BOUYER, L.-Eucaristia, teología y espiritualidad de la eucaristía

November 21, 2017 | Author: BrunoSBib | Category: Eucharist, Mass (Liturgy), Catholic Church, Truth, Christ (Title)
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Descripción: Louis Bouyer Eucaristia, teología y espiritualidad de la eucaristía Biblioteca Herder., Sección de litur...

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PROLOGO

Este libro es producto de una vida de estudios, pero se da el caso de que su aparición tiene lugar precisamente en un mo­ mento en el que la inteligencia de la oración eucarística tradicional, y en particular el canon de la misa romana, es más actual que nunca. En efecto, desde hace mucho tiempo no se había visto nunca en la Iglesia católica un deseo tan vivo y tan generalizado de volver a descubrir una eucaristía plenamente viva y verdadera. Pero, desgraciadamente, tampoco se había visto nunca que se ma­ nifestasen con tanto aplomo teorías tan caprichosas que si llegaran a ponerse en práctica nos harían perder casi todo lo que aún con­ servamos de la tradición auténtica. Quisiéramos que este volumen contribuyera a fomentar este resurgimiento restando a la vez áni­ mos a e$a anarquía ignorante y pretenciosa que podría ser su ruina. Grande es nuestra gratitud para con todos los que nos han ayu­ dado en este trabajo. Entre los investigadores de las últimas gene­ raciones nos sentimos muy obligados en particular a estudiosos como E. Bishop y A. Baumstark. Ningún maestro contemporáneo nos ha iluminado o estimulado tanto como e) hombre de ciencia, destacado por su probidad y sagacidad, con el que tuvimos el honor de estar asociado como uno de sus más modestos colaboradores de la pri­ mera hora en la fundación del Instituto de estudios litúrgicos de París, dom Bernard Botte. El mejor homenaje que podemos tri butar a su ciencia crítica es el de decir que aun en los casos en que hemos tenido que separarnos de él en algunos puntos secundarios 11

Prólogo no hemos podido hacerlo sino aplicando sus propios principios con el espíritu que él mismo nos había inculcado. Permítasenos también expresar aquí nuestra gratitud a todos los que han facilitado nuestras investigaciones, en particular a los benedictinos de la abadía de Downside, que pusieron a nuestra disposición los tesoros de la biblioteca del difunto E. Bishop, al pro­ fesor Cirilo Vogel, que puso igualmente a nuestra disposición las bibliotecas de la universidad de Estrasburgo, a monseñor Sauget, que hizo otro tanto con la biblioteca vaticana, al canónigo A. Ga­ briel, cuya cordial hospitalidad, sólo comparable con su impecable erudición, ha hecho del Mediaeval Institute, en la Eibrary of Notre Dame University, como un séptimo cielo de los eruditos e investi­ gadores, y a los numerosos amigos israelitas, que han mostrado tanta simpatía hacia nuestros estudios, especialmente al rabino Marc H. Tanenbaum, de Nueva York, por sus calurosos estímu­ los, y al cantor Brown, de Temple Bethel, South-Bend, Indiana, que, no contento con prestarnos generosamente los más preciosos libros de su propia biblioteca, nos ha ayudado con su experiencia del ritual sinagoga!. Si este libro pudiera contribuir, por poco que fuera, a la amistad entre judíos y cristianos, veríamos realizado asi uno de nuestros más ardientes votos. Un último testimonio de gratitud debemos tributar a nuestro joven hermano en religión Jean Eesaunier, por la infatigable dedi­ cación con que nos ha procurado o fotocopiado los documentos de que teníamos necesidad. Abadía de la Lúceme, fiesta del Corpus Christi de 1966

P .S .: Cuando ya teníamos casi terminado este estudio pudimos leer los trabajos ya publicados del padre Ligier. Una conversación tenida con él en el momento en que íbamos a dar el visto bueno para la impresión nos permitió comprobar la estrecha convergencia de nuestros puntos de vista sobre la relación entre la eucaristía y los formularios judíos. No habiéndose publicado todavía sino una parte de sus investigaciones, tenemos empeño en hacer constar que no tienen ninguna dependencia de las nuestras. 12

NOTA ADICIONAL A LA SEGUNDA EDICION

Dom E. Botte nos lia honrado dirigiéndonos un escrito en el que refuta nuestras objeciones a su reconstrucción del texto griego en que se basa el texto siríaco del Testamentum Domini, Por una parte piensa que fue un error el que nos fiásemos deí sentimiento de los sacerdotes sirios o maronitas, para quienes el siríaco es poco más o menos lo que el latín para la masa de los sacerdotes occidentales. Por otra parte subraya que aytoy no puede querer decir sino «haz que venga». Acerca del primer punto no tenemos inconveniente en aceptar su obser­ vación. Con todo, es posible que algunos de los filólogos con que cuenta el clero sirio o maronita no sean tan ignorantes del siríaco como la genera­ lidad de los sacerdotes de Occidente lo son del latín. Sobre el segundo punto nos limitamos únicamente a observar que la torpeza de las traducciones antiguas del griego al siríaco es un fenómeno tan general (que se explica por la diferencia de recursos de las dos lenguas), que hace que se estimen conjeturales las más rigurosas retroversiones en tanto no se puedan justificar mediante la presentación del texto original. Por supuesto, esto se aplica lo mismo a nuestra propia retroversión que a la de dom Botte... si parva licet componere niagnis.

* * *

Con posterioridad a la primera edición del presente libro, el Consitium para la reforma de la liturgia he preparado nuevos formularios eucarísticos romanos. Hemos añadido un capítulo suplementario que analiza la reforma del canon romano y los tres nuevos textos aprobados. Intentamos, además, enjuiciar tales reformas capitales.

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Capítulo

primero

TEOLOGÍAS SOBRE LA EUCARISTÍA V TEOLOGÍA DE LA EUCARISTÍA

Este libro se ha escrito para invitar a los lectores a un viaje de descubrimiento. Creemos que semejante periplo es uno de los más apasionantes que se pueden proponer a los que presienten las ri­ quezas todavía poco o nada explotadas de la tradición cristiana. Nosotros mismos emprendimos esta travesía hace más de treinta años y, con haberla reemprendido con frecuencia no pocas veces desde entonces, no nos hacemos la ilusión de haber sacado a ia luz todos los tesoros entrevistos desde la primera jornada. Basta, en efecto, con tratar de seguir, paso a paso, la floración progresiva de la eucaristía cristiana. Aquí entendemos por eucaristía exactamente lo que la palabra significaba desde los orígenes: la celebración de Dios revelado y comunicado, del misterio de Cristo, en una oración de tipo especial, en la que la oración misma reúne la proclamación de los mirabilia Dei y su re-presentación en una acción sagrada que es el centro de todo el ritual cristiano. Podrá decirse que no pocos han emprendido esta exploración anteriormente a nosotros. Nuestro intento, sin embargo, es comple­ tamente distinto. En primer lugar, no vamos a ocupamos del con­ junto de la liturgia eucarística, sino — repitámoslo — de lo que ocupa precisamente su centro : lo que se llama en oriente la anáfora, que une inseparablemente los equivalentes de nuestro prefacio y de nuestro canon romanos. Pero sobre todo, la descripción de esta eucaristía, por muy atenta y cuidada que la deseemos, no es nuestro objetivo último. Lo que vamos a perseguir es la inteligencia de lo 15

Teologías sobre la eucaristía que hay de común, de fundamental bajo sus formas diversas, y no menos el sentido del desarrollo, más o menos feliz, más o menos amplio, de este núcleo o, mejor dicho, de esta célula madre del culto cristiano. Esperamos se nos perdone que evoquemos aquí la emoción, todavía viva, que experimentamos el primer día que recorrimos estos grandes textos en un antiguo ejemplar1. Juntamente con el deslumbramiento provocado por el descubrimiento de las joyas más resplandecientes de la tradición litúrgica, nos maravillaba la unidad gloriosa de lo que irradiaba de tantas facetas. Descubría­ mos la eucaristía como un ser desbordante de vida, pero de una vida dotada de una interioridad, de una profundidad y de una unidad incompatibles, aun cuando esta vida no pueda traducirse sino en mútiples expresiones, como en una armonía, o más bien una sinfonía de temas concordantes que se van orquestando poco a poco. Habíamos, por decirlo así, visto con nuestros propios ojos esa túnica tornasolada, esa vestidura sagrada en la que se refleja el universo entero en torno a la Iglesia y a su Esposo celestial. En ningún poema, en ninguna obra de arte, y menos todavía en nin­ gún sistema de pensamiento abstracto nos parecía haber podido expresarse mejor ese voiá; Xpiaroü, que es al mismo tiempo mens Fxdesloe. Aun exponiéndonos quizá a que se nos crea temerarios, añadire­ mos que una experiencia de este género es seguramente necesaria para dedicarse a los estudios litúrgicos, para entrar en el movi­ miento litúrgico no como en una diversión de anticuario, una expe­ riencia de esteta, una dudosa mística de masas o on una pesada y pueril pedagogía de muchedumbres. Hay en ello un test que permite con toda seguridad distinguir entre los liturgistas del pa­ sado y del presente los que son verdaderos «amigos del Esposo» y los que son meros eruditos, por no decir simples pedantes o vulgares bufones. Hay personas que han cumplido todos los textos y que segura­ mente no han sentido nunca nada semejante. Y hay también otros, monómanos rascadores de rúbricas o fervientes «directores de es1.

H aiüawd, Liturf/ies East, The Interpretation of the Fourth Gospel, Cambridge 1953.

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Liturgia judia y liturgia cristiana en su mayoría quedaron fijadas en la época patrística ? Por impresio­ nante que sea el argumento, no pasa de ser un paralogismo. Todo él se basa en una confusión implícita entre la fecha de un texto y la fecha conocida del más antiguo manuscrito o de la más anti­ gua colección que nos lo ha conservado. En este sentido es perfecta­ mente exacto que los más antiguos manuscritos que poseemos de la liturgia sinagogal son ejemplares medievales más o menos tardíos del Seder Amram Gaonn, colección que no fue compuesta hasta el siglo ix. Pero antes de sacar de ello conclusiones precipitables, convendría recordar que hasta los descubrimientos de Qumrán no poseíamos tampoco ningún testigo del texto hebreo de la Biblia que fuera anterior a la fecha mencionada. En términos más generales, antes de los descubrimientos más o menos recientes de papiros egipcios, eran rarísimos los manus­ critos de los autores de la antigüedad llegados hasta nosotros, que se remontaran más allá del renacimiento carolingio o del primer renacimiento bizantino, que son aproximadamente contemporáneos. Si tiene algún valor el razonamiento que concluye que la liturgia judía, tal como la conocemos, no puede ser anterior a dicha época, ¿quién estará dispuesto a sostener la tesis, que debería imponerse paralelamente, con respecto a toda la literatura de la antigüedad grecolatina ? De hecho — conviene notarlo — no faltó en el si­ glo x v in un erudito que lo sostuvo. Tal fue Hardouin-Mansart, que con una lógica impávida no vaciló en denunciar en Virgilio, Horacio, Cicerón, así como en Platón y en Homero, meros testa­ ferros utilizados por los monjes desocupados de Bizancio o de las Galias para cubrir sus propias elucubraciones1112... Es cierto que el autor, tan erudito como ingenioso, de esta fantástica teoría debía acabar los días encerrado. Las mismas coincidencias externas y la crítica interna, que des­ truyen esta argumentación especiosa en el caso de los autores clásicos se imponen también en el de la liturgia judía. Aunque no poseamos ningún testigo completo de los textos que se remonte más 11. Cf. D avid H edegard, Seder R . Amram Gaon, Part I , Hebrew T ext with critica! Apparatus, Trattslation with Notes and Introduction, Lund 1951. Constantemente habre­ mos de rem itir a este volumen, que designaremos con la abreviatura DH. 12. Esta increíble historia la ha expuesto O wen Chadwick , From Bossuet to Newman, Cambridge 1957, p. 49ss.

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Liturgia judía y liturgia cristiana allá de Amram Gaon, tenemos alusiones y citas precisas innega­ blemente anteriores, que no es posible poner seriamente en duda que estos textos, en su conjunto, son mucho más antiguos que sus más viejos testigos llegados hasta nuestros días. Y esto se ve co­ rroborado por su contenido, su estilo y su lengua, que no pueden pasar seriamente por medievales. Los textos de oraciones judías que se pueden comparar con los textos más antiguos de la eucaristía cristiana, no reflejan la teología judía de la alta edad media, sino la del judaismo contemporáneo de los orígenes cristianos. Y tanto su estilo como su lengua tienen parentesco con las oraciones y los himnos descubiertos en Qumrán, más bien que con el hebreo de los piyutim posteriores, por no hablar del hebreo de la edad media. Pero sobre todo, son tan numerosos los dichos rabínicos, las pres­ cripciones o las citas de la Misnah o de la Toseftah, innegablemente de muy alta antigüedad, que convergen con ellas de una manera o de otra, que no podemos permitirnos una duda seria, por lo menos, en cuanto al tenor general de las oraciones. A esto debe añadirse una contraprueba. La sorprendente proxi­ midad entre los textos suministrados por Amram Gaon y los textos todavía en uso en la sinagoga de nuestros días1314atestigua el conservativismo litúrgico de los judíos, todavía mucho más marcado que el de los cristianos, lo cual nos asegura que aquí menos que nunca se puede deducir la fecha de un texto de la de un manuscrito o de una colección. A esto se añade algo que sabemos de buena fuente: si de hecho modificaron los judíos su liturgia después del comienzo de la era cristiana, en los casos en que estas modificaciones no eran mera adición de nuevos factores, en general, fueron guiadas por el empeño en abolir en el culto judío todo lo que había podido ser reempleado o reinterpretado por los cristianos. Tal es especialmente el caso del calendario de las lecturas bíblicas u. De aquí se sigue una seguridad muy especial por lo que hace a los fragmentos de la litur­ gia judía que son innegablemente paralelos a los textos cristianos 13. C í. S. S inger, The Authorised Daily Prayer Book of thc United Congregations of the British Empire, with a new translation, Londres “ 1944, e I. A brahams, A Cotnpanion to the Authorised Daily Prayer Book, ed. revisada, Londres 1922 (reeditado en 1966). 14. Cf. R.G. F inch , The Synagogue Lectionary and the New Testament, Londres 1939.

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Liturgia judía y liturgia cristiana más característicos. Si todavía se conservan, es porque los judíos mismos los juzgaron tan esenciales, tan fundamentales, que la preo­ cupación polémica no tuvo más remedio que ceder precisamente donde hubiera tenido más ocasiones de manifestarse. Finalmente, hay que recordar algo que es capital: no es única­ mente en los textos de oraciones donde parece acusarse la depen­ dencia de la Iglesia con respecto a la sinagoga. Es también en todos los aspectos del culto, ya se trate de la arquitectura, de la música sacra o hasta de la iconografía, última cosa que sólo han revelado los descubrimientos recientes. La arqueología ha mostrado, en efecto, un parentesco, que se puede decir evidente, entre la disposición de las sinagogas con­ temporáneas de los orígenes cristianos y la de los primeros lugares de culto cristianos, tal como persistió en Siria. Hemos tratado esta materia en otro estudio, y tenemos la intención de volver sobre la misma en un volumen ulterior15. Aquí nos limitaremos a recordar algunos puntos importantes. Las sinagogas antiguas son, como las iglesias cristianas, domus ecclesiae: la casa donde se reúne la asamblea de los fieles. Están estrechamente ligadas con el templo de Jerusalén (o con su recuerdo). Están orientadas según éste para la oración. La dirección del debir, el «santo de los santos», donde se estimaba que residía la presencia divina, la sekinah, está marcada en las más antiguas por un pórtico cerrado por un arca, en la que reposan las Sagradas Escrituras y provista, a imitación del templo, de un velo y del candelabro de siete brazos, la menorah. Más tarde el pórtico — de hecho, no utili­ zado ya hacía tiempo— será reemplazado por un ábside, al que se verá finalmente desplazada el arca. La asamblea misma se orga­ niza en torno a la «cátedra de Moisés», donde se sienta el rabino que preside, en medio de los bancos de los «ancianos». Se agrupa en torno al béma, estrado provisto de un púlpito, al que sube el lec­ tor para leer, como lo vemos en el Evangelio, los textos que el hazmn, el «ministro», antepasado de nuestro diácono, ha sacado del arca. Luego se vuelven todos hacia Jerusalén para la oración16. 15. Véase en nuestro volumen Le Rite et ¡’Homme, París 1962, el capítulo sobre el espacio sagrado. 16. Cf. E.L. S ukenik , Ancient Synagognes in Palestino and Grcecc, Londres 1934.

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Liturgia judía y liturgia cristiana En las antiguas iglesias sirias, la cátedra de Moisés se convirtió en el solio episcopal, y el banco semicircular alrededor, en el asiento de los presbíteros cristianos. Pero quedaron, como en la sinagoga, en medio de la asamblea. El béma sigue también cerca del arca de las Escrituras, en su puesto antiguo, no en el fondo, sino a cierta distancia del ábside. El arca está velada con su cortina y el candelabro la acompaña siempre. El ábside, sin embargo, no está ya vuelto hacia Jerusalén, sino hacia O riente: símbolo de la expec­ tativa de Cristo en su parusía. Mientras que en las antiguas sina­ gogas estaba vacío (más tarde se instalará en él el arca), en la iglesia siria este ábside oriental está actualmente ocupado por el altar, precedido de una segunda cortina, como para significar que ahora es ya el único «santo de los santos», en la espera de la parusía1718. La confrontación de estas dos disposiciones ilustra mejor que ningún comentario no sólo el origen judío del culto cristiano, sino también lo que constituye la novedad cristiana. La eucaristía reem­ plazó a los sacrificios del templo y la sekinah reside ahora ya en la humanidad de Cristo resucitado, que no tiene ya morada terrestre, pero volverá el último día, como el Oriente definitivo anticipado por cada eucaristía. La iconografía comparada viene a corroborar esta genealogía del culto cristiano. Cuando se descubrió la sinagoga de Dura Europos y pudieron admirarse sus frescos, apareció como una excepción, en contradicción — a lo que parecía— con el iconoclasmo judío. De hecho, como lo ha puesto de relieve Sukenik en su estudio sobre las antiguas sinagogas, la sinagoga de Dura Europos no es una excepción sino por la singular conservación de su decoración” . Pero, prácticamente, en todas las sinagogas antiguas subsisten ves­ tigios de una decoración muy semejante. De aquí hay que concluir, como lo subraya el autor, que sólo en fecha tardía y como innega­ ble reacción contra el cristianismo, se proscribió en las sinagogas toda ornamentación figurativa. La semejanza, sin embargo, de los temas bíblicos seleccionados en las sinagogas y de los que se hallan en los frescos o en los 17. 18.

Cf. el artículo, antes citado, L e R ite et l'Homme. Op cit., p. 82ss.

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Liturgia judía y liturgia cristiana mosaicos paleocristianos, es impresionante. Los mismos episodios se escogen por una parte y por otra. Y el modo de tratarlos atestigua que en la sinagoga, como más tarde en la Iglesia, eran interpretados en el sentido de una aplicación actual al pueblo de Dios que celebraba su «memorial» en la liturgia. Más adelante volveremos sobre este punto, pero hay que subrayar que son tan sorprendentes las ana­ logías, e incluso identidades, por ejemplo, entre la sinagoga de Dura Europos y la iglesia descubierta en la misma localidad, que algunos han llegado a preguntarse si lo que se había tomado por una sina­ goga no sería más bien una iglesia judeocristiana1920. Esta suposición ha parecido hallar un apoyo en el hecho de que entre los fragmentos de manuscritos descubiertos en la supuesta sinagoga se ha hallado uno que ofrece una de las oraciones eucarísticas de la Doctrina de h s doce apóstoles, pero en hebreo... En realidad son numerosos los indicios convergentes que muestran que se trata de una sinagoga, pero no deja de ser cierto que la continuidad entre la sinagoga y la iglesia aparece aquí tan estrecha, que la equivocación puede tener alguna excusa. Este descubrimiento de un original hebreo de una oración eucarística de la Doctrina de los doce apóstoles subraya un último hecho que no permite ya dudar de la génesis de la oración euca­ rística cristiana a partir de las oraciones judías. Queremos decir que poseemos toda una serie de textos particularmente precio­ sos, que sirven de enlace entre la liturgia judía y la liturgia cristiana. Se trata, en primer lugar, de textos, como los de la Doctrina de los doce apóstoles, textos judíos que los cristianos pudieron utilizar durante algún tiempo sin modificarlos, pero dando sencillamente un sentido nuevo a ciertos temas esenciales, tales como qahal (ekklesia), berakah (eukharistia), etc. Pero no tardamos en ver sucederse otros textos, como aquellos cuyo origen judío señaló Bousset, en el libro vil de las Constitu­ ciones apostólicas 20, y que Goodenough estudió más en detalle 21. 19. Este punto de vista fue sostenido en una exposición en la Patristic Conference de Oxford, de 1963. 20. W. Bousset, Bine Jüdische Gebetsammlung im siebenten Buch der Apostolischcn Konstitutionen, en Nachrichten von der Kóniglichen Gesellschaft der Wissenschaften zn Gottingen, Philologische-Historische K lasse, 1915 (1916) 435-485. 21. Goodenough, op. cit., p. 306ss.

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Liturgia judía y liturgia cristiana En éstos son judíos el fondo y el cuerpo del texto, pero sólo se añadieron algunas palabras para precisar la interpretación y trans­ posición cristiana. Demos un paso más y en un nuevo estadio hallaremos, como en el libro v m de la misma compilación, oraciones innegablemente de factura cristiana, pero que están dominadas por modelos judíos y que hasta siguen incorporando fragmentos de oraciones judías. Una vez que se han observado todos estos hechos, resulta muy difícil seguir rechazando las comparaciones textuales. Por consi­ guiente, si se examinan punto por punto los textos y se sigue paso a paso su evolución, creemos que resultará evidente que la oración eucarística, como todas las «novedades» cristianas, es una novedad enraizada no sólo en el Antiguo Testamento en general, sino más inmediatamente en esa prehistoria del Evangelio, que es la oración de los que «aguardaban la consolación de Israel»®.2

22. De los términos hebreos, árameos o siríacos que aparecerán en este volumen, hemos procurado dar sencillamente una transcripción que facilite en lo posible la lectura a quienes no sean orientalistas de profesión.

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Capítulo I I I

PALABRA DE DIOS Y «BERAKAH» Palabra de Dios y conocimiento de Dios

El elemento de la liturgia sinagogal que atrae inmediatamente nuestra atención cuando buscamos los orígenes de la eucaristía cristiana es ese tipo de oraciones llamadas en hebreo berakoth, término cuya traducción habitual fue en un principio la palabra griega aó^apwma. En castellano, se traduce generalmente cáyapsoría por acción de gracias, al igual que berakah, si bien en el uso judío se llama a las berakoth más bien «bendiciones». El padre Audet, O.P., en estudios muy sugestivos, ha maltratado un tanto esta tra­ ducción b Ha subrayado con razón el hecho de que «acción de gracias», en e! uso corriente que hacemos de la expresión, ha venido a significar sencillamente un agradecimiento. Se da gracias en el sentido de que se expresa a Dios el agradecimiento por un favor particular que nos ha hecho. Por el contrario, subraya J.-P. Audet, la eucharistia primitiva, al igual que anteriormente la berakah judía, es fundamentalmente una proclamación, una confesión de los mirabiha Dei. Su objeto no se limita en modo alguno a un don recibido y a la gratitud, más o menos egocéntrica, que ha podido suscitar. Por muy justificada que esté esta observación, no habría, sin embargo, que endurecerla tanto como lo hace, o tiende a hacerlo, el autor. La berakah judía, ni tampoco la eucaristía cristiana, pueden 1. J.-P. A üdrt» Esquisse historique du genre littéraire de ia «Bénédtelions juive et de F%Euckoristiw% chrétienne, en «Revue biblique», I958j p. 371 ss. Véase también su edición comentada de L a Dúhtchd, París 1958.

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Palabra de Dios y «berakah» en modo alguno asimilarse a la alabanza desinteresada, tal como se halla, por ejemplo, en los himnos cultuales de la antigüedad clásica, en esos himnos, ya más literarios, que leemos en Homero, o en los himnos netamente filosóficos de la época helenística, como el famoso himno de Cleantes. En efecto, la berakah, especialmente las berakoth litúrgicas que son los antecedentes inmediatos de la eucaristía cristiana, es siempre la oración propia del judío como miembro del pueblo elegido, que no bendice a Dios en general, a la manera de un filósofo neoplatónico, por los mirabilia Dei que no le afectan personalmente. Se trata, por e! contrario, de la bendición del Dios que se ha revelado a Israel, que se le ha comu­ nicado de manera única, que le «conoció» y consiguientemente se le dio a «conocer» ; lo cual quiere decir que creó entre él y los suyos una relación sid generis, relación que, sea cual fuere el objeto preciso de la alabanza, está por lo menos latente en ésta. Si no queremos, por tanto, extraviamos, ya restringiendo, ya ampliando abusivamente el sentido preciso de una expresión que designa una oración de tipo muy especial, debemos comenzar por restituirla a su contexto literario e histórico, En efecto, la berakah es especial con la especificidad de toda la piedad judía. Ésta es una piedad que no considera nunca a Dios en general, en abstracto, sino siempre en correlación con un hecho fundamental: la alianza de Dios con los suyos. Con más precisión todavía, la berakah es una oración, cuya característica esencial consiste en ser una respuesta: la respuesta que brotó finalmente como la respuesta por excelencia a la palabra a Dios. Por consiguiente, el preámbulo indispensable para todo' estudio de las berakoth judías es un estudio de lo que había venido a signifi­ car la palabra de Dios para los judíos que las compusieron y utili­ zaron. Y el primer punto que hay que señalar tan pronto se aborda este estudio, es hasta qué punto la «palabra de Dios» significa para los judíos contemporáneos, de los orígenes cristianos algo más y muy distinto de lo que significa para la mayoría de los cristianos modernos. Las más de las veces nuestros manuales teológicos pre­ fieren hablar de la «revelación» más bien que de la «palabra de Dios». La palabra de Dios no parece interesarles sino en cuanto revela ciertas verdades inaccesibles a la razón humana. Dado que 44

Palabra de Dios y conocimiento de Dios estas mismas «verdades* se conciben como enunciados doctrinales separados, la palabra de Dios acaba por reducirse a una colección de fórmulas. Además se desprenderán de la palabra misma de Dios para reorganizarse en una secuencia más satisfactoria lógicamente, y hasta para retocarlas y refundirlas de modo que resulten más claras y más precisas. Todo lo que después de esto quede de la palabra divina aparecerá como un residuo, como una especie de tejido conjuntivo sin interés en sí mismo. De esta manera, se quie­ ra o no, la palabra de Dios acaba por producir él efecto de un fárrago heteróclito, del que el teólogo profesional podrá sacar, como un mineral fuera de su ganga, exiguos, pero preciosos cono­ cimientos abstractos, que luego habrá de clarificar y sistematizar. Así pues, en esta perspectiva, no es ya la palabra de Dios más que una presentación elemental, grosera, confusa, de verdades más o menos involucradas, que los teólogos tienen el quehacer de sacar a la luz y de poner en orden *. Pero aun para los que no están afectados directamente por esta deformación profesional, fruto de una teología concebida como una ciencia abstracta, la palabra de Dios, considerada globalmente como Sagrada Escritura, no pasa de ser con frecuencia más que una comunicación de ideas. Es que para nosotros los modernos, la pa­ labra, y particularmente la palabra escrita, tiende a no ser más que esto. Una deformación escolar, prácticamente universal, nos con­ vence de que no se escucha, y sobre todo no se lee, sino para apren­ der algo que no se sabía. El resto, si es que hay algún resto, pasa por ser una diversión o fantasía superflua. En cambio, para el judío piadoso, y en el mayor grado para aquellos judíos que meditaban la palabra divina al final de todo lo que nosotros llamamos el Antiguo Testamento, la palabra divina significaba una realidad intensamente viva. No era en primer lugar ideas que había que manejar, sino un hecho, un acontecimiento, una intervención personal en su existencia. Para ellos no existía la tentación de identificar religión de la palabra con religión inte-2 2, U na reacción comienza por fin a dejarse sen tir en este punto, de la que es un signo especialmente confortante la serie de trabajos de P ie r r e G relot , en p articular La Biblia, palabra de Dios, H erd er, Barcelona 1968, y Biblia y teobgia, H erder, B a r­ celona 1968.

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Palabra de Dios y «berakah» lectualista. El mero enunciado de tal equivalencia les habría pare­ cido absurdo y hasta falto de significado. En primer lugar, en efecto, cuando se servían del término «pa­ labra de Dios», estaban muy próximos al sentido primitivo de la palabra humana. Pero además eran dóciles a lo que tal palabra divina dice por sí misma, a la manera como todavía se nos presenta a nosotros en la Biblia345. Los hombres no comenzaron a hablar para dar cursos 0 con­ ferencias. Y Dios, al hablarnos, no se constituye en profesor de teología. La experiencia primera de la palabra humana es la de otro que entra en nuestra vida. Y la experiencia, todavía fresca y ya completa, de la palabra divina al final de la antigua alianza, era la de una intervención análoga, pero infinitamente más impresio­ nante y más v ital: la intervención del Dios todopoderoso en la vida de ¡os hombres. «Escucha, Israel, yo soy el Señor tu Dios, y tú no tendrás otro dios sino a mí» *. He aquí, para el judío, no sólo el resumen de toda la palabra de Dios, sino la palabra de Dios más típica. En ella hace Dios irrupción en este mundo, para imponérsenos en él con su presencia, venida a ser en cierto modo tangible. Pero la palabra de Dios se define en cada página de la Biblia o, mejor, se manifiesta así. No es un discurso, sino una acción: la acción por la que Dios interviene como dueño de nuestra existencia. «El león rugió», dice Amos, «¿quién no temerá? El Señor Dios habló; ¿quién no profetizará?» 6 Lo cual quiere decir que la palabra, tan pronto se hace oir, toma posesión del hombre para realizar su designio. Isaías dice por su parte: Como bajan la lluvia y la nieve del cielo y no vuelven allá sin haber empapado y fecundado la tierra y haberla hecho germinar, dando la simiente al sembrador y el pan al que come, así la palabra que sale de mi boca no vuelve a mi vacía, sino que hace lo que yo quiero y cumple mis de­ signios 6. 3. Véanse ios estudios de M. B ubsr sobre la palabra» H. U rs von B althasar ha mostrado todo lo que de ellos deberla sacar la teología cristiana; Einjame ZwiesPracke. M artin Buber and das Christerttum, Colonia y Olten 1958, 4. Dt 6,4. 5. Am 3,8. 6. la 5S,10s3.

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Palabra de Dios y conocimiento de Dios Para Israel, la palabra divina, como toda palabra digna de este nombre, no sólo es acción, intervención personal, presencia que se afirma y se impone, sino que, siendo como es la palabra del Todo­ poderoso, produce por su propia virtud lo que anuncia. Dios es verdadero, no sólo en el sentido de que no miente nunca, sino en el sentido de que lo que él dice es la fuente de toda realidad7. Basta que él diga algo para que se haga. Esta convicción es tan fuerte que en Israel ni siquiera los im­ píos pueden esquivarla. Eos reyes infieles atormentarán a los pro­ fetas para que profeticen lo que a ellos les agrada, o por lo menos para que se callen, pues están convencidos de que tan luego se ha dejado oir la palabra de Dios, aunque sea por boca de un sencillo pastor como Amos, va derecha a su realización8. Eos profetas, por su parte, ilustran su convicción de ese poder de ¡a palabra de Dios que los desborda a ellos mismos. Ezequiel no vacilará en representar anticipadamente, con acciones simbólicas, que recuerdan los manejos de los magos, los acontecimientos que anuncia, para recalcar su ineluctable realización910. Sin embargo, esto no es magia, puesto que no se trata de un esfuerzo del hombre para forzar a los acontecimientos a seguir su voluntad. Muy al contrario: como en un signo sacramental, es la afirmación concreta del poder de Dios que habla, que puede hacer lo que dice con su simple palabra expresada. El término de todo esto será la certeza traducida por el relato sacerdotal de la creación: la paiabra de Dios no se iimita a inter­ venir en el curso de las cosas preexistentes para modificarlas, sino que todas las cosas sólo tienen existencia, radicalmente, por una palabra de Dios que las hizo ser. Y no son buenas sino en cuanto permanecen tales como la palabra divina las proyectó en el s e rlu. Hasta que no se comprenda esto, o mientras se niegue uno a aceptarlo, no tendrá sentido alguno la Biblia. O bien, si se le halla algún sentido, no es el suyo, no es el que el pueblo de Dios reco­ noció en la palabra de Dios. Véase e l artículo áAVjlkia e n Theologisches Wórterbuch d e G. K m el . Cf. Am 7, 10ss; J e r 26, etc. 9. Cf. Ez 5, 1-3, y el comentario de Adoleh£ L ods, Les prophetes d‘Israel debuts du judañsme, París 1935, p. 58-59. 10, Gén 1. 7. S.

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et les

Palabra de Dios y «berakah» Pero con esto no se quiere decir que la palabra de Dios esté vacía de contenido intelectual o que pareciera tal a los judíos. Lle­ gar a esta conclusión equivaldría a llevar hasta el absurdo la reac­ ción necesaria contra el error precedente. En realidad no es esto sino ceder a la tentación permanente de agnosticismo, que con demasiada frecuencia paraliza el pensamiento religioso moderno (sobre todo, pero no exclusivamente, protestante), pero que era tan ignorada por el judaismo antiguo, como le era ajeno nuestro intelectualismo exangüe. La palabra de Dios en Israel tiene como correlativo el conoci­ miento de Dios. Es muy cierto que este conocimiento no es cues­ tión de abstracciones. Pero no por ello deja de ser conocimiento, en el sentido más rico de que es susceptible el término u. El cono­ cimiento de Dios que resulta de la palabra, que es su fruto por excelencia, conocimiento cuyo objeto será Dios, procede de un conocimiento anterior a la palabra y que se expresa en ella: el co­ nocimiento cuyo sujeto es Dios “ . El primero no procede, ni puede comprenderse sino a partir del segundo. «Conocerá como he sido conocido» 13: esta frase de san Pablo expresa el circuito y la efica­ cia de la palabra divina, evocados por Isaías. El «conocimiento de Dios», en el sentido radical del conoci­ miento que tiene Dios de nosotros, es algo muy distinto de una simple omnisciencia, impasible, o simplemente contemplativa. En la Biblia, «conocer» Dios a un ser significa interesarse por él, ligarse a él, amarlo, colmarlo de sus dones. «Sólo a vosotros os he conocido entre todas las familias de la tierra», dice Dios a los israelitas por Amos; «por eso os castigaré por todas vuestras iniquidades» u, En otros térm inos: he hecho por vosotros lo que no he hecho por nin­ gún o tro ; así pues, os exigiré lo que no podría exigir a-nadie. El conocimiento de Dios (entendamos todavía él conocimiento que tiene de nosotros) irá, pues, parejo con su elección: la elec­ ción que ha hecho de algunos para que en ellos o por ellos se cum-12 11. Véanse sobre esta noción las notas de A. N eh ?.*, en L'Essenee du Propkétiswe, París 195$, especialmente p. lOlss. 12. Cf. las excelentes observaciones sobre la importancia de esta consideración, de dom J. D upont, Gnosis, ia connoissance religieuse dans les ¿pitres de saint Paul, Lovatna . Paría 194-9, p. 51ss. 1$. ICor 13,12, 14. Ani 3,2.

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Palabra de Dios y conocimiento de Dios pía su designio “. Este conocimiento implica su compasión, su simpatía con nuestras miserias, incluso con nuestras flaquezas, lo cual proviene no sólo del hecho de habernos creado, sino de que es para nosotros como un padre lleno de comprensión : Cuan benigno es un padre para con sus hijos, tan benigno es el Señor para con los que le temen, pues conoce bien de qué hemos sido hechos, sabe que no somos más que lodo1516.

Este conocimiento, finalmente, es amor: un amor misericordio­ so, que condesciende en unirse, y para unirse, en abajarse hasta el nivel de lo que está más lejos de él, tanto y más por su indignidad que por su flaqueza. Esto es lo que se expresará en la imagen de las nupcias, aplicada al Señor y a su pueblo. Todavía más en concreto, según Amós se comporta Dios con Israel como un hombre enamo­ rado de una mujer indigna, de una prostituta, pero a la que acabará por hacer digna la inmensidad del amor con que es amada1718, Según Ezequiel, e! amor inmerecido de Dios se ha dirigido a una hija na­ cida de adulterio, abandonada desde su nacimiento, verdadero en­ gendro, a la que ha buscado para realzarla, criarla y hacer de ella una reinaIS. El epitalamio real del salmo 45 dibuja esta unión como en transparencia tras la de un rey israelita y de una princesa ex­ tranjera1920. Y el Cántico de Salomón no será, a su vez, recibido en el canon de los libros inspirados sino gracias a la interpretación que, a través de la Sulamita, ve a la hija de Sión llamada a la unión con un rey que es el Rey de los cielos “ . Estas imágenes nupciales son la contrapartida de una expresión típicamente hebraica, que descubrimos desde las primeras páginas del Génesis21. La unión de los esposos, en la conjunción carnal, en que se expresa y se realiza la unión de dos vidas en una sola, es 15. Cf. H .H . R owi/ey, T h e Biblical D octrine o f Election, Londres 1950. 16. Sal 103, 13-14. 17. Os 3. 18. E z 16. 19. Se trata verosímilmente de un poema compuesto para las bodas del rey Acab con Jezabel. 20. C f. A . R obert , L a description de 1’É p o n x et de l’É pause dans Cant. 5,11-15 et 7,1-6, «n M étanges B . Podechard, L yón 1945, p. 211ss.

21.

Gén 4,1.

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Palabra de Dios y «berakah» «conocimiento» por excelencia. Recíprocamente, la sexualidad re­ cibirá así una suprema consagración. La unión del hombre y de la mujer hallará su sentido descubriendo su misterio, que es el del «conocimiento» recíproco en que debe florecer el diálogo de amor entre Dios, que habla, y el hombre, que le responde con la fe en su Palabra. El conocimiento que estamos llamados a tener de Dios, siendo como es en nosotros, por la palabra, fruto del conocimiento que tiene Dios de nosotros, se modelará según lo que es su fuente. Será en primer lugar una fe obediente, como lo desarrollará especial­ mente Isaías **. Sólo se conoce a Dios creyendo en él de tal forma que se desvanezca todo lo que no es él, todo lo que no procede de su palabra. Pero no se cree así sin empeñarse efectivamente en la obediencia a esta palabra. Añádase a esto que tal obediencia no es una obediencia cual­ quiera a una palabra cualquiera. Como lo pusieron de relieve Amos y Oseas, cada uno por su parte, si Dios nos exige la justicia, es porque él es el justo por excelencia. Y nosotros no podemos bene­ ficiarnos de su misericordia sin límites y ni siquiera reconocerla, sin hacernos nosotros mismos misericordiosos. Por esto, a los ojos divinos la misericordia vale más que el sacrificio 33. La fe obediente, inherente al conocimiento de Dios a que es llamado el hombre, es por consiguiente, de hecho, una conformación de nosotros mismos con él. Pero esta conformación no es posible sino porque Dios — y éste es el secreto final de su palabra— ha querido condescender en unirse con nosotros para unirnos con él. Siguiendo este camino es como conocer a Dios equivaldrá a amarle, a amarle como él-nos ha amado, a responder a su amor, por la propia virtud de este amor comunicado. Aquí es donde se delinea el contenido intelectual de este «cono­ cimiento» y donde se ve lo que tiene de único. Conocer a Dios como hemos sido conocidos por él, es finalmente reconocer el amor con que nos ama y nos persigue a través de todo, y — precisa­ mente porque se reconoce — reconociéndolo darle el consentimien­ to, entregarse, confiarse a él.23 22. 23.

Cf. Is 1,19-20; 30,15, etc. Os 7,6, que será citado por Jesús en Alt 19,13.

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Palabra de Dios y conocimiento de Dios Así se puede comprender sin equívocos cómo la palabra de Dios, en la piedad judía, tal como lo expresa el salmo 119, acabará por identificarse con la ley : la torah. Por sí misma, esta identificación no significa en modo alguno un legalismo cualquiera, Porque la torah, tal como la comprendió Israel, es algo muy distinto de una ley en el sentido estrecho del latín ktx, o incluso en él sentido más amplio del griego vóp,o;!*. Da torah no es únicamente, ni en pri­ mer lugar, una serie de prescripciones formales que ordenan una determinada conducta. Es incluso mucho más que una regla interior que corresponda a alguna naturaleza eterna de las cosas. 1& torah es una revelación de lo que es Dios mismo en lo que quiere hacer de los suyos, los que ha elegido, «conocido», en el sentido de que los ha amado hasta el punto de unirse a ellos como en la unión indisoluble de un hombre y de una mujer. ¡ Cuán revelador es el leitmotiv del Devítico: «Sed santos como yo soy santo», que Jesús reasumirá y explicitará diciendo: «Sed perfectos como vuestro Pa­ dre celestial es perfecto» ! 2B. Es que la torah, su observancia fiel, debe marcar al pueblo de Dios con su sello, un sello cuya impronta reproduce la propia ima­ gen de aquel que la imprime. Da revelación de la torah sobre el Sinaí, en el Exodo, tiene su preludio en la revelación del nombre divino hecha a Moisés, sobre el mismo macizo del H orebaB. Esta revelación del nombre de Dios, que significa la revelación, la comu­ nicación, de él mismo, es la base de la alianza entre él y los suyos242567. Recíprocamente, ellos serán sus testigos por la práctica de la ley, porque así constituirán para los otros pueblos el testimonio vivo de lo que él hace y, en lo que hace del hombre, de lo que él es. En este sentido la torah, en sus prescripciones morales, pero también hasta en el detalle de sus disposiciones ceremoniales, viene a ser como la expresión de una vida común entre Dios y su pueblo, de una presencia que es unión. Así se puede decir ya de la torah lo que Jesús dirá de la ley evangélica : es un yugo suave y una carga 24. V éase E . J acob, Théologie de ¡'Ancien Testamenta Neuchatel-Parts 1955, p. 2l9ss, a sí como el artículo vóiaoc del Theologisches lYorterbuch de G. K it t e d . 25.

Mt 5,48. Cf. Lev 19,2.

26.

V éase E , J acob, op. cit,, p. 38ss.

27.

Ibid.

51

Palabra de Dios y «berakah» l ig e r a P o r q u e es un yugo de amor. Pone a Dios en la vida de los que él ha conocido y que le conocen a su vez. Da meditación que desarrollarán los sabios desplegará todas las implicaciones de la palabra así comprendida y aceptada282930. En todo el Oriente antiguo era la sabiduría un conocimiento práctico, nu­ trido de experiencia meditada y que remataba en el arte supremo : el arte de vivir. Da sabiduría real, en particular, no era sino el arte de hacer vivir, no a un solo individuo, sino a todo un pueblo. Esta sabiduría, recibida en Israel con la realeza, se impregnó allí de las enseñanzas de la palabra. Como el rey no es allí más que una epi­ fanía del único Rey verdadero, Dios conocido en su t o r a h , la sabi­ duría aparecerá allí como el don de Dios al rey que le representa, el don que hará que reine conforme a los caminos divinos. El prin­ cipio de la verdadera sabiduría será, por tanto, la meditación de la palabra divina, bajo la inspiración del Espíritu, del soplo de vida divina que la inspira. Proyectará, por tanto, la luz de lo alto sobre la experiencia y la reflexión racional del hombre. Pero a través de la experiencia histórica de Israel, guiada e ilu­ minada por la palabra, no tardará en hacerse evidente que Dios, como es el único rey verdadero, es también el único sabio digno de este nombre. Da sabiduría, identificada con el contenido esencial de la palabra, con la t o r a h acabará así por significar el designio divino, según el cual debe tomar forma la historia del hombre para realizar un pueblo, una humanidad según d corazón de Dios. Da torah revelada aparecía inseparable de una presenda especial de Dios con los suyos, la sekinah, que hacía que habitase con ellos bajo la tienda a lo largo de su peregrinación; por ello la sabiduría aca­ bará confundiéndose con esta Sekinah31. Pero entonces ésta no habitará ya simplemente en un santuario en medio de los suyos, sino que su santuario serán los corazones acordes de éstos. Esta interiorización y esta humanización de la palabra divina 28. Cf. Misnah, tratado Berakoth n , 2 y 106. Los tratados Berakoth, respectiva* mente de la MÚnah y de la Toseftafv fueron traducidos al inglés con tin comentario por A. L ukym W illiams , Tractate Berakoth, Londres 1921. 29. Véase H. D uesíserg, Les $ cribes inspirést P arís 1939. 30. Cf. Ecío 24,23. 31. Cf. todo el capítulo 24 del Eclesiástico, donde se dice que la sabiduría mora en la columna de fuego y de nube y en el tabernáculo.

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Las «berakoth», respuesta a la palabra en la sabiduría, que preparan su universalización, vienen en cierto modo al encuentro de las últimas visiones y de las supremas pro­ mesas proféticas. Para Ezequiel como para Jeremías, la sustancia de la nueva y eterna alianza que deben aguardar los exiliados, llevando consigo, en sí mismos, la presencia de la sekinah, la cons­ tituirá una ley grabada en los corazones y no ya en tablas de piedra. Así «el conocimiento del Señor recubrirá la tierra como las aguas recubren el fondo de los mares» **. En este momento va a afirmarse el carácter misterioso de la sabiduría divina. Desborda el pensamiento de los más sabios de los hombres, como los pensamientos de Dios desbordan los pensa­ mientos del hom bre: sólo Dios la conoce. Es para Dios como otro él mismo, de modo que conocerla es conocer a Dios en el sentido más fuerte. El hombre no puede acceder a ella sino por la revela­ ción por excelencia, Así, de la sabiduría que parecía partir de la tierra, hecha de la razón del hombre aplicada a las experiencias de aquí abajo, pero que se elevó hasta el cielo, se pasa al apoca­ lipsis : a la revelación de los designios últimos, impenetrables de Dios, en la que él mismo se revelará a los suyos para revelarse pronto al mundo entero de una manera finala . De ahí resulta, al final de la antigua alianza, la espera de una suprema revelación de la palabra, en una efusión del Espíritu sin precedentes31. Con el Mesías, el ungido de lo alto que viene a sal­ var a su pueblo, Dios en persona debe venir como al descubierto para que el pueblo lo reconozca y lo acoja, a Un mundo al que la presencia desvelada consumirá en sus aspectos temporales y tem­ porarios, para consumarlo en la eternidad bienaventurada.

Las para los «griegos» el sentido tan denso del «me­ morial» judío, originaría en la anamnesis misma fórmulas explíci­ tamente sacrificiales : es la «oblación», de que habla por primera vez la anamnesis de Hipólito. Esta oblación no es otra cosa que la representación a Dios de la prenda de salvación que él dio a su pueblo en el «memorial». Esta prenda ofrece la base a la súplica de que el «misterio» de Cristo, que es el alma de este memorial, tenga en nosotros su realización, lo que equivaldrá a nuestra consa­ gración como un pueblo de sacerdotes entregados a la sola alaban­ za del Padre, por el Hijo, en el poder del Espíritu. De ahí también, aunque no tanto en el centro de la anamnesis como en su conclusión, el segundo desarrollo : el que debía rematar en lo que nosotros llamamos la epidesis. Esa reunión en Cristo, en su cuerpo, de todos los suyos para formar la Iglesia, y su con­ sagración a la gloria de Dios, era para los cristianos la obra propia del Espíritu. En este lugar era, por tanto, completamente natural 190

Otros testimonios una expansión del final de la oración que englobara la mención del Espíritu. En lo que nosotros nos inclinaríamos a considerar como la forma original de la eucaristía de Hipólito, todavía visible tras la conclusión de la eucaristía del Testamentum, nos parece ver surgir esta mención en su contexto y por este motivo. Así se comprende fácilmente que en la época en que se crea necesario insistir en la igual divinidad y personalidad del Espíritu, es decir, en la segunda mitad del siglo iv, y probablemente en Siria — de ello volveremos a hablar —, se desarrolle lo que en un princi­ pio era sólo algo incidental, para hacer de ello la primera epiclesis: una invocación formal del descenso del Espíritu, hoy, sobre la cele­ bración eucarística, paralelo al del Hijo en la encarnación, para consumar su efecto en nosotros. De ahí la forma precisa de esta epiclesis originaria, tal como la hallamos tanto en la refundición de Adday y de Mari como en lo que parece ser también una refundición de Hipólito: no se invoca todavía la venida del Espíritu para con­ sagrar e! sacrificio (aun cuando se invoca en proximidad inmediata con las primeras fórmulas sacrificiales); ni tampoco se invoca para que transforme los elementos, sino para que haga que la celebración de la eucaristía produzca en nosotros sus efectos : la consumación de la Iglesia en la unidad para que glorifique para siempre al Padre, por el Hijo, en el Espíritu (o con el Espíritu). En este primer es­ tadio revelará inevitablemente la epiclesis su carácter tardío, ya por el simple corte que produce, como en el caso de Adday y de Mari, ya por el efecto de redundancia que produce, como en el caso de Hipólito, añadiéndose a otra mención, probablemente anterior, del Espíritu, sin llegar todavía a absorberla.

Otros testimonios A lo que parece, tenemos algunos indicios de supervivencia de este tipo primitivo de la eucaristía, por lo menos, hasta el siglo iv, y quizá hasta el siglo v, en las liturgias locales: sin el satnctus y lo que lo acompaña, y seguramente también sin las intercesiones y conmemoraciones que se hallan, sin embargo, en todas partes en dicha época. El primero se halla en un texto citado en favor de

La eucaristía patrística sus ideas por un arriano de Occidente, que había debido hallarlo en una colección litúrgica del norte de Italia, a fines del siglo xv o a comienzos del v, pues el cardenal Mai halló este testimonio en un manuscrito milanés“. Veamos el texto, desgraciadamente incompleto, pero que parece conducirnos hasta una anamnesis en que parece estar a punto de surgir el relato de la institución, en medio de términos sacrificiales que se aplican directamente a la «acción de gracias» : Es digno y justo, equitativo y justo, que te demos gracias por todas las cosas, Señor Padre santo, Dios todopoderoso y eterno, que [por la luz] de tu incomparable bondad te dignaste brillar en las tinieblas, enviándonos a Jesucristo como Salvador de nuestras almas, el cual, humillándose por nuestra salvación se sometió hasta la muerte, de modo que restituyéndonos la inmortalidad que había perdido Adán, nos hizo sus herederos y sus hi­ jos. No podemos dar dignamente gradas a tu gran misericordia ni alabarte por tal bondad, pero pedimos a tu amor grande y compasivo que aceptes este sacrificio que te ofrecemos, presentes ante tu divino amor, por Jesucristo nuestro Señor y nuestro Dios, por quien pedimos y suplicamos...

Fórmula seguramente interesante, tanto por el arcaísmo de su esquema como1 por ¡os detalles de expresión, muy próximos a! estilo del canon romano, y que sin duda nos permite hacernos alguna idea de las formas realmente arcaicas de la liturgia romana o de liturgias afines, mejor que con un recurso dudoso a Hipólito. Más recientemente se ha redescubierto un fragmento de otra anáfora atribuida a san Epifanio y que ofrece estas mismas par­ ticularidades : ausencia del sanctus y de la mención del culto angé­ lico, ausencia de toda conmemoración de los santos y de toda intercesión. Dom Botte la ha estudiado en un artículo de la revista «Muséon» 111. Es otro testimonio de la supervivencia hasta la misma época, esta vez en el mundo griego, de eucaristías desarrolladas según el patrón que hallamos a la vez en la liturgia de Adday y *62 61* A. M a i , Scriptorum Veterum Nova Coileetio, t. n i , 1827, 2> parte, p. 208ss. Dom Gregoky D ix , op, cit.t p, 540, atrajo justamente la atención sobre este texto. Cf., pos­ teriormente, L.C. M oiílbetíg, Sacrametitariiim V$ronen$et Roma 1956, p. 202. 62, Dom B ehnahd B otte, Fragmente d'une Anapkore inconntte attribvée 4 íamf Bpiphane, en «Muséon», t. 73 (1960), p. 3 llss . E l texto, en la forma en que lo tene­ mos, na puede ser anterior al concilio de Calcedonia. Cf. H. E ngberding, Z u r Grieckischen Bpiphanius Liturgie, ibid., t, 74 (1961), p. 135ss*

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Otros testimonios de Mari y a través de la de Hipólito. Por raras que sean estas pre­ ciosas reliquias, bastarían para asegurarnos, si pudiera quedar al­ guna duda, de que nuestra reconstitución de la fórmula primitiva de Adday y de Mari no tiene nada de quimérico, como también de que el arcaísmo de Hipólito, por facticio que pudiera ser ya, no era, sin embargo, ilusorio. No obstante, es un hecho que tan pronto como nos hallamos en presencia de textos fijados, de uso ampliamente documentado y man­ tenido más o menos completamente hasta nuestros días, nos aparecen modelos totalmente otros. Y, sean cuales fueren las diferencias que acusan ai comienzo de este capítulo, todos presentan, además de los elementos ya presentes en el tipo de eucaristía que podemos considerar como primitivo, la misma serie de elementos adicionales, pese a las variaciones que se puedan descubrir en su orden. Es ya hora de que nos ocupemos de estos otros tipos, únicos que habían de sobrevivir a través de la tradición católica y ortodoxa. Ea primera cuestión que evidentemente se planteará acerca de ellos será la de explicar cómo pudo producirse la sustitución por estos tipos, que no tardó en ser prácticamente universal, del antiguo que sólo conocemos ya por algunos vestigios.

193 B ouyer, eucaristía 13

Capítulo V II

LA EUCARISTIA ALEJANDRINA Y LA ROMANA

San Hipólito y los orígenes de la liturgia romana En el siglo vr, con san Gregorio Magno, hace su aparición el canon de la misa romana, poco más o menos tal como lo utilizamos todavía, fuera de ciertos detalles secundarios h Este canon ofrece una estructura muy distinta de la eucaristía de Hipólito, una factura no menos diferente (de nuevo, como en la liturgia de Adday y de Mari, nos hallamos en presencia, no de una oración seguida, sino de una sucesión de oraciones encadenadas), y ni siquiera una de sus expresiones ofrece un parentesco reconocible con fórmula alguna de Hipólito. Para los que quieren que la Tradición apostólica repre­ sente el uso romano de su tiempo sólo hay una conclusión posible: el canon de la misa actual es producto de una inverosímil dislocación, habiéndose roto, desorganizado, desfigurado todo por la introduc­ ción de elementos adventicios, los cuales acabaron con la bella uni­ dad que se supone haber habido en los orígenes de la eucaristía romana. Esta concepción castastrófica de la evolución de la euca­ ristía en Roma desde el período patrístico, fue lanzada particular­ mente por Antón Baumstark*. Conviene recordar que P. Drews y el mismo Baumstark, cuando también éste estaba hipnotizado por las liturgias sirias occidentales12 1, Cf. dom B ernarjd B otte , Le Canon de la Messe ramaine, Lovaina 1935. 2. Cf. A. B aumstark , D ar ePróblem* des rómischen Messkancms, en «Ephecnerídes litúrgica», t. 53 (1939), p. 204ss.

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La eucaristía alejandrina y la romana (por no decir nada de W.C. Bishop), la habían admitido sobre la base supuesta de un origen del canon romano que nadie osaría ya buscar en esa dirección3. Eruditos anglicanos, como W alter F re re 1 se la habían apropiado con entusiasmo, hallando en ella una justifica­ ción inesperada del abandono de la tradición litúrgica romana de la eucaristía en su propia Iglesia. A. Jungmann5 y Th. K lauser6 la vulgarizaron. Y en nuestros días, como era de esperar, reforma­ dores intrépidos se apoderan de ella para forzar a la autoridad a librarnos de ese monstruo y hacernos volver finalmente a la verda­ dera tradición católica y romana, perdida desde hace por lo menos quince siglos7. En todo esto nos parece que se obra con gran precipitación y sobre bases de increíble fragilidad. Ya hemos dicho, con el solo examen de la personalidad de Hipólito y de su obra en general, las razones positivas que tenemos de dudar de que en su época repre­ sentara la verdadera tradición romana, aunque fuera miembro del clero romano. Pero si pasamos a comparar su eucaristía con todo lo que sabemos por otra parte con seguridad sobre la eucaristía roma­ na posterior a él, resulta no solamente dudoso, sino verdaderamente inverosímil — hay que reconocerlo— que la liturgia de Hipólito pudiera engendrar, aun tras todas las adulteraciones que se puedan imaginar, la actual liturgia romana. En efecto, dada la completa ausencia de comunidad tanto en la estructura, como en la factura o en el detalle de las expresiones, sería notoriamente insuficiente hablar de una dislocación producida por la introducción de cuerpos extraños en el modelo primitivo. El canon romano, por lo menos, desde san Gregorio, es ciertamente la liturgia romana. Si, dos siglos o dos siglos y medio antes, la liturgia romana hubiese sido la liturgia de Hipólito, entonces habría que decir que a la liturgia roma3* V éase sobre todo esto el artícu lo de dom C abuol sobre el ccin&Ji romano, en efl D ictionnaire d’archéohgie chrétiewne e t de liturgie. 4. W altes H . F rere , T h e Anaphora o f great E ucharistic Prayer, Londres 1938. 5. A. J uncmantí, E l sacrificio de la misa, BA C, Madrid *1965. 6. T h . K lauser , The Western L it u r g y and its History, Londres 1952. 7. Citemos únicamente, como un ejemplo entre muchos, un artículo de L eo M aiion ,

publicado en «Commonwealth», 1965, p, 590ss, que califica desdeñosamente el canon ro­ mano de «popurrí galicano», «llegado tarde a la misa romana», y propone que sea pura y simplemente descartado. No menor fantasía sería desmontarlo y volverlo a motilar conforme al plan sirio occidental.

196

I San H ipólito y los orígenes de la litu rg ia rom ana

na le sucedió como aquel cuchillo que era siempre el mismo cuchillo, aunque se le hubiera ido cambiando sucesivamente el mango y la hoja. No es una modificación o múltiples modificaciones lo que habría tenido que producirse entre una y otra, sino la sustitución total de un texto por otro. ¿Cuándo, cómo, por qué habría tenido lugar esta sustitución? De ello no tenemos el menor testimonio. Tenemos que aceptar el hecho, sin poder situarlo ni explicarlo, si aceptamos que Hipólito representa la liturgia romana a mediados del siglo m . Tener que admitir tal mutación, de la que nadie parece haber guardado el menor recuerdo, y ello en la Iglesia que se ha distinguido entre todas por el conservadurismo, es — reconozcámoslo — una dificul­ tad tan considerable, que por sí sola debería inducirnos a poner en duda que Hipólito nos describa verdaderamente la liturgia romana del siglo n i. Como por otra parte hemos visto que las razones in­ trínsecas que tenemos para creerle, es decir, las que pueden resultar del conocimiento de su obra y de su personalidad, son de lo más exiguas (por no decir nulas), parece que esto debería bastar para disipar el espejismo a que han sucumbido la mayoría de los eru­ ditos recientes. Explicar la evolución que pudo producir el canon de la misa romana de san Gregorio a partir de la de san Hipólito, es proponerse un quehacer que no tiene la menor probabilidad de prosperar, pues equivale a lanzarse sin razón suficiente y hasta sin verosimilitud, por un camino imposible. Insistiendo en ello se [legará fatalmente a la idea de que el canon de la misa roma­ na es inexplicable, injustificable, inaceptable, pero ello sencillamente porque se habrá querido a todo trance imponerle una explicación que no tiene el menor fundamento. Pero esto no es todo. Por inverosímil que sea a priori la mu­ tación total, y no sólo la alteración más o menos profunda que habría debido producirse en la misa romana para pasar de san Hipólito a san Gregorio, no podemos refugiarnos en los dos siglos y medio o tres que las separan, para imaginar una lenta descom­ posición y Juego recomposición que, faltando todo testimonio histó­ rico, no pasaría de ser, de todas formas, imaginaria. Aunque no tenemos un texto completo del canon antes de san Gregorio, tene­ mos puntos de referencia acerca de lo que era ya muy anterior197

La eucaristía alejandrina y la romana mente, de una forma exacta en la segunda mitad del siglo ív. El De Sacramentis, reconocido hoy generalmente como obra de san Ambrosio, contiene, en efecto, una serie de alusiones a la eucaristía que él empleaba, las cuales, en toda la parte central, van hasta la cita expresa, más o menos literal. Este trazado, que una feliz coinci­ dencia nos permite efectuar, nos asegura que en todo caso, inme­ diatamente antes del relato de la institución e inmediatamente antes de la anamnesis, se hallaban entonces fórmulas que debían ser, si ya no palabra por palabra, por lo menos con poca diferencia, las mis­ mas que en tiempos de san Gregorio. Además, ya en su tiempo, a la alabanza inicial seguía una serie de intercesiones. Esto nos basta para decir que san Ambrosio conocía ya un canon cuyo desarrollo coin­ cide prácticamente con el de san Gregorio, mientras que no nos enseña nada que pudiera relacionarse con san Hipólito más que este último texto. Así pues, no se trataría de una lenta disgrega­ ción, sino de un cataclismo sobrevenido en el espacio de apenas un siglo y que habría sustituido una eucaristía por otra. Una sola teoría, que se ha sostenido a veces, permitiría explicar la cosa. Sería preciso que el canon que hoy día llamamos romano no fuera en modo alguno romano, sino ambrosiano, o en todo caso milanés, y que el prestigio del gran obispo hubiera podido inducir a Roma a dejar de lado su propio rito para adoptar el milanés en su lugar8. La cosa parece tan enorme que resulta inverosímil. Hay que añadir que esto iría directamente contra lo que sabemos con mayor certeza sobre las relaciones entre la liturgia de Milán y la de Roma en la época de san Ambrosio. Durante largo tiempo pa­ reció imposible atribuirle el De Sacramentis, porque el De mysteriis (que es ciertamente obra suya) sigue para el bautismo una liturgia diferente de la que se contiene en el De Sacramentis. Y la liturgia del De Sacramentis se opone a la otra explícitamente como a la liturgia romana. Posteriormente, un examen atento del pensamiento y del estilo de los dos escritos, tal como lo ha llevado a cabo en particular dom Botte, ha convencido prácticamente a todos de que no pueden tener sino un solo y mismo a u to r9. La conclusión que 8. Véase T u . K latjser, op. cit., p, 20-21, 9. Véase la introducción de dom B otte a su edición y traducción del De mysteriis y del De Sacramentis, en «Sources chrétiennes^j París 1&50.

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La liturgia alejandrina se impone es ésta: entre la redacción del De Sacramentis y la del De mysterüs debió adoptar Milán la liturgia de Roma en puntos en que discrepaba de ella. En otras palabras: las cosas debieron suceder precisamente al revés de la suposición precedente: no es Roma la que en tiempos de san Ambrosio tiende a adoptar la litur­ gia milanesa (por cuanto entonces diferían), sino que es en Milán donde se tiende a adoptar la liturgia romana. Más vale, por tanto, abandonar todas estas hipótesis, renunciar pura y simplemente a las ideas de dislocación, de desmembramiento, de metamorfosis de la eucaristía romana, renunciando a la idea in­ fundada que sirve de base a todo esto. Hipólito puede informarnos sobre ciertas características de una eucaristía arcaica, que en su época debía, ya hacía mucho tiempo, haber desaparecido de Roma y, sin duda, de otros muchos lugares, pero no hay que preguntarle el origen de la eucaristía romana, tal como la tenemos por lo menos en su formación en tiempos de san Ambrosio.

La liturgia alejandrina ¿Habremos por ello de renunciar a comprender la génesis del canon romano? De ninguna manera. Si Hipólito no puede sernos útil a este objeto y más bien puede desorientamos y extraviamos, tenemos otros testigos, y algunos de ellos anteriores a la época de san Ambrosio, de un rito afín al rito romano, según el conocimiento que tenemos de éste, y cuya evolución nos es conocida un poco mejor. Tenemos todas las razones para creer que sería mucho más provechoso lanzarse por otra pista. El rito de que habíamos ahora es e! de Egipto, y más en particular el de la metrópoli, de Alejandría. Repitámoslo: entre las formas sólidamente atestiguadas de la eucaris­ tía romana y las de la eucaristía alejandrina son múltiples las analo­ gías de contenido, de estructura y hasta las semejanzas de expresión. Si queremos, pues, reunir todos los elementos capaces de esclarecer la génesis de la eucaristía romana actual, conviene estudiarla en rela­ ción con la eucaristía alejandrina. Aquí nos hallamos en un terreno sólido y, lejos de que el principio de explicación adoptado multiplique 199

La eucaristía alejandrina y la romana los problemas insolubles y haga finalmente inexplicable tanto la evo­ lución que hay que tratar de descubrir como el producto final que tenemos ante los ojos, la comparación va a proyectar mucha más luz. Vamos a ver que esta comparación contribuirá a hacer perfectamente comprensible lo que muchos se empeñan en declarar absurdo. No negamos, sin embargo, que a primera vista el rito alejandrino, todavía más que el rito romano, nos propone una eucaristía cuya complejidad podría parecer incoherencia. Cuando se compara el rito alejandrino con su vecino el rito sirio occidental, del que recibió influencia en fecha muy temprana, hasta el punto de ser sustituido prácticamente por éste, dicho rito alejandrino parece presentar, al igual que el romano, exactamente los mismos elementos, pero en un arden extrañamente disperso. Pero no hay necesidad de seguir largo tiempo la comparación para comprender que sería lanzarse de nuevo por una falsa pista querer explicar la liturgia alejandrina a partir de una liturgia siria occidental, en la que todo se habría desparra­ mado en desorden. Como no tardaremos en verlo, el orden de la eucaristía siria occidental, por admirable que sea, es, en efecto, evidentemente un orden buscado deliberadamente, sistemático, ob­ tenido por los procedimientos de una retórica elaborada. Más a ú n : fue concebido en el marco de una teología trinitaria también muy evolucionada. Fue éste, por tanto, el que a todas luces se introdujo posteriormente entre los elementos que tenemos todas las probabili­ dades de hallar en la eucaristía alejandrina en un estado anterior, si ya no primitivo. Se comprende perfectamente a partir de qué principios y por qué procedimientos se pudo pasar de un estado de la eucaristía como el que subsistió largo tiempo en Egipto, al que se estableció primeramente en Siria occidental antes de impo­ nerse en Egipto mismo. No se comprende en absoluto cómo se habría podido tener la idea de desmembrar ei orden sirio si hubiera sido primitivo (cosa que, una vez más, parece imposible) para llegar al orden egipcio. Y precisamente en Egipto mismo podemos ver cómo se efectúa el paso en orden inverso. Debemos, pues, finalmente partir de la liturgia alejandrina para compararla luego con la liturgia romana si queremos esperar poder sorprender en su estado naciente esos nuevos tipos de litur­ gias eucarísticas que el siglo iv iba a propagar por todas partes 200

La liturgia alejandrina e instaurarlos definitivamente en la tradición, pero cuyos orígenes tienen todas las probabilidades de ser bastante anteriores. En la liturgia griega llamada de san Marcos, clásica durante mucho tiempo en la Iglesia de Alejandría, y de la que la liturgia copta llamada de san Cirilo no pasa de ser una traducción10, la eucaristía sigue un plan que ya hemos expuesto y que volvemos a recordar: 1) Acción de gracias inicial. 2) Primera oración que evoca el sacrificio (nosotros la llama­ mos preepiclesis). 3) Copiosas intercesiones y conmemoraciones, terminadas por una oración por la aceptación del sacrificio (esbozo de la primera epiclesis). 4) Reanudación de la acción de gracias que conduce al sanctus. 5) Nueva oración que pide con más insistencia la aceptación del sacrificio, con una invocación formal de la consagración de los elementos (primera epiclesis en este rito). 6} Relato de la institución. 7) Anamnesis. 8) Última invocación para que sea aceptado el sacrificio ofre­ cido y, más en concreto, para que tenga en todos nosotros sus efectos de gracia (segunda epiclesis). 9) Doxología final. El bloque que va de 6) a 9) corresponde evidentemente a todo el final de la oración eucarística, tal como existía desde los orígenes, por lo cual no nos plantea nuevos problemas. La estructura y el origen del bloque que va de 1) a S) es lo que va a reclamar ahora nuestra atención. Notemos primeramente que el diálogo introductorio es el mis­ mo que en la eucaristía de Hipólito, con la sola reserva de que en lugar de «El Señor esté con vosotros», tenemos al principio: «El Señor esté con todos.» Después de esto, 1) desarrolla una acción de gracias que se ve interrumpida por la serie de las oraciones y conmemoraciones, pero 10. Véase sobre estas liturgias I.M . H ansseüís, Instituciones íitutgicae de ritibus crierttaiibus, tomo m , parte n , Roma 1932, p. 632ss. Para completar la bibliografía, J.M . S auget, Bibiiographie des ¡iturgies orientales, Roma 1962, p, 32ss y S2ss,

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La eucaristía alejandrina y la romana que se reanuda en 4) para rematar en el sanctus. Esta acción de gracias pasa, como 37a hemos solido verlo, del tema de la creación al de la redención. El hombre hecho a imagen de Dios, caído, pero levantado por la encarnación redentora de Cristo, calificado de sabiduría y de luz, forma el centro de las perspectivas, lo cual es muy alejandrino, como prolongación en el cristianismo, de la línea .sapiencial que hemos observado en las oraciones judías del libro vn de las Constituciones apostólicas). Cuando se reanuda la acción de gracias, se concentra en el nombre divino — según otro tema con el que estamos ya familiarizados —, glorificado por encima de todos los «poderes», en el siglo presente y en el siglo venidero. Esto da lugar a la invocación del culto angélico y al sanctus. Veamos el texto de san Marcos, tal como lo presenta Brightman: Es verdaderamente digno y justo, santo y equitativo, saludable para nuestras almas, alabarte a ti, que eres Dueño, Señor, Dios, Padre todopode­ roso, cantarte, darte gracias y narrar tus altas gestas (dvOofioXofetoScct). noche y día, con una boca que no se fatigue, con labios que no hagan nunca silencio, con un corazón que no se calle jamás, a ti, que hiciste el cielo y lo que se halla en el cielo, la tierra y lo que hay en la tierra, los mares, las fuentes, los ríos, los estanques y todo lo que se halla en ellos, a ti, que hiciste al hombre según tu propia imagen y semejanza y le otorgaste el goce del paraíso, Pero cuando cometió la transgresión no lo despreciaste ni aban­ donaste, sino que en tu bondad volviste a llamarlo por la ley, lo instruiste por los profetas, lo reformaste y renovaste por este misterio tremendo, v i­ vificante y celestial, e hiciste todo [esto] por tu sabiduría, la luz verdadera, tu Hijo único, nuestro Señor, Dios y Salvador Jesucristo, por quien a ti, con é! y el Espíritu Santo, dando gracias ofrecemos este culto razonable (Xoyixóv) c incruento, culto que te ofrecen, Señor, todas las naciones desde la salida del so! hasta su ocaso, del norte al mediodía, porque grande es tu nombre entre todas las naciones y en todo lugar se ofrece incienso a tu santo nombre y un sacrificio puro, en inmolación y oblación...” . ...Porque tú eres el que está por encima de todo principado, autoridad, potestad y dominación, y de todo nombre, no sólo en este siglo, sino también en el siglo venidero: mil millares y diez mil miríadas de santos ángeles y de los ejércitos de arcángeles te asisten, tus dos muy venerables vivientes te asisten, así como los querubines de múltiples ojos y los serafines de seis alas, que con dos se cubren el rostro, con dos los pies y con las otras dos1 11. P.E. B r ig H tu a k , Liturgies Eastern and Western, vol. i: Eastern Lilurgies, Oxford 1896 (como es sabido, sólo se ha publicado este volumen)» p. 225ss. Este texto ¿e estableció a partir del Codex Rossanensis, del siglo x n , Cf. op. cit., p. 1 12.

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La liturgia alejandrina vuelan y claman uno a otro con boca infatigable y en himnos divinos ((teoXoyte'.') que no callan nunca, cantan, claman, glorifican, gritan el himno de la victoria y el trisagio, diciendo a tu gloria sobreeminente: Santo, santo, santo, Señor sabaoth, el cielo y la tierra están llenos de tu santa glorio1213.

Una vez más, este texto, por sus referencias sapienciales, tiene particular afinidad con las oraciones judías del libro vii de las Constituciones apostólicas, mientras que su humanismo «lógico» es muy característico del cristianismo alejandrino, así como es típi­ camente egipcio en la evocación de la creación, la insistencia en las aguas, las fuentes, los ríos y los estanques. Pero su origen primero es indubitable: es una refundición cristiana de las berakoth sinagogales asociadas al sanctus. Notemos aquí que la qedusah es presen­ tada sin el versículo de Ezequiel, que bendice la presencia divina en el lugar de su morada. Esta omisión se debe sin duda al hecho de que los cristianos que utilizaron esta oración comprendían toda­ vía que se trataba allí de una bendición por la presencia divina en el santuario jerosolimitano, privado ya de objeto. Más tarde la sustituyeron por otra bendición, que significaba que para ellos la sckinah estaba entonces establecida en la humanidad del Salvador. Es también muy interesante, y típica del cristianismo patrístico, la referencia el «sacrificio puro» ofrecido a Dios en todo lugar entre las naciones. Como ya lo hemos hecho notar, esta cita de Malaquías 1 era, según san Justino, invocada por ios rabinos como aplicada a las berakoth que eran elevadas a Dios por los judíos de la diáspora. Pero el mismo texto opone a esta interpretación la de los cristianos : este «sacrificio puro» ofrecido entre todas las naciones es más bien la eucaristía cristiana1*. Pasemos a las intercesiones y conmemoraciones. En todas las liturgias orientales tuvieron estos textos tendencia a desarrollarse y hasta a inflarse progresivamente. Pero en el caso presente de la liturgia de san Marcos tenemos pruebas, como lo veremos en seguida, de que el texto de su eucaristía, aun habiendo sufrido amplificacio­ nes progresivas, se mantiene en esta parte sustancialmente fiel a uti esquema muy antiguo. 12. 13.

B rightwak, op< de., p. I31ss. J ustino , Diálogo con Trtfón, 116-117.

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I

La eucaristía alejandrina y la romana Entre las dos invocaciones del nombre divino, que encuadran la súplica en la acción de gracias, hallamos sucesivamente oraciones por la Iglesia en general, por la paz en el cielo y en esta vida, por la curación de todos los males, de la muerte y del pecado, por los cristianos ausentes de sus casas, por la lluvia, las estaciones favora­ bles, la fecundidad de la tierra, por las autoridades. Viene luego una conmemoración de los difuntos, en la que los santos y el conjunto de los fieles finados son objeto de una sola oración (indicio de gran antigüedad), a ia que al final se asocia a los vivos para que todos juntos tengan «su parte y su herencia con los santos>. Aquí se introdujeron los dípticos, es decir, la lista de los nom­ bres de aquellos a quienes se quería conmemorar especialmente Viene luego una recomendación de las ofrendas y una invocación que implora que el sacrificio sea aceptado, y que acarrea una serie de invocaciones particularizadas por los oferentes o por aquellos a cuya intención se ofrece: primero los obispos, los sacerdotes y todo el clero, la ciudad cristiana, y finalmente una súplica contra los enemigos de la Iglesia. En último lugar, después de una como recapitulación de todos los objetos de intercesión enumerados, se vuelve, mediante la invocación reiterada del nombre divino, a la acción de gracias1415. Notemos aquí que la oración misma que seguirá al sane tus no hará más que reasumir el tema de la recomendación del sacrificio, para pedir de nuevo, y más formalmente, que Dios mismo lo con­ sagre. Así puede decirse que, como el conjunto de las intercesio­ nes está inserto en la acción de gracias, el final de ésta, con el sanctus, está inserto, a su vez, en la petición final de aceptación del sacrificio eucarístico, una primera evocación de la cual en la acción de gracias inicial había dado lugar a las intercesiones. Si recordamos ahora el contenido y el orden de las oraciones de la tefillah, nos llamará la atención ver que los temas de la ora14. Aquí no podemos entrar en todos los problemas que plantean los dípticos. Véase la disertación de E. B ishop , impresa a continuación de la edición de las Homitics of l^arjai por R.K . Comnolly, Texts and Studies, vol. v m , Cambridge 1909, p. 97ss. 15. Cf. B e i g h t a j a n , op. cit., p. 128&S. M ás adelante presentamos lo que se tiene por asegurado de las formas primitivas de las intercesiones y conmemoraciones egipcias. Dado que todas estas oraciones, con frecuencia, son muy variables de un manuscrito a otro de una misma liturgia, sólo daremos el texto íntegro en el caso de las Constituciones apostólicas, y la parte del texto de la liturgia de Santiago que parece primitiva.

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La liturgia alejandrina ción se corresponden exactamente, habida cuenta de las inevitables transposiciones. Sólo su orden se ve un poco alterado, pero no completamente. En la tefillah, la primera bendición evocaba las santas acciones de los «padres» del pueblo de Dios y su expectación de un redentor. La segunda daba gracias por la vida, su conservación y la resurrec­ ción. La tercera bendecía el nombre divino. Algo de esto parece haber entrado ya en el final de la primera parte de nuestra acción de gracias, con la evocación del culto definitivo ofrecido hoy, gracias a'l Re­ dentor, que nos restituye los dones perdidos por el pecado, a lo que sigue luego la bendición del nombre divino. Luego, en las bendiciones impetratorias de la tefillah se rogaba sucesivamente por la penitencia, él perdón, la redención, la cura­ ción, la lluvia y estaciones prósperas que acarrearan paz y prospe­ ridad, la liberación de los cautivos y de los dispersos, las autoridades, contra los minim, por los fieles, y finalmente por la edificación escatológica de la ciudad santa y por la venida del Mesías. Venían luego las bendiciones tefillah y abodah, que pedían fueran escuchadas las oraciones y aceptados los sacrificios de Israel. Finalmente, la bendición hodah alababa de nuevo él nombre di­ vino, mientras que la birkat ha-kohanim recapitulaba los temas de las intercesiones. Es sorprendente la correspondencia de los temas, como también la analogía, si no de todo el curso del desarrollo, por lo menos de su m arco: entre una evocación del culto tributado a Dios por el pueblo fiel (en la espera, y ahora gracias a la venida, del Redentor) y una súplica final por la aceptación de las oraciones y de los sacri­ ficios de este pueblo, con la invocación — también en las dos series de oraciones — del nombre divino, que abría y concluía las inter­ cesiones y conmemoraciones. Pero la semejanza aparece todavía más estrecha si, en lugar de tomar como término de comparación la fórmula de las semoneh esreh, que se impuso finalmente al uso sinagogal (mientras que era más fluctuante en la época de los orígenes cristianos), tomamos la fórmula particular de la tefillah que hemos reconocido en el li­ bro vil de las Constituciones apostólicas, donde lleva ya las señales para creerla también alejandrina, 205

La eucaristía alejandrina y la romana En ésta, como en la liturgia de san Marcos, no sólo la qedusah, sino también las bendiciones que precedían a su primera recitación, antes del semak, vinieron con el tiempo a insertarse en medio de la tefillah. Esta fórmula inicia igualmente un proceso en que el contenido de las oraciones que siguen al bloque de la qedu&ah, en la tefillah venida a ser clásica, son atraídas hacia un puesto anterior a aquélla. Asi, la 4.*, 5.a, 6.a, 7.a y 8.a quedan como incorporadas a la 3.a : la bendición del nombre. Asimismo esta tefillah alejandrina incluía las bendiciones 14.a, 15.a, 16.a y 17.a (por la edificación de Jerusalén, la venida del Mesías, la aceptación de las oraciones y de los sacrificios de Israel) en una sola gran invocación final. Y, lo que es más, introducía en esta última súplica una lista de los sacrificios del pasado que habían sido aceptados por Dios. Hallamos lo mismo en la eucaristía de san Marcos, y los dos justos del Antiguo Testa­ mento que en ella se mencionan son Abel y Abraham, que iban igualmente en cabeza de la lista en la oración contenida en las Constituciones apostólicas. A ¡o que parece, este análisis nos permite concluir, desde ahora, que la presencia universal, en los textos fijados de la eucaristía que aparecen a partir del siglo iv, del sanciits y de la acción de gracias que lo precede, de las intercesiones detalladas y de las conmemo­ raciones de los santos, proviene de la reunión, venida a ser habitual, del servicio de lecturas y de oraciones con la comida eucarística. En el primero de estos servicios habían subsistido todos estos elementos del servicio sinagogal, aunque, por supuesto, evolucionan­ do a la vez. Cuando este servicio se unió a la comida eucarística, estas oraciones que lo terminaban, como en el antiguo uso judío, se combinaron con la oración eucarística de la comida sagrada para formar un todo único. Su carácter ya eucarístico en el sentido eti­ mológico de la palabra, hacía, por tanto, completamente natural esta fusión. También naturalmente iba a originar ciertas compresiones inevi­ tables, por el hecho de que los dos bloques implicaban los mismos elementos de acción de gracias por la creación y la redención, y de oración por la realización de las altas gestas de Dios, objeto de la herakah -eukharistia. 206

Anáfora de Der Balizéh Esto es lo que nos queda por ver, para lo cual estudiaremos ahora lo que vinieron a ser en la liturgia alejandrina los elementos de la oración eucarística propios del banquete sagrado. Pero antes conviene citar algunos testimonios arcaicos de la eucaristía egipcia. Estos nos certificarán por una parte la antigüe­ dad sustancial del esquema de las intercesiones y de las conme­ moraciones conservadas en las formas más tardías de la liturgia de san Marcos. Y al mismo tiempo nos permitirán distinguir, en su última parte, entre las formas antiguas y las formas evolucionadas que nos da a conocer el texto recibido.

Anáfora de Der Bcdizéh, anáfora de Serapión L,a anáfora de Der Balizéh, que nos ha sido transmitida por un papiro del siglo vi, está desgraciadamente incompleta. El texto comienza con el final de las intercesiones e implica una laguna de por lo menos dieciséis líneas al final de la anamnesis y al co­ mienzo de la epiclesis que la sigue. Pero otro papiro, esta vez del siglo IV, publicado por Andrieu y Collomp, nos da, en cambio, un comienzo de anáfora del mismo tipo, que, comparado con ei texto precedente, nos permite verificar la continuidad de la tradición alejandrina por lo que hace a esta primera parte. Veamos primeramente este último texto, donde está claro que faltan las primeras palabras: ... [Es digno y justo, etc.],., celebrarte día y noche, a ti, que hiciste el cielo y lo que se halla en el cielo, la tierra y lo que hay en la tierra, el mar y los ríos y lo que en ellos se halla, a ti que creaste a! hombre segtin tu imagen y semejanza: tú dispusiste todas las cosas por tu sabiduría, luz verdadera, tu H ijo único, nuestro Señor y Salvador Jesucristo. P o r lo cual, dándote gracias, con él y el Espíritu Santo, te ofrecemos este culto razonable e incruento, que te ofrecen, Señor, todas las naciones, desde la salida del sol hasta su ocaso, del norte hasta el mediodía, porque tu nombre es santo entre las naciones, y en todo lugar se ofrece el incienso a tu nombre, en un puro sacrificio, en ofrenda e inmolación. Te rogamos y te suplicamos: acuérdate de la santa y una Iglesia católica, de todos tos pueblos y de todas las greyes. Otorga la paz celestial a todos los corazones y concédenos también la gracia de la paz en el transcurso de 207

La eucaristía alejandrina y la romana nuestra vida; y del rey de la tierra; sean sus designios, designios de paz, para con nosotros y para con tu santo nombre.., w.

Todo esto concuerda casi palabra por palabra, excepto algunos puntos abreviados, con el texto clásico de san Marcos. De estas diferencias no hay, sin embargo, que concluir que suponen a todo trance amplificaciones posteriores, pues varias de las fórmulas más desarrolladas de san Marcos siguen más de cerca el texto de la berakak judía anterior a la qedusah. Veamos ahora el fragmento de anáfora de Der Balizéh. Salta a la vista que reproduce una fórmula del mismo tipo, a partir de la úl­ tima petición, contra los infieles y por los fieles. ...L o s que te odian. Sea tu bendición sobre tu pueblo que cumple tu voluntad. Levanta a los que caen, devuelve los extraviados al camino recto, fortifica a los que están faltos de valor. Porque tú estás por encima de todo principado, autoridad, potestad y dominación, y de todo nombre, no sólo en este siglo, sino también en el siglo venidero. Los millares de los santos ángeles y los ejércitos innumerables de los arcángeles te asisten, así como los querubines de múltiples ojos y los serafines de seis alas, que con dos se cubren el rostro, con dos los pies y con otras dos vuelan; todos proclaman en todo lugar que tú eres santo. Con todos los que te aclaman, recibe nuestra oblación hoy, mientras repeti­ mos : Santo, santo, sanio, Señor sábaotk; el cielo y la tierra están llenos de tu gloria. Llénanos también a nosotros de tu gloria y dígnate enviar tu Espíritu Santo sobre estas ofrendas que tú creaste, y haz de este pan el cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo y de este cáliz la sangre de la nueva alianza de nuestra mismo Señor y Salvador Jesucristo. Y como este pan en otro tiempo disperso sobre las alturas, las colmas y los valles fue recogido de modo que no formara más que un solo cuerpo, como también este vino, bro­ tado de la santa vid de David, y esta agua, brotada del Cordero inmaculado, mezclados vinieron a ser un solo misterio, así también reúne a la Iglesia católica de Jesucristo, Porque nuestro Señor Jesucristo, la noche en que fue entregado, tomó pan en sus santas manos, dio gracias, lo bendijo, lo santificó, lo partió y lo dio a sus discípulos y apóstoles diciendo: Tomad, comed de él todos; Esto es mi cuerpo, dado por vosotros en remisión de los pecados. Asimismo, des­ pués de la comida, tomó el cáliz y dio gracias, bebió de él, se lo dio, di­ ciendo : Tomad, bebed de él todos; esto es mi sangre, derramada por vos-16 16. Cf. M. A ndrieu y P . C olcomp, Fragmenta sur papyrus de ÍAnaphore de saint Mure, eri «Revue des Sciences religieusesj>, Estrasburgo, vol. 8, 1928, p . 500.

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Anáfora de Der Balizéh otros para remisión de los pecados. Cada vez que coméis de este pan y bebéis de este cáliz anunciáis mi muerte, proclamáis mi resurrección, ha­ céis memoria de mí. El pueblo: Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección y oramos.......... ... A nosotros, tus siervos, otórganos el poder del Espíritu Santo, la con­ firmación y el acrecentamiento de la íe, la esperanza de la vida eterna que viene, por nuestro Señor Jesucristo, con el que a ti, Padre, es la gloria, con el Espíritu Santo, por los siglos. AménIV.

Evidentemente, esta laguna somete a los historiadores de la liturgia al suplicio de Tántalo. ¿Teníamos aquí, a continuación de la anamnesis, una segunda epiclesis dirigida al Espíritu? Y, supo­ niendo que lo fuera, ¿qué le pedía que realizara? O bien, por el contrario, aquí como en lo que nos ha parecido ser el estado primi­ tivo del texto de Hipólito, ¿ teníamos sencillamente una petición de unión de los cristianos para la edificación del cuerpo de Cristo, que incluía la mención del Espíritu como sello de esta unidad? Segura­ mente no podremos nunca responder a estas preguntas, a menos que una feliz casualidad haga surgir de las arenas de Egipto un segundo manuscrito, esta vez completo, de la misma oración. En espera de esta ganga improbable, tenemos, quizás, sin embargo, alguna posibilidad de conjeturar una forma más antigua todavía de la epiclesis, o más bien de las epiclesis egipcias. El indicio más interesante que poseemos a este propósito nos lo suministra un do­ cumento de mediados del siglo iv. Es el eucologio de Serapión de Thmuis, aquel obispo amigo y corresponsal de san Atanasio. Eos comentaristas de la oración eucarística que contiene subrayan lo que hay evidentemente de muy personal en la redacción de esta oración. En ella hallamos una curiosa mezcla de imágenes joánicas, desviadas hacia una especie de gnosticismo inofensivo, y de jerga filosófica, vagamente mistagógica, presente ya en Clemente de Ale­ jandría en el siglo precedente, y que florecerá con más vigor en el siguiente en Sinesio de Cirene1S. De aquí resulta que algunos temas178 17, Cf. C.H. R oberts y B, C apelle , A n early Euchologium, The Dér-Boliseh papyrus eniarged and reedited, Lo vaina 1949. 18. Véanse los himnos de éste en la edición de N. T erzac. h i , Roma *1949.

209 Bouyer, eucaristía 14

La eucaristía alejandrina y la romana esenciales a la eucaristía tradicional quedan más o menos volatiliza­ dos. Sin embargo, el esquema de la eucaristía alejandrina se des­ cubre por todas partes, aun cuando con frecuencia sólo se halle en filigrana. Y, como vamos a verlo, no es tan cierto que todas las particularidades de Serapión sean únicamente un reflejo de su propia fantasía teológica y retórica. Es digno y necesario alabarte, cantarte, glorificarte a ti, Padre increado del H ijo único Jesucristo. Te alabamos, Dios increado, inescrutable, inefable, incomprensible para toda naturaleza creada. Te alabamos a ti, que eres conocido por el H ijo único, a ti que por él eres anunciado, interpretado y dado a conocer a la naturaleza creada. Te alabamos a ti, que conoces al H ijo y revelas a los santos las glorias que le conciernen, a ti que eres conocido por el Logos que engendraste, a ti que eres revelado a los santos. T e alabamos, Padre invisible, corega de la in­ mortalidad. T ú eres la fuente de la vida, la fuente de la luz, la fuente de toda gracia y de toda verdad. Amigo de los pobres, propicio a todos, tú los atraes a todos a ti por la venida de tu H ijo muy amado. Te rogamos, haz de nosotros hombres vivos. Danos el Espíritu de luz, a fin de que te conozcamos a ti, el verdadero, y al que enviaste, Jesucristo. Danos el Espí­ ritu Santo, a fin de que podamos decir y contar tus misterios inefables. Hable en nosotros el Señor J esús, con el Espíritu S anto: celébrete él por nosotros. Porque tú estás por encima de todo principado, autoridad, potestad y dominación, por encima de todo nombre, no sólo en este siglo, sino también en el siglo venidero. Mil millares y diez mil miríadas de ángeles, de arcángeles, de tronos, de dominaciones, de principados, de potestades te asisten y, sobre todo, los dos serafines muy venerables de seis alas, con dos de las cuales se cubren el rostro, con dos los pies y con las otras dos vuelan; ellos cantan tu san­ tidad; recibe nuestra aclamación con la suya cuando decimos; Santo, santo, santo, Señor sabaoth, el cielo y la tierra están llenos de tu gloria maravillosa. Señor de las potestades, llena este sacrificio de tu poderosa participación. Porque a ti ofrecemos este sacrificio vivo, esta oblación incruenta. A ti ofrecemos este pan, figura del cuerpo de tu H ijo único. Este pan es la figura de tu sagrado cuerpo, porque el Señor Jesús, la noche que fue entregado, tomó pan, lo partió y lo dio a sus discípulos di­ ciendo : Tomad y comed de él todos; Esto es mi cuerpo, partido por vosotros en remisión de los pecados. P or lo cual nosotros, celebrando el memorial de su muerte, ofrecemos este pan y rogamos: por este sacrificio ¡ sé propicio a todos nosotros, senos pro­ picio, oh Dios de verdad! Y como este pan, en otro tiempo diseminado sobre las colinas, fue re210

Anáfora de 13er Balizéh cogido para que fuera uno, asi reúne tu santa Iglesia, de toda raza, de todo país, de toda ciudad, de todo poblado, de toda casa, y haz de ella la Iglesia una, viva y católica. Y te ofrecemos este cáliz, figura de la sangre, porque el Señor Jesu­ cristo, habiendo tomado un cáliz después de la comida, dijo a sus discípulos: Tomad, bebed, esto es la nueva alianza, esto es mi sangre, derramada por vosotros en remisión de los pecados. P or lo cual nosotros ofrecemos este cáliz, figura de la sangre. Dios de verdad, venga tu santo Logos sobre este pan, para que el pan se haga el cuerpo del Logos, y sobre este cáliz, para que el cáliz se haga la sangre de la verdad. Y haz que todos los que participan de él reciban el remedio de vida, para la curación de toda enfermedad, para la confirmación de todo progreso y de toda virtud, y no para su condenación, Dios de verdad, ni para su vergüenza o su confusión. Te hemos invocado a ti, el Increado, por el Hijo único, en el Espíritu Santo. Úsese piedad con este pueblo, sea hallado digno de progreso. Que Sos ángeles que asisten al pueblo triunfen sobre el Maligno y edifiquen la Iglesia. Te rogamos también por los que reposan y de los que hacemos memoria. Aguí se mencionan los nombres. Santifica estas almas, pues tú conoces a todas. Santifica a todos los que se durmieron en el Señor. Ponlos en el número de tus santas potestades. Dales un puesto y una morada en tu reino. Recibe también la acción de gracias del pueblo. Bendice a los que han aportado las oblaciones y las eucaristías. Otorga salud, integridad, gozo y todo progreso del alma y del cuerpo a todo este pueblo, por tu Hijo único, Jesucristo, en el Espíritu Santo, como era, es y será, de edad en edad y por todos los siglos. A m én1*.

AI filosofismo alejandrino y hasta clementino de Serapión puede cargarse en cuenta la absorción de casi toda la oración en el cono­ cimiento y la vida, aunque éstos son términos bíblicos ya centrales en las berakath judías, y aunque el desarrollo que Ies da es comple­ tamente joánico. Más característica de esta gnosis, por ortodoxa 19 19. £1 Eucologio de S erapión, editado primeramente por A. D tuxtiuewsxy , en Kiev, en 1894, luego por G. W oebermtn, en 1898, en el volumen n de la nueva serie de Texto and Untersuchungen de Gebhardt y H arkack, fue reeditado por F unk en un segundo volumen que a su edición de las Constituciones apostólicas añadía los Testimonia et Sctipturoc propinquae, Paderborn 1906, El texto de la anáfora se halla en las p. I72ss. Cf. ei artículo que le dedicó dom B ernaüd Capei.e e : L'Anaphore de Sérapion, en cMuséon», t. 49 (1936), p. lss y 425ss.

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La eucaristía alejandrina y la romana que sea en su fondo, es quizá la desaparición del culto lógico y de la oblación incruenta, cuya mención al final de la primera parte de la acción de gracias parece tradicional en Egipto. Sin embargo, volve­ remos a hallarlos en Serapión después del sanctns, pero no la primera recomendación de la oblación, que viene ordinariamente ai final de la intercesión intercalada. Sin duda «decir y contar 1os misterios inefables» (evidentemente, en la oración eucarística) era en su mente una equivalencia suficiente, En cambio, ¿habrá que pensar que la reducción de toda la oración de intercesión al solo párrafo en que se pide la vida y el conoci­ miento — primera rareza aparente de esta eucaristía— viene también de la teología particular de su autor? Quizá se pueda decir esto de la formulación que le da. Pero un poco más adelante vere­ mos que no nos faltan razones para suponer que podía creerse autorizado, por una tradición que él conocía, a condensar así en una sola oración las intercesiones del comienzo. ¿Qué decir entonces de las particularidades de las dos epiclesis, la que precede al relato de la institución y la que lo sigue? Volviendo a leer la anáfora de san Marcos veremos dentro de unos instantes que esta doble epiclesis es un rasgo característico de la tradición alejandrina. Pero en el texto de Der Balizéh la primera pedía ya la transformación de los elementos en el cuerpo y en la sangre de Cristo, y esto mediante una venida del Espíritu. No olvidemos que este texto está incompleto, lo cual, dada la extensión de la laguna, nos permite quizá suponer en él una segunda epiclesis, pero no adi­ vinar su contenido. Sea de ello lo que fuere, en Serapión ni la primera ni la segunda epiclesis contienen mención alguna del Espí­ ritu, y sólo en la segunda se pide la transformación, que se espera de una venida del Eogos. ¿Habrá también que atribuir esta última particularidad a la fan­ tasía de Serapión? Así lo afirman buen número de comentaristas, pero la cosa es muy poco probable. En primer lugar, sólo con leer su texto, salta a la vista que tiende a introducir en todas partes al Espíritu Santo. Su oración, aunque relativamente breve, lo men­ ciona cuatro veces en lugares donde no lo introduce ninguna otra eucaristía conocida. En estas condiciones sería ya bastante extraño que lo hubiera él borrado donde lo había puesto la tradición, si a 212

Anáfora de Der Balizéh mediados del siglo iv hubiera existido tal tradición en Egipto. Pero si se tiene en cuenta lo que sabemos por otra parte acerca de la personalidad de Serapión, ésta resulta altamente inverosímil20. En efecto, aparte de este eucologio, lo más cierto que sabemos de él es que tenía la preocupación de combatir a los arríanos, o arrianizantes, que ponían en duda la divinidad del Espíritu Santo. Precisa­ mente para responder a su solicitud sobre este punto compuso san Atanasio las cartas doctrínales que le dirigió. ¿Cómo pensar, entonces, que Serapión hubiera podido cometer la falsa maniobra, directamente opuesta a sus preocupaciones, que se le quiere atribuir? Si en la tradición de la eucaristía hubiera habido ya una oración que pidiera al Espíritu Santo que operara la consagración, Serapión habría sido el último que pensara en manipularla para atribuir exclu­ sivamente al Logos esta intervención propiamente divina... Todo lo que se puede suponer es que las epiclesis alejandrinas de su época no mencionaban a ninguna persona divina en particular (pronto veremos que esto no es inverosímil) y que fue él quien tuvo la idea de atribuir una intervención, por lo menos al Dogos. Otra particularidad de la eucaristía de Serapión está en lo que sigue a esta última epiclesis : mención de los ángeles, recuerdo de los difuntos y el último desarrollo de una oración por los oferentes y por todo el pueblo de Dios. También esto lo hallaremos pronto en otras partes, y hay todas las razones para creer que no es Serapión su inventor. Pero la particularidad más importante de su texto consiste en que el relato de la institución no precede en él a la anamnesis, sino que está como imbricado en ella. En la liturgia etiópica y en otras partes se hallan otros ejemplos de esta particularidad que nos parece tan curiosa. En todo caso manifiesta la estrecha trabazón sentida en la antigüedad, entre la anamnesis y la introducción del relato en la misma oración eucarística. Podemos preguntarnos si tal disposición no es tan antigua, y hasta quizá más antigua que la que 20. Véase la introducción de J. L ebon a su edición y traducción francesa de laa Cartas a Sera-pión de san A tanasio , en la colección «Sources chrétiennes». Dom B otte , UEucotoge de Sérapúm ast-il antkentique?, en «Oriens Christianus» (48, 1&64, p. 50ss) piensa, en efecto, que el autor podría haber sido un pneumatúmaco de fines del siglo iv. Pero se hace difícil creer que un pneumatótnaco multiplicara hasta tal punto las men­ ciones del Espíritu...

213

La

e u c a r is t ía

alejandrina

y

la romana

prevaleció finalmente y que viene a coordinar el relato con la anamnesis sin suprimir su distinción. Todavía hay que subrayar una última particularidad de esta eucaristía: al igual que la liturgia de Adday y de Mari y que las grandes oraciones judías, fuente de nuestras oraciones cristianas, no es verdaderamente una sola oración, sino una sucesión de oraciones breves, encadenadas por su sentido pero totalmente discontinuas por su composición. Esto podrá decirse, por lo menos en una cierta medida, incluso de las formas más tardías de la eucaristía egipcia. Pero es singularmente interesante observar este hecho en la pluma de un escritor como Serapión, evidentemente penetrado de cultura helénica. Si a pesar de ello se atuvo a una forma de composición tan marcadamente semítica, hay ciertamente que pensar que los modelos de la eucaristía que se consideraban regulares en su época, por lo menos donde él vivía, seguían todos fieles a este patrón. Añadamos todavía algo que no concierne solamente a Serapión, sino también a la anáfora de Der Balizéh, que, sin embargo, no parece haber recibido influencia de él, el uso que uno y otra hacen, aunque en diferentes lugares, de fórmulas de la Doctrina de los doce apóstoles. De esto se ha querido a veces concluir que tal Doc­ trina sería de origen egipcio. Esto es totalmente inverosímil: un egipcio no habrá tenido nunca la idea de hablar de pan «diseminado sobre las colinas», lo cual, en cambio, se comprende muy bien en boca de un sirio o de un palestino. Esto es tan cierto, que el redactor de Der BaMzéh juzgó necesario añadir a las colinas la mención de los valles... Por otra parte, podemos preguntarnos si Serapión conoció de primera mano el texto de la oración de la Doctrina de los doce apóstoles. El uso que hacen de ella induciría a pensar que les llegó a través de la refundición que hallamos en el libro vn de las Cons­ tituciones apostólicas, que pone la oración por la primera copa después de la oración por el pan, y la introduce asi en una euca­ ristía sintética, que supone la comida ritual separada ya de la real. Tras estas pistas que nos han abierto las formas más arcaicas de la eucaristía egipcia, podemos pasar finamente al estado en que se presenta la última parte de la eucaristía en el texto de san Marcos que ha venido a ser clásico. 214

A n a m n e s is y e p ie te s is e n la litu r g ia e g ip c ia

Lo que nosotros llamamos la primera epiclesis sigue al sanctus. Enlaza con ella mediante un nexo que se halla en todos los testigos de la tradición egipcia: la reasunción de la idea de plenitud, tomada de las últimas palabras del sanctus en esta tradición : «Los cielos y la tierra están llenos de tu gloria.» La presencia de este nexo hace pensar que en este lugar había habido un corte. En efecto, como hemos dicho, la epiclesis está ya esbozada antes del sanctus y de las intenciones por que se ofrece el sacrificio, en la primera fórmula de su recomendación a D ios: Acepta, ¡oh Dios!, los sacrificios de los que ofrecen [sus] ofrendas, [sus] eucaristías en tu altar santo, celestial y espiritual (vospdv) en las alturas de los cielos, por la liturgia arcangélica, de los que han ofrecido mucho o muy poco, en oculto o en público, de los que querrían, pero no tienen nada que ofrecer, las ofrendas de hoy, como aceptaste los dones del justo Abel, el sacrificio de nuestro padre Abraham, el incienso de Zacarías, las limosnas de Cornelio y los dos óbolos de la viuda, acepta igualmente sus eucaristías y dales, a cambio de las [realidades] corruptibles, las incorruptibles; de las terrestres, las celestiales; de las temporales, las eternas.. . M.

La idea de este intercambio conduce evidentemente a una ora­ ción por la transformación de los dones, y ésta es la razón por la cual la presencia de esta idea en la anáfora de Der Balizéh, como en otro texto del que hablaremos pronto, se halla en la segunda parte de esta epiclesis, que debe ser su puesto originario. Sin em­ bargo, en el texto de san Marcos, esta oración fue trasladada tras la anamnesis, a la segunda epiclesis. Cabe preguntarse si este tras­ lado, y quizá también la atribución al Espíritu Santo, de la trans­ formación implorada, no son las primeras señales de una influencia siria occidental sobre la liturgia de Alejandría. Es cierto que Serapión es ya un testigo de esta transposición, aun cuando ignora la epiclesis que pide la venida del Espíritu Santo. Pero el uso que hace de la Doctrina de los doce apóstoles muestra que está ya in­ fluido por los formularios sirios. 21,

U kjohtmah, op. cit., p. 129,

215

La eucaristía alejandrina y la romana Lia primera epiclesis actual de san Marcos menciona al Espíritu Santo, pero éste parece atraído aquí por la idea de plenitud, y lo que se espera de él no es la transíormación de los elementos, sino la consumación del sacrificio: En verdad, el cielo y la tierra están llenos de tu santa gloria por la epifanía de nuestro Señor, Dios y Salvador Jesucristo: llena igualmente, ¡ oh Dios 1, este sacrificio de la bendición que viene de ti por la visitación f ) de tu Espíritu todopoderoso. Porque nuestro Señor y Dios y gran rey (7rot¡i¡la{M\eÚ5 ) Jesús, el Cristo, la noche que se entregó a sí mismo por nuestros pecados y soportó la muerte por todos en la carne, estando a la mesa con sus santos discípulos y apóstoles, habiendo tomado pan en sus manos santas, puras y sin mancha, y levantado los ojos al cielo, a ti, su Padre, Dios nuestro y de todas las cosas, dando gracias, bendiciendo [lo], santificándolo y partiéndolo, lo distribuyó entre sus santos y bienaventu­ rados discípulos y apóstoles diciendo: Tomad, comed, esto es mi cuerpo, par­ tido por vosotros y repartido en remisión de los pecados (el pueblo responde: Amén). Asimismo, habiendo tomado la copa después de haber cenado y habiendo mezclado vino y agua, levantando los ojos a ti, su Padre, Dios nuestro y de todas las cosas, dando gracias, bendiciéndola, santificándola, llenándola de Espíritu Santo, la pasó a sus santos y bienaventurados discípulos y apóstoles diciendo: Bebed de ella todos. Esto es mi sangre, de la nueva alianza, derra­ mada por vosotros y por muchos y repartida para remisión de los pecados (el pueblo responde: Amén). Haced esto como memorial de mí, pues cada vez que coméis de este pan y bebéis de esta copa, anunciáis mi muerte y confesáis mi resurrección y mi ascensión hasta que yo venga. Maestro, Señor todopoderoso, rey celestial, anunciando la muerte de tu Hijo único, nuestro Dios y salvador Jesucristo, y confesando su bienaventurada resurrección de entre los muertos a! tercer día, así como su ascensión a los cielos y su sesión a tu diestra, Dios Padre, y aguardando su segunda, tremenda y terrible parusía, en la que ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos en ia justicia y a dar a cada uno según sus obras — sé indulgente con nosotros, Señor, Dios nuestro—, hemos pre­ sentado lo que viene de tus propios dones delante de ti, y te rogamos y te suplicamos, [Dios] amigo de los hombres y bueno, envía de tu sagrada altura, del lugar donde está establecida tu morada, de tu seno indescriptible, e! Espíritu de la verdad, el Señor, el vivificador, que habló por los profetas y por los apóstoles, que está presente en todas partes y todo lo llena, que por sí mismo y no como un servidor despliega en quien quiere la santifica­ ción según tu beneplácito, que es simple por naturaleza, multiforme en su actividad, fuente de los dones divinos, que te es consustancial, que procede de ti, que comparte el trono de tu reino con nuestro Dios y salvador Jestt216

Anamnesis y epiclesis en la liturgia egipcia cristo; míranos y envía sobre estos panes y sobre estas copas tu Espíritu Santo, a fin de que los santifique y los perfeccione como Dios todopoderoso que es, y haga de este pan el cuerpo (Amén del pueblo) y de esta copa de sangre de la nueva alianza, de nuestro Señor y Dios, salvador y gran rey Jesucristo mismo, a fin de que sean para todos los que de ellos participamos, [fuente de] fe, de vigilancia, de cuidado, de pnidencia, de santificación, de renovación del alma, del cuerpo y del espíritu, para la comunicación de la bienaventurada vida eterna e incorruptible, para la comunicación de tu nombre santísimo, para la remisión de los pecados, a fin de que, en esto y en todo, tu nombre santísimo, precioso y glorificado, sea glorificado, cantado con himnos y santificado, con Jesucristo y el Espíritu Santo, como era, y es, y será de generación en generación y por todos los siglos de los siglos. Amén

Este texto, evidentemente recargado en su última parte, no pa­ rece ser ni anterior ai concilio de Constantinopla de 380, ni poste­ rior al de Calcedonia de 450, puesto que los eoptos monofisitas lo tradujeron poco más o menos como se halla en su liturgia de san Cirilo, mientras que la letanía de los títulos del Espíritu Santo está evidentemente tomada en gran parte del símbolo constantinopolitano. Tenemos, con todo, que la epiclesis, por mucho que se haya desarrollado, está estrechamente soldada a la anamnesis, e incluso incorporada a la segunda parte de esta. Pero se puede conjeturar que se desarrolló a partir de una fórmula que debía ser muy próxima a ésta, habiéndose pedido ya anteriormente la transformación : Hemos presentado delante de ti lo que viene de tus propios dones y te rogamos y te suplicamos [Dios], amigo de los hombres y bueno, míranos y envía sobre estos panes y estas copas tu Espíritu Santo, a fin de que para nosotros que participamos de ellos sean [fuente del fe y de renovación del alma, del cuerpo y del espíritu, para la comunicación de la vida eterna y la glorificación de tu santo nombre, etc.

Más tarde nos preguntaremos sí no podemos incluso remon­ tarnos a un estado todavía anterior a esta epiclesis. Por ei momento contentémonos con observar que la anamnesis que conduce a ésta, engloba ahora, después de 1a resurrección, no sólo la ascensión, sino la parusía misma: explicación, digna de notarse, de la unidad viva­ mente sentida del misterio «conmemorado», cuya realización va a2 22. B xightman , úp. cít.» p. 132ss. Nótese que el texto copto supone en la íinanine.sis: delante de tu santa gloria...» (ibid.. p. 178).

217

La eucaristía alejandrina

y

la romana

implorarse, no como algo sobreañadido, sino como simple despliegue de las virtualidades de la muerte y de la resurrección de Cristo. Muy notable es también esta fórmula de presentación del sa­ crificio : «Hemos presentado delante de ti lo que viene de tus pro­ pios dones.» Más o menos literalmente será conservada por todas las liturgias de Oriente. No se podía describir en forma más feliz cómo el memorial es sacrificial: como el don que Dios mismo nos hace de la prenda de su misterio salvador, para que se la presen­ temos en la acción de gracias y así nos entreguemos a todo el efecto permanente de este misterio que tiende a su propia ralización, a la gloria de Dios. Por primera vez también hallamos aquí la frase «Haced esto como memoria de mí», desarrollada con las palabras de san Pablo, pero puestas en boca de Cristo y acompañadas de un desarrollo que subrayamos aq u í: ... Cada vez que coméis de este pan y bebéis de esta copa, anunciáis mi muerte y confesáis mi resurrección y mi ascensión, hasta que yo venga.

Esto se hallará igualmente en otras partes en Oriente, y podemos suponer que fue también de Siria de donde esta fórmula, como la epiclesis desarrollada, pasó a Egipto33. La influencia del relato paulino de la institución, rasgo común también a todo el Oriente, no está menos marcada sobre el relato que reproduce la eucaristía de san Marcos. Pero aquí, como en todas las liturgias clásicas, se descubren tres factores de evolución: una tendencia a acentuar el paralelismo entre lo que se dice sobre el pan y lo que se dice sobre la copa, una tendencia a armonizar los cuatro relatos deí Nuevo Testamento y, finalmente, una tendencia a acompañar la descripción de las acciones de Cristo con adjetivos y otras fórmulas que expresan la devoción («elevando los ojos o ti, su Padre...'», «en SUS manos santas, puras y sin mancha», etc.). Pero la gran cuestión que se plantea es la de saber cómo se pudo llegar a introducir, primeramente en la oración que provenía de ¡a berakah abodah para la aceptación de los sacrificios de Israel, una 23 23. Ci. infra, p. 272s y p. 308ss. El texto de Santiago tiene ya el cambio de persona, pero sólo añade la resurrección.

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Anamnesis y epiclesis en la liturgia egipcia mención, ausente de las liturgias más antiguas, de la transforma­ ción de los elementos en el cuerpo y sangre de Jesucristo. Repitámoslo: en las fórmulas de san Marcos, esta petición pa­ rece atraída, o por lo menos preparada, por el final de la primera parte de la oración de recomendación del sacrificio, que introduce la idea de un intercambio entre los dones materiales, terrenos, tempo­ rales que nosotros presentamos, y los dones espirituales, celestiales, eternos que aguardamos de Dios. Pero con esto no hacemos sino desplazar hacia atrás el problema, puesto que en las fuentes judías no había nada que orientara hacia esta idea. Nosotros nos indinaría­ mos a creer que para explicar su emergencia en este lugar hay que prestar atención a una primera compresión que pudo produ­ cirse por la reunión de las oradones derivadas de las berakoth ante­ riores al íemah, combinadas ya con las derivadas de la tefillah, y ahora con las que provenían de las berakoth del final de la comida. Pudo parecer admisible que se guardara al comienzo de la eucaristía una intercesión general y detallada, y al final una súplica más breve, más inmediatamente centrada en la edificación de la Iglesia, cuerpo de Cristo, subyacente ya en todas las peticiones del comienzo. Pero la repetidón, a algunos instantes de distancia, de una bendi­ ción por la creación y luego por la redención, centrada la primera vez en la luz y él «conocimiento», y la segunda, en la vida y la alianza, debió parecer tarde o temprano un duplicado intolerable. Por lo demás, las mismas oraciones judías, en particular las de la Doctrina de tos doces apóstoles, tendían ya a mezclar los temas de la vida y del conocimiento, así como la alianza se concretaba en la torah. Así pues, especialmente bajo el influjo de una teología fuertemente inspirada en el cuarto Evangelio, como lo vemos en el caso de Serapión, se trasladaría, con gran naturalidad, a la pri­ mera parte de la acción de gracias el tema de la vida junto al de la luz de verdad y se fundirían en una sola evocación de la reden­ ción nuestra liberación de la ignorancia idolátrica y la de la muerte. Pero entonces, ¿qué se iba a poner en lugar de la doble bendición, que en la comida sagrada todavía autónoma precedía inmedia­ tamente a la anamnesis? Precisaba un enlace entre el conjunto final de las oraciones tomadas de la tefillah, sobre la aceptación por Dios de nuestras oraciones y de nuestros sacrificios, y la evocación 219

La eucaristía alejandrina y la romana del memorial. Cómo se estableció este enlace nos lo muestra la com­ paración de la primera epidesis alejandrina con la oración abodah. La oración abodah terminaba con una invocación de un retorno ma­ nifiesto de la sekinah a Sión. Así también la primera epidesis egipcia pide que seamos llenos de la gloria de Dios (Der Bcdizéh), o que su poderosa participación (Serapión) o su bendición y su visitación (Marcos clásico) llenen nuestro sacrificio. Asi pues, esta petición del retorno de la Sekinah, que para los cristianos primitivos mora todavía en Cristo resucitado, es la que debió suscitar la petición final de la consagración de los elementos en el cuerpo y sangre de Cristo.

Parentesco de las eucaristías egipcia y romana Este estudio de la eucaristía egipcia nos ha proporcionado, según creemos, la mayoría de los elementos necesarios para eluci­ dar el canon de la misa romana, Su sola analogía general de estruc­ tura nos invita a establecer cierta relación entre una y otro. En efecto, si comparamos con el plan de la eucaristía de san Marcos el de la eucaristía romana, descartando el memento de difuntos y el nobis queque, observamos que concuerdan exactamente, casi con la sola diferencia de que el bloque de las intercesiones y conmemo­ raciones, en lugar de venir antes del sanctus, le sigue inmediata­ mente. Y aun el esquema de este mismo bloque es el mismo que en el rito alejandrino: primero, lo que nosotros hemos llamado la preepiclesis (te igitur), luego las intercesiones (memento de vivos), después las conmemoraciones de los santos (communicantes) y fi­ nalmente la primera epidesis. Esta, al igual que en Alejandría, está formada de dos oraciones (hanc igitur y quam oblationem). Pero, evidentemente, como ya se ha rezado el smictus, éstas se siguen in­ mediatamente. A esta analogía de estructura hay que añadir toda una serie de paralelismos verbales, que no permiten suponer que se trate de una coincidencia fortuita. Sólo en Egipto y en Roma comienza el diá­ logo introductorio por : «El Señor está con vosotros» (o, en Egipto, «con todos»). Así también a continuación tenemos sencillamente 220

Parentesco de las eucaristías egipcia y romana en los dos rito s: «Arriba los corazones.» En Roma comienza !a eucaristía p o r : «Verdaderamente es digno y justo, equitativo y sa­ ludable», y en Alejandría: «Verdaderamente es digno y justo (Alejandría añade santo), equitativo y saludable...» Sólo en estos dos casos se pasa inmediatamente de los motivos de acción de gra­ cias a la expresión del culto tributado a Dios, mediante la transi­ ción : «Cristo, por quien...» L,o mismo se diga de la mención de los coros de los ángeles citados a continuación, sin enlace, y de la intro­ ducción del sanctus mediante una súplica de que nuestra propia ala­ banza sea aceptada con la suya. Asimismo sólo en los dos casos los dones de los fieles son desde este momento calificados de dones santificados (qui tibí offerunt hoc sacrificium imidis... r¿ri xpoacpspóvTwv Tot¡; dueña!;, toí e\>yapicnr¡pux.), en la intercesión que precede a la consagración. En el relato romano de la institución, el detalle de que Jesús levanta los ojos ad te Deum fatrem suum tiene un paralelo exacto en él relato de la liturgia de san Marcos. En la anamnesis, 'la fórmula offerimus praeclarae maiestati tuae de tuis donis ac datis corresponde al texto atestiguado por la versión copta : va era éx tmv acov Stóppjv 7rpoe0T)xa¡Ji.ev svc¡>7UOV Tr¡q ¿'/íoti; aou Pero el paralelismo que más (fama la atención está en que la primera parte de la primera epiclesis egipcia pide la presenta­ ción en el altar celestial, «por la liturgia ( = servicio) angélica», del sacrificio ofrecido en la tierra, y continúa «como aceptaste los dones de tu justo Abel, el sacrificio de nuestro padre Abraham», expresiones que se hallan exactamente en el supra quae y el supplices (que, como veremos, debían por lo demás formar una sola ora­ ción en el siglo iv) de la misa romana, en la que constituyen el equivalente de la segunda epiclesis. Sin embargo, aparte del puesto especial del bloque de las inter­ cesiones en el canon romano, parece ser que las otras diferencias aparentes no son sino diferencias entre dos variantes de la misma tradición, y la «romana» debió de existir en Alejandría al igual que en Roma en una época arcaica. En efecto, si comparamos con el canon romano, no ya la eucaristía de san Marcos, sino la de Serapión, observamos: 1,°) que en Alejandría, al igual que en Roma, se de­ bieron conocer, aunque no se conservaron después del siglo iv, dos epiclesis, ninguna de las cuales invocaba expresamente al Espíritu 221

La eucaristía alejandrina y ia romana Santo, 2.°) que Alejandría conoció igualmente una mención de los ángeles al final de la última epiclesis, 3.°) que Alejandría poseyó también un memento de difuntos, con lectura de sus dípticos, des­ pués de esta epiclesis, 4.°) que finalmente Alejandría enlazaba en­ tonces dicho memento con la conclusión mediante una fórmula que venía a ser la oración por los que ofrecen el sacrificio, análoga­ mente a lo que nosotros tenemos todavía en el nobis quoque. Re­ leamos, en efecto, el final de la eucaristía de Serapión: ... Que los ángeles que asisten al pueblo triunfen del Maligno y edi­ fiquen la Iglesia. Te rogamos también por los que reposan y de quienes hacemos aquí memoria. Aquí se recuerdan ios nombres. Santifica estas almas, pues tú conoces a todas. Santifica a todos los que se durmieron en el Señor. Ponlos en el número de tus santas potestades. Dales un puesto y una mo­ rada en tu reino. Recibe también la acción de gracias del pueblo. Bendice a los que han aportado las oblaciones y las eucaristías. Otorga salud, integridad, gozo y todo progreso del alma y del cuerpo a todo este pueblo, por tu H ijo único...

No solamente sorprende el paralelismo en la sucesión de las ideas, sino que aquí hay analogías, si ya no identidad, en las ex­ presiones. Ros difuntos son «los que reposan», «los que se dur­ mieron» o qui dormiunt in somno pacis. Su admisión en la biena­ venturanza se expresa en los dos casos como una traslación espa­ cial : se pide a Dios «un puesto» para ellos en su reino, o que los ponga in loco lucís, refrigerii ef pacis. El «también», que enlaza una última evocación de los oferen­ tes con la de los difuntos, tiene, a su vez, un paralelo en el quoque del nobis quoque peccatoñbus. Asimismo, antes, la petición de las gracias esperadas de la comunión estaba ligada en Serapión con un xo lvcovouvttjc, al que parece hacer eco el ex hac altaris participatione del canon romano; así también la mención de haec plebs tua sancta en la anamnesis romana responde quizá a las dos menciones del 222

P a r e n t e s c o d e la s e u c a r i s t í a s e g i p c i a y r o m a n a

«pueblo» que vienen un poco más lejos en Serapión **. Hasta el hecho de que el memento de difuntos esté unas veces presente en este lugar y otras ausente, en los testigos del texto romano, parece haber tenido un paralelo en Alejandría, como lo muestra la diver­ gencia entre el uso de Serapión y el de san Marcos. Por otra parte, la comparación con la anáfora de Der Balizéh muestra que también en Alejandría la petición de transformación de los elementos podía enlazar con la primera epicfesis, exactamente como en Roma, y también con la segunda. Finalmente, hay quizá una última diferencia aparente entre Roma y Alejandría, de ¡a que Serapión nos permite suponer que corresponde a lo que también Alejandría podía practicar en época más remota. En Roma, tas intercesiones por los vivos están todas reunidas en una sola oración, por lo demás muy densa, mientras que en Alejandría, como en todo el Oriente, se extienden en una larga serie de peticiones que irá desarrollándose cada vez más. Pero en Serapión, como en el canon romano, las bailamos condensadas en una sola oración, más breve todavía en Serapión que en el memento romano. Asi pues, la única diferencia mayor que queda es la del puesto de las intercesiones y conmemoraciones. También nos ocuparemos del problema del puesto primitivo y de la exacta interpretación de la oración que invoca la traslación de las ofrendas al altar celestial por los ángeles, pero desde ahora podemos observar que la mención de los ángeles hecha por Serapión al final de la epielesis última, hace pensar que esta mención podía hallarse allí, tanto en Egipto como en Roma. Ra diferencia entre las posiciones respectivas del sanctus y del grupo de intercesiones y conmemoraciones en Roma o en Ale­ jandría, parece deber explicarse sencillamente por los dos puestos diferentes en que se recitaba la qedusah en el rito sinagogal, ya juntamente con el semah, antes de la tefillah, ya en conexión con ésta. A propósito del libro vn de las Constituciones apostólicas he­ mos visto las razones que nos da este texto para creer que ya los judíos de Alejandría la recitaban una sola vez, en la tefülah, pero 24. STAKK

E stas analogías han sido señaladas repetidas veces, particularmente por B auéjy

JU N CM AN N .

223

L a e u c a r is t ía a l e j a n d r in a y la r o m a n a

trasladando con él a ésta el Semah, lo que por otra parte parece jus ­ tificar a los liturgiólogos judíos que piensan que su recitación en conexión con el semah es la más antigua. En Roma, donde había de haber una fuerte proporción de judíos alejandrinos, es probable que las sinagogas utilizaran juntamente con la versión de los Se­ tenta, una liturgia traducida al griego, como en Egipto. Los cris­ tianos, que utilizarían allí a los Setenta, antes de que este texto sirviera de base a las viejas versiones latinas, construirían, pues, allí su propia liturgia a partir de la misma versión de los textos litúrgicos judíos usada en Alejandría. Así se explica la comunidad originaria de las liturgias cristianas alejandrina y romana, que el constante vaivén entre las dos capitales mantendría a través de todo su desarrollo hasta el siglo IV, en que la liturgia romana (como las otras liturgias de Occidente) pasaría del griego al latín. Pero la presencia de buen número de judíos orientales, y en particular palestinos, en Roma, había mantenido aquí un conservativismo mayor que en Alejandría. Se conservaba, pues, la qedusah, con el Semah que la seguía, en su puesto primitivo, antes de la tefillah y no en la plena mitad de ésta. De tal uso debió resultar la única diferencia notable en la estructura de la eucaristía, en Roma y en Egipto. Sólo nos queda por examinar el problema que plantea el puesto primitivo de las menciones del altar celestial, con los ángeles que son llamados a trasladar allá nuestro sacrificio, y la mención subsi­ guiente de los sacrificios anteriormente aceptados, de «Abel el jus­ to» y de «nuestro padre» o «patriarca» Abraham. Esta cuestión, mínima en apariencia, suscita todo el problema del sentido y del contenido de la epiclesis, o más bien de las epiclesis primitivas. El testimonio de Alejandría coincide con los tomados de las más anti­ guas refundiciones de las eucaristías más arcaicas, para mostrarnos que hay una epiclesis, si ya no primitiva, por lo menos relativa­ mente antigua, a continuación de la anamnesis. Pero esta epiclesis, incluso cuando la vemos dirigida ya al Espíritu Santo, no es en un principio sino un desarrollo aportado a la conclusión de la anam­ nesis, que siempre, y ya en el. judaismo, había pedido que el objeto del «memorial» tuviera su realización en los que lo celebran, ya se tratara de la construcción escatoiógica de la Jerusalén eterna, ya 224

P a r e n t e s c o d e la s e u c a r i s t í a s e g ip c ia y r o m a n a

de la edificación de la Iglesia como cuerpo de Cristo. Ya hemos visto que tenemos buenas razones para pensar que esta ¡dea de la unidad del cuerpo de Cristo, que se consuma en la glorificación final del Padre, por el Hijo, en el Espíritu, fue la que atrajo en este lugar una primera mención del Espíritu, que en un. segundo estadio se desarrollará en una invocación formal de su venida sobre nosotros y sobre nuestra celebración. Como lo muestran las epiclesis que se hallan hoy en la liturgia de Adday y de Mari y en la de Hipólito, en los orígenes de esta epiclesis no se trataba de ninguna otra cosa: no se decía una sola palabra de transformación de los elementos. Esta idea parece haber surgido en otra parte, en la primera epiclesis, tai como la tenemos tanto en la liturgia de Der Baliséh como en el canon romano, en el quam oMationem. Ya hemos visto que no es sino el producto de una evolución de la oración abodah (combinada con la oración precedente, la tefillah), que concluía la parte impetratoria de las semoneh esreh y que en los orígenes era una oración por la aceptación de los sacrificios de Israel, ella misma reasumida en la liturgia del templo, según nos dicen los rabinos. Notemos cómo aflora aquí una segunda fuente de las expresiones sacrificiales en la liturgia eucarística cristiana, a partir del momento en que ésta alcanza todo su desarrollo. Cuando había habido que traducir el «memorial» para cristianos no semitas, habían hecho ya su entrada en la anamnesis las expresiones sacrificiales para ex­ plicar su sentido. Aquí se hallan ya desde los orígenes de la oración en cuestión. Pero ya en el uso sinagoga! había habido la tendencia, estimulada por el hecho de que esta oración sigue a la tefillah, que recomienda las oraciones de Israel, y se entiende de la aceptación de sus sacrificios en sentido no sólo de los sacrificios rituales del templo, sino también, y quizá todavía más, de las múltiples berakoth que hacían de la vida entera del pueblo judío una sola acción sacer­ dotal Esta recomendación de los sacrificios, reasumida y adaptada por el uso cristiano, como lo vemos muy bien en la liturgia de san Marcos, por no hablar de la de Serapión, se entenderá como una recomendación de la eucaristía, considerada todavía ante todo como una oración de consagración, no sólo de los elementos de la comida 2ü.

Cf. )ü que hemos dicho antes, p, 70.

225 Bouycr, eucaristía 15

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sagrada, sino, con ellos y por ellos, de toda la vida de la Iglesia. Sin embargo, parece que es en esta epiclesis (ya hemos tratado de explicar por qué proceso) donde se llegará a precisar la petición de aceptación como petición de transformación de los elementos. Hemos visto que en la primera epiclesis egipcia se preparó esta idea con la de un intercambio entre los dones materiales, terrenos, tem­ porales que nosotros aportamos, y los dones espirituales, celestiales, eternos, que aguardamos de Dios. Esta primera idea se formula en este lugar en términos que vienen de san Pablo, no a propósito de la eucaristía, sino a propósito de las ofrendas de la caridad Por una parte, el hecho de que él mismo interpretara estas ofrendas en sentido litúrgico y, por otra parte, el que entre los cristianos la celebración eucaristica estuviera desde los orígenes asociada a una comida en común, realización de la caridad por la puesta en común de las ofrendas de los fieles, explica perfectamente la transposición. Pero la primera parte, anterior al sanctus en la liturgia de san Marcos, de la oración de recomendación del sacrificio eucarístico, en la que se expresa esta idea básica, expresa paralelamente otra concepción, cuyas raíces son todavía más antiguas y provienen di­ rectamente del judaismo. Es la idea de que nuestras ofrendas son aceptadas por Dios si van unidas al culto angélico: de ahí la peti­ ción que se va a hacer a Dios, de que envíe un ángel para que lleve de la tierra al cielo nuestras oraciones y nuestros sacrificios, En el Apocalipsis los ancianos (que son sacerdotes celestiales, o, en otras palabras, ángeles) ofrecen a Dios copas de oro llenas de perfume, que son las oraciones de los santos37. Peterson se hizo bien cargo de la importancia que tenía para los primeros cristianos, que en ello seguían a los judíos, la noción de que el culto terreno que acepta Dios nos une al culto celestial de las potencias angélicas26278. Es sin duda alguna lo que se trasluce tras las visiones de Isaías 6 y de Ezequiel 1, ligadas a la qedttsah y a las bendiciones que la acompa­ ñan en el culto judío. Remontándonos todavía más, tenemos la an­ tigua tradición sacerdotal consignada en el Pentateuco, según la cual 26. Cf. Rom 15,27. 27. Ap 5,8. Cf. también 8,4-. 28. Cf. E. P eterson , L e livre des Anges, trad. fr., Paría 1954.

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el culto mosaico, con su altar y sus sacrificios, no era sino una reproducción del culto celestial y, por tanto, una asociación de los hombres a éste2930. Más aún. Parece difícilmente contestable que la idea según la cual los ángeles mismos presentan a Dios nuestras propias oracio­ nes y sacrificios, no es una idea puramente cristiana ignorada por el judaismo3®. Es cierto que no se menciona en las más antiguas oraciones judías. Pero se halla ya con todas sus letras en el libro de Tobit. Rafael le dice, en efecto; «Cuando tú y Sarah, tu nuera, orabais, yo llevaba delante del Santo el memorial de vuestras ora­ ciones» (el Santo quiere decir Dios ; 12,12), y un poco más adelante añade; «Yo soy Rafael, uno de los siete ángeles que presentan las oraciones de los santos, y que van y vienen delante de la gloria del Santo.» En el texto de san Marcos, es muy probable que esta evo­ cación fuera sugerida directamente por la cita de Malaquías 1,11, acerca del sacrificio ofrecido en todo lugar a Dios entre las nacio­ nes. I,o que sigue, en efecto, muestra que no sucede así con los sacrificios actuales de Israel, mancillados por las infidelidades del pueblo. Pero el capítulo 3 añade: «He aquí que yo enviaré mi án­ gel, que preparará el camino delante de mí, y el Señor, al que bus­ cáis, vendrá súbitamente a su templo... Y él (se trata siempre del ángel mencionado) se sentará con el que refina y purifica la plata; y purificará a los hijos de Eeví, los purgará como el oro y la pla­ ta, de modo que puedan ofrecer al Señor una oblación en la justi­ cia. Entonces la oblación de Judá y de Jerusalén será agradable en la presencia del Señor, como en los antiguos días y en los primeros años» (3,1-4). Aquí se halla evidentemente la fuente de la referencia al «servi­ cio» de los ángeles y al altar celestial, en el que deben presentar nuestras ofrendas. Pero la manera como se formula en el canon romano tiene todos los visos de ser la más primitiva, es decir, la petición de que un ángel, o los ángeles, sean enviados por Dios para efectuar este traslado de la tierra al cielo. Antes de pensar en pedir el envío especial de una persona divina a este objeto, ya se 29. Cf . S * 25,9.40. 30. De este punto hay que decir lo mismo que de la glorificación de Dios en la tierra y en los cielos (cf. supra, p. 136).

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trate del Logos O del Espíritu, estaba en la línea más natural del pensamiento cristiano primitivo, como del pensamiento judío de donde procedía, invocar a este fin el ministerio angélico, es decir, de los espíritus cuya característica es precisamente la de ser envia­ dos para establecer el enlace entre el cielo y la tierra, y viceversa. Se comprende muy bien que a una teología más evolucionada le pareciera necesario destinar a esta consagración de la eucaristía una intervención directamente divina, y que la petición de envío de los ángeles fuera sustituida por la de una misión del Logos o del Espíritu. Por el contrario, si tal petición hubiera sido primitiva, sería completamente incomprensible que se hubiera retirado su men­ ción de la liturgia romana para sustituirla por la de una misión angélica. Esto nos lleva a decir unas palabras sobre una discusión que agitó vivamente los espíritus hace algunos años. Dom Cagin, y luego el padre De la Taille sostuvieron que el ángel de la epiclesis romana no era efectivamente sino una figura para designar al Es­ píritu o al V erbo31. A esto replicó justamente dom Botte que el texto conocido por san Ambrosio debía mencionar no un «enviado» particular, sino a los ángeles en general32. En todo caso, el hecho de que en este lugar hable de los ángeles muestra que para él se trataba en este texto de un ministerio angélico, exactamente como en el texto de la liturgia de san Marcos. Sin embargo, la idea que parece haberse abierto camino en el siglo iv, de invocar especialmente al Logos y luego al Espíritu Santo, no debe oponerse simplemente a la idea, que debe ser mucho más antigua y hasta muy próxima a los orígenes, de invocar la mi­ sión de los ángeles. Como se ve en el texto de Malaquías 3, que hemos citado, y como es un hecho general de la Biblia cuando en ella se habla dd «ángel del Señor» ni el Antiguo Testamento ni el judaismo antiguo establederon jamás una distinción tajante como la que ha venido a ser la nuestra, entre presencia de los ángeles y presencia de Dios mismo. El «ángel» hace a Dios presente local­ mente, aunque salvaguardando su trascendencia. Esta concepción 31. Cf. dom P, Cagin, T e D eum on lllatio, Soíesmes 1906, p. 2l5ss. y M. T aille, M y steriu m F idei, p. 271ss. 32. C t. dom B otte, L e Canon de !a M esse romaine, p. 66.

228

de

i .a

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puede parecer extraña desde el punto de vista de nuestra teología moderna, pero precisamente la teología del cristianismo primitivo no era en este sentido más «moderna» que la del judaismo de donde emergía. El Apocalipsis cristiano nos describe el Dogos exacta­ mente como describe a los ángeles33. Además — cosa quizá todavía más curiosa — enumera una trinidad singular, en la que el tercer término es «los siete espíritus que están en la presencia de Dios» 34. Es cierto que en otra parte menciona al «Espíritu» en singularss, pero si se pregunta cuál pueda ser su relación con estos «siete espí­ ritus», la única respuesta posible es, o bien que es uno de ellos, o que, según el vidente, no son más que una sola realidad con él. Para presentar las cosas de otra manera, a los ojos de los pri­ meros cristianos, como de los judíos, el mundo celestial forma un todo inseparable. Cuando descienden los ángeles a la tierra, la pre­ sencia de la sekinah desciende con ellos llevada en las alas de los querubines, por las «ruedas» de fuego que son los ofcmim, y glori­ ficada por el vuelo y el canto de los serafines. Asimismo, en los relatos evangélicos, el Hijo de Dios que desciende a la tierra en la natividad es acompañado por todos los ejércitos angélicos*36. Su cuerpo en el sepulcro está encuadrado por dos ángeles, que deben ser los mismos que los querubines del templo, que extendían sus alas a ambos lados del propiciatorio37. Y también en la ascensión se eleva con los ángeles al cielo38. Así pues, los antiguos, al evocar el ministerio angélico para llevar nuestra ofrenda al altar del cielo estaban, sin duda, persua­ didos de que lo que pedían no era solamente lo análogo de la su­ bida de Cristo al cielo y de la bajada correlativa del Espíritu, sino que era en cierta manera lo mismo. El Espíritu, como Paráclito enviado a la Iglesia entre la ascensión y la parusia, lejos de poder oponerse a la bajada de los ángeles, era a sus ojos «el ángel del Señor» por excelencia, inseparable por lo demás de todos «los que están delante de la faz de Dios» y presentan allí nuestras oraciones y nuestros sacrificios, como también nos fortalecen de su parte. Jesús mismo, como lo ha mostrado Barbel en un libro muy revela­ 33. Cf. Ap 1 9,llss. 34. Cf. Ap 1,4-5; 4,5. 35» Cf. Ap 5,2; también 22,17. 36. Cf. Le 2,8$s. 37. Jn 20,12; cf. Le 24,4. 38. Act l.lOss.

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dor, según ciertas formas de la cristología primitiva es concebido como un «ángel», es decir, «el Enviado» del Señor, en quien el Se­ ñor mismo purificaría su templo y restablecería la identidad entre los sacrificios de la tierra y el culto de lo alto, como en la visión de Malaquías3940. Hipólito, siendo como era un anticuario empedernido, no vacilaba todavía en designar a Jesús con este título, en el que una teología tan suspicaz como la suya no veía, por tanto, nada de re­ prensible ". Tales expresiones no se harán sospechosas sino después de las luchas contra el arrianismo. En esta aparente confusión entre los ángeles y su ministerio, y Cristo o el Espíritu y sus misiones respec­ tivas, se discernirá una ambigüedad capaz de prestar servicio a los herejes. Entonces, en la primera fase del conflicto arriano, es cuan­ do, como lo vemos con Serapión, debió introducirse él L,ogos en la epiclesis, como el único en quien el sacrificio terrestre puede venir a ser uno con el sacrificio celestial. Cuando se desvíe de él la con­ troversia para fijarse en la divinidad del Espíritu, se pasará más bien a pedir que sea enviado el Espíritu sobre los elementos, como lo había sido al seno de la V irgen41, para que «manifiesten», como dirán no pocas epiclesis, la presencia dél cuerpo mismo y de la sangre del Logos redentor. En este momento, en Alejandría, no se conservará ya a los ángeles sino en una fórmula general, en la introducción de la pri­ mera epiclesis, cuyo cuerpo quedará reservado a una persona di­ vina, única capaz — como se pensará en adelante — de efectuar el paso del sacrificio terrestre al celeste en la transformación de ¡os dones ofrecidos. En Roma, el conservativismo local se resistirá todavía a esta modificación de las fórmulas. Se admitirá ¡a expresión formal de la transformación de los elementos, en la primera epiclesis, donde debió de nacer, pero se conservará la invocación de los ángeles, o del ángel, para operar la traslación del sacrificio de nuestro mundo al mundo celestial. Eo más que se hará en este sentido será dejar anónima la transformación implorada, considerada evidentemente 39. 40. 41.

Cf. J . B arbel , Christos Angelas, Boira 1941. Cf. supra, p. 177. Cf. Le 1,35.

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como una obra específicamente divina que no puede ser atribuida a ninguna criatura. Así se trasladará a los ángeles, con las reminis­ cencias de los sacrificios aceptados en el pasado, que habían debido provocar su introducción, de la primera a la segunda epiclesis. El examen de las diferentes formas de la liturgia alejandrina nos ha mostrado hasta qué punto fueron frecuentes tales cambios de una a otra epiclesis, lo cual debía facilitar, primeramente en Siria, a lo que parece, la concentración de todos los temas de las diferentes epiclesis en una sola, la última. Pero que el puesto primitivo de esta recomendación del sacrificio eucarístico, por referencia a los sacri­ ficios antiguos, es la primera y no la segunda epiclesis, resulta del origen de la primera epiclesis en la bendición abodah, en conclusión de la tefillah. Dado el carácter no sólo primitivo en el cristianismo, sino precristiano, de las ideas sobre los ángeles en él depositadas, se puede incluso pensar que tal recomendación procede verosímil­ mente de una fórmula judía que no ha llegado hasta nosotros, en la que el ángel (o los ángeles) acompañaban ya a Abel y Abraham (el sacrificio de este último ¿no bastaba para evocar el ángel ?). En la antigua liturgia romana hay no pocas probabilidades de que no hubiera epiclesis en absoluto después de la anamnesis, sino que ésta terminara sencillamente con la petición de que, una vez acep­ tado nuestro sacrificio como presentación a Dios de lo que viene de él, seamos a cambio «llenos de toda gracia y bendición celestial». La desaparición en este punto de Abraham y del ángel, que aca­ rrea la de Abel, pudo haber provocado las fluctuaciones en la redac­ ción definitiva de la fórmula, de que son indicio las divergencias entre el texto de san Ambrosio y el que nos ha transmitido el canon en su forma final. Una vez que el quam oblationem precisó, como oración por la transformación de los elementos, la oración primitiva por la aceptación del sacrificio, el traslado al cielo del sacrificio te­ rrestre vino felizmente a presentarse como la contrapartida de la «bendición» que nos «llena», en la perspectiva del cambio' entre el don recibido de Dios y el que nosotros le ofrecemos, que no es en todo caso sino el suyo. La liturgia de Serapión nos hace sospechar que también en Egipto pudieran trasladarse los ángeles de la primera a la segunda epiclesis, puesto que él, que los omite en la primera, los hace apare231

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cer a continuación de la segunda, pero para asignarles únicamente el papel de rechazar las incursiones diabólicas en el pueblo de Dios. ¿Y qué decir de Melquisedec? En el canon romano vuelve a aparecer, se dirá, «sin padre ni madre», por cuanto no nos es posible, contrariamente al caso de Abel, Abraham y el ángel, hacer la ge­ nealogía de su presencia en este texto a partir de textos emparenta­ dos y anteriores. Podemos- pensar que, como invita a creerlo la epístola a los Hebreos, era ya objeto de especulación en ciertos medios judíos contemporáneos de los orígenes cristianos. Así pues, quizá se introdujera ya, como los otros nombres de patriarcas, en ciertas formas de la «bendición» abodah. Si, por el contrario, su introducción en la oración cristiana proviene precisamente de la carta a los Hebreos, no sabemos si la epiclesis romana fue pre­ cedida por otras en este punto : hasta ahora es, con la eucaristía de las Constituciones apostólicas11, la única oración de este género verdaderamente antigua que contiene esta mención Estas diversas comparaciones y los esclarecimientos a que han dado lugar nos han abierto el camino para una lectura del canon romano que sólo exigirá ya un mínimo de comentario. La econo­ mía de su estructura y el sentido exacto de sus fórmulas podrán ahora aparecemos en toda su antigüedad particularmente venerable.

Estructura del canon romano y su explicación El Señor esté con vosotros. — Y con tu espíritu. Levantemos los corazones. — Los tenemos levantados hacía el Señor. Demos gracias al Señor, Dios nuestro.

— Es digno y justo.

Esta forma del diálogo introductorio, cuyos dos primeros ver­ sículos con sus responsorios son tan puramente semíticos y que243 42.

Cf. infra, p. 258s, Véase G. B ardy » Melchisédec dans la tradition patrisiique, e » «Revue bibtique», 1926, p. 4 1 6 ss , y 1927, p. 25&s. Bardy señaló que algunos antiguos quisieron ver en Melquisedec al Espíritu Santo, Cf. B ardv, art, Melckisédéciens, en Dictionnaire de tkéologie cathoHqne. 43.

232

E str u c tu r a del can on rom ano

no se hallan textualmente sino en Hipólito y en la liturgia egipcia (esta última difiere en una palabra: «todos» en lugar de «vosotros»), debe considerarse como la forma más primitiva que ha llegado hasta nosotros. Es, sin embargo, muy significativo que el tercer versículo nos dé la forma «al Señor, Dios nuestro», y no «al Señor», como en Hipólito. Habíamos hecho notar que esta última fórmula aparecía como una supervivencia de la eucaristía primitiva que, según la feliz fórmula de dom Gregory Dix, era una comida privada de los cristianos **, con la que éstos completaban el culto sinagogal público, al que asistían todavía con los judíos. Tal fórmula con­ venía, en efecto, según el uso judío, a la comida de una pequeña asamblea, inferior en número de participantes requerido para una asamblea sinagogal (diez, dicen los rabinos). Da fórmula romana, por el contrario, es la exigida en el judaismo para una asamblea equi­ valente a la de la sinagoga. El que fuera preferida es quizá indicio del hecho de que la unión de la comida sagrada con el servicio de lecturas y de oraciones se haría en Roma en fecha lo suficientemente temprana para que todavía se conociera allí el sentido primitivo del empleo de una fórmula más bien que de la otra. Como comienzo de la eucaristía citaremos el texto del prefacio reservado hoy al tiempo pascual: Verdaderamente es digno y justo, equitativo y saludable darte gracias en todo tiempo, (•ero confesarte (praedicare) más gloriosamente en este tiempo en que ha sido inmolada nuestra pascua, que es Cristo. Porque Él es el verdadero Cordero que quitó los pecados del mundo, que destruyó nuestra muerte y reparó nuestra vida resucitando. Por esto, con los ángeles y los arcángeles, con los tronos y las dominaciones, con el entero ejército de los cielos cantamos el himno de tu gloria diciendo sin cesar: Santo, santo, santo, Señor Sabaoth. Los cielos y la tierra están llenos de tu gloria. Hosanna en las alturas. Bendito el que viene en nombre del Señor. Hosanna en las alturas.

El prefacio, como solemos llamarlo en la liturgia romana15, es, como sabemos, un texto variable, como también, hasta cierto punto,45 44.

Dom G regory D i x , The Shape of the Ltturgy, véase el capítulo prim ero.

45.

El origen de este término es obscuro. E s cierto que la lengua latina antigua

233

L a e u c a r is t ía a l e j a n d r in a y la r o m a n a

el communicantes, y sabemos que también el hanc igitur ofreció durante mucho tiempo esta característica, Volveremos a tratar más por extenso de esta variabilidad de las oraciones eucarísticas cuando tratemos de las liturgias galicanas e hispánicas, en las que esta variabilidad se conservó en el conjunto, y no sólo en algunas de las oraciones de la eucaristía. Algunos liturgistas suponen, de forma completamente gratuita, que de hecho habría habido en un princi­ pio, en Roma como en otras partes, una ñjación de todo el texto de la eucaristía, que habría sucedido al período de improvisación, y que luego, apenas llevada a cabo esta fijación, se habría intro­ ducido una nueva variabilidad en función del año litúrgico44. Pero en ninguna parte de los textos que poseemos de las liturgias occi­ dentales se puede descubrir esta fase intermedia de fijación del conjunto entre dos períodos distintos de variabilidad. Parece de­ berse decir más bien que la variabilidad, que se ha mantenido ínte­ gramente en el prefacio hasta nuestros días, y de la que todavía tenemos algunos restos en el communicantes, y el vestigio de los hanc igitur, fuera de uso en su mayoría, no es sino una superviven­ cia de la antigua improvisación. Naturalmente, a partir del mo­ mento en que se desarrolló el año litúrgico, las nuevas composiciones tendieron a modelarse conforme a sus diferentes fases. Pero los antiguos sacramentarlos romanos están recargados de una plétora de piezas que, en conjunto, no provienen ciertamente de un deseo de expresar las características propias de los diferentes tiempos del año litúrgico más o menos plenamente elaborado. Hay incluso que ir más lejos y decir que no pocas de ¡as oraciones clasificadas en nuestras colecciones en función del año litúrgico sólo están ligadas a éste con un lazo muy flojo, de modo que hay todas las razones de creer que le fueron apropiadas posteriormente con escasas mo­ dificaciones o sin modificación alguna. El prefacio que acabamos podía tomar praefari en sentido de proclamar en voz alta y que el término pudo, por tanto, aplicarse en un principio en este sentido al canto de la eucaristía. Pero, como veremos más adelante, en la liturgia galicana el término praefaUo designaba, por otra parte, una especie de comentario inicial de una celebración que iba a seguir. Es posible que este sentido se deslizara a nuestro «prefacio» romano cuando éste pasó, con la liturgia de que formaba parte, a las regiones galicanas, lo cual explicaría que se haya considerado como un simple preludio al canon. 46. Esta tesis fue particularmente desarrollada por G regory D ix en The Shape the Liturgy, 234

of

E str u c tu r a d el can on rom an o

de citar, si se suprime la cláusula que hemos subrayado y que da la sensación de haber sido sobreañadida, podría haberse aplicado per­ fectamente a toda celebración dominical en los orígenes, antes de ser reservado al tiempo pascual. Por regla general, cuanto más antiguos son los prefacios roma­ nos, más intercambiables resultan debido a la densidad y plenitud de sus expresiones. Citemos todavía los actuales prefacios de na­ vidad y de la epifanía: Verdaderamente es digno y justo, equitativo y saludable, darte gracias en lodo tiempo y en todo lugar, Señor, Padre Santo, Dios eterno y todopoderoso, pues por el misterio del Verbo encamado resplandeció a los ojos de nuestro espíritu la nueva luz de tu claridad, de modo que conociendo visiblemente a Dios, seamos por él arrebatados al amor de las [realidades] invisibles. Por esto...

El segundo, después del mismo preámbulo, continúa: ... Pues, cuando tu Hijo único apareció en la sustancia de nuestra morta­ lidad, nos reparó con la nueva luz de su inmortalidad, etc...

Si no estuviéramos acostumbrados a utilizar la primera de estas oraciones para navidad y la segunda para la epifanía, no habría el menor inconveniente en intervertir el empleo de ambas. Una y otra expresan la restauración de la creación por la encarnación reden­ tora en términos en los que el entrecruzamiento de la luz de la gloria divina y de! «conocimiento» de Dios — que es una misma cosa con la inmortalidad — son un eco directo de las oraciones judías de uso cotidiano. Basándonos en estos ejemplos parece poderse captar la razón primera por la que la liturgia romana, aun después de haber fijado las oraciones siguientes del canon, dejó a los celebrantes la libertad de improvisar el comienzo. Se quería sin duda aproximarse a la brevedad de las antiguas oraciones transmitidas por la sinagoga, o a sus temas (que se hallan textualmente en los ejemplos que acabamos de citar), aunque deseando conservar la facultad de ex­ presar sucesivamente los múltiples aspectos del único misterio sal­ vador. Dejos de que la complejidad del año litúrgico fuera causa de la variabilidad de las oraciones, aquélla procedió más bien de la causa que ha mantenido ésta. Y por esta razón, en lo sucesivo, 235

La eucaristía alejandrina y la romana esta variabilidad vino a adaptarse a los temas distinguidos sucesi­ vamente en la sucesión de los tiempos y de las fiestas. Pero, como diremos más adelante, este proceso no dejó de debilitar en muchos prefacios relativamente tardíos esa expresión una y total del mis­ terio cristiano que se halla en los más antiguos, lo que perjudicó no poco a la liturgia romana posterior. El sanctus mismo nos aparece aquí por primera vez bajo la forma que casi invariablemente ha venido a ser prácticamente uni­ versal. Ya en la liturgia alejandrina hemos visto desaparecer la bendición tomada de Ezequiél 1, y hemos explicado esta desapa­ rición por el hecho de que los antiguos cristianos estaban todavía ¡o bastante cerca de los judíos como para comprender que en la litur­ gia judía era una bendición por la presencia divina en el santuario jerosoümitano. En Alejandría, cuando desaparezca esta bendición no se podrá ya sustituir por otra, puesto que lo impedirá el enlace de la epiclesis con el final del sanctus mediante la idea de plenitud. En cambio, donde no existía este enlace, por ejemplo, en Roma o en Siria, vemos muy pronto introducirse el «Bendito el que viene en nombre del Señor», intercalado entre los dos «hosanna». Por supuesto, esta fórmula la sugirió su empleo por los discípulos para saludar la entrada de Jesús en Jerusalén. Pero para comprender todo su sentido, y en particular el sentido que tomará en la euca­ ristía cristiana, hay que remontarse al salmo 118, del que está tomada. Este ha venido a ser para los cristianos el salmo* pascual por excelencia. Pero para los judíos era primeramente un salmo de entronización, que en la entrada del arca en el templo glorificaba la entrada del Señor mismo en su santuario*7. Así pues, en boca de los que celebran la eucaristía es una confesión de la divina sekinah que entra en el santuario escatológico de la Iglesia. La consagración eucarística nos da bajo las especies de pan y de vino no solamente el cuerpo y la sangre glorificados de Jesucristo, sino además, por el hecho mismo, la presencia definitiva de Dios con los suyos en la Iglesia, cuerpo de Cristo. A li, pues, Padre clementísimo, te rogamos humildemente y te pedimos, por Jesucristo, tu Hijo, nuestro Señor, que aceptes y bendigas estos dones,47 47.

Cf. S. M owincksx, op. c i t , vol. i, p. l70ss.

236

Estructura del canon romano estos presentes, estos santos sacrificios sin manclta que te ofrecemos primera­ mente por tu santa Iglesia católica: dígnate darle la paz, protegerla, re­ uniría en la unidad y gobernarla por todo el orbe de la tierra; y también por tu siervo nuestro papa N., nuestro obispo N., y por todos los que, fieles a la ortodoxia, guardan la fe católica y apostólica. Acuérdate, Señor, de tus siervos y siervas N. y N. y de todos los cir­ cunstantes, cuya fe y devoción te es conocida [por quienes te ofrecemos o] que ellos mismos te ofrecen este sacrificio de alabanza por sí y por todos los suyos, por la redención de sus almas, por la esperanza de su salud e in­ columidad, y dirigen sus votos a ti, Dios eterno, vivo y verdadero. Reunidos en una misma comunión y celebrando el santísimo día de la resurrección de nuestro Señor Jesucristo según la carne, veneramos en pri­ mer lugar la memoria de la siempre virgen María, Madre de nuestro Dios y Salvador Jesucristo, y la de los bienaventurados apóstoles y mártires, Pedro y Pablo, Andrés, Santiago, Juan, Tomás, Felipe, Bartolomé, Mateo, Si­ món y Tadco; Lino, Cleto, Clemente, Sixto, Comelio, Cipriano, Lorenzo, Crisógono, Juan y Pablo, Cosme y Damián, y todos los santos, por cuyos méritos y ruegos concédenos que en todo seamos fortalecidos con el auxilio de tu protección, por el mismo Cristo nuestro Señor. [Amén.] He aquí, pues, ¡a ofrenda que te presentamos tus siervos y con nosotros la familia entera, también por los que te has dignado regenerar can el agua y con el Espíritu Santo, concediéndoles la remisión de los pecados; acép­ tala, Señor, con benevolencia; ordena nuestros días en tu paz, líbranos de la condenación eterna y cuéntanos en la grey de tus elegidos, por Cristo nuestro Señor [Amén]. Esta ofrenda, ¡ oh D ios!, dígnate bendecirla, aceptarla, aprobarla plena­ mente, hacerla espiritual (rationabilem) y digna de tu agrado y [hacer] que se convierta para nosotros en el cuerpo y sangre de tu H ijo muy amado, nuestro Señor Jesucristo...

El conjunto de las cinco oraciones forma un todo, que es lo que vino a ser la tefillah en la tradición romana. Hay que remitirse al texto más desarrollado de la preepiciesis en la liturgia de san Marcos y, tras éste, a la primera oración del libro vil de las Consti­ tuciones apostólicas, para comprender cómo la evocación de los «padres» y de sus piadosas acciones, en la expectación del Mesías esperado por sus hijos, llevó primeramente a la evocación del culto puro y sin mancha ofrecido en todo lugar por los judíos fieles en sus berakoth y luego por los cristianos en la eucaristía. Así se vino a suplicar al Padre «dementísimo» (calificativo que se le apli­ caba ya en la oradón judía en este lugar) que acepte la ofrenda actual, por este Mesías dado ahora, como la oblación «pura e inma­ 237

La eucaristía alejandrina, y la romana culada». En la oración de san Marcos, la idea de la renovación del hombre operada por Cristo conducía luego a la glorificación del nombre divino, como en la tefillah judía la evocación de la esperada resurrección de los padres conducía a esta misma glorificación. Aquí ha desaparecido la transición (aunque puede hallarse una reminis­ cencia de ella en la reunión de la Iglesia que se va a evocar en seguida), como también parece estar ausente la invocación del nombre. En realidad no es así. Eo que esta invocación significaba para los primeros cristianos, a saber, la revelación de Dios como Padre, en su Hijo Jesús dado al mundo, se halla en la solemne invocación al comienzo de la oración, dirigida a Dios como Padre, por Jesucristo su Hijo. El sentido de esta ofrenda de la eucaristía, materializada aquí en los elementos, los cuales no pueden calificarse de ofrendas «santas y sin mancha» sino por referencia a la eucaris­ tía de que son objeto, se nos da por el fin que le es asignado: la paz, ¡a protección, la reunión final de toda la Iglesia católica a través de la tierra entera, y no ya de Israel solo. Al papa se le nombra en primer lugar entre aquellos a quienes va a extenderse explícitamente la oración. El nombre del obispo se le asoció cuando esta liturgia se celebraba fuera de Roma. Durante largo tiempo se mencionó a continuación el nombre del emperador y, si se daba el caso, el del re y 48. El final de la fórmula designa, no a todos ¡os fieles, como a veces se interpreta, sino a todos los otros cabezas de la Iglesia que tienen participación en este quehacer de congregar al único pueblo de Dios en la «ortodoxia» de la fe apostólica49. Puede decirse que aquí el episcopado, y el principado cristiano asociado con él en la función de regir al pueblo de Dios en la unidad en cuanto sucesores de los apóstoles, ocupa el lugar de los «padres» en las perspectivas del pueblo judío. El memento nos hace pasar del pueblo, tomado en su totalidad y en su unidad, a todos sus miembros y a sus necesidades individua­ les. De ahí la introducción en este lugar de los dípticos que men­ cionan a los vivos por los que se quiere rogar en particular. Hemos 48. Cf. las variantes aducidas por doin Jüotte en la p. 32 de Le Canon de la Messe romaine. 49. Cf. L ’ordinaxre de la Messe romainet traducción francesa d e dom ííe r n a r d U o t t e y de Chjristini M qhrmann, París 1953.

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Estructura del canon romano puesto entre corchetes la mención «por quienes te ofrecemos» por no aparecer antes del siglo ix “. Estas palabras revelan el paso de una noción de la ofrenda común de la eucaristía, «sacrificio de alabanza», por todos los que rodean el altar, a la de una ofrenda que hacen los ministros por «oferentes» supuestos ausentes, o sim­ ples testigos pasivos de la eucaristía. Es muy interesante lo que se pide para los miembros del pueblo de Dios. Es la redención, que resume la penitencia, el perdón y el rescate pedidos sucesiva­ mente por las bendiciones quinta, sexta y séptima de la tefillah. La «salud» que viene a continuación corresponde igualmente a la cura­ ción, objeto de la octava, y la «incolumidad» a la paz y a la prosperidad, objeto de la novena. Si se observa la referencia anterior a la fe y a la devoción de los oferentes, se ve que también dejó su huella el «conocimiento» de Dios, objeto de la cuarta. Los «dispersos» que venían luego y a los que todavía mencionaba la oración egipcia, han desaparecido, al igual que los perseguidores, que se hallaban también en ella, y a los fieles que se les oponían. Como las auto­ ridades (que figuraban en la undécima bendición) se habían men­ cionado ya, no había por qué volver a hacerlo. El communicantes, con las conmemoraciones de los santos, sigue aquí a las intercesiones, como en la oración egipcia. Podría uno preguntarse por qué estas conmemoraciones no se introdujeron en cábeza para que correspondieran a la mención detallada de los «padres» que nos transmitió la tefillah, con Abraham, Isaac, Jacob y todos los otros nombres que podían añadir formas más des­ arrolladas, como las del libro vn de las Constituciones apostólicas. Pero no olvidemos que esas mismas formas helenísticas de la tefillah judía introducían una segunda lista de santos personajes después de las intercesiones, en unión con la oración por la aceptación del sacrificio. De ahí viene, en la liturgia romana como en la egipcia, la conmemoración de los santos situada en el mismo lugar. La men­ ción de los apóstoles debe ser la más antigua, a la que no tardaría en unirse a la de la Virgen. Los mártires que siguen son romanos, o venerados en Roma. Hemos intercalado las palabras de conme­ moración del día de pascua, que corresponden al prefacio citado.50 50.

V íanse las notas de dom B otte, p, 34.

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La eucaristía alejandrina y la romana En los antiguos sacraméntanos eran mucho más numerosas que hoy las enunciaciones del misterio cristiano celebrado en este día y que precedían a la mención de los santos. Corresponden en cierta medida a las fórmulas variables del «memorial», que también la última de las «bendiciones» del final de la comida introducía en las fiestas judías. Quizá estas referencias puestas en este lugar antes de la «memoria» de los santos, nos ayuden a interpretar el enigmático communicantes empleado absolutamente al comienzo de la oración Lo que hace que todo el pueblo de Dios viva en una sola comunicación, con los difuntos como con los vivos (cosa que inculcaba ya tan fuertemente toda la primera parte de la tefillah), es que todos juntos están unidos en la «memoria» eucarística del misterio salvador, en la que se inserta, por así decirlo, la «me­ moria» de los apóstoles y de los mártires. Así, para los judíos, la «memoria» de las altas gestas de Dios en el pasado, la «memoria» de los «padres» que habían sido sus testigos, y la «memoria» anti­ cipada del Mesías aguardado formaban un solo «memorial» presenta­ do a Dios en la berakah. Las dos últimas oraciones que hemos citado, hanc oblationem y quam oblationem, forman juntas la primera epidesis de la litur­ gia romana. Ya hemos visto que también la primera epidesis de la liturgia egipcia estaba formada por dos oraciones distintas, la primera de las cuales se desarrollaba, como la hanc oblationem, en una enumeración de las intenciones más especiales por las que se ofrecía el sacrificio. Pero en Egipto el sanctus y su introducción se insertaban entre las dos, lo cual hacía necesario el nexo, tomado de la idea de plenitud, para encadenar la segunda. También aquí se mantienen distintas las dos oraciones, pero se unen inmediatamen­ te, como en la tefillah se unían ia 16.a bendición, en la que están como recogidas todas las peticiones de Israel para ser recomendadas a Dios, y la bendición abodah, que le recomienda sus sacrificios mismos. Aquí hemos dado de nuevo la fórmula especial, conservada to­ davía, de la eucaristía ofrecida por los neófitos que acababan de ser bautizados en pascua. En la antigüedad y hasta muy entrada51 51.

Véase !a nota de dom B otte,op. cit., p. 55as.

240

Estructura del canon romano la edad media, no era sino un ejemplo, entre muchos, de las inten­ ciones especiales que podían formularse en este lugar52. El «ordena nuestros días en tu paz» parece haber sido en un principio una simple intención particular de este género, que san Gregorio Magno puso aquí en forma estable5354. El quam oblationem es propiamente la presentación del sacrificio eucarístico para que sea aceptado por Dios. Entre los adjetivos con que califica la oblación, rationabüem es evidentemente la tra­ ducción del «culto lógico», es decir, ofrecido en el Eogos, que es la Palabra hecha carne. Pero evoca también la «palabra» por la que el hombre da en Cristo mismo su respuesta, identificada aquí con la eucaristía. Recordemos que en Alejandría se evocaba este «culto lógico» ya desde la preepiclesis. San Ambrosio, al decirnos que a la alabanza del comienzo de la eucaristía sucedían las intercesiones, atestigua, por lo menos en sus grandes líneas, este comienzo del canon romano en la segunda mitad del siglo iv. Pero con esta última oración alcanzamos la parte del canon que nos cita el santo casi por entero y más o menos lite­ ralmente. Parece, en efecto, que no se contenta con dar de ella una paráfrasis explicativa, sino que en medio de sus explicaciones cita textualmente las palabras mismas que a partir de aquí empleaba él en la oración eucarística. Veamos la forma que da de la oración que corresponde a nuestro quam oblationem: Haz para nosotros regular (scriptam), espiritual (rationabüem), digna de tu agrado esta oí renda, que es (o : porque es) la figura del cuerpo y de la sangre de nuestro Señor Jesucristo...5*.

Ea continuación del comentario, que es del más marcado realismo sacramental, muestra que aquí figura, como r-moc en las liturgias griegas, lejos de oponerse a la realidad de la presencia, quiere decir que los elementos sensibles se convierten en el signo eficaz 52. Cf. dom BOTTE, op. cit., p. 58ss. 53. Cf. A. J unojíann, E l sacrificio de la misa, p. 844, nota 4. 54. De Sacramen-tis iv, 5-6, ed. B otte («Sources chrétiennes», n.° 25), p. 84-86; véase lo que anteriormente dice de las intercesiones del comienzo (iv, 4; p. 81) que siguen a la alabanza de Dios.

241 Bouyer, eucaristía 16

La eucaristía alejandrina y la romana de la misma. En este sentido nuestra fórmula «que [esta ofrenda] se convierta para nosotros en el cuerpo y sangre de,., nuestro Señor Jesucristo» significa lo mismo, aunque en una forma que es para nosotros más clara, pero que no lo era más para los antiguos. Si es verdad lo que hemos sugerido: que en Roma y en Alejan­ dría debía ser el mismo el puesto originario de las referencias al altar celestial, al ángel y a los patriarcas, estas referencias debían surgir desde las primeras palabras del hanc igitur oblationem {por lo demás, el texto de san Ambrosio, aun situándolas después de la anamnesis, las hace depender de una reiteración de la expresión hanc oblationem). En este caso aparece que la petición de acepta­ ción del sacrificio, así como la de la transformación de los elementos fluía directamente de ahí. Ahora pasamos al relato de la institución, a la anamnesis y a ¡a segunda epiclesis, que forman un único conjunto estrechamente ligado. En san Ambrosio es tan continuo el enlace, que la última frase, que engloba la epiclesis en la anamnesis, resulta por ello muy pesada, lo que explica que finalmente se prefiriera la redacción actual, que corta en dos frases la epiclesis y la separa de la anam­ nesis). La víspera de su pasión tomó pan en sus santas y venerables manos y, habiendo elevado los ojos a ti, Dios, su Padre todopoderoso, dando gracias lo bendijo, lo partió y lo dio a sus discípulos diciendo: Tomad, comed de él todos, pues esto es mi cuerpo. Igualmente, después de cenar, tomó este precioso cáliz en sus santas y venerables manos y, dando gracias de nuevo, lo bendijo y lo dio a sus discípulos diciendo: Tomad y bebed de él todos, pues esto es el cáliz de mi sangre [la sangre], de la nueva y eterna alianza — el misterio de la fe — que será derramada por vosotros y por muchos para la remisión de los pecados. Cada vez que hiciereis esto haréis mi memorial. Por lo cual, Señor, en memoria de la bienaventurada pasión de Cristo, tu Hijo, nuestro Señor, de su resurrección de los infiernos y también de su gloriosa ascensión a los cielos, nosotros, tus siervos, con todo tu pueblo santo, presentamos a tu gloriosa (praeclarae) majestad, de tus propios dones (de tuis donis ac datis), la víctima pura, la víctima santa, la victima sin mancha, el sagrado (sanctum) pan de la vida eterna y el cáliz de la salud perpetua. Sobre ellos dígnate mirar con rostro propicio y sereno y aceptarlos como te dignaste aceptar los presentes de tu siervo, el justo Abel, el sacri242

Estructura del canon romano licio de nuestro patriarca Abrahatn, y el que te ofreció tu sumo sacerdote Melquisedec, sacrificio santo y hostia inmaculada. Suplicárnoste humildemente, ¡oh Dios todopoderoso!, haz que [estas ofrendas] sean llevadas por manos de tu santo Ángel a tu altar excelso, a la presencia de tu divina majestad, para que todos cuantos, participando de este altar, recibiéremos el sacrosanto cuerpo y sangre de tu Hijo, seamos colmados de toda bendición y gracia celestial. Por el mismo Cristo nuestro Señor. [Amén.]

Ya hemos señalado las particularidades del rdato de la insti­ tución en la liturgia egipcia, donde sus amplificaciones y armoni­ zaciones, habituales en ¡as fórmulas de la época, se aproximan mu­ cho a las de nuestro texto. El inciso mysterium fidei es una particu­ laridad exclusiva del rito romano. Se han construido- toda clase de hipótesis inverificables sobre la manera como estas palabras pudieron venir a insertarse en la fórmula relativa al cáliz H. Su sentido es claro: se trata del misterio paulino, que forma una misma cosa con ¡a alianza en Cristo, y que se ve evocado aquí. La anamnesis se detiene en la ascensión, lo cual es señal de su antigüedad. La mención «nosotros, tus siervos», opuesta a «todo tu pueblo santo», se refiere evidentemente a los oficiantes, a los que, sin embargo, se unen todos los fieles en la presentación del sa­ crificio a Dios. La fórmula que explica el «memorial» en términos sacrificiales es casi palabra por palabra la que hemos explicado en la liturgia de san Marcos. Las dos fórmulas ligadas que des­ arrollan la segunda epiclesis han quedado ya abundantemente co­ mentadas. Nos contentaremos con añadir a lo dicho anteriormente que las últimas palabras de la primera, sanctutn sacrificium, imtna culatam hostiam, añadidas por san León y que son una última alu­ sión a la ofrenda pura de las naciones en Malaquías, en su primera intención se aplican al sacrificio de Melquisedec, mencionado en último lu g ar50. Viene luego, antes de la gran conclusión doxológica, una suce­ sión de oraciones que, después de la mención de los ángeles, ofrecen evidente paralelismo con el final de la eucaristía de Serapión, como también con el final de las conmemoraciones en la de san Marcos. S5. 5(5.

Cf. dom B otte, L e Canon de la M esse romaine, p. 62. Cf. L 'O rdinaire de ia Messe romaine, p. 82, n. f.

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La eucaristía alejandrina y la romana Acuérdate también, Señor, de tus siervos y siervas N. y N., que nos precedieron con la señal de la fe y durmieron el sueño de la paz. A éstos, Señor, y a todos los que descansan en Cristo, rogárnoste les concedas lugar de refrigerio, de luz y de paz, por el mismo Cristo nuestro Señor. [Amén.) También a nosotros, pecadores, tus siervos, que esperamos en la multitud de tus misericordias, dígnate darnos alguna participación en compañía de tus santos apóstoles y mártires Juan, Esteban, Matias, Bernabé, Ignacio, Alejandro, Marcelino,Pedro, Felicidad, Perpetua, Agueda, Lucía, Inés, Ce­ cilia, Anastasia, y de todos tus santos, en cuya compañía te rogamos nos admitas, no como quien aprecia los méritos, sino como quien otorga perdón, por Cristo nuestro Señor, por el cual creas siempre, Señor, todos estos bienes, los santificas, los vivificas, los bendices y nos los otorgas.Por él, con él y en él, a ti, Dios Padre omnipotente, en unidad del Espíritu Santo, es dada toda honra y gloria por todos los siglos de los siglos. Amén.

Dado que el memento de difuntos está ausente de numerosos manuscritos entre los más antiguos, algunos han concluido que no era más que una añadidura tardíaa. Es muy poco probable, ya que el nobis quoque, que no falta nunca, enlaza evidentemente con él. Esta omisión debe explicarse por ei hecho de que en una determinada época no se recitaba en las misas dominicales, como es sabido. La sucesión de las ideas, sorprendente en este lugar en q ue son inusitadas, es la misma, desde el final de la epiclesís hasta el final de la oración eucaristica, en la eucaristía de Serapión. Y el final de las conmemoraciones de la liturgia de san Marcos, donde se pasa también de una oración por los difuntos a una última súplica por los oferentes mismos, presenta coincidencias verbales, todavía más marcadas, con nuestro texto “ . Como lo ha subrayado entre otros dom Botte, la factura de este memento es, por lo demás, de una lengua particularmente arcaica, con su mención de la «señal de la fe» (el sello del bautismo), del refñgerium y del paso a la vida eterna descrito como traslado de un lugar a otro El nobis quoque, con su feliz fórmula final sobre la gratuidad de nuestra admisión en la sociedad de los santos — esa Jerusalén celestial con cuya visión terminaban las berakoth judías antes de volver a la alabanza en una doxología de conclusión —, se prestó 57. Cf. dom B otte, op. eit-, p. $7ss. 58. Kotl toiítíúv 7rávTíúV t«í ctváttauaov,. .. ’fin&v Si tó¡ té Xt] t í S; XPicTiwvá jcoci sOápeoTa xal d'va^dtpTTi'Ta Stáp/joat, xotl Sóc ftjuv [icplS* «ai, xAíjpov tíxwv [ístó: rcáv-rcóv Ttüv ¿YÍwv o°u (B biohtman, op. cit., p. 129). 59. Loe. cit. 244

E structura

del canon romano

a una última enumeración de los santos. Esta es muy variable en los manuscritos medievales, que recogen todos aquellos a los que podía estar más particularmente ligada la devoción local6". En el texto romano, Ignacio es el m ártir de Antioquía; Ale­ jandro, Marcelino y Pedro son mártires de los que poco sabemos; Felicidad y Perpetua, las dos célebres mártires africanas, Águeda y Lucía dos mártires sicilianas, Inés y Cecilia dos mártires roma­ nas, y Anastasia, la titular, quizá legendaria, de la basílica al pie del Aventólo 41. Las bendiciones por «todos estos bienes» que siguen antes de la doxología, parecen haberse dirigido en los orígenes al con­ junto de los dones de los que se había tomado la materia de la eucaristía, y cuyo resto serviría para las distribuciones de caridad, en la antigüedad ligadas siempre a su celebración ®. Hay que notar que en ciertos formularios hispánicos esta bendición acabó por absorber la doxología final Si se pregunta por qué en Roma, como en Alejandría, por lo me­ nos en ciertos casos arcaicos, el memento de los difuntos pudo venir así a situarse entre el fin de la epiclesis y la doxología, parece que la respuesta debe hallarse en el carácter, fuertemente escatológico de esta conclusión desde los orígenes. Dado que los que habían muerto en la fe nos habían precedido, como lo dice la oración, a la Jerusalén celestial, era lógico que una última oración se refiriera a ellos antes de pedir para nosotros mismos nuestra introducción anticipada, por la eucaristía, en el coro de la glorifica­ ción eterna. Finalmente, se ha podido notar que hemos puesto entre corchetes los Amén interiores al canon, porque sólo tardíamente aparecen en los manuscritos6061234. De hecho, esto significa sencillamente que ya en la alta edad media no había manera de que los fieles respon­ dieran a oraciones dichas ya en voz baja, aun cuando no se había 60. 61. Messe, 62. 63.

Particularmente en países francas se evocará ordinariamente a san Martín. Cfi dom B ottf, 0 ]i. cit., p. 12, y R . v an D o r en , Les Saitits dit Canon de la en «Questions liturgiques et paroissiales'», t. 16 (1931), p. 57ss. La idea fue sostenida primero por Duchesne. Cf. dom 13otte, op. cit., p. 69. Cf. infra, p. 326. 64. EL más antiguo m anuscrito que los contiene es uno de Reim s del siglo ix , Cf. dom B otte, op. cit., p. 57.

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La. e u c a r i s t í a a l e j a n d r i n a y la r o m a n a

introducido todavía el uso curioso de que el mismo celebrante se respondiera. Pero, repitámoslo, la distinción de las oraciones, con sus conclusiones separadas, es quizá el mejor indicio de la muy remota antigüedad del canon romano. Y cuando todos pedían todavía oírlo entero, es muy razonable creer que los fieles marcaban con el «amén» estas conclusiones, al igual que en la liturgia de Adday y de Mari. El canon romano, restituido así a su verdadero contexto, aparece, pues, como uno de los testigos más venerandos de la más alta tradición de la oración eucarística, por lo menos contemporáneo, en su conjunto, de las formas más arcaicas de la eucaristía alejandri­ na. Hay todas las razones de creer que la sucesión de estas ora­ ciones y su contenido, con no pocas expresiones claves, se remontan directamente a la época, ciertamente muy antigua, en que la euca­ ristía, en Roma como en todas partes, se ligó definitivamente con el servicio de lecturas y de oraciones. Esto quiere decir que Hipó­ lito, que quería todavía ignorar este enlace, lejos de ser el padre de tales oraciones, no debió de propagar en Roma su propio rito, si es que lo hizo, sino para tratar en vano de desalojar de allí un rito que debía parecerse ya mucho al que nos ha sido transmitido y que todavía utilizamos, si se exceptúa la lengua, que entonces era todavía el griego.

i

246

C a pítu l o

V IH

LA EUCARISTÍA SIRIA OCCIDENTAL

Su carácter tardío El tipo de liturgia que subsistió en Roma y en Alejandría, si se exceptúan ciertas particularidades locales, debió ser práctica­ mente universal en la Iglesia a partir del momento en que se com­ binaron en un solo conjunto el servicio de lecturas y de oraciones y el ágape eucarístico. Pero en el siglo iv vemos aparecer en Siria occidental, en el circulo de Antioquía, una liturgia eucarística de tipo profundamente diferente, aunque se encuentren en ella los mismos elementos. Los primeros modernos que la descubrieron en la liturgia del libro v m de las Constituciones apostólicas, y luego, poco después, en la liturgia jerosolimitana llamada de Santiago, que­ daron literalmente deslumbrados. Particularmente entre los anglica­ nos se inspiraron en esta liturgia toda una serie de tentativas de restauración de una eucaristía tradicional, en los siglos xvn y xvm b Es que, por una parte, la eucaristía de las Constituciones apostólicas, atribuida a Clemente Romano (de ahí el nombre de liturgia clementina, con que se conocerá durante mucho tiempo) se adornaba con el prestigio de la autoridad apostólica, al igual que la de Santiago, atribuida al hermano del Señor. Pero hay también otra razón, y es que estos textos son composiciones de una disposición admirable, de gran riqueza de pensamiento y de expresión, sostenida por una 1. C f. el libro de J ardine G aisbkúoke , Angiican L itu rg ie j o f the Sevonteenth and E ighteentk Centurias, ya mencionado. Véase más adelante, p. 42Jss.

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L a e u c a r is tía s i r ia o c c id e n ta l

elocuencia de una retórica consumada. Hace ya mucho tiempo que nadie toma a la letra las pretensiones de apostolicidad de estos textos. Pero no por ello han perdido, ni mucho menos, todo su prestigio. Todavía en el siglo x x se han hallado teóricos, como Drews 2, que han visto aquí la forma más antigua y más pura de la eucaristía y que han intentado mostrar por qué hipotética evolución habría podido salir de ella la misma liturgia romana. En forma más matizada y con mayor prudencia, uno de los más grandes liturgistas anglicanos de la última generación, el obispo Walter Frere, en su libro The A napkom 3, mantendrá todavía que tenemos aquí la eucaristía ideal, concebida y desarrollada conforme a un plan que es sustancialmente primitivo, aun cuando su realización represente una evolución innegablemente avanzada. L,a continuidad del desarrollo, la unidad lógica de la estructura trinitaria en que se inscribe, le parecen fiadores de la antigüedad casi apostólica de este esquema eucarístico, sea lo que fuere de los detalles variables de las fórmulas que pueden revestirlo. De esta persuasión han procedido, y no cesan de proceder, en la Iglesia anglicana y tam­ bién en otras muchas Iglesias, ensayos más o menos concordantes de reconstitución de una oración eucarística ideal, presentada como radicalmente primitiva. No negamos que la eucaristía siria occidental se puede considerar como idea!, por lo menos, en cuanto jamás se ha expresado con tanta magnificencia ni en un marco tan satisfactorio para un cierto espíritu lógico, todo el contenido tradicional de la eucaristía cris­ tiana. Pero que esta eucaristía pueda ser considerada como primi­ tiva, aun con todas las reservas que se quiera sobre ios detalles de expresión de que la hallamos revestida, ya en las Constituciones apostólicas, ya en la liturgia de Santiago, hay que decir francamente que es la más extraña aberración que se pueda imaginar. Esa impecable unidad lógica, esa continuidad de desarrollo y el inta­ chable sistema trinitario en que se ve con admiración inscribirse los materiales tradicionales, son otros tantos signos irrecusables no sólo de una fecha tardía, sino de una elaboración refleja, que los manipula con una osadía casi increíble. En verdad, si la eucaristía P . D r e w s , Zi¿r Entstehungsgeschichte des Kan&ttfj T ubinga 1902, 3* W .H. F rere, The Anaphora or great Euckarisiie Prayer, Londres 1938

2.

24S

S u c a r á c te r ta r d ío

primitiva se vio alguna vez completamente dislocada, para volver luego a ser montada de nuevo conforme a un patrón lo menos tradi­ cional posible, tal se puede decir de la eucaristía siria occidental. Todo este trabajo lleva en sí su fecha y su marca de origen. Supone a la vez la evolución muy avanzada a que no llegó hasta el siglo iv la teología trinitaria, y la última retórica, griega, cuyo centro debía ser casualmente Antioquía. No se trata de poner en duda la legiti­ midad y ni siquiera la excelencia de la teología de los padres griegos del siglo iv. Ni pensamos tampoco en desconocer las reali­ zaciones literarias del helenismo de su época. Como lo ha dicho muy bien Aimé Puech, se puede estimar que Tibanio, el maestro antioqueno de Basilio y de los dos Gregorios, había puesto a punto un tipo admirable de cultura y había preparado formas literarias de una flexibilidad y de una riqueza a las que no faltaba ya más que el contenido de un pensamiento sustancioso, que precisamente iban a verter en ellas esos autores cristianos *. Pero hay que reconocer que todo esto nos aleja lo más posible del mundo de ideas y de formas de expresión que habían conocido los primeros cristianos. Tas primeras oraciones cristianas, tanto por su contenido, por mucho que lo hubiera renovado la «novedad» evangélica, como por su forma espontánea, son profundamente semíticas, incluso cuando se ven formuladas en griego. Ahora bien, en este marco es incon­ cebible la posibilidad de una oración larga y elocuente, desarrollada sistemáticamente. El pensamiento que anima las oraciones judías y las primeras oraciones cristianas no se mueve en modo alguno con­ forme a la andadura de la lengua griega. Y para hallarse en condi­ ciones de hacerlo no habrían tenido a su disposición los moldes literarios sin los que ni siquiera podría formularse un pensamiento de este tipo. En la Biblia, o en la antigua liturgia sinagogal, no hay oraciones largas. Y si no las hay, es que no podía haberlas. Tas lenguas semíticas, como el hebreo, que sólo tiene algunas preposiciones, dos o tres conjunciones, y carece de pronombres relativos, se niegan a ello. Se pueden componer rosarios de oraciones encadenadas por4 4. Cf. en A m é P uech , Histoire de ¡a littéraiure grecQue ckrétienne, vol. 3, París 1930, el capitulo sobre los capadocios, y A .E J. F estuciére , Antioche fdisnnc et chrétienne, París 1959-

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L a e u c a r is tía s ir ia o c c id e n ta l

los temas que las recorren, pero no oraciones larga y lógicamente desarrolladas, que requieren el apoyo de una sintaxis compleja, provista de gran variedad de términos de enlace. Las excepciones sólo son aparentes. Dejemos a un lado las oraciones del libro de Ester. Estas fueron precisamente añadidas en la versión griega. La mayoría de los salmos largos no son en modo alguno oraciones largas, sino más bien, como lo ha mostrado la escuela exegética escandinava, liturgias que ponen una tras otra oraciones diferentes, que corresponden a las fases sucesivas de un sacrificio, de una procesión o cualquier otro género de oficio complejo5. De ahí las apariencias de inconsecuencia, los pasos bruscos de un tema a otro, que fueron la desesperación de los exegetas mientras se obstinaron en querer analizarlos como se ana­ lizaría el himno de Cleantes o incluso un himno homérico. Los únicos salmos largos que no caen dentro de esta categoría son los salmos sapienciales, que son meditaciones tardías sobre la historia sagrada. Se puede comparar con ellos la gran oración de Nehemías que antes hemos resumido6. Aquí hallamos una fuente de eucaristías desarrolladas, pero no un verdadero antecedente. Porque todos estos textos son profundamente diferentes de las formas que estas eucaristías recibirán en el mundo helénico. Sus meditaciones, en efecto, no se salen de un plano puramente na­ rrativo. En ellas no se reconstruye la historia conforme a una síntesis racional. En tanto la meditación sapiencial permanece en medio semítico, se limita a marcar una serie de hechos, considerados como típicos en su diversidad, con un mismo estribillo, como e! conocido «porque su misericordia es eterna», del salmo 136, o «den gracias al Señor por su gracia y por sus misericordias en favor de los hijos de Adán», del salmo 107. Las más de las veces ni siquiera se va tan lejos en la organización, sino que se acumulan simplemente testimonios sucesivos dé la constante misericordia divina (salmo IOS) o ejemplos renovados de la infidelidad humana (sal­ mo 106). O bien, si se esboza una estructura, será mediante un juego literario completamente oriental, como la composición de los salmos alfabéticos. 5. 6.

Cf. A aüE ÍSe JÍTZEN, Op, CÍt. Véaae antes, p. 60s. 250

S u c a r á c te r ta r d ío

Habrá que llegar a una forma de pensamiento francamente griega, en un mundo literario heredado del helenismo, para ver sintetizarse la meditación sapiencial dentro del marco eucarístico, conforme a las líneas articuladas de una teología sistemática. Pa­ rece que aquí menos que nunca se puede separar el fondo de la form a: este fondo de una visión de la historia organizada a partir de una teología sintética, no podía aparecer sino en una forma griega. Sin embargo, en el Nuevo Testamento, naturalmente en san Lucas, vemos un primer indicio del paso que iba a efectuarse de una forma estilística (y al mismo tiempo de una forma de pensamiento) a otra. El cántico de Zacarías es todavía, a primera vista, un salmo. Pero si se lee atentamente en griego, se ve que ya no lo es. El juego de las partículas, por rudimentario que sea, el empleo de con­ junciones variadas, hizo de él un período griego, que recubre y fusiona los miembros independientes de un salmo semítico. Lo mismo se observa, y ya lo hemos señalado, cuando se pasa de la eucaristía de Adday y de Mari a la de san Hipólito. Como lo hace notar con razón dom Botte, es evidente que la primera fue compuesta en una lengua semítica. Ni es menos evidente que Hipólito, pese a su atenta preocupación por guardar ne varietur el esquema más antiguo de la oración eucarística, compuso la suya en griego, y como griego, por lo menos de adopción. Las grandes oraciones eucarísticas sirias occidentales exhiben todavía más claramente lo que podría realizar la última retórica griega aplicándose a dar de la eucaristía una fórmula conforme a sus cánones y comenzando para ello por repensarla desde sus mismos fundamentos con el fín de reescribiría. Una vez más, no fue mera coincidencia que estas oraciones se escribieran en Antioquía o en sus aledaños. Jamás habrían podido componerse en otro lugar ni en otra época, sino en la que enseñó allí Libanio. En efecto, la retórica griega tardía no es ya únicamente una retórica asiática, sino una retórica siria. Aunque se imaginaba no ser sino la última perfección del arte de un Demóstenes o de un Esquines, en realidad habia llegado a ser algo muy diferenteT.7 7.

Véase E. N oxden, D k Antike Kunslprosa, Leipzig - Berlín *1923.

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Conservaba de aquél la preocupación por un desarrollo racional, deductivo, del pensamiento, en una rigurosa forma gramatical, em­ pleando a fondo, pero con discernimiento, todos los recursos del vocabulario y de la sintaxis griega. Pero a ello había añadido un gusto oriental de la profusión y del brillo de las imágenes, de la distribución armoniosa de las ideas y de las sonoridades, y por encima de todo una ampliación del ritmo. Allí la monodia griega se traducía en una especie de sinfonía completamente helenística, que habría parecido el colmo del mal gusto y de la extravagancia no sólo a Demóstenes, sino también a Cicerón. De ahí resulta que por más que la frase se alargue y trate de adaptarse, no puede contener todo el período. Éste, asumiendo así un elemento oriental, y más concretamente semítico, rebota en una serie de frases suce­ sivas. Pero el conjunto no deja de ser griego, no sólo por la estruc­ tura de cada una de sus frases, sino también porque éstas se encadenan, si ya no con enlaces sintácticos expresos, por lo menos por la continuidad de un ritmo que, armonizando las palabras y las imágenes, conserva siempre el hilo de un mismo pensamiento directivo. A griegos formados en la escuela de los siglos iv o v antes de nuestra era habría parecido la literatura semítica no sólo intra­ ducibie, sino inasimilable. En cambio, a estos seudogriegos les ofrecía un alimento de primera clase para la amplificación, que era la última palabra de su retórica evolucionada y que podemos llamar decadente, si la juzgamos según los cánones clásicos. Pero, evidentemente, para que su barniz helénico no saltara en pedazos, tenían ellos que asimilar dicha literatura, aunque a costa de una digestión que la dejaría desconocida. La primera condición sine qua non sería una nueva distribución de la materia que la adaptara al desarrollo tanto del pensamiento como de la lengua griega, analizando cada idea en sus partes para reconstituir un conjunto en que las ideas particulares y parciales se sintetizaran por sí mismas en una idea general. El esquema trinitario, tal como lo elaboró en el siglo iv la teología cristiana de lengua griega, proporciona así el marco soñado en que desplegar la más suntuosa orquestación retórica de los temas eucarísticos tradicionales. De ello resultará la liturgia 252

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de Antioquía y de Jerusalén. Era inevitable que encantara a toda la Iglesia bizantina, en la medida misma en que Bizancio adoptaría juntamente la retórica (y más en general la estética) de Antioquía, con la teología de Basilio y de los dos Gregorios89. Parece que podemos hallar, verosímilmente en Antioquía misma, el primer producto, y el más exuberante de este trabajo, en la liturgia eucarística del libro v m de las Constituciones apostólicas. Un poco más tarde aparece en Jerusalén, con la liturgia llamada de Santiago, una composición análoga, pero de economía más sobria y más acabada. Las liturgias atribuidas a san Basilio y a san Juan Crisóstomo serán refundiciones y decantaciones de ésta, que conducirán este tipo a su forma clásica.

Estructura y fuentes de la eucaristía de las «Constituciones apostólicas» Es corriente entre los comentaristas de la eucaristía del libro vm de las Constituciones apostólicas afirmar que se trata aquí de una liturgia en el papel, que no pudo ser nunca utilizada tal cual, debido a su prolijidads. Con esto se olvida lo que nos dice san Justino de los antiguos celebrantes, que daban gracias «lo más que podían» I0. Es de creer que en la Antioquía del siglo iv, más que en ninguna otra parte del mundo en ninguna otra época, había quienes podían mucho. La eucaristía del libro vm de las Constitu­ ciones apostólicas, pronunciada por un celebrante de lengua muy suelta, apenas si duraría más de un cuarto de hora. Si los liturgistas modernos no fueran por lo regular eclesiásticos pertenecientes a Iglesias en las que la improvisación litúrgica no es ya más que un recuerdo, sabrían por experiencia que una oración de tal longitud no es cosa inusitada en las Iglesias en que todavía se practica la ora­ ción ex tempore. Los fieles están demasiado acostumbrados para C f. G eíivase M a t h ew , By&antme Aestketics, 9. E n realidad, las catcquesis de san C irilo d e tina litu rg ia que debió se r utilizada, si no ta l cual, antes que la llam ada d e Santiago (cf. en p articu lar J.M . S auget, op. cit., p. 34ss. 10. Primera Apología, 67.

8.

253

Londres 1963, p. 23. Jeru salén m uestran que se tra ta de por lo menos en sus grandes líneas, la 5:* Mistagógica). B ibliografía eu

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osar quejarse de ello, y los pastores no tendrían la idea de pedirles su parecer, aunque tales Iglesias son generalmente las que se creen más democráticas. Podemos creer que lo mismo sucedería en la antigua Iglesia mientras fue regla la improvisación. Ni tampoco está vedado creer que el sordo descontento de los fieles por la intemperancia verbal de ciertos eclesiásticos influyera en 'la desapa­ rición progresiva de aquella libertad de palabra. Este factor debió, por io menos, añadirse allí a ciertas preocupaciones sentidas por la autoridad ante más de una improvisación, en la que la prolijidad de las fórmulas podía ir de la mano con la inconsistencia del pen­ samiento. La liturgia del libro vil de las Constituciones apostólicas parece haber sido el fruto de un esfuerzo por delimitar ya con ¡a mayor exactitud, pero también con la mayor amplitud posibles, el contenido y la progresión juzgados por su autor como el ideal de una buena eucaristía. Pero para ello se aprovecha de una abundancia que debía comenzar ya a fatigar, aunque no debía parecer todavía tan insoportable como nos parece a nosotros. Esta liturgia, no obstante su localidad, es uno de los bellos textos eucarísticos de la antigüedad, y en todo caso seguramente el que expresa, lo más completamente posible, todo lo que los antiguos cristianos podían hallar o poner en una oración eucarística. Gene­ ralmente se admite que su autor debía ser arriano o, por lo menos, semiarriano. Sin embargo, no hay que olvidar que muchas expre­ siones que hoy día pueden parecer propias de esa escuela se hallan ya en no pocos padres antenicenos, cosa que Petau fue el primero en descubrir. Apenas si las hay que no puedan expresar tanto una teología embrionaria como una teología positivamente defectiva. Así, lo que hizo numerosos a los semiarrianos fue que los arría­ nos, cuando usaban un lenguaje prudente, se limitaban a emplear expresiones que habían circulado largo tiempo sin que nadie viera en ellas malicia. Estos semiarrianos, en torno a Basilio de Ancira, no tendrían gran dificultad en aceptar la ortodoxia nicena cuando la consustancialidad del Hijo fuera acompañada de una declaración no menos firme sobre la distinción de las hipótesis y perdiera así toda apariencia de sabelianismo. Es evidente que el autor puso empeño en reunir todos los ma­ teriales que pudo tener a mano, para incorporarlos a su texto. En 254

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él hallamos de paso expresiones que son reminiscencias de Hipólito (no pocas de cuyas prescripciones fueron además incorporadas tex­ tualmente a las otras partes de las Constituciones). Pero su fuente mayor se halla en aquellas antiguas oraciones judías alejandrinas, cristianizadas mediante algunas interpolaciones que el autor mismo nos conservó en su libro v i l . A s í nos hallamos en condiciones de apreciar a la vez la fidelidad con que se preocupó por incorporar a su construcción todo lo que halló en las fuentes, como también la libertad con que lo redistribuyó y recompuso todo en un conjunto verdaderamente personal. Si comparamos el resultado final con las liturgias que hemos hallado en Egipto o en Poma, dos hechos se nos imponen ya. El primero es que esta liturgia pseudoclementina está formada con los mismos elementos que la liturgia romana o alejandrina. Todo lo que hemos hallado en éstas, y nada más, se halla también aquí, únicamente en una forma generalmente más detallada, aunque no siempre, como si el compilador no hubiera querido dejar nada implícito. La segunda es que es imposible suponer que el tipo egipcio o romano pudiera proceder de este tipo antioqueno. ÍJste representa una síntesis concebida con madurez y aplicada con deli­ beración, siendo inconcebible que se hubiera pensado nunca en desmembrarla para volverla a plasmar conforme a Otro orden. Este último se explica muy bien históricamente, como ya lo hemos visto, si se parte de los antecedentes proporcionados por las oraciones judías de la sinagoga y de la mesa. Lo que no se ve, en cambio, es cómo tal orden habría podido resultar de una dislocación de la eucaristía de las Constituciones apostólicas. Parece, por el contra­ rio, incontestable que esta liturgia siria es una recomposición inten­ cionada de una liturgia local que debía ser muy análoga a la liturgia romana y egipcia. Veremos más tarde la verificación de esto cuando volvamos a ocuparnos de la forma larga de la liturgia de Adday y de Mari, en la que parece hallarse una liturgia siria completa, aunque nada, o poco, recompuesta. Vamos a dar, y a comentar, el texto de la liturgia del libro vm de las Constituciones apostólicas en tres fragmentos sucesivos, repartición que corresponde al plan trinitario de toda la compo­ sición. Pero conviene detenernos en el diálogo' introductorio. 255

La eucaristía siria occidental La gracia de Dios todopoderoso, el amor de nuestro Señor Jesucristo y la comunicación (xoivovía) del Espíritu Santo estén con todos vosotros. — Y con tu espíritu, Arriba el espíritu ( t ¿ v vouv), — Lo tenemos levantado hacia el Señor. Demos gracias al Señor. — Ks digno y justo.

Aquí como en Hipólito, y quizá por su influjo, hallamos la fórmula breve: «demos gracias a Dios», cuyo origen y significado primero hemos visto ya. Pero los dos versículos precedentes fueron helenizados por completo. L,a. sustitución del saludo «El Señor esté con vosotros», por la bendición tomada de 2Cor 13,13, vendrá a ser universal en el Oriente sirio y en todos los países adonde se transporte su liturgia. Pero no fue adaptada sin una transformación significativa. Se tuvo la preocupación de establecer en ella el orden jerárquico trinitario, poniendo al «Dios todopoderoso» en el primer miembro y atribuyéndole la gracia, mientras que a Cristo se le sitúa en el segundo y se le atribuye la áyároj (lo cual es una marcada transgresión del orden constante en san Pablo). Tampoco son los «corazones» los que deben elevarse a Dios (para espíritus formados a la griega, el corazón no es más que la sede de las emociones), sino el voü
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