Bloch, Raymond - Los Prodigios en La Antiguedad Clásica

March 19, 2017 | Author: quandoegoteascipiam | Category: N/A
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RAVMOKD BLOCH

LOS PRODIGIOS EN LA ANTIGÜEDAD CLASICA Bi bliote ca del hombre contemporáneo

Raymond Bloch, em inente arqueólo go y

latinista. Director de estudios c e

la

Ecole Pratique des Hautes Études de P arís, expone el tema fascinante de la ad ivin ació n, los presagios y pro digio s entre los g rie go s, etruscos y romanos. Su encuadre es histó rico y evo lu tivo y toca aspectos de la u tilizació n p o lític a ce! pro d ig io . A

Bloch debemos agradecerle, señala

H. Le Bonniec, "haber sabido

decir lo esencial en pocas p ágin as, y d ecirlo en un estilo sim p le y claro, que evita con cuidado la ¡erga técnica y resulta accesible a todo hombre cultivado'' ,"Revue des Études latines"}. A la vez que breve y com pleto, este lib ro es o rig in a l por su enfoque y por sus

aportes

concretos

(como,

por

ejem plo, . las

interpretaciones

referentes

ai

espejo de Bolsena y a las urnas funerarias). El lector puede consultar las siguientes obras conexas del fondo Paidós: J. Carcopino: Las etapas del im perialism o romano Exam en m agistral de las etapas prin cipales de ese im perialism o, que sobre todo a partir de Escipión el A fricano apresó a Roma en el engranaje de la guerra, ia conquista y la rapiña. Más que form ular infructuosas explicacio nes del con­ junto, el autor se atiene a problem as y momentos concretos y sustanciales. A . M. G u ille m in : V ir g ilio . Poeta, ariista y pensador Este lib ro nos pone

en contacto directo con

v irg ilia n a ,

escruta

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M. Schuhl: Platón

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momentos del alma literarios hasta

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más logrado poema, la " E n e id a " .

y el arte de su tiempo

El estudioso de la historia del arte y de la filo so fía griega l^erá con prove­ cho el penetrante^ y ameno a n á lisis de Schuhl, y el lector culto encontrará en él una excelente introducción a la com pleja y apasionante m editación p iaícrvca scC'-e ei valor y la d ig n id ad del arte y el be ne ficio y daño que puede c r o ó u c 'r er e

seno de la so cie d ad ." (Eduardo J. Prieto) P A ID O S — Buiercs A ires

RAYMOND BLOCH

LOS PRODIGIOS EN LA ANTIGÜEDAD CLASICA

Biblioteca de Cultura Clásica, Editorial Paidós Buenos Aires, Argentina

Versión castellana de Eduardo J. Prieto Ex profesor de la Universidad de Buenos Aires y de la Universidad del Litoral

Indice

Introducción 9 Notas

16 Primera Parte Los prodigios en Grecia

I II

La adivinación griega y los prodigios Notas 27

19

Los diversos aspectos del prodigio griego 29 Notas 42

III Los rituales. Evolución de la actitud helénica respecto del prodigio 45 Notas 54

Segunda Parte Los prodigios en Etruria I

La adivinación etrusca y los prodigios 59 Notas 65

7

II

III

Caracteres generales de los “ Responso” de los arúspices acerca de los prodigios 66 Notas 72 Los arúspices y las exégesis de los prodigios 73 Notas 86

IV Las expiaciones de los prodigios 89 Notas 95

Tercera Parte El prodigio romano I

La actitud de los romanos respecto de la adi· vinación: presagios y prodigios 99 Notas 108

II

El período primitivo. El período etrusco. Los Libros Sibilinos 110 Notas 133

III

Roma y los prodigios hasta la segunda guerra púnica. La procuratio prodigiorum 137 Notas 152

IV Cambios y crisis. El prodigio a fines de la República y bajo el Imperio 155 Notas 178 Bibliografía 184 Normas seguidas para la transliteración de palabras en griego 189

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Introducción

Un tema de estudio como el del prodigio en la antigüedad griega, etrusca y romana, no sólo es vasto y complejo: requiere, para que se lo com· prenda exactamente, recurrir a perspectivas múlti­ ples, a ángulos de visión diversos. En la vida religiosa de los antiguos el prodigio posee, en efecto, un valor multiforme y a menudo esencial. Fenómeno de psicología religiosa y social, es re­ velador de la actitud de los pueblos en lo que concierne a las relaciones existentes entre el mundo natural y el de los dioses. Pero tal como ocurre con todos los otros elementos de la vida religiosa de los antiguos, está, por supuesto, sometido a una evolución histórica que transforma a menudo su propia naturaleza y la actitud de los hombres res­ pecto de él. Convendrá, pues, adoptar, en el inte­ rior de cada una de las civilizaciones consideradas, un punto de vista histórico y evolutivo. Y aun esto es insuficiente. El prodigio interrumpe brutal­ mente el curso normal de la vida de los individuos y de la comunidad. Así, interesa directamente y conmueve a loe espíritus y los corazones. Pero ello ocurre de manera desigual respecto del mismo período, según las diversas capas sociales. Cabe,

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entonces, distinguir las actitudes y creencias de éstas. Cuando las clases cultivadas se apartan de los ritos de la religión tradicional, algunos de sus miembros sienten una fuerte tentación de acre­ centar su autoridad y su poder explotando políti­ camente la creencia enraizada de las muchedum­ bres en los prodigios y en el valor significativo de éstos. Habría, pues, por escribir toda una historia política del prodigio. El cuadro restringido de esta obra impide, por supuesto, presentar un estudio exhaustivo de estos diferentes puntos de vista. Pero es imposible dejar de lado ninguno de ellos. Encararemos sucesivamente los dominios griego, etrusco y romano. En cada caso, el estudio nos hará penetrar en la esfera de la mántica, ese arte que se difundió, pero en medida diversa, entre todos los pueblos y que consiste en deducir indi­ caciones concernientes al pasado, el presente o el futuro, a partir de signos divinos, presagios o pro­ digios. Y el valor adivinatorio del prodigio varía, por cierto, según los pueblos: en un caso el pro­ digio es un presagio de importancia que devela todo un sector del porvenir; en otro, por lo con­ trario, sólo es el signo de la cólera divina que ordena al hombre una reverencia más atenta res­ pecto de los dioses y la realización de nuevos sa­ crificios. En la mayor parte de los casos, sin em­ bargo, se sitúa en el mundo de la adivinación.1 Un prodigio es siempre la irrupción de lo sagrado en lo profano, testimonio de tal o cual modifica­ ción que se produce en las relaciones entre los hombres y los dioses: y los primeros pueden dedu­ cir de él importantes conclusiones para su propia vida. Signo privilegiado ofrecido a la observa­ ción humana, el prodigio entra de pleno en el mundo de la adivinación, actividad religiosa pri­ vilegiada de los antiguos, que tantos documentos

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diversos de la literatura, la epigrafía y la arqueo­ logía contribuyen a hacernos conocer. La actitud de los griegos, de los etruscos y de los romanos acerca del prodigio dependerá, pues, en un plano más general, de su propia posición respecto de la adivinación. Convendrá evocar entonces aquí la actitud de éstos y los dones adivinatorios que res­ pectivamente manifestaron. La obra monumental de Bouché-Leclercq,2 aun­ que ya tiene casi un siglo, todavía no ha sido reemplazada. La idea que él se hace de la mántica y las definiciones que da de ella reflejan sin em­ bargo demasiado las tendencias de su época, que se complacía en generalizaciones de un racionalis­ mo demasiado simplista. Así, se lee en la segunda página de su introducción “ sobre el valor moral de la adivinación” : “ Esta vena de sentimiento, que vivificaba al politeísmo grecorromano, es la creencia en una revelación permanente otorgada por los dioses a los hombres, en una especie de socorro intelectual ofrecido espontáneamente y obtenido con facilidad, gracias al cual la sociedad y los indi­ viduos podían reglar sus actos con una prudencia sobrehumana...” Un poco más lejos (pág. 7), nos describe así el origen y el fundamento de la mántica: “ La adivinación es el producto de una idea religiosa que la conciencia humana ha po­ seído en todas las épocas, la fe en la Providencia. Sólo presupone las dos condiciones o postulados cuya reunión constituye el fondo de toda doctrina religiosa, a saber, la existencia de una divinidad inteligente y la posibilidad de relaciones recípro­ cas entre el hombre y la divinidad; y es una con­ secuencia racional, si no necesaria, de ella, ya que se considera que esta ciencia puede contribuir a la felicidad del hombre o a su perfeccionamiento.”

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No son éstas, en verdad, reflexiones desdeña­ bles: en realidad, corresponden a las ideas que los pensadores antiguos mismos se hacían acerca de la adivinación. ¿Y quién no evoca en su recuerdo, al releer estas líneas escritas por un excelente his­ toriador de las religiones, las descripciones filosó­ ficas que se suceden en los dos libros ciceronianos De diuinatione? Pero un enfoque tal sólo es valedero para las épocas en las cuales la religión había ya tomado un aspecto civilizado y se habían olvidado sus lejanos orígenes. El estudio comparativo de las creencias adivinatorias entre los diferentes pueblos lleva hoy a buscar su explicación no en la fe en una Providencia caritativa, en dioses de rostro hu­ mano, sino en la creencia —universalmente difun­ dida en la aurora de las civilizaciones—, en que existe una interpenetración constante de lo sagrado y lo profano, y además hay relaciones íntimas y secretas, armonías, correspondencias entre los di­ versos elementos del mundo y relaciones simbó­ licas y estrechas entre el objeto, el microcosmos, y el mundo, el macrocosmos. Una exposición cien­ tífica realizada en el museo Guimet en 1953, y cuyo catálogo metódico, redactado por varios espe­ cialistas, se agotó lamentablemente poco después de su publicación,3 trató del simbolismo cósmico y de los monumentos religiosos en diferentes épocas y diversas civilizaciones. Esta exposición puso bien de manifiesto con qué frecuencia los templos, las tumbas, los palacios y aun las ciudades represen­ taron, aquí o allá, la imagen misma del cosmos. Y, tal como se lo ha señalado con razón,4 no habría que creer con ligereza que el motivo cós­ mico se haya desvanecido en la época moderna. En efecto, el simbolismo cósmico se manifiesta tanto en las civilizaciones más evolucionadas como

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en las más humildes. Este valor cósmico de los edificios religiosos, y a veces civiles, es sólo nn aspecto privilegiado de una creencia muy frecuen­ te, según la cual hay interpenetración entre los diferentes elementos constitutivos del mundo. Con el desarrollo del pensamiento y de los sistemas filosóficos, la especulación sobre el cosmos con­ cluirá frecuentemente en la interdependencia entre sus diversas partes, en todo un conjunto complejo de íntimas correspondencias, sacras o no. Es en estas perspectivas donde se sitúa la actitud del hombre respecto de la adivinación. Me parece que la fórmula siguiente define bas­ tante bien la actitud psicológica que se halla en el origen de la mantica:5 “ La adivinación aparece como el modo de conocimiento apropiado para un universo constituido por objetos que tienen, en escalas diversas, una estructura análoga y están unidos entre sí por sistemas de relaciones.” Y el estudio de J. Vernant, del cual hemos tomado esta definición, termina justamente con la siguiente ob­ servación: “Todo pensamiento religioso, en la me­ dida misma en que supone equivalencias y susti­ tutos en el espacio y en el tiempo, autoriza y justifica la adivinación.” Esta tendencia de la na­ turaleza humana a buscar relaciones entre cosas parecidas sobrepasó ampliamente sus aspiraciones iniciales; en la época científica, es también ella la que llegará a la búsqueda y al establecimiento de leyes. Maestra de errores, se transforma luego en fuente de verdad. Pese a la expansión vertiginosa de los límites mismos del cosmos, la ciencia se dirige siempre al descubrimiento de relaciones ín­ timas entre sus más lejanos elementos. Sea como fuere, produce asombro la importancia que revistieron, en la época precientífica, y la importancia que revisten aún entre ciertos pueblos

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o en ciertas capas sociales, una cantidad de prác­ ticas adivinatorias que pretenden desgarrar el velo del porvenir mediante el análisis de fenómenos perfectamente naturales. La explicación reside en una especie de necesidad profunda y constante que siente la naturaleza humana (aunque esta necesi­ dad esté destinada al fracaso), de sobrepasar sus propios límites y llegar a saber más de lo que le está concedido acerca de su propio destino. Se trata en este caso de una aspiración sentimental, y la creencia en la adivinación fue siempre extra­ ordinariamente estimulada por las crisis, los te­ mores y los terrores. Las pruebas recientes por las que pasó el mundo lo mostraron muy bien: el desorden y la confusión desarrollan siempre en los pueblos la boga de los oráculos y el favor, jamás desmentido, de la cartomancia. Hasta tal punto desea el hombre que sufre o tiene miedo, adivinar por todos los medios un porvenir que puede ser para él una liberación. Así, el tema de estudios que presentamos aquí se inserta en el mundo de la adivinación antigua. £1 prodigio no es, sin embargo, según hemos visto, un simple signo entre otros signos, simbólicos y sagrados. Su carácter excepcional le confiere un valor sin igual. Pero, como parece interrumpir por un tiempo el curso de las leyes naturales, un pue­ blo inclinado al racionalismo, como lo es el pueblo griego, no lo admite de muy buena gana. Inversa­ mente los etruscos, que sienten constantemente por encima de sí el peso de las fuerzas misteriosas del destino, le consagran toda su atención y su ciencia de los ritos. Respecto de los romanos, veremos que fueron bastante supersticiosos como para ver aparecer constantemente prodigios en torno de sí; pero también bastante pragmáticos como para or­ ganizar sólidamente los ciclos rituales destinados

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a confirmar las promesas y a apartar las amena· zas. El prodigio es, quizás, el fenómeno frente al cual los pueblos antiguos manifestaron de la manera más clara las características de su religión y de su genio. Esta obra no habría podido ser publicada sin la iniciativa y los consejos de J. Bayet. Es él quien me propuso este hermoso tema de estudio, hace ya mucho tiempo, cuando yo era un joven estudiante en la Escuela Normal Superior. No dejó luego nunca de interesarse en el curso de mis investigaciones. Quiero expresarle aquí mi afec­ tuosa gratitud. Agradezco igualmente a A. Piganiol que, desde la época de la Escuela Normal, me ayudó siempre en mis investigaciones en un domi­ nio que él también exploró. La señora de Romilly tuvo la amabilidad de releer el capítulo referente a Grecia y formularme preciosas observaciones; J. André me prestó la ayuda de su ciencia de filó­ logo; les agradezco muy amistosamente. Las in­ vestigaciones que presento aquí en una forma rela­ tivamente breve habrían debido, según era mi intención, constituir el tema de una publicación más vasta; circunstancias imprevistas me lo impi­ dieron. El presente estudio y una obra ulterior reemplazarán este proyecto inicial. Para no dar excesiva amplitud a las notas de pie de página, sólo cito en abreviatura las obras y artículos cu­ yas referencias completas se encontrarán en la bibliografía, al final del libro.

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Notae

1. £1 prodigio en forma de puro milagro es raro en la antigüedad. Cf. sin embargo infra, pág. 35. 2. A. Bouché-Leclercq, Histoire de la divination dans FAntiquité, 4 vols., Paris, 1879-1882. 3. La publicación se titula Symbolisme cosmi­ que et monuments religieux y comprende un vo­ lumen de texto y uno de ilustraciones; ed. de los Museos Nacionales, julio de 1953. 4. Ibid., texto de A. Chastel, Les temps mo­ dernes, pág. 96. 5. J. Vernant, “ La divination. Contexte et sens psychologiques des rites et des doctrines”, en el Journal de Psychologie, julio-septiembre de 1948, págs. 299-325.

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Primera Parte Los prodigios en Grecia

I

La adivinación griega y los prodigios

La mitología griega y, consecutivamente, una buena parte de la mitología romana, consisten en relatos maravillosos en los cuales los héroes y los dioses se mezclan en peripecias innumerables y donde los presagios y los prodigios constituyen legión. £1 prodigio anuncia el nacimiento, la gran­ deza o la muerte del héroe, atestigua la omnipo­ tencia de la divinidad. Todas las clases de signos adivinatorios forman parte de las animadas aven­ turas de que está entretejida la vida del héroe, dotado de cualidades que sobrepasan la medida común, o la de los dioses, de aspecto humano pero de poderío sin límite. En la masa compleja de los relatos mitológicos se han distinguido justa­ mente los mitos propiamente dichos, los ciclos he­ roicos, los cuentos, las leyendas etiológicas, los relatos populares, en fin, las simples anécdotas.1 En todos los casos, la aparición frecuente de pre­ sagios y de prodigios da una aureola de maravilla a relatos que, si bien cuentan aventuras semejan­ tes en el fondo a las de los hombres, aunque más grandiosas, tienen permanente necesidad del pres­ tigio que les confiere el mundo asombroso de la adivinación.

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Es claro que si en el vasto circulo de los héroes y de los dioses de la Hélade los signos del por­ venir y lo maravilloso desempeñan un gran papel, es porque la imaginación de los pueblos helénicos pudo proyectar sin dificultad, en una esfera supraterrestre, creencias y procedimientos de adivinación que eran de uso familiar y corriente en la vida de la religión y de la política. Como nuestro es­ tudio se propone examinar una forma de las creen­ cias adivinatorias de los antiguos, nos conviene analizar aquí esencialmente el prodigio, tal como aparecía en la vida de los hombres para sembrar en ella por un momento la perturbación o el terror. Como los prodigios pertenecen al mundo del mito, sólo podrán servirnos de puntos de referencia, vale­ deros, sin embargo, en la medida misma en que son la imagen de creencias que vivieron, en un mo­ mento dado, en el corazón de los hombres. Pa­ sando del dominio de los dioses al de los hombres, el prodigio pierde buena parte de su carácter mágico y gratuito. Sirve a menudo para dirigir la vida del individuo y de la sociedad. Pero su importancia varía según las épocas y resulta de entrada evidente que la Grecia de la época clásica no le atribuye gran crédito. Debemos ubicarlo con exactitud en el interior del amplio mundo de la adivinación. Este mundo, bajo formas diferentes, gozó siem­ pre en Grecia de un gran favor, sobre todo entre las clases populares, pero también en las capas más altas de la sociedad. Adivinos, profetas, sibilas y sobre todo oráculos ocupan un lugar importante en la vida religiosa helénica. Pensemos, por ejem­ plo, en el papel desempeñado por los oráculos en las relaciones entre ciudades griegas, en la cele­ bridad de que gozó el oráculo délfico de Apolo en el mundo antiguo. De ahí proviene el interés

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justificado que acuerda la erudición moderna a este aspecto de la vida religiosa de los griegos. Tres de los cuatro tomos de la obra citada más arriba, de Bouché-Leclercq, analizan las formas de la adivinación en Grecia, la actitud de los filósofos respecto de ella, la naturaleza de los sacerdocios, individuales o colectivos, que eran los depositarios de la complicada ciencia de la adivinación. La verdadera naturaleza de estos métodos adivinato­ rios, utilizados sistemáticamente en diversos lugares, constituye hoy todavía el objeto de penetrantes estudios, a veces contradictorios. La mántica de la Pitia délfica, lejos de ser de carácter profético e inspirado, reposaría, según una tesis nueva, en procedimientos clerománticos y en las respuestas dadas por las “ suertes” .2 Pero la mayor parte de los eruditos se atienen, a justo título según parece, al punto de vista tradicional desde la antigüedad, que afirma el delirio de la Pitia, y las profecías que en su éxtasis le inspiraba Apolo difícilmente pue­ dan ser relegadas al dominio de la leyenda.3 Si se pasa de la vida religiosa de Grecia a la especulación filosófica que le concierne, la impre­ sión no cambia. La importancia de la mántica se refleja claramente en las discusiones de las escue­ las filosóficas que oscilaron, a su respecto, entre dos polos opuestos. Según unos, los diversos pro­ cedimientos de la adivinación, valedera en su prin­ cipio esencial, permitían descubrir efectivamente el porvenir, mientras que otros veían en ella, por lo contrario, creencias estimadas por el vulgo pero des­ provistas de todo fundamento real. Recordemos solamente aquí las creencias fundamentales de las grandes corrientes filosóficas. La filosofía plató­ nica creía en el éxtasis profético, en tanto que Aris­ tóteles, con su espíritu científico, se mostraba muy desconfiado respecto de los diversos procedimien­

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tos de la mántica. Luego los estoicos y los epicú­ reos desarrollaron tesis contradictorias: para los primeros existía, sin duda, una adivinación y los dioses eran demasiado buenos como para rehusar un bien tan precioso al hombre. En cambio Epicuro suprimió radicalmente la adivinación de su explica­ ción del mundo; para él no había providencia y el universo estaba organizado según leyes inmutables. Esta actitud fue también la de la Nueva Academia, fundada en 280 a. C. por Arcesilao. El reflejo de estas oposiciones y debates se encontrará en los discursos filosóficos de Cicerón que, si bien fue alumno del estoico Posidonio, no dejó de ironizar acerca de las creencias populares en la mántica. En el interior de este mundo adivinatorio com­ plejo y que ocupa así un lugar importante en la religión, la vida política y el pensamiento griego, ¿qué situación conviene acordar al prodigio? La cuestión es delicada y requiere un análisis preciso de las realidades abarcadas por este término. En bien de la claridad de la exposición, he aquí el orden que seguiremos: analizaremos sucesivamente la noción misma de prodigio, los términos que lo designan, los diferentes aspectos que reviste en la Hélade y las consecuencias culturales que acarrea; por último, intentaremos definir la actitud del pue­ blo griego respecto del prodigio y la evolución que esta actitud ha sufrido. Se impone una observación fundamental. Tal como lo reconocieron desde hace mucho tiempo los especialistas, no existe en Grecia, contrariamente a lo que ocurrirá luego en Roma, una diferencia esen­ cial entre el presagio y el prodigio. Uno y otro son signos adivinatorios que pueden aclarar al hombre y a la ciudad la voluntad de los dioses y el porve­ nir más o menos cercano. Sin embargo, el presagio y el prodigio se distinguen uno de otro esenciaimen-

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te por la importancia superior del prodigio, signo de peso, cuya advertencia nadie podría descuidar, a menos que padeciera de ceguera. Se impone al individuo o a la ciudad a la que concierne. Es rara la aparición de prodigios que constituyen pu­ ros milagros sin valor anunciador, pero los hubo sin embargo en ciertos santuarios, como en Epi­ dauro, según veremos más adelante.4 Gracias al prodigio que se impone al hombre, éste puede descubrir muy a menudo el porvenir, favorable o funesto. En efecto, el valor del pro­ digio es diferente según los casos, y no es forzoso que traiga el anuncio de la cólera divina. La situa­ ción es diversa en Roma. El dios que lo envía sobre la tierra y lo presenta a la observación huma­ na es generalmente Zeus, el señor del Olimpo, cuya omnipotencia sabe modificar fácilmente los fenó­ menos que se suceden en la superficie de la tierra; pero también otras divinidades pueden amonestar con fuerza al pueblo o al hombre que les interesa: Atena en la litada,5 Deméter y Perséfona,® o tam­ bién Poseidón, cuyo tridente provoca la tempestad o sacude la superficie de la tierra. Sin embargo, a juzgar por los textos y la impresión que de ellos se desprende, consideran los helenos como un hecho muy raro que los dioses intervengan de manera brutal en el curso de la vida humana. Tan frecuen­ tes son sus manifestaciones de toda clase en los relatos míticos como rara su intervención en la vida misma de la Hélade. Todo ocurre como si el espíritu griego, de imaginación fecunda, hubiera permitido que los héroes y los dioses manifestaran a gusto su poder en las peripecias de sus aventuras sobrehumanas, y como si sus tendencias a un racio­ nalismo precoz lo hubieran hecho al mismo tiempo muy poco propenso a ver surgir a menudo, en

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torno- de él, la brutal manifestación de la voluntad divina. La lengua griega misma testimonia alguna va· cilación en la designación del prodigio.7 Cierto número de términos designan a la vez el presa­ gio y el prodigio, sin que ninguno de ellos esté reservado al fenómeno milagroso; veremos que la lengua latina opone a esto un estado de cosas muy diferente.8 Entre estos términos que resulta impo­ sible estudiar aquí en forma detallada —aunque se­ ría instructivo— los más importantes son sémeion, oionós, phasma y teros. Una disertación ya muy vieja y que sin embargo sigue conservando valor en algunos puntos, la de K. Steinhauser,9 ha mos­ trado claramente cuán difícil es distinguir con pre­ cisión estas palabras, que parecen a menudo inter­ cambiables. Sin embargo, ya los antiguos habían hecho tentativas en este sentido. Al comienzo del preámbulo de su libro De ostentis, el bizantino Johannes Lido explica que los escritores judíos dis­ tinguían dos tipos de prodigio, los sémeia, de or­ den atmosférico, meteórico (ta en metéorois sünistámena), y los térata,- que aparecerían solamente sobre la tierra y constituirían hechos contra la na­ turaleza, monstruos del dominio animal o humano (ta epí íes gés hos paró phiisin phainómena). El valor así atribuido al segundo de estos términos es, en efecto, muy frecuente. Sin embargo, es impo­ sible adjudicar a los diferentes términos griegos dominios separados: ninguno de ellos abarca una categoría de hechos determinados con exclusión de los otros. Según los períodos, y también según los escritores, tal o cual palabra adquiere una mar­ cada preferencia que desaparece a menudo en época posterior. Los términos más generales eran sémeion, el sig­ no adivinatorio, cualquiera que sea, y oiónós, eti-

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otológicamente el signo dado por los pájaros. Los dos sirvieron para designar toda especie de signo adivinatorio y, por consiguiente, el prodigio mismo. Jenofonte muestra una cierta predilección por la palabra oídnos, que aparece muy a menudo en sus obras. Phasma, que se aplica en un comienzo a los fenómenos meteorológicos, no se limita de nin­ guna manera a este empleo. Teras, en fin, es sin duda el término cuyo valor se halla más cercano al de la palabra latina prodigium, a la palabra francesa prodige (prodigio). Es cierto que teros puede emplearse a propósito de todo acontecimien­ to no habitual que sirve al hombre para prever el porvenir. Sin embargo, a menudo implica una at­ mósfera de terror, como cuando Hesíodo escribe, a propósito del Tártaro:10 “ Prodigio terrorífico (deinón teras) aim para los dioses inmortales.” El término se emplea a menudo para designar un ser sobrehumano, humano o animal, contrario a las leyes de la naturaleza por su nacimiento, el medio en que vive, su aspecto insólito. Aristóteles utiliza sistemáticamente teras a propósito de un ser parádoxon, engendrado pará phüsin. Los ejem­ plos están reunidos en una vieja disertación de Marburgo,11 y su número resulta significativo. Re­ cordemos solamente los versos de Eurípides que evocan la aparición del toro marino que va a pro· vocar la muerte de Hipólito : 12 “ Y con la triple ola que rompe, el mar vomita un toro, monstruo sal­ vaje (agrión teras) .” En el mundo de la mitología, los cíclopes, el Minotauro y todos los seres que se alejan de la común naturaleza del hombre por tal o cual parti­ cularidad o por la unión de elementos humanos y animales son, en verdad, prodigios de la natu­ raleza, térata. La simple anomalía del nacimiento hace que se recurra a este término, aunque el ser

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surgido de él no tenga ya nada de sorprendente. La encantadora Helena se califica así, por haber surgido del huevo de Leda: “ ¿Me engendró mi madre como objeto de estupor (teras) para los hombres?” 18 De teras surgió toda una serie de términos va­ riados: así, teratoskopos, intérprete de presagios, de prodigios, palabra vecina de mantis, el verbo terúizein que designa la actividad del adivino, los adjetivos terastios, prodigioso o bien autor de pro­ digios, teratôdês, monstruoso. Muchas palabras tomaron un valor desfavorable y se refieren a rela­ tos extraordinarios o falaces (teratéuesthai), a truhanerías (teratourgía). La familia del término es amplia, como se ve, y muestra la importancia de la noción que éste abarca. Por lo tanto, si se desea extraer conclusiones de esta situación lingüística compleja, serían en mi opinión las siguientes: muchos términos sirven en griego para designar toda clase de presagios y por consiguiente se aplican también a los fenómenos extremadamente raros y de apariencia prodigiosa. Uno de ellos, sin embargo, el vocablo teras, suscita generalmente una impresión de estupor, de terror, cuando se lo aplica a un ser monstruoso, a un hecho contrario a la naturaleza. Pero tampoco esta palabra tiene únicamente tal valor, sino que se la puede emplear a propósito de los signos adivina­ torios más comunes.

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Notas

1. Cf. P. Grimai, Dictionnaire de la mythologie grecque et romaine, Paris, Presses Universitaires de France, 1951, pág. XIII. 2. P. Amandry, La mantique apollinienne à Delphes, Essai sur le fonctionnement de Foracle, Bi­ blioteca de las Escuelas francesas de Atenas y de Roma, Paris, 1950. En la cleromancia se tira a suertes entre objetos (sortes) que llevan inscriptos o grabados diversos oráculos, para ver cuál da la respuesta del destino a la cuestión planteada. 3. H. W. Parker y D. E. Wormwell, The delphic oracle, Oxford, 1956. 4. Infra, pág. 35. 5. Iliada, X, 275. 6. Plutarco, Timoleón, 8. 7. Falta un estudio detallado de los términos de la adivinación en la lengua griega. Valdría la pena, sin embargo, que se llevara a cabo tal traba­ jo, pues abundaría en enseñanzas tanto para el filólogo como para el historiador de las religiones. Cf., no obstante, el libro de G. Redard, Recherches sur KHRE, KHRESTHAI. Etudes sémantiques, en la Biblioteca de la Ecole des Hautes Etudes, Scien­

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ces historiques et philologiques, fasc. 303, Paris, 1953. 8. Cf. infra, pág. 105. 9. Citada en la bibliografía, pág. 186. 10. Teogonia, verso 743. 11. La disertación de P. Stein; cf. la bibliogra­ fía, pág. 186. 12. Eurípides, Hipólito, verso 1.214 y sigs. 13. Eurípides, Helena, verso 256.

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II

Los diversos aspectos del prodigio griego

Veamos ahora un poco más en detalle las reali­ dades mismas que abarcan los términos conside­ rados más arriba. La investigación filosófica y científica supo explicar muy pronto, en los medios cultivados, las causas reales de toda una serie de fenómenos de apariencia insólita. Pero pese al rá­ pido desarrollo que tuvo el pensamiento racional helénico desde el siglo vi a. C., sólo logró hacer algo más presentables las creencias y los temores del vulgo. Sin embargo, los progresos del raciona­ lismo griego se hacen sentir netamente en el lugar, muy mesurado y restringido, que se asigna al pro­ digio en la época clásica. Debemos, no obstante, agrupar los hechos. Los fenómenos clasificados como prodigios en las diferentes épocas son muy diversos. Geográficamente, y como en todas las civilizaciones antiguas, se dividen en prodigios ce­ lestes y prodigios terrestres; los que ocurren en la tierra pueden interesar a la naturaleza inanimada o bien a la naturaleza animada. La conciencia inquieta de los pueblos se conmo­ vió siempre especialmente ante los fenómenos ce­ lestes, que parecían emanar directamente de las divinidades, ya que éstas se hallaban también si-

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tuadas, en forma más o menos vaga, en las zonas supraterrestres; tales fenómenos expresaban en­ tonces, de manera más clara, la voluntad de éstas. Estos prodigios celestes, considerados como divinos por una multitud poco permeable a la explicación científica, pueden ser de naturaleza diversa: eclipses de sol o de luna, tempestades excepcionales, rayos y truenos imprevistos, cometas y meteoros. Los eclipses solares y lunares no dejaron de atraer la atención precoz de sabios como Anaximenes o Ana­ ximandro, que determinaron su verdadera causa. El pueblo no abandonó, sin embargo, las antiguas creencias. El eclipse anunciaba a menudo la ruina o la muerte de un hombre importante, de un jefe, de un ejército o bien de una ciudad y volvemos a encontrar aquí ese juego de parentesco entre los diversos elementos del cosmos; el juego se funda aquí, por supuesto, sobre la analogía establecida en­ tre lo real y lo figurado, entre la luz de los astros y el esplendor de un hombre o de una ciudad. La desaparición de una de esas luces prefigura y acarrea la pérdida de la otra. Los textos señalan numerosos eclipses histórica­ mente ocurridos, con su interpretación y el efecto que provocaron sobre las masas, ejércitos o po­ blaciones de las respectivas ciudades.1 Su men­ ción es de una extrema utilidad para el historiador moderno, pues los cálculos astronómicos permiten hoy situarlos muy exactamente en el tiempo. Una disertación aparecida hace muy poco y que estudia la acción de los presagios —junto a la de los sacrificios y las fiestas— sobre la conduc­ ción de la guerra entre los griegos en los siglos v y XV a. C.,2 analiza cuidadosamente ciertos episo­ dios en el curso de los cuales un eclipse vino a interrumpir una acción militar ya emprendida. He­ rodoto (IX, 10) cuenta así que después de la

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batalla de Salamina, el rey de Esparta, Cleombroto, llegado al istmo de Corinto, debía atacar a los persas. Previamente, tuvo la precaución de sacrifi­ car y de interrogar a los dioses. El cielo entonces se oscureció, y el rey decidió retirar sus tropas. De hecho, los cálculos astronómicos indican exactamen­ te que en el otoño de 480 a. C. hubo en esta región eclipse parcial de sol. Así se confirma el relato de Herodoto. Mucho más célebres son las funestas consecuencias del eclipse de luna del 27 de agosto de 413 a. C., que retrasó la retirada de las tropas atenienses de Siracusa y causó su pérdida.3 Nicias decidió retrasar la retirada, siguiendo la opinión de los adivinos, y provocó así el desastre de la expedición siciliana. Y Tucídides observa, con una fórmula teñida de una fría ironía: “ Era un poco demasiado propenso a la observación de los signos divinos y de las cosas de ese género.” 4 Un epi­ sodio interesante nos muestra que en medio del siglo IV a. C., si ciertos jefes se burlaban de tales creencias, no ocurría lo mismo con sus tropas. Para tranquilizarlas era más eficaz la intervención del adivino que una tentativa de explicación cien­ tífica a la cual, por lo demás, se apeló a veces. En 357 a. C., un eclipse de luna impresionó viva­ mente, según nos dice Plutarco,5 al ejército que Dión conducía contra Dionisio de Siracusa. Dión y su séquito conocían, según Plutarco, las verdade­ ras razones del fenómeno, pero el general, para reconfortar a sus tropas, tuvo que apelar al adivino Miltas, que dio a los soldados una interpretación favorable del eclipse. Este anunciaba, naturalmente, el oscurecimiento de alguna cosa brillante; claro, se trataba de la tiranía de Dionisio mismo, quien debía sucumbir en un cercano asalto. Los truenos y los rayos imprevistos pasan, en razón de su carácter brutal e instantáneo, por pro­

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digios que interesan a acciones importantes, en curso de realización. Citemos solamente, entre los muchos ejemplos literarios, estos dos relatos homé­ ricos. En la Ilíada,e Néstor declara: “ Digo que el Crónida todopoderoso me ha dado una seguridad, el día en que los Argivos se iban, en sus rápidas naves, a llevar a los troyanos la masacre y la muerte: tronó sobre la derecha, ofreciéndonos así un signo favorable.” Así también, antes de la masacre de los pretendientes, cuando Ulises prueba su arco, Zeus le dirige las mismas palabras alen­ tadoras: 7 “ Zeus indicó su voluntad con un gran rayo. El paciente héroe se alegró profundamente de ello. El divino Ulises había comprendido muy bien que el hijo de Cronos, de pensamientos tene­ brosos, le daba este presagio.” Y luego habría que citar muchos otros fenóme­ nos celestes: el meteoro, lamprón teras de Zeus, que Homero compara con la llegada fulminante de Pa­ las Atena entre los combatientes,8 los cometas, las luces imprevistas, el fuego que cae del cielo, signo terrorífico,9 la apertura súbita, de par en par, del cielo, el khasma.10 En lo que respecta al sector terrestre, la natu­ raleza inanimada y el mundo animado tampoco eran avaros en signos prodigiosos de toda especie. Entre los primeros, el más impresionante era el temblor de tierra, expresión de la cólera de Posei­ don que requería con ello honores y sacrificios. No era raro que este prodigio terrorífico detu­ viera las expediciones militares e hiciera volver las tropas a su patria.11 Así ocurrió en la primavera del año 414 cuando los lacedemonios, que habían partido en campaña contra Argos, fueron espan­ tados por un sismo y se volvieron atrás.12 Sin embargo, la advertencia fue a veces desviada há­ bilmente sobre el enemigo, cuando un jefe, muy

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deseoso de proseguir su camino, supo extraer de ella una significación favorable para su ejército. Tal fue el caso en el año 387 a. C.13 cuando Age­ sipolis, que había partido contra Argos, no se dejó detener por un sismo que sobrevino en la primera tarde de su expedición. Los soldados, entonando un peán en honor de Poseidón, pensaban ya en el retorno. Pero Agesipolis los reconfortó asegurán­ doles que ése era para ellos un signo de aliento dado por la divinidad, ya que había llegado no en el momento de la partida sino durante la ruta. Los hizo proseguir por la mañana, no sin sacrificar antes a Poseidón. Su conducta tiene su mérito, pues si creemos a Pausanias,14 los lacedemonios eran los que más se aterrorizaban de entre todos los griegos por las advertencias divinas. Las aguas de lluvia, de las fuentes, del mar, se modificaban extrañamente en el momento en que iban a ocurrir acontecimientos de importancia;13 los árboles cambiaban de naturaleza o bien se in­ cendiaban: así, en el momento del avance de Jerjes y de su ejército, un plátano se transformó en olivo.16 Por supuesto, según se comprueba en todas las religiones, los lugares y los objetos sagrados constituyen la sede de los prodigios más frecuentes y más significativos. El incendio de una estatua anuncia la muerte de un jefe,17 el sudor que la recubre presagia graves acontecimientos.18 La es­ tatua de culto, que es la sede misma de lo divino, posee en sí toda la virtud necesaria para dar sig­ nos adivinatorios de primordial importancia. El sudor o la sangre que se difunden sobre ella ex­ presan, mediante un simbolismo evidente, la tris­ teza y el duelo. Lo mismo ocurrirá en Roma. Todo lo que concierne a las ceremonias del culto y se halla en relación directa con lo sagrado resulta igualmente apropiado para dar presagios y ser esce­

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na de prodigios. Citemos solamente el conocido rela­ to de Herodoto,19 referente a la prodigiosa aventura ocurrida a Hipócrates, padre de Pisistrato, en las fiestas de Olimpia: había sacrificado las víctimas habituales, y los calderos, que estaban preparados, llenos de carne y de agua, comenzaron a hervir y a desbordar sin que fuera encendido el fuego. Quilón, de Lacedemonia, aconsejó entonces insisten­ temente a Hipócrates que no tuviera hijos. En lo que respecta a la naturaleza animada, Hero­ doto, siempre dispuesto a acoger lo maravilloso dondequiera que se encuentre, menciona en di­ versos pasajes casos de nacimientos monstruosos y de malformaciones de toda índole, observadas en animales o seres humanos. Hechos semejantes re­ fieren también algunos raros escritores, pero, una vez más, todo esto desempeña un papel bastante menor en Grecia que en el mundo romano, sin duda a causa de la menor credulidad de los habitantes de la Hélade, poco dispuestos a ver constantemente, en estos crueles juegos de la naturaleza, la mani­ festación de la acción de los dioses. El extraño comportamiento de los animales puede valer tam­ bién como prodigio, ya se trate de un enjambre de abejas que se posan sobre un navio,20 o de cuervos que se entregan a feroces combates hasta que algunos de ellos caen muertos.21 Los autores que más se complacen en relatar este tipo de his­ torias, son Herodoto y Plutarco y, respecto de este último, veremos más adelante el motivo.22 Los dos refieren también anécdotas concernientes al com­ portamiento excepcional de un ser humano, la mo­ dificación extraordinaria de su estado; así por ejemplo cuando pierde brutalmente la vista,23 las plagas que causan devastaciones en la población de una ciudad o de un país.24

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Conviene asignar aquí un lugar aparte a las cu­ raciones excepcionales operadas por ciertos dioses, ante todo por Asclepios en Epidauro y en otros santuarios. Este dios médico opera, a su manera, cu­ raciones lentas o rápidas, y hay fenómenos extra­ ordinarios — que se encuentran, en verdad, en numerosas civilizaciones, bajo aspectos más o me­ nos similares— que constituyen un dominio par­ ticular en la cuestión que nos ocupa. Contraria­ mente a lo que podría creerse, este dominio no nos hace salir enteramente del mundo de la adivinación. Pero existe, sin duda, una diferencia considerable: cuando interviene la mántica, ejerce su función no después del prodigio, para interpretarlo, sino antes de él, para permitir su aparición. El prodigio no es ya un signo adivinatorio sino un fin en sí, aun­ que sea la adivinación la que, a menudo, permite su cumplimiento. Las curaciones sobrenaturales se producen, en efecto, sea bajo forma de milagros instantáneos, sea, a menudo, gracias a la adivinación mediante los sueños: la iatromántica, que ocupó en Grecia un lugar considerable, reposa sobre el envío, por parte del dios, de sueños al paciente que vino a consultarlo en su santuario, sueños que los sacer­ dotes transforman fácilmente, gracias a su simbo­ lismo más o menos claro, en prescripciones médi­ cas eficaces.25 En el Asklëpieion de Epidauro el enfermo, preparado para un contacto directo con la divinidad mediante purificaciones y plegarias, pasaba toda la noche en un dormitorio, el ábaton, local interdicto, y mientras dormía recibía un sueño del dios al que había implorado: éste se le apa­ recía y le ordenaba tal o cual acción.26 Si el sueño requería interpretación, su simbolismo latente era penetrado por los sacerdotes que formaban parte del personal del santuario. Estos llegaron a ser

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poco a poco los herederos de una tradición mé­ dica que se formó a la sombra de la religión. Los archivos sacerdotales acumularon el recuerdo de las prescripciones ya hechas, de las curaciones ob­ tenidas. La práctica de la incubatio gozó de favor du­ rante toda la antigüedad grecorromana, y la cono­ cemos bien por muchos textos, en particular por los escritos de Elio Aristides, sofista que vivió en el segundo siglo de nuestra era y nos describe en detalle las frecuentes visitas que hizo a los san­ tuarios de Asclepios para obtener del dios remedio a sus numerosas enfermedades.27 Más privilegiados fueron los que recibieron curación inmediata y total en el curso de la noche pasada en el templo. Los datos epigráficos y literarios que poseemos permiten entrever con dificultad una evolución en la acción terapéutica de Asclepios. El milagro puro y simple (aparición nocturna del dios y curación inmediata, instantánea, del enfermo) no debía ser raro en la época clásica, como lo testimonian las estelas cubiertas de inscripciones que Pausanias descifró y de las cuales muchas llegaron hasta nosotros.28 Las inscripciones datan del siglo XVa. C.. y relatan una serie de curaciones milagrosas, abso­ lutamente increíbles y que, según lo que allí se dice, habrían sido instantáneas. Así, una de ellas cuenta ingenuamente cómo le fue devuelta la vista a un ciego, Alcetas de Halieis: “ Tuvo una visión en sueños: le parecía que el dios se acercaba y le abría los ojos con los dedos y que él comenzaba a ver los árboles en el santuario. Al nacer el día, salió curado.” El caso de Heraiéus de Mitiíene es muy gracioso: “ Este hombre no tenía cabellos, pero sí muchos pelos en el mentón. Avergonzado por las burlas de que era objeto, se durmió en el templo. El dios le frotó la cabeza con un ungüen-

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to e hizo que los cabellos volvieran a brotar en ella.” 29 No faltan indicaciones cronológicas para seguir la evolución de las curas milagrosas de Asclepios; aunque es probable que en la época hele­ nística ocurriera menos la curación súbita que la revelación, por el dios, del tratamiento a seguir. Los conocimientos médicos de sus sacerdotes se fueron desarrollando poco a poco y los pacientes recibieron de su boca prescripciones de orden tera­ péutico que aclaraban o desarrollaban la revelación debida a la divinidad. En el siglo a de nuestra era, para Elio Aristides, Asclepios es siempre el gran hacedor de milagros, pero se le aparece no como el dios que cura, con una fácil instantaneidad, a cie­ gos, paralíticos o estropeados, sino como el dios médico que viene de noche a traer al devoto la indicación de un tratamiento que los sacerdotes tendrán a su vez que analizar y detallar. La ar­ queología viene aquí a agregar su testimonio al de los textos literarios y epigráficos. El hecho es de notar, pues los documentos figurados permanecen casi mudos en lo que concierne al mundo del prodigio y esto se comprende fácilmente. La in­ mensa mayoría de los fenómenos considerados como prodigiosos por los antiguos casi no se pres­ taban a una representación efectiva, demasiado di­ fícil y compleja. Además, el sentimiento oscuro de temor sagrado que inspiraban debía apartar a los artistas y artesanos de su representación plástica. Sin embargo, la aparición milagrosa y salvadora de Asclepios o de otras divinidades curadoras, que se presentaban de noche al enfermo dormido, sirvió de tema a muchos bajorrelieves votivos. En un bajorrelieve célebre del museo del Pireo,30 que data más o menos del año 400 a. C., Asclepios tien­ de sus manos sobre el devoto que está acostado. La imposición de las manos, según una creencia am·

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pliamente difundida, bastará para realizar la cu­ ración deseada. Es ésta una excelente ilustración de la realidad del sueño que venía a visitar a los fieles de Asclepios. Anfiarao, el héroe oracular de Oropo, en Atica, aparece representado de la misma manera en un bajorrelieve votivo del museo nacional de Atenas, que data de comienzos del siglo IV a. C.31 Aplica su mano derecha sobre el hombro enfermo de un paciente, representado de pie ante él. Se trata tam­ bién en este caso de la ilustración del sueño noc­ turno del enfermo, pues éste aparece otra vez a la derecha del bajorrelieve, en el fondo, extendido y dormido, y una serpiente viene a lamerle el hom­ bro. El desarrollo del prodigio se sitúa sobre dos planos paralelos pero diversos: el de la realidad interior, con la aparición en sueños del dios, y el de la realidad material, con la presencia del animal que le está consagrado. Un juego similar de co­ rrespondencias se vuelve a encontrar a menudo en los relatos griegos de curaciones milagrosas. La creencia en las curaciones milagrosas se en­ cuentra en todas las civilizaciones de la antigüedad y el cuadro de su estudio podría extenderse a las más diversas regiones y épocas. Si nos atenemos a la antigüedad clásica, creo que se puede definir así, a grandes rasgos, la posición helénica respecto de la posición etrusca y de la romana. Aparecen en todas partes divinidades curadoras, entroniza­ das como las únicas capaces de vencer las enfer­ medades y sus sufrimientos, ya que la medicina, aunque estaba comenzando a desarrollarse en el plano teórico,32 era todavía incapaz de mantener a raya los males y las epidemias que hacían espan­ tosos estragos en las filas de los adultos y, sobre todo, de los niños. Lo que caracteriza a Grecia es que la devoción de las multitudes se dirige a gran­

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des divinidades: Apolo, que envía las epidemias, las pestes, pero también sabe curarlas; su hijo As­ clepios, que llegó a ser, según hemos visto, el gran dios médico de la Hélade; en fin, Serapis, divini­ dad egipcia que se helenizó y llegó a constituir una asociación con Asclepios. Se les atribuyen cura­ ciones milagrosas y el renombre del santuario de Epidauro se mantuvo durante todo el paganismo. Digamos enseguida, anticipándonos en bien de la claridad de la exposición a lo que veremos en un capítulo posterior, que en Etruria, en Roma y en ciertas provincias occidentales del Imperio romano como la Calia, la situación parece diferente. Mien­ tras los griegos reservaban sobre todo su confianza a sus grandes divinidades médicas, los etruscos y los romanos, que sin embargo las habían acogido y las honraban,33 dirigían frecuentemente sus ple­ garias de curación y su fervor a una cantidad de divinidades locales que eran deidades femeninas de las fuentes, de las aguas y de la fecundidad; la gente humilde de la campaña las sentía más cerca­ nas y les consagraba esa infinidad de exvotos médicos que se encuentran hoy en las fauissae, en las fosas votivas de sus santuarios.34 Vinculada así con la acción de los grandes dioses o de divini­ dades populares, la curación de los males que su­ frían los hombres constituía en la antigüedad uno de los aspectos más conmovedores de la creencia de las multitudes en la realidad del prodigio. Hay que citar, por último, para impedir que esta enumeración y este análisis sean demasiado in­ completos, las apariciones de seres divinos, sus epifanías, y las voces inexplicadas que se elevaban a menudo en graves circunstancias y cuyo origen divino parecía evidente. Salvo en el mito y en la epopeya, los dioses griegos, según hemos dicho, no alternaban fácilmente con los hombres y los relatos

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de sus acciones en la tierra se situaban en un pasado maravilloso y lejano. Se conocen, sin em­ bargo, algunos raros ejemplos de tales interven­ ciones ocurridas en época histórica, como la apa­ rición de Cástor y Pólux, los héroes caballeros, en ciertos combates, como aquel en que lucharon junto a las tropas de Locres, en la Magna Grecia. En una guerra en que se oponían, entre 540 y 530 a. C., dos ciudades de la Magna Grecia, Crotona y Lo­ cres Epicefiriana, los dos héroes laconios vinieron en ayuda de los soldados de Locres, que luchaban en las riberas del río Sagra contra los de Crotona. Combatieron montados en sus corceles blancos, vestidos con clámides de púrpura, y los habitantes de Locres los honraron luego con un culto asiduo.35 La aparición de los Dióscuros puede ser menos efectiva y, sin embargo, igualmente eficaz: su solo fantasma junto con el de su hermana Helena bastó para proteger a Esparta de un ataque enemigo.36 Fuera de estos casos de asistencia milagrosa, las epifanías de los Dióscuros se reproducían perió­ dicamente cuando Cástor y Pólux eran convidados, con su hermana Helena, a participar en las teoxenias, o sea en los banquetes solemnes que las ciu­ dades o los particulares les ofrecían. A estos héroes eminentemente auxiliadores les correspondía, con­ trariamente a los hábitos de los demás habitantes del Olimpo, presentarse en fechas fijas a los hom­ bres ansiosos de recibir su apoyo y su confor­ tación. Los imagineros griegos no dejaron de ilus­ trar estas creencias 37 y representaron a los héroes dirigiéndose a través de los aires, generalmente a caballo, al banquete que les estaba preparado. La epifanía de los Dióscuros que se reproducía en fecha fija, en ocasión de las ceremonias del culto, como una especie de prodigio humanizado o por lo menos regularizado, pudo servir para ilustrar

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vasos pintados y bajorrelieves, tal como ocurrió con tantas otras ceremonias religiosas. Así, sólo encontraremos en el arte griego —y aun en nú­ mero muy limitado— la representación de prodigibs favorables a los hombres y provocados por dioses o héroes esencialmente bienhechores. Una especie de tabú más o menos consciente impidió la representación de prodigios funestos. No ocu­ rrirá de otro modo, según veremos, en Roma, pues los antiguos sólo quisieron grabar sobre la piedra el recuerdo de la asistencia milagrosa de los dioses, nunca el de las manifestaciones extraordinarias de su cólera. Una especie de prodigio antitético de la epifanía de los Dióscuros, que venían a ayudar fraternalmente a las tropas en dificultades, es el terror “pánico” que el dios Pan sabe inspirar de manera misteriosa a los enemigos del pueblo que él apoya. Esta creencia estaba tan bien anclada en el corazón del pueblo en la época clásica, que Tucídides no desdeña mostrar la causa puramente humana de estas reacciones de espanto irrazonables y colectivas,38 como lo hará a su vez Polibio, en época muy posterior.39

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Notas

1. Steinhauser, op. cit., pág. 25, y el artículo Finsternisse de BoII, que data de 1909, en la RealEncyclopedie de Pauly-Wissowa, VI, 2329 y sigs. 2. Harald Popp, Die Einwirkung von Vorzeichen, Opfern und Festen auf die Kriegführung der Grie· chen im 5. und 4. Jahrhundert v. C. Disertación de Erlangen, sostenida en 1957, hacia la cual tuvo la gentileza de atraer mi atención L. Robert. 3. Tucídides, VII, 50, 4; Diodoro, XIII, 12, 6; Plutarco, Vida de Nicias, 23. 4. Tucídides, loe. cit. 5. Plutarco, Vida de Dión, 24. 6. Iliada, II, 351 y sigs. 7. Odisea, XXI, 413 y sigs. 8. Iliada, IV, 75. 9. Plinio el Viejo, II, 27. 10. Plinio el Viejo, II, 26. 11. Cf. Harald Popp, op. cit., pág. 13 y sigs. 12. Tucídides, VI, 95, 1. 13. Jenofonte, Hél., IV, 7, 4. 14. Pausanias, III, 5, 8.

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15. Sobre las lluvias anunciadoras, como por ejemplo las lluvias de sangre, enviadas por Zeus, cf. Arthur Bernard Cook, Zeus, a study in. ancient religion, vol. Ill, parte I (Zeus, god of the dark sky, earthquakes, clouds, wind, dew, rain, meteori­ tes), pág. 478 y sigs., Cambridge, 1940. 16. Plinio el Viejo, XVII, 241. 17. Pausanias, VIII, 5, 8. 18. Cf. Plutarco, Vida de Alejandro, 14. 19. Herodoto, I, 59. 20. Plutarco, Vida de Dión, 24. 21. Plutarco, Vida de Alejandro, 73. 22. Infra, pág. 52. 23. Pausanias, IV, 13, 1. 24. Herodoto, VI, 27. 25. Cf. H. Bouché-Leclercq, op. cit., I, pág. 320 (adivinación iatromántica), y III, pág. 271 y sigs. (los oráculos de Asclepios) y la bibliografía, pá­ gina 186. 26. Cf. Ch. Kerényi, Le médecin divin. Prome­ nades mythologiques aux sanctuaires d’Asklépios, Basilea, 1948. 27. Cf. A. Boulanger, Aelius Aristide et la so­ phistique du IIe siècle de notre ère, en la Bibl. de las Escuelas francesas de Atenas y de Roma, fase. 126, 1923. 28. Pausanias, II, 27, 4. 29. IV, I,2 121. 30. Cf. Ch. Kerényi, op. cit., fig. 18, pág. 41. 31. Ibid., fig. 19, pág. 42. 32. Cf. en La science antique et médiévale, t. I de la Histoire générale des Sciences, dirigida por R. Taton, Presses Universitaires de France, Paris, 1957, los capítulos sobre la medicina griega de

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L. Bourgey y J. Beaujeu, pág. 276 y sigs. y 384 y sigs. 33. Acerca de las curaciones milagrosas de As­ clepios en Roma, cf. la tesis de M. Besnier, citada en la pág. 189. 34. Cf. Quentin F. Maulé y H. R. W. Smith, “ Votive religion at Caere: prolegomena” , en las Publications in classical archaeology, de la Uni­ versidad de California, vol. 4, n? 1, Berkeley y Los Angeles, 1959, sobre todo pág. 90, η1? 4, y mi reseña de este libro aparecida bajo el título “ Les dépôts votifs et l’étude de la religion étrusque et romaine” , en la Revue des Etudes anciennes, t. LXIII, n08· 1-2, enero-junio de 1961, págs. 96 a 100. 35. Cf. la bibliografía concerniente a este epi­ sodio en mi artículo “ L’origine des Dioscures à Rome” , Revue de Philologie, XXXIV, 11, 1960, pá­ gina 182 y sigs. 36. Pausanias, IV, 16, 5. 37. Cf. a este respecto la tesis de F. Chapouthier, Les Dioscures au service d’une déesse. Etude d’iconoghaphie religieuse, en la Biblioteca de las Escue­ las francesas de Atenas y de Roma, 1935, sobre todo la pág. 132 y sigs. Citemos solamente aquí el bajorrelieve de Larisa que se encuentra en el mu­ seo del Louvre, y fue publicado por Heuzey, Mis­ sion de Macédoine, lám. XXV, I, pág. 419. 38. Tucídides, IV, 125; VI, 78; VII, 80. 39. Polibio, V, 96, 110; XX, 6, 12.

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Ill Los rituales. Evolución de la actitud helénica respecto del prodigio

Después de este análisis de los aspectos variados del prodigio en la Hélade, quedan por plantear dos cuestiones importantes: cuáles fueron los actos cultuales que acarreaban estos prodigios y, en se­ gundo lugar, si hay medios para discernir una evolución sensible en la actitud de los griegos res­ pecto de ellos. La diferencia fundamental que existe sin duda en este dominio entre el mundo griego y el mundo itálico consiste en que en Grecia no se observan las numerosas e importantes ceremonias que, según veremos, eran ordenadas regularmente en Etruria y en Roma para conjurar los prodigios.1 Es cierto que los textos nos hacen conocer diversas prescrip­ ciones cultuales decididas en Grecia en estas oca­ siones, purificaciones o ceremonias variadas. Es­ critos tardíos llamados Exegetiká las coleccionaron, pero no hubo jamás rituales que prescribieran su ejecución. Es muy curioso que en Italia, el más importante de estos rituales relativos a los prodi­ gios y a su expiación, los Libros Sibilinos, fue considerado de origen griego e importado de Gre­ cia. Convendrá examinar el valor de esta tradición. Individuos y ciudades podían pedir ayuda, consejo

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e interpretación de todos los signos adivinatorios a los colegios de sacerdotes o bien a los adivinos, los montéis, grandes conocedores de las diferentes técnicas de la adivinación,2 cuya popularidad fue grande en la Hélade, desde la época arcaica; o por último, y sobre todo, acudir a los oráculos y a los sacerdotes asignados a ellos. Aquí la situación es también clara. En el mundo de la adivinación no se otorga sistemáticamente en Grecia ninguna atención preferencial al hecho propiamente milagroso. Este entra en el dominio de la adivinación fundada sobre la interpretación de los signos exteriores al hombre, la adivinación llamada inductiva, razonada, conjetural, en griego mantiké éntekhnos, tekhniké, en latín diuinatio ar­ tificiosa, mientras que la adivinación llamada na­ tural se funda sobre la inspiración divina que hace hablar directamente al profeta, al vidente: se trata, en este último caso, de la mantike átekhnos, adidaktos de los griegos, de la diuinatio naturalis de los latinos. Un cierto número de los hechos que hemos en­ carado salen de esta regla general y, sin tener valor significativo para el porvenir, rompen por un tiempo el curso normal de las cosas; así ocurre con las curaciones milagrosas, las epifanías divinas. Estas acciones, estas intervenciones directas de la divinidad son acogidas, por supuesto, con alegría por los hombres o las ciudades que reconocen en ellas, a justo título, verdaderas gracias acordadas por los dioses. Sólo exigían de sus beneficiarios ceremonias de reconocimiento, que éstos decidían espontáneamente o que les eran indicadas por los adivinos y los sacerdotes. Así, no había nada de sistemático en este mundo helénico del prodigio, sino una gran flexibilidad en su interpretación y en la indicación de los actos cultuales a ejecutar

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como consecuencia de él. En Italia encontraremos, en cambio, una estructura rígida. La segunda cuestión que nos hemos planteado es delicada y exigiría, en verdad, un largo estudio, que sobrepasaría en mucho los límites de la pre­ sente obra. Debemos limitarnos aquí a algunas observaciones esenciales acerca de la evolución del sentimiento religioso de los griegos en este domi­ nio. La actitud de los filósofos en lo que con­ cierne al mundo de la adivinación y de los prodi­ gios fue, según hemos visto, diversa y matizada. Las escuelas se oponían unas a otras y las obras morales de Cicerón nos han conservado el reflejo de estos debates contradictorios. De allí surgieron desde muy temprano, por supuesto, posiciones di­ versas entre las clases cultivadas. Para la época arcaica cabe señalar, sin embargo, la importancia que tuvieron en la vida de la Hélade esos sacer­ dotes purificadores y hacedores de milagros, acer­ ca de los cuales circulaban los relatos más extraños y maravillosos. En pleno siglo v a. C., un hombre como Empédocles aparece como el último de estos videntes y taumaturgos cuya celebridad recorrió la Hélade.3 Habrá que esperar a la época helenística para ver aparecer, bajo la influencia de las reli­ giones de Oriente, magos y taumaturgos de toda especie y de todo origen. Sin embargo, la acción de la investigación y de los descubrimientos cien­ tíficos de los siglos v y iv a. C. no fue pequeña e influyó ampliamente sobre la posición de los es­ critores y de los griegos cultivados, y aun repercutió sobre la actitud de las clases populares, que fueron sin embargo las menos tocadas, como es natural, por el desarrollo de la ciencia de la naturaleza. La posición de los escritores respecto del pro­ digio fue, en verdad, muy matizada desde la época arcaica. Dada la influencia que ejerció Homero

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sobre la educación griega, no se podría subestimar la importancia de la actitud de algunos de sus héroes respecto de los signos adivinatorios, de los presagios y de los adivinos. Es cierto que una cantidad de presagios y de prodigios suscitan, se­ gún hemos visto, la atención, el temor o la alegría de los personajes homéricos que los acogen. Pero algunos de los héroes de Homero, y no de los menores, no temen rechazar desdeñosamente su­ puestas advertencias del cielo. Recordemos sola­ mente la respuesta altanera y magnífica opuesta por Héctor a Polidamante, en el libro XII de la ¡liada: 4 “ Quieres que obedezca a pájaros que ex­ tienden sus alas. No me importa nada si vuelan a mi derecha, del lado de la aurora o del sol; o a mi izquierda, hacia las tinieblas inmensas. El mejor de los presagios es combatir por la patria.” Príamo y Telémaco tienen reflexiones no menos desdeñosas para los adivinos y sus predicciones.5 Así, la literatura griega transparenta desde sus comienzos una cierta tendencia a un racionalismo precoz. Es verdad que tal racionalismo constituye ya el punto de llegada de un lejano pasado reli­ gioso, el del mundo micénico, que el desciframiento de la linear B nos permite conocer hoy mejor.® Sería interesante analizar en seguida la actitud respecto del prodigio —y, por lo tanto, de la adivi­ nación en general— de los grandes escritores y de los grandes hombres políticos de Grecia. En un estudio sistemático, tal actitud aparecería distinta según la época en que vivieron y las tendencias de cada uno. Luego de un Sófocles, respetuoso de la tradición religiosa, Eurípides, formado por los sofistas, no muestra blandura alguna respecto de las creencias en el prodigio, que serán también objeto de sarcasmo para Aristófanes. La misma oposición de actitud se da entre Herodoto y Tucí-

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dides. La obra del primero está plena de relatos referentes a prodigios y presagios a los cuales el escritor acuerda sinceramente crédito. Tucídides cita los diversos prodigios que conmovieron a la multitud ateniense en razón de sus repercusiones históricas. Conoce la verdadera explicación de ellos e ironiza fríamente acerca de la superstición popular. Volveremos a encontrar en Polibio el mismo frío análisis de las supersticiones de la masa. La actitud de los hombres de Estado y de los jefes militares no fue muy distinta de la que observaron los escritores. Algunos, como Nicias, seguían viendo una advertencia divina en el pro­ digio que irrumpía en su camino. Entre aque­ llos que se habían ilustrado suficientemente con conocimientos científicos, algunos, como Pericles, trataban de devolver la calma al corazón de las mul­ titudes inquietas, explicándoles con dulzura la ver­ dadera causa de los pretendidos prodigios. Para ello, nada valía tanto como una explicación con­ creta: un día, en ocasión de un eclipse de sol, Pericles desplegó su manto ante las tropas sobreco­ gidas de angustia y les preguntó si tenía realmente algo de notable la sombra así obtenida.7 Hay que vincular esta anécdota con la escena que, siempre según Plutarco, protagonizaron ante Pericles dos de sus amigos, el filósofo Anaxágoras de Clazómenes y el adivino Lampón, que discutían a propó­ sito de un prodigio. Según Lampón, la anomalía monstruosa de un cordero nacido con un solo cuerno en la finca de Pericles, anunciaba con un claro simbolismo que al poderío de los dos partidos de Tucídides y de Pericles sucedería el de un solo hombre. Pero Anaxágoras cortó la cabeza del cor­ dero y explicó la monstruosidad como una caracte­ rística anatómica. No dejó de recordarse con ad­ miración la exégesis de Lampón cuando Tucídides

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íue abatido y Pericles tomó en su mano los asuntos del país.8 Muchos jefes políticos o militares hi­ cieron servir estas creencias populares para favore­ cer su propia ambición. Los ambiciosos vieron ante todo en la religión un medio de actuar sobre las masas y comprendieron que en la creencia en los prodigios residía una de las palancas más efi­ caces de su acción. En Grecia, y luego en Roma, esta utilización sin escrúpulos de los temores co­ lectivos e irracionales no escapó al observador atento, pero tal toma de conciencia por parte de los buenos espíritus no atenuó la eficacia de esta arma de primera clase, que proporcionaba la psicolo­ gía de las multitudes. Si hubiera que hacer un estudio de los temas de propaganda utilizados por los políticos de Grecia y de Roma, el prodigio ocuparía, por cierto, un lugar no despreciable. Esta reflexión nos lleva a encarar un aspecto importante que el problema presenta en la época he­ lenística. Entre los cambios que ocurrieron entonces en las creencias religiosas, el principal fue, sin duda, la aparición del culto real, de ese culto del sobe­ rano suscitado por la personalidad de Alejandro y que se desarrolló en torno de la persona de los soberanos helenísticos. El nacimiento y la historia de este culto monárquico, que los excesos y los desórdenes del mundo contemporáneo nos ayudan sin duda a comprender mejor, atrajeron la aten­ ción de los eruditos, y muchos libros excelentes contribuyen en la actualidad a iluminar con luz nueva esta religión antigua del jefe.9 Este nuevo carisma monárquico acarrea una es­ pecie de desplazamiento o, si se prefiere, de con­ centración en el mundo de los prodigios. Toda la vida de los monarcas helenísticos se encuentra mar­ cada, iluminada por presagios y prodigios que confirman de una manera palpable su predestina­

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ción y su valor divino. Se trata, por supuesto, de un carácter común a toda monarquía sagrada, cual­ quiera que sea la civilización en que aparezca. En Grecia, los temas legendarios desarrollados en tor­ no de la realeza primitiva y de los héroes funda­ dores habían conocido brillantes ilustraciones lite­ rarias. Pero la época clásica fue profundamente hostil y extraña a la realeza y al culto del jefe; hay que esperar hasta el período helenístico para ver florecer, en torno de la persona de los nuevos soberanos, queridos por los dioses, toda una serie de signos carismáticos, entre los cuales ocupan el primer lugar los prodigios, a causa de su importan­ cia y de su fuerza significativa. La influencia de la ideología de las monarquías orientales se siente fuertemente, por supuesto, en este dominio. Cuando nació Alejandro, los magos anunciaron enseguida el nuevo peligro —peligro mortal— que había apa­ recido para Asia. “ La noche misma en que ardió el templo de Efeso, escribe Cicerón,10 Olimpia dio a luz a Alejandro y, cuando nació el día, los magos anunciaron a grandes gritos que la noche precedente había visto aparecer la ruina y la peste de Asia.” El episodio capital de la vida de Alejandro, que fue su peregrinaje al oasis de Siwah, para visitar el santuario de Ammón, fue saludado con manifes­ taciones divinas de la misma importancia. Su estu­ dio ha suscitado una inmensa literatura, que trata de este momento crucial y analiza con cuidado las fuentes antiguas de las cuales dependemos. A la manera de los grandes reyes iranios, Alejandro es señalado por signos milagrosos en el curso de su viaje. Cuando tempestades de arena obstaculizan el avance del ejército macedonio, que sufre cruelmen­ te de sed, las condiciones atmosféricas mejoran mi­ lagrosamente y una tormenta providencial trae la deseada lluvia. Además, los límites habían desapa-

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recido y la ruta ya no se veía: dos cuervos o, según otros relatos, dos serpientes vinieron a indicar el camino a seguir. Si Alejandro fue a Siwah a bus­ car pruebas de su filiación y de su misión divinas, sin duda que las palabras del gran sacerdote de Ammón le dieron la respuesta que esperaba; pero ya los prodigios ocurridos en su camino habían constituido para él —y luego para el mundo— un comienzo capital de confirmación.11 Luego de Ale­ jandro, los reinos helenísticos desarrollaron y siste­ matizaron el culto del soberano y, en cada uno de ellos, se multiplicaron los prodigios que consagra­ ban la persona del rey y señalaban los principales actos de su vida. El nuevo sistema político-religioso —monarquía de derecho divino— y las influencias venidas de un Oriente entonces helenizado, sirvieron de eje al prodigio sobre la filiación, a menudo so­ brenatural, la persona, la vida y la muerte del sobe­ rano. La literatura helenística y luego la romana nos conservan reflejos muy fieles de esta nueva tendencia y los ambiciosos de Roma, ávidos de instaurar sobre las ruinas de las guerras civiles un poder personal, no desaprovecharán esta lección. Comprendemos ahora por qué un escritor como Plu­ tarco, que redactó en la segunda parte del siglo I de nuestra era las Vidas de hombres ilustres, acor­ dó al prodigio un lugar de preferencia en su obra. Sería interesante tratar de discernir —pero, na­ turalmente, es imposible hacerlo aquí—, en el cua­ dro inmenso del mundo helenístico, la parte que corresponde a las creencias y la que debemos asig­ nar a la explotación política, en esta presencia y esta proliferación de los presagios y de los prodi­ gios “ reales” . Habría que distinguir con cuidado los países (ya que la Grecia propiamente dicha se muestra infinitamente más reticente en este domi­ nio que el resto del mundo del Mediterráneo orien­

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tal), las épocas, las clases sociales y el carácter mismo de los soberanos en torno de los cuales caían continuamente los signos del favor divino. Los eruditos, según sus tendencias, insisten más sobre la creencia religiosa y la creencia sincera, o sobre las razones de oportunismo político y de interés bien entendido. Podrá medirse la amplitud de una investigación tal12 pensando en las discusiones que suscitó el análisis del verdadero móvil de Alejandro, en ocasión de su expedición a Siwah. Me basta haber mostrado cómo el prodigio, que existió a todo lo largo de la historia de la Hélade, pero aceptado con reserva por las élites del país y sin entusiasmo excesivo por el pueblo mismo, tomó a partir de fines del siglo iv a. C., en razón misma de la evolución de las instituciones y de las ideas, una importancia y un valor nuevos: al constituir el anuncio, la confirmación y la consagración del carisma real, se revistió de un valor ejemplar en los países del Oriente mediterráneo, valor que luego los emperadores romanos percibirán plenamente y utilizarán para sus fines.

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Notas

1. Infra, pág. 89 y sigs. y pág. 143 y sigs. 2. Cf. la obra citada de H. Bouché-Leclercq, ts. II y III: Les sacerdoces divinatoires. 3. Corresponde referirse a este respecto a los libros de P. Nilsson sobre las creencias religiosas de la Grecia antigua, citados en la bibliografía, pág. 185. 4. Iliada, XII, 230 y sigs. 5. Iliada, XXIV, 221 y Odisea, I, 415. 6. Para la religion micénica a la luz de los descubrimientos recientes, cf. Michael Jameson, “ Mycenaean Religion” , en Archaeology, primavera de 1960, vol. 13, ώ9 1, pág. 33 y sigs. La obra clásica de Martin P. Nilsson, Minoan-Mycenaean Religion, Lund, 1950, fue escrita antes del desci­ framiento de la lengua micénica. 7. Plutarco, Pericles, 35. 8. Cf. P. Flacelière, Devins et oracles grecs, col. “ Que sais-je?” , n"? 939, Paris, 1961, cap. 5, “ Adivinación y filosofía”. 9. Por ejemplo los libros de Fr. Taeger y de L. Cerfaux y J. Tondriau, citados en la bibliogra­ fía, infra, pág. 186.

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10. Cicerón, De diuinatione, I, 47. 11. Sobre este episodio, cf. la bibliografía de la obra de Cerfaux-Tondriau, pág. 30. Acerca de los presagios y los prodigios que caracterizaron la vida de Alejandro, cf. la obra de Taeger, t. I, pág. 87, n? 33; sobre la marcha por el desierto, cf. el mismo libro, pág. 191 y sigs. 12. Animosamente emprendida en el libro citado antes, de Fr. Taeger.

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Segunda Parte Primera Los prodigios en Etruria

I

La adivinación etrusca y los prodigios

Pese a la influencia que el mundo helénico ejer­ ció sobre Etruria, en las diferentes épocas de la historia de este país, pese al número de dioses o de héroes griegos cuyo nombre y mito pasaron al arte y la religión toscana, ésta siguió siendo fun­ damentalmente distinta de la religión griega por su estructura y aspecto; para captar mejor la oposición, la antítesis, debemos partir, sin duda, de una definición general de esta última. Leamos, pues, las siguientes líneas, con las cuales el R. P. Festugiére define excelentemente la reli­ gión de los griegos:1 “ La religión griega no fue el acto de voluntad instantáneo de un profeta o de un mago, que se impuso, inmutable, a una larga serie de siglos. No fue codificada en un libro, no per­ teneció a una casta cerrada, a una iglesia, no cono­ cía dogma alguno. Brotó del corazón mismo de las poblaciones que, poco a poco, se mezclaron en el suelo de Grecia. Evolucionó según el mismo rit­ mo que las poblaciones, su historia depende inme­ diatamente de la de éstas, representa un elemento de su civilización. No hay manera alguna de estu­ diarla aparte: esta flor pierde su perfume cuando se la arranca del terreno que le dio nacimiento.”

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Frente a esta flexibilidad, a esta evolución, a esta vinculación indisoluble con la historia misma del pueblo, la religión etrusca presenta caracteres muy diferentes. Es una religión revelada, codifi­ cada, unitaria, rebelde, según parece, a toda modi­ ficación profunda. La razón de esta estructura rígi­ da reside en la actitud fundamental de los etruscos respecto de lo sagrado y de los dioses, actitud total­ mente opuesta a las relaciones flexibles que los grie­ gos mantenían con los dioses del Olimpo. Pese a su concepción de la omnipotencia del destino, fuen­ te de tantos temas dramáticos, el griego no abdica nunca de su libertad, salvo en la medida misma en que sabe tomar clara conciencia de los límites de su condición. Más aun, se rebeló muy pronto contra la idea de la omnipotencia de esta fuerza ciega y terrible. En Etruria las cosas son absolu­ tamente distintas, como lo han aclarado muy bien algunos estudiosos.2 El poder sombrío y oscuro de las divinidades toscanas crea un sentimiento de anonadamiento de la persona humana. En Grecia, y luego en Roma, se establece siempre un diálogo entre los dioses y los hombres. En Etruria el hom­ bre calla y sólo puede escuchar, temeroso, el eterno monólogo de los dioses. Su tarea consiste sólo en ejecutar, tan escrupulosamente como le es posible, las voluntades y decisiones de éstos.3 Las consecuencias de esta posición son muy im­ portantes en lo que respecta a nuestro tema. La vida religiosa etrusca, en efecto, se centró perma­ nentemente en torno de las prácticas adivinatorias más diversas, las únicas capaces de hacer conocer en la tierra la voluntad de los dioses ocultos. Una ojeada de conjunto sobre la disciplina etrusca nos permitirá darnos cuenta de ello. El destino de Etruria, las reglas de vida y de muerte de su pueblo, se encontraban enunciadas en

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libros sagrados que contenían las palabras de per­ sonajes divinos, aparecidos milagrosamente, un buen día, sobre el suelo de la Toscana. El genio Tages, la ninfa Begoe, tales eran los autores míticos de esta revelación fundamental. Es cierto que la re­ dacción de los libros fue tardía y no parece remon­ tarse más allá del siglo II a. C. Pero esta redacción de conjunto debió agrupar elementos ya escritos, aunque sin unidad. Y todo eso reproducía, sin duda, una tradición oral muy antigua y escrupulo­ samente transmitida de generación en generación. Se ha comprobado desde hace mucho tiempo la ex­ trema seguridad de memoria de las poblaciones anti­ guas, y esta seguridad se manifestaba sobre todo en el dominio de los ritos y de las reglas de la religión. No nos queda casi nada de esos libros sagrados en su lengua original, pues desaparecieron en el naufragio de la literatura etrusca. Algo subsiste, sin embargo, de esta colección: fragmentos escasos y dispersos, que se conservan en las traducciones o las citas que de ellos hicieron autores griegos y latinos. Además, como veremos en detalle en el capítulo siguiente, la disciplina fue ampliamente utilizada por las autoridades religiosas romanas durante toda la historia de la urbs. La actividad de los arúspices en Roma en los diferentes siglos, nos la describen cuidadosamente algunos escritores romanos, preocupados por anotar prolijamente sus costumbres, y esto nos informa con bastante exacti­ tud acerca de las prácticas de los sacerdotes toscanos y los principios por los que guiaban su ac­ tuación. Pudo así un excelente erudito de comienzos del siglo describir, con tanta minuciosidad como se lo permitía el estado fragmentario de nuestra documen­ tación, la estructura y el contenido de estos libri etrusci. Los tres fascículos de O. Thulin, agrupa­

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dos bajo el título de Etruskische Disziplin, son todavía utilizables pese a su fecha. En el interior de esta rígida disciplina de la antigua Toscana, ocupan su lugar la creencia en los prodigios y los ritos que les conciernen. Hay que recordar pues, para comenzar, la organización de los libros reve­ lados de los etruscos. Su división era triple y Cicerón da fe de ello en su Tratado sobre la adivinación con dos pasajes explícitos: quod etruscorum declarant et haruspi­ cini et fulgurales et rituales Ubri (I, 72) ; sed quoniam de extis et de fulgoribus satis est disputa­ tum, ostenta restant ut tota haruspicina sit pertrac­ tata (II, 49), Se nota la ambigüedad del último término. La disciplina enseñada y aplicada por los arúspices podía recibir, en su conjunto, el nombre de aruspicinsr. Pero, en un sentido más estricto y estrecho, esta palabra sólo se aplicaba a la técnica adivinatoria, fundada sobre el examen de las entra­ ñas y en la cual los arúspices eran maestros incon­ testables. Y resulta clara la articulación del con­ junto. El primer grupo de libros trataba del examen y el estudio de las entrañas de las víctimas, técnica de la cual los arúspices habían tomado su nom­ bre.4 El segundo grupo concernía a los rayos, su origen, su valor y su expiación. El tercero, en fin, era el más considerable, ya que abarcaba los preceptos más diversos referentes a la vida de los individuos y de los Estados: formaban parte de él los libri acheruntici, libros de los muertos, sin duda semejantes a los del antiguo Egipto, y los ostentaría, relativos a los ostenta^ a los prodigios. La enseñanza propia de éstos constituía entonces parte integrante de una teoría muy vasta, que daba respuestas precisas a las cuestiones planteadas por la vida y la muerte de las ciudades y de los hombres.

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Esta rápida referencia muestra un hecho capital para nuestro estudio: la importancia primordial que asumía el arte adivinatorio en la vida religiosa toscana. Las teorías acerca de los rayos y de las entrañas no tienen otro sentido y otra finalidad sino deducir la voluntad de los dioses, las ceremo­ nias por cumplir en las diversas circunstancias de la vida, el porvenir cercano o lejano de fenómenos particularmente cargados de valor sagrado. La atención que se acordaba a los prodigios responde a las mismas preocupaciones. Para el espíritu profundamente religioso de los etruscos, no hay diferencia esencial entre los diver­ sos signos enviados por los dioses. Así, los arúspices despliegan una virtuosidad igual al hacer la exégesis erudita de los exta, de los rayos, o bien de los prodigios. Interesantes pasajes de Séneca y de Plinio el Viejo aclaran bien, a propósito de la doctrina referente a los rayos, los principios fun­ damentales a los que obedecía el conjunto del arte adivinatorio etrusco. Las opiniones que estos auto­ res expresan no son sólo sentimientos personales, sino que reposan sobre el conocimiento de traduc­ ciones al latín de libros sagrados etruscos, que hombres como Cecina pusieron al alcance de los técnicos de la religión romana. Veamos cómo Séneca opone la posición cientí­ fica de los filósofos y el modo de pensar de los etruscos en lo que respecta a la interpretación de los fenómenos de la naturaleza: “ He aquí en qué no estamos de acuerdo con los toscanos, intérpretes consumados de los rayos. Según nosotros, el rayo estalla porque hay un choque de nubes; según ellos el choque sólo ocurre para que se produzca la explosión. Como ellos refieren todo a la divini­ dad, están persuadidos no de que los rayos anun­ cien el porvenir porque se formaron, sino de que

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se forman porque deben anunciar el porvenir.” 6 Asi, para lós etruscos, la naturaleza obedece a una finalidad universal, los fenómenos que se presentan al hombre son provocados por las potencias divi­ nas para instruirlo respecto de su porvenir y de sus deberes. No existe, según se ve, actitud más alejada de la ciencia, ni que ofrezca a la adivina­ ción un campo más extenso. Todo es aquí cuestión de mantica y la atención especial que se presta a los exta, a los rayos y a los prodigios proviene solamente del hecho de que están más cargados 3e valor sagrado que todos los otros fenómenos de la naturaleza o del mundo animal y humano. La cien­ cia de los prodigios es, pues, totalmente paralela a la de las entrañas y de los rayos. Los métodos de enfoque y de estudio son, de hecho, los mismos en uno y otro caso. Séneca, en el mismo pasaje de sus Cuestiones naturales,e define así la adivinación fulgural: “ Volvamos a los rayos cuya ciencia incluye tres partes, la observación, la interpretación, la conjuración.” Estas tres partes fundamentales del arte del arúspice se vuelven a encontrar en lo referente al prodigio.

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Notas

1. Cf. en la Histoire générale des religions, ed. Quillet, Paris, 1960, “La religion grecque” , del R. P. Festugière, t. I, págs. 465-575. 2. Pensamos ante todo en la lúcida exposición de M. Pallottino, en su manual titulado Etruscologia, 3^ éd., Hoepli, Milán, 1955, pág. 199 y sigs. 3. Si se trata de encontrar alguna limitación a esta dependencia, debe buscársela por el lado del poder semimágico del sacerdote. Cf. infra, págs. 75 y 173. 4. Cf. A. Ernout y A. Meillet, Dictionnaire éty­ mologique de la langue latine, artículo haru-, har-. 5. Séneca, Naturales quaestiones, II, 32. “ .. .Nam cum omnia ad Deum referant (sc. Etrusci), in ea sunt opinione tanquam non quia facta sunt signi­ ficent, sed, quia significatura sunt, fiant.” 6. Séneca, ibid., II, 33.

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II

Caracteres generales de los “ Responsa” de los arúspices acerca de los prodigios

Un texto precioso de Cicerón, su discurso De haruspicum responso, que data del año 56 a. C., nos transmite la forma y el contenido de una res­ puesta dada al Senado romano por los arúspices, consultados respecto de un rumor subterráneo que se había oído en el ager latiniensis. Consultas se­ mejantes se realizaron en Roma hasta la caída del Imperio. Examinemos los diversos puntos a que se refiere este responsum.1 El primer tiempo de la adivinación aruspicinal que señala Séneca, la observación, sólo aparece aquí bajo una forma alusiva y rápida y esto se com­ prende fácilmente. En efecto, los arúspices sólo desempeñaron en Roma el papel de consultores. Según veremos, los interrogaba el Senado acerca de los prodigios que inquietaban a Roma y no les correspondía la observación de los fenómenos. No hay duda de que el detalle de la actividad de los arúspices en la Etruria independiente, y luego roma­ nizada, se nos escapa en gran parte, pero debía ser, en todo caso, infinitamente más importante que en Roma. La observación de los prodigios, así como la de los exta y la de los rayos, correspondía, seguramente, a estos maestros indiscutibles de la

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vida religiosa de cada ciudad toscana. Aquí el responsum de los arúspices se limita a indicar rápi­ damente, pero con precisión, el fenómeno sobre el cual se les llama a pronunciarse: “ Visto que en el ager latiniensis se ha oído bajo tierra un ruido metálico acompañado por un temblor — ” Luego está indicado el nombre de los dioses que manifiestan su cólera: así comienza la sabia exégesis del fenómeno, parte esencial de estas consul­ tas, ya que proporciona a la ciudad temerosa la explicación de un hecho amenazador e incomprendido. “ Las reclamaciones vienen de Júpiter, Satur­ no, Neptuno, Tellus, de los dioses celestes...” ¿De dónde nació esta cólera? Las razones de ella son múltiples y se las enumera cuidadosamente. “ Los juegos se celebraron con demasiada negli­ gencia y fueron mancillados. Se han dedicado al uso profano lugares sagrados y religiosos. Se con­ denó a muerte a oradores, despreciando las leyes divinas y humanas. Se olvidó la palabra dada y el juramento. Se han realizado con excesiva negli­ gencia y se han mancillado sacrificios antiguos y secretos.” ¿Cuáles son los peligros que se ciernen sobre la ciudad? La lista es también larga y amenazadora. Hay que temer “ que por la discordia y el disenti­ miento de los optimates, se preparen violencias y peligros contra los Padres y los jefes, que éstos no se vean privados de socorro, a raíz de lo cual las provincias se alinearían bajo una sola autori­ dad, el ejército sería expulsado y se produciría un debilitamiento final. Hay que temer también que la cosa pública no sea lesionada por manejos secre­ tos, que hombres deteriorados y desposeídos no sean elevados a las dignidades, en fin, que no se cambie la forma de gobierno” .

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Después de esta sabia exégesis, se esperaría la tercera parte de la adivinación aruspicinal, la indi­ cación de los medios efectivos para calmar a los dioses y alejar las amenazas. Esto no aparece aquí, en contraposición con el uso que vemos constante­ mente atestiguado en Roma, donde los arúspices completan sus análisis adivinatorios mediante pres­ cripciones detalladas relativas a las procuraciones, a las expiaciones a cumplir. Pese a esta laguna que es fortuita, el texto evo­ cado resulta revelador. Muestra concretamente la sutileza de los adivinos toscanos en el estudio de los prodigios, da una idea de las luces que ellos creían proyectar, gracias a su pseudociencia, sobre el pasado, el presente y el porvenir. En efecto, todo está reunido en este responsum: las faltas huma­ nas de un pasado reciente, que se sitúan en el mundo de la religión y de los ritos; el estado del presente, en su aspecto capital, es decir, la actitud de los dioses respecto de los hombres y, por último, el anuncio de un cercano porvenir, cargado de ame­ nazas en lo que concierne al Estado y a las clases dirigentes. La ciencia aruspicinal tenía así un carác­ ter, en cierto modo, universal y cósmico y un solo fenómeno le permitia abrazar de una ojeada el estado del mundo. Las relaciones profundas que unen las diversas partes del mundo, naturaleza, hu­ manidad y dioses, se aclaran mediante tal análisis y algunas de las correspondencias indicadas pare­ cen imponerse a posteriori: ¿un rumor subterráneo no es la expresión de la cólera de las divinidades ctónicas? Volvemos a encontrar este simbolismo cósmico en el dominio de los rayos y, más aun, en el de los exta: en el animal consagrado y ofrecido a los dioses, el hígado, sede y órgano de la vida, es como el espejo del mundo en el momento del sacrificio.

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Sobre su superficie el sacerdote distinguía las sedes de los dioses en compartimientos rigurosamente orientados y correspondientes, por una ley sutil de equivalencias, a las ubicaciones de los dioses en el espacio celeste.2 El hígado de bronce encon­ trado en Piacenza, que lleva inscriptos, cada uno en su casillero, los nombres de los dioses, era una especie de manual que servía para la instrucción de los arúspices y se presenta como un verdadero microcosmos. En el responsum transmitido por Cicerón, la ac­ titud fundamentalmente aristocrática de los arúspi­ ces, cuyo reclutamiento se efectuaba entre la clase noble de Etruria, se manifiesta en el anuncio de los peligros que amenazan al Estado y a la clase senatorial. Y, por cierto, sus advertencias contra toda tentativa tendiente a desquiciar el orden establecido y a reemplazar la autoridad senatorial por el poder de uno solo, coinciden admirablemente con el mo­ mento en que este responsum fue formulado, pues la República senatorial estaba entonces en apuros. Sin embargo, se ha demostrado que no hay dere­ cho a considerar esta respuesta como escrita sola­ mente para esa circunstancia.3 El autor bizantino Lido nos conservó, en efecto, en su Tratado de los prodigios, un calendario brontoscópico de origen etrusco, dictado por el mítico Tages, traducido al latín por Nigidio Figulo, y del latín al griego por Lido mismo. Este calendario indica la significa­ ción del trueno para cada día del año. Ahora bien, son evidentes las analogías que existen entre el responsum del 56 a. C. y ciertas exegesis del trueno formuladas en el calendario de Lido, en particular para la fecha de 25 de septiembre. Hay que atri­ buir pues al responsum mismo un valor que sobre­ pasa ampliamente su cuadro temporal. Los arús­ pices debieron consultar en 56 a. C. un calendario

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adivinatorio del tipo que nos legó Lido y que se remonta, pese a posibles retoques tardíos, a la época de la Etruria independiente. No hay duda de que en caso de rumores subterráneos ocurridos en el territorio de sus ciudades, los arúspices de Veyes, Tarquinia o Volscos formularon siempre, en el curso de su historia, respuestas de este tipo. Además, la tendencia conservadora del documen­ to no deja de reflejar muy fielmente la posición constante de los arúspices, atenidos al orden esta­ blecido, campeones de la clase oligárquica. Su acti­ tud política no se modificó durante la inverosímil duración de su ministerio, desde los comienzos de Etruria hasta el fin del Imperio romano. Conviene, por último, anotar que los peligros anunciados por sus respuestas, aunque amenazan­ tes, no son irremediables, irreversibles. Si los olvi­ dos o las faltas de los hombres provocan la cólera divina y la aparición de peligros, éstos pueden con­ jurarse mediante ceremonias apropiadas. El res­ ponsum del año 56 a. C., tal como nos fue trans­ mitido, no menciona los ritos a cumplir. Pero los indican en cambio una cantidad de otros textos y, para tomar el ejemplo más cercano del precedente en el tiempo, en el año 65 a. C., bajo el consulado de Cotta y Torcuato, los arúspices a los que se hizo venir de toda Etruria, para interpretar los rayos caídos en repetidas oportunidades sobre ob­ jetos sagrados del Capitolio, dieron la siguiente res­ puesta: “ Dijeron que estaban cercanas masacres e incendios y la aniquilación de las leyes y la guerra civil en el seno de la ciudad y la ruina total de Roma y del Imperio. . . ” , nisi di inmortales Omni ratione placati suo numine prope fata flexissent, “ si no se aplacaba, costara lo que costara, a los dioses inmortales, cuya intercesión quizá doblega­ ría las decisiones del destino.” 4

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Aquí aparece bien claro el proceso mediante el cual los hombres y las ciudades, instruidos acerca de sus deberes por los arúspices, podían intervenir en la marcha del mundo. Sin duda que para el pensamiento toscano el destino es todopoderoso y nada puede forzarlo a cambiar su ruta. Pero los dioses pueden servir de intercesores entre la huma­ nidad y el fatum. Para que acepten representar este papel, hay que calmar por supuesto su cólera, aplacarlos (omni ratione placari). Entonces, pero sólo entonces, pueden intentar torcer el curso del destino, prope fata ipsa flectere. Con ello la adivi­ nación aruspicinal encuentra su posibilidad de ac­ ción, su eficacia, ya que su tarea esencial consiste siempre en indicar qué ritos son agradables para los dioses. Cicerón recuerda los ritos expiatorios y propiciatorios correspondientes al 65 a. C. Se organizaron juegos durante diez días. “ Además no se omitió nada que pudiera aplacar a los dioses.” Como la estatua de Júpiter había sido herida por el rayo, “los arúspices prescribieron que se erigiera una más grande, se la colocara sobre un zócalo elevado y, contrariamente a lo que se había hecho hasta entonces, se la volviera con la cara hacia el oriente. Esperaban, según decían, que si la estatua que veis aquí mirara hacia el levante y al mismo tiempo hacia el Foro y la Curia, las maquinaciones que se tramaran contra el bienestar de la Repú­ blica y del Imperio se aclararían con una luz tal que el Senado y el pueblo romano llegarían a pe­ netrarlas” . Resulta aquí evidente el vínculo que existe entre la interpretación del prodigio y su pro­ curación. Los romanos mismos captaron muy bien tal relación y Cicerón escribe así en su De diuinatione: Magna uis. .. monstris interpretandis ac pro­ curandis in haruspicum disciplina.6

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Notas

1. Cicerón, De haruspicum, responso, 20 y sigs. 2. A este respecto, cf. Ia memoriade C.0. Thulin, Die Gotter des Martianus CapeUa. .., los ar­ tículos de A. Grenier, “L’orientation du foie de Plaisance”, y de M. Pallottino, “ Deorum sedes” , ci­ tados infra, pág. 187. 3. Cf. a este respecto el artículo de A. Piganiol, “ Sur le calendrier brontoscopique de Nigidius Figulus” , citado infra, pág. 188. 4. Cicerón, Catilinarias, III, 19. 5. Cicerón, De diuinatione, I, 3.

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Ill Los arúspices y las exégesis de los prodigios

Sería necesario un largo estudio si se quisiera agrupar y clasificar las exégesis y expiaciones con­ tenidas en las respuestas de los arúspices. En efec­ to, aunque los textos etruscos, de comprensión to­ davía muy difícil, se mantienen mudos a este res­ pecto, la literatura romana es rica en informaciones concernientes a la ciencia aruspicinal, en lo que se refiere a los prodigios. Debemos limitarnos aquí a los hechos esenciales. Se impone una observación general. No encon­ tramos ningún rasgo de evolución en la disciplina etrusca, desde el momento en que surge en el suelo toscano hasta su extinción. Las respuestas de los arúspices acerca de los prodigios responden siem­ pre a los mismos principios, a las mismas exigen­ cias. Su arte adivinatorio parece, pues, haber sido asombrosamente estable. A esto se podría objetar que este arte sólo nos es conocido por fuentes ro­ manas, por lo tanto tardías. Es cierto. Pero estas fuentes romanas se refieren a épocas extremada­ mente diversas, desde el momento de la realeza etrusca hasta el fin del Imperio de Roma. Ahora bien, aunque no sean, desde luego, aceptables todos los datos que nos transmite la tradición, concernien-

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tes a épocas muy antiguas, los preciosos relatos de Tito Livio y de Dionisio de Halicarnaso que se refieren a la aruspicina bajo el reino de los Tar­ quinos parecen basarse sobre fundamentos autén­ ticos, sin duda fuentes etruscas, contemporáneas de los hechos mismos. Citemos solamente, entre otros, el siguiente prodigio.1 Antes de hacer construir el templo de Júpiter Capitolino, que debía ser el mayor de Roma y afir­ mar su supremacía sobre el Lacio, Tarquino el Soberbio debió hacer preparar una vasta superficie sobre el Capitolio y emprender trabajos considera­ bles. Se produjeron entonces varios prodigios, de los cuales el más famoso fue el siguiente: de los fundamentos del templo, los obreros extrajeron una cabeza humana, cuyos rasgos estaban intactos, capul humanum integra facie aperientibus fundamenta templi dicitur apparuisse? Según Tito Livio, los arúspices de Roma y los venidos ex profeso de Etruria interpretaron que el prodigio anunciaba que Roma estaría a la cabeza del mundo. El sím­ bolo era manifiesto. Por su parte, Dionisio de Halicarnaso relata en cambio que ocurrió un hecho extraño: los adivinos existentes en Roma fueron incapaces de interpretar el fenómeno y una misión fue a Etruria a consultar allí a un arúspice. Este quiso engañar a los romanos pero, por una especie de pacto espontáneo con los enviados de Roma, el hijo del arúspice les aconsejó evitar responder a su padre si éste, insidiosamente, les preguntaba en qué punto del Capitolio había sido encontrada la cabeza milagrosa, se tratara del este, del oeste, del norte o del sur. Sólo había que dar la indica­ ción siguiente: en el monte Tarpeyo, en Roma. En caso contrario, el adivino habría intentado trasladar a su ciudad el presagio de grandeza recibido por Roma. Así se hizo y el experto toscano debió reco­

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nocer que el lugar donde se había encontrado la cabeza estaría al frente de Italia.3 El relato es instructivo y muestra que los etrus­ cos, como lo harán a su vez los romanos, sabían utilizar hábilmente los signos divinos cuando se daba el caso, transformando su valor o transfirién­ dolos. El arúspice consultado intenta aquí, valién­ dose de la orientación del prodigio, hacer pasar a su propio Estado el presagio de grandeza y poderío enviado por los dioses a Roma. La sumisión de los etruscos a las leyes de los dioses, tan marcada y constante, no aniquilaba entonces completamente su libertad respecto de los signos divinos., La cien­ cia sutil de los arúspices podía actuar, en ciertos casos, sobre los presagios y, con ello, determinar parcialmente el porvenir. Ocurre en esta circuns­ tancia una especie de coacción sobre lo sagrado que se emparenta con la acción del mago. Y el arúspice podía hacer en realidad cosas aun más importantes: era capaz de suscitar ciertos prodigios, de atraer o alejar los rayos.4 Así, pese a su carác­ ter coercitivo, la religión etrusca concedía un lugar a la eficacia de los ritos mágicos. El hecho no es aislado, pues aun las religiones más dominadoras, de atmósfera más opresiva, dejan en compensa­ ción a sus sacerdotes, conocedores de los ritos y maestros de su arte, la posibilidad de actuar eficaz­ mente sobre lo sagrado. Nos parecen utilizables, por lo tanto, los mu­ chos textos concernientes a las respuestas de los arúspices en el mundo romano, que se remontan hasta el lejano tiempo de la realeza etrusca. Ayu­ dándonos además con los fragmentos de ostentaría etruscos, muy escasos por cierto, que nos han con­ servado los autores griegos y romanos, podemos tener una visión de conjunto de los tipoB de exé-

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gesis y de expiación de los prodigios que se practi­ caban en la región toscana. Los responsa, que ya hemos analizado por su carácter revelador y que se refieren al prodigio C a ­ pitolino de fines del siglo vi y al rumor subterrá­ neo del año 56 a. C. nos mostraron que los arúspices trabajaban de modo diverso según los casos. Cuan­ do les era posible, extraían su explicación del pro­ digio de la sección de los ostentaría que le con­ cernía. Tal fue el caso en el año 56. Pero no estaban citados todos los casos, ni resueltos todos los problemas en los rituales escritos o bien orales de que disponían, y los arúspices tenían a veces que estudiar por sí mismos el hecho que se les presentaba y buscar en su experiencia y en su suti­ leza una explicación coherente y conveniente. Es lo que hicieron en ocasión del prodigio capitolino de la cabeza humana. Y no conviene olvidar aquí, por cierto, que éste se sitúa al final del siglo vi a. C. y que entonces los libri rituales todavía no estaban constituidos. Puede ocurrir, sin embargo, que los arúspices dispusieran ya de reglas escritas, además de una simple tradición oral; sea como fuere, los arúspices debieron recurrir entonces a un estudio personal y aplicar su ingenio a la cir­ cunstancia. Así se explica la vacilación de los adi­ vinos y las conclusiones del arúspice en el relato de Dionisio de Halicarnaso. Este doble método de trabajo no desapareció ni siquiera después de la redacción definitiva de los libros rituales, y un importante pasaje de Cicerón enumera juntos los dos aspectos del trabajo de los adivinos: recurrir a las explicaciones contenidas en los haruspicini et fulgurales et rituales libri, y formular una inter­ pretación concebida en el momento, subito ex tem­ pore coniectura.5 Por otra parte, aunque nos parez­ ca legítimo reconstruir el arte de los arúspices

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según las explicaciones que éstos dieron de los prodigios sometidos a su sagacidad por las autori­ dades romanas, no se puede, sin embargo, concluir de ello que todos estos prodigios eran reconocidos como tales por la disciplina toscana, ni que exis­ tían en la conciencia religiosa etrusca. Algunos de ellos sólo nacían, sin duda, de la superstición de los romanos. No es entonces posible, ateniéndose a un método estricto, reconstruir el contenido general de los ostentaría etruscos. Pero no deja de ser muy instructivo, una vez admitida esta restricción ne­ cesaria, agrupar las exégesis y las procuraciones contenidas en las respuestas que daban los arús­ pices a las autoridades de Roma, pues en ellas aparecen todas las tendencias y todos los procedi­ mientos de su arte. Los ejemplos precedentes ya mostraron con cla­ ridad que para los etruscos, como ocurría con los griegos, el prodigio puede revestir un valor muy distinto, a veces bueno y favorable y más a me­ nudo malo y funesto. En la naturaleza inanimada, los temblores de tierra, los rumores que los acom­ pañan, los ruidos de armas que provienen de regio­ nes subterráneas, anuncian graves acontecimientos para el Estado. Una frase de Cicerón en el De diuinatione lo recuerda claramente: “ Y yo no podría persuadirme de que toda la Etruria. . . interpreta falsamente los prodigios, cuando a menudo temblo­ res, rumores, movimientos de la tierra anunciaron, a nuestro Estado y a otras ciudades, una cantidad de acontecimientos verdaderos y graves.” e Se trata entonces de las guerras exteriores e interiores que amenazan a la ciudad y recordamos el responsum del año 56. A veces también la escasez, el hambre, se anuncian por esos fenómenos surgidos de las profundidades del suelo.7 Y en verdad el carácter sombrío de estos hechos telúricos se imponía por

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sí mismo. Aun hoy espantan a los hombres. El rayo, tan frecuente en Toscana donde las tormen­ tas son muy violentas, posee una importancia ex­ trema en el arte adivinatorio de los etruscos, pero no es en sí un prodigio, y tampoco lo será en Roma. Cobra sin embargo ese carácter cuando toma un aspecto anormal y va a caer, por ejemplo, sobre lugares o edificios consagrados a los dioses.8 Fenómenos celestes excepcionales, como la apari­ ción de un cometa o el toque de una trompeta que parece sonar bruscamente en el cielo sereno, están cargados de amenazas y pueden anunciar el fin de uno de esos saecula de los cuales, según la aruspicina, estaba compuesta la historia misma del pueblo etrusco.9

Prodigios concernientes al hombre Frente a estos signos anunciadores de sombríos acontecimientos, ciertos prodigios de la naturaleza inanimada, y a veces de la naturaleza animada, presagian el gran destino del hombre al que con­ ciernen. La religión etrusca conoce, desde los pri­ meros siglos de su historia, estos signos manifiestos de carisma monárquico que la religión griega sólo difundió en la época helenística. De los tres mo­ narcas que, según la tradición, habrían reinado en Roma en la época de la dominación etrusca, los dos primeros, Tarquino el Antiguo y Servio Tulio fueron señalados, antes de su ascensión al trono, por prodigios de predestinación. Vale la pena re­ cordar el relato que de ellos hace Tito Livio. El hombre que debía fundar la dinastía toscana era un habitante de la ciudad de Tarquinia, llamado Lucumón; su padre era un corintio emigrado a Etruria. Lucumón vino a instalarse en Roma en

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compañía de su mujer Tanaquil, una etrusca de alto rango. Desde su llegada a Roma, un prodigio significativo anunció su gran destino: “ He aquí que cuando llegaron al Janiculo Lucumón y su mujer, que iba sentada junto a él en el carro, un águila descendió levemente en vuelo planeado y le quitó su sombrero. Luego, revoloteando en torno del carro con grandes chillidos, y como si cum­ pliera una misión divina, volvió a colocarlo exac­ tamente sobre su cabeza, después de lo cual reanu­ dó su vuelo.” 10 Las palabras que Tanaquil pronunció luego cons­ tituyen una verdadera exégesis del fenómeno mila­ groso y un arúspice no hubiera desaprobado su lenguaje. Tito Livio mismo subraya su ciencia de los prodigios: “Tanaquil acogió, según se dice, este presagio con alegría, pues poseía la ciencia difundida en Etruria respecto de los prodigios ce­ lestes.11 Exhortó a su marido, abrazándolo, a con­ cebir grandes y elevadas esperanzas ‘debido a la llegada del ave, la región del cielo de donde vino y el dios del cual era mensajera. Su presagio se refirió a la parte más elevada del cuerpo. Quitó un ornamento de la cabeza de un hombre y volvió a colocarlo allí por orden de un dios.’ ” Como ocurre tan a menudo en la aruspicina etrusca, com­ probamos de nuevo en este caso la importancia que se acuerda a la proveniencia y a la orientación del signo-presagio y volvemos a encontrar la interrelación establecida entre elementos puramente ma­ teriales y la significación moral de que están car­ gados. Todo esto confirma la autenticidad del relato de Livio. El futuro sucesor de Tarquino el Antiguo es de­ signado a su vez, mediante un signo divino, cuando sólo es un niño. La tradición conserva el recuerdo, de un hecho tan milagroso como el precedente y

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que también correspondió interpretar a Tanaquil.12 “ En esta fecha ocurrió en el palacio real un pro­ digio tan asombroso jior su aspecto como por sus consecuencias. Se dice que mientras dormía un niño llamado Servio Tulio su cabeza fue rodeada por llamas a la vista de muchos testigos. Ante los gritos que todos proferían al ver este asombroso prodigio, acudió la faiüilia real. Un servidor traía agua para extinguir ell fuego, pero la reina lo de­ tuvo, hizo cesar el ruido, ordenó que no se tocara al niño y se lo dejara despertar por sí mismo. Cuando éste se despertó se extinguió la llama.” El fenómeno resultó tan claro al espíritu de Tanaquil como lo había sido el prodigio anunciador de la realeza de su esposo. “ Entonces, llevando aparte a su marido, Tanaquil le dice: ‘ ¿Ves tú a este niño que criamos en una condición tan humilde? Sa­ brás que un día será 'nuestro rayo de luz en mo­ mentos críticos y el sostén de nuestro trono con­ movido . . . ” ’ He aquí, pues, que este signo mila­ groso señala la persona de un futuro rey y, por segunda vez, incumbe' a la asombrosa figura de la reina etrusca Tanaquil el papel de penetrar su sentido. No hubo en Etruria profetisas inspiradas semejantes a la Pitia o a las Sibilas helénicas, por boca de las cuales hacían oír su voz los dioses. Pero una reina como Tanaquil une a un papel político que algunas mujeres etruscas desempeña­ ron a menudo, una experta sabiduría en el dominio de los prodigios. ¿Sería ahora demasiado audaz establecer un pa­ ralelo entre esta serie de prodigios concernientes a la cabeza de futuros soberanos y la tendencia general del arte etrusco, que descuida constante­ mente el estudio del cuerpo humano en beneficio del de la cara, en beneficio del retrato? Una civilización para la cual el hombre es juguete de

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potencias sagradas sólo puede mostrar indiferencia por su forma corporal y coloca todo su interés en la parte pensante del ser humano, por la cual éste puede al menos hacer el intento de adivinar la voluntad de los dioses e interpretar sus decisiones. Por último, debemos hacer aquí una observa­ ción importante. £1 carisma monárquico que está atestiguado en la Roma etrusca hasta comienzos del siglo V a. C., y que debía hallarse vivo entonces en toda la zona de la Toscana, desaparece por supuesto desde el momento en que en Etruria, como en todo el centro de Italia, es expulsada la monar­ quía y deja su lugar a un régimen de tipo oligár­ quico, violentamente hostil a la realeza. Este mo­ mento se sitúa en la primera mitad del siglo v a. C. Desde esta época hasta el final de la Repú­ blica, cuando la situación cambiará de nuevo, los arúspices, tanto en Etruria como en Roma, consi­ deran que todo prodigio que anuncia la grandeza excesiva de un solo hombre es un prodigio malo, funesto, que debe ser cuidadosamente expiado. Las abejas, en razón de la estructura misma de su so­ ciedad, son en numerosas civilizaciones presagio o símbolo de realeza.13 En tiempos de la República, los prodigios proporcionados por enjambres de abe­ jas que se posan en lugares públicos consagrados son siempre funestos a los ojos de los arúspices: anuncian la ruina de la libertad, el restablecimiento de la autocracia y la servidumbre para el pueblo. Cicerón lo recuerda claramente en un pasaje de su discurso De haruspicum responso.1* Y cuando Eneas llega a la embocadura del Tiber, con la promesa del sometimiento del Lacio a la soberanía troyana, un enjambre de abejas que se posa sobre la cima de un antiguo y sagrado laurel trae a la corte del rey Latino el anuncio de esta monarquía fatal para las ambiciones del latino Turno.15

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Bajo el Imperio, los arúspices interpretaron siem­ pre que los prodigios proporcionados por las abe­ jas interesaban a la persona del soberano, eran generalmente funestos y anunciaban su muerte,16 o a veces, por el contrario, favorables y anunciaban el alto destino del futuro emperador. Todo, ocurre como si los arúspices hubieran conservado, de sus exegesis provenientes de la Etruria republicana y de la República romana, el recuerdo del carácter peligroso para la libertad que tenían estos prodi­ gios carismáticos. Pero los tiempos habían cam­ biado y la influencia del carisma griego de la épo­ ca helenística confirió a los prodigios de las abe­ jas un valor distinto según los casos, funesto o favorable, pero relativo siempre a la persona del príncipe.

Prodigios del mundo vegetal y del mundo animal Las páginas precedentes evocaron ya algunos ejemplos de prodigios proporcionados por las plan­ tas y por los animales. Se trata ahora de agrupar los hechos y de indicar las tendencias generales. Los datos de que disponemos en el reino de las plantas son más ricos que los restantes. Algunos fragmentos de ostentaría etruscos concernientes a este dominio nos fueron conservados por eruditos romanos, que los citan en la traducción latina que de ellos había hecho Tarquicio Prisco.17 Los ar­ bustos y los árboles se repartían en categorías opuestas, los arbores infelices que daban prodigios funestos, y los arbores felices que daban prodi­ gios favorables. El tema de los árboles maléficos se vuelve a encontrar en diversas civilizaciones;18 se trata de los arbustos salvajes, de aquellos cuyas ba­ yas o frutos son negros y cuya savia es roja. Entre

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los etruscos, eran expresión de las potencias infer­ nales 19 y sus presagios resultaban temibles. Los arbores felices eran los que producían frutos co­ mestibles o bien aquellos cuya savia era de color blanco. Λ raíz de su utilización corriente, el laurel es signo de gloria y de victoria si surge en un lugar inesperado (así, sobre la popa del navio, presagia una victoria naval), o si sobrepasa por su altura a las plantas circundantes. Son éstas las distinciones que conoció también la adivinación griega y que pasaron de Etruria a Roma. Pero en Etruria se estableció, más que en otros lugares, un paralelismo estrecho entre la vida de los árboles y la vida de la ciudad, del Estado. Toda anomalía en los arbores infelices anuncia un malestar que afectará a los hombres mientras que los arbores felices regulan por su parte, con su ritmo de crecimiento, el desarrollo de la ciudad y la vida de los ciudadanos. El sentimiento de la unidad cósmica aparece aquí con total claridad y el destino del Estado se halla unido por lazos mis­ teriosos y profundos con los diferentes dominios de la naturaleza. Es probable también, aunque de ello no tengamos prueba escrita, que los animales se repartieran de la misma manera, en animalia infelicia y felicia, y ello por razones diversas según las especies ani­ males. Las abejas, según hemos visto, traen mal presagio, ya que son signo de realeza. De mal au­ gurio debían ser también el león, el rey de los animales, los animales salvajes como el lobo, las aves de presa y las nocturnas. Los animales domés­ ticos eran, por lo contrario, fuente de prodigios favorables, tal como ocurre con el caballo.20 Pero muchos animales podían dar origen a prodigios de valor diverso, favorable o funesto, según los casos, tal como sucede con la serpiente. Vale la pena

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recordar el pasaje de Macrobio en el cual nos conserva las líneas de la traducción latina de los ostentaría, concernientes a la oveja y el carnero: “ Si el vellón de una oveja o de un carnero está manchado de púrpura o de oro, es presagio y ga­ rantía de felicidad, gloria y poderío para el príncipe, su orden y su raza.” 21 La atención que Virgilio prestó a este antiguo dato de la adivinación toscana le otorgó una magnífica ilustración. A! can­ tar en su cuarta égloga la proximidad de la edad de oro que aguarda a la humanidad, el poeta con­ fiere al antiguo presagio el esplendor de su genio. Cuando el nacimiento del niño predestinado haya cambiado la faz del mundo, “ por sí mismo, en los prados, el carnero dará a su vellón el color deli­ cadamente púrpura del múrice o amarillo del aza­ frán. Los corderos se revestirán de escarlata, espon­ táneamente, con su alimento habitual” .22 Así, el color púrpura del vellón del animal crea el presa­ gio favorable. El valor mágico de la púrpura está atestiguado en muchos pueblos y, en Roma mis­ ma, las vestiduras de los reyes etruscos y de los nobles toman de ella su esplendor y su eficacia.23 Se sabe que la púrpura seguirá siendo constante­ mente en Roma, y luego en los tiempos modernos, el símbolo del poder. Las malformaciones que se presentaban en el dominio animal y humano eran, para los arúspi­ ces, signos particularmente funestos. Como vemos que a menudo se consulta a éstos en Roma respecto de tales prodigios, debemos concluir que esos hechos ocupaban un lugar importante en los ostentaría de la ciencia aruspicinal. Toda la gama de los seres monstruosos que nacen por los juegos crueles de la naturaleza, terneros de dos cabezas o de cinco patas, niños que presentan alguna anomalía física sorpren­ dente, andróginos, son interpretados primero por los

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arúspices, en tanto constituyen prodigios general­ mente graves, y luego expiados con especial cui­ dado por ellos. Se comprende que los etruscos, que prestaban tanta atención al orden cósmico, hayan considerado toda ofensa al ritmo y a las leyes bio­ lógicas como signo de un desarreglo general del universo, que traducía la cólera divina y las ame­ nazas que se cernían sobre el Estado. Claro está que las interpretaciones de semejantes fenómenos no eran difíciles para los adivinos toscanos. Todo monstruo de dos cabezas significaba sedición en el Estado, corrupción y adulterio en la familia.24

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Notas

1. Cf. Tito Livio, I, 55, 5. Sobre esta cuestión cf. mi artículo: “ Le départ des Etrusques de Rome et la dédicace du temple de Jupiter Capitolin” , en la Revue «FHistoire des Religions, t. CXLIX, abriljunio de 1961, págs. 141-156. 2. Tito Livio, I, 55, 5. 3. Dionisio de Halicarnaso, IV, 59-61. 4. Este arte del mago que logra atraer el rayo aparece en Etruria, según la tradición, desde la época arcaica. Cuenta Plinio el Viejo (Hist. Nat., II, 140) que Porsena, rey taumaturgo, suscitó el rayo contra un monstruo llamado Volta que devas­ taba Volsinios: Vetus fama Etruriae est impetra­ tum, Volsinios urbem agris depopulatis subeunte monstruo quod uocauere Voltam (sobreentendido fulmen) euocatum a Porsina suo rege. Los arúspi­ ces conservarán este poder mágico hasta el final de la época romana. Cf. nuestras observaciones, infra, págs. 180-181. 5. Cicerón, De diuinatione, I, 72. 6. Cicerón, De diuinatione, I, 35: nec addu­ car. .. totam Etruriam... fallaciter portenta in­ terpretari, cum terrae saepe fremitus, saepe mugi-

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tus, saepe motus multa nostrae rei publicae, multa ceteris duitatibus grauia et uera praedixerint. 7. Obsecuente, 46: fremitus ab inferno ad cae­ lum ferri uisus inopiam famemque portendit. 8. Cf., para el año 152 a. C., Obsecuente, 18. 9. El comienzo del décimo y último siglo etrusco fue marcado por la aparición de un cometa, en el año 44 a. C. (Serv. Bue., IX, 46). 10. Tito Livio, I, 34, 8-10. 11. Tito Livio, ibid.: perita ut uolgo Etrusci caelestium prodigiorum mulier. 12. Tito Livio, I, 39, 1-4. 13. Plinio el Viejo, XI, 56: esse utique sine rege non possunt. 14. Cicerón, De haruspicum responso, 12, 25: Un enjambre de abejas que se posa sobre la escena o la cauea de un teatro, en el curso de los juegos, provoca el llamado a Roma de arúspices etruscos, “ si examen apium, ludis in scaenam caueamue uenisset, haruspices acciendos ex Etruria putaremus” . Según los libros rituales toscanos, un prodigio tal hace temer la servidumbre, ibid.: “ atque in apium fortasse examine nos ex Etruscorum scriptis harus­ pices ut a seruitio caueremus monerent” . 15. Eneida, VII, 64 y sigs.: “ Apretadas filas de abejas, hecho maravilloso, atraviesan el aire lím­ pido con un ruido fuerte y estridente y se posan en la alta cima del árbol. Con las patas entrelazadas cuelgan súbitamente el enjambre de una rama ver­ de. Enseguida el vate exclama: ‘Vemos que llega un extranjero. Una tropa partida del mismo lugar que el enjambre, se dirige hacia el mismo lugar que éste y viene a establecer su dominio sobre la alta ciudadela.’ ” 16. Dión Casio, 41, 35. 17. Macrobio, Saturnales, III, 7, 2 y III, 20, 3. Las indicaciones de Macrobio se refieren formal-

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iacme ai iimaao αβ larquicio jrrisco. inscribe, en efecto: Tarquitius autem Priscus in ostentario ar­ borario ait... 18. Cf. el interesante artículo de J. Bayet: “ Le rite du fécial et le cornouiller magique” , en los Mélanges d’archéologie et d’histoire de l’Ecole fran­ çaise de Rome, LII, 1935, págs. 29-76. 19. Macrobio, Saturnales, III, 20: arbores quae inferum deorum auertentiumque in tutela sunt, eas infelices nominant. Cf. también Plinio el Viejo, Nat. Hist., 16, 108. 20. Serv. Dan., Aen., Ill, 537: in libris etruscis inuenitur etiam equos bona auspicia dare. 21. Macrobio, Saturnales, III, 7, 2. 22. Virgilio, Bucólicas, IV, 44-47. Cf. J. Careopino, Virgile et le mystère de la quatrième églogue, Paris, 1943, pág. 66 y sigs. 23. A. Alfôldi, Der frühromische Reiteradél und seine Ehrenabzeichen, Baden-Baden, 1952. Cf. mi comentario del libro 2 de Tito Livio, ed. BellesLettres, pág. 121 y sigs. 24. Cf. Cicerón (que no cita a los arúspices, pero reproduce seguramente en este pasaje la opi­ nión de éstos), De diuinatione, I, 121: Si puella nata biceps esset, seditionem in populo fore, co­ rruptelam et adulterium domi.

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IV

Las expiaciones de los prodigios

Los arúspices eran expertos no sólo en las exe­ gesis de los prodigios, sino también en su expia* ción. Los relatos de la época romana dan fe de ello. Lo que trataban de hacer era restablecer el orden del mundo tal cual era antes de la aparición del signo divino. Para ello, era necesario recurrir a las purificaciones, que eliminaban las máculas, y a las ceremonias propiciatorias, susceptibles de apla­ car a los dioses. Roma conocerá los dos aspectos de estas expiaciones. Cuando aparecía un prodigio en la naturaleza inanimada o animada, la purificación constituía una necesidad fundamental para una conciencia tan profundamente religiosa como la de los etruscos. Existe una regla constantemente atestiguada en las religiones más diversas: el hombre tiene la obli­ gación de separar con cuidado lo que es sagrado y lo que es profano. El contacto con lo sagrado es eminentemente peligroso y crea una mácula para la sociedad y el individuo. Ahora bien, el prodigio es el fenómeno sagrado por excelencia, la irrupción de lo divino en el mundo terrenal, es el escándalo y la mácula misma. Entre los ritos que constitu­ yen el culto, los de expiación están destinados pre­

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cisamente a eliminar de la superficie de la tierra la mácula peligrosa que resulta del contacto con lo sagrado y, con ello, a calmar el sentimiento de horror, el temblor sagrado que invade el alma del hombre ante el signo tangible y temible de la in­ tervención de las fuerzas divinas, de la cual de­ pende su suerte.1 En Italia antigua se consideraba precisamente que los arúspices conocían el secreto de estas ex­ piaciones rituales y necesarias. Como eran gran­ des especialistas de la interpretación de los rayos, sabían también purificar los lugares alcanzados por estos fuegos del cielo mediante el procedimiento del entierro literal del rayo. Ocultaban en la tierra los rastros materiales de su paso y sacrificaban ovejas, bidentes, a los dioses.2 Roma conservará este rito y los pozos de rayos se llamarán allí putealia o bien bidentalia, por el nombre de los animales sacrificados. El suelo consagrado se vuel­ ve religiosus, intocable, y desdichado de quien lo pisa, pues pierde la razón.3 El hombre herido por el rayo es enterrado en el mismo lugar y se le rehúsan los iusta funera. En realidad, el contacto con cualquier clase de prodigio hace indispensable la consagración, el ais­ lamiento definitivo del lugar infectado. Sin embar­ go, esto sólo es posible cuando se trata de un lugar profano bien delimitado. Vemos, por ejem­ plo, que el campo de Casio fue mancillado por un enjambre de abejas en el año 42 a. C., cuando éste se preparaba para combatir contra Octavio y Marco Antonio. Se aisló cuidadosamente el lugar conta­ minado mediante un uallumA Pero cuando el sitio donde surgía el prodigio estaba ya consagrado, se lo purificaba ritualmente. Se trata entonces de la ceremonia llamada en Roma lustratio, palabra que designa a la procesión ritual que conducía a los

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animales del sacrificio en torno del templo o de la ciudad, y luego al sacrificio mismo. Así sucede en Roma, según la opinión de los arúspices, cuan­ do un templo es teatro de un prodigio, caída del rayo, o aparición de animales nefastos. A esta puri­ ficación se une un reacondicionamiento de los lugares, la restauración de los santuarios o de su decorado esculpido. Todos los seres afectados por deformidades ra­ ras, todos los monstruos de los dominios animal y humano representaban para la conciencia etrusca seres peligrosos, máculas vivientes para la ciudad que corría el riesgo de infectarse con ellos. En efecto, si la naturaleza olvidaba así sus propias leyes era porque las potencias divinas se habían preocupado de marcar por sí mismas a estos seres anormales. Por lo tanto era necesario expulsarlos cuanto antes de la sociedad de los hombres, apartar­ los de ella de la manera más rápida y radical. En Etruria y más tarde en Roma, los hermafroditas eran encerrados vivos en un ataúd y arrojados en alta mar. Así se evitaba todo contacto de los seres impuros con los hombres y aun con la tierra.5 Cualquier clase de monstruo podía ser también arrojado a un río y precipitado vivo a las pro­ fundidades del Tiber, cuando era originario de Ro­ ma. Pero además era posible recurrir a las llamas y entonces los únicos rastros que quedaban del ser infortunado, sus cenizas, eran dispersados a con­ tinuación en el Tiber o en el mar. La misma actitud se observaba respecto de los animales mons­ truosos o bien autores de prodigios: pero no se los sumergía, se los quemaba con maderas de arbores infelices, según nos informa puntualmente Macrobio.6 Así se procedía con las avispas que venían a posarse sobre un templo.7 Dos bueyes, llegados con maravilla general hasta el techo de

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una casa, fueron quemados vivos por orden de los arúspices y sus cenizas arrojadas al Tiber.8 Un pasaje ya citado de la Farsalia coincide de manera muy exacta con esta tradición aruspicinal. Cuando las legiones de César franquearon el Rubicon y los prodigios más amenazadores aterrorizaban a Roma, el adivino Arrunte, de Luca, ordenó quemar in­ faustis flammis, es decir con madera de arbores infelices, a los monstruos que la naturaleza había producido sin simiente alguna.® Hay que notar, en cambio, que los arúspices pres* cribían que se conservara preciosamente y se nu­ triera a costa del Estado a los animales que habían hablado y cuyas palabras se habían podido captar a veces por una suerte extraordinaria, como ocu­ rrió en el año 192 a. C., cuando un buey pronunció estas palabras : Roma, cúidate.10 Animales mila­ grosos como éstos eran, pues, considerados en forma distinta de los otros monstra. Tenían algo de di­ vino en su naturaleza y los etruscos, lejos de mirarlos como máculas vivientes, los rodeaban de un respeto religioso. Hay que pensar, sin que los textos nos lo indiquen, que se los mantenía en corrales especiales, como representantes de lo sagrado, aislados del mundo profano. Junto a estas expiaciones purificadoras, los arús­ pices indicaban las ceremonias susceptibles de apla­ car a los dioses cuya cólera se había traducido por prodigios amenazadores. Conocemos un gran nú­ mero de ellas que éstos hicieron ejecutar en Roma. Debemos formular aquí una observación. Según el testimonio de Varrón, los arúspices ordenaban los sacrificios habituales y, tanto desde el punto de vista religioso como en el plano político, se pre­ sentaban como observantes de la tradición y de los ritos establecidos.11 Efectivamente, los arúspices se atienen en Roma a las ceremonias y a los cultos

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existentes: es muy probable que su actitud no haya sido distinta en la Etruria independiente y que hayan sido siempre campeones de los ritos ances­ trales. Numerosos textos nos indican las prescrip­ ciones que hicieron a la ciudad romana. Estas resultan diversas según las épocas, pero siempre familiares a los romanos: sacrificios, ofrendas, erección de estatuas, juegos, coros de muchachas, suplicaciones. Veremos un poco más adelante (págs. 148-149), que si estas dos últimas ceremonias son de origen y de tipo helénico, no fueron introducidas en Roma por intermedio de los arúspices, sino por orden de los Libros Sibilinos. Los adivinos toscanos se limitan, pues, a elegir entre los ritos en uso los que les parecen más apropiados para la situación presente. Su respeto por las costumbres de cada uno los lleva a no introducir en Roma ceremonias propia­ mente toscanas sino con reserva y prudencia. En verdad, nos es a menudo difícil saber si algunas ceremonias propiciatorias etruscas, introducidas en Roma en ocasión de algún prodigio espantoso, lo fueron por los arúspices o bien por los Libros Si­ bilinos. Los textos permanecen con frecuencia mudos a este respecto. Podemos, sin embargo, pen­ sar que los juegos escénicos de tipo etrusco, que hicieron su aparición en Roma en 384 a. C., a raíz de una epidemia, fueron prescriptos por los arúspices, pero esto no es seguro.12 Sea como fuere, la actitud tradicionalista de los arúspices en materia de procuración de los prodigios está fuera de duda y la afirmación varroniana parece enteramente jus­ tificada. Esto permitió al arte adivinatorio toscano aclimatarse progresivamente en Roma, sin que su carácter específico chocara demasiado a los ro­ manos.

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Tal ha sido la actitud de Etruria respecto de los ostenta. La antigüedad reconoció siempre el extre­ mado genio que mostraban sus adivinos en la exégesis adivinatoria, y los cuidados minuciosos que ponían en purificar lugares tocados por lo sagrado. En cuanto a las ceremonias propiciatorias destina­ das a obtener el favor divino, las elegían entre los ritos ancestrales, pues no eran partidarios de inno­ vaciones audaces. Por ello, podrán pasar en Roma misma por guardianes y garantes del ritus patrius.

Notas

1. Toda religión comprendeun conjunto de ri­ tos cuyas funciones están bien definidas: ritos de consagración que introducen a un lugar, un objeto o un hombre en el dominio de lo sagrado; de pro­ hibición, que establecen barreras infranqueables entre los dos dominios; en fin, de expiación. Cf. E. Durkheim, Les formes élémentaires de ta vie religieuse, París, 3^ éd., 1937. 2. Asi opera, en el poema de Lucano, el arús­ pice etrusco Arrunte: “ Arrunte recoge los fuegos dispersados por el rayo, los sepulta bajo tierra murmurando sombrías fórmulas y coloca esos lu­ gares bajo la protección divina” : Arruns dispersos fulminis ignis Colligit et terrae maesto cum murmure condit Datque locis numen. (Farsalia, I, 606-608). 3. Horacio, Arte poética, 471-472. 4. Obsecuente, 70: ...in castris Cassii examen apium consedit. Locus aruspicum iussu interclusus interius ducto uaUo. 5. Los ejemplos de esto son numerosos. Cf. por ejemplo, para el año 142 a. C., Obsecuente, 22:

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Lunae androgynus natus praecepto aruspicum in mare deportatus, 6. Macrobio, Sat., III, 20, 3 : arbores. . . infe­ lices quibus portenta prodigiaque mala comburi iubere oportet. 7. En el año 193 a. C. Cf. Liv. XXXV, 9, 4: a Capua nuntiatum est examen uesparum ingens in forum aduolasse et in Martis aede consedisse; eas colectas cum cura et igni crematas esse. 8. En el año 191 a. C. Cf. Liv. XXXVI, 37, 2: boues duos domitos in Carinis per scalas peruenisse in tegulas aedificii proditum memoria est. Eos uiuos comburi cineremque eorum deiici in Tiberim haruspices iusserunt. 9. Lucano, Farsalia, I, 589 y sigs.: (Arruns) monstra iubet primum quae nullo semine [discors Protulerat natura rapi sterilique nefandos Ex utero fetus infaustis urere flammis. 10. Cf. Liv. XXXV, 21, 5: et, quod maxime ter­ rebat, consulis Cn. Domitii bouem locutum : Roma caue tibi. .. ; Bouem cum cura seruari alique ha­ ruspices iusserunt. 11. Varrón, De lingua latina, VII, 88: cum ha­ ruspex praecipit ut suo quisque ritu sacrificium faciat. 12. Tito Livio, VII, 2.

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Tercera Parte El prodigio romano

I

La actitud de los romanos respecto de la adivinación: presagios y prodigios

El punto de vista evolutivo es quizá más nece­ sario en el estudio de la religión romana que en cualquier otro dominio. Se corre el riesgo de fal­ searlo todo, de obtener una visión inexacta de las cosas, cuando se intenta captar en Roma, haciendo abstracción del tiempo, un culto, un rito, una creen­ cia. La religión romana está ampliamente abierta hacia el exterior. La tolerancia romana respecto de las divinidades extranjeras y de los ritos exter­ nos es constante, con la sola condición de que estas divinidades y estos ritos sean homologados y, de alguna manera, oficializados por las autoridades religiosas de Roma y el Senado. Ahora bien, dos pueblos, dos civilizaciones influyeron ampliamente, a su vez, sobre la religión romana: primero los etruscos, con su presencia de más de un siglo en la urbs, y luego, en forma más profunda y defi­ nitiva, los griegos, desde una época antigua, pero sobre todo a partir de la helenización de la cultura romana, que fue la consecuencia más importante de la segunda guerra púnica y de la conquista de la cuenca oriental del Mediterráneo. Bajo el Im­ perio el reemplazo, por decirlo así, estuvo a cargo de las religiones orientales y sus cultos mistéricos

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que se disputaron largamente el predominio en la conciencia romana. La creencia en los prodigios constituye un ejemplo privilegiado que ilustra estas influencias sucesivas. Para reconocer la realidad de esta creencia es necesario seguir con fidelidad el curso mismo de los siglos. La dificultad consiste en que a menudo las creencias nuevas impulsaron a los autores clásicos a encarar las actitudes más antiguas según sus propias perspectivas y a desco­ nocer con ello las realidades primitivas. Esto hace que hoy la tarea resulte más difícil, pero no im­ posible. Intentaremos pues, por nuestra parte, es­ tablecer los estadios sucesivos de la conciencia re­ ligiosa romana respecto del prodigio. Sin embargo, debe plantearse de entrada una cuestión de orden general. ¿Cuál es, en su origen, la actitud de los romanos respecto de la adivina­ ción? ¿Cuáles son sus resortes psicológicos funda­ mentales? Tal actitud presenta, en realidad, los caracteres que se observan en el conjunto de la religión romana. El habitante del Lacio, de espí­ ritu positivo y concreto, de poca imaginación, pare­ ce haber tenido muy poca afición a la exégesis adivinatoria y muy escasas dotes para ella. Se cuen­ tan pocos profetas y videntes entre los latinos y muy pocos oráculos en los cuales el dios habla por la voz o la interpretación de su sacerdote. Los latinos, pueblo dinámico y realizador, se preocu­ paron mucho más por la acción inmediata que por la predicción del futuro.1 Resulta de ello una posición muy particular respecto de los signos di­ vinos, que nos lleva muy lejos de las concepciones griegas y etruscas. Para el romano, los dioses envían, sin duda, con­ tinuamente al hombre signos de su presencia y de su voluntad y el mundo es teatro constante de sus intervenciones. Pero los signos tienen en este caso

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un valor original. Se reparten en dos grandes gru­ pos, emparentados entre sí, según vimos, para los griegos y los etruscos, pero que aquí e9tán en cambio separados muy netamente hasta la época de la invasión del helenismo: los presagios y los pro­ digios. Tanto unos como otros son, por supuesto, signos adivinatorios, pero de un tipo particular, y de acuerdo con la psicología latina. Conviene situar con precisión el valor del presagio para com­ prender mejor luego el del prodigio. Los presagios dados por las palabras anuncia­ doras, los omina, o proporcionados por el vuelo de los pájaros, los auspicia, llevan por cierto en sí el porvenir, pero se trata de un porvenir cercano o inmediato y son advertencias enviadas por los dioses a los hombres para confirmarlos en sus empresas o bien, al contrario, para apartarlos de ellas. La literatura romana recuerda innumerables ejemplos de tales signos divinos. Mencionemos so­ lamente el célebre ornen dado, inconscientemente a Craso, que partía en su expedición contra los partos, por el vendedor de higos que gritaba Cau­ neas (sobreentendido ficos), higos de Caunos, ciu­ dad de Caria, aunque el llamado tenía un sentido más oculto y real, pues podía y debía entenderse Caue ne eas: No vayas.2 Una comparación pro­ puesta hace muy poco de la palabra ornen con el hitita ha- “ tener por verídico, aceptar como verda­ dero” ,3 viene a aclarar muy felizmente el sentido primitivo de la palabra. El tema verbal que la formación de o-men nos lleva a buscar en o, apa­ rece en el hitita hâ-, y la correspondencia fonética es regular. La palabra latina puede interpretarse pues, literalmente, como “ declaración de verdad” . Este sentido original concuerda perfectamente con la psicología y la técnica adivinatoria romanas. El papel consciente del individuo resulta así capital.

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Tiene el poder de dar vida y valor a la palabra anunciadora diciendo que la acepta, omen accipere. Pero puede también rehusar religiosamente el pre­ sagio funesto con omen exsecrari, abominari, o bien transformarlo mediante hábiles palabras, que modi­ fiquen mágica y eficazmente su sentido. El ro­ mano no cree en un determinismo ciego. Sabe salvaguardar, frente a los dioses, su propia li­ bertad. El dominio de los presagios que se ofrecen no ya al oído sino a la vista, el de los auspicia, no da una impresión diferente. Los auspicia son, literal­ mente, signos dados por la observación de los pájaros (de aids y specio), pero lejos de restrin­ girse el término se extendió, a la manera de la palabra griega oionós, a presagios diversos, relám­ pagos, rayos, apetito de los pollos sagrados, sig­ nos de encuentro fortuito. Apenas el romano sale de su casa su conducta puede verse modificada por la aparición de uno de estos signos divinos. Pero aunque el temperamento latino mostraba esta ten­ dencia a la superstición, uno de sus rasgos más constantes era también, según hemos visto, su prag­ matismo, su gusto por la acción. Así, para impe­ dir que la lluvia de presagios paralizara su vida pública y privada, los romanos imaginaron toda una serie de medios eficaces que garantizaban al máximo su libertad de acción. Podían rehusar toda atención a estos signos adivinatorios, literalmente no verlos, rechazarlos si los habían visto. De tal suerte, los auspicia anunciaban el porvenir inme­ diato a menos que uno no hubiera tomado previ­ siones de antemano. La expresión ciceroniana es inequívoca: nuntiant euentura nisi prouideris* Pero era necesario que existiera un ritual pre­ ciso de los presagios para reglamentar la vida reli-

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giosa y la vida pública. De ello se ocupó en Roma un colegio de sacerdotes, los augures, que asistían a los magistrados durante la toma de los auspicios. La ciencia augural estaba hecha de ritos y de fór­ mulas complicadas que regulaban hasta en sus me­ nores detalles las ceremonias necesarias para la observación y la justa interpretación de los auspi­ cios. Toda la religión romana está impregnada de un ritualismo que, si bien obliga a la aplicación perfecta de las reglas, elimina al mismo tiempo las incertidumbres del azar. Y sobre todo los técni­ cos de la auspicación conservan gran libertad, pues pueden elegir el momento, delimitar el “templo” de observación, rehusar tal o cual presagio. En cier­ tos dominios, hasta fuerzan la mano a la divinidad. No era difícil, en efecto, controlar el apetito de los pollos sagrados, a los que se mantenía prisioneros en una jaula. ¿Cómo vienen a insertarse ahora los prodigios en esta vida adivinatoria romana, tan particular, tan conforme al temperamento de un pueblo prendado del procedimiento preciso, hecho para la acción y celoso de su libertad de iniciativa? La pregunta es de difícil respuesta, pues las épocas modifican las perspectivas y nuestro tratamiento deberá, nece­ sariamente, adherirse al ritmo mismo de la crono­ logía. Pero, para la claridad de la exposición, de­ bemos definir el prodigio romano tal como nos aparece antes de los trastornos provocados en la religión romana por la segunda guerra púnica. Para la mentalidad latina el prodigio no es un signo que prefigura un porvenir cercano o lejano sino un fenómeno imprevisto, terrible, antinatural y que expresa sobre la tierra la cólera de los dio­ ses. La actitud psicológica es diferente aquí de la que hemos observado en Grecia y en Etruria. Pre­ sagios y prodigios no son signos que prefiguran

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el porvenir, separados solamente por su diferencia de intensidad y de fuerza anunciadora, sino que el presagio advierte al hombre que prosiga o detenga su empresa, mientras que el prodigio revela, por su parte, que se ha roto la paz con los dioses y que los individuos y la ciudad están gravemente ame­ nazados por la cólera divina. Debe hacerse, pues, todo lo necesario para restablecer el antiguo enten­ dimiento del pueblo con la divinidad, y el espíritu minucioso de los romanos se aplica a organizar las ceremonias expiatorias y propiciatorias, que son las únicas capaces de detener el surgimiento de los peligros. Se comprobará más adelante la gran im­ portancia que revisten en Roma las procurationes prodigiorum. El curso de la exposición mostrará que la influencia del helenismo llegará a modificar, al final de la República, esta concepción fundamen­ tal. Pero basta con leer atentamente el relato de Tito Livio, que cuenta, año por año, al final de su primera década y al comienzo de la tercera, los prodigios de Estado, para comprobar que el valor del prodigio romano es exactamente el que aca­ bamos de indicar. Son comprensibles las razones psicológicas que llevaron a los latinos a esta concepción de los fe­ nómenos contrarios, según ellos, a las leyes de la naturaleza. Su visión del universo era concreta, pragmatista. La ciudad debía buscar ante todo la pax Deum, la paz con los dioses, garantes de los éxitos individuales y colectivos. La observación fiel de los ritos permitía el mantenimiento de este acuerdo tácito. Pero toda transgresión a los debe­ res religiosos irrita a la divinidad, y entonces ocu­ rre el prodigio, signo terrorífico de su cólera. Los peligros sólo desaparecen después del aplacamien­ to de los dioses mediante las procuraciones apro­ piadas. Así se explica la división del presagio y

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del prodigio en dos grupos distintos. Uno y otro guían la conducta de los hombres sin prefigurar un porvenir que el romano casi no imagina a largo plazo, y que de todos modos no podría deducir sutilmente por sí mismo a partir de signos secretos. Pero, como tiene un espíritu positivo y realista, sabe distinguir entre la advertencia leve, fugaz, relativa a la empresa inmediata —el omen o el auspicium— y el rayo que sacude las conciencias. Cuando la divinidad viene por un momento a inte­ rrumpir la marcha normal del universo, no lo hace a la ligera y sin graves T a z o n e s . Y estas razones sólo podían consistir en la cólera provocada por la negligencia del antiguo pacto. Pero ateniéndonos al método que consiste en no descuidar nunca, cuando se estudian nociones reli­ giosas, el valor primero de los términos que las designan, en servirse de ellos en cambio como ele­ mentos de control o de prueba, debemos prestar atención desde ahora a los nombres latinos del prodigio y ver si se ajustan bien al sentido de las proposiciones que acabamos de anticipar. Apa­ rentemente no ocurre así, y los autores romanos que escribían a fines de la República o bajo el Imperio, creían distinguir en tales nombres un valor de presagio para el porvenir. Estos términos son numerosos: prodigium, ostentum, portentum, monstrum, miraculum. Sus empleos son muy veci­ nos y a menudo coinciden. Prodigium es sin duda el término más generalmente utilizado. Ostentum γ portentum designan de preferencia, pero sólo de preferencia, un fenómeno extraordinario de la na­ turaleza inanimada ; monstrum y miraculum se aplican a menudo a una particularidad pavorosa de un ser vivo. Pero sólo hay que ver en ello ten­ dencias muy generales. Todos estos nombres, según Varrón, Cicerón, Festo, sin que se eleve ninguna

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voz discordante, expresaban el anuncio del futuro. Quia enim ostendunt, portendunt, monstrant, prae­ dicunt, ostenta, portenta, monstra, prodigia dicun­ tur,5 escribe Cicerón. Y en verdad, la explicación parece caer de su peso. Para algunas de estas palabras, ostentum, portentum, los modernos pa­ recen aceptar esta manera de ver. Es que los verbos ostendere, portendere tomaron efectivamen­ te, en latín clásico, el sentido de anunciar, presa­ giar. Pero aquí es necesario un análisis preciso. Para comenzar, es evidente que prodigium, con su segunda sílaba breve, no viene de prodicere, y su etimología es en realidad dudosa ya que el segundo elemento del compuesto se presta a discusión.® En cuanto a ostentum y a portentum, me parece que no se ha prestado suficiente atención al hecho de que su forma es pasiva. Los dos términos vie­ nen, en efecto, de dos compuestos de tendo, obstendo y por-tendo, de sentido idéntico : tender hacia adelante, presentar, exponer. Ostentum y porten­ tum significan pues, estrictamente, cosa presentada, signo, y el valor de presagio que tomaron a con­ tinuación no entra para nada en su sentido pri­ mero.7 Monstrum se vincula con moneo y significa etimológicamente advertencia. Por último miracu­ lum, nacido de mirus, sorprendente, maravilloso, evoca solamente la maravilla del espectador en presencia del fenómeno raro enviado por los dio­ ses. Aplicando un método estricto, no se discierne entonces nada, en este rico vocabulario del prodigio romano, que contenga una idea de presagio rela­ tivo al porvenir, nada distinto de la idea de ad­ vertencia, de signo, de maravilla. Esto está de acuerdo con el valor primitivo del prodigio en la mentalidad latina: es el signo terrorífico de la có­ lera de los dioses y suscita en el hombre un sen­ timiento de horror, un temblor que lo invade ante

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la intervención tangible de las fuerzas divinas. Pero no prefigura el porvenir. En estas condiciones resulta claro que, a dife­ rencia de lo que hemos observado en Grecia y en Etruria, no hubo originariamente, para la concien­ cia romana, un prodigio bueno. Tal idea hubiera sido en sí misma inconcebible.8 Y de hecho, a partir del momento en que Tito Livio, gracias a las fuentes de que disponía entonces (cf. infra, pág. 138) nos relata, año por año, prodigios so­ brevenidos en Roma o en el territorio romano, nos encontramos frente a una lista abundante y monó­ tona de fenómenos de todo tipo que, según los romanos, escapaban a las leyes naturales. A esto sigue la breve evocación del terror que suscitaban, y la mención de las ceremonias expiatorias que provocaban. Pero, aunque nos ha parecido legítimo tratar de discernir de entrada lo que parece ser la actitud específica de los romanos ante la adivinación, con­ viene ahora seguir la marcha misma del tiempo e investigar la evolución de la conciencia romana ante el prodigio.

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Notas

1. Cf. J. Bayet, Histoire politique et psycholo­ gique de la religion romaine, pág. 51 y sigs. 2. Cicerón, De diuinatione, I, 30. 3. E. Benveniste, Hittite et Indo-Européen. Etu­ des comparatives, en la Bibl. de arqueol. e hist, del Instituto francés de Arqueología de Estambul, V, París, 1962, pág. 10. 4. Cicerón, De diuinatione, I, 29. 5. Cicerón, De diuinatione, I, 93. 6. A. Ernout y A. Meillet, op. cit., s. v. prodi­ gium. 7.No creemos, pues, que se puedaanalizar el valor original de la palabra portentum como lo hacen A. Ernout y A. Meillet en el Dictionnaire étymologique, que dice s. v. portendo: portentum, presagio revelado por algún fenómeno extraño o contrario a las leyes naturales, y de ahí, “ cosa maravillosa, monstruosidad, monstruo” . Creo que la historia de la palabra fue a la inversa. Primero significó “fenómeno, ser anormal presentado”, por lo tanto prodigio, monstruo, y sólo más tarde pre­ sagio dado por el fenómeno. La noción de presagio en este caso es sólo secundaria. C. O. Thulin, en

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un artículo de 1905 titulado: Synonyma quaedam latina (cf. bibliografía), notaba ya justamente (pá­ gina 198) a propósito de ostentum y portentum: ut simili modo ficta, ita ex principio idem signifi­ casse uidentur: das Vorgehaliene. 8. Esto lo vio bien L. Wiilker en su monografía sobre el prodigio romano, citada infra, pág. 190.

II

El período primitivo. El período etrusco. Los Libros Sibilinos.

Roma nace hacia mediados del siglo vni a. C., como lo quiere la tradición y lo confirma la ar­ queología. Durante mi siglo y medio es un habitat latino con aportes de origen sabino, su vida es bastante simple y su desarrollo lento. La ocupa­ ción del sitio por los etruscos, alrededor del año 600 a. C., va a cambiar esta situación y a hacer que Roma llegue al rango de gran ciudad. Pero ya en los siglos vm y vu a. C., la religión de Roma se había ido elaborando con algunos de sus cultos, de sus sacerdocios y la firme organización de sus ritos. Los autores antiguos, en textos donde las leyendas y las deformaciones más o menos invo­ luntarias se mezclan con una cantidad de recuer­ dos exactos y de tradiciones auténticas, colocan con lucidez el acento sobre las características reales de la religión romana y la presentan como una construcción consciente y estable, abierta y tole­ rante. Se atribuye al personaje de Numa Pompilio, sa­ bino originario de Cures, esta tarea primordial de construcción religiosa. Y es cierto que la vida de Numa pertenece a la leyenda, pero los ritos y las ceremonias del culto que se atribuyen a su acti­

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vidad y a su reino parecen remontarse precisa­ mente a la época en cuestión. Esta es, por lo menos, la impresión que se saca confrontando cier­ tas tradiciones religiosas relativas a su época con los datos más recientes de la arqueología.1 Ahora bien, al describir la organización del culto por Numa, Tito Livio nos refiere lo siguiente respecto de los prodigios. El gran sacerdote tuvo, desde su creación, el control del conjunto de la religión ro­ mana. Entre sus numerosas tareas, le correspondía indicar cuáles prodigios, se tratara de rayos o de otros fenómenos observados, debían ser retenidos y expiados: quae prodigia fulminibus alioue quo missu uisa susciperentur atque curarentur.2 La ex­ presión es clara, sin equívoco. Aquí se evoca todo el sistema ροτ el cual el Estado romano toma a su cargo los prodigios que interesan a la ciudad y se ocupa de su procuración. Como se verá más en detalle en el capítulo siguiente, una de las carac­ terísticas de la actitud del romano respecto del prodigio es la sólida organización ritual destinada a su expiación. La rica documentación que poseemos sobre la vida religiosa de la Roma republicana muestra muy bien cómo entendía la ciudad que debía cu­ rarse el mal cuyo síntoma es el prodigio. Resta­ blecía la paz de los dioses mediante todo un con­ junto de medidas expiatorias, destinadas a hacer renacer la calma en el mundo y en los corazones. Tal es el sentido de la expresión curare, menos frecuente que el término procurare pero de sen­ tido idéntico. Sin embargo, los prodigios apare­ cidos sobre la tierra o en el cielo no concernían todos a la patria romana, pues algunos podían interesar solamente a tal o cual grupo, o tal o cual individuo. El primer cuidado de las más altas autoridades de Roma era, pues, distinguir el pro-

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digio público del privado (asi como también el prodigio auténtico del prodigio inventado, al cual era necesario no acordar crédito). El gran pon­ tífice debía, pues, indicar y el Senado decidir luego qué prodigios interesaban a la ciudad en su con­ junto, para que ésta los retuviera: es lo que ex­ presa el término suscipere. La analística data al­ rededor del año 700 a. C. el nacimiento del procedimiento relativo a la procuración de los pro­ digios de Estado. No tenemos, por cierto, ningún medio de confirmar la datación así propuesta. Pero a nuestro parecer no tiene nada de inverosímil y no existen elementos que nos permitan rechazar este dato de la analística. Desde el momento en que se lo puede captar y observar, el pueblo latino aparece dotado de una fuerza de organización poco común. Conserva tenazmente su lengua con sus ras­ gos más arcaicos. Roma no abandonará nunca los ritos latinos, celebrados desde los orígenes en el santuario de Júpiter Latiaris, sobre el monte Cavo, y retomará por su cuenta los antiguos sa­ crificios a Vesta y a los Penates, cumplidos anual­ mente en la venerable ciudad de Lavinium. Pa­ rece, por lo tanto, razonable admitir que la actitud romana respecto del prodigio, que siempre actuó con fuerza sobre la sensibilidad popular, se con­ cretó y afirmó desde los primeros tiempos de la vida de la ciudad. Pero he aquí que a fines del siglo Vil a. C., según la analística, confirmada por la arqueología, los etruscos ocupan el Lacio, se apoderan de Roma, preciosa cabecera de puente entre su propio país y la Campania que los atrae. Por más de un siglo Roma toma un aspecto nuevo y se encuentra diri­ gida por una aristocracia extranjera, que habla otra lengua y tiene otra religión. De repente el aspecto de la vida religiosa de Roma cambia total-

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mente, y a las orillas del Tiber aparece toda la Etruria con su gusto tan pronunciado por la adi­ vinación. Debemos, pues, remitir aquí al lector al capítulo en que hemos tratado precisamente, de la adivinación y del prodigio toscanos. Recordemos (cf. supra pág. 78) que la llegada misma de aquel que debía instalar la tiranía etrusca en Roma fue saludada por un prodigio asombroso, consis­ tente en un signo adivinatorio fundado sobre la interdependencia de los diversos elementos del cos­ mos y anunciador del porvenir. He aquí, pues, que la esfera de la adivinación etrusca se extendió a las colinas tiberinas y que el prodigio se manifestó allí con todos los caracteres que poseía en la Etru­ ria propiamente dicha. Durante más de un siglo, los arúspices etruscos podrán ejercer con toda li­ bertad su arte asombroso por su casuística sagrada, en el interior del recinto serviano de Roma. Pero hay que hacer aquí una reserva importante. La adivinación etrusca reinó, por cierto, durante más de un siglo en la corte de los Tarquinos, y la analística nos ha conservado el fiel y auténtico Tecuerdo de ello. Pero ¿debemos pensar que las concepciones nuevas penetraron profundamente en la población latina, que seguía siendo, pese a todo, el núcleo mismo de la urbs? No lo creo. El pen­ samiento teológico de los toscanos se hallaba de­ masiado alejado de la actitud religiosa de los la­ tinos como para ejercer sobre ella una acción profunda y duradera. La dificultad que la lengua etrusca presentaba a la población local debía con­ tribuir a que ésta se mostrara poco accesible a las lucubraciones de los arúspices. En este caso sólo se trata de una impresión, pero que se halla corro­ borada por el hecho de que en verdad, y pese a las opiniones en contrario, la herencia que Etruria transmitió a la religión romana fue bastante pobre.

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Un siglo es un período muy corto para modificar una religión, y sobre todo la de un pueblo tenaz­ mente aferrado a sus tradiciones, y dirigido por una aristocracia que habla una lengua extranjera y difícil para él. El habla y la religión de los latinos se mostraron poco permeables a la influen­ cia tirrenia. Si la analística nos relata, para el período etrusco de Roma, prodigios de aspecto ab­ solutamente toscano, es desde luego porque sólo conserva el recuerdo de los prodigios “ reales” , que interesan al príncipe, la corte o los templos de los dirigentes etruscos, es decir, nos presenta el cuadro de la vida religiosa en la corte de los Tarquinos. ¿En qué medida la población de estirpe latina par­ ticipó en esta vida adivinatoria tan extraña a la suya, en qué medida la aceptó? En muy escasa medida, a nuestro parecer, y la mejor prueba de ello la encontraremos en la continuación de esta historia del prodigio romano. Luego de la par­ tida de los etruscos, los arúspices vuelven a trans­ formarse enseguida en extranjeros, a veces en ene­ migos de Roma, y el prodigio se reincorpora a una esfera específicamente latina. El capítulo si­ guiente mostrará claramente este hecho. Pero hay una cuestión delicada que debemos tratar aquí, la de la aparición y la naturaleza primera de los Libros Sibilinos. Se trata de un problema difícil y complejo, pero que debemos encarar en este punto, pues la colección sibilina se halla en estrecha relación con la vida romana del prodigio. Por regla general, esta colección era abierta y consultada cuando ocurrían prodigios espantosos, taetra prodigia,3 que parecían amena­ zar la existencia misma de Roma. Los sacerdotes encargados de tal tarea descubrían en ella las ex­ piaciones necesarias, los remedia, que eran prenda de salvación. Su origen y su historia interesan,

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pues, a nuestro tema y pese a la complejidad de los términos en que se plantea el problema, con­ viene exponerlo aquí lo más claramente posible y proponer una explicación de él, si es que puede derivársela de los elementos de hecho de los cuales disponemos. He aquí el cuadro que la tradición antigua nos presenta acerca del nacimiento e historia de los Libros Sibilinos, muy rápidamente expuesto. La colección habría aparecido en Roma bajo la realeza etrusca, durante el reino de Tarquino el Soberbio según Dionisio de Halicarnaso, de Tarquino el An­ tiguo según Lactancio.4 De acuerdo con el relato de Dionisio, una vieja, extranjera y misteriosa, ha­ bría propuesto al Soberbio venderle libros de pro­ fecías sibilinas. Como el rey se rehusara reitera­ damente a adquirirlos, la vieja quemó en dos oportunidades tres de ellos, mientras seguía pidien­ do siempre el mismo precio por los oráculos res­ tantes. Al fin Tarquino, impresionado por esta insistencia y este misterio, aconsejado además por los augures, compró los tres últimos libros por la suma inicialmente pedida, y la mujer desapareció en seguida para siempre. Según Lactancio, no ha­ bría sido otra que la Sibila de Cumas. La preciosa colección fue conservada en un cofre de piedra que se colocó en los subterráneos del templo de Júpiter Capitolino. Fue creada una comisión de dos miem­ bros, los duumuíri sacris faciundis, para asegurar su custodia y consultar los oráculos cuando el Se­ nado lo decidiera así, en caso de prodigios parti­ cularmente terribles. Su número aumentó a diez en 367 a. C. y el colegio se abrió entonces a la plebe. Sila lo llevó por último a quince miembros. Y los sacerdotes tomaron así sucesivamente el nombre de decemuiri, luego de quindecemuiri sacris faciundis. La colección se quemó en el año

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83 a. C., en ocasión del incendio del Capitolio y en­ tonces se enviaron delegados romanos a diferentes ciudades de Italia, de Grecia y de Asia Menor, donde existían profecías sibilinas. Estos reunieron una gran cantidad de oráculos y constituyeron una nueva colección, que cambió un poco más tarde de local. Augusto la hizo colocar, en efecto, en el templo de Apolo ubicado sobre el Palatino. Tal es la tradición sobre la cual debe trabajar el erudito. Se ve inmediatamente su complejidad. A fines del siglo vi a. C., una sacerdotisa griega, dotada de don profético, una Sibila, viene a una Roma etrusquizada a traer libros de oráculos. El rey etrusco sólo los compra luego de oir la opi­ nión formal de sacerdotes típicamente romanos, como lo son los augures. En este relato más o menos legendario encontramos personajes etruscos, griegos y romanos y nuestra tarea consiste en de­ sentrañar todos estos hilos que entretejen orígenes e influencias diversas. Ya se ha reconocido coincidentemente la necesi­ dad de realizar un estudio propiamente histórico, de juzgar la evolución de los Libros Sibilinos según las prescripciones ordenadas por ellos en el curso de los siglos. De este modo se pudieron percibir hechos esenciales. La colección cambia de fisono­ mía después de la segunda guerra púnica, cuando el espanto de las derrotas y la conmoción de las conciencias desencadenaron en Roma un proceso psicológico nuevo e hicieron nacer el interés por una adivinación concebida a la manera de los grie­ gos o los etruscos, por una verdadera mantica. Ha­ blaremos luego más en detalle acerca de este cam­ bio. Hasta ese momento, la colección estaba constituida por un ritual de procuración de los pro­ digios, que no incluía oráculos proféticos seme­

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jantes a los atribuidos por los griegos al éxtasis inspirado de las Sibilas. Vemos entonces que el enfoque se hizo aquí, muy justamente, con criterio cronológico y que se percibieron así las profundas transformaciones sufridas por la colección sagrada en el curso de su historia. Yo querría, por mi parte, insistir sobre cierto número de puntos im­ portantes que a mi parecer no fueron bien acla­ rados, cuando no se los descuidó completamente. Esto nos encaminará a la solución del problema que permanece aún abierto, el del origen de los Libros Sibilinos. Sobre este punto, muchos eru­ ditos se atienen, a veces con reservas, a la opinión tradicional: los Libros Sibilinos representarían desde su nacimiento un aporte griego, venido pro­ bablemente de la Magna Grecia, y excelentes espe­ cialistas acaban de pronunciarse hace poco en este sentido.5 Veremos que se trata de un punto de vista demasiado estrecho, inexacto, y que debemos concebir la llegada a Roma y la naturaleza pri­ mera de los Libros Sibilinos en un contexto histó­ rico y religioso menos artificialmente simple. Para comenzar, debemos insistir enfáticamente en el carácter singular, excepcional, que presenta en el paganismo grecorromano esta colección sagrada. Ni Grecia ni Roma fundaban sus creencias y su religión sobre libros revelados. Sólo Etruria ac­ tuaba así. Ahora bien, los libri sibyllini, apareci­ dos bajo los Tarquinos y preciosamente conservados hasta el fin del paganismo sin ser, por supuesto, el fundamento de la religión romana, no dejaban de contener los arcana imperii, los secretos gracias a los cuales podía y debía sobrevivir la potencia romana. Roma poseía, en verdad, otros garantes de su fortuna: se trataba de objetos esenciales y sagrados, de sacra únicos, que se mantenían como testimonio de los tiempos más antiguos de la vida

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de Roma, de la época en que se había establecido la protección de las potencias divinas sobre la ciudad naciente. Pensemos así en el bastón augu­ ral de Rómulo, en su lituus, en los ancilia de los Salios, piadosamente conservados en la Curia Salio­ rum, en los Penates que Eneas había traído con­ sigo al huir de Troya. Pero se trataba sea de obje­ tos milagrosos y santos, sea de la imagen de dioses ancestrales: en ambos casos, de reliquias protec­ toras y venerables. El caso de los Libros Sibilinos es diferente. Son escritos, libros, y la garantía que ofrecen a los destinos de Roma proviene de la revelación que contienen. Henos aquí de repente en una esfera que ya no tiene nada de romano, y nos vemos llevados a dirigir la mirada hacia Gre­ cia, donde las colecciones oraculares desempeñaron cierto papel en la historia de las ciudades, y so­ bre todo hacia Etruria, donde los destinos de la nación, los fata, están contenidos y garantizados en libros que conservan la palabra de los dioses. Sin embargo, los libros sagrados de Roma se presentan como simples rituales relativos a los prodigios. El destino de la urbs se encuentra garantizado por la disponibilidad permanente de semejantes rituales. Parece pues que se nos presenta desde el origen una costumbre de tipo etrusco, bajo un aspecto, por así decirlo, romanizado. Esto hace sospechoso de entrada el punto de vista según el cual la colección debe atribuirse a una revelación sibilina. Se conoce, por cierto, la impor­ tancia que tuvieron en el mundo griego esas sacer­ dotisas independientes y salvajes cuya boca inspi­ rada formulaba oráculos proféticos. La Pitia estaba asignada al santuario de Apolo, las Sibilas tenían un destino errante y el número de estos seres medio mitológicos sólo se precisó tardíamente. Se distinguió entonces un grupo oriental, uno griego

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y uno itálico y Varrón fijó su número en diez. Pero hasta la época de Alejandro, los autores an­ tiguos sólo hablan de una Sibila, la de Eritrea. En cuanto a los griegos de Cumas, aunque hayan podido conocer desde fecha antigua el personaje misterioso de una Sibila, que luego se transformó en sacerdotisa de Apolo, no podían mostrar, según el testimonio de Pausanias,® ningún oráculo sibi­ lino, y resulta entonces más que improbable que una colección oracular haya podido pasar, hacia fines del siglo vi a. C., de Cumas a Roma. Una hipótesis tal es insostenible y chocaría, por otra parte, con el carácter específico de los responsa dados por los Libros Sibilinos. En realidad, como ya lo vieron algunos eruditos, la leyenda del origen sibilino de la colección es tardía y debió consti­ tuirse en forma progresiva después de la segunda guerra púnica. Estaba definitivamente fijada a co­ mienzos del siglo i a. C., en el momento de la reconstitución de la colección incendiada. Al prin­ cipio del libro VI de la Eneida, Virgilio dará su ilustración definitiva a la visión épica de la Sibila de Cumas, que profetiza en fórmulas sagradas y ambiguas el alto destino de Roma: “ Así, desde su santuario, la Sibila de Cumas difunde el horror sagrado de sus oráculos ambiguos y muge en su antro donde la verdad se envuelve en sombras.” 7 Eneas promete en reciprocidad a la Sibila conser­ var religiosamente sus oráculos: “ Allí depositaré tus oráculos y los secretos de los destinos, anun­ ciados a mi pueblo, y te elegiré sacerdote y te los consagraré, ¡oh Benefactora!” . En estas condiciones, debemos plantearnos y T esolver dos cuestiones esenciales: ¿qué era exac­ tamente la colección aparecida en la corte de los Tarquinos? ¿Por qué la analística explicó sus orí­ genes de la manera que sabemos?

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No parece, en principio, que haya que dudar de la fecha tradicional en que aparece en Roma la primera colección. Los textos concernientes a la realeza de los Tarquinos contienen una cantidad de recuerdos auténticos, sobre todo en el dominio religioso, y nada permite sospechar que haya ocu­ rrido aquí una falsificación respecto de la fecha. Pero si bien la colección data, en sus primeros elementos, de fines del siglo vi a. C., debemos re­ presentarnos con claridad en qué esfera nos encon­ tramos. Roma es etrusca, por cierto, por sus diri­ gentes, pero latina en lo esencial de su población, y la influencia griega comienza a penetrarla sea directamente, sea por intermedio de Etruria. En este crisol en que se interpenetran influencias múl­ tiples hay que concebir, en mi opinión, el naci­ miento de los Libros Sibilinos no de una manera simplista, bajo forma de libros sea etruscos, sea al contrario griegos, sino de manera más matizada y conforme a la complejidad de la cultura romana de la época. En tiempos de los Tarquinos se colocó una pri­ mera colección en el santuario de Júpiter Capito­ lino, que era por sí mismo gloria y símbolo de la dinastía toscana. Debía tratarse entonces de textos rituales, semejantes a los ostentaría etruscos que hemos estudiado, pero quizá ya adaptados en parte al espíritu romano. En todo caso, estas prescrip­ ciones se reducían a los problemas planteados por los prodigios, lo que ya es significativo si se piensa en la importancia constante que el prodigio tuvo para la conciencia romana. Se trataba, en cierta manera, del arte de los arúspices en la medida en que concernía al prodigio y satisfacía así una de las grandes preocupaciones de la mentalidad latina. En su contenido se puede reconocer el pensamiento toscano. Demos ahora una ojeada a las primeras

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prescripciones de los Libros Sibilinos, cuyo re­ cuerdo ha conservado la analística. Helas aquí. La primera data del año 439 a. C., la segunda de 461 a. C., es decir, de una época en la cual, con­ trariamente a lo que pretende una tradición que quiso romanizar a toda costa el templo capitolino, los dirigentes toscanos se encontraban todavía en la urbs o, en el caso de la segunda fecha, apenas acababan de dejarla.8 En 496 a. C., antes de la campaña contra los latinos, el dictador A. Postumio hace consultar los Libros Sibilinos a raíz de un período de escasez. Los Libros prescriben que es necesario propiciarse a Ceres, Líber y Libera. Postumio les promete contruirles un templo si hacen reinar la prosperi­ dad en el curso de su magistratura. Como los dioses satisfacen la plegaria, se decide la construc­ ción del templo y se lo termina en 493 a. C. Ahora bien, si los dioses así honrados son de vieja cepa latina, su agrupamiento en una tríada es un hecho etrusco, como fue etrusca la arquitectura del tem­ plo. La helenización posterior del culto no debe hacer olvidar estos hechos fundamentales. La pri­ mera prescripción de los Libros Sibilinos se refiere a una tríada etrusco-latina. Según nuestro punto de vista, no hay motivo alguno de asombro. La segunda prescripción que se nos relata es más significativa aún. En el año 461 aterrorizan a la ciudad muchísimos prodigios: incendio en el cielo, temblor de tierra, la aparición de una vaca dotada de palabra, una lluvia de carne. “ Los Libros Sibilinos, consultados por los duunviros que tenían esa función —dice Tito Livio—,9 anunciaron un peligro que venía de un grupo de extranjeros, un ataque contra los lugares elevados de Roma y

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el derramamiento de sangre. Era necesario, ante todo, evitar las sediciones” : pericula a conuenlu alienigenarum praedicta, ne qui in loca summa Vrbis impetum caedesque inde fierent; inter cetera monitum ut seditionibus abstineretur. Recordemos uno de los pasajes de la obra De haruspicum res­ ponso que hemos estudiado más arriba (pág. 67). Se notarán consejos muy análogos y una lengua parecida. Releamos solamente esta primera reco­ mendación de los arúspices, formulada en el año 56 a. C. : ne per optimatium discordiam dissensionemque patribus principibusque caedes periculaque creentur. . . El parentesco es evidente. La extrañeza que produce esta respuesta sibilina, la segunda en fecha de las que conocemos, que suena como un responsum aruspicinal, impide ver en ella una fal­ sificación, un anacronismo, querido o involuntario, que se explicaría mal. Pero nos encontramos al final de la presencia etrusca en Roma. Los Libros Sibilinos son todavía en parte fragmentos de osten­ taría y la respuesta del año 461 nos restituye este aspecto. Luego la situación cambiará y ya no en­ contraremos respuestas de este tipo. ¿Por qué? La razón es clara. Después de la partida de los etruscos, los libros del Capitolio seguirán siendo una colección sagrada pero, por reacción, van a perder su carácter parcialmente etrusco. Quizás algunas de sus prescripciones estaban redactadas inicialmente en lengua etrusca. En ese caso, la nueva actitud de hostilidad contra los toscanos y sobre todo el carácter insólito de su idioma han debido conducir progresivamente a un cambio de la lengua de los Libri. Quizá se tradujeron algu­ nas partes al latín. Pero para conservar el pres­ tigio de las reglas sagradas, siempre beneficiadas por la oscuridad, valía mejor otra lengua, seme­ jante por su alfabeto a la etrusca, o sea el griego.

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La primera helenización de la colección ¿no pro­ vendrá quizá de una transformación lingüística semejante? Por supuesto, la hipótesis precedente no es sus­ ceptible de verificación. Es igualmente posible que los Tarquinos hayan elegido el griego para la re­ dacción de las prescripciones rituales de la colec­ ción capitolina. La cultura etrusco-griega de la corte de los Tarquinos autoriza tal hipótesis. Sea como fuere, desde fines del primer cuarto del siglo Vi a. C., Etruria se había transformado en el enemigo mortal de Roma y resultaba impo­ sible que la colección sagrada de Roma conservara un aire demasiado toscano. Las prescripciones pro­ piamente etruscas debieron desaparecer sin duda entonces, para dejar lugar a un ritual de espíritu latino, mientras que la helenización de la colección sólo debía ocurrir muy lentamente, por el mismo proceso que siguió el conjunto de la cultura y de la religión romanas. Este proceso se aclara me­ diante el estudio de las prescripciones nuevas de los Libros. A continuación se encontrarán obser­ vaciones sobre tal evolución.10 Debemos notar que Roma iba a tener mayor ne­ cesidad de poseer este ritual eficaz en casos de prodigios espantosos, porque le será muy difícil recurrir a los arúspices en los siglos V y iv a. C., a causa de las guerras incesantes que la enfrentan con Etruria y de las sospechas que provocan desde entonces los sacerdotes de la nación enemiga. Ve­ remos más lejos que de hecho se recurre entonces a los Libri en lugar de consultar a los arúspices. Quedarán algunos vestigios de la presencia origi­ nal de reglas etruscas en los Libri, y reaparecerán curiosamente en el momento de las grandes crisis. El más característico de tales vestigios será la or­ den dada por los Libros en el momento de la

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segunda guerra púnica, de enterrar vivos en el Forum, boarium a una pareja de griegos y una pareja de galos, en una cripta subterránea de mu­ ros de piedra. Los episodios son famosos y fueron objeto de muchos estudios.11 El sacrificio hu­ mano, conocido sin duda en la Roma primitiva, desapareció muy pronto y fue reemplazado por sacrificios de sustitución. Los etruscos, por lo con­ trario, nunca lo abandonaron. Resulta significativa la elección de griegos y galos como víctimas. Eran los enemigos de vieja data del Imperio toscano. En fin, el modo de sacrificio —no cruento, sino consistente en la eliminación de la víctima de la superficie de la tierra— no es de ningún modo extraño a los ritos toscanos. Así, los arúspices pres­ cribían no que se matara, sino que se expulsara del mundo de los vivos a los hombres monstruosos que constituían máculas para la ciudad.12 Nos quedan nuevos elementos de prueba por agre­ gar a este expediente relativo a los primeros tiem­ pos de la misteriosa colección capitolina, que pro­ vienen del repertorio arqueológico. Se trata de piezas etruscas de la época helenística, de un espejo de Bolsena, que se encuentra hoy en el British Mu­ seum, y de tres urnas funerarias tardías que repre­ sentan, con variantes, la misma escena.13 Un joven llamado Caco parece cantar profecías, en medio de un bosque, acompañándose de la lira. Dos merce­ narios, los hermanos Vibenna, lo espían y parecen prestos a atacarlo. Representamos en la página siguiente la escena del espejo,14 sobre el cual están grabados los nombres de todos los personajes re­ presentados. Un muchacho llamado Artile parece acompañar los cantos de Caco, o escribir sus pa­ labras en un díptico que tiene sobre sus rodillas. Esta escena de profecía inspirada está particular-

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mente bien lograda. Ahora bien, aunque se Ia conoce desde siempre, nadie pensó hasta ahora en ponerla en relación con la historia legendaria del nacimiento de los Libros Sibilinos. Sin embargo, estamos exactamente en la misma época, la de los Tarquinos, como lo testimonian las figuras de los hermanos Vibenna, que son aquí los agresores. La gesta de estos héroes legendarios de Volscos comprendía la asistencia que prestaron a uno de los reyes etruscos de Roma, Mastarna, llamado por los romanos Servio Tulio. La escena que estu­ diamos encuentra su confirmación en un texto de Solino,15 geógrafo del siglo III de nuestra era, que reproduce una tradición que se remonta, según él dice expresamente, a Gneo Gelio, analista que vivió en la segunda mitad del siglo II antes de nuestra era. Solino cuenta un episodio legendario y com­ plejo de la historia de Caco, y hace intervenir además en él a personajes del mito griego, como Marsias y Heracles, al cual estamos más habitua­ dos a ver en lucha con un gigante temible del mismo nombre de Caco. Pero el Caco que nos ocupa y que aparece a la vez sobre los monumentos etruscos y en el texto de Solino, tiene rasgos más amables. Según Solino, cuyo texto comienza asi: Cacus, ut Gellius tradidit, cum a Tarchone Tyrrheno ad quem legatus uenerat missu Marsyae regis, so­ cio Megale Phryge, custodiae foret datus, Caco ha­ bría sido enviado en embajada por Marsias, rey lidio de los Marsos, en compañía de un frigio, Me­ gales, ante un tirrenio llamado Tarcón, es decir, ante un Tarquino, el cual lo habría hecho apri­ sionar. Caco llega a escapar de la prisión y se va a fundar un reino en Campania. Pero fue muerto en una batalla contra Hércules. Megales recibió asilo entre los Sabinos, a los cuales enseñó el arte de los augures. Sin entrar en el análisis de un

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texto muy complejo y cuyos hilos son difíciles de desenredar, anotemos solamente los hechos esen­ ciales para la cuestión que nos ocupa. Si unimos, como corresponde, las indicaciones proporcionadas por el texto de Solino con los do­ cumentos arqueológicos, he aquí lo que nos apa­ rece. Un adivino, un profeta, llamado Caco, habría sido hecho prisionero por traición y mantenido en la corte de uno de los Tarquinos. Este es el tema folklórico bien conocido de la captura del adivino al que hay que obligar por la violencia a revelar secretos que no quiere manifestar. Pero lo que nos importa aquí es que la leyenda etrusca, ilustrada por el arte local, está bien localizada en el tiempo y que conservó el recuerdo de profecías introdu­ cidas en la corte de los Tarquinos. Ahora bien, ¿no nos encontramos en este caso ante una especie de versión toscana del episodio legendario en el cual la analística romana nos cuenta la aparición, en la Roma etrusca, de la Sibila de Cumas? ¿No es importante notar que nos enfrentamos con dos registros diferentes, pero paralelos, de informacio­ nes que se refieren a la aparición de un ser ins­ pirado por los dioses en la Roma de los Tarquinos? Más aun, aunque la atmósfera del relato es diversa en los dos casos, resulta en ambos igualmente dra­ mática. Caco es objeto de un rapto. La Sibila, por su parte, no llega a convencer a Tarquino sino des­ pués de una escena de tenacidad y de violencia. Por último, la atmósfera resulta en uno y otro caso igualmente compleja. Los documentos arqueológicos utilizados agrupan elementos propiamente etruscos (los hermanos Vibenna), un elemento itálico (el personaje mismo de Caco), y elementos griegos (la actitud apolínea del profeta). Lo mismo ocurre con el texto de Solino. Ahora bien, de manera análoga, la leyenda romana hace intervenir al

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mismo tiempo a un rey toscano, sacerdotes romanos y a la profetisa helénica. Nos falta por último, siguiendo un método que hemos aplicado en otros casos,16 dar cuenta, ei es posible, del relato de la analística. En efecto, cada vez que en un momento importante de la historia primitiva de Roma aparece en este relato una in­ exactitud, una transformación más o menos cons­ ciente, es importante investigar la razón psicológica que pudo constituir el origen del hecho observado, se trate de orgullo gentilicio o de una exigencia de la conciencia nacional. ¿Por qué aparece enton­ ces esta Sibila cumana en la corte de los Tarqui­ nes, esta figura misteriosa que plantea tantos pro­ blemas a los eruditos deseosos de conservar su presencia? La explicación no parece tan difícil. En la época de los Tarquinos se constituyó en Roma una colección de prescripciones rituales. A los ti­ ranos etruscos correspondían, pues, el honor y la gloria de haber acogido esta prenda de la grandeza de Roma y de haberla depositado en su creación arquitectural mayor, en el templo capitolino. Pero Roma iba a desembarazarse pronto de la presen­ cia etrusca y, después del año 475 más o menos, volvía a ser una ciudad latina, muy hostil a sus antiguos ocupantes que, sin embargo, habían desa­ rrollado su poderío. El recuerdo del origen pri­ mero de la colección capitolina no podía ser abo­ lido, pero se trataba de amortiguar al máximo el papel de los toscanos en el asunto. Todo esto siguió siendo, sin duda, más o menos consciente hasta el momento en que los primeros analistas, a partir del siglo IV a. C., se pusieron a escribir la historia de Roma. A partir de esta época se constituyó poco a poco la vulgata relativa a los reinos de los Tarquinos. La conquista de las prin­ cipales ciudades de la Magna Grecia, las relaciones

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acrecentadas con el mundo griego, la apertura de la colección capitolina a oráculos de diversos orí­ genes, a menudo griegos, a partir de la segunda guerra púnica, todo eso desempeñó un papel. Por otro lado, las figuras de las Sibilas que se multiplicaron en la época helenística comenzaban a volverse familiares para los romanos y llegaban a constituir el tipo mismo de la sacerdotisa inspi­ rada. La analística encontró en estos sorprenden­ tes personajes un principio de explicación cómodo para el origen de los Libros, garantes de la for­ tuna romana. El carácter sobrenatural de la pro­ fetisa y el misterio de su existencia conferían a la colección sagrada el valor que le convenía. So­ bre todo, puesto que el recuerdo de los tiranos etruscos continuaba siendo detestado, ya que las guerras contra Etruria apenas habían terminado y los Tarquinos simbolizaban una tiranía extranjera, se les quitaba así todo mérito en la génesis de los Libros. Creo que es de este modo como se explica la anécdota dramática de la entrevista entre Tarquino y la Sibila. Tarquino sólo cede vencido por la indómita insistencia de la sacerdotisa y por la opinión formal que le dan los augures, represen­ tantes del sacerdocio romano. Estos reconocen el origen divino de los oráculos y consideran como una gran pérdida la desaparición de algunos de ellos.17 Así, a Tarquino se le resta todo mérito; antes bien, su ceguera fue funesta ya que sólo la voluntad expresa de los dioses lo obligó a aceptar, de mal grado, lo que habría de ser sin embargo la garantía suprema de los destinos de Roma. Esta oposición edificante entre el tirano etrusco y el augurado romano, que termina con el triunfo de este último, aparece también ilustrada en forma excelente en el relato de la analística que se refiere al desafío lanzado por Tarquino el Soberbio contra

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el célebre augur Ato Navio.18 Se trata de una anéc­ dota conocida. Tarquino había querido crear nue­ vas centurias de caballeros a los cuales habría dejado su nombre. Ato Navio objeta que toda reforma de este género debía ser autorizada por auspicios previos. El rey se irrita y le dice que pregunte a los pájaros si lo que él pensaba era realizable. El augur interroga a los dioses y res­ ponde afirmativamente. Tarquino, presentándole entonces una navaja y una piedra, lo exhorta iró­ nicamente a cortar la piedra. El adivino cumple in­ mediatamente el prodigio. Se elevó una estatua del taumaturgo en el Comitium y a su lado se puso la piedra, miraculi eius monumentum. Se trata del tema legendario del prodigio que viene a con­ firmar el origen divino de una institución funda­ mental de Roma. Pero lo que nos interesa sobre todo aquí es notar que, como en el relato de la compra de los Libros Sibilinos, la obstinación ciega de Tarquino se estrella contra la inspiración sagrada de los augures romanos. Por último, hay que establecer un paralelo entre estas escenas y el relato instructivo que nos hace la analística de la dedicatoria del templo de Júpiter Capitolino. La dedicatoria de este santuario, debido al genio político y religioso de los Tarquinos, les escapa como por milagro. Tal dedicatoria cons­ tituía uno de los raros puntos sólidos de esta cro­ nología incierta y se encontraba fijada en el 13 de septiembre de 509 a. C. Los analistas disponían de un solo medio para romanizar el santuario y hacerlo dedicar por un romano, que consistía en hacer partir a los etruscos de Roma en una fecha anterior, aunque tal partida haya sido, en realidad, posterior a este acontecimiento en un tercio de siglo. Pese a las dificultades que esto acarreó para

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la continuidad de su relato, fijaron la retirada al­ gunos meses antes de la dedicatoria y ésta pudo así corresponder a un romano auténtico, M. Hora­ tius Pulvillus, quien ofreció el templo a los dioses en circunstancias que destacaron el heroísmo cívico de un corazón verdaderamente romano. Tal es, en mi opinión, la explicación del relato legendario concerniente al origen de los Libros Si­ bilinos. Su fecha es exacta, su desarrollo imagi­ nado por reacción de la analística contra los T e cuerdos de la dominación etrusca en Roma. Se preguntará, sin embargo, hasta qué punto los ro­ manos dieron prueba de espíritu nacional con e l hecho de pasar de Etruria a Grecia. Sin duda que recurrir a un personaje mítico latino hubiera ser­ vido mejor aun la causa de Roma. Pero esto era imposible, pues la adivinación inspirada latina, y aun la itálica, fueron siempre muy pobres. El adivino Caco no era apto, en verdad, para servir de fundamento a una leyenda que buscaba el esplen­ dor y lo maravilloso. En cambio, a partir de fines del siglo ni, la adivinación oracular griega se im­ ponía con una fuerza creciente a la imaginación romana. ¿Pudo contribuir la constitución de la leyenda a transformar la colección sagrada, que se volvió progresivamente sibilina? Sabemos que se lle­ nó de predicciones oscuras, escritas, en verdad, en versos griegos de forma sabia y ampulosa, tales como los oráculos que nos conservó Flegón de Traies, liberto de Adriano, y que ordenaban reali­ zar las procuraciones necesarias ante un caso de hermafroditismo, comprobado en el año 125 a. C.ie ¿O bien la apertura de la colección a las profecías helenísticas constituyó el origen de la leyenda? Hubo sin duda interacción entre estos dos hechos concomitantes: la evolución de la colección y la

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formación de la leyenda. De hecho, el carácter griego de las ceremonias ordenadas y ejecutadas por los Xuiri [decenviros] y luego los XVuiri [quindecenviros], se acentuará constantemente y Varrón podrá escribir; Et nos dicimus XVuiros graeco ritu, non romano sacra facere.20 Pero en rigor nada puede deducirse de este juicio en lo que respecta al origen primero de la colección.

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Notas

1. Pensemos también en el ancile sagrado que cayó del cielo, según la leyenda, a los pies de Numa, quien creó el colegio de los doce Salios para conservarlo junto con sus réplicas. No me ha pa­ recido fortuito el hecho de comprobar que los muy raros ejemplos de escudos votivos de doble esco­ tadura, descubiertos en el centro de Italia, datan precisamente más o menos del año 700, de la época del legendario Numa. El escudo bilobulado, que pasó a través del Adriático de Grecia al Piceno, y luego de allí a Italia central, debió llegar a cono­ cimiento de los romanos a fines del siglo Vin, y la rareza de su forma lo hizo adoptar seguramente por ellos como arma sagrada, caída del cielo. Cf. mi artículo: “Une tombe villanovienne près de Bolsena et la danse guerrière dans l’Italie primitive” , en Mélanges (l’Archéologie et
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