Boff Leonardo - Y La Iglesia Se Hizo Pueblo
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Leonardo Bof f
...Y la Iglesia se hizo pueblo « Eclesiogénesis»: La Iglesia que nace de la fe del pueblo Sal Terra
Colección «PRESENCIA TEOLÓGICA»
Leonardo Boff
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...Y la Iglesia se hizo pueblo «Eclesiogénesis»: la Iglesia que nace de la fe del pueblo
Editorial SAL TERRAE Santander
índice Págs.
«La Iglesia se hizo pueblo»: Cántico de Liberación por Mons. MAURO MORELLI INTRODUCCIÓN
Título del original brasileño: E a Igreja se fez povo. «Eclesiogénese» a Igreja que nasce da fé do povo ©1986 by Editora Vozes Petrópolis (RJ) Brasil Traducción de Jesús García-Abril © 1986 by Editorial Sal Terrae Guevara, 20 39001 Santander España Con las debidas licencias Impreso en España. Printed in Spain ISBN: 84-293-0752-4 Dep. Legal: BI-1.228-86 Fotocomposición: Mogar Linotype Albia de Castro, 3 26003 Logroño Impreso por Gráficas Ibarsusi, S.A. C.° de Ibarsusi, s/n. 48004 Bilbao
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Primera Parte: LA «IGLESIA POPULAR»: SU TEOLOGÍA, SU JUSTIFICACIÓN Y SU MISIÓN 1. ¡Hambre de Dios, sí! ¡Hambre de pan, no! Los dos polos de la teología de la liberación integral 1. Las estrategias del paternalismo y de la liberación 2. Es necesario hacer la teología de la liberación 3. El lugar social de la teología de la liberación: los oprimidos
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2. La Iglesia como misterio y la liberación integral 1. El misterio cristiano es siempre un misterio sacramental 2. La Iglesia como misterio visible y sacramento de Cristo y del Espíritu 3. Cuatro realizaciones principales del misterio de la Iglesia 4. El misterio de la Iglesia y la santidad política
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3. ¿Qué significan teológicamente «Pueblo de Dios» e «Iglesia Popular»? 1. Los sentidos de «pueblo» y sus contextos históricos 2. Los sentidos de «Pueblo de Dios» y sus contextos históricos 3. El contenido histórico-social de «Pueblo de Dios»: un balance . . . 4. La Iglesia Popular como concreción histórica del Pueblo de Dios 5. La voluntad divina que fundó la Iglesia se actualiza
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4. Ministerios y servicios en una Iglesia Popular 1. 2. 3. 4.
La realidad social y teológica de la Iglesia Popular Redefinición de los ministerios oficiales Nuevos ministerios en la Iglesia Popular La eclesiología subyacente a esta realidad eclesial
5. Comunidades eclesiales de base: pueblo oprimido que se organiza para la liberación 1. 2. 3. 4. 5.
Las etapas de una andadura Supervivientes de la gran tribulación Disipando algunos prejuicios La Iglesia, pueblo oprimido que se organiza para la liberación . . . Conclusión: la aparición de los «nuevos bárbaros» liberadores . . .
6. Comunidades eclesiales de base: La Iglesia entera en la base 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7.
Sube el pueblo; descienden los obispos Nuevo modo de ser Iglesia Cuatro sentidos de «base» ¿Pertenecen a la base los obispos y sacerdotes? La eclesialidad de las CEBs Llegar al corazón de la bestia Semillas de una nueva sociedad
7. Comunidades eclesiales de base y Teología de la liberación 1. CEB: pueblo pobre y creyente que se organiza a partir de la fe . . . 2. Significado social y político de las comunidades eclesiales de base . 3. La teología de la liberación: la teoría de la praxis liberadora 8. La inserción del teólogo en la andadura del Pueblo de Dios . , 1. El teólogo como concienciador y explicitador de las implicaciones teóricas y prácticas de la fe de la comunidad eclesial 2. El teólogo como intelectual orgánico de la comunidad y en la comunidad 3. La singularidad del método teológico 4. Desafíos a la teoría y a la práctica teológica 9. El político en una perspectiva liberadora 1. Una filosofía nueva para una política nueva 2. Gestación del pueblo y educación del político 3. Características de una filosofía del trabajo popular
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«LA IGLESIA SE HIZO PUEBLO» CÁNTICO DE LIBERACIÓN
4. Notas metodológicas para el trabajo junto con el pueblo 5. Algunas técnicas para el trabajo popular 6. Conclusión: no quebrar la caña cascada ni apagar la mecha humeante 10. El martirio hoy: la verdad de la liberación y de la «Iglesia Popular» . . . 1. 2. 3. 4. 5.
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Segunda Parte: COMPAÑEROS EN LA ANDADURA DE LA LIBERACIÓN
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¿Por qué existen mártires? Jesucristo, el sacramento fontal del martirio Mártires de la fe cristiana: seguimiento y participación Mártires del Reino de Dios: la política de Dios El valor sacramental del martirio
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11. San Francisco de Asís, abogado de la opción por los pobres 1. 2. 3. 4. 5.
La pobreza del Tercer Mundo como desafío para todos La Iglesia solidaria de la liberación de los pobres Francisco identificado con los pobres: el «Poverello» El carisma franciscano, factor de liberación para el Tercer Mundo Conclusión: el desafío de San Francisco
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12. La significación de Lutero para la liberación de los oprimidos
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1. El protestantismo histórico, promotor de la libertad burguesa . . . . 208 2. Lutero: liberador en la Iglesia, reformador en la sociedad 212 3. El evangelismo protestante como factor de liberación de los oprimidos 223 13. ¿Qué es ser un intelectual y un pensador cristiano hoy? 1. 2. 3. 4.
El intelectual y el pensador en una sociedad de clases El lugar del pensador y el género de su discurso Alceu Amoroso Lima: pensador y testigo del Espíritu Apertura a la Iglesia en la base y a la teología de la liberación
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«La Iglesia se hizo pueblo» Cántico de liberación Al hermano Leonardo: ¡Paz y Bien en el Señor Jesús! Compañeros del mismo Camino y peregrinos de la Esperanza, participo yo de tus alegrías y tus dolores. Los dolores y alegrías de nuestro tiempo, que sufre el parto de la liberación. En el silencio de la noche, contemplas el Misterio de la Palabra que se hizo carne y puso su tienda entre los peregrinos de la Vida. Al igual que María, cantas la visita del Señor a Su Pueblo. Con ternura y reverencia anuncias que, por la fuerza y la sabiduría del Espíritu, «LA IGLESIA SE HIZO PUEBLO», semilla de una nueva sociedad y sacramento de la vida en dignidad y libertad. Profeta del cambio y evangelista de un tiempo nuevo, sigue tu camino, hermano, sirviendo con sencillez y sin arrogancia ni desánimo a la causa de la liberación. Sigue caminando con la certeza de que habrá de despuntar el día en que el pueblo danzará de alegría sobre los escombros de la tiranía y la opresión. No estás solo. En cada generación, los pequeños y los sencillos siempre han alabado al Señor de la Historia con el Cántico de María (Le 1,39-56).
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Mientras los grandes y los fariseos se inquietan, vamos nosotros a crecer en esperanza con los pobres del mundo. En la Fe, en el testimonio y en el servicio de María hallamos aliento y alimento para servir alegre y fielmente a la causa del Reino y a la andadura del Pueblo del Evangelio. María, pobre y sencilla, cautivó a Dios. Llena de gracia y de belleza, exenta de presunción y de codicia, canta las maravillas de la presencia de Dios en la historia. ¡El Señor hizo maravillas y Su Nombre es Santo! María contempla el misterio de la vida no con ojos románticos, sino con los agudos ojos de las personas profundas y comprometidas con la verdad, la justicia y la solidaridad. Su conciencia y su compromiso se expresan en palabras y se traducen en ingenuos y discretos gestos de fraternidad. Acoge el don de la vida en su seno de mujer. La vida brota y florece en el mundo cuando hay acogida y fidelidad. ¡Hágase en mí según Tu Palabra! He aquí a una esclava. Por decir «sí» a la vida, María conoció la humillación, la persecución y el exilio. Sin embargo, con el «sí» de María penetra en el mundo la fuerza de Dios para que haya Vida en la Tierra. La Palabra, acogida en el corazón y en el seno de María, suscitó en ella la energía transformadora del mundo. Se levantó y corrió presta a las montañas. La presteza de María es servicio a la vida. ¡La presteza del mundo es madre de la violencia! El Reino de Dios se revela presente en el mundo cuando se da la fraternidad entre las personas y los pueblos. En la fraternidad de María percibió Isabel que Dios había llegado a visitar a Su Pueblo. ¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el Fruto de tu vientre! María es una mujer feliz. Va a dar a luz a un niño que traerá inmensa alegría a los pequeños y a los pobres de la Tierra. ¡Mi alma engrandece al Señor; se alegra mi espíritu en Dios, mi Salvador!
«LA IGLESIA SE HIZO PUEBLO» CÁNTICO DE LIBERACIÓN
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María es una mujer feliz. Un cambio repentino se ha producido en la historia del mundo. Los pequeños son portadores de la Paz. La Sabiduría de Dios ha puesto sus ojos en una mujer del pueblo. Dios entra en la historia por la puerta de una humilde morada, por la mísera vivienda de un carpintero. El Señor del cielo y de la tierra no muestra interés por los palacios reales. El Creador de todo no se deja impresionar por las obras de los grandes del mundo. Prescinde de palacios, templos y ejércitos. ¡Ha fijado sus ojos en la humildad de su esclava! Dios escoge a una mujer del pueblo. Es decir, rompe por dos veces el protocolo del imperio: escoge como socios a los débiles y sencillos. A gente que tiene amor a la vida. Y escoge a una mujer, a una madre. Detesta la sabiduría y la fuerza de quienes fabrican la muerte. ¡En adelante, toda la tierra cantará para alabarme! La tierra gime en espera de la salvación. La tierra entera, en el Cántico de María, rebosa de alegría porque los caminos de Dios van a traer la paz al mundo. La tierra ya no volverá a verse violentada por la especulación, sino que habrá de ser madre de la vida. La tierra ya no volverá a ser un desierto, sino un jardín lleno de flores, aves y niños saludables. La tierra ya no volverá a sufrir las explosiones de la muerte, sino que de su seno brotarán torrentes y germinarán semillas de vida. ¡El Señor ha hecho en mí maravillas! ¡Su nombre es Santo! María, que acaricia con sus nanos su vientre repleto de vida, no tiene miedo al futuro. Dios \a a irrumpir en la historia como protector. Ha escuchado los clamores de Su Pueblo y van a cesar las injusticias y la opresión. Va a cortar de raíz el árbol de la muerte. Van a rodar por el suelo los gigantes del mundo, los que oprimen a los pequeños y destruyen la vida en la tierra. ¡Revelando el poder de Su Brezo, ha dispersado a los soberbios y a los duros de corazón! Derriba a los poderosos de sus tronos ' y ensalza a los humildes.
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El cántico de Liberación, manifestación de la alegría y la esperanza de María, es una profecía que revela el proyecto de Dios: un mundo en el que no haya señores ni esclavos. Un mundo de hermanos. Dios quiere vida en la tierra. María, a quien yo aprendí a venerar y amar desde niño y a quien descubrí, entre los pobres del mundo, como mujer que caminó en la Fe, como ministra del Evangelio y como servidora del Reino, anuncia la verdadera revolución que traerá igualdad y participación a los hijos de la tierra. Todos seremos hermanos. Todos seremos ciudadanos del Reino. ¡Ave, María, madre de Jesús! Así eres saludada generación tras generación. Siento la alegría de poder saludarte con los pobres de la tierra. No siempre logro entender, y a veces hasta me fastidia, la salutación de algunos poetas y cineastas. Menos aún comparto las alabanzas y cánticos piadosos que entonan otras voces, horrorizadas del mundo y de la historia en que quiso zambullirse tu Hijo. ¡Ave, María, madre de Jesús! Te ofrecen poesías, flores e incienso como si fueses diosa de una religión. ¡Ave, María, madre de Jesús! En medio del pueblo, tú oyes la Palabra que anuncia la Liberación. ¡Ave, María, madre de Jesús! Junto a la Cruz que vence a la muerte, contemplas, sufriendo, el despuntar de lo nuevo. ¡Ave, María, madre de Jesús! Compañera de los peregrinos que caminan hacia la vida en libertad. ¡Ave, María, madre de Jesús! En este crepúsculo del siglo veinte, creo y anuncio que habrá de rayar el día en que nadie pase hambre, en que ningún niño nacerá condenado a la muerte, en que los «favelados» tendrán casas hermosas y llenas de luz, como los «moteles» que bordean las avenidas y las carreteras ocultando las chabolas. ¡Ave, María, madre de Jesús! Habrá trabajo para todos. Y un trabajo que sea propio de personas libres que buscan el pan de cada día. ¡Ave, María, madre de Jesús! Dios será fiel a Su Pueblo, el Pueblo del Evangelio, el Pueblo de la Fraternidad. ¡Canta, hermano Leonardo, las canciones de María! Desde el silencio, la oración y la profecía, revela por toda la tierra que el pueblo hambriento de vida, en el campo y en la ciudad, se alza y camina en busca de un tiempo nuevo.
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Revela, hermano Leonardo, a los grandes del imperio, del templo y de los ejércitos, que el pueblo hambriento de vida acoge con amor a los niños que nacen y se reparte las migajas de pan, luchando siempre para que todos tengan vida. Anuncia, compañero de jornada, que el pueblo hambriento de vida es el Pueblo del Evangelio. El Pueblo del Evangelio, en las casas y en las comunidades, conoce a Dios, el Padre que ama con corazón de Madre. El Pueblo del Evangelio camina a la Luz de Jesucristo. El Pueblo del Evangelio es aliado del Señor de la Vida y camina por la tierra en dirección a la Casa del Padre. El Pueblo del Evangelio no adora ídolos ni se inclina ante el poder del oro y la vanagloria. El Pueblo del Evangelio es un pueblo de hermanos. Y en la tierra del Evangelio hay lugar y vida para todos. El Pueblo del Evangelio no amontona tesoros, sino que reparte el pan con el niño, el joven y el anciano. El Pueblo del Evangelio no es dueño de nada ni hace esclavos. El Pueblo del Evangelio cree que la tierra es propiedad de Dios y que la posee el que la trabaja para sustentar la vida. El Pueblo del Evangelio cree que la utilidad del trabajo es la salud y la vida de los niños de todo el mundo. El Pueblo del Evangelio, en sus comunidades, reserva el primer lugar al pequeño y al débil, al enfermo y al anciano. El Pueblo del Evangelio, bautizado en el Nombre de Jesús, camina por la tierra como signo de un tiempo nuevo. Ciudadanos del Reino por el Bautismo, el Pueblo del Evangelio sabe que en la historia de cada día, marcada por el dolor o la alegría, prosigue la misión de Jesús. El Pueblo del Evangelio, viviendo en unión con Cristo, conoce, vive, celebra y anuncia el Reino de la Vida. En el Pueblo del Evangelio todos tienen la misma dignidad. Cada cual es ministro y servidor de la vida. En la oración de cada día, con la fuerza de la Palabra y con su participación en la comunidad y en el corazón del mundo, el Pueblo del Evangelio anuncia y construye el futuro. Hermano y pastor, en medio del pueblo, siento alegría y esperanza, porque tengo la certeza de que la tierra habrá de ser lugar de vida.
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Leonardo, compañero y hermano: llamemos a todo el mundo, en el campo y en la ciudad, en la periferia y en las «favelas», a la conquista de la tierra en favor de toda la familia humana. Alcémonos y caminemos para construir juntos la sociedad justa y fraterna, signo del Reino. En el amor de Cristo venceremos al miedo y a las fuerzas que amenazan la vida en el mundo. Habrá paz en la tierra. Con mi abrazo de hermano y amigo, te deseo Paz y Bien en el Señor. fMAURO MORELLI I Obispo de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana en Duque de Caxias y Sao Joño de Meriti (RJ) Brasil Fiesta de la Epifanía del Señor, 6 de enero de 1986.
Introducción «Y el Verbo se hizo carne» (Jn 1,14). Con esta afirmación de fe comienza propiamente el cristianismo. Creemos que el Hijo de Dios no sólo asumió una naturaleza humana, haciéndose con ello hermano de todos, sino que asumió además nuestra miseria y nuestra debilidad. Y si lo hizo, fue para liberar y penetrar de realidad divina nuestra condición mortal. La misión de Jesucristo consistió en cumplir esta tarea verdaderamente mesiánica. «Y la Iglesia se hizo pueblo». Con esta afirmación confirmamos la continuidad de la misión de Cristo en nuestros días a través de la inserción de amplios sectores cristianos en los medios populares, haciendo posible que de ahí brote realmente la Iglesia como Pueblo de Dios, con características populares. Esas inmensas mayorías formadas por gentes a las que se considera económicamente despreciables, políticamente alienadas, culturalmente marginales y religiosamente sincretizadas, han ido siendo asumidas en la misión pastoral de la Iglesia. La manera de evangelizarlas ha consistido en propiciar el que desde su interior se organizaran comunidades eclesiales, con nuevas formas de servicios y de celebraciones y con nuevos compromisos por transformar desde la fe las condiciones existentes de opresión y empobrecimiento. A través de la acción
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comunitaria y liberadora de estos cristianos se ha dado un contenido concreto e histórico a la afirmación de fe de que la Iglesia es Pueblo de Dios en la historia. Sólo cuando la masa se ha hecho pueblo mediante la participación y la comunión, se han creado las condiciones para que este pueblo, mediante la fe, se transforme en Pueblo de Dios. Esta forma de Iglesia con rasgos de cultura popular no pretende en absoluto contraponerse a otras formas de Iglesia, como si fuera algo paralelo y sin referencia alguna a las instancias de unidad representadas por la jerarquía de la Iglesia. Es reconfortante constatar que en la denominada «Iglesia Populare o Iglesia que nace de la fe del pueblo están comprometidos cardenales, obispos, sacerdotes, religiosos, teólogos y un gran número de laicos. Esta realidad fue reconocida como algo legítimo por el Papa Juan Pablo II, dado que en ella «una comunidad de personas... se abre a la buena nueva de Jesucristo y comienza a vivirla en comunión de fe, de amor, de esperanza, de oración y de celebración» (L 'Osservatore Romano, 8 de agosto de 1982). Tal fenómeno configura una auténtica «eclesiogénesis», es decir, la génesis -en virtud de la energía de Dios y la respuesta de los hombres- de la Iglesia en medio de la trayectoria humana. La serie de trabajos que presentamos en este libro representan otros tantos esfuerzos de reflexión teológica realizados en los últimos años con ocasión de diversos encuentros con las comunidades o con agentes de pastoral, jornadas de debate con otros teólogos o distintas aportaciones solicitadas por diferentes grupos de dentro y fuera del país. Todos los trabajos han sido anteriormente publicados en revistas, y se encuentran dispersos en medios de no siempre fácil acceso. Reunidos ahora en el presente volumen, tal vez puedan servir de estímulo a quienes tienen depositada su esperanza en esta Iglesia que vive junto al pueblo y creen en su inconmensurable potencial evangelizador y liberador.
Primera Parte: La «Iglesia Popular» su teología, su justificación y su misión
1 ¡Hambre de Dios, sí! ¡Hambre de pan, no! Los dos polos de la teología de la liberación integral Si se leen atentamente los discursos del papa en sus viajes por América Latina, se verá con claridad que ha sabido captar las dos condiciones indispensables para el surgimiento de la teología de la liberación: el escándalo de la pobreza y la profundidad de la fe del pueblo. El escándalo de la pobreza genera inicialmente indignación ética: «esta pobreza es inaceptable», porque «el lujo de que disfrutan unos pocos se convierte en un insulto a la miseria de las grandes masas». Lleno de perplejidad, el Papa Wojtyla deja escapar éste pensamiento de desahogo: «esta pobreza es tan enorme que nos preguntamos cómo consigue vivir esta gente...» Sin indignación ética, no hay nadie que se movilice para introducir algún cambio. Por eso, como ya lia sido constatado históricamente, por debajo de todo proceso revolucionario hay todo un torrente de generosidad y Je cólera profética que impide aceptar el mundo tal como está. El papa ha denunciado, como nadie lo había hecho antes, las iijusti-
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cias, la tragedia mundial del hambre y el pecado social. Pero no bastan las denuncias y el dedo acusador. Es preciso comprometerse con los pobres en contra de la injusticia social a que da origen la pobreza como fenómeno colectivo. El actual papa ha declarado en repetidas ocasiones haber hecho personalmente suya la opción preferencial por los pobres. Esta opción es de Jesucristo, de los apóstoles, del Evangelio; por eso no es exclusiva de la Iglesia latinoamericana, sino de toda la Iglesia sin excepción, incluida la Iglesia que peregrina a lo largo de los países ricos. En su encíclica sobre el trabajo, el papa ha llegado a escribir que la Iglesia demuestra su fidelidad a Cristo en la medida en que se hace Iglesia de los pobres (Laborem exercens, n. 8). En otras palabras: en una Iglesia local en cuya comunidad los pobres que hay en la sociedad resultan invisibles, no se atiende a su deseo de participación y no son visitados por su Pastor, en esa Iglesia hay infidelidad a Cristo, por más proclamas de ortodoxia y de obediencia incondicional al Magisterio que se hagan. El segundo elemento, la profundidad de la fe cristiana del pueblo, significa una fuente de motivaciones, nacidas del propio contenido de dicha fe, que inducen al compromiso transformador de la realidad injusta. Todo el capítulo segundo de la Carta de Santiago está dedicado a demostrar que la sola fe, carente del compromiso transformador de la situación de los pobres y necesitados, es una fe estéril y muerta. Se trata de una fe que también poseen los demonios, que no por ello dejan de estar donde están: en el infierno. Y están allí no porque les falte fe, sino porque carecen de amor, que es la realidad que verdaderamente nos sitúa en el cielo de Dios. Juan Pablo II se ha mostrado infatigable a la hora de acentuar la misión social de la Iglesia, teniendo cuidado de que se preserve siempre su identidad evangélica. Llama constantemente a los Gobiernos a que procedan a reformas profundas y eficaces. Exige a los ricos voluntad eficaz de «hacer lo posible por dar de comer y proporcionar dignidad y trabajo a los pobres». Y a éstos les invita a ser «los primeros en esforzarse por su propia elevación y liberación». En su visita al Perú, en abril de 1985, y ante casi un millón de indígenas y campesinos, en su inmensa mayoría pobres y subalimentados, el papa dejó a un lado los papeles
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que llevaba escritos y, consternado ante el paradójico cuadro ilc tan profunda fe y tan escandalosa miseria, exclamó: «¡Hambre de Dios, sí! ¡Hambre de pan, no!» En esta patética expresión se encuentran unidos los dos polos que sustentan la auténtica teología de la liberación, la que hacen los teólogos latinoamericanos y del Tercer Mundo en el seno de sus iglesias. El hambre de Dios genera energías humanas y espirituales en orden al compromiso contra el hambre de pan. La unión de estas dos pasiones engendra permanentemente la teología de la liberación.
I. Las estrategias del paternalismo y de la liberación El confrontamiento de la fe con el escándalo de la pobreza puede dar origen a dos diferentes actitudes con distintos efectos: una, paternalista; la otra, liberadora. En los discursos del papa se mezclan ambas, esfumándose los límites entre una y otra. La historia de la Iglesia demuestra que la fe siempre ha sido sensible a los humillados y ofendidos. Como buen samaritano, la institución de la Iglesia (obispos, sacerdotes, religiosos y organizaciones laicas) se ha inclinado sobre los millares y millares de caídos en los caminos de la vida. Ha creado hospitales, escuelas y organismos de asistencia para todo tipo de necesidades. Ha habido épocas en las que se ha asociado a los que más tenían para ayudar mejor a los que no tenían nada. Es la larga historia de la caridad y la misericordia. Esta estrategia ha acumulado una serie de méritos innegables. Hay situaciones en las que el hambre y la penuria son de tal calibre que la asistencia se justifica por sí sola, sin necesidad de cualquier otra consideración. Sin embargo, a medida qué crece el nivel de conciencia crítica, se percibe la limitación de esta estrategia, que no cuestiona las diferencias sociales ni se propone cambiar las relaciones de desigualdad, El interés radica exclusivamente en lograr que el rico epulón deje caer más migajas al pobre Lázaro, tendido al pie de la mesa junto a los perros. Conforme a la estrategia asistencialista, el rico defce ser bueno, el burgués debe ser generoso, Deben ser padies y auxiliadores de los
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pobres. De ahí el que esta estrategia se denomine, con toda razón, como «asistencialista» y «paternalista». El desastre social es hoy de tales proporciones que hace inoperante semejante estrategia, tomada como fin en sí misma. Porque, en esta perspectiva, la fe produce obras caritativas que tienen como objeto, evidentemente, la persona del pobre, pero que no consiguen llegar a las causas que siguen produciendo y perpetuando la existencia de los pobres. A la luz de los ideales que la fe proyecta de una sociedad establecida sobre la participación de todos, con un nivel cada vez mayor de fraternidad y de reducción de los conflictos, hay que cuestionar el dualismo social rico-pobre. ¿No ha de ser llamado el pobre Lázaro a sentarse a la misma mesa que aquel que antaño era el rico epulón? Para que esto ocurra, son precisos determinados cambios estructurales en las relaciones de trabajo y de convivencia. Pero ¿por dónde deben comenzar estos cambios? ¿Quién es el sujeto principal del proyecto transformador? Es aquí donde brota la segunda estrategia en la relación fe-pobreza: la estrategia liberadora. Estrategia que parte del bloque histórico de los pobres y oprimidos; que confía en la fuerza histórica y transformadora de éstos, en sus movimientos, en sus organizaciones y en sus luchas; que cuenta con aliados de otras clases sociales capaces de formar cuerpo con ellos y buscar una liberación no sólo para sí mismos, sino para todo el conjunto de la sociedad. La Iglesia, con su opción preferencial por los pobres y contra la pobreza, pretende ser una poderosa aliada de la causa de los oprimidos. En esta perspectiva, el pobre no es sólo el que nada tiene, sino también el que tiene, que es, junto a otros, el principal agente en la construcción de una convivencia más generadora de vida y de felicidad colectiva. El discurso cristiano debe comenzar por la animación del pobre Lázaro, para que se levante, descubra su dignidad, potencie la fuerza que encierran la concientización y la unión e inicie la andadura de la liberación. Pero el rico epulón no queda excluido: el Evangelio, como en tantas ocasiones ha hecho el propio Juan Pablo II, le con-voca a hacer también él su propia opción por los diversos lázaros; de este modo se humaniza y se integra en la andadura de la liberación integral de todos los hombres y de todo el hombre. Al final, las diferencias sociales serán menores y más soportables: ya no predominarán las relaciones de
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dominación, sino las de colaboración y participación. En lugar de «ricos» y «pobres», lo que prevalecerá serán los ciudadanos que trabajan juntos en la construcción de una historia de libertad en la que las diferencias ya no sirven de pretexto para establecer privilegios, sino que son ocasión de enriquecimiento colectivo. 2. Es necesario hacer la teología de la liberación Frente a esta evidencia, ¿cuál ha sido la actitud del Magisterio en relación a esta teología? Al papa, por ejemplo, ya se le han atribuido las más desconcertantes opiniones acerca de la teología de la liberación: en enero de 1985, mientras volaba camino de Venezuela, habría dicho en el avión que dicha teología constituye una desviación fundamental de la fe cristiana. En el mismo avión, de regreso a Roma, afirmaba -como también se informó-que tal teología sigue siendo una cuestión abierta y que requiere estudio, especialmente en sus aspectos positivos. Empleando sus propias palabras: «ya se ha dicho claramente que hay un tipo de teología de la liberación que es indispensable, porque es necesario hacer esta teología». No hay, pues, un puro y simple rechazo de la teología de la liberación. Conviene considerar qué tipo *de teología es no sólo legítima, sino hasta necesaria; cuál, por el contrario, es criticable y cuál es rechazable. El papa no podrá estai en contra del papa, por cuanto que en la «Instrucción sobre algunos aspectos de la teología de la liberación», publicada per el Vaticano en septiembre de 1984 con el placel pontificio, se afirma expresamente que «teología de la liberación es una expresión perfectamente válida, porque designa un tipo de reflexión teológica centrada en el tema bíblico de la liberación y la libertad y en la urgencia de sus incidencias prácticas», En una visión rápida, intentaremos mostrar cómo surgió de manera natural, y por ello mismo necesaria, la teologíi de la liberación. Antes de que apareciese el teólogo de la liberación, ya existían la comunidad comprometida con la justicia social, el laico implicado en los procesos de concíenciaciín y liberación en las zonas urbanas periféricas y en el campo, y el obispo que denunciaba proféticamente las estructuras injustas
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de la desigualdad social. La teología nació después, como «palabra segunda», como momento de reflexión, animación, crítica y profundización de esa práctica liberadora. La teología de la liberación no es otra cosa que la reflexión de una Iglesia que se tomó en serio la opción preferencial y solidaria por los pobres y oprimidos. Por eso no necesitan demasiadas explicaciones para entender esta teología los pobres y los que se arriesgan por el derecho conculcado y por la justicia negada a las grandes mayorías de nuestro Continente. El fenómeno que se constata muy fácilmente a partir de los años sesenta en casi todos los países latinoamericanos es el siguiente: hacen su irrupción los pobres, en su mayoría cristianos, los cuales, animados por la fe -una fe iluminada en los círculos bíblicos y vivida en comunidades eclesiales de base o en pequeños grupos de reflexión y acción-, se organizan, no aceptan morir antes de tiempo y luchan por alternativas que atiendan mejor a sus necesidades básicas y les proporcionen una vida mínimamente digna. El Reino de Dios tiene ciertamente su origen en el cielo, pero se inicia aquí y ahora, en la tierra, siempre que se alcanza alguna nueva cota en la reducción de las desigualdades sociales. Lo que deja perplejos a los católicos tradicionales y a los gobernantes (por lo general militares), con su cristianismo meramente nominal y estereotipado, es oír a este nuevo tipo de cristianos, embarcados en procesos de liberación, que actúan en nombre de la fe y que han llegado a ello a base de meditar los evangelios y de adorar a Jesucristo, Dios encarnado en nuestra pobreza, martirizado a consecuencia de un mensaje y una práctica que ponían en cuestión el poder religioso y político de su tiempo, y resucitado como hombre nuevo y como primicia del Reino de Dios concretado en su humanidad y prometido a todos los hombres.
3. El lugar social de la teología de la liberación: los oprimidos La teología de la liberación se hace a partir de este lugar social: junto a los pobres, asumiendo su causa y tomando parte en sus luchas. Toda teología se hace a partir de algún lugar predominante, incluida la que pretende ser universal y oficial. Antaño se hacía en el coro de la iglesia, entre rezo y rezo de las
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diversas horas canónicas, de donde resultó una teología piadosa, a modo de comentario de las Escrituras; y digo «piadosa» en el sentido más eminente de la palabra. Después pasó a hacerse desde los bancos de la universidad, en diálogo con las demás ramas del saber, y de ahí surgió una reflexión sistemática y académica. Por otra parte, desde el lugar que ocupaban los monjes en sus monasterios brotó una vigorosa teología mística que desemboca siempre en el silencio frente al misterio abismal de Dios. Todos estos lugares son legítimos, y desde ellos se hacen distintas apropiaciones de la verdad religiosa, que en sí es inagotable. Hoy se ha elaborado la teología latinoamericana desde este otro lugar: junto a los pobres y desde dentro de sus luchas, animadas e iluminadas por la fe eclesial. Desde ahí se hacen, evidentemente, preguntas importantes al teólogo que se ha unido a esta andadura: ¿Qué imagen de Dios brota de la práctica de la liberación? ¿Qué aspectos del misterio de Dios se hacen más relevantes a partir del compromiso con las víctimas de la injusticia? Y lo que resulta relevante es la imagen del Dios del Éxodo, que escucha el grito del oprimido; del Dios que toma partido por los judíos esclavizados y en contra de su opresor, el Faraón; del Dios de la ternura para con los humildes, tal como aparece en los profetas; del Dios de la vida, que opta en favor de los pobres, porque desea defender su vida amenazada. Siempre será el Dios del misterio, de quien ni siquiera el nombre podemos pronunciar dignamente; pero jamás será un Dios ajeno al drama humano e indiferente al grito de Job. ¿Qué imagen de Jesucristo se desprende de la experiencia religiosa, las luchas y los martirios de las comunidades comprometidas en la lucha por la tierra, en la denuncia de las violaciones de los derechos humanos y en el contacto con las mujeres obligadas a prostituirse? Será un Jesucristo liberador que anunció un mensaje cargado.de esperanza; que ofreció una alternativa a la práctica imperante en su tiempo con relación a Dios, a las riquezas, a los pobres, a la violencia y al uso del poder; que por fidelidad a Dios, a su proyecto y a aquellos a quienes amaba, arrostró la persecución y la muerte violenta y, finalmente, resucitó para revelar cuál es el designio de Dios sobre la creación: la aparición del hombre nuevo, del cielo y la tierra de la nueva creación. Evidentemente, Jesús es todo esto y mucho más, porque es un misterio adorable.
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¿Qué dimensiones de María son especialmente queridas y apreciadas por los cristianos de las comunidades de base? La María del camino, la profetisa del Magníficat, que no tuvo reparo en implorar de Dios el derrocamiento de los poderosos y la exaltación de los humillados; la María siempre solidaria del destino de Jesús. La Virgen es venerada como liberadora, pero sin dejar de ser también la que nos enseña la actitud de fe, la aceptación de la Palabra de Dios y la perfecta disponibilidad al designio del Padre. ¿Qué modelo de Iglesia subyace a las prácticas de participación comunitaria, con sus nuevos ministerios y con su responsabilidad social respecto de las transformaciones necesarias de la sociedad? Será antes una Iglesia toda ella Pueblo de Dios que una Iglesia concebida como sociedad, rígidamente jerarquizada y dividida entre clérigos y laicos. Los obispos no dejarán de ser obispos, pero asumirán decididamente su misión evangélica de animadores de la fe y sostenedores de la esperanza; serán más pastores en medio del pueblo que autoridades eclesiásticas que todo lo controlan y deciden en solitario. El laico se sentirá miembro vivo de la comunidad, con capacidad de manifestarse, de ayudar a construir el consenso y de asumir su parte de responsabilidad en la evangelización. Desde el lugar social de los oprimidos, en fin, se destaca fuertemente la dimensión pública y social de la fe cristiana y se descubre mejor el carácter estructural de las injusticias y la dimensión «procesal» de todos y cada uno de los compromisos de liberación, con las luchas y dificultades que inevitablemente le acompañan. No se trata, en modo alguno, de negar u olvidar la dimensión personal e íntima de la fe, porque ésta, incluso en lo social, constituye la dimensión irreductible de la persona humana. Pero el interés por la liberación integral e histórica, comenzando por los oprimidos, amplía la dimensión de los problemas humanos y desvela riquezas ocultas del mensaje evangélico que, de otra forma, posiblemente jamás saldrían a la luz. Por otro lado, la superación de la pobreza injusta mediante el compromiso social, inspirado en la fe, exige un desvelamiento de aquellos mecanismos que producen y reproducen la pobreza. El teólogo se ve obligado a saber algo más que pura teología. Para que su teología sea de hecho liberadora, debe
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apropiarse de una serie de categorías analíticas, por lo general tomadas de la interpretación histórico-estructural del conflicto (porque la pobreza es siempre conflictiva). Debe aprender las reglas de una recta articulación entre el discurso del análisis histórico-social y el discurso de la fe, de tal modo que la teología, conservando su identidad, muestre su eficacia histórica. La práctica cristiana de liberación junto a los pobres exige reflexión. De ahí brotará un pensamiento teológico que podrá denominarse «liberador» por haber sido elaborado en interés de la liberación de los hombres a partir de los oprimidos. ¿Quién puede negar al cristiano este derecho a pensar su práctica de fe en el contexto social? La fe no alcanza su plena expresión sin esta actividad teológica. Por eso tiene razón el Papa Juan Pablo II cuando dice que «es necesario hacer esta teología». Y está siendo hecha con vigor y con rigor por una auténtica pléyade de cristianos latinoamericanos y de otras partes del Tercer Mundo. Esa teología es uno de tantos dones como el Espíritu ha concedido a su Iglesia en beneficio de todos (ICor, 12,8). La práctica de la liberación y la teología que la acompaña no se realizan de un modo desarticulado, como si fueran realidades subsistentes en sí mismas. En realidad, tanto la práctica de la liberación como su correspondiente reflexión de fe son expresión de un modelo de Iglesia que se ha tomado en serio la opción preferencial por los pobres: la Iglesia Popular. Dediquemos al tema una reflexión más minuciosa.
2 La Iglesia como misterio y la liberación integral En el capítulo anterior establecíamos el horizonte desde el cual entendemos la misión y la naturaleza de la Iglesia en el contexto de una opresión que reclama liberación. Ahora deseamos situarnos en el corazón mismo de la Iglesia, en aquello que constituye su identidad específica: el misterio de la Iglesia. Nos situamos al nivel del Credo que expresa la fe común de los cristianos: «Creo en la Iglesia, una, santa, católica y apostólica». Es del misterio de la Iglesia de donde derivamos su misión liberadora y su compromiso con los pobres del mundo. El Sínodo Extraordinario de los Obispos celebrado a los veinte años del Vaticano II (25 de noviembre a 8 de diciembre de 1985) ha vuelto a subrayar el carácter mistérico de la Iglesia que se deduce de la Constitución Dogmática Lumen Gentium, que se inicia precisamente con un,capítulo sobre El misterio de la Iglesia. Esta consideración del misterio permite «evitar las malinterpretaciones sociológicas o políticas acerca de la naturaleza de la Iglesia», como han declarado los Padres Sinodales en su mensaje al Pueblo de Dios1. En la Relación Final califi-
1. Cf. Parte II.
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can de «unilaterales y falsas» tanto «la visión meramente jerárquica de la Iglesia» como «una nueva concepción sociológica» que pretenda sustituir a aquélla2. La visión de misterio, cuando éste es correctamente entendido, une las diversas dimensiones de la realidad-Iglesia: la social e histórica y la espiritual y transcendente. 1. El misterio cristiano es siempre un misterio sacramental Para entender de manera complexiva el significado de la expresión «Iglesia-misterio», haríamos bien en tratar de profundizar la noción de misterio3, que es un término tradicional de la teología. En la Iglesia antigua, con la expresión griega mysterion y su traducción latina sacramentum* se intentó cap-
2. Relación Final, II, 3. 3. Citemos tan sólo lo más importante: G. BORNKAMM, «Mysterion», en ThW IV, pp. 809-834; K. PRÜMM, «Mystéres», en DBS VI (1957), pp. 1-225; «Zur Phanomenologie des paulinischen Mysterion und dessen seelischer Aufnahme», en Bíblica 37 (1956), pp. 135-161; J. SCHNEIDER, «Mysterion im NT», en Supplément de la Vie Spirituelle 23 (1952), pp. 397-402; D.E. Dal GRANDE, «Mysterium-sacramentum nella S. Scrittura», en Studia Patavina 4 (1957), pp. 389-393; H. HEGERMANN, «Das alttestamentliche Heilsgeschehen ais Mysterium», en Schópfungsmittler im hellenistischen Judentum und Urchristentum (Texte und Untersuchungen 82), Berlín 1962, pp. 26-47. 4. Ofrecemos aquí la bibliografía más importante: J. De GHELLINCK, Pour l'histoire du mot sacramentum, Louvain 1924; como reacción a esta investigación: O. CASSEL, «Zum Wort Sacramentum», en JLW S (1928), pp. 225-235; H. Von SODEN, «Mysterium und Sacramentum in den ersten zwei Jahrhunderten der Kirche», en ZNW 12 (1911), pp. 188-227; C, MOHRMANN, «Sacramentum dans les plus anciens textes chrétiens», en Eludes sur le Latin des Chrétiens, Vol. I, Roma 1961, pp. 233-244; E. SCHILLEBEECKX, De sacraméntele heilseconómie, Antwerp 1952, pp. 21-106; A. KOLPING, Sacramentum Tertullianeum, Regensburg-Münster 1948; J. HUHN, Die Bedeutung des Wortes Sacramentum bei dem Kirchenvater Ambrosius, Fulda 1928; J. FRUYTIER, Het woord Mysterion in de Catechesen van Cyrillus van Jerusalem, Nijmegen 1950; C. COUTURIER, «Sacramentum» et «Mysterium» dans l'oeuvre de saint Augustin, (H. Rondet, Eludes Augustiniennes), París 1953, pp. 161-332; F. Van der MEER, «Sacramentum chez saint Augustin», en MD 15 (1948), pp. 50-64; M. De SOOS, Le Mystere liturgique d'aprés Léon le Grand, Münster 1958; H.G. MARSCH, «The use of Mysterion in the writings of Clement of Alexandria, with the special reference to his sacramental doctrine», en JThS 37 (1936), pp. 64-80; P. VISENTIN, «"Mysterium-Sacramentum" dai Padri alia Scolastica», en Studia Patavina 4 (1957), pp. 394-414; M. VERHEIJEN, «Mysterion, Sacramentum et la Synagogue», en RSR 45 (1957), pp. 321-337; M. SAINIO, Semasiologische Untersu-
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tar la totalidad del cristianismo5 y definir su originalidad6. Basándonos en una larga investigación sobre el término «misterio-sacramento» que no podemos reproducir aquí, resumimos sus nueve significaciones principales7. a) Misterio-sacramento significa el plano histórico-salvífico de Dios. Este designio divino estaba oculto en Dios, pero destinado a ser revelado a todos los hombres por medio de los apóstoles y los profetas (1 Cor 4,1; Rom 16,25; Col 1,25; Ef 3,3.4-8), y particularmente por medio de la Iglesia (Ef 3,10). Pero, aun comunicado a los hombres, el misterio sigue siendo misterio. En su aportación al esquema conciliar sobre la Iglesia, los obispos alemanes definían así, el 21 de febrero de 1963, el misterio-sacramento: «un hecho visible, realizado por Dios, por el que se significa y se hace presente en la dimensión histórica de los hombres la voluntad divina de salvación»8.
chungen über die Entstehung der christlichen Latinitát (Alíñales Accademiae Scient. Fennicae 47, 1), Helsinki 1940, pp. 75-86; V. LOI, «II termine "mysterium" nella letteratura latina prenicena», en VigChr 19 (1965), pp. 210-236; 20 (1966), pp. 25-44; R. SCHULTE, Mysterium Salutis IV/2, Einsiedeln 1974, pp. 46-109; E. JÜNGEL - K. RAHNER, Was ist ein Sakrament?, Freiburg i.B. 1971; L. BOFF, «O que significa propriamente Sacramento», en Revista Eclesiástica Brasileira 34 (1974), pp. 860-895. 5. El término es empleado en este sentido por el mártir Speratus, que responde al cónsul Saturnius: «si tranquillas praebueris aures tuas, dico mysterium simplicitatis»: cf. Acta (Passsio) Martyrum Scillitanorum, hacia el año 180; C. MOHRMANN, «Sacramentum...» (op. cit.), p. 243; V. LOI, «II termine "mysterium"...» (op. cit.), p. 222. 6. Cf. L. BOUYER, «Mysterion» (op. cit.), pp. 397-398: (La parole Mysterion) «enveloppe dans la tradition une réalité organique, dont l'unitc peut étre rebelle aux définitions rapides, mais qui n'en apparaít pas moins comme UJI des foyers les plus rayonnants de toute pensée chrétienne vivante. Qu'il s'agisse de théologie biblique, sacramentelle ou mystique, á propos de tous les grands dogmes et de leur élaboration historique, cette réalité du "rnystére" se présente, non point du tout comme une simple catégorie, tres genérale et par la méme peu intéressante, mais, sans aucune doute, comme un facteur commun, un élément sous-jacent qui fait l'unité intime, la cohesión vivante de tous ees éléments capitaux du christianisme... (mysterium) un des fils majeurs de la trame qui soutient tout l'univers intellectuel chrétien». 7. Para verlo en detalle, cf. L. BOFF, Die Kirche ds Sakrunteni im Hcrizont der Welterfahrung, Paderborn 1972, pp. 49-82. 8. Cf. Adnotationes criticae ad Schema De Ecclesia et Adumbritio Schematis Constituionis dogmaticae De Ecclesia (seu propositio positiva quoniodo Schema Constitutionis dogmaticae "De Ecclesia" emendari atque compleri possit) propositae a Patribus Conciliaribus lingua Germánicas mense Februario 1963 (texto de 21 páginas, más 9 de notas bibliográficas, al que se aiade
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b) Misterio-sacramento significa Jesucristo, a quien Pablo llama «misterio de Dios» (Col 2,3) y en quien el plano histórico-salvífico halló su máxima concreción y comunicación a los hombres. c) Misterio-sacramento significa también los diversos hechos de la vida de Cristo: su nacimiento, su amor a los pobres, sus milagros, su pasión, su muerte y resurrección. Los Padres hablaban de mysieria et sacramenta carnis Christi9. d) Misterio-sacramento puede designar las fases del plan salvífico del Padre, a saber: el tiempo anterior a Cristo, lleno de símbolos y personajes anticipadores del futuro tiempo mesiánico; la historia del tiempo de Jesús como anticipación del eschaton definitivo; y el tiempo post-cristiano como ocasión de manifestación del misterio de Cristo y de su Espíritu en la historia y en la Iglesia. e) Misterio-sacramento significa la propia Iglesia, en la medida en que ésta es siempre asociada al misterio de Cristo, del Espíritu y de la misma Santísima Trinidad. En la teología antigua se hablaba incluso del misterio cósmico de la Iglesia, de la «Ecclesia ab Adam, ab Abel justo, ab initio mundi, ecclesia mundo coaeva»10. f) Misterio-sacramento expresa los grandes acontecimientos histórico-salvíficos que se celebran en la liturgia y que, de un modo mistérico, en la celebración se hacen presentes bajo las palabras, los ritos y los elementos materiales". g) Misterio-sacramento significa los siete sacramentos de la Iglesia, es decir, aquellas celebraciones que concretan el sacramento-base que es la propia Iglesia para las diversas situa-
además otro de 7 páginas: Quaedam annotationes de Tentamine quodam schematis De Ecclesia). La definición se encuentra en este último documento, n. 3, p. 2. 9. E, SCHILLEBEECKX, De sacraméntele heilseconomie, Antwerp 1952, pp. 61-82. 10. Véase el documentado trabajo de Y.-M. CONGAR, «Ecclesia ab Abel», en Abhandlungen über Theologie und Kirche (Festsch. f. K. Adam), Dusseldorf 1952, pp. 79-102; A. ORBE, «Cristo y la Iglesia en su matrimonio anterior a los siglos», en Estudios Eclesiásticos 29 (1955), pp. 299-344. 11. Véase la obra clásica de O. CASSEL, Das christliche Kultmysterium, Regensburg 1937; sobre el estudio de sus tesis, cf. FILTHAUT, Die Kontroverse über die Mysterienlehre, Warendorf i.W. 1947; J. GAILLARD, «La theologie des mystéres», en Revue Thomiste 57 (1957), pp. 510-551.
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ciones de la vida humana, historizando el plan de salvación y comunicando la gracia divina. h) Misterio-sacramento designa las verdades cristianas reveladas y no accesibles a la razón humana, a veces ni siquiera después de haber sido reveladas, como es el caso del misterio de la Santísima Trinidad. El misterio es siempre comunicado mediante algo sensible. i) Misterio-sacramento significa la unión de lo visible con lo invisible, únicamente comprensible para los iniciados en la fe cristiana. Así, en la teología patrística se decía que el sacramento (elemento visible) contiene un misterio (elemento invisible), o también que el misterio (transcendente) se manifiesta en el sacramento (inmanente)12. Un elemento común se encuentra presente en estas diversas significaciones de misterio-sacramento: la coexistencia, sin confusión ni separación, del elemento humano con el divino, de lo eterno con lo temporal, de lo invisible con lo visible. Debido a ello, el misterio cristiano nunca es una realidad única y exclusivamente inaccesible y transcendente. El misterio de la Encarnación puso de manifiesto que lo transcendente ha tomado forma entre nosotros (cf. Jn 1,9), que el universo y la historia humana se han hecho transparentadores de Dios. Como decía un teólogo reciente, «en la doctrina de la Iglesia antigua sobre el mysterion-sacramentum, de lo que se trata no
12. S. JUAN CRISOSTOMO, en Corp. Hom. J, 7 (PG 61, 55): «Mysterium vocatur, quia non quae vidimus, credimus, sed alia videmus, alia credimus. Talis namque est mysteriorum nostrorum natura». Cf. ORÍGENES, Rom. Comm. 4,2 (PG 14, 968); H. de LUBAC, Corpus Mystkum, pp. 62-63, presenta los hechos de la siguiente forma: «Le sens origine! du mot (mystére, mystique) présente ici quelque chose de confus et de fluent. II est synthétique et dynamique. II porte moins sur le signe apparent ou au contraire sur la réalité cachee que sur l'un et l'autre á la fois: sur leur rapport, sur leur unión, sur leur implication mutuelle, sur le passage de l'un dans l'autre ou la pénétration de l'un par l'autre. II porte sur l'appel que le premier teime fait du second ou, pour mieux diré, sur la présence obscure mais déjá secretement eflicace du second terme dans le premier. Ce qui est proprement mystique, c'est ainsi le lien secret et mouvant de l'allusio, de la significado: "mystica figuratio", "mystica similitudo", "signifícationis internae mysterium"»; véase también H.U. Von BALTHASAR, «Le mystérion d'Origéne», en RPhTh 27 (1938), p. 2&6: «Le mystére designe justement la relation mutuelle de l'un á l'autre (du signe sensible á la chose signifiée), relation cachee aux profanes (voilá le mystére), mais révélée progressivement aux croyants qui se mettent délibérément á I'écoute du Logos...»
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es de una enseñanza esporádica, sino de una estructura general, de una visión que hacía transparente toda la economía de la salvación y cada una de sus partes»13. Al definir lo que es un sacramento (misterio), el Concilio de Trento hace suya la lapidaria fórmula agustiniana: «invisibilis gratiae forma visibilis», es decir, «la forma visible de la gracia invisible» (DS 1639). J.M. Scheeben, uno de los más grandes teólogos católicos del siglo XIX, afirmaba acertadamente que los misterios cristianos son misterios sacramentales, porque «lo sobrenatural está realmente ligado a lo natural corporal»14. El misterio mismo de la Trinidad, aun cuando no sea en sí sacramental, también lo es de algún modo, porque nos ha sido revelado por Cristo, con lo que, de un modo mediato, se torna sacramental en virtud de la encarnación15. En una palabra, es propio del misterio el ser comunicado y comprendido en parte por los hombres. Pero también es propio del misterio el seguir siendo misterio en su revelación y en su comprensión. El apropiarse el misterio no es una cuestión exclusivamente intelectual; se trata de zambullirse en una totalidad significativa que nos desborda por todas partes, nos penetra y nos alcanza en lo más profundo del corazón, allí donde se decide el sentido amoroso de la existencia. Consiste más en dejarse tomar y guiar que en penetrar con el ojo inquisidor de la mente. Tan sólo la concepción moderna e intelectualista del misterio lo define como un límite a la razón. El verdadero concepto cristiano y antiguo es el del misterio como lo ilimitado de la razón, constantemente desafiada a ver, gozar y dejarse agarrar e imbuir por la gratificante significación salvífica de la revelación del designio de Dios en favor de los hombres y del mundo. En esta visión, el universo entero se ve atravesado de misterio de arriba abajo. Se trata de un lenguaje para expresar un mensaje que se capta más allá de lo meramente sentido y vivido. Todo es potencialmente portador de Dios y de su voluntad. Incluso cuando se ve degradada por la injusticia que
13. P. SMULDERS, «A Igreja como sacramento», en (VV.AA.) A Igreja do Vaticano II, Petrópolis 1965, p. 407. 14. J.M. SCHEEBEN, Die Mysterien des Christentums, Freiburg i.B. 1941, p. 466. 15. Ibid., p. 460.
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supone la explotación de los pobres, la realidad histórica no deja de ser un anti-misterio y un anti-sacramento que exige la restauración del orden debido y la inauguración de los bienes del Reino de Dios. Dios está presente mediante la ausencia, sub contrario, exigiendo una modificación de la realidad a la luz del proyecto divino, a fin de que pueda hacerse sacramental y transparentadora de Dios. 2. La Iglesia como misterio visible y sacramento de Cristo y del Espíritu Las diversas determinaciones de misterio-sacramento nos ayudan a entender cómo la Iglesia puede ser, con toda razón, calificada de «misterio». Esta calificación, que hoy nos resulta normal, no lo era en la teología anterior al Vaticano II. Fueron muchos los que, en el aula conciliar, rechazaron la expresión «Iglesia-misterio». ¡La Iglesia -decían- no es ningún misterio! ¡Es visible! Y algunos hasta suponían que esta expresión significaba algo abstruso e ininteligible16. La verdad es que la expresión no es nada frecuente en el propio Magisterio Ordinario anterior al Concilio. Pero ya el 4 de diciembre de 1943, en un discurso dirigido a la Curia Romana lo había expresado claramente Pío XII: «Entre los misterios de la divina Providencia, impenetrables para nuestra inteligencia, quiso Dios que hubiera uno que casi pudiéramos tocar con la mano: el misterio visible de la Iglesia imperecedera en medio del mundo. La Iglesia es el gran misterio visible...»17 Sin embargo, quien más profundizó esta perspectiva de misterio fue el Papa Pablo VI en su encíclica Ecclesiam Suam, donde recupera el sentido tradicional y cristiano de misterio y afirma: «El misterio de la Iglesia no es mero objeto de conocimiento teológico; debe ser un hecho vivido en el que el alma fiel, antes de ser capaz de definir a la Iglesia con exactitud, pueda aprehenderá en una
16. A. GRILLMEIER, Comentario al primer capítulo de la lumen Gentium, en Lexikon Jiir Theologie und Kirche (Suplemento sobre el Concilio Vaticano II), Freiburg i.B. 1966, p. 156; véase también: G. PHILIES, A Igreja e seu misterio no II Concilio do Vaticano, S. Paulo 1968, pp. 85-104. 17. Pius XII, Les Enseignements II, pp. 1114-1115.
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experiencia connatural»18. Por su naturaleza globalizante, el misterio es particularmente objeto de la experiencia de fe. ¿Cómo es, pues, el misterio de la Iglesia? Antes que nada, debemos tomar conciencia de la compleja realidad de la Iglesia. Es verdad que la Iglesia se manifiesta visiblemente, con sus doctrinas, sus ritos, sus tradiciones, sus organizaciones religiosas, sus estructuras de poder sacramental y sus vinculaciones con determinadas culturas. Hay un rostro popular de la Iglesia en las comunidades eclesiales de base y en la religiosidad, tradicional o nueva, que se expresa de modo especial en los medios pobres. Hay también un rostro «erudito» de una Iglesia que asume la cultura dominante, utiliza sus instrumentos de conocimiento para profundizar en la Palabra de Dios y se expresa en ritos altamente elaborados, propios de los estratos cultos de la sociedad. Por otra parte, tenemos el aspecto paradójico de la Iglesia, santa y pecadora a un tiempo, que aquí y allá, en determinados medios, puede constituir un escándalo; hay miembros de la Iglesia que se hacen «caballeros de la triste noticia», más preocupados de defender la propia imagen que de dar testimonio del Siervo Sufriente, Jesucristo. Dice valientemente Pablo VI: «Es preciso que la Iglesia se libere de ciertas estructuras históricas que actualmente se manifiestan como deformaciones de su carácter evangélico y de su misión apostólica y realice un examen crítico, histórico y ético que proporcione a la Iglesia la verdadera forma en que la generación actual desea reconocer la figura de Cristo»1'. Ahora bien, dentro de esta compleja y paradójica realidad, y no a pesar de ella, subsiste el misterio de la Iglesia. ¿Qué significa aquí el «misterio de la Iglesia»? Habría que especificar algunas significaciones más relevantes, a la luz de lo que exponíamos más arriba acerca del misterio-sacramento. El primer capítulo de la Lumen Gentium podrá servirnos de orientación. Su título es el siguiente: «La Iglesia como misterio». En ningún lugar de dicho capítulo se define lo que se entiende por «misterio». Pero la exposición de la materia pone de relieve que se trata del misterio tal como lo concebían los cristianos de la
18. AAS 56 (1964), pp. 623-624. 19. Insegnamenti di Paolo VI, vol. VIII, Roma 1970, pp. 672s.
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primitiva Iglesia. Se habla más de Dios, de la Santísima Trinidad, del Hijo y del Espíritu que de la Iglesia. Es decir, se profundizan aquellas realidades, auténticamente misteriosas, que se hallan en los fundamentos mismos de la Iglesia, que proveen de significado mistérico y sacramental a la Iglesia y que constituyen la razón de ser de la Iglesia. En primer lugar, se habla del «plan del Padre eterno respecto de la salvación universal» (LG n. 2). Precisamente éste constituye el significado primero de «misterio». A continuación se hace referencia a la misión del Hijo y del Espíritu Santo (LG nn. 3-4): y finalmente, se explica la concepción del Reino de Dios, del que la Iglesia es «germen y principio en la tierra» (LG n. 5). La Iglesia es misterio en cuanto que, con toda su realidad humana y divina, temporal y espiritual, se ordena al plan de Dios respecto de toda la humanidad. Por eso está profundamente vinculada a Cristo -misterio y sacramento fontal- y al Espíritu Santo. La Iglesia es signo del Reino ya presente y, al mismo tiempo, instrumento de su implantación en la historia de los hombres. En ella se cruzan todos estos misterios. Ella constituye el espacio donde dichos misterios son concienciados, vividos, celebrados y anunciados a los hombres. Es verdad: la Iglesia se entiende como un misterio no originario, sino derivado de otros misterios más fundamentales. Los Padres de la Iglesia la concebían como el Mysterium lunae,10 que recibe la luz del Mysterium solis que es Jesucristo. La Iglesia es misterio porque realiza de manera pública y oficial el plan de comunión que Dios desea para toda la humanidad. El designio de Dios (o también el Reino de Dios) es más amplio y abarcante que la Iglesia. Pero la Iglesia es parte esencial de este proyecto histórico; es su punto de cristalización consciente; es espacio de vivencia intensa para quienes han escuchado las llamadas del Espíritu, del Evangelio y del propio mensaje de la Iglesia. La Iglesia es además misterio en la medida en que en ella se celebran y se realizan litúrgica y sacramentalniente, en la vida de los fieles, los misterios de nuestra salvación. Es miste-
20. H. RAHNER, Symbole der Kirche. Die Ekklesioiogie ¿er Valer, Salzburg 1964.
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rio en sentido estricto (realidad que trasciende la comprensión racional) la transustanciación del pan y el vino en el cuerpo y la sangre del Señor. En esa porción de mundo material se comunica el misterio supremo, Dios mismo en su divinidad, para ser alimento de los que peregrinan en la fe. Es misterio también el hecho de que los elementos cósmicos que constituyen la materia de los sacramentos puedan convertirse en signos e instrumentos de la graciosa proximidad de Dios. Los sacramentos son siempre gestos que realiza Cristo, a través del cuerpo de la Iglesia, en beneficio del Pueblo de Dios. Es igualmente misterio el que Cristo y el Espíritu puedan asumir a la humilde criatura consagrada en el sacramento del Orden y convertirla en ministro suyo, a través del cual la gracia se sacramentaliza y adquiere visibilidad histórico-socíal. Y es misterio el que en el cuerpo episcopal, en la función papal y en el conjunto del Pueblo cristiano, la verdad pueda ser dicha sin error sustancial y conservarse indefectible a través del tiempo, siempre defectible. Finalmente, la Iglesia es especialmente misterio por la unión que en ella se verifica entre lo histórico-social (siempre sujeto a degeneraciones) y lo espiritual-divino. No basta con afirmar que la Iglesia es misterio porque en ella actúan Dios y, de una manera realmente única, Jesucristo y el Espíritu Santo. Por supuesto que actúan, pero indisolublemente unidos a la materialidad institucional de la Iglesia. He aquí lo específico del misterio de la Iglesia: la coexistencia, en una misma realidad-Iglesia, de los dos elementos, el divino y el humano. Como acertadamente subrayaba el Vaticano II, en la Iglesia, simultáneamente visible y espiritual, los elementos «no deben ser considerados como dos cosas, sino que forman una única realidad compleja en la que se conjugan el elemento humano y el divino ("humano et divino coalescit elemento": LG n. 8)». Anticipándose a la Lumen Gentium (n. 8), León XIII, en la Satis Cognitum, veía en el misterio de la Encarnación el paradigma de la unión de ambas dimensiones de la Iglesia: «La unión y la mutua pertenencia de ambas dimensiones es tan necesaria a la esencia de la verdadera Iglesia como lo es para el cuerpo humano la unión íntima de alma y cuerpo... Cristo es un ser con dos naturalezas y subsiste en dos naturalezas, la visible y la invisible» (DS 3301; también en AAS 28 [1895/96],
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pp. 709s). De esta forma, la Iglesia se presenta como el gran sacramento de la salvación universal, derivado del sacramento fontal, que es Jesucristo. El 22 de julio de 1964, antes incluso de que el Vaticano II hiciera oficial la terminología de "la Iglesia como sacramento", enseñaba Pablo VI: «Nuestra relación para con Dios ...se realiza de una manera sacramental, es decir, a través de signos sagrados: bajo este punto de vista, la Iglesia, la Iglesia entera, puede decirse que es sacramento de Jesucristo; es el tabernáculo de su presencia; es el fenómeno visible, histórico y social de su permanencia y de su acción en el seno de la humanidad»21.
3. Cuatro realizaciones principales del misterio de la Iglesia En cuatro principales niveles, entre otros que cita la Lumen Gentium (cf. nn. 6-8), se realiza el misterio de la Iglesia: en la Iglesia como comunidad-comunión; en la Iglesia como Pueblo de Dios; en la Iglesia como cuerpo místico de Cristo y en la Iglesia entre los pobres. La Iglesia comunidad-comunión. La definición más directa y real de la Iglesia es aquella que la concibe como la comunidad de los que creen en Cristo (communitas fidelium). La fe establece un doble vínculo: por una parte, nos une a Cristo, hasta el punto de hacernos formar con él una compleja y misteriosa realidad (cf. Rom 6; Hech 9,4: «Yo soy Jesús, a quien tú persigues»). Vivimos en Cristo, y Cristo vive en nosotros. Por otra parte, la misma fe crea comunión con los demás fieles, porque de la fe surge la comunidad de los que aceptan a Jesús como salvador y liberador y se proponen seguirlo. En esta comunidad se sacramentalizan los demás misterios cristianos: la salvación comunicada de auto-entrega de la Trinidad a la vida de los justos; la actuación del Espíritu a través nos remite inicialmente a dos cuestiones previas: al hecho sociológico de la propia Iglesia Popular y al necesario esclarecimiento de la categoría «pueblo». Hay un hecho innegable desde el punto de vista empírico y analítico: existen millares de comunidades cristianas, mayoritariamente formadas por pobres, trabajadores, gentes que viven en la periferia de las ciudades o diseminadas por el campo, que realizan un nuevo modo de ser Iglesia, en el que las relaciones entre sus miembros son de comunión y solidaridad; en el que se unen fe y vida; en el que el ejercicio del poder sagrado ya no es predominantemente burocrático, centrado en torno al eje clerical (sacerdote y obispo), sino que se trata de un poder colegiado que permite la participación de todos en las decisiones y tareas -que se distribuyen entre los propios miembros según sus capacidades- y conduce a una redefinición de las figuras clásicas del sacerdote y del obispo, a los que se ve menos como autoridades eclesiásticas (a las que compete tomar decisiones) y más como pastores, animadores del Evangelio y principio de unidad y cohesión comunitaria. El «pueble» ocu-
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pa espacios eclesiales y adquiere conciencia de constituir la Iglesia concreta; el clero penetra en el interior del continente del «pueblo», se populariza y vive allí la misión y la vocación que le vienen del sacramento del Orden. Además, estas comunidades cristianas se expresan con el código de la cultura popular, tan distinta de la cultura dominante e ilustrada con la que tan estrechamente se ha articulado la Iglesia durante siglos. La cultura popular es fundamentalmente comunitaria, simbólica, tumultuosa, creativa en sus cánticos, poesías y expresiones corporales. Esta cultura es vehículo de expresión de la fe y de la comunidad cristiana. Cuando hablamos de «Iglesia Popular» estamos refiriéndonos al siguiente fenómeno: el «pueblo» está ahí presente no como un mero «feligrés» anónimo que recibe el sacramento o asimila la lección de catequesis, sino como miembro participante, junto con el sacerdote, el obispo y, en ocasiones, hasta el mismísimo cardenal, que también se embarcan en esta andadura eclesial. Semejante hecho sociológico suscita una pregunta teológica: ¿Qué significado eclesial se verifica en este modo peculiar de ser Iglesia? ¿Puede ser considerado esto una posible realización de lo que el Concilio Vaticano II y la gran Tradición llaman Iglesia-Pueblo de Dios? Antes de responder a esta pregunta debemos esclarecer analíticamente el término «pueblo». Para entender a la Iglesia como Pueblo de Dios hemos de tener una comprensión mínimamente clara de lo que significa «pueblo» en su sentido analítico. 1. Los sentidos de «pueblo» y sus contextos históricos Esta expresión, «pueblo», resulta un tanto ambigua y ha servido para vehicular ideologías totalitarias (como el jacobinismo, el nazismo, el fascismo o el populismo latinoamericano). Por eso las ciencias sociales nunca le han tenido excesivo aprecio, porque su contenido objetivo y analítico ha parecido siempre poco consistente; y se ha preferido hablar de «sociedad» y de «clases sociales». A pesar de lo cual, no podemos ignorar el hecho cierto de que el significado de una expresión
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depende de su uso. La palabra «pueblo» ha sido ampliamente usada justamente en los medios «populares» y precisamente por parte de quienes se interesan por la suerte de las clases subalternas, por el «pueblo». En América Latina se ha hecho un considerable esfuerzo de esclarecimiento de la categoría «pueblo» y de sus vinculaciones semánticas con otras realidades histórico-sociales1. Vamos a intentar ofrecer una serie de determinaciones en razón del interés del tema que nos ocupa: ¿cuál es el valor eclesial de la llamada «Iglesia Popular» y qué significa propiamente «Iglesia-Pueblo de Dios»? El primer sentido de «pueblo» fue elaborado en el ámbito de la filosofía social, cuya tradición hunde sus raíces en el pensamiento clásico de la antigüedad. Ya Cicerón y, posteriormente, San Agustín y Santo Tomás de Aquino entendían «pueblo» del siguiente modo: «no se trata de cualquier reunión de hombres congregados de cualquier manera, sino de la reunión de la multitud asociada mediante el consenso del derecho y mediante los intereses comunes» (De República, 25). Esta definición presupone una instancia que vela por el derecho y armoniza los intereses comunes. Tal es la función del Estado. Según esta forma de entenderlo, «pueblo» es definido como el conjunto de subditos o ciudadanos de un mismo Estado. Aplicado a la Iglesia, significaría el conjunto de los cristianos, miembros de una misma sociedad cristiana, que posee su propio fin y los medios adecuados para conseguirlo (sociedad perfecta). Esta concepción posee su parte de verdad, poique acentúa el carácter colectivo («conjunto») y no meramente místico o espiritual de la Iglesia. Sin embargo, no esclarece cómo se estructura ese conjunto, si por vía comunitaria (con relaciones inmediatas) o por vía societaria (mediante leyes y relaciones funcionales). En realidad, esta concepción acaba entendiendo jurídicamente el «pueblo» como el conjunto de los subditos de la Iglesia, es decir, de la sociedad religiosa perfecta. Cuando nos referimos a la «Iglesia Popular» no tomamos como criterio orientador el principio jurídico, sino el
1. Véase el estudio de P.R. de OLIVEIRA, «¿Qué significa analíticamente "pueblo"?», en Concilium 196 (1984), pp. 427-439; O. IANNI, A formac Se do Estado populista na América Latina, Rio de Janeiro 1975; L.A.G. de SOCZA, Classes populares e Igreja nos caminhos da historia, Petrópolis 1982.
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hecho sociológico de que, como decíamos más arriba, una serie de grupos conscientes y activos asumen su participación en la comunidad, dentro de la cual no eran anteriormente más que meros «feligreses», o se hallaban presentes de un modo pasivo. En segundo lugar, «pueblo» adquiere una significación propia en el ámbito de la antropología cultural, donde equivale a etnia o nación, es decir, a una población perteneciente a una misma cultura. Este sentido difícilmente puede aplicarse a la Iglesia Católica, porque ésta no se define por la cultura ni se limita a la cultura occidental, en la que históricamente se ha expresado. La catolicidad conlleva el que la Iglesia pueda encarnarse en las diversas culturas y configurar en ellas, de distintas maneras, la misma fe cristiana. En nuestros días, efectivamente, el cristianismo penetra las diversas culturas (africanas, asiáticas, indígenas latinoamericanas y la cultura occidental latina y germánica). En tercer lugar, «pueblo» constituye una palabra clave en el campo de la política. Y entendemos por «política» ya sea la búsqueda en común del bien común (sentido general), ya sea aquella actividad destinada a transformar, conservar o administrar la sociedad mediante el ejercicio del poder del Estado. En el discurso político, especialmente por parte de los políticos profesionales, se emplea la palabra «pueblo» de un modo muy ambiguo. Ambigüedad que ya está presente en la significación de «pueblo» (demos o populus) que los antiguos habían elaborado ya en la Grecia clásica. Por un lado, «pueblo» expresa el conjunto indiferenciado de los miembros de una determinada sociedad; por otro, significa el sector pobre, analfabeto y casi siempre marginado de la población que, tanto ahora como entonces, constituye la mayoría de las personas [plebs, plebe). El primer significado (totalidad globalizadora) posee su sentido y su legitimidad, especialmente cuando comparamos un pueblo con otro. El pueblo argentino es diferente del brasileño, tanto por sus características como por su nivel de autoconciencia, la composición de su población o la elaboración de su destino. Sin embargo, semejante concepto encubre las diferencias y hasta las contradicciones internas. Tan «pueblo» es el latifundista explotador como el peón sometido a unas condiciones de trabajo inhumanas; tan perteneciente es al pueblo brasileño el ciudadano que se asocia a las fuerzas foráneas que
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propician una política económica contraria a las mayorías como el trabajador de salario mínimo que, en su sindicato, lucha por la autonomía nacional. Tales contradicciones de intereses no son recogidas en este sentido holístico y omnicomprensivo de «pueblo», que incluso puede aplicarse a la Iglesia para significar el conjunto de todos sus miembros, con independencia de sus funciones específicas dentro del todo (obispo, papa, religiosa, miembro de un centro de defensa de los derechos humanos, o simple laico que sólo frecuenta ocasionalmente la misa dominical). Este significado es importante desde el punto de vista histórico, porque ha habido épocas (y no demasiado lejanas) en que se definía a la Iglesia como el conjunto de sus ministros (clero), sin tener en cuenta a las inmensas mayorías de cristianos laicos. En esta perspectiva había más una jerarcología que una verdadera eclesiología; es decir: al reflexionar sobre la Iglesia se ponía el acento más en las estructuras de dirección, animación y unidad de la Iglesia (jerarquía) que en la vida de los fieles y sus formas de actuar, orar y construir la comunidad. El Vaticano II recuperó el sentido globalizador de la Iglesia, por debajo de sus diferenciaciones internas, cuando trató de la Iglesia-toda-Pueblo de Dios, superando así el clericalismo. Además, el sentido amplio de pueblo posee una alta significación política en la elaboración del Estado moderno. Las constituciones democráticas afirman que todo el poder emana del pueblo y debe ser ejercido en su nombre. El poder político únicamente se legitima, según la concepción moderna, cuando se enraiza en el pueblo, que es el sujeto portador de todo el poder social que subyace al Estado. Es objeto de arduas discusiones teológicas el que algo semejante pueda decirse de la Iglesia. ¿Puede ser la comunidad de los que creen y se hacen bautizar (incorporados en Cristo y en su Espíritu) la portadora originaria del mensaje de Jesús y de todo el poder sagrado? En realidad, para que alguien sea diácono, sacerdote y obispo, antes debe ser, mediante la fe y el bautismo, miembro de la comunidad eclesial. El poder sagrado conferido por el sacramento del orden significa ciertamente una inserción peculiar en el misterio de Jesucristo a partir de un bien común del que todos participan en la comunidad, de tal suerte que el sacramento del orden es, antes que nada, un
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sacramento de la Iglesia, y no sólo el sacramento del sacerdote o del obispo. El segundo concepto de «pueblo» (las mayorías pobres) aparece en el lenguaje de los políticos cuando se dirigen a las multitudes: van «al pueblo», hablan «al pueblo», actúan «en beneficio del pueblo». Aquí se manifiesta ya una dicotomía entre «masa» y «élites», entre las mayorías y sus dirigentes. Esta perspectiva la analizaremos más adelante. Mientras tanto, digamos que esta concepción de «pueblo» posee un vigor aún mayor en las capas sociales privadas de poder económico, social y cultural. Con razón decía un estudioso moderno: «Una secreta intuición hace que cada cual se considere a sí mismo más pueblo cuanto más humilde es su condición social; es éste un título -el único, por lo demás- al que no renuncian los desfavorecidos. Ellos no poseen nada, pero por eso mismo se enorgullecen de ser pueblo»2. Como veremos, «pueblo» es una expresión típica del movimiento popular. Pero veamos esta concepción en relación a la Iglesia. Hay un sentido histórico de «Pueblo de Dios» que intenta precisamente referirse a los laicos, privados de poder religioso y excluidos de los mecanismos de decisión eclesial, por oposición a los clérigos, que eran considerados y se consideraban a sí mismos la Iglesia por antonomasia. Esta forma de entenderlo está hoy siendo superada en la medida en que los laicos asumen su función específica dentro de la comunidad y en que los órganos de dirección penetran en el mundo de los laicos, implicados todos ellos en una mística de comunión y participación con respecto a las diferentes funciones y vocaciones dentro de la comunidad. En esta línea se intenta pensar y vivir la Iglesia no a partir de los organismos de representación (de Cristo y de la comunidad: jerarquía), sino de ese todo dentro del cual se establecen las diferenciaciones en beneficio del todo comunitario. En cuarto lugar, queremos aclarar el sentido de «pueblo» en su perspéctica sociológica. Aquí se impone el rigor del concepto, de su alcance y de sus límites.
2. N.W. SODRÉ, Introdufáo á revolufáo brasileira, Rio de Janeiro 1963, p. 188. Cf. P.R. de OLIVEIRA, op. cit., p,. 105.
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Inicialmente, el sociólogo identifica «pueblo» en su sentido político e ideológico (en la medida en que realiza una función de encubrimiento de los conflictos) para referirse al conjunto de hombres y mujeres que forman una unidad orgánica acorde con su cultura, su evolución histórica, su trabajo y su destino político-social dentro de los límites de un territorio. Esta significación posee escaso valor analítico, a pesar de ser habitual en el lenguaje y en los medios de comunicación social, como, por otra parte, veíamos más arriba. En un segundo momento (y sin salimos del plano sociológico), «pueblo» aparece como una categoría histórica que se sitúa a caballo entre la «masa» y las «élites». Concretamente en las sociedades de clases y en los países sometidos a la colonización (América Latina, África y parte de Asia), despunta claramente la figura de la «élite». Son los que detentan el poder, el tener y el saber: los colonizadores, los nobles, los hidalgos y los ricos. La «élite» posee su propio ethos, su propio lenguaje, su propio color y hasta su propia religión. Frente a esa «élite» se alzan los nativos, la masa de los colonizados, que no gozan de plena ciudadanía. A esta masa se le impide formar un proyecto propio y elaborarse una identidad autónoma. No es más que el eco de la voz de los otros, y su cultura se presenta profundamente dividida, porque, junto a sus elementos propios y característicos, debe introyectar la cultura dominante de las «élites». La masa, por definición, es informe y manipulable. Pero sucede que el sometimiento nunca es absoluto. Siempre hay brechas por las que afloran a la superficie, a veces de modo amenazante, las ansias de los oprimidos. Y es propio de la estrategia de dominación y hegemonía de las «élites» «1 asociar a ciertos estratos de la masa a un proyecto de desarrollo y de relativa participación social y política. De este modo, del interior de la masa nacen grupos, asociaciones y movimientos populares que se transforman en actores históricos secundarios y subalternos. Así es como se produjo en los años treinta en toda América Latina la efervescencia del populismo, orquestado por las «élites» y dictadores de cuño populista (Vargas, Perón, Torrijos, Somoza y otros). Las «élites», que ocupan «1 aparato del Estado, elaboran un proyecto de progreso nacional y vinculan a él a ciertas agrupaciones populares con una relativa organización autónoma, aunque siempre dependientes del
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liderazgo de la clase dominante. Este proceso permitió que surgiera la categoría «pueblo» para designar a ese sector participante de la masa que ahora ya no era masa, ni tampoco había pasado a ser «élite», sino precisamente agrupaciones intermedias, relativamente organizadas y asociadas a los ideales elaborados por las «élites» y por el Estado nacional. Existe un proyecto común, pero que no es comunitario ni solidario, porque no es elaborado mediante un amplio debate y un consenso nacional, sino exclusivamente por los sectores preeminentes de las «élites». Se cultiva un sentimiento de exaltación de la nación, con su correspondiente ideología de la seguridad nacional, que en realidad expresa el ansia de seguridad del proyecto de las «élites», que son las que controlan el capital. Este concepto sociológico e histórico no ha dejado de tener su influjo en el modo de entender a la Iglesia. En los años cincuenta nace una especie de populismo eclesiástico: los obispos y sacerdotes se hacen populistas, se introducen en el mundo del pueblo y tratan de implantar allí un tipo más elaborado de cristianismo militante. El proyecto no es elaborado por las bases y grupos populares, sino por el clero, que a su vez se gana a sectores importantes y activos del laicado, los cuales se sienten Iglesia en la medida en que se les asocia al proyecto pastoral de la jerarquía, de la que reciben la «missio canónica» de actuar en el mundo en nombre de la Iglesia. Esta experiencia histórica tuvo su importancia, porque en su interior brotó la conciencia de una actuación diferenciada y autónoma de los laicos en comunión con la jerarquía, pero fundamentalmente estructurada sobre los valores teológicos de los propios laicos. Aquí se hallan las razones seminales de la llamada «Iglesia Populare o «Iglesia de las bases» de la sociedad y de la Iglesia jerárquica. Por último, el concepto «pueblo» puede aplicarse al resultado de la amplia red de comunidades, asociaciones, sindicatos y movimientos populares autónomos y articulados entre sí que, desde el interior de la masa y en contra del espíritu de ésta, se va formando en tensión y en contraposición a las «élites», con la vocación de transformar a todos -masa y «élites»- en un único pueblo asentado sobre las más diferentes formas de participación y de comunión. Entre la masa informe y las «élites» inedia la comunidad o la organización popular autónoma, que
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es el gran instrumento generador de pueblo. «Pueblo», por lo tanto, no es algo que exista previamente como un dato histórico-social, sino que resulta de la articulación entre las comunidades y agrupaciones humanas que, rompiendo la situación de «masa», crean una conciencia, una organización y un proyecto, así como unas prácticas adecuadas a dicha conciencia y a dicho proyecto. Aquí, las organizaciones populares no dependen de las «élites», sino que gozan de autonomía y establecen libremente alianzas y relaciones con los demás grupos sociales (masa y «élites»). En realidad, son los propios grupos los que hacen suya la palabra «pueblo». Ellos mismos se autodefinen, diseñan su proyecto histórico y montan sus formas de organización y de actuación. Y ellos mismos crean su propia cultura, capaz de expresar sus luchas, sus valores y sus esperanzas. «Pueblo», en este caso, aparece como una categoría realmente sociológica, y conlleva los siguientes elementos: -la existencia de un conjunto de asociaciones articuladas entre sí; -la conciencia de hallarse en una situación intermedia entre la masa y las «élites» (clase dominante); una situación que, por lo general, es de dominación, pero no sin lucha y resistencia; -la elaboración de un proyecto igualitario y participativo, no sólo para sí, sino para todo el conjunto de la sociedad; -una práctica histórico-social transformadora de las relaciones sociales que va más allá de las simples reivindicaciones, las cuales no dejarán de hacerse mientras no se instaure una nueva sociedad más igualitaria y participativa; -una dimensión axiológica, presente en todas las luchas populares: todos son llamados a ser pueblo, a dejar de ser dominados o dominadores, masa o «élites»; todos son invitados a participar en la gestación de una sociedad basada en unas relaciones de colaboración y no de concurrencia; una sociedad, por tanto, más democrática e igualitaria. En este sentido, la categoría «pueblo» no representa tan sólo un instrumento de análisis de un proceso histórico, sino también una utopía inspiradora de unas prácticas sociales tendentes a la superación de la polarización masa-«élite» y a la gestación de ciudadanos trabajadores, participantes, democráticos e igualitarios. ¡«Pueblo» es, entonces, lo que todos deben ser!
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Este concepto de «pueblo» nos es sumamente útil para entender el fenómeno sociológico de la «Iglesia Popular», que en realidad es el producto de la red de comunidades eclesiales de base y los millares de grupos de reflexión bíblica y de acción/reflexión que se encuentran en comunión entre sí, con la institucionalidad jerárquica de la Iglesia y, sobre todo, con el mensaje evangélico3. Como veremos más adelante, en ella se dan todas las características de «pueblo»; sus miembros han optado por Dios y por Cristo y, como saben que por ser pobres son los privilegiados de Dios y de la propia Iglesia, por eso se convierten en Pueblo de Dios. Semejante fenómeno configura un nuevo modo de ser Iglesia4, estructurado en torno a la comunión y participación de todos, obligando a redefinirse a las diversas instancias eclesiales, desde el cardenal hasta el simple laico. En lugar de una Iglesia-sociedad con un poder centralizado y jerárquico, con unas relaciones anónimas y funcionales, comienza a surgir una Iglesia-comunión-y-comunidad, con una distribución más equitativa del poder sagrado y con unas relaciones orgánicas y más participativas. Esta realidad eclesial, que a sí misma se llama «Iglesiatodos-hermanos», «Iglesia-todos-Pueblo de Dios» (y ahí se incluye a los cardenales, obispos, sacerdotes, religiosos, teólogos, coordinadores laicos y simples fieles que militan en comunidades eclesiales de base o incluso en sindicatos, pero con una nítida conciencia cristiana), ¿puede ser denominada, de un modo real y no metafórico y con absoluto rigor teológico, «Pueblo de Dios»? ¿Qué significa «Pueblo de Dios», en definitiva?
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a) Israel como Pueblo de Dios. Según la invariable teología del Antiguo Testamento, Israel se considera el pueblo escogido por Yahvé, pueblo de la Alianza, puesto en medio de los pueblos con la misión de hacer conocer al Dios verdadero, ser mediador de salvación y permitir que todos los pueblos sean Pueblo de Dios6. Una teología crítica que tenga en cuenta el carácter histórico de la revelación procurará identificar las mediaciones concretas -las bases materiales e ideológicas- que hicieron posible esta revelación7. En una palabra: para que Israel fuera Pueblo de Dios (teología), fue preciso que previamente se constituyese en pueblo (historia). Conviene, por lo tanto, articular la sociología con la teología, a fin de evitar tanto la mistificación (explicación divina de los datos sociales) y el teologismo (el factor religioso lo explica todo) como el sociologismo (los conocimientos sociológicos son los únicos válidos a la hora de esclarecer el hecho religioso). A partir de una cuidadosa consideración de los datos económicos, sociales, políticos, militares y religiosos (que es algo que no podemos hacer aquí), se comprendería el proceso por el que los hijos de Israel (Bené Isra-el) se constituyeron en un pueblo que más tarde, bajo la monarquía, se daría a sí mismo un Estado8. Dentro del proceso de constitución del pueblo se da también la conciencia del hecho revelado de la elección, de la alianza, de las promesas y de la misión por parte de Yahvé, de tal forma que aquel pueblo da por sentado que es Pueblo de Dios. En resumen: los clanes (patriarcas) y las tribus se ven reducidos en Egipto a simples masas sojuzgadas. Un grupo que
2. Los sentidos de «Pueblo de Dios» y sus contextos históricos Consideremos los principales sentidos de «Pueblo de Dios», tal como han sido elaborados teológicamente sobre el trasfondo de determinadas situaciones histórico-religiosas5.
3. Cf. los materiales reunidos en Una Iglesia que nace del pueblo (SEDOC), Ed. Sigúeme, Salamanca 1979. 4. Cf. el Documento de la Conferencia Nacional de los Obispos del Brasil (CNBB) acerca de las Comunidades Eclesiales de Base (Sao Paulo 1983), n. 3. 5. Véanse las visiones de conjunto de la principal bibliografía existente: M. KELLER, «Volk Gottes» ais Kirchenbegriff, Einsiedeln 1970; Y.-M. CON-
GAR, «La Iglesia como Pueblo de Dios», en Concilium 1 (1965), pp. 9-33; R. SCHNACKENBURG y J. DUPONT, «La Iglesia como Pueblo de Dios», en el mismo número de Concilium, pp. 105-113; O. SEMMELROTH, «El Pueblo de Dios», en (G. Baraúna, ed.) A Igreja do Vaticano II, Petrópolis 1965, pp. 471-485. 6. Son clásicos los estudios de N.A. DAHL, Das Volk Gottes, Darmstadt 1963; A. OEPKE, Das neue Gottesvolk in Schrifttum, bildender Kunst und Weltgestaltung, Gütersloh 1950; H.H. ROWLEY, The Biblical Doctrine of Election, London 1950. 7. Para este punto son Importantes: A. CAUSSE, Du groupe ethnique á ia communauté religieuse. Le probléme sociologique de la Religión d'Israel, París 1965; M. WEBER, Le Judaísme antique, París 1970. 8. Cf. C. BOFF, «Como Israel se tornou povo?», en Estudos Bíblicos 7 (1985), pp. 7-41.
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tiene a Yahvé por Dios protector consigue organizarse y, de un modo espectacular, liberarse junto con los demás; y dado que ese grupo detenta la hegemonía político-militar, impone a los demás su propia religión y consigue una cohesión interna lo suficientemente fuerte como para desalojar a los que se encontraban sedentarizados en Canaán y aglutinar a otras tribus. Israel surge como pueblo en el momento en que las diversas tribus establecen una federación entre sí, con una serie de rasgos que evocan una anfictionía en orden a las guerras de liberación contra otros vecinos más fuertes militar y culturalmente. Bajo la invocación de Yahvé Sebahot (Jos 24) se establece una alianza entre las tribus. El motivo de la misma es la necesidad de subsistir (base material); y el elemento de cohesión es religioso (dato teológico: Jos 24,21-24). La unión de ambos factores hace que se genere tal fuerza religioso-política que el pueblo de Israel consigue prevalecer sobre todos sus vecinos. A grandes trazos, así es como se constituyó el pueblo de Israel, dotado de una conciencia nítida, de un proyecto político-religioso definido y de una organización adecuada. Este hecho sirve de soporte material para que haga su aparición el Pueblo de Dios. Del mismo modo que el pueblo había escogido a Dios, así también ahora, en su experiencia religiosa, se siente escogido graciosamente por Dios; y así como había surgido una alianza en Siquem (Jos 24,25) entre todos los presentes, así también experimenta que Dios establece una alianza con su pueblo. La fórmula se hará clásica y resonará a lo largo de todo el Antiguo Testamento: «Yo seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo» (Ex 6,7; Lev 26,12; Dt 26,16; 2Sam 7,24; Jer 7,23; 31,33; Ez 11,20). El pueblo se transforma en Pueblo de Dios, ya sea por haber escogido a Dios o por haber sido escogido por Dios. Desde el punto de vista cronológico, el pueblo aparece como anterior al Pueblo de Dios. Desde el punto de vista teológico, el Pueblo de Dios es anterior en la intención de Dios, y en función de ello se constituye el soporte histórico del pueblo. El pueblo sólo es plenamente pueblo cuando explícita su dinámica interna en dirección hacia Dios, y entonces se transforma en Pueblo de Dios. Israel aparece como sacramento de lo que puede y debe ocurrir con todos los pueblos: ser Pueblos de Dios (Apoc 21,3).
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b) La Iglesia del N. T. como verdadero y nuevo Pueblo de Dios. Inicialmente, la comunidad primitiva no se entendía a sí misma como nuevo Pueblo de Dios, sino como el verdadero y fiel Pueblo de Dios. Gracias a la aceptación de Jesucristo y a la nueva relación que éste había inaugurado con Dios (nueva alianza), la comunidad veía plenamente realizadas en sí las promesas del A.T.» Al designarse a sí misma como ekklesia (Iglesia) -que es la traducción de los Septuaginta de «Pueblo de Dios» (qahalh y al insistir en los Doce (apóstoles) como número simbólico y representativo de las doce tribus, la comunidad manifestaba la continuidad del mismo llamamiento y misión divinos. Se formaban comunidades dotadas de una clara conciencia acerca de su identidad cristiana («hairesis» de los Nazarenos: Hch 24,5; 28,22) y de unas prácticas propias (Hch 2 y 4), configurando un pueblo pequeño y un Pueblo de Dios marcado por la cultura judía. A partir de la actividad misionera de Pablo surge el nuevo Pueblo de Dios. Son los gentiles, que constituyen directamente comunidades cristianas, sin necesidad de la mediación judía. Mediante la fe y la conversión a Cristo, los pueblos pueden hacerse Pueblos de Dios, como lo subraya Lucas en el relato de Pentecostés: «todos oían en su propia lengua las maravillas de Dios» (Hch 2,6.11). Santiago llegará a decir en el Concilio de Jerusalén: «Ya desde el principio intervino Dios para procurarse entre los gentiles un pueblo para su Nombre» (Hch 15,14). El nuevo Pueblo de Dios representa la unión y comunión de la amplia red de comunidades cristianas diseminadas en tre los diversos pueblos. La base material de este Pueblo de Dios no está constituida por una cultura, una lengua, un origen y un destino comunes, como sucede con el pueblo judío, sino que el soporte lo constituye la comunidad local, con su inserción en la cultura ambiente y con su conciencia y sus prácticas cristianas, como aparece en las epístolas paulinas y en la literatura cristiana de los primeros siglos. La categoría «nuevo Pueblo de Dios», que expresa el conjunto de estas Iglesias particu-
9. Cf. J. JOCZ, A Theology of Election, Israel and the Church, London 1958; W. TRILLING, Das wahre Israel. Studien zur Theologie des Mattháusevangeliums, Leipzig 1959.
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lares (desde las comunidades domésticas hasta las urbanas, rurales o provinciales), se espiritualiza por mor de su universalidad y amplitud. No es de extrañar que ya los Padres Apostólicos lleguen a negar la continuidad de este nuevo Pueblo de Dios con el Pueblo de Dios del A.T.10, al que se ve como el prototipo de la infidelidad y del pecado. La continuidad ya no es concebida en términos histórico-salvíficos, sino metafíisicos. Desde el momento en que el soporte básico, las comunidades, comenzaron a desaparecer y a dar paso a una Iglesia de masas cristianas, sin participación efectiva, el concepto de Pueblo de Dios fue vaciándose de sentido, hasta desembocar en una concepción metafórica, des-historizada o con unos contenidos teológicos formales: el conjunto de los bautizados, insertos en la visibilidad eclesial; pero ya no se exigirá, como condición para salvaguardar el contenido mínimo del concepto, la participación efectiva del fiel en la producción de la Iglesia y de sus bienes. c) La cristiandad como realización del concepto político de Pueblo de Dios. A medida que el cristianismo fue penetrando la cultura y constituyendo la ideología religiosa dominante en la sociedad, muchos Padres comenzaron a dar un sentido político a la noción de Pueblo de Dios, confiriendo a los cristianos el carácter de un «pueblo especial» (tertium genus, al lado de los gentiles y de los judíos)11. Del mismo modo que el populus romanus constituía una magnitud política muy amplia, por encima de las determinaciones raciales y geográficas, así también el pueblo cristiano es un pueblo formado por todos los pueblos: con tal de que un pueblo se inserte en el ethos cristiano (fe, costumbres, culto, cultura...), tiene garantizado su carácter de «Pueblo de Dios». San Agustín hablará de ecclesia omnium gentium11. Este concepto conocerá su más plena densidad cuando se instaure efectivamente el régimen de cristiandad: la ocupación de todo el espacio geográfico y cultural por el cristianismo, generando una sociedad dirigida ideológicamente (y hasta políticamente) por la jerarquía de la Iglesia,
10. Véanse los textos en M. KELLER, «Volk Gotees»... (cit.), pp. 17-25. 11. Véanse los textos en M. SIMÓN, Verus Israel, París 1948, pp. 135s. 12. En. Ps 47,2: PL 36,533; En. Ps 56,13: PL 36,669s.
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articulada con el poder de los príncipes13. El populus tuus de los textos litúrgicos designa a los fieles congregados en el culto, pero tiene como presupuesto histórico el régimen de cristiandad, en el que los fieles resultan homogeneizados por la jerarquía dentro de un marco clerical. d) «Pueblo de Dios» = simples laicos. Este último concepto de Pueblo de Dios, aun cuando mantenga su carácter globalizante, tiende a subrayar la importancia del clero, al extremo de definirlo como sencillamente sinónimo de «Iglesia», comunidad de los ordenados, portadores del poder sacramental y detentadores de todos los medios de producción religiosa. «Pueblo de Dios», por tanto, pasará a ser sinónimo de «laicos», acepción que ya se encuentra en algunos Padres latinos (Tertuliano, Cipriano y Optato de Mileve). El Pueblo de Dios de los laicos, como sentenciaba Graciano, «tiene el deber de someterse a los clérigos, obedecerlos, ejecutar sus órdenes y honrarlos»14. Analíticamente considerado, «Pueblo de Dios» equivale aquí a «masa de los fieles feligreses», excluidos de todo poder decisorio en la institucionalidad de la Iglesia. Lo cual equivale a una constitución desigual de la Iglesia y obliga a entender de modo espiritualista las tradicionales categorías de interrelación eclesial, como son la fraternidad y la comunión. e) Toda la Iglesia, clérigos y laicos, compone el Pueblo de Dios mesiánico y la humanidad como Pueblo de Dios. El Concilio Vaticano II se esforzó en superar esta visión de dos clases de cristiano. Tras subrayar el carácter de misterio/sacramento de la Iglesia, quiso introducir un concepto que englobase a todos los fieles por encima de cualquier diferenciación interna15. Para ello optó por la categoría de «Pueblo de Dios», recuperando la dimensión bíblica de historia, de alianza, de elección, de consagración/misión y de peregrinaciór hacia el Reino escatológico. El Concilio subraya la ordenación mutua
13. El estudio más acertado al respecto ha sido realizado por P. RICHARD, Morte das cristiandades e nascimento da Igreja, Sao Pado 1982. 14. «Decreto de Graciano», C 7, c. XII, q. 1 (Friedbergí, 679); más textos en esta línea pueden verse en Y.-M. CONGAR, Os leigos na Igreja, Sao Paulo 1966, pp. 14-41. 15. Cf. A. ACERBI, Due Ecclesiologie, Bologna 1975, pj. 345-361, 508-526; H. HOSTEIN, Hiérarchie et Peuple de Dieu d'aprés Lumen Gentium, París 1970.
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del sacerdocio ministerial y el sacerdocio común, que se encuentran en el único sacerdocio de Cristo (LG n. 10). Este Pueblo mesiánico es enviado al mundo entero, porque todos los hombres se ordenan a él de alguna manera (LG nn. 9, 13). La realidad densa de la Iglesia como Pueblo de Dios mesiánico tiene una presencia menos densa, pero no menos real, en los no-católicos, en los no-cristianos, en las demás religiones del mundo y hasta en los ateos de buena voluntad que llevan una vida recta (LG n. 16)'*. Puede entenderse por «Pueblo de Dios» el conjunto de todos los justificados, independientemente de su grado de inserción en la realidad de la Iglesia (LG nn. 14-16). Podría incluso pensarse que la humanidad redimida y que ha recibido la gracia en virtud de una vida justa constituiría el gran Pueblo de Dios, creado y amado para alcanzar un feliz destino en el Reino escatológico17. Dentro de él, y con una función sacramental de signo e instrumento, emergería el Pueblo de Dios mesiánico, que sería la Iglesia en su institucionalidad histórica. Toda la concepción del Vaticano II acerca del Pueblo de Dios está informada por la exigencia de participación y comunión de todos los fieles en el servicio profétíco, sacerdotal y real de Cristo (LG nn. 10-12), que se traduce en una inserción activa en los diversos servicios eclesiales y en unos carismas que han sido dados para utilidad de todos (LG n. 12). Este Pueblo de Dios se concreta en las Iglesias praticulares y en las propias culturas, cuyos valores son asumidos y purificados (LG n. 13). A pesar de las diferencias, «sin embargo, reina entre todos una verdadera igualdad por lo que hace a la dignidad y a la acción común de todos los fieles en la edificación del Cuerpo de Cristo» (LG n. 32). Para el Vaticano II, el Pueblo de Dios sólo se hace realidad cuando se da esta historización de las comunidades, fruto de la encarnación de la fe en medio de las características de cada pueblo. No se trata de un concepto formal y carente de
16. Cf. L. BOFF, Die Kirche ais Sakramentum im Horizont der Welterfahrung, Paderborn 1972, pp. 399-441. 17. Cf. K. RAHNER, «Volk Gottes», en Sacramentutn Mundi IV, Basel/ Freiburg i.B. 1969, cois. 1196-1200 (trad. cast.: «Pueblo de Dios», en Sacramentum Mundi V, Ed. Herder, Barcelona 1974, cois. 700-704).
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materialidad histórica. Pretende ser una denominación real y no metafórica de la Iglesia; pero para que sea una denominación real es preciso que exista la realidad histórica de un pueblo que, por la manera de organizarse en su fe cristiana, aparezca como Pueblo de Dios. 3. El contenido histórico-social de «Pueblo de Dios»: un balance La exposición que acabamos de hacer ha puesto de manifiesto la necesidad de efectuar algunas distinciones. En realidad, no todo lo que es denominado «Pueblo de Dios» configura realmente (sin analogía ni metáfora alguna) el Pueblo de Dios. De cuanto hemos dicho resulta claro lo siguiente: para que pueda hablarse con propiedad de «pueblo» y de «Pueblo de Dios» es obligado que se dé una participación consciente y una organización comunitaria en torno a un proyecto. En el caso del Pueblo de Dios, subraya la Lumen Gentium, «la meta última es el Reino de Dios, iniciado por el propio Dios en la tierra, que debe ser extendido cada vez más, hasta llegar a ser consumado al final de los tiempos por El mismo» (n. 9). Desde el punto de vista analítico, «pueblo» y «Pueblo de Dios» no constituyen una circunstancia, sino un hecho resultante de un proceso de fuerzas productivas comunitarias. Inicialmente hay una masa oprimida y dispersa: el no-pueblo (cf. Os 1,6.9; IPe 2,10) que desea ser pueblo. «Pueblo», pues, no significa aquí un dato previo, sino un desiderátum, una protesta contra la masificación y una exigencia de un valor al que todos deben tener acceso: poder participar y ser sujeto de su propia historia; cuando las masas, incluidas las cristianas, se autodenominan «pueblo» o «Pueblo de Dios», están expresando una exigencia que les ha sido persistentemente negada por las «élites» discriminadoras y destructoras de los conductos de participación. En el interior de la masa comienzan a actuar factores (líderes carismáticos, grupos de resistencia en orden a la supervivencia) que dan origen a las comunidades, las cuales actúan a su vez sobre la masa, ayudándola a tomar conciencia y a actuar en función de un proyecto a realizar. La articulación de las comunidades (asociaciones, grupos, movimientos, etc.)
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entre sí, con su acción junto a la masa y en medio de ella, propicia la eclosión de un pueblo, el cual, para mantenerse como pueblo, necesita solidificar las formas de participación y no descuidar la vigilancia del poder, a fin de que éste no vuelva a masificar a los individuos arrebatándoles el carácter de «pueblo». Una Iglesia en la que los laicos no pueden participar del poder sagrado, sino que las decisiones se concentran en el cuerpo clerical, no puede realmente llamarse «Pueblo de Dios», porque le faltan la comunión y la participación expresa de comunidades y grupos que vivan con relativa autonomía su fe. En lugar de un Pueblo de Dios, habrá una masa de fieles, feligreses de una capilla o parroquia, junto a una jerarquía que detenta el control de la Palabra, del sacramento y de la guía de los fieles. Los laicos por sí solos y la masa de fieles en régimen de cristiandad no constituyen, desde el punto de vista analítico, el Pueblo de Dios, aunque históricamente se les haya dado esta denominación. Para que la Iglesia se convierta en Pueblo de Dios, debe ante todo concretar las características constitutivas de «pueblo»: la conciencia, la comunidad y la práctica adecuada al nivel de la mencionada conciencia y a las posibilidades de participación y comunión de la comunidad. Este pueblo se hace Pueblo de Dios cuando se deja evangelizar, se reúne en torno a la Palabra de Dios constituyendo comunidades cristianas y organiza una práctica inspirada en el Evangelio y en la propia Tradición viva de la Iglesia. Si no se da este contenido histórico-social, no puede hablarse con propiedad de «IglesiaPueblo de Dios». El hecho de que, en virtud de la fe y el bautismo, el fiel se encuentre inmerso en Cristo lo define mejor la denominación «Iglesia-cuerpo de Cristo»18. Pero conviene poner de relieve que la propia naturaleza teológica de la fe, del bautismo y del cuerpo de Cristo posee una intencionalidad histórico-social que, por esencia, exige ser expresada en comunidades en las que haya participación y se viva la fraternidad evangélica (LG n. 8).
18. Acerca de la relación entre Iglesia-Pueblo de Dios y cuerpo místico de Cristo, véase M. SCHMAUS, Katholische Dogmatik 111/1, München 1958, pp. 204-239.
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4. La Iglesia Popular como concreción histórica del Pueblo de Dios La Iglesia Popular en América Latina, tal como la describíamos sucintamente al principio, surgió a consecuencia de la renovación eclesial animada por el Vaticano II19. Se tomó en serio el capítulo segundo de la Lumen Gentium acerca del Pueblo de Dios; los laicos se sintieron animados a asumir su función dentro del «todo» eclesial; los obispos respondieron al llamamiento que se les hacía en el sentido de que fueran más pastores, incorporados a la andadura de los fieles, que autoridades eclesiásticas distantes de las interpelaciones procedentes de la realidad social, particularmente de las inmensas mayorías pobres. La propuesta de la Lumen Gentium de que la Iglesia entera se haga Pueblo peregrino de Dios constituye un imperativo y un desafío. No traduce una determinada concreción existente de la Iglesia tan perfectamente realizada que dispensara de realizar cambios profundos: éstos han tenido que ser efectuados y aún no han concluido. El modelo de Iglesiasociedad perfecta bajo la hegemonía del clero, que en su forma extrema hace posible el clericalismo, está dejando paso, cada vez más, a una Iglesia-red de comunidades estructurada en torno a la participación de todos, de donde resulta un verdadero Pueblo de Dios. El concepto de «Pueblo de Dios» que veíamos más arriba encuentra aquí una de sus posibles historizaciones, sin excluir la posibilidad de una encarnación distinta en otros contextos. Consideremos algunas características de esta concreta expresión del Pueblo de Dios20.
19. Véanse algunos de los títulos más significativos: J.B. LIBANIO, «Igreja que nasce da religiao do povo», en (VV.AA.) Religiáo e Catolicismo do povo>, Curitiba 1977, pp. U9-175; P. SUESS, Catolicismo Popular no Brasil, Sao Paulo 1979; R. MUÑOZ, A Igreja no Povo. Para urna eclesiologia latinoamericana, Petrópolis 1985; J. SOBRINO, Resurrección de la verdadera Iglesia, Ed. Sal Terrae, Santander 1981; I. ELLACURIA, «Pueblo de Dios», en (C. Floristán y J.J. Tamayo, eds.) Conceptos fundamentales de Pastoral, Madrid 1983, pp. 840-859; G. CASALIS, «"Pueblo de Dios": experiencias históricas, utopía movilizadora», en (VV.AA.) La esperanza en el presente de América Latina, San José de Costa Rica 1983, pp. 409-419; H.E. GROENEN, «Na Igreja, quem é o Povo?», en Revista Eclesiástica Brasileira 39 (1979), pp. 195-221. 20. Una exposición más detallada puede verse en L. BOFF, Igreja: carisma e poder, Petrópolis 1981, pp. 172-195. (La traducción castellana de este
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a) El carácter sociológicamente popular de la Iglesia. La Iglesia Popular esta constituida mayoritariamente, aunque no exclusivamente, por personas que previamente formaban parte de las inmensas masas marginadas en el campo social y que se han organizado en movimientos populares, o por fieles deficientemente asistidos y dispersos que, en el campo eclesial, han formado una amplia red de comunidades y grupos de reflexión y de acción. Acompañando al pueblo y a estas comunidades eclesiales, hay importantes sectores de la institucionalidad de la Iglesia, como son obispos, sacerdotes y religiosos. A este conjunto lo denominamos «Iglesia Popular». Lo de «popular» se debe al hecho de que el pueblo (sociológicamente considerado) detenta la hegemonía potencial en la constitución de este proceso. Basta con tomar parte en alguna manifestación de la Iglesia Popular para caer en la cuenta de la presencia masiva de pueblo, por lo general pobres y mestizos. La fe cristiana se encarna en la cultura popular, marcada más por el símbolo que por el concepto, por la narración que por la disquisición, y con un profundo sentido de la fiesta, la solidaridad, la unión entre evangelio y vida, la mística de lo cotidiano y la dramatización de los misterios de la fe. Los obispos y agentes de pastoral que se han incorporado a esta andadura del pueblo que, en virtud de la fe vivida en la comunidad, se transforma en Pueblo de Dios, asumen esta versión popular de la Iglesia. Ellos mismos se despojan de aquellos títulos y signos que les distanciaban del pueblo. Bajo la presencia creativa del pueblo se transforma el estilo de actuación de la jerarquía, sin renunciar a su indeclinable función de animación y de unidad; y de la misma manera se redefine el papel del religioso y del teólogo como personas que comulgan con las expresiones de la fe popular y piensan la fe desde el contexto de las experiencias y desafíos de la comunidad. b) La Iglesia Popular es la Iglesia de los pobres. Desde una consideración analítica, la mayor parte de los miembros de la Iglesia Popular son pobres. En este tipo de Iglesia se ha superado en gran medida un tipo de relación paternalista con
capítulo se encuentra en L. BOFF, Eclesiogénesis. Las comunidades de base reinventan la Iglesia, Ed. Sal Terrae, Santander 1979, pp. 51-73).
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el pobre que no permitía canalizar la fuerza social y eclesial que los pobres poseen; ahora el pobre participa dentro de una modalidad elaborada por él mismo. Y quien no es pobre en la Iglesia Popular ha asumido la causa de los pobres y ha hecho verdadera y eficaz la opción preferencial que toda la Iglesia ha hecho por los pobres. Y entonces también ellos pertenecen verdaderamente a la Iglesia de los pobres. c) Una Iglesia de la lucha por la liberación. Lo que el pueblo y los pobres más vehementemente desean superar es la pobreza que les impide vivir. Se dan cuenta de que la pobreza es una injusticia social que contradice el proyecto de Dios. Para la Iglesia Popular se ha hecho evidente que la liberación integral deseada por Dios pasa por la comunión de los bienes (cf. Hch 2,44; 4,32-34); es preciso superar tanto la pobreza como la riqueza, en orden a unas relaciones justas y fraternas. Semejante realidad exige asumir una lucha que se valga de medios evangélicos; lucha que, sin embargo, no deja de producir asesinatos y verdaderos martirios perpetrados por aquellos (muchos de ellos cristianos) que no desean que cambie nada, a fin de no perder sus privilegios. Es muy frecuente oír de labios de militantes cristianos: «soy un luchador del Evangelio» o «estoy en la lucha por la liberación de mis hermanos». d) Una Iglesia de la «andadura». Es ésta una palabra clave de este tipo de Iglesia, y significa fundamentalmente que hay un proceso de desplazamiento, por parte de la Iglesia, del centro hacia la periferia, que hace que la Iglesia se transforme, de clerical, en popular; significa también que la construcción de la Iglesia Popular es una marcha nunca concluida, dinámica, siempre abierta a la articulación evangelio-vida y dispuesta a acoger a todos cuantos quieran vivir comunitariamente la fe. Se dice, por ejemplo: «tal obispo se ha sumado a la andadura». e) Una Iglesia en la base a partir de la base. De entre los diversos sentidos de «base», son dos los que aquí sobresalen. En primer lugar, «base» como pueblo organizado; no sólo miembros de dicho pueblo (los laicos) componen la Iglesia Popular, sino que dentro de ella están además presentes las diversas instancias eclesiales representadas por obispos, sacerdotes, religiosos y agentes de pastoral. En segundo lugar, «base» es también un concepto político-eclesiástico; se distingue entre la fuente humana del poder (la base: pueblo organi-
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zado) y el ejercicio del poder (la cúpula: los ministros sagrados). El ejercicio del poder en la Iglesia Popular se realiza en íntima articulación con las bases; las cuestiones se discuten y se maduran en las bases, en las que siempre participan los que ejercen el poder. A partir de la base se construye el consenso y la comunión, impidiendo que cristalicen formas autoritarias de poder. f) Una Iglesia de «santidad política». Por su carácter de base y de pueblo, la Iglesia Popular se ve constantemente confrontada con la sociedad, con la pobreza, la injusticia y la violencia, problemas todos ellos de naturaleza principalmente política. Al buscar una liberación de esta perversidad social, los cristianos, junto a las siempre válidas virtudes personales, han de desarrollar una santidad política, consistente en amar a pesar de los conflictos de clase; en esperar unos frutos que sólo habrán de darse en un futuro lejano; en solidarizarse con los estratos oprimidos; en obedecer ascéticamente las decisiones asumidas comunitariamente y, por último, en estar dispuestos a dar la propia vida por fidelidad al Evangelio y a los hermanos oprimidos. g) Una Iglesia abierta a todos. La Iglesia Popular, por el hecho de ser popular, no es un «ghetto» ni una Iglesia paralela. Todos cuantos se deciden a vivir el Evangelio y el seguimiento de Jesús haciendo suyos los dramas de las grandes mayorías encuentran en ella una alegre acogida. Este tipo de Iglesia lanza a todos los miembros de la propia Iglesia un desafío de conversión: desde el estilo de ejercer el papado hasta la forma de unir fe y vida en el contexto en que se viva.
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pertenece también a la Iglesia Popular. Por ello ha de quedar muy claro que, en principio, no existe oposición alguna entre jerarquía e Iglesia Popular. Lo que sí hay es una tensión (y a veces oposición) entre un tipo de Iglesia que prolonga su encarnación dentro de la cultura burguesa dominante, con los intereses profundamente incrustados en ella, y este nuevo tipo de Iglesia que se encarna en la cultura popular, se modifica, asume la causa del pueblo y, por ello mismo, se llama con toda razón «Iglesia Popular»21. Los intereses del pueblo organizado no siempre coinciden (y frecuentemente se oponen) con los de aquellos que no quieren participar en la causa del pueblo y viven a costa del pueblo. Dado que en un lado y en otro hay cristianos, no es difícil comprender las oposiciones que puedan darse, ante todo de carácter social y, derivadamente, eclesial. La aparición de la Iglesia Popular en el seno de una Iglesia en régimen de cristiandad, en la que se daba una excesiva separación entre clero y fieles, entre cristianos ricos y cristianos pobres, a los que ahora se reúne en una comunidad de participación a todos los niveles, construida desde abajo, pero abierta en todas las direcciones y buscando justicia y libertad para todos, concreta la permanente voluntad fundadora de Cristo y de su Espíritu de una Iglesia que sea reunión de los pueblos que peregrinan hacia el Reino definitivo.
5. Conclusión: la voluntad divina que fundó la Iglesia se actualiza Como podrá comprenderse, la Iglesia Popular no sólo realiza el concepto teológico de Pueblo de Dios, elaborado especialmente por el Vaticano II, sino que lo enriquece en la medida en que permite al pueblo sociológicamente considerado, pueblo pobre y cristiano, asumir la hegemonía en la tarea de constituir la comunidad eclesial; la jerarquía no es negada, sino querida; debidamente inserta y con un estilo distinto,
21. Cf. F. CASTILLO, «Cristianismo, ¿religión burguesa o religión del pueblo?», en Concilium 145 (1979), pp. 210-221.
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Ministerios y servicios en una Iglesia Popular 1. La realidad social y teológica de la Iglesia Popular La Iglesia Popular constituye un complejo fenómeno social y teológico que requiere una aclaración previa1. La Iglesia Popular debe ser entendida dentro de un fenómeno mucho más amplio, que es el siguiente: del seno mismo de las masas populares, carentes de conciencia, de un proyecto definido y de una práctica social de participación o de transformación, comienzan a surgir comunidades y diversos tipos de asociaciones (sindicatos, grupos de campesinos, asociaciones de barrio, clubs
1. Acerca de esta problemática puede ser útil consultar: R. MUÑOZ, A Igreja no Povo. Para urna eclesiologia latino-americana, Petrópolis 1985; J. SOBRINO, Resurrección de la verdadera Iglesia. Los pobres, lugar teológico de la eclesiologia, Ed. Sal Terrae, Santander 1981; I. ELLACURIA, «Pueblo de Dios», en Conceptos fundamentales de Pastoral, Madrid 1983, pp. 840-859; J.B. LIBANIO, «Igreja que nasce da religiáo do povo», en Religiao e Catolicismo do povo, Curitiba 1977, pp. 119-175; H.E. GROENEN, «Na Igreja, quem é o povo?», en Revista Eclesiástica Brasileira 39 (1979), pp. 195-221; Cl. BOFF, Teología pé no chao. Reflexoes teológicas em cima da prálica, Petrópolis 1984; L. BOFF, Igreja: carisma e poder, Petrópolis 1981, esp. pp. 204-213 (trad. cast.: Iglesia: carisma y poder, Ed. Sal Terrae, Santander 1982, pp. 207-217); cf. todo el número de Concilium 196 (1984/6): «La Iglesia Popular: entre el temor y la esperanza»; G. DEELEN, Kirche aufdem Weg zum Volke, Mattingen 1980.
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de madres, centros de defensa de los derechos humanos, grupos de reflexión/acción, etc.). La gran mayoría es pobre y, al mismo tiempo, cristiana; de la masa de feligreses de una parroquia o de una capilla, y bajo el influjo de distintos factores (un líder carismático, una religiosa que hace pastoral popular, un párroco preocupado por la situación de pobreza de sus fieles...), comienzan a brotar «círculos bíblicos», grupos de evangelización y comunidades eclesiales de base. Entonces se verifica el siguiente fenómeno, socialmente relevante: la masa, por medio de las asociaciones, se transforma en un pueblo que comienza a recuperar la memoria histórica que había perdido, elabora una conciencia de su situación de marginación, construye un proyecto de su futuro e inicia unas prácticas de movilización tendentes a cambiar la realidad circundante; el pueblo es la resultante de este proceso de concienciación y participación. Algo parecido ocurre con la Iglesia: de una masa de fieles surge, mediante la red de comunidades, un Pueblo de Dios que se siente Iglesia, que emprende una andadura de fe y que participa en la construcción de la comunidad cristiana; el Pueblo de Dios es la resultante de un proceso de gestación de comunidades, sin las que el Pueblo de Dios deja de ser lo que es y se ve reducido a una masa de feligreses de una institución cristiana (sociedad perfecta) totalmente hecha, controlada y guiada por el clero. Es propio del fenómeno de la IglesiaPueblo de Dios la inserción en ella de significativos sectores de la institucionalidad eclesial (cardenales, obispos, sacerdotes, teólogos y religiosos) que apoyan, se insertan y caminan junto a la amplia red de comunidades eclesiales de base. «Iglesia Popular», entonces, significa una expresión histórica del concepto teológico de Pueblo de Dios, tal como, por ejemplo, fue elaborado por el Vaticano II. Poco a poco se va superando una concreta forma eclesial, dividida en clérigos, religiosos y laicos (y no pretendemos cuestionar aquí la validez teológico-jurídica de tal división), y va surgiendo una forma de Iglesia más igualitaria y con unas modalidades de participación más diversificadas2.
2. Véanse los materiales reunidos en (SEDOC) Una Iglesia que nace del pueblo, Ed. Sigúeme, Salamanca 1979, a partir de las comunidades eclesiales de base del Brasil.
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El primer modelo de Iglesia se construye en torno al clero, al que compete la hegemonía en la guía de la Iglesia. Este tipo de Iglesia se encarnó de modo preferencial en la cultura dominante de tipo científico, ilustrado y filosófico, cuyo principal sujeto histórico lo constituye la burguesía, que es la clase que ha promovido las grandes revoluciones modernas. De este modo surgió un cristianismo con características sociológicamente burguesas, dado que asumió los valores y el eíhos burgueses3. El segundo modelo, el de la Iglesia Popular, se construye con la participación de todos, con la presencia decidida del pueblo organizado, nuevo sujeto histórico que hace su aparición en la sociedad y en la Iglesia. Basta con tomar parte en alguna asamblea o celebración de la Iglesia Popular para darse cuenta de la presencia masiva del pueblo, generalmente trabajadores pobres, negros y mestizos. Y en medio de ellos los obispos, sacerdotes, religiosos y teólogos. Lo habitual es que dirija el equipo de coordinación, que monta los debates, guía la discusión y organiza la celebración; en este equipo podrá estar presente el obispo o el sacerdote, pero como alguien que, salvado siempre su valor sacramental, no se impone al grupo, sino que se inserta en él junto a otros que también participan4. Esta Iglesia Popular, precisamente por sus características sociológicas populares, expresa una encarnación de la fe en los medios populares. Asume la mentalidad propia del pueblo, orientada más por el símbolo que por el concepto, por la narración más que por la disquisición, y haciendo uso de los cauces de comunicación que son comunes al pueblo, como la poesía, el canto, la dramatización, las procesiones y el trabajo comunitario. Las tensiones que en América Latina se manifiestan, aquí y allá, entre la Iglesia encarnada en la cultura burguesa dominante y la Iglesia inserta en el universo popular, son tensiones
3. Cf. F. CASTILLO, «Cristianismo: ¿religión burguesa o religión del pueblo?», en Concilium 145 (1979), pp. 210-221. 4. Cf. L. BOFF, Eclesiogénesis. Las comunidades de base reinventan la Iglesia, Ed. Sal Terrae, Santander 1979.
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fundamentalmente de carácter social y, derivadamente, de carácter teológico5. En uno y otro tipo de Iglesia se dan distintas opciones de orden social: en el primero, la Iglesia participa de los intereses de los grupos hegemónicos, no interesados, por lo general, en el cambio de la sociedad, a pesar de la presencia profética en ella de muchos miembros que denuncian evangélicamente las injusticias sociales; en el segundo predominan los intereses liberadores, con los que la Iglesia comulga, legitimándolos y apoyándolos. El primer tipo de Iglesia tiende a reproducir los comportamientos, a veces autoritarios y otras veces paternalistas, propios de los grupos dominantes; en el segundo tipo, el de la Iglesia Popular, fácilmente se manifiestan actitudes democráticas, participativas y liberadoras, propias de los grupos populares. El lugar social de los respectivos «agentes» condiciona no sólo el modo de acentuar los contenidos de la fe y de la evangelización, sino también los procesos mediante los que se elabora y se comunica la fe; las formas de centralización y de participación, respectivamente, están relacionadas y condicionadas por aquellos grupos sociales cuyas prácticas políticas poseen tales características.
2. Redefinición de los ministerios oficiales Los ministerios tienen su lugar en la vida y en la misión de la Iglesia6. Por lo que se refiere a su concreción histórica, dependen de la concepción de Iglesia que previamente se tenga. Una Iglesia entendida como Pueblo de Dios supone, si se quiere dar un mínimo de realidad histórica al concepto teológico, la existencia de un pueblo constituido por una red de comunidades y asociaciones, en cuyo seno deberá haber también comunidades cristianas articuladas entre sí y cuyo principio inspirador sea la comunión y la participación, en diversas formas, de sus miembros. De acuerdo con esta concepción,
5. Cf. P. RICHARD, Morte das cristiandades e nascimenío da Igreja, Sao Paulo 1982, donde se estudian histórica y estructuralmente dichas tensiones. 6. A. ANTONIAZZI, Os ministerios na Igreja hoje, Petrópolis 1975, pp. 25-49.
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toda la Iglesia-Pueblo de Dios se entiende como sacramento de Cristo y portadora de su mensaje y misión. Los tres clásicos servicios mesiánicos de Cristo (el profético, el sacerdotal y el pastoral) encuentran en la comunidad su sujeto colectivo, dentro del cual se sitúan los «ministros» individuales. Los Doce, en su significado simbólico-representativo de todo el Pueblo de Dios del A.T., configuran la comunidad mesiánica originaria, el verdadero y nuevo Pueblo de Dios del Nuevo Testamento. Esta comunidad se expandió y engendró históricamente a la Iglesia apostólica que ha llegado hasta nuestros días. En la Iglesia Popular tiene lugar, inicialmente, una re-definición de los clásicos ministerios, anteriormente vividos separadamente de los fieles y en un contexto de Iglesia-sociedad con unas relaciones funcionales y mínimamente participativas. Ahora, insertos en la andadura del pueblo, que tiene lugar a través de la Palabra, el Sacramento, el Ágape y la Misión en Pueblo de Dios, sin dejar de ser lo que son (obispos, sacerdotes y religiosos), cambian de estilo y establecen unas relaciones de colegialidad con todos los miembros de las comunidades. De este modo, el obispo -que anteriormente se definía preferentemente como autoridad eclesiástica, maestro de verdad para los fieles, y frecuentemente por encima de los fielesaparece ahora, sobre todo, como pastor en medio de las comunidades, aprendiendo de la experiencia de fe y el testimonio de sus hermanos y dando testimonio de la fe común de la Tradición. El párroco, más que un sacerdote que administra lo sagrado, aparece como animador de todas las fuerzas vivas presentes en la comunidad y como coordinador de las mismas en orden a la unidad y a la construcción del propio Pueblo de Dios, además de como vínculo de comunión con todas las comunidades. Los(as) religiosos(as) ya no se sitúan fuera de los «circuitos» del pueblo, sino que muchos de ellos(as) se insertan en los medios populares, participan de la oración del pueblo, de sus modos de vida, de sus luchas por la justicia, y dan testimonio ahí de su vocación profético-escatológica, viviendo en pequeñas comunidades. El teólogo ya no es concebido tan sólo como el intelectual de la institución y la teología de la «gran» tradición, sino como un intelectual orgánico de la fe del pueblo, al que desea ayudar a esclarecer, profundizar y
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sistematizar la reflexión realizada colectivamente, en un aprendizaje que es mutuo y fructífero para ambas partes. Las comunidades (el conjunto de las cuales en relación de comunión constituye concretamente el Pueblo de Dios) desean que haya «ministros» en su seno; no los rechazan, porque no experimentan un sentimiento negativo respecto del carácter tradicional e institucional de sus funciones; los tienen en gran aprecio, pero desean que caminen con ellas, asuman sus búsquedas y sus problemas, participen de sus expresiones populares y respeten las demás funciones que van surgiendo en el seno del Pueblo de Dios. Es conmovedor ver al cardenal Aloísio Lorscheider, o a su colega el cardenal Paulo Evaristo Arns, o al arzobispo Dom José Maria Pires, o al obispo Dom Moacyr Grechi, en medio del pueblo, tomando parte en los grupos de reflexión, sentados como cualquier otro en la asamblea, pidiendo la palabra y esperando su turno de intervención, al lado de un campesino, un poeta, un metalúrgico, una religiosa o un teólogo. Se sienten miembros del Pueblo de Dios junto a otros miembros; son aceptados como compañeros de andadura y como hermanos mayores que confirman la fe de todos y encarnan la conversión de toda una Iglesia que se hace más sencilla, más pobre, más fraternal y más comprometida con la causa del pueblo, que es la vida, la justicia y la liberación.
3. Nuevos ministerios en la Iglesia Popular Toda comunidad cristiana, ya sea local o universal, se estructura en torno a cuatro ejes o campos de acción. Tenemos, en primer lugar, el eje del anuncio evangélico, que se concreta en cualesquiera prácticas evangélicas vinculadas a la Palabra, a la reflexión y a la producción de textos y símbolos, en orden a anunciar la buena nueva de Jesús. En segundo lugar, tenemos el eje de la celebración, por el que la comunidad festeja la presencia del Resucitado y de su Espíritu en la comunidad y magnifica las gesta Dei en la historia de los hombres, y de modo especial en las luchas de los pobres que buscan su justicia. En tercer lugar, el eje de la acción en el mundo: el servicio que los cristianos aportan a la tarea de construir una sociedad humana que contenga un número cada
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vez mayor de bienes del Reino, especialmente desde una perspectiva de respeto a los derechos de cada persona humana, de atención a los «hermanos menores de Jesús» y de compromiso con la justicia social. Y por último, el eje de la coordinación en orden a la unidad: hacen falta instancias que tengan a su cargo, en nombre de Jesús y del Evangelio, la animación y articulación mutua de todos los «ejes», en función del bien de la comunidad y de la misión en el mundo; esta tarea es asumida por el papa, los obispos, los párrocos, los coordinadores de las comunidades y los animadores de los grupos de reflexión. En la Iglesia de cuño popular se ha verificado en los últimos años una impresionante floración de ministerios laicos en cada uno de los cuatro ejes mencionados; esta riqueza de expresiones se ha mostrado más significativa precisamente allí donde decrecía la importancia de los clásicos ministerios vinculados al sacramento del Orden7. Y así vemos que en todas partes han surgido ministros de la Palabra, evangelizadores populares y «rapsodas» que de plaza en plaza van proclamando, verso a verso, las verdades de la fe; ha surgido además toda una literatura popular en forma de pequeñas piezas escénicas, dramatizaciones y otras expresiones del arte religioso popular. Hay unos que saben preparar las celebraciones, otros que las presiden con auténtico sentido de seriedad y respeto, otros que componen canciones; unos preparan a los niños para la recepción de los sacramentos, otros ayudan a los jóvenes a encarar el sacramento del matrimonio; unos asumen funciones comunitarias relativas a la caridad: visitar a los enfermos, cuidar de los ancianos, organizar la subsistencia de los parados; otros se encargan de alfabetizar a los adultos u organizan cursillos de estudio de las leyes laborales o del estatuto de la tierra; unos animan grupos de acción, justicia y paz; otros representan a la comunidad dentro del sindicato; existe un equipo coordinador de toda una región de comunidades que se reúne con los coordinadores locales, y en algunos lugares también hay quienes van visitando a las comunidades, llevando y trayendo noticias y sirviendo de vínculo de comunión entre todos.
7. L. BOFF, «L'ecclesialitá popolare», en Religiositá popolare e cammito di liberazione, Bologna 1978, pp. 187-196.
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La característica fundamental de estas tareas o ministerios comunitarios reside en que son personales y no exigen más que un conocimiento práctico*. Son personales porque guardan relación directa con las cualidades de las personas. No hay propiamente ministerios, sino ministros perfectamente conocidos en la comunidad. Así, por ejemplo, la comunidad conoce a Roberto, y sabe que está impuesto en la Biblia, que además sabe leer estupendamente y que se las pinta solo para explicar los textos dominicales. La misma comunidad confía a Mari Paz la formación de un grupo litúrgico que se encargue de las celebraciones en las reuniones y en las fiestas. José Carlos, por su parte, es conocido en la comunidad por sus dotes de líder, por su valor y por su capacidad de persuasión en las luchas por la tenencia de la tierra; es un hombre honrado y posee una autoridad moral reconocida por todos. Cuando llega el momento de elegir al coordinador de la comunidad, la designación recae en José Carlos, que asume la coordinación y preside siempre las celebraciones. El Jueves Santo se representa en la comunidad la última cena de Jesús, y es él quien preside y lee el relato evangélico. Sólo que aquí, en la comunidad, se celebra con mandioca y zumo de «carambola», que es muy apreciado por todos. Todos consumen respetuosamente su parte y se sienten unidos en la presencia de Jesús. Evidentemente, no se trata de una misa, sino de una celebración ritualizada de la Palabra. Y la comunidad es plenamente consciente de ello. Lo importante es que la comunidad se siente representada y servida por medio de todas estas tareas. Sin la comunidad, el ministro no seria nada; sin el ministro, la comunidad se sentiría empobrecida. Hay, pues, una fusión entre comunidad y servicios, pero la comunidad es el elemento permanente y portador de todo. La segunda característica reside en el conocimiento práctico; para el ejercicio de la tarea o ministerio es preciso que la persona sepa realizarlo, es decir, que domine los esquemas de pensamiento y posea un cierto savoir-faire. La comunidad reconoce la capacitación de la persona para desempeñar tal o
8. Cf. P.A. RIBEIRO DE OLIVEIRA, O reconheámento eclesiástico de novos ministerios (CERIS), Rio de Janeiro 1976, pp. 3-5.
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cual función. No hay «investidura» alguna que comunique ese «saber hacen> y que suponga una «transmisión de poder». Si una persona no desempeña como es debido su función, se la sustituye por otra y se le encarga que haga lo que sabe y puede hacer. En otras palabras, el poder religioso que detenta la persona debe legitimarse continuamente mediante la práctica; su poder está sometido a una constante amenaza de «contestación», porque, en el caso de que ya no satisfaga las exigencias de la comunidad, puede ser reemplazado. Por eso cada persona procura hacerlo de la mejor manera posible. Pero no sucede lo mismo con el sacerdote, que ha recibido una investidura sagrada, y por eso no depende, para ejercerla, del juicio de la comunidad; la legitimación no le viene de la práctica, sino de su título de «párroco». La función se distingue de la persona y de su savoir-faire; cuando alguien habla como «párroco» (función), demuestra más autoridad que cuando habla como persona (Francisco, por ejemplo, que evangeliza). En la inmensa mayoría de las comunidades que componen la Iglesia Popular no se ha verificado un proceso de institucionalización del poder. Hay, eso sí, ritos de reconocimiento comunitario, especialmente cuando alguien es elegido como coordinador, o cuando, como es más frecuente, se elige a todo un equipo coordinador; se hacen también oraciones y paraliturgias, dotadas de una rica expresión simbólica, para realzar el carácter religioso de la función y su significación para la buena marcha de la comunidad. Pero tal ceremonia no posee, según los criterios sociológicos, las características de la «investidura». La comunidad es el sujeto del poder sagrado, y no tanto el ministro que recibe oficialmente la comunicación del poder, mediante un rito oficial. Existe en la Iglesia Popular la tendencia a no dar un significado institucional y oficial a los ministerios que van surgiendo en el seno de la comunidad. El reconocimiento eclesiástico de esos nuevos ministerios no haría sino someter las distintas formas de liderazgo laico al control institucional de las autoridades eclesiásticas. Ya no sería la comunidad eclesial la que controlara a los ministros atendiendo a su «práctica», sino que lo haría la autoridad eclesiástica y en virtud de las normas canónicamente establecidas. El fenómeno que tiene lugar es el siguiente: los ministerios clásicos, vinculados al
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sacramento del Orden, son reconocidos por la comunidad eclesial popular y, a base de inserción, van cambiando de estilo, van despojándose del carácter de «título», que representaba poder y privilegio, y asumen un poder que, más que por la investidura, se legitima por el servicio en nombre de Jesucristo y del Evangelio, por el amor al pueblo y por la comunión con todos los demás servicios. La jerarquía de la Iglesia va penetrando cada vez más en el mundo de los pobres, va haciéndose ella misma popular y sintiéndose embarcada en la misma «andadura» del resto de los fieles; reconoce los diversos carismas que animan a las comunidades, favorece la aparición de otros carismas que respondan a las necesidades concretas y vela cuidadosamente (ésta es su misión específica) para que todo concurra en beneficio de todos.
4. La eclesiología subyacente a esta realidad eclesial La función de la teología consiste -con los recursos del saber teológico ya acumulado por la Tradición y dentro de una fidelidad fundamental al dato bíblico y al Magisterio- en comprender y descifrar el modelo de Iglesia que se verifica en el fenómeno eclesial que acabamos de referir. Ante todo, hay que señalar que la Iglesia no ha sido edificada de una vez por todas (en el sentido de las palabras de Jesús: «sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» [Mt 18,18]); la Iglesia es don de Dios, pero es también producto de la historia que intenta responder al don de Dios. Por eso debemos reconocer sin más demora que esta eclesiogénesis, es decir, la génesis de una Iglesia Popular, deja al descubierto los dos pilares que sustentan teológicamente a la Iglesia: Cristo en su misterio total (su vida, su práctica, los ministerios que instituyó, su muerte y resurrección) y el Espíritu Santo, que constantemente «insufla» en la comunidad carismas nuevos frente a situaciones igualmente nuevas. La Iglesia Popular se siente heredera de la comunidad apostólica creada por Jesús y, al mismo tiempo, animada por el Espíritu de Pentecostés. El equilibrio entre estos dos momentos se manifiesta en su forma de integrar los ministerios tradicionales e institucionales (otispc, presbítero, diácono...) dentro de la andadura eclesial y, al mismo tiempo, en su forma de abrirse a la
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aceptación y acogida de nuevos servicios que nacen del seno mismo de la comunidad. Los ministerios tradicionales e institucionales, según nuestra tradición teológica latina, están vinculados al misterio cristológico; los servicios comunitarios, de carácter carismático, tienen su origen en el misterio pneumatológico. Poder y Carisma no tienen por qué estar enfrentados: ambos construyen, cada uno a su modo, la riqueza de la comunidad eclesial. En segundo lugar, la aparición de la Iglesia Popular nos permite descubrir la estructura básica de la Iglesia: la comunidad. La Iglesia no es fundamentalmente un cuerpo sacerdotal que, mediante la Palabra y el Sacramento, cree la comunidad. La Iglesia, para definirla realmente (no de manera analógica o metafórica), es la comunidad de los fieles, de los que han respondido con fe a la convocación de Dios en Jesucristo y en su Espíritu. Evidentemente, esta comunidad se estructura a base de los elementos de carácter histórico-social que le han sido dejados por Jesús y por otros. La red de estas comunidades constituye el Pueblo de Dios. El Pueblo de Dios, por lo tanto, resulta de un proceso comunitario y participativo. Es mediante las comunidades como se concreta y adquiere visibilidad y densidad histórica el Pueblo de Dios. Del interior mismo de la comunidad surgen las diversas funciones: algunas de carácter permanente, como la necesidad de anunciar, de celebrar y de actuar en el mundo según el espíritu de las Bienaventuranzas, o la de crear cohesión y unidad entre los fieles y los servicios; surgen entonces servicios de carácter más institucional, porque responden a necesidades permanentes que resultan mejor atendidas mediante la institucionalización de las funciones. Pero brotan también otras funciones más esporádicas, aunque no menos importantes para la animación de la comunidad, como son los servicios caritativos, la preocupación por los pobres, la promoción y defensa de los derechos humanos, la articulación con otros movimientos populares (sindicatos, grupos de madres, de jóvenes, etc.), la evangelización en los medios marginados (prostitutas, drogadictos, etc.), la animación mediante la música y la poesía... Uno y otro tipo de carismas vitalizan a la comunidad y hacen que ésta no esté únicamente organizada y disciplinada, sino, sobre todo, que sea creativa e irradie esperanza y alegría a su alrededor.
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En tercer lugar, la Iglesia Popular nos ayuda a resituar la comprensión de los ministerios. Su lugar está en la comunidad, por la comunidad y para la comunidad. La comunidad constituye la realidad fundante. Es ella la que ha sido querida por Jesús para ser portadora y realizadora histórica (a nivel de visibilidad) de su mensaje. Los ministerios no deben ser pensados como si fueran algo exterior o por encima de la comunidad y para crear la comunidad. No son sino explicitación o desdoblamiento de lo que ya existe, como algo hecho y querido por el Resucitado y por su Espíritu, en la comunidad. Por eso, al asumir los datos instituidos por Jesús, la comunidad se da a sí misma las tareas que necesita para ser fiel al mensaje de Jesús y a las diversas «coyunturas»; algunas, como ya hemos afirmado, son tareas más permanentes y de carácter institucional; otras son de carácter precisamente coyuntural. Esta primacía de la comunidad sobre los ministerios, individualmente considerados, nos permite entender la creatividad que puede darse, a partir de la comunidad, cuando fracasa determinado tipo de organización eclesial. Así tenemos que, tradicionalmente, la comunidad dependía casi absolutamente del sacerdote: donde había sacerdote había Iglesia; donde el sacerdote faltaba moría la comunidad. Pero desde una perspectiva fundamental, asentada en el primado de la comunidad de fe, esperanza y amor suscitados por el Evangelio, la carencia de presbíteros no significa la disolución de la Iglesia. La comunidad vela cuidadosamente para que las necesidades fundamentales sean atendidas mediante el reconocimiento de los carismas que van surgiendo en su seno, cuidando también de que haya en ella presbíteros, conforme a la voluntad de Jesús. Por último, la Iglesia Popular nos recuerda la importancia del pueblo, sociológicamente considerado. El pueblo esta constituido por las grandes mayorías que viven de su trabajo, por lo general lejos de las instancias de decisión política, económica y cultural. Cuando, gracias a la evangelización, este pueblo se adhiere a Cristo y acoge los dones del Espíritu, entonces se transforma en Pueblo de Dios. Para que no degenere en una masa de fieles privados de participación, es preciso que se estructure en comunidades y en todo tipo de grupos en los que pueda vivirse el Evangelio de un modo profundo y con unas relaciones humanizadoras. El mensaje de Cristo no está desti-
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nado a una pequeña «élite» de privilegiados, sino a todas las naciones, porque pretende que todos los pueblos se hagan Pueblos de Dios (Apoc 23,3). Por eso la aparición de la Iglesia Popular hace concreta hoy, y dentro de las circunstancias históricas propias de nuestro tiempo, la voluntad fundante de Jesús y de su Espíritu: «constituir un pueblo que conozca a Dios en verdad y le sirva santamente» (LG n. 9). Ciertamente, habrá otras formas de realizarse históricamente el Pueblo de Dios. En nuestro Continente latinoamericano, la manera como se concreta la historia de los seguidores de Jesús y los oyentes de su Espíritu consiste en la formación de millares de comunidades y grupos que, unidos entre sí y en comunión universal con todos los demás que marchan por otros caminos, pero no en otra dirección, forman la Iglesia Popular, Iglesia apostólica, Iglesia de Cristo y del Espíritu Santo.
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Comunidades eclesiales de base: pueblo oprimido que se organiza para la liberación Dietrich Bonhoeffer, teólogo protestante condenado a muerte por haber tomado parte en un complot para acabar con Hitler, escribía desde la prisión, en 1944, estas proféticas palabras: «Habrá de llegar un día en que los hombres volverán a ser llamados a proferir la Palabra de Dios de tal manera que el mundo, bajo su influencia, se transforme y se renueve. Será un lenguaje nuevo, quizá completamente arreligioso, pero será un lenguaje liberador y redentor como el de Jesús. Los hombres habrán de espantarse ante dicho lenguaje, pero aun así serán dominados por su poder. Será el lenguaje de una nueva justicia y verdad, un lenguaje que anunciará la paz de Dios con los hombres y la proximidad de su Reino. "Se espantarán y se estremecerán ante tanta bondad y tanta paz como voy a concederle" (Jer 33,9)». Estas palabras parecen tener pleno cumplimiento en la forma de cristianismo que se vive en los millares de comunidades eclesiales de base esparcidas por las diversas periferias de nuestro país y en las que la Palabra de Dios se revela como factor de transformación y de liberación de los
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oprimidos, haciendo espantarse y estremecerse al sistema imperante y a sus ideólogos. Así pudo constatarse, a escala reducida, en el IV Encuentro Intereclesial de Comunidades de Base del Brasil, celebrado en Itaici (Sao Paulo) del 20 al 24 de abril de 1981. 1. Las etapas de una andadura El encuentro de Itaici representa un hito en esa andadura de carácter nacional que se inició en Vitoria (Estado de Espíritu Santo) en 1975. En julio de dicho año se reunieron por vez primera cerca de media docena de obispos con algunos asesores, unos veinte agentes de pastoral y unos cuantos representantes de las comunidades eclesiales de base para intercambiar experiencias y reflexiones en torno a un fenómeno naciente, pero ya bastante pujante, producido en la Iglesia de la base. Predominaban con mucho los representantes de la «cúpula» eclesial, que se dedicaron a estudiar los 16 informes procedentes de las bases y las experiencias relatadas en la asamblea por los propios representantes de dichas bases. Pero se percibía que se hallaba en marcha una verdadera «eclesiogénesis», o génesis de una nueva Iglesia (término acuñado en aquel entonces y que hoy ya ha sido asimilado por la teología como un término técnico); lo cual permite, además, entender el lema del encuentro, que circuló por todo el mundo provocando malentendidos y hasta una alusión explícita del papa en su discurso inaugural a los obispos reunidos en Puebla (1979). Dicho lema era: «Una Iglesia que nace del Pueblo por el Espíritu de Dios». En julio de 1976 se celebraba el segundo Encuentro Intereclesial, en la misma ciudad de Vitoria, bajo el lema «Iglesia, pueblo que camina». La configuración del Encuentro había cambiado: la mitad de los 100 participantes procedía de la base, mientras que la otra mitad estaba formada por obispos, agentes de pastoral y asesores. Cerca de cien informes elaborados por las propias bases habían sido enviados a los citados asesores (teólogos, pedagogos y sociólogos), los cuales, a su vez, habían redactado sus comentarios, que fueron remitidos a las bases para su discusión y reflexión. El II Encuentro de Vitoria trató de equilibrar la participación de la base y la de la «cúpu-
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la», lo cual no estuvo carente de dificultades, debido a la diversidad de los respectivos «registros» discursivos. En julio de 1978 tenía lugar en Joáo Pessoa el III Encuentro Intereclesial, al que acudieron cerca de 200 personas, dos tercios de las cuales procedían de las bases. El lema del Encuentro era: «Iglesia, pueblo que se libera». Esta vez tomó la palabra la Iglesia de la base, cuyos representantes lo organizaron todo, coordinaron los grupos, presentaron los informes y elaboraron conjuntamente el documento conclusivo. Se estaba viviendo un hecho inaudito: después de 480 años de silencio, el pueblo religioso y oprimido había tomado la palabra y estaba poniendo fin al monopolio de la misma por parte de los «peritos» de la Iglesia (el catequista, el sacerdote y el obispo). Los asesores, los agentes de pastoral y los obispos pudieron escuchar de labios del propio pueblo la expoliación económica, política y cultural a que está sometido, así como sus gritos en demanda de justicia y participación. En dos cosas se llegó a un consenso: primera, la principal raíz de la opresión que padece el pueblo proviene del elitista y excluyente sistema capitalista; segunda, el pueblo resiste y se libera en la medida en que es capaz de unirse y crear una red de movimientos populares. El análisis de los 200 informes de las bases, realizado por los peritos asistentes, dio lugar a los mejores textos de eclesiología de los últimos años, traducidos a diversos idiomas. El IV Encuentro Intereclesial, celebrado en Itaici, consagró la capacidad de participación y de organización de las bases. Entre obispos (de los cuales un cardenal: Lorscheider), agentes de pastoral (sacerdotes y religiosos), asesores y representantes de las comunidades, sumaban cerca de 300 personas, procedentes de 71 diócesis y de 19 regiones del país. Al igual que en Joáo Pessoa, también aquí fueron las bases las que coordinaron y llevaron a término todo el Encuentro.
2. Supervivientes de la gran tribulación Quien se fijara en aquellos centenares de personas humildes, con las señales inequívocas de la pobreza, los pies calzados con humildes sandalias, los rostros marcados por la lucha de la vida, pero alegres y animados, conversando los unos con los
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otros como si fuesen viejos amigos, no podía menos de evocar a aquella multitud de los elegidos de los que habla el Apocalipsis: «Y ésos ¿quiénes son y de dónde vienen? Y el anciano dijo: Esos son los que vienen de la gran tribulación...» (Apoc 7,14), de los rincones más remotos, de las periferias de las ciudades; son los que han sobrevivido a los duros golpes de la vida, los amados de Dios por ser pobres, a quienes «el Cordero apacentará y conducirá a los manantiales de las aguas de la vida y a quienes el Señor enjugará toda lágrima de sus ojos» (Apoc 7,17). Verdaderamente, los cuatro días que duró el encuentro constituyeron una experiencia de auténtica sorpresa para los que no pertenecían a las bases. Era impresionante la maestría y madurez con que llevaban los debates, tanto en los grupos como en la asamblea general; y no menos impresionante resultaba la convicción con que escenificaban los diversos problemas sometidos a discusión, o el entusiasmo con que ejecutaban sus cánticos, compuestos por músicos y poetas populares de las propias comunidades. Mención especial merecen las celebraciones al comienzo de los trabajos de cada jornada y al final de la tarde. En ellas se manifestaba toda la mística del pueblo y la conciencia de su identidad eclesial. Se celebraban las luchas que habían sido relatadas en los grupos, y se rítualizaban, ya fuera en forma de procesión por los jardines del inmenso monasterio o en forma de peticiones en el ofertorio, los problemas suscitados a lo largo de los debates. Nadie pretendía ser maestro de nadie, sino todos discípulos los unos de los otros. Los obispos y los asesores tan sólo hablaban cuando se les invitaba a hacerlo o cuando les llegaba su turno, tras haberlo solicitado como los demás. Sin duda, quedará en la memoria de no pocos el emocionante espectáculo de las escenificaciones de las luchas del pueblo; escenificaciones, por cierto, un tanto improvisadas, porque no era teatro lo que se representaba, sino la propia vida: el relato, por ejemplo, de los indios «xocó» haciendo frente con simples tirachinas a policías armados con fusiles y ametralladoras, defendiendo sus tierras o recuperando la imagen de San Pedro que les había sido robada. Al final de cada relato, como en los tiempos homéricos, se entonaba una canción que había sido compuesta para celebrar la victoria. Todos cantaban el estribi-
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lio de la canción de los indios «xocó»: «¡Oh, señor San Pedro, no te sientas tan solo, / que estás rodeado de los indios xocó!» No menos admirable resultaba ver a los maestros y padres de la fe (los obispos) a los pies de los humildes, escuchando sus testimonios, acompañándoles en sus reflexiones y aprendiendo lecciones verdaderamente evangélicas. Como perfectamente lo expresó el cardenal de Sao Paulo, Paulo Evaristo Arns, en su visita al Encuentro, «¡el cardenal os admira y os apoya y quiere aprender de vosotros!» Contrariamente a lo que muchos podrían pensar, no se observó entre los participantes indicio alguno de ningún tipo de ruptura de la unidad de la Iglesia. Todo lo contrario: con una enorme madurez y distancia crítica se discutieron ciertas tensiones existentes entre las diversas tendencias pastorales, la resistencia de algunos a emprender la andadura del pueblo que se hace Pueblo de Dios gracias a las comunidades, y las actitudes autoritarias de algunos obispos, vinculadas todavía a una concepción triunfalista de la Iglesia. Tales obstáculos eran asumidos como algo inevitable en cualquier andadura y que no convenía dramatizar. Toda la asamblea decidió escribir una carta al papa para agradecerle el saludo que el año anterior había dirigido a las comunidades en Manaus y para reafirmar su fidelidad a la gran tradición apostólica, que tiene en el papa a su garante.
3. Disipando algunos prejuicios Antes de analizar con mayor detalle algunas de las cuestiones suscitadas en el Encuentro de Itaici, convendría disipar ciertos prejuicios que impiden valorar más objetivamente la importancia de las comunidades eclesiales de base. Fue el francés Gastón Bachelard, el gran epistemólogo moderno, quien puso de manifiesto el hecho de que gran parte de la ciencia se construye gracias al esfuerzo por destruir los errores, y que el conocimiento aproximativamente objetivo de la realidad se obtiene mediante la superación de obstáculos epistemológicos de base. Esto es también aplicable a la comprensión del fenómeno de las comunidades eclesiales de base, que han si paralela y desvinculada de la comunión con la jerarquía. Lo que los miembros de las CEBs critican no es el ministerio sacerdotal y episcopal, sino un cierto modo de ejercer el «munus» sagrado que Jesús, en el Evangelio, compara con el de los paganos y los títeres mundanos de nuestras sociedades (cf. Mt 20,25-27; Le 22,25-27). En este sentido se hicieron en las asambleas generales vehementes llamamientos a que los seminaristas, ya desde ahora, se formen en medio del pueblo y compartan su fe con las comunidades; y a que los religiosos no sean obligados a formarse lejos de sus orígenes populares, poique frecuentemente, debido al estudio y a su estilo de vida, abandonan su «status» de clase humilde y adoptan formas de pensar y de vivir propias de las clases dominantes, e incluso hacen voto de pobreza y se olvidan de que son sus familiares los que viven realmente la situación de pobreza sin el «mérito del voto. De la misma manera, se insistía en exigir que «1 liderazgo de la comunidad permanezca siempre en la base, porque sólo así se salvaguarda el carácter de comunión de las CEBs y su modo peculiar de ser Iglesia.
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5. La eclesialidad de las CEBs Ya hemos visto lo que significan «comunidad» y «base». Nos queda ahora reflexionar brevemente sobre la eclesialidad de las comunidades de base. Las CEBs quieren ser y son Iglesia visible que se constituye mediante estos cuatro elementos: la fe, la celebración, la comunión y la misión. La fe preciosa es la gran característica de las CEBs. Y aquí no tiene la fe nada de edulcorado, de panacea para espíritus mediocres, de refugio de amedrentados ni de resignación frente a la miseria del mundo; aquí la fe es principio de contestación y de compromiso de liberación de todo el hombre y de todos los hombres, empezando por los que objetivamente están oprimidos en nuestra sociedad capitalista. La principal referencia de esta fe es la Palabra de Dios, la práctica de Jesús y la confianza en la impetuosa fuerza del Espíritu. Como decía uno en la asamblea general: «Ponemos el Evangelio en nuestra vida y nuestra vida en el Evangelio». De esta confrontación mutua entre Evangelio y vida nacen la dimensión de liberación de toda injusticia y el hambre y la sed de participación y comunión en la sociedad y en la Iglesia. La fe se transforma en un fermento generador de una andadura (palabra clave en el vocabulario de las CEBs) en la que hay lucha, enfrentamiento con las fuerzas del anti-Reino y mártires, pero en la que también hay semillas del nuevo cielo y la nueva tierra. En beneficio de la fe brotan los diyersos ministerios y servicios: los predicadores de la Palabra, los cursos bíblicos, la catequesis, la iniciación a los sacramentos de la fe, etc. Una Iglesia no vive tan sólo de fe, sino principalmente de las celebraciones de la fe. Celebrar no es ejecutar un rito, sino ritualizar la vida delante de Dios y de los hermanos. Las CEBs dedican unos determinados «tiempos fuertes» a las celebraciones. En el encuentro de Canindé, como en los anteriores, hubo diariamente grandes celebraciones organizadas por los propios miembros. La riqueza simbólica del pueblo y la inclusión de la expresión corporal, la música y la cultura popular (cantores e improvisadores) revelan cuan frías y formales son en su mayor parte las celebraciones litúrgicas de la Iglesia en general. Ciertamente resultará inolvidable para muchos participantes la ce-
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lebración del perdón dirigida por el gran obispo y profeta Don Pedro Casaldáliga, junto con un grupo de laicos. Toda la comunidad presente se sentía -sin salirse en lo más mínimo de la línea de la eclesiología del Vaticano II- el sacramento portador y comunicador del perdón divino. Dom Pedro solicitaba que los diversos grupos se pusieran en pie, primero los negros, luego los labradores, las mujeres, los agentes de pastoral...; con los brazos extendidos realizaban gestos sobre las cabezas de sus vecinos que simbolizaban la efusión de la misericordia divina. Por fin, los obispos presentes fueron invitados a postrarse de rodillas, pedir perdón y, con los brazos extendidos, como Moisés en la montaña, ofrecer en nombre de Dios y de la Iglesia el perdón del Padre. Es en estas celebraciones donde el pueblo elabora la mística de resistencia y de compromiso. Así como no hay estrella que brille sin aura, así tampoco existe proceso de cambio que pretenda transmitir una poderosa idea cargada de simbolismo y no presuponga unos determinados valores capaces de informar constantemente prácticas transformadoras. La eclesialidad de las CEBs incluye, además de la fe y la celebración de la misma, la comunión, a la que nos referíamos más arriba y en la que no necesitamos demorarnos más prolijamente. Insistamos de nuevo, sin embargo, en que las CEBs exigen una reformulación del estilo de la comunión de todos. Junto -al obispo debe contar y tener su importancia también el cantante; junto al sacerdote, el animador laico de un grupo; junto al religioso, el campesino; junto al pobre, amado por Dios por ser pobre y no tanto por ser bueno, el rico convertido a la causa de la justicia. En la Iglesia-toda-Pueblo de Dios predomina un fraternalismo evangélico que se expresa en la complementariedad de las funciones y en la superación de la rígida división eclesiástica del trabajo; nadie detenta el monopolio de enseñar, sino que todos aprenden los unos de los otros, siendo todos discípulos del único Maestro, Jesús (cf. Mt 23,10). Durante el encuentro de Canindé alguien dijo: «En las CEBs discernimos las señales de la auténtica eclesialidad según los Hechos de los Apóstoles: la fe apostólica, la fracción del pan, la comunión o compartición de los bienes, y las oraciones. Más aún: la alegría, la persecución por causa de la fe, la valentía de la Palabra («parrhesia») y la predicación itinerante. Y, según su estilo, las CEBs son unas (unidas a la Gran Iglesia
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a través de los pastores, unidas a Jesucristo, al Reino, a la misión y a la esperanza), santas (por el compromiso en favor de la justicia, por la solidaridad, etc.), católicas (porque se dirigen a todo hombre y a todo el hombre) y apostólicas (porque se adhieren a la fe, la vida y la misión de los apóstoles y porque se hallan en comunión -a veces no correspondida- con los pastores de la Iglesia)». Finalmente, el último elemento fundamental de la eclesialidad lo constituyen la misión y el servicio a los hombres en el mundo. Así como el modo más fácil de acceder al misterio de Jesús es a partir de su misión divina, así también se comprende mejor la naturaleza de la Iglesia a partir de su misión. Indiscutiblemente, la misión básica de la Iglesia consiste en la evangelización. A ella le compete llevar adelante el mensaje de Jesús acerca del Reino de Dios y tratar de propagarlo en la historia de los pueblos. Por lo general, la Iglesia tiene dos formas principales de realizar su misión: la profecía y la pastoral. Mediante la profecía, la comunidad cristiana anuncia la propuesta de Dios hecha en Jesucristo y constantemente repetida por el Espíritu en el tiempo; pero también denuncia y desenmascara las fuerzas de la anti-Vida y del anti-Reino, estando dispuesta a la persecución y al martirio a causa de su valentía. Mediante la pastoral, la comunidad cristiana acompaña a las personas y grupos humanos en su situación concreta, anima la esperanza y promueve la vida y la total apertura a Dios y a los demás, creando comunidades de fe, esperanza y amor comprometidas con la liberación integral. En América Latina la misión de la Iglesia se ve desafiada por los niveles de opresión colectiva a que los pobres están sometidos. Por eso su pastoral tiene que presentarse como liberadora, promotora de los derechos de los pobres y fomentadora en todas partes de comunicación y participación. Las comunidades eclesiales de base, apoyadas en estos cuatro pilares, no contienen tan sólo elementos eclesiales; son verdadera Iglesia en la base y en medio del pueblo. Como decía el papa Juan Pablo II el 10 de julio de 1980 a los dirigentes de las CEBs reunidos en Manaus (Amazonas): «Ser eclesiales constituye su distintivo original y su modo de existir y de actuar» (n. 3).
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6. Llegar al corazón de la bestia El tema central del V Encuentro se refería a la profundización de la relación entre CEBs y nueva sociedad. Y hubo un problema que ocupó toda una jornada: ¿cómo es la vida del pueblo en su región y cómo está reaccionado el pueblo? Los informes revelaron cinco puntos problemáticos: la falta de tierra, la proletarización de los agricultores, el paro desesperante, la sequía del Nordeste y el hambre generalizada. Los debates en la asamblea pusieron de manifiesto el absoluto descrédito que merecían las clases dirigentes; el Gobierno está completamente «desfechitizado» y ya no se le ve ni se le considera como representante del pueblo, sino de los intereses del capital. Los grupos han llegado ya a incorporar un análisis de sus desgracias de un elevado tono crítico. Como afirma la carta que los miembros de las CEBs asistentes al encuentro de Canindé enviaron a las comunidades de todo el Brasil: «Del modo en que está organizada, la sociedad está pervertida y corrompida, produciendo, cada vez en mayor medida, la pobreza y la muerte de los pobres de nuestro pueblo». Ya ha sido hecho el juicio del sistema; ahora se trata de superarlo. Y con un cierto orgullo, nacido de la reñida lucha por la vida, dice la carta de Canindé: «Ante cada una de las afiladas uñas de la bestia, las comunidades y el pueblo organizado presentan una defensa; pero comprendemos que no basta con hacer frente a las garras de la fiera, sino que es preciso que lleguemos a su corazón para, de ese modo, apartarla del camino de la liberación». Y se refieren a la necesidad de crear todo tipo de organizaciones populares y de articular mutuamente todos los movimientos interesados en la liberación. Otra jornada entera fue dedicada a la motivación cristiana de la transformación de la sociedad. Las declaraciones son de lo más explícito: «Nosotros, los cristianos de las Comunidades Eclesiales de Base, deseamos la liberación dentro de la fe, la liberación que nace del Evangelio y de nuestra aceptación del Reino de Dios». A lo largo de los prolongados debates conjuntos se pudo percibir la nueva «codificación» de la fe que se está imponiendo entre estos cristianos nuevos; una fe que no navega al pairo, desencarnada, fuera de la historia, sino que desvela cuál es el sentido de Dios que se realiza o se niega en la
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historia; una fe que significa una visión liberadora del mundo. La formulación a que llega la carta de Canindé posee incluso rigor teológico, dentro de su conmovedora sencillez: «El proyecto del Padre consiste en que todos nos sintamos hijos, nos amemos como hermanos y pongamos los frutos de la tierra al servicio de la necesidad de todos. El hizo una alianza con nosotros para que viviéramos en la justicia, en el derecho y en la fraternidad. Si hay pobres entre nosotros, es señal de que dicha alianza ha sido rota. Y si el pobre grita, Dios lo escucha, denuncia nuestro pecado y exige la conversión y el cambio de la sociedad. En ésta no debe haber ricos ni pobres, sino hombres que trabajen y colaboren juntos al bien de todos». Las CEBs no tienen necesidad de beber de otras fuentes para encontrar razones a su compromiso por la liberación. Basta con que materialicen el Credo para rechazar este tipo de convivencia que destruye de tal manera al otro que dificulta el acceso al misterio de Dios. Como se decía en Canindé: «Si machacamos el rostro del hermano, no podremos ya reconocer el rostro de Cristo impreso en el rostro de cada hijo de Dios». Este compromiso por la transformación no se queda exclusivamente al nivel de la concienciación; los informes referían de un modo impresionante las luchas del pueblo: luchas en las tierras en contra de las expulsiones; luchas en las favelas para resistir a los expolios organizados; luchas por la conquista de unos sindicatos con líderes auténticos. Un grupo de comunidades del Estado de Espíritu Santo refería que, en unión con otros movimientos, habían conseguido copar cuatro sindicatos en la ciudad y ocho en el campo. Y cantaban sus victorias, alcanzadas siempre a base de arduas luchas por articular la organización de las CEBs con otros movimientos populares. Tales victorias propician una extensa literatura popular, poesías y músicas de gran belleza, como en los tiempos bíblicos. Es en este material donde se encuentra lo mejor de la teología de las CEBs, elaborada y cantada por sus propios miembros. Para estos cristianos, la fe no es un instrumento cualquiera, junto a otros, para la liberación de los hombres. No, la fe es mucho más: es la entrada y la salida de toda lucha; el horizonte mayor, dentro del cual todo se sitúa y queda transfigurado con una perspectiva de eternidad. Ellos devuelven a la fe su dignidad: la fe no existe para ocultar las injusticias de la sociedad ni
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para tranquilizar a los opresores con mala conciencia, sino para producir los bienes del Reino de Dios, que son verdad, justicia y convivencia fraterna. Entre fe y liberación existe una connaturalidad que los miembros de las CEBs viven como una auténtica evidencia. 7. Semillas de una nueva sociedad Todos buscan una nueva sociedad. Los teenócratas imaginan que ésta ha de nacer del elitismo de su saber, con un soberano desprecio por el pueblo; las consecuencias de esta ilusión, que en realidad constituye un verdadero engaño, las padecemos en nuestro país y en todo el Tercer Mundo. Los miembros conscientes de las CEBs abrigan el convencimiento de que sólo mediante la movilización de todas las bases y de quienes se unan a ellas y acepten la inmensa creatividad del pueblo, será posible gestar una nueva sociedad en la que el hombre sea amigo para el hombre, y no un lobo en potencia. Las CEBs no son instrumento para algo distinto de ellas mismas; tal como se organizan, distribuyen las tareas, hacen circular las informaciones y democratizan internamente el poder, constituyen una nueva sociedad en miniatura. Lo cual se traduce en el respeto para con todos, en el espíritu de colaboración, en la solidaridad como actitud permanente, en el reconocimiento del valor de lo pequeño y en el apoyo a los más pobres. El texto de uno de los cánticos más apreciados por todos, y que hizo llorar a Pablo VI cuando lo escuchó, expresa perfectamente esta búsqueda y esta praxis: «Yo creo firmemente que el mundo será mejor cuando el menor que padece crea en el menor...» Las CEBs, de este modo, se constituyen en una auténtica reserva generadora de agentes de transformación con el suficiente valor para dar los primeros pasos y no cruzarse de brazos mientras no irrumpa la gran aurora de la liberación. Esta no surgirá de una simple y superficial discusión sobre las diversas formas de sociedad, sino de la praxis y de todo aquello que el pueblo organizado vaya creando en su lucha por la dignificación de la vida y de los medios de vida. Las CEBs no producen sólo al cristiano nuevo que se siente habitante de la
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Jerusalén celeste que se inaugura en la ciudad de los hombres justos y solidarios, sino que producen también al ciudadano comprometido con la suerte de sus hermanos y dotado del valor de dar su sangre y su vida en pro de una causa tan elevada. Basta este hecho para conferir dignidad y grandeza a la Iglesia de la base, «esperanza de la Iglesia universal», según Pablo VI.
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Comunidades eclesiales de base y teología de la liberación Existe una íntima conexión entre el fenómeno de las comunidades eclesiales de base y el de la teología de la liberación. En el contexto latinoamericano no puede pensarse una cosa sin la otra. Las comunidades eclesiales y la teología de la liberación son dos momentos de un mismo proceso de movilización del pueblo y a partir del pueblo. Las comunidades eclesiales representan la praxis de la liberación popular, mientras que la teología de la liberación representa la teoría de esa misma praxis. Para mayor claridad, vamos a abordar por separado cada uno de estos dos polos, para después tratar de articularlos y mostrar su implicación mutua. 1. CEB: pueblo pobre y creyente que se organiza a partir de la fe La amplia red de comunidades de base no debe entenderse aisladamente, como si se tratara de un mero fenómeno intraeclesial. En realidad representa la expresión religiosa de la movilización popular, que en toda América Latina y en distintos
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frentes tomó cuerpo en los años sesenta. La inserción cada vez más profunda del Continente en el sistema capitalista transnacional ocasionó unas contradicciones sociales que no tardaron en ser sentidas y elaboradas por los estratos populares, marginados en relación a los beneficios del desarrollo. Con el advenimiento de los regímenes militares de la «Seguridad Nacional» y la consiguiente represión de los cauces populares (partidos, sindicatos, asociaciones obreras o campesinas, etc.), las comunidades eclesiales asumieron, además de su significado primario (el religioso), una considerable importancia social. Dentro de esta movilización de carácter más general, la aparición de las comunidades eclesiales se debe a la convergencia de otros tres movimientos de Iglesia: el movimiento de los catequistas populares de Barra do Piraí (Estado de Rio de Janeiro), organizado en los años sesenta para suplir la escasez de sacerdotes en la diócesis; el movimiento de educación de base (MEB) de Natal (estado de Rio Grande do Norte), que con sus escuelas radiofónicas unía evangeíización y promoción humana en los medios pobres y oprimidos; y los planes de pastoral de conjunto de la Conferencia Nacional de los Obispos, que ya con anterioridad al Concilio Vaticano II trató de dinamizar a todas las fuerzas vivas de la Iglesia., especialmente las parroquias y el laicado. Sin la articulación de estos movimientos, de carácter interno y externo, difícilmente puede comprenderse la aparición de las comunidades y sus prácticas alternativas. Lo eclesial y lo social van unidos desde el principio en la configuración de las comunidades.
Cómo se estructura y funciona la comunidad de base La comunidad eclesial de base está constituida por un grupo de unas 15 a 20 familias, o a veces más, que se reúnen en torno a la Palabra de Dios para expresar y alimentar su fe, discutir sus problemas a la luz de dicha Palabra y ayudarse mutuamente. Ante todo, es una comunidad: grupos primarios y vecinos, con relaciones directas y participación igualitaria. En segundo lugar, se trata de una comunidad eclesial: el elemento religioso constituye el principio estructurador; el Evangelio y el propio
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sentido de pertenencia a la Iglesia es lo que propicia la formación de la comunidad. Por último, la comunidad eclesial posee una característica de base:, sus miembros, en su mayoría casi absoluta, pertenecen a la base de la sociedad, pues son obreros, empleados, subempleados, amas de casa, campesinos, pequeños propietarios..., en una palabra, los estratos populares pobres; y pertenecen también a la base de la Iglesia, puesto que se trata de laicos, simples cristianos o antiguos miembros de alguna asociación parroquial (apostolado de la oración, cruzada eucarística, congregación mariana, etc.). Todo comienza con unos «círculos bíblicos» que van adquiriendo una situación estable, hasta llegar a formar la comunidad, por lo general constituida por una serie de grupos (entre 10 y 20) de reflexión bíblica. Hay unos monitores para cada grupo y unos coordinadores que animan, presiden y dan cohesión a la comunidad. Se reúnen una o más veces por semana. Y dentro de la comunidad brotan diversos servicios (ministerios laicales), como son los «ministros» de los enfermos, de la catequesís infantil, de los grupos de jóvenes, de preparación al matrimonio, o los que promueven la articulación con otras comunidades o movimientos populares (sindicatos, asociaciones de barrio, equipos de madres, etc.). El método habitual de los encuentros es el ya consagrado en la praxis y en la reflexión latinoamericana: ver-juzgaractuar. Siempre se comienza con cánticos y oraciones espontáneas, se lee un pasaje bíblico, se discuten los problemas y se busca la iluminación de la Palabra que ha sido escuchada y comentada comunitariamente. La página de la Biblia es confrontada con la página de la vida. Al final se toman resoluciones en orden a alguna acción común. La preocupación fundamental consiste en partir siempre de la vida tal y como el pueblo la siente. Y partiendo de ahí, preguntarse por el sentido de los textos sagrados. El nivel de conciencia de las comunidades abarca, por lo general, tres etapas. Inicialmente, los miembros descubren la Iglesia o, mejor, descubren que son Iglesia: preparan las liturgias, toman la palabra para comentar los textos escriturísticos y formular oraciones, e inventan escenificaciones y celebraciones. En un segundo momento descubren la vida, los problemas domésticos o profesionales, la pobreza del grupo, etc., todo lo
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cual no es indiferente para la fe ni para el Evangelio. Bajo la inspiración religiosa, pasan a practicar la ayuda mutua. En un tercer momento descubren la sociedad y sus mecanismos de dominación. Caen en la cuenta de que su condición de marginados es producto de un cierto tipo de sociedad elitista y controlada por unos pocos. Por lo general, el pueblo parte de una perspectiva religiosa: la pobreza que padecen es una opresión que constituye un pecado y una contradicción del designio de Dios; luego pasa a adoptar una visión moral: se trata de injusticia social, es problema de beneficio económico y de deseo desordenado de lucro; a continuación se le da al asunto una expresión política: existen intereses de clase, explotación, violación de derechos fundamentales, etc.; y finalmente se desemboca en una interpretación económica: la dominación de una clase sobre la otra, la desigualdad de condiciones y la opresión. Evidentemente, la sucesión de estas etapas no se produce mecánicamente, pero lo cierto es que en los grupos más conscientes están muy presentes los distintos niveles de análisis. Lo importante es comprender que, mediante la reflexión religiosa y la sensibilidad moral, las comunidades llegan a formularse los problemas políticos y sociales.
2. Significado social y político de las comunidades eclesiales de base En primer lugar, las CEBs tienen un enorme significado eclesial. Se habla de una verdadera «eclesiogénesis», es decir, del nacimiento de la Iglesia a partir de la fe del pueblo. Las comunidades afectan a la estructura de poder en la Iglesia. Todo el movimiento de las comunidades conlleva un proceso de distribución distinta y más participada del poder sagrado, tanto en la doctrina como en el culto y en la organización. No queremos detallar esta dimensión intraeclesial, porque supera el tema que nos hemos propuesto abordar. Por eso vamos a detenernos en la dimensión socio-política, conscientes de que ésta no es independiente de aquélla ni puede subsistir sin su sustrato evangélico y eclesial.
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El carácter liberador de la fe cristiana Para comprender los rasgos sociales y políticos de las comunidades de base es preciso considerar previamente el carácter liberador que la fe cristiana ha asumido en las comunidades. Sabemos que a lo largo de la historia de Occidente, y de modo especial en la época de la colonización ibérica del Continente e incluso en épocas más recientes, la religión cristiana ha servido de aparato ideológico de legitimación de los poderes dominantes. Sociólogos como Max Weber y Karl Marx han atribuido a la religión precisamente esta función: la de ser factor de apaciguamiento de las clases dominadas y de justificación de las clases dominantes. En las comunidades, sin embargo, a partir de la religión nace una función de movilización, contestación y liberación. Además de esto, sabemos también que la religión vehicula un discurso genérico sobre las postrimerías (los «novísimos») y sobre los grandes ideales de la vida, como el amor y la justicia, sin ofrecer mediaciones concretas ni estrategias de acción. Ahora bien, la movilización popular en las comunidades cristianas, en nombre del Evangelio, se hace en función de intereses muy concretos, como la obtención para el barrio de una escuela, agua corriente o transportes públicos, o el coste de la vida, o reivindicaciones salariales, etc. ¿Cómo se ha producido tan sustancial cambio? ¿Qué relación hay entre fe y compromiso social? Lo primero que hay que reconocer es el hecho de que la religión constituye la cosmovisión natural del pueblo pobre. Un pueblo que, a diferencia de las «élites» intelectuales, no ha pasado por la crisis de la secularización y de la Aujklarung. La religión constituye la puerta de acceso a todos los demás problemas. Cuando el pueblo cae en la cuenta de que existe una contradicción entre su fe y las propuestas políticas que se le hacen, inmediatamente manifiesta su sospecha y se retrae. Lo cual se revela de un modo especial al contacto con los marxistas que se presentan como ateos y críticos frente a la religión popular. La dimensión liberadora de la religión tan sólo sale a la superficie cuando el pueblo se libera de cierto tipo de lectura del capital religioso que encubre las contradicciones de la sociedad. Hay una lectura de la Biblia, por ejemplo, que se
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realiza partiendo de la posición en que se encuentran los grupos dominantes: todo se presenta como algo armonioso, y los conflictos son transferidos a una esfera abstracta, entre el bien y el mal, entre el pecado y la gracia, entre el diablo y Dios. Las contradicciones reales entre, por un lado, los oprimidos y hambrientos y, por otro, las clases opulentas y bien alimentadas permanecen encubiertas en este tipo de lectura. Sin embargo, cuando el pueblo comienza a hacer su propia lectura de los textos sagrados y los interpreta a partir de su situación social de marginación, entonces aparece la imagen de Dios como el Dios de los pobres y esclavos de Egipto que dice: «He escuchado los clamores de mi pueblo y sus quejas contra quienes le oprimen; me he fijado en sus sufrimientos y he decidido liberarlo» (Ex 3,7). La dimensión liberadora y no mistificadora de la religión depende del lugar social en que se sitúe el intérprete. En los cursillos de adiestramiento que suelen tener en los fines de semana los coordinadores de las comunidades, así como en los círculos bíblicos a que asisten todos los miembros de las mismas, se aprende a hacer esta lectura de los textos fundantes de la fe a partir de su óptica de pobres y explotados. Evidentemente, tal lectura es interesada (y hasta ideológica, si se quiere), como lo es cualquier lectura; pero aquí el interés lo constituye la liberación de los humildes; y este interés es el de toda la Biblia, y en especial el de los evangelios. Por eso podemos decir que el interés de la liberación es un lugar hermenéuticamente correcto desde el que leer los textos sagrados y que no violenta en absoluto la naturaleza de la revelación. No es la Biblia ni la realidad de la pobreza, cada una por sí sola, lo que conduce a una interpretación liberadora, sino más bien la forma en que se articulan ambas cosas. Confrontando una cosa con otra, la página de la Escritura con la página de la vida, es como se manifiesta el impulso que lleva al compromiso en favor de la transformación de la sociedad. Es a partir de ahí desde donde el pueblo establece la vinculación entre lo religioso y lo social. Si la religión manifiesta una faceta liberadora, conviene decir que significa tan sólo una faceta de la religión, la cual no queda totalmente absorbida por esta perspectiva. En realidad, la religión únicamente es liberadora cuando sigue siendo lo
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que es: religión; y religión que vive de su su propia «instancia», que es la oración, la celebración, la acción de gracias, la mística... Nos hallamos aquí ante algo que no es político y que, sin embargo, tampoco es apolítico ni antipolítico, sino evidentemente suprapolítico y que, no obstante, posee también una función política. Algo que sirve de control de la pretensión de absolutización de lo político, manteniéndolo dentro de su carácter relativo. La dimensión liberadora no es algo agregado a la religión, sino extraído de ella. El discurso religioso concreto es, a su manera, liberador. Esto es importante para los agentes de pastoral procedentes de los estratos medios de la sociedad y que optan por trabajar en ambientes populares. No basta con una heroica «buena voluntad»; es necesario, además, un cambio de lugar social, lo cual supone adoptar la óptica de los pobres y una ideología contraria a la ideología dominante y dominadora. La fe funciona como una poderosa mística que impregna todas sus prácticas; aun cuando se realicen detallados análisis sociales, la fe no pierde su función, sino que, por el contrario, invade la racionalidad de parte a parte y se reconcilia con ella; su función consiste en descifrar el sentido último de la historia, incluido lo político. Una vez hechas las aclaraciones anteriores, ya podemos esbozar algunos de los rasgos sociales y políticos de las comunidades de base. Las comunidades, lugar donde la masa se hace pueblo En América Latina, los pobres han visto siempre cómo quedaban al margen de los grandes procesos sociales. La sociedad no ha sido construida en función de sus necesidades básicas, sino en función de unas minorías que lo poseen y lo controlan casi todo. No se trata, pues, de un pueblo que posea una conciencia, un proyecto y una historia; se trata de una masa informe y manipulable. La comunidad de base ha significado para casi todos ellos una recomposición del desgarrado tejido social. Ahora los hombres se reúnen, toman la palabra y pueden expresar sus opiniones sin temor a la represión, discutir sus problemas en su propio lenguaje y realizar sus celebraciones en el universo
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simbólico que es propio de las clases dominadas. La comunidad, además de su significado religioso, posee este otro y eminente significado: el de ser lugar donde la masa puede trocarse en pueblo. Poco importa lo que discutan; lo importante es que hablen y se sientan dueños de su propio discurso, que siempre ha sido despreciado y tachado de ignorante o de mitológico. En las comunidades se crean los necesarios vínculos de sociabilidad, de diálogo y de reflexión, realidades sin las que toda política es pura retórica. Casi todos los miembros de las comunidades viven bajo el imperio de las necesidades básicas de alimentación, vestido y vivienda, y el tiempo se emplea íntegramente en la diaria tarea de sobrevivir. Pero en las comunidades se puede, en cierto modo, acceder al reino de la libertad gracias a la alegría del encuentro, del juego, de la danza, de la fiesta y de la celebración religiosa. Tales actividades, que no suponen problema alguno para las clases privilegiadas, significan, para los pobres, espacios en los que poder recuperar la alegría de vivir, realimentar la esperanza y recomponer el sentido de la vida, continuamente destruido por la irracionalidad del sistema social que les oprime. Un pueblo que no sabe celebrar es un pueblo sin fuerzas para la liberación y para la libertad.
Las comunidades como instrumento de concienciación En los grupos bíblicos o en los encuentros comunitarios, el pueblo ya está acostumbrado a la dialéctica evangelio-vida y a reflexionar sobre sus propios problemas a la luz de la Palabra de la Revelación. Este ejercicio tiene una importancia que excede lo meramente religioso, porque gracias a él el pueblo aprende a reflexionar de manera ordenada y sistemática. Brota la reflexión crítica, cuya esencia consiste en «desfatalizar» la miseria en que vive: ya no se trata simplemente de la voluntad de Dios o de una realidad «natural»; ahora se detectan los mecanismos y los agentes que la producen, así como las estrategias de la dominación. La visión de la realidad supera la fragmentación, típica de una conciencia alienada y que se globaliza a la hora de considerar los nexos causales. A todo este proceso lo llamamos «concienciación».
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Podría alguien pensar que el discurso religioso no es apto para interpretar la realidad social. Pues bien, debemos decir que el discurso religioso es apto para motivar la exigencia de una interpretación de la realidad que muestre la verdad de dicha realidad, en lugar de favorecer su encubrimiento. El sentido de justicia, de disponibilidad, de compromiso y de capacidad de lucha, fruto de la reflexión religiosa, requiere un análisis que tenga en cuenta la eficacia liberadora. Por eso en los grupos y cursillos se efectúan análisis de la realidad de las clases en el país y en la región, de las ideologías que subyacen a los diversos partidos y, de entre éstos, cuáles son los que están aliados en la lucha, etc. La fe proporciona una clara visión política, porque «fe», en este contexto, significa fundamentalmente una práctica o «una concepción activa del mundo» (Gramsci). Aquí la religión ya no se presenta como obstáculo a la transformación del mundo (visión marxista), sino como factor de movilización popular en orden a la liberación.
Las comunidades como lugar de una praxis liberadora A nivel popular no existe una distinción nítida entre política y fe: todo forma una realidad única; la fe se manifiesta políticamente de un modo natural; la fe ya no es algo añadido a la política, sino que ésta fluye de aquélla. La comunidad eclesial, a pesar de su característica religiosa, está socialmente inscrita. El simple hecho de que unas personas se encuentren, reflexionen juntas y se propongan alguna actividad colectiva ya constituye un acontecimiento social o político. Por eso las comunidades representan una forma de organización autónoma, no dirigida y comandada desde arriba. Y han tenido una decisiva importancia en determinadas iniciativas populares, como son la organización de sindicatos libres, las huelgas de los metalúrgicos, la aparición del Movimiento contra el Coste de la Vida o las luchas por los derechos de los campesinos y de los indios. En aquellos lugares donde no existen las organizaciones populares, las comunidades desempeñan múltiples funciones: son el lugar de la escuela, del deporte, de la lucha por la tierra, de la formación partidista... Y donde ya existen las organiza-
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ciones populares, las comunidades mantienen con ellas una relación libre y solidaria; por lo general, los miembros de las comunidades son los más activos en dichas organizaciones u orientan a otros a la participación y actuación en dichos organismos de carácter popular. No debe sustancializarse la comunidad y considerarla como una realidad cerrada en sí misma; en realidad, se trata de un conjunto de relaciones sociales de raíz religiosa, pero que penetra todo el tejido social popular. Las comunidades, lugar de ensayo de una democracia participativa La dinámica interna de las comunidades implica una mentalidad democrática, dado que se fundamenta en la participación igualitaria de todos sus miembros. El ejercicio constante de la democracia, cuando se habla, cuando se disiente, cuando se acepta la victoria de la mayoría, constituye un factor sumamente educativo del pueblo. Es quizá en este ámbito donde se evidencia la dimensión liberadora de la comunidad, porque en él la liberación no es tan sólo un contenido, sino también una forma y un estilo de relación no dominadora. La política se muestra en su sentido originario de búsqueda conjunta del bien común y de lucha por la propia emancipación y transformación de la sociedad hacia formas más participadas de convivencia. Nos hallamos aquí ante otro tipo de democracia que ya no es la clásica democracia representativa, definida como delegación de poderes y ejercida por el parlamento, sino una democracia más fundamental, más participativa, en la que el poder se ejerce de un modo más directo y en continuo contacto con la fuente de todo poder, que es el pueblo. Evidentemente, puede haber representación, pero no sustitución. Debido a esta práctica democrática, no son pocas las comunidades que mantienen ya una actitud mucho más crítica frente a los partidos tradicionales, por lo general de origen burgués. Un ejemplo: centenares de comunidades de una diócesis elaboraron una serie de criterios de preferencia respecto de los partidos; y dichos criterios serían los siguientes: que el partido sea verdaderamente popular, que defienda los derechos de los oprimidos, que intente realizar cambios sociales y no se
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limite a buscar su propia pervivencia, que combata a todo tipo de dictaduras y poderes opresores, que luche por la independencia económica del país, que tenga una orientación socialista, en el sentido de que busque poner la economía y el poder político en manos del pueblo. Las principales formas concretas de prácticas comunitarias las constituyen la explotación comunitaria de las tierras, las cooperativas de compra y venta, las farmacias comunitarias y los «mutiróes» (trabajo colectivo para construir casas o para realizar labores agrícolas). Dichas prácticas son otros tantos brotes de una sociedad alternativa. Podríamos detallar algo más el significado social y político de las comunidades, pero estos rasgos que hemos enumerado ya nos dan idea de la existencia de una movilización popular autónoma de gran alcance y que es lo suficientemente fuerte hoy día para soportar las presiones del status quo, interesado en su propia pervivencia y en sus privilegios. La fe cristiana funciona como una poderosa mística, como una utopía dotada de un gran aliento que sustenta las acciones y les da un carácter de eternidad. Una política no vive de simples manejos y de la conjunción de intereses. Es preciso que haya una mística que confiera sentido a todas las tribulaciones. Un pueblo sin utopía es un pueblo que no vive socialmente. Con el declive del hechizo de las grandes utopías sociales (la capitalista y la socialista-marxista), parece actualmente que la religión, purificada y mejor articulada con la historia, puede ofrecer un sentido por el que valga la pena vivir y morir. Esto es la pura verdad, al menos a nivel popular.
3. La teología de la liberación: la teoría de la praxis liberadora Toda praxis contiene dentro de sí su teoría correspondiente. Es lo que ocurre con la teología de la liberación, que pretende ser la teoría adecuada a la praxis del pueblo oprimido y creyente; desea ser el momento de esclarecimiento y animación del camino de la liberación popular, bajo la inspiración evangélica. Es importante subrayar el siguiente orden de los hechos: el dato central es la existencia de las Comunidades Eclesiales de
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Base, que desempeñan una función liberadora a partir del elemento religioso y evangélico; ellas constituyen la palabraacción primera. Luego viene la teología de la liberación, como palabra-teoría segunda. Hecho fundamental, por consiguiente, es la existencia de un movimiento eclesial capaz de hacerse portador de dicha teología y convertirla en fuerza de animación, de crítica y de legitimación de su praxis cristiana y social. La significación de las comunidades eclesiales de base radica en la confluencia en ellas de práctica y teología. Detengámonos ahora a examinar esta teología y sus tendencias. a) Dos presupuestos básicos de la teología de la liberación Dentro de la teología de la liberación existen diversas tendencias: una subraya más el aspecto analítico de la pobreza y, a partir de ahí, reúne los datos de fe que ayuden a superar tal situación; otra arranca preferentemente de una visión bíblica y se acerca a la realidad desde una perspectiva teológica; una tercera pretende valorizar la religiosidad popular y su aspecto de resistencia y de liberación; y al igual que éstas, otras distintas corrientes. Pero todas ellas parten de dos presupuestos básicos y tienen una nítida intención liberadora. Primer presupuesto: la teología de la liberación presupone una experiencia espiritual de encuentro con el Señor en la masa de los pobres. La teología es un esfuerzo de profundización y sistematización de dicha experiencia. Segundo presupuesto: sólo se puede elaborar una verdadera teología de la liberación a condición de que el teólogo haya tomado una inequívoca opción por los pobres y su liberación. Lo cual implica que su interpretación de la realidad social se «procese» en orden a los intereses de los pobres y utilice una metodología que ponga de manifiesto los mecanismos productores de la pobreza; que vea el mundo a partir de los pobres y descubra y defienda los valores de la cultura de los pobres. Sin estas dos actitudes fundamentales, ninguna teología, aunque se denomine «de la liberación», pasará de ser simple retórica. b) Cómo se construye la teología de la liberación No es éste el momento de entrar en detalle en la metodología de este tipo específico de reflexión. Con anterioridad es
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preciso decir que existe una teología de la liberación que es realizada por los propios agentes pastorales, por los grupos que reflexionan sobre sus prácticas inmediatas: es el esfuerzo de reflexión que utiliza los textos bíblicos y las doctrinas de la tradición, los documentos pontificios, para fundamentar unas prácticas concretas. Esta teología no es sistemática ni posee rigor epistemológico Sin embargo, constituye una muy seria reflexión sobre las prácticas de las comunidades. Hay otra teología de la liberación cuya principal preocupación la constituyen el rigor del método y la organización sistemática de todas las etapas y mediaciones necesarias para que pueda llamarse efectivamente «teología». La teología de la liberación quiere ser verdadera teología, es decir, un discurso que tenga a Dios (encarnado) como centro, un Dios que se encuentra presente también en las instancias históricas, políticas, económicas y sociales. Esta teología elabora a nivel crítico las tres etapas a que aludíamos anteriormente: ver, juzgar y actuar. - El momento del «ver»: mediación socio-analítica En principio, se trata de conocer la realidad conflictiva en la que viven las grandes mayorías pobres y las minorías opulentas. En este momento del «ver», el teólogo utiliza las informaciones que le son suministradas por las ciencias sociales y las ciencias del hombre, como son la política, la economía, la antropología social, etc. No es cualquier tipo de ciencia, sin embargo, la que ayuda a entender los mecanismos generadores de opresión y pobreza. La teología de la liberación, en orden a su interés liberador y partiendo siempre de su opción por los pobres, ha dado prioridad, a la hora de efectuar el análisis déla sociedad, a la tendencia dialéctica sobre la funcionalista. Es ahí donde percibe que la pobreza es producto de un cierto tipo de desarrollo desigual, en el que los beneficios van a parar a las minorías ricas, mientras que las cargas, los «maleficios», tecaen sobre las mayorías empobrecidas. De este modo, la pobreza manifiesta su verdadero rostro de opresión (en el sentido político), de explotación (en el sentido económico), de injusticia (en el sentido ético) y de pecado (en el sentido teológico)
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- El momento del «juzgar»: mediación hermenéutica Una vez realizada la descodificación de la realidad social, se impone una lectura teológica con los recursos propios de la fe y de sus fuentes (Escritura,- Tradición, Magisterio, sensus fidelium, etc.). Se trata de discernir la presencia del pecado (opresión) y de los frutos de la gracia (liberación) que se verifican dentro de la realidad, vista ahora a la luz de la fe, es decir, la presencia o negación del designio de Dios. Es aquí donde entran los estudios exegéticos, históricos y propiamente teológicos, que muestran cómo la fe favorece un compromiso con los pobres, y en contra de su pobreza, para la construcción de una sociedad que no necesariamente ha de ser rica, pero sí, al menos, más justa y fraterna.
- El momento del «actuar»: mediación práctico-pastoral La acción de la Iglesia (pastoral) ha de poder contribuir, en base a su identidad específica, al proceso de liberación; y ello debe reflejarse en la liturgia, en la catequesis, en la formación de comunidades y en el compromiso directo de los laicos en movimientos, partidos y otros grupos que busquen cambios transformadores de la estructura de la sociedad. En este sentido podemos afirmar que ningún grupo de la sociedad ha sido más consecuente que los grupos eclesiales (sacerdotes, religiosos y laicos) que han decidido vivir en medio de los pobres y luchar junto a ellos por la liberación.
opresión a todos los niveles (político: Egipto, Babilonia; económico: los pobres; ideológico: los enfermos, leprosos y pecadores) y de las irrupciones liberadoras en las que Dios y los hombres dan un paso al frente en dirección al Reino de la paz y la justicia. Jesucristo es visto como el liberador que asume la causa de los pobres y les anuncia el privilegio integral que supone para ellos ser los primeros en el Reino. Su muerte, aparte de su contenido oblativo, posee una dimensión de crimen político provocado por su praxis y por su proyecto alternativo de vida humana; la manera en que Cristo asumió la muerte revela su perspectiva de liberación integral. Los pobres constituyen algo más que uno de tantos temas del Evangelio; son un elemento sustancial, sin el cual no se entiende el mensaje del Reino como Buena Nueva dirigida especialmente a los pobres. Hay una particular presencia de Cristo en los pobres, y la actitud que se adopte frente a éstos define el criterio escatológico de salvación o perdición. La Iglesia es vista como iistrumento-signo de la liberación de Jesucristo en medio de la historia; su lugar teológico se encuentra en medio de los pobres, y desde ahí debe definir todas las demás relaciones con las restantes instancias de la sociedad (clases media y alta, honores y categorías militares, etc.). La persecución y el martirio como precio a pagar por la liberación: es por esto por lo que existe una bienaventuranza de las persecuciones. Y hay toda una reflexión sistemática sobre la vida religiosa desde la perspectiva de la liberación, así como excelentes elaboraciones de una espiritualidad de la liberación.
d) Perspectivas: una teología para toda la Iglesia c) Contenidos fundamentales de la teología de la liberación La teología de la liberación, más que una serie de contenidos nuevos, desea ser una nueva perspectiva desde la que considerar todos los contenidos teológicos. De cualquier forma, se han impuesto determinados temas fundamentales que son objeto una y otra vez de reflexión. Se subraya notablemente la característica del Dios bíblico: un Dios que abomina toda injusticia y que siente una abierta preferencia por los débiles y oprimidos. La historia de la salvación es una historia de la
Este tipo de teología no pretende ser una reflexión regional, es decir, de una concreta parte geográfica de la Iglesia y dé un tema sectorial del contenido de la fe. Posee en su interior una significación para toda la Iglesia. En la medida en qu« la Iglesia universal descubra una diaconía en favor de la justicia a nivel internacional, en pro de los derechos humanos, especialmente de los pobres, y una fuerza impulsora de cambios sociales en orden a una convivencia menos conflictiva para todos, esta teología servirá de fundamentación y animación de tales
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proyectos y de sus prácticas correspondientes. Las Iglesias metropolitanas (de los países ricos) tienen que ver de qué modo pueden actuar liberadoramente dentro de sus propios países y en las relaciones internacionales. No basta con que posean organismos de ayuda a los más pobres. Tienen que ayudarse a sí mismas e incorporarse a un verdadero proceso de liberación. Para ello es preciso que superen las excesivas sospechas relativas al marxismo y a la politización de la fe, sospechas que funcionan como mecanismos exculpatorios para demorar o no llevar a cabo los necesarios cambios. Es menester que se abran a un diálogo franco y fraterno, aprendiendo los unos de los otros. Ex peripheria lux et salus Ecclesiae! («De la periferia vienen hoy la luz y la salvación para la Iglesia»).
8 La inserción del teólogo en la andadura del Pueblo de Dios Hay muchos modos de abordar este tema. Aquí ramos a fijarnos en dos, uno de los cuales nos limitaremos a enunciarlo, mientras que el otro lo veremos más en detalle. 1. El teólogo como concienciador y explicitador de las implicaciones teóricas y prácticas de la fe de la comunidad eclesial El primer acercamiento es teórico, porque articula los campos teóricos en cuestión sin entrar en la praxis concreta de la teología ejercida «in actu». Toda teología, lo quiera o no, se organiza en torno a dos «ojos»: el ojo de la fe y el ojo de la realidad histórico-social. Los antiguos decían con gran acierto: la teología es «ante et retro oculata». Uno de sus ojos mira a las fuentes de la fe (la Biblia y la Tradición), mientras qu< el otro se fija en la situación en que vive el teólogo, inserto en una comunidad histórica. Mediante el ojo posterior («retro oculata») se apropia de los conocimientos bíblicos, históricos, dogmáticos y litúrgicos que componen el discurso de la fe en su
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identidad. Y con el ojo anterior («ante oculata») concientiza las cuestiones relevantes de la vida de la comunidad e intenta iluminarlas con la luz adquirida gracias al otro ojo, el que mira hacia atrás. Entre ambos ojos hay una interrelación dialéctica: los temas del pasado iluminan los de hoy, y viceversa. En el lenguaje común, se dice: iluminamos la Biblia (la Tradición, el Magisterio, etc.) con las luces del hoy, y las del hoy con las de la Biblia (la Tradición, el Magisterio, etc.). Desde esta perspectiva teórica, la función del teólogo es doble: por una parte, es un miembro de la comunidad que posee un amplio bagaje de conocimientos bíblicos y doctrinales, útiles para facilitar a los fieles la comprensión de la fe, de los problemas por ellos mismos suscitados y de las exigencias de justificación de la propia fe y esperanza cristianas; por otra parte, es un miembro de la comunidad que ayuda a captar los problemas relevantes de la realidad histórico-social y a pensarlos a la luz del Evangelio y de la teología. En el primer sentido es más bien un profesor (doctor); en el segundo, un intérprete (profeta). Su función consiste en explicitar la fe de la comunidad, profundizarla y reexpresarla dentro de un lenguaje actual, de tal forma que la fe conserve su enraizamiento en el pasado y, al mismo tiempo, incida en los problemas vitales del presente. Existen dos riesgos que pueden desequilibrar esta articulación: concentrarse excesivamente en el «ojo posterior», con lo que se da lugar a una teología arcaizante, historicista, anacrónica y caduca, o fijarse de modo excesivo en el «ojo anterior», incurriendo en una teología de modismos, amante de la novedad por la novedad, artificiosa y afectada. El ideal consiste en tener una buena formación clásica (con dominio seguro de los datos bíblicos, dogmáticos, históricos y litúrgicos), combinada con una aguda sensibilidad por la actualidad que permita entenderla con categorías críticas y analíticas, sabiendo articular siempre el discurso de la fe con el discurso de la historia, confiriendo contemporaneidad al pensamiento cristiano. Para conseguir este «habitus mentís» (este adiestramiento teológico) es importante reciclar continuamente los conocimientos del pasado y del presente, mantener abiertas las síntesis elaboradas y poseer una actitud de permanente y humilde aprendizaje, de sintonía con los tiempos y de obediencia a la verdad.
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En función del servicio que presta a la comunidad, el teólogo debe ser creativo, proponer intentos de solución y ayudar a la comunidad a activar su propia capacidad de pensamiento. Repetir siempre la lección aprendida, por muy ortodoxa que sea, no constituye criterio alguno de Habilidad teológica ni de servicio a la comunidad; el verdadero criterio radica en la inserción en la propia comunidad y en el esfuerzo por explicitar con valentía y sentido de comunión lo que, en cierto modo, está implícito en el interior de la comunidad. Esta tiene derecho a recibir la fe de los Apóstoles, la cual, por tanto, ha de ser ortodoxa; pero también tiene derecho a recibirla en un lenguaje actualizado, expresada, consiguientemente, en los «registros» propios de la cultura que es de dominio de la comunidad. Con este afán de servicio, y particularmente en orden a interpretar los temas que son relevantes para la comunidad (signos de los tiempos), han de asumirse los riesgos inherentes a cualquier proceso de invención y elaboración del sentido; el error no debe ser visto como algo absolutamente trágico, sino como un momento, en el proceso global de fidelidad a la fe, del que es posible aprender mediante la revisión crítica y la corrección. Es preferible que yerren los teólogos antes que los pastores. Pero también han de evitarse las vanguardias teológicas que pretenden pensar en lugar del pueblo. Por eso es importante la inserción de comunión y participación en la vida de la comunidad, donde el teólogo pueda asumir la función de pastor (que anima), o de profeta (que discierne los signos de los tiempos), o de pastor y profeta a un mismo tiempo, o incluso su propia función carismática de doctor, el cual no es ningún título honorífico, sino un servicio que, según Pablo, viene a continuación del de apóstol y el de profeta.
2. El teólogo como intelectual orgánico de la comunidad y en la comunidad Hay una segunda forma de relación entre el teólogo y la comunidad eclesial que habría que examinar más en detalle. Antes de nada, es imprescindible comprender el ministerio de la «inteligencia de la fe» dentro del más amplio proceso de constitución, estructuración y acción de la Iglesia. La Iglesia,
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ya sea como comunidad o como Pueblo de Dios en marcha, es resultado de unos procesos anteriores: la vivencia de la fe como encuentro vivo con Jesús, el Espíritu y el misterio del Padre; la celebración de la gesta divina y de la vida humana a la luz del evangelio; la misión como servicio a los hombres y testimonio de lo que Dios ha hecho por nosotros; los diversos ministerios de la comunidad, coordinados por los responsables de la unidad; la elaboración doctrinal de la fe como esfuerzo de sistematización lógica y racional de los datos revelados en conjunción con el decurso del mundo. Es en este último momento, entre todos los demás, cuando invocamos la teología. El teólogo, por lo tanto, se sitúa dentro de un más amplio proceso de la Iglesia con un ministerio específico: el de iluminar racionalmente los contenidos de inteligibilidad de la fe y de la práctica de la misma. Todos los cristianos deben poder pensar su fe, porque, de lo contrario, lo suyo no sería una fe humana. El teólogo asume esta tarea de todos y se mete en ella hasta el fondo, transformándose en un intelectual orgánicamente articulado con la comunidad. Decir que el teólogo se constituye en un intelectual orgánico de la comunidad significa, en primer lugar, que se dedica especialmente al estudio de los contenidos de la fe cristiana, encarnado dentro de una realidad socio-histórica perfectamente definida; y, en segundo lugar, que se preocupa por la organización y la andadura concreta de la comunidad, porque, de no hacerlo, perdería su «organicidad» vital respecto de la comunidad. Como es fácil deducir, no se trata nunca de un saber meramente teórico, sino de un saber práctico, orientado a la vida de la comunidad. Es en el afán de ser un intelectual orgánico, junto a la comunidad e inserto en ella, como el teólogo latinoamericano está consiguiendo ofrecer una imagen característica. Basta con hacer un pequeño elenco de las actividades a que se ve llamado, para caer en la cuenta de la diversidad de formas en que se concreta su actividad. Deseamos ahora ver en detalle una tendencia que va adquiriendo cada vez más nítidos contornos en aquellos teólogos articulados con la vida de la comunidad. Se trata de una andadura, de un estilo que está perfilándose y que resulta adecuado a las necesidades de la vida de la comunidad.
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a) El teólogo-profesor En primer lugar, el teólogo dedica una importante parte de su tiempo y de su vida a la docencia teológica. Trabaja como profesor en los seminarios en los que la Iglesia forma a sus cuadros de dirección (clero). La docencia, por su propia naturaleza, obliga a poner el acento en el aspecto teórico de la fe. Hay una exigencia de sistema, de orden y de visiones globalizadoras. Actualmente, una teología hecha en serio exige una constante lectura y un continuo reciclaje de los conocimientos específicos de las diversas áreas de la teología; exige también estar atento a la pertinencia de los temas y de los diversos acentos; no se trata, pues, de acumular cultura teológica sin jerarquizar la importancia de los temas a partir de la relevancia que poseen objetivamente en la comunidad. Así, una comunidad de base, constituida por miembros pobres y afligidos por la marginación social y política, verá como altamente relevante los temas de la dignidad humana, de la imagen de Dios como «go'el» (liberador) de los oprimidos, o de Jesús en su opción real por los pobres, etc. No pretendemos insinuar que otros temas no sean importantes ni deban ser vividos y considerados; lo que queremos poner de manifiesto es la relevancia, la incidencia existencial que determinados temas doctrinales poseen, teniendo en cuenta la situación objetiva de los miembros de la comunidad. Tal sentido de relevancia entra en la elaboración sistemática del teólogo, ya sea en la liturgia, en la historia, en la exégesis o en la teología propiamente sistemática (dogmática). Ligada a esta actividad docente, está la actividad de la investigación, de la divulgación erudita de la teología, de la producción de textos, de la participación en encuentros teológicos, simposios y debates. En las circunstancias latinoamericanas, la producción teórica escrita no es demsiado significativa, porque hay falta de tiempo, de fuentes y de condiciones materiales y psicológicas. La producción de la «metrópoli» se presenta como inconmensurablemente más abundante y más asentada en el conocimiento crítico del pasado. La fuerza de la producción latinoamericana radica en su actualización de la teología, es decir, en su pensamiento funda-
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do en unas prácticas y en unos datos de la realidad concreta de la comunidad que confieren al discurso de la fe una mayor mordiente y una más directa incidencia en el sentido actual de la vida cristiana. A pesar de las mencionadas limitaciones, nunca deja de insistir en la importancia del estudio, de la meditación teológica y del desinterés del saber por lo inmediato, en orden a crear un bagaje teórico indispensable para la sensibilización de las cuestiones actuales, percibir los problemas que se ocultan tras las prácticas eclesiales y populares, y arbitrar los instrumentos teóricos con los que interrogamos a la realidad, la desciframos y la reconstruimos teológicamente.
b) El teólogo-asesor La actividad de asesoría es esencial a organismos de la Iglesia como la CRB, INP, consejos presbiterales o pastorales, o también organismos vinculados a la Iglesia sin ser oficialmente de Iglesia, como CPT, CIMI, Comisiones de Justicia y Paz o de Derechos Humanos, etc. La actividad de dichos organismos es, fundamentalmente, de articulación entre la reflexión y la pastoral. Los temas no son doctrinales, aunque presuponen un profundizamiento de la doctrina en relación a los problemas concretos de la vida de la Iglesia. Se constata en este terreno la necesidad de apropiarse los documentos oficiales del Magisterio pontifico, conciliar, latinoamericano y nacional, que constituyen las principales referencias para la pastoral de la Iglesia. La cuestión radica en ser capaces de articular diversos discursos: el discurso de la realidad pastoral, que a su vez implica una adecuada comprensión de la coyuntura política y eclesial, los movimientos populares y las estrategias del sistema dominante; el discurso de la fe, que presupone versatilidad bíblica, dogmática, histórica, espiritual; etc. Para ser bien llevada, la articulación exige un conocimiento serio de los diversos campos del saber, con su metodología propia y su límite de vigencia (superación de la comprensión ideológica), sin poner en paralelo los campos, sino situándolos en referencia y conexión dentro de una totalidad más amplia.
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c) Teólogo-explicitador En la medida en que ha ido haciéndose cada vez más «comunión» y se ha insertado en la realidad social, la Iglesia ha conocido una inmensa vitalización. Al crecer los niveles de participación de todos, crecen también, y de manera simétrica, los niveles de conciencia. En los encuentros de pastoral, de profundización de la fe y de revisión del camino recorrido, se solicita la presencia del teólogo, cuya función no es magisterial ni pretende suplir el trabajo de los participantes, que son quienes lo realizan en los grupos, en los «paneles» y en las asambleas. Al teólogo se le encarga que desvele los problemas y proporcione elementos de reflexión, de análisis crítico y de síntesis, para lo cual necesita una gran versatilidad: tiene que ser capaz de captar los diversos problemas y las relaciones entre ellos, de vincular prácticamente la problemática; tiene que poseer recursos teóricos para la profundización, conocimiento de la historia de la Iglesia, de sus instituciones y de su doctrina, al objeto de ampliar el horizonte y relativizar ciertas soluciones demasiado rígidas; debe tener habilidad para moderar la discusión y evitar polarizaciones, sentido de la verdadera importancia de las cuestiones y dominio de la fantasía teológica, al objeto de decir tan sólo lo que realmente interesa y hacer avanzar el debate; y ha de ser apto para realizar síntesis enriquecedoras y orientar la solución que han de adoptar y llevar a la práctica los participantes. La asesoría teológico-pastoral impone grandes exigencias al teólogo que camina de manera orgánica con la comunidad. Deberá permitir que en todo se transparente el horizonte propio de la fe, que se alimenta de la oración y la mística incluso cuando se enfrenta a los más desgarradores problemas de la justicia y la liberación de los oprimidos.
d)
Teólogo-animador de las reflexiones a partir de la praxis comunitaria
Como ya hemos insinuado, la reflexión ha dejado de ser monopolio de los teólogos o de la clase sacerdotal. El pueblo
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de Dios, los fieles que participan en las comunidades de base, se han ido apropiando progresivamente de la Palabra, de la formulación de las oraciones y de la ritualización de las celebraciones no-sacramentales o paralitúrgicas. El teólogo es frecuentemente invitado a asistir a las sesiones de adiestramiento de los dirigentes o los coordinadores de las bases, donde se tratan todos los temas posibles de la fe, desde los contenidos básicos de la teología bíblica, la exégesis, el credo o la liturgia, hasta el modo de hacer y desempeñar las diversas tareas dentro de la comunidad. Por lo general, la reflexión no es producto del teólogo, individualmente considerado, sino que se trata de un producto comunitario al que colaboran todos con sus informes, sus discusiones en grupo, sus escenificaciones y sus puestas en común. El teólogo reflexiona a partir de la praxis y del nivel de conciencia revelado por el grupo. Aquí no basta con la teología; son igualmente importantes la pedagogía y los recursos propios de la dinámica de grupo. El teólogo se ve obligado a entrar en el «continente» de la cultura popular y a valorar las formulaciones hechas por el pueblo, la narración de sus experiencias de vida y de fe. Es aquí donde tiene lugar el gran aprendizaje del teólogo, la alimentación de su propia fe en contacto con la fe de sus hermanos y hermanas. El teólogo asume efectivamente su condición de intelectual orgánico de la comunidad y se hace aliado y amigo de los miembros sencillos del pueblo de Dios. Su presencia proporciona legitimidad y sentido de valor a las experiencias de fe vividas y testimoniadas por el pueblo. No es infrecuente que el teólogo sea también invitado a participar en encuentros de carácter político o de clase, a fin de que sea él quien haga la aportación de ese sector de Iglesia que también se encuentra presente dentro del gran bloque histórico de los oprimidos que buscan su liberación. Y así se produce la presencia de la reflexión teológica en movimientos como los de derechos humanos, unión y conciencia negra, defensa de los chabolistas, asociaciones de vecinos, asociaciones de «campesinos sin tierra», etc. El discurso teológico no detenta la hegemonía de la reflexión, sino que se armoniza con aquellos otros discursos que poseen la misma perspectiva y luchan por los mismos ideales liberadores del pueblo oprimido.
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La singularidad del método teológico
En todas estas expresiones del quehacer teológico hace su aparición la cuestión del método, que es donde, efectivamente, radica en gran parte la originalidad del pensamiento latinoamericano. No se trata tanto de decir cosas nuevas o no formuladas anteriormente, cuanto de decirlas desde un determinado enfoque y una determinada relación con la andadura de la comunidad. Por lo general, no se parte de la doctrina ya formulada. Y no porque se desprecien sus contenidos, sino por respeto a la andadura concreta de la comunidad, que ya ha asimilado y vive pacíficamente la fe. Es decir, se parte del nivel de conciencia religiosa del pueblo, y sobre su concienciación y objetivación (en informes, escenificaciones e intercambios de experiencias) se organiza la reflexión. Se hace una especie de «lectura de ciego» en la que se subrayan las cuestiones más relevantes y problemáticas para la comunidad, y sobre ellas se concentra la reflexión bíbilica y la utilización de la doctrina común, de los documentos oficiales de la Iglesia (encíclicas, Medellín, Puebla, documentos de la CNBB, etc.) y de los textos teológicopastorales de teólogos. Por último, se intenta «amarrar» los problemas, es decir, determinar una serie de pistas de actuación, tanto a nivel de comprensión de la fe como a nivel de práctica pastoral. Estos tres momentos (ver-juzgar-actuar) son siempre sometidos a dialéctica y considerados como pasos de un único proceso de expresión, profundización y movilización de la fe, a fin de que ésta sea eficaz en términos de producción de gracia social, dignidad de los hijos de Dios y convivencia más participada y fraterna. Paralelamente a esto, que ya ha sido ampliamente asimilado por las bases de la Iglesia, tiene lugar una intensa expresión litúrgica, devocional y celebrativa. La oración vuelve a ocupar el centro de la vida de fe del pueblo. Todo se concluye y culmina en la celebración de los misterios de la fe, junto con la vida del pueblo y sus luchas, y desemboca en un aumento de su sentido de pertenencia a la Iglesia. 4. Desafíos a la teoría y a la práctica teológica Este estilo de praxis teológica presenta una serie de desafíos que, si se afrontan debidamente, pueden significar un nota-
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ble enriquecimiento para la reflexión de la fe. Veamos algunos de ellos: a) Producción individual-producción comunitaria Por su propia naturaleza, este tipo de reflexión privilegia el aspecto comunitario. Es a partir del «polo-comunidad» desde donde se establece la relación con otras instancias teológicas, y de modo especial con la importancia del teólogo individualmente considerado. Este no piensa simplemente lo que le apetece, sino lo que le propone la comunidad. La primera pregunta, en esta correlacionalidad, proviene del grupo al que el teólogo está vinculado o de los problemas que la iglesia concreta suscita. De ahí la importancia de oír a la comunidad, apreciar sus valores y aprovechar las formulaciones que van surgiendo en los grupos. Hay aquí todo un amplio campo de aprendizaje. La comunidad se transforma en una fuente de saber y de verificación del pensamiento.
b) Enlazar teología y sociedad, unir mística y política La atención a la comunidad lleva a idear el proceso de transformación de la sociedad. La sociedad constituye un fenómeno extremadamente complejo. Para orientarse en ella es menester una teoría de la sociedad, que es algo que subyace siempre a la labor teológica, incluida la que se ha hecho clásicamente en el pasado, aunque casi nunca ha sido explicitada. Pero en la reflexión latinoamericana sí se explicitan claramente la teoría y la postura del teólogo dentro de la sociedad. Se intenta ver la sociedad desde abajo, desde la óptica de las grandes mayorías marginadas, donde aparecen los conflictos de la sociedad y se hace manifiesta la urgencia de su transformación para que haya en ella lugar para todos y para que el pueblo pueda ser sujeto de su propia andadura. Esta trabazón hace propiciar y hasta urgir los elementos objetivamente liberadores y sociales de la fe cristiana, de la praxis de Jesús y del misterio de la Iglesia. Del mismo modo, la espiritualidad inten-
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ta articularse no simplemente con la acción, sino con la acción transformadora, es decir, con la política. La teología toma conciencia de su dimensión política en la medida en que su discurso incide en las prácticas sociales; no acepta el andar fluctuando en función de los intereses de los grupos, sino que define su postura a la luz del evangelio; al lado de los oprimidos y a partir de ellos, establece las demás relaciones sociales. La «vigilancia» ideopolítica es algo que debe acompañar permanentemente a la praxis del teólogo.
c) Estilo popular-estilo burgués El reflexionar a partir de la praxis de la comunidad y del pueblo de Dios hace que dicha reflexión asuma unas características populares. Cada vez es más numerosa la gente del pueblo que comienza a leer textos teológicos. Y así va surgiendo un estilo popular, del mismo modo que va haciendo su aparición una auténtica Iglesia popular. La llamada «Iglesia Popular» no se opone a la institución, a la jerarquía ni a la tradición; lo que sí hace es distinguirse de la Iglesia burguesa. La fe cristiana, al encarnarse en las capas dominantes de la sociedad y hacer uso de los instrumentos de la cultura dominante (proporcionados por la escuela, la universidad, las ciencias, etc.), se incorporó las características de la clase dominante. La Iglesia popular asume unas relaciones populares, tanto en el terreno del lenguaje y de los símbolos como en el de los valores; la propia teología va también configurándose y adquiriendo unos rasgos populares. Esta tendencia, que hoy por hoy es incipiente, habrá de prolongarse en el tiempo y hacerse mucho más profunda.
d) Nuevos campos de reflexión teológica A los temas clásicos de la teología vienen a añadirse nuevos temas surgidos de la propia práctica popular. Por eso, aín está por elaborar una visión coherente de la historia y de la teología a partir de la óptica de los oprimidos y, desde este punto de vista, abierta a la totalidad de la realidad; la partid-
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pación de los cristianos en procesos revolucionarios de construcción de una nueva sociedad replantea el problema de la misión de la Iglesia en la historia (no sólo religiosa, sino evangelizadora); la relación entre «élites» y masa es inadecuada y hasta errónea, porque lo que importa es la comunidad como mediación entre masa anónima y pueblo organizado, que resulta de la amplia red de comunidades y asociaciones en las que se elabora la conciencia, se organiza la praxis y se profundiza el proyecto histórico; la teología deberá aprender, más de cuanto lo ha hecho en el pasado, a ver la realización del Reino, por encima y más allá de los límites de la comunidad cristiana, en aquellos movimientos que hacen realidad la participación y postulan el cambio hacia una sociedad más fraterna; para discernir la presencia o no de elementos del Reino en tales fenómenos, es preciso conocer éstos debidamente; de ahí que la teología haya de incorporar también a su trabajo una dimensión analítica, a base de instrumentos propios de las ciencias sociales y de las ciencias del hombre.
9 El político en una perspectiva liberadora1
e) La transcendencia de la labor teológica A pesar de su inserción en la comunidad y de las limitaciones que toda encarnación objetivamente conlleva, la actividad teológica conserva un carácter más transcendente. A fin de cuentas, la razón creyente debe pensar la verdad de Dios, sin importar demasiado el lugar donde ésta se manifieste; compete también al teólogo desdoblar los problemas, profundizar creativamente los datos de la fe, enriquecer el horizonte con nuevas perspectivas del misterio, alzarse por encima de las urgencias de su tiempo y pensar la fe y todo cuanto a la fe pertenece en su especificidad. Es aquí donde la teología, aunque se realice en precarias condiciones, puede ser innovadora; el teólogo deberá ser receptivo a las críticas de sus colegas y aceptar el mejor juicio de aquellas instancias que tienen como ministerio propio el discernimiento para el bien de la comunidad. Así como la Biblia no sólo enseña verdades formales, sino que ofrece hipótesis, sugerencias, acentos y búsquedas, así también compete a la actividad teológica ahondar en los «profunda Dei» con osadía, a la vez que con la unción y el respeto que merecen las cosas del Misterio.
La Iglesia Popular no sólo ha ayudado a obispos, sacerdotes, religiosos y laicos a redefinir sus respectivos papeles dentro de la comunidad, sino que también ha suscitado ideas, intuiciones y prácticas que se han hecho relevantes incluso para los políticos. No son pocos los políticos que se han hecho tales «n la andadura de la Iglesia con los pobres y que se han educado en profundo contacto con las comunidades eclesiales de base o con los diversos servicios eclesiales de defensa de los derechos humanos, de los trabajadores, los campesinos y los indígenas. La pastoral social de la Iglesia, orientada por la opción solidaria y preferencial por los pobres, ha exigido la elaboración
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