Brenan, Gerald - La Faz de España

November 15, 2023 | Author: Anonymous | Category: N/A
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Gerald Brenan

LA FAZ DE ESPAÑA

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Título original: THE FACE OF SPAIN Traducción de DOMINGO SANTOS Foto de la portada: P. JULIA (DIARIO "EL PAÍS") Primera edición: Abril, 1985 Reservados todos los derechos © Gerald Brenan Copyright de la traducción española: © 1985, PLAZA & JANES EDITORES, S.A. Virgen de Guadalupe, 21-33. Esplugues de Llobregat (Barcelona) Este libro se publicó originalmente en inglés con el título de THE FACE OF SPAIN Printed in Spain - Impreso en España ISBN: 84-01-35128-6 - Depósito Legal: B. 11807-1985 Impreso por Primer Industria Gráfica, S.A. Sant Vicenc deis Horts

Barcelona

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ÍNDICE Nota de los Editores............................................................... 4 Prefacio ............................................................................... 6 1. Madrid........................................................................... 10 2. Córdoba ......................................................................... 18 3. Las ciudades altas de Andalucía ........................................ 29 4. Málaga........................................................................... 39 5. Churriana....................................................................... 50 6. Granada......................................................................... 64 7. Córdoba y Sierra Morena.................................................. 78 8. La Mancha ..................................................................... 90 9. Badajoz.......................................................................... 98 10. Mérida........................................................................... 106 11. Talavera y Toledo ............................................................ 117 12. Aranjuez y Madrid........................................................... 131

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NOTA DE LOS EDITORES Desde que fuera rescatado del asilo donde permanecía en Londres y adoptado oficialmente por el pueblo de Alhaurín, en plena Hoya de Málaga, Gerald Brenan, al que muchos conocen ya por Don Geraldo de Alhaurín, se ha hecho inmensamente popular en nuestro país. Olvidado por el Régimen franquista a causa de sus ideas de izquierdas, es sin embargo uno de los más profundos hispanistas ingleses, un gran conocedor de España, en la que vivió durante varios años hasta estallar la Guerra Civil, y a la que no ha dejado de amar y visitar frecuentemente desde entonces. Obras suyas como La literatura del pueblo español, que el poeta Gabriel Ferrater considera como «la mejor historia de la literatura española, o El laberinto español, publicada recientemente en esta misma editorial, y que constituye un profundo análisis político de nuestro país, han conseguido finalmente la difusión y el eco que merecen. La faz de España es, aparentemente, un libro de viajes. Narra el periplo de Brenan por el centro y el sur de España en 1949, en un viaje de recuperación después de haber tenido que marcharse precipitadamente del país en plena guerra. Pero es mucho más que eso. Es, además de un viaje material, un viaje espiritual, un reencuentro con paisajes, gentes y situaciones muy profundamente clavadas en su corazón. Y es, sobre todo, un apasionado análisis de la situación de nuestro país en aquellos difíciles tiempos de la postguerra, cuando el bloqueo internacional, la corrupción de un Régimen, las huellas de las atrocidades de una cruenta guerra, la división aún latente de las dos Españas, la miseria y el estraperlo, eran una máscara que ensombrecía la faz de la península. Mirando debajo de esta máscara, Brenan nos ofrece aquí una visión lúcida, desgarradora, pero entrañable de lo que era España al filo del medio siglo. Hoy, treinta y cinco años después de haber sido escrita, esta obra es al mismo tiempo un documento imprescindible para conocer la España de la postguerra, y un libro de viajes que nos hace recorrer, de la mano del amor, una de las zonas más hermosas de nuestra geografía.

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A Gamel

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PREFACIO Este libro es la narración de un viaje que mi esposa y yo hicimos en 1949 por el centro y el sur de España. La zona que cubrimos no era completamente nueva para ninguno de los dos. En mi juventud pasé unos seis o siete años en Andalucía. Cuando me casé compramos una casa cerca de Málaga, y desde ella contemplamos la confusión y el horror de las fases preliminares de la Guerra Civil. Luego, a nuestro regreso a Inglaterra, mi esposa escribió un relato de nuestras experiencias, mientras yo producía dos voluminosos libros..., uno sobre historia y política españolas y el otro sobre literatura española. Pero trece años son mucho tiempo —el suficiente como para que uno se pregunte si lo sabe o lo recuerda todo—, y cuando regresamos el año pasado mi mente estaba llena de interrogantes. ¿Cómo era realmente España? ¿Cuál era el carácter de la cultura y la civilización españolas? ¿Cómo compararlas con las francesas e inglesas? Para responder a esas preguntas decidí llevar un Diario en el cual registrar cada día mis experiencias e impresiones. Así lo hice, y este libro ha sido confeccionado a partir de ese Diario. Pero la España de Franco, dirán ustedes, posee un interés especial. Hemos estado insultándola en el Parlamento y en la Prensa durante muchos años, pero pocos ingleses tienen una idea precisa de lo que es vivir en ella. Arrojar un poco de luz sobre este aspecto puede ser valioso. Sin embargo, no formaba en absoluto parte de mi plan original hacerlo. Me sentía cansado de la política —especialmente de la desesperada política de la Península—, y deseaba dedicar mi atención a los rasgos más permanentes y característicos del país. Los Regímenes, me decía a mí mismo, vienen y van, pero lo que realmente importa en España no cambia nunca. De todos modos, al cabo de muy poco descubrí, con un cierto desánimo, que era imposible mantener una tal actitud. Porque esto es lo que ocurrió: desde el momento de nuestra llegada a España hasta el momento de nuestra partida nos vimos asediados por gente que deseaba hablar con nosotros acerca de la situación política. Nunca he estado en un país cuyos ciudadanos se mostraran tan ansiosos por expresar sus puntos de vista sobre su Gobierno, Y puesto que muchas de esas conversaciones fueron reflejadas en mi Diario, he transcrito una selección de ellas para ustedes..., un número suficiente, creo, como para darles una idea de lo que sienten y piensan los españoles de la calle en el momento actual. El cuadro que emerge de todo ello es deprimente. Los españoles de todas las clases y todas las ideologías políticas se sienten desanimados y exasperados. Aquellos que permitieron que su fanatismo arrancara lo mejor de ellos durante la Guerra Civil se sienten a menudo obsesionados por sentimientos de culpabilidad, porque no hay peor resaca que la que sigue a una guerra civil y a un reinado del terror. La extendida corrupción causa vergüenza y desánimo, el sistema de controles del Gobierno es la desesperación de los hombres de negocios, mientras que la fuerte inflación ha reducido a las clases medias y medias bajas a pasar grandes estrecheces y a los obreros del campo a la inanición. La sensación que da la España de hoy es la de un país cuyo camino, no diré a la prosperidad, sino simplemente a unas condiciones humanamente tolerables, se halla bloqueado. Esto hace que me formule una pregunta. A lo largo de este libro he descrito lo que he visto y he registrado lo que se me ha dicho, pero he efectuado muy pocos comentarios. ¿Debo dejar el asunto así, o son necesarias algunas observaciones generales de tipo político? Me temo que son necesarias, y sin embargo dudo acerca de cómo plantearlas. Déjenme, de todos modos, intentarlo. Hace unos pocos años el régimen de Franco era una dictadura cruel y opresiva de tipo fascista. Pero su camarilla dominante, la Falange, poseía un idealismo que a su propia manera era perfectamente sincero. La gran masa de sus militantes de base 6

pertenecía a la clase media, y su finalidad era elevar el nivel tanto de esa clase como de las clases trabajadoras, como un paso necesario para la realización de sus objetivos más ambiciosos. Pero ante la oposición de las fuerzas pasivas de la Iglesia y de los terratenientes, así como de las más o menos liberales clases profesionales y los hombres de negocios —y, hay que añadir, traicionada por sus propios líderes—, nunca se halló en posición de llevar a término ninguna de las medidas que al final quizá hubieran arrastrado a las clases trabajadoras a seguirla. Entonces vino el shock de la derrota de Hitler, el irresistible crecimiento del mercado negro, y la inflación de la postguerra. El cinismo se extendió rápidamente por todo el partido, y la mayoría de sus dirigentes, que se habían visto muy diluidos con la inclusión de oportunistas durante la guerra, se dejaron corromper por las recompensas que ofrecía la participación en el mercado negro. Hoy en día la Falange es un cuerpo de hombres que se aferran al poder debido a que temen perder sus empleos, pero que se sienten avergonzados de sí mismos. Su vergüenza, y la victoria Aliada, han hecho al régimen mucho más suave. La inflación, la falta de cambio de divisas y el mercado negro son la causa de las tres cuartas partes de la terrible pobreza y miseria que uno puede ver en la España de hoy. Todo el mundo culpa de ello al régimen, aunque de hecho esta culpa está sólo parcialmente justificada. Esas cosas son en gran parte el resultado del aislamiento político de España, de dos años de sequía, y de la Guerra Civil. La única cura reside en una inyección sustancial de la ayuda del Plan Marshall. Sin eso ningún Gobierno, por admirable que sea, puede conseguir que la deteriorada economía española se restablezca o eliminar el mercado negro. ¿Pero cómo darle dinero a un régimen de esta clase? Aparte de la no deseabilidad de sostener la dictadura del General Franco, y las importantes consecuencias que eso tendría en la opinión mundial, existe la duda de si una ayuda así serviría de algo para hacer que el país se recuperara. Un observador británico, no de izquierdas precisamente, con el que discutí la cuestión, era de la opinión de que los préstamos extranjeros serían tan malgastados por el actual Gobierno Español como lo habían sido por el de Chang Kai-shek. Pero seguramente, dirán ustedes, pueden imponerse condiciones que aseguren que la ayuda que se proporcione vaya a parar allá donde es necesitada. Aparentemente, los americanos han ofrecido ya algunos pequeños préstamos con esas condiciones, y han sido rechazados. ¿Pero por qué deberían los americanos sentirse ansiosos de poner a España en pie? Tienen dos motivos para ello, uno bueno y uno malo. El malo, que es con el que cuenta el General Franco, es militar. Se dice que algunos oficiales de estado mayor, agregados a su Embajada en Madrid, creen que España puede ser transformada en una fortaleza militar a la cual pudieran retirarse, en caso de una invasión rusa de Europa, los ejércitos franceses. En una primera ojeada el plan parece realizable, pero ¿puede alguien, tras examinarlo atentamente, considerar que tiene mucho sentido? Nunca ha quedado demostrado que los Pirineos fueran una barrera militar efectiva. No existen carreteras o vías férreas laterales en el lado español, mientras que en el lado francés son excelentes. Así pues, resultaría difícil mantener un ejército importante en España. Existe tan sólo una línea férrea de doble vía en el país. Las líneas férreas de una sola vía y las carreteras de montaña ascienden penosamente desde los puertos marítimos hasta la meseta. ¿Y hasta dónde puede uno contar, bajo las actuales condiciones, con la voluntad de luchar del pueblo español? Sin embargo, hay un importante argumento para ayudar a España a emerger del pozo en el cual ha caído. Es un argumento moral, y también político. España forma una provincia natural e inalienable de la Europa Occidental, y su prosperidad es una preocupación para todas las naciones atlánticas. La pregunta es: ¿cómo puede ser proporcionada esa ayuda? 7

Antes de intentar hallar una respuesta, nosotros, habitantes de países democráticos, debemos desembarazarnos de algunas ilusiones. La primera de ellas es que no existe ninguna razón para suponer que Franco pueda ser apartado del poder reduciendo al país a la miseria absoluta. Cualquiera que haya podido sobrevivir a los dos últimos años, cuando la sequía condujo a un colapso económico general y al hambre, puede sobrevivir a cualquier cosa. El método del General de permitir que sus hombres clave se enriquezcan mediante prácticas corruptas y luego conservar un dossier de sus manejos es una excelente seguridad contra una revuelta en las altas esferas. Y puesto que cree que ha sido enviado por los cielos como salvador de su país y comparte al cien por ciento la famosa testarudez gallega, no es probable que renuncie ni un segundo antes de verse obligado a hacerlo. La segunda ilusión es que la alternativa a Franco es la democracia parlamentaria. Esta es una ilusión muy peligrosa, puesto que, mientras sea mantenida en Inglaterra y en los Estados Unidos, ayuda a mantener unida a la gente que trajo el actual régimen al poder, gran parte de la cual está anhelando sin embargo ponerle término. El movimiento monárquico, que ofrece la única esperanza de algún cambio, seguirá siendo una débil fronda de políticos de café y de refunfuñadores durante tanto tiempo como haya la menor probabilidad de que de sus esfuerzos surja una democracia política. La razón de ello no es en absoluto difícil de comprender. España, después de atravesar una de las más terribles guerras civiles de la Historia, es un país que sufre de neurosis de guerra. Media España ganó la guerra, ¿y qué podría llegar a ocurrir, se pregunta esa gente, si los hijos y hermanos de los hombres a los que mataron tuvieran la oportunidad de devolver el golpe? Y no es sólo el lado vencedor el que dice esto, sino también muchos de la antigua izquierda. Cualquier cosa, dicen, cualquier cosa antes que otra Guerra Civil. En la actualidad, unas auténticas elecciones podrían, al cabo de unos pocos años, llegar a producir otra. Es por eso por lo que, si por alguna razón llegaran a producirse, serían falseadas. Y si eso no pudiera realizarse, entonces podemos estar seguros de que el primer éxito de la izquierda conduciría a otro levantamiento militar, tras el cual volvería a establecerse otra dictadura. España, durante algún tiempo, necesita vivir bajo un régimen autoritario. ¿Pero cómo, puede preguntarse, podría ser un régimen monárquico de este tipo mejor que el del general Franco? En primer lugar, invitaría a los refugiados a volver y soltaría a los prisioneros políticos. Tendría el apoyo de los liberales y de la mayoría de los socialistas. La división entre las dos Españas, que es mantenida artificialmente viva por la Falange para sus propios fines, vería tenderse un puente: la amargura dejada por la Guerra Civil disminuiría. Entonces el nuevo régimen llegaría en medio de una gran ola de popularidad. No se vería obligado a comprar y corromper, como hace el actual en su esfuerzo por mantenerse en el poder, sino que sería capaz de eliminar los abusos y gobernar con mano firme. Indudablemente no se producirían reformas en profundidad: ni la cuestión de las tierras ni la de la educación serían seriamente abordadas. Pero algo se haría, y las demás naciones de la Europa Occidental tendrían la impresión de que existía en España un Gobierno que, aunque no fuera democrático, poseía al menos una orientación liberal y en consecuencia podía ser considerado elegible como asociado. ¿Puede surgir un Gobierno así? Tengo la impresión de que hubiese podido aparecer en cualquier momento durante los dos últimos años si los americanos y los británicos hubieran llegado a una decisión clara de cuál era el tipo de gobierno que deseaban ver en España y de su negativa a prestar asistencia a ningún otro. Una afirmación pública de este tipo en Washington, emparejada con la promesa de una generosa ayuda, lo hubiera logrado con toda probabilidad. El número de gente realmente corrupta en España es pequeño, el número de gente decente y sensata es grande..., mucho más grande que el 8

que la mayoría de nosotros en Inglaterra, impregnados de propaganda de la Guerra Civil, suponemos. Me parece probable que, si las naciones democráticas hubieran adoptado una línea firme y sin ambigüedades, se hubiese creado un movimiento de opinión lo suficientemente fuerte como para conseguir un cambio de régimen pacífico y consensuado. Pero hoy en día, con el peligro de la guerra aún demasiado cerca, sería poco realista suponer que es probable que se dé un paso así. Se han perdido oportunidades preciosas, y no puede esperarse que los Gobiernos británico o americano adopten en un período de crisis una política que se negaron a aplicar cuando la situación mundial estaba menos trastornada. Además, con cada incremento de la amenaza comunista, Franco se va arraigando más fuerte y progresivamente. En consecuencia, sugeriría que se prestara inmediatamente alguna ayuda al pueblo español. Maíz, fertilizantes, cemento y maquinaria son las necesidades más apremiantes e imagino que, si se ofreciera algo más que créditos y se plantearan algunas condiciones, la mayor parte de esas ayudas hallarían su camino hacia los lugares donde realmente son necesarias. Evidentemente no tiene objetivo alguno el condenar a las clases trabajadoras españolas a la inanición y a la miseria o conducir a una gente honesta por naturaleza a la corrupción. El hambre y la corrupción son precisamente el suelo abonado donde crece el comunismo. Y aunque ayudando a la España de hoy pueda parecer que estamos apoyando al régimen de Franco, puede que precisamente de esta forma, con la influencia que normalmente proporciona la ayuda económica, seamos capaces a su debido tiempo de promover el cambio de régimen que, como he sugerido, es tan deseado. De todos modos, creo que en las actuales circunstancias no tenemos ninguna otra política positiva abierta ante nosotros. Pediría a cualquiera que se sienta impresionado por esta sugerencia que lea este libro y vea lo que yo he visto. Me gustaría añadir una palabra final para la persona que esté proyectando un viaje similar. Los españoles son una gente notable, y su país es uno de los más hermosos del mundo. Posee la ventaja para aquel que desee unas vacaciones de ofrecer el contraste más completo posible con Inglaterra. El viaje es fácil y agradable, los hoteles son excelentes, la comida en ellos es abundante y buena, y los precios en moneda inglesa son razonables. Por encima de todo, el inglés encontrará en todas partes gentileza y hospitalidad, e incluso los falangistas, a quienes durante la guerra no les caíamos bien, nos sonreirán. La impresión que permanece de mi visita es lo poco que ha cambiado el carácter de la gente tras todas las vicisitudes de los últimos trece años, y esta, a cualquiera que conozca la España de antes de la Guerra Civil, será la mejor recomendación. A aquellos que no la hayan conocido, déjenme decirles que hay algo respecto a este país y su forma de vida que proporciona una impresión única. España, que durante siglos ha sido un crisol de mezcla de culturas de Europa, Asia y el Norte de África, ofrece hoy un distintivo que no tiene parangón con ningún otro. Un agudo, penetrante, agridulce rasgo, a la vez duro y nostálgico como su música de guitarra, que nadie que lo haya oído una vez olvidará nunca. El habitante septentrional en busca de nuevas sensaciones tiene todas las razones del mundo para acudir allí.

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1. MADRID 10 de febrero Abandonamos el aeropuerto de Northolt poco antes de la salida del sol, y volamos bajo un cielo de nubes grises. Caen, Burdeos, San Juan de Luz. Luego, pasando por encima de una franja de blancas e inmóviles rompientes, cruzamos al espacio aéreo español. Inmediatamente el mapa que se extendió debajo nuestro se volvió duro y amenazador. Cordilleras gris oscuro, valles gris oscuro, pocas carreteras o campos o señales de ocupación. Pronto vimos al joven Ebro curvándose y retorciéndose bajo nuestros pies, y la desolación se hizo peor. Estábamos sobrevolando una oscura meseta gris plateada, llena de rocas dispersas y manchones de nieve... la Sierra de la Demanda. Inmediatamente debajo de nosotros capté un pequeño lago entre montañas que supuse tenía que ser el escenario donde fue enterrado el cadáver en el gran poema de Antonio Machado Alvar gonzález. Las nubes color gris humo se interpusieron entre nosotros y el paisaje, la tierra con sus rocas y piedras se perdió de vista y, cuando la lección de geografía empezó de nuevo, estábamos sobrevolando el radiante suelo rojizo de la provincia de Guadalajara. El volar induce a una actitud de escepticismo religioso. Uno se da cuenta del error de suponer que Dios puede estar «ahí arriba», y puede estar «mirando hacia abajo» hacia nosotros. Porque la actitud del observador ahí arriba es necesariamente de indiferencia. Uno ve a un hombre pedaleando en una bicicleta, uno ve una pequeña granja con su arroyo y su puente, y no hay nada de humano en ello. Uno no siente el menor deseo de ayudar al hombre en su camino o de lanzar una bendición sobre la pequeña casa. Para sentirse bien o mal dispuesto hacia ellos uno necesita verlos horizontalmente, a nivel humano. El hombre sólo puede ser un hombre en relación con aquellos que caminan sobre la tierra a su lado. Aterrizamos en el aeropuerto de Barajas y nos metimos en el autobús. Este viaje hasta Madrid es extraordinario. La desnuda tierra ocre, extendiéndose llana en una sucesión de altiplanicies o «mesas» (1), completamente desnudas excepto las ocasionales interrupciones de unos cuantos arroyos secos, el repentino brotar de una casa de cemento, un almendro de retorcidas y oscuras ramas, un grupo de pinos. Luego llegamos a una sucesión de edificios más grandes cubiertos con tejas rojas, a blancas y manchadas paredes, a esos incoherentes espacios que los franceses llaman terrains vagues, y a solitarias y desnudas villas con sus mustios jardines; y así, gradualmente, empieza la ciudad, no arañando y enfrentándose al terreno como en las proximidades de las ciudades inglesas sino mezclándose con él en su coloración debido a que está hecha con materiales que primero surgieron de él y luego han sido reducidos por la devoradora luz y el calor a la misma tonalidad. Y siempre, muy arriba, está el cielo... alto, gris blanquecino, extendiéndose de horizonte a horizonte como las alas de un planeante buitre: un buitre cuyas plumas poseen algo de la luminosidad de la paloma. En los cielos de España uno ve el rostro reflejado del continente español. El hotel donde nos alojamos se halla en la «Gran Vía», esa calle vulgar y vocinglera de rascacielos enanos que parte por la mitad el casco antiguo. Es nuevo y de líneas modernas. Disponemos de una habitación con baño y una excelente y abundante comida por quince chelines al día, y una vista desde la ventana a las distantes montañas. 11 de febrero El número de camareros en este hotel me sorprende. En el comedor hay catorce, 10

vestidos con chaquetillas blancas durante la comida y de etiqueta durante la cena, pero con diversas adiciones de insignias reflejando el rango de cada uno de ellos dentro de la Orden de los camareros. En las habitaciones no sólo hay los valets de chambre que te traen el desayuno, sino también los «camareros de piso» que te traen otras comidas a la habitación si se las pides. Además de todos ellos están, por supuesto, las doncellas, cada una con horario y funciones específicos, las mujeres de la limpieza, que ocupan el último piso, y los ascensoristas, que están aprendiendo inglés. Cada vez que subimos o bajamos les damos una lección. En realidad se trata de un hotel relativamente modesto —hay una docena más grandes y caros en Madrid—, pero está organizado con el mismo lujo de personal y cuidado de las jerarquías que las antiguas casas de la nobleza. Los camareros españoles constituyen uno de los tipos más sorprendentes y representativos del país. Con sus tupidas cejas y su postura erguida y estilizada, tienen el aire de toreros manques, de «diestros» que hubieran preferido juiciosamente los manteles blancos al trapo rojo y las pacíficas cenas a la embestida del toro. Se mueven con la misma agilidad y precisión de unos bailarines de ballet, y ponen un cierto aire solemnemente operístico en cada uno de sus gestos. ¡Que placentero resulta ver a la gente hacer cosas supuestamente monótonas y mecánicas con un gusto y un toque artísticos! Es algo que los ingleses,, acostumbrados al aspecto utilitario de sus compatriotas, a su mezcla de desaliño y puritana falta de cultura, apenas pueden comprender. Hace que uno se dé cuenta del precio que tenemos que pagar por la filosofía de Locke y de John Stuart Mili. Difícilmente podemos concebir nuestra cena como un ballet de camareros... rápido, pero con la gravedad y la seriedad que generalmente se espera de las cosas españolas. Sin embargo, así es a menudo en este país. ¿Pero y la comida? La cocina española, hay que admitirlo, no puede competir con la francesa. Consiste en muy poco más que una selección de platos campesinos de las distintas provincias, con unos pocos suplementos de otros países. Pero las materias primas son buenas y su preparación cuidada. El único defecto que le encuentro es su monotonía. Los españoles piensan en la comida como si fuera un servicio religioso. Del mismo modo que el introito conduce al gradual, así la sopa introduce a la tortilla, la tortilla abre camino al pescado —en el que hay casi tanta variedad como la que puede haber entre una colecta y otra—, y el pescado anuncia la llegada del plato fuerte de la comida... la chuleta de ternera o el bistec. Pero un inglés no encontrará absolutamente ningún motivo de queja al respecto hasta que no lleve viviendo al menos un mes en un hotel español. Y en los excelentes pero caros restaurantes de Madrid hallará toda la variedad que precise. 12 de febrero He tenido que permanecer un par de días en cama debido a un asomo de gripe. La reclusión y el descanso han sido más bien agradables. Nuestra habitación se halla en el octavo piso y ofrece una amplia vista al norte. En primer término se divisa el Palacio Real, ese enorme edificio del siglo XVIII que se halla entre los monumentos más imponentes de Madrid, y más allá se extiende la desnuda llanura amarillenta que se eleva desde el río Manzanares y se extiende hasta la sierra de Guadarrama cubierta de nieve. El cielo es azul, pero salpicado de nubes blancas. Ninguna de estas nubes puede pertenecer a otra región excepto a Castilla: llevan el pasaporte en sus rostros. El valet de chambre se entretuvo esta mañana charlando un poco conmigo. Pertenece a un tipo y a una profesión que eran comunes en Europa hace un centenar de años, pero que hoy en día se han extinguido casi por completo. Es decir, que ha actuado como criado y «hombre de confianza» para un cierto número de gente de la nobleza. Sus historias eran interesantes y tenían un agradable aire dieciochesco; el joven marqués 11

arruinándose a las cartas o con absurdas extravagancias, el viejo duque que prefería perder dinero en sus propiedades antes que gastarse un céntimo en ellas, lo asuntos amorosos en los cuales había actuado de intermediario. Era un hombre atractivo aquel criado... inteligente, servicial, sin sentir la menor envidia hacia la gente para la cual trabajaba y capaz de mantener su propia estima y su dignidad. La Guerra Civil lo había sorprendido en Madrid, donde sus simpatías se habían decantado hacia los Nacionales, pese a lo cual el cuadro que pintaba de las actuales circunstancias era extremadamente sombrío. El mercado negro, declaró, era el único negocio floreciente del país. Todo el mundo, desde las más altas autoridades hasta abajo, se hallaba metido en él. Sin embargo, la injusticia era tal que, mientras que ninguno de los grandes hombres era jamás detenido, el pobre hombre que alquilaba una muía para recorrer los pueblos en busca de productos que poder vender luego en la ciudad era a menudo multado y metido en la cárcel. Mientras aguardaba en el puesto de Policía, podía ver cómo los camiones del Ejército o de la Falange, cargados con mercancías de estraperlo, pasaban sin ser detenidos. —España —prosiguió— está acabada. Todo el mundo que puede abandonarla lo está haciendo. Si las fronteras se abrieran mañana, la mitad de la población se marcharía. Si puede encontrarme usted algún trabajo en Londres, le quedaré profundamente agradecido. Como todos los demás, se quejaba del coste de la vida. En realidad, los precios en las tiendas de Madrid no parecen más elevados que los de las tiendas de Londres, y los hoteles son baratos. Pero los jornales y los sueldos son una fracción de los nuestros. Ha habido una fuerte inflación, y todo el mundo excepto los terratenientes y los nouveaux riches está hallando difícil vivir de sus ingresos. Muchas familias de clase media, me han dicho, pueden permitirse comer tan sólo una vez al día, aunque, puesto que el estándar de la apariencia en el vestir ha ascendido, tienen que aparentar un desahogo del que no gozan. Si no lo hicieran así, podrían perder sus empleos. Uno de los espectáculos de Madrid son los nuevos coches americanos. Debería decir que hay más de ellos que en ninguna otra capital de Europa. La mayor parte, me han dicho, pertenecen a oficiales del Gobierno, pero la gente rica también puede recibir permiso para importarlos si están dispuestos a pagar lo que se les pide. Cuestan entre las 3.000 y las 5.000 libras. En contraste con esos coches está el número de tullidos: cada pocos metros uno se encuentra con un hombre al que le falta un brazo o una pierna. Algunos no tienen piernas y se arrastran, llevando una especie de botas en sus manos. Me han dicho que muchos de esos tullidos son «mutilados de guerra», pero no todos. Por ejemplo, una camarera de nuestro hotel me cuenta que es viuda y que mantiene a sus tres hijos y a sus padres. Su padre no puede trabajar porque le faltan ambas piernas. «Supongo que las perdió en la guerra», le digo. En absoluto. Era ferroviario, y una máquina se las cortó. Esto me parece algo típico. Los españoles son muy descuidados acerca de su seguridad, y pierden sus miembros con la misma facilidad que los cangrejos. Pero lo mas sorprendente es que, mientras el cambio de divisas es utilizado libremente para comprar los coches más caros, no se utiliza en absoluto para adquirir miembros artificiales. Me han dicho que solamente aquellos que consiguen autorización para salir al extranjero pueden comprárselos, y uno puede ver constantemente a hombres e incluso mujeres muy bien vestidos cojeando penosamente sobre los palos de madera aplicados a sus muñones. Deseábamos visitar el Palacio Real, el escenario de esa soberbia novela de Pérez Galdós, La de Bungas, que mi esposa está traduciendo, pero no conseguimos los permisos a tiempo. (Incidentalmente, Galdós es uno de los mayores novelistas europeos, un Balzac español cuyos libros tienen algo de la raigambre de Dickens al mismo tiempo 12

que la profundidad psicológica y el interés hacia los estados anormales de la mente desplegados por Dostoievski. Debido a la indiferencia mostrada hacia las cosas españolas durante el siglo pasado, ninguna de sus obras más maduras han sido traducidas nunca fuera de España). En vez de ello fuimos a visitar la iglesia de Nuestra Señora de la Almudena, que es una de las tres iglesias que afirman ser la Catedral de Madrid. Es un edificio ancho, feo, moderno, aún sin terminar, proyectado para ser el mausoleo de la aristocracia de Castilla. Pero el dinero es el que habla incluso en lugares como éste, y varios hombres ricos de ascendencia plebeya han sido enterrados aquí. Lo cual les ha costado bastante dinero: en primer lugar han debido comprar una capilla — por la que han pagado 3.000 libras— y luego han tenido que decorarla. En conjunto, no han desembolsado menos de 10.000 libras. Todo el lugar hiede a dinero y vulgaridad. El guía señaló a una corona de oro hecha el pasado otoño para la Virgen de la Almudena, con un coste de tres millones de pesetas. Y tan sólo a unos cientos de metros de distancia, añadió, había hombres y mujeres muriéndose de hambre. Esta historia, imagino, forma parte de las conversaciones diarias de cada familia pobre de la ciudad. Ayuda a alentar ese odio hacia la Iglesia que a menudo es mucho mayor que el experimentado hacia la Falange. De esta última no se espera nada, pero la Iglesia, después de todo, profesa unos ideales cristianos. ¿Acaso no hay nada respecto a los ricos y los pobres en el Nuevo Testamento? Lo que convierte a este acto en particular en uno de los más estúpidos es que, aunque la Virgen de la Almudena es una de las más antiguas imágenes de culto de España, que se remonta a la conquista de la ciudad de manos de los árabes en 1083, no es popular, sino que se la han apropiado enteramente los más ricos. Nuestro guía, un hombre de pelo canoso con una voz ronca y unos ojos impetuosos y brillantes, que como marinero había conocido otros países, habló con la amargura de los derrotados: —Aunque hoy en día la asistencia a las iglesias es numerosa —dijo—, nueve de cada diez personas que las visitan lo hacen simplemente para ser vistos en ellas y obtener así un buen nombre. Cuando me preguntan por qué yo no voy también, les digo: «No quiero molestar a Dios ni preocuparlo.» Entiendan, imagino al mundo como un barco navegando por el espacio: es muy probable que el barco tenga un capitán, pero yo no lo conozco. De todos modos, no creo que sea cierto que la mayoría de aquellos que asisten a misa lo hagan para ser vistos. Uno sólo tiene que entrar en cualquiera de las iglesias de la ciudad para encontrarla llena de mujeres, con algún hombre de tanto en tanto, cuya devoción es evidente. Como tampoco que la Iglesia olvide completamente a los pobres. Tengo la impresión de que aunque está haciendo poco por los adultos, los cuales ya son probablemente irrecuperables, realiza auténticos esfuerzos por alimentar y educar a los niños. Hoy decidimos ir al Prado de San Isidro, más allá del Manzanares, el escenario del festival anual del Santo Patrón de la ciudad, y que Goya pintó en uno de sus más alegres cuadros. El sol era caliente y el viento frío, y, mientras recorríamos penosamente la desnuda carretera más allá del Puente de Toledo, los remolinos de polvo se enroscaban a nuestro alrededor y llenaban nuestras bocas y ojos. Por encima nuestro y a la izquierda había tres cementerios, con cipreses plantados, donde se hallan enterradas las mejores familias de Madrid: a la derecha el plano y polvoriento fondo del valle, desgarrado aún por las trincheras, donde acostumbraba a celebrarse la feria. Puesto que mucha gente, sobre todo sacerdotes, fueron fusilados aquí durante la Guerra Civil, ahora se celebra en otra parte, y ha perdido parte de su encanto. La vista de la ciudad, pálido ante y ocre, apelotonada en la meseta más allá del deprimente valle, tenía su belleza, aunque el 13

encajonamiento del río entre orillas de cemento y una confusa mezcolanza de postes eléctricos ha destruido en gran parte el primer plano del panorama. Ascendimos hasta el más viejo de los cementerios, el de San Isidro, para ver la tumba de Goya. Está enterrado en una tumba con tres famosos escritores... el insípido poeta Menéndez Valdés, el brillante autor teatral Leandro Fernández de Moratín, y el excesivamente enfático polemista católico Donoso Cortés. Menéndez Valdés y Moratín murieron en el exilio debido a que, como Goya, eran liberales, mientras que Donoso Cortés fue desterrado porque era carlista. Aquí, sin embargo, como símbolo de la agitada e inconcluyente historia de España, los tres heréticos y su mortal enemigo yacen en estrecha intimidad. Nos abrimos camino luchando contra los torbellinos de polvo hasta el cementerio inferior de San Juan para ver las tumbas de Larra y Bécquer. Este cementerio, que posee una zona especial reservada a los grandes escritores, está dividido por altas paredes en un asombroso número de «plazas» o recintos. En esas paredes se hallaban los nichos, cuidadosamente colocados unos encima de otros como cajones, mientras en el espacio abierto, entre cipreses y arbustos de hojas perennes, estaban las tumbas de mármol blanco de los que preferían esta forma mucho más cara de sepultura. Era como si los espíritus de los muertos hubieran hecho su elección entre villas campestres y pisos urbanos. Los cementerios le dicen a uno mucho acerca de lo que piensa realmente la gente sobre la muerte, como oposición a lo que se supone que debe creer y pensar. Así, la mayor parte de las inscripciones grabadas desde 1880 empezaban con las palabras «Subió al cielo», prescindiendo enteramente del estadio intermedio del purgatorio, mientras que otras no contenían más que una patética exclamación... «¡Hija mía!», «¡¡Carmencita mía!!», «¡Angelita!», que en sus ingenuas expresiones de dolor recordaban una de las tumbas paganas de Italia. No vi ni un solo texto religioso, y a menudo no había ningún símbolo que reflejara una creencia religiosa, ni siquiera una cruz. Y sin embargo, los cementerios son propiedad de la Iglesia. Una de las cosas que más me sorprende de Madrid es la cantidad de edificios que se han construido desde la Guerra Civil. En cualquier lado pueden verse nuevos bloques de pisos, establecimientos comerciales. Ministerios, la mayor parte de ellos de considerable tamaño. En los alrededores de la ciudad han crecido nuevos suburbios llenos de edificios de cinco o seis pisos. Hay que buscar mucho para encontrar alguna huella de las ruinas de la guerra. Cuando uno piensa en los pocos progresos hechos en Inglaterra, con sus enormes recursos, se siente impresionado, aunque hay que recordar que la mano de obra en España es barata. Algunos de esos nuevos edificios son feos, pero otros son hermosos y añaden la dignidad de su buena construcción al ordenamiento de la ciudad: este es particularmente el caso cuando los deliciosos ladrillos amarillo-rosados que son fabricados en las inmediaciones son dejados vistos. Pero no todos esos edificios son útiles. Contemplen por ejemplo ese enorme edificio cuadrangular que ha sido erigido en el emplazamiento de la Cárcel Modelo. Posee más de un millar de ventanas al exterior, y debe tener al menos otras tantas al patio interior. Preguntas qué es, y te dicen con una sonrisa que es el nuevo Ministerio del Aire, construido para una nación que no posee ni un solo avión moderno. Uno puede muy bien admirar la pasión hacia el tamaño y la magnificencia arquitectónica que siempre han demostrado los españoles, pero ver al mismo tiempo que la auténtica intención detrás de esa mole tipo Escorial no era otra que la de crear varios miles de trabajos con sus sueldos correspondientes que deberían ser pagados por el resto del país. Esta es simplemente la última aportación del antiguo sistema, a través de la cual las clases medias se hallan protegidas del trabajo competitivo y encuentran su 14

apoyo en el régimen. Puesto que saben que allí hallarán siempre un puesto si alguna lo necesitan, lo apoyan. Uno no puede contemplar el tamaño de Madrid ni la escala de la vida que prevalece allí sin algunos recelos. Es una ciudad de un millón y cuarto de habitantes edificada en medio de la aridez, y manufacturando prácticamente nada. Felipe II eligió el emplazamiento sin otra razón más que el hecho de que se trataba del centro geográfico de España, el punto en el cual habrías de atar la cuerda si quisieras colgar el mapa del país horizontalmente del techo. Como observó un amigo mío en una ocasión, fue diseñada como el punto de observación de una prisión organizada centralmente. Hoy en día, sin embargo, es la residencia soñada de casi cualquier persona del país, puesto que los españoles, al contrario que los ingleses, son urbanos por instinto, y Madrid —como París, pero no como Londres— posee todos los atractivos de una gran capital. Y está creciendo rápidamente. La caída de los salarios reales en el país está conduciendo a los trabajadores agrícolas a las ciudades, mientras que el nuevo dinero creado por el mercado negro se acumula en ellas para ser gastado, a la manera española, en disipación y lujos. A todo eso hay que añadirle el creciente número de burócratas. Seguro que cualquiera pensará ahora que un tal peso muerto tiene que ser demasiado como para que un país, no importa lo rico que sea, pueda soportarlo sobre sus hombros. El peso es más resentido todavía porque Madrid se halla emocional e intelectualmente desgajada de los procesos de agricultura y manufactura que mantienen a la nación. El atraso de la agricultura española y la en verdad sorprendente despreocupación hacia las condiciones de los trabajadores del campo son debidas en parte al hecho de que la mayoría de los madrileños no conocen nada de la vida en el campo, y tampoco les importaría aunque la conocieran. No tan sólo los terratenientes, sino también los políticos y los administradores, se hallan ausentes de las fuentes de su riqueza. Y esto es cierto no sólo con el actual régimen; era igualmente cierto con la República y con la Monarquía. Solamente el gobierno de Primo de Rivera se mostró consciente de la importancia de la producción de alimentos. Mientras tanto, la ciudad se extiende. Uno puede recordar que una de las causas principales del declive del Imperio Romano fue el excesivo peso que los abrumadores gastos de la vida ciudadana arrojaron sobre la comunidad agrícola. Cuando cayó Roma, fueron los pueblos que vivían en los campos, los bárbaros, quienes tomaron el poder dejado caer por ella. La granja con sus montones de estiércol reemplazó al foro con su teatro y sus baños, aunque hubiera de construirse el castillo feudal para protegerla. La más importante necesidad de la España de hoy es, me atrevería a decir, la revitalización de su campo. La Prensa española constituye un curioso estudio. Lo primero que uno observa es que aparecen muy escasas noticias de España en los periódicos de Madrid. No se dice, por ejemplo, que las fábricas de Barcelona están trabajando solamente dos días a la semana debido a que la escasez de agua ha reducido la disponibilidad de energía hidroeléctrica. Aunque evidentemente la falta de lluvias este invierno no puede ponerse en la cuenta de los pecados del régimen. Ni tampoco se le dan ánimos al pueblo describiendo el avance de los distintos planes que se hallan en realización para construir nuevas plantas hidroeléctricas y para reequipar en líneas generales el campo. El extranjero que le eche una ojeada a la Prensa española puede suponer muy bien que no ocurre nada en la Península excepto los partidos de fútbol, las ceremonias religiosas, y las corridas de toros. Incluso cuando algunos políticos pronuncian un discurso, lo hacen simplemente para reafirmar que España es grande, gloriosa y triunfante, y que es tan sólo a causa de una inexplicable vena de malicia el que otras naciones no la comprendan. 15

Por otra parte, el interés demostrado en los asuntos extranjeros es ilimitado. Todas las partes del mundo son observadas, desde el Perú hasta la Conchinchina, y los asuntos ingleses, franceses y norteamericanos son referidos y discutidos en profundidad. Esos reportajes, especialmente en el ABC, son a menudo inteligentes y objetivos, pero normalmente son manipulados al final resaltando algún que otro punto que es favorable al régimen. Lo más divertido son las veladas alusiones a la corrupción española y a las prácticas del estraperlo. Los periódicos falangistas resaltarán con grandes titulares cualquier caso insignificante de malversación de fondos municipales en Inglaterra, mientras el ABC, que es monárquico, dedica su primera página a la insondable corrupción del Gobierno de Chang Kai-shek, haciendo así una transparente descripción de lo que está ocurriendo mucho más cerca, en casa. Pero lo que más sorprende a uno acerca de la Prensa española es su obsesión con el comunismo. No está interesada en ninguna otra cosa. Cada periódico da la impresión de que la guerra es inminente, y que toda Europa hasta los Pirineos va a verse invadida por los ejércitos rusos. No creo que eso se deba al nerviosismo. Los españoles son notablemente presuntuosos por naturaleza, y no imaginan fácilmente que nada de lo que ocurre fuera de España pueda afectarles. La auténtica finalidad de ese bombo y platillo antirrojo es que ayuda a mantener las dos facciones de las que depende el régimen, los monárquicos y los falangistas, unidas. Pero de haber sido solamente por el temor general al comunismo dejado por la Guerra Civil y por el avance de los rusos hacia el oeste, Franco ya se hubiera marchado haría mucho. Sigue en su puesto porque se supone que es el mejor hombre para luchar con una crisis, tras haber demostrado que es tanto un general que puede conseguir la obediencia de un ejército como un político que puede tratar con prudencia con las naciones extranjeras. Su principal debilidad es que hasta ahora su presencia ha sido el obstáculo para la concesión del préstamo americano, que toda España está anhelando. Pero quizá, jugando con el valor militar de España en tiempo de guerra, termine finalmente por conseguirlo. En ningún otro país de Europa encuentra uno una tal pasión por el cine. Madrid, que tiene muy pocas iglesias, posee más de setenta cines. También hay un elevado número de teatros que llenan los deseos de los aficionados. Pero el drama se halla en mala situación. No por falta de actores, puesto que son tan buenos como uno puede encontrarlos en cualquier otro lugar, y se hallan incluso por encima de los estándares ingleses. El motivo es que el público español sólo acepta obras nuevas. Así era en el siglo XVII y así es también hoy, y la endeblez y el aire de improvisación que debilita el drama clásico español, todo y siendo enérgico y vivo como lo es a menudo, es consecuencia de esta pasión por la novedad. Puesto que en la actualidad no hay buenos dramaturgos, ya que todas las artes creativas sufrieron un tremendo bajón con la Guerra Civil, uno tiene que contentarse con ir a la «zarzuela», que es una especie de comedia musical que tiene sus atractivos, o visitar algún teatro más bien remoto para ver un revival de los hermanos Quintero. En uno de ellos vimos esa deliciosa comedia, Puebla de las mujeres, espléndidamente interpretada, con el papel de Concha Puerto a cargo de Ana Adamuz, una actriz muy competente y sutil. También vimos dos malas obras de Benavente (su obra más reciente ha perdido mucho), y —me gustaría que esto pudiera ser impreso con tinta roja— una actuación de esos dos grandes bailarines andaluces, Rosario y Antonio. Una prolongada visita a América no ha corrompido su integridad gitana ni debilitado su soberbia técnica: el sombrío y trágico poder de su danza y la pasión que rezumaba de sus cuerpos, mientras se acercaban o se separaban el uno del otro, trascendía de cualquier otra cosa que yo haya visto antes, incluso en tiempos de Diaghileff. Hacen que el Sadler's Wells Ballet, con lo excelente que es, parezca pálido y superficial en comparación. Desgraciadamente, no pudimos verles una segunda vez, 16

puesto que nos marchamos de Madrid al día siguiente.

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2. CORDOBA En nuestro vagón, mientras viajábamos lentamente hacia el Sur, había otras tres personas además de nosotros. Una de ellas era un hombre muy gordo con una ancha cabeza blanca como un huevo y dos pequeños ojillos de pesados párpados colocados transversalmente en ella. Tan pronto como el tren se hubo puesto en marcha, se puso una gorra de viaje, extendió un pañuelo sobre su rostro, y se echó a dormir. A su lado estaba sentado un hombre delgado y nervioso, de unos treinta y cinco años, con uno de esos delgados bigotes parecidos a cejas llevados a menudo por los fascistas, que viajaba con su bella esposa. Hablaban en monosílabos, mientras el hombre no dejaba de tomar y volver a dejar su periódico e ir de un lado a otro del vagón. Puesto que su mirada evitaba la mía cada vez que se cruzaban, resultaba obvio que no deseaba conversación. Pasamos Aranjuez con sus altos olmos, silenciosa a la luz de la mañana, y penetramos en la deprimente estepa rojo-amarillenta que prepara el camino a la también deprimente llanura de La Mancha. En una estación, el hombre gordo se despertó bruscamente y salió. Pude verle a través de la ventanilla cruzar el andén y subir a un pequeño autobús de caballos, que aparentemente conectaba la estación con la ciudad. Dónde podía hallarse ésta era un misterio, porque podíamos ver kilómetros y kilómetros en cualquier dirección. Mi esposa había iniciado una conversación con la sonriente mujer que se sentaba frente a ella, y me uní a la charla. Su esposo escuchaba en un malhumorado silencio. La conversación languideció. Entonces llegamos a Valdepeñas, y decidimos comer. El hotel nos había proporcionado una espléndida comida de cuatro platos, y animamos a nuestros compañeros a compartirla. Aceptaron, y ante una tortilla fría, unos salmonetes y una botella de vino, la hostilidad del hombre desapareció, y empezó a hablar. Tenía mucho que decir de sí mismo. Era un doctor que, cuando era «practicante» o ayudante médico (un rango que no tenemos en Inglaterra), se unió a la División Azul y marchó a Rusia. Allí pasó dos años. Dijo que le gustaban los rusos: eran una gente sencilla y bondadosa, de la que se aprovechaban fácilmente sus gobernantes, y en el fondo mucho más simpáticos que los alemanes. Pero su estándar de vida era terriblemente bajo. Los ucranianos, que vivían un poco mejor, odiaban el comunismo, y por esa razón habían desertado en gran número. Cuando la División regresó a España, muchos de ellos les habían suplicado el ir con ellos: íbamos a encontrar a dos o tres en Málaga. Le pregunté si le habían gustado los alemanes. No mucho, dijo. Eran demasiado técnicos y demasiado fanáticos. Por eso habían fracasado, pese a sus muchas y grandes cualidades. Me preguntó sobre Inglaterra. Como todos los demás españoles que había conocido, estaba lleno de curiosidad por saber cuáles eran las condiciones de vida en nuestro país. Pero había resentimiento entremezclado con su más bien hosca admiración. ¿Por qué habíamos proscrito España? Le dije que nosotros nunca habíamos deseado proscribir España (es curioso como, cuando uno viaja al extranjero, se convierte en portavoz oficial de su país), pero que nos resultaba imposible mantener unas estrechas relaciones amistosas con su actual régimen. Nuestra política exterior estaba regida por la lucha política contra Rusia, y si admitíamos al Gobierno del general Franco en la Unión de naciones de la Europa Occidental, mucha gente en Francia e Italia que ahora apoyaba esta unión daría sus votos a los comunistas. No podíamos permitirnos hacerle un regalo así a la propaganda rusa. Aquel era un punto de vista que le pareció completamente nuevo, y permaneció 18

sentado en silencio durante unos minutos, cavilando. Pero cuando añadí que si se instauraba la monarquía en España, consideraríamos que la situación se había alterado, se mostró muy excitado. —Ese Don Juan —dijo—, con su hablar de elecciones y de amistad con Prieto, nunca gobernará en este país. Nunca... puede aceptar mi palabra. Porque si lo hiciera, en unos pocos años estaríamos de vuelta allá donde estábamos en 1936, y todo el trabajo de la Liberación habría que ser hecho de nuevo. Lo cual significaría otra Guerra Civil. Mientras hablábamos, estábamos saliendo de la llana meseta de La Mancha y penetrando en una región distinta. Redondas colinas verdes de salvia, rematadas por blanquecinas rocas, empezaron a agruparse en torno nuestro... al principio de una en una y por parejas y a una cierta distancia de la vía, como si nos estuvieran preparando para el cambio que estaba acercándose, luego acumulándose y llegando en masivas formaciones. Las rocas relucían débilmente en el quebradizo aire, y la retama, que los campesinos españoles llaman «novia de los pastores», formaba manchas amarillas en las verdes laderas de las colinas. Entonces, tras cruzar un pequeño paso, el tren empezó a avanzar más rápido, y mirando afuera vimos que estábamos descendiendo por una pronunciada pendiente hacia un herboso valle; recortados peñascos y pináculos rocosos entre los que brotaban las encinas y los pinos se elevaban a ambos lados, retrocediendo los unos encima de los otros hasta perderse de vista. Toda la escena había cambiado en un instante de lo inmóvil y clásico a lo pintoresco y romántico. Nos hallábamos en el Paso de Despeñaperros, la única brecha en los quinientos kilómetros de la muralla de Sierra Morena. Salí al pasillo y contemplé el paisaje, y el doctor se reunió conmigo. —¿Es cierto que hay bandidos en la Sierra? —pregunté. —Puede apostar a que sí —respondió—. Todas esas rocas y picos que ve usted están llenos de ellos. Alguna gente los llama los Maquis, pero puede creerme que no son otra cosa más que bandidos y asesinos. Cuando quieren comida, bajan de las montañas para asaltar las granjas, y disparan contra todo el que ven. No perdonan a nadie. Si, como pretenden, se limitaran a hostigar a sus enemigos personales y políticos, les respetaría. Uno sabe a qué atenerse con la gente que lucha por sus ideales; o tú los matas a ellos o ellos te matan a ti, pero la lucha es pura. Pero esa gente... no. No tienen ideales, simplemente matan por dinero y porque les gusta la sangre. —¿Hay muchos? —Su número varía. A veces son tan sólo unos pocos, en otras ocasiones son miles. Cuando la Policía les acosa en un lugar, se van a otro. Viajan a donde quieren, y las ciudades están llenas de ellos. Cuando permanecen en las montañas viven en cuevas y disparan desde detrás de los arbustos a los guardias civiles que intentan acercarse a ellos. Luego hacen incursiones a las granjas y pueblos y roban el ganado y los cerdos. Matan a los terratenientes y administradores, de modo que las propiedades dejan de ser supervisadas y la agricultura sale perjudicada. Todo el valle del río por encima de Córdoba está aterrorizado a causa de ellos. —Esta es la clásica región del bandidaje en España —hice notar—. José María se hizo famoso aquí hará un siglo. —Sí, pero éstos de ahora no son «caballeros» como José María —insistió el doctor—. Matan, matan, matan. Y no defienden al pobre contra el rico como él hizo. Roban para sus propios bolsillos. Habíamos salido del paso y penetrado en un ondulado terreno plantado de olivos. Pronto vimos a nuestra izquierda un lento y lodoso curso de agua bordeado de tamariscos y adelfas: era una de las fuentes del Guadalquivir. En los setos, las vincapervincas y las amarillas caléndulas estaban en flor, y las casas de las granjas junto 19

a las que pasábamos resplandecían blancas con sus macetas de geranios y sus «rejas» de hierro. Por todas partes veíamos caballos, mulas, asnos y harapientos chiquillos. No había ninguna necesidad de que nos dijeran que estábamos en Andalucía. Empezamos a hablar de las condiciones en la región. —No son buenas —me dijo mi compañero de viaje—. Es la vieja, vieja historia... Los terratenientes no pagan unos jornales que permitan vivir. Hacemos todo lo que podemos para presionarles en los sindicatos, pero éstos se niegan a moverse. Sin embargo son la gente más rica del país. Mire Espejo, por ejemplo. Toda la ciudad y el campo que la rodea es propiedad de los Duques de Osuna, y sin embargo los trabajadores en sus propiedades se mueren de hambre. Los Rojos tendrían que haber fusilado a esa gente. Le dije que en Málaga, donde había estado yo viviendo cuando empezó la Guerra Civil, los Rojos no habían fusilado a los terratenientes, sino tan sólo a los pequeños industriales y a la gente sin importancia. —Eso es precisamente —dijo el hombre, muy excitado—. Los Rojos no fusilaron a quienes debían. Dejaron a los terratenientes solos, y ahora tenemos que pagar el precio por ello. El tren se detuvo en Andújar, y una multitud de miserables y famélicas criaturas se apiñó en el andén. —¿Vio usted rusos que fueran más pobres que eso?— pregunté. Admitió que no, pero añadió que mientras que todos los rusos en las regiones campesinas eran miserables, excepto los comisarios, en España tan sólo alguna gente estaba desnutrida. —Y es lo que le digo —prosiguió—. Toda la culpa es de los terratenientes. Pagan jornales con los que una familia no puede vivir. Y durante la mitad del año no pagan ningún jornal en absoluto. —¿Pero por qué no pueden hacer ustedes nada al respecto? —pregunté—. Después de todo, España es una dictadura. Franco puede hacer cualquier cosa que le plazca. —¡Ah, Franco! —interrumpió—. ¡No me hable de Franco! Es el mejor hombre que España haya tenido nunca. Es un santo, lo es. Es tan bueno que su imagen debería estar en los altares. Si alguien posee un corazón de oro, es él. Pero no sabe lo que ocurre a su alrededor. Pobre hombre, siempre está rodeado por sus guardias, tiene que viajar en un coche a prueba de balas y ver España desde tarimas y balcones. Si pudiera tan sólo entrar una vez en un café y escuchar lo que está diciendo la gente, el país cambiaría de la noche a la mañana. Y además, es criticado tan injustamente. Si no llueve y se pierden las cosechas, dicen: «Es culpa de Franco. Todo es culpa de Franco. Si tuviéramos un rey, estaríamos mejor...» ¿Es esto justo? —No —dije—. Pero se dice que alguna de la gente que lo rodea está robando al país. —Por supuesto que lo hacen. Mire a X —(nombrando a una conocida figura política)—. Hizo una fortuna estafando a todo el mundo, huyó a América, y vivió allí por un año. Pero ahora ha vuelto, y es más influyente que nunca. Pero Franco no sabe nada de esto. El es «muy caballero», un gran señor, y confía en la gente que le rodea. ¡Y así es como le pagan su confianza! El tren entró en Córdoba, y bajamos. El doctor estrechó nuestras manos y me dio su tarjeta. Por ella supe que era una de las figuras principales en la Falange de la provincia. Algo neurótico en su porte me dijo que durante la Guerra Civil debió ser responsable de multitud de cosas desagradables, y aquella impresión fue confirmada más tarde. Sin embargo me separé de él con una sensación de respeto hacia su honestidad y franqueza, así como un poco de lástima por la decepción que el hombre había sufrido. Es extraño que los fanáticos, debido a que viven trágicamente, sean a menudo una gente más 20

agradable que razonable y equilibrada. Esta tarde me he sentido arrebatado por la belleza de Córdoba. Nuestro hotel es un edificio del siglo XVIII en medio de la ciudad, construido como todas las casas antiguas en Córdoba en torno a un patio. Es un lugar más bien modesto —pagamos solamente 40 pesetas al día— y lleva el tradicional nombre de «Hotel de Cuatro Naciones». Desde el momento mismo en que subí las escaleras hasta el corredor y la habitación y olí él acre olor de las fregadas baldosas del suelo tan característico de las «fondas» andaluzas, me sentí completamente en casa aquí. Esta era la España que conocía. Nuestra ventana se abre a la corroída balaustrada de piedra de la iglesia románica de San Miguel, construida hacia 1240, inmediatamente después de la Reconquista. Desgastadas paredes amarillas, comidas por la erosión del agua y mostrando su interior también amarillo, porque el amarillo es el color dominante en la ciudad. Sus broncas y resonantes campanas, hoscas y apresuradas como el grito alarmado de un pájaro y sonando tan sólo por un breve momento, están llamando a los devotos a los servicios de la tarde. Tras tomar un café en la «plaza», fuimos a dar un paseo al cálido aire arrojado al exterior por las casas. El sol acababa de ponerse, y nos dejamos arrastrar por la gente a lo largo de una de las estrechas y serpenteantes calles que conducen al río. Pronto llegamos a la Mezquita, con sus largas paredes desnudas de piedra amarilla y su maravilloso minarete del Renacimiento. Más allá está el río. «Oh gran río, gran rey de Andalucía», como lo denominó Góngora: el río de Tartessos, cuyas raíces, decía el poeta griego Estesícoro, descansan entre plata. Aquí, debajo del parapeto de piedra, avanza lento, una corriente amarillo-amarronada salpicada de burbujas blancas, y al otro lado una baja orilla arenosa, salpicada con lavanderas y asnos y muchachas llevando cántaros: y más lejos, el blanco pueblo del Campo de la Verdad. 19 de febrero La Mezquita de Córdoba es sin lugar a dudas el primer monumento de España..., el más original y el más hermoso. Desde el momento mismo en que uno entra en el gran patio plantado con naranjos, nota una sensación de paz y armonía que es completamente distinta del ambiente de sagrada religiosidad y austeridad que rezuma de los claustros cristianos. Las pequeñas y rojizas naranjas se arraciman entre las oscuras hojas verdes, las mariposas se persiguen entre sí, los pájaros revolotean y trinan, y la gran cisterna de mármol para las abluciones parece estar allí para decir que la riqueza y el calor de la Naturaleza y la vida instintiva del Hombre también son puros porque esa ha sido la voluntad de Dios. Cuando uno entra en la Mezquita propiamente dicha es probable que sufra al principio impresiones conflictivas. El coro estilo Renacimiento erigido en el centro molesta la visión del bosque de columnas; algunas de las restauraciones, especialmente las pinturas más bien chillonas del techo, chocan con los cálidos colores de la piedra y el mármol: y luego los dobles arcos en forma de herradura, cebrados en blanco amarillento y rosa ladrillo, cortan el aliento con su extrañeza y novedad. Uno tiene que visitar el edificio varias veces para conseguir empaparse en su magia. Esta Mezquita es a buen seguro un ejemplo de primer orden del refrán, tan cierto en todas las artes, de que la necesidad es la madre del invento. Los árabes, cuando empezaron a construirla en 785, no tenían ningún estilo propio. Deseaban utilizar las columnas románicas y visigodas que cubrían la ciudad y, puesto que eran demasiado ligeras para resistir las pesadas piezas de construcción que se necesitarían para continuarlas si el techo tenía que elevarse lo suficiente, se vieron obligados a reforzar los arcos insertando encima de los abacos una segunda hilera inferior de arcos para que 21

actuaran como refuerzos. Ese recurso —tan torpe estructuralmente pero tan hermoso en sus efectos— pavimentó el camino para la posterior invención de los maravillosos arcos intersectados de la maqsurah de Al-Hakam, que es la gloria coronada del edificio. Un nuevo estilo, creado a partir de las sílabas del idioma bizantino, había nacido a la existencia. No hay dos modelos de arquitectura que puedan ser más distintos el uno del otro que el islámico y el cristiano occidental. La arquitectura cristiano occidental en su fase primitiva está llena de ansias hacia el peso y la masividad; y en su segunda fase, el gótico, por una espectacular liberación de ese peso en una ascensión hacia los cielos. En ambos casos hay un énfasis sobre lo tremendo de la fuerza de la gravedad, o bien en la forma de grandes masas de piedra acumulando su peso una encima de la otra, o bien en altivas columnas alzándose como árboles desafiando el empuje hacia abajo. La carga del pecado original que oprime la conciencia humana e intenta arrastrar al mundo de vuelta al salvajismo del Medioevo es expresada en una carga de piedra. Enfatiza también al mismo tiempo el sentido de duración, la confianza en el firme arraigo del hombre sobre la tierra: la Iglesia Universal ha sido edificada sobre una roca y durará eternamente, y, mientras dure, interpretará la historia en términos de pérdidas y ganancias morales, tal como enseña el Antiguo Testamento. La arquitectura islámica es completamente lo opuesto. Una mezquita es un patio, un cuadrado, un lugar donde comerciar, construido ligeramente para albergar a un gran número de personas. Alá es tan grande que nada humano puede competir con El en fortaleza o durabilidad, y en una sociedad donde el sistema de harenes complica enormemente las líneas de la descendencia, el «orgullo» de las eras feudales —que surge de la asociación de la propiedad de las tierras con la familia y la previsión de una prolongada línea de descendientes— está fuera de lugar1. Incluso los castillos musulmanes, por grandes que sean, dan la sensación de ligeros e insustanciales. Pero una mezquita es también un lugar para la contemplación de la Unicidad de Alá. ¿Cómo puede conseguirse eso mejor que presentando a los ojos un laberinto de esquemas geométricos sobre los que meditar? Esto conduce a una especie de semitrance. La mente contempla los esquemas, sabe que pueden ser desenmarañados, y sin embargo no los desenmaraña. En cambio se queda en lo que ve, y los delicados colores, las variaciones de luz y sombra, añaden un tinte sensual al placer de la certidumbre hecha visible. Esta, en todo caso, es la única explicación que puedo ofrecer al extraño estado mental que proporcionan la maqsurah y la mihrab de Al-Hakam. Otro edificio que no puede perderse uno en Córdoba es la sinagoga. Aunque construida tan tarde como 1315 —es decir, tras la ocupación cristiana—, los arabescos del dibujo de sus enlucidos son del más puro estilo islámico. Cerca de ella vivía Maimónides, el gran poeta y filósofo judío, cuya tumba puede verse aún en Damasco. Una plaza cerca de ella ha sido bautizada con su nombre. Este viejo barrio judío de la ciudad es particularmente encantador. El rasgo más característico de Córdoba, como sabe todo el mundo que ha estado aquí, lo constituyen las casas de dos pisos construidas en torno a un patio. Esos patios, con sus macetas de helechos y flores y su fuente en el centro, tienen un encanto irresistible y, puesto que las puertas de la calle siempre están abiertas, uno puede echarles una ojeada cuando pasa por delante. La planta de estas casas es romana, pero ninguna es anterior al siglo XVI, y la mayor parte fueron construidas después de 1700. Una gran parte del área de la actual 1

(1). En las épocas feudales, un hombre pensaba en su descendiencia extendiéndose hacia el futuro: en las eras aristocráticas, pensaba en ella como extendiéndose en el pasado. 22

ciudad estuvo ocupada por ruinas y jardines hasta bien entrado el siglo XIX. 20 de febrero Esta tarde salimos a ver a los famosos ermitaños de la Sierra. Para hacer eso uno tiene que tomar el autobús unos tres kilómetros hasta Brillante, una ciudad jardín construida después de la guerra, y luego caminar. Mientras salíamos del autobús, se nos acercó un hombre y se nos ofreció para mostrarnos el camino. Era un tipo pequeño, agradable e inquieto, que se mostró encantado ante la idea de hablar con dos súbditos ingleses, puesto que era un oyente regular del programa en español de la BBC. Muy pronto brotó su historia. Durante la guerra había sido sargento en el bando Nacional: luego fue nombrado maestro de escuela en un pueblo de la Sierra, pero, siendo la paga insuficiente para poder vivir, había dejado como sustituto a un hombre del lugar y abierto un pequeño negocio en Córdoba. Lamentaba haber tenido que hacerlo porque le gustaba enseñar, y sabía su importancia. Caminamos a lo largo de un amplio sendero entre rocas de piedra caliza y robles. Grupos de asfódelos, con sus brillantes hojas y sus elegantes flores estrelladas, se esparcían por todas partes, y entre ellos, bajo los árboles, había sentados grupos de excursionistas vestidos con sus mas alegres trajes domingueros, con botellas de vino y lonchas de jamón y salchichas frías diseminadas sobre manteles en el suelo. Aquello era la Quinta de Arrizafa, donde en su tiempo habían tenido los Califas su palacio de verano. Nuestro amigo hablaba por los codos, sobre todo de política y religión. Su política era monárquica, su religión una especie de catolicismo liberal, tenido con trazos místicos. Creía en la bondad innata de la gente. Lo empinado de la ascensión era aliviado por las frecuentes pausas que hacía para gesticular y explicar sus puntos de vista. Pero cuando le hablé del doctor falangista que había conocido en el tren, se detuvo en seco allí donde estaba y bajó inmediatamente la voz. Es sorprendente el miedo que arrojan esos extremistas de la Falange sobre algunas personas, pese al hecho de que hoy en día han perdido la mayor parte de su poder. La gente se calla en seco cuando descubre que tú los conoces. Uno empieza a comprender esto cuando recuerda el fabuloso numero de personas que se supone que mataron durante y después de la guerra: aquí en la provincia de Córdoba los rumores citan que fusilaron a 28.000. De todos modos, nuestro amigo no tardó en animarse de nuevo y, en respuesta a mis preguntas, me dijo que el cuadro que me había pintado el doctor de los bandidos de Sierra Morena era muy exagerado: habían sido una molestia hacía algún tiempo, de acuerdo pero ahora tenían muy poca trascendencia. Y raras veces mataban a alguien, dijo. Todos ellos eran políticos... socialistas o comunistas huidos. El maestro se volvió tras poco menos de dos kilómetros, y seguimos nuestro camino solos. El sendero ascendía lentamente en largas y cerradas curvas de modo que tomamos un atajo. Este nos condujo por delante de la boca de una pequeña cueva o refugio de roca, cuya entrada había sido bloqueada mediante algunos enseres domésticos. Tras ellos descubrimos a una mujer echada sobre unos sacos que, al vernos, se levantó y salió. Era una mujer de menos de treinta años, vestida con un viejo y raído traje negro que mostraba partes de su cuerpo desnudo por entre los rotos. Había estado enferma, nos dijo, tras dar a luz a su hijo, el cual murió porque a ella se le había secado la leche. Su marido estuvo empleado en una propiedad cerca de allí, pero cuando se acabó el trabajo y no pudieron seguir pagando el alquiler tuvieron que marcharse y venirse aquí. Ahora no podía abandonar el lugar porque sus ropas no eran decentes. Obviamente tenía hambre, pero no se quejó ni nos pidió dinero, y cuando le dimos unas monedas pareció sorprendida. 23

—Los tiempos son malos —dijo con resignación—. Esperemos que cambien pronto. Llegamos a las moradas de los ermitaños que coronan la rocosa colina. Rocas grises, árboles grises, junquillos blancos y asfódelos, y ningún sonido excepto el resonar de los cencerros de las cabras. Abajo y muy lejos podíamos ver la blanca ciudad, extendiéndose como una mancha de deyecciones de pájaros al lado de su amarronado río, y más allá la roja y verde «campiña», extendiéndose en brillantes ondulaciones a lo Van Gogh. Los ermitaños me sorprendieron más como piezas de museo que como ejemplos de una seria vida contemplativa. Hay diez, cada uno ocupando su propia y cómoda pequeña morada, cada uno vestido con una larga túnica marrón y adornado con una tupida barba blanca que le llega hasta el pecho a la manera carolingia. Se muestran los domingos, y mientras bajábamos por el sendero hacia la capilla, nos cruzamos con uno de ellos, sentado en una silla bajo un antiguo roble y leyendo un libro encuadernado en piel con ayuda de un prodigioso par de gafas con montura de asta. Resultaba obvio que era plenamente consciente de su propio pintoresquismo. Esos ermitaños son propietarios de la montaña donde han sido edificadas sus celdas, y emplean a un hombre para que cuide sus cabras; aparte esto, dependen para su subsistencia de las limosnas, que nunca son exigidas. Imagino que constituyen la colonia de ermitaños más vieja de Europa, porque han estado aquí ininterrumpidamente desde los tiempos visigóticos. Pero la edad es hostil al sentimiento O solitudo, O beatitudo, y cuando alabé la belleza y el recogimiento de aquel lugar al ermitaño que nos mostraba la capilla, gruñó y dijo «es mucha soledad.» La gente de Córdoba se muestra excesivamente orgullosa de su ciudad. Si, por ejemplo, uno menciona el vino, te dicen que el vino de Córdoba (que no es conocido en ningún otro lugar excepto aquí) es el mejor de España. «Sólo tiene usted que traer una botella de Montilla del otro lado del río, y mejora inmediatamente; y cuando vuelve a llevársela, empeora de nuevo.» Sin embargo, saben muy poco de los hombres famosos que su ciudad ha producido: han oído hablar de Séneca, pero para ellos Góngora es simplemente el nombre de una calle, y nadie sabe dónde está su casa. Hablé de esto al maestro que conocimos, que siente una cierta inclinación hacia la poesía, y prometió ayudarme a encontrarla. Volvimos a vernos tras concertar una cita en un café. Nuestro primer paso fue visitar el «Instituto de Segunda Enseñanza» en busca del archivero de la ciudad. Esta escuela estaba alojada en un magnífico edificio con un enorme patio interior. Todos los chicos que albergaba iban bien vestidos y procedían de familias de clase media, de modo que le pregunté a nuestro compañero cómo se las arreglaban los niños de las clases trabajadoras para entrar allí. —Muy raras veces lo consiguen —respondió—. Todos estos niños proceden de las escuelas primarias regentadas por la Iglesia. En la mayor parte de ellas uno tiene que pagar algo, pero obtiene una excelente educación. Las escuelas primarias del Estado se hallan hoy en día tan olvidadas que los niños que asisten a ellas no consiguen ningún progreso. Esto conviene a todo el mundo: la Iglesia ve que hay mucha demanda para acudir a sus escuelas, y las clases dominantes se sienten complacidas de mantener a los pobres en su lugar. La mayoría de los hijos de los pobres crecen sin aprender a leer ni escribir. Encontramos al archivero, que nos dio la dirección de la casa de Góngora y nos prometió mostrarnos otros lugares relacionados con él cuando volviéramos a Córdoba dentro de un mes. Luego nos trasladamos a una taberna para degustar, no el vino cordobés, sino un Montilla mucho mejor. Discutimos de toros y, después de eso, de religión. —Sí —dijo el maestro de escuela—, ha habido un auténtico rebrotar. Pero debe tener usted en cuenta que la Iglesia en España es como un árbol muy, muy viejo, algunas de 24

cuyas ramas han caído y yacen podridas en el suelo. No toda la gente que ve usted vestida como católicos es realmente católica en su interior. Es un hombrecillo agradable, que combina la alegría con una auténtica amabilidad y un más bien inútil entusiasmo por las cosas de la mente. Un hombre con unas opiniones moderadas. ¡Cuántos hombres como él hay en este país, pese a la reputación de fanáticos que tienen los españoles! ¡Y sin embargo, cuan poco efecto han tenido sobre el panorama en general! 21 de febrero Esta mañana tomamos un taxi para visitar Medina al Zahra. Se trata del palacio que el primer y más grande de los califas españoles, Abderramán III, empezó a construir en 936, y que sus sucesores ampliaron y completaron. Lo que de él cuentan los historiadores musulmanes indica que posiblemente sea el más grande y por supuesto el más lujoso palacio jamás construido en ninguna época. En su construcción fueron utilizadas cuatro mil columnas de mármol, y la cantidad de oro, bronce y plata empleados en su decoración fue fabulosa. Toda la región mediterránea, hasta tan lejos como Constantinopla, fue saqueada en busca de metales preciosos. El más espléndido de sus aposentos era el denominado la Cámara de los Califas, una enorme estancia a la que se accedía a través de treinta y dos puertas, cada una de ellas decorada con oro y marfil y descansando sobre pilares de cristal transparente. El techo estaba constituido por láminas de mármol de varios colores cortadas tan finas que dejaban pasar la luz a su través, mientras que las paredes eran de mármol, incrustadas con oro y plata. Pero el rasgo más sorprendente de este aposento era el gran estanque, o quizá fuente, que se alzaba en su centro. Estaba llena con mercurio en vez de con agua, y cuando se hallaba en movimiento asombraba al espectador con los ramalazos de luz y color que producía. Trece mil sirvientes masculinos vivían en este palacio, sin mencionar el harén y sus servidores, cuyo número apenas puede ser contado. Los peces en los estanques del jardín consumían ellos solos 12.000 hogazas diarias de pan. Las cantidades requeridas por los habitantes humanos pueden ser dejadas a la imaginación. ¿Y qué le ocurrió a ese soberbio edificio? En el año 1010 los berberiscos, que sitiaban Córdoba, lo saquearon y devastaron, y tan completa fue su destrucción a lo largo de las siguientes épocas que hasta hace pocos años ni siquiera se conocía su emplazamiento, y los toros pastaban y peleaban entre sí donde en otro tiempo las más hermosas mujeres del mundo habían languidecido en sus lechos solitarios mientras se atiborraban de pasteles y golosinas. Las excavaciones se hallan a unos seis kilómetros al oeste de la ciudad, en el inicio de las estribaciones grises-verdosas de la Sierra. El emplazamiento es realmente hermoso. Las encinas y los arbustos de loto se yerguen en torno con una solemne dignidad, y bajo ellos crecen las margaritas, los asfódelos y esas flores de penetrante color azul... los lirios azules. Las ruinas apenas valen la pena de ser vistas, puesto que todas las piedras fueron retiradas del lugar para construir un monasterio en la colina de arriba, aunque todo está lleno de fragmentos de arabescos de estuco, la mayor parte de ellos con dibujos de acantos y mostrando una fuerte influencia bizantina. El museo contiene alguna cerámica interesante con dibujos de pájaros, peces y animales en verde pálido. Sin embargo, sólo una pequeña área del palacio ha sido excavada hasta el presente; más allá de ella se extienden hectáreas de informes montículos, cubiertos con trepadoras hojas de acantos y pequeñas mandrágoras y los secos tallos del hinojo. El cormorán y el avetoro, la lechuza blanca, y las mariposas marrones y grises, siguen gozando del lugar sólo para ellos. Cuando nos íbamos, el nuevo gobernador civil de Córdoba subía a su coche. Le hice 25

al chófer del taxi la observación de que se decía que era un hombre enérgico que iba a atajar los abusos. Pero el taxista, un ex sargento de Aviación, era un cínico. —Si lo hace —respondió—, no estará aquí mucho tiempo. Hace unos años tuvimos uno que cuadruplicó las raciones requisando los almacenes que mantenían los sindicatos para sus operaciones de estraperlo. Esto permitió a los pobres comer, cosas que en la escala actual de racionamiento no pueden hacer. De modo que se libraron de él. Uno no puede caminar por las calles de Córdoba sin sentirse horrorizado por la pobreza. El estándar de vida ha sido siempre muy bajo entre los trabajadores agrícolas de esta parte de España, pero esto es peor, mucho, mucho peor que cualquier otra cosa que yo recuerde a lo largo de mi vida. Uno ve a hombres y mujeres cuyos rostros y cuerpos están cubiertos de suciedad porque se sienten demasiado débiles o demasiado sumidos en la desesperación como para lavarse con agua. Se ven a niños de diez años con el rostro marchito, mujeres de treinta años que son ya auténticas brujas, exhibiendo ese ceño fruncido por la ansiedad que proporcionan el hambre perpetua y la incertidumbre acerca del futuro. Nunca antes había visto una tal miseria: incluso los leprosos de Marrakech y Taroudant parecen menos desdichados porque, aparte de hallarse mejor alimentados, están resignados a su destino. Enfrenta a uno a cada momento con un problema personal: ¿qué derecho tienes a comer buena comida, a beber café, a comprar golosinas, cuando la gente se está muriendo de hambre a tu alrededor? Ningún derecho en absoluto, pero yo, siendo egoísta por naturaleza, no puedo impedir el seguir haciéndolo. Más terribles son aquellos que se arrastran por las calles sin brazos o piernas. El Gobierno les paga una pequeña pensión a aquellas personas que perdieron sus miembros en su bando, pero aquellos que tuvieron algo que ver con los Rojos, aunque fueran mujeres o niños, no reciben nada. ¡Hubieran debido estar viviendo en algún otro lugar cuando estalló la guerra! La seguridad social solamente cubre a aquellos trabajadores que tienen un empleo regular. Los trabajadores agrícolas, los pequeños comerciantes, los vendedores callejeros, los limpiabotas, no tienen ningún derecho. Si se ponen enfermos, ni siquiera serán aceptados en un hospital a menos que puedan pagarlo. Un limpiabotas me dijo: —Cuando estalló la Guerra Civil, yo tenía algo de dinero ahorrado. Luego, tras la victoria Nacional, toda la moneda de la zona Roja fue anulada y lo perdí. Ahora estoy haciéndome viejo. No tengo hijos, y si me pongo enfermo no me queda nada excepto morirme de hambre. De modo que estoy intentando irme a Francia, donde tratan a la gente de una forma más humana. Los cordobeses de clase media le dicen a uno que la mayoría de los indigentes que se ven por las calles proceden de otras provincias. «Se reúnen aquí de toda Andalucía.» Pero es su orgullo local el que habla: la verdad es que son trabajadores agrícolas sin empleo procedentes de las enormes propiedades de la «campiña». El sistema que se utiliza en esas grandes propiedades es mantener a un puñado de hombres a sueldo durante todo el año, y contratar a los demás de forma temporal cada vez que la estación lo requiera. Por cada diez que tienen un empleo permanente, un centenar al menos se hallarán a merced del trabajo ocasional. Eso significa que, incluso en un buen año, un trabajador agrícola deberá mantener a su familia durante doce meses con lo que gane en seis u ocho. Antes de la Guerra Civil esto podía soportarse cuando la estación no era demasiado mala, pero ahora, debido a la inflación, el valor real de los sueldos ha caído considerablemente. Para empeorar las cosas, este ha sido un año excepcionalmente malo. La cosecha de la aceituna las pasadas Navidades fue muy pobre —y es del dinero conseguido en la recolección de la aceituna de lo que se visten las familias—, mientras que la sequía ha paralizado los trabajos de cavado de la primavera. La consecuencia es 26

el hambre..., un hambre que no puede mencionarse en la Prensa y ante la que las clases dominantes cierran los ojos. ¿Un mal punto para el régimen de Franco? Sí, evidentemente... pero reconozcamos en justicia que todos los demás regímenes, incluido el republicano, rehusaron enfrentarse al problema. Lo que se necesita es una completa reorganización del sistema de cultivar las tierras, junto con una fuerte presión aplicada a los terratenientes. Y esto es algo que el actual Gobierno, débil y desacreditado como está, y temeroso de crearse más enemigos, no puede hacer. Quise visitar las mazmorras de la Inquisición, que al parecer pueden verse todavía en el Alcázar medieval, adyacente al árabe. Esto, sin embargo, no fue posible, porque los edificios han sido destinados a usos militares. Y mis peticiones no fueron muy bien recibidas. Los españoles son aún muy cautelosos a la hora de hablar de su en su momento reverenciada institución y, cuando un extranjero hace alguna pregunta al respecto, profesan la ignorancia. Los procesos inquisitoriales en Córdoba fueron particularmente repulsivos, o quizá sería mejor decir que nos hallamos particularmente bien informados acerca de ellos. Tomemos por ejemplo el caso de Lucero. En 1499, un canónigo de la Catedral de Cádiz llamado Rodríguez Lucero fue nombrado Inquisidor del Tribunal de Córdoba, e inmediatamente se puso a trabajar arrestando y quemando a todas las personas de ascendencia judía contra las que pudieran alegarse, real o equivocadamente, dudas acerca de su fe. Cuando no había pruebas, empleaba perjuros profesionales. La gente en general no puso objeciones a este proceder, puesto que tales acciones estaban dentro de la línea de los asuntos inquisitoriales, y los Conversos eran impopulares. Pero encontrándose con que la meticulosidad de sus operaciones estaba agotando rápidamente aquel campo, empezó a extenderlas a las personas de antigua ascendencia cristiana, consiguiendo las pruebas que necesitaba para torturar a sus sujetos. El objetivo era el dinero: las propiedades de las personas convictas de herejía eran confiscadas y entregadas a la Corona, la cual devolvía parte de ellas al Santo Oficio. Además de ello estaban las sumas conseguidas vendiendo dispensas e imponiendo multas (denominadas penitencias), que iban a parar directamente a las arcas de los inquisidores, sin hablar de lo que podían conseguir mediante la extorsión y el chantaje. Pocos criminales han tenido nunca tantas oportunidades. Por supuesto, el arrestar a personas de impecable ortodoxia y ascendencia cristiana comportaba algunos riesgos, debido a que la Inquisición se hallaba establecida desde hacía poco tiempo y el país no estaba completamente intimidado por ella. Sin embargo, «Poderoso caballero es Don Dinero», de modo que, comprando a uno de los secretarios del Rey Fernando y, cuando lo exigía la necesidad, a otros importantes dignatarios, sin excluir a un Cardenal, Lucero aseguró su posición, y pronto el reinado del terror estuvo tan arraigado que nadie en el sur de España estaba a salvo. Los eclesiásticos más eminentes resultaron especialmente atacados, debido a que durante su encarcelamiento los ingresos de sus prebendas eran pagados a los fondos de la Inquisición, y hubo un momento incluso en el que el propio y piadoso Arzobispo de Granada, que había sido confesor de la Reina Isabel y tenía ahora ochenta años, estuvo a punto de ser arrestado. No hay forma de saber hasta dónde hubiera podido haber llegado aquel diabólico hombre de no mediar un accidente. En 1506, Felipe el Hermoso obtuvo Castilla y, deseoso de efectuar algún acto de soberanía, escuchó las súplicas del clero y la municipalidad de Córdoba, que tanto Fernando como el Inquisidor General, que poseían intereses pecuniarios en las extorsiones de Lucero, se habían negado a oír, y lo suspendió de su cargo. En el juicio que siguió dos años más tarde su culpabilidad quedó demostrada sin la menor duda, pese al hecho de que había tenido tiempo de quemar a la 27

mayoría de los testigos hostiles, y en consecuencia fue recluido a su canonjía en Sevilla (ya que un Inquisidor no podía ser castigado), donde pasó el resto de sus días gozando de los beneficios del dinero que había acumulado. Este es el único caso registrado de un inquisidor siendo apartado de su cargo o sometido a juicio. He mencionado este episodio, que es relacionado detalladamente en la abundantemente documentada Historia de Lea, porque recientemente se ha convertido en una costumbre el exonerar a la Inquisición. Tanto sus principios como sus métodos, se afirma, se hallaban en concordancia con el espíritu de la época; era lenta en efectuar sus acusaciones, escrupulosamente honesta en sus procesos, justa en sus sentencias, y así. Pero pese a todo lo que pueda decirse de sus procedimientos en otros países, ésta era la forma como operaba en España. En el frondoso y fértil suelo de la Península, esta institución no sólo alcanzó los últimos extremos del fanatismo y la crueldad (leemos por ejemplo de niños de diez años siendo perseguidos y encarcelados de por vida), sino también de la más sórdida corrupción. ¿Y qué tiene uno que decir de esas escenas en las mazmorras subterráneas donde viejos sacerdotes contemplaban cómo desnudas mujeres y muchachas eran torturadas? De todos los grandes fraudes registrados en la historia, la Inquisición española, durante los primeros cien años de su carrera, es quizá el más odioso y repulsivo. Aquella tarde nos dirigimos a pie a la ermita de Nuestra Señora de la Fuensanta, en el extremo oriental de la ciudad. Por el camino pasamos ante un convento donde dos monjas, con sus hábitos almidonados, estaban distribuyendo cuencos de sopa a los pobres. La cola de unas trescientas personas se extendía calle abajo. Esas monjas pertenecen a una Orden que se limita a la provincia de Córdoba, y aquellos que sienten la necesidad de los pobres sobre sus conciencias contribuyen con limosnas a sus fondos. La iglesia que estábamos buscando se alza en un gran espacio despejado al borde de los campos. Una avenida de plátanos conducía hasta ella, y la luz del sol inundaba sus troncos grises y sus ramas como encaje, salpicadas con pequeños botones rojos que pronto estallarían para convertirse en hojas. Una higuera de pendenciero aspecto, en medio de un montón de cascotes, llenaba el aire a su alrededor con su denso y pegajoso olor, como si quisiera demostrar que ella también estaba sintiendo los efectos de la primavera y de la poesía. Entrando en el patio, llegamos a un largo atrio lleno de colgantes exvotos. Algunos de ellos consistían en muletas o mechones de pelo: otros eran pequeñas figuras de hojalata representando miembros: otros más burdos dibujos de los milagros realizados por la Virgen, que a menudo tenían el encanto y la frescura de los dibujos infantiles. Había también un colmillo de narval y un cocodrilo disecado, en un tiempo estimado por sus propiedades afrodisíacas, aunque el porqué estaban colgados allí es algo que no puedo decir. Posiblemente el cocodrilo, que recuerda a una de las imágenes en el pórtico de la Catedral de Sevilla, fuera en un tiempo considerado como un dragón comedoncellas que algún santo caballero al estilo de San Jorge había matado. Una vez en la iglesia, encontramos su interior frío y oscuro. La totalidad de uno de sus extremos estaba ocupada por un enorme retablo dorado, tallado y lleno de arabescos y ornamentos, en el centro del cual —una insignificante imagen parecida a una muñeca— se hallaba la Virgen hacedora de milagros. Hicimos nuestras genuflexiones y susurramos nuestros deseos, luego volvimos a salir a la cálida luz de la tarde junto al río.

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3. LAS CIUDADES ALTAS DE ANDALUCÍA Esta mañana tomamos el tren a Aguilar de la Frontera, una pequeña ciudad que se extiende a unos cincuenta kilómetros al sur de Córdoba, al borde de la «campiña». Esta ondulada y desnuda región es hermosa. Su blancuzco suelo ruborizándose hacia el rojo y el rosado parece bien cultivado, y el trigo es fuerte y verde pese a la falta de lluvia. Me gustó especialmente el pequeño río que atravesamos, con su amarillenta agua discurriendo perezosamente sobre un lecho arenoso, bordeado por tamariscos de rojizas ramas y matojos de cortadera. Grupos de toros pastaban por entre la hierba o rumiaban pensativamente bajo una hilera de álamos blancos. Mientras lo cruzábamos, mis ojos fueron atraídos por pequeñas manchas de un intenso azul... los lirios azules. Aguilar es una ciudad de unos quince mil habitantes que se alza sobre una baja estribación que se proyecta sobre la «campiña». Sus casas son blancas con techos de tejas amarronadas como gaviotas con alas bermejas, y a todo su alrededor hay aire y sol: Al extremo de la estribación, sobre una ligera elevación rocosa, se yerguen los restos de su antiguamente famoso castillo, el Castillo de Polai. Poco queda de él, pero desde su emplazamiento se domina una amplia vista al norte, sur y oeste, sobre la vacía región. Este castillo proporciona la explicación del porqué Aguilar es un nombre en la historia. Tras la reconquista de Córdoba en 1236, se convirtió en una de las principales fortalezas que protegían las tierras de los cristianos de las incursiones de la caballería morisca. Por esta razón figura en varias baladas, y sus Condes eran segundos tras los Condes de Cabra en los rangos de la nobleza andaluza. En la posada donde fuimos a comer —que tenía el extraño nombre de Fonda de las Moscas—, una vieja de rostro triste estaba sentada junto a una mesa redonda bajo la cual había un brasero de «orujo», es decir olivas prensadas. No se levantó cuando entramos, sino que nos hizo una seña de que nos sentáramos a su lado. —El aire es frío —nos dijo—. Caliéntense un poco. Le preguntamos cómo iban las cosas por allí. —Mal —dijo—. Muy mal. No hay negocio, no hay trabajo, no hay pan. No hay nada. Estamos simplemente pudriéndonos. No tenemos nada que hacer excepto esperar a que acudan los sepultureros y nos entierren. —¿Y cómo es eso? —pregunté. —Bueno, no hay trabajo. Todo el mundo está muriéndose de hambre. Las raciones que conseguimos no bastan para mantener vivo a un perro, y ¿quién excepto los ricos pueden permitirse el comprar comida en el mercado negro? Incluso cuando hay trabajo, fíjense en los jornales que pagan... ¡12 pesetas! ¿Cómo puede un hombre mantener a su familia viva con eso? Se lo digo, la gente en esta ciudad se está muriendo. Se inclinó sobre el brasero en la pequeña y oscura estancia, mientras la camarera, una lozana muchacha de unos quince años, metida tan apretadamente en sus ropas que tenía que sujetarlas con imperdibles, permanecía de pie secándose la nariz con el dorso de la mano y mirándonos. —¿Y a quién le importa nada de eso? —siguió la vieja con su irritada voz—. No a los ricos, que viven en sus palacios y en sus patios de mármol. ¿Quién ha visto nunca a uno de ellos darle un trozo de pan a un hombre hambriento? Y sin embargo todo su dinero sale de los bolsillos de los trabajadores, ¿no? Para cambiar de tema, le pregunté qué había ocurrido allí cuando se inició el Movimiento. —Los Rojos ocuparon una parte de la ciudad durante un día, luego ganaron los 29

Nacionales. Eso es lo que ocurrió. Los Rojos fusilaron a un hombre, de modo que los otros tuvieron que fusilar a un centenar. Ahora lo estamos pagando. La cosecha de la aceituna es un fracaso, las patatas se pudren, el cielo no suelta su lluvia. Entienda, ahí arriba sí hay justicia. —¿Es usted socialista o sindicalista? —pregunté. —¿Yo? ¿Qué le hace pensar que yo era una de ellos? Soy falangista, como mi marido. Fuimos de los primeros en unirnos a la Falange aquí. Y al parecer su marido era por supuesto falangista, y lo que es más, uno de los importantes en la ciudad. Pero su hermano, socialista, había sido fusilado. Comimos, en absoluto mal, y fuimos al café. Radio Sevilla bramaba una pieza de «flamenco», una serie de carteles coloristas mostraban escenas de toros y mujeres con rosas en el pelo, había un grupo jugando a las cartas, y una serie de hombres jóvenes y viejos mirando al vacío. Toda la aburrida vida de una pequeña ciudad, donde nunca ocurre nada excepto defunciones y matrimonios y años buenos y malos en la recolección de la aceituna. No es sorprendente que la política sea una pasión tan grande en este país: se aferran a ella del mismo modo que lo hacen al juego, y mucho más furiosamente aún cuando, como demostró la Guerra Civil, las apuestas son altas. Estábamos tomando nuestro café cuando entró el conductor del autobús de la ciudad y se sentó a nuestro lado. Era un hombre bajito con una sólida cabeza redonda y un par de enormes gafas de montura de acero que cubrían sus agudos ojillos como piezas de andamiaje. Un sucio pelo gris cubría su nuca, y sus manos eran marrones debido al aceite del motor. —Sí, las cosas están mal por aquí —dijo—. No ha llovido, así que no hay nada que cavar. Hace dos semanas la Municipalidad proporcionó trabajo en las carreteras, pero ya se han agotado los fondos. No sé lo que va a pasar. Nos llevó fuera para mostrarnos la ciudad. Pasamos junto a un convento donde las monjas estaban educando a los hijos de los «fusilados», es decir, los Rojos que habían sido pasados por las armas. Eran setenta, y cada uno de ellos recibía un cuenco de sopa al mediodía. Luego vimos una espléndida casa nueva que acababa de ser terminada. Al preguntar qué era, nos dijeron que una viuda rica la había hecho construir y luego la había donado para doce matrimonios pobres. También había construido un hogar para los viejos al otro extremo de la ciudad. ¡De modo que después de todo sí había algunos terratenientes con una conciencia social! Si no hubiéramos pasado por delante de aquella casa y hubiéramos preguntado, no habríamos sabido nada de ella. Tuve la impresión de que aquel acto de benevolencia había despertado muy poca gratitud, y que existía incluso un cierto resentimiento hacia la gente rica que desmentía la reputación generalizada de que los de su clase eran tacaños y míseros. ¿Porque no es la generosidad un lujo demasiado grande? Regresamos cruzando la parte más pobre de la ciudad. Sus calles eran limpias y agradables, pero uno no tenía que hacer más que mirar los harapos que llevaban las mujeres para darse cuenta de su pobreza. Excepto en los pueblos más pequeños, los españoles siempre han preferido apretarse el cinturón antes que vestir mal. Esa gente no podía ni comer ni vestirse. —Este es un lugar desdichado —dijo el conductor del autobús—. No hay más que pobreza y hambre. Sí, es «más feo que Dios». Tendrían que ir ustedes a Cabra. ¡Ah, eso es una ciudad! ¡Excelentes calles, excelentes casas y mujeres encantadoras! Vean Cabra, y dirán ustedes que es como una copa de plata colocada entre los olivos. ¡Hermosa por todas partes! Yo soy de Cabra, y maldigo el día que la abandoné. Le explicamos que teníamos intención de ir allí, pero que primero visitaríamos Priego. 30

—Ah, también es un hermoso lugar. Vean la «Fuente del Rey». Ni en toda Francia ni en Europa hay nada que la iguale. Pero de todos modos Priego no puede compararse con Cabra. El autobús a Priego partió al atardecer. Ocupamos nuestros asientos en él. En un cielo digno de Giovanni Bellini, con la rojiza luz coloreando la blanca ciudad y lanzando largos resplandores por entre los retorcidos y femeninos olivos, avanzamos en la creciente oscuridad. Priego es una ciudad de la sierra, construida en las alturas en una cadena rocosa y dominando un valle. Sin embargo, despertamos con el sonido de agua corriendo en nuestros oídos y con un buen apetito. Tras un desayuno de «churros» calientes, o «tejeringos», como son llamados aquí —excelentes fritos en aceite de oliva—, subimos la calle para ver la famosa fuente, la «Fuente del Rey», que es el orgullo del lugar. Pronto llegamos a ella... un largo estanque de mármol de verdosa agua al que manan pequeños chorros a través de ciento treinta «bocas» de piedra. Un Neptuno esculpido (era el «Rey») conducía su carro bajo la sombra —en verano— de nueve inmensos plátanos que alzaban su entramado de ramas hacia la luz. En el fondo del agua había esparcidas unas cuantas hojas amarronadas, como especímenes botánicos en un álbum verde. A una docena de pasos aproximadamente más arriba de aquel estanque había la fuente madre o manantial, por la que brotaba el agua de las profundidades de la roca. Mjrando a su fondo uno podía ver las largas y verdes plantas acuáticas que allí crecían, agitándose con un movimiento ondulante que sugería el pelo de una náyade. Y más arriba, en un nicho rústico, estaba sentada la propia Náyade, la Virgen de la Primavera, con la rocosa pared a su alrededor llena de doradas chucherías, mechones de pelo y fotografías enmarcadas, los regalos de la gente que había sido curada por sus poderes terapéuticos. Aquella Virgen parecía distar mucho de ser primitiva. De hecho tenía una apariencia presumida e hipócrita, como si recordara sus orígenes iberos como un espíritu del agua y se creyera en el deber de ocultarlos bajo una máscara de respetabilidad. De todos modos, la gente de Priego no había perdido nada de su devoción hacia ella. Mientras permanecíamos allí de pie, llegaron algunas mujeres e hicieron la señal de la cruz a la manera andaluza, terminándola con un resonante beso sobre el pulgar, y murmuraron unas cuantas avemarias, mientras que ningún hombre pasaba cerca del lugar sin quitarse el sombrero. Al preguntar su nombre, recibí la respuesta: «Es la Virgen de la Salud—(una palabra ambigua que significa a la vez salud física y salvación)—, y es muy milagrosa. » Nos sentamos en el borde de mármol del aljibe, mientras el agua murmuraba agradablemente en nuestros oídos y los pajarillos trinaban. A la lechosa luz de primera hora de la mañana —porque el sol no había disuelto aún la bruma—, los blancos troncos y las ramas de los plátanos parecían tan sagrados y virginales como el manantial. Había un crespo olor a «orujo» quemándose, y detrás de nosotros, a tan sólo unos pocos cientos de metros de distancia, aprisionada entre dos riscos de blancas casas, una montaña color lavanda pálido, como en una coloreada pintura japonesa, se alzaba bruscamente hacia el cielo. Al cabo de un rato seguimos subiendo la colina hacia una capilla y calvario que dominaba la ciudad. La rocosa ladera estaba sembrada de oxidadas cruces de hierro y grupos de pequeñas flores, entre las que distinguí caléndulas, margaritas, lirios azules y anémonas rojas. Allá abajo se extendía una confusión de casas parecidas a cajas y, más allá de ellas, el profundo valle en terrazas y las colinas plantadas con olivos. A todo nuestro alrededor, una cadena de agrestes montañas iluminadas por el sol. Observé, allí de pie sobre el valle, un cierto número de chimeneas de pequeñas fábricas. El sacristán, 31

que había salido de su casa para hablar con nosotros, nos dijo que había más de treinta pequeñas fábricas de telas en el distrito, así como una fábrica de sombreros. Después de la guerra se había construido un nuevo barrio, y la ciudad estaba creciendo. Esas fábricas, junto con las porciones de tierras irrigadas y la ausencia de grandes propiedades, daban al lugar una considerable prosperidad. Bajamos de nuevo a las calles. Una de las vistas de Priego es el «adarve», un paseo de unos quinientos metros de largo junto al borde de un precipicio que bordea la ciudad. Abajo, terrazas irrigadas y laderas descendiendo hasta el rio. ¡Qué maravillosa situación esta para una ciudad primitiva, con su abundancia de agua y sus fortificaciones naturales! Priego debió haber existido antes de Atenas o Siracusa, y su Virgen ser más antigua que la ninfa Aretusa. ¿Pero dónde están los mitos relativos a ella, la poesía y el escándalo de las leyendas primitivas? Probablemente no haya ninguna. Los iberos carecían de imaginación para crear mitos, y sus dioses eran tan vagos y carentes de rasgos distintivos como los de los romanos. Los españoles han heredado su vaciedad mental, porque sus santos y Vírgenes son los más insulsos de Europa —criaturas torpes y larvarias a las que nunca les crecieron las alas—, y la única doctrina teológica que han desarrollado y hecho suya es la de la Inmaculada Concepción. La Religión en España, excepto durante el breve período de los místicos carmelitas, ha sido un asunto de ritual y observancia, cargado de tabúes y sin buscar nunca una expresión ni intelectual ni imaginativa. Sellando el final del «adarve» está el castillo, un hermoso edificio cuadrado con un amplio patio interior en el cual tres chiquillos muy serios estaban trenzando cuerda de esparto en una primitiva cordelería. De allí fuimos a echar una ojeada a la iglesia parroquial. Es un edificio medieval, completamente transformado por dentro durante el siglo XVII. Como la mayoría de esas iglesias barrocas españolas, el primer efecto que produce es de sorpresa ante su riqueza y lujo. Obligándonos a estudiarla con detalle, admiramos sus columnas y capiteles recubiertos de yeso, con un dibujo basado en un familiar motivo mudéjar de planchas planas. Los estilos mudéjar y barroco se fusionaron con mucho éxito en España. Había también un espléndido techo de yeso con complejas decoraciones, un retablo elaboradamente tallado, unas preciosas sillas del coro, y una elegante capilla rococó. Allá donde posaba uno los ojos, descubría movimiento y color. En el trabajo que se tomaron en remodelar las superficies interiores de las iglesias que decoraban, hasta el punto de ocultar las columnas góticas bajo fundas de yeso, los arquitectos barrocos no se pararon en gastos para conseguir una unidad de diseño. Otra iglesia que es digna de visitar es la de San Francisco. Posterior a la iglesia parroquial, sorprende por su elegancia. Sus paredes y techo de yeso blanco con sus decoraciones florales sugieren el aristocrático «salón», y constituyen un efectivo contraste al pesado oro barbárico de las capillas laterales con sus retorcidos «retablos» y «rejas», y la absurda pero encantadora acumulación de chucherías en los altares. Uno no puede pensar en nada que le hubiera gustado menos a San Francisco. El arte barroco, como ha dicho Werner Weisbach en su admirable libro sobre él, es el arte de la propaganda. La Iglesia ya no era universal y había perdido mucha de su anterior confianza en sí misma. Sin embargo seguía sintiendo la necesidad de excitar, impresionar, desconcertar y abrumar a la gente. Su arte maestro era la arquitectura, pero en los interiores de sus iglesias, que es donde uno debe buscar sus triunfos principales, recurría a todas las artes visuales para que colaboraran en producir grandiosos efectos teatrales de lujo, misterio y drama. Precisamente en esa época la música, el drama poético y la escena estaban combinándose en la nueva forma de arte de la ópera, del mismo modo que la pintura, la arquitectura y la escultura estaban aprendiendo a unirse y 32

ofrecer algo las unas a las otras. Los talentos exigidos a un arquitecto barroco eran en consecuencia grandes poderes de invención en distintos medios, combinados con un puño firme que mantuviera juntas todas las fluyentes, retorcientes, coloristas y discordantes partes. Tenía que ser una especie de empresario de la madera y de la piedra y poseer un fuerte sentido de su efecto teatral. Los españoles mostraron una notable aptitud para ello. Encajaba con su tradición artesana árabe y mudéjar en diseñar complicados esquemas lineales y con su inclinación a organizar elaboradas ceremonias religiosas y procesiones. Encajaba aún más con su anhelo nativo —africano, podría llamársele— para extraer hasta la última gota de emoción de una situación, para extraer cada sentimiento, y especialmente cada sentimiento doloroso, hasta el punto del orgasmo. De ahí esos irracionales, estáticos rostros de los monjes de Zurbarán, tan distintos a la gravedad intelectual de los del Greco: de ahí la complacencia en el sufrimiento reflejada en las esculturas de madera de Montañés y Pedro de Mena. Y de ahí también la concentración de los arquitectos y decoradores de iglesias en crear en la mente del feligrés una disposición de ánimo de maravilla y misterio, en la cual perderá el sentido de su propia personalidad y será incapaz de pensar de forma crítica o con desprendimiento sobre ningún tema. Déjenme, para hacerlo más claro, citar, de A Sampler of Castile de Roger Fry, que pese a su brevedad es el mejor ensayo jamás escrito sobre arte español: «La arquitectura, la escultura y la pintura en una iglesia española son accesorios al arte puramente dramático —la danza religiosa, si lo prefieren— de la Misa. A causa de la superabundancia y confusión de tanto oro y relumbre, entrevisto a través de la penumbrosa atmósfera, la mente se siente exaltada y fascinada. El espectador no es invitado a mirar y comprender, se le pide que sea pasivo y receptivo: se ve reducido a una condición hipnoide. ¡Cuan diferente de esto es el gótico primitivo de Francia o el Renacimiento de Italia! En ellos todo es luminoso, claro, objetivo. La mente es liberada de sí misma hacia la contemplación activa de formas y colores. Esos artes son precisamente expresivos de ideas estéticas..., el español es impresionante en razón de su deseo de claridad. Su efecto es acumulativo: permite a un arte mezclarse con otro y todos juntos producir un estado que es completamente distinto al de la comprensión estética.» Por esta razón, creo, el barroco español tiene el poder de agitar las emociones y situar la mente en un estado de confusa exaltación y sorpresa que no proporciona el más intelectual y clásicamente arraigado barroco de Italia. Puesto que esas cualidades son precisamente a las que apunta el arte barroco, parece razonable calificarlo como el más perfecto. Pero el si un arte así puede ser considerado como grande ya es otro asunto. Me había formado la impresión de que el estándar de vida en Priego era claramente más alto que en otras ciudades de la provincia que habíamos visitado. En sus barrios más pobres uno veía tan sólo la antigua pobreza familiar del sur de España, no esa nueva y angustiosa con la que nos habíamos cruzado en Córdoba y Aguilar. Sin embargo, un comerciante con el que entablamos conversación no quiso ni oír hablar de eso. Invitándonos a su jardín, nos abrió su corazón sobre el estado del país. —Los ingleses —declaró— vienen aquí y dicen que todo es magnífico. Encontré a uno en Granada que, al serle mostrada una de las cuevas de los gitanos, dijo que era tan buena como un palacio inglés. Es tan fácil tirar de los extranjeros por la nariz. Pero ustedes hablan español. Vayan y vean las cosas por sí mismos, y luego podrán decir a sus compatriotas que la vida aquí es imposible y que las clases trabajadoras se están muriendo de hambre. Sólo tienen que mirar los salarios que cobran y lo que reciben de racionamiento para ver que esto es cierto. Incluso aunque tengan trabajo para todos los días del año (¿y cuántos de ellos tienen eso?), no pueden alimentar a sus familias. 33

Esto, por supuesto, es cierto. El racionamiento consiste en un panecillo pequeño al día, un cuarto de litro de aceite de oliva y cien gramos de azúcar a la semana, con diminutas cantidades de garbanzos y arroz, muy irregularmente distribuidas. Incluso esas raciones no siempre se cumplen. Y en el mercado negro el pan cuesta a 12 pesetas el kilo... exactamente el salario medio diario. Cuando uno recuerda que la comida principal de un trabajador agrícola consiste en pan y aceite de oliva, con un poco de ensalada y vinagre y algo de pescado barato, comprenderá las estrecheces que se pasan. Por la tarde tomamos un coche hacia Cabra, rehaciendo la carretera que habíamos recorrido en la oscuridad desde Aguilar. Durante un tiempo nos mantuvimos en un pequeño valle, terrazado para irrigación y plantado con nogales y olivos. Mujeres lavando ropa y extendiéndola sobre los arbustos para que se secara, chicos pequeños conduciendo negras cabras, un molino de agua con su rueda horizontal, mariposas anaranjadas. Luego empezamos a subir más allá de un bosquecillo de viejas encinas hasta la parte superior de un paso y vimos a nuestra derecha el blanco cono de piedra caliza de la Sierra de Cabra con la ermita de su Virgen, «La Serrana», resplandeciendo en la cima. El Balcón de Andalucía, se llama a esta montaña, debido a que al oeste de ella solamente hay colinas bajas y llanuras. A partir de aquí descendimos, y finalmente vimos Cabra, extendiéndose blanca y limpia —«como una copa de plata», había dicho el conductor de autobús de Aguilar— entre sus grises bosques de olivos. Cabra —la Igabrum de los romanos— es un lugar de varias asociaciones. En 192 a. de C, como relata Livio, Caius Flaminius la capturó con su rey Corribilius. Por aquel entonces era una ciudad amurallada, rica en viñedos. Después de esto no oímos mucho de ella hasta 1080, cuando el Cid la toma a García Ordóñez, un «ricohombre» castellano que estaba reteniéndola para el rey morisco de Granada. No sólo encarceló a García Ordóñez, sino que lo insultó a la brillante manera de la época tirando de su barba. Este episodio formó el pasaje de apertura (hoy perdido) del Poema del Cid, y a partir de ahí se desarrolla la larga historia de rivalidad y ambición que ese gran «cantar de gesta» relata. Otra asociación literaria es proporcionada por el hecho de que Cabra fue la ciudad natal de Mocádem, un poeta o juglar en lengua árabe ciego que floreció por los alrededores del año 900. El interés peculiar de Mocádem reside en haber sido la primera persona que compuso versos en una medida que tomó prestada de las canciones folklóricas del romance local (es decir, español) y que es conocida como muwassaha o zéjel. Esos versos, que fueron imitados por una sucesión de poetas posteriores, consiguieron una extraordinaria popularidad en todo el mundo de habla árabe, desde Sevilla hasta tan lejos como Samarkanda, produciendo en él (porque eran cantados, no recitados, y con el añadido de palabras españolas) el tipo de efecto que los espirituales negros producen en nosotros. Pero el zéjel tiene también su historia en la literatura española. Bajo el nombre de «villancico» se convirtió en una popular canción bailable de la Edad Media, y cuando llegó a los poetas de la corte a finales de ese período, dio nacimiento a algunos de los más encantadores y delicados poemas de los libros de canciones. Sus descendientes viven aún hoy en día, tanto en la popular «copla», que es una forma abreviada de él, como en su recuperación por parte de los poetas contemporáneos. Sin embargo, nosotros no habíamos acudido a Cabra con la esperanza de captar algo del aura de Mocádem o del Cid, sino debido a que era el lugar de nacimiento de Juan Valera y el escenario de la mayor parte de sus novelas. Uno no puede comprender por completo a un novelista hasta que ha visitado su país, y Valera es, podría decirse, el Jane Austen español. Con esto en mente buscamos a Don Juan Soza, que es el secretario del Club de Amigos de Valera y también el bibliotecario de la ciudad. Lo encontramos 34

en la excelente biblioteca y sala de lectura establecida durante la República, y fue lo suficientemente amable como para responder a mis preguntas sobre Valera y proporcionarme también un libro acerca de él que se halla en la actualidad agotado. Igualmente nos mostró la casa que en su tiempo perteneció a Pepita Jiménez, la más famosa de las heroínas de Valera: me decepcionó el descubrir que era completamente distinta de lo que yo había esperado. Cabra es una agradable y pulcra ciudad pequeña erigida en un agradable y pulcro paisaje de colinas, viñedos y olivares. Si tan sólo se hubieran plantado algunos cipreses, hubiéramos podido creernos en Umbría. Hay algo de irrigación, procedente de las aguas que brotan de otro manantial sagrado, presidido también por su Náyade, una damisela más bien deprimida que sufre la competencia de la más famosa Oréade de la cima de la montaña; la tierra está bastante dividida, y parece haber poca pobreza extrema. Es también una ciudad con una tranquila tradición liberal. El cura párroco, Don Antonio Peña, que nos mostró cortésmente los lugares de interés, era una excelente persona que en su tiempo libre coleccionaba fósiles —«datando desde la inundación de Noé», como me dijo con una traviesa expresión—, así como monedas iberas y cerámica. Había una marquesa que leía biografías y un secretario de Ayuntamiento con afición a la Historia. Incluso la Falange parece hallarse socavada por el espíritu liberal, porque cuando estalló el Movimiento, fusiló solamente a cincuenta personas. Mirando desde arriba a la plaza se halla el castillo de los Condes de Cabra, un edificio irregular con una enorme torre cuadrada, edificado en tiempos de los árabes. El difunto Conde lo puso a subasta hará unos treinta años para pagar sus deudas de juego, pero consiguió solamente 20.000 pesetas..., menos de cuatrocientas libras. Los compradores fueron los monjes escolapios, que lo convirtieron en una escuela. Cerca de él se halla la iglesia parroquial, que en su tiempo fue una catedral y antes de eso una mezquita: en su forma actual data aproximadamente de 1630. El interior es muy impresionante. Peristilos de ampulosos arcos, sostenidos por columnas de mármol amarillo, dividen el edificio en cuatro naves iguales a la manera de una mezquita musulmana, mientras que los techos en bóveda cilíndrica están decorados con vaciados de yeso con un diseño mudéjar barroco. El efecto general es a la vez original y hermoso, y confirma mi anterior experiencia de que uno nunca sabe lo que va a encontrar cuando entra en una iglesia andaluza. Aquí hay también una estatua policromada de Pedro de Mena, y otra del mismo escultor en la iglesia de las monjas agustinas. Cuando uno vuelve a entrar en la ciudad cruza la plaza, un área vacía e irregular a la que dan vida los tenderetes de unos cuantos vendedores callejeros: aquí el ciego Mocádem debió sentarse con las piernas cruzadas para cantar sus muwassahas, mientras dos músicos lo acompañaban al laúd y al «rabel», y una bailarina mostraba sus habilidades. Uno puede imaginar más fácilmente una escena así que la visita del Cid, revestido hasta el cuello con su cota de malla, con su larga espada Tizona colgando a su lado, su escudo con el dragón, y su enjaezado caballo berberisco (con una altura de 14 palmos menores) caminando al paso bajo él. Nuestra próxima parada era Lucena, una ciudad de unos veinticinco mil habitantes a unos seis kilómetros más allá por una llanura plantada con olivos. Para llegar a ella uno abandona la sierra con su agua y desciende a la «campiña». Lucena es conocida por sus asociaciones judías. Durante el período musulmán estuvo poblada enteramente por judíos, hasta que la fanática dinastía berebere de los Almohades los echó fuera. Entonces se instalaron en territorio cristiano, donde su erudición y su industria los hicieron bienvenidos. Pero finalmente su riqueza excitó las envidias y en 1391 se iniciaron los inevitables pogroms. Lucena es mucho mayor que Cabra o Priego, y mucho más pobre. 35

Desde el momento en que entramos en ella nos vimos sorprendidos por su apariencia de podredumbre y descomposición y por la miserable y famélica apariencia de sus habitantes. El hotel era un lugar ruinoso, llevado por un desaliñado hombre de aspecto judío con una barba de una semana en el rostro, que pasaba su tiempo escudriñando impresos y cuentas y agitando las manos fútilmente cada vez que las mujeres de la casa lo interrumpían. El tipo de judío que carece del talento de su raza y por ello siempre está esforzándose, siempre perdido, siempre tarde. Al salir, encontramos las calles llenas de hombres flacos y abatidos, de pie, apoyados silenciosamente contra las paredes y mirando frente a ellos. En el mercado había grupos de mujeres de encajados y arrugados rostros regateando trozos de pescado o verduras que eran vendidos baratos porque estaban empezando a estropearse: allá donde fuéramos, éramos seguidos por enjambres de chiquillos mendicantes, que nos importunaban con sus chillonas voces, tiraban de las mangas de nuestros abrigos, y no podíamos librarnos de ellos. ¿Por qué una pobreza tan abismal? Lucena, al parecer, es una ciudad de trabajadores agrícolas, que depende de las vicisitudes del clima y de la recolección de la aceituna: las propiedades son grandes, no hay riego, y pocas industrias. En consecuencia casi todo el mundo estaba sin empleo y la Municipalidad, enfrentada a un problema que excedía sus limitados recursos, había arrojado la toalla. Ni los conventos ni la Falange proporcionaban asistencia. Hallando insoportable esta atmósfera, decidimos efectuar una expedición al campo. El lugar obvio de elección era el santuario de Nuestra Señora de Araceli, que se alza en la cumbre de una colina cercana a la ciudad. Salimos para allá a las tres de la tarde. Durante unos tres kilómetros ascendimos lentamente por entre terrazas de olivares. Luego salimos a una prominencia y vimos el blanco santuario irguiéndose a unos doscientos cincuenta metros sobre nosotros en la cima de una colina cónica. El camino la rodeaba formando una espiral, y mientras lo seguíamos se abrió ante nosotros una amplia vista, abarcando desde la agreste y recortada Sierra de Rute, muy cerca, hasta la más distante cordillera con los picos cubiertos de nieve de la Serranía de Ronda. Inmediatamente debajo de nosotros, un cuenco de gris-verdosos olivares, ondulando suavemente y salpicados de pequeñas casitas blancas..., los «cortijos de labor». El sol era caliente, y nos echamos bajo un solitario pino para descansar. El viento murmuraba débilmente en sus ramas, y la corta hierba reseca desprendía un aromático olor. Ante nosotros se abría una gran extensión de aire libre. Luego acortamos a través de los rígidos asfódelos y alcanzamos la cima y su santuario. Hicimos sonar el timbre, y una mujer con un bebé en brazos apareció y nos dejó entrar. La capilla es barroca del siglo XVII y realmente encantadora. Barroca es también la milagrosa Virgen con su vestido azul y plata y su larga cola. Sobre su cabeza lleva la corona de oro con la que fue presentada el pasado octubre —cuatro obispos tomaron parte en la ceremonia—, mientras que el Niño Jesús en su regazo se entretiene con un pequeño sombrero de paja y esgrime en su mano una espada de juguete. La capilla interior donde se halla instalada resplandece con arabescos y volutas dorados y complejas decoraciones florales, mientras que el cuerpo exterior del edificio, concebido en un estilo más árabe, es de color azul, blanco y rosa, con muchas cornucopias y espejos y multitud de pequeñas cabezas de querubines asomándose desde detrás de los capiteles y cornisas. ¡A buen seguro jamás se ha visto una casa de muñecas más hermosa! La Virgen de Araceli vive en la cima de su colina durante nueve meses al año. Luego, en mayo, es bajada a la ciudad para su festival, y permanece allí hasta que se inicia la recolección. Esas jornadas son los grandes momentos en su por otra parte solitaria y poco agitada vida. Multitudes de devotos admiradores suben la colina para 36

acompañarla, y toda la ciudad se vuelca en fuegos artificiales cuando penetra por las calles. Luego, tras una igual de vociferante jornada de regreso, se hace de nuevo el silencio en torno a ella, y debe pasar los largos meses de invierno en su voluntaria reclusión y ensimismamiento para reunir las suficientes fuerzas y baraka (como lo llaman los moros) para el gran trabajo de influenciar la cosecha del año siguiente. Lo importante que es este retiro para sus procesos psíquicos queda demostrado por el hecho de que la excitación de su coronación el pasado octubre destruyó su potencia y condujo a la peor recolección de la aceituna y a una sequía que no se había conocido en décadas. Esas Vírgenes de la cima de las colinas son un rasgo tan característico de Andalucía como lo son las Vírgenes de los manantiales. (En Extremadura las Vírgenes son dríadas y viven en los robles). Tradicionalmente su origen se remonta al descubrimiento de una imagen sagrada o a la aparición de la Virgen a un pastor en alguna fecha inmediatamente posterior a la Reconquista. Pero casi con toda seguridad su culto es mucho más antiguo. La situación de sus santuarios recuerda muy de cerca la de los santuarios iberos con sus abundantes exvotos que han sido descubiertos recientemente en las colinas y cuevas de la Sierra Morena y cerca de Baza. Quizá algún día se efectúen excavaciones en los emplazamientos de estas ermitas para determinar su origen. La mujer que cuidaba de la capilla —«santera» es el término apropiado— se puso a charlar alegremente mientras nos mostraba el lugar. Nos dijo que cobraba 3 pesetas al día por barrer y limpiar, y que su esposo, zapatero remendón, ganaba 15 pesetas cuando tenía trabajo. También tenían casa gratis y podían disponer de un asno para ir a buscar comida y agua. ¿Pero cómo podía una criar a cuatro niños con eso? Lo conseguían solamente olvidándose de sus ropas, y al decir eso bajaba la vista hacia su raído vestido negro, que realmente parecía estar en las últimas. Pocas mujeres de las clases trabajadoras, dijo, podían asistir a misa porque no podían cumplir con las prescripciones de la Iglesia relativas a cubrir sus cuerpos. A invitación suya fuimos a la cocina, que se abría a un lado de la capilla, para conocer a su familia. Su marido estaba cosiendo un par de largas botas de caza a la luz de la ventana: el chico más pequeño —apenas tendría cuatro años— estaba jugando con el bebé. Los niños españoles parecen sentir una gran devoción hacia sus hermanos y hermanas más pequeños: uno jamás se encuentra con la falsa vergüenza que puede verse en Inglaterra. Nos sentamos a fumar un cigarrillo y a charlar un poco... de Inglaterra, de España, de los niños, de los vientos que soplaban sobre la colina en invierno... mientras fuera el asno se mantenía pacientemente inmóvil en el patio y, al otro lado de un gran espacio abierto, la abrupta cresta de una montaña, como una gigantesca ebullición de coral, relucía, lavanda y rosa, a la luz del sol. En el camino de vuelta nos detuvimos en un «cortijo» o granja para pedir un vaso de agua. Mientras una mujer nos lo traía, su marido, un jovial «labrador», que daba la impresión de haber salido directamente de una obra de los Quintero, inició una conversación. —¿Son ustedes extranjeros? —preguntó. —Sí, ingleses. —Bueno, encantado de conocerles. Nunca me había encontrado con nadie de su nación antes. Me han dicho que los ingleses son una gente que viaja por todo el mundo para reírse de los demás países. Me parece muy bien. Lo apruebo. Espero que se hayan reído mucho de nosotros. Le dije que había encontrado muy pocas cosas de las que reírme. —Bueno, pues yo sí —respondió—. Yo sí. Yo encuentro cosas de las que reírme cada día. —¿Es muy antiguo este santuario? —pregunté, mientras le devolvía el vaso. 37

—¿Viejo? Bueno, debería decir que sí. Muy viejo, de hecho. Inmensamente viejo. Vea, tengo cuarenta años, y siempre recuerdo haberlo visto aquí. En la fonda de Lucena, la cena no era servida hasta las diez y media. Cuanto más pequeño y decrépito el lugar, más tarde y más a la moda la hora. Vagamos un poco por la ciudad, deprimidos ante la horrible pobreza y miseria. Las mujeres en particular nos horrorizaban. Uno podía verlas en todas las callejuelas laterales, vestidas con harapos que nunca habían sido ropas de mujer —sacos de patatas, trozos de mantas del ejército, informes restos de capotes de soldado—, con sus piernas y rostros negros de suciedad que ya no se preocupaban de lavar. Los bebés que llevaban estaban lastimosamente flacos, y ni siquiera las jóvenes casaderas estaban en mejores condiciones, sino que caminaban por las calles con los mismos trozos de tela unidos entre sí con imperdibles que llevaban las mujeres casadas. ¿Eran realmente españoles?, nos preguntamos. ¿Eran realmente miembros de esa orgullosa y recatada raza para quienes hacía apenas doce años incluso unas piernas sin medias eran consideradas como un pecado? No, pertenecían a la clase de los parias, aunque de la familia de los jornaleros ordinarios, una clase que, me habían dicho, nunca entraba a una iglesia ni se casaba ni bautizaba a sus hijos porque no podían ni pagarle al cura ni cubrir suficientemente sus cuerpos. ¡Y sin embargo, en la ciudad había un monasterio de franciscanos! Aquella atmósfera nos deprimió tanto que a la mañana siguiente tomamos el tren hacia Málaga.

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4. MÁLAGA 26 de febrero La pequeña máquina, arrojando enormes bocanadas de humo como si los tres vagones que arrastraba fueran realmente treinta, traqueteaba lentamente entre los olivares. Grandes vistas de llanuras y pastos se abrían a nuestro alrededor, descendiendo suavemente hacia una cadena de escarpadas montañas. Retorcidas encinas, someras lagunas, desmoronados castillos, manadas de ganado y caballos, bandadas de pájaros de largas alas, cruzaban al otro lado de las ventanillas. Luego el tren penetró en una garganta. Paredes de roca a ambos lados, grupos de palmitos y adelfas, túneles y más túneles, y emergimos, aún descendiendo rápidamente con largos y asustados silbidos, al amplio valle que es conocido como la Hoya de Málaga. Ahora podíamos ver el aspecto frontal de la cordillera de la costa. Las escarpaduras del norte habían sido todas ellas de roca calcárea, llenas de bruscos y profundos despeñaderos. Esas colinas del sur eran esquistos rosáceos, con sus contornos redondeados y erosionados y formando pliegues como montones de apelotonada ropa. Sólo su altura —unos mil doscientos metros— sorprendía a uno. Cubriendo su superficie había como un diseño de tela de araña, los almendros, medio difuminados por una débil aureola verde, porque aquellos almendros habían dejado caer ya sus flores y empezaban a echar hojas. ¡Málaga! La habíamos abandonado en el otoño de 1936, un par de meses después de que estallara la Guerra Civil. Habíamos visto arder su hermoso barrio de quintas, sus calles llenarse de muchedumbres armadas, los cadáveres retorcidos como muñecos de cera a un lado de la carretera, los camiones exhibiendo banderas rojas llenos de milicianos. Toda la agitación y el frenesí de una revolución proletaria. Había simpatizado —con algunas reservas mentales— con la causa republicana, y había escrito un libro de tipo sociohistórico sobre los acontecimientos que habían conducido al levantamiento militar. Más tarde, durante la guerra europea, había efectuado algunas emisiones radiofónicas para España de una forma un tanto beligerante. Ahora iba a descubrir qué tipo de recepción me aguardaba. Y por encima de todo iba a descubrir qué había sido de la casa, el jardín, los libros, las posesiones —todas las acumulaciones personales de una vida— que habíamos abandonado tan apresuradamente. Tomamos una habitación en un hotel que daba a la calle principal, luego salimos a ver la ciudad. Sí, había cambiado. Los edificios que ardieron habían sido reconstruidos, pero muchas tiendas que podía recordar ya no estaban allí. Había menos cafés que antes, menos barberías, y más Bancos. También había un cambio de tono que no podía definir exactamente. Mientras nos sentábamos en un café, observé que los clientes ya no daban palmadas para llamar la atención del camarero. Le pregunté a uno de ellos al respecto. —Esa es una de las malas costumbres de los viejos tiempos —respondió—. Hoy en día sólo la gente sin «ilustración» se aventura a dar palmadas. Aquello me sugirió algo que luego resultó plenamente confirmado. El cambio social que barrió a Europa desde la guerra había tenido repercusiones aquí también, aunque solamente entre los trabajadores de cuello blanco. Como todos los demás excepto los terratenientes y los estraperlistas, se hallaban peor económicamente, pero en compensación habían adquirido más dignidad. Y las mujeres tenían más libertad. El sentido común sugería que debíamos apresurarnos al día siguiente a ver nuestra casa en Churriana, a unos pocos kilómetros fuera de la ciudad, puesto que este era el sueño que habíamos estado conservando durante muchos años. Pero, cuando llegó el momento, un cierto miedo nos retuvo. ¿Supongamos que lo encontrábamos todo allí en 39

condiciones ruinosas, los libros enmohecidos, las flores del jardín desarraigadas, y los muebles astillados y manchados por alborotadores inquilinos? Decidimos posponer nuestra visita uno o dos días y pasar ese tiempo realizando unas cuantas visitas. Luego, por la tarde, salimos a explorar la ciudad. Caminando casi sin rumbo a través de las estrechas y atestadas calles, llegamos a la Plaza de Riego. Es una agradable plaza, llamada así en honor al héroe liberal que derrocó al Gobierno autocrático de Fernando VII en 1823, en cuyo centro se yergue un obelisco construido en memoria del General Torrijos, otro liberal que acaudilló un fracasado levantamiento contra Fernando en 1831. Había sido atraído con engaños desde Gibraltar gracias a una traición del gobernador de Málaga, Moreno, y fusilado con cuarenta y nueve de sus compañeros a la orilla del mar. Una de las víctimas era un inglés, Robert Boyd, y fue sólo por accidente que el poeta Tennyson no fuera otra. Había intentado unirse a la expedición con sus amigos Hallam y Trench, pero en el último momento el Gobierno británico impidió su embarque. Ante nuestra sorpresa descubrimos que, aunque le habían cambiado el nombre a la plaza, el monumento no había sido retirado, y que en el Ayuntamiento todavía colgaba el famoso cuadro del fusilamiento de los mártires liberales. Es triste reflexionar que, si las muertes ante el pelotón de fusilamiento tuvieran que seguir conmemorándose de esta forma, no habría espacio suficiente para ello en las paredes de todos los edificios públicos del país. De la Plaza de Riego fuimos a la Catedral. Es una estructura enorme, monumental — una de las primeras iglesias que se construyeron en España pertenecientes al estilo Renacimiento—, y aunque no proporciona la sensación de unidad e inevitabilidad requerida por una gran arquitectura, es sin duda impresionante. Me hizo sentir una vez más cuánto prefería el arco redondo al ojival. Aquí, como en solamente las más grandes catedrales católicas —San Pedro o Sevilla—, uno tiene la sensación de hallarse en una especie de fábrica o mercado en el cual se llevan a cabo todos los negocios y la propia vida de una religión. Así, mientras en el altar mayor asistíamos a la celebración de la Misa Solemne y a la prédica del sermón, en una de las capillas laterales se celebraba en voz baja una misa rezada a la que asistían varios centenares de personas, y casi en todas las demás capillas había figuras arrodilladas y en los confesonarios colas aguardando. Por los grandes pasillos circulaba un lento flujo de hombres y mujeres que se veían tan pequeños en comparación con la altura de las columnatas y la amplitud de las bóvedas que parecían ratones, mientras a todo su alrededor el aire y el espacio estaban llenos con diferentes gradaciones de luz y color. Cuando fue construido el edificio, Málaga tenía una población más pequeña que la que hoy tiene Swindon, y casi toda ella estaba formada por pobres: no es extraño que se necesitaran un centenar de años para levantarla, y que una de sus torres gemelas no fuera terminada nunca. Escuchamos el sermón, que versaba sobre la importancia de proteger una soledad interior (¡vaya tema español!), y salimos. Inmediatamente por encima se alza la colina, de unos trescientos metros de altura, del Gibralfaro, coronada con su castillo morisco. Empezamos a subirla. Antes de la guerra esta colina era un feo pedazo de roca y esquistos sin vegetación. Ahora ha sido plantada con pinos y se ha instalado un jardín en su cima. El trabajo fue hecho por prisioneros republicanos, y fue hecho bien. Las medio desmoronadas paredes fueron restauradas con tacto, la zona rodeada por la circunvalación exterior adornada con arbustos en flor y cipreses, y construido un restaurante para aquellos que pueden permitirse sus precios. Un fuerte viento nos sacudió cuando alcanzamos la cima, y un velo gris de polvo se alzó entre nosotros y el cielo. El mar allá abajo se rompió en olas blancas. Avanzando hacia él, llegamos a una hilera de grandes rocas recién colocadas, depositadas a lo largo de lo que antes era la arenosa playa. Esta, cuando esté terminada, será la explanada de 40

tres kilómetros de largo que, se dice, transformará Málaga en una Niza o un Brighton. Pero los trabajos estaban parados, porque los créditos se agotaron. Para construir esa explanada se habían eliminado dos populares establecimientos de baños, así como un pequeño restaurante instalado en un edificio de madera donde uno podía sentarse bajo un porche cubierto con una tela y comer una excelente sepia y salmonetes. Ahora, para bañarse, era necesario aguardar media hora en la cola para tomar uno de los infaliblemente atestados tranvías hasta los Baños del Carmen, a tres kilómetros de distancia... a menos por supuesto que uno fuera propietario de uno de los nuevos coches americanos. Había surgido una nueva plutocracia, exigiendo los lujos que en el pasado acostumbraban a ser proporcionados por Francia. ¿Pero durante cuánto tiempo, en este país medio en bancarrota, iba a poder mantenerse a sí misma esta nueva clase? Regresamos a nuestro hotel por la avenida de plátanos y palmeras conocida como el Parque. A nuestra izquierda estaba el puerto, medio vacío. Los barcos ingleses, antiguamente visitantes regulares, ahora nunca llegaban a él excepto durante la estación de la naranja: el comercio con Alemania y los puertos del Báltico se halla ahora paralizado. Como resultado de ello el Concejo Municipal no tiene dinero que poder gastar en sus ambiciosos proyectos. Uno habla de las clases ricas de España, pero ¡cuan pequeñas son en número! Hay menos gente en el listín telefónico de toda Andalucía que en el de la zona de Swindon y Gloucester. 2 de marzo Esta mañana salimos con muchos miedos y premoniciones a visitar nuestra casa en Churriana. Tras comprar algunos metros de telas y regalos para los sirvientes, tomamos el autobús a Torremolinos y, a la salida del pueblo, bajamos para hacer el último kilómetro a pie. Era una mañana encantadora. A todo nuestro alrededor se extendían los amplios campos, llanos y bien cultivados, abriéndose como un lago de aguas verdes hasta el borde de las montañas. Una yunta de bueyes estaba arando, y muy a lo lejos, arrastrada a ráfagas por el viento, podía oírse la voz de un muchacho cantando una de esas intensas canciones appogiatura’d que son peculiares de esta región. Una escena propia de Virgilio, extraída de una época en la cual el mundo era joven y poético y la palabra Mediterráneo significaba tanto civilización como cultura. Llegamos al pueblo, que se alza sobre una pequeña terraza por encima de la llanura, y subimos su larga calle mayor. Allí, en el extremo más alejado, se hallaba nuestra casa, un alto edificio blanco al pie mismo de la carretera. Llamamos a la puerta del alojamiento del jardinero, y allí estaba Rosario. Aquí tengo que ofrecer una explicación. Hasta 1934 acostumbrábamos a vivir en un remoto pueblo de la montaña en la provincia de Granada. Luego compramos esta casa, y contratamos a tres personas del pueblo... Antonio, para que hiciera de jardinero, su esposa Rosario, para que actuara como cocinera, y su hermana viuda María, para que hiciera de criada y cuidara de la casa. Cuando estalló la Guerra Civil y nosotros regresamos a Inglaterra, dejamos a Antonio a cargo de todo, con autoridad para alquilar la casa lo mejor que pudiera, utilizar el alquiler para pagar los impuestos, y quedarse con todo lo que sobrara como sueldo de ellos. Esto era lo que había hecho él, reservándose la casita del jardinero y el jardín para su propio uso y alquilando la casa, primero a un importante terrateniente, y luego a un cierto número de familias distintas, que la habían dividido entre ellas. Todo esto era lo que sabíamos por sus cartas... Ahora íbamos a ver la realidad. Rosario abrió la puerta y se echó a los brazos de mi esposa. Las lágrimas rodaban por sus mejillas, y su corazón latía tan aprisa que tuvo que sentarse jadeando en una silla. Los andaluces son una gente emotiva. Un momento más tarde sus dos hijas, de diez y 41

dieciséis años, entraron. Iban bien vestidas, de modo que pude ver a la primera ojeada que la familia era próspera. Luego, cuando las exclamaciones hubieron terminado, empezó una larga e ininterrumpida conversación: toda la difícil y dolorosa historia de los últimos doce años empezó a brotar en confusos fragmentos. Rosario es una mujer fuerte y agraciada de algo más de cuarenta años..., cálida, sensual, emocional, y muy capaz y lista. Posee una agresiva nariz aquilina, grandes y vivaces ojos, y una forma muy decidida de hablar. Es ella quien manda en su familia. Al cabo de poco rato llegó su esposo, que había sido mandado llamar..., un hombre sencillo y transparentemente honesto, no de tipo sureño sino de anchos huesos y fuerte complexión como los del norte. Un jornalero, diría uno. Salimos todos juntos al jardín. ¡El jardín! Habíamos olvidado que teníamos un jardín. El largo sendero flanqueado de jardineras con arbustos, los naranjos y limones, los nísperos japoneses con sus hojas en forma de pez y sus gruesas ramas como serpientes, el bosquecillo de cañas birmanas, las pacanas y los aguacates y los Jacarandas..., cinco hectáreas y más rodeadas por altos muros blancos y regadas desde un tanque elevado frente al patio central. El jardín de flores había sido diseñado como un parterre del siglo XVIII, con cuadros de distintas formas rodeados por márgenes de arbustos pequeños de varias clases, a veces enlazados formando curiosos dibujos. Las rosas, que aquí florecen por Navidad, ya habían pasado, pero las calas y las fresas estaban en plena floración, y a lo largo de la pared exterior los arbustos de heliotropos proporcionaban un débil y delicioso aroma. Caminamos por allí en una especie de encantamiento, sorprendidos de que aquel maravilloso jardín, con su riqueza de flores y espléndidos árboles, pudiera ser nuestro. Incluso había mejorado durante nuestra ausencia. Conociendo cuál era la carestía de comida en España, le habíamos dicho a Antonio que quitara las flores y plantara verduras para su propio uso. Pero no lo había hecho. Al contrario, el jardín de flores había ocupado parte del antiguo huerto y había sido atendido y lucía mucho mejor que nunca. Entramos en la casa. Un ala, la del «mirador», había sido dejada de lado para nuestros libros y muebles. Se hallaban en perfecto orden. El resto del edificio estaba lleno de inquilinos —había cinco familias—, pero no habían causado el menor daño. Me resultaba difícil expresar lo que sentía. Aquel país había pasado por una Guerra Civil, una revolución y una hambruna, había sido medio ocupado por los alemanes y los italianos, se había visto al borde de la guerra con Inglaterra, y sin embargo Antonio y Rosario habían continuado tranquilamente cumpliendo con su misión de administradores de nuestros intereses y esperando nuestro regreso. Tal fidelidad a un extranjero era profundamente conmovedora, y me pregunté si bajo similares circunstancias una familia de labradores ingleses hubiera hecho lo mismo a unos españoles. Apenas acabábamos de ver la casa cuando la hermana de Rosario, María, apareció con su hija mayor, de veinte años, Isabel. María es un tipo de persona muy distinta de su hermana. En primer lugar es sencilla, con una nariz respingona y unos ojos negros como botones, tez amarillenta y liso pelo negro peinado tenso hacia atrás. Su carácter es también distinto. Fundamentalmente tímida y poco segura de sí misma, ha desarrollado un aire digno y una forma de hablar severa e irónica, que se contradice completamente con su expresión bienhumorada y afable. La mayor parte de su conversación consiste en sutilezas y verdades como templos, de las cuales por supuesto recibimos nuestra parte correspondiente. Pero la honestidad y la lealtad se hallan escritas en su sencillo rostro. Su carrera desde que la vimos por última vez había sido notable. Obligada por nuestra partida a buscarse una nueva forma de ganarse la vida, se dedicó a vender verduras en el mercado local, y trabajando duro y ahorrando había conseguido lo suficiente como para instalar una tienda de verduras y comestibles que le había ido muy 42

bien. Hoy día puede considerarse próspera, pero el trabajo ha sido duro y ahora está tomando en consideración una vida más fácil que le llegará a finales de año. Su hija se casará entonces y se hará cargo de la tienda, mientras que ella aceptará la mano de una persona que desde hace tiempo ha estado cortejándola: un hombre de cuarenta y cinco años que es el agente de una gran propiedad y al que todos en el pueblo le dan el título de Don. —¡Y pensar —dijo Rosario, riendo—, que esta hermana mía que nunca se atrevía a abandonar la casa una vez anochecido debido a su miedo a los fantasmas y que, hasta que usted la empleó, no tenía otra perspectiva más que cavar los campos, ha llegado hasta tan arriba! María sonrió con irónica presunción. —Eso se debe a que me crié en las montañas —dijo—, donde la gente sabe lo que es trabajar. Aquí no piensan en nada excepto en el placer, y cada céntimo que ganan va directo al vicio, a la bebida y a los lujos. Pero en realidad el caso de María es único entre miles. La Guerra Civil, el hambre y el mercado negro han conducido a una revolución social en la cual, por toda España, la gente con energía y determinación ha pasado de la pobreza a la opulencia. Uno debería esperar que algún día los buenos efectos de esta infusión de nueva sangre den sus resultados. Regresamos a Málaga en un alegre estado de espíritu, tras prometer volver tan pronto como nuestros asuntos en la ciudad quedaran terminados e instalarnos en la casa de Antonio. El paseo de la tarde estaba en su pleno apogeo cuando empezamos a subir la calle mayor. El sol acababa de ponerse, largos jirones de nubes escarlatas cruzaban el cielo, y toda la ancha calle estaba llena de hombres y mujeres paseando lentamente arriba y abajo. Más allá la gente se esparcía por las calles más estrechas y callejuelas que conducían a la derecha al centro de la ciudad y a la izquierda a la plaza del mercado. Sonrisas, aromas, brillar de ojos y dientes, densas y negras trenzas, pasaban con una sorprendente frecuencia. Si bien las chicas españolas visten pobremente, no hay ninguna chica inglesa que pueda compararse con ellas en el cuidado que se toman en pintarse el rostro o cepillarse y peinarse su magnífico y brillante pelo. Luego, en las calles más estrechas que conducen hacia el oeste, alejándose de la calle Larios, uno llega al reino del mercado negro. Chicas jóvenes acicaladamente vestidas, llevando al brazo cestos con panecillos de pan blanco, vocean constantemente su mercancía, «Pan de contrabando», mientras que con idénticas vociferaciones hombres jóvenes y muchachos ofrecen paquetes de cigarrillos americanos, que han sido pasados de contrabando desde Gibraltar bajo las blusas y en los cuerpos de las esposas de los guardacostas, los cuales naturalmente no van a ser tan poco considerados como para registrarlas. La Policía hace la vista gorda al respecto, porque ¿cómo iba a interferir en un tráfico que proporciona tanto empleo y además es necesario para mantener el estándar de vida de las clases medias? El pan de racionamiento, aunque yo lo considero tan bueno como gran parte del pan inglés, es detestado, mientras que los cigarrillos españoles manufacturados por el Estado, antes excelentes, son hoy en día infumables. Unos cuantos metros más allá uno llega a las tabernas, atestadas de soldados, marineros y la menos monástica clase de las prostitutas, mientras que la larga y estrecha calle de la derecha, que conecta el mercado con el barrio popular, está dedicada a las casas de citas. Estas han ayudado mucho a extender las relaciones extramaritales entre los sexos, puesto que todo lo que una mujer joven tiene que hacer es dar un paso al interior de una puerta abierta, donde encontrará a su amante aguardándola y un dormitorio a su disposición por una suma insignificante. Como si esto no fuera lo bastante fácil, hay innumerables celestinas, tanto profesionales como aficionadas, para 43

actuar como intermediarias, buscando a los hombres que tienen dinero que gastar y a las mujeres que se hallan necesitadas de él, y poniéndolos caritativamente en contacto. La pobreza y las apremiantes circunstancias que pueden hallarse entre casi todas las clases ha debilitado la moralidad femenina e incrementado el número de personas que se dedican a ese negocio. Se dice que una o dos de esas alcahuetas profesionales acuden al encuentro de cada autobús o tren que llega a fin de hacer los arreglos necesarios con sus clientes que vienen de fuera. Rosario incluso me señaló a una de ellas. Sin embargo, vicio o no vicio, la impresión general que da esta ciudad en sus horas de ocio es de efusividad y vitalidad. Los ingleses, liberados de la deslustrada prisa de las calles de Londres y de su mar de sonrosados rostros —rostros que a menudo parecen no haber conocido mayor pesar que el de haber llegado demasiado tarde a la cola del chocolate o el pastel—, se sienten revividos y revitalizados cuando se bañan en este río. Porque no es tan sólo el pulso español lo que siente aquí: es el de los grandes puertos del Mediterráneo y del Levante. Antes de convertirse en una ciudad árabe, Málaga fue cartaginesa, y las monedas con inscripciones cartaginesas siguieron acuñándose durante varios siglos después de la conquista romana. Esta influencia cartaginesa, hacer dinero, amar el placer, pasarlo lo mejor posible —en pocas palabras levantina— sigue siendo la preponderante. Durante los últimos días hemos oído hablar mucho de los bandidos en la Sierra de Ronda. Desde sus cuevas y fortalezas en las montañas dominan amplias zonas, incluidos muchos pueblos. Toda la Serranía se halla acordonada por la Policía que, sin embargo, se muestra muy poco ansiosa de arriesgar sus vidas atacándoles. Y los bandidos, por su parte, permanecen tranquilos y muestran escasos signos de su existencia. Sólo de tanto en tanto secuestran a algún hombre rico y piden rescate por él, y con el dinero que obtienen de esta forma vuelven a llenarse de provisiones. Su hazaña más famosa en los últimos tiempos ha sido el secuestro de S., el propietario de una gran tienda de paños de Málaga. Estaba pasando el fin de semana en su casa de campo no lejos de la ciudad cuando dos hombres vestidos como deportistas se le acercaron y le pidieron lumbre. Mientras estaba buscando en sus bolsillos, le dijeron: —Somos Rojos de la Sierra y necesitamos medio millón de pesetas antes de tres días. Hasta que sea pagada esta cantidad, tú vendrás con nosotros. El sobrino de S., que estaba con él, suplicó diciendo que su tío era demasiado viejo para ir con ellos, y se ofreció a tomar su lugar. Los bandidos aceptaron eso y se lo llevaron en vez del otro. Lo trataron bien, lo alimentaron con la mejor comida y vino, y cada noche le ordenaron que rezara sus oraciones. —Tenernos nuestros principios —le dijeron—, y tú tienes los tuyos. Si quieres que te respetemos, tienes que vivir de acuerdo con ellos. El dinero fue pagado, y el joven soltado. Otra historia que oímos de distintas personas se refiere a los bandidos de Sierra Nevada. Un terrateniente rico y muy odiado estaba sentado en un café de Granada cuando un hombre bien vestido se le acercó y se sentó a su lado. De pronto bajó la voz y dijo: —Soy un Rojo de las montañas y deseo tantos miles de pesetas como compensación por la prisión y los golpes que le disteis a mi esposa. Estaré aquí mañana a esta hora para recibirlos. Tráelos, y no le digas nada de esto a nadie. El hombre, sin embargo, se lo dijo a las autoridades, y cuando llegó el día siguiente toda la calle estaba llena de policías de paisano. Finalmente llegó un coche grande y lujoso y un capitán de la Policía bajó de él. Dirigiéndose a la mesa a la que estaba sentado el terrateniente, le dijo: 44

—Creo que hemos capturado al tipo. ¿Le importa venir conmigo al cuartel general de la Policía para identificarlo? Abandonaron juntos el café, y el coche se marchó. Se dirigió directamente hacia el campo, y tan pronto como la última casa quedó atrás, el capitán de la Policía dijo: —Soy el camarada del Rojo que habló contigo ayer. Dame el dinero o eres hombre muerto. El hombre le dio el dinero, y fue abandonado en la cuneta. No sabría decir si esta historia es cierta o no, pero circula por toda Andalucía. Muestra la popularidad de los bandidos. La gente de la región los protege, e incluso sus enemigos oficiales sienten a menudo un afecto latente hacia ellos. Ningún español puede impedir el sentir respeto a un hombre que es valiente y que desafía con éxito a la autoridad. El periódico de esta mañana contenía un divertido ejemplo de oratoria falangista. El ministro de Trabajo, Sr. Girón, había inaugurado un monumento en honor de Onésimo Redondo, el líder de los falangistas castellanos, muerto en la guerra. —¡Ese fue un hombre! —dijo—. Toda su vida fue una austera lección de intransigencia, de profunda disciplina, de férrea voluntad. Más aún, su actitud de intransigencia se proyectó al exterior en su vida pública y privada, contra las mentiras de las medias verdades, en el ardiente fanatismo con el cual defendió sus convicciones, en su implacable comportamiento hacia los importadores de ideas contrabandeadas y los cultivadores de técnicas liberaloides. Sin embargo, como todo el mundo sabe, todos los líderes falangistas, que antes de la guerra no tenían nada, son hoy en día hombres ricos con casas y grandes propiedades. La corrupción es uno de los grandes factores civilizadores porque mina el orgullo de los poderosos, y el fanatismo de la Falange se halla actualmente confinado a su oratoria. Son temidos únicamente por lo que han hecho en el pasado. 4 de marzo Esta tarde decidimos visitar a nuestro viejo amigo, Don Carlos. Aquí es necesaria una palabra de explicación. Fue a Don Carlos a quien compramos nuestra casa en Churriana. Cuando, un par de años más tarde, estalló la Guerra Civil, él vivía con su esposa y sus cinco hijos cerca del aeródromo, y las bombas empezaron a caer cerca. De modo que lo invitamos a él y a su familia a venir y permanecer en su antigua casa con nosotros. Pero Don Carlos era un hombre de la Derecha y, aunque yo no lo sabía por aquel entonces, un falangista. Puesto que los sindicatos de las clases trabajadoras dominaban la ciudad, se hallaba en gran peligro, y cada vez que los camiones llenos de gente armada entraban en el pueblo nos veíamos obligados a ocultarle en una cavidad secreta en el techo del cuarto de baño. Finalmente, tras considerable riesgo e inquietudes para todos nosotros, conseguí un pase para él y lo metí en un destructor británico. Mi esposa, Gamel Woolsey, ha narrado detalladamente la historia en su libro Death's Other Kingdom, que apareció en 1939. No la repetiré aquí. Pero el drama de la situación quedará bien patente cuando diga que, mientras que yo me decanté hacia el lado Republicano, y me sentí ultrajado por la ferocidad con la cual era llevada la sublevación fascista, Don Carlos era el cabecilla de la Policía Secreta Falangista de la provincia. El conocía mi opinión, puesto que no se la oculté en ningún momento. Sin embargo, incluso en los tiempos revolucionarios, los hombres son hombres antes que partidarios políticos, y yo nunca perdí mi alta consideración hacia sus cualidades personales o mi admiración hacia el valor y la alegría que demostraba cuando se hallaba en los más horribles peligros. Su esposa, Doña María Luisa, era una de las mujeres de corazón más 45

noble y cariñoso que jamás haya conocido, y sus hijos eran deliciosos. Encontramos a la familia de Don Carlos instalada en un piso pequeño y más bien sucio en la parte superior de un edificio destartalado. Aunque estaba trabajando en la Oficina de Alimentos de la Municipalidad, una organización que poseía una reputación más bien deshonrosa, evidentemente no había sacado ningún provecho de ello. Uno de sus hijos abrió la puerta, y entonces vimos, a través de la semioscuridad que las cortinas proporcionaban al salón, su alta figura avanzar hacia nosotros, y reconocí su cabeza calva, su prominente nariz aquilina, y su boca de finos labios con su algo forzada sonrisa. En un primer momento nos dio la bienvenida con una cordialidad casi incómoda: luego acudieron su esposa y una de sus hijas, y de inmediato la atmósfera se volvió íntima y afectuosa. Todas las cosas que habíamos vivido juntos durante aquellas terribles semanas volvieron a nuestras mentes, y nos sentimos de nuevo unidos. Supe que había sido perdonado por haberle salvado la vida. Don Carlos, aunque tenía sangre inglesa en sus venas, era un auténtico carácter andaluz —muy irlandés, me atrevería a decir—. Hombre de buena familia, emparentado con los Larios y los Heredia, había gastado hacía mucho el poco dinero que había heredado y vivido en una escala descendente, primero haciendo de granjero en Tierra del Fuego, luego llevando una agencia de coches, después una granja de pollos, y finalmente realizando un trabajo municipal. Era optimista, astuto, irresponsable, soñando siempre en nuevos proyectos mientras tenía las manos llenas de asuntos insignificantes... En pocas palabras, un Micawber, ese personaje de Dickens siempre optimista, pero con un asomo de dureza y, sospecho, crueldad en su animosa disposición. Su vida familiar era perfecta, puesto que padres e hijos se adoraban mutuamente, pese al hecho de que sus negocios terminaban invariablemente en fracasos. En cuanto a su conversación, encajaba en la vena malagueña de corazón ligero e ironía más bien fantasiosa, con un rasgo infantil de fanfarronería cruzándola constantemente. Acostumbraba a decir que yo también era andaluz puesto que, cuando hablo español, no puedo impedir que el acento se asome a mis palabras. Pronto descubrí que había convertido el episodio de su ocultación en nuestra casa en una magnífica historia, en la cual todos nosotros éramos héroes: se la había contado, dijo, a una periodista francesa, que se sintió impresionada por ella y la había publicado en la Revue des Deux Mondes. Los dolorosos episodios, como cuando, disgustado por las emisiones radiofónicas del general Queipo de Llano y las horribles cosas que estaban ocurriendo por todo el país, yo había olvidado su posición como huésped mío y empezado a denunciar a los Nacionales, había sido olvidada: yo siempre, dijo, había sido «el perfecto caballero». Seguimos hablando de los cambios que se habían producido desde aquel entonces: él había perdido a uno de sus hijos en Rusia, y sus dos hijas se habían dedicado al servicio social. Una, la mayor, formaba parte de un recién fundado convento de monjas hospitalarias, en el cual las monjas dormían sobre tablas desnudas y comían magramente, saliendo de día a cuidar a los pobres y, cuando era necesario, pasando también las noches en sus chozas. La otra se había enrolado como enfermera en el Servicio de Ayuda Social de la Falange. Todas las mujeres de la familia eran profundamente religiosas y, creo, consideraban esos actos de abnegación como una expiación por las terribles cosas que se habían hecho durante la Guerra Civil. Uno no puede vivir mucho tiempo en España sin adquirir un profundo respeto hacia las mujeres españolas u observar cómo, en muchos casos, la religión extrae lo mejor de ellas. Pusieron la mesa y prepararon la cena —una cena sencilla de queso, pan negro de racionamiento y sardinas—, y Don Carlos nos dijo lo que había estado haciendo. El gobernador civil, como sabíamos por los periódicos, había estado efectuando una visita oficial por los pueblos de la Serranía de Ronda, escuchando las quejas, prometiendo 46

ayudas y lisonjeando a los «alcaldes» y a los principales terratenientes. Su trabajo había consistido en ir a los pueblos al día siguiente al de la visita del gobernador y, con un espíritu muy distinto, estrujar a los «alcaldes» y a los terratenientes a fin de hacerles soltar el maíz que habían ocultado para venderlo luego a un precio superior en el mercado negro. Debió haber sido un trabajo cervantino, le dije: una forma de tener problemas en su propio distrito. Pero Don Carlos me aseguró que tenía poderes que el autor de Don Quijote jamás había poseído. Era un «fiscal», armado con la autoridad de la policía secreta. Actuando sobre la base de denuncias particulares, podía registrar casas, arrestar delincuentes e imponer multas sin ningún proceso o sanción legal. Tales hombres, sabía yo, eran muy odiados, de modo que le pregunté qué hacía para protegerse de los bandidos. —Nada —dijo—. Incluso he rechazado la escolta policial que me ofrecieron. Esos «Rojos» nunca molestan a una persona que no esté forrada de dinero y, como están informados de todo, saben muy bien que yo no tengo ni un céntimo y que nadie pondría sobre la mesa un centenar de dólares para pagar mi rescate. De modo que me siento completamente seguro. Doña María Luisa suspiró de forma muy audible. —Completamente seguro —repitió alegremente—. Hay un cura que va de pueblo en pueblo diciendo la misa, y ellos nunca se meten con él. Me dice que incluso se sacan el sombrero cuando lo ven. Les he visto varias veces, y simplemente me han mirado. No matan a nadie excepto a la gente que informa sobre ellos. Y seguimos hablando de los diversos hombres ricos que habían sido secuestrados y obligados a entregar grandes sumas. Si alguno se negaba era fusilado, y si uno pagaba era metido en la cárcel por las autoridades bajo la acusación de colaborar con criminales. Así que los hombres de medios raramente abandonaban la ciudad excepto en ferrocarril. 7 de marzo Esta mañana salimos para visitar el antiguo emplazamiento griego del Peñón de Vélez, a unos veinticinco kilómetros al este de la ciudad. La forma más sencilla de llegar hasta allí es tomar el ferrocarril de vía estrecha que circula a lo largo de la orilla del mar. Advertidos de que fuéramos temprano, llegamos a la estación una hora antes de la salida para asegurarnos nuestros asientos. No fue demasiado pronto. El largo vagón, dispuesto como el interior de un tranvía, con asientos de madera mirando hacia la máquina, estaba casi lleno. Trabajadores con sucias y remendadas ropas de algodón, mujeres viejas con rostros color membrillo vestidas con prolijas ropas negras, unas cuantas muchachas, dos viejos guardias civiles, arrastrando consigo sus viscosos y penetrantes ojos y sus lúgubres expresiones. Cestos y hatos llenaban el estante de malla de los equipajes y se apilaban en el suelo, pues casi todas las mujeres eran «estraperlistas», dedicadas al tráfico del mercado negro. Por el vagón pasaba un constante fluir de vendedores callejeros de todas las edades, ofreciendo a la venta plátanos, frutos secos, pastas, pipas de girasol, dulces, billetes de lotería, agua. A su paso dejaban tras de sí en una larga cantinela el anuncio de lo que vendían. Voces... «Hay agua fresca, Tortas tiene buenas, Oye, las avellanas». Entre ellos, con una expresión de desaliento, había una mujer ofreciendo peines y libros de bolsillo, que nadie compraba. Luego llegó un guitarrista y tocó unas cuantas canciones, recogiendo en nuestro vagón una peseta (es decir, 2 peniques), y tras él un jorobado, con agudos y penetrantes ojos como bayas acidas, que se paseó arriba y abajo entre su audiencia mientras tocaba el violín. De pronto la máquina lanzó un silbido, y todos ellos bajaron apresuradamente. 47

Esas escenas son sin duda uno de los placeres de viajar por los países del sur: estimulan el sentido de la vida, poniendo ante los ojos de uno el espectáculo de la lucha por la existencia. ¡Pero qué pobreza representan! Tengo la impresión de que hay al menos cuatro veces más vendedores callejeros en Málaga de los que acostumbraba a haber, y más de cuatro veces el número de mendigos. Uno no puede sentarse durante diez minutos en un café sin que un niño harapiento se te acerque a cuatro patas, a fin de no ser visto, para recoger las colillas. Luego están los sin brazos y sin piernas, las mujeres enfermas llevando a niños enfermos, la brigada de limpiabotas y vendedores de lotería. ¡Y cuántos más a los que la Policía no permite que se muestren! Esta búsqueda de la subsistencia que se hace visible a los ojos de uno puede ser penosa, pero también es, hay que admitirlo, estimulante. Carga el aire con auténticos deseos y anhelos. Nos sitúan a una gran distancia de Bournemouth y Torquay con su aletargada y perezosa existencia. Quizá tenga más parecido con los hábitos de los pájaros de lo que uno en los países septentrionales piensa que es la tranquila rutina de la vida humana. Para mantenerse con vida día a día esa gente debe depender de sus habilidades, su astucia, su familiaridad con su entorno. Uno o dos errores, y morirán. La sociedad no hace nada por ellos. Ni siquiera les proporciona los ritos para enterrarlos. No se dicen oraciones por los muertos, no se celebra ninguna ceremonia a menos que se paguen por anticipado 500 pesetas. A falta de esto, van a parar como perros a la fosa común. Porque naturalmente los sacerdotes también tienen que vivir, y ya no pueden permitirse el decir una plegaria gratis, del mismo modo que un periodista no puede permitirse el escribir un artículo para un periódico que no pague. Como tampoco puede esa gente casarse, puesto que la cuota mínima para esa ceremonia es de 200 pesetas. En muchos casos ni acuden a la iglesia. Al preguntarle a una mujer que luchaba mendigando por mantener con vida a un marido enfermo y a tres hijos si alguna vez iba a misa, respondió: —¿Cómo puedo, con estas ropas? La religión se ha convertido en un lujo que solamente pueden permitirse aquellos que tienen un buen empleo. Pero ahora el tren ya se había puesto en marcha, traqueteando a lo largo de la estrecha franja de tierra entre las colinas y el mar. Primero pasamos el largo suburbio ajardinado de La Caleta, con sus lujosas quintas y umbríos jardines. Los pálidos limones colgaban de sus sobrecargadas ramas, los árboles de caucho de lisos troncos extendían sus lustrosas hojas, los lentiscos arrastraban sus zarcillos como plumas. La buganvilla dejaba caer su cascada púrpura o carmesí desde las paredes o balcones. Qué agradable vida, pensaba uno, sería el vivir aquí la vida de un lotófago, mirando al invariable mar y a las distantes montañas. Pero en esas casas hay un esqueleto en cada armario... las hambrientas mujeres, y los niños que crecerán raquíticos y tuberculosos a causa de la desnutrición crónica. Después de La Caleta llegamos a un alegre y vivido paisaje de pequeñas colinas rojas en forma de sombrero pobladas de almendros y acacias blancas, y encima de ellas había otras colinas rojas que estaban pobladas también de árboles, y encima de ellas otras aún. La alineación más alta estaba plantada con viñedos, y cada una de aquellas distantes colinas tenía una pequeña casita blanca como una caja de cartón perchada en su cima. Abajo, al lado de los raíles, había campos de regadío plantados con alfalfa salpicados de tanto en tanto por higueras y, al otro lado, la playa. Tendidos en ella, en toda su longitud, con el sombrero sobre sus cabezas y sus redes al lado, estaban los pescadores, profundamente dormidos. De tanto en tanto pasaban sus cabanas, cada una de ellas con las flores escarlata de sus ricinos creciendo en el patio trasero y la humilde colada tendida al sol. Luego, en las estaciones, había eucaliptos, con sus largas ramas curvadas 48

por el viento, nostálgicamente oscuros recortados contra el brillante y falso resplandor del mar. Bajamos del tren en Torre del Mar y caminamos hacia la carretera. Nos encontrábamos en una plana llanura de aluvión plantada con caña de azúcar que susurraba constantemente al viento. Pronto llegamos a un río y bajamos hasta su orilla para comer junto a la corriente. No llevaba mucha agua, porque la mayor parte de ella había sido desviada para regar. Pero el lugar parecía agradable. En la orilla, frente a nosotros, había una hilera de dispersos álamos, cuyas hojas danzaban al sol, y entre ellos, a algunos kilómetros de distancia, podía divisarse una enorme montaña. De color blanco grisáceo, jaspeada con las sombras azules de las nubes, completamente pelada, parecía flotar como una isla de alabastro sobre el valle. Nos sentamos allí a comer nuestro pescado y nuestra tortilla fríos entre la hierba y la vincapervinca, mientras el agua discurría silenciosamente a nuestro lado y los pájaros se lanzaban sus trinos. Un hombre viejo conduciendo sus negras cabras río abajo nos saludó y nos dio gravemente las gracias cuando, como requerían los buenos modales, lo invitamos a unirse a nosotros en nuestra comida. Una carreta tirada por bueyes y cargada con cañas recién cortadas pasó con lentitud por el puente. Tres muchachas con pañuelos blancos anudados sobre sus cabezas se inclinaron y se echaron a reír. Eso fue todo, y sin embargo este es el momento de nuestros tres meses de peregrinación por España que más persistentemente permanece en mi memoria. El propósito del viaje había sido conseguir el éxtasis —esa delicia de la que uno gozó cuando niño pero que perdió más tarde—, y allí estaba. Pero lo obtuve sin saberlo. La relación no me llegó hasta meses más tarde. ¿Cómo puedo explicarlo? Excepto repitiendo el sentarnos junto a la amarronada corriente de un pedregoso río, con una hilera de irregulares árboles partiendo el cielo frente a nosotros y una alta montaña en la distancia, me es imposible. Terminada nuestra comida, nos dispusimos a subir la colina conocida como el Peñón de Vélez, en cuya cima se irguió en su tiempo el más occidental de los asentamientos griegos. Aquí, allá por el 600 a. de C, los focenses de la costa jónica fundaron una ciudad a la que llamaron Mainaké, para comerciar en oro y plata con las tribus vecinas. El momento era propicio, puesto que los fenicios, que se atribuían el monopolio de esas lejanas aguas occidentales, se hallaban en pleno declive, y unos pocos años más tarde su ciudad de Tiro fue capturada por Nebuchadnezzar. Sin embargo, los griegos no consiguieron mantenerse durante mucho tiempo. Cuando, hacia finales del siglo vi, Cartago ocupó el lugar de Tiro como Estado líder mercantil del Mediterráneo occidental, y se alió con el nuevo poderío naval de los etruscos, Mainaké fue barrida y su emplazamiento abandonado. Tan impenetrable fue la cortina que cayó entonces sobre esas regiones que no tendríamos ninguna noticia de su existencia de no ser por el hecho de que un procónsul africano, de nombre Avienus, se metió en la cabeza el traducir a versos en latín macarrónico un libro de navegación griego, escrito novecientos años antes. En este poema, Ora Marítima, desenterrado recientemente por el arqueólogo A. Schulten, encontramos una descripción del lugar tal como era poco antes de ser destruido. «Ante la ciudad yace una isla, gobernada por los tartesos, y desde hace mucho tiempo dedicada por los nativos a Ella que brilla por la noche. En esta isla hay un pantano y un puerto seguro, y sobre ellos se alza la ciudad de Mainaké. La región asciende empinadamente desde el mar, y las montañas silúricas se alzan en encumbradas crestas.» El aspecto del lugar ha cambiado en el transcurso de los dos milenios y medio que han pasado desde entonces. Hoy en día, isla, pantano y puerto han sido tragados por el avance de las tierras. Sólo persiste la colina en la cual se alzaba la ciudad. Es un 49

asentamiento griego típico, consistente en una prominencia de piedra caliza —la única piedra caliza que puede encontrarse en ciento cincuenta kilómetros de la costa—, y debió ser elegido tanto por la excelencia de su piedra para edificar como por el puerto natural a sus pies. En la actualidad la colina es utilizada como cantera, y un cabrero me dijo que el año pasado un gran viento derribó una parte del risco y mató a dos trabajadores que cortaban piedra debajo. Ascendimos entre grises piedras y peñascos, salpicados de asfódelos, con espárragos y lirios azules. La cima era llana y bruscamente escarpada hacia el mar: no quedaban señales de ocupación excepto que, allá donde un grupo de arqueólogos habían estado trabajando, quedaban algunos fragmentos de tosca cerámica. ¡Pero la vista! Por un lado, donde habían estado el puerto y la isla, había un brillante campo de verde-dorada caña de azúcar y alfalfa profundamente verde, extendiéndose hasta el blanco borde del mar, a casi un kilómetro de distancia. Por el otro lado estaban las colinas de tierra roja de la franja costera, alzándose en redondeados domos una encima de la otra y plantadas con almendros, y más allá de ellas el macizo de piedra caliza de la Sierra de Tejares. Flotaba en el cielo como una nube, y recordé que, cuando llegué por primera vez a España, hacía treinta años, había contemplado ponerse el sol dése su cima y bajado a toda prisa su ladera aterrorizado por la semioscuridad. No había llegado a la posada hasta después de medianoche, las ropas desgarradas y empapado en sudor. Y luego un ejército de bichos me habían mantenido despierto. Volvimos sobre nuestros pasos colina abajo, y tomamos un sendero que conducía valle arriba hasta la ciudad de Vélez. Allá todo era una arcadia semitropical. Las ranas croaban en las cisternas, las cañas susurraban, los granados exhibían sus rojos brotes, los limones colgaban como pálidas lunas entre su oscuro follaje, las hojas de los plátanos trazaban ríos verticales de intenso verde. De tanto en tanto nos cruzábamos con una cargada carreta tirada por bueyes. Luego, bajo una roja colina cónica, pasamos junto a unas ruinas llenas de retorcidas acacias, y sentimos que nuestras espaldas eran recorridas por un estremecimiento de algo siniestro y traidor yaciendo bajo aquella lujuriosa apariencia. Cuando alcanzamos finalmente Vélez, una blanca ciudad perchada en una empinada ladera, apenas tuvimos tiempo de beber una taza de café antes de la partida del autobús. Luego el viaje de regreso. El bamboleante y rugiente autobús con sus humaredas de gas oil y sus rotas ventanillas... Todos los autobuses españoles están para ir a la chatarra: vistas en diagonal del pálido, azul y mucho más nostálgico mar: atisbos de rocas empapadas de sol y de árboles sumergiéndose en sus propias sombras: pescadoras sentadas en los escalones de sus cabanas, cantando canciones que, a causa del ruido del tubo de escape, jamás serían oídas: la llegada del atardecer. C'est trop beau! c'est trop beau! mais c'est nécessaire pour la Péchense et la chanson du Corsaire, Et aussi puisque les derniers masques crurent encoré aux fétes de nuit sur la mer puré!

5. CHURRIANA 10 de marzo Ayer abandonamos Málaga para ir a Churriana. Antonio y Rosario nos habían preparado el mejor dormitorio de su casa y nos habían cedido su pequeño salón. La excelente cocina de Rosario —aprendió a temperar la monotonía de la cocina española con unas cuantas recetas francesas sencillas— es un cambio bien recibido. Comemos menos, pero mejor. Durante la semana pasada en la provincia sólo se habla de la profecía de un viejo 50

«sabio» de Alhaurín (el siguiente pueblo carretera arriba) de que va a.llover. La prolongada sequía ha estado causando un gran desánimo por todas partes, de modo que esta profecía ha sido muy divulgada y puesta en los titulares de los periódicos locales. Hoy, al día siguiente de nuestra llegada, el cielo está nublado y caen unas cuantas gruesas gotas. Hacia la noche empieza a llover intensamente, y cuando nos despertamos el patio está lleno de agua. Durante toda la mañana prosigue el aguacero. Luego, poco después de las tres de la tarde, se produce una auténtica tromba, con muchos truenos y relámpagos. La montaña encima de la casa es un turbante de niebla, y todo el valle se hincha con oscuras nubes purpúreas. Los habitantes del pueblo se sientan por la noche atemorizados, murmurando «avemarias». De modo que el «sabio» tenía razón y se ha roto la sequía. Su foto aparece en todos los periódicos..., un viejecillo reseco con tantas arrugas en el rostro como arroyuelos hay ahora en las montañas. Un hombre que sabe también lo que quiere; cuando quisieron fotografiarlo con cuello y corbata, se negó a ponérselos, diciendo que nunca había llevado tales cosas y que o lo tomaban tal como era o no lo tomaban. El gobernador civil envió a buscarlo para darle las gracias y ofrecerle un presente, y todo el mundo se siente tan complacido y agradecido hacia él como si hubiera sido realmente él quien hizo llover. Supe por una mujer que lo conoce que es un pastor y que vive en una pequeña «casita» en algún lugar fuera del pueblo. Su esposa está ciega y, como sea que él sufre de insomnio, tiene la costumbre de pasar buena parte de la noche vagando por entre los campos: así ha aprendido a conocer los signos y portentos. La lluvia, me han dicho, empezó el día que él había predicho, y se interrumpió exactamente en el momento en que él dijo que lo haría. Todo el mundo ha estado suspirando por esta lluvia, pero el efecto inmediato de ella ha sido el desempleo. No puede trabajarse en los campos durante cuatro o cinco días, de modo que los jornaleros han dejado de ir y las familias de los agricultores —es decir, más de la mitad de los habitantes del pueblo— se encuentran sin nada que comer. Inmediatamente chiquillos y viejos empiezan a aparecer por la puerta, pidiendo algo de dinero para pan. ¿Qué tipo de agricultura es esa que una lluvia de un par de días reduce a tales extremos a todas las familias campesinas? Tras ella yacen siglos de mala organización y crueldad. Desde el momento que nos trasladamos a la casa de Antonio, nos hemos visto abrumados de visitantes. Cada dos o tres horas aparece una nueva persona. Entre aquellos que llegan esperando ayuda, el más turbador ha sido Frascillo. Era un hombre al que conocíamos como satélite de un amigo nuestro, Juan Navaja, el panadero del pueblo y agente político del partido Conservador Católico, que fue fusilado en las primeras semanas de la Guerra Civil. Irresponsable, inquieto, sin padres ni esposa, había degenerado hasta convertirse en un borracho cabal. En su mente alcohólica yo me convertí en el sucesor de su antiguo patrón, y me habían dicho que alardeaba por el pueblo de tener cartas mías. Mi llegada fue sin embargo un enorme acontecimiento para él, que lo celebró a lo grande. Viniendo hacia mí en plena calle, me echó sus largos y flojos brazos alrededor y clavó sus enrojecidos ojos y su barba de dos semanas en mi rostro. —¿Es eso cierto? ¡Don Geraldo de nuevo en casa! ¡Mi protector ha vuelto! ¿Es realmente a usted a quien ven estos ojos míos? Le di unas cuantas pesetas, que se apresuró a gastar en vino, y tras eso montó una guardia perpetua a la puerta de nuestra casa, dándome un apretón de manos cuando yo salía de ella y murmurando para sí mismo y sollozando cuando yo no aparecía en todo el día. Una noche la pasó durmiendo la borrachera en el portal. Se alimenta sólo con vino, y la única comida que toma es una corteza de pan al día: si se le ofrece más, lo 51

rechaza. Otro visitante es una mendiga llamada Marta, de unos treinta años, y muy simple. Vive en un refugio en la roca junto al cementerio, durmiendo sobre un montón de paja y harapos con un hombre ciego mucho mayor que ella, que se dice que le pega. En la primavera y el otoño emprenden largos viajes, yendo hasta tan lejos como Sevilla y Cartagena. A Marta la quiere todo el mundo, porque posee la bondad de la gente muy simple, un ánimo alegre y una lengua rápida. El juego consiste en pincharla un poco y hacerle preguntas indecentes acerca de lo que hace ella con su hombre ciego: ella da una respuesta ingenua o chistosa, y a cambio recibe un trozo de pan o unas monedas. Es extraordinario lo que se parece este país a la Rusia de antes de la Revolución. En un cierto sentido es incluso más revolucionario en sentimientos de lo que era en 1936, debido a que se halla corrupto y podrido y las condiciones son tan malas que todo el mundo excepto unos cuantos estraperlistas desean un cambio. Pero no puede producirse ninguna revolución. La Policía y el Ejército velan y seguirán velando por ello: son la única cosa sólida y en la que se puede confiar que tiene este desvencijado régimen, en el cual la interferencia burocrática con los asuntos legítimos se combina de la peor manera posible con la economía del laissez faire del mercado negro. Y obtienen el apoyo moral que necesitan en el miedo que siente todo el mundo que tiene algo que perder a que se inicie otra Guerra Civil. Me quedé sorprendido al descubrir lo amistoso que era todo el pueblo (en Inglaterra lo hubiéramos llamado una pequeña ciudad) con nosotros. Sonrisas por todas partes. Ello se debe a las emisiones de radio que hice contra el régimen durante la guerra. Pero incluso la gente que apoyaba al Movimiento Militar parece bien dispuesta hacia mí, debido en parte a que Antonio y Rosario poseen una gran reputación, y en parte también a que todos se hallan ahora tremendamente desilusionados. Incluso los líderes falangistas, que por cierto son excelentes personas, envían corteses mensajes. Uno de esos hombres es el hermano político de Juan Navaja que, como ya he dicho, fue un gran amigo mío. Su madre, en su dolor por el asesinato, me echó a mí la culpa de su muerte, debido a que cuando estaba huyendo yo me negué a darle refugio durante más de una noche, sabiendo que si lo hacía la casa iba a ser registrada y Don Carlos sería arrestado. Pero le aconsejé lo que tenía que hacer, y si no hubiera estado tan obsesionado por el miedo y lo hubiera hecho, probablemente se habría salvado. Uno de mis primeros actos, pues, fue visitar a su cuñado. Me recibió bien, aunque un poco envaradamente, y de inmediato empezó a hablar del estado de la situación. —Las cosas están mucho peor hoy que antes de la Guerra Civil —dijo—. La pobreza es atroz. Nunca antes se había conocido una pobreza semejante. No resulta seguro abandonar las calles principales después del anochecer, puesto que los hambrientos correrán cualquier riesgo con tal de conseguir algo de dinero. Y, sin embargo, Málaga es una de las ciudades más ricas de España. Luego se calló bruscamente: las palabras habían brotado porque no podía seguir manteniéndolas dentro de sí, pero no era propio de él hablar de política con un hombre que se había decantado hacia el otro lado. Cuando lo vi de nuevo, estuvo cortés pero distante. Sin embargo debo registrar el hecho de que, aunque expuesto como panadero a las peores tentaciones del mercado negro, tenía la reputación de ser un hombre completamente honesto. Así son, creo, muchos de los falangistas locales: la corrupción en que se hallan implicados sus líderes no les ha alcanzado. 12 de marzo Hoy salimos a visitar a nuestros viejos amigos, los Washbrook, en Torremolinos. Un hermoso paseo, orillando el pie de las montañas: olivos, algarrobos, extendiéndose un 52

par o tres de kilómetros a partir del mar, alzando sus blancos brazos contra la larga y curvada orilla de la bahía de Málaga. Aire límpido, el distante ladrar de los perros, y silencio. Mr. Washbrook es de Nueva Inglaterra, delgado, de pelo canoso, angular, con una dura voz chirriante y, en momentos de excitación, un ligero tartamudeo: su esposa es una hermosa y enérgica madrileña. Cuando estalló la Guerra Civil, tomaron el bando de Franco y abandonaron la región, regresando nueve meses más tarde con los ejércitos aliados. Cualquier cosa teñida aunque fuera ligeramente de Rojo era un anatema para ellos, y en consecuencia me sentía especialmente interesado por conocer su opinión sobre el actual estado de la situación. No llevábamos cinco minutos en su casa cuando Mr. Washbrook empezó a estallar indignado. Los robos que se producían por todas partes, declaró, eran algo increíble. La gente empezaba con un puñado de dólares y en un par de años había hecho su fortuna: todo lo que necesitaba era un amigo en el Gobierno y falta de vergüenza. Luego, la situación de las clases trabajadoras era intolerable. Sus jornales apenas eran suficientes para mantenerlos con vida, y en el momento en que perdían su trabajo se morían de hambre. La insensatez del Gobierno al permitir este estado de cosas era increíble. Pero el Gobierno y la Municipalidad apenas existían. Aquello no era una dictadura, sino una permisividad absoluta de todo el Régimen para que cada cual se preocupara únicamente de hacerse su propio nido. La gente hacía lo que quería, y nadie podía detenerla. Ni siquiera Franco. Si intentaba hacerlo, lo fusilarían. ¡Miren la situación aquí! Gran número de hombres habían sido echados de su trabajo debido a que los terratenientes plantaron en sus campos de maíz caña de azúcar, que requiere muy poco trabajo. Aunque había escasez de maíz, el Gobierno no había hecho nada por detener aquello. Mrs. Washbrook se le unió, a su enérgica manera: —Den a la gente pan y aceite de oliva suficientes, y nunca oirán una palabra de queja. Pero no tienen ni pan ni aceite, de modo que naturalmente todos son comunistas. Si yo fuera un trabajador, también lo sería. —Eso es, eso es —interrumpió su esposo, tartamudeando con la excitación—. La gente que está aquí en el poder no parece tener ni idea de lo que está haciendo. Vivimos sobre un volcán. Todo está encaminándose a una tremenda erupción. —Pero a menos que vengan los rusos —dije—, ¿qué erupción puede producirse? Mr. Washbrook agitó los brazos. —No, no, digo. No podemos seguir así por siempre. Ha de ocurrir algo. Y entonces deberemos hacer de nuevo las maletas y volver a abandonar el lugar. Nos llevaron fuera para mostrarnos su pequeña propiedad de cinco o seis hectáreas. Cultivaban su propio maíz, lo molían en un molino de mano y lo cocían en un horno traído expresamente de los Estados Unidos. —El pan de aquí es veneno —declaró Mr. Washbrook—. No hay ninguna inspección del Gobierno, y los molineros echan en ellos toda la basura que quieren. Si uno quiere pan blanco, tiene que comprarlo en el mercado negro. —El pan es malo también en Inglaterra —dije—. De hecho, prefiero el pan español de racionamiento. Pero no quiso ni oír ni hablar de aquello. El pan podía ser simplemente comible en algunos lugares, pero allá donde el molinero era deshonesto, resultaba veneno. Tras el té salimos a echar una ojeada a las nuevas quintas que estaban floreciendo por allí. Marbella, a cincuenta kilómetros al oeste, se había convertido en una plage de moda, y ahora esto sucedía también en Torremolinos. Las nuevas fortunas hechas desde la Guerra Civil exigían nuevas salidas. Hay un nuevo plan de edificación municipal, y los precios de los terrenos se han puesto por las nubes. 53

—Miren esa casa —exclamó nuestro amigo, señalando a una quinta de aspecto muy normal—. Pertenece al director de un Banco y costó un millón y medio de pesetas, porque está hechja con acero y cemento, que sólo pueden ser obtenidos a precios fantásticos en el mercado negro. Han sido planeados pisos de renta limitada para las clases medias bajas, pero créanme, ni una sola casa para las clases trabajadoras ha sido edificada, ni aquí ni en Málaga. Esa gente está viviendo en un paraíso para estúpidos. —El otro día —dijo Mrs. Washbrook—, un hombre en el autobús planteó muy claro el asunto. Dijo que el general Franco es realmente un gran hombre. Está enseñando a los españoles algo maravilloso..., cómo vivir sin comer. La oscuridad llegó antes de que alcanzáramos Churriana. Apresuramos nuestro paso, recordando lo a menudo que nos habían dicho que no nos dejáramos sorprender fuera del pueblo tras la caída de la noche: los salteadores de caminos son más peligrosos que los bandoleros, y diez veces más numerosos. Mientras nos apresurábamos, las montañas gravitaban altas sobre nuestras cabezas. Los grillos cantaban fuertemente en la húmeda tierra de los campos de trigo, los cencerros de las cabras resonaban, las ranas lanzaban su sorprendente croar. Y así llegamos finalmente al pueblo, donde nos aguardaba Rosario. El problema del alojamiento es realmente agudo. En Churriana, veinte familias trabajadoras están viviendo en un establo dividido por particiones de cañas: cada familia tiene un área de unos tres por tres metros para vivir, dormir y cocinar. La razón de este amontonamiento es que, con los salarios actuales, ninguna familia trabajadora puede pagar ni un alquiler económico, y el Gobierno y la Municipalidad no prestan ninguna ayuda. Es cierto que han erigido bloques de pisos de renta limitada, pero esos son para las clases medias bajas, y sus alquileres —1.000 pesetas mensuales— exceden con mucho lo que gana en conjunto una familia trabajadora. La Falange puede decir que las cosas se arreglarán, pero la gente que gobierna hoy en España difícilmente puede hacer más de lo que está haciendo para mostrar que las clases trabajadoras son sus enemigos. El resultado es que ningún obrero trabaja más de lo necesario. Como me dijo un hombre: —Es como si uno plantara patatas y luego se negara a cavar el terreno y cuidar de las plantas. Naturalmente, obtiene una mala cosecha. Uno no puede estar mucho tiempo en este país sin darse cuenta de que la única industria floreciente es el «estraperto». Los negocios legales se hallan agotados, estrangulados por formularios y regulaciones y mirados suspicazmente por la Falange y las autoridades, mientras que el mercado negro se mueve sobre ruedas aceitadas con la ayuda y la colaboración secretas de todo el mundo. Tomemos por ejemplo el negocio de la construcción. Cemento, hierro y madera se hallan rígidamente controlados, y uno tiene que obtener un permiso para comprar algo a un quincallero. Y esos permisos cuestan dinero. Sólo son extendidos contra pago de un sustancial soborno y, si uno se niega a pagarlo, tiene que acudir a comprar al mercado negro. Los controles tenían originalmente un propósito razonable —reducir el consumo de bienes que deben ser exportados—, pero su uso efectivo hoy en día es simplemente mantener altos los precios del mercado negro. Sea cierto o falso, se cree ampliamente que los ministros que imponen esos controles se hallan en la nómina de los estafadores. —¿Cómo puede uno esperar que la gente sea honesta —dijo el maestro constructor que me proporcionó esta información—, cuando los hombres que se hallan arriba son ladrones? La flor y la nata del país o bien se hallan en ultramar o están muertos. Este hombre, que antes de la Guerra Civil había logrado una posición a fuerza de trabajo duro y sagacidad, era un monárquico y un gran admirador de Primo de Rivera. —Necesitamos otra dictadura como la suya —dijo—. Una dictadura de «pan y 54

palo». Ahora el lema de la dictadura de Franco es «Pan y justicia», y la gente dice: —Hemos visto su justicia y no nos gusta, pero no hemos visto su pan. Una tarde el administrador de una gran propiedad en la Hoya, al que yo había conocido ligeramente en 1935, vino a verme. Era un hombre fuerte, atlético, en la primavera de la vida, con unos claros ojos azules y un rostro más rojo de lo que uno acostumbra a encontrar en Andalucía. Como la mayoría de esos administradores, era duro de mollera, capaz y honesto. Le pregunté cómo le estaban yendo las cosas. —Nosotros los agricultores —dijo— llevamos el peso de todo. En primer lugar está el montón de formularios que debemos rellenar: cada año hay más. Luego hay que presentarlos. Dos o tres veces a la semana voy a Málaga con un maletín lleno de ellos y acudo humildemente a las autoridades. Hago cola en las distintas oficinas del Gobierno y Municipales, pero sólo abren de once a una y luego lo más probable es que el jefe no esté y mi asunto no pueda ser resuelto. Porque esos oficiales no pueden hacer nada por sí mismos: no tienen ningún entrenamiento ni conocimientos técnicos, puesto que tan sólo son «recomendados», gente que ha conseguido su empleo a través de la influencia personal. Uno no puede llegar a creer en su incompetencia. —¿Pero son honestos? —¿Honestos? En absoluto. ¿Cómo podrían serlo con los sueldos que cobran? El otro día pedí autorización para comprar patatas en Sevilla a tanto la tonelada... el precio normal. Lo aceptaron. Pero cuando llegó el momento de llenar los formularios me encontré con que tenía que pagar un diez por ciento extra... como propina, por supuesto. Esto hizo que las patatas fueran demasiado caras y tuve que buscar otras. ¡Y las horas perdidas! —Cuénteme cómo funciona el mercado negro. —Oh, de un millar de formas. Un fabricante de jalea de membrillo escribe, por ejemplo, para decir que tiene veinte toneladas de pulpa. Esto le autoriza a obtener un peso igual de azúcar. Es enviado un inspector, el cual es recibido con todos los honores, se le da todo el vino que quiere, y un obsequio: se lo pasa tan bien que ni siquiera se da cuenta de que en realidad sólo hay diez toneladas de pulpa, y el fabricante consigue así vender la mitad del azúcar que consigue en el mercado negro. Saca mucho más de él que de su jalea de membrillo. —¿Y es cierto que eso lo hacen también las autoridades? —Por supuesto. Ellas más que nadie. He aquí un caso. No hace mucho llegó un barco con cincuenta mil toneladas de abono químico. Salieron titulares en todos los periódicos, hubo sonrisas en los rostros de los agricultores, puesto que el abono químico es el nuevo tesoro de los incas. Me apresuré a acudir inmediatamente con todos los particulares de mi cosecha para reclamar mi parte. Pero esta parte resultó ser nada... algo que ni siquiera valía la pena ir a buscar. Luego, apenas hube salido de la oficina, me encontré con que podía comprar todo el que quisiera al doble de precio. Casi toda la carga había sido vendida en el muelle a los «estraperlistas»... Vendida, ¿entiende?, por las autoridades municipales. —Eso es malo —dije—. Me pregunto si lograrán ustedes sobrevivir. —Oh, lo conseguimos sin problemas —respondió—. Lo único que tenemos que hacer es volver las tornas contra ellos. Ya sabe usted que ellos nos dicen lo que debemos plantar, y a qué precio debemos vender, y a quién, y todo eso. Todos los detalles están controlados sobre el papel. Pero nosotros estamos aquí y ellos están en sus oficinas, y así, sin que ellos puedan hacer nada, falseamos los datos y vendemos una buena parte de nuestra cosecha en el mercado negro. Si no lo hiciéramos así, no 55

podríamos vivir. —Mucha gente no vive. —Eso es cierto. La tierra nunca estuvo antes tan bien cultivada, y sin embargo la mitad de la población se muere de hambre. Y si pone usted fin al mercado negro, entonces las clases medias se morirán de hambre también. —Entonces, ¿qué es lo que sugiere usted? —Oh, no me lo pregunte. Yo no soy un político. Pero obviamente los Sindicados falangistas que llevan el control tendrán que desaparecer, y luego se necesitará un crédito extranjero para eliminar el mercado negro. Y tendrá que ser un buen crédito. El mercado negro tiene, sin embargo, su lado bueno. Al igual que el Movimiento Industrial de la Inglaterra victoriana, ofrece facilidades a las personas emprendedoras y que trabajan duro de todas las clases sociales para su ascensión en la escala. Un número muy importante de gente pobre se halla metida en él a una escala reducida, y muchos de ellos han conseguido mejorar su posición. Por ejemplo, hay una mujer a la que conocemos que ha subido de la nada absoluta a ser la dueña de una encantadora tienda en Málaga y tener algunas propiedades. Le pregunté cómo lo había conseguido: trabajando muy duro, dijo. Cada mañana, durante muchos años, se había levantado muy temprano para tomar el tren o el autobús a algún pueblo distante y comprarle a los agricultores. No había vuelto hasta última hora de aquella tarde o primera hora del día siguiente, tras pasar una incómoda noche en un banco en la sala de espera de la estación. Cada día, con sus cajas y cestos, había tenido que eludir el guante de la Policía y correr el riesgo de una multa considerable si era atrapada. Pero nunca había sido atrapada: según su hermano, su aspecto de tranquila respetabilidad desarmaba a los guardias civiles, que no estaban allí para hacer cumplir la ley sino tan sólo para mantener las apariencias. Pero todo el mundo se da cuenta de que sin el mercado negro la vida llegaría a su fin, simplemente. El asunto más arriesgado de «estraperto» es vender café. En los autobuses y trenes las mujeres colocan su hatillo de café a alguna distancia de donde están sentadas y, si es descubierto, no lo reclaman. Se convierte en el botín del policía. La malta también está en la lista de los artículos prohibidos. Aquellos que tratan con ella se levantan a las dos o las tres de la madrugada para tostarla, de modo que el aroma no les descubra, y luego la pregonan por ahí llevándola en carritos de mano o bicicletas. Otro comercio secreto es la manufactura de macarrones en una máquina portátil. Los blancos rollos que uno compra están hechos en las panaderías normales, pero su venta es el monopolio de algunas jóvenes atractivas, que sin duda tienen sus propias formas de aplacar a la Policía. Sea como sea, los venden bajo sus mismos ojos, y nunca son arrestadas. En pocas palabras, el mundo del «estraperlo» es enorme y complicado y algunas veces está unido a otros tipos de vicios. Su investigación abriría interminables y fascinantes posibilidades a un novelista como Balzac o Pérez Galdós. Las dos fuerzas que representan en España algo más que los intereses monetarios son la Iglesia y la Falange: son rivales naturales, y la mayoría de la gente cree que hoy por hoy la más poderosa es la Iglesia. La lucha entre ellas es particularmente aguda en Málaga. Ello es debido, imagino, a que el obispo, el doctor Ángel Herrera, antiguo director del gran diario El Debate, es un hombre de excepcional habilidad y, lo que es más, tiene profundas convicciones sobre la parte que la Iglesia debería jugar en la cuestión social. El año pasado utilizó su influencia para conseguir que fueran construidas casas para los pescadores de Palo, y este año ha estado intentando llevar adelante un proyecto para instalar a familias campesinas en sus propias tierras. Pero los terratenientes se han negado en absoluto a tener nada que ver con aquello: en un reciente mitin denunciaron todos los proyectos de esa clase como Comunismo, y 56

tuvieron la audacia de exigirle al obispo que dejara de rezar por la reforma agraria y se ocupara en privado de sus ideas al respecto. Para no ser ganado por la Iglesia, el gobernador civil, que por supuesto es falangista, ha tenido también su idea. La semana pasada presentó un proyecto según el cual los terratenientes deberían entregar una décima parte de sus propiedades en largos arriendos a los pequeños propietarios. Pero esta idea tuvo que ser también abandonada. El único poder auténtico en la España de hoy es el poder del dinero, y ni los terratenientes ni los «estraperlistas» ven por qué deberían hacer sacrificios para protegerse de una revolución que, mientras el Ejército y la Policía se mantengan firmes, nunca va a llegar. ¿Y por qué entregar una décima parte cuando nada inferior a las tres cuartas partes subvendría a las necesidades? Probablemente tengan el buen sentido de asegurarse de que la Iglesia y la Falange se limiten simplemente a pensar en el problema. Un amigo mío español, que ha vivido muchos años en el extranjero, se rió de todos esos proyectos. El principal esfuerzo de la Iglesia, dijo, estaba dedicado a conseguir que todo el mundo hiciera los Ejercicios de San Ignacio. Esos eran la panacea, y los jesuítas, que controlaban la política de la Iglesia, tenían poca fe en la reforma agraria o en la mejora económica. La organización social católica era también desesperadamente débil: simplemente debido a que era española, era poco animosa y letárgica y no podía compararse en empuje y eficiencia con las instituciones católicas de los Estados Unidos. Sin embargo, decía, los seminarios están creando un tipo de sacerdote mejor y más idealista, y muchas mujeres de clase media, impresionadas por la miseria de los pobres, están tomando los hábitos en Ordenes de caridad. El peor síntoma era que los jóvenes ya no tenían fe en nada... ni siquiera en la simple honestidad. Una cosa puede decirse, sin embargo, y es que a medida que las sombras se hacen más profundas sobre la escena española, el idealismo y el entusiasmo que aún pueden encontrarse tienden a tomar una forma religiosa. Los ricos dan dinero a la Iglesia, y por todas partes surgen nuevos conventos y escuelas. Actualmente, bajo la instigación del doctor Herrera, acaban de adquirirse doscientas cincuenta hectáreas de terreno por la Sociedad Constructora del Sagrado Corazón. En ese terreno va a construirse un pueblo modelo para familias trabajadoras, con iglesia, dispensario, mercado, guardería y campo de deportes. Si la influencia del doctor Herrera se ampliara —y se dice que va a ser el próximo Primado—, la Iglesia podría hacer algo para recuperar su anterior posición. ¿Pero cuántos obispos de este tipo hay? El obispo anterior —actualmente ha sido promovido a la sede arzobispal de Granada— era una persona muy distinta. Se cuenta una historia característica de sus relaciones con los pescadores de Palo. Esos hombres poseen una Virgen por la que sienten una gran devoción debido a que confían en ella para mantener el mar calmado cuando salen. Cada año celebran una fiesta en la cual la sacan de su santuario entre cohetes y frenéticos aplausos y la arrojan a las olas. El obispo prohibió esto. ¡Arrojar a la Bienaventurada al agua! Aquello era tremendamente poco respetuoso, e incluso hacerla cruzar la playa era algo insultante a su pureza, porque en aquella playa acostumbraban a bañarse las mujeres. Si deseaban llevarla hasta el borde del mar, debían elegir una porción de la playa donde durante los últimos cincuenta años ninguna mujer se hubiera quitado las ropas. Este es el antiguo tipo de obispo, traído a la luz por los liberales cuando cerraron las cátedras de Teología en las Universidades. Educados en un seminario pequeño y poco dotado, alimentados con las lecturas de los Padres y Doctores de la Iglesia, no saben nada de la vida ni del mundo. Para ellos todos los deberes del hombre pueden resumirse en muerte a los liberales, supresión del sexo, y asistencia frecuente a los servicios divinos. El gran descubrimiento de los jesuitas —cómo relacionar medios con fines—, 57

no ha causado en ellos ninguna impresión. En cuanto a la Falange, es simplemente el partido de la clase media baja española. Desde 1840 hasta 1920 ésta fue la clase vocingleramente descontenta en España, y bajo su programa radical se convirtió en la defensora de las políticamente no educadas clases trabajadoras. Pero cuando éstas empezaron a formar sindicatos y partidos políticos propios, la clase media baja se quedó aislada. El liberalismo había muerto ya por aquel entonces en el estancamiento de la política parlamentaria, de modo que cuando empezó a desarrollarse la amenaza del socialismo revolucionario, la clase media baja adoptó apresuradamente un programa tomado prestado de Italia y Alemania, cuyo principal mérito era que prometía darles rápidamente el poder. Pero es una excesiva simplificación decir, como hacen los marxistas, que la Falange nació para apoyar los intereses de los terratenientes y capitalistas. Por el contrario, es un partido genuinamente revolucionario, tanto anticapitalista como anticlerical. Su tragedia es que no ha sido capaz de conseguir el poder. Se encuentra prisionero de los terratenientes, el Ejército y la Iglesia, y así es incapaz de llevar adelante ninguna de las reformas que desea y obtener lo que ha impartido con ríos de sangre. Así se ha vuelto desilusionado y cínico, y sus líderes, muchos de los cuales entraron en el partido tarde y por razones puramente personales, han consentido en ser arrastrados por la oleada general del estraperlo y la corrupción causada por la inflación. Descontento, furioso y sufriendo de mala conciencia, hoy en día se halla completamente a la defensiva. Uno de los placeres de vivir en España es la dilatada sensación que nota uno del paso del tiempo. En Inglaterra el día es roto por un millar de pequeñas vallas y obstáculos, que producen un sentimiento de frustración y preocupación. Uno pasa del desayuno a la cena entre luchas y esfuerzos, y cuando llega la noche tiene la sensación de que no ha pasado ningún día. No ha ocurrido nada de interés, no se ha apreciado ningún sabor ni color que distinga ese día de todos los demás. Pero en España el tiempo imita al paisaje. Es enorme, sin interrupciones, sin rasgos distintivos, y cada día da la sensación de ser una semana. Escribo esto después de haber visto por mi Diario que llevo ya nueve días en Churriana. Me siento arraigado ya de nuevo en esta vida y en esta casa, casi como si, hace trece años, no la hubiera abandonado. El entorno que ha logrado eso, proporcionando el ambiente y el tono, ha sido el jardín. Cada día paseamos por él una docena de veces con Antonio o Rosario, tocando, oliendo, admirando, comentando: respirando en la calma y la felicidad que sólo pueden proporcionar los jardines del sur, bañados en una perpetua luz solar. Los naranjos echan sus brotes, los jilgueros se persiguen entre las ramas, las flores de los aguacates lanzan sus olores veraniegos, el estramonio es el perfume de Cleopatra. Luego llega el atardecer: cada color se hace transparente, cada sombra se ve llena de luz, mientras arriba en el cielo largos jirones de nubes rosas y escarlatas imitan otro jardín sobre nuestras cabezas. La noche también tiene su intoxicación. Uno sale, y el aroma de la cálida y húmeda tierra toma posesión del olfato. El gran loto, celtis australis, un primo de los olmos que ha tomado prestado el liso y alto tronco del haya, parece estar boca abajo suspendido del cielo por sus raíces. ¡Tan fuerte es la sensación de que la parte permanente de la Naturaleza está arriba! Luego uno empieza a caminar a tientas entre las sombras: aquí las cañas emiten un suave susurro, allí ve o huele una flor blanca. Finalmente, al extremo del sendero, uno trepa a la plataforma instalada para ver, por encima de la pared. La luna y la oscura y dominante masa de la sierra. Las estrellas pulsando como cuerpos orgánicos. Lejos, al otro lado del valle, están las luces de Málaga y sus pueblos próximos y, más brillantes que esas, las bengalas encendidas que han puesto los cultivadores de alcachofas para proteger sus campos. Las ranas emiten su ronco 58

concierto en la acequia, los búhos ululan entre los árboles, y de todas las granjas, en la llanura, llega el sonido de perros ladrando. Lentamente, con el talante transformado, nos damos la vuelta y regresamos junto a los rostros amistosos y al fuego de ramas de olivo. Uno de los visitantes más frecuentes durante los últimos diez días ha sido un joven sacerdote llamado Don José, que es el confesor de un nuevo convento de monjas que se ha establecido recientemente aquí. Es un personaje curioso y original. Pálido, de constitución ligera, con rasgos bien delineados y ligeramente femeninos, ojos marrón claro que apenas levanta del suelo, y largas e inquietas manos, parece rezumar refinamiento por cada poro de su cuerpo. Habla con una voz baja y cautelosa, articulando bien las sílabas, como si el idioma fuera una especie de música que requiriera una precisa ejecución, y en todo lo que dice hay una especie de lo que, aunque tal vez no sea enteramente cierto, uno llamaría afectación. Había venido a visitarnos, dijo, porque había oído por Rosario que estábamos interesados en literatura. En su opinión, la poesía era, después de la religión, la actividad más alta posible para nuestra débil naturaleza humana: por supuesto, era en sí misma una forma de práctica religiosa, la expresión de la adoración del hombre hacia el mundo en el cual había sido tan maravillosamente situado. ¿Nos gustaba la poesía?, inquirió. Le aseguré que sí, y le pregunté con una cierta curiosidad qué poetas le gustaban más. Rubén Darío y Juan Ramón Jiménez, respondió —lo cual para un lector inglés equivale a Swinburne, Verlaine y Yeats—, y yo repliqué que también los admiraba, y que recientemente me habían mostrado algunas cartas escritas por Juan Ramón Jiménez desde América. —¡Juan Ramón! —exclamó, apoyando sus largos dedos en mi manga y alzando los ojos del suelo para ofrecerme una de sus raras sonrisas—. ¡Es uno de los más divinos! Y no tiene que decirme usted que sus cartas son tan exquisitas como su poesía. Tienen que serlo. —Naturalmente, usted también escribe poesía —dije. —Confieso que algunas veces, a mi torpe manera, practico el arte. En estos momentos estoy copiando algunos de mis pequeños esfuerzos a una mejor caligrafía. No tengo ambición de publicarlos, pero el álbum en el que estoy recopilando mis versos será dejado después de mi muerte a un amigo. Me gustará saber que, cuando desaparezca de este mundo, habré dejado algo detrás de mí, aunque sea algo tan carente de valor que no interese en absoluto a la posteridad. Don José tenía una salud muy delicada. Por eso, además de por razones estéticas, es vegetariano, y un firme partidario de la Clínica Naturista de Málaga, con sus teorías de las armonías y las oposiciones en las comidas. (El vegetarianismo ha sido un culto semirreligioso en Andalucía desde principios de siglo). De hecho, está aquí a causa de su salud. Granadino de nacimiento, el arzobispo lo envió a Málaga debido a que su clima es tan suave, y arregló las cosas de modo que ocupara un puesto en el cual, después de decir la misa de las ocho, ya no tuviera ningún otro deber. —Esto es algo —dijo— por lo que jamás podré darle suficientes gracias al Señor. Mi salud espiritual requiere dos cosas... abundancia de tiempo libre, y la contemplación de un hermoso paisaje. Esas son dos cosas de las que puedo gozar en superabundancia aquí. Parece sin embargo que las monjas de su convento piensan de distinta forma. Pertenecen a una Orden que cuida de los prisioneros y los enfermos, y poseen varias hectáreas de tierra en las que intentan cultivar la comida que necesitan. Aunque pagan mejores salarios que nadie de los alrededores, no saben nada de la administración de una finca, y así se ven a merced de cualquiera que trabaje para ellas. En consecuencia necesitan a un sacerdote que no sólo diga la misa y les dé su absolución, sino que actúe 59

también como administrador. Esto, por supuesto, es algo que su confesor poeta se siente incapaz de hacer. Bajo su afectada forma de hablar, Don José es un hombre de gran simplicidad. Rosario, una mujer de buen corazón pero mundana, que jamás entra en una iglesia, lo trata como si fuera un niño. Le prepara ensaladas y le deja pasear por el jardín, escuchando sus donquijotescos discursos con una sonrisa apenas disimulada. Antonio, su esposo, es después de todo otro simple, aunque más al estilo de Sancho. Utilizo la palabra donquijotesco deliberadamente, porque este sacerdote es realmente un ejemplo del tipo de hombre representado por Don Quijote, en el sentido que se ha adscrito completamente a su filosofía idealista. Cada palabra, cada gesto, expresa la forma de pensar que ha adoptado y la persona que le gustaría ser. Escuchen su conversación. Es un místico, y un místico de la Naturaleza. Con su lenta y precisa voz, con los ojos modestamente bajados y las manos cruzadas frente a él, me dice que ve a Dios en las plantas y en las hojas y en las colinas y en las mariposas. Sí, y en los escarabajos también. Porque la Naturaleza debe ser amada en muchas formas diferentes y a varios niveles diferentes. Uno debería amarla inmediatamente con ojos y oídos y sentidos del gusto y del olfato: luego con la imaginación como una forma de poesía, y finalmente de forma mística, como un medio de elevarse hacia Dios. Como primer paso uno debería acostumbrarse a verlo todo bajo el aspecto de la poesía. Así, debería haber poesía en el comer, cuando uno se sienta para degustar los frescos frutos de la tierra. Debería haber poesía en los movimientos del cuerpo de uno y en sus pensamientos. Hablando de la gente del campo, «Hay almas vírgenes», decía. Sin cultivar, pero en el fondo puras y buenas, como todos los seres humanos. «Bondad», esa era la arcilla a partir de la cual Dios había hecho a los hombres, sólo que el transcurrir del tiempo la había corrompido. —Pero el mundo es creado de nuevo —decía— para cada hombre que posee la imaginación de un poeta. Mientras permanecíamos sentados juntos en la plataforma junto a la pared, mirando hacia el verde paisaje campestre, pensé en cómo, al menos superficialmente, se parecía a San Juan de la Cruz. Pero una cosa le faltaba... la lucha interior. Mostraba su credo, no como una obsesión que lo llenaba y lo atormentaba, sino como un traje que le encajaba perfectamente. Esto hacía que, a la larga, resultara aburrido. 18 de marzo Hoy teníamos intención de subir a la montaña que hay encima de la casa, pero en vez de ello hemos tenido que soportar una despiadada tarde de visitas. Un ingeniero de Málaga y su esposa, atraídos por la perspectiva de airear sus puntos de vista a un inglés, fueron los primeros en llegar. Era un hombrecillo listo y agudo, que como ingeniero naval había viajado y visto mundo, pero que era un hablador intolerable. Empezó su monólogo explicándonos con detalle cómo eran Inglaterra y el carácter inglés —una costumbre española que mi esposa, que es americana, dice que los ingleses practican con ella respecto a su país... el de ella, por supuesto—, y luego, con una voz rápida, tan dura como el tableteo de una ametralladora, siguió hablando acerca de la política mundial. Los rusos, los americanos, los rusos, los ingleses... «olé», qué maniobras para ocupar posiciones con vistas a la guerra mundial que iba a desatarse dentro de poco! !Era fácil ver para qué querían a España! Luego, bajando su voz hasta casi un susurro, empezó a hablar de los crímenes del régimen de Franco. Yo fingía escuchar los furiosos y sibilantes sonidos que brotaban de su boca, pero durante todo el tiempo estaba observando a los jilgueros en los naranjos y a la solitaria montaña con sus tres oscuros pinos. ¡Qué silencio debía haber allí! Pero él siguió y siguió, y cuando al fin se levantó 60

para irse, fue para hacer el saludo ruso. Este tipo ridículo de hombre es una especie mediterránea común. Siempre demasiado listo, a veces es bueno y a veces malo, pero invariablemente burdo y superficial en sus juicios. Aquel era mejor que la mayoría: sus pesados párpados y sus grandes ojos líquidos mostraban sensibilidad, su fruncida frente la crónica ansiedad de un neurótico. Vivía, como muchos de su especie, la vida del adicto, cuya droga no es el sexo o la morfina, sino la política. ¿Pero no es ése un veneno segregado de forma natural por la escena española, con todos sus horribles ejemplos de injusticias y mal gobierno? Este hombre, me recordé a mí mismo, era un hombre de izquierdas, un republicano, viviendo entre gente en la que no podía confiar. Si resultaba tan irritante, era debido a que había pasado meses almacenando lo que tenía que decir, y luego de pronto había encontrado la posibilidad de descargarlo sobre una persona que venía de un mundo casi místico de cordura y razonabilidad. Su esposa era completamente distinta. Producto de los suburbios de Madrid, práctica, habladora, sin otros intereses más allá de sus vecinos y sus muebles, le dijo a Rosario que su esposo se estaba destruyendo a sí mismo con sus ideas políticas. —No es bueno en la cama, no es bueno en ningún lado. Su voz es alta y enérgica, pero cuando lo ves desnudo, su lo-que-usted-ya-sabe no es más grueso que un lápiz. Me he casado con un niño. Los periódicos anunciaron hoy una subida de un cuarenta por ciento en la paga de todos los oficiales y suboficiales del Ejército. Una forma de mantener la fidelidad del Ejército, observaría un extranjero. Pero de hecho el aumento es justo, debido a que desde hace mucho tiempo le resultaba completamente imposible a un oficial o suboficial español vivir de su paga. Puesto que las horas que están de servicio suelen ser pocas, casi siempre las alternan con otros trabajos en el comercio o los negocios, o aumentan sus ingresos vendiendo en el mercado negro los artículos almacenados por el Ejército. Normalmente esto no se considera deshonesto. Las raciones suministradas son deliberadamente mucho mayores de lo que puede consumirse, y cada oficial y suboficial tiene el privilegio de comprar su parte de lo que sobra. Sin embargo, sobre la puerta de todos los cuarteles del Ejército y de la Policía hay escritas las palabras «Todo por la Patria», y muchos se resienten intensamente de la humillación de verse obligados a vivir de esta manera. Se dice de un heroico teniente coronel que se negó a seguir la práctica habitual, y eligió en vez de ello vivir en una indigna pobreza. ¿Cómo consiguen las clases trabajadoras, que no pueden permitirse vivir del mercado negro, mantenerse con vida? Una forma es conseguir cartillas de racionamiento extras. Se registran nacimientos que no se han producido, se ocultan muertes, y así. Hay incluso un mercado de cartillas de racionamiento, y a un hombre rico de El Limonarse le ha oído decir que no puede llegar a comprender por qué la gente se queja de falta de comida, ha tenido que admitir que él tenía treinta y dos cartillas. Por esta razón no puedo impedir el sentirme escéptico respecto a la afirmación hecha por los estamentos oficiales de que se había producido un gran aumento de la población. Esta afirmación está basada en los informes enviados por las distintas provincias de las raciones que necesitan, y tales informes, creo yo, no pueden tomarse muy en serio. Hasta ahora he sido muy cuidadoso en evitar hacer ningún contacto con la Clandestinidad, o por supuesto buscar a alguien que pudiera tener opiniones claramente de izquierdas. Si alguno de ellos acudía a mí, lo escuchaba, y eso era todo. Sin embargo, cuando se me ofreció la oportunidad de conocer en Málaga a un hombre que podía decirme cómo estaban organizados los Rojos de la sierra, mi curiosidad fue despertada más allá de toda prudencia, y acepté. Mi informante era un hombre viejo que, como socialista, había pasado varios años en prisión, y había salido tullido y lleno de 61

cicatrices de las palizas que había recibido. Su pueblo natal estaba en la Serranía de Ronda, y lo había abandonado debido a que, como hombre de izquierdas, hubiera sido hecho responsable por parte de la Policía de cualquier acción subversiva que se hubiera producido por las inmediaciones. Los Rojos, me dijo, estaban compuestos por socialistas y comunistas, bajo dirección comunista. Estaban organizados en mandos regionales, y recibían sus órdenes a través de mensajes cifrados enviados por una estación de radio extranjera. La unidad base era un grupo de cinco a diez hombres que vivían en la sierra, unida a otro grupo disperso por ciudades y pueblos, cuya tarea era proporcionar información. Por el momento permanecían a la expectativa y dejándose ver tan poco como fuera posible. Hasta hacía poco la gente sospechosa de pertenecer a la Clandestinidad era arrestada y sometida a consejo de guerra. Pero esto había conducido a una agitación en la Prensa extranjera y a la intervención de algunos embajadores, de modo que ahora se había adoptado otro procedimiento. Los sospechosos o bien eran mantenidos en prisión sin juicio o llevados a algún alejado distrito de montaña donde sus cuerpos eran abandonados al lado de la carretera. Cuando los cadáveres eran descubiertos a la mañana siguiente, se daba por sentado que eran Rojos a los que había tenido que disparárseles cuando intentaban huir. Desde mayo de 1947, cuando a las fuerzas del orden se les dieron plenos poderes en algunas zonas, aquel era el método habitual de librarse de la gente indeseable. El enorme número de policías de todas clases es, por supuesto, una de las primeras cosas que sorprende al extranjero. En algunos distritos, donde los Rojos se muestran activos, dan la impresión de un ejército. Pero los guardias civiles, que forman la flor y la nata de esas fuerzas —si flor y nata son palabras adecuadas para emplear en ese lúgubre sentido— no son ya lo que acostumbraban a ser. El visitante de la Andalucía de antes de 1936 recordará al tipo tradicional... grave, severo, de aspecto monjil, plantado en medio de un pueblo hostil como los Caballeros Templarios entre los infieles, y dedicado a la tradición de su servicio y de su código de honor. Esos hombres ya no existen: los guardias civiles de hoy en día son simplemente civiles con uniforme. Viajando por todo el país en autobús, me he sorprendido a menudo ante su sencilla amistad, sin el menor reflejo de que eso pueda presuponer una falta de disciplina. De hecho, a menudo son corruptos e indolentes, toman descaradamente su parte de los estraperlistas, y se muestran muy poco ansiosos de arriesgar sus vidas contra los Rojos. Más seria que esto es su tradición de brutalidad, aunque supongo que debe tratarse de casos aislados. Hace apenas dos días algunos guardias civiles estaban pasando por delante de nuestra calle cuando oyeron a algunos jóvenes reírse. Creyendo de una forma completamente equivocada que estaban riéndose de ellos, se dirigieron hacia el grupo y empezaron a golpearles en la cabeza. Aparentemente este tipo de incidentes ocurren con frecuencia: un hombre de las clases trabajadoras no tiene ni defensa ni protección. Y, por supuesto, cualquiera que es llevado hasta el cuartelillo de la Policía como sospechoso político recibe una buena paliza, simplemente como un asunto de rutina. 20 de marzo Había llegado ya el momento de abandonar Churriana. Recorrimos por última vez nuestro jardín, como Adán y Eva debieron recorrer su Paraíso, antes de abandonarlo por el mundo impersonal, no calentado por el amistoso resplandor de la propiedad. La sensación de afecto que puede surgir de una casa y su rincón de terreno es a buen seguro una de las más valiosas formas de devoción que la civilización ha producido. Cuando nos burlamos del espíritu feudal, olvidamos el frío nomadismo, el terreno de acampada en el desierto de pisos y quintas, con el que lo estamos reemplazando. ¿Cómo es que 62

cada paso que damos en el dominio intelectual de la Naturaleza deja al mundo más incompatible y poco asimilable a nuestras demás facultades? En Málaga fuimos a decirle adiós a Don Carlos. Estaba sentado ligeramente encogido, con una bufanda roja en torno a su cuello, de la que emergía su calva cabeza y sus brillantes ojos, mientras escuchaba con la excitación de un escolar un partido de fútbol. Córdoba estaba jugando contra La Coruña, y para su satisfacción le llevaba un gol de ventaja. —«Viva Andalucía» —dijo—. Les mostraremos a esos gallegos que podemos ganarles. Y tuvimos que sentarnos y aguardar pacientemente a que terminara el partido. Entonces entraron su esposa y sus hijas, trajeron algo de comer, y nos trasladamos a la mesa. —Se van ustedes muy pronto —dijo Doña María Luisa—. ¿Ya están cansados de Málaga? Protesté con vehemencia. Málaga, dije, era un paraíso terrenal. —Aja —dijo Don Carlos, riendo—, ya conoce usted el dicho, «Un paraíso habitado por demonios». Eso nos describe completamente. Cuando esté usted con malagueños, mantenga los ojos abiertos. Al cabo de poco rato la conversación derivó hacia la política. Allí Don Carlos mostró unos modales muy característicos. Habló como si yo tuviera que estar completamente de acuerdo con su punto de vista, aunque con unos alardes y una exageración que invalidaban por anticipado cualquier oposición que yo pudiera sentirme tentado de plantear. Disfrutaba especialmente diciendo cosas que, suponía, chocaban con mi conciencia liberal. Sin embargo, como casi todos los de su raza, era franco y veraz, y decía sin reticencias lo que pensaba de las debilidades del régimen. Su béte noire eran los terratenientes, a los que acusaba de ser «cerrados» o avariciosos. Se negaban a subir los jornales, mantenían vivo el mercado negro, y no les importaba nada si el régimen fracasaba. Ni siquiera un préstamo americano les haría sacar sus provisiones ocultas. Aquí por supuesto estaba dando salida a la opinión falangista. Pero era también la opinión de todo el mundo, y si los altos rangos de la Falange no fueran tan corruptos y su sistema de control a través de los Sindicatos no estuviera tan podrido, serian la fuerza más poderosa del país. Cuando nos marchamos, Don Carlos, Doña María Luisa y toda su familia nos acompañaron hasta nuestro hotel con una auténtica cortesía española. Veinte años antes, hubieran insistido en despedirnos en la estación del ferrocarril. A la mañana siguiente, al ir al Banco a cobrar un cheque, aguardé, mientras eran llenados los habituales impresos, al lado de una monja de la orden de San Felipe Neri. Me dijo que visitaba los Bancos dos veces por semana para recoger dinero para los huérfanos a los que educa y alimenta su convento; le daban 5 pesetas en cada Banco, y para ello la tenían esperando media hora. —Los mendigos tenemos que aprender la paciencia —dijo. Su risueño rostro y sus parpadeantes ojos me agradaron tanto que le ofrecí una moneda, y ella me dijo que en aquel momento yo estaba haciendo algo que repercutiría en la felicidad de mi vida futura. —Si lo creyera así —le contesté—, le daría a usted todo lo que tengo. —Algunas personas —me respondió con una sonrisa— lo hacen.

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6. GRANADA Nuestro siguiente destino era Granada. En vez de tomar el habitual autobús o tren, decidimos viajar por la ruta más directa pero más lenta a través de Alhama. Esto significaba tomar el pequeño tren que habíamos tomado antes para Torre del Mar. Así pues, tras comer temprano, nos encontramos traqueteando una vez más a la orilla del mar que resplandecía a la luz del sol como una red llena de peces. Las negras barcas de los pescadores, las blancas velas latinas y, cuando uno permanece en la plataforma posterior del vagón, el peculiar aroma a sal de este mar, son algo completamente distinto al Atlántico, con sus mareas y sus naufragios. Pasado Vélez, el tren empezó a subir sobre una vía con cremallera. Durante toda la tarde serpenteó por entre colinas de rojiza tierra cubiertas de viñedos, luego descendió a una endiablada velocidad, y trepó de nuevo hacia el paso. Llegó la noche. Cuando alcanzamos la cima, que es también el final, era ya noche cerrada, y nos metimos en el pequeño autobús que tenía que conducirnos los últimos treinta kilómetros hasta Alhama. Eran las diez cuando llegamos, y hacía mucho frío. Nos dirigimos a la posada, un limpio edificio encalado, con un fuego de troncos de roble ardiendo bajo una gran chimenea cónica con una hilera de vasijas de cobre encima de la estantería. Los arrieros dormían tendidos en el suelo, envueltos en sus mantas. Nos sirvieron la cena, y un teniente de la Guardia Civil se sentó con nosotros. Era navarro, meticuloso y elegante, con una aguda voz de maestro de escuela y unos largos dedos con la manicura muy bien cuidada. —Los tiempos son malos —dijo tristemente—. Vivimos entre personas que pueden haber matado a nuestro padre o a nuestro hermano, y sin embargo tenemos que tratar con ellas como si fueran nuestros amigos. —Y ellos —respondí— como si fueran los de usted. Salimos a tomar una copa. El aire de la calle era muy frío, y las estrellas sobre nuestras cabezas temblaban y parpadeaban. De algún lugar llegaba el rumor del discurrir de agua. En el café había el grupo habitual de aburridos patanes: nos miraron a su inexpresiva manera ibérica mientras tomábamos nuestro coñac; luego nos fuimos a la cama. Nos obligamos a levantarnos al amanecer. Una pálida luz rosada se insinuaba por encima de las montañas y, al salir para tomar un poco de café, vimos la larga cima de la Sierra de Tejada, aparentemente justo encima de la ciudad, cubierta con un espeso manto de nieve. En la parte de abajo de la plaza había una profunda barranca, en cuyo fondo podíamos ver y oír el río. El castillo de Alhama fue en su tiempo la llave a Granada. Su captura en 1482 de los moros fue un hecho famoso, celebrado en una balada que Byron tradujo al inglés. Aún sigue en pie, un edificio cuadrado con altos muros almenados rojos; hoy en día es utilizado como granero. Mientras tomábamos nuestro café, el mercado estaba abriendo. Había grupos de campesinos de oscuras ropas con boinas y sombreros, y mujeres llevando pañuelos blancos en la cabeza. Aunque sólo nos habíamos alejado unos cuantos kilómetros de la costa, nos hallábamos en un mundo nuevo, austero, duro y puritano. Incluso el idioma era diferente. Por muchacha dicen «mozuela» (doncella) en vez de «chica», y el acento hace sonar acordes en mi interior, porque este fue el primer español que aprendí. A las ocho apareció el autobús, y nos fuimos. Desnudas colinas color hueso, teñidas de rosa, delgadas plantas de maíz en los lugares apropiados, sin hojas ni flores. En los valles, unos cuantos álamos: cada pueblo humeando como un fuego de acampada 64

mientras las mujeres encendían sus cocinas con espliego o aulaga. Bajamos durante todo el tiempo. Pronto llegamos a huertos resplandecientes con melocotones o albaricoques en flor, pasamos junto a un poblado de cuevas, después junto a bajas colinas que parecían hileras de animales amontonados, luego otro pueblo destruido por un terremoto. Y de pronto, una gran vista. Colgando en el aire como si fuera una nube estaba la Sierra Nevada, y bajo sus lisas laderas de nieve se extendía la llanura verde y marrón de la Vega. Entre ellas podíamos ver Granada. Hacía quince años desde que estuve en esa ciudad por última vez, y más desde que había vivido en ella. Esperaba encontrar muchos cambios. Pero en su apariencia exterior eran pocos. Un nuevo edificio modernista levantado aquí, una tienda desaparecida allí, y por supuesto la habitual disminución en el número de cafés e incremento en el número de Bancos. Pero el cambio en la atmósfera era sorprendente. Granada había sido siempre una ciudad sobria, austera y convencional como una capital de provincia de Castilla, aunque atemperada por un cierto refinamiento andaluz, pero ahora me daba la impresión de ser algo más que austera..., era triste. Los rostros de los transeúntes eran largos y hoscos, las tiendas estaban vacías, y los barrios populares habían perdido su animación. La Plaza Bibarrambla, en sus buenos tiempos tan alegre y llena con sus puestos de dulces, frutos secos tostados y frituras, estaba muerta y vacía. Sin embargo, faltaban los signos de enorme pobreza que me habían causado una impresión tan dolorosa en Córdoba y Málaga. La gente parecía comer, aunque no comiera mucho: la irrigada Vega proporcionaba un empleo regular. Pero el resultado no era satisfacción. Había una rabia y tensión reprimidas. Era algo que no había visto en ningún otro lugar en mi viaje: los trabajadores mantenían altas sus cabezas, y hablaban con una no disimulada amargura, e incluso los mendigos eran desdeñosos, pidiendo como si tuvieran derecho a ello y embolsándose las limosnas sin dar siquiera las gracias. Me dijeron que las «fiestas», antes la alegría de la ciudad, habían desaparecido, y que el Corpus, con sus famosas procesiones, era observado sin entusiasmo. Y la Policía estaba por todas partes. A los reposteros se les había prohibido confeccionar dulces, y estaban de mal humor. —Nuestras carencias no son comprensibles —dijo uno de ellos—. El año pasado tuvimos una excelente cosecha de aceituna, y sin embargo este año hay escasez de aceite de oliva. Hace dos años hubo una fenomenal cosecha de trigo, pese a lo cual el racionamiento siguió como siempre. El hecho es que esa gente importante toma nuestra comida y la envía al extranjero. Le digo que éste es un país de «pillos, muchos pillos, sí señor». Para cambiar de tema alabé los enormes nuevos bloques de pisos de renta limitada que se habían construido al extremo de la ciudad. —Pero su alquiler son mil pesetas al mes. ¿Quién puede pagarlas? «No, señor». Esos pisos son para la Policía y los estraperlistas. Y dos personas de clase media que habían entrado a comprar chocolate asintieron aprobadoramente con la cabeza. Caminando calle abajo por la Gran Vía, llegamos a un edificio nuevo de tamaño palatino. Era una sucursal del Banco de España. Esos nuevos Bancos, surgidos con la inflación, son al actual régimen lo que las grandes catedrales eran a la Edad Media. Simbolizan la pasión de gobernar. Cerca de él se alza la fea iglesia del Sagrado Corazón. Mientras pasábamos por su lado, una ruidosa multitud de varios cientos de hombres jóvenes salía de ella: habían estado siguiendo un cursillo de Pascua de Resurrección de los Ejercicios de San Ignacio. Hay una curiosa conexión entre dulces y piedad en España, y cada pastelería tiene un cartel animando a jóvenes y viejos, amos y criados, a seguirlos. Y en el pórtico de la iglesia, al lado de la habitual lista de películas 65

que pueden verse sin riesgos para la moral, observamos una nota de los servicios que se celebraban en honor de Nuestro Señor de la Misericordia, que son organizados por una hermandad conocida como la Hermandad del Silencio. No pude evitar el pensar que el nombre de esta hermandad había sido bien elegido, puesto que cuando en 1936 la «Acción Católica» estaba persiguiendo y matando a los liberales y francmasones, la voz de la piedad no fue oída. Se dice —y no solamente por parte de la gente de izquierdas— que durante los primeros meses de la Guerra Civil entre veinte y treinta mil personas fueron fusiladas a sangre fría en esta ciudad. Desconozco la fiabilidad de tales cifras, pero parece ser de la opinión general que en Granada el número de ejecuciones fue proporcionalmente más alto con respecto a la población que en ningún oro sitio. Es significativo que la patrona de la ciudad, Nuestra Señora de las Angustias, sea representada por la figura de una mujer llorando mientras sostiene en su regazo la cabeza de Cristo muerto. En esta ciudad de sangre y masacre podría ocupar el lugar de cualquier mujer de las clases trabajadoras. A la mañana siguiente de nuestra llegada salimos a dar un paseo por el antiguo barrio árabe, conocido como el Albaicín. Empinadas callejuelas de guijarros, casas blancas alzándose las unas sobre las otras, jardines en terrazas. Un flujo de mujeres y niños yendo arriba y abajo, pero pocos hombres. Una sensación tensa. Después de ascender una cierta distancia, captamos a nuestra derecha el sonido de unos perros ladrando y el rasguear de una guitarra: procedían del barrio gitano, con sus cuevas encaladas y sus verdegrisáceos cactos. Luego llegamos a una pequeña plaza con una puerta almenada y árboles, y en unos cuantos minutos estábamos fuera por encima de las casas y sobre la despejada ladera de una colina. ¡Qué impresionantes son, en una forma que no puedo describir, esos terrains vagues de las viejas ciudades, donde las últimas casas se encuentran y se mezclan con el campo! Había allí una pared de fango seco, una pita, y una higuera sin hojas que, de forma torpe e infantil, parecía estar arañando el aire con sus rudos dedos. Había una vieja llevando un cántaro, un hombre orinando, mientras que allá abajo, muy a lo lejos, la plana llanura verde se extendía hasta el borde mismo de las montañas. Desde allí el canto de los gallos —débil, chillón y cargado por la distancia y los recuerdos— se alzaba hacia el cielo gris que se extendía sobre todas las cosas. Sí, éste era el Albaicín tal como acostumbraba a ser... y sin embargo ¿por qué parecía tan cambiado, tan distinto? Mientras permanecía sentado allí escuchando el canto de los gallos, me llegó la respuesta. Esta era una ciudad que había matado a su poeta. E inmediatamente pensé que debía visitar, si podía encontrarla, la tumba de García Lorca, y depositar sobre ella un ramo de flores. A la mañana siguiente subimos a la colina de la Alhambra. El sol era brillante y un seco viento alzaba remolinos de polvo. Mientras pasábamos junto a la pensión inglesa, el intenso azul pálido del cielo, visto contra las copas amarronadas de los olmos, me hizo estremecer de excitación. Aquel azul de los cielos de Granada es a los demás azules lo que el color de la sangre fresca es a los demás rojos, y si uno califica a España, como puede muy bien hacerlo, como el país del derramamiento de sangre, el puro azul de su cielo, el mismo azul de las ropas de la Virgen en una pintura de Fra Angélico, parece estar sintiendo compasión por ese derramamiento de sangre. Tomamos la carretera que cruza la avenida de cipreses del Generalife. Subiendo esta carretera, mañana tras mañana, pasaban los camiones llenos de prisioneros. Los visitantes extranjeros del Hotel Washington Irving los escuchaban cambiar de marchas, y luego se echaban las sábanas sobre la cabeza cuando al cabo de unos momentos resonaban los disparos. Tras lo cual los ruiseñores, ruidosos como las ranas, reanudaban sus trinos. 66

Coronando la colina frente a nosotros se alzaban las altas paredes blancas del cementerio, donde todos los «hijos de Granada» han sido enterrados durante generaciones. A medida que subíamos hacia él pudimos ver que le había sido añadido un nuevo recinto, de varias hectáreas de extensión. Entramos y empezamos a vagabundear por entre las tumbas. Muy pronto, en la parte más nueva y pobre, donde el sol caía a plomo y el viento soplaba en remolinos sobre la suelta tierra, nos encontramos con un hombre tirando de un asno pequeño. —Estamos buscando una tumba —empecé, y le expliqué las circunstancias. —Bueno —dijo—, tendrán que preguntar ustedes en la oficina. Los nombres de todos los que fueron fusilados en el cementerio se hallan registrados allí. —¿De veras? —exclamé, sorprendido de que se hubieran tomado la molestia de hacer aquello. —Oh, sí —dijo—. Aquellos que fueron fusilados aquí lo fueron por orden de las autoridades militares, de modo que se observaron todas las formalidades. Junto a cada tumba se puso una etiqueta con el nombre de su ocupante, y cuando tres o cuatro personas fueron enterradas juntas en una misma tumba, bien, entonces se escribieron tres o cuatro nombres. —¿Estaba usted aquí entonces? —Yo no. Pasé la guerra luchando en el lado Rojo. Cuando acabó y hube terminado mi trabajo en los campos, conseguí este empleo. Dejando el asno, que cargaba un cesto lleno de tierra, nos acompañó a la oficina. Allí, un hombrecillo de edad, débil y andrajoso, avanzó hacia nosotros arrastrando los pies. Cabalgando sobre su nariz, extraordinariamente delgada, llevaba unas gafas de montura de acero, y sobre su cabeza una puntiaguda gorra oficial que era demasiado grande para él. Escuchó mis preguntas con un aire de reserva y obsequiosidad, pero todo su rostro expresaba miedo y tristeza. En cualquier momento, parecía, éstos podían bajar como una avalancha y sepultarlo. ¿A quién había dicho que estaba buscando? ¿Federico García Lorca? Oh, sí, recordaba el nombre, porque no éramos los primeros que preguntábamos por él. El año pasado algunos extranjeros —argentinos, creía— habían llegado conduciendo hasta la misma puerta con un ramo de flores. Pero había sido incapaz de darles satisfacción. Los restos de García Lorca habían sido desenterrados tras los acostumbrados cinco años porque nadie había pagado los derechos establecidos para su traslado a un lugar permanente de descanso. Ahora se hallaban en el osario. —¿Podemos verlo? —Por supuesto. No hay ninguna objeción. Y le tendió al hombre que nos había acompañado una gran llave. Luego, con los mismos modales tristes y deferentes con que se había dirigido a nosotros, se dio la vuelta para hacer una inclinación de cabeza hacia el grupo que acababa de llegar para un entierro. Haciendo oscilar la llave y hablando jovialmente de los secretos de su oficio — cuánto tiempo, por ejemplo, tardaban en descomponerse los cadáveres en la tierra del lugar—, el sepulturero echó a andar delante nuestro por la polvorienta ladera inundada de sol, salpicada de humildes tumbas. Finalmente se detuvo ante un pequeño recinto rodeado por una alta pared. —Ya hemos llegado —dijo, abriendo la puerta—. Este es el osario. Un curioso olor dulzón nos recibió cuando entramos, junto con una desagradable e inquietante sensación de aislamiento y silencio. Como el silencio en una cena cuando alguien ha cometido un grave faux pas. Reuniendo nuestro valor, vimos que nos hallábamos en una especie de patio al aire libre donde había dispersos unos retorcidos y 67

ennegrecidos fragmentos de tela. Era como si allí se hubiera establecido una feria de harapos hacía una docena de años, o un grupo de caravanas gitanas hubiera tomado aquel lugar como campamento. Pero nuestros ojos fueron apartados rápidamente de aquellos sórdidos restos y atraídos por un pozo que había en el centro del recinto. Tenía unos treinta metros cuadrados, hondo según todas las apariencias, y lleno hasta unos dos metros de la superficie con calaveras y huesos. Entre ellos había unos cuantos cuerpos arrugados y apergaminados, yaciendo en extrañas posturas como si hubieran venido volando por los aires, y envueltos en podridas mortajas. —Aquí tiene usted lo que fue en su tiempo la flor de Granada —dijo el hombre—. Miren bien, y verán los agujeros de las balas. Y de hecho casi todos los cráneos estaban perforados. ¿Pero qué era eso? Tendido entre el montón de huesos, en una actitud de rígido firmes, había un cadáver completo y bien conservado, vestido con un uniforme verde y negro. Su rostro, un poco demasiado verdoso con señales oscuras, como si la carne estuviera intentando tomar el mismo color del uniforme, tenía la severa y concentrada expresión de un hombre que está dedicado a alguna tarea importante. —¡Ah, ese! —exclamó el sepulturero—. Es un buen pájaro. Un coronel, con su permiso, de la Guardia Civil. Ha estado durante unos cincuenta años o así en uno de los nichos superiores, y es por eso por lo que está tan bien momificado. Incluso su cutis está tan fresco como si acabara de ser enterrado. Lo sacamos el otro día porque su familia dejó de pagar el alquiler, y aquí está. ¡Un coronel de la Guardia Civil guardando los huesos de los Rojos que sus sucesores habían fusilado! ¿Podría haber pensado Goya en un tema mejor? —¿ Y cuántos diría usted que están enterrados en este pozo? —pregunté. —Bueno, la lista de los oficialmente fusilados tiene unos ocho mil nombres. Todos excepto unos cuantos están aquí. Luego hay un millar o así que murieron originalmente de muerte natural. «Vamos», digamos nueve o diez mil. Y todos buenos amigos, en buena compañía. —¿Por qué dice usted eso? —Bueno, ¿por qué no? Todos están juntos aquí. Se echó a reír mientras cerraba la puerta y, tomando el asno, que seguía aguardando pacientemente con su carga de tierra, volvimos a la entrada del cementerio. —¿Puede indicarme —pregunté— dónde tuvieron lugar las ejecuciones? —Les llevaré allí —dijo, enbolsándose mi propina—. Así no se perderán. —¿No le pondrá eso en un compromiso? —No, ¿por qué debería hacerlo? Fueron fusilados oficialmente, ¿no? Por orden de las autoridades militares. ¡«Puñeta», fue un gran acto de justicia! Y nos condujo a través de las puertas de hierro hasta la pared que cierra el lado inferior del cementerio. Las marcas de las balas estaban aún allí, así como unas cuantas manchas secas de sangre. Habían sido bajados de los camiones y ametrallados en grupos maniatados entre sí con cuerdas. Sólo a los concejales de la ciudad se les concedió el privilegio de encender cigarrillos y mostrar así el tradicional desprecio y desafío. Allí los habían reunido, de pie, mirando a un campo rojo recién arado plantado con olivos y ascendiendo gradualmente hacia el brillante cielo. Y después de eso... nada. Regresamos a la ciudad. Inmediatamente después del Hotel Washington Irving, en la entrada de la región boscosa de la Alhambra, está el camino que conduce al Carmen de los Mártires. Aquí escribió San Juan de la Cruz su obra mística, y M. Meersmans, un propietario de minas y prospector belga, había agasajado a sus amigos con horribles cenas servidas en platos de oro. Un nuevo y monstruoso edificio había brotado ahora allí, con las iniciales escritas F.E.T. de las JONS, o sea la Falange. Pintado en la pared a 68

un lado estaba su símbolo, una mano sujetando una daga teñida de rojo. Cuanto más pensaba en los resultados de esta expedición, menos satisfecho me sentía de ellos. El viejo de la oficina había sido elusivo. El énfasis del sepulturero en las ejecuciones oficiales parecía sugerir que había habido otras que no podían ser clasificadas así. Decidí regresar al cementerio aquella tarde y pedir ver las listas de los ejecutados. Si Lorca estaba enterrado realmente allí, seguro que su nombre tendría que figurar en ellas. Así pues, a las cuatro estábamos allí de vuelta. Esta vez nos dirigimos a aquella parte del cementerio donde están enterradas las clases medias, o bien en nichos en torno a las paredes del patio o en las más caras tumbas de mármol bajo los cipreses. Allí entablamos conversación con dos sepultureros, uno de los cuales, el más viejo y hablador, había estado presente cuando se inició el levantamiento militar, y les pedimos que nos mostraran a aquellos que habían sido ejecutados en 1936 y vueltos a enterrar. —Han ido a parar ustedes directamente al lugar —respondió el más viejo—. Los más conocidos están todos aquí. Y nos condujo a la tumba de Montesinos, el alcalde socialista que había sido cuñado de Lorca, y luego a las de los concejales de la ciudad y sus oficiales, todos los cuales, con dos excepciones, habían sido ejecutados. Cerca de ellos estaban las tumbas de varios doctores, incluida la de un famoso especialista en enfermedades infantiles. Yo conocía su historia: era un hombre muy querido, que había sido fusilado no por razones políticas, sino por francmasón. Cada grupo que había apoyado el levantamiento había tenido el derecho de proscribir a sus enemigos particulares, y la Iglesia —o, para ser más exactos, la Acción Católica— había puesto en su lista a los masones y a los protestantes. Nuestros guías, que se tomaron un interés profesional en mostrarnos los lugares de interés, nos condujeron ahora a otra parte distinta del cementerio, donde, entre otras cosas, vimos el rincón donde estaban enterrados los carteros: habían sido ejecutados, al parecer, debido a que sus puestos eran deseados por otras personas. Después de aquello llegó lo que era considerado evidentemente como la atracción principal. En la Sección Civil, donde eran enterrados los no católicos y los prisioneros que se habían negado a confesarse, estaba la tumba del pastor protestante, cuyo crimen había sido mantener una escuela gratuita para los niños pobres de la Cuesta Gomeres. El pobre hombre había sido muy querido por todos los residentes extranjeros, incluidos los católicos, pero ni siquiera la amistad del cónsul británico había podido salvarle. Observé que todas aquellas tumbas tenían como epitafio fórmulas muy parecidas, diciendo dejado de existir en vez de muerto, y al final Tu madre (hermana, hijas) no te olvidan. Sin duda hubiera sido poco juicioso mencionar que tampoco les olvidaban sus hermanos, hijos o padres. —Todo esto es muy interesante —dije al final—, pero la persona a la que estoy buscando no está aquí. Quizá puedan decirme ustedes dónde está enterrado. Se llamaba Federico García Lorca. —Ese es un nombre famoso —dijo el más viejo de los sepultureros—. Se habla mucho de él. —Es famoso en todo el mundo —respondí—. Sus poemas son leídos desde Buenos Aires hasta Nueva York y Londres. Algunos de ellos han sido traducidos al inglés. —Ya lo ves —exclamó el sepulturero a su colega—. Esos extranjeros saben más sobre nosotros que nosotros mismos. Te lo digo, hay más conocimientos en uno de sus dedos meñiques que en todos nuestros cuerpos. Comparados con ellos, nosotros no somos nada. —Así es —admitió solemnemente su amigo—. Sólo salvajes. 69

—No me comprenden —dije—. Este hombre cuya tumba estoy buscando era amigo mío. Cuando hace muchos años yo vivía en Granada, lo conocí. —Ah, eso es diferente. De todos modos, debo decirle que se ha equivocado de lugar. No está aquí. —Me habían dicho que sí lo estaba. De todos modos, desearía ver las listas. —Están en la oficina. Pero le advierto que su nombre no está en ellas. Las he mirado muchas veces. —¿Cómo son? —Bueno, se trata simplemente de una lista de nombres, con un número detrás de cada uno de ellos. Cuando no se sabía el nombre, como ocurría a menudo, simplemente se escribía delante del número «varón» o «hembra». —Quizá fuera uno de esos desconocidos. —No, no lo era. Le digo que está enterrado en algún otro lugar..., en Víznar. —¿Víznar? —Sí, en las zanjas en el «barranco». Lo fusilaron allí. —¿Cómo lo sabe? —¿Cómo se saben las cosas? Se saben, simplemente. —Y se negó a decir nada más al respecto. En la oficina encontré al viejo empleado solo, escribiendo algo en un registro con una rasgueante pluma. Le dije que no me sentía satisfecho de que los restos de García Lorca estuvieran en el osario y le pedí ver los libros en los cuales estaban registrados los nombres de aquellos que habían sido fusilados. —No puedo enseñarlos sin un permiso —dijo, mirándome secamente—. Debe acudir usted a las autoridades militares. —Al menos dígame si el nombre de mi amigo está en las listas. Me miró a través de sus gafas, a su manera medio temerosa, medio suplicante. —No señor, no está. La persona por la que pregunta no está enterrada aquí. —¿Entonces fue enterrada en algún otro lugar? —Evidentemente. —¿En Víznar? Sus ojos se cruzaron con los míos por un momento en una mirada de incertidumbre. Luego, sin una palabra, hizo una ligera inclinación con aquel cuerpo suyo perpetuamente deferente y se dio la vuelta. Contemplé por unos momentos su estrecha espalda y la mata de pelo canoso que medio se metía por el sucio cuello de su camisa mientras seguía rasgueando su pluma sobre las páginas del registro como si nosotros ya no existiéramos. Salimos. Pasamos los siguientes dos días haciendo más averiguaciones. Antes había conocido a mucha gente en Granada, y aunque algunos de ellos estaban muertos o ausentes, había otros que estaban dispuestos a decirme lo que pudieran. Una familia en particular, que había tenido todas las oportunidades de saber lo que estaba ocurriendo, me fue de gran ayuda. Al visitarles descubrí que los horrores que se habían producido cuando estalló el alzamiento militar hacía trece años estaban tan presentes en su mente como si hubieran ocurrido ayer. Describieron el retumbar nocturno de los camiones carretera arriba hacia el cementerio, luego el tabletear de las ráfagas. Cada mañana las viudas y las madres de la gente que había sido arrestada subían la colina en busca de los cuerpos de sus hombres. Yacían allí en montones tal como habían caído, hasta que ya entrado el día eran enviadas partidas de falangistas para enterrarlos. Puesto que el trabajo de enterrar a tantos cuerpos era considerable, eran metidos en someras cavidades de las que a menudo emergían sus manos y sus pies. Un amigo mío inglés que, no sin algún riesgo, visitó el lugar un cierto número de veces, me dijo que vio los cuerpos de muchachos y 70

chicas que aún no habían cumplido los veinte años. ¿Eran políticos? ¿Quién podía saberlo? En la histérica atmósfera de aquellos días, cualquiera que estuviera aunque fuese remotamente conectado con la izquierda podía encontrarse arrestado y entonces, a menos que alguna persona influyente saliese fiador suyo, era fusilado automáticamente porque había que vaciar las prisiones para hacer sitio a los recién llegados. El amor innato de los españoles hacia la destrucción, su obsesión por la muerte, su tendencia al fanatismo, hallaban pleno desahogo en esas orgiásticas escenas debido a que no había autoridad, ni civil ni religiosa, ninguna fuerza moral o inhibición, que pudiera retenerles. ¿Acaso no estaban los obispos, que eran los únicos que hubieran podido poner un freno, tan profundamente implicados en aquello como todos los demás? El único pronunciamiento que habían hecho era que nadie debía ser muerto sin darle antes la oportunidad de confesarse. Puede apreciarse la extensión de esta histeria por el hecho de que una chica inglesa normal, cuyos padres estaban viviendo en Granada, llevaba el uniforme de la Falange, un revólver al cinto, y alardeaba de que, como las «señoritas» españolas, ella también había tomado parte en ejecuciones y matado hombres con sus propias manos. Más tarde, cuando estalló la guerra europea, regresó a Inglaterra y formó parte de una unidad a cargo de una ambulancia. Por todas partes donde pregunté acerca de García Lorca oí, si era mencionado algún lugar, la palabra Víznar. Víznar es un pequeño pueblo que se halla a unos pocos kilómetros hacia las colinas, y su «barranco» es uno de los cementerios de los falangistas. Es un secreto a voces en toda la región. Pero nadie con los que he hablado ha visitado el lugar, y la historia de la muerte de Lorca es simplemente algo que corre de boca en boca. Sin embargo, una mayor relación con los sepultureros me mostró que pertenecían a una especie de francmasonería preocupada por las cosas de la muerte, y que tenían acceso a información que no se hallaba disponible para otra gente. También carecían de prejuicios: su interés en esos asuntos era profesional. Esto me inclinó a creer que, cuando decían que García Lorca estaba enterrado en Víznar, tenían buenas razones para creerlo así. Había sin embargo una historia sobre su muerte que recorría España y que parecía a primera vista apuntar hacia una diferente conclusión. Para explicar esto, debo recapitular un poco. Lorca llegó a Granada un día o dos después de que estallara el alzamiento militar y, a las primeras noticias de él, buscó refugio en la casa de un amigo suyo y poeta, Luis Rosales, cerca de la Catedral. El hecho de que el hermano de Rosales, que también vivía allí, fuera un líder falangista parecía ofrecer una completa protección; sin embargo, un par de días más tarde, durante una ausencia temporal de sus anfitriones, un coche lleno de pistoleros se detuvo ante la puerta y se lo llevó. Ninguno de sus amigos volvió a saber nada más de él. Durante doce años los censores españoles mantuvieron su nombre y sus libros bajo la más completa prohibición. Luego, en diciembre de 1948, José María Pemán, el mayor publicista y el más laureado autor del régimen, escribió un artículo en ABC castigando su muerte por personas desconocidas como un crimen contra la nación. La razón de este cambio en la actitud oficial parece ser que los muchos admiradores de Lorca en Argentina habían creado un prejuicio contra el régimen de Franco que estaba afectando a las negociaciones comerciales que se estaban llevando a cabo por aquel entonces con dicho país. En consecuencia, las culpas tenían que ser desviadas de los líderes del alzamiento militar a algunas personas irresponsables y criminales. ¿Pero qué personas? En España solamente existían dos partidos o grupos de opinión autorizados... la Falange y los clericales. Se llevaban mal entre ellos, e inmediatamente cada uno se apresuró a echarle las culpas al otro. 71

El primer golpe franco en esa controversia había sido dado ya por el ex ministro falangista, Serrano Suñer. En diciembre de 1947 concedió una entrevista a un periodista mexicano, Alfonso Junco, en la cual afirmaba que el hombre que había dado la orden de matar a Lorca era el diputado católico conservador en las Cortes Ramón Ruiz Alonso. Por supuesto una tal acusación no podía ser publicada en la Prensa española, pero encajaba perfectamente con lo que los falangistas estaban diciendo. Estaban organizando una campaña de rumores que proclamaban al poeta como amigo suyo y echaban toda la culpa de su muerte sobre los clericales. La historia, tal como es habitualmente contada, tiene sus seguidores. Un día o dos después de iniciarse el alzamiento, llegó a Granada el rumor de que el dramaturgo Benavente, que aún sigue vivo y escribiendo más que nunca, había sido fusilado en Madrid por los Rojos. El diputado católico Ruiz Alonso estaba sentado en un café con sus amigos. «Bien, si ellos han matado a Benavente —exclamó—, entonces nosotros haremos lo mismo con García Lorca. ¿Por qué no va alguien y se encarga de él?» Y así, como Fitz Urse obedeciendo la orden de Enrique II de matar a Becket, un par de hombres fueron y se encargaron de él. No hay nada inherentemente improbable en esa historia: de todos modos, si no hubiera algo de verdad en ella, difícilmente sería repetida de una forma tan abierta. García Lorca había escandalizado a los estrechos de mente y a los ciudadanos provincianos de su ciudad de la misma forma que Picasso escandaliza a mucha gente hoy en día. Pero hay algo más que decir acerca de los motivos de su asesinato. Lorca no sólo era un poeta; también era el cuñado del alcalde socialista de Granada, Montesinos, y el amigo íntimo y colaborador de Fernando de los Ríos, el líder socialista intelectual de la ciudad y el hombre más odiado por todos los Nacionales. Miles de personas fueron fusiladas por menos razones que éstas y, aunque Lorca tenía amigos influyentes en la derecha, debía tener muchos más enemigos, no sólo entre los conservadores sino también en las filas de la Falange. ¿Y quién, puede preguntarse uno, se atrevería a irlo a buscar y sacarlo de la casa de un falangista como Rosales, a menos que tuviera el apoyo y la protección de otros falangistas? Para comprender mejor el asunto, tenemos que hacer retroceder nuestras mentes a la confusión y el horror de esas semanas. La Falange era un cuerpo indefinido, amorfo, organizado como los anarquistas en pequeñas células secretas. La Organización Juvenil del Partido Católico acababa de unirse y fusionarse a ella como un cuerpo. Pequeños grupos terroristas estaban elaborando listas de gente que debía ser fusilada, y nadie cuestionaba sus acciones siempre que se limitaran a gente que no estuviera afiliada a la derecha. Por todo lo que fui capaz de descubrir, todas las Escuadras Negras que llevaban a cabo los fusilamientos llevaban insignias falangistas. Así, sea quien sea el que pueda adjudicarse la responsabilidad primaria de la muerte de García Lorca —y éste no es un asunto que pueda resolverse hoy por hoy—, no parece existir ninguna razón por la cual no haya tenido lugar en un centro falangista como Víznar. El único punto a decir es... ¿lo fue realmente? Tal como fueron las cosas, conseguí obtener una fiable corroboración de lo dicho por los enterradores. Un amigo me puso en contacto con una persona que afirmaba haber hablado con un hombre que había estado presente. Lorca, dijo esta persona, fue llevado directamente desde la casa de Rosales hasta el depósito falangista cerca de Víznar. Luego, al amanecer, había sido llevado al «barranco» cerca de allí y fusilado. —No todo el mundo —dijo ese hombre— le contaría a usted esto, pero yo soy una persona que nunca se ha mezclado en política ni ha criticado al régimen, de modo que no veo ningún mal en repetir lo que sé. Entre nosotros no hablamos de esas cosas, pero no las hemos olvidado. Yacen en el fondo de nuestras mentes, y mucha gente que ha 72

hecho cosas que hubiera sido mejor que no hiciera se halla atormentada por el miedo y el arrepentimiento. Aquellos más profundamente implicados descubren que mucha gente les vuelve la espalda y son señalados con alusiones, y algunos han caído enfermos o se han vuelto locos con sólo pensar en ello. Y ahora parece que el Cielo está castigando a España por el mal que sus hijos han cometido. En ambos lados, por supuesto en ambos lados... no sólo en el nuestro. Naturalmente, el siguiente paso era ir a Víznar y ver lo que podía descubrirse allí. Antes de hacer eso, sin embargo, decidimos dirigirnos a Fuente Vaqueros, el pueblo donde Lorca había nacido y se había educado. Está a unos veinte kilómetros de distancia, en la vega, al borde de una propiedad que en su tiempo había sido de Godoy y ahora era del Duque de Wellington. Fue un magnífico viaje. Limpios canales de irrigación de rápidas aguas, con islitas de berros como un arroyo entre onduladas tierras de pastos: plantaciones de delgados álamos como postes: cobertizos para el secado del tabaco. El pueblo, que estaba conectado con Granada por una línea de tranvías, era bajo, blanco y polvoriento: en su centro había una amplia vía pública, la «plaza», plantada con desmochados árboles, en uno de cuyos extremos podía verse el habitual grupo de trabajadores desempleados, mirando frente a ellos con rígidas expresiones. Mulas, carretas de bueyes, cerdos, cabras, niños... Todo el lugar era una gran granja, oliendo a estiércol y a las labores del campo. La casa donde había vivido Federico era una de las más grandes del pueblo: un edificio blanco de dos plantas con balcones, un techo de tejas marrones y un jardín tapiado detrás. Su simplicidad sin pretensiones le proporcionaba un encanto que a menudo le faltaba a mansiones más ambiciosas. Cerca de él estaba la iglesia, larga, baja, desteñida, con una torre en miniatura..., la imagen de una iglesia de juguete en un libro de láminas para niños. Desgraciadamente, como muchas otras de las iglesias españolas, había sido desfigurada por los símbolos falangistas y demás artificios colocados sobre el pórtico. Aparte esto no había nada más que ver, de modo que cuando hubimos presentado nuestros respetos a la tía y al primo del poeta, que vivían allí al lado, iniciamos nuestro viaje de regreso, por carreteras con profundas rodadas de los carros tirados por bueyes, entre los llanos campos y los grises postes de los álamos. Federico vivió en Fuente Vaqueros hasta 1912, cuando sus padres se trasladaron a una casa en las afueras de Granada. Visitamos también su casa. Era una «casa de campo» erigida entre pequeños campos, huertos y canales de regadío: blanca y grave y secreta, como todas las casas viejas de Granada, con dos cipreses y un emparrado frente a la puerta. Puesto que su madre y su hermana se habían marchado a América, estaba vacía. Ahora estábamos preparados para visitar las tumbas de Víznar. Tan pronto como terminamos de comer tomamos un taxi en Puerta Real. Dado que nuestra expedición requería rapidez y secreto —ya que una visita a uno de esos lugares era un asunto delicado, y posiblemente peligroso si hubiéramos sido españoles—, era importante que dispusiéramos de un taxista que no mostrara excesiva curiosidad hacia nuestros movimientos. Pero para nuestro desánimo descubrimos que el hombre que habíamos elegido no sólo era alerta e inteligente, sino un decidido defensor del régimen: había sido chófer de algún importante general durante la guerra y, aunque no era falangista, hablaba con mucho respeto de Franco. Tendríamos que hallar alguna manera de eludir su vigilancia. El coche abandonó la carretera principal y empezó a subir en cerradas curvas entre terrazas plantadas con maíz y olivos. Pronto alcanzamos el pueblo, o mejor villorrio, con sus altas casas blancas amontonadas en torno a la iglesia y unos cuantos enormes 73

plátanos. —¿Dónde tenemos que pararnos? —preguntó el taxista. —Aquí en la plaza —respondí—. Quiero visitar el cementerio, donde hay enterrado un amigo mío. Mudo por la sorpresa, el taxista salió y envió a alguien a buscar a la mujer que tenía la llave. —Iré con ustedes —dijo. Pero cuando supo que el cementerio estaba a una cierta distancia de la carretera, regresó reluctante a vigilar su coche. Seguimos un estrecho sendero a lo largo del borde de uno de los «bancales» o terrazas con muros de piedra. Inclinados y femeninos olivos, maíz y judías en flor, y debajo de nosotros, a la izquierda, la verde y plana llanura, con Fuente Vaqueros en la distancia. Aquí y allá la frágil mancha de color de un albaricoquero en flor o un granado de rojizos brotes. La vieja que nos acompañaba charloteaba sin cesar. Su madre, nos dijo, había sentido siempre una gran devoción hacia los muertos. Día y noche había mantenido una lamparilla ardiendo en su honor en el cementerio, e incluso cuando había llovido, e incluso cuando había nevado, acudía allá para atenderla. «"Ay, Dios mío" — acostumbraba a decir—, si nosotros sentimos el frío y la humedad, ¿no será aún mucho más frío y húmedo para ellos? Ahí yacen, "los pobrecillos", ahí afuera en ese lugar, sin nada para confortarles.» Luego, cuando se estaba muriendo, cuando estaba a punto de iniciar su último viaje y reunirse con ellos, le había dicho a su hija: «"Ay, hija mía", ¿cómo podré soportar el morir? Porque cuando yo haya desaparecido, ¿quién atenderá la lámpara en el cementerio, quién cuidará de los pobres muertos?» Y así ella, su hija, había respondido: «Yo atenderé la lámpara y cuidaré de los muertos, si Dios quiere, durante tanto tiempo como viva.» Y su madre, oyendo eso, murió en paz. Nos informó que aunque había trabajado en la fábrica con el sueldo de 1 peseta diaria, nunca había dejado de encontrar tiempo para visitar el cementerio y rezar allí unas oraciones. Para ella era más que la iglesia, más que los santos. Sentía tanta piedad hacia aquellos pobres muertos, yaciendo allí tan lejos del pueblo y su animación. Incluso cuando no había aceite para mantener la lamparilla ardiendo, ella conseguía encontrarlo. Y durante todo el tiempo, mientras caminaba, no dejaba de suspirar y de mover las cuentas de su rosario y murmurar fragmentos de plegarias, entre los cuales uno podía captar muchos «Ay, ay», y «Madre mía» y «Pobrecillos». Pronto vimos el cementerio debajo de nosotros, un pequeño recinto de altas paredes parecido a un corral. Dentro había toda una conmoción de agujeros y montículos, con aquí y allá unas cuantas cruces baratas de madera y coronas artificiales, la mayor parte rotas y sin lápida: el montón de desechos de un país donde las únicas cosas que se tiraban como inútiles eran los cadáveres. La mujer se disculpó: aquel era un pueblo pobre..., los ricos eran enterrados en Granada. E inmediatamente empezó a rezar, intercalando sus murmullos con exclamaciones de lo fríos que eran los atardeceres de invierno y sin embargo qué pequeño sacrificio era aquel para ofrecérselo al Señor. Había llegado el momento de decir lo que deseábamos. —Escuche —dije—. Hemos venido aquí en busca de la tumba de un hombre que fue fusilado por rojo durante los primeros días de la guerra. ¿Puede ayudarnos? No respondió, así que repetí mi petición. —Hay tres o cuatro enterrados aquí —murmuró, y se dirigió hacia el lugar. Luego, mientras leíamos los nombres en las cruces, el impulso de hablar fue demasiado grande para ella y nos contó su historia. Un día algunos guardias civiles habían traído allí a aquellos hombres, amanillados, y 74

los habían fusilado contra la pared. Pero tan pronto como se fueron, uno de los hombres, que tan sólo había resultado herido, empezó a alejarse arrastrándose. Había bajado la colina, bajo los olivos, arrastrándose sobre manos y rodillas y dejando un rastro de sangre en el suelo tras él. Pero alguien lo vio y dio aviso a los guardias, y éstos lo persiguieron y le dispararon, y esta vez lo mataron. ¡Ay, qué pena! Todo el pueblo lloró como si hubiera sido de allá. Más tarde oyeron que había llegado el perdón para él. ¿Pero de qué le servían los perdones a él ahora, «Dios mío»? Luego, al cabo de muchos años, habían venido dos mujeres a visitar su tumba. Altas, muy bien vestidas, de negro de la cabeza a los pies, y habían llorado mucho. Y después de que terminaran de llorar, rezaron, y le pidieron que ella rezara también. Me di cuenta de que había llegado el momento de poner mis cartas sobre la mesa. —Mi amigo no está enterrado aquí —dije—, sino en las zanjas, en el «barranco». ¿Sabe usted dónde es eso? —En los «pozos» quiere decir usted. Ay, ay, ¿quién no lo sabe? Pero desde aquellos días nadie se ha atrevido a ir allí. —¿Me explicará cómo puedo encontrarlos? —Están muy cerca. Se lo diré. Abandonábamos el cementerio cuando apareció un hombre, llevando una bandolera con tachuelas de latón colgando diagonalmente sobre su pecho. Se presentó como el «regidor» de la municipalidad y preguntó, muy educadamente, qué era lo que buscábamos. Respondí que estábamos interesándonos por la tumba de un amigo que había sido fusilado durante la guerra. Deseaba, antes de regresar a mi país, rezar unas plegarias sobre ella. —¿La ha encontrado? —preguntó. —Todavía no. Parece que está enterrado en los «pozos». El hombre no habló durante unos instantes. Luego: —Si desea usted ir allí —dijo—, es asunto suyo. Pero debe disculparme si no le acompaño. El concejo no tiene jurisdicción en tales asuntos. —Sólo estaré allí unos pocos minutos —dije para tranquilizarle. —Cuantos menos mejor. «Vaya usted con Dios». Salimos. Tras seguir el sendero por un cierto tiempo, llegamos a un camino que se alejaba del pueblo. —¿Adonde conduce este camino? —pregunté. —A la fuente que hay justo detrás del «barranco» —respondió la mujer—. Termina allá. Por eso es llamado el «Camino de la Fuente». En los días anteriores a la guerra era el «paseo» del pueblo: la gente paseaba por él los domingos por la tarde y tomaba el aire. Bebían un poco de agua de la fuente, porque su agua es famosa por toda esta parte y muy buena, y los niños jugaban allí. Pero ahora nadie va a ese lugar... nadieEl último campo cultivado estaba terminando, y el camino se hundía entre montañas. A nuestra izquierda, justo debajo de él, se alzaba una gran casa roja, horrible y nueva, construida aparentemente como una quinta de verano. Era conocida, nos dijo nuestra guía, como La Colonia. Antes del alzamiento militar había sido una especie de cuartel para los falangistas de Granada, donde se reunían y recibían entrenamiento. También traían a sus chicas allí y bailaban. Luego, cuando estalló el alzamiento, tuvo diferentes usos. Cada noche tres o cuatro camiones subían resonantes el camino con su carga de prisioneros y los depositaban allí. Un sacerdote falangista los aguardaba para confesarles, y el cura de la parroquia era reclutado también: pobre hombre, tenía que estar presente... esas eran las reglas. Luego eran llevados al barranco para ser... ya entienden... algunos a la luz de los faros de los camiones, otros al amanecer. Las mujeres también. La «Escuadra Negra» (aquí la mujer bajó la voz) no se detenía ante 75

nada. —¿Y quién cavaba las tumbas? -En los sótanos de la casa mantenían a unos cuantos prisioneros para realizar ese trabajo, y más tarde, o así se dice, los fusilaban también. ¡«Ay Dios mío», qué cosas más terribles se hicieron! ¡Pensar que hombres cristianos hicieron algo así! Desde donde estábamos podíamos ver el camino retorciéndose como una serpiente frente a nosotros. Avanzaba hasta meterse en una depresión —el «barranco»—, salía de ella por el otro lado, y terminaba. A todo nuestro alrededor había desnudas laderas de esquistos, salpicadas por ocasionales matojos secos. Abajo se extendía la verde «vega» y sus pueblos, entre los cuales estaba aquel en el que había nacido Federico, y al frente, alzándose directamente sobre nosotros, una montaña de dura roca gris, con la cima coronada por atrofiados pinos y puntiagudas aristas rocosas. Sobre una de ellas se había erigido una cruz de hierro. Unos pocos minutos más y habíamos alcanzado el puente que cruzaba la depresión. A medida que nos acercábamos a él, la mujer, que había interrumpido su cháchara, empezó a murmurar plegarias y a pasar las cuentas de su rosario con creciente energía. Un pequeño sendero conducía hacia arriba por el lado del lecho seco y allí, a cincuenta metros más adelante, estaba el lugar. Era una suave pendiente de arcilla azul, con algunos juncos y juncias dispersos, un depósito de las avenidas que se producían cuando el «barranco» se llenaba de agua. Toda la zona estaba salpicada con huecos poco profundos y pequeños montículos, a la cabeza de cada uno de los cuales se había colocado una pequeña piedra. Empecé a contarlos, pero lo dejé correr cuando vi que el número era de varios centenares. —Los enterraban aquí —dijo la mujer—, cavando huecos poco profundos y echando luego un poco de tierra por encima. ¡Vaya forma de hacerlo! ¿Acaso no eran todos ellos también hijos de Dios y cristianos como nosotros? Y empezó a rezar en voz alta, en un tono bajo: «Santa e Inmaculada Virgen, sé con nosotros ahora y en la hora de nuestra muerte... Sé con nosotros ahora y en la hora de nuestra muerte.» Mientras permanecíamos allí en la irregular arcilla, oí un ruido y vi que nuestro coche nos había seguido y estaba parándose allá abajo. El taxista había bajado y, ante la evidente alarma de la mujer, estaba subiendo el sendero hacia nosotros. Sin embargo, cuando nos vio de pie inmóviles y con las cabezas descubiertas, se detuvo y se quitó también la gorra. Aguardé, intentando fijar la escena en mi mente. Ante mí se alzaba la roja ladera pizarrosa del «barranco»... otro ejemplo más de las interminables y desnudas laderas montañosas de aquel país: a la derecha se extendía la verdeante «vega», con la Sierra de Elvira alzándose como una isla volcánica sobre ella. Encima, la montaña. Aquella había sido la última visión del poeta, mientras el alba se alzaba en brillantes círculos en el cielo y el canto de los gallos flotaba desde la llanura como sus propios ecos. Tomé un jacinto azul, la única flor que crecía allí entre las riadas, y me alejé. «¡Ay amor que se fue y no vino! ¡Ay amor que se fue por el aire!» Recorrimos un cierto trecho sin hablar. Luego empecé a explicarle al taxista por qué había ido allí... para visitar la tumba de un gran poeta al que en cierta ocasión había conocido personalmente. —Sí —dijo—, se ha hablado mucho acerca de ese hombre. La verdad es que se hicieron muchas cosas terribles durante la guerra, por parte de ambos bandos. Yo luché por Franco y siempre he sido leal a él, pero no sirve de nada ocultar el hecho de que 76

perdimos el uso de nuestras razones. La única diferencia entre nosotros es que los Rojos mostraron un mayor salvajismo, y los Nacionales una mayor dignidad. Puede que nosotros fusiláramos a más de los que fusilaron ellos, pero al menos no violamos a las mujeres ni torturamos. Nosotros matamos, «y ya está». Y siguió contándome cómo, al entrar en un pueblo andaluz, se habían encontrado con algunos hombres que habían sido atados a postes y quemados vivos. —Sí —prosiguió—, entre todos nosotros hemos traído la desgracia a España. Hubo un tiempo en el que fue un país feliz; ahora es un país miserable, atormentado por el odio de uno a otro extremo. Difícilmente puede encontrarse una familia en la que alguno de sus miembros no haya sido muerto como un animal. Lo único que ha hecho la guerra por nosotros ha sido embrutecernos. Me di cuenta de que estaba expresando en voz alta los sentimientos de cualquier persona decente en el país, fueran cuales fuesen sus convicciones políticas. Pero cuando sugerí que al menos podían haber llevado aquellos cuerpos al cementerio y darles cristiana sepultura... —No —respondió—, dejemos que se queden donde están. Hay cuerpos enterrados así en todos los «barrancos» de España. ¿Era cierto que habíamos visitado el último lugar de descanso de García Lorca? No tenía una convicción absoluta. Para aclarar mis dudas, fui a ver a un amigo del poeta, de filiación falangista. De él obtuve una vaga y confusa historia: los auténticos culpables eran los clericales: se creía que el lugar de enterramiento era La Conijera, un campo de tiro a algo menos de dos kilómetros del centro de la ciudad. Si deseaba más información, debería llamar a una persona, cuyo nombre me dio, en el cuartel general falangista. Pero no podía hacer aquello sin arriesgarme a que se efectuara una investigación sobre mis actividades que podía comprometer a la gente que había hablado conmigo. En Granada la Falange era aún poderosa. Sin embargo, tenía aún abierta una última fuente de información. Me habían dado el nombre de una persona muy conocida en la ciudad que, me aseguraron, podía contarme toda la historia. Aquella tarde conseguí hablar con ella. Era completamente cierto, me dijo. García Lorca había sido fusilado en el «barranco» de Víznar después de habérsele hecho cavar su propia tumba. No podía haber ninguna duda al respecto, porque él había hablado con una persona que estuvo presente y lo había reconocido. Y añadió otros detalles. Su actitud seria y triste me convenció de que estaba diciendo la verdad y, como no era un clerical, quedaba fuera de toda duda el que actuara por razones políticas. Abandoné Granada al día siguiente con la sensación de que, aunque era imposible una certeza absoluta, mi búsqueda de la tumba del poeta no había sido completamente inútil.

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7. CÓRDOBA Y SIERRA MORENA 28 de marzo Nos levantamos al amanecer. Las casas eran del color del cuerpo de las mujeres, el aire tranquilo. A través del desnudo entramado de los plátanos podíamos ver muy lejos y muy arriba las laderas cubiertas de nieve de Sierra Nevada, como una gran cama de matrimonio en la que no hubiera dormido nadie. Las observamos adquirir un tono heladamente rosado, bebimos un café y un coñac, y subimos al autobús. Empezó el viaje. Pinos Puente, Alcalá, Priego, Baena, Castro del Río, Espejo, Fernán Núñez, Córdoba. Nueve horas en un autobús sin silenciador, con las ventanillas rotas, por carreteras de montaña llenas de baches. Noté la llegada de un resfriado febril, y vi las cosas que pasaban como en una especie de sueño. Sólo recuerdo que pasamos junto a campesinos sentados de lado en sus mulas y llevando sombrillas, pasamos junto a hombres llevando ponchos a rayas y conduciendo negras cabras, pasamos junto a pueblos atenazados por la pobreza apiñados en torno a sus ruinosos castillos, pasamos junto a olivos, rocas, campos de maíz, rocas, olivos, descendimos a secos lechos de ríos llenos de tamariscos y adelfas, ascendimos al lado de pequeñas granjas donde los melocotoneros y los albaricoqueros estaban en flor. Después de Espejo, donde el castillo de la Duquesa de Osuna estaba ocupado, cruzamos la cóncava llanura de Munda, donde Julio César destruyó el ejército que los señores españoles habían formado para el joven Pompeyo, pero esta vez me sentía demasiado cansado como para tomarme ningún interés en nada que no fuera la perspectiva de una cena y una cama. Fuimos a un hotel distinto, un lugar más grande y más caro que había sido construido recientemente. Nuestra habitación tenía un cuarto de baño privado con agua caliente en los grifos, un bidet llamado «La Santísima Trinidad», y un inodoro con un dispositivo silencioso americano que, sólo para demostrar que aquello era España, hacía un suave ruido burbujeante que el doctor Ludwig Koch se hubiera sentido feliz de grabar para la BBC. ¡Qué cambio de la furia y el lodazal de los wateres andaluces! Eran el Talón de Aquiles de los hoteles del sur. O bien todo el lugar está encharcado y es imposible acercarse a él, o la cisterna chilla como un gallo triunfante cuando uno tira de la cadena y el agua salpica en una prolongada llovizna sobre tu cabeza. En una ocasión recopilé los nombres de los inodoros españoles y descubrí que en las regiones secas, donde nunca sale agua cuando tiras de la cadena, el nombre más común que figuraba en ellos era Niágara. Un símbolo, hubiera podido decir uno en su momento, de la escena política española. Sin embargo, es precisamente en los hoteles y «fondas» que tienen esos catastróficos inodoros donde la comida es mejor y la atmósfera general más agradable. Ding, dong, d-ding, dong. Soy despertado por la campana de San Hipólito repicando en un bajo minarete justo al otro lado de la ventana. Es manejada por dos chiquillos que se sitúan a ambos lados de ella en el campanario y la empujan con sus manos. Andalucía no conoce la cuerda de campana, o quizá la considera un lujo reservado a las catedrales. Todas las iglesias cordobesas emiten el mismo tañido duro y cacofónico excepto la Iglesia del Sagrado Corazón que, siendo jesuíta, da un sonido correcto y exacto como la campanilla que avisa para la comida. Mientras sigo en la cama, puesto que tengo un poco de temperatura, mi esposa me trae un fajo de cartas de la Oficina de Correos, y resulta extraño recordar que existe un país llamado Inglaterra, poblado de gente a la cual acostumbraba a ver y con la que solía hablar. Aquí, excepto tres o cuatro amigos, podría vivir ad aeternitatem, hablando mi mal español y sumergido en el placer de contemplar las escenas a mi alrededor. Tal es la eficacia del sol y la luz del sur y de 78

la forma sencilla en que se come, bebe, haraganea y conversa que han perfeccionado esas civilizaciones mediterráneas. Inglaterra es un país excelente en muchos aspectos, pero, a menos que salgan al extranjero, sus habitantes son incapaces de comprender el auténtico significado de la douceur de la vie. Pasé el día leyendo un librito que alguien al que apenas conocía había puesto en mis manos en Granada. Era una recopilación de cartas, publicada clandestinamente hacía un año, de un hombre llamado Manuel Hedilla, con las respuestas a ellas de Serrano Suñer y otros personajes políticos. Hedilla era el sucesor de José Antonio en el liderazgo de la Falange, pero cuando en 1937 este partido se vio unido obligatoriamente a los tradicionalistas, fue echado. Sus amigos impidieron que fuera llevado a un «paseo», pero no pudieron impedir que fuera sentenciado a diez años de prisión, sin que se hubiera formulado ninguna acusación contra él. Las cartas de Hedilla proporcionan un cuadro interesante de lo que sienten los líderes revolucionarios cuando la marea se vuelve contra ellos. Se quejaba amargamente de que se moría de hambre y su salud estaba arruinada, mientras que su familia se había visto reducida a la indigencia debido a que sus miembros eran incapaces de ganarse la vida. Tanta crueldad lo sublevaba, pero ni por un instante pasaba por su cabeza el que más de un millón de españoles había sufrido un trato peor que aquél, y que él había sido y aún era uno de los principales defensores de esas cosas. Lo que le parecía cruel cuando era aplicado a él era correcto y adecuado cuando era aplicado a sus oponentes políticos. Este egoísmo —que es una de las marcas de nuestros encantadores tiempos— es a buen seguro repugnante. Otra cosa interesante en este libro era la completa franqueza con la cual reconocía Hedilla el hecho de que en los juicios políticos los jueces recibían previamente instrucciones desde arriba. Como en los países comunistas, ningún caso era juzgado según sus méritos. Aquí, por una vez, sus propios sufrimientos parecían haberle abierto los ojos, ya que su carta a Franco sobre la injusticia del régimen es tan franca como cualquier cosa que haya sido escrita desde el bando antifascista. Evidentemente, los falangistas están tan desilusionados como todos los demás. 30 de marzo Saliendo por primera vez desde nuestra llegada, descubrí los álamos y los plátanos llenos de hojas. Es primavera. El cielo es azul con un débil asomo de nubes blancas disolviéndose en él, el sol calienta, y las calles están bañadas de un agradable color. La ciudad se ha abierto como una flor a la luz del sol. Fuimos a dar un paseo al barrio nordeste de la ciudad, donde viven las clases trabajadoras. Aquí también cada casa tiene su patio interior, y me sorprendí ante el hecho de que esos patios de los distritos populares, con sus macetas de flores y limoneros y espesas capas de cal en las paredes, son más hermosos que los de los palacios barrocos con sus revestimientos de «azulejos» y sus columnas de mármol. Evidentemente Córdoba da la impresión de ser una gran ciudad. Sus paredes dan sensación de historia y de sucesión de civilizaciones. Se extiende a lo largo de la llanura pese a sus estrechas calles por las que no puede circular ningún vehículo debido a que cada casa, incluso las más pobres, ha de tener su patio interior. Difícilmente hay en ella ninguna esquina desde la cual uno no pueda ver la torre de una iglesia con su carcomida piedra amarilla, adornada con volutas barrocas o labrada con filigranas mozárabes, alzándose sobre una nave que, al menos en su exterior, es medieval. Luego, más pronto o más tarde, asomándose por la parte más alta de la calle, uno tiene un atisbo de la larga línea horizontal de Sierra Morena, la más baja de todas las grandes cordilleras, y sin embargo impresionante por la sensación que da de ser una pared o una cortina. 79

Girando a la derecha llegamos a un largo paseo, flanqueado por naranjos en flor, que endulzan el aire con su aroma. Al fondo está la Plaza del Potro, con su obelisco al Arcángel Miguel, su «posada» donde pudo alojarse Cervantes, y su exquisita fuente. Más allá está el río, que lleva en su caudal más agua de la que habíamos visto la última vez. Unos pocos botes de forma abarrilada, pertenecientes a pescadores, avanzaban río arriba a golpe de remo, y más allá —en la otra orilla— podíamos ver la muy recordada hilera de dispersos álamos, la ciudad pobre, los caballos atados, y todos los detalles de una escena que parecía surgir directamente de las páginas de Borrow. En nuestro camino de vuelta al hotel un grupo de frailes jóvenes se cruzó con nosotros, caminando a grandes zancadas con su característica andadura suelta que los hacía parecerse a negros pájaros aleteantes. Es notable cuántos nuevos reclutas ha conseguido la Iglesia, viendo la peligrosa profesión que les ofrece. En la Catedral, una placa de mármol da los nombres de ochenta y un sacerdotes de la diócesis que fueron asesinados durante las primeras semanas de la guerra. Un amplio número, cuando uno recuerda que tan sólo una parte de la diócesis fue ocupada por los Rojos. En una de las estrechas calles junto al mercado, un hombre se dirigió a nosotros y nos preguntó tímida y avergonzadamente si podía enseñarnos la ciudad. Iba vestido con ropas viejas y raídas, pero pertenecía a las clases medias. Le pregunté en qué trabajaba. Me dijo que era un «cesante», que era un funcionario del gobierno sin empleo, y que tenía esposa y cuatro hijos que mantener. ¿Cómo vive esa gente? Esta pobreza de clase media me impresiona aún más que la de las clases trabajadoras debido a que, con su pérdida de status, su sufrimiento es aún mayor. Uno no puede moverse por esta ciudad, ni por supuesto por ningún otro lugar de España, sin encontrarse con los furtivos ojos de algún hambriento padre de familia, que es demasiado orgulloso o demasiado torpe para mendigar. Como contraste, uno puede ver en la más elegante sombrerería para caballeros de la ciudad una resplandeciente corona o tiara de oro que ha sido hecha para la Virgen de la Soledad. Allí está, entre los elegantes sombreros de fieltro, y siempre hay un núcleo de gente reunida en la acera frente al escaparate para verla. En los tiempos medievales tales espectáculos consolaban a los pobres de su pobreza, pero hoy en día estoy seguro de que su efecto es el opuesto. Lo que necesita ahora la Iglesia es el espíritu de San Juan de la Cruz y San Francisco, pero, por lo que veo, tan sólo los monjes de las Ordenes benéficas y uno o dos obispos se han dado cuenta de ello. Nuestro objetivo al regresar a Córdoba era visitar algunos lugares relacionados con el poeta Góngora que no habíamos podido ver antes. Con esta finalidad fuimos a visitar a Don José Rey, el cronista oficial de la ciudad y maestro a tiempo parcial en la Escuela Normal. Era un hombre alto, robusto, bien vestido, el tipo de maestro de escuela superior de éxito, algo ampuloso y presumido en sus modales pero con un agradable sentido del humor. Cuando le conté que poseía una casa cerca de Málaga, dijo que sabía que tenía el mejor clima de España porque en una ocasión, cuando visitaba la ciudad en invierno, descubrió a ocho obispos instalados allí. Insistió mucho en que fuera a ver a un cierto canónigo de la Catedral de Ciudad Real, donde yo había dicho que íbamos a ir, debido a que hablaba el más hermoso castellano que jamás hubiera oído. Este idioma, dijo, era tan rico que a menudo utilizaba cuatro adjetivos para calificar a un monje. ¡Cuan típico de un cordobés (Córdoba fue el lugar de nacimiento de Séneca) el admirar la elocuencia! Nos llevó a ver la casa de Góngora —un modesto edificio de dos plantas con un patio formado por arcos— en la calle Tomás Conde, junto a la plaza Maimónides. La poesía de Góngora, dijo, estaba llena de alusiones locales: cuando, por ejemplo, en su primitivo y delicioso «romance», Hermana Marica, menciona una «panadería» donde había jugado cuando niño, está hablando de un lugar que existió realmente a unas 80

cuantas puertas de su propia casa. Luego Don José nos llevó a su oficina en el Ayuntamiento para mostrarnos un mapa a gran escala de los alrededores de la ciudad, en el cual podríamos ver nuestro camino a la Huerta de Don Marcos. Esta es la casa de campo a la cual se retiró Góngora en 1612 para escribir el que sin duda es el más grande poema largo en español. Soledades, como se le conoce, introdujo una nueva era en la poesía con su combinación de brillante y atrevida fantasía con ese sentido de los valores áureos de las palabras que uno asocia a Virgilio y Milton, pero su dicción es preciosista y oscura, y por esa razón fue condenado por los gustos de los siglos XVIII y XIX. Realmente uno no puede encontrar un emplazamiento literario más interesante que la casa donde este gran poeta se retiró deliberadamente para componer su obra maestra; sin embargo, hasta que conocí a Don José Rey, fui incapaz de descubrir a una sola persona en Córdoba que hubiera oído hablar de él. Sospecho que en el fondo ningún español cree realmente que existan los grandes hombres, o si lo cree, se resiente de ello. Si se tomara la molestia, piensa, él podría hacerlo tan bien o mejor. Puesto que mi resfriado aún era fuerte, tomamos un taxi para recorrer unos tres kilómetros a lo largo de la carretera principal que conducía a la Sierra. En nuestro camino pasamos junto a un grupo de varios cientos de miserables chozas construidas con plancha ondulada y ramas. ¡Los nuevos alojamientos para las clases trabajadoras! Le pregunté al taxista si se habían construido algunas casas de renta limitada desde la guerra. —Miles —respondió, y cuando le pregunté dónde estaban, añadió—: Por todas partes. —Sin embargo, resultó que esas casas existían solamente sobre el papel: el obispo de Córdoba estaba planeando construir un barrio modelo para trabajadores de ochocientas casas, pero los trabajos aún no habían empezado. ¡Así pues, el alojamiento se había convertido también en Córdoba en un asunto de la Iglesia, y el dinero no es recogido a través de los impuestos, sino de suscripciones de caridad! Tras cruzar una hondonada, despedimos el taxi y echamos a andar por un pequeño sendero ascendente. Estábamos en un valle de delgada hierba y rocas, con retorcidos olivos y encinas en las laderas y una rumorosa corriente de agua en el fondo. Había mujeres lavando ropa y extendiéndola sobre las piedras para que se secara, y un harapiento chiquillo cuidaba de un pequeño rebaño. Tras unos diez minutos el valle se abrió y vimos ante nosotros una encalada alquería, con un destartalado edificio al frente. Detrás, el viaducto del ferrocarril de Sierra Morena tendía su puente de hierro de un lado a otro del valle. El terreno a nuestro alrededor estaba sembrado de flores — matacandiles, lirios azules, vincapervincas—, y amarillas mariposas de cola bifurcada revoloteaban por encima de ellas. De debajo de un olivo recogí un espécimen de esa rara planta, el compañón de perro, que conocía de los grabados de la Flora de Bentham pero que nunca antes había encontrado. La Huerta de Don Marcos es hoy en día una pequeña granja no demasiado cuidada, con una «alberca» alimentada por un arroyo y un poco mas abajo un trozo de descuidado jardín plantado con naranjos. El granjero había salido, pero su esposa nos mostró el lugar. Su sorpresa al saber que un hombre famoso había vivido hacía mucho tiempo en su humilde morada me recordó al bourgeois gentilhomme de Moliere al que le decían que hablaba en prosa: me suplicó que le escribiera todos los detalles, de modo que pudiera mostrárselos a su esposo. La casa de piedra donde había vivido Góngora había estado en buenas condiciones hacía veinte años, pero ahora se caía en ruinas. La entrada en forma de puente que conducía directamente al piso superior estaba medio derrumbada, aunque la puerta ojival al otro lado se hallaba aún en buenas condiciones. En la actualidad el edificio servía como gallinero, pero el propietario había anunciado 81

que pensaba derribarla y utilizar las piedras para construir una cochiquera. Oh Córdoba, Córdoba, ciudad de Séneca y de los Califas y rica aún en aceite y maíz y dinero, ¿es así como tratas la casa de tu ilustre poeta? Creo que somos las únicas personas que hemos visitado este lugar conociendo su historia desde que el biógrafo de Góngora, Don Miguel Artigas, redescubrió su existencia en los años 1920 y un grupo de jóvenes escritores posó para ser fotografiados allí. Sin embargo, ningún otro nombre es tenido en mayor estima entre los amantes de la literatura española de hoy. Nos quedamos allí contemplando el valle con sus rocas y olivos y encinas. No había ninguna otra casa a la vista, aunque en el siglo XVII existía un molino arroyo abajo. Un lugar español idílico, que hacía que uno comprendiera por qué Góngora había llamado a su poema Soledades, y cómo todo el asunto —porque el poeta era un amante de las ciudades y la alegría— tenía una cierta analogía con los ermitaños de la Sierra y la costumbre de la gente mundana de buscarse aquí sus refugios. Góngora, con sus aspiraciones de una poesía más pura, fue el primero de esos famosos ermitaños que se apartaron del mundo por voluntad propia en aras de la literatura. La esposa del granjero estaba llena de quejas contra las dificultades de la vida. Su arrendador, pese a vivir en Córdoba, no había visitado el lugar en diez años, pero sin embargo se negaba a gastar un céntimo en reparaciones, y había subido varias veces el arrendamiento. Vivía por encima de sus posibilidades y no tenía profesión. —Nunca antes —dijo la mujer— habíamos conocido tiempos como estos. Hoy en día la gente que trabaja es triturada hasta verse reducida a polvo. Mientras ascendíamos la ladera, vimos a una pareja joven de aspecto decente acurrucados en una pequeña excavación de la roca que ofrecía apenas un par de metros de refugio contra las inclemencias del tiempo. —¿A qué otro lugar podemos ir? —dijo el hombre—. Yo trabajo en Córdoba y allí no hay habitaciones libres. La gente está viviendo así por toda la región. Justo al otro lado de la cresta de la colina había un enorme edificio nuevo, de aspecto confortable, con el aspecto de un lujoso hotel. Evidentemente hacía poco que había sido terminado. Le pregunté a una mujer que vivía cerca de su entrada qué era. —Aquí viven los frailes —respondió, pero cuando le pregunté qué frailes, no supo decírmelo. Y nadie lo sabía, porque nadie había hablado con ellos. Seguimos caminando junto a un hombre viejo que llevaba nuestra misma ruta, inclinado bajo el peso de un saco de carbón. Su aspecto era flaco y macilento: sus pantalones tenían largos desgarrones y su calzado de esparto apenas se mantenía en sus pies. Nos dijo que se ganaba precariamente la vida para él y su familia acarreando carbón desde la sierra y vendiéndolo. Antes había tenido mulas y estado en el negocio del carbón, pero la Falange se había quedado con sus mulas y con su casa y con todo. —Entonces supongo que luchó usted en el otro lado. —No. Yo estaba en el hospital cuando empezó la guerra, así que nunca tuve la oportunidad. Pero era un trabajador, y para ellos eso era suficiente. Hablaba con admiración de la humanidad y justicia de los ingleses, porque su padre había sido el capataz de un ingeniero de minas inglés y él había oído mucho acerca de ellos. —Si fuera posible emigrar a Inglaterra o América —añadió—, no quedaría en España ni un solo trabajador. Uno simplemente no puede escapar de esta terrible pobreza. Cuando nos sentamos para tomar una gaseosa en un pequeño café al lado de la estación, un cierto número de niños de aspecto lastimoso pasó por nuestro lado, algunos cubiertos de úlceras, otro con sólo un ojo, otro con una enorme excrecencia detrás de la oreja, otro tullido. ¡Esta es la joven generación de españoles que el régimen de Franco 82

está trayendo al mundo! Sin embargo los periódicos están llenos de fotografías de un tren cargado de hijos de trabajadores austríacos que son recibidos y agasajados por toda la región. ¿Qué puede pensar el español pobre que lea esto? Como en la Italia de Mussolini, todo en este país se hace para la exhibición y la propaganda. Tómense por ejemplo los hospitales para tuberculosos que están siendo construidos en muchas provincias. Los periódicos locales de hoy contienen el anuncio de un fondo de 600.000 pesetas que está siendo reunido para construir uno de ellos en la sierra. Uno puede reconocer las buenas intenciones mostradas por esos planes, aunque muchos de esos promotores no vean en ellos más que una nueva oportunidad de hacer negocios sucios, pero preguntemos cuál va a ser su utilidad cuando, debido a la falta de una alimentación suficiente, cada calle de los barrios de las clases trabajadora y media baja de la provincia es una fábrica de tuberculosos. Como pensábamos irnos de Córdoba al día siguiente, fuimos por última vez a ver el río. Tomando un nuevo camino, llegamos repentinamente a él al final de una angosta calle. Eran las seis de la tarde; la orilla más distante estaba inundada de luz solar, resplandeciendo con dorados pálidos y brillantes verdes de una tonalidad más intensa de lo que puede verse normalmente en un paisaje. El agua era de un pálido azul vítreo, la línea de las casas baja y blanca, mientras al fondo las ondulaciones parecidas a olas de la «campiña» adquirían una intensa translucidez cristalina. No es extraño que Abderramán I se sintiera como en su casa aquí, puesto que parecía como si se encontrara en una ciudad oriental a las orillas del Eufrates. 1 de abril Habíamos pensado viajar a través de Sierra Morena hasta Mérida, en Extremadura. Hay una línea de ferrocarril que sirve a un cierto número de pequeñas ciudades mineras, pero el único tren salía de Córdoba justo antes del anochecer y viajaba durante toda la noche. Puesto que deseábamos ver la región y también dormir, aquella ruta no nos servía. Cuando le pregunté a la mujer de la oficina de turismo por qué los españoles preferían viajar de noche, respondió: —Porque así se ahorran el gasto de una noche en un hotel, y no les importa perderse una noche de sueño. Así es el español en todas partes. Es un hombre sin conflictos. Cree que siempre tiene razón en todo lo que hace, y su convicción le da más vitalidad y le permite hacerlo con menos sueño, puesto que es durante el sueño cuando son resueltos los conflictos psíquicos. En consecuencia decidimos cambiar nuestros planes: ir en dos etapas a Ciudad Real, en La Mancha, ver lo que hubiera que ver allí, y luego ir hacia el oeste, hasta Mérida. Aquello significaba pasar menos tiempo en Extremadura, pero ya conocíamos bien aquella región, mientras que nunca habíamos puesto un pie en La Mancha. Nuestra primera etapa consistiría en un viaje en un autobús de línea a través de Sierra Morena hasta Pozoblanco. Partimos a primera hora de la mañana, y pronto empezamos a subir. Las laderas estaban densamente pobladas con encinas, alcornoques y rebollos, estos últimos con el dorado pálido de su floración. Bajo ellos crecían las jaras malvas y blancas, dos tipos de lavándula, los blancuzcos altramuces, junto con arbustos perennes tales como el lentisco, el madroño y el arrayán. Toda la flora habitual de los maquis. Tras ascender unos trescientos metros o así alcanzamos el Cerro Muriano, una pequeña planicie famosa por sus utensilios paleolíticos y por haber sido el escenario de diversas batallas en los tiempos árabes. También se produjeron algunas características escaramuzas 83

durante la Guerra Civil, que han sido vividamente descritas por el doctor Borkenau en su libro The Spanish Cockpit. Después de rebasarla, la naturaleza laberíntica de esta Sierra, que no es una cadena de montañas sino el borde de la meseta castellana, doblada y fracturada en un cierto número de líneas paralelas, empezó a revelarse. Nos sumergimos en un profundo valle plantado de olivos, que con sus estribaciones y gargantas tributarias nos tomó más de una hora cruzar. Esos olivos, incidentalmente, son de reciente plantación, y aunque no hay pueblos cerca, los aceituneros —hombres, mujeres y niños— acuden a miles de todos los distritos de los alrededores y acampan al aire libre durante un mes. Otro puerto de montaña, y nos hallamos en una región salvaje de encinas y «jarales», que es como llaman aquí a los brezales cubiertos de jaras. En el «monte bajo» a derecha e izquierda hay lobos, jabalíes salvajes y ciervos, así como bandidos. Uno puede leer en la correspondencia de Cicerón acerca de los bandidos que merodeaban por aquí en tiempos de los romanos, y sin duda estas colinas nunca se vieron libres de ellos hasta que la Guardia Civil acorraló a los últimos en los 1880. Ahora, como resultado de la Guerra Civil, están de vuelta de nuevo, aunque puestos de soldados mantienen abierta la carretera para el autobús que hace el viaje dos veces por semana. Pasamos junto a algunas casas en ruinas que señalan las viejas líneas de trincheras y luego, tras tres horas y media más de viaje, llegamos a la meseta. Frente a nosotros se extendía Pozoblanco. Era un lugar feo. Sus brillantes tejas rojas contrastaban con sus edificios de granito encalados y les conferían un aspecto duro y poco amistoso. La llanura a su alrededor, intersectada por aislados muros de piedra, carecía de árboles, como el campo en torno a Aberdeen. Sin embargo, la pequeña «fonda» era limpia y agradable, y nos sentamos ante una comida adecuada. Tras el café salimos a explorar las inmediaciones. Pronto llegamos a un amplio espacio despejado al extremo de la ciudad. Eras, una fuente y un lavadero, asnos pastando, mujeres llevando cántaros sobre sus cabezas. Ni un árbol por ninguna parte, y a todo nuestro alrededor la gran llanura desolada, alzándose aquí y allá en eminencias coronadas de rocas. El camino que tomamos atravesaba la «dehesa» o terrenos comunales de la ciudad, y en ella había varias yuntas de mulas y caballos pastando. Al cabo de un rato llegamos junto a dos hombres sentados al lado del camino. Los saludamos, y no tardó en iniciarse la conversación habitual. —Cuando terminó la guerra —dijo el más viejo— pensamos que podríamos vivir bajo Franco del mismo modo que bajo cualquier otro. Todo lo que deseábamos era trabajar y comer. Pero con los jornales que recibimos, ¿cómo podemos comer? El salario de un jornalero es de 14 pesetas al día, y cuando hemos pagado el alquiler sólo nos queda lo suficiente para comprar nuestras raciones. ¿Y qué son? Cien gramos de pan al día y un litro de aceite al mes. Y sin embargo, España es «la madre del aceite». —La única esperanza —dijo el joven— reside en la emigración. Pero eso es casi imposible. A mí me gustaría ir a Francia, pero la frontera está demasiado bien guardada. Hace unas cuantas semanas atraparon a algunos jóvenes de esta ciudad intentando cruzarla. ¡Bien, ya sabe usted lo que significa eso! Palizas y más palizas y más palizas. Y luego una sentencia de prisión que se les llevará diez años completos de sus vidas. —¡Si tan sólo pudiéramos volver a los tiempos de Primo de Rivera! —terció el más viejo—. Nunca hemos vivido tan bien como lo hicimos bajo él. Construyó carreteras, ferrocarriles, obras de regadío, y se ocupó de que los trabajadores recibieran buenos salarios. Por eso lo echaron para que muriera con el corazón roto. No, España nunca ha tenido un hombre tan grande como él. —La culpa es de ustedes los ingleses —dijo el joven—. Ustedes derrotaron al 84

fascismo en Alemania, pero lo dejaron en el poder aquí. Sólo tenían que chasquear sus dedos, y Franco hubiera desaparecido, y la República hubiera vuelto. Pero por sus propias razones prefirieron ustedes no chasquearlos. Ahora nuestra única esperanza reside en Rusia. —¿Ve usted a esos chiquillos cavando en los surcos? —dijo el más viejo—. Apostaría a que nunca adivinará usted lo que están haciendo. Están recolectando raíces de hierba. Las meten en sacos y despojan a la tierra de ellas, y las dan de comer a las mulas y a los asnos. Ese es todo el forraje que obtienen ahora... ¡las raíces de la grama! —Detrás de esa colina —dijo el joven—, toda la región en leguas a lo largo y a lo ancho está cubierta de robles. Acostumbrábamos a ir allí cuando andábamos escasos de comida y recoger las bellotas y hacer con ellas «gachas» e incluso pan. Pero si hoy en día alguien va allí la Guardia Civil lo vapulea y lo echa. Las bellotas son guardadas para los cerdos. —Por ejemplo, ¿sabe usted lo que hemos comido hoy? Unas cuantas migajas de pan con algunas naranjas malas. Esta noche iremos a casa y la mujer habrá preparado un poco de harina y judías cocidas con agua. Nada de aceite, puesto que nuestra ración ya se ha acabado. Pero lo más cruel es que esta hambre está destruyendo la vida familiar. Los niños lloran, su madre les pega, y todo el mundo le chilla a los demás. Aquí acostumbraba a haber un gran amor familiar, pero ahora ya queda muy poco. Estamos embruteciéndonos. —Eso es lo que ellos quieren —dijo el joven—. Quieren destruir nuestra naturaleza humana. Quieren convertirnos en animales. Ese es su programa. Y mientras tanto los ricos, que son propietarios de toda la tierra menos esta «dehesa», no hacen nada excepto comer y beber, conducir sus coches arriba y abajo, y seducir a nuestras mujeres. Esa es la gente que ustedes los ingleses mantienen en el poder por encima de nosotros. Eran una pareja sorprendentemente despierta e inteligente. El joven había recibido los rudimentos de una educación mientras estaba destinado a una división republicana durante la guerra: allí había aprendido también a esperar, y ahora sus esperanzas se habían visto hundidas. Como fuera que no supe qué contestarles, les pregunté acerca de la «dehesa». Cada habitante de la ciudad, me dijeron, tenía derecho a una porción de terreno en ella, pero sólo podía trabajarlo si poseía una «yunta» de caballos o mulas, y algunas semillas de maíz. El precio de una de esas «yuntas» hoy en día era de 300 libras. Proseguimos nuestro paseo hasta la cima de la elevación. Peñascos de granito, un delgado suelo arenoso y unas cuantas encinas. Debajo se extendía la extensa llanura pedregosa de Pedroches, y más allá una hilera de montañas, alzándose abruptamente como islas. Ninguna flor excepto un insignificante geranio y una pamplina. En nuestro camino hallamos a un peón caminero, que nos dijo que su salario, pagado por el Estado, era de 11 pesetas al día. —¿Y cómo consigue vivir con eso? —pregunté. —Uno no puede llamarlo vivir —respondió—, pero nos las apañamos gracias a que tenemos unas cuantas cabras y gallinas. Y tampoco pagamos alquiler. Aunque Pozoblanco pertenece a la provincia de Córdoba, no puede decirse que sea de Andalucía. Ese escalón que hay entre el valle del Guadalquivir y las tierras de la «meseta» señala el cambio a una región completamente distinta, tanto geográfica como étnicamente. Tomemos la arquitectura. Las casas, con sus profundas ventanas y sus dinteles de granito, parecen frías y severas, y las calles nuevas y sencillas. La ausencia de erosión las despoja de su edad. Cruzando el umbral de la puerta delantera de cualquier casa uno penetra por regla general en una amplia habitación abovedada, de techo bajo, como una «bodega», con otras habitaciones más pequeñas del mismo tipo abriéndose a 85

partir de ella. Ningún patio. En el café, por ejemplo, donde han sido unidas varias de esas habitaciones abovedadas, uno tiene la impresión de penetrar en una cripta. La gente también es completamente distinta de los andaluces. Es dura y severa, con una expresión de finalidad y determinación que a buen seguro no encuentra uno al sur de Sierra Morena. El tipo predominante, al cual tienden todos, es el «yuntero», el propietario de una yunta de mulas. Hombres fornidos e imperturbables, vestidos con blusas azules o negras prietamente abotonadas en el cuello y colgando luego sueltas para mostrar un chaleco de pana y unos pantalones de algodón: en sus cabezas un pañuelo o una gorra negra. Un tipo realmente campesino, que trabaja duro, y relativamente próspero. En Andalucía, por otra parte, el campesino no existe. La tierra produce allí un tipo de hombre más frívolo y móvil, que tan pronto como tiene un poco de dinero se limpia los zapatos y se viste como un «señorito». En el fondo todos los andaluces son habitantes de ciudad, inquietos, emocionales, habladores y artísticos. La historia de la guerra en Pozoblanco es como sigue. Al principio los guardias civiles se apoderaron de la ciudad sin lucha. Luego, un mes más tarde, las milicias Rojas la capturaron y masacraron a sus defensores en número de 150. Aunque siete meses más tarde los Nacionales avanzaron desde Córdoba hasta sus inmediaciones, luego se vieron obligados a retroceder y no consiguieron tomarla hasta el final de la guerra. Durante su ocupación, los Rojos mataron a 500 de sus aproximadamente 15.000 habitantes (o según otros informantes a 300)... en otras palabras a todos los ciudadanos de cuello blanco que no habían conseguido escapar. La mayoría de ellos fueron fusilados en el barco prisión de Valencia durante los últimos estadios de la guerra controlados por los comunistas. El pastelero de La Primitiva —éste era el apropiado nombre de la desastrada tiendecilla— me proporcionó un relato gráfico de su huida a través de la sierra, pero no parecía sentir ningún rencor por el peligro que había corrido. Hablando en general, la pequeña clase comerciante es tan hostil al régimen que se siente inclinada a mirar benévolamente a las acciones pasadas cometidas por los Rojos. Le pregunté si había sido muy molestado por los bandidos. Hacía poco, dijo, habían aterrorizado al distrito, matando y robando con impunidad, pero ahora raras veces abandonaban la sierra. El mes pasado la Policía había disparado contra tres o cuatro de ellos, matándolos, y los había colgado de una picota como advertencia. Eran jóvenes de menos de veinte años, que habían abrazado aquella vida porque no querían trabajar. Durante el invierno los lobos y los jabalíes bajaron de las colinas y visitaron las granjas. Como nadie les disparó, se habían multiplicado enormemente. Le pregunté cómo iban las cosas con la comida. Había montones de comida en el distrito, dijo, pero los jornales eran demasiado bajos. Todo el mundo excepto los asalariados tenían suficiente para comer. —Pero mire —continuó—, yo aconsejaría encarecidamente a toda nación que se sienta inclinada a la guerra civil que piense en cualquier otra cosa antes de iniciar una. En tales guerras no gana nadie. Hoy en día estamos mucho peor de lo que estábamos incluso en tiempos de la República, y el cielo sabe cuándo volveremos a estar un poco mejor de nuevo. Luego, todas esas ejecuciones y represalias destruyen a una nación. Los odios despertados por ellas durarán al menos un siglo. Me había hecho amigo del posadero y su hermano. Eran dos hombres sensibles y bien informados que escuchaban el programa español de la BBC cada día. En la guerra apoyaron a los Nacionales —una actitud natural en un distrito donde todos los Republicanos eran trabajadores y socialistas—, pero, aunque profesaban admiración hacia Franco, no ocultaban su convicción de que todos los hombres que le rodeaban eran unos ladrones. (Esta opinión es casi universal). Les pregunté si pensaban que sería una buena cosa el que los americanos ofrecieran un préstamo a España. 86

—Si lo conceden —respondieron— será mejor que controlen muy estrictamente la forma en que es empleado. De otro modo, cada uno de sus céntimos irá a parar a los bolsillos de esa gente. Les dije que eso era lo que pensaban también los cónsules extranjeros. —¿Y cómo piensan que vivimos la gente al otro lado del mar? —preguntó el posadero. —Creen que viven ustedes bajo una severa dictadura —respondí—, pero no tienen ni idea de la amplitud del hambre y la miseria. —La dictadura acostumbraba a ser más severa —respondió»—, pero últimamente se ha ablandado un poco. Su defecto ahora es que es demasiado débil. El Gobierno no hace nada para perseguir y castigar a los estraperlistas o para obligar a los terratenientes a dar trabajo. De hecho, los ricos hacen lo que quieren: para ellos las leyes no existen. Ahora debería verse en los terratenientes un fuerte impulso a abandonar el trabajo temporero y a mantener una fuerza laboral permanente, a la que pagaran durante todo el año. —Pero eso, ¿cómo puede hacerse en los olivares? —pregunté. —Bueno, pues como se ha hecho en otros países... cultivándolos mejor. En la actualidad no se podan los árboles ni se cava la tierra a su alrededor. Nuestros terratenientes no están interesados en una gran producción. En todo lo que piensan es en ahorrarse problemas y en mantener bajos sus costes de trabajo. Desde los tiempos de Primo de Rivera no ha habido ningún gobierno bueno. Me di cuenta de que estaba de acuerdo con aquellos hombres. En el momento en que son abiertas en España las puertas de una ideología, los viejos espíritus utópicos brotan por todas partes, y los milagros están simplemente a la vuelta de la esquina. Además, en un país donde la injusticia flota en el aire, la auténtica fuerza de todos los movimientos políticos es dada por la envidia y el odio, que crecen con lo que se alimentan y pronto adquieren enormes proporciones. La democracia, con sus reglas de Queensberry, se vuelve impracticable, debido a que en el momento en que la política deja de ser un simple juego las salidas se convierten en algo demasiado serio. Por esta razón siempre pensaré bien de cualquier gobierno que, dejando el esquema social tal cual está, hace un auténtico y sostenido esfuerzo por incrementar la producción. Esto al menos distraería la atención de los españoles de sus habitualmente fútiles luchas y pondría en sus mentes la idea, tan nueva para ellos, de que la prosperidad es el resultado del trabajo y la organización inteligente. Sin embargo, me temo que un plan así posee también algo de utópico, porque ¿cómo puede uno encontrar una fuerza lo suficientemente intensa como para impulsar a los terratenientes a alterar sus actuales métodos de cultivo? Es difícil legislar la tierra, y aquellos que la poseen son maestros en la resistencia pasiva. A la mañana siguiente tomamos el tren para Puertollano, en la entrada de La Mancha. Durante la primera hora o dos viajamos cruzando un monótono bosque de robles, cuyas bellotas sirven en otoño para engordar los negros cerdos: pero ahora no se veía ningún signo de vida excepto las charlatanas urracas. En Conquista, donde el ferrocarril había sido electrificado, el país se vuelve áspero y montañoso. Una compañía minera francesa ha plantado las colinas con pinos y eucaliptos, y bajo ellos crece una vigorosa flora de plantas de los maquis, entre las cuales vimos arbustos de hermosos brezos rosas y blancos (Erica ciliaris) que alcanzaban los tres metros de altura. Esas plantaciones muestran lo que puede hacerse respecto a la repoblación forestal, con sólo que el Estado se preocupara de tales asuntos. Luego un túnel, y emergimos arriba en la ladera de la montaña, sobre un valle desnudo y amarillo. Tenía unos ocho kilómetros de ancho y descendía suavemente entre sus orillas de colinas púrpura como si hubiera sido hecho por una escoba. Se trata del valle de Alcudia, que acostumbraba a ser los pastos de invierno de cerca de medio millón de ovejas. Su llana superficie carente de rasgos 87

distintivos, sin una casa o árbol que interrumpa su monotonía, estaba cubierta con una seca hierba. Pero cuando lo cruzamos, descubrimos que lo regaba por un arroyo, con un agua clara, tamariscos, y cigüeñas. Puertollano se alza en una hondonada entre dos colinas, guardando la entrada a la llanura de La Mancha. Es una ciudad carbonífera, fea y sórdida como suelen ser siempre esos lugares. Un edificio, sin embargo, es impresionante... la iglesia, irguiéndose como un elefante por encima de los bajos techos de las demás casas. Incluso cuando llegamos junto a ella parecía enorme, con sus altas paredes de granito casi sin ventanas y su torre rematada por el campanario. Aunque edificada al estilo renacimiento, su diseño general, como nos dimos cuenta más tarde, sigue las pautas de las iglesias fortificadas medievales de los Caballeros de Calatrava, de los que Puertollano era uno de sus puestos de avanzada en el sur. Entrando, nos hallamos en una nave sin capillas laterales, muy abovedada y alta. El interior había sido completamente renovado, las uniones entre las piedras habían sido marcadas con duras líneas negras y los pilares de granito pulidos. Este es uno de los trucos favoritos de los restauradores franceses de la Escuela de Bellas Artes, y tiene el efecto de frenar y detener el libre movimiento del ojo mientras recorre el hueco interior. Las grandes catedrales románicas de la Aquitania han sido arruinadas en su mayor parte por esta imitación de unos lavabos públicos. Mientras estábamos allí, el cura de la parroquia vino hacia nosotros. Era un hombre alto y enérgico de modales autoritarios... un digno sucesor de los Caballeros religiosos de Calatrava. Nos dijo que los Rojos habían quemado todos los retablos y cuadros de la iglesia y habían intentado prender fuego al edificio también, pero su resistencia les había vencido. Sólo se derrumbó una esquina del techo. El mismo había pasado dos años en prisión con otros cincuenta y seis sacerdotes, cincuenta y dos de los cuales habían sido fusilados. Durante este tiempo durmió en el suelo en un espacio muy reducido, sufriendo frío y hambre: en varias ocasiones había sido sacado para ser fusilado, colocado contra una pared, y luego traído dentro de nuevo. Hacían esto con la esperanza de quebrantar su voluntad, cosa que, sonrió, no consiguieron. Al saber que éramos ingleses, nos dio una conferencia política. Los Rojos, dijo, habían encontrado muchos admiradores en Inglaterra, debido a que no sabíamos las cosas que hicieron: incluso habíamos sumido en el ostracismo al régimen de Franco. Y sin embargo Franco había traído a España el orden y la paz. También había sido generoso: seiscientos hombres de aquella ciudad habían sido condenados a muerte por sus crímenes, y se les había permitido redimirse por el trabajo, y ahora estaban empleados como hombres libres en las minas. Ganaban lo suficiente como para comer y vestirse. Mientras el resto del mundo estaba abocado a desórdenes y huelgas, la vida en España transcurría de una forma ordenada. Tras esa arenga, nos mostró con gran orgullo su nuevo altar. Era lo último en juguetes mecánicos, lleno de ingeniosos dispositivos que se ponían en funcionamiento cuando uno apretaba un botón eléctrico. Las luces se encendían y apagaban, una puerta se abría, y la custodia conteniendo el sacramento se alzaba lentamente «como un sol dorado», según su expresión, hacia un cielo azul lleno de ángeles. Cuando le ofrecí un pequeño donativo para la restauración, respondió con una sonrisa que estaba llena de diplomacia: —No, no será para la iglesia, será para los pobres. No es juicioso discutir con los españoles acerca de sus propios asuntos; de otra manera hubiera podido señalar a aquel excelente cura que, si los Militares y la Falange no se hubieran alzado en julio de 1936 y desde el primer día no hubieran iniciado el holocausto de muertes, ninguna de aquellas terribles cosas habría ocurrido. Sin 88

embargo, si hubiera dicho esto, él hubiese podido responder que los mineros asturianos se habían alzado en 1934, y que en 1931 se quemaron muchas iglesias. Y así se hubiera podido ir retrocediendo en la historia hasta las Guerras Carlistas y la Constitución de Cádiz, con un acto de provocación conduciendo inevitablemente a otro. Quizás algún día los españoles se den cuenta de que a largo plazo se pierde más en las luchas que en los compromisos, y vean que en sus asuntos cuanto más grande es la victoria hoy mayor será la derrota mañana. No hay ningún péndulo tan monótono como el español. Empezaba a hacerse oscuro cuando abandonamos la iglesia, y el cambio de temperatura había traído a las calles una neblina de humo de carbón, que le hacía a uno toser y escupir. ¡Qué fuera de lugar parecía aquella atmósfera propia de St. Helens bajo el cielo meridional! La ciudad estaba llena de tropas moras, que habían sido traídas para cazar a los Rojos en las colinas de los alrededores: acudían a la ciudad para descansar y gozar de sus diversiones, las cuales, puesto que no bebían, quedaban reducidas a los burdeles. La pobreza general había hecho que estos fueran más numerosos que nunca en España: eran el único lujo que no había subido de precio desde la guerra. Cansados de caminar, nos sentamos en el café: una sala larga, de techo bajo, en su tiempo chillonamente decorada, ahora sin embargo oscura y escuálida, con sus espejos y carteles de bailarinas y toreros manchados por las cagadas de las moscas. Hombres de anchas y abatidas cabezas y azulados rostros sin afeitar se sentaban escupiendo y carraspeando o hablando su ronca jerga, mientras afuera en la calle podíamos ver la gente pasar lentamente arriba y abajo como a través de los vidrios de un acuario. Teníamos mucho tiempo para contemplarla, ya que nuestro tren no salía hasta las diez.

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8. LA MANCHA Ciudad Real. Llegamos a medianoche. Guiados por un portero, nos encontramos en un gran, sombrío, ruinoso hotel, construido hacía treinta años para una prosperidad que no había llegado y desmoronándose ahora firmemente. En la actualidad es una especie de aviario para malhumorados viajantes de comercio incapaces de conseguir vender sus artículos a causa de la miseria general, y sus toses, graznidos, gruñidos y náuseas resuenan lúgubremente en los polvorientos pasillos y escaleras. Para permitirnos entrar en aquel lugar tuvimos que llenar más impresos que en ningún otro sitio antes, y el propietario, que parecía salido de una novela de Balzac, con unos bigotes cayendo en catarata, velludas patillas y largos rizos canosos que asomaban por detrás de un gorro casero negro, insistió con mucha educación en que llenáramos escrupulosamente todos los apartados. A la mañana siguiente descubrimos que los dormitorios y el comedor pertenecían a distintos propietarios y eran administrados separadamente..., clara evidencia de algún anterior cataclismo económico. De hecho el hotel nunca se había recuperado de haber sido utilizado como cuartel general militar durante la guerra. Salimos para echarle un vistazo a la ciudad. Un lugar triste, pequeño e insignificante, pese a ser una capital de provincia: lo único que llamaba la atención era una gran plaza con arcadas, construida en el siglo XVI pero restaurada en 1860. La Catedral, un edificio de granito con contrafuertes parecidos a torres y una bóveda gótica, agazapada como un granero de alto techo, tenía un parecido familiar con la iglesia de Puertollano, pero era menos imponente. Alrededor de su torre volaban bandadas de pequeños halcones amarronados, con delicadas colas y plumas como abanicos. Viven de insectos, que atrapan, del mismo modo que lo hacen las golondrinas, en el aire, y por la noche comparten los nichos de piedra con las palomas. Hay también una iglesia del siglo XV, muy atractiva. Pero por desgracia la gloria de esas iglesias, con sus barrocos interiores, ha desaparecido, porque todas ellas fueron saqueadas durante la ocupación Roja. La Catedral perdió su excelente retablo, tallado, según se dice, por Montañés. Caminamos hasta el límite de la ciudad. Unos pocos años antes las murallas edificadas por Alfonso el Sabio se hallaban aún en pie, pero durante la Guerra Civil fueron destruidas por los Republicanos. ¿Por qué? Nadie lo sabe. Tan sólo una puerta — un fino ejemplo de estilo mudéjar— sobrevive. En la parte norte de la ciudad los edificios se interrumpen bruscamente y empieza el «campo». Extensos campos de verde maíz, descendiendo hasta el Guadiana y, más allá, la inevitable cordillera de agrestes y vivamente coloreadas montañas. Era una vista despejada de aire, espacio y luz, arrullada por el canto de invisibles alondras. La repentina transición de lo compacto de las calles a los inmensos espacios que las rodeaban era vivificante. Este rincón de España fue cedido en 1090 por el Emir Motamid de Sevilla, famoso por ser uno de los mejores poetas árabes españoles, a Alfonso VI, como dote de su hija Zaida, que se convirtió, al estilo musulmán, en su segunda esposa. Dieciocho años después era perdido, tras la batalla de Uclés, ante el sultán almorávide, y cuando se recuperó, más tarde, aquel mismo siglo, fue entregado en feudo a la recién fundada Orden militar de Calatrava, que erigió en él sus castillos y lo defendió fieramente, aunque con distinto éxito, contra los ataques de los moros. Luego, en 1248, éstos fueron arrojados de gran parte de Andalucía, y los Caballeros de Calatrava se aposentaron para disfrutar de sus ricas tierras en paz. Pero su creciente poder constituía un peligro, y así, para mantenerlos a raya, Alfonso el Sabio fundó en 1252 el real burgo de Villa Real, 90

que más tarde fue promovido al rango de Ciudad Real. Mientras averiguábamos qué autobuses de línea cruzaban la llanura hasta Daimiel, conocimos a un viejo y lo invitamos a tomar una copa. Era un hombre agradable, apuesto y bien hablado, con un guiño franco en sus ojos y un porte honesto: pertenecía a la clase de los pobres decorosos, que llevan ropas decentes y quizá una cadena de reloj de níquel, aunque no puedan permitirse comer. Era andaluz, dijo, y había venido recientemente a vivir aquí. —Pero, si quieren que les diga la verdad, no me encuentro en casa en este lugar. No me gustan ni la región ni lo que produce. Observen que digo deliberadamente: lo que produce. En Andalucía, por ejemplo, la gente es franca. Se echan a reír y dicen lo que piensan, por desacostumbrado que pueda ser. Y lo dicen bien, con un buen lenguaje. Pero en esta ciudad uno tiene que ir con cuidado de no decir nunca lo que piensa: sólo debe decir lo que se supone que uno piensa, lo cual es normalmente muy distinto. Pido perdón si con ello les ofendo, pero todo eso viene de hallarse todos ellos bajo la influencia del clero. Los clérigos son los Reyes aquí, y de este modo la gente ha adquirido la costumbre de decir una cosa cuando siente otra. Los encuentro a todos ellos como muertos..., helados. Siguió diciéndonos que sus hijos estaban en Francia..., refugiados. El tenía ahora setenta y ocho años y —aquí sus ojos se humedecieron— dudaba de volver a verlos de nuevo. Su única esperanza era que viniera la monarquía, porque entonces los exiliados regresarían. —Me preguntan ustedes cómo vivimos —prosiguió—. Bueno, mal, muy mal. Hay mucha pobreza. Pero miren, ustedes no la ven. Cuando se encuentran con un hombre caminando calle abajo, ¿cómo pueden decir ustedes si ha comido aquel día? La gente de aquí es orgullosa y oculta su miseria. Se gastan hasta el último céntimo en sus ropas, y caminan durante todo el día para mantener alejados los retortijones del hambre. Pasó una gitana pidiendo limosna, y él empezó a atosigarla. —¡Dices que eres una gitana de La Mancha! Eso tiene muy poca gracia. ¿Acaso no sabes que las auténticas gitanas son todas andaluzas? Y si son «castizas», si tienen auténtica estampa y raigambre gitana, entonces proceden de Granada. No, no, tú eres un fraude, tú no eres en absoluto una auténtica gitana. Vamos, vete, no pienso darte nada. La mujer se echó a reír, pero era cierto lo que él había dicho, que le faltaba la zalamería y el don de la labia de la «gitana» andaluza. Deseábamos visitar el campo de batalla de Alarcos, donde los moros destruyeron el ejército de Alfonso VIII de Castilla en 1195, pero durante un rato no pudimos conseguir ningún taxi. Era domingo, cuando la gente de la ciudad visita sus propiedades en el campo, de modo que hasta que no regresaron hacia el atardecer no encontramos ninguno. Mientras nos conducía cruzando la vacía llanura, el cielo cambió a un profundo carmesí, como si un río de sangre hubiera sido volcado sobre él, y las bajas y yermas montañas a las que nos aproximábamos se volvieron tan oscuras y misteriosas como las orillas de Estigia. Pronto vimos el Guadiana, una rota cinta de plata serpenteando entre las cañas y los matorrales del valle. A nuestra izquierda había una colina rocosa, espectacularmente clavada contra el cielo, en cuya cima había una capilla dedicada a Nuestra Señora de Alarcos, la patrona del campo de batalla. Luego bajamos y llegamos de pronto a un puente sobre el río. El coche se detuvo, olimos el fresco aroma de los álamos, y oímos el discurrir del agua. La batalla de Alarcos fue la última gran derrota sufrida por los cristianos. El sultán almohade, Abu Yusuf, había cruzado el estrecho de Gibraltar con un enorme ejército. «Con este avance —escribió el cronista—, las llanuras fueron despojadas de toda su 91

hierba, los senderos de montaña fueron arrasados por los cascos de los caballos, y los ríos se secaron de las multitudes que bebieron en ellos. La noticia de su llegada voló como vuelan los pájaros y se esparció por las tierras y resonó en todos los lugares, y trajo a algunos hombres la alegría y a otros la rabia.» Entonces Alfonso reunió sus fuerzas y se enfrentó a Abu Yusuf junto al puente de Alarcos, pero la derrota que sufrió fue tan grande que tan sólo trescientos de sus jinetes escaparon. La ciudad de Alarcos fue arrasada hasta desaparecer, y la caballería morisca penetró por tierras cristianas hasta tan lejos como las puertas de Toledo y Avila. Mientras permanecíamos de pie inclinados sobre el parapeto, la noche se cerró a nuestro alrededor. Sólo se oía el rumor del agua cayendo de la represa, el croar de las ranas en los pantanosos bordes, el ulular de un solitario búho o el chillido de un murciélago. Las estrellas fueron brotando una a una como los primeros invitados a una fiesta, y luego brillaron todas juntas, formando orgullosamente sus batallones. El mundo conocido había retrocedido, la noche y las fuerzas de la noche se habían apoderado del lugar. Tan fuerte era la impresión que casi podíamos creer que el resonar y el tumulto de aquella antigua batalla estaba todavía a nuestro alrededor, apenas un poco más allá del alcance de nuestra vista y nuestro oído. Al cabo de poco encendimos unos cigarrillos y empezamos a hablar. El taxista nos dijo que más allá de aquel punto no había nada excepto áridas colinas, con algunos arbustos y alcornoques dispersos, en al menos un centenar de kilómetros. Es decir, hasta los límites de Extremadura. Aquellas colinas abundaban en jabalíes, lobos y ciervos, y también eran el refugio de «partidas» de bandidos. Estaban utilizando las tropas moras para acabar con ellas, pero el proceso era lento. Lo llevé hacia temas políticos. La tierra estaba bastante bien repartida, dijo, aunque también había grandes propiedades. Por esa razón había menos pobreza que en otros lugares. De todos modos, aquí también había dos grupos..., el grupo de aquellos que comían y el grupo de aquellos que no comían. —La política española —dijo— puede ser explicada en su conjunto de esa forma. Este es un país de caníbales, en el cual la mitad de la población se come a la otra mitad. Y si yo soy uno de los que comen, o al menos de los que mordisquean, entonces pertenezco a la derecha. Le pregunté qué había hecho él durante la guerra. Dijo que había sido conductor de camión. Antes de eso fue miembro de un sindicato católico, pero desde que «los otros» —con lo cual se refería a los Republicanos— habían gobernado allí, se vio obligado a trabajar para ellos. —¿Y cómo le trataron? —pregunté. —En lo que a mí respecta no tengo nada de lo que quejarme, pero con la Iglesia fueron terribles. Nuestras iglesias poseían famosos altares e imágenes, algunas de ellas de Juan de Mena. Pero ellos eran gente ignorante, llena de fanatismo, y lo destruyeron todo. Entonces recordé que el cura de Puertollano me había dicho que los soldados Rojos habían quemado casullas mudéjares del siglo XIV «simplemente para cocinar su comida». —¿Y mataron a mucha gente? —Bien, aquí en este mismo lugar donde estamos ahora de pie vi en una ocasión cincuenta cadáveres. Luego, en el pueblo que hay cerca de aquí, existe un profundo pozo. Arrojaban a la gente a él, hombres y mujeres, algunos aún vivos. Hicieron lo mismo en otro lugar donde hay un precipicio natural. Recordé cómo, en la primera Guerra Carlista, un cierto sacerdote había arrojado, en el Maestrazgo, a liberales vivos por un precipicio. 92

—¿Y quién hizo esas cosas? —Principalmente los anarcosindicalistas de la CNT. Eran jóvenes de los pueblos de las montañas que, cuando estalló la guerra, bajaron en tropel a la ciudad en busca de botín. En sus casas vivían de la caza furtiva, porque no había nada en las inmediaciones de sus pueblos, ni siquiera una carretera de acceso a ellos: ninguno sabía leer ni escribir, y para gente así tanto daba matar a un hombre que no matarlo. Más tarde se construyó una checa comunista, mandada por un italiano, y fue responsable de algunas de las peores muertes. El hombre hablaba sin odio, evitando el término despectivo «Rojos», sin duda en parte porque los había conocido personalmente, pero también porque ellos a su vez habían encontrado su destino. Parecía existir una cierta consideración hacia los socialistas, pese al hecho de que habían sido ellos quienes mataron a los doctores católicos. Pero hablaba con circunspección. Era un hombre inteligente, que había visto muchos cambios, y que sin duda se había creado el hábito de no expresar opiniones. El único comentario que hizo referente a asuntos contemporáneos fue su afirmación de que los diques de irrigación, que habían sido empezados por la República, estaban avanzando lentamente a causa de la carestía de cemento. Daimiel es una ciudad de un cierto tamaño, separada de Ciudad Real por unos ochenta kilómetros de bien cultivada llanura, pero tan sólo un pequeño autobús hacía diariamente el viaje. Por supuesto, siempre va atestado. La mañana que lo tomamos, había dos personas de pie por cada una sentada, y la atmósfera era sofocante. Daimiel resultó ser blanca, polvorienta, y sin nada que la distinguiera. Tenía una serie de tristes callejuelas, una triste placita, y un aire de profundo aburrimiento. Los españoles expresan el hecho de que están aburridos no abriendo sus bocas en un bostezo, sino cerrándolas firmemente y dejando que sus rostros cuelguen y se hundan, y las calles y cafés de Daimiel estaban llenas de esos rostros hundidos e inexpresivos. El hotel donde comimos era, como el de Ciudad Real, un enorme lugar, construido en tiempos de Primo de Rivera para una prosperidad que se había desmoronado rápidamente, y lo que pusieron ante nosotros fue la habitual comida manchega a base de costillas de cordero y patatas fritas. Terminado el ágape, salimos a tomar un café y ver la ciudad. El día era cálido —los periódicos hablaban de una ola de calor—, y la luz que reflejaban las blancas paredes era cegadora. Caminamos en silencio en torno a la plaza porchada y contemplamos algunas de las viejas casas, con sus patios interiores sostenidos con columnas de madera. Luego fuimos a una iglesia..., un hermoso edificio gótico tardío, con una espléndida arcada cruzando su amplia nave. ¡Pero qué desnuda parecía, despojada de sus retablos dorados y con sus ricas capillas laterales desvalijadas! Aquella destrucción sin sentido parece ser algo que ha ocurrido en todos los sitios ocupados por los Republicanos. Donde no se produjo deliberadamente, ocurrió porque las iglesias fueron utilizadas como almacenes y garajes, y los soldados arrancaron todo lo que fuera de madera para hacer fuego. Se ha escrito ya demasiado de la actitud de los Republicanos hacia las obras de arte. El expolio de la mitad de las iglesias de España, del cual estábamos viendo allí un pequeño ejemplo, representa un enorme empobrecimiento artístico para el país. En tiempos recientes hemos aprendido a valorar el arte popular y local y a lamentar la tendencia a canonizar tan sólo lo que se halla recogido en las grandes galerías y museos, pero aquí y en una enorme zona del país cada ciudad y pueblo se han visto despojados de sus tesoros históricos particulares. Esto es más grave aún debido a que las cosas que hacemos hoy en día son feas e insípidas. Mucha parte de la destrucción causada en una guerra es inevitable, pero cuando un lado destruye sin motivo las grandes obras puestas en pie por otros hombres en el pasado, debería recordar que está atacando al espíritu de 93

la Humanidad, y con ello proclamando su no derecho a vencer. Y al escribir esto no estoy olvidando la enorme y a menudo innecesaria destrucción que las fuerzas aéreas británicas causaron en Italia y Alemania. Al ir a salir hacia otra iglesia, nos encontramos con los «pasos», esas imágenes llevadas a hombros, sacados a la nave en preparación de las procesiones de Semana Santa. Algunos chiquillos habían entrado por una puerta lateral y los miraban con curiosidad, como a muñecos de tamaño natural. Un «paso» particularmente grande, apoyado sobre unas ruedas de carro, mostraba la escena de Cristo siendo azotado por los soldados romanos: la sangre corría a chorros por su espalda, y sus hombros estaban agónicamente crispados. Otro «paso» contenía un ataúd de paredes de cristal, dentro del cual podía verse su lacerado cuerpo y su pálido y extenuado rostro, helado por la muerte. ¡Qué extraño que esa minuciosa y perversa predilección hacia los detalles físicos de la Pasión deba tener lugar en un país donde los golpes a los prisioneros y los asesinatos judiciales se han sucedido y siguen sucediéndose regularmente, a una escala que no tiene parangón en ningún otro lugar de Occidente! ¿Acaso los españoles no ven la conexión? Hasta que llega el anochecer con su aire fresco y su milagrosa luz, el único lugar donde puede descansarse en Daimiel es el interior de una iglesia. Allí uno puede escapar del calor y el relumbre, las moscas y el aburrimiento, e impregnar sus sentidos en la semioscuridad, por entre la cual los sesgados rayos multicolores de los vitrales —hasta que la guerra los destruyó— ponen franjas de luz llenas de agitadas motas de polvo. A través de tales impresiones la mente es capaz, sin duda, de alzarse sobre el tedio y la monotonía hasta un estado de soledad interior y contemplación. La religión en Castilla es el producto de pequeñas ciudades estancadas construidas en grandes mesetas empapadas de sol. Nos hubiera gustado continuar nuestro viaje hacia el Este, hasta Argamasilla y Toboso y el Campo de Montiel..., la región que las hazañas de Don Quijote de la Mancha hicieron famosa. Sin embargo íbamos cortos de tiempo, y los medios de comunicación eran malos. En consecuencia decidimos tomar un taxi hasta el lugar donde el Guadiana brota de la tierra tras su paso subterráneo de algo más de treinta kilómetros. Este río siempre me ha fascinado. Su largo y solitario curso, evitando durante casi todo su camino los lugares habitados, sus frecuentes alteraciones de caudal y velocidad de la corriente, su inutilidad —puesto que excepto entre Mérida y Badajoz no produce ninguna fertilidad—, su majestuosa entrada en el mar a través de un amplio estuario, ocupan en mi mente un lugar que no comparte con ningún otro río europeo. Su nombre también: los nombres aquí están tan basados en el misterio y la belleza. Así pues fuimos a visitar el lugar donde se recupera de la primera de sus periódicas crisis, brotando de la tierra en una sucesión de pozas que son conocidas como sus «Ojos». El taxista se trajo consigo a un amigo, y mientras íbamos hacia allí fueron explicando la geografía de la región. El conjunto de aquella gran llanura, el Campo de Calatrava, flota, en realidad, sobre un estrato acuoso que se halla a unos ocho o diez metros bajo la superficie. En nuestro viaje de Ciudad Real a Daimiel habíamos observado una multitud de fuentes de piedra, a una distancia de unos tres o cuatrocientos metros las unas de las otras: el agua en ellas es bombeada, al parecer, o bien por «norias» accionadas por mulas o asnos, o bien por motores, y derramada sobre los campos. De ahí la fertilidad, demostrada a través del saludable aspecto de los cultivos y las plantaciones de olivos y frutales. El taxista nos dijo que había quince mil de esos «pozos» en torno a Daimiel, así como una estación central de bombeo que regaba varios miles de hectáreas. Y sin embargo, hasta hace sesenta o setenta años nada de esta tierra estaba cultivada. Llegamos bruscamente a los Ojos. Rebasando una pequeña cumbre, vimos ante 94

nosotros una suave hondonada, llena con un lecho de cañas y juncos: en medio de ellos apenas podíamos entrever algunas extensiones de agua azul. Salimos del coche y caminamos hasta el borde. A cada lado había un par de blancas granjas, cada una de ellas edificada sobre una pequeña loma, y un bosquecillo de álamos. Al frente, el amarronado cañaveral del valle se extendía entre campos de verde maíz hasta que la visión quedaba interrumpida por la lílácea línea del horizonte de la Sierra de Toledo. Aunque la sensación del genius loci era fuerte, era un lugar casi demasiado simple e idílico como para ser misterioso. Apartando a un lado los juncos, avanzamos por entre el barro para echar un vistazo a las pozas: eran tranquilas y claras como los ojos cuyo nombre recibían, y estaban unidas entre sí por estrechos canales. Una vuelta siguiendo su borde nos llevó hasta un lugar en la parte baja de las pozas donde el joven río empezaba a adquirir fuerza. Un par o tres de kilómetros más abajo tenía el tamaño del Támesis en Bablock Hythe y la fuerza suficiente como para hacer girar el primer molino. Luego entraba en un pantano y cuando salía de él, reforzado por un tributario del norte, ya era un gran río. —No muy lejos de los Ojos —dijo el taxista— hay un lugar donde uno puede oírlo discurrir subterráneamente. ¿Les gustaría que les llevara allí? Pero el sol estaba ya muy bajo en el cielo, y lo dejamos. Mientras volvíamos a Daimiel, el taxista nos habló del país de Don Quijote. Nos dijo que el famoso caballero era aquí considerado como una persona real, y que en el Ayuntamiento del Toboso se exhibía la falda bordada de Dulcinea, su torno de hilar, y una de sus trenzas. Poseo mucha de la credulidad del adorador de reliquias, de modo que encontré aquellas «dulces prendas» de la dama sin par al menos tan dignas de devoción como las gotas de la leche de la Virgen conservadas en la Cámara Santa en Oviedo o, por citar unos cuantos de los ejemplos aún más raros, el frasco conteniendo algo del aliento del pollino del establo de Belén, la sombra de la vara de San Jaime, el jubón de la Trinidad, o la pluma arrancada del ala derecha del Espíritu Santo... todas las cuales, según el humanista español Juan de Valdés, fueron exhibidas en una ocasión para ser veneradas por los fieles en un convento de Roma. El taxista estaba orgulloso de su ciudad, y señaló lo bien que se hallaba cultivada la tierra. Empezaban a arar con tractores. Había una fábrica de jabón cuyo propietario era un francés, y otro francés estaba comprando tierras e invirtiendo capital. Pero no existían suficientes granjas pequeñas. Recientemente se había hecho un intento de fraccionar dos grandes propiedades en parcelas para los no propietarios, pero se había levantado una fuerte oposición. Los terratenientes protestaban diciendo que aquello era comunismo, y habían llegado órdenes de Madrid de que el proyecto debía ser abandonado. Habíamos arreglado las cosas para que el coche nos llevara en dirección sur hasta Almagro, y allí tomar el tren nocturno a Ciudad Real. Una parada para beber algo, y ya estábamos en marcha. Cuando salíamos de Daimiel, el sol estaba hundiéndose tras una plana llanura sin árboles, y el aire era tan claro y transparente como el agua de un pozo. Unos pocos «cortijos» pequeños, resplandecientes como blancas gaviotas a la luz horizontal, surgían de la llana extensión, cada uno de ellos con un álamo negro plantado a la entrada para dar sombra. Una de esas granjas tenía frente a ella un voluminoso montículo que tomé por un túmulo prehistórico, pero al preguntarle al taxista fui informado que se trataba de un túmulo artificial, construido como conejera. Luego llegamos a algunos robles, últimos supervivientes de un antiguo bosque: luego a un pueblo apiñado en torno a un castillo medieval. Abandonado y en ruinas, se alzaba en medio de él en una única y pesada torre. Cuando pasamos, las chicas del pueblo estaban sentadas fuera de sus casas con sus vestidos de algodón, haciendo encaje, y pudimos oír 95

el resonar de sus bolillos por encima del ruido del coche. Entramos en Almagro en el momento en que se ponía el sol. El coche se detuvo en la plaza, el prototipo de la de Ciudad Real, pero construida con columnas de mármol en vez de hierro, y no estropeada por la restauración. Bajo las arcadas había tiendas, mientras que los pisos superiores eran de madera, pintados de verde oscuro, con una casi continua serie de ventanas como los barandales estilo Regencia. El efecto general era sorprendentemente agradable. Almagro fue la sede principal de la Orden Militar de Calatrava, de modo que está repleta de elegantes casas e iglesias. La iglesia parroquial es un edificio estilo Renacimiento con una amplia nave y un domo. Empezada por los jesuítas en el siglo XVI, fue terminada justo cuando fueron expulsados, en 1766: a su lado está su convento, que nunca ocuparon. Otra iglesia con la que tropezamos en la creciente oscuridad era del tipo fortaleza de la iglesia de Puertollano, con ventanas construidas muy altas en la nave y gruesas paredes. Ambas iglesias habían sido por supuesto saqueadas por los Republicanos, que mataron también a sus sacerdotes y a los monjes del convento dominico. A la desvaneciente luz paseamos por la ciudad vieja, la más deliciosa que haya visto en La Mancha. Luego empezamos a pensar en cenar. La fonda a la que nos dirigimos resultó ser un pequeño negocio familiar regentado por una viuda y su hermosa y agradable hija. La comida, por desgracia, era la tradicional manchega de huevos, chuletas de cordero y patatas fritas, pero los demás comensales eran amistosos e incluían a un hombre que era un adicto de la BBC. Esa gente pertenece a un tipo especial —dulce, sensible, no ibérica— que casi los califica para ser un partido político. Cuando hubimos terminado nuestro postre, uno de los comensales, un abogado, nos llevó a ver el palacio del Maestre de Calatrava, que actualmente es utilizado como casino. Posee un espléndido techo «artesonado» de oscura madera de cedro. En nuestro camino de regreso nos señaló el palacio de los Fugger, los banqueros de los Habsburgo a los que Carlos V arrendó las famosas minas de mercurio de Almadén a cambio de un préstamo. Puesto que Almadén se halla en medio de una inaccesible aridez, tenían allí su oficina principal. Luego fuimos a la estación. Noche, silencio y un resplandeciente domo de estrellas, bajando hasta el horizonte. Perros ladrando muy lejos en solitarias granjas. En el andén, un pasajero. El tren llegó lentamente tomando la amplia curva y, traqueteando y resonando, como si cada tornillo y tuerca de su estructura estuviera a punto de soltarse, nos llevó de vuelta a Ciudad Real. Nuestra visita a La Mancha había terminado. Sin mucha pena abordamos al día siguiente el tren que tres veces por semana une Madrid con Lisboa. Nuestro destino era Badajoz, junto a la frontera portuguesa. Durante las primeras tres horas el tren circuló por entre las desnudas y secas sierras que separan La Mancha de Extremadura. Por las ventanillas del vagón podíamos contemplar una monótona pared de montañas de esquisto o basalto, de color tan duro como la escoria de hierro, y marcada con innumerables pliegues y arrugas. Debajo de nosotros, en una u otra agreste garganta o profundamente hundido valle, discurría el lecho de un torrente que, según las circunstancias, tan pronto estaba casi seco como se enroscaba en verdes remolinos serpenteantes o se dispersaba en arenosos bajíos sobre los que colgaban los tamariscos. Ocasionalmente entreveíamos alguna destartalada granja, rodeada por unos cuantos flacos olivos y campos de trigo, y hubo un momento en el que me sentí intrigado por lo remoto de aquellos lugares e imaginé —de una forma completamente equivocada, es cierto— que allí debía llevarse una forma de vida más bien extraña. Pasamos Almadén con sus minas de mercurio, ocultas tras una colina, y tras ellas el 96

Castillo de Almorchón. Luego llegó una vista que cortaba el aliento. Tras rebasar una suave altura, una gran llanura apareció de pronto allá abajo ante nuestros ojos, de color amarillo tostado o brillante ocre y extendiéndose hasta donde la vista podía alcanzar. A mucha distancia brotaban de ella las islas de unas azuladas montañas —los riscos de Guadalupe y Montánchez—, dando por un momento la impresión de que se trataba de un lago interior ahogado por las cañas. Estábamos contemplando los Llanos de La Serena, el más oriental de los distritos de pasto de ovejas de Extremadura. Mientras el tren avanzaba traqueteante, tuvimos tiempo de empaparnos del carácter de esta nueva región. Gris y empenachada hierba, con matojos de retama y asfódelo: rebaños de ovejas merino, guardadas por perros de fiero aspecto y pastores vestidos con pieles de oveja: redondas chozas de paja, como las de los bereberes del norte de África: colmenas de arcilla que eran simples amasijos de tuberías de desagüe, con piedras colocadas encima. Sin embargo, cuando nos detuvimos en una pequeña estación, allí estaba el invariable grupo de gente de clase media, con sus pantalones con la raya bien marcada, brillantes zapatos, y pulcros y elegantes sombreros, aguardando para subir al tren. Incluso en los pueblos trogloditas de Almería y Murcia los encuentra uno, con su convencional uniforme urbano, como viajantes de comercio en pleno recorrido. ¡Cómo contrasta la monotonía de la cultura española con la variedad y rudeza del entorno en el que vive! En Villanueva terminaban los pastos y empezaban los viñedos y los campos de maíz. Luego llegamos a Medellín. Allí el Guadiana reapareció en escena, ancho como el Támesis en Oxford, y discurriendo bajo una escarpada roca coronada por un castillo morisco. Esta pequeña ciudad es el lugar de nacimiento de Hernán Cortés, el conquistador de México, y justo fuera de ella se había librado una de las más sangrientas batallas de las Guerras Napoleónicas. Un ejército francés bajo el mando del Mariscal Víctor aniquiló a un ejército español bajo el mando del General Cuesta y, así lo relató un testigo presencial, las bandadas de buitres que se aposentaron sobre el campo de batalla se saciaron tanto de cadáveres que en los días siguientes podían ser abatidos simplemente con un palo. Diez mil caídos, y durante muchos años sus huesos se blanquearon en los campos. Víctor, un completo salvaje, fusiló a sus prisioneros y saqueó la ciudad, destruyendo deliberadamente la casa de Cortés. Pronto estuvimos en Mérida, salpicada con sus ruinas romanas. El roto viaducto que se extendía por entre los tinglados de mercancías encima de las vagonetas de carbón que aguardaban tenía el duro y feo aspecto de las modernas fábricas. Unos cuantos kilómetros más allá entramos en la gran llanura de cultivo que se extiende cruzando la frontera hasta Portugal. A lo largo de la vía férrea se extendía un nuevo e inconcluso canal de irrigación, empezado por la República: es una obra importante, que convertirá en tierras de cultivo enormes zonas nuevas, y está casi terminado. Sin embargo sólo vimos un par de docenas de hombres trabajando en él: los créditos, me dijeron, se habían agotado. Y ahora el sol estaba en su ocaso mientras penetrábamos en la estación de Badajoz.

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9. BADAJOZ ¡Badajoz! ¡Qué singulares y lejanos recuerdos escolares trae esa palabra! La aburrida clase y el complacido tono de la voz del profesor de Historia mientras hablaba de su saqueo por las tropas de Wellington —el retruécano en el poema de Thomas Hood, impreso en una pequeña edición escolar roja que costaba seis peniques—, el aspecto del mismo nombre, tan absurdo en su pronunciación inglesa. Luego, uno o dos años más tarde, leí en la Bible in Spain de Borrow cómo éste había cruzado los brezales silvestres que rodeaban la ciudad, escuchado a las lavanderas cantar sus canciones junto al somero río, e ido a parar entre los gitanos. Aquello había fijado permanentemente el nombre en mí. ¡Y ahora, después de todos aquellos años, allí estaba al fin! Aquella blanca ciudad apelotonada en su colina a la grisácea luz del amanecer era la famosa fortaleza del Guadiana. Cruzamos el río por un bajo puente de varios arcos —construido, según nos informó la guía que llevábamos en la mano, por Herrera, el arquitecto del Escorial—, y subimos a través de estrechas calles hasta el hotel. Demostró ser un lugar bien llevado y moderno, con un salón y un bar... en absoluto en la tradición de Borrow. Nos dijeron que existía principalmente como punto de parada para los automovilistas que viajan entre España y Lisboa. Reservamos habitaciones, y salimos a tomar una copa. Badajoz, como nos reveló la primera ojeada, ha conservado su planta morisca. Sus calles son empinadas y estrechas, y pocas de ellas aceptan el tráfico rodado. Siguiendo una de ellas, salimos a lo que evidentemente era el centro de la ciudad..., la Plaza de la Catedral. La multitud nos asombró. Arriba y abajo de la calle que la atraviesa, la cual, puesto que sigue paralelamente el borde del cerro, es relativamente llana, avanzaba una densa masa de gente de clase media, hablando, riendo, gesticulando. Era la hora del «paseo» de la tarde: las chicas llevaban sus mejores galas: los jóvenes habían peinado y puesto brillantina a sus cabellos, y tantos rayos y destellos de ojos y dientes pasaban entre ellos que uno hubiera dicho que era algún día especialmente festivo. ¡Qué contraste esta escena de vida y alegría con el mortecino y melancólico aspecto de La Mancha! Tomamos una copa en uno de los grandes cafés que estaban frente a la Catedral, y luego nos unimos a la procesión de doble sentido que iba arriba y abajo por la estrecha calle. En un cierto punto, señalado por una cuesta más empinada, su carácter cambió: los paseantes de clase media daban media vuelta, y una procesión de gente de clase trabajadora los sustituía. Siguiéndoles, llegamos a la plaza del mercado, conocida como la Plaza Alta. Es un recinto oblongo formado por altas y blancas casas con arcadas, con ese reservado aire de esfinge de las casas construidas al estilo clásico, y datando, imagino, de principios del siglo XVII. En su extremo más alejado se ve prolongada por dos hileras de edificios más bajos pero más macizos, cuyas arcadas son sostenidas o bien por cortas columnas o por pesados pilares de ladrillo: esas casas, me dijeron, se remontan al siglo XIII. Son con mucho lo más impresionante que tiene Badajoz, y vistas a la luz de las farolas, con sus paredes gruesas, blancas y con incrustaciones calizas, y sus interiores parecidos a sótanos, y las torres del castillo árabe alzándose espectralmente tras ellas, satisfacen todos los deseos no expresados de aventura y misterio. Es también el barrio chino de la ciudad: regresando a él más tarde aquella misma noche, cuando la hora del «paseo» había terminado, descubrimos que había adquirido una siniestra y maligna cualidad. Los burdeles, que ocupan la calle de la Encarnación, habían soltado a sus ocupantes, y chicas chillonamente vestidas y desvestidas se paseaban por entre las arcadas e intercambiaban miradas con tipos que 98

merodeaban al estilo apache y soldados borrachos. La Policía abandona su puesto en la plaza a las diez de la noche, y las estrechas callejuelas que conducen colina abajo están a oscuras. A partir de entonces no es un sitio recomendable para pasear. Badajoz, vista a la luz de la mañana, ofrece una impresión mucho menos excitante. Uno ve entonces una deslustrada y pequeña ciudad provinciana con un núcleo de tenderos y oficiales de clase media, unos cuantos soldados, contrabandistas, mercaderes de ganado y tratantes de caballos, y un amplio grupo marginal de extrema pobreza. La Catedral, edificada en 1258, es un edificio angosto con aspecto de fortaleza, ahogado interiormente por un coro en forma de caja que lo llena casi por completo. Es tan oscura que las pinturas de Zurbarán y Luis Morales que contiene son invisibles. Este Morales, apodado «el Divino», parece exigir un poco de atención, puesto que era natural de Badajoz y pasó toda su vida aquí. Sus fechas clave son aproximadamente 1509-1584. Fue uno de los primeros manieristas españoles, y pintó cuadros devotos del tipo que más tarde serían tan populares, de santos extáticos y Cristos agonizantes y Madonas. En su propia época no fue muy apreciado, pese a ser el pintor del movimiento ascético y místico que deriva de San Pedro de Alcántara y Santa Teresa, debido a que el gusto hacia su tipo de pintura expresionista vino más tarde. Pero recientemente ha atraído una cierta atención como un desmañado precursor de El Greco. Sin embargo, nadie excepto un experto en arte necesita visitar Badajoz para ver su obra: fue un pintor desigual, y sus mejores pinturas están en Madrid. Desde la Catedral subimos hasta más allá de la Plaza Alta, al Castillo Morisco. Es una espléndida ruina en descomposición, coronada como una dama eduardiana con extraños y desvencijados objetos que resultan ser nidos de cigüeñas. Una elegante torre octogonal data de los tiempos de Al-Motawakkil, el último rey de Badajoz, que fue destronado en 1094 por los almorávides. Pero no todos los restos son moriscos. Junto al castillo hay otros edificios de fechas posteriores, así como un espacio abierto donde estuvo en su tiempo la ciudad interior, con los palacios de los Duques de la Feria, el Arzobispo y los Caballeros de Calatrava. Este espacio forma hoy en día una especie de parque: los niños juegan allí entre desmoronadas paredes y zanjas, y soldados y trabajadores contemplan la vista a su ibérica manera, melancólica y carente de curiosidad. Porque hay una buena vista: las almenas dominan el río, y a todo su alrededor se extiende la gran llanura... verde, desprovista de árboles, salpicada de pequeñas granjas, pero sin ningún pueblo que rompa la monotonía. La razón de ello es que, aunque hoy en día la llanura está cultivada, hace un centenar de años se hallaba completamente desierta. Mientras permanecíamos contemplando a nuestro alrededor, un hombre viejo — enérgico, entrecano y de ronca voz, y llevando una gorra que caía sobre sus acuosos ojos y una bufanda negra— vino hacia nosotros y nos ofreció mostrarnos los alrededores. Aceptamos. —Pocos turistas vienen aquí hoy en día —dijo, carraspeando fuertemente—. Muy pocos. El último con el que hablé fue un judío de Tánger. Ese judío me dijo que uno de sus antepasados, un hombre famoso en su tiempo, ocupó una casa en la Plaza Alta en el siglo XV. Había venido de Tánger para verla, y se trajo con él la llave de la puerta que su familia se llevara consigo cuando se vieron obligados a abandonar España cinco siglos antes. ¿Y qué cree usted?... ¡abría! Intenté aparentar que creía aquella vieja y trillada historia mientras él, tendiendo su bastón hacia el monumento conmemorativo a la participación en la guerra de la Legión Extranjera, junto al cual nos habíamos detenido, y carraspeando una vez más, empezaba, con los solemnes y rítmicos tonos de un guía oficial, a describirlo. —Aquí tienen ustedes un monumento de notable... importancia histórica. Para 99

empezar por el fondo, la base, que ven ustedes aquí, está compuesta por losas de piedra caliza unidas con cemento. Pesa, sin el cemento, diecisiete... toneladas y media. Este bloque que hay encima de ella es de granito rojo, y procede directamente de una cantera. Pesa cinco... toneladas y cuarto. Observen que es todo de una pieza y que fue pulido por una... máquina especial traída hasta aquí con esa finalidad. La columna que hay encima es de un granito distinto, traído especialmente de otra cantera. Su peso es de siete... toneladas y un tercio. Observen las letras doradas de la inscripción, que fue ejecutada mediante... un proceso especial. La bola... —¿Así pues, las tropas inglesas subieron por aquí a la ciudadela? —pregunté. —¿Qué tropas inglesas? —Las tropas de Wellington, cuando capturaron la ciudad a los franceses en 1812. Pero o bien al hombre no le gustaba ser interrumpido, o el tema le resultaba desagradable —¿qué tenían que hacer los soldados extranjeros en aquella ciudad?—, porque la respuesta que dio fue inaudible. Entonces me di cuenta de que llevaba un distintivo de metal con una cruz, una cadena y un manojo de flechas. —¿Eso es una medalla? —pregunté. —No —respondió, con ojos brillantes—. Es el distintivo de la Hermandad de Prisioneros. Lo gané debido a que fui el primer hombre en ser metido en prisión por los Republicanos cuando el Ejército se alzó el 17 de julio de 1936. Si las tropas de liberación no hubieran llegado justo cuando lo hicieron, habría sido fusilado. «Sí señor.» Yo antes que ninguno. Me hubieran conferido tal honor. —¿Era usted falangista? —pregunté. —Toda mi vida he sido monárquico —respondió orgullosamente—. Un monárquico de la cabeza a los pies. Cuando estaba en la Guardia Civil ya lo era, y ahora lo soy más que nunca. Escribí una carta a Franco para decírselo. —¿Y qué es lo que dijo él? —No me contestó. —¿Así que desea usted que vuelva el Rey? De pronto, toda su amargura brotó fuera de él. —Hoy en día hasta los perros de las calles lo desean, y no digamos sus antiguos seguidores. Les digo a ustedes que las cosas no pueden ser peores de lo que son. Uno no puede vivir, uno no puede comer. Todos nos morimos de hambre... es decir, todos excepto la gente que está expoliando al país. Nunca, nunca se había hundido tan bajo España. Y no hay nada que pueda hacerse. Mientras «ese hombre» esté al frente de las cosas, no hay esperanzas. Usted es extranjero... Dígame, ¿por qué las demás naciones no hacen algo por ayudarnos? Y con su ronca voz de ex policía siguió explicando que mientras él tenía que vivir con 10 pesetas al día, el precio de las patatas, que eran su principal alimento, había sido subido recientemente por el Concejo Municipal por encima del valor del mercado en beneficio de sus amigos. Lo dejamos rezongando y murmurando para sí mismo, mientras las cigüeñas y las cornejas y los halcones y las palomas, que hacen sus nidos entre las ruinas, volaban en bandadas trazando círculos alrededor nuestro. Es abajo, en el río, donde el carácter oriental de Badajoz impresiona más a uno. No había sirenas lavanderas como en los tiempos de Borrow —poca gente canta hoy en día en España—, pero sí muchas llevando hatillos y jarras y cántaros en la cabeza. Esto es algo que uno no ve en Andalucía. La mayoría de los pobres iban descalzos, y había más mulas y asnos de los que he visto en ninguna otra ciudad española. Las murallas del siglo XVIII siguen estando en su mayor parte igual que cuando los casacas rojas ingleses saltaron sobre ellas. Pero otro asalto más reciente nos interesaba más. Fue la ocasión en que, el 14 de agosto de 1936, la 16a Compañía de la 4a Bandera 100

del Tercio, o Legión Extranjera, se abrió camino hasta la ciudad por una angosta brecha. Una placa en el muro recuerda su hazaña y «su desposorio con la muerte». De una de las compañías solamente quedaron diez hombres: en total dos mil hombres del Tercio resultaron muertos en una zona de unos pocos metros, y si los Republicanos no hubieran retirado hacía poco tiempo la puerta para dar mayor espacio al tráfico, la ciudad, que era defendida por una valerosa fuerza de Carabineros y Guardias de Asalto, así como varios regimientos de reclutas, quizá no hubiera llegado a ser tomada nunca. Como me dijo un canoso sargento: «Aún estarían luchando.» La masacre que siguió se hizo famosa. Todos los prisioneros que habían utilizado las armas —en número de varios miles— fueron abatidos con ametralladoras en la Plaza de la Catedral y la plaza de toros. Por chocante que pueda parecer, es algo que me parece más excusable que muchas otras cosas que ocurrieron durante la Guerra Civil. La Legión Extranjera había tomado por asalto las murallas tras terribles pérdidas: eran un cuerpo entrenado en un culto neurótico a la muerte, y en África, donde habían sido formados para luchar contra los salvajes moros del Riff, no tenían costumbre de recibir ni dar cuartel. Y además, durante el primer año de la Guerra Civil, ninguno de los dos bandos recibió ni dio tampoco cuartel. La vieja y cruel costumbre de la primera Guerra Carlista se afirmó, y todos los prisioneros fueron fusilados automáticamente. Lo que considero más desagradable es que algunos periodistas ingleses, que sabían la verdad, la negaron. Con su determinación de probar que todas las atrocidades que ocurrieron fueron cometidas únicamente por un bando, ayudaron a incrementar la amargura y el veneno de la lucha. Debo relatar ahora un pequeño pero característico incidente que nos ocurrió. La tarde anterior, aproximadamente una hora después de nuestra llegada, un apuesto y atildado joven, con una sonrisa que parecía de foto de estudio, y una expresión avergonzada en todo el resto de su persona, se nos acercó en el hotel y —hablando, dijo, como un escritor y periodista a otro— nos ofreció sus servicios. Le pregunté por qué creía que yo era periodista, y me respondió que su instinto se lo había revelado. Me di cuenta de que debía haber visto el impreso que rellené a nuestra llegada, y que en consecuencia era con toda probabilidad un espía de la Policía. En consecuencia, le respondí que estaba allí simplemente como un turista de vacaciones y, puesto que en aquel momento estaba estudiando el plano de la ciudad que me habían dado en Baedeker, le pregunté si podía decirme el nombre de la calle donde se hallaba el hotel. —¿La calle...? —exclamó vagamente—. ¿La calle? No conozco los nombres de las calles de aquí. Llevo tan sólo unos pocos días en esta ciudad... Entienda, vengo de las Islas Canarias. —Oh, ¿de veras? Entonces es usted un compatriota del gran novelista Pérez Galdós. —Sí, lo soy —dijo—. Es una verdadera lástima que haya muerto, ¿verdad? —Una lástima, sí —repliqué—, pero algo natural, puesto que nació hace más de cien años. —Sí, claro... ¡cien años! ¡Oh, sí, claro! Y su rostro se puso tan completamente pálido que por un momento pensé que iba a desvanecerse. Pero me equivoqué. Al cabo de un momento se había recuperado y, sacando algunos recortes de periódico de su bolsillo y tendiéndolos como una especie de talismán, empezó a ofrecerme sus servicios como guía en aquella ciudad que acababa de decir que no conocía. Tal estupidez parecía probar que no podía ser otra cosa más que un agente de la Policía... un miembro de esa tribu superidiota de la que Trotsky hizo un retrato tan brillante en el librito que escribió sobre su visita a España. Le di las gracias a mi colega escritor, y nos fuimos. Al día siguiente, mientras estábamos terminando de comer, entró bruscamente en el 101

comedor y se sentó sin ser invitado a nuestra mesa. Sacando de nuevo el fajo de recortes de periódicos y luego un bloc, dijo que deseaba mi nombre y algunos particulares sobre mi persona a fin de «poder escribir un artículo sobre mi visita». Luego, cuando me negué, empezó a contarme una historia de mala suerte. Su esposa estaba enferma y alojada en otro hotel (¡como si él estuviera realmente alojado en éste!): sus últimos artículos habían sido muy mal pagados: no podía reunir lo suficiente para comprar sus billetes de vuelta a Madrid. Necesitaba como mínimo 150 pesetas... ¿Podía prestarle yo ese dinero? ¡Así que pagan mal también a los agentes de la Policía!, pensé. Seguramente los pobres diablos tenían que trabajar bajo un sistema de comisiones. Me pareció un acuerdo tan patéticamente español que metí la mano en el bolsillo y le di unos cuantos chelines. Me dio efusivamente las gracias y se marchó. Nuestra visita al campo de batalla de Alarcos nos había gustado tanto que pensamos que no podíamos hacer nada mejor que pasar la tarde inspeccionando el lugar de otra gran batalla, la de Zallaka o Sagrajas, donde los ejércitos españoles sufrieron una derrota aún más catastrófica. La historia de esta batalla es tan extraordinaria y tan poco conocida incluso de los lectores de la historia de España que quizá valga la pena incluirla aquí. La fecha es 1084. Alfonso VI de Castilla acababa de ocupar Toledo, y presionaba duramente contra los reinos árabes del Sur. No tenían posibilidades de resistirle durante mucho tiempo más, de modo que, en su desesperación, decidieron apelar a la ayuda de Yusuf ben Taxufin, el Emir almorávide de Marruecos, pese a que sabían que su venida a España iba a significar su ruina. Esos almorávides eran una gente curiosa. Unos cuarenta años antes de esa época, una tribu nómada de los tuaregs, los velados beduinos que viven en el Sahara, había sido convertida al Islam. Conducida por un cierto faqui o profeta, establecieron una orden militar, conocida como los almorávides de las rábidas o castillos fronterizos, de los que formaban la guarnición, con votos que requerían que prestaran juramento de mantener una guerra perpetua contra los incrédulos y de renunciar al vino y a la música. Su avance fue rápido: conquistaron y convirtieron a las razas negras del Níger y el Senegal y ocuparon Marruecos. Allí fundaron Marrakech como capital de su imperio, y en 1084, en respuesta a las llamadas del Rey Mutamid, el rey poeta de Sevilla, cruzaron el estrecho de Gibraltar hasta Algeciras. El mes de septiembre de aquel año vio al ejército africano reunirse en Badajoz, donde se le unieron contingentes de los principales estados árabes de España, comandados por los reyes de Sevilla, Granada y Badajoz. Yusuf, el Emir almorávide, estaba al mando general. Era un viejo de setenta años, de tez oscura, enjuto, con una voz aguda y una fina barba caprina. Había nacido pagano, y pasado su vida entre los arenosos ergs y los pastos ashab del Sahara, y su única comida consistía en tortas de cebada y carne de camello. Llevaba el velo tuareg que cubre el rostro de los ojos hacia abajo, y no hacía nada sin consultar a sus hombres santos. Mientras tanto Alfonso había reunido a su ejército, en el que militaban caballeros franceses, normandos e italianos, y avanzado a su encuentro. Prudentemente, Yusuf aguardó a que se hubiera alejado lo suficiente de su base, y entonces avanzó también. Los dos ejércitos se inmovilizaron a unos quince kilómetros en las afueras de la ciudad, a ambos lados de un arroyo llamado hoy en día el Guerrero, mientras los mensajeros iban arriba y abajo entre ellos, fijando, como era costumbre en aquellos tiempos, el día en el cual se produciría el combate. Durante tres días los dos ejércitos aguardaron, bebiendo la lodosa agua del mismo arroyo, hasta que al amanecer del 23 de octubre los cristianos, anticipando la hora que se había acordado, atacaron. 102

En la primera carga las líneas de Yusuf fueron sorprendidas, y eso produjo considerable confusión. Alvar Fáñez, más tarde lugarteniente del Cid, dirigía a los andaluces, y el centro de las tropas de Alfonso hizo retroceder a los africanos. Entonces Yusuf envió a su cuerpo tuareg de camellos a una incursión al campamento cristiano. El olor de los camellos aterrorizó a los caballos y causó una estampida, de modo que Alfonso, que se había abierto camino hasta la retaguardia africana, tuvo que detenerse y volver atrás. Entonces, en masivas formaciones, la infantería africana empezó a hacer presión sobre sus flancos, mientras el retumbar de los tambores africanos —que eran oídos en Europa por primera vez— hacía que el aire vibrara y se estremeciera. Las filas cristianas empezaron a resquebrajarse cuando la guardia de Yusuf, de cuatro mil senegaleses negros, armados con espadas indias y con escudos de piel de hipopótamo, avanzaron en una compacta masa, con los tambores resonando y los estandartes ondeando, contra los caballeros castellanos. Se abrieron camino hasta donde estaba el rey, y un negro lanzó su espada a través de su cota de malla y le hirió en el muslo. Por aquel entonces todo el ejército cristiano estaba inmerso en la lucha, y con mucha dificultad consiguieron los compañeros de Alfonso formar una guardia en torno suyo y alejarlo del lugar: tuvieron que cabalgar precipitadamente en la oscuridad hasta Coria, a ciento treinta kilómetros de distancia, antes de sentirse seguros. Aquella noche Yusuf hizo que los cuerpos de los cristianos fueran decapitados, y con sus cabezas hizo un alto montón. Al amanecer los almuecines llamaron al dormido ejército a rezar. Luego las cabezas fueron cargadas en carretas y llevadas a las ciudades musulmanas de España y África, como había sido la costumbre en los días de Almanzor. Pero Yusuf volvió a cruzar el estrecho hasta Ceuta, donde estaba su hijo enfermo, y no siguió adelante con su victoria. Cuando regresó cuatro años más tarde, fue para sojuzgar, no a los reinos cristianos, sino a los árabes. La batalla de Zallaka fue en el fondo una bendición para España. No produjo nuevos avances moriscos, pero impidió a los cristianos sentirse fuertes y conquistar los estados musulmanes, como hubieran hecho de otro modo. Si hubiera ocurrido esto, se habrían visto obligados a absorber un enorme territorio hostil con una población muchas veces mayor que la suya propia y una cultura que era incomparablemente más alta. Así se hubieran visto arabizados, sus vigorosas aunque primitivas instituciones se hubieran deteriorado, y se habrían visto constreñidos a ser una estéril oligarquía esclavista semioriental. Partimos en un taxi a lo largo de la carretera que conduce a Cáceres mientras el sol estaba aún alto en el cielo. El paisaje era monótono. Onduladas colinas con algunas pocas encinas esparcidas por sus laderas, espacios abiertos de maíz verde o rastrojos, luego más encinas. Cada árbol tenía la misma forma, cada forma arrojaba la misma sombra, cada sombra giraba en torno a su tronco del mismo modo. Estábamos en un país de relojes de sol, pero ¿por qué tantos cronómetros cuando nada excepto las sombras se movía nunca, y nada memorable ocurría nunca? Excepto la cháchara ocasional de una urraca, el silencio era completo. Los kilómetros iban pasando, los árboles se hacían constantes, la carretera peor. Cruzamos el fondo de un valle, pasamos junto a una casa, subimos un risco. Y entonces, allí delante de nosotros, estaba el lugar. O al menos aquél era el Guerrero, ese insignificante arroyo, remoloneando en su angosto lecho de paredes de tierra. Más allá el paisaje era más abierto, y en algún lugar en aquella amplia extensión debió haberse producido la batalla de Zallaka. ¿Pero había sido así? Nada en aquel vacío, aquella insustancialidad, aquel silencio, recordaba el tembloroso retumbar de los tambores, el relinchar de los caballos, el jadear de los hombres mientras aferraban fuertemente sus espadas y el sudor resbalaba por sus mejillas. Como tampoco parecía poseer el lugar 103

ninguna cualidad estratégica o capaz de provocar una batalla. Nos volvimos sin ir más allá, y mientras pasábamos de nuevo junto a los metálicos árboles, cada uno con su plana sombra yaciendo monótonamente ante él, tuve la sensación de que nada más allá del estremecerse del aire en verano, el crujir de una semilla abriéndose, el suave volar de una urraca, podía haber alterado nunca aquella desolación. Finalmente salimos de allí entre maizales y vimos ante nosotros la ciudad sobre su colina, la llanura más allá y el río, suavemente iluminados por los diagonales rayos del sol. El taxista señaló, con el mismo gesto de Ulises indicando tierra: estábamos de nuevo en el mundo de los seres humanos. El alivio que sentimos era un sentimiento enteramente ibérico. La civilización española está edificada sobre un temor y una antipatía a la Naturaleza. En el amontonamiento de sus casas y calles, en la intensidad de su vida urbana, yace una ansiedad por escapar al vacío de los espacios que la rodean. Cada pequeño pueblo se siente cercado por el mortal hastío de las sierras y las llanuras empapadas por el sol y, puesto que las fuerzas centrífugas que son tan fuertes en los países septentrionales como Inglaterra aquí simplemente no existen, los españoles se sienten impulsados a vivir desordenadamente unos encima de otros, en una forma que no es vista en ningún otro lugar excepto en los países árabes. De ahí el calor y la animación de la vida social, pero de ahí también, cuando surgen las diferencias, la amargura. Incluso la reciente división de las partes contendientes en ricos y pobres puede ser llamada un accidente de la época, puesto que uno sólo tiene que mirar al Norte de África antes de la ocupación francesa para encontrar cada pequeño ksar o municipio dividido interiormente en tirios y troyanos, emboscándose mutuamente detrás de las paredes, en un estado crónico de guerra civil. La historia contiene muchos tipos y clases de explicaciones, y uno quizá pueda culpar también de este estado de cosas a la neurosis causada por el temor a la Naturaleza y por la escasez de comida o la ausencia de justicia social. Terminada nuestra visita a Zallaka, fuimos a la Plaza de la Catedral a tomar un café. ¡Allí estaba de nuevo, aquella aceleración del pulso de las seis de la tarde, cuando la dormida ciudad despierta durante una hora o dos a una furiosa vida! Una vez más vimos las bien vestidas multitudes alineándose arriba y abajo por la estrecha calle: una vez más se detenían en un cierto punto y volvían atrás, para ser sustituidas allí por aún más densas multitudes de gente de clase trabajadora. Roncas mujeres amazónicas chillando sus mercancías, ciegos vendedores de lotería tanteando las paredes como lagartijas mientras caminaban, mujeres tan avanzadas en su embarazo que sus barrigas parecían apuntarle a uno como cañones, hombres con muletas, mujeres con cestos, gitanas descalzas, trabajadores, soldados. Luego llegamos a la Plaza Alta y a las blancas y cavernosas arcadas, y subimos hasta el recinto del castillo. Una bandada de pájaros trazaba círculos en el aire sobre nuestras cabezas y, en los rotos arcos de las ruinas, se erguían las cigüeñas con su sabia mirada emplumada, haciendo resonar de tanto en tanto sus picos a su característica manera breugheliana, o abriendo y cerrando sus alas con solemne simbolismo. Una nube carmesí, suave como el ala de una polilla, se había extendido sobre el cuarto oriental del cielo, y bajo ella discurría el río, poco profundo, dividido en canales, serpenteando ahora en pálidas mangas, ahora en brillantes remansos, sobre su guijarroso lecho. Una hilera de mulas y caballos lo cruzaba, ya que los hombres que habían estado cavando en busca de arena regresaban a casa, y la llanura estaba transformándose de verde oscuro a marrón. Entonces empezó a sonar la hora del ángelus... con un sonido como el golpear de pequeños platillos: el círculo de pájaros se hizo más rápido, y empezaron a sacar luces en las calles de abajo. Ya es hora de bajar —el guardia está haciendo sonar un silbato—, y mientras descendemos por un sendero rocoso pasamos junto a algunas viviendas gitanas que han sido construidas entre las ruinas. Fuera de ellas, en el mismo suelo, arde un fuego, un 104

hombre está martilleando una vasija de cobre, hay niños desnudos llorando, un atisbo de un pecho moreno, mientras de los bajos dinteles salen arrastrándose mujeres con bebés en los brazos y nos rodean, mendigando una limosna. Escapamos. Bajamos a través de una rota arcada del castillo y llegamos a la Plaza Alta. Allá han encendido las luces. La multitud está arremolinándose y girando como los pájaros en el aire allá arriba. Pero, mientras observamos, se produce un cambio: los vendedores callejeros se están marchando, la gente que ha salido de compras vuelve a sus casas con lo comprado, la población nocturna está empezando a salir. Prostitutas recostadas indolentemente contra los arcos, soldados con rostros abotagados y ansiosos mirando hacia todos lados, las tabernas llenas. Apresuramos el paso. Ahora estamos en la larga calle comercial entre los paseantes de clase media. Destellos de ojos y dientes, oleadas de voces, estallidos de repentinas risas. Luego llegamos a la plaza: un instante más, y estamos resguardados en los asientos de felpa roja de un café. Hemos visto Badajoz.

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10. MERIDA Cuando, hace quince años, vimos Mérida por vez primera, era una tarde de verano. Habíamos estado cruzando en coche durante todo el día una serie de desnudas colinas sin agua, empapadas de calor y luz, y cuando empezamos a descender hacia el río y vimos la ciudad abriéndose al otro lado el sol se estaba poniendo. Había ganado metido en las someras aguas o diseminado por el amplio lecho guijarroso, y una pálida luz rojiza caía sobre las murallas romanas y las torrecillas erizadas de nidos de cigüeñas. Tuve la impresión de una ciudad perdida, alejada de la civilización, en el remoto y desértico oeste. Esta mañana, el 7 de abril, cuando bajamos del pequeño tren eléctrico que nos había traído desde Badajoz, el efecto fue totalmente distinto. El sol luchaba por asomarse a través de un velo de bruma, gotas de rocío colgaban en la hierba, y todos los árboles estaban sacando sus hojas. En pocas palabras, era primavera, esa estación irreal cuando la Naturaleza pone sobre esas tierras calcinadas por el sol un breve acertijo, de tal modo que los vividos verdes de las acacias, los plátanos, las higueras y los olmos parecen no tener las habituales hojas, sino gallardetes colgando para decorar un Carnaval. La pequeña plaza del mercado por la que pasamos estaba atestada de gente del campo y, cuando bajamos a la calle principal, nos encontramos con nuevos tipos de gente..., hombres altos moldeados por el clima con anchos sombreros sobre sus cabezas y largos látigos en sus manos, y hermosas gitanas de lentos andares, que nos dijeron que nos hallábamos en la región de España que había dado a México sus «vaqueros» y a Argentina sus gauchos. Las ruinas de Emérita Augusta, capital de la Lusitania romana, puede que estuvieran por allí, pero Mérida no era más que una pequeña ciudad provinciana, dedicada a la cría de ganado. Tras dejar nuestras maletas en el hotel, nos dirigimos al puente sobre el Guadiana. Reptaba como un amarronado ciempiés sobre el lecho del río, apoyado en sus sesenta y cuatro arcos de granito. La corriente discurría tan sólo por debajo de dos de esos arcos, porque aquella había sido una primavera mucho más seca de lo normal, pero a veces llena todos los ochocientos metros de su caudal con un flujo turbulento y amarronado. Es por esta razón por la que el puente ha sido reparado muchas veces desde su construcción por Augusto. Mientras permanecíamos en mitad de su estrecho paso, contemplando la ciudad, observamos la figura de un hombre avanzando hacia nosotros. Era un hombre bajito y de complexión ligera, pulcramente vestido, caminando con un paso saltarín y llevando una cartera en la mano. A medida que se aproximaba, notamos su ajustado abrigo barato, sus zapatos muy limpios, su pequeño bigote negro y sus líquidos y fundentes ojos. Una sonrisa apareció lentamente en ellos cuando nos reconoció, puesto que se trataba por supuesto de nuestro amigo policía periodista de Badajoz. —Nos encontramos de nuevo —dijo—. Bravo. Pensé que así sería. Voy de regreso a Madrid. Dejé a mi esposa en un hotel en la ciudad... está demasiado enferma para levantarse. ¿Cómo se encuentran? —Nosotros muy bien —respondí—. ¿Pero de dónde viene usted? —Del matadero. Habrán oído hablar de él, supongo. Es el mejor de toda España, y ha hecho que el nombre de Mérida sea conocido de un extremo a otro del país. Se me ocurrió que tal vez hubiera algo interesante ahí. Un artículo sobre el mejor matadero de España... ¡Eso puede hacer un buen artículo de primera plana en un periódico de Madrid! Y entonces pensé que tal vez pudiera añadir algo para la Prensa local también... Celebrados turistas extranjeros visitan un Monumento Nacional. Eso suena bien, ¿no?, y 106

ayudaría a pagarme el billete del ferrocarril. Vengan conmigo..., no lo lamentarán. —¿Está muy lejos? —Apenas un paseo..., digamos unos tres kilómetros. Es un lugar tremendamente grande. Si vienen, me ayudarán mucho, ya saben. —Es muy probable —dije, sorprendido por su nueva actitud de animación y familiaridad: en Badajoz había sido todo él deferencia—. Pero no estoy interesado en mataderos. —Oh, pero éste es mucho más que un matadero..., también es una fábrica de empaquetado. Y además, ¿no les gustará verse en la Prensa local? Pero me mantuve firme —un error sin duda, ya que ¿no debe un viajero aceptar cualquier nueva aventura?—, y observamos cómo su pequeña y ligera figura se perdía caminando confiadamente en la distancia. ¿Me habría equivocado suponiendo que nuestro amigo era un espía de la Policía? ¿Quién podía saberlo? Hay espías intermitentes, espías aficionados, espías que trabajan a comisión, del mismo modo que hay profesionales empleados regularmente. Pero su status básico estaba claro. Era un miembro de ese ejército de expósitos flotantes que se ganan la vida de las maneras más variadas. Aunque sin duda en su caso —sin excluir la posibilidad de efectuar de tanto en tanto algún trabajo periodístico— con bastante mala suerte. Es difícil echar a un hombre que se te presenta bajo el disfraz de un respetable periodista y luego, cuando tú no puedes hacer nada por él, apela a tu generosidad. España está llena de tales personas..., hombres que han perdido posición en los seguros nichos de la sociedad y van vagando por ahí, recogiendo las migajas que caen de aquellos que han tenido mejor suerte que ellos. Uno no necesita recurrir al pasado árabe para verlo como un país de nómadas..., vendedores de lotería ambulantes y limpiabotas, vendedores callejeros y corredores de apuestas, «contrabandistas» y agentes a comisión, «cesantes» que tan pronto tienen trabajo como no. ¿Y de qué otra forma puede vivir la gente? El sistema económico español es como un juego de las sillas vacías, en el cual solamente hay la mitad de sillas que de jugadores. Después de comer fuimos a ver la basílica o iglesia conventual de Santa Eulalia, al extremo de la ciudad. Esta Eulalia fue una muchacha de trece años martirizada en el año 305 de nuestra Era bajo la persecución de Diocleciano. Prudencio, el poeta español que floreció a finales de ese siglo, escribió un himno en su honor en el cual habla de su iglesia como «resplandeciendo con mármoles, con un techo artesonado en oro, y como pavimento un mosaico que es como un prado sembrado con muchas clases de multicoloreadas flores». Su culto se extendió por toda España, y hasta el gran brotar de la adoración a la Madona en el siglo XIII, que eclipsó la veneración a los mártires, su santuario en Mérida atrajo a multitud de peregrinos. Encontramos, no el edificio descrito por Prudencio, sino una espléndida iglesia del siglo XIII con un techo «artesonado». Dos capillas, a cada una de las cuales se accedía a través de un arco bajo sostenido por pesadas columnas y capiteles, eran visigóticas, y se decía que los fragmentos de la basílica anterior habían sido incorporados a sus cimientos. Pero los hermosos mosaicos habían desaparecido; quizás aún estén cubriendo el cuerpo de la niña mártir, unos metros más abajo del actual suelo. El cura de la parroquia, que estaba ajetreado organizando los «pasos» para la Semana Santa, nos mostró el lugar. Nos dijo que llevaba a cargo de esta parroquia desde hacía treinta y siete años, y que era bajo su dirección cuando se había raspado el yeso y el antiguo techo, y la piedra habían sido expuestos de nuevo. También, deduje, se debía a su tacto el que la iglesia se hubiera salvado de la profanación durante el breve período —una quincena— en que los Comités de Trabajadores habían tenido el control. De todos modos, como regla general no fue la gente del lugar la que destruyó las iglesias, 107

sino desconocidos venidos de fuera. Cuando nos fuimos, observamos fuera del pórtico sur un curioso edificio compuesto por los fragmentos de un templo romano a Marte y conteniendo lo que piadosamente se creía que era el horno en el cual fue asada la Santa. Esta, sin embargo, no es la historia que da Prudencio. Según ella, Eulalia, después de haber sido ocultada por sus padres en una villa en el campo (el lugar ha sido descubierto recientemente), escapó y se encaminó a Mérida, ansiosa, como Santa Teresa a una edad aún más joven, del martirio. Allá se presentó ante los magistrados de la ciudad y, con la inexorable convicción de la juventud, lanzó una furiosa arenga: Isis, Apolo, Venus no son nada, el propio Emperador no es nada... ésos nada porque fueron hechos con las manos, ése nada porque los adora. Todos sin valor y todos nada. Después de esto y unos cuantos sarcasmos al estilo de los oradores de izquierdas acerca de las pretensiones del Gobierno Imperial de benevolencia y justicia, exigió, a la manera habitual de los mártires de aquellos días, a los ejecutores que cortaran, quemaran y mutilaran sus miembros: iban a encontrar fácil destruir su cuerpo, pero ni siquiera sus peores tormentos serían capaces de alcanzar el alma que este cuerpo albergaba. Entonces el pretor, incapaz de rechazar el desafío, ordenó a los ejecutores que empezaran su trabajo: desgarraron su cuerpo con pinzas al rojo, mientras ella cantaba con su estridente voz infantil una canción de triunfo. Murió, y mientras lo hacía una blanca paloma —era su alma, lacteolus, celer, innocuus— surgió volando de su boca y ascendió a los cielos, mientras una tormenta de nieve caía y cubría el suelo. Había vencido, y los espectadores, emocionados por la excitación de su victoria, estallaron en lágrimas. Tertuliano, el Trotsky africano de su época —porque hay una cierta analogía entre la ascensión del cristianismo y la del comunismo— ha descrito el efecto que esas escenas tenían en quienes las presenciaban. Eran consideradas menos como un espectáculo o pathos que como una contienda entre la carne, representando el mundo material, y el espíritu. «Seguro que esa chica posee un poder que nosotros no tenemos —debió ser el comentario de la buena gente de Mérida—. Para conseguir que resista así tormentos como éstos, tiene que haber algo en esa antisocial religión suya.» De modo que la paloma y la tormenta de nieve debieron estar allí, aunque fuera tan sólo en la imaginación de la gente. Pero hoy en día quizá nos impresione más la estupidez de las autoridades romanas en permitir esas demostraciones públicas que tanto hicieron por debilitar el prestigio del Estado. Y también su esencial decencia. Por horribles que esas escenas pudieran ser, proporcionaban al fanático la prueba y el juicio que exigía. Nosotros, los modernos, no actuamos así. Nuestros mártires, que no son niños sino hombres maduros, mueren en solitarias celdas o en campos de trabajo: sus nombres son desconocidos para el mundo, sus destinos quedan ocultos. O si se les permite efectuar una última confesión, es tan sólo después de haber sido obligados mediante métodos a los que nadie puede resistirse a negar sus propias creencias. Incluso el peor de los regímenes autoritarios posee una ruda humanidad, resultado en parte de su ineficiencia política, cosa que le falta al Estado totalitario. De la basílica de Santa Eulalia fuimos al museo. Está alojado en una iglesia cupulada del siglo XVIII y, debido a la sensación de amplitud y espacio que da, es un placer moverse por él. Las esculturas y los frisos romanos, tomados en su mayor parte del teatro, se hallan por encima del nivel habitual que se encuentra en provincias: 108

indudablemente fueron obra de artesanos griegos y romanos. Sin embargo, la escultura romana, incluso en sus mejores ejemplos, es tan deslustrada y esterotipada que, si no nos sintiéramos atraídos por su curiosidad histórica, nunca acudiríamos a verla. El auténtico tesoro de este museo reside en su colección de escultura visigoda, extraída de iglesias ahora desaparecidas. Cuanto más ve uno el arte visigodo, más esperanzas despierta, y aunque esos fragmentos arquitectónicos de bajorrelieves no van más allá de una burda imitación del nuevo estilo que estaba imponiéndose como resultado de la penetración en el antiguo mundo romano de las influencias orientales, son de todos modos extrañamente emocionantes. Casi con toda certeza son obra de artesanos españoles, con nada germánico en ellos excepto los nombres de sus gobernantes, y uno notará que contienen ejemplos del arco en herradura que fue antes un descubrimiento visigodo que árabe. ¡Pero cuan poco sabemos de todo ello! Tan sólo dos iglesias de segura construcción visigoda han sobrevivido a los tiempos modernos, y aunque una de ellas, la de San Juan de Baños, cerca de Palencia, es de una sorprendente belleza, es muy poco sobre lo que basar nada. Uno se ve inevitablemente conducido a juzgar la arquitectura visigoda por esa maravillosa colección de iglesias en miniatura erigidas en Asturias en el siglo IX; pues aunque la fecha es posterior, su estilo es el mismo, y no muestran nuevas influencias. Esto confirma una impresión que más pronto o más tarde siente cualquier viajero por la Península... La de que aunque España no es un país de ideas o descubrimientos atrevidos, existe sin embargo una sorprendente cantidad de talento artístico durmiendo en las distintas regiones, que entra en acción cada vez que se le presenta la oportunidad. El tiempo era cálido, y nos alegró poder sentarnos en la terraza de un café que había sido instalada bajo un toldo en medio de la plaza plantada con acacias. Allá, nuestro principal entretenimiento fue observar a las cigüeñas. Esos sorprendentes pájaros son uno de los grandes rasgos de Mérida. Anidan preferentemente en los muros romanos, acueductos y pilares, pero cuando no encuentran ninguno condescienden en hacerlo en la torre de una iglesia o en alguna porción sobresaliente del edificio de un convento. En caso necesario se aposentarán en un Ayuntamiento, pero no muestran ninguna inclinación hacia todo lo que sea moderno, no eclesiástico o no oficial. Sus actitudes son graves y dignas, y fue divertido observar a una pareja que había construido su nido en un campanario en la plaza, justo encima de las campanas: cuando éstas sonaban, se levantaban y agitaban lentamente sus alas, como si respondieran a un saludo, y luego volvían a sentarse. En una ocasión un caballo llegó a senador romano y, como diría Sterne, era «un insignificante capricho» el que en Mérida los hoy hace mucho desaparecidos pretores, decuriones y ediles, gozaran de una tranquila prolongación de su existencia en la forma de esos pájaros. De los restos romanos que llenan desordenadamente Mérida, el más famoso es el teatro. Está en buenas condiciones, y ha sido inteligentemente restaurado. Más hermoso, sin embargo, es el «alcázar» o fortaleza, que se alza escarpado sobre el río con sus corroídas piedras de granito y sus altos contrafuertes. Visto desde el puente, da una inevitable impresión de fuerza y antigüedad. Desgraciadamente, sin embargo, no pudimos entrar en él debido a que estaba cerrado temporalmente a los visitantes. Lamenté esto principalmente porque recordaba de mi anterior visita que contiene un foso visigodo con un doble tramo de escaleras que desciende hasta las quietas aguas, y que posee una considerable fascinación. ¡Pero cómo consiguen los arqueólogos destruir la belleza de los lugares que excavan! Puedo recordar el Viejo Sarum cuando estaba lleno de tejos y saúcos como un lugar donde la mente podía perderse en las brumas de la incertidumbre del pasado. Luego vinieron los excavadores y lo señalaron como una pista de tenis, y se convirtió en un 109

lugar vulgar y trivial. Así ocurrirá muy pronto con Mérida. El valor de la mayoría de los restos romanos es que dan una nota de antigüedad y de desvanecido esplendor que deja en libertad a la imaginación, pero en el momento mismo en que uno se detiene a examinar cualquier ruina en particular se siente decepcionado, porque puede ver inmediatamente que cuando era nueva no tenía mayor belleza de la que pueda tener un viaducto del ferrocarril o una conducción de gas. Una vez han sido exploradas en busca de la luz que arrojan sobre la Historia, debería permitirse que siguieran sumergidas en su estado de decadencia natural. Una pregunta que el visitante de Mérida se formula a menudo es: ¿Por qué los romanos crearon una ciudad de este tamaño e importancia en un lugar así? Mrs. Isobel Henderson, una experta en la España romana y autora de varios eruditos artículos al respecto, me lo explicó amablemente. Bética, que así es como llamamos a Andalucía, llevaba muchos siglos civilizada antes de que llegaran los romanos. Con su antiguo sistema municipal ibero y su alto estándar de agricultura, puede ser calificada casi como una provincia de Italia. La costa este también, con el valle del Ebro, llevaba mucho tiempo bajo la influencia griega, cartaginesa y romana. Puesto que el centro estaba escasamente poblado, quedaba solamente el oeste aún por romanizar. De esta parte, el montañoso noroeste (el Cantabrum indoctum iuga ferré riostra de la famosa oda de Horacio) estaba en tiempos de Augusto incompletamente sojuzgado y por lo tanto se hallaba aún bajo dominio militar, mientras que Lusitania, la provincia comprendiendo Portugal, Extremadura y la franja occidental de Castilla, había sido sojuzgada pero no asimilada. Es decir, le faltaban ciudades, y su economía era más pastoral que agrícola. En consecuencia, Mérida fue construida por Augusto para ser su capital y centro administrativo. Su propósito inmediato era proporcionar hogares y pensiones para veteranos: su propósito más a largo plazo era desarrollar toda la región y educarla en las artes de la paz y la civilización. Por esa razón fue edificada rápidamente, «como los aeródromos de Mussolini en el desierto libio», como lo expresó Mrs. Henderson, sin reparar en los gastos ni en sus perspectivas puramente económicas. Uno puede llamarla un gigantesco despliegue propagandístico, proyectado para impresionar a los pastores nativos con la grandeza de Roma y las ventajas de aceptar la forma de vida que ofrecía el Imperio. Su actual posición fue determinada por hallarse en la gran ruta hacia el norte, el «Camino de la Plata», que iba de Sevilla a Astorga: de otro modo hubiera sido situada un poco más al oeste, cerca de Badajoz, donde hay una tierra más arable. Mérida retuvo su prosperidad hasta la caída del Imperio, y los visigodos hicieron de ella una de sus principales ciudades. Luego, en tiempos de los árabes, la ascensión de Badajoz, con su gran llanura y su más ventajosa posición militar, la llevaron a las sombras. La «Reconquista» completó su ruina: la ciudad fue entregada a los Caballeros de Santiago, que se alojaron en su fortaleza romana, y sus campos dejaron de ser cultivados. Pronto toda la región fue ocupada por los merinos de la Meseta. Hoy en día se ha recuperado y es por primera vez en su historia la pequeña ciudad provinciana que se supone debe ser. Hacia el atardecer, cansados de nuestra contemplación, fuimos a caminar a lo largo del puente romano. Estaba lleno de hombres y mujeres, mulas y asnos, regresando a la ciudad desde la otra orilla. El agua del río era de un pálido y etéreo azul, y en la gran extensión de amarillenta grava a ambos lados había mujeres lavando ropa en los remansos y extendiéndola a secar, ganado indolentemente quieto moviendo tan sólo sus colas, y jinetes a lomos de caballos y muías dejando beber a sus monturas. Tras ellos se alzaba una serie de bajas colinas verdes, casi cristalinas a la clara luz, y más allá montañas coronadas de roca diminutas por la distancia, tan azules y tan intensas en tonalidad como las montañas en un paisaje de Patinir. Uno nunca se cansa de la belleza 110

de la luz y los escenarios de España. En el lado más alejado del puente hay dos «merenderos», donde va la gente de la ciudad cuando ha terminado su trabajo. Radio Sevilla atronaba con su «cante jondo», y el aire tenía un débil olor aromático procedente de las jóvenes hojas de los álamos. Pero el puente no podía ser visto adecuadamente desde aquel lado, de modo que volvimos a la ciudad y tomamos un sendero que conducía a la otra orilla. Sin embargo, apenas habíamos echado a andar por él cuando un muchacho al que habíamos conocido en el café empezó a llamarnos. —Psst. Psst. ¡No vayan por ahí! ¡Ese es el «barrio de las mujeres»*. Comprendan, la «señora» no puede ir por ahí. Aceptamos la costumbre de que una «señora» no debía manchar su pureza natural contemplando a una prostituta, y mi esposa retrocedió. Yo sin embargo seguí adelante, y tras pasar junto a algunas muchachas que tomaban el aire en bata junto al parapeto de piedra del terraplén (desde donde se contempla la mejor vista de la ciudad), llegué al final de la calle y vi la larga, baja y negra línea del puente sobre la amarilla grava y el agua azul. Entonces las ranas empezaron a croar a coro, los grillos a cantar, y otro día terminó en el sur de España. 8 de abril Me he hecho amigo del hermano del propietario del hotel. Es un hombre agradable y hablador, con una boca ancha, unos ojos pequeños fruncidos en una sempiterna sonrisa benévola, y gafas. Como toda su familia, es un monárquico convencido. Su padre, dijo, educó a seis hijos con un salario de 3'50 pesetas diarias, y siempre habían tenido lo suficiente para comer, pero para vivir hoy a la misma escala se necesitan 30. Sin embargo los jornales agrícolas son menos de la mitad de esto, además de ser irregulares. Es por eso por lo que, pese a los alquileres más caros, la gente está fluyendo a las ciudades. Sin embargo, para vivir bien, uno debe tener varios trabajos. El mismo es sastre por las tardes, cuida del hotel de su hermano por las noches, y trabaja en sus ratos libres como corredor de fincas. Se considera afortunado, especialmente porque paga un alquiler de antes de la guerra. Para la mayoría la vida se ha convertido en algo insoportable. Le pregunté acerca del matadero. Parece que realmente es una empresa importante. El propietario, un joven gallego, fue a Chicago para aprender el negocio, y ha instalado en su fábrica la maquinaria más moderna. Es también un buen patrón. Paga buenos sueldos, que llegan hasta las 30 pesetas al día, proporciona alimentos buenos y completos, y seguro de enfermedad. Ha construido para sus técnicos un suburbio de casas modelo, muy hermosas, con paseos de acacias y jardines y cuartos de baño. ¿Qué haría Mérida sin él? Mi nuevo amigo tiene una palabra que utiliza continuamente... «una defensa». El matrimonio es una defensa, conocer un negocio es una defensa, llevarse bien con el casero es una defensa. Esta palabra creo que tiene su origen en la proverbial expresión «defender el garbanzo»... en otras palabras «ganarse uno la vida». De todos modos, es típica. La vida, para la clase media española, es una continua guerra de defensa contra las intrusiones del Estado y las amenazas del desempleo y la enfermedad, que aparecen a su imaginación como atacándola constantemente y socavándola. En pocos países existe una tal inseguridad económica. Uno de los rituales a los que tiene que adaptarse el extranjero en España es el paseo entre amigos. Observen a dos hombres de clase media dando uno. Caminan diez pasos y luego, a medida que la conversación se anima, se detienen y se sitúan el uno frente al otro. Los españoles son incapaces de conversar, como hacen los ingleses, sin mirarse. 111

Les gusta encontrar los ojos del otro y observar el efecto de lo que están diciendo en las expresiones de su oyente. Se dice que el mal d'occhio es una superstición mediterránea antes que septentrional, pero realmente son los ingleses los que sufren de miedo colectivo hacia ella: entre ellos es una creencia instintiva el que la mirada humana es peligrosa. Debido a que los españoles no creen en ello, consideran permisible mirar directamente a los demás e inocuo e incluso agradable ser mirado. Sin embargo, en otras muchas formas, muestran lo en guardia que están los unos contra los otros. El conjunto de la vida española, podría decirse, está organizado en una especie de sistema de clanes. Dentro del clan —que consiste en familiares, amigos, aliados políticos y así—, todo es calor y amistad: fuera de él todo es desconfianza y sospecha. Por esta razón las nuevas amistades deben ser provisionalmente traídas al clan mediante el ofrecimiento del pan y la sal... en términos modernos, de un cigarrillo. También entran aquí esas palmadas en la espalda, esos toques en el brazo: sirven para reafirmar. Es posible que esta forma de llevar las relaciones sociales sea la huella de una sociedad primitiva o imperfectamente organizada, pero al menos evita el vicio inglés de la indiferencia. Puesto que la mañana era más bien cálida, cruzamos la plaza en dirección a la iglesia parroquial de Santa María. Es una iglesia medieval, iniciada en el siglo XIII y ampliada en el XV con una corta y ancha nave y dos alas, en las que se abren las habituales capillas atestadas con el brillo de los sobrecargados ornamentos barrocos. Las ventanas, pequeñas, cuadradas y con barrotes, están situadas muy altas, justo debajo del techo, de tal modo que la luz, entrando desde arriba, revela la configuración general de las paredes y bóvedas, pero deja abajo una penumbra que satisface a los sentidos. Aparte esto uno observa con un deleite especial las altas y muy juntas columnas de suave granito, que, puesto que tan sólo tienen capiteles rudimentarios, pueden seguir hacia arriba sin ningún problema para los ojos hasta que se abren como los pétalos de unos lirios en las tres acanaladas hojas de la bóveda de piedra. Todas las proporciones del edificio han sido diseñadas para calmar y satisfacer... no apretadas juntas en una alta y estrecha nave como la mayor parte de las iglesias góticas francesas e inglesas, sino dando alrededor de uno una sensación de espacio y de circulación del aire. Así pues, aunque modesta en su escala, esta iglesia me sorprende como la más hermosa que haya visto en este viaje, a excepción tan sólo de la Mezquita de Córdoba. Confirma la impresión que he tenido a menudo antes, especialmente mientras visitaba las magníficas iglesias de Cataluña, de que el gótico español es un estilo intrínsecamente más espléndido que el francés. La tradición clásica del sur es antagonista al forzado sentido ascendente de la otra, cuya finalidad parece ser desafiar las fuerzas de la gravedad antes que producir un edificio que debe ser armonioso en sus proporciones y dar la sensación de una enorme concha vacía resonando con sombras y luz. Pero por supuesto el clima del sur era un factor que había que tener también en cuenta, haciendo posible reducir el espacio de las ventanas a unas cuantas aberturas pequeñas. De hecho los dos estilos, aunque utilizan el mismo idioma, son muy distintos en sus finalidades. El gótico normando es una arquitectura romántica: se halla inspirada por ideas de crecimiento y vegetación forestal, por nuevas fuerzas estallando a la vida, el brotar de nuevas clases y esquemas sociales: lleva consigo la inquietud de la gente apresurándose hacia el futuro, y así predice la era de la revolución industrial y el gran tropel de las modernas energías que han transformado el mundo. El gótico español, por otra parte, expresa el viejo mundo estacionario de fijos dogmas y tradicionalismo oriental: en su aspecto externo, la majestad de las torres y enhiestos contrafuertes y de los propios edificios hace que existan más allá del tiempo: en su interior, el sentido plástico que es regalo de oriente y de su brillante pupilo, el Mediterráneo. Es una arquitectura 112

hecha para aquellos que, debido a que viven en el presente, dan un valor mucho más alto a la contemplación que a la acción. Pero volviendo a Santa María, las decoraciones barrocas de las capillas añaden una nota de refinado aunque bárbaro esplendor al de otro modo desnudo interior. Cada capilla es una delicia con sus retablos tallados y dorados, sus extáticos Cristos y Madonas, sus complicadas volutas de yeso y apenas entrevistas pinturas ennegrecidas por el humo. Uno no puede ver muy a menudo un gran arte en esos dorados nichos iluminados por velas, pero lo que descubre casi siempre es un alto nivel de habilidad plástica e invención, una perpetua variedad y un exuberante aunque de alguna forma siempre triunfante gusto y diseño. Es en iglesias como ésta, no relacionadas por la Baedeker y a menudo desconocidas para cualquier otra guía, donde se descubren las principales alegrías y sorpresas de un viaje por España. ¡Qué triste resulta el que, en una zona tan extensa, hayan sido tan insensiblemente expoliadas! Después de comer, como todavía hacía demasiado calor para pasear, tomamos un taxi para visitar el denominado Lago de Proserpina, que es una represa romana que se halla a unos cinco kilómetros en las afueras de la ciudad. Subiendo una suave cuesta, llegamos repentinamente a una amplia extensión de terreno ondulado, cubierto con rocas, hierba, asfódelos, y unos cuantos álamos dispersos. Este es el principio de la gran región de cría de ovejas y ganado de Extremadura que se extiende hacia el norte hasta Salamanca y hacia el oeste hasta Portugal. Abajo, en una hondonada, hay un lago azul, de unos ochocientos metros de diámetro. Su aspecto era tan claro, tan azul, entre sus rocosas orillas, que uno hubiera dicho que se hallaba en un lago en County Clare o en Connemara. Nos detuvimos junto a él y bajamos del vehículo. A nuestro lado estaba el dique que bloqueaba el valle..., un largo muro de piedra finamente cortada, sostenido por fuertes puntales: un espléndido ejemplo del arte de los constructores, mostrando la belleza que puede conseguir la construcción sencilla. Parecía tan firme como si hubiera sido levantado ayer. En algún lugar cerca de allí fue descubierta la placa, ahora perdida, que da su nombre al lago. Contenía una curiosa inscripción..., pidiendo, suplicando y exigiendo a la diosa turibigensiana Ataecina Proserpina que vengara la pérdida de ciertas ropas que habían sido robadas: a saber, túnicas, 6; mantos, 2; blusas..., y aquí la placa estaba rota, y el resto de aquella antigua lista de colada romana se había perdido. Debajo del dique había una enorme granja con varias dependencias y otros edificios, en un estado de completo abandono y ruina. Unos cuantos sucios chiquillos estaban jugando por sus alrededores, porque allí vivía una familia de trabajadores del campo, y unos canales de agua desviados de la represa convertían el terreno en un lodazal. Pero no había ninguna señal de que nada de aquella preciosa agua fuera usada para regadío. Le pregunté al taxista a quién pertenecía aquello. —En su tiempo fue un rancho de ganado —dijo—, y uno de los más prósperos, pero cuando el difunto dueño murió hubo un litigio entre sus herederos, que eran hermanos y hermanas, y se gastaron en ello un montón de dinero. Finalmente ganó el hijo más joven, pero como sea que vive en Madrid y no necesita estos ingresos porque su esposa es rica, el lugar ha caído hasta sus actuales condiciones. Ahora ha habido un brote de malaria, y la casa es inhabitable en verano. —Es una lástima que no ganara otro hermano —dije. —Eso no hubiera representado ninguna diferencia —respondió—, porque el hermano mayor se encuentra también en mala situación. Heredó la mejor parte de las propiedades de su padre, pero como era diputado conservador en las Cortes y hombre de gran influencia en el distrito, dejó de pagar los impuestos. Ahora el Estado se ha echado sobre él, y se ha visto obligado a hipotecar todas sus propiedades para pagar los 113

cincuenta años de atrasos que le reclaman. Todo lo que le ha quedado es su «palacio» en la ciudad, donde vive de los ingresos de su mujer. Todos sentimos una gran simpatía hacia él. —¡Una gran simpatía! —exclamé—. ¿Por qué? —Bueno, quizá haya hecho algunas cosas que hubiera sido mejor que no hiciera, pero piense, ¡era un hombre influyente, un diputado! Todo el mundo en esa posición hacía lo mismo en los viejos días. Y luego siempre fue querido en Mérida. Aunque procede de una familia muy antigua, nunca ha demostrado falso orgullo, sino que habla de tú a tú con todo el mundo. Y hoy es más respetado que nunca debido a la fidelidad que ha mostrado al Rey: es por eso precisamente por lo que se han lanzado sobre él con el asunto de los impuestos. Precisamente el otro día lo vi arrodillado en la iglesia con los brazos extendidos en cruz, cosa más bien penosa para un hombre de su edad, frente a la «Virgen de los Dolores». «Bien, Don F. —le dije—, ¿qué problema hay ahora?» «Estoy rezándole a la Virgen —me respondió— para que traiga al Rey de vuelta a España antes de que yo muera.» Este taxista era un hombre viejo, de cabello cano, más bien silencioso, con fuertes y profundas convicciones. Hijo de un pastor, educado en medio de una gran pobreza, había sido durante toda su vida un devoto monárquico. No mostraba ninguna animosidad hacia Franco, al que consideraba un buen general, pero sentía un desprecio absoluto hacia la Falange. —Mire a la España de hoy —dijo—. El trabajador se está muriendo de hambre, las clases medias apenas pueden resistirlo. Nos estamos acercando a un completo desastre. Y todo el mundo sabe la razón. —¿Y cuál es la razón? —pregunté. —Bueno, pues que las clases dirigentes están robando al país. ¿Adonde va a parar el aceite, adonde va a parar el maíz, si no a sus bolsillos? Como usted sabe, todos ellos son falangistas. No tienen ni una peseta que puedan considerar suya cuando acceden a su puesto, y al cabo de un año o dos poseen grandes coches, importantes negocios, enormes propiedades por todo el país. No hay ningún secreto en ello. Todo el mundo lo sabe. —¿Pero no han sido siempre así los políticos? —Han eludido pagar los impuestos, han dado trabajo a sus amigos... En pocas palabras, se han protegido. Todo el mundo debe defender sus intereses. Pero hacer fortuna a costa del país... no. Eso, nunca. De lo que más se quejaba el taxista era de la recientemente instituida oficina conocida como la «fiscalía». Los «fiscales» son oficiales contratados por el Estado con los poderes de la policía secreta. Su trabajo es localizar partidas de maíz, aceite y otros productos alimentarios que han sido retenidos para el mercado negro. Para conseguir eso tienen derecho a registrar casas, arrestar, e imponer multas sin ningún proceso legal sancionador. Pero el peor rasgo de ese procedimiento inquisitorial es que los «fiscales» actúan en base a la información de delatores cuyos nombres nunca son revelados. Esos delatores reciben una recompensa del cuarenta por ciento del valor de lo que es descubierto, de modo que tales delaciones se convierten en un negocio próspero en el cual la gente medra y se hace rica. El resultado es una atmósfera de sospecha en la cual nadie puede confiar en nadie. —Debería ver usted —dijo el hombre— una ciudad cuando el «fiscal» entra en ella. Tan pronto como es reconocido, las calles se vacían, las tiendas no le sirven, y nadie le habla. Es tratado como Judas. —Pero seguramente —dije— el hecho de que a esos «fiscales» se les hayan conferido tan grandes poderes es una prueba de que el Gobierno es sincero en su deseo 114

de eliminar el mercado negro. —El Gobierno quizá —dijo el hombre—, pero los individuos que lo componen, no. El mercado negro fracasaría muy pronto si no fuera mantenido por un sistema artificial de escasez. Y en cualquier caso no obtiene sus productos principales ni del terrateniente ni de las tiendas controladas por los Sindicatos y otros organismos oficiales. Estábamos sentados al borde del lago, con nuestros pies colgando del muro de piedra que descendía hasta el agua. No había ni un soplo de viento agitando la superficie de ésta, y uno podía oír la llamada de una perdiz desde las colinas, a más de un kilómetro de distancia. —¿A quién pertenece este lago? —pregunté. —Al Estado. —Entonces, ¿por qué no utilizan el agua para regar? Se alzó de hombros: —¿Cree usted que les importa el riego? Ni siquiera están trabajando en el canal iniciado por Primo de Rivera hace veinticinco años. —Tiene que recordar que carecen de créditos —dije—. Para hacer que las cosas funcionen de nuevo necesitan un crédito internacional. —Le contaré una historia —me dijo—. En esta ciudad hay una familia que ha perdido todo su dinero en el juego. Sus ropas están raídas, su despensa vacía, y no saben de dónde va a llegarles su próxima comida. Sin embargo son propietarios de una enorme casa llena de cuadros y muebles e incluso de dos o tres viejos coches. «Vendedlo —les dicen sus amigos—, vendedlo. ¿De qué os sirve todo esto ahora?» De modo que se hacen a la idea de venderlo, y buscan compradores. Los compradores llegan. Van arriba y abajo y meten los dedos por todas partes, y luego hacen su oferta. Pero esta oferta no gusta en absoluto a los propietarios. «¡Oh, vamos! —exclaman—, ¡eso es todo lo que ofrecen! Estas cosas que hemos heredado de nuestros antepasados valen veinte veces más. ¡Preferimos morirnos de hambre que venderlas por menos de su valor!» De modo que los compradores se van, y la familia vuelve a sus mendrugos. Y créame, es cierto que antes prefieren vivir así que perder su creencia de que sus posesiones tienen un inmenso valor. A menudo he pensado que esta familia es como la nación española. Somos orgullosos, muy orgullosos. Creemos que valemos mucho, y a los ojos del mundo valemos muy poco. De modo que si alguna nación viniera y nos ofreciera un préstamo en unas condiciones razonables, como por ejemplo el que pusiéramos nuestros asuntos un poco en orden, la echaríamos de nuestra puerta con insultos. —Sí —dije—, y luego le pediríamos que diera discretamente la vuelta hasta la puerta de atrás. Se echó a reír, y nos levantamos para irnos. Los peces empezaban a trazar círculos en el lago, y el sol a descender detrás de las verdes colinas de Portugal. —¡Pobre España! —exclamó el hombre mientras ponía en marcha el motor—. ¡En qué estado se encuentra! «Todo abandonado... todo abandonado». En nuestro camino de regreso a la ciudad nos cruzamos con cuatro guardias civiles caminando en fila. —¡Mírenlos! —exclamó el taxista—. Hay dos de ellos por cada trabajador. ¿Cómo puede soportar el país una carga así? Sin embargo, cuando más tarde aquel mismo día alabé el coche con el cual habíamos efectuado la excursión, un hombre dijo: —¿No lo sabe usted? Es un coche de la Policía. Se lo alquila al cuerpo cada vez que lo necesita. Y parece ser que, como los coches particulares son escasos, ésta es una práctica 115

común.

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11. TALAVERA Y TOLEDO Nuestro tiempo en España iba acortándose. íbamos a vernos obligados a pasar por Extremadura, esa región de hermosas ciudades, sin detenernos. Un tren Diesel partía al día siguiente para Madrid, de modo que, como aquella era la única forma rápida de viajar en esa dirección, decidimos tomarlo hasta Talavera y desde allí coger un autobús de línea hasta Toledo. Apenas habíamos ocupado nuestros asientos cuando se nos acercó un hombre y se dirigió a nosotros en un excelente inglés. Era un profesor de inglés en el «Instituto» de Mérida y un gran anglófilo. Ocupó un asiento vacío junto al nuestro, y en su compañía el tiempo pasó muy rápido. A. tenía tras de sí una de esas tristes historias que son más bien la regla que la excepción en la España de hoy. Era un castellano de buena familia. Su padre, un coronel retirado, había sido fusilado en Madrid durante la Guerra Civil, y lo mismo le había ocurrido a su hermano mayor y a otros dieciocho miembros de su familia. El mismo había pasado la guerra en prisión, y debía su supervivencia a su juventud. Pero era un hombre de buen corazón, y no parecía sentir ningún resentimiento por todo ello. Creía que la mayor parte de los asesinatos se habían debido a la influencia extranjera, y como prueba de ello citaba el hecho de que su padre había sido fusilado por un tribunal de la GPU en el cual el único español presente fue el intérprete. Llegamos, como siempre ocurre en España, a la cuestión del alto coste de la vida. Su sueldo era de 6.000 pesetas al año. Conseguía vivir y mantener a su familia tan sólo debido a que tenía otros medios. Como comparación, un oficial de infantería recibe netas entre las 20.000 y las 24.000 pesetas, e incluso con eso halla difícil mantener su posición si está casado. Pero casi la mitad del presupuesto nacional es gastado en las Fuerzas Armadas y la Policía, y tan sólo una quinceava parte en educación. Como tantos de los españoles de clase media de hoy, A. era un admirador de las instituciones y formas de vida inglesas. Por la noche soñaba con verdes campos llenos de manadas de vacas marrones y blancas pastando en ellos, y una familia de tranquilo porte y enrojecidos rostros, debidos principalmente al consumo de cerveza, dedicándose pausadamente a sus quehaceres. Le dije que si yo fuera español sentiría lo mismo. Me sentiría cansado del desorden y la irresponsabilidad de la vida política española y anhelaría un poco del egoísmo iluminado de los ingleses. Sin embargo, puesto que yo era inglés —añadí—, encontraba en España un tipo de libertad y espontaneidad que echaba en falta en mi hogar. Lo que en nuestro país se gana en orden y justicia social, se pierde en placer y vitalidad. Y además, los septentrionales, ¿no han ido siempre al Mediterráneo para aprender las artes de la vida? En esos asuntos los ingleses eran aún incultos. —Entonces ¿nos consideran ustedes un pueblo primitivo? —preguntó nuestro nuevo amigo. —En algunos aspectos, sí —respondí—. Como mediterráneos, son ustedes un pueblo que aún no ha sido conquistado por el esquema de la vida industrial con su aplastante disciplina. Exteriormente se adaptan, pero interiormente se resisten y lo sabotean. Luego, como iberos, o ligures, o cual sea la palabra que designe a los aborígenes que poblaron España, son ustedes una familia de niños mimados que cada veinte años se pelean y rompen los juguetes de su guardería. Aparte esto, poseen ustedes una cierta cualidad aristocrática, una especie de orgullo acerca de ustedes mismos que queda fortalecido por un estoicismo oriental; y es eso lo que los hace estimados y apreciados allá donde vayan. Es una cualidad para la que nosotros los ingleses no tenemos todavía 117

ninguna palabra, pero que ustedes llaman «nobleza». —Sí, sí —dijo A. ansiosamente—. Eso es algo de lo que nosotros los castellanos nos sentimos particularmente orgullosos. Somos caballeros. Pero qué curioso resulta, ¿no cree?, que nosotros dos, encontrándonos en una ocasión como ésta, seamos ambos gente que envidia las cualidades de la nación del otro. ¡Usted es un hispanófilo, y yo soy un anglófilo! —En la Europa Federal del futuro —dije— consideraremos completamente natural el tener una segunda «patria» en algún otro país europeo... la «patria» de nuestros ideales, de nuestro superego. Cada uno de nosotros deberemos casarnos con una nación extranjera, y esos matrimonios, sean o no platónicos, serán el vínculo que mantendrá junta nuestra federación de distintas razas y lenguas. Usted y yo, con nuestra admiración hacia el país del otro, somos los precursores de ese sistema. —Me gusta la idea —dijo—. Es buena. Mientras avanzábamos rápidamente, una agreste extensión desértica pasaba monótona por el otro lado de las ventanillas del vagón. Cruzamos el Tajo en su angosto encajonamiento, y el paisaje se hizo más árido. En un momento determinado divisamos una bandada de gigantescas avutardas. Luego el tren entró en la estación de Plasencia y, de acuerdo con la excelente costumbre de los trenes españoles, aguardó allí mientras comíamos. Y, es necesario decirlo, aquella comida fue diez mil veces mejor que cualquier comida que haya comido nunca en un tren de las líneas férreas británicas. Pasado Plasencia, el tren giró al este siguiendo el valle del Tajo. Al principio circuló entre encinas; luego los árboles desaparecieron y los maizales tomaron su lugar. A nuestra izquierda se extendía una amplia y cóncava llanura, verde con el maíz joven, y más allá se alzaba, como en el poema de Juan Ramón Jiménez, la enorme y silenciosa masa de la Sierra de Gredos, con sus cimas brillantes de nieve. Hacia las cuatro llegamos a Talavera de la Reina. Talavera era la ciudad natal de Fernando de Rojas, el autor de La Celestina, que es no sólo la primera de las novelas europeas (apareció en 1499), sino también una de las más grandes. Rojas, que era un «Converso», es decir, un judío convertido al cristianismo, fue durante un tiempo su «alcalde mayor». Más tarde fue el lugar de nacimiento de otro eminente escritor, el jesuíta Juan de Mariana (1536-1624), que escribió aquí su gran historia. Pero esos antecedentes no han impedido que hoy sea un lugar desagradable y una de las pocas ciudades de España que uno puede llamar escuálidas. Sus calles son polvorientas y mal pavimentadas, sus edificios o feos o insignificantes, y su propia disposición desordenada y sin un plan concreto. Uno no ve ninguna casa encalada. Viniendo del sur, con su culto a la elegancia cívica y a la formalidad, uno se siente impresionado por la indiferencia mostrada hacia las cosas estéticas e incluso a la limpieza ordinaria. Talavera consigue combinar las peores cualidades de Castilla y Extremadura. Pero el río Tajo es hermoso. Es un río realmente grande, con un caudal de diez veces el volumen de agua del Guadiana, y con la consistencia y las reservas de fuerzas de los ríos septentrionales. Así pues, pese a la sequía, discurría en dos amplios canales que ocupaban más de la mitad de su amplio lecho. Su color era de un amarillo intenso —dorado, a los ojos de un poeta—, y sus orillas estaban flanqueadas con altos álamos de tronco blanco y arbustos de gigantescos tamariscos. El viejo puente, bajo y con muchos arcos, resultó dañado por las crecidas, y un nuevo puente, funcional, metálico y feo, había sido erigido a su lado. Caminamos por las polvorientas y retorcidas calles, pasando junto a la pared desnuda de la famosa fábrica de cerámica. Quedan aún considerables restos de las fortificaciones romanas y árabes, incluidas algunas torres misteriosamente altas y masivas: en cualquier 118

otra ciudad distinta a ésta, alegrarían la vista. Cada fuente, observamos, estaba rodeada por un grupo de una docena o así de mujeres aguardando su turno para llenar sus cántaros. No hay suministro público de agua, y me dijeron que durante el verano, cuando los grifos manan lentos, las mujeres hacen cola durante horas e incluso aguardan sentadas toda la noche. Traen consigo guitarras y hacen de ello una especie de ocasión social. Sin embargo, hay agua abundante en la Sierra de Guadarrama, no muy lejos, y la ciudad es rica. La explicación de esta situación es que durante los últimos sesenta años o así las autoridades municipales han sido corruptas y negligentes. Regresamos al hotel, caliente y lleno de polvo. Se había levantado un molesto viento y, en esas calles que nunca han sido barridas ni regadas, los montones de polvo y las hebras de paja y los papeles se alzan y remolinean por todas partes. Estaba sonando la llamada del ángelus —un sonido duro y como irritado—, y en el deslustrado café con sus oscuras y cuarteadas paredes, decoradas con un friso de papel que mostraba los efectos de los bichos, y en las cuales colgaban un retrato de Franco lleno de cagadas de moscas y coloristas carteles de corridas de toros, las fuertes y roncas voces de los hombres sin afeitar que discutían el último partido de fútbol producían una sensación deprimente. El viajero se halla siempre a meced de sus sensaciones estéticas. Una tarde espléndida, una silla debajo de un plátano, la sonrisa de una agraciada muchacha, el olor del azahar, la vista de unas montañas o un río..., y se siente como en casa. Su país no es el lugar donde viven sus amigos, sino el territorio más amplio de las cosas hermosas..., el territorio de donde, si uno está de acuerdo con Stendhal, recoge esos pagarés de felicidad que entregan una preciosa fracción de su valor cuando son embolsados. Sin embargo, constantemente se halla sujeto a accidentes. Una ciudad fea, un día lluvioso, un hotel desagradable, e inmediatamente se halla en un doble exilio..., igualmente lejos de su tierra nativa y de ese país ideal que ha salido a visitar. El único recurso que le queda es una botella de vino. Teníamos intención de ir al día siguiente a Toledo, pero era domingo y no había autobús. Para pasar el tiempo, pues, fuimos a Nuestra Señora del Prado, la ermita que contiene a la Virgen local. Inmediatamente después de la Semana Santa se celebra aquí una feria que es conocida como «Las Mondas». Aunque sus ceremonias no son más largas de lo que acostumbraban a ser, es famosa entre los folkloristas por ser una supervivencia del festival pagano de «Cerealia». El rasgo más característico es la procesión de muchachas de los pueblos vecinos, llevando cestos cubiertos de flores que contienen pequeñas ofrendas a la Virgen: se trata de la Cereris munda de la cual habla Apuleyo en su Apología, y que en su tiempo consistía en objetos que un profano no debía ver, tales como símbolos fálicos, brotes vegetales y pasteles de cebada. Otro ritual que ha caído en desuso en Talavera, aunque sobrevive en diversos pueblos de Extremadura y Andalucía, es el del Toro de San Marcos. Es atrapado un toro, emborrachado con vino hasta que se vuelve manso, y paseado por toda la ciudad bajo el nombre del Santo. Las mujeres y las muchachas lo acarician con gestos a lo Pasifae, y su futuro en el amor y en los hijos se deduce de la respuesta del animal a sus atenciones. Se cree comúnmente que el toro se vuelve manso debido a que el espíritu de San Marcos ha entrado en él... Un punto de vista que los septentrionales pueden encontrar un tanto extraño, ya que el espíritu del acto es enteramente sexual. Pero «San Marcos» es realmente un pobre disfraz para Zeus. Otra parte del ritual consiste en la bendición del ganado frente a la iglesia y en la distribución de un pan en forma de anillo..., la «Rosca de San Marcos». Viví en una ocasión en un pueblo cerca de Granada donde esta ceremonia se celebraba cada año el 25 de abril. Después de comer tomamos un coche valle abajo, hasta el Puente del Arzobispo. El 119

día era gris, y las altas nubes blancas que cubrían el cielo hacían que el vacío paisaje pareciera más vacío que nunca. A nuestra izquierda discurría el Tajo con su hilera de álamos y sauces, y más allá se alzaban las áridas colinas de los Montes de Toledo. En Puente del Arzobispo hay un antiguo puente, y allí el río entra en el «tajo» que le da su nombre y por el que discurre encajonado hasta que alcanza Abrantes, en Portugal. Regresamos por la carretera principal Sevilla-Madrid. En Oropesa está el magnífico castillo de los Duques de Frías, que ha sido convertido en un parador nacional. Allí puede vivir uno con todo lujo por un precio moderado (60 pesetas al día), y contemplar la enorme extensión de maizales que llegan hasta la Sierra de Gredos cubierta de nieve. Esos hoteles del «Patronato de Turismo», que fueron fundados por el general Primo de Rivera, son una gran bendición para aquellos viajeros que desean ver cómodamente España. Nuestro chófer era un hombre bajito y feo con la costumbre de hacer una violenta mueca cada vez que hablaba. Aún no había hecho ninguna crítica al régimen pero, como todo el mundo, era pesimista respecto a la situación actual. Hablando de la Guerra Civil, dijo: —¿Por qué los llaman Rojos? Ambos bandos eran del mismo color, y ambos hicieron cosas terribles. Tanto en nuestro lado como en el suyo hubo gente que mataba simplemente porque sí..., por placer. Pero esto era en sus momentos filosóficos: en otro estado de ánimo dijo, señalando al Castillo de Oropesa y haciendo su enorme mueca: —Los Rojos tenían tanto miedo cuando se acercó el General Yagüe que ni siquiera pudieron mantener una fortaleza como ésa. El simple rumor de un moro en diez kilómetros a la redonda les hacía echar a correr tan rápido como podían. Sin embargo, eso no les impidió quemar todas las imágenes y retablos de las iglesias y fusilar a cincuenta personas indefensas. Eran hombres que no tenían cojones. —¿A qué tipo de gente fusilaron? —pregunté. —Sobre todo terratenientes. Pero sólo mataron a los buenos. Los malos habían huido, y aquellos que se quedaron eran los que no tenían nada sobre sus conciencias. Supe por él que, aunque ésta es una región de grandes propiedades, la tierra está bien cultivada. Se utilizan tractores y segadoras mecánicas, los jornaleros son contratados para todo el año, y se emplea muy poca mano de obra temporera. A cada labrador se le entrega una cuota de la cosecha, y puede comprar maíz y aceite a precio de coste en la misma propiedad. En consecuencia, su posición, pese a lo bajo de los salarios, es decididamente mejor que la del «jornalero» andaluz. Pasamos la tarde hablando con este chófer y sus amigos en el café. Nos presentó a su hijo mayor, un muchacho agradable que estaba estudiando francés, inglés e italiano, todo a la vez. En sus ratos libres escribía poesías, y uno de sus poemas había sido leído por la radio. Su padre, naturalmente, se sentía muy orgulloso de él. ¡Pero, oh, el coste de subir una familia! Extendiéndose en ello, me dijo que consideraba que 70 pesetas diarias eran el mínimo con lo cual podía vivir, e incluso así solamente lo conseguía restringiendo la comida y vistiendo de cualquier manera. Para ganar una cantidad tan grande uno tenía que comprar la mayor parte de la gasolina en el mercado negro a tres veces su precio normal, puesto que la ración oficial era insuficiente. Uno la conseguía de los granjeros que no utilizaban su ración. Tan provechoso era ese comercio que había algunas personas que consideraban que valía la pena comprar un tractor a fin de poder vender sus cupones de combustible. Del mismo modo que en los viejos días una familia mantenía a dos o tres vacas y vivía de su leche, ahora mantenían un tractor y vivían de su combustible. El tema del matadero de Mérida y su listo propietario no tardó en surgir. 120

—Oh, sí —dijo el chófer—, aquí tenemos a un nuevo tipo de empresario. En Navalcarnero hay uno que tiene una fábrica de cemento, y el Gobierno le anima proporcionándole contratos. Ha construido casas modelo, escuelas y comedores para sus trabajadores, e incluso, creo, les proporciona seguridad social. —Pero seguro que existe un sistema de seguridad social del Gobierno —dije. —Sí, la hay —respondió—. Pero el problema en este país es que, aunque tenemos buenas leyes, nadie las observa. La «Ley de Previsión», por ejemplo, es una ley excelente, ¡pero mire cómo es puesta en práctica! La mitad de la gente que tiene derecho al seguro no lo cobra, mientras que otros, que no tienen ningún derecho, sí lo hacen. Y así ha sido siempre. Nosotros los españoles no somos como las otras razas..., somos malos, malos, malos. Esa es la única verdad. Desde la primera vez que vine a España en 1919, he oído decir esto una y otra vez de labios de gente de toda clase y condición. Y hasta cierto punto es cierto: los españoles no tienen sentido de la equidad. Viven en un sistema en cierto modo tribal, que hace que para ellos sea un deber moral el favorecer a sus amigos a expensas del Estado y penalizar a sus adversarios. Esta es la primera ley de este país, y fue tan observada durante el gobierno de la República como lo es ahora. Tres cuartas partes de los endémicos sentimientos revolucionarios de España son causados por esto. A la mañana siguiente nuestro autobús salió temprano..., a las siete, para ser precisos. Salimos vacilantes del hotel, aún medio dormidos, y nos encaminamos a la oficina de los billetes. En el camino pasamos ante mujeres que barrían el polvo de delante de sus puertas y unos cuantos trabajadores camino de la fábrica de cerámica. Sobre nuestras cabezas el cielo, aún grisáceo y cubierto de nubes, estaba ligeramente teñido de rosa. Tras adquirir nuestros billetes, fuimos a un bar cercano para tomar un muy necesario café. Allá un viejo, que estaba tomando un vaso de anís, inició una conversación. —¿Así que van ya de vuelta a Inglaterra? —Así es. —¿Se tarda mucho en llegar a Inglaterra por avión? —Cuatro horas. —¡«Caramba»! ¿Eso es todo? ¡Sólo cuatro horas! —Eso es todo. —E Inglaterra, ¿es la siguiente nación después de España? —No, primero está Francia. —¿Así que, para llegar a Inglaterra, tienen que pasar por encima de Francia? —Exactamente. —¡«Caramba»! ¿Quién lo hubiera creído? ¿Y cuando pasan pueden ver a los franceses debajo de ustedes? —Así es. —¿Son los mismos franceses de... de... Napoleón? —Sus descendientes. —¡«Caramba»! ¿Así que verán a los descendientes de aquellos a los que derrotamos aquí y los enviamos de vuelta a sus casas? —Sí. —¿Y después de eso llegarán a su país? —Llegaremos a Inglaterra. —¡«Caramba», quién hubiera creído que el mundo fuera tan grande! —(volviéndose a los demás)—. Aquí estamos los españoles, sentados y sin ir nunca a ninguna parte, ¡y esos extranjeros viajan por todas las naciones y lo ven todo! Saben todo lo que hay que saber, mientras nosotros nos sentamos aquí como unos brutos y no sabemos nada. ¡«Caramba»! 121

El autobús se puso en marcha. A nuestro lado se sentó un viejo de rostro arrugado como la ladera de una reseca colina, con una pequeña boina sobre su cabeza y una manta a rayas sobre sus hombros. Había una mujer de tez color membrillo que tenía miedo de estar enferma, varias voluminosas matronas campesinas vestidas de negro, un par de monjas, y cuatro o cinco viajantes de comercio con sus cajas de muestras. Aún medio despiertos solamente, contemplamos los suaves hábitos grises de los olivos, las pequeñas llamaradas rojas de los granados, la mancha verde de las hileras de árboles que parecían flotar pasando a nuestro lado. Luego salimos del valle del Tajo, y la escena volvió a ser de nuevo triste y monótona. Secas tierras altas plantadas con poco atractivo maíz, ningún árbol, castillos en el horizonte. «Una escuálida y tediosa región», como la describe Richard Ford, que se mantuvo hasta que empezamos a descender por un barranco y vimos Toledo sobre su colina delante de nosotros. Tomamos una habitación en el Hotel del Lino, un viejo hotel en una casa aún más vieja. Las agradables proporciones de las habitaciones de techo bajo, la amplitud de las puertas y pasillos, las antiguas camas, duras y llenas de grumos, y el anticuado mobiliario, evocaban los fantasmas de las jóvenes damas victorianas que en su tiempo habían recalado allí con sus papás y sus mamás y salido a pasear a las soleadas calles llevando sombrillas de seda y los gruesos volúmenes encuadernados en piel de la Guía de Ford. Mi propia abuela había sido una de ellas: en los 1840 había sido cortejada por un joven coronel irlandés, que lo sabía todo acerca de España porque había luchado en la Guerra Carlista, y unas pocas semanas más tarde huía con él en diligencia, perseguida hasta los Pirineos por sus indignados padres, que nunca le perdonaron el que se casara con un soldado sin dinero. Tan pronto como hubimos tomado un poco de café salimos a visitar el Alcázar. Es una fortaleza cuadrada con aspecto de cuartel, reconstruida después de un incendio en el siglo XVIII, que se alza como una enorme y fea caja en medio de la ciudad. Allá se refugió, al estallar la Guerra Civil, el general Moscardó con he olvidado cuántos guardias civiles y cadetes militares, así como algunas mujeres y niños, y se defendió contra los ataques de los Republicanos hasta que fue liberado por el Ejército Nacional que avanzaba desde Sevilla. Fue un acto heroico, y el faro de la historia se ha enfocado sobre él y le ha conferido un prestigio que no ha querido darle a la defensa mucho más prolongada y trágica de los guardias civiles en la ermita de Nuestra Señora de la Cabeza en la Sierra Morena. La culminación del horror fue la voladura del edificio por una mina unos pocos días antes de su liberación. Los defensores, apiñados en el más distante de los sótanos, escaparon, pero todo lo demás quedó en ruinas. Hoy en día su cascarón se alza, solitario y feo, sobre los sombríos techos de la ciudad, y así quedará hasta que la próxima oscilación del péndulo traiga consigo un cambio de sentimientos, ya que la intención del actual régimen es conservarlo como un Monumento Nacional. Para alojar a los cadetes militares que vivían allí, se ha construido una serie de anchos barracones en la orilla opuesta de la garganta formada por el río. Los sótanos donde vivió la guarnición pueden visitarse, y fuimos a verlos. En la pared del cuartel general del general Moscardó hay una placa de mármol, reproduciendo la conversación telefónica que tuvo lugar durante el asedio entre el comandante de la Milicia Republicana en la ciudad y el general. El comandante llamó al general para informarle de que su hijo, un muchacho de diecisiete años, sería fusilado a menos que el Alcázar se rindiera y, para hacer la amenaza más real, llevó al muchacho hasta el teléfono para que hablara con su padre. La emocionante conversación que tuvo lugar entre ellos ha quedado registrada: «Tienes que estar preparado para morir», dijo el general, y su hijo respondió: «Sí, padre. Lo haré.» Entonces fue llevado fuera y fusilado. Este no fue el acto aislado de un militar fanático. El primer ministro, Largo 122

Caballero, un viejo y respetable líder sindical, cuya cabeza se había visto afectada por su repentina elevación al poder, estaba por aquel entonces en Toledo, y se había hecho personalmente cargo de todo lo relativo al asedio. Tuvo que dar su consentimiento a aquella muerte, que en cualquier período de la historia hubiera sido considerada como rastrera y cruel. Uno no puede hallar un mejor ejemplo de lo profundamente que corrompen las revoluciones a aquellos que toman parte en ellas. ¿Y cuál fue el efecto de esta heroica defensa? Franco, apresurándose a liberar el Alcázar, perdió la posibilidad de entrar en Madrid antes de que llegara la Brigada Internacional. Si Moscardó no se hubiera defendido tan tenazmente, la guerra hubiese terminado en unas pocas semanas. En ese caso se habría establecido un gobierno civil bajo el general Mola y no una dictadura militar respaldada por la Falange. Por otra parte, el estallido de la mina no sólo falló en conseguir su objetivo, sino que destruyó gran parte de los vitrales de la Catedral y también la deliciosa Posada de la Sangre, donde había permanecido Cervantes y que seguía siendo usada como posada por los campesinos. Después de comer fuimos caminando junto a la Puerta del Sol hasta el Hospital de Afuera, en los límites septentrionales de la ciudad. Es un amplio y hermoso edificio levantado por el Cardenal Tavera en 1541-1579, y contiene un patio con arcadas, dividido en su mitad por una galería de dos plantas, que es una de las cosas más hermosas que pueden verse en España pertenecientes al estilo italiano. Antes de la guerra este edificio era utilizado como hospital, pero más tarde entró en posesión de él la Duquesa de Lerma, que ha amueblado un ala de una forma espléndida con muebles antiguos. Es mostrado a los visitantes, y en él hay tres buenos Grecos. Las calles de Toledo son empinadas, las piedras duras a las suelas de los zapatos. Uno se desorienta en el laberinto de estrechas callejuelas y se cansa pronto. Tras unas cuantas exploraciones, sin embargo, hallamos nuestro camino de vuelta a uno de los cafés de la Plaza de Zocodover, donde nos instalamos para tomar un café, helados y tostadas con mantequilla. ¡Cuántos acontecimientos históricos, me dije a mí mismo, habían tenido lugar en esta pequeña plaza! Aquí vinieron y se fueron los visigodos, los árabes, los caballeros castellanos de la Edad Media. Aquí llegó el Cid trotando desde el puente sobre su caballo Babieca, con su barba atada en un nudo de modo que sus enemigos no pudieran tirar de ella, para someter al Rey Alfonso su litigio contra los maridos de sus hijas. A unos pocos cientos de metros de las piedras de su suelo Santa Teresa se sentó y escribió sus cartas; Garcilaso de la Vega creció hasta hacerse hombre; Tirso de Molina, el creador de Don Juan, pasó sus mejores años; el Arcipreste de Hita, el exaltado Chaucer español, y San Juan de la Cruz, el mayor poeta lírico y místico, languidecieron en prisión. Aquí también mantuvo Lope de Vega a una de sus amantes, Cervantes llegó escapando del tedio de la familia de su esposa, Góngora visitó al Greco. Pero, como todo turista sabe, los pensamientos de este tipo son tan sólo un pensamiento retórico. La imaginación histórica se niega a seguir con tales estímulos. Tan sólo a través de los libros puede uno volar al pasado. Y así, pronto nos cansamos de contemplar aquella triste placita con sus irrecuperables recuerdos, sobre todo puesto que nunca se ve iluminada, como las calles de las ciudades meridionales, por la animación del «paseo» vespertino. Llamamos al camarero, y nos levantamos para irnos. La mejor forma de ver Toledo es olvidarse de las direcciones y de los planos de la ciudad y seguir cualquier calle que le estimule a uno. Eso es lo que hicimos y, quizá porque nos sentíamos un poco cansados, pronto nos dimos cuenta de que estábamos caminando colina abajo. Mientras descendíamos, las casas iban haciéndose más viejas, sus habitantes más pobres, las calles más estrechas y retorcidas, el olor a aceite de 123

fritura más rancio, y las costillas de los perros callejeros más pronunciadas. Estábamos penetrando en la Edad Media y, cuando miramos hacia arriba, pudimos ver, como las torres de un castillo arturiano, la rocosa cresta del lado opuesto de la garganta del río, y cada vez que la veíamos estaba más cerca y más alta con respecto a nosotros. De pronto, una gran sensación. Habíamos desembocado en un pequeño espacio junto al borde del agua. Había atado allí un bote de fondo plano, con su barquero sentado en él, bastaba bajar unos pocos escalones para llegar a su lado. Cerca, unas cuantas ovejas estaban pastando. Delante, la amarillenta corriente avanzaba encajonada entre sus estrechas paredes, y más allá se alzaban las laceradas rocas de la otra orilla, oscuras y sin sol, sin árboles ni casas. La luz iba menguando a nuestro alrededor, aunque cuando alzábamos la vista podíamos ver que una nube en forma de pez, que flotaba inmóvil en el centro del cielo, había adquirido una tonalidad vivamente escarlata. Mientras contemplábamos aquella escena, el barquero nos hizo una inclinación de cabeza y tuve esa sensación, tan extraña cuando ocurre, de que en algún momento, no sabía cuándo, había estado antes allí. Sin embargo, también parecía cierto que no habíamos llegado a un lugar totalmente misterioso y no visitado..., una imagen combinada de los farallones y del río del Inferno de Dante, las orillas de la laguna Estigia o el Flegetonte tal como podría verlos un nuevo Marco Polo, pastoral y sin embargo vagamente habitado, suponiendo que hubiera llegado a ellos luego de que el fracaso de la creencia en una vida después de la muerte los hubiera dejado vacíos y abandonados. Y entonces recordé dónde había visto antes aquel lugar. En una ocasión, después de leer a Dante, había soñado que me unía a una expedición arqueológica para excavar las ruinas del Infierno Cristiano que acababa de ser descubierto —con sus fuegos extintos desde hacía mucho con la descomposición de la fe que los había creado y sus famosos monumentos cubiertos de cenizas y arena—, y aquella grisácea orilla en la garganta del Tajo, o algo parecido, había sido el lugar visto en mi sueño. Durante un rato permanecimos allí, mientras el resplandor de la nube sobre nuestras cabezas iba desvaneciéndose, luego subimos de nuevo en la semioscuridad la ladera que tan fácilmente habíamos bajado, y regresamos a nuestro hotel. Uno de los muchos edificios de Toledo que vale la pena visitar, el único con dos estrellas en la Baedeker, es la Catedral. Es un edificio gótico del siglo XIII, construido según los planos de arquitectos franceses, pero muy alterado luego. Confieso que la encontré decepcionante. En todos los grandes edificios de la Edad Media hay algo que admirar, pero para mí esta catedral se queda muy por debajo de su reputación. Hay una sensación de incomodidad en el hecho de que la nave central es demasiado estrecha para su altura, y de que las laterales son en comparación bajas y achaparradas. Luego la costumbre española de situar el coro en medio de la nave, como una iglesia dentro de otra iglesia, es particularmente fatal en los edificios góticos, que son vistos mejor en una larga perspectiva diagonal. Sin embargo, como museo, la Catedral es algo inigualado. Los espléndidos vitrales de las ventanas (muy dañados por la explosión en el Alcázar), las sillas del coro talladas por Berruguete, las «rejas» del Renacimiento que cierran las capillas, y las pinturas de Juan de Borgoña, merecen ser vistas, mientras que el Tesoro y la Sacristía están atestados de preciosos y a veces hermosos objetos, entre los cuales hay varios admirables Grecos. No debo olvidar tampoco la colección de ropas sacerdotales bordadas y otras telas, que incluyen una casulla del siglo XIV de rara belleza y dos banderas musulmanas capturadas en la batalla del río Salado. Personalmente encuentro esas antiguas telas, con sus dibujos heráldicos o laberínticos, muy estimulantes para la imaginación. Los orientales hicieron de los esquemas decorativos algo que afecta al sentido de la vista del mismo modo que la rima en poesía. Su anormal sensibilidad a las pequeñas variaciones de luz, color y espacio les permitían crear el tipo de esquemas 124

artísticos que, realzando el valor de esas variaciones, conducen a efectos que se hallan a un plano de belleza mucho más elevado que los conseguidos en Occidente. Así, un esquema oriental se convierte no en una sucesión de cosas idénticas repetidas, sino en un diseño en el cual cada elemento separado incrementa de alguna forma misteriosa la potencia de los demás. Tres iglesias se hallan por encima de los muy admirables edificios de Toledo, y todas ellas son orientales. La primera es la del Santo Cristo de la Luz, una pequeña mezquita construida en 922 y alterada por arquitectos mudéjares para adaptarla a los propósitos de la adoración cristiana. Las otras dos son sinagogas, construidas durante la ocupación cristiana en el más puro estilo islámico. La mayor de ellas, Santa María la Blanca, es un edificio con cinco naves, divididas por hileras de columnas que soportan arcos en herradura. Preciosa en sus proporciones y en sus arabescos, ha sido, en mi opinión, excesivamente restaurada. La más pequeña es el Tránsito, construida por un Tesorero de Pedro el Cruel en 1366. Imaginen una caja oblonga, de veintitrés por nueve metros, desnuda en su parte inferior pero con ricos frisos con arabescos recorriendo la parte superior de las paredes, y sobre ellos una arcada atravesada por pequeñas ventanas, que dejan pasar una luz tamizada por celosías de alabastro tallado. El techo es de cedro artesonado, incrustado con placas de marfil y madreperla para resaltar el complejo trabajo de la madera, y la sensación de frío deleite y descanso que uno siente al entrar es una prueba de lo que las perfectamente elegidas proporciones, realzadas por un contraste entre las desnudas paredes y una superficie ricamente decorada, pueden hacer por el espíritu. En sus planos generales ningún interior de un edificio religioso puede ser más simple, y sin embargo cada vez que lo he visto he sentido una intensa y peculiar emoción. Esos arabescos islámicos o judíos arabizados poseen un efecto hipnótico sobre la mente que, en una segunda apreciación, podría ser llamado místico. A menudo me he preguntado a mí mismo por qué eso es así. Sentado hoy en esta sinagoga se me ocurrió que podía ser debido a que, aunque el diseño general era demasiado complejo para que el ojo pudiera seguirlo en detalle, proporcionaba una sensación de seguridad de que había allí un esquema, y de que la misma hoja o voluta que uno veía frente a sí reaparecería un poco más adelante en el mismo contexto, y luego un poco más adelante de nuevo, y otra, y otra, y otra vez. La superficie de la pared tenía la aparente complejidad de la Naturaleza, y sin embargo todo en ella —incluso la escritura hebrea que afirmaba su finalidad— se hallaba bajo la ley del orden y la eterna repetición. Esto proporcionaba un profundo sentimiento de satisfacción y confianza. Porque ¿qué otra cosa es el misticismo excepto el sentimiento de exultación dado por la repentina participación de que existen el orden y la armonía donde a primera vista no parecía haber nada excepto arbitrariedad y confusión? Pero, dejando a un lado los edificios, ¿qué puedo decir de Toledo como una totalidad? La impresión, lo confieso, que produce en mí es el de una extraña, oscura, casi ominosa ciudad. Edificada sobre una desnuda colina rocosa en un meandro del Tajo —una fortaleza si es que alguna vez hubo una—, ha sido, durante la mayor parte de su historia, la ciudadela no de los reyes sino de la Iglesia. Aquí ha sentado sus reales el más amenazador poder religioso del mundo, y ha extendido sus tentáculos por tortuosos caminos y sombríos palacios... a veces para bien, y a veces para mal. Bajo los débiles reyes visigodos mostró su energía persecutoria contra los judíos hasta un grado no conocido en ningún país antes de Hitler (por ejemplo, en 633, persuadió al Rey Sisebuto a ordenar que cada niño judío fuera retirado de sus padres, y unos pocos años más tarde que cada hombre circuncidado fuera castrado), y en un período posterior puso en marcha la Inquisición. Sin embargo, entre esos dos hechos hubo un intervalo de 125

tolerancia. En el siglo XII, justo después de su reconquista de los musulmanes, Toledo se convirtió en un centro de estudios árabes y judíos..., el lugar desde donde, con la ayuda de traductores judíos, la filosofía griega fue transmitida al mundo occidental. Sin embargo, ésta no fue una aventura española. Fue efectuada a través de la influencia de los clérigos franceses y borgoñeses que dominaban la corte y bajo la dirección de un arzobispo francés, educado en Cluny. El clero toledano, conservador hasta la médula, luchó por mantener sus antiguos ritos y costumbres. Una ciudad, pues, de sacerdotes antes que de laicos. Un hormiguero en el cual las hormigas dominantes se distinguían por sus amplios tórax negros. Esta situación se inició bajo los visigodos. La Iglesia adquirió enormes riquezas durante ese tiempo, y los obispos se convirtieron en potentados que reinaban sobre enormes extensiones de tierra y miles de esclavos. Los Arzobispos de Toledo, Metropolitanos de España, controlaban a los reyes apoyándolos contra sus indóciles nobles y luego conduciendo a los nobles contra ellos cuando se volvían demasiado fuertes. Así se libraron del rey Wamba que había expresado su intención de cobrarles impuestos —dándole, se dice, una droga que anuló su memoria—, y con ello ayudaron a preparar el terreno para la conquista árabe. Bajo los musulmanes, Toledo volvió a ser lo que había sido en los tiempos romanos..., una ciudad provinciana. Uno de sus arzobispos, Elipando, cayó en la herejía nestoriana, mientras otros llevaron nombres árabes tales como Obaidalah ben Kasi. Luego, con su reconquista por los cristianos en 1086, la riqueza que los musulmanes le habían quitado a la Iglesia empezó a volver de nuevo, hasta que en el siglo XVII ningún obispo en Europa excepto el Papa gozó de mayores rentas que su arzobispo. Sin embargo, los reyes de Castilla no se sentían cómodos en una atmósfera tan eclesiástica, y tras una corta residencia abandonaron la ciudad. El último gran drama se produjo en 1559,cuando el arzobispo Carranza fue arrestado por la Inquisición bajo la sospecha de sostener ideas luteranas en sus obras y palabras y mantenido en prisión durante diecisiete años antes de su absolución por un tribunal romano. Tan fina se trazó la línea de la ortodoxia teológica en España que pudieron incluso condenar a un hombre que, cuando fue confesor de la reina María en Inglaterra, había quemado a protestantes. Como es el caso con los rusos de hoy, el simple hecho de haber vivido en el extranjero ya lo convertía en sospechoso. Sin embargo, aunque a nosotros los anglosajones esta gran concentración de poder eclesiástico en íntima alianza con el del Estado nos parezca algo siniestro, lo cierto es que no lo sentían así los españoles de aquella época, que en todos los asuntos que a su juicio permitían una libertad de expresión gozaban de una gran libertad. Aquí, en su pequeño convento carmelita, Santa Teresa vivió y escribió y se sintió en paz, contemplando las brillantes colinas rojas y la gran extensión del río, y oyendo los vientos soplar sobre los llanos campos antes de penetrar en la garganta. Esa mujer, una reformadora religiosa, alimentada por libros místicos que hoy estaban en el índice, ocupada en una feroz lucha con las hostiles autoridades eclesiásticas que terminó con la prisión y la desgracia de su coadjutor San Juan de la Cruz, se hubiera sentido sorprendida si alguien le hubiese dicho que había vivido bajo una tiranía teocrática. ¿Y qué hay que decir del Greco, un intelectual extranjero, nacido en la iglesia griega y versado en dudosas teologías levantinas, que por propia voluntad vivió en Toledo desde 1577 hasta 1616 sin ningún incidente excepto una disculpa con el Capítulo de la Catedral respecto a si la cabeza de Cristo debía ser pintada quince centímetros más arriba o más abajo que las de los ladrones? Esas cosas deberían ponernos en guardia cuando nos esforzamos en estimar la popularidad del régimen comunista en Rusia. El Greco... ¡cómo impregna este griego toda la ciudad! Hay cuatro museos que contienen sus pinturas, y varias iglesias. Es el santo recién canonizado que lleva a los 126

turistas peregrinos hasta sus puertas y llena los bolsillos de los comerciantes y los propietarios de hoteles. Sin embargo, ¡qué poco español es! Esa penetrante gravedad, ese refinamiento intelectual que uno ve en los rostros de sus apóstoles y profetas está a un millón de kilómetros de cualquier cosa que haya sido concebida en este país.¡Miren sus retratos de los apóstoles en el Museo del Greco! Nos electrifican con su aire de inteligencia supernatural: su mirada parece reunir en ella todas las matemáticas celestiales. O vean en la siguiente sala el San Bernardo de Siena, inclinado ligeramente hacia un lado con una mirada suavemente abstraída como si estuviera siendo arrastrado furtivamente hacia las cosas de otro mundo. Esos rostros son muy distintos de aquellos de los estáticos monjes de cabezas vacías de Zurbarán, tan carnales en sus orígenes como Sancho Panza. Y luego, ¡cuan fría y extraña es la luz que cae sobre ellos y sobre todas las figuras en sus pinturas griegas..., la acerada y fúnebre luz del visionario, que no tiene nada que ver con el espléndido sol español! Sin embargo, hay que admitir que en las pinturas del Greco hay una afinidad con las cosas españolas. Las razas balcánicas poseen ciertas cualidades —austeridad, una intensificada actitud hacia el sufrimiento— que son características también de España. Podemos suponer que vino preparado por su educación en su juventud a que le gustara esta dura y ominosa tierra —tan diferente a la Italia amante de los placeres— y que en Toledo, la santa ciudad de iglesias y monasterios. Monte Athos y Jerusalén combinados, descubrió que necesitaba hacerse más intensamente él mismo. Trajo a su país de adopción un visionario ojo levantino que le revelaba cosas que estaban por supuesto aquí, pero que los españoles con su timidez intelectual y su realismo autopunitivo eran incapaces de ver o retratar. En esto uno pude compararlo con George Borrow, que también se encontró a sí mismo en España, y que escribió sobre su experiencia un libro que, aunque ningún español hubiera podido escribirlo, es sin embargo español. La llave al Greco es esta teológica mente bizantina que moldea su visión. Miren por ejemplo la pequeña Crucifixión exhibida en su museo. Procede, creo, de la colección del Duque de Alba, y no se halla en la Edición Phaidon, pero para aquel que la posea, los dos Gólgotas, ahora en los Estados Unidos, le darán alguna idea de ella. Muestra a una cruz irguiéndose contra un oscurecido cielo, en la inmensa solitud que se extiende entre cielos y tierra: en esta cruz vemos un severo rostro y un largo y contorsionado cuerpo. Sin embargo, no parece ser la agonía de un hombre lo que estamos contemplando, sino una fantasía teológica... el tipo de sufrimiento que puede suponerse peculiar a un dios muriendo. El aspecto humano de Cristo que fue primero enfatizado por Giotto y que ha sido el tema de cualquier Crucifixión pintada desde entonces, ha quedado completamente trascendido por el sobrenatural. Este, podría decirse, es pues un cuadro que lo lleva a uno directamente hacia atrás, a los días cuando el dogma cristiano acerca de la Trinidad estaba formándose, cuando los debates acerca de la similitud o no similitud de la sustancia del Hijo con la del Padre, que tan sin sentido son para las mentes occidentales, eran reales e importantes. Pero esos dogmas acerca de la naturaleza de la Trinidad son precisamente lo que constituye el núcleo central de las creencias en la Iglesia Ortodoxa Griega..., el punto alrededor del cual giran todas las ceremonias de su culto. A la mente bizantina le gusta enfatizar el aspecto remoto y eterno de los misterios cristianos..., el poder de las sublimes figuras que aparecen en las doradas paredes de los ábsides y cúpulas, todas ellas con sus rostros vueltos hacia el devoto, y el conocimiento sobrenatural o mágico y la sabiduría que constantemente emana de ellas. Esto, expresado en el lenguaje de los pintores italianos barrocos, es lo que encontramos en El Greco: en todas sus representaciones de las figuras santas somos conscientes de un matiz gnóstico. El hombre es salvado no tanto por una conducta correcta o una fe ciega como por un conocimiento visionario de las 127

cosas divinas, impartido a través de los sacramentos, y la gracia desciende de arriba no para tocar el corazón sino para iluminar la mente. Esta es la actitud clásica de la raza que produjo a Platón, Plotino y Dionisio el Areopagita, y cuando miramos a las pinturas del Greco y observamos los rostros de sus santos y apóstoles y aun el del propio Cristo, vemos que están llenos con el poder y la plenitud que procede del perfecto conocimiento2. No necesito decir que ésta es una actitud auténticamente no española. Pocos españoles, podemos estar seguros, excepto el platónico Luis de León, han considerado nunca la ampliación del intelecto como la principal recompensa de los bienaventurados a su entrada en el Paraíso. Puede ser interesante sin embargo tomar en consideración en cuál de sus pinturas se acerca más El Greco al gusto popular español. Pacheco, el suegro de Velázquez, mantenía acerca de él que era un pintor extravagante que se negaba a seguir las reglas —es decir, el sistema clásico establecido por Rafael—, pero declaraba que era el mejor pintor de San Francisco de su tiempo. Esta debió ser también la opinión general, puesto que El Greco pintó más cuadros de ese santo que de ningún otro. Sin embargo, San Francisco era el principal enemigo de lo que más le preocupaba al Greco en religión: con el énfasis que puso en la humanidad de Cristo, dio fin al espíritu bizantino en la Europa Occidental. Uno puede calificarlo como el creador de la cristiandad popular medieval, que alcanza su cúspide en la Imitación de Cristo de Tomás de Kempis..., un libro que tuvo una gran repercusión en España en tiempos del pintor. Y así vemos que en sus más copiados cuadros de ese santo, El Greco pinta a un tipo plebeyo, mirando frente a él con una especie de hambriento éxtasis como el que encontramos en los extáticos monjes de Zurbarán. Es decir, una figura cuya santidad estaba basada en la auténtica noción no bizantina de la imitación de los sufrimientos de Cristo, un hombre más de amor que de visión, y por esa misma razón especialmente apto para despertar la devoción popular. Aunque debemos estar de acuerdo con Pacheco en que esas pinturas son excepcionalmente buenas, no podemos dejar de ver lo diferentes que son en intención al terrible San Bartolomé del Museo del Greco, el sereno San Juan el Evangelista del Prado, o el sublime Madonna Caritatis de Ulescas. Sin duda, si El Greco hubiera estado trabajando para una iglesia griega, hubiese destinado a San Francisco a las paredes inferiores, mientras situaba a la mayoría de sus demás pinturas en la cúpula o bóveda. Decididamente era un pintor de lo que en los libros de arte bizantinos es llamado «las zonas superiores». A menudo se olvida que El Greco es uno de los mayores pintores de retratos. Por supuesto, no creo que ningún otro pintor lo haya igualado en profundidad y sutileza en la percepción psicológica, aunque obviamente algunos lo han superado en cualidades puramente pictóricas. Observen, por ejemplo, su retrato de Don Diego de Covarrubias, el obispo y hombre de Estado, que está colgado en el vestíbulo del Museo del Greco. Como la mayoría de sus mejores cabezas, fue pintado cuando tenía más de sesenta años y, puesto que Don Diego había muerto hacía mucho, o bien de memoria o a partir de otro cuadro. Del mismo modo, el excelente retrato del Cardenal Tavera, que se halla en el Hospital de Afuera, fue pintado a partir de una mascarilla mortuoria. Pero las grandes dotes psicológicas del Greco son quizás incluso mejores desplegadas en esas 2

. Joaquín de Flora, abad de un monasterio cisterciense en Calabria en el siglo xn y autor de un famoso libro profético, declaró que el mayor don posible a un cristiano, el de la Spiritualis intelligentia, estaba mejor preservado en la iglesia oriental que en la occidental. Esto era debido a que la iglesia oriental sentía una devoción especial hacia el Paráclito. Latinas populus ad honorem Filii... electus est. Graceus ad honorem Spiriti Sancti. Eso seguía siendo cierto en tiempos del Greco. 128

representaciones de apóstoles y santos y figuras divinas, en las cuales impregna un rostro con la expresión de un único y totalmente absorbente estado mental. El que más sorprende a primera vista es el San Bartolomé, al que ya he aludido, y para el que sospecho que tomó su modelo de un asilo de lunáticos. El poder transmitido por la mirada de este apóstol —se trata de un poder derivado del conocimiento sobrenatural, puesto que en la teología bizantina todo el poder espiritual procede de tal conocimiento— hiela la sangre. O uno puede tomar cualquiera de sus muchas representaciones de Cristo. Esta penetración psicológica mostrada por El Greco, cuando es tomada en conjunción con su poder visionario y con el torbellino febril y la exaltación de sus grandes telas, hace pensar de una forma natural en Dostoievski. El parecido es demasiado obvio como para necesitar ilustración. Pero anotemos también las importantes diferencias. La mente del Greco es más fina y más delicada. Esto, creo yo, es debido a que en Dostoievski el pecado y el arrepentimiento —esos estados tan terrenales— constituyen la fuente de la cual brota la actividad espiritual de sus personajes. Pero en las últimas pinturas del Greco vamos más allá de eso. El mal, si alguna vez existió positivamente, ha caído y desaparecido, y nos hemos quedado con esos seres glorificados que son pintados mientras ascienden a o giran incesantemente en torno a un mundo sin tiempo, que se halla muy lejos y muy arriba en el espacio. Incluso la Crucifixión, que suministra la energía para su movimiento de ascensión, como una dinamo proporciona energía y luz a una metrópoli, es un acontecimiento cósmico que, si en un cierto sentido ocurre en la tierra, en otro se extiende por toda la creación. Incluso Toledo, que tanto le gustaba pintar, ya no es en sus cuadros Toledo, sino Jerusalén. Como una ilustración de esto permítanme tomar esa soberbia Ascensión de la Virgen, que se halla expuesta en el Museo de San Vicente y es uno de los últimos cuadros que pintó. La Virgen asciende a través del aire sobre la ciudad del pintor, rodeada por ángeles y coros angélicos, y con el Paráclito en la forma de una paloma suspendida sobre su cabeza. La velocidad de su ascensión, que es tanto espiritual como material, ha alargado su cuerpo y también los cuerpos de las figuras angélicas que la acompañan. Mientras asciende, captamos por la oblicua perspectiva de sus miembros, por los retrocedientes planos de sus rostros, por un algo indescriptible en sus desviadas cabezas y cuellos, una sensación de evadirse, de eludir, de alejarse, dirigiéndose muy a lo lejos, como si el mundo con todas sus alegrías y tristezas pudiera ser dejado atrás con una simple inclinación del cuello, sin lucha ni pesar. Esta especie de movimiento diagonal en el espacio pictórico es observable en la mayoría de los cuadros más grandes del Greco, y les da un acento tan característico —tan distinto de todo en la pintura barroca normal— que no me parece extravagante ver en ello la expresión de una actitud religiosa o mística. La auténtica vida, podría decirse, reside en apartar suavemente la mirada de este mundo hacia la luz que procede de otro..., esa luz que, cuando se ha tenido una sola vez una visión, ya no puede ser rechazada nunca. Convirtiendo en realidad esa visión a través de su arte, El Greco sintió sin duda, como más tarde Blake, que estaba consiguiendo su salvación como cristiano. Por última vez, la tarde del 12, fuimos a dar una vuelta por la ciudad. ¡Qué conejera forman sus calles y casas e iglesias! Como Fez, de ellas emana Medioevo: como Lhassa, monjes. Sin embargo, lo que más me impresionó en esta ocasión fue la proximidad de las desnudas y rocosas colinas más allá de la garganta del río. Caminando por los estrechos y retorcidos callejones, uno capta de pronto la visión de una cresta rocosa tan cercana en el claro aire de la meseta que imagina que es capaz de lanzarle una piedra. Esa dura, pedregosa y seca sierra, sin un asomo de agua en ella, con sus peñascos color hierro, parece como si brotara directamente del extremo de la calle. Toledo, se dice uno a sí mismo —aunque esto no es en absoluto cierto—, es una fortaleza edificada en un 129

desierto.

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12. ARANJUEZ Y MADRID Mientras salíamos en un traqueteante y bamboleante tren del valle del Tajo, abrí el periódico de la mañana. Hablaba de que en la Sierra de Avila, a unos cincuenta kilómetros de distancia a la izquierda, se estaba realizando una caza de lobos. Al parecer, los lobos han traído más problemas de los habituales este año, bajando hasta los pueblos y matando a las ovejas y al ganado, de modo que para librarse de ellos se ha decidido organizar una gran battue. La ha organizado un doctor llamado Montoro, toman parte en ella cinco mil voluntarios con escopetas y batidores, y una compañía cinematográfica está filmándola. Un par de días más tarde leería el resultado: no se mató ningún lobo: el total de presas había consistido en dos zorros. El tren estaba abandonando los maizales de La Sagra y entrando en una región de regadío de jardines y altos árboles. Luego, con mucho traqueteo y bamboleo, frenó su marcha y se detuvo: estábamos en Aranjuez. Salimos y tomamos un antiguo autobús tirado por caballos hasta el hotel. Aranjuez es el Versalles español: todo en él habla el lenguaje del placer, la ceremoniosidad y el siglo XVIII. La ciudad se extiende en amplias calles paralelas y enormes plazas y paseos públicos, en torno a los cuales se yerguen en precisas hileras los alojamientos de los sirvientes del palacio. Más allá están las villas de la nobleza. Y todas esas calles, plazas y villas se hallan sombreadas por enormes plátanos. El Palacio es un edificio más bien tristón con algunas estancias fascinantes, decoradas en su mayor parte al estilo pompeyano de 1770. Dos de ellas, el cuarto de vestir de la Reina y la habitación de Porcelana, son particularmente encantadoras. La última es llamada así debido a que tiene sus paredes y techo recubiertas con porcelana blanca, decorada con figuras estilo chino en verde, azul y rosa. Largos espejos encajados en las paredes ofrecen su interminable serie de reflejos, y el resultado es el decorado para una historia de Ronald Firbank acerca de una princesa de perversos e inconsecuentemente atrevidos gustos. Las ventanas del Palacio se abren a un parterre plantado con arbustos y árboles exóticos, y a su lado discurre el río. En el extremo más alejado hay una esclusa, y es el repentino cambio de nivel lo que crea toda esta fertilidad. Cuando estuve aquí la última vez, en mayo de 1934, el agua bajaba en un rumoroso y chapoteante fluir que llenaba todos los jardines con su sonido. Pero hoy hay silencio. Cada gota, antes de alcanzar este punto, ha sido tomada para regar, y el lecho del río más abajo de la esclusa se ha convertido en una cadena de charcas inmóviles y verdosos, aptas solamente para que las ranas croen en ellas. Tuve la sensación de que nunca hasta aquel momento me había dado completamente cuenta de la intensidad de la sequía. Al lado del río y debajo del Palacio se extienden los jardines de La Isla, donde cantaban los famosos ruiseñores de Schiller. Pero en tiempos de Don Carlos no había árboles —fue su padre Felipe II quien los plantó—, y si dejamos vagar nuestra imaginación hasta el siglo XVIII tendremos que recordar que España no produjo un Luis XV. El aspecto de la Familia Real puede deducirse de los retratos de Goya. Sin embargo el lugar parece ideado para un Watteau o un Fragonard. En ningún otro lugar en el mundo alcanzan los plátanos, los olmos y los álamos una altura tan extremada y, en las largas avenidas y perspectivas que convergen en estatuas y en las arboledas y sotos salpicados con arbustos en flor, uno tiene el jardín ideal del siglo XVIII. Esta noche fuimos a dar un paseo por la avenida de gigantescos plátanos —tiene más de cinco kilómetros de largo— que bordea otro jardín aún más grande..., el del Príncipe. 131

Había luna llena —¿la luna no está siempre llena en Aranjuez?—, y los altos y manchados troncos se alzaban hasta un entrelazado de delgadas ramas y hojas aún no completamente desplegadas. No se podía oír a ningún ruiseñor, aunque habíamos oído uno antes, aquella tarde, pero en vez de ello podíamos oír a los cuclillos, que en España llaman también «cucos», que se respondían unos a otros con una resonante nota musical. Cuando cesaron esos cantos, no pudo oírse ningún otro sonido: la propia luna, con el brillo de su luz, parecía estar imponiendo el silencio. Terminamos nuestro paseo con una cerveza y un plato de fresas frescas en el café junto al puente. Los rotos muelles de las camas castellanas no tientan a uno a permanecer mucho tiempo en ellas, de modo que nos levantamos temprano. Era agradable pasear en el frío aire, bajo los altos árboles. Seguimos la avenida que habíamos descubierto la noche anterior hasta llegar al palacete conocido como la Casa del Labrador. Es un edificio construido en 1803 por Carlos IV y su reina, María Luisa, imitando al Petit Trianon de Versalles. Tras echarle un vistazo y decidir que su mobiliario Imperio era vulgar y sin gusto, salimos para dar un paseo por el Jardín del Príncipe. Recomiendo a todos los dendrófilos serios —es decir, a todos los amantes de los árboles— que vengan a Aranjuez. Hasta que hayan estado aquí no tendrán idea de lo que un árbol puede hacer. Los plátanos en estos jardines alcanzan dos veces la altura que alcanzan en Londres y los olmos, creciendo de una forma libre y graciosa que no puede verse en los países septentrionales, se alzan hasta casi los cincuenta metros. Junto a ellos hay árboles norteamericanos como los liquidámbar, pinabetes y castaños de Indias, mientras que el ciclamor o «flor de amor» sorprende a uno entre la maleza con su vivida nota magenta. Las causas de este extraordinario crecimiento son un suelo fértil, un cálido sol, y agua. Todos estos jardines se hallan profusamente regados, y la temperatura en agosto alcanza a veces los 46 grados a la sombra. ¡Qué agradable es esta pequeña ciudad con sus formales calles decoradas con arcos y sus umbríos jardines! Caminar por sus verdes laberintos tras viajar durante tanto tiempo a través de estepas rojas y amarillas era por supuesto una delicia. Sin embargo, aunque este lugar está tan sólo a cincuenta kilómetros de Madrid y posee un buen servicio de trenes, poca gente viene aquí. Y de esos aún menos pasan aquí la noche. ¿Estriba la razón en el tradicional odio castellano a los árboles? (como el chino, el campesino castellano es un furioso dendrófobo). ¿O estriba en su aversión a un tipo extranjero de atracción..., lugares de diversión construidos por reyes que tenían gustos franceses? ¿O es simplemente que, en un lugar donde el dinero es escaso, no pueden permitírselo? Sea cual sea la razón, tomamos el tren de la mañana hacia Madrid. Al llegar a la Estación del Mediodía nos encontramos con el tráfico de la ciudad interrumpido por una de las procesiones de Semana Santa. No había nada que hacer excepto ir a un hotel cercano, que un inglés al que conocimos en Toledo nos había recomendado. Resultó ser exactamente lo que habíamos temido..., uno de esos enormes hoteles internacionales para hombres de negocios donde se vive mal a un precio considerable. El vestíbulo olía a barniz, el comedor estaba panelado imitando a roble, los camareros eran malhumorados, y la comida sabía como si hubiera sido traída aquella mañana por vía aérea desde Inglaterra. Algunos viejos compatriotas míos en la mesa de al lado estaban disfrutando de todo ello. ¿Acaso no venía cada plato con su correspondiente salsa de tomate de botella echada por encima? ¿Acaso los helados no estaban hechos con auténticos polvos? Oí a uno de ellos decirle al otro que jamás hubiera imaginado que España pudiera ser tan hogareña. Tras tanto viajar es agradable estar de nuevo en Madrid y no tener nada que hacer excepto sentarse a la sombra y beber la excelente cerveza y el estupendo café españoles. El clima es más cálido de lo normal en este mes: incluso a las siete uno se descubre 132

cruzando la calle para evitar el sol, pero el fond de l'air es fresco, y generalmente hay una suave brisa a mediodía. No es extraño, puesto que esta ciudad se halla a más de seiscientos metros sobre el nivel del mar. Viniendo del sur, lo primero que nos llama la atención mientras paseábamos por las calles es el sibilante sonido del acento castellano. Hay un constante silbido amortiguado como de serpientes. Pero no escuchen sonidos, sino palabras. Entonces oirán, como disparos intermitentes, un flujo de «No No No Nada Nada Nada». Esa gente parece estar siempre negando o rechazando algo. Si el idioma de la Provenza acostumbraba a ser conocido como la langue d'oc y el de Francia como la langue d'oil y el de Italia como la langue de si, entonces decididamente el español debería ser llamado la langue de no. El Viernes Santo en Madrid es como cualquier otro día de fiesta: los bares y cafés están repletos de una alegre y ruidosa multitud, y las calles están atestadas de hombres y mujeres con sus mejores trajes de domingo. Muchas de las chicas llevan el tradicional traje de penitente..., una larga túnica de satén o de muaré negro que llega hasta el suelo, una alta peineta con una mantilla echada encima, y una rosa o un clavel en el pelo. Junto con todo ello llevan un pesado rosario negro en una mano y un libro de oraciones con un broche de plata. Pero no hay nada devoto en su actitud: caminan alegremente al lado de su «novio», un poco demasiado conscientes de su disfraz y encontrando que su túnica es difícil de manejar. Uno tiene que ir a Sevilla o contemplar a las viejas para ver la mantilla y la larga túnica llevadas adecuadamente. La mejor forma de disfrutar del espléndido tiempo y de la multitud es ir al Parque. Allá uno puede sentarse bajo los árboles en cualquiera de los cafés al aire libre y contemplar la interminable y pausada procesión de gente pasar por delante de él. ¡Qué encantadoras son las mujeres con sus espléndidos y elocuentes ojos y sus magníficas matas de pelo y su fino porte! Las muchachas son una perpetua delicia, pero las viejas me fascinan también con sus agradables rasgos y su aire de dignidad. Solamente en Roma o Florencia encuentra uno a tantas y tan hermosas. Pero si bien las mujeres italianas tienen mejores figuras y unos rostros finamente ovalados, poseen decididamente menos carácter y expresión. La muchacha española se hace valer de una forma algo distinta a la inglesa. Su rostro, su pelo, sus manos, su gesto, su forma de andar, son los aspectos a los que dedica mayor atención. Cada «paseo» vespertino es una escuela de comportamiento y coqueteo, pero se trata de una escuela nacional en la cual las estrellas de cine no sirven de modelo como en Inglaterra. El modo de andar o porte es lo más importante: las muchachas españolas se comportan en este aspecto espléndidamente. Pero incluso en eso se han producido cambios. En Madrid, al menos, el arte de caminar, o más bien de pasear, sobre altísimos tacones ha declinado. Ya no hay tiempo ni espacio hoy en día para el modo de andar tipo maniquí en el que sus madres mostraron todas sus habilidades. Ha desaparecido junto con los coches de caballos. Sin embargo, las muchachas españolas no visten bien. Sus ropas o son hechas en casa o han sido cortadas por modistas baratas, en vez de ser compradas de confección o cortadas sobre patrones del Vogue. La falda larga y la chaqueta corta, que se llevan este año en Londres y París, no han sido vistas, y sus cinturas prietamente encorsetadas (todas las mujeres españolas se encorsetan locamente) son enfundadas en chaquetas que no caen bien, o peor aún en baratos cardigans tipo inglés, que ellas llaman «rebecas». Los colores también son feos y están mal combinados. Tan desmañado y provinciano es el efecto general que uno no puede impedir el tener la sensación de que necesitan a algún Worth o Paquin de su propia raza para mostrarles la forma en que tienen que vestir. El antiguo atuendo nacional era muy apropiado para ocultar sus puntos flacos — 133

piernas cortas y figuras rechonchas— y resaltar los buenos. Es una lástima que no se haya ideado nada en la misma línea, pero en un estilo moderno. Sin embargo, contempla sus rostros, sus cuellos, sus hombros y su pelo, y todo esto quedará olvidado. Dedican mucho tiempo a su pelo y a su maquillaje, y este tiempo no resulta perdido. Y luego están esos grandes y brillantes ojos con sus nítidos blancos que pueden lanzar una señal casi tan lejos como uno puede arrojar una pelota de tenis. Las chicas inglesas utilizan sus ojos mucho menos deliberadamente. Pero lo que más sorprende al extranjero es el hecho de lo muy conscientes que son de su belleza. Caminan como empujadas por las miradas de admiración que las siguen, sin ninguna de las dudas y vacilaciones que afectan incluso a las muchachas más hermosas de Inglaterra. Saben que están ahí para ser miradas, y que los hombres existen simplemente para mirarlas. Por esta razón se permiten en sus conversaciones una amplia gama de expresiones faciales que van desde los vigorosos mohines hasta las más amplias muecas, que en chicas menos atractivas serían consideradas como poco prudentes. Un profundo fruncimiento de ceño, que ninguna muchacha inglesa se atrevería a exhibir, es parte de su armamento habitual. Con toda esta vida y animación hay una gran cantidad de calor y buen humor. Obviamente las relaciones de los jóvenes con los demás miembros de su familia son a menudo alegres y sin inhibiciones. Y les encantan los niños. Es un espectáculo común ver a un joven bien vestido jugando con un niño o haciéndole carantoñas a un bebé sin ningún rubor. Uno no ve mucha vergüenza o timidez, por mucho que sus novelistas puedan escribir al respecto. En pocas palabras, una sociedad a la antigua usanza..., victoriana primitiva o segundo imperio, pero empezando a desmoronarse y cambiar. Pero si bien la primera impresión que obtiene uno de Madrid en la Semana Santa es de vida y felicidad, no por ello debe suponer que todo el mundo está divirtiéndose. La inmensa mayoría están sumidos en el problema de sobrevivir con lo que ganan. Uno tiene que ver la vida española desde dentro para comprender lo difícil que se ha vuelto eso. Sin embargo, en estos espléndidos clima y ciudad, donde a la gente le gusta divertirse en público, las formas de felicidad están perpetuamente abiertas a los ojos, como en una feria. Y todos están en ello. Las perspectivas de diversión son aquí constantes, siempre están ante tus ojos, listas a saltar al momento al regazo incluso del más pobre en la forma de un billete de lotería premiado. Sólo los viejos saben que han perdido. Una de las cosas curiosas y patéticas de esos viejos en España es la forma en que se contraen y arrugan. A cada paso uno ve a viejas tan delgadas y poco sustanciales que piensa que un soplo de aire puede llevárselas. Esas mujeres nunca se muestran alegres. Una expresión de sempiterna melancolía ha caído sobre sus rostros como una mascarilla mortuoria, y permanecen sentadas en un banco del parque o en cualquier rincón sin cambiar de expresión nunca, como si fueran un helecho o una planta. Otro tipo exhibe esa expresión de terror, con los ojos muy abiertos, que uno puede ver en el retrato de Goya de la Infanta María Josefa en el Prado. Pero todas ellas sin excepción son tristes, y creo que no sólo porque son pobres y están solas y han sido desgarradas por alguna tragedia durante la Guerra Civil o la represión que siguió luego —aunque, Dios lo sabe, esas son causas suficientes—, sino porque no pueden olvidar que las oportunidades de conseguir la felicidad ya han pasado. En este país, donde por todas partes hay juventud y vitalidad, se sienten completamente derrotadas porque sus fuerzas se han ido y sus días están contados. Pero de todos modos, ¡qué ciudad tan espectacular es Madrid! El sentido moral puede verse sorprendido por el contraste entre riqueza y miseria, pero uno se sentirá estimulado pese a sí mismo por la sensación de vida. Los españoles se lanzan tanto al placer como al dolor más franca y completamente que otras razas. Corren abiertamente 134

hacia el uno y, cuando lo han perdido, se sumergen en el otro. Uno imagina que en el limbo debe haber muy pocas almas de origen español, puesto que para ellos el mayor mal es algo opaco y carente de sensaciones. Y por supuesto las grandes vicisitudes por las que pasan dejan un residuo en sus rostros, que es más apreciable aún debido a lo prominente de sus rasgos. Las expresiones que uno puede ver en la gente de más de cincuenta años son a menudo extraordinarias. Hoy nos hemos trasladado a un hotel en la Gran Vía, donde pagamos 50 pesetas de «pensión» diaria, tenemos un cuarto de baño privado, y gozamos de una comida tolerable. Exactamente la mitad del precio de la noche anterior. Este hotel no ofrece lujos, pero posee una atmósfera amistosa y alegre: sus clientes son principalmente gente joven..., estudiantes, extranjeros, actores, y así. Por la tarde, mientras cruzábamos la ciudad, nos encontramos con dos procesiones: en una de ellas la Virgen era llevada al frente, y el Cristo muerto la seguía detrás en un ataúd de cristal: en la otra había un «paso» de Cristo siendo azotado por los soldados. En ambas el lugar de honor lo ocupaba un destacamento de la Policía municipal, que tiene la reputación de ser la más dura de los cuatro tipos diferentes de Policía que hay en este país. Aquella noche fuimos a ver otra y mucho más larga procesión. La multitud era muy densa, pero Policía a caballo la mantenía en sus sitios, de modo que forcejeamos hacia la Calle de Alcalá con la esperanza de conseguir una mejor vista desde más cerca. Al cabo de poco rato vimos un gran objeto pesado, iluminado como un árbol de Navidad con centenares de velas, avanzar lenta y bamboleantemente Gran Vía abajo hacia nosotros. Entonces la multitud se hizo más densa, núcleos de gente empezaron a agitarse y a empujar, y mi esposa estuvo a punto de ser derribada. Adelanté ambos brazos para sujetarla, y cuando ella estuvo de nuevo en pie me encontré con que mi cartera, que llevaba en el bolsillo de mis pantalones, había desaparecido. Contenía casi treinta libras. Sin duda era de justicia que los ladrones, cuyo santo patrón había sufrido aquel día en la cruz, sacaran alguna ventaja del hecho, pero para mí el golpe era severo. Regresamos al hotel en un estado de gran depresión, sin aguardar a ver ningún otro catafalco. En el hotel donde estamos hay un cierto número de estudiantes francesas. Ofrecen un fuerte contraste con las muchachas españolas. Ni una de cada siete es hermosa, pero difieren grandemente entre ellas. Poseen menos vitalidad animal, pero sus procesos mentales son más complejos. Su abanico de sentimientos y caracteres es más amplio debido a que poseen una moderna timidez. La verdad es que los españoles son una raza simple en comparación con los ingleses y los franceses. Como en su clima y su paisaje, los medios tonos parecen haber desaparecido. ¿O acaso es que, como la música escrita en una clave no familiar, somos incapaces de captar todas sus complejidades? Esta me parece la hipótesis más probable. La profunda melancolía, la obsesión religiosa, el abismal vacío y la nada que uno ve tan a menudo grabados en sus rostros, son de un tipo distinto a cualquier otra cosa que uno haya visto en cualquier otro lugar de Europa. ¿Y qué hay que decir de esa extraña pasión por la sangre que, como demuestran la Guerra Civil y las Guerras Carlistas y las Guerras Napoleónicas, brota en determinadas ocasiones..., esa pasión adusta, medio sexual, medio religiosa, con la que se asocian con la Muerte y hacen su trabajo por ella? Sí, poseen sus propios estigmas de crueldad y delicadeza y melancolía y extravagancia, que a menudo nos resultan tan difíciles de ver como un paisaje nocturno a nuestros ojos acostumbrados a la luz del día. Porque hay dos aspectos del alma española que se corresponden con el día y con la noche. El español diurno es el hombre que uno ve..., sociable, positivo, capaz de grandes estallidos de energía y animación, con un carácter más bien propio del siglo XVIII, y no muy imaginativo. En su conducta ordinaria es una persona más bien simple, 135

como puede afirmar uno tras una ojeada a la literatura española. No contiene ningún Montaigne, Racine, Pascal, Rousseau, Constant, Proust, Blake o Shakespeare, aunque tiene un Cervantes. Su complejidad, cuando posee complejidad, reside como regla en algunos armónicos poéticos o en la forma más o menos arabesca con que trata su material. El otro lado de la naturaleza española no puede uno verla, debido a que raramente se muestra con claridad en la superficie. Pero uno puede adivinarla fácilmente, porque es su silencioso manar en la consciencia lo que da a las cosas españolas ese extraño e inexplicable acento que todo el mundo reconoce. Yo lo llamo el lado nocturno del alma española —aunque igualmente podría ser llamado su lado siglo XVII—, porque está profundamente asociado con pensamientos de muerte y desprecio por la vida. «¡Menosprecio de la vida!» Esa frase es como una campana que repica a lo largo de toda la historia de España. Los españoles son grandes destructores. ¿Es su orgullo —ese «orgullo» por el que siempre han sido famosos— lo que les hace despreciar todos los detalles y trivialidades de la vida cotidiana? Nada es suficientemente bueno para ellos..., ese es el primer estadio de su inmenso egoísmo: en el segundo estadio nada es bueno en absoluto, puesto que la vida y el mundo no durarán siempre. «Todo o nada». Es esta actitud la que ha creado tanto el fanatismo español como el misticismo español. Los españoles son grandes realistas..., eso es lo que siempre hemos dicho. Ciertamente, ven las cosas minuciosa y objetivamente. Pero su realidad duele y hiere su orgullo: demasiado a menudo contemplan la vida como si fuera su enemigo. Y es precisamente la crueldad y precisión de su visión (consideren a Goya) lo que los echa hacia atrás hacia sí mismos con el deseo de trascender lo que ven. De ahí su nobleza, su generosidad, su extravagancia. Tienen que vencer su propia mezquindad, superar y ganar a sus propios egos. A un «caballero» no le importan las opiniones de la demás gente, puesto que la demás gente apenas existe, pero tener una buena opinión de sí mismos..., eso es importante. Así Felipe II construyó el Escorial, y vivió en dos pequeñas habitaciones. Erigió el palacio más grande del mundo para halagar su orgullo, y luego, para halagarlo aún más, lo cedió a los monjes y construyó un «pudridero» real, donde él y sus descendientes pudieran pudrirse lentamente en negros ataúdes de mármol sin ningún ornamento. Don Quijote, desanimado por lo apagado e insignificante de su vida, imaginó que era un caballero andante y luego se demostró a sí mismo que era por supuesto noble. Bajo el revestimiento de un personaje del siglo XIX, uno encontrará muy a menudo en los españoles modernos el profundo sello de la Contrarreforma. ¡Qué rápido pasa el tiempo en esta brillante luz solar, en esta hermosa, bien construida pero quizá monótona ciudad donde todo está hecho para facilitar la vida! Pasamos nuestro tiempo yendo de bar en bar, bebiendo un café en uno, tomando un helado de albaricoque en otro, luego una copa de «manzanilla» y unas patatas fritas antes de la comida, y por las noches agotando todas las formas posibles de cerveza y anís, con olivas negras y esos grandes camarones llamados «gambas». En los intervalos visitamos el Prado y los museos (entre los cuales debo señalar un museo privado, el Instituto Valencia de San Juan, con su excelente colección de cerámica, tapices, bordados, etc.), vamos a ver a algún amigo, o revisamos los libros de arte en la excelente Librería Alemana de la Castellana. Mientras vamos de un lado a otro contemplamos los rostros con los que nos cruzamos, tan encantadora o tan profundamente marcados... o inexplicablemente solemnes con la plomiza solemnidad de los españoles, o más alegres y animados de lo habitual. Los calvos son más calvos, los gordos más gordos, los delgados más cadavéricos, los que les falta una pierna más inválidos que en otros países. Exceptúo de esta generalización a los jóvenes, que no destacan. Hasta los treinta años el hombre español tiende a ser el modelo de hombre, con demasiada animación y demasiado poco 136

carácter. Luego, cuando entra en la mediana edad, empieza a hinchársele la cabeza hasta que cuando alcanza los cincuenta ya es enorme y pesada..., una cabeza de león que sus cortas piernas y cuerpo parecen demasiado débiles para sostener. Sentados están llenos de dignidad, caminando tienden a ser torpes... Senadores romanos tal y como los retratan sus bustos, sin la nobleza que les conferían sus flotantes túnicas. Sí, romanos. El Imperio Romano dejó mucho más de su esencia en España que en Italia: la tosquedad, solidez, estoica fuerza de carácter de ese gran pueblo imperial forman la infraestructura de la vida española, encima de la cual se ha construido un edificio de un tipo enteramente distinto..., un corroído rascacielos de minaretes orientales y contrafuertes que sostienen la densa y bien defendida tela del orgullo y el honor. Su sentido del honor, o más bien su autoestima o «pundonor», es una de las cosas que uno no puede estar ni una hora en España sin apreciar. Es lo que impide a uno compartir un taxi o pagar una entrada de teatro o una copa si está en compañía de un español. Es una cualidad liberadora y ennoblecedora que, aunque no llegue más profundamente que a los buenos modales, hace mucho por elevar el tono de la vida social. Por agradable que sea Madrid en esta estación, el turista probablemente no desearía entretenerse mucho tiempo en ella si no fuera por el Prado. Allí, en una galería que tiene precisamente el tamaño exacto, uno puede ver un gran número de obras maestras tan bien conservadas en aquella montaña de aire desprovista de humos que parece como si hubieran sido acabadas de pintar ayer. Uno podrá tener tan sólo una débil idea de la magnificencia de la pintura española si no lo ha visitado: casi toda la obra de Goya, por ejemplo, puede encontrarse allí. Y luego está la soberbia colección de Tizianos y Tintorettos, Roger van der Weydens y Rubens, sin hablar de una multitud de pintores flamencos e italianos menores. Los Tizianos son de todos los períodos, desde sus dos Venus, donde uno puede captar aún el toque del aire primaveral del Renacimiento, hasta su Santa Margarita y su Danáe, donde la época —la del Concilio de Trento— se ha vuelto sofocante y propia de junio. Luego está el retrato ecuestre de Carlos V, mucho más restaurado de lo que creía, en el cual se capta una riqueza de experiencia mundana y una maestría de todos los variados recursos del arte que difícilmente pueden ser igualadas por ningún otro pintor. Finalmente está su autorretrato, pintado cuando era ya muy viejo, en el cual parece ir más allá de todo lo que ha hecho hasta entonces. Pero el Prado tiene otras cosas que mostrar además de retratos. El cuadro de María de Médicis de Rubens es una de sus mejores pinturas, mientras que el Cardenal Joven de Rafael impresiona a uno por la cantidad de vida y realidad que contiene. Los Goyas serán la gran sensación para el viajero que no ha estado antes en España. De todos los pintores es el más aproximable, debido a que su combinación de ironía y ausencia de racismo con una atractiva forma de pintar lo hacen fácilmente apreciable incluso por aquellos cuya afición al arte es moderada. Uno se atrevería a llamarlo el más grande de los pintores periodistas, en el mismo sentido que Voltaire es el más grande de los escritores periodistas: maravillosamente rápido en ojo y mente, y enérgico e incisivo en sus pinceladas, aunque, cuando es comparado con los supremos maestros de su arte, un poco superficial. Sus aguafuertes y dibujos a lápiz, sin embargo, muestran otra faceta..., un ojo fantástico, visionario, y un poder para hallar nuevas y sorprendentes composiciones que en su velocidad y variedad de improvisación evocan el endemoniado arte de Picasso. Por supuesto, supo captar la faz de España. Fue no sólo el pintor sino el novelista de su época, y cuando uno viaja por todo el país ve sus tipos y gestos vivos aún hoy en día. Velázquez, en cambio, es un pintor español que me atrae más debido a que es enigmático. Sus cuadros no se revelan, como lo hacen los de Goya, a la primera mirada. 137

La gente dice: «Tan sólo era un ojo», pero no utilizaba su ojo, como Goya, para ver las cosas, sino para mirar a través de ellas. Cuales pudieron ser sus sentimientos acerca del mundo es algo que no sabemos, puesto que, como dice Roger Fry, vive enteramente en el reino de la visión pura y parece absolutamente indiferente a los significados simbólicos o emocionales de las cosas que pinta. Una tal actitud en la pintura, incluso juzgándola a la luz de las modernas prácticas, es extraordinaria, y de hecho la impresión que causan sus cuadros es a menudo, creo yo, más profundamente inquietante incluso que la causada por los aguafuertes sobre la guerra de Goya. Tomemos, por ejemplo, la representación de una cabeza —digamos la de Felipe IV o la de una Infanta—, y veremos que posee un perfecto y completo parecido con el original. Sin embargo, este parecido no es en absoluto el objetivo del cuadro: está tan lejos de ser su objetivo que uno se siente impresionado por ese mismo hecho. Velázquez está mirando a través de la unidad del objeto al que llamamos el rostro del rey como composición material, y al hacerlo halla un juego de luz y color que traslada, por medios muy delicados y misteriosos, a su tela. Pero, se dirá, esto es precisamente lo que hacen los Impresionistas con métodos más burdos. No creo que sea realmente así, porque aunque afirman estar plasmando solamente las impresiones de luz y color que golpean su retina, uno puede ver que de hecho han rechazado completamente el contenido vital y emocional de los objetos que están pintando. Velázquez, por otra parte, parece deliberadamente (aunque sin duda inconscientemente) socavar la realidad de los objetos materiales que pinta y sustituirla por una textura más libre de luz y color que los traslada a algún otro mundo más tenue de estética pura. Y al mismo tiempo, debido a que sabemos que la apariencia visible o similitud de las cosas está aún ahí, nos hace sentir, a veces de una forma impresionante, su vaciedad y carencia de significado. Un tal desprendimiento de los valores de la vida ordinaria no tiene a buen seguro precedentes. Uno debe llamar a Velázquez el pintor desilusionado de una era melancólica y desilusionada. Todos sus últimos cuadros muestran una forma aristocrática de «menosprecio de la vida», y un huir de la realidad que tiene una cierta analogía con la huida más dogmática que se ha apoderado de los pintores de la actualidad. Se le puede comparar a Góngora, cuyo largo, hermoso y oscuro poema, Soledades, aunque a todas luces triste, muestra una huida similar al mundo de los valores puramente estéticos. En el momento —veinte o treinta años más tarde— en que Velázquez estaba pintando sus grandes cuadros, las sombras que flotaban sobre España se habían oscurecido sensiblemente. Antes de abandonar a este pintor me gustaría señalar dos de sus cuadros: uno de ellos, Los jardines de la Villa Medid, pintado en Roma o bien en 1630 o en 1650, es el mejor paisaje del arte español, y especialmente interesante para nosotros puesto que conduce directamente a los paisajes franceses del siglo XIX; el otro es una pequeña crucifixión, descubierta en un convento durante la Guerra Civil, y previamente desconocida. Está pintado con una intensidad de sentimientos religiosos completamente extraña en Velázquez. Algunos pintores españoles se hallan pobremente representados en el Prado. Para los primitivos uno tiene que acudir a Barcelona y Valencia; para Zurbarán, que no es lo suficientemente conocido fuera de este país, a Guadalupe, Cádiz y Sevilla. ¿Y dónde están los modernos? Me han dicho que en toda España no hay ni un solo Juan Gris, Miró o Picasso. Esto resulta sorprendente, porque España es el país que produjo a los Conquistadores, y qué otra cosa son los pintores y poetas contemporáneos sino aventureros coloniales..., haciendo heroicos intentos de explorar y cultivar nuevas regiones de la mente, donde el clima es tan poco hospitalario que parece dudoso que la naturaleza humana sea capaz de establecerse en ellos. 138

Madrid, al contrario de Londres, es una auténtica capital. Aquí en esta gran región desértica y polvorienta, con su pobreza y su tedio y sus insolubles problemas, ha surgido una capital que es espléndida, espaciosa, y enteramente hecha para la vida humana. Todo el mundo en ella tiene dinero o pretende tenerlo. Las tiendas están llenas de alimentos de lujo, cada pocos metros hay un café o un tentador bar, las calles y parques están llenos de gente que parece que no tenga otra cosa que hacer más que pasear. Cualquier cosa que pueda recordar a la gente de esta ciudad que su región es pobre, sus pueblos están deteriorados, sus trabajadores van vestidos con andrajos y se mueren de hambre, es discretamente echada a un lado. La vida es para exhibirla y gozarla. La juventud es el tiempo para el placer. No debe permitirse nada que recuerde lo difícil de la situación nacional. Y así aquellos que pueden de alguna forma reservar unas pocas pesetas se lanzan al baile general y piensan en poco más que en mujeres y toros y cartas e interminables, interminables conversaciones. Nosotros los ingleses no vivimos así debido a que nuestras ciudades son lugares tristes y sórdidos, nuestra comida parca, y la presión del trabajo sobre nosotros despiadada, de modo que sería hipócrita por nuestra parte arrojar piedras a aquellos que sí lo hacen. Pero podemos captar el resultado. España es perdida en el juego cada noche por esa ociosa clase buscadora de dinero que se dedica a gobernarla, del mismo modo que en los tiempos de la Regencia los jóvenes señores acostumbraban a jugarse sus propiedades ancestrales. ¡Dinero, dinero, dinero! Hay que buscar dinero a todo trance para pagar las deudas, para incurrir en otras nuevas, para respirar a bocanadas más y más profundas esa vida intoxicante. Y así sigue la juerga. Uno debe condenar el proceso, pero si se ha sido alguna vez joven o se han amado los placeres, no puede honestamente ser demasiado severo con los perpetradores. La última tarde de nuestra visita a España me tropecé con una situación que, por trivial e insignificante que fuera, me pareció resumir toda la situación de este país. El Café María Cristina es el más grande y caro de los cafés de Madrid. Cada tarde su espaciosa planta baja y su primer piso se llenan con una población bien vestida. En el sótano, sin embargo, hay una penumbrosa y misteriosamente iluminada región, atestada de mesas de billar y ping-pong, donde muchachos y jóvenes juegan a precios módicos de la mañana a la noche. En su rincón más oscuro y confuso, debajo de una escalera, y entre un amontonamiento de botellas de cerveza y de soda vacías, hay unos servicios públicos, o como dicen los españoles un «retrete»..., una especie de armarito horrible, cuya puerta no cierra bien, cuya cisterna no funciona, y cuyas paredes rezuman constantemente una goteante humedad. Delante de él —invisible hasta que uno ha acostumbrado sus ojos a la penumbra—, hay una viejecita sentada en una silla. No tiene nada que hacer excepto abrir la puerta, que siempre está abierta de todos modos, y proporcionar un poco de papel higiénico a aquellos que se lo pidan. A cambio de tales servicios acepta cualquier moneda que se le ofrezca. De esto es de lo que vive, y puesto que el café no le paga nada, dudo que gane más allá de las 3 pesetas al día. Pero tiene un puesto, cobra algo, y se considera afortunada. Mi última observación sobre España — aunque hubiera podido ser la primera— se refiere al pelo de las mujeres. La fuerza de las mujeres españolas parece residir, como la de Sansón, en este rasgo. Esos grandes chorros de retorcidos rizos que brotan como cascadas de sus cabezas y son lavados y cepillados y peinados y adornados y perfumados y frotados con brillantina a fin de que rivalicen con sus zapatos o el brillo de sus pupilas, son el índice de la enorme vitalidad animal de su raza: una vitalidad que sería un poco cruda y monótona si no se impusiera tan a menudo sobre ella un tipo peculiar de refinamiento y melancolía. Todas las razas vitales sienten agudamente la existencia del principio antivital: les atormenta más persistentemente de lo que lo hace con los ajetreados, flemáticos, vagamente preocupados ingleses. Esos grandes espacios mentales llenos de corrientes de aire en los 139

que viven habitualmente los españoles hacen que para ellos resulte difícil mantener fuera los hechos de la vida o engañarse a sí mismos con actividades insignificantes. Del mismo modo que una lámpara se alimenta con aceite, ellos se alimentan en un almacén secreto de melancolía, que ni siquiera sus afectos familiares o su ansia por los placeres puede vaciar completamente. Así sus vidas son como los sermones de Jeremy Taylor, con la última fase siempre a la vista: la caja estrecha, el nicho en la pared, la comitiva de plañideras: la vuelta de la llave en la cerradura del corazón que encerrará para siempre sus pensamientos dentro de ellos. 19 de abril Ha llegado el momento de irse. Mientras bebemos nuestro café, leemos que la sequía ha terminado en gran parte del país. En nuestro camino al aeropuerto caen unas cuantas gotas de lluvia, y así abandonamos España igual que como la encontramos..., con altas nubes purpúreas extendiéndose como enormes manos sobre el cielo, y la seca meseta allá abajo aguardando como una mujer en la cama a que llegue el momento esperado. Luego ya estamos en el aire. Inmediatamente nos hallamos sobre tierra no habitada. El suelo debajo de nosotros es de un color rojo magenta, ya que el maíz que lo cubre es tan delgado que no oculta el color de la tierra. Luego aparecen montañas y ríos y tras ellos más montañas, hasta que alcanzamos el mar, y así abandonamos la gran extensión de ox-hide, como Estrabón describió esta península, detrás nuestro. Sin embargo, parece que no hayamos abandonado en absoluto España. Continúa viajando con nosotros en nuestras mentes, afectando e iluminando por contraste todo lo que vemos. Aquí está Inglaterra a nuestros pies. Acicalada como el jardín de una cocina, y con el penetrante verde del guacamayo. Luego la escala aumenta, aumenta, sigue aumentando..., estamos descendiendo. Cae una fina lluvia, hay un olor a impermeables. Voces suaves y veladas como la gris luz. Pero arrastran consigo eficiencia. Subimos a un coche para atravesar los suburbios de Londres. Aquí mis sensibilidades españolas empiezan a gritar y a protestar. La fealdad y anarquía de esta ciudad enormemente extendida, que creció como una ciudad minera a orillas del Yukon, me consterna. ¿Puede vivir realmente un pueblo civilizado en estos bajos asentamientos achaparrados? Sin embargo, cuando cesa la lluvia, me doy cuenta de la luz de abril, mientras se derrama sobre los olmos con sus jóvenes hojas puntiagudas y sus negras y sedosas ramas y troncos. Londres es feo y caprichoso, me digo, debido a que los ingleses no son una raza urbana: son campesinos que intentan fingir que están acampando aquí provisionalmente. ¿Pero qué es lo que tiene que decir de la gente un viajero recién salido de los espectaculares rasgos de los madrileños? Mientras cruzamos las atestadas y sórdidas calles, veo a todo nuestro alrededor una multitud de planos rostros redondeados que carecen de la distinción de la auténtica fealdad. Rostros como pudines que parecen no haber deseado o sufrido nunca, lisos rostros vegetales, plácidos rostros vacunos, ligeramente contraídos y arrugados por pequeñas preocupaciones. ¡Y sin embargo hay gentileza y buen humor en sus pequeños ojillos como de pájaro, hay un asomo de seguridad en sus suaves y crujientes tonos cockney! Mis facultades hispanocondicionadas me dicen que esta es una gente sensible, justa, alegre. Pero no hermosa ni dinámica. Esa noche salí después de cenar al jardín de la casa, en Kensington, donde estaba. ¡Cielos, qué deliciosamente suave y húmedo y denso era el aire! Como una sábana húmeda echada sobre el rostro, como un baño de cloroformo. Un millón de vacas parecían estar echándome el aliento, un millón de ríos de leche fluyendo perezosamente de sus ubres. ¡Y qué tranquilo estaba todo! Ningún sonido de ásperas voces ibéricas, 140

desgarrando el aire de medianoche con afirmaciones y discusiones. Ninguna voz en absoluto, tan sólo el incesante y lerdo murmullo del tráfico. Londres, me dije a mí mismo, es una ciudad para los negocios, y después de los negocios para la intimidad. Toma tiempo reajustarse. Al cabo de tres día sigo siendo un medio extranjero. Lo que más noto es la ausencia de la sensación de ocio. En Londres todo el mundo va constantemente de un lado para otro, la mugre, las multitudes, la incomodidad y la inconveniencia y la fealdad de todo lo puesto en pie por la industria humana. En otros lugares, la exactitud y la minuciosidad germánicas. Nuestra manía por «elevar el estándar de vida» —con lo cual no queremos dar a entender el comer mejor comida, o tener mejor cuidadas nuestras ciudades, o lugares donde sentarse y hablar, o la libertad de comer y beber cuando lo deseemos— está haciéndonos prisioneros de nuestras convenciones. Vistos a través de unos ojos mediterráneos, los ingleses somos un pueblo cauteloso, remilgado, anticuado mentalmente, viviendo sin ideas amplias entre un montón de expedientes temporales: demasiado metidos en los problemas que nos crean nuestras chapucerías como para que nos queden las suficientes facultades para practicar los artes de la vida. El sol se había puesto mientras me decía todo esto a mí mismo, y en el camino campestre que estaba siguiendo el lento crepúsculo inglés iba asentándose a mi alrededor. En algún lugar entre las copas de los árboles se arrullaban las palomas: perchados en sus nidos en los altos olmos graznaban los grajos, mientras de entre los campos llegaban las notas de los mirlos, dulces y prolongadas. Luego se interrumpieron, y el campo se hundió en su denso silencio. ¿Qué es Inglaterra?, me pregunté a mí mismo, continuando el diálogo interior que me obsesionaba desde mi regreso. Intelectual y estéticamente es un país rabiosamente autodestructivo. Durante tres siglos sus hombres más famosos han estado trabajando, destruyendo el sentido del placer, envenenando los pozos de la fe, drenando la espontaneidad, empobreciendo el lenguaje y la literatura. Todo ello en nombre de la verdad y la utilidad. De Locke a Hume y de Bentham a Ayer, nuestros filósofos han estado aplanando las colinas de la mente y robándonos nuestra más preciosa dimensión. De Swift a Huxley nuestros escritores han estado ofreciéndonos cursos particulares en odio hacia uno mismo. No dramatizamos el pecado porque no somos cristianos —o si fuéramos cristianos porque pertenecemos a la secta pelagiana—, pero nuestra mala conciencia hacia nosotros mismos se ha introducido subrepticiamente en nuestras almas e impedido nuestros apetitos naturales. Estamos más profundamente esclavizados que los rusos, debido a que tenemos nuestras purgas y nuestros campos de trabajo dentro de nosotros mismos. Luego está el aspecto de clase. Nuestros campesinos y artesanos tuvieron en su tiempo una cultura, del mismo modo que la han tenido todas las naciones europeas. Sabían como cocinar, comer, conversar y gozar de su tiempo libre. Pero con la destrucción de nuestro campo a través de las Leyes de Cotos y la afluencia de sus habitantes a las barriadas de las ciudades industriales, su cultura se vio arrancada de ellos y se hallaron reducidos a una desarraigada, amorfa y enferma masa. Ahora que están, muy adecuadamente, asomándose a la superficie e invadiendo a las viejas y más o menos educadas clases, no traen con ellos más que unas cuantas nociones morales fundadas en la ética de los campos de fútbol y los cuadriláteros de boxeo. Sin embargo, pienso para mí mismo, las cosas no son realmente tan malas como parecen en su superficie. La presión de las ideas que han destruido el esquema tradicional de nuestras vidas (el utilitarismo ha sido la más perniciosa de todas ellas) ha sido ejercida generalmente en nombre de un sagrado principio..., el de la libertad, el derecho de todo el mundo a vivir según su luz interior. Esto, al mismo tiempo que nos 141

ha esclavizado con nuestras dudas y escrúpulos y nos ha conducido desde entonces por los más polvorientos y batidos caminos —los del materialismo del siglo XIX—, nos ha liberado en otras direcciones. Y esto ha tenido dos admirables consecuencias: la primera es que nosotros los ingleses hemos desarrollado un sentido más intenso de la responsabilidad que cualquier otro pueblo: el otro es que nuestro esquema social ha adquirido complejidad y diversidad. En comparación con ello, el esquema de la vida española, tan seductor a primera vista con su agudeza y vigor, puede parecer muy bien obvio y monótono. ¿Para quién podemos recapitular o describir este país? Nuestras vidas son apacibles e íntimas y están encerradas en setos de laurel de manchadas hojas. Nuestros pensamientos son oscuros y amortiguados y no para ser transmitidos en conversaciones o escritos. Nuestras filosofías consisten en dudas y disolventes ideológicos, pero colorean de fantasía nuestras ilusiones. La culpabilidad neurótica nos hace vivir con temor los unos de los otros y ocultándonos de nosotros mismos. Tan grande es nuestro temor al futuro que, como la gente que no puede conseguir hacer su voluntad, nos negamos a planear nuestras ciudades. Nos negamos a comprometernos a nada por anticipado, por si acaso pudiéramos cambiar de parecer. Con la obstinación del que ha nacido aplazándolo todo, acampamos en el presente, porque de esto es de todo lo que estamos seguros. Sin embargo, cuando asoma algo que amenaza nuestra existencia, olvidamos nuestras vacilaciones y luchamos hasta la última trinchera. ¿Qué otra cosa significa eso sino que todos nosotros somos Hamlets, o que Hamlet es el tipo de inglés como nunca se ha encontrado en la vida real..., el inglés desnudo? Mientras caminaba había llegado la oscuridad, y los últimos ruidos del pueblo habían desaparecido. Las estrellas aparecieron débilmente, como envueltas en abrigos, con sus ojos observando tímidamente y como disculpándose a través de la oscuridad, como si ellas también fueran inglesas. Un murciélago aleteó a mi alrededor, un ratón chilló entre los árboles. De todos modos, proseguí, aunque el esquema de vida inglés, visto desde fuera, parezca blando e informe, nuestras mentes húmedas y vacilantes, y nuestros pulsos lentos, somos pese a todo, bajo nuestra capa protectora, un pueblo aventurero, sintiendo nuestro caminar en nuevas direcciones, sin formas ni reglas que nos guíen pero seguros por nuestro propio instinto de lo que es correcto y adecuado. Más aún, aunque diferimos mucho entre nosotros, nuestro sentido de la cohesión nacional es tan fuerte que permite a cada uno avanzar según su propia brújula. Sin campesinado y sin vida ciudadana, acampando un paisaje que se ha visto destrozado por un tornado industrial, somos necesariamente bárbaros en nuestra falta de cultura, pero en el arte de permanecer juntos somos supremamente civilizados. Los coches pasaban por mi lado, iluminando los setos y luego devolviéndolos a la oscuridad. El aire era denso, con débiles sonidos de animales e insectos. Uno tenía la impresión de poder oír el agitarse de la hierba. Sí, con toda su mohosidad mental y su gris incultura y su miedo a la realidad, éste era un país al que valía la pena pertenecer. Era misterioso, era complejo, y era decente. Uno tan sólo podía decir, como había hecho Orwell, que era un país cuya gente no se mataba la una a la otra. Viniendo, como yo lo había hecho, de España, eso era algo.

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