Berger Peter - Introduccion A La Sociologia.pdf

September 17, 2017 | Author: angel martinez | Category: Sociology, Science, Social Work, Statistics, Knowledge
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Introducción a la SOCIOLOGÍA P E T E R L. B E R G E R

UMUSA NORlKiA EDITORES

MÉXICO * España • Venezuela • Colombia

Berger, Peter L. Introducción a la sociología = Irivitation to sociology : A humanistic perspective / Peter L. Berger. Atóxico: Limusa, 2006. 269 p . ; 14 em. ISBN: 968-18-0929-7 Rústica

1. Sociología • Fundamentos I. Galofre llanos, Sara, tr. LC: HM51

Dewey: 301 - dc21

V

e r s ió n a u t o r iz a d a e n e s p a ñ o l d e l a o b r a p u b l ic a d a

EN INGLÉS CON EL

t ít u l o

:

INVITATION TO SOCIOLOGY A H u m a n is t ic P e r s p e c t iv e © P e t e r L. B e r g e r . E d ic ió n p u b l ic a d a p o r A n c h o r B o o k s , DOUBLEtMV & COMPANV, INC., GaRDEN ClTV, N e w YORK. C

o l a b o r a d o r a en l a t r a d u c c ió n

:

SARA GALOFRE LLANOS La PRESENTACION Y DISPOSICIÓN e n c o n ju n t o d e

INTRODUCCIÓN A LA SOCIOLOGIA SON PROPIEDAD DEL EDITOR. NINGUNA PAflTE DE ESTA 06RA PUEDE SER REPRODUCIDA D TRANSMITIDA, MEDIANTE NINGÚN SISTEM A O MÉTODO, ELECTRÓNICO O MECÁNICO (INCLUYENDO EL FOTOCOPIADO, la GRABACIÓN O CUALQUIER SISTEMA DE RECUPERACIÓN Y ALMACENAMIENTO DE INFORMACIÓN), SIN CONSENTIMIENTO POR ESCRITO DEL EDITOR. D erechos

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CANIEM Núm. 121 H e c h o en M é x ic o

ISBN 968-18-0929-7 24.3

INDICE P rólogo

I.

La sociología como un pasatiempo individual

11

II.

La sociología como una forma de conciencia

43

III.

Apéndice explicativo: Alternación y biogra­ fía (o: Cómo adquirir un pasado fabrica­ do de antemano)

81

La perspectiva sociológica: El hombre en la sociedad

97

La po-spectiva sociológica: La sociedad en el hombre

133

La perspectiva sociológica: El drama de la sociedad

173

Apéndice explicativo: Maquiavelismo y ética sociológicos (o: Cómo adquirir escrúpulos y mantener el engaño)

21J

La sociología como una disciplina humanís­ tica

229

IV. V. VI. VII.

VIII.

C o m e n t a r io s I

7

n d ic e

b ib l io g r á f ic o s

a l f a b é t ic o

247 261

E s te lib r o a s p ira a s e r

leído, no estudiado. No es un libro de texto ni un intento de crear un siste­ ma teórica Es una inPROLOGO v ita c ió n a un m undo intelectual que personal­ mente considero profun­ damente excitante y sig­ nificativo. Al hacer una invitación como ésta, es necesario describir el mundo al que estamos invitando al lector, aun­ que es evidente que este último tendrá que ir más allá de este libro si se decide a tomar en serio la invitación. En otras palabras, el libro está dedicado a quienes, por una u otra razón, han llegado a sentir curiosidad o a hacerse preguntas acerca de la sociología. Supongo que entre estas personas se encontrarán estudiantes que pueden estar acariciando la idea de dedicarse seriamente a la so­ ciología, al igual que miembros más maduros de esa entidad algo mitológica llamada “el público educado”. Supongo también que algunos sociólogos pueden sentirse atraídos por el libro, aunque éste podrá decirles muy pocas cosas que no sepan ya, puesto que todos nosotros sentimos cierta satisfacción narcisista cuando observamos un cuadro en el que aparece nuestra imagen. En vista de que el libro está dedicado a un público bastante amplio, he evitado en cuanto me ha sido posible el dialecto técnico por el que los sociólogos se han ganado una dudosa notoriedad- Al

mismo tiempo, he evitado el hacer callar al lector, princi­ palmente porque considero que esto nos coloca en una posición repugnante, pero también porque particularmente, no deseo invitar a este juego a personas, incluyendo estu­ diantes, a quienes nos sentimos obligados a tratar de re­ ducir al silencio, levantando más la voz. Debo admitir francamente que entre las distracciones académicas de que disponemos en la actualidad, considero la sociología una especie de “juego superior” : generalmente, no invita­ mos a un torneo de ajedrez a aquellas personas que son incapaces dejugar dominó. Es inevitable que en una empresa como ésta se pongan de manifiesto los prejuicios del autor respecto a su propio campo de acción. También esto debemos admitirlo fran­ camente desde el principio. Si otros sociólogos leyesen este libro, especialmente en los Estados Unidos, es un hecho inevitable el que algunos se irriten por su orientación, que desaprueben algunos de los puntos de su argumento y que sientan que las cosas que ellos consideran importantes han sido excluidas. Todo lo que puedo decir es que me he esforzado por mantenerme fiel a una tradición central que data de los clasicos de esta disciplina y que creo firmemente en el valor ininterrumpido de esta tradición. MÍ preocupación especial en el campo ha sido la socio­ logía de la religión. Tal vez esto se ponga de manifiesto por los ejemplos que uso a causa de que son los que vienen más fácilmente a mi- memoria. Sin embargo, fuera de esto, he tratado de evitar hacer hincapié en mi propia especia­ lidad. Pie querido invitar al lector a una región bastante extensa, no a la aldea particular en la que casualmente vivo. Al escribir este libro me enfrenté a la alternativa de intercalar miles de notas a pie de página, o no insertar

absolutamente ninguna. Me decidí por esto último, con* siderando que se ganaría muy poco con dar al libro la apariencia de un tratado teutónico. En el texto se citan nombres allí donde las ideas no forman parte de un amplio consenso en el campo. Estos nombres se mencionan de nuevo en los comentarios bibliográficos al final del libro, en donde el lector encontrará asimismo sugerencias respec­ to a lecturas adicionales. En todos mis conceptos sobre el campo de estudio de mis preferencias se reflejan las enseñanzas de mi maestro Cari Mayer, con quien he contraído una inmensa deuda de gratitud. Si él leyese este libro, me imagino que habrá algunos pasajes que lo hagan arquear las cejas. Sin embargOj espero que no juzgará el concepto de la sociología que presentamos aquí como algo muy parecido a una pa­ rodia de la idea que él ha transmitido a sus alumnos. En uno de los capítulos subsiguientes afirmo que todas las fases del mundo son el resultado de conspiraciones. Lo mismo puede decirse de los aspectos que atañen a una disci­ plina humanista. Por último, me gustaría expresar mi agradecimiento a tres personas que fueron mis compañeros de conspiración a través de muchas conversaciones y con­ troversias: Brigitte Berger, Hansfried Kellner y Thomas Luckmann. En más de un lugar de las siguientes páginas encontrarán los resultados de esas ocasiones. Peter

Hartford, Connecticut

L.

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pocos

chistes respecto a los so­ ciólogos. Esto ha de pro­ La sociología como ducirles cierta decepción, esp ecialm en te si se un pasatiempo comparan con sus primos individual segundos más favorecidos, los sicólogos, quienes casi han llegado a ocupar por completo ese sector del humorismo estadounidense que solían ocupar los clérigos. Un sicólogo, presentado como tal en una reunión, se convierte inmediatamente en el blanco de una gran atención y de una molesta hilaridad. En la misma circunstancia, es probable que un sociólogo no despierte más reacción que si le hubiese presentado como un vendedor de seguros. Tendrá que conquistar la atención con grandes dificultades, exactamente como cual­ quier otra persona. Esto resulta molesto e injusto, pero también puede ser instructivo. Por supuesto, la escasez de chistes acerca de los sociólogos indica que no participan en tan gran medida en la imaginación popular como han llegado a hacerlo los sicólogos. Pero probablemente indica también que existe cierta ambigüedad- en las imágenes que de ellos se ha formado la .gente. Así pues, puede ser un buen punto de partida para nuestras consideraciones el observar más detenidamente algunas de estas imágenes. Si preguntamos a los estudiantes aún no graduados por qué se están especializando en sociología, a menudo

recibimos la respuesta: “Porque me gusta trabajar con la gente”. Si seguimos entonces preguntando a estos estudian­ tes respecto al futuro de su ocupación, tal como ellos la imaginan, a menudo escuchamos que se proponen partici­ par en el trabajo o acción social. De esto hablaremos en breve. Otras respuestas son más vagas y generales, pero todas indican que el estudiante en cuestión preferiría tratar con gente que con cosas. Las ocupaciones mencionadas a este respecto incluyen manejo de personal, relaciones humanas en la industria, relaciones públicas, publicidad, planificación de la comunidad, o labor religiosa del tipo seglar. La suposición común es que en todas estas clases de esfuerzos se podría “hacer algo por la gente”, “ayudar a la gente” o “hacer una labor provechosa para la co­ munidad”. La imagen del sociólogo implicada aquí podría describrise como una versión secularizada del liberal Cle­ ro Protestante, proporcionando quizá el secretario de la YMCA (Asociación de Jóvenes Cristianos) el vínculo de enlace entre la obra sexual sagrada y la profana. La so­ ciología se considera como una moderna variación a la tesis clásica estadounidense dé la “elevación del nivel de vida”. Se sobreentiende que el sociólogo es una persona interesada profesionalmente en actividades edificantes a favor del individuó y de toda la comunidad. Uno de estos días tendrá que escribirse una gran no­ vela estadounidense sobre el desengaño brutal que este tipo de motivación está destinado a sufrir en' la mayoría de las ocupaciones que acabamos de mencionar. Existe un rasgo patético que infunde compasión en el destino de estos simpatizantes de la gente que participan en la direc­ ción de personal y se enfrentan por primera vez a las rea­ lidades humanas de una huelga que deben combatir permaneciendo en un lado de la linea de batalla fieramente

trazada'; o de quienes, entran en un trabajo de relaciones públicas y descubren exactamente. qué es lo que se espera de ellos en lo que los expertos en este campo han llamado “Ja ingeniería del consenso”.; o de quienes ingresan en obras de la comunidad para empezar una instrucción cruel en la política de especulación en bienes raíces. Pero lo que estamos interesados en tratar no es el despojo de la inocen­ cia, sino más bien una imagen particular del sociólogo, imagen que es al mismo tiempo errónea y engañosa. Naturalmente, es cierto que algunos tipos de explorador (Boy Scout) se han Convertido en sociólogos. También es cierto que un interés benévolo en la gente podría ser el punto de partida biográfico para los estudios sociológicos. Pero es importante señalar que una actitud malévola y misantrópica podría servir exactamente para el mismo fin. Los conocimientos sociológicos resultan valiosos para cualquier persona interesada en una actividad dentro de la sociedad. Pero esta actividad no necesita ser particular­ mente humanitaria. En la actualidad, algunos sociólogos estadounidenses sen empleados por organismos guberna­ mentales que tratan de proyectar comunidades más ha­ bitables para la nación. Otros sociólogos estadounidenses son empleados por organismos gubernamentales interesa­ dos en borrar del mapa a las comunidades de naciones hostiles, siempre y cuando fuese necesario. Cualesquiera que puedan ser las inferencias morales de sus respectivas actividades, no existen motivos para que no se puedan practicar en ambas interesantes estudios sociológicos. De manera similar, la criminología como un campo- especial dentro de la sociología, ha puesto al descubierto una valio­ sa información acerca de los procesos criminales en la sociedad moderna. Esta información resulta igualmente valiosa para las personas que tratan de combatir el delito

y para las que están interesadas en fomentarlo. El hecho de que haya sido empleado un número mayor de criminólogos por la policía que por los “gangsters” puede atri­ buirse al prejuicio ético de los propios criminólogos3 a las relaciones públicas de la policía y tal vez a la falta de refinamiento científico de los “gangsters”. En resumen, “trabajar con la gente” puede significar mantenerla ale­ jada de los barrios bajos o meterla en la cárcel, venderles propaganda o quitarle el dinero (ya sea legal o ilegal­ mente), haciendo que fabriquen mejores automóviles o que sean mejores pilotos de bombarderos. Por lo tanto, como imagen del sociólogo, la frase deja algo que desear, aun cuando pueda servir para describir al menos el im­ pulso inicial, como resultado del cual alguna gente recurre al estudio de la sociología. Se requieren algunos comentarios adicionales a propó­ sito de una imagen estrechamente relacionada del sociólogo como una especie de teórico de la labor social. Esta imagen resulta comprensible en vista del desarrollo de la sociología en los Estados Unidos. Cuando menos una de las raíces de la sociología estadounidense ha de encontrarse en los apuros de los trabajadores sociales al tener.que afrontar los problemas masivos que surgieron a raíz de la revo­ lución industrial: el rápido crecimiento de las ciudades y de los barrios -bajos que surgieron dentro de ellas, la inmigración en masa, los movimientos masivos del pueblo, la desorganización de los medios de -vida tradicionales y la desorientación resultante de los individuos atrapados en estos procesos. Se ha estimulado gran parte de la inves­ tigación sociológica debido a esto. Y así, aún es- bastante habitual que los estudiantes no graduados planeen ingresar en el trabajo social para especializarse en sociología.

En realidad, el trabajo soda] estadounidense ba reci­ bido mucha más influencia de la sicología en el desarrollo de su “teoría”. Es muy probable que este hecho tenga cierta relación con lo que dijimos antes acerca de la posi­ ción relativa de la sociología y la sicología en la ima­ ginación popular. Los trabajadores sociales han tenido que librar durante tiempo una penosa batalla para que se les reconozca como “profesionales” y para lograr el prestigio, el poder y (no menos importante) la renumeración que entraña tal reconocimiento. Buscando en tomo suyo un modelo “profesional” que emular, encuentran que el del siquiatra es el más natural. Y por ello los trabajadores so­ ciales con temporáneos reciben a sus “clientes” en una ofi­ cina, mantienen con ellos “entrevistas clínicas” con una duración de cincuenta minutos, archivan las entrevistas por cuadruplicado y las discuten y analizan con una je­ rarquía de “supervisores”. Al adoptar las galas externas del siquiatra, adoptaron también, naturalmente, su ideo­ logía. Asi, la teoría del trabajo social estadounidense con­ temporáneo consiste en gran parte en una versión algo mutilada de la sicología sicoanalítica, una especie de freudianismo de los pobres que sirve para legitimar el derecho del trabajador social a ayudar a la gente de ma­ nera “científica”. En este libro no estamos interesados en. investigar la validez “científica” de esta doctrina sintética. Nuestra opinión es que esta no solamente tiene muy poco que ver con la sociología, sino que en realidad demuestra ser singularmente obtusa en relación con la realidad social. La identificación de la sociología con el trabajo social en la mente de muchas personas es hasta cierto punto un fenómeno de “retraso cultural”, que se remonta a la época en que los trabajadores sociales “pre-profesionales” se ocu­

paban todavía de la pobreza en vez de abordar la frustra­ ción libidinosa y lo hacían sin valerse de un dictáfono. ■Pero aun cuando el trabajo social estadounidense no hubiera seguido la corriente de la sicologia popular, la imagen del sociólogo como el mentor teórico del trabajador social resultaría engañosa. £1 trabajo social, cualquiera que sea su justificación racional teórica, es una práctica positiva en la sociedad. La sociología no es una práctica, sino un intento por comprender. Indudablemente, esta compren­ sión puede ser de utilidad para el practicante. A este respecto, afirmaríamos que una comprensión más profunda de la sociología sería de mayor utilidad para el trabajador social y que tal comprensión evitaría la necesidad de que éste descienda a las profundidades mitológicas del “subcons­ ciente” para explicar cuestiones que por regla general son totalmente conscientes, mucho más simples y, en realidad, de una naturaleza social. Pero no existe nada inherente a la empresa sociológica de tratar de comprender a la sociedad que lleve forzosamente a esta práctica o a cualquiera otra. La comprensión sociológica puede recomendarse a los trabajadores sociales, pero también a los vendedores, a las enfermeras, a (os evangelistas y a los políticos: en realidad, a cualquier persona cuyos objetivos comprendan el manejo de gente, con cualesquier propósito y justifica­ ción moral. Esta concepción de la actividad sociológica se encuentra implícita en la afirmación clásica de Max Weber, una de las figuras más importantes en el desarrollo de este campo, en el sentido de que la sociología está “exenta de valores”. Puesto que más tarde será necesario retomar ‘varias veces a este punto, conviene explicarlo más am­ pliamente a estas alturas. Evidentemente la declaración de Weber no significa que el sociólogo no tenga o no deba

tener valares. En todo caso, resulta casi imposible para un ser humano existir sin poseer valores algunos, aunque pueden haber enormes variaciones en los valores que poda­ mos mantener. Normalmente, el sociólogo poseerá tantos valores como un ciudadano, un particular, el miembro de un grupo religioso o como un adepto de alguna otra aso­ ciación de personas. Pero dentro de los límites de sus actividades como sociólogo, existe únicamente un valor fundamental: el de la integridad científica. Por supuesto, incluso en este respecto, el sociólogo como ser humano tendrá que tener en cuenta sus conviccioncs, sus emociones y prejuicios. Pero forma parte de su disciplina intelectual el que trate de comprender y controlar estas tendencias como predisposiciones que deben ser eliminadas, hasta donde sea posible, de su trabajo. Se sobreentiende que esto no siempre es fácil, pero no es tampoco imposible. El sociólogo trata de ver lo que hay. Puede abrigar esperan­ zas o temores respecto a lo que pueda averiguar. Pero tratará de observarlo todo sin tomar en cuenta sus espe­ ranzas o temores. Por tanto, este es un acto de percepción pura, tan pura como lo permiten los recursos humanamente limitados, que la sociología se esfuerza en llevar a cabo. Una analogía puede servir para dejar esto un poco más claro. En cualquier conflicto político o militar, re­ sulta ventajoso capturar la información empleada por los organismos de espionaje del bando contrario. Pero esto es así únicamente porque un buen conocimiento se compo­ ne de información libre de prejuicios. Si un espía presenta su informe en términos de la ideología y ambiciones de sus superiores, sus informaciones carecen de utilidad no sólo para el enemigo, en el -caso de que éste las capturase, sino también para el propio bando del espía. Se ha sostenido que uno de los puntos débiles del mecanismo de espionaje

de los estados totalitarios es que los espías no informan lo que descubren sino io que sus superiores desean oír. Este es, sin duda alguna, un mal espionaje. El buen espía in­ forma la verdad. Otros deciden lo que deberá hacerse como resultado de su información. De manera muy simi­ lar, el sociólogo es un espía. JSu labor consiste en informar, tan correctamente como le sea posible, acerca de un medio social determinado. Otras personas, o él mismo, en una función diferente a la de sociólogo, tendrán que decidir los pasos que deben darse en este campo. Quisiéramos recalcar enérgicamente que el decir esto no significa que el sociólogo no tenga obligación alguna de averiguar los objetivos de sus superiores, o el partido que éstos sacarán de su trabajo. Pero esta no es una averiguación sociológica. Equivale a formular las mismas preguntas que debe formu­ larse cualquiera respecto a sus actos en sociedad. De la misma manera, el conocimiento biológico puede emplearse para curar o para matar. Esto no quiere decir que el biólogo esté exento de toda responsabilidad respecto al uso que se dé a sus conocimientos. Pero cuando se interroga a sí mismo acerca de esta responsabilidad, no está for­ mulando una pregunta biológica. Otra imagen del sociólogo, relacionada con las dos que ya hemos expuesto, es la del reformador social. Esta imagen tiene también raíces históricas, no sólo en los Esta­ dos Unidos, sino también en Europa. Augusto Comte, el filósofo francés de principios del siglo xix que inventó el nombre de la-disciplina, pensaba que la sociología era la doctrina del progreso, una sucesora secularizada de la teología como la maestra de las ciencias. Según este punto de vista, el sociólogo desempeña el papel de árbitro de todas las ramas del saber para el bienestar del ser humano., Esta idea, aunque despojada de .sus pretensiones más fan-

tásticas, dejó una huella profunda en el desarrollo de la sociología francesa. Pero tuvo también sus repercusiones en los Estados Unidos, cuando en los albores de la socio­ logía estadounidense, algunos discípulos transatlánticos de Comte sugirieron formalmente en un memorándum al pre­ sidente de la Universidad de Brown que todas las secciones de esta última deberían ser reorganizadas como subordina­ das de la facultad de sociología. Actualmente muy pocos sociólogos, y probablemente ninguno en este país, consi­ derarían de esta manera su papel. Pero algo de este con­ cepto sobrevive cuando se espera que los sociólogos aparez­ can con copias de unos mismos planos para hacer reformas en cierto número de problemas sociales. Desde ciertos puntos de vista valiosos (incluyendo algu­ nos del autor) resulta satisfactorio que las ideas sociológicas hayan sido de utilidad en algunos casos para mejorar la suerte de algunos grupos de seres humanos, poniendo al descubierto circunstancias moralmente ofensivas, disipando ilusiones colectivas o demostrando que podrían obtenerse resultados socialmente convenientes en forma más humana. Por ejemplo, podríamos indicar ciertas aplicaciones del conocimiento sociológico en el sistema penitenciario de los países occidentales. O podríamos mencionar la utilidad que se ha dado a los estudios sociológicos en la decisión adoptada por la Corte Suprema en 1954 respecto a la segregación racial en las escuelas públicas. O podríamos considerar las aplicaciones de otros estudios sociológicos a la planificación humana del nuevo desaraollo de zonas urbanas. Indudablemente, el sociólogo moral y política­ mente sensible obtendrá grandes satisfacciones de estos ejemplos. Pero, u n a vez más, conviene tener presente que lo que se encuentra en disputa en este libio no es una comprensión sociológica como ésta sino ciertas aplicaciones

de esta comprensión. No es difícil imaginar la manera en que podría aplicarse la misma comprensión con intenciones opuestas. Por Jo mismo, Ja comprensión sociológica de la dinámica del prejuicio racial puede ser aplicada eficaz­ mente tanto por las personas que estimulan el odio entre los grupos, como por las que desean propagar la tolerancia. Y la comprensión sociológica del carácter de ía solidaridad humana puede emplearse al mismo tiempo al servicio de los regímenes totalitarios y de los democráticos. Resulta sensato darse cuenta de que los mismos procesos que ori­ ginan un, consenso pueden ser manipulados por un trabaja­ dor social de grupo en un campamento de verano en los macizos Adirondacks y por un comunista lava-cerebros en un campo de prisioneros de China. Fácilmente podemos admitir que en algunas ocasiones el sociólogo tiene la obli­ gación de presentar su consejo cuando se trata de cambiar ciertas condiciones sociales que se consideran poco conve­ nientes. Pero la imagen del sociólogo como un reformador social adolece de la misma confusión que su imagen como trabajador social. Si todas estas imágenes del sociólogo suponen a su respecto un elemento de “retraso cultural”, podemos pasar ahora a algunas otras imágenes de fecha más reciente y atribuirlas a los desarrollos actuales de la disciplina. Una de estas imágenes es la del sociólogo como un recolector de estadísticas acerca de la conducta humana. En este punto el sociólogo se considera esencialmente como un ayudante de una máquina IBM. Va a su asunto con un cuestionario, entrevista a personas seleccionadas a l azar, después regresa a casa, asienta sus tabulaciones en innumerables tarjetas que acto seguido son introducidas en una máquina. Por supuesto, en .todas»estas operaciones es asistido por un equipo numeroso y por un presupuesto muy grande. En

esta imagen está comprendida la deducción de que los resultados de todo este esfuerzo son de-poca monta, una reafirmación pedante de lo que de cualquier manera todo el mundo sabe. Como señaló expresivamente un obser­ vador, un sociólogo es un individuo que gasta 100,000 dólares para descubrir el camino que lleva a una casa de mala reputación. Esta imagen del sociólogo ha sido fortalecida en la mente del público por las actividades de muchos orga­ nismos que bien podrían llamarse parasociológicos, prin­ cipalmente organismos interesados en la opinión pública y en las tendencias del mercado. La persona encargada de hacer encuestas se ha convertido en una figura muy co­ nocida dentro de la vida estadounidense, importunando a la gente acerca de sus opiniones desde la política exterior hasta el papel higiénico. Puesto que los métodos emplea­ dos en las tareas de la persona que realiza encuestas mues­ tran un gran parecido con la investigación sociológica, el desarrollo de esta imagen del sociólogo es bastante compren­ sible. Los estudios Kinsey de la conducta sexual estado­ unidense probablemente han aumentado muchísimo la influencia de esta imagen. La pregunta sociológica fun­ damental, lo mismo si atañe a los contactos amorosos antes del matrimonio que a los votos republicanos o a la incidencia de los acuchillamientos entre las pandillas, se supone siempre que es: “¿cuántas veces?” o “¿cuánto?” Inciden taimen te, las-escasas bromas o chistes circulantes acerca de los sociólogos, generalmente se relacionan con esta imagen estadística (es-mejor dejar a la imaginación del lector cuáles son éstos chistes). Debemos ahora admitir, aunque con pesar, que esta imagen del sociólogo y de su oficio no es enteramente producto de la fantasía. Comenzando poco después de la

Primera Guerra Mundial, la. -sociología estadounidense se desvió bastante-: resueltamente de la teoría h ad a una intensa preocupación por los estudios empíricos estrecha­ mente circunscritos. £n relación con este giro, los soció­ logos perfeccionaron cada1vez más sus técnicas de inves­ tigación. Naturalmente, entre éstas, las técnicas estadísticas ocuparon un lugar prominente. Desde poco más o menos la mitad de la década de 1940, ha habido un renacimiento del interés en la teoría sociológica, y existen indicadones de que esta.tendenda. a alejarse de un empirismo estrecho continúa ganando impulso. Sin embargo, sigue siendo derto que una parte considerable de la labor sociológica en este país consiste, aún en estudios insignificantes de frag­ mentos oscuros de .la vida social, .irrelevantes para cual­ quier interés teórico más amplio. Una mirada al índice de las principales revistas sociológicas, o a la lista de disertaciones leídas en las convenciones sodológicas, con­ firmará esta afirmación. La estructura política y económica de la- vida esta­ dounidense estimula esta norma y no sólo er lo que se refiere a la sociología. Los colegios supeiíores y universi­ dades son administrados normalmente por gente muy ocu­ pada que dispone de poco tienpo o inclinación a ahondar en las cuestiones esotéricas introducidas por sus doctos em­ pleados.,. No obstante, esos administradores están obligados a tomar decisiones acerca de contratadones y despidos, ascensos, y posesión de cargos del personal de su facultad. ¿Q ué criterios deberían usar para-tomar estas decisiones? No puede esperarse que lean todo lo que escriben sus profesares, en vista de que no tienen tiempo para estas actividades, especialmente en las disciplinas más- técnicas, careciendo de. los requisitos necesarios para juzgar -el material. Las opiniones de.los colegas inmediatos de.los

profesores en cuestión resultan sospechosas n priort, -por ser la institución académica normal una selva donde se escenifican luchas enconadas entre los bandos- del profe­ sorado, en ninguno, de los cuales puede confiarse para que emitan un juicio objetivo de los miembros de su propio grupo o de alguno de los bandos opuestos. Averiguar las opiniones de los estudiantes seria un procedimiento aún más inseguro. Así pues,, se deja a los administradores cierto número de opciones igualmente malas. Estos pueden re­ currir al principio de que la institución es una familia feliz, cada uno de cuyos miembros asciende constantemente la escala de posiciones haciendo caso omiso de sus méritos. Este sistema se ha venido ensayando bastante -a menudo, pero cada vez se toma más difícil en una época de com­ petencia por el favor del público y por los fondos de las fundaciones. Otra de las opciones es contar con el consejo de una camarilla, seleccionada sobre ciertas bases más o menos racionales. Esto origina claras dificultades políticas para el administrador de un grupo crónicamente a la de­ fensiva de su independencia. La tercera alternativa, la más común en la actualidad, es la de echar mano del cri­ terio de la productividad tal como se utiliza en el mundo de los negocios. Puesto que es realmente difícil juzgar la productividad de un erudito en cuya especialidad no se está'lo suficientemente familiarizado, se debe tratar de descubrir de alguna manera lo grato que es el erudito para sus colegas imparciales en este campo. En tal caso, se da por sentado que dicha aceptabilidad puede deducirse del número de libros o artículos que los editores o directores de publicaciones profesionales están dispuestos a aceptar del erudito en cuestión. Esto obliga a los eruditos a con­ centrarse en un trabajo que puede convertirse fácil y rá­ pidamente en un artículo bastante bueno que probable­

mente sea aceptado para su publicación en una revísta profesional. Para los sociólogos esto significa un estudio empírico insignificante de un tema estrechamente limitado. En la mayoría de los casos, tales estudios exigirán la apli­ cación de técnicas estadísticas. Puesto que se sospecha que la mayor parte de las revistas profesionales en esta espe­ cialidad publican artículos que no contienen siquiera cier­ to material estadístico, esta tendencia se ha fortalecido aún más. Y así, jóvenes e impacientes sociólogos varados en instituciones en alguna parte del interior del país, anhelando las praderas más ricas de las mejores universidades, nos abastecen con una continua corriente de pequeños estudios estadísticos de las costumbres computadas de sus estudiantes, de las opiniones políticas de los nativos circunvecinos, o del sistema de clase de alguna aldea situada a cierta distancia de los terrenos de la Universidad. Podríamos añadir aquí que este sistema no es tan terrible como pudiera parecer al recién llegado a este campo de la ciencia, puesto que sus condiciones rituales son bien conocidas para todos los inte­ resados. En consecuencia, la persona sensata lee las publi­ caciones sociológicas principalmente por las críticas de libros y las noticias obituarias, y asiste a las reuniones sociológicas exclusivamente cuando busca un trabajo o quiere ocuparse de otras intrigas. La prominencia de las técnicas estadísticas en la socio­ logía estadounidense de nuestros días tiene, por tanto, cier­ tas funciones rituales fácilmente comprensibles en vista del sistema de gobierno dentro del cual tienen que practicar su profesión la mayoría de los sociólogos. En realidad, la mayor parte de los sociólogos poseen un conocimiento de las esta­ dísticas un poco mayor que el de un libro de cocina, dis­ curriendo sobre ellas poco más o menos con la misma mezcla de temor reverente, ignorancia y tímido manipuleo

con la que discurriría el sacerdote de una pobre aldea sobre las potentes modulaciones latinas de la teología tomista. Sin embargo, una vez que nos damos cuenta de las de estas cosas, deberá ser evidente que la sociología no debe juzgarse por estas aberraciones. En tal caso, nos tomamos, por, decirlo así, sociológicamente refinados respecto a la sociolo­ gía y capaces de observar más allá de las señales externas cualquier virtud interna que pueda esconderse debajo de ellas. Los datos estadísticos en si mismos no forman la socio­ logía. Se convierten en sociología únicamente cuando son interpretados sociológicamente y colocados dentro de un marco de referencia tfcórico que sea sociológico. El simple cómputo, o incluso la correlación de las diferentes cláusulas que numeramos, no es sociología. No existe prácticamente ninguna sociología en los informes Kinsey. Esto no quiere decir que los datos de estos estudios no sean auténticos o que no puedan resultar pertinentes para la comprensión sociológica. Considerándoles por sí mismos, estos datos son materias primas que pueden emplearse en la interpretación sociológica. Sin embargo, esta interpretación debe ser más liberal que los propios datos. De esta manera el sociólogo no puede fijar su atención en los índicos de frecuencia del contacto premarital o de la pederastía extramarital. Estos detalles son significativos para él sólo en términos de sus inferencias mucho más amplias para una comprensión de las instituciones y valores de nuestra sociedad. Para llegar a tal comprensión, a menudo el sociólogo tendrá que aplicar técnicas estadísticas, especialmente cuando se ocupa de los fenómenos populares de la moderna vida social. Pero la sociología se compone de estadísticas tan poco como la fi­ lología consiste en la conjugación de verbos irregulares o

la química de elaborar perfumes desagradables en tubos de ensayo. Otra imagen del sociólogo bastante común en la actua­ lidad y relacionada muy estrechamente con la del estadístico, es la que lo concibe como un hombre interesado principal­ mente en el desarrollo de una metodología científica que puede imponer después a los fenómenos humanos. Esta es la imagen que guardan frecuentemente los humanistas y que se presenta como prueba de que la sociología es una forma de barbarie intelectual. Una parte de esta crítica de la sociología por parte de los littérateurs es a menudo un comentario severísimo sobre la extraña jerga en la que se expresan muchos escritos sociológicos. Por supuesto, en con­ traste, aquél que hace estas críticas se presenta como un guardián de las tradiciones clásicas de la sabiduría humana. Sería bastante posible refutar estas criticas por medio de un argumento ad hominem. Parece que el barbarismo intelectual se distribuye bastante impardalmente en las principales disciplinas eruditas que abordan el fenómeno “hombre”. Sin embargo, es indecoroso argumentar ad hominem, así que admitiremos de buena gana que, en realidad, es mucho lo que se admite hoy día bajo el mem­ brete de sociología que con toda justicia puede calificarse como bárbaro, si es que esta palabra intenta denotar una ignorancia de la historia y la filosofía, una pericia limi­ tada sin horizontes más amplios, una preocupación por las habilidades técnicas y una total insensibilidad a las apli­ caciones del lenguaje. Una vez más, estos elementos pueden sobreentenderse .sociológicamente en términos de ciertas características de la vida académica contemporánea. La competencia que existe por el prestigio y por empleos en campos que se toman cada vez más complejos, obliga a una especialización que con demasiada frecuencia conduce

a un deprimente jurísdicdonalismo de los intereses. Pero, una vez más, .sería erróneo identificar la sociología con esta tendencia intelectual mucho más penetrante. Desde sus principios, la sodologia se ha comprendido a sí misma como una ciencia. Han habido muchas con­ troversias acerca del significado preciso de esta autodefinición. Por ejemplo, los sodólogos alemanes han subrayado la diferencia entre la ciencia sodal y la natural mucho más enérgicamente que sus colegas franceses o estadouni­ denses. Pero la fidelidad de los sodólogos al genio dentífico ha significado en todas partes una buena voluntad a verse limitado por cientos cánones dentificos de con­ ducta. Si el sodólogo permanece leal a su profesión, debe deducir sus afirmaciones por medio de la observadón de ciertas reglas de testimonio que permitan a otros compro­ bar lo hecho por él, repetir o ampliar más sus descubri­ mientos. Es esta disdplina científica la que a menudo pro­ porciona el motivo para leer una obra sociológica en vez de, digamos, una novela sobre el mismo tema, que podría describir los problemas en un lenguaje mucho más eficaz y convincente. Cuando los sodólogos trataron de desarro­ llar sus reglas científicas de testimonio, se vieron obligados a reflexionar en los problemas metodológicos. Esta es la razón de por qué la metodologia es una parte válida y necesaria de la actividad sociológica. Al mismo tiempo, es totalmente cierto que algunos sociólogos, especialmente en los Estados Unidos, han lle­ gado a interesarse en las cuestiones metodológicas a tal grado que han dejado de interesarse absolutamente en la sociedad. En consecuenda, no han descubierto nada de importancia acerca de algún aspecto de la vida social, puesto que en la ciencia, como en el amor, el concen­ trarse en la técnica es bastante probable que conduzca

a la impotencia. Gran parte de esta fijación en la metodología puede explicarse en razón del apremio de una disciplina relativamente nueva para encontrar acep­ tación en el escenario académico. En vista de que la cien­ cia es una entidad casi sagrada entre los estadounidenses en general y los académicos en particular, el deseo de emular la conducta de las ciencias naturales más antiguas es muy fuerte entre los recién llegados al mercado de la erudición. Cediendo a este deseo, los sicólogos experimen­ tales, por ejemplo, han tenido un éxito tal que general­ mente sus estudios no tienen nada que ver con lo que los seres humanos son o hacen. La ironía de este proceso radica en el hecho de que los propios eruditos en ciencias naturales han renunciado al mismo dogmatismo positivista que sus imitadores están esforzándose aún por adoptar. Pero esto no nos interesa aquí. Basta decir que los sociólogos han logrado evitar algunas de las exageraciones más gro­ tescas de este “metodismo”, en comparación con ciertos campos de estudio estrechamente relacionados con éste. Como cada vez están más seguros en su condición acadé­ mica, puede esperarse que este complejo de inferioridad metodológico disminuirá aún más. La acusación de que muchos sociólogos escriben en un dialecto barbárico también debe admitirse con reservas si­ milares. Toda disciplina científica debe desarrollar una terminología. Esto se hace patente en cuanto a una disci­ plina tal como, digamos, la física nuclear, que aborda ma­ terias desconocidas para la mayoría de la gente y para las cuales no existen palabras en el lenguaje común. Sin em­ bargo, posiblemente la terminología es aún más importan­ te para las ciencias sociales, simplemente porque la materia de que trata es muy conocida y porque sí existen palabras .para designarla. Debido a que conocemos bien las institu-

clones sociales que nos rodean, nuestra percepción de ellas es imprecisa y a menudo errónea. De manera muy pareci­ da, la mayoría de nosotros se verá en grandes dificultades para dar una descripción exacta de nuestros padres, esposos o esposas, hijos o amigos íntimos. Además, a menudo nuestro lenguaje (tal vez afortunadamente) es vago y confuso en sus alusiones a la realidad social. Tomemos, por ejemplo, el concepto de clase, el cual es muy importante en sociología. Deben haber docenas de significados que pueda tener este término en el lenguaje común: categorías de acuerdo con los ingresos, razas, grupos étnicos, camari­ llas del poder, clasificaciones de acuerdo con la inteligencia y muchos otros. Es obvio que el sociólogo debe tener una definición precisa e inequívoca del concepto si desea pro­ seguir su trabajo con cierto grado de exactitud científica. En vista de estos hechos, podemos comprender que algunos sociólogos hayan sentido la tentación de inventar un con­ junto de nuevas palabras para evitar las trampas semánticas del uso vernáculo. Por lo mismo, afirmaríamos que algu­ nos de estos neologismos han sido necesarios. Sin embargo, sostendríamos también que la mayor parte de la sociología puede exponerse en un inglés inteligible con muy poco esfuerzo y que una buena parte del “sodologismo” con­ temporáneo puede considerarse una mixtificación afectada. Esto no obsta a que nuevamente nos enfrentemos aquí con un fenómeno intelectual que afecta también otros campos. Puede haber cierta relación con la gran influencia de la vida académica alemana en un período de formación en el desarrollo de tas universidades estadounidenses. La pro­ fundidad científica fue evaluada por la aridez del lenguaje científico. Si la prosa científica resultaba ininteligible para cualquiera, excepto para el círculo reducido de adeptos al campo en cuestión, esto era una prueba ifiso fad o de su

respetabilidad intelectual. Muchos escritos eruditos esta­ dounidenses se leen aún como una. traducción del alemán. Sin duda alguna, esto es lamentable. Sin embargo, esto tiene poco que ver con la legitimidad de la actividad sociológica como tal. Finalmente, quisiéramos considerar una imagen del so­ ciólogo no tanto en su papel profesional como en su exis­ tencia, es decir, como se supone que es un determinado tipo de persona. Esta es la imagen del sociólogo como observador destacado y sardónico y como un frió mani­ pulador de hombres. Donde esta imagen prevalece, puede representar un triunfo irónico de los propios esfuerzos del sociólogo para ser aceptado como un científico genuino. Aqui, el sociólogo se convierte en un hombre que se designa a si mismo como superior, manteniéndose apartado de la cálida vitalidad de la existencia común, encontrando su satisfacción no en vivir, sino en valorar Mámente las vidas de los demás, archivándolas en pequeñas categorías y, por lo mismo, pasando por alto posiblemente el significado real de lo que observa. Además, algunas personas opinan que, cuando se implica de alguna manera en los procesos sociales, el sociólogo lo hace como un técnico sin compro­ miso, poniendo sus habilidades manipuladoras a la disposi­ ción de las autoridades. -Esta última imagen probablemente no esté muy gene­ ralizada. Es sostenida principalmente por las perdonas interesadas por razones políticas en los abusos existentes o posibles de la sociología en las sociedades modernas. No hay mucho que decir a manera de. refutación acerca de esta imagen. Gomo un retrato general del sociólogo con­ temporáneo es, sin duda alguna, una crasa tergiversación. Corresponde a muy pocos individuos que alguien pueda encontrar en nuestro país actualmente. Con todo, el pro­

blema del papel político del científico social es auténtico. Por ejemplo, el empleo de sociólogos por parte de ciertas ra­ mas de la industria y el gobierno suscita problemas morales a los que debe hacerse frente mucho más que hasta ahoraSin embargo, existen problemas morales que incumben a todos los hombres que ocupan posiciones de responsabilidad en la sociedad moderna. L a imagen del sociólogo como observador despiadado y como manipulador sin conciencia no necesita retener más nuestra atención. De manera ge­ neral, la historia produce muy pocos Talleyrands. Por lo que toca a los sociólogos contemporáneos, la mayoría de ellos carecerían de la aptitud emocional para desempeñar tal papel aun cuando lo ambicionasen en momentos de fantasía calenturienta. Entonces, ¿cómo debemos imaginar al sociólogo? Al exponer las diversas imágenes que abundan en la concep­ ción popular respecto a su persona, ya hemos puesto de relieve ciertos elementos que tendrían que entrar en nuestra configuración. Ahora podemos reunimos. Al hacerlo, edi­ ficaremos lo que los propios sociólogos llaman un “tipo ideal”. Esto significa que lo que describimos no podrá encontrarse en la realidad en su forma pura. En lugar de ello encontraremos, en diferentes grados, aproximaciones y desviaciones de él. No debe considerarse que esto es un término medio empírico. Ni siquiera pretenderíamos que todos los individuos que se califican actualmente como sociólogos, se reconozcan a sí mismos sin reservas en nues­ tro concepto, ni refutaríamos el derecho de los que no se reconocen en él a emplear el calificativo. Nuestra ocupa* ción no es la de excomulgar. Sin embargo, afirmaremos que nuestro “tipo ideal” corresponde a la concepción que tienen de si mismos la mayoría de los sociólogos que se encuentran dentro de la corriente principal de la disciplina,

tanto históricamente (al menos en este siglo) como en la actualidad. Entonces, el sociólogo es una persona que se interesa por comprender la sociedad de una manera disciplinada. La naturaleza de esta disciplina es científica. Esto signi­ fica que lo que el sociólogo descubre y dice acerca de los fenómenos sociales que estudia ocurre dentro de un deter­ minado marco de referencia definido bastante estrictamen­ te. Una de las características principales de este marco de referencia científico es que las operaciones se encuentran limitadas por ciertas reglas de prueba. Como científico, el sociólogo trata de ser objetivo, procura controlar sus pre­ ferencias y prejuicios personales y percibir claramente en lugar de juzgar de acuerdo con una pauta. Por supuesto, esta limitación no abarca toda la existencia del sociólogo como ser humano, sino que se reduce a sus operaciones, en su condición de sociólogo. El sociótogo no pretende que su marco de referencia sea el único dentro del cual puede considerarse a la sociedad. A este respecto, muy pocos científicos pretenderían en la actualidad que la manera correcta de observar el mundo es únicamente la científica. El botánico que mira un narciso atrompetado (daffodil) no tiene razones para refutar el derecho del poeta a mirar el mismo objeto de manera muy diferente. Hay muchas maneras de llevar el juego. La cuestión no es negarse a ver los juegos de otras personas, sino que estemos seguros de las reglas de nuestro propio juego. Por consiguiente, el juego del sociólogo emplea reglas científicas. Como resul­ tado de ello, el sociólogo debe estar interiormente seguro del significado de estas reglas; o sea, que debe interesarse por los problemas metodológicos. La metodología no consti­ tuye su objetivo. Recordemos una vez más que éste último es el intento por comprender a la sociedad; la metodología

ayuda a alcanzar esta meta. Con el fin de comprender la sociedad, o la parte de ella que esté estudiando en ese momento, el sociólogo se valdrá de muchos medios; entre éstos se encuentran las técnicas estadísticas. Las estadísticas pueden ser de gran utilidad para responder ciertas pregun­ tas sociológicas. Pero las estadísticas no constituyen la sociología. Como científico, el sociólogo tendrá que preo­ cuparse por el significado exacto de los términos que emplea; esto es, tendrá que ser muy cuidadoso respecto a la terminología. Esto no significa necesariamente que debe inventar un lenguaje nuevo propio, sino que no puede usar ingenuamente el lenguaje de todos los días. Finalmente, el interés del sociólogo es primordialmente teórico; o sea; que está interesado en comprender por su propio bien. Puede estar enterado o inclusive interesado en la aplicabilidad práctica y en las consecuencias de sus descubrimien­ tos, pero con este fin abandona el marco de referencia sociológico y se traslada a los dominios de los valores, las creencias y las ideas que comparte con otros hombres que no son sociólogos. No tenemos dudas de que este concepto del sociólogo encontraría un consenso muy amplio dentro de la disciplina actual. Pero quisiéramos ir un poco más adelante y formu­ lar una pregunta un poco más personal (y por tanto, sin duda alguna, que se presta más a controversias). Nos gustaría preguntar no sólo lo que el sociólogo hace sino también qué es lo que lo empuja a hacerlo. O, .para emplear la frase que usó Max Weber respecto a algo parecido, queremos investigar un poco la naturaleza del demonio del sociólogo. Al hacerlo, evocaremos una imagen que no es un ideal tan típico en el sentido en que emplea­ mos el término anteriormente, sino más confesional en el sentido de compromiso personal. Además, no nos interesa

excomulgar a nadie. El juego de la sociología se desarrolla en un campo muy amplio. Tan sólo estamos describiendo un poco más íntimamente a aquellos que quisiéramos in­ citar a incorporarse a nuestro juego. Quisiéramos decir además que el soáólogtf (esto es, la persona a la que realmente nos gustaría invitar a nuestro juego) es una persona que se interesa intensa, incesante y descaradamente por las acciones de los hombres./ Su am­ biente natural son todos los sitios de reunión humana en el mundo, dondequiera que los hombres se congregan. El sociólogo puede interesarse en muchas otras cosas. Pero el interés al que se entrega por completo continúa en el mundo de los hombres, en sus instituciones, su historia, sus pasiones. Y puesto que se interesa por los hombres, nada de lo que éstos hacen puede resultarle tedioso. Estará naturalmente interesado en los acontecimientos que com­ prometen las creencias fundamentales de los hombres, en sus momentos de tragedia, de grandeza y de éxtasis. Pero también se sentirá fascinado por lo trivial y lo cuotidiano. Conocerá la veneración, pero ésta no le impedirá que desee observar y comprender. En algunas ocasiones puede sentir revulsión o desprecio- pero tampoco ésto lo detendrá de desear una respuesta para sus preguntas o sus dudas. En su búsqueda de comprensión, el sociólogo se mueve a través del mundo de los hombres sin respeto por las fronte­ ras comunes. La nobleza o la degradación, el poder o la oscuridad, la inteligencia y la tontería, todos son igualmen­ te interesantes para él, independientemente de lo diferentes que puedan ser de sus valores o gustos. Así, sus preguntas pueden conducirlo a todos los niveles posibles-de la socie­ dad, a los lugares más conocidos y a los menos conocidos, a los más respetados y a los más despreciados. Y si es un buen sociólogo, se encontrará en todos estos lugares, porque

sus propias preguntas habrán tomado posesión de él basta el punto de que su única alternativa es buscar respuestas. Sería posible decir las mismas cosas en un tono más bajo. Podríamos decir que el sociólogo, a no ser por el privilegio de su título académico, es el hombre que, a pesar suyo, debe escuchar murmuraciones, que se siente tentado a mirar por el ojo de la cerradura, a leer la correspondencia de otras personas y a abrir los armarios cerrados. Antes de que algún sicólogo que de otra manera no tendría nada que hacer se prepare ahora a inventar una prueba de capacidad para los sociólogos sobre la base de una capacidad de investigación sublimada, permítasenos decir rápidamente que estamos hablando sólo pór vía de analogía. Quizá algunos niños muertos de curiosidad por espiar a sus tías solteras en el baño se conviertan más tarde en sociólogos empedernidos. Lo que nos interesa es la curiosidad que se apodera de todo sociólogo frente a una puerta cerrada tras la cual se escuchan voces humanas. Si es un buen sociólogo deseará abrir la puerta y saber lo que dicen esas voces. Detrás de cada puerta cerrada presentirá alguna faceta nueva de la vida humana de la que aún no se había percatado ni la había comprendido. El sociólogo se ocupará de cuestiones que otros consi­ deran demasiado sagradas o demasiado desabridas para investigarlas de manera desapasionada. Encontrará, re­ compensa en la compañía de sacerdotes o de prostitutas, no según sus preferencias personales sino según las pregun­ tas que se encuentre formulando en ese momento. También se ocupará de cuestiones que otros pueden encontrar dema­ siado aburridas. Se interesará en Ja interacción humana que acompaña a la guerra o a los grandes descubrimientos intelectuales, pero también en las relaciones que existen en­ tre los empleados de un restaurant o entre un grupo de

niñas que juegan con sus muñecas. Su foco de atención principal no es el significado esencial de lo que hacen los hombres, sino de la acción en sí misma, considerándola como un ejemplo más de la infinita riqueza de la conducta humana. Eso en cuanto a la imagen de nuestro compañero de juego. Eñ estas jomadas a través del mundo de los hombres, el sociólogo encontrará inevitablemente otros fisgones profe­ sionales como él. Estos se sentirán ofendidos por su presen­ cia, presintiendo que está invadiendo furtivamente sus co­ tos de caza. En algunos lugares el sociólogo se encontrará con el economista, en otros con el científico político, y en otros más con el sicólogo o el etnólogo. No obstante, hay probabilidades de que las cuestiones que han llevado al sociólogo a los mismos sitios sean diferentes de las que impulsaron a sus compañeros transgresores. Las preguntas del sociólogo son siempre esencialmente las mismas: “¿Qué está haciendo aquí la gente?” “¿Cuáles son sus relaciones recíprocas?” “¿De qué manera se organizan estas relaciones en las instituciones?” “¿Cuáles son las ideas colectivas que impulsan a los hombres y a las instituciones?” Por supuesto, al tratar de responder a estas preguntas en casos específicos, el sociólogo tendrá que habérselas con asuntos políticos o económicos, pero se enfrentará a ellos de una manera totalmente diferente que el economista o el científico polí­ tico. La escena que contempla es la misma escena humana en la que se interesan estos otros científicos. Pero el ángulo de visión del sociólogo es diferente. Cuando entendemos esto, se tom a evidente que time poco sentido tratar de demarcar un territorio especial dentro del cual el sociólogo se ocupa de sus asuntos por derecho propio. Como Wesley, el sociólogo tendrá que confesar que su parroquia es el mundo. Pero a diferencia de algunos wesleyanos de núes-

tros dias, él se sentirá contento de compartir con otros su jurisdicción. Sin embargo, existe un viajero cuyo camino tendrá que cruzar el sociólogo con mucha más frecuencia en sus viajes que el de cualquier otro. Este viajero es el historiador. En realidad, tan pronto como el sociólogo se aleja del presente para internarse en el pasado, es tnuy difícil distinguir sus preocupaciones de las del historiador. Sin embargo, dejaremos esta relación para tratarla des­ pués. Baste decir aquí que la jomada sociológica será muy menguada a menos que la salpique frecuentemente con conversaciones con este otro viajero particular. Cualquier actividad intelectual produce cierta emoción desde el momento en que se convierte en Ja pista de un descubrimiento. En algunos campos de la ciencia, este es el descubrimiento de mundos inesperados e inconcebibles. Es la emoción que siente el astrónomo o el físico nuclear en los límites opuestos de las realidades que el hombre es ca­ paz de concebir. Pero también puede ser la emoción de la bacteriología o de la geología. De manera diferente, puede ser la emoción del lingüista que descubre nuevos dominios de la expresión humana; o del antropólogo que explora las costumbres humanas en lejanos países. En tales descu­ brimientos, cuando se acometen con ardor, se produce una ampliación del conocimiento y algunas vece» una verdade­ ra transformación de la conciencia. El universo resulta mucho más asombroso que alguna vez pudimos soñar. Ge­ neralmente, la emoción que. produce la sociología es de un tipo diferente. Es cierto que en algunas ocasiones el soció­ logo penetra en mundos que anteriormente habían sido del todo desconocidos para él: por ejemplo, en el mun­ do del crimen o en el mundo de alguna grotesca secta religiosa, o en el mundo formado por los intereses de cierto grupo tal como el de los especialistas médicos o los líderes

militares o los funcionarios publicitarios. Sin embargo» la mayor parte del tiempo el sociólogo se mueve en sectores de experiencia que son conocidos tanto para él como para la mayoría de la gente dentro de su sociedad. Investiga comunidades, instituciones y actividades acerca de las cuales podemos leer todos los días en los periódicos. No obstante, existen otros motivos de emoción por los descubrimientos que realiza en sus investigaciones. No es la emoción de encontrarse con lo totalmente desconocido, sino más bien la que produce descubrir lo conocido transformándose en su significado. La fascinación de la sociología radica en el hecho de que su perspectiva nos hace contemplar desde un nuevo punto de vista el mismo mundo en el que hemos pasado toda nuestra vida. Esto constituye también una transformación de la conciencia. Además, esta transforma* ción es más pertinente para la existencia que la que se lleva a cabo en muchas otras disciplinas, ya que e* más difícil sepárala en cierto compartimento especial de la mente. El astrónomo no vive en las remotas galaxias, y, fuera de su laboratorio, el físico nuclear puede reír y comer, casarse y votar sin pensar en las interioridades del átomo. El geólogo estudia las rocas sólo en los momentos apropiados y el poliglota habla inglés con su esposa. El sociólogo vive en la sociedad, en el trabajo y fuera de él. Inevitable­ mente, su propia vida es una parte de la materia que estu­ dia. Gomo hombres que son, las sodólogos también pro* curan separar sus conocimientos profesionales de sus asun­ tos diarios. Pero esta es una hazaña muy difícil de llevar a cabo en buena ley. El sociólogo se mueve en el mundo común de los hom­ bres, muy cerca de lo que la mayoría: de ellos llamaría real. Las categorías que emplea en sus 'análisis son única­ mente refinamientos de las clases por las que viven otros

hombres: el poder, la clase, la condición social, la raza y- ios orígenes étnicos. Como resultado de ello, existe una simplicidad y una evidencia engañosa respecto a algunas investigaciones sociológicas. Leemos acerca de ellas, dor­ mitamos ante la escena familiar, observamos que ya sa* bíamos todo esto desde antes y que la gente tiene cosas mejores que hacer en lugar de perder su tiempo en axio­ mas: hasta que de repente adquirimos un discernimiento que nos hace poner en duda radicalmente todo lo que antes suponíamos acerca de esta escena familiar. Este es el momento crítico en que el que comenzamos a sentir ia emoción de la sociología. Permítasenos emplear un ejemplo específico. Imagine­ mos una clase de sociología en una escuela superior del Sur en donde casi todos los estudiantes son blancos. Ima­ ginemos una lección sobre el tema del sistema racial del Sur. El catedrático habla en ese momento de cuestiones que sus alumnos conocen desde su infancia. En realidad, puede ser que los alumnos estén más al tanto de las minu­ cias de este sistema que el propio catedrático. Por lo tanto, están totalmente aburridos. Consideran que el profesor únicamente está empleando palabras más presuntuosas para describir lo que ellos ya saben. En este caso puede usar el término “casta”, empleado comúnmente en la actualidad por los sociólogos estadounidenses para describir el sistéma racial de los estados del Sur. Pero al explicar el término se desvía hacia la sociedad tradicional hindú, tratando de aclararlo. Continúa después analizando las creencias má­ gicas inherentes en los tabús de casta, la dinámica social de la comensalía y el sistema conyugal, los intereses eco­ nómicos ocultos dentro del sistema, la manera en que las creencias religiosas se relacionan con los tabús, los efectos del sistema de casta sobre el desarrollo industrial de la

sociedad y viceversa: en fin, todas las características de la India. Pero de repente, la India no parece estar tan lejos. Entonces, la lección retorna al tema del Sur. Ahora lo conocido ya no parece tan conocido. Se han suscitado preguntas nuevas, formuladas quizá airadamente, pero, de todas maneras, formuladas. Y cuando menos algunos de los estudiantes han empezado a comprender que en este asunto de la raza se encuentran comprometidas funciones acer­ ca de las cuales no habían leído en los periódicos (al menos no en los de sus ciudades natales) y que sus padres no les habían explicado, en parte porque ni los periódicos ni los padres sabían nada de ellas. Puede decirse que la máxima principal de la sociología es ésta: las cosas no son lo que parecen. Esta afirmación también es engañosamente simple. Pero poco después deja de ser simple. La realidad social pasa a tener muchos estratos de significado. El descubrimiento de cada nuevo estrato cambia la percepción del conjunto. Los antropólogos usan el término “choque de civili­ zación” para describir la conmoción de una cultura total­ mente nueva sobre un recién llegado. En un caso extremo, tal conmoción la experimentará un explorador occidental a quien se le dice, a mitad de la cena, que se está comiendo a la gentil anciana con la que estuvo charlando el día anterior, conmoción a la que pueden pronosticarse conse­ cuencias psicológicas, si no morales. En la actualidad, la mayoría de los exploradores ya no tropiezan con casos de canibalismo en sus viajes. Sin embargo, los primeros en­ cuentros con la poligamia o con los ritos de la pubertad, o incluso con la manera en que se manejan los- automóviles en algunos países; pueden constituir realmente una con­ moción para un visitante estadounidense. A esta conmo­ ción pueden acompañarla no solamente la desaprobación

o el disgusto, sino una sensación excitante al comprobar que las cosas pueden ser en realidad tan diferentes de lo que son en nuestro país. Cuando menos hasta cierto punto, esta es la emoción que experimenta cualquier persona la primera vez que viaja al extranjero. La experiencia del descubrimiento sociológico puede describirse como el “cho­ que de civilización” sin un desplazamiento geográfico. En otras palabras, el sociólogo viaja en casa, con resultados sorprendentes. Es poco probable que descubra que se está comiendo en la cena a una agradable anciana. Pero, por ejemplo, el descubrimiento de que la iglesia a la que per­ tenece tiene invertido mucho dinero en la industria de proyectiles dirigidos, o que a unas cuantas cuadras de su casa existen personas que se entregan a orgías dedicadas a algún culto, no puede ser demasiado diferente en cuanto al choque emocional que produce. No obstante, no de­ seamos significar que los descubrimientos sociológicos son siempre, o incluso generalmente, ultrajantes para el senti­ miento moral. En absoluto. Lo que tienen en común con la exploración en tierras distantes es, sin embargo, la súbita iluminación de nuevas e insospechadas facetas de la exis­ tencia humana en sociedad. Esta es la excitación, y como trataremos de demostrar posteriormente, la justificación humanista de la sociología. La gente a la que le gusta evitar descubrimientos desagradables, que prefiere creer que la sociedad es exacta­ mente lo que le enseñaron en la Escuela Dominical, a la que' le agrada la seguridad de las reglas y m áxim as de lo que ha llamado Alfred Schuetz el “mundo que se da por supuesto”, debe permanecer alejada de la sociología. La gente que no siente, tentación-alguna ante las puertas ce­ rradas, que no tiene curiosidad respecto a los seres huma­ nos, que se siente contenta de contemplar el paisaje sin

preguntarse qué clase de gente vive en aquellas casas que se ven al otro lado de ese río, probablemente deberían permanecer lejos de la sociología, porque la encontrarán desagradable o, en todo caso, poco remuneradora. La gente que se interesa en los seres humanos sólo si puede cambiar­ los, convertirlos o reformarlos también debería ponerse sobre aviso, porque encontrará la sociología mucho menos útil de lo que esperaba. Y la gente que se interesa princi­ palmente en sus propias estructuras conceptuales hará bien en recurrir al estudio de ratoncitos blancos. . La sociología será satisfactoria, a la larga,, sólo para aquellas personas que no pueden pensar a i otra cosa más fascinadora que observar a los hombres y comprender las cosas humanas. Ahora podemos dejar constancia de que, si bien deli­ beradamente, hemos dicho sólo una parte de la verdad en el título de este capítulo. Indudablemente, la sociología es un pasatiempo individual en el sentido de que a algunas personas les interesa y a otras les aburre» A algunas les gusta observar a los seres humanos, a otras experimentar con ratones. El mundo es lo bastante grande para dar cabida a todas las clases y no hay ninguna prioridad lógica para el interés de unas personas comparado con el de otras. Pero la palabra “pasatiempo” es ineficaz pura describir lo que queremos decir. La sociología se parece más a una pa­ sión. La perspectiva sociológica es más similar a un demo­ nio que se apodera de nosotros» que nos empuja apremiantemente una y otra vez hacia las preguntas que le son propias. En consecuencia, una introducción a la sociología es una invitación a un tipo de pasión muy .especial. Ningu­ na pasión carece de peligros. El sociólogo que vende susconocimientos debería cerciorarse de que pronuncia clara­ mente una caveat emptor desde.que inicia la transacción.

2 Si l a p r e s e n t a c i ó n d e l capítulo anterior ha sido fructuosa, será posible La sociología como aceptar la sociología co­ mo una preocupación in­ una forma de telectual de gran interés conciencia para ciertos individuos. Sin embargo, detenemos a estas alturas sería en realidad muy poco sociológico. £1 hecho mismo de que la sociología apareciese como una disciplina en una etapa determinada de la historia occidental debería obligamos a averiguar con más detalle cómo es posible que algunas personas se ocupan de ella y cuáles son los requisitos para esta ocupación. En otras palabras, la sociología no es independiente del tiempo ni es una empresa forzosa de la mente humana. Si admitimos esto, surge lógicamente una interrogante acerca de los factores convenientes que hacen de ella una necesidad para determinadas personas. En realidad, quizá ninguna actividad intelectual sea eter­ na o necesaria. Pero la religión, por ejemplo, ha sido poco menos que universal al incitar una intensa preocu­ pación mental a través de toda la historia de la humani­ dad, en tanto que los pensamientos destinados a resolver los problemas económicos de la existencia han sido una necesidad' en ,1a mayoría de las .culturas humanas. Sin duda alguna, esto no significa que la teología o la econo­ mía, en nuestro sentido contemporáneo, son fenómenos

universalmente presentes de la mente, pero al menos pisa­ mos un terreno seguro si decimos que el pensamiento huma­ no siempre parece haber estado dirigido hacia los proble­ mas que ahora constituyen la materia principal de estas disciplinas. Sin embargo, de la sociología no puede decirse siquiera otro tanto. Esta se manifiesta más bien como una reflexión peculiarmente moderna y occidental. Y, como trataremos de demostrar en este capítulo, está constituida por una forma particularmente moderna de conocimiento de sí mismo. La peculiaridad de la perspectiva sociológica se toma clara con cierta consideración acerca del significado del término “sociedad”, el cual se refiere al objetivo por exce­ lencia de la disciplina. Como la mayoría de los términos empleados por los sociólogos, éste se deriva del uso común, en el cual su significado es bastante impreciso. Algunas veces quiere decir una asociación particular de personas (como en la “Sociedad Protectora de Animales”), en algunas ocasiones sólo a las personas dotadas de un gran prestigio o privilegios (como en la “Sociedad de Damas de Boston” ) y en otras ocasiones se emplea simplemente para denotar compañía de cualquier tipo (por ejemplo, “él sufrió mucho en aquellos años por falta de sociedad”.) Existen también otros significados menos frecuentes. El sociólogo usa el término en un sentido más preciso, aunque existen, por supuesto, diferencias en la manera de usarlo aun dentro de la propia disciplina. El sociólogo considera que el término “sociedad” denota un gran complejo de relaciones humanas, o, expresándolo en un lenguaje más técnico, piensa que se refiere a un sistema de interacción. La palabra “gran” es difícil de especificar cuantitativa­ mente en este contexto. El sociólogo puede hablar de una “sociedad” que incluye a millones de seres humanos (por

ejemplo, la “sociedad estadounidense”) , pero también pue­ de usar el término para referirse a una colectividad nu­ méricamente más reducida (digamos, “la sociedad de alumnos de segundo año en esta universidad” ). Dos personas charlando en una esquina difícilmente consti­ tuirán una sociedad, pero tres personas que han quedado desamparadas en una isla sin duda alguna sí lo serán. Por lo tanto, la aplicabilidad del concepto no puede determi­ narse solamente por razones cuantitativas. Más bien se aplica cuando un complejo de relaciones es lo suficiente­ mente breve para ser analizado por sí mismo, reconocido como una entidad autónoma y opuesto a otros de la mis­ ma clase. El adjetivo “social” debe ser definido igualmente para su uso sociológico. En el lenguaje común puede denotar también muchas "cosas diferentes: la calidad informal de una reunión determinada (“esta es una reunión social, no discutiremos de negocios”) , la actitud altruista por parte de alguien (“él tiene un gran interés social en su trabajo”), o más generalmente, cualquier cosa derivada de contacto con otras personas (“una enfermedad social”). El sociólo­ go usará el término más limitadamente y en forma más precisa para referirse a la calidad de la interacción, de la interrelación y de la reciprocidad. Así, dos hombres charlando en una esquina no constituyen una “sociedad”, pero lo que trasciende de ellos es sin duda “social”. La “sociedad” está integrada por un complejo de tales aconte­ cimientos “sociales”. Por lo que respecta a la definición exacta de lo “social”, es difícil perfeccionar la defini­ ción de Max Weber de una situación “social” : aquella en la que la gente orienta recíprocamente sus acciones. La trama de significados, expectativas y dirección resultante

de tal orientación mutua es la materia prima del análisis sociológico. No obstante, esta purificación de la terminología no basta para demostrar la distinción del ángulo de visión sociológico. Podemos acercamos más comparando a este último con )a perspectiva de otras disciplinas que se ocupan de las acciones humanas. Por ejemplo, el economista está interesado en los análisis de los procesos que ocurren en la sociedad y que pueden describirse como sociales. Estos procesos tienen que ver con el problema básico de la acti­ vidad económica: la distribución de los escasos bienes y servicios dentro de una sociedad. El economista se ocupará de estos procesos en cuanto a la manera en que realizan, o no pueden realizar, esta función. El sociólogo, al obser­ var los mismos procesos, naturalmente tendrá que tomar en cuenta su propósito económico. Pero su interés carac­ terístico no se encuentra forzosamente relacionado con este propósito como tal. El sociólogo se interesará en una variedad de relaciones e interacciones humanas que pueden ofrecerse aquí y que pueden ser totalmente ajenas a las metas económicas en cuestión. Así pues, la actividad eco­ nómica implica relaciones de poder, prestigio, prejuicio e incluso de funcionamiento que pueden analizarse única­ mente con una alusión marginal a la función propiamente económica de la actividad. El sociólogo descubre que su materia de estudio está presente en todas las actividades humanas, pero no todos los aspectos de estas actividades constituyen esta materia. La interacción social no es cierta sección especializada de la manera en que actúan los hombres entre sí. Más bien es un aspecto determinado de todas estas acciones. Otra manera de expresarlo es que el sociólogo realiza un tipo especial de abstracción. Lo social, como materia de estu­

dio, no es un campo separado de la actividad humana. Más bien (haciendo nuestra una frase de la teología sacra­ mental luterana) está presente “en, con y debajo” de muchos campos diferentes de tal actividad. El sociólogo no observa fenómenos de los que ninguna otra persona está enterada. Pero observa los mismos fenómenos de manera diferente. Como un ejemplo más podríamos tomar la perspectiva del abogado. Aquí encontramos afectivamente un punto de vista mucho más ampiio en cuanto a su campo de aplicación, que el del economista. Casi todas las activi­ dades humanas pueden caer, en un momento u otro, dentro de la competencia dei abogado. Este es en realidad el hechizo de la abogacía. Asimismo, descubrimos en este campo un procedimiento de abstracción muy especial. De la enorme riqueza y variedad de la conducta humana, el obogado selecciona los aspectos pertinentes (o, como él diría, “materiales'’) para su marco de referencia muy particular. Como sabe muy bien toda persona que se ha visto involucrada alguna vez en un litigio, los criterios de lo que es o no pertinente según la ley a menudo sorprenderán enormemente a los causantes en el caso en cuestión. No es necesario que nos ocupemos de esto aquí. Preferiríamos observar que el marco de referencia legal está integrado por cierto número de modelos cuidadosamente definidos de la actividad humana. Así, tenemos modelos patentes de obli­ gaciones, responsabilidades o perversidad. Es necesario que prevalezcan condiciones definidas antes de que cualquier acto empírico pueda ser clasificado bajo uno de estos membretes, y estas condiciones son formuladas por leyes o por precedentes. Cuando no se llenan estos requisitos, el documento en cuestión es legalmente inaplicable. La ha­ bilidad del abogado consiste en conocer las reglas según las

cuales se estructuran estos modelos. Dentro de su marco de referencia, sabe cuándo un contrato comercial es válido, cuándo puede hacerse responsable de negligencia al chofer de un automóvil, o cuándo ha tenido lugar un estupro. El sociólogo puede observar estos fenómenos, pero su marco de referencia será totalmente diferente. Más impor­ tante aún, su criterio sobre estos fenómenos no puede deri­ varse de leyes positivas o del precedente. Su interés en las relaciones humanas que tienen lugar en una transacción comercial no tiene relación con la validez legal de los contratos firmados, al igual que la desviación en la conduc­ ta sexual, sociológicamente tan interesante, no puede ser apta para catalogarla bajo algún membrete en particular. Desde el punto de vista del abogado, la investigación del sociólogo es ajena al marco de referencia legal. Refiriéndo­ nos a la estructura conceptual de la ley, podríamos decir que la actividad del sociólogo tiene un carácter subterrá­ nea Al abogado le incumbe lo que podríamos llamar el concepto oficial de la situación. A menudo el sociólogo trata con conceptos realmente extraoficiales. Para el abo­ gado, lo que debe comprender esencialmente es cómo considera la ley a un tipo determinado de criminal. Para el sociólogo resulta igualmente importante la manera en que el criminal considera la ley. En consecuencia, formular preguntas sociológicas pre­ supone que estamos interesados en mirar un poco más ade­ lante de las metas comúnmente aceptadas u oficialmente definidas de las acciones humanas. Presupone un cierto conocimiento de que los sucesos humanos tienen diferentes niveles de significado, algunos de los cuales se ocultan de la conciencia de la vida diaria. Incluso puede presuponer cierto grado de recelo acerca de la forma en que las auto­ ridades interpreten oficialmente los sucesos humanos, ya

sean de un carácter político, judicial o religioso. Si esta­ mos dispuestos a llegar tan lejos, perecería evidente que no todas las circunstancias históricas son igualmente favora­ bles para el desarrollo de la perspectiva sociológica. En consecuencia, parecería plausible que el pensa­ miento sociológico tendría mejor oportunidad para desa­ rrollarse en circunstancias históricas caracterizadas por fuertes sacudidas al concepto propio de una culturá, es­ pecialmente al oficial y autorizado, el cual es aceptado generalmente. Unicamente en tales circunstancias es proba­ ble que los hombres perceptivos se sientan motivados a pensar más allá de las aseveraciones de este concepto propio y, como resultado de ello, se oponen a las autori­ dades. Albert Salomon ha sostenido convenientemente que el concepto de “sociedad”, en su sentido sociológico moderno, podría surgir sólo como las estructuras normati­ vas de la cristiandad y después de que fueron destruidos los anciens régimes. Por lo tanto, podemos concebir otra vez a la “sociedad” como la estructura oculta de un edificio cuya fachada exterior esconde esta estructura de la vista del público. En la cristiandad medieval, la “socie­ dad” se hizo invisible por la imponente fachada religiosopolítica que constituía el mundo común del hombre euro­ peo. Como señaló Salomon, la fachada política más mundana del estado absoluto realizó la misma función des­ pués de que la Reforma rompió la unidad de la cristiandad. Fue con la desintegración del estado absoluto que la estructura subyacente de la “sociedad” empezó a verse: esto es, un mundo de motivos y de fuerzas que no podría comprenderse en términos de las interpretaciones oficiales de la realidad social. Entonces, la perspectiva sociológica puede sobreentenderse en razón de expresiones tales como “percatarse”, “examinar detrás”, en forma muy parecida

a la manera en que estas frases se emplearían en el len­ guaje común —“adivinar su juego”, "mirar tras bastido* res”— : en otras palabras, “estar al corriente de todos los trucos”. No estaremos muy lejos de la verdad si consideramos el pensamiento sociológico como una parte de lo que Nietzsche ¡ llamó el “arte de la desconfianza”,. Ahora bien, sería un creso exceso de simplificación el pensar que este arte ha exis­ tido sólo en los tiempos modernos. “Comprender” o “adivi­ nar” las cosas es probablemente una buena función general de la inteligencia, incluso en sociedades muy primitivas. £1 antropólogo estadounidense Paul Radin nos ha proporcio­ nado una vivida descripción del escéptico como un tipo humano en la cultura primitiva. También nosotros teñe* mos pruebas de que civilizaciones diferentes de las de los modernos estados occidentales dan testimonio de formas de conciencia que bien podrían llamarse protosociológicas. Por ejemplo, podríamos indicar a Herodes o a Ibn-Khaldun. Existen incluso textos del antiguo Egipto que hacen patente un profundo desencanto con el orden político y social que ha logrado fama de haber sido uno de los más coherentes de la historia de la humanidad. Sin embargo, con el comienzo de la era moderna en el Occidente, esta forma de conciencia se intensifica, se concentra y sistema­ tiza, caracteriza el pensamiento de un número cada vez mayor de hombres perceptivos. Este no es el lugar adecua­ do para exponer detalladamente la prehistoria del pensa­ miento sociológico, exposición que debemos en gran parte a Salomon, Ni siquiera queremos proporcionar aquí un índice intelectual de los antecesores de la sociología, demos­ trando sus relaciones con Maquiavelo, Erasmo, Bacon, con la filosofía del siglo xvn y las belles-lettres del siglo xvm: esto ya se ha hecho en otras obras y ha sido llevado

a cabo por personas mucho más idóneas que el autor. Baste con recalcar una vez más que e! pensamiento socioló­ gico indica el goce de algunas producciones intelectuales que se han localizado muy específicamente en la historia moderna occidental. Retomemos en lugar de ello a la proposición de que la perspectiva sociológica implica un proceso de “compren­ sión” a través de las fachadas de las estructuras sociales. Podríamos considerar ésto en términos de una experiencia común de la gente que habita en las grandes ciudades. Una de las fascinaciones que posee una gran ciudad es la inmensa variedad de actividades humanas que tienen lugar tras las hileras de casas aparentemente anónimas y perpe­ tuamente iguales. Una persona que vive en una ciudad co­ mo ésta experimentará una y otra vez sorpresa o inclusive emoción cuando descubre las extrañas actividades en las que se entretienen algunos hombres, bastante discretamente, en casas que, desde el exterior, se parecen a todas las demás que están situadas en una calle determinada. Al vivir esta experiencia una o dos veces, nos encontraremos repetida­ mente caminando por una calle, quizás a últimas horas de la tarde, y preguntándonos lo que puede estar sucedien­ do bajo las brillantes luces que se transparentan por una hilera de cortinas corridas. ¿Una familia común entregada a una agradable conversación con sus invitados? ¿Una escena de desesperación que se desarrolla en medio de la enfermedad o la muerte? ¿O una escena de placeres luju­ riosos? ¿Tal vez un culto extraño o una peligrosa cons­ piración? Las fachadas de las casas no pueden decimos nada, proclamando únicamente una conformidad arquitec* tónica con los gustos de algún grupo o clase social que inclusive puede que ya no resida en esa calle. Los miste­ rios sociales se ocultan tras las fachadas. El deseo de

penetrar hasta estos misterios es análogo a la curiosidad sociológica. En algunas ciudades atacadas súbitamente por la calamidad, este deseo puede realizarse de manera repen­ tina. Las personas que han experimentado bombardeos en épocas de guerra, saben de los encuentros súbitos con los inesperados (y algunas veces, con los inimaginables) com­ pañeros ocupantes del refugio contra incursiones aéreas del edificio de apartamentos en el que uno vive. O pueden recordar la sobrecogedora escena matinal de una casa al­ canzada por una bomba durante la noche, partida exacta­ mente en dos, con la fachada arrancada y el interior, antes oculto, descubierto despiadadamente a la luz dél día. Pero en la mayoría de las ciudades en donde se puede vivir normalmente, debemos horadar las fachadas por nuestras propias intrusiones investigadoras. De m anen similar, existen situaciones históricas en las que las fachadas de la sociedad son desmembradas violentamente y todos, menos los más indiferentes, nos vemos obligados a ver que siempre existe una realidad detrás de las fachadas. Por regla general, esto no sucede y las fachadas siguen haciéndonos frente con una estabilidad aparentemente de roca. Por tanto, la percepción de la realidad que existe tras las facha* das exige un gran esfuerzo intelectual. Algunos ejemplos de la forma en que la sociología “ve tras” las fachadas de las estructuras sociales, podrían servir para esclarecer aun más nuestro argumento. Consi­ deremos, por ejemplo, la organización política de una co­ munidad. Si deseamos descubrir la manera en que es go­ bernada una moderna ciudad estadounidense, es muy fácil obtener la información oficial acerca de este tema. La ciudad poseerá una carta constitucional, que rige según las leyes del estado. Con cierto asesoramiento de individuos bien' informados, podemos considerar diversas leyes que

definen la constitución de la ciudad. Así, podemos ente­ ramos de que esta comunidad particular posee una forma de administración en la que el gobierno está en manos de un regente municipal, o que las afiliaciones de partido no aparecen en las boletas en elecciones municipales, o que el gobierno de la ciudad participa en una jurisdicción regio­ nal de aguas. De manera similar, por la lectura de algunos periódicos, podemos alterarnos de los problemas políticos reconocidos de la comunidad. Podemos leer que la ciudad proyecta adicionar cierta zona suburbana, o que ha habido un cambio en las leyes de división en zonas de la ciudad con el fin de facilitar el desarrollo industrial en otra aérea, o incluso que uno de los miembros del ayuntamiento de la ciudad ha sido acusado de valerse de su cargo para su provecho personal. Todas estas cosas ocurren todavía, por decirlo así, en el nivel visible, oficial o público, de la vida política. Sin embargo, necesitaríamos ser excesivamente ingenuos para creer que este tipo de información nos proporciona una imagen cabal de la realidad política de esta población. £1 sociólogo deseará conocer más que nada la composición electoral, todos los grupas de votantes que constituyen la “estructura informal del poder” (como la ha llamado Floyd Hunter, un sociólogo estadounidense inte­ resado en tales estudios), que es una configuración de hom­ bres y de los poderes que paseen que no podemos averiguar en ninguna ley y de los que probablemente no podemos en­ terarnos por los periódicos. El científico político o el ex­ perto jurídico podrían encontrar muy interesante comparar la carta constitucional de la ciudad con las constituciones de otras comunidades similares. El sociólogo estará mucho más interesado en descubrir la forma en que los poderosos intereses creados influyen o incluso controlan las acciones de los funcionarios electos bajo la carta constitucional. Estos

intereses creados no los descubriremos en el ayuntamiento, sino más bien en los despachos de los funcionarios ejecuti­ vos de las compañías que puede que ni siquiera estén radi­ cadas en esta localidad, en las mansiones privadas de un puñado de hombres poderosos, quizá en las oficinas de al­ gunos sindicatos obreros o inclusive, en algunos casos, en los cuarteles generales de las organizaciones criminales. Cuan* do el sociólogo se interesa en el poder, “mirará tras” los mecanismos oficiales que se supone regulan el poder en la comunidad. Esto no significa necesariamente que consi­ derará los mecanismos oficiales totalmente ineficaces o que los definirá legalmente como completamente ilusorios. Pero cuando menos insistirá en que existe otro nivel de la realidad que debe investigarse en el sistema particular de poder. En algunos casos llegará a la conclusión de que buscar el poder real en sitios reconocidos públicamente es absolutamente erróneo. Consideremos otro ejemplo. Las denominaciones pro­ testantes én este país se diferencian enormemente en lo que llaman su “forma de gobernarse”, o sea, la manera oficialmente definida en que funciona la secta. Podemos hablar de una “forma de gobierno” episcopal, de una pres­ biteriana o de una congregacional (dando a entender con esto no las denominaciones o sectas llamadas por estos nombres, sino las formas de gobierno eclesiástico que com­ parten las diferentes sectas; por ejemplo, la forma de gobierno episcopal compartida por los episcopales y los metodistas, la congregacional compartida por los congregacionalistas y los bautistas). Casi en todos los casos, la “política” o forma de gobierno de una denominación es el resultado de una larga evolución histórica y se basa en una exposición teológica razonada sobre la cual los ex­ pertos en doctrina eclesiástica siguen disputando. No

obstante, .un sociológo interesado en estudiar el gobierno de las sectas estadounidenses haría bien en no detenerse demasiado en estas definiciones oficiales. Pronto descu­ brirá que los problemas reales del poder y la oiganización tienen poco que ver con la “forma de gobierno” en el sentido teológico.: Encontrará que la forma básica de or­ ganización en todas las sectas de cualquier tamaño es burocrática. La lógica de la conducta administrativa viene determinada por los procesos burocráticos, sólo rara vez por los fundamentos de un punto de vista episcopal o con* gregacional. Por esta razón, el investigador sociológico “adivinará” rápidamente la masa de confusa terminología que caracteriza, a los funcionarios de la burocracia eclesiás­ tica e identifica correctamente a los que poseen el poder ejecutivo, sea que se llamen “obispos”, “clérigos regulares” o “presidentes del sínodo”. Comprendiendo que la orga­ nización sectaria pertenece a las variedades mucho más grandes de la burocracia, el sociólogo podrá, pues, darse cuenta de los procesos que ocurren en la organización para observar las presiones internas y externas a las que se ven sometidas por personas que teóricamente ocupan los cargos administrativos. En otras palabras, tras la fachada de una “forma de gobierno episcopal”, el sociólogo percibirá los fundamentos de un instrumento burocrático que no difiere demasiado en la iglesia metodista, en un organismo del gobierno federal, en la General Motors o en el Sindicato de Trabajadores Unidos de la Industria Automovilística. O bien tomemos un ejemplo de la vida económica. El jefe de personal de una industria se complacerá en preparar diagramas brillantemente iluminados que indiquen el cua­ dro de organización que se supone debe administrar e) proceso de producción. Cada persona tiene su lugar; todos saben dentro de la organización quién es la persona de

quien reciben órdenes y a quiénes deben transmitirlas; cada equipo de trabajo tiene señalado su papel en el gran drama de la producción. En realidad, las cosas rara vez funcio­ nan de esta manera y todo buen jefe de personal lo sabe. Superpuesta al plano de la organización se encuentra una red mucho más sutil y mucho menos visible de grupos humanos, con sus lealtades, prejuicios, antipatías y (lo más importante) sus códigos de conducta. La sociología industrial está llena de datos sobre las operaciones de esta red informal, que siempre existe en diferentes grados de ajuste o de conflicto con el sistema oficial. Una coexisten­ cia muy parecida de la organización formal y la informal, se encontrará siempre que grandes cantidades de hombres trabajen o vivan juntos bajo un sistema de disciplina: en las organizaciones militares, las prisiones, los hospitales, las escuelas, retomando a las misteriosas alianzas que estable­ cen los niños entre sí y que sus padres disciernen sólo rara vez. Una vez más, el sociólogo se esforzará por penetrar la cortina de humo de las versiones oficiales de la realidad (la del capataz, el funcionario, el maestro) y tratará de entender las señales que le llegan del “mundo terrenal” (las del obrero, del recluta y del escolar). Permítasenos considerar un ejemplo más. En los países occidentales, y especialmente en los Estados Unidos, se da por sentado que los hombres y las mujeres se casan porque están enamorados. Existe una mitología popular ampliamente fundamentada acerca del carácter del amor como una emoción violenta e irresistible que se arraiga en donde quiere, un misterio que constituye la meta de la mayoría de los jóvenes y a menudo también de los que no son tan jóvenes. Sin embargo, en cuanto investigamos cuál es la gente que se casa realmente, descubrimos que las flechas de Cupido parecen estar dirigidas bastante firme­

mente dentro de canales muy definidos de dase, ingresos, educación y antecedentes raciales y religiosos. Si investiga­ mos entonces un poco más en la conducta a la que se comprometen antes del matrimonio, de acuerdo con el eufemismo bastante engañoso del “noviazgo”, descubrimos canales de interacción frecuentemente rígidos hasta el pun­ to de parecer un ritual. Empezamos a sospechar que, en Ja mayor parte de las ocasiones, no es tanto la emoción del amor la que crea un tipo determinado de relación, sino que las relaciones cuidadosamente definidas de ante­ mano y a menudo planeadas generan finalmente la emo­ ción deseada. En otras palabras, cuando se cumplen o son erigidas ciertas condiciones, nos permitimos “enamoramos”. El sociólogo que investiga nuestras normas de “noviazgo” y matrimonio, pronto descubre una compleja trama de motivos relacionados en muchas formas con toda la estruc­ tura institucional dentro de la cual un individuo pasa su vida: la clase, la profesión, las ambiciones económicas y las aspiraciones de poder y prestigio. El milagro del amor empieza a parecemos ahora un poco sintético. Por otra parte, esto no significa necesariamente que en algún caso determinado el sociólogo declare que la interpretación ro­ mántica es una ilusión. Pero, una vez más, mirará más allá de las interpretaciones proporcionadas directamente y aprobadas públicamente. Contemplando a una pareja que contempla a su vez la luna, el sociólogo no necesita sentirse forzado a negar el choque emocional de la escena así iluminada. Pero observará el mecanismo que parti­ cipó en la construcción de la escena en sus aspectos no lunares: el índice de condición social que es el automóvil desde el cual se realiza la contemplación, los cánones de gusto y de táctica que determinan la indumentaria de los enamorados, las muchas formas en que el lenguaje y el

porte los sitúa socialmente y por lo mismo la posición social y lo intencional de toda la actividad. A estas alturas puede resultar evidente que los proble­ mas que interesarán al sociólogo no son necesariamente los que otra gente puede llamar “problemas”. La manera én que los funcionarios públicos y los periódicos (y, ¡ ay!, al­ gunos libros de texto en materia de sociología) hablan acerca de los “problemas sociales”, sirve para obscurecer este hecho. La gente habla generalmente de un “problema social” cuando algo en la sociedad no funciona en la forma en que se supone que debería hacerlo según las interpre­ taciones oficiales. En ese caso, esperan que el sociólogo estudie el “problema” tal como ellos lo han definido y que tal vez dé una “solución” que atienda el asunto a su pro­ pia satisfacción. En contraste con este tipo de expectati­ va, es importante comprender que un poblema sociológico es, en este sentido, algo totalmente diferente de un “proble­ ma social". Por ejemplo, es ingenuo concentrarse en el crimen como un “problema” porque los organismos que ponen en vigor las leyes lo definen de esta manera, o en el divorcio porque éste es un problema para los moralistas del matrimonio. Un ejemplo aún más patente, el “problema” del capataz que consiste en lograr que sus hombres trabajen con más eficiencia, o el del oficial de linea para hacer que sus tropas ataquen con más entusiasmo al enemigo, no son de ninguna manera un problema para el sociólogo (dejando fuera de consideración por el momento el hecho probable de que el sociólogo al que se le ha pedido que estudie tales “problemas” esté empleado por la corporación o por el ejér­ cito) . El problema sociológico es siempre la comprensión de los factores que intervienen en este punto en términos de interacción social. Así, el problema sociológico no consiste tanto en saber por qué algunas cosas “funcionan mal” desde

el punto de vista de las autoridades y de la administración de la escena social, sino, en primer lugar, cómo funciona todo el sistema, qué conjeturas pueden extraerse de él y por qué medios se mantiene sin interrupción. El problema sociológico fundamental no es el crimen, sino la ley; no es el divorcio, sino el matrimonio; no es la discriminación ra­ cial, sino la estratificación definida racialmente; ni la revo­ lución, sino el gobierno. Este punto puede explicarse más ampliamente con un ejemplo. Consideremos un centro de asistencia social en un barrio de la clase más baja que trata de apartar a los adolescentes de la actividades públicamente reprobadas de una pandilla juvenil. El marco de referencia dentro del cual definen los “problemas” de esta situación los tra­ bajadores sociales y los oficiales de la policía está constitui­ do por el mundo de los valores respetables y públicamente aprobados de la clase media. El hecho de que los adoles­ centes anden de un lado para otro en automóviles robados constituye un “problema”, pero es una “solución” si en lugar de ello juegan partidas de grupo en el centro de asistencia. Pero si cambiamos el marco de referencia y observamos la situación desde el punto de vista de los líde­ res de la pandilla juvenil, los “problemas” son definidos en un orden inverso. Es un “problema” para la solidaridad de la pandilla si sus miembros son seducidos a alejarse de las actividades que dan prestigio a la pandilla dentro de su propio mundo social, y sería una “solución” si los trabaja­ dores sociales regresasen al infierno de la parte alta de la ciudad de donde vinieron. Lo que para un sistema social constituye un “problema” es la rutina normal para otro, y viceversa. Lealtad y deslealtad, solidaridad y apartamiento son definidos en términos contradictorios por los represen­ tantes de los dos sistemas. Ahora bien, el sociólogo puede

considerar, en términos de sus propios valores, más con­ veniente la respetabilidad de la clase media y en conse­ cuencia puede desear colaborar con el centro de asistencia, el cual constituye su avanzada misionera in partibus infidelium. Sin embargo, esto no justifica la identificación de los dolores de cabeza del director con los que son “pro­ blemas” desde el punto de vista sociólogico. Los “proble­ mas” que el sociólogo deseará resolver atañen a una com­ prensión de toda la situación social, a los valores y modos de acción en ambos sistemas y a la manera en que los dos sistemas coexisten en el espacio y el tiempo. En realidad, esta misma capacidad para observar una situación desde las posiciones ventajosas de los sistemas de interpretación en competencia, es una de las marcas distintivas de la conciencia sociológica, como lo veremos después más claramente. Por lo tanto, quisiéramos afirmar que existe un motivo de desenmascaramiento y demostración de mentira o exa­ geración inherente a la conciencia sociológica. El sociólogo se verá forzado, una y otra vez, por la lógica misma de su disciplina, a bajar del pedestal los sistemas sociales que estudia. Esta tendencia a desenmascarar no se debe for­ zosamente al temperamento o a las inclinaciones del soció­ logo. En realidad, puede suceder que el sociólogo, que como individuo puede ser de una disposición conciliatoria y totalmente desafecto a alterar las cómodas suposiciones en las que basa su propia existencia social, se vea obligado, no obstante, por su trabajo, a hacer frente a lo que dan por sentado las personas que lo rodean. En otras palabras, quisiéramos afirmar que las raíces del motivo para desen­ mascarar en sociología, no son sicológicas, sino meto­ dológicas. El marco de referencia sociológico, con su procedimiento —que forma parte de su estructura misma—

de buscar niveles de realidad diferentes de Ies que se dan en las interpretaciones oficiales de la sociedad, lleva consigo un imperativo lógico de desenmascarar las simulaciones y la propaganda por medio de la cual los hombres encubren sus mutuas acciones. Este imperativo de desenmascara* miento es una de las características de la sociología, par­ ticularmente en nuestro país en las condiciones de la era moderna. La tendencia al desenmascaramiento que existe en el pensamiento sociológico, puede ser ejemplificada por una variedad de fenómenos que se han producido dentro del campo. Por ejemplo* una de las tesis principales de la sociología de Weber es la de las consecuencias involuntarias e inesperadas que pueden tener las acciones humanas en la sociedad. La obra más famosa de Weber, The Protestant Ethic and the Spirit of Capitalism, en la cual demuestra la relación entre ciertas consecuencias de los valores pro­ testantes y el desarrollo del carácter capitalista, a menudo ha sido mal interpretada por los críticos precisamente por­ que no comprendieron esta tesis. Tales críticos han seña­ lado que los pensadores protestantes citados por Weber nunca tuvieron la intención de que sus enseñanzas fuesen aplicadas de manera de producir los específicos resultados económicos en cuestión. En forma precisa, Weber sostuvo que la doctrina calvinista de la predestinación llevaba a la gente a conducirse de una forma que él llamaba “ascé­ tica en las cosas mundanas internas”, o sea, de una manera en que se preocupa intensa, sistemática y desinteresada­ mente por las cuestiones de este mundo, especialmente por los asuntos económicos. Los críticos de Weber han señalado entonces que nada más lejos del pensamiento de' Calvino y de los demás líderes de la Reforma calvinista. Pero Weber nunca sostuvo que el pensamiento calvinista tuviese

la intención de producir estos patrones de acción econó­ mica. Por el contrario, él sabía muy bien que sus intencio­ nes eran totalmente diferentes. Las consecuencias sobre­ vinieron independientemente de las intenciones. En otras palabras, la obra de Weber (y no solamente la parte famo­ sa de ella que acabamos de mencionar) nos proporciona una imagen vivida de la ironía de las acciones humanas/ Así pues, la sociología de Weber nos brinda una antítesis radical respecto a todos los criterios que consideran la his­ toria como la realización de las ideas o como el fruto de los esfuerzos deliberados de los individuos o las colectividades. Esto no significa de ninguna manera que las ideas no sean importantes. No quiere decir que el producto de las ideas por regla general sea muy diferente de lo que planearon o esperaron las personas que tuvieron las ideas primero. Un conocimiento tal del aspecto irónico de la historia es tran­ quilizante, constituye un fuerte antidoto para todos los tipos de utopías revolucionarías. La tendencia de la sociología a desenmascarar se en­ cuentra implícita en todas las teorías sociológicas que hacen hincapié en el carácter autónomo de los procesos sociales. Por ejemplo, Emile Durkheim, fundador de la escuela más importante en la sociología francesa, recalcó que la socie­ dad era una realidad sui generis, esto es, una realidad que no podía reducirse a factores sicológicos o de otro tipo en los diferentes niveles del análisis. El efecto de esta insis­ tencia ha sido un soberano desprecio por los motivos y designios aplicados individualmente en el estudio realizado por Durkheim de los diversos fenómenos. Quizá esto se manifiesta de manera más sutil en su bien conocido estudio del suicidio, en la elaboración de este título, en el cual las intenciones individuales de los que cometen o tratan de cometer suicidio se excluyen por completo del análisis a

favor de las estadísticas relacionadas con las diferentes ca­ racterísticas sociales de- estos individuos. En la perspectiva de Durkheim, vivir en sociedad significa existir bajo el dominio de la lógica de dicha sociedad. Muy a menudo los hombres actúan de acuerdo con esta lógica sis siquiera conocerla. /Por tanto, ja ra descubrir la dinámica interior de la sociedad, con frecuencia el sociólogo ha de haca* caso omiso de las respuestas que darían a sus preguntas los propios representantes sociales y buscar explicaciones que se ocultan a su propio conocimiento. Este enfoque esen­ cialmente durkheimiano se h a transladado al enfoque teó­ rico llamado ahora funcionalismo. En el análisis funcional se analiza la sociedad en términos de sus propias obras como sistema, obras que a menudo resultan obscuras u opacas para los que actúan dentro del sistema. El sociólogo contemporáneo Robert Merton ha expresado muy bien este enfoque en sus conceptos de las funcioneswiWmnifiVstas” y Las primeras son las funciones conscien­ tes y diliberadas de los procesos sociales, las últimas son las inconscientes e involuntarias. Así, la función “manifies­ ta” de la legislación contra las casas de juego puede ser suprimir el juego, y su función “latente” crear un imperio ilegal para los sindicatos de tahúres. O las misiones cris­ tianas en algunas partes del Africa “manifiestamente” tra­ taban de convertir a los africanos al cristianismo y “latente­ mente” ayudaban a destruir las culturas de las tribus indígenas, proporcionando así un importante impulso para el logro de una rápida transformación social. O el control del partido comunista sobre todos los sectores de la vida social en Rusia, cuya función “manifiesta” era asegurar la perpetuación del dominio del carácter revolucionario, y la “latente”, crear una nueva clase de cómodos burócra­ tas misteriosamente burgueses en sus aspiraciones y cada

vez menos inclinadas a la abnegación que implica la con­ sagración belchevique. O la función “manifiesta” de mu­ chas organizaciones voluntarias en los Estados Unidos es la sociabilidad y el servicio público, y la fundón “latente”, asignar índices de condición social a las personas autoriza* das para pertenecer a tales asociaciones. El concepto de “ideología”, central en algunas teorías sociológicas, podría servir como un ejemplo más de la tendencia a desenmascarar, de la que nos ocupamos antes. Los sociólogos hablan de “ideología” al examinar los puntos de vista que sirven para buscar una explicación racional a los intereses creados de algún grupo. Con mucha fre­ cuencia tales puntos de vista deforman sistemáticamente la realidad social de manera muy parecida a un individuo que neuróticamente niega, deforma o interpreta aspectos de su vida que le resultan molestos. El importante enfoque del sociólogo italiano Vilfredo Pareto tiene un lugar cen­ tral para esta perspectiva, y, como veremos en uno de los siguientes capítulos, el concepto de “ideología” resulta esen­ cial para el enfoque llamado la “sociología del conocimien­ to”. En tales análisis, las ideas por medio de las cuales los hombres explican sus acciones son desenmascaradas como vanas ilusiones, el tipo de “sinceridad” que David Riesman ha descrito atinadamente como el estado de la mente de un hombre que generalmente cree en su propia propagan­ da. De esta manera, podemos hablar de “ideología” cuando analizamos la creencia de muchos, médicos estadounidenses de que las normas de salud declinarán si es abolido el método de pago de “honorarios por servicio” ; o la con­ vicción de muchos empresarios de pompas fúnebres de que los funerales baratos demuestran falta de cariño por el difunto, o la manera en que difinen su actividad como ■ “educativa” los maestros de ceremonias de los programas

de preguntas en la televisión. La imagen de sí mismo del vendedor de seguros como asesor paternal de las jóvenes familias, de las coristas del teatro frívolo como artistas, del propagandista como experto en comunicaciones, la del ver­ dugo como un servidor público; todas estas opiniones no son únicamente alivios individuales de la culpabilidad o la ansiedad por la posición, sino que constituyen las interpre­ taciones oficiales de todos los grupos sociales, obligatorias para sus miembros bajo pena de excomunión. Al revelar la utilidad social de las pretensiones ideológicas, el sociólogo tratará de no parecerse a los historiadores de quienes dijo Marx que el tendero de la esquina sabe mejor que ellos la diferencia que existe entre lo que un hombre realmente es y lo que pretende ser. El motivo de la sociología para colocar las cosas en la realidad yace en esta penetración de las cortinas de humo verbales hasta llegar a los móvi­ les de la acción no admitidos y a menudo desagradables. Hemos sugerido antes que es probable que la candencia sociológica surja cuando se tornen débiles o vacilantes las interpretaciones de la sociedad comúnmente aceptadas o expuestas de manera autoritaria. Como hemos dicho antes, existe un buen argumento a favor de juzgar los orígenes de la sociología en Francia (la madre patria de la discipli­ na) en función de un esfuerzo por hacer frente intelec­ tualmente a las consecuencias de la Revolución Francesa, no sólo las del gran cataclismo de 1789, sino las derivadas de lo que De Tocqueville llamó la Revolución continua del siglo xix. En el caso de Francia, no es difícil imaginar la sociología frente al medio ambiente de las rápidas trans­ formaciones de la sociedad moderna, el derrumbamiento de las fachadas, la deformación de las antiguas creencias y la aparición en la escena social de fuerzas nuevas real­ mente temibles. En Alemania, el otro país europeo en el

que surgió un importante movimiento sociológico en el si­ glo xix, la cuestión tiene un aspecto totalmente diferente. Si se nos permite citar una vez más a Marx, diremos que los alemanes tenían la tendencia a practicar en los estudios de los catedráticos las revoluciones que los franceses llevaban a cabo en las barricadas. Cuando menos una de estas raíces académicas de la revolución, tal vez la más impor­ tante, puede buscarse en el movimiento del pensamiento ampliamente cimentado que llegó a llamarse “historicismo”, Este no es el sitio apropiado para investigar toda la historia de este movimiento. Basta con decir que representa un intento por abordar filosóficamente el sentido abruma­ dor de la relatividad de todos los valores dentro de la historia. Este conocimiento de la relatividad fue un resul­ tado casi necesario de la enorme acumulación de erudición histórica por parte de los alemanes en todos los campos con* cebibles. El pensamiento sociológico se basó al menos par­ cialmente en la necesidad de llevar orden y claridad a la impresión de caos que causó en ciertos observadores este conjunto de conocimientos históricos. Sin embargo, es innecesario subráyar que la sociedad del sociólogo alemán fue cambiando en torno a él tai como sucedió con la de su colega francés, a medida que Alemania se lanzó hacia el poderío industrial y la nacionalización en la segunda mitad del siglo xix. Sin embargo, no nos dedicaremos a estas cuestiones. Si retornamos a los Estados Unidos, el país en que' la sociología logró la aceptación más amplia, descubrimos asimismo un conjunto diferente de circunstan­ cias, aunque también frente a un medio ambiente de cambio social rápido y profundo. Al observar esta evolu­ ción estadounidense, podemos descubrir otro motivo de sociología relacionados estrechamente con el de desenmas­

carar, aunque no idéntico a éste: su fascinación por el aspecto poco respetable de la sociedad. Cuando menos en todas las sociedades occidentales es posible distinguir entre sectores respetables y no. respetables. En este sentido, la sociedad estadounidense no ocupa una posición única en su género. Pero la respetabilidad esta* dounidense posee una cualidad particularmente penetrante. Tal vez esto puede atribuirse en parte a los prolongados efectos resultantes de las costumbres puritanas. Esto tie­ ne que ver más probablemente con el papel predominante que desempeñó la burguesía en la formación de la cultura estadounidense. Sea cual sea su origen histórico, es fácil observar las fenómenos sociales en los Estados Unidos y situarlos cómodamente en uno de estos dos sectores. Pode­ mos columbrar a los Estados Unidos oficiales y respetables representados simbólicamente por la Cámara de Comercio, las iglesias, las escuelas y otros centros de ceremonias civicas. Pero frente a este mundo de respetabilidad se encuentran los “otros Estados Unidos”, presentes en todas las ciudades independientemente de su tamaño, unos Estados Unidos que poseen otros símbolos y se expresan en otro lenguaje. Este lenguaje es probablemente su marca de identificación más segura; es el lenguaje de la sala de apuestas y de los juegos de poker, de los bares, los burdeles y los cuarteles. Pero también es el lenguaje que comienza a emplearse con un suspiro de alivio entre dos vendedores que toman una copa en el coche salón cuando su tren deja trás las pequeñas y limpias aldeas del Medio Oeste en una mañana de domin­ go, con los limpios aldeanos entrando en tropel en los blanqueados santuarios. Es el lenguaje que se reprime cuando se está en compañía de damas o de clérigos y que debe su existencia principalmente a la transmisión oral de una generación a otra de Huckleberry Finns. (Si bien

en años recientes el lenguaje ha encontrado una disposición literaria en algunos libros destinados a emocionar a las damas y a los clérigos.) Los “otros Estados Unidos” que hablan este lenguaje pueden encontrarse dondequiera que la gente es excluida, o se excluye a si misma, del mun­ do decoroso de la clase media. Lo descubrimos en aquellos sectores de la clase trabajadora que no se han adelantado aún demasiado en el camino del aburguesamiento, en los barrios bajos, en los municipios poblados por casuchas y en aquellas partes de las ciudades que los siociólogos urbanos han llamado “zonas de transición”. Lo encontramos ex­ presado fuertemente en el mundo del negro estadouniden­ se. También damos con él en los submundos de aquellas personas que por una razón u otra se han apartado volun­ tariamente de Main Street y de la Avenida Madison; en tos obsesionados, los homosexuales, los vagabundos y demás “hombres marginales” en los mundos que se mantienen a salvo fuera de la vista en las calles en donde vive gente refinada que trabaja y se divierte en famille (aunque en algunas ocasiones estos mundos pueden resultar bastante convenientes para los varones pertenecientes a la clase de "gente refinada” , precisamente en aquellas ocasiones en que se encuentran felizmente sans famille). La sociología estadounidense, aceptada desde el prin­ cipio tanto en los círculos académicos como por personas comprometidas en actividades benéficas, fue asociada desde sus albores con los Estados Unidos “oficiales”, con el mun­ do de los autores de la política en la comunidad y en la nación. Hoy día, la sociología conserva esta respetable afiliación en la universidad, en los negocios y en el gobierno. Este apelativo difícilmente hace que se arqueen las cejas, excepto las de los racistas de los Estados Unidos del Sur lo suficientemente cultos como para haber leído las notas

a pie de página del decreto a favor de la segregación de 1954. Sin embargo, quisiéramos sostener que ha habido una importante corriente subterránea en la sociología esta­ dounidense, referente a esos “otros Estados Unidos” del sucio lenguaje y actitudes desilusionadas, ese estado de ánimo que se resiste a ser impresionado, conmovido o confundido por las ideologías oficiales. Esta perspectiva no respetable sobre la escena estadouni­ dense puede observarse con más claridad en la figura de Thorstein Veblen, uno de . los primeros sodólogos impor­ tantes de los Estados Unidos. Su propia biografía consti­ tuye un ejercido de la teoría del marginalismo: un carácter difícil y querellante; nacido en una granja noruega en la frontera del Estado de Wisconsin; adquirió el inglés como un lenguaje extranjero; mezclado toda su vida con indivi­ duos moral y políticamente sospechosos; un emigrado aca­ démico; seductor inveterado de las esposas de los demás. La perspectiva lograda sobre los Estados Unidos desde este ángulo de visión puede encontrarse en la abierta sátira que aparece como una sangrienta amenaza en toda la obra de Veblen, de la cual la más famosa es su Theory of the Leisure Class, que observa despiadadamente desde la parte más baja las pretensiones de la haute bourgeoisie estado­ unidense. La opinión de Veblen de la sociedad puede sobreentenderse más fácilmente como una serie de ideas no rotarías: su comprensión del “consumo ostentoso”, o “consumo de prestigio”, comparado con el entusiasmo de la clase media por las “cosas más finas”, su análisis de los procesos económicos en términos de manipulación y des­ pilfarro comparados con el carácter de productividad es­ tadounidense, su comprensión de las maquinaciones ,que tienen lugar en la especulación de bienes raíces comparadas con la ideología de la comunidad estadounidense; y, lo

más satírico de todo, su descripción de la vida académica (en The Higher Learning in America) en términos del fraude y la presunción comparada con el culto estadouni­ dense a la educación. No nos asociamos aquí con un cierto neoveblenismo que se ha puesto en boga entre algunos de los sociólogos más jóvenes estadounidenses, ni afirmamos que Veblen fue un gigante en el desarrollo de este campo. Nos limitamos a señalar su irreverente curiosidad y su visión penetrante como las características de una perspectiva pro­ veniente de aquellos lugares de la cultura en que uno se levanta para afeitarse el domingo alrededor del mediodía. Tampoco afirmamos que la visión penetrante sea un rasgo general de la poca respetabilidad. La estupidez y la lentitud de pensamiento probablemente se distribuyen en forma bastante equitativa en todo el espectro social. Pero donde existe inteligencia y donde ésta procura liberarse de las anteojeras de la respetabilidad, podemos esperar una visión más clara de la sociedad que en los casos en que se toma la fantasía retórica como si fuese la vida real. Cierto número de cambios en los estudios empíricos de la sociología estadounidense proporcionan pruebas de esta misma fascinación por el aspecto poco respetable de la sociedad. Por ejemplo, reflexionando en el poderoso desa­ rrollo de los estudios urbanos que se emprendieron en la Universidad de Chicago en la década 1920 nos sorprende la atracción aparéntemente irresistible que ejercen sobre los investigadores los peores aspectos de la vida de la ciudad. El consejo que da a sus discípulos Robert Park, la'figura más importante en este desarrollo, en el sentido de que deben ensuciarse las manos con la investigación, con bas­ tante frecuencia significa de manera literal un interés in­ tenso en todas las cosas que los residentes de North Shore llamarían “sucias”. En muchos de estos estudios sentimos

la excitación de descubrir las picarescas partes bajas de la metrópoli: los estudios de la vida de los barrios bajos, del mundo melancólico de las casas de huéspedes, del Skid Row y de los mundos del crimen y la prostitución. Uno de los vástagos de la llamada “escuela de Chicago” es el estudio sociológico de los oficios o profesiones, debido en gran parte al trabajo de precursor de Everett Hughes y sus discí­ pulos. Aquí encontramos también una fascinación con to­ dos los mundos posibles en los que los seres humanos viven y hacen su vida, no sólo con los mundos de las profesiones respetables, sino con aquellos del chofer de taxi, del conser­ je de las casas de apartamentos, del boxeador profesional o del músico de jazz. La misma tendencia puede descubrir­ se en el curso de los estudios de la comunidad estadouni­ dense que se llevaron a cabo a raíz de los famosos estudios Middletown de Robert y Helen Lynd. Estos estudios tu­ vieron que desviarse inevitablemente de las versiones ofi­ ciales de la vida de la comunidad para observar la realidad social de la comunidad no sólo desde la perspectiva del ayuntamiento sino también desde la de la cárcel de la ciu­ dad. Tal procedimiento sociológico constituye tpso jacto una refutación de la respetable suposición de que única­ mente ciertos aspectos del mundo deben considerarse seriamente. No quisiéramos dar una impresión exagerada del efecto que tienen tales investigaciones en la conciencia de los sociólogos. Conocemos muy bien los elementos de indaga­ ción de intimidades y de romanticismo inherentes a algunas de ellas. También sabemos que muchos sociólogos parti­ cipan de Heno en él respetable Weltanschauung como todos los demás miembros de la PTA (Asociación de Padres y Maestros) de su cuadra. No obstante, afirmaríamos que la conciencia sociológica nos predispone hacia un conoci­

miento del mundo diferente al de la respetabilidad de la clase media, un conocimiento que lleva en sí mismo las semillas de la no respetabilidad intelectual. En el segundo estudio Middletown, los Lynd nos proporcionan un análisis clásico de la mentalidad de los miembros de la clase media de los Estados Unidos en su serie de "afirmaciones obvias”, o sea, las afirmaciones que representan un consenso tan marcado que las respuestas a cualquier pregunta que se haga respecto a ellas por regla general van precedidas de las palabras “por supuesto”. “¿Es la nuestra una economía de libre empresa?” “ ¡ Por supuesto!” “¿Tomamos todas nuestras decisiones importantes mediante el proceso demo­ crático?” “ ¡Por supuesto!” “¿Es la monogamia la forma natural del matrimonio?” “ ¡Por supuesto!” El sociólogo, por muy conservador y conformista que pueda ser en su vida privada, sabe que pueden surgir serias controversias acerca de cada una de estas “afirmaciones obvias”. Par el solo hecho de saberlo llega hasta el umbral de la no respetabilidad. Este motivo no respetable de la conciencia sociológica no denota necesariamente una actitud revolucionaria. Qui­ siéramos ir aún más lejos y expresar la opinión de que la comprensión sociológica es hostil a las ideologías revolu­ cionarias, no porque tenga cierta especie de tendencia con» servadora, sino porque observa no solamente a través de las ilusiones del statu quo presente, sino también a través de las expectativas ilusionadas respecto a futuros posibles, siendo estas expectativas el alimento espiritual acostumbra­ do del revolucionario. La sobriedad no revolucionaria y moderada de la sociología tiene para nosotros un valor muy a lta Desde el punto de vista de nuestros valores, es mucho más lamentable el hecho de que la comprensión sociológica no lleve necesariamente por sí misma a una

mayor tolerancia con respecto a las flaquezas del género humano. Es posible observar la realidad social con com­ pasión o con cinismo, ya que ambas actitudes son compati­ bles con una visión penetrante. Pero, ya sea que se resuelva o no a adoptar una actitud de simpatía humana hacía los fenómenos que estudia, en cierta medida el sociólogo se apartará de las actitudes que se dan por sentadas de su sociedad. La no respetabilidad, cualesquiera que sean sus ramificaciones en las -emociones y en la voluntad, debe seguir siendo una posibilidad constante en la mente del sociólogo. Esta posibilidad puede segregarse del resto de su vida, obscurecida por los estados mentales rutinarios de la existencia diaria, e incluso rechazarse ideológicamente. Sin embargo, la respetabilidad global del pensamiento significará invariablemente la muerte de la sociología. Esta es una de las razones de por qué la sociología auténtica desaparece prontamente de la escena en los países totali­ tarios, como lo ilustra el caso de la Alemania nazi. Por deducción, el modo de ver sociológico siempre es potencialmente peligroso para las mentes de los policías y otros guardianes del orden público, ya que tenderá a hacer relativa la demanda por una rectitud absoluta en la que gustan de apoyarse tales mentalidades. Antes de concluir el capítulo, quisiéramos observar una vez más este fenómeno de relativización del que ya nos hemos ocupado ligeramente en unas cuantas ocasiones. Quisiéramos decir ahora explícitamente que la sociología armoniza tanto con las condiciones de la era moderna pre­ cisamente porque representa el conocimiento de un mundo en el que los valores se han hecho radicalmente relativos. Esta relativización ha llegado hasta el punto a ser una parte de la imaginación cuotidiana que nos resulta difícil comprender por completo cuán unidas y absolutamente li­

gadas han estado —y en algunos lugares lo están aún— las visiones del mundo de otras culturas. El sociólogo es­ tadounidense: Daniel Lemer;, en su estudio de los países del Oriente Medio (The Passing of Traditional Society), nos ha proporcionado un retrato vivido de lo que significa el “modernismo” como un tipo de estado consciente entera­ mente nuevo en aquellos países. Para la mentalidad tra* dicional, somos lo que somos, el lugar donde estamos, y ni siquiera es posible imaginar cómo podríamos ser algo diferente. En cambio, la mentalidad moderna es móvil, participa por substitución imaginaria en las vidas de perso­ nas que residen en lugares diferentes del nuestro y puede imaginarse fácilmente cambiando de oficio o de residencia. Así pues, Lemer descubrió que algunos de los analfabetos que respondieron a sus cuestionarios sólo podían responder con risa a la pregunta de qué harían si se encontrasen en el lugar de sus gobernantes, y que ni siquiera tomaron en cuenta la pregunta de en qué circunstancias estarían dis­ puestos a marcharse de su pueblo nativo. Otra manera de exponer esto sería d edr que las sociedades tradicionales señalan a sus miembros identidades definidas y permanen­ tes. En la sociedad moderna la propia identidad es insegura y fluida. No sabemos realmente lo que se espera de nosotros como gobernantes, como padres, como personas cultas o como individuos sexualmente normales. Generlamente, en ése caso necesitamos que diversos expertos nos lo digan. El director de un club de libros nos dice qué es la cultura, el decorador de interiores el gusto que debemos tener y el sicoanalista quiénes somos. Vivir en una sociedad moder­ na significa vivir en el centro de un calidoscopio de papeles siempre cambiantes. Una vez más, debemos resistir la tentación de exten­ demos en este punto, puesto- que ello nos apartaría de

nuestro argumento desviándonos hada una exposidón ge­ neral de la sicología soda! de la existencia moderna. En lugar de ello, quisiéramos recalcar el aspecto intelectual de esta situadón, ya que es en este aspecto en el que ob­ servaríamos una importante dimensión del conocimiento sociológico. La proporción sin precedentes de la movilidad geográfica y social que existe en la sociedad moderna, significa que hemos llegado a estar expuestos a una varie­ dad nunca vista de formas de observar el mundo. Los conocimientos de otras culturas que podríamos reunir via­ jando, son conducidos hasta nuestra propia sala a través de los medios publidtarios en masa. En otro tiempo, al­ guien definió el refinamiento urbano como la capacidad para permanecer totalmente imperturbable cuando vemos frente a nuestra casa a un hombre ataviado con un tur­ bante y un taparrabo, con una serpiente enroscada en tomo a su cuello, tocando una especie de tambor oriental al mismo tiempo que conduce calle abajo a un tigre amarra* do. Sin duda, existen grados para este refinamiento, pero todo niño que ve la televisión la adquiere en cierta me­ dida. También, indudablemente, esta falta de simplicidad es generalmente sólo superficial y no se extiende de ningún aferramiento a los modos de vida alternativos. No obstante, la posibilidad enormemente dilatada de viajar, en persona y por conducto de la imaginadón, denota cuando menos potencialmente el conocimiento de- que nuestra propia cultura, incluyendo sus valores básicos, es relativa en es­ pacio y tiempo. La movilidad social, o sea, el movimiento de un estrato social a otro, aumenta este efecto relativista. Siempre que se lleva a cabo una industrialización, se inyec­ ta un nuevo dinamismo al sistema sódal. Las masas em­ piezan a cambiar su posición social, en grupos o individual­ mente. Y por regla general este -cambio se realiza en

. dirección “ascendente”. Con este movimiento la vida de un individuo comprende una notable jomada, no sólo a través de una diversidad de grupos sociales, sino de los uni­ versos intelectuales asignados, por decirlo así, a estos grupos. Así, el encargado de la correspondencia religiosa bautista que solía leer el Reader’s Digest se convierte en un joven ejecutivo epicopal que lee el New Yorker, o la esposa cuyo marido llega a ser presidente de una de las facultades de una universidad puede cambiar de lectura pasando de la lista de libros que más se venden, a Proust o Kafka. En vista de esta fluidez general de las maneras de ver el mundo en la sociedad moderna, no debe sorprendemos que nuestra época se haya caracterizado por la transfor­ mación. Ni debe sorprendemos que especialmente los in­ telectuales se hayan mostrado dispuestos a cambiar radi­ calmente y con una asombrosa, frecuencia sus modos de ver el mundo. El atractivo intelectual de los sistemas de pensamiento introducidos firmemente, y teóricamente cerrados tales como el catolicismo o el comunismo, con frecuencia ha sido objeto de grandes comentarios. El sicoanálisis en todas sus formas puede considerarse como un mecanismo institucionalizado de conversión o transfor­ mación, en el cual el individuo cambia no sólo la opinión que tiene de sí mismo sino del mundo en general. La popularidad de un sinnúmero de cultos. ,y credos nuevos, presentados en diferentes grados de refinamiento intelectual según el nivel educativo de sus adeptos, es una manifesta­ ción más de esta, tendencia de nuestros contemporáneos hada la transformación. Tal parece como si el hombre moderno, y especialmente el que tiene un nivel elevado de educadón, se encuentra en un estado perpetuo de duda acerca de su propia naturaleza y de la del universo en^el que vive. En otras palabras, el conocimiento'de la relati*

vidad, que probablemente en todas la épocas ha sido propiedad exclusiva de un pequeño grupo de intelectuales, aparece en la actualidad como una amplia realidad inte­ lectual que penetra profundamente en las clases más bajas del sistema social. No queremos dar la impresión de que este sentido de relatividad y la tendencia resultante a cambiar todo nuestro Weltanschauung, son manifestaciones de inmadurez intelec­ tual o emocional. Indudablemente no hemos de tomar con demasiada seriedad algunos símbolos de este patrón. No obstante, nos atreveríamos a sostener que un pa­ trón esencialmente similar se convierte prácticamente en un destino incluso en las actividades intelectuales más serías. Es imposible existir con un conocimiento pleno en el mundo moderno, sin darnos cuenta de que los compromisos morales, políticos o filosóficos son relativos; que, según las palabras de Pascal, lo que es verdadero en un lado de los Pirineos es erróneo en el otro. U n trabajo intenso con los sistemas de significado más plenamente elaborados de que disponemos en nuestros días, nos pro­ porciona una comprensión verdaderamente asombrosa de la manera en que estos sistemas pueden damos una ínter» pretación total de la realidad, dentro de la cual incluiremos una interpretación de los sistemas alternativos, y de las formas de trasladarnos de un sistema a otro. El catolicismo puede tener una teoría del comunismo, pero el comu­ nismo corresponde la galantería e introducirá a su vez una teoría del catolicismo. Para el pensador católico, los co­ munistas viven en un mundo obscuro de ilusión materia­ lista respecto al significado auténtico de la vida. Pero los comunistas, su adversario católico se ve atrapado irreme­ diablemente en la “falsa conciencia” de una mentalidad burguesa. Para el sicoanalísta, tanto el católico como el

comunista pueden estar representando teatralmente al nivel intelectual los impulsos inconscientes que en realidad los mueve. Y el sicoanálisis puede constituir para el católico un escape de la realidad del pecado y para el comunista una evasión de las realidades de la sociedad. Esto significa que la elección del punto de vista del individuo determi­ nará la forma en que contemple retrospectivamente su pro­ pia biografía. Los prisioneros de guerra estadounidenses a quienes “lavaron el cerebro” los comunistas chinos, cam­ biaron por completo sus puntos de vista acerca de cuestiones sociales y políticas. Para los que regresaron a los Estados Unidos, este cambio representó una especie de enfermedad originada por prisiones externas, como un convaleciente que mira hacia atrás y reflexiona sobre un sueño delirante. Pero para sus antiguos aprehensores esta conciencia trans­ formada representa un breve destello de comprensión autén­ tica entre largos períodos de ignorancia. Y para ios prisioneros que decidieron no regresar, su transformación puede parecer aún como el paso decisivo de la oscuridad a la' luz. En lugar de hablar de conversión (un término cargado de connotaciones religiosas), preferiríamos emplear el tér­ mino más neutral de “alternación” para describir este fenómeno. La situación intelectual que acabamos de des­ cribir trae consigo la posibilidad de que un individuo pueda alternar de uno a otro entre sistemas de significado lógica­ mente contradictorios. Cada vez, el sistema de significado al que se adhiere le proporciona una interpretación de su existencia y de su mundo, incluyendo en esta interpretación una explicación del sistema de significado que acaba de abandonai. Asimismo, el sistema de significado le propor­ ciona instrumentos para combatir sus propias dudas. Ls. disciplina católica de confesonario, la “autocrítica”, comu­

nista y las técnicas sicoanalíticas de hacer frente a la “resis­ tencia" sirven todas para el mismo propósito de impedir una separación del sistema de simplificado particular, permitien­ do al individuo interpretar sus propias dudas en términos derivados del sistema mismo y conservándole de esta manera dentro de él. En los niveles más bajos del refinamiento existirán también diversos medios que se emplean para poner fin a preguntas que podrían amenazar la fidelidad del individuo al sistema, medios cuyo funcionamiento po­ demos observar en las acrobacias dialécticas incluso de gru­ pos relativamente tan poco refinados como los Testigos de Jehová o los Musulmanes Negros. Sin embargo, si resistimos ia tentación de aceptar tales dialécticas y estamos dispuestos a enfrentamos con toda equidad a la experiencia de la relatividad que acarrea e) fenómeno de la alternación, entramos entonces en posesión de otra dimensión crucial del conocimiento sociológico: el conocimiento de que no solamente las identidades, sino también las ideas, son relativas a posiciones sociales especí­ ficas. En uno de los capítulos posteriores veremos la im­ portancia considerable que tiene este conocimiento para la comprensión sociológica. Baste decir aquí que este motivo relativizante es una más de las fuerzas motrices fundamen­ tales de la actividad sociológica. En este capítulo tratamos de bosquejar las dimensiones de la conciencia sociológica por medio del análisis de tres motivos: el del desenmascaramiento, él de la no respetabili­ dad el de la relativización. Para terminar, agregaremos a estos tres uno más, motivo mucho menos transcedental en sus inferencias, pero útil para redondear nuestra descrip­ ción: el motivo cosmopolita. Regresando a épocas muy antiguas, éste se desarrolló en ciudades que mostraron un espíritu abierto hacia el mundo, hacia otras maneras de

pensar y de actuar. Ya sea que pensamos en Atenas o en Alejandría, en el París medieval o en la Florencia del Renacimiento, o en los turbulentos centros urbanos de la historia moderna, podemos identificar cierta conciencia cosmopolita que fue especialmente característica de la cul­ tura de las ciudades. Por tanto, el individuo que no sólo es urbano sino también culto es aquel que, a pesar de lo apasionadamente devoto que pueda ser de su propia ciu­ dad, anda errante por todo el amplio mundo en sus viajes intelectuales. Su mente, si es que no su cuerpo y sus emociones, se encuentra en su elemento dondequiera que exis­ tan otros hombres que piensan. Permítasenos decir que el conocimiento sociológico se caracteriza por el mismo tipo de cosmopolitismo. Esta es la razón de que un parroquialismo estrecho en sus focos de interés sea siempre una señal peligrosa para la empresa sociológica (señal peligrosa que, desgraciadamente, enarbolaríamos sobre bastantes estudios sociológicos en los Estados Unidos de nuestros días). La perspectiva sociológica es un criterio amplio, abierto y emancipado de la vida humana. En el mejor de los casos, el sociólogo es un hombre que gusta de otras tierras, in­ teriormente abierto a la riqueza ilimitada de posibilidades humanas, ávido de nuevos horizontes y de nuevos mundos con significado humano. Probablemente ya no sea necesaria una elaboración más amplia para dejar sentado que este tipo de hombre puede desempeñar un papel particular­ mente útil en el curso de los acontecimientos actuales.

3 En

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tratamos de demostrar cómo es particularmente probable que la r io r

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Apéndice 6Xpl¡CdÍÍV0! n.

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Alternación y biografía (o: CÓmO adquirir j i l j

UH pasado fabricado (je antem ano)

caracterizada por lo que hemos denominado “al­ ternación”, o sea, la posibilidad de elegir entre sistemas de significado variable y a veces contradictorio. Antes de proseguir hacia la parte principal de nuestra exposición, que consistirá en un intento por bosquejar ciertos rasgos fundamentales de la perspectiva sociológica en la existen­ cia humana, nos gustaría detenemos un momento más en este fenómeno de “alternación”, apartándonos un poco de nuestro derrotero y averiguando el significado que puede tener para el individuo que trata de comprender su propia biografía. Este apéndice explicativo puede dejar más claro el hecho de que el conocimiento sociológico no es única­ mente un fantasma histórico intrigante que podemos es­ tudiar provechosamente, sino también una alternativa vital para el individuo que trata de ordenar en cierta forma significativa los acontecimientos de su propia vida. La opinión común sería que vivimos a través de una cierta secuencia de acontecimientos, más o menos impor­ tantes, la suma de los cuales constituye nuestra biografía. Recopilar una biografía es, por lo tanto, registrar estos

acontecimientos en orden cronológico o de acuerdo con su importancia. Pero inclusive un registro puramente cro­ nológico orea el problema de cuáles son exactamente los acontecimientos que deben incluirse, puesto que evidente* mente no todo lo que hizo alguna vez la persona que intenta hacer el registro podría abarcarse. En otras pala­ bras, inclusive un registro puramente cronológico nos obli­ ga a poner en tela de juicio la importancia relativa de algunos acontecimientos. Esto se evidencia especialmente cuando juzgamos lo que los historiadores llaman “perio­ dicidad”. ¿Exactamente cuándo debemos considerar que comenzó la Edad Media en la historia de la civilización occidental? ¿Y en qué momento de la biografía de un individuo, llamémosle Joe Blow, podemos suponer que su juventud ha llegado a su término? Generalmente, tales decisiones se toman basándose en los acontecimientos que el historiador o el biógrafo considera les “puntos decisi­ vos” ; por ejemplo, la coronación de Cario Magno, o el día en que jo e Blow decide entrar en religión y permanecer fiel a su esposa. Sin embargo, incluso los historiadores y biógrafos más optimistas (e, igualmente importantes, los autobiógrafos) tienen momentos de duda al tratar de ele­ gir ciertos acontecimientos particulares como los realmente decisivos. Pueden decir que tal vez lo que debería consi­ derarse como el gran momento decisivo no sea la coronación de Cario Magno sino su conquista de los sajones. O quizá fue el momento en que Joe renunció a su ambición de convertirse en escritor el que debería señalar al principio de su edad madura. El decidirse por uno de estos aconte­ cimientos al compararlo con el otro depende evidentemente nuestro propio marco de referencia. Este hecho no se oculta totalmente del pensamiento común. Se le toma en cuenta cuando pensamos que es

necesaria cierta madurez antes de que podamos compren­ der realmente lo que ha sido, en conjunto, nuestra vida. .En consecuencia, el conocimiento completo de nosotros mismos es, por decirlo así, el que ocupa una posición epis­ temológicamente privilegiada. El Joe Blow de edad ma­ dura, al aceptar el hecho de que su esposa no se hará más bonita y que su empleo como ayudante del gerente de publicidad no se hará más interesante, observa retros­ pectivamente su pasado y llega a la conclusión de que sus antiguas aspiraciones de poseer muchas mujeres bellas y de escribir la novela más importante del medio siglo actual eran totalmente inmaduras. La madurez es el estado de la mente que se ha asentado, que está de acuerdo con el statu quo y que renuncia a los sueños extraviados de aventuras y realización. No es difícil comprender que tal idea de la madurez es sicológicamente funcional, propor­ cionando al individuo una justificación por haber hecho más bajas sus miras. Tampoco es difícil imaginar cómo el joven Joe, dando por sentado que los augurios le serían propicios, habría de horrorizarse de su ego posterior como de una imagen de la desesperación y del fracaso. En otras palabras, nos atreveríamos a afirmar que la idea de la madurez suscita realmente el interrogante de lo que esto no importante en nuestra propia biografía. Lo que pue­ de parecer una madurez sazonada desde cierto punto de vista, puede interpretarse desde otro como una tran­ sacción cobarde. Por desgracia, el hacerse más viejo no equivale necesariamente a hacerse más sabio. Y la pers­ pectiva de hoy no tiene ninguna prioridad epistemológica sobre la de ayer, o la del año pasado. Incidentalmente, es este mismo reconocimiento el que hace que la mayoría de los historiadores de hoy día se muestren cautelosos ante cualquier idea de progreso o evolución en los asuntos hu­

manos. Es demasiado cómodo pensar que nuestra propia época es el resumen de todo lo que los hombres han logrado hasta ahora, de manera que cualquier época pa­ sada puede evaluarse de acuerdo con una escala de pro­ greso, en términos de su cercanía o de su distancia del punto en el que nos encontramos ahora. Quizá el acon­ tecimiento decisivo de la historia del hombre en este pla­ neta tuvo lugar una tranquila tarde del año de 2405 A. C., cuando un sacerdote egipcio despertó de su siesta y supo repentinamente la respuesta final del gran enigma de la existencia humana, y expiró prontamente sin decirsela a nadie. Tal vez todo lo que ha sucedido en el mundo desde entonces es únicamente un postulado de poca importancia. Posiblemente nadie puede saber, quizá con excepción de los dioses, y sus mensajes se nos figuran lamentablemente ambiguos. Pero regresemos de una especulación tan metafísica a los problemas de la biografía; en consecuencia, parece ser que el curso de los acontecimientos que. constituyen nuestra vida pueden estar sujetos a interpretaciones alternativas. Esto no puede hacerlo únicamente el observador neutral, de manera que después de nuestra muerte, los biógrafos rivales pueden disputar acerca del significado real de alguna de nuestras acciones o palabras. Nosotros mismos tende­ mos a interpretar una y otra vez nuestra propia vida. Como ha demostrado Henry Bergsen, la memoria misma es un acto reiterado de interpretación. Al recordar el pasado, lo reconstruimos de acuerdo con nuestras ideas actuales acer­ ca de lo que es importante y lo que no. Esto es lo que los sicólogos llaman “percepción selectiva”, con la salvedad de que, generalmente, ellos aplican este concepto al pre­ sente. Esto significa que en cualquier situación, con la casi infinita cantidad de cosas que podrían advertirse en

ella, tomamos nota únicamente de aquellas cosas que tienen importancia para nuestros propósitos inmediatos. Las de­ más las pasamos por alto. Pero en el presente, las cosas que hemos pasado por alto pueden penetrar en nuestra conciencia cuando alguien nos las hace notar. A menos que seamos literalmente locos, tendremos que reconocer que éstas existen, aunque recalquemos el hecho de que no nos interesan mucho. Pero las cosas pasadas que hemos deci­ dido pasar por alto son mucho más inútiles comparadas con nuestro destructor olvido. Estas no se encuentran frente a nosotros haciéndose notar contra nuestra voluntad y sólo en muy raros casos (como por ejemplo, en los pro­ cesos criminales), nos enfrentamos a pruebas irrefutables. Esto quiere decir que la opinión común está totalmente equivocada al pensar que el pasado es fijo, inmutable e invariable cuando los comparamos con el flujo siempre cambiante del presente. Por el contrario, al menos dentro de nuestra propia conciencia, el pasado es dúctil y flexible y cambia constantemente a medida que nuestra memoria interpreta y explica de nuevo lo que ha sucedido. Así pues, poseemos tantas vidas como puntos de vista. Con­ tinuamos dando diferentes interpretaciones a nuestra bio­ grafía, poco más o menos como los stalinistas seguían escribiendo y reformando la Enciclopedia Soviética, atri­ buyendo una importancia decisiva a algunos acontecimien­ tos mientras que otros eran relegados a un olvido igno­ minioso. Podemos dar por sentado sin peligro alguno que este proceso de reconstitución del pasado (inherente posible­ mente en el mero hecho del lenguaje) es tan antiguo como el homo sapiens, o tal vez como sus propios antecesores, y que este proceso ayudó a pasar los largos milenios en que Jos hombres hicieran muy poco aparte de golpear piedras

lentamente con sus hachas de mano. Cada episodio que significa un paso hacia adelante es un acto de interpreta* ción histórica y todo viejo sabio es un teórico del desarrollo histórico. Pero lo característicamente moderno es la fre­ cuencia y rapidez con que se lleva a cabo cada nueva interpretación en las vidas de muchos individuos, y la situación cada vez más común en la que pueden elegirse diferentes sistemas de interpretación en este juego que consiste en crear de nuevo el mundo. Como ya hemos señalado en el capítulo anterior, la gran intensificación de la movilidad geográfica y social es una de las princi­ pales causas de esto. Daremos algunos ejemplos que pue­ den servir para, aclarar aún más este punto. La gente que está en movimiento físicamente es a menudo la que está también en movimiento en su com­ prensión y conocimiento de si misma. Considéranos las sorprendentes transformaciones de identidad y de imagen de uno mismo que pueden originarse de un simple cam­ bio de residencia. Algunos sitios sirven como las ubica­ ciones clásicas en las que se producen tales transformacio­ nes casi en cadena. Por ejemplo, no podemos comprender Greenwich Village sin comprender Kansas City. Desde su principio como un lugar de reunión de todos los seres interesados en cambiar su identidad, ha actuado como un instrumento sociosicológico a través del cual pasan los hombres y mujeres como a través de una retorta mágica, entrando como circunspectos habitantes de los estados del Medio Oeste y saliendo como inmorales descarriados. Lo que antes era decente es indecoroso después, y viceversa. Lo que solía ser tabú, se toma de rigueur; lo que era obvio se hace risible; y lo que solía ser nuestro mundo se convierte en algo que debemos superar. Indudablemente, el llevar a cabo una transformación tal implica una nueva

interpretación de nuestro pasado y, además, una interpre­ tación radical. Ahora nos damos cuenta de que los gran­ des cataclismos emocionales del pasado no fueron más que sacudidas pueriles y que aquellas personas que considerá­ bamos muy importantes en nuestra vida, después de todo no fueron más que unos limitados provincianos. Los acon­ tecimientos de los que solíamos estar orgullosos» son ahora episodios embarazosos de nuestra prehistoria. Incluso po­ demos apartarlos de nuestra memoria si están demasiado en desacuerdo con la idea que deseamos tener ahora de nosotros mismos. Así, el radiante día en que nos tocó pro­ nunciar las palabras de despida al final del curso, deja lugar, cuando reconstruimos nuestra biografía, a una tarde aparentemente poco importante en que por primera vez tra­ tamos de dedicamos a la pintura, y en lugar de considerar como el punto de partida de una época la fecha en que abrazamos la causa de Jesús en la capilla de un campa­ mento de veraneo, consideramos como nuestro momento decisivo aquella ocasión —que antes fue motivo de una angustiosa vergüenza y ahora consideramos el momento decisivo de nuestra propia realización— en que perdimos nuestra virginidad en la parte trasera de un automóvil estacionado. Pasamos la vida reformando nuestro calen­ dario de días feriados, levantando y derribando los postes de señales que marcan nuestro progreso a través del tiempo hacia realizaciones siempre recién definidas. Porque ya ahora estaremos seguros de que ninguna magia es tan poderosa como para que no pueda contrarrestarse con un sello más nuevo. Más tarde, Greenwich Village puede lle­ gar a ser solamente una fase más en nuestra vida, un experimento e incluso un error más. Las antiguas marcas pueden rescatarse de los escombros de cronologías que ya han sido descartadas. Por ejemplo, la experiencia de la

conversión en el campo religioso puede resultar después e) primer paso incierto hacia la verdad que ahora compren­ demos por completo al hacemos católicos. Y podemos imponer al mismo pasado tipos de arreglo totalmente nuevos. Por ejemplo, podemos descubrir en nuestro si­ coanálisis que tanto la conversión como la iniciación sexual, el acto que nos enorgullecía y el que nos avergonzaba, y tanto la primera como la posterior interpretación que dimos a estos acontecimientos, fueron parte y parcela del mismo síndrome neurótico: Y así sucesivamente ad infinitum-y ad nauseam. Para evitar que los párrafos anteriores tuvieran la apa­ riencia de una novela de la época victoriana, hemos sido parcos en el empleo de comillas. A pesar de todo, ahora será evidente que nos expresemos irónicamente al hablar de que ésto se “comprendió” o que aquello se “descubrió”. La comprensión “verdadera” de nuestro pasado depende de nuestro punto de vista. Y éste, indudablemente, puede cambiar. Por lo tanto, la “verdad” no es sólo una cuestión de geografía, sino de la hora del día. El “discernimien­ to” de hoy se transforma en el “raciocinio” de mañana, y al revés. La movilidad social (el movimiento de un nivel a otro de la socedad) tiene consecuencias muy similares en tér­ minos dé la nueva interpretación de nuestra vida de acuer­ do con la movilidad geográfica. Consideremos la manera en que cambia la imagen de sí mismo de un hombre que asciende en la escala social. Tal vez el aspecto más triste de este cambio es la forma en que interpreta ahora sus relaciones con la gente y los acontecimientos que solían llegarles más de cerca. Por ejemplo, todo lo relacionado con la Pequeña Italia de nuestra niñez sufre un cambio malévolo cuando lo observamos desde el punto ventajoso

del hogar suburbano que finalmente hemos logrado tener. La muchacha con la que soñábamos a los quince años se transforma en una campecina ignorante, aunque bonita. Las amistades de nuestra pubertad se convierten en recor­ datorios irritantes de una embarazosa personalidad anterior que dejamos atrás hace mucho tiempo, junto con las antiguas ideas acerca del honor, la magia y el patriotismo de esquina. Inclusive nuestra madre, quien solía ser el orbe alrededor del cual giraba el universo^ se ha convertido en una cándida ancianita italiana a la que ocasionalmente debemos apaciguar con el despliegue fraudulento de una vieja personalidad que ya no existe. Por otra parte, en este cuadro existen elementos que son probablemente tan viejos como el género humano, ya que el fin de la niñez ha significado siempre el eclipse de los dioses. Lo nuevo es que en nuestro tipo de sociedad existan tantos niños que no sólo llegan a la edad adulta, sino que al hacerlo, entran en mundos sociales totalmente fuera de ]a comprensión de sus padres. Esta es una consecuencia Inevitable de la mo­ vilidad social masiva. Por tener una gran movilidad la sociedad estadounidense durante un largo período de tiem­ po, aparentemente muchos estadounidenses emplean años de su vida interpretando sus propias antecedentes, reve­ lando una y otra vez (a sí mismos y a las demás) la historia de lo que han sido y de aquello en que se han convertido, destruyendo en este proceso a sus padres en un ritual de sacrificio de la mente. Es innecesario añadir que las frases “lo que han sido” y “aquello en que se han convertido” deben estar entre comillas. Incidentalmente, no es ex­ traño que la mitología freudiana del parricidio haya en­ contrado fácilmente crédito en la sociedad estadounidense, especialmente en aquellos sectores de ella que en épocas recientes han formado la clase media, para los cuales tal

redacción de biografías constituye una necesidad social de legitimar la posición social que hemos ganado con tantos esfuerzos. Los ejemplos de movilidad social y geográfica ilustran simplemente en forma más sutil un proceso que se efectúa en toda la sociedad y en muchas situaciones sociales dife­ rentes. El marido confesante que reinterpreta sus lances amorosos en el pasado con el fin de colocarlos en una línea ascendente que culmina en su matrimonio; la mujer recientemente divorciada que reinterpreta su matrimonio ab initio de tal forma que cada una de las etapas vividas sirven para explicar el fracaso final; el chismoso inveterado que reinterpreta sus diversas relaciones en cada nuevo grupo de chismografía al que se incorpora (explicando su relación con A a B de cierta forma, haciendo parecer que B es en realidad su amigo íntimo, para dar la vuelta acto seguido y sacrificar esta supuesta intimidad murmurando de B con A, y así sucesivamente); el hombre que ha des­ cubierto un engaño en alguien en quien confiaba y que pretende ahora que siempre había sospechado de él (pre­ tendiéndolo tanto consigo mismo como con los dem ás): todos son seres que se entregan al mismo pasatiempo pe­ renne de enmendar el destino rehaciendo la historia. Ahora bien, en la mayoría de estos casos, el proceso de reinter­ pretación es parcial, y en el mejor de los casos, semiconsciente. U na persona rectifica ciertas partes .del pasado, dejando intactas aquellas que puede incorporar en la ima­ gen de sí misma que tiene en la actualidad. Y estas modificaciones y ajustes continuos en nuestro propio cuadro biográfico rara vez se integran en una definición clara y consecuente de nosotros mismos. Más bien tropezamos como borrachos con el examen inconexo de la imagen que tenemos de nosotros mismos, intercalando aquí un

pequeño color, borrado allí algunas líneas, sin detenernos realmente nunca para poder contemplar el retrato que hemos creado. En otras palabras, podríamos aceptar la idea existencialista de que somos nuestros propios creadores, si agregamos la observación de que la mayor parte de esta creación se efectúa al azar y en el mejor de los casos en un estado de semiinconsciencia. Sin embargo, existen algunos casos en que la reinter­ pretación del pasado forma parte de una actividad deli­ berada, totalmente consciente e intelectualmente integrada. Esto sucede cuando la reinterpretación de nuestra vida es una fase de la conversión de un nuevo Weltanschauung religioso o ideológico, este es, un sistema de significado uni­ versal dentro del cual puede situarse nuestra biografía. Así, el converso a un credo religioso puede considerar ahora toda su vida anterior como un movimiento providencial hacia el momento en que la niebla se disipó de sus ojos. Las Confesiones de San Agustín, o la Apología Pro Vita Sua de Newman nos proporcionan exposiciones clásicas de este fenómeno. La conversión introduce una nueva etapa en nuestra biografía: A. C. y D. C., precristiano y cristiano, pre católico y católico. Inevitablemente el período anterior al acontecimiento que ahora señalamos como definitivo o decisivo, se considera como un período de preparación. Los profestas de la antigua ley divina se califican de pre­ cursores y presagiadores de lo nuevo. En otras palabras, la conversión es un acto en el que el pasado se transforma dramáticamente. Satori, la experiencia de la inspiración o iluminación que se busca en el budismo de Zen, se describe como “la visión de las cosas con nuevos ojos”. Mientras que esto es manifiestamente propio en lo que se refiere a las conver­ siones . religiosas y a las metamorfosis místicas, las leyes

seglares modernas proporcionan experiencias muy similares a sus adeptos. Por ejemplo, el proceso de convertirse en comunista, implica una revaluación violenta de nuestra vida pasada. Así como el nuevo cristiano considera ahora su vida anterior como una larga noche de pecado y ale­ jamiento de la verdad salvadora, así el joven comunista considera su pasado como un cautiverio de la “falsa con­ ciencia” de una mentalidad burguesa. Los acontecimientos pasados pueden reinterpretarse radicalmente. Lo que antes era un alegre regocijo se clasifica ahora bajo el título de pecado de soberbia, o lo que era integridad personal se considera ahora sentimentalismo burgués. En consecuencia, las relaciones pesadas también deben revaluarse. Inclusive el amor de nuestros padres posiblemente tendrá que des­ cartarse como una tentación a la apostasía o como traición al partido. El sicoanálisis proporciona a muchas personas en nuestra sociedad un método similar de ordenamiento de las partes discrepantes de su biografía en un bosquejo Heno de significado. Este método resulta especialmente fun­ cional en una confortable sociedad de clase media, “de­ masiado” madura para el ánimo valeroso que exige la revohidón o la religión. Conteniendo dentro de su sistema unos medios elaborados y supuestamente científicos de ex­ plicar toda la conducta humana, el sicoanálisis propor­ ciona a sus adeptos el lujo de una imagen convincente de sí mismos, sin exigencias morales y sin trastornar sus planes sodales o económicos. Evidentemente, esto constituye un adelanto tecnológico en el manejo de la conversión, com­ parado con el cristianismo o el comunismo. Aparte de esto, la reinterpretación del pasado se lleva a cabo en for­ ma análoga. Los padres, las madres, los hermanos, las hermanas, las esposas y los hijos, van introduciéndose uno

a uno en la caldera conceptual y surgen como figuras metamorfosead as del panteón freudiano. Edipo lleva al cine a Jocasta y contempla al Padre Prístino al otro lado de la mesa del desayuno. Y, otra vez, todo tiene sentido ahora. La experiencia de la conversión a un sistema de sig­ nificado capaz de ordenar los datos dispersos de nuestra biografía, es liberadora y profundamente satisfactoria. Esto tiene probablemente sus raíces en una profunda necesidad humana de una finalidad y claridad ordenadas. Sin em­ bargo, el reconocimiento naciente de que ésta o cualquier otra conversión nó es necesariamente definitiva, que po­ demos convertirnos una y otra vez, es una de las ideas más aterradoras que puede concebir la mente. La experiencia de lo que hemos llamado “alternación” (que es precisa­ mente la percepción de nosotros mismos en frente a una serie infinita de espejos, cada uno de los cuales trans­ forma nuestra imagen en una diferente conversión poten­ cial) conduce a un sentimiento de vértigo, a una agora­ fobia metafísica ante los horizontes perpetuamente super­ puestos de nuestra posible existencia. Sería de lo más satisfactorio que pudiéramos introducir ahora la sociología como la píldora mágica que puede deglutirse con el fin de que todos esos horizontes encajen exactamente en su lugar. Si lo hiciéramos, simplemente añadiríamos una mitología más a todas las otras que prometen alivio a las ansiedades epistemológicas de la enfermedad de la “alter­ nación”. El sociólogo, en tanto que sociólogo, no puede ofrecer tal salvación (puede ser un gurú en sus actividades que no forman parte de su plan de estudios, pero esto es algo de lo que no nos ocuparemos aquí). El sociólogo es exactamente igual a otro hombre en el sentido de que debe existir en una situación en la que se posee muy poca in­ formación acerca del significado fundamental de las cosas

y en la que esta información es indudablemente espuria y probablemente nunca sea irrefutable. No cuenta con ma­ ravillas epistemológicas para ponerlas en venta. En reali­ dad, el marco de referencia sociológico no es sino un sis­ tema más de interpretación que puede aplicarse a la exis­ tencia y que puede ser reemplazado de nuevo en otros intentos de hermenéutica biográfica. A pesar de todo, d sociólogo puede proporcionar un discernimiento muy simple y por lo tanto el más útil de todos a los hombres que tratan de encontrar su camino a través de la jungla de maneras diferentes de ver el mundo. La idea consiste en que todas estas formas de ver el mun­ do tienen una base social. Expresándolo de una manera diferente, todo Wéltanschauung es una conspiración. Los conspiradores son aquellas personas que erigen una situa­ ción social en la que se da por sentada una visión particu­ lar del mundo. El individuo que se encuentra en esta situación cada día se inclina más a compartir sus suposi­ ciones básicas. O sea, cambiamos nuestras visiones del mundo (y por lo mismo, las interpretaciones y reinter­ pretaciones de nuestra biografía) cuando nos trasladamos de un mundo social a otro. Sólo un loco o, cosa rara, un genio, puede habitar en un mundo que sólo tiene signifi­ cado para él. La mayoría de nosotros adquirimos nuestro significado de otros hombres y necesitamos su apoyo cons­ tante para que estos significados puedan seguir siendo dignos de crédito. Las iglesias son organismos destinados al refuerzo mutuo de interpretaciones significativas. El beatnick puede poseer una subcultura beatnick, al igual que el pacifista, el vegetariano y el “dentífico cristiano”. Pero el hombre suburbano totalmente adaptado, maduro, que no está de un lado ni de otro, cuerdo y sensible, necesita también un contexto social específico que apio-

bará y sustentará su modo de vida. En realidad, cada uno de estos términos —“adaptación”, “madurez”, “cordura”, etcétera— se refieren a situaciones relacionadas con el as­ pecto social y carecen de todo significado cuando se los separa de este aspecto. Nos adaptamos a una sociedad particular; maduramos cuando nos habituamos a ella y somos cuerdos cuando compartimos nuestras suposiciones cognoscitivas y normativas. En consecuencia, los individuos que «amKian sus sis* temas de significado deben cambiar sus relaciones sociales. El hombre que se define de nuevo casándose con una mujer determinada, debe renunciar a los amigos que fio encajan en esta definición El católico se casa con una mujer que no es católica poniendo en peligro su religión, tal como el beatnick arriesga su ideología comiendo con demasiada frecuencia con su representante de la parte alta de la ciudad. Los sistemas de significado están edificados socialmente. El “lava cerebros” chino conspira con su víctima al inventar para este último una nueva historia de su vida, tal como lo hace el sicoanalista con su pacien­ te. Naturalmente, en ambas situaciones la víctima-paciente llega a creer que está descubriendo verdades respecto a sí mismo que existían ya mucho antes de que esta conspira­ ción se iniciase. El sociólogo se mostrará, cuando menos,, escéptico acerca de esta convicción. Abrigará firmes sos» pechas de que lo que parece un descubrimiento es en realidad una invención. Y sabrá que la verosimilitud de lo que se inventa en este caso se encuentra en relación directa con la solidez de la situación social dentro de la cual se forja la invención. En un capítulo posterior trataremos más ampliamente esta molesta relación entre lo que pensamos y la persona con la que cenamos. En esta digresión hemos tratado sim­

plemente de demostrar que la experiencia de la relatividad y de la “alternación” no es únicamente un fenómeno his­ tórico global, sino un verdadero problema que existe en la vida del individuo. La penetración de la sociología en las raíces sociales de esta experiencia puede proporcionar muy poco alivio a aquellas personas que quisieran encontrar una respuesta filosófica o teológica para el problema angus­ tioso planteado en estos términos. Pero en este mundo de revelaciones penosamente racionadas debemos mostrarnos agradecidos por los pequeños favores. La perspectiva sociológica, con su interposición irritante de la pregunta “¿Quién lo dice?” dentro del gran debate del Weltanschauungen, introduce un elemento de escepticismo sano que tiene una utilidad inmediata en cuanto a dar cierta pro­ tección cuando menos contra una conversión demasiado rápida. El conocimiento sociológico se mueve en un marco de referencia que nos permite percibir nuestra vida como un movimiento dentro y a través de determinados mundos sociales, a los cuales están vinculados sistemas específicos de significado. Esto no resuelve de ninguna manera el problema de la verdad. Pero hace que no nos dejemos atrapar tan fácilmente por todos los grupos misioneros que encontremos en nuestro camino.

4 A CIERTA EDAD, LOS NIÑOS comienzan a estar suma­ La perspectiva mente interesados por la posibilidad de localizarse sociológica: en un mapa. Parece ex­ El hombre traño que nuestra vida familiar se haya desarro­ en la sociedad llado en realidad íntegra­ mente en un área deli­ neada por un conjunto de coordenadas bastante imper­ sonales (y hasta ahora desconocidas) en la superficie del mapa. Las exclamaciones del niño “Yo estaba aquí” o “En este momento me encuentro aquí”, revelan la sorpresa que le produce el hecho de que el lugar donde pasó las va­ caciones el pasado verano, un sitio marcado en su memoria por acontecimientos tan profundamente personales como la propiedad de su primer perro o la recogida en secreto de una colección de gusanos, posea latitudes y longitudes es­ pecíficas proyectadas por personas extrañas a su perro, a gusanos y a sí mismo. Esta ubicación de nuestra propia persona en configuraciones concebidas por desconocidos, es uno de los aspectos importantes de lo que, quizá eufemísticamente, se llama “crecimiento”. Participamos en el mundo genuino de los adultos por el hecho de tener una dirección. El niño que apenas días atrás podría haber enviado por correo una carta dirigida “A mi abuelo”, informa ahora a un compañero que también colecciona gusanos su dirección exacta —la calle, la ciudad, el estado

y todo— y descubre que su intento de alianza con el crite­ rio del mundo de los adultos es legitimado dramáticamente con la llegada de la carta. A medida que el niño sigue aceptando la realidad de este aspecto del mundo, continúa acumulando membretes: “Tengo seis años” ; "Me llamo Brown, como mi padre” ; “Soy presbiteriano” ; “Soy estadounidense” ; y tal vez diga, algún tiempo después: “Estoy en la clase especial para muchachos sobresalientes, porque mi IQ es de 130”. Los horizontes del mundo, tal como lo definen los adultos, son determinados por las coordenadas de cartógrafos remo­ tos. El niño puede crear identificaciones alternativas desempeñando el papel de papá cuando juega a la familia, de jefe indio o de Davy Crockett, pero en todo momento sabrá que únicamente está jugando y que los hechos reales acerca de sí mismo son los registrados por las autoridades escolares. Omitimos las comillas y por lo mismo revelamos que en nuestra niñez también nosotros fuimos atrapa* dos por el sentido común —por supuesto, debemos escri­ bir entre comillas todas las palabras clave “saber”, “real”, “hechos”—. El niño sano es el que cree lo que dicen los informes escolares. El adulto normal es el que vive dentro de las coordenadas que le han sido asignadas. Lo que se denomina opinión de sentido común es en realidad la opinión que se da por sentada en el adulto. Es cosa de que los informes escolares se hayan convertido aproximadamente en una ontologia. Ahora identificamos nuestra existencia como cosa natural con la manera en que estamos situados en el mapa social. Lo que esto signifi­ ca para nuestra identidad y nuestras ideas será tratado más ampliamente en el siguiente capítulo. Nuestro mayor interés por el momento es la forma en que tal ubicación expresa a un individuo exactamente lo que puede hacer

y ]o que puede esperar de la vida. Estar situado en la sociedad significa encontrarse en el punto de intersección de fuerzas sociales específicas. Por regla general, pasamos por alto, con gran peligro para nosotros, estas fuerzas. Nos movemos en sociedad de acuerdo con sistemas cuidadosa­ mente definidos de poder y de prestigio. Y una vez que sabemos cómo situamos, sabemos también que no es mucho lo que podemos hacer al respecto. La forma en que los individuos de las clases bajas usan los pronombres “ellos” o “ellas”, expresa muy bien esta conciencia de la heteronomía de nuestra vida. “Ellos” han resuelto las cosas de cierta manera, “ellos” marcan el tono, “ellos” hacen las leyes. Esta idea de “ellos” tal vez no se identifica con demasiada facilidad con individuos o grupos particulares. El término se refiere al “sistema”, el mapa trazado por desconocidos sobre el cual debemos seguir arrastrándonos. Pero sería una forma unilateral de observar el “sistema” si supusiésemos que este concepto pierde su significado cuando nos movemos en los niveles más altos de la sociedad. Indudablemente, habrá un mayor sentido de la libertad de movimiento y de decisión, y en la práctica esto es así. Pero las coordenadas básicas den­ tro de las cuales podemos movemos y decidir son trazadas, sin embargo, por otros hombres, la inoyoría de ellos ex­ tranjeros,, la mayoría ya muertos. Inclusive el autócrata total ejerce su tiranía contra una resistencia constante, no necesariamente política, sino más bien la resistecia de la costumbre, del convencionalismo y del puro hábito. Las instituciones llevan aparejado un principio de inercia, ci­ mentada quizá en su esencia en la dura roca de la estu­ pidez humana. El tirano sabe que aun en el caso de que nadie se atreva a, actuar contra él, sus órdenes serán, a pesar de todo, anuladas una y otra vez por una simple

falta de comprensión. La estructura de la sociedad erigida por extranjeros se reafirma incluso luchando contra el te­ rror. Pero dejemos a un lado el problema de la tiranía. En los niveles que ocupa la mayoría de los hombres, inclu­ yendo el autor y (nos imaginamos) casi todos los lectores de este libro, la situación en la sociedad constituye una definición de las reglas que debemos obedecer. Como hemos visto, el criterio sensato de la sociedad lo comprende así. El sociólogo no contradice esta compren­ sión. La hace más viva, analiza sus raíces, y algunas veces o la modifica o la amplía. Posteriormente veremos que por último la perspectiva sociológica va más allá de la comprensión común del “sistema” y de la fascinación que ejerce sobre nosotros. Pero en las situaciones sociales más específicas que el sociólogo se dispone a analizar, encontra­ rá pocas razones para oponerse a la idea de que son toma­ das en cuenta. Por el contrario, descollarán mucho más y de una manera más penetrante en nuestras vidas ocupando un lugar mucho más importanté del que creíamos antes del análisis sociológico. Este aspecto de la perspectiva so­ ciológica puede aclararse estudiando dos importantes áreas de investigación: el control social y la estratificación social. El control social es uno de los conceptos que se usan con más frecuencia en sociología. Se refiere a diversos métodos empleados por una sociedad para poner de nuevo en linea a sus miembros recalcitrantes. Ninguna sociedad puede existir sin un contra) social. Incluso un grupo reducido de personas que se reúnen sólo ocasionalmente tendrá que desarrollar sus macanismos de control a fin de que el grupo no se disperse en poco tiempo. Se sobreentiende que los medios de control social varían enormemente de una situación social a otra. La oposición a los métodos

característicos en una arganización de negocios puede sig­ nificar lo que los jefes de personal llaman una entrevista final, y en la pandilla criminal, el último paseo en auto­ móvil. Los métodos de control varían según el próposito y el carácter del grupo en cuestión. En uno y otro caso, los mecanismos de control funcionan para eliminar al personal indeseable y (como lo expresó clásicamente el rey Cristóbal, de Haití, cuando hizo ejecutar a uno de cada diez hombres en su batallón de trabajo forzado) para “estimular a los demás”. El medio de control social fundamental e, indudable­ mente, el más antiguo, es la violencia física. En la socie­ dad salvaje de los niños éste es todavía el más importante. Pero inclusive en las sociedades gobernadas cortésmente bajo el sistema de las democracias modernas, el argumento final es la violencia. Ningún estado puede existir sin una fuerza policiaca o su equivalente en poder armado. Esta violencia final no puede emplearse con frecuencia. Antes de su aplicación, pueden tomarse innumerables medidas en forma de amonestaciones y reproches. Pero si se des­ atienden todos los avisos, incluso en cuestiones tan fútiles como el pago de un boleto de tránsito, lo último que suce­ derá es que un par de policías se presentará en la puerta con unas esposas y el transporte para presos. Incluso el polizonte moderadamente cortés que entrega la primera notificación de infracción de tránsito, es muy probable que vaya armado únicamente por previsión. Y hasta en Ingla­ terra, aunque generalmente no lo hace, en caso de necesi­ dad sacará su pistola. En las democracias occidentales, con su énfasis ideo­ lógico en el acatamiento voluntario de las reglas legisladas popularmente, la presencia constante de la violencia oficial es un factor al que se le resta importancia. Su importancia

se reduce a que todos estén enterados de fa existencia de esta violencia. Este factor es la base fundamental de todo orden político. La opinión del común de la sociedad así la considera y esto tiene algo que ver con la renuencia popular ampliamente difundida a eliminar la pena capital del derecho penal (aunque esta renuencia probablemente también se basa en la estupidez, la superstición y ia bestia* lidad congénita que comparten los juristas con la masa de los ciudadanos). Sin embargo, la afirmación de que el orden político se apoya fundamentalmente en la violencia es igualmente cierta en los estados que han aboli­ do la pena máxima. En ciertas circunstacias, a los soldados de caballería del estado les está permitido el empleo de sus armas en Connecticut en donde (muy a su satisfacción, como lo han expresado libremente) una silla eléctrica adorna la principal institución penal; sus colegas tienen esta misma posibilidad en Rhode Island, en donde la po­ licía y las autoridades de la prisión tienen que pasarse sin esta ayuda. Se sobreentiende que los países que cuentan con una ideología menos democrática y humanitaria, se exhiben y se emplean los instrumentos de violencia con mucho menos cautela. Puesto que el uso constante de la violencia resultaría impracticable además de poco eficaz, los organismos ofi­ ciales encargados del control social confían principalmente en la influencia restrictiva que ejerce la disponibilidad, generalmente conocida, de los medios de violencia. Por diversas razones, esta confianza está justificada como regla general en cualquier sociedad que no se encuentra al borde de una disolución catastrófica (como por ejemplo, en casos de revolución, derrotas de guerra o desastres natu­ rales.) La razón más importante es el hecho de que, in­ cluso en los estados dictatoriales y terroristas, un régimen

tiende a lograr aceptación y hasta apoyo con el simple paso del tiempo. Este no es el sitio adecuado para discutir la dinámica sociosicológica de este hecha En las sociedades democráticas la mayoría de la gente tiende por lo menos a compartir los valores en cuyo nombre se emplean los medios de violencia (esto no significa que estos valores sean admirables; por ejemplo: la mayoría de los blancos de algunas comunidades sureñas pueden estar de acuerdo con el empleo de la violencia administrada por los orga­ nismos policiacos con el fin de defender la segregación; pero esto no significa que la masa del pueblo apruebe el empleo de los medios de violencia). En cualquier sociedad en funcianamiento la violencia se usa parcamente y como último recurso, ya que la simple amenaza de esta violencia final basta para el ejercicio cuotidiano del control social. Para nuestro objeto en este tema, lo más importante de subrayar es que casi todos los hombres viven en situaciones en las que, en caso de fracasar todos los demás medios de coacción, la violencia puede emplearse contra ellos oficial y legalmente. Si se entiede de esta manera el papel de la violencia en el control social, se hace evidente que, por decirlo así, los penúltimos medios de coerción la mayor parte del tiem­ po son los más importantes para la mayoría de la gente. Aunque existe cierta tediosa identidad acerca de los mé­ todos de intimidación considerados por los juristas y los policías, los medios menos violentos de control social ponen de manifiesto una gran variedad y algunas veces cierta imaginación. Probablemente inmediatamente detrás de los controles políticos y legales deberíamos colocar la presión económica. Existen pocos medios de coacción tan efectivos como los que amenazan nuestra subsistencia o nuestras ganancias. Tanto las empresas como los obreros

utilizan eficazmente esta amenaza como un medio de con­ trol en nuestra sociedad. Pero los medios económicos de control son igualmente eficaces fuera de las instituciones llamadas correctamente la economía. Asimismo, las uni­ versidades y las iglesias usan las sanciones económicas con igual eficacia para refrenar a su personal de entregarse a una conducta descarriada que, de acuerdo con la opinión de las autoridades respectivas, va más allá de los límites de lo aceptable. De hecho, puede no ser ilegal el que un clérigo seduzca a su organista, pero la amenaza de ser excluido para siempre del ejercicio de su profesión será un control mucho más efectivo para su tentación que la posi­ ble amenaza de ir a la cárcel. Indudablemente, no es ilegal que un sacerdote exprese su opinión sobre cuestiones respecto á las cuales la burocracia eclesiástica preferiría guardar silencio, pero la posibilidad de pasar el resto de su vida en parroquias rurales con una remuneración insignifi­ cante constituye en verdad un argumento muy poderoso. Naturalmente, tales argumentos se emplean con más liber­ tad en las instituciones económicas propiamente dichas, pero la administración de sanciones económicas en las iglesias o universidades no difiere mucho en sus resultados finales de la que se emplea en el mundo de los negocios. Allí donde viven o trabajan seres humanos en grupos compactos, en los cuales son conocidos personalmente y con los que están vinculados por sentimientos de lealtad per­ sonal (la clase que los sociólogos llaman grupos primarios), se ejercen mecanismos de control muy potentes y al mismo tiempo muy sutiles para atacar el descarrío efec­ tivo o potencial. Estos son los mecanismos de persuasión, de escarnio, de murmuración y de oprobio. Se ha descu­ bierto que en las controversias de grupo que se prolongan durante cierto período de tiempo, los individuos modifican

sus anteriores opiniones para ajustarse a la norma del grupo, la cual corresponde a una especie de punto inter­ medio aritmético de todas las opiniones representadas en el grupo. El punto de incidencia de esta norma depende obviamente de los elementos que forman el grupo. Por ejemplo, si tenernos un grupo de veinte caníbales discutiendo sobre canibalismo con un individuo no caní­ bal. lo más probable es que al final éste comprenda su argumento y, con ciertas reservas para guardar las aparien­ cias (relacionadas, por ejemplo, con el devoramiento de parientes cercanos), se pasará completamente al punto de vista de la mayoría. Pero si tenemos una dis­ cusión de grupo entre diez caníbales que consideran la camc humana de un individuo de más de sesenta años demasiado dura para un paladar culto y otros diez ca­ níbales que se empeñan melindrosamente en fijar el lími­ te no más allá de los cincuenta años, lo más probable es que el grupo convenga con el tiempo en que los cincuenta y cinco años es la edad que divide el déjeuner (almuerzo) del débris (desecho) cuando se trate de seleccionar a los prisioneros. Estos son los prodigios de la dinámica de grupo. La causa de esta presión aparentemente inevita­ ble tocante a un consenso tal vez sea un profundo deseo humano de ser aceptado, quizá por caulquier grupo de los que se encuentran en torno nuestro. Gomo es bien sabido por los terapeutas de.grupo, los demagogos y demás especialistas en el campo de la dirección del consenso, este deseo puede manejarse de manera más eficaz. £1 ridiculo y la murmuración son instrumentos poten­ tes de control social en todas las clases de grupos primarios. Muchas sociedades se valen del ridículo como uno de los principales controles sobre los niños: el niño obedece, no por temor al castigo, sino para que no se rían de él-

Dentro de nuestra propia cultura más amplia, este método de “bromear” ha constituido una importante medida disci­ plinaria entre los negros del Sur. Pero la mayoría de los hombres han experimentado el temor glacial de hacer el ridículo en alguna situación social. La murmuración, de la que prácticamente no necesitamos dar detalles, resulta especialmente eficaz en las comunidades pequeñas, en donde la mayoría de la gente pasa su vida en un alto grado de notoriedad social y sujeta a inspección por parte de sus vecinos. En tales comunidades, la murmuración es uno de los principales canales de comunicación, esencial para el mantenimiento de la estructura social. Tanto el ridículo como la murmuración pueden ser manejados de­ liberadamente por una persona inteligente que tenga acce­ so a sus líneas de transmisión. Finalmente, uno de los medios más devastadores de castigo a la disposición de la comunidad humana es el de someter a uno de sus miembros al oprobio y al ostracismo sistemáticos. ; Resulta un poco irónico manifestar que este es uno de los mecanismos de control favoritos para su aplicación a los grupos que se oponen en principio al uso de la violencia. Un ejemplo de ello sería la práctica de la “exclusión” entre los menonitas de Amish. Un indi­ viduo que viola uno de los principales tabús del grupo (por ejemplo, el de tener relaciones sexuales con un foras­ tero), es “excluido”. Esto significa que, aunque se le per­ mite continuar trabajando y viviendo dentro de la comuni­ dad, ningún soltero deberá dirigirle la palabra nunca. Es difícil imaginar un castigo más cruel. Pero éstos son los prodigios del pacifismo. Un aspecto del control social que debe recalcarse es el hecho de que con frecuencia esté basado en pretensiones fraudulentas. Luego nos ocuparemos más ampliamente de

la importancia general del fraude en una comprensión sociológica de la vida humana; en este momento, recal­ camos simplemente el hecho de que cualquier concepto del control social es incompleto, y por tanto engañoso, a menos que se tome en cuenta este elemento. Un niño puede ejercer un control considerable sobre el grupo de sus iguales, si tiene un hermano mayor al que pueda recurrir en caso de necesidad para que se pelee con cual­ quiera de los rivales. Sin embargo, a falta de tal hermano, es posible inventar uno. En ese caso, todo dependerá del talento del niño en relaciones públicas para que logre traducir su invención en un control efectivo. En todo caso, esto es indudablemente posible. En todas las formas de control social que hemos expuesto se encuentran pre­ sentes las mismas posibilidades de fraude. Este es el mo­ tivo de que la inteligencia tenga cierto valor de supervi­ vencia en la competencia con la brutalidad, la malicia y los recursos materiales. Más tarde regresaremos de nuevo a este tema. Por lo tanto, es posible imaginamos como si nos hallá­ ramos en el centro (o sea, en el punto de presión máxima) de un conjunto de círculos concéntricos, cada uno de los cuales representa un sistema de control social. El círculo exterior bien podría representar el sistema social y político bajo el cual nos vemos obligados a vivir. Este es el sistema que, totalmente contra nuestra voluntad, nos gravará con impuestos, nos reclutará para la milicia, nos hará obedecer sus innumerables leyes y reglamentos, en caso necesario nos meterá en la prisión y en último recurso, nos matará. No es necesario que seamos republicanos con tendencias derechistas para sentirnos preocupados por la expansión siempre creciente del poder de este sistema en todos los aspectos concebibles de nuestra vida. Un ejercicio saluda­

ble sería el de anotar durante el lapso de una semana todas las ocaciones, incluyendo las que atañen a problemas fisca­ les, en las que nos encontramos en desacuerdo con las demandas del sistema político-legal. Podemos dar por terminado este ejercicio añadiendo a la suma total las militas y los períodos de encarcelamiento que podrían acarréanos las desobediencias del sistema. Inciden talmen­ te, el alivio con que podríamos recuperamos de este ejercicio nos lo proporcionaría quizá el recordar que los organismos de ejecución de las leyes normalmente son corrompidos y de una eficiencia sólo limitada. Otro sistema de control social que ejerce sus presiones sobre la solitaria figura del centro es el de la moral, las costumbres y los modales. Sólo los aspectos aparentemente más apremiantes (para las autoridades, claro) de este sis­ tema, son investidos de sanciones legales. Sin embargo, esto no quiere decir que sin peligro alguno podamos ser inmora­ les, excéntricos o groseros. En este caso, todos los demás medios de control social entran en acción. Lá inmoralidad es castigada con la pérdida de nuestro empleo, la excen­ tricidad con la pérdida de oportunidades para encontrar uno nuevo, y la mala educación con la imposibilidad de que se nos invite a participar en grupos que respetan lo que ellos considean buenas maneras. El desempleo y el aisla­ miento pueden ser penas menores comparadas con la de ser arrastrados por los policías, pero en realidad no los juzgan así los individuos que los sufren. La oposición extrema a las costumbres de nuestra sociedad particular, que es totalmente refinada en sus instrumentos de control, puede acarrear una consecuencia más: la de que se nos defina, de común acuerdo, como “enfermos”. Una dirección burocrática ilustrada (tal como, por ejemplo, las autoridades eclesiásticas de algunas sectas

protestantes), ya no arroja a la calle a sus empleados des* candados, sino que los obliga a someterse a un tratamiento impuesto por sus siquiatras consultores. De esta manera, el individuo que tiende a descarriarse (o sea, aquel que no se ajusta a los criterios de normalidad establecidos por Ja dirección o por su obispo) es amenazado aún con el desempleo y con la pérdida de sus vínculos sociales, pero además de eso es estigmatizado también como una per­ sona que muy bien podría salir del grupo formado por un conjunto de hombres responsables, a menos que dé pruebas de remordimientos (“discernimiento” ) y de “re­ signación” (“respuesta al tratamiento” ). Así, los innume­ rables programas de “consejo”, “dirección” y “terapia” desarrollados en muchos sectores de la vida institucional contemporánea, fortalecen enormemente los instrumentos de control de la sociedad en conjunto y especialmente de aquellas partes de ella en que no pueden invocarse las sanciones del sistema político-legal. Pero además de estos sistemas ampliamente coercitivos que todo individuo comparte con grandes cantidades de compañeros sometidos también a control, existen otros círculos menos amplios de control a los cuales se encuen­ tra sujeto. Su elección de un oficio (o, lo que a menudo es más exacto, la ocupación a la que por casualidad llega a parar), subordina inevitablemente al individuo a una diversidad de controles que a menudo son bastante severos. Existen controles formales de juntas encargadas de conce­ der licencias, de organizaciones profesionales y de sindica­ tos obreros; por supuesto, esto además de los requisitos formales establecidos por sus patronos particulares. Los controles informales impuestos por colegas y colaboradores resultan igualmente importantes. Por .otra parte, práctica­ mente no es necesario detenernos demasiado en este punto.

El lector puede idear sus propios ejemplos: el médico que participa en un programa de seguro social, con gastos pagados, de grandes alcances; el empresario de pompas fúnebres que anuncia funerales económicos; el ingeniero industrial, que no toma en cuenta en sus cálculos el que un diseño se haga anticuado; el clérigo que afirma que no está interesado por el número de miembros de su iglesia (o mejor dicho, el que actúa en conformidad, ya que decir, casi todos dicen lo mismo); el burócrata del gobierno que gasta invariablemente menos del presupuesto que se le ha asignado; el ensamblador que se excede de las normas que consideran aceptables sus colegas, y así sucesivamente. Por supuesto, las sensaciones económicas son en estos casos las más frecuentes y eficaces: el médico se ve excluido de todos los hospitales disponibles, el empresario de pompas fúnebres puede ser expulsado de su organización profesional por “conducta poco ética”, el ingeniero puede que tenga que sentar plaza como voluntario del Cuerpo de Paz, al igual que el clérigo y el burócrata (en Nueva Guinea, digamos, en donde hasta ahora no hay diseños anticuados, donde los cristianos son muy escasos y están muy alejados entre sí y en donde la maquinaria gubernamental es lo bastante pequeña para ser relativamente racional), y el ensamblador descubre que todas las partes defectuosas de maquinaria en la fábrica han hallado la manera de congregarse en su banco de trabajo. Pero las sanciones de exclusión social, de desprecio y de ridículo pueden ser igualmente penosas de soportar. El desempeño de cualquier oficio en la so­ ciedad, incluso en empleos humildes, trae consigo un código de conducta que es realmente difícil de contravenir. Gene­ ralmente la adhesión a este código resulta tan esencial para el curso de nuestra carrera como la capacidad técnica o la preparación.

£1 control social de nuestro sistema de ocupaciones es tan importante porque el empleo determina nuestra con­ ducta en casi .todos los demás aspectos de nuestra vida: a cuáles asociaciones voluntarias podremos incorporamos, quiénes serán nuestros amigos y el lugar donde podremos vivir. Sin embargo, totalmente aparte de las presiones de nuestro oficio, nuestros demás compromisos sociales imponen también sistemas de control, muchos de ellos me­ nos inflexibles que el del oficio, pero algunos bastante más. Los códigos que rigen la admisión y continuada pertenencia a muchos clubes y organizaciones fraternales son tan seve­ ros como los que determinan quiénes pueden llegar a ser funcionarios ejecutivos 0 1 el manejo de máquinas IBM (algunas veces, afortunadamente para el atormentado can­ didato, los requisitos pueden ser, de hecho, los mismos). En las asociaciones menos exclusivas, las reglas pueden ser más flexibles y muy rara vez es excluida alguna persona, pero la vida puede ser tan totalmente desagradable para el inconforme permanente con las costumbres locales de los miembros del grupo, que el seguir participando en él se toma humanamente imposible. Los detalles que abarcan estos códigos no escritos varían, por supuesto, enorme­ mente. Pueden incluir maneras de vestirse, lenguaje, gusto estético, convicciones políticas o religiosas, o simplemente modales en la mesa. Sin embargo, en todos estos casos constituyen círculos de control que circunscriben efectiva­ mente el radio de acción posible del individuo en una situación particularFinalmente, el grupo humano en el que transcurre lo que llamamos nuestra vida privada, o sea, el círculo de nuestra familia y amigos personales, constituye también un sistema de control. Sería un grave error dar por sentado que éste es forzosamente el más débil de todos, sólo

porque no posee los medios formales de coacción de algu­ nos de los demás sistemas de control. Es en este círculo en el que normalmente un individuo tiene sus vínculos sociales más importantes. La desaprobación, la pérdida de pres­ tigio, el ridículo o el desprecio en este grupo íntimo, tiene una importancia sicológica mucho mayor que el encontrar estas mismas reacciones en otra parte. Puede resultar eco­ nómicamente desastroso que nuestro jefe llegue finalmente a la conclusión de que somos una persona sin valor alguno, pero el efecto sicológico de tal dictamen resulta incom­ parablemente más destructor si descubrimos que nuestra esposa ha llegado a la misma conclusión. Es más, las presiones de este sistema de control más íntimo pueden aplicarse en los momentos en que estamos menos prepa­ rados para ellas. Generalmente, en nuestro trabajo nos encontramos en una posición más adecuada para rehacer­ nos, para estar en guardia y para aparentar que estamos en nuestro elemento. El concepto contemporáneo estado­ unidense de la “familia”, un conjunto de valores que subra­ ya enérgicamente que el hogar es un sitio para refugiarnos de las tensiones del mundo y un lugar de realización personal, contribuye eficazmente a este sistema de control. El hombre que cuando menos se encuentra relativamente preparado sicológicamente para luchar en su empleo, está dispuesto a hacer prácticamente cualquier cosa para prote­ ger la precaria armonía de su vida familiar. Por último en orden pero no en importancia, el control social de lo que los sociólogos alemanes han llamado “la esfera de lo ín­ timo”, resulta especialmente poderoso debido a los mismos factores que entran en la formación de la biografía del individuo. Un hombre escoge a su espesa y a un buen amigo en actos de definición vital de sí mismo. Sus rela­ ciones más íntimas son aquellas con la que debe contar

para mantener los elementos más importantes de su imagen propia. En consecuencia, arriesgarse al desmoronamiento de estas relaciones significa arriesgarse a una pérdida to­ tal de sí mismo. Por lo tanto, no es extraño que muchos déspotas en su trabajo obedezcan rápidamente a su esposa y retrocedan ante el arqueo de las cejas de sus amigos. Si regresamos una vez más a la imagen de un individuo colocado en el centro de un grupo de círculos concén­ tricos cada uno de los cuales representa un sistema de control social, podremos comprender un poco mejor el hecho de que la posición en la sociedad signifique situarse a uno mismo con respecto a muchas fuerzas que los com­ primen y coaccionan. El individuo que piensa consecutiva­ mente en toda la gente a la que debe complacer, desde el recaudador de rentas interiores hasta su suegra, concibe la idea de que todos los miembros de la sociedad colocados en una situación superior a la suya harían bien en no des­ cartar esta idea como un desvarío neurótico momentáneo. No es probable que de todos modos el sociólogo fortalezca esta idea, sin importarle lo que otros consejeros puedan decirle para que se desprenda de ella. Otro campo importante del análisis sociológico que puede ser útil para explicar todo el significado de la posi­ ción en la sociedad, es el de la estratificación social. El concepto de la estratificación se refiere al hecho de que cualquier sociedad se compondrá de niveles que se rela­ cionan entre sí en términos de superordenación y de su­ bordinación, ya sea en poder, privilegios o rango. Para exponerlo de manera más simple, la estratificación significa que toda la sociedad tiene un sistema de jerarquía. Algu­ nos estratos ocupan una posición más alta y otros más baja. La suma de todos ellos constituye el sistema de estratifi­ cación de esta sociedad particular.

La teoría de la estratificación es una de las partes más complejas del pensamiento sociológico y sería totalmente ajeno al presente contexto darle cualquier tipo de intro­ ducción. Basta decir que las sociedades difieren enorme­ mente en los criterios según los cuales se asigna a los individuos los diversos niveles que han de ocupar, y que los distintos sistemas de estratificación, empleando criterios totalmente diferentes de colocación, pueden coexistir en la misma sociedad.- Evidentemente, son factores muy di­ ferentes los que deciden la posición de un individuo en el esquema de estratificación de la tradicional sociedad de castas hindú de los que determinan su posición en una moderna sociedad occidental. Y los tres galardones prin­ cipales de la posición social —el poder, los privilegios y. el prestigio!— a menudo no se superponen recíprocamente, sino que existen lado a lado en los distintos sistemas de estratificación. En nuestra sociedad, a menudo la riqueza conduce al poder político, aunque no ocurre inevitablemen­ te así. También existen individuos poderosos con una riqueza muy escasa. Y el prestigio puede estar relacionado con actividades totalmente ajenas al rango económico o político. Estas advertencias pueden resultar útiles con fi­ nes preventivos cuando procedemos a examinar la forma en que la posición en la sociedad implica al sistema de estratificación, con su enorme influencia en toda nuestra vida. El tipo de estratificación más importante en la socie­ dad contemporánea occidental es el sistema de clasesl El concepto de clase, como la mayoría de los conceptos en la teoría de estratificación, ha sido definido de maneras di­ ferentes. Para nuestros fines, basta considerar la clase como un tipo de estratificación en el que nuestra posición general dentro de la sociedad se determina básicamente

por criterios económicos. En una sociedad corno ésta, la posición que alcanzamos generalmente es más importan­ te que aquella en la que nacimos (aunque la mayoría de la gente reconoce que la última ejerce una enorme in­ fluencia sobre la primera). Además, una sociedad de clases es una en la que existe por regla general un alto grado de movilidad social. Esto significa que las posiciones sociales no están establecidas de manera inmutable, que mucha gente cambia sus posiciones por una mejor o una peor en el curso de su vida y que, en consecuencia, nin­ guna posición parece totalmente segura. Como resultado de ello, los atavíos simbólicos de nuestra posición son muy importantes. Esto es, mediante el uso de diferentes sím­ bolos (tales como objetos materiales, maneras de compor­ tarse, gustos y lenguaje, tipos de asociación e incluso opi­ niones apropiadas), seguimos demostrando ante el mundo la posición a que hemos llegado. Esto es lo que los soció­ logos llaman simbolismo de la condición social, y es un factor importante en los estudios de la estratificación. Max Weber ha definido la clase en función de las esperanzas que puede abrigar razonablemente un individuo en la vida. En otras palabras, nuestra posición desde el punto de vista de la clase nos da ciertas probabilidades u oportunidades de vida, respecto a la suerte que podemos esperar en la sociedad. Todos reconocen que esto es así en términos estrictamente económicos. Una persona per­ teneciente a la clase media superior de, por ejemplo, vein­ ticinco años de edad, tiene mejores probabilidades de poseer un hogar en un barrio residencial, dos automóviles y una casa de campo en el Cabo dentro de diez años, que su coetáneo que ocupa una posición de clase media in­ ferior, Esto no quiere decir que éste último no tenga absolutamente ninguna oportunidad de lograr estas cosas,

sino simplemente que actúa con una desventaja estadística. Esto difícilmente puede sorprender a nadie, puesto que para empezar, la clase fue definida en términos económicos, y el proceso económico normal garantiza que los que tienen ahora, en el futuro tendrán mucho más. Pero la clase determina oportunidades de vida en aspectos que no se limitan a la situación económica propiamente dicha. Nues­ tra clase determina la cantidad de educación que proba­ blemente recibirán nuestros hijos. Determina las medidas de atención médica de que disfrutamos nosotros y nuestra familia y, por lo tanto, nuestra longevidad o expectativa de vivir: oportunidades de vida en el sentido literal de la palabra. Las clases más elevadas de nuestra sociedad están mejor alimentadas, mejor alojadas, poseen una edu­ cación mejor y viven más en promedio que los ciudadanos menos afortunados. Estas observaciones pueden ser pero­ grulladas, poro nos parecen más importantes si observamos que existe una correlación estadística entre la cantidad de dinero que ganamos per annum y el número de años que podemos esperar permanecer en la tierra. Pero la importancia de la ubicación dentro del sistema de clase llega aún más lejos que esto. Las diferentes clases en nuestra sociedad no sólo viven de manera diferente desde el punto de vista cuantitativo^ sino también desde el cualitativo. U n sociólogo de méritos, contando con dos Indices básicos de clase tales como el ingreso y el oficio, puede hacer una larga lista de predic­ ciones acerca del individuo en cuestión, aun cuando no cuente con ninguna otra información. Gomo todas las predicciones sociológicas, éstas tendrán un carácter esta­ dístico. Esto es, serán afirmaciones basadas en probabili­ dades y tendrán un margen de error. A pesar de ello, pueden hacerse con una buena dosis de seguridad. En

posesión de estos dos detalles de información respecto al individuo, el sociólogo podrá hacer inteligentes conjeturas acerca dé la parte de la ciudad en que reside el individuo, así como respecto a las dimensiones y estilo de su casa. También podrá proporcionar una descripción general de la decoración interior de la casa, y conjeturar la clase de cuadros que adornarán las paredes y los libros o revis­ tas que encontraremos probablemente en las repisas de la sala. Además, podrá adivinar el tipo de música que le gusta oír al individuo en cuestión, y si satisface este gusto asistiendo a los conciertos, poniendo el tocadiscos o la radio. Pero el sociólogo puede .hacer mucho más. Puede predecir en qué asociaciones voluntarias ha ingresado el individuo y a la iglesia a que pertenece. Puede calcular el vocabulario del individuo, formular ciertas reglas apro­ ximadas de su sintaxis y demás usos del lenguaje. Puede adivinar la afiliación política del individuo y sus puntos de vista acerca de algunos asuntos públicos. Puede pre­ decir el número de niños engendrados por él y si éste tiene relaciones sexuales con su esposa con las luces prendidas o apagadas. Será capaz de hacer ciertas afirmaciones acer­ ca de la probabilidad de que el sujeto sufra algunas en­ fermedades, tanto físicas como mentales. Como ya hemos observado, estará en condiciones de colocar al hombre en la tabla de cálculos de un actuario en la cual se registra su presunta longitud de vida. Finalmente, si el sociólogo se decide a verificar todas estas conjeturas y solicita una entrevista al individuo en cuestión, puede calcular la pro­ babilidad de que éste se niegue a concedérsela. Muchos de los elementos a que acabamos de referimos son puestos en vigor por controles externos en el medio ambiente de cualquier clase determinada. Así, el ejecutivo de una compañía que tiene una casa y una esposa “incon­

venientes”, se verá sujeto a grandes presiones para que cambie ambas. Al individuo de dase obrera que desea afiliarse a una iglesia de la clase media superior se le hará saber en términos inequívocos que “ podría ser mucho más feliz en otra parte”. O el niño de la clase media inferior que gusta de la música de cámara se verá sometido a grandes presiones para que cambie esta aberración por intereses musicales que estén más de acuerdo con los de su familia y sus amigos. Sin embargo, en muchos de estos casos la aplicadón de controles externos resulta totalmente innecesaria, porque en realidad existen muy pocas proba­ bilidades de que alguien se desvíe. La mayoría de los individuos que tienen por delante una carrera ejecutiva, se casan con la clase de mujer “adecuada” (el tipo de mujer que ha llamado David Riesman “vehículo de posición so­ cial” )j actuando prácticamente de manera instintiva; y la mayoría de los niños de la clase media inferior tienen formados sus gustos musicales desde temprana edad de tal manera que son relativamente inmunes a los halagos de la música de cámara. £1 medio ambiente de cada dase social forma la personalidad de sus miembros mediante innu­ merables influencias que comienzan desde su nacimiento y los conducen hasta la graduación de la escuela prepara­ toria, o hasta el reformatorio, según el casó. Solamente cuando estas influendas formativas dejan de alcanzar por alguna razón su objetivo, es necesario que entren en acción los mecanismos de control sodal. Por lo tanto, al tratar de comprender la importancia de la dase, no sólo estamos considerando otro aspecto del control social, sino que em­ pezamos a captar la forma en que la sodedad se introduce en lo más profundo de nuestra condencia, tema que ex­ pondremos más ampliamente en el siguiente capítulo.

A estas alturas es necesario subrayar que estas obser­ vaciones sobre la clase no intentan de ninguna manera ser una denuncia indignada de nuestra sociedad. Indudable­ mente, existen algunos aspectos de las diferencias de clase que podrían modificarse mediante ciertos tipos de direc­ ción social, tales como la discriminación de clases en la educación y las desigualdades de clase en la atención mé­ dica. Pero ninguna mayor o menor cuantía de dirección social cambiará, el hecho básico de que los distintos medio ambientes sociales ejercen diferentes presiones sobre sus miembros, o de que algunas de estas presiones conducen al éxito más que otras, tal como se ha definido el éxito en esta sociedad particular. Existen buenas razones para creer que algunas de las características fundamentales de un sistema de clase, tal como el que acabamos de delinear, se encontrarán en todas las sociedades industriales o en proceso de industrialización, incluyendo las dirigidas por regímenes socialistas que niegan la existencia de la clase en su ideología oficial. Pero si la situación en un estrato social en contraste con otro tiene estas consecuencias tras­ cendentales en una sociedad relativamente tan “libre” como la nuestra, podemos imaginar fácilmente cuáles serán las consecuencias en sistemas más “cerrados”. Recurrimos aquí una vez más al instructivo análisis de Daniel Lemer acerca de las sociedades tradicionales del Medio Oriente, en las que la posición social- determinaba la identidad y las esperanzas de un individuo (incluso en la imaginación) hasta un punto que la mayoría de los occidentales hoy día encuentran difícil hasta de comprender. Sin embargo, las sociedades europeas antes de la revolución industrial no eran demasiado diferentes, en la mayoría de sus es­ tratos, del modelo tradicional de Lemer. En tales socie­ dades, podemos inferir y recomponer la existencia integra

de un hombre con sólo una mirada a su posición social, igual que podemos dar un vistazo a la frente de un hindú y observar en ella la señal de su casta. Sin embargo, inclusive en nuestra propia sociedad, su* perpuestos, por decirlo así, sobre el sistema de clase, existen otros sistemas de estratificación mucho más rígidos, y por los tanto mucho más determinantes de la vida íntegra de un individuo, que el de clase. Un ejemplo notable de esto en la sociedad estadounidense es el sistema racial, que la mayoría de los sociólogos consideran como una variedad del de castas. En tal sistema, la posición social básica del individuo (esto es, su asignación al grupo de casta que le corresponde) es determinada al nacer. Cuando menos en teoría, no tiene absolutamente ninguna posibilidad de cambiar esta posición en el curso de su vida. U n hombre podrá llegar a ser todo lo rico que quiera, pero seguirá siendo negro. O un individuo puede caer tan bajo como es posible hacerlo en relación con las costumbres de la sociedad, y a pesar de eso seguirá siendo blanco. Un indi* viduo nace en su clase social, debe vivir toda su vida dentro de ella' y dentro de todas las limitaciones de con­ ducta impuestas por ésta. Y, naturalmente, debe casarse y procrear hijos dentro de esta clase social. En realidad, al menos en nuestro sistema racial, existen algunas posibi­ lidades de “engaño” : o sea, la costumbre de los negros de piel clara que “pasan” por blancos. Pero estas posibi­ lidades contribuyen muy poco a cambiar la eficacia total del sistema. Las deprimentes realidades del sistema racial estadou­ nidense son demasiado bien conocidas para que necesite­ mos dar muchos detalles a su respecto. Es evidente que la posición social de un individuo negro (por supuesto, esto sucede mucho más en el Sur que en el Norte, pero

con menos diferencias entre las dos regiones de las que admiten generalmente los gazmoños blancos del Norte), entraña un encauzamiento de las posibilidades de subsis­ tencia mucho más estrecho del que tiene lugar por el factor de clase. En realidad, las posibilidades de movi­ lidad de clase del individuo son determinadas de manera mucho más definida por su posición racial, puesto que algunas de las incapacidades más severas de esta última tienen un carácter económico. Por lo mismo, la conducta, las ideas y la identidad sicológica de un hombre son determinadas en forma mucho más decisiva por la raza que por la clase. La fuerza restrictiva de esta posición puede observarse en su forma más pura (si es que puede aplicarse tal adje­ tivo, inclusive en un sentido caá químico, a un fenómeno tan irritante) en la etiqueta radal de la sociedad tradi­ cional de los estados del Sur, en los que cada caso aislado de acción reciproca entre miembros de las dos castas era regulado en un ritual estilizado cuidadosamente planeado para honrar a una de las partes y humillar a la otra. Por la más ligera desviación del ritual, un negro se arriesgaba al castigo físico y un blanco al oprobio más extremo. La raza era un factor infinitamente más determinante que el lugar en el que pudiera residir un individuo o las personas con las que pudiera asociarse. Determinaba el acento lingüístico, los gestos, los chistes, e incluso se aden­ traba en los sueños de salvación de un individuo. En un sistema semejante, los criterios de estratificación llegan a convertirse en obsesiones metafísicas, como en el caso de la dama sureña que expresaba la convicción de que su cocinera iría con toda seguridad al cielo de los negros. Un concepto empleado comúnmente en la sociología es el de la definición de la situación. Inventado original­

mente por el sociólogo estadounidense W. I. Thomas, sig­ nifica que una situación social es tal como la definen sus, participantes. En otras palabras, para los fines del soció­ logo, la realidad es cuestión de definición. De ahí que el sociólogo deba analizar seriamente muchas facetas de la conducta humana que son absurdas y desilusionantes. En el ejemplo del sistema racial que dimos hace un momento, un antropólogo biólogo o físico puede echar una ojeada a las creencias raciales de los blancos del Sur y declarar que estas creencias son totalmente erróneas. En ese caso puede descartarlas considerando que no son sino una mito­ logía más creada por la ignorancia y la mala voluntad humanas, recoger sus bártulos y regresar a casa. Sin em­ bargo, la tarea del sociólogo sólo comienza en ese momento. No es ninguna ayuda para él descartar la ideología racial del Sur por considerarla una imbecilidad científica. Mu­ chas situaciones sociales son controladas eficazmente por las definiciones de los tontos. En realidad, la imbecilidad que define la situación forma parte del material del aná­ lisis sociológico. Así, la comprensión funcional que tiene el sociológico de la “realidad” es algo peculiar, y de esto nos ocuparemos de nuevo después. Por el momento lo más importante es señalar que los controles inexorables por medio de los cuales la posición social determina nues­ tras vidas no pueden suprimirse bajando del pedestal las ideas que rodean estos controles. Pero hay algo más que añadir. Nuestras vidas no son dominadas únicamente por tas sandeces de nuestros con­ temporáneos, sino también por las de hombres que han muejrto hace mucho tiempo. Es más, toda tontería gana crédito y reverencia con cada año que pasa después de su promulgación original. Como ha señalado Alfred Schuetz, esto significa que toda situación social en que nos encona

tremos no sólo es definida por nuestros coetáneos, sino que ya fue definida antes por nuestros antecesores. Puesto que no nos es posible hablar con nuestros antepasados, generalmente es más difícil librarse de sus interpretaciones erróneas que de las que se elaboran en nuestra misma vida. Podemos ver este hecho en el aforismo de Fontanelle de que los muertos son más poderosos que los vivos. Es importante recalcar esto porque nos demuestra que incluso en las áreas en donde la sociedad nos permite aparentemente cierta facultad para elegir, la mano pode­ rosa del pasado reduce nuestras alternativas. Volvamos, por ejemplo, a un episidio evocado anteriormente: la esce­ na en que una pareja de enamorados se sienta a la luz de la luna. Imaginemos además que esta sesión iluminada por la luna resulta la decisiva, la entrevista en la que se hizo y fue aceptada una proposición de matrimonio. Ahora bien, sabemos que la sociedad contemporánea impone grandes limitaciones a esta elección, facilitándola enorme­ mente entre parejas que encajan en las mismas categorías socialeconómicas y colocando considerables obstáculos en el camino de las que pertenecen a diferentes categorías. Pero es igualmente evidente que incluso cuando los que viven aún no hacen intentos conscientes por limitar la elección de los participantes en este drama particular, los muertos dejaron escrito desde hace mucho tiempo el ar­ gumento o sinopsis de casi todos los pasos que se dan. La idea de que la atracción sexual puede transformarse en una emoción romántica fue concebida y aderezada por trovadores de melancólica voz que daban gusto a la ima­ ginación de damas aristocráticas que vivieron alrededor del siglo xn. La idea de que un hombre debe fijar su impulso sexual permanente y exclusivamente en una sola mujer, con quien debe compartir el lecho, el baño y el abu­

rrimiento de un millar de desayunos con los ojos nublados aún por el sueño, fue creada un poco antes por teólogos misantrópicos. Y la suposición de que la iniciativa en el establecimiento de este maravilloso convenio debería estar en manos del hombre, sucumbiendo graciosamente la mu­ jer ante la impetuosa embestida de su galanteo, se remonta a épocas prehistóricas cuando los salvajes guerreros inva­ dieron por primera vez alguna pacífica aldea matriarcal, arrastrando consigo a las chillonas hijas hasta sus cabañas maritales. Lo mismo que estos venerables antepasados han deci­ dido el marco de referencia básico dentro del cual se desa­ rrollarán las pasiones de nuestra pareja ejemplar, así cada paso de su noviazgo ha sido definido y fabricado previa­ mente y, si queremos decirlo así, “determinado”. No es únicamente que dé por sentado que se enamoren y celebren un matrimonio monógamo en el que ella renuncia a su apellido y él a su solvencia; que este amor deba ser manu­ facturado a toda costa o el matrimonio parecerá poco sincero a todos los interesados y que el estado y la iglesia vigilarán con ansiosa atención el ménage una vez que éste se establece: todas suposiciones fundamentales maquinadas siglos antes del nacimiento de los protagonistas. Cada paso de su niviazgo está proyectado también en el ritual social y, aunque siempre existe cierta libertad para las improvisaciones, es probable que tantas restricciones pongan en peligro el éxito de toda la operación. De esta manera, nuestra pareja progresa predeciblemente (con lo que un abogado llamaría la “celeridad debida premeditada” ) de las citas para el cine a las citas en la iglesia, hasta los compromisos para reunirse con la familia; de tomarse de las manos hasta las exploraciones a manera de ensayo de lo que planeaban originalmente guardar para después; de los

planes para p asar la tarde hasta los planes para la construc­ ción de su casa suburbana, ocupando la escena a la luz de la luna su lugar adecuado en esta secuencia ceremonial. Ninguno de ellos ha inventado este juego o una parte de él. Unicamente han decidido que lo compartirán uno con el otro, en lugar de hacerlo con otros posibles compañeros. Tampoco tienen muchas alternativas acerca de lo que ha de suceder después del necesario ritual de intercambio de la pregunta y la respuesta. La familia, los amigos, el clero, los vendedores de joyas y de seguros de vida, los floristas y decoradores de interiores, aseguran que el resto de la partida se jugará también de acuerdo con las reglas establecidas. En realidad, estos guardianes de la tradición tampoco tienen que ejercer mucha presión sobre los pro­ tagonistas principales, puesto que las expectativas de su mundo social han sido erigidas mucho tiempo atrás dentro de sus propios proyectos para el futuro: ellos desean pre­ cisamente lo que la sociedad espera de ellos. Si esto es así en los aspectos más Intimos de nuestra existencia, es fácil imáginar que lo mismo sucede en casi toda situación social con la que tropecemos en el curso de la vida. La mayoría de las veces el juego ya ha sido “determinado” mucho antes de que lleguemos a la escena. Y la mayor parte del tiempo lo único que podemos hacer es jugarlo, con más o menos entusiasmo. El profesor que se planta frente a sus alumnos, el juez que pronuncia la sen­ tencia, el predicador que fastidia a su auditorio, el coman­ dante que ordena a sus tropas que entren en la batalla, todos estos personajes llevan a cabo actividades que han sido definidas de antemano dentro de limites muy estrechos. Y los poderosos sistemas de controles y sanciones p erm a­ necen en defensa de estos límites.

Tras estas consideraciones, podemos llegar ahora a una comprensión más profunda del funcionamiento de las es­ tructuras sociales. Un concepto sociológico muy útil en el que podemos basar esta comprensión es el de la “institu­ ción”. Una institución fce define comúnmente como un complejo distintivo de actos sociales». Así, podemos hablar de la ley, de la clase, del matrimonio o de la religión organizada como instituciones establecidas. Sin embargo, tal definición no nos dice de qué manera se relaciona la institución con las acciones de los individuos implicados. Amold Gehlen, un científico social alemán contemporáneo,, ha dado una respuesta sugestiva a esta pregunta. Gehlen considera que la institución es un organismo regulador que canaliza las acciones humanas en forma muy semejaste a la manera en que les instintos canalizan la conducta animal. En otras palabras, las instituciones proporcionan maneras de actuar por mediode las cuales es modelada y obligada a marchar la conducta humana, en canales que la sociedad considera los más con valientes. Y este truco se lleva a cabo haciendo que estos canales le parezcan al individuo los únicos posibles; Tomemos un ejemplo. Puesto que a los gatos no hay que enseñarles a cazar ratones, aparentemente existe algo en las dotes congénitas de un gato (un instinto, si les gusta el término) que lo hace comportarse de esta manera. Presumiblemente, cuando un gato ve un ratón, hay algo dentro de él que le insiste: ¡Come! ¡Come! El gato no opta exactamente por obedecer esta voz interior. Simple­ mente sigue la ley de lo más profundo de su ser y arranca tras el desventurado ratón (que, suponemos, tiene una V02 interior que le repite ¡ corre! ¡ corre!). Como Lutero, el gato no puede hacer otra cosa. Pero permítasenos des­ viamos de nuevo hacia la pareja de la que nos ocupamos

anteriormente con tan manifiesta falta de benevolencia. Cuando nuestro joven vio por primera vez a la muchacha destinada a provocar la representación a la luz de la luna (o, si no la primera vez, poco tiempo después), también se encontró escuchando una voz interior que le daba una orden clara y perentoria. Y su conducta posterior demuestra que también para él esta voz fué irresistible. No, esta orden no es lo que probablemente está pensando el lector — este im­ perativo que comparte congénitamente nuestro joven con los jóvenes gatos, chimpancés y cocodrilos, la cual no nos interesa por el momento. La orden que nos interesa es la que le dice ¡Cásate! ¡Cásate! Porque, a diferencia del otro, este imperativo no nació con el joven. Le fué incul­ cado por la sociedad, reforzado por las innumerables pre­ siones de la erudición familiar, la educación moral, la religión y los medios publicitarios de masas. En otras pala­ bras, el matrimonio no es un instinto sino una institución. A pesar de ello, la forma en que encauza la conducta dentro de canales determinados con anterioridad es muy similar a cómo se comportan los instintos cuando se les mantiene dominados. Esto se evidencia si tratamos de imaginar lo que haría nuestro joven en ausencia del imperativo institucional. Por supuesto, podría hacer un número casi infinito de cosas. Podría tener relaciones sexuales con la muchacha, aban­ donarla y no volver a verla jamás. Podría esperar basta que nazca su primer hijo y entonces pedir a su tío mater­ no que lo críe. O podría acercarse a tres compañeros suyos y preguntarles si querrían tomar conjuntamente a la mu­ chacha como su mujer común. O podría incorporarla en su harem junto con las veintitrés mujeres que viven ya en él. En otras palabras, en vista del impulso de su sexo y de su interés en esta muchacha particular, se encontraría

verdaderamente en u n apuro. Inclusive suponiendo que haya estudiado antropología y que sepa que todas las alternativas mencionadas anteriormente son cosa normal en alguna cultura humana, todavía pasaría momentos di­ fíciles para decidir cuál de esas alternativas sería más conveniente seguir en este caso. Ahora podemos compren­ der lo que hace por él el imperativo institucional. Lo pro­ tege de esta situación apurada. Le cierra todas las demás alternativas, en favor de la que su sociedad ha fijado previamente para él. Inclusive excluye estas otras opiniones de su conciencia. Le da a conocer una fórmula: lo que debe hacerse cuando se ama es casarse. Todo lo que debe hacer ahora es volver sobre los pasos preparados para él en este programa. Esto puede tener de por sí bastantes difi­ cultades, pero son de un orden muy diferente de aquellos a que se enfrentaba un protohombre que se encontraba con una protomujer en un claro de la selva primitiva teniendo que lograr a fuerza de trabajo un modus vivendi viable con ella. En otras palabras, 1a institución del matrimonio sirve para canalizar la conducta de nuestro joven y para hacer que obre de acuerdo con el modelo. La estructura institucional de la sociedad suministra la tipología a nues­ tras acciones. Sólo muy rara vez estamos en posición de idear nuevos tipos para que nos sirvan después de modelo. Casi todos tenemos la alternativa máxima entre el tipo A y el B, los cuales han sido definidos para nosotros a priorL Así, podríamos preferir ser artistas en vez de hombres de negocios. Pero en cualquier caso, nos encontraremos con definiciones bastante precisas de lo que debemos hacer después. Y ninguno de los dos modos de vida habrán sido inventados por nosotros mismos. Otro aspecto más del concepto de la institución de Gehlen en el que debemos hacer hincapié, porque será

de gran importancia en nuestro argumento, es lo inevitable que son aparentemente sus imperativos. El joven de tipo promedio en nuestra sociedad no sólo rechaza las opciones de poliandria y poligamia, sino que, al menos en lo que se refiere a si mismo, las considera literalmente inconcebibles. Cree que el método de acción determinado institucional­ mente es el único que se sería posible adoptar, el único para el que está ontológicamente capacitado. Posiblemente el gato, si reflexionase sobre sus persecuciones a la caza de ratones, llegaría a la misma conclusión. La diferencia es que el gato tendría razón de llegar a esta conclusión, en tanto que el joven no. Por lo que nos es dado conocer, un gato que se negase a cazar ratones seria una monstruosidad biológica, posiblemente el resultado de una alteración ma­ ligna, y sin duda alguna un traidor a la esencia misma de la raza felina. Pero todos sabemos muy bien que tener muchas esposas o ser uno de los muchos maridos de una mujer no es una traición a la humanidad, en cualquier sen­ tido biológico, ni siquiera a la virilidad. Y puesto que para los árabes es biológicamente posible tener lo primero y para los tibetanos ser lo segundo, también debe ser bioló­ gicamente posible para nuestro joven. En realidad, sabemos que si a éste lo hubiesen raptado de su cuna y lo hubiesen embarcado con rumbo a costas lejanas a una edad lo bastante temprana, no habría sido criado para ser el mu­ chacho animoso y bastante sentimental de nuestra escena a la luz de la luna, sino que se habría convertido en un vigoroso polígamo en Arabia, o en un satisfecho marido múltiple en Tibet. O sea, que se está engañando a sí mismo (o, más correctamente, está siendo engañado por la sociedad) cuando considera inevitable su método de acción a este respecto. Esto significa que toda estructura institucional debe depender de un engaño y que toda exis-

tcncia en sociedad lleva consigo un elemento de mala fe. A primera vista, esta idea nos puede parecer totalmente deprimente, pero como veremos, en realidad nos ofrece la primera visión de un aspecto de la sociedad menos deter­ minista del que hemos obtenido hasta ahora. Sin embargo, por el momento, nuestras consideraciones de la perspectiva sociológica nos han llevado hasta un punto en el que la sociedad se parece más a una prisión, una gigantesca Alcatraz, que a cualquier otra cosa. Hemos pasado de la satisfacción infantil de tener una dirección, unas señas, a la comprensión adulta de que la mayoría de las cartas son desagradables. Y la comprensión sociológica tan sólo nos ha ayudado a identificar más de cerca a todos los personajes, muertos o vivos, que tienen el privilegio de sentarse en lugar más prominente que el nuestro. El enfoque de la sociología que se acerca más a la expresión de este tipo de aspecto de la sociedad es el enfo­ que asociado con Emile Durkheim y su escuela. Durkheim subrayó que la sociedad es un fenómeno sui generis, es decir, nos pone frente a una realidad muy sólida que no puede reducirse ni traducirse a otros términos. Afirmó después que las realidades sociales son “cosas” que poseen una existencia objetiva ajena a nosotros tal como los fenó­ menos de la naturaleza. Lo hizo principalmente para pro­ teger a la sociología de ser engullida por los sicólogos de mentalidad imperialista, pero su concepto tiene una impor­ tancia que va más allá de este interés metodológico. Una “cosa” es algo parecido a una roca que, por ejemplo, se atraviesa en nuestro camino y que no podemos mover por el hecho de desear que no exista o imaginando que tiene una forma diferente. Una “cosa” es algo contra lo cual podemos arrojamos en vano, algo que existe contra todos nuestros deseos y esperanzas y que, Analmente, puede caer

sobre nuestra cabeza y matamos. Es en este sentido en el que la sociedad es una colección de “cosas”. La ley ejemplifica esta cualidad de la sociedad tal vez más clara­ mente que cualquier otra institución social. Si seguimos atentamente la concepción de Durkheirii, entonces la sociedad se presenta ante nosotros como un artificio objetivo. Está ahí, como algo que no puede ijegarse y que debemos tener en cuenta; La sociedad es exter­ na para nosotros. Nos circunda, rodea nuestra vida por todos lados. Estamos dentro de la sociedad, ubicados en sectores específicos del sistema social. Esta ubicación de­ termina y define de antemano casi todos nuestros actos, desde el lenguaje hasta la etiqueta, desde las creencias religiosas que defendemos hasta la probabilidad de que cometamos un suicidio. Nuestros deseos no se toman en consideración en este problema de la ubicación sodal y nuestra resistencia intelectual a lo que la sociedad prescribe o proscribe a menudo no tiene ningún valor y, en el mejor de los casos, vale muy poco. La sociedad, como un hecho objetivo y extemo, se enfrenta a nosotros especialmente en forma de restricción. Sus instituciones modelan nuestros actos e incluso plasman nuestras esperanzas. Estas nos re­ compensan en la medida en que permanezcamos dentro de los límites de las funciones que se nos han asignado. Si nos salimos de estos límites, la sociedad dispone de una varie­ dad casi infinita de instrumentos de control y de coerción. Las sanciones de la sociedad, en cualquier momento de la existencia, son capaces de mantenemos aislados en medio de nuestros compañeros, de exponemos al ridículo, de privarnos del sustento y de nuestra libertad, y en el último de los casos, de despojamos de nuestra propia vida. El derecho y la moral de la sociedad pueden crear amplias justificaciones para cada una de estas sanciones y la ma­

yoría de nuestros semejantes las aprobarán si son empleadas contra nosotros en castigo por nuestro descarrío. Final­ mente, estamos situados dentro de la sodedad no sólo en espado sino también en tiempo. Nuestra sociedad es uña entidad histórica que se extiende temporalmente más allá de cualquier vida individual. La sociedad nos precede y sobrevivirá después de nuestra muerte. Existía ya antes de nuestro nacimiento y existirá después de nuestra desaparidón. Nuestras vidas no son sino episodios en su marcha majestuosa a través del tiempo. En resumen, la sodedad es la muralla que nos aprisiona en la historia.

5 Probablem ente

en

el

capítulo anterior haya­ La perspectiva mos p ro p o rc io n a d o al lector excelentes razones sociológica: para que llegue a la con­ La sociedad clusión de que la socio­ logía está preparada para en el hombre recibir el título de “la ciencia triste" de la eco­ nomía. Habiendo presentado al lector una imagen de la sociedad que la asemeja a una aborrecible prisión, debemos indicar ahora cuando menos algunos túneles de escape de este sombrío determinismo. Sin embargo, antes debemos profundizar un poco más en estas tinieblas. Hasta ahora, enfocando la sociedad bajo el aspecto de sus sistemas de control, hemos contemplado al individuo y a la sociedad como dos entidades que se enfrentan una a la otra. La sociedad ha sido concebida como una reali­ dad externa que ejerce presión y coacción sobre el indi­ viduo. Si dejásemos intacta esta imagen, obtendríamos una impresión totalmente errónea de la relación auténtica, es decir, una impresión de masas de hombres que se resisten constantemente a sus ataduras, que se rinden con los dientes rechinantes a las autoridades que los controlan, forzados constantemente a la obediencia por temor a lo que puede sucederles si no lo hacen. Tanto el conocimien­ to de sentido común de la sociedad como el análisis socio­ lógico propiamente dicho nos dicen que esto no es así, A

la mayoría de nosotros el yugo de la sociedad nos parece fácil de soportar. ¿Por qué? Sin duda esto no se debe a que el poderío de la sociedad sea menor del que indica* mos en el capítulo anterior. Entonces, ¿por qué no su­ frimos más por este poderío? Ya hemos aludido a la respuesta sociológica a esta pregunta: porque la mayoría de las veces nosotros mismos deseamos precisamente lo que la sociedad espera de nosotros. Queremos obedecer las reglas. Deseamos los deberes que la sociedad nos ha asig­ nado. Y esto a su vez es posible no porque el poder de ta sociedad sea menor, sino porque es mucho mayor de lo que hemos afirmado hasta ahora. L a sociedad no sólo determina lo que hacemos, sino también lo que somos. En otras palabras, la posición social entraña tanto nuestra vida como nuestra conducta. Para explicar este elemento 'crucial de la perspectiva sociológica estudiaremos ahora tres campos más de la investigación e interpretación: los de la teoría del papel que desempeñamos, la sociología del conocimiento y la teoría del grupo de referencia. La teoría del papel o de la función sodal ha sido casi en su totalidad una revelación intelectual estadounidense. Algunos de sus conceptos germinales datan deW illiam James, aunque sus autores directos son otros dos pensado­ res estadounidenses^ Charles Cooley y George Herbert Mead. Nuestro objeto en esta ocasión no puede ser pro­ porcionar una introducción histórica a está porción verda­ deramente fascinante de la historia intelectual. En lugar de intentarlo, siquiera a manera de reseña, emprenderemos la tarea más sistemáticamente comenzando nuestra re­ flexión de la importancia de la teoría del papel con una ojeada más al concepto de Thomas acerca de la defini­ ción de la situación.

El lector recordará la opinión de l*homas de la situa­ ción social como una especie de realidad convenida ad hoc por los que participan en ella, o más exactamente, por los que definen la situación. Desde el punto de vista del participante individual, esto significa que toda situación en la que interviene le pone frente a expectativas específicas y exige de él respuestas específicas a estas expectativas. Gomo ya hemos visto, poco más o menos en toda situación social existen poderosas presiones para garantizar que ver­ daderamente aparezcan las respuestas apropiadas. La sociedad puede existir en virtud del hecho de que casi siempre las definiciones, compartidas por la mayoría de la gente, de las situaciones más importantes, coinciden, cuando menos, de manera aproximada. Los motivos del editor y los del autor de estas líneas pueden ser total* mente diferentes, pero la manera en que los dos definen la situación en la que este libro se presenta al público son lo suficientemente semejantes como para que sea po­ sible el riesgo colectivo. De manera similar, pueden estar presentes intereses totalmente distintos en un aula estudian­ til, en donde algunos de los alumnos tienen muy poca relación con la actividad educativa que supuestamente se está estudiando, pero en la mayoría de los casos estos intereses (digamos, el de un estudiante que vino a aprender la materia que se está enseñando, mientras que otro simplemente se inscribe en todas las asignaturas que toma cierta pelirroja a la que trata de enamorar) pueden coexis­ tir dentro de la situación sin destruirla. En otras palabras, existe cierta libertad en la medida en que la respuesta debe satisfacer la expectativa para que una situación siga siendo sociológicamente viable. Por supuesto, si las defini­ ciones de la situación son demasiado discrepantes, inevi­ tablemente se producirá cierta forma de conflicto o des­

organización social: por ejemplo, si algunos estudiantes interpretan la concurrencia en el aula como si fuese una tertulia, o si un autor no tiene ninguna intención de es* cribir un libro sino que se está valiendo de su contrato con un editor para dar impulso a otra obra. Aunque el individuo de término medio se enfrenta a expectativas muy diferentes en distintos campos de su vida dentro de la sociedad, las situaciones que originan estas ex­ pectativas caen dentro de ciertos grupos. Un estudiante puede tomar dcte asignaturas de dos profesores distintos en dos ramos diferentes, con considerables variaciones en las expectativas a las que se enfrenta en las dos situaciones (digamos, entre la formalidad o la informalidad entre pro­ fesor y estudiantes). Sin embargo, las situaciones serán lo suficientemente similares entre sí y respecto a otras situa­ ciones que ha experimentado anteriormente en el aula, para permitir al estudiante aplicar a ambas situaciones la misma respuesta general. En otras palabras, en ambos casos, úni­ camente con algunas modificaciones, podrá desempeñar el papel A t estudiante. Por tanto, un papel puede definirse como una respuesta típica a una expectativa simbólica. La sociedad ha definido de antemano el simbolismo fundamen­ tal. Empleando el lenguaje del teatro, del cual se deriva el concepto de papel, podemos decir que la sociedad pro­ porciona el argumento de todas las dramatis personae. En consecuencia, los actores individuales no necesitan más que introducirse en los papeles que ya les han asignado antes de que suba el telón. Mientras desempeñan sus pa­ peles tal como lo estipula el argumento, el drama social puede seguir adelante de acuerdo con los planes. El papel proporciona el patrón de acuerdo con el cual ddbe actuar el individuo en la situación particular. Los papeles, en la sociedad como en el teatro, variarán en la

exactitud con que imparten sus instrucciones al actor. Tomando como ejemplo los papeles relativos al oficio, el papel del recogedor de basura exige normas mínimas, en tanto que los médicos o los sacerdotes, -o bien los funcio­ narios, tienen que adquirir toda clase de modales, hábitos motores y de lenguaje distintivos, tales como un porte militar, una dicción correcta o un ánimo reconfortante junto al lecho del enfermo. Sin embargo, sería pasar por alto un aspecto esencial del papel si lo considerásemos simplemente como un patrón regulador para las acciones exteriormente visibles. Nos sentimos más apasionados cuan­ do besamos, más humildes cuando nos. arrodillamos y más enojados cuando agitamos los puños. Es decir, que el beso no solamente expresa pasión sino que la origina. Los pa­ peles llevan consigo al mismo tiempo ciertas acciones y las emociones y actitudes que corresponden a esas acciones. El profesor que pone en escena un acto .que finge sabiduría, llega a sentirse sabio. El predicador llega a creer en lo que predica. El soldado descubre sentimientos marciales en su interior cuando se pone el uniforme. En todo caso, aunque la emoción o actitud haya estado presente antes de asumir el papel, inevitablemente este último fortalece el sentimiento que ya existía desde antes. En muchos casos, existen toda suerte de razones para suponer que nada precedía al desempeño del papel en la conciencia del actor. En otras palabras, nos tomamos sabios cuando nos conceden cátedra; en creyentes cuando llevamos a cabo actividades que presuponen una creencia; y estamos pre* parados para la batalla cuando marchamos en formación. Consideremos un ejemplo. Un hombre comisionado recientemente como oficial, en particular si ascendió desde los grados más bajos, se sentirá, al menos al principio, ligeramente embarazado por los saludos que recibe ahora

de los reclutas que se encuentran en su camino. Probable» mente les responderá de manera amistosa, casi excusándose por el obligado saludo. Las nuevas insignias que luce en su uniforme son aún en esos momentos algo que él se pone, poco menos que como un disfraz. En realidad, el nuevo oficial puede decirse incluso a sí mismo y a los demás que por debajo sigue siendo la misma persona, que simple­ mente tiene ahora nuevas responsabilidades (entre las cuales se encuentra, de pasada, la obligación de aceptar los saludos de los reclutas). No es probable que esta actitud dure mucho tiempo. Con el fin de desempeñar su nuevo papel de oficial, nuestro hombre debe mantener cierto porte. Este porte tiene inferencias bastante definidas. A pesar de todos los rumores ambiguos que existen en este campo en los llamados ejércitos democráticos, tales como el de los Estados Unidos, una de las inferencias funda* mentales es que un oficial es un ser superior, con derecho a una obediencia y un respeto basado en esta superioridad. Todo saludo militar dadp por un inferior en rango^es un acto de deferencia, recibido como cosa natural por el que lo devuelve. Asi, con cada saludo recibido y aceptado (por supuesto, junto con otros cien actos ceremoniales que realzan su nueva condición social), nuestro hombre se fortalece en su nueva presencia y, por decirlo así, en sus conjeturas ontológicas. No sólo actúa como oficial, sino que se siente como tal. Ya desapareció su embarazo, su actitud de disculpa y su sonrisa que parecia decir: “En realidad, no soy sino un sujeto como cualquier otro”. Si en alguna ocasión un recluta dejase de saludarlo con la cantidad adecuada de entusiasmo, o incluso cometiese el acto inconcebible de no saludarlo, nuestro oficial no se limitará únicamente a castigar una violación de las reglas militares. Se sentirá impulsado con todas las fibras de su

ser a reparar una ofensa contra el orden establecido de su cosmos. Es importante subrayar en este ejemplo que sólo muy rara vez tal proceso es deliberado o está basado en la reflexión. Nuestro hombre no se detuvo a imaginar todas las cosas que deben entrar en su nuevo papel, incluyendo lo que debe sentir y en lo que debe creer. El poder del proceso proviene precisamente de su carácter inconsciente e irreflexivo. Se ha convertido en oficial casi tan fácilmen­ te como creció convirtiéndose en una persona de ojos azules, pelo castaño y una estatura de seis pies. No sería correcto decir que nuestro hombre debe ser bastante estú­ pido y constituir prácticamente una excepción entre sus camaradas. Por el contrario, la excepción es el hombre que hace desmerecer sus funciones y cuyo papel cambia (un tipo, entre paréntesis, que probablemente sería un mal oficial). Incluso la gente muy inteligente, cuando se enfrenta at cierta duda respecto a sus funciones en socie­ dad, se comprometerá aún más en la actividad dudosa en lugar de distraerse en meditaciones. El teólogo que pone en duda su fe, rezará más y asistirá con más frecuencia a la iglesia; el hombre de negocios acosado por los remordi­ mientos que le ocasionan sus actividades de regateo con los obreros que trabajan por un jornal menor del que fijan las leyes o los contratos, empieza a ir a la oficina hasta los domingos; y los terroristas que sufren pesadillas se ofrecen de voluntarios para ejecuciones nocturnas. Y, naturalmente, es perfectamente correcto que actúen en esta manera. Todo papel tiene su disciplina interior, lo que llaman los católicos monásticos su “formación”. El papel forma, determina y modela tanto la acción' como el actor. Esto es muy difícil de disimular en este mundo. Normal­ mente, nos convertimos en el papel que desempeñamos.

A cualquier papel en la sociedad se le atribuye cierta identidad. Como hemos visto, algunas de estas identidades son triviales y temporales, como en ciertas ocupaciones que exigen pocas modificaciones en la existencia de quienes las practican. No es difícil cambiar de recogedor de basura a velador nocturno. Es mucho más difícil cambiar de .sacerdote a oficial. Es muchísimo más difícil cambiar de negro a blanco. Pero es casi imposible que un hombre se convierta en mujer. Estas diferencias en la facilidad del cambio de papel no deben cegamos ante el hecho de que incluso las identidades que consideramos nuestros egos esenciales nos han sido asignadas socialmente. Así como existen papeles raciales que adquirimos y con los que nos identificamos, existen también papeles sexuales. Decir “soy hombre”, constituye una proclamación de nuestra fun­ ción tanto como decir “soy Coronel del ejército de los Estados Unidos”. Nos damos perfecta cuenta del hecho de que hemos nacido hombres, mientras que ni siquiera el or­ denanza menos fantacioso se imagina que ha nacido con una moneda de oro en su cordón umbilical. Pero el hecho de ser biológicamente hombre es muy diferente del papel específico definido socialmente (y por supuesto, allegado socialmente) que acompaña a la afirmación “soy hombre”. Un niño no tiene que aprender a tener erección. Pero debe aprender a ser acometedor a tener ambiciones, a competir con los demás y a desconfiar cuando descubre en sí mismo una delicadeza exagerada. Sin embargo, el papel masculino en nuestra sociedad requiere, como lo hace la identidad masculina, todas estas cosas que uno debe aprender. No basta con tener erección: si así fuese, verdaderos regimien­ tos de sicoterapeutas quedarían sin trabajo. Podríamos resumir esta significación de la teoría del papel,, diciendo que en una perspectiva sociológica, la

identidad es conferida socialmente, .al igual que socialmente mantenida y transformada. El ejemplo del hombre en proceso de convertirse en oficial puede ser suficiente para ilustrar la manera en que son conferidas las identidades en la vida de los adultos. Sin embargo, incluso los papeles que son una parte mucho más fundamental de lo que los sicólogos llamarían nuestra personalidad que aquellos que se asocian con una actividad adulta particular son conferidos de manera muy similar por medio de un pro­ ceso social. Esto ha quedado demostrado una y otra vez en los estudios de la llamada socialización: el proceso por medio del cual un niño aprende a ser un miembro participante de la sociedad. Tal vez el informe teórico más perspicaz de este proceso sea el proporcionado por Mead, en el que se considera que el origen del propio yo es el mismo que el del descubri­ miento de la sociedad. El niño descubre quién es en cuanto aprende lo que es la sociedad. Aprende a desem­ peñar correctamente los papeles que le corresponden, aprendiendo, como lo expresa Mead, “a adoptar el papel de otro”, papel que, incidentalmente, es la función sociosicológica crucial del juego, en que los niños se dis­ frazan con una infinidad de papeles sociales y, al hacerlo, descubren la importancia de los que les han sido asignados. Todo este aprendizaje ocurre, y sólo asi puede ocurrir, en interacción con otros seres humanos, ya sean los padres o cualquier otra persona que críe al niño, El niño asume primero papeles vis-á-vis de lo que Mead llama “las demás personas significativas para él”, o sea, aquellos que lo tratan íntimamente y cuyas actitudes son decisivas para la for­ mación de su concepto de sí mismo. Posteriormente, el niño aprende que los papeles que desempeña son pertinen­ tes no sólo para este círculo de íntimos, sino que con­

ciernen a las expectativas encauzadas hacia él por toda la sociedad. A este nivel más alto de abstracción en la res­ puesta social lo llama Mead el descubrimiento de “las demás personas en general”. O sea, no solamente la madre del niño espera que éste sea bueno, limpio y veraz, la sociedad en general también lo espera. Sólo cuando surge este concepto general de la sociedad es capaz el niño de formarse una idea clara de sí mismo. En la experiencia del niño, el “propio yo” y la “sociedad” son las dos caras de la misma moneda. En otras palabras, la identidad no es algo “determina­ do”, sino que se confiere en actos de reconocimiento social. Nos convertimos en aquello a que nos hemos dedicado. Esta mismá idea es expresada en la conocida descripción que- hace Cooley del propio yo como un reflejo en el espejo. Por supuesto, esto no significa que el individuo no haya nacido con ciertas características transmitidas por su herencia genética, a pesar del medio ambiente social en el que tendrá que desarrollarse. Nuestro conocimiento de la biología humana no nos proporciona aún una imagen muy clara del grado de autenticidad de esta afirmación. Sin embargo, sabemos que el espacio que existe para la formación social dentro de estos límites genéticos es en realidad muy grande. Incluso con los problemas biológicos que se han quedado en gran parte sin resolver, podemos decir que para ser humanos es necesario que se nos reco­ nozca como seres humanos, igual que para ser un tipo determinado de hombre es preciso que a uno lo reconozcan como tal. El niño privado de afecto y atención humanos llega a deshumanizarse. El niño al que se le respeta llega a respetarse a sí mismo. El muchacho al que se le considerá un Schlemiel llega a serio, así como un adulto tratado como un imponente joven dios de la guerra empieza a

considerarse y a actuar de acuerdo con tal figura —y en realidad, funda su identidad con la que se le da a conocer en estas expectativas. Las identidades son conferidas socialmente. También deben ser mantenidas socialmente y, con bastante regula* ridad, así es. No podemos ser humanos sin contar con ninguna ayuda y, evidentemente, no podemos mantener solos una identidad particular. La imagen que tiene de sí mismo el oficial como tal puede mantenerse sólo en un contexto social en el que los demás estén dispuestos a reconocerlo en esta identidad. Si se le retira súbitamente este reconocimiento, por lo general no pasa mucho tiempo sin que se derrumbe la imagen de sí mismo. Algunos casos en que la sociedad ha retirado radical» mente su reconocimiento pueden decimos mucho acerca del carácter social de la identidad. Por ejemplo, un hom­ bre que de la noche a la mañana se convierte de un ciudadano libre en un convicto, se ve sujeto de inmediato a un ataque masivo sobre su concepto anterior de si mismo. Puede tratar desesperadamente de aferrarse a éste, pero en ausencia de otras personas cercanas a él que confírmen su antigua identidad, encontrará casi imposible mantenerla dentro de su propia conciencia. Con una rapidez asombro­ sa descubrirá que está actuando como se supone que debe actuar un convicto y que siente todas las cosas que se espera que sienta un convicto. Sería un enfoque engañoso de este proceso si lo observásemos simplemente como un proceso de desintegración de la personalidad. Una forma más certera de contemplar el fenómeno es considarlo una reintegración de la personalidad, igual en su dinámica sociosicológica al proceso en el que fue integrada la an­ tigua identidad. En otra época, toda la gente importante que rodeaba a nuestro hombre, solía considerarlo respon-

sable, honrado, considerado y estéticamente descontenta' dizo. Por lo tanto, podía ser todas esas cosas. Ahora las paredes de la prisión lo separan de aquellas personas cuyo reconocimiento lo animó a manifestar estas cualidades. En cambio, ahora está rodeado de gente que lo trata como si fuese un irresponsable, grosero en su comportamiento, interesado sólo en su propio provecho y descuidado en su apariencia a menos que la constante supervisión le obligue a cuidar de ella. Las nuevas expectaciones están simbolizadas en el papel de convicto que- responde a ellas, lo mismo que las antiguas estaban integradas en un modelo diferente de conducta. En ambos casos, la identidad viene con la conducta y la conducta aparece en respuesta a una situación social específica. Los casos extremos en que un individuo es despojado radicalmente de su antigua identidad, únicamente sirven para ejemplificar de manera más penetrante los procesos que ocurren en la vida diaria. Nuestras vidas diarias transcurren dentro de una trama muy compleja de recono­ cimientos y no reconocimientos. Trabajamos mejor cuando nuestros superiores nos estimulan. Nos parece m uy difícil hacer otra cosa, aparte de torpezas, en una reunión en donde sabemos que la imagen que tiene la gente de nosotros es la de personas desmañanadas y torpes. Nos tomamos ingeniosos cuando la gente espera que seamos graciosos y tenemos caracteres muy interesantes cuando sabemos que esta es la fama que nos precedió. La inte­ ligencia, el humorismo, las habilidades manuales, la devo­ ción religiosa e incluso la potencia sexual responden con igual vivacidad a lo que esperan de nosotros los demás. Esto hace comprensible el proceso mencionado anterior­ mente por medio del cual los individuos eligen sus aso­ ciados de tal manera que estos últimos refuerzan sus in­

terpretaciones de sí mismos. Expresándolo en breves palabras, todo acto de afiliación social impone una elec­ ción de identidad. A la inversa, toda identidad exige afiliaciones sociales específicas para poder sobrevivir. Los pájaros del mismo plumaje se unen en la misma bandada no como un lujo sino por necesidad. El intelectual se convierte en un sujeto desmañanado después de ser secues­ trado por el ejército. El estudiante de teología pierde progresivamente su sentido del humor a medida que se acerca el momento de su ordenación. El trabajador que supera todas las marcas encuentra que las supera aun más después de que la administración le ha concedido una medalla. El joven que siente angustia con respecto a su virilidad descubre que todo marcha sobre ruedas en la cama cuando conoce a una muchacha que lo considera una encamación de Don Juan. Relacionando estas observaciones con lo que dijimos en el capítulo anterior, el individuo se sitúa en la sociedad dentro de sistemas de control social y cada uno de éstos contiene un dispositivo generador de identidades. Hasta donde le sea posible, el individuo tratará de manipular sus afiliaciones (especialmente las más íntimas) de manera de fortalecer las identidades que le han proporcionado grandes satisfacciones en el pasado: el casarse con una muchacha que piensa que él tiene algo que decir, el elegir amigos que lo consideran divertido y el seleccionar una ocupación que le reconoce competente y emprendedor. Por supuesto, en muchos casos tal manipulación no es posible. Entonces debemos hacer lo mejor que podamos con las identidades que hemos perdido. Tal perspectiva sociológica respecto al carácter de la identidad nos proporciona una comparación más profunda del significado humano del prejuicio. Gomo resultado de

ello, alcanzamos ia desalentadora percepción de que el prejuicio no sólo afecta el destino externo de la víctima a manos de sus opresores, sino también su conciencia tal como ha sido plasmada por sus esperanzas. Lo más terrible que puede producir el prejuicio a un ser humano es hacer que tienda a convertirse en lo que dice que es la imagen predispuesta que todos tienen de él. El judío que vive en un medio ambiente antisemítico debe hacer grandes esfuerzos para no parecerse cada vez más al clisé antisemítico, lo mismo que el negro en una situación racial. Significativamente, esta lucha tendrá oportunidades de éxito sólo cuando el individuo es protegido de sucumbir ante el programa parcial trazado para su personalidad por lo que llamaríamos el contrarreconocimiento de las personas que viven dentro de su comunidad inmediata. Ei mundo gentil podría reconocerlo únicamente como un despreciable judío más sin ninguna importancia y tratarlo de acuerdo con este concepto, pero esta falta de reconoci­ miento de sus méritos puede compensarse por el contrarre­ conocimiento de su persona dentro de la propia comunidad judía, en donde se le considera, por ejemplo, como el más grande erudito talmúdico en Letonia. En vista de la dinámica sociosicológica de este juego mortal de reconocimientos, no debería sorprendemos el hecho de que el problema de la “identidad judía” surgiese sólo entre los judíos occidentales modernos, cuando el proceso de asimilación dentro de la sociedad gentil circun­ vecina había comenzado a debilitar el poder de la propia comunidad judía para conferir identidades alternativas a sus miembros en contraste con las identidades que les había asignado el antisemitismo. Guando un individuo se ve obligado a contemplarse en un espejo proyectado de tal manera que se vea como un monstruo, debe buscar

ansiosamente otros hombres con otros espejos si es que no quiere olvidarse de que alguna vez tuvo otro aspecto. Expresándolo de manera un poco diferente, la dignidad humana es cuestión de autorización social. La misma relación entre la sociedad y la identidad puede observarse en los casos en que, por una u otra razón, la identidad de un individuo cambia violentamente. La transformación de la identidad, al igual que su origen y su mantenimiento, es un proceso social. Ya hemos indicado la manera en que toda reinterpretación del pasado, toda “alternación” de una imagen de sí mismo a otra, exige la presencia de un grupo que maquina para realizar la metamorfosis. Lo que llaman los antropólogos un rito de tránsito implica el repudio de una identidad anterior (digamos, la de ser un niño) y la iniciación dentro de una nueva (tal como la de adulto). Las sociedades modernas tienen ritos de tránsito más moderados, como en la insti­ tución del compromiso matrimonial, con la que el individuo es conducido suavemente por una conspiración general de todos los interesados a cruzar el umbral entre la libertad del celibato y el cautiverio del matrimonio. Si no fuese por esta institución, muchos más se consternarían ante la enor­ midad de lo que están a punto de emprender. Hemos visto también cómo actúa la “alternación” para cambiar las identidades en situaciones tan altamente es­ tructuradas como la preparación religiosa o el sicoanálisis. Tomando de nuevo este último como ejemplo oportuno, el sicoanálisis implica una situación intensiva en la que el in­ dividuo se ve obligado a repudiar su antiguo concepto de sí mismo y a asumir una nueva identidad, la que ha sido programada para él en la ideología sicoanalística. Lo que los sicoanalistas llaman “transferencia”, la intensa relación social entre el analista y el analizado, es fundamentalmente

la creación de un medio ambiente social artificial dentro del cual puede ocurrir la alquimia de la transformación, o sea, dentro del cual esta alquimia puede llegar a ser plausible para el individuo. Mientras más tiempo dure la relación y más intensa se haga, más comprometido llega a estar el individuo con su nueva identidad. Finalmente, cuando ya está “curado”, esta nueva identidad se convierte realmente en lo que es él. Por lo tanto, no trataremos de descartar con una carcajada marxista la pretensión del sicoanalista de que su tratamiento es más eficaz si el pa­ ciente lo ve con frecuencia durante mucho tiempo y le paga unos honorarios considerables. Aunque obviamente es en provecho económico del analista el adherirse a esta posición, sociológicamente es bastante verosímil que la posición resulte en realidad correcta. Lo que se ha “hecho” efectivamen­ te en el sicoanálisis es construir una nueva identidad. El compromiso del individuo con esta nueva identidad aumen­ tará obviamente mientras su interés en crearla sea más intenso, más laborioso y le lleve más tiempo. Sin duda su capacidad para rechazar toda la cuestión por considerarla un fraude llega a ser mínima después de invertir varios años de su vida y miles de dólares ganados con grandes esfuerzos. L a misma especie de medio ambiente “alquímico” es el que se establece en situaciones de “terapia de grupo*’. La reciente popularidad que ha alcanzado esta última en la siquiatría estadounidense no puede interpretarse nuevamen­ te como una explicación racional económica. Tiene su fun­ damento sociológico en la opinión perfectamente correcta de que las presiones de grupo actúan con gran eficacia para hacer que el individuo acepte la nueva imagen de sí mismo que se presenta ante él. Erving Goffman, sociólogo contem­ poráneo, nos ha proporcionado una vivida descripción de

la forma en que trabajan estas presiones en el contexto de un hospital para enfermos mentales, en donde los pacientes “realizan” finalmente la interpretación siquiátrica de su existencia que es el marco de referencia común del grupo “terapéutico”. El mismo proceso ocurre siempre que haya necesidad de “abrir una brecha” en todo un grupo de individuos y de lograr que acepten una nueva definición de sí mismos. Esto sucede en el entrenamiento básico para reclutas en el ejército; con mucha más intensidad en el entrenamiento de personal para una carrera permanente dentro del ejér­ cito, tal como en las academias militares. Ocurre en los programas de adoctrinamiento y “formación” de cuadros de organizaciones totalitarias, tales como los SS nazis o la élite del partido comunista. Ha secedido durante muchos siglos en los noviciados monásticos. Recientemente se ha aplicado hasta el punto de alcanzar una precisión científica en las técnicas de “lavado de cerebro” empleadas contra pri­ sioneros de organizaciones totalitarias de policía secreta. La violencia de tales procedimientos, comparados éstos con las iniciaciones más rutinarias de la sociedad, se explica sociológicamente en fundón del grado radical de transfor­ mación de la identidad que se trata de obtener y de la necesidad funcional en estos casos de que el compromiso con la identidad transformada se encuentre a salvo con­ tra nuevas “alternaciones”. La teoría del papel, cuando se lleva hasta sus conclu­ siones lógicas, hace mucho más que proporcionarnos una taquigrafía conveniente para la descripción de las diferentes actividades sociales. Nos proporciona una antropología sociológica, o sea, una visión del hombre basada en su exis­ tencia en sociedad. Esta visión nos dice que el hombre desempeña papeles trágicos en el gran drama de la sociedad

y que, hablando en términos sociológicos, él mismo es la máscara que debe usar para hacerlo. La persona humana aparece también ahora en un contexto dramático, ajus­ tándose a su etimología teatral (persona, el término técnico que se da a las máscaras de los actores en el teatro clásico). Se ve y se juzga a la persona como un repertorio de papeles, cada uno provisto adecuadamente de una identidad deter­ minada. El radio de acción de una persona individual puede medirse por el número de papeles que es capaz de desempeñar. La biografía de la persona nos parece ahora como una secuencia ininterrumpida de actuaciones en el escenario, realizadas ante diferentes auditorios, entrañando algunas veces cambios totales de vestuario y exigiendo siem­ pre que el actor sea como el personaje que representa. Tal punto de vista sociológico de la personalidad es mucho más radical en su oposición a lo que pensamos comúnmente de nosotros mismos que la mayoría de las teorías sicológicas. Pone en tela de juicio una de las presu­ posiciones favoritas acerca del propio yo: su continuidad. Observado sociológicamente, el propio yo ya no es una entidad sólida y específica que se mueve de una situación a otra. Es más bien un proceso, creado y recreado continua­ mente en cada situación social en la que participamos, que se mantienen reunidos por la hebra sutil de la memoria. Ya hemos visto cuán ténue es este hilo en nuestra exposi­ ción de la reinterpretación del pasado. Dentro de esta estructura de entendimiento no es posible refugiarse en lo inconsciente afirmando que encierra el contenido “real” del propio yo, porque, como ya hemos visto, el presunto yo inconsciente está tan sujeto a la composición social como el llamado consciente. En otras palabras, no es que el hombre sea también un ente social, sino que es social en cada aspecto de su ser que se pone de manifiesto ante la

investigación empírica. Por lo tanto, hablando todavía en términos sociológicos, si deseamos averiguar quién es “real­ mente” un individuo en este calidoscopio de papeles c identidades, se puede contestar únicamente enumerando las situaciones en que dicho individuo es una cosa y aquellas en la que es otra. Ahora bien, es evidente que tales transformaciones no pueden ocurrir ad infinitum y que algunas son más fáciles que otras. Un individuo llega a estar tan habituado a ciertas identidades que aunque cambie su situación social se ve en apuros para mantenerse en armonía con las ex­ pectaciones dirigidas recientemente hacia él. Las dificulta­ des que tienen individuos sanos y que anteriormente eran sumamente activos, cuando se ven obligados a retirarse de sus ocupaciones, lo demuestran muy claramente. La capacidad de transformación del propio yo depende no sólo de su contexto social, sino también del grado de su habi­ tuación a identidades anteriores y también de ciertos rasgos adquiridos genéticamente. Aunque estas modificaciones en nuestro modelo son necesarias para evitar que nuestra posición tome un sesgo radical, no desvirtúan perceptible­ mente la discontinuidad del propio yo tal como lo revela el análisis sociológico. Si este modelo antropológico no muy edificante nos hace recordar algún otro, sería el empleado en la sicología budista primitiva de la India, en la que se comparaba al propio yo con una larga hilera de velas, cada una de las cuales prende la mecha de al lado y en ese momento se extingue. Los sicólogos budistas se valían de esta imagen para desacreditar la idea hindú de la transmigración del alma, que equivalía a decir que no existe ninguna entidad que se translade de una vela a la otra. Pero la misma

imagen se ajusta bastante bien a nuestro actual modelo antropológico. D e todo esto podríamos sacar la impresión de que en realidad no hay ninguna diferencia esencial entre la ma­ yoría de la gente y aquellos que sufren de lo que se llama en siquiatría “personalidad múltiple”. Si alguien deseara repetir aquí la palabra “esencial”, el sociólogo podría estar de acuerdo con la manifestación. Sin embargo, la diferen­ cia propiamente dicha es que para la gente “normal” (o sea, aquella a la que su sociedad reconoce como tal) existen fuertes presiones tocante a la compatibilidad en los diferen­ tes papeles que desempeña y las identidades concomitantes con esos papeles. Estas presiones son tanto internas como externas. Las otras personas con las que debemos practicar el juego social, y de cuyo reconocimiento depende la parte que desempeñamos en él, exigen externamente que presen­ temos ante el mundo una imagen al menos relativamente consecuente. Podría permitirse cierto grado de discrepancia en las funciones que desempeñamos, pero si se exceden determinados límites de tolerancia, la sociedad se retrac­ tará de su reconocimiento del individuo en cuestión, defi­ niéndolo como un extraviado moral sicológico. Por lo mismo, la sociedad permitirá que un individuo sea un emperador en su trabajo y un siervo en su hogar, pero no le permitirá personificar a un oficial de policía o usar la indumentaria destinada al otro sexo. A fin de permanecer dentro de los límites impuestos a sus disfraces, puede que el individuo se veá Obligado a recurrir a complicadas ma­ niobras para asegurarse de que un papel permanezca se­ parado del otro. El papel imperial en la oficina es perjudi­ cado por la aparición de nuestra esposa en una reunión de directores, o nuestro papel en un círculo como un perfecto narrador se ve amenazado por la intrusión de alguien que

pertenece a otro circulo en el que nos ha clasificado como un individuo que nunca abre la boca sin cometer una equivocación. Tal separación de papeles es cada día más posible en nuestra civilización urbana contemporánea, con su carácter anónimo y sus medios de transporte rápido, aunque inclusive en esto existe el peligro de que la gente que tiene imágenes contradictorias de sí misma choque de pronto con otra y ponga en peligro toda la dirección de la escena. La esposa y la secretaria podrían reunirse para tomar un café y entre las dos someter a una lastimosa car­ nicería tanto la personalidad del hogar como la de la ofi­ cina. Con seguridad, a estas alturas necesitaremos un sicoterapeuta para que ajuste otra vez a un nuevo Humpty Dumpty (que, según los versos de Kindergarten, no se puede recomponer). Existen también presiones internas que inducen a la compatibilidad, basadas posiblemente en profundas necesi­ dades sicológicas de contemplamos a nosotros mismos como un todo. Incluso el enmascarado urbano contemporáneo, que representa papeles mutuamente irreconciliables en dife­ rentes partes de su vida, puede estar sometido a tensiones internas aún cuando logre controlar las externas mediante una cuidadosa separación de sus diferentes mises en scéne. Para evitar tales inquietudes, generalmente la gente escinde su conciencia al igual que su conducta. No queremos decir con esto que “reprima” sus identidades discrepantes en cierta “inconciencia”, porque dentro de nuestro modelo tenemos todas las razones para recelar de tales conceptos. Queremos decir más bien que enfoca toda su atención únicamente en esa identidad particular que, por decirlo así, le es necesaria por el momento. Durante este acto particular se olvidan de las demás identidades. La forma en que son separados en la conciencia los actos sexuales desaprobados

por la súciedad o las acciones moralmente discutibles, sirven para ejemplificar este proceso. El hombre que se entrega, digamos, al masoquismo homosexual posee una identidad edificada cuidadosamente que reserva exclusivamente para esas ocasiones. Cuando pasa determinada ocasión, se des­ poja en la puerta, por decirlo así, de esta identidad, y regresa a casa como un padre afectuoso, como un marido responsable e incluso tal vez como un amante apasionado de su mujer. De la misma manera, el juez que sentencia a muerte a un hombre, separa del resto de su conciencia la identidad con que actúa de esta forma y adopta ima en la que es un ser humano bondadoso, tolerante y sensible. El jefe de un campo de concentración nazi que escribe cartas sentimentales a sus niños no es sino un caso extremo de algo que ocurre en todp momento en la sociedad. Sería interpretar en forma totalmente errónea lo que acabamos de exponer, si el lector pensase ahora que estamos presentando una imagen de la sociedad en la que todos traman, maquinan y se disfrazan deliberadamente con el fin de engañar a sus semejantes. Por el contrario, los proce* sos de desempeño de un papel y de formación de una identidad son generalmente irreflexivos e impremeditados, y se llevan a cabo en forma casi automática. Las necesidades sicológicas de consecuencia con la imagen propia, a las que nos acabamos de referir, garantizan estos procesos. La impostura deliberada exige un grado de control sicológico de uno mismo del que muy poca gente es capaz. Esta es la razón de por qué la falta de sinceridad es un fenómeno más bien raro. La mayoría de la gente es sincera, porque sicológicamente este es el camino más fácil que podemos escoger. Es decir, la gente cree en su propia manera de actuar, se olvida cómodamente de su actuación anterior y pasa por la vida alegremente, convencida de ajustarse a

todas sus demandas. La sinceridad es la conciencia del hombre que es engañado por su propia actuación. O, como lo expresa David Riesman, el hombre sincero es el que cree en su propia propaganda. Respecto a la dinámica sociosicológica de la que acabamos de hablar es mucho más probable que los asesinos nazis sean sinceros en sus auto­ rretratos, en los que se pintan como burócratas que tuvieron que afrontar exigencias desagradables por las que en reali­ dad sentían aversión, que dar por sentado que se expresa­ ban así sólo para ganarse la simpatía de sus jueces. Proba­ blemente su remordimiento humano es tan sincero como su crueldad de otras épocas. Como lo expresa el novelista austríaco Robert Musil, en el corazón de todo asesino existe un lugar en el que es eternamente inocente. Las épocas de la vida se suceden una tras otra y debemos cambiar de as­ pecto como cambiamos de ropa. Por el momento no esta­ mos interesados en las dificultades sicológicas o en la importancia ética de tal “falta de carácter”. Solamente de­ seamos recalcar que este es el procedimiento acostumbrado. Para establecer un vínculo entre lo que acabamos de decir respecto a la teoría del papel y lo que dijimos en el capítulo anterior acerca de los sistemas de control, recurri­ mos a lo que Hans Gerth y C. Wright Mills han llamado “selección de personas”. Toda estructura social selecciona a aquellas personas que le son necesarias para su funciona­ miento y elimina de una manera u otra a las que no son adecuadas. Si no hay personas utilizables que seleccionar, tendrán que ser inventadas, o más bien, serán creadas de acuerdo con las especificaciones requeridas. De esta manera, a través de sus mecanismos de socialización y “formación” , la sociedad fabrica el personal necesario para seguir fun­ cionando. El sociólogo hace que persista en su idea de que ciertas instituciones surgen porque ciertas personas se en­

cuentran a su alrededor. Por el contrario, los guerreros feroces aparecen porque existen ejércitos que hay que poner en marcha; los hombres piadosos, porque hay iglesias que construir; los eruditos, porque existen universidades que de­ ben proveerse de personal; y los asesinos, porque hay ma­ tanzas que deben ejecutarse. No es correcto decir que cada sociedad engendra los hombres que merece. Es más exacto decir que cada sociedad-produce los hombres que necesita. Podemos obtener cierto alivio del hecho de que algunas veces este proceso de producción cae en dificultades técni­ cas. Más,/ adelante veremos que éste también puede ser sa­ boteado. • Sin embargo, por el momento, podemos observar que la teoría del papel y sus percepciones concomitantes añaden una importante dimensión a nuestra perspectiva sociológica sobre la existencia humana. Si la teoría del papel nos proporciona una penetración vivida dentro de la presencia de la sociedad en el hombre, de la llamada sociología del conocimiento pueden obte­ nerse percepciones similares desde un punto de partida muy diferente, A diferencia de la teoría del papel, la sociología del conocimiento tiene un origen europeo. El término se acuñó por primera vez en la década de 1920 por el filósofo alemán Max Scheler. Otro erudito europeo, Karl Mannhe­ im, quien pasó los últimos años de su vida en Inglaterra, es en gran parte el causante de llevar la nueva disciplina ante la atención del pensamiento anglo-sajón. Este no es el lugar más adecuado para estudiar la prosapia intelectual verdaderamente interesante de la sociología del conocimien­ to, que incluye a Marx, Nietzsche y el historicismo alemán. La sociología del conocimiento encaja en nuestro argumento demostrándonos que tanto las ideas como los hombres están ubicados socialmente. Y en verdad, esto puede resultar útil a nuestros propósitos como una definición de la dis*

ciplina: la sociología del conocimiento se interesa por la ubicación social de la ideas. La mencionada sociología del conocimiento, más clara­ mente que cualquier otra rama de la sociología, explica lo que se dio a entender al decir que el sociólogo es el tipo que acostumbra preguntar: “¿Quién lo dice?” Rechaza la pre­ tensión de que el pensamiento aparece en aislamiento del contexto social dentro del cual los hombres reflexionan en privado acerca de asuntos particulares. Aún en el caso de ideas muy abstractas que aparentemente tienen poca co­ nexión social, la sociología del conocimiento intenta trazar la linea que va desde el pensamiento hasta el pensador y hasta su mundo social. Esto puede observarse más fácilmen­ te en los casos en que el pensamiento sirve para legalizar una situación social particular, es decir, cuando la explica, la justifica y la consagra. Permítasenos componer un ejemplo sencillo. Suponga­ mos que en una sociedad primitiva cierto producto alimen­ ticio necesario puede obtenerse únicamente viajando a través de aguas traicioneras, infestadas de tiburones hasta llegar a] lugar donde se cultiva. Dos veces al año los hom­ bres de la tribu emprenden el viaje en sus precarias canoas para conseguir este alimento. Ahora bien, supongamos que las creencias religiosas de esta sociedad contienen un artículo de fe que dice que todo hombre que deje de ir en este viaje perderá su virilidad, exceptuando a los sacerdotes, cuya virilidad es mantenida por sus diarios sacrificios a los dioses. Esta creencia proporciona una motivación a los que se exponen al peligroso viaje y al mismo tiempo legitima a los sacerdotes que generalmente permanecen en casa. Es innecesario añadir que, en este ejemplo, nos tememos que fueron los sacerdotes quienes tramaron por primera vez esta teoría. En otras palabras, daremos por sentado

que nos encontramos ante una ideología sacerdotal. Pero esto no quiere decir que esta última no resulte funcional para la sociedad en conjunto; después de todo, alguien tiene que ir si no quieren que el hambre haga su aparición. Hablamos de una ideología cuando una idea determi­ nada sirve a un interés creado en la sociedad. Con mucha frecuencia, aunque no siempre, las ideologías deforman sistemáticamente la realidad social para hacer su aparición donde o cuando les convenga. Al observar los sistemas de control instituidos por los diferentes grupos de ocupa­ ciones, nos hemos dado cuenta de la forma en que las ideo­ logías pueden legalizar las actividades de tales grupos. Sin embargo, el pensamiento ideológico es capaz de abarcar colectividades humanas mucho más grandes. Por ejemplo, la mitología racial del Sur de los Estados Unidos sirve para legalizar un sistema social practicado por millones de seres humanos. La ideología de la “libre empresa” sirve para encubrir las prácticas monopolistas de grandes compa­ ñías estadounidenses cuya única característica común con el empresario de la vieja escuela es una disposición inmuta­ ble para defraudar al público. A su vez, la ideología marxista sirve para legitimar la tiranía practicada mediante el instrumento del Partido Comunista, cuyos intereses tienen tanto en común con los de Karl Marx como los de Elmer Gantry con los del Apóstol San Pablo. En cada caso, la. ideología justifica las acciones del grupo cuyos intereses crea­ dos sirve, e interpreta al mismo tiempo la realidad social de manera que la justificación resulte plausible. A menudo esta interpretación parece grotesca a los ojos de un extraño que “no comprende el problema” (es decir, que no com­ parte los intereses creados). El racista del Sur debe afirmar simultáneamente que las mujeres blancas sienten una pro­ funda aversión ante la simple idea de mantener relaciones

sexuales con un negro, y que la más leve sociabilidad interra­ cial conducirá directamente a tales relaciones sexuales. Y el ejecutivo de una compañía anónima sostendrá que sus actividades relacionadas con la fijación de precios son rea­ lizadas en defensa de un mercado libre. Y el dirigente del partido comunista encontrará la manera de explicar que la limitación de la selección electoral a los candidatos aproba­ dos por el partido es una expresión de auténtica democracia. En relación con esto debemos recalcar que comúnmente las personas que hacen estas proposiciones son por completo sinceras, El esfuerzo moral que requiere mentir deliberada­ mente es superior a las posibilidades de la mayoría de la gente. Es mucho más fácil engañarse a sí misma. En consecuencia, es importante mantener una distinción entre el concepto de ideología y las nociones de mentira, impostu­ ra, propaganda y prestidigitación. El mentiroso, por defi­ nición sabe que está mintiendo. El idealista, no. A este respecto, no nos interesa averiguar quién de los dos es superior desde el punto de vista ético. Unicamente recal­ camos una vez más la manera irreflexiva e impremeditada en que obra normalmente la sociedad. La mayoría de las teorías de complot sobreestiman crasamente la perspicacia intelectual de los conspiradores. Las ideologías pueden funcionar también de manera “latente”, valiéndonos de ja expresión de Merton en otro contexto. Regresemos una vez más al ejemplo del Sur de los Estados Unidos. Un hecho interesante a su respecto es la coincidencia geográfica entre la Región de los Negros y la Región de la Biblia. Es decir, poco más o menos la misma región que practica el sistema racial del sur en un puritanismo prístino, posee también la concentración más densa de protestantismo ultraconservador y ortodoxo. Esta coincidencia puede explicarse históricamente señalando el

aislamiento del protestantismo del Sur de las corrientes más amplias del pensamiento religioso después de los grandes cismas a causa de la esclavitud que acaecieron en la época anterior a la guerra. Podría interpretarse también en d sentido de que esta coincidencia expresa dos aspectos di­ ferentes de barbarismo intelectual. No nos opondríamos a ninguna de las dos explicaciones, pero más bien sostendría­ mos que una interpretación sociológica en términos de funcionalismo ideológico nos llevará más lejos en la com­ prensión del fenómeno. £1 fundamentalismo protestante, aunque obsesionado por la idea del pecado, tiene un concepto de su alcance curiosamente limitado. Los predicadores que recorren el país pronunciándose amenazadoramente contra la iniquidad del mundo, fijan invariablemente una línea bastante limi­ tada de atentados contra la moral: la fornicación, la bebida, el baile, el juego de azar y la blasfemia. En realidad, en el primero se pone tanto énfasis que, en la lingua franca de la moral protestante, el término mismo “pecado” es práctica­ mente análogo al término más específico “atentado sexual”. Cualquier otra cosa que podamos dedr respecto a esta lista de actos nocivos, todos tienen en común su carácter esencial­ mente privado. En verdad, cuando un predicador ambulan­ te menciona de alguna manera las cuestiones públicas, ge­ neralmente lo hace en términos de la corrupción particular de los que ocupan cargos públicos. Los funcionarios guber­ namentales roban, lo cual es una mala acción. También fornican, beben y juegan, lo que posiblemente es peor aún. Ahora bien, la limitación a la fechoría privada en nuestro concepto de la ética cristiana tiene funciones obvias en una sociedad cuyas distribuciones sociales principales resultan dudosas, por dedr lo menos malo, cuando se las compara con dertas enseñanzas del Nuevo Testamento y con el

credo igualitario de la nación, que se considera basado en las mismas. Así pues, el concepto privado de la moral de la ortodaxia protestante, concentra su atención en aquellas partes de la conducta que resultan irrelevantes para el mantenimiento del sistema social, y desvía su atención de aquellas partes en donde la inspección ética crearía ten­ siones al funcionamiento fluido del sistema. En otras pala­ bras, la ortodoxia protestante resulta ideológicamente fun­ cional en cuanto a mantener el sistema social de los estados del Sur de los Estados Unidos. No es necesario llegar hasta el punto en que ésta legitima directamente el sistema, como cuando se proclama le segregación como un orden natural establecido por Dios. Pero incluso en ausencia de una legitimación tan “manifiesta”, las creencias religiosas en cuestión funcionan de manera “latente” para mantener en marcha el sistema. Aunque el análisis de las ideologías ilustra vividamente lo que quiere decir la ubicación social de las ideas, su campo de simplificación es todavía demasiado reducido para demostrar toda la importancia de la sociología del conocimiento. Esta última disciplina no se interesa exclusi­ vamente en las ideas que sirven intereses creados o que deforman la realidad social. En lugar de eso, la sociología del conocimiento considera de su incumbencia todo el dominio del pensamiento, no considerándose, naturalmente, como el árbitro de la validez (lo que sería propio de un megalómano), sino hasta donde el pensamiento de cualquier tipo está basado en la sociedad. Esto no quiere decir (como en una interpretación marxista) que se considere todo el pensamiento humano como un “reflejo” directo de la estructura social, ni tampoco que las ideas se consideren completamente impotentes para modelar el curso de los acontecimiento. Pero sí significa que todas las ideas se

escrutan cuidadosamente para conocer su ubicación en la existencia social de aquellas personas que las concibieron. En todo caso, hasta ese punto es correcto decir que la so­ ciología del conocimiento tiene una tendencia antiidealista. Toda sociedad puede considerarse en función de su es­ tructura social y de sus mecanismos socialsicológicos, asi como en relación con su criterio del mundo que sirve como el universo común poblado por sus miembros. Las maneras de ver el mundo varían socialmente de una sociedad a otra y dentro de sectores diferentes de la misma sociedad. Es en este sentido que decimos que un chino “vive en un mundo diferente” del de un occidental. Deteniéndonos un instante en este ejemplo, Marcel Granet, sinólogo francés fuertemente influido por la sociología durkheimiana, ha analizado el pensamiento chino precisamente en esta pers­ pectiva de “revelar su mundo diferente”. Por supuesto, la diferencia es evidente en cuestiones tales como la filosofía política, la religión o la ética. Pero Granet afirmó que también podrían encontrarse diferencias fundamentales en categorías tales como el tiempo, el espacio y el número. En otros análisis de este tipo se han hecho afirmaciones simi­ lares, tales como aquellos en que se comparan los “mundos” da la antigua Grecia y de la vieja Israel, o el “mundo” del hinduísmo tradicional, con el del moderno Occidente. La sociología de la religión es una de las áreas más fecundas para este tipo de investigación, quizá debido en parte a que la paradoja de la ubicación social aparece allí en una forma particularmente convincente. Parece total­ mente inadecuado que las ideas relacionadas con los dioses, el cosmos y la eternidad sean situadas en los sistemas sociales de los hombres, limitadas a todas las relatividades huma­ nas de la geografía y la historia. Este ha sido uno de los obstáculos emocionales en el saber bíblico, especialmente

cuando este último ha tratado de descubrir lo que llama el Sitz im Leben (literalmente, la “situación en la vida”, casi lo que hemos denominado ubicación social) de los fenómenos religiosos particulares. Una cosa es considerar las aseveraciones eternas de la fe cristiana y otra bastante diferente investigar la manera en que pueden relacionarse esas aseveraciones con las muy temporales frustraciones, ambiciones o resentimientos de los estratos sociales parti­ culares en las ciudades políglotas del Imperio Romano, dentro del cual llevaron su mensaje los primeros misioneros cristianos. Pero más que esto, el fenómeno mismo de la religión como tal puede situarse socialmente en razón de funciones específicas tales como su légitimación de la auto­ ridad política o su mitigación de las rebeliones sociales (lo que Weber llamó la “teodicea del sufrimiento” : esto es, la manera en que la religión proporciona sentido al sufri­ miento, cambiándolo con ello de una fuente de revolución a un vehículo de redención). La universalidad de la reli­ gión, lejos de ser una prueba de su validez metafísica, es explicable en razón de dichas funciones sociales. Además, los cambios que se han producido en el curso de la historia en los patrones religiosos, también pueden interpretarse en términos sociológicos. Tomemos como un ejemplo la distribución de las leal­ tades religiosas en el mundo occidental contemporáneo. En muchos países occidentales la concurrencia a la iglesia puede correlacionarse casi perfectamente con la afiliación a una clase, de manera que, por ejemplo, la actividad religiosa es una de las señales características de la condición social de la dase media, en tanto que la abstinencia de dicha actividad caracteriza a la clase trabajadora. En otras pala­ bras, parece existir una relación entre nuestra fe, digamos, en la Trinidad (o cuando menos la expresión externa de

esta fe) y nuestros ingresos anuales: por debajo de cierto nivel de ingresos, tal fe parecería perder toda verosimilitud, mientras que por encima viene a ser una cosa natural. La sociología del conocimiento averiguará cómo se ha efec­ tuado esta especie de relación entre la estadística y la salvación. Inevitablemente, las respuestas serán sociológicas en relación con lo fundamental de la religión en éste o aquél medio ambiente social Por supuesto, el sociólogo no estará en condiciones de hacer ninguna aseveración respecto a las cuestiones teológicas en sí mismas, pero podrá demostrar que estas cuestiones rara vez se han tratado en un vacío social. Regresando a un ejemplo anterior, el sociólogo no podrá asesorar a la gente acerca de si ésta deberá entregarse a la ortodoxia protestante o a una versión menos conservadora de esta fe, pero sí podrá demostrarle la manera en que ambas alternativas funcionarán socialmente. No le será posible decidir por la persona que acuda a él si deberá bau­ tizar a sus hijos o esperar hasta después para hacerlo, pero estará en condiciones de informarle cuál expectativa encon­ trará en cada estrato social. Ni siquiera podrá sugerir nada respecto a si deberá esperar una vida después de la muerte, pero puede decirle cuáles son las profesiones que le con­ vendrán cuando menos para aspirar a tal creencia. Fuera de estas cuestiones de la distribución social de la religiosidad, algunos sociólogos contemporáneos (por ejem­ plo, Helmut Schelsky y Thomas Luckmann) han formulado la pregunta de. si los tipos de personalidad producidos por la moderna civilización industrial permiten de una u otra manera el mantenimiento de los patrones religiosos tradi­ cionales y si, por diversas razones sociológicas y sociosicológicas, el mundo occidental no se encuentra ya posible­ mente en una etapa posteristiana. Sin embargo, investigar

estas cuestiones nos llevaría más allá de nuestro tema. Los ejemplos religiosos pueden bastar para indicar la manera en que la sociología del conocimiento sitúa las ideas dentro de la sociedad. Por lo tanto, el individuo obtiene socialmente su visión del mundo de manera muy parecida a la que obtiene sus papeles y su identidad. En otras palabras, sus emociones y la interpretación de sí mismo, al igual que sus acciones, son definidas de antemano para él por lo sociedad, y tal es su vía de acceso cognoscitiva hacia el universo que lo rodea. Alfred Schuetz ha comprendido esta realidad en su frase “el mundo que se da por supuesto” : el sistema de suposicio­ nes que aparentemente se patentizan y se validan por sí mismas respecto al mundo que engendra cada sociedad en el curso de su historia. Esta visión del mundo determinada socialmente está especificada ya, cuando menos en parte, en el leguaje que emplea la sociedad. Puede ser que ciertos lingüistas hayan exagerado la importancia de este solo factor en la creación de cualquier visión determinada del mundo, pero pueden tenerse muy pocas dudas de que nues­ tro lenguaje cuando menos ayuda a formar nuestra relación con la realidad. Y, por supuesto, nosotros no elegimos nuestro lenguaje, sino que nos lo impone el grupo social particular que se encuentra a cargo de nuestra socialización inicial. La sociedad determina para nosotros con anteriori­ dad ese instrumento simbólico fundamental con el cual comprendemos el mundo, ordenamos nuestras experiencias e interpretamos nuestra propia existencia. De la misma manera, la sociedad nos proporciona nues­ tros valores, nuestra lógica y el acopio de información (o, en cuanto a eso, de información errónea) que constituye nuestro “conocimiento”. Muy pocas personas, y aun éstas sólo en lo que se refiere a fragmentos de esta visión del

mundo, se encuentran en posición de hacer una revalua­ ción de aquellas cosas que les han sido impuestas. En realidad, no sienten la necesidad de esta revaluación por­ que la visión del mundo dentro de la cual se les ha sociali­ zado les parece evidente por sí misma. Puesto que esta es la misma opinión de casi todas las personas con las que es probable que tengan tratos en su propia sociedad, la visión del mundo se valida por a misma. Su “prueba” se basa en la experiencia de otros hombres que también la dan por supuesta. Pongamos esta perspectiva de la sociolo­ gía del conocimiento en una proposición sucinta. La reali­ dad es construida socialmente. En esta proposición, la sociología del conocimiento nos ayuda a redondear la decla­ ración de Thomas sobre el poder de la definición social y arroja más luz sobre la imagen sociológica de la naturaleza precaria de ta realidad. La teoría del papel y la sociología del conocimiento representan ramas muy diferentes del pensamiento socio­ lógico. Sus percepciones fundamentales de la naturaleza interior de los procesos sociales no se han integrado en realidad, cuando menos teóricamente, excepto quizá en el importante sistema sociológico contemporáneo de Talcott Parsons, el cual es demasiado complejo para exponerlo dentro de este examen. Sin embargo, la llamada teoría del grupo de referencia (una vez más, un desarrollo es­ tadounidense en el campo) proporciona un vínculo rela­ tivamente simple entre los dos enfoques. Empleado por primera vez por Herbert Hyman en la década de 1940, el concepto del grupo de referencia ha sido desarrollado aun más por un grupo de sociólogos estadounidenses (entre los cuales Robert Merton y Tamotsu Shibutani tienen una importancia especial). Ha resultado de gran utilidad en la investigación del funcionamiento de organizaciones de

diferentes tipos, tales como organizaciones militares o in­ dustriales, aunque su aplicación no nos interesa en este momento. Se ha establecido una diferencia entre los grupos de referencia de los que somos miembros y aquellos hacia los cuales dirigimos nuestras acciones. Esta última varie­ dad nos servirá aquí. En este sentido, un grupo de referen­ cia es la colectividad cuyas opiniones, convicciones y métodos de acción, resultan decisivos para la formación de nuestras propias opiniones, convicciones y métodos de acción. El grupo de referencia nos proporciona un modelo con el que podemos comparamos continuamente. Especí­ ficamente, nos ofrece un punto de vista particular sobre la realidad social, el cual puede o no ser ideológico en dicho sentido, pero que en todo caso formará parte y parcela de nuestra lealtad a este grupo particular. Hace poco tiempo el periódico The New Yorker publi­ có una caricatura que representaba a un joven estudiante elegantemente vestido platicando con una desgreñada mu­ chacha que desfilaba en una manifestación con un cartel exigiendo la prohibición de las pruebas nucleares. El subtítulo decía poco más o menos lo siguiente: “Me ima­ gino que esto quiere decir que no te veré esta noche en el Club de Jóvenes Conservadores”. Esta pequeña viñeta nos demuestra fácilmente la variedad de grupos de refe­ rencia de que puede disponer hoy día un estudiante del colegio superior. Cualquier campo universitario de ciertas proporciones ofrecerá una variedad considerable de tales grupos para que los estudiantes elijan. El estudiante an­ sioso de afiliaciones puede asociarse con cualquier número de grupos políticamente definidos, o puede orientarse hacia una pandilla de beatniks, o puede entrar en un grupo donde se practica una vida social muy activa, o sencilla­

mente puede haraganear con la camarilla formada alrede­ dor de un profesor de inglés muy popular. Huelga decir que, en todo caso, habrá ciertos requisitos que cumplir en términos de su indumentaria y conducta: ya sea salpicar su conversación con una jerga izquierdista; o boicotear la peluquería local; o usar cuellos sin botones y sofocantes corbatas; o andar descalzo después de mediados de marzo. Pero la elección del grupo traerá consigo también un acopio de símbolos intelectuales, símbolos que sería me­ jor exhibir con una demostración de verdadero interés: leyendo la National Review o Dissent (según el caso), disfrutando de la lectura de Alien Ginsberg con el acom­ pañamiento del jazz más pasado de moda, conociendo los nombres de pila de los presidentes de una serie de socie­ dades anónimas a las que se Ies ha echado el ojo, o reve­ lando un desprecio indecible por cualquiera que confiese ignorar los Poetas Metafisicos. El republicanismo de Goldwater, el trotskysmo, o la Nueva Crítica: todas estas gran­ des posibilidades de Wellanschauung pueden hacer o echar a perder nuestros compromisos de los sábados por la tarde, envenenar nuestras relaciones con los compañeros de cuar­ to, o convertirse en la base de una firme alianza con individuos que antes eludíamos como si fuesen la peste bubónica. Entonces descubrimos que es posible conquis­ tar a algunas muchachas con un coche de carreras y a otras con un John Donne. Naturalmente, sólo un sociólogo mal intencionado podría creer que la elección de la línea del Jaguar y la del Donne será decidida en términos de exigencia estratégica. La teoría del grupo de referencia indica que la afilia­ ción o separación social trae consigo normalmente deter­ minados compromisos cognoscitivos. Nos incorporamos a un grupo y así "sabemos” que el mundo es esto y aquello.

Abandonamos este grupo por otro y entonces “sabemos” que debimos de estar equivocados. Cada grupo al que nos transladamos ocupa un punto ventajoso sobre el uni­ verso. Cada función que desempeñamos tiene una manera de ver el mundo colgando desde una punta. Al elegir a determinadas personas, elegimos un mundo específico en el cual vivir. Si la sociología del conocimiento nos pro­ porciona una amplia perspectiva de la interpretación social de la realidad, la teoría del grupo de referencia nos hace ver la gran cantidad de pequeños talleres en los que las pandillas de arquitectos del universo forjan a martillazos sus modelos del cosmos. La dinámica sociosicológia que sustenta este proceso, posiblemente es la misma que ya hamos observado en relación con ia teoría del papel: la del primitivo instinto humano a ser aceptado, a pertenecer y vivir en un mundo con otras personas. Algunos de los experimentos dirigidos por sicológos sociales sobre la manera en que la opinión de] grupo afecta incluso la percepción de objetos físicos nos permite cono­ cer la fuerza irresistible de este instituto. Un individuo que tiene ante sí un objeto que mide, digamos, setenta y cinco centímetros, modificará progresivamente su cálculo, que al principio era correcto, si se instala en un grupo experimental cuyos miembros repiten una y otra vez que están completamente seguros de que el tamaño real es de poco más o menos unos veinticinco centímetros. En consecuencia, no deberá sorprendemos que las opiniones de grupo en cuestiones políticas, éticas o estéticas ejerzan una influencia aun más grande, puesto que el individuo así presionado nó cuenta con ningún recurso desesperado ante una cinta métrica política, ética o estética. Y por supuesto, en caso de que lo intentase, el grupo negará en primer lugar que su medida sea exacta. La medida de valí-

dez de un grupo es un calibrador de la incultura de otro grupo. Los criterios de canonización y anatema son inter­ cambiables. Elegimos nuestros dioses al elegir nuestros compañeros de juego. En este capítulo hemos particularizado algunas ramas del pensamiento sociológico que nos dan a conocer una imagen de la sociedad que existe dentro del hombre, aña­ diéndola a nuestra pespectiva anterior sobre el hombre dentro de la sociedad. A estas alturas, nuestra descripción de la sociedad como una gran prisión ya no nos parece satisfactoria, a menos que le agreguemos el detalle de gru­ pos de presos que, solícitamente, mantienen intactas sus murallas. Nuestra reclusión en la sociedad nos parece ahora algo que se produce tanto desde nuestro interior como por obra de fuerzas externas. Ahora es más adecuado representar la realidad social como un teatro de títeres, con la cortina que se levanta por encima de los pequeños títeres saltando de un lado a otro en los extremos de sus cuerdas invisibles, desempeñando alegremente las pequeñas partes que se les ha asignado en la tragicomedia que se ha de representar. Sin embargo, la analogía no nos sirve de mucho. El Pierrot del teatro de títeres no posee ni volun­ tad ni conciencia. Pero el Pierrot de la escena social no desea nada más que el destino que le espera en el escenario y cuenta con todo un sistema de filosofía para probarloL El término fundamental empleado por los sociólogos para referirse a los fenómenos presentados en este capítulo es el de adentramiento. Lo que sucede en la socializa­ ción es que el mundo social se adentra en el niño. El mismo proceso, aunque quizá más débil en cantidad, se realiza cada vez que el adulto se inicia dentro de un nuevo contexto o un nuevo grupo social. Por lo tanto, la sociedad no es solamente algo “externo”, en el sentido que le da

Durkheim, sino que también se encuentra “aquí dentro”, formando parte de nuestro ser más recóndito. Sólo una comprensión del proceso de adentramiento da significado al hecho increíble de que la mayoría de los controles ex­ ternos funcionen casi todo el tiempo para la mayor parte de la gente que vive en una sociedad. La sociedad no sólo controla nuestros movimientos, sino que forma nuestra identidad, nuestro pensamiento y nuestras emociones. Las estructuras de la sociedad se convierten en las estructuras de nuestra propia conciencia. La sociedad no se detiene en la superficie de nuestra piel, sino que penetra en nos­ otros tanto como nos envuelve. Nuestra esclavitud de la sociedad no se origina tanto de una conquista como de una confabulación. En realidad, algunas veces se nos obli­ ga a someternos. Pero con mucha más frecuencia somos atrapados por nuestra propia naturaleza social. Los muros de nuestra prisión ya existían antes de que apareciésemos en la escena, pero nosotros mismos los reconstruimos siem­ pre. Somos conducidos al cautiverio con nuestra propia cooperación.

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realizado en los dos capítulos anteriores La perspectiva ha sido fructuoso, el lec­ tor puede tener ahora una sociológica: sensación que tal vez El drama de la sociedad podría describirse como una claustrofobia socioló­ gica. Se le puede conce­ der cierto derecho moral a exigir que el autor le proporcione algún alivio al respecto, en forma de una afirmación de la libertad humana frente a los diversos factores deter­ minantes sociales. Sin embargo, tal afirmación plantea di­ ficultades a priori dentro del marco de trabajo de un tema sociológico. Será necesario considerar brevemente estas dificultades antes de seguir adelante. La libertad no es accesible empíricamente. Expresán­ dolo de manera más precisa, aunque podemos sentir la libertad como una cosa segura junto con otras certidumbres empíricas, no es suceptible de demostración por medio de ninguno de los métodos científicos. Si deseamos seguir a Kant, la libertad tampoco es accesible racionalmente, es decir, no puede ser demostrada por medio de métodos filo­ sóficos basados en los efectos de la razón pura. Continuan­ do aquí con el problema de la eficacia empírica, lo evasivo de la libertad con respecto a la comprensión científica no depende tanto del misterio innarrable del fenómeno (des­ pués de todo, la libertad puede ser misteriosa, pero el nicación

misterio es algo que nos sale al encuentro todos los días), como del campo de acción estrictamente limitado de los métodos científicos. Una ciencia empírica debe obrar dentro de ciertas suposiciones, una de las cuales es la dela casualidad universal. Se supone que todo objeto de es­ crutinio científico tiene un origen anterior. Un objeto, o un acontecimiento que se origina a sí mismo, es ajeno al universo científico del raciocinio. No obstante, la libertad tiene precisamente este carácter. Por esta razón, ninguna cantidad de investigación científica pondrá nunca al des­ cubierto un fenómeno que puede calificarse de libre. Cual­ quier cosa que pueda parecer libre dentro de la conciencia subjetiva de un individuo, encontrará su lugar en el esque­ ma científico como un eslabón de cierta cadena de causalidad. Libertad y causalidad no son términos contradictorios desde el punto de vista de la lógica. Sin embargo, son términos que pertenecen a diferentes marcos de referencia. Por consiguiente, es inútil esperar que los métodos cientí­ ficos puedan descubrir la libertad mediante cierto proceso de eliminación, amontonando una causa sobre otra hasta llegar a un fenómeno residual que no parezca tener origen y al que pueda proclamarse libre. La libertad no es aquello que carece de causa. De manera similar, no podemos llegar a la libertad observando los casos en que la predicción científica fracasa. La libertad no es lo impredecible. Como ha demostrado Weber, si esto fuese así, el loco sería el ser humano más libre de la creación. El individuo cons­ ciente de su propia libertad no se aparta del mundo de la causalidad, sino más bien percibe su propia voluntad como una categoría muy especial de causa, diferente de las otras que debe tener en cuenta. Sin embargo, esta dife­ rencia no está sujeta a demostración científica.

En este punto puede resultar de utilidad una analogía. Así como la libertad y la causalidad no son términos con* tradictorios sino más bien diferentes, lo mismo sucede con la utilidad y la belleza. Ninguna de las dos excluye lógicamente la otra, aunque no podemos establecer la realidad de la una demostrando la realidad de la otra. Es posible considerar un objeto específico, por ejemplo un mueble, y demostrar en forma concluyente que tiene cierta utilidad para la vida humana: para sentarse, para comer, para dormir, o para lo que usted quiera. No obstante, in­ dependientemente de la utilidad que podamos comprobar­ le, no nos acercamos más a la cuestión de si esa silla, mesa o cama es bonita. En otras palabras, los universos de dis­ cernimiento utilitario y estético son estrictamente incon* mensurables. En función del método social-científico, nos enfrenta­ mos con una manera de pensar que da por sentado a priori que el mundo de los humanos es un sistema cerrado de un modo casual. El método no sería científico si discurriese de otra manera. La libertad como un tipo es­ pecia] de causa está excluida de este sistema a priori. En razón de los fenómenos sociales, el científico social da por sentado un movimiento retrógrado infinito de causas, nin­ guna de la cuales conserva un estado ontológico privile­ giado. Si no puede explicar de un modo causal un fenóme­ no de un grupo de categorías sociales, intentará hacerlo con otro. Si las causas políticas no le parecen satisfactorias, probará con las económicas. Y si todo el mecanismo con­ ceptual de la sociología parece inadecuado para explicar un determinado fenómeno, puede cambiarlo por un meca­ nismo diferente tal como el sicológico o el biológico. Pero al hacerlo, seguirá moviéndose dentro del cosmos científico, es decir, descubrirá nuevos tipos de causas pero no encon­

trará la libertad. No existe ninguna manera de percibir la libertad, ya sea en uno mismo o en otro ser humano, excep­ to mediante una certeza interna subjetiva que se disipa en cuanto es atacada con los instrumentos del análisis científico. Nada más lejos de las intenciones del autor que mani­ festar ahora su lealtad a este credo positivista, aún en boga entre algunos científicos sociales estadounidenses, que cree únicamente en aquellos fragmentos de la realidad que pueden abordarse científicamente. Casi invariablemente, tal positivismo origina una forma u otra de barbarismo intelectual, como ha quedado demostrado en forma admi­ rable en la reciente historia de la sicología del comporta­ miento, fundada exclusivamente en el análisis de los actos objetivamente observables, en este país. No obstante, debe­ mos mantener una cocina conforme al ritual judío para que nuestro alimento intelectual no se contamine irreme­ diablemente: es decir, no debemos verter la leche de un conocimiento subjetivo sobre la carne de la interpretación científica. Tal segregación no significa que no se puedan paladear ambos alimentos, sino únicamente que no es po­ sible hacerlo en un solo manjar. Se desprende que si nuestro argumento deseara mante­ nerse rígidamente dentro del marco de referencia socio­ lógico, el cual es científico, no podríamos hablar de ninguna manera acerca de la libertad. En ese caso, tendríamos que dejar que el lector se valiese de sus propios recursos para salir de su rincón claustrofóbíco. Puesto que, afortunada­ mente, estas líneas no aparecen en un periódico o publi­ cación sociológica y no han de leerse en una reunión ceremonial de los profesionales del ramo, no hay necesidad de ser tan ascéticos como ellos. En cambio, podemos seguir dos caminos. En primer lugar, manteniéndonos todavía

dentro del modelo de la existencia humana proporcionado por la propia perspectiva sociológica, trataremos de de­ mostrar que los controles, tanto externos como internos, quizá no sean tan infalibles como se les ha hecho aparecer hasta ahora. En segundo lugar, podemos salimos del mar­ co de referencia escrupulosamente científico y postular la realidad de la libertad, después de lo cual trataremos de observar la apariencia que presenta el modelo sociológico desde el punto ventajoso de esta postulación. En el primer camino, daremos ciertos toques adicionales a nuestra pers­ pectiva sociológica. En el segundo, trataremos de obtener cierta perspectiva humana sobre la perspectiva sociológica. Permítasenos retomar en nuestro argumento al punto en que, al final del capítulo anterior, afirmamos que es necesaria nuestra propia cooperación para conducimos a un cautiverio social. ¿Cuál es la índole de esta coopera­ ción? Una posibilidad de responder a esta pregunta es la de adoptar una vez más el concepto de Thomas acerca de la definición de la situación. Entonces podemos afirmar que, cualesquiera que sean las presiones internas y extemas de la sociedad, en la mayoría de los casos nosotros mismos debemos ayudar cuando menos a definir la situación social en cuestión. Es decir, cualquiera que sea la prehistoña de esto, estamos llamados a un acto de colaboración en el mantenimiento de la definición particular. Sin embargo, otra posibilidad de responder a la pregunta anterior es la de desviamos hacia otro sistema de conceptualización so­ ciológica, especialmente el de Weber. Afirmamos que un enfoque weberiano a esta cuestión servirá como un balance provechoso para el punto de vista durkheimiano respecto a la existencia social. Talcott Parsons ha comparado la sociología weberiana con otros enfoques, llamándola “voluntaxista”. Aunque la

concepción de Weber de la metodología científica era de­ masiado kantiana para admitir la introducción de la idea de la libertad en su sistema, el calificativo de Parsons tiene la cualidad de distinguir el énfasis weberiano en la calidad intencional de la acción social, en contraste con la falta de interés de Durkheim en esta dimensión. Gomo hemos visto, Durkheim pone de relieve la exterioridad, la objeti­ vidad y el carácter “necesario” de la realidad social (esta­ mos casi tentados a emplear aquí el término escolástico de “esencia de la cosa”) . En cambio, Weber hace hincapié siempre en los significados, las intenciones y las interpre­ taciones subjetivas que introducen en cualquier situación social los actores que participan en. ella. Naturalmente, Weber también afirma que lo que finalmente sucede en la sociedad puede ser muy diferente de lo que pretendían o se proponían estos actores. Pero asegura que esta di­ mensión subjetiva íntegra debe tomarse en consideración para un entendimiento sociológico adecuado (Verstehen es el vocablo técnico empleado para designar a este último, un término que ha sido adoptado en el lenguaje sociológico inglés). Esto es, la comprensión sociológica entraña la in­ terpretación de los designios que se manifiestan en la sociedad. En este criterio, cada situación social es sostenida por la trama de designios introducidos en ésta por los diferen­ tes participantes. Por supuesto, es evidente que en una situación cuyo significado está establecido firmemente por la tradición y el consenso común, un individuo aislado no puede lograr mucho ofreciendo una definición divergente. Sin embargo, en el peor de los casos, puede dar lugar a su alejamiento de la situación. La posibilidad de llevar una existencia marginal en la sociedad ya es una indicación de que los significados comúnmente acordados no tienen

una capacidad omnipotente para contreñir. Pero mucho más interesantes son aquellos casos en que los individuos logran captarse la suficiente adhesión para hacer que sus interpretaciones divergentes de] mundo se pongan en prác­ tica, al menos dentro del círculo de sus adeptos. Esta posibilidad de abrirse paso por entre el “mundo que se da por supuesto” de una sociedad, está puesta de manifiesto en la teoría de Weber del carisma. El término, derivado del Nuevo Testamento (en donde, sin embargo, se emplea en un sentido muy diferente), señala la autoridad social que no está basada en la tradición o en la legalidad, sino más bien en el influjo extraordinario de un líder in­ dividual. El profeta religioso que desafía el orden estable­ cido de las cosas en nombre de una autoridad absoluta que le ha sido concedida por orden divina, es el prototipo del líder carismático. Podemos recordar al respecto figu­ ras históricas tales como Buda, jesús o Mahoma. Sin embargo, el carisma también puede aparecer en campos profanos de la vida, especialmente en el político. Podemos recordar personajes tales como César o Napoleón. La fi­ gura ejemplar de tal autoridad carismática erigiéndose en contra del orden establecido puede encontrarse en las ase­ veraciones reiteradas de Jesús, en el sentido de que 'Voso­ tros lo habéis oído d ecir... pero yo os los digo”. En este “pero” yace el derecho a reemplazar legítimamente todo lo que hasta entonces se consideraba válido. Por lo tanto, por regla general, el carisma constituye un desafío inmensa­ mente apasionado al poder de la definición previa. Substi­ tuye los viejos significados por otros nuevos y vuelve a de­ finir radicalmente las suposiciones de la existencia humana. No debe considerarse el carisma como una especie de milagro que ocurre sin referencia a lo que ha sucedido antes o al contexto social de su apariencia. Nada hay en

la historia que se encuentre libre de vínculos con el pasado. Además, como lo revela con grandes detalles la teoría del carisma de Weber, la pasión extraordinaria que despierta un movimiento carismático sólo rara vez sobrevive más de una generación. Invariablemente, el carisma llega a hacer­ se lo que Weber llamó “rutinario”, esto es, llega a reinte­ grarse dentro de las estructuras de la sociedad en formas mucho menos radicales. Tras los profetas vienen los papas, tras los revolucionarios los administradores. Cuando pasa el gran cataclismo de la revolución religiosa o política y los hombres se deciden a vivir de acuerdo con lo que se consideraba un orden nuevo, invariablemente resulta que los cambios no han sido tan totales como parecían al prin­ cipio. Los intereses económicos y las ambiciones políticas entran en acción en el momento en que empieza a enfriar* se el fervor revolucionario. Los antiguos hábitos se rea­ firman y el orden creado por la revolución carism&tica comienza a adquirir inquietantes similitudes con el ancien régime derrocado con tanta violencia. Según sean nuestros valores, este hecho puede afligirnos o confortamos. No obstante, no estamos interesados en la poca consistecia que tiene la rebelión a la larga en la historia, sino en sus posi­ bilidades originales. Vale la pena señalar a este respecto que Weber con­ sideraba el carisma como una de las principales fuerzas motrices de la historia, a pesar de su conocimiento evidente del hecho de que el carisma es siempre un fenómeno muy efímero. Pero no obstante lo mucho que puedan reaparecer los antiguos patrones en el curso de “rutinización” del carisma, el mundo no vuelve a ser el mismo nunca. Aun cuando el cambio haya sido mucho menor de lo que espera­ ban o suponían los revolucionarios, no por eso se ha cambiado menos. Algunas veces sólo el paso del tiempo

demuestra cuán profundo ha sido el camino. Este es el motivo de que fracasen casi todos los intentos de contrarre­ volución total en la historia, como lo ilustran intentos tales como el Concilio de Trento o el Congreso de Viena. La lección que debemos extraer de estos hechos para nuestra perspectiva sociológica es muy simple, casi trivial, pero sin embargo importante para lograr una imagen más equili­ brada: es posible desafiar efectivamente al Leviatán de la definición previa. O expresándolo en forma negativa, en términos de nuestra exposición anterior: es posible rehusar nuestra cooperación con la historia. Parte de la imprensión inexorable que transmiten los puntos de vista durkheimianos, y otros afines respecto a la sociedad, proviene de la poca atención que prestan al pro­ ceso histórico mismo. Ninguna estructura social, a pesar de lo sólida que pueda parecer en la actualidad, tuvo la misma solidez desde el principio. En alguna parte de su curso cada una de sus características sobresalientes fue forjada por seres humanos, ya fuesen visionarios carismáti* eos, picaros mañosos, héroes conquistadores, o simplemente individuos que ocupaban posiciones de gran poder, quienes encontraron lo que les pareció el mejor camino para ma­ nejar la situación. Puesto que todos les sistemas sociales fueron creados por los hombres, se desprende que éstos también pueden cambiarlos. Realmente, una de las limi­ taciones de los mencionados puntos de vista acerca de la sociedad (los cuales, haciendo hincapié una vez más en este punto, nos proporciona una perspectiva válida sobre la realidad social) es que resulta difícil explicar un cambio dentro de su marco de referencia. Es ahí donde la orientación histórica del enfoque weberiano restablece el equilibrio.

Las maneras weberlanas y durkheimianas de observar ia sociedad no son contradictorias desde el punto de vista de la lógica, únicamente son antitéticas puesto que se concentran en aspectos diferentes de la realidad social. Es enteramente correcto decir que la sociedad es un hecho objetivo que nos coerce e incluso nos engendra. Pero también es correcto decir que nuestros propios actos inten­ cionados ayudan a sostener el edificio de la sociedad y en ocasiones pueden ayudar a cambiarla. En realidad, las dos afirmaciones contienen entre ambas la paradoja de ia existencia social: que la sociedad nos define, pero es defi­ nida a su vez por nosotros. Es a esta paradoja a la que nos hemos referido antes en razón de nuestra connivencia y colaboración con la sociedad. Sin embargo, en cuanto contemplamos de esta manera a la sociedad, nos parece mucho más frágil de lo que nos parecia desde el otro punto de vista. Necesitamos el reconocimiento de la so­ ciedad para ser humanos, para tener una imagen de nos­ otros mismos, para poseer una identidad. Pero la sociedad necesita el reconocimiento de muchos como nosotros para poder existir en absoluto. En otras palabras, no somos nosotros únicamente, sino también la sociedad la que existe en virtud de la definición. Dependerá de nuestra ubicación social el que nuestra negativa al reconocer una realidad social particular tenga mucho efecto. Al esclavo no le sirve de mucha ayuda el hecho de que se niegue a reconocer su esclavitud. Pero es muy diferente cuando deja de recono­ cerla uno de los amos. Sin embargo, los sistemas de escla­ vitud siempre han reaccionado violentamente ante tal desafío, aun cuando provengan de sus víctimas más humil­ des. Por lo tanto, parecería que asi como no existe un poder absoluto en la sociedad, tampoco existe una impo­

tencia total. Los dirigentes de la sociedad reconocen este hecho y aplican sus controles en conformidad. Se desprende de ello que los sistemas de control nece­ sitan constantemente la confirmación y reconfirmación de las personas destinadas a aplicar los mencionados controles. Es posible rehusar tal confirmación de muchas maneras. Cada una constituye una amenaza a la sociedad tal como se la define oficialmente. Las posibilidades que debemos tomar en cuenta aquí son las de transformación, separación y manipulación. Nuestra alusión al carisma ha indicado ya de qué manera puede llevarse a cabo la transformación de las definiciones sociales. Por supuesto, el carisma no es el único factor que puede inducir el cambio en la sociedad. Sin embargo, cualquier proceso de cambio social está re­ lacionado con nuevas definiciones de la realidad. Cualquier redefinición como ésta significa que alguien empieza a actuar en sentido contrario de lo que se espera de él de acuerdo con la antigua definición. El amo espera un saludo de su esclavo y en lugar de ello recibe una bofetada. Por supuesto, dependerá de la frecuencia con que ocurran estos incidentes el que los califiquemos de una “divergencia’* individual o de una “desorganización” social, para usar téminos sociológicos comunes. Cuando un individuo se niega a reconocer la defición social de los derechos econó­ micos, nos encontramos ante un fenómeno de delito, espe­ cialmente cuando nos enfrentamos a actos de extravío ca­ talogados en las estadísticas de la FBI como “delitos contra la propiedad”. Pero cuando masas de individuos bajo las órdenes de un líder político se unen en la misma repulsa (ya sea en forma del establecimiento de un sistema socia­ lista o, más moderadamente, de un nuevo sistema fiscal radical), nos encontramos ante una revolución. Las dife­

rencias sociológicas entre el descarrío individual, tal como el crimen y la desorganización y reorganización en gran escala de todo un sistema social, tal como la revolución, son obvias. Ambas son, sin embargo, significativas, en términos de nuestro argumento, porque demuestran la posibilidad de resistencia a los controles externos y (forzosamente) a los internos. En realidad, cuando observamos las revoluciones, descubrimos que los actos externos contra el antiguo orden son precedidos invariablemente por la desintegración de la obediencia y la lealtad interna. Como lo ha demostrado Albert Salomon, la destrucción del concepto que tiene el pueblo de sus gobernantes puede ejemplificarse por el Lance del Collar de la Reina anterior a la Revolución Francesa y por el caso de Rasputín antes de la rusa. La insurrección en marcha de los negros del Sur contra el sistema de segre­ gación que tiene lugar en la actualidad fue precedida asi­ mismo por un largo proceso en el que las antiguas defini­ ciones de su papel en sociedad fueron desacreditadas en toda la nación y destruidas en sus propios espíritus (un proceso, entre paréntesis, en el que los científicos sociales, incluyendo a los blancos del Sur, desempeñaron una parte importante). En otras palabras, mucho antes de que los sistemas sociales se derrumben por medio de la violencia, son despojados de su sustento ideológico por medio del desdén. El no reconocimiento y la contradefinición de las normas sociales siempre son potencialmente revolucionarios. Sin embargo, podemos observar casos mucho más ruti­ narios en los que situaciones sociales particulares pueden ser transformadas o al menos saboteadas por una negativa a aceptar sus definiciones anteriores. Si pudiéramos hacer aquí una referencia muy poco erudita, señalaríamos la obra del humorista inglés Stephen Potter como una guia exce­ lente para el arte sutil del sabotaje social. Lo que Potter

llama el “ploy” (el “estratagema”) es precisamente la téc­ nica de referir una situación al contrario de lo que espera la generalidad, y hacerlo de tal manera que los demás participantes en la situacióft sean tomados desprevenidos y se encuentren impotentes para contraatacar. El paciente que arregla de antemano las llamadas telefónicas de mane* ra que convierte el consultorio de su médico en una oficina comercial, el turista estadounidense en Inglaterra que da una conferencia a su anfitrión inglés sobre las antigüedades de Londres, el húesped que no va a la iglesia y que se esfueza concienzudamente por transtomar a sus anfitriones que van a la iglesia el domingo en la mañana, mencionando a sus propias preferencias religiosas oscuramente esotéricas que posiblemente no le permitirían acompañarlos: todos estos son ejemplos de lo que podría llamarse un productivo sabotaje microsociológico, insignificantes comparados con los bouleversements del gran revolucionario Prometeo, pero a pesar de ello reveladores de la cualidad precaria innata de la estructura social. Si sus prejuicios morales se lo per­ miten, el lector puede comprobar rápidamente la validez de la técnica de Potter de demolición sociológica (que bien podría llamarse, con las debidas excusas a la Avenida Madison, la ingeniería de la disensión). Dejémosle que pretenda ser un abstemio tolerante aunque firme en una reunión en Nueva York, o un iniciado de algún culto místico en un día de campo de la iglesia Metodista, o un sicoanalista en una merienda de hambres de negocios; en todo caso, es bastante probable que descubra que la intro­ ducción de un carácter dramático que no encaja en el escenario de la obra en particular, amenaza el desempeño del papel de aquellos que sí encajan. Tales experiencias pueden llevar a una inversión súbita en nuestra opinión de la sociedad, de la visión respetuosa de un edificio construido

de sólido granito a la imagen de una casa de juguete con­ feccionada precariamente con papier maché. Aunque tal metamorfosis puede resultar inquietante para la gente que hasta entonces tuvo una gran confianza en la estabilidad y rectitud de la sociedad, puede tener también un efecto liberador para los que se inclinan más a considerar a esta última como un gigante sentado encima de ellos y aún así un gigante no necesariamente amistoso. Es tranquilizador descubrir que el gigante sufre un tic nervioso. Si no podemos transformar o sabotear la sociedad, podemos separarnos de ella interiormente. La separación ha sido un método de resistencia a los controles sociales cuando menos desde la época de Lao-tzu, y fue incorpo­ rada en una teoría de la resistencia por los estoicos. La persona que se aparta de la escena social para internarse en los dominios religiosos, intelectuales o artísticos con­ feccionados por ella misma, lleva consigo, a pesar de todo, este exilio impuesto a sí misma, el lenguaje, la identidad y el acopio de conocimientos que obtuvo inicialmente en manos de la sociedad. No obstante, es posible, aunque a menudo a un gran costo sicológico, construir para uno mismo una torre mental en la que las expectativas cuoti­ dianas de la sociedad pueden pasarse por alto casi total­ mente. Y cuando uno lo hace, el carácter intelectual de esta torre está formado cada vez más por uno mismo y no por las ideologías del sistema social circunstante. Si logra­ mos que otros se nos unan en tal empresa, podemos crear en el verdadero sentido una contrasociedad cuyas relaciones con la otra, la sociedad “legítima”, pueden reducirse a un mínimo diplomático. Incidentalmente, en este caso la carga sicológica de tal separación puede reducirse enormemente. Tales contrasociedades, construidas sobre la base de definiciones divergentes y aisladas, existen en la forma

de sectas, cultos, "círculos interiores” u otros grupos que los sociólogos llaman subculturas. Si deseamos subrayar la separación normativa y cognoscitiva de tales grupos, el tér­ mino submundo puede resultar más adecuado. Un submundo existe como una isla de designios divergentes dentro del mar de su sociedad, adaptando la frase empleada elo* cuentemente por Cari Mayer para describir el carácter so­ cial del sectarismo religioso. El individuo que ingresa en tal submundo desde el exterior tiene la fuerte sensación de que está penetrando en un universo de raciocinio entera­ mente diferente. La religiosidad extravagante, la política subversiva, la sexualidad poco convencional, los placeres ilegales, todos estos factores son capaces de crear un sub­ mundo defendido cuidadosamente del efecto de los contro­ les tanto físicos como ideológicos que impone la sociedad más amplia. Así, una moderna ciudad estadounidense pue­ de proporcionar su cabida, bien ocultos de la mirada del público, a sus mundos subterráneos de teósofos, trotskystas, homosexuales o adictos a las drogas, que hablan en su pro­ pio lenguaje y en sus propios términos, erigiendo un uni­ verso infinitamente distante en su significado del mundo de sus conciudadanos. En realidad, el carácter anónimo y la libertad de movimiento de la vida urbana moderna facilita enormemente la formación de tales submundos. Sin embargo, es importante recalcar que las interpre­ taciones menos rebeldes de la mente pueden liberar también al individuo en un grado considerable del sistema de defini­ ción de su sociedad. Un hombre que dedica su vida apasio­ nadamente al estudio de las matemáticas puras, de la física teórica, de la asiriología o del zoroastrismo, puede permitir­ se el lujo de presentar un mínimo de su atención a las exigencias sociales rutinarias mientras pueda arreglárselas de una manera u otra para sobrevivir económicamente en

pos de sus intereses. Y, lo que es más importante, las ma­ neras de pensar a las que le conducirán naturalmente estos universos de dicernimiento tendrán en verdad un alto grado de autonomía frente a los patrones intelectuales rutinarios que constituyen el modo de ver el mundo de la sociedad humana. Podemos recordar aquí el brindis pronunciado en una reunión de matemáticos: “Por las matemáticas puras, y que nunca resulten de utilidad para nadie”. A diferencia de algunos de los ejemplos mencionados anterior­ mente, éste tipo de submundo no se origina de una rebe­ lión contra la sociedad como la que hemos mencionado, sino que conduce, a pesar de todo, a un universo intelectual autonómo dentro del cual' un individuo puede existir en un aislamiento casi olímpico. Expresándolo de manera diferente, los hombres pueden, solos o en grupos, cons­ truir sus propios mundos y sobre esta base, apartarse del mundo dentro del cual fueron socializados originalmente. La exposición del arte de “ploying” (de emplear el estratagema) nos ha acercado ya al tercer camino principal para escapar de la tiranía de la sociedad, o sea, el de la manipulación. Aquí, el individuo no trata de transformar las estructura sociales ni se aparta de ellas. Más bien hace uso deliberado de ellas en formas no previstas por sus legítimos guardianes, abriendo un camino a través de la selva social de acuerdo con sus propios fines. Erving Goffman, en su análisis del mundo de los “residentes” (ya sean de hospitales para enfermedades mentales, de prisiones u otras instituciones coercitivas), nos ha proporcionado ejem­ plos vividos de la manera en que es posible “manejar el sistema”, es decir, utilizarlo en formas no prescritas en los procedimientos oficiales de funcionamiento. El convicto que trabaja a i la lavandería de la prisión y usa su ma­ quinaria para lavar sus propios calcetines; el paciente que

logra tener acceso al sistema de comunicaciones del penonal para transmitir sus mensajes particulares; el soldado que se las arregla para transportar a sus amigas en vehícu­ los militares, todos están “manejando el sistema”, procla­ mando así su independencia relativa de sus tiránicas exi­ gencias. Sería imprudente descartar tales manipulaciones con demasiada rapidez, considerándolas como esfuerzos de rebelión patéticos e ineficaces. Se han suscitado casos instructivos en los que sargentos de la policía motorizada se valieron de sus vehículos para atender a sus compromisos femeninos y en que pacientes de hospitales utilizaron la central oficial de mensajes como si fuese un garito de apuestas, continuando de manera subterránea estas ope­ raciones durante largos períodos. Y la sociología industrial está llena de ejemplos de la manera en que los trabajadores pueden emplear la organización oficial de una fábrica para propósitos divergentes y en algunas ocasiones contra­ rios a las intenciones de la administración. La inventiva de que son capaces los seres humanos para evadir y subvertir inclusive el sistema de control más acabado, es un antídoto alentador para la depresión socio­ lógica. Es en alivio de) deterninismo social que quisiéramos explicar la simpatía que a menudo sentimos por el estafa­ dor, el impostor o el charlatán (siempre que, en todo caso, no seamos nosotros los estafados). Estas figuras simbolizan un maquiavelismo social que conoce a fondo la sociedad y después, libre de ilusiones, descubre la forma de manipular­ la para sus propios fines. En la literatura existen persona­ jes tales como el Lafcadio de André Gidc, o el Félix Krull de Thomas Mann, que ilustran este hechizo. En la vida real, podríamos señalar a un hombre como Ferdinand Waldo Demara, hijo, quien engañó a muchos especialistas eminentes en diferentes campos que lo aceptaron como

colega, personificando con buenos resultados identidades sociales tan respetadas como profesor de la escuela superior, oficial del ejército, penalista e inclusive cirujano. Inevita­ blemente, al observar la manera en que adopta el estafa­ dor diferentes papeles respetables de la sociedad, sentimos la desagradable impresión de que las personas que asumen “legítimamente” estas funciones, pueden haber obtenido sus posiciones mediante procedimientos no demasiado diferentes de aquellos de los que se valió Demara. Y si estamos enterados del engaño, la estafa y (empleando el término de Potter) el “fraude de la humanidad” consisten­ tes, por ejemplo, con una carrera profesional, podemos incluso acercarnos peligrosamente a la conclusión de que la sociedad es, para empezar, un timo. De una u otra manera, todos somos impostores. El ignorante personifica la erudicción, el fullero la honestidad, el escéptico la convicción, y es posible que cualquier universidad normal no hubiera existido sin el primer abuso de confianza, que no hubiera ninguna organización comercial sin el segundo y ninguna iglesia sin el tercero. En relación con esto, resulta de gran utilidad otro concepto elaborado por Goffman: el denominado “distan­ cia del papel”. Con esto Goffman quiere decir el desem­ peño fingido de un papel, sin proponérselo vedaderamente y con un propósito ulterior. Cualquier situación fuertemen­ te restrictiva produciría este fenómeno. El subordinado “nativo” adula al pukka sahib tal como se espera de él, mientras planea el día en que degollará a todos los blan­ cos. El negro en nuestro país desempeña el papel de bufón que se desprecia a sí mismo, y el recluta el de un flamante fanático militar, ambos con miras posteriores dia­ metralmente apuestas a la mitología dentro de la cual sus papeles tienen un significado que ellos rechazan interior­

mente. Como señala Goffman, esta especie de duplicidad es la única forma en que puede mantenerse la dignidad h u ­ mana dentro de la conciencia de la gente en tales situacio­ nes. Pero el concepto de Goffman podría aplicarse más am­ pliamente a todos los costos en que se desempeña delibera­ damente un papel sin identificación interior; en otras palabras, en que un actor establece una distancia interna entre su conciencia y el desempeño de su papel. Estos casos son de una importancia suprema para la perspectiva sociológica, porque se desvían de la pauta normal. Esta, como nos hemos esforzado por señalar, es la de que los papeles son desempeñados irreflexivamente, en reacción inmediata y casi automática a las expectativas de la situa­ ción. Aquí se disipa repentinamente esta niebla de la inconciencia. En muchos casos, esto quizá no afecte el curso manifiesto de los acontecimientos, aún cuando constitu­ ye una forma cualitativamente diferente de existencia den­ tro de la sociedad. La “distada del papel” señala el punto en el que la marioneta que hace de payaso se convierte en Bajaccio: el teatro de títeres se transforma en un esce­ nario vivo. Naturalmente, existe todavía un libreto, una dirección de escena y un repertorio que incluye nuestro propio papel. Pero ahora lo desempeñamos completamen­ te conciernes. En cuanto esto ocurre, existe la desagrada­ ble posibilidad de que el Bajacdo se salga de su papel y empiece a personificar al héroe trágico, o que Hamlet comience a dar saltos mortales y a entonar cantinelas indecentes. Permítasenos repetir nuestra aseveración an­ terior de que todas las revoluciones comienzan con trans­ formaciones de condenda. Podemos introducir un concepto muy útil en relación con esto: el del “éxtasis”. Con esto no nos referimos a una exaltadón anormal de la conciencia en un sentido místico,

sino más bien, y de manera totalmente al pie de la letra, al acto de apartarse o abandonar (literalmente ekstasis) las rutinas aceptadas de la sociedad. En nuestra exposición de la “alternación” ya hemos tratado ligeramente una forma muy importante de “éxtasis” en nuestro juicio, es decir, el que tiene lugar cuando un individuo está capa­ citado para saltar de un mundo a otro en su existencia social. Sin embargo, incluso sin un intercambio tal de universos, es posible lograr distancia y separación vis-á-vis de nuestro propio mundo. Tan pronto como desempeña­ mos un papel determinado sin una entrega interior, deli­ berada y engañosamente, los actores nos encontramos en un estado extático con respecto a nuestro “mundo acepta­ do”. Lo que los demás consideran el destino, nosotros lo juzgamos como un conjunto de factores que debemos tomar en cuenta en nuestras operaciones. Lo que suponen los demás una identidad esencial, lo tratamos nosotros como un disfraz que nos conviene. En otras palabras, el “éxtasis” transforma nuestro conocimiento de la sociedad de tal manera que la suposición se convierte en posibilidad. Aunque esto comienza como un estado de conciencia, de­ bería ser evidente que, más tarde o más temprano, estas consecuencias están destinadas a ser importantes en térmi­ nos de acción. Desde el punto de vista de los guardianes oficiales del orden, es peligroso tener demasiados individuos en los alrededores participando en el juego social con reservas internas. La consideración de la “distancia del papel” y del “éxtasis” como elementos posibles de la existencia social, plantea una duda muy interesante de la sociología del cono­ cimiento, es decir, si existen contactos o grupos sociales que facilitan particularmente tal conciencia. Karl Mannheim, quien favoreció enormemente tal planeamiento en

terrenos éticos y políticos (una posición que probablemente algunas' personas quisieran discutir) dedicó mucho tiempo al estudio de su posible fundámento social. Su punto de vista acerca de la ‘‘intelectualidad libremente estancada” (o sea, de un estrato de intelectuales comprometidos al mínimo con los intereses creados de la sociedad) como los portadores más adecuados de esta especie de conciencia liberada, puede prestarse a controversias. Sin embargo, pueden existir pocas dudas de que cierto tipo de disciplina y actividad intelectuales son capaces de conducir al “éxta­ sis”, como lo indicamos en nuestra exposición de las formas de separación. Pueden hacerse otras generalizaciones a manera de en­ sayo. Es más probable que el “éxtasis” tenga lugar en las culturas urbanas que en las rurales (vide el papel clásico de las ciudades como lugares de libertad política y de libe­ ralidad en las ideas), entre los grupos que están al margen de la sociedad que entre los que ocupan dentro de ella una posición central (vide la histórica relación de los judíos europeos con diversos movimientos intelectuales de libera* ción; o, de manera inuy diferente, tomemos el ejemplo de los oficiales ambulantes búlgaros llevando consigo la here­ jía maniquea a través de Europa hasta Provenza), así como es más probable también en grupos que se encuentran inseguros de su posición social que entre los que están se­ guros (vide la creación de ideologías demoledoras entre las clases nacientes que tienen que luchar contra un orden establecido, de las cuales nos proporciona un ejemplo pri­ mordial la próspera burguesía francesa de los siglos xvu y xvm ). Una ubicación tal d d fenómeno nos recuerda una vez más que ni siquiera la rebelión total tiene lugar en un vacío social sin definiciones previas. Hasta el nihilismo se define previamente en términos de las estructuras que

está obligado a negar: por ejemplo, antes de ser ateos de­ bemos tener una idea de Dios. En otras palabras, toda deliberación de las funciones sociales tiene lugar dentro de los propios limites sociales. No obstante, nuestra considera* ción de las diversas formas de “éxtasis” nos ha apartado del rincón determinista dentro del cual nos había hecho encajar nuestro razonamiento anterior. Así pues, llegamos a uná tercera imagen de la sociedad, después de la de la prisión y la del teatro de marionetas, es decir, la de la sociedad como un escenario poblado de actores vivos. Esta tercera imagen no destruye las dos anteriores, sino que es más adecuada en términos de los otros fenómenos sociales que hemos considerado. Es decir, el modelo dramático de la sociedad al que hemos llegado ahora.no niega que los actores que se encuentran en el escenario estén constreñidos por todos los controles externos establecidos por el empresario y por los internos impuestos por el propio papel que representan. Sin embargo, tienen diferentes alternativas: la de desempeñar sus partes con entusiasmo o con mal humor, la de actuar con una convic­ ción interna o a “distancia”, y, algunas veces, la de negarse a actuar en absoluto. Al observar la sociedad a través del instrumento de este modelo dramático, cambia enorme­ mente nuestra perspectiva sociológica general. La realidad social parece posarse ahora precariamente en la coopera­ ción de muchos actores individuales; o tal vez resultaría un símil mejor el de los acróbatas que realizan peligrosos actos de equilibrio, sosteniendo entre ellos la oscilante es­ tructura del mundo social. El escenario, el teatro, el circo e incluso el desfile bu­ llanguero, aquí tenemos el conjunto de imágenes de nuestro modelo dramático, con un concepto de la sociedad igual­ mente precario, inseguro y a-menudo impredecible. Las

instituciones de la sociedad, aunque en realidad nos cons­ triñen y coaccionan, nos parcccn al mismo tiempo conven* cionalismos dramáticos, inclusive ficciones. Han sido in­ ventadas por antiguos empresarios, y los del futuro pueden arrojarlas de nuevo a la nada de la que surgieron. Repre­ sentando el drama social, seguimos fingiendo que estos precarios convencionalismos son realidades eternas. Actúa* mos como si no existiese otra forma de ser hombre, de ser un súbdito politico, un devoto religioso o alguien que ejerce una determinada profesión; pero a veces, incluso a los seres más obscuros, les pasa por la mente la idea de que podríamos hacer cosas muy diferentes. Si la realidad social es creada dramáticamente, también debe ser dramática* mente dúctil. De esta manera, el modelo drámatico nos proporciona un escape del determinismo rígido ai que nos ha conducido originalmente el pensamiento sociológico. Antes de dejar atrás nuestro tema sociológico más li­ mitado, nos gustaría señalar una contribución clásica que resulta muy importante para los asuntos que hemos trata* do: la teoría de la sociabilidad del sociólogo alemán Georg Simmel, contemporáneo de Weber, cuyos enfoques a la sociología se diferenciaron considerablemente de los del último. Simmel sostenía que la sociabilidad (en el signi­ ficado común de la palabra) es la manera de practicar la interacción social. En una reunión, la gente “juega a la so* ciedad”, esto es, se entrega a muchas formas de interacción social, pero sin el aguijón usual de la seriedad. La sociabi­ lidad cambia una comunicación formal por una conversa­ ción no comprometedora, el eros por la coquetería, la ética por los modales, la estética por el buen gusto. Como lo señala Simmel, el mundo de la sociabilidad es una creación precaria y artificial que puede ser destrozada en cualquier momento por alguna persona que se niegue a practicar el

juego. El hambre que en una reunión se entrega a un debate apasionado estropea el juego, lo mismo que el que lleva un coqueteo al punto de una descarada seducción (una reunión no es una orgía), o el que fomenta abiertamen­ te intereses de negocios so pretexto de una charla inocente (la conversación en una reunión cuando menos debe fingir ser desinteresada). Aquellas personas que participan en una situación de pura sociabilidad dejan temporalmente atrás sus identidades “serias” y se transportan a un mundo transitorio y ficticio que consiste, entre otras cosas, en la traviesa simulación de que los interesados se han liberado del peso de la posición, de las propiedades y las pasiones con las que están vinculados normalmente. Cualquiera que introduce la gravedad (en ambos sentidos de la pala­ bra) de intereses externos “serios”, hace pedazos de inme­ diato el frágil artificio de lo simulado. Incidentalmente, esta es la razón de por qué la pura sociabilidad rara vez es posible excepto entre iguales ¿tuesto que de otra manera el fingimiento requiere demasiados esfuerzos como para poder mantenerlo, como lo demuestra penosamente cual­ quier fiesta o reunión de empleados de una oficina. No estamos interesados particularmente en el fenómeno mismo de la sociabilidad, pero ahora podemos relacionar lo que sostiene Simmel al respecto con nuestra considera­ ción anterior del concepto de Mead de que los papeles sociales se aprenden desempeñándolos. Si sostenemos que la sociabilidad no podría existir de niguna manera como el artificio que es, si la sociedad en pleno no tuviese un carác­ ter igualmente artificial. En otras palabras, la sociabilidad es un caso especial de “jugar a la sociedad”, más conscien­ temente ficticio, menos atado con las ambiciones imperio­ sas de nuestra profesión, pero, no obstante, de la misma clase de un tejido social más grande con el que también

podamos jugar. Como hemos visto, es precisamente por medio de tal juego que el niño aprende a adoptar sus fun­ ciones “formales”. En la sociabilidad regresamos por unos momentos a la mascarada de la niñez y, en consecuencia, quizá al placer que ella nos proporciona. Pero es suponer demasiado pensar que los disfraces del mundo “serio” son enormemente diferentes de los del mun­ do de la ficción. Representamos el papel de un experto raconteur en una reunión y el hombre de voluntad fírme lo representa en la oficina. El tacto que empleamos en una reunión tiene una manera de convertirse en astucia políti­ ca, la sagacidad en los negocios en el hábil manejo de la etiqueta para fines de sociabilidad. O, si así lo queremos expresar, existe un nexo entre las “gracias sociales” y las habilidades sociales en general. En este hecho se basa la justificación sociológica del entrenamiento “social” tanto de los diplomáticos como de las señoritas que entran en sociedad. “Jugando a la sociedad”, o “practicando socie­ dad”, aprendemos la forma de ser un actor social en todas partes. Y esto es posible únicamente porque la sociedad como conjunto tiene el carácter de una representación. Como lo hace ver brillantemente el historiador holandés Johan Huizinga en su obra Homo ludens, es imposible comprender, aunque sea poco, la cultura humana, a menos que observemos en sub specie ludi, bajo el aspecto del juego y la travesura. Con estas consideraciones hemos llegado hasta los pro­ pios límites de lo que es posible decir dentro de un marco de referencia social-dentífico. Dentro de este último, no podemos ir más lejos para desembarazar al lector de la carga determinista de nuestro argumento original. Com­ parado con este argumento, lo que hemos dicho hasta ahora en el presente capítulo puede parecer más débil y

poco concluyente. Esto es inevitable. U na vez más, es imposible abordar a priori la libertad en todo su significado por medios científicos, o dentro de un universo de discer­ nimiento científico. Lo más cerca que hemos podido llegar en ciertas ocasiones es a demostrar y poner de manifiesto alguna libertad de los controles sociales. Posiblemente no podamos descubrir por medios científicos la libertad para actuar socialmente. Aun cuando descubriésemos agujeros en el orden de causalidad que pudieran establecerse socioló­ gicamente, el sicólogo, el biólogo o algún otro profesional que se ocupe de las causas se introducirá y rellenará nues­ tro agujero con materiales hilados de su tela de determinismo. Pero, puesto que en este libro no nos hemos comprometido a limitamos ascéticamente a la lógica cien­ tífica, estamos preparados ahora para enfocar la existencia social desde un aspecto muy diferente. No nos ha sido posible alcanzar sociológicamente la libertad y nos damos cuenta de que nunca podremos. Asi sea. Estudiemos ahora la manera de observar nuestro modelo sociológico desde un punto de vista diferente. Como observamos antes, solamente un bárbaro intelec­ tual es capaz de afirmar que la realidad es únicamente lo que podemos ver mediante métodos científicos. Puesto que, optimísticamente, hemos tratado de mantenemos fuera de esta categoría, nuestro intento de hacer sociología se ha mantenido en el primer plano de otro punto de vista de la existencia humana que no es ni sociológico ni científico. Este punto de vista no es particularmente excéntrico, sino más bien antropología común (aunque elaborada de ma­ nera muy diferente) de aquellas personas que reconocen que el hombre está capacitado para la libertad. Evidente­ mente, una discusión filosófica de tal antropología que­ brantaría por completo la estructura de este libro y, por lo

mismo, estaría fuera de la competencia del autor. Pero, aunque no intentaremos proporcionar aquí una introduc­ ción filosófica al problema de la libertad humana, es nece­ sario para nuestro argumento que demos cuando menos algunas indicaciones de la forma en que es posible pensar sociológicamente sin abandonar del todo esta idea de liber­ tad y, más importante aún, de qué manera puede tener conocimiento de la dimensión social una visión del hombre que incluye la idea de libertad. Afirmamos que este es un importante campo de diálogo entre la filosofía y las ciencias sociales que contiene aún vastas regiones de te­ rritorio virgen. Hacemos notar que la obra de Alfred Schuetz y los esfuerzos contemporáneos de Maurice Natanson indican la dirección en la que podría moverse este diálogo. Nuestras propias observaciones en las páginas siguientes resultarán forzosamente demasiado fragmenta­ rias. Pero esperamos que basten para indicar al lector que el pensamiento sociológico no es preciso que termine ne­ cesariamente en un pantano positivista. Comenzaremos ahora con el postulado de que los hom­ bres son libres y desde este punto de partida regresaremos al mismo problema de la existencia social. Al hacerlo, encontraremos de gran utilidad algunos conceptos desarro­ llados por filósofos exístendalistas (aunque los usaremos sin intenciones doctrinarias). Con esto invitamos al lector a intentar un salto mortal epistemológico, y después, a regresar al problema que tenemos entre manos. Volvamos sobre nuestros pasos hasta el punto en que estudiamos la teoría de Gehlen acerca de las instituciones. Como recordaremos, en esta teoría se considera que estas últimas canalizan la conducta humana en un sentido similar al que los instintos canalizan la conducta de los animales. Cuando consideramos esta teoría, hicimos la

observación de que existe, a pesar de todo, una diferencia crucial entre los dos tipos de canalización: £1 animal, si meditase sobre ia cuestión de seguir sus instintos, diría: “No tengo otra alternativa”. Los hombres, cuando tratan de explicar por qué obedecen sus imperativos instituciona­ les, dicen lo mismo. La diferencia es que el animal estaría diciendo la verdad; los hombres, en cambio, se están en­ gañando a sí mismos. ¿Por qué? Pbrque, en realidad, ellos sí pueden decir "no” a la sociedad, y a menudo lo han hecho. Si toman este camino, ello puede acarrearles consecuencias muy desagradables. No pueden siquiera considerarlo como una posibilidad, porque dan por sentado su propia obediencia. Su carácter institucional tal vez sea la única identidad que pueden imaginarse que poseen, y la alternativa les parece un salto hacia la locura. Esto no cambia el hecho de que la afirmación “debo hacerlo” engañosa en casi todas las situaciones sociales. Desde nuestro nuevo punto privilegiado de observación, dentro de un marco de referencia antropológico que reco­ noce al hombre como un ser libre, podemos aplicar pro­ vechosamente a este problema lo que Jean-Paul Sartre ha llamado “mala fe”. Para expresarlo de manera más sen­ cilla, “mala fe” es pretender que es necesario algo que en realidad es voluntario. Por lo tanto, “mala fe” es una huida de la libertad, una evasión frandulenta de la “agonía de la elección”. La “mala fe” se expresa en innumerables situaciones humanas, desde la más trivial hasta la más catastrófica. El camarero que ronda de un lado a otro por entre las mesas que le corresponde atender en un café, actúa de “mala fe” en cuanto a que se dice a sí mismo que el papel de sirviente constituye su verdadera existen­ cia, que, aunque sólo sea durante las horas para las que se le ha contratado, él es el camarero. La mujer que permite

que se la seduzca paso a paso mientras sostiene una inocen­ te conversación actúa de “mala fe”, puesto que pretende que lo que sucede a su cuerpo es algo que no se encuentra bajo su control. El terrorista que mata y se excusa a sí mismo diciendo que no tuvo otra alternativa porque el partido le dio orden de matar, actúa de “mala fe”, porque pretende que su existencia está vinculada necesariamente al partido, cuando en realidad este vínculo es la consecuen­ cia de su propia elección. Podemos ver fácilmente que la “mala fe” abarca la sociedad como una película de men­ tiras. Sin embargo, la posibilidad misma de que exista la “mala fe” nos demuestra la realidad de la libertad. El hombre puede actuar con mala fe sólo porque es libre y no desea enfrentarse a su libertad. La “mala fe” es el reflejo de la libertad humana. Su intento por eludir esta libertad está destinado a fracasar. Porque, como lo ha expresado admirablemente Sartre, estamos “condenados a la libertad”. Si aplicamos este concepto a nuestra perspectiva socio­ lógica, repentinamente llegamos a una conclusión alar­ mante. El complejo de funciones dentro de las cuales existimos en la sociedad, nos parece ahora un inmenso instrumento de la “mala fe”. Cada papel o función lleva consigo la posibilidad de la “mala fe”. Todo hombre que dice “no puedo hacer otra cosa” al referirse a lo que exige de él su papel social, se entrega a la “mala fe”. Ahora bien, podemos imaginarnos fácilmente ciertas circunstancias en las que esta confesión será cierta hasta el punto de que no exista otra alternativa dentro de ese papel parliculari No obstante, el individuo tiene la alternativa de salirse del papel. Es cierto que, en ciertas circunstancias, un hombre de negocios no puede “hacer otra cosa” que destruir brutalmente a un competidor, si no quiere ir él mismo

a la bancarrota, pero es él quien elige valerse de la brutalidad para evitar su ruina. Es cierto que un hombre “no puede hacer otra cosa” que traicionar una vincula­ ción homosexual, pero es él quien elige entre la respe­ tabilidad y la lealtad a este vinculo. Es cierto que en algunos casos un juez no “tiene otra alternativa” que sen­ tenciar a muerte a un hombre, pero al hacerlo él elige actuar como un juez, ocupación que ha escogido sabiendo que podría ponerlo ante esta encrucijada, y prefiere en cambio no renunciar cuando se enfrenta a la perspectiva de cumplir con este deber. Los hombres son responsa­ bles de sus acciones. Actúan con “mala fe” cuando atri­ buyen a una necesiad férrea lo que ellos mismos eligen hacer. Inclusive la propia ley, esa fortaleza primordial de la “mala fe”, ha empezado a tomar en cuenta ese hecho en sus tratos con los criminales de guerra nazis. Sartre nos ha proporcionado una magistral perspectiva de la acción de “mala fe” desde su aspecto más maligno en su descripción del antisemita como tipo humano. El antisemita es el hombre que se identifica frenéticamente con entidades mitológicas (la “nación**, la “raza”, el “Volk”) y al hacerlo trata de despojarse del conocimiento de su propia libertad. El antisemitismo (o, podríamos, añadir, cualquier otra forma de racismo o nacionalismo fanático) es “mala fe” por excelencia porque identifica a los hombres en su totalidad humana con su carácter social. La propia humanidad se convierte en un artificio despro­ visto de libertad. En tal caso, amamos, odiamos y matamos dentro de un mundo mitológico dentro del cual todos los hombres son sus títulos sociales, como es el SS lo que dicen sus insignias y como es el judío el símbolo de lo desprecia­ ble cosido sobre su uniforme en el campo de concentración. Sin embargo, la “mala fe” en esta forma de malevolencia

esencial no se limita al mundo del nazismo y sus correlati­ vos totalitarios. Existe en nuestra propia sociedad en mo­ delos idénticos de autoengaño. Es únicamente como una larga serie de actos de “mala fe” como continúa existiendo la pena capital en sociedades que pretenden ser humanas. Nuestros torturadores, al igual que los verdugos nazis, se presentan como escrupulosos servidores públicos, con una moralidad privada impecable, aunque mediocre, que su­ peran a regañadientes su fragilidad para cumplir con su deber. A estas alturas no nos meteremos en implicaciones éticas de la mencionada “mala fe”. L a analizaremos bre­ vemente en el apéndice explicativo que aparece después de este capítulo. En este momento, preferiríamos retomar a la visión alarmante que hemos llegado a tener de la sociedad como resultado de estas consideraciones. Puesto que la sociedad existe como una cadena de papeles sociales, cada uno de los cuales puede llegar a ser para su portador como una excusa crónica o momentánea para eludir responsabili­ dades, podemos decir que el engaño y el engaño a sí mismo están en el propio corazón de la realidad social. Esta no es una cualidad accidental que de algún modo podría desa­ rraigarse mediante alguna reforma moral. El engaño inhe­ rente a las estructuras sociales es un imperativo funcional. La sociedad puede mantenerse sólo si sus ficciones (“como si” éstas fuesen su carácter para utilizar el término de Hans Vaihinger) logran que se les conceda una condición ontológica reconocida, al menos por algunos de sus miembros y en algunas ocasiones —o, permítasenos expresarlo así, lá sociedad tal como la hemos conocido hasta ahora en la his­ toria de la humanidad. La sociedad proporciona al individuo un mecanismo gigantesco por medio del cual puede ocultarse a sí mismo

su propia libertad. No obstante, este carácter de la socie­ dad como una inmensa conspiración en la que se actúa de “mala fe” es, como sucede en el caso del individuo, tan sólo una expresión de la posibilidad de libertad que existe en virtud de la sociedad. Somos seres sociales y nuestra exis­ tencia está vinculada a situaciones sociales específicas. Las mismas situaciones sociales que pueden convertirse en trampas de la “mala fe”, pueden ser asimismo oportunida­ des de libertad. Cualquier papel social puede desempe­ ñarse a sabiendas o a ciegas. Y en cuanto sea desempeñado a sabiendas, puede convertirse en vehículo de nuestras pro­ pias decisiones. Toda institución social puede ser una coartad?, un instrumento de enajenamiento de nuestra li­ bertad.' Pero cuando menos algunas instituciones pueden llegar a ser escudos protectores para las acciones de los hombres libres. De esta manera, el comprender la “mala fe” no nos lleva necesariamente a observar la sociedad como el reino universal de la ilusión, sino que en lugar de ello nos ilumina más claramente el carácter paradójico y enormemente precario de la existencia social. Otro concepto de la filosofía existencialista que resulta de utilidad para nuestro argumento es el que Martin Heidegger ha llamado das Man. El término alemán no puede traducirse de manera literal a otros idiomas. En alemán se usa de la misma manera que one se usa en inglés o uno, o se, en español, u ow en francés, en una frase como “esto no se hace” (Man tut das n ich f) . La palabra fran­ cesa on tiene el mismo significado, y José Ortega y Gasset ha captado bien en español la intención de Heidegger con su concepto de lo que se hace. En otras palabras, Man se refiere a una generalidad deliberadamente vaga de seres humanos. No es este hombre o aquél el que no hará deter­ minada cosa, ni usted ni yo; es, en cierta manera, todos

los hombres, pero en forma tan generalizada que igualmente podría no aludirse a nadie. Es en este sentido vago que se le dice a un niño: “uno no debe hurgarse las narices en público”. El niño, en concreto, con su nariz concretamente irritable, es catalogado bajo una generalidad anónima que carece de un aspecto determinado y que, no obstante, ejerce una poderosa influencia en la conducta del niño. En rea* lidad (y esto debe damos una larga pausa) el Man de Heidegger tiene un parecido asombroso con lo que ha llamado Mead “los demás en general”. En el sistema de pensamiento de Heidegger el concepto del Man se relaciona con su exposición de la autenticidad y la falta de autencidad. Existir auténticamente es vivir con una conciencia absoluta de la propiedad única, irre­ emplazable e incomparable de la propia individualidad. En contraste, la existencia no auténtica es perderse en el anóni­ mo dél Man, renunciando a nuestra singularidad ante las abstracciones constituidas socialmente. Esto resulta especial­ mente importante en la forma en que encaramos la muerte. La verdad del asunto es que siempre es un individuo aislado y solitario el que muere. Pero la sociedad proporciona con­ suelo a la aflicción y al duelo y a los que deben morir, incluyendo cada muerte bajo categorías generales que parecen mitigar su horror. Un hombre muere y decimos: “Bueno, todos tenemos que irnos algún día”. Este “todos” es una interpretación exacta del Man, es cualquiera y nadie en especial, y al ponernos bajo esta generalidad nos ocul­ tamos a nosotros mismos el hecho inevitable de que tam­ bién nosotros debemos morir, aislada y solitariamente. El propio Heidegger se ha referido a la historia de Tolstoi La Muerte de Ivan llytch como la mejor expresión literaria de la falta de autenticidad ante la muerte. Gomo ejem­ plo de una autenticidad que llega al punto de convertirse

en un tormento, presentaríamos el inolvidable poema de Federico García Lorca acerca de la muerte de un torero, Llanto por Ignacio Sánchez Mejias. El concepto del M&n de Heidegger resulta apropiado para nuestra visión de la sociedad, no tanto en sus aspectos normativos como en los cognoscitivos. Bajo el aspecto de la “mala fe” hemos observado a la sociedad como un mecanismo para proporcionar excusas por la ausencia de li­ bertad. Bajo el aspecto del Man vemos a la sociedad como una protección contra el terror. La sociedad nos propor­ ciona estructuras que se dan por supuestas (también po­ dríamos hablar aquí del “mundo aprobado” ) dentro de las cuales, mientras observamos las reglas, estamos protegidos de los terrores patentes de nuestra condición. El “mundo aprobado, nos provee de rutinas y rituales por medio de los cuales se organizan de tal manera estos terrores que pode­ mos enfrentamos a ellos con cierto grado de serenidad. Todos los ritos de tránsito ilustran esta fundón. El milagro del nacimiento, el misterio del deseo, el horror a la muerte, todos son cuidadosamente encubiertos a medida que se nos hace cruzar poco a poco un umbral tras otro, aparentemente en una secuencia natural y evidente; todos nacemos, codiciamos y hemos de morir y, por lo mismo, cada uno de nosotros puede sor protegido contra la sorpresa inconcebible de estos acontecimientos. El Man nos capacita para vivir sin autenticidad poniendo fin a las preguntas metafísicas que plantea nuestra existencia. Por todos lados nos rodea la oscuridad cuando nos lanzamos a través de nuestro breve lapso de vida hada la muerte inevitable. La angustiosa pregunta “¿por qué?” —que se formulan casi todos los hombres en un momento u otro de su vida cuando llegan a estar conscientes de su condición— es sofocada rápidamente por las respuestas estereotipadas de

que dispone la sociedad. La sociedad nos proporciona sis­ temas religiosos y rituales sociales, previamente confeccio­ nados, que nos relevan de tales interrogantes. £1 “mundo que se da por supuesto”, el mundo social que nos dice que todo es absolutamente correcto, es el lugar en que se ubica nuestra falta de autenticidad. Consideramos a un hombre que despierta en la noche de una de esas pesadillas en las que se pierde todo senti­ do de identidad y de ubicación. Incluso en el momento de despertar, la realidad de nuestro propio ser y de nuestro mundo parece como una ilusión nebulosa que podría des* vanecerse o metamorfosearse en un abrir y cerrar de ojos. Permanecemos en nuestra cama en una especie de parálisis metafísica, sintiéndonos sólo a un paso de la aniquilación que se cernía sobre nosotros en la pesadilla de la que aca­ bamos de despertar. Durante unos pocos minutos de con* ciencia dolorosamente clara estamos casi a punto de olfatear la lenta proximidad de la muerte y, con ella, de la nada. Y entonces extendemos la mano en busca de un cigarrillo y, como dice el refrán, ‘‘volvemos a la realidad”. Recordamos nuestro nombre, dirección y ocupación, y de nuestros pla­ nes para el día siguiente. Caminamos por nuestra casa, llena de pruebas de nuestra identidad pasada y presente. Escuchamos los ruidos de la ciudad. Tal vez desportamos a nuestra esposa e hijos y nos tranquilizamos por sus protestas airadas. Pronto podemos descartar con risa la tontería de lo que acaba de suceder, asaltar el refrigerador en busca de un bocadillo o la cantina para tomar un trago e irnos a dormir decididos a soñar con nuestro próximo ascenso. Hasta ahora, todo va bien. Pero ¿cuál es exactamente la “realidad” a la que acabamos de retomar? Es la “reali­ dad” de nuestro mundo estructurado socialmente, ese “mun­

do aprobado" en el cual las preguntas metafísicas resultan siempre risibles, a menos que hayan sido apresadas y castradas en el ritualismo religioso aprobado. La verdad es que esta “realidad” es sumamente precaria! Los nom­ bres, las direcciones, las ocupaciones y las esposas tienen una manera de desaparecer. Todos los proyectos terminan por extinguirse. Con el tiempo, todas las casas llegan a estar vacías. E inclusive sí pasamos toda nuestra vida sin enfrentamos a la angustiosa contingencia de todo lo que seamos o hagamos, al final debemos retomar al momento de la pesadilla, cuando nos sentimos despojados de todos los nombres y de todas las identidades. Es más, lo sabemos, lo cual contribuye a la falta de autenticidades de nuestra fuga en busca de protección. La sociedad nos proporciona nombres para protegemos de la nada. Edifica , un mundo para que vivamos en él y de esta manera nos protege del caos que nos rodea por todas partes. Nos provee de un lenguaje y de acepciones que hacen que se pueda creer en el mundo. Y proporciona un coro de voces uniformes que confirman nuestra creencia y acallan nuestras dudas latentes. Nos gustaría repetir una vez más en este contexto ligeramente modificado lo que hemos dicho antes respecto a la “mala fe”. Es cierto que la sociedad, en su aspecto del Man, es una conspiración para dar lugar a una existen­ cia no auténtica. Las murallas de la sociedad son una aldea de Potemkin* erigida frente al abismo de la existen­ cia. Su función es la de protegemos del terror y de orga* Aldea ficticia, de escenografía, que mandó levantar Po­ temkin, ministro y favorito de Catalina de Rusia, a cierta dis­ tancia, pero bien visible en el horizonte del camino que ésta había de recorrer, para mantener -en ella la ilusión de la prospe­ ridad de su imperio.

nizar para nosotros un cosmos de significado dentro del cual nuestra vida tenga sentido. Pero también es cierto que una existencia auténtica sólo puede tener lugar dentro de la sociedad. Todas las intenciones son transmitidas en los procesos sociales. No {rodemos ser humanos, auténtica o no auténticamente, más que en la sociedad. Y los propios caminos que conducen a la contemplación maravillosa de la existencia, ya sean religiosos, filosóficos o estéticos, tienen ubicaciones sociales. Lo mismo que la sociedad puede ser una fuga de la libertad o una ocasión para alcanzarla, puede sepultar nuestra búsqueda metafísica o proporcionar las formas de proseguirla. Una vez más nos enfrentamos a la persistente paradoja de las dos caras opuestas de Jano que presenta la existencia social. A pesar de todo, podemos tener pocas dudas de que para la mayoría de la gente la sociedad obra como una coartada y como una aldea de Potemkín en lugar de funcionar como un camino hacia la liberación. Si afirmamos que la autenticidad en la sociedad es posible, no sostenernos con ello que la mayoría de los hombres se valen realmente de esta posibilidad. Donde­ quiera que podamos estar situados socialmente, una mirada a nuestro alrededor nos dirá otra cosa. Con estas observaciones hemos llegado una vez más al borde de consideraciones éticas que deseamos aplazar para otro momento. Sin embargo, a estas alturas nos gustaría hacer hincapié en el hecho de que el “éxtasis”, tal como lo hemos definido, tiene una importancia metafísica al igual que sociológica. Sólo apartándonos de las rutinas aceptadas de la sociedad, podemos confrontar la condición humana sin mixtificaciones consoladoras. Esto no quiere decir que únicamente el rebelde o el hombre que vive al margen de la sociedad pueden ser auténticos. No significa que la li-

bertad presupone cierta liberación de la conciencia. Cuales­ quiera que sean nuestras posibilidades de libertad, no podremos comprenderlas si seguimos suponiendo que el “mundo aprobado” de la sociedad es el único mundo que existe. La sociedad nos proporciona cavernas tibias y ra­ zonablemente cómodas en las cuales podemos acurrucamos con nuestros compañeros, tocando Jos tambores que ahogan los aullidos de las hienas que se encuentran en las tinieblas circundantes. £1 “éxtasis” es el acto de salir, en solicitud, de las cavernas para enfrentarse a la noche.

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otra obra e l a u to r

Apéndice explicativo: ha expuesto con alguna amplitud ciertas deduc­ Maquiavelismo y ética ciones éticas del pensa­ miento sociológico. Lo sociológicos (o: cómo hizo refiriéndose específi­ adquirir escrúpulos camente al punto de vista cristiano acerca del homy mantener el engaño) bre. Sin embargo, el pro­ pósito de este libro no es el de importunar al lector con las creencias religiosas del autor. Una invitación a la subver­ sión profana podría ser suficiente piara una obra sin añadirle un argumento a favor de una corrupción de las realidades públicas tal como puede provenir de las preocupaciones sacras. La exposición de las cuestiones éticas sólo puede ser muy breve dentro del contexto de este libro. No obs­ tante, hemos abordado cuestiones éticas de cierta importan­ cia en varias ocasiones en el curso de nuestro examen, en especial en el último capítulo, y el lector tiene derecho a exigir cuando menos una indicación de la manera en que podrían responderse estas preguntas. En las páginas precedentes se han dado suficientes rar zones para justificar la conclusión de que la perspectiva sociológica no conduce a una visión progresiva y ascenden­ te, sino más bien es posible que lleve a un grado u otro de desilusión con respecto a las interpretaciones de la realidad social proporcionadas por las escuelas dominicales y las clases de civismo. Esta es la realidad, independientemente

de si proseguimos con el punto de vista dramático de la sociedad del que nos ocupamos antes, o si fijamos nuestra atención en los modelos más inflexiblemente deterministas a los que llegamos al principio. Observar la sociedad como un carnaval es peor, en todo caso, desde el punto de vista de las ideologías oficiales, que observarla como una peni­ tenciaría. Las posibilidades maquiavélicas de este desen­ gaño sociológico son bastante obvias. Aunque el sueño positivista del conocimiento siempre conducente al poder resulta algo utópico, sigue siendo cierto que una visión clara lleva a la consecución del control. Esto es así, espe­ cialmente respecto á la visión clara de los problemas socia­ les, como lo sabía y enseñaba Maquiavelo. Sólo aquel que comprende las reglas del juego se en­ cuentra en posición de engañar. El secreto del triunfo es la falta de sinceridad. El hombre que desempeña sincera­ mente todos sus papeles, en el sentido de una respuesta irreflexiva a la esperanza inescrutada, es incapaz de un “arrebato”, y por lo mismo, es bastante digno de confianza desde el punto de vista de los que se ocupan de proteger las reglas. Hemos tratado de demostrar cómo la sociología puede ser útil como un preludio al “arrebato”, y por de­ ducción, como un camino para vencer el sistema. No debemos llegar rápidamente a la conclusión de que una ambición tal es siempre censurable desde el punto de vista ético. Después de todo, esto depende de la manera en que evaluemos la condición ética del sistema en cuestión. Na­ die pondrá reparos si las víctimas de una tiranía tratan de huir valiéndose de engaños a espaldas del tirano. A pesar de eso, existe una posibilidad éticamente siniestra al cono­ cer el mecanismo de las reglas. Cuando menos una parte de la desconfianza popular en las ciencias sociales se basa en el presentimiento correcto aunque desarticulado de esta

posibilidad. En este sentido, todo sociólogo es un sabotea­ dor o defraudador potencial, asi como un asistente putativo de la opresión. Como señalamos muy al principio de nuestro examen, el científico social comparte esta dificultad ética con sus colegas de las ciencias naturales, como lo ha demostrado muy ampliamente en años recientes el uso político de la física nuclear. La perspectiva de ver a los científicos con­ trolados políticamente trabajando con ahinco en ambos lados de la Cortina de Hierro no resulta agradable. Así como los físicos se ocupan activamente del manejo de la aniquilación mundial, los científicos sociales pueden tener en sus manos la misión más modesta de dirigir el consenso del mundo. A pesar de ello, casi todos estarán de acuerdo en que no pueden concluirse estas consideraciones ponien­ do bajo anatema ético a la ciencia de la física. El proble­ ma no radica en la índole de la ciencia, sino en la del cien­ tífico. Esto es igualmente aplicable al sociólogo y a todos los poderes que pueda reunir, por mezquinos que éstos puedan parecer al lado del arsenal demoníaco de las cien­ cias naturales. El maquiavelismo, sea político o sociológico, es una forma de examen que resulta en sí mismo natural desde el punto de vista ético. Esto se carga con una energía ética negativa cuando el hombre lo aplica sin escrúpulos o sin compasión. Friedrich Meinecke ha demostrado con­ vincentemente en su historia del maquiavelismo .político que la raison d’état, en el sentido del gran diagnosticista italiano de la entidad política, puede ser combinada con el más formal de los intereses éticos. El maquiavelismo sociológico no es diferente. Por ejemplo, la vida de Max Weber es una lección objetiva de la manera en que la comprensión sociológica despiadada puede combinarse con

una búsqueda escrupulosa en pos de la realización de los ideales éticos. Esto no cambia la posibilidad siniestra de que los instrumentos de percepción maquiavélicos se en­ cuentren en las manos de hombres que abrigan propósitos inhumanos, o sin ninguna finalidad más que la de servir a las autoridades. La aplicabilidad del conocimiento socio­ lógico al servicio de la propaganda política y de la plani­ ficación militar en nuestro país es bastante desalentadora. Se torna en una pesadilla en el caso de una sociedad totali­ taria. El espectáculo de algunos de los usos de la sociología en la administración industrial en las relaciones públicas y en la publicidad contemporáneas no son tampoco muy edi­ ficantes desde el punto de vista ético. El hecho de que exis­ tan muchos sociólogos que no consideran ninguno de estos factores como problemas éticos relevantes es una prueba su­ ficiente del hecho de que la perspectiva sociológica no conduce ipso jacto a un grado más elevado de sensibilidad ética. Es más, algunas veces el investigador totalmente cínico es más certero en sus descubrimientos que un colega agobiado por los escrúpulos y con un estómago moralmente débil, precisamente porque este último puede sentir repug­ nancia y retroceder ante algunas de las cosas que descubra en el curso de su investigación. No podemos consolarnos siquiera con la idea de que los mejores científicos sociales (es decir, mejores a i su capacidad científica) son los más afectados éticamente. En relación con esto, es interesante advertir cómo la propia comprensión sociológica puede convertirse en un vehículo de la “mala fe”. Esto sucede cuando la mencio­ nada comprensión se convierte en una disculpa por falta de responsabilidad. Ya nos hemos referido a esta posibili­ dad en el primer capítulo, al trazar la imagen del sociólogo como un espectador impasible y sin compromisos. Por

ejemplo, un sociólogo residente en el sur de los Estados Unidos puede iniciar su carrera con valores poderosos y personales que repudian el sistema racial del Sur y puede tratar de expresar estos valores por medio de cierta forma de acción social o política. Pero poco después se convierte en experto, por su calidad de sociólogo, en asuntos raciales. Ahora siente que comprende verdaderamente el sistema. A estas alturas, como puede observarse en algunos casos, adop­ ta una postura diferente frente a los problemas morales: la del comentarista fríamente científico. El sociólogo con­ sidera ahora que su acto de comprensión constituye la suma total de su relación con el fenómeno y se siente rele­ vado de todas las acciones que podrían comprometerlo personalmente. En tales casos, la relación entre la objeti­ vidad y la subjetividad científicas del ser humano moral­ mente involucrado puede ilustrarse en la analogía emplea­ da por Soren Kierkegaard para describir el pensamiento hegeliano: construimos un magnifico palacio, una maravilla digna de verse, pero nos vamos a vivir en una cabaña cercana. A estas alturas es importante recalcar que no hay nada éticamente censurable en el papel de la neutralidad científica como tal, y es bastante probable que en algunas situaciones incluso el sociólogo más ocupado sienta que es en este papel en el que puede hacer su mejor aportación. El problema ético surge cuando este papel se instituye en lugar de compromisos personales en la existencia global del sociólogo. En este caso, estamos autorizados para hablar de “mala fe” en el sentido que da Sartre al término. Convenimos con los críticos de la sociología en que en esta ciencia existen bases para un interés ético genuino. No obstante, afirmamos que existen importantes posibili­ dades éticas basadas directamente en la comprensión so­ ciológica. Al mismo tiempo debe aclararse que no podemos

aceptar o resucitar la antigua esperanza comtiana, mante­ nida aún dentro de la tradición durkheimiana en la sociolo­ gía francesa, en el sentido de que la ciencia sociológica será capaz de alcanzar una moralidad objetiva (lo que llamarían los franceses una Science des moeurs) basado en la cual podría establecerse una especie de catecismo secularista. Tales esperanzas, algunas de las cuales han encon­ trado gran resonancia en los Estados Unidos, están desti­ nadas a verse contrariadas porque no comprenden la discordancia fundamental de los criterios científicos y de los éticos. Los métodos científicos son tan incapaces de des­ cubrir lo que debe ser la perfecta vida como de abordar la libertad como un fenómeno empírico. Esperar tales haza­ ñas de la ciencia equivale a juzgar erróneamente su numen peculiar. La desilusión que resultaría de ello hará difícil observar el lugar en que pueden encontrarse las verdaderas contribuciones humanas de este numen. En cambio, afirmamos que la sociología puede ayudar a] individuo a adquirir cierta humanización en su modo de ver la realidad social. Esto se dice con gran cautela, puesto que ya hemos admitido que no hay necesidad en este procesa Sin embargo, si podemos aceptar el argu­ mento de los capítulos precedentes relacionado con la pers­ pectiva sociológica, esta humanización se torna cuando menos en una verosimilitud intelectual. La comprensión sociológica se encuentra una y otra vez con la paradoja de la aridez y la calidad precaria de la sociedad. Repeti­ mos, la sociedad define al hombre y es definida a su vez por éste. Esta paradoja concierne esencialmente a la con­ dición humana como tal. Resultaría verdaderamente sor­ prendente que esta perspectiva no tuviese absolutamente ningún valor ético, lo que podríamos suponer únicamen­

te si la ética se considerase un dominio enteramente aparte del mundo empírico en el que viven Jos hombres. Lo que hemos denominado aquí humanización puede ilustrarse con tres ejemplos que tienen, de hecho, cierta significación ejemplar: los problemas de la raza, la homo* sexualidad y la pena capital. En cada una de estas cues­ tiones puede observarse la manera en que la comprensión sociológica puede contribuir a un nivel superficial de la aclaración objetiva de los problemas. En la realidad, se debe a los sociólogos una contribución bastante importante en este nivel, en lo que se refiere a cada una de estas cuestiones. Los sociólogos han contribuido enormemente a bajar de su pedestal los mitos asociados con la raza, a revelar las funciones explotadoras de estas creencias mito­ lógicas, a poner de manifiesto más claramente la manera en que funciona el sistema racial en la sociedad estado­ unidense, proporcionando, por lo tanto, algunas ideas respecto a la forma en que podría modificarse eficazmente el sistema. Por lo que respecta a la homosexualidad, los sociólogos han tendido a dejar la interpretación del fenó­ meno mismo a los sicólogos y los siquiatras, pero han reunido datos que demuestran la distribución del fenómeno y su organización social, desvirtuando así la definición mo­ ralista de la homosexualidad como el vicio de un pequeño grupo de degenerados, y poniendo serias interrogantes tras las medidas legales relacionadas con el fenómeno. En cuanto a la pena capital, los sociólogos han podido demos­ trar en forma concluyente que la pena de muerte no actúa como un disuasivo para la perpetración de los crímenes por los cuales es impuesta y que la abolición de la pena de muerte no acarrea ninguna de las consecuencias aterra­ doras que predicen sus propogandistas.

Sin duda alguna, estas contribuciones han tenido ver* daderamente gran importancia para un acercamiento in­ teligente a la política pública en estas cuestiones. Estas bastarían para justificar la pretensión de] sociólogo de que sus actividades tienen un valor moral. Sin embargo, quisiéaramos alegar a su favor que, en cada uno de estos tres casos, la sociología puede hacer una contribución más pro* funda, estrechamente relacionada con lo que hemos llama­ do humanización y arraigada directamente en la compren­ sión paradójica de la realidad social de la que nos ocupamos anteriormente. La sociología nos muestra a un hombre que es aquello que la sociedad hizo de él, y que trata, débil, indecisa y en ocasiones apasionadamente, de ser algo más, algo que él mismo ha elegido. La sociología revela la cualidad infinitatamente precaria de todas las indentidades asignadas por la sociedad. La perspectiva sociológica, tal como la entendemos, es, por lo tanto, innatamente contraria a los puntos de vista que colocan a los hombres en posición de igualdad con respecto a sus identidades socialmente fija­ das. Expresándolo de manera diferente, el sociólogo debe­ ría darse demasiado cuenta del mecanismo de la dirección de escena como para dejarse engañar por la obra que se representa. Debería conocer las acrobacias de que se valen los actores para ponerse la indumentaria que necesitan un papel particular y esto haría que le fuera muy difícil dar una condición ontológica a la mascarada. Por consi­ guiente, el sociólogo tendrá dificultades con cualquier con­ junto de categorías que proporcionan apelativos a la gente: “negros’, “blancos”, “caucásicos”, o bien, “judíos”, “gentiles”, “estadounidenses”, “occidentales”. De una ma­ nera u otra, con más o menos malicia, todos estos apelativos ejercen la “mala fe” en cuanto se cargan de inferencias

ortológicas. La sociología nos hace comprender que un “negro” es una persona designada de esa manera por la sociedad, que esta designación alivia las presiones que tenderán a hacerlo encajar en la imagen designada, pero también que estas presiones son arbitrarias, incompletas y, más importante aún, versátiles. Tratar a un ser humano exclusivamente como “negro” es un acto de “mala fe”, independientemente de si estos tratos son les de un racista o los de una persona liberal en cuestiones raciales. En realidad, vale la pena subrayar que a menudo los liberales se ven tan involucrados en las ficcio­ nes del repertorio aceptado por la sociedad como sus opo­ nentes políticos- sólo que ellos dan una valoración opuesta a estas ficciones. En cuanto a esto, aquellas personas que se encuentran en el punto receptor de asignaciones negati­ vas de identidad son muy propensas a aceptar las categorías ideadas por sus apresores con la simple modificación de reemplazar el signo de menos fijado originalmente a la identidad en cuestión por un signo de más. Las reacciones de los judíos frente el antisemitinismo nos proporciona ilustraciones clásicas de este proceso, con las contradefini­ ciones judias de su propia identidad invirtiendo simple­ mente los signos atribuidos a las clases antisemitas sin alterar fundamentalmente las propias categorías. Retomando al ejemplo del negro, el proceso toma' aquí la característica de imponer al negro el “orgullo de raza”, haciendo que éste ocupe el lugar de la vergüenza que antes sentían por ella, erigiendo así una confrontación del racismo negro que es únicamente un reflejo de su prototipo blanco. En con­ traste, la comprensión sociológica aclarará que el concepto mismo de “raza”, para empezar, no es sino una ficción, y tal vez ayudará a demostrar que el verdadero problema es cómo debe ser un ente humano. Esto no equivale a negar que

contraformaciones como las que hemos mencionado pueden resultar funcionales para organizar la resistencia a la opre­ sión y pueden tener cierta validez política, muy parecida a la que tienen otros mitos. Sin embargo, están arraigadas en la “mala fe”, cuyo poderío mordaz exige con el tiempo su sacrificio cuando aquellos que han adquirido penosa­ mente e] “orgullo de raza” descubren que en realidad su adquisición es falsa. Así pues, la sociología conduce a una actitud existencial que es muy difícil de reconciliar con el prejuicio racial. Desgraciadamente, ésto no significa que la primera excluye al segundo. Pero el sociólogo que se aferra a tal prejuicio lo hace en virtud de una doble dosis de “mala fe”, por medio de la cual separa su comprensión sociológica del resto de su existencia en sociedad. £1 sociólogo que no segrega de esta manara su intelecto de su vida, compren­ diendo la manera precaria en que se encuentran mezcladas las clases sociales, se esforzará por defender posiciones morales y políticas que no se arraigan irremediablemente en un grupo de categorías escogidas con una seriedad fundamental. En otras palabras, considerará que todas las identidades asignadas por la sociedad aportan su grano de sal, incluyendo la suya. La misma lógica se aplica al caso de la homosexualidad. La actitud occidental aceptada en la actualidad con res­ pecto a la homosexualidad, con su asiento en las costumbres y en la ley, está basada en la suposición de que los papeles y las funcionés sexuales son determinados por la naturaleza, y que un conjunto de pautas sexuales es normal, sano y conveniente, y otro conjunto es anormal, enfermo y execra­ ble. Una vez más, la comprensión sociológica tendrá que poner signos de interrogación a este supuesto. Los papeles sexuales están edificados con la misma fragilidad

general que caracteriza toda la estructura social. Las comparaciones contraculturales de la conducta sexual nos demuestran indiscutiblemente la flexibilidad casi infinita de que son capaces los hombres al organizar sus vidas en este campo. Lo que es normalidad y madurez en una cultu­ ra, es patología y regresión en otra. Por supuesto, lo rela­ tivo de la comprensión de los papeles sexuales no exime al individuo de descubrir moralmente su propio camino. Este podría ser un ejemplo más de “mala fe”, tomándose el hecho objetivo de su relatividad como una excusa para la necesidad subjetiva de descubrir los momentos decisivos individuales en los que comprometemos toda nuestra exis­ tencia. Por ejemplo, es posible estar totalmente conscientes de lo relativo y precario de las lineas de conducta por medio de las cuales los hombres organizan su sexualidad y, a pesar de ello, comprometemos absolutamente con nues­ tro propio matrimonio. Sin embargo, tal compromiso no requiere ningún refuerzo ontológico. Se atreve a elegir y a actuar, negándose a imponer la carga de la desición a la naturaleza o la necesidad. La persecución de los homosexuales realiza la misma función de “mala fe” que el prejuicio o la discriminación raciales. En ambos casos, nuestra débil y vacilante identi­ dad está respaldada por la imagen contraria del grupo des­ preciado. Como señala Sartre en su descripción de] anti­ semita, nos legitimamos a nosotros mismos odiando la figura que hemos levantado frente a nosotros. El blanco desprecia al negro y con este simple acto confirma que su propia identidad está autorizada para demostrar desprecio. De la misma manera, llegamos a creer en nuestra dudosa virilidad cuando escupimos a un homosexual. Si la sico­ logía contemporánea ha demostrado algo, es la índole sin­ tética de la virilidad del homme sexuel moyeti, el mismo

Babbitt —persona satisfecha de sí misma—, erótico que gusta de representar el papel de Torquemada en la perse­ cución de la herejía sexual. No tenemos .que desplega un gran refinamiento sicológico para percibir el pánico hela­ do que acecha tras la bronca conducta varonil de tales ejemplares. . La “mala fe” en el acto de su persecución tiene las mismas raíces de la “mala fe” en todas partes: la evasión de nuestra, propia libertad, incluyendo esa libertad aterradora (aterradora, en todo caso, para el perseguidor) de desear a un hombre en lugar de a una mujer. Además, sería ingenuo afirmar que los sociólogos no son capaces de una falta de autenticidad tal. Sin embargo, sostenemos una vez más que la perspectiva sociológica sobre estos fenó­ menos los humanizará y los hará relativos simultáneamente. Esto inducirá al escepticismo con respecto al dispositivo conceptual con el que la sociedad destina algunos seres humanos a la oscuridad y otros a la luz (incluyendo esa modificación moderna de un dispositivo que identifica la oscuridad con la “patología” ). Esto llevará a la compren­ sión de que todos los hombres luchan contra desigualdades poderosas por definir para sí mismos una identidad cons­ tantemente amenazada, y por lo tanto aún más apreciada, dentro de este breve lapso de tiempo que es el suyo. La pena capital puede servimos como ejemplo de la combinación de “mala fe” con inhumanidad, porque cada paso de este proceso monstruoso, tal como se practica aún en. este país, es un acto.de “mala fe” en el cual los papeles proyectados socialmente, son utilizados como excusas para la cobardía y crueldad -personales. El fiscal pretende re­ primir su simpatía para cumplir su difícil obligación, al igual que el jurado y. el juez. Dentro del drama de una sala de .tribunal en el que se juzga una causa capital, todos los que preparan la consiguiente ejecución del acusado

están comprometidos en tina acción fraudulenta: el fraude de que no actúan como individuos, sino .únicamente en razón del papel.que se les ha asignado en el edificio de las ficciones legales. La misma simulación se mantiene hasta el acto final del drama, la ejecución misma, en la cual aquellos que ordenan la matanza, los que la supervisan y los que la llevan a cabo físicamente son protegidos de la responsabilidad personal por la ficción de que en realidad, los que ejecutan estos actos no son sino seres anónimos que representan “la ley”, “el estado”, o “la voluntad del pue­ blo” . Tan fuerte es la atracción de tales ficciones que la gente incluso sentirá simpatía por los pobres guardianes o por los funcionarios de la prisión, quienes deben hacer cosas tan crueles cumpliendo con los deberes que les impone su cargo. La excusa de estos hombres en el sentido de que “no tienen otra alternativa” es la mentira fundamental en la que sé apoya toda “mala fe”. Esta se diferencia sólo cualitativamente de la misma excusa proferida por los ase­ sinos oficiales del sistema de horrores nazi. El juez que alega que es necesario sentenciar a muerte a un hombre es un mentiroso, al igual que el guardián que presenta la misma excusa por ejecutar al condenado o el gobernador que se niega a suspender la ejecución. La verdad es que un juez puede renunciar, que el carcelero puede negarse a obedecer una orden y que un gobernador puede hacer frente, por humanidad, incluso a la ley. El papel de pesa­ dilla que representa la "mala fe” en el .caso de la pena máxima no radica tanto en el grado de engaño, (que puede igualarse en otros casos), sino en la función que desempe­ ña este engaño:' la ejecución de un ser humano, con. una escrupulosa bestialidad y de tal manera que nadie necesita sentirse responsable.

La convicción que tiene mucha gente en nuestras tiem­ pos de que la pena capital es una monstruosa inhumanidad que sobrepasa los limites de lo moralmente • tolerable en una comunidad civilizada proviene de una visión de la con­ dición humana que indudablemente no casa con la pers­ pectiva sociológica. Se basa en un reconocimiento funda­ mental de lo humano y de lo “antihumano”, utilizando el. término empleado por Martin Buber en el elocuente relato en el que deploraba la muerte de Adolf Eichmann. Esta es la misma alternativa de la existencia humana que, en determinadas circunstancias y con una renuencia esencial, podría permitimos matar, pero nunca nos permitiría tortu­ rar. En suma, es el reconocimiento de la pena capital como una tortura. Este no es el lugar más apropiado para dis­ cutir la manera en que puede efectuarse esta comprensión de la condición humana. Indudablemente, no es posible atribuirla a la sociologia. Sin embargo, le atribuimos una tarea más modesta, pero de gran valor. La comprensión sociológica no puede ser en si misma una escuela de com­ pasión, pero puede aclarar las confusiones que encubren generalmente a la crueldad. El sociólogo comprenderá que todas las estructuras sociales son convencionalismos com­ binados con ficciones y fraude. Reconocerá que algunos de estos convencionalismos son bastante útiles y se sentirá poco inclinado a modificarlos. Pero deberá tener algo que decir cuándo los convencionalismos se convierten en instrumentos de asesinato. Tal vez ya hemos dicho lo suficiente para indicar la posibilidad de que si existe algo como la antropología so­ ciológica, también puede haber algo como un humanismo sociológico. "Sin duda, la sociología no puede conducir por sí misma al humanismo, como no le es posible generar una antropología adecuada (nuestro propio procedimiento en

el capítulo final aclarará esto último). Pero la compren­ sión sociológica puede ser parte importante- de cierto sen­ tido de la vida peculiarmcnte moderno, que posee su pro­ pio prototipo de compasión y que puede constituir la base de un humanismo genuino. Este humanismo al que puede contribuir la sociología no hace ondear fácilmente estan­ dartes; es un human'sino que recela de un entusiasmo y de una seguridad excesivos. Es algo intranquilo, inseguro, va­ cilante, consciente de su propia fragilidad, circunspecto en sus afirmaciones morales- Pero esto no quiere decir que no pueda comprometerse apasionadamente en aquellos puntos que conciernen a sus percepciones fundamentales de la naturaleza íntima de la existencia humana. Las tres cuestiones que presentamos anteriormente bien podrían servir, en realidad, como indicadores elementales del lugar en que se. encuentran estos puntes. Ante los tribunales que condenan a algunos hombres a la indignidad a causa de su raza o su sexualidad, o que condenan a muerte a un hombre, este humanismo se transforma en protesta, resis­ tencia y rebelión. Por supuesto, existen otros momentos en los que la compasión puede convertirse en el punto de partida- de la revolución contra sistemas inhumanos sus­ tentados por medio de mitos. Sin embargo, en la mayoría de los problemas de otro orden, en los que la dignidad humana está involucrada en forma menos, decisiva, es pro­ bable que el humanismo sociológico que sugerimos adopte una postura más irónica. Y en este momento pueden venir al caso algunas observaciones finales al. respecto. La comprensión sociológica conduce a un grado .consi­ derable de desilusión. El -hombre desilusionado constituye un peligro muy escaso tanto para los movimientos conser­ vadores como páranlos revolucionarios; para los primeras porque no posee'la cantidad requerida dé íe en las ideolo­

gías del statu quo; para los segundos porque se mostrará escéptico respecto a los mitos utópicos que invariablemente constituyen el alimento de los revolucionarios. Sin embargo, su inactividad en las estructuras de los regímenes presentes o futuros no dejá hecesariaménte al hombre desilusionado en una actitud de cinismo mal intencionado. Indudable­ mente, puede hacerlo. Y descubrimos actitudes como estas entre algunos de los sociólogos más jóvenes en este país, quienes se consideran obligados a hacer diagnósticos radi­ cales de la sociedad, sin encontrar en si mismos la capacidad para contraer compromisos políticos radicales. Esto no les permite más que acudir a una especie de culto masoquista de iconoclastas, asegurándose los unos a los otros que las cosas posiblemente no podrían ser peores. Sostenemos que esta actitud cínica, en sí, resulta in g e n u a y que a menudo se basa mucho más en una falta de perspectiva histórica que en cualquier otra cosa. El cinismo respecto a la sociedad no es la única opción, aparte de una confor­ midad crédula con este eón —eternidad— social, o una espera confiada en el porvenir. Consideramos que otra alternativa es la que tiene más posibilidades de resultar de la comprensión sociológica: una que combine la compasión, un compromiso limitado y un sentido de lo jocoso del carnaval social del hombre. Esto llevará a una actitud frente a la sociedad,- basada en la percepción de que esta última es esencialmente una comedia en la que los hombres desfilan arriba y abajo con su vistosa indumentaria, cambian de sombrero y de títulos y segolpean unos a otros con.sus bastones de mando o con k» que han logrado persuadiendo a. sus compañeros actores para.que crean en ellos. Tal-perspectiva burlesca no pasa por alto el' hecho de que -bastones no existentes pueden hacer salir verdadera sangre,'-pero no por, esto no caerá

en el sofisma de tomar la idea de Potemkin por la Ciudad de Dios. Si consideramos la sociedad como una comedia, no vacilaremos en hacer trampa, especialmente si hacién­ dola podemos mitigar un pequeño dolor aquí o hacer la vida un poco más alegre allá. Nos negaremos a aceptar seriamente las reglas del juego, excepto hasta donde estas reglas protejan a los seres humanos reales y fomenten los verdaderos valores humanos. Por lo tanto, el maquiavelis» mo sociológico es el verdadero adversario del oportunismo cínico. Es esta la manera en que la libertad puede realizarsc en acción social.

8 D

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c o m ie n z o s ,

la sociología se consideró a sí misma como una La sociología como ciencia. Muy al principio de nuestro examen expu­ una disciplina simos algunas consecuen­ humanística cias metodológicas de esta consideración de sí.' En estas observaciones finales no nos interesa la metodología sino más bien las inferencias humanas que tiene el contar con una disciplina académica tal como la sociología. En capítulos anteriores hemos tratado de describir la manera en que ayuda la perspectiva sociológica a esclarecer la existencia social del hombre. En el último apéndice explicativo nos preguntamos brevemente cuáles podrían ser las inferencias éticas de tal perspec­ tiva. Finalizamos ahora considerando una vez más la so­ ciología como una disciplina de las muchas que existen en este recodo particular del carnaval social que llamamos el saber. Algo muy importante que pueden aprender los sociólo­ gos de sus colegas de las ciencias naturales es cierta inter­ pretación del juego con respecto a su disciplina. En con­ junto, los científicos naturales han adquirido con la edad cierto grado de refinamiento con respecto a sus métodos, qué les -permite observar a la últimamente mencionada como una disciplina relativa y con ún campó de acción limitado. Los científicos’-sociales tienden "todavía a consi­

derar su disciplina con una torva carencia de humorismo, invocando términos tales como “empírico”, "datos”, “va­ lidez”, o incluso “hechos”, como invocaría un mago vudú sus espíritus o duendes más apreciados. A medida que las ciencias sociales pasan de su entusiasta pubertad a una madurez más sazonada, es posible esperar, y en realidad ya puede observarse, un grado similar de desprendimiento de nuestro propio juego. Entonces, podemos considerar a la sociología como un juego de los muchos que existen, importante pero de ninguna manera la última palabra con respecto a la vida humana, además de que podemos permi­ timos el lujo de exhibir no sólo tolerancia sino incluso interés en las consideraciones epitemológicas de otras personas. Tal maduración en la comprensión de sí misma tiene gran significación humana. Inclusive podría decirse que en una disciplina intelectual la sola presencia de un ecepticismo irónico con respecto a sus propias promesas, es una señal de su carácter humanístico. Esto es lo más importante para las ciencias sociales cuando abordan, como lo hacen, los fenómenos particularmente burlescos que constituyen la “comedía humana” de la sociedad. En ver­ dad, podría argumentarse que el científico social que no percibe esta dimensión burlesca de la realidad social se está perdiendo ciertas características esenciales de ella. No es posible comprender totalmente el mundo político, a me­ nos que observemos su carácter como una fiesta de disfra­ ces. No podemos lograr una percepción sociológica de las instituciones religiosas a menos que recordemos cómo, cuando éramos niños, nos poníamos una máscara y asustá­ bamos a los demás niños tan sólo con decir “bú”. Nadie puede entender ningún aspecto de lo erótico si no compren­ de que su calidad fundamental es la de ser una ópera bufa

(punto que deberíamos recalcar especialmente a los soció­ logos jóvenes y serios que imparten cursos sobre “el noviaz­ go, el matrimonio y la familia” con una adusta gravedad que difícilmente resulta adecuada para el estudio de un campo cuyos aspectos dependen, por decirlo así, de la parte de la anatomía humana más difícil de tomar en serio). Y un sociólogo no puede comprender la ley si no se acuerda de la jurisprudencia de cierta. Reina en el cuento Alicia en el país de las maravillas. Estas observaciones, huelga decirlo, no intentan denigrar el estudio formal de la socie­ dad, sino simplemente sugerir que tal estudio se beneficiará enormemente de los conocimientos que podemos obtener únicamente cuando nos reímos. A la sociología se le aconsejará especialmente que no permanezca en una actitud científica carente de humoris­ mo, ciega y sorda a la bufonería del espectáculo social. Si la sociología actúa de esta manera, puede descubrir que ha adquirido una metodología segura sólo para perder el mundo de los fenómenos que originalmente se dispuso a explorar: un destino tan triste como el del mago que des­ cubre por fin la fórmula que hará salir de la botella al poderoso jinn —espíritu fantástico—, pero que no puede recordar qué era lo que deseaba averiguar del jinn en pri­ mer lugar. Sin embargo, aun cuando huyendo de lo cientí­ fico, el sociólogo podrá descubrir los valores humanos endémicos a los procedimientos científicos tanto en las ciencias naturales como en las sociales. Tales valores son la humildad ante la riqueza inmensa del mundo que investi­ gamos, una anulación del ego en la búsqueda de compren­ sión, la honestidad y precisión en el método, el respeto por los descubrimientos a los que ha llegado honradamente, la paciencia y la buena voluntad con que se nos demuestre que estamos equivocados y a revisar nuestras teorías y,

finalmente pero no menos importante, la solidaridad con otros individuos que comparten estos valores. Los procedimientos científicos utilizados por el sociólogo entrañan ciertos valores propios de esta disciplina. Uno de estos valores es la atención cuidadosa a cuestiones que otros eruditos podrían considerar vulgares e indignas del honor de ser materias de investigación científica; algo que casi podríamos llamar un foco de interés democrático en el enfoque sociológico. Todo lo que sean o hagan los seres humanos, sin tomar en cuenta-su vulgaridad, puede llegar a ser importante para la investigación sociológica. Otro de estos valores peculiares se encuentra inherente a la necesidad que tiene el sociólogo de escuchar a los demás sin ofrecer voluntariamente sus propios puntos de vista. El arte de escuchar calladamente y con toda atención es algo que todo sociólogo debe adquirir si quiere ocuparse de estudios empíricos. Aunque no debemos exagerar la impor­ tancia de lo que a menudo no es más que una técnica de investigación, existe una significación humana que se en­ cuentra presente, al menos en potencia, en una conducta como la mencionada, especialmente en nuestra época ner­ viosa y locuaz en la que casi nadie encuentra la oportunidad de escuchar con recogimiento. Finalmente, existe un valor humano especial en la responsabilidad del sociólogo para evaluar sus descubrimientos, hasta donde sea capaz sico­ lógicamente sin .consideración a sus propios prejuicios, gus­ tos o aversiones, esperanzas o temores. Por supuesto, esta responsabilidad la comparte el sociólogo con otros científi­ cos. Pero resulta especialmente difícil de ejercer en una disciplina que tiene un contacto tan íntimo con las pasiones humanas. Es evidente que esta meta no siempre se alcanza, pero simplemente el intentarlo tiene una significación hu­ mana que no debe tomarse a la ligera. Esto nos parece

particularmente atractivo cuando comparamos el interés del sociólogo por escuchar al mundo sin vociferar de in­ mediato sus propias formulaciones -de los que es bueno y lo que es malo, con los procedimientos de las disciplinas normativas, tales como la teología o la jurisprudencia, en las cuales encontramos un constante apremio por introducir la realidad en el estrecho marco del discernimiento de nuestro valer. En comparación, la sociología parece per­ manecer en una sucesión apostólica desde la búsqueda cartesiana de “una percepción dara y precisa”. Además de estos valores humanos inherentes a la propia actividad científica de la sociología, la disciplina tiene otros rasgos que la destinan a una proximidad inmediata a las humanidades, si es que en realidad no indican que con­ fluye totalmente con ellas. En el capítulo anterior nos esforzamos por explicar estos rasgos, todos los cuales podrían resumirse diciendo que la sociología está interesada funda­ mentalmente con la que es, después de todo, la principal materia de las humanidades: la condición humana en sí misma. Precisamente porque la dimensión social es tan crucial en la existencia del hombre, la sociología vuelve una y otra vez a la cuestión fundamental de lo que significa ser un hombre y de lo que quiere decir serlo en una situación particular. A menudo esta cuestión puede ser obscurecida por las galas de la investigación científica y por el vocabulario exangüe que ha desplegado la sociología en su deseo de legalizar su propia condición científica. Pero los datos de la sociología provienen de un lugar tan cercano a la esencia viviente de la existencia humana, que esta pregunta surge una y otra vez, al menos para los sociólogos que son sensibles al significado humano de lo que llevan a cabo. Como hemos afirmado, tal sensibilidad no es sólo una adiaforesis que puede poseer un sociólogo además de

las cualidades propias de su profesión (tales como un buen oído musical o un paladar conocedor para la comida), pero está directamente relacionada con la propia percepción sociológica. Una comprensión tal del lugar humanista de la so­ ciología denota una mente abierta y una catolicidad, es decir, una universalidad en la visión. Debería admitirse fá­ cilmente que es posible adquirir esta actitud al costo de una lógica rigurosamente estrecha en la labor de estructuración de un sistema sociológico. Nuestro propio argumento puede servir como una ilustración embarazosa de esta flaqueza. El razonamiento que expusimos en los capítulos 4 y 5 de este libro podría asentarse lógicamente en un sistema teórico de sociología (esto es, un sistema que interprete toda la realidad humana, consecuente y exclusivamente, en térmi­ nos sociológicos sin reconocer otros factores causales dentro de sus dominios y sin permitir escapatorias sea la que fuere su estructura causal). Un sistema como este es claro, inclu­ sive estéticamente agradable. Su lógica es unidimensional y cerrada dentro de sí. Que esta especie de edificio intelec­ tual resulta atractivo para muchas mentalidades discipli­ nadas queda demostrado por la simpatía que ha despertado este positivismo en todas sus formas desde sus comienzos. La atracción del marxismo y el freudianismo tiene raíces muy similares. El hecho de conducir un argumento socio­ lógico y desviarse después de su deducción sociológica apa­ rentemente forzosa, puede dar una apariencia inconexa y nada rigurosa de nuestra manera de pensar, como proba­ blemente lo percibió el lector cuando nuestro argumento comenzó a retroceder en el capítulo 6. Fácilmente pode­ mos admitir todo esto y a pesar de ello seguir argumentando que la inconsecuencia no se debe a la terquedad del razo­ namiento del observador, sino a las múltiples facetas de la

propia vida, de esta misma vida que está empeñado en observar. El reconocimiento de la inmensa riqueza de la vida humana hace que resulte imposible de probar la consecuencia a la que nos lleva la sociología, y obliga al sociólogo a permitir “agujeros” en las murallas cerradas de su sistema teórico, aberturas a través de las cuales pue­ den percibirse otros posibles horizontes. El reconocimiento franco del campo de acción humanís­ tico de la sociología denota además una comunicación en marcha con otras disciplinas cuyo interés fundamental es el de explorar la condición humana. Las más importantes de estas disciplinas son la historia y la filosofía. La simple­ za de algunas obras sociológicas, especialmente en este país, podría evitarse fácilmente con ciertos conocimientos de estos dos campos de estudio. Aunque la mayoría de los sociólogos, tal vez por su temperamento o por su especialÍ2ación profesional, se interesarán principalmente por los acontecimientos contemporáneos, el hacer caso omiso de la dimensión histórica es una ofensa no sólo contra el clásico ideal occidental del hombre civilizado, sino contra el pro­ pio razonamiento sociológico: es decir, esa parte de él que trata del fenómeno central de la definición previa. Una comprensión humanística de la sociología conduce a una relación prácticamente simbiótica con la historia, si no a que la sociología se conciba a sí misma como una disciplina histórica (idea todavía extraña a la mayoría de los sociólogos estadounidenses, pero bastante común en Europa). Con respecto al conocimiento filosófico, no sólo impediría la candidez metodológica de algunos sociólogos, sino que además conduciría a una comprensión más ade­ cuada de los mismísimos fenómenos que el sociólogo desea investigar. Nada de lo dicho deberá interpretarse como una denigración de las técnicas estadísticas y demás avíos

que la sociología ha tomado prestados de fuentes definida* mente no humanísticas. Pero el uso de estos medios será más refinado y también (si es que podemos decirlo) más civilizado si esto se lleva a cabo con una base de- conoci­ miento humanístico. Desde el Renacimiento, el concepto de humanismo ha estado estrechamente relacionado con el de la liberación intelectual. En las páginas precedentes ya se ha dicho bastante que nos sirve de justificación para reivindicar a favor de la sociología un lugar legítimo dentro de esta tradición. Sin embargo, por último, podemos preguntamos de qué manera la actividad sociológica en este país (que en la actualidad constituye de por sí una institución social y una subcultura profesional), puede prestarse a esta mi­ sión humanística. Esta pregunta no es nueva y ha sido formulada mordazmente por sociólogos tales como Floiian Znaniecki, Robert Lynd, Edward Shils y otros más. Pero es lo bastante importante como para no omitirla antes de poner punto final a este examen. Un alquimista encarcelado por un príncipe voraz que necesita oro y lo necesita rápidamente habrá tenido muy pocas oportunidades de interesar a su patrono en el elevado simbolismo de la Piedra Filosofal, que según los creyentes en el esotérico oficio, había de realizar la transformación de otros metales en oro. Los sociólogos empleados en muchos organismos gubernamentales y en ciertas ramas de la industria a menudo se encontrarán poco más o menos en la misma posición. No es empresa-fácil introdu­ cir una dimensión humanística en la investigación destina* da a determinar la composición óptima de la tripulación de un bombardero, o a descubrir los factores que inducirán a las amas de casa que caminan como sonámbulas por un supermercado a adquirir una marca de polvo de hornear

y no otra, o a asesorar a los jefes de personal acerca de los procedimientos más adecuados para socavar la influen­ cia del sindicato dentro de una fábrica. Aunque los soció­ logos empleados en actividades tan útiles pueden demostrar para su propia satisfacción que no hay nada éticamente censurable en torno a estas aplicaciones de su pericia, para observarlas como esfuerzos humanos sería necesario algo de tour de forcé en el establecimiento de una ideología. Por otra parte, no debemos descartar demasiado sumariamente la posibilidad de que, a pesar de todo, resulte cierto énfasis humano de la aplicación de las ciencias sociales a las opera­ ciones gubernamentales o industriales. Por ejemplo, el empleo de sociólogos en diversos programas de salud públi­ ca, de planeación de obras sociales o de. beneficencia, de nuevo desarrollo de zonas urbanas o en los organismos gu­ bernamentales que se ^cupan de la extirpación de la dis­ criminación racial, nos impedirá llegar demasiado rápida­ mente a la conclusión de que el- empleo gubernamental debe significar en el caso del sociólogo un cautiverio vil del pragmatismo político. Inclusive en la industria podría argumentarse que la manera de pensar más inteligente y futurista en la administración (especialmente en el sector de manejo de personal) se ha beneficiado enonnemente de las contribuciones sociológicas. Si puede considerarse al sociólogo como una figura maquiavélica, entonces sus talentos pueden utilizarse tanto en actividades-humanamente nefandas como en empresas humanamente liberadoras. SÍ se nos permite una metáfora un tanto pintoresca, podemos pensar én el sociólogo como en un ccndotttere de la percepción social. Algunos condottieri luchan a favor de los opresores de los hombres, otros a favor de sus libertadores. Especialmente si miramos en tomo nuestro más- allá de -las fronteras de los Estados

Unidos y también dentro de ellas, podemos encontrar bas­ tantes razones para creer que en el mundo actual existe un lugar para este último tipo de condottiere. Y separación misma del maquiavelismo sociológico es una contribución bastante importante en situaciones en que los hombres se dividen violentamente por fanatismos antagónicos que tie­ nen algo de valor en común: su ofuscación ideológica respecto a la naturaleza de la sociedad. El estar impulsados por necesidades humanas en vez de estarlo por grandiosos programas políticos; el comprometemos selectivamente y moderadamente en lugar de consagramos a una fe totali­ taria; el ser compasivos y escépticos al mismo tiempo; el tratar de comprender sin prejuicios o parcialidad, todas estas son posibilidades existentes en la actividad sociológica, cuyo valor difícilmente puede exagerarse en muchas situa­ ciones del mundo contemporáneo. De esta manera, la sociología puede alcanzar asimismo la dignidad de perti­ nencia política, no porque tenga su propia ideología política qué ofrecer, sino más bien porque no la tiene. Especial­ mente para aquellas personas que han llegado a desilusio­ narse de las escatologías políticas más fervientes de nuestra era, la sociología puede resultarles de utilidad enscuanto a señalarles las posibilidades de un compromiso político que no les exige el sacrificio de su alma y de su sentido del humor. Sin embargo, en nuestro país sigue siendo cierto que la mayoría de los sociólogos continúan empleados en institu­ ciones académicas. Es probable que esta situación continúe en el futuro previsible. Por consiguiente, cualesquiera re­ flexiones acerca del potencial humanístico de la sociología deben estar dirigidas hacía el contexto académico, en el cual se .ha ubicado casi toda la sociología estadounidense. El concepto de algunos académicos de que sólo los que

obtienen sus salarios de organizaciones políticas y económi­ cas sacan les mains sales (las manos sucias) resulta bastan­ te absurdo, y constituye en sí una ideología que sirve para legitimar la posición del propio académico. Entre otras cosas,\ la economía de la investigación científica de nuestros días es de una naturaleza tal que el propio académico se ve afectado por los intereses pragmáticos de estas organi­ zaciones extrañas. Aun cuando existen muchos sociólogos que no cabalgan en la comitiva solemne de la opulencia gubernamental o comercial (con gran disgusto para la mayoría de ellos), la técnica conocida de los administra­ dores académicos con el nombre de “liberación de fondos” (mencionada más ofensivamente como el “método de la caja de cigarros” ), asegura que las prácticas pedagógicas más esotéricas pueden ser alimentadas también de las miga­ jas que caen de la mencionada comitiva. Sin embargo, aun cuando nos concentremos en el pro­ ceso académico propiamente dicho, existen muy pocas justificaciones para que el sociólogo empleado académica­ mente se ocupe de estas ,cosas. La raza de desertores de la universidad frecuentemente es más salvaje aún que la pro­ verbial de la Avenida Madison, aunque sólo sea porque su depravación está embozada por una docta urbanidad y por una consagración al idealismo pedagógico. Cuando uno se ha esforzado durante- diez años por salir de una escuela semisuperior de tercera clase y colocarse en una de las universidades de prestigio, o cuando ha tratado en una de éstas durante diez años también de lograr una condi­ ción de profesor adjunto, el impulso humanístico de la sociología habrá sufrido cuándo menos tantas tensiones como bajo la égida de jefes no académicos. Cualquiera de nosotros escribirá aquéllas cosas que tienen oportunidades de ser publicadas en los lugares más adecuados, tratará de

conocer personalmente a la gente que tiene un contacto directo con los motivos principales que llevan al logro de un patrocinio académico, llenará las lagunas de su vida con la misma asiduidad que cualquier ejecutivo joven en vías de ascender y detestará calladamente a sus colegas y a sus alumnos con la intensidad de una prisión compartida. Todo esto haremos en busca del boato académico. Persiste el hecho de que si la sociología tiene un rasgo humanístico, este carácter tendrá que manifestarse dentro del medio ambiente académico, aunque sólo sea por razones estadísticas. Aseguraríamos que a pesar de las observacio­ nes poco halagüeñas que acabamos de hacer, esta es una posibilidad realista. La universidad es muy parecida a la Iglesia en su susceptibilidad a la seducción de los poderosos del mundo. Pero la gente de universidad, al igual que los clérigos, despliega un complejo de culpa después que la seducción se ha llevado a cabo. La antigua tradición occi­ dental de la universidad como un lugar donde priva la li­ bertad y la verdad, tradición por la que se ha luchado con sangre y también con tinta, tiene una manera de reafirmar sus derechos ante u n a . conciencia intranquila. Es dentro de esta perseverante tradición académica que el impulso humanístico de la sociología puede encontrar su periodo de vida en nuestra situación contemporánea. Es evidente que existe una diferencia en los problemas que deben enfrentarse a este respectó en una escuela gra­ duada que se acupa de la formación de una nueva gene­ ración de sociólogos y los que aparecen en una situación de estudiantes no graduados aún. En el primer caso, el pro­ blema es relativamente fácil. Naturalmente, el autor opina que el concepito dé sociología que hemos dado a conocer en este libro- debería encontrar su sitio en la “formación’' de los- sociólogos del futuro. Las deducciones de lo que

hemos dicho respecto a la dimensión humanística de la sociología propia de los planes de estudio para graduados en la disciplina son obvias. Este no es el lugar más ade­ cuado para revelarlas. Baste decir que la erudición huma­ nística que crece a expensas del pofesionalismo tecnológico es el camino que nos imaginamos para el futuro en relación a esto. Evidentemente, nuestra concepción de la sociología como una disciplina será la que decida nuestros puntos de vista acerca de la forma en que deberá educarse a los sociólogos. Pero cualquiera que sea nuestro concepto, re* sultará aplicable sólo a un número limitado de estudiosos. Afortunadamente, no todo el mundo puede convertirse en un sociólogo acabado. El que lo haga, si es que se da por bueno nuestro argumento, tendrá que pagar el precio de la desilusión y encontrar su camino en un mundo que vive de mitos. Ya hemos dado lo suficiente para indicar que creemos que esto sea posible. Obviamente, el problema es distinto en un colegio supe­ rior para estudiantes no graduados. Si un sociólogo enseña en tal situación (la mayoría de los sociólogos lo hacen), muy pocos de sus estudiantes irán a las escuelas de gradua­ dos a estudiar su campo particular. Incluso es probable que muy pocos de los que se especializan en sociologia lo hagan, entrando en lugar de ello en el trabajo social, el periodismo, la administración de negocios, o en cualquiera de las demás ocupaciones en las que se considera de gran utilidad una “base sociológica”. Un sociólogo que enseña en un colegio superior común, observando en sus clases cómo los hombres y mujeres jóvenes están desesperada­ mente resueltos a alcanzar una movilidad social, contem­ plándolos en su lucha por ascender a través del sistema de crédito y cómo disputan con pertinacia por las calificacio­ nes, comprendiendo que no se mostrarían menos interesa­

dos si les leyese el directorio telefónico en clase, siempre que el sáldo de tres horas a' su favor se Jes sumase en el libro mayor al final del semestre, este sociólogo tarde o temprano tendíá que preguntarse qué clase de profesión es la qué está ejerciendo. Incluso un sociólogo que enseña en un aifcbiente más cortés, proporcionando un pasatiempo intelectual a aquéllos cuya condición social es una conclu­ sión inevitable' y cuya educación es el privilegio en lugar del medio de alcanzar tal condición, bien puede llegar a preguntarse cuál es el objeto de la sociología, en' todos sus campos, en una situación como ésta. Por supuesto, tanto en las universidades estatales como en los colegios superiores de la Ivy League, siempre es la minoría de los estudiantes la que se preocupa y comprende verdaderamente, y siem­ pre es posible enseñar pensando sólo en éstos. Sin embargo, a la larga esto resulta decepcionante, en especial si abriga­ mos ciertas dudas acerca de la utilidad pedagógica de lo que enseñamos. Y esta es precisamente la pregunta que debe hacerse un sociólogo xnoialmente sensible en una situación en la que tiene qué habérselas con olumnos no graduados aún. £1 problema de enseñar a estudiantes que vienen a la escuéla superior porque necesitan un titulo para obtener empleo en la compañía de su preferencia, o porque esto es lo que se espera'de ellos en cuna posición social-.determinada, es compartido por él sociólogo con todos sus colegas dé'Otrás'^disciplinas. No podemos ocuparnos t de él aquí. Siii embargo, existe' un ¿problema -privativo del sociólogo que se encuentra directamente relacionado ;.con 4 a Indole purgada de todo: sentimentalismo y tan desilusionante de la sociología, de la cual ya nos ocupamos antes. Bien puede preguntársele con qué derecho'vende una. mercancía in­ telectual tan peligrosa'entre las mentes .-jóvenes que, muy

probablemente, tom arán: e iíu ñ sentido erróneo y harán mal- uso de la perspectiva que trata-de comunicarles^ U na cosa es distribuir tel venena sociológico entre los estudiantes graduados que ya se han comprometido a la entrega de todo su tiempo yaquienes, en d'curso de un estudio intensivo, puede hacérseles comprender las posibilidades terapéuticas presentes en este veneno. Y otra cosa es-esparcirlo liberal­ mente entre aquellos que no tienen la oportunidad o la inclinación a llegar hasta el punto de una comprensión más profunda. ¿Qué derecho tiene cualquier hombre a hacer flaquear las creencias que dan por sentadas los otros? ¿ Por qué enseñar a los jóvenes a ver lo precario de las cosas que siempre han considerado-absolutamente sólidas? ¿Por ¿qué exponerlos a la erosión sutil 155; Character and Social Structure, 256 ¡ From Max Weber, 257 Gide, •André, 190 Gobierno, humanismo dél, 236237 Goffman, Erving,149, 188, 190, 191, Asyiums, 255, 257; Encounters, 257; Presentation of Self m Everyday Life, 255 Gránet, Marcel, 162 Grupo: de opiniones, 169; dinámica de, 105; primitivos, 104; terápia de, 149-255 Grupos (Véase Teoría de los grupos de referencia).. Halbwachs, Maurice, 253 Harrison, Paul M ., Authority and Power in the Free Churck Tradition, 250 Heidégger, M artin: concepto das Man, 204-207 Hindú: perspectiva d d mundo, 162; sistema de castas, 119; transmigración del alma, 151 Historia: aspecto irónico de la, 62; su vínculo^ con d pasado, 180; y sociología, 235-236 Historiadores:- la evolución'>y los, 83; sus perfodos; '8 2 ; y -sociólogos, 36 37 v “Historicismo”', 66' Hombre: concepto de Heidegper sobre el, 204-207;.'concepto del, 208; la sociedad en el. 133» r j 71; su deseó dé obedecer, í 134 Homosexualismo: comprensión1 del,""218, 220,

221-222; “mala fe” ante el, 121-122

Hughes, Everett, 71 Huizinga, Johan, Homo ludens, 258 Humanismo, 236 la sociología y el, 224-225; (Véase también Disciplina humanística) Humanización, 216-218 Hunter, Floyd, 53; Community Power S truc ture, 250 Hyman, Herbert, 166

Intelectuales, los, y las conver­ siones, 76 Interiorización, 171 Investigación, campo de acción de la, 232-233 James, William, 134 Judíos i el prejuicio y los, 145-146; “éxtasis”, 192-193 (véase Antisemitismo) Juego: función socialsicológica del, 141; papeles sociales del, 196

Ideas, ubicación social de las, 157 (Véase Sociología del Kaufmann, Félix; Methodology conocimiento) of the Social Sciences, 257 Identidad, 74*75 Kierkeigaand, Soren, 215 adopciones de, 145; conce­ Kinsey, estudie» de, 21, 25 sión de, 140-142; congruen­ cia de la, 152; el papel de “Lavado de cerebro” , 78, 95, la, 139; en el sicoanálisis, 149 148; índole de la, 143, Lemer, Daniel, 74; Passiag of 145; reconocí m i e n t o e, Traditional S o c i e t y , 74, 253; S o c i e t y of Middle 182; sil segregación de la East, 119 conciencia, 153-154; sus­ tentación de la, 140, 143- Libertad, 173-176 consecuencia de la, 208-210144; transformación de la, 244; de los controles socia­ 86-88, 140-141, 147 (véase les, 198; la elección huma­ Teoría del papel) na de la, 198-2Q1, 203; Ideología, 158-159 realidad de la, 178 concepto de la, 64, 158, 251252; concepto marxista de Lipset, Seymour M., C l a s s , Status an Power, 254 la, 251; definición de la, Literatura, manipulación de la, 157; de la comunidad, 253; 189 funcionamiento “latente’‘ Luckmann, Thomas, 164, 256 de la, 159-161 Lutero, Martin. 126 Incomprensión entre padres e Lynd, Helen, 71, 253 hijos, 89 Lynd, Robert, 71, 236: Know~ Instintos e institución, su simi­ ledge for W h a t ? , 258; litud, 124-126 Middletown, 71, 72, 253; Instituciones: Middletoum in Transition, definición de las, 125; impe­ 71, 72, 253 rativo de las, 127*130; "selección de la persona”, Madurez, 83-84, 94 “Mala fe’*, 200-204, 206, 208 155; teoría délas,. 199

la comprensión y la, 213*215; los apelativos y la, 217*218 Manipulación, 182, 188, 191 Mann, Thomas, 189. Mannheim, Karl, 192; Ideology and Utopia, 252, 255 Maquiavelismo, 238 la ética y el, 211-227 Marx, Karl, 65, 66, 142, 158 ideología de, 158, 251 Marxismo, 250 atracción del, 234 Matrimonio, 57-58 el pasado y el, 123-125; ins­ titución del, 127-128 Mayer, Cari, 187-257 Mayer, Kurt, B.: Class and Society, 254 Mclver, Robert M., Society, 248 Mead, George H., 134-141 biografía, 255; "los demás en general”, 205; Mind, Self and Society, 255; sociabi­ lidad, 196 Meinecke, Friedrich, 213 Memoria, 150 Merton, Robert, 63, 159, 166 como teórico, 251; S o c i a l Theory and Social Structure, 255 Metodología, 26-28, 32 Mills, C. Wright, 155; Character and Social Structure, 255; From Max Weber, 257 Moralidad, en el control social, 108 Motivación cosmopolita, 79-80 Motivación realista, 60, 62, 65, 66, 193, 242 Motivo de la no respetabilidad, 67-73, 79 Movilidad, 75-76 (Véase Movi­ lidad social) Movilidad geográfica, 86 • 88, 90

Movilidad social, 86, 88-91, 241 consecuencias de la, 89-90; en la sociedad de clases, 115 Muerte das Man, concepto de la, 205-206 Murmuración, 104, 106, 111 Musil, Robert, 155 Musulmanes negros, 79 Natanson, Máurice, 199, 258: Literatura, Phüosophy and the Social Sciences, 258 Negros, 44: comprensión de los, 219-221; el prejuicio y los, 145-146; preludios a la segregación de los, 183 Nietzsche, Friedrich, 50, 156 Nihilismo, definición del, 193 Nijhoff, Martinus, 249 Ocupaciones: control*» de las, 109, 111; estudio sociológico de las, 71 Oprobio, 104, 106, 110-112 Ortega y Casset, José, 204 Papel: cambio del, 140; definición del, 135; disciplina interior del, 139; el niño y el, 141, 142; la identidad y el, 140 141 Pareto, Vilfredo, 64: M ind and Society, 251 Park, Robert, 70, 252 Parricidio, 89 Parsons Talcott,-166, 177 biografía, 256; Social System, 256; Structure of Social A c t i o n , 251, 256-257; Tkeories of Sóciity, 259; como teórico, 251, 256 Partido comunista:

ideología marxista, '158; indoctrinación de grupo, 149 Pasado, reformación dél, 84-85 Pena -de muerte, 222*224 Percepción selectiva, 84-85 Personalidad, criterio socioló­ gico de la 149-151; (Véase también Teoría del papel) Perspectiva sociológica: 43-46, 49, 50-51, 96 controles sociales, 100-113; el drama de la sociedad, 173-210; estratificación so­ cial, 10Ó, 113 y sigtes; la sociedad en el hombre, 133-171; y s e n s ib ilid a d ética, 213, 214 Persuasión, 104 Pevsner, Lucille W., Passing of Traditional Society, 7.4-253 “Políticja” de una secta,. 54-55 Posición social, recompensas de la, 114 Positivismo, atracción del, 234 Positivismo comtiano, .250 Potter, Stephen, 184-185, 190 Prejuicios, 145-146, 220 Prestigio, 114 Problemas sociológicos, 58-60 Procedimientos científicos, 231, 232 Propio yo: . - descripción -del, 142; discon" tínuidad del, 150; engaño del, 203; sicología- Budista ; deí; 151-152 Protestantismo: en los Estados del >Sur y en los barrios negros, 159; fundamentalismos del, 159161; 164 Radin, .Paul, 50: Primitiva Man as .PhilosopheT, >249 Raza, concepto, áp la,. 219-220 disertación sociológica., del,-

39-40; opinión del, 216218; sistema dél, 120-121; teoría del, 159, 160, 161 comprensión de la, 122; de­ finiciones d éla, 182; “mun­ do aprobado” de la, 206209, 210; positivismo de la, 176, (véase Realidad social) Realidad social, 170 auto-engaño en la , 203; perspectiva de la, 181; visión humsúmante de la, 216-218 Reconocimientos, 144-146 a u to -e n g a ñ o en la 203; perspectiva' de la, 181; vi* sión humanizante de la, 216-218 Reconocimientos, 144-146 necesidad de, 182; su compa­ tibilidad con el papel, 152 Referencia, teoría del grupo de, 134, 166-169, 256-257 Reformador soda), 18-20 Relaciones sociales, 95 Relaúvización, 73, 79, 243 como problema de la existen­ cia, 81; conocimiento de la, 77; de la propia cultura, 76 Religión: conciencia humana de la, 256; literatura sobre la, 258; •posición social de ja, 162, v 163 ;• sociolo¿ía de la, 162165, 257-258 Resistencia, teorías de l a ,'182, 186 Responsabilidad, el hombre y la, 202 Revolución ¡ -definición' de la 183; prelu­ dios de la, 183; transfor­ maciones en la consciencia x de la, 191 Revolución :,francera 65, 184 Revolución rusa, 184

Ridículo, 104, 105, 106, 110, 112, 131 Riesman, David, 64, 118, 155 Salomon, A l b e r t , 49, 184: Tyranny óf Progress, 149 Salud, 1,15 Sartre, Jean Paul,. 200-201 sobre el antisemitismo, 202, 221; sobre la “mala fe”, 215 Scheler, Max, 156 Schelsky, Helmut, 164, 254, 256 Schuetz, Alfred, 41, 122, 165, 199, 253, 257 biografía, 248 “Selección de la persona”, 155156 Senratez, 95 Separación, 182, 186-188, 192, 193 Shibutani, Tamotsu, 166: “Reference Groups as Perspectives”, 257 Shils, Edward, 236 “CaUing of Sotíology”, 259; Methodoiogy and the So­ cial Sciences, 248 Sicoanálisis, 78, 79 alternación, 147-148; biogra­ fía y, 63,92-93: conversión y, 76; la identidad en el, 154; transferencia en el, 147 Sicología: análisis de los hechos obje­ tivamente o b s e r v a bles, '176; Budista, 151; imagen popular de la, 15-16; tra­ bajo social de la, 14-15 Sicólogo, el, 35 experimental, 28; i m a g e n popular del, 1 l'-l 2; percep­ ción selectiva del, 84 Sinunel Georg, 195-197 Sinceridad, definición de la, 155

Sistema, concepto del, 99-100 Sistema de clases: conceptos del, 114-120; diver­ gencias -del, 118 Sistemas de control, 133 necesidad de afirmación de los, 183 y teoría del papel, .154-156 Situación, 134-136, 185 Sociabilidad, teoría de la, 195197, 258 Socialización, definición .de la, 141 Sociedad: autenticidad en la, 208-209; como un drama, 173*210; como una comedia, 227; concepto moderno de la, 49-50; en el hombre, 133171; en la cristiandad me­ dieval, 49; formación de los hombres que necesita, 155; las."cosas” en la, 130131; “mala fe” de la, 200204, 206; “mundo aproba­ do” de la, 206-210; poder de la, 134; posición de la, 170; sabotaje de la, 184186; “«elección de la per­ sona” en la, 155-156; sig­ nificado del término, 4446; sistemas de control de la, 133-; u b i c a c i ó n del hombre en la, 97-132 Sociología: ' aplicación de la, l 9-20, 33; como ciencia,'27; c o m o disciplina humanística, 229245; emoción de la, 37-42; empleos, 218-219, 220; en­ señanza de la, 238*245; estudio de . la, 11*14; for­ ma de conciencia, 43*80; justificación h u m an ística de Jla, 41-42; metodolo­ gía de la, 26-28; pasión de la, 42; principal interés d e'la/ 233; propósito de la,

31; teoría de. la,. .22; traba­ jo social de Ja, 15-16; una comprensión de la, 15, 17 Sociología del conocimiento, 64, 136, 156-167, 170, 192193, 255-257 definición de la, 156; impor­ tancia de la, 161; oxigenes de la, 156; tendencia de la, 162 Sociologismo, definición d e l , 234. Sociología industrial, 56 humanismo de la, 236-237; manipulación de la, 189 Sociólogo: > acción del, 35-36; campos del, 13-14; como “reforma­ dor” social, 18-19; imagen del, 11-14, 20-22, 23, 3032; interés del, .32-36; na­ turaleza del, . 33-37; su re­ lación con el historiador, 36, ¡37; “tipo ideal” del, 3.1-33 Stark, Wemer, S o c io l o g y of Knowledge, 256 Stein, Mauriee R, ¡ Eclipse of Community, 252 Strauss, Anselra L., Mirrors and Masks, 255 Subculturas, 187, 235 Suicidio, teoría de Durkheim sobre el, 62 Suprema Corte de los vEstados UInidos, su ^decisión de in• tegración. racial (.1954), 19,

68 . Técnicas estadísticas, ‘22-25, 33 Teología, necesidad' de, 43 T eoria’d el papel.134-156, 166, 169,-¿255 •congruencia -de rla, 152-154; .«cualidad automática de la, id54; los sistemas de con-iBtrol:y la,t'1.54-V56; signifi.-k^lcación^ de'lá,¿l'39-144

T erminologa, 28t30, 33, 43-46 Thomas, William I., 122; su definición dé la situación, 125, 135, 166, 177; Polish Peasant ■_in ' Europe a n d America,-. 254. Tímasheff, Nicholas S., Sociologieal -Theory, 249 Totalitarismos adoctrinamiento de g r u p o , 149; espionaje en el, 1718; la sociología y el, 7273 Trabajo social, 14-16, 20, 59 Transferencia. 147 Transformación i ' de las definiciones sociales, 182; frecuencia de la, 151 y sigtes. Transición, campos de, 68 Transmigración de) alma, 151 Triunfo, secreto del, 212 Ubiración: del hombre en la sociedad, 97*1.32, 142; reglas de la, 100: social 133-135 Universidades, 239-240 estudio de V e b i e n de las, 252; su semejanza con la iglesia. 239 (Véase Vida académica) Vaihinger. Hans. 203 Valores, 231.-233 Veblen, Thornsteiri. 68-70 biografía, *262; Hightr\Learning in América, 70,' 252; Théory ofthe Leisúre Clasi, 169^ “ ' Vida .académica, 22V23 influencia-alemana en la, 2830; los ,sociólqgos en la, 245* Vidich, Anhurj^m a/IiTpivít ¿« M q s s Society, 252

Violencia, 101-104 Visión del mundo: individual, 164-165; los p¿. peles y la, 169 Weber, Max, 16, 33, 61*62, 162 174, 195, 244 1 biografía, 213, 248, 250; de* finición de la clase, 114 • orientación histórica, 181 ; situación social, 45; socio­ logía, 61-62; subjetividad, 178; ProUftant Ethie and the Spirit of Capitalism,

61, 250; teoría del cariama, 179*180 Weltanschauung, 71, 77, 91, 94, 96, 168 Wiese, Leopold von, 258 William, hijo, R o b i n M., American Society, 247 Wolff, Kurth H., Sociology of Georg Sinunel, 258 ¿naniecki, Florian. 236: Polish Peasant in Europe a n d America, 254; Social Role of the Man of Knowledge, 258

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