Bessieres, Albert - La Beata Ana María Taigi madre de familia.pdf

May 27, 2020 | Author: Anonymous | Category: Saint, Eucharist, Christ (Title), Rome, Society Of Jesus
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ALBERT BESSIÉRES, S. I. LA BEATA ANA MARÍA TAIGI MADRE DE FAMILIA TRADUCCIÓN DI LUIS ECHIÁVARRI CON PROLOGO DIL R. P. PIERRE CHARLES, S. L Buenos Aires, 28 de marzo de 1942 Puede imprimirse MONS. DR. ANTONIO ROCCA Obispo de Augusta y Vicario General ES PROPIEDAD, QUEDA HECHO EL REGISTRO Y DEPÓSITO QUE DETERMINAN LAS LEYES EN TODOS LOS PAISES. Única traducción autorizada del original en francés LA BIENHEUREUSE ANNA MARÍA TAIGI

PRÓLOGO A LAS MADRES CRISTIANAS En el espíritu humano no hay espacios vacíos, como no los hay en las aguas oceánicas. Allí donde falta una noción verdadera, no tiene lugar el vacío, sino una idea falsa. Y pensar con ideas falsas, es peor que no pensar en absoluto. ¿Qué es la santidad? Como la de toda palabra sencilla, es difícil encontrar su definición. El público en general, y aun los mismos cristianos, se contentan con tener de ella una vaga noción, lo conceptúan como algo excepcional, en la categoría de las hazañas heroicas, o una cosa así como las pruebas de atletismo o como la ejecución de una obra maestra. Llama la atención que San Francisco de Sales, al escribir un verdadero Manual de la Santidad para las personas de su tiempo, le diera de intento y sin duda para mitigar el escándalo, el sencillo título, Introducción a la Vida Devota. Se nos podrá presentar, es verdad, innumerables "tratados de perfección cristiana", "manuales de vida interior", "catecismos espirituales", pero nadie se atrevería a ofrecer, en doscientas o trescientas páginas, un tratado tan completo sobre la santidad, con indicación del autor, editor y precio de la obra. Sin duda, porque la santidad no es únicamente una sabiduría que pueda aprenderse por la buena lectura. En la obra de la santidad somos dos, y el segundo o mejor dicho el primero, es aquel Espíritu de quien el Señor dijo que es como el soplo de la brisa nocturna, que no acostumbra ir por la huella de los caminos. Así que para tener ideas claras sobre la santidad, recurrimos a las vidas de los santos, a las Leyendas Áureas de la Edad Media, a los infolios pavorosamente extensos de los Bolandistas, a las biografías de todo género y valor; desde los libros de ilustraciones con escenas de Martirios, hasta las publicaciones científicas, precedidas de un estudio crítico de las fuentes y seguidas de una abundante bibliografía. Buscamos la santidad en los hechos, más que en teorías. Pero ¡cuántas veces no nos quedamos espantados y desorientados, desde las primeras páginas de la narración de esos hechos!

Le ha parecido evidente al piadoso autor de biografías de santos que la santidad es algo anormal; de tal modo, que su primer cuidado ha sido probarnos, que su héroe nada hizo como los demás hombres. Niño, era ya viejo: ab infantia ad senile gessit. Todavía lo amamantaban, y ya se preocupaba de ayunar los miércoles y los viernes, como se nos refiere de San Nicolás, quien más adelante, se apartaba de los juegos de sus compañeros para meditar. Nunca se reía. No le interesaban los pajaritos, ni los perros, ni las mariposas y mucho menos el alimento. A fuerza de ser sobrehumano, jamás había sido verdaderamente humano. Lo cual no se parece empero a la juventud de San Pablo, ni a la de San Agustín, San Jerónimo, San Ambrosio, San Basilio, San Francisco de Asís, San Ignacio, San Francisco Javier, San Felipe Neri, San Alfonso de Ligorio, ni a la de cien santos más. No obstante, semejantes vidas como la de San Nicolás, constituyen un modelo imprescindible, principalmente después de la ráfaga de estoicismo pagano que trajo el Renacimiento. El Espíritu de Dios es infinitamente más amplio que todos los convencionalismos académicos y reglas de escuela. Él busca sus elegidos, entre los niños inocentes, sin consultar nuestros caprichos arbitrarios.' ha formado y forma constantemente verdaderos santos. El Verbo encarnado, Jesucristo, jamás dijo que los niños solo podrían entrar en el cielo a condición de parecerse a los adultos. Dijo cabalmente todo lo contrario. Jamás dijo que una madre de familia, una buena esposa muy atareada en su casa no pueda llegar a la santidad, sin pasar antes por la viudez. Él sabe muy bien que la tradición de la fe y de la piedad se mantiene en su Iglesia por medio de las madres. Tampoco ignora que si los curas párrocos pueden y deben instruir a sus feligreses, no tienen tiempo, ni disposición, ni poseen los medios adecuados para depositar en el alma de los pequeñuelos las simientes eternas, que sólo la mano cariñosa de la madre cristiana es capaz de alternar con las primeras impresiones del alma que despierta a la vida. Santa Perpetua era santa y sin embargo se la venera como mártir. Santa Mónica, Santa Juana de Chantal son dos viudas. Una inmensa legión de nuestras santas cristianas son vírgenes. Aquí, por primera vez, en la buena y modesta Taigi, vemos asociarse la santidad con la simple vocación de esposa y madre. Y no es ciertamente la gloria del marido la que hace resplandecer a su mujer; como tampoco son los hijos gloriosos los que exaltan el nombre de su madre. No, todo lo que la Iglesia ha querido reconocer como santidad eminente es sencillamente el conjunto de virtudes de una mujer casada, honesta y valiente, agobiada por los múltiples cuidados de un hogar y de una familia. Tal vez los millones de madres cristianas esparcidas por el mundo, encontrarán, en esta vida de esposa y madre, el consuelo de saber que en lo sucesivo contarán con una patrona, y que nada, absolutamente nada, puede cerrarles el camino hacia la más elevada santidad, en la práctica de su magnífico ministerio. Pierre Charles, S.I. Profesor de Teología

BIBLIOGRAFÍA Y FUENTES La fuente esencial a que deben referirse los historiadores de la Beata Taigi es la Prueba Judicial que sirvió de base para la discusión de la causa. Esta prueba -muchos millares de páginas-, comprende las declaraciones de los 21 testigos que habían conocido íntimamente a Ana María: el sacerdote "confidente", Monseñor Natali; Domenico, marido de Ana María; Sofía y María, sus hijas; el cardenal Pedicini, vicecanciller de la Iglesia romana, prefecto de la Propaganda; él P. Felipe Luis de San Nicolás, carmelita descalzo, confesor de la Beata durante 30 años, etc. Todos estos documentos, las Memorias de los Postuladores, han sido analizados o ampliamente reproducidos por Monseñor Chaillot en los Analecta juris Pontificii (Roma, 1864-1877); entregas: 54, 60, 62, 106, 112, 118, 129, 146. Estos documentos constituyen la fuente común a que han acudido los principales biógrafos de la Beata: 2

1. Monseñor Luquet, obispo de Hésébon, primer postulador de la Causa, cuyo opúsculo (1), a pesar de sus vacíos, tuvo un gran éxito y fue traducido a muchos idiomas. 2. El R. P. Bouffier, S. J., cuyo libro, muy incompleto también, alcanzó un éxito parecido (2). 3. El R. P. Calixto de la Providencia, trinitario. Su obra más extensa (Toumai, Casterman, 1869; 5' edición, 1878) fue traducida a muchos idiomas y particularmente al italiano. El Decreto de Beatificación promulgado por Benedicto XV, el 30 de mayo de 1920, dio motivo a diversas publicaciones que (salvo las del cardenal Salotti) agregan poco a los estudios antedichos. Pero el mismo texto del Decreto tiene al respecto una importancia capital: todos los hechos de esta vida prodigiosa son en él recordados, resumidos y por lo tanto investidos de una autoridad excepcional. Monseñor Luquet había titubeado en dar a conocer al público muchos de estos hechos. El Decreto de Beatificación nos dispensa de esta prudencia. • • • Entre los volúmenes publicados con posterioridad a la Beatificación, el de Monseñor Carlo Salotti, hoy cardenal Salotti: La Beata Ana María Taigi (423 págs., Grottaferrata, 1922), es el más documentado de todos (3) . Sin embargo, Monseñor Luquet, primer postulador, y más cercano a los hechos, recogió muchas informaciones de que no dan cuenta los Procesos. Lo mismo sucede con el P. Calixto. Si bien se muestra muy difuso (como el P. Bouffier, el P. Balzofiore y el P. Silvestre de la Addolorata) con sus sermones, sus diálogos, los cuadros que se imagina. Sería un nuevo error ver realizado el ideal de la historia en una serie de textos. No obstante, su trabajo hizo necesarios los suplementos críticos del cardenal Salotti. (1) Roma, Paternó, calle San Ignacio, 1849, in-16, 190 págs. 2ª edición. París, Putois-Cretté, 1863. (2) Retaux; 5ª edic. Reeditado por Téqui, 6ª edic., 1935. No he comprobado cambios en esta edición póstuma. (3) El Cardenal Salotti ha publicado también un resumen de tan grueso volumen.

Lleno de amor por "la gran patrona de Roma", "la sua grande patrona", este compulsó todos los Testimonios del Proceso ordinario (1852-1855) (3.500 páginas); del Proceso Apostólico (1863-1880) (3.700 páginas); diversos manuscritos, en conjunto, según nos dice, 14.000 páginas... No debe sorprender que a veces haya tenido la impresión de ahogarse bajo esa ola de papeles. Cuando los documentos se contradicen, ha dado razón, con justo título, a los más antiguos, a las declaraciones "de los testigos más íntimos y más familiares". En lo que me concierne, además de acudir a las fuentes, lo que no constituyó un trabajo mediocre, estimé que mi tarea consistía en intentar una síntesis aligerada, no solo de los discursos piadosos ya mencionados, sino también de las digresiones sobre muchos temas de importancia local: monumentos romanos, familias mezcladas con el relato, etc. Por la misma razón he omitido, con propósito deliberado, el cargar mis páginas con notas y referencias, sobrecarga opresiva para el lector ordinario e inútil para los críticos habituados a consultar los textos originales. No obstante, los historiadores encontrarán aquí documentos todavía inéditos. Debo su descubrimiento a Monseñor Flogard, obispo de Limoges, que fue profesor del Gran Seminario de Langres, y al erudito archivero de ese mismo Seminario, abate Duféy. Monseñor Luquet, obispo de Hésébon, originario de Langres, primer historiador de la Beata Taigi, instituyó heredero de sus manuscritos al Seminario mayor: ¡eran más de 50 volúmenes! Documentos interesantes para la historia contemporánea: relatos de múltiples acontecimientos en los que intervino Monseñor Luquet en Roma y fuera de Roma; cartas dirigidas a personas importantes o recibidas de ellas; cartas del canónigo P. Minetti, censor del libro de Monseñor Luquet, al que concede el Imprimatur (21 de diciembre de 1848); canas de Rosa de Sanctis, dirigida de Monseñor Luquet; de la Hermana Luisa Micali, nieta de la Beata Taigi, dirigida también de Monseñor Luquet; cartas de María Luisa de Nápoles, del P. Libermann, del P. Colin, del P. Eymard, del P. Teodoro Ratisbonne, de Dalgairns, del abate 3

Gerbet, de Falloux, de Bonetty, de Rosmini, del P. de Villefort, S. J.... A pesar de los enfadosos altercados (largamente expuestos en estos manuscritos) que han surgido entre el obispo misionero y los Jesuitas a propósito de los cleros indígenas, el obispo de Hésébon se dirige al P. de Villefort para que le dirija. Los documentos inéditos que interesan directamente a mi relato están contenidos en un copioso volumen (Nº 256-13) en el que se encuentra una docena de cartas de Monseñor Raffaële Natali, y sobre todo el manuscrito de la nueva Vida de la Beata que la muerte no permitió publicar a Monseñor Luquet. Esta nueva vida no es, en general, más que una reedición de la primera. Sin embargo, la corrige en puntos esenciales. El valor documental de esta nueva vida no escapará a historiador alguno. Acerca de puntos muy oscuros, como el de los "procedimientos" de la Beata antes de su conversión y la ruina de sus padres, Monseñor Luquet expone claramente la verdad. Nadie ha estado mejor situado para proporcionarnos estas precisiones que el amigo de Monseñor Madi, el director de Luisa Micali, nieta de la Beata, el primer Postulador de la causa y su primer historiador. ¿Me será permitido añadir que para nosotros, franceses, el papel desempeñado aquí por este francés, así como el hecho de que el primer milagro tenido en cuenta para la Beatificación haya sido realizado en Francia, junto con otorgarnos derechos especiales a la protección de la gran romana, constituyen motivos particulares de piedad hacia ella? Llevaba ya trabajando cinco años en mi libro, cuando una estada reciente y bastante larga en Roma, las investigaciones personales a que medió ocasión, la extrema claridad con que los Padres Trinitarios facilitaron mis investigaciones, poniendo a mi disposición las Actas del Proceso, me han permitido revivir, mientras la escribía, la vida de la gran romana. Debo mis agradecimientos, por la bondad con que facilitó mis investigaciones, al R.P. Agostino della Vergine, definidor y postulador general de los Trinitarios. Me permito dar aquí su dirección: Vía del Quirinale, 23 (Roma 105), para quienes tengan la excelente idea de ayudarle, mediante sus limosnas, a conseguir, en el centenario de su muerte, la plena glorificación de la Beata. Agradezco igualmente al señor Diego Angeli, conservador del Museo Napoleónico (fundación Prímoli), quien facilitó mis investigaciones sobre el cardenal Fesch y Madame Mére (Letizia). A.B. Roma, 1936

N. B.- Los calificativos de santa u otros similares no son empleados en este libro más que en el sentido vulgar de los casos en que la Iglesia, único juez en semejante materia, no se ha pronunciado todavía. Era inevitable, en una vida mezclada con tantos acontecimientos, que se escapasen errores o distracciones a los diversos biógrafos. A mí también se me escaparán muchos. Agradezco de antemano a quienes tengan la caridad de señalármelos.

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QUAERENTIBUS DEUM... A LOS INCRÉDULOS DE BUENA VOLUNTAD "Lo sobrenatural, esa es la gran cuestión, la que domina todas las demás. ¿Acaso puede interesar otra cosa en el mundo?" (Louis BERTRAND: Sainte Thérèse, pág. 9). • • • "El misticismo completo es el de los grandes místicos cristianos... De su vitalidad aumentada se han desprendido una energía, una audacia, una potencia de concepción extraordinarias... Uno se pregunta cómo han podido ser considerados como enfermos... ¿Acaso no servirían más bien para la definición de la robustez intelectual?" (Henri BERGSON: Les Deux Sources de la Morale et de la Religion, págs. 243-244). • • • "Aquel (Dios), que para mostrar su poder y su sabiduría, acostumbra humillar el orgullo del siglo, frustrar los planes de los impíos por lo que aparece como débil e insensato a los ojos del mundo, en este siglo en el que la jactancia humana y las potencias infernales parecen estar coaligadas para arruinar, no solo los fundamentos de la Iglesia, sino los de la sociedad civil, él mismo (Dios), opuso a las olas desencadenadas de la impiedad una pobre mujer... A la que había elegido como hostia expiatoria, como un baluarte contra todas las maquinaciones, Dios la enriqueció con maravillosos carismas..." Decreto de Introducción de la causa de beatificación. (8,1,1863).

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PRIMERA PARTE LA PREPARACIÓN I LO QUE ROMA Y EL MUNDO CONTEMPORÁNEO HAN VISTO... UNA PÁGINA DE LOUIS VEUILLOT En 1860 Louis Veuillot ve suprimido su diario L'Univers por la autoridad imperial. Va a consolarse a Roma, en el momento en que Pío IX se dispone a iniciar la causa de Beatificación de Ana María Taigi, muerta hacía sólo 23 años. El 6 de marzo de 1860 Louis Veuillot, a quien apasiona esta gran figura, escribe a Pío IX una carta en la que solicita la introducción de la causa. No contento con este paso, consagra a Ana María Taigi un capítulo del Parfum de Rome. Bajo este título: Ana-María, Servante de Dieu, escribe: "En el decreto que inicia el Proceso de beatificación de Ana María se dice que fue elegida por Dios para atraerle almas, para ser una víctima de expiación, para apartar grandes desgracias, por la virtud de sus plegarias... nada más que una débil mujer opuso Dios a las olas desbordantes de la impiedad". "Aquella cuyo nombre desconocido es anunciado así al mundo veinticinco años después de su muerte era, por su condición social menos aún que una simple mujer. Era una indigente, casada con un trabajador del palacio Chigi. "Hace treinta años se la veía por las calles, vieja, inválida, yendo a visitar a Nuestro Señor en su templo, o en un lecho de dolor. Su pobreza correcta, cierto resplandor de majestad, cierta mirada de los transeúntes llamaban la atención del forastero. Oía decir con respeto, a veces con irrisión: "¡Allí va la santa!" "En Roma, como en todas partes, los santos encuentran la doble prueba de la admiración y del desprecio. Temen la primera, aman la segunda. La pobre Ana María no había podido evitar que se convirtiese en uno de los grandes personajes de Roma. "Poseía el don de los milagros. Difundía magníficamente a su alrededor la salud, el consuelo, la luz. No pedía para sí más que obediencia, amor, sufrimiento. Vivía del trabajo de sus manos. "Numerosos testigos han atestiguado la grandeza de esta noble vida. "Era una Teresa, una contemplativa... Pero sin celda. Un marido a quien servir, hombre grosero aunque honrado; muchos hijos, mil cuidados, enfermedades frecuentes, enemigos, calumniadores. "Había sido hermosa y brillante. No esperó a que se marchitase la flor de su belleza y gallardía. Sintiéndose llamada, dócilmente se entregó. "Los dones intelectuales le fueron concedidos por un milagro sin precedentes. Poco tiempo después de haber entrado en la vida perfecta vio aparecer un globo de oro que se convirtió en un sol incomparablemente luminoso, en el que ella veía todas las cosas. Sabía, con seguridad, la suerte de los difuntos. Su mirada llegaba a las extremidades del mundo y allí reconocía a personas que nunca había visto y las penetraba hasta el fondo del alma. Los sucesos pasados, las cosas por suceder se revelaban a su mirada. "Le bastaba una ojeada: el objeto que llamaba con su pensamiento, se mostraba a su alma. Veía el mundo entero, como nosotros vemos la fachada de un edificio. Así como los individuos, se le aparecían también las naciones: discernía las causas de sus males, los remedios que podían curarlos. "Gracias a este milagro permanente y sin límites, la pobre compañera de Domenico Taigi se convertía en un teólogo, un doctor, un profeta. El milagro duró cuarenta y siete años. Hasta su muerte, la humilde mujer pudo leer, en el sol misterioso, siempre presente. "Hasta su muerte no dirigió a él la mirada más que para la gloria de Dios, cuando la caridad lo quería, cuando la obediencia lo exigía. Si aparecía una cosa que ella no hubiera buscado y que no comprendía, se 6

abstenía de pedir su explicación. "Pobres, grandes del mundo, príncipes de la Iglesia iban a pedirle consejo o ayuda. La encontraban entregada a las humildes tareas del hogar, con frecuencia enferma. No negaba ni su último pedazo de pan ni la hora más preciosa de su tiempo, y no aceptaba presentes ni alabanzas. "Los patronos más poderosos no pudieron decidirla a hacer salir a sus hijos de la situación en que habían nacido. Cuando se le acababan los recursos, recurría a Dios, y Él le enviaba lo necesario. "Le parecía vivir bien así, al día, como los pájaros. Una reina refugiada en Roma le rogó que aceptara oro. "Señora, le dijo, ¡qué idea la suya! ¡Sirvo a Dios que es más rico!" Tocaba a los enfermos y éstos quedaban sanos... Otros, advertidos de su fin próximo, morían santamente. Se entregaba a grandes austeridades por las Almas del Purgatorio, y las almas libertadas venían a agradecérselo. Sufría en su cuerpo y en su alma... Sabía que expiaba por los demás, que Jesús la asociaba a su sacrificio, que era víctima con Él. Los dolores del amor divino tienen embriagueces inefables. Después de la comunión cala a veces como herida del rayo. A decir verdad, el arrobamiento no cesaba, porque la presencia de Dios no cesaba tampoco... Todo sufrimiento le era dulce... Caminaba con los pies ensangrentados; con el rostro iluminado seguía su marcha real. "He aquí lo que Dios hizo ver en Roma durante ese largo período de tempestades que comenzó cuando la humilde Ana María tomaba el camino de los santos. Pío VI moría en Valence; Pío VII se hallaba cautivo en Fontainebleau; ante los ojos de Gregorio XVI reaparecía el monstruo de la Revolución. "Se decía que el reinado de los Papas había terminado, que la ley de Cristo y Cristo mismo fenecían, que la ciencia relegaría pronto entre los fantasmas a ese pretendido Hijo de Dios...que éste no haría más milagros. "Durante ese tiempo Dios suscitó a esta mujer que curaba a los enfermos... Le dio el conocimiento del pasado, del presente, del porvenir; afirmó el retorno de Pío VII... veía más allá de Pío IX. Era la respuesta de Dios..." Estas páginas escritas por Louis Veuillot, en su pequeña residencia de la Trinitá dei Monti, recibieron los elogios de Pío IX y son un resumen anticipado del Decreto de Beatificación promulgado por Benedicto XV el 30 de mayo de 1920, una introducción de las fiestas del centenario. En 1937 celebró la Iglesia el centenario de la muerte de la Beata Ana Marta Taigi, la gran romana, "la patrona de Roma", según la expresión del cardenal Salotti, su último historiador. Constituyen también una introducción oportuna para este volumen. La Beata Ana María Taigi fue y es cada vez más "la respuesta de Dios" al racionalismo triunfante, pero también al racionalismo inquieto en busca del Dios desconocido. Esto es lo que subrayan los textos de Bergson, de Louis Bertrand, citados en la Dedicatoria "A los que buscan a Dios". Se hubiera podido añadir este texto de William James: "Se trata de saber si los estados místicos no serán acaso ventanas abiertas a un mundo nuevo", y este del P. Léonce de Grandmaison, SJ.: "Estas grandes experiencias quedan consignadas como los documentos proporcionados por los exploradores de regiones inaccesibles." Esto define el objeto del libro. No he descuidado ninguna de las investigaciones que podían hacer de él una página de historia. Pero el público para el cual ha sido escrito no es aquel al que parecen dirigirse los primeros historiadores de la santa. No es, en primer término, para los creyentes, siempre asentados en una fe apacible, para quienes escribo (aunque el libro pueda, quizá, servirles tanto más) sino para esa muchedumbre a la que San Pablo interpelaba en las gradas del Areópago: peregrinos en busca del Dios desconocido, del Dios que buscan "a tientas" y que sin embargo "no está lejos". Pero los razonamientos de San Pablo hubieran quedado parcialmente sin efecto, si no hubiera podido añadir con la elocuencia del testigo: Yo he visto a ese Dios con mis propios ojos, lo he oído con mis propios oídos. Eso es lo que ha cambiado mi vida. A esas almas de que habla Pío XI, "almas naturalmente cristianas en las que la fe es como un fuego 7

bajo la ceniza", predispuestas para la luz por "admirables virtudes naturales", viene a decir este libro: He aquí "la respuesta del Señor", aquí tenéis noticias del más allá. En fin, a aquellos para quienes "existe en el cielo y en la tierra algo más que lo que contiene nuestra filosofía" proponen estas páginas un grandioso tema de meditación. "No hay aquí abajo más que dos poderes -decía Napoleón a Fontanes-: la espada y el espíritu, pero tarde o temprano el espíritu triunfa de la espada". No sabía hasta qué punto tenía razón al hablar así Documentos demasiado prolijos para ser tratados a la ligera, nos muestran un duelo organizado por Dios en lo invisible, un duelo atestado por el Decreto de Introducción citado al margen, entre la Revolución y Ana María Taigi, entre aquel que fue el vencedor y a la vez el soldado de la Revolución, el auxiliar y a la vez el verdugo del papado, Napoleón!, y la humilde Romana. En este duelo, en el que el papado, su libertad, su dogma y su moral se hallan en juego, el espíritu, representado por una mujer sin letras, es quien dirá la última palabra. La Beata Taigi vencerá a Napoleón y gracias a una disposición admirable de la Providencia, consolará y guiará en el destierro a Letizia, la anciana madre del Emperador destronado, así como al cardenal Fesch, hermano de la emperatriz.

II LA MISIÓN DE LA BEATA ANA MARÍA TAIGI. -A. MODELO DE SANTIDAD EN LA VIDA COMÚN. -B. EXPIADORA. -C. BALUARTE DE LA IGLESIA Lo que acabo de escribir no debe hacernos olvidar otros aspectos de la realidad. La misión de la santa tal como nos la exponen el Decreto de Introducción y el Decreto de Beatificación es compleja: A. - Dar a las familias, a las esposas, a las madres, un modelo. Las vírgenes, las monjas, las viudas canonizadas por la Iglesia, no se cuentan. La Beata Taigi, sola, pone ante nuestros ojos la santidad de la madre de múltiples maternidades, de la esposa que, hasta su muerte, permanece sumisa a un esposo "piadoso y honrado pero rudo, grosero y violento". Este modelo es para todas las esposas, particularmente para las que se ganan el pan con el sudor de su frente; la Beata Ana Taigi fue pobre. En ella la Iglesia canonizó la vida común, el ideal de Nazareth. B. - En esta vida común, Ana Taigi es una víctima de expiación; expía las faltas de los pastores y de las ovas. En el corazón de esta pobre mujer golpea la justicia de Dios como sobre un yunque... Es el Pararrayos del papado y del mundo... "el pararrayos y el faro" de la época revolucionaria, insisten los Papas. Período apocalíptico en el que los tronos se hunden, en el que los pueblos se hacen ingobernables... Ana Taigi, pobre voluntaria, hambrienta de permanecer oscura, es "la condenación de este siglo en el que predominan la materia, la mentira y el orgullo", afirmaba ya Pío IX (4,3,1874), la apología viviente de las fuerzas espirituales... El filosomismo volteriano, el cienticismo embriagado por el descubrimiento del vapor y de la electricidad han desahuciado a lo sobrenatural. Dios suscita a esta mujercita "focmellam" para "abatir el fasto del siglo, para oponerla a las olas de la impiedad levantadas para arruinar los fundamentos de la Iglesia y de la sociedad civil, hace de ella una hostia de expiación y un baluarte".(4) En ella se naturaliza lo sobrenatural; una vez abolidas las fronteras de b invisible, Dios camina entre los hombres. (4) Decreto de introdo, 8, 1, 863.

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III LOS ORIGENES. -LOS GIANNETTI, BURGUESES DE SIENA. -A. NACIMIENTO DE ANA: 29 DE MAYO DE 1769. -LA RUINA. - PARTIDA PARA ROMA. -B. ROMA: LA ESCOLAR. - SAN BENITO JOSÉ LABRE. A. -Ana María nace en Siena el 29 de mayo de 1769. La corte de Luis XV, abismada en los placeres sensuales, en las luchas de intrigas, prepara activamente su ruina y la de la cristiandad. El ministro Choiseul se regocija al ver a la prensa arrojar sobre Francia oleadas de escritos en los que son escarnecidas las viejas creencias. La Enciclopedia, detenida al principio, reanuda su impulso. Voltaire reina. Anciano de 75 años, inunda al mundo con sus "encíclicas". Todo está minado: la Iglesia, la moral, la realeza. La controversia es festiva, el vicio, desvergonzado. Luis XV, sexagenario, acaba de envilecer su reinado. Gentes taimadas, para alejarle de un nuevo matrimonio que podría sentarle el juicio, le arrojan una mujer recogida en el lodo, la Du Barry. El precio del pan sube, el déficit es de 74 millones, el pueblo refunfuña, el joven príncipe, condenado a llegar a ser Luis XVI, se une a una archiduquesa de Austria, la infortunada María Antonieta. Fiestas espléndidas, deshonradas por la presencia de la Du Barry, ensangrentadas por la muerte de 1.200 parisienses, entre los cuales han sembrado el pánico los fuegos artificiales. En Roma reina Clemente XIV, quien, cediendo a la súplica de los Borbones, va a suprimir a los Jesuitas. Las naciones más católicas son arrastradas por el torbellino: España, Austria, Italia, Polonia. La nobleza de este último país rivaliza en impiedad, en tanto que su rey vende a su patria. El 7 de julio de 1770 se inaugura en Varsovia un templo masónico; 250 carrozas, escribe el Nuncio, se hallaban a la puerta; la más alta nobleza se apretujaba en el templo. Las mismas princesas reivindican el honor de estar afiliadas a la masonería, siguiendo el ejemplo de la princesa de Lamballe. El duque de Orleáns (Felipe Igualdad) presidirá la masonería francesa. En Siena, patria de Ana María, los Jesuitas, arrojados de su colegio, deben secularizarse. La Beata pertenece a una familia honorable: su abuelo, Pietro Giannetti (5) dirige en Siena una farmacia; su hijo Luigi, después de haber seguido los cursos que le permitirán suceder a su padre, se casa con una buena cristiana, de poca fortuna, María Santa Masi, que le da pronto, el 29 de mayo de 1769, una hija, la futura Beata. Dos meses y medio después (1 de agosto de 1769), frente a esta tierra toscana, más allá de la isla de Elba, en la isla de Córcega, nace Napoleón I. Este es, como Ana, de sangre italiana y toscana y como ella hijo de burgueses empobrecidos. Treinta años más tarde se encontrarán alrededor de la sede de San Pedro; él, el vencedor del mundo, para derribarla; ella, la pobre esposa de un mozo de cordel, para defenderla, émula de Catalina de Siena que fue el "baluarte del Papado" en el siglo XVI. Una vez más la debilidad dirá la última palabra. Aunque Napoleón y Anita probablemente no se vieron nunca, "La historia -escribe el cardenal Salottideberá relacionar esos dos nombres cuando hable del infortunado Pío VII llevado de prisión en prisión por el todopoderoso Emperador, pero sostenido por las lágrimas y las plegarias de la santa mujer". Pío VII recobrará su libertad, en tanto que el Emperador irá a la isla de Elba. "La plegaria de la Beata habrá pesado más que todo el poder de los ejércitos imperiales. La historia que se limita a estudiar los acontecimientos sociales y políticos desde el ángulo humano no pensará en realzar esta influencia de una pobre mujer.... en la caída de Napoleón. Pero lo que no ve el historiador pertenece a los misterios de un Dios que, atendiendo a la plegaria de un alma sencilla, decide abatir a los poderosos y humillar a los soberbios". Bautizada el día siguiente de su nacimiento, en la iglesia de San Juan Bautista de Siena, recibe allí los nombres de Ana María Antonia Gesualda. Amamantada y criada por su madre, llega a los seis años de edad. A esa edad la que, en 1352 debía morir a los 33 años, con todo el peso de la Iglesia encima, Catalina, hija vigésimatercera del tintorero Benincasa y de la despótica Lappa, vio sobre el templo de los dominicos a Cristo revestido con ornamentos pontificales, revestido con la triple tiara, que la llamaba para salvar la "navecilla" de 9

Pedro. Hasta entonces se ha visto a Anita jugar entre los olivos y los cipreses, los espaldares de viñas y de rosas que coronan la alta meseta, en las murallas rojas que dominan las llanuras arenosas de la Toscana. Ahora bien, he aquí que se va a pie, con su pobre vestido ajado, dando la mano a su padre y a su madre, cargados de paquetes atados con cuerdas. Abandonan Siena, para no volver nunca a ella, a la hora en que las miradas indiscretas no podrán humillar su infortunio. A la luz matinal, los largos pámpanos de las glicinias flotan en las aguas torrentosas de la Tressa. La caravana se dirige a Roma, donde ocultará su miseria. Según una versión un poco fantástica, a la muerte de su padre, Luigi Giannetti (5) se encontró en situación precaria. Hostigado por acreedores implacables, implora inútilmente una prórroga. Sus propios deudores se esconden. Hombre de negocios mediocre, pero buen cristiano, antes de despojar a sus acreedores mediante una quiebra legal, o hacer embargar a sus deudores, Luigi vende sus títulos comerciales y paga todas sus deudas. La ruina es completa, pero el honor está a salvo. (5)

O Gianetti; se encuentran las dos ortografías.

Los documentos imponen otra versión que por otra parte no invalida completamente la anterior. Sofía, hija de la Beata, y Monseñor Luquet, el amigo de su familia, nos afirman que Luigi se arruinó "por su culpa, sus extravagancias, su pereza, su falta de juicio"; el confesor de Ana añade: "Honrado y de buena conducta, Luigi era de un temperamento extravagante, disipador; su poco juicio le obligó a abandonar Siena". Luigi liquida para ir a Roma a buscar fortuna. Y encuentra allí el infortunio. Más o menos merecida, la decadencia no será por eso menos dura. Pero Dios utiliza las tonterías de los hombres. Era preciso que la hijita de Luigi y de Santa fuese a Roma, corazón del mundo, y que viviese allí en la pobreza. Estamos en 1775. El viaje se realiza en pequeñas jornadas, para proporcionar la fatiga con la debilidad de Anita. Se pasa la noche en alguna granja hospitalaria. Quizá el pequeño grupo se une a una de las múltiples caravanas que llevan millares de peregrinos a Roma para el Jubileo del Año Santo. Pío VI, recién elegido y que, después de un reinado de 24 años, morirá prisionero en Valence, lo ha dispuesto todo para que esas muchedumbres sean acogidas fraternalmente. La familia Giannetti se beneficia con esas facilidades. B.- Roma.- Los tres peregrinos de la pobreza involuntaria llegan al barrio popular de los Montes, donde vive un peregrino de la pobreza voluntaria, San Benito Labre. Hasta la muerte del santo, sobrevenida ocho años más tarde (1783), los Giannetti habitarán en una pobre posada del barrio, en la calle de Vergini. Sin duda encontraron muchas veces al joven santo, cuyos rasgos recuerdan a los de Roberspierre, en Nuestra Sra. de los Montes, a los pies de esa virgen milagrosa, testigo de sus éxtasis, junto a la cual se le enterrará. El miércoles santo de 1783, el mendigo extraordinario cae moribundo en las gradas del templo. Transportado a la casa de un carnicero, Vía de Serpenti, muere en ella a las 8 de la noche, a la edad de 35 años. Los niños (y sin duda Anita, que tiene 14 años) recorren la ciudad gritando: "¡E morto il santo! ¡El santo ha muerto!". Roma hace al pobre piojoso exequias triunfales. Santa, la madre de Anita, "habituada a tales actos de caridad", ayudó a lavar y a vestir al muerto. Este será un precioso recuerdo de familia. Santa llevará siempre con ella una imagen del santo, le invocará, sacará de ese recuerdo, para comunicarla a su hija, "la inteligencia del pobre". Los Giannetti llegaron a la Ciudad de las siete colinas en el momento en que Pío VI acababa de ser elegido después de un cónclave laborioso. La ciudad estaba de fiesta y la vida era fácil. Luigi, siempre caprichoso, gran señor, amigo de la siesta... encontrará más tarde un puesto de doméstico. Mientras espera vive "a expensas de su mujer, que va de casa en casa haciendo la limpieza". No desprovista de defectos, Santa es por lo menos piadosa, sensata y valiente. Todo descansa en ella. Anita lleva por la mañana su desayuno en una cesta de mimbre y se dirige a la escuela gratuita de las "Maestras Pías", "Maestre Pie", fundada a comienzos del siglo XVIII por santa Lucía Filippini (6). (6)

Véase el libro del cardenal Salotli: La Santa Lucía Filippini, fondatrice e superiora dell’Istituto delle Maestre Pie

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Filippine (630 págs.)

En la escuela de la Vía Graziosa Anita, por su exterior agradable, sus maneras distinguidas, su espíritu penetrante, su piedad sincera, se convierte en la alegría de las maestras. Su educación bien entendida añade a las lecciones de religión, de escritura y de cálculo, la enseñanza de los deberes caseros. Anita aprende los afluentes del Tíber, pero se familiariza, lo que le importa mucho más, con el arte de hacer un vestido y una sopa, de devanar la seda y ponerla en bobinas. Hacia los siete años la llevan a confesarse. A los once años recibe la Confirmación, en San Juan de Letrán, "la iglesia Madre y Cabeza de todas las iglesias". A los 13 años hace la primera Comunión en su iglesia parroquial, San Francisco de Paula. Se han multiplicado las hipótesis piadosas acerca de estos dos acontecimientos. El bueno de Domenico, marido de la Beata, al declarar, ya anciano nonagenario, con respecto a las virtudes de su compañera, diría buenamente: "Sus padres eran buenos cristianos. Hicieron dar, estoy seguro de ello, una excelente educación a su hija; le hicieron administrar los santos sacramentos en el tiempo oportuno, pero yo no sé exactamente la época... Sé, sin embargo, a ciencia cierta, que la llevaban a la iglesia a primera hora de la mañana para oír la Santa Misa. Se confesaba frecuentemente, lo supongo." Expresión encantadora. Es posible que las buenas mujeres del barrio se interpelasen con la escoba en la mano, al pasar ella hacia la escuela con su pañoleta roja en la cabeza, para decir: "¡Oh, qué bella niña!" No le falta más que una enaguas blancas con franjas doradas para parecerse a la hija de un señor " El P. Calixto añade, según Monseñor Natali, que no dejaba de hacer con sus padres sus plegarias de la mañana y de la tarde. A esto se añadía la recitación del rosario y Anita anunciaba los misterios. Por la mañana ayudaba a su madre en todas las tareas de la casa y, en la tarde del domingo, iba ala iglesia parroquial para oír allí la explicación del catecismo. He aquí las sombras: los reveses de fortuna, a los que se acomoda la infancia, no deformaron el natural ardiente de la pequeña sienesa, pero agriaron a su padre y su madre. Tristes, irascibles, al sucederse los días, lejos de familiarizarse con su decadencia, no hacen más que irritar la llaga. Luigi, el primer responsable, lejos de castigar su culpa, vierte su malhumor sobre la niña y la "maltrata" sin motivo. Ellos no comprenderán nunca. Anita comprenderá más tarde. Entretanto, inclinada su cabeza, Dios la modela. Parece que apenas pasó más de dos años con las Maestras Pías. Licenciada por una epidemia de viruelas que dejará huellas en su rostro sin alterar su armonía, y obligada luego a suplir a su madre en las tareas caseras, no volverá a la escuela. Ha aprendido a leer, no a escribir. Aquella sobre la que se escribirán infolios nunca sabrá escribir y apenas firmar. Los admirables relatos, revelaciones y contemplaciones que tenemos de ella han sido dictados. Dios hizo un milagro para enseñar a Santa Catalina de Siena la escritura. En el siglo de las luces no se dignó hacerlo por Ana Taigi. Lo que ofrecerá al Promotor de la fe (el futuro cardenal Verde) ocasión para enérgicos ataques. Pero los abogados de la causa responderán justamente que las voluminosas memorias, redactadas por el sacerdote secretario, Monseñor Natali, no son menos obra de la Beata que la historia de Santa Catalina de Siena por Raimundo de Capua es obra de Catalina. Aunque todo sea "edificante y útil para los historiadores" en los relatos de Monseñor Natali, se debe tener (como él mismo dice) por "estrictamente auténticas" sus declaraciones jurídicas, hechas bajo la fe del juramento. Por otra parte, muy pocas vidas de santos, digámoslo en seguida, descansan en documentos tan ricos como la vida de Ana Taigi. Además de los dos gruesos volúmenes que formarán las memorias del Padre Felipe Luis, confesor de la Beata, y las memorias de Monseñor Nata/i, su confidente (estas últimas fastidiosamente tachadas y anotadas por los hagiógrafos que las utilizaron) poseemos este documento sobresaliente: la declaración en mil páginas del cardenal Pedicini. De una noble familia de Benevento, el marqués Pedicini, convertido en sacerdote, acepta ser el secretario de la humilde obrera. Durante treinta años anotará día a día los hechos resumidos en su larga declaración. Creado cardenal por Pío VI, prefecto de la Congregación de la Inmunidad por León XII, prefecto de la Congregación de los Ritos por Pío VIII, prefecto de la Propaganda y vicecanciller de la Santa Iglesia por Gregorio XVI, no morirá hasta seis años después que 11

la Beata, después de haber presentado su testimonio con tiempo sobrado y en la forma jurídica. Se trata de un documento histórico de valor excepcional, por otra parte ampliamente confirmado por las declaraciones de una veintena de testigos: la familia de la Beata, príncipes de la Iglesia, gentes del pueblo, miembros de la aristocracia romana. Así pues, Ana no sabrá escribir: todo lo más se la verá garrapatear su firma, lo que no le impedirá conocer su catecismo a la perfección, "tan bien como un cura", según declara su hija Sofía, recitar el libro de los salmos, sorprender a los teólogos con la seguridad de su ciencia. Don gratuito, pero también beneficio de la primera educación cristiana. Sus pruebas precoces le van a salvar de un primer peligro: el orgullo. Si bien es pobre, los dones que ha recibido de la raza le crean, no obstante, entre los pobres una superioridad que ella no ignora; por otra parte, es una niña obediente y buena; la abuela Santa la presentará como ejemplo a sus nietos: "Ana María, vuestra madre, no obraba así..."

IV A.- AN1TA AMA DE CASA Y APRENDIZA, 1781. B.- LA CRISIS MORAL, 1782-1788. C.- DONCELLA A.- Ana María llega a los trece años de edad. En esa época no se habla más que de las audaces innovaciones financieras de Necker y de batallas. Luis XVI inaugura su reinado personal con una serie de guerras. Francia, América, se baten contra Inglaterra, que termina por reconocer la independencia de los Estados Unidos. Las armas de la monarquía han fundado una República. Las ideas nuevas triunfan. En Roma y en París se apasionan por Diderot, d'Alembert, el Contrato Social y los acróstatos. "El hombre -se canta- ha conquistado los cielos y triunfado de los dioses". El mesmerismo, religión nueva para uso de los incrédulos, tiene sus fanáticos y sus convulsionarios, el mismo Luis XVI, mezclado con una muchedumbre aulladora a la que no cansan cien representaciones, aplaude los sarcasmos que escarnecen a señores y reyes, a la religión y la moral. Ana Taigi devana la seda y corta vestidos en un taller dirigido por dos solteronas que le consagran un afecto maternal y remuneran con escasos escudos su trabajo de aprendiza. Al volver a casa lava la ropa blanca, prepara la polenta y se esfuerza por arrancar una sonrisa a los rostros de Luigi y de Santa, domésticos inamovibles, pero no resignados. B.- Esta existencia en claroscuro no deja de contribuir a determinar la crisis de que vamos a hablar. El primer historiador de la Beata, un francés, Monseñor Luquet, Obispo de Hésebón, postulador de la causa, amigo y confidente de la familia Taigi habla de los "años tempestuosos" que precedieron a la conversión de Ana. "El mundo -escribe- le sonreía. Ella quería gustar sus alegrías sin sospechar sus peligros. La honradez de su alma le preservó de caídas a las que su juventud, sus gracias y su temperamento impetuoso le hubiesen expuesto demasiado. La seducción del placer trató inútilmente, esta vez, de penetrar en ella... Vio que por haber resistido a los primeros ataques del enemigo no estaba garantizada contra una futura derrota. Resolvió poner al abrigo su virtud, colocándola bajo la salvaguardia de un casamiento casto". Otros biógrafos acusarán a estas líneas de exageración. Moseñor Luquet no es de los que creen en las santidades ya hechas. Su propia vida le ha instruido. Se encuentra el relato de ella en los 50 volúmenes manuscritos que dejó en herencia al Gran Seminario de Langres, fuente a la que debo muchos manuscritos inéditos. Dios le preparó duramente para comprender a la gran expiadora. Joven arquitecto de Langres, conocido por obras de arqueología, bastante mundano, se convierte por un milagro. Ingresado en el Seminario de las Misiones Extranjeras, escribe sobre la formación del clero 12

indígena una memoria precursora que anuncia las directivas de Pío IX. En las Indias es el alma del Sínodo de Pondichéry que le ruega que redacte sus Actas y las presente en Roma. Estas Actas reclaman en particular la formación de nuevas diócesis. De tal modo se aprueba la reclamación que él es nombrado titular de uno de los nuevos obispados. Pero una orden religiosa "que se cree criticada" por la obra de Monseñor Luquet se opone a su regreso a las Indias. Desde entonces le persigue la desgracia. Apenas si puede reaparecer en su diócesis de Langres. Encargado todavía de algunas misiones diplomáticas por la Santa Sede, se retira finalmente a Roma, se entrega allí a la oración, a las buenas obras, compone opúsculos de piedad y de ciencia, trabaja en la glorificación de la Beata Taigi, a la que debe muchas gracias. Agotados sus modestos recursos, encuentra un asilo de caridad en el Seminario Francés, vive en él pobremente, oculta bajo un manteo verdusco su cruz de obispo, barre su habitación, hace su cama... Anacoreta en medio de Roma, un cáncer le lleva a la muerte después de dieciocho meses de espantosa agonía. Pío IX, al saber su fin próximo, le anuncia su visita, pero el desterrado ruega a Pío IX que le envíe solamente su bendición. Muere en la soledad, legando al Seminario de Langrés, con sus papeles, una nueva vida manuscrita de la Beata. El Padre Bouffier, S.J. si bien no insiste en "la juventud tempestuosa" de Ana, tampoco trata de disimularla. Ella conoció, dice, la "fascinación de la bagatela". Contra lo que se levanta el Padre Calixto, trinitario. "Es cierto -dice- que ella misma se acusó de faltas graves... pero nosotros pretendemos que no se puede encontrar en ellas ni siquiera pecados veniales". Afirmación gratuita. Su vanidad, resume el cardenal Salotti, le expuso a numerosos peligros, pero no cayó. El oficio de devanadora de seda ofrecía recursos demasiado modestos a esa vanidad, por lo que Ana busca otra cosa, estimulada por su madre. Esta no ha conservado más que un vestigio de su lujo burgués: esta joven Ana María, gloria del barrio, a la que llama con más frecuencia de lo que conviene: "¡Preciosa!" Sería por otra parte un milagro que la joven sienesa ignorase que tiene un talle bonito, un lindo rostro, un acento distinguido, que los jóvenes tomen sus collares de vidrio por collares de perlas. Todo esto no es criminal en esta italiana de 16 años que sueña con fundar un hogar, como tampoco los romances sentimentales de que gusta, ni los bailes que no detesta. Lo que asegura el señor cura es que Anita, "la linda", es una feligresa fiel a sus oraciones, a la comunión del domingo y hasta que a veces se la ve durante la semana en la misa matinal. Ahora bien, en marzo de 1782 anuncia el señor cura que el Papa Pío VI va a salir de Roma para Viena. Es preciso rogar para que el joven emperador José II y su ministro Kaunitz, discípulos de los filósofos, escuchen al Papa. Quieren reformar la Iglesia, someterla al poder secular. Si su deseo triunfa, habrá de verse ministros sin fe reglamentar la fe. ¿Una luz súbita muestra acaso a Anita que debe inmolarse por el triunfo del papado? El P. Calixto lo afirma. Al regreso de Pío VI, dice también, Anita se mezclará con la muchedumbre entusiasta y comprenderá, por el aspecto preocupado del Papa, que comienzan las grandes tribulaciones. José II, "el sacristán", ha hecho algunas promesas que no mantendrá. El josefismo, aliado con el filosofismo, va a minar el altar y el trono. La aristocracia vienesa aplaude en ese momento el gran éxito parisiense: Le Mariage du Figaro: "Beber sin sed y hacer el amor en todo tiempo: solamente esto nos distingue de los demás animales... Tratar de ennoblecer la pobreza de los medios con la importancia de los objetos: he ahí toda la política... Nobleza, fortuna... ¿qué habéis hecho para tanto bien? Os habéis tomado la pena de nacer". Par le sort de la naissance, L' un est roi, l'autre est berger, Le basard fit leur distance, L' esprit seul peut tout changer. De vingt rois que l’on encense Le trépas brise l’autel Et Voltaire est immortel. Et Voltaire est immortel! (7) La muchedumbre repite locamente el estribillo: "Tout finit par des chansons. Tout finit par des chansons..." Et du sang... 13

(7)

Por la suerte del nacimiento - el uno es rey, el otro es pastor -el azar les distanció-, solamente el espíritu puede cambiarlo todo. -De veinte reyes que se inciensa - la muerte rompe el altar...- ¡Y Voltaire es inmortal. Y Voltaire es inmortal.!

C.- En 1787 Ana María deja su taller y busca un puesto más lucrativo. Su padre, Luigi, quien renunciando a vivir como rentista se ha hecho doméstico, en el palacio Mutti, o Maccarani, sabe precisamente que su patrona, la señora María Serra, busca una doncella. Él le propone a Anita. La señora Serra queda tan satisfecha con el ofrecimiento que propone a su vez ocupar también a la mamá. Los Giannetti transportan su escaso mobiliario al palacio. ¡Múltiples beneficios! Trabajarán todos juntos. Santa no tendrá ya que correr de casa en casa para realizar sus tareas de limpieza. La signora Serra, que llega entonces a la treintena, no cesa de elogiar los encantos de su joven camarera... Anita, que ha conocido ya muchos peligros, ve que se fijan en ella miradas insistentes, se alegra de ello y pasa algún tiempo más ante su espejo. No olvida por otra parte a Dios. En cuanto a la señora Serra, su ama, sigue siendo un enigma. El registro parroquial de San Marcial anota en el año 1789: "Palacio Mutti: Signara María Serra, de Génova, casada, 33 anos". Ahora bien, esta dama casada que se llama ora Serra, ora Marini, ora con el nombre de su esposo, ora con su nombre de soltera, que tiene por lo menos tres o cuatro personas a su servicio, recibe sus comidas de un palacio vecino (el del príncipe Chigi). Quien las lleva es el futuro marido de Anita. Nadie dice que su esposo haya muerto... ¿Por dónde anda? El P. Calixto confiesa que tuvo una sospecha: la pensión alimenticia proporcionada por los Chigi a la señora, ¿no será acaso "la señal y la remuneración de alguna debilidad? Y pudimos adquirir la certidumbre más completa de que no nos habíamos equivocado". El cardenal Salotti se limita a observar que, separada de su marido, llevaba su nombre de soltera y que su casa estaba unida por la amistad con la de los Chigi. La Signara no era, pues, al parecer, o no había sido siempre un modelo de virtud y Anita no se hallaría allí y poco después en casa de los Chigi, en una escuela de austeridad. El Padre Calixto se pregunta si la dama, a la que excelentes testigos califican de "dama piadosa, respetable, de las más recomendables", permaneció mucho tiempo en su mal camino. Por lo menos a su muerte, que le sobrevino a una edad muy avanzada, "gozaba de una buena reputación de beneficencia y de virtud. Es de presumir que la Beata, que no pudo ignorar siempre la irregularidad de su conducta, le habrá obtenido, en recompensa de los testimonios de afecto que había recibido de ella, la gracia del arrepentimiento". Entretanto, la coquetería de Anita iba en aumento. No advertía "los gavilanes que rondan alrededor de la paloma". "La bella joven -dice el Decreto de Beatificación- encontró pronto esos peligros que amenazan a la honestidad". Algunas palabras la ofendieron. Su conciencia se despertó; buscó un protector que le permitiese permanecer honesta y... un poco coqueta.

V LOS ESPONSALES Y EL CASAMIENTO DE ANA TAIGI. - SE CASA CON UN MOZO DE CORDEL DEL PALACIO CHIGI, EL 7 DE ENERO DE 1790. -B. SEGUNDA CRISIS. Anita se hallaba desde hacía cerca de tres años al servicio de la Signara Serra cuando la Providencia puso en su camino al bueno de Domenico Taigi. Desde hace algún tiempo Anita se había interrogado (8) sobre su vocación: ¿el claustro o el mundo? Su confesor le había sugerido: puesto que no has tenido el pensamiento de la vocación religiosa, sigue el camino común, mediante un casamiento honesto. (8)

Si empleo aquí y allá estas fórmulas dubitativas es porque me parece que los textos no proporcionan la certidumbre. También me sucederá que cite textos sin subrayar los recortes con puntos suspensivos respetando, por supuesto, el sentido de la cita.

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La mamá Santa piensa del mismo modo y sueña con el caballero que, conquistado por el encanto de Anita, les devolvería el prestigio de que gozaban en Siena ¡Ay! Dios envía un mozo de cordel, un subdoméstico, el bueno de Domenico. Es cierto que el P. Balzofiore, agustino, en su vida de la Beata, dedica un apéndice a demostrar la noble ascendencia de los Taigi, o más bien de los Taeggi. Pues este nombre de Taigi fue inventado por las Maestras Pías cuya escuela frecuentaron, como ella, las hijas de la Beata. Adoptado por su pronunciación más fácil por las maestras y las discípulas, el nombre Taigi terminó por prevalecer; el libro de Monseñor Luquet propagó el error, consagrado finalmente por el Decreto de Beatificación. Pero la "nómina de los domésticos del palacio Chigi" conserva a Domenico su verdadero apellido Taeggi, apellido en otro tiempo casi tan ilustre como el de los príncipes Chigi y de los Bonaparte, patricios florentinos. (9) Antes de caer en la miseria, los Taeggi della Valle Taeggia son llenados de honores desde el siglo XV por el rey de Francia, duque de Milán, y por Francisco II Sforza. Un colegio fundado en Milán en el siglo XVII por el conde palatino Taeggi lleva su nombre. (9) Un P. Buenaventura Buonaparte, capuchino de Bolonia, había sido beatificado.

Estas consideraciones, si las conoció, pudieron consolar a Santa y hacerle su yerno menos antipático. Nacido en 1761 y habiendo ido también a Roma para buscar allí fortuna, el descendiente de los condes palatinos es mozo de cordel, al servicio del cocinero del príncipe Chigi; lleva sacos de legumbres, cargas de leña, pilas de platos, lo que le ha encorvado un poco. El que sus camaradas llaman "el bello Angiolino" es, sin embargo, un bello mozo, de cabellos negros ensortijados, de estatura mediana, robusto. De costumbres irreprochables y de una piedad sólida, es, dice el Decreto de Beatificación, ruchbus incultisque moribus atque ingenio moroso, de costumbres groseras y rústicas, de carácter difícil. Este carácter forma un contraste perfecto con el de la Beata; él es lento para comprender, terco y violento: ella es pronta, ágil y suave, nacida en la ciudad "más civilizada de la Península", y todo esto hará un matrimonio perfecto Una o dos veces al día Domenico lleva su comida desde el palacio Chigi a la Signara Serra. El palacio Chigi ocupa todo el norte de la plaza Color y una de sus fachadas da al Corso. Mussolini, el Duce, antes de fijar su residencia en el Palacio Venecia, juzgó que el palacio Chigi era digno de alojar al estado mayor fascista. Todavía hoy en día ese palacio alberga al Ministerio de Negocios Extranjeros. El palacio "de las 300 ventanas", como la mayoría de los viejos palacios romanos, hace pensar a la vez en una fortaleza y en un convento: espesas rejas de hierro forjado en los pisos inferiores, muros de color de ladrillo; en un ángulo la estatua de la Madona, ante la cual arde una lamparilla.... Es preciso penetrar en el interior, subir las amplias escaleras de mármol blanco, recorrer las hileras de salones llenos de estatuas, de cuadros, de tapices, bajo los altos techos dorados, de dorados artesonados, en los que se exhibe la anatomía de los amores alados y dorados... para sospechar el fausto de esas residencias principescas. Ahora bien, es en ese palacio en el que todo respira la prisa de vivir donde transcurrirá en gran parte la vida de la extraordinaria expiadora. Pues los palacios no son palacios para todos sus habitantes. El matrimonio Taigi habitará en la parte destinada a los criados: dos habitaciones que dan a la parte opuesta a la plaza Colonna, sobre la estrecha callejuela del Sdrucciolo, encerrada entre las altas fachadas, sin luz y sin sol. Esa callejuela, un poco ensanchada ahora hacia el palacio del Parlamento, ha sido además pavimentada, pero una inscripción en mármol del 28 de agosto de 1791 hace sospechar la cloaca que fue. Bajo penas severas, los ediles prohíben hacer de ella un depósito de inmundicias malolientes. Más tarde, en el palacio Fiorelli, de la plaza San Ignacio, la Beata residirá igualmente al borde de la estrecha Vía Del Burro, trabajará allí en la oscuridad dieciséis y veinte horas por día. Se explica que se quedase casi ciega. La familia Chigi, una de la más nobles y más beneméritas de la ciudad, originaria de Siena, como la familia de Ana, ha dado nacimiento a muchos Papas. El papel muy humilde que desempeña Domenico junto al Príncipe no impide que ese patricio lo estime. Una primera prueba de ello se encontrará en el papel delicado que se le encargó con respecto a la 15

pensionista Serra. Otra prueba más significativa todavía: Mariscal de la Santa Iglesia romana y guardián perpetuo de cónclave (10) el príncipe Chigi llevaba consigo al bueno de Domenico cuando tomaba parte en los cónclaves. El mozo de cordel le acompañó así en tres ocasiones. En la elección de Pío IX, aunque ya retirado, el Príncipe rogó una vez más a Domenico que le acompañase. Él se excusó con los achaques de la edad. Sin embargo no murió hasta 7 años más tarde, a los 93 años de edad, después de haber podido declarar libremente en la investigación canónica. (10)

La dignidad hereditaria del Mariscal del Cónclave había entrado en la casa de los Príncipes Chigi por decreto de Clemente XI (1712).

Su extensa declaración, extremadamente sabrosa, testimonia un buen sentido robusto, una piedad un poco corta, pero sólida. Se comprende la reflexión atribuida al príncipe Chigi mientras palmeaba cordialmente en el hombro al buen mozo de cordel: "Domenico: irás ciertamente al paraíso llevando a toda la familia Chigi sobre los hombros". Entretanto, Domenico llevaba la comida a la signora Serra, charlaba un poco con Luigi y María Giannetti y bebía en la despensa d vaso de vino ritual. No era preciso más para que la amistad les uniese a todos, ni tanto para que Domenico se fijase en Anita. Ella llegaba a sus veinte años, él tenía veintiocho. Ella buscaba un apoyo, un cristiano honrado, capaz de ganarse la vida; él buscaba una compañera de buena salud, agradable y activa. La diplomacia popular no conoce los largos rodeos. Domenico comprendió que su petición sería aceptada. Monseñor Luquet y la hija de la Beata afirman sencillamente: "Domenico agradó a la joven y la joven agradó a Domenico". Hombre prudente, procedió no obstante, a informarse. Las dos solteronas cuyo taller había frecuentado Anita, la signora Serra y el señor cura dieron buenos informes. El príncipe Chigi, por su parte, consintió en conservar a su mozo de cordel una vez casado. Los Giannetti consultaron también con los criados del palacio Chigi. Fue un concierto de elogios. Es cierto que para los Giannetti, burgueses de Siena, semejante unión consagraba la decadencia, pero se hallaban lejos de Siena y la pobreza adormece las susceptibilidades. En cuanto a las diferencias de humor.... los pobres atribuyen una importancia secundaria a esos detalles. ¿No es sabido acaso que nadie es perfecto, que es preciso llevar su cruz y que el trabajo existe para cortar por lo sano los análisis sentimentales? Domenico detallará el gran acontecimiento a los personajes del Proceso Ordinario: "Cuando me quise casar pedí informes sobre la Servidora de Dios y su familia. Como esos informes fueron excelentes, me decidí a casarme con ella. Tenía ella entonces alrededor de dieciocho años. Servía a cierta señora María. Como yo llevaba la comida todos los días a esa dama que vivía en el palacio Maccarani, concluí el casamiento en un mes. La pedí tanto a su madre como a su padre, quien servía en la misma casa, después de haber tenido la seguridad de la joven de que se casaría conmigo. Sé que ella rogó a Dios a fin de conocer su voluntad. Yo lo hice por mi parte. Me acuerdo todavía de que estaba vestida decente y convenientemente". Esto está claro. Sin embargo, el P. Calixto busca en ello sutilezas, se levanta contra este hecho imposible: la pedí después de tener de ella la seguridad de que se casaría conmigo. La piedad de Ana María, bien conocida de Domenico -afirmano permite suponer que él se atreviese a pedir a Ana ese consentimiento, ni siquiera a hablarle de matrimonio, antes de haber hablado de ello con sus padres...." ¡Señor! ¡No eran Luigi ni María Giannetti quienes se iban a casar! ¿Y para qué tantos documentos? El promotor de la fe suscitará otra dificultad. ¡Ese casamiento concluido en un mes! ¡Indicio evidente de ligereza! Pero Sofía, la hija de la Beata, responde con humor: "Mi madre me decía que si lo había arreglado todo así en 40 días era porque no quería seguir 'recalentando la silla', eternizándose en la casa, sino proceder buenamente; después de haberse asegurado de la piedad y la honestidad de su futuro, alargar el asunto no podía más que acarrear disgustos y peligros. Nunca lamentó haber procedido así. Mi padre era de un carácter grosero y ninguna otra que no hubiera sido mi madre hubiera dejado de lamentarse de haber tomado semejante marido; pero, aunque él puso a prueba su virtud, ella se sintió siempre muy dichosa por lo que había hecho casándose con él". Concluidos los esponsales, en noviembre de 1789, Anita, su madre y la signora Serra se ocuparon del 16

ajuar y el casamiento fue celebrado por el cura de San Marcelo en el Corso, el 7 de enero de 1790, al día siguiente de la Epifanía. Todos comulgaron. Hubo una buena comida, se cantó y se bailó alegremente, a pesar de lo que digan los autores piadosos que han hecho de ese casamiento popular una taciturna toma de hábito. En esa alegría franca, en su fe, Anita y Domenico adquieren el valor que les hará falta para no sentir lo que los separa. Los contrastes un momento atenuados, la vida y sus golpes los revelarán. Es el matrimonio de un lobo y de una oveja. Pero la oveja amansará al lobo. "No es cierto -decía Pío IX el 30 de abril de 1876 a los peregrinos de Toulouse-, que la diversidad de los caracteres deba ser un obstáculo para la unión de los esposos. Recordad el carro que vio Ezequiel arrastrado por cuatro animales. La ferocidad del león marchaba de acuerdo con la prudencia del hombre, y la agilidad del águila con la lentitud del buey. Naturalezas tan diversas no eran obstáculo para la marcha tranquila de todos. El carro marchaba regularmente, porque era dirigido por un solo y mismo espíritu, el de Dios. Hacedle el sacrificio generoso de vuestras propias opiniones; Dios inspirará entonces vuestros consejos". Este será todo el secreto de la Beata Taigi, modelo de esposas: tener paciencia, negarse a sí misma. El lobo gruñirá; un silencio, una sonrisa lo aplacarán. El príncipe Chigi ha puesto dos habitaciones del piso bajo, que da a la callejuela, a disposición del humilde matrimonio. Domenico ha ofrecido una de ellas a su suegra, cuyo carácter difícil no ignora. El suegro sigue viviendo en casa de la signora Serra. B.- Luna de miel. La vivienda humilde y oscura, engalanada por los dedos de hada de Anita, se alegrará con seis cunas. Todos sus hijos nacerán allí, salvo el séptimo. Domenico, muy orgulloso de su compañera, no piensa más que en hacerla admirar. El Decreto de Beatificación dirá: "Durante los primeros años de su casamiento, realizado en la flor de sus veinte años, para satisfacer a su esposo, (Ana María) sacrificó un poco a las vanidades del siglo, no desdeñando ni la coquetería de los vestidos ni el cuidado de su cabellera". Alusión discreta a una segunda crisis. ¡No tomemos nada a lo trágico! Si el bueno de Domenico ha economizado con qué comprar a su amada un vestido de seda roja, pendientes, un collar de perlas que ha agregado al collar de coral y oro, don de la signora Serra... es porque ella los utiliza. "Nacida en Siena, criada en Roma -escribe el P. Bouffier, perspicaz a pesar de su solemnidadAna María era italiana de raza, de sangre, de entusiasmo: siempre dispuesta a la distracción, siempre alegre, siempre deseosa de mostrarse riendo, cantando y satisfecha de hacer brillar la lozanía de sus veinte años con el encanto de los adornos que le permitía su modesto estado. Si sus recuerdos de soltera hablaban del peligro que había corrido, ahora que se había dado un protector se hallaba, a su sombra, al abrigo de todo temor y, en la ingenuidad de su corazón, se dejaba llevar de su carácter.... "La cuestión de su salvación la inquietaba poco, porque daba con regularidad a la religión, a sus deberes y a sus prácticas su medida y su hora". El P. Calixto juzga muy severamente estas frases del Padre Jesuita. "Todas las mayores faltas de Ana María -protesta- se reducen a esto: que se inclinaba a la vanidad, que le gustaba aparecer bien vestida..." Imprudentemente, llama en su ayuda a Monseñor Natali, quien escribe: "Como ella amaba la vanidad, volvió (abandonando su taller) junto a su madre, con la esperanza de satisfacer allí más fácilmente sus gustos con el producto de su trabajo..." Con respecto a lo cual el P. Calixto invoca de pronto el ejemplo de Ester y de Judith adornándose, a su pesar, para aparecer ante Asuero u Holofernes, y concluye que, llevados para obedecer a Domenico, los adornos de Anita eran "no solamente honestos y permitidos, sino obligatorios e indispensables". "Como amaba la vanidad" decía sencillamente Monseñor Natali... Yo he recorrido muchas veces la campiña toscana; viñas en flor ascendiendo por los albaricoqueros y por los olmos, enlazando hasta los sombríos cipreses; campos de rosas, olivares argentados, en que zumban las cigarras. En la noche serena, bajo un semillero de estrellas, suben de las aldeas los gritos y los cantos. ¡Dulzura de vivir, alegría de vivir! Anita conoció esta dulzura, esta alegría, y se entregó a ella ingenuamente. 17

Hay muchas habitaciones en la casa del Padre. Muy pronto, desde esa montaña de Horeb a la que Dios la va a conducir, Ana descubrirá la inmensa miseria del ser humano. La Providencia tiene su hora. Ana María ha tardado menos tiempo en someterse que Santa Teresa de Ávila... Estamos en 1790-91. La tempestad que va a purificar al mundo se ha desencadenado. Pero Dios no ha abierto aún los ojos de la expiadora. Joven parecida a tantas otras, oye que su corazón le dice: "Tienes veinte años y eres bella". El ritmo de la revolución se acelera. En París, la Asamblea Nacional, convocada por Luis XVI, se erige en Constituyente, proclama los Derechos del Hombre, olvidando los derechos de Dios. La secularización de los bienes de la Iglesia es una primera aplicación del menosprecio de los "derechos del hombre" incluidos en el menosprecio de los derechos de Dios; después es la Constitución civil del clero, atentado al derecho de las conciencias después del atentado al derecho de propiedad; supresión de capítulos, de abadías, de conventos; religiosos expulsados, iglesias profanadas; designación de sacerdotes y obispos confiada al sufragio popular; los 50.000 sacerdotes que se niegan a prestar juramento a la Constitución civil son acosados, apresados, muertos. Pío VI es castigado por haber condenado esta Constitución herética con la confiscación de Aviñón y del Condado Veneciano; los soberanos, temblorosos o ganados por el filosofismo, se muestran sordos a las protestas del Pontífice, sin prever que esta primera violación del derecho va a engendrar otras que derribarán sus tronos. El 21 de enero de 1793, Luis XVI sube al cadalso y Pío VI hace valientemente el elogio del monarca infortunado y reprueba de nuevo los actos de la Asamblea regicida. Las cóleras de ésta se vuelven contra él; es decretado el fin del Papado y de la Iglesia. Todos estos acontecimientos trastornan a Roma. Ana María sonríe mirándose al espejo, frecuenta el Corso y el teatro. Aquí se sitúa la última crisis, ante el camino de Damasco. Monseñor Luquet, en los manuscritos inéditos conservados en el Gran Seminario de Langres, consagra a este episodio muchas páginas que yo resumo. En su pequeño volumen de 1849 escribía: Ante todo, y ese es principalmente nuestro objeto, al publicar esta noticia mostraremos cómo una caída, inclusive la más grave, puede repararse mediante las purificaciones del arrepentimiento... Sin traicionar, desde luego, los deberes de la fidelidad conyugal, (Ana) se entregó, con el ardor de su carácter, a las diversiones. Como tantas otras, jugaba sobre un abismo. Como tantas otras cayó en él... Uno de esos hombres en quienes la madurez de edad aumenta las pasiones había elegido a Ana María como una de sus víctimas. Abusando de su posición, ese hombre persiguió a la desgraciada con esa perseverancia obstinada a la que apenas puede resistir a veces una virtud superior. Empleó todos los recursos para triunfar y triunfó. Fatigada por la insistencia, Ana María sucumbió, vencida, menos por la pasión que por la importunidad. Esta caída fue la falta de un día; las lágrimas y los sufrimientos de toda su vida le parecieron, más tarde, poco para repararla El cuerpo profanado debió expiar. Sin embargo, este cambio no se efectuó sin una peligrosa resistencia... (Convertida finalmente) había en ella frente a su marido un continuo sentimiento de temor y de confusión que le hacía sentir su vergüenza secreta. Durante algún tiempo se esforzó por encontrar fuera (de la oración) si no un consuelo duradero, por lo menos una distracción suficiente para acallar la voz del remordimiento. La vida mundana parecía ofrecerle ese recurso. Trataba de aturdirse entregándose a ella." Contra esta acta de acusación redactada por el Postulador protesta el P. Calixto enérgicamente y llega hasta a acusar a Monseñor Luquet de haber asimilado con ello la Beata a María Magdalena y a Margarita de Cortona. ¡No es así, sin embargo! El P. Cabido añade: "Las hijas de la Venerable han protestado" y el santo prelado "reconoció más tarde su error, que deploró amargamente." Los manuscritos de Langres imponen una versión diferente. Se encuentra en ellos una carta del canónigo Minetti, quien dio el imprimatur, consagrada por entero a la falta de la Beata; nada niega, pero aconseja, si el volumen es editado en Roma, que se omita la calidad de los personajes relacionados con la aventura. El Postulador la omitirá. En cuanto a las protestas de las hijas de la Venerable y a las más interesadas de Domenico, muerto cuatro años después de la publicación del libro, no encuentro rastro de ellas. No obstante, el opúsculo tuvo una 18

difusión inmensa. Fue traducido a muchos idiomas; en la misma Roma se vendieron 17.000 ejemplares. Monseñor Natali, confidente de la Beata y amigo de Monseñor Luquet, no hace en sus cartas más que felicitarlo. Ni la nieta de la Beata, Luisa Micali, que se halla bajo la dirección espiritual de Monseñor Luquet y cuyas canas están allí, ni su madre parecen haber protestado. Entretanto las ediciones del opúsculo se suceden. En 1851, en un prospecto manuscrito destinado a solicitar limosnas para la causa, el autor escribe todavía: "Aun después de haberse cometido faltas muy graves, uno se puede arrepentir y volver a encontrar el amor de Dios que se había perdido." Solamente hacia 1854, tres o cuatro años antes de su muerte, el obispo de Hésébon descubre finalmente su error debido a apariencias de liviandad, a calumnias que han engañado a él y a quienes rodeaban a la Beata y, finalmente, al calificativo de "gran pecadora" que la Beata se prodigó tan generosamente como Teresa de Ávila. El promotor de la fe no dejó de explotar -como era su deber- esas "apariencias". Yo desearía que todos los historiadores inclinados a juzgar ligeramente los métodos críticos de Roma leyesen estas páginas magistrales del cardenal Verde en las Actas de la Beatificación. Tanto en este punto como en el de los prodigios, de las revelaciones, de que hablaremos, de las virtudes de prudencia, de fortaleza, etc., el Promotor de la fe lo pasa todo por la criba de una crítica implacable, obliga a los abogados a un trabajo de Penélope en el que el menor "aproximadamente" será puesto de relieve rigurosamente. He aquí lo que contiene la nueva Vida manuscrita: "Le gustaban el adorno, el teatro y las fiestas escribe Monseñor Luquet- y marchaba por un camino que para tantas otras ha terminado en un abismo. Las tentaciones más peligrosas no pudieron, en efecto, precipitarla en él.... He aquí (una) de las principales", y Monseñor Luquet refiere lo que ya sabemos, pero esta vez precisa más la situación y el carácter de los personajes en causa. Insiste en los medios que tuvieron la infamia de utilizar para cercar a la víctima. Anota que esta dolorosa experiencia confirmó de antemano a la Beata la verdad de lo que le debía ser revelado sobre la infidelidad de ciertas almas, inclusive entre las que han hecho profesión de perfección. "Para volver a los peligros corridos por Ana María -añade- es cierto que la gracia de Dios hizo que los superase. No encontró en ellos más que un motivo más de reconocimiento y de amor para el Buen Maestro que supo ampararla contra semejantes caídas". No es que ella fuese irreprochable. "Pura en sus costumbres y atenida a sus deberes de esposa, Ana María vivía empero mucho más en el mundo que en Dios". ¿Cómo explicar el tardío cambio de Monseñor Luquet? No veo más que una respuesta: la retractación in extremis de una calumnia de que había sido víctima la Beata. Que el personaje en cuestión haya recurrido a la calumnia por despecho, por disimular su fracaso, es no solamente posible sino verosímil. Las cartas de Monseñor Luquet y de sus corresponsales nos hacen conocer muchas miserias. La coquetería de la joven hacía por otra parte plausible la acusación, y los calificativos de "gran pecadora" que su humildad iba a prodigarse, confirmarían esta impresión. Pero impulsado por los remordimientos, el autor de la acusación hizo conocer finalmente la verdad; esta revelación permitió a Monseñor Luquet, en 1854, descubrir su error y proclamarlo.

VI LA CONVERSIÓN. - PRIMERAS ANSIEDADES. - EL ENCUENTRO DE LA PLAZA DE SAN PEDRO Y EL DE LA IGLESIA DE SAN MARCELO. -B. PURIFICACIONES Entretanto, un malestar creciente comienza a mezclarse con estas ligerezas. Ahora bien, un día en que Anita, mezclada con la muchedumbre, se dirige a la basílica de San Pedro, del brazo de su marido, triunfante, adornada con sus collares más hermosos, en medio de la plaza que ciñe la columnata del Bernini, oye más imperiosa la voz que la persigue. Un empujón la acerca a un religioso servita, el P. Angelo. Este no ha visto nunca a la joven, pero una voz le advierte: "Pon atención en esta mujer, pues te la confiaré un día; trabajarás en su conversión. Ella se santificará, porque la he elegido para ser una santa". Ana ha advertido la mirada posada en ella, pero no ha comprendido; sólo el remordimiento la acosa cada vez más. Según parece, ha confiado sus ansiedades a su confesor, quien la ha tranquilizado: "contentaos 19

con obedecer a vuestro marido y serle fiel". "Esto no basta", dice la voz interior, mientras ella ora en la basílica. Irá, pues, a interrogar a otro confesor. Pasan los días. Es preciso seguir viviendo. El domingo por la noche, Domenico, fatigado por el trabajo de la semana, reclama su única confortación: un paseo por el Corso, en el que son aplaudidos los desfiles de máscaras, las cabalgatas, los carruajes transformados en jardines abovedados de flores. Ana debe embellecerse para él; porque es su única gloria. Esta lo hace; se coloca ante su espejo algunas flores rojas en su opulenta cabellera negra, se pone en el cuello la cadena de oro y el collar de perlas. Pero Domenico adivina en sus ojos una tristeza. Se enoja. - Veo muy bien que no me acompañas sino contra tu voluntad... Anita retiene sus lágrimas, sonríe, habla de otra cosa. - ¿No asistiremos, Domenico, a los oficios en alguna iglesia? - Sí, sin duda, iremos, responde dócilmente el temible mozo de cordel. Pero el problema subsiste: el llamamiento a la perfección y el deber de una joven esposa de conciliarlo todo. Anita se decide por fin a mantener la resolución tomada en San Pedro. Se dirige a una iglesia vecina para hacer esa confesión en la que se resolverán las antinomias. Hay en ella un confesonario rodeado de una clientela numerosa. Llegado su turno, Anita se acerca, estalla en lágrimas. - Padre mío: tenéis a vuestros pies a una gran pecadora. El sacerdote contempla un instante a la desconocida y después le dice bruscamente: - ¡Idos de aquí! ¡No sois penitente mía! No obstante, consiente en escuchar una confesión rápida, en la que nada ve que justifique la exclamación de la importuna. Da la absolución y cierra bruscamente la ventanilla, dejando a la pobre mujer más turbada que nunca. Sigue un período de desaliento. Con un alma menos fuerte la aventura podría temblar mal Pero termina bien, como sucedió en otro tiempo a Santa Teresa, incomprendida y maltratada por confesores sucesivos. Después de haber saboreado su humillación, Ana vuelve a rogar en la iglesia de San Marcelo, donde se casó. Hay allí un confesonario. Se acerca, temblando, y se encuentra en presencia del vicario, un religioso servita de 39 años, ese P. Angelo Verardi que oyó en la Plaza de San Pedro la voz interior: "Mírala... La llamo a la santidad". La misma voz hace que la reconozca: - ¡Ah, habéis venido por fin, hija mía! -le dice-. El Señor os ama. Os quiere entera para Él. Y comunica a la Beata el mensaje recibido en la Plaza de San Pedro. Ana ha pasado alrededor de tres años en "sus vanidades". Comienza una vida nueva. ¿Quién es ese P. Angelo? Ha dejado en el convento de los servitas un recuerdo venerado: celo sincero, piedad ilustrada. Era preciso todo esto para seguir esa dirección infinitamente delicada. Ana Taigi no es ni una carmelita ni una viuda piadosa, sino la joven esposa de Domenico, quien va a darle siete hijos en una docena de años. El deber esencial está en eso. El resto: penitencias, oraciones, milagros, éxtasis, no será admisible más que en la medida en que el deber de estado no padezca por ello. No le bastará, pues, al P. Angelo con releer a Santa Teresa; le hará falta, además de la ciencia mística, un robusto buen sentido y también una gran humildad para contentarse frecuentemente con secundar al dueño interior. B.- Lo que este dueño pide ante todo es: la purificación. Para ello da a Ana una conciencia aguda de su miseria. Santa Catalina de Génova nos describe estas terribles exigencias del Amor: "¡Encontraba falta en todo!". Del confesonario de San Marcelo data para la Beata ese espíritu de mortificación que no la abandonará. Vuelta al palacio Chigi, se prosterna ante el altarcito erigido en su departamento, se administra una ruda flagelación y luego se golpea fuertemente la cabeza en el suelo hasta hacer que brote de ella la sangre. Pronto será preciso que el P. Angelo modere esa sed de austeridades y recuerde a Ana que es esposa. La eterna dificultad reside en eso. Domenico no es San José. El primer milagro de Ana fue el de 20

llevarle a consentir todos esos despojos en los que él tiene una gran parte; terminan los paseos por el Corso el día de Carnaval; terminan las sesiones dominicales en el teatro, en las marionetas, por las que se vuelve loco Domenico; terminan los bellos adornos que le hacen erguirse cuando un camarada de oficio le felicita por los collares de su mujer. ¡Se trata de un prodigio! ¡Se ha resignado! "Alrededor de un año después de nuestro casamiento declara- la Servidora de Dios, todavía en la flor de su juventud, abandonó por amor de Dios todos los adornos que llevaba: los anillos, los pendientes, los collares, etc., y adoptó el vestido más sencillo que pudo. Me había pedido para ello el permiso que yo le concedí de todo corazón, porque la veía enteramente entregada a la piedad". Este milagro me conmueve más que las curaciones de enfermos incurables a que luego asistiremos, pero deberá ser renovado con frecuencia.

VII ANA MARÍA ES RECIBIDA EN LA TERCERA ORDEN DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD. - EL MAESTRO INTERIOR DE HUMILDAD. - ÉXTASIS PERPETUO. -B. EL SOL MILAGROSO. "Yo la he elegido... La llamo a la santidad", oyó decir el P. Angelo. Esta mujer de 21 años que amamanta a un niño recién nacido, será, por decreto de Dios, una santa y el baluarte de la Iglesia. Perderíamos nuestro tiempo si quisiéramos analizar el milagro de vocación que transforma al oficial libertino que fue el P. Charles de Foucauld en el asceta extraordinario de Tamanrasset. ¡Y qué diremos de la gran sienesa, Santa Catalina, cuyos restos descansan cerca de San Marcelo, bajo el altar de la Minerva!. "Una joven sin nacimiento y sin letras, que ocupa a los veinte años el pensamiento de los hombres más renombrados, a los 25 años es el alma de Italia, a los 28 años inspira a los Papas y los reyes, se impone a Roma y a Europa; a los 32 años muere en una especie de apoteosis". "Dios lo ha querido," como ha querido la santidad de Ana Taigi, la coqueta de ayer. Esta santidad va a quemar las etapas. Dios lo ha querido. Ha llamado a la voluntad a una constante colaboración, pero Él sigue siendo el gran director de escena. Nos hallamos a fines del año 1790; Ana y... Napoleón tienen 21 años. El será general a los 24 años y comandante en jefe del ejército de Italia a los 26. La carrera de los dos adversarios va a desarrollarse con la rapidez del rayo, pero, ¡cuánto más rápida es la ascensión de la Beata! Mientras Napoleón busca todavía el camino del éxito, oscilando entre la Revolución y la Reacción, Anita, fija en lo eterno, va a vivir un milagro perpetuo. Anita le ha dicho al P. Angelo que Dios la llama "a ser una víctima expiatoria por los pecados del mundo". Para secundar esta vocación él la induce a hacerse Terciaria de la Orden Trinitaria. Orden fundada por San Juan de Matha y San Félix de Valois, su Tercera Orden contó con gran número de papas, de reyes y de reinas que se enorgullecían de llevar, como Ana Taigi, el escapulario blanco con la cruz roja y azul. No fue el P. Angelo, sino el P. Fernando, trinitario, quien llevó el proyecto a buen fin. Domenico consintió. "Era declara- muy devota por los santos misterios, pero sobre todo por el de la Santísima Trinidad. Por eso me pidió permiso para llevar el hábito de las Terciarias de esa Orden. Yo consentí en ello de buena gana. El P. Fernando, del convento de San Carlino, la recibió, pero con la condición de que cumpliría siempre sus obligaciones de esposa y de madre, dado que una mujer casada no es ya dueña de sí misma, sino que está sometida al hombre. Tales fueron nuestras condiciones; ella las observó siempre con una pronta obediencia y una entera fidelidad..." ¡Buen Domenico! Pero he aquí una complicación: "Cuando tomó el hábito de terciaria -continúa- el Padre Fernando le aconsejó la separación de lecho. Yo no sé si la sugestión procedió del confesor o del deseo de mi mujer. Yo respondí absolutamente que no, pues, en ese caso, mi mujer hubiera debido hacerse religiosa y no casarse". Domenico tenía la madera de un teólogo. El Padre Fernando le proporcionará otras ocasiones de demostrarlo. ¿Acaso no ordena a Ana que lleve, incluso en la calle, el hábito religioso de la Tercera Orden? Ana obedece, lo que le reprochará el Promotor de la fe, tachando de igual imprudencia la del que manda y la 21

de quien obedece... ¡Cómo cumplir su deber y desde luego conocerlo es a veces difícil! Ante el promotor de la fe, Domenico protesta, pues, sobre todo durante los embarazos de su mujer. Ana y... el Señor le darán la razón. Ella cambiará de confesor. Hasta el año 1808 no da el Padre Fernando a Ana el santo hábito, y esto no sin dificultad. Arrobada por uno de sus éxtasis acostumbrados, Ana estalla en sollozos. Esto amenaza con perturbar la ceremonia. El Padre Fernando hace una señal y Ana se calla. Conservará siempre esta docilidad, hasta cuando sus directores anden a tientas y se engañen. Nuestro Señor obra en lugar de ellos. Yo mismo seré tu guía en el camino de la perfección. Esta promesa se realiza por una conversación no interrumpida. Conocemos sus rasgos esenciales por las memorias de los confidentes a quienes Ana recibe orden de manifestarlo todo. El primero será el eminente prelado de quien hemos hablado, el futuro cardenal Pedicini; conservará ese papel capital durante cerca de 30 años y suplirá, como veremos, a la insuficiencia de tales o cuales confesores. Tan grande por la inteligencia y la ponderación como por el corazón y las virtudes sacerdotales, será, en las inevitables contrariedades de la taumaturga, ante escepticismos burlones o furiosos, el fiador providencial. Después de él vendrá Monseñor Natali, de cuyos méritos hablaremos en otra parte. Ana se inquieta a veces. ¿Es el bueno o el mal espíritu el que habla? "Debes saber -le responde Jesúsque al hablarte produzco en ti la dulzura, la paz, la compunción y (sobre todo) la humildad "Sabe, hija mía, que por grande que sea su deseo en amarme, si el hombre no entra en el camino recto de la humildad tropieza sin cesar. El hombre lleva en sí un polvo que rodea su corazón: es el amor propio. El hombre está lleno de orgullo y yo nada tengo que hacer con los soberbios. "Sólo los humildes me agradan. "El que quiera gustar mis delicias, debe menospreciar al mundo y esperar ser menospreciado por él. "Yo habito en las almas humildes llenas de simplicidad. Cuanto más bajas y poco cultivadas son, tanto más me complazco en ellas. Pero a esos doctores sabios y doctos, que tienen la cabeza llena de los humos del orgullo, yo los humillo y tú sabes a dónde les envío en seguida. Allí termina su falsa sabiduría y su ostentación". "¡Oh, hija mía! Yo exalto a los que se humillan. Merecen mi reino y les descubro todos mis secretos. "Ama, pues, el menosprecio, pues en él reside el verdadero fundamento de las virtudes". Como todas las almas cuyas ascensiones describe San Juan de la Cruz, Ana, tras las horas de entusiasmo, conoce las depresiones, los cansancios. Jesús la reprende: "Hija mía: las almas deben humillarse y no ser tan confiadas cuando sienten fervor, pues el alma que se encuentra en ese estado se apresura a hacer promesas y luego, cuando llega el enfriamiento, se hace tímida, perezosa. Toda alma que se inicia en la vida espiritual debe hablar así: "¡Oh, Dios! Tú que eres tan grande, tan poderoso, haz de tu servidor lo que te conviene, con tal de que él cumpla tu voluntad. Estoy decidido a sufrir todo lo que quieras que sufra, pero acuérdate, no obstante, de que no sirvo para nada". Las almas que tienden a la perfección no deben perder nunca de vista que Pedro, mi apóstol muy amado, hizo grandes promesas en un momento de gran fervor y después, cuando llegó el momento de la prueba, olvidó mi amor. Recuerda, hija mía, que te he dicho muchas veces que los hombres son como la veleta que gira en lo alto de las torres. Si mi gracia no los contuviese, tirarían a todo viento". Anita no vive en un desierto y sus devociones comienzan a provocar críticas. Los sacerdotes dan el ejemplo y los devotos los siguen. Ana se aflige. "Te has apresurado demasiado, hija mía. Reprime ese natural impetuoso, vive en paz y pon el mundo a tus pies..." "Recuerda que si un alma trata de evitar la cruz que yo le he dado, la cargo entonces con otra mucho más pesada. ¿Cómo, hija mía estás tan deseosa de sufrir y luego te dejas abrumar por la tristeza? Pero tú sabes muy bien que deberás sufrir hasta el fin." Ana reanuda su camino. Nuevas crisis... Su marido, su madre le han promovido cuestiones enojosas. El pan escasea; matronas envidiosas charlan... Tristeza. El Maestro invisible está allí para animar, estimular. "¡Ah, hija ingrata, que no te has querido acordar de tantas y tan buenas enseñanzas como te he dado! Te has dejado vencer por la tristeza y el desaliento. Un alma sabia y prudente dice en cualquier circunstancia enfadosa en que se encuentre: "Lo he merecido, pero no es nada". No se agita interiormente. Te lo he dicho 22

muchas veces: para adquirir mi paz y mi tranquilidad es preciso deponer el propio juicio, inclinar la cabeza y llenarse de mi santa humildad". Orando un día en la iglesia de San Andrés della Valle, en la que se halla expuesto el crucifijo de San Lorenzo in Dámaso, oye que el Crucificado la interroga: - ¿Qué deseas? ¿Seguir a Jesús pobre y desnudo, despojado de todo, o seguirlo triunfante y gloriosa? ¿Qué eliges? - Yo abrazo la cruz de mi Jesús, responde. La llevaré, como Él, en las penas y en las ignominias. Espero de Él el triunfo y la gloria en la vida futura. B.- Fue en 1790, el mismo año de su conversión, cuando la Beata fue objeto de un favor más singular. El Decreto de Beatificación lo expresa así: "Entre los demás dones, el más admirable fue que durante 47 años ella vio una especie de sol en cuya luz discernía las cosas presentes tanto como las lejanas, preveía los acontecimientos futuros, escrutaba los secretos de los corazones, las cosas más ocultas y más secretas..." Así, pues, de pronto, en su callejuela del Sdrucciolo, Ana vio, un poco por encima de su cabeza, como un sol brillante, dominado por una corona de espinas; dos largas espinas lo ceñían; en el centro aparecía la eterna Sabiduría (?) bajo el aspecto de una mujer joven sentada y en contemplación. Algunas ligeras nubes velaban todavía la luz resplandeciente, pero una voz interior advirtió a Ana que la claridad aumentaría a medida que ella se fuese purificando. En esa luz verá hasta su muerte, no sólo todo lo que debe hacerla progresar en el camino de la perfección, sino también lo que puede acreditar su misión y permitirle ayudar a la Iglesia militante o paciente. El cardenal Pedicini, señalado por el papel que desempeñó en las grandes congregaciones romanas como el hombre menos inclinado a la credulidad y menos exagerado, insiste muy extensamente en su declaración jurídica sobre este prodigio. Citémoslo: "Durante 47 años, día y noche, en su habitación, en la iglesia, en la calle, ella vio en ese sol cada vez más brillante todas las cosas físicas y morales de esta tierra; penetraba en los abismos y se elevaba al cielo, donde veía la suerte de los difuntos. Veía los pensamientos más secretos de personas presentes o lejanas, los acontecimientos y los personajes de siglos pasados... El objeto en que pensaba se presentaba de una manera clara y completa... Con una sola mirada a ese Sol místico entraba cuando quería en los gabinetes más secretos de los soberanos. Veía los lugares, las personas que trataban los asuntos, sus opiniones políticas, la sinceridad o duplicidad de los ministros, toda la política subterránea de nuestro siglo, así como los decretos de Dios para confundir a esos grandes personajes. Veía las conspiraciones y las reuniones tenebrosas de las diferentes sectas; veía a los miembros de esas sociedades, sus grados, sus ceremonias, todo ello con el mayor detalle y en todas las partes del mundo, como si todo ocurriese en su habitación... Puede decirse que ese don era omnisciente; era el conocimiento de todas las cosas en Dios, en la medida en que la inteligencia es capaz de ello en esta vida... Veía en los océanos lejanos los barcos que naufragaban, oía el llamamiento de los náufragos; penetraba en los calabozos de China o de Arabia, en los que agonizaban confesores de la fe, esclavos y prisioneros... De este modo ejerció un apostolado sin limites, conquistó almas en todos los puntos del globo, preparó el terreno a los misioneros; el mundo entero fue teatro de sus trabajos... Y no se piense que exagero; por el contrario, me siento impotente para describir las maravillas de que fui confidente durante 30 años". Por otra parte, concluye el cardenal, "si la obediencia obligaba a la santa mujer a no ocultarme nada, ponía un cuidado extremo en permanecer desconocida para las personas a quienes beneficiaba y sobre todo en no recibir de ellas don alguno". Monseñor Natali y el confesor, en sus declaraciones, añaden muchos detalles sobre ese Sol. ¡La vidente tiene 21 años! Durante cerca de medio siglo, hasta su muerte, en una especie de éxtasis continuo, el gran libro del mundo permanece abierto ante sus ojos. No saca nunca de ello una complacencia personal. Al comienzo cree que se trata de un prodigio diabólico y es preciso que sus directores la tranquilicen. Las visiones que se suceden ante sus ojos, "como en una película", le anuncian sobre todo nuevos motivos de humildad, de expiación, la guían en su papel de "baluarte de la Iglesia". Jesús le ha descrito ese papel: "Te destino a convertir las almas pecadoras, a consolar a personas de toda condición: 23

sacerdotes, prelados e incluso a mi Vicario. A todos los que escuchen tus palabras les concederé gracias señaladas. Pero encontrarás también una muchedumbre de almas falsas y pérfidas, serás objeto de irrisión, despreciada, calumniada, lo soportarás todo por mi amor". Ella se espanta: "Dios mío, ¿a quién elegís para esta obra? Yo soy una criatura indigna de pisar la tierra". "Así lo quiero -responde la voz-. Yo te guiaré llevándote de la mano, como un cordero llevado por su pastor, al altar del sacrificio". Príncipes de la Iglesia, reyes y reinas, papas y santos, acudirán a preguntar a la mujer humilde los secretos del cielo. Ella se los dirá en la medida en que lo exija la obediencia, alejando de su espíritu toda curiosidad, no solicitando siquiera una explicación cuando no comprende. "Prodigio único" en los fastos de la santidad, dice el Decreto de Beatificación, y que se explica por las circunstancias únicas, en que van a encontrarse el mundo y el papado. Un mundo que se derrumba, amenazado con arrastrar en su ruina al papado y a la Iglesia... San Gregorio el Grande refiere un fenómeno similar pero cuya importancia está lejos de igualar la de éste: "Habiéndose puesto una noche a la ventana, (San) Benito dirigió a Dios una ferviente plegaria. De pronto las sombras de la noche se disipan y percibe una luz brillante y un esplendor tal que hubiese hecho palidecer la misma luz del día. Y vio al mundo entero reunido ante sus ojos en la misma luz. Y mientras contemplaba esta maravilla, vio en el resplandor de ese rayo al alma bienaventurada de Germán, obispo de Capua, que los ángeles llevaban al cielo en un globo de fuego". Pero la mujer de Domenico no vive en la soledad de Monte Casino. Prepara la sopa, zurce las medias, amamanta a los párvulos. La gran lección de esta vida no reside en esos dones gratuitos, sino en el esfuerzo de santificación que garantiza su autenticidad. Autenticidad garantizada, además, por innumerables hechos de fácil comprobación, por la superabundancia y el acuerdo de los testimonios reunidos en las 7,200 páginas de los Procesos. La vida de una Santa Catalina de Siena, de un San Francisco de Asís, de una Santa Teresa, ¿ofrecen acaso semejante abundancia documental?

SEGUNDA PARTE LAS ASCENSIONES DEL ALMA A. LA PIEDAD FILIAL DE ANA. -B. MODELO DE ESPOSAS. -C. LAS SUEGRAS. -D. DON RAFFAËLE Nos es preciso abandonar un poco el orden cronológico para adoptar, siguiendo los Procesos y el Decreto de Beatificación, el orden interior de las virtudes. Esto nos expondrá, como a ellos, a algunas repeticiones. El primer llamamiento oído por Ana María fue: Reparación eficaz, pero contenida por el marco del deber de estado. El guía interior insiste en esto: "Acuérdate bien de estas tres cosas que constituyen la substancia de la perfección: Un amor puro y exento de todo afecto natural, una constante fidelidad a las inspiraciones de mi gracia y una perfecta entrega en las manos de mi Providencia..." "El mérito más grande consiste en encontrarse en medio del mundo y en tener el mundo bajo los pies". La Santísima Virgen precisa el programa: "Sabe, oh hija mía, que no tendrás aquí abajo más que un día bueno entre cien malos, pues te debes parecer a mi hijo Jesús. Deberás atenerte, ante todo, a hacer su voluntad y a someterle constantemente la tuya en el género de vida que ha tenido a bien hacerte seguir; en eso reside tu vocación especial. Es preciso que todos puedan convencerse más tarde, al examinar de cerca tu conducta, de que es posible servir a Dios en todos los estados, en todas las condiciones de la vida, sin hacer exteriormente 24

grandes mortificaciones, con tal de que se luche vigorosamente contra las pasiones y que se conforme en todo con la santa voluntad de Dios. Acuérdate de que es mucho más meritorio renunciar a la voluntad propia y someterse completamente a la de Dios que practicar las mayores mortificaciones corporales." Mientras conversa con uno de sus discípulos se le aparece Nuestro Señor. "La virtud -le dice- consiste sobre todo en la mortificación de la voluntad propia. Consiste en ocultar en todo lo posible a los ojos de los hombres las obras que haces. El verdadero servidor de Dios se contenta con saber que sus servicios son conocidos por d Padre Celestial. Es preciso que te dispongas a recibido todo, tanto el mal como el bien, con la misma resignación y la misma alegría de corazón. Sed buenos y caritativos con el prójimo, sed humildes, sed pacientes". A.- Ana tendrá que ejercer esta paciencia durante 48 años con su marido. "Como lo refiere San Agustín de Sama Mónica -dice el Decreto de Beatificación- Ana María, pública y mortificada, obedeció a su marido como al Señor y se esforzó por conquistado para Dios". Domenico había declarado ya: "Por amor de Dios se privaba de beber, pero si yo le decía: 'Mariana, bebe, o 'No has bebido', ella se ponía a sonreír y me obedecía en seguida. Siempre la encontré dócil y sumisa como una oveja. Estaba apartada de todos los placeres del mundo, hasta de los más lícitos, pero si yo le decía algunas veces: Mariana, vamos a tal lugar', ella accedía a mis deseos con una dulce afabilidad, como por ejemplo cuando yo quería ir a ver las marionetas, pero en seguida, dándome cuenta de que, al acompañarme, lo hacía más bien por obedecerme y que era para ella un sacrificio, yo la dejaba en paz." No contraía deudas, porque se acomodaba a sus posibilidades. Si alguien de la familia caía enfermo, ella le prodigaba sus cuidados, dejando, si era necesario, la misa y las devociones. Yo la estimé siempre y digo que el Señor me ha privado de esa buena servidora porque yo no era digno de poseerla... La estimé siempre como un alma muy virtuosa, pero no conocía ni suponía una multitud de cosas que he sabido... después de su muerte. Creo que el Señor la llevó al paraíso inmediatamente después de su muerte, por su gran bondad y sus eminentes virtudes y espero que ella ruegue por mí y por toda la familia". Esta oración fúnebre vale por los más bellos discursos. Este rústico violento, no solamente no se ha apartado de Ana cuando ella se ha entregado a la devoción, sino que su amor, su admiración no han hecho más que crecer. Sin embargo, Dios sabe cuán difícil era mantener la paz en la casa de Domenico. Por un lado un marido "en perpetua alarma de incendio", y por el otro una madre caprichosa, de mal carácter, que no perdía una ocasión de contradecir a su yerno. Ana va del uno a la otra, predicando la paciencia. "Declaro -dice Domenico- que tuvo siempre para con sus padres todas las atenciones posibles y el afecto más tierno". Y Domenico participó de ese afecto. Tenía autorización para llevarse algunos restos de la mesa del príncipe Chigi, suplemento de su magro salario. Graciosamente, Ana proponía que se reservase la mejor parte a su madre y Domenico aplaudía: "¡Bendito sea Dios! Hemos podido contentar a la madre". Pero eso no la cambia. Cuando más avanza en edad, tanto más extravagante se hace Sama. Sin embargo, su hija consigue que no carezca de nada, hasta le da algún dinero para el bolsillo. Lo peor, añade Sofía, es que a la abuela le gustaba charlar de estas cosas con los locatarios. Suavemente le advirtió Anita que en vez de esos chismes valdría más una oración en la iglesia. *No me fastidies -responde la vieja- quiero hacer lo que me plazca. No tengo necesidad de ti para ir a la iglesia". Ana, a fuerza de abnegación, dirá la última palabra Cuidará a su madre enferma día y noche y ésta tendrá entre sus brazos una muerte admirable a los 73 años de edad. Cuando está orando por la agonizante, Ana oye que le dice el Maestro: "Todavía algunas horas de sufrimiento en esta vida, con las que expiará la pena de los pecados; después un purgatorio limitado y breve para purgar los defectos". Más difícil todavía será el papel de la Beata con respecto a su padre. A la muerte de su patrona, la signora Serra, Luigi, que nunca fue gran cosa, estima preferible no hacer nada en adelante y malgasta su magra pensión en recorrer Italia. Cuando queda su bolsa completamente vacía, el ex farmacéutico regresa a Roma y vive a expensas de su hija, aunque se niega a vivir con ella. Anita termina por hacerle aceptar un puesto de portero en un orfanato, y después, cuando la vejez y la enfermedad lo reducen a la invalidez, lo hace ingresar en el hospital de San Juan de Letrán, donde morirá. Pero se aburre, se queja del régimen, va constantemente a casa de su yerno, sin consentir por otra parte en entrar en la casa. Se 25

sienta, quejándose, en el último peldaño de la escalera. Anita se muestra obsequiosa, le suplica que entre. -No quiero entrar. Si no te agrada tanto peor. Y grita, hace cosas de muchacho furioso. La Beata le trata como tal, va a sentarse a su lado, en la escalera, limpia "las erupciones cutáneas repugnantes de que está cubierto", lo lava, lo peina, remienda su ropa, le da las mejores golosinas traídas de la mesa principesca, le mete en el bolsillo algunas monedas para que compre tabaco o las golosinas que le gustan. Porque las que le dan allí no le agradan nunca, lo cual le permite no dar las gracias después de haberlas comido... "Ese pobre viejo -declara Domenico- no se mostraba en modo alguno amable ni reconocido con su hija por tantas atenciones. Lo aceptaba todo como algo que se le debía y nunca lo agradecía " Menos paciente que su mujer, Domenico proclama la ingratitud, pero después, contagiado por la caridad, termina por entrar en la piadosa conspiración. Cuando el anciano fue incapaz de abandonar su hospital, Ana, a pesar de sus enfermedades, hacía casi diariamente una larga caminata para visitarlo y llevarle bombones. Los últimos años fueron terribles. "Mi suegro -añade Domenico- fue atacado de una lepra espantosa". Ana lo curaba, lo bañaba. Lo preparó a morir piadosamente, le procuró los últimos sacramentos y el socorro de numerosas plegarias. Se hubiera dicho -concluye admirablemente Domenico- que Dios no había dado a la Sierva de Dios semejantes padres más que para probar más su gran virtud". B.- Seguramente por la misma razón (pues este capítulo no está agotado) Dios le había impuesto semejante... marido. Ana lo transformará y, según su propia expresión, hará de él, "un santo". Le sobrevivirá 16 años y no vivirá más que del recuerdo de su santa. ¡Pero antes de llegar a eso...! Habla de perlas cuando declara: "Puedo decir que toda su vida fue un continuo y muy doloroso ejercicio de paciencia". Don Natali, que lo vio de cerca, declara que al principio "era dado a algunos vicios" de los que confiesa modestamente haberse corregido gracias a la influencia de Ana. ¿De qué vicios se trata? Sus cóleras locas hacen suponer que, a ejemplo de muchos mozos de cordel, tenía un gusto pronunciado por el vino blanco. Además de esto poseía rústicos modales este descendiente de los condes palatinos... Era imposible hacerle aceptar pantalones que llegasen a los tobillos. ¡Le molestaban! Era imposible imponerle una camisa. ¡Le molestaba!... Anita, ante su terquedad, sonríe, le abraza y todo está dicho... Domenico no es demagogo, pero este patricio venido a menos quiere, por motivos desconocidos vivir y morir como mozo de cordel. La princesa Chigi que, a ejemplo de su marido, lo estima, quiere hacerle subir de grado, por lo menos cambiar su título de mozo de cordel por el de mandadero. Domenico se enfada, exige que se le llame mozo de cordel: facchino. - He entrado en vuestra casa -dice a los amos-, para ser mozo de cordel y quiero seguir siendo mozo de cordel. ¡Mozo de cordel, o nada! Cuando este hombre bólido llega a casa, todo debe estar a su servicio. Ana lo sabe y no titubea en despedir a los personajes más ilustres para dedicarse por entero a su dueño. He aquí un lindo retrato del buen hombre por su hija Sofía: "Mi padre era un hombre tan piadoso y serio como se puede desear, pero de un carácter fogoso, exigente, altivo y extravagante que era una maravilla. Al entrar en casa silbaba o golpeaba. Era preciso entonces precipitarse para abrirle, a riesgo de romperse la cabeza. De hecho por dos veces, mi hermana Mariuccia, por haberse precipitado demasiado, rodó por tierra, una vez con una de mis nenas de cinco años en sus brazos. Si no encontraba todo a su gusto, se ponla fiirioso, hasta el punto de agarrar el mantel sobre el que se había servido la comida y arrojarlo todo al aire. Todo debía estar presto al minuto, la sopa caliente en la sopera, la silla en su lugar. Tenía las mismas exigencias con respecto a sus vestidos y a todo". Para hacerse obedecer de sus hijos, usaba el palo... o algo peor. Un día, uno de los muchachos, para escapar a la paliza, huyó a la calle. Loco de rabia, Domenico le tiró un sillón por la ventana... Esta descripción descuida algunos detalles puestos de relieve por el cardenal Pedicini. En sus furores, Domenico llega hasta proferir ante sus hijos palabras groseras. Anita terminará por corregirlo también en esto, pero, concluye el cardenal, "fue gracias a un sacrificio permanente, a un largo martirio voluntario". 26

Ana María nunca pierde su sangre fría, se rebaja a las atenciones más humildes, deja a un obispo para recibir a su señor, lavarle las manos, cortarle las uñas. Siempre sonriente, le hace comprender que no se educa a los niños como a los osemos, y el oso baja la cabeza. Oigámosle: "Quiero decir esto por la gloria de Dios: que he vivido con esa alma bendita alrededor de 48 años. ¡Jamás hubo de su parte una palabra de disgusto, jamás un disentimiento! Hemos vivido en una continua paz paradisíaca.... Con frecuencia volvía a casa agotado de fatiga, un poco intranquilo (¡lindo eufemismo!) a causa del servicio y de las dificultades con los patronos. Ella me serenaba". Jamás religiosa alguna practicó una obediencia más meritoria. En esa obediencia entra mucho de virtud, pero también un sentido exacto de las realidades. Domenico no es un héroe y su existencia lo exigirá. Llevará hasta la extrema vejez una vida de forzado del pan cotidiano. Esto excusa muchas cosas y Ana no lo ignora. Es de una categoría de mortales para quienes el día comienza con las estrellas y la noche con el sol. Para sus servidores es otra cosa. Domenico, una vez terminada la comida de los príncipes, a media noche o a la una de la madrugada, debe ocuparse todavía del barrido y de la vajilla. Se queda libre el último y no vuelve habitualmente a su casa (después de servir la comida, pero sin haber comido) sino "hacia el amanecer". Ana, cansada y en pie, lo espera con la sonrisa en los labios. Domenico gruñe por fórmula: -¿Por qué me esperas tanto tiempo? ¿Por qué no te acuestas tranquilamente, puesto que tienes que estar en pie todo el día? - ¿Y quién te cuidará, Domenico, si no lo hago yo? ¿No es preciso que puedas tomar bien tu comida para volver a comenzar mañana tu trabajo? Toma tranquilamente tu alimento; come a tu gusto y luego iremos a descansar en la paz del Señor. Domenico ríe, come con buen apetito y refiere alegremente los acontecimientos de la jornada. Después se cierran sus ojos. Son la 3 o las 4 de la madrugada. La noche será corta. Sin embargo, Ana le presenta el agua bendita. De rodillas en medio de las cunas, dice la oración de la noche, a veces larga. ¡Y Domenico la encuentra corta! Él lo ha dicho. Oíd: "Ella rogaba por el Santo Padre, por los cardenales, por todos los sacerdotes, por los bienhechores, por la conversión de los pecadores, por la conversión de los herejes, por todo el mundo e incluso por las malas lenguas, y eso me parecía un paraíso". ¡Tal es lo que ha dicho Domenico! ¡Amor: he aquí tus prodigios! Pues el terrible mozo de cordel ama terrible y celosamente a su Mita, se transforma en caballero, vuelve a ser conde palatino, si hace falta. Los prelados de la investigación debieron de sonreír al ver a ese anciano de 91 años erguirse para decir: "Si llegaba a darme cuenta de que alguno la molestaba, éste lo pagaba caro". No se trata de una bravata. Un día de fiesta va a la iglesia dándole el brazo a Ana, que se halla encima. Un soldado encargado de mantener el orden golpea rudamente a la joven. La sangre de Domenico se revuelve; se arroja sobre el soldado, le llena de improperios, le arranca el fusil y le pone como chupa de dómine. Le hubiera molido a golpes, encantado de dar por fin un ejercicio legítimo a su violencia, si algunos transeúntes y Ana no se hubiesen interpuesto. No es el único caso en que será preciso aplacar a este lobo de Gubbio: "Aunque ella se esforzaba por hacer bien a todo el mundo -declara- hubo malas lenguas que no la dejaban tranquila, sea por envidia al ver tantas personas distinguidas en casa, sea por sugestión del demonio. Pero yo no podía seguirla a todas partes. Viendo además que la Servidora de Dios se hallaba apenada cuando yo tomaba parte en sus cosas, terminé por decirle: Haz un poco como quieras y lo que quieras; si te gusta que la gente te tire piedras y si además quieres dárselas para que te las tiren, eres libre..." Esto es hablar. El bueno de Domestico acaba de tocar uno de esos temas capaces de encender la mecha: el incesante cortejo de personajes, sacerdotes, príncipes de la Iglesia, señores, gente del pueblo, que iban a consultar con la Santa, a hacerse dirigir, como en otro tiempo se agolpaban los discípulos en la celda de la Maroma Catalina de Siena... ¡Peligro temible de envidia! "Algunas veces, al volver para cambiar de traje, encontraba la casa llena de gente. Mi mujer dejaba inmediatamente a todo el mundo, a señores y prelados que iban a consultarla, y se apresuraba a correr para enjugarme el sudor y servirme con afabilidad y contento; se veía bien que lo hacía de todo corazón, hasta querer deshacer los cordones de mis zapatos. Mi casa era frecuentada por mucha gente, sobre todo en los primeros tiempos, pero yo podía estar perfectamente tranquilo y cerrar los ojos. Sabía lo que 27

era mi mujer y cómo pensaba y obraba. Me abstenía incluso de preguntarle. Sabía que aquellos personajes sólo iban para pedir oraciones o consejos; ella era mi consuelo y el de todo el mundo". ¿No dice San Francisco de Sales que las liebres de los Alpes, a fuerza de vivir entre la nieve y de alimentarse de nieve, se vuelven blancas como la nieve? A Domenico le sucede lo mismo. ¡Pero qué prudencia la de Ana! "Si llegaba una visita, mantenía a su lado a su madre o sus hijas. Si se trataba de una confidencia, se retiraba a un ángulo del departamento en el que trabajaba su madre, o, si entraba en el departamento vecino, dejaba la puerta abierta para tener siempre testigos". Todavía esto no será suficiente, según veremos, para acallar las malas lenguas, ni siempre, por lo menos al principio, para tranquilizar a Domenico. El promotor de la fe no deja de poner de relieve que éste, "locamente celoso", no tenía inconveniente en despedir a muchos visitantes.... Nuestro Señor había prevenido a la Beata: "Acuérdate de que debes ser prudente en todo". "El maligno, hija mía, es un espíritu de contradicción. Quien es dominado por él no vive tranquilo de día ni de noche. Mi espíritu, por el contrario, es un espíritu de amor y de paz, lleno de condescendencia para todo lo que no es pecado. Quien posee mi paz, posee todas las cosas. Muchas almas, para llegar a ese gran bien, se dan a rudas mortificaciones... Nadie puede llegar a la paz de mis elegidos si no se esfuerza por hacerse simple como un niño y si no adquiere primero la verdadera caridad... Quien posee la caridad, oh hija mía, posee la paciencia. La caridad trabaja con celo y amor. No habla mal de nadie, porque teme perder esa perla preciosa de mi amistad. Lo comprende todo, lo ve todo, se apercibe de todo, pero lo cubre todo con su manto. Excusa los defectos del prójimo, comparte sus penas y se dice a sí misma: Ay, Dios mío, yo sería peor todavía, si no acudieseis en mi socorro". Acosada entre esos tres caracteres imposibles, su madre, su padre y su marido, Ana llega a conciliar a los contrarios. A la tempestad opone el silencio. Domenico balbucea, se pone como grana dispuesto a caer de rodillas. "En suma, Anita, haz en esto lo que quieras, pues yo no entiendo nada de ello". Anita no quiere aparecer triunfante y dice: "Por mi, Domenico, yo obraría así, de esta manera. ¿Quedas contento?" ¡Cáspita!, ¡él habría sido capaz en momentos como esos de salir a buscar el obelisco de la Plaza de San Pedro para complacer a su santita! "Su gran delicadeza hizo que nunca hubiera una diferencia seria entre ella y yo. Sabía advertir caritativamente y le debo el haberme corregido de algunos defectos... (¡Otra vez un bello eufemismo!) Hacía las advertencias con una caridad incomparable. Todas sus maneras producían un encanto que obligaba irresistiblemente a dejarla siempre contenta por el bien de la familia". Era evidente, en efecto, que solamente el interés común y no el instinto de dominación inspiraba todos sus actos. La misma mirada miope de Domenico lo pudo comprobar. "Si veía a alguien inquieto o preocupado (mi mujer) no decía nada, sino que esperaba a que estuviese tranquilo y entonces le hacía suavemente reflexionar y le daba muy buenos consejos de paciencia y de humildad. Por lo demás, esos altercados eran raros; mi pobre mujer era tan prudente que, apenas se apercibía de alguna pequeña diferencia, ya se tratase de la vieja mamá o de la nuera, se apresuraba a ahogarla con una bondad que cimentaba todavía mejor la paz y la armonía..." Domenico, me decía, tus palabras son de oro. "Me sucedía con bastante frecuencia que volvía a casa de mal humor. Ella tenía el talento de tranquilizarme. En una palabra: sabía muy bien callarse, pero sabía todavía mejor hablar cuando era preciso". Él es inagotable. He aquí algunos detalles todavía más sabrosos, el capítulo de la suegra. C.- "Ni mujer hizo reinar siempre una paz celestial en la familia, aunque éramos muchos y de caracteres diferentes, sobre todo cuando Camilo, mi hijo, vino a vivir con nosotros durante los primeros años de su casamiento. La nuera era de un humor difícil, pues quería mandar como ama, pero la Servidora de Dios sabía tan bien contener a todo el mundo dentro de los propios límites, que todo lo que podría decir a ese respecto sería poco". ¡Sólo faltaba esto a la gloria de la Beata! ¡Modelo de esposas, de madres y también de suegras! Uno se hace bien una idea de esta obra maestra: Ana imponiendo la paz en esa arca de Noé en la que campean 28

estrechamente esposos y suegros, la nuera y dos tribus de niños, siete de un lado y seis del otro. Domenico tiene razón al expresar su admiración. He aquí lo que dicen testigos extraños: "Con bastante frecuencia, Domenico llegaba a casa por la noche de mal humor, a consecuencia de disputas con los otros domésticos, pero encontraba siempre en Ana María los consuelos de que tenía necesidad. Ella trataba siempre de conocer mejor sus gustos para satisfacerlos, sus penas para mitigarlas. Apenas ponía el pie en el umbral, ella adivinaba si estaba disgustado y le decía con amabilidad: - ¿No es cierto que te has fatigado hoy mucho? - ¡Oh, es muy cierto!, no puedo más. - Pues bien, siéntate, descansa a tu gusto, pues aquí todo va bien.... Domenico se burlaba a veces de los camaradas, del patrón. Ana dejaba correr, después excusaba, rehabilitaba; la bondad milanesa recuperaba sus derechos en Domenico. Si la tempestad más violenta se traducía en palabras gruesas, Ana recibía "la injuria", la enterraba en los abismos de su caridad. Monseñor Luquet afirma por otra parte que si bien el padre de Ana le faltaba al respeto hasta "maltratarla", Domenico, a pesar de sus frecuentes violencias, "no la maltrató nunca". Todavía no hemos hecho más que una enumeración incompleta de la tribu. D.- Es preciso decir aquí una palabra de un huésped habitual: Don Raffaële Natali cuyo nombre aparece con frecuencia en los Procesos con el título de sacerdote confidente o secretario. Nacido en 1781, en Macerata, una docena de años más joven que la Venerable, dirá en el Proceso Ordinario: "Tengo 72 años", y en el Proceso Apostólico: "Tengo 82 años". Vivirá hasta los 90. Capellán de la iglesia de San Víctor, secretario del Beato Monseñor Strambi, obispo de Macerata y Tolentino, que fue después maestro de cámara de León XII; el Presbítero Natali llegó a ser deán del colegio de capellanes pontificios, prelado romano, etc. ¿Cómo pudo relacionarse con la Beata y su familia hasta compartir durante más de medio siglo su vida miserable? He aquí cómo: Monseñor Strambi, anterior director espiritual de Ana María, envía a Don Raffaële a Roma, en 1815, a predicar allí al clero los Ejercicios espirituales. Le recomienda que vea a Ana, advirtiéndole que desconfíe de los chismes. Don Natali ruega, pues, a la Beata que vaya a hablarle en la cripta de San Pedro. El encuentro fracasa y el sacerdote debe ir a ver a Ana en su casa. Con su franqueza habitual, la Beata, que ha visto sus rodeos, lo recibe sonriendo: - Monseñor se ha dejado vencer por el respeto humano, porque yo soy una pobre mujer. Si fuese una dama, no hubiera obrado así. Decidle que se lo agradezco. A los santos les gusta la franqueza, incluso en los demás; Monseñor Strambi acogió humildemente la observación. El prelado fue muchas veces a casa de Ana. Realmente piadoso, es conquistado. Ana lo es mucho menos. Ella discierne en él una disipación de espíritu, una manera de ostentarse que aconsejan alejarlo. Pero el Señor le advierte: "Don Raffaële es un pájaro que vuela de rama en rama y exige, para su bien que se le enjaule... Se te confía este apostolado." Ahí comienzan las relaciones espirituales. Don Raffaële no podía alojarse en el estrecho departamento del palacio Chigi, pero toma pensión en casa de la Beata, y después de las comidas lee y comenta con ella los libros espirituales, la vuelve a encontrar todas las mañanas en la capilla Della Pietà frente al palacio Chigi, donde le da la comunión. Habiéndosele concedido un beneficio en Macerata, es llamado a esa ciudad por Monseñor Strambi. Id, le dice sencillamente Ana, que Monseñor os mandará aquí de nuevo. En efecto, una vez llegado a Macerata, Don Raffaële se confiesa con el Beato, sin manifestarle el menor deseo de volver a Roma. Monseñor Strambi reflexiona, y cambia su decisión: - Volved a Roma y continuad como antes Don Natali se queda algunos días en Macerata, junto a los suyos, pero el Beato insiste: - Volved a Roma, como lo desea Ana María, y no la dejéis más. Don Raffaële se vuelve a Roma. Monseñor Strambi lo seguirá más tarde y, convertido en maestro de cámara de León XII, se servirá del sacerdote Natali para consultar cada día a la Beata. En 1817, el matrimonio 29

Taigi, ha tomado en el Corso un departamento más amplio y Don Raffaële se establece en la casa. Durante una veintena de años, es decir, hasta la muerte de la Beata, se alojará en casa de los Taigi. El confesor de Ana le conferirá la tarea de recoger, día a día, como lo ha hecho hasta entonces el cardenal Pedicini, las luces recibidas por la Beata. Esta, como no sabe escribir, ha recibido orden de no ocultar nada a su secretario, salvo lo que concierne estrictamente al confesor. Don Raffaële dará consejos y sobre todo los recibirá, se convertirá en un santo sacerdote. Compartirá la dura pobreza de los Taigi, incluso después de la muerte de la Beata. Se habrá hecho necesario al viejo Domenico y a su familia, de la que es tutor y… ecónomo. Sus cartas inéditas a Monseñor Luquet, conservadas en Langres, muestran que no se trataba de una canonjía. Pide dinero para el Proceso que toca a su término (6/4/1853). Monseñor Luquet, que ha dado mucho y no posee ya nada, anota al margen: "Contestado el 29 que, como lo he declarado siempre, nunca tuve el propósito de contraer deudas para atender a la prosecución de la causa de Ana María". Además hace falta dinero para pagar la dote de Luisa, nieta de la Beata, que quiere ser religiosa. Otras dos cartas refieren a Monseñor Luquet el fin de predestinado del viejo Domenico. Ha muerto como un santo. Cruelmente torturado por una enfermedad de la vejiga que no se ha podido operar, ha recibido de Monseñor Natali el Viático y la Extrema Unción. Durante los dos días de una agonía extremadamente dolorosa, no ha dado "la menor señal de impaciencia, sino que ha manifestado una constante resignación a la voluntad divina." Luego vuelve a la eterna cuestión financiera, Monseñor Natali debe todavía los gastos de los funerales. No ha podido pagarle al cura, ni las pompas fúnebres. Todo el mundo reclama. No le queda por vender más que un rosario de granate, el rosario de Ana, que bien vale 50 escudos. ¿Pero quién querrá comprarlo? (13 de agosto de 1853). Monseñor Luquet comprende la invitación y se decide. Moseñor Natali se lo agradecerá efusivamente. Con una abnegación incansable, hasta la edad de 90 años, Don Raffaële clasificará sus escritos, el relato de la vida de Ana, las cartas que ella le dictó, las revelaciones cotidianas que anota por la noche, al dictado de Ana, pero que abrevia a veces y a veces también redacta de memoria, detalles que habrá que tener en cuenta cuando se plantee la cuestión de la autenticidad rigurosa. Desde antes de la iniciación del Proceso se dedica, con autorización del Cardenal Vicario, a hacer redactar las declaraciones de los testigos principales y obtiene de Monseñor Luquet que prepare la vida de la Beata. Finalmente, Dios le concederá bastante vida para declarar en el Proceso Ordinario y en el Proceso Apostólico. Nadie ha merecido más que él de la Santa.

II A-. ANA MARÍA, LA MAMÁ PERFECTA. -B. LA MADRE DE LOS DOLORES. -C. SERENIDAD Y CONFIANZA. A.- ¡La mamá perfecta! Es la declaración de Domenico la que nos proporciona al respecto los informes más típicos: "La Servidora de Dios (mi mujer) a pesar de su inclinación por las austeridades, cuidaba durante sus embarazos de tomar más alimentos, se abstenía de ayunos y de fatigas excesivas y usaba, en una palabra, de todas las precauciones que reclamaba su estado." "Siete hijos nacieron de nuestro matrimonio, cuatro niños y tres niñas: Camilo, Alessandro, Luigi y Pietro, Margarita, Sofía y María. Camilo murió a los 42 años, Alessandro a los 35, Luigi al año y medio, Pietro a los 25 meses. Sólo viven dos hijas, las mas jóvenes, que están conmigo. María es soltera y Sofía es viuda de Paolo Micali, de Mantua, ayuda de cámara del eminente cardenal Barberini. Todos estos hijos fueron amamantados por la Servidora de Dios. Tuvo cuidado de hacerlos bautizar apenas nacidos y de confirmarlos en tiempo oportuno. El bueno de Domenico hace esta declaración a los 91 años. Su memoria, generalmente fiel, parece no responderle aquí. Su hija Sofía le atribuirá tres niños en vez de cuatro, y cuatro hijas en vez de tres (11). Los nombres difieren también un poco e igualmente el orden de los nacimientos y las muertes, pues la Beata 30

asistió a la muerte de cuatro de los siete hijos. Pero Sofía se equivoca también. Los registros bautismales de la parroquia de San Marcelo, que son autoridad, no concuerdan enteramente con ninguno de esos testimonios. Transcribamos, anotando el ritmo rápido de los nacimientos: Ana, 1790; Camilo, 1793; Alessandro, 1795; Luigi, 1797; Sofía, 1802; Luisa, 1806; María, 1810. Todos fueron bautizados el mismo día de su nacimiento o al día siguiente. (11)

No deben causar mucha extrañeza estas variantes. El señor G. Duhamel, al hacer en la Academia Francesa el elogio del señor Lenotre, subraya maliciosamente variantes igualmente notables en la narración de este historiador: "Si su discípulo M. A. Le Corbeiller le da, lo mismo que el diccionario Larousse, un acento circunflejo, pero el escritor y su familia no aceptan ese acento. Ciertos estudios hacen nacer a M. Lenotre en 1857, en tanto que la Revue des Questions historiques fija el año 1855. M Lenotre debía ocupar en la Academia el sillón trigésimo. Sucedió en él a M. Bazin, quien, si hay que creer a la más difundida de nuestras publicaciones enciclopédicas, era el titular del sexto sillón..."

Sofía añade algunos lindos rasgos: "Mi madre amamantaba a sus hijos y hacia los 6 ó 7 años, los hacía confirmar, incluso más pronto si se hallaban enfermos. Mariuccia fue confirmada a los 5 años, cuando la invasión francesa hacía temer la deportación de los obispos". Después de los cursos de catecismo, la primera comunión a los 12 años, según la costumbre del tiempo; luego Ana proseguía la formación religiosa de los niños. Por la mañana, al levantarse, oración en común; después de la comida, recitación del rosario, de rodillas; lectura de la Vida del santo del día. A veces se añade un cántico y después, una vez recibida la bendición de los padres, se van a dormir, las niñas en una habitación y los niños en otra; cada lecho estaba además rodeado de cortinas. Los domingos y días de fiesta se añade al programa la asistencia común a misa, al sermón, y luego Ana se hace acompañar por sus hijas al hospital, para acostumbrarlas a la caridad. Nunca permite por otra parte que vayan allá o a otra parte sin ser acompañadas por la mamá, por la abuela o por Luigi, llamado Luigetto, hijo del caballero Antonini, hombre abnegado, educado y piadoso. El cardenal Pedicini añade acerca de esas salidas una observación no desprovista de sabor en un romano. Ana se negaba a visitar los museos a los que Domenico hubiera querido llevarla y más todavía llevar a los niños. "Ella sabía qué galerías y museos contienen cosas indecentes, incluso, es preciso decirlo, en esta ciudad de Roma. Las mismas iglesias no están exentas de ellas. Una de las alocuciones celestiales que oyó la Servidora de Dios se refiere a las desnudeces indecentes que representan niños. Mientras la pobre mujer contemplaba el misterio de la Encarnación ante un cuadro de la iglesia de San Silvestre en el Quirinal, la Santa Virgen se quejó de este abuso que no se opone menos a la santa pureza que a la realidad evangélica." Los partidarios del método inglés protestarán. He aquí, en el relato de Sofía lo que los consolará. "Nuestra madre nos hizo contraer la costumbre, que se convirtió en una necesidad, de estar siempre ocupados". La misma Mariuccia, la hija mimada de Domenico, no podía quedarse un instante sin hacer nada; trabajaba siempre o por una ganancia modesta o por caridad. Tenía la costumbre de decir "La pereza es la madre de todos los vicios." Mamá nos amaba a todos tiernamente y con un amor igual, sin preferencias; llegaba si era preciso, hasta emplear la vara, pero moderadamente y prefería privarnos de la comida o ponernos a pan seco. El método tendrá buen éxito. Los hijos de Ana la honrarán, anota el Decreto de Beatificación. Todos ellos serán buenos cristianos y humildes trabajadores, pues la Beata no consintió nunca en sacarlos de su esfera, a pesar de los ofrecimientos seductores de sus protectores. No fueron santos. La santidad no se comunica como la forma del rostro o el color de los cabellos. ¡Y además Anita no es la única en dirigirlos! Camilo entrará como aprendiz en casa de un barbero y Alessandro en casa de un sombrerero. Este Alessandro es el niño mimado de la abuela Santa. Inclinado al juego, los días de fiesta juega al billar el dinero que tiene y el que no tiene. La abuela está allí para pagar las deudas y para esto llega hasta privarse del rapé. La Beata le anuncia que tendrá que ir al purgatorio por ese pecado y consigue que dé fin a sus generosidades fuera de lugar. Por otra parte se ruega al patrón sombrerero que advierta a la mamá toda ausencia del aprendiz. Así es como quedó curado. Convertido en patrón, Alessandro se casará y morirá de tisis a la edad de 50 años. Camino entra como aprendiz en casa del señor Milani, modelo de barberos. Anita hace economías y le da consejos para que compre la futura tienda. Todo se presenta bien, cuando sobreviene una catástrofe. 31

Camilo cumple sus veinte años. Napoleón ocupa a Roma de donde ha expulsado a Pío VII, y urge a sus reclutadores que le envíen nuevos regimientos para la campaña de Rusia. Se hace el sorteo en todos los barrios. Los números altos quedarán provisionalmente exentos y los bajos partirán para el frente. Camilo saca buen número que lo exime, pero una matrona artificiosa llamada Checca, que vive en el palacio Chigi, en el que su marido sirve como Domenico, ve que su hijo Nicolás saca un mal número. Arregla las cosas con el capitán que hace el reclutamiento, quien atribuye el número fatal a Camillo y el bueno a dicho Nicolás. Se siente tan feliz con su maniobra que se jacta de ella. Domenico amenaza con matar a todo el mundo. La Beata se calla, pero corre al cuartel para abrazar a su Carrillo y darle algunos buenos consejos. ¡Ay, han enviado ya a toda prisa a la tropa! El muchacho está ya lejos. Anita vuelve a llorar y a rezar en su oratorio. Nuestro Señor la consuela. Su hijo no se batirá y volverá sano y salvo. Y la verdad es que el coronel, que tiene necesidad de un peluquero, elige naturalmente a Camillo como ordenanza. Después de la derrota en Rusia, Camillo regresa de improviso. Los ejércitos imperiales, que no son una escuela de virtud, no lo han echado a perder y Anita le encuentra un puesto de doméstico en casa de Monseñor Mastai, tío de ese Giovanni Mastai, que será Pío IX. Nuevas inquietudes. Camilo, a quién su puesto de camarero no le reporta más que 12 escudos por mes, se prenda de una buena muchacha, Antonia Puri, que por toda dote aporta 30 escudos con que comprarse un vestido. Anita pide que se reflexione, ruega. Serán pobres, trabajarán. Que se casen a los cuatro meses. Realizado el casamiento, los dos jóvenes esposos, sin casa ni hogar, habitarán durante dos años en el arca... de la Beata. La nuera rendirá en el Proceso Ordinario un homenaje conmovido a la santidad de su suegra. Pero Domenico añadirá que la nuera contribuyó mucho a aumentar la santidad de la suegra. De un carácter difícil, pretende regirlo todo en una casa que no es la suya y en la que ha sido recibida por caridad. Alessandro es motivo de otras preocupaciones. Cuando "fue puesto en prisión por una bagatela -dice Domenico- mi pobre mujer se afligió por ello, es cierto, pero permaneció en paz y guardó silencio." El imprudente se había permitido, según parece, ir a jugar en un terreno prohibido durante la ocupación francesa. Un policía celoso le hizo saber que es más peligroso caminar por el césped que pisotear los pueblos. Lo condujo al calabozo, pero tuvo la inteligencia de dejarlo en libertad al día siguiente. Como Camino, Alessandro se enamoró de una joven de origen muy humilde y muy pobre. La Beata, que tenía en vista un partido mejor, se apena, pero viendo que su hijo se pone terco, no insiste. El casamiento se celebra. El matrimonio Taigi cede a los recién casados su alojamiento del palacio Chigi, decididamente demasiado estrecho, para ir a instalarse, en casa de alquiler, en el Corso. A pesar de ello, Alessandro no alcanza a cubrir sus gastos. La Beata le envía una parte de los restos de la mesa del príncipe. Sobre todo, predica dulcemente el trabajo a la nuera, la cual, no habiendo aportado más que su pobreza en dote a un pobre, gustaría de vivir como duquesa. La Beata da a sus dos nueras lecciones de economía, de valentía. Los días de fiesta envía algunas monedas, algunas provisiones para enriquecer la minuta. Es la perla de las suegras. Camilo morirá en la flor de la edad de una enfermedad del pecho. Estando ella misma enferma, la Beata se hará llevar a su cabecera. La nuera reclama un milagro. ¿No hace su suegra todo lo que quiere? Pero la Beata la abraza diciéndole: - Su lugar está presto en el cielo… Avancemos nosotros también; pronto lo volveremos a encontrar en el paraíso. Sofía, cuyas declaraciones igualan en interés a las de su padre Domenico, es una figura muy atrayente. Confiada por la Beata a sus antiguas maestras, las Maestras Pías, vecinas del templo del Gesú, y luego a la escuela San Dionisio, donde permanece tres años como externa, manifiesta grandes disposiciones para el canto. Sus maestras proponen enseñarle gratuitamente la música. La Beata se niega, temiendo que ese arte de lujo le trastorne la cabeza y la oriente hacia el teatro. Pide que se le enseñen las artes caseras, que harán de ella una buena ama de casa. Después de salir del monasterio, Sofía entra en una fábrica de medias cuya patrona es una perfecta cristiana. De vuelta en casa, es la alegría de su madre y termina por casarse con un joven de excelente familia, Paolo Micali, al que no falta más que una situación. María Luisa, ex reina de Etruria, amiga de la Beata, promete procurarle una, pero muere en 1824, y un nuevo hogar queda a cargo de Ana. Los prometidos se han visto dos o tres veces en el alojamiento de Anita. Como para los otros casamientos, comida 32

en familia, con una buena botella de Asti espumante y eso es todo. Sofía tendrá seis hijos. Matrimonio perfecto. El marido encuentra finalmente dos puestos en vez de uno: gentilhombre de honor del cardenal Barberini y mayordomo del conde Cini. De pronto, en 1835, Micali muere. Sofía, su sirvienta, sus seis hijos, se refugian en casa de Anita, quien les recibe con los brazos abiertos. Sofía llora, pues sabe que es una carga en el pobre hogar. Ana le habla tiernamente: - ¿Por qué te preocupas, hija mía? Dios proveerá a todo. Nunca os faltará el pan a ti y a tus hijos. Y así fue. La Beata pensaba en volver a casar a la viuda. Se ofrecía un excelente partido, pero como a Sofía le repugnaba ese casamiento, ella no insiste. En las enfermedades que van a aquejar a su madre, Sofía será su enfermera, su confidente. Morirá 30 años después de la Beata, en 1867, trabajará para glorificarla e irá a descansar a su lado, en San Crisógono. María o Mariuccia comenzará menos bien que su hermana Sofía. Según su larga declaración, su madre no descuidó, sin embargo, nada para darle una educación perfecta. Ella misma le enseña el catecismo. Plegarias por la mañana y por la noche, el rosario rezado en común, las clases de las "Maestre Pie" frecuentadas hasta los 13 años, ejercicios espirituales por lo menos en tres ocasiones en la época del carnaval. ¿Qué más puede hacerse? La misma Beata acompaña a Mariuccia a la escuela, a menos de que confíe ese cargo a Luigi Antonini, ese buen hombre a quien hay que presentar debidamente. De edad madura, con una leve cojera, de "una ingenuidad admirable", Antonini es un discípulo de Ana que le curó milagrosamente; fiel, se siente feliz con todos los encargos que se le quiere confiar: acompañar a los niños, ir al mercado cuando la enfermedad retiene a Ana, distribuir sus limosnas, visitar a sus enfermos, curarlos por procuración llevándoles un algodón mojado en la lamparilla del pequeño oratorio. Pero volvamos a Mariuccia. Venida al mundo la última, mimada por Domenico, es vanidosa, coqueta, perezosa y, no obstante, su papá la adora. Tocarla con la punta del dedo es exponerse a escenas espantosas: la bribona lo sabe y abusa.... La santa contemporiza, ruega, hace sus observaciones con dulzura y tiene buen éxito. Mariuccia llega a ser una joven ordenada, laboriosa, casi tan piadosa como Sofía. Correspondía al Promotor de la fe reprochar a la Beata las precoces vanidades de la niña y su vestido de seda. Pero la misma Mariuccia estaba allí para declarar su culpa, que por otra parte no es excesiva, dicho vestido de seda era negro, de color serio y no fue su mamá quien se lo compró, sino la propia Mariuccia; venciendo su vanidad a su pereza, había trabajado para comprar un retazo del que ella misma cortó el vestido. A este testimonio Monseñor Natali añade el suyo: Adaptándose a las circunstancias, al carácter de cada uno, la Beata formó perfectamente a cada uno de los suyos, cultivando sus cualidades, corrigiendo suavemente sus defectos. Sería deseable que todas las mamás y todas las superioras la tomasen como modelo. Mariuccia no se casará. Será la tía, la no casada, al servicio de su tribu de sobrinos y sobrinas; un poco tía gruñona -le viene de su padre- pero con un corazón de oro. Sobrevivirá 48 años a su madre y morirá piadosamente en 1885, "inscrita en el Piadoso Instituto de las Hermanas de la Caridad de San Vicente de Paúl", donde había ingresado muchos años antes de la muerte de la Beata. Los sobrinos y sobrinas, a los que no ha cesado de referir las virtudes de la abuela, aprovecharán sus lecciones. Los seis hijos de Sofía serán dignos de su madre y de su abuela. Una de ellas, María Luisa, que tenía 11 años a la muerte de la Beata, se hace religiosa en las Terciarias reformadas de San Francisco y muere, en 1863, dejando un gran renombre de santidad alegre y de austeridad. Estos detalles sobre los hijos de la Beata nos han hecho olvidar las enormes tareas que exige su educación. Para alimentar a esa nidada -un término medio de 12 picos- la Beata dispone habitualmente de seis escudos mensuales de Domenico (30 francos, 200 ó 300 al cambio actual) y "de una parte" de los restos de la mesa de los príncipes; Domenico debe compartirlos con el cocinero jefe, quien se sirve naturalmente el primero. Esto explica por qué Domenico encuentra a su Ana trabajando todavía a las dos o tres de la madrugada. No se pensaba todavía en el salario vital ni en el salario familiar, y era una desgracia. Además, la Beata estuvo constantemente, durante catorce años encinta y fue la nodriza y la primera institutriz de sus hijos. 33

Domenico le abandona en principio el ministerio de la aducción y cuanto menos se mezcla tanto mejor. Él no conoce más que dos sistemas: el palo o el caramelo de cebada. La suave vigilancia de Anita suple esa enfadosa política. Por la mañana, dicen Sofía y María, una vez dichas las oraciones, y terminado el aseo personal (Anita tiene el culto de la limpieza) salen para la escuela; luego regresan, comen, rezan el benedícite y las gracias. Por la noche, antes de comer, rezan el rosario y otras oraciones (que Mariuccia encuentra largas), siempre de rodillas; comen, Don Natali lee después la Vida de los Santos o el Boletín de las Misiones; cánticos, los niños reciben la bendición y se van a dormir. Ana se queda sola, trabaja y ora hasta el amanecer. A esto añade Domenico muchos detalles. "Ella agradecía continuamente a Dios por haberla hecho nacer en el seno de la Iglesia Católica y enseñaba a nuestros hijos a ensalzarle por tan gran favor. Cuando llegaba un sacerdote se levantaba para besar su mano y hacerla besar por sus hijos. Las niñas frecuentaban los sacramentos una vez por semana, los niños dos o tres veces por mes. Cuidaba de sus hijos como la más tierna de las madres; los colocaba en talleres cuyo buen espíritu conocía"; no dejaba de preguntar por su conducta. Cuando no podía ir al mercado, nunca enviaba a él a sus hijas, sino a Antonini. ¿Solicitudes excesivas? Ana, sin contar la experiencia de los peligros que había corrido, veía de cerca ejemplos tan singulares. El mismo Domenico aprobaba ese rigor. "En la época del casamiento de Sofía con el señor Micali, para dar a los futuros esposos la ocasión de conocerse, mi esposa permitió que el novio frecuentara la casa alrededor de dos meses antes de la celebración del casamiento y que hablase con Sofía, pero siempre en su presencia." La fiesta consistió sencillamente en una comida en familia. Domenico nos muestra a su mujer haciendo todas las noches una visita a las camitas blancas, haciendo tiernamente advertencias y reproches, recomendando la obediencia afectuosa al papá que trabaja todavía por el bien de todos. Después de darles un último beso y de hacerles una última señal de la cruz en la frente, vuelve a su trabajo. "Yo salvaré a tus hijos -le dice un día Nuestro Señor- porque llevan tu sangre. Por otra parte son pobres, y los pobres son mis amigos. Sí, yo los salvaré, aunque tengan muchos defectos". "Si todos ellos -dirá el confesor- no han procedido tan bien como ella lo deseaba, no ha sido culpa suya". Todos ellos han llegado, no a la santidad heroica, pero sí, incluso los más mediocres, a una vida altamente cristiana. Los hijos de San Luis, los de Santa Juana de Chantal, no fueron santos. B.- Una de las lecciones que la Beata se esforzó por inculcar a sus hijos fue la del orden, de la economía, del trabajo. Domenico, además del ministerio de la educación, le abandona el del gobierno interno de la familia. "Yo la dejaba gobernar -dice- pues veía que lo hacía maravillosamente. Sin embargo, quería mi consentimiento, antes de hacer la menor cosa Tenía manos de oro. En cuanto a mí, yo no pensaba en nada. Ella me hacía los pantalones, mis levitas, etc. ..." A pesar de trabajar habitualmente hasta las dos o tres de la madrugada, se hallaba levantada a las cinco para ir a la misa y a la comunión. Al volver de la iglesia, hacia las 6, lo ponía todo en orden y preparaba los desayunos. "Cuando la enfermedad la obligaba a quedarse en cama se ocupaba en remendar la ropa blanca, pero nunca permanecía ociosa". En 1799, durante la invasión francesa y la cautividad de Pío VI, los víveres escasearon y alcanzaron una extremada carestía. Además, había que hacer cola ante las panaderías durante largas horas, bajo las lluvias invernales. Y Domenico se hallaba en huelga. Ana se puso heroicamente a proveer el pan para todos, haciendo corsés, enaguas, botas, zapatillas y no dejando a nadie el cuidado de ir a esperar su turno a la puerta de las panaderías. "En una palabra -concluye Domenico con emoción- era una mujer incomparable... Yo soy viejo, pero si fuese joven y quisiese recorrer el mundo entero para encontrar una mujer semejante, me sería imposible encontrarla. He perdido un gran tesoro". No se cansa de añadir lindos detalles: A Ana le gustaba mucho la limpieza en su pequeño mobiliario, que era muy sencillo. Se hubiera dicho que se trataba de un santuario. En las paredes había algunas imágenes piadosas, nuevas y de buen gusto; en el fondo de la alcoba un oratorio dominado por el crucifijo, la imagen de Santa Filomena y un cuadro de la Madona, ante el cual ardía aquella lamparilla cuyo aceite multiplicaba los 34

milagros. En las gradas cuatro candeleros guarnecidos de cirios y vasos con flores. Cerca de la puerta la pila de agua bendita, nunca seca, pues Ana toma agua bendita para bendecir a sus hijos por la mañana, por la noche, y cada vez que salen de casa o que entran en ella. Todas estas reliquias piadosas se conservan en San Crisógono, en un pequeño museo cerca de la tumba. La más emocionante, además de la pobre mesa de trabajo junto a la cual trabajaba Ana noche y día, es la imagen milagrosa de la Virgen Mater Pietatis, maravillosamente piadosa, ante la cual sollozaba con tanta frecuencia la expiadora. Es una reproducción del cuadro milagroso atribuido a Guido Reni que resplandece siempre sobre el altar en la capilla Della Pietà, a dos minutos del palacio Chigi. Ana ha impuesto la costumbre de decir al entrar: "Loados sean Jesús y María". "Era -anota Domenico-, el saludo que nos hacía por la mañana y por la noche, bajando la cabeza con respeto". Nada de aislamiento. Ana llevaba algunas veces a nuestras hijas de paseo. Iban a visitar alguna iglesia y luego tomaban una pequeña merienda de castañas y un poco de vino. Ella también comía para darles gusto. Cuando yo tenía un poco de libertad, íbamos juntos a la santa bendición, con la familia. Por la noche íbamos muchas veces a las Cuarenta Horas en las que estaba expuesto el Santo Sacramento, Eran nuestros descansos". Vida de monjes y de monjas, se objetará. ¿Es seguro acaso que una sesión cotidiana de cinematógrafo o visitas colectivas al café constituyan una mejor escuela popular de dicha y de economía? Ahora bien, la economía y la previsión, repite Ana, son la ley de quien quiera contar con la Providencia. Y hay mucha necesidad de contar con ella. Desde 1797, séptimo año de su casamiento, la Beata ve cómo se suceden las calamidades públicas, Bonaparte suprime las Legaciones, priva al gobierno pontificio de sus mejores recursos. El Papa se ve obligado a aumentar los impuestos. Hay descontento y se producen revueltas a mano armada, dirigidas por oficiales franceses. El Directorio envía al general Berthier, quien ocupa a Roma. El 13 de febrero de 1798 es proclamada la República; sacrilegios, profanaciones. Pío VI, que tiene 81 años, y está enfermo, debe, en plena noche, dirigirse a Siena, desde donde le llevan a Florencia y luego a Parma, a Turín, Briancon, Grenoble, Valence. Allí morirá el 29 de agosto de 1799 y el gobernador del distrito escribirá al Directorio: "El Papa ha muerto. Será el último, y el fin de la superstición". Ana ve, prevé, día a día, estos acontecimientos en su sol, sigue el calvario doloroso de Pío VI, asiste a su muerte, anuncia la hora en que será elegido su sucesor y su nombre. Pero entretanto los siete cónsules instalados en Roma no han conseguido más que matar de hambre a la ciudad, entregarla a los malandrines. Anita trabaja noche y día, hace que oren sus hijos, invoca a San José, patrono de las causas desesperadas. Y la Providencia responde. En medio de los desórdenes, de los asesinatos cotidianos, ni Domenico, ni sus hijos, ni Anita, que sigue frecuentando la iglesia todas las mañanas, son molestados. Tres meses después de la muerte de Pío VI, el 1º de diciembre de 1799, se reúne el cónclave en Venecia. El 14 de marzo de 1800 es elegido el cardenal Chiaramonti: Pío VII. El 3 de julio, una vez que los franceses han salido de Roma, hace su entrada en la capital ensangrentada y arruinada. El príncipe Chigi, que ha llevado a Domenico al cónclave, se da cuenta de que el alojamiento puesto a su disposición en la callejuela del Sdrucciolo es verdaderamente insuficiente. ¡Dos habitaciones para una docena de personas! Le da una habitación más humana, vecina del palacio, Vía del Giardino. Todavía será preciso volver a mudarse en 1817 al número 195 del Corso, donde el abate Natali va a establecerse como locatario. En 1828 se producen muchos nuevos cambios de domicilio. Fijan finalmente su residencia durante siete años frente a la iglesia de San Ignacio, en el palacio Fiorelli. La tribu habita el piso bajo de ventanas enrejadas, sobre la estrecha calle del Burro. Finalmente, en 1835, Sofía Micali va con sus seis hijos a invadir d estrecho alojamiento. Séptimo cambio de domicilio. La caravana se fija en el Corso, en el palacio Righetti, frente a la iglesia de Santa María in Vía Lata, en el ángulo de la callejuela de los Santos Apóstoles. Allí es donde morirá la Beata en 1837, a cien pasos del palacio Bonaparte en el que ha expirado la madre del Emperador. Ana nunca tuvo verdaderamente domicilio permanente en este mundo. Domenico, los suyos y el abate Natali, tendrán que abandonar también esta casa para ir a vivir a la calle de las Cuatro Fuentes. 35

¡Inestabilidad de los pobres! ¡Si siquiera nuestro culto de los santos y de la historia nos indujera a respetar los lugares en que vivieron y sufrieron! Anita conserva la serenidad en estas múltiples mudanzas, en estos adioses al techo que ha visto sucederse las cunas y los ataúdes. "El alma que quiere vivir la vida del espíritu -le dice Nuestro Señor- no debe tener siempre la brújula en la mano. Así es como obran los que aman al mundo. Temen que les falte la tierra bajo los pies. Quien confía en Mí es más rico que los reyes de la tierra". "Al verdadero soldado no se lo reconoce cuando está sentado, en paz. A ese precio todo el mundo se sentiría soldado. Se le reconoce cuando está de centinela, en pie, se priva de comer, de beber y de dormir y combate fielmente por su soberano". Domenico no se eleva a esas sublimidades y hubiera querido que la santidad de Ana utilizase mejor su crédito: "Una muchedumbre de personas distinguidas iban a mi casa para verla. Yo le decía: "¿Por qué no piensas en decir tal o cual cosa a fulano de tal en beneficio de la familia?" "Ella me respondía: '¡Oh, pongamos nuestra confianza en Dios!' y otras expresiones que me cerraban el pico". "Y sin embargo su confianza en Dios era tan grande que nunca carecimos de nada, ni siquiera en las épocas más críticas. ¡Dios sea mil veces bendito por ello!" "Es cierto, no obstante, que aunque rogaba a Dios no esperaba a que la canasta llegase del cielo sin hacer nada. Fue un milagro continuo sostener a una familia tan numerosa sin que nunca careciese de nada. La amistad que le dispensaba la difunta reina de Etruria hubiera bastado para sacamos de la miseria. Pero ella estaba muy resignada a las disposiciones divinas. En las situaciones más dolorosas guardaba silencio y se contentaba con decir: "¡Hágase la voluntad de Dios!" Cuando perdimos los hijos a los que ella quería mucho los vistió con sus manos, como lo había hecho con su anciana madre y con su padre". Vio morir así a cuatro de sus hijos. "Cuando nuestro Camillo fue tomado para la conscripción, por obra de un proceder fraudulento, permaneció largo tiempo sin poder hablar. Sentía vivamente el dolor, pero se mostró resignada sin quejarse de nadie, ni siquiera de aquella que teníamos buenas razones para creer la causa de ese fraude". Sofía pierde a su marido. No hay pensión para la viuda y sus hijos. Sofía se lamenta. Anita le consuela: - ¡Oh, qué poca fe tienes! ¡Qué poca confianza tienes en Dios! Tranquilízate con respecto a tu porvenir. Dios pensará en él. La Providencia refrenda con sus milagros la confianza inconfundible. Un día Sofía se desespera. Su pequeña Peppina se ha desgarrado al jugar, la niña de un ojo. El cirujano declara: - Este ojo está perdido y el otro en gran peligro. Anita hace la señal de la cruz sobre el ojo enfermo, con el aceite de la lámpara de Santa Filomena (pequeña santa encargada de endosar sus milagros y más tarde los del cura de Ars). Al día siguiente la niña, perfectamente curada, podía ir a la escuela. Domenico sufre un ataque de apoplejía. Anita lo mete en cama, coloca la mano sobre su cabeza y se despierta curado. Oigámosle: "Una mañana de invierno me sorprendió un gran malestar en la iglesia de San Marcelo. Apenas de vuelta en casa perdí el conocimiento y luego me dijeron que se había tratado de -Dios nos preserve de ellouna convulsión apoplética, para no decir un ataque. Al recobrar el conocimiento, sin acordarme de nada, encontré junto a mi lecho al cura y a mi mujer, que tenía la mano puesta en mi frente y rogaba por mí a la Santísima Virgen. Su plegaria fue atendida por Dios, puesto que, sin ningún remedio humano, recobré inmediatamente la salud, sin que me quedara en la cabeza ni en ninguna otra parte lesión alguna, rastro alguno del golpe que me había dado. Tengo por cierto que fue la Servidora de Dios la que me consiguió esa curación prodigiosa e instantánea. Como el cura me encontró sin pulso, me había dado la absolución bajo condición, como se dice". Algún tiempo después Domenico siente tales dolores de cabeza que no puede trabajar y recorre las calles como un loco. Anita hace sobre él la señal de la cruz y Domenico se libera de su mal para siempre. Es el turno de Sofía. Atacada de fiebre perniciosa, el médico la cree perdida y aconseja que se llame al 36

sacerdote. Anita hace sobre la enferma, en estado comatoso, una señal de la cruz con la reliquia que lleva siempre consigo. La niña se despierta curada. Nueva alarma. Sofía siente dolores tan violentos en el estómago que no puede caminar ni casi respirar. ¿Un cáncer? Anita ora, toca con su mano el lugar del mal. Este desaparece. C.- Anita ha querido un hogar en el que Dios sea servido ante todo. Y Dios no se ha dejado vencer. "Asistía a la santa misa todos los días -dice Domenico- y yo sé indudablemente que ella comulgaba todos los días, aunque yo no pudiese verla. Pero los días de fiesta, cuando iba a la iglesia con ella, la veía comulgar y la dejaba en la iglesia. También los días de fiesta, cuando yo tenía un poco de libertad, íbamos juntos a la santa Bendición o al Santo Rosario en la Minerva, con la familia. Por la mañana y por la noche todos asistíamos a la oración en común. Se leía la Vida de los Santos, ora el uno, ora el otro, por la noche, antes de comer o inmediatamente después. Esta lectura servía de recreo. Ella hablaba de Dios y de las cosas santas sin hacerse molesta como ciertas devotas que quieren hablar siempre de sí mismas y de su piedad para ostentar su devoción. Se reía con los chistes que se decían en la mesa, pero sabía hacer girar insensiblemente la conversación a las cosas de Dios y nos seducía con ellas sin que nos diéramos cuenta." Anita quería que el día del Señor fuese consagrado al Señor. "Los días de semana (mi mujer) trabajaba, lavaba y arreglaba la casa con una actividad que hubiera podido fatigar a cuatro mujeres, pero los días de fiesta y los domingos se abstenía de todo trabajo servil. Empleaba todo su tiempo en orar, en hacerse leer libros piadosos y en oír muchas misas. Cuando sus hijos estaban de vuelta del catecismo, les conducía al sermón, a la bendición y luego les llevaba a dar un paseo. En el curso de la jornada no hacía mas que lo estrictamente necesario, las camas y la cocina; velaba así siempre porque las fiestas fuesen santificadas por todos los miembros de la familia'. Por la noche se jugaba sin duda en familia al escondite, a la gallina ciega y Domenico, con gran alegría de Ana, vendados los ojos trataba de alcanzar a la pequeña Peppina... "Era una paz divina", suspira Domenico.

III A. EL CAMINO REAL DE LA CRUZ. -B. EL AMOR A LA SUMISIÓN Y LA PACIENCIA. -C. LA MORTIFICACIÓN CONTINÚA. A.- La Beata compra esta paz mediante un renunciamiento constante. Nuestro Señor le da esta enseñanza de oro: "Hija mía: el provecho espiritual no consiste ni en la mortificación, ni en la frecuente participación en los sacramentos, ni siquiera en la compunción del corazón, sino en la perseverante unión de la voluntad con la mía (12). Los que quieran seguir mi camino deben contradecir en todo y en todas partes su voluntad propia. Haz las cosas que no quisieras hacer, deja de lado las que agradarían; una sola violencia de ese género me agrada mucho más que un año entero de mortificaciones. No debes decir en adelante: 'Quiero esto, tal cosa me place, tal otra me resulta penosa, no quiero hacerla'. Tal es el modo de hablar del mundo". Ella misma, según dice el cardenal Pedicini, tradujo la necesidad del renunciamiento en esta fórmula: "Para adquirir el amor de Dios es preciso remar siempre contra la corriente y no dejar nunca de contrariar la voluntad propia". (12)

En esto consiste esencialmente la santidad que se adquiere por el conocimiento del Evangelio, código de la perfección cristiana, y por los medios que indica esta instrucción, especialmente por la Comunión sacramental y oblación en Jesús, por Jesús.

El Proceso testimonia en todas sus páginas que ella siguió esa consigna, sin que por otra parte nos aconseje que para seguirla también nosotros, calquemos su conducta para ajustar a ella la nuestra. Cada alma tiene su vocación y sus gracias. No se debe imitar a Benito Labre sin discernimiento. "Había hecho con su voluntad el pacto formal de no darse nunca ninguna satisfacción sensual, de no permitirse complacencia alguna, no solamente en lo que es ilícito o sencillamente peligroso, sino también en 37

lo que es lícito." Se objeta: tales principios condujeron a los jansenistas y a la Madre Angélica a hacer locuras... Pero la Madre Angélica era "orgullosa como un demonio" e imponía el renunciamiento sobre todo a los demás. Anita era humilde y hacía de esos rigores una ley para ella sola. El promotor de la fe pone de relieve como un indicio de prodigalidad la declaración de una mujer: "Cada vez que iba a verla por la mañana me ofrecía una taza de café o de chocolate. Es cierto, termina por añadir, que se trataba de una costumbre romana." Caritativa para todos, moderaba sus simpatías naturales, pero se prodigaba con quienquiera le había ofendido. Si gustaba en la oración dulzuras excesivas, la cortaba: si se sentía desolada, la alargaba. B.- ¡Paciencia, humildad!, repetía a sus dirigidas. Pregunta a su Maestro acerca de una de ellas. "Que sea humilde con todos -le responde- sumisa con todos, obediente con todos." Ella misma lo hace así. "Aunque estaba dotada de grandes luces, su humildad era tan profunda que obedecía en todo, no solamente a su confesor, sino también, en cuanto era posible, a todas las personas de su familia", anotan sus directores. El sentimiento de su insignificancia no la abandona. "El que vive en d temor (de caer) -le repite Nuestro Señor- no caerá, pero el que no teme, ha caído ya". "Si amas, debes temer, pero tu temor debe estar lleno de confianza. No te espantes, pues si el enemigo se da cuenta de que estás aterrorizada, te habrá vencido pronto. La humildad te hará encontrar el justo medio." No hay lección a la que Nuestro Señor vuelva con más frecuencia: "El que quiere ser mi discípulo debe seguir mis huellas: el que sufre las humillaciones con fe y amor, ése es mi hijo. Sufre con humildad el desprecio y la abyección, por mi amor. Guarda un profundo silencio y baja la cabeza diciendo: `Merezco más todavía, pues mi Esposo ha sufrido mucho más'. Debes desear constantemente las humillaciones, pues por ese camino te santificarás". Nunca quiso hacer el papel de fundadora cuando pequeños cenáculos le rogaron que se pusiese a su cabeza. Ese horror a la ostentación terminaba en escenas divertidas. María Luisa de Borbón, hija del rey de España, ex reina de Etruria y más tarde duquesa de Lucques, le debía múltiples curaciones, la rodeaba de una amistad ferviente, la llamaba hermana suya. En las calles de Roma, rodeada de su corte, si divisaba a la pobre obrera, la reina corría hacia ella, "le besaba las manos." Anita cortó por lo sano y, apenas divisaba d cortejo real, se metía en una callejuela, en una tienda, o se ocultaba tras una puerta cochera. Pero no se desviaba nunca cuando encontraba a alguna de las furias que la perseguían con sus insultos. "El que es humilde, es paciente -le ha dicho su Maestro-. Un alma que sufre pacientemente las tribulaciones que le vienen de las criaturas es más grande que un alma penitente. Mi verdadero discípulo es el que, siempre igual a si mismo, sufre por dentro y por fuera, sin permitirse la menor queja con quien sea. El que posee la paciencia goza aquí abajo de todos los bienes, mientras espera a ser coronado." "Padecer y abstenerse." Anita no ha leído a los estoicos: su oficio no es construir tesis, sino tomar las cargas que recomienda. Desde el comienzo de su conversión, a los 21 años, Dios le da una sed extraordinaria de austeridades expiatorias por una Europa colmada en la que nadie está contento con su suerte. El libertinaje precede a las matanzas. Recuérdese la casa de Orléans, el Palacio Real, asilo de libertinos y de infames, donde se cambian las esposas. El asunto del collar levanta un poco el velo tras el cual se oculta una sociedad descompuesta. Lacios, novelista abyecto, compañero de libertinaje del duque de Orléans, pilar del Club de los rabiosos, Chamfort, Marmontel, mandan a paseo la religión, la moral, el orden social. En 1794 sus deseos son superados. En Marmontel es tal el horror que experimenta por los desbordes de la pasión popular, efecto de su obra, que se quita la vida. Este revolucionario de Academia hubiera encontrado en las doctrinas de Anita todo lo que era necesario para esa felicidad de la humanidad acerca de la cual no cesaba de disertar pomposamente. La Providencia hace brillar esta lección en plena tormenta. Otros, además de los filósofos, tienen gran necesidad de ella. Las dignidades eclesiásticas, en todas las partes a que se extiende la autoridad de los Borbones, son pertenencia casi exclusiva de las clases altas. No se asciende para servir, sino para ser servido y liberarse de la moral común. Las memorias inéditas de Monseñor Luquet nos muestran, aquí y allí, los 38

monasterios llenos de muchachos enrolados de oficio en la clericatura, hasta alrededor de 1850, diez años después de la muerte de Ana. Tristes vestigios del antiguo régimen, focos de escándalo, por los cuales ella debe expiar. ¡La mortificación! Iguala en ella a los más grandes ascetas. Cristo se le muestra en figura de Ecce Homo, la invita a compartir sus sufrimientos. "Las cruces voluntarias y exteriores -le dice- son a veces el precio a que hay que comprar la gracia de soportar, sin ceder, las penas (involuntarias e interiores) del corazón y del espíritu." Ayunos ininterrumpidos. "Comía como un insecto", gruñe Domenico. Por la mañana, al volver de la iglesia, una tacita de café; al mediodía algunas cucharadas de sopa y un trocito de carne. No se sentaba y servía a los demás, incluso a los criados. - La primera parte y la mejor será para la anciana madre. ¿Qué piensas de ello, Domenico?, pregunta. - Ciertamente, es preciso servir primero a los mayores. Pero ¿por qué no te sientas? ¿Por qué no descansas cómodamente? - Pero, Domenico, ¿qué hace el criado del príncipe cuando éste toma su comida? ¿Acaso no permanece en pie ante él, listo para servirle? ¿No me he convertido yo en tu sirvienta desde que me aceptaste como esposa en la iglesia de San Marcelo? Domenico, alagado, sonríe, lo que le impide observar que si ella le sirve de beber, le ralla queso sobre la sopa, se olvida de hacer lo mismo para sí. Pero no siempre se deja engañar: “Mi mujer se mortificaba, el viernes más que los otros días". Lo mismo el sábado. Entonces se contentaba con el café de la mañana y un poco de sopa al mediodía. El miércoles, en honor de San José, seguía el mismo régimen. El ayuno de la Santa Cuaresma no le basta, añade otros ayunos cuando hay que conjurar una desgracia pública o hay que salvar un alma. Lo poco que come es también para ella ocasión de mortificación. "Mi madre -dice una de sus hijas- tenía la costumbre de guardar una parte de la carne, la que comía dos o tres días después; nosotros le decíamos que tenía mal olor, pero ella respondía que la prefería así." De un temperamento ardiente, exasperado aun más por la canícula romana, siente habitualmente una sed devoradora, lo que le ofrece una maravillosa ocasión para sacrificarse. Se impone como regla absoluta no beber más que a la hora de la comida. Aun más: después de llenar su vaso con agua, comienza por beber solamente algunas gotas, para saborear su mortificación; después sirve a sus hijos y no vuelve a tomar su vaso más que mucho tiempo después. Domenico termina por darse cuenta de esos manejos. . -¿Qué haces? ¿Qué quiere decir todo eso? ¡Te diviertes con tu vaso! ¡Eh, bebe rápidamente! Ana sonríe, bebe la mitad del vaso de agua. La más joven de mis hijas -añade Domenico observando que su madre no bebía, me lo advirtió. "Papá, mamá no bebe." Entonces yo volví a llenar su vaso y quería que bebiese en mi presencia, lo que llevó a Anita a reprender a la espía. "No está bien, hija mía, observar en la mesa quién come y quién no come, quién bebe y quién no bebe. Tienes que corregirte de esa costumbre." Si se trataba de liberar a un alma del purgatorio Anita se pasaba una, dos y a veces, según se nos afirma, ocho días sin beber nada y eso en la época de los terribles calores romanos. La sed que la devoraba, confesaba al abate Natali, era entonces tal que se hubiera arrojado en la fuente vecina para apagar aquel incendio. Domenico no sabía a qué Santo encomendarse, indeciso entre su afecto y su respeto. - No comes nada, Anita. - Pero sí como tanto como vosotros, y el movimiento que hago para servir me ayuda a masticar y digerir. Además, se duerme mejor comiendo poco. ¿No dicen que el aire de Roma obliga a tener el estómago ligero? "Esto me cerraba el pico", confiesa el buen hombre. A Ana le gustaban, como a su madre, las golosinas y los dulces. Hubiera sido naturalmente golosa. Ahora bien, Domenico llevaba de la mesa del príncipe restos de golosinas, helados y sorbetes, las golosinas preferidas en otro tiempo por su Anita. Ella daba las gracias, aplaudía, gustaba aquellas cosas entre los labios 39

y se apresuraba a distribuirlo todo entre su madre y sus hijos. - ¡Pero prueba este helado! -exclamaba Domenico-. Ella se apresuraba a hacerlo, pero pronto decía haciendo un gesto: - ¡Oh, qué frío está! ¡Qué frío está! Domenico se encogía de hombros. -Eres idiota. ¡Está frío!... ¡Está helado! Por eso precisamente te lo traigo. No entiendes nada de nada. Ella lo entendía todo muy bien, inclusive el agradecimiento. Daba ese mismo helado a los niños, diciéndoles: - ¡Ved qué bueno es! probad estas buenas cosas que trae papá. Severa consigo misma, es toda miel para el prójimo. Los criados, las sirvientas, podrían sentirse molestos con su austeridad. Ella quiere servirles por sí misma, verles comer. "(Mi mujer) tenía una criada y una ayudante durante su enfermedad. Temiendo que sufriesen por la alimentación, quería verlos comer delante de ella. Cuando la enfermedad no la retenía en el lecho, les daba una buena parte de todo, lo que era más que suficiente. Las instruía en la religión y les llevaba con bastante frecuencia a misa". Y pasando dócilmente a los otros puntos del largo interrogatorio, continúa: "Guardaba fielmente sus sentidos y sobre todo sus ojos. A pesar de su vivacidad, no me conocía más que a mí, su marido. No iba a pasear con nadie más que conmigo. Nunca advertí en ella la menor falta de modestia. En medio de los más rudos trabajos de la casa estaba vestida tan modestamente como si hubiera debido mostrarse en público. En sus sufrimientos se mantuvo tan resignada y circunspecta que parecía una religiosa". "Durante la noche -añade su hija- mi madre casi no dormía, se levantaba habitualmente antes de amanecer y apenas dormía dos horas, y aprovechaba nuestra siesta para meditar." Otras maceraciones fueron conocidas únicamente por el confesor: cilicios y cinturón de hierro guarnecido de puntas, disciplinas, una corona de espinas que utilizaba en el curso de veladas solitarias, sin dejar su trabajo. "Estaba sometida a su confesor -anota Domenico- en cuanto a las mortificaciones exteriores. Solamente después de su muerte se le encontró en su cuerpo los instrumentos que utilizaba". "¡Costumbres de salvajes!" se ha escrito. Por esa época la Revolución hace caer las cabezas "como caen las tejas de un techo en tiempo de tempestad". Esto no basta: desde el Tiber al Nilo, al Berezina, durante treinta años, los osarios se multiplican, la sangre corre a torrentes y muchos que no se asombran por ese loco homicidio o inclusive lo cantan, se escandalizan de que una pobre cristiana haya querido disminuir, mediante sus sufrimientos voluntarios, la suma de esos sufrimientos involuntarios impuestos por algunos frenéticos que ya no creen en la gloria de Dios, sino locamente en la de los hombres.

IV A. CONVERSATIO IN COELIS. - LA FE DE LA BEATA. -B. SU OBEDIENCIA. -C. ESPIRITU DE ORACIÓN. -D. TENTACIONES CONTRA LA FE. A. ¡La fe! Jamás pareció su reino más amenazado. El hombre ha hecho un hallazgo admirable: sustituye la autoridad de Dios por la autoridad de algunos alumnos de filosofía: Voltaire, Rousseau, Condorcet, La Réveillère-Lépeaux. Kant declara inadmisibles las religiones positivas y advierte gravemente que el Cristianismo agoniza. La Mettrie nos consuela, haciéndonos saber que el hombre no es más que una máquina, una planta, todo lo más, un mono. Este catecismo tiene un éxito prodigioso. Doble furor hasta en las capas populares: ¡Blasfemar y moralizar! Jamás se fue más sentimental, jamás se prodigó más las palabras virtud y fraternidad que en esas épocas de degüellos rituales. En ese mundo revuelto la Beata fue la luz en el candelero. "El universo era para Ana -declara el cardenal Pedicini- un libro abierto en el que no leía más que una 40

palabra: Dios. El soplo más ligero del viento, el canto de un pájaro, la vista de un insecto o de una flor bastaba para arrobarla en Dios, para ponerla en éxtasis. El canto más vulgar de los pobres ciegos que circulan por Roma hería su corazón. Debía apoyarse en su compañera y entrar rápidamente en una iglesia. El marido, Domenico, no comprendía absolutamente nada de esos dones." Su vida es lo sobrenatural en acción, hecho sensible y palpable, y eso durante 47 años. "¿No existe ya la fe?". "No existe más que la fe", responde esta vida. La fe da la ciencia del más allá y la ciencia de este mundo. La humilde mujer no cesa de contemplar este doble universo en su sol misterioso. Salario de su fe heroica. Para el triunfo de esta fe apela a todos los mártires; sus éxtasis son un grito doloroso: ¡Santificado sea tu nombre! ¡Venga a nosotros tu Reino!". Su inolvidable señal de la cruz es una predicación que confunde a los doctores más graves no menos que su ciencia religiosa y su menosprecio de las diplomacias. "Quien sirve a Dios, dice, debe ser humilde y respetuoso, pero franco y sincero." Sus cartas a la Reina de Etruria son de una franqueza admirable. Digamos una palabra sobre esta princesa que desempeña un gran papel en su vida. En 1801 el reino de Toscana, erigido en reino de Etruria, es concedido al príncipe Luis de Parma, quien muere en 1803. Su viuda María Luisa de Borbón, hija de Carlos IV, rey de España, es quien administra el Reino, en nombre de su hijo. Obligada a abdicar, su reino es absorbido en 1808 por el Imperio francés. La infortunada princesa está a punto de perder la razón. Atacada de epilepsia, deben encerrarla en su palacio de Roma. La Beata la cura, se hace amiga suya, su consoladora, pero le muestra la mano de Dios en esos azotes que borran un reino. Duques y reyes de Toscana fueron (en particular por las famosas Leyes Leopoldinas inspiradas en el josefismo más necio) entre los príncipes católicos "los más insoportables para la Iglesia". La Beata quiere curar, no halagar. "Nunca descubrí en sus labios -anota Domenico- la más pequeña astucia ni la mentira más ligera". Solamente la fe, como veremos, inspira las austeras directivas que da a Letizia, la madre del Emperador caído. Ana Taigi pone esa misma fe en la recepción de los sacramentos. Tiene una gran devoción a la confesión y encuentra en ella durante sus enfermedades una confortación física. "Ella hubiera querido -dice su confesor- no comulgar nunca sin confesarse, pero yo le ordené que comulgara todos los días y se confesara todas las semanas." Sus confesiones eran por lo demás breves. Aconseja a sus dirigidas la confesión frecuente y breve, la elección de un buen confesor, la fidelidad; censura a las piadosas devotas que se jactan de recorrer todos los confesonarios de renombre. Ella misma como Santa Teresa, cuyas tribulaciones a este respecto son conocidas, debió cambiar muchas veces de confesor, pero no fue culpa suya. Júzguese, si no. Conoce al primer director espiritual que le ofrece la Providencia: el P. Angelo, servita. Humilde y desprendido, el P. Angelo comprende rápidamente que la tarea de dirigir a semejante alma es superior a él y la envía al Beato Strambi, quien aprueba y admira el espíritu de su santa penitente. No la abandonará nunca, no dejará de aconsejarla y sobre todo de consultarla. Pero desbordado por las ocupaciones que le imponen sus altos cargos, promovido obispo de Macerata, el Beato confía a Ana a otro pasionista. Esto sucede en el mismo momento en que ella experimenta sus grandes éxtasis. El nuevo confesor pierde un poco la cabeza, se imagina que en todas sus revelaciones el diablo hace de las suyas. Esos favores, concebibles en una religiosa, son inaceptables en una mujer casada. Es preciso, pues, rogar al Señor, si se trata de Él, que se calle. El Señor responde que el confesor no debe imponer la ley a Dios, quien distribuye sus dones a quien le place. Por añadidura se le hace imposible a la Beata, a la que asaltan las enfermedades, ir hasta el lejano convento de los Pasionistas. Domenico se enoja... Encuentra las ausencias de su mujer demasiado prolongadas. Es preciso buscar un confesor menos alejado. Es el presbítero Felipe Salvatori, ex jesuita, que después de la supresión de la Compañía continúa su ministerio en la iglesia de San Ignacio. Muy celoso, autor de numerosas obras sobre la vida de los santos y sobre el ascetismo, es un director selecto. Pero sus trabajos no le permiten seguir de cerca a su extraordinaria dirigida y, por otra parte, su admiración demasiado ruidosa orienta a una muchedumbre de curiosos hacia la casa de los Taigi. Nuevos enfados de Domenico. El P. Salvatori y el Señor se pusieron de acuerdo en que era preciso encontrar otro confesor. El quinto elegido es el P. Fernando de San Luis, trinitario descalzo. Religioso de un raro mérito que ocupará los primeros cargos de su Orden, el P. Fernando soportó durante la primera invasión francesa los 41

peores sufrimientos, el hambre, las amenazas cotidianas de muerte. Llevado ante el Tribunal revolucionario para prestar allí juramento a la Constitución Civil del clero, se niega a hacerlo. Muy versado en la ciencia mística, el trinitario será, a la vez, el director de Ana y el de su amiga y émula en santidad y en gracias místicas Isabel Canori-Mora, madre de familia, como Ana, pero casada con un descreído. Convertido por la muerte de su mujer, éste vivirá santamente durante 11 años bajo el sayal de los Menores Conventuales. El P. Fernando, no contento con afiliar a Anita en su Tercera Orden, exige que lleve el hábito de la misma y no sólo en casa, lo que Domenico acepta, sino también en la calle. Pero el hombre quiere salir con una mujer vestida como todas y no con una religiosa. Cuando Anita queda encinta de su hija Mariuccia, las exigencias del P. Fernando exponen a Domenico a mil frases mordaces. Exige un cambio de confesor. El sexto elegido, por la gracia de Dios, será duradero. El P. Felipe Luis de San Nicolás, carmelita descalzo, dirige a Ana hasta la muerte: 30 años. Su declaración jurídica (formará un gran volumen) es una obra maestra. Raimundo de Capua, director de Santa Catalina de Siena, no lo hizo mejor. Por este P. Felipe, por el cardenal Pedicini y por el confidente, Don Natali se conocerá la vida íntima de la santa. Este "sacerdote confidente", encargado de anotar día a día las "comunicaciones celestiales" hechas a la Beata y que para ello vivía en su casa, debía llamar la atención del Promotor de la fe. Muchas veces vuelve a la carga: ¡imprudencia!, ¡peligro de escándalo! Le responden: la virtud de este sacerdote y su prudencia descartaban todo peligro. Domenico, no obstante tan desconfiado, tuvo siempre por él la mayor veneración y quiso morir en sus brazos. "Es mi penitente -declara el P. Felipe Luis. Le he encargado de tomar nota de todo lo que suceda a la Servidora de Dios y he comprometido a ésta a no ocultarle nunca nada." Santa Teresa nos advirtió que Nuestro Señor le ordenó que hiciera comprobar así todas sus revelaciones. Por añadidura Ana, ocupada por su numerosa familia, enferma con frecuencia, no puede ver a su confesor más que cada ocho días, aunque recibe diariamente comunicaciones que interesan a la Iglesia. Los cardenales, los príncipes, los papas la consultan. ¡Sin embargo no es Domenico a quien puede confiar sus respuestas! Monseñor Natali es, pues, el secretario y el mensajero, no por su propia voluntad ni por pedido de Ana, sino por requerimiento del confesor y por orden del Beato Monseñor Strambi, su obispo. ¡Singulares conjunciones de santos que se encuentran en todas las crisis de la Iglesia! En el momento en que la Beata va a desaparecer entra en el Seminario de Chieri el que será San Juan Bosco, amigo y discípulo de San José Cottolengo y dirigido del Beato José Cafasso. La Beata ha recibido el primer llamamiento al desapego de sí misma por la vida ejemplar de San Benito José Labre; sus primeros pasos y sus progresos en la santidad son dirigidos por un hombre tan eminente por su ciencia y sabiduría como por su santidad, el Beato Monseñor Strambi. Misionero Pasionista, profesor de teología, rector de la Casa-Madre de Roma, provincial y definidor, obispo de Macerata, Monseñor Strambi es además confesor de la fe. Deportado en 1808, vuelve a su diócesis a la caída del Imperio y ruega a Pío VII que lo descargue del episcopado. Pío VII se niega, pero León XII lo retiene en el Vaticano como consejero y aquél cae gravemente enfermo. Monseñor Strambi, que le asiste, ofrece su vida por el Papa. Este se cura, pero algunos días después muere el obispo. Beatificado, su causa es reanudada para la canonización en 1925, y la de su dirigida en 1926. ¡Coalición de santos!. ¡La obediencia de la Beata al Beato Strambi y a sus otros directores es un hermoso capítulo de la Leyenda Aurea! Ella, no solamente renuncia a sus ayunos obedeciendo a una palabra de su Director, sino que oye las órdenes a distancia. Un día Monseñor Natali acompaña al duque de Altemps, quien va a pasar una temporada de retiro en el convento de San Buenaventura de Palatino. Ana está en cama, enferma. Ahora bien, a Don Natali, quien se encuentra en una gran dificultad de conciencia, se le ocurre la idea singular de ordenar a la Beata, que se halla a una media legua de allí, que se cure, se levante y vaya a aclarar sus dudas. Menos de una hora después llaman a la puerta. Ana está allí, sin aliento. - "No me haga más bromas de esta clase"- dice sonriendo. "Soy madre de familia y no puedo perder mi tiempo viniendo de tan lejos." Después tranquiliza al sacerdote y regresa. 42

La autoridad del Director es para ella la de Dios. En la hora de las grandes tribulaciones quisiera evitar la comunión, pero confesarse todos los días. "Comulgad todos los días y confesaos cada ocho", responde el confesor. Ella obedece. El cardenal Pedicini, en su declaración, sugiere por otra parte que los confesores no entendieron siempre su deber. En medio de las persecuciones diabólicas, de las terribles obsesiones de que hablaremos, el confesor de la Beata consintió "muy rara vez en oírla. Ella se presentaba cada ocho días, pero él la enviaba de vuelta sin escucharla, con una simple bendición. En esta época yo la conocí quizá mejor que el confesor y puedo atestiguar el heroísmo de sus virtudes." Por otra parte, no dejó de mostrar heroísmo el eminente prelado al seguir actuando en esa época de secretario de la Beata. Como él mismo confiesa, debió hacerse una constante violencia para despreciar las calumnias. Si la voz del confesor no está de acuerdo con la que oye en su interior, a él obedece empero la Beata, aun sabiendo el fracaso seguro de la empresa ordenada. ¡Y qué decir de su plegaria! "En las que hacíamos en común -declara Domenico- su fe era tan viva, el tono de su plegaria de tal modo animado, que hablaba a Dios y a la Santísima Virgen como si los hubiera tuteado." Y la nieta de la Beata dice: "No sabía hablar más que de Dios. Apenas abría la boca para hablar de las bondades de Dios, parecía quedarse en éxtasis." Esto no impedirá que el "abogado del diablo" destaque otros testimonios de los parientes de Ana: hablaba, reía como todo el mundo, como una persona sencilla y buena. ¡Pero qué! ¿Nos hemos de imaginar a los santos en un eterno pedestal? No es así como los habitantes de Nazareth vieron a Jesús; entonces no se explicaría su asombro lleno de escándalo cuando el "hijo del carpintero" les anuncia el Reino de Dios. La fe de Ana es contagiosa y basta para convertir a los peores incrédulos. No obstante, a veces la victoria exigía largas discusiones. ¿Estaba Ana armada para esto? Los teólogos lo negarán, pensarán en dar el alerta a la autoridad. Monseñor Strambi, no menos sabio pero más santo, se muestra más clarividente. Desesperando un día de convertir a un gran pecador, alto dignatario de la masonería, lo envía a la Beata. He aquí la historia, una verdadera novela... Se trata del propio hermano de Monseñor Natali, su hermano mayor, Giusseppe. Educado cristianamente, pierde muy pronto a su padre, sacude el yugo materno y se lanza en los peores desórdenes. Para acallar la voz de su conciencia, lee obras libertinas, llega a utilizar la pistola y el cuchillo, hasta amenazar al sacerdote que quiere impedirle que salga en compañía de jóvenes bandidos. Vuelve herido. El sacerdote lo cuida, le cura. Pío VII es transportado a Savona y los franceses ocupan sus Estados. Giuseppe obtiene la confianza de los nuevos amos, que le confían misiones bien retribuidas. Se hace carbonario distinguido, sus desórdenes producen escándalo, incluso en aquel medio poco exigente. Termina por aliarse con una dama noble separada de su esposo. No le faltan las advertencias providenciales. Al atravesar un río a caballo, es arrastrado por la corriente y está a punto de ahogarse. Mientras fuma un cigarrillo en la ventana, cae un rayo a sus pies, le derriba, le deja cojo. Al atravesar la campiña de Ascoli, está a punto de caer en manos de los bandidos, que dan muerte a sus amigos. Nada hay que hacer. Pero una vez enviado Napoleón a Santa Helena, los Estados Pontificios vuelven a poder de su dueño. Acribillado de deudas, falto de recursos, el joven carbonario se mete en cama enfermo. La dama, que extraña su ausencia, toma el barco, se presenta en su casa... y cae atacada de apoplejía. Sólo tiene tiempo para exclamar: "¡Pronto, un sacerdote!" Muere antes de la llegada del sacerdote, la entierran como una maldita y el carbonario decide terminar con la vida. Prevenido, Don Natali, sale de Macerata, atraviesa las montañas cubiertas de nieve, llega a casa de su hermano, que se halla en trance de preparar sus pistolas, lo calma, lo lleva a Macerata junto a la vieja y piadosa mamá, lo confia a Monseñor Strambi que acaba por formarse de él un juicio sumamente desfavorable, y lo tiene por un hombre vendido al diablo. Pero Don Natali vuelve a Roma, habla a Ana de su Giuseppe. Monseñor Strambi quisiera que se ocupase de él. Ella sonríe y dice: - Si viene a Roma, lo intentaré con la ayuda del Señor... Vuestro hermano se convertirá al final de su vida, cambiará de piel como el zorro. Pero para que no vuelva a caer, Dios le privará de conocimiento 43

inmediatamente después. ¡Lo agarrará por un cabello! Giuseppe va a Roma, todavía enfermo. Ana ruega, conquista su confianza, proporcionándole comodidades. Curado provisionalmente, visita a su vez a la Beata y al principio, la trata con altivez. Lo cual no la desalienta, pues le refiere, como si hubiera sido testigo de ella, la novela innoble de su vida, resuelve sus dificultades, lo domina. Pero, de regreso a su casa, el diablo vuelve a apoderarse de él y le sugiere esta resolución: perder la fe de su bienhechora y pervertirla. Duelo espantoso. El confesor nos testimonia que el joven hizo esfuerzos inimaginables para corromper a la Beata y quebrantar sus convicciones. Ella, entretanto, se entrega "a ayunos extraordinarios y terribles mortificaciones." La batalla dura tres años. Ana paga cara la victoria. "Fue para ella -dice el confesor- como una enfermedad mortal. El infierno se desencadenó contra ella. El mismo día en que el joven entró en la casa por primera vez, los demonios trataron durante toda la noche de estrangular a Ana, después de llenarla de injurias. El abate (Natali) pasó toda esa noche en espantos mortales, oyendo el escándalo diabólico". Llegado el verano, el carbonario, que no parecía haberse enmendado, parte de nuevo, arruinado, para Macerata. Sus antiguos amigos le acogen como a un pestífero. Nueva crisis de desesperación. Pero las plegarias y los consejos de la Beata le acompañan. En el mes de agosto de 1818, viendo llegar su fin, llama a un sacerdote, se confiesa, abjura de sus errores, cae inmediatamente en letargo y muere. "Dios lo ha agarrado por un cabello". Otro día es un sacerdote ganado por el protestantismo quien consiente en verla. La encuentra en su pobre habitacioncita, vestida con el hábito de las Terciarias, ropa de lana blanca, escapulario blanco con una cruz roja y azul; en los hombros un pañuelo blanco que llega hasta el delantal; la cabeza vendada a causa de las torturas que sufre en los oídos; una sencilla toca de obrera en forma de colmena En la tasa de trabajo útiles de costura, un rosario, un crucifijo. El rostro es bastante vulgar, grueso el mentón, la nariz también, los pómulos acentuados, la boca grande, los labios casi rectilíneos. Pero la mirada penetrante, la sonrisa transfigurada infunden respeto al pobre extraviado. Ana le hace sentar, le relata en algunas frases su vida lamentable, refuta sus sofismas. La conversación se renueva. Vencido y mudo mientras ella está presente, el orgullo se vuelve a apoderar de él a la salida. Un día la Beata corta por lo sano. - Mi buen señor -le dice- no tenéis mucho tiempo que perder. El fin de vuestros días llega a grandes pasos. Algunos días más tarde él cae gravemente enfermo y Anita le envía a decir: "No os volveréis a levantar." Cede la resistencia. El sacerdote abjura de sus errores, se confiesa y muere en paz. Los Procesos citan otros veinte hechos, que se refieren ora a su poder milagroso ora al de la fe. La siguiente conversión costará a la Beata 20 años de oraciones. Se trata de un émulo de Job creyente en otro tiempo, llevado a la rebelión por una serie de infortunios. Ana le impide muchas veces suicidarse y, por un fenómeno habitual de reversibilidad, toma sobre sí el infierno en que él se debate. Él vuelve a encontrar la fe, mientras ella se sume en tinieblas indecibles. Él sobrevivirá a la Beata y dará testimonio. Esta lucha por la salvación de los náufragos es pagada siempre con mil tribulaciones. Ella ha aceptado ser anatema para sus hermanos. El triunfo de la fe, dice el cardenal Pedicini, contribuye a su martirio, le arranca gritos, sollozos cuando va con los pies desnudos a San Pablo Extramuros y ruega ante el crucifijo milagroso, cuando hace el Viacrucis en el Coliseo. Allí es donde traba amistad con la madre de Napoleón I y con el hermano de Madame, el cardenal Fesch. Los judíos, cuya importante actuación para bien o para mal en los asuntos de este mundo, ella ve, le interesan particularmente. Anuncia un gran movimiento de conversiones entre ellos, así como la importancia del papel que desempeñarán para la vuelta de las sociedades al Evangelio. La conversión de Alfonso de Ratisbona, en San Andrés delle Fratte, se producirá a los cuatro años de su muerte, pero la de su hermano Teodoro de Ratisbona la precede en diez años. Ve en su Sol las fundaciones de los dos hermanos: los religiosos y Religiosas de Nuestra Señora de Sión, primeras congregaciones que tiene por objetivo directo la conversión de los israelitas. 44

Sofía acompaña un día a su madre a los Santos Apóstoles, donde se va a realizar el bautismo de una judía. La reina de Etruria es la madrina. Para no ser vista de la reina, que no dejará de ir a abrazar a "su hermana Anita", la Beata se oculta en el fondo de una capilla, cae en éxtasis a la vista de la cosecha cuyas primicias aporta esta conversión. A la salida deja que estalle su júbilo, porque esa convertida es una grande alma... Irá al cielo sin pasar por el purgatorio.

V LA ESPERANZA TRIUNFANTE. - POBREZA Y DESPRENDIMIENTO Mientras siembra a su alrededor los milagros de conversión Ana desciende las gradas de su anonadamiento. Se la oye sollozar: "Dios mío, tened piedad de mí, que no soy más que pecado". Pone toda su confianza en Dios. Falta el pan, ella lo advierte, pero rechaza los presentes de sus favorecidos. Tiene, como San Pablo, el orgullo de permanecer libre. Acaba de curar a una patricida que quiere recompensarla: - No sirvo a Dios por interés. Agradeced a la Santa Virgen y no a mí. - Aceptad por lo menos esto para vuestros pobres. -Vos misma podéis distribuirles esas limosnas. No mezclemos el dinero en las obras de Dios. Inclusive en 1815-1816, durante el hambre que sigue a la caída de Napoleón, abrumada por la preocupación del pan cotidiano, nada pide, trabaja el doble, ora, y vuelve a decir: - No podemos poner nuestra confianza más que en Dios. Los hombres son veletas que giran a todo viento. Dios es el único que no cambia. - Pero vuestros numerosos hijos... ¿Les vais a dejar que sufran hambre?, objetan los sabios. - Por favor, no hagáis a Dios la afrenta de pensar que puede abandonarnos. Dios recompensa esta esperanza imperturbable. Espiguemos entre los cien hechos que se citan en los Procesos. Ana ha ido a San Pablo Extramuros para decir a Nuestro Señor: - Ya no hay pan. - Vuelve a casa y lo encontrarás. Ana vuelve a casa, donde la espera una carta del marqués Bandini con una pequeña letra de cambio. Otro día tampoco hay pan. Ella se pone de rodillas y dice: - Señor, vuestra indigna servidora espera de Vos el pan de hoy. Llaman a la puerta. Un desconocido lleva una carta enviada desde muy lejos con una limosna y estas palabras; "He sabido que tenéis necesidad; permitidme acudir en vuestro socorro". ¿Acepta, pues, limosnas? Sí, cuando no amenazan su libertad ni su pobreza. De lo que le envían sólo toma lo necesario. El resto va a los pobres. Lo que es más singular es que impone suavemente la misma ley a sus colaboradores, a su secretario, Don Natali. El emperador de Austria escribe tres veces a Roma para procurarle un beneficio. Anita evita que lo sepa el tribunal de la Dataría. Otra vez le ofrecen dos beneficios. La Beata le advierte que ora para que fracasen los proyectos. "Tuve la suerte -declara Monseñor Natali- de ver íntimamente a la Servidora de Dios durante más de treinta años. Practicó tan perfectamente el desprendimiento de los bienes terrenales que mereció por ello los mayores elogios." ¿Pensó siempre así? Es dudoso. ¿Y Domenico? "Yo le decía: ¿Por qué no piensas en hablar a tal o cual?" La reina de Etruria, declara el cardenal Pedicini, con el objeto de tener a su lado a la consejera, propone que se emplee a Domenico en su palacio como bodeguero con un buen sueldo. La familia seguirá a Domenico. Todos tendrán así su porvenir asegurado. Ana se niega por los motivos siguientes: "no excitar las envidias, no elevar a su familia por encima de su rango, permanecer siempre libre al servicio de Dios; los compromisos que se contraen con los grandes exponen a traicionar la verdad para halagarles". Responde, pues, a la reina: 45

- Ruego a Vuestra Majestad que nos deje en nuestra mediocridad. El Señor nos quiere en el estado en que nos hallamos. Nunca nos faltará nada necesario. Otra escena: la reina, afligida porque la pobre nujer nunca le pide nada, abre un día ante sus ojos un cajón lleno de oro. - Toma, toma, Nanna Mia, toma lo que quieras. Anita sonríe y, con esa libertad que recuerda a los grandes su pobre realidad, le dice: - ¡Qué ingenua sois, pobre señora mía! Yo sirvo a un dueño que es mucho más rico que vos. Confío en Él. Él provee cada día a mis necesidades. Juzgad si puedo dejarlo para atenerme a estas niñerías. La reina comprende. Domenico termina por comprender. "Me parecía que ella obtenía un milagro continuo al proveer a todas las necesidades de una familia tan numerosa. ¿Qué hubiera podido hacer yo con mi sueldo de seis escudos por mes? Yo la dejaba hacer, porque había observado que cuando había orado o practicado alguna buena obra, la Providencia acudía en nuestro socorro." A veces había que acudir a algún ardid para conseguir que se aceptase una limosna. Un rico católico inglés que debía favores a la Beata quiso asegurarle una pensión vitalicia. Negativa. El buen hombre recurre a desconocidos para que le entreguen algunas limosnas cuando Ana carece de lo necesario. Pues nunca se trata de lujo. Martirizada por las enfermedades, Ana rechaza una alfombra usada que le ofrece el abate Natali; aquejada por su asma, sin poder descansar en su cama, rechaza un sillón y sólo quiere una silla de paja sin almohadilla ni respaldo. El cardenal Pedicini la ve muy molesta en su estrecho departamento y le ofrece otro departamento en el inmenso palacio de la Cancillería. Negativa. El cardenal Fesch reitera ofrecimientos semejantes. La misma negativa. Y no obstante, dice Sofía, "nuestra madre vivió horas de angustia indecible." A pesar de su trabajo encarnizado, llegó a ocurrir que sus hijos tuviesen que contentarse para comer con "un pedazo de pan mojado en aceite y vinagre." En 1799, desterrado Pío VI, el príncipe Chigi no paga salario alguno a Domenico. Además, como se ha visto, sobreviene el hambre, la necesidad de hacer cola ante las panaderías en las que se hacen las distribuciones gratuitas a los indigentes. Se siente la emoción del viejo Domenico cuando recuerda esa época dolorosa: "¡Ah, pobre mujer mía! Ella, tan delicada, obligada a permanecer durante todo el día al frío y al viento para que no padezca su familia". "Aunque se hallaba encinta -precisa Monseñor Luquet- y agotada por sus otras fatigas, ella lo hizo durante todo el tiempo de la miseria extrema." Entonces es cuando se ingenia para fabricar sandalias y camisetas, corsés y vestidos. La Providencia interviene. Este trabajo la pone en relaciones con las Religiosas de Santo Domingo y gracias a ellas y a la reina de Etruria, que también le procura trabajo, puede invertir cinco escudos por mes en la alimentación de la lamparilla del oratorio. La Beata rechaza las otras larguezas. La critican. Pero Nuestro Señor la elogia, quiere en ella ese menosprecio de los bienes terrenales y esa confianza. Emprende a veces la peregrinación por las Basílicas, sin un cuarto, y se contenta con decir a Nuestro Señor: "Piensa en ello." Él piensa. No le agradan los caracteres tímidos, que titubean por temor a los riesgos. "Cuando veas dificultades en los negocios, sabe que se trata de pruebas que te hacen cara a mi corazón y que tendrán una solución feliz si me dejas su dirección. Las cosas fáciles parecen buenas al principio, pero un veneno oculto de amor propio las corrompe... Comienzan por tener buen éxito, pero muy pronto van de mal en peor". "María, Madre de la Santa Esperanza -dice ella con frecuencia- ruega por mí. Jesús, padre y sostén de los pobres, ten piedad de mí". Y la escuchan.

VI A. CARIDAD. -ÉXTASIS. -LA EUCARISTÍA SIN VELOS. -DEVOCIÓN A LA SANTÍSIMA TRINIDAD. -AL SAGRADO CORAZÓN. -A LA PASIÓN. -A NUESTRA SEÑORA DE LOS SIETE DOLORES. -A SAN JOSÉ Y A LOS SANTOS ÁNGELES. 46

"Su caridad era como la llama de un volcán." La naturaleza para ella es un inmenso poema. Le es preciso hacer un gran esfuerzo para substraerse un instante al pensamiento de Dios. Se pone a limpiar sus cacerolas y de pronto ve en ellas a Nuestro Señor. Se apresura a desviar sus miradas y luego, vencida, se queda extasiada con su cacerola en la mano. Sofía la representa limpiando las telas de araña y de pronto separada de la tierra, con las crines de la escoba en el aire. Y Sofía exclama: - Mamá, ¿a dónde vas? No hay allí arriba nada sucio. Al día siguiente Dios le transporta al tercer cielo junto al hornillo. Fulminada, tiene que sentarse y Sofía le suplica: - Mamá, estás fatigada, yo voy a hacer eso. Vuelta en sí, Ana suspira: "¡Dios mío!" y vuelve a sus fuentes y platos. Luego es en la mesa: con el tenedor en la mano se detiene, los ojos fijos en el cielo. Domenico, que nunca comprende esas "excentricidades", la llama: "¡Anita! ¡Mariani'!" Nada. La sacude, temiendo una apoplejía, le prepara una infusión de tila. Termina por acostumbrarse, por tomarlo como "convulsiones y un adormecimiento." Cuando Anita recobra sus sentidos, refunfuña: - ¿Cómo puedes dormirte en la mesa? Te caes de sueño. Sería conveniente que te acostases más temprano. Después de la muerte de su mujer termina por sospechar algo: "Creo que mi mujer fue gratificada con dones sobrenaturales; en cuanto a los éxtasis, apenas pude darme cuenta de ellos. Me acuerdo, sin embargo, de que por la noche, al rezar el rosario, sucedió muchas veces que ella no respondía. Lo mismo en la mesa sucedió muchas veces que se quedaba abstraída, ora con el tenedor en la mano, ora inmóvil. Yo la llamaba y ella reanudaba sus funciones sonriendo." En el fondo, pariente próximo de Perogrullo, Domenico había atribuido siempre mucha más importancia a la buena sopa de su santa que a sus éxtasis. Y además ese anciano de 92 años se hallaba un poco irritado con todas esas maravillas de que le hablaban y de las que él nada había visto. En fin, no podía ya fumar una pipa en el Corso sin que le asediasen. Se negaba a responder o se contentaba con decir: - Sí, era verdaderamente una buena mujer-. Y luego, alzando los hombros, añadía -¡Pero dormía siempre! Para conmover al anciano mozo de cordel era preciso "atacar." - Entonces, era perezosa. Y él saltaba como un resorte para demostrar que desde el origen del mundo no se había visto una mujer tan valiente. Luego se terminaba por sacarle algunos detalles: Cuando se adormecía así, con los ojos fijos en el cielo, Mariuccia lloraba: - ¡Mamá ha muerto! ¡Mamá ha muerto! - No, está orando-, rectificaba Sofía. - Callaos, duerme-, refunfuñaba Domenico-. Dejadla. No ha dormido esta noche. Mientras se rezaba el rosario el éxtasis era reglamentario, lo cual escandalizaba aun más a Domenico. - Es una vergüenza dormirse así durante la oración, cuando se tiene toda la noche para dormir. (Proceso y Sumario). "Al ir a verla por la mañana -dice el cardenal Pedicini- la encontraba con frecuencia en éxtasis y me veía obligado a esperar pacientemente hasta que volviera en sí. El éxtasis la arrobaba en medio de nuestra conversación. Yo esperaba. Solamente mediante la obediencia se la podía hacer volver en sí". - "Yo he sido con mucha frecuencia testigo de sus éxtasis, añade su confesor- cuando visitamos las siete basílicas en compañía del cardenal Pedicini. Ella comulgaba entonces, extraordinariamente, en la capilla del Santo Crucifijo, en San Pablo. Inmediatamente después de la comunión perdía enteramente el conocimiento, pero como nosotros debíamos continuar la peregrinación, le daba tácitamente, en nombre de la obediencia, la orden de recobrar el uso de sus sentidos y de seguirnos inmediatamente." Lo que hacía. La Beata terminó por quejarse a Nuestro Señor. 47

- Dejadme tranquila, Señor. Retiraos; tengo mis ocupaciones. ¡Soy madre de familia! Después de la comunión, cuando siente que va a caer en éxtasis, abrevia sus plegarias, corre a su cocina, pero el Espíritu se apodera de ella en la calle, hasta el punto de que debe hacerse acompañar. La vista de una cruz, de una flor, de una Madona la detiene encantada en medio del Corso, entre los carruajes, y los cocheros se impacientan. Ella se refugia en una iglesia vecina. Naturalmente, la persiguen las pullas. Unos la admiran, la mayoría se echa a reír. El cardenal Pedicini confiesa su impotencia para dar una idea de los favores de que estaba colmada durante su comunión cotidiana. Con la cabeza y los hombros envueltos en su velo blanco, las manos juntas, un rosario en los dedos, llora con largos sollozos; los suspiros le levantan el pecho. ¿Acaso un testigo no llega a hablar de "llamas y de rugidos del Vesubio" para dar una idea de esa caridad devoradora? Ana discierne por su perfume, las almas en estado de gracia; adivina al entrar en una iglesia en qué altar se encuentra el Santísimo Sacramento. Un sacerdote secular que decía la misa en la iglesia de San Ignacio, cuenta el P. Salvatori, tomando a la Beata por una hipócrita, tuvo la idea singular de darle, para probarla, una hostia no consagrada. Ana comprendió la superchería y Nuestro Señor le ordenó que diera cuenta de ello a su confesor. El P. Salvatori dio una severa reprimenda al sacerdote, quien no negó lo que había hecho. Otro día anota el cardenal Pedicini, Anita se prepara a comulgar en la iglesia de los trinitarios. Cuando el padre franciscano irlandés que celebra la misa se vuelve para decir: Ecce Agnus Dei, la hostia que tiene en los dedos vuela, permanece un instante suspendida en el aire y va a posarse en los labios de la Beata. El buen Padre toma muy a mal el asunto y al volver a la sacristía protesta por el desprecio de la liturgia, por el sortilegio. Anota en su libreta el nombre de la culpable para denunciarla al Santo Oficio. Dos trinitarios que se hallan presentes terminan por calmarle y hacerle entender que Dios es el dueño de la liturgia. Muchas veces Anita, en el momento de comulgar, ve animarse la hostia. Jesús está allí, ora en forma de un niño que reposa en los pétalos de un lirio blanco y que le dice: "Soy la flor de los campos y el lirio del valle", ora en forma de un rey vestido de púrpura y que le dice: "En esta muchedumbre que ves en la iglesia apenas hay dos almas verdaderamente sinceras en su amor. Las otras están igualmente dispuestas a venir a la iglesia o a ir al teatro". El cardenal Pedicini es un testigo inagotable de muchos de estos hechos. Ha anotado, en el mismo instante, esto: Ana comulga en la capilla Della Pietà, en la plaza Colonna. Después de recibir la hostia cae fulminada. Los presentes se asustan. Vuelta en sí confusa, se queja a Nuestro Señor, como lo hacía Santa Teresa, y con la misma falta de éxito. Él responde: "Debes esperar sufrir estas penas y muchas más todavía " En efecto, añade el cardenal: "En cuanto recibía a Nuestro Señor se apoderaba de ella el éxtasis. Muchas veces, después de haberle dado la santa comunión, yo debía, a fin de que no se hiciese notar demasiado, darle tácitamente desde el altar la orden de reprimir los movimientos de su corazón que estallaba en ardientes suspiros. Le costaba mucho reprimir este ardor. Yo veía correr el sudor por su rostro, incluso en el invierno. En las iglesias desiertas, como en San Pablo Extramuros, yo no contenía su fervor. La he visto con frecuencia caer de pronto después de la santa comunión como si hubiese sido fulminada y permanecer largo tiempo en esa posición." Un día Anita se halla en éxtasis al volver de comulgar en la iglesia Della Pietà, cuando se oye un alerta fuera, entre los soldados franceses. Se produce un tumulto, se oyen tiros de fusil, redoblan los tambores. Todo el mundo huye. El sacristán agita sus llaves, golpe a las puertas. "¡Pronto! ¡Salid pronto! Hay sangre." Anita, que nada ha oído, sigue en éxtasis, en tanto que el sacristán corre a ocultarse en un armario de la sacristía. (Acabo de visitar ese armario, es espacioso y sólido.) Vuelta en sí y muy sorprendida de encontrarse encerrada, Anita llama en la sacristía. En el fondo de su armario, d sacristán, más asustado que nunca, no se mueve. Termina por venir a preguntar por el ojo de la cerradura: "¿Quién está ahí?" Al oír una voz de mujer se atreve a abrir y se dirige al pórtico temerosamente. El tumulto se ha calmado, pero los soldados están todavía allí, en la Plaza Colonna, en armas... Tranquilamente, Anita atraviesa sus filas y vuelve a casa. Las cosas no terminan siempre tan bien. Por más que se empequeñece, se oculta para su acción de gracias, se 48

envuelve en su velo, piadosas fariseas con las que se mezclan algunos escribas, terminan por gritar que escandaliza, que está poseída. Ella cede a la tempestad cambiando de iglesia cada mañana. Pero Nuestro Señor interviene, quiere que haga frente y que menosprecie esas burlas. La batalla se reanuda. Ana va con frecuencia a comulgar a esa capilla Della Pietà vecina a su casa y abierta siempre desde primera hora. Ahora bien, un parroquiano distinguido ha jurado expulsar a esa hipócrita. Apenas ella se acerca a la santa mesa él retira vivamente el mantel de la comunión. Anita nada dice, vuelve a su puesto, espera la misa siguiente. El buen hombre termina por cansarse. Ahora es el sacerdote celebrante quien prosigue la lucha y al llegar a la Beata la pasa por alto sin darle la comunión. Si va ella sola, se niega a abrir el tabernáculo. Ana saborea la afrenta, pero Monseñor Natali, informado por testigos, acude a recordar al sacerdote su deber al comienzo de la misa. El sacerdote se encoge de hombros y pasa por alto nuevamente a la Beata. Indignado, Monseñor Natali se dirige a la sacristía y amenaza con una denuncia en regla. Sorprendido de que un sacerdote de esa calidad pueda interesarse por una mendiga, el celebrante reflexiona y termina por dar excusas. Pero la Beata se vuelve contra Don Natali: - ¿Qué habéis hecho? -le dice. A lo que responde el abate muy sabiamente, - Si encontráis placer en ser insultada, está bien. Pero yo no debo permitirlo cuando me doy cuenta de ello. Ambos puntos de vista son exactos. A veces es loable aceptar una granujada para sí mismo, pero nunca aprobarla cuando se dirige al prójimo. Cuando Gregorio XVI le concedió el favor de un oratorio privado a causa de sus continuas enfermedades, la casita de Ana se convirtió en un Cenáculo en el que ella pudo entregarse al abrigo de las miradas a los impulsos de su fe. El cardenal Pedicini describe los fenómenos exteriores que siguen entonces a las comuniones de Ana: el rostro se inflama, se oye como el crepitar de una llama que levanta el pecho hasta romperlo. C.- Fenómenos similares se producen cuando Ana habla de la Trinidad, del Sagrado Corazón o de María. Comienza sus cartas con esta invocación: ¡Alabada sea la Santísima Trinidad! La renueva al comienzo de cada acción. Consagra todos sus viernes al Sagrado Corazón. Pero más que en los tratados de devoción es en los mismos misterios de la vida de Jesús donde estudia al Sagrado Corazón. Bethleem, Nazareth, la divina infancia, el taller de José, el calvario son el objeto de sus contemplaciones. Mientras su salud se lo permite va periódicamente, 40 días seguidos, con los pies desnudos, a venerar al Crucifijo de la prisión Mamertina. Como Santa Catalina de Siena, oye, ya lo hemos visto, que el Crucificado la invita a hacer su elección: - ¿Qué deseas? ¿Seguir a Jesús despojado o a Jesús triunfante? - Abrazo la cruz de mi Jesús -responde-, y durante toda su vida muestra la seriedad de su respuesta. La Virgen de los Siete Dolores, "mi querida madre", como la llama, reina en su pequeño oratorio. Una lamparilla arde sin cesar ante ella. No obstante, como los bienhechores opulentos curados por Ana con el aceite de esa lamparilla se han cansado pronto de mantener esa pobre lámpara, Ana, reducida a la miseria, la deja apagarse. Por lo cual la reprende Nuestro Señor, censurando su falta de confianza. La lamparilla es encendida nuevamente y el aceite será renovado puntualmente en la lámpara de plata proporcionada por la reina de Etruria. Orando un día en la iglesia de Ara Coeli, cerca de una imagen de la Virgen, pintada en una columna, Ana ve que la imagen se anima y oye que le dice: - Hija mía advierte al Padre X que me encuentro aquí sin luz y que quiero ser honrada particularmente en este sitio. Si los Padres no hacen lo que les pido, les obligaré a hacerlo por medio de milagros. Los Padres se hicieron los sordos, pero los milagros trajeron consigo los ex votos y con ellos la conversión de los Padres. "Mamá -declara Sofía- rezaba el Angelus de rodillas y celebraba con mortificaciones la vigilia de todas las fiestas de María. Inscrita en el Santo Rosario, nos hizo inscribir también a todos. Se hallaba inscrita también en el Monte Carmelo y llevaba el escapulario del mismo." Durante un éxtasis, la misma Virgen dictó 49

a la Beata una oración que se difundió rápidamente. Impresa bajo el nombre de algunas personas piadosas, pues Ana no quiso ser nombrada, fue presentada en 1809, por el cardenal Pedicini, a Pío VII, quien la aprobó y la enriqueció con indulgencias. He aquí un extracto que recuerda el gran estilo de Santa Teresa: "Prosternada a vuestras plantas, oh gran Reina del cielo, os venero con el más profundo respeto y confieso que sois Hija del Padre, Madre del Verbo divino, Esposa del Espíritu Santo. Sois la tesorera y la distribuidora de las divinas misericordias. Por esto os llamamos Madre de la Divina Piedad. Heme aquí en la aflicción y la angustia. Dignaos mostrarme cuán verdaderamente me amáis. Rogad con ardor, os lo suplico, a la Santísima Trinidad para que nos conceda la gracia de vencer siempre al demonio, al mundo y a las malas pasiones, esa gracia eficaz que santifica a los justos, convierte a los pecadores, destruye las herejías, ilumina a los infieles y conduce a los judíos a la verdadera fe... Obtenedme este gran don: que el mundo entero no forme más que un solo pueblo y una sola Iglesia". Recomienda esta Iglesia, objeto de todos sus pensamientos, a los Angeles defensores de la fe, a su Angel Custodio, cuyos consejos cotidianos le iluminan hasta en la dirección de su hogar "de una manera extraordinaria y sensible." (Proceso.)

VII A. EL CORAZÓN DE UNA SANTA. -CARIDAD POR LAS ALMAS DEL PURGATORIO. -B. POR LOS ENFERMOS. -C. POR LOS POBRES. -D. TERNURA POR LOS... ANIMALES. A.- Las almas que sufren no dejan de solicitar sus sufragios, pero su liberación le valía los dolores de un purgatorio continuo. Por las almas, solía visitar el cementerio. "Sus visitas se realizaban durante 40 días consecutivos. Las hacía cualquiera que fuera la estación, siempre con los pies desnudos, a pesar del sol, de la lluvia, del frío, del barro, y recitaba en cada tumba tres regulen y una oración...." Oraba sobre todo por las almas de los sacerdotes. Asistiendo un día a la misa por un alma, sufrió en ella dolores indecibles. Monseñor Pedicini celebró la segunda misa. En el Gloria la Beata vio al alma liberada que subía al cielo y creyó morir de alegría en ese éxtasis. Recomendaba a las almas liberadas los intereses de la Iglesia, los del Papa, el "Cristo de la Tierra", como ella le llamaba, del mismo modo que Catalina de Siena. Pero con respecto a los enfermos es como se revela mejor este corazón de infinitas ternuras. B.- "Cuando la llamaban a casa de los enfermos -declara Domenico- acudía inmediatamente, cualquier tiempo que hiciese. Yo le había dado pleno permiso. Los primeros años no podía tomar un pedazo de pan en reposo, pues la llamaban de todas partes. Hacia el final, las enfermedades que la aquejaban no le permitieron seguir así. Acudía, no obstante, mientras sus fuerzas se lo permitían sin hacer distinción de personas, o más bien los pobres eran sus preferidos... Con el fin de poder cuidar a los desgraciados sin perjudicar a su familia trabajaba de noche y daba socorros con mi permiso". C.- Su consigna era: no rechazar a ningún pobre. En su ausencia, su madre rechaza a uno. A su regreso, Ana suplica con lágrimas: "En nombre del cielo, mi buena madre, no despachéis nunca a nadie sin hacerle caridad. A falta de otra cosa encontraréis siempre pan en el armario." Durante el hambre fue un milagro, se admira Domenico, que el pan no faltase nunca en ese armario. Había legiones de mendigos y, como si no fuesen bastante numerosos, Ana recorría los zaquizamíes y también los hoteles suntuosos en que la Revolución había multiplicado los pobres vergonzantes. Un día de invierno, al salir de la iglesia Della Pietà con el abate Natali, encuentra en la calle a un joven casi desnudo, de mirada huraña, llorando de frío y de hambre, verdadero espectro cubierto de basura, del que se alejan los transeúntes como de un apestado. Anita corre hacia él, le toma de la mano, le conduce a su casa, le hace entrar en calor, le limpia, le viste, le restaura, le consuela, le da limosna, le despide con mil atenciones, mientras él llora sin encontrar una palabra que decir. 50

Otro día es al dirigirse a Santa María de la Consolación cuando encuentra a una mendiga tendida en la calle, presa de un ataque de epilepsia, con la boca llena de espuma. Los transeúntes se alejan volviendo la cabeza, Ana se acerca, enjuga la baba, levanta a la miserable, corre a la tienda vecina a comprarle un cordial. Contagiada por la caridad, la muchedumbre se detiene. Se organiza una colecta espontánea que es entregada a la mendiga. Cuando la ve reconfortada, Anita se retira a la iglesia. Allí le espera un éxtasis. Como en otro tiempo San Martín de Tours, que acaba de partir su capa con el pobre de Amiens, ella oye que Nuestro Señor le dice: "Gracias, hija mía por los cuidados de que me has hecho objeto". En el hospital de San Juan, en el de Santiago de los Incurables, se producen escenas semejantes. Sofía, que la acompaña, ve a su madre ir de lecho en lecho, distribuir regalos, ayudar a los enfermos a comer, a expectorar. Su preferida es una especie de monstruo a la que un cáncer le devora el rostro. Le han cubierto la cabeza con un velo. Apenas oye a Anita, tira para abajo su máscara lanzando gemidos de alegría. Ana se acerca, la acaricia, la lava, la mece como a un niño y le habla del cielo. "En este hospital de Santiago -dice Sofía, y quizá se trate del hecho anterior- se hallaba una mujer llamada Sara a la que su marido le había comunicado una enfermedad contagiosa que le roía el rostro. Por eso la habían cubierto con un capuchón. Creo también que no veía. Cuando oía la voz de mamá exclamaba: "He aquí a mi ángel”. Mi madre permanecía con ella largo tiempo. Yo le daba prisa para partir, porque aquello olía muy mal, pero ella me respondía: - ¡Huele el perfume de su alma! Va a pasar desde el lecho al paraíso. Otro día sabe que se halla enferma la hija de una de sus perseguidoras encarnizadas, corre a visitarla y consuela a la madre. En cada visita le lleva algunos regalos. Finalmente hace con su Madona la señal de la cruz sobre la enferma, la cual queda curada. "Tenía -insiste el cardenal Pedicini- un don particular para consolar a los afligidos, pero no se contentaba con una compasión estéril, sino que empleaba a sus relaciones para ayudar... a los otros". D.- Su bondad se extiende hasta los animales. "Estos pobres animales -decía- no tienen paraíso más que en este mundo. Es muy justo que tratemos de endulzarles la vida." Cuando, hallándose enferma, hace la peregrinación de las siete iglesias en coche, pregunta al cochero si los caballos han comido lo suficiente y compra un poco de avena para que coman, mientras ella está en la iglesia. Acaricia las llagas de esos buenos animales, las de los perros y los gatos heridos, y los cura. La Sociedad Protectora de Animales no podría dejar de tomar a la Beata por Patrona. ¿No habrá que atribuir a sus ejemplos la caridad de los romanos con los gatos? ¿Quién no ha visto alrededor del Panteón, a cinco minutos del domicilio de Ana, ese conjunto de gatos inválidos, pelados, sarnosos, acostados en los restos de las columnas? Esperan la comida cotidiana que nunca dejan de llevarles algunas pobres mujeres. Es cierto que, según me señala un sabio y muy amable profesor de la Gregoriana (a quién debe mucho mi libro), en la época de Ana los gatos inválidos acampaban noblemente en el Foro de Trajano, de donde las recientes excavaciones los han arrojado hacia el Panteón.

VIII A.- CARIDAD UNIVERSAL. -PODER DE CURAR LAS ENFERMEDADES CORPORALES. -B. LAS ESPIRITUALES. -C. CARIDAD CON LOS ENEMIGOS. En los Procesos se ha hablado largamente de las curaciones realizadas por la Beata. Después de informar sobre algunas de ellas el cardenal Pedicini añade: "Dejo de hablar de muchos centenares de que tomé nota en el mismo momento de realizarse y de millares que no han sido anotadas." Ana fue en vida uno de los mayores taumaturgos de los tiempos modernos, si no el más grande. Este poder de curar le fue concedido a la humilde mujer, como antaño a los Apóstoles, de una manera oficial. Poco tiempo después de su conversión, hallándose gravemente enferma en la callejuela del Sdrucciolo, 51

se prepara a morir, cuando Nuestro Señor se le aparece con un gran manto azul, le toma la mano izquierda, y le declara que la elige por esposa y concede a esa mano el don de curar a los enfermos. Luego añade: - Puedes levantarte. Estás curada. Ella da un gran grito y se levanta. Ana se contenta a veces con tocar al enfermo con esa mano dolorosa que lleva el estigma invisible de su poder. Con más frecuencia, para desviar la admiración, se sirve de una imagen de la Virgen o de Santa Filomena, de una reliquia, del aceite de la lamparilla. He aquí algunos hechos: Una dama de la casa principesca de Albani se muere de un tumor canceroso en el seno. Se dirige al confesor de Anita, quien intercede. La Beata le da una gota de aceite de la lamparilla y le dice: - Que se unte la parte enferma e invoque a María. Se hace así. A la noche siguiente el tumor se abre sin dolor. La enferma está curada. ¡Ruidoso agradecimiento! La patricia multiplica ante Anita sus ofrecimientos de servirle. Esta termina por aceptar que la dama se encargue de mantener la lamparilla cuyo aceite fue el instrumento de su curación. Llevan la primera botella de aceite con demostraciones de gratitud eterna. Ana, aunque es todavía joven, ya sabe lo que dura la gratitud de los hombres y de las mujeres. Sonríe y le dice: - ¡No tan corriendo, hija mía! Corréis demasiado y os volveréis a enfriar. Recordad, no obstante, la promesa que habéis hecho, pues si faltáis a ella os sucederá una desgracia. Algunos meses después la patricia se excusa por no poder enviar la botella semanal. Hay que hacer economías y es preciso empezar por los gastos inútiles. Apenas envía ese mensaje se abate una serie de cataclismos sobre sus grandes propiedades. Una larga enfermedad acaba de arruinarla. Ana intercede. Pero el Señor le advierte que le horroriza particularmente la ingratitud. Todo lo que obtiene es la conversión de la pobre mujer. Una princesa Doria, religiosa en el convento de las Santas Dominica y Sixta, sufre igualmente de un tumor canceroso en el seno; hace venir secretamente a Anita y le declara: - No quiero mostrar mi mal a nadie; así pues, me debéis curar. - ¿Pero quién pensáis que soy? No soy más que una pobre mujer y una pecadora. - Es inútil que os excuséis. Sois lo que sois, pero yo quiero que me curéis. Ya os lo he dicho. Pensad en ello. Es asunto vuestro. Ana habla, pues, al Señor. Aquella misma tarde envía un algodón impregnado en el aceite. Al día siguiente el mal ha desaparecido. Lo mismo sucede con una religiosa Oblata del Niño Jesús. Sólo que ésta no tiene confianza, considera a Anita como una mujer sin importancia. ¡No es siquiera una monja! ¡Una seglar sin nacimiento! Su confesor la reprende. Finalmente, la víspera del día en que debe intervenir el cirujano, la religiosa se decide, desesperando de su curación, a utilizar el algodón impregnado de aceite. Al día siguiente comprueba el cirujano que nada tiene que hacer con su estuche: el mal ha desaparecido. La incrédula no cesa de elogiar la santidad de esa mujer, no obstante casada y madre de familia. He aquí cómo se renuevan las escenas del Evangelio. Jesús acaba de curar a la suegra de San Pedro, en Cafarnaún. Los enfermos se enteran y acuden por todos los caminos e incluso por los techos... Anita ha ido con el presbítero Natali a casa de una mujer cuya hija se muere de difteria. Los médicos la han abandonado. La mamá suplica con los acentos de la emanes. Anita la consuela: - No será nada. Hace la señal de la cruz sobre la garganta inflamada y la joven se cura. Todo el barrio se conmueve. Una segunda mamá, cuya hija sufre la misma epidemia, pide su auxilio. Anita la cura también. Aparece una tercera vecina. Su hijito se halla torturado por un absceso en la oreja. Anita le acaricia con la mano derecha y el niño se cura. La madre no ha terminado de dar las gracias cuando la mamá cuya hija ha sido curada de la difteria acude llevando a un hijo que ha contraído también la enfermedad. Una señal de la cruz y el niño se cura. Se afirma que la serie no terminó ahí. Sé muy bien las sonrisas que pueden provocar semejantes hechos. Me contentaré con oponerles esas palabras de Pascal: "¡Cómo odio esa necedad! Si Jesucristo es Dios, ¿qué dificultad hay en ello?" 52

Una curación que hizo más ruido y de la que ya he dicho algo fue la de María Luisa de Borbón, reina destronada de Etruria. Arrojada de sus estados, el general Miollis le ha dado como prisión el convento de las Santas Dominica y Sixta, donde vive rodeada de una pequeña corte. Pero la tristeza que la roe termina en epilepsia. Hay que encerrarla en departamentos cubiertos de alfombras espesas, por las que rueda lanzando gritos de locura. Después se queda inmóvil, como inanimada. Los remedios nada consiguen. La reina oye hablar de la curación de la princesa Doria, llama a Anita y le suplica que invoque a Dios por ella. Anita la exhorta a confiar en la Santísima Virgen y luego, con su pequeña Madona, le hace la señal de la cruz. Los ataques de epilepsia desaparecen para siempre. La reina puede salir, recorrer Roma sin obstáculo. El mundo médico hace un gran ruido alrededor de la curación de una reina, lo que no había hecho por la de las barrenderas. Por eso es por lo que Ana prefería curar a éstas. Pero la reina manifestó por su bienhechora un agradecimiento regio, hizo de ella su consejera, su hermana en Dios y hasta su muerte alimentó fielmente la lamparilla que había abandonado tan pronto la otra patricia. Esta curación fue también el comienzo de una serie. Es el confesor de Anita quien recomienda a un joven atacado también de epilepsia. Encuentra al enfermo en cama, sufriendo una crisis. Los parientes rodean el lecho, desolados. Anita toma un tono alegre: - ¡Vamos, pronto, pronto, levantaos! -dice al enfermo-. No puedo ver a la gente en cama. ¡No moriréis de esto! El enfermo arroja sus sábanas y se levanta curado. Los parientes no se han recobrado todavía de su estupor cuando Anita ha huido ya. El agradecimiento del que ha sido curado milagrosamente duró un buen mes, durante el cual fue muchas veces a asegurar a Ana su gratitud imperecedera, a ofrecerse para servirle como criado benévolo. Ella sonreía: "¡Os olvidaréis muy pronto!" El se olvidó tanto que no se le vio más. Fue pronto probado con una nueva enfermedad y, como no se atrevió a presentarse ante su bienhechora, terminó tristemente. Pero, como en el caso de la lamparilla, Dios envió presto al servidor benévolo y fiel, que fue Luigetto Antonini. A pesar de sarcasmos y burlas, permanecerá adicto a ella hasta la muerte de su bienhechora y declarará en el Proceso. Se debe a la princesa de Palestrina el relato de la curación de su cuñado el cardenal Barberini. "Me gustaba conferenciar con Ana. Cuando no podía verla, le escribía. Ella rogaba a Dios por mí, por mis asuntos, y el resultado era siempre como ella predecía. Era franca y cordial. Si mis hijos se hallaban enfermos, recurría a ella. Mi cuñado Monseñor Barberini cayó enfermo mortalmente, poco antes de su promoción al cardenalato, y yo lo hice saber a la piadosa mujer. La terrible enfermedad se agrava: sin embargo, la piadosa mujer me hace decir que nada tema, que recurra a la intercesión de San Felipe de Neri y que no me inquiete. Envió también una reliquia del santo." Curación inesperada, pero que se atribuyó a San Felipe de Neri... Cuando la Beata se puso a orar, Nuestro Señor le dijo: "La muerte del prelado está decretada en el Consejo Divino." Ana insiste aun más en favor de esa curación imposible. La obtiene. Pero Nuestro Señor le informa que nadie se la atribuirá. Es una nueva razón para insistir. Anita nunca se ha hecho dar patente de sus beneficios. Este Luigetto Antonini que acabo de nombrar, caballero servidor de la Beata y su comisionado para los milagros, declara que asistió "a un gran número de esas curaciones." Muchas veces -dice-la acompañé en sus visitas. Cuando no podía ir en persona me enviaba con un poco de algodón empapado en el aceite de la lámpara de la Madona." Y el buen joven no se sorprende más al curar a la gente por procuración que lo que se sorprendían los indiecitos enviados por San Francisco Javier a los enfermos con igual misión. Él mismo, enfermo de una ciática que le clava en el lecho, o que no le permite caminar más que con muletas, se había dirigido a la Beata, que le había curado con una señal de la cruz. En adelante, puede, cojeando pero alerta, recorrer la ciudad en poco tiempo. Si al visitar a los enfermos de la Beata le sobreviene un resfrío o un catarro, le basta con advertir a su Mamma. Una señal de la cruz y todo se arregla. Monseñor Natali goza de la misma seguridad de curarse. Dolores de cabeza o de pecho, fluxiones y otras miserias que contrae en el servicio de la santa desaparecen con una señal de la cruz. Detalle conmovedor durante la última enfermedad de Anita, el 53

abate, que se ha fatigado excesivamente previniendo al médico, al cura, a los amigos de la moribunda, sufre una congestión. La Beata le hace señas para que se acerque y traza sobre su pecho la señal de la cruz: -Idos a acostar -le dice- dormid una media hora y todo habrá pasado. Tengo mucha necesidad de vos en este momento, para que estéis enfermo. Una media hora después está curado, pero Ana agoniza. A veces, en esta interminable leyenda áurea, la monotonía de los hechos se rompe con un detalle divertido. Se diría que la Divina Providencia, en esta vida de una austeridad extraordinaria, mezclada con tantos acontecimientos trágicos, se dedica (como en la vida de un San Francisco de Asís, de un San José de Cupertino) a poner en todas partes la sonrisa junto a las lágrimas, los alegres floren/ junto a las lecciones más graves. Los unos hacen que se acepten las otras, los fijan en nuestra memoria como una parábola. "Esas parábolas hacían sonreír y comprender", me decía en enero de 1915 el sastre Fernando Crozier, uno de los últimos parroquianos aun vivos del santo cura de Ars. Nuestra época es triste. "Un viento de cementerio sopla sobre el mundo." ¿No es un acto de caridad dar a las almas (sobre todo cuando Dios nos invita a ello por medio de sus santos) la ocasión de sonreír? Anita va a confesarse. Llueve torrencialmente. Entra en la primera casa cuya puerta se abre y dice: - ¿Quisierais prestarme un paraguas para que pueda llegar a Nuestra Señora de la Victoria? La buena mujer que la recibe y reconoce le promete el paraguas, pero añade: - ¿Sabéis que tenemos un muerto en la casa? Y la conduce junto a una pobre inquilina que no está muerta, sino agonizando. El sacerdote, después de administrarle los últimos sacramentos, se ha retirado. Los parientes, acurrucados alrededor de la cama, han extendido ya el paño mortuorio a los pies de la moribunda. Ana pone su mano en la frente helada, hace una señal de la cruz y huye, olvidando el paraguas. La tormenta ha cesado B. -Este don de curar las enfermedades corporales no era más que un símbolo de un don más precioso: el de curar las enfermedades espirituales. La primera preocupación de Anita, como la de Teresa de Ávila, era curar a sus dirigidos de lo que ella consideraba el peor de los cánceres: la tristeza. Todavía una explicación de los "fioretti" prodigados en esta vida de expiadora. "Si el espíritu maligno -le dice un día Nuestro Señor- llega a arrojar en un corazón una profunda tristeza, puedes estar segura de que lo tiene ya en sus redes. ¿Sabes lo que hacía en otro tiempo mi buen servidor Felipe de Neri cuando veía que se le acercaba una persona triste, taciturna, poco sincera? La despedía y no quería oírla, reconociendo en ella un alma orgullosa e incorregible. Pero si se le presentaba, por el contrario, un pecador que tenía el corazón en los labios, aunque pesaran sobre él los crímenes más grandes, le estrechaba afectuosamente contra su pecho y no le abandonaba antes de volverlo a poner en el buen camino." Igualmente, Ana no augura mal sino de los fariseos y las fariseas solemnes que no saben sonreír. Comienza por desinflar su tripa llena de pretensiones con algunos alfilerazos. Si el paciente inclina la cabeza, todo está ganado. Si se encierra en su dignidad herida, todo está perdido. ¡Cuántos sacerdotes, asegura el cardenal Pedicini, fueron liberados, con una simple conversación, de los lazos del demonio! ¡Cuántos hombres prisioneros de los vicios o de las sectas fueron convertidos con una sola mirada, "y se transformaron de lobos rapaces en corderos!" Hablando de sus condenados a muerte, por los cuales mostraba Ana una solicitud especial, Don Raffaële confiesa que a veces se hizo llamar al orden. Enemigo de los expedientes, cuando veía que Ana se mezclaba con los de los condenados, la amonestaba. - Hijo mío -respondía Ana- ¿Os gustaría que hiciesen lo mismo con vos? ¡Vamos! ¡Vamos! Todo esto se convertirá en vuestro bien. Y él iba, con la cabeza inclinada, en busca de los malandrines mientras Ana se flagelaba. Otras veces los malandrines acudían a ella y Domenico asistía a terribles sesiones quirúrgicas. "Puedo asegurar -declara- que entre las personas que iban a consultar a mi mujer había a veces algunas realmente exasperadas, furiosas y a las que les humeaba la cabeza. Pero, tras un momento de conversación con la Servidora de Dios, les veía salir con la cabeza baja, llenos de compunción, vueltos a Dios." Con mucha frecuencia, se resolvían dramas domésticos en la pequeña habitación de Ana. 54

- ¿Cómo podéis tener paz en la familia -decía ella corrientemente- si no la tenéis primero con Dios? Ella imponía esta paz mediante audacias singulares. Y ante todo, "cuando abogaba ante el Señor usaba de una santa audacia; hacía reproches a su divino Esposo, diciéndole que ya no la amaba y que si no le concedía aquella gracia se vería obligada a malquistarse con Él. Se le oía decir: "Ya no me amáis, me doy cuenta de ello. Yo quiero, si Señor, quiero la conversión de esas personas. Son vuestros enemigos jurados, pero es porque no os conocen. ¿Qué os costaría haceros conocer por ellos un solo momento? ¡Debería romper con vos, pues no queréis escucharme!" Los buenos napolitanos amenazan así a San Jenaro si tarda en hacer su milagro obligatorio. Con frecuencia Ana, al término de sus súplicas, oía la respuesta: "¡Hágase según tus deseos!" Durante sus últimos años, ya imposibilitada, así como enviaba a Antonini a curar a los enfermos, enviaba al presbítero Natali a arreglar los asuntos de conciencia: reconciliación de los esposos, orden de prepararse para morir, de romper tal unión, de no hacer trampas en el comercio, de no explotar a los pobres, de no dar demasiada importancia al poder, a las prelaturas. El pobre presbítero temblaba con frecuencia. Una joven, Úrsula Annibali, apaleada por su marido, un cocinero al que los celos vuelven loco, se escapa y se refugia en casa de Ana. La retiene durante tres días, la sermonea, ruega con ella, y luego dice sencillamente a Don Natali: - Id en busca de ese hombre. Le veréis venir hacia vos aullando, con un gran cuchillo en la mano. No os asustéis. Hacedle una severa amonestación. El cuchillo caerá de sus manos. Llorará como un niño, se arrojará a vuestras plantas, se suavizará como un cordero. Don Natali renueva su acto de contrición y parte. Se le ofrece el escenario anunciado. Aullidos de fiera, un cuchillo que le amenaza. Y finalmente llanto, llanto de contrición. Pienso en las tormentas que se desencadenan tan frecuentemente en mis queridos Alpes de Valais: relámpagos, rayos, torrentes de lluvia y luego la sonrisa del sol sobre las gencianas azules. Anita lleva el desprecio del peligro hasta invitar a la fiera a merendar en su casa con su mujer. Después de una reprimenda suplementaria hace que se abracen. Se marchan tomados del brazo y se asegura que su vida no conoció más tempestades. El cardenal Salotti habla del apostolado social de la Beata. No se equivoca. Reconciliar a las familias era su especialidad. Había una vez, cuenta Giovanna Cams, criada de Ana, dos esposos de calidad, muy ricos y muy desgraciados. Esta vez no es el marido el celoso, sino la mujer. Ella sospecha que tiene excesivas atenciones con una doncella. Se producen escenas infernales. Ahora bien, cada uno de los esposos va separadamente en busca de Ana y le dice: "¡Devolvednos la paz!" Ella predica la calma a la mujer y al marido le aconseja que despida a la doncella. Ambos obedecen y luego acuden juntos, en carroza, para que la ciudad sea testigo de su perfecto acuerdo, a dar gracias a la pacificadora. El santo cura de Ars lloraba por esa época diciendo: "En el confesonario es donde he conocido el mal." La casita de Ana anuncia el confesonario de Ars. Una de sus amigas, Inés Adrover, es traicionada ostensiblemente por su marido, Tomás, a causa de una mujer casada que le arruina. Aconsejada por la Beata, Inés se calla y ora. "Todo terminará bien", repite Ana. Si, pero Inés quisiera saber cómo. Desenlace imprevisto... Un día, Tomás, el infiel, al ir a su entrevista se detiene, según su piadosa costumbre, en la iglesia de San Lorenzo in Lucina, para rezar una plegaria a Nuestra Señora del Buen Consejo. ¿Qué es lo que ve? A su cómplice, que no menos devotamente, va a comulgar. La lógica es rara, incluso entre los hombres. Tomás, que nunca se ha considerado un comediante, estima que su cómplice es una comedianta. "Si ella tiene el valor de engañar a Dios -piensa- cuánto más capaz será de engañarme a mí." Rompe con ella, vuelve arrepentido al hogar conyugal y la amiga de Ana vuelve a encontrar la paz. Este apostolado "social" se ejerce mucho más allá de los límites de Roma. Directa o indirectamente, muchas personas beben en la misma fuente: ministros de Estado, príncipes de la Iglesia, papas, santos reformadores. Ana les dice a todos la verdad desnuda, sin disfraz ni cumplimientos. "A los grandes de la tierra (anota el cardenal Pedicini, que es él mismo uno de esos grandes) les pide que se desprendan de los bienes terrenales y que se muestren humanos con respecto a sus servidores." Nada hay de precipitado en sus 55

consejos. Escucha a los interesados, ora largo tiempo, toma consejo de su confesor, callando los nombres, y luego decide y su decisión es con frecuencia ésta: "¡Perdonad! ¡Olvidad!" En esto también no ordena nada que ella no haya practicado heroicamente.' C.- El esfuerzo más difícil de la caridad, afirma Bourdalone, es el perdón de las injurias. Muy sensible, Ana se resentía fácilmente. Por ello su paciencia fue aun más heroica. Los hombres y sobre todo las mujeres le prodigaron las ocasiones para ejercerla. Un día -cuenta su hija Sofía- encontrándome en casa de mi maestra, donde aprendía a coser ropa blanca, una vecina, Francesca, entra y dice. "¡Acaba de pasar esa hechicera!" Hablaba de mi madre. Fui a buscar a mi padre, a quien le conté todo. Se hallaba en la cocina del príncipe. Hirviendo de cólera, sin quitarse siquiera el delantal, corre a casa del marido de aquella mujer y, después de quejarse violentamente, le informa que si no consigue moderar la lengua de su mujer él se la cortará. La charlatana, al volver a su casa, fue apaleada de tal modo por su marido que tuvo que meterse en cama durante muchos días. Cuando mi madre supo lo que había ocurrido y la parte que yo había tenido en ello, me reprendió severamente y, para instruirme, puso las tenazas al fuego diciendo que iba a quemarme la lengua. Yo le rogué que no lo hiciera. Ella concluyó por decirme que me perdonaba por esa vez, pero que no me perdonaría si lo volvía a hacer, y luego me privó del desayuno y me mandó a la escuela con un trozo de pan mojado en agua. Durante muchos días no me dirigió la palabra, lo cual era para mí un suplicio insoportable. Hubiera preferido una cachetada. Le dijo a mi padre que había hecho mal en hacer caso de una palabra. Finalmente, visitó a la pobre mujer, le llevó golosinas, rogó por su curación y la obtuvo." "Hubo malas lenguas que no la dejaban tranquila -insiste Domenico-. Me acuerdo, entre otras, de una mala mujer que tuvo la audacia de calumniarla con respecto al honor. Yo hice encarcelar a aquella desdichada, pero mi mujer se apenó por ello e hizo todo lo posible para hacerla salir de la prisión. Aquella criatura malvada comenzó de nuevo. Si yo me daba cuenta de que la molestaban lo pagaban caro. Pero no podía seguirla a todas partes. Viendo por otra parte, que la Servidora de Dios se apenaba tanto cuando yo tomaba parte en sus cosas terminé por decirle: "Haz lo que quieras." "Dejemos correr las cosas -decía ella-, las palabras no pueden herir ni matar." No era esta la opinión de Domenico. En cuanto a Nuestro Señor, vengaba a veces de una manera fulminante el honor de su servidora. "Los ejemplos son numerosos. Sus hijos espirituales lo saben muy bien y podrían atestiguar con su experiencia que si alguna acción de esta buena madre era interpretada por ellos en desventaja suya, lo pagaban caro antes de terminar el día." Ana hacía, por otra parte, al respecto reproches a Nuestro Señor, pero obtenía poco. - Debes rogar por ellos, pero yo me acuerdo de la promesa que te he hecho de vengar tus injurias y debes contentarte con obtener que no les castigue más que en esta vida. Una vez, bajo León XII, un personaje se presenta a Ana pidiendo ver a su secretario, Monseñor Madi. - No ha vuelto a casa responde suavemente Ana. - Sé que ha vuelto -replica el visitante. - No, no está aquí. Por la gracia de Dios no tengo la costumbre de mentir e ignoro la hora en que regresará. El energúmeno se enfurece y trata a María de necia, de loca, de mentirosa. Ana se contenta con rogar por él, pero, tres días después es detenido, encerrado en el Fuerte de Sant' Angelo, de donde sale arruinado, medio loco. Muere miserablemente. Otro personaje la ha injuriado. Lo postra un ataque de apoplejía. Su mujer va a suplicar a Anita que le obtenga un momento de lucidez para arreglar sus asuntos; le ruega también que envíe la pequeña Madonna milagrosa. Nuestro Señor se lo prohibe: "El que te ha despreciado en vida no podrá contar contigo en la hora de la muerte y quienquiera que rechaza los sacramentos cuando goza de salud merece ser privado de ellos en el momento de la muerte." Anita responde tristemente: "Es inútil que envíe esta Madonna." La misma noche muere el enfermo. "Cuando vivíamos en el Corso -cuenta Domenico- había una vecina muy malvada que, durante muchos años, puso a prueba la paciencia de Anita. Era una costurera de lencería, Constanza Branci, loca o 56

poseída del demonio, pues profería contra mi mujer acusaciones que le hubiera sido imposible inventar naturalmente. Ana María no hacía caso alguno de ellas y parecía no darse cuenta. Cuando se encontraba con ella en la calle o en las escaleras de su casa, se adelantaba a saludarla; buscaba la ocasión de hablarle, le prodigaba las miradas, se ingeniaba para conseguirle de vez en cuando algún regalito. Pero aquella víbora no se dejaba conmover, y hasta su odio y su audacia no hacían más que crecer. Seguía atacando a Ana María y a sus hijas, empañando su honor, desacreditándolas, no solamente ante la gente de la casa, sino también en las tiendas." Domenico ardía en cólera, pero, por un gran milagro, Anita llegaba a dominarle, en tanto que oraba incansablemente. Fue Nuestro Señor quien se cansó. "Llegará el momento -le dijo a Ana- y ya se acerca, en que esa orgullosa será humillada. La verás venir a llamar a tu puerta para pedir limosna." La Beata quiso desviar el rayo: "Conténtate con saber que si la castigo así en esta vida es para perdonarle en la otra." Aquella mujer, orgullosa como un demonio y venenosa como una víbora, tenía algunos recursos. Enteramente arruinada, se la vio pronto mendigar y llamar a la puerta de Ana, quien, no contenta con socorrerla, utilizó sus relaciones para sacarla de la mendicidad. Se cree soñar leyendo las declaraciones del cardenal Pedicini, de Moseñor Natali, de Sofía. El honor de la Beata es arrastrado por el barro por difamadoras que llegan hasta acusarla de haber vendido el honor de sus dos hijas, Sofía y Mariuccia, hasta jurar haber visto con sus propios ojos escenas abominables. Cuando salen las jóvenes, las comadres les pisan los talones para injuriarlas. Cuando Ana vivía en el Corso, una verdadera furia (quizá la Constanza de que hablaba Domenico) vivía en el mismo tramo de escalera. Su puerta se abría a la de la Beata. Al acecho, con la puerta abierta, desde la mañana hasta la noche, espía quién entra y quién sale. Encargada de alquilar los departamentos y no acudiendo los clientes, trata a la Beata de hechicera; ella es la que aleja a los locatarios. Anita responde con regalos. Llega hasta a ofrecerle un día la mitad de un pollo asado. Tan voraz como avara, habiendo estado a punto de sofocarse al comerlo, la mujer se pone a gritar en la escalera que la hechicera la ha envenenado. Anita sugiere que quizá ha comido con demasiada rapidez, pues el resto del pollo no ha envenenado a nadie. El argumento es muy mal recibido. La anciana Santa se aprovecha para decir a su hija: - Ya te lo había dicho. ¡No había que darle nada! Ana se contenta con suplicar que no se informe a Domenico. La mujer cae poco tiempo después en una extremada miseria y va a tender la mano a Anita. Esta, según declara Sofía, no se contentó con socorrerla. "Antes de morir nos suplicó que continuásemos haciendo esa caridad, cosa que hicimos."

TERCERA PARTE EL BALUARTE DE LA IGLESIA LA MISIÓN DE LA BEATA. -A. LA EXPIADORA. -B. DESOLACIONES. – C. ENFERMEDADES. -D. OBSESIONES A.- "Sin efusión de sangre no hay remisión". Ahora bien, Dios eligió a esta mujer humilde para obtener la remisión del mundo. Nunca, desde el Gran Cisma de Occidente, hubo semejante miseria espiritual en el reino de Cristo. Dios es escarnecido, arrojado de millares de templos, el clero es diezmado, los papas arrastrados de prisión en prisión, la cristiandad se hunde en un río de sangre. No hay un solo sacerdote en los ejércitos de la Revolución y del Imperio para absolver a los moribundos. Se necesitaba una víctima expiatoria. Substitución ininteligible para el racionalismo y que, sin embargo, el hecho de la solidaridad universal (sobre el que ha construido M. León Bourgeois su filosofía laica) podría hacerla entender. 57

La Beata, atestiguan Monseñor Pedicini, Monseñor Natali y el P. Felipe, fue "víctima por la Iglesia y por Roma." Nuestro Señor le prometió, en cambio, que Roma no seria entregada, durante su vida, duraderamente a los enemigos del Papado. En efecto, será preciso esperar hasta 1870-1871. Le promete que el cólera no forzará las puertas de Roma mientras ella viva. Esperará para ello hasta el día mismo de su muerte. Pero Dios la constituye víctima por todos los pecados de la cristiandad. Le ha dado un horror indecible por el pecado. Al oír a un blasfemo en la calle llora y repite con sus hijos: "¡Dios sea bendito!" Al volver a casa, prosternada, golpea el suelo con su rostro hasta ensangrentarlo. Ahora bien, ¿qué es la falta de un carretero embriagado junto a las infamias legales preparadas en esas oficinas a las que dirige Dios su última mirada, junto a esos millones de niños adiestrados para blasfemar de Dios, por la Revolución victoriosa? No se trata todavía de los Soviets, ni de sus pequeños militantes sin Dios, pero los prevé y ve ya que se fundan en la misma Roma grupos de pequeños librepensadores que juran prescindir del sacerdote durante su vida y a la hora de su muerte. Desde el comienzo de su conversión Ana pide el sufrimiento expiatorio. Le es prodigado, pero las grandes aguas de los éxtasis la confortan. Pide que éstos le sean quitados. Sus deseos son satisfechos. Y Cristo aprueba su sacrificio heroico: "Son muy pocos, hija mía, incluso entre los servidores de Dios, los que han renunciado a las delicias espirituales para abrazar el sufrimiento por amor. ¡Oh, sí, muy pocos lo han hecho! Yo te he elegido para ponerte en el rango de los mártires. Tu vida, para el sostén de la fe, será un martirio más largo y más meritorio que el martirio sangriento." Y añade, empleando, como lo hace a veces, el lenguaje de la poesía: "Nadie comprenderá tus sufrimientos. "Soy yo el obrero que te ha trabajado, yo quien sé. "Y lo que me es conocido será ocultado a todos." La vocación se precisa: "Te destino a convertir a las almas pecadoras, a consolar a los sacerdotes, a los prelados y hasta a mi Vicario. Tendrás que luchar contra una multitud de criaturas sujetas a mil pasiones. Encontrarás muchas almas pérfidas. Te tomarán como objeto de irrisión. Lo soportarás todo por mi amor. Tus perseguidores me rendirán cuentas. Yo los castigaré en este mundo o en el otro. Pero a los que te traten con caridad, aunque sean grandes pecadores, los consolaré... Yo mismo te guiaré, llevándote de la mano, al altar del sacrificio." En cada ascensión dolorosa, una nueva hambre la impulsa hacia adelante, no el hambre del sufrimiento por sí mismo, sino del sufrimiento que repara, en unión con los sufrimientos de Cristo. B.- Cuando el alma está dispuesta a los supremos sacrificios el cuchillo se abate. "Entonces -declara el cardenal Pedicini- los consuelos desaparecieron como en un relámpago, dejando en su lugar la sequedad, la pena y el trabajo. A las lágrimas de compunción sucedió la aridez más consoladora. A las alegrías celestiales, el tormento; a la suavidad, la tristeza; a la devoción tierna, el fastidio más abrumador. Su alma pasó rápidamente de los esplendores del día a las tinieblas de la noche más espesa. El cielo era de bronce. El llanto hubiera podido endulzar su doloroso destierro pero hasta esta satisfacción le fue negada. Debía resignarse a la voluntad divina, bebiendo a pequeños sorbos el cáliz de las torturas más crueles, sin mitigación ni ayuda." Pasó, sin transición, de la extrema abundancia a la miseria absoluta. El éxtasis, que no cesaba, sólo ponía ante sus ojos la miseria infinita del mundo. "Fue -continúa el cardenal- un purgatorio de veinte años. Veía a Dios en todas partes sin poder llegar a Él. Me decía entonces que se veía relegada a un rincón del infierno." ¡Noche obscura de veinte años! Después de la comunión veía a veces un relámpago, pero la oscuridad posterior parecía aun más profunda. El Maestro habla, pero para invitarla a subir su calvario. Esta corona de espinas cuyas puntas aceradas rodean al sol misterioso adquiere su pleno significado en el curso de esas noches atroces en las que, atormentada por la enfermedad, por los demonios, su alma le parece un desierto desolado. Y ella nunca pide que termine su martirio, le añade nuevas austeridades, lo saborea, por medio de oraciones prolongadas. Es lo que ella llama "remar contra la corriente." En esa época se lucha en veinte campos de batalla por coronas de papel. Nunca se habló tanto de heroísmo. Ana no pronuncia esa gran 58

palabra. La vive. C.- Ahora bien, en el momento en que el cielo se cierra es cuando la tierra se hace insoportable: contradicciones, calumnias, enfermedades, llueven como el granizo. Cada uno de sus sentidos es puesto en el crisol. Sufre continuamente de dolores de cabeza que se hacen más violentos los viernes, y es tal su sufrimiento que, no pudiendo permanecer en pie, Anita debe tenderse en la cama. Obligada a levantarse de nuevo para atender a las tareas del hogar, el dolor es tan agudo que, a pesar de sus esfuerzos heroicos para disimular su mal, llora con lágrimas ardientes, murmurando: "¡Oh qué mal, qué dolor! ¡No puedo más!" Las puntas agudas que le laceran la cabeza le taladran también los ojos. No pudiendo soportar la luz del día, debe, sin embargo, ocuparse de los trabajos de costura, estarse delante del fuego en la cocina, lo que es para ella un suplicio. Como sus ojos no muestran habitualmente ninguna señal del mal, como no se queja, todos hubieran ignorado ese tormento si no hubiera debido manifestarlo al sacerdote confidente. Durante los últimos años, con un ojo completamente perdido, se queda casi ciega. Los dolores que siente en los oídos son tan vivos, que debe envolverse la cabeza en una venda muy cerrada, lo que la sofoca en las épocas de calor. Su boca es torturada casi constantemente por un sabor de hiel, a lo que añade voluntariamente el suplicio de la sed. Le quieren dar alivio con infusiones de adormidera. Pero éstas le afectan el corazón. Su olfato está apestado por la hediondez atroz de los pecados del mundo. Sensación que aumenta cuando los pecadores se le acercan. Ni el perfume de las flores,' ni las hierbas aromáticas llegan a atenuar ese olor a cadáver que la sofoca. Y no termina la serie. Torturada por los dolores de la gota, por reumatismos crónicos, por un asma que la oprime, por una hernia que paraliza todos sus movimientos, con la mano milagrosa desgarrada por estigmas invisibles, hasta las plantas de sus pies, hasta las junturas de sus huesos parecen como dislocadas. Ahora bien, casi nada de eso es visible. Ella sigue trabajando, sonriendo, consolando, disimulando las aguas de tribulación en que está sumergida. Si no fuera por la criada Giovanna no se conocería la miseria suplementaria que dejó a Anita el nacimiento de su último hijo: una gran llaga supurante que los doctos cirujanos se imaginaron curar obstruyéndola con una espesa lámina de plomo. ¡No hay gran hombre para su ayuda de cámara! Sin embargo, Giovanna no deja de hacer elogios de la paciencia de Ana. Ella le rogaba que no dijera nada de esas "pupas" para no crear preocupaciones a quienes la rodeaban. Giovanna, viéndola inclinarse jadeante sobre el hornillo de la cocina, con el rostro brillante de sudor, quiere alejarla; ella se burla: - ¡Oh, el fuego del purgatorio es más penoso! El presbítero Natali le pregunta por su estado. - Sufrimientos de muerte -balbucea ella. - Fiat voluntas tua. -sugiere él. - Sicut in coelo et in terra. -responde Ana, sonriendo. D.- Entonces fue cuando intervino "el de las garras", como decía el cura de Ars. Sus asaltos no tendrán mejor éxito que las desolaciones: no apartarán a Ana de su oración. Antes, a la hora de la comunión, interrumpía el raudal de las consolaciones huyendo. Ahora, cuando sobreviene la aridez, prolonga la acción de gracias. Inundada de un sudor frío, agitada por las tentaciones, el temor, el tedio, la repugnancia, un cuarto de hora de oración la abate más que horas de trabajo. Permanece así largo tiempo inmóvil, durante el verano, a pesar de la mordedura de los insectos; en el invierno, a pesar de los sabañones, del asma, de los reumatismos, que parecen esperar la hora de la oración para despertarse y a pesar del asalto de los demonios. La intervención de éstos en la vida de los santos, la de un cura de Ars, por ejemplo, es muy conocida, para que perdamos nuestro tiempo en discutir aquí con los incrédulos. Todo consiste en admitir o en negar el espíritu. Si el alma y Dios existen, ¿qué dificultad puede haber en que exista el demonio? Jesús lo encontró en su camino, los santos lo volvieron a encontrar y si codeándonos con él todos los días ignoramos su existencia, es quizá porque somos para él una presa demasiado fácil. 59

Ernesto Helio expone a ese respecto algunos pensamientos magníficos: los diabólicos niegan al diablo, porque no se revela más que a quien resiste... La Iglesia nos da muchas armas contra él; en primer término el agua bendita. Pero "cosa maravillosa, el hombre, que tiene necesidad de todo, el indigente universal, encuentra el modo de despreciarla.. Él, que nunca ha tenido el pensamiento de despreciar el uso natural del agua no bendita, tiene la ocurrencia de despreciar esta agua cuando ha sido elevada a una nueva dignidad. Lo absurdo del hombre pertenece al misterio del abismo. La afectación de despreciar el agua parecería inverosímil a quien no conociera al hombre. Es cierto que no la desprecia más que cuando está bendita. Esto constituye a sus ojos la circunstancia atenuante de su desprecio. Después de haber despreciado, en lugar de sentirse avergonzado, él que inmediatamente tendrá sed, se siente orgulloso; se siente orgulloso de su desprecio, quiere que sus amigos lo conozcan.... Si se levantase la venda, el hombre admiraría ese espíritu de justicia en virtud del cual la Iglesia opone la materia a ese Lucifer, a ese rebelde que despreció la materia, so pretexto de ser él un ángel. Dios no la despreció, sin embargo, sino que la contempló con mirada profunda, se inclinó sobre ella con la intención de elegir un día a una mujer como madre de su Verbo... El agua es austera, profunda, inmensa, magnífica y por encima de todo necesaria. Su misión es purificar y preservar, alejar a Satanás, proporcionando contra él armas a los niños, armas de una extrema simplicidad contra el que detesta la simplicidad y ama los oropeles, gusta del teatro; contra aquel cuya desesperación tiene un nombre: Nunca, desesperación al abrigo de las injurias del tiempo, revestida de un ropaje uniforme, el ropaje de lo eterno." El diablo se esfuerza, pues, según nos dicen los Procesos, por perturbar la plegaria de la Beata por medio de sus obsesiones, sus fantasmas inmundos, y luego pasa al ataque abierto bajo una forma sensible, a veces repugnante y a veces seductora. A la pobre mujer, que sabe leer pero no escribir, le propone "enigmas", le prueba que es una tonta. Con una dialéctica inagotable le demuestra lo absurdo de los dogmas: la Encarnación, la Redención, la Eucaristía, la Resurrección, el Juicio, el Infierno. Los silogismos se suceden uno en pos de otro. "¿Quién te ha demostrado que existe la eternidad? Todo termina con el cuerpo; considera lo que han pensado todas las gentes ingeniosas. Mira cómo viven los sacerdotes que cuentan esas fábulas. Si creyesen en ellas, no serían tan locos." (Proceso) Anita se contenta al principio con llorar, con volver a rezar su Credo. La señal de la cruz hace huir al tentador que hace muecas. Al día siguiente, cambia de táctica. Llaman suavemente a la puerta. Es un obispo vestido de color morado, o un cardenal vestido todo de rojo, un anciano religioso con las manos ocultas en las mangas, el superior general de una Orden muy conocida... Anita se levanta, confusa con tanto honor, besa la mano del noble visitante, pide su bendición y lo convida a sentarse. Poco a poco se despierta su atención, siente una inquietud que la desazona al oír los extraños consejos que le dan esos lobos disfrazados de pastores: - Semejante género de vida, hija mía, no conviene ni a vuestra edad ni a vuestra condición. Creed a aquellos que tienen autoridad religiosa. Es una falta muy grave abreviar la propia vida mediante esas maceraciones. Pensad en el pan de vuestros hijos, en su educación, en lugar de poneros enferma. Ni siquiera una carmelita, cuya vocación consiste en mortificarse, seguiría vuestro régimen -finalmente aparece la cola de la serpiente-. ¿Por qué no gozar de la vida como los demás? Erais más razonable a los 18 años, con vuestra linda mantilla roja... ¿Pensáis que Dios es tan cruel que se complace en el sufrimiento? La Beata toma agua bendita, se persigna, rocía a los grandes personajes, quienes, olvidando su dignidad, desaparecen a todo correr. No obstante han conseguido intranquilizarla. Permanece horas enteras llorando, preguntándose si todas esas sugestiones y otras más, no han encontrado en su alma un consentimiento secreto. Multiplica sus mortificaciones, pero no recobra la paz hasta que no habla con su confesor. Como los procedimientos pacíficos no tienen buen éxito, los demonios pasan a la acción brutal. Aullidos de fieras, puertas y ventanas que golpean, muebles derribados, invasión de animales apocalípticos, puñetazos, patadas, bastonazos en la cabeza, en los hombros. "La agarraban por el pescuezo declara el cardenal Pedicini- la pisoteaban, le hacían sufrir tormentos espantosos. Tentaban su pureza 60

mediante apariciones sensuales." Ese aquelarre se producía por la noche, cuando los hijos de Anita se hallaban en su primer sueño y Domenico no había vuelto a casa todavía. Muchas veces los demonios intentan acogotarla, pero en el último momento una fuerza superior los domina. Anita asiste a sus reuniones, les oye declarar que ella es su peor enemiga, que tienen que defenderse y terminar con ella. Una noche, mientras reza sus plegarias, ve ante sí todo un regimiento de demonios envueltos en una luz humeante; es un carnaval diabólico en el que una pantera se halla junto a un borracho vociferante. Realizan asamblea, como en el patio del cura de Ars, y concluyen: "Es el momento del asalto." Mientras unos la sujetan por la garganta, otros le golpean, le muerden las manos, le arrancan los cabellos... ¡Fantasmagoría imaginativa! se ha sugerido. He aquí una respuesta a semejante exposición. El presbítero Natali, que se aloja en el piso superior, despertado por el escándalo, se pone apresuradamente la estola sobre la sotana, toma el hisopo con agua bendita y desciende temblando. Anita yace en el suelo, ensangrentada, magullada. El abate arroja agua bendita por la habitación. Ana se levanta, reanuda su trabajo y sus plegarias. El sacerdote vuelve a su departamento hasta una nueva alarma. Al día siguiente los visitantes vuelven a cambiar la táctica, presentan a la Beata las delicias de un jardín sibarítico. Ella les escupe en el rostro, se encomienda a la Madona, a San Miguel, a su buen Ángel. Ese espejismo desaparece. Luego viene el ciclo de las obsesiones: obsesiones de la blasfemia, de la desesperación, del odio. Ana triunfa, pero esas luchas han destrozado su cuerpo, han exasperado sus enfermedades. Según el Proceso, los asaltos se hacen más violentos en la época en que Roma, el Papado, son amenazados por Napoleón, por las plagas que la Beata tiene por misión desviar. Catalina de Siena, en crisis semejantes, sufrió parecidos tormentos. Oía que los demonios le gritaban: "¡Maldita! ¡Quieres hacer fracasar nuestros proyectos, arrojamos de Roma! ¡Te mataremos!" Y su cuerpo mostraba las señales visibles de las caricias de esos demonios. El cardenal Pedicini atestigua haber visto muchas veces a Ana llorar como un niño después de los tormentos sufridos. "En el curso de la noche -declara Monseñor Natali- Ana sufría tales asaltos que sin un socorro extraordinario del Señor el espíritu más robusto hubiera zozobrado en ellos. Durante los cinco primeros años que viví en su casa los ruidos espantosos, los tumultos, las monstruosas apariciones de espíritus malignos fueron tan frecuentes y perturbaban de tal modo toda la casa que me vi obligado a dormir vestido, en un sofá, para acudir inmediatamente y arrojar agua bendita. "Confieso mi cobardía; si el Señor no me hubiera fortificado particularmente, me hubiera sentido tentado con frecuencia a dejar la casa, aunque hubiera recordado que mi obispo (el Beato monseñor Strambi) me había recomendado que nunca la dejase. Pero cuando llegaba el anochecer, pensando en la noche que iba a seguir, me parecía que sentía caer sobre mis hombros un peso insoportable." Es muy difícil para quien reconoce un valor a los hechos, a la psicología, apelar a la autosugestión para explicar confesiones tan sinceras. El Promotor de la fe denuncia muchas veces como contraria a la prudencia de la serpiente, que hubiera exigido el papel del prelado, esa ingenuidad que me encanta y reaparece en cada página de las memorias de Don Natali, esa "simplicidad de paloma", pues alega que en ellos hay peligro de credulidad, de admiración ciega, de exageración. Sea. Pero puede uno preguntarse si una habilidad exagerada no hubiera viciado aun más el testimonio. Además Monseñor Natali no es más que uno de los treinta testigos oculares, entre los cuales hay tres cardenales, tres obispos, tres marqueses, un lord inglés, tres religiosos, dos duquesas o princesas, sin contar la familia de Ana, los domésticos, vecinos y vecinas, algunos de los cuales tenían más de serpiente que de paloma. Como sucedía con el cura de Ars, las invasiones demoníacas eran el prólogo o el epílogo de grandes conversiones. Las “lamentaciones” de Cristo transcritas por la Beata se refieren con frecuencia al relajamiento de los sacerdotes, de los religiosos, de los dignatarios eclesiásticos. Ella padece sobre todo por ellos, multiplica por ellos las mortificaciones voluntarias. Sofía descubre un día la disciplina de su mamá en el cajón del 61

reclinatorio. "Me riñó por haberlo tocado sin su permiso y me dijo que lo había hecho para castigarme cuando fuera mala sin hacerse daño en las manos."

II A. CRUCIFICADA POR LA SALVACIÓN DE LAS ALMAS Y EL TRIUNFO DE LA IGLESIA. -B. LA BEATA Y LOS PAPAS. -C. REPUTACIÓN DE SANTIDAD Y HUMILDAD. -D. LAS VIRTUDES: PRUDENCIA. -JUSTICIA. - ECONOMIA Y GENEROSIDAD. Este martirio dura 48 años. Se comprende estas palabras de Nuestro Señor: "Tus sufrimientos, hija mía, son indecibles. Quiero que los escriban y, a pesar de todo lo que se leerá, no se podrá saber nunca el tormento de tu alma. Yo lo escribo todo en letras de oro y solamente en el cielo se comprenderá la grandeza de tu amor paciente. Allí es donde será recompensado. También te he dicho que te había elegido para ser del número de los mártires, que tu vida no debía ser más que un largo y duro martirio." Pero ella sabe que la hora del sufrimiento es la del rescate. Se le oye exclamar: "¡Ah, agradezcamos al Señor y a su Santísima Madre! En este momento se confiesa ese enfermo. Es un alma ganada para Dios." "Me acuerdo -declara Domenico- de que cuando había alguna ejecución capital en Roma y el condenado no quería convertirse, ella se mostraba trastornada y advertí que en tales circunstancias se hallaba más enferma que de costumbre." "Iba un día -dice Monseñor Natali- aunque sufría mucho, a comulgar a la iglesia Della Pietà, cuando yo le recomendé a tres condenados a muerte, una mujer y dos hombres a los que iban a ejecutar a las nueve de la mañana. Hora a hora, hasta el mediodía, Ana fue tenida al corriente por una voz interior. La pena de la mujer es conmutada, pero los dos hombres que van a morir no quieren convertirse. "Pues bien, que mueran así -dice la voz- menos por el delito objeto de su condena que por las iniquidades mucho mayores que han cometido contra sus padres." Ana se ofrece entonces a sufrirlo todo por su rescate. Sus dolores de cabeza llegan hasta el extremo de que tiene que acostarse. Se le oye murmurar: "Señor: ¿qué puedo hacer, pues, por esos desgraciados?" Las dos cabezas caen. Pero hacia las seis de la tarde, en medio de su agonía, la Beata oye que Nuestro Señor le dice: "Me has entregado tu voluntad; yo soy su dueño. Y Yo, por tu amor, he convertido a esas almas. Se han salvado, pero únicamente por el amor que te tengo. No obstante, mi justicia no puede menos de descargar sus golpes sobre ti." ¡Rescate del culpable por el inocente! ¡Escándalo de las almas vulgares! Se trata, no obstante, de todo el misterio de la Redención. Muchos se contentan con traspasar su herencia culpable a los inocentes nacidos de un origen vicioso. La táctica divina consiste en todo lo contrario: el inocente purifica a sus expensas las fuentes corrompidas. El sol misterioso presenta constantemente a los ojos de Ana un cuadro espantoso: el imperio del mal, reuniones masónicas, osarios de Europa en los que millares de soldados mueren sin sacerdote: Austerlitz, Jena, Magdeburgo, Eylan, Friedland, Wagram; España en fuego, Papas prisioneros, seudoconcilios reunidos en París, los caminos abiertos al cisma; los obispos, los cardenales inclinados a la resistencia son aprisionados; la Iglesia, administrada por el Emperador como un regimiento, es hostilizada cotidianamente. Y la voz repite a Ana María: "Debes cumplir en tu propia carne lo que falta a los padecimientos de mi Cuerpo místico, por mi Iglesia y mi Vicario." A propósito del papel de Ana con respecto a diversos Papas, se han establecido muchos paralelos entre ella y la otra gran sienesa, Catalina. Una y otra son enviadas en socorro del Papado en apuros. Catalina saluda en el Papa al "dulce Cristo de la tierra". Opinión producto de la fe, pues el Papado, en esa época, está ciertamente muy lejos de la dulzura de Cristo. Opinión producto de la fe también en Ana. Esta compara al Papa con las apariencias eucarísticas tras las cuales se oculta la presencia de Cristo. Sabe que aunque esas apariencias sean imperfectas y hasta mancilladas, como lo fueron en un Alejandro VI, la realidad subsiste. Ve a tal Papa expiar largamente sus 62

faltas en el purgatorio. Su culto no disminuye. Los pobres que invaden su habitación se lamentan de la mala administración temporal de los Papas. Ella les hace callar, alega las múltiples ocupaciones del Padre, que no le permiten vigilar todos los detalles. Este papel de abogado no es más que accidental. Su papel esencial es el de sostener el papado mediante sus plegarias. Papel menos brillante que el de Catalina, cuya misión fue devolver "Italia al Papa y el Papa a Italia", y que va del Papa de Avignon a los príncipes italianos urgiendo, ordenando: "¡Yo lo quiero, lo quiero!" Ana no sale de Roma, se disimula allí, en el fondo de una callejuela. Los príncipes de la Iglesia van allá algunas veces a solicitar sus consejos, pero sus armas preferidas son el silencio, la inmolación. B.- En 1798, por obra de Napoleón y de su hermano José, que trabajaba en Roma, es proclamada la República Romana. Massena destierra a Pío VI, lo transporta a Siena y luego a Valencia de Francia. Allí es donde al año siguiente, anciano de 82 años, el Papa expira. Desde Roma, Ana sigue los sucesos, describe su agonía, anuncia el golpe de estado del 18 Brumario: Bonaparte volverá a abrir Francia a los sacerdotes. La Iglesia no tiene ya Papa; tendrá uno el 14 de marzo de 1800. Pío VII hace su entrada en la capital. Ana conoce las pruebas que lo esperan y su desenlace. Pío VII, por su parte, no oculta su veneración por la humilde obrera, aprueba la bella oración compuesta por ella, que ya hemos citado. El cardenal Pedicini, que conoce las calumnias de que ha sido objeto la Beata, y estima prudente no frecuentarla más, consulta con Pío VII, que le induce a continuar sus visitas. - La conocéis bien -le dice-. Yo mismo la hubiera hecho venir si no temiese aumentar las habladurías. Luego manifestó el deseo de que la Beata le escribiese, lo que ésta hizo con confusión. No se conformó con eso, "tuvo muchas conversaciones con ella -escribe el cardenal-, y cada vez que lo visitaba me pedía noticias de Ana, solicitaba sus oraciones, me encargaba llevarle su bendición." El 2 de febrero de 1808 ocupan Roma las tropas de Napoleón y apuntan su artillería contra el Quirinal, donde vive Pío VII. Todos los Estados pontificios son anexados al Imperio, y el Papa excomulga a los invasores, pero prescribe a los súbditos que se abstengan de toda violencia. Napoleón, entonces en el Danubio, envía a Murat, rey de Nápoles, dos cartas brutales: "Recibo la noticia de que el Papa nos ha excomulgado a todos... El Papa es un loco furioso que hay que encerrar." El 6 de julio, Radet, a la cabeza de algunos soldados y de una cuadrilla de bandidos, escala por la noche el palacio pontifical, rompe a hachazos las puertas tras las cuales lo espera, en pie, el augusto anciano. Mientras Napoleón gana la batalla de Wagram, Pío VII, metido en un vehículo cerrado con llave, es llevado de Florencia a Turín, de Turín a Francia, de donde lo llevan a Savona. Las comunicaciones con el Papa están prohibidas, una comisión eclesiástica declara que la excomunión del 10 de junio es injustificada. Napoleón sigue nombrando los obispos y suprime las órdenes monásticas en Italia. Finalmente, en el momento de emprender contra una mitad de Europa ese duelo en el que será vencido, hace trasladar a Pío VII de Savona a Fontainebleau. En las alturas del Mont Cenis, el anciano agonizante ha recibido el viático y la Extremaunción. Napoleón -exclama el primer presidente Séguier- está más allá de la historia humana, por encima de la admiración." Enceguecido por esas adulaciones, el amo obra como iluminado. El conde de Segur refiere esas palabras suyas: "Me siento impulsado hacia un fin que no conozco. Cuando lo haya alcanzado, como no seré ya útil, bastará un átomo para derribarme." En ese momento Ana Taigi oye que Nuestro Señor le dice: "¿Para qué fin he suscitado a Napoleón? Es el ministro de mi cólera para castigar la iniquidad de los impíos y humillar a los soberbios. Un impío destruye a otros impíos." Sirve inconscientemente al papado. El concordato de 1801 ha pacificado a la Iglesia de Francia, ha destruido el galicanismo, ha proclamado la jurisdicción universal del Papa. Terminada la obra, la Providencia va a barrer a Napoleón. Vencido, escribe en el mismo palacio de Fontainebleau en que aprisionó al Papa esta acta de abdicación: "El Emperador Napoleón declara que renuncia para él y sus herederos a los tronos de Francia y de Italia." Pío VII, liberado, atraviesa esa Francia y esa Italia en medio de arcos de triunfo, en tanto que el Emperador va a la isla de Elba, y luego a Santa Elena. Ana Taigi, durante los cinco años de cautividad de Pío VII, no dejó de seguir, hora por hora, sus tribulaciones en su Sol misterioso. Por ella, los cardenales, los prelados que se han quedado en Roma, los católicos fieles, saben los sufrimientos del cautivo. Dice cuándo va a terminar la prueba, describe el regreso 63

triunfal. "Alrededor de un año antes del regreso de Pío VII -declara, entre otros testigos, el marqués Bandiniella me dijo que el Papa volvería gloriosamente a su sede, indicándome la época precisa; que oficiaría en San Pedro el día de Pentecostés, y todo ello se cumplió exactamente." El 24 de mayo de 1814, Ana presencia la entrada del Papa en Roma. El Papado, por otra parte, no sale de una tempestad más que para entrar en otra (13) Hundido el Imperio, las sociedades secretas comienzan sus campañas de atentados, de conspiraciones, que perturbarán a la Iglesia hasta la toma de Roma (20 de septiembre de 1870). La Romaña se halla en ebullición, los asesinatos políticos se multiplican. El carbonarismo penetra en la magistratura romana, la enseñanza, la administración, el ejército, la nobleza y hasta el clero. Los propios sobrinos del cardenal Severoli, jefe del partido antiliberal juran, sobre el puñal y el veneno, la destrucción del trono y del altar. Ana sigue con su sol todo ese trabajo de zapa, paga su fracaso con sus propios sufrimientos, advierte al Papa, a los cardenales, que eviten tal paseo, tal visita donde les han preparado emboscadas. Es, por la voluntad celestial, una especie de "Ministro del Interior" sin cartera. (13)

Cf. Fernand Hayward, Le Dernier Siècle de la Rome Pontificale, 2 vol., Paris, Payot, 1928.

El 6 de julio de 1823, Pío VII tiene una caída que le rompe el cuello del fémur. El anciano parece reponerse, pero Ana advierte al cardenal Pedicini que no tiene remedio, que el Pontífice se muere; es preciso administrarle sin más tardar los últimos sacramentos. Se sigue su consejo y Pío VII muere en la mañana del 22 de agosto, a la edad de 81 años. En ese momento la basílica de San Pablo Extramuros, catorce veces secular, la basílica de la cual Pío VII había sido abad, era pasto de las llamas, de acuerdo con la profecía de Ana. Se realiza un cónclave agitado en el que se enfrentan los "moderados", partidarios de las reformas, y los "zelanti". Estos tienen por jefes a los cardenales Severoli y Della Genga, quien será elegido; los "moderados" se agrupan alrededor del ex embajador de Napoleón el cardenal Fesch, y de sus dos antiguos adversarios, el cardenal Consalvi y... Chateaubriand, ministro de Luis XVIII. Como siempre, sátiras y pasquines, con frecuencia violentos a veces groseros, siguen sus pasos. En las calles de Roma se cantan estas curiosas letanías: “A despotico Consalvi, Libera nos, Domine... A libidine Albani, Libera nos, Domine... Et ipsorum nullum papam facere digneris, Te rogamos, audi nos! ” Un espectáculo de gala inspirado por las logias hace desfilar a los cardenales por la escena vestidos de Arlequín y de Pantalón; los empleos de barrenderos y peluqueros son desempeñados por "el cardenal Fesch y todos los príncipes, duques, marqueses y otros son esclavos romanos, habituados a ese oficio desde hace mucho tiempo", según dice el prospecto. Los vendedores ambulantes cantan coplas en las que se caricaturiza al Papa futuro, el cardenal conde Della Genga. Esta digresión era necesaria para poder "darse cuenta" del medio en que se mueve la expiadora. El 28 de septiembre de 1823, Della Genga (León XII) sucede a Pío VII. Gracias al Beato Strambi, a quien el nuevo Papa nombra su consejero, las relaciones entre Anita y el Vaticano se hacen todavía más estrechas. Monseñor Strambi le consulta todos los días en nombre del Papa sobre los intereses de la Iglesia y comunica sus respuestas a León XII. Lo sabemos por Monseñor Natali: "Todas las tardes me comunicaba Monseñor Strambi, bajo secreto, los asuntos importantes concernientes a la Iglesia, las reformas, a fin de que yo interrogase a la Servidora de Dios, y él aceptaba ciegamente sus consejos y daba cuenta de ellos al Santo Padre. Un día, como ella estaba enferma de una pierna, yo ví llegar a su casa al cirujano de Su Santidad, quien 64

iba, de parte del Papa, a saber noticias de la enferma y preguntar si había necesidad de sus servicios." León XII reina desde hace algunas semanas cuando una grave enfermedad pone su vida en peligro. Monseñor Strambi ofrece la suya por el moribundo y, por medio del confesor de Anita, solicita que se ruegue por el Papa. Ana, que se halla preparando la comida, consulta a su sol y ve que ha sido acogido favorablemente su voto heroico. -No, -dice- el Papa no morirá. Todavía tiene tiempo, todavía padecerá fatigas por la Iglesia; pero decid a Monseñor Strambi que se prepare a morir él. Algunos días después mona el santo prelado. Quedaba Anita. Fue, más que nunca, el ángel custodio de León XII, quien no debía morir hasta seis años más tarde. Por un designio providencial, Monseñor Natali es nombrado secretario del Maestro de cámara. Ahora bien, las Logias han decidido suprimir a León XII. Todos los motivos les parecen buenos para sobreexcitar a los espíritus: medidas tomadas contra el alcoholismo, contra el pillaje que aterroriza al campo romano, ejecución de dos jóvenes nobles carbonarios por tentativa de homicidio. Mueren desafiando a Dios y al Papa; se hace de ellos mártires y se jura vengarlos. No es fácil seleccionar a los visitantes que piden audiencia. Monseñor Natali consulta constantemente con Anita quien le dice: "Alejad a tal visitante, vigilad a tal otro." Estos avisos son de oportunidad tan maravillosa que cuando está ausente el Maestro de Cámara, León XII, prescindiendo del protocolo, quiere que el secretario continúe en funciones. En el curso de la última enfermedad del Papa, la Beata es prevenida con respecto al desenlace fatal. "Levántate y ruega por mi Vicario -le dice Nuestro Señor-. Se halla a punto de rendir cuentas a mi tribunal." Al día siguiente muere León XII (1829). Le sucede Pío VIII, quien reina solamente veinte meses. En pleno cónclave, cuando nadie puede prever la época de la elección, Ana anuncia que todo estará hecho al cabo de ocho días, pero que el nuevo pontificado será muy corto. Pío VIII -añade el cardenal Pedicini- cayó enfermo de una enfermedad considerada benigna. Iba a reanudar sus audiencias cuando el presbítero Natali vino a informarme que la Servidora de Dios había visto en su sol el catafalco elevado en San Pedro y coronado con la tiara. Yo previne al cardenal secretario, quien se sorprendió mucho, pero no dudó. Tres días después moría Pío VIII. Después de un cónclave largo y penoso, que duró tres meses y en el que hallaron libre curso las intrigas de diversos Estados, particularmente las de Austria, el cardenal Cappellari fue elegido con el nombre de Gregorio XVI (1831). Ana morirá bajo su pontificado. Las sectas han decidido una vez más terminar con el Papa y han utilizado para prepararse el largo interregno. Todos los días hay conspiraciones. Los carbonarios terminan por declarar que si no se puede terminar de otro modo es preciso hacer saltar a Roma. Las fábricas de bombas trabajan a todo lo que dan. Ana María vela, avisa, sufre. A medida que se desencadena la tempestad, cuyos detalles le revela Dios, sus sufrimientos se hacen más intolerables. Se pone en lugar de los pecadores y se le oye murmurar: "¡Peccavi, Domine, miserere mei! ¡He pecado, Señor, tened misericordia de mí!" Monseñor Natali refiere un hermoso rasgo a propósito de la elección de Gregorio XVI. "Yo me hallaba -dice- con la Servidora del Señor en San Pablo Extramuros cuando entró el cardenal Cappellari. Ana, en éxtasis, ocupaba el único reclinatorio. Yo la sacudí para que cediera su puesto al cardenal. Este me hizo señas de que la dejase. Vuelta de su éxtasis, Ana le mira fijamente... Y al volver a Roma me dice: "Es el futuro Papa." Había visto en su sol una paloma iluminada por rayos de oro que descansaba sobre él entre nubes oscuras, anuncio de la próxima revolución. He aquí un detalle divertido. En el curso del cónclave ve Ana en su sol que el cardenal Cappellari será elegido al cabo de 17 días. Ahora bien, el piadoso camandulense utiliza una tabaquera voluminosa de la que invita frecuentemente a tomar rapé a Monseñor Natali y al cardenal Barberini. Monseñor Natali piensa que esas liberalidades van a terminar, pues el protocolo no permite tomar rapé de la tabaquera de un Papa. Un poco infantil y quizá impaciente por divulgar su secreto, Don Natali se encuentra con el cardenal Cappellari, toma abundante rapé de la futura tabaquera papal y dice suspirando: "¡Con tal de que no sea la última vez!" 65

Don Raffaële tiene el heroísmo de no decir más. Pero muy pronto ya no puede contenerse y 17 días antes de la elección encuentra el modo de llamar al cardenal Barberini a un rincón del cónclave y le dice: "Tomad 17 veces de la tabaquera de nuestro amigo, pues dentro de 17 días esto habrá terminado." El cardenal, que es uno de los curados milagrosamente por Ana, comprende, se acerca al cardenal Cappellari, reclama una toma de rapé y, sin apresurarse, toma 17, ni una menos, pero como no puede colocarlas todas en su lugar, las vierte sobre la alfombra. Su amigo protesta y le dice: - ¿Qué hacéis? Arrojáis mi tabaco. - Ya comprenderéis, dentro de 17 días... Comprendió, en efecto, y supo por Don Natali cómo después de la visita a San Pablo Extramuros, Ana le había anunciado no solamente ese pontificado, sino también las alegrías y las pruebas que le estaban reservadas. La conclusión fue que, a pesar del protocolo, Gregorio XVI, al recibir en audiencia a Monseñor Natali, le siguió ofreciendo siempre el buen rapé de su tabaquera. Fue por añadidura un buen Papa. No perfecto, y la Beata Taigi, a la que la santidad hace indulgente pero no ciega, lo sabía. Los romanos, fácilmente descontentos, multiplicaron los libelos contra el anciano camandulense. Ernesto Masi, que no le tiene simpatía, escribirá no obstante: "No era como lo han pintado el libelo y la sátira." Pero era un gran coleccionador de cuadros y obras de arte, y en eso fue émulo de Fesch. Gregorio XVI murió en 1846, nueve años después de la Beata. Ésta anuncia también la elección de Pío IX y sus tribulaciones. Un día en que ofrece, con lágrimas, sus sufrimientos por la Iglesia, el Señor le muestra "los horribles pecados de personas de todas las condiciones" que atraerán el rayo. - ¿Cómo remediar tan gran desastre? -pregunta. - Mi Padre y yo lo remediaremos todo. Después del castigo, los que sobrevivan deberán conducirse como yo te diga. Aquí se trata ya de misterios. "Cinco años antes de la muerte de Pío VII -refiere Monseñor Natali- me describió la gran prueba en preparación: las revoluciones se abatirán sobre Roma, los desastres disminuirán por las satisfacciones de los santos. La cizaña será arrancada y luego la mano de Dios volverá a imponer el orden allí donde será impotente el esfuerzo humano. Los castigos de la tierra serán mitigados, pero los del cielo serán universales y espantosos. Millones de hombres morirán por el hierro, sea en la guerra, sea en las luchas civiles, otros millones perecerán de una muerte imprevista. Después, naciones enteras volverán a la unidad de la Iglesia, muchos turcos, paganos, judíos serán convertidos y su fervor llenará de confusión a los antiguos cristianos. En una palabra, me decía que el Señor quería limpiar al mundo y a su Iglesia, para lo que preparaba un renacimiento milagroso, triunfo de su misericordia." La misma visión se presentará muchas veces a la Beata. Ve a la tierra rodeada de llamas, la cubren las tinieblas, se hunden numerosos edificios, la tierra y el cielo parecen agonizar. La prueba es seguida de un renacimiento universal. Y todo esto ocurrirá cuando parezca que la Iglesia ha perdido todos los medios humanos de hacer frente a las persecuciones. Las pruebas revelarán "los pensamientos secretos de los corazones. Aquellos a quienes conceda el espíritu de humildad -le dice Nuestro Señor- serán los vencedores." Se ha querido ver en las pruebas de la Iglesia bajo Pío IX esa gran "apostasía" de que las guerras de 1870 y 1914 fueron el castigo y ahora nos acercaríamos al gran "renacimiento." El cardenal Salotti compara las revelaciones de Ana Taigi con las de la Venerable Isabel Canon-Mora: "El tiempo de la purificación, le habría dicho Nuestro Señor, no será tan largo como crees. El tiempo está en mis manos; puedo abreviarlo como me plazca. Es preciso simplemente que sean desarraigados los cinco árboles de herejía que infestan el bosque." A estos cinco árboles los llama Monseñor Salotti: nacionalismo, liberalismo, masonería, modernismo, socialismo, y los ve declinar, de lo que deduce que el gran renacimiento se halla próximo... ¡Esperémoslo! 66

En todo caso, la Beata habrá anunciado claramente que el presbítero Mastai, entonces agregado a la nunciatura de Chile, llegará a ser Papa con el nombre de Pío IX, y que, entre pruebas sin número, que le reducirán a vivir de limosnas, gobernará largamente, santamente. En efecto, el elegante conde Mastai, quien en otro tiempo frecuentaba de buena gana la pintoresca posada del Armellino, tan cara a Stendhal, y que llegara a ser sacerdote a los 27 años, canónigo de Santa María in Vía Lata (la iglesia de la Beata), obispo de Imola (donde el conde Pasolini le inicia en las teorías de Balbo sobre la gran Italia y el reformismo) era Papa en junio de 1846, después de un cónclave de 48 horas. Sus reformas, la amnistía de los condenados políticos, la concesión de una constitución liberal, producen un entusiasmo indescriptible. Pero las sectas convierten en su propio provecho ese mismo liberalismo. El príncipe de Canino (hijo de Luciano Bonaparte, el protegido de Pío VII) provoca una revuelta. En noviembre de 1848 es asesinado el ministro Rossi y Pío IX debe huir, en plena noche, a Gaeta; Mazzini y Garibaldi proclaman la República romana y ellos mismos son desbordados; se da caza a los sacerdotes en las calles de Roma y hay profanaciones y mascaradas. Finalmente, llegan tropas francesas del general Oudinot, que devuelve las llaves de Roma a Pío IX en 1850. Paz precaria, derrota de Castelfidardo, victoria de Mentan, hundimiento final. El 20 de septiembre de 1870 el general Cadorna, a la cabeza de los soldados piamonteses de Víctor Manuel, ocupa Roma. Por 40,785 votos en favor contra 46 en contra, el plebiscito del 2 de octubre declara el fin del poder temporal de los Papas. Si la Beata Taigi ha previsto exactamente todas estas tribulaciones, ha estado igualmente en la verdad al decir que Pío IX sería un pontífice santo y realizaría grandes cosas en el curso de su largo pontificado. Si bien se experimenta cierta extrañeza al ver junto al último pontífice-rey a un hombre que fue bajo muchos aspectos el émulo de Mazarino, al cardenal secretario de Estado Animen', esta sombra no podrá hacer que se olviden ni la santidad de Pío IX, ni la definición de los dogmas de la Inmaculada Concepción y de la infalibilidad pontificia, ni el concilio del Vaticano, el más grande acontecimiento de los tiempos modernos después del concilio de Trento. Pío IX se reconoció en el retrato que trazó de él la Beata y, por dos veces, urgió al Promotor de la fe para que apresurara el Proceso. Al dar audiencia en julio de 1871 a la Cofradía de San Pedro, encargada de la obra del Denario del Papa, dijo: "Monseñor Rafaëlle Natali, promotor celoso de la causa de la Venerable Ana María, nos ha referido sobre ella cosas maravillosas, predicciones sobre la época en que vivimos. Nos ha repetido con frecuencia, como: habiéndolo sabido por la Venerable, que llegará un momento en que la Santa Sede quedará reducida a vivir de limosna del mundo entero, pero que, por otra parte, nunca faltará el dinero. En verdad, seria difícil no reconocer la exactitud de esas predicciones. C.- La pobre casa de Anita era conocida o visitada no solamente por los mensajeros de los Papas, sino por todos los santos de esos tiempos turbulentos: el Beato Monseñor Strambi, el venerable Monseñor Menocchio, sacristán de Pío VII, el venerable hermano Félix de Montefiascone, capuchino... Ella acoge con la misma caridad a un carretero y a un ministro. "La mosca era para ella tanto como el camello y la pulga tanto como el elefante", dice un testigo. No niega sus consejos a los hombres de estado, pero los da con más alegría a esa pobre mujer que se queja un día de la crisis, de que el comercio de las gallinas, su manera de ganarse la vida, no marcha; le denuncia la mala voluntad de las mismas gallinas, que no ponen. La Beata le instruye sobre la manera de cuidar bien a las gallinas, único medio de que pongan. Su deseo de permanecer oculta se encuentra en este caso menos amenazado que con el contacto con los grandes. "Los nobles visitantes afluían -declara Sofía- pero de esto no hablaba nunca y si alguien lo decía en su presencia, se quedaba confusa." La duquesa de Sajonia, de la familia de los Borbones; la princesa Giustiniani, lord Clifford, la rodean con su amistad respetuosa, pero Ana nunca habla de ellos. La reina de Etruria hubiera querido ir a visitarla; se opuso a que lo hiciera e iba a ver a la reina en su. palacio sólo cuando se la llamaba expresamente. "Cuando de lejos mi madre -dice Sofía- veía venir a la reina, se volvía atrás para no ser saludada. A causa de su mala vista, quería que yo la previniese contra tales encuentros." Un día la reina recibe en su casa a Pío VII y aprovecha la ocasión para presentarle a su amiga Ana. 67

Esta es llamada y siente al principio una gran alegría al pensar que va a conversar con el Vicario de Cristo, pero luego vence el deseo de eclipsarse. La entrevista tiene testigos y ella se contenta con prosternarse a los pies de Pío VII sin decir una sola palabra y viendo venir el éxtasis, se levanta y se marcha. Esta discreción hará que muchos de los favorecidos por ella no conozcan hasta después de su muerte el nombre de la que les curó o les aconsejó. He aquí a este respecto el testimonio del venerable Don Vicente Pallotti, genial precursor de la Acción Católica y Social (14). Habiendo hablado al marqués de Gregorio de una santa que quería permanecer desconocida, pero cuyos consejos le serían saludables, el marqués vio muchas veces a Anita, creyéndola sólo una intermediaria de la desconocida y solicitó consejos y gracias. Únicamente después de la muerte de la Beata sabrá quién era su consejera. Esta ocultó durante algún tiempo su identidad al mismo venerable Pallotti, a pesar de que le pedía continuamente el concurso de sus plegarias y consejos. (14)

El 4 de abril de 1935 se cumplió el centésimo aniversario de la fundación, por Don Vincenzo Pallotti, de la sociedad del Apostolado Católico, llamada más tarde "Piadosa Sociedad de las Misiones" o "Sociedad de los Padres Pallottinos." Vincenzo Pallotti, nacido en 1795 y muerto a la edad de 55 años (1850), fue uno de los sacerdotes romanos más eminentes del siglo XIX. El Proceso de Beatificación iniciado poco tiempo después de su muerte se halla a punto de terminar. Con ocasión del Decreto sobre la heroicidad de las virtudes, Pío IX decía: "Pallotti previó el nombre y el objetivo de la Acción Católica cuando fundó la Sociedad del Apostolado Católico, la que, en su esencia, es lo mismo que la Acción Católica." Es el 4 de abril de 1835 (dos años antes de la muerte de Ana Taigi) cuando Pallotti, que tiene 40 años de edad, crea, con algunos sacerdotes y algunos laicos, la Sociedad del Apostolado, sociedad de carácter muy moderno que consagra una gran parte de su actividad al apostolado seglar, a la acción social y de beneficencia. Como todos los precursores, Don Pallotti tropieza con mil oposiciones y muere prematuramente, pudiendo preguntarse si subsistirá algo de su obra. La hora del apostolado seglar no ha sonado aun y susceptibilidades de toda clase traban el movimiento libertador que podía evitar muchas ruinas. El “Circulo exterior de conquista seglar” declina rápidamente, pero la Comunidad de los sacerdotes y de los Hermanos sobrevive y se orienta hacia un terreno menos movedizo: las misiones junto a los infieles, los emigrantes, los colonos. Hoy día la Sociedad cuenta con 115 casas en Europa, en América, en África. Y he aquí que Pío XI hace suyo el pensamiento dominante del "genial apóstol, protector y modelo" de la Acción Católica, cuyas santas audacias estimuló la Beata Taigi.

Sin embargo, Ana no puede evitar completamente los testimonios de admiración. Se queja de ello a Dios. "Retirada a su alcobita -dice su confesor- no hacía más que llorar al verse honrada y se lamentaba diciendo al Señor que no la quería bien, que si la amaba la haría marchar por el camino que Él siguió. Viendo que la conducía por un camino diferente, temía un artificio del demonio. Por eso en la medida en que le era posible, se ocultaba a los ojos de todos", incluso de los suyos, incluso del mismo Domenico. "Nos decía siempre -declara éste- sobre todo con ocasión de una falta del prójimo: "Si el Buen Dios no nos llevase de la mano seríamos capaces de obrar peor." Citaba las palabras de San Felipe de Neri: "Señor, sujetadme bien, porque si no, hoy mismo soy capaz de hacerme judío." Ella no decía nunca: "Soy yo quien ha hecho esto", sino que trataba de ponerse por debajo de todos y, para decirlo todo, hubiera obedecido al gato. Huía de los elogios y no disputaba nunca. Para decir la verdad debo confesar mi falta: con frecuencia, para sostener mi opinión, le decía: "¡Basta, cállate! ¡No comprendes nada!" Ella sonreía y me decía: "Es cierto, soy una tonta y no sé hacer nada bien." Y Sofía declara: - Cuando se pedía a mi madre que recomendara un asunto al Señor respondía: "Sí, roguemos el uno por el otro." Me decían: "Sois dichosa al tener una madre santa." Si yo le refería esa frase, me respondía: "Hija mía, hablas mal, pues los santos no son de este mundo, pero roguemos a Dios que nos haga morir santos." Otras veces, cuando iban a decirle: "Rogad por mí, vos que sois una santa", ella se turbaba y contestaba: "¿Qué decís? No sé cómo me sufre el Señor en la tierra. No digáis semejantes herejías. Sólo Dios es justo y santo. Yo soy una pobre y débil mujer." Por otra parte, como subraya finamente Sofía, no afectaba ni siquiera humildad, pues era de una extremada simplicidad, esa simplicidad que atraía hacia ella, como hacia Jesús, a los niños. El deseo de evitar todo lo ruidoso la hizo rechazar, como ya lo he dicho, como una tentación, el papel 68

de fundadora, de superiora. "Con las luces que poseía -se lee en el Proceso- las relaciones de que disponía, hubiera podido hacerse ilustre fundando alguna obra pía... Estaba muy alejada de ello, pues no le gustaban las novedades y temía extremadamente el amor propio. En muchas ocasiones aconsejó a las personas que le consultaban que restablecieran y rejuvenecieran las obras antiguas en vez de crear otras nuevas. De esta manera, decía ella, se hace el bien y queda burlado el demonio, que no tiene como entrometerse cuando faltan el amor propio y la ambición." D. - Arrobada cotidianamente por el éxtasis, Ana tenía, en efecto, un culto por las pequeñas virtudes, por esas "plantas humildes-dice San Francisco de Sales- que crecen en la sombra". Domenico, respondiendo al severo interrogatorio en que son pasadas por la criba las virtudes de su mujer, declara muy acertadamente: "Pasando ala virtud de la prudencia, declaro que la Servidora de Dios castigaba a sus hijos con moderación, de modo que todos se hallan sanos y salvos gracias a Dios. Veía con pena que algunos padres llegaban a pegar a sus hijos en la cabeza y ella trataba de impedirlo." Omite anotar que él tenía gran necesidad de ser aconsejado en ese sentido. "Ana María -añade el cardenal Pedicini- fue siempre prudente en sus austeridades. Hacía aquellas que mortifican al cuerpo sin arruinar la salud. Renunció, por consejo de su confesor, a las maceraciones que practicó en el primer fervor de su conversión. Recomendaba a sus hijos espirituales que se sometieran enteramente a ese respecto a los consejos de su director, pues sucede con frecuencia que el demonio hace que se emprendan austeridades extravagantes para fatigar a las almas y hacerlas impotentes para el servicio de Dios. Le gustaba que sus hijos espirituales tomasen resoluciones santas, pero sin comprometerse fácilmente con sus votos. Seguía un reglamento para sus ejercicios de piedad, pero tenía la prudencia de dejarlo cuando lo exigían la caridad o la paz familiar y no titubeaba en abstenerse de la misa y de la santa comunión cuando tenía que cuidar a su marido o a sus hijos. Le gustaba el retiro, pero salía de él cuando la caridad lo exigía. Le gustaba orar en la soledad, pero conocía también la fuerza de la plegaria en público y no dejaba de acudir los viernes al Vía Crucis del Coliseo." "De un carácter dulce, alegre y paciente -escribe Monseñor Natali- sabía no obstante reprender enérgicamente a sus hijos espirituales", hablar con libertad a grandes personajes, como la duquesa de Luca, la cual seguía "ciegamente sus decisiones, inclusive para el gobierno de sus Estados." Ella no pensó nunca que la perfección la eximiese de la honradez. "No solamente -anota Domenico pagaba lo que debía, sino que me acuerdo de que si en los gastos diarios advertía el error de unos centavos en sus cuentas con Luigi Antonini, hacía que se devolvieran esos centavos, aun antes de desayunarse. En la época en que hacía trabajos de costura para las Religiosas de Santo Domingo restituyó hasta un poco de hilo que le habla quedado. No contraía deudas y repetía que es preciso acomodarse a las circunstancias." Pero defendía igualmente el pan de los suyos contra los explotadores. Si se veía obligada a contraer una pequeña deuda advertía primero al proveedor y luego se apresuraba a pagar sin esperar las reclamaciones... ¡Felices acreedores! ¡Y dichosas sirvientas! Pues esta obrera, mujer de un criado, tenía a veces criadas. "Podía haberse hecho servir -declara Domenico- puesto que yo le proporcioné casi siempre una criada, pero ella ponía mano en todo para servir a los demás. Ana pagaba a esas criadas todos los meses según el precio convenido, pero si exigía un trabajo extraordinario, les hacía regalos. "Por otra palle -refunfuña Domenico- estas criadas manifestaban poca gratitud." ¿No exagera acaso? ¿Era él mismo acaso un patrón fácil de servir? En todo caso debemos a las declaraciones de esas sirvientas detalles sabrosos sobre la Beata, su economía y su generosidad, Complementan esta declaración sumaria y caprichosa de Domenico: "Mi mujer nunca permitió que su familia careciese de nada, pero tampoco nos permitía gastar más en nuestra casa de la Valtelina, como se acostumbraba en Roma. Ahí se come un día hasta hartarse y al otro no se tiene qué llevar a la boca. Esto sucede sobre todo durante el Carnaval y en octubre. Pero en nuestra pobre choza, bajo la dirección de mi mujer, todo se hallaba en orden y marchaba como un reloj, en una paz paradisíaca. "Dicho esto, el anciano tuvo que enderezarse. Más cortésmente, el cardenal Pedicini había declarado antes de él: 'Lejos de imitar a los romanos que, según se dice, gastan 20 cuando no tienen más de 10, Ana practicaba una economía estricta', 69

unida a la mayor caridad." Las sirvientas no son ni menos elocuentes ni menos realistas. Escuchad a Annunziata: "En la casa Taigi éramos muchos, una docena, comprendiendo a Mariuccia, Sofía, sus hijos y Don Raffaële. La comida habitual se componía de una sopa; un plato de carne hervida o asada, acompañada de legumbres, patatas o algo parecido. Se compraba dos o tres libras de carne de buey o de vaca, a veces más. El marido de la Venerable comía por tres." La colación matinal consistía en café con leche para todos, salvo los días en que la leche estaba prohibida. En la cena se servían los restos del mediodía o queso, a lo que se añadía siempre ensalada. Al mediodía, lo mismo que por la noche, se medía el vino: una botella de vino al que se ha añadido agua y otra botella de vino puro del que se sirve al final un vaso lleno a cada uno, salvo a la Beata, pues el vino puro no le sienta bien, según afirma. Giovanna añade: "La alimentación era siempre abundante; la Beata no quería que se sufriese hambre. No era austera más que consigo misma, hacía que se sentasen los criados y permanecía en pie para servirles los primeros, y ella se servía la última. Todos subrayan su economía estricta: aunque estuviese enferma y en cama, exigía la cuenta de los gastos y hacía una observación si se había comprado algo demasiado caro o de mala calidad. Cuando un ingreso imprevisto ampliaba el presupuesto, no por ello gastaba más, sino que economizaba y multiplicaba sus limosnas. En fin, nos trataba no como a criadas suyas, sino como hermanas. Un día, al llevar un gran frasco que podía valer 12 paoli, pues era empajado y dorado, se me rompió el frasco en las manos. Yo tuve un gran disgusto, pero la Venerable me consoló diciéndome: "No es nada, hemos tenido una docena de botellas como ésta y todas se han roto. Ésta tenía que morir de la misma muerte que las otras." Y para consolarme me sirvió un poco de vino. Me sucedió también que rompí algunas fuentes y platos. Ella me consolaba diciendo: "No es nada; es preciso que se ganen el pan los fabricantes de vajilla." En esto se manifiesta la sienesa espiritual. Un santo triste es un triste santo. Ana quería alegría a su alrededor y sabía que un poco de confianza y de buen humor con los inferiores vale más que toda la vajilla. Pero Giovanna muestra también que nada se les escapa a los criados. "El venerable Bernardo Clausi, de la orden de los Mínimos de San Francisco de Paula, vino a comer dos o tres veces. Sólo comió macarrones. Ahora bien, yo había preparado esos macarrones con grasa y los Mínimos sólo pueden comer alimentos sin grasa. Pero el P. Bernardo debía tener permiso para comer macarrones con grasa, pues ni la Venerable ni Don Raffaële le hubieran ofrecido un plato prohibido."

III A. EL SOL MISTERIOSO. -B. ANA DESCUBRE EN ÉL TODAS LAS COSAS. -LA SUERTE DE LAS ALMAS DIFUNTAS. -C. EL ORDEN SOBRENATURAL Y EL ORDEN MORAL. -LOS SECRETOS DE LA NATURALEZA. -LAS ENFERMEDADES. -LOS PENSAMIENTOS. -EL PORVENIR. En sus revelaciones, Ana habla la lengua popular de Roma y Nuestro Señor se sirve de ese mismo lenguaje. Del mismo modo la Inmaculada hablará a Bernardita el dialecto de Lourdes. Sin embargo, Nuestro Señor adopta a veces con Ana la lengua poética, pero esta poesía sigue siendo popular. He aquí algunas estrofas a título de curiosidad: El 31 de agosto de 1816, en la iglesia de San Carlos de las Cuatro Fuentes, hallándose en éxtasis después de la comunión, Ana oye y repite este epitalamio: "Amada mía, te lamentas, cuando descansas en los brazos de tu amado. Estoy en ti y lo ignoras. Y te quejas todos los días. "Amada mía: estás en mis brazos amorosos. Descansa y nada temas. Tu sufrimiento será bien recompensado. Pues yo te socorreré. Quiero que te hagas valiente. Toma tu escudo en la mano y no temas. Piensa, hija mía, que debes ser mi esposa. Que debes vivir a mi lado. "Allí donde te llevaré serás feliz. Y un día expirarás en mis brazos. "Dichoso, hija mía, quien vive contigo. Se le puede llamar bienaventurado. "¿De qué le serviría poseer plata y oro y terminar en seguida su vida? 70

"¿Condenarse? No, te lo dije un día, y créeme, amada mía. "Quién está a tu lado sufre dichosamente. Compartirá tu alegría." Y he aquí la lamentación del Señor sobre la nueva Jerusalén: "¡Oh Roma, Roma! ¡Hijos criminales! Ignoráis el bien que os hice... Tomo nota de vuestra respuesta... Pero cuando mi Padre Celestial dé la orden... Amada mía: ¡verás cómo terminará Roma! "Sabe que ahora caen como la nieve las almas en el infierno... Que lloren y sollocen amargamente... No se puede llamar ya a Roma, la Santa... Tú lo ves, lo ves claramente con tus propios ojos... Viven como bestias. "Los hombres no buscan aquí abajo más que lujo, placeres y satisfacciones... y se dejan llevar de toda clase de deseos culpables... Y muchos se me quejan todavía de no poder llevar el peso de sus miserias. ¡Pero si yo pudiera hablarte!... ¡Quisiera abrirte mi corazón! Me vengaré... en ellos. "Y me será preciso sumergirlos a causa de sus pecados..." ¡Sumergirlos! La terrible ola arrastra ya dos veces la nave de San Pedro: Pío VI y Pío VII desterrados, los cardenales dispersos, el pueblo romano pisoteado por los ejércitos imperiales. La ola continúa hinchándose bajo Pío IX: el Papa huye a Grieta y luego regresa a Roma para sufrir la agonía de Getsemaní; el populacho aúlla bajo las ventanas del Vaticano: "¡Muera Pío IX!" Los sacerdotes son agredidos, las iglesias saqueadas, innobles mascaradas parodian a lo largo del Corso la procesión del Corpus, escarneciendo al crucifijo. Una muchedumbre delirante baila la Carmañola. "¡Viva el petróleo! -grita- ¡El petróleo ha quemado a París! ¡Quemará a Roma!" Hasta las imágenes de la Virgen son profanadas, el féretro de Pío IX es insultado... Es preciso tener estos hechos presentes en la memoria para comprender las visiones terroríficas del sol misterioso. Ana ve en él las miserias que debe expiar o conjurar. Don singular del que debemos volver a tratar aquí, de acuerdo con las Actas del Proceso y el Decreto de Beatificación. "Yo he hecho por ti -le dice Nuestro Señor- lo que no he hecho todavía por ningún otro de mis servidores al concederte un don que ninguno de ellos poseyó jamás." Se puede, ya lo he dicho, encontrar analogías. San Columbano habría visto durante un instante, como en un rayo de sol, el universo entero. Santa Francisca Romana gozó durante 27 años de la visión permanente de un ángel que desempeñó con respecto a ella un papel semejante al sol de Ana Taigi. Revela a Francisca sus menores faltas, la ilumina sobre el estado de las conciencias. Ana lee en su sol los pensamientos más secretos; sus imperfecciones se manifiestan en él bajo la apariencia de una sombra. "Y poseía ese don de una manera continua", afirma el cardenal Pedicini, el testigo eminente que insiste más a este respecto. Lo que acabará por convencer al Promotor de la fe. No obstante, insiste, en que algunas singularidades son inadmisibles en una criatura que no goza todavía de la visión beatífica y por lo tanto son atribuibles a la autosugestión, al satanismo, etc. Asustada al principio, Ana creyó que se trataba de una ilusión y trató de librarse de ella. Hablar de autosugestión es, por lo tanto, despreciar los hechos, así como el carácter de Ana. También su confesor pide explicaciones. "Este es un espejo que yo te muestro -responde Nuestro Señor-para que sepas el bien y el mal" El sacerdote, poco satisfecho, le ordena que insista para que le sea retirado el don. A lo cual responde el Señor: "Dios es libre. Nadie debe tener la audacia de querer penetrar sus designios. El confesor debe limitarse a cumplir su deber, nada más." El Señor, sin negar por otra parte la posibilidad de las intervenciones diabólicas, da a la Beata este criterio para discernirlas: "Cuando se trate del espíritu maligno sentirás grandes ansiedades; cuando se trate de Mí mismo tu corazón sentirá una gran dulzura." El sol aumenta en brillo a medida que la convertida se purifica. Ese brillo termina por superar al de muchos soles, no obstante lo cual Ana puede contemplarlo sin fatiga, con su ojo casi enteramente perdido. Las imágenes de la vida presente y de la vida futura se suceden en él, tanto imágenes reales como imágenes alegóricas. A veces el Señor explica el simbolismo, y a veces no. Mas quiere, sin embargo, que la Beata tome nota de la alegoría no comprendida. Lo que, advirtámoslo, aleja la hipótesis de superchería o de sugestión. Esta hipótesis debe ser desechada sobre todo por la realización comprobada de una multitud de profecías. Por otra 71

parte, Ana no pone sus miradas en ese sol sino cuando se siente invitada a hacerlo y a veces con un temor cercano al terror. Como ella ve en él, declara Monseñor Natali, sus menores imperfecciones, por ejemplo su apego excesivo a sus discípulos, esto la pone en la necesidad "de caminar siempre en presencia de Dios, de conocer cada vez mejor su bajeza y su insignificancia, de hacerse más prudente en sus actos, más ardiente en su caridad." Las imágenes no pasan nunca por el centro del disco luminoso ceñido de la corona de espinas, sino solamente por los rayos que la rodean. No obstante, ve un día que el sol se abre y da paso a torrentes de sangre, mientras la Virgen intercede para detener los castigos preparados. Símbolo de las grandes crisis mediante las cuales Dios iba a purificar a la Iglesia. Parece desencadenarse un espantoso ciclón, el cielo arde, tiembla la tierra, se vislumbran pestes, revoluciones, revueltas, matanzas, batallas, negrota aeróstatos recorren el cielo, cubriendo la tierra de fuego y de tinieblas... Cuando la vidente mira al sol para descubrir en él un objeto determinado, todo lo demás desaparece. Ve los pueblos más lejanos en detalle, "como la fachada de una casa vecina", los castigos que amenazan a cada nación, sus causas, sus remedios, los desórdenes de cada clase social: el clero, la aristocracia, el pueblo. "Yo no pretendo -declara su confesor- que fuese capaz de comprender los misterios de nuestra santa religión. Tal es la prerrogativa de los santos que ven a Dios cara a cara, pero aunque ella no había hecho estudios, hablaba de los misterios como hubieran podido hacerlo teólogos profundos En cuanto a las demás cosas accesibles a la inteligencia humana: moral, ciencias, etc., daba respuestas precisas cualquiera que fuese el tema de que debía ocuparse por obediencia o caridad." B.- La Beata ve en su sol la suerte de las almas difuntas, la duración y la causa de sus expiaciones. No nombra nunca a las almas réprobas. El abate Natali le hace observar que los réprobos no tienen derecho a la caridad y ella responde: - Sus padres y amigos, que están todavía en la tierra, tienen derecho a ella. He aquí algunos hechos. Ve que un sacerdote conocido suyo se salva por haberse hecho violencia en favor de un mendigo inoportuno. Acto de virtud que origina otras gracias y otras obras meritorias. Ve a un eclesiástico, muy estimado por su actividad, sus predicaciones y su celo, cruelmente atormentado en el purgatorio, porque en vez de buscar la gloria de Dios había ambicionado la reputación de gran predicador. Ve a una de sus amigas, que había poseído luces sobrenaturales, en el purgatorio, por no haber guardado silencio con respecto a esos favores. Dos religiosos amigos suyos se hallan en el purgatorio; el uno ha muerto en olor de santidad y el otro con gran reputación como director. El primero se ha atenido excesivamente a su propio juicio; el segundo ha tenido una conducta disipada en el ejercicio de su ministerio. El conde que ha muerto hace dos días, se salva, tras una vida muy disipada, por haber perdonado a un enemigo. Pero pasará en el purgatorio tantos años como los que ha consagrado a las vanidades. Un seglar, discípulo de Ana, muerto con una gran reputación de virtud, es condenado a duras expiaciones por haber adulado a las personas altamente colocadas. Ha visto el catafalco preparado para León XII y algunos años después de la muerte del Pontífice ve su alma como un rubí todavía no purificado por las llamas. En el servicio fúnebre del opulento cardenal Doria ve que su alma no se beneficiará en modo alguno con los centenares de misas que ha tenido el cuidado de asegurarse. Servirán para los pobres. Su turno de ser beneficiado no se producirá hasta más tarde. La Beata no adula a los grandes, como no lo hizo Catalina de Siena ni a los artistas de la Edad Media. Ve, en cambio, el alma de un lego capuchino, Félix de Montefiascone, subir directamente al cielo. Lo mismo sucede con otro lego franciscano, con un joven novicio jesuita, Valory, y con dos sacerdotes Lazaristas. Yendo a confesarse con el P. Fernando, trinitario, Ana le dice: 72

- El general de los trinitarios, que se halla en España, ha sido muerto con su compañero por los soldados franceses. Describe los malos tratos sufridos. Las almas de los mártires han subido al cielo. Un mes más tarde llegan cartas de España anunciando la muerte de los dos trinitarios en las circunstancias descritas. Con frecuencia, aunque no aceptemos ciegamente todas las afirmaciones del abate Natali o del P. Calixto de la Providencia, (15) las visiones son menos consoladoras. El rostro de Ana se cubre entonces de una expresión de tristeza infinita. (15)

El Padre Calixto (Vida de la V. Ana Taigi, 5ª edic., pág. 371) escribe: "El sacerdote, su confidente, tuvo un día una discusión con otra persona sobre el pequeño número de los elegidos; sostenía que en nuestros días la mayoría de los cristianos se pierden y su competidor defendía el sentimiento contrario. Habiendo tenido conocimiento de esta discusión la piadosa mujer, miró su sol y vio en él la suerte de las personas fallecidas durante aquel día: muy pocas, ni siquiera diez de ellas, volaron al cielo, muchas se detuvieron en el purgatorio y las otras cayeron al infierno en tan gran número como los copos de nieve en pleno invierno" Esta cita está tomada de la declaración del confesor de Ana. Otro hecho: en la página 405, a propósito de una declaración en la que se dice: "Durante muchos días seguidos vio extenderse por el mundo entero tinieblas excesivamente espesas, el P. Cabido añade en una larga nota: “Es de presumir que se trata aquí de tinieblas físicas.” Monseñor Natali, interrogado a este respecto por gran número de personas ha dado a todos la seguridad de que las tinieblas duraron tres días... durante los cuales... solamente los cirios benditos dieron luz, etc. Después de lo cual el P. Calixto escribe: “El autor de otra vida de Ana María parece sorprenderse de que hablemos a nuestros lectores de las tinieblas y de otros acontecimientos extraordinarios cuyo anuncio es atribuido a Ana María.” A lo cual el P. Calixto responde con las aprobaciones dadas a su libro y con el bien que ese mismo libro hace a las “almas blandas y sensuales... que se ponen a reflexionar sobre sus desórdenes... Ahora bien, es preciso absolutamente que se llegue a eso para detener el brazo de Dios dispuesto a golpearnos aun más..." En la página siguiente (407) hay una nota en la que el P. Calixto cita, tomándolas de Monseñor Barbier de Montault, otras palabras de Monseñor Natali pronunciadas en 1869 (32 años después de la muerte de Ana, en la misma víspera de confiscación de los Estados Pontificios): “Italia devolverá al Papa lo que le ha tomado y se le someterá. Pío IX verá el triunfo de lo Iglesia. El Papa está unido en la intención con Ana María, que vela por él. Pío IX será un santo. Las profecías de Ana María se extienden hasta el Anticristo, cuyos tiempos se avecinan... Habrá todavía muchos papas, pero no vivirán mucho tiempo.” ¡No vivirán mucho tiempo! ¡Ahí están Pío IX, León XII, Pío X, Pío XII Sé muy bien que las profecías atribuidas a San Vicente Ferrer sobre la inminente llegada del anticristo no han impedido sus milagros ni su santidad. Pero la memoria de Ana María no hubiera perdido nada, pienso yo, con un poco más de discreción por parte de sus historiadores y sus confidentes. La Beata es lo bastante rica para que nos contentemos con sus riquezas ciertas. Ya en 1869 el P. Calixto cree poder sacar de las palabras de Ana esta conclusión: "La hora de la completa liberación y del triunfo completo del Papado no puede tardar mucho en sonar." Han pasado sesenta y siete años. No proporcionemos gratuitamente armas a las "almas blandas y sensuales" a las que pretendemos convertir. Recordemos, por otra parte, que la Iglesia no toma por su cuenta todas las profecías y visiones de los santos, ni siquiera las que se suponen auténticas.

Veía caer en el abismo, en medio de los resplandores, a laicos, dignatarios eclesiásticos, sacerdotes, religiosos, religiosas, lo que el Promotor de la fe estima irrespetuoso y poco caritativo. Callaba sus nombres, pero cuando sabía que un hombre, sobre todo un eclesiástico, moría dejando mucho dinero, meneaba la cabeza. "¡Hay tantos pobres que aliviar! La salvación es muy difícil para los especuladores, para los que matan de hambre al pueblo." Estas verdades, que convenía decir bajo el Imperio, siguen siéndolo aun. C.- "Si se le preguntaba sobre un punto dogmático, por ejemplo la conciliación de la predestinación con la bondad divina, le bastaba con mirar a su sol para dar respuestas de una precisión sorprendente. (16) Las escenas de la vida de Cristo se le aparecían en detalle: la casa de Nazareth con sus humildes muebles, el lugar en que duerme María, donde se pone en contemplación, "pues aun durante el tiempo muy breve que consagra al descanso la Virgen permanece en contemplación." Para conocer "la vida interior de María", digámoslo al pasar, ¿qué mejor término de comparación que la vida de Ana María, obrera, esposa y madre? (16)

Como esta expresión "conciliación, etc.", podría dar lugar a una interpretación errada por parte de las personas no versadas en teología, hacemos constar que no cabe suponer conflicto alguno entre la predestinación y la bondad divina, ya que no existe la predestinación al mal, según lo ha definido categóricamente el magisterio infalible de la Iglesia:

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"Creemos también, según la fe católica, que después de recibida la gracia por el Bautismo, todos los bautizados, con la ayuda y la cooperación de Cristo, pueden y deben cumplir, si quieren trabajar fielmente, aquellas cosas que se refieren a la salvación del alma. Por lo tanto, no sólo nos negamos a creer que haya algunos predestinados al mal por el poder divino, sino que también declaramos que, si hay quienes quieren creer en tanta maldad, con toda detestación los excomulgamos." (2º Concilio de Orange, canon 25.) -Nota de los Editores.

Muy devota de San José, lo ve, no anciano canoso como suele representarlo la hagiografía, sino como un joven muy hermoso, un poco mayor que María. Por otra parte, no trata estos tópicos sino con su confesor o sus dirigidos. A éstos les recomienda sobre todo fortaleza. Jesús le pide a ella misma que practique respecto de ellos un entero desapego. "No se puede contar mucho tiempo con la buena voluntad de las criaturas. El hombre no es más que una veleta. Sólo Dios es estable", le repite para prepararla a las ingratitudes. El cardenal Pedicini resume este tema en algunas palabras: ¡Cuántas veces le consulté asuntos de los cargos que he ocupado! Sus conocimientos tan profundos como universales provenían indudablemente de la sabiduría divina. Refería a cada uno las diferentes circunstancias de su vida y le descubría sus pensamientos más secretos. Todo esto sin afectación, bajo la forma de una conversación amistosa. Le era más fácil conocer el estado de un alma,' la marcha de un asunto, que a nosotros leer un libro. Le bastaba con echar una mirada a su sol." Aquí cabe recordar al infeliz de Renan, exigiendo del Señor que fuese a realizar sus milagros ante las cinco Academias reunidas si quería que fuesen tomados en serio. Sería interesante saber lo que habría dicho -tenía quince años a la muerte de la Beata y treinta cuando Domenico declaró en el Proceso canónico- si se le hubiese referido lo siguiente: Había en otro tiempo en Roma una buena mujer sin cultura que conocía los secretos de la naturaleza y hasta detalles de la historia antigua mejor que el señor Renan. Su mirada recorría la inmensidad de los cielos, los abismos de la tierra, pero olvidada de sus intereses, enemiga de toda propaganda, no hacía uso de sus conocimientos sino cuando lo exigía la caridad. Conocía las enfermedades, sus remedios y el fin para el que son enviadas, pero ni siquiera pedía a esta ciencia su pan cotidiano. Algunos hechos más: El hijo único de una gran familia romana se muere. Consultan a Anita, quien mira su sol, indica un remedio muy sencillo, pero los médicos, añade, no lo querrán, se engañarán con respecto a la naturaleza del mal, y el niño morirá. Así sucede. Los historiadores deseosos de precisiones, que estarían aquí fuera de lugar, no tienen más que acudir a los infolios de la Actas. Cuando era consultada, Ana comenzaba por enviar al enfermo a que viera al médico. Pero si veía que el médico se engañaba, decía: "Hijo mío, ensayad tal remedio, pues vuestro mal procede de esto " El hijo de un negociante se halla peligrosamente enfermo. Su tía lo viene a recomendar. Ana responde: - "Se curará por esta vez, pero dentro de cinco años se caerá del caballo y será transportado medio muerto y sin poder hablar. Invocad entonces el nombre de Jesús y recobrará el conocimiento; luego haced que inmediatamente se confiese y reciba los sacramentos; morirá poco después, no de su caída, sino de la enfermedad incurable de las entrañas que padece." Cinco años después se desarrollan los acontecimientos como ha sido anunciado: la autopsia demuestra que el mal señalado por la Beata, y no la caída del caballo, ha causado la muerte, lo que sorprende mucho a los médicos. Al dirigirse a San Pedro con el presbítero Natali se cruza con el pomposo cortejo del cardenal Marazzani, quien acaba de ser promovido. Ana mira su sol y murmura: "Hoy, gran pompa; dentro de un mes, la tumba." El cardenal es enterrado un mes más tarde. La reina de Etruria se halla gravemente enferma. El Beato Monseñor Strambi organiza un Triduo solemne de oraciones para obtener su curación mediante la intercesión del venerable Pablo de la Cruz, fundador se su congregación. Solicita las oraciones de Ana, quien responde: - No avancéis tanto en este asunto, pues vos y vuestro fundador haríais en él triste figura. La enferma, después de una mejora sensible, se encuentra peor; nadie se atreve a advertirle el 74

desenlace. Van en busca de Ana que, por caridad, advierte a su amiga que está próxima su muerte, le exhorta a poner en orden sus asuntos. El choque es doloroso; finalmente, la Reina hace su sacrificio y muere algunos días más tarde. Ana frecuenta la iglesia de San Andrés del Quirinal donde está el noviciado de los jesuitas. El P. Rossini pide a Anita que ruegue por el hermano Marcelli, enfermo del mal de piedra. - No -dice Ana-, esta última enfermedad no es lo que tiene al Hermano en las últimas, sino una gran pena interior. Interrogado, el Hermano reconoce que así es y se cura. En esta ocasión el P. Rossini recomienda la Compañía de Jesús a la Beata. Ella mira su sol, ve y anuncia las pruebas preparadas a la Sociedad renaciente. Entre los discípulos de Ana, algunos se sienten tentados a abusar del don de su madre. Uno de ellos llega a preguntarle qué número debe comprar en la lotería para ganar el premio mayor. La Beata responde que no es su oficio decir la buena ventura. Otros han perdido su llave o su tabaquera y le piden que desempeñe el papel de San Antonio de Padua. Ana sonríe: - Buscadla. ¿Acaso Dios está obligado a proteger a los aturdidos? Si las buscas resultan inútiles, a veces se compadece y dice: "Id a tal lugar, pues allí habéis dejado vuestra llave", o también: "Tal persona la ha encontrado; haced que os la devuelva, pero prestad más atención a lo que hacéis." El bueno de Luigetto, su factótum y su discípulo, le habla como un niño. - Mamá, ¿me he confesado bien? Anita mira su sol y responde: - Al acusaros de tal falta os habéis olvidado de tal circunstancia. - ¡Ah, es cierto! -exclama el buen cojo. Monseñor Natali y Monseñor Guerrieri declaran que habiendo experimentado inquietudes de conciencia durante la misa, la Beata, una vez terminada la ceremonia, les manifestaba esas penas espirituales y les daba excelentes consejos. Si es un carbonario, un francmasón el que se presenta, lo que no es raro, el sol se cubre de tinieblas; se hace, en cambio, más brillante cuando se presenta un alma bella, como la de Don Pallotti. Ana sonríe cuando el cardenal Franzoni, informado por una visionaria de que será Papa, le hace preguntar si puede contar con esa designación. - No -responde -, que se tranquilice o se consuele. Como la cizaña junto al buen grano, los émulos de la Beata no tardan en multiplicarse. Un buen religioso que tiene entre manos un asunto difícil cree ver que se le aparecen dos ángeles por la noche y que le aseguran que sus proyectos son admirables y tendrán buen éxito. Sin embargo, interroga a la Beata, quien sonríe. Aquello fracasará lamentablemente. Y así fue. Una religiosa clarisa, María Inés Firrau, dotada del genio de la intriga, conmueve a toda la ciudad con sus visiones y sus gracias místicas. Ha fundado una reforma de la Tercera Orden franciscana. Una de sus hermanas, por temor o ambición, contribuye a extraviar a sacerdotes, prelados, directores espirituales, le atribuye el genio y la santidad de Santa Teresa. La cábala se extiende. La pobre muchacha habla y escribe en realidad casi tan bien como Teresa. Tal es por lo menos la opinión de los Doctores que han dudado de la humilde Ana. Ana ve la triste realidad: orgullo, interés. Va dos veces a ver a las desdichadas, no puede hablarles libremente, pero les hace comprender con sus miradas que conoce sus intrigas. Ellas le oponen un frente de acero, pero la justicia inmanente se encargará de humillarlas. "Otro día -continúa Monseñor Natali- el Reverendísimo P. de Capistrán, general de los Menores de la Observancia, me dijo que tenia bajo su dirección una religiosa de Monte Castello cuyas virtudes y dones exaltaba. Me rogó, no obstante, que consultara con Ana sobre lo que pensaba de esta religiosa. No me respondió, pues era muy delicada sobre el capítulo de la caridad. Como yo insistí me dijo: "Es inútil que vayáis a llevar mi respuesta. No perdáis vuestro tiempo con 75

todas esas visitas." Comprendí. Poco tiempo después el Reverendísimo Padre fue llamado al Santo Oficio con la religiosa y ambos fueron castigados." Bajo el pontificado de León XII, el futuro cardenal Cristadi se encuentra con Monseñor Natali en la antecámara del Papa. - Salgo -le dice- para Nápoles con gran tristeza; un santo religioso me ha predicho que moriré allí. Aunque creo poco en tales vaticinios, estoy triste. ¿Conocéis a alguien que posea luces? Don Natali consulta a Ana, quien interroga su sol. - Que se tranquilice -le dice-, tendrá un excelente viaje y un feliz regreso. Que vaya en Nápoles a tal convento; hay allí dos religiosas, una de las cuales goza de gran renombre de santidad. Que desconfíe de ella, pues vive de ilusiones. La otra es tenida por tonta y difícilmente dejarán que la vea. Esta es la sabia y la que le dará todos los consejos útiles. Y así fue. El cardenal, de regreso en Roma, quiso testimoniar su agradecimiento. Ana no aceptó nada, pero recomendó a una familia que su miseria no le permitía socorrer. El cardenal le aseguró a esa familia un auxilio mensual. Poco tiempo después caía en la cama enfermo. Los médicos declararon que la enfermedad era benigna. Ana vio en su sol a la muerte e hizo advertir al cardenal, quien se resignó y puso en orden sus asuntos. Murió algunos días más tarde. Otro día Ana envía apresuradamente al presbítero Natali a casa de uno de sus amigos. Este, arruinado, enfermo de neurastenia, va a matarse. El sacerdote corre y encuentra al desdichado con la pistola en la mano, lo consuela y lo salva. Pequeña crónica, se objetará... La salvación de un alma será siempre asunto de crónica grande. Por otra parte, he aquí hechos aun más importantes. El cardenal Pedicini nos informa que antes de ir a su diócesis de Palestrina iba siempre a consultarse con la Beata y nada hacía sin su consejo. Ella veía en su sol y le indicaba todos los desórdenes que reinaban en el pueblo y entre el clero, las reformas necesarias y sus dificultades. En 1815, cuando el Beato Monseñor Strambi suplica a Pío VII que le descargue de su obispado para poder reanudar su vida de pasionista, Ana le informa que, a pesar de las seguridades en contrario del cardenal Pacca, Pío VII lo recibirá mal. -Esta vez la santa cigarra se ha equivocado- dice el Beato al presbítero Natali-. Voy precisamente a darle las gracias a Su Santidad, que ya aceptó mi dimisión. Pero Pío VII lo recibe con rostro severo y le dice: - Sabemos por qué habéis venido. ¿A quién enviaremos como obispo? ¿A los barrenderos nocturnos? Partid, y partid inmediatamente. La "santa cigarra" había visto bien. Consoló al Beato prediciéndole que volvería a Roma, pero "para dejar allí sus huesos." En efecto León XII hizo de Monseñor Strambi su consejero. "Y este me pidió -añade monseñor Natali- que fuese a verle todas las tardes. Me daba cuenta de la conferencia secreta que había mantenido durante el día con el Santo Padre para que yo consultase la opinión de Ana María." Cuando ofreció secretamente su vida por la de León XII moribundo, solicitó las plegarias de Ana por el Papa. Y aquélla contestó: - El Papa no se va. Es monseñor Strambi quien se irá. Que se prepare para morir. - Pero se encuentra bien. - Yo os aseguro que dentro de algunos días será expuesto en la iglesia. No se le creyó, pero al poco tiempo el Beato enfermó súbitamente, perdiendo el uso de sus facultades. Desolados porque no había podido recibir el viático, los pasionistas suplicaron a Ana, por mediación de monseñor Natali, que intercediera. "La encontré tejiendo delante de una mesa Dejó su trabajo, se puso la cabeza entre las manos, oró durante unos minutos y luego elevó los ojos al cielo. - Advertid a quienes le asisten -dijo- que comiencen la misa a la aurora, para darle la comunión. Tendrá la cabeza lúcida y podrá comulgar. Tendrá también tiempo para hacer su acción de gracias y 76

luego volverá a caer en letargo, del que pasará al descanso eterno." Todo sucedió así. Las declaraciones circunstanciadas, que lo atestiguan bajo juramento, pueden consultarse en el Proceso. Y, para decirlo al pasar, los hechos milagrosos que abundan en esta vida, hechos contemporáneos del Primer Imperio y de la Restauración, plantean a los incrédulos de buena fe una cuestión: Si uno solo de estos hechos está comprobado históricamente, y es muy difícil negarlo, ¿no queda demostrado todo el orden sobrenatural? Pues todo está relacionado. El creyente mantiene una perfecta libertad con respecto a estos hechos. No tiene necesidad de ellos. Nada se los impone, excepto la lealtad, ¿Pero el incrédulo, acaso no está obligado a una lealtad semejante, mejor dicho a una lealtad mayor, que la del crítico imparcial, con respecto a un documento molesto? Recusar los hechos o apartar su atención de ella para salvaguardar un prejuicio seria hacer de la historia la más arbitraria de las ciencias. Ya en 1805 Ana anuncia la revolución española, la abdicación de Carlos IV, que sobrevendrá tres años más tarde y su destierro en Roma. En 1836 informa serenamente a Monseñor Natali que los sectarios le envenenarán, pero que saldrá bien del trance. Ahora bien, la tarde del día de los Santos Inocentes, hacia las cuatro, cuatro malandrines le invitan a tomar con ellos un ponche en el café de Monte Citorio. Un poco a la ligera, el sacerdote acepta, entra en el café y se ve rodeado de bribones que le observan, pero bebe su ponche. Como en los melodramas, a las cinco los desconocidos exclaman: - ¡Ya está hecho, Son las cinco. El sacerdote se retira y comienza a sentir dolores mortales que duran toda la noche. Llega la hora de la misa y se dirige a la iglesia Della Pietà, donde le espera Anita sonriendo. Ana, que no detesta la broma, lo conduce al mismo café fatal (que está a 50 pasos de la iglesia) para que se desayune. El cafetero, más muerto que vivo, cree ver a un resucitado, pero sirve el desayuno pedido. Ana, siempre sonriente, aconseja a su secretario que coma bien y luego, cuando aquél le cuenta todo lo sucedido, saca de ello una pequeña lección de prudencia. Un ministro de Baviera visita a Anita para solicitar sus consejos. Ella comienza por referirle su vida, sus faltas, y luego "aborda la cuestión política y hace una exposición de la situación europea que aumenta el asombro del diplomático. Describe claramente los asuntos de las diversas cortes, las tramas urdidas, Enastadas por la Providencia, las intrigas secretas y el resultado final completamente contrario al fin perseguido. Después de una hora de conversación el embajador concluye: - Ella tiene el mundo entero ante los ojos como yo tengo mi tabaquera en la mano. Lo sabe todo, en tanto que nosotros, viejos diplomáticos, no sabemos ni siquiera lo que sucede en la corte en que estamos acreditados." En 1825, según declara Monseñor Contralto, obispo de Aqui, el general Michaud, ayuda de campo y amigo de Alejandro I, emperador de Rusia, encontrándose en Roma es informado por un vago rumor de la muerte del Zar. Corre a la embajada rusa. Allí le dicen que el rumor carece de fundamento y ha sido lanzado por los liberales. A pesar de todo, el general va a casa de Ana, quien le responde: - El zar ha muerto. La embajada recibirá mañana la noticia. Y luego le consuela añadiendo: El Emperador ha muerto católico. Su alma se halla en el purgatorio; se ha salvado por haber tenido misericordia con el prójimo, por haber protegido al Papa y a la Iglesia. El general Michaud, si hemos de creer lo que dice un artículo de la Cività (4 de noviembre de 1876) había sido enviado precisamente a Roma para tratar con León XII de la conversión de Alejandro I y de la vuelta de Rusia al catolicismo. El general pudo asistir en San Petersburgo a los funerales de su amigo y supo, según se afirma, que el emperador, poco tiempo antes de su muerte, había abjurado secretamente el cisma. Informó de ello al emperador Nicolás con la esperanza de inducirle a seguir ese ejemplo. El P. Pierling, S. J., en una carta dirigida al Monde, confirma las afirmaciones del general Michaud. Anotemos por otra parte que bastaría sin duda para dar razón a la Beata con que el emperador hubiera muerto sinceramente católico. Antes de partir para Rusia, el general Michaud, conmovido por la miseria de 77

Ana, quiso socorrerla. Ella se negó, y también esto debe ser considerado por los hombres de buena fe, quienes buscarán sin duda esta escapatoria: Vespasiano, Cagliostro y Madame de Thèbes también profetizaron así y si 999 de 1000 mediums son explotadores, queda quizá uno cuyos beneficios son legítimos y cuyas visiones son auténticas. A lo cual es preciso responder: debe existir un medio de discernir la moneda falsa de la buena, las Teresa de Ávila y las Juana de Arco auténticas de sus falsificaciones. Este medio nos lo proporcionan la historia y la psicología, no menos que la teología en la calidad de los hechos, en su finalidad, en la calidad moral y humana de los testigos. No habían visto esto los crédulos discípulos de Charcot, pero M. Henri Bergson tuvo la conciencia y la inteligencia de verlo, como también el doctor Carrel. El regio desinterés de Ana hace que se comprenda la libertad con que habla a los grandes. Un personaje romano, empleado superior de la Cámara Apostólica, tan rico en dinero como en pretensiones, quiere verla y la informa que muchas almas santas le han dicho: "Haréis, de acuerdo con el Papa, grandes cosas por la Iglesia." Le ruega, además, que vaya a curar a su esposa enferma. Ana se calla, con la mirada puesta en su sol. Agobiada a preguntas, termina por responder: - Dios quiere castigar a ciertas familias por no haber cumplido bien su vocación. El hombre inclina la cabeza y reconoce la justicia del cargo. Algunos días más tarde le envía Ana este duro aviso: "Preparaos a morir vos y vuestra mujer. Vuestra familia será destruida pronto, antes que termine la ocupación francesa." Pocos días después muere la mujer. La familia entera se encuentra arruinada por la mala conducta de los hijos. El patricio tiene el valor de volver para solicitar que le digan la verdad total. Ana se decide: - Seréis declarado en quiebra y moriréis poco después. Y así fue. Hacia la misma época una joven de la aristocracia y su esposo, que alojan en su casa a un prelado poco ejemplar, conocen a Ana. Convertida por ella, la joven patricia la lleva ante el prelado, descontando una conversión parecida. El prelado trata con altanería a la débil mujer, la cual no por eso deja de revelarle el triste estado de su conciencia... Sonrisas... La Beata se retira, para no volver, pero hace que adviertan al dignatario por medio de la dama: - Pío VII volverá de su destierro en tal fecha, pero vos no le veréis, pues habréis muerto antes. Murió, en efecto, seis meses antes de ese regreso. El confesor suplica a Ana que ruegue por una ilustre familia de Pistoya. - Hija mía -responde Nuestro Señor- esa familia debe sufrir. Quedará disminuida y su jefe acabará terriblemente. Muy molesto con semejante respuesta, el confesor reclama una revisión de la sentencia y he aquí la respuesta implacable del Señor: - Es inútil. Deben ser desarraigados a causa de sus pecados, y tú verás el fin de su jefe, como ya se ha dicho. Algún tiempo después aquel señor, condenado a ser fusilado, es conducido al lugar de la ejecución, finalmente su pena es conmutada por la de prisión perpetua. Cuando Ana niega un día ante el Crucifijo de San Pablo Extramuros, Nuestro Señor le dice: - Quiero hacer de esta basílica un montón de ruinas a causa de las faltas que se cometen en ella. Algún tiempo después la basílica se hunde en llamas. El futuro cardenal Lambruschini sale para París en calidad de Nuncio (1827), pero teme hacer un mal viaje y pide a Ana que ruegue por él. Ella mira a su sol: el viaje será excelente, pero en Nuncio debe prepararse a sufrir en Paris un verdadero martirio del alma. El Nuncio tuvo muchas ocasiones de meditar estas palabras demasiado verídicas hasta la Revolución locamente irreligiosa de julio de 1830, que le obligó a salir de París. Ana sigue en su sol los acontecimientos revolucionarios de Europa, la subida del socialismo, los describe a sus confidentes, y esa visión termina por hacer cada vez más agobiadora su carga de expiadora. 78

IV LA QUE "VENCIO A NAPOLEON I" Y CONSOLO A LA MADRE DE LOS REYES. -A. ANA TAIGI Y LOS "NAPOLEONIDAS". -B. ANA TAIGI Y NAPOLEON. -C. ANA TAIGI Y EL CARDENAL FESCH. -D. ANA TAIGI Y LETIZIA. A.- He reservado para este capitulo acontecimientos a los que apenas han aludido los hagiógrafos. ¿Cuáles fueron las relaciones de la Beata con Napoleón I y con los napoleónidas, particularmente con Letizia, madre de Napoleón y con el cardenal Fesch, tío del Emperador? Letizia y Fesch la llamarán justamente "la conciencia de los Bonaparte." Algunos documentos inéditos encontrados en los Archivos del Vaticano nos darán luz. Napoleón, Fesch y Letizia por un lado; la Beata Taigi por el otro. Parece que la Providencia se haya tomado el cuidado de aproximar a estos dos tipos de humanidad, ilustración moderna de la meditación ignaciana sobre las Dos Banderas. Por un lado, el menosprecio de lo terrestre, de sus vanidades y de sus provechos para sí y para los suyos, unido a una arrogancia indomable al servicio de la verdad y del bien; la nada de los medios humanos que termina en la apoteosis de la omnipotencia divina. Por otro lado el hambre devoradora y nunca satisfecha de coronas y de riquezas, la mediocridad de los medios que se hace inconsciente, justificada por el interés de clan; finalmente, la formidable máquina para dominar, bajo la cual se inclina el mundo, roto, después de haber amontonado ruinas sobre ruinas. B.- Napoleón y Ana Taigi. - La correspondencia de Letizia comienza con una reprimenda de la pobre mamá (sobre la cual, aunque no es todavía viuda, descansa la educación de cinco hijos y de tres hijas) dirigida desde Ajaccio al joven Napoleón, estudiante en Brienne -2 de junio de 1784-. No tiene más que 15 años de edad y ya, con un tono sin réplica, reclama dinero de su padre. "Señor... Estoy cansado de hacer alarde de indigencia. ¿Cómo, señor, vuestro hijo será continuamente el hazmerreír de algunos nobles cernícalos? No, padre mío, no. Si la fortuna se niega absolutamente a mejorar mi suerte, sacadme de Brienne; dadme, si es preciso, un oficio mecánico-(manual)." Se puede preguntar si, en definitiva, Napoleón, Letizia, el clan entero... y el mundo, no hubiesen ganado con que el futuro conquistador hubiese seguido el oficio de carpintero. Semejante hipótesis parecerá a muchos monstruosa, lo sé bien. Letizia seguirá hipotecando hasta su última parcela de tierra para que su Napoleón no se deshonre con un "oficio manual". Le responde agriamente: "Si vuelvo a recibir una epístola parecida, ya no me ocuparé más de Napoleón. ¿Dónde habéis aprendido, joven, que un hijo se dirija a su padre como vos lo habéis hecho? En cuanto a las necesidades que experimentáis, os debéis convencer de que una imposibilidad absoluta de socorreros era la única causa de nuestro silencio." Ni ella ni su hermano Fesch piensan por otra parte en sacar la conclusión de Ana Taigi; "Somos pobres; sigamos viviendo sencillamente." Letizia alimenta ya grandes sueños y Napoleón aun mayores. Después de haber oscilado de derecha a izquierda, le vemos teniente de artillería a los 16 años, general a los 24, comandante en jefe del ejército de Italia a los 26, primer cónsul a los 30, emperador a los 35... distribuyendo coronas y principados a nueve napoleónidas. ¿Esto acaso lo hará grande?, ¿los hará grandes a ellos? Más tarde el desterrado de Santa Elena confesará. "Mis parientes me han hecho mucho más mal que el bien que yo les había hecho." Se olvida de añadir que sus ejemplos son responsables en gran parte de esas locuras de semidioses: escándalos, codicia, locas pretensiones y traiciones. Pero aunque es martirizado por los suyos, conserva con el resto del universo el lenguaje imperioso que exigía veinte escudos de los pequeños nobles sin dinero, sus padres. Emperador de Occidente, heredero de Carlomagno (yo soy Carlomagno, escribe a Pío VII), no le basta con tener a Francia y a Europa a sus pies; será preciso que los Papas estén a su servicio, que Pío VII se resigne, no solamente a coronarle Emperador y luego a cederle sus Estados, sino también a guardar silencio ante los divorcios exigidos por la política imperial: divorcio de Napoleón, de Jerónimo, de Luciano -(sus hermanos); a abandonarle la designación de los obispos, a tolerar su intromisión atropellada e ilícita en asuntos de exclusiva competencia episcopal. "Yo tuve mis concilios", dicta a Les Cases. "¿Qué 79

inconveniente hay -objeta en 1810 a M Emery- en que el Papa me esté sometido, ahora que Europa no conoce otro amo que yo?" En Roma la Beata Taigi sigue en su sol, -desde 1791, época en que Napoleón no es todavía más que un tenientillo,- la carrera del conquistador; sus pensamientos, sus gestas; asiste a la contienda de 17 años que inunda a Europa de sangre y observa la dominación de los napoleónidas. Ninguna de las violencias ejercidas sobre Pío VI y Pío VII, ninguna de sus angustias se le escapa. A medida que las amenazas de cisma, durante y después de los dos concilios nacionales de París, se precisan, ella ora, se inmola "para que las armas de los impíos se rompan y su poder sea dispersado." Sus oraciones son escuchadas y anuncia, describe con más de un año de anticipación (según los testimonios concordantes del marqués Bandini, de Monseñor Natali, del P. Felipe y del cardenal Pedicini) el desastre de Moscú, la liberación de Pío VII, su regreso triunfal a través de Francia e Italia, la primera misa pontifical, que celebrará en San Pedro el día de Pentecostés de 1814. Los testigos han anotado en el mismo momento esas singulares afirmaciones, humanamente absurdas. Su mirada sigue a Napoleón vencido a la isla de Elba, a Santa Elena. Muere allí el 5 de mayo de 1821; en Roma, su madre Letizia y su tío el cardenal Fesch no sabrán la noticia hasta el 22 de julio, dos meses y medio más tarde; pero el día mismo, su "vecina" Ana seguía en su sol y describía a Monseñor Natali la muerte del desterrado. "Ella ve su cama, sus disposiciones, su tumba, las ceremonias de sus funerales, su suerte en el tiempo y en la eternidad." ¿Qué suerte? Los documentos nada dicen. Pero la Beata, que concedió siempre en sus plegarias un lugar elegido a sus enemigos, ¿podía abandonar a éste? Ayudó con sus oraciones al que hizo de su Yo el centro del mundo, al que utilizó para domesticar al mundo el sufrimiento ajeno; le ayudó con su propio sufrimiento, con sus propias expiaciones, de acuerdo con su método. El cardenal Fesch que era entonces discípulo de la humilde mujer, ¿no es el eco de sus conversaciones cuando dice: "Dios no lo ha quebrantado; lo ha humillado, y ese es el camino de la salvación?" Ahora bien, en verdad ninguna humillación le fue perdonada en esa prisión adonde ha sido llevado. Al "dueño" del mundo no le queda verdaderamente más que el cielo. ¿Se despierta su fe, adormecida por el éxito y las adulaciones? Recorriendo los veinte volúmenes en los que Monthelon, Las Cases, O'Meara, Gourgaud, nos refieren las conversaciones del proscrito en el curso de seis años de agonía, uno se queda inseguro. Son declaraciones materialistas dignas de Homais: "Mi querido Gourgaud, cuando estamos muertos, estamos bien muertos." "Si tuviera que adoptar una religión adoraría al sol." "¿La Providencia? Las personas honradas son siempre desdichadas y los bribones dichosos. Veréis cómo un Talleyrand muere en su lecho." Hoy se las echa de musulmán, mañana de protestante. "El jefe del Estado debe ser el jefe de la religión." No siente remordimientos por sus violencias iconoclastas. "Yo no soy un hombre como los demás." Este estado de ánimo le dicta frases ásperas con respecto a Cristo, "ese pobre judío fanático e idealista". Luego reacciona, obligado por la inquietud religiosa que sintió siempre, estudia la Biblia y la teología, asiste respetuosamente a misa, afirma su fe en Dios, su fe en Cristo, el único eternamente amado, se confiesa con el joven abate Vignali, reclama el Viático y la Extremaunción. Quiere que Vignali exponga el Santo Sacramento en la habitación vecina y celebre en ella las Cuarenta Horas. En resumen, en este hombre víctima de un destino muy peligroso, el alma valía más que las palabras y los actos. "No cambiemos de estado; permanezcamos en nuestra humildad", decía la Beata Taigi. Con una sola mirada recorramos las Actas de los Procesos. Jesús repite muchas veces a la Beata: "Tus sufrimientos son necesarios para diversos fines que tú conoces y para otros que debes contentarte con no conocer. Tu vida, para el sostenimiento de la fe y la salvación de la Iglesia, será un largo martirio." Su vocación, asegura Pío IX en el Decreto de Introducción, consiste "en abatir el fausto del siglo, en hacer vanas las empresas de los impíos, a quienes Dios opone, como un baluarte, a una débil mujer." Entre esas empresas ninguna tiene más constantemente presente la Beata que la política imperial. Ella ve cotidianamente sus resortes, sus proyectos, sus atentados, sus éxitos parciales, su fracaso final. Describe al cardenal Pedicini, a Monseñor Natali, a su confesor (Proceso, folios 342, 1318) y aquí y allá los acontecimientos que van a ensombrecer el pontificado de Pío VII; anuncia y describe con detalles minuciosos su cautividad de cinco años, la campaña de Moscú, comienzo del castigo, la abdicación de Napoleón, el regreso del Papa. Con ello 80

estimula y guía a los miembros de la Iglesia, desarma a Dios y detiene los castigos de Dios. "Dios le prometió expresamente -declaran sus confidentes- que los planes impíos fracasarían, que si bien les dejaba el campo libre .para obrar, les sujetaría en el momento en que se creyeran a punto de triunfar, pero que por su parte ella debía disponerse a dar satisfacción a su justicia. Cuando veía reaparecer en su sol misterioso los planes fracasados, recordaba al Señor su promesa, dispuesta a pagar en seguida el precio de esas gracias mediante nuevos sufrimientos. Este fenómeno duró toda su vida." Sus confidentes se muestran inagotables a este respecto. No solamente ve en su sol con qué nuevos sufrimientos tendrá que pagar "su Austerlitz" de lo invisible, sino que su corazón físico es como una especie de termómetro o de vaso comunicante en el que siente subir la marea de las expiaciones a medida que desciende el poder de su gran adversario. "Estos sufrimientos le eran anunciados, a fin de que se preparase para ellos, mediante golpes redoblados que oía distintamente en su corazón; eran más o menos fuertes según la intensidad del mal que iba a sobrevenir." Nunca fueron más fuertes que durante esos 15 años en que se midió con su gran adversario Napoleón, esos 15 años en que tres millones de franceses perecieron por un hombre atacado de "guerromanía" y de césaropapismo. Durante esos 15 años, no contenta con sufrir las terribles pruebas que Dios y los hombres le prodigaron, Ana multiplica sus plegarias, sus austeridades, sus peregrinaciones -que ensangrientan sus pies-, a las basílicas de San Pedro y San Pablo, y todo ello para obtener del cielo "la victoria de la Iglesia, su purificación, su paz, su libertad, la ruina de sus perseguidores." Y Dios le responde después de cada una de sus batallas, en las que solamente se sacrifica a sí misma: "Se hará según tu voluntad." El cardenal Salotti tiene derecho a sacar esta conclusión: "La oración de la Taigi venció ante Dios al poder de los ejércitos imperiales." Lo que Luis Veuillot expresa en otros términos; "Ella era la respuesta de Dios a todos los victoriosos en el campo de batalla, de la política y de las academias." Y ciertamente, ¿quién negaría que las intrigas y las traiciones de un Fouché, los escándalos y la voracidad de los napoleónidas, el agotamiento de Francia, la revuelta de los pueblos, el incendio de Moscú, el orgullo de un dictador advenedizo que no permite a un solo ser humano, ni siquiera a su madre, que le tutee, que le llame de otro modo que Sire, han contribuido a la calda del gigante? La Beata menos que nadie; ella no ignora que Dios se sirve de causas secundarias para sus fines: del guijarro lanzado por la honda de David para abatir a Goliath, de las locuras de Roboam, hijo de Salomón, para arruinar la casa de David. En la historia el plan divino no suprime la libertad de las naciones, sino que se sobrepone a ella. "El hombre se mueve, pero Dios lo conduce", dice el adagio francés. C.- Ana Taigi y el cardenal Fesch. A la Beata le queda por consolar e iluminar a aquellos cuyas esperanzas desvanece la muerte del emperador: Leticia y Fesch. ¡Fesch! Como Napoleón, su sobrino, ha conocido la "fascinación de la bagatela", lo que llama San Agustín "la lujuria de dominar." ¿Su carrera? Hermano materno de Letizia, becario en el seminario de Aix, arcediano de Ajaccio, seis meses después de su ordenación, en reemplazo de su tío (ya rige la moral de clan), Fesch, jefe de la tribu famélica, la empuja hacia la Revolución viendo en ésta el porvenir. Funcionario municipal, sacerdote juramentado, vicario general del obispo intruso, adquirente de los bienes de su propio capítulo es arrojado al fin por los paolistas en 1793, con toda su tribu. Colgados los hábitos, reducido a vivir de expedientes, la campaña de Italia, en la que es proveedor del ejército, inicia su fortuna: depósitos bancarios, saqueos de cuadros. Regreso a París, instalación en un hotel fastuoso, largas estadas en el teatro, en los restaurantes mundanos, en las mesas de juego... A pesar de sus costumbres irreprochables, Fesch parece haber olvidado una vocación abandonada desde hace 18 años. Pero Napoleón, que acaba de firmar el Concordato, tiene necesidad de un eclesiástico de su devoción; nueva aplicación de ese nepotismo que le dictará mil locuras. Se ruega al tío que vuelva a vestirse la sotana para convertirse en arzobispo de Lyón y cardenal. El asunto queda arreglado en tres meses. En junio de 1802 el Primer Cónsul nombra a Fesch Arzobispo de Lyón. El presbítero Emery lo absuelve a puertas cerradas de sus irregularidades, le predica un retiro; 15 días más tarde el arzobispo es consagrado en Notre Dame por el cardenal Caprara; 30 días después es convertido en cardenal a los 39 años de edad... Sigue una carrera de honores cada vez más fantástica: ministro de cultos sin cartera, embajador ante la Santa Sede (sin que consienta nunca en deshacerse de lo que ha adquirido 81

anteriormente); primado de las Galias, gran capellán del imperio (lo que le permite regularizar por la noche, la víspera de la consagración, el casamiento de Napoleón y Josefina y, más tarde, declarar nulo ese casamiento y bendecir la unión del Emperador con María Luisa); caballero del Toison de Oro, primado de Germana con rango de rey... Los 600.000 francos más o menos de renta que le valen sus diversos cargos no bastan para sus prodigalidades. Sus cartas al emperador abundan en recriminaciones sobre su miseria. Pide prestado al antiguo proveedor auverñés Tourlonias, convertido en el banquero y marqués romano Giovanni Torlonia. La Beata verá "el alma del duque Torlonia" salvada por sus obras de caridad, pero el cardenal Consalvi, secretario de Estado de Pío VII, no puede sufrir a ese "sieur Torlonia" (sic), a causa del origen de su fortuna. Esto comienza a malquistar a Consalvi y Fesch, desavenencia que se acentúa cuando la corte pontificia hace al secretario de embajada Chateaubriand, autor del Genio del Cristianismo, una acogida que afosca la pueril vanidad del embajador. - Tiene genio -se atreven a decirle. - Sí, lo bastante para firmar pasaportes, -replica secamente. El secretario demasiado brillante será despedido. Sin embargo, no le faltan las ocasiones de lucirse al susceptible embajador: preparar la consagración del Emperador, colocar al Papa en su campo para la guerra contra Inglaterra, preparar los tres divorcios reclamados por la política imperial... Triunfa con respecto a los divorcios de Napoleón, de Jerónimo, pero fracasa con Luciano, quien lo trata con aspereza: "Ocultad al menos en vuestra púrpura la bajeza de vuestros sentimientos y caminad en silencio por la gran ruta de la ambición." El sobrino imperial espera todavía del cardenal estos pequeños servicios: hacer que se acepte su consagración como rey de Italia, lo que pone a la Santa Sede bajo tutela; legitimar el destierro de Pío VII... Fesch se atreve a hacer amonestaciones y el sobrino le escribe: "Toma duchas frías." Por otra parte, duda tan poco de su tío que a sus títulos de primado de las Galias y de primado de Germania añade el de arzobispo de París. Lo cual capacitará a Fesch para anular el primer casamiento de Napoleón, bendecir el segundo y organizar el concilio nacional. ¡Y el sobrino no queda todavía contento! Después del desastre de Rusia corre a París para celebrar el seudoconcordato arrancado a Pío VII, que concede a Napoleón el derecho de nombrar los obispos de Francia y de Italia sin que el Papa pueda separar a los indignos... Francia ha sido ya invadida y Pío VII sigue prisionero, no obstante lo cual Fesch escribe mandamiento para celebrar, con un tono ditirámbico al nuevo Ciro, al elegido que el cielo opone a los bárbaros: "Reuníos, pueblos... seréis vencidos, porque el Señor está con nosotros." ¡Abdicación de Fontainebleau! Fesch pone su colección en lugar seguro y, con su hermana Letizia, se dirige a Italia. En Cesena se cruzan con Pío VII, quien les abre las puertas de Roma. ¡Los Cien Días! ¡Último rayo de gloria! Mientras Pío VII huye de Roma, Fesch es nombrado nuevamente embajador y luego par de Francia. Allí lejos Ana Taigi ve cómo se prepara el desastre de Waterloo y el destierro a Santa Elena. Mientras Napoleón se dirige a la isla infernal, Fesch reclama, sin pestañear, de Luis XVIII sus sueldos atrasados. Le responden con una orden de destierro. Parte para Siena (patria de la Beata) con Letizia. El gran duque Fernando VIII les niega el permiso de residencia. Pío VII abre nuevamente las puertas de Roma a los desterrados, pero ruega a Fesch que renuncie al arzobispado de Lyón. Negativa enérgica renovada bajo tres pontificados hasta su muerte. A su confidente el abate Isoard le escribe en plenas violencias napoleónicas: "Es en las manos del Emperador, después de Dios, donde reside la prosperidad de la Iglesia Católica. Si es preciso ceder en algunos puntos que no sean artículos de fe, ¿no es claro que el más débil debe ceder al más fuerte?" "Decid (a los romanos) que es su desconfianza lo que les ha perdido y su orgullo lo que ha acabado con ellos. Si hubiesen querido escucharme, el Papa no se hallaría en el trance en que se ha puesto." ¿Qué era lo que aconsejaba tan sabiamente? Esto, por ejemplo: identificar la legislación eclesiástica con la legislación imperial en materia de matrimonio y de divorcio, tener por nulas las uniones afirmadas como tales por razón de Estado. Enrique VIII no pedía más. Condenado a la inacción, el cardenal va, durante 25 años, a repartir su tiempo entre su oratorio, su biblioteca, su eterna galería de arte, sus funciones cardenalicias y sus visitas cotidianas a Madame Mère. Después de haber preparado desde lejos a Napoleón para morir, enviándole dos capellanes, prepara a Letizia, 82

le hace todas las noches una lectura piadosa. Finalmente recurre, para ella y para él mismo, a las oraciones y a los consejos de la Beata Taigi. La fama le ha hecho conocer pronto a Ana a la vez que las angustias materiales en que se debate "la que venció al Emperador". Le ofrece generosamente un alojamiento en el palacio Falconieri, donde alberga ya a la madre de Napoleón. Según su costumbre Ana se niega. Fesch no se contenta con eso, según declaran el P. Felipe, confesor de la Beata, Monseñor Natali y el cardenal Pedicini. "Deseando verla y hacerla conocer a su hermana, le pide que ruegue por ellos, que le comunique las luces que recibiera con respecto a ellos." De las respuestas de Ana sólo se nos ha conservado ésta: Hace escribir a Fesch que responderá a sus deseos, pero que entretanto diga a su hermana "que medite estos tres puntos: lo que ha sido, lo que es y lo que será pronto y que se prepare a morir." Consejos de que su Eminencia podía sacar también gran provecho. ¿Lo hizo Letizia? Su apologista, el canónigo Lyonnet, después de desflorar rápidamente los episodios molestos (conspiraciones de los napoleónidas contra el Papa) nos muestra al cardenal a la edad de 76 años, encerrado en su soledad (Letizia y luego Ana han muerto), torturado por un tumor en el estómago, repitiendo: "La muerte no me asusta; tengo confianza en Dios. Él sabe que he querido servirle." Muere el 13 de mayo de 1839, después de recibir los sacramentos de la Iglesia y la bendición pontificia. Su fortuna (como la de Letizia) pasaba de los cuatro millones (20 ó 30 en la moneda actual). Ahora bien, el antiguo proveedor del ejército acababa de ver morir, dejando a su numerosa familia una herencia de cuatro escudos, a una pobre mujer que puso tanta energía en permanecer en su mediocridad laboriosa, como el clan Bonaparte en salir de ella. Y Fesch debió de oírla gemir por los que, "y en especial, los eclesiásticos, dejan en pos de sí grandes bienes." D.- La Beata Taigi y Letizia. - Este estudio no podría tener mejor guía que las cartas de Letizia Bonaparte, publicadas por el marqués Pedro Misciatelli. Esposa de un marido caprichoso (parecido en esto a los Giannetti) que, después de haberle dado treinta hijos, la va a dejar viuda con ocho, el porvenir de la pobre tribu descansa sobre Letizia. Y también en el viejo tío Luciano, arcediano (modelo de economía previsora) y en el presbítero Fesch, que le sucede y conserva sus tradiciones. Mientras el papá mueve el cielo y la tierra (pues es intrigante y audaz) para hacerse conceder la administración de las salinas, mamá Letizia lucha contra el intendente para que la deje vender sus moreras. Pues explota un vivero de moreras, mientras prepara su vivero de reyes. En una carta "la viuda Bonaparte deposita a los pies del trono y en el corazón sensible y generoso" del Ministro de guerra su súplica: "Encargada de la educación de ocho hijos, viuda de un hombre que sirvió siempre al rey, privada de recursos", implora para su hijo Luis una beca en una escuela militar, aunque ha fracasado en el examen. "Ocho pupilos, Monseñor, serán el órgano de los votos que ella dirige al cielo por vuestra conservación." En la página siguiente, "la ciudadana Letizia Bonaparte", que se ha pasado con su hermano Fesch a la Revolución, invoca su lealtad republicana ante el ciudadano Chiappe, representante del pueblo en Niza, para obtener la libertad de su hijo Luciano. Fugitiva, refugiada en Marsella, tan mal alojada como la Beata Taigi en un cuarto piso de la calle Pavillon, se le ve regatear con las damas del mercado el escaso alimento de su familia y esperar su turno, como la Beata, para recibir las raciones de pan de munición que son distribuidas gratuitamente a los refugiados patriotas. Esta miseria no dura más que unas semanas... Napoleón, nombrado capitán comandante, coloca en la administración a Luciano y José. Y de pronto estalla la gran noticia: "El pequeño mequetrefe", que tiene 26 años de edad, se convierte, gracias a Barras, en general en jefe del ejército de Italia. Comienza el cuento de hadas napoleónico que va a durar 18 años, con todo su despotismo. Aquí se desencadenan todos los acontecimientos de que tiene conocimiento la historia. La tiranía a la que el Emperador somete a sus estados. Sus guerras, sus afanes de conquista, sus luchas, sus escándalos, sus rivalidades y... su derrota. Napoleón cae, para ir a morir lentamente en el calabozo atroz de Santa Elena. Refugiada en Roma con su hermano Fesch, Letizia va a vivir durante 21 años en la vecindad de la Beata Taigi. En 1818 compra Letizia el palacio Rinuccini, en la esquina del Corso y de la Plaza de Venecia, 83

frente al Capitolio. Allí es donde la "reina" desterrada pasa sus días, recibe a los napoleónidas desarraigados, Luis, Luciano, etc., dicta o escribe las cartas que luego publica el dueño actual del palacio Bonaparte, el marqués Misciatelli. Hasta 1821 un pensamiento lo domina todo: el del cautivo en Santa Elena. Letizia quisiera unirse con él. Como no recibe la debida autorización, trabaja con Fesch para enviarle recursos (que no llegan), muebles, libros, un cocinero, un cirujano, dos capellanes; invita a los napoleónidas a cotizarse para ayudarle ¡Ay!, la mayoría de ellos piden, por el contrario, que se les socorra, pues no han renunciado a desempeñar el papel de reyes. Pensad en el desterrado de Santa Elena, insiste Letizia. Se dirige, con una grandeza muy romana, a Inglaterra, al despiadado Metternich, a los reyes de la Santa Alianza, para suavizar la suerte del cautivo, para que sus cartas le sean remitidas y no vayan más a Londres a enriquecer a los coleccionadores de autógrafos. "En nombre del que es esencialmente bueno, interesaos por hacer que cesen los tormentos de mi hijo." Solamente un soberano, el desterrado en Fontainebleau, Pío VII, responde a sus llamamientos. Al encontrarse con Madame Mère en el Palatino, en la Vía Appia, el anciano desciende de su carroza para pasearse con ella y le pregunta: "¿Cómo sigue vuestro buen Emperador?." No se trata de vanas fórmulas. Por medio de Consalvi, Pío VII interviene en 1817 ante el Regente de Inglaterra para que se suavice la suerte del que "ha restablecido la religión en el gran reino de Francia." Letizia se excusará más tarde de graves indelicadezas para con el gobierno pontificio, arguyendo que ella está allí secuestrada, prisionera del Estado. Pero dos elocuentes cartas dirigidas a Consalvi en 1818 desmienten de antemano sus aseveraciones: "Soy la madre de todos los dolores y el único consuelo que tengo es saber que el Santo Padre olvida el pasado, para no acordarse más que del afecto que atestigua a todos los míos. No hemos encontrado más que apoyo y asilo en el gobierno pontificio. Hablo en nombre de toda mi familia de proscritos, y sobre todo en nombre del que muere lentamente en una roca desierta. Su Santidad y Vuestra Eminencia son los únicos en Europa que se esfuerzan por endulzar sus males y que quisieran ver el fin de los mismos." La muerte de Napoleón no llega a oídos de Letizia hasta ocho semanas después que su "vecina" la Beata Taigi la ha visto en su sol y ha descrito sus fases. Aquí ponemos el dedo en el más triste misterio de esta vida tan noble, empero, bajo muchos aspectos. Desaparecido el jefe de la tribu, Letizia, que cierra siempre los ojos sobre las miserias, los escándalos, los sufrimientos de todo género que acompañaron la ascensión de los suyos, concentra su invencible voluntad de restauración en el Aiglon -el Aguilucho-, y en aquel que debe prepararle las sendas: Luis Napoleón, hijo segundogénito de Luis, Rey de Holanda, y de Hortensia: el futuro Napoleón III. En 1831 apenas coronado Gregorio XVI estalla una revuelta fomentada por los carbonari y sus aliados: Pépoli, yerno de Murat, los dos hijos de Hortensia, el príncipe Gabrielli, el marqués Potenziani (tesorero de Letizia y de los insurrectos). El estallido se produce en la Romaña, luego en la misma Roma. Se trata de derribar el gobierno pontificio, de encarcelar a los cardenales, de coronar al Aiglon como rey de Roma en el Capitolio, de confiar la regencia a Luis Napoleón... La Beata Taigi sigue en su sol esas reuniones tumultuosas, así como las del café Della Barcaccia, las del café Nuovo, donde los carbonarios y napoleónidas, sacerdotes y seminaristas... gritan: "¡Vivan Napoleón y la libertad! ¡La libertad o la muerte!" Gracias al apoyo de Austria, la conspiración es reprimida. Ahora bien, Letizia, (los informes policiales dan fe de ello) está al comente de la conspiración, promete un millón para la futura caja del futuro rey, hace adelantos a los revoltosos. Y esto en el momento en que el gobierno pontificio les da asilo a ella, a Fesch, a muchos napoleónidas. A cien pasos de su palacio, frente a la pequeña iglesia de Santa María in Vía Lata, una pobre mujer, la Beata Taigi, que lee como en un libro abierto en el alma de la reina ya ha pagado con dolores mortales el fracaso de la última conspiración, así como el de las precedentes, no deja de interceder por su inconsciente enemiga. Ella lo ha prometido. Se conoce el mensaje transmitido por Fesch: "Sí, rogaré por vuestra hermana y le daré cuenta de las luces recibidas para ella. Entretanto, que medite sobre lo que ha sido, sobre lo que es y sobre lo que será muy 84

pronto y que se prepare para la muerte, que apenas tardará." ¿Hubo conversaciones más directas entre Letizia y Ana? Es probable, aunque ningún documento proporciona la prueba. Durante 19 años la Reina ha encontrado con frecuencia a la Beata, que vive en la misma calle; la ha visto en el Coliseo, en las iglesias del Corso. Pero durante los dos últimos años el acercamiento se hace todavía más estrecho. Ana vive a un centenar de pasos del palacio Bonaparte. Las dos mujeres pertenecen a la misma parroquia de Santa María in Vía Lata. La cripta de esta iglesia, frente a la cual vive Ana, fue, según pretende una tradición, la primera prisión de San Pablo. Es también la iglesia de los Bonaparte. La estrecha nave de columnas de mármol rojo debió ver muchas veces llegar a la anciana reina vestida de negro, con los ojos ciegos, el paso titubeante, apoyada en dos sirvientas. Muy cerca de la que ayer decía orgullosamente: "Yo soy más que una Emperatriz, soy la madre del gran Napoleón... la madre de reyes", y que ahora se ha convertido en "una sombra que aspira a la muerte", muy cerca, pues el lugar es estrecho, ora otra anciana no menos enferma y también casi ciega. Con la cabeza envuelta en un velo para ocultar sus lágrimas y sus éxtasis, vuelve a ver un cuadro que le es familiar: las grandezas y las servidumbres, las ascensiones y las decadencias de esa familia contra la que tuvo que librar una batalla de 45 años. Si bien conoce mejor que nadie las faltas y los errores, conoce también los sufrimientos y los servicios, pues Napoleón, ella no lo ignora, ha prestado servicios. Esta vecindad de la santa, sus plegarias, sus discretas exhortaciones, ¿han consolado por fin a la inconsolable? ¿Han purificado el alma de Letizia? En sus cartas, todavía invadidas por los intereses terrenos, se afirma por fin la nota cristiana y apaciguada. "Nosotros no podemos modificar en lo más mínimo los decretos de la Providencia... ¡Sólo Dios es bueno!" Cuando no puede salir, asiste cotidianamente a misa en su capillita privada. El 1º de febrero de 1836, la madre de los reyes, que tiene 86 años de edad, se siente desfallecer y pide los últimos sacramentos. Le son administrados -como muy pronto a la Beata- por el clero parroquial de Santa María in Vía Lata, a la caída de la noche. El cardenal Fesch, que ha presidido la Extremaunción y ha llevado a su hermana la bendición del Santo Padre, se retira por estimar que el peligro no es inmediato. La que vivió largo tiempo rodeada de una corte solícita, en medio de un vivero de reyes, va a morir sola, como la pobre Taigi. Roma, entre las ruidosas farándulas del Carnaval, apenas oye las dos modestas campanas de Santa María in Vía Lata y del Ara Coeli que doblan a muerte; pero a algunos pasos del palacio Bonaparte, una pobre mujer, Ana, las oye, reza y llora. El testamento de Letizia comienza en italiano con estas humildes fórmulas: "Declaro que quiero morir en la religión católica. Lamento humildemente mis faltas e imploro la ayuda de mi ángel de la guarda, de mis santos protectores y abogados, de mi cara Madre y mi Creador... Se dirán mil misas por el descanso de mi alma." Un año más tarde, entre esas mismas columnas de mármol rojo, sobre esa misma losa blanca orlada de negro, en la misma iglesia de Santa María in Lata, descansará otro féretro: el de la Beata Taigi. A pesar de los terrores de la peste desencadenada sobre Roma inmediatamente después de la muerte de su protectora, un día después de su muerte, el 10 de junio, la humilde mujer fue trasportada a la iglesia. Canonizada ya por la muchedumbre, su cuerpo permaneció expuesto en medio de la iglesia los días 10 y 11. No obstante su pobreza, recibió "exequias solemnes", y luego, después de ponerse el sol, fue trasladada al Campo Verano, donde el cortejo cada vez más numeroso de peregrinos irá a testimoniar que su gloria es imperecedera.

V A. ÚLTIMAS PURIFICACIONES. -B. ÚLTIMA ENFERMEDAD. -C. LA MUERTE. -D. LA APOTEOSIS. La romana rozagante del barrio de los Montes se ha convertido en una anciana de 68 años prematuramente agotada. Durante más de medio siglo no ha dejado de seguir el mismo camino: pobreza, sufrimientos, amor al prójimo, amor apasionado de Dios, en las nieblas más desoladoras. Recibe de Nuestro 85

Señor estos consuelos austeros: "Soy todo tuyo, como de todos aquellos que cargan valientemente su cruz. Los hijos de la cruz son mis predilectos." Avanza a grandes pasos por el camino real. Las "lenguas" viperinas no callarán nunca. No obstante, la veneración de los mejores la acompaña cuando se arrastra por las calles de Roma. Ella evita apresuradamente esos elogios para volver a su pobre alojamiento y volver a encontrar en él la nostalgia del cielo. Tres meses después de la muerte de Letizia (la madre de Napoleón), yendo a San Pablo Extramuros con el presbítero Natali, le dice: "Es la última vez". Después de comulgar ante el Santo Crucifijo, se siente invadida por una profunda sensación de paz. "Vive en paz, hija mía -le dice Nuestro Señor- y no te inquietes por lo que se dice en el exterior. No has hablado al azar. Adiós, hija mía. Me volverás a ver en el Paraíso. Sí, hija mía. Adiós. Pronto estarás conmigo, en mi reino. Apresúrate a ir a donde quieras, porque después todo habrá terminado." No le queda más que saciar durante siete meses de agonía su hambre de sufrimientos. El 26 de octubre de 1836 se mete en cama para no levantarse más. Con el cuerpo quebrantado a fuerza de dolores desde la planta de los pies hasta la cabeza, con el corazón traspasado al ver a su numerosa familia en un estado vecino a la miseria, conserva no obstante esa maravillosa paz que no le abandonó nunca. Es éste un hecho más elocuente que los innumerables prodigios de esta vida. Los documentos superabundan: "La paz de su alma -declara el cardenal Pedicini- resistió todas las pruebas." Y hablando especialmente del fin de su vida, en el que la marea de las tribulaciones llega a su máximo, su confesor afirma: "Al final de su vida llegó a una tranquilidad de espíritu y a una apacible unión con Dios que no se podría explicar." En efecto, nuestra pobre psicología no podría explicar este prodigio: la paz en la total crucifixión. Ana habla de su muerte como de uno de esos pequeños viajes al Pincio en el curso de los cuales los suyos comían castañas acompañadas de un poco de vino blanco. Sus pobres dedos dolorosos siguen manejando la aguja y hasta los tres últimos días antes de su agonía dirige la casa, "servidora de todos". Llegó el momento en que, desgarrada por los dolores, no se pudo mover. Las desolaciones internas no hacían más que crecer. En el sol trágico sigue reflejándose el mundo: el desarrollo de las sociedades secretas. Su actividad desencadena una terrible persecución contra los católicos suizos. En Ginebra, Londres, y Turín prepara Mazzini la revolución mundial pero, ante todo, aquélla de donde debe salir la unidad italiana. Su programa implica la destrucción del catolicismo. "El pueblo italiano -repite- está llamado a destruir el catolicismo en nombre de la revelación continua. La humanidad es el único Mesías." Ve persecuciones en Alemania, cuya consigna oficial es ya: "Una sola religión alemana, una sola filosofía alemana, en una sola patria alemana." En Francia triunfan el espíritu volteriano y el socialismo místico; Lamennais se revuelve contra la Iglesia; Cousin y Quinet canonizan el racionalisno alemán; en China, en Indochina, persecuciones sangrientas... Todas estas visiones desfilan ante los ojos de la expiadora agonizante. Sin embargo, viéndola amable, animadora, "se la hubiera creído en un lecho de rosas" Desde hace años su alimentación ha sido la de "un insecto", afirma Domenico. "Habiendo recibido del cielo la orden de abstenerse de carne, no tomaba más que un poco de pescado y un trocito muy pequeño de pan; algunas veces una fruta cocida." Esta misma alimentación se le hace insoportable. Y la miseria aumenta. Morirá en la miseria de Job. "Las sábanas del lecho en que ella murió se las había dado yo mismo a título de caridad -declara su confesor-. Yo recogía algunas limosnas, pero esto no bastaba para sostener a la pobre familia y Don Raffaële se veía obligado a buscar diariamente socorros. Tormento indecible para la piadosa mujer. Dios no enviaba más que lo estrictamente necesario". "Ahora bien, en esta cruel miseria, recibió de lo más injustamente una citación para pagar una deuda de su hija. El individuo que la citó a comparecer ante el tribunal gozaba entonces de una salud robusta. Murió algunos meses después de una enfermedad terrible." Y la Beata rechaza una última tentación de bienestar. La mujer del gobernador general de Saboya la ha conocido en Roma y ha obtenido numerosas gracias por su mediación. De vuelta en Turín, anuncia su intención de procurarle abundantes limosnas haciéndola conocer en la corte. "La servidora de Dios -refiere Monseñor Natali- me encargó la misión de responder que ella agradecía, pero rogaba que no se hablase de ella, pues no quería ser conocida." La propaganda seductora había sido rechazada. 86

"Ella me decía -añade el prelado- que era preciso contentarse con vivir pidiendo limosna por amor de Dios para una pobre familia y no abandonar el camino de las humillaciones." Recibía con agradecimiento de algunos ricos, pollos, hermosas frutas y vino viejo, pero era el tesoro de los incurables. Don Natali se inclina. Ha comprendido bien, y su fidelidad no se desmiente. Celebra todos los días en el oratorio de Ana y le da la comunión. Hacia el final, el cardenal Pedicini obtiene para ella la autorización de recibir la comunión después de haber tomado las pociones de adormidera que se le administran. B.- El domingo 4 de junio de 1837, la enferma sufre un acceso de fiebre. El lunes, después de la comunión, sufre un largo desvanecimiento. La creen muerta. Es un éxtasis, en el que Nuestro Señor le advierte que morirá el viernes, día consagrado a la Pasión. Vuelta en sí, Ana manifiesta una viva alegría e informa a Don Natali de la buena noticia. Llama luego dos veces a Domenico, lo consuela y le agradece sus atenciones. Después ve a sus hijos, uno en pos de otro, les recomienda la oración, la recitación del rosario en familia, el amor a la Madona y la armonía familiar. Finalmente los hijos se agrupan alrededor del lecho y la moribunda los bendice con lágrimas en los ojos. Pero el Señor que la ha querido pobre, acude a disipar sus escrúpulos. "Yo los tomo bajo mi protección -le dice-. No temas dejarlos por mi amor en la pobreza. Los bienhechores que les hagan bien serán recompensados." La sirvienta Annunziata describe esta apacible agonía. Con el rosario en la mano y en la otra una imagen de Jesús de Nazareth, no abandona la oración más que para murmurar: - ¡Por el amor de Dios! Si le preguntan: - ¿Cómo estáis? - Demos gracias a Dios -responde-. No estoy mal. Finalmente, llama a su querida Sofía, a ella sola, para confiarle toda la familia y recomendarle que vele por el anciano Domenico, por Mariuccia, por sus propios hijos; que los haga siempre acompañar en sus salidas. Todavía tendrán que sufrir mucho: la pobreza, las persecuciones, las lenguas malignas. - Pero no dudes: tarde o temprano el Señor os consolará. "Como yo no podía ya reprimir mis sollozos, me dijo que era inútil seguir hablando y me bendijo". Después se quedó sola con Dios. Le quedaba por dar una última lección: la de la obediencia hasta la muerte. "Yo la encontré siempre dócil y sumisa como una oveja", declara Domestico, sin pensar en el realismo trágico de esa comparación. Ana ha obedecido hasta la degollación. Para este cuerpo agotado la ciencia de los médicos, tan segura de sí misma en aquella época como en nuestros días, recomienda violentos revulsivos. Nuestro Señor le advierte que esos revulsivos la matarán, pero "si se insiste, debe obedecer y su sumisión será coronada". Los médicos y Domenico insisten. Ella se resigna. Los vejigatorios prodigados acaban con ella. El miércoles recibe el Viático. Un Padre trinitario le da la absolución y la indulgencia plenaria in articulo mortis, y después Ana entra en un largo silencio. Una costumbre singular exigía que, para no perturbar al agonizante con manifestaciones ruidosas, la familia se retirara al acercarse la muerte. Ana invita a los suyos a que vayan a descansar. Antes de salir, el sacerdote confidente le pregunta cómo se encuentra. Ella murmura: - Dolores mortales. Es en ese momento cuando, al levantar la mano para rozar el pecho del presbítero Natali; lo sana de una congestión y lo envía a descansar. C.- En la tarde del jueves, recibida la Extremaunción, los dolores de la agonía se agravan. Los hijos y Domenico lloran ruidosamente. Se les aleja. No quedan más que extraños. Los Padres de San Camilo de Lellis se retiran también, por juzgar que el fin no es inminente. El vicecura va a rezar su breviario en otra habitación. La Beata se queda sola. Puede morir. No obstante, hacia las 4 de la madrugada, despertado por una voz 87

interior, Don Natali acude. La enferma se halla en los estertores de la agonía. Llamado el vicecura reza las oraciones de recomendación del alma y le da una última absolución. Se oye un gran suspiro parecido a un grito de liberación. La Beata "entra en el descanso de su Señor". Domenico refiere este fin con una admirable simplicidad: "Yo me hallaba en la habitación vecina y le oí recitar las plegarias con el sacerdote. Los que la asistieron me dijeron que murió tranquila". Eran las 4:30 de la mañana del viernes 9 de junio de 1837. Ana tenía 68 años de edad. Se hallaba entonces domiciliada en el número 8 de la calle de los Santos Apóstoles, parroquia de Santa María in Vía Lata, frente a la iglesia. Acta 463: Giannetti Ana María (esposa) Taigi (y no viuda.) El 9 de junio de 1837, Ana María Giannetti, nacida en Siena, hija de Luis y esposa de Pedro (sic) Taigi, de 64 años de edad (sic), murió piadosamente, habiendo recibido todos los sacramentos de la Iglesia, asistida por el vicecura de esta Iglesia. Al día siguiente fue trasladada desde su casa, que está en esta parroquia y donde terminaron sus días, a esta basílica. El día 11, expuesta en medio de la iglesia, recibió las exequias solemnes y, el mismo día, después de ponerse el sol, fue trasladada al cementerio público. En fe de lo cual... Por el canónigo cura ausente, Pedro Minetti, can. adm.

El presbítero Natali, después de llorar, abrió su portamonedas... y contó en él cuatro escudos (17) precio de un féretro de pobre. Con ello era preciso pagar los gastos de los funerales (que se elevaron a 200 escudos) y alimentar a toda la familia. (17)

Don Raffaële Natali no omitió ciertamente nada de lo que convenía. El cuerpo fue enterrado en un ataúd de plomo después de tomarse un molde del rostro. Este molde sirvió para hacer un busto de cera que más tarde reprodujeron los grabados. "Las personas -escribe el P. Calixto- que conocieron a Ana María sostienen que ninguno de los retratos que se han hecho de ella se le parece perfectamente'. Y a continuación el P. Calixto anota en el mismo tono esto que nos hace soñar: "Don Raffaële aseguraba que ese busto de Ana María adquiría de pronto un reflejo de dicha, expresado mediante una dulce sonrisa cuando se producían acontecimientos favorables para el triunfo de la Iglesia." El Universo del 15 de marzo de 1871 anunciará: "Don Raffaële Natali acaba de extinguirse rodeado de la familia de Ana Marta, en medio de la cual vivió; era nonagenario y no conservaba ya sus facultades más que para hablar de la Venerable cuyo confidente fue". Pidió ser enterrado junto a Ana en San Crisógono, pero la ley "que exige que todas las inhumaciones tengan lugar fuera de la ciudad, en el cementerio de San Lorenzo", se opuso a la realización de su deseo.

Pero Dios velaba. El cardenal Pedicini envió 50 escudos. De Milán y de Turín llegaron otras limosnas. Incluso durante el cólera que siguió, llegaron siempre los recursos necesarios, como lo había anunciado Ana. D.- Tan pronto como Ana dio el último suspiro, el cardenal Pedicini, vicecanciller, escribió al cardenal Odescalchi para pedir que se diese una sepultura honrosa ti aquella mujer en la que durante más de 30 años había admirado "los dones extraordinarios y las sorprendentes luces con que la había enriquecido Dios al igual que a los más grandes santos". Sin embargo, las exequias no tuvieron todo el relieve que él deseaba. El Señor había prometido a Ana que libraría del cólera a Roma hasta su muerte. Apenas ha expirado estalla la plaga. Se produce un pánico indescriptible. La muerte de la Beata pasa al principio inadvertida. Pero la piedad renace. El cuerpo permanece expuesto durante dos días a la veneración de los fieles en la iglesia de Santa María in Vía Lata. Al anochecer del domingo, un piadoso cortejo lo conduce al nuevo cementerio del Campo Verano, donde, de acuerdo con las instrucciones de Gregorio XVI, es encerrado en un ataúd de plomo y sellado cerca de la capilla. Don Natali, antes de que lo pongan en el ataúd, ha hecho que tomen un molde del rostro. Al cabo de algunos días, a pesar del cólera, comienza el cortejo de los peregrinos. Gente del pueblo, obispos, cardenales, se codean junto a la humilde tumba. El cardenal Odescalchi ordena pronto a Monseñor Natali que recoja todos esos documentos a base de los cuales Monseñor Luquet, postulador de la causa, publica la primera biografía. Esta tiene un éxito inmenso y es traducida a muchos idiomas. La opinión de santidad crece cada día. Monseñor Natali y el anciano Domenico no saben a quién responder. "Muchas personas que la habían conocido -dice éste- me interrogaban, me hacían toda clase de 88

preguntas: cómo había muerto. Otros querían saber otra cosa; otras hablaban de los dones particulares que había recibido de Dios; otros hablaban de las gracias que habían obtenido en vida de ella por su mediación, y todos hablaban bien de ella y la elogiaban y decían que estaba llena de méritos y de virtudes. En cuanto a mí, la estimé siempre y digo que el Señor me privó de esta buena Servidora porque yo no era digno de ella." El cardenal Pedicini, mientras redacta sus voluminosas memorias sobre la Beata, va a orar con frecuencia en su tumba. El cardenal L. Micara, capuchino, decano del Sacro Colegio, prefecto de la Congregación de los Ritos, lleva siempre consigo su imagen. El Venerable Bernardo Clausi, mínimo, que ha solicitado muchas veces sus plegarias, repite a todos: "Si ella no está en el paraíso, no habrá allí lugar para nadie." El Beato Gaspar del Búfalo, fundador de los misioneros de la Preciosa Sangre, consternado por la pérdida de la Beata gemía, "Cuando el Señor llama a Sí a almas tan queridas es señal de que nos quiere castigar." El Venerable Vicente Pallotti llama a Ana "su secretaria, su plenipotenciaria encargada de todos los intereses de su congregación ante la Santísima Trinidad". La Beata María Pelletier, fundadora del Buen Pastor, le confía los asuntos difíciles que trata en Roma. Monseñor Flaget, obispo de Louisville, que debía morir en olor de santidad y pudo visitar a la Beata durante su última enfermedad, canta sus elogios a través de los Estados Unidos. Los milagros se multiplican y el pueblo deplora que el cuerpo de la Beata descanse tan lejos de Roma. Por orden del cardenal vicario es transportado a la iglesia de Nuestra Señora de la Paz. El féretro, cerrado desde hace 18 años, es abierto y en él se encuentra el cuerpo tan fresco como si hubiese sido encerrado la víspera. A pesar de la consigna del secreto y aunque se haya elegido la medianoche para el traslado, una muchedumbre inmensa acude a aclamar a "la santa de Roma y su amparo". Pío IX rodea a la Servidora de Dios de una gran veneración. En vísperas de la batalla de Mentana se difunden imágenes suyas que le representan orando junto a la Venerable por el triunfo de la Iglesia. Al saber que ella manifestó el deseo de ser inhumada en la iglesia de los trinitarios, la hace transportar el 18 de agosto de 1865 a la basílica de San Crisógono. Tres años más tarde, el féretro es abierto nuevamente. Los hábitos de la Beata han cedido a la corrupción, pero el cuerpo se halla todavía intacto. Las Hermanas de San losé le quitan sus pobres hábitos y los reemplazan con vestidos nuevos. Durante ocho días es expuesto el cuerpo a la piedad de los fieles; todos los arrabales, el Transtévere, se ponen en movimiento. La tropa debe mantener el orden. El cuerpo encerrado en un doble ataúd de plomo y de ciprés es finalmente depositado cerca de la capilla del Santo Sacramento, en un pequeño monumento en forma de sarcófago, y más tarde en la capilla de la izquierda, bajo el altar: un gran vidrio deja ver el cuerpo en su hábito de terciaria. Las manos están juntas sobre el pecho. El rostro, rodeado de una ligera mascarilla de cera, bajo la toca blanca, expresa una serenidad infinita... Entretanto el Proceso canónico sigue su curso. Después de la investigación oficiosa, confiada a Don Natali, se abre la investigación jurídica en 1852. Serán oídos treinta testigos juramentados, cardenales, obispos, patricios, criados, dos hijos de la Beata; finalmente, apoyándose en su bastón, con las espaldas encorvadas, un anciano de 92 años que, después de Dios, fue quien más contribuyó a hacer de Ana una santa: Domenico. En 1863 inicia Pío IX la causa de Beatificación; el 4 de marzo de 1906 proclama Pío X la heroicidad de las virtudes. En fin, el 30 de mayo de 1920, Benedicto XV coloca a Ana María Taigi, "madre de familia", en el rango de las Beatas. Poco tiempo después la dará como protectora especial a las madres de familia y como patrona a la Unión Católica Femenina. Entre los milagros presentados aprobó los dos siguientes: En 1869, una romana del Transtévere, María del Pinto, terciaria trinitaria, como Ana, enferma de "metritis y de endometritis crónica", reducida al estado de esqueleto, abandonada por los médicos, es solicitada para que haga un triduo con objeto de obtener su curación por intercesión de Ana. "Yo no deseaba mi curación -refirió- pues prefería sufrir. Hice, pues, una novena al Espíritu Santo para saber si era la voluntad de Dios que hiciese ese Triduo. En el curso de la novena me pareció ver a la Inmaculada, resplandeciente de luz, que recibía una súplica de manos de una buena anciana (Ana María) arrodillada ante Ella. 'Pide tu 89

curación, hija mía -decía la Virgen-. Te curarás perfectamente de esa enfermedad; no te faltarán otras ocasiones de sufrir'." El Triduo fue hecho por obediencia. Nueva aparición de la Virgen y de Ana María. Esta tiene en la mano un pañuelo blanco, "como para enjugar las lágrimas que yo vertía en abundancia por la intensidad del dolor. La Virgen me dijo: 'Hija mía: he aquí a tu libertadora.' En el mismo momento sentí un arranque que me hizo dar un gran grito. Acudieron para socorrerme. Estaba curada. Me levanté sin dificultad e hice una peregrinación de acción de gracias a San Crisógono". Pero fue Francia la que proporcionó el primer milagro de que se tomó nota para la Beatificación. Había sido atestiguado por un médico francés de Lyón, el doctor Eduardo Carrier. Resumo así los hechos; en 1867, en el pensionado de las Damas de la Asunción, en Sainte-Foy, cerca de Lyón, una alumna, Mélanie Sevin, al jugar en el patio del pensionado, tropieza con el pie en una losa y cae, con lo que se le produce una torsión del pie y desgarramiento de los músculos. El doctor Carrier anota día a día en su diario la evolución del mal: deformación y atrofia del pie, desarrollo de una protuberancia ósea procedente de una fractura... Fiebre. La niña sufre de tal modo que le quitan el aparato. Las buenas Madres buscan una reliquia y no encuentran más que una imagen de Ana Taigi. La colocan sobre las partes enfermas del pie y de la pierna. De pronto las cuatro Hermanas que asisten a la niña ven que su pie se endereza, que los nervios torcidos vuelven a su lugar, que las excrecencias desaparecen; un tejedor invisible hace malla por malla, una tela nueva. La niña exclama: - ¡Estoy curada! Llega el doctor Carrier. Toda huella del mal ha desaparecido. Saca esta conclusión: - Es un milagro. Francia ha dado a la Beata su primer postulador, su primer historiador, y he aquí el agradecimiento: el primer milagro. Títulos de orgullo para Francia, pero sobre todo motivos muy particulares de piedad confiada con respecto a la Beata. El mes de mayo de 1920 vio en muchas ocasiones como San Pedro de Roma se llenaba de muchedumbres entusiastas. Por primera vez desde su exaltación, Benedicto XV iba a honrar a algunos héroes de la vida cristiana. Francia contaba con tres de sus hijos en ese grupo elegido: 9 de mayo: beatificación de Luisa de Marillac; 13 de mayo: canonización de Santa Margarita María; 16 de mayo: canonización de Santa Juana de Arco. El 30 de mayo, fiesta de la Santísima Trinidad, para cerrar esa serie gloriosa, Benedicto XV proclama Beata a "Ana María Taigi, madre de familia." El cardenal Pompili, en un mensaje elocuente, ha invitado a toda la población romana a aclamar a esa humilde mujer del pueblo, gloria de "nuestra Roma." El "corazón de Roma" respondió. La inmensa Basílica se llenó de una muchedumbre de grandes y sobre todo de pequeños, pobres y trabajadores que iban a aclamar a su hermana y modelo de oscuro heroísmo. Benedicto XV, al aprobar los milagros de la Beata, había glorificado ya ese heroísmo. Lo hizo nuevamente. Es una madre de familia, ángel consolador de sus parientes, modelo de escolares y de obreras jóvenes, madre de familia que supo unir el trabajo con el recogimiento, madre de familia sobre la que pesó el cuidado de sus ancianos padres, el cuidado de un marido no siempre amable, la educación de una familia numerosa. Una madre de familia que, sin descuidar ninguno de sus deberes, encontró tiempo para visitar a los enfermos y consagrarse por entero a todos. En la tarde del 30 de mayo de 1920, después de que la muchedumbre hubo aclamado a su sabor a la gloriosa romana cuya imagen resplandecía en la Basílica del Príncipe de los Apóstoles, Benedicto XV fue solo y en silencio a prosternarse humildemente ante las reliquias de Ana Taigi, mujer del mozo de cordel Domenico. En pleno Transtévere, el altar que contenía los restos de la Beata vio desfilar a la inmensa muchedumbre de los peregrinos. Ana aun más que durante su vida, es ahora el "Amparo de Roma". Muchas veces durante la cuaresma, he ido a orar a la iglesia suburbana; el suburbio rojo no está lejos. A pesar de esto, o a causa de esto, las buenas gentes no faltan nunca ante esa capillita en la que la vieja mamá dormida, con el rostro apacible (aunque surcado de arrugas en las que se resumen tantos 90

sufrimientos) vuelto hacia sus clientes, parece escucharles. Estos clientes son buenas amas de casa que vuelven del mercado con la cesta en la mano, obreros y obreras en traje de trabajo. El Jueves Santo tuve una semidecepción. El Monumento en que se guarda el Santísimo Sacramento había sido erigido en el crucero de la Beata y habían cubierto con un velo morado el vidrio tras el cual sus restos descansan bajo el altar. Las miradas de los peregrinos los buscaban inútilmente por encima de la balaustrada; sin embargo estaban allí, en la primera fila de los adoradores, invisibles, pero en lugar de honor, como la flor más bella del trigal. Pues, quizá en recuerdo de aquellas apariciones en las que Jesús-Hostia se animaba para decirle: "Yo soy la flor de los campos", los Padres trinitarios y las buenas mujeres del barrio habían transformado la capilla en un trigal con un trigo muy blanco, como césped germinado a la sombra. ¡Simbolismo conmovedor! ¿Acaso no fue ella, la pobre mujer, una flor magnífica abierta en pleno campo de trigo popular? Pero los santos pertenecen a todos. Las rivalidades de razas o de castas les causan horror y por lo general su propia casta y su propia familia son los que más cruelmente los crucifican. Italia, tierra de mártires, y Roma, Madre de la Iglesia, nos han hecho el don de la Beata. ¿Hemos apreciado ese don en su verdadero valor? No. En Francia son muy pocos los que conocen a la gran romana. Habla menos a la imaginación que Juana de Arco, porque vemos en Juana sobre todo a la heroína épica, olvidando lo que la hizo santa y redentora: su calvario de dos años. El de Ana duró cuarenta y ocho. Durante medio siglo trituró Dios ese corazón femenino cuya misión se extendía a toda la Iglesia. Sufriendo para todos, sufrió por todos, y ante todo por aquellos de quienes parecía que debía esperar su consuelo. Unos pocos elegidos conocieron la perla preciosa; la muchedumbre la pisoteó. Esto no le bastó y ella se convirtió en su propio verdugo, rechazando los donativos de sus favorecidos, pero colmando de favores a sus detractores, consolando y pacificando la agonía de los napoleónidas, por quienes ella y la humanidad habían padecido tanto. Gran lección que mendigaba la humanidad. No hay otra paz para los pueblos, las familias y los individuos que "la paz de Cristo en el reino de Cristo crucificado". Tal es el mensaje de la Beata, y no es el único. La inteligencia está aun más enferma que el cuerpo social. Ahora bien, la lección que dio la Beata a una sociedad en plena apostasía fue ante todo de orden espiritual ¿Se ha reparado en ello lo bastante? La lección dada a los humildes, a los pobres, a las esposas, a las madres de familia, ha sido destacada por todos. Existe otra más difícil de destacar y, sin embargo, capital.

VI EL MENSAJE DE LA BEATA ANA MARÍA TAIGI AL SIGLO XX. -A. EL HECHO SOBRENATURAL. - B. LA DIGNIDAD DE LOS HUMILDES. A.- La misión de la "gran romana" consistió en proporcionar un contrapeso a los crímenes de una sociedad que ha vuelto a ser "guarida de asesinos y sentina de vicios", así como en proporcionar un testimonio a las inteligencias rebeldes. La primera misión terminó con la muerte de la expiadora; la segunda comienza con su muerte. Mensaje de la beata al siglo XX: Atestigua, por el argumento del hecho, que Dios existe, que lo sobrenatural existe. Este testimonio apenas alcanzó a llegar en vida de Ana hasta quienes estaba destinado. Y no podía llegarles sin hacer salir a la santa de la oscuridad en que debía vivir. Los filósofos y los literatos ignoran hasta su existencia. Napoleón, a quien se opuso victoriosamente, ¿conoció su nombre? Pero la muerte hace entrar a la vidente en la historia, en la que ocupará un lugar cada vez mayor. Es un 91

gran testimonio contemporáneo, en el que se nos da "noticias del más allá." La Europa de la Revolución y del Imperio no lo escuchó. Carecía del sentido del silencio. Parece que nosotros lo hemos adquirido por fin. Lo he dicho en otra parte (18) y me abstendré de insistir. (18)

Véase: Jésus et l'Ame contemporaine. Face au Paganisme. Edition Spes.

Ayer, en vísperas de las elecciones, en las que triunfó el "frente popular", uno de los grandes soldados de la última guerra decía: "Nos hallamos en una de estas tres fechas: 1789, 1791 o 1793... Mañana sabremos en cuál." Sea. Pero se ha producido un hecho desde el primer 1789; un despertar del espíritu, respetuoso en adelante, por lo menos entre los mejores, de las realidades místicas. Bergson es un eco, así como un precursor, cuando escribe: "El misticismo completo es... el de los grandes místicos cristianos... De su vitalidad aumentada se han desprendido una energía, una audacia, un poder de concepción y de realización extraordinarios." Y aludiendo a las fantasías de Charcot dice: "Hay una salud intelectual sólidamente asentada, excepcional, que se reconoce sin esfuerzo. Se manifiesta mediante el gusto por la acción, la facultad de adaptarse y de readaptarse a las circunstancias, la firmeza unida a la flexibilidad, el discernimiento profético de lo posible y de lo imposible, un espíritu de simplicidad que triunfa de las complicaciones, en fin, un buen sentido superior. ¿No es esto precisamente lo que se encuentra en los místicos de que hablamos? ¿Y no podrían servir ellos para la misma definición de la robustez intelectual? (19) (19)

Henri Bergson, de la Academia Francesa: Les Deux Sources de la Morale et de la Religion, Paris, Alcan, págs. 243-244, 251.

Esta cita está destinada a contestar a prejuicios tenaces. Por más que eran conocidas las fallas de las teorías de Charcot, nuestra inteligencia estuvo tanto tiempo emponzoñada por una literatura seudomédica, que un reflejo involuntario nos incita a reducir los estados místicos a casos patológicos, en tanto que los hechos revelan en ellos el prototipo mismo de la salud moral e intelectual. Es cierto que la falsificación es posible. Un loco se creerá Platón. ¿Podrá perjudicar con ello a Platón? Todos los gestos del loco revelan al vencido; los gestos del verdadero místico revelan al héroe. "Es un inmenso entusiasmo -continúa Bergson- una exaltación tranquila, una ciencia innata. De esa elevación no le viene por otra parte orgullo alguno. Por el contrario, es grande su humildad, igual a su caridad. A través de Dios, por Dios, ama a toda la humanidad con un amor divino." El árbol se conoce por sus frutos. Los grandes místicos no están fuera de la humanidad, la dominan, son los "héroes" precursores cuya tarea consiste en "transformar radicalmente a la humanidad, comenzando por dar el ejemplo." (20) (20)

lbíd, 256

Los creyentes lo sabían. Pero no era inútil que volviese a ser dicho por un filósofo que no recibió el don de la fe. Con un tono diferente, M. Louis Bertrand, en su introducción a su vida de Santa Teresa (21) intima a los médicos para que dejen por fin tranquila a su heroína. Ya es bastante con que "sus iguales no hayan podido matarla", como mataron de hecho a Ana Taigi. "Es -dice- uno de los espectáculos de los más bufonescos y desconsoladores, ver ciertas manos groseras tocar a almas de santas." (22) (21) (22)

Arthème Fayard, 1927. Se encuentran expresiones semejantes en el libro del célebre Dr. CARREL: "L'Homme cet inconnu". ¿Acaso no se atreve a escribir en la época de Freud: "Hay tantas verdades en Ruysbroek el Admirable como en Claude Bernard?

"Ciertos médicos se han cubierto de ridículo al meterse en estos dominios en los que nada tienen que ver." 92

Pero precisamente la excelente acogida que se ha tributado en los medios cultos a la Santa Teresa de Louis Bertrand y a otras cien obras del mismo género debidas a la pluma de seglares, verdaderos testigos de su época, demuestra el camino recorrido. Estamos tan lejos del escepticismo superficial de Voltaire y de Renan como de la física de la Edad Media. Si el creyente proclama con el P. de Grandmaison: "Estas grandes experiencias (de los místicos) quedan consignadas por quienes las han experimentado, como los documentos presentados por los exploradores de tierras inaccesibles", el incrédulo de buena voluntad confiesa por lo menos, con William James: "Se trata de saber si los estados místicos no serán ventanas abiertas a un mundo nuevo." "Un mundo desconocido y más fascinador que todos los espectáculos de la historia." (23) (23)

Louis Bertrand, ibíd.

Ahora bien, la vida de la Beata Taigi es esto: un mensaje de lo invisible, una respuesta contemporánea a lo que sabemos ahora (en el centenario de su muerte) mejor que en las horas tumultuosas en que vivió, que es el único problema. En una novela, Georges Duhamel pone en escena a dos amigos: Edouard Loisel y Salavin. Salavin, el eterno peregrino en busca de una amistad ideal. Una vez más se ha engañado y se despide del amigo. Este pregunta, no comprende: - ¿Qué te falta? Salavin baja los ojos y responde: - Cosas que tú no puedes darme. - ¿Cuáles son? - La paz, la alegría, un alma inmortal, Dios. Es la "servidumbre", pero también la "grandeza" del alma contemporánea esta inquietud "mucho más punzante en la hora precisa en que vivimos, cuando el viejo acervo de nuestra civilización parece amenazado por toda clase de barbaries." (24) (24)

Louis Bertrand, ibíd.

¿Pero quién dará le respuesta a los modernos Salavin? ¿Los oradores sagrados? Si. Pero los hay de tantas "obediencias " y, además, el buscar la verdad resultó para muchos un trabajo desconsolador. La dialéctica abandona tantas regiones que quedarían inexploradas sin el auxilio del gran tesoro de la Revelación divina. Queda el testimonio vivo de los santos. Son el bien del pueblo y el de los pensadores. Del pueblo que tiene ojos para ver y de los pensadores que, mejor que otros, pueden atestiguar: "Los místicos han ahondado mucho más que nuestros dramaturgos o novelistas más sutiles en el estudio del alma humana." Consideremos la vida de la Beata Taigi. He ahí una "débil mujer", que frente a las negaciones del volterianismo triunfante, se atrevió a pronunciar estas palabras inauditas: "No solamente creo en el Dios de la Revelación cristiana, sino que lo he visto. Lo he visto cada día durante medio siglo." Otros, sin duda antes de ella se atrevieron a decir algo si no tan audaz, por lo menos similar. Pero Ana está más cerca de nosotros. Como Teresa, "sorprende quizá más por su ponderación y su sabiduría, su sumisión a la regla y su desconfianza de sí misma que por sus audacias y sus intuiciones prodigiosas." Como la noble Teresa de Cepeda y de Ahumada, Anita "ofrece a nuestros ojos una figura humana extraordinaria." Pero la hija de Luigi Giannetti nada debe a su ascendencia. La teoría del "medio", de la "herencia", suponiéndola exacta, podría hasta cierto punto explicar a Teresa. Ella vivió desde su juventud, gracias a los suyos, en una escuela de nobleza, de magnanimidad, de santidad. Nada de eso sucedió a la hija del farmacéutico Giannetti, a la esposa del mozo de cordel Domenico. Todo la predisponía a la mediocridad. ¿No se muestra así con mayor claridad la obra maestra del artista invisible? 93

Teresa posee una altura literaria, ascética; frecuenta al doctor místico San Juan de la Cruz... Ana Taigi sabe lo que Dios le enseña. Él fue su único maestro; ella, el humilde pergamino en que la mano invisible escribió un prodigioso poema de caridad sacrificada. Y este poema se escribió en ese siglo en que, según la expresión de Taine, renacía la "religión del cocodrilo" con el "culto de la guillotina", en el que los ejércitos del Imperio renovaban en Alemania, en Italia, en España, las hazañas de los vándalos. "No se podría asegurar escribe un oficial (testigo desconsolado del saque de Córdoba)- que estamos menos cargados de execraciones que de riquezas"! (25) y es en este momento de la historia cuando Dios escribe la vida de esta mujer, que muere de no poder morir por cada uno de sus hermanos. (25)

Maurice de Tascher, por F. de Tascher, Plon.

B.- Otro mensaje de la Beata a nuestro siglo XX: Dios la suscitó en esa clase popular a la que pertenecieron Jesús, María y José. Ahora bien, "el acontecimiento capital del mundo moderno es la llegada de las masas a la existencia histórica y el hecho de que desempeñen en todas partes el papel de un factor dominante", escribe Jacques Maritain. (26) "Muchos -continúa- se escandalizan o se espantan por ello, suscitando un profundo resentimiento, nacido de la dignidad humana humillada y ofendida." Ofendida de que los cristianos puedan ignorar "qué reservas de humanidad verdadera, de bondad, de heroísmo encarnado en el trabajo cotidiano y en la pobreza representa para la historia el pueblo obrero y campesino." (26)

Lettre sur l’independance.

La vida de Anita Taigi ¿no es acaso una respuesta divina a ese aspecto del programa social? Esta vida se inserta en los designios providenciales. Es un comentario, no revolucionario, pero impregnado de caridad divina, del versículo evangélico: "Deposuit potentes de sede et exultavit humiles. Depuso a los poderosos de su trono y exaltó a los humildes."

FIN

94

ÍNDICE Prólogo.- A las madres cristianas Bibliografía y fuentes

1 2

PRIMERA PARTE LA PREPARACIÓN I.

-Lo que Roma y el mundo contemporáneo han visto... Una página de Louis Veuillot.

6

II.

-La misión de la Beata Ana María Taigi. -A. Modelo de santidad en la vida común. -B. Expiadora. -C. Baluarte de la Iglesia

8

III. -Los Orígenes. - Los Giannetti, burgueses de Siena. -A. Nacimiento de Ana: 29 de mayo de 1769. - La ruina. - Partida para Roma, 1774. -B. Roma: La escolar. - San Benito Labre.

9

IV.

-A. Anita ama de casa y aprendiza, 1781. -B. La crisis moral, 1782-1788. -C. Doncella.

12

V.

-Los esponsales y el casamiento de Ana Taigi. - Se casa con un mozo de cordel del palacio Chigi, el 7 de enero de 1790. -B. Segunda crisis

14

-La conversión. - Primeras ansiedades. – El encuentro de la plaza de San Pedro y el de la Iglesia de San Marcelo. -B. Purificaciones

19

VI.

VII. -Ana María es recibida en la Tercera Orden de la Santísima Trinidad. - El maestro interior de humildad. - Éxtasis perpetuo. -B. El sol milagroso

21

SEGUNDA PARTE LAS ASCENSIONES DEL ALMA I.

-A. La piedad filial de Ana. -B. Modelo de esposas. -C. Las suegras. -D. Don Raffaële.

24

II.

-A. Ana María, la mamá perfecta. -B. La madre de los dolores. -C. Serenidad y «afianza.

30

III. -A. El camino real de la Cruz. -B. El amor a la sumisión y la paciencia. -C. La mortificación continúa IV.

V.

37

-A. Conversatio in coelis. -La fe de la Beata. -B. Su obediencia. -C. Espíritu de oración - Tentaciones contra la fe

40

-La esperanza triunfante. - Pobreza y desprendimiento

45

95

VI.

-A. Caridad. - Éxtasis. -B. La eucaristía sin velos. -Devoción a la Santísima Trinidad. -Al Sagrado Corazón. -A la pasión. -A Nuestra Señora de los Siete Dolores. -A San José y a los Santos Ángeles

46

VII. -A. El corazón de una santa. -Caridad por las almas del purgatorio. -B. Por los enfermos. -C. Por los pobres. -D. Ternura por los.... animales

50

VIII. -A. Caridad universal. - Poder de curar las enfermedades corporales. -B. Las espirituales. -C. Caridad con los enemigos

51

TERCERA PARTE EL BALUARTE DE LA IGLESIA I.

II.

-La misión de la Beata. -A. La expiadora. -B. Desolaciones. -C. Enfermedades. -D. Obsesiones

57

-A. Crucificada por la salvación de las almas y el triunfo de la Iglesia. -B.1a Beata y los Papas. -C. Reputación de santidad y humildad. -D. Las virtudes: Prudencia. - Justicia. - Economía y generosidad

62

III. -A. El sol misterioso. -B. Ana descubre en Él todas las cosas. - La suerte de las almas difuntas. -C. El orden sobrenatural y el orden moral. - Los secretos de la naturaleza. - Las enfermedades. - Los pensamientos. - El porvenir IV.

70

-La que venció a Napoleón I y consoló a la madre de los reyes. -A. Ana María Taigi y los Napoleónidas. -B. Ana Taigi y Napoleón. -C. Ana Taigi y el cardenal Fesch. -D. Ana Taigi y Letizia

79

V.

-A. Últimas purificaciones. -B. Última enfermedad. -C. La muerte. -D. La apoteosis.

85

VI.

-El Mensaje de la Beata Ana María Taigi al siglo XX. -A. El hecho sobrenatural. -B. La dignidad de los humildes.

91

EL 8 DE ABRIL DE 1942 SE ACABÓ DE IMPRIMIR ESTE LIBRO EN LOS TALLERES GRÁFICOS DE SEBASTIÁN DE AMORRORTU E HIJOS CALLE CÓRDOBA, 2028 BUENOS AIRES 96

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