Bois, J.-p. - La Revolución Francesa

October 7, 2018 | Author: padiernacero54 | Category: France, Nobility, Kingdom Of France, Clergy, State (Polity)
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Bois, J.-P. - La Revolución Francesa...

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La Revolución Jean-Pierre Bois

historia 16

La Revolución Francesa Jean-Pierre Bok

historia 16

Jean-Pierre Bois. Historia 16. Hermanos García Noblejas, 41. 28037 Madrid. Traducción: Jorge Barriuso. ISBN: 84-7679-125-9. Depósito legal: M-10.415-1989. Diseño portada: Batlle-Martí. Impreso en España. Impresión: TEMI, Paseo de los Olivos, 89. 28011 Madrid. Fotocomposición: Amoretti. Encuadernación: Huertas.

JEAN-PIERRE BOIS Nacido en 1945, antiguo alumno de la Ecole Nórmale Supérieure de l’Enseignement Technique, catedrático de Historia y Doctor en Letras, JeanPierre Bois ha sido profesor en Rochefort-sur-Mer, en Estambul (Turquía) como ayudante en el Atatürk Milli Egitim Enstitiisíi, y en Angers. En la actualidad enseña Historia Moderna en la Universidad de Nantes. Sus trabajos y publicaciones se re­ fieren a historia militar e historia social de los militares: después de un doctorado en Historia con Les Soldáis de 1’Hotel Royal des Invalides au X V llle siécle, en 1986 obtuvo el doctorado en Le­ tras por la Universidad de París-Sorbona con Les Anciens Sol­ dáis dans la Société française au X V llle siécle (de próxima apa­ rición). Jean-Pierre Bois investiga además sobre la historia de la vejez y acaba de publicar Les Vieux, de Montaigne aux premie­ res retraites (Fayard, enero 1989).

INTRODUCCION

Considerada desde mediados del siglo XIX como la época de cor­ te entre dos períodos de la historia larga, la historia moderna y la historia contemporánea, la Revolución francesa se impone in­ contestablemente como el acontecimiento más importante de la historia europea del siglo XIX. Su duración, que se extiende en­ tre los diez últimos años del siglo, entre 1789 y 1799, y la ampli­ tud de sus desarrollos —en 1794 toda Europa está en guerra— cuentan menos en esta posición que las transformaciones irre­ versibles de los Estados y las sociedades que implicó. El corte fue tan profundo que aún actualmente hagiógrafos y fiscales oponen sobre este período juicios aparentemente irreconciliables. Todo contribuye a hacer también de esta época una de las más asombrosas de la historia de Francia: la violencia y el carác­ ter dramático de las jornadas parisienses cuya sucesión acelera­ da desde la toma de la Bastilla hasta la muerte de Robespierre hacen imprevisible y siempre amenazante el porvenir, el conte­ nido extremista, pero generoso y universal, de la elocuencia re­ volucionaria, cuyos discursos engendran una confusión implaca­ ble entre el terror y la virtud, la guillotina convertida en algo fa­ miliar... Y pese a una crisis interior y una guerra civil sin prece­ dentes, pese al odio armado en todas las fronteras de la Repú­ blica, pese a su inexperiencia política, los revolucionarios traba­ jaron y construyeron cada día una Francia nueva. Bonaparte se hace con ella en brumario del año VIII (noviembre de 1779), con la misión de crear una concordia imposible entre los deten­ tadores de ocho siglos de historia monárquica y los de algunos años de un régimen que borró sin remisión el absolutismo de de­ recho divino y los privilegios de cuna. Pero, durante casi un si­ glo, Francia vacila entre la experiencia imperial, una monarquía constitucional, un parlamentarismo republicano o una dictadura jacobina.

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Sería más exacto hablar de varias revoluciones. La primera, comenzada por los patricios según la frase de Chateaubriand, aparece como el episodio final de la lucha sostenida por la aris­ tocracia contra la monarquía capeta. Pero, apoyada en el pue­ blo llano de las ciudades, esta revolución nobiliaria se ve arras­ trada de inmediato por la insurrección campesina: una jacquerie (1) barre una Fronda. La nobleza pierde con ello, de manera imprevista, sus derechos feudales. Al mismo tiempo nace otra re­ volución, la de la burguesía de los talentos, en plena ascensión económica e intelectual desde principios del siglo XVIII, la re­ volución de los abogados y los notables elegidos en las filas del Tercer Estado para los Estados Generales. Estos hacen triunfar en su provecho los principios abstractos de los derechos del hom­ bre y la realidad concreta de la libertad económica, de la con­ servación de las propiedades y de un parlamentarismo censitario. Insatisfecho de un sistema en el que no gana nada, el pue­ blo de las ciudades —ese mundo de artesanos y tenderos, de co­ merciantes y domésticos, de peluqueros y floristas— toma el re­ levo: la revolución política moderada de la libertad se convierte en la revolución social de la igualdad. Es el año II: una repúbli­ ca aterradora en sus medios desde 1793, terrible en su victoria en la primavera de 1794, rota y recuperada de nuevo por la burgue­ sía en 1795, mejor asentada desde entonces, pese a la fragilidad del régimen y la prolongación de la guerra, que favorecen, entre 1799 y 1804, el advenimiento de un Estado militar. Una revolución no depende del azar. El accidente del 14 de julio de 1789 —la toma de la Bastilla por la muchedumbre pari­ siense— sólo lo es por el día en que se produjo y por el blanco elegido. Confusamente, el pueblo francés esperaba desde hacía varios meses grandes acontecimientos; hacía varios años que las mentes ilustradas esperaban un conjunto de reformas fundamen-

(1) N. del T.: Jacquerie es el nombre con que se designa la sublevación de los campesinos franceses contra sus señores en 1358 y, por extensión, todas las rebeliones campesinas.

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tales del Estado monárquico que la apertura de los Estados Ge­ nerales en 1789 hacía previsibles. Y en realidad el absolutismo francés se debatía desde hacía casi un siglo en dificultades que el tiempo no hacía más que agravar; el fracaso de todas las ten­ tativas de reforma, que se sucedían inútilmente, conducía a una crisis general del sistema institucional y social. En el corazón de la crisis, los poderes y las finanzas. Más exactamente, un doble antagonismo: por una parte, entre la naturaleza profunda del an­ tiguo sistema monárquico absoluto, legitimado por el derecho di­ vino, pero contestado por una aristocracia preocupada por el re­ parto y la reivindicación, más o menos bien expresada por los Parlamentos, de un control efectivo de los poderes en el seno de un sistema monárquico templado; por otra parte, la oposición irreductible entre una sociedad asentada en los órdenes y los pri­ vilegios y la necesidad siempre urgente de una reforma fiscal que hiciera participar a los privilegiados en las recaudaciones del Estado. Eso no era nuevo. Ya a mediados del siglo XVII la Fronda (1648-1652) se había presentado como una especie de revolución fallida, que se habría hecho en beneficio de las cortes soberanas o de la nobleza; el populacho jugaba en ella solamente el papel de una mano de obra fácilmente movilizada con el tema del odio antifiscal. Al actuar cada estrato de la sociedad por su propia cuenta, la Fronda pudo ser reducida a un tiempo de anarquía sin futuro ninguno. El Rey Sol restaura un absolutismo intacto. En 1715, tras la muerte de Luis XIV, la Polisínodia es una re­ vancha muy breve de la aristocracia; el Parlamento de París en­ contró en ella un derecho de amonestación abolido por Mazarino, punto de partida de la ascensión de las grandes togas en el siglo XVIII, que se forjan en la oposición una popularidad sin re­ lación exacta con sus ambiciones reales. Una primera crisis parlamentaria, sobre el problema del jan­ senismo, se produce en 1730. Le sigue una segunda crisis en 1749, cuando Machault d’Arnouville trata de establecer el impuesto de un vigésimo de todos los ingresos, a pagar también por los pri­ vilegiados. La tercera crisis, tras la Guerra de los Siete Años, es mucho más grave: es una rebelión abierta, cuyo origen se en­ cuentra también en el registro de edictos fiscales y en la defensa

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de los privilegios. En 1776, con ocasión de un lit de justice (2) llamado Sesión de la flagelación, Luis XV recuerda al Parlamen­ to de París que sólo en su persona reside el poder soberano, y en 1771 juega con Maupeou la última carta del absolutismo: su­ prime la venalidad de los cargos de toga y disuelve el Parlamen­ to de París, sustituido por cinco consejos superiores vaciados de todo poder administrativo o político; algunos parlamentos pro­ vinciales —Rouen, Douai, Aix— son también disueltos. Al su­ primir una paralizante oposición y provocar la extinción de una casta, el absolutismo se salvaba por una verdadera revolución po­ lítica, judicial y social, que lo transformaba en despotismo ilus­ trado y modernizador. Entonces, demasiado pronto, muere Luis XV. Luis XVI repudia enseguida la obra de Estado de su prede­ cesor y restaura los Parlamentos, auténticos vencedores de la cri­ sis de 1771-1774. La cuestión financiera importa entonces, en apariencia, más que la cuestión del poder. Víctima, después de 1778, de una sucesión de malas temporadas y de malas cosechas y de un cambio calamitoso de la coyuntura económica, que agra­ va la ruina financiera del reino, Luis XVI se estrella contra el muro implacable de los privilegios sociales y provinciales. Es en­ tonces cuando se lanza a una guerra gloriosa, pero costosa, cuyo motivo se encuentra en el odio secular a Inglaterra más que en la simpatía por la causa de los insurgentes americanos. Crisis política y crisis financiera: hacía falta un gran rey y Francia sólo tenía a Luis XVI. La Revolución aparece como un acontecimiento ineluctable —más aún cuando, situada en la his­ toria larga de Europa, no es en principio un acontecimiento par­ ticular de la historia de Francia, sino que se inscribe como un es­ labón lógico en un proceso muy lento de transformación de los Estados absolutos en sistemas parlamentarios y de las sociedades de órdenes en sociedades de individuos. Libertad, soberanía, igualdad, ésas son las palabras que, desde mediados del siglo XVI

(2) N. del T. : Un lit de justice era una reunión ceremonial del Parlamento de París presidida por el rey, el cual se sentaba sobre un lit o lecho de cojines.

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hasta principios del siglo XX, han estado, con muchas variantes nacionales, en el corazón de toda la historia europea.

Turgot, inspector general de Finanzas destituido en 1776, se lo recuerda a Luis XVI: la primera revolución tuvo lugar en In­ glaterra en el siglo precedente, entre 1649 y 1660. El rey Car­ los I fue decapitado, las últimas veleidades del absolutismo in­ glés fueron aniquiladas. Más tarde, la restauración de Carlos II será prudente; el rey acepta en 1679 el vill de habeas Corpus, que garantiza la libertad individual. Jacobo II es expulsado por haber tratado de abolirlo, y en 1689 el Parlamento impone a los nuevos monarcas, Guillermo y María, un bilí de derechos que ga­ rantiza la supremacía de la ley sobre el soberano. En 1690, John Locke deduce el sentido de la Gloriosa Revolución en su Trata­ do del gobierno civil, en el que refuta la doctrina del derecho di­ vino y expresa la superioridad del poder legislativo sobre el po­ der ejecutivo. Esta obra proporciona el punto de partida de la ideología liberal del siglo XVIII. En 1765 las asambleas coloniales americanas recuperan por su cuenta la práctica política del Parlamento de Londres y re­ chazan el principio de imposición sin representación. De 1776 a 1783, la Guerra de Independencia de Estados Unidos es, al mis­ mo tiempo que una liberación de la tutela de la metrópolis in­ glesa, una gran revolución política, victoriosa, y no es la menor de las paradojas, gracias al apoyo de las tropas de Luis XVI. La Confederación proclama en 1781 una Declaración de derechos; en 1787, se adopta oficialmente en la Convención de Filadelfia una Constitución que organiza los tres poderes, según los prin­ cipios de Locke y Montesquieu: separación, representación, laicismo. La Revolución Americana tuvo una inmensa repercusión en Europa. En Irlanda, en 1779, el Parlamento de Dublín obtiene una autonomía, juzgada tan poco satisfactoria por los católicos que éstos forman una organización revolucionaria clandestina. En 1780, en Inglaterra, John Jebb reivindica por primera vez el sufragio universal masculino; algunas asociaciones agitan Yorkshire con este tema; en junio, Londres conoce una semana de re­

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belión sangrienta. En las Provincias Unidas, los patriotas tratan en 1786 de restaurar las antiguas instituciones republicanas; sólo la intervención prusiana salva al régimen del Stathouder Guiller­ mo V. El fracaso de la revolución holandesa no desanima a los belgas, sublevados aquí contra el obispo de Lieja y allá contra el poder centralizador de Viena; la revolución brabanzona estu­ vo a punto de triunfar a principios de 1789. En Suiza, por últi­ mo, cuyos gobiernos están en manos de cuerpos aristocráticos, las ideas de los filósofos fueron progresando, tanto más por cuan­ to varios de ellos son originarios del país; Rousseau, ciudadano de Ginebra, es el más famoso. En 1781 en Friburgo, en 1782 en Ginebra, los levantamientos cobran una dimensión revoluciona­ ria y sólo pueden ser reprimidos por la intervención conjunta de tropas de Berna, Zurich, Piamonte y Francia... Los tiempos eran propicios a las revoluciones: en un con­ texto europeo sensible, y en un contexto nacional de crisis, la re­ volución en Francia es un acontecimiento cuyo estallido no pue­ de sorprender. No obstante, las fases y la agravación del hecho revolucionario entre 1789 y 1794 no podían ser supuestas por na­ die, al igual que la importancia de su influencia sobre la historia general desde comienzos del siglo XIX.

Capítulo 1 FRANCIA EN VISPERAS DE LA REVOLUCION

L a situación del reino de Francia en vísperas de la Revolución es bien conocida, y en muchos de sus detalles, gracias a una se­ rie de testimonios de origen muy variado. A los cuadros de viaje de Arthur Young, que visita tres veces Francia entre 1787 y 1789 con un punto de vista de agrónomo inglés dispuesto a comparar más que a describir, habrá que añadir los informes de los inten­ dentes sobre la administración de sus provincias, notables por su minuciosidad y exactitud. A los Cuadros de París que Louis-Sebastien Mercier publica a partir de 1781, que representan de ma­ nera muy pintoresca la sociedad multiforme de la capital, habrá que añadir los millares de cahiers de doléances (1) que, en la pri­ mavera de 1789, presentan la realidad de una Francia campesina a menudo insospechada por la gente de las ciudades y que se co­ noce muy mal ella misma de una provincia a otra. Estos testimonios concuerdan al menos en un punto: Francia es un país prodigiosamente diverso. Mirabeau denuncia fácil­ mente un conglomerado inconstituido de pueblos desunidos: las lenguas, las costumbres, las dificultades de los caminos crean una compartimentación propicia al mantenimiento de sentimientos particularistas. Francia es un país de campanarios. Ello no ex­ cluye el sentimiento más general de pertenencia a una nación, expresado con rigor en 1789 y 1792, y a veces mejor visto desde el extranjero; en un país al final del continente, de paisajes frag­ mentados, en el que fueron a morir y a dulcificarse todas las gran­ des oleadas de invasores, los franceses se sienten diferentes de los pueblos que los rodean y conscientes de pertenecer a una tierra común —una patria, la tierra de los padres— en un mis­ il ) N. del T.: Cuadernos de agravios confeccionados por separado por los tres estamentos en las ciudades, aldeas y gremios como preparación de los Es­ tados Generales de 1789.

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mo Estado, encarnado por el rey, un Borbón popular, heredero de una dinastía de reyes cuyos reinados han tenido, hasta enton­ ces, una longevidad tranquilizadora. Luis XVI es tan sólo el quinto en 200 años. No obstante, los crujidos son perceptibles en todas partes. Al término de un período bastante largo de prosperidad económi­ ca, en una Francia que no conoce otra peste después de la de 1720 en Marsella, ni el cortejo clásico de las miserias de la guerra desde la amenaza de invasión abortada en Malplaquet en 1709, el reinado de Luis XVI comenzó con una crisis brutal: mala tem­ porada, mala cosecha, carestía de precios, escasez, sospechas de un pacto de hambre, disturbios, fijación de precios, restableci­ miento del orden: ése es el ciclo de la primavera de 1775. El re­ torno a una situación mejor hacia 1778, el triunfo francés entre 1783 y 1785 —el rey vencedor de los ingleses, el viaje a Cherburgo de ese rey aclamado, el porvenir de su dinastía asegurado por un segundo nacimiento— cobraron pronto un carácter pro­ visional ante la evidencia de la impotencia política y financiera, agravada a los ojos de la opinión por los despiltarros desconsi­ derados de una reina que nunca fue querida y por la reacción aristocrática orquestada por una Corte que parece no haber re­ cibido nunca las ideas de la Ilustración. Francia y los franceses En 1789 el territorio francés era más o menos lo que es hoy: el hexágono heredado de las conquistas de Luis XIV ha sustitui­ do a la antigua Francia limitada por el Mosa, el Saona y el Ró­ dano, heredada de las guerras de la Edad Media. Francia ocupa más o menos 526.000 kilómetros cuadrados. Su frontera del norte y del nordeste es la menos definida. Apo­ yada en las Ardenas, corta tanto la provincia de Flandes como el valle del Mosela. Su fragilidad queda subrayada por el rosario de fortalezas construidas por Vauban, que han desplazado hacia el norte la vieja línea del Artois; algunas plazas fuertes enclava­ das en territorio extranjero confirman el carácter artificial de un límite aún reciente. Lorena es totalmente francesa sólo desde

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1766. Por el contrario, al sur de la frontera del Rin subsisten en­ claves extranjeros en territorio francés: Mulhouse, pequeña re­ pública aliada a los cantones suizos, y Montbéliard, posesión del duque de Wurtemberg. Más allá, el Saona y el Ródano han sido ya ampliamente sobrepasados. El Franco Condado, vieja tierra imperial y española, es francesa desde el tratado de Nimega de 1678; Dauphiné y Provenza desde hace aún más tiempo. Pero los territorios de Saboya y Niza escapan al reino, así como las tierras pontificias de Aviñón y el Comtat-Venaissin. Desde 1768 Francia se amplía en la isla de Córcega. Al sudoeste, por último, la frontera franco-española es la de los Pirineos, estabilizada des­ de el tratado de 1659. El Rosellón se ha vuelto francés, bien pro­ tegido al sur de Perpiñán por las fortalezas de sus altos valles (Prats-de-Mollo, Montlouis, Villefranche), mientras que tres si­ glos antes Carlos V amenazaba Francia desde su gran fortaleza de Salses, al norte de Perpiñán. La frontera de los altos Pirineos sigue más o menos la línea de las cimas y los puertos. Más al oes­ te, el Bidasoa separa Francia de España. Y en la orilla atlántica, el enarenamiento de las bahías de Bourgneuf y Brouage, en cur­ so, no ha sido todavía terminado. Lille, Estrasburgo, Perpiñán y Brest, ésos son casi los límites del territorio. Francia tiene pocas tierras coloniales: lo esencial está constituido por las ricas Antillas, a saber, la mitad de la isla de Santo Domingo, Guadalupe y Martinica, Tobago y Santa Lu­ cía. Al sur, la Guayana sigue estando mal poblada y, muy al nor­ te, Saint-Pierre y Miquelon son todo lo que queda del sueño ca­ nadiense. Algunos establecimientos en Senegal, la isla Borbón y la isla de Francia en el océano Indico y los cinco establecimien­ tos de la India completan este conjunto que no representa más de 750.000 habitantes, pero juega un gran papel en el comercio exterior. Este territorio tan compacto no tiene una geografía unitaria. Aproximadamente, la línea Nantes-Ginebra traza un corte toda­ vía sensible. Al norte, la Francia abierta de los cereales ricos; al sur, la Francia compartimentada de las montañas y los cereales pobres, la Francia de los bosques conservados. Esta división na­ tural ha sido borrada por la historia; la Francia del norte (que se convierte en el siglo XVIII en la Francia de las patatas y cuyo

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espacio lógico podía ser esa gran llanura del norte que se extien­ de hasta Alemania oriental y Polonia) ha conquistado la Francia del sur, la del olivo, cuyo espacio natural era el Mediterráneo. El sueño italiano de Luis XII y Francisco I, el sueño holandés de Luis XIV fracasaron y soldaron íntimamente los dos espacios franceses, cuyos hombres y costumbres conservan pese a todo principios de división todavía importantes. Los franceses son numerosos: 28 millones hacia 1789. Con ex­ cepción de la inmensa Rusia es el país más poblado de Europa, pero desde hace casi un siglo ese número tiende a crecer menos sensiblemente que el de las poblaciones extranjeras, hasta el pun­ to de que algunos autores alarmistas (Voltaire, Buffon, Jaucourt) creen en la despoblación de Francia. En realidad, si vemos ba­ jar hacia 1770 la tasa de natalidad también la mortalidad ha co­ menzado un gran retroceso: las fiebres y las epidemias se espa­ cian, las mejoras en la agricultura justifican una mejor alimen­ tación que en el pasado y la medicina, por último, abandona la práctica de la sangría. Sólo la higiene sigue siendo deficiente: como casi todos los europeos, los franceses son sucios. Bastante bajos, muchos de ellos afectados por deformaciones de los huesos o por la caída de los dientes, enfermedades caren­ ciales, acostumbrados a trabajos demasiado duros, el cuerpo de los franceses envejece pronto; a la campesina que lo acompaña a la cuesta de las Islettes, cerca de Metz, el 12 de julio de 1789, Arthur Young le echaba 70 años: ¡sólo tenía 28! Esto es, por suerte, menos cierto en las ciudades, y Francia comienza a con­ vertirse en un país de ciudades, e incluso, en el siglo xvm , de hermosas ciudades: edificios majestuosos y ornamentados de pie­ dra blanca, bien alineados, amplias avenidas, árboles y jardines públicos. Pero seguimos encontrando huertos y vides en el cora­ zón de París, la mayor ciudad del reino con 650.000 habitantes. Lyon tiene 150.000, Burdeos y Marsella algo más de 100.000. Rouen, Nantes, Lille, Toulouse tienen casi la misma cantidad. Pero la unidad demográfica sigue siendo la parroquia, la aldea francesa rodeada de sus tierras y cuyo horizonte sigue limitado por algunos bienes comunales en forma de bosques o de pastos. Al norte se habla la lengua d’oil, el francés de la Isla de Fran­ cia y el valle del Loira; al sur se ha mantenido ampliamente la

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lengua d’oc y en las fronteras las lenguas marginales. El bretón, el flamenco, el alsaciano y el provenzal siguen siendo muy lasa­ dos. Los vestidos y los cantos, las fiestas y los bailes, el culto a los santos y las leyendas conservan un provincianismo acentua­ do también por prácticas jurídicas diferentes: al norte los países de derecho consuetudinario heredado del derecho oral, al sur los países de derecho escrito heredado del viejo derecho romano. Los mismos pesos y medidas no están unificados; el arpent y el jornal, el muid (2) y la pinta no tienen la misma unidad aquí o allá. La unidad de Francia reside más en su Estado que en su na­ turaleza, sus hombres o sus costumbres. El rey, el gobierno y la Administración Francia es una monarquía absoluta de derecho divino. El rey sólo recibe su corona de Dios y sólo es responsable ante Dios; su autoridad no tiene ni límites ni control. El Estado se encarna en el rey, ley viva y fusión de todos los poderes. En 1789 es Luis XVI, 35 años. Muy alto, ya entrado en carnes, rostro abo­ targado, labios carnosos, nariz borbónica, Luis XVI no dejaría de tener majestad si no fuera tan tímido. Torpe, desconfiado de los juicios y opiniones de quienes le rodean, siempre indeciso, el rey es un hombre simple, bueno, devoto, muy empeñado en hacer la felicidad de sus pueblos, pero poco a gusto en los asun­ tos de gobierno, prefiere la caza en el bosque de Marly o la geo­ grafía y las cartas marítimas en su gabinete. Por lo demás, cons­ ciente de sus poderes, él mismo define el absolutismo en 1787 en una muy breve fórmula: es legal porque yo quiero. Sus súbditos no tienen más que deberes, el primero de ellos la obediencia. La expresión extrema del poder del rey está en el uso de la carta sellada (lettre de cachet), orden por la que puede, sin juicio, encarcelar a quien le parezca tanto tiempo como de(2) N. del T.: El arpent era una antigua medida agraria que equivale de a 50 áreas; el muid, medida de capacidad, equivalía en París a 268 litros para los líquidos.

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see, las más de las veces en el castillo de la Bastilla, símbolo de la arbitrariedad. No obstante, el absolutismo tiene límites espe­ cíficos en la medida en que el soberano está obligado a observar reglas de uso, llamadas leyes fundamentales del reino: así, las mujeres están excluidas del trono, el rey debe ser católico, el rey no puede abdicar... pero su autoridad absoluta está limitada so­ bre todo por la multiplicidad de privilegios de los que gozan la nobleza y el clero, las provincias y las ciudades; y sobre todo por las pretensiones de los parlamentarios, los 1.200 Messieurs, esos togados que pretenden pasar de las amonestaciones al poder le­ gislativo; por último, el rey sufre la presencia y la presión de la Corte, casi 18.000 personas reunidas en Versalles desde 1680, afectas al servicio del rey en su Casa Civil y su Casa Militar, con algunos cortesanos sin funciones definidas, todos ellos miembros de la alta nobleza, ávidos de pensiones y de gastos fastuosos, los de la reina María Antonieta en primer lugar. Francia es una monarquía centralizada. El gobierno central está formado por el rey, los miembros y los consejos. El Canci­ ller, vitalicio, sigue siendo Maupeou en 1789; pero ha perdido la custodia de los sellos en 1774 (3). Los demás ministros son el inspector general de Finanzas y los cuatro secretarios de Estado (Marina, Guerra, Asuntos Exteriores y Casa del Rey); esos mi­ nistros no son tan sólo altos funcionarios. Los cuatro consejos son el Consejo Superior (Conseil d’en haut), en el que se discu­ ten sobre todo asuntos de política exterior, el Consejo Privado, que redacta las leyes, el Consejo de Finanzas y el Consejo de Despachos, que recibe los informes de los intendentes. Estos forman el principal cuerpo administrativo de Francia, dividida en 148 diócesis y 40 gobiernos militares. Pero la divi­ sión esencial es la de las 33 generalidades, administradas por 32 intendentes de justicia, policía y finanzas nombrados por el ins­ pector general (las intendencias de Toulouse y Montpellier tie­ nen un mismo administrador). Esas intendencias están a su vez divididas en elecciones administradas por subdelegados, el me­ canismo básico de todo el Antiguo Régimen francés. Nunca se (3) Corresponde al canciller ser Garde des Sceaux (Guardián de los Sellos del reino).

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reconocerá lo bastante la notable calidad de los intendentes de Francia en el siglo xvill, animados por un interés muy vivo por sus administrados: Bertier de Sauvigny en París, Le Camus de Neville en Burdeos, Rouvillé d’Orfeuil en Chálons, Cypierre en Orleans, Marius d’Aine en Tours, Sénac de Meilhan en Valenciennes... Al lado de algunos intendentes se encuentran aún al comienzo del reinado de Luis XVI algunos Estados provinciales (como en Bretaña, Borgoña, Provenza, Languedoc, Bearn), for­ mados por representantes de los tres estamentos; mucho más po­ pulares que los intendentes, acusados de ser hombres del Rey, los Estados recaudan los impuestos directos y han extendido con­ siderablemente sus poderes a lo largo del siglo. En 1788 Luis XVI acaba de restablecer los Estados de Briançon y Grenoble y se ha comprometido a establecerlos en toda Francia. La fiscalidad del Antiguo Régimen se caracteriza por el pri­ vilegio, por un reparto arbitrario y por la mala cobertura de los gastos con las recaudaciones. Los impuestos directos son tres en total. La taille (talla), im­ puesto plebeyo por excelencia, se alza sobre todas las tierras ple­ beyas, incluidas las de los privilegiados en las regiones de taille real, exclusivamente sobre las plebeyas en las regiones de taille personal, con muchas excepciones, por otra parte. La taille es un impuesto de reparto: el gobierno fija su suma cada año y lo reparte entre las generalidades; los intendentes lo reparten en­ tre las elecciones, luego los electos entre las parroquias y, por último, un recaudador —evidentemente acusado de arbitrario— entre cada habitante tallable. Unánimes, los cahiers de doléances piden la desaparición de la taille. La capitation (capitación) creada en 1695, suspendida en 1698, restablecida en 1701, pare­ ce más equitativa: afecta al conjunto de la población, del más modesto labrador hasta el Delfín, en veinte clases tasadas de una suma uniforme (2.000 libras para la primera clase, una sola para la última). Pero el clero se ha redimido y muchos nobles esca­ pan a él. Lo mismo ocurre con el vigésimo de los ingresos, im­ puesto creado en 1749, limitado en la práctica a los ingresos por tierras y esquivado por multitud de encabezamientos y to­ lerancias. Los impuestos indirectos son las aides (ayudas), sobre la cir-

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culación y la venta de mercancías, en particular de las bebidas, los aranceles percibidos en las fronteras interiores y sobre todo la gabela, la obligación de tomar del depósito de sal una canti­ dad destinada al consumo y no a las salazones, con regímenes di­ ferentes según las provincias (regiones de gran y pequeña gabe­ la, regiones redimidas en las que el comercio de la sal es libre, países de quart-bouillon -cuarto de caldo- en los que la gabela es sustituida por una aide igual a un cuarto del precio comercial de la sal, regiones de salinas y provincias francas). Esos impues­ tos indirectos están en manos de una Ferme Générale, compañía de 40 fermiers (4) creada en 1681 que se hace adjudicar la tota­ lidad de la percepción contra una suma adelantada al Estado. Aunque algunos fermiers hayan sido notables administradores —Helvétius, Lavoisier—, este sistema favorece las fortunas es­ candalosas en detrimento de los contribuyentes. Los fermiers ge­ nerales concentran en sus personas una parte del odio de la nación. La justicia, dispersa entre la justicia real, miles de pequeñas justicias señoriales y las oficialidades religiosas, crea otros tan­ tos descontentos. La jerarquía de los tribunales reales compren­ de, por abajo, los tribunales de bailías y senescalados (5); por arriba, los presidíales y, por último, los trece parlamentos, tri­ bunales de primera instancia para algunas causas en las que no­ bles o eclesiásticos constituyen una de las partes, cortes de ape­ lación para todas las demás. Las competencias de los parlamen­ tos son muy desiguales: el Parlamento de París extiende su ju­ risdicción sobre un tercio del reino, la competencia del Parla­ mento de Rouen está limitada a Normandía, la del Parlamento de Metz a la ciudad y sus alrededores. En virtud de la práctica de la venalidad de los oficios, los parlamentarios son dueños de sus cargos, comprados o heredados, y por tanto muy indepen­ dientes con respecto al gobierno, lo que explica la audacia de su oposición a lo largo del siglo XVIII. (4) N. del T.: La Ferme Générale y sus miembros reciben ese nombre por ser detentadores de un derecho firme (ferme), en este caso el de recaudar impuestos. (5) N. del T.: En francés, baillages y sénechaussées, centros provinciales de jurisdicción real, presididos por un baile (bailli) (en el norte de Francia) o un senescal (sénéchal) en el sur.

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A las críticas que provoca por el sistema de las especias, ofi­ cial desde 1673 (suma de dinero abonada por las partes a los ma­ gistrados y procuradores), la justicia añade el procedimiento cri­ minal de la tortura: la cuestión preparatoria, durante el interro­ gatorio, y la cuestión previa, antes de la ejecución de un conde­ nado, no son abolidas definitivamente hasta 1788. Las penas son duras, de la multa honorable a la horca: el látigo, la marca, las galeras, la rueda, el descuartizamiento incluso, este último re­ servado a los regicidas. La sociedad y la economía La sociedad francesa de finales del siglo XVIII sigue funda­ mentada en el viejo principio de partición de tiempos antiguos: la pirámide social reposa en la dignidad atribuida a las tres fun­ ciones esenciales: orar, combatir, trabajar. De ahí los tres esta­ mentos: el Clero y la Nobleza (estamentos privilegiados, 120.000 y 400.000 personas, respectivamente) y el Tercer Estado, asom­ broso mosaico de más de 27 millones de hombres cuyo único pun­ to en común verdadero es no pertenecer a ninguno de los otros dos estamentos. Esta división esconde una más simple: hay dos sociedades en Francia: los de buena cuna y la chusma. La buena cuna es la no­ bleza, la sangre que justifica el privilegio, la espada, el derecho de caza y la veleta, el sitio en la iglesia y la tierra en el cemen­ terio, y sobre todo la exención fiscal. La nobleza no es la seño­ ría; ésta se vende o se compra, pero no aquélla. De ahí el in­ menso desprecio de la aristocracia de sangre azul por los de toga, esos plebeyos capaces de comprar un cargo ennoblecedor. El ver­ dadero plebeyo no tiene cuna, se contenta con existir, con tra­ bajar y con pagar. La realidad social es, no obstante, inevitable­ mente más compleja. El clero, regular o secular, reproduce esta división. El alto clero (arzobispos y obispos, canónigos, abades y abadesas, to­ dos nombrados por el rey e investidos luego por el Papa) se re­ cluta entre la nobleza y lleva a menudo una vida fastuosa. En el otro extremo, el bajo clero, curas y vicarios, es plebeyo y vive

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las más de las veces en una miseria materializada por la porción congrua del diezmo que se le confía. Exento de impuestos como contrapartida del donativo gratuito acordado cada cinco años por la Asamblea del Clero, la Iglesia de Francia tiene sus propios tri­ bunales y su propia fiscalidad con este diezmo sobre las cosechas destinado a su manutención, pero también a gastos considera­ bles, en particular en materia de enseñanza y asistencia. Pese a los ataques de los filósofos, refugiados en un deísmo prudente, la nación se siente mayoritariamente ligada a sus sacerdotes, pero acepta mal los privilegios de la Iglesia. La nobleza, cortesana o provinciana, de cuna o de pago, está muy diversificada. Los privilegios unifican: inmunidad fiscal, pri­ vilegios judiciales y, en la práctica, exclusividad de los altos car­ gos de la Corte, de las altas dignidades militares, civiles y ecle­ siásticas; y, para la mayoría de los nobles, la posesión de tierras sobre las que obtienen derechos feudales y señoriales: el cens en metálico, el champan en especies, la corvée en trabajo, los lods et ventes sobre los traslados, las banalités sobre el uso del molino o del lagar. Más pobre, sin embargo, de lo que deja traslucir su tren de vida demasiado vistoso en la Corte y su facilidad para contraer deudas, con el trabajo prohibido bajo pena de deroga­ ción, la nobleza redora con gusto sus blasones por el matrimo­ nio con hijas de ricos financieros. Pero muchos nobles de pro­ vincias, cargados de hijos y poseedores de dominios reducidos, viven en una miseria que explica la acritud de la reacción nobi­ liaria, en particular por esa agravación del régimen señorial en los últimos años de la monarquía. De ahí también los odios acu­ mulados en las aldeas. El Tercer Estado es aún menos uniforme que los estamentos privilegiados, la burguesía de los pequeños funcionarios, de los pequeños oficiales de justicia y de finanzas, la burguesía de los libreros y de las profesiones liberales es aquélla a la que su ta­ lento identifica. Es la burguesía de la letra y el espíritu; ahí es­ tán las luces de la segunda generación, nacida en torno a 1760: esos médicos y abogados que están en la treintena en 1789, dis­ puestos a tomar en sus manos un cambio radical. Muchos nobles liberales se les unieron en esta andadura, mientras que otra par­ te de la nobleza defiende los privilegios y los valores de la tra­

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dición cristiana revitalizada por la Contrarreforma en el si­ glo XVII. La burguesía de los negocios es diferente. Los banqueros, los negociantes, los empresarios se han enriquecido a lo largo del si­ glo, beneficiándose de un desarrollo notable del comercio y de la industria hasta 1780. Los puertos de Burdeos, La Rochelle, Nantes, El Havre, que se dedican al comercio con las Antillas —azúcar de caña, índigo y café, comercio de esclavos— están en plena prosperidad, al igual que Marsella, que se beneficia de su comercio con el Imperio Otomano. En el interior, pese a toda clase de trabas, el comercio ha progresado gracias al desarrollo de los canales y desde la creación de los puentes y calzadas en 1716 de una buena red de carreteras, una de las grandes obras históricas del siglo XVIII francés. A los progresos del comercio responden los progresos de las industrias, industrias de lujo fa­ vorecidas por el prestigio de la cultura francesa en Europa: in­ dustrias textiles, actividades mineras y metalúrgicas. En muchos casos el trabajo se practica aún a la manera antigua, en peque­ ños talleres, pero las grandes manufacturas reales y las nuevas fábricas privadas están muy activas. Le Creusot y Anzin son los grandes centros hulleros, las indianas de Oberkampf en Jouy, cerca de Versalles, están muy de moda; las tapicerías de Beauvais o d'Aubusson, los encajes de Alençon, las cerámicas de Rouen o de Nevers, la porcelana de Sévres y la orfebrería de Pa­ rís son algunos de los sectores más activos. En conjunto, las pretensiones de la burguesía se han acrecen­ tado con su fortuna: categoría dirigente de la sociedad desde el punto de vista económico, aspira ahora a serlo desde el punto de vista político y social. En ese sentido, la prosperidad general del siglo xvill y el enriquecimiento de la burguesía son una de las causas profundas de la revolución moderada. Barnave, el abo­ gado de Grenoble, lo dice con claridad: una nueva distribución de la riqueza produce una nueva distribución del poder. Por lo demás, afectada directamente por los desórdenes financieros de una monarquía a la que ha prestado sumas considerables, la bur­ guesía anhela una transformación política que le permita contro­ lar la administración o participar en el gobierno del Estado. Conscientes también de valer muchísimo más que la nobleza por

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su cultura y su trabajo, los burgueses desean además una refor­ ma social que se haga en su provecho. Más abajo, el pueblo. Los maeses y los cofrades, agrupados en gremios, forman, con los lacayos y los domésticos, lo esencial del pueblo de las ciudades. Muy sensible a las fluctuaciones de la coyuntura económica, esta población aumenta, en caso de ralentización o depresión, con una masa importante de desocupados en la frontera del mundo eterno de los mendigos y los bandidos, dispuestos a provocar motines o a abalanzarse sobre los campos, exactamente la coyuntura de 1789. Pero la verdadera población francesa son esos millones de campesinos que, del propietario al jornalero, forman el tejido humano de todos los campos y ali­ mentan al reino trabajando la tierra. A los impuestos del rey, al diezmo y a los derechos del señor los campesinos añaden la car­ ga universalmente detestada de la milicia. Los propietarios, los grandes granjeros (a los que llaman ga­ llos de aldea) tienen ahorros y provisiones y procuran trabajo o un anticipo de grano antes de la nueva cosecha; viven bastante bien y son favorables a las reformas agrarias y a las innovacio­ nes técnicas en el trabajo agrícola. Los demás (granjeros, apar­ ceros, jornaleros, cultivadores precarios) sólo tienen un deseo: obtener tierras y ser liberados de los derechos feudales. Están fe­ rozmente apegados a los derechos colectivos que les ayudan a vi­ vir, se oponen al cercado de los campos, necesitan los recursos comunales, aún extensos, hacen uso del derecho de espigueo y de pasto libre. Anhelan el reparto de las grandes propiedades en pequeñas unidades que les procurarían más trabajo. Buscan a menudo un complemento en el artesanado rural y son herre­ ros o leñadores, cocheros o carboneros, taberneros o posaderos, por debajo de ellos existe aún un auténtico proletariado rural, errante de granja en granja, una masa importante de vagabun­ dos que no tienen nada y que dan miedo. Hay en Francia un grave problema campesino: la precarie­ dad y la miseria no son inventadas. Pese a auténticos progresos en el siglo XVII —el nabo y la patata, el maíz, las ovejas meri­ nas importadas de España—, el alimento del pueblo sigue sien­ do el pan; el cultivo universal de cereales agota tierras que hay que dejar en barbecho un año de cada dos, cada tres o cada cua­

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tro, por insuficiencia dramática de abonos naturales. El equili­ brio natural es frágil. El riesgo es la larga intemperie, que pro­ voca una mala cosecha en verano y una escasez en la primavera siguiente, por eso, pese a la opinión de los fisiócratas, que piden la libertad de intercambio, la opinión pública sigue siendo favo­ rable al control económico, al aprovisionamiento obligatorio de los mercados, a veces a la fijación de precios y siempre a la pro­ hibición de la exportación. Ahora bien, en 1787, renovando las tentativas abortadas de Bertin y L’Averdy en 1763-1764 y de Turgot en 1774, Luis XVI autoriza las exportaciones de trigo: no era el mejor momento. La última crisis del Antiguo Régimen Oculto detrás del esplendor de Versalles y la dulzura de vivir alabada todavía por Talleyrand en 1785, un malestar general se instalaba en los tres estamentos (descontentos todos, pero por ra­ zones diferentes); las reformas parecían necesarias a todos aque­ llos que constataban al menos la falta de armonía entre el régi­ men y las instituciones por una parte y las costumbres por otra. Los filósofos cuestionaron hacía tiempo la concentración de poderes en las manos del rey y preconizaron su separación con Montesquieu; anunciaron los beneficios de la libertad y la tole­ rancia con Voltaire, portavoz de una burguesía acomodada indi­ ferente a la miseria del pueblo; reivindicaron una igualdad so­ cial entendida como ley natural con Rousseau, muy hostil a toda sociedad opresiva; formularon el principio de soberanía del pue­ blo con Mably. Pero la primera generación de las Luces ya no está ahí: Voltaire y Rousseau han muerto en 1778, d’Alembert en 1783, Diderot en 1784, Mably en 1785, Buffon en 1788... Su suma, la gran máquina de guerra contra el Antiguo Régimen, era la Enciclopedia, publicada entre 1751 y 1772; sus ideas se han simplificado y difundido por medio de libelos y almanaques populares entre 1775 y 1789, se han discutido en las academias provinciales, que proponen en los concursos cuestiones sobre la fe­ licidad de los hombres y la educación del pueblo, sobre los me­ dios de prevenir la mendicidad o de reformar el sistema penal.

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Pese a la censura, por otra parte en manos del tolerante Malesherbes, la comedia se pone al servicio de la filosofía y amplía con­ siderablemente su público. Las bodas de Fígaro de Beaumarchais, acabada en 1778, se representa por fin tras seis años de prohibición: triunfa en París en 1784, en Lyon en 1785. El pú­ blico aplaude el célebre parlamento de ese criado que desafía al amo: Nobleza, fortuna, asientos, un palco; ¡todo eso os hace tan orgulloso! ¿Qué habéis hecho vos para tener tantos bienes? Os ha­ béis tomado la molestia de nacer y nada más... Las ideas están en ebullición. Ahora bien, el reinado de Luis XVI comienza con el fracaso de Turgot, inspector general de Finanzas de 1774 a 1776, derribado por la resistencia de los parlamentarios solidarios con los privilegiados, muy firmemente opuestos a la creación de una subvención territorial que grave a todos, sistema inadmisible de igualdad cuyo primer efecto es con­ fundir a todos los estamentos en el Estado. Sigue el fracaso de Necker, director de Finanzas de 1777 a 1781, más favorable al empréstito que a la reforma fiscal, lo que embarca a la monar­ quía en el camino de los déficits incontrolables. La publicación de los Ingresos y gastos del reino (Recettes et Dépenses du royaume) en 1781 no es más que un subterfugio poco exacto —Nec­ ker hace la vista gorda sobre los gastos militares— que permite acusar a las pensiones y a los gastos de la Corte; la opinión se alza enseguida contra la aristocracia y ésta contra el ministro que, se recuerda, es ginebrino y protestante. La tentativa de sustituir asambleas provinciales compuestas por representantes de los tres estamentos en Berry, luego en Montauban, deja ver, sobre todo, el progreso en las mentes de la idea de igualdad frente a los im­ puestos y de participación de los representantes de la nación en el gobierno. Incapaz de proseguir esta política, el rey destituye a Necker. Charles de Calonne, llamado a la Inspección General en 1783, no aprovecha por mucho tiempo la ola de prosperidad y confian­ za que siguió al Tratado de Versalles hasta 1785. Pronto se ve acorralado por la deuda y amenazado con la bancarrota del Es­ tado: en un plan bastante amplio, no puede por menos que pro­ poner, como Turgot, un impuesto territorial y, como Necker, asambleas provinciales. Para esquivar las dificultades hace que

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el rey convoque en febrero de 1787 una Asamblea de Notables, ampliamente dominada por los privilegiados: esta Asamblea acepta todo (el tope de la taille, la libertad de exportación de gra­ nos, incluso la sustitución de la corvée por una tasa) salvo lo esen­ cial: el impuesto territorial. El 1 de mayo de 1787 Luis XVI nom­ bra al enemigo de Calonne, Loménie de Brienne, arzobispo de Toulouse. Es la última oportunidad de la monarquía. Y he aquí, tras un mediocre año 1787, un muy mal año 1788, con lluvias de primavera y tormentas de verano, un granizo ca­ tastrófico que daña el grano y destruye las vides; en ciertas re­ giones se pierde la cuarta parte de la cosecha. Suben los precios. Y ahora el invierno de 1788-1789 se anuncia riguroso... Todos los antagonismos sociales se agravan. En esta difícil coyuntura de crisis económica y social, duplicada por una crisis política, fi­ nanciera y, más ampliamente, moral Loménie de Brienne lo in­ tentó todo. Primero creó asambleas provinciales en las regiones electo­ rales, con duplicación de los representantes del Tercer Estado, por un edicto de junio de 1787; las asambleas de Bourges y Montauban se mantuvieron, los estados provinciales de Provenza y Hainaut resucitan. Esta reforma administrativa puede satisfacer el deseo de descentralización del poder, tanto más por cuanto esas asambleas reciben el reparto y recaudación de impuestos. Muchos aristócratas ven en ese sistema un medio de regenerar el papel de la nobleza en el Estado. No obstante, el problema fis­ cal sigue sin regularse. Ahora bien, el 2 de julio de 1787, el Parlamento de París se alza contra la subvención territorial, afirmando como ley funda­ mental del reino el consentimiento del impuesto. El Parlamento de París: 144 magistrados detrás de su presidente d’Aligre y sus nueve presidentes con birrete; en sesión deliberadora, los pares (siete príncipes de sangre —entre ellos el duque de Orleans—-, siete pares de la Iglesia y 27 pares laicos) les aprueban. Acaban, sin tener clara conciencia de ello, de cavar la tumba de la mo­ narquía. El 24 de julio, al emitir sus amonestaciones, un parla­ mentario, Duval d’Eprémesnil, pide la convocatoria de los Es­ tados Generales. El lit de justice del 6 de agosto para un registro forzoso es declarado ilegal por los parlamentarios el 13. El rey

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exilia el Parlamento a Troyes, pero París se mueve ya y obliga a Brienne a negociar con d’Aligre, a aceptar un compromiso que aplaza hasta 1792 la convocatoria de Estados Generales —cuyo principio está adquirido— y admite mientras tanto un préstamo registrado en la tumultuosa sesión real del 19 de noviembre. Al final la reforma fiscal no tuvo lugar y los privilegios siguen intactos. El Parlamento, como la Asamblea de Notables, contenía una amalgama muy ambigua de ideas antiguas y de ideas nuevas. La crisis renace tras el invierno, el 3 de mayo de 1788, al llama­ miento de Eprémesnil y de otro parlamentario, Goislard de Montsabert: invocando de nuevo las leyes fundamentales del rei­ no, el Parlamento entrega una declaración que apela a la liber­ tad individual con un habeos Corpus sin cartas selladas, el con­ trol de la monarquía por los Estados Generales y el manteni­ miento de todos los privilegios. Los dos instigadores son deteni­ dos inmediatamente. El 8 de mayo, el Guardián de los Sellos, Lamoignon, intenta un último golpe, una tentativa de despotis­ mo ilustrado a lo Maupeou conservando la venalidad de los car­ gos: las competencias de los parlamentos se reducen con la crea­ ción de 47 grandes bailías y el registro de los edictos y las orde­ nanzas es transferido a una corte plenaria. El fracaso es in­ mediato. Era demasiado tarde. La opinión ilustrada ya no confiaba en la posibilidad de reformas gubernamentales; al contrario, toma partido por los parlamentos, seguida por las masas populares, ya castigadas por la escasez y los precios. Más por táctica que por convicción, el Parlamento de París es sostenido por un partido nacional de patriotas (con La Fayette y Bamave, que habían aplaudido antes a Lamoignon) y luego por la Asamblea del cle­ ro, que reafirna al mismo tiempo la distinción de los tres esta­ mentos en la sociedad. La nobleza se agita en Beam, Gascuña, Bretaña, las regiones de nobleza pobre y pletórica. En Pau, en Toulouse, en Rennes y luego en París, agitaciones populares sos­ tienen esta rebelión multiforme contra una monarquía en las últimas. En el Dauphiné la violencia alcanza su más alto nivel. La no­ bleza y el Parlamento querrían restaurar allí los estados abolidos

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desde 1628. El Parlamento se atreve a denunciar toda fidelidad para con el soberano, cuyas tropas son acogidas con una rebe­ lión: es el 7 de junio, en Grenoble, el Día de las Tejas (Journée des Tuiles); por primera vez hay muertos: los infantes del Royal-Marine disparan. El 21 de julio los notables osan convocar en el castillo de Vizille, en casa del industrial Claude Périer, una asamblea de delegados de los tres estamentos que piden Estados Generales, la duplicación del Tercer Estado, la soberanía finan­ ciera, el fin de los privilegios fiscales y ponen por delante el in­ terés nacional. No se sabe quién-va a ganar, pero se sabe quién va a perder. Loménie de Brienne convoca el 8 de agosto los Estados Gene­ rales para el 1 de mayo de 1789. La realeza de derecho divino se confesaba impotente. ¿No era esto ya una prerrevolución? Los historiadores fran­ ceses han hablado de revolución nobiliaria, de rebelión aristo­ crática, de revolución de los notables: es, al menos, el comienzo de una contestación general de la antigua monarquía por todos los grupos de la sociedad, que mezclan sus descontentos antes de enfrentarse los unos a los otros. Porque, en realidad, ¿qué tienen realmente en común esos al­ tos prelados llenos de desprecio por sus curas, esa nobleza dis­ puesta a abandonar ciertos privilegios, pero ávida de poder, esa burguesía, formada en la filosofía, pero atrapada entre los pri­ vilegios que envidia y el pueblo de quien desconfía, y ese pueblo que observa ante todo, en la ciudad, el precio dél pan y, en el campo, el paso de las nubes anunciadoras de penuria o de abundancia? Sin embargo, cualquiera que sea su posición en la sociedad, los franceses tienen puntos en común, al menos dos: son en prin­ cipio fundamentalmente moderados y, acto seguido, no son re­ publicanos. No creen posible aplicar principios igualitarios y lla­ mar a la vida política a las masas populares, aún muy ignoran­ tes. La distinción entre derechos civiles y derechos políticos se impondrá pronto. Inquietos por su futuro inmediato, los franceses son también,

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en el fondo, optimistas. El tiempo de los prejuicios y la opresión parece acabado. En enero de 1788 se reconocen los derechos ci­ viles de los protestantes; es el momento en que se abandona la tortura; también desaparecen los supliciosos, sustituidos unifor­ memente por la horca. La justicia y la felicidad. más que la li­ bertad o la igualdad, son términos familiares para muchos. Razón, amor al bien público, humanidad, ésas son las pala­ bras más empleadas por los franceses del final del Antiguo Ré­ gimen, que hablan también de ciudadanos y patriotas. Por últi­ mo, con la promesa de apertura de los Estados Generales, ¿no se puede esperar que mañana todo vaya mejor?

BIBLIOGRAFIA J. Dupáquier, Histoire de la Population française, Vol. 2, De la Renaissance á 1789, París, P.U.F.. 1988. J. E ngret , La Pré-Révolution française, 1787-1788, París, P.U.F.. 1962. E. L ever : Louis XVI, París, Fayard, 1985. H. M éthivier , L ’Ancien Régime en France, París, P.U.F., 1981. J. M eyer , La France Moderne de 1515 á 1789, París, Fayard, 1985.

EL REY Y LA REVOLUCION El fracaso de la primera monarquía constitucional francesa

Capítulo 2 1789: EL FIN DEL ANTIGUO REGIMEN E l jueves 1 de enero de 1789 el año comienza en Versalles con fiestas espléndidas: el rey, la reina, los ministros y la Corte, to­ dos intercambian los votos de circunstancias y van a bailar. Nin­ guno se llama a engaño: entramos en un año que será muy im­ portante en la historia de Francia, anota en su diario el marqués de Bombelles. A corto plazo se esperan las elecciones para los Estados Ge­ nerales, a partir de febrero, y la redacción de los cahiers de doléances en marzo. Ha habido que ponerse de acuerdo sobre el procedimiento; los Estados Generales habían caído en desuso desde 1614, época hasta la cual su celebración había sido harto frecuente. Según consejo del Parlamento, consultado en septiem­ bre de 1788, confirmado por la Asamblea de Notables reunida del 6 de noviembre al 12 de diciembre, se ha conservado la for­ ma antigua: igual representación de los tres estamentos y voto por estamento en los Estados. De repente la popularidad de los parlamentarios se hundió. Llamado a arbitrar el conflicto inme­ diato sobre esta cuestión entre los privilegiados y el Tercer Es­ tado, más exactamente, entre las dos corrientes que se organi­ zan, los aristócratas —parlamentarios, alto clero, gran parte de la nobleza de espada— y los patriotas —nobles liberales, lo esen­ cial de la burguesía, el bajo clero— , el rey adopta el 27 de di­ ciembre una posición mediadora: duplicación del Tercer Estado pero silencio sobre el problema del voto. Nadie queda satisfe­ cho. El folleto del abate Sieyés ¿Qué es el Tercer Estado?, di­ fundido en enero por la Sociedad de los Treinta (de la que for­ man parte La Fayette, Condorcet, Mirabeau), está llamada a te­ ner gran repercusión. A partir de ahora el debate público ha cam­ biado, observa el publicista Mallet du Pan. Sólo secundariamen­

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te se trata del rey, del despotismo, de la Constitución; es una guerra entre el Tercer Estado y los otros dos estamentos. En esta guerra intervendrá el pueblo. El invierno se anuncia excepcionalmente duro; el pueblo no ha tenido tanto frío desde el invierno de 1709, de siniestro recuerdo. En París, el Sena está profundamente helado la mayor parte de febrero; en Angers, el Maine se hiela desde finales de noviembre hasta mediados de enero; en La Rochelle se hiela el mar, lo que nunca se había vis­ to; en Burdeos se encendieron hogueras en las plazas públicas para que los pobres pudieran calentarse. La escasez de leña, dra­ mática por doquier, agrava la penuria, la carestía; el ciclo trági­ co del levantamiento popular se ha puesto en marcha. Por último, el sucesor de Loménie de Brienne no tiene una tarea fácil. Es Necker, vuelto a llamar el 28 de agosto de 1788. Al rey no le gusta, pero espera de él milagros de mago; su re­ putación de banquero y el recuerdo de su primer ministerio le otorgan una popularidad providencial: ¡se le compara a Sully y a Colbert! Mirabeau ironiza: aquí está el Señor Necker, rey de Francia.

De la vuelta de Necker a los Estados Generales La misión exacta de Necker es la correcta celebración de los Estados Generales. Espera de ellos la abolición de los privile­ gios fiscales y se inclina a favorecer al Tercer Estado. Pero este advenedizo sabe demasiado bien que resulta sospechoso a la aris­ tocracia y a la Corte; avanza con prudencia, rechaza todo expe­ diente ventajoso para uno u otro de los partidos, se atiene a la decisión del rey del 27 de diciembre sobre la duplicación, leída en la homilía por los curas, que anuncian a su grey, al mismo tiempo, la redacción de los cahiers de doléances; Luis XVI es bendecido en las aldeas. El reglamento del 24 de enero fija los detalles de las opera­ ciones electorales por bailías y senescalados, con sufragio direc­ to para la nobleza y el clero, con sufragio completo para el Ter­ cer Estado, de dos o tres grados en las ciudades partiendo de los oficios o las viviendas, de dos grados en el campo, con sufragio

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universal a los 25 años y con la única condición de estar inscrito en el registro de las imposiciones, con exclusión de los mendigos y los domésticos; así, se designan electores a la asamblea de bailía, presidida por el baile o el senescal de espada, siendo candi­ dato a diputado en los Estados todo elector de una asamblea de bailía. El campo está en pleno apogeo entre enero y marzo, en una atmósfera de casi libertad de prensa, con millares de folletos y periódicos provocadores. En Aix, Mirabeau lanza su Correo de Provenza; en Rennes, Volney lanza El centinela del pueblo; Condorcet publica en París las Ideas sobre el despotismo, y el maris­ cal de Beauvau un Aviso al Tercer Estado. La trinidad cívica de la era nueva, esta nación cuya voluntad es la ley y que tiene por magistrado al rey, se está discutiendo en los salones y los clubes: el club de Valois en el Palais-Royal del duque de Orleans, cuyo jardín, prohibido a la policía, se convierte en cuartel general de los cabecillas populares, esos oradores improvisados de los cafés o los garitos. La Sociedad de los Treinta, fundada por Adrien Duport, tiene más dignidad, con juristas como Target y Roederer y, luego, Dupont de Nemours, con prelados como Talleyrand, nombrado obispo de Autun en marzo, con nobles liberales (Noailles, Castellane, La Rochefoucauld) y todos aquellos a los que llaman los americanos, en torno a La Fayette. No sólo existen la palabra y la escritura: hay también una at­ mósfera de motín, que impide considerar el asalto a la Bastilla en julio como una auténtica sorpresa. En febrero estallan rebe­ liones campesinas en el Dauphiné, se extienden al Languedoc y luego a Provenza; en Aups, los campesinos linchan a un noble, el marqués de Montferrat. En Bretaña, éstos se niegan a abonar las rentas señoriales; un poco en todas partes, se hacen con los depósitos de sal y se niegan a pagar las aides. En Maine se asal­ tan los mercados rurales; en Reims, los días 11 y 12 de marzo, una masa de miserables toma al asalto los graneros eclesiásticos, las panaderías y los convoyes de trigo, protegidos, sin embargo, por destacamentos reales. Escenas idénticas se desarrollan en Marsella el 23 de marzo, en La Rochelle en abril. En Saint-Ló la penuria es tal que las autoridades, el 2 de mayo, dejan a la población organizar expediciones armadas al campo para llenar



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la lonja de cereales; es, ya, la requisa popular. En Besançon las mujeres bajan a la calle. El furor campesino, que era al princi­ pio antiseñorial y antifiscal, se convierte en frumentario y se com­ plica en las ciudades con una especie de sans-culottisme social: en París, del 26 al 28 de abril, el saqueo de los establecimientos Réveillon en el barrio de Saint-Antoine es provocado por un des­ censo de los salarios. La célebre fábrica de papeles pintados, que había proporcionado en 1783 la envoltura del primer globo ae­ rostático, es incendiada, con sus almacenes y el palacete del in­ dustrial. El restablecimiento del orden por los soldados del Royal-Cravate y el ahorcamiento el 29 de abril de dos culpables sig­ nificados, no disimula una realidad terrible: por primera vez en muchísimo tiempo todo el reino parece presa del motín. Los disturbios en el reino, ¿fueron favorecidos por la espe­ ranza de reformas y las elecciones a los Estados falseadas? Las incertidumbres del procedimiento y la inexperiencia de campe­ sinos groseros, intimidados e incapaces de expresarse, explica sin duda mejor su resultado. Casi 1.200 diputados: las negativas a ocupar escaño, las di­ misiones y las invalidaciones tardías (como la del obispo de Tournai, un belga que sólo tiene en Francia un pequeño señorío y au­ toridad espiritual sobre algunas parroquias de Hainaut), impiden saber su número exacto. Los dos primeros estamentos, sin ho­ mogeneidad, se dividen en partidarios y adversarios de las refor­ mas; éstos tienen oradores de talento, como Cazalés, oficial languedociano, o el enardecido abate Maury. Pero las circunstan­ cias permiten sólo a los liberales dar la talla: el marqués de La Fayette, diputado de la nobleza de Riom, sueña ya con una gran carrera política que habría comenzado al lado de los insurgentes americanos. Adrien Duport por los de toga, Alexandre de Lameth y el conde de Clermont-Tonnerre por los de espada, en­ cuadran a la nobleza liberal. Grandes prelados como Champion de Cicé, arzobispo de Burdeos, y Le Franc de Pompignan, ar­ zobispo de Vienne, o sacerdotes más modestos como el abate Sieyés y el cura de Embermesnil, Grégoire, encarnan al clero re­ formador. Pero, sobre todo, es la entrada en la política de esos juristas y esos abogados del Tercer Estado, esos hombres de le­ yes pronto inventores de un parlamentarismo a la francesa: Mou-

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nier y Barnave, elegidos en Grenoble, Le Chapelier y Lanjuinais en Rennes, Thouret y Buzot en Normandía, Pétion de Villeneuve diputado por Chartres, Robespierre diputado por Arras, Tronchet de Treilhard, el doctor Guillotin, y el académi­ co Bailly, diputados por París, elegidos solamente el 20 de mayo. Con ellos algunos nobles: Mirabeau elegido en Aix, Flaschlanden elegido en Hugueneau; un pastor protestante, Rabaut SaintKtienne; un sólo campesino, Michel Gérard, acomodado e ins­ truido por otra parte, habitual de la Sociedad de Agricultura de Rennes, que causa sensación al presentarse al rey el 2 de mayo con su traje tradicional bretón, con polainas blancas y sin pelu­ ca. Luis XVI, flanqueado por sus dos hermanos, mudo ante to­ dos los demás diputados del Tercer Estado que van a desfilar ante él, arquea un poco las cejas y le lanza un sonoro: ¡Buenos días, buen hombre! Los diputados llevan con ellos los cahiers de doléances, casi 60.000 cuadernos, algunos de 60 u 80 páginas, otros de una sola hoja, escritos en las parroquias, las bailías, los senescalados, las corporaciones, las asambleas de las ciudades, de las provincias o de los estamentos, sin un modelo oficial pese al deseo de Malouet, sin ese cuestionario preciso que Necker habría preferido si no hubiera temido provocar un nuevo debate entre estamen­ tos, pero con muchos modelos locales no obstante y cuadernos recopiados de una parroquia a otra. Portadores de las quejas de Francia, los cahiers presentan sus debilidades con una amplitud que nadie había previsto. La mayoría de los cahiers de parroquia son originales indife­ rentes al problema de la reforma constitucional, critican las car­ gas que abruman a la población: la unanimidad francesa contra la taille, la gabela y la milicia es espectacular. Unanimidad tam­ bién sobre los derechos feudales (universalmente juzgados injus­ tos y a menudo poco rentables) y sobre el diezmo, cuya desapa­ rición es reivindicada con vehemencia. Lo que apasiona ante todo al pueblo campesino, además de las cuestiones locales, —un puente, una escuela, una comadrona— es la igualdad fiscal y la desgravación global de las cargas, pero también la reglamenta­ ción del comercio de granos y la conservación de los usos colec­ tivos. Todo ello con una inmensa lealtad monárquica por do­

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quier y expresiones en no pocas ocasiones muy conmovedoras de afecto al rey, convertido desde ahora en Luis el Justo. Más elaborados, los cahiers de la burguesía y de los privile­ giados expresan también, antes que nada, su apego a la monar­ quía. Pero al mismo tiempo que la voluntad de reformas fiscales o judiciales, se manifiesta el deseo de preservar las diversidades regionales e incluso la autonomía municipal frente a la centrali­ zación y el despotismo ministerial; en Dijon se invocan las lettres pantetes de 1483; Sedan recuerda sus viejas inmunidades; en Pro venza el rey de Francia es sólo conde, Navarra es un reino independiente, Bretaña reivindica su Constitución y en todas partes se piden Estados provinciales. Por último, y sobre todo, la libertad es un anhelo del conjunto de los franceses. Atribu­ yendo todos sus males a un poder arbitrario, los tres estamentos acuerdan la necesidad de establecer una Constitución que susti­ tuya el poder absoluto por el reinado de la ley consentida por los representantes de la nación. No es ésa la intención del rey. Ahí reside el primer malen­ tendido de los Estados Generales, cuya apertura ha sido aplaza­ da del 1 al 5 de mayo. Los últimos Estados Generales de Francia, 5 de mayo-9 de julio de 1789 Todo empieza mal. Tras la presentación al rey, que ve de­ sarrollarse, inmóvil en su jerarquía secular, el desfile de la so­ ciedad estamental del Antiguo Régimen, la procesión del Espí­ ritu Santo del 4 de mayo subraya la dignidad desigual de cada uno: el alto clero lleva sus brocados y sus capas rojas y violetas, la nobleza viste chaqueta de tisú dorado y sombrero a lo Enri­ que IV, el Tercer Estado va de negro. El sermón del obispo de Nancy, monseñor de la Fare, recuerda la distinción natural en­ tre los biennacidos y la chusma y el deber de obediencia de ésta. El ceremonial inmutable de la monarquía abre la jomada del 5 de mayo: el superintendente de música del rey, François Giroust, dirige el concierto del Despertar, mientras que en la sala de los Pequeños Placeres, preparada al efecto, tiene lugar la

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apertura solemne de los Estados. La nominación de diputados dura tres horas. Por último, el rey llega, con la reina y toda la familia real. Los antiguos fastos del absolutismo parecen in­ tactos. Luis XVI pronuncia entonces, en voz muy alta, una alocu­ ción más bien decepcionante y sin embargo muy aplaudida; en líneas generales, no anuncia ninguna reforma, pero da la bien­ venida; después cede la palabra a su Guardián de los Sellos, Barentin, cuya débil voz no atrae la atención; poco importa, tam­ poco él dice nada esencial. Viene a continuación Necker, que en un discurso de tres horas explica muy minuciosamente la situa­ ción del Tesoro y el conjunto de mejoras fiscales esperadas. Pro­ nunciado durante media hora por el mismo Necker y acabado por el vozarrón poderoso de un suizo bastante gigantesco, el dis­ curso deja a los diputados agotados y descontentos. El Tercer Es­ tado esperaba que la verificación de los poderes se hiciera en co­ mún, primera etapa hacia una reunión de los tres estamentos. Sin que nada fuera dicho, la nobleza y el clero se reúnen por se­ parado al día siguiente; el Tercer Estado se encuentra solo en la sala de los Pequeños Placeres, bautizada como sala nacional, y espera. Luis XVI ha faltado a su cita con la nación. El Tercer Estado espera exactamente 35 días; un mes perdi­ do. Se niega a constituirse, es decir, a formar una mesa y a de­ liberar, por temor a que le sea impuesto como un hecho consu­ mado la separación y el voto por estamentos. Tras vanas tenta­ tivas de conciliación, toma la iniciativa; el 10 de junio, a pro­ puesta de Sieyés, el Tercer Estado invita a los dos estamentos privilegiados a unirse a él, se declara representante de toda la na­ ción y decide proceder a la nominación de los diputados de los tres estamentos, que comienza efectivamente el 12 de junio; ésa es la primera etapa de la revolución jurídica. El 13 de junio, tres curas se unen a ellos: los abates Le Cesve, Ballard y Jallet, diputados del clero del senescalado de Poitou, los tres primeros revolucionarios de Francia, pues han osa­ do dar el paso y reconocer no sólo con palabras la superioridad de la autoridad de la nación sobre la del rey —retirado entonces en Marly, postrado aún tras la muerte del delfín, acaecida el 4 de junio—. Seis curas el 14 de junio, diez más el 16: gracias al

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bajo clero el Tercer Estado está ganando. Asimismo, el 17 de ju­ nio, sus diputados confieren a los tres estamentos reunidos el nombre de Asamblea Nacional y enseguida, confirmando a títu­ lo provisional los impuestos existentes, se atribuye su consenti­ miento. ¿Pasa la soberanía a la nación? No del todo: Bailly, ele­ gido decano del Tercer Estado desde el 3 de junio, reconoce que esas resoluciones revolucionarias exigen la sanción del rey. Ahora bien, Luis XVI, de regreso a Versalles, no tiene la me­ nor intención de otorgarla, mientras que Necker se hace odioso imaginando los medios para aprovecharse del Tercer Estado: se delata al final, pretende aceptar la igualdad fiscal, admitir a to­ dos los franceses a la función pública, autorizar el voto por ca­ beza en una futura organización que separaría el poder legisla­ tivo del ejecutivo. El 20 de junio, la sala de los Pequeños Pla­ ceres se cierra con el mal pretexto de obras urgentes. El Tercer Estado, que ni siquiera ha sido advertido, ocupa entonces, a ini­ ciativa de Guillotin la sala del Juego de Pelota (Jeu de Paume). Mounier propone el famoso juramento redactado por Sieyés y Target, leído por Bailly en medio de un entusiasmo indescripti­ ble. Los diputados juran deliberar hasta el establecimiento de una constitución del reino; el Juramento del Juego de Pelota constituye la segunda etapa de la revolución jurídica. Decidido a poner término, Luis XVI mantiene una sesión real el 23 de junio. Un gran aparato militar, hasta entonces invisible, manifiesta la importancia de la jornada. Esta vez el rey es aco­ gido en un silencio glacial, ya hostil. Hace leer dos declaracio­ nes capitales, por cuanto esclarecen perfectamente lo que se de­ cidía en el conflicto: reconocen a los Estados el consentimiento de los impuestos y algunos préstamos y desean que los privile­ giados se incorporen a la igualdad fiscal; se garantizarán las li­ bertades fundamentales; los Estados provinciales asegurarán la descentralización. De hecho se trata de concesiones considera­ bles. No obstante, al no imponer la igualdad fiscal solicitada, al callar sobre el acceso a la función pública, al mantener los esta­ mentos, Luis XVI no ha ido lo bastante lejos y no aporta nin­ guna garantía; además esgrime la amenaza de disolución en caso de que el Tercer Estado quisiera imponer el voto por cabeza y da la orden de que procedan a separarse los estamentos de for­

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ma inmediata para que cada uno pueda deliberar por su parte. El rey sale, imitado por la nobleza y el clero. El Tercer Eslado no se mueve. A las conminaciones escandalosas del mar­ qués de Dreux-Brezé, maestro de ceremonias, enviado para rei­ terar la orden del rey, Bailly responde que la Nación convocada lassemblée) no puede recibir órdenes. Mirabeau, más elocuente, dice lo mismo en una célebre imprecación, cuidadosamente re­ modelada por la historia: estamos aquí por la voluntad del pue­ blo, sólo saldremos por la fuerza de las bayonetas. El Tercer Eslado no habría podido sostener ese desafío, pero la debilidad del rey lo excluía. Es la tercera etapa de la revolución jurídica: la rebelión abierta contra la autoridad real. Esta rebelión sale victoriosa. El rey no está seguro ni siquie­ ra del apoyo de las tropas acuarteladas en Versalles, que han de­ jado que el pueblo invada el patio del Palacio; los soldados de los dos regimientos de guardias franceses, en París, mantienen conversaciones sediciosas. Deseando ganar tiempo, el rey pare­ ce no reaccionar. El 25 de junio su propio primo, el duque de Orleans, con otros 46 diputados de la nobleza, ocupa su escaño en la Asamblea Nacional. El 27 de junio el rey cede e invita a los recalcitrantes a seguir su ejemplo. La revolución moderada, pacífica y jurídica, realizada por hombres de leyes con procedimientos parlamentarios, ha acaba­ do: la transferencia del poder legislativo está conseguida, es lo esencial. El 3 de julio la Asamblea elige a su primer presidente, Le Franc de Pompignan, y el 7 de julio se otorga el nombre de Asamblea Nacional Constituyente, nombrando un comité cons­ titucional. Mounier presenta su primer informe el 9 de julio. Se puede dar por terminada la revolución. Sin embargo, desde finales de junio movimientos inhabitua­ les de tropas hacen planear la duda sobre las verdaderas inten­ ciones del rey. A las órdenes del viejo mariscal de Broglie y del barón de Besenval, varios regimientos suizos se instalan en el Campo de Marte (Reinach, Castella, Salis-Samade, Cháteauvieux...). El 8 de julio el Royal-Alemand del príncipe de Lám­ bese acampa en el Bois de Boulogne. París se inquieta. Le Franc de Pompignan pide al rey su reexpedición... El problema de las tropas: eso es lo que relanzó la revolución.

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Julio de 1789: la revolución de París y la revolución de Francia En esa primera quincena de julio se acumulan las desconfian­ zas recíprocas. El rey no puede aceptar serenamente el fin del absolutismo político. La Asamblea teme una disolución cuya amenaza ya ha sido esgrimida. El pueblo parisino, al acecho, teme a esas tropas que anuncian con seguridad una reacción tardía del rey que, el 11 de julio, llama a Breteuil y destituye a Necker. De repente, el ministro, que se retira discretamente a Bruselas, encarna las esperanzas de los tenderos y del pueblo de las calles de París. Si añadimos a esta tensa situación el precio del pan, que sigue su­ biendo antes de la siega para alcanzar los cuatro sueldos (sous) la libera a mediados de mes, y la torpeza de Bésenval, cuyos sol­ dados transforman el Campo de Marte en campo de maniobras y apilan pólvora en la vieja fortaleza de la Bastilla, considerada inexpugnable... De hecho todo el mundo tiene miedo. Y al mie­ do el pueblo asocia espontáneamente una reacción defensiva y una voluntad punitiva contra sus enemigos, tres rasgos esencia­ les de la mentalidad revolucionaria. Ahora bien, llegan más tropas: más alemanes, los regimien­ tos de infantería de Nassau y Bouillon; luego, de Metz, los dra­ gones del Delfín, la pesada infantería montada, y de Aire-surla-Lys, la infantería de Provenza, después los húsares de Lauzun, más tarde un destacamento de artillería de Toul, alojado en el Hotel de los Inválidos con sus cañones: el pueblo parisino se enardece en el Palacio Real al escuchar a aquéllos que llaman a defenderse (entre ellos el joven Camille Desmoulins) o al leer los folletos que no deja de publicar el librero Desenne, infatiga­ blemente hostiles al absolutismo y la aristocracia. Hay que en­ contrar armas y municiones. Las que los soldados desertores aportan al fraternizar con el pueblo no bastan. El domingo 12 de julio la noticia de la destitución de Necker tiene el efecto de una bomba en una ciudad recalentada: pánico financiero entre los acomodados, cólera y clima de insurrección entre las clases populares. El Royal-Allemand, que trata de restablecer el orden en las Tullerías y en la plaza Vendóme, se estrella contra la mul­ titud y contra guardias franceses que se ponen de lado del pue­

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blo. Debido a los graves enfrentamientos muere una persona. El lunes 13 todas las parroquias tocan a rebato desde prime­ ra hora de la mañana, lo que basta para alarmar a los últimos indecisos. La plaza de Gréve, frente al Ayuntamiento, se con­ vierte en cuartel general de un pueblo dispuesto a defenderse; la oficina de contribución municipal es incendiada; el convento de Saint-Lazare es saqueado, vaciado de su trigo y su vino. El preboste de los comerciantes, Flesselles, cabecilla de un comité permanente formado por electores parisinos, crea una milicia burguesa, tanto para evitar el desbordamiento popular como para no perder el rumbo de los acontecimientos. No obstante, los diputados de la Asamblea siguen celebrando sesión y presio­ nan al rey para que retire esas tropas cuya presencia irrita. El 14 de julio, para conseguir armas y municiones, el pueblo se pone en marcha, hacia los Inválidos en un primer momento. Los viejos soldados de guardia dejan pasar a la multitud, que se apodera de 32.000 fusiles, pese a los esfuerzos del gobernador, el marqués de Sombreuil. Falta la pólvora: hay que ir a la Bas­ tilla. El pueblo refluye hacia el este de París, da un rodeo inútil por el Arsenal y a eso del mediodía rodea la vieja fortaleza, sím­ bolo de la arbitrariedad, prisión por otra parte tan poco útil —siete detenidos en 1789— que su destrucción se había proyec­ tado hacía tiempo; ¡incluso un arquitecto había presentado el pla­ no de un monumento dedicado a la gloria de Luis XVI tras su demolición! En ese momento es una fortaleza mal defendida por 82 invá­ lidos, reforzados por una treintena de suizos de Salis-Samade, y mal mandada por su gobernador, de Launay, que fatiga a la mu­ chedumbre con sus moratorias y deja que se cumpla lo irreme­ diable: sus soldados disparan, decenas de atacantes caen, el asal­ to parece entonces inevitable. Cuatro cañones oportunamente apuntados contra la fortaleza logran la decisión, el gobernador ordena abrir las puertas, la Bastilla ha sido tomada. De Launay es inmediatamente conducido al Ayuntamiento, donde es dego­ llado; la misma violencia se dirige contra el preboste Flesselles, que no se atrevió a encabezar el movimiento popular y es acu­ sado de felonía. La rebelión de París cobra un aire macabro: las cabezas, de Flesselles y de de Launay, clavadas en dos picas, se

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pasean por la ciudad; esta demostración repelente sólo cesa con la lluvia, por la noche. ¿Ha comprendido Luis XVI que esta rebelión era una revo­ lución? Al menos ha comprendido que sus tropas no controla­ rían París. El 15 de julio da la orden de retirada a sus regimien­ tos y acepta la constitución de esa milicia parisina que, reforza­ da por guardias franceses, se convierte en una guardia nacional de la que La Fayette toma el mando; el 16 de julio el rey vuelve a llamar a Necker y se presenta en París el 17, donde recibe de Bailly, proclamado alcalde de la ciudad, la escarapela tricolor que simboliza la unión reencontrada; Viva el rey, viva la nación! Esta tregua no esconde la victoria del pueblo parisino, pro­ longada además en las violencias del 22 de julio, con el horrible asesinato de Foulon de Doué, arrastrado desde Viry-Chátillon en un cortejo grotesco, con una bala de heno sobre su cabeza, colgado en difícil posición y luego decapitado, y de Bertier de Sauvigny, su yerno, intendente de la generalidad de París: a am­ bos se les acusaba de provocar el hambre. Esas ejecuciones su­ marias indican que el pueblo sigue a la defensiva y se siente ame­ nazado. Se comienza a hablar de un complot extranjero. El con­ de de Artois, hermano del rey, emigra el 15 de julio y va a re­ fugiarse en Turín; se cuenta que una escuadra inglesa se aproxi­ ma a Brest. El final del Antiguo Régimen político con el reconocimien­ to, de hecho, por parte del rey de la soberanía nacional, no ha supuesto que bajen inmediatamente las tensiones. Al contrario, el eco de la Bastilla, en dos oleadas simultáneas, repercute en las aldeas y en los campos del reino durante toda la segunda quin­ cena de julio. La revolución, versallesa primero y luego parisi­ na, se hace nacional. En las ciudades, la destitución de Necker había suscitado una viva emoción y reacciones muy pronto agravadas por el anuncio de la toma de la Bastilla. Se ha hablado de revolución municipal para designar el movimiento que, en casi todas las ciudades, con­ duce a la creación de guardias nacionales y a la formación de nue­ vas municipalidades. Ese movimiento es generalmente pacífico; la municipalidad del Antiguo Régimen se nutre de notables o desaparece ante los

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electores constituidos en comité. Muy a menudo ese comité or­ ganiza la guardia nacional, atribuyéndose la administración de la ciudad, y toma algunas medidas inmediatas, como la disminu­ ción del precio del pan, destinada a evitar los motines. Así, en el oeste, en Angers o en Saintes y en el este, en Metz o en Nancy, una forma conciliadora de revolución municipal mantiene el an­ tiguo poder al lado del poder revolucionario y garantiza la cal­ ma. Pero no es siempre tan fácil: entre la calma y la violencia existieron todos los sistemas. No hubo verdadera revolución municipal en Toulouse, don­ de la antigua municipalidad tiene la confianza de los patriotas, pero una multitud de miserables y mendigos saquea el convento de los agustinos en los que se almacenaba trigo, vendido a bajo precio inmediatamente: el principio de tasación popular; se obli­ ga también a los monjes a enarbolar la escarapela tricolor. Poca violencia en Aix, donde la municipalidad se mantiene gracias al ejército, como en Marsella, donde el conde de Caraman había instituido en mayo una guardia compuesta mitad por nobles y mi­ tad por comerciantes; pero allí, en agosto, un desfile de esta guardia suscita una reacción popular y hay una cuarentena de muertos. Incidentes violentos extremos también en Dijon, don­ de la antigua municipalidad ha sido eliminada, el gobernador arrestado, los nobles y los sacerdotes confinados en sus casas: el principio de detención de sospechosos. Violencia en Rennes, abandonada por su comandante militar en una situación de in­ surrección popular. En Tours los tumultos sangrientos no habían esperado las noticias de París: el precio del pan había provocado ya el asesinato de notables sospechosos de ser acaparadores. En Estrasburgo el Ayuntamiento es saqueado de arriba a abajo ante la mirada impasible de las tropas. En todas partes la revolución municipal ha tenido el mismo efecto: el rey es destituido de toda autoridad efectiva, ya sólo se tiene en cuenta a la Asamblea, que goza entonces de un presti­ gio que no volverá a tener ninguna otra asamblea revoluciona­ ria. No obstante, la población sólo observa, generalmente, aqué­ llos de sus decretos que le convienen: así es como se encuentra prácticamente suspendida la recaudación de impuestos, abolidas las tasas indirectas; en París los ciudadanos pretenden controlar

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incluso la municipalidad que acababan de elegir en sustitución del comité de electores, infestado de secuaces de Flesselles: la soberanía nacional se prolonga en la democracia directa. Para la Asamblea todo es urgente. La urgencia se ve agravada por la situación en el campo, sa­ cudido a su vez por un movimiento que se ha llamado el Gran Miedo (La Grande Peur), una especie de rebelión agraria orga­ nizada, un maremoto rural; la sacudida parisina de julio ha des­ pertado todas las alarmas latentes desde la primavera, mezclan­ do jacqueries antiseñoriales, cuyo objetivo es la destrucción de los castillos y archivos feudales, y los miedos, nacidos del terror ancestral a los ataques de bandoleros y vagabundos, de enemi­ gos o de bestias salvajes, en un movimiento muy confuso, sin ob­ jetivo claro, pero con un efecto terrible: la destrucción inmedia­ ta del feudalismo por la horca y la hoz, por el incendio y a veces por la masacre. Algunos aristócratas hábiles desarmaron a los campesinos furiosos invitándolos a compartir su cena. El Gran Miedo nació en seis centros originales, alrededor de los cuales se expandió a la velocidad de los rumores y de los men­ sajeros que los transportaban. El primer pánico parece haber sido el de Maine, en La Ferté, que gana la Baja Normandía, Anjou y Touraine: desórdenes en Secondigny, en Vitré, en Loches, moti­ nes en Dreux y Laigle, pánico en Alençon y Le Mans; en Bailón, el lugarteniente de la ciudad, Cureau, y el conde de Montesson, son asesinados por los campesinos. Casi en el mismo momento, miedo en la región de Nantes, y de ahí hacia las Mauges y el Bajo Poitou. Miedo en el Franco Condado, en Louhans, cerca de Lons-le-Saunier, y de ahí hacia La Bresse y el Dauphiné por una parte y hacia Alsacia por otra; los campesinos de Sundgau, tras haber saqueado los castillos, atacan a las comunidades judías. Miedo en Champaña, en Romilly y Saint-Florentin, y de ahí ha­ cia el Orleané y Borgoña. Miedo en el norte, a partir de Estrées, Beauvais, Clermont. Miedo, por último, en todo el sudoeste, a partir de Ruffec, un miedo que desciende a la región de Toulouse y hasta los Pirineos centrales, que se propaga por el Macizo Central hasta Montluçon y Riom. Gran Miedo en toda Francia en ese final de julio, aunque ciertas regiones se hayan librado más o menos de él: Bretaña y

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Cotentin, Flandes, Lorena, una parte del Languedoc, casi toda la región de Burdeos. Revolucionarios y aristócratas se acusan mutuamente de haber maquinado esta insurrección campesina, lo que sigue siendo tan improbable como inverificable. Lo cierto es que el miedo gana Versalles, cuyos diputados re­ ciben de todas partes noticias de bandidos imaginarios y pillajes reales. El 1 de agosto, en Saint-Denis, el lugarteniente del alcal­ de, Chátel, fue asesinado durante un motín. Agosto-octubre de 1789: el fin del Antiguo Régimen La tarde del 4 de agosto, a eso de las 8, los diputados cele­ bran sesión bajo la presidencia de Le Chapelier. Éste, favorable a las ideas avanzadas, acaba de sustituir a Thouret, elegido el 1 de agosto y dimitido el 3: se le acusaba ya de haber abrazado los principios de los aristócratas. Con Le Chapelier la presión de los elementos avanzados se acentúa; él mismo anima desde abril, con Lanjuinais y Gérard, el Club Bretón, en el sótano del café Amaury, donde se discute de libertad política y de igualdad so­ cial. Tiene la palabra Target, que presenta el proyecto de decre­ to debatido la víspera: poner fin a los desórdenes en el campo, recordando a todos los ciudadanos que deben respetar la pro­ piedad y continuar pagando sus cánones. ¡La Asamblea estaría dispuesta a condenar las reivindicaciones campesinas! Los más avisados comprenden el error. La otra solución era dar satisfac­ ción a los rebeldes. La cuestión se preparó sin duda en el café Amaury: interrum­ piendo a Target, el vizconde de Noailles, segundón considerado sin fortuna, y, después de él, el duque de Aiguillon, una de las mayores fortunas del reino, hacen adoptar sin discusión a una Asamblea subyugada la igualdad de todos ante los impuestos, la remisión de los derechos señoriales con excepción de las servi­ dumbres personales, que desaparecen sin indemnización, y en particular la destrucción de las corvées y las manos muertas (1). (1) N. del T.: En el sistema feudal, el derecho de manos muertas era el que tenía el señor para disponer de los bienes de un vasallo a su muerte.

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Después se suceden otras proposiciones en medio del mismo en­ tusiasmo y con el mismo éxito: igualdad de penas, admisión de todos a la función pública, abolición de la venalidad, conversión del diezmo en canon compensable (a propuesta del arzobispo Charles de Lubersac), gratuidad del culto, prohibición del cúmu­ lo de beneficios (2), supresión de los privilegios de provincias y ciudades. En una palabra, el Antiguo Régimen social desapare­ ce, sin la menor esperanza de retorno, en una sesión de seis ho­ ras, más o menos improvisada. Ya no hay privilegios, los fran­ ceses son, desde ese momento, iguales. Es lo que dicen los decretos de la Asamblea, redactados con la cabeza más fría entre el 5 y el 11 de agosto. El texto definiti­ vo comienza con estas palabras: La Asamblea Nacional destruye enteramente el sistema feudal... Hay algunas reservas, sin embar­ go, sobre el derecho de primogenitura y ciertas prerrogativas ho­ noríficas y sobre las modalidades de compensación de los demás cánones, exigióles hasta que éstos sean fijados; la Asamblea se ocupa de ello inmediatamente e inicia la discusión sobre la re­ forma de las finanzas y la Iglesia. El Antiguo Régimen ha muerto. Queda proclamarlo, elaborando ios principios fundamentales de una sociedad nueva. La declaración, cuya discusión dura del 20 al 26 de agosto, constituye el acta de defunción del Antiguo Régimen: la Declaración de los derechos del hombre y del ciu­ dadano del 26 de agosto de 1789, redactada esencialmente por Mirabeau y Sieyés, pese al proyecto que La Fayette trataba de hacer aprobar desde el 11 de julio, proclama la libertad, la igual­ dad, la soberanía nacional y, con prudencia, añade la inviolabi­ lidad de la propiedad. Libertad, igualdad, soberanía y propie­ dad, esas cuatro palabras constituyen el verdadero balance del año 1789. Durante algunos díás, Luis XVI es llamado Restaurador de la libertad francesa: sin embargo, el rey, en un desfase cada vez más evidente con la Asamblea, relanza torpemente una acción popular que parecía dormida. Ya el 24, de agosto ha nombrado a Hébeít de Hauteclair intendente de París, en sustitución de (2) N. del T.: Beneficios en el sentido de derechos o'privilegios.

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Bertier, con las maneras más antiguas: Luis, por la gracia de Dios rey de Francia y de Navarra... El 25 de agosto, con motivo de la presentación de votos para la fiesta de San Luis, María Antonieta hace alarde del desprecio más absoluto por Bailly. El 26 de agosto, el rey, que sigue sin sancionar los decretos de 5-11 de agosto, se niega a sancionar la Declaración: la crisis se vuelve a abrir. Luis XVI no está solo exactamente. Su ministerio, con Saint Prist en la Casa del Rey, Montmortin en Asuntos Exteriores, La Tour du Pin en Guerra y el conde de La Luzerne en Marina, no inspira confianza. Una parte de la Asamblea considera termina­ da la Revolución y, con Mounier, parece resuelta a conceder al rey un derecho de veto que paralizaría las decisiones de los re­ presentantes del pueblo. Malouet, Virieu, Lally-Tollendal, Clermont-Tonnerre, comienzan a constituir un auténtico partido del rey. Cázales, Montlosier, Maury reclaman el traslado de la Asamblea a Compiégne o Soissons. Pero Luis XVI no toma nin­ guna decisión. En París, el Palais Royal se agita de nuevo... En septiembre, se concede al rey solamente el veto suspen­ sivo y el principio de las dos cámaras ha sido rechazado. El 18 de septiembre, Luis XVI defiende ante la Asamblea el principio de legitimidad de poderes de la nobleza y el clero y llama a Versalles al regimiento de Flandes, acuartelado en Douai: todo pre­ sagia una prueba de fuerza. A estas circunstancias políticas se añaden circunstancias sociales y económicas.' Nobles y ricos abandonan la capital, despiden a sus domésticos. Las industrias de lujo periclitan, nunca han sido tan numerosos los desemplea­ dos en París. Y si la cosecha de granos del año ha sido buena, el trigo aún no ha sido molido, los mercados están vacíos, los mo­ linos trabajan poco; se habla de nuevo de penuria y, natural­ mente, de complot; crisis política y crisis económica conjugan sus efectos: sólo falta un incidente. Estamos a 1 de octubre, en el banquete ofrecido por los guar­ dias de corps a los oficiales del regimiento de Flandes. La apa­ rición del rey en el balcón provoca una ovación, algunos oficia­ les enardecidos arrancan y pisotean su escarapela tricolor y la sustituyen por una blanca. Estos acontecimientos, conocidos en París el 5, desencadenan el levantamiento: desde la concentra­

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ción, ahora constante, del Palais Royal una consigna atraviesa la ciudad: ¡a Versalles! Armadas de picas y palos mujeres venidas de los suburbios para reclamar pan se ponen en marcha, condu­ cidas por Maillard, uno de los vencedores de la Bastilla. Bailly y La Fayette, inquietos, ceden ante la multitud: el ayuntamiento de París delega el encargo de rescatar al rey en dos comisarios a la cabeza de 15.000 guardias nacionales. Las mujeres llegan a Versalles hacia las 4 de la tarde, van a la Asamblea, luego al pa­ lacio, donde Luis XVI tarda dos horas en tranquilizarlas. Llega, al atardecer, el segundo cortejo: es demasiado tarde para evitar­ lo. El motín está en la ciudad. El 6 de octubre, la aceptación de los decretos de 5-11 de agos­ to ya no puede apaciguar a la multitud que se desata, invade el palacio hasta las puertas de la reina, asesina a los guardias de corps, cuyas cabezas clavadas en picas sirven de trofeo triunfal a la gran marcha de la noche, que conduce a París al rey, a la reina y al delfín. Se instalan en las Tullerías, donde la Asam­ blea se unirá a ellos poco después, bajo la protección vigilante del pueblo de París, que no se desarma. Subsiste un complejo entramado de desconfianzas. La noble­ za, herida en sus bienes y en su orgullo, ha roto con la Revolu­ ción y el imaginario complot aristocrático, denunciado a menu­ do, se hace realidad. La burguesía sólo gobierna la Asamblea a condición de satisfacer al pueblo, que la controla de cerca. Los campesinos ya no pagan ni un impuesto. Los dos principales actores de los acontecimientos del año 1789, Necker y, sobre todo, Luis XVI, son sospechosos para todo el mundo. El primero dimite discretamente en 1790. ¿Y cómo creer en la lealtad del rey? Mirabeau, Sieyés, mufchos otros se preguntan si la abdicación de Luis XVI en favor del delfín no constituiría una solución. Pero la abdicación no existe en la Co­ rona de Francia y una regencia, indispensable dada la edad del delfín, llevaría al poder a Felipe de Orleans, un hombre sin ca­ rácter, más o menos comprometido con todos los partidos. La Revolución volvería a empezar... Porque se trata de una Revolución. La palabra ha sido em­

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picada muy pronto por todos los testigos. Es la palabra inmedia­ ta de un hombre tan avisado como el duque de Dorset, emba­ jador de Inglaterra en Versalles, que anuncia a su gobierno la mayor revolución de que guarda recuerdo la historia; es la pala­ bra de un hombre del pueblo llano, un champañés de paso por París en julio, Jean-Jacques Failly, que escribe a su hermano des­ pués de la toma de la Bastilla que nunca un día vio tantas revo­ luciones; es el título de muchos de esos periódicos que entonces se multiplican: el 12 de julio, Elisée Loustalet publica el primer número de las Revoluciones de París. 1789, año de la Revolución: es el único punto sobre el que los franceses están de acuerdo.

Capítulo 3 LA ASAMBLEA CONSTITUYENTE: 1790-1791

N o era fácil gobernar Francia después de 1789: la Revolución no era sólo un conjunto de principios nuevos que había que apli­ car ahora respetando las reglas parlamentarias inventadas a me­ dida que se hacían necesarias; era también una atmósfera polí­ tica y moral de libertad incontrolable y espontáneamente violen­ ta. A la moda de los tres colores, que están ahora en las faldas, las cintas y los sombreros de los elegantes, responden gestos san­ grientos a cada impaciencia popular o a cada sospecha y una si­ tuación casi permanente de amenazas democráticas. A finales de octubre, el panadero François, en París, acusa­ do arbitrariamente de ser un acaparador, es ahorcado y luego de­ capitado: la muerte revolucionaria pasa por la cuchilla. El doc­ tor Guillotin está por lo demás poniendo a punto una ingeniosa máquina, presentada a la Asamblea el 21 de enero de 1790. To­ davía en octubre de 1789, los obreros de Rouen saquean las hi­ laturas; en noviembre, en Saint-Etienne, la población toma la manufactura de armas de la Piéce Ronde; en diciembre los ma­ rinos de Toulon se amotinan y arrestan a sus oficiales. En enero de 1790, la población de Saumur incendia las oficinas de contri­ bución; el miedo amenaza los campos bretones, donde los cam­ pesinos de Maure saquean los castillos: en Yvignac, los drago­ nes de Conti causan 16 muertos al impedir el desorden. En fe­ brero los patriotas lioneses saquean el arsenal de la ciudad y destrozan su consulado. Un nuevo miedo estalla en el Aveyron, en Bournazel, mientras que la Asamblea no ha decretado aún la compensación de los derechos señoriales, que desencadena en la primavera una jacquerie en Queroy y Périgord... ¿Quién gobierna realmente? El mismo rey está prisionero de hecho en el palacio de las Tullerías; cada vez que ejerce el po-

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der ejecutivo oponiéndose a un decreto, el pueblo parisino ruge bajo sus ventanas y la Asamblea elude sus decisiones. ¿Se trata pues de una dictadura del legislativo sobre el ejecutivo, o de una dictadura de París sobre Francia? Ni una cosa ni otra: el desor­ den general del reino impide el ejercicio efectivo de los poderes. Es de señalar que, en condiciones tan malas, la Asamblea haya trabajado hasta tal punto y reconstruido totalmente las ins­ tituciones de Francia, para dejar su puesto inmediatamente a la primera monarquía constitucional. Los trabajos y los días El año 1789 había sido el año de Luis XVI: 1790 es el año de La Fayette. Comandante de la guardia nacional de París, que él mismo había reducido a 24.000 hombres obligados a comprar­ se su uniforme (de extracción, por tanto, burguesa y acomoda­ da), La Fayette representa una fuerza nada despreciable y ase­ gura un vínculo permanente entre el rey, la Asamblea y la ciu­ dad; en el cénit de su popularidad, el joven marqués soñaba con ser el Condestable de la Revolución, pero chocaba con la hosti­ lidad de María Antonieta y de Mirabeau, sin duda alguna el más poderoso orador del momento, pero sospechoso ante a la Asam­ blea y apartado del ministerio. Su pasado aventurero hacía de él un arribista en estado puro y se le presumía, a justo título, fácil de corromper; Qué desgracia que no tenga alma, escribe Marat en El amigo del pueblo el 10 de agosto de 1790, cuando Mira­ beau trata de venderse a la Corte. Vanidoso e ingenuo, La Fayette parece poder asegurar un compromiso estable, en el marco de una monarquía constitucio­ nal, entre una aristocracia terrateniente a la que le vinculaban sus orígenes y la burguesía industrial y negociante a la que había sabido seducir; La Fayette garantiza contra la presión aristocrá­ tica y la presión popular. La Asamblea se organizaba y precisaba sus métodos de tra­ bajo. Algunas deliberaciones tuvieron lugar en la sala del Pica­ dero, en las Tullerías, por la mañana y por la noche, bajo la di­ rección de un presidente renovado cada quince días. El contacto

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ion el pueblo se asegura por la presencia, en las tribunas, de un público que no escatima ni sus aplausos ni sus abucheos y por la posibilidad para los peticionarios de subir al estrado; esto per­ turba hasta tal punto las deliberaciones en las sesiones que el tra­ bajo real se efectúa en el marco de los 31 comités especializa­ dos, un ponente de los cuales somete los proyectos a la Asam­ blea. Contra la opinión del abate Grégoire, muy apegado al ca­ rácter unificador de la lengua francesa, los diputados han vota­ do una ley que ordena traducir todos los decretos a las lenguas regionales del reino: bretón, alsaciano, provenzal, todos los dia­ lectos de Bearn... No hay partidos, como mucho tendencias, o más exactamen­ te, corrientes sin organización precisa que, el 11 de septiembre de 1789, con ocasión del voto sobre el veto absoluto, se habían colocado a la derecha del presidente —los favorables de éste— y a la izquierda —los partidarios de una monarquía limitada por la voluntad nacional—. Cada corriente tiene sus oradores, sus sa­ lones o sus clubes, su prensa, muy leída en provincias, prensa de ideas más que de información, en la que se enfrentan los hom­ bres y las doctrinas. Los Aristócratas o Negros, entendían defender el orden an­ tiguo fundado sobre el derecho divino, y retomaban un combate encarnizado por la defensa de los privilegios. Tenían buenos ora­ dores: con Cazalés y Maury, el abate de Montesquiou y el viz­ conde de Mirabeau, hermano del tribuno, tan corpulento que se le apodaba Mirabeau-Toneau (tonel). Tienen periódicos, El ami­ go del Rey del abate Royer, Los Hechos de los Apóstoles de ese publicista sardónico, Antoine de Rivarol, colaborador en princi­ pio del Diario Político Nacional. En los Hechos de los Apósto­ les, periódico fundado en noviembre de 1789, no se hace ningu­ na concesión a la Revolución, cuyos hombres e instituciones son ridiculizados en una serie de charadas, anagramas y madrigales de un gusto a menudo dudoso. El Club de los Aristócratas es el Salón Francés, donde se les unen Suleau, Peltier, Champcenetz, autores de libelos acerados. Los Monárquicos, guiados en un primer momento por Mounier, que se retira en noviembre, luego por Malouet y el conde de Clermont-Tonnerre, son más moderados; aceptan los aconte­

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cimientos de 1789, pero han decidido no ir más lejos y temen un desbocamiento democrático. Se convierten en defensores de la prerrogativa real, se reúnen en el club de los Amigos de la Cons­ titución Monárquica y leen el nuevo periódico de Charles-Joseph Pankoucke, el editor de la Enciclopedia Metódica y el Mercure de France: La Gaceta Nacional o el Monitor Universal, el único periódico en folio, puramente informativo y cuidadosamente neutro, que reproduce tan fielmente como puede los debates de la Asamblea. Los Constitucionales son los más numerosos. Fieles a los prin­ cipios de 1789, son esa burguesía y esa nobleza moderada quie­ nes hacen esta primera revolución fundamentalmente liberal. Es el partido de La Fayette con otros grandes nobles, La Rochefoucauld-Liancourt, Montmorency, algunos prelados como Talleyrand o Champion de Cicé, el abate Sieyés y sobre todo una gran cantidad de juristas que comienza a hacerse un nombre: Target, Thouret, Tronchet, Camus, Merlin de Douai. Están li­ geramente sobrepasados por el triunvirato de Barnave, Lameth y Duport, cuyas tendencias siguen favorables a una monarquía liberal y que ocupan la escena a finales de 1790, cuando la in­ fluencia de La Fayette disminuye; en 1791, tras la huida del rey, el triunvirato retoma por su cuenta y plenamente la política lafayettista de conciliación. En ese momento se distingue clara­ mente un ala extrema, conducida por Buzot, Pétion y, sobre todo, Robespierre, el joven abogado de Arras, brillante alumno del colegio Louis-le-Grand: éstos reclaman entonces el sufragio universal. Los periódicos de esta tendencia son los más numerosos: el Correo de París de Gorsas, El Patriota Francés de Brissot; más avanzado, Las Revoluciones de Francia y Brabante de Camille Desmoulins, cuyo título completo indica sus posiciones: Las Re­ voluciones de Francia y Brabante y de los reinos que, pidiendo una Asamblea Nacional y enarbolando la escarapela, merecerán un sitio en estos fastos de la libertad; Desmoulins, por otra parte, fecha su periódico en el año I de la Libertad, en noviembre de 1789. El amigo del Pueblo, de Jean-Paul Marat, un amargado más bien violento, está tan resueltamente comprometido en la vía popular que sólo un editor confía en él.

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Los Patriotas se reunían en primavera en el club bretón del café Amaury, en Versalles; en París adoptan en otoño la cos­ tumbre de reunirse en el convento de los Jacobinos, en la calle Saint-Honoré, bajo el nombre de Sociedad de Amigos de la Cons­ titución, abierta a los diputados y a la burguesía, con una coti­ zación bastante elevada. Bajo la presidencia de Robespierre la sociedad se convierte el 31 de marzo en Club de los Jacobinos. En febrero de 1791, Desmoulins le predice el primer lugar en la propagación del patriotismo y el doble papel de gran inquisidor que espanta a los aristócratas y de gran requisidor que endereza los abusos y socorre a todos los ciudadanos. En julio de 1791, el Club de los Feuillants (1) se aparta de ellos: La Fayette rompe con Robespierre, la burguesía moderada y la nobleza adherida rompen con la opinión democrática. En abril de 1790 se había abierto un club mucho más popular, la Sociedad de Amigos de los derechos del hombre, que celebra sus reuniones en los Fran­ ciscanos (Cordeliers), en la orilla izquierda. Está animado por oradores desconocidos en la Asamblea, como por ejemplo Danton, abogado de Arcis-sur-Aube, conocido sobre todo hasta el momento por un escándalo en el Teatro Francés en agosto de 1789, en donde reclamaba a voces la obra de Marie-Joseph Chénier Carlos IX, tragedia en verso contra el fanatismo prohibida por la censura en 1788. Por último, todavía un tanto aparte, algunos clubes o socie­ dades populares están aún más cercanas a la calle y a los barrios, como la Sociedad fraternal de patriotas de uno y otro sexo del maestro Dansart, en los Capuchinos, que imparte clases noctur­ nas los domingos. Los principios de la revolución y la primera Constitución francesa Los principios fundamentales de toda la obra de la Asamblea Constituyente se fijan en la Declaración de los derechos del hom(1) N . d e l T . : El C lu b d e s F e u illa n ts , toma el nombre de su lugar de reunión en el convento de los fuldenses.

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bre y el ciudadano del 26 de agosto de 1789, que pasó a encabe­ zar la Constitución de 1791. El modelo americano de 1781 estaba presente en el espíritu de todos los constituyentes; La Fayette incluso, en julio de 1789, había sometido su proyecto a Jefferson, que representaba a los Estados Unidos en Versalles. La Declaración americana y la De­ claración francesa tienen en común la afirmación de la dignidad eminente de la persona humana y el valor de la iniciativa indi­ vidual, y se colocan bajo los auspicios del Ser Supremo, llevan­ do así el sello de la filosofía antigua y cristiana, de donde surgió la civilización europea occidental. A la libertad, primer principio, los constituyentes asocian es­ trechamente la igualdad, a la que la revolución popular, al pro­ vocar el hundimiento de los privilegios, había conferido un pres­ tigio que los americanos no le habían concedido. Los hombres nacen y son iguales en derechos, son dueños de su persona, pue­ den hablar, escribir y desplazarse, trabajar, adquirir y poseer; el único límite a la libertad de cada uno es la libertad de los de­ más, esa admirable frontera exclusiva e impalpable. La ley es la misma para todos, las profesiones y la función pública son acce­ sibles a todos sin distinción de nacimiento. En el capítulo de los derechos imprescriptibles del hombre la libertad viene primero, seguida de la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opre­ sión. Porque el Estado no tiene su fin en sí mismo; su razón de ser reside en la misión de conservar a los ciudadanos el disfrute de sus derechos; el soberano es el conjunto de la nación, que de­ lega su autoridad en un gobierno responsable; la separación de poderes garantiza el fin de toda tentación absolutista. Al mismo tiempo, los constituyentes justifican lo que han hecho, la in­ surrección del 14 de julio y la abolición de los privilegios, y com­ prometen el futuro. La Declaración es un texto de circunstancias; no podía ser de otro modo. Es la obra prudente de una burguesía triunfante, pero sincera, segura de sí misma, absolutamente convencida de que el orden que concibe, conforme a las leyes de la naturaleza y a la voluntad divina, asegurará para siempre el bien de la hu­ manidad. Abriendo el paso a las fuerzas individuales, a la inte­ ligencia, al espíritu emprendedor, la burguesía se dirige a todos

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e incita a los más capaces a destacarse de la multitud para tomar la dirección económica y política de la sociedad. Esa es la dis­ tinción del talento, generadora de emulación, una desigualdad social que no invalida en nada la igualdad natural, observa SaintJust en El espíritu de la Revolución: allí donde los hombres fue­ ran socialmente iguales no habría armonía. La revolución atrae así a sus partidarios. Ahora bien, los trastornos que ésta produ­ ce en todos los ámbitos dan a esas esperanzas una eficacia extraordinaria. La Constitución, iniciada en 1780, discutida hasta 1791, adop­ tada y promulgada el 14 de septiembre de 1791, se esfuerza con­ tinuamente en aplicar bien los principios de la Declaración. En una palabra, instituye una monarquía constitucional caracteriza­ da por la división de poderes y un régimen electoral censitario, y, a falta de igualdad cívica, admite el principio de igualdad civil para todos los franceses, incluidos los judíos; éstos, repartidos en dos comunidades (ashkenazes en Alsacia y sefarditas en Bur­ deos y Avignon), eran hasta entonces tenidos por extranjeros to­ lerados. Sin embargo, pese a los esfuerzos de Robespierre y de la Sociedad de Amigos de los Negros, la esclavitud no fue abo­ lida por la Constituyente. Francia sigue siendo una monarquía, la realeza sigue estando delegada en el linaje reinante, por orden de primogenitura masculina. Pero Luis XVI se convierte en rey de los franceses (y no de Francia) y sólo reina por la ley, autoridad superior, puesto que la soberanía reside en la Nación. El rey detenta un poder ejecutivo limitado. Nombra a los ministros, a condición de escogerlos fuera de la Asamblea, y sólo puede dar órdenes con el refrendo de uno de sus ministros; éstos pueden ser pro­ cesados y deben rendir cuentas a la Asamblea cuando abando­ nan su cargo. Ahora bien, el rey no tiene poder sobre la Asam­ blea. Esta es permanente, inviolable e indisoluble. El rey sólo puede negarse a la aplicación de una ley mediante el veto sus­ pensivo con una duración de dos legislaturas. Esta es, por otra parte, la única autoridad que Luis XVI pudo ejercer realmente, junto con la designación de embajadores y la declaración de guerra, emitida por un decreto del cuerpo legislativo a propues­ ta del rey. Por último, desposeído del Tesoro y de los bienes de

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la Corona, el rey percibe a partir de ahora una especie de sueldo anual bajo el nombre de Lista Civil. Tras largas discusiones, el poder legislativo fue confiado a una Asamblea única pero numerosa. Mounier, Champion de Cicé, Bergasse, que inspiraban el Comité constitucional, no es­ condían su admiración por el sistema bicameral inglés, pero la creación de una cámara alta entrañaba el riesgo de una desvia­ ción aristocrática y una separación de los estamentos que tanto había costado reunir. Los constituyentes se atuvieron a la cáma­ ra única, elegida por dos años, encargada de la discusión y el voto de las leyes. Indisoluble, la Asamblea es dueña del Estado, a pesar del veto, en la medida en que controla a los ministros. La separación de poderes se ha hecho en favor del legislativo: el sistema electoral iba a precisarla en favor de la burguesía. En efecto, en la tradición de las ideas de los filósofos del si­ glo XVIII, los diputados sólo quisieron otorgar el voto a los pro­ pietarios. Desde julio de 1789, Sieyés hacía una sutil distinción entre ciudadanos activos, que gozarían de derechos políticos completos, y ciudadanos pasivos, que sólo tendrían derechos na­ turales y civiles. La distinción entre las dos categorías se haría mediante la fortuna. En septiembre de 1789, el Comité consti­ tucional mantenía esta distinción y pedía, además de los 25 años cumplidos y la inscripción en la lista de los guardias nacionales, un censo, es decir, el pago de un impuesto directo igual al me­ nos al valor de tres jornadas de trabajo, para obtener la cuali­ dad de ciudadano activo. Robespierre se había opuesto en vano, arguyendo que la ley debía ser la expresión de la voluntad de to­ dos; ahora bien, el censo dividía la nación en tres millones de ciu­ dadanos pasivos y poco más de cuatro millones de ciudadanos ac­ tivos, que componían las asambleas primarias. En el primer gra­ do, estas asambleas designaban a los electores, uno por cada cien ciudadanos activos, que pagaban un impuesto de diez jornadas de trabajo. En el segundo grado, los electores designaban a los diputados de la Asamblea, que debían ser propietarios de tierras. Así se había instalado, en el marco de una monarquía cons­ titucional, un régimen de notables basado en la fortuna, dispues­ to a tomar el relevo del sistema nobiliario antiguo, basado en el nacimiento.

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La obra de la Asamblea Constituyente Dos reglas dominaron la práctica administrativa e institucio­ nal de la Constituyente: simplificación y uniformización. Había que poner fin, en nombre de la razón, al abigarramiento institu­ cional del Antiguo Régimen y a la diversidad de competencias de las administraciones. Por último, los constituyentes descen­ tralizaron el Estado en la medida de lo posible y, al mismo tiem­ po, se remitieron en la mayoría de los casos a la elección de los funcionarios. Esto respondía a un deseo formulado unánimemente en los cahiers de doléances; la hostilidad con respecto al poder central había adquirido incluso la forma de un particularismo bastante estrecho. Los decretos del 14 y el 22 de diciembre de 1789 y del 15 de enero de 1790 reorganizan el territorio francés en 83 de­ partamentos, dividido cada departamento en distritos, cantones y municipios. La elección de los límites y de las capitales no ha­ bía sido fácil. A las perspectivas geométricas de Thouret y Dupont de Nemours, que querían una Francia dividida en 80 cua­ drados de 320 leguas cuadradas de superficie, subdivididos en 9 divisiones de 36 leguas cuadradas, Mirabeau había opuesto con facilidad las necesidades de la geografía. Los 83 departamentos tienen no obstante territorios de dimensiones comparables, y es­ tán concebidos de manera que un mensajero pudiera, en un solo día, recorrer a caballo la distancia desde la capital hasta sus extremos. La administración departamental pertenece a un consejo de treinta y seis miembros elegidos por dos años entre los ciudada­ nos activos de segundo grado; el directorio del departamento, au­ téntico ejecutivo local, está compuesto por ocho miembros de la asamblea departamental, que ordena las obras y los gastos. Por debajo, la administración del distrito comporta un consejo de doce miembros, del que emana un directorio de cuatro miem­ bros, y para la administración del municipio hay un consejo ge­ neral igualmente elegido, cuyo efectivo depende de la importan­ cia de la población, un consejo municipal y un alcalde. Todos los mandatos son de dos años. El cuerpo municipal gestiona los bienes del municipio y asegura el mantenimiento del orden. En to­

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das las escalas de la administración, un procurador-síndico, tam­ bién elegido, tiene como misión representar el interés público. Por contra, el rey nunca está representado: todos los antiguos agentes del poder real desaparecen y ya no hay agentes entre los departamentos y el ejecutivo central. Los nuevos administrado­ res de los departamentos, gente sin experiencia pero de buena voluntad, tiene poderes considerables: ¿fuerzas centrífugas en potencia? Era un riesgo más temible que el de la incompetencia o el del número excesivo de operaciones electorales. La descentralización no planteó problemas particulares en la nueva organización judicial. El poder de impartir justicia se de­ lega en jueces elegidos, un juez de paz en cada cantón para los asuntos civiles. En los procesos criminales, un tribunal por de­ partamento, en el que el papel principal está a cargo de dos ju­ rados, es decir, dos grupos de simples ciudadanos; uno juzga la competencia de la acusación, otro la culpabilidad del acusado. La apelación se hace en el tribunal criminal de otro departamen­ to, ya que los constituyentes no quisieron instituir una Corte de Apelación que resucitara los antiguos parlamentos. Sin embargo, en materia fiscal y financiera, la disolución de la autoridad central fue una fuente de dificultades desastrosas. El pueblo armado se negaba a abonar los impuestos, indirectos o directos, y las municipalidades no se preocupaban por forzar­ los. La Constituyente suprimió los impuestos indirectos, terrible­ mente impopulares, y sustituyó, tarde, los impuestos directos del Antiguo Régimen por tres contribuciones: una contribución por la tierra, creada el 23 de noviembre de 1790, que debía reportar 240 millones de libras, una contribución mobiliaria, el 13 de ene­ ro de 1791, de 60 millones y, por último, el 2 de marzo de 1791, una patente sobre los ingresos comerciales e industriales. En au­ sencia de un catastro nacional, esto era lo único que habría per­ mitido un reparto equitativo de las cargas entre los departamen­ tos, los municipios y los contribuyentes, pero ninguna municipa­ lidad se apresuró a secundar a la Asamblea en su obra fiscal. Dos préstamos intentados por Necker en agosto de 1789 habían fracasado estrepitosamente. La Asamblea había prohibido los gastos anticipados garantizados por préstamos y la contribución patriótica de un cuarto de los ingresos, establecida urgentemen­

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te el 6 de octubre de 1789, no podía dar frutos antes de cierto tiempo: el Tesoro siguió vacío y la bancarrota seguía amenazan­ do. Esta situación financiera desesperada impuso dos medidas esenciales, íntimamente ligadas y cargadas de efectos venideros: la venta de bienes del clero y la emisión de assignats. El 2 de noviembre, la Asamblea Constituyente puso los bie­ nes del clero a disposición de la nación; el interés general orde­ naba la medida. En el debate sobre la propiedad (que daba mo­ tivo a las objeciones doctrinales del clero, y había quedado en suspenso pese a las imprecaciones de Maury) y el salario conve­ niente —1.200 libras, sin incluir el alojamiento y el huerto de la casa— prometidos al clero parroquial, la mayor parte de sus re­ presentantes votó el decreto. La venta de estos bienes para lle­ nar las arcas del Estado creaba no obstante una dificultad inme­ diata: tal cantidad de tierras en el mercado al mismo tiempo im­ plicaría el hundimiento de los valores y anularía la operación. La ley del 19 de diciembre de 1789 crea assignats emitidos por el Estado, pignorados contra los bienes de la Iglesia y los de la Corona; son Tos bonos del Tesoro, con un interés del 5 % , que representan 400 millones de libras en billetes grandes, valor glo­ bal de los bienes entonces puestos a la venta. Para tener éxito la operación debía ser rápida: ahora bien, los assignats no se colocaron fácilmente. La situación era incier­ ta; el clero conservaba la administración de sus bienes esperan­ do una reforma eclesiástica. De ahí la radicalización de la polí­ tica religiosa de la Constituyente, que le llevó a suprimir el clero regular en febrero de 1790, a crear el presupuesto del culto en abril, a decretar modalidades de venta en mayo. Por último, en agosto, el assignat se convierte en billete de banco, con una emi­ sión de 1.200 libras, en billetes mucho más pequeños. Es el co­ mienzo de un proceso inflacionista que condena enseguida al as­ signat a la depreciación, más aún cuando los franceses tienen mal recuerdo de la experiencia de Law, una catástrofe monetaria bajo la Regencia. Efectivamente, aunque la venta de bienes na­ cionales de primer origen permita a la economía, en ese momen­ to, relanzarse, desde principios de 1790 se negocian las 100 li­ bras en el mercado de Londres a 90, y en 1791 a menos de 80. Esta política aventurera tuvo dos efectos. El primero es un

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nuevo reparto de la riqueza rústica en beneficio de los labrado­ res ya propietarios, de los grandes granjeros, de la burguesía: los compradores. El pequeño campesinado, incapaz de adquirir bie­ nes no fragmentados sólo se benefició de la desaparición de los diezmos y los derechos; la compensación de algunos de ellos —los grandes cánones sobre la tierra del cens, el champan, los derechos de traslado— implicó por otra parte importantes tras­ tornos. AI no poder acceder a la propiedad, los campesinos po­ bres se empecinaban también en la defensa de los viejos dere­ chos colectivos, de los que nadie se atrevió a despojarlos total­ mente. En cuanto a las categorías pobres de la población urba­ na, no tenían medios para comprar la tierra. Para los obreros, la obra de la Constituyente se reduce a la desaparición de los gre­ mios, que favorece a la empresa privada, y sobre todo a la ley de Le Chapelier del 14 de junio de 1791, que prohíbe la huelga y las cofradías, lo que les impide proteger salarios más bien ba­ jos y que no progresan nada. El segundo efecto de la política financiera de la Constituyen­ te fue el mal planteamiento de la cuestión religiosa. La supre­ sión de las órdenes en febrero de 1700 había parecido fácil: la vida poco edificante de muchos monjes y su inutilidad social los hacía más bien impopulares. Para extrañeza de los constituyen­ tes, la medida desencadenó respuestas inesperadas. O bien, como hacen los monjes de Saint-Michel-en-l’Herm, en la isla de Ré, la exigencia brutal de 29 años de atrasos de renta rústica an­ tes de su disolución; o bien, en particular en las regiones de pro­ testantismo fuerte, sorprendentes movimientos de defensa de un catolicismo que se siente atacado. En Nimes, un agitador realis­ ta reclama, con 3.000 peticionarios, el restablecimiento de la re­ ligión de Estado. En Montauban, guerra de religión entre la mu­ nicipalidad, católica y aristocrática, y la guardia nacional, pro­ testante y patriota: la sangre corre... En cuanto al clero secular, la reforma siguiente se anunciaba delicada. El 12 de julio de 1790, la Constitución Civil del Clero sitúa a la Iglesia en el mismo marco administrativo que las de­ más instituciones. El número de obispados se reduce a 83, uno por departamento, agrupados en diez metrópolis; los obispos y los curas son, en lo sucesivo, elegidos y cobran un salario como

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cualquier funcionario; por último, el obispo recibe su investidu­ ra ya no del Papa, sino del metropolitano. La Iglesia de Francia se convierte en nacional y galicana, y el concordato de 1516 que­ da anulado sin que Roma haya sido consultada. Para evitar la ruptura, la constituyente admite que el rey pida al Papa acepta­ ción solemne de la Constitución Civil, petición transmitida el 22 de julio por el cardenal de Bernis, embajador de Francia cerca de Pío VI... Ahí se juega la Revolución. La hostilidad del Papa, gentil­ hombre de cuna, que ya ha perdido sus anatas y sus posesiones en Aviñón y pierde ahora su autoridad espiritual, es evidente: Pío VI opta por el silencio —la peor solución—, pues, a la es­ pera de una decisión, la situación se deteriora. Efectivamente, obispos y curas mueren, hay que sustituirlos. El 27 de septiem­ bre de 1790, la Constituyente exige por decreto el juramento de los sacerdotes a la Constitución Civil. Segunda sorpresa: pese a la sanción del rey, sólo siete obispos y la mitad de los curas acep­ tan prestar juramento. En París, el abate Grégoire es el primero en jurar en la Asamblea y el abate de Pancémont, cura de SaintSulpice, el primer refractario: no prestaré juramento, mi concien­ cia me lo prohíbe, dice en el púlpito. El 12 de marzo de 1791, finalmente, la condena por el Papa de la Constitución Civil y, al mismo tiempo, de los principios de toda la Revolución, ratifica el cisma de la Iglesia de Francia, que enseguida repercute en la nación. En un momento en que la uni­ dad nacional parecía realizarse, este desgraciado asunto relanza la agitación contrarrevolucionaria y el movimiento popular. La Revolución moderada vuelve a ser encausada.

1790: la unidad de la Nación Desde los días siguientes a la Bastilla se había perfilado en Francia un movimiento federativo espontáneo, surgido natural­ mente de la aglomeración campesina y el miedo de las aldeas; fe­ derarse es ante todo defenderse. Las federaciones, que asocian en una fiesta revolucionaria y religiosa la escarapela y el carillón, se

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multiplican desde el otoño de 1789 y el invierno de 1790 en pueblecitos del Périgord y el Quercy primero y luego en los campos y pequeñas ciudades del Franco Condado; allí esas fiestas espon­ táneas cobran amplitud. La palabra confederación se utiliza por primera vez en Vesoul el 18 de septiembre de 1780, luego en Valence el 20 de noviembre; 12.600 guardias nacionales del Dauphiné y el Vivarais, reunidos por Faujas de Saint-Fond, firman el compromiso de vivir libres y prestan juramento de fidelidad a la nación, a la ley y al rey. En 1790 se multiplican las grandes federaciones. La primera vez en Pontivy, en Bretaña, el 5 de febrero; después en Dole el 23 de febrero, en donde las milicias de Alsacia se unen a las francocontesas y firman un tratado federativo prestando el juramen­ to de Valence. El 18 de mayo, en Dijon, 3.000 guardias nacio­ nales venidos de los cuatro departamentos de Borgoña prestan también juramento ante un templo de la libertad y el 30 de mayo, en Lyon, 50.000 guardias nacionales se unen bajo 418 banderas, fiesta considerable, renovada el 6 de junio en Lille con una fe­ deración de los tres departamentos de Nord, Pas-de-Calais y Somme, el 13 de junio en Estrasburgo con delegados de Lorena, Borgoña, Franco Condado; el 4 de julio, en Toulouse, 40.000 guardias nacionales venidos de ocho departamentos se federan, con misa, banquete y baile. Así se elabora un simbólica revolu­ ción unitaria repetida por doquier; altar de la patria, escarapela tricolor, árbol de la libertad. El cura de Saint-Gaudens, en mayo, hace plantar en la plaza de la villa, con gran pompa, un magní­ fico roble arrancado del bosque vecino; robusto, imponente, pro­ tector, con una larga vida asegurada, el roble se convierte en un árbol patriótico. La organización de una federación nacional se convierte en­ tonces en una precaución: a falta de poder contener un movi­ miento cada vez más general pero muy disperso, es sensato dar­ le un marco nacional. El 4 de junio de 1790 el ministro de la guerra anuncia que el rey autoriza a los regimientos a participar en las federaciones patrióticas y a renovar el juramento cívico con los guardias nacionales, y el 5 de junio Bailly propone a la Asamblea, en nombre de la ciudad de París, una gran Federa­ ción de todas las tropas de línea y guardias nacionales del reino

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para el 14 de julio siguiente, aniversario de la toma de la Basti­ lla. Pese al incidente provocado por el prusiano Cloots, que se presenta en el estrado el 19 de junio en nombre de una curiosa delegación de extranjeros —polacos, holandeses, suecos, ameri­ canos y también árabes, caldeos, sirios, indios..., en realidad al­ gunos mulatos y aventureros disfrazados— para los que pide un sitio en la gran Federación, fiesta del género humano, el entu­ siasmo popular consagra la opción de la fecha parisiense. Así se afirma abiertamente la unidad de la nación, lo que si­ glos de centralismo monárquico nunca habían conseguido. Con un movimiento inmenso, la ciudad de París se prepara para la fiesta, mientras llegan miles de federados de todos los departa­ mentos de Francia. En unos días el Campo de Marte se ve ro­ turado, transformado, habilitado; los obreros de la ciudad y los soldados de la guardia nacional, los ociosos y los paseantes, los aristócratas y los monjes, las religiosas y las actrices de la com­ pañía de la señorita Montansier, todos manejan el pico y empu­ jan la carretilla en medio de un fervor nacional que no se vol­ verá a ver durante la Revolución. Se erigen grádenos alrededor de toda la inmensa plaza, en el centro un altar, a un extremo, delante de la Escuela Militar, los asientos de honor y la tribuna real, al otro extremo, por el lado del Sena, un arco de triunfo. Proclamar la unidad de la nación en torno al rey y a la Cons­ titución era también un modo de enmascarar las divergencias en­ tre nobles y burgueses, entre moderados y extremistas, entre el rey y los diputados que acaban de aprobar la Constitución Civil del Clero... El 14 de julio de 1790, 300.000 espectadores asisten al desfile de 22.000 guardias nacionales y soldados: los federa­ dos de Ain abren la marcha, los de Yonne la cierran; cada de­ partamento lleva un estandarte, los estandartes se bendicen an­ tes en una misa solemne oficiada por Talleyrand. La Fayette, en nombre de los guardias nacionales y las tropas, pronuncia enton­ ces el juramento de fidelidad a la nación, a la ley, al rey; luego, Luis XVI portando todas sus condecoraciones, impresionante por su alta estatura y su voz siempre fuerte, pronuncia a su vez las palabras que los comprometen y jura mantener la Constitu­ ción en virtud de los poderes que le son delegados por la ley. Por la noche tiene lugar un baile en el emplazamiento de la Bas­

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tilla bajo el nombre Libertad. Grandiosa manifestación de re­ conciliación nacional, la Fiesta de la Federación fue una apoteo­ sis de la nación. La fiesta, celebrada en el mismo momento en las principales ciudades de Francia, dura cuatro días más en París, a pesar de que Luis XVI, incapaz de sacar partido del entusiasmo popular, se retire al castillo de Saint-Cloud. Por lo demás, todos saben que la unidad de la nación es frágil. El 26 de julio, en Lyon, una amenaza de insurrección popular a cuenta de la carestía de la vida toma un cariz político, del que Imbert-Colombes, antiguo regidor muy ligado a los emigrados de Turín, trata de sacar par­ tido; los guardias suizos de Sonnenberg restablecen la calma. En agosto, en Nancy, se produce el levantamiento de los guardias suizos de Chateauvieux, marcados por el jacobinismo, contra sus oficiales. El marqués de Bouillé, primo de La Fayette, consigue someter al regimiento: 33 suizos son ahorcados, 41 enviados a ga­ leras; pero en el Palais Royal, ese pulmón de la Revolución pa­ risiense, la multitud se acalora contra la Asamblea y los minis­ tros: ¡que los cuelguen de un farol! La adopción en octubre de 1790 de un sistema decimal cuyas principales unidades son el litro, el gramo, el metro, el área y el estéreo (2), es otro camino, muy pacífico, para la unificación de un reino demasiado diverso; es la Academia de Ciencias quien ha ratificado el sistema, destinado a hacer desaparecer el más an­ clado de los particularismos, el de las medidas. Pero ¿podemos ponerlo en pie de igualdad con el popular Ciudadano, destinado a sustituir a Señor e introducido por los jacobinos de Belfort en marzo de 1791? Se trataba de simbolizar la nueva sociedad na­ cida en 1789, de borrar las discriminaciones sociales y de fijar la pertenencia a la nación. Pero esa palabra, llena de recuerdos de la antigua historia romana, tenía un peligroso olor republicano...

(2) N, del T.: El estéreo es una antigua medida de capacidad para leña.

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1791: las tensiones y las rupturas Ahora bien, en 1791, todas las tensiones, todavía contenidas en 1790, se expresan peligrosamente. Los países extranjeros desconfiaban de la Revolución france­ sa, hostil al absolutismo y favorable a las Constituciones, popu­ lar en ciertos medios universitarios alemanes —Wieland, Klopstock— e ingleses —Thomas Paine, Priestley— y ya invasora; los príncipes de Alsacia, alemanes que poseían derechos en esta pro­ vincia, habían sido desposeídos por la abolición del feudalismo; el asunto de Aviñón iba a encontrar solución en septiembre de 1791 tras consultar a los habitantes: la primera aplicación del de­ recho de los pueblos a disponer de sí mismos. Los extranjeros temían sobre todo las ideas revolucionarias. En marzo de 1791, tras un atentado contra Floridablanca, España establece un cor­ dón de tropas a lo largo de los Pirineos para detener la peste fran­ cesa; Edmund Burke habría deseado que Inglaterra se pusiese a la cabeza de un bloqueo pacífico. Cuando Pío VI, en la prima­ vera de 1791, condena la Revolución queda claro que los reyes tienen que pronunciarse. Los exiliados, muy activos en Turín en torno al conde de Artois y en Coblenza en torno al príncipe de Condé, presionan por su parte al rey de Cerdeña y al emperador (que en febrero de 1790 era Leopoldo II, hermano de María Antonieta), pero tam­ bién al Papa y al rey de España, Carlos IV, Borbón y pariente de Luis XVI. Los exiliados esperan subsidios a falta de una in­ tervención en favor de la monarquía francesa. En cuanto a Luis XVI, nunca ha dejado de jugar un doble papel: rey de derecho divino, no podía abrazar sinceramente los principios de la Revolución o el régimen constitucional. Pero no quería arriesgarse a una nueva jornada popular. Mirabeau, que se ofrecía a secundarlo en una política tortuosa y difícil, muere en abril de 1791. Es el momento en el que el descontento de las ciudades se hace sentir de nuevo: los precios suben al ritmo de la depreciación del assignat. Es también el momento en que la aplicación de la Constitución Civil del Clero coloca a los católi­ cos en la oposición, con los enemigos de la Revolución.

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El asunto de la Pascua del rey fue sin duda decisivo. Cristia­ no ferviente y escrupuloso, Luis XVI se reprochaba haber acep­ tado la Constitución Civil. El 18 de abril de 1791, lunes santo, el rey intenta dirigirse a Saint-Cloud para celebrar la Pascua con un sacerdote refractario; la guardia nacional le impide salir de las Tullerías y el pueblo interviene. El rey protesta al día siguien­ te ante la Asamblea, pero debe cumplir sus devociones en París y asiste a la misa de Pascua celebrada por un juramentado, Corpet, cura de Saint-Germain-PAuxerrois. Madame Elisabeth, her­ mana del rey, queda más afectada que él. Ya no es un problema de concordia: Luis XVI toma finalmente la decisión de partir, tantas veces diferida. Pese a las precauciones extremadas de la guardia nacional, el 20 de junio de 1791, a las 11,30 de la noche, Luis XVI, disfra­ zado de valet, y la reina, vestida con sencillez, consiguen unirse a sus hijos, su gobernanta y Madame Elisabeth en una pesada y lenta calesa que esperaba en el barrio de Saint-Martin: es la hui­ da, preparada por el conde de Fersen, apasionadamente afecto a la reina, y el marqués de Bouillé, que ha prometido, con el du­ que de Choiseul, disponer de hombres en las diferentes etapas del camino. Esta huida no puede ser una verdadera sorpresa. Desde 1789 el rey ha sido siempre sospechoso y los rumores, verdaderos o falsos, nunca han cesado. El 16 de julio de 1789, mientras el con­ de de Artois estaba ya en camino, el embajador de España pro­ ponía al rey que partiera; nueva proposición en septiembre de 1789 por parte del gobernador Morris, americano. Desde París, Mirabeau insta al rey a ganar Rouen. En febrero de 1790 el con­ de de Provenza y el marqués de Fabras imaginan un proyecto de evasión; en marzo el rey rechaza la idea de huida del conde de Inisdal y Madame de Campan; en octubre nuevo rumor, tanto más fundado por cuanto el rey acaba de encargar en secreto a Breteuil que intervenga cerca de las cortes europeas y confía la misma misión a Mallet du Pan cerca del rey de Prusia en diciem­ bre. El rumor de una huida circulaba desde el 10 o el 12 de ju­ nio de 1791 y había llegado hasta Bailly. La huida del rey, co­ nocida el 21 de junio a las 7 de la mañana, no asombra: inquie­ ta. En ese momento el rey está en la Ferté-sous-Jouarre.

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La Asamblea se reúne con urgencia a las 9. El rey está cerca de Montmirail. La Fayette, Bailly, los moderados, hacen preva­ lecer la tesis del secuestro y el complot de Bouillé, que mira por el futuro. La Asamblea se separa a las 4 de la tarde convencida de que el rey está en el extranjero: Luis XVI está en Chálonssur-Marne. No ha dejado de retrasarse en su camino; los drago­ nes de Bouillé, creyendo que la operación ha sido anulada, se han marchado. Pero el error es la parada en Sainte-Menehould. Reconocido, el rey es denunciado por el dueño de la posta, Drouet, a la municipalidad, que debe actuar. Se corta el puente del río Aire y el rey es capturado y arrestado en Varennes por la noche. El 22 de junio comienza la vuelta. El 25 de junio la familia real llega a París rodeada de una multitud enorme, hos­ til, pero por una vez absolutamente silenciosa. La tesis del secuestro no engaña a nadie. El argumento de la inviolabilidad del rey desarrollado por Malouet, las amenazas de las que éste pretende haber sido objeto, el complicado juego de la Asamblea, conducida ahora por Barnave (que desea sobre todo no recomenzar la revolución y conservar la monarquía cons­ titucional moderada cuya Constitución está a punto de terminar­ se), no pueden convencer a nadie. Conocida enseguida en el reino, la huida del rey provocó un inmenso desorden, el miedo en Champaña, en Nord y en Bre­ taña, por doquier la gente se arma contra los enemigos; se teme a los austríacos al norte y al este, a los ingleses al oeste, a los españoles al sur. Y en París, la calle, el pueblo, los clubes mues­ tran ahora su hostilidad a la monarquía. Con ocasión del 14 de julio de 1791, conmemorado de forma mediocre, los jacobinos adoptan el principio de una petición de­ mandando la sustitución del rey. La retirada de esta petición, por problemas de ilegalidad, implica la ruptura entre jacobinos y feuiüants, pero la idea prende. El 17 de julio se lleva de nuevo al Campo de Marte una petición de los cordeliers y las socieda­ des fraternales para la deposición de Luis XVI. El alcalde de Pa­ rís, temiendo los desórdenes, proclama la ley marcial e iza la ban­ dera roja. Los peticionarios se reúnen en cualquier casa. Enton­ ces, la guardia nacional de La Fayette, que ha sido llamada, los dispersa: una cincuentena de muertos, arrestos, órdenes de per­

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secución emitidas contra Desmoulins, Santerre, Danton (que se refugia durante un tiempo en Inglaterra)... El tiroteo del Cam­ po de Marte consagra la ruptura entre la burguesía y el pueblo. La idea de república, absurda en 1789, ha entrado en las mentes. No obstante, el debate sobre la Constitución se retoma. El 6 de agosto su texto definitivo pasa a la Asamblea. Su última re­ visión, según las palabras de Barnave, da satisfacción a todos los partidarios ilustrados del gobierno monárquico. Luis XVI, acostumbrado a sufrir y a aceptar lo que no puede evitar, presta juramento a la Constitución el 14 de septiembre. Durante dos días el acontecimiento se celebra en París en medio del mayor júbilo. Pero en realidad las desconfianzas recíprocas acumuladas du­ rante el año 1791 dominan la situación. Cada uno desconfía de los demás. La nobleza ha roto ahora con la burguesía moderada y emprende masivamente el camino del exilio; el ejército mo­ nárquico pierde sus mandos. La burguesía liberal teme a un pue­ blo de aspiraciones republicanas, dispuesto a la fijación arbitra­ ria de precios y curtido en la acción durante dos años: la violen­ cia, espontánea y desordenada en 1789, puede ser acaudillada ahora. El pueblo sigue viendo cómo suben los precios y baja el assignat: acusa a la burguesía. En cuanto a las aldeas, cunde el pánico con tantos rumores y están armadas. Por último, la Cons­ titución Civil del Clero delimita dos campos hostiles, cuyas fron­ teras no son siempre sociales: el oeste, por ejemplo, se anuncia casi totalmente refractario. Y el rey, mientras los clubes parisinos piensan en destronar­ lo, sueña ahora con una intervención extranjera, único recurso posible, pero bastante probable desde la declaración de Pilnitz, Sajonia, del 25 de agosto: el emperador Leopoldo y el rey de Prusia, Federico Guillermo II han hecho saber que estaban exami­ nando los medios más eficaces para intervenir en Francia. Es su respuesta al arresto de Varennes. El 30 de septiembre de 1791 los constituyentes se separan. Thouret, su último presidente, acaba así su discurso de clausura: La Asamblea Nacional ha dado al Estado una Constitución que garantiza por igual la realeza y la libertad... Es una ilusión.

Capítulo 4 EL AÑO 1792: LA ASAMBLEA LEGISLATIVA Y EL FRACASO DE LA MONARQUIA CONSTITUCIONAL

L o s hombres de la Asamblea Legislativa, que se reúnen el 1 de octubre de 1791, son hombres nuevos: a propuesta de Robespierre la Constituyente había decretado que ninguno de sus miembros podría participar en la nueva Asamblea. Elegidos por sufragio censitario de dos grados, los legisladores forman en lo social un cuerpo relativamente homogéneo, instruido antes que acomodado, propietarios y abogados elegidos no por su campa­ ña electoral o su programa, sino por su notoriedad local: Quinette, diputado de Aisne, antiguo notario, o Espéron, alcalde de Albi, elegido en Tarn constituyen buenos ejemplos. Son, en con­ junto, sinceramente constitucionales. En primera fila el grupo de los brissotinos, conducidos por el diputado de París, Brissot, un periodista activo, con una reputa­ ción enorme en materia de política extranjera, pero algo trapa­ cero y superficial. Está rodeado de un grupo de buenos orado­ res elegidos en el departamento de la Gironda, abogados como Guadet, Gensonné, Grangeneuve, Vergniaud, más tarde llama­ dos girondinos; junto a ellos hay negociantes, como Ducos o Boyer-Fonfréde. Irreligiosos y ardientes demócratas, respetan el ta­ lento y no desdeñan la sociedad de los hombres de negocios fa­ vorables a la Revolución; cerca de 130 de estos diputados se reú­ nen en el cjub de los Jacobinos y en algunos salones como el de Madame Roland, una mujer generosa y apasionada, gran lecto­ ra de Rousseau y de Plutarco,, y a veces también en el salón más lujoso de Madame Dodun, viuda de un fermier général. Forman la segunda generación revolucionaria, con algunas individualida­ des notables, como Couthon y Condorcet, y un. pequeño núme­ ro de diputados más avanzados que se reúnen preferentemente en los Cordeliers (franciscanos), como Basire, Chabot, Cambon.

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Por otro lado, los feuillants, con 264 diputados inscritos en el club, se atienen a una aplicación estricta de la Constitución; en­ tre ellos están Jaucourt, Quatremére de Quincy, Théodore de Lameth, hermano del anterior triunviro. Alexandre de Lameth, Duport y Barnave, que creen contar con el favor del rey pero no ocupan escaño en la Asamblea, siguen siendo los inspirado­ res de los feuillants. En el centro, una masa bastante indistinta de unos 350 dipu­ tados a los que llaman el Marais (el Pantano): constitucionales en los que el recuerdo de Varennes y de Pillnitz despierta una gran desconfianza contra el rey. Están conducidos por Pastoret, primer presidente de la Asamblea, encargado de recibir en ella el 7 de octubre a Luis XVI, acogido con estas palabras: Sire, ne­ cesitamos ser amados por vos. La situación de Francia a finales de 1791 Octubre de 1791: Barnave y los feuillants se creen dueños de Francia. Ya no se habla de República; Collot d’Herbois publica el Almanaque del tío Gerardo, de tendencia realista constitucio­ nal, calurosamente acogido por los jacobinos. El ministerio pa­ rece moderado, incluso algunos ministros han sido elegidos por el antiguo triunvirato: de Lessart en Asuntos Exteriores, Narbonne en Guerra. La Fayette se encuentra aparte, dimitido del mando de la guardia nacional, vencido en la alcaldía de París por Pétion, un demócrata probado que cuenta con la complicidad de los moderados, que tratan así de tranquilizar a una opinión to­ davía tensa. La provincia no se queda indiferente. Habiendo privado la emigración de mandos a la contrarrevolución, sólo los sacerdo­ tes refractarios podrían oponerse a la propaganda activa de las 400 filiales del club de los jacobinos, que tejen a principios de 1702 una tupida red de relaciones e información. Los jacobinos dominan ampliamente en el norte Lille, en el este Estrasburgo, en Borgoña Dijon, en el sur Grenoble y Marsella. Lyon sigue siendo más moderada; Toulouse está dividida, con una fuerte im­ plantación contrarrevolucionaria, pero con una burguesía masó­

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nica poderosa. Brest, Rennes, Nantes son islotes de patriotismo en un conjunto refractario: un informe de Gensonné lo dice cla­ ramente a principios de octubre: el menor incidente desataría la guerra civil en la Vendée. Ahora bien, tras el verano subsisten los disturbios. En Aviñón, el 16 de octubre, algunos pontificales —aristócratas y re­ fractarios hostiles a la incorporación a Francia— dan muerte al alcalde, Lescuyer; los patriotas—partidarios de la incorporación, conducidos por Jourdan Corta-Cabezas— se vengan con la horri­ ble masacre de la cárcel de la Glaciére, ejecución arbitraria de unas sesenta personas detenidas en agosto, cuando aquéllos to­ maron el poder: un primer esbozo del terror. Los ataques popu­ lares contra el comité austríaco y contra el ministro de Marina, Bertrand de Molleville, un hombre del rey, mantienen una at­ mósfera de recelo, alimentada por las conminaciones del extran­ jero. La rebelión de los mulatos de Santo Domingo y la devas­ tación de Puerto Príncipe constituyen otros tantos motivos de in­ quietud. Al final hay una situación de incertidumbre. Y en no­ viembre se señalan apariciones de la Virgen en Saint-Laurentde-la-Plaine, en Anjou... Asimismo, cuando la tendencia avan­ zada de la Asamblea propone grandes medidas para restablecer la confianza y la seguridad, los moderados ceden fácilmente. Cuatro decretos bastarán. A falta de poder resolver las dificultades económicas persis­ tentes (siempre el problema del aprovisionamiento y los precios) y los problemas planteados por la cotización del assignat, los aris­ tócratas y los refractarios constituyen un blanco perfecto; los exi­ liados más aún. El exilio, primero un reflejo de seguridad, luego de honor, sigue siendo una desaprobación de la Revolución. En junio de 1791, mientras que Luis XVI ha fracasado en su inten­ to, su hermano el conde de Pro venza lo ha conseguido; ahora anima en Coblenza, y luego en el palacio de Schónhornlust, ofre­ cido por el príncipe arzobispo de Tréveris, una auténtica corte. Allí encontramos al conde de Artois, a Calonne, a Broglie, a Breteuil; Condé resucita en un ejército los antiguos regimientos de Vexin, Dillon, Berwick, el Royal-Allemand, los húsares de Berchény; un ejército del que Chateaubriand subraya, con toda justicia, su sinceridad y honorabilidad, pero también destaca el

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carácter heteróclito e ineficaz de sus voluntariosos soldados. El 31 de octubre la Asamblea conmina al conde de Pro ven­ za, con un primer decreto, a regresar so pena de anulación de sus derechos al trono; Luis XVI, quizá secretamente satisfecho, da su sanción a ese decreto. El conde responde con ironías y chanzas. Pero el 9 de noviembre un segundo decreto castiga a todos los exiliados, conminados a volver en un plazo de dos meses so pena de confiscación de sus bienes, y el 29 de noviembre un ter­ cer decreto afecta a los refractarios, amenazados con la prisión y la pérdida de sus pensiones si no prestan juramento. A estos últimos decretos Luis XVI opone firmemente su veto el 14 de di­ ciembre. Hace uso de un derecho inscrito en la Constitución, pero paraliza el poder legislativo. Muy pronto Monsieur Veto se une a la Austríaca en el odio desatado que expresan los perió­ dicos, que se encargan de relanzar, contra los enemigos de la Re­ volución, la acción popular y el ímpetu democrático: las gentes del pueblo aparentan ahora una simpleza igualitaria, contraria a la aristocracia y a la burguesía; el tuteo completa la panoplia vestimentaria del sans-culotte: el sans-culotte lleva el pantalón po­ pular, heredero de las viejas bragas galas, una corta chaqueta lla­ mada carmañola, un pañuelo al cuello, el gorro rojo a la frigia; pero, sobre todo, el sans-culotte toma las armas: la pica, la santa pica, el arma de la Revolución desde 1789. Las secciones de Pa­ rís se desatan. Consciente de los peligros, Luis XVI ya había elegido. San­ ciona sin dudarlo un cuarto decreto, directamente inspirado por los girondinos: el elector de Tréveris es conminado a disolver las reuniones de exiliados en su territorio; en su defecto será, el 15 de enero, tratado como enemigo. Es un ultimátum. El arzobis­ po elector, al ser príncipe del Imperio, no podrá evitar pedir con­ sejo al emperador: Austria se ve, por tanto, directamente inter­ pelada. Luis XVI ve ahí la ocasión de forzar la mano a esos re­ yes a los que implora en vano desde hace casi dos años; ataca­ dos, éstos tendrán que luchar contra la Revolución. El día que envía esta conminación Luis XVI pide al ministro de la Guerra que constituya dos ejércitos. La guerra: ¿una solución?

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Abril de 1792: la guerra La guerra tiene muchos partidarios. El rey y la reina ven en ella, tanto en el caso de victoria como de derrota, el mejor me­ dio para restablecer la autoridad monárquica, salpicada tal vez de patriotismo en el primer caso y de un absolutismo totalmente reencontrado en el segundo, que goza de los favores de Luis XVI. Pero no es el único que espera de la guerra la solución.a las tensiones nacionales. La mayoría de los feuillants piensa que una guerra limitada, y por consiguiente victoriosa, daría efectivamente al rey cierto prestigio constitucional y reforzaría el régimen. La Fayette, al que se destina el mando de un ejército, podría, si fuera preciso, reprimir las intrigas facciosas de los demócratas. Los girondinos, y Brissot más que ninguno, están por su parte convencidos de que la guerra obligará al rey a desenmascararse; si pacta con el enemigo será un traidor, o bien, a la cabeza de sus ejércitos vic­ toriosos, se convertirá en jefe glorioso de esta revolución, que la presión popular puede convertir en conquistadora. Brissot ha convertido a sus amigos a la guerra de propaganda. La Asam­ blea Constituyente había repudiado solemnemente el derecho de conquista el 20 de mayo de 1790, pero ello no excluía el deber de libertar a los pueblos de sus tiranos; la frase se pone muy de moda en 1792. Sólo Robespierre se pronunció contra la guerra, con obstina­ ción. Había comprendido que la guerra favorecería todas las for­ mas de radicalización de la Revolución o de restauración de un absolutismo vengador y que en ningún caso los cálculos de los moderados podían salir bien en ella. El 16 de diciembre de 1791 pronuncia en los Jacobinos su primer discurso contra la guerra; durante algún tiempo Danton, Desmoulins y algunos periódicos le apoyan, pero se cansan enseguida. Robespierre denuncia has­ ta el final los riesgos: la resistencia de los pueblos contra los mi­ sioneros armados, la dictadura inevitable, las cargas aplastantes para la nación; acusa a la Gironda de hacerse valedora de La Fa­ yette, el hombre del Campo de Marte; denuncia la connivencia de Brissot con la Corte. En vano: la guerra defensiva ejerce una

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incuestionable seducción sobre la imaginación de los revo­ lucionarios. Robespierre denunciaba también la situación del ejército, to­ talmente desorganizado por la emigración de la mayoría de sus oficiales; la afluencia de voluntarios en los primeros batallones constituidos desde el verano y el otoño de 1791 representaba ante todo una barahúnda desorganizada, indisciplinada y mal arma­ da; su fuerza era el entusiasmo y también algunos nuevos man­ dos, antiguos soldados y suboficiales del ejército real, de regre­ so al estado civil y ahora atraídos por la posibilidad de acceder a un grado que el exclusivismo nobiliario les prohibía an­ teriormente. A principios de 1792, la verdadera dificultad parece más bien encontrarse en la espantada del adversario. Así es, se hablaba de guerra desde hacía meses. Los soberanos extranjeros, muy in­ quietos por las repercusiones internacionales de la Revolución, habían pensado primero en protegerse. Pero Luis XVI es uno de ellos, les pide ayuda directamente y, después de Varennes, están obligados a actuar. La primera en intervenir es España. Floridablanca hace llegar una nota tan amenazante que el em­ bajador Núñez juzga necesario dulcificarla: es amonestado y des­ tituido. El emperador, aterrado, firma una paz con los turcos para tener las manos libres en Europa; la Dieta dispone una in­ tervención del Imperio en favor de los príncipes damnificados por la Revolución... Pero la aparente resolución de los reyes es­ conde a veces cálculos sinuosos. Carlos IV de España y Víctor Amadeo III de Cerdeña están dispuestos a la guerra, a condi­ ción de que Austria la empiece, para no ser los únicos en expo­ nerse. Catalina II de Rusia y Gustavo III de Suecia están dis­ puestos a una guerra concertada; pero Leopoldo sabe que se re­ partirán antes Polonia, que será su primera etapa en el camino a Francia. Prusia, amenazada sin embargo directamente en sus posesiones renanas, no dejaría de aprovecharse de ese reparto previo. En definitiva, la declaración de Pillnitz había sido cuida­ dosamente vaga sobre los plazos y modalidades de una interven­ ción, sometida al acuerdo de las demás monarquías europeas. Ahora bien, Jorge III de Inglaterra ya ha indicado que, pese al interés que siente por Luis XVI, conservará la neutralidad...

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Aún mejor, mientras que Leopoldo II contemporiza, un pá­ nico terrible conmociona las regiones renanas, cuya aristocracia está convencida de que la rebelión estallará en cuanto aparezcan los franceses y, en contra de lo esperado, los exiliados se disper­ san; Condé incluso abandona Worms, en territorio del elector de Maguncia. El emperador concluye sin embargo una alianza con Prusia, proporcionando cada potencia 50.000 hombres, 6.000 de ellos dispuestos a marchar al frente, a la espera de que esta amenaza baste para desarmar el movimiento jacobino en Fran­ cia. Nada de eso. Además, impulsado por los girondinos, Luis XVI no se muestra satisfecho por la dispersión de los exiliados; en enero de 1792 envía un ultimátum provocador a Austria, ¡conminada a declarar antes del 1 de marzo si mantiene la vieja alianza de 1756! El 9 de febrero los bienes de los exiliados son requisados; Narbonne afirma en la Asamblea que el ejército está listo, Talleyrand negocia en Londres para tranquilizar a los in­ gleses y conservar su neutralidad. Pero el 1 de marzo muere Leo­ poldo: algo inesperado. Su fogoso sucesor, Francisco II, está dis­ puesto a la guerra; contra lo que esperaba, Luis XVI se le adelantó. Marzo-abril de 1792: en el momento en que, demandada su opinión sobre la máquina del doctor Guillotin, aprecia el perfec­ cionamiento —el sesgo de la hoja— aportado por el doctor Louis —la louison, llamada más tarde guillotina, se inaugura el 25 de abril con la ejecución de un salteador de caminos, Joseph Pelletier—, Luis XVI toma decisiones que comprometen todo el fu­ turo de la Revolución. En marzo sustituye brutalmente a sus mi­ nistros feuillants por patriotas, entre ellos varios girondinos: Claviére en Contribución Pública, Roland en Interior (secundado por dos jacobinos), Lanthenas y Pache; pero el principal es Dumouriez en Asuntos Exteriores, un antiguo oficial de la Guerra de los Siete Años que había servido antaño a la diplomacia se­ creta de Luis XV y había encontrado en la Revolución su oca­ sión de gloria; poco escrupuloso, había ejercido de jacobino en la Vendée y se sentía ahora dispuesto a ganar una guerra breve, a llevar a París un ejército victorioso, a restaurar el poder del rey y a gobernar en su nombre: el viejo sueño de La Fayette, en suma. Inmediatamente Robespierre denuncia con violencia a

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los intrigantes, pero todo el mundo encuentra sus ventajas a la situación. Ahí se sitúa el origen de la ruptura entre la Montaña y la Gironda, que se extravía en una situación peligrosa. El 25 de marzo Dumouriez dirige un segundo ultimátum a Austria, que no responde. El 20 de abril Luis XVI declara la guerra al rey de Bohemia y Hungría, es decir, sólo a Austria y no al Imperio, lo que deja un margen de maniobra con Prusia. Esta fecha es capital: en lo sucesivo los hechos de guerra, afor­ tunados o desafortunados, iban a jugar un papel esencial en la marcha de la Revolución. El 26 de abril, en Estrasburgo, en casa del alcalde De Dietrich, un joven oficial compone un Canto de guerra para el ejér­ cito del Rin: Allons, enfants de la Patrie..... Una letra marcial para una victoria rápida. Junio de 1792: el primer asalto a las Tullerías Mayo de 1792: el mes va pasando sin esa decisión militar que todos esperaban; es lo peor que podía ocurrir. El ejército francés, los trajes blancos del rey, reforzados por los voluntarios o trajes azules (un total de 150.000 hombres, de ellos 30.000 jinetes y 10.000 artilleros), revela inmediatamente su estado avanzado de desorganización. Sin embargo, atacan Bélgica el 28 de abril, pero en medio de una gran confusión. Las tropas están mal equipadas, desafiantes contra los jefes que les quedan, tan dispuestos a desertar unos —como los húsares de Sa­ jorna, en Alsacia— como a amotinarse otros —como los soldados de Théobald Dillon que, rechazados por los austríacos durante el ataque a Tournai, asesinan a su general-conde— . Los asuntos del duque de Brunswick —más filósofo que guerrero y cuya essianos, y la elección como general del ejército austro-prusiano del duque de Brunswick (más filósofo que guerrero y cuya es­ trategia está hecha de tanteos y precauciones— explican que Fran­ cia no fuera invadida el mes de mayo. La reina y Luis XVI su­ plican sin embargo a los aliados que hagan saber a la Asamblea que no tolerarán ninguna afrenta contra sus personas y su familia.

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Pese al peligro, mientras la Legislativa celebra sesiones per­ manentemente, hay que recordar que Francia, en esta época de pasiones cotidianas, continúa viviendo. El 7 de mayo, día en que la Asamblea decreta la deportación de los sacerdotes refracta­ rios, París se pone en guerra contra las ratas y otros roedores, pululantes y temibles en las callejuelas de la ciudad; un tendero ingenioso, Brignoul, acaba de poner a la venta una trampa ori­ ginal: la vela-cebo, cuya luz atrae al animal y cuyo petardo lo mata en cuanto se acerca. El 18 de mayo la Opera Cómica está de luto; su director, Charles Favart, de 82 años, ha muerto. Lla­ mado antaño el Florista de Apolo, había comenzado su carrera cincuenta años antes, al ritmo de una obra de éxito cada año. El 27 de mayo el más bello palacio del siglo XVI de Neuilly, el pa­ lacio de Madrid, en la linde del Bois de Boulogne, cuya fachada esmaltada de cerámica policromada y sus azulejos interiores no son del gusto de la época, es entregada a un demoledor, Leroy: todo París promete asistir al incendio qué, por economía, hará las veces de demolición. Las preocupaciones del ministro Claviére tienen un carácter más urgente; intenta desde abril resolver el problema fiscal. En efecto, apenas 5.500 de los aproximadamente 41.000 municipios franceses han conseguido establecer las matrices de la contribu­ ción territorial: incapacidad declarada de los nuevos oficiales mu­ nicipales iletrados. La Asamblea debe enviar comisarios a cada municipio, acto de centralización contrario al espíritu de la Cons­ titución y acompañado necesariamente de nuevas demoras, mientras el déficit presupuestario se va haciendo inquietante. Las mismas fiestas de la Revolución empiezan a materializar las ten­ siones y las rupturas políticas. El 15 de abril los jacobinos rin­ den homenaje a los suizos del regimiento de Cháteauvieux y a los guardias nacionales muertos durante los sucesos de agosto de 1791. Bouillé se convierte en el infame Bouillé, los suizos envia­ dos a galeras han sido liberados, un carro de la Libertad, con las figuras de Bruto y Guillermo Tell es el centro del desfile. El 3 de junio los feuillants responden con la fiesta de Simoneau, al­ calde de Etampes asesinado por los patriotas el 3 de marzo pre­ cedente; aquí cierra la marcha una colosal estatua de la Ley con esta inscripción: Libertad, Igualdad, Propiedad.

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Por último, la Asamblea y el rey divergen ahora abiertamen­ te. El 29 de mayo Luis XVI acepta, muy a disgusto, el decreto de disolución de su guardia personal, cuya fidelidad le era cada vez más preciosa, pero al decreto de deportación de los refrac­ tarios opone su veto, así como a un decreto del 8 de junio que decide la creación de un campamento de 20.000 federados fren­ te a París para la fiesta del 14 de julio de 1792. Luego, según con­ sejo de Dumouriez, destituye a sus ministros girondinos, susti­ tuidos por oscuros feuillants; pero este golpe de fuerza no tiene continuación. Mal recibido en la Legislativa cuando va a descri­ bir el estado del ejército, Dumouriez dimite de su función mi­ nisterial y toma el mando en el ejército del norte. La Fayette de­ nuncia entonces en la Asamblea las intrigas de los jacobinos en un informe cuya impresión ordenan los moderados... Girondi­ nos y jacobinos vuelven a verse unidos y resueltos a una acción común: el 20 de junio de 1792, so pretexto del cuarto aniversa­ rio del juramento del Juego de Pelota, organizan una marcha so­ bre las Tullerías, en complicidad con la municipalidad de París, gobernada por Pétion. Los clubes y los periódicos demócratas apoyan esta iniciativa más allá de las intenciones de los or­ ganizadores. En efecto, la miseria y el desempleo proveen al pueblo de tro­ pas combativas, exasperadas por la ley Le Chapelier de 1701 con­ tra las coaliciones y por la prohibición en mayo de El Apiigo del Pueblo (cuyos exabruptos contra los generales traidores a la pa­ tria no podía tolerar la Asamblea), pero bien movilizadas por la formación de batallones de voluntarios. De manera general, la carestía ha aumentado el número de pobres y los asaltos a los convoyes de cereales; el saqueo de tiendas, habitual desde prin­ cipios de 1792, revela tanto el nerviosismo del pueblo como el nuevo peligro: la costumbre del recurso a la violencia. La pica es la dueña de la calle. La jornada del 20 de junio cobra entonces unas proporciones imprevistas. Se justifica con el pretexto de plantar un árbol de la libertad en las Tullerías, en la terraza de los feuillants. Ense­ guida agitadores como el cervecero Santerre, que dirige el bata­ llón de la guardia nacional de la sección de la Inclusa, su com­ parsa Alexandre, pasante de notario, el carnicero Legendre, pi­

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den ser recibidos en la Asamblea, que rehúsa; la Asamblea es invadida y debe escuchar la arenga violenta de su orador popu­ lar: el pueblo está en pie, correrá la sangre o florecerá en paz el árbol de la Libertad. El desfile de agitadores dura tres horas y aterroriza a los diputados. Pero eso no es todo: la multitud, en­ grosada con el pueblo de los arrabales de Saint-Antoine y SaintMarceau, y luego del barrio del Observatoire, dispone de un ca­ ñón aportado por la sección de Val-de-Gráce y se dirige hacia el palacio del rey, no custodiado. Las puertas son forzadas. Con el gran valor que demostraba en las ocasiones peligrosas, Luis XVI aparece, acompañado de Madame Elisabeth y de algunos grana­ deros. Empujado, insultado, obligado a brindar con el pueblo, cubierto con la gorra roja, Luis XVI no cede; mantiene su veto sobre los decretos de 7 de mayo y 8 de junio y se niega a renom­ brar a los ministros girondinos. Pétion, desbordado por el mo­ vimiento popular, pone fin a la ocupación por la noche al afir­ mar que se hace valedor de la respuesta del rey, que no puede serle arrancada por la fuerza. Al instante, una indignación considerable en provincias y, tal vez, la firmeza inesperada del rey suscitan una reacción monár­ quica, que La Fayette podría haber aprovechado de contar con la confianza de la reina. En efecto, La Fayette se presenta el 28 de junio en la Asamblea, en la que es aclamado. Estaría dispues­ to, al día siguiente, con ocasión de la revista del rey a la guardia nacional, a retomar su antiguo mando y marchar sobre el club de los Jacobinos: el entorno de Luis XVI avisa a Pétion, que anu­ la el desfile. La Fayette vuelve a la frontera, el movimiento de reacción monárquica es abortado, la última oportunidad de Luis XVI acaba de perderse. Los federados convocados en París para el 14 de julio empiezan a llegar. Los demócratas, que habían pa­ sado miedo, preparan su revancha. El asunto, fracasado durante el asalto del 20 de junio, puede recomenzar. Una certidumbre: no queda nada ya de la autoridad real.

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Agosto de 1792: segundo asalto a las Tullerías y caída de la monarquía Ya no sois nada para esta Constitución que habéis violado tan indignamente, para ese pueblo que habéis traicionado tan cobar­ demente. Vergniaud, el 3 de julio, apostrofa así a Luis XVI en la Asamblea. Frase terrible que plantea el problema en sus tér­ minos exactos. El futuro del soberano está en juego. Si el rey, ante las amenazas exteriores que pesan sobre Francia no defien­ de sinceramente la libertad y la patria, debe considerarse que ha abdicado. El fogoso orador propone al mismo tiempo que se de­ clare la patria en peligro. El rey responde aceptando la suspen­ sión de Pétion y Manuel, procurador de la Comuna de París, or­ denada por el consejo del departamento a causa de su papel en la jornada del 20 de junio. Pétion: el hombre más popular del momento. La cólera de París hace lo demás. El 11 de julio la Patria se declara en peligro y la municipalidad procede al alistamiento de los primeros voluntarios de 1792, que aportarán al ejército el ím­ petu que no tenían los voluntarios de 1791. El 13 de julio la Asamblea reintegra a Pétion y Manuel, que se convierten en los héroes inesperados de la fiesta del 14 de julio, en la que los fe­ derados y los guardias nacionales han hecho quemar en una gi­ gantesca hoguera los símbolos de la aristocracia. Luis XVI, va­ liente, está presente y es insultado cuando procede a su jura­ mento. El 15 de julio una petición de los cordeliers pide la sus­ pensión del rey; el 17 y luego el 23, los federados presentan a la Asamblea dos peticiones en el mismo sentido. Los federados: son los actores de lo que se prepara y, en ese sentido, dan a la revolución del 10 de agosto una significación nacional que no tenía la jornada del 20 de junio. Crean un co­ mité central y un directorio secreto que asegura el contacto con las secciones parisinas; éstas instalan en el Ayuntamiento una ofi­ cina de correspondencia y se pronuncian también por la destitu­ ción del rey. El 30 de julio, la entrada en la capital de 600 fe­ derados marselleses que entonan el canto del ejército del Rin, en seguida rebautizado como La Marsellesa, introduce un nuevo elemento de excitación: la Revolución ha encontrado su himno

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de guerra y de fraternidad, que invita a los patriotas a combatir tanto a los enemigos de fuera como a los de dentro, los viles dés­ potas, los reyes conjurados. Al final del banquete ofrecido en su honor, los marselleses provocan a los guardias nacionales de las Filles-Saint-Thomas, fieles a la realeza, y salen vencedores del combate. En el mismo momento los talleres de fabricación de fu­ siles instalados en la explanada de los Inválidos y en los barcos amarrados en las Tullerías trabajan sin descanso. Robespierre hace un llamamiento para la elección de una nueva asamblea, una Convención, según la palabra venida de América, por su­ fragio universal. Entretanto se conocen en París el 1 de agosto los términos del manifiesto de Brunswick del 25 de julio precedente. El pru­ siano contemporizador y filósofo ha perdido su sabiduría. Con­ mina a la Asamblea y al pueblo a cesar en sus ataques al trono y al altar y a dejar que el monarca ejerza su autoridad, bajo ame­ naza de arrasar el país a sangre y fuego y entregar la ciudad de París a la ejecución militar y la subversión total. Los sans-culottes tienen miedo de repente. Brunswick es capaz de cumplir su pa­ labra, está claro que el rey ha concentrado varios cientos de sui­ zos en las Tullerías, que el nuevo comandante de la guardia na­ cional, Mandat, es uno de sus fieles. Que aparezca un jefe re­ suelto y la Revolución está perdida. El 4 de agosto la sección de los Quinze-Vingts da cinco días a la Asamblea para decretar la deposición del rey; todas las sec­ ciones han firmado la petición de los Quinze-Vingts, salvo la de las Filles-Saint-Thomas. La Asamblea finge dar por nulas las de­ liberaciones de las secciones y se niega a decretar la deposición... El 9 de agosto, mientras la familia real asiste a su última misa en las Tullerías, la Asamblea se separa sabiendo que las seccio­ nes se están preparando. Poco antes de medianoche tocan a re­ bato por todo París, como en la mañana del 14 de julio de 1789. El plazo concedido por los secciónanos a la Asamblea expira: el pueblo de los suburbios obtiene su revancha. Por doquier la gen­ te se arma, carga los fusiles, se afilan los sables; el comité de los federados está con las secciones, los marselleses están en la sede de los cordeliers. A las 3 de la mañana se constituye una Comuna Insurreccio­

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nal en el Ayuntamiento, se impone autoritariamente a la muni­ cipalidad y se atribuye el poder. Mandat es convocado, acusado de traición, destituido y reemplazado por Santerre; asesinado ca­ mino de la prisión, es el primer muerto del día. Hacia las 6 de la mañana federados y seccionarlos y algunos guardias naciona­ les, llegan a la plaza del Carrousel y quedan sorprendidos por la defensa de las fullerías: los 900 suizos de Maillardoz, con su uni­ forme rojo, más de 2.000 guardias nacionales, varios cientos de fieles al rey los esperan. Todo el mundo ha comprendido que se trata de la última batalla. Pero el rey no ha sabido conducirla... Convencido por Roederer de la inutilidad de la resistencia, se­ guido por sus ministros y su familia, rodeado de algunos guar­ dias suizos, se ha dirigido a la Asamblea, donde ha sido recibido protocolariamente e instalado en el palco del logógrafo bajo su protección. La batalla se entabla sin él; mientras suizos, guardias nacio­ nales dispuestos a fraternizar con los insurrectos, seccionarios y federados parlamentan, una descarga formidable barre a dece­ nas de sublevados. Los suizos son los últimos soldados de esta monarquía que desaparece en el combate: luchan hasta que se agotan sus municiones, luego, en un terrible cuerpo a cuerpo, su­ cumben casi todos. Los supervivientes son asesinados y mutila­ dos innoblemente, así como algunos aristócratas, los servidores del rey y las mujeres del servicio de la reina que se han podido capturar. Cerca de un millar de muertos entre los defensores de las Tullerías, 300 entre los seccionarios, 90 entre los federados, a lo largo de esta salvajada inimaginable: ése es el balance del combate. El balance político de la jornada es aún más grave. La Asam­ blea decreta la suspensión del rey, que pasa la noche siguiente encerrado en su sede; se nombra un Comité Ejecutivo en lugar del gobierno, con Danton como ministro de Justicia; Roland, Servan, Claviére vuelven, con Lebrun en Asuntos Exteriores y el matemático Monge en Marina. El 11 de agosto los electores son convocados para elegir por sufragio universal una Conven­ ción Nacional. En el Ayuntamiento la Comuna Insurreccional sustituye a la antigua municipalidad y representa un segundo po­ der. Cada sección aporta varios comisarios, elegidos incluso por

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los ciudadanos pasivos; el 18 de agosto la Comuna, dirigida por Huguenin, cuenta con 288 miembros. Pronto será dominada por Robespierre, Billaud-Varenne, Chaumette, y enseguida gente como el relojero Rossignol o el cordonero Simón: han llegado los sans-culottes. El mismo día el rey, la reina, Madame Elisabeth, los infan­ tes y su gobernanta, Madame de Tourzel, y la última amiga de María Antonieta, la princesa de Lamballe, son encerrados en el Temple, una torre siniestra. El 17 de agosto la Comuna Insurrecional impone a la Asamblea la creación de un tribunal criminal extraordinario, elegido por los militantes de las secciones pari­ sienses, con el fin de que la justicia castigue a los criminales con­ trarrevolucionarios y no sólo a los oficiales suizos o a los aristó­ cratas milagrosamente escapados de la masacre de las Tullerías y encarcelados. Robespierre, que había reclamado la institución del tribunal, declina la presidencia: sabe que la caída de la mo­ narquía será seguida de mucha sangre y se mantiene aparte. Efectivamente, el 10 de agosto el pueblo comienza a derri­ bar reyes. Se trata entonces de las grandes estatuas reales de bronce que adornaban las plazas de París: Luis XIII en la plaza Royal, Luis XIV en la plaza Vendóme y en la de Victoires, En­ rique IV en el Ayuntamiento y el Pont-Neuf. Pero, sobre todo, el 17 de agosto, la guillotina levantada en la plaza del Carrousel ha empezado su terrible trabajo. Laporte, intendente de la casa civil del rey, y d’Angrémont, agente de la Corte capturado en las Tullerías, componen la primera carreta. El verdugo efectúa el gesto ritual: muestra las cabezas al pueblo. Septiembre de 1792: las masacres y la victoria, el advenimiento de la revolución popular La caída de la monarquía no fue bien recibida en todas par­ tes. En Somme, el consejo general del departamento se niega a obedecer a las nuevas autoridades; en Estrasburgo, De Dietrich trata de sublevar a la guarnición en vano. En Sedan, La Fayette hace arrestar a los comisarios enviados por la Asamblea para ex­ plicar las medidas tomadas por el poder ejecutivo desde la sus­

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pensión del rey y luego pasa la frontera y se rinde a los austría­ cos, con varios oficiales de su estado mayor y Alexandre de Lameth. En el oeste, la Vendée está a punto de estallar; en Chátillon-sur-Sévre, en Bressuire miles de campesinos se reúnen y comienzan a recorrer el campo armados de hoces y horcas; la em: prenden con los representantes del nuevo orden político. En París comienzan los ajustes de cuentas: en la Academia de Ciencias el químico Antoine de Fourcroy propone a sus co­ legas borrar de la institución a aquéllos de sus miembros cono­ cidos por su incivismo; la Academia de Medicina, donde aún se defendían tesis ante graves decanos con toga de largas mangas y gorro cuadrado, es disuelta. Hay algo más grave: el 30 de agosto la Comuna es declarada ilegal por la Asamblea, harta de sufrir sus presiones y ataques contra los diputados. El Patriota Fran­ cés, hoja girondina, la acusa incluso de querer instaurar un des­ potismo más duro y más odioso que el de la monarquía. Comien­ za una nueva lucha... Desde el punto de vista militar, por último, la situación cam­ bia. A las escaramuzas hasta entonces inútiles sucede una ofen­ siva austro-prusiana de gran envergadura. Los austríacos Clerfayt y Hohenlohe se aproximan a Lorena y el paseo militar del duque de Brunswick y del mismo rey de Prusia comienza bas­ tante bien. Longwy capitula el 26 de agosto, tras un asedio muy breve y pese a 1.800 hombres de guarnición y 72 cañones. El 2 de septiembre, a pesar del decreto de la Asamblea que acaba de prever la pena de muerte contra quien contribuya a la rendición de una plaza sitiada, Verdun cae también: tres días de bombar­ deos prusianos han bastado para convencer a una población hos­ til a la Revolución. Beaurepaire, coronel del primer batallón de voluntarios de Maine-et-Loire, al mando de la guarnición de la ciudad, se quita la vida antes de capitular, pero corre también el rumor dé que ese partidario de la resistencia ha sido abatido por los monárquicos de la ciudad; las vírgenes de Verdún salu­ dan al rey de Prusia como libertador y distribuyen dulces a sus oficiales. En una palabra, el enemigo, bastante bien acogido, avanza sobre la capital. En París el miedo está en su apogeo. Danton trata de evitar un pánico que entregaría una ciudad sin defensa a sus enemigos.

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Sacude las energías: nos hace falta audacia, audacia y más auda­ cia y Francia está salvada; la fórmula corre de boca en boca, pero por el momento el furor popular se desata contra los enemigos que se pueden capturar: esos aristócratas, esos refractarios y esos sospechosos encerrados desde el 10 de agosto. Entonces comienza una terrible masacre, después una paro­ dia de justicia. ¿Sabemos exactamente cómo se desató aquella histeria asesina? El 2 de septiembre la Comuna hace tocar a re­ bato para ordenar el alistamiento de 60.000 nuevos voluntarios: los rumores circulan enseguida; los traidores encerrados en las prisiones conspiran desde sus mazmorras. El miedo invade a los hombres listos para marchar al frente, que quieren antes depu­ rar la ciudad de esos realistas que la justicia ha dejado con vida. Marat y Fréron lanzan llamamientos para la ejecución de los pri­ sioneros. En la Abadía, el siniestro Maillard pone en pie un tri­ bunal revolucionario y comienza la masacre, que se prolonga del 2 al 5 de septiembre: en la Abadía, en la prisión del Chátelet, en Bicétre, en la cárcel de la Forcé, en la de los Bernardinos, en los Carmelitas (donde estaban concentrados los refractarios); se degüella en todas partes. El 3 de septiembre sacan a la prin­ cesa de Lamballe del Temple; su cuerpo es horriblemente muti­ lado y su cabeza llevada en una pica hasta las ventanas de María Antonieta; el 4 de septiembre son degolladas algunas prostitutas y locas en la Salpétriére; las huérfanas que allí educaba la na­ ción son violadas y secuestradas... El balance es terrible: alre­ dedor de 1.400 asesinados; sacerdotes, algunos nobles, los últi­ mos suizos de las Tullerías, pero sobre todo presos de derecho común, estafadores y falsificadores por ejemplo, acusados de ser los responsables de la caída del assignat; porque detrás de la ma­ sacre hay también un pueblo atormentado por el espectro de los precios y del hambre. La responsabilidad de la masacre en París es imputable tanto a la Comuna que la ha justificado y a la Justicia que ha dejado hacer como a la violencia general de una ciudad cuyos colmados y panaderías eran saqueados cada día. En provincias tuvieron lu­ gar masacres comparables, por la misma mezcla de motivos po­ líticos y sociales. Pero los aristócratas y refractarios son allí las primeras víctimas: en Meaux, el 4 de septiembre, un destaca-

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mentó de gendarmes procedente de París excita a la población, que asesina sacerdotes; en Reims, Lyon, Marsella, Toulon se re­ nuevan las mismas escenas; en Gisors se da muerte al duque de La Rochefoucauld. Estas masacres han avivado la rivalidad entre la Comuna y la Asamblea y entre jacobinos y girondinos; entre Robespierre, Tallien, Billaud-Varenne por una parte y Roland y Brissot por otra; Danton consigue aún hacer el papel de árbitro, en tanto que el duque de Orleans se hace llamar Philippe Egalité (Igual­ dad) y se alinea con los sans-culottes. Las tensiones no son ya sólo simples desconfianzas, como en 1789 o 1791, y se acompa­ ñan ahora con acusaciones violentas y la amenaza de la gui­ llotina. Al final, sólo una inesperada victoria permite una distensión imprevisible. El 20 de septiembre, día de la separación de la Le­ gislativa, que acaba de adoptar en el último momento la laiciza­ ción del estado civil, los prusianos son detenidos en Valmy. Ago­ tados por largas marchas bajo la lluvia y afectados por la disen­ tería, los prusianos, considerados invencibles, han dado media vuelta ante los 50.000 franceses de Kellermann, que en la llanu­ ra que se extiende al pie de un cerro coronado por un molino colocan sus sombreros en la punta de la espada y aúllan: ¡Viva la Nación! La determinación de los franceses ha compensado su inferioridad numérica y táctica; la batalla se ha limitado a un bre­ ve cañoneo: apenas 300 muertos franceses y 200 prusianos. Lo suficiente para hacer un gran día, del que Goethe, presente como espectador en la batalla, habría dicho que era la primera de una nueva época en la historia del mundo. Se trata al menos de la primera victoria de la democracia en armas, aun cuando lo esencial de las tropas de Kellermann está formado por regimientos de línea. La victoria de Valmy permite también a la Convención Nacional reunirse, el 21 de septiembre, bajo mejores auspicios de lo que podían hacer temer los últimos meses de la monarquía constitucional. La corta historia de la Asamblea Legislativa es la de un fra­ caso. La monarquía constitucional no ha aguantado ni un año,

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un año de disturbios continuos tanto en las ciudades como en las aldeas, y deja malos recuerdos a todos. Las divisiones de los fran­ ceses son acusadas. Los dos antiguos estamentos privilegiados, incluso los partidarios sinceros de la Revolución, son considera­ dos enemigos o sospechosos por todos cuantos constituyen el ter­ cer estamento. Los burgueses moderados, procedentes de me­ dios de negocios o de justicia, que forman el grupo de los giron­ dinos, partidarios de la libertad y de la propiedad, son también sospechosos para los jacobinos, a los que sus ideas sitúan del lado de los artesanos y tenderos de las ciudades, guiados por la ncesidad —el pan, los precios—; el lado de la igualdad, cuya pri­ mera expresión es el sufragio universal y la justicia popular el se­ gundo. En cuanto al campo, por fin libre de la totalidad de los derechos feudales, desconfía de las ciudades y de las requisas y se divide entre los primeros beneficiados del reparto agrario y aquéllos cuyo único objetivo es el acceso a la propiedad gracias a la venta de los bienes comunales en pequeños lotes. La experiencia monárquica constitucional no podía tener éxi­ to. El rey, heredero de una monarquía absoluta de derecho di­ vino, no podía aceptar reinar y arbitrar conflictos de poder o de ideas entre una burguesía moderada y legalista (pero que le ha despojado de sus poderes), un pueblo avanzado e insurrecto y unas aldeas profundamente religiosas e incluso, a menudo, mo­ nárquicas por convicción, pero apegadas ahora a sus tierras y dis­ puestas a quemar los castillos a la menor inquietud. El compli­ cado juego de Luis XVI con Francia y la Asamblea por una par­ te y los extranjeros por otra era a sus ojos el único medio de res­ tablecer el antiguo régimen y, a más largo plazo, de reconciliar su reino con Europa. Pero en septiembre de 1792, entre una monarquía abatida y una república que aún no ha sido proclamada, con el nuevo pai­ saje político de un Estado laico, igualitario, terrible para sus ene­ migos, la Revolución está irrevocablemente desacreditada por el cariz sangriento que ha tomado. La guerra, que podía pasar to­ davía en agosto por una simple maniobra política, es ahora un conflicto de fondo entre las monarquías y una democracia. La guerra: la clave del futuro.

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BIBLIOGRAFIA El tricentenario del año 1789 está suscitando en Francia un número conside­ rable de publicaciones de valor muy desigual. Algunas obras antiguas no han sido sustituidas (Lefébre, Godechot, Reinhard). Existen excelentes síntesis re­ cientes (Soria, Vovelle), muy buenos relatos (Winock) y biografías (Lever) y al­ gunas reediciones muy útiles de obras contemporáneas: Obras generales: J. P. B ernard , Les origines de la Révolution Française, París, P.U.F., Dossiers Clío, 1971. M. V ovelle , La Chulé de la Monarchie, 1787-1792, París, Seuil, 1972. G. Soria , Grande Histoire de la Révolution Française, vol. 1. L ’Embra-

sement, París, Bordas, 1988. Obras especializadas: Actes du Colloque de Toulouse, L ’abolition de la féodalité dans le monde occi­ dental, París, C.N.R.S., 2 vol., 1971. G. L efebre , 1789, París, Editions Socia­ les, reed. 1970. G. L efebre , La Grande Peur, París, A. Colin, reed. 1988. J. G odechot , 14 juillet 1789, La Prise de la Bastille, París, Gallimard, 1965. M. W inock, 1789. L ’année sans pareille, París, Olivier Orban, 1988 (crónica de las grandes jornadas revolucionarias de 1787 a 1789). Dix-Huitiéme Siécle. L ’année 1789, París, P.U.F., 1988. M. R einhard , La chute de la monarchie, París, Ga­ llimard, 1969. Biografías recientes: K. M. B aker , Condorcet. Raison etpolitique, Chicago, 1975 (trad. francesa: Pa­ rís, Hermann, 1988). O. B ernier , La Fayette, París, Payot, 1983. E. L ever , Louis XVI, París, Fayard, 1985. J. D. B redin , Sieyés. La cié de la Révolution Française, París, Editions du Fallois, 1988. Textos contemporáneos: A . B arnave , De la Révolution et de la Constitution, presentado por F. F uret , Grenoble, Presses Universitaires de Grenoble, 1988. E. B urke , Reflections on the Révolution in France, Londres, Penguin Classics, 1988. A bbÉ G regoire , Essai sur ¡a régénération physique, morale et politique des Juifs, París, Flammarion, 1988. A bbe S ieyes, Qu’est-ce que le Tiers-Etat?, París, P.U.F., 1982.

Capítulo 5 LA REPUBLICA DE LOS GIRONDINOS

JLa Convención Nacional: 749 diputados elegidos por sufragio universal de dos grados según el decreto del 11 dé agosto de 1792, a finales del mes de agosto y durante septiembre, en el peor momento de la Revolución desde 1789 y con más de un 85 por 100 de abstenciones, hasta ese punto es incapaz de expresar­ se el pueblo ilustrado o amedrentado; la práctica del voto en voz alta y la exclusión de diversos ciudadanos acusados de incivismo siguen reduciendo el número de participantes. Así son elegidos, por tercera vez, sobre todo notables y hombres de leyes, aboga­ dos o literatos antes que hombres del pueblo o verdaderos sansculottes. Entre los electos, hay 80 constituyentes y 200 le­ gisladores. Los girondinos, conducidos todavía por Brissot y Pétion (ele­ gidos en Eure-et-Loire), y luego por Vergniaud (elegido en la Gironda), dominan la nueva Asamblea. Representan en ella a los departamentos más que a París (Buzot elegido en Eure, Isnard en Var, Condorcet en Aisne, Ducos, Gensonné y Guadet en la Gironda, Barbaroux en Bouches-du-Rhóne). Son republicanos sinceros, ateos o deístas, partidarios del sufragio universal y de la guerra de propaganda, pero sobre todo son provincianos que desconfían de la Comuna (responsable de las masacres de sep­ tiembre) y de París, a la que quieren reducir a un 183 de su in­ fluencia. Sus adversarios los acusan también de federalismo. Pa­ san por moderados, sobre todo porque son muy afectos a la le­ galidad y a la libertad económica y les repugnan las medidas ex­ traordinarias. Casi excluidos del club de los jacobinos, se siguen reuniendo en el salón de Madame Roland, donde cultivan sus rencores contra la Montaña. La Montaña es, ante todo, París. Sus diputados, que son del

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mismo medio social y tan patriotas como los girondinos, repre­ sentan mejor las aspiraciones populares y están dispuestos a to­ mar medidas de excepción: control de precios, centralización, salvación pública... Robespierre, el elegido con más votos en Pa­ rís, es el jacobino por excelencia. Con 34 años, frío y elegante, desdeñoso y susceptible, de costumbres irreprochables, el In­ corruptible es ante todo un deísta a lo Rousseau y un demócrata convencido. El atlético Danton, orador sin igual, patriota ardien­ te y generoso, más cínico y menos honesto, está ante todo me­ nos encerrado en la concha ideológica de la virtud que Robes­ pierre. Marat completa este nuevo triunvirato parisino, el terri­ ble Marat de las masacres de septiembre, y con él Sergent y Pa­ ñis. El abogado Billaud-Varenne, el comediante Collot d’Herbois, el pintor David, el químico Fourcroy y Desmoulins, Fabre d’Eglantine, Louis-Sébastien Mercier, Egalité (ex-duque de Orleans), todos ellos son elegidos por París. Pero el flemático SaintJust, elegido en Aisne, Lebas en Pas-de-Calais, Amar en Isére, Javogues en Puy-de-Dóme, Merlin de Douai en Nord represen­ tan también a la provincia jacobina. Entre estas dos tendencias, la Llanura (1) es siempre mayoritaria y se inclina ya hacia la Gironda ya hacia la Montaña, an­ tes de refugiarse en un silencio prudente y expectante, vencedor a largo plazo; Sieyés, Cambacérés, Boissy d’Anglas tienen en co­ mún haberse opuesto a las luchas fratricidas de las facciones, ser más liberales que igualitarios y más afectos a la propiedad que sensibles a las exigencias populares. La República: las victorias y el proceso del rey El 21 de septiembre de 1792, Ruhl, decano de la nueva Asam­ blea, cuyos poderes han verificado los diputados la víspera, abre la sesión anunciando la victoria de Valmy. Luego, primera me­ dida inmediata, a propuesta de Collot d’Herbois, es abolida la (1) N. del T.: La Montaña era el nombre que recibía el grupo principal de los jacobinos, que se sentaba en los escaños superiores de la Convención. La Lla­ nura (Plaine) la constituían los diputados de los escaños bajos.

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realeza. Así se señalan las líneas de fuerza de la Convención: las victorias y la desaparición de la monarquía. El 22 de septiembre, a propuesta de Billaud-Varenne, las ac­ tas públicas llevan la fecha del Año I de la República, declarada el 25 de septiembre, a propuesta de Couthon, una e indivisible. La unanimidad y la euforia de aquellos días esconde mal las ten­ siones que enfrentan a girondinos y montañeses. Los girondinos, con fuerza, atacan enseguida la influencia excesiva de París y, por tanto, de la Comuna; Lasource (de Tara), Rebecqui (de Rhóne) y sobre todo Louvet (elegido por Loiret), atacan a Marat y luego a Robespierre, acusado ya violentamente de dictadu­ ra. Danton, conminado a rendir cuentas a su salida del ministe­ rio de Justicia, es acusado por Roland de una malversación de fondos de 200.000 libras y tiene muchas dificultades para justi­ ficarse. Se ha marcado la tónica... No obstante, las disensiones no son todavía decisivas. Las victorias de otoño de 1792 y el pro­ ceso de Luis XVI ocupan la cabecera de los debates y dejan a la República tiempo para situar sus principales órganos: los mi­ nistros, que ejercen el ejecutivo, y los comités, que preparan el trabajo de la Asamblea; el Comité constitucional y el de Segu­ ridad general son los más importantes. La guerra comienza realmente después de Valmy. En la pro­ longación de su sorprendente victoria, el ímpetu francés ha triun­ fado en todas las fronteras y los girondinos han podido imponer su concepción de la guerra, que se convierte en guerra de pro­ paganda y luego en guerra de conquista. Finales de septiembre: en unos días los ejércitos franceses ga­ nan por doquier. El 24 de septiembre Montesquiou entra en Chambéry y obliga a los sardos a evacuar Saboya, cuya incorpo­ ración a Francia se pide inmediatamente; una legión de alóbroges ha sido ya formada. El 29 de septiembre Anselme se apode­ ra de Niza; la ciudad es saqueda y dotada de una municipalidad que pide también la incorporación a la patria primitiva. Al mismo tiempo Ginebra se agita, las tropas francesas entran en Basilea y se proclama una República Independiente de Rauracia, a don­ de acude inmediatamente Gobel, obispo constitucional de París, como comisario del poder ejecutivo francés. Por último, el ejér­ cito del Rin se pone en marcha. El 25 de septiembre cae Spira;

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Custine ocupa Worms y luego Maguncia. Allí, el naturalista ale­ mán Georg Forster, antaño compañero de James Cook en su vuelta al mundo, seducido por la Revolución, animaba ya una sociedad de amigos alemanes de la libertad y la igualdad. Los prusianos han evacuado Verdón, Longwy, Thionville y se han retirado tras algunas conversaciones con Dumouriez. Los austriacos, aislados, abandonan entonces el sitio de Lille y se re­ pliegan: Dumouriez se lanza a la conquista de Bélgica... Siem­ pre la tentación cesarista: Dumouriez, buen general, espera al mismo tiempo reforzar la frontera del norte, sacar a flote las ar­ cas de la República y encontrar en una victoria el suplemento de popularidad que permita al general victorioso recuperar el po­ der. Aclamado por la Convención cuando anuncia el ataque in­ minente contra Brabante, Dumouriez recibe el título de tenien­ te general de los ejércitos de la República y 40.000 hombres. El 6 de noviembre de 1792 obtiene una gran victoria en Jemmapes, un asalto frontal sin maniobras sabias, victorioso por el irresis­ tible ímpetu de voluntarios y federados, una auténtica batalla, al contrario que Valmy, cuya repercusión fue considerable. Bruse­ las, Lieja, Amberes caen por su parte en noviembre. En contra de lo que ocurrió en Niza o Saboya, los partidarios de la anexión a Francia son una minoría en Bélgica; Dumouriez se ocupa de los partidarios de una república belga autónoma y se dirige a la brava nación belga. En ese punto se produce la ruptura con la Convención. En efecto, Danton y Delacroix, los comisarios de la Asamblea, imponen en noviembre la política de conquista... Europa tenía razones para alarmarse en un momento en que la suerte de Luis XVI constituía otro objeto de inquietud apremiante. El proceso de Luis XVI estaba inscrito en los hechos, no así su ejecución, aunque hubiera sido reclamada en términos violen­ tos desde el 11 de agosto por algunos sueltos parisinos, como por ejemplo Las Revoluciones de París de Prudhomme, que ataca a ultranza a Luis-Nerón y a su pantera austríaca. Pero hubo que esperar al 5 de diciembre para que la Convención se atribuyese el poder de juzgar al rey depuesto, tras el descubrimiento del ar­ mario de hierro de las Tullerías y de la correspondencia secreta de Luis con los enemigos. La teoría de la inviolabilidad del rey fue barrida por la traición.

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No obstante, la Asamblea estaba lejos de ser unánime. A un Marat que exige el proceso para instrucción del pueblo, SaintJust responde pidiendo la ejecución del rey sin juicio y Robespierre opone la necesidad política: No hay que hacer ningún pro­ ceso, Luis no es un acusado, vosotros no sois jueces... No tenéis que dictar ninguna sentencia, sino tomar una medida de salvación pública. En cuanto a la Gironda, ésta admite que el proceso es ine­ vitable, pero desea evidentemente salvar al rey y, sostenida por muchos diputados de la Llanura y por algunos de la Montaña, hizo todo lo posible para que la sentencia no fuera ejecutada, lo que multiplica los escrutinios y los artificios. Pero, al ser interrogado por Barére, Luis XVI respondió siempre torpemente, discutió, argumentó; fue defendido con va­ lor y convicción por el viejo y fiel Malesherbes, por Tronchet y por Séze; éste desarrolló el argumento de la inviolabilidad hasta sus últimos límites: el rey no sólo ha sido despojado de ella, sino que se le ha privado de sus simples derechos de ciudadano: bus­ co entre vosotros jueces y sólo veo acusadores. Ha trabajado bien, dice Luis XVI después de su alegato, el 26 de diciembre. En vano. El 11 de enero de 1793, suficientemente informada, la Asam­ blea decreta que se votará sucesivamente la culpabilidad del rey, la ratificación por el pueblo de la sentencia y la misma senten­ cia. A la primera pregunta la Convención declaró unánimemen­ te a Luis culpable de conspiración contra la seguridad general del Estado. En el segundo escrutinio, la ratificación popular fue re­ chazada por una fuerte mayoría, lo que constituye la primera derrota de los girondinos, convencidos de que Francia, al ser con­ sultada, no ejecutaría al rey. La sesión del 16 y 17 de enero de 1793 fue sin duda la más dramática de toda la Revolución. El escrutinio (por votación no­ minal con posibilidad de justificar el voto) duró 36 horas segui­ das. El primer citado, Mailhe, diputado de Haute-Garonne, votó la muerte intentando una nueva maniobra: la posibilidad de un aplazamiento. La pena de muerte se decretó finalmente por una cortísima mayoría: 387 votos sobre 720 votantes, habiendo se­ guido la proposición de Mailhe y pedido el aplazamiento 26

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diputados. Este fue rechazado en el cuarto escrutinio. Entre los re­ gicidas estaban casi todos los montañeses: Robespierre, Danton, Marat, David, Desmoulins, Saint-Just, pero también Egaliíé, el primo del rey, el último de los diputados de París en votar... Sólo él podía declararse incompetente. No se ha atrevido a hacer­ lo, habría murmurado entonces Danton mientras la Asamblea se quedaba muda. Brissot, Cambacérés, Louvet, Gorsas, Vilette, el inglés Thomas Paine (diputado en la Convención pese a su na­ cionalidad), votaron por el encarcelamiento. Condorcet se des­ tacó: la pena más dura que no fuera la muerte. 21 de enero de 1793, plaza de la Revolución: 1.500 hombres rodean la carroza del rey, acompañado solamente, tras los adio­ ses de la víspera a su familia, del abate Edgeworth. Luis XVI sube con paso firme al cadalso, trata de dirigirse a una inmensa multitud; su voz es ensordecida por los tambores de la guardia nacional conducida por Santerre. La cuchilla cae y el verdugo Sansón muestra la cabeza al pueblo. Son las 10 horas y 22 minutos. La única reacción inmediata había sido, el 20 de enero, el ase­ sinato de un diputado regicida, ex-noble, Lepeletier de SaintFargeau. Es un acto aislado. A más largo plazo, la ejecución de Luis XVI, desafío lanzado a toda Europa, no podía dejar de te­ ner repercusiones. Señala un profundo corte con el pasado; este corte es voluntario: la república destruye la realeza de manera irreversible y se prohíbe voluntariamente toda posibilidad de vuelta atrás. Los caminos se han quebrado detrás de nosotros, gri­ ta Lebas, hay que ir hacia adelante, queramos o no; y es ahora cuando podemos decir: vivir libres o morir. Tiene razón. Marzo de 1793: el mes de todos los peligros ¿Dónde se detendría la República? La ejecución de Luis XVI sume a Francia en el desasosiego; pero Europa, unánimemente indignada, reacciona pronto, tanto más por cuanto la política de anexiones, desarrollada con brutalidad, en el invierno de 1793, inquieta muy concretamente. El 5 de febrero, en Madrid, el rey Carlos IV pone a su corte

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de luto, mientras que la Gazeta recuerda el gran heroísmo del muy cristiano rey de Francia y denuncia la atroz inhumanidad de la Convención. Ya el 24 de enero, Pitt había expulsado a Chauvelin, embajador de Francia en Londres; la muerte del rey es un pretexto: Inglaterra se sentía amenazada por la ruptura del equi­ librio europeo en favor de Francia y por la nueva idea lanzada por los girondinos, retomada por Danton en su discurso del 31 de enero: la de las fronteras naturales. Carnot insiste el 14 de fe­ brero: los límites antiguos y naturales de Francia son el Rin, los Alpes y los Pirineos... Aplicación inmediata, los 15 decretos de anexión que se dictan del 1 al 31 de marzo: Bélgica y el princi­ pado de Salm, la República de Rauracia (transformada en de­ partamento del Mont-Terrible alrededor de Porrentruy), el Palatinado y los Zweibrücken, los países comprendidos entre el Mosela y el Rin. Pero incluso antes de decretar estas anexiones la Convención había declarado la guerra a Inglaterra el 1 de fe­ brero, a partir del informe del nuevo Comité de Defensa Gene­ ral, animado por Kersaint, Dubois-Crancé y Cambon. La ruptura entre Francia e Inglaterra conduce inmediatamen­ te a la primera coalición: la Convención declara la guerra a Es­ paña el 18 de marzo; el 22, los príncipes alemanes del Imperio se unen a Prusia y a Austria; lo mismo hacen los Estados italia­ nos, salvo Génova y Venecia. El representante francés en Roma es asesinado; Portugal secunda a Inglaterra, Rusia y Suecia ame­ nazan... Para hacer frente a esta coalición la Convención decide la emisión de tres mil millones de assignats y vota el 24 de fe­ brero una leva de 300.000 hombres, los hombres válidos y sin hi­ jos de 18 a 40 años. Es entonces cuando Francia explota: a la guerra extranjera se añaden una insurrección interior y una rup­ tura, ahora violenta, entre girondinos y montañeses. La presión popular, parisina sobre todo, era cada vez más dura; no olvidemos el contexto: la penuria alimentaria, brutal­ mente agravada por la detención de las importaciones de grano, que llegaban a los puertos franceses en barcos holandeses e in­ gleses. El 12 de febrero las secciones parisinas llevan una peti­ ción a la Convención para poner fin al aumento de los precios y a los manejos de los acaparadores; los militantes secciónanos, conducidos por Jacques Roux y Varlet, excitados por Hébert, di-

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rector del Pére Duchesne, periódico virulento y grosero, recla­ man al mismo tiempo el fin de las desigüaldades sociales y ata­ can a girondinos y montañeses, que se ven desbordados; eso es el sans-culottisme: una mezcla de reivindicaciones económicas y sociales en un contexto de urgencia y defensa; la Asamblea debe seguirlo. El 22 de febrero, mientras que la representación en el Teatro de la Nación de una obra de Louis Voissy, El alcalde de pueblo o la fuerza de la ley, comedia que pone en escena a un noble virtuoso, desencadena un motín, los secciónanos reclaman un tope a los precios; el 24 de febrero las lavanderas de París exi­ gen la pena de muerte para los acaparadores y especuladores; el 25 las mujeres se apoderan de dos barcos cargados de jabón y de velas y los distribuyen a bajo precio; el 26 atacan el barrio de Les Halles y saquean las panaderías, con tal furor que la mis­ ma Comuna teme que la situación escape a su control. En provincias las disensiones más notables siguen siendo las que enfrentan a jacobinos y girondinos y se expresan más en un plano político que social. En Estrasburgo, De Dietrich es elimi­ nado, so pretexto de haber querido entregar la ciudad a los aus­ tríacos, y es sustituido por Euloge Schneider, un clérigo exclaus­ trado, antiguo profesor del seminario de Bonn, fundador del club de los jacobinos de la ciudad. En Lyon, el girondino NiviéreChol se hace con la alcaldía contra el jacobino Chalier; el club de los jacobinos es asaltado y saqueado, el busto de Rousseau arrastrado por las calles, el árbol de la libertad quemado. En Córcega, el viejo nacionalista Paoli, sostenido por toda la pobla­ ción, conspira con vistas a obtener la independencia. De modo general, los departamentos tenían dificultades para seguir el impulso dado por París a los acontecimientos. Las últi­ mas insurrecciones campesinas databan tan sólo del otoño de 1792 y tenían un carácter contrarrevolucionario bastante claro; la escasez y la carestía eran menos acuciantes en el campo que en París, pero éste seguía apegado a sus sacerdotes refractarios. Las pasiones, sin embargo, se estaban apaciguando cuando se de­ cretó la leva de 300.000 hombres, mal recibida a causa de su ca­ rácter inhabitual e imperativo; hasta ahora la nación sólo reclu­ taba voluntarios. Ahora bien, si París y los departamentos de la frontera tienen una conciencia clara del peligro militar, no ocurre

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lo mismo en otros lugares y la resistencia se hace notar; ésta se gesta a menudo en torno a los curas buenos y a la desaparecida aristocracia. Los desórdenes hacen reventar Francia por todas partes: en Normandía, en toda Bretaña, en Alsacia, en Borgoña, en el Franco Condado, en Périgord, en Languedoc; en Mende (Lozére) un antiguo constituyente, Charrier, se hace con la ciudad en nombre de Luis XVII. Pero es en Vendée donde se pasa del desorden y la resistencia a la insurrección y la guerra civil. El levantamiento vendeano tiene una base popular. Allí, como en otras partes, los campesinos habían esperado mucho de la Revolución, así como sus sacerdotes, que habían visto cómo mejoraba su suerte. Pero la obligación del juramento les había apartado rápidamente del nuevo régimen, mientras que los cam­ pesinos estaban consternados viendo las cargas feudales y reales sustituidas por una fiscalidad nacional al menos igual de dura; eran además incapaces de convertirse en adquisidores de bienes nacionales y los antagonismos entre las ciudades y las aldeas se habían agravado por ello; pero a los campesinos se unieron lo­ calmente tenderos y artesanos arruinados por la coyuntura, como los tejedores de Cholet. La ejecución del rey impresionó a una aristocracia aún sólidamente asentada; la leva de 300.000 hom­ bres fue unánimemente rechazada por campesinos que, muy pro­ fundamente enraizados en su tierra, estaban dispuestos a luchar por ella, pero no a combatir lejos de la República. Los disturbios estallan en la primera semana de marzo, en el momento del sorteo para la leva obligatoria, en Machecoul, Maysur-Evre, Cholet, Chemillé, donde los vendeanos vencedores ce­ lebran un Te Deum: la Vendée y las Mauges se sublevan. El 10 de marzo la rebelión se hace dueña de algunas ciudades (Challans, Palluau) con jefes salidos del pueblo (el cochero Cathelineau, el guardabosques Stofflet); la religión se convierte en su señal de adhesión: Cathelineau enarbola la enseña del Sagrado Corazón. Monárquicos, los nobles no emigrados que se ponen in­ mediatamente a la cabeza del movimiento (Bonchamp, Charette, Elbée, Lescure, La Rochejacquelin) le dan un color netamen­ te político. Y de entrada la lucha es feroz. El 20 de marzo, el Ejército Católico y Real, dueño de Cholet, se aproxima a Sau-

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mur y derrota a los 2.000 hombres de la columna republicana del general Mareé. Es exactamente el momento de la primera gran derrota en el frente extranjero, en Neerwinden, el 18 de marzo, seguida de la defección de Dumouriez. El asalto a Francia se anunciaba ame­ nazador. Cobourg dispone de 20.000 soldados austríacos y pru­ sianos y recibe refuerzos ingleses, hannoverianos y holandeses; el rey de Prusia marcha sobre Maguncia con 42.000 hombres y guarda una reserva de 33.000 en Westfalia; Wurmser se une a él con 24.000 austríacos y 15.000 alemanes, Inglaterra arma a 20.000 corsos y 6.000 napolitanos, España equipa a 50.000 hom­ bres y una división venida de Portugal. El 16 de marzo Danton proponía desatar una guerra econó­ mica contra Inglaterra y atacar Holanda para arruinar su comer­ cio; pero dos días más tarde la clara derrota de Dumouriez po­ nía fin a toda ofensiva. Ya indignado por el pillaje organizado por los comisarios de la Convención, Dumouriez había visto a la población belga distanciarse de los franceses. Responsabiliza de su fracaso a la Asamblea, hace arrestar al ministro de la Guerra, Beurnonville, y a los cuatro comisarios llegados para pe­ dirle cuentas y los entrega a los austríacos. Está dispuesto a mar­ char sobre París para restablecer el orden en Francia, librándola de los imbéciles y facinerosos que la gobiernan; pero su ejército no lo sigue. El 3 de abril, después de haberse entendido con Co­ bourg, Dumouriez se pasa al enemigo con once generales y el jo­ ven duque de Chartres, hijo de Egalité. En el mismo momento los prusianos cercan Maguncia, mal defendida por Custine, y las tropas españolas de Ricardos franquean la frontera y llegan a las puertas de Perpiñán. Las conquistas de la Revolución se ven comprometiddas y la República amenaza de invasión... La traición de Dumouriez señala un hito; introduce un clima de desconfianza, cada uno acusando a su adversario de compro­ miso con el general felón. Robespierre denuncia los lazos de los girondinos con Dumouriez, Montesquiou es acusado de haber querido abrir Saboya a los piamonteses, Servan es sospechoso de tratos con los españoles. Circulan los rumores más locos. Ha­ bía que reaccionar.

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La primera política de salvación pública Amenaza extranjera, guerra civil, crisis económica: todo em­ puja a la Revolución hacia el abismo. Esta había soñado con ex­ portar su concepción de la libertad a Europa, y se veía hostiga­ da, rechazada, incluso atacada en el interior. Replicó poniendo en marcha los primeros órganos de un gobierno de excepción, llamado simplemente revolucionario. Danton reclamaba desde el 6 de marzo una tasa sobre los ricos y la creación de un tribunal criminal revolucionario (seamos terribles para dispensar al pue­ blo de serlo), porque para los montañeses se trataba de seguir controlando la presión popular, de prevenir eventualmente nue­ vas masacres como las de septiembre de 1792. Pero planteaba al mismo tiempo el problema de los girondinos, ahora sospecho­ sos; el 7 de abril Philippe Egalité fue arrestado a causa de la de­ serción de su hijo, el duque de Chartres. El Comité de Defensa General de enero de 1793 había refle­ jado claramente las luchas de facciones a través de sus 24 miem­ bros; su composición con motivo de la renovación del 26 de mar­ zo resume las tendencias que dividen a la Convención. Robespierre y Danton entran en ella, pero también Buzot y Vergniaud, Fabre d’Eglantine y Desmoulins, Condorcet y Barére y siempre Dubois-Crancé. Los girondinos habrían preferido, de acuerdo en este punto con Danton, un comité más reducido: es cosa hecha el 6 de abril con la creación del Comité de Salvación Pública (Co­ mité de Salut Públique), encargado de vigilar la actividad de los ministros, cuyas decisiones puede suspender, y de coordinar to­ das las medidas que afecten a la defensa interior y exterior. Este primer Comité de Salvación Pública, dominado por la poderosa personalidad de Danton, rodeado, entre otros, por Barére, Cambon, Delacroix, es un auténtico ministerio del gran tribuno. Es al menos el momento en que la Revolución está en sus manos. Esta creación tiene lugar en un conjunto de medidas excepcio­ nales, que encuentran cada vez menos oposición en la Con­ vención. El 18 de marzo, mientras Carnot, un burgués más bien con­ servador, cede a las necesidades de una lucha a ultranza y escri­ be que hay que pulverizar a los enemigos de dentro, un decreto

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pronuncia la pena de muerte contra los emigrados y los sacer­ dotes refractarios arrestados en el territorio de la República; lue­ go, el 19 de marzo, contra todo rebelde capturado con las armas en la mano. El 21 de marzo se establecen los comités de vigilan­ cia encargados de controlar los pasaportes a los extranjeros, a los desconocidos, pronto acaparados por sans-culottes resueltos; el 28 de marzo, un decreto define la emigración y castiga a los emigrados con la muerte civil; sus bienes son confiscados. El 29 se decide la pena de muerte contra quienes hubieran escrito o impreso obras favorables a la monarquía o atentatorias contra la soberanía nacional. Por último, el 5 de abril, la Convención con­ fía al acusador público del Tribunal revolucionario, instituido el 10 de marzo anterior, la remisión ante ese tribunal de todos los reos y sospechosos a la simple denuncia de las autoridades cons­ tituidas. Antoine Fouquier-Tinville se convierte en dueño de la guillotina. Una última medida, el 9 de abril, extiende esta legislación de excepción a los once ejércitos, a los que la Convención envía re­ presentantes en misión, comisarios encargados de concertar con los generales los nombramientos, los suministros y el armamen­ to; éstos vigilan la conducta de los oficiales, envían todos los días el diario de operaciones al Comité de Salvación Pública y todos los meses un informe a la Convención: 57 comisarios en total (12 de ellos para el ejército del norte, 10 para el ejército del Rin) que se convierten en señores de la guerra. En provincias las administraciones, bajo la presión de los ja­ cobinos, constituyen espontáneamente comités locales de Salva­ ción Pública, que se atribuyen el poder de imponer medidas de seguridad. Un bando del 19 de abril en el departamento de Hérault se hace pronto famoso: confía a uno de esos comités la elec­ ción de 5.000 hombres para formar un cuerpo a su disposición y la recaudación de un préstamo forzoso de cinco millones. Sos­ pechas, tasas, requisas, así es ese mes de abril de 1793 en los de­ partamentos franceses. En esta coyuntura y pese a ciertos esfuerzos conciliadores de Danton, la oposición entre la Montaña y la Gironda se hace cada vez más virulenta. El 1 de abril Birotteau obtuvo la suspensión de la inviolabilidad de los miembros de la Convención, que la

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misma Asamblea pueda decretar la acusación cuando éstos sean sospechosos de complicidad con los enemigos de la libertad, de la igualdad y del gobierno republicano; se abre el camino a las proscripciones que debían diezmarla. De momento los girondinos esperaban sacar partido de ese decreto en contra de los montañeses y la ocasión se presenta en­ seguida: el 5 de abril Marat pide a los patriotas de provincias que vengan en ayuda de París, amenazado por Dumouriez, y de­ nuncia como cómplices a los diputados que habían pedido en enero la consulta al pueblo del juicio del rey. Pétion lo tilda de vil facineroso y el 13 de abril los girondinos obtienen su acusa­ ción ante el Tribunal Revolucionario. Pero el 24 de abril el ami­ go del pueblo es triunfalmente absuelto. Es entonces cuando los montañeses hacen causa común con los sans-culottes de las sec­ ciones y los cordeliers. La absolución de Marat se sitúa en un contexto parisino y pro­ vincial violento, anunciador de una nueva jornada dramática. Mientras que el 1 de mayo, en Rouen, un aumento de los pre­ cios del pan provoca un motín y un enfrentamiento entre guar­ dias nacionales y voluntarios, secciónanos parisienses se dirigen a la Convención para exigir un tope y un préstamo forzoso so­ bre los ricos; conducidos por Jacques Roux, y tras él la sección de los Gravilliers, ya se hacen llamar los enragés (rabiosos). La situación internacional justificaba sin duda la inquietud. El 8 de abril había tenido lugar una conferencia bajo la autori­ dad de Lord Auckland, que representaba a Inglaterra en Holan­ da; ésta reunía a los principales jefes de los ejércitos coaligados: el duque de York, el príncipe de Orange, el prusiano Knobelsdorf, el austríaco Stahremberg, el príncipe de Cobourg. Ningún equívoco: el objetivo de la coalición, declara Lord Auckland, es reducir a Francia a la nada política. Lejos de reconstituir la uni­ dad de la Convención, pese al patriotismo idéntico de sus dife­ rentes componentes, el peligro exterior iba a engendrar su pri­ mera ruptura en una crisis de porvenir sangriento.

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La caída de los girondinos El hecho económico es el pretexto de la crisis. Con el pro­ blema de la guerra, la cuestión de los precios sigue siendo el te­ lón de fondo del hecho revolucionario. Los efectos de las emisiones multiplicadas de assignats se ha­ cían sentir con una depreciación de la moneda que daba tanto más valor seguro al grano; ahora bien, la cosecha de 1792 fue buena. Muchos campesinos comienzan a almacenar y en las ciu­ dades el pan se hace raro y caro. Frente a las realidades de la vida cotidiana, muchas municipalidades compraban ellas mismas trigo que hacían distribuir gratuitamente o a bajo precio: la Co­ muna de París perdía cada día 12.000 libras por vender pan ba­ rato; pero las colas frente a las panaderías favorecían la forma­ ción de grupos. El 4 de mayo, para responder a esta situación de crisis, la Convención adopta su primer gran decreto sobre las provisiones y establece un tope de precios del grano; la agitación popular ha obligado a los diputados. De repente esta cuestión económica se hace eminentemente política; los montañeses, tradicionalmente favorables sin embargo al liberalismo económico, recuperan las reivindicaciones de los seccionarlos y ven ahí una ocasión soña­ da de atacar a la Gironda. Los jacobinos desatan la ofensiva: más exactamente, las ja­ cobinas. Las tribunas de la Convención son ahora sitiadas y, a partir del 15 de mayo, ocupadas permanentemente por mujeres, las tricoteuses, que no dudan en controlar el acceso, interrumpir a los diputados o pegarse entre ellas, lo que transforma los de­ bates en tumultos prolongados. El 18 de mayo, para escapar a la tiranía popular, Guadet pide como medida de salvaguardia que los suplentes de los diputados formen una nueva asamblea en Bourges y que todas las autoridades de la capital sean anula­ das. Gracias a Barére, inquieto cuando menos, los girondinos ob­ tienen el nombramiento de un comité de los Doce —con mode­ rados como Boyer-Fonfréde, Rabaut Saint-Etienne, Kervelegan— encargado de investigar los complots que amenazan a la libertad y a la ley, terrible máquina de guerra contra los sansculottes y la Comuna. Efectivamente, el 24 de mayo son arres­

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tados dos jefes de los enragés, Hébert y Varlet. El 25 de mayo, por último, Isnard lanza un ultimátum a la Comuna de París; si llegara a atentarse contra la representación nacional con una in­ surrección París sería aniquilado: pronto se buscaría en las ori­ llas del Sena si París había existido. La frase es desafortunada. Robespierre responde el 26, en los Jacobinos, que cuando el pue­ blo es oprimido y las leyes violadas, cuando el despotismo está en su cénit, entonces el pueblo debe rebelarse. Ha llegado ese momento. Ha comenzado la prueba de fuerza. El 31 de mayo por la ma­ ñana tocan a rebato en Notre-Dame y pronto de barrio en barrio. Los guardias nacionales se alzan en armas y se unen a los secciónanos, infatigablemente excitados por los discursos de Marat. Constituyen un comité secreto, preparado para la ofen­ siva, con el apoyo abierto del alcalde de París, Pache, y la com­ plicidad del Comité de Salvación Pública, de Danton y de los montañeses. A las 6,30 h. el comité se encamina a la Casa Co­ mún, se erige en Comité Insurreccional, nombra a Hanriot a la cabeza de la guardia nacional en lugar del tímido Boulanger; Hanriot, pequeño, endeble, es famoso por su feroz energía y su vozarrón. Por su parte, la Convención se había reunido y un debate en­ crespado enfrentaba a girondinos y montañeses, cuando una de­ legación del Comité Insurreccional se presenta y exige la acusa­ ción formal de 22 girondinos, una depuración y la condena de todos los sospechosos, un empréstito forzoso de mil millones so­ bre los ricos, subsidios y ayudas, la fijación de precios del pan y la creación de un ejército revolucionario de sans-culottes en cada ciudad. Era demasiado: la Convención no concede más que la supresión del Comité de los Doce, lo que basta para legitimar la insurrección, de momento satisfecha: Vergniaud, Buzot, Pétion son aclamados cuando abandonan la sala, hecho inesperado. Pero al día siguiente el Comité Insurreccional relanza su ac­ ción. Roland ha huido, su esposa es arrestada: los antiguos mi­ nistros Lebrun y Claviére son puestos bajo vigilancia y se pide ahora la detención de los aclamados la víspera. El domingo 2 de junio, por la mañana, las tropas de Hanriot marchan sobre la Asamblea y la cercan; emplazan cañones. En medio de un terri­

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ble tumulto la Asamblea cede ante el llamamiento a las armas que lanzan los secciónanos en las tribunas. Hérault de Séchelles esboza una salida: Hanriot arma y apunta sus cañones. La Con­ vención ha sido vencida. Tras una última hora de vacilaciones de­ creta la detención de 29 de sus miembros, los principales jefes de la Gironda: Brissot, Guadet, Isnard, Pétion, Vergniaud... La república girondina se desmorona después de ocho meses de existencia. Con los girondinos desaparece la primera versión de esta república entusiasta y romántica, la república del tiempo de la esperanza y de las ilusiones. Es también el fin de la prime­ ra revolución burguesa. Por tercera vez el pueblo se ha alzado. El 14 de julio de 1789 éste comenzaba la Revolución; el 10 de agosto de 1792 era para derribar la tiranía; ahora es para casti­ gar a los traidores. En adelante la salvación pública prima sobre el derecho, se anuncia una nueva revolución: después de la de los girondinos, la de los montañeses. Socialmente los montañe­ ses son los mismos hombres que los girondinos, es la coyuntura política lo que les distingue: los montañeses están impulsados por la presión popular, su revolución debe ser social antes de ser liberal. Pero lo importante no está ahí. En lo esencial la revolución burguesa reposaba en la creencia en la virtud del sistema repre­ sentativo. El 2 de junio asestó un golpe mortal al parlamentaris­ mo. La fuerza armada triunfó contra la representación nacional. En ese sentido, la derrota de la Gironda guarda la semilla de to­ dos los abusos de autoridad por venir: es una derrota de la Revolución. A corto plazo Francia estalla. Muchos girondinos han podi­ do huir. A la sublevación vendeana y al conflicto exterior, que moviliza muchos de los departamentos del norte y del este en tor­ no a París, se añade ahora una agitación federal antimontañesa y violenta, animada por Barbaroux y Gorsas en el bajo valle del Sena, por Guadet y Buzot en Caen, en donde se establece una Asamblea de los seis departamentos de Normandía que recluta un ejército bajo el mando de Wimpffen. Romme y Prieur, a quie­ nes la Convención envía en misión, son inmediatamente arres­

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tados. Brissot y Chasset agitan Borgoña. En Lyon comienza una verdadera caza de jacobinos, coronada por la ejecución de Chalier, agitador extremista que había presidido un tribunal de ex­ cepción encargado de despachar a aristócratas y refractarios. Rabaut moviliza a los partidarios de los girondinos en Nimes; Mar­ sella crea un ejército federado que marcha sobre Arles y Taras­ cón; Toulon prefiere entregarse a los ingleses antes que obede­ cer a los montañeses. Toulouse y luego Burdeos, el feudo de la Gironda, expulsan a los representantes de la Convención. Por doquier una consigna: contra París, formación de una fe­ deración de departamentos más o menos autónomos e iguales. ¿Quién puede en junio de 1793, tras la derrota de los girondinos en París, creer realmente en la victoria de los montañeses en Francia?

Capítulo 6 EL AÑO II: LA REPUBLICA DE LOS MONTAÑESES

E l gran período del Año II abarca más o menos el gobierno de la República por los montañeses, entre junio de 1793 y julio de 1794. Ningún período de la historia de Francia ha provocado tan­ tos juicios contradictorios ni desencadenado tantas pasiones, tan­ ta fascinación: es el Terror, paréntesis sangriento, impuesto a los montañeses por la pica y por la calle, por los sans-culottes, cuya presión precipita la adopción de medidas revolucionarias en oto­ ño. Sin duda la intensidad de la crisis exaspera las exigencias del pueblo y justifica la dictadura de la Salvación Pública; pero, pese a las apariencias, la burguesía montañesa no renuncia a su con­ quista esencial, el parlamentarismo, aun cuando éste está siendo maltratado; la Convención controla el gobierno de Salvación Pú­ blica. Por sus purgas sucesivas terminará siendo su víctima. El año II es inseparable de la guillotina. La victoria de Francia contra toda la Europa coaligada entra también en la leyenda montañesa. Y es que la situación nunca había sido tan dramática como en aquel verano de 1793: Francia ha sido invadida, los españoles están en el valle del Tech, la Maurienne es ocupada por los sardos, Maguncia cae con honores de guerra el 23 de julio y los prusianos asedian Landau mientras los austríacos penetran en la baja Alsacia. En el norte, Dampierre, que ha sustituido a Dumourier, cae muerto y, más tarde, Custine es rechazado. Por último, triunfan los insurgentes del inte­ rior; los vendeanos están a las puertas de Nantes, después de las terribles masacres perpetradas en Machecoul. Y el 13 de julio Marat es asesinado por una normanda exaltada, Charlotte Corday. La muerte de Cathelineau, al día siguiente, pasa de­ sapercibida.

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En el mismo momento, Danton, que ha tratado siempre de orientar la Revolución hacia la unión contra el peligro exterior antes que hacia las escisiones y las luchas internas, se siente des­ gastado, quizá comprometido por algún asunto de poder: el 10 de julio, a petición suya, la Convención renueva el Comité de Salvación Pública y lo aparta de ella. Por último, la Constitución de 1793, adoptada por la Convención el 24 de junio, muy demo­ crática —organiza el sufragio universal con una asamblea elegi­ da en primer grado para un solo año—, un ejecutivo de 24 miem­ bros —elegidos por esta asamblea a partir de una lista prepara­ da por las asambleas primarias de los departamentos— y una práctica refrendaría generalizada, se ve sometida inmediatamen­ te a un referéndum que se realiza en julio en una Francia en guerra civil: esta Constitución se suspende el 10 de octubre. Se ha abierto el camino a las medidas de excepción. El mis­ mo día, a propuesta de Saint-Just, la Convención declara que el gobierno de Francia será revolucionario hasta la paz. El gobierno revolucionario La Convención, depositaría de la voluntad nacional, sigue siendo el centro impulsor de la actividad gubernamental. Pero en realidad el poder pertenece ahora a sus comités y, sobre todo, al Comité de Salvación Pública. El Comité de Salvación Pública, remodelado tras la caida de la Gironda, comprende una decena de miembros elegidos cada mes, iguales y solidarios. Desaparecido Danton, Robespierre en­ tra en él el 27 de julio de 1793, Billaud-Varenne y Collot d’Herbois el 6 de septiembre. Se llega a un equipo de 12 miembros, reelegidos constantemente durante un año: el gran Comité de Salvación Pública. Robespierre, Couthon y Saint-Just se ocupan de la política general, Collot d’Herbois y Billaud-Varenne de la correspondencia con los departamentos; Carnot dirige las ope­ raciones militares; a Lindet le corresponde el aprovisionamiento del ejército, a Prieur de la Cote d’Or el armamento, a Jean-Bon Saint-André y a Prieur de la Marne, la marina, a Barére la di­ plomacia; Hérault de Séchelles, omnipresente, completa el Co­

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mité, que procede en su totalidad de la Montaña, socialmente ho­ mogéneo: la burguesía del talento, más que del dinero, aboga­ dos y oficiales a excepción de Collot, un saltimbanqui; éste, con Billaud-Varenne, está por otra parte cercano a los sans-culottes y a los cordeliers, mientras que Carnot y Lindet se alian al Co­ mité sólo por razones de Estado; Barére juega el papel de árbi­ tro. Por último, Robespierre, Saint-Just y Couthon proyectan un futuro utópico. Entre los demás comités, el de Finanzas —ani­ mado por Cambon, diputado por Hérault— está encargado en particular de la financiación de la guerra, lo que le asegura un lugar importante. Pero el gran rival del Comité de Salvación Pú­ blica es el Comité de Seguridad General, constituido definitiva­ mente el 17 de octubre y encargado de velar por la seguridad del Estado. A él incumben la policía política y la búsqueda de sospechosos. Está dominado por Vadier. Amar, Lebas y el pin­ tor David forman su temible osamenta. Ser señalado por este co­ mité equivale, con frecuencia y a corto plazo, a pasar ante el Tri­ bunal Criminal Revolucionario, reforzado en París con 16 jue­ ces en lugar de 5, 60 jurados en lugar de 12 y 5 sustitutos adjun­ tos al acusador público, el todopoderoso Fouquier-Tinville; sus juicios se hacen ejecutorios en 24 horas y sin posibilidad de re­ curso. Según el mismo modelo, se instituyen tribunales revolu­ cionarios en Estrasburgo, en Nancy, en Brest; serán los instru­ mentos del Terror en los departamentos, donde subsisten las au­ toridades elegidas del municipio, del distrito y del mismo depar­ tamento, pero se duplican a partir de diciembre de 1793 por agentes nacionales encargados de ejecutar las decisiones del go­ bierno. Localmente, los comités revolucionarios vigilan a los sos­ pechosos, ordenan arrestos, entregan los certificados de civismo. Por último, los representantes en misión en el ejército o en los departamentos son miembros de la Convención, provistos de los más amplios poderes, que toman en el lugar y con conoci­ miento de causa las decisiones urgentes que el alejamiento de la Convención convertiría en tardías y poco oportunas. Así, Saint-Just, en el ejército de Sambre-et-Meuse, hizo recaer un control temible sobre los generales y los proveedores de guerra; impuso a las tropas una disciplina terrible y las hizo equipar por los estrasburgueses. Algunos representantes en misión, abrazan­

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do por pasión o debilidad los odios revolucionarios del lugar, de­ jaron un siniestro renombre de crueldad gratuita: Lebon en Arras, Carrier en Nantes, Fouché en Lyon, Tallien en Burdeos. No obstante la mayoría de ellos fueron sólo agentes eficaces del poder central. Efectivamente, nunca había tenido Francia un gobierno tan centralizado. A finales de 1793 todo parte del Comité de Salva­ ción Pública, todo vuelve al Comité de Salvación Pública. Re­ volucionario, este gobierno no extrae su legitimidad de un texto constitucional, sino de la excepción y la urgencia. Tiene como fi­ nalidad fundar la República y defenderla contra todos sus ene­ migos, y subordina todo a esta doble necesidad, a riesgo de sus­ pender las libertades proclamadas en 1789. En febrero de 1793 Robespierre había esbozado una teoría del gobierno revolucionario: Este debe a los buenos ciudadanos toda la protección nacional y sólo debe a los enemigos del pueblo la muerte. La conclusión es célebre: Hay que organizar el des­ potismo de la libertad para aplastar el despotismo de los reyes. En un informe de 18 de noviembre de 1793, Billaud-Varenne re­ toma esta teoría y anuncia que el gobierno sería protector de los oprimidos, favorable a los patriotas, benefactor para el pueblo, pero terrible para sus enemigos. Es la palabra exacta: desde el 5 de septiembre de 1793, bajo la presión de los sans-culottes, que han cercado de nuevo a la Asamblea, conducidos por Pache y Chaumette, la Convención puso el terror en el orden del día con este comentario: Es hora de que la igualdad pase su guadaña sobre todas las cabezas. La Asamblea responde así a las voces exasperadas de los sans-culottes parisienses, ese ejército de las calles que se ha impuesto fi­ nalmente a los burgueses republicanos y liberales. Los sans-culottes Otoño de 1793: los sans-culottes ocupan el proscenio y son los autores esenciales de la vida política durante unos meses. Es el reinado de la Santa Pica. Su programa: economía dirigida y democracia directa.

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Socialmente, el sans-culotte se caracteriza primero por una actitud exterior: el vestido; sobre todo, ese pantalón distintivo del pueblo, opuesto al calzón aristocrático. Con el vestido, el igualitarismo de las relaciones sociales: el tuteo, pese a las reti­ cencias de algunos montañeses; insensibles a lo que esta frater­ nidad verbal podía tener de equívoco, los sans-culottes pedían que los refractarios al tuteo fueran declarados sospechosos. Pese a los esfuerzos de Basire, la Convención, que acababa de recha­ zar la obligatoriedad del gorro rojo, se negó a establecer un de­ creto sobre el tuteo; pero el 12 de noviembre de 1793, el voseo es prohibido en París por el directorio del departamento. Al lado de este igualitarismo formal, el comportamiento de los sans-cu­ lottes contiene la conciencia de una oposición fundamental. El antagonismo mejor afirmado es el que enfrenta a la aris­ tocracia y al sans-culotte. El aristócrata es hasta tal punto ene­ migo de los sans-culottes que éstos acaban por englobar bajo ese nombre a todos sus adversarios, aun cuando no pertenezcan a la nobleza, sino a la burguesía del antiguo Tercer Estado. Por úl­ timo, los sans-culottes crean la confusión más manifiesta entre la riqueza y la aristocracia. Esta oposición a los ricos se comple­ ta con una hostilidad al comercio, rasgo fundamental de la men­ talidad popular. La escasez y la carestía se agravan sin cesar, todo gran co­ merciante es sospechoso de ser un acaparador; la lucha del pue­ blo parisiense se transforma a menudo en una lucha contra la burguesía comerciante, contra la cual los sans-culottes reclaman fijación de precios y reglamentación. Sospechosos, los comer­ ciantes se convierten en una aristocracia mercantil destinada a unirse a la aristocracia nobiliaria. De ahí evidentemente el pilla­ je, tan lógico como la voluntad represiva. No podemos concluir de ello que todos los sans-culottes sean indigentes; cuando Pétion, en abril de 1793, define a los sans-culottes como hombres que no tienen, y cuando Erimette Lambert, de la sección Chalier, opone a abogados, procuradores, sacerdotes y nobles a los sans-culottes que no tienen nada, hay que entender que la sansculotterie se recluta en el mundo de los artesanos, los pequeños tenderos independientes y los obreros. Con, además, una condición necesaria: hay que ser patriota

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para ser sans-culotte. Hasta el punto de que, en la mentalidad popular, el sans-culotte y el republicano se confunden, cualquie­ ra que sea su origen social. Pero no se trata, para el sans-culot­ te, de un patriotismo verbal: es un comportamiento político; es preciso haber participado en las grandes jornadas revoluciona­ rias, al menos en las de junio y agosto de 1792 y de mayo y ju­ nio de 1793. Por eso el sans-culotte está armado con la pica. Las aspiraciones sociales de los sans-culottes se explican tan­ to por su condición como por las circunstancias: el pan es el cen­ tro de todas las reivindicaciones. Es preciso que todos los hom­ bres coman hasta saciarse. La Declaración de derechos de junio de 1793 afirmaba que el fin de toda sociedad era el bienestar co­ mún; los sans-culottes suelen ir más lejos al decir que la Revo­ lución se hace para el pueblo y debe garantizar el derecho a la existencia; sin ningún sistema doctrinal, este derecho sólo se afir­ ma en razón del problema imperioso de las subsistencias; el igua­ litarismo se refiere apenas a los demás bienes; los sans-culottes nunca cuestionaron las pequeñas propiedades, fundadas en el trabajo personal. Lo que cuestionan es la riqueza y de ahí ob­ tienen un argumento suficiente para imponer una fiscalidad so­ bre los ricos, a veces también proporcional a su supuesto incivismo. Afectos desde el punto de vista político a la soberanía popu­ lar, los sans-culottes dan gran importancia a sus asambleas por secciones, propugnando la teoría del gobierno directo; de ahí la voluntad de sanción de las leyes por el pueblo, de censura, de control y de revocabilidad de los electos y de vigilancia del eje­ cutivo. Están siempre dispuestos a cercar la Asamblea Nacional, lo que su apertura al público hace muy fácil; el gobierno revo­ lucionario los redujo al silencio prohibiendo los desfiles incesan­ tes a la tribuna de la Convención. Quedan las secciones, que son el escalón básico de la vida política local. Los sans-culottes sus­ tituyen la noción abstracta de soberanía, que se ejerce por inter­ medio de la Asamblea Nacional, por la realidad concreta del pue­ blo reunido en sus propias asambleas: la permanencia y la auto­ nomía de las secciones forman parte de los atributos necesarios de la soberanía popular y constituyen por otra parte un objeto permanente de debate entre girondinos y montañeses. A los gi­

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rondinos que reclaman su supresión en 1793, Salles responde que la permanencia es un instrumento revolucionario. Al término de la permanencia, consecuencia extrema de la so­ beranía popular, el último recurso del pueblo es la insurrección. La Declaración de derechos de junio de 1793 lo reconoce. La in­ surrección tiene su ritual: tocan a rebato y significa que un pue­ blo retoma el ejercicio de sus derechos y va a imponer su volun­ tad por la fuerza de las armas. No es más que una de las formas de la violencia, que es sin duda la imagen más común de la sans-culotterie: la guillotina es el instrumento vengador de la nación, el recurso mágico de un pueblo que ha sufrido un hambre secular, en cualquier caso pre­ ferible a las masacres desorganizadas en las prisiones. La guillo­ tina es popular; se le dan nombres familiares: la cuchilla nacio­ nal, el hacha del pueblo, louisette, la viuda...; se le escriben can­ ciones de simpatía: ¡oh tú, guillotina (...) llena tu divino saco de cabezas de tiranos! Se le dirigen incluso buenas palabras, si cree­ mos lo que anota el publicista Perriére en febrero de 1794: ¿Hay guillotina hoy?, decía un elegante, pequeño moderado. Sí, le re­ plicó un franco patriota, porque siempre hay traición. A los ojos de los sans-culottes el Terror está justificado. A los ojos de la historia, ésta ha dado al año II una dimensión in­ sostenible, que lo reduce a un episodio sangriento, sin concor­ dancia con el discurso sobre la justicia, la felicidad y la virtud de los promotores de la Salvación Pública. El primer Terror El terror ocupó todos los ámbitos de la vida del país. Es, al mismo tiempo, político, económico, social y religioso; está inclu­ so en el ejército. En otoño de 1793 nadie escapa a él. El terror político está casi totalmente comprendido en la Ley de Sospechosos de 17 de septiembre de 1793, que atañe a quie­ nes, sin haber cometido actos reprensibles contra la República, son considerados capaces de cometerlos; se apunta especialmen­ te a los exiliados, pero también a los funcionarios públicos des­ tituidos o a los que se ha negado un certificado de civismo, aqué-

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líos que se mostraron partidarios de la tiranía o del federalismo, esto es, de la monarquía o de los girondinos. Encargados de apli­ car la ley, los comités revolucionarios detentan un poder exor­ bitante y se entregan a menudo a una depuración sistemática en la que la venganza se mezcla con la urgencia: el primer baño de sangre. Así se ejecuta a la reina, el 16 de octubre, tras un odioso pro­ ceso; el colmo de la ignominia se alcanza cuando Hébert se atre­ ve a acusarla de haber pervertido a su hijo: Apelo a todas las ma­ dres de Francia, grita María Antonieta, a la que se había despo­ jado en julio de su pequeño Luis, confiado al mediocre cordonnier Simón, y luego de la pequeña María Teresa, abandonada en el Temple cuando su madre fue transferida a la Conciergerie. Su primer abogado, Chauveau-Lagarde, la defendió con tanta pasión que él mismo fue detenido en pleno tribunal; su segundo abogado, Ronson du Coudray, siguió la misma suerte. La infe­ liz, odiosamente apodada antaño La Austríaca, luego Madame Déficit, luego Madame Veto y por fin Viuda Capeto, fue abu­ cheada hasta el cadalso. El 31 de octubre cinco carretas conducen a la guillotina a aquellos girondinos que habían sido arrestados, entre ellos Vergniaud, Brissot, Gensonné, Carra; bajo la égida del siniestro Her­ mán, presidente del tribunal, Fouquier-Tinville, Hébert y Chaumette se reparten el papel de acusadores; se decapitó a Philippe Egalité el 6 de noviembre, el 8 de noviembre a Manon Roland, que gritó: ¡Libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre!; siguen después Barnave, Rabaut Saint-Etienne, Bailly, Luckner, Biron. Roland, Claviére, Pétion, Buzot se suicidan para escapar al cadalso. El 8 de diciembre incluso Madame du Barry, la an­ tigua favorita de Luis XV es ejecutada por crimen de aristocra­ cia. En tres meses hay 177 ejecuciones en París y más de 4.500 detenidos en prisión. En octubre se habían decapitado incluso re­ yes de piedra: las veintiocho estatuas reales que se alzaban en el friso por encima de los tres portales de Notre Dame habían sido precipitados sobre la plaza, con el fin de destruir la memoria exe­ crable de los reyes, cuyas sepulturas de Saint Denis habían sido violadas en agosto... Escenas de horror de otro género tuvieron lugar en algunas ciudades de provincias. En Lyon, tras la recon­

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quista de la ciudad por el ejército republicano de Kellermann, Couthon emprende el amortajamiento de la ciudad bajo las rui­ nas de las casas de los contrarrevolucionarios; hasta se le retira su nombre: se convierte en Ciudad Liberada. En diciembre, Fouché y Collot d’Herbois hacen fusilar a los prisioneros a cañona­ zos. En Nantes, las masacres de refractarios ahogados en el Loi­ ra, atados de dos en dos, comienzan en noviembre bajo la au­ toridad de Carrier. El terror económico fue primero un empréstito forzoso con­ tra las riquezas; luego, para asegurar el avituallamiento de las ciudades y luchar contra los especuladores que almacenaban mercancías, se decretó la pena de muerte contra los acaparado­ res; por último, para frenar el alza continuada de precios, la Con­ vención votó, el 29 de septiembre, la ley del máximo general por un año. Todos los precios serán en lo sucesivo fijados por las au­ toridades departamentales según el nivel arbitrario de los pre­ cios de 1790 aumentados en un tercio. El argumento de Barére no admite réplica: La República es propietaria momentánea de todo lo que el comercio, la industria y la agricultura aportan so­ bre el suelo de Francia. La misma ley establece, lo que fue mu­ cho peor recibido, un tope de los salarios. Pese a terribles ame­ nazas, la ley fue, por otra parte, bastante mal respetada, al pro­ curarse los más acomodados, a escondidas, en el mercado ne­ gro, productos alimentarios a cualquier precio; en cuanto a los obreros, si aprobaban el tope del pan y la carne, cuestionaban el de sus salarios. En octubre, una Comisión de Subsistencia pone el aprovisionamiento en el orden del día: quinientos agen­ tes a sus órdenes pueden ser enviados a las aldeas y disponer de la fuerza armada. Terror religioso: no sólo se hostiga a los refractarios, sino que los mismos constitucionales ya no son defendidos por las auto­ ridades. El terror se vuelve, más exactamente, antirreligioso. Los representantes en misión toman la iniciativa de hacer cerrar las iglesias, antros de superstición; los sacerdotes son invitados a lai­ cizarse, lo que parece pronto un deber cívico. Gobel, obispo me­ tropolitano de París, da ejemplo. En Champigny, en octubre, un cura pronuncia el sermón de su propia boda y explica que no es el fuego de las pasiones sino el amor sagrado a la patria lo que

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le hace tomar esposa. Podemos creerlo, al menos en esos curas jóvenes que desposaron, en esta época, a una vieja ama, lo que les permite sobre todo escapar a las sospechas y a la requisa militar. Después de los sacerdotes, la religión en sí misma. Gobel vuelve a dar ejemplo, pero esta vez, conminado por una delega­ ción de la Comuna conducida por Chaumette y Cloots: el 7 de noviembre, cubierto con gorro rojo, entrega su cruz pectoral y su anillo a la Convención, abandona el episcopado y reniega del culto católico en provecho del de la Razón. El 10 de noviembre, en la hasta entonces catedral, se dedica una ceremonia a la Ra­ zón, representada por una bailarina de la Opera, la ciudadana Maillard. Se levanta una montaña en el crucero, coronada por un templo griego dedicado a la Filosofía. Se dispusieron bustos de Voltaire, Franklin y Rousseau. Entre los discursos y cantos revolucionarios aparece la graciosa diosa, vestida con una túnica blanca y luego se retira con una sonrisa. Una ceremonia similar tiene lugar en Burdeos el 10 de diciembre, con la nueva amiga del representante Tallien, Therése Cabarrus, en el papel de la diosa. Por doquier, cortejos grotescos de sans-culottes revestidos de adornos sacerdotales se entregan a mascaradas que no aprue­ ban ni Danton ni Robespierre, en oposición a la Comuna de París. Por último, en octubre, un nuevo calendario ha sustituido al calendario religioso, suprimiendo el domingo: doce meses de treinta días y cinco días complementarios a los que se ha espe­ rado antes de darles un nombre. El 10 de octubre las autorida­ des de Arras lo ponen bajó el signo de las matemáticas y la as­ tronomía en una gran fiesta; miles de figurantes encarnan a los meses, los viejos encarnan a los días complementarios y un cen­ tenario encarna la jornada bisextil que sólo llega una vez cada cuatro años. El 24 de noviembre el calendario de Fabre d’Eglantine se impone en toda Francia. Ya se había llamado al año 1789 Año I de la Libertad; pero el 22 de septiembre de 1792 se había recordado como el primer día del Año I de la República y es con­ firmado en 1793. La Constituyente queda relegada al pasado, con la misma consideración que el Antiguo Régimen. El tiem­ po, como las medidas, se convierte en decimal; cada día está de­

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dicado a una planta, a un animal, a un utensilio, que sustituyen a los nombres de los santos, y los nombres de los meses hacen referencia a neologismos relacionados con la naturaleza. Así, por ejemplo, ese 24 de noviembre se convierte en el quartidi 4 de frimario del Año II, día del níspero, entre el tridi dedicado a la achi­ coria y el quintidi del cerdo. La década comienza con la naba y termina con el día del pico. Los santos son proscritos por do­ quier. Se da a los niños nombres extraídos de la historia antigua —Bruto, Agrícola, Mucio Scevola están de moda—, de la natu­ raleza o de la República; Fouché llama a su hija Niévre, como el departamento. Las ciudades son desbautizadas: Saint-Etienne se convierte en Comuna de Armas, Saint-Tropez se convier­ te en Heraclea... Todo creyente es ahora un sospechoso. El terror, por último, alcanza también al Ejército. Se renue­ va el Estado Mayor, los generales timoratos o vencidos son eli­ minados sin piedad; Custine, que había retrocedido frente a los austríacos, es guillotinado. Houchard, que consiguió el 8 de sep­ tiembre una gran victoria en Hondschoote, la primera gran vic­ toria de la República en mucho tiempo, es condenado al cadalso por no perseguir a los vencidos. Schauenbourg en el ejército del Mosela, que fracasa frente a Pirmasens, Landermont en el ejér­ cito del Rin, que no conserva Wissembourg, son igualmente re­ levados. Son sustituidos por hombres nuevos, salidos de las fi­ las: Hoche, Jourdan, Marceau. Carnot les ha prescrito la defen­ sa a ultranza. Tienen soldados: el 23 de agosto la Convención decretó la leva en masa. Por primera vez el servicio militar se impone a to­ dos los hombres jóvenes y la actividad militar a toda la nación. Carnot ha redactado el decreto heroico, pronunciado por Barére: mientras que los solteros irán al combate, los hombres casa­ dos forjarán las armas y transportarán las vituallas, las mujeres fabricarán tiendas de campaña y servirán en los hospitales, los niños deshilacharán la ropa, los viejos se harán transportar a los lugares públicos para ejercitar el valor de los guerreros, predicar el odio a los reyes y la unidad de la República. Así se establece un ejército de 600.000 hombres; generalmente inexpertos, los movilizados y los voluntarios se agrupan en semibrigadas con ba­ tallones de viejos soldados de carrera: es la amalgama. Los unos

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aportan la experiencia, los otros el entusiasmo. Francia se llena de talleres para fabricar ropas o armas, se rascan las paredes de las bodegas para obtener el salitre necesario para la pólvora, se recuperan los metales hasta en la techumbre de los castillos para fundir balas. En esas condiciones, la victoria tenía que llegar, cómo no. Las victorias del otoño de 1793 Entre julio y septiembre de 1793, los 300.000 soldados de la primera leva se habían unido por fin a sus ejércitos; son los que combaten a partir de septiembre, mientras se instruye a los de la leva en masa. La depuración del mando lleva a primera fila a generales jóvenes y ardientes, de un valor a menudo incompa­ rable, pero aún poco hábiles en la guerra. Las victorias de otoño de 1793 se deben tanto a las divisiones de los coaligados y a la mediocridad de su propio mando por una parte, a la total desor­ ganización de los insurrectos por otra, como al innegable ímpetu de los ejércitos de la República. En el frente exterior, el ejército aliado parece dislocarse y la guerra de asedio lo inmoviliza: el duque de York se obstina en tomar Dunkerque, que es, desde los tiempos de Luis XIV, el puerto francés más execrado por Inglaterra. Cobourg se demora en el asedio a la pequeña plaza de Quesnoy y luego en el asedio de Mauberge. Houchard tiene el camino libre para rechazar a los anglo-hannoverianos de Freytag en Hondschoote, pero, más bien indeciso, los deja escapar y es vencido poco después por los holandeses. En octubre, los carmagnoles de Jourdan y Carnot li­ beran por la fuerza Mauberge, cuya guarnición no se ha movi­ do; su jefe, Chancel, es guillotinado. Luego, el 16 de octubre, Jourdan disloca las fuerzas austríacas en Wattignies, una bella victoria de la artillería. Por último, mientras que Wurmser había invadido Alsacia tras haber conquistado los baluartes de Wissembourg, los prusianos de Brunswick ponen el pie en el Sarre. Los representantes de la Convención —Saint-Just y Lebas en Es­ trasburgo, Baudot y Lacoste en Lorena— preparan la respuesta, con Pichegru en el ejército del Rin y, sobre todo, Hoche en el

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ejército del Mosela; Wurmser es rechazado en diciembre. Fioche reconquista Landau y ocupa Spire. Ya en octubre Kellermann había liberado Saboya; los españoles de Ricardos se han retirado a su frontera, tanto en el Rosellón como al sur de Ba­ yona. Finalmente, la invasión se ve rechazada por doquier, o al menos detenida. La reducción de las insurrecciones interiores es claramente más decisiva, pero exige esfuerzos gigantescos y es acompañada en todas partes por un terror extremo. Lyon había sido reconquistada, tras un verdadero asedio, por el ejército reclutado en Auvernia por Couthon, y tras dos asal­ tos, el 29 de septiembre y el 8 de octubre, Dubois-Crancé y Robespierre decretan su aniquilamiento. Couthon, tenido por de­ masiado moderado, es relevado por Fouché y Collot d’Herbois, que pronuncian más de 1.500 condenas a muerte, añadidas a las masacres colectivas. Tras la toma de Lyon se puede descender el Ródano. En diciembre, Dugommier y el joven capitán Bonaparte conquistan Toulon a los ingleses; la ciudad es asolada, en el puerto navios y arsenales están en llamas. Sin embargo, lo terrible fue la Vendée. La llegada de la pres­ tigiosa guarnición de Maguncia no había permitido destruir in­ mediatamente el ejército católico real; Kléber y Marceau son fá­ cilmente vencidos por Charette en Torfou y Tiffauges el 19 de septiembre; la víspera, Ronsin —un antiguo actor— y Santerre —un antiguo cervecero—, que encabezan un importante ejérci­ to revolucionario pese a su incompetencia (porque son sans-culottes probados), fueron puestos en fuga en Coron, cerca de Saumur. No obstante, el 17 de octubre, los ejércitos azules se unen en Cholet y aplastan a los blancos, que pierden a casi todos sus jefes: Bonchamp no sobrevive a sus heridas, Lescure muere poco después, d’Elbée queda gravemente herido. La Vendée ya no existe, escriben en plena euforia los representantes en misión en el Comité de Salvación Pública. Sin embargo, eso no era del todo cierto. La Rochejacquelin y Stofflet pasan el Loira con unos 30.000 hombres a los que se unen las bandas bretonas de Jen Chouan. Entonces comienza la huida hacia adelante, las altas y bajas del 18 de octubre al 23 de diciembre. Los vendeanos están en Laval el 23 de octu-

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bre, rechazan en Entrammes —25 y 26 de octubre— a los ejér­ citos de Westermann, el 27 a los ejércitos de Léchelle, mal tác­ tico, bajo el que Barére había puesto los cuerpos de Saumur, Brest, Nantes y La Rochelle. Pero, sin fin preciso, los vendeanos suben hasta Granville, donde fracasan, y luego vuelven a ba­ jar hacia el Loira; rechazan una vez más a Westermann y dos ofensivas de Marceau y Rossignol y llegan hasta Angers, ciudad que no toman, a principios de diciembre. Perseguidos desde en­ tonces, son alcanzados por Marceau en Le Mans, donde sucede una terrible carnicería en las callejuelas atestadas de mujeres, ni­ ños y viejos. Otros restos del ejército vendeano son extermina­ dos en Savenay el 23 de diciembre. La Rochejacquelin y Stofflet han conseguido volver a pasar el Loira y se vuelven a encontrar con Charette: entonces comien­ za una guerrilla inhumana. Turreau, que toma el mando de las tropas republicanas en enero, lanza a través de la Vendée co­ lumnas infernales, encargadas de ejecutar el plan de devastación decretado el 1 de agosto. Las instrucciones de Turreau son terro­ ríficas: todos los bandidos convictos de haber portado armas se­ rán pasados por el filo de la bayoneta; lo mismo se hará con las mujeres, niñas y niños que estén en ese caso (...). Todos los pue­ blos, burgos, retamales y todo lo que pueda arder serán entrega­ dos a las llamas. El 21 de enero doce columnas se ponen en mo­ vimiento; la Vendée ha sido puesta a fuego y sangre. Haxo sale de Paimboeuf y desciende sobre Challans; de Brissac se dirige hacia Tiffauges y Les Lúes; Moulin va de Chalonnes a Cholet, luego remonta sobre Vihier dejando a Huché avanzar hacia Luçon; Boucret devasta el sur de Choletais, Bonnaire y Grignon la región que se extiende de Bressuire a Saint-Fulgent, y Duval, aún más al sur, la región de Parthenay en La Chataigneraie. Por último, las comisiones militares condenan y ejecutan a miles de personas; Francastel en Angers es tan terrible como Carrier en Nantes. El balance, difícil de hacer serenamente, sobrepasa la imaginación, hasta el punto de que los historiadores han dudado en aceptarlo: las ciudades, el ganado, los bosques, todo es des­ truido, los muertos pasan de 100.000; con efectos demográficos a largo plazo, toda una generación ha desaparecido de la Vendée.

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La República se impone en el interior, el peligro exterior pa­ rece más o menos contenido: ¿convenía, pues, seguir tensando los muelles del gobierno revolucionario? Es la opinión de algu­ nos montañeses y la de esos enragés que, como Hébert, Ronsin o el librero Momoro, ven en ello una prueba de victoria. Pero ya no todos los sans-culottes están involucrados, y muchos de los diputados comienzan a cansarse del terror y desean atenuarlo; al­ gunos se atreven a decirlo. Desmoulins, el 5 de diciembre, lanza una verdadera campaña de prensa con un nuevo periódico: El Viejo Cordelier; no duda en comparar a los patriotas exagerados con los partidarios de Pitt, bien servido por sus excesos. En tor­ no a Desmoulins se agrupan varios indulgentes. Con ellos, Danton recupera posición en la escena política y propugna el moderantismo. Después de haber dudado, Robespierre toma posición por su parte en su Informe sobre los principios del gobierno revolucio­ nario el 25 de diciembre. Condena a las dos facciones y se con­ vierte en defensor de una vía intermedia del terror, entre los in­ dulgentes y los enragés. Sólo le queda imponerla. La caída de las facciones El 5 de febrero de 1794, en la Convención, Robespierre se lanza a una brillante demostración para explicar que el gobierno revolucionario procede de dos principios indisociables: la virtud, sin la cual el terror es funesto, y el terror, sin el cual la virtud es impotente, y esto es consecuencia del principio general de la de­ mocracia aplicado a las más urgentes necesidades de la patria. Ya se había oído a Robespierre justificar la dictadura revoluciona­ ria invocando las necesidades de la defensa nacional, pero nun­ ca había ido tan lejos en la teoría política. Efectivamente, la vía intermedia del terror se mantenía. Era visible por ejemplo en detalles de la vida cotidiana, como esas barajas que hacen republicanas para obedecer a la Convención. El antiguo conde de Saint-Simon, provisionalmente ciudadano Bonhomme, propone un modelo en el que los reyes sean susti-

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tuidos por genios, las reinas por libertades y los valéis por igual­ dades; ¡así encontramos en los corazones el genio de la guerra, la libertad de cultos y la igualdad de deberes! En otros juegos, Catón o Bruto, Aníbal u Horacio, Rousseau de tréboles y Voltaire de diamantes sustituyen a las antiguas imágenes... Más bru­ talmente, la actividad regular de la guillotina confirma un terror bien conservado; el 5 de febrero, el día en que Robespierre aso­ cia terror y virtud, la antigua marquesa de Marbeuf y su inten­ dente Payen son guillotinados por haber convertido los campos de trigo en pastos, pues así han provocado el hambre en el pue­ blo. El pan sigue en el corazón de la Revolución. Con otras preocupaciones, tenidas muy en cuenta en el Año II. Así, las sociedades populares han conseguido que la instruc­ ción pública sea objeto de una política avanzada: el 19 de di­ ciembre de 1793, la Convención ha decretado una enseñanza pri­ maria gratuita, laica y obligatoria para todos los niños de seis a nueve años; los maestros deben tener su certificado de civismo. Tras la proclamación de la libertad de cultos, una rectificación de la descristianización, los sacerdotes son tolerados en estas fun­ ciones, a condición de plegarse a las mismas exigencias que los laicos y de respetar el nuevo calendario que entra en las costum­ bres a lo largo de nivoso (enero de 1794). Mucho más importan­ te, el 16 de pluvioso del Año II (4 de febrero de 1794) la Con­ vención deroga la esclavitud en las colonias francesas y recibe triunfalmente a los tres diputados de la isla de Santo Domingo: Louis-Pierre Dufay, un blanco, Jean-Baptiste Bellay, un negro, y Jean-Baptiste Mills, un mulato. No obstante, las facciones seguían enfrentándose. Hacia el fi­ nal del invierno su conflicto encuentra el desenlace, una vez más en un momento difícil de la coyuntura económica. El pan es raro y caro, ya que la cosecha de 1793, hecha en las peores condicio­ nes, ha sido mala; la carne escasea, en parte a causa de las re­ quisas militares, pero también porque nadie se ocupa ya del ga­ nado. Los cordeliers incitan entonces a los sans-culottes a recla­ mar grandes medidas... En efecto, la Convención vota las ayu­ das y los decretos de ventoso relanzan la salvación pública; el 8 de ventoso (27 de febrero) Saint-Just hace decretar la confisca­ ción de los bienes de los sospechosos y su distribución a los in­

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digentes. Al día siguiente se lee el proyecto de una nueva ley con­ tra los acaparadores. Los cordeliers creyeron entonces que vencerían si acentuaban su presión: ahí se encuentra su error, el que conduce a las dos purgas sucesivas. El 12 de ventoso (2 de marzo), los cordeliers, Carrier, Hébert, Ronsin, ahora comandante del ejército revolu­ cionario de París, lanzan un llamamiento a la insurrección; el 14 Hébert ataca de palabra a Robespierre. El 23 de ventoso (13 de marzo) Robespierre decide acabar con los hébertistas: Hébert, Vincent, Ronsin, Momoro son arrestados y acusados de urdir un complot extranjero; para convencer mejor se arresta con ellos a unos refugiados, Proli y Kock, y a dos banqueros turbios, Cloots y Pereira. Sólo Danton, ahora abiertamente opuesto al Comité de Salvación Pública, indulgente incluso con los enragés, clarivi­ dente porque ha comprendido que su eliminación era el prelu­ dio a una purga más general, osa pronunciarse contra la ejecu­ ción de los hébertistas, conducidos a la guillotina el 4 de germi­ nal (24 de marzo) en una carreta que los mezcla con simples sos­ pechosos, como la mujer del general Quetineau o el gobernador de Pondichéry, Laumur. Las acusaciones de improbidad contra Hébert, las distribu­ ciones de víveres hechas en el mismo momento y la desbandada del ejército revolucionario de París el 7 de germinal (27 de mar­ zo) dan sus frutos: los sans-culottes no se mueven. El Comité de Salvación Pública sale reforzado de esta primera prueba y no de­ saprovecha la ocasión de acabar también con los indulgentes. En la noche del 9 al 10 de germinal (29-30 de marzo), Dan­ ton, Desmoulins y Lacroix son arrestados, para asombro de la Convención. Se les une gente como el abate d’Espagnac, noto­ rio especulador, Westermann, por sus fracasos repetidos contra los vendeanos, el español naturalizado Guzmán y los dos her­ manos Frey, de origen austríaco, para justificar la acusación ri­ tual de complot del extranjero, y el mismo Hérault de Séchelles, miembro del Comité de Salvación Pública, al que sus colegas mantenían al margen bajo sospecha de moderantismo. La for­ midable elocuencia de Danton, que demuestra al tribunal revo­ lucionario la tiranía de los comités, no consigue volver el proce­ so contra los acusadores: / Viles impostores, apareced!, ruge el tri-

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buno, aplaudido por el público. Hermán, espantado, desaloja la sala... Todos los procesados son acusados de ser los últimos par­ tidarios de la monarquía, cómplices de Dumouriez, de Egalité y de Fabre d’Eglantine, arrestado éste el 13 de enero por un asun­ to de corrupción sin relación con la lucha de las facciones, pero que da ocasión a presentar la única parte real del informe, una escritura falsificada. Son guillotinados el 16 de germinal (5 de abril de 1794). Una carreta disparatada completa el 24 de germinal (13 de abril) la eliminación de las facciones. Los acusados ni siquiera se conocen o son adversarios políticos. El juicio se ha efectuado sin pruebas ni testigos bajo la presidencia de Dumas, un notable robespierrista. Así se ejecuta conjuntamente a Lucile Desmoulins, culpable de no haber querido salvar a su marido, al procurador de la Comuna de París, Chaumette, convicto de hébertismo, al obispo Gobel, pese a todo lo que había aceptado hacer, al mo­ nárquico Dillon... ¿Qué justicia es ésta? París comienza a temblar. Robespierre queda como único arquitecto de la Revolución. El 25 de germi­ nal (14 de abril) hace que la Convención ordene el traslado de las cenizas de Rousseau al Panteón. Pradial del Año II: la Francia de Robespierre. El Ser Supremo, el Gran Terror y la victoria Robespierre, al destruir el Estado mayor de los cordeliers, acababa de poner fin a la presión de la calle sobre la represen­ tación nacional, que desde agosto de 1792 había desviado la re­ volución burguesa de su curso. En ese sentido, germinal señala el retorno a las normas de un liberalismo que no sólo debe imputarse a los termidorianos. Pero al guillotinar a Danton y a los indulgentes, Robespierre muestra que sigue aferrado al Terror y no se da más opción que la huida hacia adelante: la vía es pe­ ligrosa. El Incorruptible, siempre teórico ejemplar de esa virtud que no es otra cosa que el amor a la patria y a sus leyes y la pre­ ferencia del interés público sobre todos los intereses particulares, acaba siendo desbordado por su propio discurso.

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Concretamente, organiza una dictadura sin precedentes. El gobierno es un gobierno de guerra, lo que legitima todas las me­ didas de excepción. El Comité de Salvación Pública, reducido a 11 miembros, es ahora el órgano esencial. Gobierna sobre las doce comisiones ejecutivas que sustituyen a los ministros, él mis­ mo redacta los bandos para la ejecución de las leyes y no duda en legislar directamente. El Comité de Seguridad General, aho­ ra también estable, aplica la ley de sospechosos: es un ministe­ rio del terror. La Comuna de París se reduce a la función de ór­ gano de transmisión de las órdenes del Comité de Salvación Pú­ blica, las sociedades populares desaparecen en floreal y pradial (mayo y junio de 1794), los representantes en misión de la Con­ vención son llamados masivamente a finales de germinal y sus­ tituidos por comisarios del Comité de Salvación Pública. La ad­ ministración de los departamentos, sospechosa de federalismo, es reducida a su directorio, que pierde casi todas sus atribucio­ nes; las municipalidades y los distritos, en cada uno de los cua­ les se encuentra ahora un agente nacional, mantienen correspon­ dencia directa con el Comité de Salvación Pública. Este considerable refuerzo del poder central por el gobierno revolucionario es un arma de doble filo: si tranquiliza a la bur­ guesía descartando la amenaza de los sans-culottes, inquieta en la Convención a los diputados de la Llanura, que acaban for­ mando, tras las dos purgas, una clara mayoría, en primavera to­ davía muda, pero, ¿por cuánto tiempo? Económicamente, la burguesía respira. El delito de acapara­ miento se mantiene firmemente, pero sólo implica multas. El de­ creto del 23 de ventoso (13 de marzo de 1794) distingue a los ho­ nestos comerciantes de los especuladores. El tope general sufre numerosas excepciones o atenuaciones de hecho; el comercio ex­ terior se libera progresivamente, el avituallamiento civil se con­ fía a los comerciantes. De hecho, a la inversa que los sans-cu­ lottes, que propugnaban una economía dirigida, al Comité de Sal­ vación Pública le repugna la ampliación de las atribuciones y res­ ponsabilidades del gobierno económico. Por el contrario, el tope de los salarios, qüe sólo se había apli­ cado con precaución, se impone ahora en todo su rigor. Se pro­ duce el divorcio entre el Comité de Salvación Pública y el pue-

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blo de los sans-culottes. La nueva burocracia no tolera más in­ fracciones y castiga. Barére hace incautar mano de obra para al­ gunos transportes de mercancías, la Convención inicia trámites contra los fomentadores de coaliciones en los talleres de guerra; el 1 de termidor (19 de julio) son arrestados varios obreros huel­ guistas como sospechosos, el 5 de termidor (23 de julio) la Co­ muna de París publica un nuevo tope salarial, que no es sino una bajada generalizada del precio del trabajo. No obstante se man­ tienen algunas adquisiciones de 1793. Así, la Convención había asegurado el 5 de brumario (26 de octubre de 1793) la división de patrimonios instituyendo la igualdad absoluta de los herede­ ros; la división en pequeños lotes de los bienes de los exiliados, prescrita el 3 de junio de 1793, se había extendido el 2 de frimario (22 de noviembre) a todos los bienes nacionales: esta frag­ mentación permite por fin a cierto número de pequeños agricul­ tores convertirse en pequeños propietarios; por el contrario, el reparto de los bienes comunales siguió provocando reticencias. La ley del 22 de Boreal (11 de mayo de 1794) aporta a los po­ bres de las ciudades un Libro de beneficencia nacional que ins­ tituye la asistencia médica, las pensiones para los viejos, las ayu­ das a las madres de familia numerosa. De hecho, la Revolución parecería retomar más o menos su curso inicial, con un cierto retorno a la calma y a la estabilidad política, si el Comité de Salvación Nacional no se aislara cada vez más de la nación, y no derivara hacia otras soluciones, san­ grientas y utópicas. En efecto, Robespierre juzgaba indispensable dar un funda­ mento metafísico al régimen en primer lugar: es el momento del Ser Supremo. En un muy importante informe del 18 de Boreal del Año II (7 de mayo de 1794), el Incorruptible expone a los diputados que la lucha de las facciones proviene de la deprava­ ción moral y ésta del ateísmo. Aun cuando expresa así una con­ vicción personal, no habla como filósofo, sino como político. La idea del Ser Supremo y de la inmortalidad del alma es un llama­ miento continuo a la justicia, es, por tanto, sociable y republica­ na. Los diputados, en conjunto, no creen nada de eso, pero no se atreven a contradecirlo: el célebre decreto de la Convención del mismo día proclama que el pueblo francés reconoce la exis­

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tencia del Ser Supremo y de la inmortalidad del alma. El ateísmo queda fuera de la ley. El decreto instituye, junto a cuatro gran­ des fiestas republicanas y a la celebración de una virtud cívica cada década, la gran fiesta del Ser Supremo el 20 de pradial (8 de junio de 1794), día del Corpus Christi. ¿Pura casualidad? ¿Es el preludio de una restauración religiosa? Con vestido blanco forrado de rojo y un ramillete de espigas en la mano, Robespierre, entonces presidente de la Convención, preside esta fiesta, pues­ ta en escena por David, rodeado de un cortejo que va de las Tu­ nerías al Campo de Marte, como si fuera el pontífice de una nue­ va religión natural, basada en Rousseau. Conforme a las órde­ nes de París, la fiesta se celebra en toda Francia; cada ciudad se afana por encontrar al joven más escultural para encarnar al dios patriótico y a las más bellas jóvenes, vestidas de blanco y ceñi­ das por cintas tricolores, para formar su cortejo. El fervor po­ pular ¿es testimonio de una adhesión real a esta simbiosis entre el culto cívico y la religión natural? Es más bien la parte de uto­ pía, de una utopía peligrosa ya que es causa de aislamiento. Lo mismo ocurre con el Gran Terror, a la orden del día con la ley del 22 de pradial (10 de junio de 1794), votada sobre el informe de Couthon: suprime absolutamente todas las garantías de justicia; ya no hay defensor, el veredicto del jurado se reduce a la elección entre la absolución y la muerte, la definición de los enemigos de la República se hace tan vaga que permite englo­ bar en ella a cualquiera... Ya en abril los hombres de 1788, los de la revolución de los notables, habían sido conducidos al cadalso: Thouret y Malesherbes, Le Chapelier y d’Eprémesnil, que bromean juntos en la carreta, apostando entre ellos sobre quién obtendría más abu­ cheos. En mayo es el turno de los antiguos fermiers generales —entre ellos Lavoisier, el gran químico— : 27 ejecuciones tras un proceso chapucero bajo la presidencia de Coffinhal. El 10 de mayo, con otros 25 condenados, Madame Elisabeth es ejecuta­ da: la hermana de Luis XVI, sin duda la que más le había ama­ do, siempre cerca de él en todas las adversidades, en Varennes, el 20 de junio, el 10 de agosto, después en la prisión del Tem­ ple, luego última compañera de María Antonieta, más tarde en el papel de madre para Madame Royale, la huerfanita. Madame

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Elisabeth, ante la que se inclinan todos sus compañeros de carre­ ta, muere con una dignidad impecable y, por primera vez, cuan­ do la cabeza cae en el cesto, la muchedumbre permanece excep­ cionalmente silenciosa. Esta ejecución, totalmente inútil, abso­ lutamente injustificable, es exactamente lo que no había que ha­ cer. Se sitúa en el momento de la ruptura profunda entre Fran­ cia y el Terror. Y es entonces cuando comienza el Gran Terror: cerca de 1.300 condenas a muerte en París entre el 10 de junio y el 27 de julio y muchas más en otros lugares: Barbaroux, Valady, Salles, Guadet, el general Alexandre de Beauharnais, André Chénier, los carmelitas de Compiégne, que cantan el Veni Creator y lue­ go el salmo Laúdate Dominum omnes gentes... El balance trági­ co del Gran Terror equivale a la mitad de los once meses de Terror: 17.000 ejecuciones; hubo más de 3.500 en Nantes, el ré­ cord, más de 2.600 en París. Los departamentos más afectados fueron los del oeste (Vendée, Loire-Inférieure, Maine-et-Loire, Charente-Inférieure, Deux-Sévres) así como los de Nord, Rhóne y Gard. Tan sólo cinco departamentos no conocieron la guillotina: Hautes-Alpes, Basses-Alpes, Haute-Saóne, Seine-et-Marne y Aube. En junio circula una caricatura que repre­ senta a Robespierre rodeado de guillotinas, guillotinando al úl­ timo francés, sentado sobre un féretro y ante un monumento con la inscripción Aquí yace toda Francia. El Gran Terror era intolerable. No tenía además ninguna uti­ lidad. Durante meses todo se justifica con la guerra, todo el país está pendiente del esfuerzo bélico, de la manutención de los 500.000 hombres armados en las fronteras de la República, de la salvación de la República. Ahora bien, el 8 de mesidor del Año II (26 de junio de 1794), la aplastante victoria de Fleurus es por fin la victoria esperada desde hace más de un año, la vic­ toria decisiva. El general Jean-Baptiste Jourdan, que ha dirigi­ do personalmente tres cargas a la cabeza de sus batallones, aca­ ba de abrir de nuevo el camino de Bélgica; el heroísmo de Lefébre y Championnet, que contuvieron los asaltos austríacos, y las magníficas cargas de Kléber han hecho que desaparezca Cobourg. Unos días más tarde Pichegru entra en Bruselas; el 9 de termidor (27 de julio) entra en Amberes y Jourdan, a la cabeza

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del ejército de Sambre-et-Meuse, entra en Lieja. La patria ya no está en peligro. En el momento en que la victoria permite la libertad, Robespierre se obstina en reunir los dos términos contradictorios, la victoria y el terror: Robespierre debe desaparecer. Los descon­ tentos de superficie y las corrientes profundas se van a encon­ trar; la Francia hostil a la armadura revolucionaria de la nación sólo espera hombres que osen actuar. Los hay. La caída de Robespierre, 9 de termidor del Año ll Son incluso numerosos. Son, en primer lugar, los represen­ tantes llamados a París en germinal para dar cuenta de sus pro­ pios excesos y exacciones: Tallien, inquieto por la bella Thérése encerrada desde pradial, Fouché o Barras, agitados sobre todo por su propia suerte. Son también los miembros del Comité de Seguridad General, Amar y Vadier por ejemplo, maximalistas, descristianizadores sinceros, indignados por el culto al Ser Su­ premo, enemigos de la dictadura. Son, por último, todos los diputados de la Llanura, siempre ahí, siempre mudos, ahora alar­ mados por el rumor persistente de una nueva depuración. El mismo Comité de Salvación Pública se descompone: la partida se juega en su interior. Robespierre tiene dos fieles, Saint-Just y Couthon. Pero los demás se despegan poco a poco del régimen del Gran Terror. Lindet, Prieur de la Cote d’Or, Carnot representan a esa Llanura que sólo se ha aliado con el terror para asegurar la salvación de la Revolución, pero sin de­ sistir de un conservadurismo moderado y en realidad adscritos al parlamentarismo. Carnot, cada vez más irritado por las críti­ cas de Saint-Just y Robespierre a sus planes de guerra, es el au­ téntico animador de la oposición y, al final, del 9 de termidor. Barére se hace el discreto, pero es el segundo hombre necesa­ rio: garantiza, por sus lazos con la Asamblea, la legalidad del asunto. Prieur de la Mame y Jean-Bon Saint-André están de mi­ sión. En cuanto a Billaud-Varenne y Collot d’Herbois, aún próximos, por otra parte, al Comité de Seguridad General, re­ presentan en esta operación la luz verde concedida por el perso­

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nal político del Estado revolucionario formado en el terror. Sensible a esta hostilidad, cada vez más irritable, agotado por un trabajo abrumador, harto de sus altercados con Carnot, exas­ perado por Billaud-Varenne que ahora lo trata de dictador, Robespierre acaba retirándose del Comité de Salvación Pública, a donde ya no acude desde mediados de mesidor (principios de ju­ lio). Pero sigue dirigiéndose a los Jacobinos y, sobre todo, a la Convención. El 8 de termidor, ante la Asamblea, pronuncia un discurso amenazador, anuncio de una nueva depuración; no obs­ tante no nombra a sus víctimas: temiendo que pida carta blanca, la Asamblea no lo sigue. Por la noche, en los Jacobinos, Robespierre denuncia a los facinerosos y bribones y la debilidad de la Convención. Collot d’Herbois, presidente entonces de la Con­ vención, y Billaud-Varenne son expulsados del club. Los mon­ tañeses tienen miedo; con Barras consiguen aliarse con los dipu­ tados de la Llanura, hasta entonces indecisos; Durand-Maillane, uno de sus jefes, acepta sostener a los conspiradores si éstos se muestran más fuertes. Pero hay que actuar deprisa: los jaco­ binos, la Comuna de París, Hanriot y la guardia nacional siguen estando detrás de Robespierre. En la sesión del 9 de termidor del Año II (27 de julio de 1794), los diputados de la Convención impiden hablar a Saint-Just y luego al mismo Robespierre; después, en medio del estrépito y la confusión, relevan a Hanriot de su mando, decre­ tan el arresto del presidente del tribunal revolucionario, Dumas. Billaud-Varenne lanza una diatriba contra el Incorruptible: ¡Abajo el tirano! ¡La sangre de Danton te ahoga!, le grita Garnier; otro dantonista, Luchet, pide por último la acusación de Robespierre, arrestado en seguida junto a Saint-Just, Couthon, Dumas e incluso Hanriot, que acaba de presentarse a la cabeza de un pelotón de gendarmes a caballo. La Comuna de París, con Fleuriot-Lescot, se declara en rebelión e intenta, en medio de la mayor confusión, una última maniobra para salvar a Robes­ pierre. Por la noche. Barras, encabezando un contingente de guardias nacionales procedentes de los barrios acomodados, toma posiciones en la plaza de Gréve, rodea el ayuntamiento y arresta a sus ocupantes. Comienza al mismo tiempo una nueva carrera política y recupera en su provecho la victoria.

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El 10 de termidor (28 de julio) Robespierre y veintiún robespierristas son guillotinados; el 11, la hornada más numerosa de la Revolución, con setenta y una ejecuciones; el 12, doce guillo­ tinados más. Así desaparecen, con Robespierre, su hermano Ro­ bespierre el joven, Saint-Just, Couthon, Dumas, Hanriot, el ge­ neral La Valette, Payan (agente general de la Comuna), Gobeau (oficial municipal), Fleuriot-Lescot (alcalde de París), Coffinhal (vicepresidente del tribunal revolucionario), Vivier (presidente del club de los jacobinos). Esta hecatombe deja a Francia incrédula: después de Hébert, después de Danton, ¿Robespierre y sus amigos traidores a la Re­ pública? Pero Francia está satisfecha: juzga al gobierno revolu­ cionario herido de muerte y no se equivoca. Francia vivió mal el Terror. ¿Podía haber sido de otro modo? Los sans-culottes, como la burguesía, podían comprender y aceptar las necesidades de la guerra: por ella llegó todo. Pero por lo demás, ¿qué tienen en común? Ni siquiera el lenguaje, y desde luego tampoco las aspiraciones. A los unos, que hablan con una elocuencia mal controlada, de una forma peligrosamen­ te abstracta, de principios filosóficos o morales generales, de fe­ licidad y de virtud, los otros oponen lo concreto: el miedo y el hambre seculares. Los primeros han salido de esta segunda generación de las Luces, nacida entre 1755 y 1765, ésa que ha leído a Voltaire y a Rousseau y se ha apasionado por Franklin y los Insurgentes, ésa que tiene bastante cultura como para esgrimir infatigablemente los modelos de la Grecia antigua o de la república romana: Hér­ cules, Solón o Alcibíades tanto como Bruto, Régulo y Catón, de los que no se había oído hablar durante siglos. Pero no olvidan la propiedad, ni la Libertad, que es el motor común de sus vir­ tudes y de sus bienes. Los segundos sólo tienen una pasión: la de un mundo sin aris­ tocracia. En las aldeas, hay un pueblo desesperadamente sensi­ ble a la cosecha y a la desaparición de todos los derechos anti­ guos. En las ciudades, hay un pueblo sensible a la carestía de pan, de carne, de vino — la gota patriótica del Pére Duchesne—

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y de leña, a las subsistencias y a los alquileres. Lo que quieren es la fijación de precios y la requisa, la pica, el sable y la leva en masa, la guillotina y el terror. Es la Muerte, en esa divisa re­ volucionaria que adorna ahora los platos de loza: Libertad o muerte. Los montañeses concedieron en un principio todo eso a los sans-culottes. Pero impusieron un tope de salarios y conserva­ ron el poder. El reparto es malo: engendra rupturas. La revolu­ ción popular, triunfante en septiembre de 1793, pierde en la pri­ mavera de 1794. Hébert, el extremista, fracasó. Danton, el hom­ bre del compromiso, fracasa también. Entre esas dos tendencias, Robespierre se convierte en el hombre de la utopía, pierde con­ tacto con los unos y con los otros y fracasa también en la deriva sangrienta del Gran Terror. ¿Pueden triunfar los termidorianos? Herederos de una con­ junción de rechazo, no gozan de una comunidad de aspi­ raciones...

BIBLIOGRAFIA

Análisis general Esta época sigue siendo la que suscita más polémicas, según las interpreta­ ciones divergentes del Terror y de las prácticas sociales del Año II. Por un lado, los partidarios del igualitarismo de los sans-culottes (Soboul, Bouloiseau), por otro aquéllos que ven en el año II el patinazo de una revolución de élites, sobre la que se injerta una revolución popular violenta (Richet, Furet). Los autores americanos dan al debate un tono más equitativo (Kates, Sonenscher). La guerra de la Vendée (Sécher) es una cuestión muy delicada: los historiadores siguen in­ decisos ante el terrible balance.

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LOS NOTABLES Y LA REVOLUCION La victoria de los partidarios del orden y la propiedad

Capítulo 7 LA REPUBLICA TERMIDORIANA Y LA CONSTITUCION DEL AÑO III

A l detenerse la revolución social con la caída de los hebertistas en marzo de 1794, la Revolución de la virtud, conducida por Robespierre, desacreditada por el rumbo del Terror, se detiene con los acontecimientos de termidor. El 10 de termidor Francia se descubre anti-robespierrista: cientos de ruegos afluyen a la Con­ vención y expresan la unanimidad de las autoridades constitui­ das, las sociedades populares y los ciudadanos contra ese nuevo Catilina, ese nuevo Cromwell, ese facineroso. La caída del tira­ no señala exactamente el punto sin retorno del terror concebido como un sistema de poder esencialmente fundado sobre el mie­ do La victoria corresponde a los silenciosos de la Llanura, aho­ ra dueños de la Convención. Entre 1794 y 1795 la revolución con­ quista, por fin, su rostro definitivo: a partir de ahora es burgue­ sa y moderada. El mérito considerable de aquéllos a los que entonces se lla­ ma termidorianos es haber sabido no ceder a la demagogia anti-terrorista. Los órganos de gobierno revolucionario, en lugar de desmantelarse, se reorganizan: no es más que una revancha legal, contenida en los límites de la justicia, que pasa al orden del día. El contexto no era, sin embargo, realmente favorable. Sin duda, las fuerzas contrarrevolucionarias no se manifestaron en seguida, pero una rápida reacción moral trajo pronto consigo toda clase de excesos, al menos en las ciudades —París, Lyon, Burdeos— , en las que el lujo de quienes se enriquecieron con la especulación se manifiesta ahora públicamente y rompe con la miseria desesperante de un pueblo definitivamente pauperizado por la depreciación del assignat, que no tiene a principios del

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Año II ni un cuarto de su valor inicial; los compradores de bie­ nes nacionales son los auténticos beneficiarios de esta debacle fi­ nanciera, que les permite adquirir bienes de los exiliados por su­ mas efectivas irrisorias. Los antagonismos sociales, portadores de pesadas amenazas sobre el porvenir, se refuerzan por ello. Por el momento, hay una simple explosión de risa y alegría, una voluntad de placeres rápidos, frenéticos, groseros y provocado­ res: el enemigo es la virtud. De ahí una historia aún contrastada. Entre las formas de reac­ ción política que amenazan con desbordarlos y reacciones socia­ les que toman la forma popular de rebeliones de hambrientos, los termidorianos, tan hostiles al Antiguo Régimen como a la re­ volución montañesa, fieles a los principios de 1789, tratan de lle­ var a su término, en el marco de la República, la obra comen­ zada por los constituyentes en el marco de una monarquía cons­ titucional. Quieren consolidar ahora la Revolución fundando una República moderada, censitaria, liberal. Pero el telón de fondo es la guerra, cuyas necesidades son poco compatibles con ese pro­ grama. Entonces, con las victorias de la paz, tras La Fayette y Dumouriez, ¿una vez más la tentación cesarista? ¿La República deberá defenderse también de sus generales? La Constitución, que se pone en seguida en marcha, quizá les deja una opor­ tunidad. Las reacciones termidorianas Contexto inmediatamente visible: la reacción de las costum­ bres. Se saborea una libertad en la que ya no se creía y se sabo­ rea de modo más brutal por cuanto ahora no implica riesgo y pue­ de seguir siendo provisional. Excesos alimentarios: se come demasiado, se devora. Exceso de los placeres y de los juegos: se baila, incluso en los cemente­ rios y en las antiguas prisiones, en los Carmelitas y en el baile Tivoli, donde se enseña el vals; se festeja ostensiblemente a los escapados de la guillotina. La gente se apasiona por el teatro y los actores de renombre; el 7 de agosto, el Nuevo Teatro de las Artes, en la calle de las Leyes en París—antiguamente calle de Ri-

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chelieu— abre sus puertas con la novedad en Francia de los ban­ cos dispuestos en el patio; el 16 de agosto los actores del Teatro de la Nación, liberados de prisión, dan Las falsas confidencias, de Marivaux. Pero es más notoria la extravagancia de la vesti­ menta; al lado de jóvenes desenvueltos y excéntricos, cubiertos de encajes en las mangas o en chorrera, almizcleros (1) comple­ tamente ridículos, la moda pasa a las jóvenes provocadoras y am­ pliamente desvestidas, pero cubiertas de joyas: esas maravillo­ sas lanzan los deshabillés a la griega, lo que permite todas las au­ dacias. Thérésa Cabarrus, convertida en Madame Tallien, da el tono de lascivia, bien seguida por la viuda del general Beauharnais, pronto consolada, y otras bellezas fáciles; ambas frecuen­ tan los bailes por suscripción de Wenzell, donde un altar del amor adorna la sala de la rotonda. Políticamente, la reacción es más hábil y no carece de pre­ cauciones iniciales. Entre los antiguos partidarios de Robespierre, que se integran para hacer olvidar sus propios excesos, y los ar­ tesanos de su caída se perfila un partido de gobierno compuesto por antiguos silenciosos: Sieyés vuelve, y con él Boissy d’Anglas, Thibaudeau, Cambacéres, Lindet, que define el 20 de septiem­ bre el programa de los termidorianos: La Revolución está hecha, es obra de todos. Es un llamamiento a la conciliación y a la unión, que no recusa la obra realizada y trata, a la vez, de justificar el terror pasado y lo rechaza para el futuro. El 5.° día sans-culotte (2) del Año II (21 de septiembre de 1794), los restos de Marat son transferidos al Panteón en una ceremonia más bien apaga­ da; la muchedumbre se queda indiferente. Pero el 29 de fructidor Chasles y Lebois han hecho aparecer un nuevo Amigo del Pueblo-, ofrecen así un órgano a un grupo de diputados obstina­ damente fieles a las opciones más avanzadas de los montañeses, que se reúnen ahora bajo el nombre de cesteros en los bancos más elevados de la Asamblea: Fayau, Barére, Duquesnoy. El 5 de octubre Gracchus Babeuf publica el primer número de un (1) En francés, muscadins, porque olían a muse (almizcle). Ellos mismos pre­ ferían llamarse incroyables (increíbles). (2) Los cinco días sans-culottides eran los días complementarios al final de los 12 meses de 30 días.

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nuevo periódico, El Tribuno del pueblo o el Defensor de los de­ rechos del hombre. Peor, al mismo tiempo, es el final del gobierno revoluciona­ rio. Las prisiones se abren inmediatamente: desde el mes de agosto la Convención hace liberar a 478 detenidos en París; en septiembre, la viuda Egalité es puesta en libertad con el nombre de Orleans; en octubre, el marqués de Sade y Aimée de Coigny, a la que Chénier había cantado bajo el nombre de la Joven Cau­ tiva, son asimismo liberados. La ley de Gran Terror del 22 de pradial es derogada, las garantías dadas a los procesados reesta­ blecidas; Fouquier-Tinville es encarcelado sin tejemanejes, el Tribunal Revolucionario, completamente renovado, muestra, desde ahora, la mayor indulgencia, antes de ser suprimido en mayo de 1795. En diciembre de 1794, los diputados girondinos aún proscritos son llamados a la Convención y se suprime la fies­ ta nacional del 31 de mayo mientras que se instituye una nueva fiesta el 9 de termidor, día de la feliz revolución. Por otra parte, la Convención se apresta a poner otra vez sus manos sobre el ejecutivo: el 11 de termidor (29 de julio de 1794) decreta que los comités se renueven en un cuarto cada mes y que ninguno de sus miembros sea directamente reelegible. Los terro­ ristas son excluidos, con excepción de Carnot, organizador de la victoria. Primero son sustituidos Robespierre, Saint-Just, Couthon, pero también Prieur de la Cote d’Or, Jean-Bon Saint-André y Hérault de Séchelles, eliminados anteriormente, son sus­ tituidos por Tallien, dos dantonistas como Tréard y Thuriot y moderados como Laloy, Treilhard y Echassérieaux. Billaud-Varenne, Collot d’Herbois y Barére, violentamente imprecados por Lecointre en la Convención, dimiten. David es excluido del Co­ mité de Seguridad General y encerrado en el Luxemburgo. Por último, el 7 de fructidor (24 de agosto de 1794) el Comité de Sal­ vación Pública, privado de sus poderes extraordinarios, se redu­ ce a la guerra y a los asuntos extranjeros; Interior y Justicia pa­ san al Comité de Legislación. Las doce comisiones ejecutivas que reemplazan a los ministros se subordinan a los doce comités prin­ cipales de la Asamblea. En provincias, los representantes en mi­ sión se multiplican de nuevo y matizan a su antojo la política del poder central. Ya diluida, la autoridad se fragmenta.

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Se ataca entonces al club de los jacobinos, privado desde oc­ tubre de toda comunicación con las sociedades populares, defi­ nitivamente cerrado en París el 29 de brumario del año III (19 de noviembre de 1794) en razón de las violencias provocadas por su existencia. Esta decisión anuncia una purga. El sanguinario Carrier es guillotinado el 16 de diciembre. En los demás ámbitos la reacción termidoriana es claramen­ te favorable a la libertad. En materia religiosa la Convención uti­ liza un subterfugio al suprimir, por iniciativa de Cambon, los cré­ ditos a la iglesia juramentada, lo que equivale a una separación de la Iglesia y el Estado. En la Epifanía de 1795 los viejos Reyes Magos hacen su reaparición en los roscones. El 3 de ventoso del año III (21 de febrero de 1795), según un proyecto de Boissy d’Anglas, la Convención restablece la libertad de cultos, aunque prohibiendo las procesiones, las campanas y el hábito eclesiásti­ co y exigiendo un juramento de sumisión a las leyes de la República. En materia económica, se prorrogan los topes en un primer momento, pero su aplicación se relaja mucho. El mercado ne­ gro se desarrolla muy pronto; manufactureros, banqueros y ne­ gociantes llevan la ofensiva contra el control del Estado: la Con­ vención cede. Lindet, el 20 de septiembre, expone las grandes líneas de un programa liberal, anuncia el final del control de pre­ cios, la libertad del comercio exterior, el retorno al sector priva­ do de grandes manufacturas incautadas por el Estado, como los Gobelinos o los arsenales. Por último, el 4 de nivoso del año III (24 de diciembre de 1794), se suprimen los topes y se libera el comercio interior. Entonces comienza un alza vertiginosa de pre­ cios y el hundimiento definitivo del assignat. Los campesinos de­ jan de avituallar a las ciudades para no ser pagados en papel devaluado, los grandes negociantes de los puertos y los países ex­ tranjeros rechazan los billetes. En las regiones fronterizas las mo­ nedas extranjeras, contantes y sonantes, empiezan a circular. Esto ocurre en invierno, temporada muerta para los jornale­ ros agrícolas y los obreros de la construcción. Y ese invierno de 1795, precoz y duro, recuerda a los inviernos de 1789 ó 1790. El Rin, el Mosa, el Sena, el Garona, son presa del hielo, los árbo­ les mueren en el sur, los olivos se pierden en Languedoc, se ven

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lobos en torno a Toulouse... En París, Fragonard, Hubert Robert y Vernet firman una petición para impedir a los parisienses que arrasen el bosque de Boulogne para calentarse. El comité de Salvación Pública hace imprimir un folleto sobre El aprove­ chamiento de la patata helada; se hacen lecturas públicas en todo el este de Francia. Aparece el racionamiento: media libra de car­ ne en París cada cinco días en nivoso (enero de 1795), una libra de pan cada tres días en Lyon en ventoso (marzo de 1795). No obstante, los restaurantes frecuentados por los almizcleros — La marmita perpetua o La ternera que hoza— ofrecen a la glotone­ ría de los más provistos más de cien platos diferentes... Germinal y pradial ¿Se alzarán los parisienses hambrientos? Esa es la pregunta que se hace la Convención a finales de ese invierno terrible, he­ cho de escasez y luego de hambre. En tomo a París, desde prin­ cipios de marzo de 1795, las bandas atacan y saquean los alma­ cenes de grano y la harina de los campesinos que se niegan a en­ tregar sus cosechas y dejan subir los precios. Las distribuciones gratuitas de leche y luego la sopa popular son los últimos recur­ sos de muchos miserables. ¡Pueblo, despiértate, ya es hora! Es el mensaje de un cartel visto varias veces en las paredes de la capital a principios de ger­ minal (hacia el 20 de marzo). Los títulos cambian, pero el men­ saje es el mismo: El rebato nacional, tanto como la Petición a la Convención y al pueblo, la emprenden con la Asamblea, con los comités y con esos almizcleros cuyo lujo insolente es más que una provocación: un llamamiento a la rebelión. Pero hay que or­ ganizarse y las secciones de París carecen de esas sociedades po­ pulares que les permiten reunir al pueblo; tratan no obstante de movilizarse, recuerdan que bajo el Terror los precios estaban controlados y los mercados abastecidos, desean abiertamente que la crisis social desemboque en nuevas jornadas populares y añaden reivindicaciones políticas: el 1 de germinal (21 de mar­ zo) las secciones del arrabal de Saint-Antoine piden a la Con­ vención que ponga fin a la escasez y que aplique la Constitución

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de 1793. La sección de Gravilliers se encuentra agitada, delega­ ciones de mujeres se dirigen a la Asamblea, otras secciones de­ ciden mantener reuniones permanentes. El 11 de germinal (31 de marzo) la sección de los Quinze-Vingt lleva a la Convención una petición amenazante. Consciente del peligro, la Asamblea moviliza a sus partidarios. El 12 de germinal (1 de abril de 1795) estalla el motín. El pre­ texto es la escasez: la ración de pan acaba de ser reducida a un cuarto de libra para los niños. Pero para todos la cuestión de las subsistencias está ligada a la de las libertades republicanas. Una multitud furiosa invade la Asamblea y reclama pan y la Consti­ tución de 1793. Van Heck, de la sección de la Cité, expone su programa en el estrado. Pero ha pasado el tiempo de las insurrec­ ciones de 1792, cuando el pueblo se sublevaba para imponer el ejercicio de su soberanía. Basta con que los guardias nacionales llamados de los barrios del oeste por Merlin de Thionville se pre­ senten para que los manifestantes, sin verdaderos jefes y sin ar­ mas, se dispersen: no han obtenido nada. Y la Convención reac­ ciona muy firmemente. Los cuatro últimos montañeses del Co­ mité de Salvación Pública desaparecen, Vadier huye, Billaud-Varenne, Collot d’Herbois y Barére son arrestados y trans­ feridos a la isla de Oléron antes de ser deportados a Guayana; Amar, Cambon y algunos más son encarcelados. Un decreto or­ dena el desarme de todo el territorio. La capital se pone en es­ tado de sitio y la Convención confía sus tropas a Pichegru y Barras. El 18 de Boreal (7 de mayo de 1795), Fouquier-Tinville, Hermán y catorce jurados del antiguo tribunal revolucionario son guillotinados... Pero en los primeros días de pradial —del 1 al 4 (20-23 de mayo de 1795)—, el movimiento popular resurge. Nadie se ex­ traña de ello: la ración de pan ha bajado hasta 60 gramos por día, las colas frente a las panaderías son cada día turbulentas; los sans-culottes, amenazados en sus derechos cívicos por los pro­ yectos de la nueva Constitución, consiguen la más fabulosa mo­ vilización popular de la Revolución: ésta se transforma en un fracaso. Las mujeres lanzan el movimiento en la mañana del 1 de pra­ dial, en los arrabales de Saint-Marcel y Saint-Antoine, y amo-

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tinan a los hombres. Tocan a rebato, la Convención es invadida por la tarde. Un diputado que trataba de enfrentarse a la multi­ tud, Féraud, es abatido por un disparo; su cabeza, clavada en una pica, es blandida ante el presidente, Boissy d’Anglas. Los recuerdos macabros aterrorizan a la Asamblea; los montañeses eligen un Comité Ejecutivo, con Romme, Soubrany y Duroy. Pero Tallien y Legendre han reunido en los barrios del oeste tro­ pas favorables a la Convención, particularmente resueltas, y re­ ducen a la impotencia a ese comité y a los últimos montañeses; catorce de ellos son arrestados. El 2 de pradial la multitud se pre­ senta otra vez en la Convención, pero no actúa; le faltan jefes. El 3 de pradial llegan las tropas regulares, con Kilmaine, Bruñe, Murat, bajo el mando de Menou. El 4 de pradial, el arrabal Saint-Antoine, cubierto de barricadas, es rodeado y capitula sin presentar batalla. Siguen varios miles de arrestos y una fuerte re­ presión. Los diputados cretenses son eliminados, juzgados por una comisión militar especial. Condenados a muerte, Romme, Goujon, Duquesnoy se suicidan; Soubrany, Bourbotte y Dubois son ejecutados. Un decreto del 24 de pradial (12 de junio) pros­ cribe la palabra revolucionario y el 5 de termidor (23 de junio), día de la presentación del nuevo proyecto de Constitución, se de­ cide la destrucción del edificio de los Jacobinos. El partido montañés ya no existe, el movimiento popular ha sido barrido definitivamente; los acontecimientos de germinal y pradial no son una nueva resolución, sino una simple alerta, ex­ clusivamente parisiense. No por ello hay que descartar todo pe­ ligro de la Asamblea.

El peligro monárquico Los almizcleros, en efecto, no se contentaron mucho tiempo con la elegancia del vestido, la peluca y el monóculo. Celadores de losTermidorianos, pronto se transformaron en justicieros revanchistas. Provistos de un garrote con punta de plomo, el rosse-coquin, comienzan a castigar a los jacobinos y muestran su nostalgia de la monarquía. Todo comienza con una guerra de los teatros de París. El 5

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de pluvioso del año III (24 de enero de 1795), el Teatro de la Re­ pública conoce un clamoroso fracaso de Julie Candeille en La Bayadera: el público no le perdona haber sido una de las heroí­ nas de la fiesta de la Razón en 1793; un espectador obliga a un actor. Fusil, conocido por sus simpatías montañesas, y a la céle­ bre Dugazon a leer el canto de los almizcleros, El Despertar del Pueblo; por último. Taima, director del teatro, antiguo patriota, debe declamar, por su parte, coplas almizcleras. En febrero, un vodevil antialmizclero de René Perrin y Cammaille Saint-Aubin, El concierto de la calle Feydeau o La locura del día provoca un motín en el Ambigú. En marzo, la Montansier, librada de las cár­ celes del Terror, reabre las Variedades y se especializa en obras anti-jacobinas; en ellas se trata a los sans-culottes de asesinos. Tissot y Kreutzer representan en la sala Favart una ópera de tí­ tulo revelador: Se respira. El 20 de pluvioso del Año III (8 de fe­ brero de 1795), el robo de los restos de Marat del Panteón es más grave: la Convención cede a la presión de esta juventud do­ rada, que da una fiesta macabra en la sepultura del antaño Ami­ go del Pueblo, en el cementerio de Saint-Etienne-du-Mont. Con el fin de desarmar este movimiento, los termidorianos es­ taban, sin embargo, dispuestos a las mayores concesiones. En la Vendée —el departamento Vengé (Vengado) recupera su anti­ guo nombre—, el mismo Hoche sustituye a Turreau para una mi­ sión de pacificación; éste multiplica los gestos de buena volun­ tad, suelta a sus prisioneros y obtiene por fin, el 29 de pluvioso, la firma de la pacificación de La Jaunaye, con Charette y Cormartin: amnistía, restitución de bienes, libertad de cultos, dis­ pensa del servicio militar para los vendeanos, ésas son las con­ diciones acordadas; las mismas condiciones se pactan el 2 de fioreal (20 de abril) a los chuanes, con la pacificación de La Prévalaye, firmada en la mansión de la Mabilais, cerca de Rennes. Pero esto no sería suficiente. En efecto, en otras regiones era evidente una reacción vio­ lenta del monarquismo. El mismo día de la pacificación de La Jaunaye aparece en Lyon el primer número del Diario de Lyon y del departamento de Rhóne, de Pelzin, abiertamente monár­ quico. En los días siguientes, una banda federalista, conocida bajo el nombre de Compañeros de Jesús, asesina a los jacobinos

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encarcelados; después, los Compañeros persiguen a los antiguos montañeses y bañan en sangre el valle del Ródano; pero, siem­ pre en Lyon, una nueva masacre de tiranos jacobinos es sólo imputable a la multitud. Entonces se abate un verdadero terror blanco sobre todo el sur: los sanguinarios son víctimas de una sed de venganza animada por la actitud represiva de la Conven­ ción con respecto a los últimos sans-culottes parisienses. En Aix, el 21 de floreal del Año III, los sabreurs de Marsella asesinan a una treintena de prisioneros, en particular, a las musas del Año II, que habían desfilado disfrazadas de diosas de la Razón: La Cá­ vale y la Fassy. El 17 de pradial (5 de junio), terrible matanza en Toulon y en el fuerte Saint-Jean de Marsella; los monárqui­ cos provenzales, llamados aquí compañeros del Sol, lavan con sangre años de opresión. El 8 de junio Luis Carlos, el pequeño huérfano en el que cier­ tos moderados habrían visto con gusto su futuro rey constitucio­ nal, niño endeble, de mala salud y maltratado, muere en el Tem­ ple. Madame Royale, ahora completamente sola en la siniestra prisión, amotina a los parisienses, que se dirigen en peregrina­ ción a los muros del Temple y tocan música para distraerla. Evi­ dentemente, el movimiento monárquico se ha relanzado. En Verona, el conde de Provenza hace público un manifiesto en el que se proclama rey de Francia y Navarra con el nombre de Luis XVIII: el nuevo rey quiere restablecer el Antiguo Régimen... Hay que restablecer el gobierno que fue durante siglos la gloria de Francia y la delicia de los franceses. Luis XVIII invita a los fran­ ceses a confiar en su clemencia; sólo los regicidas serán ejem­ plarmente castigados. Es una calamidad, anota Mallet du Pan. En efecto, esta proclamación es desastrosa y desanima todas las buenas voluntades eventuales. La acción violenta parece enton­ ces la única solución. Los monárquicos no pueden contar en serio con el complot chapucero de Lemaítre en París, cuyo boletín El ventrílocuo se jacta de espiar a todo París. Asimismo, los agitados del café de la viuda Douhaint, con la enseña del 9 de termidor, guarida de los chuanes de la capital, sólo saben librar batallas callejeras contra los clientes del Café de la Igualdad-, es una guerra pare quienes lanzan El despertar del pueblo contra La Marsellesa, ofi­

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cialmente cantada por primera vez el 14 de julio por sus partidarios. El desembarco de Quiberon habría podido ser más peligro­ so: a lo largo de junio, el almirante Warren, con una hermosa flota, había instalado en la playa de Carnac más de 4.000 hom­ bres: exiliados y prisioneros de guerra, bien armados, comanda­ dos por La Puysaye y d’Herbilly; en julio, un segundo cuerpo de tropas desembarca con el marqués de Sombreuil. Pero Hoche, prevenido con antelación, se aprovecha de una querella de man­ do entre La Pusaye y d’Herbilly, así como del nulo sostén logístico inglés, cuya artillería causa tantos daños a los Azules como a los Blancos. El general republicano bloquea al ejército monár­ quico en la península de Quiberon y lo captura el 3 de termidor del Año III (21 de julio de 1795). Tallien hace pronunciar 800 condenas a muerte a una comisión militar. La vía legal, ¿no es la única oportunidad de los monárqui­ cos? La Convención, desacreditada pese a los tratados de paz fir­ mados en 1795, acaba de promulgar, en efecto, una nueva Cons­ titución y prepara elecciones. Los tratados de 1795 y la Constitución Sin embargo, el matrimonio parecía bueno: los termidorianos, al mismo tiempo que aportan esta nueva Constitución del Año III, pueden jactarse de haber firmado, por fin, como ven­ cedores, los primeros tratados de paz con los enemigos coaliga­ dos de Francia. Tras Fleurus, la victoria había sido demasiado rápida; Jourdan y Pichegru habían sido sus artífices. Bélgica y los países re­ nanos son reconquistados por el ejército de Sambre-et-Meuse; se planta un árbol de la libertad en la Plaza Real de Bruselas en octubre de 1794. En espera de decidir la anexión de Renania, un decreto instala una administración provisional en Aquisgrán y Kreuznach, Hoche, Marceau y Championnet acampan en la lí­ nea del Rin. Amberes y luego Holanda son conquistados por el ejército del Norte; Pichegru atraviesa los ríos helados en invier­ no y entra en Amsterdam, donde los jacobinos y patriotas loca­ les han lanzado llamamientos a la desobediencia civil y militar.

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Una hazaña militar concluye su campaña: el 23 de enero un es­ cuadrón de húsares al mando del teniente coronel Lahure sor­ prende a la flota holandesa bloqueada en los hielos en el Texel: se capturan catorce barcos de línea y 850 cañones, un almirante y todas las tripulaciones son hechos prisioneros; no ha habido ninguna baja... Por último, en la frontera española, las tropas de Dugommier, que ya han reconquistado Bellegarde, entran en Cataluña. En la primavera de 1795 están, por un lado, en el Ebro; por el otro, en Bilbao y Vitoria. Pero en ausencia de una mano enérgica de los hombres del Año II, el vestido y el avitua­ llamiento estaban mal asegurados y los soldados victoriosos del Año III, desprovistos de todo, sin pan ni zapatos, sólo podían vi­ vir saqueando los países conquistados, sobre todo la novísima re­ pública bátava proclamada en La Haya. Las victorias habían bas­ tado, no obstante, para dislocar la coalición. Llega entonces el tiempo de los tratados. El 5 de abril, en Basilea, Prusia reconoce a Francia la frontera del Rin. Austria que­ da aislada. El rey de Prusia rechaza en cualquier caso concluir una alianza con Francia contra Viena, pero ofrece sus buenos ofi­ cios para negociar con los príncipes alemanes. El 16 de mayo de 1795, Francia impone a Holanda el Tratado de La Haya, que re­ conoce a la nueva República; como contrapartida, Francia reci­ be el Flandes holandés, Maastricht y Venlo, así como una in­ demnización de 100 millones de florines. Por último, por el Tra­ tado de Basilea del 22 de julio, se firma la paz con España: Fran­ cia evacúa la Península Ibérica, pero recibe la parte española de la isla de Santo Domingo y España se compromete a una futura alianza ofensiva con su vencedor. Francia ha ganado; pero, agotada, no puede olvidar tampo­ co que las negociaciones han sido facilitadas por la inminencia del reparto de Polonia ante Prusia, Rusia y Austria. Por otra par­ te, el gobierno francés esperaba, por tratados separados, obligar a Austria a ceder también: este punto no se consiguió e Ingla­ terra sigue en guerra. La anexión de la orilla izquierda del Rin y de Bélgica hace la paz imposible con esas dos potencias. En­ tonces, ¿no se trata tan sólo de media victoria? Lo mismo podríamos decir de la Constitución del Año III, presentada el 23 de junio en la Convención, votada el 22 de agos­

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to. Defender la propiedad, ése es el fin de las nuevas institucio­ nes. El ponente, Boissy d’Anglas, lo ha anunciado claramente a los diputados: debéis garantizar por fin la propiedad del rico. Se hace, pues, tabla rasa del texto jacobino de 1793 y Daunou, Lanjuinais, La Révelliére-Lépeaux, republicanos sinceros, inspira­ ron un nuevo texto, fundador de una República burguesa asen­ tada sobre la propiedad, criterio de ciudadanía. La Constitución comienza con una Declaración de derechos y deberes del hombre y el ciudadano. Los derechos van en el sen­ tido de 1791: libertad, igualdad, seguridad, propiedad. Pero los deberes son una innovación: nadie es buen ciudadano si no es buen hijo, buen padre, buen amigo, buen esposo. Hay que hacer a los demás el bien que se quiere recibir... En realidad, un bello programa de moralidad cívica. Pero, al mismo tiempo, la Cons­ titución instituye el sufragio censitario. La igualdad absoluta es una quimera, decía Boissy d’Anglas; un país gobernado por los propietarios está en orden social. Asimismo, aquellos que no pa­ gan contribución están privados del derecho al voto. El sufragio es de dos grados. En el primero, una contribución y la edad de 21 años; en el segundo, la propiedad de un bien que produzca el valor de doscientas jornadas de trabajo o el arrendamiento de un bien por un importe de, al menos, ciento cincuenta jornadas de trabajo y la edad de 25 años. Así se eligen unos 30.000 elec­ tores, los notables, que constituyen el país legal. Los electores designan dos asambleas que se reparten el po­ der legislativo. El modelo bicameral anglosajón se impone tras los fracasos de la Legislativa y la Convención. El Consejo de los Quinientos, formado por 500 diputados de 30 años al menos, tie­ ne la iniciativa de las leyes; el Consejo de Ancianos, formado por 250 diputados de 40 años, tiene el voto. Para los primeros La imaginación, para los segundos la razón de la República. Los consejos se renuevan en un tercio cada año para garantizar cier­ ta estabilidad de la vida política. Por último, aplicando la doc­ trina de Montesquieu, la Convención ha separado cuidadosa­ mente el ejecutivo y el legislativo. El poder ejecutivo se confía a un Directorio de cinco miembros, elegidos para cinco años por los Ancianos sobre una lista propuesta por los Quinientos, reno­ vables en un quinto cada año. Pero en caso de desacuerdo ma-

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yor entre los dos poderes no se ha previsto ninguna solución. La administración departamental y local sufre también algu­ nas transformaciones, en el sentido del retorno a la centraliza­ ción. Lo esencial es la reducción del número de administracio­ nes, con, por ejemplo, la desaparición de los distritos y la insti­ tución, al lado de las autoridades locales, de un comisario nom­ brado por el Directorio ejecutivo. Por último, el fraccionamien­ to y desmigaj amiento de la administración de los grandes muni­ cipios es notorio: así, París pierde a su alcalde, reemplazado por un colegio de cinco miembros, y la ciudad se divide en doce mu­ nicipalidades autónomas, subordinadas al departamento. La Co­ muna de París ya no existe. Convencidos de haber obrado bien para con la República, los miembros de la Convención sufren, sin embargo, una ilusión. Elegidos en 1792 en un contexto muy diferente, conocen su es­ casa representatividad; herederos y a menudo solidarios de los montañeses del Año II, Fouché no se priva de recordárselo, co­ nocen su impopularidad. Por último, temen con razón que las elecciones de notables moderados lleven a las nuevas cámaras a una mayoría monár­ quica. De ahí una última maniobra que provoca la última crisis: ¡La Convención decreta que dos tercios de los nuevos deben ser elegidos entre sus propios miembros! La Constitución y el de­ creto de los dos tercios son sometidos en seguida a un referén­ dum por sufragio universal que les es favorable —lo cual se es­ peraba—, pero con un número extraordinario de abstenciones —lo cual se temía—: el pueblo no votó. En cuanto a los monár­ quicos, se habrían acomodado a la Constitución, pero el decreto de los dos tercios arruinó sus esperanzas. El 13 de vendimiarlo Efectivamente, los monárquicos, después de Quiberon, ha­ bían preparado bien su retorno al país por vía electoral: se sa­ ben mayoritarios. Apartados del poder, por lo que consideran una maquinación, ven como única salida, una vez más, la acción violenta.

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Y, una vez más, es en París donde todo se pone en juego. La sección Le Peletier encabeza una agitación que degenera pronto. Los republicanos y los almizcleros, llamados ahora cue­ llos negros, ya dispuestos al enfrentamiento la víspera de la reu­ nión de las asambleas primarias, amenazan en su conflicto con pillar a la Convención entre dos fuegos; ésta abjura tanto de los antiguos terroristas como de los nuevos monárquicos. En sep­ tiembre, algunos tumultos en la región de París contribuyen a ha­ cer más tensa la situación: motín de hambre en Chartres el 17 de septiembre, agitación contrarrevolucionaria en Dreux en los últimos días del mes, donde los rebeldes toman las armas. De­ cididamente, el Año IV comienza mal. Los resultados del refe­ réndum y el decreto de los dos tercios acusan la fragilidad del nuevo régimen. ¡El decreto ha sido rechazado en 19 departamen­ tos, pero, sobre todo, en 47 de las 48 secciones parisienses! El 11 de vendimiario del Año IV (3 de octubre de 1795), sie­ te secciones de París se declaran en rebelión al llamamiento de los monárquicos: es el golpe de fuerza. El 12, la Convención asustada forma a toda prisa tres batallones de sans-culottes sali­ dos de los arrabales y las prisiones, llamados patriotas del 89, con­ fiados al general Berruyer; pero 1.500 hombres no cuentan fren­ te a 25.000 secciónanos resueltos... Queda el ejército. Un Comité extraordinario, formado con Barras y Merlin de Douai, pone sus esperanzas en los 4.000 hombres de Menou: éste contemporiza, negocia con los monárquicos. Barras acude entonces a todos los generales presentes en la plaza de París: Bruñe, Carteaux, Dupont y Bonaparte. Con los cañones de Murat, será este último quien, el 13 de vendimiario (5 de octubre de 1795), reduzca la rebelión. Ametrallados hasta la escalera de la iglesia de San Roque en la que se refugian, los monárquicos pierden la partida. El movimiento popular había sido aplastado en pradial. El movimiento monárquico acaba de ser deshecho en vendimiario: en los dos casos, la Convención y la República han sido salvadas por el ejército. El general Vendimiario, como se llama ahora a Bonaparte es, sin duda, el verdadero beneficiario de la opera­ ción... En esas condiciones, ¿lega la Convención al Directorio una situación realmente saneada? Esto es tanto más discutible

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por cuanto, si las nuevas instituciones pueden efectivamente fun­ cionar, la situación económica sigue siendo desastrosa. Los termidorianos tuvieron en la Revolución un papel ingra­ to: una transición. Tuvieron que asegurar el paso de una situa­ ción de excepción, que sostuvo a la Francia republicana contra sus enemigos del exterior, a un régimen moderado encargado de garantizar el porvenir y la paz sobre bases y con medios contra­ rios a los del Año II, sin por ello renegar de la República. Ga­ naron poco jugando ese papel. Entre dos oposiciones irreconci­ liables y amenazantes, los extremismos jacobino, hostil a la mo­ deración, y monárquico, hostil a la República, el recurso del ejér­ cito, solución fuerte para un régimen débil, introduce un nuevo peligro. Hay que poner mucho, no obstante, en el haber de los ter­ midorianos. Primero, consolidaron Francia en sus fronteras na­ turales. Pero eso no es todo. En el terreno social, aceleraron la venta de los bienes nacio­ nales, en pequeños lotes accesibles a los campesinos, pagaderos en assignats depreciados. Sin provocar una revolución social, esto engendra, al menos, un deslizamiento de la propiedad. Los com­ pradores son principalmente campesinos, ya pequeños propieta­ rios o burgueses de las ciudades; el pueblo de las aldeas y los jor­ naleros del campo se han quedado a un lado. La obra intelectual de los termidorianos es, sin duda, su ma­ yor logro. Tuvieron tiempo para poner en pie una organización nueva de la enseñanza con la ley Lakanal del 25 de octubre de 1795. La enseñanza primaria, que los montañeses habrían que­ rido gratuita y obligatoria, se reduce a la creación de una escue­ la de pago por cantón. Pero la enseñanza secundaria se confía a escuelas centrales de gran calidad que, junto a las lenguas clási­ cas, dejan sitio ahora a las ciencias, a los trabajos prácticos y a las lenguas vivas. Volney, en marzo de 1795, escribe una Sim­ plificación de las lenguas orientales, método nuevo para aprender las lenguas árabe, persa y turca. La enseñanza superior se confía al Colegio de Francia, de creación muy antigua, y a unas nuevas Grandes Escuelas, al Museo de las Artes, a la Escuela Politéc­

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nica, a la Escuela Normal Superior; los profesores son sabios confirmados: bajo la autoridad del viejo Bougainville, su deca­ no, Monge enseña matemáticas con Laplace y Lagrange. Bernardin de Saint-Pierre es el profesor de moral: su lección inau­ gural, el 22 de enero de 1795, provoca aplausos y lágrimas de emoción: Soy padre de familia y vivo en el campo... Un Conser­ vatorio de Artes y Oficios ha sido creado en enero de 1794, Es­ cuelas de Salud en Estrasburgo, París y Montpellier en di­ ciembre. Los termidorianos se separan el 26 de octubre de 1795. Es­ tán muy inseguros del porvenir, sin duda. Pero saben que Fran­ cia ha adquirido por fin, tras cinco o seis años de revolución, un nuevo rostro y pueden creer que, en lo esencial, sus transforma­ ciones son ahora irreversibles.

Capítulo 8 EL PRIMER DIRECTORIO, OCTUBRE DE 1795SEPTIEMBRE DE 1797: LAS DIFICULTADES DE LA EXPERIENCIA LIBERAL

E l directorio no es un régimen nuevo: la República continúa, con los mismos hombres. Más exactamente, sus asambleas son herederas directas del pasado republicano de la Convención, pero al mismo tiempo de la tentativa moderada de los constitu­ yentes y legisladores. El país, en este otoño de 1795, deseaba, ante todo, no volver a un sistema igualitario y tasador; el movi­ miento popular sigue quizá teniendo jefes, pero ya no tiene tro­ pas y se encuentra reducido a la acción secreta. Por el contrario, los monárquicos moderados representan una buena mayoría y habría habido sitio p^ra una monarquía constitucional según lo s. deseos de 1789; pero hace falta un rey. Luis xvm se empeña en poner su confianza en un sistema absoluto de Antiguo Régimen y su intransigencia lo desacredita. Entre esas dos tendencias, la postura de los nuevos dirigen­ tes es incómoda. Pero están acostumbrados: habían conocido la misma situación bajo la Convención termidoriana. Gracias al de­ creto de los dos tercios, la burguesía moderada, sinceramente re­ publicana, ha conseguido conservar las riendas del poder. Pero es, en esta república parlamentaria, un poder que no se apoya en ninguna mayoría. Entonces, ¿cómo cumplir la inmensa tarea que la recuperación de Francia sigue imponiendo? El nuevo ré­ gimen debe restaurar la economía y la sociedad, terminar la guerra contra Austria e Inglaterra y, sobre todo, debe terminar la Revolución: eso es lo que todos los franceses esperan del Di­ rectorio. Es, una vez más, Boissy d’Anglas el autor de la fórmu­ la, declarando que una nación que se ha entregado hasta ese pun-

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to a los movimientos tormentosos de una revolución sólo aspira a gozar en calma del fruto de sus trabajos y de los sacrificios que se ha impuesto. Para eso, claro está, habría hecho falta cierta estabilidad. Como la Convención termidoriana, el Directorio, presionado por ambos lados, no pudo asegurarla: hostil a las presiones popula­ res, sufre la presión monárquica; al reducir al movimiento mo­ nárquico, sufre un embate jacobino. La burguesía en el poder no tiene otro recurso que el ejército, como en vendimiario: el ejército, siempre la única fuerza de una república débil, se ve obligado a intervenir por segunda vez: es la última vez que lo hace del lado del régimen... Los hombres del primer Directorio Sin embargo, el Directorio parecía confiado. Un mes después de su entrada en funciones, dirige una circular a los comisarios ejecutivos de lo’S departamentos: La Constitución ha sido acep­ tada; todos los engranajes del gobierno han sido restablecidos rá­ pidamente; el movimiento, la vida, han sido entregados a esta má­ quina inmensa: funciona. Las operaciones electorales se desarrollaron sin pasión: ape­ nas un millón de franceses votaron en las asambleas primarias en las que el sufragio universal es la regla. En el segundo grado, las asambleas electorales debieron designar primero a los miem­ bros de la Convención que, en la proporción de dos tercios, ocu­ parían de nuevo escaño: designaron a los más conocidos de los reaccionarios y a los moderados; para algunos es un triunfo. Lanjuinais es elegido en 39 departamentos, Henry-Lariviére en 37, Boissy d’Anglas en 36. Una lista complementaria permite a la Convención completar por ella misma esta primera elección, y los vacíos dejados por las elecciones múltiples. Por último, el nuevo tercio es, por su parte, muy claramente monárquico constitucional, a veces incluso contrarrevolucionario. En total hay, en las nuevas asambleas, 511 antiguos convencionales, en­ tre ellos 158 regicidas. Estos diputados se reparten ellos mis­ mos entre las dos cámaras por sorteo entre los mayores de 40

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años para los Ancianos, quedando los demás para los Qui­ nientos. Afortunadamente, ya que carecen de unidad. Al lado de re­ publicanos fieles al recuerdo del Año II —64 montañeses ele­ gidos en Nord, las Ardenas, el Sarthe, Ariége, hombres como Audouin, Poultier, Marbot— muchos terroristas arrepentidos, los artesanos de la caída de Robespierre, como Barras, Tallien, el muy elegante Merlin de Douai; girondinos supervivientes, como Louvet y Marie-Joseph Chénier, se codean con monár­ quicos moderados como Dupont de Nemours o Barbé-Marbois, o más comprometidos, como Lanjuinais, nuevo portavoz de la contrarrevolución, fuerte, sobre todo, en los departamen­ tos de la región de París, Normandía, Provenza. Menos mar­ cados, una gran cantidad de directoriales, gentes de centro (Daunou, Ramel, La Révelliére-Lépeaux, Tronchet), dispues­ tos, sobre todo, a hacer funcionar en la legalidad, las nuevas instituciones. La primera medida de las dos asambleas es designar a los directores: la elección es importante, ya que tienen poderes amplios: guerra, policía general, administración, interpreta­ ción reglamentaria de las leyes. Sobre una lista de cincuenta nombres, los Quinientos sólo presentan personajes de segun­ da fila, con excepción de cinco conocidos regicidas, inmedia­ tamente elegidos en la función ejecutiva. La Révelliére-Lepeaux, el más votado, es demasiado oscuro para ser controver­ tido. Antiguo girondino, hostil al Terror pero también a los sa­ cerdotes y a los nobles, no es más que un hombre honesto, un magistrado subalterno, según expresión de Bonaparte. El alsaciano Reubell es, por el contrario, un hombre de carácter, un antiguo montañés enérgico. Sieyés se recusa, en parte porque su propio proyecto de Constitución había sido rechazado, y se ve sustituido por Carnot, el hombre de la guerra, antiguo miembro del Comité de Salvación Pública, pero ahora clara­ mente más conservador que jacobino. Letourneur, más bien in­ sípido, cercano a Carnot, es un antiguo miembro del Comité de Guerra de la Convención. Por último, el vizconde de Barras, el peor situado pese a ser el hombre de 19 de termidor y el 13 vendimiario, pasa apenas por salvador del régimen: todo el

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mundo sabe que no piensa más que en su propia carrera y que se rodea de gente dudosa, aventureros y muchachas perdidas; pero esta clase de hombre es el perfecto diplomático, el único capaz de poner de acuerdo a todos los demás. Venal y vanido­ so, está encantado de llevar el magnífico uniforme que se atri­ buyen los directores; abrigo rojo bordado de oro, toga a la ro­ mana, sombrero con penacho tricolor. Inmediatamente activos, los directores se instalan en el Pa­ lacio de Luxemburgo y se dividen las funciones. Sin discusión, Guerra es para Carnot, Policía e Interior para Barras. Reubell recibe Finanzas y Justicia, Letourneur Marina y La Révelliére Instrucción Pública y Manufacturas. Los ministros que esco­ gen los directores son generalmente hombres nuevos en polí­ tica y competentes. Pierre Bénézech, que ha servido al Comité de Salvación Pública en la administración de las armas y la pól­ vora, casado con una noble, recibe el ministerio del Interior. Charles Delacroix está en Exteriores, Merlin de Douai en Jus­ ticia, el almirante Truguet en Marina, Auber-Dubayet en Guerra —un personaje de leyenda, antiguo capitán del ejérci­ to real, antiguo diputado por Isére, destituido y encarcelado por la Convención tras la capitulación de Maguncia, indulta­ do, alistado como simple soldado con Kléber y restablecido como general—; en Finanzas, un antiguo noble constituyente, Guillaume Faipoult; por último, en el ministerio de Policía, creado poco después, Merlin, luego Cochon y, más tarde, el conde de Lapparent. El establecimiento de las administraciones locales fue mu­ cho más largo. Los directores habían dividido Francia en zo­ nas geográficas de las que eran responsables: el oeste para La Révelliére, el este para Reubell, el sur para Barras, el norte para Carnot y el centro para Letourneur; cada uno de ellos nombra en su zona a los jueces y administradores, a veces son dificultades; esencialmente juristas, notarios, abogados y pro­ pietarios, el personal clásico de la Revolución burguesa y mo­ derada, base de esta Francia de notables que detenta ahora el poder. En total, un equipo conservador, pero que ha hecho su aprendizaje político bajo el gobierno revolucionario y cuyo

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programa se resume bastante bien en una de las primeras pro­ clamas del Directorio: Hacer una guerra activa al monarquis­ mo, reavivar el patriotismo, reprimir con mano vigorosa todas las facciones y hacer reinar la concordia. No era fácil. La miseria, el embate jacobino, la Conjuración de los Iguales Penuria: en 1795 y 1796 Francia está en la mayor de las mi­ serias. En diciembre de 1795, el assignat ya no vale nada, el abandono del tope y la inflación consiguiente han hecho mella cruelmente en la población urbana, de una manera tanto más dramática por cuanto algunos agiotistas hábiles se siguen enri­ queciendo y los increíbles y los maravillosos, perfectamente in­ solentes, siguen haciendo la fortuna de los modistos más ex­ céntricos (túnicas de muselina, sandalias a la griega, bastones y joyas) y la fortuna del teatro Montansier, donde las chicas ca­ zan hombres sin pudor. Durante ese tiempo, en París los precios suben de hora en hora en noviembre de 1795; en Le Mans, los obreros del textil han tratado de obtener un salario mínimo revaluado cada se­ mana para poder comprar pan; las bandas recorren los campos pidiendo a los campesinos un trabajo pagado en especies; al­ gunas de esas bandas se transforman en compañías de bandi­ dos, como los chauffeurs (1) de Eure. Las distribuciones de pan y carne a bajo precio debían suprimirse en febrero de 1796: los directores han cedido a la cólera del pueblo y renunciado a esta medida inoportuna. Se teme que los jacobinos aprovechen un motín de hambre para lanzar un nuevo movimiento popular; hay que importar grano de Italia y Argelia: esos gastos impre­ vistos agravan la miseria económica. El Tesoro Nacional está totalmente vacío, declara la Révelliére, que observa al mismo tiempo que la República no tiene (1) Los chauffeurs (literalmente calentadores), reciben su nombre de la cos­ tumbre de quemar los pies de sus víctimas para que éstas confesaran dónde es­ condían el dinero.

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ningún crédito y que los salarios de los funcionarios sólo tie­ nen valor nominal, mientras que los deudores al Estado pagan fácilmente con algunas hojas sin valor. Pero, ¿tiene el Direc­ torio otras soluciones distintas que la emisión de billetes? Du­ rante algunos meses, Faipoult se ve reducido a prodigar capi­ tales, ¡hasta el punto de instalar una segunda imprenta para los assignatsl A finales de noviembre, Eschassérieux había pro­ puesto volver a la moneda metálica; pero mientras que bajo el Antiguo Régimen circulaban unos 20.000 millones de libras, no hay más que 300 millones en 1795; el resto está oculto. Son necesarios 34.000 millones de assignats para sostener la econo­ mía y el comercio... Una ley del 22 de brumario del Año IV (13 de noviembre de 1795) ordena la requisa de 250.000 quin­ tales de grano a cuenta de la contribución territorial: al día si­ guiente son saqueadas las panaderías de París. La idea de un empréstito forzado de 600 millones en metálico a los ricos, con­ cretado por la ley del 19 de frimario (10 de diciembre) es un penoso fracaso. El 8 de frimario (29 de noviembre de 1795), una ley ordena acelerar por todos los medios la fabricación de monedas de oro, plata y cobre. Al día siguiente ap areced Ma­ nifiesto de los Plebeyos en el periódico de Babeuf, El Tribuno del Pueblo. La ley del 8 de frimario era el preámbulo a una medida es­ perada, la desaparición de los assignats que alcanzan, en enero de 1796, la cantidad de ¡450.000 millones! El 30 de pluvioso del Año IV (19 de febrero de 1796), las planchas de assignats son quemadas solemnemente en la plaza des Piques (plaza Ven­ dóme); el 28 de ventoso (18 de marzo de 1796), tras el aban­ dono de un proyecto de banca privada, el Estado emite un nue­ vo papel moneda, el mandat territorial, por desgracia, muy pa­ recido al antiguo assignat y avalado como éste por los bienes nacionales; el cambio arbitrario de treinta a uno es tan favora­ ble a los detentores de assignats que los grandes especuladores adquieren inmensos bienes por un valor irrisorio. El mandat territorial desaparece en menos de un año y se desmonetiza el 16 de pluvioso del Año v (4 de febrero de 1797). Ya no hay moneda en Francia: el metal está escondido. Durante unos me­ ses sólo existe el trueque.

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En medio de tal miseria, no podemos extrañarnos de que se expresen reacciones sociales avanzadas. En París el Direc­ torio había tolerado, por conciliación y por prudencia, perió­ dicos de tendencia claramente jacobina: El Amigo de las leyes de Poultier y el Diario de los hombres libres de Duval. Pero he aquí que resucitan las sociedades populares en Dijon, en Nantes, en Toulouse, en Angers, y se cartean entre ellas; suelen ser moderadas, sus miembros son burgueses acomodados. Pero en París los demócratas más avanzados no serían contrarios a la vuelta a un terror económico eficaz. El Club del Panteón, abierto en noviembre de 1795, animado por Lebois, periodista en El Orador del Pueblo, y el antiguo miembro de la Conven­ ción Amar, un grupo de Patriotas del 89 presenta una petición en favor de un tope de precios para los productos de primera necesidad, invocando el hecho de que bajo Robespierre el pue­ blo tenía al menos pan. Pero el Directorio rechaza esta peti­ ción y reafirma su apego a la libertad de comercio. El 28 de fe­ brero se cierra el Club del Panteón. Algunos de sus miembros optan entonces por otro tipo de acción, el complot y la cons­ piración: ahí está Graccus Babeuf, nuevo teórico de la revolu­ ción social. El Manifiesto de los Plebeyos se convierte en el texto de re­ ferencia. Babeuf, y con él Buonarroti y Darthé, quieren aca­ bar con las desigualdades y fundar una sociedad nueva. La igualdad de derechos se concibió en 1789, la igualdad de bie­ nes es el objetivo de los revolucionarios de 1795, partidarios también de una democracia pura. Estos republicanos, demó­ cratas y plebeyos, que se hacen llamar los Iguales, son los he­ rederos de los enragés. La orientación original de su movimien­ to proviene de François-Noel Babeuf, iniciado hace tiempo en las luchas campesinas contra los propietarios por su antigua función de comisario en su Picardía natal. La historia romana le había proporcionado un modelo y un nombre, con el episo­ dio de los Gracos: Babeuf, nuevo Graco, se convierte en teó­ rico de un auténtico comunismo agrario. Contra la propiedad individual de la tierra, Babeuf piensa realizar la dicha univer­ sal con la propiedad común. En El Tribuno del Pueblo, su pe­ riódico, reclama pronto el retorno a la Constitución de 1793

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y hace un encarecido llamamiento a una Vendée plebeya. Ya reducido a una acción clandestina tras evitar, por poco, un arresto en enero de 1796, Babeuf organiza, tras el cierre del Club del Panteón, una Conspiración de los Iguales, apoyada en un comité insurreccional en el que están Darthé, Félix Le Peletier de Saint-Fargeau —hermano del diputado asesinado— y Sylvain Maréchal, autor de un Manifiesto de los Iguales, par­ ticularmente violento, vibrante llamamiento a la comunidad de bienes: No más propiedad individual de la tierra, la tierra no es de nadie, los frutos son de todo el mundo (...) Desapareced de una vez, insultantes distinciones entre ricos y pobres, entre grandes y pequeños, entre amos y siervos... Pero tras el desar­ me de los arrabales ninguna acción popular es posible en Pa­ rís. Babeuf espera un golpe de Estado, elabora un plan insurrec­ cional y se aferra a la preparación, demasiado lenta y dema­ siado complicada, de una conjura cuyo secreto descubre en se­ guida un agente infiltrado por la policía, Grisel. El comité de Babeuf, sin embargo, había hecho una intensa propaganda en París: ni siquiera tuvo tiempo de actuar. El 2\- de Boreal del Año IV (10 de mayo de 1796), Babeuf es arrestado con Buonarroti y se emiten 245 órdenes de arresto contra conocidos ja­ cobinos o antiguos miembros del Club del Panteón. Entre los cómplices de Babeuf, Jean-Baptiste Drouet, ese jefe de pos­ tas que se había destacado en Varennes arrestando a Luis XVI, capturado por los austríacos en el momento de la traición de Dumoriez, recientemente vuelto a Francia tras haber sido in­ tercambiado, entre otros, por Madame Royale. En fructidor (9 y 10 de septiembre) se intenta un último gol­ pe de fuerza en el campamento de Grenelle, donde los Iguales contaban con el apoyo de los soldados de una legión de poli­ cía, incorporada a un regimiento de dragones, netamente ja­ cobina. Es un fracaso. Una veintena de muertos comprometen lo bastante a los conjurados como para que Carnot obtenga va­ rias leyes represivas y proceda a 132 arrestos. Juzgados suma­ riamente por una comisión militar, varios de los autores de la tentativa de Grenelle son fusilados, mientras que los conjura­ dos detenidos en primavera son juzgados en febrero de 1797 por una corte de justicia constituida pn Vendóme; condenados

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el 26 de mayo, Babeuf y Darthé son guillotinados al día si­ guiente. Sus cómplices escapan a la pena de muerte, pero la tra­ dición revolucionaria igualitaria ya no existe. Buonarroti, con­ denado a la deportación, escribe mucho más tarde una Cons­ piración para la Igualdad: es todo lo que queda de Babeuf, ele­ vado al rango de leyenda. El embate monárquico y las elecciones del Año V Como en el Año III, la ruptura de los directoriales con los ja­ cobinos, modifica el equilibrio político y beneficia a los monár­ quicos. Madame de Staél, de regreso a Francia, aconseja con una vehemencia apasionada a los monárquicos constitucionales una alianza que permitiera constituir un partido conservador, que en­ cabezarían con gusto Dupont de Nemours o Desmolieres. El mis­ mo Carnot se hace campeón de la apertura. Más simplemente, el Directorio no podía elegir. Acababa de entablar una guerra de exterminio con los demócratas y la renovación de un tercio de los diputados en las elecciones de germinal del Año V iba a introducir en la Asamblea a muchos realistas comprometidos: ha­ bía que aliar a los moderados, capaces de transigir con una re­ pública conservadora, antes de que fuera demasiado tarde. Con esta intención, el Directorio anima entonces un movi­ miento de reacción a veces brutalmente antijacobino. Se desti­ tuye sin miramientos a algunos funcionarios así como al alcalde de Périgueux; en Provenza, el monárquico Willot organiza im­ punemente un auténtico terror blanco. Pero la ofensiva de los monárquicos choca con la ley del 3 de brumario del Año IV (25 de octubre de 1795), uno de cuyos artículos excluye a los parien­ tes de exiliados de toda función pública: sólo pueden obtener la extensión de este artículo a los jacobinos condenados y luego am­ nistiados por la ley del 4 de brumario (26 de octubre) y la dero­ gación de otro artículo de la ley del 3 de brumario, que ponía de nuevo en vigor la legislación terrorista contra los sacerdotes. El año 1796 es favorable al clero y ve la vuelta de deportados y exiliados. De hecho, se hace evidente ante todo que se enfrentan dos

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estrategias para apresurar una restauración; la acción legal, en favor de la renovación de los consejos, y la acción violenta, más rápida, que pasa por el complot. Efectivamente, se organizan movimientos monárquicos extre­ mistas. En París se establecen agencias que podrían, llegado el caso, transformarse en grupos insurreccionales, como las del aba­ te Brottier y el caballero Des Pommelles; Boissy d’Anglas o Pastoret serían favorables, el dinero inglés no se les tiene en cuen­ ta. En Alemania, el príncipe de Condé organiza una Agencia en Suabia, relacionada con los exiliados. Pero Luis XVIII sigue re­ suelto a restaurar el antiguo absolutismo y rechaza cualquier compromiso con los monárquicos constitucionales. Confiado, lle­ ga incluso a apostrofar a los ejércitos de la República en el Rin, gritando de una orilla a otra a los soldados de Jourdan: Soy yo vuestro rey, o mejor, vuestro padre... Sin embargo, Luis XVIII ya no podía contar con el oeste. El conde de Artois, llegado hasta la isla de Yeu en octubre de 1795, no desembarcó y abandonó a los vendeanos; la insurrección ago­ niza entonces. Su último jefe campesino, Stofflet, capturado en enero de 1796, es fusilado en Angers el 25 de febrero; su último jefe noble, Charette, también capturado, es ejecutado el 25 de marzo en Nantes. La chuanería se somete asimismo en junio y julio: Frotté en la Baja Normandía, Scépeaux en Maine, Cadoudal en Bretaña saben que ya no tienen tropas. El 19 de junio, Cadoudal consigue asombrar al general Quantin, enviado por Hoche a Morbihan, enviándole un texto de sumisión en el que declara ¡detestar la monarquía y todos sus signos característicos! Hoche no cree nada, y con razón, pero tiene lo esencial: la pa­ cificación del oeste. Luis XVIII tampoco podía contar con un apoyo militar: ¿quién lo secundaría en Francia? El general Willot se pronuncia por la acción parlamentaria; Hoche, abordado cautamente, rechaza se­ camente cualquier aventura; Kellermann no está seguro. Al fi­ nal, sólo queda Pichegru: pero éste, favorable a los príncipes más por oportunismo que por convicción, contemporiza esperando que su ejército, bombardeado con una activa propaganda, se deje convencer. Sospechando su inmovilismo, el Directorio lo suspende. El golpe de Estado no le parece una buena solución

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a este general a la vez timorato y avisado: el pronunciamiento sería favorable a los príncipes, pero la vía parlamentaria sería fa­ vorable a los constitucionales y una victoria electoral podría dis­ minuir la intransigencia de Luis XVIII. Efectivamente, si éste hubiera aceptado la Constitución y una amnistía, condiciones necesarias expuestas por Dupont de Ne­ mours, habría sido posible la restauración: Luis XVIII se niega. ¿Es ésta la razón que empuja al abate Brottier a la aventura a finales de 1796? Su agencia se compromete en un complot, a de­ cir verdad, tan mal llevado como el de Babeuf y fracasado de for­ ma igualmente penosa. Charette fusilado, Pichegru inútil, Brottier detenido el 30 de enero de 1797: el monarquismo armado ha sido vencido. Queda una oportunidad electoral, no desdeñable, en la renovación de germinal (marzo de 1797). Sin embargo, el Directorio ha preparado bien esas temidas elecciones. El 7 de ventoso del Año V (25 de febrero de 1797), priva del derecho al voto en las asambleas primarias a todos aquellos que estuvieron inscritos en las listas de exiliados; el 25 de ventoso (15 de marzo) trata de imponer a los electores un ju­ ramento de odio a la monarquía y a la anarquía: la vía del justo medio no podía pasar por esta extraordinaria asimilación entre electores y funcionarios. Los Quinientos sólo conceden al Direc­ torio un acto de sumisión a la Constitución del Año III: los mo­ nárquicos hacen saber pronto que esta sumisión no los compro­ mete. Por lo demás, todas las maniobras son inútiles. El resultado de las elecciones del 1 de germinal (21 de mar­ zo) en las asambleas primarias y del 20 de germinal (9 de abril) en el segundo grado, fue totalmente conforme a las esperanzas de los monárquicos moderados, partidarios de una monarquía de notables, pero no de aristócratas; de los 216 diputados salien­ tes, sólo 11 son reelegidos: una verdadera afrenta. Hay, pues, bastante más de 200 nuevos diputados, casi todos monárquicos. En París, pulmón revolucionario de Francia, son elegidos Claret de Fleurieu, antiguo ministro de Luis XVI y gobernador del últi­ mo delfín, el conde de Murinais, Du Fresne, Quatremére de Quincy, hombres del Antiguo Régimen; Boissy d’Anglas salva el honor. Pichegru es elegido en el Franco Condado, Willot en

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Provenza, Camille Jordán y, sobre todo, Imbert-Colomés son elegidos en Lyon: pronto se les llama jacobinos blancos. Después de que Letourneur haya sido designado por sorteo directo, los monárquicos se reparten los puestos: Pichegru la pre­ sidencia de los Quinientos, Barbé-Marbois la de los Ancianos y Barthélémy nuevo director. Pero las asambleas, atrapadas entre jacobinos blancos y constitucionales de talento como Portalis, va­ cilan: ¿una política de alianzas, de acuerdo con Carnot? ¿O un golpe de Estado en favor del absolutismo? Pichegru tergiversa y no se atreve a tomar la iniciativa de un golpe de fuerza. La primavera de 1797 ve a los dos campos muy indecisos, como todo el país. Exiliados y refractarios vuelven ahora en masa; los compradores de bienes nacionales están inquietos. La derogación de la ley del 3 de brumario del Año IV y de todas las leyes terroristas contra el clero, compensada por la apertura de la función pública a los jacobinos amnistiados del 4 de bru­ mario, indica claramente esta indecisión. El intento de los Con­ sejos de desmantelar el poder ejecutivo es la señal de la crisis de­ cisiva. El 30 de pradial (18 de junio de 1797)> Desmolieres ob­ tiene de los Quinientos que se retire al Directorio toda gestión financiera para confiarla a la Tesorería, conocido refugio de con­ trarrevolucionarios. Los Ancianos rechazan el texto, pero, en adelante, el Directorio está resuelto a acabar con eso. Contra los Consejos, y contra sus colegas monárquicos, Reubell, La Révelliére y, naturalmente, Barras, preparan un golpe de Estado, úni­ ca solución para la salvación de \p República. El golpe de Estado pasa por el ejército. ¿El ejército es ya de Bonaparte? Este general acaba de plantearse justamente como último recurso: el discurso pronunciado en Milán con ocasión del banquete dado en la fiesta del 14 de julio no deja la menor duda sobre sus intenciones, todavía, por suerte, republicanas: Si ne­ cesitáis fuerza, apelad al ejército, escribe al Directorio, tras ha­ ber brindado por la República ante sus soldados en estos térmi­ nos: Las montañas nos separan de Francia; vosotros las atrave­ sareis con la rapidez del águila, si fuera preciso, para defender la Constitución... ¿La salvación de la República pasa por el riesgo de una dic­ tadura militar? ¡Le corresponde a Barras mostrar su habilidad!

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Bonaparte y la guerra Es verdad que, si el Directorio, presionado a derecha e iz­ quierda por tendencias hostiles a la República moderada de los notables, no muestra más que su impotencia política, Bonaparte se imponía como hombre providencial. Ya puesto en evidencia por su papel decisivo en el golpe de vendimiarlo, es ahora, en la guerra que se prosigue contra Inglaterra y Austria, desde los tratados de 1795, el ganador. Pero no el único. Contra Inglaterra, Carnot había imaginado conducir una ofensiva en Irlanda para favorecer la sublevación de la isla. Con­ fiada a Hoche, la flota francesa se pone en marcha en la segun­ da quincena de diciembre: cuarenta y ocho barcos (Los Dere­ chos del hombre, La Revolución, El Indomable, La Bravura...) cargados con 25.000 hombres: no van muy lejos. Una terrible tempestad a la altura de Quessant pone, lamentablemente, fin a esta expedición menos de quince días después de su partida. Ir­ landa sigue siendo inabordable. Dos ejércitos principales deben atacar Austria, Sambre-et-Meuse, a las órdenes de Jourdan, Rhin-et-Moselle, a las órdenes de Moreau; la primera atravesará Bohemia, la segunda, Baviera. Se trata de alcanzar Viena. Un ejército secundario, con­ fiado a Bonaparte, debe hacer una maniobra de diversión en Ita­ lia, sobre todo, para obligar a los austríacos a dispersar sus fuer­ zas. Ahora bien, el ejército imperial, ahora bajo el mando del joven archiduque Carlos, sobrino de María Antonieta, mucho más hábil que Clerfayt, maniobra con una eficacia inesperada. Los dos ejércitos franceses, aislados uno de otro, no supieron coordinar sus esfuerzos. Pese a los éxitos iniciales de Kléber en Uckerath y Altenkirchen, la ofensiva francesa es detenida en Wetzlar el 15 de junio. Moreau termina ocupando Stuttgart en julio, Jourdan franquea el Rin y ocupa Frankfurt, pero es ven­ cido el 24 de agosto en Amberg. El 21 de septiembre, la muerte de Marceau, uno de los generales de más arrastre del ejército de Jourdan, concreta el desgraciado fracaso. Ahora bien, en el sur, el ejército de Bonaparte obtiene más resultados de los que esperaba Reubell, planificador de esta ma­ niobra de distracción. Es tanto más sorprendente por cuanto el

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ejército de Italia va en harapos, muy mal alimentado, mal equi­ pado. Sin pan, sin soldada y sin cuidados, los soldados morían más por agotamiento o fiebre que por la guerra. En el mes de enero de 1796, la 21.a semibrigada de Savone pierde 600 hom­ bres por una enfermedad no curada. La miseria es desfavorable a la autoridad: compañeros de infortunio, los generales y los sol­ dados se encuentran en las tabernas y se emborrachan juntos. En Niza, el tercer batallón de la 209.asemibrigada se niega a mar­ char, sin dinero ni zapatos, y sus oficiales se lo consienten. De la indisciplina a la rebelión contra la República no hay más que un paso. El 21 de enero de 1796, la 70.a semibrigada ha coloca­ do en sus banderas un crespón negro y una de sus compañías toma el nombre de compañía del Delfín. Bonaparte, llegado a Italia en marzo, debe convencer a sus hombres antes de vencer a los austríacos. Supo hacerlo. Por suerte, secundado por generales valerosos como Masséna y Augereau, algo celosos del mequetrefe corso que el Direc­ torio les envía, Bonaparte toma en seguida la ofensiva contra los austríacos y sus aliados sardos, convencido de que su mejor arma es la rapidez: quiere, por medio de ataques súbitos y repetidos, impedir que se junten las fuerzas enemigas. Es así como, apenas llegado a Niza, Bonaparte franquea en seguida el puerto de Caduborne, entre los Alpes y los Apeni­ nos, separa en Montenotte a los austríacos de los piamonteses, aplasta primero a éstos con el grueso de sus fuerzas en Millesimo y Mondovi el 21 de abril. Turín está al alcance de los caño­ nes franceses. Colli, el general piamontés, arrollado por Serrurier y Meynier, es incapaz de unirse a los austríacos de Beaulieu. Los sardos entregan las armas y Bonaparte, sin preocupar­ se de las instrucciones del Directorio, les impone el armisticio de Cherasco; el rey de Piamonte-Cerdeña cede a los franceses Coni y Tortone. Beaulieu continúa dispersando sus tropas al norte del Po. Bo­ naparte le rodea por el este atravesando el río en Piacenza y los alcanza en Lodi el 10 de mayo. Dueño de Lombardía, Bonapar­ te hace una entrada triunfal en Milán y no pierde el tiempo para imponer su propia política italiana. El 5 de junio firma un ar­ misticio con el reino de Nápoles, el 23 de junio otro con el Papa,

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tras haber enviado tropas a los Estados pontificios y ocupado Bo­ lonia y Ferrara; el 27 de junio viola la neutralidad de Toscana y ocupa Livorno para obligar a los ingleses a evacuar Córcega. Por último, prosigue su campaña contra los austríacos con operacio­ nes en torno a Mantua. Allí, con maniobras de una rapidez pro­ digiosa, Bonaparte desvía sucesivamente a cuatro ejércitos de so­ corro: las victorias de Castiglione el 5 de agosto, Bassano el 8 de septiembre, Arcóle el 17 de noviembre (con el legendario paso del Alpone) y Rivoli el 14 de enero de 1797 (con la formi­ dable carga de caballería de Leclerc y Lassalle contra las fuerzas de Alvinczy) proclaman en Europa el genio militar del joven ge­ neral. El 2 de febrero se toma Mantua. Wurmser capitula; el ca­ mino a Viena está abierto y Bonaparte envía a su vanguardia, a las órdenes de Masséna, hasta el puerto de Semmering, a 150 ki­ lómetros de la capital del Imperio. Hoche, Jourdan, Moreau, ya no cuentan. Bonaparte es el vencedor de los austríacos y se comporta como un procónsul. Tras haber firmado el Tratado de Tolentino con Pío V I, obte­ niendo la cesión de las Legaciones, Ancona y el pago de una in­ demnización de 20 millones de liras, así como muchas obras de arte, el general en persona propone un armisticio al archiduque Carlos, que acepta: los preliminares de paz se firman en Leoben el 18 de abril de 1797; sus cláusulas son más ventajosas para Aus­ tria de lo que deseaba el Directorio. Bonaparte se contenta con Bélgica y el Milanesado y deja al Imperio la mayor parte del Es­ tado Véneto. El general victorioso parece obedecer sólo a sí mismo. El camino a París está tan abierto para él como el de Viena. Además, Bonaparte ha cuidado su popularidad en Francia con el saqueo de importantes obras de arte que se amontonan en Pa­ rís: cuadros, esculturas, manuscritos. Se ven llegar los tesoros de la Biblioteca Ambrosiana de Milán, La Virgen con San Jeróni­ mo de Correggio, tomada en la galería ducal de Parma, el céle­ bre Laoconte y el Apolo de Belvedere traídos de Roma, los ca­ ballos de bronce de San Marcos de Venecia y esa obra maestra de Tiziano, El martirio de San Pedro de Verona. Y así resulta que, por su propia iniciativa, Bonaparte remo­ dela el mapa de la Italia del norte. El 9 de julio de 1797 funda

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