucha frecuencia, las personas sienten que Dios les habla directamente en las maravillas de la naturaleza. Una puesta de sol puede suscitar en mí no solo sentimientos de deleite, sino también de temor reverencial, y puedo alabar espontáneamente a Dios porque siento su presencia. El poder de una tormenta puede suscitar un sentido del poder de Dios. El juego de luces y sombras en un bosque puede producirnos una sensación de la presencia misteriosa de Dios. Y al igual que le sucedió a Elías, una suave brisa sobre nuestro rostro puede llenarnos de un sentimiento cálido, de la sensación de haber sido acariciados por el Todopoderoso, que es amable como una madre con su hijo pequeño o un amado con su amada. Permíteme que concluya este capítulo con otra cita de Frederick Buechner: «Me pareció entonces, y me sigue pareciendo ahora, que si Dios nos habla en este mundo, si 36

Dios habla en alguna parte, es en nuestra vida personal» (1982, 1). Lo que necesitamos es desarrollar una actitud contemplativa que aprenda a observar cuándo habla Dios en nuestra vida personal.

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TODA vida es sufrimiento. Esta idea es la primera de las Cuatro Nobles Verdades de Buda. M.Scott Peck empieza su influyente superventas The Road Less Traveled [Un camino sin huellas] con una paráfrasis de esta verdad: «La vida es difícil» (1978, 1). Seamos optimistas o pesimistas en nuestras actitudes hacia la vida, todos nosotros conocemos días en los que la vida es realmente penosa, en los que quizá sentimos que ya no podemos más. Tal vez nos hemos quedado inesperadamente sin trabajo o nos han comunicado que tenemos cáncer o sida; quizá hemos perdido a un ser querido o estamos preparándonos para afrontar semejante pérdida; es posible que nos sintamos deprimidos y solos y nos preguntemos qué nos deparará la vida; o aplastados por un ciclo de pobreza en el que no vemos una salida para nosotros o nuestros hijos; tal vez nos sintamos casi desesperados al ver cómo la ne cia codicia de propietarios ausentes o corporaciones sin rostro aplasta a los pobres a quienes queremos servir. La vida es difícil y ciertamente nos hace sufrir mucho a todos. En este capítulo indicaré algunas formas de presentar nuestro dolor y nuestras necesidades ante Dios, y de escuchar la respuesta de Dios. El lector podría objetar de inmediato que no tiene sentido contar a Dios nuestras preocupaciones porque él ya las conoce. Lo único que tiene sentido es pedir ayuda a Dios; para eso están las oraciones de petición. Pero si la oración es una relación personal, la cuestión no es informar a Dios sino compartir con él. Yo sé que mi amigo íntimo está angustiado debido a la muerte repentina de su padre, pero quiero que me hable acerca de sus sentimientos y reacciones porque él es mi amigo. Él sabe que yo sé lo desolado que se siente, pero aun así quiere hablarme sobre sus sentimientos porque es mi amigo. Entre los amigos y las personas que se aman, lo importante no es la información sino la comunicación y la transparencia. Esta misma verdad se aplica a nuestra relación con Dios. En el Primer libro de Samuel se nos narra la aflicción de Ana, una de las dos esposas de Elcaná. Feniná, la otra esposa, tenía hijos, pero Ana no los tenía y Feniná la insultaba con frecuencia porque era estéril. A pesar de que Elcaná amaba profundamente a Ana, ella se sentía desgraciada cada vez que subía al templo para ofrecer sacrificios al Señor. En una ocasión se puso en camino y subió al templo sola, «con el alma llena de amargura se puso a rezar al Señor, llorando desconsoladamente» (1 Samuel 1,10). En su angustia hizo un voto al Señor: si tenía un hijo, lo ofrecería al servicio del Señor. Elí, el sacerdote, estaba sentado junto a ella y observaba cómo movía los labios: «Y como Ana hablaba para sí, y no se oía su voz aunque movía los labios, Elí la creyó borracha y le dijo: "¿Hasta cuándo te va a durar la borrachera? ¡A ver si se te pasa el efecto del vino!". Ana respondió: "No es así, señor. Soy una mujer que 39

sufre. No he bebido vino ni licor, estaba desahogándome ante el Señor. No creas que esta sierva tuya es una descarada; si he estado hablando hasta ahora, ha sido de pura congoja y aflicción". Entonces Elí le dijo: "Vete en paz. Que el Dios de Israel te conceda lo que le has pedido". Ana respondió: "¡Que pueda favorecer siempre a esta sierva tuya!". Luego se fue por su camino, comió y no parecía la de antes». -1 Samuel 1,13-18 Observemos lo que sucede aquí. Ana desahoga su angustia y aflicción ante Dios. No se limita a hacer una petición y un voto; no se conforma con ello. Más bien parece que cuenta a Dios todas sus preocupaciones. Es probable que le hablara sobre la profesión de amor de Elcaná y quizá acerca del terrible dolor que sentía porque el amor de su marido no era suficiente para ella. O tal vez hablara a Dios de su miedo porque ese amor se marchitaría si ella no tenía un hijo. Ella quiere también tener un hijo. Es posible que hablara a Dios sobre los insultos de Feniná y su depresión, su resentimiento o el deseo de acabar con ella. Quiere ser escuchada por un Dios solícito. Naturalmente, quiere tener un hijo, pero quiere también algo más. De lo contrario se habría limitado a hacer su petición una y otra vez. Parece que Dios es alguien ante quien ella puede desahogar su alma angustiada. Cuando sale de la oración, solo tiene la oración de Elí como respuesta y, por tanto, no la garantía de un hijo, pero ya no está triste. Las personas sienten que sus problemas son menos graves cuando los presentan ante Dios. Su enfermedad no es curada, su ser querido no es devuelto a la vida. Pero ha sucedido algo que ha aliviado la carga que llevan. Si pides a estas personas que describan su experiencia, podrían decir sencillamente: «Le dije a Dios todo lo que sentía, y me pareció que escuchaba con atención y amor. Me sentí comprendido y, de alguna manera, me sentí mejor». Elí acusa a Ana de estar ebria y quiere sacarla del lugar donde se encuentra orando. Quizá las voces que hay en nosotros se interpongan también en la forma en que desahogamos nuestra alma ante Dios. Podemos pensar que merecemos nuestros sufrimientos por causa de nuestros pecados. Podemos decirnos a nosotros mismos que esos sufrimientos se nos han dado para hacernos más dependientes de Dios, o que otras personas sufren más que nosotros. Tal vez nos digamos a nosotros mismos que Dios es quien mejor sabe lo que hace. Estas voces tratan de disuadirnos de nuestra intención de dar a conocer a Dios cómo nos sentimos realmente. El libro de Job es instructivo a este respecto. Job lo ha perdido todo: las cosechas, los bienes, el ganado y, por último, sus hijos. Su cuerpo está cubierto de llagas. En presencia de sus tres amigos, Job maldice el día de su nacimiento en una intensa oración que termina con estas palabras: «Por alimento 40

tengo mis sollozos y mis gemidos desbordan como agua. Lo que más temía me sucede, lo que más me aterraba me acontece: vivo sin paz, sin calma, sin descanso, en puro sobresalto» (Job 3,24-26). En vez de consolarlo o animarlo, los amigos de Job citan la teología predominante sobre el bien y el mal, y sobre el sufrimiento, para que se convenza de que no tiene sentido exponer su angustia. Son como las voces interiores a las que acabamos de referirnos. Job y sus hijos tienen que ser culpables de pecado, porque los inocentes nunca sufren de este modo: «Dichoso el hombre a quien Dios corrige: no rechaces el escarmiento del Todopoderoso, porque él hiere y venda la herida, golpea y cura con su mano» (Job 5,17-18). Otro trata de disuadir a Job de hablar directamente con Dios asegurándole que pronto todo volverá a estar bien. Pero Job no halla consuelo en sus palabras, ni se siente disuadido de su deseo: «Pero yo quiero dirigirme al Todopoderoso, deseo discutir con Dios» (Job 13,3). «¿Por qué ocultas tu rostro y me tratas como a tu enemigo?» (Job 13,24). A pesar de todos los argumentos de sus amigos, Job no renunciará a su deseo de escuchar directamente la respuesta de Dios. En una ocasión estaba conversando yo con un célebre escritor espiritual que había expuesto que una persona a la que él dirigía espiritualmente estaba experimentando mucha sequedad y oscuridad en la oración, y que esto le causaba mucho dolor y disgusto. Dijo que le había explicado que aquella experiencia era probablemente la noche oscura del alma. Yo repuse: «Pero eso no significa que a la persona tenga que gustarle, que no pueda decirle a Dios que la distancia le resulta muy dolorosa». Creo que muchas de nuestras «explicaciones teológicas» del sufrimiento y la sequedad en la oración son como las explicaciones de los amigos de Job. Ellas no van realmente al centro de la cuestión - que es la de nuestra relación con Dios - e interrumpen el diálogo abierto con él. Dios no necesita ser defendido de los sentimientos, la angustia o las terribles cuestiones que podemos dirigirle a él y a la vida. Gerard Manley Hopkins, poeta jesuita inglés del siglo XIX, expresó tales sentimientos en este soneto:

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Traducción de Manuel Linares Megías en Gerard Manley HOPKINS, Antología bilingüe, Sevilla 1978, 209. De hecho, Job persiste en su deseo, y Dios le habla desde el torbellino. Los capítulos 38-41 contienen la respuesta de Dios. Dios no justifica lo que le ha sucedido a Job, sino que le dice una y otra vez que él es el Dios del misterio y de la creación, sin el cual nada existiría - ya sea para alegrarse o para sufrir. Se han escrito ríos de tinta sobre la respuesta de Dios a Job. Es evidente que esta suscita diferentes reacciones en los lectores, las cuales van desde la aceptación hasta el rechazo absoluto. Sin embargo, si nos atenemos al libro de Job, y especialmente a la relación entre Dios y Job, observamos dos cosas. A pesar de lo que parece un tono airado por parte de Dios, Job está al final sano y salvo. En segundo lugar, parece satisfecho: «Job respondió al Señor: "Reconozco que lo puedes todo y ningún plan es irrealizable para ti... Es cierto, hablé sin entender de maravillas que superan mi comprensión... Te conocía solo de oídas, ahora te han visto mis ojos; por eso me retracto y me arrepiento echándome polvo y ceniza» (Job 42,1-6). Es más, Dios dirige a los tres amigos de Job este reproche: «Estoy irritado contra ti y tus dos compañeros porque no habéis hablado rectamente de mí, como lo ha hecho mi siervo Job... Y el Señor aceptó la oración de Job» (Job 42,7.9). En otras palabras, cualquiera que sea el modo en que reaccionemos desde fuera de la relación, parece que Job y Dios estaban satisfechos con su interacción. 42

Hacemos bien en recordar que ninguna relación humana es exactamente igual que otra. Un modelo de interacción que no solo es satisfactorio sino incluso gratificante para dos personas podría ser insatisfactorio para otras dos, aun cuando uno de los miembros de la segunda pareja pueda pertenecer también a la primera. Así, también cada uno de nosotros puede mantener una relación muy diferente con Dios: Job y Dios, por ejemplo, se sienten satisfechos de la relación que tienen, mientras que Ana y Dios se relacionan de una manera muy diferente. Cada uno debe buscar el modelo que sea bueno para Dios y para él. De hecho, la reacción de Dios ante el sufrimiento humano no ha sido siempre percibida tal como la presentó el autor de Job. Dios habla a Moisés desde la zarza ardiente: «He visto la opresión de mi pueblo en Egipto, he oído sus quejas contra los opresores, me he fijado en sus sufrimientos. Y he bajado a librarlos de los egipcios, a sacarlos de esta tierra para llevarlos a una tierra fértil y espaciosa, tierra que mana leche y miel» (Éxodo 3,7-8). A los israelitas desterrados les dice Dios por medio de Isaías: «Consolad, consolad a mi pueblo, dice vuestro Dios: hablad al corazón de Jerusalén, gritadle que se ha cumplido su servicio y está pagado su crimen, pues de la mano del Señor ha recibido doble castigo por sus pecados» (Isaías 40,1-2). Y Dios dice de nuevo: «Escuchadme, casa de Jacob, resto de la casa de Israel, con quien he cargado desde que nacisteis, a quien he llevado desde que salisteis de las entrañas: hasta vuestra vejez yo seré el mismo, hasta las canas yo os sostendré; yo lo he hecho, yo os seguiré llevando, yo os sostendré y os libraré» (Isaías 46,3-4). Nosotros creemos que Jesús es Dios hecho carne, es decir, el corazón humano de Dios. Veamos cómo reacciona: «Se le acercó un leproso y arrodillándose le suplicó: "Si quieres, puedes sanarme". Él se compadeció, extendió la mano, lo tocó y le dijo: "Lo quiero, queda sano"» (Marcos 1,40-41). Llora por Lázaro y sus hermanas, Marta y María, que sufren porque su hermano ha muerto (Juan 11,35). Y al percibir la amenaza de muerte que se abate sobre él mientras se acerca y divisa la ciudad, dice llorando por ella: «Si también tú reconocieras hoy lo que conduce a la paz» (Lucas 19,41-42). En los momentos en que compartimos el dolor, la indignación y el duelo, podemos sentir unas ganas inmensas de llorar, como si el universo gritara: «¡Esto no es lo que yo quería!». Tal vez estemos sintiendo la aflicción del mismo Dios por el dolor del mundo. Pero es posible que la expresión clara e intensa de nuestros sentimientos no ponga fin al asunto. El relato de Ana nos ha mostrado que ella no se contentó con el desahogo. Parece que siguió exponiendo su aflicción ante Dios. Jesús proporciona otro ejemplo, verdaderamente elocuente a este respecto. En Getsemaní «empezó a sentir tristeza y angustia. Entonces les dijo: "Siento una tristeza mortal; quedaos aquí velando". Se adelantó un poco, se postró en tierra y oraba que, si era posible, se alejara de él aquella hora. Decía: "Abbá, Padre, tú lo puedes todo, aparta de mí esta copa. Pero no se haga mi voluntad, sino la tuya"» (Marcos 14,33-36). En la hora de su agonía, Jesús dice a su Padre lo que siente y desea. Si entramos en esta escena con una actitud contemplativa, 43

nos sentimos casi sobrecogidos de miedo y dolor, porque el Hijo de Dios experimenta más oscuridad que la que él mismo desea, por decirlo así. En este momento de debilidad casi total, hace acopio de fuerza para decir: «No se haga mi voluntad, sino la tuya». Pero no fue suficiente. Dos veces más se retira y repite las mismas palabras. Y de algún modo recibe la fuerza necesaria para seguir adelante. Las palabras de Karl Rahner al final de su meditación sobre la agonía en Getsemaní, en su libro Meditaciones sobre los Ejercicios de san Ignacio, proporcionan un enfoque y una conclusión idóneos para este capítulo: «Poco necesitamos. No hemos de poder más que Jesús en Getsemaní, en la noche que precede a su muerte. Pero si esto logramos - lo podremos solo en su gracia, que nos mereció en el huerto-, entonces lo hemos podido todo. No cesemos nunca de pedirlo» (1971, 217).

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Y a la hora de nona gritó Jesús con voz potente: «"Eloí, Eloí, lamá sabactani", que significa "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?"» (Marcos 15,34). Este grito de Jesús desde la cruz hiela la sangre de los cristianos cada vez que escuchan con atención este pasaje. Si el Hijo de Dios pudo sentirse tan desesperadamente angustiado, ¿qué esperanza de consuelo tenemos nosotros en el momento de nuestra muerte? Algunos dirán: «Pero Jesús está solamente citando el Salmo 22 y este salmo termina con una alabanza a Dios. Por tanto, experimenta, en medio de su sufrimiento, la presencia consoladora de Dios». Este razonamiento no impide fácilmente que la sangre siga tan helada como en el momento en que le oímos decir con voz potente: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». El texto de Marcos presenta con crudeza la escena de la muerte; no nos ofrece de inmediato el consuelo que buscamos, la esperanza en que Jesús fue socorrido de inmediato por su Abbá. Pero la referencia al Salmo 22 nos invita a fijarnos en esa oración y puede abrirnos otro camino para crecer en la cercanía a Dios, que es el tema de este libro. En el capítulo anterior hemos expuesto que Ana desahogó su alma ante Dios en su situación de vejación y aflicción. Es posible que se sintiera fortalecida por su fe y esperanza en Dios, pero seguía muy preocupada. Así también, aun cuando Jesús grite con voz potente el Salmo 22, de hecho está expresando su angustia. La agonía del salmista es real: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?, te queda lejos mi clamor, el rugido de mis palabras» (22,1). No solo se encuentra en una situación angustiosa, sino que esta es más dolorosa aún por la ausencia aparente de Dios, por el silencio de Dios. Hay veces en nuestra vida en que la oración parece chocar con un muro impenetrable. Pedimos a gritos una palabra de consuelo, alguna palabra amable, y no sucede nada. No solo nuestros problemas nos hacen sufrir, sino que la desesperación acecha a nuestra puerta, porque el universo no parece un lugar acogedor, sino un espacio frío, vasto e inhóspito. Parece que el salmista expresa esta experiencia, y es posible que Jesús tuviera también estos sentimientos en el momento de la crucifixión. Pero el salmista no deja de orar, sino que sigue desahogando su corazón: «Dios mío, te llamo de día y no respondes, de noche, y no me doy tregua» (Salmo 22,2). En ese momento recuerda las gracias que Dios le concedió en el pasado:

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-Salmo 22,3-5 El salmista hace memoria de la historia de la salvación de su pueblo y esto le da fuerza para seguir orando. También nosotros podemos rememorar nuestra propia historia de salvación, recordando a Dios lo que Jesús nos prometió y lo que él ha hecho por nosotros personalmente. San Ignacio recomienda a las personas que se encuentran en estado de desolación que recuerden las consolaciones anteriores que hayan tenido y que confíen en que Dios volverá a ser de nuevo una presencia consoladora. El salmista detalla también lo que le está sucediendo, aunque Dios parezca ausente:

-Salmo 22,6-8 También nosotros podemos decir todo lo que nos preocupa, y con todo detalle. Aun cuando parezca que Dios no nos escucha, ponemos nuestra confianza en él y desahogamos nuestro corazón. Una vez más, el salmista recuerda a Dios - y rememora él mismo - la relación que mantuvieron en el pasado:

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-Salmo 22,9-11 Es como si el salmista expresara detalladamente un pensamiento y esperara después una respuesta. Mientras guarda silencio, le sobreviene otro pensamiento, lo expresa detalladamente y vuelve a esperar. Es posible que esta progresión de pensamientos sea una respuesta de Dios o sea suscitada por esa presencia silenciosa. A veces, las personas que oran de este modo dirán que, aun cuando reinaba el silencio, parecía que Dios estaba escuchando atentamente. Acto seguido, el salmista describe de un modo aún más profundo su miseria:

-Salmo 22,12-18 Tal vez el silencio de Dios nos conceda el espacio que necesitamos para explicitar todo nuestro dolor y sufrimiento. Muchas veces nos sucede que no podemos decir todo lo que hay en nuestros corazones angustiados ni siquiera a nuestros amigos más íntimos porque no pueden asumir la manifestación de ese dolor y tienen que interrumpirla con palabras consoladoras. En el silencio que sigue a este desahogo, el salmista vuelve a dirigirse a Dios con una súplica de ayuda: 48

-Salmo 22,19-21 Se tiene la impresión de que Dios está más cerca que al comienzo del salmo. La oración es más tierna, menos cruda y menos desesperada. Es frecuente que quienes siguen desahogando sus corazones ante Dios, aunque parezca lejano, experimenten este cambio en su estado de ánimo. Si se les pide que re flexionen sobre lo que ha sucedido, podrían decir que después de cada silencio parecía que Dios estaba más cercano, que escuchaba, que cuidaba. Creo que muchas personas no encuentran este consuelo creciente porque tienen miedo de desahogar todos sus sentimientos, incluido el resentimiento por la manera en que parece que Dios las trata. El profeta Jeremías no es tan cauteloso: «No me senté a disfrutar con los que se divertían, forzado por tu mano me senté solitario, porque me llenaste de tu ira. ¿Por qué se ha vuelto crónica mi llaga y mi herida enconada e incurable? Te me has vuelto arroyo engañoso, de agua inconstante» (Jeremías 15,17-18). Y también él sintió una presencia más consoladora. En este momento el salmo gira de improviso hacia la alabanza que hemos mencionado anteriormente.

-Salmo 22,22-24 El salmista sufriente ha sido escuchado y ha sentido el consuelo del Dios que parecía 49

tan distante al principio. Es frecuente que quienes perseveran en el desahogo de su corazón ante Dios repitan esta experiencia. Únicamente podemos esperar que Jesús experimentara también la cer canía de su Abbá. Al parecer, Lucas indica que esto fue lo que sucedió: «Jesús gritó con voz fuerte: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu". Dicho esto, expiró» (Lucas 23,46). El modelo que he descrito se puede observar en otros salmos (por ejemplo, Salmos 6, 12 y 13) y en otras escenas de la Biblia. Recordemos que Ana desahogó su alma ante Dios y, que cuando se marchó, su rostro ya no estaba triste. Solo me queda animar a las personas que se sienten sobrecargadas por las penas de la vida a que traten de orar de un modo que ha sido tantas veces fuente de consuelo.

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¿TE has sentido alguna vez tan indignado con alguien o con una situación que realmente quisiste hacer daño a los demás, e incluso herir o matar? Es posible que otra persona te ofendiera o hiriera personalmente, pero también puede ser que te hayas sentido igualmente indignado al leer en el periódico la noticia de un ataque brutal contra una mujer anciana y frágil, o al ver fotografías de los cadáveres amontonados en Auschwitz. La bilis puede subir a tu garganta al recordar alguna de esas ocasiones. En momentos como estos podemos ser muy vengativos y, si alguien trata de hablarnos de perdón, siente de inmediato cómo nos hierve la sangre. Es probable que en esos momentos tampoco pensemos espontáneamente en la oración. Quizá nos dirijamos a Dios para pedirle un corazón capaz de perdonar después de calmarnos, pero en el furor del momento semejante oración sería imposible. Lo que probablemente nos resultará difícil de creer es que de hecho podemos contarle a Dios lo indignados que estamos y lo que queremos hacer a los maltratadores. Este capítulo plantea esa posibilidad como otra manera de desarrollar nuestra amistad con Dios. He observado que tiendo a saltar algunas partes de los salmos porque me parecen demasiado sanguinarias. Por ejemplo, cuando propongo a las personas que recen juntas el Salmo 139, la mayoría de las veces les digo que se detengan al final del versículo 18. Este es el texto que sigue en los versículos 19-22:

-Salmo 139 ,19-22 He observado que también otros evitan estos versículos cuando rezan este salmo en público. Esas palabras nos hacen sentir incómodos y no queremos ponerlas en nuestros labios. Sin embargo, a veces tengo este sentimiento de venganza. He tratado de adoptar la actitud no violenta de Jesús, pero soy consciente de que a veces me siento terriblemente 52

furioso. Soy contrario a la pena de muerte, pero noto que me hierve la sangre cuando tengo noticia de violaciones y torturas, y quiero que los delincuentes sean castigados de la misma manera. «Ojo por ojo», esto es lo que siento. Tengo dificultad para admitir tales sentimientos, pero son reales. Y cuando me encuentro así, si tuviera que orar desde mis sentimientos, tendría que hacerlo con palabras como las que omito del Salmo 139. Sospecho que no soy el único cristiano al que le pasa esto. Quiero invitarte a reflexionar sobre este hecho. Supongamos que un compañero de trabajo te ha insultado gravemente y sigues indignado cuando te encuentras con tu mejor amigo. ¿Qué harás? ¿Hablar del tiempo? ¿Comentar el último cotilleo o las noticias deportivas? Si no dices nada sobre tu indignación o resentimiento, tu conversación será sosa y aburrida. Después de todo, lo único que hay en tu mente y en tu corazón es lo que te ha sucedido en el trabajo. ¿Por qué no le cuentas a tu amigo lo que te ha pasado? Es probable que tengas miedo de perder el control, de vociferar y despotricar, y de hacer el ridículo. O tal vez tengas miedo de que tu amigo se enfurezca tanto con tu enemigo que quiera ayudarte en tu deseo de venganza. Quizás no quieras envenenar la actitud de tu amigo hacia quien te ha insultado. Cualquiera que sea la razón, si no revelas lo que sientes en ese momento, excluyes de esa relación algo de ti mismo. Y dado que tu amigo ha de ser insensible para no notar que tienes un problema, tu reticencia puede arrojar una sombra sobre la relación, al menos por el momento. Creo que se puede aplicar este mismo razonamiento cuando pensamos en nuestra relación con Dios. Si en la oración no estamos dispuestos a decirle a Dios lo enfurecidos que estamos con nuestro compañero de trabajo, no tendremos nada importante que decir. Puede ser que nos aburramos en la oración porque no queremos decir lo que hay realmente en nuestro corazón. Pero ¿cómo podemos decir a Dios que queremos acabar con nuestro compañero de trabajo o estrangular a nuestro cónyuge? ¿No es esto un pecado? Recuerdo un pasaje maravilloso del libro de Ana-Maria Rizzuto, The Birth of the Living God [El nacimiento del Dios vivo], donde dice que el despacho del psicoanalista «ofrece de hecho al paciente la oportunidad de usar la seguridad de un espacio de confianza para manifestar deseos íntimos indecibles hacia personas que no deberían tener nunca conocimiento de ellos... Si no pudiéramos besar a quienes no debemos besar, si no pudiéramos odiar a quienes no debemos odiar... si no pudiéramos matar a quienes deben seguir vivos... entonces la vida sería realmente miserable. Podemos albergar todas esas fantasías como un juego» (1979, 82). Cuando leí este pasaje, pensé inmediatamente que era aún más verdadero aplicado a nuestro espacio de oración. A Dios podemos decirle cosas que no podríamos, y que quizá no deberíamos, decir a nadie. Al menos podemos afirmar que los autores de los salmos no tenían miedo de decir a Dios cosas muy terribles. Una vez más puede ayudarnos la analogía de la amistad. Si puedo contar a mi amigo 53

lo enfurecido que estoy con mi compañero de trabajo, al menos me desahogo. Esto puede evitarme una úlcera de estómago y las complicaciones de la presión arterial alta. Si es un buen amigo, ¿qué sucederá? Me escuchará con empatía. Es posible que mi amigo se sienta también furioso con mi com pañero de trabajo, pero probablemente no con la misma intensidad que yo. En un curso sobre counseling pastoral que impartí junto con Rollin Fairbanks, de la Episcopal Divinity School, él contó la historia de una mujer que estaba extremadamente indignada por el trato abusivo que recibía de su esposo y de su suegra. Al expresar su ira, la indignación se fue haciendo más fuerte. Rollin escuchó con una actitud comprensiva, pero admitió que había empezado a ponerse un poco nervioso cuando la mujer habló de matar a su suegra. Entonces ella dejó escapar que esa era su intención, que iba a golpearla hasta que muriera. Rollin le dijo que si la asesinaba, tendría que ir al funeral. Ella gritó: «No iré, no iré». Y después de darse cuenta de lo que había dicho, captó el sentido del humor en las palabras de Rollin y empezó a llorar diciendo: «¿Qué debo hacer?». En otras palabras, en esta atmósfera segura pudo no solo desahogar sus sentimientos, sino también tomar conciencia de lo desesperada que se sentía, y después fue capaz de pedir ayuda. Antes de esto había sentido compasión de sí misma y no había sido capaz de preguntar qué podría hacer para cambiar su situación. Una vez que vio que su situación actual la llevaba a tener pensamientos asesinos, comprendió que tenía que hacer algo por sí misma. Durante siglos, judíos y cristianos han orado los salmos. Quizás no hemos percibido con frecuencia el hecho de que la expresión de la indignación personal podría ser una oración aceptable e incluso un ejercicio de intimidad. El Salmo 139 es uno de los salmos más fáciles de aceptar porque el salmista, después de todo, únicamente expresa odio hacia los enemigos de Dios. Hay otros salmos mucho más difíciles de aceptar. En el Salmo 18, por ejemplo, el rey guerrero exulta en la oración por la matanza con que ha golpeado a sus enemigos con la ayuda de Dios:

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-Salmo 18,34-38 El salmista dice a Dios exactamente lo que siente. No sabemos si Dios lo introdujo poco a poco en caminos más pacíficos, pero sabemos que eso es lo que ha hecho con algunas personas a lo largo de la historia. San Ignacio cuenta en su autobiografía que, poco después de su conversión, no conseguía discernir en la oración si debía perseguir y matar a un moro que al parecer había ultrajado el nombre de la Virgen. Dedicó un buen rato a orar sobre ello, pero no pudo llegar a una conclusión. Así, dejó que su mulo eligiera por él dándole rienda suelta. Por fortuna para el moro y, quizá también para san Ignacio, la mula no tomó el mismo camino que el moro. Dios enseñó gradualmente a Ignacio cómo discernir y él renunció a la espada para siempre. Más difícil aún de digerir es el final del Salmo 137, un hermoso canto de lamentación:

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-Salmo 137,1-9 Nos resulta difícil aceptar estas últimas palabras. Queremos borrarlas del libro de los salmos, explicarlas como la expresión de gente primitiva que no tenía más luces. Pero sería mejor que miráramos en nuestro corazón y reconociéramos que tal indignación y venganza no está le jos de nosotros. Y si no somos capaces de expresar tales sentimientos vengativos, esperemos y oremos para que sea por la gracia de Dios y no solo porque tenemos miedo de parecer malos o de resultar heridos. Lo importante es que solo podemos ser salvados de nuestros peores sentimientos por la gracia de Dios. No podemos eliminar nuestros sentimientos de indignación o nuestra sed de venganza. Podemos tratar de controlar su expresión en la conducta, por supuesto. Pero para cambiar los sentimientos necesitamos la gracia de Dios. De hecho, una manera de obtenerla es desahogar nuestros sentimientos ante Dios en toda su crudeza y violencia. Al hacerlo, podemos empezar a sentir que la indignación se suaviza de tal modo que, como el cliente de Rollin Fairbanks, podamos decir después: «Ayúdame a entender lo que puedo hacer con esta situación que me ha hecho tener tales sentimientos».

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-Salmo 139,23-24 EN el capítulo anterior hemos notado una tendencia en nosotros a desechar los sentimientos vengativos de los versículos 19-22 del Salmo 139. Al leer ahora los dos últimos versículos del salmo, podemos sentir una vergüenza interior similar. Pedir a Dios que me sondee y conozca mi corazón, y que me muestre si mi conducta es ofensiva... ¡el salmista tenía que estar de broma! A decir verdad, no pronunciaríamos estas palabras si no estuviéramos convencidos de que Dios está de nuestra parte. ¿Quién iba a pedir a un Dios curioso y vengativo que escrutara su corazón? Solo un masoquista se atrevería a hacerlo. No obstante, estos versículos revelan una profunda verdad teológica; a saber, que no podemos conocer nues tra condición de pecadores sin la ayuda de Dios, sin su revelación. Solo Dios puede mostrarnos nuestros pecados; nosotros no podemos. En este capítulo quiero explorar de qué formas podemos dejar a Dios que nos ayude a conocer nuestra conducta ofensiva. Hace unos años conocí a una mujer que no podía abrir la Biblia sin sentirse condenada. En cualquier página que abriera le parecía que Dios estaba furioso, que la culpaba y amenazaba con el castigo. Así que dejó de leerla, porque le hacía sentirse muy deprimida. Evidentemente, tenía que pasar por alto largos pasajes de la Biblia que presentan un Dios compasivo, tierno, dispuesto a perdonar y lleno de amor. Yo supuse que la imagen que ella tenía de Dios le impedía fijarse en esas partes de la Biblia y llegué a la conclusión de que necesitaba una experiencia diferente de Dios para cambiar su imagen de él. En los capítulos 1 y 2 hemos visto formas de llegar a tener la experiencia fundamental de ser aceptados por Dios, de sentir que somos la niña de los ojos de Dios. En la terminología de los Ejercicios Espirituales de Ignacio estamos hablando de un «Principio y fundamento» afectivo, una experiencia de mi identidad básica como una persona llamada por Dios a la existencia. Antes de tener esa experiencia fundamental, nos parece que Dios es temible, está lejos y es un curioso, y que las personas se vuelven a menudo escrupulosas cuando tratan de aplacarlo. Necesitan ayuda para tener una experiencia diferente de Dios, no exhortaciones o tratados teológicos que solo harán que se sientan peor. Hemos dedicado los capítulos 1 y 2 a exponer esta verdad.

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Una vez que creemos y experimentamos realmente que Dios formó nuestro ser más íntimo, nos tejió en el seno de nuestra madre y podemos alabarlo desde nuestro corazón (Salmo 139,13-14), entonces podemos pedirle que nos revele nuestro pecado. Porque entonces conoceremos por experiencia que Dios quiere por encima de todo nuestro bien. Naturalmente, seguiremos haciendo esta oración que pide el conocimiento de nuestro pecado con temor y temblor, del mismo modo que temblaríamos al preguntar a nuestro mejor amigo honestamente cuáles son nuestras faltas y nuestros defectos. Sentimos que lo que vamos a ver no nos va a gustar. Y con razón, porque el pecado es precisamente la ceguera que nos impide ver nuestros verdaderos fallos; por eso, cuando pedimos a alguien a quien amamos que nos revele nuestros fallos, nos abrimos a una nueva visión de nosotros mismos. Si la mujer a la que he mencionado anteriormente llegara a creer por experiencia en la bondad de Dios hacia ella, podría también comprender que su pecado consistía precisamente en una imagen pobre de sí misma, y en la imagen que tenía de Dios como una sanguijuela y un tirano, y no en los pecados de los que se acusaba normalmente. Es en verdad una revelación que necesitamos y pedimos cuando decimos, y creemos, las últimas palabras del Salmo 139. Por lo tanto, esas palabras han de estar basadas en la confianza, la bondad y el amor de Dios. Una vez presupuesta esta verdad, ¿cómo llegamos a dejar que Dios nos revele nuestra condición pecadora? Primero, debemos querer que Dios lo haga. Supongo que ese deseo se hace real únicamente cuando de algún modo somos ya conscientes de que algo va mal en nuestra relación con Dios o con los demás. Percibimos la distancia entre Dios y nosotros, y nos preguntamos si la estamos creando con nuestra actitud. En un taller de oración, una mujer tomó conciencia de esa distancia gracias a una dinámica de grupos, en la que describió algunas experiencias de Dios muy afectuosas e íntimas que había tenido dos semanas antes, pero que habían dado paso a una experiencia de gran sequedad. Cuando examinamos atentamente su experiencia, ella tomó conciencia de que se sentía aterrorizada y a la vez atraída por la cercanía de Dios, y se había retirado de él. Descubrió que tenía un motivo para pedir a Dios que le revelara qué era lo que le hacía sentir tanto miedo a la intimidad con él. En adelante, cuando volviera a ser presa del miedo, podría recordar la última vez en que se había sentido cerca de Dios y pedir ayuda para descubrir cuál era la causa del miedo. En su oración podría empezar a vivir de nuevo esos momentos de cercanía y, aun cuando volviera a sentirse aterrorizada, estaría alerta para detectar cuál había sido el motivo. Las personas caen en la cuenta de que son muchas las causas de la distancia entre ellas y el Dios que en otro tiempo había parecido tan cercano. Recuerdan pecados del pasado y se preguntan si Dios les ha perdonado realmente. Es posible que se hayan ocultado a sí mismas una realidad que les hace sentirse avergonzadas ante Dios; por ejemplo, muchas personas preocupadas por su identidad sexual sienten esa vergüenza y no les gusta que les hablen de ese tema. Asimismo, al leer los evangelios, pueden encontrarse con un texto que plantea un tema que habían arrinconado hace tiempo. 59

Imaginemos, por ejemplo, que una mujer lee estas palabras: «Si mientras llevas tu ofrenda al altar te acuerdas de que tu hermano tiene queja de ti, deja la ofrenda delante del altar, ve primero a reconciliarte con tu hermano y después vuelve a llevar tu ofrenda» (Mateo 5,23-24). De pronto recuerda algo que su hermano le hizo en el pasado y que ella no le perdonó, y siente que es presa de la indignación. Imaginemos que un hombre oye este texto en una misa dominical: «Si prestas dinero a uno de mi pueblo, a un pobre que habita contigo, no serás con él un usurero, cargándole de intereses» (Éxodo 22,25) y se pone a pensar en los arrendatarios de sus viviendas en un barrio céntrico pobre, que pagan rentas altas por pisos que no reúnen condiciones de habitabilidad. De estas y otras muchas maneras, Dios podría estar revelándonos nuestro pecado. Se nos alerta de esta posibilidad cuando notamos que estamos perdiendo el sentido de la cercanía de Dios que teníamos. El ejemplo anterior me recuerda el relato de Zaqueo (Lucas 19,1-10), jefe de recaudadores y rico. En un cierto sentido cometió un gran error: su curiosidad sacó lo mejor de él y le hizo subir a un sicómoro para ver quién era Jesús. Jesús lo llama para que baje del árbol: «Zaqueo, baja aprisa, pues hoy tengo que hospedarme en tu casa». Zaqueo baja a toda prisa y recibe al Señor en su casa. Los presentes murmuran porque Jesús ha entrado a comer con un pecador, pero Zaqueo experimenta algo por el mero hecho de estar en la presencia de Jesús. Parece que Jesús no le echa nada en cara y, sin embargo, Zaqueo se pone en pie y dice: «Mira, la mitad de mis bienes se la doy a los pobres, y a quien haya defraudado le restituyo cuatro veces más». El solo hecho de estar en la presencia de Dios o de Jesús puede recordarnos nuestra falta de santidad, nuestra necesidad de conversión. Así, si tratamos de estar cerca de Dios, o si leemos o escuchamos la Biblia con atención, podemos encontrarnos reflexionando espontáneamente acerca de por qué no tratamos a otros como Dios nos ha tratado. Entonces las palabras del Padrenuestro adquirirán un nuevo significado: «Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden». Una lectura contemplativa de la curación de Bartimeo, el mendigo ciego (Marcos 10,46-52), sugiere otra manera de pedir a Dios que nos revele nuestros pecados. Como Bartimeo, también nosotros nos sentimos con frecuencia pobres, ciegos y necesitados. Como él, podemos gritar: «"¡Jesús, Hijo de David, compadécete de mí!"». Los presentes reprenden a Bartimeo para que se calle. Nosotros podemos oír voces interiores que nos mandan guardar silencio: «Jesús no habría tenido tiempo para dedicarse a aficiones como las mías». «Yo debería ser capaz de saber cuáles son mis pecados; después de todo, conozco los mandamientos». «Es absurdo pensar que Jesús me habla; todo es producto de mi imaginación». Pero Bartimeo no presta ninguna atención a los reproches, sino que grita más fuerte: «"¡Hijo de David, compadécete de mí!"». Jesús lo llama y Bartimeo deja el manto, se pone en pie y se acerca a Jesús, que le pregunta: «¿Qué quieres de mí?». Imagina lo que pudo pensar Bartimeo al oír esas palabras. Está lleno de esperanza 60

y entusiasmo, está encantado. Pero ¿tiene dudas o miedos? ¿Se pregunta si sus esperanzas están siendo suscitadas solo para verse frustradas cuando Jesús diga que no puede ayudarlo? Cuando piensa que pedirá la vista, ¿tiene miedo a los cambios que tendrán lugar en su vida si es escuchado? Después de todo, la única forma de vida que conoce es la mendicidad y enfrentarse al mundo como un ciego. Así también, al oír las palabras que Jesús nos dirige, podemos temblar con entusiasmo y esperanza y, al mismo tiempo, sentirnos sacudidos por el miedo. ¿Qué veremos cuando Jesús nos abra los ojos a nuestro pecado? Sabemos que Bartimeo responde: «Maestro, que recobre la vista». ¡Qué acto de confianza tan grande: decir tan audazmente que quiere que su vida entera cambie! Y Jesús le dice: «Vete, tu fe te ha salvado». Lo primero que ve Bartimeo es el rostro de Jesús, que lo mira con amor y, creo yo, con admiración. Esta es al menos una forma de interpretar las palabras de Jesús sobre la fe de Bartimeo. La experiencia de los siglos transcurridos desde los tiempos de Jesús nos dice que quienes piden a Jesús que cure su ceguera para poder ver su pecado, y convertirse, ven también los ojos de un amigo, no de un enemigo. El novelista J.R.R.Tolkien describe en La comunidad del anillo (1965) un encuentro de miradas que expresa lo que pudo ser la experiencia de Bartimeo al ver a Jesús. El enano Gimli llega con el resto de la comunidad al país de Lothlórien, un reino de elfos. Los enanos y los elfos habían sido siempre enemigos y este encuentro está prece dido por la sospecha. Galadriel, la reina de los elfos, habla a Gimli en la lengua de los enanos. «Galadriel miró a Gimli, que estaba sentado y triste, y le sonrió. Y el enano, al oír aquellos nombres en su propia y antigua lengua, alzó los ojos y se encontró con los de Galadriel, y le pareció que miraba de pronto en el corazón de un enemigo y que allí encontraba amor y comprensión. El asombro le subió a la cara, y enseguida respondió con una sonrisa» (2002, 418). Muchos cristianos han mirado a los ojos de Jesús y donde esperaban ver condenación han visto amor.

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UNA cosa es pedir a Dios que me revele mis pecados y otra es pedirle que me los perdone. Naturalmente, el hecho mismo de que me revele mis pecados puede ser una experiencia de perdón, pero con frecuencia necesitamos pedir el conocimiento explícito de que somos perdonados. En este capítulo quiero examinar las formas en que podemos dirigirnos a Dios para pedir ese perdón. Primero, necesitamos observar lo que implica el perdón. Si hemos herido a un amigo, ¿nos sentiríamos satisfechos si él se limita a renunciar a la venganza? De hecho, es una gran muestra de paciencia y bondad que nuestro amigo no quiera ajustar cuentas. Pero nosotros queremos más, ¿no es así? Queremos recuperar la amistad. Queremos volver a la intimidad. Prometemos a nuestro amigo que no volveremos a hacerle daño de ese modo porque queremos que confíe de nuevo en nosotros. En cierto sentido pido al amigo herido que me dé otra oportunidad, que me permita volver a la intimidad que hizo posible que le hiciera daño. En la relación de amistad con Dios podemos estar motivados también por el miedo al castigo, el miedo al infierno; pero incluso en este caso estamos motivados por el deseo de volver a la intimidad, por el amor. De nuevo puede ser instructiva para nosotros la historia de la relación de Dios con los israelitas en el desierto, pese a la gran cantidad de asesinatos sangre y de derramada. En el capítulo 24 del libro del Éxodo, Dios invita a Moisés a subir al monte para oír y recibir la ley y los mandamientos. En los capítulos 24-31, Moisés escucha los mandamientos de Dios. Mientras tanto, los israelitas se impacientan y piden a Aarón que les haga dioses de oro. Moisés regresa con las tablas de los mandamientos y encuentra al pueblo haciendo fiesta y adorando al becerro de oro. Moisés llama a su lado a quienes habían permanecido fieles a Yahvé y les ordena que den muerte a todos los que sigan adorando al falso dios. Mueren tres mil. En el capítulo 33, Yahvé dice a Moisés: «Anda, marcha desde aquí con el pueblo que sacaste de Egipto a la tierra que prometí a Abrahán, Isaac y Jacob que le daría a su descendencia... una tierra que mana leche y miel. Pero yo no subiré entre vosotros, porque sois un pueblo testarudo y os aniquilaría en el camino» (Éxodo 33,1-3). Nótese que el pueblo no se ve privado de la Tierra prometida, sino que Dios solamente les amenaza diciéndoles que no irá con ellos. «Al oír el pueblo palabras tan duras, guardó luto y nadie se puso sus joyas» (Éxodo 33,4). Pa rece que querían el restablecimiento de la intimidad con Dios. Y cuando Dios se arrepiente y promete que irá con ellos, tienen la oportunidad de traicionar a Dios de nuevo. Este es el riesgo que Dios corre al perdonar de corazón.

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En el Salmo 51 encontramos una forma de pedir el restablecimiento de la amistad:

-Salmo 51,1-2 Aquí el salmista recuerda a Dios el nombre que él reveló a Moisés, según el texto de Éxodo 34,6: «El Señor, el Señor, el Dios compasivo y clemente, paciente, rico en bondad y lealtad». El salmista depende de la auto-revelación de Dios porque sabe que no puede merecer el perdón:

-Salmo 51,3-4 Cuando nos presentamos ante Dios como pecadores, podemos enumerar las ofensas que hemos cometido. Podría parecer extraño decir a Dios nuestros pecados. Después de todo, Dios es quien nos los ha revelado. Ciertamente no es necesario que recordemos a Dios lo que hemos hecho u omitido. Sin embargo, la enumeración no es por Dios, sino por nosotros. En efecto, cuando detallamos nuestros pecados, estamos preguntando: «¿Me perdonas por esto, y por eso, y por aquello?». Con bastante frecuencia, la ofensa al amigo no reconocida, aquella en la que no hemos pensado o por la que hemos tenido miedo de pedir perdón, se presenta más tarde y nos persigue: «¿Estará mi amigo aún resentido?». Esta misma dinámica puede dificultar aún más nuestra relación con el Señor. ¿Y qué queremos de Dios? El salmista pone de nuevo palabras en nuestra boca:

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-Salmo 51,6-9 Queremos un indulto absoluto, la certeza de que todas nuestras culpas han sido borradas, la seguridad de que nuestros pecados no se interpondrán en el camino de la amistad. El salmista continúa:

-Salmo 51,10-12 Queremos un restablecimiento de la intimidad y de la amistad. Nuestra alegría no consiste en la obediencia servil a los mandamientos de Dios, sino en ser uno con él, en saber de nuevo que somos la niña de sus ojos. De hecho, el salmista habla a continuación de trabajar con el Señor para hacer volver a otros pecadores al camino de Dios y guiar al pueblo restaurado en la alabanza. El restablecimiento de la intimidad conduce a la colaboración. Los evangelios proporcionan varias posibilidades de contemplación para acercarse a pedir el perdón de Jesús. Un ejemplo lo constituyen los milagros de curación. No obstante, quiero elegir dos pasajes que presentan a Pedro, porque los dos han sido útiles para muchos cristianos. El primero es la escena del lavatorio de los pies en Juan 13. El capítulo comienza de un modo muy solemne: «Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que llegaba la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo. Durante la cena, cuando el diablo había sugerido a Judas Iscariote que lo entregara, sabiendo que todo lo había puesto el Padre en sus 65

manos, que había salido de Dios y volvía a Dios, se levantó de la mesa, se quitó el manto, y tomando una toalla, se ciñó. Después echó agua en una jofaina y se puso a lavarles los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que llevaba ceñida». -Juan 13,1-5 Quienes son conscientes de que Jesús sabe exactamente qué clases de personas son, cómo han traicionado los valores de Jesús y cómo una y otra vez no han dado lo mejor de sí mismos, pueden sentir la solidaridad con los discípulos en este momento. Los discípulos están tan inseguros de su integridad que poco después se preguntan quién de ellos es el traidor. En los evangelios sinópticos se dice incluso que preguntan: «¿Soy yo, Señor?». El evangelista subraya el conocimiento de Jesús en este momento. Al contemplar esta escena, podemos sentir íntimamente que él nos conoce a cada uno de nosotros a la perfección. Muchas personas que contemplan este pasaje sienten la misma resistencia expresada por Pedro. Se consideran indignos y les resulta muy difícil dejar que Jesús les lave los pies. «No me lavarás los pies jamás», dice el Pedro que hay en cada uno de nosotros (Juan 13,8). Nos resulta extremadamente difícil aceptar de otra persona, y especialmente de Jesús, el servicio, el perdón y el amor no merecidos. Porque no podemos hacer nada para ganar su amor; y, lo que es peor, sabemos con cuánta frecuencia lo traicionamos y lo que él representa. Y él nos dice lo que pretende: «¿Entendéis lo que os he hecho? Vosotros me llamáis maestro y señor, y decís bien. Pues si yo, que soy maestro y señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros mutuamente los pies. Os he dado ejemplo para que hagáis lo mismo que yo he hecho» (Juan 13,12-15). Quizá parte de nuestra resistencia a aceptar su perdón derive de la idea según la cual más tarde seremos llamados a renunciar a nuestro resentimiento. Pero el nivel más profundo de resistencia procede, al parecer, de la dificultad para aceptar un don absolutamente gratuito. Ahora bien, cuando lo aceptamos, podemos experimentar la efusión de Pedro: «Señor, si es así, no solo los pies, sino las manos y la cabeza» (Juan 13,9). En esta escena de la última cena vemos también las consecuencias que tiene para Jesús recibir a Pedro y a los otros discípulos de nuevo en la intimidad. Es posible que le fallen de nuevo. De hecho, Judas lo traiciona, Pedro niega por tres veces que conoce a su amigo, y todos huyen y lo abandonan. Es como si Jesús abrazara al pecador y lo perdonara solo para descubrir que aquel a quien ha restablecido en la intimidad puede apuñalarlo por la espalda. Y esto nos lleva a la escena de Juan 21, donde Pedro se encuentra con el Señor resucitado, a quien ha negado. El capítulo comienza con la escena de la pesca milagrosa. Cuando Juan dice a Pedro 66

que el Señor está en la orilla, Pedro no puede esperar, se quita la ropa y se lanza al agua. Después tiene lugar la siguiente escena: «Cuando terminaron de comer, dice Jesús a Simón Pedro: "Simón, hijo de Juan, ¿me quieres más que estos?" Le responde: "Sí, Señor, tú sabes que te quiero". Jesús le dice: "Apacienta mis corderos". Le pregunta por segunda vez: "Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?" Le responde: "Sí, Señor, tú sabes que te quiero". Jesús le dice: "Apacienta mis ovejas". Por tercera vez le pregunta: "Simón hijo de Juan, ¿me quieres?". Pedro se entristeció de que le preguntara por tercera vez si lo quería y le dijo: "Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero". Jesús le dice: "Apacienta mis ovejas"». -Juan 21,15-17 En esta escena aparece un Jesús muy solícito y bondadoso. En vez de una reprimenda, da a Pedro la oportu nidad de expiar la triple negación con una triple afirmación de su amor a Jesús. Y hemos de notar que Pedro dice a Jesús: «Tú lo sabes todo». Parece que el texto indica que Pedro es capaz de afirmar su amor a Jesús, aun cuando sabe que Jesús conoce su interior, conoce todas sus flaquezas y debilidades. Las personas que usan este texto para la oración y se ponen en la piel de Pedro tienen la experiencia del perdón desbordante de Jesús. Además, Jesús no solo perdona a Pedro, sino que también le pide que cuide de su rebaño. De este modo, restablece la intimidad de Pedro hacia él. Jesús no solo confía de nuevo en él de corazón, sino que también le confía a su pueblo querido. Aquí se unen el perdón y la invitación a colaborar en lo que yo llamo «la empresa familiar» de Dios. En los Ejercicios Espirituales, san Ignacio invita a los ejercitantes que han meditado sobre sus pecados a hablar familiarmente con Jesús en la cruz. Cuando las personas lo hacen, a menudo les resulta difícil al principio mirar a Jesús directamente a los ojos. Pero si lo consiguen, ven los ojos de un amor que perdona. Ignacio sugiere entonces que el ejercitante medite «lo que he hecho por Cristo, lo que hago por Cristo, lo que debo hacer por Cristo». Esta forma de coloquio le resulta fácil a quien ha tenido experiencia de la clase de perdón que Pedro experimentó junto al mar de Galilea. ¿Has tratado alguna vez de mirar a Jesús de este modo?

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CUANDO hemos desahogado nuestros corazones y hemos sido escuchados, cuando hemos pedido perdón y hemos sentido que se nos ha ofrecido, la gratitud brota en nuestro corazón y queremos dar gracias a Dios. Podría resultarnos útil considerar diferentes maneras de dar gracias a Dios. Podemos empezar con el Salmo 107:

-Salmo 107,1-9 El salmo continúa en esta misma línea. Recuerda diferentes grupos de personas que se encontraban afligidas cuando gritaron a Dios y fueron rescatadas. Después se les apremia a dar gracias por el amor indefectible de Dios. Así, una de las maneras de dar gracias a Dios es recordar sus gestos misericordiosos. En efecto, cuando olvidamos lo que Dios ha hecho por nosotros es cuando empezamos a mirar a los demás por encima del hombro, a enorgullecernos de nuestros logros y, de este modo, caemos en el pecado. Este es el contenido central de la parábola del siervo sin entrañas en Mateo 18,22-35. El 69

siervo inmisericorde recibe el perdón de su enorme deuda cuando pide misericordia al rey. Pero de inmediato se olvida de lo que han hecho por él y mete en la cárcel de los deudores a otro siervo que le debe una miseria. Así, la ingratitud conduce a la ceguera moral, la dureza de corazón y la falta de compasión; la gratitud nos hace ser humildes y compasivos, y nos capacita para ver las cosas como son. Aquí podríamos acordarnos del significado originario de «eucaristía», que procede del término griego eucharistía, «acción de gracias». En la eucaristía recordamos todos los hechos salvíficos de Dios hacia nosotros como pueblo y como individuos, y le damos gracias. El salmo y la eucaristía indican también que las oraciones de acción de gracias pueden ser inagotables. Siempre tenemos algo por lo que dar gracias. Toda nuestra vida es un don y podemos, por tanto, descubrir continuamente cosas por las cuales estar agradecidos. Las maravillas de la creación, por ejemplo, son inagotables, y obra de la mano de Dios. Podemos dar gracias a Dios por lo que vemos, tocamos, oímos, olemos y nos da placer. Para tener una pequeña idea de cómo tal oración de acción de gracias puede ser infinita, basta leer el cántico de los tres jóvenes en Daniel 3,51-90; por ejemplo: «Lluvia y rocío, bendecid al Señor, ensalzadlo con himnos por los siglos. Vientos todos, bendecid al Señor... Fuego y calor, bendecid al Señor...», etcétera, etcétera. Otra manera de desarrollar la oración de gratitud es dedicar un tiempo de la oración a pedir a Dios que nos ayude a ver nuestra vida como nuestra historia personal de salvación. En el libro God and You [Dios y tú] indico que podemos pedir a Dios esa ayuda y recordar después una imagen de la infancia, por ejemplo, el hogar familiar o algún ser querido, y dejar que los recuerdos surjan y se asocien después casi libremente. De este modo podríamos recorrer todos los periodos de nuestra vida para descubrir cómo Dios ha estado presente, nos ha salvado y nos ha ayudado en todas las vicisitudes de la vida. Podríamos sentirnos inclinados a escribir nuestro salmo de acción de gracias enumerando los diferentes acontecimientos salvíficos de nuestra vida. Esto no quiere decir que todos los recuerdos nos resulten positivos y agradables. De hecho, algunos recuerdos pueden suscitar en nosotros sentimientos de indignación y resentimiento hacia algunas personas de nuestro pasado y hacia Dios que, en nuestra opinión, no cuidó de nosotros cuando estábamos afligidos. Si nos sucede esto, entonces podemos decir a Dios cómo nos sentimos en aquel momento y cómo nos encontramos ahora, tal como hemos indicado anteriormente: «¿Dónde estabas cuando mi padre nos golpeaba a mi madre, a mis hermanos y a mí?». «¿En qué historia de salvación me pusiste cuando...?». Curiosamente, esta forma de oración puede llevar a la aceptación y a la gratitud, aun cuando puede requerir algún tiempo. Bartimeo, el mendigo ciego de Marcos 10, tuvo que aceptar su pasado. Era un 70

hombre ciego, un mendigo ciego. No parece que se regodeara en el resentimiento ni en lo que le había deparado la vida; si hubiera sido así, no habría sido capaz de pedir la recuperación de la vista tan convincentemente. Para llegar a ese punto de aceptación, hubo de pasar por toda las etapas del proceso de duelo, muy bien descritas por Elisabeth Kübler-Ross. Es posible que negara su ceguera, que se enfureciera con ella, con la vida y con Dios, que regateara a Dios y se deprimiera. Pero antes de encontrarse con Jesús ha aceptado que es ciego. Y, sin embargo, lo acepta como algo pasado, que no controla su libertad en el presente; su libertad para desear un cambio: «Maestro, que recobre la vista» (Marcos 10,51). Es importante comprender el impacto completo de lo que significa para Bartimeo, o para cualquiera de noso tros, aceptar el pasado. No significa una impasibilidad estoica hacia la vida, y tampoco un optimismo prometedor. La vida ha golpeado cruelmente a Bartimeo, como a otras muchas personas. Algunos niños han sido maltratados por sus padres, que no los querían ni estaban preparados para cuidarlos, y, como consecuencia, han quedado marcados, física, psíquica y espiritualmente. Algunos seres queridos han partido trágicamente y para siempre, y los supervivientes han quedado profundamente heridos. Aceptar el pasado no significa condonar todo y a todos, pero significa perdonar de alguna manera. Sobren Kierkegaard hace una reflexión impactante en Temor y temblor al comentar el relato bíblico de Tobías y Sara. Recordemos que Sara se ha convertido en objeto de burla para su propia sierva porque se ha casado con siete hombres y todos ellos han muerto en la noche de bodas. Tobías ha pedido casarse con ella. Muchos ven a Tobías como el héroe. «No», dice Kierkegaard, «Sara es la verdadera heroína de este drama... Pues ¡qué amor a Dios no será menester para querer dejarse curar cuando ya desde el comienzo todo está arruinado, y no por la propia culpa, cuando desde el principio es uno un ejemplar fallido de la especie humana! ¡Cuánta madurez ética no será necesaria para cargar con la responsabilidad de consentir que el ser amado acometa tan atrevida empresa! ¡Qué humildad ante los demás! ¡Qué fe en Dios habría en ella para no odiar con un movimiento inmediato al hombre a quien todo debe!» (2008, 76). Aceptar el pasado como mi pasado me libera de él. Pero la libertad no significa que yo no sea ya la persona que el pasado ha hecho de mí. Bartimeo es quien es por haber sido un mendigo ciego. Y también Sara es quien es por los matrimonios que ha contraído. Otro ejemplo lo proporciona una respuesta de Robert J.Massie, Jr., un joven hemofílico de nacimiento; en cualquier momento podía morir desangrado a causa de un simple corte. Le preguntaron si hubiera preferido no padecer esa enfermedad y respondió: «¿Cómo puedo yo - o cualquier otra persona - desear que lo más importante que me ha sucedido en la vida no hubiera tenido lugar? Es como decir que desearía haber nacido en otro planeta y ser una persona completamente distinta. Digámoslo sin rodeos: 71

yo habría sido el mismo en cualquier otra parte». Y, sin embargo, con esta aceptación viene también la liberación del pasado. Bartimeo es libre de la identidad que aprisiona al mendigo ciego. Aun cuando no reciba la vista, es libre de convertirse en el ciego Bartimeo, el poeta; en el ciego Bartimeo, el marido de María, o en el ciego Bartimeo, el seguidor de Jesús. Así también, el joven hemofílico, puede, si acepta su pasado, convertirse en médico, profesor o marido que, además, es hemofílico. Aceptar el pasado como mi pasado significa aceptar un futuro limitado por mi pasado, pero que, no obstante, sigue siendo un futuro. La etapa final de desarrollo de Erik Erikson recibe el nombre de «crisis entre la integridad del ego y la desesperanza». La integridad del ego o sabiduría aparece descrita en Childhood and Society [Infancia y sociedad]: «Es la aceptación del ciclo vital personal y único como algo que tuvo que ser y que, necesariamente, no permitió sus tituciones: así, significa un amor nuevo y diferente a nuestros padres» (1963, 268). Esto es lo que he querido decir antes al afirmar que tal aceptación implica perdonar en un nivel profundo. Tal aceptación no es un logro de nuestras voluntades, sino una gracia que pedimos en la oración. Y el resultado es la gratitud. Escucha estas palabras de Robert Massie, Jr., el joven hemofílico, y observa si puedes sentir la gratitud que él experimenta: «¿Estoy racionalizando...? Decir algo así sería decir que he pasado por el dolor y los problemas de mis primeros dieciocho años de vida y no he madurado con ello. Creerlo así sería creer que no he aprendido nada de la naturaleza y la bondad humanas a lo largo de todos esos años de hospitales, que mis padres no fueron capaces de transmitirme nada más que una fe mediocre a través de todos los reveses por los que he pasado. Si esto fuera cierto, si después de haber superado hemorragias, dolores, inseguridades, tedios y depresiones, no se hubiera acrecentado de alguna manera mi aprecio hacia esta vida que se me ha dado, entonces ello sería ciertamente una desgracia digna de lástima» (Massie y Massie 1975, 413). Es una gracia admirable agradecer a Dios incluso aquello que parecen tragedias en la vida. Que no se me interprete mal. No estoy exhortando a los lectores a que muestren tal gratitud. Más bien, exhorto a quienes sienten indignación y resentimiento por las heridas de la vida, y por la oscuridad que a veces nos rodea, a decir a Dios cómo se sienten exactamente. Y, por supuesto, también a pedir a Dios que esté presente, que nos ayude a creer que la oscuridad es «buena». Entonces, quizá, también nosotros experimentaremos la ayuda salvífica de Dios y seremos capaces de orar con todo nuestro corazón:

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-Salmo 107,19-22

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EN el capítulo anterior he indicado que tal vez queramos escribir nuestro propio salmo de acción de gracias a Dios. Quiero usar una parte del relato de la infancia del Evangelio de Lucas para señalar el camino. En el capítulo 1 de Lucas encontramos a una pareja anciana y sin hijos, Zacarías e Isabel, y a la prima de Isabel, una joven llamada María. En sus historias escuchamos el eco de la historia de Ana, la madre de Samuel, a quien presentamos en el capítulo 5 de este libro, y el eco de la historia de Abrahán y Sara, presentados en el capítulo 3. Como Sara, Isabel es estéril. Como Abrahán, Zacarías escucha la promesa de un hijo y se muestra incrédulo. El Magníficat de María contiene semejanzas llamativas con el canto de acción de gracias de Ana cuando presenta a Samuel en el Templo. El capítulo 1 de Lucas rebosa del entusiasmo de lo extraordinario y lo misterioso, de la alegría que aporta la cercanía de Dios. Invito al lector a contemplarlo conmigo. Los versículos del 5 al 7 indican quiénes son Zacarías e Isabel, y crean una atmósfera de tristeza porque terminan con estas conmovedoras palabras: «No tenían hijos, porque Isabel era estéril y los dos de edad avanzada». A Zacarías le toca entrar en el santuario del Templo, donde una visión lo sobrecoge. Es frecuente que la cercanía de Dios suscite el miedo en los seres humanos. Pero el ángel no tiene para Zacarías malas noticias, sino buenas. Su esposa estéril dará a luz un hijo: «Te llenará de gozo y alegría y muchos se alegrarán de su nacimiento» (Lucas 1,14). Zacarías, como muchos de nosotros, no puede creer la buena nueva: «¿Qué garantía me das de eso?» (Lucas 1,18). Cuando sale, está mudo y únicamente puede hacer signos para señalar que le ha sucedido algo extraordinario. Y sucede lo imposible: Isabel queda embarazada. Dios ha barrido su «des-gracia», como hizo con la de Ana. La escena se traslada después a Nazaret, donde una virgen recibe una visita aún más increíble del ángel de Dios. De nuevo sentimos el temor que produce la experiencia de la cercanía de Dios, y una vez más se anuncia una buena nueva. Dadas las implicaciones del anuncio y de la invitación para toda la historia posterior, parece que nos quedamos cortos si nos limitamos a decir que es una buena noticia. Casi podemos sentir que el universo contiene la respiración cuando el ángel espera la respuesta de María. ¡Basta pensar en sus consecuencias! Uno experimenta un suspiro de alivio y asombro cuando María dice: «Aquí tienes a la esclava del Señor: que se cumpla en mí tu palabra» (Lucas 1,38). Aunque no era más que una joven, podría mos decir que con su respuesta el mundo cambió de dirección. No es extraño que los cristianos inclinen la cabeza o se 75

arrodillen porque aquí, en esta minúscula aldea de una nación sometida y poco avanzada, con la aceptación de una joven, «la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros, y hemos visto su gloria» (Juan 1,14). Después de esta escena, María se apresura a visitar a Isabel. Cuando saluda a Isabel, la criatura salta de alegría en el vientre de su madre, y ella le responde a María lo que los cristianos le han dicho a lo largo de los siglos por lo que hizo por nosotros: «Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre. ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? Mira, en cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura dio un salto de gozo en mi vientre. ¡Dichosa tú que creíste! Porque se cumplirá lo que el Señor te anunció». -Lucas 1,42-45 Dios se ha acercado a nosotros todo lo posible, y la respuesta no es, finalmente, el temor y el temblor, sino la alegría ilimitada. Los saltos de alegría de Juan en el vientre de su madre nos recuerdan todos aquellos textos bíblicos en los que la presencia de Dios aporta una alegría increíble y hace que bailemos y cantemos. Recordemos el cántico de Moisés y Miriam después de que Dios hubiera salvado a los israelitas del ejército del faraón en el mar Rojo (Éxodo 15,1-21) o cómo David danzó «con todo su poder» delante del arca cuando era introducida en Jerusalén (2 Samuel 6,14-15) o el Salmo 149,3: «Alabad su Nombre con danzas, tañendo para él panderos y cíta ras». Mi imagen preferida a este respecto se encuentra en Hechos 3,8, cuando el mendigo paralítico es curado: «Se irguió de un salto, comenzó a caminar y entró con ellos en el templo, paseando, saltando y alabando a Dios». Lo que me acaba de suceder al escribir el último párrafo puede darnos un indicio acerca de cómo escribir nuestro propio salmo de acción de gracias. Al empezar, no pensé que iba a acordarme de las imágenes del salto de alegría. Se me han ocurrido por asociación, al meditar en las palabras del texto de Lucas. Si consentimos en sentir las emociones suscitadas por la contemplación de los textos bíblicos, descubriremos que nos encontramos volando espontáneamente de una imagen a otra cuando nuestros corazones y nuestras mentes tratan de expresar todo lo que produce en nosotros el sentido de la presencia, la bondad y la amabilidad de Dios. En el texto del capítulo 1 de Lucas, María entona su cántico, el Magníficat, nombre que recibe por la primera palabra del canto en la traducción latina. El autor pone en labios de María un cántico que es como un collage de citas de textos veterotestamentarios. Parece que el proceso de asociación ha podido más que su mano de escritor. Quiero poner de manifiesto los resultados de este proceso de asociación creativo. En el texto siguiente aparecen en cursiva las frases tomadas del Antiguo Testamento: 76

-Lucas 1,46-55 El autor recuerda frases de varias partes de la Biblia que tienen que ver con el tema de la alegría y el agradecimiento de María. La situación de María, que queda embarazada milagrosamente, recuerda la historia de Ana y su canto de agradecimiento. María es sencillamente una joven a la que Dios ha exaltado. Dios no ha elegido a los fuertes y poderosos, sino a los débiles y humildes. Esto nos recuerda la afirmación de Pablo: «Dios ha elegido a los locos del mundo para humillar a los sabios, Dios ha elegido a los débiles del mundo para humillar a los fuertes, a los plebeyos y despreciados del mundo ha elegido Dios, a los que nada son, para anular a los que son algo. Y así nadie podrá engreírse frente a Dios» (1 Corintios 1,27-29). La contemplación del misterio de María recuerda al autor de Lucas frases de los Salmos, y de los libros de Job e Isaías, en las 77

que resuena el mismo tema. En el texto hay asimismo otras muchas referencias a temas bíblicos. El cántico es un collage. Si queremos escribir nuestro propio salmo de gratitud y alabanza a Dios, podemos tomar una página de Lucas. Podemos empezar con nuestros pensamientos y sentimientos, y dejar que se muevan como quieran. Tal vez nos recuerden poemas, líneas o frases que expresen lo que queremos decir. Quizá te vengan a la mente palabras e imágenes bíblicas. Apúntalas. Puede ser que quieras leer los textos, o que en ese momento no desees hacerlo. Observa que el autor del tercer Evangelio parece trabajar de memoria. La meta no es alcanzar la exactitud del estudioso, sino tratar de decirle a Dios, con toda la creatividad y plenitud que nos resulte posible, que estamos muy agradecidos. Después de haber dejado que se presenten las asociaciones y los recuerdos, podemos tratar de escribir un salmo entrelazando el mayor número posible de temas y frases. No es necesario que otra persona lea nuestro salmo, a no ser que nosotros queramos compartirlo, como hicieron los salmistas. El simple hecho de realizar este ejercicio en la privacidad de nuestra habitación o en una capilla puede ser una experiencia liberadora y gozosa, y puede abrir nuevos caminos para nuestra relación con Dios. Como el malabarista de Notre Dame, hacemos nuestros juegos sin testigos ante Dios y «tu Padre, que ve en lo escondido, te recompensará» (Mateo 6,6).

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A lo largo de estos capítulos sobre la intimidad con Dios hemos insistido en el valor de la transparencia, de dejar que Dios conozca lo que pensamos y sentimos en realidad, aun cuando no nos guste o estemos horrorizados por lo que pensamos y sentimos. Hemos indicado también que la relación con Dios es mutua, que Dios nos revela sus pensamientos, sentimientos, valores y reacciones. En la oración hemos aprendido mucho sobre Dios y sobre nosotros mismos. El deseo de conocer a Dios, en el sentido joánico de «conocer-amar», está profundamente arraigado en nuestros corazones aun cuando, como hemos observado, nuestro miedo a Dios y a nosotros mismos acalla el deseo. Como cristianos, creemos que Jesús de Nazaret es la encarnación, el «tomar carne» según la traducción de Rosemary Haughton - de Dios o, para ser más exactos, de la Palabra o el Hijo de Dios. Si queremos conocer-amar a Dios, lo mejor que podemos hacer es conocer-amar a Jesús. El mejor camino para la unión con Dios pasa por Jesús de Nazaret. En los siguientes capítulos quiero exponer cómo llegamos a conocer-amar a Jesús. Te invito a contemplar una escena del capítulo 1 del Evangelio de Juan. Juan el Bautista ha afirmado que no es el Cristo (Mesías), sino el heraldo de Cristo. Al día siguiente, ve a Jesús que se acerca, lo señala como el Cordero de Dios y da testimonio de él. Después sigue esta escena: «Al día siguiente estaba Juan con dos de sus discípulos. Viendo pasar a Jesús, dijo: "Ahí está el Cordero de Dios". Los discípulos, al oírlo hablar así siguieron a Jesús. Jesús se volvió y, al ver que le seguían, les dijo: "¿Qué buscáis?". Respondieron: "Rabí - que significa maestro-, ¿dónde vives?". Les dijo: "Venid y ved". Fueron, pues, vieron dónde residía y se quedaron con él aquel día. Eran las cuatro de la tarde». -Juan 1,35-39 ¿Puedes ponerte en el lugar de esos dos discípulos? Estás invitado a estar con Jesús y a caminar detrás de él. Él se vuelve hacia ti y te pregunta: «¿Qué buscas?». ¿Qué le respondes? Recuerda que la honestidad es la mejor política. Es posible que solamente quieras seguirlo de lejos. Tal vez quieras saber que has sido perdonado. Quizá desees que te consuele. Pídele sencillamente lo que desees. Es frecuente que las relaciones fracasen cuando una de las partes, o las dos, no saben lo que quieren de la otra parte. Si quiero un hombro sobre el que llorar, pero no te digo que es eso lo que quiero, es posible que interpretes mal mi dificultad para expresarme, que la veas como distanciamiento de ti y te sientas herido. O yo podría tener la sensación de que tú eres insensible cuando me hablas 80

de cómo te ha ido el día, cuando en realidad no tienes ni idea de que lo que yo necesito es comprensión. De hecho, puede ser que ni siquiera yo mismo sepa que quiero llorar sobre tu hombro hasta que exprese este deseo. Así, también en nuestra relación con Jesús necesitamos volver a esta escena una y otra vez para oír cómo Jesús nos pregunta qué es lo que queremos. En los capítulos anteriores he indicado algunas formas de permitir a Dios o a Jesús que nos dé lo que queremos. Hemos hablado del deseo de superar nuestros miedos, de ser consolados, sanados y perdonados. Ahora quiero suponer que, en compañía de los dos discípulos, también nosotros queremos ver dónde vive Jesús. Entiendo que este deseo significa que los discípulos quieren saber más sobre Jesús, que quieren pasar tiempo con él porque se sienten atraídos por él. En la segunda semana de los Ejercicios Espirituales, san Ignacio anima al ejercitante a pedir la gracia de conocer mejor a Jesús para amarlo más profundamente y seguirlo más de cerca. En efecto, los discípulos, y nosotros que tenemos tales deseos, queremos la amistad con Jesús. A primera vista, tal deseo podría dejarnos pasmados. Cuando nos sentimos atraídos por alguien, de alguna manera sentimos temor. Es el temor de no resultar, para esa persona que nos atrae, lo bastante buenos, lo bastante in teresantes. Naturalmente, como sostiene con razón Sebastian Moore en Let This Mind Be in You [Tened los mismos sentimientos de Cristo], nunca desearíamos conocer-amar a otra persona si, en algún nivel, no sintiéramos que nosotros mismos somos deseables. Con todo, a menudo anulamos nuestro deseo de amistad o intimidad con otra persona por temor a que ella no corresponda a nuestro deseo. Este temor puede ser aún mayor cuando sentimos el deseo de conocer a Jesús. ¿Qué podrá ayudarnos a superarlo? Los capítulos anteriores han mostrado que la experiencia es la única respuesta. Si hemos mirado a los ojos de Jesús y hemos encontrado en ellos compasión y amor, perdón y calor, entonces tales experiencias despiertan aún más nuestro deseo de conocer a Jesús y nos aseguran que él quiere que seamos sus amigos. Este deseo se suscita, por ejemplo, cuando podemos identificarnos con Pedro en la escena de Juan 21 y sentimos que Jesús nos invita a ser sus compañeros, o cuando podemos oír que nos dirige estas palabras del relato joánico de la última cena: «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por los amigos. Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace el amo. A vosotros os he llamado amigos, porque os comuniqué cuanto escuché a mi Padre. No me elegisteis vosotros; yo os elegí y os destiné a ir y dar fruto, un fruto que permanezca; así, lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo concederé. Esto es lo que os mando, que os améis unos a otros». -Juan 15,13-17 Supongamos que tenemos este deseo de conocer-amar a Jesús. ¿Qué es lo que 81

queremos? Queremos desarrollar una amistad. Pero ¿cómo cultivamos una amistad? No se trata de estar hablando todo el tiempo, ni tampoco de pensar mucho en la otra persona; eso es una relación imaginaria. Tampoco se cultiva una amistad si estamos absortos en nosotros mismos. Para cultivarla, tratas de pasar tiempo con la otra persona y de decirle que te hable de ella. Esto implica mirar y escuchar, implica contemplar. Cuando miramos y escuchamos al otro, ¿qué queremos conocer? Queremos conocer el corazón del otro, lo que le gusta y lo que le desagrada, lo que ama y lo que odia, sus alegrías y sus tristezas. Trata de imaginar una relación sin corazón. Sería una relación con un robot. En las obras de ficción y en las películas, incluso a los robots se les atribuye alguna afectividad, algún sentimiento; de lo contrario serían aburridos y pesados. Por supuesto, quieres tener alguna información sobre la persona a la que quieres conocer mejor. Te gustará saber de dónde es, cuántos hermanos y hermanas tiene, a qué colegios ha ido, etcétera. Pero ¿te sentirás satisfecho con esto? ¿Qué más te gustaría conocer? Quizá quieras saber lo que la persona siente sobre su familia, su lugar de nacimiento, los colegios en los que ha estudiado. Quieres conocer su corazón: los estados de ánimo, las pasiones, lo que le gusta y lo que le desagrada, sus valores. Y, por último, quieres saber lo que ella siente hacia ti. De la misma manera, queremos saber qué y quién le preocupa a Jesús, cuáles son sus valores, qué ama y qué odia. Él no se limita a revelar información. Llora sobre Jerusalén y llama a los fariseos «sepulcros blanqueados». Le dice enfadado a Pedro: «¡Aléjate, Satanás!» (Mateo 16,23). Así, lo primero que hemos de decir sobre nuestra contemplación de Jesús es que cada uno de nosotros desea conocer su corazón. ¿Me amas? ¿Me perdonas? ¿Me cuidas del mismo modo que cuidaste a Israel? ¿Te complaces en aquello en lo que yo me complazco? ¿Qué valoras? ¿Cómo eres, Jesús? Dime cómo te sentiste en el huerto de Getsemaní o cuando lavaste los pies a los discípulos. En todas las meditaciones de los Ejercicios Espirituales, Ignacio dice al ejercitante que pida lo que desea, y en todos los casos el deseo es que Dios o Jesús revelen su propio corazón. Una vez que vemos que esta es la finalidad de la contemplación, comprendemos también que implica inmediatamente nuestro propio corazón. Las amistades son mutuas y requieren diálogo. Ya mi deseo de conocerle es afectuoso y puedo percibirlo muy profundamente, hasta tal punto que puedo sentirme desolado si no obtengo lo que deseo y, como santa Teresa, reprenderé a Jesús. Se dice que en una ocasión dijo a Dios: «Si tratas así a tus amigos, no es de extrañar que tengas tan pocos». Lo realmente asombroso es caer en la cuenta de que Jesús quiere conocerme y que yo lo conozca. Esto nos lleva de nuevo a la noción de la transparencia. La revelación de nuestro sí mismo no tiene lugar de golpe. De hecho, podemos tener miedo de pedir a Jesús que se revele totalmente y es posible que tengamos que decirle que vaya poco a poco. Pero conviene notar que la revelación del sí mismo significa permitir la posibilidad de ser cada vez más transparentes ante el otro, y esto pue de asustarnos. Tal vez no nos gusten algunos de los sentimientos que brotan en nosotros cuando nos relacionamos con Jesús, 82

y tampoco algunas de sus respuestas afectivas. No obstante, como sucede en todas las relaciones, nuestra relación con Jesús se hará más profunda a medida que los dos nos hagamos cada vez más transparentes; en otras palabras, cuando estamos dispuestos a ver a Jesús como él es realmente y le dejamos que nos vea como nosotros somos en realidad. Nuestra amistad con él se estancará si le ocultamos conscientemente algunos de nuestros afectos intensos o si tratamos de evitar algunos sentimientos que él expresa intensamente. He aquí una forma de aproximarnos mejor al conocimiento de Jesús: empiezo manifestándole mi deseo de conocerlo mejor, para amarlo más y seguirlo más de cerca. Después me siento y leo los diez primeros capítulos del Evangelio de Marcos; si es posible, sin interrupción. Dejo que los relatos evangélicos me afecten, toquen mi imaginación, despierten mis emociones, me hagan pensar y desear. Los evangelios no son manuales teológicos o libros históricos áridos. Son textos llenos de imaginación, escritos para despertar la fe, la esperanza y el amor de los lectores. Se piensa que el Evangelio de Marcos fue el primer evangelio escrito y está lleno de acción y de relatos. Por eso es un buen lugar para empezar a conocer mejor a Jesús. Después de terminar de leer los diez primeros capítulos, puedo reflexionar brevemente acerca de lo que me impresiona de Jesús. ¿Cómo he reaccionado frente a él? ¿Me ha gustado? ¿Qué destaca en mi memoria? Esas pri meras impresiones son importantes porque me dicen cómo Jesús viene hasta mí ahora, y tal vez de qué tengo que hablarle yo ahora. A veces, las personas observan que el ritmo es muy rápido, que Jesús es exigente. A veces, nos damos cuenta de que se retiraba a menudo a orar a su Padre, especialmente en los momentos importantes de su vida. En ocasiones nos impresiona su compasión, y otras veces participamos de su indignación e irritación, y de cómo responde a la indignación y la violencia de otros. A veces nos atrae su relación con los apóstoles y otras nos desanima su aspereza. En la oración será provechoso que volvamos sobre aquello que nos ha impactado con más fuerza en esa primera lectura y le pidamos a Jesús que haga más profundo nuestro conocimiento y amor a él, o que nos ayude a comprender aspectos de su persona que no nos agradan. Cuando leemos el evangelio de esta manera, con el deseo de conocer mejor a Jesús, confiamos en que él aprovechará nuestra contemplación para revelarnos aquel aspecto de su persona que necesitemos y podamos captar en ese momento. En otras palabras, confiamos en que al contemplar el evangelio nos estamos abriendo también nosotros mismos a un encuentro real con el Jesús vivo que aún quiere compañeros al menos tanto como en su vida pública. Confiamos también en que su Espíritu Santo se servirá de nuestra contemplación y nuestra imaginación para que el mismo Jesús se nos revele. Ignacio de Loyola anima a los ejercitantes a usar la imaginación cuando contemplan los evangelios, a fijarnos en las personas que intervienen en la escena, a escu char lo que están diciendo, a sentir los aromas, etcétera. Incluso aconseja al ejercitante que actúe 83

como siervo de la Sagrada Familia en la escena de la Natividad. Así pues, no hemos de tener miedo de dejar que nuestra imaginación vuele, confiando en que el Espíritu nos guiará. Tal vez algunas de las siguientes cuestiones te ayuden en tu intento de realizar esta forma de contemplación con la imaginación. ¿Desearía Jesús que yo estuviera con él mientras ora en el monte? ¿Quiere un hombro sobre el que llorar cuando se lamenta sobre Jerusalén? ¿Necesita también él desahogar sus sentimientos? ¿Qué puedo hacer por Jesús en el momento de su ignominia? ¿Quiere que esté con él en el huerto de Getsemaní? Una persona pasó ocho días completos de retiro con Jesús en la pasión, ayudándolo también a levantarse y seguir adelante. ¿Puedo enjugar su rostro o darle agua? ¿Sigue sufriendo aún mientras vive con personas que son torturadas por sus creencias? ¿Le gustaría hablar conmigo sobre sus sentimientos? ¿Qué siente él con respecto a mi compañía en esta forma de contemplación? Estas son solo algunas de las preguntas que pueden brotar en nosotros una vez que nos permitimos leer los evangelios con la imaginación, y con el deseo de conocer a Jesús mejor para amarlo más profundamente y seguirlo más de cerca.

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EN The Challenge of Jesus [El desafío de Jesús], John Shea dice que Jesús fue un judío del primer mandamiento: «Para Jesús, el Dios de la alianza es el Señor su Dios y no hay más dioses que él... Cada respiración de Jesús narra la historia de Dios. Su preocupación principal y el centro organizador de su personalidad y actividad es Aquel que lo envió» (1977, 63). Es bueno que recordemos que, sea lo que sea lo que digamos de Jesús, nunca debemos perder de vista el hecho de que era (y es) un ser humano, un ser humano muy especial, un judío nacido en Palestina, sometida al imperio romano, un judío creyente cuyo centro no estaba en él, sino en Yahvé, el único y verdadero Dios. Debido a la historia, la tradición y la enseñanza a las que hemos estado expuestos, la mayoría de los cristianos tendemos a subrayar la divinidad de Jesús y a olvidar su humanidad. No obstante, el problema plan teado para los primeros discípulos y sus seguidores no era cómo Dios podía hacerse ser humano, sino más bien cómo encontrar sentido a la experiencia que tenían de este judío, llamado Jesús, especialmente después de la resurrección. Ellos experimentaron la presencia del mismo Jesús con el que habían caminado y comido en Palestina, y les pareció que era como tener experiencia del mismo Dios. Necesitamos la ayuda del Espíritu para experimentar ese mismo misterio, para tener experiencia de Jesús como un verdadero ser humano que, no obstante, es el Hijo de Dios. Una manera de dar al Espíritu la oportunidad de conducirnos en esta dirección es contemplar los evangelios con el deseo del que hemos hablado en el capítulo anterior, el deseo de conocerlo mejor para amarlo más y seguirlo más de cerca. Otra manera de traducir el mismo deseo es la pregunta: ¿cómo eres Jesús? Propongo tomar algunos pasajes del Evangelio de Marcos y señalar posibles respuestas a la pregunta que acabamos de hacer. Para ello, me remito a mi experiencia de contemplación del evangelio, pero también a mi recuerdo de experiencias que me han descrito muchas personas en el marco de los retiros y de la dirección espiritual. Lo hago con cierto temor y temblor por el peligro de que algunos consideren que estas experiencias son normativas. No obstante, el único medio que conozco de invitar a los lectores a explorar posibilidades consiste en señalar algunas de las maneras en que Jesús se reveló a sus contemporáneos. Al mismo tiempo, tengo que hacer una advertencia: ninguna experiencia de otra persona es normativa para mí o para ti. Toda amistad es única; lo que sucede entre tú y yo no ha sucedido nunca antes exactamente igual, porque tú y yo somos únicos. Así, nuestra relación es única y su unicidad constituye nuestra amistad. Lo mismo sucede con cada una de las personas que se relacionan con Jesús; ninguna de ellas es una repetición de algo previo. Una de las razones por las que la dirección espiritual es tan interesante para mí es que cada persona tiene una historia nueva que contar sobre la relación con Dios o con Jesús. Hecha esta advertencia, examinemos una selección de pasajes del Evangelio de Marcos. 86

En este primer momento no me detengo en el bautismo de Jesús, que constituye su entrada en la escena del evangelio. Volveremos a él más tarde. Inmediatamente después del bautismo leemos: «Cuando arrestaron a Juan, Jesús se dirigió a Galilea a proclamar la Buena Noticia de Dios. Decía: "Se ha cumplido el plazo y está cerca el reinado de Dios. Arrepentíos y creed en la Buena Noticia"» (Marcos 1,14-15). No asociamos con frecuencia las nociones de conversión y buena noticia. ¿Qué quiere decir Jesús? En cierto sentido, el resto del evangelio responde a esta pregunta. Dios se ha acercado absolutamente en Jesús, y esta cercanía exige un cambio de corazón y de mente sobre nosotros mismos y sobre Dios; en efecto, esa cercanía es buena noticia. En una ocasión, al final de una celebración litúrgica todos entonamos este canto:

Me resultó difícil cantar por las lágrimas de alegría al darme cuenta de cómo Jesús es 87

una buena nueva para mí. La intimidad con él me deleita y me sobrecoge de gratitud. Y supongo que la popularidad de esta canción significa que otros comparten los mismos sentimientos. En la sección siguiente del evangelio, Jesús ve a Simón y su hermano Andrés, y después a Juan y a su hermano Santiago. A las dos parejas de hermanos les dice simplemente: «Seguidme», y ellos dejan las redes y lo siguen (Marcos 1,17). Aun cuando no conozcamos en detalle la llamada histórica de los cuatro primeros discípu los, percibimos aún la presencia de una personalidad muy atrayente. ¿Cómo era? ¿Cómo es para mí? Los relatos de héroes míticos han ejercido siempre una gran atracción sobre los seres humanos. Nos encanta leer sobre (o ver en las películas a) los grandes líderes que reúnen multitudes a su alrededor para vencer al mal. La Ilíada y la Odisea de Homero, la Eneida de Virgilio, las leyendas del rey Arturo y sus caballeros y otras muchas continúan ejerciendo atracción sobre nosotros. La atracción que sentimos hacia el héroe de las películas occidentales es del mismo tipo. En los últimos años, la enorme popularidad de la trilogía de J.R.R Tolkien El Señor de los anillos da fe de ese mismo impulso. En los Ejercicios Espirituales, Ignacio cuenta con este impulso primitivo cuando pide al ejercitante que reflexione sobre un rey imaginario que se parece bastante al rey Aragorn de El señor de los anillos. Después, en efecto, dice: «Jesús es aún mejor que tus sueños». ¿Sentimos alguna forma de entusiasmo ante la posibilidad de encontrar a Jesús mientras arden en nosotros tales esperanzas? Las escenas que siguen a la llamada de los primeros discípulos les muestran algo de la personalidad de Jesús. Él expulsa el demonio y cura la enfermedad de la suegra de Pedro y las de otras muchas personas. ¿Qué clase de hombre es este? ¿Qué nos revela sobre sus esperanzas, sobre sus sueños? Al salir para orar «muy de madrugada, cuando todavía estaba oscuro», ¿qué experiencia pudo tener este judío del primer mandamiento (Marcos 1,35)? Tal vez queramos pedirle que nos enseñe cómo orar, igual que hicieron más tarde los discípulos. ¿Cómo es él? «Se le acercó un leproso y [arrodillándose] le suplicó: "Si quieres, puedes sanarme". Él se compadeció, extendió la mano, lo tocó y le dijo: "Lo quiero, queda sano". Al punto se le fue la lepra y quedó sano» (Marcos 1,40-42). Una traducción de las palabras de Jesús reza: «Por supuesto que quiero». Si Jesús es la revelación de Dios, entonces aquí vemos la reacción humana de Dios frente al sufrimiento humano, del mismo modo que el severo reproche de Jesús al espíritu inmundo es la reacción humana de Dios frente a la presencia del mal en el mundo. El capítulo 2 y el comienzo del capítulo 3 del Evangelio de Marcos nos muestran las acciones que llevarán a Jesús a la cruz. Jesús perdona los pecados, come y bebe con recaudadores de impuestos y pecadores (y rechaza a quienes se ofenden por esta forma 88

de comensalidad), se declara Señor del sábado y, por último, sana a un hombre con una mano seca en sábado - ¡y en la sinagoga!-. «Los fariseos salieron inmediatamente y deliberaron con los herodianos cómo acabar con él» (Marcos 3,6). ¿Cómo es él? ¿Qué te parece? ¿Cómo reaccionas cuando ves que «los miró indignado, aunque dolorido por su obstinación» (Marcos 3,5)? Jesús «subió a la montaña, fue llamando a los que él quiso y se fueron con él. Nombró a doce [a quienes llamó apóstoles] para que convivieran con él y para enviarlos a predicar con poder para expulsar demonios» (Marcos 3,13-15). ¿Cómo es él cuando elige a sus seguidores más próximos? ¿Cómo te sientes cuando contemplas cómo los elige? ¿Quieres ser elegido? ¿Temes que pase de largo ante ti? ¿Temes que pueda elegirte? Nótese que los Doce son elegidos para hacer las mismas cosas que Jesús ha estado haciendo: predicar la buena nueva y expulsar demonios. Pueden experimentar en su propia carne que recibirán el mismo trato que Jesús si lo siguen. ¿Qué siente Jesús hacia Judas Iscariote, «el que le traicionó» (Marcos 3,19)? Hay una cosa segura: cuando elegimos mal a los amigos o a las personas en quien confiar, Jesús puede comprendernos porque a él le pasó lo mismo. ¿Cómo se siente Jesús cuando su familia piensa que no está cuerdo y los jefes religiosos de su pueblo piensan que está poseído por un demonio? Si alguna vez hemos sido mal comprendidos o falsamente acusados, entonces tenemos alguna idea de lo que él pudo sentir, pero también podemos pedirle que nos revele cómo se sintió y afrontó sus sentimientos. Cuando poco después mira a su alrededor y dice: «Mirad, estos son mi madre y mis hermanos. [Porque] el que haga la voluntad de Dios, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre» (Marcos 3,34-35), ¿te sientes incluido en el grupo de las personas miradas por Jesús? ¿Qué sentimientos se despiertan en ti? ¿Qué siente él hacia ti al incluirte en el círculo? ¿Quién más está incluido en el grupo? Al mirar a su alrededor, una persona se dio cuenta de que el círculo incluía no solo a muchos de sus amigos, sino también a muchas personas a quienes no conocía y a otras que no le resultaban agradables. ¿Qué clase de hombre es este que incluye entre sus familiares a tantos géneros diferentes de personas? Pasemos ahora al capítulo 5 del evangelio y a la curación del hombre poseído por un demonio. Al leer el pa saje, observa la violencia del hombre y su fuerza. Imagina lo aterrorizado que estarías si te encontraras cerca de él. Después observa cómo Jesús se acerca a él sin protección alguna. Parece que ese mal tan poderoso no le da miedo. ¿Qué clase de hombre es este? Quizá podamos comprender por qué los testigos «se asustaron... [y] empezaron a suplicarle que se marchara de su territorio» (Marcos 5,1517). ¿Cómo reaccionas cuando Jesús se niega a permitir al hombre curado que se quede con él? En el capítulo 6 se narra el martirio de Juan el Bautista. ¿Cómo se sintió Jesús cuando recibió la noticia de este crimen terrible, este acto caprichoso de crueldad que 89

segó la vida de un hombre tan bueno en su mejor momento? Quizás él sepa qué se siente cuando perdemos demasiado pronto a nuestros seres queridos, cuando la vida parece tan caprichosa. En el capítulo 7 encontramos a un Jesús muy extraño en la escena de la mujer sirofenicia (Marcos 7,24-30). Nos parece que Jesús es cruel e insensible cuando esta mujer no judía le pide que expulse el demonio de su hija, y él le responde: «Deja que primero se sacien los hijos. No está bien quitar el pan a los hijos para echárselo a los perritos». Sea cual sea la forma en que tratemos de explicar estas palabras, parece que nos dicen que Jesús era un ser humano limitado que tenía algo que aprender del amor y de la fe de esta mujer pagana. En esta escena vemos, en una cruda descripción, que, al parecer, la visión que Jesús tiene de su misión está limitada por su raza y su religión. En esto es solamente humano. Todos los seres humanos están limitados por su nacimiento, su fa milla, su nacionalidad, su cultura y su religión. Pero Jesús es libre para escuchar la respuesta de la mujer y cambia de opinión, aprende algo. Esta es una manera de contemplar la escena. ¿Qué impresión te produce Jesús? En los capítulos que están unidos por la curación de dos ciegos, entre Marcos 8,22 y 10,52, vemos que Jesús va tomando mayor conciencia del desenlace inminente. Predice su pasión y su muerte tres veces; parece que está decidido a comunicar a sus discípulos lo que le va a suceder. Pero las tres veces ellos están, en efecto, ciegos. Después de la primera predicción, Pedro niega que tal cosa pueda suceder; después de la segunda, los apóstoles discuten en el camino acerca de quién de ellos es el mayor; después de la tercera, Santiago y Juan se acercan a él y le piden que les conceda sentarse a su derecha y a su izquierda en el reino, con lo cual provocan la indignación de los otros diez. ¿Cómo se siente Jesús cuando trata de hacerles comprender lo que está sucediendo? ¿Tiene la esperanza de que ellos comprendan y le ofrezcan alguna compañía en su aflicción? ¿Cómo se siente cuando ve que se acercan nubes tormentosas? ¿Qué sientes hacia él? Para terminar, contemplemos la escena de la transfiguración (Marcos 9,2-8), con su referencia evidente al bautismo de Jesús en el Jordán (Marcos 1,9). En el bautismo leemos: «En cuanto salió del agua, [Jesús] vio el cielo abierto y al Espíritu bajando sobre él como una paloma. Se escuchó una voz del cielo que dijo: "Tú eres mi Hijo querido, mi predilecto"» (Marcos 1,10-11). ¿Cómo se sintió Jesús cuando escuchó estas palabras, él que era el judío del primer mandamiento? Podemos pedirle que nos lo revele. Ahora, en la transfiguración, Jesús tiene otra experiencia profunda de Dios. Al menos, podemos leer la escena de este modo, aun cuando algunos comentaristas la ven como una aparición pospascual trasladada a la vida pública. Jesús acaba de predecir la pasión por primera vez, y puede sentir el odio y la malacia que empiezan a rodearlo. En esta encrucijada crítica oye de nuevo palabras similares: «Este es mi Hijo querido. Escuchadle» (Marcos 9,7). ¡Qué gran consuelo debieron ser estas palabras para él! Después de todo, son los jefes de la religión de Dios los que tratan de matarlo. ¿Pudo tener dudas sobre el curso de los acontecimientos? Conozco a personas que han llorado de alegría porque Jesús 90

escuchó estas palabras de cordialidad, amor y consuelo de Dios en esta hora oscura. Y han sentido que el recuerdo de esta experiencia lo sostuvo en el huerto de Getsemaní. ¿Qué impresión te produce esta escena? ¿Cómo te imaginas a Jesús?

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EN cualquier amistad íntima, los amigos comparten valores entre sí. De hecho, asumen gradualmente los valores de los demás, a veces por ósmosis, incluso sin proponérselo. Los amigos íntimos llegan a compartir gustos y valores en ámbitos como la comida, el vestido, las lecturas, la política, el arte e incluso los amigos. A medida que conocemos mejor a Jesús, empezamos a percibir no solo como es, sino también qué valora. En este capítulo quiero señalar algunas formas de prestar atención a los valores de Jesús. En el capítulo anterior observamos, con John Shea, que Jesús era un judío del primer mandamiento. Dios es su primer valor, y junto a él no hay ninguno más. «Maestro, ¿cuál es el precepto más importante en la ley? Le respondió: "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, y con toda tu mente. Este es el precep lo más importante"» (Mateo 22,36-38). Así, muestra en la práctica que su compromiso con este mandamiento estaba profundamente arraigado. «Llegaron a Jerusalén y, entrando en el templo, se puso a echar a los que vendían y compraban en el templo; volcó las mesas de los cambistas y las sillas de los que vendían palomas, y no dejaba a nadie transportar objetos por el templo. Y les explicó: "Está escrito: Mi casa será casa de oración para todas las naciones; en cambio vosotros la habéis convertido en cueva de asaltantes"». -Marcos 11,15-17 El primer mandamiento está escrito en su corazón y en su alma. Jesús valora el tiempo con Dios. Pasó cuarenta días en el desierto antes de comenzar su ministerio público. Se retiraba regularmente para orar. «Muy de madrugada, cuando todavía estaba oscuro, se levantó, salió y se dirigió a un lugar despoblado, donde estuvo orando» (Marcos 1,35). Después de dar de comer a cinco mil, Jesús «enseguida obligó a sus discípulos a que se embarcaran y lo precedieran a la otra orilla, a Betsaida, mientras él despedía a la gente. Cuando se despidió de ellos, se retiró al monte a orar» (Marcos 6,45-46). Oró en la transfiguración y en el huerto de Getsemaní. Y en el Evangelio de Lucas leemos: «Una vez estaba en un lugar orando. Cuando terminó, uno de los discípulos le pidió: "Señor, enséñanos a orar como Juan enseñó a sus discípulos"» (Lucas 11,1). Los discípulos observaron cómo Jesús oraba y quisieron aprender de él. El hecho de que Jesús ora ra tanto indica que la oración era un valor para él, algo que quería hacer, le gustaba hacer, quizá incluso necesitaba hacer. Este hecho nos dice algo acerca de la experiencia que Jesús tenía de Dios: se sentía atraído por él.

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Y su respuesta al discípulo que le pidió que les enseñara a orar nos introduce a él y a nosotros en su vida interior. Dios es Abbá, Padre querido. Podríamos igualmente decir Madre querida, porque Dios no tiene género. Lo importante es que Jesús tiene experiencia de Dios, el único Dios, el Creador del universo, el Santo, el Formidable, como un padre lleno de ternura, calor y amor. Es más, este Dios es también nuestro Abbá: «Cuando oréis, decid: "Padre, sea respetada la santidad de tu nombre, venga tu reinado"» (Lucas 11,2). Incluso en su agonía en el huerto y en la cruz, Jesús sigue llamando Abbá a Dios. Aun en esta situación extrema, él confía aún en que Dios es Abbá: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lucas 23,46). Esta es la medida de su confianza en el Dios con el que pasó tanto tiempo durante su vida. Tenemos otra perspectiva de la gran profundidad con que Jesús tuvo experiencia de Dios como Abbá en la ira que sentía hacia los jefes de la religión de Dios porque no solo habían acaparado a Dios para ellos, sino que incluso habían cargado a otros con su idea falsa de Dios. «Vosotros los fariseos limpiáis por fuera la copa y el plato, cuando por dentro estáis llenos de robos y malicia. ¡Necios! El que hizo lo de fuera, ¿no hizo también lo de dentro? Dad, más bien, lo interior en limosna y tendréis todo limpio. ¡Ay de vosotros, fariseos, que pa gáis el diezmo de la hierbabuena, de la ruda y de toda clase de verduras y descuidáis la justicia y el amor de Dios! Eso es lo que hay que observar sin descuidar lo otro. ¡Ay de vosotros, fariseos, que buscáis los asientos de honor en las sinagogas y los saludos por la calle! ¡Ay de vosotros que sois como sepulcros sin señalar, que los hombres pisan sin darse cuenta! Un doctor de la ley tomó la palabra y le contestó: "Maestro, al decir eso, nos ofendes". Jesús contestó: ` ¡Ay de vosotros también, doctores de la ley, que imponéis a los hombres cargas insoportables mientras vosotros no arrimáis un dedo a las cargas! ¡Ay de vosotros que construís mausoleos a los profetas que habían asesinado vuestros antepasados! Así os hacéis testigos y cómplices de lo que hicieron vuestros antepasados; pues ellos los mataron y vosotros construís los mausoleos. Por eso dice la Sabiduría de Dios: Les enviaré profetas y apóstoles; a algunos los matarán y perseguirán. Así se pedirá cuenta a esta generación de toda la sangre de profetas derramada desde la creación del mundo: desde la sangre de Abel hasta la de Zacarías, asesinado entre el altar y el santuario. Sí, os aseguro que a esta generación, se le pedirán cuentas de todo esto. ¡Ay de vosotros, doctores de la ley, que os habéis quedado con la llave del saber: vosotros no entrasteis y a los que entraban les cerrasteis el paso!"». -Lucas 11 ,39-52 94

Jesús descargó airadamente su indignación sobre aquellos que impedían que el pueblo conociera la verdadera naturaleza de Dios. Jesús mostró también con sus acciones quién es Dios. Porque conocía a Dios de una manera tan íntima, Jesús tendió la mano, lleno de compasión, para tocar a los leprosos, para sanar a los enfermos, para dar la vista a los ciegos: «Jesús recorría todas las ciudades y pueblos, enseñando en sus sinagogas, proclamando la Buena Noticia del reino y sanando toda clase de enfermedades y dolencias. Viendo a la multitud, se conmovió por ellos, porque andaban maltrechos y postrados, como ovejas sin pastor» (Mateo 9,3536). Y en otra ocasión dice: «¡Te alabo, Padre, Señor de cielo y tierra, porque, ocultando estas cosas a los sabios y entendidos, se las diste a conocer a la gente sencilla! Sí, Padre, esa ha sido tu elección. Todo me lo ha encomendado mi Padre: nadie conoce al Hijo sino el Padre; nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo decida revelárselo. Acudid a mí, los que andáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy tolerante y humilde de corazón, y os sentiréis aliviados. Porque mi yugo es llevadero y mi carga es ligera». -Mateo 11,25-30 Y comía con recaudadores de impuestos, prostitutas y otros pecadores. ¿Por qué? «No tienen necesidad del médico los que tienen buena salud, sino los enfermos» (Lucas 5,31). En otras palabras, Dios es Abbá también de los marginados, los parias de la sociedad y de la religión oficial. El sermón de la Montaña (Mateo 5,1-7,29) constituye una fuente principal para conocer lo que Jesús valora. Podemos dedicar toda la vida a meditar y reflexionar sobre estos capítulos pidiendo que se nos conceda asumir la mentalidad y el corazón de Jesús. También podemos seguir contemplando los evangelios, deseando conocer a Jesús, amarlo más y seguirlo más de cerca. Seguirlo más de cerca significa vivir según sus valores, ser una persona del primer mandamiento, pero también vivir el segundo gran mandamiento: «Amarás al prójimo como a ti mismo» (Mateo 22,39). El significado pleno de este mandamiento y, por tanto, lo que para Jesús es más importante después de Dios, se nos muestra en la escena del juicio final de Mateo 25,31-46. Leamos esa gran parábola al final de este capítulo: «Cuando el Hijo del Hombre llegue con majestad, acompañado de todos sus ángeles, se sentará en su trono de gloria y ante él comparecerán todas las naciones. Él separará a unos de otros, como un pastor separa las ovejas de las cabras. Colocará a las ovejas a su derecha y a las cabras a su izquierda. Entonces el rey dirá a los de la derecha: "Venid, benditos de mi Padre, a heredar el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve 95

hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, era inmigrante y me acogisteis, estaba desnudo y me vestisteis, estaba enfermo y me visitasteis, estaba encarcelado y vinisteis a verme". Los justos le responderán: "Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te alimentamos, sediento y te dimos de beber, inmigrante y te recibimos, desnudo y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o encarcelado y fuimos a visitarte?". El rey les contestará: "Os aseguro que lo que hayáis hecho a uno solo de estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis"». -Mateo 25,31-40 ¿Con quién se identifica Jesús? Con los hambrientos, los sedientos, los extranjeros, los desnudos, los enfermos, los encarcelados, los más pequeños de sus hermanos y hermanas. Si amamos a estos hermanos y hermanas con un amor efectivo que trata de aliviar sus cargas, entonces amamos a Jesús. Si no tratamos de aligerar sus cargas, entonces, dice Jesús, no lo amamos. Este es, en efecto, un dicho duro, especialmente en un mundo como el nuestro, donde somos muy conscientes de los sufrimientos de muchos millones de hermanos y hermanas de Jesús gracias a los medios de comunicación. Si al final nos encontramos con unas palabras tan duras, tal vez deseemos no haber estado nunca interesados en conocer los valores de Jesús, porque la tarea parece imposible. Tal vez todos sintamos que van a ponernos con las cabras. ¿Cómo podemos responder? En primer lugar, debemos damos cuenta de que lo que pedimos es conocer los valores de Jesús para amarlo más y seguirlo más de cerca. No podemos cambiar nuestros corazones con un acto de voluntad. Si Jesús nos revela cuáles son esos valores, entonces él nos dará también el deseo de querer compartirlos, el deseo de recibir un corazón como el suyo. En otras palabras, estamos pidiendo un don. En su autobiografía The Sacred Journey [El viaje sagrado], Frederick Buechner, narra un acontecimiento que arroja luz sobre nuestra perplejidad. Acababa de firmar un contrato para su primera novela en los despachos de la editorial Alfred Knopf. Al salir de la editorial, se encontró con un antiguo compañero de clase que trabajaba co mo recadero. Escribe Buechner: «Yo pensaba que estaba a punto de conseguir la fama y la fortuna, pero en vez de sentir orgullo o creerme superior a los demás, recuerdo que me sentí invadido por un sentimiento grande e imprevisto de algo que se podría calificar de tristeza, casi vergüenza». Buechner reflexiona sobre su suerte y la falta de suerte de su antiguo compañero. Se despiden sin decirse muchas cosas el uno al otro. Entonces Buechner medita: «Todo lo que puedo decir ahora es que algo pequeño pero inolvidable sucedió en mi interior como resultado de aquel encuentro casual - un pequeño presentimiento de la verdad según la cual, a largo plazo, no puede haber verdadera alegría para nadie hasta que haya alegría finalmente para todos - y no tengo ningún mérito por ello... Lo que sentí era algo mejor y más verdadero que lo que yo era entonces, o lo que soy ahora, y sucedió, quizá como todas las demás cosas semejantes, 96

como un don» (1982, 97). Lo que podemos hacer es contemplar la vida y los valores de Jesús con la esperanza y la confianza en que, como Buechner, se nos dará el don de un corazón compasivo, de modo que seremos solidarios con todos los hermanos y hermanas desafortunados, y no apartaremos la mirada de su situación de necesidad. La compasión es el comienzo de la acción. En segundo lugar, podemos animarnos con el hecho de que los apóstoles vivieron codo a codo con Jesús durante tres años y, sin embargo, no conocían realmente sus valores. Cuando los samaritanos no recibieron a Jesús en su ciudad, Santiago y Juan le pidieron: «Señor, ¿quieres que mandemos que caiga un rayo del cielo y acabe con ellos? Él se volvió y los reprendió» (Lucas 9,54-55). Porque es un don que estamos pidiendo, hemos de ser pacientes con nosotros mismos mientras esperamos ese don. Al mismo tiempo, no tratamos de desviar la mirada del hambre y la sed, de las personas sin techo y enfermas en medio de nosotros y en las pantallas de nuestros televisores. Pedimos la gracia de ser capaces de mirar a nuestro mundo tal como es realmente, con los ojos compasivos de Jesús, y la gracia de tener el corazón y la iniciativa para hacer lo que está en nuestras manos con el fin de aliviar las cargas, deshacer los agravios y consolar a los desconsolados. Si seguimos contemplando a Jesús y pidiendo el don de compartir sus valores, podemos estar seguros de que su gracia no nos faltará.

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PODEMOS concluir nuestra exposición sobre el desarrollo de la intimidad con Dios y con Jesús centrándonos en una cuestión que surge en la mayoría de nosotros cuando entablamos una amistad. Mi amigo ¿aprecia mi presencia y mi amistad? Sé que estoy gozoso de conocer y amar a Jesús, pero ¿cómo se siente él hacia mí? ¿Damos a Jesús la oportunidad de decirnos lo que significa nuestra amistad para él? En mi experiencia de dirección espiritual me di cuenta de que me resistía extrañamente a darle esa oportunidad. Otras personas pueden notar la misma resistencia defensiva en ellas. Reflexionemos un poco sobre este fenómeno. Esta resistencia puede ser el resultado del miedo que sentimos al pensar que, aun cuando Jesús es feliz porque nosotros somos felices, para él cada uno de nosotros es solamente uno más en la muchedumbre. Creo que algu nas personas ven a Jesús como el gran filántropo que distribuye dones y favores, pero ni necesita nuestra amistad ni se siente muy afectado por ella. Recientemente, en un retiro empecé a sentir que Jesús estaba agradecido por mi amistad. Casi inmediatamente recordé las palabras de Jesús en el Evangelio de Lucas: «Lo mismo vosotros; cuando hayáis hecho cuanto os han mandado, decid: "Somos siervos inútiles, solo hemos cumplido nuestro deber"» (Lucas 17,10). Pero después sentí que Jesús decía algo como esto: «Si quieres, puedes considerarte un siervo inútil, pero ¿no sería yo un ingrato si no estuviera agradecido a las personas que me han dado su amistad, han trabajado conmigo y han sufrido conmigo?». Entonces comprendí que Jesús es realmente humano y que es profundamente humano ser felices y sentirnos agradecidos cuando somos amados. Después de todo, la amistad es mutua. También podemos resistirnos a dar a Jesús una oportunidad para que nos diga cuánto aprecia nuestra amistad, porque huimos de esa clase de intimidad. Queremos ser amados, cuidados y apreciados, pero hay algo en nosotros que nos asusta al recibir una declaración de amistad de un amigo. Esto es al menos lo que yo puedo decir por experiencia propia. Parte de mi reticencia a dar a Jesús una oportunidad para que me diga lo que él siente hacia mí procede de ese dinamismo, que actúa en muchas relaciones. Yo encajo bastante bien en la descripción del «2», uno de los nueve tipos de personalidad en el enneagrama sufí: «Los "2" evitan reconocer que tienen necesidades... Se enorgullecen de ser atentos, sobre todo hacia las personas especiales para ellos. Por lo que respecta a ellos mismos, no admiten que necesitan la ayuda de otros, ni que tienen necesidades que ellos mismos deberían atender» (Beesing, Nogosek y O'Leary 1984, 11). Por supuesto, las personas con este tipo de personalidad necesitan aprecio y amor; sencillamente les resulta difícil admitirlo ante los demás - e incluso ante sí mismas - y pedir lo que necesitan. Necesité mucho tiempo para decir directamente a Jesús: «Cuéntame lo que 99

sientes hacia mí», y después quedarme esperando una respuesta. Si queremos ser amigos de Jesús y Jesús quiere ser amigo nuestro, entonces tenemos que darle la oportunidad de expresar su solicitud y preocupación por nosotros, al igual que él nos da la oportunidad de decirle cuánto lo necesitamos y apreciamos. Cuando las personas le dan esta oportunidad, parece que él se complace en ello. Nuestra reticencia a dársela podría ser el último esfuerzo que hace nuestra ambivalencia hacia la intimidad con Dios para afirmarse. Cuando tomemos conciencia de esta resistencia, podemos pedir al Señor la gracia de ser suficientemente libres para presentar nuestra temerosa necesidad de salvarnos y de demostrar que somos dignos de su amor. Semejante libertad abrirá la puerta a una intimidad cuya hondura supera todo lo que podemos imaginar.

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Index Prólogo a la segunda edición 1. Nuestra ambivalencia hacia Dios 2. Sentirse aceptado: la experiencia fundamental 3. Crecer en transparencia 4. Oír a Dios 5. Revelar nuestras necesidades 6. Desahogar el corazón 7. Sentimientos de indignación y venganza 8. Sobre la revelación del pecado 9. El perdón del pecado 10. Expresar la gratitud 11. Escribir nuestro propio salmo de acción de gracias 12. Llegar a conocer a Jesús 13. ¿Cómo es Jesús? 14. ¿Qué valora Jesús? 15. Conclusión Bibliografía citada Para seguir leyendo Las palabras de los israelitas a Moisés en el desierto pueden representar al menos una parte de nues

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