Bloch, Dorothy - para Que La Bruja No Me Coma. Fantasia y Miedo de Los Niños Al Infanticidio
September 3, 2022 | Author: Anonymous | Category: N/A
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“para que la bruja no me coma”
fantasía y miedo de los niños al infanticidio
dorothy bloch
siglo veintiuno editores
«PARA QUE LA BRUJA NO ME CO COM MA »
Traducción de M .a
Do
l o r e s
Ll
e r a
c
h o c a n
Fantasía y miedo de los niños al infanticidio
por DOROTHY BLOCH
INDICE
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Prefacio Introducción: Introdu cción: Fan Fantasía tasía y miedo de los los niños al infanticidio infanticid io
IX
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PRIMERA PARTE
INFANCIA 1. 2. 3.
«NO ME GUSTA PE PENS NSAR AR QUE SO SOY Y UN UNA A JIRAFA»: L LA A FANT FANTASIA ASIA DE UNA UN A NIÑA DE TR TRES ES AÑOS SUPERRATON: SUPERR ATON: NACIMIENTO Y MUERTE MUE RTE DE UNA UNA FAN FANTA TASIA SIA DE FE NSIVA CUATRO CUATRO NIÑOS QUE INSISTIAN EN QUE PERT PERTENECI ENECIAN AN AL SEXO
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4. 5. 6. 7.
CONTRARIO «NO SAL SALII DEL VIEN VI ENTR TR E DE MI MADR MADRE»: E»: U UNA NA FANT FANTASIA ASIA QUE TARDO TRE S AÑ AÑOS OS EN RESOL VERSE LA FAN FANTASIA TASIA DEL «PE «PERRO RRO QUE NO MERECIA SE R UNA UNA NIÑA NIÑA»» LA IN INHI HIBI BICI CION ON DE LA FANTA FANTASIA SIA Y LA PREDI PR EDI SP SPOS OSIC ICIO ION N A MATA MATAR R LA IN INHI HIBI BICI CION ON DE LA FAN FANTAS TASIA: IA: UN CASO DE AUTISMO INF INFANTI ANTIL L
50 72 94 110 130
SEGUNDA PARTE
AÑOS POSTERIORES ) > / f
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NIÑ O DE NIÑO DESP SPRE RECI CIAB ABLE LE Y PADR PADRE E NO NOBL BLE E LA NECESI NECESIDAD DAD DE UN UNA A IMAGEN DISTORSIONADA DE LOS PADRES LA FANTASIA IN INCO CONS NSCI CIEN ENTE TE DE UN NIÑO ABAND ABANDONADO ONADO LA OB OBSE SESI SION ON DE UN UNA A NIÑA POR CASARSE CON SU PADRE LA PE PERS RSIS ISTE TENC NCIA IA DE LA LAS S FANTASIAS IN INFAN FANTIL TILES ES EN LA VID VIDA A ADUL AD ULTA TA EL MIED MIEDO, O, LA FANTASIA Y LA ESPE ES PERA RANZ NZA A DE SE SER R AMADO AMADO HACIA HACIA UN UNA A SOCIEDAD MA MADU DURA RA
145 167 179 196 215 237 249
Dedico Dedi co este libro a mis pacientes, pacientes, fuente constante de conocimiento conoci miento e inspirac inspiración. ión.
PREFACIO
Aunque este libro es una desviación —yo preferiría llamarlo una extensión— del pensamiento de Freud, me gustaría ex p r e s a r m i d e u d a h a c ia él p o r h a b e r c o n tr ib u id o ta n e x t r a o r dinariamente a mi inspiración. Por mucho que nos desviemos de sus teorías, sus conceptos dan impulso y sirven de trampolín para la exploración de nuevas áreas. Desarrollando sus teorías y usando los instrumentos que nos ha legado, seguimos sencillamente el ejemplo que tan admirablemente nos dio con sus brillantes esfuerzos por comprender la psique humana. Mi búsqueda de una teoría consistente de lo que llamamos «enfermedad emocional» y mi creciente reconocimiento
del papel que la violencia tiene en su origen, adquirieron una repentina nitidez hace unos quince años, cuando el doctor Hyman Spotnitz llamó mi atención sobre había el hecho de que Freud, en su teoría del complejo de Edipo, omitido el intento de los padres de matar a Edipo. Estoy en deuda con el doctor Spotnitz por la gran conmoción intelectual que esto me produjo y por su continuo interés y aliento. Su propia desviación de las teorías de Freud acerca del tratamiento insiste en la importancia primordial de sacar a relucir los sentimientos agresivos de los pacientes, lo cual ha hecho posi blee el tr a t a m i e n t o de p a c ie n te s e s q u izo bl iz o fr fréé n ico ic o s con co n u n feliz fe liz resultado y me ha sido de un valor incalculable para tratar a mis pacientes. También estoy en deuda con él por su ayuda a la hora de formular las diferencias entre la fantasía y la identidad homosexual en el capítulo 3, por haber leído este manuscrito, y por su insistencia, que llevó a la redacción del capítulo 13 y a la elaboración de la dinámica de diversas fantasías. Sin embargo, la responsabilidad de los conceptos que han desembocado finalmente en este libro es enteramente mía.
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Prefacio
Quiero agradecer a Psychoanalytic Review el permiso para reeditar importantes pasajes de diversos capítulos publicados originalmente en esa revista, y a Mo der n Ps ych oa oana naly ly sis el permiso para reeditar el capítulo 7. Doy también las gracias a Marie Coleman Nelson y a Murray H. Sherman, directores de Psichoanalytic Review, por haber leído y comentado este manuscrito. También estoy muy agradecida a Mary Wolman, psicólo ga infantil y buena amiga, de quien siempre pude esperar una respuesta sensible y un continuo interés por la evolución de mis ideas; a Frances Tenenbaum, que facilitó el camino de este libro; a todos aquellos amigos cuyo apoyo entusiasta ha sido un recurso omnipresente, y en particular a Yuri Suhl, por su amistosa y generosa ayuda. Y, finalmente, a mi editor, David Harris, cuyas sugerencias han mejorado este trabajo y cuyo entusiasmo y preocu pa paci ción ón ha n co nt ribu ri bu id o a fa c ilit il itar ar ese úl tim o es fu fuer er zo ne ce sario para transformar un manuscrito en un libro. Do r o t h y B l o c h
Nu Nueva eva York, York , ab ri rill de 1978
INTRODUCCION: FANTASIA Y MIEDO DE LOS NIÑOS AL INFANTICIDIO
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Si alguien hubiera sugerido, cuando empecé mi carrera psi coanalítica hace unos veinticinco años, años, que mis pacientes temerían que yo —o sus padres— pudieran matarles, creo que hubiera reaccionado con sobresalto. Incluso lo hubiera rechazado como una pesadilla. ¿Que el miedo al infanticidio pu di er a se r su pr in inci ci pa l pr eo cu pa ci ción ón ? Ab Absur sur do do.. Sin embargo, después de que, uno tras otro, los niños me admitieran en su mundo de fantasía, he presenciado un miedo a ser asesinado que únicamente variaba de intensidad. Aunque en pacientes adultos estaba profundamente enterrado en el subconsciente, descubrí que en los niños estaba normalmente muy en la superficie. Casi invariablemente me informaban, a menudo en su primera visita, de lo que ellos ex pe rim ri m en ta ba n com o un a vi vida da en pr ec ar io io.. Una ni niña ña de cu atro años y medio, cuyo terror llegué a conocer con gran detalle, me anunció solemnemente que sus dibujos se titulaban «Ciudad peligrosa» y «Cielo peligroso». Un niño de seis años estaba demasiado ocupado mirando a las nubes con temor de que se «derrumbaran» para poder jugar. Otro de cinco años, que pálido y serio, confió saldrían que teníadisparados. dos lápicesCuando en los ojos en caso de me necesidad casualmente comenté con otro niño de seis años que había notado su cuidado de sentarse en la mesa siempre en el lado contrario al mío, respondió con una risa histérica: «Para que la bruja no me coma». Hasta que empecé a tratar a niños, mis conocimientos de las fantasías no iban mucho más allá de su función de satisfacer unos deseos. deseos. Generalmente pensamos que las fantasías son una complacencia de la imaginación. La sola mención de la palabra evoca con frecuencia placeres recordados o deleites anticipados. Superar el aburrimiento del momento y en
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trar en un mundo de voluptuoso encantamiento, dejar atrás nuestras limitaciones y ponernos un manto de poderes infinitos: todo esto lo asociamos habitualmente con la fantasía. N u es tr tro o co nc ep to co inc ide con su de sc rip ció n po r Fr eu d como «gratificación imaginaria de deseos eróticos grandiosos y ambiciosos», como una especie de «parque natural» donde «todo «tod o puede crecer y desplegarse a vo luntad »1. El «parque natural» que yo encontré durante el tratamiento de los niños analizado en los capítulos siguientes tenía poco que ver con los «deseos eróticos» o el placer. Abundaban las bestias de apariencia terrorífica, las brujas crueles y los monstruos que perseguían a sus víctimas salvajemente. En esos terrenos el aire vibraba con el ratatata de las metralletas, los ahorcados que colgaban de los árboles y los ríos de sangre. «¿Me quieres ayudar a correr? El monstruo nos persigue», fue la forma en que Ellie, de tres años y medio, introdujo una fantasía que duró más de un año. Un niño de «un cuatro añosestá y medio me informaba de que ladrón intentando derribar elcontinuamente Empire State Building». Fui introducida por un niño de cinco años en el asesinato de multitudes mediante una rutina en la que inevitablemente acabábamos tirando los cuerpos imaginarios por el tejado y después limpiándonos «la sangre y suciedad de las manos». He pasado muchas sesiones en las que era asesinada y resucitada únicamente para poder ser asesinada de nuevo. En casi todos los casos, la fantasía representaba un intento del niño de defenderse contra el miedo a ser asesinado. Quizás nadie haya descrito mejor el miedo que encierran las fantasías de los niños que Melanie Klein, una de las primeras analistas infantiles, quien escribió: «Estamos acostum br ad o s a ve r el te rr o r de los ni ño s a se r de vo rad os , o co rt a dos, o hechos trozos, o su terror a ser rodeados y perseguidos, por figuras amenazantes como un componente normal de su vida mental [...]». Ella tenía claro el origen de ese miedo y decía: «No me 1 Sigmund Freud, «The relation of the poet to day-d day-dreaming», reaming», en Collec ted papers, vol. completas, 4, Londres, Hogart Press, 1925 [«El poeta y los sueños diur nos», en Obras vol. n, Madrid, Biblioteca Nueva, 1973].
Introducción
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cabe ninguna duda, por mis observaciones analíticas, de que las identidades que se ocultan detrás de esas figuras imaginarias y terroríficas son los propios padres, ni de que esas formas horribles de alguna manera reflejan los rasgos de su pa dr e o su m ad re , po r di st or si on ad a o fa n tá st ic a qu e pu ed a ser la semejanza [...]». Las implicaciones del terror en esas fantasías eran tan difíciles de afrontar y definir explícitamente en lo años treinta como lo siguen siendo ahora, con ligeras modificaciones. Todavía resuena la pregunta con que concluía su descripción: «¿Cómo es posible que el niño cree una imagen tan fantástica de sus padres, una imagen tan alejada de la realidad?»12. En un principio, al abordar esta cuestión, como muchos analistas novatos, centré mi atención en los padres. ¿Qué ti po de m o ns tr tru u os er an ? Aunq ue en te n d ía las ten sio ne s y p re sioness que determ inaban muy a menud o su estado de ánimo, sione sólo cuando dirigí mi atención a los niños encontré la res pu es esta ta . La p ri m er a ru p tu ra fue pr ov oc ad a p or dos do s pa cie nt es que estaban convencidos no sólo de que sus padres querían matarles sino de que realmente lo harían. Después de examinar los factores que producían esa impresión, descubrí que en ambos casos habían estado expuestos a un grado de amenazas mayor de lo normal. Sin embargo, era evidente que no estaban en peligro. Su firme creencia de que sus vidas esta ban en pe lig ro ro,, sin em ba rg rgo, o, me hi zo es tu d ia r el alc an ce del miedo expresado en sus fantasías y sopesar las razones que po dí an ex pl ica r es ta s dif er eren encia cia s. Conclu Co nclu í qu e los niñ os eses tán universalmente predispuestos al miedo al infanticidio po r el es ta di o de su d es ar ro llo fís ic o o psico ps icológ lóg ico y q ue la intensidad del miedo depende de la incidencia de sucesos traumáticos y del grado de violencia y cariño que hayan experimentado. Después de haber llegado a esta conclusión, nada era más obvio. ¿Por qué no se me había ocurrido antes? Cuando comenté esto con otros adultos, se sorprendieron en un princi pio, pe ro lo ac ep ta ro n in m ed ia tam en te . ¿P or qu é no han de 2 Melanie Klein, «T «The he early developm ent of conscie nce in the cchild» hild» 1921-1945 945,, Nueva York, McGraw- (1933), en Co ntrib utio ns to psychoa nalysis, 1921-1 McGraw- Hill, 1964.
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Introducción
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tener miedo los niños a ser matados? Para empezar, consideremos su tamaño. ¿Hay alguien más «matable»? Nacer pequeño e indefenso en un mundo donde hasta los ratones tienen la ventaja de la movilidad es sin duda sentirse a merced de cualquier ser viviente. El hecho de que los adultos parezcan haber borrado de su conciencia la idea de que los niños
En aquellos casos en que la ilusión de poseer poderes mágicos es disipada naturalmente por la realidad y por las ex pe ri en ci as d en tr o de un os lím ite s no rm al es y en qu e el m un do del niño se mantiene relativamente estable, a salvo de acontecimientos traumáticos y excesivas frustraciones, o cantidades de rabia, es posible que escape comparativamen-
lo ed saben se sienten a menudo por miedos pu e se r,y sim pl em en te, un re flepreocupados jo de su ne ce sidsus ad de olv idar su propia infancia. De lo contrario no podrían escapar a la conclusión, fácilmente deducible de una observación incluso superficial, de que los niños se dan pronto cuenta de su vulnerabilidad y dependencia de la voluntad de los padres p a ra vivir. viv ir. Qu Quee el mi ed o re su lt an te pu ed e co n ve rt ir irse se en un factor esencial de las defensas que crean para sentirse seguros es algo que se desprend e con claridad del estudio de esas defensas. El tamaño del niño no sólo le expone a ser atacado, sino que también determina lo que es capaz de absorber del mundo exterior. Aunque ahora tenemos una idea más o menos pr ec isa is a de su s ne ce sid ad es fís ica s, es tam os me no s in fo rm ados acerca de su capacidad emocional. En contra de la opinión de los que defienden los programas actuales de televisión, ya sea el niño el destinatario o un mero testigo, su ca pa ci da d de ac om od ar la vio len cia o los se nt im ie nt os vio len tos es muy limitada. Un obstáculo igualmente importante es el tipo de pensamiento de los niños que salen de la primera infancia. La palabra «mágico» ha sido usada para describirlo y refleja la impresión que los niños tienen de que sus pensamientos, deseos y sentimientos están dotados de un poder misterioso. Puesto que desde la cuna aparentemente pone en movimiento a los supuestos gigantes de su alrededor sin necesidad de hablar, ¿cómo si no explicar la considerable —y frecuentemente no solicitada— atención a sus necesidades? La tesis de que el niño equipara los pensamientos, deseos y sentimientos a los hechos está corroborada no sólo por la forma de actuar en los niños tratados por mí, sino también por la siempre asombrosa suposición de muchos de mis pacientes adultos de que conozco sus pensamientos y deseos antes de que ellos los hayan expuesto.
te intacto. Desgraciadamente es raro que así sea. Su sentimiento de omnipotencia puede verse reforzado tanto por una incapacidad de fijar límites como por una excesiva re pr es ión ió n o po r un de se qu ili br io en las re lac io ne s fa m ilia re s. En las familias donde el padre del mismo sexo está frecuente o permanentemente ausente y donde el niño se siente el pr ef er id o de un o de los pa dr es , pu ed e lle ga r a d e sa rr o ll a r un sentido erróneo de sus poderes y de su relación con el mundo. Es difícil medir las peligrosas consecuencias de la confusión resultante del niño. Sus sentimientos de omnipotencia le pueden llevar a esperar que las cosas se hagan sin esfuerzo o quizás a inhibirse para evitar descu brir sus limita limitaciones ciones y arriesgarse a un fracaso. También puede renunciar a unos objetivos posibles en favor de unos proyectos grandiosos inconscientemente concebidos para establecer su control absoluto. Las inevitables frustraciones pueden producir una profunda insatisfacción con ellos mismos, ahogando la creatividad o llevándolos a realizaciones cada vez más amplias que rarame nte satisf satisfacen acen sus objeti objetivos vos inconsci inconscientes. entes. Debido a su idea de que sus pensamientos, deseos y sentimientos tienen una naturaleza mágica, el niño puede tam bié n se nt ir se re sp on sa bl e de u na ga m a e x tr ao rd in ar ia de su cesos infaustos. ¿Hay una muerte en la familia? El es el asesino. ¿Un accidente?: El es el autor secreto. ¿Una enfermedad?: El es el agente. Su «maldad» hace que su madre le deje pa ra ir a tr ab aj ar , o q ue de se e te n er o tr tro o hijo hijo,, y llev llevaa a su p adre a ausentarse por viajes de negocios. El niño puede sentirse automáticamente culpable de cada disputa y autor de cada desastre, ya sea éste la desavenencia entre los padres, la separación o el divorcio. La chispa que inicia esta predisposición a la culpa, con su consiguiente expectativa de castigo, parece ser el propio sentimiento de cólera del niño. Sus sentimientos agresivos están
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pr oh ib id os no so lam en te po rq ue sus pa dr es los pu eden ed en co ndenar, sino también por el poder devastador que el niño les confiere. Si pensar, sentir y desear equivale a actuar, el niño pu ed e co m pr en sib le m en te m ed ir la m ag ni tu d de la am en az a que él piensa que representa por la intensidad del carácter destructivo de su mundo interior. Cuanto más irritado está, más peligroso piensa que es y mayor es su miedo a ser castigado. Achaca estos poderes tanto a su sentimientos como a lo loss de sus padres. Cuando estos están continuamente en fadados o cuando actúan a resultas de su enfado, el niño puede temer lo peor. El que lo sentimientos sean la mayor preocupación de los niños es debido a sus experiencias infantiles, cuando les sirven como el modo primordial de comunicación. Cuando las pal p al ab ra s se co nv ier ten en el me dio de in te rc am bi o, es ra zo nable suponer que, para él, la función esencial de éstas puede ser la transmisión de sentimientos. El niño oye las pala bra b ra s p ar a c al ib ra r su co nt en id o ta nt o em oc ion al com o in fo rmativo. Como los adultos bien saben, en un proceso que im pl ica co n fr o n ta r las p al ab ra s e inclu in clu so los he ch os con la p er cepción de los sentimientos, son estos últimos los que generalmente ganan. Cuando consideramos la vulnerabilidad de los niños y las pe lig ro sa s co ns ec ue nc ias de su pe ns am ie nt o mág ico, ico , no nos pu ede ed e ex tr añ ar qu e su m ay or pr eo cu pa ci ón sea su pr op ia vida. Un niño muy precoz de cinco años me lo expuso lacónicamente. Aunque tardó un tiempo en desembrollar su problema, finalmente dejó claro que cada vez que su madre lo deja ba al cu id ad o de un a n iñ er a él se qu ed ab a «p re oc up ad o» . Al sugerirle que pudiera estar preocupado porque a su madre le ocurriera algo y no volviera, me aseguró: «No, estoy preocupado por mí. ¿Qué puedo hacer si le ocurre algo a la niñera?». Que el miedo al infanticidio domine la vida del niño o se convierta en un elemento manejable depende en gran parte, como ya he sugerido antes, de la incidencia de sucesos traumáticos y del grado de violencia y cariño que haya absorbido en su ambiente familiar. La violencia o la amenaza de violencia confirma sus miedos ya establecidos. Incluso deseos ocultos pero violentos son suficientes para que requiera una se-
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rie de defensas para protegerse. Si estos factores fueran el único problema, la tarea del niño sería relativamente fácil. Su necesidad de defensas se mezcla, sin embargo, con su inevitable respuesta violenta a la violencia o a los sentimientos y deseos violentos de sus padres. Para que esta respuesta tenga lugar no hace falta que el niño sea el blanco directo de la violencia. Con los niños que yo he tratado, era suficiente que los padres cometieran actos violentos de cualquier tipo o se mostraran frecuentemente violentos, no hacia él, sino entre sí o hacia otros niños e incluso hacia animales, o que permitieran que otros niños actuaran con viol violencia encia contra otros m ás indefensos si sin n ser castigados. En algunos casos, los hermanos mayores que ataca ban vi ole nt a y ha b itu al m en te er an vis tos com o ag en tes de los padres; cuando los padres no intervenían eficazmente para proteger al niño, éste suponía que los padres querían que le ma taran. Y cuando veía que la violenci violenciaa o los sentimientos violentos experimentados en la familia se incrementaban en la televisión, el cine o en la misma calle, su terror se intensificaba. La idea de que los niños temen de forma universal que sus padres les maten es asombrosa, y sin embargo he encontrado que es mucho más aceptable que la posibilidad de que los padres tengan realmente ese deseo. Hasta hace poco, la idea de que los padres deseen matar a sus hijos ha estado todavía más oculta que la de que los niños puedan vivir cotidianamente aterrorizados por este pensamiento. No solamente es el deseo de matar uno de los sentimientos más profundamente reprimidos, sino que la comprensión general de la naturaleza de estos deseos sigue siendo objeto de confusión. Normalmente, cuando los pacientes reconocen, gradualmente y de mala gana, que no sólo odian sino que además quieren matar a los que odian lo hacen con un sentimiento de escándalo y muy a menudo sólo tras un período de rechazo doloroso. Que estos deseos estén dirigidos contra el analista o contra las personas queridas es una idea a la vez repugnante y espantosa. En algunos pacientes, el hecho es tan odioso que el descubrimiento e identificación de estos deseos puede llevarles a pensamientos suicidas. El veto que se convirtió en manda
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miento atronador que dice: «¡No matarás!» parece haber sido registrado como: «¡No desearás matar!» o incluso como «¡No pensarás matar!» Si admitimos que el pensamiento mágico, tan característico de la primera infancia, puede persistir en la edad adulta, es evidente que para muchas personas reconocer el deseo de matar es sinónimo de matar. Una com pl plic icac ac ió n re su lt a n te de la re pr es ió n de es to s se nt im ie nt os y deseos es la creencia de que los sentimientos existen en forma pura. Los pacientes se sorprenden con frecuencia de la existencia de sentimientos contradictorios. En cualquier análisis, el reconocimiento de que el amor no excluye al odio, ni el odio al amor, es un jalón en el camino de la madurez. Cuando la cuestión no es solamente el deseo de matar, sino el deseo de matar al propio hijo, entonces se entra en otra dimensión. La repugnancia que produce sólo pensar en esta po sibi si bi li lida da d da la m ed id a de la tr ag ed ia qu e sig nific ni fic a se r p adres. La mayoría de las parejas comienzan a desempeñar su nuevo papel llenos de cariño y de grandes aspiraciones, ins pi ra do s m uc ha s vec es po r un a de te rm in ac ió n de co rr eg ir los errores de sus propios padres, de suplir sus deficiencias. El gran número de fracasos puede explicarse en parte por el hecho de que su propia educación rara vez ha sido concebida p ar a qu e la em pr es a te teng ng a éxi to. Po r am plio pl io s qu e sea n su s estudios, pocas personas disponen de los instrumentos necesarios para entender sus propios sentimientos o los de sus hijos. Sus esperanzas de tener éxito allí donde sus padres fracasaron están frecuentemente condenadas a la desilusión; más aún, su atribución de una responsabilidad personal por lo que aparece como una transformación desconcertante del cariño en odio complica el problema al generar una carga de culpabilidad casi intolerable. A pesar de los años que han pasado desde que Freud esta bl ec ió la im po rt an ci a de las ex pe ri rien en ci cias as in fa nt il iles es y su p e rsistente influencia en la personalidad adulta, una de las cosas más penosas de hacer emerger en muchos análisis es el reconocimiento por parte del paciente de que por mucho que desee negarlo, está influenciado por su pasado y su educación. La frecuente previsión de los padres de que, por muchos traumas que hayan sufrido, se espera de ellos —y ellos
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mismos lo esperan— que eduquen hijos perfectos prueba lo dañina que puede ser la negación de esta verdad. Pocos padres se conceden a sí mismos el derecho a tener problemas o se perdonan lo sentimientos adquiridos a través de sus pro pio s pa dr es . El hecho de que Freud evitara esta cuestión da una medida de lo difícil que es abordar tanto el miedo del niño al infanticidio como el deseo de infanticidio de los padres. Aunque Freud admitió la posibilidad de que su teoría sobre el complejo de Edipo pudiera eventualmente ser reemplazada, nunca abandonó la idea de que ésta era la causa central de los problemas emocionales. Para comprender el porqué no hay más que examinar la propia teoría. Hace muchos años, el doctor Hyman Spotnitz llamó mi atención sobre la omisión por parte de Freud de la primera pa rt e del mi to de Ed ipo al fo rm ul ar su teo ría . La ley end a griega comienza con la conspiración de los padres de Edipo pa ra el im in ar lo a fin de ev it itar ar la pr of ec ía del or ác ul o seg ún la cual cuando sea mayor matará a su padre y se casará con su madre; es el acto de los padres de abandonarlo en la montaña para que muera y así evitar la predicción lo que hace que se pongan en movimiento los sucesos que luego llevarán al cumplimiento de la profecía. En manos de Freud, esta historia sufrió una espectacular transformación. Su teoría omite el acto homicida de los padres y se centra en las obras de Edipo; trata el asesinato del pa dr e y el m at rim on io con la m ad re com o im pu lso s un iv er sales, aislándolos como períodos inevitables en el desarrollo infantil. Si Freud hubiera aplicado el mismo principio de inevitabilidad a todo el mito, su teoría habría establecido la conexión entre causa y efecto; el deseo de los padres de matar a su hijo se habría hecho universal como primer paso inevitable en el complejo de Edipo y como factor desencadenante de la preocupación del niño por el incesto y la muerte. La primera vez que advertí esta distorsión en el tratamiento freudiano del mito, me sorprendieron sus implicaciones e inmediatamente sospeché que reflejaban una necesidad por parte de Freud de excluir la influencia de los padres como factor en la génesis de los problemas emocionales. Aunque hemos avanzado mucho desde que Freud formuló
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sus teorías, nuestra comprensión de los fenómenos psicológicos todavía tiene sus raíces en sus extraordinarios descu br im ie ient nt os . Sin em ba rgo , ta tan n er ró ne o se rí ríaa ne ga r sus li lim m it itaaciones como exagerarlas. El método de Freud nos proporcionó una eficaz herramienta para comprender el yo, pero, a la vez, hizo hincapié en la dificultad de llegar solos a comprenderlo. Este trabajo sólo puede hacerse con la ayuda de otra pe rso na mu y ex pe rta que haya ha ya pa sa sado do po r un pr oc es o sim ilar. A la luz de la idea de que la principal preocupación del niño es el miedo al infanticidio y su mayor empeño mantener una imagen idealizada de los padres, nada podría ser tan pr ev isi ble bl e com o qu e Fr eu d ig no ra ra el pape pa pell de los pa dr es en la historia de Edipo. A pesar de que tuvo el valor, en su pr op io ps ic icoa oa ná lis is , de af ro n ta r los ta bú es del inc es to y el asesinato y de exponerse durante décadas al anatema que siguió a su teoría de que estos deseos son universales, aparentemente el tabú del infanticio era demasiado formidable para que él lo asumiera. Podemos suponer que se puso las mismas anteojeras que usan la mayoría de las personas cuando se meten en el laberinto de la experiencia emocional sin ayuda de un psicoanalista y que, como ellas, necesitó trazar en torno a sus padres un círculo mágico. Quizás su incapacidad de abordar el deseo de infanticidio o el miedo de los niños al mismo sea una consecuencia natural del hecho de que fue el pr im er ps ic icoa oa na lis ta . A pesar de que mucha gente rechaza la teoría de Freud de que el complejo de Edipo es el causante principal de todas las neurosis, su creencia de que lo es sigue siendo fuente de inspiración de muchos investigadores. El vacío dejado po r el ab an do no de su te or ía fue lle nado na do du ra nt e alg ún tie m po po r la te tesis sis de la gr an im po rt rtan an ci a que tie ne n las re la laci ci ones padreshijos en la génesis de los problemas emocionales. Sólo después de trabajar varios años en esta teoría, llegué a la conclusión de que el miedo del niño al infanticidio es el factor determinante de su necesidad de defensas. Aunque los casos de infanticidio son relativamente raros en nuestra creciente publicidad a estos asesinatos y unaépoca, mayorla información sobre losdada casos de abusos contra los niños indican el potencial de violencia por parte
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de los padres. Yo misma he encontrado pruebas de la existencia del deseo de infanticidio. Una madre que trajo para ser tratado a su hijo de doce años, había sido ella misma tratada para superar una fase aguda de psicosis po st pa rt um y describía sus irresistibles deseos de matar al niño y suicidarse en los dos años siguientes al nacimiento de aquél. Aunque ella pensaba que estaba recuperada, su forma de hablar revelaba un actitud sumamente destructiva hacia su hijo. En otro caso, el de un adolescente que había intentado suicidarse, la madre confesó que su primer impulso al nacer el niño fue de «empujarle lejos de mí». La madre de una niña de cuatro años y medio me confesó en su tercera visita su constante preocupación por el deseo de matar a su hija. Descri bió un ep iso dio m ie nt ra s na da ba n desp de sp ué s del cu al la ni niña ña comentó: «Mi mamá realmente me quiere; no intentaba ahogarme; fue un accidente». Otra madre explicaba que su primer impulso al ver a su hija recién nacida fue aplastarla hás ta que muriera. Y en otro caso una madre fue sacada de un estado de trance por los gritos frenéticos de su hijo al que estaba intentando ahogar en una palangana. Una madre cuyo comportamiento llamó la atención de las autoridades municipales dejó veneno al alcance de sus hijos pequeños; dos veces lo comieron y las dos veces se salvaron. Otra madre confesó con desesperación cómo cuando se sentía desesperada y deprimida y su hijo de cinco años venía a pedirle ayuda, tenía deseos de matarle. El niño reaccionaba después dándose golpes en la cabeza. Cuando consideramos la vulnerabilidad física y psicológica de los niños y el carácter inevitablemente amenazador de su mundo exterior, debemos maravillarnos de la forma en que consiguen sobrevivir. El hecho de que, a pesar de su terror, sobrevivan, salvo en raras ocasiones, se debe a los recursos de la mente y también al carácter predominantemente positivo del cuidado de los padres. Es raro el padre cuyo deseo de que su hijo muera no esté compensado o superado po r su des eo de que viva. El ni niño ño pu ed e re sp on de r a la variante intensidad del deseo hostil y su expresión creando un sistema de defensas que son lo que nosotros llamamos enfermedades emocionales. En todos los casos tratados por mí, el refugio a su miedo al infanticidio era el cariño de sus pa
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dres. La esperanza de ganarse ese cariño se convertía en el fundamento de la estructura psíquica creada por él desde la pr im er a inf ancia an cia y, a ju zg ar po r su pape pa pell en p ac ie n te s má s adultos, puede mantenerse hasta la muerte. La confusión más corriente que sufren las personas dedicadas a la observación de los problemas psicológicos tiene su raíz en la complejidad de esta estructura psíquica. Su componente principal parece ser el autoengaño y la identidad el centro de su plan. Todos los pacientes idealizaban la imagen de los padres y devaluaban la suya propia en un proceso que, por paradójico que pueda parecer, estaba destinado, como aprendí gradualmente, a sentar las bases para ser finalmente querido. En la mayoría de los casos, el paciente se convence a sí mismo de que sus padres querían y podían amarle pero que era su propia falta de valía lo que les hacía odiarle e incluso querer su destrucción. El empleo de esta distorsión parece universal y refleja, en la esfera de su ex pr es ió ión, n, el gr ad o de te rr o r ex pe rim en ta do po r el ni niño ño y su esperanza de ser querido tan pronto como sea merecedor de ello. La víctima de este sistema de defensas es la identidad del paciente. Cuando los antiguos decían: «Conócete a ti mismo», no tenían ni idea de las dificultades formidables que eso supone. Dada la necesidad de establecer su falta de valía a fin de satisfacer los requisitos inconscientes para ser finalmente querido y, como concluye el niño en muchos casos, camuflar su identidad para evitar ser asesinado, es casi \ imposible que nadie tenga un concepto fiel de sí mismo. Es difícil medir lo doloroso de la consiguiente soledad, o los sentimientos de confusión y desconcierto producidos por cualquier intento de autodefinirse. En este empeño el grado de inteligencia del paciente no hace al caso. Por brillante que sea el individuo o por profunda que sea su comprensión o incluso su descripción de las relaciones más sutiles, cuando su examen se ejerce en sí mismo, se pierde en un laberinto al parecer sin salida. En casi todos mis pacientes, el instrumento más importante para mantener el autoengaño y la defensa contra el miedo al infanticidio era la fantasía. Aunque ai principio me sorprendió lo que parecía ser el carácter antitético de las
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fantasías del niño y las del adulto* pronto me di cuenta que unas y otras tenían una misma función. La Lass fantasías infantiles parecían centrarse en el miedo a ser asesinados, pero el desplazamiento del miedo hacia monstruos y criaturas imaginarias estaba obviamente destinado a preservar una imagen idealizada de los padres, de los cuales era así posible recibir el cariño tan esencial para sobrevivir. Sin embargo, la tenacidad de la dedicación de mis pacientes adultos a una fantasía al pa recer dirigi dirigida da a ganarse el cariño de sus padres escondía por el contrario el miedo inconsciente a ser asesinado por ellos. Por lo general general el niño manifestaba su fantasía m ás importante tan pronto como se sentía seguro en la consulta. Mi aceptación era decisiva en su desarrollo, el cual podía pasar po r di fe re nt es et ap as a lo larg la rgo o de un año o má s ha st a qu quee el miedo desaparecía. En los casos en que la vida de los niños estaba dominada por la fantasía o bien ellos adoptaban una identidad fantástica, era a menudo muy evidente que el miedo a ser asesinados había adquirido dimensiones insólitas. Frecuentemente, los niños más severamente traumatizados inhibían toda fantasía. Los pacientes adultos raramente eran conscientes de las fantasías que muy a menudo controlaban sus vidas. Sin entender el origen o la función de la pobre imagen que tenían de sí mismos, por lo general llevaban un tipo de vida que desembocaba en fracasos o sólo permitía éxitos muy limitados. Las alabanzas y el aprecio estaban descartados a menudo y había que actuar con gran cuidado, ya que podían producir una gran ansiedad. Unicamente podían enfrentarse al terror que había dictado desde su escondida atalaya el módulo auto destructivo de sus vidas, después de haber conseguido reforzar suficientemente su yo. Entonces se ponía de manifiesto que el autoengaño iniciado en la primera infancia todavía funcionaba y que el esfuerzo por establecer su falta de valía servía para preservar una imagen idealizada de los padres que les defendiera de su terror a ser asesinados. En los pocos casos en los que los adultos venían a la consulta con sus fantasías infantiles intactas y operando a nivel consciente, su análisis revelaba que el grado que las había producido no había disminuido.
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Cuando decidí escribir este libro, pensaba que sería un li br o so br e los niñ os qu e ha bí a anali an ali za do . Si n e m ba rgo, rg o, al exaex aminar un tratamiento después de otro, me di cuenta de que en realidad estaba escribiendo sobre las fantasías. Una vez que empecé a indagar la función de las fantasías infantiles, quedó claro que eran un medio de supervivencia y defensa contra el miedo de los niños al infanticidio. Cuando admití que mi estudio habría de incluir las fantasías de homosexualidad, comprendí y empecé a interesarme por la investigación de la relación entre las fantasías defensivas de los niños y las de los adultos. El resultado es un sólo tema con diversas variaciones: esto me sorprendió a mí tanto como sorprenderá al lector. El descubrimiento de que el miedo al infanticidio puede ser dominante en la primera infancia y seguir siendo una constante durante toda la vida, aunque sea en un plano mitigado e
PRIMERA PARTE
INFANCIA
inconsciente, comenzó siendo una sospecha y tardo muchos años —tras el análisis de muchos pacientes— en convertirse en lo que hoy es: una realidad. La conclusión de que hay también una continuidad entre las fantasías defensivas de los niños y las de los adultos se desprende automáticamente de su función como defensa contra el miedo. He dividido este libro en dos secciones «Infancia» y «Años posteriores». En cada capítulo he tratado un aspecto diferente de las fantasías y el miedo específico que las producía y lo he ilustrado con el caso que más me enseñó sobre el tema. Espero que una mejor comprensión de las preocu pa cio ne s de los niñ os y el se nti do de sus co m un ica ci on es m e jo re las rel ac io ione ne s en tr e los ni ño s y sus su s pa dr es y ha ga qu e esos niños, cuando sean a su vez padres, vivan más felizmente. También espero que mis puntos de vista sirvan de ayuda a otros profesionales.
1. «NO ME GUSTA GUSTA PEN SAR QUE SOY U UNA NA JIRAFA»: LA FANTASIA DE UNA NIÑA DE TRES AÑOS
Cualquier duda que hayamos tenido acerca de la extraordinaria precisión del proceso psíquico desaparece tan pronto como nos ponemos a estudiar los métodos inventados por los niños para asegurar su supervivencia. Antes de comenzar el tratamiento con el analista, es probable que el niño haya sido el primero en procurarse un armazón psicológico para defenderse del terror. El caso más dramático que he encontrado de respuesta infantil, no solamente al deseo oculto de infanticidio de los padres, sino también a lo que ella experimentaba como una verdadera amenaza de infanticidio, fue el de una niña de tres años y medio llamada Ellie. No solamente temía que su padre quisiera matarla sino que no le cabía la menor duda de que lo haría. Buscó refugio en dos fantasías defensivas. En una tenía que escapar continuamente de un monstruo que la perseguía. En la otra, al portarse como una niña pequeña y mala, demostraba repetidamente que no merecía cariño y cuando finalmente toda esperanza de ganarlo parecía perdida, buscaba la muerte. Gracias al tratamiento psicoanalítico ofrecido a tiempo, la niña consiguió resolver estas fantasías hacia los cinco años. Cuando los padres de Ellie solicitaron ayuda psicoanalíti psicoanalíti ca, su mayor preocupación era cómo sobrevivir las próximas veinticuatro horas, bajo el látigo látigo de su cará cter im previsible. previsible. Era su segunda hija —la primera había muerto muy pequeña— y su nacimiento había convertido los tres años y medio siguientes en una pesadilla. Habían abandonado toda idea de tener más hijos, así como otros planes y esperanzas. Cuando concertaron la primera cita, ya no sabían qué hacer. Tardaron tres sesiones en exponer todos los detalles de su angustia y su historia. Se sentían prisioneros en su propia
casa, víctimas de furiosas rabietas tanto de noche como de
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día. Según su padre, si contradecían a la niña, se organizaba una hecatombe. Si la madre intentaba coser, escribir o leer Ellie le arrojaba cualquier objeto que tuviera en las manos en ese momento. Y si la amenazaba con marcharse, la niña respondía colgándose de ella y llorando. Se negaba a crecer e insistía en que la llamaran «bebé». Seguía usando chupete y cada vez que éste se perdía sufría un ataque de histeria. Sin embargo, la noche era mucho peor. La fase inicial del pr ob le m a de l su eñ o de El lie ha b ía sid o su p er ad a g ra ci as a un despertador. Cuando éste sonaba, la niña aceptaba la señal y se iba a la cama sin protestar. El padre le leía entonces uno de los cuentos de Grimm y aunque al principio los cuentos la inquietaban, «poco a poco se fue acostumbrando a ellos». Después, Despué s, sujetando su man ta y ccon on el chupete puesto, se dormía unas dos horas. Casi invariablemente, se despertaba gritando y con frecuencia permanecía así durante dos o más horas. Entonces la rutina se repetía. Como es lógico, los vecinos se quejaban. Pero, «por muchos azotes que recibiera», la niña continuaba haciendo lo mismo. También mojaba la cama continuamente; si intentabafí despertarla a tiempo inevitablemente comenzaba a gritar. Además, despertaba a sus pad p ad re s a m en ud o pi di en do co mi da . Su m ad re ex pl ic ab a qu e la niña daba violentos saltos y hablaba en sueños y tenía pesadillas. Durante la primera entrevista, la madre lloró amargamente por la tragedia que les había caído encima desde el nacimiento de Ellie. El padre explicaba esta catastrófica situación con el mismo aire de mistificación con que en la Edad Media podría haber buscado una explicación en la demonología o las ciencias ocultas. ocultas. H abía acudido al psicoanálisis no porque creyera en sus poderes curativos, sino porque estaba desesperado. Era un hombre bajo y fuerte, de unos 25 años, de pelo negro espeso y ondulado y ojos oscuros. Había nacido en Luisiana pe ro , al igu al qu e su es espo po sa , se ha bí a cr ia do en De tro it. Aho ra vivían en Long Island, donde él trabajaba en el departamento de ventas de una compañía internacional. Irrad iaba vitalidad e inteligencia, pero su frecuente sonrisa subrayaba la tensión que parecía dominar todos sus músculos. Reconocía ser muy brusco con Ellie y en general tener respuestas extremas. Estaba siempre nervioso y la menor cosa podía
hacerle estallar. Estaba convencido de que Ellie le odiaba y decía que tan pronto como llegaba a casa la niña se «lanza ba» so br e él. Le ti ra b a de la ro pa , al gu na s ve ces h as ta ro m pé rs ela , del pelo , le da ba pe lliz cos co s y no le de ja ba se nt ar se . Generalmente él acababa por pegarle, con lo que Ellie se tiraba el suelo llorando a lágrima viva. Su intervención en el cuidado de Ellie comenzó en el momento en que ésta llegó del hospital. La madre estaba indis p pu u es ta de sp ué s del p ar to y ten ía d if ific ic ul ta de s p ar a cu id ar de ella. Sus graves problemas de ovarios todavía persistían y con frecuencia la obligaban a quedarse en la cama. Estaba tomando muchos calmantes que a menudo le producían un estado de apatía y hacían que comenzar el día se convirtiera en un problema difícil. Era muy atractiva, con el pelo y los ojos oscuros como marido, modo, y capazsudeapariencia aparecer verdaderamente guapa. De su cualquier era normalmente el barómetro de su estado de ánimo. Con sólo mirar su pelo o la ropa que llevaba ese día se sabía si estaba o no deprimida. A pesar del intolerable comportamiento de Ellie con sus padres, su madre la describía como una niña muy adulta, abierta, dulce, generosa y muy buena con otros niños, que se portaba muy bien ante extraños. A causa de las frecuentes indisposiciones de la madre, el pa d re se gu ía cu id an do y sie nd o el re sp on sa bl e de Ellie . La vestía y le daba de comer por la mañana, la bañaba y la metía en la cama por la noche y en todas las crisis que invaria bl em en te su rg ía n. El im pa ct o de es te pl an en la n iñ a no se pu ed e m ed ir de bi da m en te , sin em ba rg o, sin te n er en cu en ta las interrupciones causadas por las frecuentes ausencias paternas por motivos de trabajo que podían durar días o a veces semanas. Su marcha producía siempre una depresión en su esposa, quien cogía a Ellie y se iba a vivir con sus padres y dos tías. Cuando el padre volvía, Ellie y su madre volvían a casa y él comenzaba a cuidar de la niña otra vez. Para cualquier niño, este constante cambio de domicilio y de cuidados habría sido difícil. En el caso de Ellie, era un completo desastre. Ni buscándolas a propósito se podrían haber encontrado dos personalidades más opuestas que los p pad ad re s de Elli e. Cu an do él es ta b a ten so, so , ell a es ta b a re la ja da , cuando él era brusco, ella era suave. Si él era estricto, ella
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era tolerante, si él era agresivo ella era pasiva. El mundo de los sentimientos era extraño para él, mientras que para ella eran un terreno familiar. También la abuela tenía miedo de los efectos efectos que la represión pu diera c ausar y consentía todos los caprichos de Ellie. El contraste en el trato dado a Ellie en ausencia de su padre y en su presencia no podía, por tanto, ser mayor. Un rasgo desconsolador de las relaciones de Ellie con su p ad re er a el c a rá c te r de su p ri m e r en cu en tr o de sp ué s de sus ausencias. El llegaba de madrugada, ya que viajaba siempre de noche debido a su ansiedad por llegar lo más pronto posi ble. E n tr ab a de p un ti ll as en el c u a rt o de Ell Ellie, ie, po r lo ge ne ra rall dejaba un regalo en su mesilla y volvía a salir sigilosamente. Sin embargo, tan pronto como se dormía le despertaban los gritos de la niña llamándole. Invariablemente él se levantaba y le daba unos azotes, pero «no servía de nada», ya que no po dí a vo lv er se a do rm ir . E nt re los gr it itos os de El Ellie lie y los pr o bl em as de su m uj er , es ta ba re al m en te ha rt rto. o. A pesar de echarse la culpa mutuamente por las dificultades con Ellie, a ninguno de los dos se le había ocurrido que las ausencias del pad re la afectaran de alguna manera. Al estar convencido de que la niña le odiaba, al padre no le cabía en la cabeza la posibilidad de que le echara de menos o de que pudiera interpretar su marcha como un signo de rechazo y su violenta vuelta como una prueba más de que no la quería. Cuando le mencioné esta posibilidad durante la segunda sesión se quedó sin hablar. Tampoco había establecido una conexión entre su llegada a la casa y su breve visita al cuarto de Ellie y el hecho de que ella se despertara, aunque había observado que ocurría todas las veces. Se maravillaba de que ella sintiera su presencia aun estando dormida. Cuando comprendió que los malos ratos que la niña les hacía pasar no eran nada en comparación con lo que él y su mujer hacían pasar a la niña, se sintió totalmente abrumado. Su propia infancia había transcurrido con tantas privaciones
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se desarrolló delante de mí. Reconozco la importancia de apren der todos los detalles detalles posibles de la historia del paciente, sobre todo trabajando con niños, si se quiere entender el significado de sus expresiones, sus fantasías y sus juegos. El niño inconscientemente se expresa de forma que no se le pu ed e en te nd er . A pa re rent nt em en te , su m ie iedo do al in fa nt ic id io es tan intolerable y su necesidad de sentirse querido por sus pa dr es ta n gr an de qu e in ve nt a cu al qu ie r co sa pa ra de fe nd er se contra los sentimientos de hostilidad y rechazo que adivina en ellos, el poder que tienen sobre él y sus propios sentimientos de desamparo. No sólo es la «imagen fantástica» a la que se refiere Klein una parte muy grande de la realidad emocional del niño y un «componente regular de su vida mental», sino que también el uso de gran cantidad de «figuras amenazadoras» releva la profunda preocupación del niño po r d es pl az ar el mi ed o a su s pa dr es , ca m uf la nd o su id en ti tidad y ocultando sus percepciones. Lo más semejante a este pr oc es o es el em pl ea do p or el qu e sue ña, ña , qu e ta m bi én se pr eo cu pa de es co nd er los si sign gn if ic icad ad os em pl plea ea nd o al alus us io ne s, analogías y representaciones simbólicas simbólicas,, y condensando imágenes y desplazando referencias, métodos usados también normalmente por el niño. En una c art a esc rita ya en 1897 1897 a su amigo Flie ss1, ss1, Freud definía lo que él consideraba como la función defensiva de la fantasía. «Las fantasías surgen», escribía, «por una combinación inconsciente de cosas experimentadas y oídas, construidas con unas intenciones determinadas. Esas intenciones apuntan a hacer inaccesibles los recuerdos que han producido o pueden producir unos síntomas». Si añadimos «percepciones» y «sentimientos» a los «recuerdos» tenemos una definición de la función defensiva de las fantasías que se ajusta al miedo de los niños al infanticidio. Cuando la fantasía se desenvuelve libremente y uno está correctamente orientado, no hay dificultad para entenderla.
que nunca supuso que para Ellie su cariño fuera tan importante. Desde las primeras entrevistas con los padres de Ellie, me di cuenta de que el tratamiento no iba a ser rutinario, pero sin embargo no me esperaba las dimensiones del drama que
La premisa básica es que la fantasía nunca está «divorciada de la realidad». El marco de referencia más importante en cualquier fantasía es el mundo concreto de ese niño concre 1 Sigmund Freud Freud,, Le tte rs to Wil he lm Fliess, Nueva York, Basic Books, 1954, p. 204.
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to. De esta materia prima estarán tejidas las percepciones del niño acerca de ios sentimientos de sus padres, su res pu es ta a el ello lo s y su lu ch a po r co m pa gi na r los dos co m po ne ntes. Armado del conocimiento del mundo real y la historia del niño, el analista puede entonces entrar en ese mundo sin dimensiones. Aunque las fantasías que he encontrado son tan variadas como las circunstancias que las provocaron, me he dado cuenta de que pueden ser distribuidas en categorías que reflejan la intensidad del peligro al que el niño se siente ex pu es to . H as ta qu e soy a ce pt ad a po r el pa ci en te , los el em en tos más importantes son con frecuencia dos: el niño y el «mundo». El «mundo» puede ser una abstracción de un poder infinito, un peligro, una crueldad, una locura o cualquier otra cualidad que represente la percepción de la realidad po r el niñ o. O p ue de se r lo co nt ra ri o: el niño ni ño su pl e en la fa ntasía todo lo que le falta en el mundo real y vive en un continuo idilio. En casos extremos puede crear un mundo utópico que se convierte en su nueva casa. «El mundo de los dulces», «el mundo de los ositos» y «el mundo de los ratones» son algunos de los que he llegado a conocer. Muy importante también en sus fantasías es su propia identidad. En diverso grado, dependiendo de la intensidad del peligro al que el niño haya estado expuesto, éste se transforma con frecuencia. Se crea la ilusión de ser invisible o una sombra, o vive su fantasía y adopta una identidad que le dota de superpoderes o de un sexo diferente. Un niño de cinco años y medio buscó refugio en la fantasía de un «germen», microscópico pero mortal. Vivía en un imperio invisible que, según él, era lo suficientemente pequeño como p ar a ca be r de nt ro de su an ill illo. o. Ot ro niñ o, ab ru m ad o po r su s respuestas homicidas, buscó la seguridad despersonalizándose y dotando a los objetos de sus sentimientos. Algunos niños creaban otra identidad distinta dentro de ellos mismos o llenaban el mundo de «espíritus» aliados a los que podían llamar por «teléfonos» imaginarios cuando el peligro era demasiado amenazador. Después de mis sesiones con los padres de Ellie, su vida me era tan familiar que al oírla hablar tenía la sensación de haber roto la barrera del sonido. Sus pensamientos eran tan
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transparentes que sentía como si la escuchara a través de un sistema de traducción simultánea. En año y medio, Ellie fue capaz de resolver sus fantasías y progresar hacia la verbali zación directa, que culminó en una sesión de confrontación b as ta nt e ex tr a or d in ar ia p ar a un a ni ña de ci cinc nco o año s. Recuerdo que, después de nuestro primer encuentro, pensé que era como un querub ín con una voz muy profunda. Tenía el pelo oscuro, ojos traviesos también oscuros y unas redondeces que recordaban a los niños de los cuadros del Renacimiento. Después de la descripción que los padres me ha bí an da do de ell a, me so rp re nd ió m uc ho no sólo su as pe ct o angelical sino también su forma aparentemente directa de relacionarse con todos los objetos del cuarto de jugar. Todo le gustaba y uno por uno fue llevando a su madre, que esta ba en la sa la de es pe ra ra,, m uñ ec os y an im al es ex cla ma nd o: «¡Mira, mamá, mono!» hasta que acabóuncon todos.o «¡Mira qué gatito más bonito!», A pesar de su aspecto y comportamiento aparentemente normales, tuve la impresión inmediata de una patología mayor que la usual. Tal vez en la especie de cansancio que mostraba, a pesar de su sonrisa traviesa o el timbre de su voz, desacostumbradamente profunda y al mismo tiempo velada como si llegara de muy lejos. Su ronquera no parecía del todo natural, sino el resultado de un esfuerzo, quizá para no ser una niña. La otra comunicación que llamó mi atención fue también verbal. Después de haber acabado con todos los juguetes, volvió la cabeza y dijo seriamente: «No me gusta pensar que soy una jirafa». Esta declaración inmediatamente despertó mi interés, en parte por lo trágico y absurdo de una preocu pa ci ón as í en un a ni ña en ca ta do ra y en p a rt e po rq ue es to corroboraba mi observación de que los niños son muy capaces de verbalizar a cualquier adulto que quiera escucharles los grandes problemas de sus vidas. Esto había pasado tantas veces que cuando oí la declaración de Ellie la recibí como si la hubiera estado esperando. Sin embargo, su forma de expresarse era sorprendente y tardé tres sesiones en entenderla. «¿Por qué no?», respondí. «Porque no quiero», respondió ella.
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Mi momento de duda fue cortado por su insistente repetición: «No me gusta pensar que soy una jirafa». Le di vueltas a esto sin ningún resultado. En la segunda sesión al sacar este tema sólo conseguí enterarme de que su
pr on to com o ca m bi ar a. Ade má más, s, la ele cc cción ión de un a ji ra fa cumplía el doble papel de protegerla de la violencia de su p ad re y pr ot eg er a su pa dr e de la fu ri riaa qu e es ta vio len cia pr ov oc ab a en ell a.
amiga Mary creía que ella era una jirafa y, más importante todavía, que «las jirafas no muerden». Hasta la siguiente sesión, que era un lunes, no empezó a hacerse la luz. Al entrar, Ellie anunció alegremente: «Hoy no pienso que soy una jirafa». Dejándome llevar por mi intuición, dije: «Tu papá estaba en casa ayer». Su cara sonriente confirmó mi intuición y me animó a continuar: «Te sientes feliz cuando tu papá está en casa». Otra afirmación sonriente me hizo continuar: «Y cuando te sientes feliz no piensas que eres una jirafa». Y el siguiente paso, después de su amplio asentimiento: «Piensas que eres una jirafa cuando estás furiosa», y finalmente: «No te gusta estar furiosa». A pesar de que esa fue la última referencia a la jirafa, no dejó un vacío. Poco después, explorando la terraza, Ellie se pa ró de la nt e de un os cu an to s la dr il illo lo s su el elto to s. Se ña la land nd o uno de ellos, dijo: «Ese es un monstruo despreciable». Des pu és , se ña la nd o un o qu e es ta ba pa rt id o, dijo : «ese es un monstruo pequeño». Más tarde se enfrentó a mí en el cuarto de jugar y, con la misma insistencia que ponía al hablar de la jirafa, me preguntó sacando la lengua todo lo que podía y torciendo los labios hacia abajo y los ojos hacia arriba: «¿Tu crees que soy un monstruo?» Y con más énfasis: «¿Lo crees?» Mi negativa debió satisfacerla, pües esa fue la última vez que mencionó su identidad monstruosa. A sus tres años y medio, Ellie era ya muy consciente de su miedo a matar y ser matada y de su necesidad de ser querida para sobrevivir, y había encontrado las identidades exactas que la defendían de su miedo y sentaban las bases p ar a ll lleg eg ar a se r qu er id a. P ar a ello , in ic ia lm en te ha bí a eleg el eg ido un animal del zoo de Central Park que era lo suficientemente grande para enfrentarse a alguien tan imponente co-
Su forma de preguntar si ella era un monstruo me hace recordar algo que Ellie preguntó a su madre algunos meses después. Un problema que nunca se resolvió durante el tratamiento de Ellie fue la presencia de su madre en la sala de espera durante las sesiones. Al principio la atribuí a la necesidad de la madre a la identificación de Ellie con ella. Al comenzar el tratamiento, por mucho que instruyera a la madre durante mi sesión con ella, siempre ocurría algo que hacía que se quedara en la sala de espera. O bien decía a Ellie que se iba con un tono de voz calculado para inspirar ansiedad, o bie n ce rr ab a la pu e rt a al sa li lirr de ta tall fo rm a qu e no ha bí a m anera de ignorar su mensaje o su marcha. De cualquier modo, una vez que que la resistencia de la m adre a separarse de la niña se modificó, se puso de manifiesto que la alarma que Ellie sentía tenía su fundamento, tal como me lo explicó con sencillez durante una sesión en respuesta a mi pregunta. «¿Por qué no quieres que tu madre se vaya y vuelva a recogerte más tarde?», pregunté. «Tengo miedo de que no vuelva», contestó de forma natural. «¿No te quiere?», pregunté. «No, no me quiere», contestó Ellie con convicción. «¿Sería feliz sin ti?», continué. «Sí», respondió Ellie, y por mucho que hablamos no hubo forma de que cambiara de opinión. Cuando se iba, le preguntó a su madre con la misma insistencia con que había intentado establecer si era un monstruo, pero sin la mueca: «¿Tú me quieres?». Su madre se quedó aturdida. «Por supuesto, cariño, te quiero mucho», aseguró a Ellie. Pero pasó algún tiempo antes de que el comportamiento de Ellie permitiera que este
mo su padre y que, según le habían dicho, «no mordía». Al igual que la fantasía del monstruo pequeño que le siguió, la fantasía de la jirafa reflejaba la imagen devaluada que tenía de sí misma y que explicaba y justificaba la violencia y el odio de su padre y ofrecía la posibilidad de ser querida tan
fuera el sentimiento predominante de su madre y de que Ellie se convenciera de que lo era. Durante la mayor parte del tratamiento, nuestras actividades estuvieron dominadas por dos temas. En el primero, Ellie era un bebé —al principio un bebé muy malo, que ha
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bi ab a co mo un be bé y an d ab a a g at as — y yo er a la po br e y desamparada madre a su merced. En el segundo, huíamos del monstruo que nos perseguía. A pesar de que el monstruo representaba claramente a su padre, Ellie lo había disfrazado tan bien que era capaz de hablar de él delante de su padre. Yo solía preguntar por él como si fuera un miembro más de la familia y sonsaqué la información de que generalmente era malo pero en ocasiones podía ser amigable y hasta «amable y cariñoso esta mañana». Los temas del bebé o del niño pequeño y el monstruo podían ser tratados durante una misma sesión, o uno de ellos era olvidado durante varias sesiones para más tarde volver a él de nuevo, a veces a distinto nivel. Los dos temas evolucionaron durante el año y medio siguiente, y cada uno se resolvió a su manera. El tema del monstruo fue introducido por Ellie, que de repente anunció alegremente: «¡El monstruo nos persigue! ¡Vamos, tenemos que correr! ¡Nos está persiguiendo!» Y las dos corrimos, por la terraza, el cuarto de jugar y el vestíbulo, lo, esquivándole esquivándole,, escondiéndonos, parándono s, continuam ente perseguidas. Frecuentemente, tan pronto como llegaba a su sesión, Ellie me preguntaba: «¿Quieres jugar conmigo?» Mi afirmación era seguida por: «¿Me ayudarás a correr? El monstruo nos persigue». O jugábamos a otra cosa llamada «ir de compras». Para ello, Ellie llevaba una cesta pequeña con una colección de objetos necesarios, que eran revisados a cada momento. Había dinero de juguete, algunos juguetes pe qu eñ os y la in ev ita bl e pi st ol a. Y a un qu e p o r un ra to ju g á ba m os pa cíf ic am en te , fi na lm en te El lie g rit ab a: «¡N os p er si gue! ¡Deprisa! ¡Tenemos que correr!», y las dos salíamos dis pa ra da s. La pr im er a im pr es ió n qu e da ba n la so nr is a ra d ia n te y las risas incontrolables de Ellie era que estábamos jugando a algo encantador y tardé bastante tiempo en acostumbrarme a la engañosa fachada que la niña había encontrado, más eficaz para hacer frente a su mundo. Sin embargo, algunas veces, cuando el esfuerzo de la carrera le hacía b aj ar la gu ar di a, vi sl um br é tal te rr o r qu e no me cu po la m enor duda acerca de la absoluta seriedad de nuestra ocupación. Mi interpretación de su signifi significado cado también estab a corro b or ad a p o r las co m un ica cio ne s en el te m a de l be bé . Com en
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Zaba ordenándome: «Tú me pones en el corralito y yo gateo fuera y tú me vuelves a poner dentro». O también: «Lloro pidiendo el biberón y tú me lo das y yo lo tiro al suelo. Entonces lloro otra vez y tú me lo das otra vez y yo lo tiro al suelo». Toda esta actividad se podría llamar «volver loca a la madre» o «ser un niño malo» y aparentemente servía para ju st if ic ar los se nt im ie nt os ne ga tiv os de la m ad re . A Elli e le gustaba muchísimo este juego. A veces empezaba la sesión con este tema y gateaba por todo el pasillo hasta el cuarto de jugar, haciendo los sonidos propios de un bebé. «Vaya, veo que el bebé ha venido hoy», exclamaba yo con gran alegría. Después de contestar rápidamente a mi saludo, Ellie comenzaba su farsa, siempre en el contexto del juego. Esto continuó durante muchas semanas, alternándose con el juego de huir del monstruo. Entonces, un cambio brusco en el contenido del juego del bebé me puso sobre aviso acerca de lo que parecía ser una evolución peligrosa en la situación de Ellie y me hizo cambiar el desarrollo al juego del monstruo. Con su habitual aire alegre, Ellie anunció: «¡El bebé se está metiendo en la lavadora! ¡Ven, tenemos que sacarle! ¡Tira, tira!», gritaba alegremente. Y después: «¡Se está metiendo en ella otra vez! ¡Tenemos que sacarle!» Ahora pienso que podía haber varias interpretaciones de esa fantasía. Entonces, sin embargo, respondí a ella como si hubiera recibido un aviso de suicidio atado a una bomba de relojería. No me cabía la menor duda de que estábamos en una misión de rescate que no tenía nada que ver co con n una tr avesura. Debajo de la risa había, con toda seguridad, un grito desesperado pidiendo ayuda. Mi sospecha era correcta; esto marcó el comienzo de las fantasías de Ellie sobre la muerte. La sensación de urgencia que daban me hizo reexaminar y alterar la orientación del juego del monstruo. Sentía que ya no era suficiente escapar de él; teníamos que acorralarlo y vencerlo. «Estoy harta de tener que escapar del monstruo», anuncié de repente poco después mientras corríamos. «Ya es hora de que le hagamos frente», insistí. «¡No vamos a dejar que nos persiga nunca más!». Ellie me miró con gran sorpresa, con mayor escepticismo y con la ligera sospecha de que me había vuelto loca. Con todo, me siguió cuando di la vuelta y
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comencé a echar al monstruo. «¡Fuera de aquí!», grité. «¡Estamos hartas de ti!» Y aunque en principio tuve que tomar la iniciativa de la resistencia, pronto Ellie imitó mis palabras y acciones con gusto. «¡No se está saliendo con la suya!, ¿verdad?», gritó Ellie. Y algunas veces hasta le enchufó la manguera. Pero no era fácil de derrotar, como descubriría una y otra vez durante muchos meses. No habíamos acabado de echarlo en una dirección cuando se acercaba en otra contraria. También cambiaba continuamente de táctica. Después de haber estado atacándonos siempre a distancia, comenzó de repente a atacar a Ellie directamente. «¡Está encima de mí!», gritó ella. «¡Me está ahogando!». Rápidamente me volví a él: «¡Déjala en paz! ¡Bájate! ¡Fuera de ahí!», grité tirando de él. «¡Fuera de ahí!» Y después de un cierto tiempo exclamé con alivio: «¡Ya está!, ¡ya me he ocupado de él!». Pero hablé demasiado pronto. «¡Me está mordiendo el hombro! ¡Me está rompiendo el brazo!» bra zo!» , gr itó Ellie, Ell ie, y un a vez má s ac ud í al re sc at ate. e. A v eces ece s su poder era tan grande que sólo la magia podía vencerle. «Tengo unos polvos mágicos», declaré. «En cuanto le toquen, desaparecerá. ¡Así!», grité moviendo las manos alrededor. «Eso le enseñará». La magia impresionó a Ellie por un tiempo, pero inevitablemente la batalla comenzaba otra vez. La creciente desesperación de las fantasías de Ellie y la información por parte de los padres de que la niña había em pe ora do , de sp ué s de un os me ses en qu e su co m po rt rtam am ie nt o había mejorado espectacularmente, me hizo investigar la situación familiar. Ya había notado en el aspecto de Ellie signos de estar mal cuidada. A veces parecía sucia, y sus ropas estaban escogidas sin sentido y no eran las apropiadas para la estación. Aunque empezó a llevar su abrigo de invierno cuando comenzó a hacer más frío, debajo llevaba a menudo vestidos de verano. También tuvo un fuerte catarro por aquella época. Mi investigación de las causas del retroceso reveló una serie de factores traumáticos. Desde el principio había insistido en que Ellie fuera a una guardería por unas horas todos los días, para que por lo menos durante ese tiempo no estuviera expuesta a las depresiones de su madre. Pero había lista de espera. Justo antes de que la fantasía de
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Ellie cambiara, sin embargo, habían informado a la madre de que había una plaza y ésta había respondido con abatimiento comentando con Ellie lo triste que era para las madres que las hijas se fueran de casa. También ofreció como solución tener otro hijo. Además, el padre durante esa época estaba muy a menudo lejos. También él estaba muy preocu pa do po r la sit ua ci ción ón ec on óm ic icaa y ha bí a in si sisti sti do an te s de irse en que las sesiones disminuyeran o se acabaran definitivamente. El efecto de todos estos factores en la madre se reflejaba tanto en su aspecto como en el de su hija y en la creciente desesperación de las fantasías de Ellie. «¡El bebé se ha*muerto!», declaró Ellie con alegría poco después de estos descubrimientos. Me sentí bastante sor pr en di da po r es ta no tic ia, pe ro la ún ic a in fo rm ac ió n que conseguí sacarle fue que había ocurrido «en la carretera, cerca de la playa». Después de esta evolución, nuestros juegos se enfrentaron a situaciones desesperadas, una detrás de otra. Casi inmediatamente, Ellie dijo: «Está lloviendo, tenemos que correr». Cualquier sugerencia de refugio, sin em ba bargo rgo , fue re rech ch az azad ad a. «Vamos dentro», sugerí. «Está lloviendo dentro», contestó. «¿Y en el armario? Parece que está seco y caliente». «Está lloviendo en el armario», insistió. Y en realidad, no había en el mundo un lugar donde no estuviera lloviendo. No había ningún refugio, en ninguna parte. No mu ch o má máss ta rd e, los co m en ta ri rios os de Ell ie fu er on to davía más alarmantes. anunció gozosamente un día con «¡Estoy el mismodesapareciendo!», tono de urgencia desesperada con que había expresado su fantasía de la lavadora. Y no era sólo Ellie, sino otras muchas cosas las que desaparecían. Al principio la escuché algo perpleja ante esta evolución y le hice preguntas que hoy en día me parecen absurdas. Después me di cuenta de que lo que de verdad hacía falta era que entráramos en acción. «No te voy a dejar desaparecer», afirmé agarrándola por' la espalda. Ella tiraba como si estuviera siendo arrastrada en dirección contraria por mil demonios. «No voy a dejar que te vayas», afirmé y reafirmé intermitentemente los dos meses siguientes, cada vez que reaparecía el tema. La confir
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mación de que Ellie estaba de acuerdo con mi forma de tratarlo se expresó claramente: «¡Ayúdame! ¡Estoy desapareciendo! ¡Agárrame!», se convirtió en la señal corregida que me puso sobre aviso. Sin embargo, esto no detuvo la creciente desesperación de Ellie. «Estoy en el fondo del pozo y estoy muerta», anunció un día dejándose caer en el sofá. «¡No te voy a dejar en el fondo del pozo!», respondí, «¡y no voy a permitir que te mueras!». Corrí hacia ella, la cogí y medio arrastrándola medio cargando con todo su peso la llevé a un sitio «seguro» como a unos tres metros del sofá. «¡Ya está!», dije depositándola. Y continué reiterando mi determinación de que no «muriera» hasta que gradualmente volvió a la vida. «¿Dónde estoy?», exclamó. Sin embargo, tan pronto como estuvo totalmente resucitada, volvió al sofá. «Estoy muerta y estoy en el fondo de un pozo». La operación de rescate hubo que repetirla una y otra vez. Tanto Ellie como yo estábamos impresionadas por mis esfuerzos de rescate, y muy posiblemente hubo algo en su repetición repetición incansable que transform ó la situación. Ellie comenzó a mirarme con asombro. Y en las siguientes sesiones «Estoy muerta y estoy en el fondo de un poz o y tú me re sc ata s» fue la ve rsi ón de su fa n ta sí a y m ar có un viraje decisivo en el tratamiento de Ellie. El juego del monstruo también cambió. Ellie ya no era atacada por una criatura enorme que podía destruirla. Algunas veces se refería a él en singular, pero ahora más a menudo adoptaba una personalidad múltiple, en un plano reducido, como si fueran insectos o animales pequeños. Las dos íbamos ahora de puntillas, escondiéndonos de ellos, hablábamos en susurros. Alguna veces, Ellie me señalaba con delicadeza todos los puntos en los que le estaban picando y yo los ahuyentaba. «Me están picando en el cuello», decía suavemente, o «están en mi brazo» o «mis pies», «mis mejillas», «mi codo», «tus pies» o «tu brazo». Y yo, con un gesto, los b bar ar rí a a tod os os.. Alg una s vece s, tam bi én , se al te rn ab an con un monstruo amistoso que no quería hacer dañó. Al final de una sesión, Ellie anunció: «La próxima vez el monstruo será nuestro amigo y nos lamerá». Durante este período, Ellie todavía desaparecía de vez en cuando, pero con la solicitud fi
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nal: «¡Agárrame!» El monstruo también podía ser amenazador de vez en cuando, pero acababa por chocar con la ley. Yo era el policía a quien Ellie llamaba por teléfono cada vez que su casa, en una esquina de la habitación detrás del teatro de títeres, era invadida por los monstruos. Yo llegaba, escuchaba sus quejas, echaba a los monstruos fuera y los metía en la cárcel. Durante la época que coincidió con la fantasía de la lluvia, yo era tan poco eficaz como policía como lo había sido para proporcionar cobijo. Tan pronto como encerraba al monstruo en la cárcel, Ellie exclamaba: «¡Tiene la llave!» o «¡Se está escapando por la ventana!» o «¡Está saliendo por este lado!». Sin embargo, no todo era una batalla perdida, como ha bía n rev ela do mi s es esfu fuerz erz os en el pozo. Hu bo po r fin un a se siónquen que, primera Ellie con los blo es la m ie n trapor s me or de navez, ba qu que e mse an puso tu vi eraa jugar al m on st ru o cerrado. Mientras se entretenía construyendo una carretera, me dio instrucciones para que advirtiera al monstruo: «No pu ed es sa li r de la c árc el. Es tá s en la cár ce l. Y nu nc a sa ldrás ld rás ». Me hacía estar alerta, interrumpiendo su trabajo de vez en cuando para decirme: «Le oigo, está tratando de salir». Periódicamente yo amenazaba al monstruo y me aseguraba re pe tid am en te de qu e la p u er ta de la cá rc el es ta ba bie n ce rr a da. Aparentemente sólo en esas condiciones podía Ellie sentirse libre y segura para jugar normalmente. Había pasado casi año y medio desde el comienzo del tratamiento cuando me di cuenta de que hacía varias semanas que Ellie no había hecho referencia al monstruo. «Parece que el monstruo ya no nos molesta», comenté. «No, se ha ido a otro país», respondió Ellie. A pesar de eso, y durante un tiempo después, una araña terrible aparecía mirando por la ventana en todos los dibujos de Ellie. El tema de la madre tenía algunas variantes. La más frecuente era aquella en la que Ellie iba de compras con su cesta y su hija, una muñeca llamada Cathy, y yo iba de acompañante. En un momento determinado, Cathy se ponía enferma y necesitaba un médico. Por lo general, yo era el médico. Pero algunas veces, el maletín del médico era tan atractivo que Ellie escogía para ella ese papel y me relegaba al de madre. Durante la época en que no había refugio para la lluvia
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y en que el monstruo tenía la llave de la cárcel, mi sugerencia de que se podía llamar al doctor cuando Cathy se ponía enferma, tropezaba con la respuesta: «El doctor está enfermo». Otra de las variaciones favoritas de Ellie era ser ella la madre y yo el bebé o el niño antojadizo. El elemento más im po p o rt an te en es ta fa n ta sí a er a la ex tr ao rd in a ri a pa cie nc ia de la madre. Era la madre más indulgente del mundo. En una de las versiones, Ellie me ordenó que llorara y pidiera sopa mientras ella la estaba haciendo. «¡Quiero sopa!», pedía yo golpeando la mesa. «¡Y no quiero esperar!». Al principio me contestaba suavemente y con uña paciencia que habría desarmado al más incorregible: «Estoy haciendo la sopa y estará preparada en un momento». Sin embargo, como yo, siguiendo sus instrucciones, continuaba armando jaleo, su cólera comenzaba a aumentar hasta que explotaba en un berrido. Algunas veces, una vez que la sopa estaba acabada, me ordenaba que cambiara de idea. «No quiero sopa», gritaba yo. Unas veces, quizás la mayoría, su respuesta seguía siendo notablemente paciente, pero otras nos poníamos a pelearnos a gritos. Querer sopa se alternaba con tener hambre por la noche o muy temprano por la mañana. «¡Tengo hambre!», gritaba. «¡Quiero algo de comer!». Y otra vez la madre, cansada y con sueño, pacientemente iba a la nevera. «¡Está bien, cariño, te daré algo de comer», repetía con tono suave. «No tienes que gritar por eso». Que Ellie era consciente de sus problemas interiores se demostraba más claramente en éste que en ningún otro tema. Su necesidad de desobedecer le creaba tantos problemas que a veces la abordaba directamente. Un día, por ejemplo, cuando iba al baño, me ordenó: «Di: "No vayas al baño”». Yo lo hice, y ella fue a pesar de todo. Un día, mientras tostábamos un pedazo de pan según su deseo, le recordé: «Sabes, Ellie, los niños me cuentan a menudo sus problemas y yo les ayudo». «Ya lo sé», dijo Ellie. «Yo tengo dos problemas: quiero ser un bebé y mojo la cama por las noches».
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Ellie contestó: «Estoy discutiendo este problema con Miss Bloch». La revelación clave que yo había estado esperando vino poc o tie m po de sp ué s. Un día, al abrir la puerta de la sala de espera para recibir ahasta Ellie, encontré con un «Cierra ojos yo late mano guiaréy el me cuarto de jugar». Esperé hastalos que me ydio me llevó por el pasillo. Cuando llegamos a la habitación me soltó y dejó que yo encontrara sola la silla en la que me sentaba habitualmente. «No abras los ojos hasta que yo te diga», me ordenó, y después de un momento dijo: «Toca esto». Palpé el objeto que había traído y que había dejado encima de la mesa. «Es algo muy peludo», dije. Después de un po poco co me or de nó : «Ya pu ed es ab ri rl os », sin ha ce rm e ad iv in ar lo que era. «Es una muñeca esquimal. Mi papá fue a Chicago y cuando volvió a casa anoche me la trajo». Hice algunos comentarios en el sentido de que le gustaba que su padre le trajera regalos, a lo que ella asintió con entusiasmo. De repente preguntó: «¿Dónde está el gato?», refiriéndose a un muñeco de trapo con el que había jugado la sesión anterior. Le indiqué el armario y lo encontró junto a un sonajero japonés que pareció inspirarle mucho. «¿Quieres verme bailar?», preguntó. Agitando el sonajero como si fueran castañuelas, comenzó a bailar en círculos con gran energía. «La danza de la felicidad», comenté cuando acabó. Ella me miró con extrañeza y dijo: «También puedo bailar la danza de la tristeza», y, entrecerrando los ojos con ex pr esió es ió n de p ro fu n d a y co nm ov ed or a tri ste za , come co me nzó a d ar vueltas lentamente. «Es realmente la danza de la tristeza», asentí cuando se pa ró . «Si quisiera podría continuar con esta danza de la tristeza hasta que viniera el próximo paciente y hasta mañana y la semana que viene».
Aunque Ellie no comentó nada más sobre estos temas en ese momento, al parecer fue suficiente, ya que, cuando su madre planteó de nuevo el tema de que mojaba la cama,
«Te sientes muy triste», contesté yo increíblemente emocionada, por ser esta la primera vez que Ellie revelaba sus verdaderos sentimientos.
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«Sí, mi amiga murió», dijo tan francamente que por un momento creí que era cierto. «¿Cómo murió?», pregunté. «La mataron. Un tipo con una pistola le disparó. Pasó hace treinta años». A mis preguntas para obtener más detalles sólo conseguí respuestas muy confusas de las que sin embargo saqué en claro, entre otras cosas, que «un tipo», según su descripción, era un borracho y un malvado, y que le disparó mientras su amiga estaba paseando por el parque. Al principio ella esca pó pe ro lue go volv volvió ió y le ata có , sie nd o en to nc es cu an do él disparó. Sin estar segura de adonde nos podía llevar esto, me maravillé de la valentía de su amiga, diciendo: «Por lo general los niños corren a decírselo a su madre o llaman a un po polic lic ía. El la fue fu e mu y va lien te de vo lve r p ar a at ac ar le » . «¿Tú me crees?», preguntó de repente. «¿No debo hacerlo?», pregunté. «No lo sé, pero ¿tú me crees?». «No estoy segura», contesté. «Es un cuento», confesó Ellie. «Ya sabes lo que quiero decir, que no es verdad». «Te lo has inventado», añadí. Ella asintió. Yo había esta ba es pe ra n do es este te mo me nto de sd e qu e Ell ie h ab ía an un ci ad o hacía año y medio: «No me gusta pensar que soy una jirafa». Ahora dije dije:: «M «Mee parece qu quee estás muy preo cupad a po r tu pa dre». Ella asintió. «Los niños muy a menudo me cuentan qué les preocupa y por qué están tristes y puedo ayudarles», añadí. «Mi padre quiere matarme», dijo simplemente, «y no sé po r qué ». «¿Qué te hace pensar que quiere matarte?», pregunté. «Sé que quiere», me aseguró. «¿Tú crees que lo hará realmente?», pregunté. «Sí, pienso que lo hará». «Pero, ¿cómo te va a matar?». «Con su pistola. Tiene una pistola desde la guerra. Está
¿Quieres que sea yo la que hable con tu padre de esto?». Ella aceptó inmediatamente y agregó: «¿Puedo estar yo allí?». La petición era inesperada pero acepté, y le pregunté: «¿Quieres que llame esta noche para concertar la entrevista?» Ellie estaba dispuesta. Al acabar la sesión, fue hacia su madre en la sala de espera y oí que le explicaba: «Miss Bloch va a llamar a papá para hablar con él sobre por qué quiere matarme». En ese momento le pedí permiso a Ellie para explicarle a su madre el asunto: «Ellie no puede dejar de creer que su padre quiere matarla y quiere que yo hable con él. Hemos acordado que le llamaré esta noche por teléfono. ¿A qué hora es mejor que le llame?». La cara de Ja madre era todo un poema de espanto y consternación. Sin embargo, aceptó de buena gana una situación de la cual las dos habíamos hablado ya muchísimas veces, y respondió suavemente: «Bueno, creo que las siete y media es una buena hora». Cuando llamé, su marido contestó. «¿Le ha contado Ellie la razón de mi llamada?», pregunté. «He oído las razones», contestó. Nos pusimos de acuerdo
en su despacho. Me dijo que había tirado las balas». «Si ha tirado las balas», pregunté, «¿cómo puede entonces matarte con la pistola?». «Puede más».
en que la próxima visita de Ellie sería la mejor solución. Y le sugerí que comprobara si Ellie estaba de acuerdo antes de hacerla definitiva. Cuando volvió al teléfono venía farfullando con una mezcla de indignación y diversión y en el fondo
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«No sé si tú me vas a creer, pero sé que tu padre no va a matarte nunca», le aseguré yo. «Ya lo sé, pero no puedo creerlo. Le pregunté a él y me •lijo que no lo haría nunca, pero sigo creyendo que lo hará». En mi esfuerzo por convencerla de lo contrario, evoqué la imagen de la ley y la cárcel a la que su padre sería enviado «n el caso de que la matara, pero sólo conseguí alarmar a Ellie. «¿No podría salir?», preguntó preocupada. «¿Podría yo ir y darle un beso?». Desde hacia un rato, yo había estado buscando la forma más más apropiada de enfrentarnos a este problema y finalmente decidí que sólo podría servir una confrontación directa. «Ellie», dije, «he estado pensando cómo puedo ayudarte.
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sorprendido de que se tomara en serio a una niña de cinco años. «No puedo creer su cara dura», dijo. «Cuando le dije que estaba usted al teléfono, me respondió con aplomo: "Ya lo sé, fui yo la que le dije que te llamara''». Cinco minutos después de haber colgado el teléfono, sonó otra vez. Era Ellie. «Quería preguntarle a mamá también», dijo. «Me parece muy bien», contesté. «¿Podríamos ir nosotros primero al cuarto de jugar y luego entras tú?», preguntó. «¿Por qué quieres hacerlo así?», pregunté. «Sería estupendo», me aseguró. «Yo, mi mamá y mi papá estaríamos allí y entonces entrabas tú». Acepté de buena gana y le aseguré que todo sería como ella quería. En toda mi carrera, nunca una niña de cinco años había pe dido di do un a co nf ro nt ac ió n sem se m ej an te y p or un a ra razó zó n así así.. Antes del encuentro estuve pensando en el curso del mismo y en las posibles consecuencias que tendría. Sin embargo, nada de lo que había pensado me había preparado para la sim pl ic id ad con qu e se de sa rr ol ló , o p ar a su efi caci ca cia. a. La fa m ili a llegó y, tal como lo había pedido Ellie, se sentaron directamente en el cuarto de jugar, Ellie en su silla habitual en la mesa de la esquina y sus padres un poco más lejos, de forma
«En realidad, no necesito la pistola», dijo el padre. «Puedo deshacerme de ella». «¿Crees que eso haría que dejaras de creer que tu padre quiere matarte?», le pregunté a Ellie. «Sí», dijo ella. Y no pareció que nadie quisiera decir nada más. Ellie comenzó a jugar, intentando en un principio que sus padres participaran también, pero sin demasiada naturalidad. «¿Preferirías que tus padres te esperaran en la sala de es pe pera? ra? », pr eg un té . Es to pa re ci ó sa ti sf a ce r a tod os, y no s fu imos. Esa fue la última sesión antes de las vacaciones de verano. A pesar de que, según me enteré más tarde, la pistola era al parecer demasiado importante para el sentimiento de seguridad del padre como para que cumpliera su promesa, la confrontación directa de Ellie con él en mi presencia fue aparentemente lo suficiente tranquilizadora como para liberarla del intenso miedo de que la fuera a matar. Cuando volvió, estaba libre de sus preocupaciones anteriores y parecía vivir en el mundo real. El interés de Ellie por el «pipí» se ha bía m an if es ta do po r pr im er a vez con la fa m ili a de m uñ ec os
que la niña tenía que darse un poco la vuelta para poder ha b la r con ellos. ell os. E nt ré y ta m bi én me se sent ntéé en mi sil la de sie m pre , en la m ism a m es a qu e Ell ie. Tod o el m un do pa re cí a su miso. Miré la cara de Ellie, un poco acalorada, un poco sonriente, y pregunté: «¿Quieres comenzar tú, Ellie?». Ella vengonzosamente miró a su padre, cuya cara se ha bí bíaa pu es to de co lo r roj o os cu ro , y dijo: «Pi ens o qu e me qu ie res matar, ¿es cierto?». «No», dijo su padre llanamente y sin demostrar ninguna
con caracteres sexuales que ocupan un estante en el cuarto de jugar. Había parecido muy interesada por ellos y expresado su interés libremente. Ahora, con una indignación exagerada, me dijo: «Un niño muy malo del colegio me ha enseñado su pipí». Contemplé por un momento su farisaica expresión de re pr ob ac ió n y de sp ué s dije: «Tengo «Te ngo la im pr es ió n de qu e te gu stan los pipis». «Me encantan», admitió sonriendo abiertamente.
«Creo que es la pistola lo que hace que a Ellie le sea más difícil creer que no la matará», intervine. «¿Puede hacer algo pa ra ev ita rlo ?» .
emoción. «No quiero matarte». «Entonces, ¿por qué guardas tu pistola en el cajón de la mesa del despacho?», continuó Ellie. «Es un recuerdo de la guerra», dijo él. «No tiene balas». «Pero puedes comprar más». «No», contestó el padre. «Nunca la usaré».
También había ciertas palabras, me confesó un día, que eran feas y ella nunca diría. «Especialmente», dijo «esa que rima con 'beber'». «Oh, quieres decir 'joder'», dije con aire de haber descu bi er to alg o im po rt rtan an te . «Me avergüenzas cuando dices eso», declaró Ellie. «Eso
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es una palabra fea y no la quiero oír. Mi mamá dice que no la debo decir nunca». «Oh, bueno, pero ella no quiere decir aquí. Aquí, como tú sabes, podemos decir cualquier cosa». Pero la alarma y el miedo de Ellie a ver socavadas sus defensas contra esas palabras era absolutamente real. Después de haber aclarado con su madre un enfoque más sano de este tema, Ellie llegó a la sesión diciendo: «Sabes, sobre esa pal p al ab ra qu e rim a con co n 'b eb er ', es tá bi en si la dig o alg un a vez. En ocasiones digo todas las palabras feas de una vez. ¿Quieres oírme?». Mi asentimiento provocó: «Joder, mierda, demonios, maldita sea». En otra ocasión, mientras jugábamos en la terraza, Ellie advirtió: «Voy a decir todas las palabras feas». Y las soltó. Durante la última parte de su tratamiento el padre de Ellie estaba en casa solamente durante los fines de semana. Al comienzo de una sesión durante esta época, Ellie anunció: «Tengo un problema. ¿Me puedes ayudar?», y continuó ex pl ica nd o: «C uan do q ui er o algo y no lo pu ed o te ne r, lloro llo ro.. Y lloro, lloro y lloro hasta que mi papá se enfada muchísimo. Yo quiero dejar de llorar. ¿Tú sabes como puedo hacerlo?». Pensé por un momento y luego le pregunté: «¿Qué pasa cuando lloras y lloras y lloras?». «Consigo lo que quiero», respondió Ellie. «Bueno, me parece que ya sé cómo dejar de llorar», contesté. «Pero no va a ser fácil. Tienes que decirle a tu madre que no te dé lo que quieres aunque llores. Si sabes que no te lo va a dar dejarás de llorar». Ellie me miró estupefacta. «¿Quieres decir que debo decirle a mi madre que no me dé lo que quiero?». «Exactamente», le aseguré. «Entonces dejarás de llorar». Según me contó su madre poco después, Ellie llevó a ca bo mi re co m en da ci ón . D es gr ac iad am en te , ha y po co m ás qu e contar de la evolución de Ellie. Al poco tiempo, justo cuando Ellie comenzaba a sentirse lo bastante segura como para descargar sus sentimientos agresivos hacia mí, la familia volvió a Detroit y suprimió el tratamiento. Si seguimos la evolución de las fantasías de Ellie hasta su culminación singular, podemos entender su función de defensa contra su miedo al infanticidio y a la vez aprender algo
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sobre su vulnerabilidad y su forma de entender el mundo. El pri p ri n ci p al pr op ós ito de su s fa n ta sí as er a h ac er inac in ac ce sib le el miedo a ser asesinada por sus padres y su percepción de los sentimientos de odio y violento rechazo de éstos, y a la vez, conservar la posibilidad de ganar finalmente su cariño. Su concepto mágico de sus propios poderes, que la hacía res po ns ab le de los ac o nt ec im ie n to s in fa u st os de su vida , re fo rzaba su necesidad de culpa rse y le ayudaba a man tener la es pe ra nz a de qu e cu an d o el la ca m b ia ra , ta m bi én ca m b ia rí an los sentimientos de sus padres. Su fantasía sobre el monstruo que la perseguía continuamente pero nunca la alcanzaba, no solamente le permitía ex p re sa r y m an te n er a ra y a su mi edo, ed o, sin o que , al tr a n sf er ir los sentimientos homicidas de su padre a una figura imaginaria, le permitía mantener una imagen cariñosa de él y así camuflar el verdadero origen de su terror. Sus primeras fantasías de la jirafa y el monstruo pequeño eran instrumentos p ar a en ga ña rs e a sí m ism a. Y au nq ue cu an do sal ió de su mundo fantástico dijo: «Mi padre quiere matarme y no sé po r qu qué», é», el co nc ep to qu e in ic ia lm en te ten ía de sí mis ma , centrado en su propia respuesta homicida, ocultaba la causa desencadenante —la violencia de su padre y sus sentimientos des tructiv os— aun que la justificab a. Igualmente, la fantasía del bebé o del niño malo la defendía de su percepción de los sentimientos de rechazo de su madre. Las imágenes de niño incorregible y de la madre perfecta y paciente le permitían engañarse a sí misma en la fantasía, igual que hacía en la realidad, creyendo que ella era la culpable de los sentimientos de su madre. Las inevitables de pr es ione io ne s de su m ad re ca da vez qu e se au se n ta ba su pa dr e convencieron a Ellie no sólo de que él no quería a ninguna de las dos sino también de que su madre no la quería a ella. Esta impresión estaba reforzada por las frecuentes indisposiciones de la madre, que Ellie atribuía a su mal comportamiento y su cólera e interpretaba como una medida de los sentimientos de rechazo de su madre. La relación dinámica entre las fantasías de Ellie y el ambiente familiar estaba claramente demostrada en este tema. La fantasía del bebé o del niño malo, que comenzó como una forma de justificar la im po sib ilid ad de la m ad re de d a r sa tis fa cc ión ió n a la en or m e ne
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cesidad de cariño de Ellie, se hizo cada vez más suicida en respuesta a la creciente depresión de la madre y a la creciente falta de esperanza de Ellie de conseguir ese cariño alguna vez.El grado de terror y de desesperación suicida estaba indudablemente influenciado tanto por su vulnerabilidad en cuanto niña como por su pensamiento mágico. Su percepción de la disposición violenta de su padre, reforzada por la pr es en ci a de la pist pi stol ol a, y su p ro p ia im po te nc ia la te ní an co nvencida de que él la mataría. Lo único que podía hacer era correr. Su forma de entender su relación con su madre, así como su equiparación mágica entre deseos y realidades, la convenció de que si perdía a su madre de vista no volvería a verla nunca más. La confrontación con su padre fue la culminación de un pr oc es o qu e se ex te nd ió d u ra n te un pe rí ríod od o de añ o y me dio . Ellie fue capaz de pedir y llevar a cabo esta confrontación gracias a un gradual refuerzo de su yo llevado a cabo durante nuestras sesiones semanales y a una mejora de la forma en que sus padres se relacionaban con ella. Su comportamiento empezó empezó a cambiar tan pronto como comenzó el el trat amiento, y permitió a sus padres sentirse más relajados en su pr es en ci a. E ns eg ui da olv idó el ch up et e y las pa ta le ta s no se repitieron más, una vez que sus padres aprendieron a mane ja rl as . Dejó de m oj ar la ca m a y s u ne ce si da d de op on er se a to do disminuyó. Una vez que la madre entendió el origen del mal comportamiento de Ellie, fue capaz de modificar su forma de trat arla lo sufi suficiente ciente como pa ra que, poco a po poco, co, la niña comenzara a creer en su cariño. A pesar de que el padre po día dí a re sp on de r de un a fo rm a má s li m it ad a a las ne ce si sida da de s de Ellie, reconoció que desempeñaba un papel en sus problemas y estuvo de acuerdo en dejar la disciplina en manos de su mujer. La creciente madurez de Ellie y su mayor com-
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las modificaciones de sus fantasías, entró en una nueva fase con la marcha del monstruo «a otro país». La «danza de la tristeza», la primera revelación sin tapujos de sus verdaderos sentimientos, llevó primero al descubrimiento de su pr in ci pa l pr eo cu pa ci ón , la ve rb al aliz iz ac ió n del mi ed o a qu e su pa d re la m at ar a, y de sp ué s a la co nf ro nt ntac ac ió n. Sólo nos queda especular sobre el camino que habría tomado la evolución de Ellie si hubiera continuado el tratamiento. La ira que estaba escondida tras su depresión suicida había comenzado a encontrar una forma de expresión, al igual que su necesidad de «decir palabras feas». El siguiente objetivo en su terapia habría sido la liberación de su agresividad a través de fórmulas verbales.
pr en sión si ón de su in fl flue ue nc ia en la vi ol en ta s ex plos pl os io ne s de su p ad re ta m bi én la lle va ro n a ca m bi a r su fo rm a de re la c io n a rse con él. Ellie fue capaz de abandonar las fantasías que la habían defendido contra su miedo cuando la intervención psicoana lítica modificó la actitud de sus padres y consiguió reducir aquel miedo. La disminución gradual de^ste, reflejada en
2. SUPERRATON: NACIMIENTO Y MUER TE DE UNA UNA FANTASIA DEFENSIVA
A pesar de que el niño haya creado p reviamente una fan tasía pa ra de fe nd er se del m ie do a se r as es in ad o, un nu ev o in ci dente amenazador en una situación ya cambiada puede hacer ineficaz esta defensa y exigir una solución más drástica: vivir la fantasía, frecuentemente asumiendo una identidad distinta. En el caso de Larry, un niño de cuatro años y medio, tuve la oportunidad de presenciar no sólo el momento en que recordó la experiencia precisa del peligro que le había impulsado a asumir una identidad distinta, sino también el instante preciso en el que se sintió lo suficientemente seguro como pa ra ab a nd on a rl a y se r él m ism o o tr a vez. Fu er on los do s pu nt os cu lm in an te s de un pr oc es o gr ad ua l, el pr im er o de un miedo que iba en aumento y el segundo de su disminución, y de un sentimiento creciente de ser querido. En los dos casos, el cambio se dio en respuesta a incidentes de una gran intensidad emocional. Larry vino a mi consulta porque tanto su madre como su pr of es or a del co leg io ha bí an no ta do qu e en los úl tim os m eses el niño se había encerrado en sí mismo, insistiendo de todos modos en que él era Superratón. Era hijo único y sus padres se habían separado cuando él tenía tres años. Habían vivido en California sus dos primeros años y luego habían venido a Nueva York. Su madre y él vivían en un apartamento pequeñísimo en Brooklyn donde apenas tenía espacio para jugar. Su madre era una mujer atractiva pero algo seca de veintisiete años, que me explicó todo esto de una forma escueta y apresurada, como si su principal objetivo fuera acabar pr on to pa ra qu e ta nt o el ella la co m o yo pu di ér am os se gu ir con
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nuestras tareas, la mía ayudar a Larry a librarse de sus pro bl em as y la su ya m a rc h ar se de mi of ic in a y viv ir su vid a. Se había casado con un hombre quince años mayor que ella, al que el trabajo mantenía alejado de casa durante largos períodos. Ella lo describía como una persona violenta y con frecuencia malhumorado. Se pasaba gran parte de su tiempo libre viendo la televisión y prestaba muy poca atención a Larry. La escena más violenta se produjo la noche en que se separaron, durante la cual él destrozó el televisor, rompió un jarrón y además golpeó golpeó a su m ujer. A pesar de que Larry no le vio durante varios meses después de la separación, durante el último año había estado pasando un fin de semana sí y otro no en su compañía. Cuando vi a Larry por primera vez, recordé las últimas p al a br as de su m ad re . Le ha bí a pr eg un ta do si cr eí a qu e al niño le importaría dejar en la sala de espera a su tía que iba a traerle y entrar solo en la consulta, y ella había contestado sin vacilar, vacilar, como si no pudiera habe r otra alternativa: «Segu«Seguro que no le gusta, pero lo hará». El mundo de deseos ignorados que sus palabras evocaban se palpaba en todos los as pe ct ctos os de la fo rm a de se r de La rr y. No me ac ue rd o cu án to tiempo pasó antes de que viera una sonrisa en su cara, pero nunca p odré olvidar la tristez a y desolación, la sensación de vacío que daban sus ojos azul pálido y su aspecto delicado; eran la evidencia palpable de una profunda depresión. Era muy pequeño para su edad, pero quizás esto no se se habría notado tan fácilmente de no haber sido por el aire de bravata con que intentaba aparecer. Daba pasos largos como si llevara puestas las botas de siete leguas y se movía siempre dándose una gran importancia. Su madre tenía razón, pues no creó ningún problema al cerrarse la puerta detrás de su tía y quedar él solo conmigo al final del largo pasillo. Se mantuvo callado hasta que llegamos al cuarto de jugar. «Superratón es mi amigo», anunció tan pronto como cruzó el umbral. Su tono de voz simulaba una gran alegría y animación y era tan curiosamente agudo que me dio la im pr es ió n de qu e ún ic am en te el gr an m ie iedo do qu e se nt ía po dí díaa hacerlo tan alto. «Es muy fuerte y puede hacer cualquier cosa», dijo orgullosamente. «Nada puede hacerle daño».
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«Tengo la impresión de que es bueno tener un amigo así», dije con admiración. «Lo es», asintió Larry. Al comenzar la siguiente sesión, anunció inmediatamente: «Hoy he traído conmigo a Superratón. Está sentado aquí», dijo señalando su hombro derecho. «Quiero hablarte de él», continuó, «espero que me creas». Y luego se lanzó a recitarme todas las virtudes de Superratón. «Lleva un chaleco antibalas», explicó. «Nadie puede dis pa ra rl rle. e. Y pu ed e vol ar. Pu ed e ir a do nd e qu ie iere re.. Y ¿sa be s qué?», dijo después de un momento como si hablara de un asunto de gran importancia, «No le tiene miedo al gato». El entusiasmo de Larry iba en aumento según iba hablando de su su amigo. A pesa r de que sus movimientos corpo rales eran muy limitados, en ese momento adoptó una postura de lucha y comenzó a tirar puñetazos al aire. «Le gusta la acción», declaró con alegría. Yo le escuchaba con gran interés, y finalmente le pregunté: «¿Cuántos años crees tú que tiene?». «Tiene cuatro y medio», respondió rápidamente. «Igual que tú», respondí yo con sorpresa, dándome cuenta en ese preciso momento de que había cometido uno de los mayores errores cuando se trata de fantasías: acercarse demasiado a la realidad. «Me he equivocado», dijo Larry con incertidumbre. «En
ces era un chaleco de cartón que su tía le había ayudado a construir, otras un par de gafas, o un cinturón o una capa. Tan pronto como entrab a en la consulta llamaba mi atención sobre este objeto. También me pidió que buscara juegos, juguetes y libros que tuvieran alguna relación con los ratones. Como en aquel momento Superratón todavía no estaba tan de moda, moda, tuve algunas dificultades p ara en contra r lo que que me ped ía. Co nse guí un cu en to y un lib ro p ar a p in ta r con es te te tema y finalmente encontré, mientras miraba una tienda de juguetes, una cesta con unos encantadores ratoncitos blancos y grises de lana. Compré uno de cada color y los coloqué encima de la mesa antes de que llegara Larry. Cuando los descubrió su alegría fue inmensa. «Son los ratones más monos que he visto nunca», se regocijó Larry. Y cogiendo uno en cada mano anunció inmediatamente: «El blanco es Superratón y el gris es Larry». Bailó con ellos por toda la habitación, ju nt án do le s las na ri rice ce s y ch as qu ea nd o la len gua . «¡Se es tá n bes an do! », ex cla mó ex ta tasia sia do . «¡Se qu ier en !». Mientras le miraba, me di cuenta de que ésta debía ser la pr im er a vez qu e al niñ o se le o cu rr ía que Su pe rr at ó n —y él— podía ser adorable. De repente se paró y dijo: «Superratón necesita una capa roja». Como Supermán había estado de moda durante muchos años, no tuve dificultad en encontrar un pedazo de tela roja que había quedado de alguna otra capa. «¿Crees que esto servirá?».
realidad tienetenía cinco medio».sobre el origen de Superratón. También dosy teorías «¿Cómo llegaste a conocerlo», le pregunté. «Un día oímos llamar a la puerta y abrimos. Allí estaba. Era Superratón. Tenía frío y hambre y le invitamos a entrar. Y así fue como le conocí». Dos meses y medio más tarde la explicación de la llegada de Superratón era completamente diferente. Sus primeras palabras habían dejado muy claro que el
«Oh, sí», me aseguró. «Es justo del color que necesito». Corté un cuadradito y comencé a coser una capa para Su pe rr at ón . M ie nt ra rass lo ha cía, cí a, La rry ex am in ab a el co nt nten en id o del cuarto de jugar como si lo viera por primera vez. Se detuvo delante de la familia de muñecos, a los cuales no había hecho ningún caso hasta entonces, y agarrando al padre con una mano y a la madre con la otra comenzó a golpear sus pies. «¡Son unos malvados!», exclamó. Después cogió al muñe-
mundo de Superratón era todo su marco de referencia. Igual que un enamorado siempre encuentra una forma de incluir el nombre de su amada, no había tema en el que Larry no encontrara la forma de traer a colación al ratón. Después de las primeras sesiones, era raro el día que no aparecía con alguna insignia que estableciera su nueva identidad. Unas ve-
co que representaba al hijo. «¡No quieren a su hijo!», comentó con creciente indignación. Y finalmente, concentrándose sólo en la madre dijo con un gran sentimiento: «¡Quiere que su hijo se muera!». Después de esta confrontación, Larry se acercó a mí y es po nt án ea m en te me conf ió: «R ec ue rd o el día qu e vin o Sup er
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ratón. No me acuerdo qué pasó exactamente, pero fue un día terrible. Metieron al hombre en la cárcel y no le dieron de comer y se murió». Y después, con más intensidad: «¡Era más malo que un pirata!». Estudió mi cara durante un momento y añadió: «Pasó hace veinte años». Esa fue la primera referencia de Larry al trauma que le causó la violenta disputa de sus padres hacía año y medio, cuando creyó que únicamente los poderes mágicos de Super ratón podían salvar su vida. Superratón y el Ratón Larry continuaron siendo el foco de su actividad los siguientes meses. Creó un escondite para ellos en medio de una casa hecha con bloques de madera y los guardaba al final de cada sesión con mucho cuidado en una habitación que tenía una p u e rt a se cr et a qu e da ba al cu a rt o de ju ga r. Fr ec ue nt em en te , al comenzar la sesión iba directamente al escondite y los sacaba de allí con gran placer. Otras veces se entretenía dibu ja nd o o co ns tr uy en do fi figu gu ra s de Su pe rr at ón . Otro tema muy importante para Larry era el del tiempo y la edad. «Tengo cuatro años y medio», anunció en la primera sesión, «y el cuatro es mi número favorito». «El veintiséis de mayo cumpliré cinco años y entonces el cinco será mi favorito». Según se aproximaba esa fecha, su excitación crecía cada vez más. Una semana antes, me preguntó si podía cambiar la fecha de la sesión pará que cayera en el día de su cumpleaños. «¿Podrías preparar algo especial para Superratón ese día?», me pidió. Tuve la impresión de que estaba viviendo alguna fantasía especial concerniente a ese día, quizás relacionada con su padre e incluso con el ratón. Pero no dio ninguna explicación sobre el tema. Busqué por toda la ciudad y po r fin en co nt ré un gr an ra tó n de pe lu ch e del ta m añ o de un osito y lo coloqué en donde Larry pudiera verlo nada más entrar en el cuarto de jugar, aunque podía ignorarlo si así lo pr ef er ía . Cualquiera que fuera la fantasía que él había asociado con fecha, se habíacon desinflado de que llegara.deAparecióesa muy deprimido, círculos antes oscuros alrededor los ojos y muy serio, e hizo como si no hubiera visto al nuevo ratón. Pasaron varias sesiones antes de que comentara que el ratón nuevo no tenía ni cola ni capa roja, y rápidamente nos
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pu sim os a co nf ec ci on ar la las. s. Sin em ba rg o, la se m an a si sigu gu ie nte a su cumpleaños anunció espontáneamente: «Voy a ver a mi padre el domingo» —ésta era la primera referencia a su pa dr e— com o si h ub ie ra sid o un te tem m a no rm al en n u es tr a s conversaciones. Durante la siguientes semanas, la situación real de Larry mejoró enormemente. Al mes y medio de su cumpleaños su madre se mudó del apartamento pequeñísimo en que vivían a otro considerablemente más grande, donde él tenía su pro pia ha bi ta ci ón y po dí díaa ju g a r al ai re lib re re.. Su m ad re ca m bi bió ó también sus costumbres de forma que podía pasar más tiem po en ca sa con el niñ o. En ve ra no fue un me s a un ca m pa mento durante el día y pasó varias semanas en el campo. Además le regalaron un hámster y él lo aceptó como un miembro más de la familia de los roedores. A partir de ese momento pareció interesarse también por las ardillas. Cuando volvió a la consulta después de un mes, la fantasía de Su pe rr at ón pa re cí a h ab e r pe rd id o ba st an te im po rt rtan an ci a. «Tengo un hámster dorado», anunció nada más entrar. «Vive en su jaula y corre en una rueda y cuando come se llena la boca y luego lo escupe todo. Y es un roedor igual que Superratón». Construyó un hámster de plástico y luego añadió una madre hámster y un padre hámster y también una ardilla, además de hacer un nido para cada uno de ellos de pap el. To do el me s sig ui en te lo pa só co ns tr uy en do lo qu e el llamaba «los «los apartam entos de los roedores» roedores» pa ra que vivieran en ellos los hámsters y el ratón. También comenzó a interesarse por primera vez por las pistolas, jugando a ser «el malo» y por un personaje nuevo de la televisión que se llamaba el «octavo hombre» y que parecía tener todas las cualidades de Supermán. Un mes después de su vuelta, al final de una sesión, cogió el ratón gris y me preguntó: «¿Sabes cuántos años tiene Larry?» Inmediatamente continuó: «Cinco meses... No, quiero decir, cinco semanas... cinco días... cinco minutos... ¡sólo tiene cinco segundos!». «Acaba de nacer», grité. «Sí», asintió con alegría, «¡acaba de nacer!». Y comenzó a hacer chasquidos como si estuviera sujetando a un recién nacido.
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«¡Qué niño tan precioso!», exclamé. «¡Oh, sí, es precioso!», asintió Larry. Estaba extasiado. «Ya es casi hora de marcharte», le recordé. «¿Qué te parece que hagamos con Larry». «Tengo que hacerle un nido», dijo, y se pasó los últimos cinco minutos haciéndole una cama. Tan pronto como llegó tres días después para su siguiente sesión, preguntó: «¿Sa bes cu án to s años añ os tie ne La rr y hoy. Tien e ex ac ta m en te tr es días», anunció sacándole de su nido. «Ajo, ajo, ajo», le repetía al ratón y hacía todos los ruidos que se les hacen a los recién nacidos. «¡Oh!», dije, «¿no te parece precioso?». Su alegría era inmensa, y volviéndose a donde estaban el be bé h ám st er y la ar di lla re p iti ó la mi sm a fu func nc ión. ió n. «¡Qué niños tan preciosos!», repetía yo yendo de uno a otro. Fue una sesión de éxtasis completo. Esta vez hizo un nido para cada uno y los metió en la cama antes de marcharse. Me dijo adiós alegremente y se fue po r el larg o, pa sil lo ca m ino in o de la pu er ta . Ju st o an te s de abrirla, sin embargo, se volvió hacia mí. Su expresión había cambiado por una de una desolación completa. «Pero tengo cinco años y medio», dijo con una voz llena de dolor y de protesta. Después abrió la puerta lentamente y se marchó.
saria la creación de la fantasía de Superratón. La acogida de Larry a los ratones puso claramente de manifiesto la importancia de sentirse querido para invertir un proceso patológico. El que fueran adorables le sorprendió y despertó en él sentimientos que no pudo contener: «¡Se quieren!», exclamó, y llevado por el sentimiento de que también él era amado, lúe capaz de revivir y afrontar por vez primera los terribles recuerdos que habían hecho necesaria su defensa mágica, bu sc an do toda to da ví a ref ug io en la fa nt as ía , pu do p o r p ri m er a vez expresar, a través de los muñecos, su indignación con sus padres por rechazarle y acusar a su madre de desearle la muerte. El creciente refuerzo de su yo, que le llevó primero a crear la fantasía de haber renacido y después a aceptar su verdadera identidad, se debió no solamente a las sesiones de análisis, sino también a una mejoría del ambiente familiar. Su madre respondió muy bien a mi sugerencia de que creara una sensación de seguridad y compañerismo, e hizo un gran esfuerzo, incluso cambiando de domicilio para acomodarse a las necesidades del niño. Como resultado de ambos factores, la sensación de peligro que la violencia de su padre había prec pr ec ipita ip ita do , y qu e los se nt im ien to s de su m ad re ha bí an re forzado, fue disminuyendo gradualmente. Cuando se sintió suficientemente seguro, pudo deshacerse de la identidad má-
Ese fue el momento en que murió la fantasía de Superra tón. La sensación de peligro que había precipitado su creación se había disipado finalmente y la necesidad de buscar refugio en una identidad mágica había desaparecido. Por pri p ri m er a vez de sd e la no che en qu e su suss p ad re s se ha bí an pe leado, Larry no necesitó la ilusión de los poderes sobrenaturales para sentirse seguro y por fin volvió a su propia identi-
gica y aceptar la suya real. La tesis de que una fantasía defensiva puede ser adoptada en un momento específico en el que se experimenta una sensación de peligro y luego descartada, una vez que el peligro ha pasado, quedó demostrada durante el tratamiento de Larry. Así pues, podemos suponer que cuando las fantasías de la infancia continúan siendo vividas en la edad adulta, co-
dad. El proceso que provocó esto está claro. Mi primera clave del tratamiento de Larry fue «Espero que me creas». Mi aceptación entusiasta de su identidad adoptada le ayudó a li b e ra r su s en er gí as y a sa lir de la de pr es esión ión ; ah o ra te ní a un aliado. También he de rendir homenaje al encanto singular de los ratones de peluche, la suerte que tuve al encontrarlos y la intuición que me hizo comprar dos, por la rapidez con que fui capaz de llegar al corazón del trauma que hizo nece-
mo en los casos en que se adopta una identidad homosexual, el terror que las produjo está todavía vigente.
3. CUATRO CUATRO NIÑO S QUE INSIS TIAN EN QUE PERTENECIAN AL SEXO CONTRARIO
En estos tiempos de tanta confusión sobre el origen y el significado de la homosexualidad, me ha resultado muy esclare cedora mi experiencia con dos niños y dos niñas que fueron traídos a mi consulta por que insistían en que pertenecían al sexo contrario. Aunque los sentimientos homosexuales son universales, la persistente adopción de la fantasía de una identidad sexual distinta sólo parece producirse en unas circunstancias específicas. Después de explorar los antecedentes de esos cuatro niños comprendí que la dinámica es similar a aquella de la que proceden otras fantasías defensivas. Igual que en el ejemplo de Larry, en cada caso el niño comenzó a vivir la fantasía en el momento en que algún incidente concreto puso en peligro una situación ya pre caria y le hizo temer por su vida. El hecho de que estos niños no eligieran a Sup erratón o a Supermán o a cualquier otra identidad po de ro sa sin sinoo qu e p re fi ri er an un a id en tid ad sexu se xu al c o n tr a ri a pa re ce e s ta r d et eter er m in inad ad o p o r un a co ns te tela lació ció n de fa ct o re s muy particulare s y similares. similares. En todos los casos, casos, habían esta do expuestos a la violencia directa de uno de los padres y ha bí an teni te ni do qu e d ef efen en de rs rsee no so la lam m en te co n tr traa el e l m ied o sin o también contra la amenaza de infanticidio. Además, el único refugio contra este peligro que el otro padre ofrecía era a lo más una fachada sed uctora o el despego. despego. Sin embargo, el factor que aparentemente determinaba la elección de una fantasía sexual estaba relacionado en todos los casos casos con la percep ción por los niños de la relación entre sus padres. En todos los casos, los niños estaban convencidos, por los sentimientos y la forma de portarse de los padres entre sí o con los hi jos jos,, de qu e los p ad re s no se q u er ía n y qu e el p ad re de l sex o contrario les prefería. Por lo tanto, atribuían el violento rechazo del otro padre a los celos y se sentían el blanco de las
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represalias de este padre. Los niños sacaban la conclusión de que la única forma de salvar la vida era cambiar de sexo. Al crear la fantasía de que pertenecían al sexo que ellos creían preferido por el padre amenazador, confiaban no sólo en apaciguar los celos de ese padre, sino también en transformar la violencia en amor. De esta forma la adopción de la fantasía del cambio sexual les proporcionaba un refugio contra su miedo a ser asesinados al dotarles de una armazón dentro de la cual les era posible mantener la esperanza de ser finalmente queridos. En los cuatro niños era posible establecer qué acontecimiento concreto había provocado la necesidad inmediata de adoptar una identidad sexual contraria. A pesar de que cada niño había encontrado inicialmente otras formas de protegerse contra la violencia de los padres, el desarrollo de una nueva e imponen imponen te situación las había hecho ineficaces y ha bía exi exigid gidoo un as de fe nsas ns as m ás d rá st ic as . En tr tres es de los ca sos, el nacimiento de un hermano del sexo contrario o sencillamente que se pareciera al padre del sexo contrario había desencadenado la adopción de la fantasía homosexual. En el cuarto caso, había sido la seductora exposición al padre del sexo contrario lo que había puesto en peligro la relación, ya de por sí difícil, con los miembros de la familia del mismo sexo. Aunque la homosexualidad, por lo general, implica la satisfacción sexual de unas necesidades instintivas con una pe rs rson on a del mi sm o sexo sexo,, los ca caso soss de es esto toss cu a tr troo ni ño s indi in di can que la transformación de la identidad sexual puede ocurrir mucho antes de que se desarrollen tales necesidades. Quizás, gran parte de las dificultades que existen para com p pre re n d er la ho m os ex ua lid ad se de be al én fa sis pu es to en la conducta física con respecto al sexo y sus diferentes expresiones. sion es. Sin embargo, cuan do se aborda d esde el punto de vista de la infancia, el problema se simplifica notablemente. Dado que el nivel de madurez de los niños excluye normalmente la necesidad de una gratificación instintiva, la adopción de unos sentimientos sexuales tiene poca importancia. A pesar de todo, está claro que el niño crea una defensa homosexual y que su principal carac terística es su adopción de un cambio de sexo. En los cuatro casos, la adopción estaba
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bi bien en es ta bl ec id a, si bien bi en co rr es po nd ía al es ta di o de su de sa rrollo y se limitaba a la afirmación, apariencia y afectación. Dado que en la mayoría de los casos el tratamiento psicoana lítico resuelve la necesidad del niño de adoptar una identidad sexual opuesta, sólo podemos conjeturar que, sin el tratamiento, la maduración sexual habría necesitado también una expresión sexual. La aparentemente desconcertante sintomatología homosexual toma un nuevo significado en cuanto nos damos cuenta de que se trata de una cuestión de vida o muerte. Cualquier duda sobre la función de la adopción de una identidad homosexual queda clarificada por la explicación de Freud: «Cuanto más intensa es ésta [la resistencia], más ampliamente quedará sustituido el recuerdo por la acción (re pe tic ió n) »1. »1. En ni ng un a o tr a fa n ta sí a ex ist istee un a re pr es ió n tan grande. En el caso de un paciente adulto, toda experiencia de un sentimiento prohibido va seguida por el pánico y la compulsión de un contacto homosexual. Frecuentemente, sin embargo, las dimensiones de la resistencia homosexual al recuerdo no son debidamente expresadas por la mera adopción. La negación en la fantasía de identidad homosexual adoptada es tan sorprendente como la represión a la que sirve. La frecuente insistencia del homosexual en que su fantasía es real, en que verdaderamente pertenece al sexo opuesto, en que en realidad está siguiendo su propia naturaleza, en que «nació así», es indudablemente un síntoma al servicio de su resistencia a recordar y puede sugerir tanto las insoporta ble s di m en sion si on es de su te rr o r como co mo su co nvicc nv icc ión de que su vida depende de conservar su identidad falsa. Su única espe-
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al sexo opuesto, así como las condiciones familiares que la hacían necesaria, han servido de marco de referencia en mis esfuerzos por descubrir las complejidades adicionales de fenómenos similares a una edad posterior. En tres de los casos, me limitaré a examinar las dinámicas. En el cuarto, la transformación psicológica de una fantasía homosexual en una identidad homosexual es tan clara que la describiré más extensamente. Rose vino a mi consulta cuando tenía cuatro años porque debido a su conducta agresiva y provocadora había sido ex pu ls ad a de do doss es cu elas el as en po poco co má s de un añ o y ha cí a pr o nosticar un futuro difícil. Ella insistía en que era un niño, se negaba a llevar vestidos y jugaba únicamente con niños. También mordía, tiraba cosas, quitaba los juguetes a otros niños y era totalmente incontrolable. Su madre explicaba que Rose insistía en ser un niño desde los dos años, cuando nació su hermano. A pesar de que la madre decía que no tuvo problemas a la hora de destetarla cuando tenía tres meses, Rose inmediatamente se volvió celíaca hasta que tuvo dos años. Coincidiendo con ese período, la niña se desmaya ba ca da vez qu e el m édico éd ico le po ní a un a iny ecc ión , cu an do lloraba y cuando se caía y se hacía daño. Estos dos síntomas desaparecieron cuando nació su hermano, pero fueron sustituidos por su adopción de la identidad sexual opuesta. Los padres de Rose, una pareja muy atractiva de unos treinta años llamados Bobby y Robby, llegaron a la primera entrevista vestidos deportivamente con modelos iguales. Aunque la madre no era nada masculina, sus ropas estaban
ranza de cariño y seguridad parece estar sustentada por esta creencia. Dado que hay una gran cantidad de dinámicas que pueden dar lugar a la adopción de una identidad homosexual, limitaré mi análisis a aquéllas que descubrí durante el tratamiento de los cuatro niños. Sin embargo, la constante intensidad de las afirmaciones de estos niños de que pertenecían 1 Sigmund Freud, Freud, «Further recommendations in the technique technique of psy choanalysis» (1914), en Collected papers, Londres, Hogart Press, 1950 vol 2 p. 370.
elegidas de forma que correspondieran con las de su marido. El daba la sensación de ser el más dominante de los dos, y pa re cí a ag res iv ivo o y en enérg érg ico , m ie n tr as qu quee ella ell a pa re cí a pa siv a e indiferente. Los dos estaban muy interesados en los deportes y les dedicaban la mayor parte de su tiempo libre, sobre todo el domingo. La madre explicó que el nacimiento de Rose había sido planeado y que a ella le gustaban mucho los niños. El padre tenía los mismos sentimientos, pero confesó que, antes de que naciera, había deseado que fuera un niño. Sin embargo, pasada la primera desilusión, se había encariñado lo mismo con ella, la había tratado del mismo modo y la había introducido ya en el mundo de los deportes. Le ha
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bía to m ad o ta nt o ca ri ño qu e, en re al id ad , cu an do na ci ció ó su hijo no tenía especial deseo de que fue ra un niño. A partí i del nacimiento del tercer hijo, una niña, tres meses antes, Rose compartía la habitación con su hermano, pero como siempre había dormido mal se despertaba hacia las tres o las cuatro de la mañana e invariablemente acababa la noche en la cama de su padre. En realidad, veía a su padre muy poco durante el día, ya que él estaba en casa solamente los sá ba do s, así as í qu e su co nt ac to con ell a d u ra b a só lo un os m in utos por la mañana y luego por la noche antes de irse a la cama. Era muy estricto con la niña y recurría a los azotes como forma de resolver los problemas. Las relaciones de la ni-
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