Bohman La Democracia Deliberativa

January 12, 2017 | Author: Román Marín | Category: N/A
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La democracia deliberativa y sus críticos (James Bohman. Public Deliberation. Pluralism, Complexity and Democracy. MIT Press. Cambridge, MA. 1996.)

Frente a quienes sostienen que la democracia deliberativa es imposible de realizar porque no hace frente a hechos como el pluralismo, la complejidad y la desigualdad de nuestras sociedades, el filósofo norteamericano James Bohman, uno de los principales animadores de la concepción deliberativa de la democracia, sostiene que estos retos solamente pueden ser superados inventando nuevos foros y reformas institucionales en las que los ciudadanos deliberen juntos y hagan uso público de su razón en diversas formas. La democracia deliberativa impone enormes demandas tanto a los ciudadanos ordinarios como a las instituciones políticas. Por esta razón, muchos de sus críticos sostienen que la democracia deliberativa es un ideal imposible de realizar bajo cualquier circunstancia; de hecho, es un ideal que acentúa las debilidades de la democracia comúnmente mencionadas. Estas críticas hacen énfasis en aquellas teorías de la democracia deliberativa que dejan de considerar hechos sociales relevantes, tales como el pluralismo, la desigualdad y la complejidad. Tanto las teorías comunitaristas como las asociativistas presentan también este problema, aunque por razones totalmente diferentes. Los comunitaristas intentan enriquecer la democracia restaurando una concepción compartida del bien común, según la cual los ciudadanos hacen de la política uno de sus valores más elevados. Tal perfeccionismo deliberativo requiere que los juicios en torno a lo político enfrenten la prueba la de virtud pública más que la de una cooperación continua entre grupos con creencias y valores divergentes. Por otro lado, si bien no son perfeccionistas, las teorías asociativistas y de la sociedad civil también demandan mucho de los ciudadanos, especialmente su participación voluntaria en una diversidad de asociaciones y organizaciones. Tales asociaciones resultan insuficientes ante la complejidad y las dimensiones de las sociedades modernas. Mientras los comunitaristas demandan demasiado de los ciudadanos, las teorías asociativistas exigen demasiado a la sociedad civil. Ante estas dos concepciones unidimensionales de la democracia, yo he propuesto una concepción alternativa de la deliberación pública y sus instituciones duales.

Ni los modelos comunitaristas ni los asociativistas ofrecen soluciones viables a las principales dificultades que enfrenta la democracia deliberativa: el pluralismo cultural, el cual mina la posibilidad de existencia de una voluntad general, de un bien común unitario y de una razón pública singular; las desigualdades sociales, que pueden producir un círculo vicioso de exclusión con respecto de la efectiva participación en la deliberación; la complejidad social, la cual hace necesaria la inserción de la deliberación en ámbitos institucionales cada vez más amplios y poderosos; y la diversidad de intereses dentro de una misma comunidad, la cual puede restringir la comunicación pública, así como la gama de soluciones factibles a los problemas y conflictos sociales. He argumentado anteriormente que para superar estos obstáculos se requiere ir más allá de los orígenes cívico-republicanos y kantianos de las teorías de la democracia deliberativa. Estas concepciones sobre la razón pública no pueden resolver los retos planteados a la democracia por una sociedad plural y compleja, con un alto grado de conflictividad y desigualdad, enormes y poderosas instituciones y una esfera pública polarizada en extremo. El éxito de una forma deliberativa de democracia depende de la creación de condiciones sociales y arreglos institucionales que propicien el uso público de la razón. La deliberación es pública en la medida en que estos arreglos permitan el diálogo libre y abierto entre ciudadanos capaces de formular juicios informados y razonados en torno a las formas de resolver situaciones problemáticas. Basándome en un esbozo de los mecanismos dialógicos que hacen más probable la consecución de razones públicas convincentes y acuerdos cooperativos, en torno a la meta pragmática de una continua cooperación entre ciudadanos políticamente iguales, he ofrecido un ideal de democracia deliberativa menos demandante en términos normativos que las alternativas kantiana y comunitarista. Mi argumento, sin embargo, intenta preservar la esencia de estas teorías de la democracia igualitarias y participativas (si no es que radicales) y su orientación crítica hacia las instituciones actuales. En contraposición con las teorías kantianas y comunitaristas, veo a la deliberación pública principalmente como una actividad social compartida. La deliberación pública es una actividad dinámica desempeñada por un sujeto plural, precisamente el tipo de actividad que es mantenida en el intercambio de razonamientos con los cuales se incrementa la calidad de las justificaciones para las decisiones políticas. Al mismo tiempo, he argumentado que dicho proceso dialógico debe desarrollarse en un marco institucional e interpretativo en constante revisión; el continuo

diálogo entre el público deliberante y las instituciones que organizan la deliberación mantiene este marco abierto y democrático. Sin este diálogo, la democracia pierde su capacidad de generar un poder político legítimo. En primer lugar, cuando la opinión pública no está organizada institucionalmente, permanece en un estado incipiente e ineficaz. En segundo lugar, cuando no hay demandas públicas ni control público, estas mismas instituciones organizativas se vuelven dependientes de formas de poder no democráticas. Este tipo de intercambio entre las instituciones y el público es tan importante para la democracia deliberativa como lo es la calidad de las discusiones y los debates públicos entre los ciudadanos; éstos no sólo permiten innovación y cambio democrático; también hacen que las instituciones que organizan la deliberación sean más sensibles y eficaces. Además de afirmar que la deliberación supone el perfeccionismo político y un poder popular amorfo, los críticos de la democracia deliberativa ven a la opinión pública como algo demasiado indeterminado como para constituir una norma para la política. De acuerdo con la conocida afirmación de Hegel en The Philosophy of Right, la opinión pública debe ser “tan respetada como despreciada”. (1) Para Hegel, la opinión pública no es más que “opinión y voluntad desorganizadas”, reflejo de los conflictos corrientes en la sociedad civil. Habermas considera que la comercialización de la esfera pública produce el mismo resultado. En oposición a esta opinión indeterminada y retóricamente influenciada, Hegel sostiene que sólo las ciencias ofrecen una alternativa racional: en ellas, las creencias racionales “no son cuestión de cambios de frases, alusiones, declaraciones a medias y silencios, sino consisten en la expresión sin ambigüedad, determinante y abierta de su sentido y significado”. (2) Lippman también consideró la autoridad de los expertos como una manera de contrarrestar la inestable opinión pública. (3) De la misma forma, Joseph Bessette argumentó recientemente que las mayorías deliberativas necesitan una “base externa”, la cual será encontrada en un cuerpo de principios republicanos tradicionales y en la emergencia periódica de extraordinarios estadistas que resistan las tentaciones de las opiniones públicas irreflexivas y de las pasiones. (4) Bruce Ackerman, a su vez, apela a periodos de “legislación de mayor altura”, los cuales serán juzgados con base en estándares morales de mayor envergadura, quizá depositados en la capacidad presidencial o de la Suprema Corte de ignorar la limitada opinión pública.(5) Tanto las críticas a favor y en contra de la democracia deliberativa insisten en la necesidad de un estándar externo que limite y defina a la opinión pública,

de modo tal que la deliberación no pueda definir sus propias normas y estándares procedimentales independientes. Yo creo que la opinión pública emerge fuera de las instituciones organizativas cuando las necesidades del público ya no son satisfechas bajo los marcos institucionales existentes. Sin embargo, esto no permite que la opinión pública, formada bajo estas circunstancias, sea de algún modo más racional de acuerdo con estándares no políticos, y en última instancia, no democráticos. La moralidad y la ciencia son estándares tentativos con base en los cuales se pueden juzgar los caprichos de la opinión pública, especialmente en comparación con leyes morales “más altas” o verdades “científicas”. Pero dichos ideales resultan ser difíciles si no es que imposibles de institucionalizar, dados los factores del pluralismo y la complejidad. Frecuentemente dichas apelaciones a estándares externos pueden violar las demandas de la norma de publicidad. Más aún, es difícil visualizar cómo estas normas de racionalidad independientes puedan operar en prácticas democráticas existentes y más o menos exitosas. En contraste con tan fuertes reconstrucciones de la racionalidad que ignoran las prácticas existentes, Rorty aboga por una “prioridad de la democracia sobre la filosofía”. (6) Con esta frase, Rorty sostiene que estándares epistemológicos y morales más fuertes, establecidos independientemente de las condiciones históricas y, por tanto, no relacionados con una sociedad específica como aquellos buscados por los filósofos desde Platón hasta Hegel , no pueden satisfacer las demandas prácticas de la política democrática. Mi visión, más pragmática y no escéptica, de la razón pública nos conduce también a repensar lo que es requerido para el acuerdo razonable. En contraste con normas de racionalidad más fuertes y en última instancia no pragmáticas, mi postura acepta el compromiso producto de la deliberación como característica crucial de la vida democrática en la cual las normas de la razón son debatidas públicamente. Los ciudadanos, he argumentado, no tienen otra opción más que el compromiso cuando la deliberación pública falla, y no reconocer los límites de la razón pública sería un signo de excesivo racionalismo. Además de responder a los escépticos, el motivo para desarrollar una consideración más pragmática y menos idealista de la deliberación, es el reconocimiento de estándares heterogéneos de justificación que operan en las prácticas democráticas. La deliberación democrática no debe depender de una única norma epistémica o moral, tales como la neutralidad liberal o la imparcialidad moral, para definir su carácter racional o delimitar el rango de formas razonables de cooperación. La

tarea básica de la razón pública crítica debe ser pensada en términos más prácticos: el punto central de la deliberación política consiste en resolver los problemas sociales y solucionar los conflictos políticos. El criterio de una deliberación exitosa es, pues, la restauración de las condiciones para una continua cooperación en situaciones problemáticas. He identificado los mecanismos de diálogo y las condiciones de igualdad necesarias para que la deliberación pública sea exitosa. Cuando así lo es, la deliberación produce salidas aceptadas razonablemente por todos y consideradas también como sujetas a la posibilidad de ser revisadas en el futuro. El éxito de la deliberación pública debe ser medido reconstructivamente esto es, a la luz del desarrollo histórico de prácticas e instituciones democráticas en vez de serlo a través de estándares externos de justificación. He empleado tal aproximación en mi reconstrucción filosófica de la deliberación, analizando el potencial para la racionalidad de las prácticas existentes en vez de construir nuevas con base en estándares prácticos independientes. La prueba para esta reconstrucción debe ser pragmática: sus normas propuestas deben ser capaces de librar los obstáculos que la deliberación democrática enfrenta actualmente. Muchas aproximaciones filosóficas a la razón pública tienen aún muy poco que decir en torno al desacuerdo razonable; sugieren que los asuntos a debate sean excluidos. La aproximación reconstructiva que he adoptado sostiene que la deliberación guiada por la razón pública puede responder tales preguntas en formas que promueven la cooperación. Aunque no ofrezco un proyecto institucional, mi aproximación reconstructiva no es ajena a posibilidades de reforma. Más que una utopía proyectada hacia el futuro, aporta una forma de pensar sobre las alternativas de mejoramiento de las prácticas deliberativas actualmente existentes. En los períodos de aprendizaje y cambio iniciados por críticos sociales y por movimientos colectivos, innovaciones y reformas de este tipo ya han ocurrido. La democracia crea las condiciones sociales para tal aprendizaje facilitando una relación flexible entre las instituciones y el público constitutivo de las mismas. Cualesquiera que sean las consecuencias de la complejidad social, esta flexibilidad es posible con instituciones democráticas de cualquier escala. En oposición a Marx, la democracia “real”, en esta postura, no requiere la completa transformación de la sociedad; al contrario, es un proyecto de reforma en

fases que se construye sobre los logros constitucionales e institucionales de sistemas pasados. En esta práctica de reforma democrática, el papel de la teoría social es aportar una crítica de la razón pública, un análisis de las potencialidades y los límites del empleo público y autónomo de la razón práctica. En esta perspectiva de la democracia participativa, la razón pública es ejercida no por el Estado sino primordialmente en la esfera pública de ciudadanos libres e iguales. En el movimiento norteamericano por los derechos civiles, por ejemplo, los ciudadanos cambiaron colectivamente las interpretaciones legales de la igualdad política y su fortalecimiento. En la medida en que la teoría crítica es definida por un ideal de consenso, sus defensores buscan una mayor democracia ?esto es, un mayor alcance para la deliberación pública y la soberanía popular. El ejemplo del movimiento por los derechos civiles revela un aspecto adicional de la práctica pública de reforma. De acuerdo con el modelo que he desarrollado, los actores públicos y los movimientos emergen en la esfera pública y cambian instituciones, particularmente aquellos “nuevos” movimientos sociales que debaten la definición y la naturaleza misma de la política “normal”. No obstante, el movimiento por los derechos civiles también muestra las ambigüedades de la esfera pública y la democracia deliberativa tal como éstas están constituidas en la actualidad. El actual Estado constitucional y sus instituciones no son tan abiertas y “porosas” como demanda la democracia dualista. Más aún, la consolidación del proceso público de inclusión y reforma ha sido mucho más difícil para el movimiento de lo que han sido los simples éxitos legislativos. Tanto los ciudadanos como el Estado han utilizado por igual caminos dentro y fuera de las instituciones para resistir el fortalecimiento de la legislación sobre los derechos civiles. La combinación de elementos reconstructivos y pragmáticos de mi aproximación puede ayudar para el análisis de las ambigüedades históricas de tales procesos y resultados. De acuerdo con esta óptica, cuando una teoría de la deliberación pública es tanto descriptiva como normativa permite un mejor entendimiento crítico de la deliberación actual. No siendo esta aproximación crítica una ciencia social normal ni una receta para la acción política, puede, sin embargo, identificar potencialidades y barreras para aquellos ciudadanos que buscan expandir las oportunidades para la deliberación pública efectiva.

Históricamente, muchas y diferentes reformas democráticas han mejorado las condiciones de la deliberación. Bajo la perspectiva de variadas y complejas circunstancias de la deliberación pública, no causa sorpresa que las posturas monistas de la democracia, tales como aquellas basadas en el principio único de la maximización de la participación ciudadana directa, no sean capaces de conducir a posturas críticas y a reformas. En instituciones que operan a través de procesos de gran escala espacial y temporal, por ejemplo, es más importante hacer democrática la división del trabajo que abolirla en razón de la maximización de la participación directa. Tampoco es el caso de que una apertura a los espectadores públicos promueva siempre la calidad de la deliberación en los cuerpos representativos. De hecho, las “leyes escaparate”,(7) diseñadas para promover la atención del público, han incrementado discutiblemente las posturas estratégicas de los representantes ante la opinión popular, disminuyendo así la calidad de argumentos razonados y de debate informado en los cuerpos legislativos además de la voluntad de los representantes para el compromiso.(8) Estos ejemplos muestran que esfuerzos de reforma supuestamente apropiados pueden tener consecuencias perversas para la deliberación pública. He advertido ya cómo los arreglos participativos pueden algunas veces sólo empeorar las desigualdades sociales y los conflictos culturales, especialmente cuando refuerzan desigualdades de influencia social existentes, intereses a lo largo y ancho de la comunidad, y presupuestos irreflexivos compartidos. Sobre todo, reformas que no consideran el fenómeno de la pobreza política(9) no ayudarán a aquellos que son menos eficaces en la deliberación. Dicho lo anterior, ciertamente los arreglos actuales en la mayor parte de las democracias no promueven el tipo de deliberación pública que se necesita en sociedades complejas y plurales. Asuntos importantes relacionados con desigualdades sociales y su impacto en los procesos de toma de decisión democráticos han sido apenas abordados, y las amenazas de eliminar al Estado benefactor, en vez de hacerlo más responsable para con el público y sus clientes, solamente tienden a exacerbar el problema. He propuesto una serie de correctivos para las desigualdades deliberativas. De la misma forma, he propuesto resolver el problema de la pluralidad mediante el cambio de las prácticas del voto, así como con la creación de jurisdicciones locales distintas, que en algunos casos presentan enormes desigualdades. Está claro que las elecciones de “el que gana se lo lleva todo” y “una persona un voto” producirán minorías permanentes ante la ausencia de reformas

institucionales y de cambios en los procesos de votación. Más aún, el tipo de compromisos que he propuesto para la solución de profundos problemas morales tienen todavía que convertirse en algo común en la esfera pública; bajo las condiciones actuales serán vistos con suspicacia por los partidos en oposición, quienes los considerarán como una muestra más de la pérdida de su base ideológica, antes que como una base común entre ellos y los demás partidos políticos. Debido a la complejidad, la escalada del poder dentro de las instituciones también permanece sin ser abordada. Sólo a través de los esfuerzos concertados de muchos ciudadanos, tales como grupos de activistas sobre el SIDA, se ha tenido éxito en someter a poderosas instituciones (como la Scientific Review of Human Experimentation) al control público y a la rendición de cuentas. Tal como lo muestra el caso del activismo en torno al SIDA, este éxito depende de encontrar los puntos apropiados en la larga cadena de interacciones complejas que están abiertas a la intervención deliberativa del público y sus intereses legítimos. Algunos teóricos deliberativos han hecho propuestas más específicas para reformas que las que he ofrecido aquí. James Fishkin ha propuesto, y de hecho recientemente ha comenzado a instrumentar, la idea de un “sondeo de opinión deliberativa”. (10) En dicho “sondeo”, una muestra representativa de ciudadanos se agrupa, se les informa sobre algún punto en particular y lo discuten entre ellos frente a una audiencia televisiva. Tal procedimiento supera algunas de las debilidades básicas de las prácticas actuales para la medición y discusión de la opinión pública: en vez de ser “el frío y deliberado sentido de la comunidad” que Madison buscaba, las prácticas de sondeo actuales miden opiniones que son tan irreflexivas, tan rápidamente formadas y tan fácilmente cambiadas como Hegel consideraba a la propia opinión pública. Fishkin sostiene que el sondeo deliberativo puede tener una función consultiva y educacional, pero potencialmente puede restaurar el interés público que alguna vez fue típico del público informado. La propuesta de Fishkin también enfatiza cómo los procesos de deliberación pueden cambiar a la opinión pública más que simplemente reflejar las creencias y sentimientos corrientes. Este tipo de sondeos puede alentar a candidatos a comprometerse en campañas de mayor carácter deliberativo; hacer campañas de esta forma no es dirigirse a las preferencias comunes sino al futuro equilibrio reflexivo entre votantes. Este tipo de procedimientos puede también alentar a los representantes a actuar de forma más deliberativa, votando por legislaciones con las que sus representados hubiesen estado de acuerdo de haber pasado por el mismo proceso

deliberativo, o de haber tenido las mismas oportunidades para formular juicios más informados y razonados. En cualquiera de los casos, uno de los méritos de la propuesta de Fishkin es que crea un nuevo foro deliberativo para la articulación de la opinión pública de ciudadanos no expertos, un foro más amplio y público que el de las asociaciones voluntarias. Refinamientos en el diseño institucional pueden también promover mayor deliberación. He discutido los requerimientos más generales para la existencia de múltiples caminos y posibilidades para la influencia pública en procesos formales y actores institucionales. Un único mecanismo de insumos (input) deliberativos para las instituciones puede hacer las relaciones de poder más rígidas que nunca, y permitir a aquellos que son más efectivos en su uso utilizarlo de forma más oportunista. Por un lado, la estructura general de la democracia dualista norteamericana y la separación de poderes, generalmente promueve la idea de procesos de toma de decisión múltiples y con traslapes. Por otro lado, el uso de referendos directos (como en el caso de California) ha tenido resultados dispares para la promoción de la deliberación y presenta las ambigüedades de la democracia directa. Como lo han mostrado los recientes referendos respecto a propuestas anti-impuestos, anti-gays y anti-inmigrantes en la parte oeste de los Estados Unidos, éstos parecen ser procesos que más que promover una deliberación comunitaria apelan a prejuicios populares y a la alienación política. Dada la facilidad para proponerlo, el referéndum es tan episódico e irreflexivo como los actuales sondeos de opinión. Los mecanismos para el incremento de un insumo público no son suficientes para evitar rupturas en instituciones deliberativas que funcionan correctamente. Cualquier institución en la que los ciudadanos deliberan descansa no sólo en reglas formales, sino también en normas informales de interacción. Por ejemplo, Bessette identifica una serie de normas informales que ayudaron a promover la deliberación en el Congreso, incluyendo la promoción de la profesionalización y la especialización en los partidos, deferencia a los comités y a su trabajo deliberativo, y restricciones a la búsqueda de publicidad para los debates. (11) Su análisis hace alusión a la debacle de estos medios informales para la promoción de la cooperación continua, más que a las deficientes reglas formales o las instituciones, como el origen de una precipitada caída en la calidad deliberativa de los debates en el Congreso. Las restricciones provocadas por las normas informales

fueron cruciales para el establecimiento del tipo de relaciones de confianza que eran necesarias para votar en contra de medidas mal concebidas, pero potencialmente populares, y para pensar en formas orientadas hacia el futuro. Un cuerpo deliberativo debe por lo menos incrementar sus horizontes temporales de deliberación y promover la planeación racional de largo plazo. Sin esta última, la ausencia de restricciones al oportunismo en la deliberación sólo perjudica a aquellos que buscan el compromiso y la cooperación. Además de oportunidades procedimentales, los incentivos creados dentro de los procesos deliberativos en las instituciones representativas deben ser estructurados para promover, más que para poner en desventaja, a aquellos que están dispuestos a otorgar consideración y respeto a las razones públicas de otros. A pesar de sus actuales limitaciones y su fragmentación, la esfera pública permanece como la única fuente para cualquier reforma e innovación en los acuerdos deliberativos. Tales reformas se vuelven radicales sólo en periodos en los que las situaciones problemáticas con las que comienza la deliberación pública conciernen a la naturaleza misma de las instituciones políticas. En una esfera pública que funcione correctamente, los asuntos del día son discutidos desde una variedad de perspectivas. Usualmente, estas discusiones y diálogos, no obstante críticos, son más mundanos y conciernen a creencias particulares y fines prácticos. Pero en periodos de gran innovación y cambio, los entendimientos y presupuestos básicos que fundamentan a las instituciones son puestos en duda. En sociedades bien organizadas y caracterizadas por el imperio de la ley, dichos periodos de cambio estarán marcados por la reflexión sobre lo esencial de los principios constitucionales, ya que los entendimientos actuales no son más una base adecuada para la planeación y la cooperación. Tales cambios comienzan como una “crisis de legitimación” que sólo puede ser resuelta a través de la deliberación pública como base de la vida política. Sin esta posibilidad de cambio radical construida dentro de la democracia constitucional misma, es difícil para las democracias mantener un juego dialéctico entre públicos emergentes y las instituciones, el cual es la clave de su vitalidad. Estas renovaciones periódicas de la soberanía popular mantienen a las instituciones alejadas de la posibilidad de adquirir formas independientes de poder, que simplemente organicen a la opinión pública desde arriba. Pueden también desafiar los presupuestos que guían incluso los arreglos más participativos y locales, las inclinaciones antidemocráticas ocultas, y los procesos de exclusión de la

cultura pública que pueden pasar desapercibidos en la democracia directa. Para Max Horkheimer, una sociedad es democrática sólo si es guiada por el ideal del acuerdo racional, esto es, en la medida en que hace “todas las condiciones controlables por los seres humanos dependientes del consenso real”. Muchos críticos han sostenido que los problemas de complejidad y pluralismo no pueden ser resueltos democráticamente y que sus consecuencias no pueden ser controladas a través de medios consensuales. Los argumentos presentados hasta ahora sostienen que dichas críticas son falsas. Dichas condiciones no necesariamente sobrecargan las instituciones y las capacidades deliberativas de los ciudadanos, ni tampoco hacen obsoletos los ideales de la democracia deliberativa. Más bien, muestran lo importante que es la aplicación de los principios democráticos a lo largo y ancho de todas las instituciones. Ciertamente, muchas de las esperanzas utópicas de transformación democrática radical deben ser revisadas una vez que los muchos dilemas del pluralismo y la complejidad son enfrentados con mayor sensatez. Estos problemas sin resolver muestran la dependencia que algunas teorías de la democracia participativa tienen en falsos antiinstitucionalismos, al igual que en una excesiva voluntad política y una hiperracionalidad con relación a los procesos de toma de decisiones políticas. Sin duda alguna, la caída de los regímenes socialistas burocráticos en 1989 ha sido una seria experiencia para quienes proponen una completa reforma democrática. Pero también hay otras tradiciones y prácticas de democracia radical a considerar con relación a la instrumentación de ideales de deliberación pública. Estos éxitos y fracasos históricos muestran que tales ideales deben ser ubicados ahora dentro de las instituciones modernas y su público, en vez de hacerlo fuera de ellas y en oposición a estos. Una vez que analizamos las prácticas existentes y su potencial para la deliberación, podemos observar que la ampliación del alcance de la participación democrática y la igualdad en la toma de decisiones es todavía una meta indispensable para sociedades plurales y complejas. De cara a los actuales retos que plantean la complejidad, la desigualdad y el pluralismo, los ciudadanos no encuentran obstáculos insuperables para la democracia deliberativa. Sólo lo opuesto es verdadero: lo que es más significativo en nuestro período histórico es el potencial para expandir las formas en que los ciudadanos cooperan en la esfera pública.

El pluralismo cultural, la complejidad social y las crecientes desigualdades representan hoy los mayores retos para la democracia, y todos ellos han producido muchos movimientos anti-institucionales y antidemocrácticos populares. Estos retos solamente pueden ser superados inventando nuevos foros y reformas institucionales en las que los ciudadanos deliberen juntos y hagan uso público de su razón en diversas formas. Entendidos pragmáticamente desde la perspectiva de estas experiencias históricas, el consenso democrático, la igualdad y la participación no son sólo las normas más apropiadas para la Teoría Crítica hoy; son también metas políticas alcanzables por medio de prácticas factibles de la deliberación pública actual. NOTAS 1 G. W. F. Hegel, Philosophy of Right, Cambridge, Mass., Cambridge University Press, 1991, sección 318 (version castellana: Madrid, Libertarias / Prodhufi, 1993, ed. De K. H. Ilting). Véase la discusión de Habermas sobre las críticas de Hegel y Marx a la esfera pública burguesa en Structural Transformation of the Public Sphere, Cambridge, Mass., MIT Press, 1989, p. 118 y ss. 2 G. F. W. Hegel, Philosophy of Right, op. cit., sección 318. 3 Este es el tema principal del libro de W. Lippman, The Phantom Public, Harcourt, Brace, 1925. Para la respuesta de John Dewey véase J. Dewey, The Public and Its Problems, Southern Illinois University Press, 1984, pp. 362-363. Dewey invierte las afirmaciones sobre la superioridad de los expertos, ya que su conocimiento se deriva del proceso público de la indagación científica. 4 J. Bessette, The Mild Voice of Reason, Chicago, University of Chicago Press, 1994, p. 246. 5 Bruce Ackerman, We The People, vol. 1, Harvard, Harvard University Press, 1991, especialmente pp. 266 y ss. A veces este proceso de legislación de altura comienza con la gente; en otras ocasiones depende del “liderazgo presidencial” o de las cortes. 6 Richard Rorty, “The Priority of Democracy to Philosophy”, en Philosophical Papers, vol. 1, Cambridge, Mass., Cambridge University Press, 1991, pp. 180-181 (versión castellana: Barcelona, Paidós, 1997?). En contraposición con Rorty, mi argumento no es “completamente historicista ni antiuniversalista” (Ibid., p.180); al contrario, las normas democráticas universalistas deben ser históricamente prácticas. 7 Sunshine laws en el original [nota del traductor].

8 Bessette, (Mild Voice of Reason, op. cit., p. 152 y ss.), observa una disminución en la calidad deliberativa en los comités del Congreso creada por las “sunshine laws”. Así como en la negociación, hacer el proceso deliberativo completamente público puede no promover salidas racionales, en efecto, puede endurecer posiciones y promover el oportunismo. En la negociación, la publicidad frecuentemente mina la consecución de salidas de mutua satisfacción, ya que los negociadores no desean aparentar que ceden demasiado rápido. Thomas Schelling observa esta consecuencia perversa de la publicidad en algunas situaciones de conflicto en la pag. 30 de su Strategy of Conflict, Harvard, Harvard University Press, 1960. 9 Por pobreza política, el autor entiende la incapacidad de grupos o ciudadanos para participar eficazmente en el proceso democrático, y su consecuente vulnerabilidad ante las consecuencias, previstas y no previstas, de las decisiones. Véase J. Bohman, Public Deliberation, op. cit., p. 125 [nota del traductor]. 10 Para una aproximación sobre los sondeos de opinión pública deliberativa, ver James Fishkin, Democracy and Deliberation, Yale, Yale University Press, 1991, pp. 81-104. En Inglaterra, el problema del crimen fue escogido para la deliberación. Fishkin reporta que hubo un movimiento de 18 puntos porcentuales alejándose de soluciones de prisión y punitivas y acercándose a oportunidades de prevención y empleo. Ver el reporte en The Independent, 9 de mayo de 1994, pp. 8-9. (Dicho periódico fue uno de los patrocinadores). En esta serie, por lo menos, vemos un gran cambio en las preferencias en una dirección muy específica. Fishkin recientemente dirigió el primer sondeo de opinión pública deliberativa en los Estados Unidos (19-21 de enero de 1996). 11 Joseph Bessette, Mild Voice of Reason, op. cit., pp. 147-149.

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