Benzo Mestre, Miguel - Teologia Para Universitarios
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M. BENZO
TEOLOGÍA PARA UNIVERSITARIOS
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EDICIONES CRISTIANDAD
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MIGUEL BENZO MESTRE
TEOLOGÍA PARA UNIVERSITARIOS SÉPTIMA EDICIÓN
EDICIONES CRISTIANDAD Huesca, 30-32
A LOS COLEGIALES DEL COLEGIO MAYOR «JIMÉNEZ DE CISNEROS», DE QUIENES FUI CAPELLÁN.
CONTENIDO
I. PRIMERA EDICIÓN, SEGUNDA EDICIÓN, TERCERA EDICIÓN, CUARTA EDICIÓN, QUINTA EDICIÓN, SEXTA EDICIÓN, SÉPTIMA EDICIÓN,
1961 1963 1965 1967 1970 1977 1984
II.
III.
IV.
Depósito legal: M. 42.076.—1983
Printed itt Spain
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19 23 27 35
El El El El
hombre, hombre, hombre, hombre,
ser ser ser ser
temporal libre acosado ansioso
EL ORIGEN DEL PROBLEMA
42
El optimismo bíblico Una respuesta insuficiente: mal y pecado en la Biblia La reflexión teológica La raíz del mal, según la Biblia
47 53 60 66
CUATRO RESPUESTAS
75
La El La La
76 85 91 97
huida mito desesperanza fe
DE LO FINITO A LO INFINITO
103
Concepto bíblico de Dios 103 Posibilidad del conocimiento natural de Dios... 118 El hombre contemporáneo y la creencia en Dios 124 Los caminos del conocimiento natural de Dios. 132
ISBN: 84-7057-205-9
© Copyright by EDICIONES CRISTIANDAD, S. L. Madrid 1961
EL HOMBRE COMO PROBLEMA
1. 2. 3. 4.
V.
EL DIOS SALVADOR
138
El cristianismo como problema histórico 140 La Cristología del Nuevo Testamento 148 La Cristología del Nuevo Testamento y la Cristología de Jesús 182
8
Contenido La Cristología de Jesús y la realidad 194 Resumen 204 La Cristología de la Iglesia y la Cristología del Nuevo Testamento 207 TEOLOGÍA
VI.
1A ESTRUCTURA COMUNITARIA DE LA SALVACIÓN ...
I. La Iglesia en la Biblia 212 II. Síntesis teológica 237 III. El hombre contemporáneo ante la Iglesia. 246 VII.
LA SALVACIÓN DE DIOS
I. II. III. IV.
La La La La
salvación salvación salvación salvación
del del del del
258
ser ser ser ser
temporal libre acosado ansioso
Apéndice: EVOLUCIÓN Y DOGMA
I. II. III. IV. V. VI.
Introducción Evolucionisrho y religión Evolucionismo y revelación bíblica Evolucionismo y magisterio de la Iglesia ... La teoría del P. Teilhard de Chardin Objeciones a la teoría del P. Teilhard de Chardin
PARA
UNIVERSITARIOS
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317 322 324 332 339 347
Un nuevo intento de exponer el dogma cristiano necesita justificación. Justificación que sólo puede encontrarse en las especiales exigencias del público a que se destina. Este libro quiere presentar la doctrina dogmática de la Iglesia católica a los profesionales y estudiantes universitarios. Y no a todos: no está escrito para quienes rehuyen toda reflexión seria, sino para quienes, como muchos que el autor conoce, permanecer en la fe implica la ardua tarea constante de buscar respuesta cristiana a los problemas de nuestro tiempo. El plan de este libro se ajusta a las siguientes características: más que enseñar teología, trata de despertar el deseo de aprenderla; no es, por ello, un manual completo, sino una selección de temas fundamentales; procura adaptarse tanto a lo que de positivo como a lo que de limitado tiene, en general, la formación de nuestros graduados y universitarios en materia religiosa; parte de un planteamiento antropológico de los problemas individuales y colectivos, con frecuentes alusiones a la filosofía contemporánea y numerosas citas literarias que plasmen y hagan más accesible el pensamiento; tiene una estructura casi esquemática, pues no es mucho el tiempo de que el profesional y el estudiante disponen; se ha centrado la exposición doctrinal en la teología bíblica por dos motivos: para que sus lectores tomen contacto con el punto de partida de todas las fórmulas dogmáticas posteriores, y porque la palabra de Dios tiene en sí misma una fuerza y una belleza que nunca posee la de los hombres. En la traducción de las citas y en las cuestiones de autenticidad y cronología se ha seguido ordinariamente la Biblia de Jerusalén. Por todo ello, no es este libro de lectura muy fácil. Si presta algún servicio, será a quienes lo lean despacio y cotejándolo con el texto de la Escritura. Se ha procurado Que las referencias hihlinor/Mms: n nía A„ „A~-...,.
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Teología para
universitarios I
remitan a libros asequibles y adecuados para dar información suficiente sobre el tema de que se trata. A este volumen de exposición dogmática seguirá, si Dios quiere, otro sobre la moral cristiana *. Madrid, 2 de octubre de 1960.
* Publicado en 1967, en Ediciones Cristiandad, con el titiiln Mnml rinra Universitarios.
EL HOMBRE
COMO
PROBLEMA
¿Dónde está el orgullo? Quedó excluido (Romanos, 3, 27). Dios existe. Por sí sola, esta afirmación polariza la vida del creyente. Crea una perspectiva ontologica. Sitúa a los restantes seres en la vecindad de la nada. Aun cuando se trate de un dios lejano, remoto, que no se cuida del mundo, de un dios cruel incluso, la contemplación de su Ser se convierte en la más importante tarea de la vida humana. Para el hombre religioso, todas las discusiones sobre cuál sea la influencia de la fe en el progreso y la felicidad del hombre tiene una importancia muy secundaria. Aunque hubiera que admitir que la fe desvaloriza al mundo, hace perder interés en la existencia terrena, favorece la inactividad técnica, provoca conflictos psíquicos insolubles, tales comprobaciones nada contarían frente a esa afirmación suprema: Dios existe. Dios penetra en la historia. Aceptar esta segunda afirmación equivale a admitir no sólo que el cosmos no es antropocéntrico, sino que tampoco lo son ni la historia colectiva ni la biografía individual del hombre. El acontecer aparece más como dado que como hecho. Q u e , a consecuencia de ello, la historia se hiciera incomprensible, e incluso que caminase a la catástrofe de lo humano, apenas contaría frente a la certeza de que Dios está próximo. Una exposición del pensamiento religioso que elija como criterio didáctico el d e categoría ontologica debe comenzar por la meditación sobre el misterio divino. Y a su luz, exponer una visión religiosa del cosmos y del hombre. Tal fue el criterio dominante en las Summas medievales.
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El hombre como
problema
Pero una exposición religiosa redactada por un hombre es un hecho humano. Supone que el hombre se interesa por las realidades religiosas, se pregunta sobre ellas, piensa en ellas, habla de ellas. Tales hechos son infinitamente menos importantes que cualquier afirmación sobre Dios. Pero son hechos previos y condicionantes de la tarea de ponerse a escribir o a leer una exposición de doctrinas religiosas. Desde ese punto de vista está, pues, justificado que un tratado de religión comience interesándose por el hecho mismo de que el hombre se preocupe por la religión, por lo que la religión significa para el hombre. Por otra parte, mientras que para el semita antiguo o para el europeo medieval lo divino era una experiencia anterior a la de la propia subjetividad, para el hombre moderno, al parecer de modo definitivo, como para el hombre del clasicismo grecorromano, la conciencia de sí es anterior al conocimiento de Dios; y, antes de preguntarse por Dios mismo, se pregunta por su necesidad de Dios. Pero es que, además y ante todo, se trata aquí de una exposición de la teología cristiana. Y la religión bíblica no se presenta como una especulación sobre la naturaleza divina, sino como una salvación, una soteriología. Ya el Dios del Antiguo Testamento es un Dios Salvador. Y en el Nuevo, las palabras «salvar», «salvación» y «salvador» aparecen en casi doscientos pasajes. El nombre mismo de Jesús significa «Dios salva»-. Ahora bien: si la Biblia pretende anunciar la salvación del hombre, es claro que, recíprocamente, concibe al hombre como un ser en peligro, amenazado, y no como un ser seguro, macizo, firmemente anclado en el existir. Para comprender, por tanto, e n qué sentido pretende el cristianismo salvar al hombre hemos de comenzar meditando en esta condición amenazada de la naturaleza humana. Y, en efecto, el más sistemático d e los libros de la Biblia, el que más se asemeja a un tratado teológico, la Epístola a los Romanos de San Pablo, sigue precisa-
El hombre como problema
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mente este mismo método: comienza considerando la (situación dramática de los hombres todos, paganos y judíos, para exponer después la intervención salvadora (de Jesús. Pero es que, con ello, satisfacemos también una exigencia metodológica del pensamiento científico contemporáneo: la previa justificación suficiente del estudio eriprendido. ¿Responde la investigación teológica a upos problemas reales y definidos, que sólo dentro de lai esfera de lo religioso pueden hallar respuesta, y para cuya averiguación existe un método científicamente válido? Porque en nuestra época se niega toda legitimidad a la búsqueda intelectual religiosa desde tres puntos de vista: negando que existan problemas religiosos; afirmando que los llamados «problemas religiosos» tienen soluciones no religiosas, y defendiendo que los problemas religiosos no tienen solución posible. La más radical de tales negaciones es la mantenida por el neopositivismo lógico. Su punto de partida está en las famosas proposiciones de Ludwig Wittgenstein: «La pregunta de una respuesta que no puede expresarse tampoco puede expresarse. El enigma no existe. Porque si una pregunta se puede plantear, también se puede responder... La solución del problema de la vida se halla en la desaparición de ese problema... El verdadero método de la filosofía sería propiamente éste: no decir más que lo que se puede decir. Esto es, las proposiciones de la ciencia natural (algo, por tanto, que nada tiene que ver con la filosofía). Y luego, siempre que alguien quisiera decir algo metafísico, demostrarle que no ha dado ningún sentido a determinados signos de sus proposiciones. Mis proposiciones son esclarecedoras en cuanto que quien las ha entendido comprende, al final, que care-
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El hombre como
problema
cen de sentido, con tal de que, a través de ellas y en ellas, haya subido fuera de ellas...» '. / Sobre esta doctrina, no poco ambigua, se ha cons-j truido la llamada «Terapia semántica». Según ella, las proposiciones metafísicas, éticas y religiosas son no yf/ falsas, sino carentes de sentido intelectual. Los respectivos problemas son simplemente la consecuencia de un empleo no científico del lenguaje. Basta mostrarlo así para que el problema desaparezca. Se podría r¿sumir la actitud de estos pensadores ante los problemas humanos diciendo que, para ellos, la angustia rio es una enfermedad del hombre, sino una enfermedad del idioma 2 . La segunda corriente filosófica contemporánea que niega la validez intelectual de la investigación religiosa es el materialismo dialéctico, la filosofía del marxismo. Para la filosofía marxista, la religión no es un fenómeno primario, sino secundario. Es una superestructura de los problemas humanos básicos: la alienación económica y social del hombre. La religión es, según Marx, el resultado de dos tendencias sociales: la resignación de las clases oprimidas y la justificación trascendente de las clases opresoras. Ante la miseria y la injusticia producidas por la mala distribución y explotación de los bienes y por la estructura de la sociedad en clases, los oprimidos buscan consuelo en una existencia feliz y justa después de la muerte. Las clases opresoras, por su parte, ven en la religión una garantía del orden establecido, un tranquilizador del proletariado y una explicación de los males sociales como efectos de un pecado original. Así se explica, por ejemplo, que en la moderna historia europea la burguesía haya, 1 Tractatus logico-philosophicus, proposiciones 6.5, 6.52, 6.53 y 6.54 (la edición alemana es de 1921, y la inglesa, de 1922; hay traducción castellana). 2 Cf. A. Flew: New Essays in Philosophical Theology, 1955; B. Mitchell: Faith and Logic, 1957; B. Russell: A History of Western Philosophy, 1947; F. Copleston: Contemporary Philosophy, 1956. De estas dos últimas obras hay traducción castellana.
El hombre como problema
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sido antirreligiosa mientras tuvo que combatir a la nobleza, y se haya hecho creyente en cuanto ha conseguido el poder. Los llamados problemas religiosos no son, Wes, en su raíz, más que problemas económico-sociales. Cuando la revolución resuelva estos últimos, estableciendo una sociedad sin clases adueñada técnicamente de la naturaleza, la religión morirá de muerte natural, carente de razón de ser. Lenin lo ha expresado con claridad: «La religión es uno de los aspectos de la opresión espiritual que pesa por todas partes sobre las masas populares, aplastadas continuamente por el trabajo en provecho de otro, por la miseria y la abyección. La debilidad de las clases explotadas en la lucha contra los explotadores engendra inevitablemente la creencia en una vida mejor de ultratumba, del mismo modo que la debilidad del salvaje en la lucha contra la naturaleza engendra la creencia en los dioses, en los diablos, en los milagros, etc. La religión predica humildad y resignación en este mundo a aquellos que pasan toda su vida en el trabajo y en la miseria, consolándolos con la esperanza de una vida celeste. Por el contrario, a quienes viven del trabajo ajeno, la religión les enseña la beneficencia en este mundo, ofreciendo así una fácil justificación a sus exigencias de explotadores y vendiéndoles barato los billetes de ingreso en la felicidad celestial. La religión es el opio del pueblo. La religión es una especie de aguardiente espiritual en el que los esclavos del capital anegan su personalidad humana y sus reivindicaciones de una vida suficientemente digna de hombres...» 3. 3 Socialismo y Religión, en Novaia Gizn, 28, 16 (3), diciembre 1905. El pensamiento de Karl Marx sobre la religión está formulado en sus obras de juventud, especialmente: Differenz der demokritischen und epikureischen Naturphilosophie, -1841; artículos en la «Rheinische Zeitung», 1842; Kritik des hegelschen Staatsrechts, 1843; Zur Judenfra-* ge, 1844; Kritik der hegelschen Rechtphilosophie, 1844; Die Heilige Familie, 1845; Die Deutsche Ideologie, escrita en 1845-1846; artículos en la Deutsche Brüsseler Zeitung, 1847.
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El hombre como
problema
Finalmente, la tercera filosofía de nuestro tiempo que niega toda la legitimidad a la teología es el existencialismo ateo de Jean-Paul Sartre. Para el filósofo francés, los «problemas religiosos» no solamente sony problemas reales, sino que son también religiosos eij el más estricto de los sentidos, puesto que define al hombre como el «ser que proyecta ser Dios». Per¿ como este proyecto, por razones que más adelante veremos, es un proyecto absurdo, ya que la idea misma de Dios es contradictoria, toda búsqueda religiosa carece de sentido, y debemos resignarnos a aceptar la definición que cierra la primera de sus grandes obras filosóficas: «El hombre es una pasión inútil» 4. Negar que quepa plantearse problemas humanos metacientíficos; negar que la respuesta a los más hondos problemas humanos sea religiosa; negar que la respuesta religiosa exigida por los problemas humanos sea posible, he aquí las tres modalidades de la irreligiosidad filosófica de nuestro tiempo. Aunque este libro no es polémico, sino expositivo, no podrán dejar de ser tenidas en cuenta a lo largo de todo él. Pretende este primer capítulo trazar un esquema de los problemas esenciales del hombre, es decir, de los problemas a un tiempo más universales y más graves. En el siguiente nos preguntaremos por su raíz última. En el tercero se examinarán las posibles respuestas. En el cuarto, la legitimidad de la solución religiosa. En los restantes, la naturaleza de la respuesta cristiana. Pero, ante todo, se hace necesario fijar con mayor El de Lenin: Materialismo y empiriocristicismo, 1909, y escritos breves, cuya traducción italiana se titula Sulla religione, 1950. Las mejores exposiciones católicas del pensamiento marxista son: G. A. Wetter: // materialismo dialettico soviético, 1948; J. I. Calvez: La pensée de Karl Marx, 1956. De ambas hay traducción castellana. Para un resumen histórico de las relaciones entre el partido comunista ruso y la religión, cf. H. Chambre: Le Marxisme en Union Soviétique, 1955. 4 L'Etre et le Néant, 1943, pp. 653 y 708.
El hombre como problema
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precisión un concepto que venimos usando con liberalidad: el concepto de problema. Entendemos aquí por «problema» aquella realidad que el hombre no puede ni asimilar ni eliminar en su necesario devenir. Aclaremos brevemente esta definición. Si hay un punto en que todas las antropologías estén de acuerdo, es en la concepción del hombre como un ser que ha de hacerse, aunque para algunas antropologías pesimistas este hacerse sea en realidad un deshacerse. Desde la visión, en la filosofía griega y cristiana, del hombre como ser esencialmente apetitivo, hasta las actuales del hombre como «pre-ser-se» (Heidegger), como proyecto (Sartre), o como esperanza (Marcel), el hombre ha sido entendido como una tensión hacia lo que aún no es, como una búsqueda radical. Pero el hombre no se hace en el vacío, en solitario monólogo. El hombre se realiza en diálogo con lo otro, con el mundo, con el ser-objeto. Ser-objeto al cual pertenece ciertamente su ser mismo, pero también los otros seres. El hombre se hace, deviene, entrando en relación cognoscitiva, volitiva, estimativa, práctica, con el ser. Pero he aquí que esta relación primaria del ser-conciencia al ser-objeto presenta un carácter fundamental no poco misterioso: la resistencia del ser-objeto. Hay veces en que el ser rinde fácilmente a la conciencia, entregándole, sin más, lo que ella buscaba. Entonces el hombre sigue su camino sin detenerse. Pero, con mucha mayor frecuencia, el ser-objeto se cierra, he hace opaco, se niega en mayor o menor medida a ser penetrado. Entonces surge el problema. El hombre hambriento que tiene comida al alcance de la mano, la incorpora a su ser, y sigue adelante. Pero si no la encuentra, ha de detenerse, proyectado a una situación problemática. En la esfera del conocimiento nace el problema intelectual cuando una parcela de ser resiste a nuestra irrenunciable pretensión de desvelar su misterio. Y de modo general, el sufrimiento —denominador trascendente de toda situación problemática— no es sino el eco sensible del encuentro con todo aquello que ni puede ser apartado de nuestro camino con un gesto ni puede
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El hombre como
problema
ser amalgamado a nuestra existencia, y que participa también de ambas propiedades. De lo dicho se sigue una conclusión de capital importancia: la causa primera de que nazca el problema no está en la opacidad del mundo, sino en la inagotable ansia de plenitud del hombre. Carecería en absoluto de sentido decir que el ser se resiste, se cierra, se niega, si no hubiera en el hombre uri proyecto esencial de penetrar en el objeto por el conocimiento y el amor. No hay resistencia sin ataque, ni impenetrabilidad sin intento de apertura, ni negatividad sin solicitación. Lo cual quiere decir que cuanto más fiel sea el hombre a ese proyecto constitutivo, cuanto más plenamente se entregue a su dinámica radical, más claramente ha de mostrársele la limitación del ser intramundano, más problemática ha de resultarle la existencia. Si, pues, la religión se presenta como salvadora, eso quiere decir que pretende dar respuesta directa y primariamente no a lo que el mundo tiene de finito y negativo, sino a lo que el hombre tiene de inagotable y sediento. La religión será salvadora en cuanto responda eficazmente a un ansia humana que en lo terreno no puede satisfacerse. La religión comienza en el amor a la vida, en la gana de vivir. Vamos, pues, a enumerar los problemas esenciales del hombre, aquellos que brotan de los caracteres primarios y comunes de la existencia misma. Ello es, sin duda, objeto de la investigación filosófica, pero no lo es menos de la teológica, no sólo como necesario prolegómeno a la soteriología, sino en sí mismo, puesto que no es pequeña la parte de la Revelación bíblica dedicada a subrayar el aspecto problemático de la vida humana. Para sistematizar los datos revelados y desentrañar su contenido nos ayudaremos de la reflexión filosófica, especialmente la de nuestra época, que ha hecho de la finitud humana tema central de su meditación. Así ha procedido siempre la teología católica, para la que conocimiento natural y conocimiento por fe son caminos igualmente válidos •—-aunque de distinto rango— para aprehender lo sagrado.
El hombre, ser temporal
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Una de las posibles clasificaciones de los problemas humanos esenciales (que en este capítulo estudiaremos abstrayendo provisionalmente de la religación del hombre a Dios) es la de establecer cuatro grupos en ellos. Los dos primeros comprenden aquellos problemas que dimanan de la estructura misma del devenir humano, en su doble estrato de temporalidad y libertad. El tercero agrupa los que provienen de las limitaciones impuestas por el medio mundano al hombre que en él reside. El cuarto abarca a los que surgen de la incapacidad del mundo para responder a las exigencias básicas del devenir del hombre. 1 EL HOMBRE, SER TEMPORAL
A un elemental análisis fenomenológico, el tiempo aparece constituido por tres instantes y tres movimientos. Los tres instantes son el presente, el pasado y el futuro. Los movimientos son: el del presente, que sin interrupción se transforma en pasado; el del pasado, que sin interrupción se aleja del presente; el del futuro, que sin interrupción se precipita hacia el presente para convertirse en él, y en seguida, en pasado. No cabe duda de que estos dos últimos movimientos no son reales, puesto que ni el pasado ni el futuro lo son, y no es posible un movimiento real de un móvil que no lo es. La base óntica del tiempo está en la continua destrucción del presente y en la capacidad del hombre para actualizar, en cierta medida, por el recuerdo, los pasados destruidos. Lo cual prueba que esa destrucción constante afecta a la totalidad del mundo (incluidas la vida física y psíquica del hombre), pero no en la misma medida a la conciencia en su estrato último, que sobrenada en ese torrente. El tiempo es, por tanto, una memoria de destrucción. Pero aquí no nos interesa la estructura del tiempo tnetafísico, sino la del tiempo consciente en cuanto se
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El hombre como
problema
plantea como problema al hombre. Vamos, pues, a señalar los principales momentos problemáticos del tiempo humano, referidos al presente, al pasado y al futuro. El momento problemático del presente es su misma constante aniquilación. El hombre siente con angustia que «no hace pie». Como recuerda Hegel al comienzo de la Fenomenología, el hombre no puede decir «ahora», pues al pronunciarlo ya indica otro «ahora» que el de su intención primera. Esta inanidad del presente es señalada con frecuencia en la Biblia. Job amontona las imágenes: «Mis días han corrido más rápidos que la lanzadera, y han desaparecido sin esperanza...; mi vida no es más que un soplo...; como la nube se disipa y pasa, así quien desciende al averno... Mis días corren más aprisa que un correo..., se deslizan como navecilla de junco, como el vuelo de un águila que caza... El hombre, nacido de mujer, tiene vida corta, pero llena de sufrimientos: semejante a una flor, se marchita apenas abierto, huye como sombra sin detenerse...» (7, 6. 7. 9; 9, 25-26; 14, 1-2). Como momentos problemáticos del pasado pueden señalarse los de pérdida, alejamiento, desvanecimiento, objetivación, inmutabilidad e inanidad. El más evidente es el primero: lo que vemos, al volvernos hacia el pasado, está perdido para nosotros. Tantos seres queridos, tantas cosas amables, nuestra infancia, nuestra juventud, entusiasmos, esperanzas, deseos...; todo esto no ha de volver nunca, ha huido para siempre, ha caído en la nada. En cada instante perdemos el mundo, pero nos perdemos también a nosotros mismos, porque todo eso éramos nosotros. Y los presentes perdidos continúan alejándose: entre su recuerdo y la actualidad van almacenándose nuevos recuerdos, que acrecientan su distancia psíquica. Y como en el alejamiento espacial, los recuerdos se desvanecen al alejarse. Los rasgos, los detalles, los ecos en el sentimiento se borran. Esta muerte en la memoria es su segunda muerte. Pero es que, además, al convertirse en pasado nuestra vida se objetiviza, deja de pertenecemos, se cambia en cosa, en algo que está ahí, fuera, que es historia, que pertenece a
El hombre, ser temporal
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todos, que todos pueden investigar y juzgar, que está hecho. Vinculada a esta objetivación está la inmutabilidad del pasado: el daño que hicimos, el bien que dejamos de hacer, la elección equivocada... están ya ahí fijos para siempre. Y esta conversión constante en memoria evanescente nos revela, en fin, nuestra aterradora inanidad: ¿qué somos, qué es nuestro presente que con tanta facilidad se muda en mero recuerdo? El viejo Néstor lo dice amargamente, con palabras que evocan las melancólicas despedidas de las estelas funerarias griegas, en el canto XI de la Ilíada: «Así fui yo entre los guerreros, si es que todo no ha sido un sueño.» Y San Agustín escribe: «Ved qué nula es la resistencia de nuestra carne. La infancia vuela hacia la pubertad. Buscas la infancia, y se ha desvanecido; ya hay pubertad en vez de infancia. Asimismo, la pubertad va hacia la adolescencia: buscas la pubertad, y ya no la hallas. El adolescente se hace joven. Buscas al adolescente, y ya no lo ves. El joven se hace maduro. Y el joven ha dejado de existir, y el viejo se muere. Buscas al viejo, y ha desaparecido. No se detiene nuestra edad» 5 . Momentos problemáticos del futuro son la imposición, la incertidumbre, la amenaza, la consunción. Porque, en primer lugar, el futuro se precipita sobre nuestro presente para destruirlo, sin que sea posible embridarlo. Toda situación ha de terminar, y su fin camina a nuestro encuentro como un caballo desbocado. Pero, además, el futuro, en su conjunto, es imprevisible: ignoramos lo que en él se esconde, lo que hará de nosotros, de nuestro mundo. Acaso por ello decía Heráclito que «el tiempo es un niño que juega a los dados». Y, sin embargo, una cosa es cierta: que en alguno de los presentes en que el futuro se irá descomponiendo nos aguarda el sufrimiento. Somos como el cazador que sabe que en algún punto de la sabana está la fiera pronta a saltar sobre él. Una teoría dolorosa, al menos, está ínsita con certeza en el futuro de todo el que viva lo suficiente: los dolores del enveje5
Enarrationes in Psalmos, 62, 6.
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El hombre como problema
cimiento. Llega un instante en que el futuro cambia de sentido: para el niño es una promesa de aumento de posibilidades, «haré eso cuando sea hombre»; llegados al cénit de la existencia, el futuro se torna en amenaza de pérdida de posibilidades, «dentro de unos años no podré hacer esto». El libro del Eclesiastés se cierra con un acre presentimiento de la vejez: «Acuérdate, de tu Creador en los días de tu adolescencia, antes de que lleguen los días malos y vengan los años en que dirás: no los amo; y se oscurezcan el sol y la luz, la luna y las estrellas; y vuelvan las nubes después de la lluvia; el día en que tiemblen los guardianes de la casa; en que se curven los hombres vigorosos; en que las mujeres cesen de moler, porque el día declina en las ventanas, y está cerrada la puerta que da a la calle...» (12, 1-4). Finalmente, la experiencia de la vida ajena nos enseña que el tiempo aún disponible es limitado. Sabemos que cada futuro que se convierte en presente disminuye nuestra reserva de vida. De aquí que, al desear un futuro, hayamos también de desear implícitamente la aproximación del fin de todo nuestro tiempo. Por eso nuestros deseos están envenenados de limitación, y a veces no sabe el hombre si anhelar o temer que llegue un futuro, por dichoso que sea. Vigorosamente lo expresó Quevedo: ¡Oh condición mortal!, ¡oh dura suerte! ¡Que no puedo querer vivir mañana, sin la presión de procurar mi muerte! Esta brevedad del tiempo «que aún nos queda» ha sido señalada con elocuencia en los Salmos: El tiempo de nuestra vida es de setenta años; ochenta, si se es vigoroso. Pero la mayor parte no es sino dolor y descontento, porque pasan de prisa, y nosotros nos vamos (90, 10). Mira, de un palmo has hecho mis días, mi duración es nada delante de Ti;
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El hombre, ser libre
nada más que un soplo todo hombre que se yergue, nada más que una sombra el humano que camina, nada más que un soplo las riquezas que amontona... (39, 6-7). Un soplo solamente, los hijos de Adán; una mentira, los hijos del hombre... (62, 10). Y esta estructura temporal de nuestra existencia afecta, como ya se ha dicho, a nuestro mismo modo de ser psíquico: un razonamiento se desarrolla en el tiempo, un deseo es inimaginable sin temporalidad... Sólo la intuición pura sería atemporal, si su objeto lo pudiera ser. A la intuición como acto psíquico no pertenece el transcurrir. La intuición de un objeto que n'o se modificara, y cuya riqueza de contenido fuera tal que mantuviera siempre prendida nuestra atención y satisfecho nuestro deseo, colocaría el centro de nuestra vida psíquica (no su totalidad, que no se agota en la intuición) fuera del tiempo. Pero tal objeto no existe en la esfera de lo intramundano. 2 EL HOMBRE, SER LIBRE
Pero lo que confiere su dramatismo supremo a nuestra temporalidad es que se trata de una temporalidad libre. La libertad es el estrato específicamente humano del devenir. Entre los momentos problemáticos de la libertad humana notemos los de autodestrucción, renuncia, unificación, insatisfacción, indesertabilidad, eticidad y contradicción. La temporalidad, acabamos de verlo, supone una aniquilación constante de nuestro presente. Pero el que sea una temporalidad libre la convierte en autodestrucción. Cierto, y en ello está la grandeza de la libertad humana, que esta destrucción es también —y primariamente— una autocreación. Pero lo que manifiesta la
El hombre, ser libre 24
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El hombre como problema
finitud intrínseca de nuestro libre albedrío es que no pueda hacernos sin destruirnos. En cada instante presente hemos de elegir el futuro que ha de aniquilarlo. Somos como el condenado a muerte que hubiera de escoger el instrumento que ha de ejecutarlo. No sólo es que el tiempo nos arrebate nuestros presentes, sino que nosotros mismos hemos de hacer sin descanso el doloroso esfuerzo de arrancárnoslos, rompiendo la inercia de nuestro ser indeciso. Lo más grave del acto libre no reside, sin embargo, en el esfuerzo de decidir, sino en que toda decisión supone necesariamente una renuncia infinita. Elegir el futuro que ha de convertirse en presente lleva consigo renunciar a los infinitos futuros posibles, que ya nunca habrán de ser, a las múltiples existencias que hubiera podido vivir, y que nunca viviré. Y estas sucesivas elecciones y renuncias van unificando mi existencia, empobreciendo el campo de mi libertad, fijando mi modo de ser yo. Porque las decisiones se concatenan. Escoger una profesión, un estado, una mujer, un lugar de residencia... van creando un determinado tipo de vivir, al que cada uno sabe que no podrá ni querrá escapar. De este modo, la vida queda limitada por dos líneas convergentes que se cortan en el cero de posibilidades de la muerte. Por ello —los escolásticos lo vieron con claridad— en la más trivial de mis decisiones, si es plenamente consciente, yo decido todo el sentido de mi vida. Sólo puedo elegir un posible y destruir todos los restantes si he escogido mi tabla de valores y la meta de mi existencia, ya que esta elección me encamina, me fija, me hace. Hasta que, con la última de mis decisiones, todo esté consumado, y —como dice Malraux— la muerte convierta la vida en destino. Pero lo que hace insoportable esta constante e ineludible renuncia de cada elección es que ninguno de los bienes intramundanos que yo pueda escoger me compensa totalmente de todos aquellos a los que, para elegirlo, he tenido que renunciar. En lo desechado siempre hay elementos de bondad que no se encuentran en lo
preferido. Aun en el mejor de los casos, aun cuando escoja el tipo de vida más adecuado a mi vocación personal y más pleno de bienes, no podré evitar la insatisfacción de no tener lo que quedó fuera de sus límites. Tales momentos problemáticos fundan la angustia de la libertad, y explican que el hombre se vea tantas veces tentado a desertar de ella, aunque con ello hubiera de renunciar también a su humanidad misma. No tener que elegir, entregarse a la apatía, a la pasividad, deponer el libre albedrío en manos ajenas, de un jefe, de un partido, que fijen en cada momento nuestra conducta... Pero esta deserción no solamente es inmoral, sino que es imposible; no sólo porque tales entregas a ajena voluntad supondrían en sí mismas una grave y dolorosa decisión, sino porque a cada momento hay que volver a decidir el continuar sometido a ella. «Étre libre *~ha escrito Sartre— c'est étre condamné á étre libre» 6. Pero he aquí que, a la problemática inherente a la estructura del elegir, se añade todavía un nuevo y trascendental aspecto: la escisión del universo de las elecciones posibles en los misteriosos hemisferios del bien y del mal. No es sólo que en cada instante me vea obligado a destruir mi ser actual, que tenga que vencer mi inercia eligiendo, que al elegir haya de renunciar, que las sucesivas renuncias empobrezcan y fijen mi modo de ser, que ningún bien preferido me compense de lo abandonado, sino que, además, me encuentro con que los distintos proyectos de existencia vienen precedidos de un signo positivo o de un signo negativo, de un «es bueno que sea» o de un «no debe ser». Podría parecer que una tal escisión habría de aliviar mi libertad cerrando unos caminos y empujando a otros, pero en realidad no hace sino agravarla. Porque la calificación ética no eleva a absolutos los bienes morales ni priva de toda razón de bien a los males, sino que convierte lo que era ya dramática elección entre posibles existencias en trágica decisión entre universos contra6
E. N., p. 174.
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dictónos, en la que uno de ellos aparece como abisal posibilidad de autonegación, como fascinante experiencia de la nada, y el otro como ilimitado ascenso hacia las cimas del ser. Más adelante veremos cómo a esta escisión ética se une la escisión religiosa, dando lugar a lo santo y lo pecaminoso. Finalmente, todavía hay que añadir un último factor al problema de la libertad, aunque también debe ser mencionado entre los del grupo siguiente. Se trata de ese conjunto de tendencias psicofísicas o puramente psíquicas llamadas pasiones, que actúan sobre nuestra voluntad con independencia (que llega a contradicción abierta) de nuestros juicios de valor y nuestros previos proyectos morales. Son voces que suenan en nosotros sin ser nuestra propia voz, pero sin sernos tampoco ajenas. Nadie ha descrito el conflicto ético y pasional con la plasticidad de San Pablo en el famoso texto de la Epístola a los Romanos: «Sabemos, en efecto, que la ley es espiritual, pero yo soy carnal, vendido al poder del pecado. Verdaderamente no comprendo lo que hago; porque no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco. Pero si hago lo que no quiero, reconozco, de acuerdo con la ley, que ella es buena. Entonces ya no soy yo quien obra, sino el pecado que habita en mí. Porque sé que ningún bien hay en mí, es decir, en mi carne; porque está en mi mano querer el bien, pero no realizarlo; pues no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero. Pero si hago lo que no quiero, ya no soy yo quien obro, sino el pecado que habita en mí. Descubro, pues, esta ley: queriendo hacer el bien, es el mal quien se me presenta. Porque me complazco en la ley de Dios en cuanto al hombre interior, pero percibo otra ley en mis miembros, que lucha contra la ley de mi razón, y me encadena a la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Desgraciado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?» (7, 14-24). Y no menos problemática que la libertad individual aparece a los ojos del hombre contemporáneo la libertad como hecho colectivo: la humanidad decidiendo su
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porvenir, cerrando su horizonte de posibilidades hacia una dirección única, que, como hoy sabemos muy bien, puede ser de vida o de muerte, de salvación o de ruina totales. Es ésta una experiencia nueva de nuestro tiempo, no sólo porque el aumento del poder técnico del hombre ha dado a sus decisiones un alcance universal, sino porque, por primera vez, la humanidad se experimenta a sí misma como una comunidad, no como un conjunto de grupos. Un grupo humano podía buscar precedentes a sus decisiones en las de otros grupos y encontrar alivio a su trascendencia en su alcance limitado, e incluso en la oposición ajena. Pero la humanidad como totalidad está sola en el universo conocido. Vemos, pues, que este esquemático análisis de la libertad como problema nos lleva a la misma conclusión que el análisis del tiempo: tampoco puede hallar respuesta en la esfera del ser intramundano. Dentro de ella, en efecto, no son posibles ni un descanso en la elección autodestructora, ni un escoger sin renunciar, ni un decidir que no sea insatisfactorio. Solamente la fijación de nuestra voluntad en el bien absoluto podría responder a tales exigencias.
3 EL HOMBRE, SER ACOSADO
Hemos visto los dos grandes problemas que plantea la estructura misma de nuestro devenir esencial. Vamos a examinar ahora los que se derivan no de esta estructura analizada en sí misma, sino de las condiciones en que ha de realizarse el devenir-en-el-mundo, y de la naturaleza del objeto que ha de ser incorporado a él. Porque, como ya se dijo, el hacerse del hombre es un hacerse condicionado por la resistencia que le opone el ser del mundo, el ser-objeto, cuya mediación, sin embargo, es el material de ese devenir. Dicha resistencia reviste dos caracteres bien distintos: uno pasivo y otro activo. El pasivo procede de la insuficiencia in-
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trínseca de todo ser mundano respecto de las exigencias del hacerse del hombre. Será estudiado en la sección siguiente. El activo procede de la intromisión de las fuerzas cósmicas en el proceso de la existencia humana. Tal irrupción aparece a la conciencia como un acosamiento: ante ella el hombre se siente como un animal hostigado en su madriguera por el bichero. Se presenta bajo tres aspectos fundamentales: el destino, el dolor y la muerte. Entendemos aquí por destino el conjunto de circunstancias y poderes que condicionan la libertad del hombre. A él pertenecen la voluntad de los otros, los agentes naturales, las pasiones mismas. Todo, en fin, lo que Sartre llama «situación», y a la que intenta, con inútil y patético esfuerzo, presentar como resultado de la omnipotente decisión humana 7 . Nacidos en un tiempo, en un lugar y en un ambiente que no elegimos, con cualidades anímicas y físicas siempre más limitadas de lo que quisiéramos, sometidos a una educación determinada, víctimas de complejos psíquicos que, como dice Graham Greene, nos acechan en los rincones de nuestra nursery, nos encontramos repetidamente a lo largo de nuestra vida con que esa pequeña choza levantada trabajosamente con los adobes de la profesión, la cultura, la familia, ese tambaleante tinglado con el que intentamos protegernos de la naturaleza hostil y crearnos un reducido mundo a nuestra escala, es zarandeado y destruido sin piedad por los huracanes que llegan de lo lejos, que se llaman enfermedad, guerra, persecuciones, ruina..., que arrastran los materiales penosamente ensamblados y que vuelven a dejarnos desnudos en la llanura. La figura del hombre víctima del destino preocupó mucho al griego: sus máximas encarnaciones son Prometeo y Edipo. Pero el símbolo eterno es Job sentado sobre la ceniza: ¡Perezca el día que me vio nacer y la noche que anunció: Ha sido concebido un varón! 7
E. N., pp. 561 ss.
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¡Ese día, que sea tiniebla, que Dios, desde lo alto, no lo recuerde, que la luz no brille sobre él! ¡Que lo reivindiquen tiniebla y sombra espesa, que una nube se instale sobre él, que sea presa de un eclipse! ¡Sí, que la oscuridad lo posea, que no se añada a los días del año, que no entre en el cómputo de los meses! ¡Esa noche, que sea lúgubre, que ignore los gritos de alegría! ¡Que la maldigan los que maldicen los días, los que son capaces de despertar a Leviatán! ¡Que se velen las estrellas de su aurora, que espere en vano la luz, y no vea abrirse las pupilas del alba! Por no haber cerrado sobre mí la puerta del vientre para ocultar a mis ojos el sufrimiento. ¿Por qué no he muerto desde el seno, por qué no he perecido apenas dado a luz? ¿Por qué hubo dos rodillas para acogerme, dos pechos para amamantarme? Estaría ahora tendido en la calma, dormiría con sueño reposante, con los reyes y los grandes ministros de la tierra que se construyeron mausoleos, o con los príncipes que tienen mucho oro y llenas de plata sus moradas. O bien sería como el aborto ocultado, que no ha exiscomo los pequeños que no ven la luz del día. [tido, Allí cesa la agitación de los malvados, allí reposan los fatigados. Hasta los prisioneros son dejados tranquilos, y no oyen los gritos del vigilante. Allí grandes y pequeños se confunden, y el esclavo recobra su libertad. ¿Para qué dar la luz al desgraciado, la vida a quienes tienen la amargura en el corazón, que aspiran a la muerte sin que llegue, que la buscan más que un tesoro?
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Se alegrarán ante el túmulo funerario, exultarían si alcanzasen la tumba. ¿Para qué ese don al hombre que no ve ya su camino, a quien Dios cerca por todas partes? (3, 3-23)8. Y lo dicho del destino individual debe aplicarse al destino colectivo de la humanidad, al tremendo espectáculo de su aparición y su lucha por sobrevivir frente a las fuerzas cósmicas que le cierran el paso, tanteando en busca de técnicas que le permitan dominarlas y constituirse un ámbito humano, fracasando tantas veces en terribles catástrofes colectivas. En la oscuridad del destino se nos revela, pues, otra de las limitaciones esenciales de nuestro ser en el mundo: que nuestra vida no solamente es hecha, sino también dada. O, como antes se dijo, que el futuro no solamente es elegido, sino también impuesto. Pero este don, tantas veces amargo, ¿de dónde procede? ¿Es casual o planeado? El lote que me ha correspondido, ¿es producto de un azar, ha venido sobre mí como pudiera haber tocado a otro, o ha sido pensado para mí, elaborado a mi medida? Con otras palabras: ¿es posible encontrar un sentido al destino, o hemos de ver en él uno de los datos últimos e irracionales de la existencia humana? Pero hay otra irrupción en nuestra vida más tremenda que la del destino: la irrupción del sufrimiento. De é! habremos de ocuparnos repetidamente a lo largo de este libro. Limitémonos aquí a unas sencillas indicaciones fenomenológicas. El dolor presente, tanto espiritual como físico, ofrece una extraña contextura: es una realidad que se enquista en nuestra vida psíquica, sin dejarse ni objetivar ni incorporar. Ante él no podemos refugiarnos en el último reducto de nuestro yo, contemplándolo como algo exterior, que está ahí fuera, como espectáculo. Porque el dolor nos perfora en busca del núcleo mismo de nuestra persona, tendien8 Para un análisis del paralelismo entre Job y Prometeo, cf. A. Alvarez de Miranda: Job y Prometeo, o religión e irreligión: «Anthologica Annua», 1954.
do hacia él como la carcoma al centro del tronco, reclamándonos imperiosamente, exigiendo que se le preste atención, sin consentir que nos distraigamos. Pero al mismo tiempo, y por muy íntimamente que haya penetrado en nosotros, aparece siempre como un anti-yo; no sólo como inasimilable, sino como corrosivo; como algo que nunca podrá incorporarse a la corriente de mi vida psíquica, sino que, por el contrario, la trastorna e interrumpe. En cuanto al dolor futuro, ya se ha aludido a ello, se presenta como inevitable y como último. La experiencia nos enseña pronto que son cortos los lapsos de nuestra vida carentes de sufrimientos espirituales o físicos, y que, frente a ellos, todas nuestras precauciones preventivas son inútiles: el hombre pasa su vida huyendo del dolor en loca carrera, mirando por encima del hombro si le da alcance, y acabando siempre por sentir cómo le salta a la espalda. Y sabemos también que él será nuestra última herencia, el último sabor de nuestra vida, que no desemboca en una brillante apoteosis, sino en la soledad, la vejez y la agonía. Como dice Steinbeck en East of Edén, «basta aguardar lo suficiente, y la tristeza y la muerte llegarán». También el Eclesiastés nos enseña esta inevitabilidad del dolor: «Vi debajo del sol que no ganan la carrera los más veloces, ni la lucha los más fuertes; que no hay pao para los prudentes, ni riqueza para los inteligentes, ni favor para los sabios. Porque el tiempo de la desgracia les llega a todos. El hombre no sabe su hora: como peces prendidos en pérfida red o pájaros cogidos eO la trampa, así el hombre es sorprendido por el infortunio cuando repentinamente cae sobre él» (9, 11-12)Pero nuestro sufrimiento individual viene acrecentado por la ineludible conciencia que, en nuestro tiempo, tiene todo hombre del dolor universal, de ese terrible panorama del sufrimiento humano en toda la extensión de la tierra y a lo largo de toda la historia. Como en el Infierno de Dante, «quivi sospiri, pianti ed alti guai —risonavan per l'aere senza stelle».
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Ante él surge una pregunta semejante a la anterior: ¿es el sufrimiento un carácter estructural de la existencia, que sólo cabe comprobar?, ¿es un horizonte último que no puede trascenderse? ¿O hay en él algún «para qué», alguna razón de medio, de tránsito, algún sentido? ¿Existe algún bien cuya consecución pueda compensar a los hombres de todo cuanto han de sufrir, e incluso de los sufrimientos que cierran su vida? Nos enfrentamos, finalmente, con la suprema amenaza que pesa sobre el hombre, con la muerte; «el último enemigo», en frase de San Pablo (1 Corintios, 16, 26); de la que el Libro de la Sabiduría afirma que no ha sido hecha por Dios (1, 13), y sobre la que el Eclesiastés escribe estas palabras de insondable tristeza: «Hay una misma suerte para todos: lo mismo para el justo y el malvado, para el puro y el impuro, para el que sacrifica y el que no sacrifica, e igualmente para el bueno y el pecador, para el que jura y para quien teme jurar. Hay un mal en todo cuanto se hace bajo el sol: que no existe más que una suerte para todos; y que el corazón humano esté lleno de desgracias, y que se imaginen locuras para los vivos durante su vida, y, después, para los muertos. Que quien pertenece a los vivientes tiene esperanzas, y un perro vivo vale más que un león muerto. Los vivos saben, al menos, que morirán, pero los muertos no saben nada. Ya no tienen salario, pues su recuerdo ha sido olvidado. Sus amores, sus odios, sus celos, todo ha perecido: jamás tomarán ya parte en cuanto se hace bajo el sol» (9, 2-6). Heidegger, como es bien sabido, ha descrito al hombre como «Sein zum Tode», ser para la muerte, a quien el morir es «su más peculiar posibilidad»; y que solamente puede alcanzar una existencia auténtica si «corre al encuentro» de ella y no trata de refugiarse en un impersonal «se muere», «todos mueren» 9. Es lo mismo 9 Sein und Zeit, 1927, sec. 45 a 53. Hay traducción castellana.
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que reclamaba tan insistentemente Rilke al pedir para cada uno «su propia muerte», una muerte «von guter Arbeit», bien elaborada. Pero Sartre 10, a su vez, ha mostrado cómo esta misma laica «preparación para la muerte» es un autoengaño, el último consuelo con que el hombre ha tratado de paliar la muerte y darle sentido. Porque para la muerte no es posible prepararse. La muerte es lo totalmente otro, lo contrario del ser, la nada. Y toda preparación es vida, es ser. Entre una y otra no hay relación posible. El creyente no se prepara para la muerte en sí, sino para el tránsito a la vida eterna. Pero a quien no cree, la muerte le aparece como lo absurdo, lo inconcebible, ante lo que no cabe actitud adecuada ninguna. Pero aunque sobre la muerte en sí no quepa ni aun la meditación, sí podemos detenernos un momento en señalar lo que la muerte significa respecto a la vida. O, con otras palabras, lo que es la vida en cuanto mortal. Para la existencia intramundana, la muerte significa límite absoluto y aniquilación. Como límite absoluto, la muerte vacía la vida de contenido. En el más literal de los sentidos, la desvaloriza, reduce a casi la nada todos los valores. Sartre lo ha expresado claramente, aunque sin querer deducir todas sus consecuencias, cuando ha dicho: «La muerte no es nunca lo que da sentido a la vida, sino, al contrario, lo que la priva por principio de toda significación». Y es esta misma idea la que ha plasmado en su cuento Le mur. Porque, en efecto, si la muerte es el fin absoluto del ser humano, y no solamente de su ser terreno, ¿a qué quedan realmente reducidos la bondad, la verdad, la belleza, el amor? Es cierto que no desaparecen en sí mismos, ni queda destruida su ordenación objetiva. Pero si no existen más que como adquisiciones de cada conciencia personal durante su vida en el mundo, la estrechez de tales límites los reduce a poco más que nada, y con-
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E. N., pp. 615 ss.
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vierte en problemática la exigencia de sacrificar a la consecución valores más fáciles, más seguros y más abarcables, como el placer y el bienestar. Otra cosa sería si aquellos bienes existieran como realidades absolutas e infinitas, alcanzables en un vivir transmundano. Pero la muerte no se nos presenta como simple frontera del vivir, sino como su negación violenta, repugnante, intolerable. No es un mero límite, como lo es el punto final de una línea o el contorno de un territorio," que no niegan el ente que limitan. La muerte niega la vida, la aniquila, se alza contra ella en la más completa Oposición. Heidegger ha señalado cómo la vida no se encamina a la muerte como a un término natural, exigido y preparado por las mismas tendencias internas del ser en cuestión: «Con la madurez se completa el fruto. Pero ¿es acaso la muerte a la que llega el Dasein (=el ser del hombre) una plenitud en ese sentido? Cierto que el Dasein con su muerte 'ha completado su carrera'. ¿Ha agotado también necesariamente con ello sus posibilidades específicas? ¿No es mucho másn exacto decir que precisamente le son arrebatadas?» . En este sentido, la muerte siempre nos aparece como impuesta, brutal, repugnante. Un cadáver no es la huella natural, el residuo aceptable de una vida, sino que es odioso, intolerable, porque representa y significa un atentado insolente contra todo lo que somos, contra nuestra dignidad, no ya de hombres, sino de seres. Por ello ha sido siempre inútil e ingenuo intento el de reconciliar al hombre con la muerte, el de hacerle aceptar la muerte en sí misma. Por ello, inevitable y eternamente, la muerte es problema. Y desde el fondo de la noche de la historia rebrota la más decisiva de las preguntas: ¿es, en efecto, la muerte lo que aparenta, un absoluto final?, ¿es la negación de nuestro ser, o solamente de nuestro modo de ser en el mun-
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do? Porque si la muerte es la negación absoluta del ser, uentonces es que ya no somos ni nunca hemos sido . 4 EL HOMBRE, SER ANSIOSO
Al comienzo de este capítulo se ha aludido a uno de los caracteres primarios de nuestro ser de hombres: el de estar esencialmente proyectados fuera de nosotros mismos, más allá. El hombre es el ser que no coincide consigo mismo, con sus propios límites. Un ser que se revela a su propia conciencia como misteriosamente inacabado, por hacer, en tensión permanente hacia su plenitud, en necesaria actitud de búsqueda. El hombre es esencialmente un ser ansioso. En el estrato más elemental de su búsqueda, el hombre coincide parcialmente con el resto de los seres vivos. Porque en el ser vivo se realiza la paradoja de que no puede conservar su naturaleza sin modificarla constantemente. La vida, en efecto, sólo se mantiene en el movimiento, y la inmovilidad la aniquila. Los vivientes están tensos hacia un futuro de alimentación, de defensa, de abrigo, de reproducción... Pefo aun estas exigencias biológicas revisten en el hombre un carácter infinitamente más complejo, más intenso, más permanente, más amenazador que en los otros seres vivos, a causa de las innumerables y estrechísimas relaciones con el resto de la vida psíquica. El estímulo natural es reproducido y ampliado por la imaginación, que recrea la necesidad para re-crear el placer de satisfacerla. Con ello, la necesidad es sustituida, como objeto de la tendencia, por el placer, que no era sino simple adjetivo. Pero he aquí que mientras la necesidad tenía límites precisos, el deseo de placer no los tiene, y sí, 12
S. Z., ed. 7.*, p. 244.
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Recuérdese ¡a página estremccedora con la que Llewellyn cierra How green was my Valley. Sobre este tema, cf. J. L. Aranguren, Etica, 1958, c. 24.
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en cambio, y restringidísimos, su contenido de valor y sus posibilidades de novedad. De lo que se siguen todas las derivaciones morbosas de un instinto pervertido por el ansia de experiencias inéditas, inevitablemente abocadas al cansancio y al vacío. Así lo experimentó el Eclesiastés: «Yo me dije: probaré el placer y la dicha. Y es vanidad. A la risa le dije: ¡absurda! Al placer: ¿de qué sirves? Quise entregar mi cuerpo a la embriaguez, guardando mi corazón para la sabiduría; quise entregarme a la locura para conocer la felicidad de los hombres y lo que hacen bajo el cielo durante su vida. Hice cosas grandes. Me construí palacios, planté viñas... Satisfice todos los deseos de mis ojos, no negué ningún placer a mi corazón... Y reflexioné sobre todas las obras de mis manos y sobre todo el esfuerzo que en ella puse: ¡ay!, todo es vanidad y perseguir el viento, y nada tiene interés bajo el sol» (2, 1-4. 10-11). Y aún más claramente que en esta consideración individual se nos muestra la problemática de este primer aspecto de la búsqueda humana en consideración como especie, que en sus dos tercios padece hambre, que se multiplica más rápidamente de lo que aumentan la producción y justo reparto de alimentos y viviendas, que se escinde en los dos frentes de quienes defienden su hartura y quienes luchan por lograrla. En un estrato más profundo, y ya exclusivamente humano, se encuentra en todo hombre el ansia de los bienes del espíritu, el ansia de verdad, de bondad, de belleza. Ansia de verdad. Deseo puro de saber. Exigencia primaria de incorporar de algún modo a nuestro ser de hombres el ser total. El más alto de los apetitos humanos para toda la filosofía intelectualista, desde Sócrates a Santo Tomás. Pero una de cuyas más ciertas adquisiciones es la dolorosa sabiduría de su insaciabilidad intramundana. En vano unas generaciones transmiten a otras el depósito de la ciencia trabajosamente aumentada. Ni la contemplación terrena del ser individual nos desvela el misterio del ser; ni el racio-
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cinio trasciende, dentro de lo terreno, la cuestión última de por qué el ser ha revestido esta forma concreta de realidad que es el mundo, y no otra. También de esta limitación nos habla el Eclesiastés: «Yo, Cohelet, he sido rey de Israel, en Terusalén. Quise explorar cuidadosamente mediante la sabiduría todo cuanto ocurre bajo el cielo. ¡Un mal oficio que ha dado Dios a los hombres!... Estudié con cuidado la sabiduría y la ciencia, la necedad y la locura. Y he comprendido que aun eso es perseguir el viento. A mucho saber, mucho dolor; a más sabiduría, más inquietud» (1, 12-13. 17-18). Ansia de bondad. La más específicamente humana de nuestras ansias, ya que no sólo es propia del hombre, sino que tiene por objeto la transformación del ser humano mismo. Lo bueno surge primariamente en la conciencia como un ideal de vida o, más exactamente, como un ideal de hombre. Ideal que aparece dotado de dos propiedades: la de ser deseado y la de ser debido. Quisiéramos (aunque en nosotros haya tendencias, tal vez más poderosas, que no lo quieran) ser ese hombre, y debemos serlo. Esta última nota, como ya se indicó, es característica exclusiva de lo bueno, de lo ético. Y solamente en un segundo momento, y en dependencia de este primero, aparecen cualificados de moralmente buenos o malos los actos humanos, según que conduzcan o aparten de la consecución de ese ideal, o según que sean o no manifestaciones propias de ese hombre perfecto. Ciertamente que la conciencia del ideal ético suele ser oscura y confusa, y va siendo descubierto y precisado tanto a lo largo de la evolución moral del individuo como a lo largo de la historia moral de la humanidad. Y, por otra parte, en este ideal de hombre hay notas universales que a todos los hombres convienen, y notas que constituyen, dentro del cuadro de la moral general, nuestra propia vocación ética. Ahora bien: lo dramático de este ansia-exigencia de bondad no está solamente en la inercia, antes aludida, que misteriosamente opone nuestro ser humano a su propio perfeccionamiento, sino la temprana eviden-
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cia de que, dentro de la vida terrena, jamás llegaremos a ser el hombre que quisiéramos y debiéramos ser. La bondad parece huir delante de nosotros, y jamás nos hallamos en paz con nosotros mismos. Pero tampoco en los demás vemos realizado ese ideal humano en lo que tiene de universalmente valedero. E incluso cabe preguntarse, sin que sea evidente ni unánime la respuesta, si colectivamente considerada la humanidad sigue una evolución ética progresiva. Ese decalage entre el ideal humano y la realidad humana es otro de los amargos datos constantes de la experiencia, como atestigua el Eclesiastés: «Miro también toda la opresión que se ejerce bajo el sol: he aquí los llantos de las víctimas, ¡y no tienen quien las consuele!; del lado de los verdugos está la fuerza, ¡y aquéllas no tienen quien las consuele! Por esto felicito a los muertos que están ya muertos, más que a los vivos que aún están vivos. Y más que a ambos, a quien no vive todavía y no ha visto la iniquidad que existe bajo el sol. Veo que todo esfuerzo y todo éxito no es más que celos que uno tiene de otro»
(4, \-\).
Ansia de belleza. Si la bondad se nos presenta como un ideal de hombre, la belleza se nos presenta como un ideal de mundo. Como un mundo estructurado de tal modo que revelase al hombre, sin esfuerzo, el más hondo secreto del ser, permitiéndole fundirse con él en una plena unidad de conocimiento y amor. Pero he aquí que ese ideal es irrealizable en el mundo de lo sensible, incapaz por esencia de revelar adecuadamente el ser absoluto. Por eso tiene razón Sartre cuando dice que la belleza es aprehendida como una ausencia, como algo que se revela idealmente a la intuición estética en la imperfección del mundo 13. La verdad es la revelación a la conciencia del ser real. La bondad y la belleza lo son del ser ideal humano y cósmico, es decir, del ser que la conciencia ansia realizado. En los tres dominios existe siempre una in13
E. N., p. 245.
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salvable desproporción entre la verdad, la bondad y la belleza que nuestro devenir reclama, y las que el ser mundano es capaz de entregarnos. Esta propiedad primaria de la relación conciencia-mundo da origen a uno de los estados de ánimo fundamentales del hombre: el hastío. El hastío no es la indiferencia, sino el talante propio de un ansia errabunda por no encontrar objeto adecuado en que fijarse. En el hastío se nos revelan, sin embargo, dos importantes caracteres negativos de la existencia terrena: la opacidad del ser intramundano y nuestra impotencia para perforar esa opacidad. Lo que el mundo tiene de transparente se agota muy pronto en la evolución de nuestra conciencia. Para el niño todo es revelación. Pronto, sin embargo, se establecen abstracciones, clasificaciones, relaciones... y se descubre que lo inmediato es monótono, y que el descubrimiento de nuevos estratos del ser exige crecientes y largos esfuerzos. Tal monotonía del mundo, engendradora del hastío, alcanza expresión perfecta en la enumeración famosa del Eclesiastés, que incluso en su ritmo parece remedarla: Hay momentos para todo, un tiempo para todo bajo el cielo. Un tiempo para dar á luz, y un tiempo para morir; un tiempo para plantar, y un tiempo para arrancar lo plantado. Un tiempo para matar, y un tiempo para curar; un tiempo para destruir, y un tiempo para edificar. Un tiempo para llorar, y un tiempo para reír; un tiempo para gemir, y un tiempo para danzar... ¿Qué interés tiene todo el esfuerzo que se pone? • (3, 1-4. 9).,
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Pero con la exigencia de verdad, bondad y belleza no hemos llegado aún al estrato más profundo de las ansias humanas. Por debajo de ella, afectando al centro mismo de la persona, está el más radical de los deseos humanos: el ansia de romper nuestra soledad constitutiva, el ansia de compañía. Porque muy pronto comprendemos que la asimilación del ser bajo aquellos tres aspectos, aun en el caso de que se nos diera sin medida, no afectaría al núcleo mismo de nuestra limitación, a la esencial finitud de nuestro ser en cuanto persona. Y como no podemos aspirar a dejar de ser finitos, porque eso equivaldría al deseo absurdo de dejar de ser nosotros, ya que la finitud no es una cualidad más, sino nuestro primer determinante, la más honda de nuestras ansias se cifra en enraizar indisoluble y plenamente nuestra persona en otro ser personal que «nos tome en cuenta», cuya solidaridad dé reposo a nuestra inconsistencia entitativa. De esta «ansia de fundamento» toma el hombre conciencia en modalidades más o menos perfectas. La más superficial de todas es, sin duda, la vanidad, el deseo de que nuestras cualidades cuenten para los demás, de que la admiración ajena nos persuada —contra nuestra más íntima evidencia— de que esas cuadidades son algo realmente importante, que justifica nuestro existir. Más profunda es la ambición, el ansia de poder. En ella no son ya las cualidades, sino algo más central, nuestro propio querer, el que anhela ser respaldado por la obediencia ajena, aliviándonos del saber amargo de nuestra impotencia interior. Vecina a la ambición está el ansia morbosa de ser temido, odiado incluso, Es la sombría y atroz pasión que ha impulsado a todos los torturadores de la inacabable historia de la crueldad humana. Terrible venganza, en muchos casos, de quienes habiendo vivido siempre humillados por la sociedad se encuentran dotados de pronto del poder semidivino de aterrorizar, de envilecer, de deshumanizar. Pero la manifestación perfecta del ansia de fundamento es el amor posesivo, en su doble modalidad de ansia de poseer y de ansia de ser poseído. Ansia de que
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otro nos haga entrega incondicional, absoluta, de su persona, para de ese modo sentirnos a nosotros mismos tan fuertes, tan seguros como para sustentar una existencia ajena. Y ansia de entregarnos absoluta e incondicionalmente a otro, para que nos tome a su cargo, y descansar así del peso intelorable de soportar nuestra propia existencia. Mas he aquí que todo intento de fundamentar nuestra existencia en otro ser humano está abocado a irremediable fracaso. Y ello por doble motivo: porque es inevitable el descubrimiento de que el ser del otro padece de idéntica finitud a la de nuestro ser, y es incapaz, por tanto, de fundamentar con su aceptación o su entrega nuestra existencia; y porque la fusión con otro ser humano no es nunca completa, cierta, indisoluble, sino que siempre es posible el descubrimiento de que también él nos está juzgando. Por ello, San Agustín decía que «en esta peregrinación de la vida carnal cada uno lleva su corazón, y todo corazón está cerrado para todo corazón» 14. Esta rápida síntesis de los problemas esenciales del hombre basta para mostrarnos la realidad y la extensión del ámbito en que la salvación religiosa pretende ser una respuesta válida, y la única respuesta válida. Pero antes de pasar al estudio del contenido de tal respuesta tersemos aún que preguntarnos por la razón última de que el hombre sea un ser problemático y no un ser que coincida, satisfecho y dichoso, consigo mismo.
14
Enarrationes in Psalmos, 55, 9.
El origen del II EL ORIGEN
DEL
PROBLEMA
Por un solo hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado, la muerte (Romanos, 5, 12). Hemos analizado en el capítulo anterior uno de los datos principales de nuestro ser: que las exigencias del devenir humano, las ansias del hombre, van mucho más allá tanto de las posibilidades de su existencia terrena cuanto de la riqueza de contenido del mundo que le rodea. Vamos a preguntarnos ahora por la raíz última de esa contradicción esencial. ¿Por qué no coincide el hombre consigo mismo?, ¿por qué no acepta naturalmente sus límites naturales?, ¿por qué no concuerdan el objeto de sus tendencias y la extensión de su poder, si ambos son atributos de una misma naturaleza?, ¿por qué la relación básica «conciencia-mundo» no es satisfactoria, sino, en gran medida, dolorosa? He aquí el tema eterno de la meditación filosófica y religiosa: el origen, el sentido y la solución del mal. Si la última cuestión metafísica es la de por qué hay ser y no más bien nada, la última pregunta antropológica es la de por qué hay dolor y no más bien felicidad. r. Si reducimos los múltiples intentos de respuesta a esta pregunta a una síntesis suprema, situándonos en el más alto plano de la abstracción, distinguimos tres grandes corrientes de pensamiento: el pesimismo, el dualismo y el optimismo metafísicos. Para el primero, ser es un mal. Para el segundo, bien y mal son dos supremos e irreductibles modos de ser. Para el tercero, ser y bien se identifican. ¿Cuál es el significado exacto de afirmaciones tan genéricas y abstractas? Tratemos de explicarlo del modo más sencillo.
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Cinco y siete, por ejemplo, son ambos cantidades. Pero no lo son con la misma intensidad, puesto que siete es más cantidad que cinco. Una idea, una piedra, un vegetal, un animal, un hombre son toaos ellos seres. Ferro no lo son con la misma intensidad. Los cuatro últimos son más intensamente seres que el primero, porque son seres reales. Pero, aun entre ellos, el vegetal es más ser que la piedra, el animal más que el vegetal, el hombre más que el animal. Si aceptamos que esto es así, lo mismo que puede establecerse una escala ascendente de cantidades podremos establecer una escala ascendente de seres. Al cero de ser se le llama la nada. Al ser infinito, absoluto, se le llama Dios. En el capítulo cuarto nos preguntaremos si este grado máximo de la escala de ser existe o no. Más aún: hay grados de ser dentro de los cuales cabe ser más o menos intensamente. Así, el hombre que piensa, ama, decide y actúa, realiza más plenamente su ser, es más intensamente que el hombre que permanece pasivo. Pero debemos preguntarnos ahora: ¿es un bien o un mal ser intensamente? En otros términos: ¿qué relación se da entre la escala ontológica y la escala axiológica?, ¿entre la escala del ser y la escala del valor? El pesimismo metafísico responde que, puesto que ser es un mal, a más intensidad de ser, mayor mal. A más existencia, más sufrimiento. La atonía es mejor que el deseo, la inercia mejor que la acción, la indiferencia mejor que el amor. Es la metafísica del budismo. En el gran Sermón de Benarés afirmó Buda: «Aprended, monjes, que toda la existencia no es sino dolor... En el origen de este dolor está el ansia de existir, el ansia de placeres que experimentan los cinco sentidos externos y el sentido interior, e incluso el ansia de morir.» El mal solamente cesa con el no-ser, con el nirvana. A él se aproxima el sabio mediante una ascesis que extingue todo deseo, incluso el deseo de la muerte. «El
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fuego de la vida debe ser apagado», dijo Buda en el Sermón del Fuego'. Para el dualismo metafísico no existe una sola escala de ser, sino dos, absolutamente heterogéneas. En una de ellas, a mayor intensidad de ser corresponde mayor bien. En la otra, por el contrario, mayor mal. La realidad terrena está tejida con la mezcla de estos dos principios supremos: el ser-bien y el ser-mal. El dualismo ha tenido dos formulaciones clásicas: el dualismo teológico de Zaratustra y el dualismo filosófico de Platón. El Avesta contrapone el Espíritu divino bueno al Espíritu divino malo, aunque atribuya la supremacía definitiva al primero. Dentro del cristianismo, su eco más aproximado se halla en el pensamiento del gnóstico Marción, que, a mediados del siglo u , contraponía el Dios airado del Antiguo Testamento al Dios misericordioso del Nuevo. Para Platón, como es bien sabido, el dualismo se plantea entre los dos principios metafísicos del espíritu y la materia. Todos los males del hombre proceden de que su espíritu está prisionero del cuerpo a causa de un misterioso destino que el Fedro explica míticamente como una caída del alma desde el cielo a la tierra, antes del nacimiento del hombre 2 . Otro diálogo, el Fedón, nos proporciona una fórmula perfecta del dualismo platónico. «... en tanto tengamos nuestro cuerpo, en tanto que nuestra alma esté amasada con esa desgracia, jamás poseeremos el objeto que deseamos, y que declaramos ser la verdad. El cuerpo, en efecto, ocupa de mil modos nuestra actividad, por la necesidad de alimentarlo; aparte de que, si vienen enfermedades, constituyen obs1 Simplifico voluntariamente, prescindiendo de todas las discusiones en torno al concepto de «nirvana». 2 Fedro, 246-248. El dualismo platónico parece tener su origen en el contacto establecido por los griegos, a partir del siglo vi, con la misteriosa corriente espiritual asiática del chamanismo; cf. E. R. Dodds: The Greeks and thc Irrational, 1951 (hay traducción castellana).
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táculos a nuestra caza de lo real. Por otro lado, ahí están los amores, los deseos, los temores, los simulaciones de toda clase, las innumerables tonterías: de todo ello nos llena el cuerpo hasta tal punto, que, para hablar francamente, no hace nacer en nosotros el pensamiento real de ninguna cosa. En efecto: guerras, disensiones, batallas, nadie sino el cuerpo y sus deseos es quien nos las proporciona; porque la posesión de las riquezas es la causa que produce todas las guerras, y es el cuerpo el que nos obliga a poseer riquezas, esclavas prontas a servirle. Y de él también, a causa de todo eso, procede nuestra pereza para filosofar; pero lo que es verdaderamente el colmo es que, si nos llega a conceder algún descanso, y nos entregamos al examen reflexivo de alguna cuestión, entonces, cayendo inopinadamente en medio de nuestras investigaciones, produce en ellas tumulto y perturbación, aturdiéndonos hasta el punto de hacernos incapaces de percibir la verdad. Pues bien: es, por el contrario, cosa probada para nosotros que si hemos de alcanzar alguna vez un conocimiento puro de algo, es preciso separarnos del cuerpo, y con el alma misma contemplar las cosas en sí. Parece, pues, que en ese momento nos pertenecerá lo que deseamos y de lo que nos declaramos enamorados: el pensamiento. Es decir (y éste es el sentido de la argumentación), una vez que hayamos muerto, pero no mientras vivamos. Puesto que si no es posible conocer nada puramente con el concurso del cuerpo, una de dos: o no nos es posible adquirir de ningún modo el conocimiento, o lo será una vez que hayamos muerto, puesto que entonces el alma existirá en sí misma y por sí misma, separada del cuerpo, y no antes. Por lo demás, mientras que vivimos, parece que el medio de estar más cerca del conocimiento es el de tener el menor comercio posible con el cuerpo, ni tampoco asociarnos con él, a no ser por una necesidad radical, ni tampoco dejarnos contaminar por su naturaleza, sino, por el contrario, purificarnos de él, hasta el día en que la Divinidad en persona nos libre de él. Entonces seremos puros, separados de la locura
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del cuerpo, llamados probablemente a entrar en contacto con otras realidades análogas a nuestra alma, y conoceremos por nosotros solos lo que es sin mezcla. Pues eso es, sin duda, la verdad, y3 que no hemos de creer que esté permitido a lo impuro entrar en contacto con lo puro» 3 . Hemos reproducido este texto para que se tenga en cuenta cuando después se aluda al profundo influjo del dualismo platónico en algunas interpretaciones de la religión bíblica. Una metafísica, de enorme importancia en nuestro tiempo, intermedia entre el dualismo y el optimismo, es la metafísica dialéctica. Para ella, en efecto, los conflictos y los males del mundo son la consecuencia de un enfrentamiento entre dos fases contrapuestas de la realidad. Pero tal enfrentamiento no es absoluto e irresoluble, sino que, por el contrario, queda resuelto y superado necesariamente en una síntesis posterior, que supone un grado ontológico y axiológico más alto en el desarrollo histórico de la realidad única que subyace a todas las antítesis. Esta única realidad cósmica es de diferente naturaleza para las dos grandes expresiones de la metafísica dialéctica: es la Idea para el hegelianismo y es la Materia para el marxismo. Para Hegel, en efecto, la historia cósmica y humana no es sino el proceso del desarrollo dialéctico de la Idea, que se desdobla en manifestaciones opuestas para integrarse en momentos superiores de un permanente progreso. Así, escribe en la Lógica: «El devenir es un movimiento en el cual ambos términos son distintos, pero con una clase de diferencia que, a su vez, ha desaparecido inmediatamente» 4. Marx y Engels, por su parte, aceptan la interpretación hegeliana de la historia como movimiento dialéctico, pero afirman que su substrato no es la Idea, sino la Materia: «Esta inversión ideológica (la de Hegel) debía ser eliminada. Nosotros entendemos de nuevo los 3 4
Fedón. 66-67. I. p. 67 de la edición Lasson.
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conceptos de nuestro cerebro de un modo materialista, como reflejos de las cosas reales, en vez de concebir las cosas reales como reflejos de este o aquel grado del concepto absoluto... Así, la dialéctica hegeliana queda enderezada, o para decirlo más exactamente: mientras antes se apoyaba sobre la cabeza, de nuevo vuelve a apoyarse sobre los pies» 5 . La evolución de la materia se rige por las tres leyes establecidas por Engels: paso de la cantidad a la cualidad, unidad de los opuestos y negación de la negación 6 . Concretamente, el momento actual de la historia humana, sus contradicciones y sus sufrimientos, vienen determinados por una doble oposición: entre el hombre y la naturaleza, de una parte; y entre el individuo y la colectividad, de otra. Ambas contraposiciones quedarán resueltas en el mundo socialista, que someterá a la naturaleza mediante la técnica y hará desaparecer la lucha social mediante la supresión de las clases.
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Frente a todo pesimismo y todo dualismo, la metafísica subyacente a la Biblia es el optimismo. Todo el ser es, por naturaleza, bueno, creado y gobernado por un Dios que es el Ser supremo y el Bien absoluto. Los redactores del Antiguo Testamento eliminaron cuidadosamente todo dualismo, que probablemente existía en algunas de las fuentes utilizadas, y del que pudieran ser residuos las referencias a las aguas caóticas o al Leviatán. El Dios bíblico es el Señor absoluto del ser, ante quien no se alza ninguna potestad enemiga que escape a su dominio. El es el origen único del cosmos y de la vida, como atestiguan los dos primeros 5 4
Scritti filosofía, 1945, p. 89. Dialéctica de la naturaleza, 1925, p. 125. Para una crítica, confróntese J.-P. Sartre: Critique de la raison dialectique, 1960, pp. 127 ss.
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capítulos del Génesis. La felicidad y el dolor provienen igualmente de El: «Yo soy Yavé, sin igual: yo formo la luz, y creo las tinieblas; hago la felicidad, y provoco la desgracia. Soy yo, Yavé, quien hace todo eso» (Isaías, 45, 6-7). Como obra de Dios, todo cuanto existe es bueno: «Dios vio todo cuanto había hecho: era muy bueno» (Génesis, 1, 31). «Las obras del Señor son todas buenas...» (Eclesiástico, 39, 33). «Sí, Tú amas a todos los seres, y no te desagrada nada de cuanto has hecho» (Sabiduría, 11, 24). Es verdad que en el Antiguo Testamento se habla de espíritus malignos: Azazel, Lilith, Asmodeo, Satán, etcétera. Su papel, muy reducido en los textos más antiguos, se acrecienta cuando Israel entra en contacto con la religión persa. Pero todos estos espíritus tienen poderes muy restringidos y completamente subordinados a Yavé: el famoso prólogo del Libro de Job, parodiado por Goethe, lo pone bien de manifiesto. Tampoco admite el Antiguo Testamento un dualismo interior al ser humano. El hombre es considerado como una unidad ontológica con diferentes aspectos. Los términos que se le aplican: espíritu (rúa]), alma (nefesh), carne (basar), corazón (leb), sirven para designar la totalidad de su ser, según se le considere predominantemente desde el ángulo psíquico, vital, físico o intelectual. Es cierto que el hombre surge de la síntesis de dos elementos: la carne (o, poéticamente, el polvo) y la vida o el espíritu, que viene directamente de Dios, único viviente y único espíritu por derecho propio: «Entonces Yavé Dios modeló al hombre con el barro del suelo, le insufló en las ventanillas de la nariz un soplo de vida, y el hombre fue alma viviente» (Génesis, 2, 7). A la muerte, la carne torna a la tierra, y el espíritu, a Dios: «...el polvo vuelve a la tierra como vino de ella, y el espíritu, a Dios, que lo ha dado» (Eclesiástes, 12, 7).
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Pero entre ambos no hay oposición alguna, ni menos aún consideración peyorativa del elemento corporal. Tan sólo en el Libro de la Sabiduría, escrito en griego unos cincuenta años antes de Cristo, se advierte una leve huella del dualismo platónico: «Los pensamientos de los mortales son temerosos, y nuestros designios, inestables, porque un cuerpo corruptible grava al alma, y esta tienda de arcilla pesa sobre el espíritu de los mil pensamientos» (Sabiduría, 9, 14-15) 7 . El optimismo es también la metafísica subyacente a todo el Nuevo Testamento, aunque en él, como más adelante veremos, las fuerzas del mal tengan un papel más importante que en el Antiguo. Porque el Nuevo Testamento es el relato de un combate entre los poderes malignos, que se han apoderado del cosmos, y Dios. Pero es también el relato del infalible triunfo final y absoluto de Dios, mediante su enviado, Jesucristo. No menos que el Génesis, el Nuevo Testamento afirma que el cosmos es obra de Dios, creado por su Palabra sustancial, el Logos, que después se encarnará en Jesús: Todo fue hecho por El, y sin El nada fue. Era la vida de todo ser (Juan, 1, 3-4). Incluso las potencias cósmicas hostiles tienen este mismo origen: El es la Imagen del Dios invisible, primogénito de toda creatura, porque en El han sido creadas todas las cosas, en los cielos y sobre la tierra, las visibles y las invisibles, Tronos, Señoríos, Principados, Potestades, 7 Cf. P. van Imschoot: Théologie de tAnden Testament, II, 1956, p. 35. G. Pidoux: L'homme dans lAnden Testament, 1953.
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El origen del problema todo ha sido creado por El y para El. El es antes que todas las cosas, y todo subsiste en El (Colosenses, 1, 15-17).
Tampoco en el interior del hombre admite el Nuevo Testamento ningún dualismo propiamente dicho. Lo mismo que en el Antiguo, el hombre es concebido como una unidad con distintos aspectos: el espíritu (pneuma), la inteligencia (ñus), el alma (psyjé), el cuerpo (soma) y la carne (sarx). El predominio de alguno de ellos puede calificar la consideración del hombre, pero sin que se contrapongan entre sí. Por eso San Pablo, en total disconformidad con el platonismo, afirma que el hombre no desea ser separado del cuerpo, sino que su cuerpo adquiera la inmortalidad: «Porque los que estamos en esta tienda de campaña, gemimos oprimidos, pues no querríamos ser desnudados, sino revestidos, de modo que lo mortal sea absorbido por la vida» (2 Corintios, 5, 4). De aquí que la inmortalidad cristiana no sea la del alma separada, sino la resurrección de la carne 8 . Este optimismo metafísico hizo que la Iglesia se enfrentara desde el primer momento con el naciente gnosticismo cristiano. El gnosticismo es una amplísima corriente ideológica, de orígenes oscuros, que intenta dar una interpretación dualista de la religión bíblica. Sabemos ahora que existió ya un gnosticismo judío: en los documentos de Qumran tiene gran importancia el dualismo de la luz y las tinieblas. El gnosticismo cristiano fue el primer movimiento herético que escindió la Iglesia apenas nacida. Los gnósticos consideraban la materia intrínsecamente mala, y negaban, por tanto, en lo dogmático, que Jesús hubiera tenido un cuerpo real; y en lo ético, la licitud de la sexualidad. Ya en el Nuevo Testamento son varios los textos en que se condena el gnosticismo: «El Espíritu dice expresamente que, en los últimos
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tiempos, algunos renegarán de la fe para adherirse a espíritus mentirosos hipócritas marcados a fuego en sus conciencias; esas gentes prohiben el matrimonio y el uso de alimentos, que Dios ha creado para ser tomados, con acción de gracias, por los creyentes y por los que tienen conocimiento de la verdad. Porque todo lo que Dios ha creado es bueno, y ningún alimento ha de proscribirse si se toma con acción de gracias: la palabra de Dios y la plegaria lo santifican» (1 Timoteo, 4, 1-5). Con razón se ha escrito que «la primera gran lucha doctrinal de la Iglesia no ha sido contra los negadores de Dios, sino contra los negadores del mundo; y si* primera gran victoria, hoy casi olvidada en nuesiras sumas teológicas, ha consistido en salvar la tierra»'1'. La primera gran ola de gnosticismo abarca, con matices distintos, los cuatro primeros siglos de la Iglesia. La combaten Padres y concilios, y su derrota final puede simbolizarse en la conversión de San Agustín (387), que había pertenecido en su juventud a una de las sectas gnósticas, el maniqueísmo. Una segunda oleada gnóstica invade, sin que sepamos bien por qué, la Europa occidental en el siglo xn, originando el gran movimiento religioso popular de los cataros o albigenses. Contra ellos, el Concilio IV de Letrán (1215) definió la posición católica, afirmando que Dios es el creador de todas las cosas, tanto las visibles como las invisibles, las espirituales como las corporales; y que incluso los demonios fueron creados buenos por naturaleza, aunque se pervirtieran después. El optimismo cristiano recibe su formulación metafísica en la filosofía de Santo Tomás de Aquino gracias a la utilización de la metafísica aristotélica, mucho más monista que la platónica. Al comienzo de la Summa Theologica establece este axioma: «In tantum est aliquid bonum, in quantum est ens» (en tanto es algo
8
Cf. H. Mehl-Koehnlein: L'homme selon l'apotre Paul, 1951.
' P. Charles: Créateur des choses visibles: «Nouv. Rev. Théol.», 67 (1940), 267.
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bueno en cuanto es ser). Y junto a él, la equivalente tesis de la positividad de la acción en -su más amplio sentido: «In tantum autem unumquodque est perfectum, in quantum est in actu» (en tanto es una cosa perfecta en cuanto es en acto) 10 . Para Tomás de Aquino, el mal no tiene entidad, no es ser, sino mera negación, o, más exactamente, mera privación ". Dos siglos después, el Concilio de Florencia (1442) enseñará que «el mal no tiene ninguna naturaleza, porque toda naturaleza, en cuanto es naturaleza, es buena». No menos terminante es Santo Tomás en negar todo dualismo natural interior al hombre. Frente al platonismo, afirma enérgicamente que para el alma humana es un estado más ventajoso y conveniente el de unión con el cuerpo que el de separación de él n. No todos los grandes teólogos posteriores permanecieron fieles a este completo monismo tomista: Escoto deja la cuestión, por lo menos, dudosa 13, y Franciscso Suárez mantiene la opinión contraria a la de Santo Tomás: el estado de separación del cuerpo, aunque menos natural, es, sin embargo, más conveniente para el alma, porque es «más espiritual y más libre del peso del cuerpo» 14. Y de todos es sabido que los escritores ascéticos y místicos platonizan con frecuencia hablando de «esta cárcel y estos hierros en que el alma está metida». Pero el optimismo bíblico parece cerrar todo camino a la solución del problema del origen del mal. En efecto, si todo el ser es bueno, si no existe ninguna contradicción de principios opuestos ni en el universo ni en el hombre, ¿cómo es posible que en este cosmos homogéneo hayan surgido el dolor, la insatisfacción, el mal, presentes, por otra parte, en cada página de la Biblia?, ¿dónde se ha producido la fisura? Para llegar al fondo de la respuesta bíblica a estas preguntas, tene10 1, 5, 1, in c . - " 1, 48, 1-3. -n 1, 89, 1. Cf. en el mismo sentido, 1, 90, 4; sin embargo, son más ambiguos 1, 89, 2 ad 1, y Contra Gentiles, lib. IV, c. 52. 13 In lib. IV Sent. de 45, 2.2. 14 De Anima, lib. 6, c. 10, n. 3. Cf. De mysteriis vitae Christi, d. 44, s. 7, n. 5.
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mos que comenzar por reducir a sus límites exactos la que a primera vista pudiera parecemos que es la solución de la Biblia: el sufrimiento como consecuencia del pecado. UNA RESPUESTA INSUFICIENTE: MAL Y PECADO EN LA BIBLIA
Aunque últimamente ha estado muy en boga contraponer la mentalidad hebrea y la mentalidad helénica, se debe situar esta oposición en su verdadero terreno. Las diferencias son muy grandes, ciertamente, si comparamos los sabios de Israel con los filósofos griegos, especialmente a partir de Sócrates. Es la diferencia que separa la mentalidad religiosa de la mentalidad antropológica. Pero la distancia se acorta grandemente si comparamos las creencias populares de ambos pueblos o las enseñanzas de los sabios israelitas con las de los grandes épicos y trágicos helénicos. Y un punto en el que las creencias populares de una y otra raza se aproximan singularmente es en el de atribuir el origen del sufrimiento terreno a la intervención libre de una voluntad, sea humana o sea suprahumana. En los poetas y los trágicos griegos encontramos dos explicaciones de los males del hombre, no claramente delimitadas entre sí: la que los atribuye a un decreto arbitrario e injusto de los dioses y la que los considera castigo justo del pecado humano. En Homero, Sófocles y Eurípides predomina la primera de estas explicaciones. Esquilo, por el contrario, crea la trilogía para justificar a los dioses, demostrando que la raíz de las desgracias humanas está siempre en un pecado. Ambas posiciones, sin embargo, no discrepan tanto como pudiera parecer, ya que la culpa humana a que se atribuye el castigo es, con frecuencia, una culpa de algún antepasado del que sufre o una culpa inconsciente; y, a su vez, los dioses griegos se mueven por motivos demasiado humanos: envidia, placer o simple capricho. Prometeo, Edipo, Antígona, Orestes, Hipó-
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lito... son castigados por los dioses a causa de acciones que ellos creían buenas, e incluso a las que fueron impulsadas por los dioses mismos. Herodoto intenta elaborar una teoría racional del castigo basada en que la soberbia (hybris) de los hombres atrae la venganza de los dioses. Pero de sus mismas palabras se deduce que la hybris puede ser, simplemente, una felicidad excepcional, pero éticamente intachable 15 . Se diría que, en último análisis, los griegos han preferido salvar la inocencia del hombre, haciendo culpables a los dioses. También entre los judíos la explicación más popular y común de la desgracia era la de considerarla consecuencia de un acto libre de una voluntad personal. Pero como Yavé es justo y misericordioso", el israelita no puede atribuir la existencia del mal a un decreto divino arbitrario. Si Yavé envía el dolor, tendrá que ser con algún motivo suficiente. El más fácilmente comprensible es el deseo de castigar el pecado humano. De aquí que el judío tienda a considerar toda desgracia como castigo de una culpa cometida bien por el mismo que sufre o bien por algún antecesor, con el que, según la mentalidad antigua, forma una comunidad moral. Los discípulos de Jesús, ante el ciego de nacimiento, le preguntan: «Rabbí, ¿quién ha pecado, él o sus padres, para que haya nacido ciego?» (Juan, 9, 2). La formulación más universal de esta doctrina del sufrimiento-castigo es la ensañanza bíblica sobre el pecado original: los males' de toda la humanidad son el castigo de un pecado cometido por el antecesor común a todos los hombres, el Primer Hombre. Vamos a examinar ahora si, según la Biblia y la teología posterior, el pecado original es la explicación última y completa de todos los dolores humanos. Todo el mundo sabe que la Biblia habla de un pecado que, cometido por la primera pareja humana, ha influido en el destino subsiguiente de toda su descen15
Cf. M. P. Nilsson: Grekisk Religiositet, 1946, I, 6 (hay traducción castellana); Ch. Moeller: Sagesse grecque et paradoxe chrétienne, 1950.
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dencia. Pero quien, educado en la teología cristiana posterior, busca por primera vez en la Biblia los textos que a este pecado original aluden, suele quedar sorprendido de su escaso número. De los cuarenta y seis libros que constituyen el Antiguo Testamento, sólo en tres se habla inequívocamente de él: en el Génesis y, de pasada, en dos de los últimamente escritos, Eclesiástico y Sabiduría. Este silencio de los restantes libros es tanto más notable cuanto que dos de ellos (Job y Eclesiastés) están consagrados, precisamente, al problema del sufrimiento, y en otros muchos es tema central. Algo parecido ocurre con el Nuevo Testamento. Los cuatro Evangelios no nos han conservado ninguna alusión directa de Jesús al pecado original, aunque sí algunas frases que parecen, más o menos claramente, tenerlo en cuenta 16. De los restantes libros, sólo es mencionado en algunas epístolas de San Pablo, y de modo expreso y extenso únicamente en la Epístola a los Romanos. Nos limitaremos aquí a comentar brevemente los dos textos fundamentales: el capítulo tercero del Génesis y el capítulo quinto de la Epístola a los Romanos. En un lenguaje popular y poético, cargado de imágenes, nos relata el Génesis, como todos saben, la tentación de la mujer por la serpiente, la tentación del hombre por la mujer, la caída de ambos y las palabras con que Yavé anuncia el castigo de los culpables: «Entonces Yavé Dios dijo a la serpiente: por haber hecho eso, maldita seas entre todas las bestias y todos los animales salvajes. Caminarás sobre tu vientre, y comerás tierra todos los días de tu vida. Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo. Este te aplastará la cabeza, y tú le herirás el talón. A la mujer le dijo: Multiplicaré las molestias de tus embarazos; en el dolor parirás los hijos. La pasión te empujará hacia tu marido, y él te dominará. 16 La más explícita es, sin duda, la de Juan, 8, 44: «El (diablo) ha sido homicida desde el principio, y no se mantuvo en la verdad...».
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Al hombre le dijo: Porque has escuchado la voz de tu mujer, y has comido del árbol del que te había prohibido comer, maldita sea la tierra por tu causa. Con trabajo sacarás de ella tu alimento todos los días de tu vida. Te producirá espinas y abrojos, y comerás la hierba del campo. Con el sudor de tu rostro comerás tu pan, hasta que vuelvas a la tierra, ya que de ella 'fuiste sacado. Porque eres polvo, y al polvo volverás» (3, 14-19). Vemos que este maravilloso texto trata de esclarecer el origen de cuatro de las más flagrantes inarmonías de la naturaleza: el sufrimiento del parto, la pasión sexual, la resistencia del medio al trabajo del hombre y la muerte. ¿Cómo ha surgido este relato?, ¿cuál es exactamente su carácter? La bibliografía exegética es inmensa. En los últimos años ha recibido nueva luz de la comparación con pasajes paralelos en las otras literaturas antiguas del Oriente Próximo. La explicación que parece más probable a los autores católicos recientes es la de que el redactor de este capítulo se planteó el problema del origen de los males del hombre, y, bajo la inspiración divina, buscó respuesta en las tradiciones existentes sobre los comienzos del género humano. Dentro del marco de la religión israelita, despojó a esas tradiciones de todos los elementos incompatibles con aquélla, y expresó en lenguaje poético el hecho fundamental de un pecado primitivo como punto de partida histórico de los males humanos I 7 . Difícil es distinguir exactamente en cada uno de los detalles del relato lo que es estrictamente histórico de lo que pertenece al lenguaje simbólico en que se expresa el autor, y no entraremos aquí en esa discusión 18. Consideramos ahora el otro texto fundamental que, ya en el Nuevo Testamento, se hace eco del anterior: «Por eso, así como por un hombre entró el pecado 17 Cf. A. M. Dubarle: Le peché originel dans l'Ecriture, 1958, c. I y II. 11 Consúltese sobre estas cuestiones el Apéndice: «Evolución y dogma», pp. 335-370.
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en el mundo, y por el pecado, la muerte, y la muerte ha alcanzado a todos los hombres, porque todos han pecado... (Pues hasta que vino la Ley, el pecado estaba en el mundo, pero no era imputado, por no existir la Ley; y, sin embargo, la muerte reinó desde Adán hasta Moisés, incluso sobre aquellos que no pecaron imitando a Adán, figura de Aquel que había de venir.) Pero el don no ha sido como fue el delito: porque si por el delito de uno han muerto) muchos, ¡cuánto más la gracia de Dios y el don en la gracia de un solo hombre, Jesucristo, ha abundado en muchos! No ha sido por el don como fue por el delito de un solo pecador: porque el juicio de uno fue para condenación; en cambio, el don, después de muchos delitos, ha sido para justificación. Pues si la muerte reinó por el delito de uno, ¡cuánto más reinarán en la vida quienes reciben la abundancia de la gracia y el don de la justicia a causa de uno solo, Jesucristo! Por consiguiente, así como el delito de uno ha sido para condenación de todos los hombres, así también la obra buena de uno es para la justificación vital de todos los hombres. Así como por la desobediencia de un hombre la multitud fue tenida por pecadora, así también por la obediencia de uno la multitud será tenida por justa» (Romanos, 5, 12-19). No es posible exponer aquí por extenso la exégesis de este difícil pasaje, sino únicamente señalar las líneas básicas del pensamiento de San Pablo. Quiere demostrar el Apóstol que un solo representante de la humanidad, Jesucristo, ha podido rescatarla y reconciliarla con Dios mediante el sacrificio voluntario de su vida. Para probarlo, acude a comparar este Segundo Hombre, Jesús, con el Primer Hombre, Adán. Si se demuestra que el pecado de uno solo, Adán, pudo ser capaz de hacer pecadora a toda la humanidad, quedará también probado que el acto de obediencia de Jesús puede redimir a todos los hombres. Ahora bien, lo primero se demuestra con el argumento siguiente: Dios había impuesto a Adán el precepto de no comer del árbol de la ciencia bajo pena de muerte; pero, en cambio, a los
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hombres que van desde Adán hasta Moisés (es decir, hasta la promulgación de la Ley), no les había señalado ningún precepto bajo pena de muerte; sin embargo, todos ellos murieron, incluso los que no pecaron personalmente (como, por ejemplo, los niños); luego la muerte no fue castigo de sus propios pecados, que no tenían tal pena, ni acaso existieron, sino que fue consecuencia del pecado de Adán, transmitido a todos sus descendientes; luego el pecado de un solo hombre es capaz de hacer pecadora a toda la humanidad 19. Nos encontramos, pues, con que, en este texto, San Pablo atribuye la presencia de la muerte en el mundo a la introducción en él del pecado. En el capítulo anterior vimos que, en otro texto famoso (Romanos, 7, 14-24), el Apóstol achaca también el desequilibrio interno del hombre, la lucha entre sus tendencias buenas y malas, a esa misma introducción del pecado en su interior, y especialmente en su cuerpo, convirtiéndolo en «cuerpo de muerte». Y en la Primera Epístola a los Corintios, San Pablo considera la abundancia de enfermedades entre los creyentes como consecuencia de pecados litúrgicos (11, 30). Esta tendencia de ambos Testamentos a establecer una conexión entre la muerte, la enfermedad y el desequilibrio psicofísico, de una parte, y el pecado, de otra, tiene su raíz más profunda en una de las concepciones básicas de la religiosidad israelita: la de que la vida en todas sus manifestaciones (vida moral, vida psíquica y vida fisiológica) es la consecuencia de que el Espíritu de Dios haya venido a animar al polvo. Cuando el hombre se retira de Dios por el pecado, Dios, a su vez, retira de él su Espíritu, y ello lleva consigo que se produzcan toda clase de debilidades biológicas: la enfermedad, la desarmonía pasional y la muerte. Así, al ver cómo «los hijos de Dios» pecan con las «hijas de los hombres», Yavé dice: «Que mi Espíritu no sea humillado indefinidamente " Cf. A. M. Dubarle: op. cit., c. V.
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en el hombre, puesto que es carne: su vida no durará más de ciento veinte años» (Génesis, 6, 3). Sin embargo, junto con esta corriente ideológica que ve en los males del hombre un castigo al pecado, coexiste en la Biblia otra distinta que ve todas nuestras limitaciones como propiedades naturales de la esencia humana. Las citas del capítulo anterior nos han mostrado que el Libro de Job, el Eclesiastés y los Salmos hablan de la fugacidad del tiempo, la inseguridad, el dolor, la insatisfacción y la muerte como condiciones inherentes a nuestra naturaleza, no como castigos impuestos desde fuera. E incluso, en el texto mismo del Génesis sobre el pecado original, antes citado, parece como si Yavé afirmara que la muerte es algo propio del ser del hombre, y la inmortalidad un estado de privilegio: «...hasta que vuelvas a la tierra, ya que de ella fuiste sacado: porque eres polvo, y al polvo volverás». Algo semejante ocurre con el Nuevo Testamento. Jesús no admite que la explicación del dolor como castigo sea válida para todos los sufrimientos humanos: a la pregunta de los discípulos de si la ceguera del ciego de nacimiento era debida a sus propios pecados o a los de sus padres, responde rechazando ambas posibilidades: «Ni él ni sus padres han pecado, sino que esto es para que en él se manifiesten las obras de Dios» (Juan, 9, 3). También el pensamiento mismo de San Pablo aparece complejo si se examina detalladamente. En un importante texto, contrapone el Apóstol el cuerpo actual del hombre con el que tendrá una vez resucitado: «Pero se dirá: ¿cómo resucitan los muertos?, ¿con qué cuerpo retornan? ¡Torpe! Lo que siembras no cobra vida si no muere. Y lo que siembras no es el cuerpo futuro, sino un grano completamente desnudo, de trigo, por ejemplo, o de otra semilla. Y Dios le da un cuerpo a su gusto, a cada semilla un cuerpo propio. No todas las carnes son iguales, sino que una es la de los hombres, otra la del ganado, otra la de los pájaros, otra la de los peces. Hay cuerpos terrestres y hay cuerpos celestes, pero uno es el brillo de los terrestres y
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otro el de los celestes. Distinto es el brillo del sol, el de la luna y el de las estrellas. E incluso una estrella difiere en brillo de otra. Lo mismo ocurre con la resurrección de los muertos: se siembra corrupción, se resucita incorrupción; se siembra ignominia, se resucita gloria; se siembra debilidad, se resucita fuerza; se siembra un cuerpo psíquico, se resucita un cuerpo pneumático» (1 Corintios, 15, 35-44). Vemos que en este pasaje compara San Pablo los dos estados del cuerpo, mortal e inmortal, con diversas categorías de seres de la creación, o con dos momentos de un mismo ser, la semilla y la planta, pero todos ellos naturales. No hay alusión a que el cuerpo terreno sea un cuerpo dañado, degenerado. Pero la clave del pensamiento del Apóstol está en la última frase, que en el original se continúa con la afirmación de que el «cuerpo psíquico» fue el que tuvo Adán, y el «pneumático» es el de Cristo. Se establece, pues, la distinción entre el cuerpo animado por el alma (psyjé) y el que, además del alma, tiene el Espíritu de Dios (pneuma). El primero es el hombre natural; el segundo, el hombre en quien habita un principio de origen divino, que le hace inmortal. De lo cual parece que podría deducirse que la muerte es condición natural del «cuerpo psíquico», y la inmortalidad, un don de Dios, que viene con el «pneuma», con el Espíritu. LA REFLEXIÓN TEOLÓGICA
Explicar todos los males humanos como castigo de un pecado primigenio es una concepción de carácter estrictamente religioso, no fácilmente comprensible para una mentalidad antropológica, es decir, para una mentalidad ética, lógica y científica. Por eso la teología europea realizará un enorme esfuerzo intelectual para «racionalizarla», apoyándose para ello en esa otra corriente bíblica que considera los sufrimientos del hombre como propiedades naturales de nuestro ser. A comienzos del siglo v aparece en Roma, dedica-
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do a una intensa actividad pastoral, un monje bretón llamado Pelagio. Este estoico cristiano considera que el atribuir a un pecado original una debilitación de las fuerzas humanas no es sino un intento del pecador para autojustificar sus caídas. Pelagio cree que el pecado de Adán no ha afectado en nada (si no es como un mal ejemplo) a sus descendientes. La voluntad humana se basta por sí misma para cumplir la ley moral. Tampoco la muerte y las demás limitaciones del hombre son consecuencia del pecado. A combatir esta doctrina dedica San Agustín gran parte de su predicación y sus escritos, desde el 411 hasta su muerte, en el 430. Este gran maestro de la teología cristiana, el más genial de todos los tiempos, reacciona contra el humanismo pelagiano con una energía que tiene sus raíces en la propia experiencia de pecador misteriosamente atraído por Dios a la conversión. La síntesis agustiniana es simple y bella, aunque incompleta y oscura en algunos aspectos. El pecado" original, transmitido como verdadera culpa a todos los hombres, ha corrompido el cuerpo del hombre (que en sí mismo es bueno), haciéndolo mortal, y despertando las pasiones, que la voluntad por sí sola es incapaz de dominar. «Podríamos también llamar cárcel a nuestro cuerpo; no porque sea un calabozo esa obra de Dios, sino porque la carne es gravosa y perecedera. Hemos de distinguir dos cosas en nuestro cuerpo: la obra de Dios y el castigo de una responsabilidad... Luego no es el cuerpo, sino la corrupción del cuerpo, esa cárcel de que hablamos. Dios, Bondad Suprema, creó el cuerpo bueno; pero, Juez Sumo, permitió con justicia la corrupción en él. Lo primero se te dio como beneficio, y lo segundo, como sanción» 20. Sólo la gracia de Dios por los méritos de Cristo —piensa Agustín— devuelve al hombre su dominio sobre el cuerpo y le permite hacer el bien. El Concilio II de Orange (529) dará carácter oficial 20
Enarrationes
in Psalmos,
141, 18.
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a la doctrina de San Agustín: «Si alguien no dice que, por la ofensa del pecado de Adán, todo el hombre (esto es, en cuerpo y alma) ha sido cambiado en peor, sino que solamente cree sujeto a corrupción el cuerpo, permaneciendo intacta la libertad del alma..., sea anatema.» Pero esta doctrina parece oscura y difícil desde un punto de vista racional. Porque, en primer lugar, ¿cómo es posible que se transmita a otro algo tan personal como un pecado? En segundo lugar, ¿es justo, acaso, que el castigo de la culpa de un antepasado se extienda a todos sus descendientes? Y, tercera dificultad, ¿cómo admitir que un hecho puramente psíquico, un pecado, tenga tales repercusiones físicas que convierta en mortal lo inmortal, en sufriente lo impasible, en desequilibrado lo armonioso? Y, de otra parte, ¿es que nuestros conocimientos de la ontología, la psicología y la fisiología humanas son compatibles con la creencia de que nuestra naturaleza fuera alguna vez intrínsecamente inmortal, impasible, equilibrada en sus apetitos? La teología católica reflexionó durante siglos sobre estas aporías. En tanto que su pensamiento estuvo dominado por la influencia del idealismo platónico, con su categoría de la «participación», según la cual la entidad de los seres individuales y concretos no es sino un débil reflejo de la plena realidad de las ideas absolutas, sin que haya, por consiguiente, límites claros y fijos entre las distintas naturalezas, la elaboración teológica de la doctrina del pecado original no pudo avanzar. Pero la aplicación a la teología del realismo aristotélico, iniciada en el siglo x n por Abelardo, introduce nuevas perspectivas. Para la metafísica aristotélica, en efecto, cada ser tiene su naturaleza propia, permanente, de fronteras perfectamente definidas. De esa naturaleza dimana un tipo de actividad específico. Las naturalezas individuales se ordenan en géneros, más o menos perfectos entitativamente: los hombres, los ani-
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males, los vegetales, los inanimados... movidos por un Dios, causa final del cosmos. La aplicación del aristotelismo a la teología permitirá, en el siglo siguiente, a Santo Tomás de Aquino construir su imponente síntesis. Del platonismo patrístico conserva la idea de la comunicación de la vida divina al hombre. Pero toma del aristotelismo el concepto de naturaleza: Dios ha creado un orden natural, en el que cada ser posee una entidad fija y delimitada. El hombre es un compuesto de cuerpo y alma, con unas potencias, unas actividades y un fin naturales. Todo lo que Dios le comunica posteriormente es algo gratuito, que viene a añadirse a la naturaleza como una especie de «sobrenaturaleza», pero sin modificar su esencia. Ello permite una nueva concepción del pecado original. El hombre, después del pecado, conserva su naturaleza sustancialmente intacta, y puede seguir realizando las actividades naturales que le son propias. Pero ha perdido la vida divina que había en él, la gracia; y, con ella, la armonía interior en que el alma dominaba al cuerpo, y la posibilidad de realizar obras merecedoras de conseguir en la otra vida la visión de Dios, fin sobrenatural del hombre. Durante los siglos xiv y xv la teología católica se escinde en dos grandes corrientes: el nominalismo y el neoagustinismo. El nominalismo subraya la distinción entre orden natural y orden sobrenatural, extrema la autonomía del primero y niega los efectos del pecado original en lo puramente natural. El neoagustinismo, por el contrario, acentúa las consecuencias destructoras del pecado de Adán, incluso en el orden de la pura naturaleza. Ambas corrientes teológicas, pero sobre todo el neoagustinismo, influyen poderosamente en Martín Lutero. Rechaza Lutero toda distinción entre orden sobrenatural y orden natural. Para él, el pecado primero ha corrompido radicalmente la naturaleza humana, destruyendo su inmortalidad e inclinándola invenciblemente al mal. La rebelión de las pasiones hace que nuestra voluntad sea impotente para realizar ningún
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bien completo. El hombre no es libre, sino esclavo del pecado. A aquellos a quienes Dios, por los méritos de Cristo, predestina a la salvación, no les toma en cuenta sus culpas, y les infunde una fe absoluta en haber sido predestinados. Ya en 1516 escribía Lutero: «¿Qué es, por consiguiente, el pecado original en resumen? Por una parte, según las sutilezas de los teólogos escolásticos, es la privación o la ausencia de la justicia original... Por otra parte, según el Apóstol y la simplicidad del sentido en Cristo Jesús, no es solamente la privación de una cualidad en la voluntad, ni siquiera solamente la privación de luz en la inteligencia, de fuerza en la memoria, sino que es en definitiva la privación de toda clase de rectitud y poder en nuestras fuerzas, tanto del cuerpo como del alma, y de todo el hombre interior y exterior. Es, además, la inclinación misma al mal, el desagrado del bien, el hastío de la luz y la sabiduría, el aferramiento al error y a las tinieblas, la huida y abominación de las buenas obras, la carrera hacia el mal... Por tanto, como los antiguos Padres lo dijeron muy bien, este pecado de origen es el foco mismo del mal, la ley carnal, la ley de nuestros miembros, la enfermedad de la naturaleza, el tirano, el mal originario... Es semejante al estado de un enfermo, cuya enfermedad mortal no es únicamente la privación de un solo miembro, sino, además de la pérdida de salud de todos los miembros, un debilitamiento de todos los sentidos y de todas las fuerzas. Es también la náusea de todo lo sano, y la inclinación a todo lo nocivo» 21. Frente a esta concepción luterana del hombre caído, el Concilio de Trento definió en 1547 que: «Si alguien dijere que el libre albedrío del hombre se perdió y extinguió después del pecado de Adán, o que es cosa de solo título o más bien título sin cosa, invención, en fin, introducida por Satanás en la Iglesia, sea anatema* (sesión VI, canon 5); y que: «Si alguno dijere que las obras que se hacen antes de la justificación, por Ficker, I, 1-2.
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cualquier razón que se hagan, son verdaderos pecados, o que merecen el odio de Dios; o que cuando con mayor vehemencia se esfuerza el hombre en prepararse para la gracia, tanto más gravemente peca, sea anatema» (id., canon 7). La teología católica posterior a Trento hará de la distinción entre lo natural y lo sobrenatural uno de sus conceptos clave, en controversia con Bayo y Tansenio, sus últimos negadores. Según esta teología (cuyo máximo exponente es Francisco S u á r e z ) n , el pecado original no ha dañado en absoluto a la naturaleza humana. Lo único que ha hecho ha sido privarnos de la «sobre-naturaleza». A esa sobrenaturaleza pertenecían, además de la gracia santificante y las virtudes, los dones especiales que Dios hizo a Adán: la inmortalidad, la integridad (equilibrio pasional), la impasibilidad (carencia de dolor), la sabiduría y el fácil dominio de la naturaleza. El pecado original, pues, ha despojado a la naturaleza humana de esa capa protectora de los dones adámicos, y la ha puesto al desnudo, frente a todos los problemas que le son propios, inherentes, nacidos de ella misma. Pero como, según la actual ordenación divina, el hombre debería tener la gracia santificante, la carencia de ella constituye un verdadero desorden, consecuencia de la culpa primera, un verdadero pecado, aunque no un pecado personal. Sólo en virtud de la Redención de Jesucristo se nos concede la posibilidad de recuperar la sobrenaturaleza en sus aspectos esenciales de inhabitación de Dios en nosotros por la gracia, aunque no en cuanto a los dones especiales de Adán, que pertenecen definitivamente a una etapa pasada de la historia humana, ya que dieron ocasión al hombre para creerse semejante a Dios. Según esta concepción (admitida en lo esencial por todos los teólogos católicos actuales, aunque algunos 22 Sobre este aspecto de la teología suareciana puede consultarse mi artículo La pura naturaleza humana en la teología de Suárez, en «Anthologica Annua», 3 (1955), páginas 405-520.
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sigan defendiendo un cierto debilitamiento accidental en la naturaleza humana a causa del pecado primero), la cuestión del origen de los problemas esenciales del hombre expuestos en el capítulo anterior no queda resuelta con la doctrina del pecado original. Porque el primer pecado será, en efecto, el punto de partida histórico de algunos, al menos, de los problemas humanos fundamentales, pero no su punto de partida metafísico, que habrá de encontrarse en la misma naturaleza humana, que, en cuanto tal, no ha sido dañada por el pecado. Queda, por tanto, en pie la pregunta hecha anteriormente: ¿cómo puede explicarse, dentro del optimismo cósmico de la Biblia, en que ser y bien se identifican, que haya surgido la fisura del mal moral y del mal físico, del pecado y del sufrimiento? LA RAÍZ DEL MAL, SEGÚN LA BIBLIA
Porque, en efecto, el pecado no hubiera podido ser, en ningún caso, una respuesta última, ya que él mismo necesita también ser explicado. En un cosmos homogéneo y bueno, ¿cómo ha podido surgir ese dualismo del bien y del mal? Cabe preguntarse, entonces, si no será posible encontrar en la Biblia indicaciones de que el sufrimiento no es esencialmente una consecuencia del pecado, sino que ambos, pecado y sufrimiento, tienen una misma raíz común. Pues nada nos resolvería tampoco acudir, para explicar el pecado humano, a la intervención de poderes cósmicos malignos. Es muy cierto que la Biblia habla de esa intervención: ya en el Génesis se pone al comienzo de la primera caída la acción tentadora de la misteriosa serpiente, símbolo en las antiguas religiones orientales de las más oscuras fuerzas biológicas. Y en el Nuevo Testamento, como ya se dijo, el papel de las fuerzas del mal en los pecados de los hombres es fuertemente subrayado. Jesús lucha personalmente con el Tentador, y atribuye la incredulidad de
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los judíos a que son hijos del diablo, «padre de la mentira» (Juan, 8, 44). San Juan escribe que «el mundo entero yace en poder del Maligno» (1 Juan, 5, 19). Y San Pablo llama a Satanás «el dios de este mundo» (2 Corintios, 4, 4) y afirma que «nuestra lucha no es contra adversarios de carne y sangre, sino contra los Principados, contra las Potencias, contra los Rectores de este mundo de tinieblas, contra los Espíritus del mal que habitan los espacios celestes» (Efesios, 6, 12). Pero la intervención de poderes sobrehumanos no nos resuelve el problema del origen del mal por dos razones: porque la Biblia nos presenta al hombre libre de aceptar o no sus sugerencias, y porque, a su vez, tendríamos que preguntarnos cómo tales potencias negativas han podido surgir en un cosmos bueno. El Antiguo Testamento nada nos dice sobre ello; pero el Nuevo indica que se trata de ángeles que pecaron y fueron arrojados a las tinieblas (Judas, 6; 2 Pedro, 2, 4). El problema, pues, se retrotrae, y habría que explicar, entonces, el pecado de «los hijos de Dios». Mucho más fecundo resulta, en cambio, otro camino: preguntarse a qué raíces últimas atribuye la Biblia el pecado. Y nos encontramos con una afirmación impresionante: la esencia del pecado está, para la Biblia, en que el hombre se considere a sí mismo un dios. Los textos son numerosos y magníficos. Ya la serpiente formula así su tentación: «Seréis semejantes a dioses, conocedores del bien y del mal» (Génesis, 3, 5). Más adelante nos relata el Génesis la historia de los constructores de Babel: «Ellos dijeron: ¡Vamos! Edifiquemos una ciudad y una torre, cuya cima penetre en los cielos. Hagámonos un nombre, y no estemos dispersos por toda la tierra. Entonces Yavé descendió para ver la ciudad y la torre que los hombres habían construido. Y dijo Yavé: He aquí que todos forman un solo pueblo, y hablan una sola lengua, y ése es el comienzo de sus empresas. Ahora, ningún proyecto va a serles irrealizable. ¡Vamos! ¡Bajemos! Y confundamos su lenguaje para que n o se entiendan unos con otros» (11, 4-7).
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De un modo semejante, los profetas ironizan atrozmente sobre los grandes soberanos de su tiempo. Así, Isaías anuncia la caída del rey de Babilonia: «¿Cómo ha terminado el tirano? ¿Cómo ha acabado su arrogancia? Yavé ha roto el bastón de los malvados, y el cetro de los soberanos, que azotaba a los pueblos con rabia, con golpes múltiples, que dominaba furiosamente a las naciones, persiguiéndolas sin reposo. Toda la tierra descansa tranquila, con gritos de alegría. Por tu causa se alegran los cipreses y los cedros del Líbano: "Desde que tú te has hundido, nadie sube para derribarnos." El averno subterráneo se conmueve por ti, para venir a tu encuentro. En tu honor despierta a las sombras, a todos los potentados de la tierra. Hace levantar de sus tronos a todos los reyes de las naciones. Todos toman la palabra para decirte: "Hete aquí a ti también, aniquilado como nosotros, hecho nuestro semejante." Tu fasto ha sido precipitado al averno con la música de tus arpas. Bajo ti se extiende un jergón de gusanos, l hete cubierto de larvas. ¿Cómo has caído de los cielos, astro de la mañana, hijo de la aurora? ¿Cómo has sido arrojado por tierra, tú, que avasallabas a todas las naciones? Tú, que decías en tu corazón: Yo escalaré los cielos; por encima de las estrellas de Dios, erigiré mi trono.
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Me sentaré sobre la montaña de la asamblea en las profundidades del norte. Subiré a las cimas de las nubes negras, me asemejaré al Altísimo. ¡Cómo! ¡Hete caído al averno, en las profundidades del abismo!...» (14, 4-15). Y en tono semejante, Ezequiel proclama la caída del rey de Tiro: «La palabra de Yavé me fue dirigida en estos términos: Hijo del hombre, dile al príncipe de Tiro: Así habla el Señor Yavé: Porque te has hinchado de orgullo, y has dicho: "Yo soy un dios, estoy sentado sobre el trono de Dios en medio del mar." Y siendo un hombre y no un dios, te has hecho un corazón semejante a Dios. Hete más sabio que Daniel, ningún sabio se te asemeja. Por tu sabiduría y tu inteligencia, te has procurado riquezas, has amasado oro y plata en tus tesoros. ¡Tan grande es tu habilidad en el comercio!... Por eso, así habla el Señor Yavé: Porque te has hecho un corazón semejante a Dios, pues bien, yo voy a hacer venir contra ti a extranjeros, la más bárbara de las naciones. Sacarán la espada contra tu bella sabiduría, mancharán tu esplendor, te precipitarán en la fosa, y morirás con muerte violenta, en el corazón de los mares. ¿Dirás entonces: "Yo soy un dios", frente a tus asesinos? Pero eres un hombre y no un dios, entre las manos del que te mata. Morirás con la muerte de los incircuncisos,
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por mano de extranjeros. Porque yo lo he dicho, oráculo del Señor Y ave». (28, 1-10) Ya en el Nuevo Testamento, San Pablo atribuye la causa última de toda la corrupción moral del paganismo al orgullo intelectual de sus sabios, que se han negado a reconocer a Dios: «...habiendo conocido a Dios, no le han dado gloria y acción de gracias como a Dios, sino que se han envanecido en sus razonamientos, y se ha oscurecido su necio corazón. Llamándose sabios, se han hecho insensatos...» (Romanos, 1, 21-22). Ahora bien: si continuamos profundizando en el pensamiento bíblico, nos encontramos con un hecho singular. Y es que, si es muy cierto que el creerse igual a Dios es, para la Biblia, la esencia misma del pecado, no es menos cierto que, en contraposición, el ansia de ver a Dios cara a cara, de estar junto a El para siempre, es móvil escondido y último de toda la santidad bíblica, oscuro aún en el Antiguo Testamento, porque no se ve la posibilidad de alcanzarlo, pero plenamente manifiesto en el Nuevo. Ya en el Éxodo, Moisés hace a Yavé esta insólita petición: «Te lo ruego, hazme ver tu gloria» (34, 18). Y el salmista clama: Mi corazón exulta, mis entrañas se llenan de júbilo, y mi carne reposa en seguridad: porque Tú no puedes abandonar mi alma en el averno, ni dejar a tu amigo ver la fosa. Me enseñarás el camino de la vida; ' ante tu rostro, plenitud de alegría; a tu derecha, placeres eternos (16, 8-11). Los textos del Nuevo Testamento son numerosos. Jesús promete a los limpios de corazón que «verán a Dios» (Mateo, 5, 8). San Pablo, en un texto famoso, compara el conocimiento de Dios en la vida presente con el que tendremos en la vida futura: «Porque hoy
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vemos mediante un espejo en enigma, pero entonces, cara a cara; hoy conozco imperfectamente, entonces conoceré como soy conocido: (1 Corintios, 13, 12). En la Epístola a los Hebreos se dice: «Buscad la paz con todos y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor» (12, 14). En el Apocalipsis se afirma que, en la Jerusalén mesiánica, los servidores de Dios «verán su rostro, y su nombre estará sobre sus frentes» (22, 4). En la Primera epístola de San fuan se lee: «Nosotros sabemos que cuando se manifieste seremos semejantes a El, porque le veremos tal como es» (3, 2). Apoyándose en estos textos, la teología cristiana ha visto el secreto último del ser del hombre en su ansia de Dios. A ello responde la concepción abisal de la persona humana en San Agustín: «¿Hay, acaso, abismo más profundo que la conciencia humana?»; «¿No creéis que la profundidad del hombre es tal que escapa al hombre mismo en quien está?», se pregunta en las Enarrationes in Psalmos23. Y en un célebre pasaje de las Confesiones nos da la clave de este abismo humano: «Nos has hecho para Ti, e inquieto está nuestro corazón hasta que descanse en Ti» 24. Santo Tomás (para no citar sino las cimas de la teología) escribe en idéntico sentido, aunque en muy diferente lenguaje: «El objeto de la voluntad, que es el apetito humano, es el bien universal, del mismo modo que el objeto del entendimiento es la verdad universal. De donde se deduce que nada puede satisfacer la voluntad del hombre sino el bien universal. El cual no se encuentra en nada creado, sino solamente en Dios, porque toda creatura tiene una bondad participada. Luego sólo Dios puede llenar la voluntad del hombre» 25. Pero, en su existencia terrena, el hombre es una ansia de Dios insaciable. El ser-en-el-mundo es incompatible con el ser-junto-a-Dios. Entre ambas situaciones se extiende una misteriosa e impenetrable frontera. Para 23 24 25
76, 18, y 41, 13. 1, 1. 1-2, 2, 8, in c.
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el ser intramundano, Dios es el Invisible, el Inalcanzable. «A Dios nadie lo vio nunca», nos dice San Juan (1, 18). Y es en esta extraña y tremenda situación de ansia insaciable en la que la Biblia y la teología cristiana han visto la doble raíz última del sufrimiento y del pecado humano. El hombre sufre, en última instancia, por estar alienado de lo Absoluto, cuya consecución intelectual y volitiva constituye el proyecto humano esencial. San Pablo nos pinta al hombre y a la creación entera gimiendo con gemidos indescriptibles y como en dolor de alumbramiento en espera de la revelación escatológica que la libere de la corrupción, para entrar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios (Romanos, 8, 18-27). Y si el hombre peca es porque, incapaz de mantener esta tensión de espera, trata de resolverla autoconvenciéndose de que el mismo hombre o alguna de las creaturas son ya lo Absoluto. Como dice San Pablo, «han cambiado la gloria del Dios incorruptible por imágenes del hombre corruptible, y de aves, cuadrúpedos y reptiles (Romanos, 1, 23). No puede por menos de resultar impresionante que a esta misma definición esencial del hombre como ansia de Dios haya llegado también la más radicalmente atea de las filosofías contemporáneas, la de Jean Paul Sartre. Su análisis de la existencia humana a lo largo de L'Etre et le Néant desemboca en esta afirmación: «Puede decirse, por tanto, que lo que hace más comprensible el proyecto fundamental de la realidad humana es que el hombre es el ser que proyecta ser Dios. Cualesquiera que sean después los mitos y los ritos de la religión que se considere, Dios es, ante todo, 'sensible al corazón' del hombre como lo que le anuncia y le define en su proyecto último y fundamental. Y si el hombre posee una comprensión preontológica del ser de Dios, no son ni los grandes espectáculos de la naturaleza ni el poder de la sociedad quienes se lo han conferido, sino que Dios, valor y objetivo supre-
mo de la trascendencia, representa el límite permanente a partir del cual el hombre se hace anunciar lo que es. Ser hombre es tender a ser Dios; o, si se prefiere, el hombre es fundamentalmente deseo de ser Dios» 2é. Si en este pasaje se sustituye el «ser Dios» por el «ver a Dios», la coincidencia con la teología cristiana sería perfecta 27. Podemos, pues, resumir la respuesta bíblica a la pregunta inicial de por qué es el hombre un ser insatisfecho en estas pocas palabras: todas las contradicciones del hombre se reducen a esta contradicción radical: la que existe entre nuestra condición de seres finitos conscientes y nuestra esencial disconformidad con esta finitud. Los demás seres terrenos son también finitos, pero 26 27
P. 652 s. Dentro de la teología católica, la controversia sobre e] deseo del hombre de ver a Dios se plantea únicamente en un aspecto secundario: el de si este deseo se dirige a la unión natural o a la visión sobrenatural. Los teólogos medievales mantuvieron ordinariamente esto último, sin someterlo a más hondo análisis, hasta que, en el siglo xvi, el cardenal Cayetano señaló las dificultades que de ello se seguían: si la naturaleza humana tiende por sí misma a la visión'beatífica, habrá que concluir que éste es su fin natural; luego Dios habrá de proporcionar a los hombres los medios necesarios para alcanzarlo; y como esos medios son la gracia, sin ]a cual es imposible llegar a la vida eterna, la gracia será debida al hombre, y no un don gratuito. Tal argumentación ha inclinado a la mayoría de los teólogos posteriores a no reconocer en la naturaleza humana ningún deseo innato de la visión beatífica, sino solamente de un perfecto conocimiento natural de Dios. Otros teólogos, sin embargo, siguen defendiendo aquel deseo, y eluden la objeción de Cayetano, bien distinguiendo entre la tendencia natural a lo que se cree imposible y la tendencia natural a lo que, por Revelación, se sabe posible; bien negando que Dios deba conceder al hombre necesariamente el desarrollo de todas las potencialidades ínsitas en su ser; bien, finalmente, considerando que ese deseo innato no brota de la naturaleza humana en cuanto tal, sino que ha sido infundido en ella como consecuencia de su elevación al orden sobrenatural.
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no se saben finitos. El hombre se conoce como finito, y este saber le es insoportable. Porque al conocerse como finito, conoce también (más adelante lo veremos) intencionalmente lo Infinito. Y descubre en la incorporación cognoscitiva y volitiva a lo Absoluto el sentido último de su ser. En el cosmos homogéneamente bueno de la Biblia, el mal significa tan sólo privación. Pero «privación» no es lo mismo que «carencia». Porque la privación implica la exigencia de aquello de que se carece. En la escala de seres, que va de la nada a Dios, se llega a un punto en que el ser es conciencia, es hombre. Y el ser consciente no sólo carece de la plenitud de ser, sino que lo sabe. Y no sólo lo sabe, sino que se siente esencialmente atraído hacia el grado supremo de la escala ontológica, hacia Dios. La no asequibilidad terrena del Ser Infinito es el dolor del hombre. El cristianismo cree, por tanto, que la afirmación marxista de que la religión es una superestructura de la alienación económica constituye, simplemente, una inversión de la verdad: es la economía la superestructura de la alienación religiosa. Del mismo modo que no es cierto, como quería Freud, que la religión sea una superestructura de la sexualidad, sino que, por el contrario, es el amor sexual una superestructura de la religión. Con otras palabras: en todos los deseos, en todas las búsquedas, en todas las actividades, el hombre, conscientemente o no, trata, en último análisis, de aproximarse a lo Absoluto. La alienación primaria y básica, de la que todas las demás no son sino manifestaciones, es la alienación que, durante su vida terrena, sufre el hombre respecto del Ser Infinito. *
III CUATRO
RESPUESTAS
Porque la ira de Dios se manifiesta desde el cielo contra toda la impiedad y la injusticia de los hombres que mantienen a la verdad cautiva en la injusticia; puesto que todo lo que es cognoscible de Dios les es manifiesto... (Romanos, 1, 18-19). El capítulo anterior nos ha mostrado que la esencia humana abarca cuatro momentos: la finitud, la autoconciencia de finitud, la disconformidad con ella, la apertura a lo Infinito. Debemos aquí añadir una quinta nota esencial: la libertad de asumir o "negar los cuatro momentos anteriores. Porque la elección primera del hombre es la de aceptar o rechazar su propio ser. Cierto que tal negación no es ontológicamente eficaz, no destruye la naturaleza humana. Pero sí es eficaz, al menos en parte, psicológicamente, impidiendo que dicha naturaleza se haga conciencia. De tal elección primigenia se siguen dos actitudes humanas básicas: la existencia auténtica y la existencia inauténtica. Con otras palabras: la sinceridad y la insinceridad fundamentales. La existencia inauténtica puede adoptar una de estas tres formas: la huida, el mito y la desesperanza. En la primera, el hombre intenta suprimir la conciencia de la finitud. En la segunda, negar la misma finitud. En la tercera, cerrarse a la disconformidad con la finitud y a la apertura a lo Infinito. Frente a estos tres tipos de existencia inauténtica, la existencia auténtica sólo tiene una modalidad: la fe.
La huida LA HUIDA
Para Martín Heidegger, la sorprendente propiedad del hombre de tender a huir de sí mismo constituye lo que él llama su «Verfallenheit», su estado de caída. Esta tendencia fugitiva le arrastra a la habladuría, la curiosidad, la ambigüedad de la opinión pública. Consj tituye para el hombre una verdadera tentación, pues le ofrece el descanso mediante el enajenamiento de sí mismo'. Sartre, a su vez, ha subrayado la inutilidad de ese intento de huida de la angustia del existir, puesto que no se huye de un peligro si antes no se ha tomado cierta conciencia de su peligrosidad: «Yo huyo para ignorar, pero no puedo ignorar que huyo, y la huida de la angustia no es más que un modo de tomar conciencia de la angustia» 2. Ños encontramos, pues, con que, de una parte, el hombre rehuye la plena identificación con su autoconciencia, mientras que, de otra, le es imposible evitarla por completo. Más todavía: es necesario concluir que es más espontáneo en el hombre huir del conocimiento de sí mismo que enfrentarse con él. ¿Por qué? Simplemente, porque ya antes de que este autoconocimiento se le plantee como decisión, el hombre sabe oscuramente de su finitud, y este saber le es amargo. De aquí que retroceda apresuradamente ante los sombríos paisajes que le muestran los primeros pasos del viaje interior, y trate de relegar su recuerdo a la subconsciencia. La absoluta sinceridad consigo mismo no es, por consiguiente, una actitud inmediata, sino una difícil conquista. Más aún: esa sinceridad aparece como uno de los más arduos y primordiales deberes éticos. Situado en un plano religioso, constituye la virtud cristiana de la humildad. La civilización moderna es, en gran parte, una civilización de huida. En los últimos años, sobre todo, ha multiplicado fabulosamente los medios de evasión. En ello reside, sin duda, una de las amenazas más 1 2
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graves que pesan sobre la humanidad: huyendo de sí mismo, el hombre ignora al hombre, se incapacita para amarlo, para guiarlo, para educarlo, para descubrir fines cada vez más adecuados a su creciente poder. Tres son los métodos de evadirse de sí mismo que la «técnica de la huida» nos ofrece: la inhibición, la distracción y la despersonalización. Por la primera, trata el hombre de eliminar de su campo cognoscitivo todo objeto angustioso. Por la segunda, trata de sustituirlo por otro que, sin serlo, mantenga su atención atada. Por la tercera, trata de atenuar la tensión de sus ansias y de su libertad. El laboratorio máximo de la inhibición es el centro de una gran ciudad moderna. De él se ha hecho lo posible por eliminar cuanto pudiera traer al recuerdo los espectros que acosan al hombre: el destino, la pasión, el sufrimiento, la muerte. Si la más clara víctima del destino es el pobre, la primera de las leyes no escritas que gobiernan el centro de la ciudad es la prohibición del espectáculo inquietante de la pobreza. En nuestros días, el pobre ha tenido que dejar la proximidad excesiva de la buhardilla por la tranquilizadora lejanía del suburbio, la escalera de servicio evita encuentros desagradables, y la vigilancia policíaca, con las recogidas de mendigos, periódicamente exigidas por la prensa, impiden que el pobre sea una disonancia en la armonía urbana. Y junto con la pobreza, también a las otras llamadas del destino se procura enmascarar: a lá vejez, con el maquillaje; a la insumisión de las fuerzas naturales, con el jardín simétrico, la fuente disciplinada y las jaulas del zoo; a la esclavitud social, con las libertades jurídicas inoperantes; al fracaso ético, con la cárcel impenetrable. Otro enemigo de nuestra civilización de huida, el desequilibrio pasional que amenaza nuestra serenidad interna, es ocultado en lo posible con la etiqueta y la trivialidad. Las normas de buena educación prohiben cualquier gesto en que se manifiesten excesivamente nuestras pasiones, sean el amor o el hambre; prohiben que hablemos de nuestros más hondos problemas per-
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sonales, acaso contagiosos; imponen la sonrisa estereotipada y la conversación superficial. Y, por otra parte, la ciudad ofrece la rivalidad humana trivializada en competición deportiva, la sexualidad banalizada en flirt o en prostitución, la codicia transformada en juego de azar... con el intento de probarnos que los instintos son animales domésticos, fáciles de manejar. Pero el gran proscrito de nuestra civilización es el sufrimiento. Para ella —como para el teniente de The Power and the Glory—, sufrir es un crimen. La ciudad trata de convencerse a sí misma de que no hay dolencia que la medicina no pueda vencer o la higiene prevenir. Así se lo aseguran las revistas con consejos para la salud, los manuales de gimnasia, de yoga y de farmacología casera. Y si alguien es tan obstinado que no se deja persuadir y enferma gravemente, los hospitales herméticos y los sanatorios remotos lo ocultan a la vista de sus impresionables hermanos. Pero la técnica .pretende más, pretende devolvernos el don de la impasibilidad, librándonos de la pesadumbre del cuerpo, pero sin privarnos de lo que de grato tiene. Casi tan universalmente como puede calificarse de civilización de huida a la de nuestro tiempo, puede calificársela de «civilización de confort». La mayor parte, sin duda, de la industria está dedicada a la producción cada vez, más perfecta de suavizadores, mullidos, calefactores, refrigeradores, tranquilizantes... Pero he aquí que el resultado de todo este esfuerzo ha sido el de convertir en obsesivo el miedo a la incomodidad física. Como ha escrito Chesterton, el hombre actual no ama a su cuerpo, sino que le teme. Probablemente porque la conciencia del cuerpo es anuncio de muerte. No siem-1 pre ha ocurrido así, no siempre ha ocupado el temor a la incomodidad un puesto tan central. El hombre de la Edad Media y de la Edad Moderna, como Marañón ha subrayado, peregrinaba, iba a la guerra o al torneo, viajaba o se entregaba al desenfreno con un alegre olvido, para nosotros incomprensible, de las atroces incomodidades físicas que eran entonces compañeros inevitables de cualquier viaje o de la menor in-
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tervención quirúrgica. Nuestros contemporáneos, por el contrario, viven obsesionados por la persecución de un confort siempre incompleto, y por el pánico ante cualquier síntoma de trastorno corporal tras el que pueda esconderse el tumor o el infarto de miocardio, empeñados en un incesante combate que de antemano saben perdido. En ello, como en tantas otras cosas, nos parecemos al hombre del Imperio, tal como se refleja en las Odas y las Epístolas de aquel petit bóurgeois que fue Horacio. Lo malo es que la producción de comodidades no puede por ahora hacerse cómodamente: exige minas, altos hornos, cultivos... Y esta diferencia ante el confort, en una sociedad que lo considera el bien supremo, no es la raíz menos importante ni más fácilmente eliminable del problema social. Finalmente, un pequeño obstáculo sin superar se opone todavía al progreso humano. Este pequeño obstáculo es la muerte. Pero si aún no hemos conseguido eliminarla de la realidad, tratamos de eliminarla del recuerdo. Mientras que en la aldea, ante la naturaleza en perpetuo nacer y morir, un entierro es un espectáculo que encaja perfectamente con el paisaje, y los que llevan a hombros la caja se asemejan al sembrador que se dispone a depositar en la tierra su semilla, ¿hay nada más absurdo, más inesperado, más estridente, de peor gusto, que un entierro en la gran ciudad? La circulación queda interrumpida, suenan los claxons impacientes, y sobre un fondo de timbres, de altavoces, de carteleras de espectáculos, de bancos y de tiendas, desfila un cortejo de otro mundo, de otro planeta, de ese misterioso planeta que se llama realidad. A nuestro lado se producen de pronto huecos inquietantes, desaparecen figuras de nuestro mundo cotidiano. Y por un momento nos ensombrece un augurio sombrío. Pero las aguas vuelven a cerrarse, el ausente es reemplazado... porque hay que vivir. Tenemos montado todo un rito que mecaniza la muerte: funeraria, velatorio, pésame, entierro motorizado, visitas, luto, viaje... Resbalamos por todo ello, y en ese engranaje perdemos conciencia de que, como en el texto querido a Hemingway, las
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campanas están doblando también por nosotros. Hemos sacado los cementerios de la ciudad, de la vecindad de nuestras iglesias, y hemos construido muy lejos la ciudad de los muertos, para vivir nosotros en una ciudad inmortal. Y junto a estos grandes tipos de inhibiciones generalizadas hay que poner nuestras inhibiciones personales, ese esfuerzo constante por relegar al subconsciente todo aquello que pudiera, acaso, probarnos que no somos tan felices, tan equilibrados, tan buenos, tan inteligentes, tan importantes, como nos queremos creer. Pero la inhibición no basta para la huida de sí mismo, porque la angustia es tozuda como un pleiteante, y se empeña en llamar a nuestra puerta. Y entonces el hombre ha creado la diversión (cuya etimología reveladora significa verterse fuera, a otra cosa), con una técnica cada vez más perfeccionada, que ocupa también buena parte de la industria y la economía mundiales. La diversión en cuanto tal se distingue radicalmente de la contemplación intelectual, ética, estética o religiosa, aunque puedan alguna vez darse unidas. La esencia de la diversión está en hacernos protagonistas de una existencia de segundo orden, sin hondura, deshuesada, que mantiene absorta nuestra atención, pero sin afectarnos seriamente. La contemplación, por ejemplo, del retrato de madame Ginoux de Van Gogh nos revela estratos profundos del ser humano, mientras que la lectura de una novela policíaca que no sea al mismo tiempo una obra de arte se limita a excitar nuestra curiosidad y a hacernos participar cómodamente del triunfo seguro del detective, proporcionándonos el olvido del mucho menos seguro combate de la propia vida. Nadie que vea objetivamente la actitud del público de un gran estadio o escuche las discusiones que siguen a un partido podrá dudar del inmenso deseo de evasión que encierran. Lo mismo puede decirse de las multitudes que en los transportes públicos van sumidas en su novela barata, o del pansexualismo fácil, o de tantos otros aspectos de la civilización contemporánea.
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Pero incluso en las formas elevadas de la cultura actual pueden descubrirse intentos de huir de los problemas del hombre por la inhibición. Así, en el cultivo de una ciencia deshumanizada, puramente objetiva: Ferrater Mora ha señalado vigorosamente cómo el neopositivismo lógico de Wittgenstein responde a esta lucha contra la angustia 3 . En efecto, si todos los problemas éticos y metafísicos se redujeran a un puro juego de palabras sin significado, el hombre podría despreocuparse de ellos y dedicarse a la matemática, la física o la biología, sin volver la mirada a la propia conciencia, que se disolvería en la objetividad absoluta del saber científico. Una tercera técnica de huida, la más grave de todas, es la despersonalización. Más grave que las anteriores, puesto que en aquéllas se intentaba falsear el objeto, mientras que en ésta se intenta falsear el sujeto mismo. Porque el fin de la despersonalización, ya lo hemos dicho, es el de atenuar la intensidad con que el hombre se arroja a vivir su propia existencia, y, sobre todo, atenuar el aspecto más decisivo de este arrojo, que es la elección libre. La despersonalización reviste también formas diversas. Entre ellas está el infantilismo, al que Simone de Beauvoir ha dedicado páginas agudas 4. Es el intento de prolongar la irresponsabilidad de la infancia, esa edad feliz en la que nuestras elecciones no tenían trascendencia, no decidían nada, no dejaban huella importante ni en el mundo ni en nosotros mismos. Es el intento de seguir entendiendo la vida como juego, es decir, como una actividad intensa, divertida, en la que nada serio se dirime. Es una actitud frecuente en el muchacho de la familia burguesa: en la mayoría de los casos, no otro es el significado de la algarada juvenil, con la que se intenta demostrar a sí mismo que aún es posible obrar a capricho sin que ello traiga consecuencia alguna peligrosa. Es tam3 Wittgenstein o la destrucción, en «Cuestiones disputadas», Madrid, 1955. 4 Pour une moróle de l'ambiguité, 1947, c. 2.
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bien actitud frecuente en la mujer, que encuentra cómodo ser protegida como una niña. Acaso haya sido también uno de los ingredientes psicológicos del gentleman inglés. Otro método para despersonalizarse es la masificación. Con ella se renuncia a la búsqueda personal de la verdad, refugiándose en «lo que todos dicen», «lo que todos hacen», «lo que todos piensan». El yo se eclipsa tras el «se». El hombre elude la tarea creadora de la propia vida, conformándola a lo que se acostumbra: ejerce su profesión, hace el amor, educa a los hijos, se comporta socialmente... de acuerdo con el patrón de lo que se suele hacer. Con ello también los problemas que amenazan la existencia personal se convierten en problemas impersonales: se sufre, se muere... El máximo de despersonalización se obtiene cuando la masa se transforma en multitud, al apoderarse de ella un mismo estado emocional. Mil veces se ha descrito la disolución de la conciencia individual en un ejército en marcha, en una manifestación política, en un público deportivo. Los partidos totalitarios han tratado de convertir el «estado de multitud» en situación permanente de todo un país. Sus poetas han cantado el despertar de la conciencia del pueblo, de la raza o de la clase. De aquí que los individuos sientan a veces, fatigados de la solitaria lucha con los problemas personales, la nostalgia de esas eclosiones en que todo lo individual se borra. Y si la nostalgia se propaga y se convierte en colectiva, surge el clima propicio a esas «aventuras nacionales» a las que algunos pueblos, como el alemán, han sido particularmente propensos. De aquí también la eterna atracción de Jos «regímenes fuertes», en los que una ideología oficial y una propaganda dirigida ahorra a las personalidades débiles la angustia de decidir entre opciones opuestas. Vecina a esta actitud está la que Nietzsche llamó «espíritu de gravedad» (Gelst der Schwere) y Sartre esprit de serieux, y que fue objeto también de la crítica de Hegel. En lo que tiene de inaceptable, este «espíritu de gravedad», esencia de toda posición conser-
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vadora, consiste en la autoconvicción de que el orden de valores y las estructuras adoptadas por la sociedad son indiscutibles. Al individuo no le es lícita ninguna crítica, ningún descubrimiento ético, ninguna originalidad. Sólo le resta esforzarse por adaptar su conducta en todo a esos cauces inmutables. Ser distinto es un delito, porque puede poner en peligro la seguridad de la persuasión colectiva. Mencionemos, en fin, para no prolongar esta enumeración, como único método despersonalizador, el del «idealismo». Ferrater Mora ha mostrado que ésa fue la salida que buscaron los neoplatónicos ante la crisis ideológica planteada por la conversión del Imperio romano en estado mundial5. Es la posición de quienes no quieren «mancharse con las impurezas de la realidad». Para ello se encierran en una vida meramente teórica, exclusivamente intelectual, con el menor contacto posible con el mundo de los hombres y de los acontecimientos cotidianos. Cierran así la puerta a toda ocasión de compadecerse y participar de las preocupaciones y sufrimientos ajenos. Y también a la tentación peligrosa de tomar decisiones comprometedoras frente a los problemas, las necesidades y las injusticias del mundo que les rodea. La forma religiosa que corresponde a este «idealismo» es la espiritualidad de «pura trascendencia», de la que nos ocuparemos más adelante. Desde un punto de vista sociológico, la huida es el ingrediente fundamental de la «actitud burguesa» ante la vida. A veces se han confundido dos psicologías tan diferentes como la burguesa y la capitalista. Baste para distinguirlas con observar una de sus manifestaciones más claras: la opuesta concepción que tienen una y otra del dinero. Para el capitalista, el dinero es un instrumento de poder, de dominio. Y él arriesga constantemente lo que posee con tal de acrecentar su poderío. Para el burgués, por el contrario, el dinero es un medio de protección, de seguridad. Y su ideal es tener5
El hombre en la encrucijada, 1952, c. 3.
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lo colocado con el mínimo posible de riesgo, aunque ello le impida acrecentarlo. Porque la esencia de la actitud burguesa (que se da también, naturalmente, en las otras clases) es el miedo a la vida. En el fondo de su espíritu (aunque no se lo confiese a sí mismo) el burgués cree que la existencia es un mal. Para él, cuanto menos intensamente se viva, menos frente se ofrecerá al sufrimiento. El burgués es un pesimista metafísico, un neobudista. Sólo que ha sustituido la incómoda ascética de los monjes por la fácil ascética del confort y la diversión. De aquí que, por una parte, procure evitar toda actitud apasionada, toda entrega decidida a su propio vivir. Y, por otra, se esfuerce en crearse un pequeño mundo acolchado, aislado de toda realidad molesta, de toda idea inquietante, protegido por las barreras concéntricas del dinero, el ejército y la policía. Oímos con frecuencia alabar las virtudes del hogar burgués. Pero se comienza a poner en duda la completa autenticidad de esas virtudes, cuando se observa que son sólo «de uso interno». Los miembros de la familia burguesa (cada vez más reducida, por lo demás) se quieren, se protegen, se ayudan... al menos hasta que llega el momento de distribuir la herencia paterna. Pero son absolutamente indiferentes hacia todo el resto de la humanidad, a contar desde sus propios servidores. Lo cual obliga a preguntarse si el lazo que une a los componentes del hogar burgués no se asemeja más, en muchos casos, al instinto que agrupa al rebaño para darse calor y protegerse, que a una caridad abierta y generosa. La pregunta se hace aún más apremiante cuando se recuerda cuántas veces a lo largo de la historia esta burguesía hogareña y pacífica se ha mostrado capaz de las más crueles represiones contra todo lo que pudiera amenazar su tranquilidad ideológica y económica. En la historia moderna, las represiones burguesas han sido, por lo menos, tan sangrientas como las revoluciones: es bien sabido que la represión de la Commune produjo diecisiete mil víctimas.
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Pero al hombre no le basta con esta fuga desesperada e inútil ante esa sombra de su ser que es la angustia, sino que da un paso más y acude a la mentira. A mentirse a sí mismo, a convencerse de que el problema de su existencia tiene una solución «a la mano», una respuesta adecuada dentro de los límites del ser-en-el-mundo. Y entonces se inventa el mito. ¿Cómo definir el mito, en el sentido dado aquí a esa palabra? Es una solución que, no diciendo por sí misma referencia más que a una limitada esfera de problemas concretos, es erigida por el hombre en solución total a todos sus problemas esenciales. No se requiere, pues, para que una determinada esperanza pueda ser calificada de mítica, el que sea falsa en su terreno propio, dentro de su ámbito de validez. Puede, por el contrario, ser plenamente eficaz y legítima. Lo que la convierte en mito es la pretensión de atribuirle un valor absoluto. En eso reside la distinción a priori (independientemente de su verdad respectiva) entre mito y fe religiosa: en que la fe, si es verdadera, responde realmente a los problemas primarios del hombre, mientras que el mito, aunque sea verdadero en su esfera, es esencialmente inadecuado a dichos problemas. Hay mitologías individuales y mitologías colectivas. Surgen las primeras cuando el hombre trata de convencerse de que sus proyectos personales intramundanos (la posesión, el amor, la cultura, la comodidad...) son objetivos supremos, capaces de justificar su existencia. En cuanto a las mitologías colectivas, nuestro tiempo ha sido pródigo en ellas. A veces, con todos los caracteres de una demencia pública, como en esa increíble aceptación por el pueblo alemán del más incientífico, necio y ridiculamente vanidoso de los mitos, el de la superioridad de la raza aria. Conviene releer el discurso de Karl Jaspers ante la Facultad de Medicina en Heidelberg en 1945, porque refleja claramente el sen-
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timiento de una nación que se despierta de un sueño atroz e inverosímil 6 . Pero los grandes mitos colectivos de nuestra época son los del progreso científico-técnico y el de la política. El primero de ellos, la convicción de que cae dentro del ámbito de la ciencia y la técnica la posibilidad de resolver algún día todos los problemas del hombre, ha sido capaz de sobrevivir a la difícil prueba de las dos guerras mundiales. Ni siquiera el tremendo espectáculo de esas dos rebeliones, en un cuarto de siglo, de los descubrimientos de la física, la mecánica, la química, la psicología... contra lo humano ha sido suficiente para quebrantar la fe en el progreso, y para hacer patente su radical ambigüedad. Apenas terminada la última guerra, ya millones de hombres ponían toda su esperanza en que los antibióticos y el uso industrial de la energía atómica trajeran al fin el paraíso a la tierra. Algo semejante ocurre con el mito político. La ya larga historia de la búsqueda política humana no basta para impedir que en todas las generaciones surjan amplios grupos de hombres persuadidos de que todos los problemas más hondos de nuestra existencia quedarán resueltos con una modificación (de signo opuesto a la que sus padres intentaron) de las estructuras del Estado y la sociedad. Creen, por lo visto, tales grupos que, cuando su revolución triunfe, quedarán para siempre proscritos del mundo la indecisión, la fugacidad del tiempo, la lucha moral, el hastío, el remordimiento, el miedo al destino, el amor no correspondido, el fracaso personal, el dolor, la pérdida de los seres queridos, la propia muerte. Una perfecta combinación de ambos mitos, el científico-técnico y el político, la encontramos en la máxima mitología contemporánea, el comunismo. La objeción fundamental, la objeción primaria que ha de hacerse al comunismo, no es la de discutir la validez 6 Incluido en Rechenschaft und Ausblick, 1951 (hay traducción castellana).
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de sus soluciones sociales, económicas o políticas. Mucho antes de plantear la crítica de esos terrenos concretos es preciso discutir la legitimidad de sus pretensiones a ser una solución absoluta. Porque más que sus respuestas a problemas relativamente periféricos del hombre importa su aspiración a ser la respuesta al problema del hombre. Lo cual equivale a preguntarse si el progreso técnico, unido a una reforma de las estructuras económicas, sociales o políticas, es intrínsecamente capaz de dar respuesta adecuada a los problemas humanos esenciales enumerados en el capítulo I. Rara vez se encuentran rastros de este planteamiento radical en los escritores marxistas. Y, ciertamente, nunca en los clásicos. Marx, Engels y Lenin no se sitúan jamás en el plano de la problemática última del hombre: sus profundos y originales análisis se refieren siempre a las alienaciones sociales. Parece dar por supuesto que, si algo más existe en el hombre, es un mero reflejo de sus relaciones técnicas y comunitarias. En la literatura marxista posterior, sin embargo, pueden rastrearse tres diferentes intentos de respuesta. El más superficial y propagandístico repite, sin mayores precisiones, que el triunfo mundial del comunismo traerá consigo la solución completa de todos los problemas humanos. Más responsablemente, otros autores se limitan a afirmar una perspectiva de urgencia: «el problema más inmediato y acuciante es el de suprimir las injusticias de la sociedad capitalista: ignoramos todavía qué otros problemas podrían seguir en pie una vez que aquél se haya resuelto; cuando llegue el momento, buscaremos, si es necesario, nuevas soluciones». Finalmente, una tercera respuesta, que tiene antecedentes en Marx mismo, y que se avecina curiosamente en este punto al neopositivismo lógico, niega simplemente que los problemas metafísicos sean verdaderos problemas, puesto que solamente puede ser planteado como tal aquello que, por naturaleza, es susceptible de ser resuelto. Pero ninguna de tales respuestas resulta satisfactoria. Y ello por tres razones fundamentales: porque no
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es cierto que todos los problemas humanos dependan de las estructuras económico-sociales; porque tampoco lo es que la mejora de dichas estructuras deba tener prioridad sobre la preocupación por otros aspectos de la vida humana; porque ni es verdad que los problemas metafísicos carezcan de solución, ni siquiera que el hombre solamente deba preocuparse de aquellos problemas que la tienen. Nos parece que la primera de estas razones no necesita ser probada con nuevos argumentos teóricos: basta recorrer el esquema propuesto de problemas humanos fundamentales para comprobar que, aunque muchos de ellos quedarían afectados, en algunos de sus aspectos secundarios, por la reforma de las estructuras, ninguno podría ser alcanzado en su esencia. Desde un punto de vista experimental, por otra parte, si la soteriología marxista tuviera razón, la felicidad perfecta debiera encontrarse en aquellas clases sociales que no han de soportar la presión de las otras y que disfrutan de suficientes comodidades técnicas. Todos sabemos que no ocurre así, sino que, por el contrario, al hombre que deja de estar absorbido en las necesidades elementales se le revela la inanidad de la propia existencia bajo la forma de insatisfacción intelectual y afectiva, hastío, angustia, etc. La crítica comunista ha tenido sociológicamente razón al afirmar que el existencialismo es un producto de la burguesía. Cierto que, a su vez, ha intentado explicar la infelicidad de las clases dominantes por su «mala conciencia» y por la intranquilidad que proviene del miedo a la revolución. Pero, aunque es innegable que el miedo de las clases superiores a perder sus privilegios condiciona la mentalidad de sus miembros mucho más hondamente que lo que revela un examen superficial, querer atribuir el origen de los problemas primarios del hombre a ese temor sociológico es una pretensión ridicula. Cabría incluso preguntarse si la mayor facilidad para el descubrimiento de la propia finitud no es una de las causas (entre otras de muy distinta índole) que han provocado el fenómeno universal de la mayor religiosidad de las
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clases medias respecto de las proletarias, que aún esperan la solución de todos sus problemas humanos de un mejoramiento de las condiciones sociales y económicas. Una buena ilustración a lo dicho la proporciona el curioso libro del pensador comunista francés Edgar Morin (ahora separado definitivamente del Partido) L'homme et la mort dans l'histoire (1951). Se enfrenta en él el autor con el problema de la muerte (que acepta como un verdadero problema, ya que siempre lo ha sido para el hombre), y, después de examinar la actitud de los pueblos primitivos, recorre, para excluirlos sucesivamente, todos los intentos de respuesta que, a lo largo de la historia, han formulado religiones y filosofías. Y el lector, que aguarda impaciente la solución que le ofrecerá el materialismo dialéctico, se encuentra al final de la obra con la profecía de que la ciencia llegará alguna vez a alargar tanto la vida del hombre que la muerte «cambiará cualitativamente», y ya no será temible... Verdaderamente, tenía razón el personaje de La condition humaine, de Malraux, que preguntaba; «Quelle íoi politique détruira la mort...» Tampoco puede aceptarse que la solución de los problemas sociales tenga primacía de urgencia sobre la atención a los problemas últimos del individuo. Y ello, ante todo, porque precisamente la modificación de las estructuras sociológicas sólo puede interesarnos en la medida en que coopere a resolver los problemas del individuo, puesto que sólo existen conciencias individuales. Y únicamente desde un conocimiento profundo de la conciencia individual podemos juzgar si una modificación sociológica es o no deseable, que, en ningún caso, repitámoslo una vez más, podrá afectar al más hondo estrato de aquélla. Los expositores del comunismo suelen ser muy precavidos en cuanto a precisar demasiado los caracteres concretos de ese «mundo nuevo» por el que el partido lucha. Suelen escudarse en la imposibilidad de predecir cuáles serán las condiciones psicológicas del hombre una vez que la lucha de clases haya desaparecido
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de la tierra. Pero si ello fuera completamente cierto, ¿cómo podríamos saber si nos interesaba la desaparición de la lucha de clases? Ni puede tomarse en serio la posibilidad de que los cambios sociológicos afecten esencialmente al ser del hombre: prueba de ello que somos capaces de comprender las preocupaciones de un egipcio del año 2000 a. C , tal como se reflejan en el Diálogo de un hombre con su alma, o las de un griego contemporáneo de Platón. Aparte de que si tales cambios modificasen esencialmente la naturaleza humana, ¿qué podría interesarnos el destino de un ser absolutamente distinto de nosotros? Lo que ocurre es que siempre que una utopía se precisa, quedan de manifiesto sus inevitables insuficiencias. Y resulta claro que tampoco por ese camino retornará el paraíso a la tierra. Porque las transformaciones sociales y técnicas pueden proporcionarnos un mundo correspondiente a uno de estos dos tipos: o un mundo de trabajo y diversiones colectivas absorbentes, que no dejen un momento libre para el encuentro consigo mismo; o, por el contrario, un mundo liberado del trabajo puramente mecánico que permita el máximo desarrollo de la vida personal. Si lo primero, confiésese claramente que el único modo de salvar al hombre es haciendo que deje de ser hombre, abismándolo en la máquina y en la masa, anulando todo el esfuerzo de la historia de la cultura para hacerle tomar conciencia de su ser individuo. Si lo segundo, ese hombre liberado de la acuciante lucha con la naturaleza, esa humanidad pensadora y cultivada, tendrá que enfrentarse decididamente con sus intactos problemas esenciales. Ni es, finalmente, más aceptable la tercera respuesta, acaso la más puramente marxista: la que pretende que los problemas metafísicos no son verdaderos problemas, porque no caen dentro del ámbito de lo que el hombre puede resolver. No es aceptable, en primer lugar, porque la determinación de cuáles son en el hombre los «problemas metafísicos» y la afirmación de que dichos problemas no pueden resolverse supone ya haber estudiado profundamente dichos problemas
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y haber adoptado toda una actitud metafísica. No es aceptable, en segundo lugar, porque pedirle al hombre que deje de preocuparse por aquello que no puede resolver equivale a pedirle que renuncie a su misma esencia, pues ya hemos visto que uno de los momentos esenciales del hombre es la desproporción entre sus ansias y sus posibilidades. Y no es aceptable, en tercer lugar, porque si lo que no tiene respuesta es precisamente la pregunta por el sentido total de la vida humana, entonces es el existencialismo quien tiene razón, y el hombre es una pasión inútil. ¿A qué inquietarse demasiado por encontrar solución a problemas secundarios y periféricos? La concepción burguesa de la vida habría conseguido su más eficaz justificación teórica. LA DESESPERANZA
El camino de la existencia auténtica consta de cuatro pasos fundamentales. La renuncia a la huida, primero. Es decir, el reconocimiento del propio ser, de su problematicidad constitutiva, del hecho de nuestra finitud. Después, la renuncia a la mentira, al mito. Es decir, la renuncia a intentar persuadirse de que el problema del hombre tiene respuesta adecuada dentro del ser intramundano. En tercer lugar, el reconocimiento de que la finitud no puede ser aceptada, de que el hombre no puede identificarse consigo mismo, de que no puede renunciar a proyectarse más allá de sus propios límites. Y, finalmente, la apertura a lo Infinito. No son, ni han sido nunca, demasiados los hombres dispuestos a dar, con plena sinceridad, los dos primeros pasos. Pero lo nuevo de nuestro tiempo es que existan hombres que, habiendo recorrido ese primer trayecto, se niegan a proseguir la marcha, y o bien intentan aceptar su finitud, o bien mantenerse en la pura desesperanza. En el próximo capítulo aludiremos a cuáles pueden ser sus motivos. Bástenos aquí el intento de caracterizar con mayor precisión su actitud. La desesperación comporta, de acuerdo con lo dicho,
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tres momentos: reconocer que el hombre es un ser proyectado esencialmente hacia una plenitud que no posee; admitir que dicha plenitud no puede ser lograda dentro de las límites de la existencia en el mundo; negar toda existencia supramundana. El hombre desesperado se concibe, pues, como proyectado en el vacío. Como un ser para la muerte, como una pasión inútil. Su propia existencia es, según la vieja frase del desesperado Macbeth, «un cuento contado por un idiota». Y si se admite que el ser asciende hacia el hombre para culminar en la conciencia de sí mismo, habrá de expresar la desesperación en una fórmula metafísica absoluta: el ser para la nada. Pero dentro de la desesperación, es preciso delimitar graduaciones de autenticidad. Aludiré solamente a tres: la vanidad de la angustia, el orgullo de la finitud y la pura desesperanza. Tiene razón Sartre cuando d i c e 7 que en toda sinceridad reflexiva y consciente de sí misma hay un germen de insinceridad. Entre otras razones, porque cuando me paro a examinar mi propia angustia la convierto en objeto, dejo de vivirla plenamente para ocuparme en pensarla. El hombre realmente absorbido por su angustia, es angustia. De aquí la insinceridad inevitable analizar su esencia, límites y matices. Más que tener angustia es angustia. De aquí la insinceridad inevitable de todo arte y toda literatura. E l estado de ánimo que permite dedicarse a buscar forma adecuada para expresarlo, preocuparse de la sintaxis o de la combinación de colores no ocupa evidentemente todo el campo de la conciencia y, al menos e n aquel' momento, ha pasado a un segundo término. El enamorado que escribe un soneto no está amando como actitud primaria cuando lleva cuenta de la rima, el metro y los acentos. Mientras este «decalage» entre vivencia y expresión sea reconocido, mientras el escritor o el artista se confiese a sí mismo que su actividad es una vida de segundo grado, un reposo o una fuga de la vida verdadera, la 7
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sinceridad fundamental está a salvo 8 . La falsificación surge cuando la filosofía o la literatura reemplazan a la vida. Cuando nace el «profesional de la angustia». Entonces la experiencia de la finitud es sustituida por la retórica, la depuración del estilo, la búsqueda de editor, la lucha con los críticos, la preocupación por el estreno. También sobre la explotación de la angustia puede edificarse una existencia petite bourgeoise. Actitud infinitamente más honda que esta «vanidad de la angustia» es el «orgullo de la finitud». Cuando se habla del «orgullo de ser hombre» se suele pensar en todas las formas que a lo largo de la historia han revestido los «orgullos humanistas»: los racionalismos, los sentimentalismos, los vitalismos, los pragmatismos. Todos ellos se fundan en la exaltación de una cualidad, de un poder humano, hasta lo absoluto. A eso es a lo que en lenguaje bíblico se llama «hacer su corazón semejante a Dios». Pero en nuestra época ha surgido una forma nueva de orgullo humano. Es la actitud de quienes saben muy bien que toda cualidad humana es insignificante, que el hombre es un ser radicalmente insatisfecho, que su ansia no puede encontrar respuesta en lo intramundano. Y, sin embargo, en su análisis y en sus obras literarias se advierte pronto una extraña complacencia, un goce misterioso de la propia finitud. Y una aversión apasionada a todo intento de pretender para el hombre una salvación no humana. Como si la salvación religiosa viniese a arrebatarles el precioso tesoro de su angustia. Y es que también estos desesperados han encontrado un mito recóndito, también ellos han hecho su corazón semejante a Dios. Ese mito recóndito es el de la libertad incondicionada. Precisamente porque todo carece de sentido, porque la existencia es absurda, porque ' Un ejemplo bien patente nos lo ofrece uno de los artistas más sinceros de todos los tiempos, Vicente Van Gogh, que en sus cartas a Theo vuelve una y otra vez sobre la distinción entre la «vida verdadera» y el arte, «en el que se crean pensamientos en lugar de hijos» (carta 531).
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ningún camino lleva a ninguna parte, el hombre descubre el poder creador de su libertad. Pues crear es eso precisamente: elegir sin ningún motivo determinante, nada más que «porque sí». En este cosmos vacío, en este universo en que el hombre es la única conciencia, el yo se revela como la decisión solitaria y suprema, y a través de ella, como el nuevo Absoluto. Como el último dios. En L'homme révolté ha intentado Camus esbozar la historia de los precedentes de esta rebelión metafísica, y con mayor profundidad la ha personificado en su Calígula, a quien el descubrimiento, a la muerte de Drusila, de que el universo es absurdo, le lleva a la crueldad inmotivada como libertad pura. Así también el Orestes de Les mouches descubre que la plena aceptación de los propios actos hace que los dioses pierdan su poder sobre él. Pero antes que ellos, el genio de Dostoyevski había trazado en el ingeniero Kirillov, de Demonios, el prototipo y la caricatura de estos «orgullosos de la finitud». Kirillov piensa que si Dios no existe, el hombre es la cima del universo. Pero lo más humano del hombre es su libertad. Y el acto de libertad supremo y más arduo es el de elegir la muerte. Luego el suicidio es la suprema realidad cósmica, la que hace del hombre un dios. Toda la habilidad dialéctica de Sartre en ese libro tan poco afortunado que es L'existentialisme est un humanisme y de Simone de Beauvoir en su mucho más logrado Pour une morale de l'ambiguité no consigue resolver la contradicción inherente a la exaltación de la libertad en un ser que es pasión inútil. Si el proyecto constitutivo del hombre, «étre Dieu», es, por definición, irrealizable, ¿qué significa elegir? ¿Para qué determinarse en una dirección sin sentido? ¿No será la única actitud lógica —imposible, por otra parte— la pasividad absoluta? Para ambos filósofos, los valores carecen de realidad objetiva y son creados por la libre decisión humana. Pero ¿no queda con ello destruida la esencia misma del valor? ¿Ño es esencial a los valores éticos el que me sean dados como una exigencia objetiva de perfección? Si toda su validez dimana de
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mi voluntad, ¿cómo puede fundamentarse su deber ser? Si reciben de mí mismo toda su entidad, ¿cómo pueden significarme la «plenitud que aún no soy»? Desaparece también todo criterio para juzgar cada ética individual superior o inferior a las otras. Queda la pura desesperanza. La desesperanza que no encuentra satisfacción alguna en serlo. Que no puede reconciliarse consigo misma, que no puede aceptarse, que no puede instalarse en la finitud, que no halla reposo. Que quisiera seguir buscando, aunque ignora hacia dónde. Que estaría dispuesta a dar el universo entero a cambio de la esperanza. Que no se exhibe, porque no se considera como un bien que deba transmitirse ni como una liberación. Que tiene pudor de sí misma, porque se sabe corrosiva de toda razón de ser. Que respeta las ilusiones ajenas, preferibles, tal vez, a su vacío. Que si alguna vez se confía a otro, es buscando un imposible alivio en un momento de debilidad, del que en seguida se arrepiente. Que no es capaz de permanecer en contemplación complacida de sí, y trata, a veces, de encontrar un instante de reposo en la huida, consciente, sin embargo, de que la huida no existe. Que no se suprime en el suicidio, porque también el suicidio le parece carente de sentido, y porque tiene miedo físico a la muerte. Que procura en ocasiones concentrar la atención en las concretas y limitadas vivencias agradables del existir intramundano, sabiendo bien que son incapaces de darle sentido. Que se asemeja alguna vez externamente a la actitud burguesa, pero que difiere esencialmente de ella por su lucidez, por la conciencia de insatisfacción que no intenta engañarse. A la desesperanza puede adscribirse también, aunque pudiera constituir por sí grupo aparte, una última actitud no creyente: la ambigüedad intelectual. Acaso sea la que mayor número de hombres comparte en nuestro mundo de hoy. Acabamos de ver cómo los existencialistas han firmado la ambigüedad ética. Pero tal ambigüedad no es sino un caso particular de la mucho más extensa y común ambigüedad intelectual.
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Podría formularse así: «ninguna pregunta última tiene respuesta cierta». El hombre de nuestro tiempo se encuentra, de una parte, con que, para plantearse rigurosamente las más universales cuestiones filosóficas, religiosas, éticas, políticas, económicas, es necesario ser un verdadero especialista que conozca una enorme cantidad de datos complejos, inaccesibles al profano. Pero se encuentra también, de otra parte, con que los máximos especialistas en cada uno de estos temas mantienen opiniones contradictorias. Deduce, entonces de ello que tales problemas últimos son irresolubles, bien en sí mismos, bien para el hombre medio. No puede saberse con certeza si el neopositivismo lógico, o el materialismo dialéctico, o el existencialismo, o el neoescolasticismo tienen razón; si Dios existe; si Jesús es Dios; cuál es la Iglesia que El fundó; si la economía marxista es o no superior a la economía liberal; qué normas deben regir la vida sexual; si las libertades públicas son o no deseables, etc., etc. ¿Cómo vivir, entonces? Partiendo de las propias apetencias dominantes, y eligiendo, después, aquellas soluciones que parezcan favorecer la satisfacción de tales apetencias. Si mis deseos fundamentales consisten en una existencia cómoda, una ordenada vida familiar y unas moderadas diversiones, preferiré determinada estructuraración del mundo, sin por ello afirmar que en sí misma (si es que eso significa algo) sea la mejor y verdadera. Si, por el contrario, me agrada una vida de aventuras y riesgos, preferiré una estructuración muy distinta. Pero, en cualquier caso, hay una renuncia a las verdades últimas y universales. Lo único cierto son mis deseos y el modo inmediato de satisfacerlos. En cuanto me alejo de esta experiencia inmediata, los círculos concéntricos de la verdad se difuminan hasta desaparecer. En los más lejanos ni siquiera puedo estar seguro de qué solución será, a la larga, más favorable o desfavorable a mi felicidad personal. El gran retratista de la ambigüedad intelectual del mundo contemporáneo ha sido, sin duda, Aldous Huxley.
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Se emplea aquí la palabra «fe» en un sentido muy amplio, que abarca toda actitud religiosa. Pero no como posición subjetiva (de los aspectos psicológico y ético de la fe se hablará en la segunda parte, al exponer el ideal cristiano *), sino como contenido objetivo. Tener una actitud religiosa significa admitir que existe otro Ser, además del ser de los entes mundanos. Con otras palabras: creer que el ser no se agota en el ser de las cosas y de la conciencia humana. Hay tres formas fundamentales de religiosidad: el panteísmo, la religión personal no histórica y la religión histórica. Piensa el panteísmo que ese Ser que trasciende al de los entes individuales es, al mismo tiempo, el ser común a todos ellos. Pero no como un género abstracto, sino como una Realidad absoluta y única, a la que todo pertenece. La multiplicidad de individuos es tan sólo la apariencia externa, accidental y pasajera del cosmos. Su entidad profunda y permanente es una Sustancia infinita e indivisible. La misma conciencia personal humana pertenece, claro es, a lo aparente y fugitivo. Es preciso superarla para sumergirse en la contemplación de lo Uno. El panteísmo ha tenido dos formulaciones clásicas: la occidental, filosófica y abstracta, de Parménides, y la oriental, mística y poética, del panteísmo hindú. Durante algún tiempo se quiso negar a la primera su carácter religioso, pero Jaeger lo ha reivindicado vigorosamente 9 . He aquí un fragmento del poema de Parménides: «Ni fue en otro tiempo ni será, puesto que es ahora, enteramente, a la vez uno, continuo. ¿Qué nacimiento, en efecto, puedes buscarle? »¿Por dónde, desde qué ha evolucionado? No de la nada: no te permitiré decirlo ni pensarlo. Porque es imposible decir ni pensar que no exista. Por otra * Cf. Moral para universitarios, c. IV. The theology of the early greek philosophers, 1947 (hay traducción castellana). 9
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parte, ¿qué necesidad le hubiera hecho surgir más tarde mejor que más pronto, brotar de la nada y crecer? »No puede más que o ser absolutamente o no ser de ningún modo. Porque si deviene, es que no es; y tampoco si ha de llegar un día en que será. »Así se extingue la génesis; así desaparece la muerte. »No es tampoco, de ningún modo, divisible, puesto que es completamente homogéneo. »Porque no hay aquí un más que rompa su continuidad. »Ni allá, un menos. Sino que todo está lleno de ser. »Todo, pues, es continuo: el ser apretándose contra el ser...» Veamos ahora un ejemplo de la literatura panteísta oriental en unos fragmentos del gran místico hindú Kabir (1440-1518): «¡Oh, servidor mío!, ¿dónde me buscarás? ¡Mira!, estoy junto a ti. »No estoy ni en el templo ni en la mezquita; ni en el santuario de la Meca ni en la morada de las divinidades hindúes. »No estoy ni en los ritos ni en las ceremonias, ni en el ascetismo y sus renunciamientos. »Si me buscas verdaderamente, me verás en seguida, y llegará un momento en que me encontrarás. »Kabir dice: ¡Oh Santo!, Dios es el aliento de todo cuanto respira... »¡Oh, esa palabra misteriosa, ¿cómo podría yo jamás pronunciarla? »¿Cómo puedo decir: El es como eso o como aquello? »Si digo que El está en mí, el universo se avergüenza de mis palabras. i »Si digo que está fuera de mí, miento. »De los mundos inferiores y exteriores ha hecho una indivisible unidad. »Lo consciente y lo inconsciente son escabel de sus pies. »No es manifiesto ni oculto. Ni revelado ni irrevelado. No hay palabra para decir lo que es.» La gran dificultad metafísica del panteísmo ha sido'
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siempre la de explicar cómo y por qué de lo Uno ha podido surgir lo múltiple, y ello sin que desaparezca la unidad. Frente a la religiosidad panteísta, nos encontramos con las religiones personales. Para ellas, lo divino no es Algo, sino Alguien. La conciencia individual no es ya considerada como un aspecto accesorio y aparente en el ser, sino como su núcleo y su cima. Dios es Persona. En ellas, el hombre no aspira a «perderse» en Dios, sino a dialogar con El. Le llama «Tú» sin dejar de sentirse «yo». Dentro de la religiosidad personal caben dos posiciones: la religión no histórica y las religiones históricas. Religión no histórica es aquella que cree que Dios permanece exterior al mundo. Dios no se hace presente en la historia, sino que mantiene un soberano y tremendo silencio. Y ello bien porque así lo exige su misma naturaleza divina, como en el dios de Aristóteles, bien porque se limita a aguardar al hombre al término de su existencia terrena, como el dios del deísmo. Las religiones históricas creen, por el contrario, que Dios es el Señor de la historia. Que la religión no es un solitario grito de angustia que las generaciones humanas lanzan desde la tierra, como Job desde la ceniza, hacia un cielo mudo e inmóvil. Creen que ya en este mundo Dios ha establecido un diálogo con el hombre. Que no se ha limitado a dejar en las cosas la huella de su acción creadora, como las huellas que un visitante desconocido deja en la playa, y que no permiten saber si se trata de una presencia favorable, hostil o sólo indiferente. Que ya en esta vida Dios ha respondido a la llamada del hombre o, más exactamente, que ha sido El quien le ha convocado a dialogar. Y esa presencia de Dios en la historia invitadora al diálogo se manifiesta, como entre los hombres, por el gesto y por la palabra. El gesto divino es el milagro, la palabra divina es la revelación. Tener fe en sentido estricto significa aceptar la revelación. Sólo tres religiones adoran a un Dios infinito, per-
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sonal, único e histórico: el cristianismo, el judaismo y el mahometismo. Y las tres proceden de la Revelación bíblica, mejor o peor entendida. Preguntarse, pues, si Dios ha hablado al hombre equivale a preguntarse si la Biblia es palabra de Dios. Terminaremos este capítulo exponiendo brevemente los caracteres fundamentales de la fe bíblica. La Biblia no es una especulación sobre el sufrimiento humano y el mal cósmico, como el budismo; no es tampoco un conjunto de normas éticas, como el confucianismo; no es una teoría sobre la naturaleza de Dios, como las propuestas por los filósofos griegos; no es tampoco, simplemente, una explicación del origen del mundo y del hombre, como las cosmogonías mitológicas. La Biblia es la revelación de un acontecimiento. De algo que está ocurriendo, que ha ocurrido y que va a ocurrir. Y eso que acontece es que Dios está presente y actuando en el mundo. La Biblia nos cuenta la historia de esa actuación divina. O mejor, nos revela cómo la historia visible, los sucesos sociales, individuales e incluso físicos son la manifestación del Dios cercano. El Dios bíblico se revela primordialmente obrando. «Mi Padre está actuando siempre», dice Jesús (Juan, 5, 17). Esa historia reveladora tiene, claro está, un pasado, un presente y un futuro. Es decir, un argumento. De aquí que la Revelación bíblica más que a una exposición doctrinal, se parezca a un drama. Pero a un drama que está en curso de representación. En el pasado, Dios ha creado el mundo, castigado a Adán, enviado el diluvio, elegido a su pueblo, establecido la Alianza, liberado a los israelitas de Egipto... Por eso, la más antigua profesión de fe bíblica que conocemos tiene carácter histórico: «Tú pronunciarás estas palabras delante de Yavé, tu Dios: Mi padre era un arameo errante que bajó de Egipto; en pequeño número fue allí a refugiarse, antes de convertirse en una nación grande, potente y numerosa. Los egipcios nos maltrataron, se burlaron de nosotros y nos impusieron una dura servidumbre. Nosotros clamamos a Yavé, el Dios de nuestros padres.
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Yavé oyó nuestra voz, vio nuestra miseria, nuestro dolor y nuestra opresión. Y Yavé nos sacó de Egipto con mano fuerte y brazo extendido, mediante un gran terror, signos y prodigios. Nos ha conducido aquí y nos ha dado este país, país que mana leche y miel. .He aquí que yo aporto ahora las primicias de la tierra que Tú me has dado, Yavé» (Deuteronomio, 26, 5-10). Ahora bien: aunque sepamos que todo cuanto ocurre es obra de Dios, el lenguaje de los acontecimientos es, muchas veces, oscuro y no resulta patente qué es lo que Dios se propone y qué es lo que quiere de nosotros: «Porque vuestros pensamientos no son mis pensamientos y mis caminos no son vuestros caminos, oráculo de Yavé. Alto está el cielo sobre la tierra: igualmente altos están mis caminos sobre vuestros caminos y mis pensamientos sobre vuestros pensamientos» (Isaías, 55, 8-9). De aquí que la palabra tenga que venir a aclarar el sentido del acontecimiento: ésa fue, precisamente, la misión del profetismo. El profeta es el que explícita el sentido de la historia: ha ocurrido esto porque Dios se propone aquello otro. Pues los profetas tienen el privilegio de estar en los secretos de Dios: «En verdad, el Señor Yavé no hace nada sin revelar su designio a sus servidores los profetas» (Amos, 3, 7). De aquí que en todos los momentos culminantes de la historia de Israel aparecieran profetas para revelar el sentido oculto de los acontecimientos: Isaías y Miqueas, del peligro asirio; Jeremías, de la amenaza babilónica; Ezequiel, de la cautividad; el segundo Isaías, de la liberación por Ciro; Ageo y Zacarías, de la reconstrucción nacional; Daniel, de la dominación seléucida... Pero si la Revelación tiene un argumento, habrá de tener también desenlace. ¿Para qué hace Dios todo esto?, ¿qué es lo que se propone?, ¿cuál es la meta de la historia? Para responder a esta pregunta surge otro de los caracteres esenciales de la religión bíblica: el de ser escatológica. Es decir: el de caminar a una
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situación final de plenitud cósmico-religiosa. Cierto que la esperanza en una futura «edad de oro» no es exclusiva de la Biblia. Pero la escatología bíblica tiene un significado dominante que le es propio: concebir toda la historia como un progreso en la comunicación de Dios al mundo, hacia una meta última («el fin de los días»), en la que, según la bella expresión profética, «la tierra se llenará del conocimiento de Dios, como las aguas llenan el mar» (Isaías, 11, 9). Más adelante veremos cómo el Nuevo Testamento dará su sentido pleno a la escatología bíblica. Tener fe según la Biblia no significa sólo, por tanto, adoptar una posición intelectual, sino establecer un contacto personal con el Dios vivo, presente y actuante en el mundo. Significa creer que Dios está aquí, en medio de los hombres y cerca de cada uno de ellos. Significa aceptar que la historia es movida por El, y que en todo cuanto ha acontecido, acontece y acontecerá en la historia humana común, y en mi biografía individual, Dios se revela, llamando a todos los hombres a una entrega a El cada vez más plena y completa. Significa, en fin, creer que el tiempo camina hacia el encuentro de cada uno de nosotros con Dios.
IV DE LO FINITO
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Lo cognoscible de Dios les es manifiesto, pues Dios se lo ha manifestado; porque lo invisible de El es visible por la reflexión, después de la creación del mundo, mediante sus obras, tanto su eterna fuerza como su divinidad, de modo que sean inexcusables (Romanos, 1, 19-20). Si la existencia auténtica incluye como momento constitutivo la apertura a lo Absoluto, nos corresponde ahora examinar la naturaleza de ese Ser Absoluto, dejando para la segunda parte de esta obra el análisis de la apertura en cuanto tal. Estará, pues, dedicado este capítulo al conocimiento de Dios. Estableceremos, primeramente, el concepto de Dios; para lo cual, en vez de limitarnos al concepto filosófico, acudiremos al concepto bíblico, incomparablemente más hondo y rico. Y nos ocuparemos después de la posibilidad de un conocimiento religioso natural y de la situación del hombre contemporáneo en relación con ese conocimiento natural de Dios.
CONCEPTO BÍBLICO DE DIOS
La idea de Dios que nos transmiten progresivamente ambos Testamentos puede resumirse en cuatro predicados fundamentales: Dios es santo, Dios es bueno, Dios es viviente, Dios es uno y trino. EL DIOS SANTO.—Lo que mejor pone de manifiesto
el abismo mental que separa al hombre de la Biblia del hombre moderno es la incapacidad de la mayoría de nuestros contemporáneos para aprehender la viven-
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cía bíblica central, la vivencia de lo santo. En esta mutación psíquica se encierra el problema último de la religiosidad contemporánea. Ella explica la sensación que produjo el libro de Rudolf Otto, Das Heilige1, al demostrar que el núcleo de toda vida religiosa es la experiencia de la santidad. Pero no sólo en la concepción bíblica, sino en la casi totalidad de las grandes culturas antiguas constituye la vivencia de lo santo un elemento básico. Las excepciones más notables son las de la cultura china, y, hasta cierto punto, en sus manifestaciones clásicas y oficiales, la cultura grecorromana. Después de su conversión al cristianismo y durante toda la Edad Media, la cultura europea encuentra también uno de sus fundamentos en la noción de lo santo. Únicamente a partir del Renacimiento comienza a presentarse como fenómeno colectivo de la incapacidad para su aprehensión. ¿Qué es lo santo o numinoso? No es fácil describirlo. He aquí cómo lo intenta P. van Imschoot 2 : «Lo numinoso abarca varios elementos: es lo absolutamente otro, es decir, lo totalmente distinto y por encima de todo otro ser, potente y majestuoso, misterioso y terrible, pero al mismo tiempo atrayente. Delante de lo numinoso, el hombre experimenta vivamente el sentimiento de su nada, el estremecimiento, la sorpresa y ese temor reverencial que se compone de horror y de confianza.» Lo santo es, en sí mismo, una noción esencialmente distinta de lo bueno. La primera es religiosa, la segunda es ética. Cierto que la aprehensión de lo santo produce necesariamente el nacimiento de ciertos deberes éticos, que constituyen la ética religiosa. El hombre que tiene la vivencia de lo santo se sabe obligado a la adoración, el sacrificio, la purificación. Pero la inversa no es cierta: cabe aprehender, e incluso muy honda aunque parcialmente, la bondad moral, sin ninguna vivencia religiosa en sentido estricto. Kant es 1 2
1917 (hay traducción castellana: Lo santo). Théologie de l'Anden Testament, I, 1954, p. 47.
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ejemplo clásico de ello al atribuir al concepto de «santidad», de acuerdo con una evolución semántica universal, un contenido puramente ético. Ahora bien: es preciso dejar bien claro que el valor ético de bondad (como cualquier otro valor) pasa a ser religioso, santo, si se percibe como absoluto. Porque santo es precisamente eso: lo que se aprehende, axiológica o existencíalmente, como absoluto, como infinito. Por ello, la vivencia de lo santo surge frecuentemente ante los grandes fenómenos naturales, o ante seres humanos de cualidades sublimes, o, también, en contraposición a una radical experiencia de la finitud del hombre o del mundo. Cuando eso ocurre, tales realidades, en sí mismas limitadas, funcionan como símbolos de un ser o de un atributo infinito. El Santo por excelencia, según la Biblia, es Dios. Pero la santidad se contagia, se comunica a todo lo que tiene una relación especial con El. Así, en el Antiguo Testamento son santos las vestiduras sacerdotales, el aceite de las unciones rituales, las ofrendas y víctimas de los sacrificios. Y más particularmente son santos aquellos lugares en que Yavé habita con mayor intensidad: el arca, el tabernáculo, el templo, la ciudad de Jerusalén, el pueblo de Israel, el cielo, los sitios en que se realiza una teofanía. Hasta el punto de que la santidad del arca produce la muerte de quienes no se regocijan al verla (1 Samuel, 6, 19) o de quien la toca para evitar que caiga (2 Samuel, 6, 6-7). En el Nuevo Testamento son llamados santos todos los cristianos, porque tienen relaciones especialísimas con Dios y, sobre todo, porque el Espíritu de Dios habita en ellos. Ante la santidad de Dios, el hombre bíblico queda penetrado de la evidencia de su nada ontológica y de su miseria moral. Los mismos ángeles cubren su rostro. Así nos lo muestra la famosa visión de Isaías: «El año de la muerte del rey Ozías yo veía al Señor Yavé sentado sobre un trono elevado. Su vestidura llenaba el santuario. Los serafines se mantenían sobre El, cada uno con seis alas: dos para cubrirse el rostro,
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dos para cubrirse los pies, dos para volar. Y se gritaban estas palabras: ¡Santo, Santo, Santo es Yavé Sabaot! ¡Su gloria llena toda la tierra! Los goznes de la puerta se estremecían a la voz del que gritaba, y el Templo se llenó de humo. Yo dije: ¡Desgraciado de mí, estoy perdido! Porque soy hombre de labios impuros, que habito en medio de un pueblo de impuros labios, y mis ojos han visto al Rey, a Yavé Sab'aot» (6, 1-5). Abraham se reconoce ante los tres misteriosos mensajeros «polvo y ceniza» (Génesis, 18, 27). Jacob exclama al despertar de su visión: «¡Qué terrible es este lugar!» (Génesis, 28, 17). También está penetrada de santidad la aparición a Moisés en el Horeb: «Moisés, que apacentaba los carneros de Jetro, su suegro, sacerdote de Madián, y los había llevado por el desierto, llegó a la montaña de Dios, el Horeb. El Ángel de Yavé se le manifestó bajo la forma de una llama que brotaba de una zarza. Moisés vio que la zarza ardía sin consumirse. Se dijo: Voy a acercarme a ver este extraño espectáculo, por qué la zarza arde sin consumirse. Yavé le vio avanzar para ver mejor, y Dios le llamó de en medio de la zarza: ¡Moisés, Moisés! Heme aquí, respondió él. Entonces le dijo: No te acerques. Quita las sandalias de tus pies, porque el lugar que pisas es una tierra santa. Dios le dijo también: Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob. Entonces Moisés se cubrió el rostro, por miedo a que su mirada se fijase en Dios» (Éxodo, 3, 1-6). Más adelante Moisés pide a Yavé que le deje ver su gloria (manifestación de la santidad): «Moisés le dijo: Hazme la gracia de ver tu gloria. El dijo: Haré pasar ante ti todo mi esplendor y pronunciaré delante de ti el nombre de Yavé. Porque tengo compasión de quien quiero y me apiado de quien me parece bien. El añadió: Tú no puedes ver mi rostro, porque ningún hombre puede verme y seguir viviendo. Yavé dijo también: He aquí un puesto cerca de mí. Estarás de pie sobre la roca, y cuando pase mi gloria, te meteré en una hendidura de la roca, y te cubriré
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con mi mano durante mi paso. Después quitaré la mano, y me verás de espaldas. Pero mi rostro no puede ser visto» (Éxodo, 33, 18-23). Esta vivencia del anonadamiento de la creatura ante la santidad de Dios recibe su expresión más eficaz en el sacrificio. En ella tiene también su raíz la guerra de exterminio religioso, en la que es suprimido el infiel que con su presencia profana la tierra del pueblo de Dios. El Nuevo Testamento gira igualmente en torno a la noción de lo santo. Ella es la que inspira la indignación de Jesús contra los mercaderes que profanan el Templo (Marcos, 11, 15-17). Un terror santo hace exclamar a Pedro ante la pesca milagrosa: «¡Apártate de mí, Señor, que soy hombre pecador!» (Lucas, 5, 8). La transfiguración provoca en sus espectadores un horror religioso que les hace caer rostro en tierra (Mateo, 17, 6). Toda la Pasión de Jesús, y muy especialmente la noche de Getsemaní, está transida de la exigencia absoluta de lo santo. Y sólo partiendo de la vivencia de la santidad divina puede ser comprendida la enseñanza de Jesús sobre el fuego eterno. San Pablo, por su parte, edifica toda su teología sobre la noción de lo santo. Únicamente desde ella puede entenderse su enseñanza sobre la justificación por la fe, sobre la aniquilación de todo orgullo humano, moral o intelectual, sobre la predestinación, sobre la redención por Jesucristo. La Epístola a los Hebreos, finalmente, acierta a expresar la santidad divina en fórmulas particularmente enérgicas: «Terrible es caer en las manos del Dios vivo» (10, 31). «Porque nuestro Dios es un fuego abrasador» (12, 29). EL DIOS BUENO.—Pero aunque la santidad sea un
atributo divino completamente distinto de los atributos morales, no es menos cierto que en el concepto bíblico de Dios la santidad aparece desde el primer momento unida a atributos éticos, y que la importancia de estos últimos va acentuándose en el progreso de la Re-
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velación, que culmina en el Nuevo Testamento, con el perfecto equilibrio entre santidad y bondad. En el primer estadio de la religión de Israel, el atributo moral de Dios predominante fue el de la justicia. Los israelitas nómadas del tiempo de los patriarcas concebían a Dios probablemente según la imagen del jefe de la tribu, que administra justicia a los miembros de la misma. Ser justo equivale, por tanto, a atenerse estrictamente a la equidad, de acuerdo con las normas consuetudinarias, sin dejarse llevar por ningún favoritismo y preocupándose sólo de premiar el bien y castigar el mal. A esta equidad apela Abraham en su intento de evitar la destrucción de Sodoma: «¡Lejos de ti hacer eso, hacer morir al justo con el pecador, de tal modo que el justo sea tratado como el pecador! ¡Lejos de ti! ¿Es que el juez de toda la tierra no va a hacer justicia?» (Génesis, 18, 25). Pero muy pronto, e intensificándose hasta alcanzar su máxima expresión en los profetas, a la justicia se añaden otros atributos éticos, aún más positivos: la compasión, la paciencia, la bondad y el amor. Limitándonos a este último, el Antiguo Testamento se ocupa, casi exclusivamente, del amor de Yavé a su pueblo Israel. La extensión de ese amor a todos los pueblos aparece únicamente referido a los futuros tiempos mesiánicos. En algunos textos, muy escasos, se habla, sin embargo, de un amor de Dios a toda criatura: «Yavé es bondad para todos, su misericordia se extiende a todas sus obras» (Salmo 145, 9); «Sí, tú amas a todos los seres, y no aborreces nada de cuanto has hecho; porque si hubieras odiado algo, no lo habrías creado» (Sabiduría, 11, 24); «La piedad del Señor es para toda la carne» (Eclesiástico, 18, 13). El amor de Yavé a su pueblo se manifiesta fundamentalmente en la Alianza que establece con él. Aunque en la decadencia del judaismo los fariseos tenderán a interpretar la Alianza como una especie de pacto bilateral que da derechos al hombre frente a Dios, su verdadero sentido es el de una elección puramente gratuita por parte de Yavé, que se formula así: «Yo seré tu
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Dios, y tú serás mi pueblo» (Levítico, 26, 12). Su expresión más bella se encuentra en el Deuteronomio: «Ciertamente es a Yavé, tu Dios, a quien pertenecen los cielos y los cielos de los cielos, la tierra y todo lo que en ella se encuentra. Yavé, sin embargo, no se ha asociado sino a tus padres, por amor a ellos, y después de ellos ha elegido entre todas las naciones a su descendencia, a vosotros, hasta el día de hoy. Circuncidad vuestro corazón y no endurezcáis vuestra nuca, porque Yavé, vuestro Dios, es el Dios de los dioses y el Señor de los señores, el Dios grande, vencedor y temible, que no hace acepción de personas y no se deja corromper por regalos. Es El quien hace justicia al huérfano y a la viuda, y El ama al extranjero, a quien da pan y vestido. Amad al extranjero, porque en el país de Egipto vosotros fuisteis extranjeros. Es a Yavé, tu Dios, a quien temerás y servirás, uniéndote a El y jurando por su nombre. Es a El a quien debes alabar, y El es tu Dios: El ha realizado por ti esas cosas grandes y terribles que tus ojos han visto, y mientras que tus padres no eran más que setenta cuando descendieron a Egipto, Yavé, tu Dios, te ha hecho al presente tan numeroso como las estrellas de los cielos» (10, 14-22). El amor de Yavé por su pueblo es presentado por los profetas bajo dos imágenes: la del padre y la del esposo. Los textos en que se expresa este amor paternal y conyugal son frecuentemente de insuperable belleza: «Cuando Israel era niño, yo lo amé, y de Egipto llamé a mi hijo. Pero cuanto más los llamaba, más se apartaban de mí; han sacrificado a los Baales, han hecho humear ofrendas delante de los ídolos. Y, sin embargo, yo enseñé a andar a Efraim, yo los tomé en mis brazos; y ellos no han comprendido que yo me cuidaba de ellos. Yo los llevaba con ataduras humanas, con los lazos de amor; yo era como quien cría un niño contra su mejilla; me inclinaba sobre él, y le daba de comer... No daré curso al ardor de mi cólera, no destruiré a Efraim. Porque yo soy Dios y no un hombre: en medio de ti soy el Santo, y no me complazco en destruir» (Oseas, 11, 1-6 y 9).
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«Así habla el Señor, Yavé, a Jerusalén: Por tu origen y tu nacimiento eres del país de Canaán. Tu padre era amorrita, y tu madre, hitita. A tu nacimiento, el día en que viniste al mundo, no se te cortó el cordón, no se te lavó en agua para limpiarte, no se te frotó con sal, no se te envolvió en panales. Nadie se inclinó sobre ti para cumplir contigo alguno de esos deberes, por compasión hacia ti. Fuiste lanzada en medio del campo, por desagrado de ti, el día de tu nacimiento. Yo pasé cerca de ti, y te vi, debatiéndote en tu sangre: Y te dije cuando estabas en tu sangre: Vive y crece como la hierba de los campos. Te desarrollaste, creciste, y llegaste a la edad nubil. Tus senos se afirmaron, tu cabellera se hizo abundante, pero estabas completamente desnuda. Entonces pasé cerca de ti, y te vi. Era tu tiempo, el tiempo de los amores. Extendí sobre ti el paño de mi manto, y cubrí tu desnudez; me comprometí con juramento, hice un pacto contigo —oráculo del Señor Yavé—y fuiste mía.* Te bañé en el agua, lavé la sangre que te cubría, te ungí con aceite. Te di vestidos bordados... Fuiste renombrada entre las naciones por tu belleza, que era perfecta gracias a mi esplendor, del que te había revestido...» (Ezequiel, 16, 1-9 y 14). Para expresar el amor de Dios, Jesús utiliza también el concepto de la paternidad divina, llevándolo a su plenitud. En la parábola del hijo pródigo, Dios aparece como un padre que no se limita a perdonar al hijo pecador, sino que corre a su encuentro, lo agasaja y lo defiende contra el hijo justo, pero sin misericordia (Lucas, 15, 11-32). Pero el amor de Dios Padre a los hombres se manifiesta, ante todo, en el Nuevo Testamento, mediante el envío de su Hijo Unigénito, Jesucristo, para que nos redima con el sacrificio de su vida: «Tanto ha amado Dios al mundo, que ha dado a su Hijo único, para que todo hombre que cree en él no perezca, sino que tenga la vida eterna» (Juan, 3, 16). Mediante la redención de ese Hijo único alcanzamos los demás la posibilidad de llegar a ser, por la fe, hijos adoptivos de Dios: «Cuando vino la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley,
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para rescatar a los que estaban bajo la ley, a fin de conferirnos la adopción de hijos» (Calatas, 4, 4). La expresión perfecta y suprema de este proceso de etización de la idea bíblica de Dios se encuentra en la Epístola primera de San Juan. Si en el segundo libro de la Biblia, el libro del Éxodo, Dios da a Moisés de sí mismo la definición famosa: «Yo soy el que soy» (3, 14), al término de la Revelación bíblica se nos dice: «Quien no ama, no ha conocido a Dios. Porque Dios es amor... Y nosotros hemos conocido y hemos creído en el amor que Dios nos tiene. Dios es amor; el que permanece en el amor en Dios permanece, y Dios permanece en él» (1 Juan, 4, 8 y 16). Entre ambas definiciones se desarrolla todo el progreso del pensamiento bíblico. Consecuencia fundamental de este amor de Dios es su deseo de que todos los hombres se salven: «He aquí lo que es bueno y lo que agrada a Dios, nuestro Salvador, que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Timoteo, 2, 3). EL DIOS vivo.—Si por sus atributos el Dios bíblico es infinitamente superior a los dioses de las mitologías, por su carácter personal es completamente distinto del dios de las filosofías. El Dios bíblico no es ni un Primer Motor Inmóvil ni el punto de convergencia de las Ideas. Sino que es un Dios personal, viviente, con inteligencia y voluntad libre; que gobierna el mundo e interviene en la historia como y cuando quiere; que, dentro de la más estricta justicia, reparte sus dones con absoluta independencia. Es un Dios que a sí mismo se dice Yo, y a quien los hombres llaman Tú: «Yo, yo, yo soy Yavé, y no hay más salvador que yo. Soy yo quien ha revelado, salvado y proclamado. Ningún extranjero entre vosotros. Vosotros sois mis testigos —oráculo de Yavé— y yo, yo soy Dios, desde la eternidad lo soy. Y nadie libra de mis manos: yo juzgo sin apelación» (Isaías, 43, 11-13). La viviente personalidad del Dios bíblico, tiene su manifestación máxima en su libertad absoluta frente a
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la historia: su soberanía sobre el destino de los pueblos y los hombres no conoce otras limitaciones que las que dimanan de su propia justicia y bondad. Esa libertad divina recibe su más plena expresión en el célebre texto de la Epístola a los Romanos, uno de los más comentados y discutidos de toda la Escritura, en el que no se habla directamente de la predestinación de los individuos a la vida eterna, sino del destino de los pueblos a formar parte de la Iglesia. «Más todavía: Rebeca había concebido de un solo hombre, Isaac, nuestro padre. Ahora bien: antes del nacimiento de los niños, cuando aún no habían hecho ni bien ni mal, para que quedara afirmada la libre decisión de Dios, que depende no de las obras, sino de Aquel que llama, se le dijo: El mayor servirá al menor; según está escrito: Amé a Jacob y odié a Esaú. ¿Qué diremos?: ¿será Dios injusto? No, ciertamente. Porque El dijo a Moisés: Tengo misericordia de quien tengo misericordia, y me compadezco de quien me compadezco. No se trata, pues, de quien quiere o de quien corre, sino de quien Dios tenga misericordia. Porque la Escritura dice al faraón: Para esto te he suscitado, para mostrar en ti mi fuerza, y para que se celebre mi nombre en toda la tierra. Así, pues, de quien quiere tiene misericordia y a quien quiere endurece. Tú me dirás: ¿qué reprocha entonces?; ¿a su voluntad puede acaso resistirse? ¡Oh hombre! ¿Quién eres tú para disputar con Dios? ¿Acaso dice la obra a quien la modela: Por qué me hiciste así? ¿O no es dueño el alfarero de su arcilla para fabricar de la misma pasta una vasija de lujo o una ordinaria? Pues si Dios, queriendo manifestar su cólera y dar a conocer su fuerza, ha soportado con mucha magnanimidad a las vasijas de ira dispuestas para la perdición, y para dar a conocer la riqueza de su gloria respecto de las vasijas de misericordia que predestinó a la gloria, respecto de nosotros, a quienes llamó no solamente de entre los judíos, sino también de entre los paganos...» (9, 10-24).
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EL DIOS UNO Y TRINO.—Durante los últimos quinientos años de su historia precristiana, desde su regreso de la cautividad en Babilonia (538 a. C ) , Israel concibe su misión histórica entre las naciones como la del testigo del monoteísmo. En esa conciencia de ser el solo de los pueblos de la tierra que cree en el Dios Único fundamenta Israel su supremacía sobre todas las gentes. Ella es también el principio último de unidad nacional. Ya en el Primer libro de Samuel se lee: «No os apartéis de Yavé, y servidle con todo vuestro corazón. No os apartéis siguiendo ídolos de nada, que no sirven para nada, que no son de ninguna ayuda, porque no son sino nada» (12, 21-22). Y desde su superioridad monoteísta los profetas se burlaban acerbamente de los idólatras. «El escultor en madera toma medidas, dibuja la imagen con tiza, la trabaja con el cincel y sigue el esbozo con el compás. La hace según las proporciones humanas, según el rostro de un hombre, para que habite en un templo. La había cortado del cedro, o bien del ciprés o de la encina... Para la gente eso era bueno para quemar. Se la toma para calentarse. Se la enciende también para cocer el pan. Pero él fabrica con ella un dios delante del cual se prosterna, hace con ella un ídolo delante del cual se inclina. Quema la mitad en el fuego, sobre las brasas asa la carne, después come el asado hasta saciarse. Se calienta también, y dice: ¡Ah!, me caliento, y contemplo la llama. Con lo que queda hace su dios, su ídolo delante del cual se inclina, y se prosterna, y al que ruega diciendo: Líbrame, porque tú eres mi dios» (Isaías, 44, 13-17). La cuestión del monoteísmo de Israel puede plantearse en dos planos distintos: en el plano histórico y en el plano teológico. En este último —que es el que aquí nos importa— la respuesta es perfectamente clara: todos los libros bíblicos, en su redacción definitiva e inspirada, no admiten la existencia de otro dios que Yavé. Problema muy distinto —importante para la historia, pero muy secundario para la teología— es el de si la revelación de la unicidad de Dios se hizo al pueblo
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de Israel de un modo absolutamente claro y perfecto desde el primer instante de su historia o si hubo algún progreso en la manifestación de esta verdad: cabría suponer, en efecto —como han hecho algunos historiadores—, que en un primer estadio la fe de Israel no excluía positivamente la existencia de otros dioses extranjeros, con un carácter más o menos demoníaco. Ni plantearía tampoco ningún problema teológico la posibilidad de que al pleno desarrollo del monoteísmo israelita hayan contribuido influjos exteriores, de acuerdo con el plan de la Providencia divina; así, algunos han pensado en el discutido monoteísmo de Atón en Egipto en tiempo de Amenofis IV (1377-1358) 3 . Lo cierto es que Israel es el único pueblo que, como tal y durante cinco siglos, ha profesado, en la antigüedad, un monoteísmo absoluto. Respecto a la unicidad de Dios, el Nuevo Testamento no aporta, ni podía aportar, ningún perfeccionamiento. Pero sí, en cambio, nos hace la sorprendente y misteriosa revelación de que dentro de esa unidad absoluta de la naturaleza divina existe una trinidad de Personas. De la revelación trinitaria no existe ningún precedente en todo el Antiguo Testamento. Lo que sí encontramos en él son antecedentes de las formas mentales que los autores inspirados del Nuevo utilizarán para expresar el misterio de la Trinidad. En efecto, de las manifestaciones de Dios en el Antiguo Testamento, dos ocupan lugar primordial: la Palabra y el Espíritu. La gran novedad del cristianismo será la de revelarnos que estas dos manifestaciones de Yavé no son simplemente diversos nombres de la acción de Dios sobre el mundo, sino que son verdaderas hipóstasis divinas, que, juntamente con el Padre, constituyen una trinidad de Personas de 3 Parece, sin embargo, que esta hipótesis está últimamente en retroceso entre los especialistas. Así, recientemente J. A. Wilson: The burden of Egypt. An interpreta/ion of ancient Egyptian culture, 1951 (hay traducción castellana). El autor niega tanto el monoteísmo del culto de Atón como su influencia en el monoteísmo judío.
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idéntica naturaleza, pero realmente distintas entre sí en cuanto Personas. En el Antiguo Testamento no se establece distinción clara entre la acción propia de la Palabra de Yavé y la del Espíritu de Yavé. A ambas se atribuyen prácticamente los mismos efectos. Todo lo más podría decirse que en la acción de la Palabra se subraya algo más el aspecto de manifestación intelectual, y en la acción del Espíritu algo más el aspecto vitalizador en lo físico, lo psíquico y lo moral. Como al estudio de la Palabra divina y de su Encarnación se dedicará todo el capítulo siguiente, nos limitaremos aquí a unas breves indicaciones sobre el Espíritu. Al Espíritu (rúa], en hebreo, significa viento, soplo, hálito; lo mismo que pneuma en griego y que spiritus en latín) nos lo presenta el Antiguo Testamento en su primera página, cerniéndose sobre el caos: «Al principio creó Dios el cielo y la tierra. Pero la tierra estaba confusa y vacía, las tinieblas cubrían el abismo, el espíritu de Dios se cernía sobre las aguas» (Génesis, 1, 1-2). A él se atribuye la vida física de los seres: el primer hombre es animado mediante el aliento que Yavé le introduce por las ventanas de la nariz (Génesis, 2, 7). Es él quien da habilidad a los artesanos, discernimiento a los jueces, sabiduría a los sabios. Reposa de un modo habitual en José, en Moisés, en Josué, en David, en Elias. El Espíritu habitará con plenitud en el futuro Enviado: «Un retoño sale del tronco de José, un vastago brota de sus raíces: sobre él reposa el espíritu de Yavé, espíritu de sabiduría y de inteligencia, espíritu de consejo y de fuerza, espíritu de ciencia y de temor de Yavé» (Isaías, 11, 1-2). En la época de los profetas, que son inspirados por el Espíritu, se atribuye a su acción en los nombres un efecto transformador de naturaleza ética: «De nuevo será difundido sobre nosotros un espíritu venido de lo alto. Entonces el desierto se convertirá en vergel, y el vergel se transformará en bosque. En el desierto morará el derecho, y la justicia habitará en el ver-
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gel: la justicia producirá la paz, y el derecho, una seguridad perpetua» (Isaías, 32, 15-16). Llegando aún más lejos, el autor del Miserere (Salmo 51, 12) considera el espíritu divino como un principio interior y permanente de la vida religiosa de cada hombre: Oh Dios, créame un corazón puro, restaura en mi pecho un corazón firme; no me arrojes lejos de tu rostro, no retires de mí tu santo espíritu. En el Nuevo Testamento, las referencias al Espíritu de Dios o Espíritu Santo son frecuentísimas. A El se atribuye la concepción de Jesús (Mateo, 1, 18); la iniciación de la vida pública (Mateo, 3, 16); su santificación (Hebreos, 9, 14); sus prodigios (Mateo, 12, 28). A El confía Cristo su naciente Iglesia: El será el nuevo Paráclito (protector, consolador), que permanecerá eternamente con los discípulos de Jesús, y les revelará la verdad completa (Juan, 14, 16-26; 15, 26; 16, 7,15); por su acción, los apóstoles serán capaces de dar testimonio de Cristo (Hechos, 1, 8); El es el principio de unidad de la Iglesia (Efesios, 4, 4), a la que enriquece con sus diversos dones (1 Corintios, 12); San Pablo considera la inhabitación del Espíritu Santo como la raíz de toda la vida religiosa y moral del cristiano (Romanos, 8), etc. Que en el Nuevo Testamento el Espíritu Santo no es, como en el Antiguo, simplemente una manifestación de Dios Padre, sino una Persona distinta de El, se evidencia, sobre todo, en los numerosos textos, en que se le menciona juntamente con el Padre y el Hijo, y en la misma línea con ellos. Ahora bien: como es indudable que el Padre y el Hijo son considerados personas diferentes, luego también el Espíritu: «En aquel tiempo vino Jesús de Nazaret de Galilea, y fue bautizado por Juan en el Jordán. En el momento en que salía del agua, vio abrirse los cielos, y al Espíritu, como una paloma, descender sobre él. Y de los
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cielos vino una voz: Tú eres mi hijo muy amado, tú tienes todo mi favor» (Marcos, 1, 9-10). «Id, pues, haced discípulos en todas las naciones, bautizándolos en nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mateo, 28, 19). «La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo sean con todos vosotros» (2 Corintios, 13, 13). «Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os enseñará todo, y os recordará todo lo que yo os he dicho» (Juan, 14, 26). La formulación teológica del misterio trinitario no fue, naturalmente, tarea fácil. La Sagrada Escritura no emplea términos técnicos e inequívocos. No habla ni de «persona» ni de «naturaleza». Tampoco el lenguaje profano de la filosofía griega y latina había alcanzado precisión absoluta e indiscutida en estos puntos. Durante siglos encontramos en los Santos Padres y en los teólogos expresiones inexactas y de sentido dudoso. Tales imprecisiones son muchas veces puramente lingüísticas; otras, lealmente conceptuales. Durante los cuatro primeros siglos los errores trinitarios se multiplican: unos sacrifican la trinidad de personas a la unidad de naturaleza, bien sea considerando a aquéllas, simplemente, como diversas manifestaciones del Padre (Monarquianismo), bien sea nq concediendo al Hijo y al Espíritu Santo más que una semidivinidad (Subordinacianismo). Otros, por el contrario, sacrifican la unidad de naturaleza a la trinidad de personas, a las que atribuyen naturaleza numéricamente distintas (Triteísmo). El dogma trinitario alcanzó una definición técnicamente perfecta en el concilio segundo de Constantinopla (año 551): «Si alguien no confiesa una naturaleza («fysis») o sustancia («ousía») del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; y una fuerza, y un poder, trinidad consustancial («homousion»); una deidad que ha de adorarse en tres subsistencias («hypóstasis») o personas («prósopon»), sea anatema. Porque uno es Dios y Padre, del
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cual todas las cosas, y uno el Señor Jesucristo, por el cual todas las cosas, y uno el Espíritu Santo, en el cual todas las cosas.» POSIBILIDAD DEL CONOCIMIENTO NATURAL DE DIOS
La posibilidad de un conocimiento natural de Dios ha sido negada a lo largo de la historia de la filosofía fundamentalmente por dos motivos: por el de creer que el concepto «Dios» es en sí mismo un concepto contradictorio, y por el de pensar que, sin serlo, no existe, sin embargo, ningún camino racionalmente válido para averiguar si a dicho concepto corresponde o no un ser real. Los dos últimos representantes de ambas posiciones han sido Jean Paul Sartre, de la primera, y Wittgenstein y sus discípulos, de la segunda. Según Sartre 4 , el concepto «Dios» es contradictorio porque lo son dos de sus notas fundamentales: ser infinito y ser consciente. El conocimiento de sí mismo supone la finitud. En efecto: el ser que se autoconoce, se escinde en sujeto y objeto. Ambos están separados por un abismo; y, sin embargo, ese abismo es nada. Es la nada. Luego la conciencia revela «que en el corazón del ser habita la nada como un gusano». La conciencia revela la finitud. Este razonamiento encierra un equívoco: el de atribuir a Dios la forma de autoconocimiento propia del hombre. Es muy cierto que el conocer humano es una actividad que realiza su yo. El yo y la actividad realizada se distinguen entre sí. Y todo ser compuesto es evidentemente un ser finito. Por eso Aristóteles, y tras él la filosofía aristotélica-escolástica, ha negado que Dios tenga actividades. Dios no tiene actividades, sino que es actividad. Dios no tiene autoconciencia, sino que es autoconciencia. En El no se da separación entre el yo y la acción. ¿No admite el mismo Sartre que aun en el hombre existe una autoconciencia primitiva anterior a 4
E. N., p. 122-124.
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la escisión? 5 . En ella podríamos encontrar una imagen del conocimiento divino. Una segunda contradicción cree descubrir Sartre, no ya entre las notas del concepto de Dios, sino entre dicho concepto y la idea de la creación 6 . La creación significa, nos dice, el nacimiento del ser finito y, por tanto, el advenimiento de la nada. Pero ¿cómo es posible que la nada proceda del Ser Infinito, en el que, por definición, la nada no tiene cabida? En este razonamiento se evidencia una de las debilidades básicas que los críticos han señalado a la ontología sartriana: la sustantivación de la nada. Es muy cierto que la nada no puede surgir del ser. Pero es, simplemente, porque de la nada, nada puede predicarse. La nada no es, y, por consiguiente, ni puede advenir ni puede desaparecer. Del Ser Absoluto procede el ser finito. Y el ser finito es también algo positivo, aunque no esa la plenitud de lo positivo. Ya hemos visto que, para el optimismo bíblico, toda existencia es un bien, aunque no sea el bien absoluto de la existencia infinita. Todo cuanto de Dios proviene es bueno. Pero no cae dentro del poder de Dios —porque es una imposibilidad metafísica— la creación de otro Ser Infinito, de otro Dios. Concebir el ser finito como un compuesto de ser y de nada, al modo de Sartre, es un nuevo género de dualismo metafísico, y no el más defendible por cierto. La otra forma de agnosticismo religioso es la que niega que exista ninguna inferencia racionalmente válida para descubrir si al concepto «Dios» responde una realidad. Es una actitud muy antigua en la historia del pensamiento. Últimamente ha recibido nuevas formulaciones por parte de algunas corrientes del neopositivismo lógico. En esta segunda forma de agnoticismo cabe, a su vez, distinguir dos posiciones: la de quienes establecen a priori qué es lo que ha de entenderse por «conocimien5 6
E. R , p. 16 ss. E. N., p. 680 s.; cf. p. 31 s.
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to válido» y comprueban, a continuación, también a priori, que el conocimiento religioso por su propia naturaleza es incapaz de responder a tales exigencias, y la de quienes se limitan a analizar y desechar las pruebas hasta ahora propuestas de la existencia de Dios. El neopositivismo ha adoptado la primera de estas posiciones. Los neopositivistas niegan validez objetiva a todo conocimiento metafísico, en el cual incluyen el conocimiento religioso y, a veces, el ético. Algunos precisan más su pensamiento diciendo que la religión, la ética, la estética pertenecen a la esfera de los sentimientos subjetivos: unos los experimentan y otros no; en unos provocan unas reacciones y en otros otras. Pero no se trata de conocimientos objetivos, científicos, valederos para los demás. ¿En qué se funda tal exclusión? En una definición previa de lo que es conocimiento objetivo y científico. Para el neopositivismo lógico solamente merecen ese calificativo aquellas proposiciones que son verificables y congruentes. Muchas discusiones existen en la actualidad entre los mismos neopositivistas sobre el sentido preciso de esta afirmación, pero su significado general es que sólo son objetivas y científicas aquellas afirmaciones cuya verdad puede ser comprobada y cuya formulación se ajusta a las leyes de la lógica formal. Ahora bien: ¿qué significa «comprobar», y de qué lógica se trata? A lo segundo es fácil responder: la lógica del neopositivismo es la de Russell y Frege, que, en el fondo, no es diferente de la aristotélica y escolástica, aunque haya aumentado su precisión formal gracias al confrontamiento con el raciocinio y la semiótica matemáticos. Mucho más difícil es definir exacta-' mente qué ha de entenderse por «comprobar», ya que los neopositivistas no están de acuerdo sobre ello. Pero, sin entrar en matices, cabe decir que se entiende que una proposición es verificable cuando en ella se afirma una conexión entre varios hechos, que puede ser reproducida un número indefinido de veces y ante un número indefinido de experimentadores; por ejemplo, una afirmación química.
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El neopositivismo lógico es, sin duda, un caso típico de deformación profesional: sus cultivadores están poderosamente influidos por las ciencias matemático-experimentales (el núcleo inicial, el Círculo de Viena, por la física de Ernst Mach), y pretenden extender a todo el conocimiento las exigencias propias del conocimiento matemático-experimental. No podemos entrar aquí en una crítica amplia de los fundamentos del neopositivismo lógico. Nos limitaremos a señalar los que nos parecen más inaceptables: 1. La pretensión de fijar las condiciones previas de la verdad. Se ha repetido que ni la verificabilidad es verificable ni la congruencia, congruente. Es muy cierto que no hay experimento alguno capaz de comprobar que «sólo es verdadera la proposición verificable». Tampoco puede demostrarse la validez de la lógica formal apelando a esa misma lógica. A esta objeción responden los neopositivistas que ellos no han pretendido demostrar que sólo esa forma de conocimientos sea verdadera, sino definir qué es lo que ellos entienden por conocimiento verdadero. Pero cabe replicarles que, entonces, esa definición es perfectamente arbitraria, y otros podrían, con idéntico derecho, afirmar que «sólo es conocimiento científico el que no es verificable ni congruente», o también «tan científico es el conocimiento verificable como el inverificable». Inútil decir que sólo con aquella definición se consigue claridad, porque habría que probar que la claridad es el criterio de la verdad, y no ésta el de aquélla. La razón última de tales contradicciones está en que la verdad no puede ser definida, sino simplemente aprehendida. Poner condiciones previas a la verdad equivale a poner una verdad anterior a la verdad. Sólo es verdadero lo que es aprehendido como verdadero. 2. La exigencia absoluta de un lenguaje unívoco y preciso. Habría que comenzar probando que sólo es verdadero conocimiento aquel que es exhaustivo, exacto y formulable con precisión; y no, el conocimiento aproximativo, oscuro, intencional, expresable únicamente en un lenguaje evocador e inadecuado formalmente.
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Cabría, en efecto, defender que éstos son, precisamente, los más hondos conocimientos humanos, puesto que a ellos pertenece el conocimiento que tiene el hombre de sí mismo. No es extraño que hayan fracasado los intentos de aplicar el neopositivismo a la ética, la estética, la sociología, la historiografía y la psicología. Dentro de su marco, en particular la obra de arte, signo equívoco por excelencia, dejaría de tener validez universal. 3. El mantenimiento de una metafísica subrepticia. En efecto, el neopositivismo lógico da por buena una serie de premisas no demostradas de carácter puramente metafísico: la existencia de un mundo exterior, su cognoscibilidad, la existencia de otros seres conscientes, la posibilidad de comunicarse entre ellos, la igualdad de las percepciones cognoscitivas de diferentes conciencias ante un mismo hecho, etc. 4. El desconocimiento de la experiencia interior. El Neopositivismo desconoce que buena parte de los conocimientos fundamentales del hombre proceden de su experiencia interior. Un ejemplo claro nos lo proporciona la idea de causa: el error de la crítica de Hume, aceptada por los neopositivistas, está en no ver que dicha idea no proviene primariamente de la comprobación de que dos hechos externos se suceden siempre, sino de la experiencia interior, en la que el hombre se siente causa de que su misma mano se mueva o de que su inteligencia se dedique a pensar sobre la causalidad. El conocimiento más importante para el hombre es el conocimiento de sí mismo, y este conocimiento no se ajusta a ninguna de las condiciones establecidas por los neopositivistas, ya que es intuitivo, inverificable, oscuro, imperfectamente comunicable, y sólo por vía de evocación y no de definición. 5. La desvalorización del conocimiento de lo individual. Exigir que todo conocimiento sea verificable y, por tanto, repetible equivale a excluir de la ciencia el conocimiento de lo individual y, por consiguiente, a la Historia: la Revolución francesa no puede ser verificada.
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6. La confusión del sentimiento con el valor. El neopositivismo desconoce la distinción fundamental establecida por Max Scheler y toda la Axiología entre el contenido valorativo y su posible eco sentimental. Los valores religiosos, éticos o estéticos son tan objetivos como los números o los principios lógicos, con independiencia de cuáles sean los sentimientos que provoquen. Frente a todo agnosticismo religioso, la Biblia y la Iglesia afirman la posibilidad de un conocimiento natural de la existencia y los principales atributos de Dios. Para el hebreo, como para todo el mundo semita antiguo, la existencia de Dios es algo evidente, que no se plantea como problema. Cuando los Salmos nos hablan de que el impío dice que no hay Dios (14, 1; 53, 2), no se refieren a la negación de la existencia divina, sino de la Providencia. Por eso el Antiguo Testamento no habla del camino para conocer a Dios hasta el Libro de la Sabiduría, escrito en griego unos cincuenta años antes de Cristo: «Sí, completamente vacíos todos los hombres que han ignorado a Dios, y que, por los bienes visibles, no han sido capaces de conocer a Aquel que es. Y no han reconocido al Artesano considerando sus obras. Sino que al fuego, al viento, al aire sutil, a la bóveda estrellada, a la onda impetuosa o a las luminarias del cielo los han considerado dioses dueños del mundo. Que si, encantados por su belleza, han visto dioses en ellos, que aprendan cuan superior es su dueño, porque es el Autor mismo de la belleza quien los ha creado. Y si su poder y su actividad los ha llenado de admiración, que deduzcan cuánto más poderoso es Aquel que los ha formado, porque la grandeza y la belleza de las creaturas hace, por analogía, contemplar a su autor» (13, 1-5). En estas palabras se inspiró San Pablo para aquel texto famoso del comienzo de su Epístola a los Romanos en el que afirma que todas las desviaciones morales de los gentiles tienen una raíz religiosa: el orgullo intelectual, que les ha impedido reconocer y adorar a Dios: «En efecto, la ira de Dios se manifiesta desde lo alto
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del cielo contra toda impiedad y toda injusticia de los hombres, que tienen a la verdad cautiva en la injusticia. Porque lo cognoscible de Dios les es manifiesto; porque Dios se lo ha manifestado. Porque lo invisible de El, su eterna fuerza y su divinidad, después de la creación del mundo se ha hecho visible intelectualmente por medio de sus obras, de tal modo que son inexcusables. Puesto que, habiendo conocido a Dios, no le han dado gloria ni acciones de gracias como a Dios, sino que se envanecieron en sus razonamientos y se entenebreció su corazón ininteligente. Pretendiendo ser sabios, se hicieron necios, y cambiaron la gloria del Dios incorruptible por la imagen de hombres corruptibles, de pájaros, de cuadrúpedos, de reptiles. Por eso Dios les ha entregado, según los deseos de sus corazones, a la inmundicia, de tal modo que envilezcan sus propios cuerpos...» (1, 18-24). Basándose en estas enseñanzas, la Iglesia definió en el Vaticano I (año 1870) que el hombre tiene capacidad intelectual para conocer con certeza la existencia de Dios: «Si alguien dijera que Dios uno y verdadero, creador y señor nuestro, por medio de sus obras, con la luz natural de la razón humana no puede ser conocido con certeza, sea anatema.» ¿Quiere esto decir que todos los hombres pueden llegar de hecho, por razonamiento, a la existencia de Dios? Los teólogos afirman generalmente que si no hubiera existido la revelación, todos los hombres hubieran podido llegar a conocer a Dios, unos por razonamiento propio y otros gracias a la enseñanza de esos primeros. EL HOMBRE CONTEMPORÁNEO Y LA CREENCIA EN DIOS
Se han intentado muchos diagnósticos de la situación religiosa del hombre de nuestro tiempo 7 . Aquí nos limi7 Uno de los más profundos es el de H. de Lubac: Le árame de l'humanisme alhée, 1943 (hay traducción castellana).
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taremos a intentar un breve esquema de los aspectos de la cultura contemporánea que favorecen o que dificultan el encuentro del hombre actual con Dios. Porque uno de los hechos fundamentales que caracterizan nuestra época es que en ella, por primera vez en la historia, se presenta la no creencia en Dios como un fenómeno colectivo. Aunque en este punto son imposibles las estadísticas, es indiscutible, dígase lo que se diga, que son muchos nuestros contemporáneos que están ciertos de que Dios no existe, e innumerables los que no están ciertos de que exista. Los orientadores religiosos saben bien con cuánta frecuencia, al buscar el origen último de los problemas religiosos y ético-religiosos de quienes acuden a ellos, se descubre que está enferma, atacada por la duda en cualquiera de sus grados, la raíz misma de la religiosidad, la creencia en Dios. De otra parte, sin embargo, es igualmente cierto que la preocupación religiosa es también intensa en nuestro tiempo. ¿Qué aspectos propios de la cultura de estos últimos años se pueden señalar como favoredecedores de un encuentro del hombre con Dios? A mi modo de ver, fundamentalmente cuatro: la toma de conciencia de la finitud del hombre, la toma de conciencia de la finitud del mundo, el descubrimiento de lo que significa exactamente la pérdida de Dios y la revalorización de lo espiritual. Toma de conciencia de la finitud del hombre.—Creo que es el resultado de dos evoluciones: la sociológica y la intelectual. Sociológicamente se repite en nuestros días, y en mayor grado, lo que ocurrió al hombre del Imperio romano: al caer las barreras nacionales y las barreras sociales, los hombres se sienten «ciudadanos del mundo» en una medida que ninguno de sus antepasados pudo alcanzar. El cine, la novela, el periódico dan a conocer el modo de pensar y de vivir de los demás hombres pertenecientes a los países más lejanos, las culturas más distintas y las ideologías más opuestas. Y la humanidad descubre con sorpresa que, bajo esas diferencias accidentales, existe una unidad sustancial de deseos e inquietudes. El hombre descubre que sus pro-
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blemas no provienen de que sea italiano o chino, proletario o burgués, sino de que es hombre. Y lentamente se va abriendo paso la conciencia universal de nuestra condición de seres finitos que se saben finitos. Y son inútiles los desesperados intentos de reavivar el nacionalismo o el racismo o el clasismo; desesperados intentos para sentirse distintos, para persuadirse de que los propios problemas pueden tener solución en un estrato menos hondo que el de la común naturaleza humana. También la evolución de la cultura intelectual, en su corriente dominante de antropocentrismo progresivo, ha abocado a idéntica situación. Baste citar algunos ejemplos. A la novela romántica, centrada en el personaje excepcional, sucede la novela naturalista, que trata de descubrir el comportamiento de todo un grupo sociológico; viene después Dostoyevski, que mediante el prodigioso análisis de sus personajes, aún románticos, aún excepcionales, pone al descubierto las estructuras primarias de la existencia humana; y que culmina en el expreso propósito de la novela de nuestros días de continuar la búsqueda de la esencia de lo humano en el análisis del hombre medio, bien sea colocándolo en situaciones-límite (Steinbeck, Hemingway, Camus, Graham Greene), bien —más radicalmente— dejándolo en su acontecer cotidiano (Joyce, Kafka, Sartre). Al mismo resultado llegaríamos en el dominio de la poesía: compárese el canto al amor como experiencia individual en cualquier romántico, con el esfuerzo de un Rilke por poner de manifiesto su estructura constitutiva. Pero el ejemplo más patente lo tenemos en la filosofía europea, que, tras haber sido filosofía de la naturaleza, de las ideas, del comportamiento, de Dios, del conocer, de la sociedad, del devenir histórico... se ha convertido casi exclusivamente en una metafísica del hombre. Y he aquí que este diagnóstico convergente coincide en presentarnos al hombre como un ser en contradicción con sus propios límites. Toma de conciencia de la finitud del mundo.—Pero al mismo tiempo que el hombre adquiere conciencia de su finitud, adquiere también conciencia de la finitud
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del mundo. Es decir, de la incapacidad del mundo para responder a sus propias ansias: la filosofía, la ciencia, la técnica, el arte, conocen cada vez con mayor precisión las estrictas fronteras de sus respectivas posibilidades. Descubrimiento de lo que significa la pérdida de Dios.—En L'Existentialisme est un humanisme ha dicho Sartre que los escépticos del siglo xvm suprimieron la creencia en Dios como «una hipótesis demasiado costosa», creyendo ingenuamente que las restantes ideas del hombre sobre filosofía, ética, sociedad, etc., no serían afectadas. Y, de momento, así ocurrió. Porque el camino que va desde las actitudes intelectuales a las posiciones vitales es muy largo en la mayoría de los hombres. Vivimos inmersos en un mundo de hábitos, que siguen constituyendo la trama habitual de la existencia, aun cuando intelectualmente se ha roto con las creencias que le sirven de fundamento. El hombre de Occidente ha basado durante muchos siglos su concepción del mundo sobre la fe religiosa, e incluso aquellos que prescinden de ella siguen moviéndose en un cuadro de vida cristiano. Sólo en nuestros días, y aun únicamente en círculos intelectuales muy restringidos, empiezan los no creyentes a descubrir el cambio radical que el ateísmo introduce en la visión del mundo y a sacar todas sus consecuencias. Creo que como tres hitos simbólicos de la última fase de esta evolución pudieran escogerse tres de las obras teatrales más importantes de estos últimos veinte años: me refiero a Les mouches de Sartre, Le Malentendu de Camus y Fin de partie de Becket. En la primera, como, por otra parte, en toda la obra de su autor, Dios no está, pero acaba de marcharse, y en torno al hueco inmenso que ha dejado gira toda la obra: absorto todavía en la preocupación de librarse de El, el hombre no ha tenido aún tiempo de preocuparse demasiado de cómo será un mundo en el que la palabra «Dios» ni siquiera despierte rebeldía. En la obra de Camus, Dios hace ya tiempo que se ha ido, y la humanidad intenta construir un mundo nuevo, con leyes nuevas, donde a través del asesinato se llegue a la
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tierra donde brilla el sol y donde el hijo habita; pero en ese intento el hombre se destruye a sí mismo, imposibilita su propio proyecto, asesina a su hijo; en su desesperación trata de volver a Dios, pero Dios no quiere ocuparse del hombre; y entonces no resta más que el suicidio. Camus expresa certeramente esta misma experiencia de pensador ateo en L'homme révolté cuando dice que, frente a aquella frase de uno de los personajes de Los hermanos Karamazov: «Si Dios no existe, todo está permitido», el hombre contemporáneo ha descubierto que si Dios no existe, nada está permitido. Pero el fin del proceso lo representa Becket. Ya en su primera obra, En attendant Godot, sus personajes pasaban el tiempo esperando inútilmente que Dios llegase, y entreteniéndose, entre tanto, en una pantomima de circo. Pero en Fin de partie ya el hombre sabe que «Dios no está», y esta ausencia absoluta de Dios ha tenido tiempo de producir todo su efecto: el mundo se ha convertido en un sótano sin más iluminación que dos tragaluces abiertos a «lo gris», y la humanidad se ha transformado en cuatro personajes: un criado estólido; un amo ciego y paralítico, cuya vida se reparte entre dormir, tomar su medicamento, escribir una novela inacabable e ininteligible y girar en torno a las paredes tanteándolas; el padre y la madre, ambos encerrados en dos barricas, símbolos del arrinconamiento y la inutilidad de la vejez. He aquí el panorama que ofrecen a la humanidad estos exploradores del mundo desdivinizado. Revalorización de lo espiritual.—Bajo este epígrafe un tanto impreciso deseo aludir a las diversas manifestaciones de un mismo fenómeno: el redescubrimiento de una realidad espiritual en muy diversos dominios de la ciencia. Así, por ejemplo, la toma en cuenta por parte de los físicos del sujeto que observa; la delimitación por los biólogos del carácter específico de lo vital y de lo psíquico; el descubrimiento por la filosofía de los valores de la objetividad de éstos, frente a la subjetividad de los sentimientos; la afirmación por los fenomenólogos existencialistas de la absoluta peculiaridad de la existencia humana y de la libertad.
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Pero frente a estos factores positivos de religiosidad es necesario señalar otros negativos: la deshumanización por la huida, los restos míticos, la incapacidad para lo santo, la tentación de la finitud y el orgullo de la finitud. A los dos primeros se aludió en el capítulo anterior, y al tercero, al comienzo de éste. Baste subrayar cómo la actitud de huida en todas sus formas, ingrediente fundamental de la concepción burguesa de la existencia, cuando no ha hecho totalmente imposible el encuentro con Dios, que habita en lo profundo, ha dado lugar, en todas partes y en todos los tiempos, al nacimiento de una forma espúrea y negativa de lo religioso. Es la religión como elemento de seguridad. De seguridad social y de seguridad individual. Social, porque es una religión que, degradada en mera ética, olvida, sin embargo, los valores supremos del amor y la justicia, para exaltar únicamente los del orden, la obediencia y la resignación. A lo cual añade, a veces, una insistencia en la fugacidad de lo terreno que permite desdeñar todo esfuerzo de mejoramiento de las estructuras sociales (pero no todo esfuerzo por mejorar la propia situación económica). Y de seguridad individual, porque a la búsqueda apasionada de Dios, de la verdad y del bien sustituye un sistema ideológico sin problemas ni preguntas y una ética de prácticas formales y renuncias mínimas que alivian el temor a la muerte y a lo que tras ella oculta. Para esta seudorreligiosidad, la creencia en Dios no es una actitud personal de la que brota un diálogo viviente, sino el presupuesto necesario, sobre el que no debe ahondarse, de todo el sistema de seguridad. El marxismo, por su parte, ha adoptado ante la religión una fisonomía doble: de un lado, la de criticarla como fenómeno histórico-social, y de otro, la de reemplazarla como esperanza escatológica. Marx, en efecto, sitúa la crítica de la religión en un plano fundamentalmente político. Desde este punto de vista de historia política, Marx y los modernos marxistas tienen «beau jeu» complaciéndose en poner de relieve las muchas veces que, a lo largo de la historia, los poderesos del 5
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mundo han utilizado las religiones y las iglesias como un instrumento más de dominio y de defensa propia. Y aunque es claro que una tal crítica de los usos abusivos de la religión no afecta para nada al problema religioso esencial, no cabe dude de que ha influido poderosísimamente en que multitud de oprimidos hayan identificado estructuras sociales injustas y creencias religiosas. La incapacidad para lo santo.—Todos los educadores religiosos saben bien qué fácil es despertar el interés de nuestros contemporáneos por las cuestiones éticas, y qué difícil, en cambio, despertar su interés por lo puramente religioso. ¡Cuan pocos son los que de verdad se interesan por la búsqueda interior de lo divino, por la oración, por la liturgia! ¿Cuál es la raíz de este extraño proceso de incapacitación? Sin duda, la misma que asigna Heidegger a la pérdida de sentido para el misterio del ser: la adopción colectiva de la actitud técnica. El hombre de nuestro tiempo se ha habituado a enfrentarse con el ser para manejarlo y no para venerarlo. Como no intentamos «tomar sobre nosotros el misterio de las cosas», tampoco podemos ser «espías de los dioses» 8 . La tentación de la finitud.—Acabamos de ver que la conciencia de la propia finitud es uno de los caminos que pueden acercar Dios al hombre contemporáneo. Pero ahora hay que decir que es también uno de los obstáculos que pueden alejarle de El. Porque la conciencia de finitud es ambivalente. La finitud es también tentación. Ello es particularmente claro cuando la conciencia de finitud se realiza en el sufrimiento. Porque la decisión ante el dolor es, sin duda, la suprema decisión humana. ¿Qué es lo que nos dice el tremendo misterio del dolor del hombre? ¿Nos dice que su vida ha de tener un sentido supramundano? ¿O nos dice, por el contrario, que el universo carece de sentido? El problema, ciertamente, dista mucho de ser nuevo. Es una ' The King Lear, acto V, escena III. Cf. Heidegger: Brief über den «Humanismus-», 1947 (hay traducción castellana).
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de las eternas preguntas del hombre. Desde la literatura babilónica del segundo milenio, desde el Libro de Job y los Salmos, desde los trágicos griegos, vemos que la humanidad repite obsesivamente la misma pregunta: ¿cómo es posible que Dios —o que los dioses— permitan esto? Pero el escándalo ante el dolor ha llegado al paroxismo en nuestra época 9 . Y ello por tres motivos: porque, instalados en una civilización de confort y diversión, somos morbosamente sensibles al sufrimiento físico y psíquico; porque una información universal nos tiene al corriente de los nuevos dolores y las nuevas amenazas que se abaten sobre la humanidad cada día, y hace que sobre cada uno de nosotros pesen las hambres, las catástrofes y las crueldades del mundo entero; y porque, finalmente, tenemos una percepción más clara de las desigualdades en la distribución de algunos sufrimientos, especialmente los que proceden de la pobreza. Añádase a ello la mayor sensibilidad del hombre contemporáneo para el dolor de los niños y de los animales. En especial, el tema del sufrimiento infantil reaparece constantemente en la literatura contemporánea 10. De aquí que la creencia en Dios suponga necesariamente haber hallado una actitud adecuada ante el misterio del sufrimiento. El orgullo de la finitud.—Para el hombre antiguo, como para los primitivos actuales, nacido en el seno de una naturaleza de la que se sentía en tantos modos dependiente, el aceptar la religación religiosa no significaba renuncia ninguna. Más bien implicaba liberación: se es más libre, al fin y al cabo, dependiendo de un Ser racional que de unas fuerzas cósmicas ciegas. 9 Un escritor popular, Somerset Maugham, lo enuncia, siguiendo a Luciano de Samosata, claramente en uno de sus cuentos: «Si Dios no puede suprimir el dolor, no es omnipotente; si no quiere, no es bueno.» Pero su expresión suprema la alcanza en la célebre frase de Stendhal: «La única disculpa de Dios es que no existe.» 10 Así Dostoyevski, en Los hermanos Karamazov; Gide, en Ainsi soit-il; Camus, en La Peste; Graham Greene, en The Heart of the Matter.
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No ocurre lo mismo con el hombre civilizado moderno, como tampoco le ocurría al griego clásico. Ese hombre se cree liberado de la naturaleza. Para él, la aceptación consciente, adulta, de la dependencia ontológica de Dios supone siempre una tremenda novedad, una elección decisiva. Supone admitir que el protagonista principal del cosmos y, lo que es más duro, de la propia existencia, no es el hombre, no es el yo. No puede, pues, extrañar que al hombre de nuestro tiempo la creencia en Dios se le presente como el sacrificio supremo, como una ardua renuncia metafísica. Testigos de ello un Jean Paul Sartre, que designa a Dios como el Otro por antonomasia, después de haber desarrollado su teoría de que la mirada del otro es la que nos arrebata nuestra subjetividad, objetivizándonos n ; o una Simone de Beauvoir, que, en su reciente autobiografía, explica su «conversión al ateísmo» por la repugnancia a admitir que su existencia fuera algo eternamente previsto, eternamente
dado a.
LOS CAMINOS DEL CONOCIMIENTO NATURAL DE DIOS De las cosas es posible tener dos clases de conocimiento: un conocimiento intuitivo o un conocimiento designativo. Si alzo los ojos del papel y miro por la ventana, intuyo el cielo azul. Si vuelvo a inclinarme para escribir, dejo de intuirlo; y, sin embargo, puedo designarlo. Puedo escribir en el papel «cielo azul»,, y sé muy bien lo que esta expresión significa, sin necesidad de volver a mirar por la ventana. Intuyo aquello que aprehendo directamente en sí mismo. Pero puedo designar muchas cosas que jamás he visto. Yo no he visto Berlín, pero comprendo muy bien lo que esa palabra significa, y no confundo su significado con el de ninguna otra palabra. Lo comprendo 11 12
E. N., p. 324. Mémoires d'une jeune filie rangée, 1958, pp. 226 y 270.
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bien, porque sé que al signo «Berlín» corresponde un objeto al que pertenecen una serie de notas (ciudad, ex capital de Alemania, situada en tal punto del mapa de Europa, cuya imagen evoco, etc.) que lo delimitan perfectamente, porque no hay ningún otro objeto que las posea. Yo puedo tener un conocimiento designativo de cosas que no existen realmente. Así, sé con completa claridad lo que es un centauro o un triángulo. Pero cuando designo cosas reales, acompaño mi concepto de ellas con una «intención significativa» que apunta hacia la esfera de lo real. Del mismo modo que, cuando designo cosas ideales, mi intención apunta a la esfera de lo ideal. Cabe también que yo designe algo sin saber si es real o no, suprimiendo, por tanto, la intención significativa existencial. Puede ocurrir que mi intención significativa existencial sea equivocada y que yo designe como real lo que no lo es. Ello se debe a que, en mi concepto, la existencia estaba designada, pero no intuida. En la vida terrena el hombre no tiene un conocimiento intuitivo de Dios, sino un conocimiento designativo. No conoce a Dios, pero sí conoce lo que Dios es. Porque el concepto de Dios, Ser Infinito, es comprensible y unívoco: no conviene más que a ese ser. Demostrar la existencia de Dios es demostrar que el concepto «Ser Infinito» corresponde a un ser real, y no a un ser ideal. En un conocido artículo ' 3 comparaba Zubiri el conocimiento de la existencia de Dios con el conocimiento de la existencia del mundo exterior, diciendo que lo mismo en un caso que en el otro no se trata tanto de demostrar el hecho como de mostrar que la estructura misma de la existencia humana incluye la apertura a un mundo exterior y la religación a un Ser Infinito, que la fundamenta. Es necesario, en efecto, subrayar, ante todo, la dife13 «En torno al problema de Dios», en Naturaleza, Historia, Dios, 1951.
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renda esencial existente entre la demostración de cualquier hecho físico, histórico, biológico y la demostración de la existencia de Dios. Quien no comprende esta diferencia, y se sitúa ante las vías del conocimiento religioso natural con la misma actitud que ante los razonamientos de las ciencias particulares, experimenta siempre una insatisfacción profunda. Y es que la existencia del Ser Infinito sólo se aprehende como una exigencia absoluta cuando se ahonda suficientemente en la intuición de la finitud del hombre y del mundo. Todas las demostraciones válidas de la existencia de Dios no son, en realidad, más que diversos métodos pedagógicos destinados a conducir a quien las estudia a la doble intuición básica de la finitud de los seres intramundanos y de la imposibilidad de que la existencia finita se fundamente a sí misma. Pero los términos «finitud» y «fundamentación» pueden ser comprendidos con muy diversos grados de profundidad, cuya intuición siempre es posible, porque siempre nos está cercana, en nosotros mismos y en el mundo. Quien se limite meramente a entender el significado de tales términos, pero no se decida a sumergirse en la intuición de la finitud ontológica, apenas puede atisbar el valor probativo de las demostraciones de la existencia de Dios. Es lo que ha ocurrido a los pensadores dependientes del neopositivismo lógico. Por el contrario, son innumerables los seres humanos que, sin saber articular una argumentación lógica, tienen un convencimiento profundo de la existencia de Dios por haber penetrado hondamente en la intuición de la finitud del hombre y del mundo. Nos limitaremos aquí a enunciar esquemáticamente dos de las demostraciones de la existencia de Dios, las dos que parecen evocar con más eficacia las intuiciones de la finitud y de la infundamentación. La primera, clásica, se centra en el concepto de la contingencia. La segunda, en el de carencia de ser. Insistamos, una vez más, que no pueden ser seguidas como se sigue una demostración matemática, sino que cada uno de sus pa-
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sos debe provocarnos a una meditación cada vez más honda en la finitud del ser intramundano. Nadie ha descrito como Sartre en La Nausee el descubrimiento de la contingencia. Percibir, de pronto, lo extraño que es el mundo que nos rodea. ¿Por qué el mundo es así y no de otro modo? ¿Por qué el mundo se compone de hombres, de animales, de árboles, de cielo, de mar, de casas? ¿Por qué esos sacos de piel con armazón de hueso, llenos de un líquido caliente en movimiento, con las inquietantes perforaciones de los ojos, los oídos, la boca...? ¿Por qué esas bombas que absorben por los repugnantes pseudópodos de sus raíces los líquidos de la tierra, para abrirse después en un armazón de láminas verdes? Las ciencias quieren tranquilizar mi inquietud. Acaso nacieron para eso. La física, la biología, la química, la historia, me explican que este mundo extraño no es sino la consecuencia de otro estado anterior de cosas, del que se derivó con arreglo a leyes inteligibles. Pero mi inquietud no se aplaca. Pues precisamente lo que yo me pregunto es por qué el ser está sujeto al tiempo. Y estando sujeto al tiempo, ¿por qué al cambio? Y si cambia, ¿por qué en esa dirección y no en otra? Y me imagino que las ciencias lleguen un día a su estado perfecto: a descubrir cuál fue el punto de partida del cosmos, y el principio a que su evolución, a partir de ese punto, se ha ajustado. Y que, como quiere Teilhard de Chardin, ese punto de partida fue una energía aún no corpusculizada; y que esa energía estaba sujeta a dos principios supremos de evolución, sorprendentemente opuestos: el de sintropía, que le impulsaba a concentrarse en partículas y a organizarse en complejos cada vez más centralizados e improbables; y el de entropía, que le impulsaba a disgregarse hacia los estados de mayor probabilidad. Pero ante explicaciones como ésta, mi inquietud metafísica sigue intacta. Pues aquella energía primera tuvo, sin duda, una determinada intensidad. Y yo me pregunto, ¿por qué no fue algo mayor o algo menor? Y se subdividió en un número determinado de partícu-
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las. ¿Por qué no más ni menos? Y evolucionó con arreglo a esas dos leyes. ¿Y por qué no permaneció inmóvil? ¿Y por qué no se ajustó a una sola de esas leyes o a otras completamente distintas? Y entonces la ciencia me parece un juego. Porque su meta última es descubrir su propia negación: descubrir que el cosmos es ininteligible, irracional, anticientífico. Dicho de otro modo. El ser se realizaba en una forma concreta, limitada, finita. Y esa forma concreta no es para la inteligencia más que una de las infinitas posibilidades. No existe ningún vínculo necesario entre la existencia real y la forma concreta que ha adoptado. El ser, antes de existir, ha seleccionado una posibilidad. De ese modo, lo real me parece, al mismo tiempo, como meramente posible y como absolutamente necesario. Solamente un Ser no concretado, no limitado, no finito, justifica, pues, intelectualmente su propia existencia. Veamos ahora, brevemente, la otra demostración, basada en la intuición de la propia finitud como carencia de ser. Si entramos dentro de nosotros mismos, si ahondamos en la más radical de las experiencias (intransmisible, pero evocable), la experiencia de nuestra propia finitud esencial a través de sus diversas manifestaciones, tales como las indicadas en el capítulo primero, percibimos esa finitud como una carencia de ser. «Manque d'étre», en la frase de Sartre 14. Nos falta «peso de ser», nos sentimos vacíos, con una exigencia de plenitud que nada finito puede llenar. Ahora bien: esa finitud real, esta carencia real de ser, ha de referirse necesariamente a un ser real. No puede consistir en la carencia de lo que no es, de la nada, porque, entonces, no sería carencia. Tampoco puede consistir en la carencia de un ser ideal, imaginario. Porque, entonces, sería una carencia imaginaria y no el substrato de toda realidad. Tampoco, finalmente, de otro ser finito, porque la agregación de seres E. N., p. 652.
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finitos no es menos finita que cada uno de sus componentes. Luego existe el Ser Infinito. Dicho de otro modo: el ser se hace consciente en el hombre, y el hombre se descubre como un haz de ansias, que lo limitado no satisface. Y una de dos: o el objeto de las ansias humanas es un ser real o es nada. Si lo segundo, habremos de concluir que el ser desemboca en la nada, tiende a ella, está abierto a ella. Que el sentido del ser es la negación del ser. Pero ¿no son todas estas frases carentes de significado, puesto que en ellas empleamos la nada como un ser del que algo puede predicarse? En pocas palabras: el hombre se descubre como finito sobre el fondo de un conocimiento recíproco e intencional del Ser Infinito.
El Dios salvador V EL DIOS
SALVADOR
Pablo, siervo de Cristo Jesús, llamado a ser apóstol, elegido para el evangelio de Dios, que había sido anunciado por sus siervos los projetas en las Santas Escrituras, acerca de su Hijo, salido de la descendencia de David según la carne, constituido Hijo de Dios en fuerza según el Espíritu Santo desde su resurrección de los muertos, Jesucristo, nuestro Señor... (Romanos, 1, 1-4). Vimos en el capítulo tercero dos de los caracteres fundamentales de la religión bíblica: ser histórica y ser escatológica. La esperanza escatológica pasó por diversas vicisitudes a lo largo de la historia de Israel, intensificándose en los períodos en que esa historia se hacía dolorosa y sin horizontes, como bajo la dominación babilónica y la romana. Por otra parte, dentro de ella se dieron corrientes distintas: unos textos subrayan el carácter terreno del «fin de los días», otros su condición ultraterrena y eterna; unos parecen considerarlos próximos, otros lejanos e indatables; unos ven únicamente sus aspectos triunfales y dichosos, otros afirman que serán precedidos de terribles sufrimientos; unos acentúan la nota de revancha y de venganza de Israel sobre los gentiles, otros la fraternidad universal de todos los pueblos; unos, en fin, ponen en primer término su carácter de plenitud espiritual ético-religiosa, otros el aspecto de felicidad material. Elegiremos, como ejemplo, un texto, entre tantos que pudieran citarse: ¡Que se alegren el desierto y la tierra árida, que exulte y florezca la estepa,
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que dé flores como el narciso, que exulte y grite de gozo! La gloria del Líbano le es dada, el esplendor del Carmelo y del Sarán; se verá la gloria de Yavé, el esplendor de nuestro Dios. ¡Fortaleced las manos fatigadas, afirmad las rodillas vacilantes! Decid a los corazones angustiados: ¡Valor, no tengáis miedo! ¡Mirad: es vuestro Dios, es la venganza que viene, es la retribución de Dios, es El quien viene a salvarnos! Entonces los ojos de los ciegos se abrirán, se abrirán los oídos a los sordos, entonces saltará el cojo como un ciervo, y la lengua del mudo gritará de alegría. Porque el agua brotará en el desierto, torrentes en la estepa; la tierra abrasada se convertirá en estanque, y el país de la sed se transformará en fuentes. Las cuevas en que yacían los chacales se volverán espesuras de cañas y papiros. Allí habrá un camino puro, que se llamará la Vía Sagrada; ningún impuro pasará por él, los insensatos no andarán por allí. Ya no habrá león, ni ningún animal feroz lo recorrerá. Sino que los rescatados caminarán por él, los liberados de Yavé retornarán. Llegarán a Sión aullando de gozo, una felicidad eterna transfigurará sus rostros; alegría y gozo los acompañarán, el dolor y el llanto habrán terminado (Isaías, 35). Pero muy pronto la escatología israelita va adquiriendo un nuevo carácter que se convierte en fundamental: el mesianismo. Es decir, la convicción de que
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la plenitud del «fin de los días» no será instaurada directamente por Dios mismo, sino por un hombre enviado suyo. Es verdad que uno de los mitos religiosos más antiguos y difundidos es el del «Hombre Primigenio» (el «Urmensch», dicen los alemanes). Se trata de una especie de arquetipo de la humanidad, que, según unas versiones, sucumbe a la envidia de los dioses o a las fuerzas cósmicas, y, según otras, ha de volver a restaurar a los hombres en su perfección original. Parece que rastros de este mito se encuentran en la mayoría de las antiguas religiones del Próximo y Medio Oriente y, desde luego, en la gnosis. Pero en la religión de Israel, el instaurador del tiempo escatológico tiene un carácter original: el de enviado de Dios. Su misión y naturaleza va quedando precisada con el progreso de la Revelación. A él se alude ya en el Génesis en el famoso texto de la maldición de la serpiente tentadora: Pondré hostilidad entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo: él te herirá en la cabeza, y tú le herirás a él en el talón (3, 15). EL CRISTIANISMO COMO PROBLEMA HISTÓRICO
La comprensión de este carácter esencialmente histórico de la religión bíblica nos permite entender con claridad el significado primordial de la predicación de Jesús. Se trata del anuncio de un hecho: «El reino de Dios ha llegado a vosotros» (Lucas, 11, 20). O lo que es lo mismo: «Los tiempos se han cumplido» (Marcos, 1, 15) y yo soy «el que había de venir» (Mateo, 11, 1-6). Sería, por consiguiente, falsear por completo el mensaje de Jesús, reducirlo a una doctrina sobre la naturaleza de Dios y sobre los deberes ético-religiosos del hombre. Lo que Jesús anuncia es que la gran comunicación de Dios al mundo, la definitiva, la que Israel ha esperado durante siglos, se realiza en él. La fe en
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el cristianismo no se plantea como el acuerdo intelectual con una doctrina, sino como la aceptación de un acontecimiento. Pero el mensaje cristiano llega mucho más lejos, y en eso consiste su originalidad absoluta. No se trata de que Jesús nos traiga la última revelación divina, la palabra concluyente de Dios. No se trata de que Jesús nos venga a mostrar el camino de la salvación. Lo que el cristianismo afirma es que Jesús es la palabra de Dios, que Jesús es la salvación de Dios. Es esta enseñanza la que diferencia por completo al cristianismo de las demás religiones. En ellas, la persona del fundador no ocupa ningún puesto en el contenido de su mensaje religioso. Su importancia estriba únicamente en su función de maestro y testigo. Ni el budismo es una doctrina sobre Buda, ni el mahometismo sobre Mahoma. En cambio, el cristianismo es una doctrina sobre Jesús. Y la fe cristiana no consiste solamente en creer a Jesús, sino en creer en Jesús. Además de la aceptación de un hecho, se trata de la aceptación de una persona. O mejor, la persona constituye el hecho. De aquí que, por muy importante que sea saber lo que Jesús enseña, es mucho más importante saber lo que Jesús es. Claro está que entre ambas cosas existe un nexo estrechísimo, porque la enseñanza de Jesús consiste esencialmente en la revelación de quien es. Creer en Jesús equivale a responder adecuadamente a la pregunta clave que él mismo plantea a sus discípulos: «¿Quién soy yo, según vosotros?» (Marcos, 8, 29). Las afirmaciones céntricas del Nuevo Testamento son la Encarnación, la Redención y la Resurrección. Tres acontecimientos personales. Que Dios se ha hecho carne, que Jesús ha muerto por el rescate del mundo, que Jesús ha resucitado. La salvación cristiana no se realiza primordialmente en el plano de la iluminación intelectual, sino en el plano de la transformación ontológica. La humanidad está salvada, porque en Cristo una naturaleza humana ha sido asumida por Dios. La humanidad está salvada, porque la deuda de sus pecados ha sido anulada en la cruz. La humanidad está salva-
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da, porque la muerte ha sido vencida en la resurrección de Cristo. Si estos tres hechos no han ocurrido, el cristianismo no es nada. «Si Cristo no ha resucitado, vana es vuestra fe; aún estáis en vuestros pecados» (1 Corintios, 15, 17). La predicación cristiana no es sino la revelación de estos acontecimientos, la toma de conciencia (también salvadora) de que se ha realizado una transformación existencial en el modo de ser del hombre. De aquí que el problema del valor histórico del Nuevo Testamento no sea una cuestión secundaria, que pueda dejarse de lado para entregarse al sabio placer de analizar las ideas teológicas de San Juan o de San Pablo. La historicidad del Nuevo Testamento es la más importante y la más urgente de las cuestiones que se presentan a la fe. Porque, repitámoslo, lo que ante el cristianismo se plantea el hombre es si efectivamente Dios se le ha hecho próximo en Cristo o si continúa inaccesible y oculto. Si sus culpas están redimidas o si tiene que cargar sobre sus solos hombros el peso de sus remordimientos. Si la muerte ha sido derrotada o si mantiene su imperio universal e indiscutido. En una palabra: no se pregunta por los significados recónditos que la historia evangélica pueda simbolizar, sino por la verdad de esa historia. ¿Dios se ha encarnado efectivamente o no? ¿Ha muerto Cristo en la cruz por nosotros? ¿Es o no objetivamente cierto que Cristo haya resucitado? Porque si nada de ello ha ocurrido, entonces el cristianismo es otra especulación humana más, y seguimos sin saber si Dios está presente en el mundo o si vuelve sus espaldas al hombre, abandonándole a su culpa y a su angustia. Que la historicidad es el aspecto fundamental de la fe cristiana han sabido verlo bien, a lo largo de sus veinte siglos de existencia, tanto creyentes como no creyentes. La comunidad primitiva, los padres apostólicos y los apologetas de los dos primeros siglos, los santos padres y los concilios posteriores tenían conciencia clarísima de afirmar hechos, no solamente ideas. Y por su parte, los adversarios, desde Celso (hacia el año 180) y
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Porfirio (fines del siglo m ) hasta Reimarus en el siglo x v í n , atacan, ante todo, la realidad histórica de los sucesos afirmados en el Nuevo Testamento. Sólo en nuestra época se intentaré disociar la enseñanza de Jesús de su vida y su persona, aceptando, al menos parcialmente, la primera y rechazando la segunda. No puede dudarse de que el único método científico adecuado para estudiar la historicidad de los escritos neotestamentarios es la de aplicarles los mismos principios de crítica histórica que se aplican a cualquier otro documento. Claro está (se hablará de ello en el segundo volumen) que la fe no se funda sólo en los resultados de esta crítica; pero es que la fe no es un conocimiento meramente científico, sino que, incluyéndolo, lo trasciende. Sin embargo, hasta llegar a nuestros días, no ha sido la crítica científica histórica, sino el desacuerdo filosófico, el punto de partida de los negadores de la historicidad del Nuevo Testamento. Tales supuestos no han desaparecido desgraciadamente por completo, pero no son, sin duda, tan determinantes. No es fácil esbozar una breve síntesis de las muy numerosas escuelas que, negando total o casi totalmente la historicidad del Nuevo Testamento, se han sucedido en los últimos ciento cincuenta años. Adoptando, a pesar de su carácter inevitablemente aproximativo, la misma clasificación que J. Guitton utiliza en un libro reciente ', distinguiremos dos grandes grupos: el de los que creen que la historia de Jesús es el fruto de un proceso de exaltación de una personalidad histórica extraordinaria, a la que sus discípulos no se resignan a creer muerto ni a considerar meramente humano, y el de quienes piensan que dicha historia procede de la creencia en el mito de un dios salvador (los mitos propuestos son muy variados), que se personificó (por oscuras razones, diversamente explicadas) en un personaje desco1 Jesús, 1957. Para una historia de las escuelas exegéticas: A. Schweitzer: Geschichte des Leben-Jesu Forschung, 1913; F. M. Braun: Oú en est le probléme de Jésus?, 1932; G. Ricciotti: Vita di Gesü, 1941.
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nocido, o incluso inexistente, que es Jesús. Dentro de este impreciso cuadro, habría de incluirse en el primer grupo a Paulus (1828); al romanticismo exegético de E. Renán (1863), y al protestantismo liberal (A. Harnack, 1900). Y en el segundo, a D. F. Strauss (1835); la escuela hegelianizante de Tubinga (F. C. Baur, 1841), y las diferentes escuelas mitológicas (B. Bauer, 1850; W. B. Smith, 1906; A. Drews, 1909; P. L. Couchoud, 1924; C. Guignebert, 1933). En estos últimos cuarenta años, sin embargo, y prescindiendo de algunos rezagados, la exégesis neotestamentaria va modificando progresivamente su planteamiento: pasan a un segundo plano los presupuestos doctrinales, mientras que el esfuerzo se centra en la utilización de los más perfectos métodos científicos para establecer el carácter literario de cada uno de los libros y la historia de su formación. Tal tarea había tenido precedentes desde el intento de Taciano, a mediados del siglo I I , por concordar el texto de los cuatro evangelios, hasta la Histoire critique du texte du Nouveau Testament, de R. Simón, en 1689. Pero los verdaderos precursores inmediatos son unos cuantos exegetas del siglo pasado y comienzos de éste: entre los no católicos, C. H. Weisse (1838), C. C. Wilke, convertido después al catolicismo (1838), H. J. Holtzmann (1863), W. Wrede (1901), J. Weiss (1903), A. Schweitzer (1901), J. Wellhausen (1903), etc.; y entre los católicos, J. Knabenbauer (1892) y M. J. Lagrange (1928). El resultado más importante tal vez a que llegan estos investigadores es a un mayor esclarecimiento del «hecho sinóptico», es decir, de las complejas relaciones mutuas entre los tres primeros evangelios, estableciendo que fueron precedidos de un período de transmisión oral de una serie de colecciones de dichos y hechos de Jesús. El bagaje de conocimientos acumulados por tales exegetas es inmenso: lingüística, filología, historia, etnología, arqueología, historia comparada de las religiones, psicología, sociología... Ello permite que, al término de la primera guerra mundial, aparezca en Alemania una nueva generación de investigadores, a los que se cono-
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cera con el nombre de Escuela de la Formgeschichte (Historia de la forma), cuya influencia sobre la exégesis actual, tanto no católica como católica, será inmensa. Los fundadores de la Formsgeschichte fueron M. Dibelius 2 , K. L. Schmidt 3 , R. Bultmann 4 , M. Albertz 5 y G. Bertram 6 . El objetivo fundamenta] de esta escuela ha sido el de establecer una historia científica de cómo se ha llegado a la formación de los cuatro evangelios, es decir, de lo que pudiéramos llamar su «prehistoria». Para ello, utilizando y completando la ingente cantidad de datos proporcionados por sus antecesores, comienzan los «historiadores de la forma» por desmenuzar los evangelios en multitud de fragmentos, clasificando cada uno de ellos según su género literario propio (controversias, sentencias, profecías, reglas de comunidad, parábolas, milagros, relatos biográficos...). Comparando los distintos evangelios entre sí, tratan de establecer cuál fue la redacción primitiva de cada perícopa y cuáles los añadidos posteriores. Procuran también determinar el núcleo central de interés, en torno al cual gira todo el pasaje en cuestión. Intentan, en fin, averiguar las razones que movieron a la primitiva comunidad cristiana a expresar su fe precisamente en esa forma concreta. Basándose en este análisis, en la comparación con otros hechos religiosos y literarios más o menos similares, en el estudio del medio histórico y en principios psicológicos y sociólogos, tratan de fijar las leyes que rigen la formación de cada uno de los géneros literarios de los fragmentos evangélicos. Supuesto lo cual, se preguntan si puede determinarse cuál fue la idea o el hecho que dio origen a la elaboración de cada una de las perícopas. Finalmente, reuniendo todo cuanto, según este proceso, puede llegar a conocerse sobre la realidad histórica subyacente al relato evangélico, pre2 3
Die Formgeschichte des Evangeliums, 1919. Der Rahmen der Geschichte Jesu, 1919. '5 Die Geschichte der synoptischen Tradition, 1921. Die synoptischen Streitgesprache, 1921. 6 Die Leidensgeschichte und der Christuskult, 1922.
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sentan una imagen de la persona y del pensamiento primitivo de Jesús. En conjunto, los fundadores de la Formgeschichte se han mostrado muy negativos en sus conclusiones: apenas si podemos saber nada seguro sobre la biografía y la doctrina de Jesús; sólo conocemos la fe forjada por la comunidad de creyentes. Pero a la generación de los fundadores de la Historia de la forma ha sucedido la actual generación de exegetas que, reconociendo cuanto a aquélla debe la crítica literario-histórica del Nuevo Testamento, rechaza muchas de sus conclusiones y afirma la posibilidad de llegar a un conocimiento científico de la doctrina y la persona de Jesús. Comparten esta posición, entre otros, además de los investigadores católicos (I. Cerfaux, C. Spicq, R. de Vaux, A. Wilkenhauser, M. E. Boismard, J. Dupont, A. Feuillet, X. León-Dufour, etc.), los anglicanos C. H. Dodd, V. Taylor, T. W. Manson y el calvinista O. Cullmann. Pero incluso entre los discípulos de R. Bultmann ha surgido últimamente una fuerte reacción en favor de un planteamiento más positivo de la pregunta por el Jesús histórico 7 . Abierta la discusión en 1953 por E. Kasemann, ha producido ya las importantes contribuciones de E. Fuchs (1965), G. Bornkamm (1956), J. Jeremías (1956), E. Stauffer (1957, considerado demasiado «conservador» incluso por alguna crítica católica) y H. Conzelmann (1958). Las múltiples objeciones que estos investigadores actuales hacen a la Formgeschichte pueden resumirse diciendo que, según ellos, las conclusiones de dicha escuela no son simplemente el resultado de su admirable utilización del método científico, sino también de presupuestos no probados que, de un modo más o menos consciente, condicionan dicha utilización. Los más importantes de tales presupuestos son los siguientes: 1. Todo lo sobrenatural es mítico, producto, por tanto, de un proceso de elaboración por la fe.—Bultmann ha declarado abiertamente que la admisión de 7
Cf. J. M. Robinson: A New Quest of the Historical Jesús, 1959.
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milagros, profecías, sacramentos, es imposible para la mente moderna 8 . Cullmann 9 le reprocha, por ejemplo, que con una sola frase elimine la posibilidad de que las predicciones, por Jesús, de su pasión puedan ser históricas. 2. La comunidad es creadora.—La mayoría de los sociólogos actuales considera imposible que una comunidad dé nacimiento a productos literarios de alto valor. Piénsese en la profundidad, elevación y coherencia de los relatos evangélicos. 3. La primitiva comunidad cristiana era una simple comunidad popular.—El que una primitiva realidad histórica se transforme, por completo y en pocos años, en un relato mítico sólo puede ocurrir, a todo caso, en comunidades populares e inorgánicas. Pero la Iglesia nunca lo fue: desde un principio estuvo rigurosamente estructurada, con una autoridad que velaba por la fiel transmisión de lo que los testigos directos habían visto. 4. El testimonio inmediato pierde instantáneamente su influencia en la comunidad primitiva.-—V. Taylor ha mostrado con gracia lo paradójico de este postulado al decir que la Formgeschichte imagina a la Iglesia del siglo primero como una especie de Robinson Crusoe, que tiene que fabricarse la vida y las palabras de Jesús como si todos los numerosos testigos de los acontecimientos hubieran sido llevados también con Cristo a los cielos I0. 5. El interés de la comunidad primitiva no se dirigía primordialmente a la realidad de los hechos, sino a su significado mítico.—Pero este supuesto contradice la constante insistencia del Nuevo Testamento en afirmar que los hechos relatados son acontecimientos reales y concretos que han sido presenciados por testigos directos. San Juan explica la finalidad de su Primera Epístola: «Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que he* Kerygma und Mythos, I, 15, 1942. 9 Die Christologie des Neuen Testamenls, 1957, p. 59. 10 The formation of the Gospel Tradition, 1933, p. 41.
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mos contemplado, lo que nuestras manos han tocado del Verbo de la vida... os lo anunciamos, para que vosotros también estéis en comunidad con nosotros» (1, 1 y 3). Y San Lucas define su propósito al escribir el Evangelio diciendo que quiere imitar a los que «han emprendido la composición de un relato de los acontecimientos que se han realizado entre nosotros, tal como nos los han transmitido los que fueron desde el principio testigos oculares» (1, 1-2). Del mismo modo, San Pablo, al hablar de la resurrección, subraya que los testigos de las apariciones viven todavía. «A continuación se apareció a más de quinientos hermanos a la vez, la mayor parte de los cuales vive aún, y algunos han muerto» (1 Corintios, 15, 6). No es de extrañar, por tanto, que los jóvenes discípulos de Bultmann n hayan comprendido que la vida y la persona de Jesús pertenecen a su mensaje tanto como sus palabras. Este capítulo pretende, pues, exponer sintéticamente la respuesta adecuada a la pregunta: ¿quién es Cristo? Pregunta que, a su vez, ha de resolverse en otras tres: ¿qué afirma el Nuevo Testamento sobre Jesús?; lo que enseña el Nuevo Testamento sobre Jesús, ¿corresponde a lo que El enseñó sobre sí mismo?; lo que Jesús enseñó sobre sí mismo, ¿corresponde a la realidad? A estas tres preguntas, un católico ha de añadir una cuarta: la doctrina cristológica de la Iglesia, ¿está de acuerdo con la cristología del Nuevo Testamento?
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Para su exposición pueden ser utilizados dos métc*dos: el analítico y el cronológico. Aquí nos serviremos de una combinación de ambos. Las actuales cristologías del Nuevo Testamento tienden a centrarse en el estudio de los títulos cristológi11 Cf. E. Fuchs: Die Frage nach dem historischen Jesús, en «Zeitschrift für Theologie und Kirche», 53, 1956; G. Bornkamm: Jesús von Nazareth, 1956.
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eos 12. Toda persona es, en efecto, un misterio para los demás. Sus proyectos, sus creencias, su orden de valores, no pueden ser aprehendidos directamente, sino deducidos de su comportamiento y de sus propias declaraciones. A través de ellos llegamos a establecer un juicio sobre su personalidad. La clasificamos, acertadamente o no, en alguna categoría aproximativa: es un artista, es un político, es un pensador, es un estúpido, es un ambicioso, es un santo... Jesús constituyó para sus contemporáneos, y sigue siéndolo para las generaciones posteriores, un misterio incomparablemente más inquietante que el de cualquier otro hombre: sus hechos, sus palabras, su influjo, sus propósitos, trascendían la esfera normal de lo humano. Los evangelistas nos han transmitido el clima de tensión insoportable que Jesús creaba a su alrededor: «Los judíos le rodearon y le dijeron: ¿Hasta cuándo vas a tenernos en suspenso? Si eres el Cristo, dínoslo claramente» (Juan, 10, 24). Después de aplacada la tempestad, los discípulos se preguntan: «¿Quién es, pues, éste, que hasta el viento y el mar obedecen?» (Marcos, 4, 41). A esta pregunta, Jesús responde revelando progresivamente, con sus hechos y sus palabras, el misterio de su persona. Y después de su muerte y su resurrección, la comunidad cristiana continúa reflexionando sobre esos hechos y esas palabras, bajo la acción del Espíritu Santo, penetrando cada vez más en la comprensión de quién era Aquel que los manifestó, según El mismo había anunciado: «Mucho tengo que deciros, pero no lo podéis sobrellevar ahora. Cuando él venga, el Espíritu de verdad, os conducirá a la verdad completa» (Juan, 16, 13). Ahora bien: el misterio del ser de Jesús, como cualquier otra realidad no intuible en sí misma, solamente puede ser desvelado a partir de categorías previamente 12 Cf. O. Cullmann: obra citada; V. Taylor: The Ñames of Jesús, 1953. Pueden encontrarse indicaciones en A. Robcrt y A. Feuillet: lntroduction á la Bible, II, 1959, y en K. Adam: Der Christus des Glaubens, 1954 (hay traducción castellana).
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conocidas. Estas categorías son, precisamente, los títulos cristológicos, utilizados tanto por Jesús mismo para revelarse como por la comunidad cristiana para comprenderle. Diez son, según Cullmann, los títulos cristológicos principales, a los que se asocian otros secundarios. Todos ellos, como vamos a ver, proceden fundamentalmente del Antiguo Testamento. 1. Profeta.—El Deuteronomio pone en boca de Moisés la siguiente promesa de Yavé: «Yavé, tu Dios, suscitará para ti, de en medio de ti, de entre tus hermanos, un profeta como yo, que vosotros escucharéis» (18, 15). Los judíos del siglo i esperaban, efectivamente, la venida de un Profeta escatológico. Unos lo concebían como algunos de los grandes profetas antiguos, vuelto a la tierra; otros, como un profeta distinto y superior a todos los anteriores; unos lo identificaban con el gran enviado último; otros lo consideraban solamente un precursor. Por eso los judíos le preguntan a Juan Bautista si él es el profeta (Juan, 1, 21). Y cuando Jesús intertoga a los apóstoles: «¿Quién dice la gente que soy yo?», ellos contestan: «Unos, que Juan Bautista; otros, que Elias, y otros, que uno de los profetas (Marcos, 8, 27-28). 2. Ungido.—Con David (1010-970) alcanza la monarquía en Israel un prestigio inmenso, y David pasa a convertirse en una de las grandes figuras «típicas» de la historia sagrada de su pueblo: en él se encama la realeza israelita. Pero David es un rey elegido directamente por Dios. Es un representante de Dios ante su pueblo, del mismo modo que es un representante de su pueblo ante Dios. En Israel, la elección por Dios para un oficio especial se expresaba mediante la unción con el aceite sagrado. Se ungía a los reyes y a los sacerdotes. De aquí que al rey se le llamara «el Ungido» (en hebreo, «el Mesías», y en griego, «el Cristo»). Como los tiempos escatológicos eran considerados como el «Reino de Dios», nada más natural que atribuir al enviado divino que había de instaurarlo todo el prestigio sublimado de la realeza davídica. Desde entonces,
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por tanto, «el que había de venir» recibe los títulos de Rey, de Mesías y de Hijo de David. Esta esperanza en el Rey Mesías futuro tiene su origen en numerosos textos del Antiguo Testamento: «Tu casa y tu realeza subsistirán para siempre delante de mí, tu trono permanecerá firme para siempre» (2 Samuel, 7, 16), dice Yavé a David. Yo he hecho una alianza con mi elegido, he jurado a David, mi servidor: para siempre he establecido tu linaje, de edad en edad te construiré un trono (Salmo 89, 4-5). «David, mi servidor, será un príncipe para siempre. Yo concluiré con ellos una alianza pacífica, tendré con ellos una alianza eterna» (Éxodo, 37, 25-26). En cada página de los Evangelios se pone de manifiesto cómo el judaismo contemporáneo de Jesús aguardaba ansiosamente la llegada de este Mesías, rey político-religioso. 3. Sumo Sacerdote.—Un texto del Génesis ha conservado una antigua tradición en que se hace referencia a un extraño y misterioso Sumo Sacerdote: «Cuando Abram volvió después de haber vencido a Kedor-Laomer y a los reyes que estaban con él, el rey de Sodoma salió a su encuentro en el valle de Shave (es el valle del Rey). Melquisedec, rey de Shalem, trajo pan y vino. Era sacerdote del Dios Altísimo. Pronunció esta bendición: Bendito sea Abram por el Dios Altísimo, que creó cielo y tierra; y bendito sea el Dios Altísimo, que ha entregado a tus enemigos en tus manos. Y Abram le dio el diezmo de todo» (14, 17-20). Sobre Melquisedec no encontramos más que otra referencia en el Antiguo Testamento, pero que prueba que su figura se ha convertido en «tipo» mesiánico, ya que es el Rey Mesías a quien se aplica: «Yavé lo ha jurado, y no se desdecirá: »Tú eres sacerdote para siempre, según el orden de Melquisedec» (Salmo 110, 4). Aunque mucho menos popular que el título de Me-
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sías, es seguro que algunas corrientes de espiritualidad del judaismo del siglo i concebían al enviado escatológico como Sumo Sacerdote. Así lo han confirmado los documentos descubiertos recientemente en Qumian, y en los cuales se distingue entre un Mesías-Sumo Sacerdote y un Mesías-Rey. 4. Siervo de Y ave.—Con este título cambiamos, por completo, de ambiente. Los que hasta ahora hemos visto, y los que a continuación veremos, tienen un carácter triunfante, de exaltación. En cambio, el título cristológico de Siervo de Yavé —uno de los más importantes en el Nuevo Testamento— nos muestra un aspecto completamente distinto del mesianismo. Su punto de partida lo constituyen unos textos también excepcionales en todo el Antiguo Testamento. Se trata de un estupendo poema, incluido fragmentariamente en la segunda parte del libro de Isaías, obra de un profeta anónimo que debió vivir hacia el 550 a. C. El poema se refiere a un Siervo misterioso que es llamado por Dios a instruir a los hombres y que cumple su misión en la oscuridad, el sufrimiento y la muerte, aceptados voluntariamente para redimir a los pecadores, cuyas culpas carga sobre sí. Es significativo que este poema, a pesar de su claro carácter mesiánico, no fuera aceptado como tal por el judaismo contemporáneo de Jesús, salvo, tal vez, en círculos muy reducidos. No cabe duda de que la esperanza exasperada de un pueblo, sojuzgado por la ocupación romana, en la venida de un Mesías terreno y triunfante que trajese la libertad y la grandeza a Israel no podía aceptar la visión de un Mesías doloroso y entregado a la muerte. Cullmann 13 cita un curioso «tar* gum» en el que el glosador judío trata de probar, mediante una exégesis fantástica, que aunque el Siervo es el Mesías, los sufrimientos de que habla el poema no se refieren a él. Dado el puesto central que el título de Siervo de Yavé tiene en la cristología neotestamentaria, se reproOb. cit., pp. 54-58.
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ducirán a continuación los pasajes más importantes del poema. He aquí a mi Salvador, a quien yo sostengo, mi elegido, a quien prefiere mi alma. He puesto sobre él mi espíritu, para que lleve a las naciones el derecho. No grita, no eleva el tono, no hace oír su voz en las calles. No rompe la caña quebrada, no extingue la llama vacilante. Fielmente trae el derecho, no vacila ni se quiebra, hasta que el derecho se establezca sobre la tierra, porque las islas aguardan sus enseñanzas... (42, 1-4). ¡Escuchadme, islas, estad atentos, los pueblos más lejanos! Yavé me ha llamado desde el vientre de mi madre, desde el seno de mi madre ha pronunciado mi nombre... Es demasiado poco que tú seas mi servidor para recoger a las tribus de Jacob y traer a los supervivientes de Israel. Ya haré de ti la luz de las naciones, para que mi salvación alcance a los exiremos de la {tierra... (49, 1 y 6). ...En cuanto a mí, yo no me he resistido, no me he echado atrás. He dado mi espalda a los que me golpeaban, las mejillas a ¡os que me arrancaban la barba, no he apartado mi rostro de los ultrajes y los salivazos... (50, 5-6). He aquí que mi siervo prosperará, se elevará, subirá y crecerá mucho. Así como las multitudes se habían espantado a su vista, de tan desfigurado como estaba su aspecto, pues no tenía ya apariencia humana; así las multitudes de naciones se asombrarán, y los reyes cerrarán la boca, porque verán un suceso no relatado, y observarán una cosa inaudita.
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¿Quién creería lo que hemos oído decir? ¿A quién se ha revelado el brazo de Yavé? Como un retoñó ha crecido delante de nosotros, como una raíz en tierra árida. Sin belleza ni esplendor lo hemos visto, y sin amable apariencia, objeto de desprecio, desecho de la humanidad, hombre de dolores y conocido del sufrimiento; como aquellos ante quienes uno se cubre el rostro era despreciado y desdeñado. [(los leprosos), Pues bien: eran nuestros sufrimientos los que él sopory nuestros dolores los que le oprimían. [taba ¡Y nosotros le creíamos castigado, herido por Dios y humillado! A causa de nuestros pecados ha sido traspasado, aplastado por nuestros crímenes. El castigo que nos devuelve la paz, cae sobre él, y gracias a sus llagas hemos sido curados. Todos, como ovejas, estábamos errantes, cada una siguiendo su propio camino. Y Yavé ha hecho caer sobre él los crímenes de todos nosotros. Horriblemente tratado se humillaba, no abría la boca. Como cordero llevado al matadero, corno una oveja muda ante los trasquiladores no abría la boca. Con coerción y juicio ha sido cogido, ¿quién se preocupa de su causa? Sí, ha sido excluido de la tierra de los vivientes; por nuestros pecados ha sido herido hasta la muerte. Se le ha adjudicado su sepultura en medio de los imy su tumba con los ricos, [píos, mientras que él jamás ha hecho daño, ni proferido mentira con su boca. Yavé se ha complacido en aplastarlo por el sufrimiento. Si él ofrece su vida en expiación, verá una posteridad, prolongará sus días, y lo que agrada a Yavé se cumplirá por él. Después de las pruebas de su alma, verá la luz, y será colmado.
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Por sus sufrimientos, mi Servidor justificará las mulabrumándose él mismo con sus faltas. [titudes, Por eso, yo le otorgaré muchedumbres, y con los poderosos compartirá los trofeos, porque se ha entregado él mismo a la muerte, y ha sido contado entre los pecadores, mientras soportaba las faltas de muchedumbres e intercedía por los pecadores (52, 13-53, 12). 5. Hijo del Hombre.—En el libro de Daniel (compuesto hacia el año 165 a. de C.) se relata la siguiente visión: Fueron colocados tronos, y un Anciano se sentó. Su vestidura, blanca como la nieve; los cabellos de su cabeza, puros como la lana. Su trono era de llamas de fuego, con ruedas de fuego ardiente... Yo contemplaba, en las visiones de la noche. Y he aquí, viniendo sobre las nubes del cielo como un Hijo de Hombre. Se adelantó hasta el Anciano, y fue conducido a su presencia. A él le fue conferido el imperio, el honor y el reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es imperio para siempre, que nunca pasará, y su reino no será nunca destruido (7, 9, 13-14). La continuación de la profecía nos muestra que este «Hijo de Hombre» es el representante del pueblo de Israel. Este título (que traduce la expresión aramea que significa simplemente «el Hombre») tuvo sentido escatológico en el judaismo de tiempos de Jesús, pero sin llegar nunca a ser una denominación mesiánica popular. Se le asociaba el título de Juez de los hombres. 6. Hijo de Dios.—En el Antiguo Testamento se aplica esta calificación con mucha frecuencia al pueblo de
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Israel, como vimos en el capítulo anterior. También se aplica algunas veces al rey de Israel, con perspectivas mesiánicas: Yo promulgaré el decreto de Yavé: El me ha dicho: Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy. Pide, y te doy las naciones por herencia, por dominio los extremos de la tierra; tú los quebrarás con un cetro de hierro, como vasijas de alfarero los romperás (Salmo 2, 7-8). No consta con certeza que fuera empleado como título mesiánico en el judaismo del siglo i, pero parece probable. 7. Salvador.—Yavé es calificado muchas veces en el Antiguo Testamento de Salvador. Con sentido mesiánico aparece en un texto tardío de Isaías: «Habrá allí signos y testimonios de Yavé Sabaot en el país de Egipto. Cuando bajo la opresión clamen a Yavé, éste les enviará un salvador, que los defenderá y librará. Y Yavé se hará conocer de los egipcios, y los egipcios, en aquel día, conociendo a Yavé, le servirán con sacrificios y ofrendas» (Isaías, 19, 20-21). Sin duda que la misión que el judaismo atribuía al Mesías era una misión salvadora, pero el título de Salvador no parece habérsele aplicado con frecuencia, tal vez por reservarse a Yavé mismo. 8. Palabra.—Ya se dijo en el capítulo anterior que los dos medios principales de acción de Dios en el mundo que el Antiguo Testamento nos muestra, son el Espíritu y la Palabra («dabar»). A la Palabra de Dios se atribuye una acción creadora, salvadora, castigadora, iluminadora, reveladora. Es la Palabra la que en el capítulo primero del Génesis va dando ser a todas las cosas. Por eso dice el Salmo 33: Por su Palabra los cielos han sido hechos, por el soplo de su boca, toda la armada celeste (v. 6).
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E Isaías pone en boca de Yavé: «Como la lluvia y la nieve descienden de los cielos, y no vuelven a subir sin haber regado la tierra, haberla fecundado y hecho germinar, para que dé la semilla al sembrador y el pan comestible; del mismo modo la Palabra que sale de mi boca, no retorna a mí sin resultado, sin haber hecho lo que yo quería y realizado su misión» (55, 10-11). Añadamos, finalmente, que en las libros sapienciales (Proverbios, Eclesiástico y Sabiduría) al concepto de Palabra de Dios viene asimilado el de Sabiduría de Dios, y tanto el uno como el otro aparecen personificados. Así, en el Libro de la Sabiduría (escrito hacia el año 50 a. C.) se describe a la Palabra como un guerrero que, en medio de la noche y el silencio, se arroja a la tierra desde el trono de Dios (18, 14-15), mientras que de la Sabiduría se dice: «Ella es un soplo del poder divino, una emanación pura de la gloria del Todopoderoso, por lo cual nada manchado hay en ella. Es un reflejo de la luz eterna, un espejo sin mancha de la actividad de Dios, una imagen de su excelencia» (7, 25-26). De la Sabiduría se afirma también en el Libro de los Proverbios: Yavé me ha creado al comienzo de sus designios, antes de sus obras más antiguas. Desde la eternidad fui fundada desde el comienzo, antes del origen de la tierra... (8, 22-23). Pero el judaismo anterior a Jesús desconoce la aplicación de los conceptos de Palabra y Sabiduría divina al esclarecimiento de la naturaleza del enviado escatológico. 9. Señor.—El título de Señor («Adon» o «Adonai») tiene en el Antiguo Testamento un uso ambiguo: religioso y profano. Se aplica a Dios como nombre propio; y se aplica también a cualquier hombre revestido de dignidad. Pero el empleo religioso adquiere un relieve
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especial cuando el judaismo, por miedo a usar en vano el nombre santo de Yavé, decide sustituirlo en la lectura por el de Adonai. Testigo de ello la Versión de los Setenta (primera traducción de la Biblia al griego, realizada probablemente desde mediados del siglo m a finales del II a. C ) , en la que el nombre de Yavé es traducido por Kyrios, Señor. En cuanto a su aplicación al Mesías, el texto más enfático es el Salmo 110, citado ya a propósito del título de Sumo Sacerdote: Oráculo de Yavé a mi Señor: Siéntate a mi diestra; Yo haré de tus enemigos tu escabel (v. 1). 10. Dios.—De los nombres que el Antiguo Testamento aplica a Dios, hay uno, «El» (en plural, «Elohim»), que en algunos textos se extiende también a seres que tienen una relación especial con Dios: los ángeles, los muertos, el rey, los jueces. Jesús cita uno de ellos (Salmo 82, 6) en Juan, 10, 34. En un texto de Isaías, se aplica al enviado escatológico un nombre (Dios-fuerte) con esta misma raíz: Porque un niño nos ha nacido, un hijo nos ha sido dado, ha recibido el imperio sobre los hombros, se le ha dado este nombre: Consejero maravilloso, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de la Paz (9, 5). Es seguro, sin embargo, que el judaismo no pensó jamás en interpretar este texto, ni ningún otro, en el sentido de atribuir al Mesías verdadera naturaleza divina. Algunos de estos títulos se corresponden hasta cierto punto con otros títulos paralelos vigentes en la religiosidad griega, en la religión del Imperio, o en otras religiones orientales. Aunque, como se ha dicho, los autores del Nuevo Testamento tomaron los títulos cristológicos fundamentalmente de los textos mesiánicos
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del Antiguo, no hay por qué excluir a priori la posibilidad de que hayan incorporado a algunos de ellos, para mejor expresar la realidad trascendente de Jesús, ciertos matices provenientes del significado que la cultura helenística popular, extendida por todo el Imperio, daba a expresiones equivalentes de la lengua griega. Ya se ha aludido al abolengo religioso del título «el Hijo del Hombre» o «el Hombre», para designar al Hombre Perfecto, capaz de restituir a la humanidad la plenitud primitiva. El Antiguo Testamento nos presenta al primer hombre al mismo tiempo como hombre perfecto y como creado a imagen de Dios (1, 27). Pero nos dice también que este hombre primero, Adán, destruye la imagen de Dios que hay en él con el pecado. Con ello, el Antiguo Testamento difiere por completo del mito de «Urmensch», y muestra la imposibilidad de que sea ese mismo Adán el Hombre escatológico que venga a restaurar la imagen de Dios en la humanidad. En cuanto a la denominación de «Hijo de Dios», se aplica al rey en Egipto, Asiría y Babilonia. Los emperadores romanos recibían también el título de divi filius. En el helenismo popular se atribuía a todos aquellos a quienes se consideraban poseedores de fuerzas místicas, como los magos y taumaturgos, de los que es típico ejemplo Apolonio de Tiana. Aproximadamente el mismo ámbito de aplicación tenía, dentro del helenismo, el calificativo de «Salvador»; se atribuía a los dioses, a los héroes, a los emperadores deificados y también, al parecer, a las divinidades de los cultos de los misterios. El concepto de Palabra-Idea (Logos) tiene muy larga historia en la filosofía griega. Empleado por Heráclito y por el platonismo, adquiere en la filosofía estoica el sentido de alma del mundo, impersonal y panteísta. En el gnosticismo se convierte en un ser intermedio entre Dios y los hombres, que actúa de mediador; que a veces adquiere apariencia humana, pero sin que jamás se encarne verdaderamente (lo cual hubiera sido incompatible con la identificación gnóstica de la materia como principio del mal). Una versión confusa y degradada
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del pensamiento filosófico sobre el Logos se había incorporado en el siglo i a la cultura popular de todo el Imperio. Finalmente, el título de Señor (kyrios), además de su utilización ordinaria en la cortesía profana, tenía también una aplicación religiosa con todos los países helenizados, como título de los dioses. Era también título imperial que, si en un principio tuvo un significado político-jurídico, muy pronto adquirió un claro matiz religioso. Tenemos ya, pues, el «repertorio ideológico», el «vocabulario de conceptos», con que se encontraron los autores del Nuevo Testamento y Jesús mismo, para poder expresar el misterio último de la realidad personal de Cristo. Ello nos permitirá comprender mejor la cristología de cada uno de los escritos neo testamentarios. Pero, antes de pasar a su exposición cronológica, conviene detenerse en una observación importante. La de cómo todos estos títulos cristológicos, aunque el judaismo precristiano no fue nunca capaz de sintetizarlos, tienen de por sí estrechas vinculaciones mutuas. Así, en primer lugar, nos encontramos con que el carácter de «enviado de Dios» es común a todos ellos. En cuanto a la idea de «representante del pueblo ante Dios», es común a los de Ungido, Hijo del Hombre, Sumo Sacerdote y Siervo de Yavé. Estos dos últimos coinciden, además, en la misión de ofrecer sacrificios por el pueblo (que en el Siervo es el sacrificio de Sí mismo). Tal función reparadora los avecina al título de Salvador. El de Hijo del Hombre y el de Palabra coinciden en el carácter de imagen de Dios. El de Señor en sentido religioso y el de Dios se identifican. Todo lo cual hace que en el orden en que aquí se ha expuesto, haya una escala ascendente, que pasa de uno a otro casi sin solución de continuidad. Estudiaremos ahora muy brevemente los aspectos más característicos de la cristología de los principales autores del Nuevo Testamento. Procederemos para ello en orden cronológico inverso, de los más recientes a los más antiguos, semejantes al arqueólogo que excava es-'
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tratos cada vez más profundos en busca del punto de partida de una civilización. La cristología de San Juan La crítica actual está de acuerdo en situar la redacción del Evangelio de San Juan y de su Primera epístola hacia el año 100, y la del Apocalipsis, hacia el año 95 (aunque algunas de sus partes pueden ser anteriores). Reflejan, pues, estos escritos la fe de una Iglesia ya madura; que ha conocido persecuciones (cuando aparece el Apocalipsis está en curso la de Domiciano) y herejías; que ha perdido todos los otros apóstoles y está gobernada por los obispos, presididos por Clemente, obispo de Roma; de una Iglesia, en fin, que ha tenido necesidad y tiempo de reflexionar profundamente sobre la enseñanza de Jesús. Aunque todos los títulos cristológicos, menos el de Profeta, se aplican a Jesús en sus escritos, San Juan interpreta el misterio de Jesús fundamentalmente a través de dos de ellos: Palabra e Hijo de Dios. El primero (sólo utilizado por él) expresa el ser de Jesús antes de la venida al mundo; el segundo designa más bien su ser en el mundo. El centro de la teología de San Juan es la Encarnación de la Palabra. En cuanto a los títulos restantes, en sus escritos se encuentra la mitad de los poquísimos textos del Nuevo Testamento en que se llama Dios a Jesús (seguros: Juan, 1, 1, y 20, 28; probables: Juan, 1, 18, y Juan, 5, 20). El de Siervo de Yavé, aunque no está expreso, inspira la denominación de «Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Juan, 1, 29), e incluso, muy probablemente, la imagen del pastor que da su vida por sus ovejas (Juan, 10-11). El título de Señor es asociado al de Dios en la exclamación de Tomás: «¡Señor mío y Dios mío!» (Juan, 20, 28). Los samaritanos reconocen a Jesús como el «Salvador del mundo» (Juan, 4, 42; cf. 1 Juan, 4, 14). Si bien no se utiliza expresamente el título de Sumo Sacerdote, todo el Evangelio tiene un carácter litúrgico, que la crítica modern-d ha subrayado fuertemente. En cuanto 6
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a los de Hijo del Hombre y de Ungido, aparecen utilizados del mismo modo que en los sinópticos. Delante de Pilato, Jesús reconoce que es Rey, pero que su reino no es de este mundo (Juan, 18, 36-37). La cristología de San Juan en su Evangelio y Primera epístola pueden resumirse en los siguientes puntos: a) En el principio existía la Palabra, que estaba con Dios y que era Dios. Todo fue hecho por ella. Ella era la vida de todo ser y la luz de los hombres. b) Desde el principio el diablo fue asesino, en él no hay verdad, es padre de la mentira. El mundo entero está bajo el Maligno. c) La Palabra se hace carne. Tanto ama Dios al mundo, que envía a su Hijo Único. La Palabra y el Hijo vienen para salvar al mundo, iluminar a los nombres, dar testimonio de la verdad, manifestar el amor de Dios, comunicar a los hombres el poder ser hijos de Dios, darles la vida eterna, bautizar en el Espíritu Santo. d) Jesús es la Palabra y el Hijo Único de Dios. Jesús es Señor y Dios. Jesús y el Padre son uno. Jesús es el Salvador del mundo. Es la luz del mundo. Es el camino, la verdad y la vida. e) Frente a El, el mundo prefiere las tinieblas a la luz, la mentira a la verdad, la muerte a la vida, el odio al amor. f) Jesús da su vida libremente, obedeciendo al Padre, para que el mundo sepa que Jesús ama al Padre, para atraer a todos los hombres, para derrocar al Príncipe de este mundo. g) Realizada la obra que el Padre le encomendó, Jesús vuelve al Padre, después de resucitar, para recibir la gloria que tenía en El antes de que el mundo existiese. h) Entonces Jesús enviará a sus discípulos el Espíritu de verdad, que les servirá de Auxiliador y Consolador, que les conducirá a la verdad completa, que glorificará a Jesús y que confundirá al mundo 14. 14
a. Juan, 1, 1-4. Cf. 1 Juan, 1, 1; Apocalipsis, 19, 13. b. Juan, 8, 44; / Juan, 5, 19. Cf. / Juan, 2. 16.
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Esquematizando más todavía, podría decirse que el Evangelio de San Juan es el drama de la lucha entre dos realidades opuestas: la Luz (verdad, amor, vida) y las Tinieblas (mentira, odio, muerte). La primera está en Dios; la segunda, en el mundo. Pero Dios ama al mundo, y para salvarle le envía primero su Palabra, y después, su Espíritu. La Palabra se hace carne y, mediante su vida y su muerte, da testimonio de la luz, la verdad, el amor y la vida. Vuelve después al Padre, y envía el Espíritu, que continúa ese mismo testimonio, actuando interiormente sobre la comunidad de discípulos. Todos estos temas están iniciados ya, como en una obertura, en el Prólogo del Evangelio, uno de los textos más importantes y grandiosos de todo el Nuevo Testamento. San Juan construye este Prólogo en estricto paralelismo con el capítulo I del Génesis IS, mostrando con ello que, para él, la Encarnación de la Palabra equivale a una nueva Creación: Dice el c. 1 del Génesis:
Dice el Prólogo:
En el principio creó Dios el cielo y la tierra (v. 1). Dijo Dios... y fue así (3, 6, 9, 11, 14-15, 20, 24).
En el principio era la Palabra (v. 1). Todo fue hecho por ella (la Palabra), y sin ella nada se hizo (3). La luz luce en las tinieblas, y las tinieblas no la han comprendido (5). Ella (la Palabra) era la vida de todo ser (4).
Dios separó la luz de las tinieblas (4). Dios creó todos los seres vivientes (21).
15
c. Juan, 1, 14; 3, 16; 3, 17; 1, 9; 18, 37; / Juan, 4, 9; Juan, 1, 12; 3, 15-16; 1, 33. d. Juan, 1, 15-18; 20, 28; 10, 30; 4, 42; 8, 12; 14, 6. e. Juan, 3, 19; 8, 44-45; 5, 25; 5, 42. f. Juan, 10, 18; 14, 30; 12, 31-32. g. Juan, 17, 4; 16, 28; 17, 5. h. Juan, 16, 7-14. Cf. M. E. Boismard: Le Prologue de saint Jean, 1955.
El Dios salvador
164 Dios creó el hombre a su imagen (27).
Ella ha dado poder de hacerse hijos de Dios a los que creen en su nombre (12).
La cristología del Apocalipsis coincide con la del Evangelio: Jesús aparece como la Palabra (19, 13), como Cordero sacrificado (5, 6), como Dios (5, 12-14; 22, 3), como «Rey de reyes y Señor de señores» (19, 16), como Sumo sacerdote (1, 12-13), como Hijo del Hombre (1, 13; 14, 14). En cambio, sólo aparece una vez como Hijo de Dios (2, 18). Pero su carácter de libro de consolación para los fieles perseguidos por Domiciano comunica a la figura de Jesús un carácter guerrero y vengador. La cristología de la Epístola a los Hebreos La fecha en que fue escrita la Epístola a los Hebreos está actualmente en discusión, dentro de los límites de los años 65 y 90. Su teología tiene estrechas relaciones con la de San Juan y la de San Pablo; pero con importantes aspectos originales. La Epístola a los Hebreos es el único libro del Nuevo Testamento que centra su cristología en el título de Sumo Sacerdote. Resumamos brevemente su enseñanza 16. a) Jesús es el Sumo Sacerdote eterno, prefigurado en Melquisedec. b) La misión del Sumo Sacerdote es la de servir de intermediario entre Dios y los hombres. Jesús es el Mediador de la Nueva Alianza. c) Jesús está capacitado para ser mediador tanto por su ser como por su vida terrena. Por su ser, porque por una parte es Resplandor de la gloria de Dios, Imagen de su sustancia, Hijo que sostiene el universo con su palabra poderosa, Dios; y por otra parte, porque se ha hecho semejante en todo a sus hermanos. ,6
Cf. C. Spicq: VEpítre aux Hébreux, 1952-1953.
La Cristología del Nuevo Testamento
Í65
d) Por su vida terrena, porque ha aprendido, mediante el sufrimiento, la obediencia, aunque era el Hijo. e) Jesús ofrece por los pecados de los hombres un sacrificio de valor eterno, purificándolos con su sangre. Con su muerte reduce a ¡a impotencia al diablo y libra a todos los que el temor de la muerte tenía esclavizados. }) Mediante la ascensión, penetra en el santuario del cielo, continuando allí su misión de Sumo Sacerdote, intercediendo eternamente por nosotros. g) Jesús vendrá una segunda vez para dar la salvación a los que le esperan n. La Epístola a los Hebreos se abre con un prólogo sobre la divinidad de Jesús de una elevación teológica casi igualable a la del Prólogo del Evangelio de San Juan: «En muchas ocasiones y de muchas maneras habló Dios, en otro tiempo, a los Padres por los profetas. En estos días últimos nos ha hablado por el Hijo, a quien ha constituido heredero de todas las cosas, por quien ha hecho también los eones. El cual, siendo resplandor de su gloria e imagen de su sustancia, sustentado todas las cosas con la palabra de su fuerza, habiendo realizado la purificación de los pecados, se ha sentado a la diestra de la Grandeza en las alturas, hecho tan superior a los ángeles cuanto el nombre que ha heredado es incomparable con el de ellos» (1, 1-4). Y a continuación, para probar su tesis por la Escritura, el autor cita los salmos en que se llama «Dios» al rey de Israel, y aplica a Jesús otros pasajes que el Antiguo Testamento aplicaba a Yavé (1, 5-14).
a. b. c. d. c. f. g.
6, 20. 5, 1-5; 9, 15. 1, 1-14; 2, 17. 5, 8. 10, 11-18; 9, 13-14; 2, 14-15. 9, 11-12; 7, 25. 9, 28.
La Cristología del Nuevo La cristología de San Pablo
18
Las epístolas de San Pablo fueron escritas en el período comprendido entre el año 51 y el 67. El título dominante en la cristología de San Pablo es el de Señor en su significación divina. Lo que Saulo descubre al convertirse a las puertas de Damasco es que ese Jesús, que fue condenado a muerte y que no está ya en este mundo, sigue estando presente en medio de la comunidad de sus discípulos como Señor de los cielos y tierra. Para San Pablo, este señorío de Jesús ha comenzado con su resurrección. ¿Qué significado tiene, entonces, la vida terrena de Jesús? San Pablo se lo explica mediante dos títulos cristológicos: el de Hijo del Hombre y el de Siervo de Yavé. El primero le sirve para interpretar el ser y la misión de Jesús (aunque sin emplearlo nunca como tal, sino en sus sinónimos: Segundo Hombre, Hombre Celeste, Segundo Adán, Imagen de Dios). El segundo expresa el modo con que Jesús realiza su misión: la obediencia. Estos tres títulos son completados con un cuarto, también muy importante: el de Hijo de Dios. Con él alude San Pablo, por una parte, a la identidad de Jesús con su Padre, y por otra, a su sometimiento absoluto a la voluntad de Dios; identidad y sometimiento que son la causa de que Dios le haya conferido, a partir de la resurrección, el título de Señor. La cristología de San Pablo puede condensarse en los puntos siguientes: A.
El Primer
Hombre
a) Dios creó al Primer Hombre (Hombre Terrestre, Primer Adán) a su imagen, hijo suyo, insuflándole un espíritu de vida. b) Adán peca tratando de apoderarse de la igualdad con Dios. c) Con su desobediencia queda destruida la ima18 Cf. L. Cerfaux: Le Christ dans ¡a théologie de saint Paul, 1954 (hay traducción castellana).
Testamento
167
gen de Dios en el hombre, que deja de ser hijo de Dios y pierde el espíritu de vida, introduciéndose en el mundo la muerte (física y espiritual, actual y eterna). d) Mediante el pecado se establece en el mundo el reino de las tinieblas, es decir, de los espíritus del mal, regidos por Satanás, «el dios de este eón». Todo el cosmos queda sujeto a la corrupción. B.
El Segundo
Hombre
a) Existía el Segundo Hombre (Hombre Celeste, Segundo y Ultimo Adán), Jesús el Cristo. El cual es Imagen de Dios; Primogénito de toda creatura; en quien, por quien y para quien todo fue creado y subsiste; Hijo de Dios; Espíritu vivificante. b) Jesús no sólo no intenta apoderarse de la igualdad con Dios, sino que, enviado por El, acepta tomar imagen de Siervo igualándose a los hombres (naciendo de mujer, bajo la ley, en semejanza de carne de pecado, hecho pecado, hecho maldición), obedeciendo hasta la muerte, y muerte de cruz. c) La obediencia de Jesús produce una nueva creación: Dios restaura su imagen en el hombre mediante la imagen de su Hijo, con lo cual el hombre vuelve a ser hijo de Dios; y le perdona los pecados, comunicándole, mediante la aspersión purificadora de la sangre de Jesús, el Espíritu vivificante, principio de toda vida (física y espiritual, actual y eterna). d) Por su obediencia, Dios resucita a Jesús, y le confiere el Nombre sobre todo nombre, es decir, el título de Señor divino, ante el cual todo ha de doblar la rodilla, en los cielos, en la tierra y en los infiernos. Jesús es también Cabeza de la Iglesia. Con ello quedan vencidos los espíritus del mal e instaurado el reino del Hijo. e) Pero esa victoria sólo alcanzará sus frutos definitivos con la segunda venida de Jesús. Entonces los muertos resucitarán; la muerte, último enemigo, quedará vencida; y todo el cosmos será liberado de la corrupción.
La Cristología del Nuevo
168
Testamento
169
El Dios salvador
f) Después de todo lo cual Jesús someterá su reino a Dios, a fin de que El sea todo en todos 19. Si intentamos dejar al desnudo el esqueleto de la cristología de San Pablo, nos encontramos con este armazón: Hombre terrestre, Adán Hecho a imagen de Dios Hecho hijo de Dios Dotado de espíritu viviente Quiso igualarse a Dios Trajo la muerte al mundo destruyendo la imagen de Dios perdiendo la filiación quedando sin espíritu viviente
Hombre celeste, Jesús. Es la imagen de Dios. Es el hijo de Dios. Es Espíritu vivificante. Aceptó igualarse a los hombres hasta morir en la Cruz. Trajo la vida al mundo, comunicando la imagen de Dios mediante la suya; participando su filiación; comunicando el Espíritu vivificante.
Es muy probable que San Pablo haya utilizado para este esquema la idea del Urmensch, muy vigente en el gnosticismo de su tiempo, pero introduciendo en ella " A. a. / Corintios, 15, 44,49; Romanos, 5, 12-19. Cf. Génesis, 1, 26; Romanos, 8, 29. b. Cf. Filipenses, 2, 6.; Génesis, 3, 5. c. Romanos, 5, 12-19; 3, 23; 8, 29; 6, 23. d. Efesios, 5, 8-12; Colosenses, 1, 13; 2 Corintios, 4, 4; Romanos, 8, 19-22. B. a. ; Corintios, 15, 44-49; Romanos, 5, 12-19; Colosenses, 1, 15-17; Es muy probable que San Pablo haya aplicado a Jesús el título de Dios en Romanos, 9, 5; Colosenses, 2, 2, y Tito, 2, 13. b. Filipenses, 2, 6-8; Romanos, 8, 3; Gálatas, 4, 4; 2 Corintios, 5, 21; Gálatas, 3, 13. c. 2 Corintios, 5, 17 Romanos, 8, 29; 3, 21-25; 8, 1-11. d. Filipenses, 2, 4-11 Colosenses, 1, 13-20. e. 7 Corintios, 15, 20-27 54-57; Romanos, 8, 19-22. f. 1 Corintios, 15, 28.
modificaciones esenciales para adaptarla a los datos del Antiguo Testamento y a la realidad de Jesús. Así, en vez de un Hombre Primigenio, San Pablo nos habla de dos, uno terrestre y otro celeste: «El primer hombre, Adán, fue hecho ánima viviente; el último Adán es espíritu vivificante. Pero no fue primero lo espiritual, sino lo animado. El primer hombre, salido de la tierra, es terrestre; el segundo hombre viene del cielo. Como fue el terrestre, así también los terrestres; como fue el celeste, así también los celestes. Así como revestimos la imagen del terrestre, revistamos también la imagen del celeste» (1 Corintios, 15, 45-49). El Primer Hombre, Adán, peca queriendo ser como Dios, trae la muerte al mundo, y con ello acaba su papel. El Segundo Adán, que ya preexistía como Imagen de Dios, viene al mundo, obedeciendo, hecho igual a los hombres, para salvarlos de sus pecados: «He aquí por qué, como por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte... Si, en efecto, por el delito de uno solo la muerte ha reinado a causa de ese solo, mucho más los que reciben abundantemente la gracia y el don de la justicia reinarán en la vida a causa de solo Jesús Cristo... Porque como por la desobediencia de un solo hombre la muchedumbre fue constituida pecadora; así, por la_ obediencia de uno solo la muchedumbre será constituida justa» (Romanos, 5, 12, 17, 19). Pero la cima de la cristología paulina se halla en el famoso himno a Jesús de la Epístola a los Filipenses: El, existiendo como Imagen de Dios, no consideró como una presa el ser igual a Dios. Sino que se aniquiló a Sí mismo, tomando imagen de Siervo, haciéndose igual a los hombres. Y apareciendo con aspecto de hombre, se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte.* y muerte de cruz. Por lo cual Dios lo ha exaltado,
170
El Dios salvador
y le ha dado el Nombre que está sobre todo nombre. Para que al nombre de Jesús, toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los infiernos. Y toda lengua confiese que Jesús Cristo es Señor, para la gloria de Dios Padre (2, 6-11). La cristología de San Pablo coincide profundamente con la de San Juan, como ha puesto bien de relieve la exégesis contemporánea. Ambos se ajustan al mismo esquema fundamental: el mundo sumergido en el mal y en las tinieblas, a causa del pecado y por influjo de los espíritus malignos; Dios que, por amor al mundo, envía a su Hijo preexistente e imagen suya, para salvarlo; el Hijo que se hace carne por obediencia, y muere en la cruz para redimir a los hombres; resurrección y exaltación a la gloria divina de Jesús. Existen, sin embargo, matices diferenciales: la teología de San Juan tiene un carácter más intelectual y axiológico; la de San Pablo, más voluntarista y existencial. La tensión escatológica es más fuerte en el segundo que en el primero. La cristología de San Juan está centrada en la Encarnación de la Palabra; la de San Pablo está centrada en la muerte y resurrección de Jesús. De aquí que San Juan sea más explícito y preciso respecto de la divinidad del Jesús terreno y preexistente, mientras que, por su parte, San Pajjlo lo será respecto de la doctrina sobre la Redención. Terminaremos el resumen de la cristología paulina con una breve referencia a esta última. ¿Por qué ha muerto Jesús en la cruz? San Pablo nos dice repetidamente que ha muerto «por nosotros». Pero ¿cuál es el significado preciso de esta expresión? De un modo general, ya lo sabemos: Jesús ha muerto en la cruz para realizar un acto de suprema obediencia que compensara la desobediencia de Adán y de sus descendientes, y reparara el desorden causado en la humanidad y en el cosmos. Pero ¿por qué ha querido Dios que la
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Testamento
obediencia de Jesús consistiera precisamente en la aceptación de la muerte en la cruz? San Pablo nos indica cuatro motivos. Primero, la perfección de la obediencia: en el himno de la Epístola a los Filipenses se insinúa que el aceptar tan tremendo mandato lleva la obediencia una plenitud insuperable (v. 8). Segundo, la manifestación suprema del amor de Dios y de Cristo a los hombres (Romanos, 8, 31-39). Tercero, la purificación mediante la sangre; para los hebreos, el centro del sacrificio no estaba en la muerte de la víctima, sino en la aspersión de la sangre (sede del ánima viviente, según su biología), que simboliza la comunicación purificadora del Espíritu de Yavé. Del mismo modo, la sangre de Cristo comunica el Espíritu a la humanidad muerta, devolviéndole la vida (Romanos, 3, 25). Cuarto, la sustitución penal: la muerte de Jesús como pecador sustituye a la muerte eterna, que los hombres habían merecido por sus pecados (Romanos, 8, 3; Colosenses, 2, 14) 20 . La cristología de los «Hechos de los
Apóstoles»
Sobre la fecha de composición del libro de los Hechos de los Apóstoles hay que repetir lo dicho respecto a la Epístola a los Hebreos. La mayor parte de los críticos admite actualmente que fue escrito por el mismo autor del tercer Evangelio, San Lucas. El valor histórico de este libro ha sido muy discutido por la crítica no católica, pero últimamente es cada vez más aceptado. El libro de los Hechos de los Apóstoles nos relata los aspectos principales de la vida de la Iglesia naciente, desde la Ascensión de Jesús (hacia el año 30) hasta la prisión de San Pablo en Roma (hacia el año 60). Siendo un libro histórico y no un libro doctrinal, no podemos esperar de él desarrollos teológicos comparables a los expuestos hasta ahora. Su interés para la cristología es, 20 Este último motivo ha sido negado por S. Lyonnet: La sotériologie paulinienne, en A. Robert y A. Feuillet: obra citada.
172
El Dios salvador
sin embargo, muy grande, porque San Lucas nos transmite numerosas indicaciones sobre la predicación primitiva de la Iglesia. El conjunto de tales indicaciones nos permite, pues, reconstruir una especie de «cristología arcaica». Hela aquí, en resumen. La fe y la predicación de la comunidad cristiana recién nacida se centra en un acontecimiento: la resurrección de Jesús. Este acontecimiento es también la clave de su cristología. Su esquema nos lo proporciona ya el primer discurso de San Pedro, inmediatamente después de Pentecostés (2, 14-36). Presenta primero el apóstol la figura de Jesús durante su vida terrena y, por así decirlo, visto «desde fuera»: «Jesús Nazareno (obsérvese este gentilicio arcaico, de Nazaret, que sólo se encuentra en los Hechos y en los Sinópticos), el hombre que Dios ha acreditado ante vosotros con milagros, prodigios y signos que obró en medio de vosotros, como sabéis vosotros mismos» (v. 22). Menciona después el acontecimiento clave: «Dios ha resucitado a este Jesús: todos nosotros somos testigos de ello» (v. 32). Y proclama después la consecuencia: «Que toda la casa de Israel lo sepa, pues, con certeza: Dios ha hecho Señor y Cristo a ese Jesús, a quien vosotros habéis crucificado» (v. 36). De acuerdo con este esquema, la comunidad primitiva comprende a Jesús desde el punto de vista de su existencia terrena mediante el título de Siervo de Yavé (3, 13, 26; 4, 27, 30, y, sobre todo, 8, 26-38, en el que el Poema del Siervo es utilizado expresamente para explicar la «buena nueva de Jesús»). Y comprende a Jesús desde el punto de vista de su existencia gloriosa de resucitado, fundamentalmente mediante el título de Señor (2, 36; 7, 59-60; 9, 10-18, 27-28, etc.). Junto con estos títulos hallamos otros: Profeta (3, 20; 7, 37; no se encuentra referido a Jesús en ningún otro lugar); Jefe y Salvador (5, 31); el Santo, el Justo, el Príncipe de la vida (3, 14-15); Juez de vivos y muertos (10, 42). Mención aparte merecen los títulos de Hijo del Hombre y de Hijo de Dios, El primero sólo se encuentra aquí, en el Apocalipsis y en los cuatro Evangelios; pero mientras en los Evangelios aparece siempre en boca de
La Cristología del Nuevo Testamento
173
Jesús, aquí está en boca de San Esteban (7, 56): eso ha hecho pensar que tal vez era un título cristológico utilizado por los «judíos helenistas» 2I . En cuanto al título de Hijo de Dios, sólo aparecen en dos textos (9, 20 y 13, 33; 8, 57 es una glosa) y ambos en boca de San Pablo; ello parece indicar que fue éste el primero en comprender el puesto céntrico que correspondía a dicho título en la predicación sobre Jesús. Que la comunidad primitiva consideraba a Jesús como Dios lo demuestra, además del título de Señor en sentido divino (7, 59-60; 9, 10-17; 27-31, etc.), la utilización del nombre de Jesús con la misma veneración y en igual contexto que el nombre de Yavé en el Antiguo Testamento (3, 6, 16; 4, 1012; 17-18; 5, 28, 40-41, etc.). La cristología de los Evangelios de San Mateo, San Marcos y San Lucas La discusión sobre la fecha en que fueron escritos los tres Evangelios llamados sinópticos ha perdido actualmente la importancia que tuvo, puesto que toda la crítica está de acuerdo en la antigüedad de las fuentes utilizadas por los evangelistas. Como fechas más probables, el P. P. Benoit 22 señala las siguientes: para el original arameo de San Mateo, del año 40 al 50; para San Marcos, del 60 al 70; para la versión griega de San Mateo y para San Lucas, del 65 al 80. Como antes se indicó, gran parte del trabajo de la exégesis moderna se ha centrado en el estudio del llamado «problema sinóptico», cuya complejidad se ha hecho cada vez más patente: ¿cómo explicar las numerosas coincidencias, a veces literales, y cómo explicar las no menos numerosas diferencias, adiciones y supresiones? La crítica actual ha llegado a un acuerdo básico sobre las líneas generales de la respuesta, pero las soluciones concretas defendidas son aún variadas. Veamos, 21
O. Cullmann: ob. cit., pp. 158 s. Introduction aux évangiles synoptiques, en la «Bible de Jérusalem», 1956. 22
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El Dios salvador
en resumen, cómo expone el P. P. Benoit la «prehistoria de los evangelios». Al principio hubo la predicación oral de los apóstoles (kerigma), anunciando la muerte. redentora y la resurrección del Señor. Esta predicación, de la cual los discursos de San Pedro en los Hechos de los Apóstoles nos proporcionan resúmenes típicos, era acompañada normalmente de relatos más detallados; ante todo el de la Pasión, que debió de alcanzar muy pronto una forma estereotipada, como lo atestigua el paralelismo de los cuatro relatos evangélicos; después, anécdotas tomadas de la vida del Maestro, ilustradoras de su persona, su misión, su poder, su enseñanza, mediante algún episodio o palabra memorable, algún milagro, sentencia, parábola, etc. Además de los apóstoles, otros narradores especializados, los «evangelistas», relataban recuerdos evangélicos bajo una forma que tend.ía a fijarse por la repetición. Muy pronto, y sobre todo desde el momento en que los testigos de primera hora comenzaron a desaparecer, hubo el deseo de poner esta tradición por escrito. Los episodios, contados al principio de manera •aislada e independiente, tendieron en consecuencia a agruparse, unas veces en forma cronológica y otras en forma lógica, al comienzo en pequeñas secciones, después en conjuntos más amplios. Un autor, en quien nada impide reconocer con la Tradición al apóstol San Mateo, compuso entonces un primer «evangelio», que reunía los hechos y las palabras de Jesús en un relato continuo que abarcaba todo su ministerio terrestre, desde el bautismo a la resurrección. Vino después una compilación, cuyo autor ignoramos, que reunía otras palabras del Señor, o las mismas bajo otra forma. Estas dos obras, compuestas en arameo, se tradujeron muy pronto al griego, de diversos modos. San Marcos utilizó el Evangelio arameo de San Mateo, a través de alguna traducción griega, añadiendo aspectos vivos y concretos, tomados de la predicación de San Pedro, su maestro. Un redactor anónimo completó el San Mateo arameo (conocido en versión griega) con el Evangelio de San Marcos, con la compilación de las palabras del
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Señor y con otras fuentes propias, resultando el actual Evangelio de San Mateo. Por su parte, San Lucas emprende una obra semejante, pero con modalidades distintas, entre otras razones porque se dirige a lectores provenientes del paganismo. Parece haber utilizado multitud de fuentes: San Mateo arameo, la compilación, San Marcos, otra compilación, que introduce en la «subida a Jerusalén», fuentes propias... 2 3 . Los evangelistas sinópticos no son teólogos, como Pablo y Juan. No pretenden darnos una interpretación de la persona de Jesús más completa y explícita, sino transmitirnos fielmente la interpretación que Jesús daba de sí mismo, de acuerdo con las fuentes de que ellos disponen. Pero ni son simples cronistas ni meros compiladores: nos relatan los hechos y palabras de Jesús a través de la meditación de la comunidad cristiana y de acuerdo con la psicología y los fines propios de cada uno. En la selección de episodios y discursos, en su disposición, en la comprensión de su sentido, en algunas glosas, queda patente toda una cristología. Tal cristología, aunque matizada en cada evangelio por la personalidad de su autor, presenta, sin embargo, los suficientes rasgos comunes para ser expuesta conjuntamente. Desde el punto de vista del uso de los títulos cristológicos, la doctrina de los sinópticos puede sintetizarse como sigue: Jesús se presenta en los tres evangelios, según se dijo, como una realidad misteriosa. Misterio que procede, de una parte, de la misma trascendencia de sus obras y palabras: milagros, profecías, conocimiento de los corazones, autoridad con que habla, afirmaciones de suprahumanidad, atribución de poder de perdonar pecados, etc. Y de otra parte, de la voluntaria parquedad de Jesús en dar definiciones de su realidad última. Parquedad que obedece a dos motivos: a que Jesús sabe que su naturaleza divina sólo podrá manifestarse y ser aceptada plenamente mediante la Resurrección; y a que teme que se le atribuya el mesianismo terreno y político que el pueblo judío esperaba. A este Ib ídem.
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El Dios salvador
último motivo se debe, sin duda, el llamado «secreto mesiánico» (prohibición por Jesús de que su mesianidad sea divulgada), que ocupa un lugar tan importante en el Evangelio de San Marcos (1, 25, 34, 44; 8, 30; 9, 9, etc.). Pero dentro de este clima de misterio y secreto, la entidad y la misión de Jesús van revelándose progresivamente en los sinópticos. La primera, mediante la confluencia de dos títulos: Hijo del Hombre e Hijo de Dios. La segunda, mediante la contraposición de otros dos títulos: Siervo de Yavé y Mesías-Rey. De los dos primeros títulos, el de Hijo del Hombre aparece utilizado constantemente y sin reservas por Jesús. El de Hijo de Dios, por el contrario, tiene un cierto carácter de título esotérico y misterioso, y sólo aparece empleado en raras y solemnes ocasiones. ¿Qué entiende Jesús en los sinópticos cuando se aplica el título de Hijo del Hombre? Sin duda alguna, Jesús alude a la profecía de Daniel, tal como era entendida por el judaismo de su tiempo. Al designarse como Hijo del Hombre (como «el Hombre», en arameo), Jesús evoca los rasgos bien conocidos por sus oyentes de un ser sobrehumano, preexistente, que representa al pueblo ante Dios, que recibe de Dios un imperio eterno sobre todas las naciones y que será Juez universal (Marcos, 13, 26; 14, 62; Mateo, 25, 31-46). El título de Hijo de Dios (o también, otras veces, «El Hijo») se presenta en los sinópticos con modalidades completamente diferentes. Mientras que el título anterior aparece como la autodefinición habitual de Jesús, y siempre en boca suya, el de Hijo de Dios es utilizado por Jesús muy contadas veces. De las ocho qué se encuentran en San Marcos, sólo en dos, y de las quince que figuran en San Mateo, sólo en tres. En los restantes textos le es aplicado a Jesús bien por seres sobrenaturales (la voz divina, en el bautismo y la transfiguración; el demonio, en las tentaciones del desierto; los diablos, por boca de los poseídos); bien por los enemigos durante la Pasión (Caifas, los judíos ante la cruz, el centurión); bien por los discípulos (Pedro, en
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Testamento
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Cesárea; los apóstoles, ante el aplacamiento de la tempestad; los mismos evangelistas) 24 . De esta enumeración resulta con claridad el ambiente de misterio y trascendencia que, en los sinópticos, rodea a este título. Pero ¿qué es lo que Jesús mismo entendía cuando se designaba o aceptaba ser designado como el Hijo de Dios? Nos lo revelan tres textos fundamentales. El más importante y explícito de todos ellos es el famoso del Evangelio de San Mateo (11, 27; Lucas, 10, 22), en el que Jesús utiliza un lenguaje idéntico al empleado en el Evangelio de San Juan: «Todo me ha sido entregado por mi Padre. Y nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelárselo.» En este texto, la idea de Hijo de Dios se acerca mucho a la Palabra reveladora de San Juan: perfecta unidad cognoscitiva entre Jesús y su Padre; monopolio por Jesús de la revelación de Dios; insinuación de la preexistencia de Jesús. Añadamos la soberanía absoluta e ilimitada sobre el cosmos que Dios le otorga. Texto muy significativo también es el de la parábola de los viñadores (Marcos, 12, 1-9): en ella Jesús establece una distinción completa entre los servidores que el dueño de la viña envía a los arrendatarios (es decir, los profetas enviados por Dios al pueblo de Israel) y el hijo y heredero, que envía al final, y a quien los arrendatarios dan muerte. El tercer texto es el de la Confesión de San Pedro: «Llegado Jesús a la región de Cesárea de Filipo, preguntó a sus discípulos: ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre? Ellos dijeron: Unos, que Juan Bautista; otros, que Elias; otros, que Jeremías o alguno de los profetas. Díjoles: Pero vosotros, ¿quién decís que soy? Respondió Simón Pedro: Tú eres el Cristo, el 21 Jesús: Marcos, 12, 6; 13, 32; Mateo, 11, 27; 24, 36; 28, 19. Seres sobrenaturales: Marcos, 1, 11; 9, 7; 3, 11; 5, 7; Mateo, 4, 3, 6. Enemigos: Marcos, 14, 61; Mateo, 27, 40, 43, 54; Marcos, 15, 39. Discípulos: Mateo, 16, 16; 14, 33; 2, 15; Marcos, 1, 1.
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Hijo de Dios vivo. Respondióle Jesús: Bienaventurado eres tú, Simón, hijo de Jonás, porque eso no te lo han tevelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre, que está en los cielos» (Mateo, 16, 13-17). Muchos exegetas contemporáneos se inclinan a afirmar que, en la respuesta de Pedro, los títulos de Cristo y de Hijo de Dios fio son en modo alguno sinónimos, sino que el segundo tiene mucho mayor alcance que el primero. La felicitación de Jesús respondería únicamente a este segundo título, como lo prueba el que en los lugares paralelos de Marcos y Lucas faltan tanto el título de Hijo de Dios como las palabras de Jesús. Nos encontramos, pues, con que, aun cuando en los sinópticos Jesús no hable de un modo completamente explícito de su divinidad (ya hemos dicho que esa fevelación sólo resultará patente cuando se comprendan sus palabras a la luz de la Resurrección, como hará San Juan), sin embargo, el título de Hijo de Dios tiene un claro sentido trascendente, con un matiz más acusado y misterioso que el de Hijo del Hombre. A ello contribuye el que Jesús jamás se asocie con los demás hombres hablando de «nuestro Padre». Pero no son estos dos títulos las únicas indicaciones que encontramos en los sinópticos sobre la naturaleza divina de Jesús hechas por El mismo. Resumiremos las restantes en seis apartados: 1) Superioridad sobre los hombres. Admite su superioridad sobre Juan Bautista y la afirma sobre Jonás, Salomón y David; dice a los discípulos que muchos profetas y reyes quisieron ver y oír lo que ellos ven y oyen; exige que se le ame más que al padre, la madre, el hijo y la hija, y que se dé la vida por El. 2) Superioridad sobre los ángeles. Anuncia que el Hijo del Hombre vendrá con los ángeles y enviará a sus ángeles; cita en orden ascendente a los ángeles, el Hijo y el Padre; afirma que, si lo pidiere, el Padre le proporcionaría más de doce legiones de ángeles. 3) Suprema autoridad religiosa. El es mayor que el Templo y Señor del sábado; expulsa a los mercaderes; rectifica las enseñanzas de la Ley; El es el único maestro; instituye a Pedro fundamento de una Iglesia
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eterna; perdona los pecados y confiere este poder a los apóstoles; El envía profetas y doctores; los perseguidos por su causa son bienaventurados; el que le desecha a El, desecha a Dios; los que no reciben a sus discípulos serán juzgados peor que Sodoma; cuando los discípulos estén ante los Tribunales, les inspirará el Espíritu de Dios; otorga el paraíso al ladrón crucificado; promete a los apóstoles que comerán a su mesa en su reino, y se sentarán sobre tronos para juzgar a las tribus de Israel. 4) Eternidad. «Yo estoy con vosotros hasta el fin del mundo.» 5) Impecabilidad. Jesús acepta la exclamación de San Pedro: «¡Apártate de mí porque soy un pecador!»; en el momento de la detención dice: «El Hijo del Hombre es entregado en manos de pecadores»; y a las mujeres en el camino de la cruz: «Si en el madero verde se hace esto, ¿qué se hará en el seco?». 6) Poder sobrehumano. Está seguro de sanar al siervo del centurión: «Iré y le curaré»; manda imperiosamente a los vientos y al mar; ordena a Pedro que camine sobre las aguas; comunica poder a los discípulos para expulsar demonios y curar enfermos; afirma que el pan y el vino son su carne y su sangre; que estará presente cuando dos o tres se reúnan en su nombre; que las puertas del infierno no prevalecerán contra su Iglesia; que pasarán los cielos y la tierra, pero no su palabra; anuncia, en fin, repetidamente, su segunda venida con esplendor y poderes apocalípticos 25. 25
1. Mateo, 3, 14-15; 12, 41-42; Marcos, 12, 35-37; Lucas, 10, 23-24; Mateo, 10, 37-39. 2. Marcos, 8, 38; Mateo, 13, 41-42; Marcos, 13, 32; Mateo, 26, 53. 3. Mateo, 12, 6-8; Marcos, 11, 15-17; Mateo, 5, 22, 28, 32, 34, 39, 44; 23, 8 y 10; 16, 18; Marcos, 2, 5; Mateo, 18, 18; 23, 34; 5, 11; Lucas, 10, 16; Mateo, 10, 14-15; 10, 18-20; Lucas, 23, 43; 22, 28-30. 4. Mateo, 28, 20. 5. Lucas, 5, 8; Marcos, 14, 41; Lucas, 23, 31. 6. Mateo, 8, 7; Marcos, 4, 39; Mateo, 10, 1; Marcos, 14, 22-24; Mateo, 18, 20; 16, 18; 24, 35; Marcos, 13, 24-27, etc.
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Ahora bien: si el ser de Jesús se revela en los sinópticos mediante los dos títulos de Hijo del Hombre y de Hijo de Dios, en cambio el sentido de su misión viene disputado por dos interpretaciones opuestas cuya contraposición condensa todo el drama evangélico: una interpretación basada en el título de Mesías-Rey y otra basada en el título de Siervo de Yavé. Este planteamiento exige una aclaración previa. Cuando se propone la pregunta de si Jesús se presentó como Mesías, se incurre en una ambigüedad, porque ambiguo era ya en tiempo de Jesús el título de Mesías. Directamente, en efecto, se refiere a uno de los modos de concebir al enviado escatológico: como Ungido, como Rey. Pero como esta concepción era la dominante, la popular, el título de Mesías había pasado, por extensión, a designar simplemente «al que había de venir», con independencia de la idea que de su misión se formaba cada una de las corrientes espirituales del judaismo. No ofrece la menor duda que, en los sinópticos, Jesús se presenta como «el que había de venir» (Mateo, 11, 2-6), como el enviado escatológico y, por tanto, como el Mesías en ese último sentido amplio. Ello explica que ese título, en su traducción griega de Cristo, acabe por identificarse con el nombre propio de Jesús. Otra cuestión muy distinta es la de si Jesús acepta la denominación de Mesías o Cristo en el primer sentido de Ungido-Rey, tal como sus contemporáneos lo entendían. El conflicto entre los dos escatológicos, que conducirá a Jesús a la muerte, se nos plantea desde el principio en esa especie de majestuoso prólogo que forman el bautismo y las tentaciones en el desierto. Los tres sinópticos nos relatan que, al ser bautizado Jesús, se oye una voz del cielo que proclama: «Este es mi Hijo muy amado, que tiene todo mi favor» (Mateo, 3, 17 y paralelos). Ahora bien, estas palabras aluden claramente al comienzo del Poema del Siervo de Yavé: «He aquí mi Servidor, a quien yo sostengo; mi elegido, a quien prefiere mi alma» (Isaías, 42, 1). Nos encontramos, pues, con que al comienzo de su vida pública, Dios llama a Jesús a un mesianismo de sufrimiento y humi-
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Ilación. Pero inmediatamente San Mateo y San Lucas nos refieren ese maravilloso episodio de las tres tentaciones en el desierto, que según Ivan Karamazov bastaba para probar la divinidad del evangelio. En ellas, el tentador propone a Jesús que sea un «hijo de dios» en el sentido helenístico de taumaturgo y mago, y que sea un Mesías en el sentido judío de rey temporal guerrero. Jesús responde con una profesión de obediencia y entrega absoluta a su Padre. San Lucas termina su relato con estas palabras: «Y agotada toda tentación, el diablo se apartó de El hasta "el tiempo"» (4, 13). En efecto, cuando llega «el tiempo» de Jesús, el diablo vuelve a proponer la vieja tentación, por boca de los judíos: «¡Si eres el Hijo de Dios, sálvate a ti mismo, y desciende de la cruz!» (Mateo, 27, 40). Jesús asocia expresamente su título preferido de Hijo del Hombre a la humillación y los padecimientos del Siervo de Yavé: «El Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por muchos» (Marcos, 10, 45). «Y comenzó a enseñarles que el Hijo del Hombre debía sufrir mucho, ser rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, recibir la muerte y resucitar después de tres días» (Marcos, 8, 31). Por el contrario, su actitud ante el título de Mesías es sumamente reservada. Jesús no se lo aplica nunca a sí mismo directamente, y ya hemos visto que prohibe a los demás su divulgación. Cuando Caifas le pregunta si es el Cristo, Jesús no niega, pero sustituye en su respuesta tal título por el de Hijo del Hombre (Mateo, 26, 63-64). Ya se dijo cómo en el Evangelio de San Juan Jesús responde a la pregunta equivalente de Pilato de si es rey, admitiendo este título, pero rechazando la interpretación común de sus contemporáneos (Juan, 18, 36). Añadamos, para terminar este resumen de la cristología sinóptica, que la actuación de Jesús es expresada constantemente por los tres evangelistas mediante el verbo «salvar». Y si es cierto que no aplican a Jesús ei título de Salvador, ello se debe simplemente a que
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ése es el significado mismo del nombre de Jesús, tal como se lo explica el ángel a José (Mateó, 1, 21) y los ángeles a los pastores (Lucas, 2, 11). LA CRISTOLOGIA DEL NUEVO TESTAMENTO Y LA CRISTOLOGIA DE JESÚS
El precedente resumen de la cristología del Nuevo Testamento basta para poner de manifiesto su unidad sustancial. Hay, ciertamente, un progreso, un ahondamiento. Hay también matices personales en las concepciones de cada autor. Pero entre las cristologías más elaboradas, las de Pablo y Juan, y la cristología que los sinópticos ponen en boca de Jesús hay una evolución homogénea, sin soluciones de continuidad" ni cambios de rumbo. Tenemos, sin embargo, que dar otro paso: ¿debe afirmarse la existencia de una homogeneidad doctrinal parecida entre la cristología del Nuevo Testamento y lo que realmente Jesús enseña sobre sí mismo?, ¿o, por el contrario, la cristología neotestamentaria es el producto místico, sin relación con la historia, de una comunidad entusiasta? Para responder a estas preguntas sólo podemos apelar el estudio de los libros del Nuevo Testamento, puesto que Jesús no aparece en los documentos no cristianos hasta el año 112. Recordemos, ante todo, una vez más, el carácter esencialmente histórico de la religión bíblica, que responde al esquema: acontecimiento-explicación profética (o a la inversa). Todo el Nuevo Testamento se ajusta igualmente a tal esquema: un hecho (vida, muerte y resurrección de Jesús) y una interpretación de este hecho. Pero hay que añadir algo más: según el Nuevo Testamento, el intérprete fundamental y primario del «hecho Jesús» es Jesús mismo. Todos los demás desarrollos teológicos parten de la base de esa explicación primigenia. El intento, pues, de los primeros predicadores y escritores cristianos es el de poner en contacto a sus oyentes y lectores con Cristo mismo, mediante una presentación de su persona y su vida, interpretadas
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partiendo de sus propias palabras, ilustradas y confirmadas con citas de los pasajes mesiánicos del Antiguo Testamento y con ideas de la cultura popular. Pero el centro del interés está en el acontecimiento: sin él, toda la predicación apostólica carecería en absoluto de sentido. Quien sostenga, pues, que los hechos y palabras atribuidos en los escritos neotestamentarios a Jesús fueron creados por la comunidad, tendrá que afirmar que una mentalidad helenística (para la que lo fundamental eran las ideas abstractas, y los hechos, una simple plasmación) se apoderó por completo de la comunidad palestinense; y sin dejar huella alguna del conflicto de mentalidades, dio origen a unos escritos que, sin embargo, siguen conservando una estructura y un lenguaje hebreo y bíblico. Y todo ello en el espacio de veinte años; pues no olvidemos que el núcleo de los evangelios sinópticos queda fijado hacia el año 50, fecha en que comienzan a aparecer también las epístolas paulinas. ¿Es ello posible? Enumeraremos brevemente las razones, algunas ya aludidas, que hacen inverosímil una solución de continuidad entre el Jesús histórico y el Jesús de los cuatro Evangelios. a) El carácter esencialmente histórico de la religión cristiana. b) La brevedad del tiempo transcurrido. c) La estructura organizada de la comunidad primitiva, con autoridades doctrinales supremas. d) La presencia en dicha comunidad de testigos directos. e) La unidad de contenido entre escritos procedentes de medios diversos, a través de dos lenguas distintas. /) Su perfecta adecuación a todos los datos que poseemos sobre el complejísimo mundo palestinense del primer cuarto del siglo i: geografía, idioma, 'situación política, instituciones, corrientes ideológicas, costumbres, ritos... g) La sobriedad literaria de los relatos, tan distinta del estilo de la literatura apócrifa.
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h) La escasez de elementos subjetivos: juicios, valoraciones, patetismo... i) El arcaísmo doctrinal de los sinópticos: deseo de eliminar precisiones teológicas ya existentes cuando fueron redactados. j) La no supresión de palabras de Jesús de muy difícil interpretación doctrinal, v. gr.: su ignorancia respecto a la fecha del «fin de los tiempos» (Marcos, 13, 32); su petición en Getsemaní de que le sea ahorrado el cáliz (Marcos, 14, 36); el «¿por qué me has abandonado?» de la cruz (Marcos, 15, 34). k) La coherencia psicológica de los personajes. 1) La sinceridad en referir la torpeza, la cobardía, la ambición, la traición de los primeros discípulos (tan venerados en la época en que los Evangelios fueron escritos). m) El modo con que son utilizados los títulos cristológicos. n) La grandeza moral y la verdad psicológica de la figura de Jesús que reflejan. Estos dos últimos puntos merecen ser tratados más por extenso. La utilización de los títulos cristológicos en los Evangelios presenta características muy notables. De una parte, la rápida síntesis que se produce entre títulos aparentemente incompatibles, y que el judaismo no había jamás unificado. ¿Cómo explicar que se unan precisamente en Jesús los títulos de Hijo del Hombre, Hijo de Dios y Siervo de Yavé, sino porque El se los aplicó a sí mismo? Pero más reveladora aún es la distinci6n completa que establecen los evangelistas entre los títulos que Jesús se atribuyó a sí mismo, y los que le ha atribuido la comunidad cristiana. Así vemos que el título de Hijo del Hombre aparece en los Evangelios constantemente en boca de Jesús, pero nunca le es aplicado por los mismos evangelistas ni por los otros escritores con las tres salvedades antes indicadas. Por el contrario, los evangelistas, de acuerdo con el uso de la Iglesia en el tiempo en que escriben, llaman constantemente a Jesús «Cristo», sin que nunca pongan ese título en su
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boca. ¿Cómo explicar estas normas unánimes si los títulos de Jesús fueron el producto de la fe de la comunidad? En cuanto a la figura humana de Jesús que nos reflejan los cuatro Evangelios, vamos a presentarla con cierto detenimiento, por tres motivos: en primer lugar, porque su densidad humana y su coherencia psicológica es, sin discusión, uno de los más poderosos y evidentes argumentos en favor de la historicidad sustancial de los Evangelios; en segundo lugar, porque es claro que la transmisión de un retrato detallado y vivo de Jesús fue una de las intenciones principales de la predicación primitiva (aunque actualmente, por reacción contra el sentimentalismo de la exégesis romántica a lo Renán, no sea un tema preferido de los escrituristas contemporáneos), y, finalmente, porque una comprensión del «carácter» de Jesús (si esta palabra puede aplicársele) nos será necesaria para responder a la cuestión de si la cristología de Jesús correspondía a la realidad. Nuestro intento, pues, al trazar este esbozo de «icono» de Jesús es, ante todo, el de mostrar cómo del conjunto de los cuatro Evangelios (por encima de los problemas exegéticos e históricos de cada texto) surge una inmensa figura, viviente y próxima, intensamente humana, en nada parecida al pálido punto de convergencia de mitos diversos, cristologías opuestas y sucesivas capas de leyenda formadas por predicadores ambulantes. Uno de los rasgos más sorprendentes de la imagen evangélica de Jesús es la presencia intensa de lo corporal. Jesús experimenta hambre; come, antes y después de la resurrección; tiene sed; se cansa, se siente oprimido por la multitud; duerme, suspira, llora, suda como sangre, muere 26. Jesús aparece, además, inmerso en el paisaje de su tierra, que desfila por sus palabras. La naturaleza inanimada: cielo y tierra; sol, luna, estrellas, mar y olas; 26 Marcos, 11, 12; 2, 16; Lucas, 24, 43; Juan, 4, 6-7; Marcos, 3, 9; 4, 38; 6, 34; Lucas, 19, 41; 22, 44.
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nube de poniente y viento sur; crepúsculo rojo fuego y aurora rojo oscuro; lluvias y viento, arena y roca; relámpago; fuentes que brotan 2 7 . El mundo vegetal: árbol, frutos, uvas, espinas, higos y cardos; mieses blancas; lirios; caña agitada por el viento; semilla que fructifica en secreto; cizaña; mostaza; higuera; vid; algarrobas; hierbabuena, eneldo y comino; grano que muere 2 8 . Naturaleza animal: pajarillos; pez, serpiente; ovejas, lobos, víboras; ballena; palomas, perros; cuervos, polilla; buey, asno; gallina y pollos; zorro; cerdos; ternero; águilas, mosquito, camello; cabrito; gallo; gusano, escorpiones 29 . Jesús revela, además, una percepción estética de la naturaleza: «Os digo que Salomón mismo en toda su gloria no se vistió como uno de los lirios del campo» (Mateo, 6, 29); «Amenazó al viento y dijo al mar: ¡Silencio, cálmate!» (Marcos, 4, 39); imágenes del grano que muere (Juan, 12, 24), de la semilla que germina en secreto (Marcos, 4, 26-29), de la vida vegetal en la vid mística (Juan, 15, 1-6), etc. Más interés aún que por el paisaje demuestra Jesús por las actividades y el modo de vivir de los hombres que le rodean. Por sus discursos pasan, finamente observadas, todas las profesiones y todas las clases sociales: sembradores, escribas, segadores, médicos, magistrados, jueces, alguaciles, testigos, pleiteantes, viñadores, pescadores, arquitectos, pastores, hilanderas, amasadoras, posaderos, porteros, banqueros, administradores, cobradores de tributos, reyes, negociantes, dueños y arrendatarios, siervos, ricos y pobres 30 . 27 Mateo, 5, 34-35; Lucas, 21, 25; 12, 54-55; Mateo, 16, 2-3; 7, 24-27; 24, 27; Juan, 4, 14. 28 Mateo, 7, 16-20; Juan, 4, 35; Mateo, 6, 28-30; 11, 7; Marcos, 4, 26-29; Mateo, 13, 24-30; 21-32; Lucas, 13, 6,9; 15, 16; Mateo, 23, 23; Juan, 12, 24. 29 Mateo, 10, 29; 7, 10, 15; 23, 33; 12, 40; 10, 16; 15, 26; Lucas, 12, 24 y 33; 13, 15, 34, 32; 15, 16, 23; 17, 37; Mateo, 23, 24; 25, 32; Juan, 13, 38; Marcos, 9, 48; Lucas, 10, 19. 30 Marcos, 4, 3-20; Mateo, 23, 2; Juan, 4, 35-38; Mateo, 9, 12; Lucas, 12, 58; Juan, 8, 37; Lucas, 18, 1-5; 13, 6^9; Mateo, 13, 48; 7, 26; Juan, 10, 2-14; Mateo, 6, 28; 13, 33;
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Rasgo característico de Jesús es su aprecio de la vida familiar. Presenta a Dios como Padre, subrayando mucho más que el Antiguo Testamento el aspecto afectuoso de la relación entre padre e hijo; El mismo aparece en el seno de una familia; su madre figura discreta pero constantemente a lo largo de su vida pública; realiza su primer milagro en una boda aldeana, a ruegos de su madre y para evitar a los esposos el pequeño ridículo de la falta de vino; establece la indisolubilidad del matrimonio; compara la alegría de la resurrección con la de una madre que acaba de dar a luz; cuando resucita a la hija de Jairo, introduce con El a los padres; se compadece del dolor fraternal de Marta y María; dice que los discípulos son hermanos entre sí, y en una ocasión, resucitado ya, los llama hermanos suyos 31 . Jesús muestra una estima de la mujer y el niño realmente excepcionales en la antigüedad. En su ministerio concede a la mujer la misma consideración que al hombre: en contraste con el desprecio rabínico, Jesús dialoga largamente con la samaritana, ante el asombro de los discípulos; un grupo de mujeres le asiste en sus viajes con los apóstoles; se hospeda en casa de Marta y María, conversando con ellas; soporta pacientemente la impertinencia de la madre de Juan y Santiago; sólo a las mujeres habla en el camino al Calvario; resucitado, se aparece primero a las mujeres, y mediante ellas avisa a los discípulos. Jesús muestra especial compasión por el sufrimiento de la mujer: se apiada de la viuda de Naím, que ha perdido su hijo único, y le dice: «No llores», resucita al muchacho «y se lo entrega a su madre»; cura a la hemorroísa en medio de la multitud; al hablar de la ruina de Jerusalén, se compadece especialmente de las embarazadas y las que críen; se preocupa desde la cruz por remediar la soledad en que Lucas, 10, 35; Juan, 10, 3; Mateo, 25, 27; Lucas, 16, 1-8; 18, 10-13; 19, 11-27; Marcos, 12, 1-12; 10, 44; Lucas, 16, 19-31. 31 Luías, 15, 11-32; 2; Juan, 2, 1-11, etc.; id.; Mateo, 19, 1-12; Juan, 16, 21; Marcos, 5, 40; Juan, 11, 23; Mateo, 23, 8; 28, 10.
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queda su madre. Defiende, en fin, a la mujer frente al duro juicio de los hombres: así en el caso de la adúltera, de la pecadora, de María; así también cuando dice: «Los publícanos y las prostitutas llegan antes que vosotros al reino de los cielos» 32. En cuanto a los niños, tienen igualmente un puesto en la enseñanza de Jesús, a cuya niñez se refieren también los evangelistas. Jesús conoce los juegos infantiles; se niega a que aparten de El a los niños, los abraza y los pone como ejemplo a los adultos; afirma que quien acoge a los niños, y a los hombres semejantes a ellos, a El le acoge; condena a quien los escandaliza; afirma que sus ángeles ven siempre el rostro de Dios; y que Dios no quiere que ninguno se pierda; defiende a los que le aclaman a su entrada en Jerusalén 33 . Pero el carácter fundamental de la imagen de Jesús en los evangelios es su amor a todos los hombres, particularmente subrayado respecto de los pecadores: se conmueve ante las multitudes, porque «estaban como ovejas sin pastor»; llama a todos los fatigados y agobiados para aliviarlos; multiplica las curaciones milagrosas movido por la compasión; se estremece al anunciar la ruina de Jerusalén; muere por toda la humanidad M. Dentro, sin embargo, de este amor universal, Jesús cultiva amistades especiales: a los apóstoles les dice que «ya no los llamará servidores, sino amigos»; de entre ellos muestra mayor confianza a Pedro, Juan y Santiago, cuya compañía busca en los momentos de triunfo y en los de angustia; es amigo de la familia de Betania; elogia a Juan Bautista preso; busca al ciego curado cuando oye que ha sido excluido de la sinagoga, 32 Juan, 4, 27; Lucas, 8, 1-3; 10, 38-42; Mateo, 20, 20-23; Lucas, 23, 27-31; Juan, 20, 11-18; Lucas, 7, 11-15; Marcos, 5, 25-34; Mateo, 24, 19; Juan, 19, 26-27; Juan, 8, 1-11; Lucas, 7, 36-50; Juan, 12, 1-11; Mateo, 21, 31. 33 Mateo, 11, 16-19; Marcos, 10, 13-16; Mateo, 18, 5, 6, 10, 14; 21, 15-16. 34 Mateo, 9, 10-13; Marcos, 6, 34; Mateo, 11, 28-30; Marcos, 1, 41; Lucas, 10, 41; Juan, 12, 31, 32, y Mateo, 20, 28.
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La amistad de Jesús va más allá de la muerte: «No hay mayor amor que dar la vida por sus amigos»; dice a quienes van a detenerle: «Si me buscáis a mí, dejad marchar a éstos»; Juan observa al comenzar la Pasión: «Como hubiese amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin»; Jesús afirma: «De quien se ponga de mi parte ante los nombres, también yo me pondré de su parte delante de mi Padre»; «He deseado ardientemente comer esta Pascua con vosotros antes de sufrir...»; «Cuando haya ido a prepararos un lugar, vendré a tomaros conmigo, a fin de que donde yo estoy, también vosotros estéis». La última manifestación visible de la amistad de Jesús son las apariciones después de la resurrección, en las que hay un elemento de sorpresa y de juego: se aparece como jardinero a la Magdalena; como caminante, a los de Emaús; como paseante, a los discípulos en Galilea; come con los apóstoles para cerciorarles de su humanidad; se presta a convencer a Tomás dejándole tocar sus heridas; hace que Pedro le declare tres veces que le ama, en reparación de las tres negaciones, y le confirma, a pesar de ellas, en el primado 3 5 . La psicología con que Jesús aparece en los cuatro Evangelios no es la elemental y polarizada de un personaje mítico, sino que presenta, por el contrario, un complejo equilibrio de actitudes opuestas: energía y suavidad, audacia y prudencia, dignidad y sencillez. Una aguda energía inspira con frecuencia sus gestos y sus palabras. Expulsa a latigazos a los mercaderes; se niega a responder a preguntas malintencionadas; mira con indignación a la sinagoga; se lamenta de los hombres: «¡Generación incrédula!, ¿hasta cuándo estaré entre vosotros?»; califica de «lobos rapaces» a los falsos profetas; de «generación perversa y adúltera» a los 35 Juan, 15, 15; Mateo, 17, 1-8, y 26, 37-46; Juan, 11, 11; Mateo, 11, 7-15; Juan, 9, 35, 39; Juan, 15, 13; 18, 8; 13, 1; Mateo, 10, 32; Lucas, 22, 15-16; Juan, 14, 1-3; Juan, 20, 11-17; Lucas, 24, 13-35; Juan, 21, 1-14; Lucas, 24, 37-39; Juan, 20, 24-31; 21, 15-23.
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que reclaman un milagro; de «Satanás» a Pedro; de «zorro» a Herodes; de hipócritas a los fariseos que le interrogan; echa en cara a su anfitrión que no le ha lavado los pies, ni besado, ni ungido; a las gentes que le buscan les reprocha que lo hacen porque les ha hartado de pan; habla con frecuencia del fuego eterno; dice del escandaloso que mejor le fuera ser ahogado; afirma que es preferible cortarse una mano o un pie o sacarse un ojo, a pecar; dice a los judíos que su padre es el diablo; en el terrible discurso contra los fariseos, los califica de guías ciegos, necios, sepulcros blanqueados, hijos de asesinos, serpientes, raza de víboras; ordena a Judas que haga pronto lo que va a hacer; anuncia a las mujeres que le lloran, la destrucción de Terusalén 36 . Pero junto a esta energía, Jesús demuestra una suavidad y paciencia equivalentes. Dice de sí mismo que es dulce y humilde de corazón; reprende a Juan y Santiago, que quieren hacer bajar fuego del cielo sobre los samaritanos; escucha pacientemente a los gerasenos que le expulsan de su territorio; defiende y rehabilita a Zaqueo: «También él es hijo de Abraham»; lava los pies de los discípulos; evita descubrir en público la traición de Judas; reconoce a los apóstoles dormidos en Getsemaní que su espíritu es animoso; a la bofetada del siervo, responde: «Si hablé mal, dime por qué; si bien, ¿por qué me hieres?»; pide en la cruz al Padre que perdone a sus enemigos «porque no saben lo que hacen» 37. Un equilibrio semejante se da en Jesús entre la audacia y la prudencia. Es audaz en la exposición de su doctrina: advierte a Nicodemo que hay que nacer de nuevo; afirma que no se trata de poner un remiendo
de paño nuevo al viejo, ni de echar vino nuevo en odres viejos; dice a la samaritana que, en adelante, no se adorará a Dios ni en el Garizim ni en Jerusalén; rectifica la enseñanza tradicional por su propia autoridad. Es audaz en la crítica a sus adversarios y en el desprecio a la maledicencia: comiendo con publícanos y pecadores; dialogando con la samaritana; yendo a casa de Zaqueo. Es audaz en su encaminarse a la muerte: a la de Lázaro vuelve a Judea, ante el temor de los discípulos; se dirige a Jerusalén anunciando su Pasión; desprecia las amenazas de Herodes, respondiendo irónicamente que un profeta no puede morir fuera de Jerusalén; hace una entrada ruidosa en la ciudad; sale al encuentro de los que van a prenderle; declara ante Caifas que es el Hijo de Dios 38. Pero Jesús no es un exhibicionista de heroísmo: aconseja a los discípulos que sean prudentes cómo serpientes; que si los persiguen en una ciudad, huyan a otra; cuando encarcelan al Bautista, se retira a Galilea; y cuando le ejecutan, al desierto; en los momentos en que la amenaza farisea se hace demasiado inminente, deja de aparecer en público algún tiempo 39. También se da en Jesús, finalmente, la difícil coincidencia de la dignidad y la sencillez. La primera se hace patente en su modo de enseñar, «como quien tiene autoridad»; en el respeto que impone a quienes se le acercan; pero, sobre todo, en los momentos supremos de la Pasión: los que van a detenerle, retroceden y caen ante su presencia: al Pontífice que le interroga responde que ha hablado siempre en público; a Pilato le pregunta si realmente se interesa por conocer la verdad; ante la evidente mala fe de los jueces guarda un magnífico silencio «.
36 Marcos, 11, 15-17; 11, 33; 3, 1-6; 9, 19; Mateo, 7, 15; 12, 39; Marcos, 8, 33; Lucas, 13, 32; Mateo, 22, 18; Lucas, 7, 44.46; Juan, 6, 26; Mateo, 13, 42, etc.; 18, 6; id., 7-9; Juan, 8, 44; Mateo, 23; Juan, 13, 27; Lucas, 23, 27-31. 37 Mateo, 11, 29; Lucas, 9, 53-55; 8, 37; 19, 1-10; Juan, 13, 1-17; id., 27-30; Mateo, 26, 41; Juan, 18, 23; Lucas, 23, 34.
31 Juan, 3, 3; Mateo, 9, 16-17; Juan, 4-21; Mateo, 5, lili, etc.; Mateo, 23; 9, 10; Juan, 4, 27; Lucas, 19, 1-10; Juan, II, 7-16; Marcos, 10, 32-34; Lucas, 13, 31-35; Mateo, 21, 1-9; Juan, 18, 4-9; Marcos, 4, 61-64. " Mateo, 10, 16; id., 23; 4, 12: 14, 13; 12, 14-15. 40 Mateo, 7, 29; Juan, 12, 20-22; 18, 6; id., 20-21; id., 34; Mateo, 26, 63; 27, 14; Lucas, 23, 9.
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A la dignidad se une la más absoluta sencillez: quiere ser bautizado por Juan; realiza su primer milagro en un humilde escenario, después de haberse negado a los inútiles prodigios que le propone el tentador; parece quitar espectacularidad a sus mayores milagros, diciendo de la hija de Jairo que «la niña no está muerta, sino dormida»; y de Lázaro, que duerme, pero que El va a despertarle; convive con los discípulos en la mayor simplicidad y pobreza 41. Completemos estos grandes rasgos de la figura humana de Jesús con otros tres aspectos, bien poco frecuentes en los grandes profetas: su alegría, su sentido del humor, su comprensión para los que pudieran llamarse valores menores. En cuanto a la alegría, Jesús defiende a los apóstoles de la acusación de que no ayunan diciendo que los amigos del esposo no pueden entristecerse mientras el esposo está con ellos; llama a todos los agobiados para ofrecerles reposo, «porque su yugo es suave y su carga ligera»; se llena de alegría al regreso de los setenta y dos; dice a los discípulos que deben regocijarse porque su nombre está escrito en los cielos; que la persecución es causa de alegría; que aun la muerte es motivo de gozo, porque es la ida al Padre; y El mismo se muestra lleno de alegría, que quiere comunicar a los apóstoles, inmediatamente antes de su Pasión. Y ya se ha hecho referencia a cómo Jesús no duda en participar de las humildes alegrías humanas: bodas de Cana; banquete con que Mateo celebra su conversión; fiesta con que se le recibe en la casa de Betania. Por eso, la presencia de Jesús provoca la alegría de Zaqueo y de los apóstoles a quienes se aparece 42 . El humor apunta con frecuencia en las palabras de Jesús, unas veces en forma de ironía amable y otras n Mateo, 3, 14-15; Juan, 2, 1-11, y Mateo, 4, 1-11; Mar. eos, 5, 35-43; Juan, 11, 11; Mateo, 8, 20, etc. 12 Mateo, 9, 15; 11, 28-30; Lucas, 10, 20; Mateo, 5, 1112; Juan, 14, 28; 17, 13; 2, 1-11; Lucas, 5, 27-32; Juan, 12, 2; Lucas, 19, 6; 24, 41, y Juan, 20, 20.
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de sátira amarga. Así dice del Bautista: «¿Qué salisteis a ver en el desierto?: ¿una caña movida por el viento?, ¿un hombre elegante?»; compara la actitud de los judíos respecto de Juan y de El a los niños que no quieren jugar ni a entierros ni a bodas; presenta la necesidad de la limosna bajo la figura picaresca del administrador aprovechado; la eficacia de la oración, bajo la figura de la viuda pertinaz; dice irónicamente que los sanos no tienen necesidad de médico y que los profetas no pueden morir fuera de Jerusalén; pregunta a quienes quieren apedrearle: «Muchas obras buenas he hecho en nombre de mi Padre: ¿por cuál me apedreáis?»; satiriza la murmuración con la imagen de la mota en el ojo ajeno y la viga en el propio; amontona acidas ironías en el discurso contra los fariseos; alude a que los tiranos se hacen llamar «bienhechores» por sus subditos; dice a los que van a detenerle: «¿Acaso soy yo un ladrón para que hayáis salido con espadas y palos a prenderme?» 43. Ün tercer aspecto peculiar de Jesús es su capacidad para unir una vida y una doctrina en que se exaltan los más altos valores espirituales y el desprendimiento de lo material con una abierta comprensión hacia los valores mínimos de la existencia. Le hemos visto ya tomando parte en fiestas y banquetes, hasta el punto de que El mismo dice irónicamente que le llaman glotón y bebedor; incluye en el modelo de oraciones la petición de alimentos; defiende a sus discípulos que cogen espigas en sábado porque tienen hambre; dice que el Padre sabe que tenemos necesidad de alimento y vestido; ordena que den de comer a la niña recién resucitada; hace un milagro en favor de la multitud de oyentes que no tiene comida; cuenta que el padre del hijo pródigo celebra su regreso con un novillo bien cebado; presenta la vida eterna bajo la imagen de un banquete en el que se come y se bebe; ya resucitado, " Mateo, 11, 7-8; id., 16-19; Lucas, 16, 1-9; 18, 1-8; Mateo, 9, 12; Lucas, 13, 33; Juan, 10, 32; Lucas, 6, 41-42; Mateo, 23; Lucas, 22, 25; Marcos, 14-48. 7
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prepara a los apóstoles en la playa un desayuno de pan y pescado. También a la limpieza, la cortesía, la música y el descanso alude Jesús aprobadoramente; aconseja: «Cuando ayunes, unge tu cabeza-y lava tu cara»; se queja de que su anfitrión no le haya lavado los pies, ni besado, ni ungido; se lamenta de que, de los diez leprosos curados, sólo uno haya vuelto a darle las gracias; aprueba la unción de María contra la crítica de Judas; en su parábola, es arrojado a las tinieblas el invitado que se presenta sin vestidura adecuada; la música y las danzas figuran en la fiesta con que se celebra la vuelta del hijo pródigo; se retira con sus discípulos a un lugar solitario para descansar un poco 4 4 . Terminemos aludiendo a las extraordinarias cualidades intelectuales con que Jesús aparece dotado en los cuatro Evangelios: de una parte, su capacidad para expresar las intuiciones religiosas y éticas más profundas en formas populares de inigualable belleza (piénsese en las parábolas, en las fórmulas del sermón de la montaña, del sermón después de la cena, etc.); y de otra parte, la agilidad dialéctica en sus discusiones con los adversarios (v. gr.: la acusación de hacer milagros por poder demoníaco; de curar en sábado; la solución en el caso de la adúltera; del tributo al César, etc.). No es extraño que los guardias enviados por los fariseos a detenerle regresaran diciendo: «Ningún hombre ha hablado jamás como este hombre» (Juan, 7, 46). LA CRISTOLOGÍA DE JESÚS Y LA REALIDAD
Pero es necesario dar aún un paso más. No basta, en efecto, con que la cristología del Nuevo Testamento coincida sustancialmente con lo que Jesús enseñó sobre sí mismo. Para llegar hasta el «hecho», para pasar del 44 Mateo, 11, 19; 6, 11; 12, 1-8; 6, 32; Marcos, 5, 43; 8, 1-10; Lucas, 15, 23; Lucas, 14, 26-24, y 22, 18, 30; Juan, 21, 9-13; Mateo, 6, 17; Lucas, 7, 44-46; 17, 11-19; Juan, 12, 1-8; Mateo, 22, 11-13; Lucas, 15, 25; Marcos, 6, 31-32.
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plano ideológico al existencial, es preciso que nos cercioremos de que Jesús no fue un iluso, de que no se engañó sobre sí mismo, de que su cristología responde a la realidad. Es decir, de que Jesús no es simplemente el maestro de una doctrina, sino el testigo de un acontecimiento. Del acontecimiento de que en El la Palabra se ha hecho carne. Pero ¿cómo es posible investigar la realidad entre la enseñanza de Jesús y la realidad si la realidad íntima de Jesús no es objeto de nuestra experiencia? Una realidad contingente (y la Encarnación del Verbo lo es) sólo puede ser conocida por experiencia o por testimonio. Pero el testimonio no es fuente de conocimiento válido si no consta con certeza la veracidad del testigo. ¿Qué testigos tenemos de que en Jesús la Palabra divina se haya hecho carne? Tenemos dos testigos: Jesús mismo y Dios su Padre. Así nos lo dice el Evangelio de San Juan: «En vuestra ley está escrito que el testimonio de dos personas es válido: yo doy testimonio de mí mismo, pero también el Padre que me ha enviado testimonia a mi favor» (8, 17-18). La validez del testimonio de Jesús depende del juicio que se haga sobre su psicología. En cuanto al testimonio de Dios en favor de Jesús, basta con comprobar su existencia. Pero la intervención divina en la historia para atestiguar una verdad (lo veremos más detenidamente al hablar de la fe) sólo puede revestir la forma del milagro. Así nos lo dice también el Evangelio de San Juan: «Las obras que el Padre me ha concedido realizar, estas obras que hago, dan testimonio de que el Padre me ha enviado» (5, 36). Si se han hecho milagros en favor de Jesús, es señal de que su enseñanza está garantizada por el testimonio mismo de Dios. En lo que respecta a la sinceridad de Jesús, nos remitimos al estudio de su figura que acabamos de realizar en la sección anterior. La sencillez y el equilibrio de Jesús ¿son compatibles con la exaltación de quien se imagina a sí mismo como un ser sobrehumano? El examen de los milagros que manifiestan el testimonio de Dios en favor de Jesús lo dividiremos en
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tres apartados: milagros realizados por Jesús durante su vida terrena, resurrección de Jesús y el milagro del Evangelio. Milagros realizados por Jesús.—Los cuatro Evangelios son un verdadero tejido de milagros en conexión insoluble con el resto del relato: tres resurrecciones de muertos; curaciones de ciegos, sordomudos, paralíticos, leprosos, etc.; multiplicación de panes y peces; conversión de agua en vino; aplacamiento de la tempestad; paseo sobre el mar... Este puesto central de los milagros realizados por el fundador de la religión es otro de los caracteres propios del cristianismo. Buda no hizo milagros y Mahoma declaró expresamente no ser un taumaturgo, y aunque leyendas muy posteriores se los atribuyen, nunca tienen una significación doctrinal importante. En los Evangelios, por el contrario, los milagros son la consecuencia del carácter esencialmente histórico de la revelación bíblica: prueban que, de hecho, en Jesús se realiza la salvación del hombre por Dios: «Si yo expulso los demonios por el Espíritu de Dios, es que el Reino de Dios ha llegado para vosotros» (Mateo, 12, 28). Jesús s^alva, porque es el Dios Salvador; hace ver, porque es la Luz; resucita, porque es la Vida. No es que Dios haga milagros para Jesús, sino que Dios hace milagros en Jesús. Los relatos milagrosos de los Evangelios tienen un carácter literario profundamente distinto de las leyendas prodigiosas búdicas, mahometanas, helenísticas e incluso cristianas apócrifas. Los Evangelios son muy sobrios en detalles; lo sobrenatural sólo se muestra en el milagro mismo, y no en las circunstancias accesorias; están en conexión estrecha con la enseñanza, los acontecimientos y el ambiente; la psicología de los personajes que intervienen y las reacciones que se siguen son perfectamente verosímiles y coherentes; Jesús se decide a realizarlos, en general, por compasión: Cristo, en fin, no exhibe su poder taumatúrgico, sino que, por el contrario, rodea sus prodigios de una atmósfera de sencillez y silencio. Releamos, por ejemplo, el relato de la resurrección
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de Lázaro, el más bello de los textos milagrosos de los Evangelios, el que leían juntos Raskolnikov y Sonia. Lázaro está enfermo; en su angustia, las dos hermanas acuden al Amigo; el aviso es un prodigio de confianza y respeto: «Señor, el que amas está enfermo.» Nada se pide, y todo se espera. El evangelista recuerda que Jesús amaba a esta familia. Y El, sin embargo, parece indiferente; sigue dos días más en donde estaba. De pronto, anuncia su intención de ir a Betania. Los discípulos se espantan, porque hace poco tiempo que en Jerusalén, de la que Betania está próxima, quisieron lapidarle; pero aceptan acompañarle y «morir con El». Jesús anuncia sencillamente su propósito: «Lázaro, nuestro amigo, duerme, y yo voy a despertarle.» Los apóstoles comentan, de acuerdo con una terapéutica popular: «Señor, si duerme, se curará.» Jesús, entonces, dice claramente que Lázaro ha muerto; y añade unas palabras aún incomprensibles: «Me alegro de no haber estado allí ( = y no haberle curado) para que creáis.» Cuando llegan a Betania, hace cuatro días que Lázaro está enterrado. En la casa de la familia se encuentran muchos amigos, que han ido desde Jerusalén para acompañar a las hermanas. Alguien avisa a Marta, la mayor sin duda, que Jesús ha llegado. Ella sale inmediatamente a su encuentro en las afueras del pueblo, donde Jesús se había detenido, dejando a su hermana con los visitantes. Al ver a Jesús, Marta exclama con dolor y confianza, y acaso un ligero reproche: «Si Tú ( = que has sanado a tantos) hubieras estado aquí, mi hermano no hubiera muerto.» Y con una oscura esperanza, añade: «Pero aun ahora sé que todo lo que pidas a Dios te lo concederá.» Jesús afirma: «Tu hermano resucitará.» Marta no se atreve a dar a esta frase más que la interpretación de un consuelo normal: «Ya sé que resucitará el último día.» Jesús replica estas grandiosas palabras: «Yo soy la resurrección. Quien cree en mí, aunque hubiera muerto, vivirá; y quien viviendo cree en mí, no morirá nunca. ¿Crees tú eso?». Marta responde con un neto de fe pleno: «Sí, Señor, yo creo que Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que debía venir a este rnun-
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do.» Entonces, corre a llamar a María. Como le ha avisado en voz baja, al verla levantarse los visitantes piensan que va al sepulcro a llorar, y la siguen, temiendo, sin duda, que pueda desfallecer. Pero María va al encuentro de Jesús. Al verle, siempre más emotiva que su hermana, cae de rodillas, y repite las mismas palabras que su hermana y ella habrían intercambiado muchas veces aquellos días: «¡Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no hubiera muerto!» Y entonces, San Juan, que en su Prólogo nos ha presentado a Jesús como la Palabra preexistente por la que todo ha sido hecho, nos lo muestra ahora conmovido hasta las lágrimas por la angustia del ser humano ante la muerte. Al verlo, los amigos de la familia reaccionan diferentemente: unos comentan: «¡Cuánto lo quería!»; otros, en cambio, se preguntan con cierta hostilidad: «¿No hubiera podido éste, que abrió los ojos del ciego, hacer que no muriera?» Estremecido aún, Jesús se dirige al sepulcro. Y da una orden sorprendente: «¡Quitad la losa!» Marta, la mujer práctica, advierte: «Señor, huele mal; es el cuarto día.» Pero Jesús corta toda réplica: «¿No te he dicho que si crees, verás la gloria de Dios?» Y elevando los ojos al cielo, pronuncia una oración singular: aunque El está seguro de que Dios siempre le escucha, le da gracias, para que los demás vean que es su enviado. Y después, un grito poderoso: «¡Lázaro, sal fuera!» El sepultado surge envuelto en el sudario. Y Jesús cierra el episodio con sencillez, con un regreso a lo cotidiano: «Desatadle y dejadle ir.» Nada más. No hay voces de ultratumba, ni aparece la muerte persosonificada, ni se nos pinta el asombro de los circunstantes, ni Lázaro hace declaraciones sobre el más allá. De contarnos todo eso se encargarán, muchos siglos después, un Andreiev o un O'Neill. Nosotros no entraremos aquí en un estudio exegético. Diremos únicamente que si este relato fuera un producto de la imaginación del evangelista, sería preciso considerar a Juan uno de los más grandes literatos de la antigüedad y el primer escritor religioso de todos los tiempos. La resurrección de Jesús.—El cristianismo es la úni-
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ca religión que afirma que su fundador, después de haber muerto, ha retornado a la vida. Cierto que son varias las religiones cuyos dioses mueren y renacen, respondiendo a los ciclos de la naturaleza: sucesión de estaciones, de fases lunares, de la noche y el día. Zoroastro parece haber anunciado una resurrección general para el fin de los tiempos. Y en los trágicos griegos encontramos figuras literarias, como Alcestes, arrebatadas al Hades. Pero establecer como un hecho estrictamente histórico, base de toda la enseñanza religiosa, que el fundador mismo de la religión, hombre verdadero, haya vuelto, después de muerto y sepultado, a una vida fisiológicamente normal, que le permita dialogar, caminar, comer, mostrar la huella de las heridas que le produjeron la muerte, ésa es una afirmación exclusiva del cristianismo. La resurrección de Jesús, como ya se dijo, constituyó el centro de la fe y de la predicación de la comunidad cristiana primitiva, tal como aparece en los Hechos de los Apóstoles y en las epístolas de San Pablo de la primera época. Era de esperar que así fuese. Desde un punto de vista dogmático, porque si el cristianismo es la buena nueva de que Dios viene al mundo para salvarlo, esa salvación tiene su comienzo- y una prueba en la victoria de Jesús sobre el mal y sobre la muerte. Y desde un punto de vista psicológico, porque la visión del crucificado revivido no podía por menos de convertirse en la experiencia central de los discípulos y en el comienzo de una comprensión más clara del ser de Jesús. No debe, pues, extrañarnos que, como antes se ha dicho, la cristología de los Hechos de los Apóstoles y de San Pablo nos hable del señorío divino de Jesús «a partir de su resurrección», porque es a partir de la Resurrección cuando la comunidad cristiana comprende plenamente que Jesús es el Señor. Nos encontramos, sin embargo, con que los numerosos textos del Nuevo Testamento que hablan de la Resurrección presentan entre sí diferencias de estilo y contenido innegablemente más profundas que los textos que se refieren a la vida terrena de Jesús. En tales
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divergencias funda la actual crítica no creyente sus explicaciones de la fe pascual, que pueden distribuirse en dos grupos: para unos, la fe en la Resurrección es, ante todo, una creencia mítica en el triunfo de Jesús, que va forjando después los hechos concretos; para otros, por el contrario, la fe en la Resurrección es un desarrollo teológico que parte de unos hechos concretos, bien sean unas visiones subjetivas de las mujeres y los discípulos exaltados, bien sea el descubrimiento de que la tumba de Jesús estaba vacía (acaso porque los judíos habían arrojado durante la noche el cuerpo de Jesús a la fosa común). Examinaremos brevemente los textos del Nuevo Testamento sobre la Resurrección, aludiremos a las probables causas de sus divergencias y terminaremos considerando de nuevo las hipótesis no creyentes 45 . Las formulaciones más antiguas de la fe en la Resurrección las encontramos probablemente en las referencias a ella de los primeros discursos del libro de los Hechos de los Apóstoles. Todas responden a un mismo esquema: Jesús, a quien vosotros crucificasteis, ha sido resucitado por Dios, de lo cual todos nosotros somos testigos. El más extenso de dichos textos es el del primer discurso de San Pedro, inmediatamente después de Pentecostés, y en el cual el Apóstol establece una comparación entre David, encerrado en su tumba a pesar de su grandeza, y Jesús, liberado por Dios de ella: «Jesús Nazareno..., ese hombre que había sido entregado según el designio y la presciencia de Dios, vosotros lo tomasteis y le disteis muerte, clavándolo en la cruz por manos de los impíos; pero Dios lo ha resucitado librándolo de las angustias del Hades, porque no era posible que El fuera retenido por su poder... Hermanos, séame permitido hablaros con franqueza: el patriarca David ha muerto y ha sido enterrado, y su tumba está aún entre nosotros. Pero como era profeta, y sabía que Dios le había jurado con juramento que haría sen45 Cf. el excelente resumen de C. M. Martini: 11 problema storico della Risurrezione negli studi recenti, 1959.
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tar sobre su trono a un descendiente de su sangre, vio de antemano y anunció la resurrección de Cristo, que, en efecto, no ha sido abandonado en el Hades, y cuya carne no ha visto la corrupción. Dios ha resucitado a este Jesús: todos nosotros somos testigos de ello. Y ahora, exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo prometido, y lo ha derramado. Eso es lo que veis y oís» (2, 22-24, 29-33. Cf., también, 3, 15; 4, 10; 5, 30). En este texto parece aludirse implícitamente al hecho de que la tumba de Jesús estaba vacía, puesto que se la compara con la de David, que aún podía ser visitada. La tumba vacía y las apariciones serán los dos temas fundamentales de los relatos evangélicos sobre la Resurrección. Es indudable que, en el libro de los Hechos, la Resurrección es concebida como un auténtico regreso a la vida fisiológica, ya que se la contrapone a la muerte en la cruz, a la sepultura (13, 29) y a la corrupción (13, 34-37); y se dice que los apóstoles comieron y bebieron con el resucitado (10, 41). Estas primeras formulaciones de la fe en la Resurrección son completadas después con listas de las apariciones principales. La más antigua nos la ha conservado San Pablo en su Primera epístola a los Corintios: «Ya os he transmitido, ante todo, lo que yo mismo he recibido: que Cristo ha muerto por nuestros pecados según las Escrituras; que fue puesto en la tumba; que ha resucitado al tercer día según las Escrituras; que se apareció a Cefas, y después a los doce. A continuación, se apareció a más de quinientos hermanos a la vez (la mayor parte de los cuales vive todavía, y algunos han muerto); luego se apareció a Santiago; después a todos los apóstoles. Y en último lugar, como a un aborto, se me apareció también a mí» (15, 3-8). Tan cierto es para San Pablo el hecho de la Resurrección, que no vacila en hacer depender de él toda la validez de la fe y la esperanza cristianas. «Si Cristo no ha resucitado, vana es vuestra fe, aún estáis en vuestros pecados. Por tanto, también los que murieron en Cristo han perecido. Si solamente para esta vida hemos
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puesto nuestra esperanza en Cristo, somos los más desgraciados de los hombres» (1 Corintios, 15, 17-19). Es evidente que el Apóstol entiende la resurrección de Cristo en sentido físico, puesto que la identifica con la supervivencia de todos los fieles. En los cuatro relatos evangélicos, el descubrimiento de la tumba y las apariciones son contados con muchos más detalles. Entre estos relatos se encuentran algunos de los más bellos de los Evangelios: el diálogo de Jesús con la Magdalena (Juan, 20, 11-19); con Tomás (ídem, 26-29); el episodio de los dos de Emaús (Lucas, 24, 1335); la aparición a orillas del lago de Genesaret (Juan, 21, 15-18). Es muy cierto que una perfecta coordinación de los datos proporcionados por los cuatro Evangelios no resulta tarea fácil. Pero, en cambio, la crítica creyente actual está poniendo cada vez más en claro las causas de tales diferencias. La fundamental, sin duda, es que la primera generación cristiana concedió muy poco interés al relato detallado de las apariciones. En cualquiera de ellas estaba contenido el mensaje esencial: ¡Cristo ha resucitado! Mientras que cada uno de los episodios de la vida y la pasión de Jesús sirve para enseñanza y ejemplo, las apariciones no son fundamentalmente más que un testimonio de su triunfo. Bastaría con que Cristo se hubiera mostrado una sola vez viviente de nuevo, para que el mensaje pascual quedara establecido. La multiplicación de las apariciones tiene más bien el carácter de un rasgo de bondad hacia sus amigos. De aquí que el interés primitivo recaiga únicamente en la «aparición oficial» a los apóstoles, mientras que las muchas otras tienen un cierto matiz «privado». Sólo después empezó, sin duda, a despertarse la curiosidad de los fieles por conocer detalles concretos de las apariciones. Y entonces empezaron a formarse colecciones de relatos parciales. Los evangelistas cierran su obra con el mensaje pascual. Para expresarlo aducen, además de la aparición a los apóstoles, algunas otras, elegidas de uno o varios de los diversos ciclos de relatos, de acuerdo con sus preferencias personales y con la finalidad particular de su Evangelio.
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Volviendo a las hipótesis no creyentes, nos limitaremos a unas brevísimas indicaciones complementarias. La afirmación de que la fe pascual sería el producto místico de una convicción previa está en desacuerdo con ese «choque psíquico» que, según todas las fuentes, se produce en la desalentada comunidad de discípulos, convirtiéndolos en esa Iglesia emprendedora y audaz que nos pintan los Hechos de los Apóstoles. La teoría de las visiones subjetivas pretende encontrar apoyo en esos primeros instantes de desconcierto y titubeo que se dan en casi todos los relatos de las apariciones y en el análisis de las características particulares de la visión de San Pablo, a la que el Apóstol asimila, como hemos visto, las anteriores. Pero ya se ha hablado de la insistencia de las fuentes en el aspecto físico de las apariciones. Sería preciso acudir, por otra parte, a una epidemia de alucinaciones individuales y colectivas difícilmente posible y en desacuerdo con cuanto sabemos de la psicología de los apóstoles. Es muy dudoso, finalmente, que la vacilación en identificar el aparecido sea una característica propia de las visiones subjetivas; más bien parece lo contrario. Ni hay tampoco motivo para considerar subjetiva la aparición de Damasco, cuyas características especiales obedecen, sin duda, a que tiene lugar ya ocurrida la Ascensión. En cuanto a la hipótesis de que la fe en la Resurrección proviene del descubrimiento de la tumba vacía, ni es suficiente por sí misma (también los apóstoles hubieran pensado en un robo), ni tiene apoyo en las fuentes, pues ya se ha dicho que en las más antiguas sólo se encuentran referencias indirectas y secundarias a la sepultura de Jesús, sin que de ningún modo hagan de ella la clave de la predicación. El milagro del Evangelio.—Pero, además de los miIngros realizados por Jesús y del milagro supremo de MI Resurrección, existe otro milagro que ha permitido el acceso a la fe a multitud de hombres en todas las épocas. Es el milagro de la existencia misma del Evangelio, es decir, del mensaje cristiano, tal como se contiene en los escritos del Nuevo Testamento. Con anteriori-
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dad a los problemas histórico-exegéticos que cada uno de los libros y cada uno de sus pasajes presentan hay un hecho indiscutible, para cuya percepción no se requieren conocimientos especializados: la existencia de una enseñanza que presenta la figura, la vida y la doctrina de Jesús. Y para muchos hombres, esa figura, esa vida y esa doctrina son ya en sí mismas un hecho sobrehumano, como lo fue la resurrección de Lázaro. Si se .niega la realidad histórica de Jesús, no podrá negarse ciertamente la de algún creador de su figura, vida y doctrina. Si no se adora a Jesús como a Dios, habrá que adorar a Marcos, a Mateo, a Lucas, a Juan o a la comunidad cristiana primitiva. • RESUMEN
A lo largo de este examen esquemático de la cristologia del Nuevo Testamento se han ido delineando dos respuestas posibles a la pregunta de Jesús: ¿Quién soy yo, según vosotros? La de quienes responden con Pedro: Tú eres el Hijo de Dios; y la de quienes no ven en Jesús más que uno de los profetas de la humanidad. Recordemos brevemente, a modo de resumen, las líneas fundamentales de ambas respuestas, comenzando por esta segunda. Condensar en pocas líneas la posición no creyente tropieza con la dificultad insalvable de la multitud de formulaciones completamente distintas que ha recibido. Nos limitaremos aquí a sintetizar la menos imaginativa: «Jesús es un simple hombre dotado de gran sensibilidar religiosa y ética. Nacido en un clima de psicosis mesiánica, se persuade de que el «fin de los tiempos» está próximo y de que Dios le llama a El para anunciarlo. Pero su clara inteligencia le hace comprender la imposibilidad de una restauración del esplendor político de Israel. No pueden ser esos los planes de Dios. Por otra parte, su espíritu religioso le lleva a una escatología mística: un Reino de Dios universal, cuya
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venida ha de ser preparada mediante una conversión ético-religiosa, que Jesús concibe basada en el amor a Dios como Padre y en el amor fraternal a todos los hombres. De aquí que Jesús rechace entender su propia misión según la imagen del Mesías-Rey. ¿Cómo comprenderla entonces? Jesús está en contacto con las corrientes gnósticas de los judíos helenistas, las cuales interpretan la figura del enviado escatológico de acuerdo' con el mito del «Hombre», relacionándolo con la profecía de Daniel sobre el Hijo del Hombre. Jesús cree ver en esta profecía, de una parte, su predestinación eterna por Dios a ser el instaurador de su Reino; y por otra, el anuncio de la perennidad y universalidad de ese mismo Reino. Esta misión y esa predestinación hacen que Jesús se considere hijo de Dios en sentido particular. Adopta, pues, el título mesiánico de Hijo del Hombre, empleando a veces el de Hijo de Dios para indicar la especialísima elección divina que desde toda la eternidad ha recaído sobre El. Pero Jesús no tarda en darse cuenta de que la mayoría de su pueblo rechaza este mesianismo puramente espiritual y de que los dirigentes judíos, envidiosos de su influencia, indignados por sus críticas y temerosos de sus innovaciones religiosas, han decidido su muerte. Como no es posible que los planes de Dios dejen de cumplirse, hay que admitir que este aparente fracaso entraba dentro de su designios. ¿Cómo comprenderlo? Jesús acude, entonces, a la figura del Siervo de Yavé, de Isaías, que mediante la voluntaria aceptación de los sufrimientos y la muerte salva a su pueblo de sus culpas e inaugura los tiempos mesiánicos. Es probable que Jesús tomara.esta concepción mesiánica de la secta de Qumrán, con la que se relacionaba mediante su primo Juan Bautista. A partir de ese momento comienza Jesús a anunciar su propia muerte para redención de los hombres, a la que seguirá su propia exaltación gloriosa por Dios, el fin catastrófico del mundo, el juicio de vivos y muertos y el establecimiento definitivo del Reino de Dios. Jesús es crucificado. Pero los discípulos siguen con-
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fiando en su prometido triunfo. En este ambiente djz tensa expectación se producen (tal vez partiendo de Níaría Magdalena) unas alucinaciones en serie, que se contagian de unos a otros, provocadas, quizá, por el descubrimiento de la tumba vacía (posiblemente porque los judíos arrojaron secretamente el cadáver a la fosa común). Convencidos ya del triunfo de Cristo y de su próxima vuelta al mundo para establecer el Reino de Dios escatológico, los discípulos se dedican a la predicación. A la luz de la fe pascual, y bajo la influencia de las profecías del Antiguo Testamento y de la mentalidad helenística, la cristología evoluciona: la predestinación eterna de Jesús se convierte en preexistencia, su filiación particular en filiación natural; se le aplican los títulos de Señor, de Palabra y, finalmente", de Dios. El principal autor de esta síntesis cristológica es Pablo. Al mismo tiempo, y al pasar de boca en boca, los detalles de la vida de Jesús van adquiriendo un carácter más acusadamente sobrenatural.» A lo largo de nuestra exposición hemos ido indicando las razones de que esta hipótesis y otras semejantes resulten infundadas. En realidad, todas las explicaciones no creyentes parten de una convicción previa de la imposibilidad de lo sobrenatural; y de acuerdo con este principio, se ven obligadas a modificar el sentido primario e inmediato de las fuentes y a colmar las lagunas históricas, literarias y psicológicas que este método produce, con la suposición de acontecimientos de los que no hay huella alguna en éstas. Las actuales cristologías creyentes, por su parte, aceptan, como ya se ha dicho, una cierta evolución homogénea de la doctrina del Nuevo Testamento hacia formulaciones cada vez más precisas. Aceptan también que los títulos mesiánicos utilizados por Jesús mismo y por los escritores inspirados, aunque proceden ante todo del Antiguo Testamento, puedan haber recibido matices de la cultura helenística común a todo el Imperio. Aceptan, en fin, que sólo a partir de la Resurrección hayan comprendido los discípulos todo el alcance de las enseñanzas de Jesús sobre sí mismo. Pero consideran
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¡carente de justificación alguna cualquier intento de es tablecer hiatos doctrinales, verdaderas modificaciones de sentido, entre lo enseñado por la comunidad cristiana del siglo primero y la doctrina de Jesús sobre sí mismo y entre lo enseñado por Jesús y su propia rea lidad personal. LA CRISTOLOGÍA DE LA IGLESIA Y LA CRISTOLOGÍA DEL NUEVO TESTAMENTO
Pero el esfuerzo de la comunidad cristiana por expresar el misterio de Jesús en fórmulas cada vez más precisas e inequívocas no acaba con la muerte del último apóstol y la terminación del Nuevo Testamento. Los Padres y los teólogos continúan la misma empresa intelectual de Pablo y de Juan. La diferencia estriba únicamente en que cada uno de los escritores del Nuevo Testamento estaba inspirado por Dios, que le impulsaba a sus formulaciones teológicas; mientras que la Iglesia sólo está asistida colectivamente por Dios, para que sus definiciones doctrinales supremas y definitivas sean acertadas. Es frecuente, sin embargo, encontrar todavía en los teólogos no católicos la afirmación de que la Iglesia introdujo en el dogma un elemento heterogéneo al utilizar en sus definiciones dogmáticas categorías (sustancia, naturaleza, persona) no tomadas de la Biblia, sino de la filosofía griega. Lo cierto es que la Iglesia, más bien que conceptos, lo que tomó de la filosofía griega fueron palabras; de un modo semejante a como San Juan tomó el término «Logos» del lenguaje filosófico popular. Es verdad que las palabras de un idioma están teñidas de los matices significativos propios de la cultura a que pertenecen. Pero ya hemos visto que también los términos griegos utilizados por Pablo y Juan tienen ecos de la cultura helenística. Lo que negamos los católicos es que las fórmulas conciliares cristológicas supongan una evolución heterogénea respecto a la cristología del Nuevo Testamento; tales fórmulas no hacen
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sino expresar en lenguaje técnico unívoco la misma en^ señanza que los escritores neotestamentarios expresaron en un lenguaje más popular e imaginativo. ' Sobre la elaboración de ese lenguaje debe recordarse lo dicho a propósito del misterio trinitario: fue muy lenta y difícil, precisamente porque tampoco en el pensamiento griego se hallaban expresiones adecuadas a la gran novedad cristiana. Durante siglos nos encontramos con un uso vacilante de palabras y conceptos. Surgen numerosas desviaciones doctrinales, en las que no siempre es fácil distinguir el error meramente lingüístico del verdaderamente conceptual. Frente a esas herejías, los concilios ecuménicos van precisando progresivamente el pensamiento ortodoxo. Los errores principales fueron los siguientes: A) Errores que niegan la plena humanidad de Cristo: Docetismo: Jesús tiene sólo cuerpo aparente. Apolinarismo: Jesús tiene cuerpo humano, pero no alma. Monotelismo: Jesús no tiene voluntad humana, sino sólo divina. B) Errores que niegan la divinidad de Cristo: Subordinacionismo en sus diversas formas, la más importante de las cuales fue el arrianismo: Jesús es un ser intermedio entre Dios y los hombres. C) Errores que niegan la unidad- personal: Nestorianismo: En Jesús hay dos personas distintas, la divina y la humana. D) Errores que niegan la distinción de naturalezas: Monofisismo: En Jesús se funden la naturaleza divina y la humana. El Concilio de Nicea (año 325, primer Concilio ecuménico) condenó el arrianismo. El Primero de Constantinopla (381) condenó el apolinarismo. El de Efeso (431) condenó el monofisismo. El Tercero de Constantinopla (680-681) condenó el monotelismo. Nos limitaremos a citar las últimas y más explícitas definiciones. La de Calcedonia dice así: «Siguiendo, pues, a los Santos Padres, enseñamos todos unánimemente que hay que confesar uno y el mis-
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mo Hijo, nuestro Señor Jesucristo; el mismo perfecto en la divinidad y el mismo perfecto en la humanidad; Dios verdaderamente y hombre verdaderamente; el mismo con alma racional y con cuerpo; igual en sustancia (humousion) al Padre según la divinidad, e igual en sustancia a nosotros según la humanidad; semejante en todo a nosotros, excepto el pecado. Nacido ciertamente del Padre, antes de los siglos, según la divinidad; pero el mismo en el fin de los días, por nosotros y por nuestra salvación, de María Virgen, según la humanidad. Reconocemos el uno y mismo Cristo, Hijo, Señor, Unigénito, en dos naturalezas (fysis), no confundidamente, no mutablemente, no separadamente, no separablemente. No suprimida de ningún modo la diferencia de naturalezas a causa de la unión, sino, por el contrario, salvado lo propio de cada sustancia; y concurriendo en una persona (prósopon) y una subsistencia (hypóstasis); no partido ni dividido en dos personas, sino el uno y mismo Hijo Unigénito, Dios Logos, Señor Jesucristo.» A esta enseñanza añade el Concilio Tercero de Constantinopla una última precisión: «Igualmente predicamos, según la doctrina de los Santos Padres, dos naturales voliciones en El, y dos naturales operaciones, no separadamente, no mutablemente, no confundidamente.» Con estas definiciones, sin embargo, no todos los problemas cristológicos quedan resueltos. La teología ha continuado durante estos trece siglos posteriores su esfuerzo por penetrar todo lo posible en la comprensión del misterio de Jesús. En nuestros mismos días está abierta entre algunos de los más notables teólogos contemporáneos una importante controversia acerca del yo psicológico de Cristo.
Estructura comunitaria de la salvación VI LA ESTRUCTURA COMUNITARIA DE LA SALVACIÓN Nosotros no formamos más que un cuerpo en Cristo, siendo, todos, miembros los unos de los otros (Romanos, 12, 5). Dios hubiera podido manifestar su presencia en el mundo a cada hombre con una revelación inmediata y particular. También hubiera podido hacerse presente a la humanidad mediante acontecimientos públicos, explicados por profetas, pero sin que los creyentes en ellos se organizasen en comunidad ninguna. Hubiera sido posible, igualmente, que los fieles se estructurasen en una comunidad para mejor conservar y cultivar su fe, pero sin que la comunidad en cuanto tal mantuviera una relación con Dios distinta de la de cada uno de sus miembros. Dios, sin embargo, no ha elegido ninguna de estas posibilidades, sino que ha comunicado su salvación a los individuos dentro y a través de una comunidad, mediadora entre El y cada hombre. ¿Qué significa exactamente tal afirmación? Este capítulo intentará precisarlo, pero conviene ya adelantar las líneas generales de la respuesta. Al decir que la comunidad cristiana, la Iglesia, es mediadora en la salvación del hombre por Dios, quiere decirse que la comunidad en cuanto tal es depositaría de ciertas capacidades salvadoras que el cristianismo aislado no posee. Es en este punto en el que se centra la discrepancia entre la concepción protestante y la concepción católica de la Iglesia. Simplificando, y prescindiendo de los matices diferenciales que se dieron ya entre los fundadores de la Reforma y que existen actualmente entre
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las diversas iglesias protestantes, puede resumirse su pensamiento diciendo que, para el protestantismo, la Iglesia es la comunidad resultante de la unión (querida ciertamente por Dios) de aquellos que han aceptado la palabra divina contenida en la Biblia. La comunidad cristiana no tiene, por tanto, ninguna relación con Dios ni ninguna potestad salvadora específicamente distinta de las que posee cada cristiano. De aquí que sea posible que una Iglesia se aparte de la verdad de Cristo, en mayor o menor medida, si sus miembros se apartan de dicha verdad. Para el catolicismo, por el contrario, la revelación divina no se dirige primariamente a los individuos, sino a la comunidad como tal. Y es la comunidad jerárquicamente estructurada la que, movida por el Espíritu, transmite fielmente a sus miembros la palabra de Dios y la gracia de los sacramentos. Porque la presencia de Dios en la comunidad no se confunde con su presencia en cada uno de sus miembros. Lo cual no quiere decir, claro está, que el catolicismo piense que toda relación del hombre con Dios haya de ser necesariamente comunitaria; la oración individual tiene un puesto insustituible junto a la colectiva; aun abstrayendo de la explicación de la Iglesia, el individuo puede encontrar en la Biblia verdades fundamentales (entre ellas, como veremos, la doctrina sobre la verdadera Iglesia de Cristo); y en última instancia, evidentemente, sólo la conciencia individual, asistida por la gracia de Dios, puede tomar la decisión de aceptar o no la fe en la comunidad cristiana como mediadora entre Dios y los hombres. Este capítulo tendrá tres partes: una breve exposición de los principales aspectos de la enseñanza bíblica sobre la Iglesia, un intento de síntesis teológica y un ensayo de diagnóstico sobre la actitud del hombre contemporáneo ante la Iglesia.
La Iglesia en la Biblia LA IGLESIA EN LA BIBLIA
El pueblo de Dios en el Antiguo
Testamento
En el Antiguo Testamento, la relación de Dios con el hombre no aparece primariamente como una relación con individuos, sino como una relación con una colectividad. Dios establece su alianza no con hombres singulares, sino con Israel, su pueblo. Y es el designio de Yavé sobre el pueblo lo que condiciona su designio sobre los individuos: Abraham es llamado para que sea padre del pueblo (Génesis, 12, 1-3), y en cuanto tal es objeto de la alianza divina; si Yavé se manifiesta a Moisés, la causa no es otra que la de haberse compadecido de la miseria de su pueblo (Éxodo, 3, 7-10); los profetas son enviados al pueblo de Dios (Isaías, 49; Jeremías, 1); para participar de la Alianza es preciso pertenecer a la descendencia de Abraham y estar circuncidado (Génesis, 17, 1-14); finalmente, la salvación prometida a Israel es una salvación colectiva, no individual: el triunfo mesiánico es un triunfo de la nación, no de los israelitas que hayan muerto anteriormente, para quienes no se habla hasta los últimos libros de una resurrección personal. A partir de los profetas, el concepto de «pueblo de Dios» va experimentando una transformación profunda, aunque lenta, en un sentido menos étnico y más interior, que se manifiesta en cuatro aspectos fundamentalmente: en la afirmación profética de que la gloria mesiánica no será para todo Israel, sino para un grupo, el Resto, constituido por aquellos israelitas que hayan superado las grandes pruebas que la precederán (Isaías, 4, 2-3); en la de que a este Resto se unirán todas las naciones de la tierra para adorar a Yavé; en atribuir más importancia a las disposiciones internas del alma, la «circuncisión del corazón», que a los signos externos y sociales, y, últimamente, en la aparición de la doctrina sobre la resurrección personal. El Libro de Jeremías culmina en la promesa de una nueva alianza de Dios con Israel:
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«He aquí que vienen los días —oráculo de Yavé— en que yo estableceré con la casa de Israel y la casa de Judá una alianza nueva. No como la alianza que establecí con sus padres el día en que los tomé de la mano para hacerles salir del país de Egipto. Esa alianza, mi alianza, han sido ellos quienes la han roto. Entonces yo les hice sentir mi dominio, oráculo de Yavé. Pero he aquí la alianza que estableceré con la casa de Israel después de aquellos días, oráculo de Yavé. Pondré mi ley en el fondo de su ser, y la escribiré sobre su corazón. Entonces yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo. Ya no tendrán que instruirse mutuamente diciéndose uno a otro: ¡Tened conocimiento de Yavé! Sino que todos me conocerán, desde los más pequeños a los mayores —oráculo de Yavé— porque voy a perdonarles su crimen y a no acordarme de su pecado» (Jeremías, 31, 31-34). El Nuevo Testamento, como su nombre indica (testamento equivale aquí a alianza), verá en este pasaje un anuncio de la vida de la Iglesia. La Primera epístola de San Juan y el
Apocalipsis
Siguiendo la misma cronología inversa del capítulo anterior, veamos brevemente lo que nos dicen sobre la Iglesia los principales escritos neotestamentarios. En la Primera epístola de San Juan resuenan dos acentos sorprendentemente opuestos: junto a las más extraordinarias palabras que jamás se hayan escrito sobre el amor fraternal entre los hombres, las condenaciones más duras contra quienes pretenden desviar la fe de la comunidad cristiana, cuya distinción del «mundo» es fuertemente subrayada. Estos «falsos profetas» (4, 1), primeros representantes de la gnosis cristiana, son calificados de «anticristos» (2, 18-23) y excluidos de las oraciones de los fieles (5, 16). En cuanto al Apocalipsis, la comunidad cristiana, la Iglesia, es el protagonista de todo el libro. Escrito para levantar el ánimo de los cristianos perseguidos por Nerón y Domiciano, nos presenta, en una especie de «auto
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sacramental», las luchas y el definitivo triunfo de la Iglesia frente a los poderes malignos. En él, la Iglesia aparece personificada en la figura grandiosa de una Mujer vestida de sol, con la luna a sus pies y doce estrellas (las doce tribus, los doce apóstoles) coronando su cabeza. La mujer sufre con los dolores del parto, es decir, con los sufrimientos por los que Cristo pasó y todo cristiano ha de pasar antes de conseguir la gloria (recordemos que Jesús comparó a los dolores del parto la tristeza de los apóstoles ante su pasión). Frente a la mujer, como frente a Eva en el Edén, se alza una serpiente demoníaca, la «antigua serpiente», del color rojo de la sangre de los mártires, coronada por el poder imperial, y con las siete cabezas de las siete colinas de Roma. Su cola barre la tercera parte de las estrellas del cielo (caída de los ángeles). La Mujer da a luz un niño, el Mesías (porque la Iglesia aparece identificada con su prefiguración, el pueblo de Israel). La serpiente intenta devorarlo, pero Dios lo lleva al cielo (Ascensión de Jesús). La mujer huye al desierto, donde Dios la alimenta mientras dura la persecución (oración y eucaristía). Se nds habla entonces de la primera derrota de Satanás por Miguel y sus ángeles, unida a una definitiva derrota por Cristo. Finalmente, se anuncia que, arrojada del cielo, la serpiente va a perseguir a los cristianos en la tierra. He aquí el argumento del capítulo doce, centro del Apocalipsis. El libro termina con la magnífica visión de la Iglesia triunfante como una prodigiosa ciudad oriental, la nueva Jerusalén, esposa del Cordero: «Entonces uno de los siete ángeles de las siete copas, llenas de las últimas siete plagas, vino a decirme: Vén que te muestre la Esposa del Cordero. Me transportó en espíritu sobre una montaña de gran altura y me mostró la ciudad santa, Jerusalén, que descendía del cielo, de junto a Dios, con la gloria de Dios en ella. Resplandecía como una piedra de las más preciosas, como el jaspe cristalino... No vi ningún templo en ella: el Señor, Dios dueño de todo, es su templo, así como el Cordero. Puede pasarse sin el resplandor del sol y
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de la luna, porque la gloria de Dios la ilumina, y el Cordero le sirve de antorcha. Las naciones caminarán a su luz, y los reyes de la tierra vendrán a traerle sus tesoros...» (21, 9-11, 22-24). Las epístolas de San Pablo La teología de la Iglesia ocupa un puesto central en el pensamiento de San Pablo. Trataremos de sintetizar sus aspectos principales '. a) Evolución del pensamiento paulino.—La elaboración de la doctrina de San Pablo sobre la Iglesia recibe el decisivo impulso que la lleva a su madurez con la estancia del Apóstol en Efeso (años 55 al 57) y con su viaje a Jerusalén (año 58) para llevar a la Iglesia madre las limosnas de las demás iglesias en la época de hambre por la que pasa Palestina. En Efeso se encuentra con una intensa influencia de la gnosis; y por reacción contra sus extravagantes concepciones, profundiza San Pablo en la dimensión cósmica de la muerte de Cristo y del papel de su Iglesia. Por otra parte, la conmovedora solicitud de las iglesias locales por la venerable Iglesia de Jerusalén le hace sentir en toda su hondura la unidad y universalidad de la misma. De aquí que el término ekklesía2, que en las primeras epístolas designa directamente a la comunidad cristiana local, pase a designar a la totalidad Unida de la comunidad cristiana. b) La Iglesia en relación con el pueblo de Israel.— Es un tema que apasiona a San Pablo, porque fue su drama personal. Su pensamiento se mueve entre dos polos: de una parte, el reconocimiento del papel providencial desempeñado por el pueblo judío en el Antiguo Testamento, y de otra, su apostasía actual. Y entre ambos, el problema del tránsito de Israel a la Iglesia. 1 Cf. L. Cerfaux: La théoiogie de l'Eglise suivant saint l'aul, 1948 (hay una traducción castellana). 2 Éste término griego significa «asamblea convocada», y es la traducción de términos hebreos y árameos que designan al pueblo llamado por Dios.
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San Pablo reconoce, claro es, los inmensos privilegios de Israel como pueblo de Dios: fue depositario de la alianza, de las promesas mesiánicas, de la legislación divina, de las manifestaciones gloriosas de Dios, del culto legítimo; recibió la adopción de hijo de Dios; a él pertenecieron los patriarcas, y en él, en fin, ha nacido el Mesías (Romanos, 9, 4). Pero afirma igualmente que Israel ha sido infiel a su misión: su corazón se ha endurecido, se ha cegado, ha dado un paso en falso; se ha hecho tan pecador como la gentilidad, ha merecido la cólera de Dios (Romanos, 11, 7-11; 3, 9; 1 Tesalonicenses, 2, 16). Ello no impide, sin embargo, que entre Israel y la Iglesia haya un vínculo de continuidad objetiva, que San Pablo muestra a los gentiles con la bella imagen de que ellos son el olivo silvestre que ha sido injertado por Dios en el viejo olivo cultivado de Israel, para que pueda dar buen fruto (Romanos, 11, 17-24). Pero más que de una continuidad, se trata, para el Apóstol, de una sustitución: desde ahora, la Iglesia va a desempeñar el papel que en el Antiguo Testamento desempeñó el pueblo judío. Y San Pablo explica largamente cómo las profecías mesiánicas dirigidas a Israel tienen su cumplimiento en la Iglesia. Su argumentación es profunda y hábil: Abraham fue constituido por Dios en padre de su pueblo en virtud de que tuvo fe en las promesas divinas. Luego lo fundamental para pertenecer al verdadero pueblo de Dios no es la descendencia étnica, sino la fe. Pero son los cristianos quienes han sabido tener fe en las promesas mesiánicas y aceptar a Jesús como enviado de Dios. Luego son ellos ahora el verdadero pueblo de Dios, los auténticos descendientes de Abraham, en quienes se realizan espiritualmente todas las promesas (Romanos, 4). c) Universalidad de la Iglesia.—Repetidamente, San Pablo proclama lleno de júbilo que la Iglesia está abierta igualmente a todas las razas, a todas las clases sociales, a ambos sexos: «Porque todos vosotros sois hijos de Dios por la fe en Jesucristo. Porque todos vosotros, bautizados en
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Cristo, os habéis revestido de Cristo: no hay en él ni judío ni griego, ni esclavo ni hombre libre, ni varón ni hembra; porque todos vosotros no hacéis sino uno en Jesucristo» (Galotas, 3, 26-28; cf. el bello texto de Efesios, 2, 11-22). En la Epístola a los Gálatas (2, 11-21) nos refiere San Pablo su decidida oposición a San Pedro cuando éste se retrae de comer con los cristianos procedentes de la gentilidad, intimidado por algunos conversos procedentes del judaismo que querían seguir manteniendo las prácticas rituales israelitas. d) Unidad de la Iglesia.—Es el tema dominante de toda la eclesiología paulina. La unidad de la Iglesia, según el Apóstol, procede de tres principios: de la unión vertical que todos los cristianos, en cuanto individuos, tienen con las tres personas divinas; de la unión vertical que la comunidad cristiana, en cuanto tal, tiene con la Trinidad; de la unión horizontal, en fin, que los cristianos deben tener entre sí. Los vínculos comunes que unen a todos y cada uno de los cristianos con la Trinidad divina se resumen en dos textos: «No hay más que un Cuerpo y un Espíritu, del mismo modo que no hay más que una esperanza al término de la vocación que habéis recibido; un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo; un solo Dios y Padre de todos, que está por encima de todos, por todos y en todos» (Efesios, 4, 4-6). «Puesto que no hay más que un pan, todos somos un cuerpo, porque todos participamos del único pan» (1 Corintios, 10, 17). Desglosándolos, nos encontramos, pues, con que todos los cristianos formamos un cuerpo" a causa de estas relaciones individuales: — porque estamos subordinados a un mismo Dios Padre, que obra mediante todos y en todos; — porque tenemos un solo Señor, Jesucristo; — porque hay un solo Espíritu; — porque tenemos una misma vocación a una esperanza común;
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— porque tenemos una misma fe; — porque hemos recibido un mismo bautismo; — porque participamos de un mismo Pan (la eucaristía). Pero más importante aún que esta unidad, fruto de los vínculos individuales de cada cristiano con Dios, es la unidad que procede de la relación que la Iglesia tiene con El en cuanto tal pueblo de Dios. Aparece esta segunda clase de unidad, primeramente, en la concepción paulina, ya mencionada, de la Iglesia como el nuevo Israel, al que el individuo se incorpora mediante la fe y el bautismo. Aparece, en segundo lugar, en el paralelismo, estudiado en el capítulo anterior, entre Adán y Cristo: así como el hombre participa de la culpa de Adán por ser miembro de la humanidad, así participa de la salvación de Jesús por ser miembro de la Iglesia. Pero, sobre todo, aparece en los cuatro títulos eclesiológicos, en los que San Pablo encierra lo más hondo de su pensamiento sobre el misterio de la Iglesia: la Iglesia, pleroma de Cristo; la Iglesia, cuerpo de Cristo; la Iglesia, esposa de Cristo; la Iglesia, templo de Dios. Pleroma de Cristo.-—La palabra griega pleroma significa plenitud, pero plenitud no sólo en sentido pasivo, sino también en sentido activo, plenitud que hace pleno, «plenitud plenificante». Dios es, claro está, por naturaleza, el supremo pleroma. Pero, por la Encarnación, como hemos visto, esa plenitud está en Cristo; y San Pablo podrá decir que «en El habita corporalmente todo el pleroma de la Divinidad» (Cólosenses, 2, 9). Pero el Apóstol da un paso más, y nos dice, en frase atrevida, que, a su vez, la Iglesia es el pleroma de Cristo (Efesios, 1, 23). Es decir, que Cristo ejerce sobre la Iglesia toda su acción santificadora, convirtiéndola así en instrumento de santificación para el universo entero. Cuerpo de Cristo.—Es el más rico en contenido de todos los títulos eclesiológicos paulinos y, por tanto, la más honda de sus enseñanzas sobre la Iglesia. Su elaboración responde a dos etapas fundamentales,
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separadas por el año 58. A la primera pertenecen los dos textos de las Epístolas a los Romanos y Primera a los Corintios: «Porque del mismo modo que nuestro cuerpo, en su unidad, posee más de un miembro, y esos miembros no tienen todos la misma función, así nosotros, siendo muchos, somos un solo cuerpo en Cristo, siendo todos miembros los unos de los otros» (Romanos, 12, 4-5). «Del mismo modo, en efecto, que el cuerpo es uno teniendo muchos miembros, y que todos los miembros del cuerpo, a pesar de su multiplicidad, no forman sino un cuerpo, así también ocurre en Cristo. Porque también en un solo Espíritu hemos sido todos nosotros bautizados para formar un solo cuerpo; judíos o griegos, esclavos o libres, a todos se nos ha dado a beber de un solo Espíritu. Porque el cuerpo no es un miembro, sino muchos. Si el pie dijera: Yo no soy mano; luego no soy del cuerpo, ¿acaso dejaría por eso de ser del cuerpo?... Vosotros, pues, sois el cuerpo de Cristo, y miembro cada uno por su parte» (1 Corintios, 12, 12-5, 27). Es evidente que la intención primera del Apóstol al escribir estas palabras es la de inculcar a los cristianos la estrecha unión que debe haber entre ellos, aunque Dios les haya llamado a desempeñar en su Iglesia oficios distintos. Para eso acude a la antiquísima comparación de la sociedad con el cuerpo humano, en el que todos los miembros son necesarios, una de cuyas más famosas versiones es la del apólogo de la rebeldía de las manos y los pies contra el estómago, utilizada, según la leyenda, por Menenio Agrippa para convencer a los descontentos plebeyos de que también los patricios les eran necesarios. Si San Pablo llama aquí a la Iglesia cuerpo «en» Cristo (Romanos) o cuerpo «de» Cristo (Corintios), es, ante todo, en virtud de un proceso que pudiera esquematizarse así: la Iglesia es una sociedad —luego puede compararse a un cuerpo—, pero la Iglesia es la sociedad de Cristo —luego puede llamarse el cuerpo de Cristo. Sin embargo, detrás de esa utilización más bien ju-
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rídica de la metáfora del cuerpo, ya en la Epístola primera a los Corintios laten otras ideas más hondas: los cuerpos de los cristianos son miembros de Cristo (6, 15); quien se une al Señor forma con él un solo espíritu (6, 17); formamos un cuerpo porque comemos de un mismo Pan (10, 17); Cristo es cabeza de cada cristiano (11, 3). Aunque la fusión de tales elementos aún no está conscientemente realizada, germina en ellos la idea de que la Iglesia es cuerpo de Cristo por razones más profundas que los simples vínculos sociales. El pensamiento de San Pablo sobre la Iglesia-Cuerpo llega a su madurez en las Epístolas a los Colosenses y a los Efesios. Ello se hace posible porque en estas epístolas San Pablo piensa en el cuerpo de Cristo, ante todo, como el cuerpo del Resucitado, mientras que en las anteriores pensaba en él como el cuerpo del Crucificado. Ahora bien: el cuerpo resucitado de Jesús es un cuerpo glorioso, verdadero pleroma de la Divinidad (cf. Filipenses, 3, 21). Pero el Apóstol ha llegado ya también a concebir a la Iglesia como pleroma de Cristo. Nada más natural, pues, que comparar a la Iglesia con el cuerpo resucitado de Jesús. Por otra parte, San Pablo afirma que, después de su resurrección, Cristo ha sido constituido en Cabeza de la Iglesia (Colosenses, 1, 18). Ningún elemento falta ya a la síntesis: si la Iglesia es comparable al cuerpo físico de Jesús resucitado, y Jesús es comparable a la Cabeza de una Iglesia que es su pleroma, su plenitud, se sigue que la Iglesia puede ser llamada Cuerpo de Cristo no sólo porque es una sociedad que le pertenece, sino porque Jesús ejerce en ella un influjo interno y vital: «Viviendo según la verdad y en la caridad, creceremos en todos los aspectos hacia aquel que es la Cabeza, Cristo, cuyo cuerpo todo entero recibe concordia y cohesión por toda clase de junturas que le nutren y le accionan según el papel de cada parte, operando así su crecimiento y construyéndose a sí mismo en la caridad» (Efesios, 4, 15-16; cf. Colosenses, 2, 19). Esposa de Cristo.—Para inculcar a los maridos cristianos el amor hacia su esposas, San Pablo aplica a la
Iglesia la vieja imagen, tan querida a los profetas, de los esponsales entre Dios y su pueblo. El amor de Cristo por su Iglesia es el ejemplo trascendente para el amor conyugal cristiano (Efesios, 5, 22-23). Templo de Dios.—En la Primera epístola a los Corintios había comparado San Pablo a cada fiel con un templo en el que habita el Espíritu. En la Epístola a los Efesios es la comunidad, la Iglesia, la que es comparada con un templo, cuya piedra angular es Cristo, cuyos fundamentos son los apóstoles y los profetas, en la que habita Dios en el Espíritu. A esta construcción se van agregando los nuevos cristianos procedentes de la gentilidad (Efesios, 2, 19-22). Subrayemos, para terminar, cómo todos estos títulos eclesiológicos exigen esencialmente la unicidad de la Iglesia de Jesús: es incompatible con el pensamiento paulino que exista más de un cuerpo de Cristo o más de una esposa, o que Jesús sea piedra angular de más de un templo. El tercer tipo de unidad a que se refiere el Apóstol es el amor, el acuerdo y la paz, que deben ser la consecuencia de nuestra incorporación a la Iglesia. Con expresión fortísima dice que «Cristo, por la Cruz, en su persona ha matado el odio» (Efesios, 2, 16). Y a los colosenses, «que la paz de Cristo reine en vuestros corazones; para eso habéis sido llamados a un cuerpo» (3, 15). No es la caridad entre los cristianos la que hace la Iglesia, sino el pertenecer al Cuerpo de Cristo lo que exige la caridad. e) Estructura de la Iglesia.—En los escritos paulinos, la Iglesia aparece dotada de una estructura anterior a la voluntad de sus miembros y establecida por Dios mismo. Ya hemos visto que, para él, el Cuerpo de Cristo se caracteriza precisamente por la variedad de funciones de sus miembros (apóstoles, profetas, evangelistas, doclores, carismáticos), cuyo origen atribuye el Apóstol a que Dios los ha establecido en la Iglesia (1 Corintios, 12, 28) y a que Cristo ha dado a cada uno su misión propia (Efesios, 4, 11). En la salutación de la Epístola
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a los Filipenses se menciona sólo a los obispos y a los diáconos (1, 1). A los obispos se les nombra también en la Primera epístola a Timoteo (3, 2) y en la Epístola a Tito (1, 7) como máximas autoridades de las iglesias locales. Los diáconos aparecen como oficio subalterno en la Primera epístola a Timoteo (3, 8). Los presbíteros son mencionados con funciones de gobierno y magisterio en la Primera epístola a Timoteo (5, 17-21) y en la Epístola a Tito (1, 6). En ambas Epístolas a Timoteo se habla de la imposición de manos como rito de la ordenación (1 Timoteo, 4, 14; 2 Timoteo, 1, 6). No es esto todo: para San Pablo, la Iglesia universal tiene un centro jerárquico común: los apóstoles de Jerusalén y, sobre todo, Pedro. Aunque sabe muy bien que ha recibido su misión apostólica y su evangelio por revelación directa de Jesucristo (Gálatas, 1, 11-12), va a visitar a Pedro, con quien permanece quince días, y a Santiago, hermano del Señor (Gálatas, 1, 18-19). Después de catorce años de actividad apostólica, va a Jerusalén a «exponer el evangelio que predico entre los paganos..., por temor a correr o haber corrido inútilmente» (Gálatas, 2, 2). Por otra parte, San Pablo transmite a sus iglesias las «tradiciones» que él mismo ha recibido. De ellas, unas son poco importantes, como el uso del velo y el silencio de la mujer en la asamblea del culto (1 Corintios, 11, 2-16; 14, 33-36). Otras, en cambio, son puntos dogmáticos centrales, como la institución de la Eucaristía (1 Corintios, 11, 23) y las apariciones de Cristo resucitado (1 Corintios, 15, 3 ss.). f) Ámbito de la Iglesia.—Para San Pablo, los tres términos «Iglesia», «Cuerpo de Cristo» y «Reino de Cristo» tienen la misma extensión (Colosenses, 1, 13 y 24). Todos ellos designan a la comunidad cristiana. Pero en el capítulo anterior hemos visto que la esfera de dominio, de poder, de acción santificadora de Cristo, se extiende mucho más allá, hasta abarcar el cosmos entero y a todas las misteriosas potencias del cielo y la tierra. Cabe, entonces, preguntarse qué relación existe entre la Iglesia y el dominio cósmico de Cristo. San Pa-
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blo no elucida ampliamente esta cuestión, pero tiene un texto iluminador: «A mí, el menor de todos los santos, ha sido confiada esta gracia de anunciar a los paganos la insondable riqueza de Cristo y poner en plena luz la comunicación del Misterio, que ha mantenido oculto Dios, Creador de todas las cosas, durante siglos, para que los Principados y las Potencias celestes conozcan ahora, mediante la Iglesia, la sabiduría multiforme de Dios en ese designio eterno que ha concebido en Jesucristo, Señor Nuestro» (Efesios, 3, 8-11). Afirma, pues, el Apóstol que el conocimiento del misterio de Cristo es comunicado a las potencias cósmicas mediante la Iglesia. La Iglesia es, por tanto, mediadora entre Cristo y el universo. Parece, por consiguiente, que la relación entre el dominio universal de Cristo y la Iglesia puede concebirse, según San Pablo, como dos esferas concéntricas de influencia, cuyo centro común es Jesús. El libro de los «Hechos de los Apóstoles» El segundo de los libros escritos por San Lucas es de capital importancia para el conocimiento de la doctrina bíblica sobre la Iglesia. No se nos da en él, como en los escritos paulinos, una eclesiología, sino que se nos presenta una visión de la Iglesia misma viviente y operante, de la Iglesia recién nacida, de la Iglesia que —terminada la misión terrena de su Fundador-— se pone a la tarea que le ha sido encomendada por El: llevar al mundo entero la Buena Nueva. Pero de esta imagen viva de la Iglesia se desprende toda una eclesiología. Lo primero que sorprende al lector del Libro de los Hechos es la seguridad, la firmeza y la disciplina con que ese pequeño grupo de israelitas se dispone a la conquista espiritual del mundo. Momentos antes de su ascensión, Jesús les ha dejado su testamento: «Seréis mis testigos en Jerusalén, en toda la Judea y la Samaría y hasta los confines de la tierra» (1, 8). Dicho esto,
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Jesús se eleva en el aire ante la mirada atónita de los discípulos. Pero dos ángeles les llaman a la tierra, al trabajo que les aguarda: «Galileos, ¿por qué os quedáis así mirando al cielo?» (1, 9-11). Desde ese mismo día la pequeña comunidad se muestra por completo consciente de su singular misión en el mundo: se reúnen asiduamente en una habitación, llamada la «cámara de arriba», para orar y planear la actuación futura, que comenzará en cuanto venga sobre ellos el Espíritu Santo, que Jesús les ha ordenado aguardar. El grupo de creyentes está constituido por los apóstoles, por María y algunas otras mujeres, por los «hermanos» del Señor y (al menos, en las sesiones plenarias) por los demás fieles, hasta un número de ciento veinte personas (1, 12-15). Ya en los breves días que van desde la Ascensión hasta Pentecostés, la joven Iglesia reajusta sus cuadros dirigentes: en una asamblea general se levanta Pedro (que aparece siempre como cabeza suprema) para proponer una decisión importante: la traición de Judas ha dejado un hueco en el «ministerio del apostolado», y hay que elegir a un sustituto «para que sea con nosotros testigo de la resurrección» de Jesús. Se echa a suertes, después de invocar a Dios, entre dos candidatos, y sale Matías (1, 15-26). El día de Pentecostés, estando todos reunidos, se oye el rumor de un golpe de viento que llena toda la casa y sobre la cabeza de los reunidos aparecen lenguas de fuego. Al temor de los días de la Pasión sustituye la audacia. Pedro, con los once, dirige la palabra a la multitud de curiosos: es el primer sermón de la Iglesia cristiana. Produce muchas conversiones (2, 1-41). La activa comunidad que ha surgido de lo que parecía un movimiento ideológico definitivamente sofocado con la ejecución de su Fundador lleva una vida ejemplar que impresiona profundamente al pueblo: se venden las posesiones y el producto se pone a disposición de las necesidades comunes, depositándolo «a los pies de los apóstoles»; los fieles «tienen un único corazón y un alma única»; continúan aún acudiendo al
Templo asiduamente, pero celebran la «fracción del pan» (la más antigua de las designaciones de la Eucaristía) en las casas particulares; se reúnen públicamente en el pórtico de Salomón, pero ningún extraño se atreve a mezclarse con ellos; los apóstoles realizan numerosos milagros; el número de los creyentes aumenta de día en día (2, 42-47; 4, 32-35; 5, 12-14). Pronto comienza la persecución. Pero los dirigentes de Israel se muestran menos seguros que con Jesús: los rumores que todo Jerusalén conoce sobre el resucitado, la desaparición misteriosa del cuerpo, el renacimiento del proselitismo cristiano, el favor con que los mira el pueblo, ha sembrado entre ellos el desconcierto. Pedro realiza un milagro resonante: cura a un mendigo muy conocido, paralítico de nacimiento (3, 126). El y Juan son detenidos, pero se les suelta al día siguiente, amenazándoles con castigos si continúan la predicación. Pedro responde con audacia: «¿Es justo obedeceros a vosotros antes que a Dios? Nosotros no podemos dejar de publicar lo que hemos visto y oído» (4, 1-31). También aparecen, naturalmente, los primeros hipócritas de la Iglesia: Ananías y su mujer aseguran haber vendido todas sus posesiones para poner el precio a disposición de los apóstoles, cuando realmente se han reservado la mitad del dinero. Dios los castiga con la muerte (5, 1-11). El prestigio de los apóstoles crece: la gente lleva sus enfermos para que los curen. Son detenidos de nuevo. Pedro declara desafiante: «El Dios de nuestros padres ha resucitado a este Jesús, a quien vosotros habéis dado muerte colgándolo del madero.» Un ilustre doctor, Gamaliel, se opone a que se persiga a la naciente secta, diciendo al Gran Consejo: «Si la empresa viene de los hombres, se destruirá a sí misma; pero si viene de Dios, no podréis destruirla. No os expongáis a encontraros en guerra con Dios.» Sin embargo, se azota a los apóstoles, que se van «llenos de alegría por haber sido tenidos dignos de sufrir ultrajes por el Nombre» (5, 15-42). Pero la nueva Iglesia está hecha de hombres. Los 8
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judíos de lengua griega se quejan de que las viudas de su grupo no son suficientemente atendidas. Para que se encarguen de administrar los bienes de la comunidad, los apóstoles constituyen un nuevo orden de ministros de la Iglesia, los diáconos, a quienes imponen las manos orando (6, 1-6). Y es precisamente uno de estos diáconos, Esteban, el primer mártir del cristianismo. Su atrevimiento llega demasiado lejos: en un largo discurso ante el Sanedrín presenta la historia de Israel como la historia de sus rebeliones contra Dios, que han culminado en la traición y el asesinato del Justo. Es sacado a las afueras de la ciudad y apedreado. Muere diciendo: «Señor Jesús, recibe mi espíritu; no les imputes este pecado.» Un joven fariseo llamado Saulo cuida de los mantos de los asesinos (6, 8-7, 60). La muerte de Esteban inicia una gran persecución. Buena parte de los cristianos abandona Jerusalén y se dispersa por Judea y Samaría, como semillas llevadas por el viento (8, 18). Entonces (hacia el año 37) se produce un suceso de capital importancia para la naciente Iglesia y de perenne influjo en toda su futura historia. Cuando Saulo se encamina a Damasco para continuar allí la persecución de los cristianos, con el fanatismo propio de quienes, en el fondo, no se sienten seguros de la causa que defienden, una luz encabrita su caballo, derribándolo, y una voz le llama: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Duro es para ti cocear contra la aijada. Yo soy Jesús, a quien tú persigues.» Y el Señor revela que ha escogido precisamente a este hombre «para que sea instrumento de elección para llevar mi nombre delante de los paganos, los reyes y los hijos de Israel». Saulo comienza inmediatamente a recorrer las sinagogas, que le escuchan estupefactas proclamar que Jesús es el Hijo de Dios (9, 1-30; cf. Hechos, 22, 5-16 y Gálatas, 1, 13-17). Por este mismo tiempo se produce también otra conversión, menos resonante, pero de trascendental significado: un soldado romano, Cornelio, centurión de la cohorte Itálica, ve a un ángel que le ordena relacionarse
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con Pedro. Otra visión amonesta al apóstol para que le acoja. Cornelio, su familia y sus amigos reciben el Espíritu Santo y se bautizan. Son los primeros paganos convertidos por la Iglesia. Dios ha revelado claramente que los paganos no necesitan pasar por las prácticas judías para ser cristianos (10 y 11, 1-8). La segunda ola de la expansión cristiana desborda Palestina, y llega a Fenicia, a Chipre y a Antioquía de Siria. En esta última ciudad, la tercera en importancia del Imperio, reciben los discípulos de Jesús, por primera vez, el apelativo de «cristianos». La nueva religión tiene ya nombre (11, 19-26). Herodes Agrippa I, en su breve reinado, persigue a la Iglesia, y hacia el año 44 causa el primer mártir de entre los apóstoles, Santiago, hermano de Juan, a quien una vieja tradición atribuye una estancia evangelizadora en España (12, 1-2). A partir del capítulo trece del Libro, San Lucas se dedica exclusivamente a relatarnos los viajes apostólicos de San Pablo, en buena parte de los cuales fue su compañero (y entonces escribe su relato en primera persona del plural). No podemos detenernos aquí en la exposición de esa especie de Odisea cristiana. Limitémonos a decir que, ordinariamente, San Pablo, cuando llega a una ciudad, comienza pidiendo la palabra en la sinagoga durante el servicio del sábado, en el que los asistentes comentan pasajes de la Escritura. La aplicación que el Apóstol hace a Jesús provoca la sorpresa de los oyentes, con frecuencia seguida de hostilidad. La catequesis continúa en otro lugar con los simpatizantes. En Antioquía de Pisidia, Pablo y Bernabé, ante la resistencia de los judíos al Evangelio, se dirigen a los paganos (13, 46-49). Las nuevas comunidades son confiadas a la dirección de un colegio de «presbíteros», designados p o r los apóstoles (14, 23). Las conversiones de paganos, cada vez m á s numerosas, dan lugar a la difícil crisis antes aludida. En Antioquía de Siria, unos cristianos venidos d e Palestina afirman que la circuncisión sigue siendo necesaria. Pa-
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blo y Bernabé marchan, entonces, a Jerusalén para exponer a los apóstoles el enorme peligro de semejante actitud. Una solemne reunión de los apóstoles y los «presbíteros» de Jerusalén, presidida por San Pedro, da la razón a Pablo, reduciendo a un mínimo las prescripciones rituales. Es notable la fórmula del decreto: «El Espíritu Santo y nosotros mismos hemos decidido...» La autoridad de la Iglesia tiene plena conciencia de su origen divino (15, 1-33). Entre Pablo y Bernabé, hombres al fin, surge un desacuerdo, y se separan (15, 36-40). En Troas, Pablo tiene una visión durante la noche: un macedonio que le dice: «¡Pasa a Macedonia! ¡Ven a ayudarnos!» Atendiendo a esta llamada de Europa, Pablo desembarca en Filipos. Cristo ha llegado a Grecia. El primer europeo convertido al cristianismo en su continente de quien conocemos el nombre es una mujer, vendedora de púrpura. Se llamaba Lidia (16, 9-15). Después de haber evangelizado algunas ciudades de la región, San Pablo llega a Atenas. Ningún encuentro de civilizaciones comparable a esta entrada del cristianismo en la capital del más alto de los humanismos que le han precedido. Cierto que Atenas no es ya la ciudad de Platón: en aquella época se asemejaba más a una vieja capital de provincia con una antigua universidad decadente. San Lucas la caracteriza con una frase acerba: «Todos los atenienses y los extranjeros que allí viven no tienen otra ocupación que decir o escuchar las últimas novedades». Pablo es conducido al Areópago. Allí pronuncia un bello discurso de corte clásico y (caso único en los escritos paulinos, si se exceptúa la irónica de Tito, 1, 12) con citas de poetas paganos, Epiménides de Cnosos y Arato. Inútil esfuerzo para hacerse todo a todos. Aquellos descendientes de los jueces que condenaron a Sócrates se limitan ahora a reírse al oír hablar de una doctrina tan antihelénica como la resurrección de la carne. Sólo un miembro del Areópago, Dionisio, abraza la nueva fe (17, 16-34). El Apóstol prosigue, sin desalentarse, la evangeliza-
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ción de Grecia. Funda la Iglesia de Corinto, que tanto amó siempre (18, 1-17). Luego vuelve a Asia. Descansa en Antioquía de Siria, y emprende su tercer viaje (18, 18-23). En Efeso bautiza y confirma a unos aislados discípulos de Juan Bautista, que nada sabían de Jesús (19, 1-7). Hace un último y breve viaje a Grecia (20, 2-3). Retorna a Asia, y en Troas celebra la Eucaristía, y resucita a un muchacho que se cayó por la ventana al dormirse oyendo su sermón (20, 7-12). Vuelve por última vez a Jerusalén. Allí es detenido en medio de enorme tumulto (21 y 22, 1-21). Habiendo hecho valer su calidad de cives romanus (22, 22-29) y habiendo apelado al tribunal del César (25, 11-12), es enviado a Roma con una escolta de soldados, adonde llega tras un accidentado viaje, y en la que es sometido a una especie de libertad vigilada (27 y 28). En este punto termina el Libro (hacia el año 61). Tal vez más tarde pudo realizar su proyecto de viaje a España (Romanos, 15, 24, 28). Su muerte en el martirio ocurrió en Roma hacia el año 67. El Libro de los Hechos de los Apóstoles nos presenta, pues, a la naciente Iglesia dotada ya de todos sus rasgos esenciales: su completa unidad en fe y disciplina, su universalidad respecto de todos los pueblos y todas las razas; su enorme capacidad de expansión; su vida de santidad bajo la acción del Espíritu, alimentada por los sacramentos de la eucaristía, la confirmación y el orden; su estructura jerárquica, encabezada por Pedro y continuada por los apóstoles; los consejos de «presbíteros» y los diáconos; su firmeza, en fin, ante las persecuciones, que llega hasta el martirio. Los Evangelios de San Mateo, San Marcos y San Lucas La palabra ekklesía no aparece en el texto de los Evangelios más que en dos pasajes de San Mateo (16, 18 y 18, 17). Jesús emplea una expresión llena de significado para sus oyentes, por tener gran abolengo mecánico en el Antiguo Testamento: Reino de Dios (o
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sus equivalentes, Reino de los cielos, Reino del Padre, mi Reino). El término «Reino de Dios» es utilizado por Jesús con diversos matices, estrechamente relacionados entre sí. Algunas veces indica el punto de partida de ese Reino, es decir, la predicación, los milagros y la persona de Jesús. Así dice: «Si es con el poder de Dios con lo que yo expulso a los demonios, entonces el Reino de Dios ha llegado a vosotros» (Lucas, 11, 20); «Hasta Juan fueron la Ley y los profetas, desde entonces es anunciado el Reino de Dios...» (Lucas, 16, 16); «...el Reino de Dios está en medio de vosotros» (Lucas, 17, 20-21). En otras ocasiones, designa la etapa final y definitiva: «Entonces los justos resplandecerán como el sol en el Reino de su Padre» (Mateo, 13, 43). Pero entre ambos momentos, inicial y escatológico, Jesús tiene en cuenta una etapa no corta de desarrollo terreno del Reino. Así nos lo indican las bellas «parábolas del Reino»: el Reino de los cielos —dice Jesús— es semejante a una semilla que crece por su vitalidad interior, sin que nadie sepa cómo (Marcos, 4, 26-29); es semejante al grano de mostaza, la menor de las simientes, que se convierte en árbol capaz de cobijar a los pájaros (Mateo, 13, 31-32); es semejante a un campo en el que hay trigo y cizaña (buenos y malos): al fin del mundo, la cizaña es echada al fuego y el trigo es almacenado en el granero del Padre (Mateo, 13, 2430 y 36-43); es semejante a la levadura, que hace fermentar a toda la masa (Mateo, 13, 33). Tan importante es esta etapa intermedia, que la mayor parte de la enseñanza de Jesús está dedicada a exponer la conducta moral que el hombre ha de seguir durante ella. Y Jesús advierte que su Evangelio tiene que ser predicado en todo el mundo y ante todos los pueblos, antes de que venga el fin (Mateo, 24, 14). Por eso, desde el primer momento de su magisterio público comienza Jesús a preparar la estructura que ha de tener el Reino en su época terrena. Su actividad se reparte entre la enseñanza a todo el pueblo y la for-
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mación intensa de un grupo reducido de seguidores inmediatos, entre los cuales hay que distinguir, a su vez, el círculo más restringido de los «doce» y el más amplio de discípulos y mujeres piadosas (Marcos, 3, 1319; Lucas, 10, 1; Lucas, 8, 1-3). A la comunidad cristiana atribuye Jesús, de acuerdo con la concepción del Antiguo Testamento, capacidades religiosas superiores a las del individuo aislado: promete a la oración hecha en común una especial eficacia impetratoria y una particular presencia suya en medio de los orantes (Mateo, 18, 19-20), y ordena que los delitos sean sometidos en última instancia a la ekklesía, y quien no la escuche sea tenido por «pagano y publicano» (Mateo, 18, 15-17). A los apóstoles confiere Jesús el supremo poder de gobierno de la comunidad: el de admitir o excluir de la Iglesia, ratificado por Dios en el cielo: «En verdad os digo: todo lo que atareis sobre la tierra será tenido por atado en el cielo, y todo lo que desatareis sobre la tierra será tenido en el cielo por desatado» (Mateo, 18, .15-17). A ellos confía igualmente la repetición de los ritos de la Eucaristía (Lucas, 22, 19) y del Bautismo (Mateo, 28, 19), y la predicación del Evangelio en el mundo entero (Marcos, 16, 15-16). Pero el más importante y discutido de los textos en que Jesús se refiere a la estructura de su Iglesia son las famosas palabras que dirige a San Pedro en Cesárea de Filipo. Llegado a la región de Cesárea de Filipo, Jesús propuso a sus discípulos esta pregunta: «¿Quién dicen las nenies que es el Hijo del Hombre? Ellos dijeron: Según tinos, Juan Bautista; según otros, Elias; según otros, Jeremías o alguno de los profetas. Pero El les dijo: Y sef.ún vosotros, ¿quién soy yo? Tomando entonces la palabra, Simón Pedro respondió: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. Respondiendo Jesús, le dijo: Biennventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque esta revelación no te ha venido de la carne ni de la sangre, niño de mi Padre, que está en los cielos. Pues bien, yo
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te digo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra construiré mi Iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella. Te daré las llaves del Reino de los cielos: lo que ates sobre la tierra será tenido en el cielo por atado, y lo que desates sobre la tierra será tenido en los cielos por desatado» (Mateo, 16, 13-19). Cuatro interpretaciones se han dado, fundamentalmente, a este texto: tres protestantes y una católica. Entre las primeras tenemos, en primer lugar, la de quienes niegan la autenticidad, es decir, niegan que Jesús haya dicho realmente estas palabras a Pedro. Fue la actitud más en boga entre los exegetas de principios del siglo (H. J. Holtzmann, J. Weiss, E. Klostermann, M. Dibelius, M. Goguel, A. Harnack, etc.). Su argumento principal era la imposibilidad de que Jesús hubiera hablado de «Iglesia», concepto muy posterior a El. Pero del año veinte al treinta aparece una serie de estudios protestantes que demuestran el carácter semítico y derivado del Antiguo Testamento de la idea de «Iglesia» (F. Kattenbusch, K. L. Schmidt, J. Jeremias). De aquí que hacia 1935 la mayoría de los autores protestantes era partidaria de la autenticidad. Sin embargo, la cuestión vuelve a ser planteada por la escuela de la Formgeschichte, encabezada en 1941 por R. Bultmann. Partiendo de su convicción de que Jesús sólo pensaba en un Reino escatológico y no en una Iglesia terrena, afirma que el pasaje de San Mateo ha sido creado por la comunidad cristiana después de la muerte de Jesús. La mayor dificultad exegética (aparte de las objeciones generales al método de la Formgeschichte indicadas en el capítulo anterior) de esta opinión está en el indudable carácter semítico del pasaje, admitido por la casi totalidad de los críticos protestantes: el juego de palabras entre «Pedro» y «piedra» sólo se da en arameo; las expresiones «carne y sangre», «atar y desatar»; el ritmo estrófico, etc., prueban que se trata de la traducción griega de un texto arameo. Si el pasaje no fuera auténtico, habría que admitir que es una creación antiquísima de la misma comunidad palestinense. Pero ¿qué motivos pudieron impulsarla a ello? Los autores que
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la afirman se ven obligados a imaginar ciertas diferencias surgidas entre Pedro y Santiago o a controversias en torno a la ley... de las que ninguna prueba tenemos. Una segunda explicación protestante afirma que cuando Jesús habla de la «piedra sobre la que construirá su Iglesia», no se refiere a la persona de Pedro, sino a su fe en la mesianidad de Jesús. Esa fe, y no Pedro, es el fundamento de la Iglesia. Tal fue la interpretación de los primeros reformadores, renovada por algún autor moderno como Strack-Billerbeck. Pero la inmensa mayoría de los exegetas protestantes niegan que tal explicación esté de acuerdo con el texto, en el que hay un paralelismo evidente entre los dos miembros de la frase: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra (que eres tú)...» La tercera posición protestante admite la autenticidad del pasaje y que Jesús se refiere a la persona de Pedro, pero niega que Jesús tenga la intención de perpetuar este carácter de «fundamento de la Iglesia» en los sucesores de Pedro. Para Jesús, pues, la Iglesia está edificada sobre Pedro como persona individual, no como institución: en cuanto apóstol y en cuanto cabeza de los doce, San Pedro no tiene sucesores. Es la tesis defendida recientemente por Osear Cullmann en un discutido libro 3 . Su insuficiencia aparece cuando trata de explicar cómo en San Pedro, en cuanto individuo, se realiza esa solemne promesa de ser el fundamento de la Iglesia imperecedera. La interpretación católica afirma, claro es, que las palabras de Jesús son auténticas y que están dirigidas a la persona de Pedro. Pero afirma también que Jesús no atribuye la calidad de fundamento sobre el que va a construirse la Iglesia a San Pedro en tanto que individuo aislado, sino en tanto que primer representante de una institución, la institución de cabeza visible de la Iglesia. En efecto: si admitimos que Jesús, como Hijo 3 Saint Pierre, disciple, apotre, martyr, 1952. Entre las muchas respuestas católicas que se le han dado, puede consultarse la de Ch. Journet: Primauté de Pierre, 1953.
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de Dios, conocía el largo lapso durante el cual la comunidad cristiana debería aguardar su segunda venida, comprenderemos que, como ya hemos visto, le preparase una adecuada estructura magisterial, litúrgica y disciplinar. La misión de predicar el Evangelio, el poder de bautizar y celebrar la Eucaristía y la autoridad para atar y desatar y para perdonar los pecados no fueron dados a los apóstoles para que se ejercieran únicamente en aquella primera generación cristiana. ¿Acaso las posteriores tenían menos necesidad de ellos? Históricamente, la Iglesia consideró que tales potestades eran transmisibles a la jerarquía sucesora de los apóstoles. Todo indica que el hecho, establecido por Jesús, de que uno de los doce, Pedro, tuviera primacía sobre los demás pertenece también a la estructura permanente y transmisible de la Iglesia. El pasaje que analizamos así lo indica claramente: el carácter de fundamento atribuido a Pedro es relacionado, por una parte, con la indestructibilidad de la Iglesia, y por otra, con el poder de atar y desatar, es decir, de gobierno de la comunidad cristiana. ¿Puede afirmarse que, realmente, la actividad de gobierno ejercida por San Pedro es la base de toda la existencia de la Iglesia posterior?; ¿que sin esa actividad individual la Iglesia no hubiera subsistido? Según los datos del Nuevo Testamento, todos los apóstoles son testigos directos de la Resurrección, todos predican, esparciéndose por el mundo; San Pablo funda iglesias, establece presbíteros y obispos; ninguno de los Evangelios está escrito por Pedro. Es verdad que tanto en la primera parte del Libro de los Hechos como en las Epístolas paulinas aparece como la figura máxima de la Iglesia. Pero en cuanto a influencia y actividad, Santiago, Pablo y el mismo Juan le igualan, y, en algunos aspectos, le superan. En la espinosa cuestión de la permanencia de los ritos judíos, Pablo ve más claro, y le corrige. No sabemos de ninguna cuestión en que, en aquellos tiempos de hermandad y sencillez, su autoridad haya sido decisiva. ¿Justifican tales datos la solemne declaración de Jesús proclamándolo roca básica de la Iglesia y asemejándolo, por tanto, consigo
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mismo, que es la «piedra angular»? (Mateo, 21, 42). ¿O no hay que pensar, más bien, que ese fundamento a que Jesús se refiere no es la persona aislada de Pedro, sino la institución permanente de una autoridad universal en la Iglesia, de la que Pedro es el primer detentador? El Evangelio de San Juan El cuarto Evangelio contiene importantísimas palabras de Jesús sobre la comunidad cristiana, punto de partida de muchos aspectos de la posterior teología de la Iglesia. En él subraya Jesús fuertemente la distinción entre el grupo de fieles y el conjunto hostil de los adversarios, a quienes llama «el mundo»: los discípulos no son el mundo (17, 14); el mundo los odia (15, 19); a pesar de lo cual son enviados al mundo (17, 18) y en él han de permanecer (17, 15). Repitiendo una conmovedora imagen de los profetas, compara Jesús a los discípulos con un rebaño, del cual El es el buen pastor. Ese rebaño está estrechamente unido: no hay más que una puerta para entrar en su redil, Cristo mismo; los que por ella no entran son ladrones y bandidos. El buen pastor da su vida por sus ovejas para salvarlas del lobo. Pero ese rebaño no está completo; hay que incorporar a él otras ovejas lejanas: escucharán la voz de Cristo, y se hará un solo rebaño y un solo pastor. Jesús dará a sus ovejas la vida eterna, y nadie las arrancará de su mano (10, 7-30). Más tarde, en la gran oración a su Padre después de la última cena, Jesús rogará por todos los que, gracias a la predicación de los apóstoles, creerán en El (17, 20). Juan pone también de manifiesto, como Pablo, que el principio interno de unidad de la Iglesia es la vinculación a Cristo. El mismo lo expresa utilizando otra imagen querida de los profetas: la viña. Jesús es la vid; los discípulos, los sarmientos. El Padre es el viñador, que corta y arroja al fuego los sarmientos que no dan fruto, y poda a los que lo dan, para que lo den más
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abundante. El sarmiento que no permanece unido a la vid no fructifica: así el discípulo que no permanece unido a Jesús por el amor a El y por el amor a los demás hombres (15, 1-17). En la oración de después de la cena, Jesús pide que los creyentes permanezcan unidos entre sí, con El y con el Padre, de un modo semejante a como el Padre y Jesús son una sola cosa: «Que todos sean uno. Como tú, Padre, eres en mí y yo en ti, que ellos sean también uno en nosotros, a fin de que el mundo crea que Tú me has enviado. Yo les he dado la gloria que Tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno: yo en ellos, y Tú en mí, para que sean perfectamente uno, y que el mundo sepa que Tú me has enviado, y que yo les he amado como Tú me has amado» (17, 21-23). Jesús da una inmensa importancia a la futura acción del Espíritu Santo en la Iglesia: tanta, que el poderlo enviar hace que su marcha sea conveniente para los discípulos (16, 6-7). El Espíritu les hará comprender' muchas cosas, para las que todavía no están preparados, conduciéndolos hacia la verdad completa (16, 1213), especialmente en lo que se refiere al problema de la incredulidad del mundo, a la naturaleza divina de Jesús y al sentido redentor de su muerte (16, 8-11). Jesús transmite a los apóstoles el divino poder de perdonar los pecados, soplando sobre ellos como Dios sopló sobre el barro para hacerle hombre, indicando que tal potestad equivale a una nueva creación (20, 22-23). Finalmente, en el último capítulo, adición posterior al Evangelio, se nos narra cómo Jesús resucitado pregunta por tres veces a Pedro (ya que tres fueron sus negaciones) si le ama; y ante sus respuestas afirmativas, le confiere el gobierno de su rebaño: «Después de la comida, Jesús dijo a Simón Pedro: Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos? El le respondió: Sí, Señor, Tú sabes que te amo. Jesús le dijo: Apacienta mis corderos. El le dijo una segunda vez: Simón, hijo de Juan, ¿me amas? El le respondió: Sí, Señor, Tú sabes que te amo. Jesús le dijo: Apacienta
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(mis ovejas. El le dijo por tercera vez: Simón, hijo de Juan, ¿me amas? Pedro se entristeció porque le había preguntado por tercera vez ¿me amas?, y le dijo: Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que yo te amo. Jesús le dijo: Apacienta mis ovejas» (21, 15-17).
I SÍNTESIS TEOLÓGICA
Nos limitaremos en esta sección a indicar brevemente los principales temas de la Eclesiología católica, sin entrar a exponer las modernas discusiones teológicas 4 . Concepto de la Iglesia La Iglesia no es una estructura jurídica, aunque la Iglesia tenga una estructura jurídica. La Iglesia es un organismo vivo sobrenatural. Definirla por su estructura de «sociedad perfecta» es definirla por uno de sus aspectos externos, importante, pero secundario. La vida de la Iglesia no es ni autóctona ni autónoma, sino comunicada y dependiente. Procede de Cristo. Sin unión con Cristo no hay Iglesia. El cristiano individual se une a Jesús por múltiples vínculos de diferente naturaleza. De ellos, unos son anteriores por completo a nuestra voluntad: la dependencia de un mismo Dios, que es su Padre y nuestro Padre; ciertos aspectos de la acción de su Espíritu en nosotros; el pertenecer al dominio universal de Cristo; la vocación divina a formar parte de la Iglesia. Otros, en cambio, implican nuestra libre decisión: la fe en 4 Para un buen resumen, cf. S. Jáki: Les tendances nouvelles de l'Ecclésiologie, 1957, con abundante bibliografía.
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Estructura comunitaria de la salvación Ámbito de la Iglesia
Jesús: el amor a El; la pertenencia efectiva a su Igle-I sia; la recepción del bautismo; la inhabitación sobre-i natural en el alma, de Cristo, con el Padre y el EspíV ritu; la comunión eucarística. Tales vínculos bastan ya para originar una cierta comunidad entre quienes los poseen: los hombres que dependen de un mismo señor, que tienen idéntica vocación, que creen en una misma doctrina, que aman a una misma persona, que participan de un mismo banquete...; son conciudadanos, convocados, correligionarios, amigos, comensales... Si estas relaciones del hombre con Cristo fueran anteriores a la comunidad e independientes de ella, la Iglesia sería una mera consecuencia secundaria. Pero ya hemos visto que no es así: las tres divinas personas se comunican a cada cristiano en tanto que miembro de la comunidad, mediante la comunidad y por cauces de carácter comunitario. La unión de la naturaleza divina con la naturaleza humana en Cristo constituye la célula germinal de la Iglesia, en la que está virtualmente contenida toda su estructura. Los demás hombres son llamados a incorporarse a ese primer principio, de acuerdo con las leyes propias de su crecimiento. Por eso la más profunda definición de la Iglesia sigue siendo la paulina: el Cuerpo de Cristo. Cabe preguntarse si la palabra «cuerpo» tiene aquí un sentido real o metafórico. La respuesta depende del sentido que quiera darse a la palabra «cuerpo». Si se la utiliza en un sentido un tanto amplio, como un todo compuesto de partes distintas, con funciones diversas, pero necesarias al conjunto, y regido por un único principio vital, entonces puede hablarse de la Iglesia como Cuerpo de Cristo en sentido propio, ya que el amor y la gracia de Jesús vivifican todas sus partes y la impulsan a obrar y crecer. Si, por el contrario, se incluye en el concepto de «cuerpo» la condición de que el principio vitalizador sea de orden fisiológico y natural, entonces la Iglesia será un cuerpo en sentido metafórico, pero siempre más cercano al sentido real que cualquier otra comunidad terrena.
¿Qué ámbito humano abarca la Iglesia? Con otras alabras: ¿qué condiciones esenciales se requieren para ertenecer a ella? Porque muchas de las relaciones del ombre con Cristo, de que antes se ha hablado, pueden cjarse con independencia mutua. Así, por ejemplo, es piosible la situación paradójica de un creyente en pecadp: y, por el contrario, un increyente sin culpa, en la gracia de Dios y habitado por el Espíritu divino. Para explicar la posición de estos dos hombres respecto de la Iglesia, algunos teólogos apelaron a decir que el primero pertenecía al cuerpo, pero no al alma; y el segundo, al alma, pero no al cuerpo de la misma. Sin embargo, tal distinción entre alma y cuerpo de la Iglesia carece de fundamento en la Escritura y es sumamente equívoca, por lo que es rechazada por los teólogos recientes. De acuerdo con el pensamiento de San Pablo y la Tradición, hay que afirmar que a la Iglesia pertenecen solamente quienes han recibido el bautismo y tienen fe. Los demás hombres no pertenecen a la Iglesia. Pero eso no quiere decir, en modo alguno, que no tengan ninguna relación con ella. Toda la acción salvadora que Dios ejerce en el mundo y toda la influencia de la Redención de Jesús se transmiten a través de ella. Porque todos los hombres están llamados (al menos remotamente) a incorporarse a la Iglesia, en la que únicamente se encuentran la verdad religiosa completa y todos los medios salvadores; porque la acción que el Espíritu Santo ejerce sobre los hombres que no tienen fe se ordena objetivamente a encaminarlos hacia la Iglesia; porque mediante su testimonio en el mundo, la doctrina revelada influye incluso en aquellos que no la aceptan, y, en fin, porque todos los que se salven se incorporarán a la Iglesia triunfante en el cielo. Así podremos comprender el sentido exacto de la 5 Cf. K. Rahner: Die Gliedschaft in der Kirche nach der Lehre der Enzyklika Pius XII «Mystici Corporis Christm, en Schriften zur Theologie, v. II, 1958.
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Estructura comunitaria de la salvación
frase «fuera de la Iglesia no hay salvación». Quiere/ decir, en primer lugar, que quien tiene conocimiento/ adecuado y suficiente de la Iglesia católica no puede; salvarse sin fe en ella. Quiere decir, también, que todos los que se salvan lo hacen con cierta dependencia de ella. Pero no quiere decir, en modo alguno, que rtb puedan salvarse los hombres que no pertenecen a Ja Iglesia. Quien, sin culpa grave, carece del adecuado conocimiento de la Iglesia para comprender que debe ingresar en ella, y, por otra parte, desea sinceramente hacer la voluntad de Dios, y vive como su conciencia le indica, está deseando implícitamente pertenecer a la Iglesia, pues ésa es, objetivamente, la voluntad de Dios para todos los hombres, aunque él lo ignore. Y ese deseo implícito bastará para salvarle, aunque, ciertamente, si hubiera llegado a ingresar en la Iglesia, hubiera encontrado en ella muchas más posibilidades y facilidades para vivir profundamente una auténtica vida moral y religiosa. Y en todo caso, como antes se dijo, la gracia divina para vivir de acuerdo con su conciencia llega hasta él mediante la Iglesia.
La verdadera
Iglesia
Hemos visto que, según la Biblia, una nota esencial de la Iglesia de Jesucristo es la unidad: unidad de doctrina, unidad de culto, unidad de gobierno, unidad de amor. De hecho, sin embargo, nos encontramos con que a lo largo de sus veinte siglos de historia, la comunidad cristiana se ha ido escindiendo en multitud de iglesias que se siguen llamando cristianas, y cada una de las cuales se considera la más fiel realizadora del pensamiento de Jesucristo. Entre ellas existen profundas diferencias doctrinales (hasta el punto de que no puede hallarse otro denominador común entre todas que la afirmación de inspirarse en la doctrina de Jesús); completa incomunicación y desacuerdo litúrgico; absoluta independencia disciplinar; mutua hostilidad, que en varias, épocas se ha traducido en guerras de religión y
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(condena a muerte de las otras confesiones 6 . ¿Cómo fconciliar esta realidad con la promesa de Jesús de que Permanecería eternamente con sus discípulos, de que las puertas del Hades no prevalecerían contra su Iglesia, y con su oración al Padre, en el momento solemne de ía Pasión, pidiéndole la unidad de todos los que habían de creer en él? No caben más que dos hipótesis: o Jesús es un seudoprofeta, cuyas promesas no se cumplen y cuya oración no fue escuchada por Dios, o existe una verdader? Iglesia de Cristo, respecto de la cual todas las demás «iglesias cristianas» no son sino grupos desviados, como ya existieron en tiempos de los apóstoles. Ahora bien: si admitimos que sólo una de las iglesias puede ser la verdadera Iglesia de Jesucristo, no puede caber duda de que ésa es la Iglesia católica. Porque, en primer lugar, ella sola se ha atrevido a afirmar siempre su carácter de única Iglesia de Jesús. No es posible que sean la única Iglesia de Cristo las que no pretenden siquiera ese carácter de unicidad. Por otra parte, históricamente, han sido las otras iglesias las que se han separado de la católica, cuya línea disciplinar y doctrinal no presenta soluciones de continuidad. Finalmente, sólo la Iglesia católica responde a los caracteres que el Nuevo Testamento asigna a la Iglesia de Jesús: estar fundada sobre la suprema autoridad del sucesor de Pedro; gobernada por los continuadores directos de los apóstoles; alimentada por la fe en la presencia real de Cristo en la Eucaristía; abierta a todos los pueblos y todas las razas; unida dogmática y disciplinariamente. Iglesia, Escritura y
Tradición
El protestantismo afirma la supremacía absoluta de la Biblia sobre la comunidad cristiana. Tal superioridad 6 En cuanto al número de fieles de cada uno de los grandes grupos cristianos, estadísticas no muy antiguas dan los que siguen: 483.587.000 católicos, 267.158.000 protestantes y 174.422.000 cismáticos (según Informations Catholiques Internationales, 100, 15 julio 1959).
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se manifiesta principalmente: a) en que sólo la Biblia es inmutable e infalible, mientras que la Iglesia puede ser más o menos fiel a la Escritura; b) en que no puede apelarse a otra fuente para conocer la Revelación que la Biblia; c) en que la Escritura eS el canon absoluto, en relación con el cual deben ser continuamente reformadas y reajustadas la enseñanza y la vida de la Iglesia, y d) en que la Iglesia se funda en la Biblia y no a la inversa. El catolicismo, en cambio, sitúa en un plano equivalente a la Sagrada Escritura y a la Iglesia. Admite, sí, que sólo la Biblia es palabra inspirada por Dios, es decir, de la que Dios pueda ser llamado autor principal mediante su influjo directo sobre los autores humanos; pero afirma igualmente: a) que también la Iglesia es infalible e inmutable en la formulación de su fe común; b) que, además de la Revelación fijada por escrito en la Biblia, existe la que se ha transmitido oralmente en la Tradición de la comunidad cristiana, de la que son principales testimonios las obras de los Santos Padres; c) que, por tanto, la Iglesia puede y debe ser reformada en lo accidental, pero no en lo fundamental, y d) que, en cierto sentido, la Escritura se funda en la Iglesia (en cuanto que la Iglesia ha definido qué libros son inspirados y en cuanto que los transmite e interpreta infaliblemente a los fieles). Los argumentos de la Iglesia católica en esta cuestión son particularmente fuertes: a) de hecho, la primera comunidad cristiana vivió bastantes años sin revelación escrita; b) los libros del Nuevo Testamento fueron elaborados (bajo la inspiración de Dios) en el seno de la Iglesia ya constituida; c) es innegable que el propósito de los redactores de tales libros no fue el de agotar todo cuanto Jesús había hecho y enseñado, sino sólo de fijar por escrito lo que cada uno consideró más importante (cf. Juan, 20, 30-31, y 21, 25); d) el mismo Jesús dice que el Espíritu Santo, después de su muerte, conducirá a los discípulos hacia la verdad entera (Juan, 16, 13), sin limitar este progreso a los tiempos apostólicos, y e) fue la Iglesia quien, en el siglo n , es-
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tableció el Canon de la Escritura, es decir, cuáles de los rhuchos libros que pretendían exponer la doctrina de Jesús debían tenerse como inspirados. A tales argumentos responden los protestantes «de derecha» que, al redactar las Escrituras y establecer el canon, la Iglesia se fijó para siempre una norma doctrinal exclusiva y que existe una diferencia esencial entre la tradición apostólica y la posapostólica 7. Pero ni consta en ninguna parte ese propósito de exclusividad ni se ve por qué una Iglesia que fue capaz en el siglo II de discernir qué escritos son inspirados no sea capaz de discernir en los siglos sucesivos qué tradiciones orales son fidedignas. En cuanto a la diferencia esencial entre ambas tradiciones, también es admitida por la Iglesia católica en el sentido de afirmar que, una vez terminada la época apostólica, Dios no ha hecho ni hará nuevas revelaciones; pero eso no quiere decir que la Iglesia no pueda explicar progresivamente el contenido tanto de la Biblia como de la tradición oral, cuya fuente se remonta también a la época apostólica. Más lógica es la posición de los protestantes «de izquierda», que niegan la inspiración de la Biblia y el valor del canon y sólo aceptan las Escrituras en cuanto documento histórico, cuya validez para transmitirnos la doctrina de Jesús se funda únicamente en su valor documental.-Pero entonces nos encontramos con que la fe del pueblo cristiano dependería de las conclusiones técnicas de los investigadores. Criterio que, a la luz de la historia de la exégesis de estos últimos cien años, no resulta en verdad coherente en exceso. Lo divino y lo humano en la Iglesia La Iglesia prolonga la Encarnación del Verbo. En ella se une también lo divino a lo humano, aunque no personalmente como en Cristo. Por lo que en ella hay de divino, la Iglesia es santa y santificadora, infalible, indestructible. Por lo que hay de humano, la Iglesia es 7
Cf. O. Cullmann: La Tradition, 1953.
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pecadora, incierta, débil. Todo el Nuevo Testamento subraya fuertemente esa dualidad, presentándonos las negaciones de Pedro, la cobardía de todos los apóstoles, la debilidad de Pablo. La historia de la Iglesia es el relato de cómo la fuerza divina se abre siempre camino en la inmensa miseria humana. Lo divino de la Iglesia es la acción que en ella ejerce el Espíritu Santo. Tal acción produce fundamentalmente un cuádruple efecto infalible: que la Iglesia no se equivoque en materias de fe ni como colectividad total, ni en el conjunto de sus obispos, ni en las definiciones solemnes de su cabeza visible, el Papa; que las palabras de la consagración eucarística hagan presente a Jesús y actualicen su sacrificio; que los sacramentos comuniquen la gracia a quienes lo reciben con las debidas disposiciones; y que entre los miembros de la Iglesia existan siempre ejemplos y corrientes de santidad. Fuera de esta acción infalible del Espíritu, todo lo demás en la Iglesia está sujeto a las limitaciones humanas. Lo inmutable y lo mutable en la Iglesia De lo dicho en el párrafo anterior se sigue que en la Iglesia solamente son inmutables el dogma, la existencia de unos obispos presididos por el Sumo Pontífice y los ritos esenciales de los siete sacramentos y del sacrificio eucarístico. Todo lo demás (organización jurídica, métodos apostólicos, ceremonias litúrgicas, arte religioso, procedimientos pedagógicos, etc.) está sujeto a las modificaciones que la experiencia y la evolución de la humanidad aconsejen. En la doctrina misma de la Iglesia se da una constante evolución 8 . No en el sentido de que las verdades ya establecidas puedan modificarse en sí mismas, lo que sería absurdo, puesto que la verdad es, por naturaleza, inmutable. Pero sí en el sentido de que la Iglesia, asistida por el Espíritu Santo, penetra cada vez más 8 Cf. F. Marín-Solá: La evolución homogénea del dogma católico, 1923.
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teológica
profundamente en el contenido de la Revelación divina, descubriendo nuevos aspectos en ella implícitos. Y esa labor de explicitación no la realiza solamente el magisterio de la Jerarquía (que la condensa en fórmulas dogmáticas definitivas), ni solamente los teólogos especializados, sino también el pueblo cristiano que, bajo la acción de la gracia, se inclina por interpretaciones de la palabra de Dios que, a veces, contribuyen decisivamente a la evolución dogmática. Es bien conocida la influencia de este sentido sobrenatural del pueblo cristiano en la definición de los dogmas referentes a la Virgen María. Misión de la Iglesia La Iglesia no es una comunidad estática, sino dinámica. Una comunidad que tiene una misión. Tal misión, lo hemos visto, consiste fundamentalmente en ser instrumento de la comunicación salvadora de Dios al mundo, prolongando así la instrumentabilidad soteriológica de la naturaleza humana de Jesucristo. Esta misión de la Iglesia tiene como meta última el dar gloria a Dios. Para ello, el contribuir a que todos los hombres alcancen la vida eterna. Para ello, el proporcionarles en la tierra todos los medios adecuados para que se acerquen lo más posible al ideal cristiano de santidad. Para ello, en fin, procurar que toda la creación (sociedad, familia, economía, técnica, cultura) sirvan al hombre para alcanzar ese ideal. Para realizar tal misión, la Iglesia, bajo el gobierno universal de su Jerarquía, se divide en dos «estamentos» fundamentales: el clerical y el seglar. El clero colabora con la Jerarquía para transmitir los elementos estrictamente sobrenaturales que la Iglesia hace presentes en el mundo: la palabra de Dios, la gracia divina y el cuerpo de Jesús. Los seglares colaboran con la Jerarquía en adecuar las estructuras terrenas temporales al fin sobrenatural del hombre. Claro está que, en esta segunda tarea, el magisterio de la Jerarquía solamente puede establecer cuáles son los principios religiosos y morales que rigen la actitud del cristiano anfe las rea-
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lidades terrenas, dejando a la responsabilidad de cada cristiano individual los aspectos técnicos de la modificación de las estructuras, puesto que la Revelación nada ha dicho sobre ellos.
III EL HOMBRE CONTEMPORÁNEO ANTE LA IGLESIA
Dejamos ahora el terreno propiamente doctrinal para pasar al más discutible del diagnóstico religioso de nuestro tiempo. ¿Cuál es la actitud del hombre actual respecto de la Iglesia católica? Nuestro examen tendrá dos partes: el de la posición del hombre que está dentro de la Iglesia y la posición del que está fuera de ella. Nuestras tentaciones respecto de la Iglesia9 La vida interna de la Iglesia no es una vida fácil: se dan en ella todas las tensiones propias de una vida comunitaria, es decir, la tensión entre individuo y colectividad, entre autoridad y libertad, entre los diversos sectores que la constituyen. Pero siendo la Iglesia, como se ha dicho, una comunidad dinámica, con una misión, a tales tensiones internas hay que añadir las que provienen de la necesidad de armonizar las iniciativas individuales con la decisión colectiva en cuanto al modo de realizar su acción apostólica sobre el mundo. Por todo ello, el miembro de la Iglesia puede caer fácilmente en la tentación de romper la difícil armonía entre tales tensiones, e inclinarse, según sus propias preferencias, a alguno de los extremismos opuestos. Creo que estas tentaciones pueden condensarse en cuatro contraposiciones fundamentales: autoritarismo-individualismo, 5 Tomo este título del interesante libro del P. H. de Lubac: Méditation sur l'Eglise, c. VIII, 1958 (hay traducción castellana).
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conservadurismo-progresismo, trascendentalismo-temporalismo, clericalismo-anticlericalismo. Autoritarismo-individualismo.—En toda sociedad viva actúan dos fuerzas necesarias y contrapuestas: la iniciativa individual y la disciplina colectiva. Sin la primera, la sociedad no avanza. Sin la segunda, se disgrega. Cuando un excesivo afán de seguridad a cualquier precio, un temor al esfuerzo que implica toda renovación, una desconfianza hacia las personalidades fuertes, domina una colectividad, surge un estado de conformismo, y la sociedad, falta de estímulo, se estanca. Por el contrario, cuando individualidades más dotadas que el término medio quieren imprimir a la vida social un ritmo que excede las capacidades de la mayoría, la sociedad se disgrega en grupos particulares. Armonizar el fomento y utilización de personalidades fuertes que descubran nuevas posibilidades de pensamiento y actividad, con la atención y el respeto a las exigencias espirituales del hombre medio, es uno de los difíciles equilibrios que hacen posible la vida fecunda de la Iglesia. Conservadurismo-progresismo.—La sociedad humana natural está en constante evolución. Cambian las relaciones del hombre con la naturaleza, se desarrolla la técnica, se modifican los tipos de vida, se transforman las condiciones económicas, se suceden las formas culturales... Y, sin embargo, frente a ese fluir ininterrumpido, las sociedades necesitan una estructura. Ni familia, ni sociedad profesional, ni nación, ni comunidad internacional pueden prescindir de unas normas de vida que regulen los distintos aspectos de su existencia. El problema está en determinar cuándo una estructura ha dejado de ser adecuada a las necesidades de la comunidad que la adoptó y ha comenzado a ser un obstáculo para su nueva situación. La Iglesia es inmutable en lo esencial, pero mudable en lo accidental. Y ya hemos visto que el ámbito de lo accidental es amplio en lo apostólico, lo jurídico y lo litúrgico. A la evolución de la sociedad humana ha de responder, en cierta medida, una acomodación de la estructura accidental de la Iglesia para mayor eficacia apostólica. Pero ante esa
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ineludible necesidad surgen siempre dos posiciones extremas: la de quienes, por identificación afectiva con las formas anticuadas, por pereza mental o por temor a perder sus privilegios, se oponen a las necesarias modificaciones; y las de quienes, por ansia de eficacia, por afán de aventura o por esperanza de realizar ambiciones no satisfechas, querrían adelantarse al tiempo y cambiar lo que aún sigue estando en consonancia con las necesidades comunes. Trascendentalismo-temporalismo.—El dogma central de la Encarnación del Verbo, es decir, de la penetración personal de Dios en el mundo, hace consustancial al cristianismo la tensión entre trascendencia y presencia, entre actitud religiosa y actitud ética. No podemos profundizar aquí en este tema, cuyo puesto adecuado se halla en una exposición del ideal cristiano de vida *. Baste decir que el cristiano no puede soslayar ni la búsqueda del Ser Infinito, meta única de su existencia, ni la preocupación por la vida terrena, santificada por la presencia de Jesús, y en la que su destino eterno se decide. Pero dentro de este cuadro general de la espiritualidad cristiana caben multitud de matices, según el predominio de uno de los dos aspectos, de acuerdo con las preferencias personales. La Iglesia ofrece amplia variedad de cauces para las diferentes vocaciones, desde el monacato contemplativo hasta el seglar inmerso en las realidades terrenas. El peligro está en querer minimizar uno de los dos polos de la tensión en beneficio del otro, o en convertir en norma única lo que es legítima preferencia personal. Y así, siempre han existido quienes, bien por estar dotados de una sensibilidad excepcional para lo santo, bien por miedo a los compromisos que la acción en el mundo impone, tratan de presentar la huida de lo terreno como camino único de la espiritualidad cristiana. Y están también quienes, por auténtica compasión ante los males de la humanidad, o acaso para satisfacer apetencias temporales, afirman que lo urgente es ocuparse en la solución de los problemas * Cf. Moral para universitarios, Madrid, 1967.
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terrenos, dando un puesto muy secundario a la vida estrictamente religiosa. Más peligrosos aún son esos cristianos que quieren hacer de la Iglesia misma un trampolín para sus ambiciones privadas o un instrumento al servicio de sus planes políticos. Un caso particular de la tensión trascendencia-presencia es el de las relaciones entre la Iglesia y el Estado. No es éste el lugar oportuno para su planteamiento. Limitémonos a unas sugerencias. Es curioso comprobar que tanto el trascendentalismo como el temporalismo eclesiásticos son ambivalentes, y pueden llevar en esta cuestión a posiciones semejantes. El desprecio absoluto a lo terreno puede traducirse, sí, en propugnar una separación completa entre ambas sociedades; pero puede llevar, igualmente, a considerar al Estado como un mero servidor de la Iglesia, e incluso a atribuir a la autoridad natural en su dominio la misma infalibilidad que la autoridad eclesiástica tiene en el suyo. Por el contrario, el temporalismo puede conducir tanto a defender la absorción del Estado por la Iglesia como instrumento para resolver los problemas terrenos de la humanidad, cuanto a desear u n completo sometimiento de Ja Iglesia al Estado para secundar su benéfica acción temporal. Observemos también que el problema de las relaciones entre la Iglesia y el Estado no puede plantearse en un terreno puramente ideal —¿cuáles deberían ser las relaciones entre un Estado cuyas autoridades y subditos fuesen cristianos perfectos y una Iglesia compuesta exclusivamente de santos?—, sino que ha de referirse a situaciones históricas concretas, tomando en cuenta la voluntad predominante en cada sociedad real y sus posibles reacciones y preocupándose de que las ventajas de un apoyo mutuo n o puedan desembocar de hecho en confusionismo y relaciones de subordinación en uno o en el otro sentido. En esta cuestión, la Iglesia considera siempre en primer término el punto de vista pastoral. Clericalismo-aniiclericaíismo.—Ambos errores proceden, claro está, de un desconocimiento de cuál es la misión propia del clero y de los seglares en la Iglesia.
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Existen dos tipos de clericalismo: el de desprecio y el de absorción. El primero es fruto de un trascendental lismo que considera triviales e indignas de ser tomadas en cuenta las ocupaciones terrenas propias del seglar. El segundo es fruto de un temporalismo que, por considerar importantes tales ocupaciones, cree que deben ser ejercidas o al menos dirigidas por miembros del clero. También el anticlericalismo responde a dos modalidades básicas: la de aquellos semiseglares que aspiran a mediatizar, en lo posible, las mismas funciones específicas del clero, y la de aquellos seglares que desean eliminar el magisterio de la Jerarquía (representada ordinariamente por miembros del clero) en cuanto orientador de una concepción cristiana de las actividades temporales. La Iglesia católica vista desde fuera Pasemos ahora, para terminar este capítulo, a la consideración de algunas de las peculiares facilidades y obstáculos que, para acercarse a la Iglesia católica, encuentra el hombre contemporáneo en el modo de vivir y en la mentalidad propios de la época, dejando aparte los ya señalados en el capítulo cuarto respecto a la fe en Dios. A)
Facilidades
1. Tendencia a la unidad universal.—Para una humanidad cada día más unificada, a pesar de las diferencias ideológicas, por el progreso de las comunicaciones y los transportes, una religión a «escala mundial» como la católica, tan escasamente vinculada a pueblos determinados o culturas particulares, resulta especialmente atractiva. 2. Intensificación del sentido comunitario.—Consecuencia de este mayor intercambio es un acrecentamiento de nuestra conciencia de solidaridad de destino con los demás hombres. Ello coincide con el profundo ca-
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rácter comunitario que, como hemos visto, tiene la religión católica. 3. Necesidad de una visión unitaria y total del mundo y del hombre.—La acumulación de datos por las ciencias particulares y la multiplicidad de ideologías han despertado en el hombre de nuestro tiempo la urgente exigencia de una concepción del mundo completa y coherente: el catolicismo le ofrece en teología, en antropología, en ética, en sociología, un conjunto sistemático de afirmaciones fundamentales mantenidas a lo largo de los siglos. 4. Comprobación experimental de los resultados positivos de la moral católica en algunos aspectos.—Son muchos los contemporáneos que creen que la firmeza de la Iglesia en su defensa de la unidad familiar, y en su oposición tanto al totalitarismo como al liberalismo extremado, han quedado justificadas por la experiencia. 5. Mayor sensibilidad para la antigüedad histórica.—Si a los primeros reformadores les escandalizaba la asimilación por la Iglesia de Roma de la filosofía griega, a la mayor parte de los hombres de nuestro tiempo les resulta atrayente esta capacidad para incorporar a su propia sustancia, sin desnaturalizarla, lo mejor de las culturas con las que ha entrado en contacto I0. 6. El estudio imparcial del Nuevo Testamento.— Es un aspecto que afecta, sobre todo, a un sector muy concreto de opinión: el protestantismo conservador. A los exegetas de este grupo, un examen sin prejuicios del Nuevo Testamento les ha llevado en muchos casos a admitir que las posiciones católicas eran fieles al texto neotestamentario. B)
Obstáculos
1. Para la mentalidad marxista.—Aparte de la irreligiosidad de principio, la convicción de que la Iglesia 10
Sobre la proyección cultural del catolicismo y el protestantismo, cf. J. L. L. Aranguren: Catolicismo y protestantismo como formas de existencia, 1957.
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católica está aliada al capitalismo y la burguesía internacionales, a los que proporciona la justificación idealista de ser los defensores de la cristiandad, a cambio de apoyo económico y político. Desconocen, pues, los marxistas, voluntariamente en muchos casos, la crítica del capitalismo y la defensa del proletariado en la doctrina de' la Iglesia, que tanta influencia ha tenido en la evolución social de algunos países. Lo cual no excluye, de ningún modo, el reconocimiento de que ciertos hombres han podido enmascarar su egoísmo clasista bajo la apariencia de salvaguardar los valores cristianos. 2. Para la mentalidad democrática: a) La opinión, muy difundida, de que el catolicismo defiende el derecho natural del hombre a las libertades públicas en aquellos países en que es minoría y no tiene influencia en el Estado, pero apoya los regímenes absolutos en aquellos países en que su presión sobre el Estado es decisiva. Sin negar que haya habido católicos que se han dejado arrastrar por la tentación del oportunismo, recordemos que la doctrina fundamental de la Iglesia en este punto ha sido ya claramente formulada en cuanto a los principios. Bástenos mencionar un conocido pasaje del discurso de Pío XII al Congreso Internacional de la Prensa católica, el 17 de febrero de 1950: «La opinión pública es, en efecto, el patrimonio de toda sociedad normal... Allí donde no apareciera ninguna manifestación de la opinión pública; allí, sobre todo, donde hubiera que registrar su real inexistencia, por cualquier razón que explique su mutismo o su inexistencia, se debería ver un vicio, una enfermedad, 1 una irregularidad de la vida social.» Cierto que la aplicación de tales principios, su casuística, no ha sido aún suficientemente elaborada por los teólogos, y que entre ellos se dan todavía hondas discrepancias en algunos puntos, especialmente en cuanto al juicio sobre las condiciones en que una suspensión pasajera de las libertades públicas puede estar moralmente justificada. No se olvide, por otra parte, que el
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silencio de la jerarquía eclesiástica, deseosa, en lo posible, de evitar conflictos con la autoridad constituida, no equivale siempre a una aprobación. b) La repugnancia a las apariencias «totalitarias» del régimen interior de la Iglesia (supuesto centralismo, romanismo, carencia de diálogo entre jerarquía y pueblo, de opinión pública, etc.). Ningún historiador niega que, en diferentes épocas, algunas autoridades eclesiásticas hayan incurrido en abusos de poder, frecuentemente por haberse dejado contagiar de los hábitos de gobierno de la autoridad civil contemporánea. No se olvide, sin embargo, que no puede aplicarse al gobierno interior de la Iglesia (cuyo fundamento es una verdad revelada, y a la que se pertenece voluntariamente) idénticos criterios que al gobierno de la sociedad civil, cuyas directrices son fruto de reflexión humana y a la que se está sometido sin opción previa. c) La creencia de que el seglar católico tiene en la Iglesia un papel meramente pasivo. Ya se ha indicado que la actual enseñanza de la teología y el magisterio es completamente opuesta a tal afirmación. La más famosa de las críticas hechas al «absolutismo» de la Iglesia católica, que conviene recordar aquí dada la enorme influencia que ha tenido en el pensamiento religioso y filosófico de nuestro tiempo, es la formulada por Dostoyevski en Los hermanos Karamazov, en el poema-parábola El Gran Inquisidor. Estamos en Sevilla, en el siglo xvi. Acaba de celebrarse un gran auto de fe, en el que han sido quemados cerca de cien herejes. De pronto, en medio de la multitud, aparece Jesús. El pueblo lo reconoce en el aspecto de su rostro. A su paso, la gente llora y cae de rodillas. Cura a un anciano ciego y resucita a una niña, ante el estupor y la conmoción de todos. En aquel momento, delante de la catedral, aparece el Gran Inquisidor. Se detiene, contempla la escena y comprende instantáneamente lo que está ocurriendo. Entonces ordena a la guardia que prendan a Jesús. Por la noche, el cardenal
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inquisidor se presenta en la cárcel. Y dice a Jesús, que guarda silencio: «¿Por qué has venido a estorbarnos?... Tú quieres irle al mundo, y le vas, con las manos desnudas, con una ofrenda de libertad que ellos, en su simpleza y su innata cortedad de luces, ni imaginar pueden, que les infunde horror y espanto... porque nunca, en absoluto, hubo para el hombre y para la sociedad humana nada más intolerable que la libertad. Y ¿ves tú esas piedras en este árido y abrasado desierto? Pues conviértelas en pan, y detrás de ti correrá la humanidad como un rebaño, agradecida y dócil, aunque siempre temblando, no sea que tú retires tu mano y se les acabe el pan. Pero tú no quisiste privar al hombre de su libertad, y rechazaste la proposición, porque ¿qué libertad es ésa, pensaste, que se compra con pan?... Ninguna ciencia les dará el pan mientras continúen siendo libres, sino que acabarán por traer su libertad y echarla a nuestros pies, y decirnos; Mejor será que nos impongáis vuestro yugo, pero dadnos de comer. Comprenderán, por fin, que la libertad y el pan de la tierra, las dos cosas juntas para cada uno, son inconcebibles, porque nunca, nunca sabrán ellos repartírselas entre sí. Se convencerán asimismo de que tampoco pueden ser nunca libres, porque son apocados, viciosos, insignificantes y rebeldes... Nos admirarán y nos tendrán por dioses, por habernos avenido, estando a la cabeza de ellos, a soportar la libertad que ellos temían, y señorearlos... Pero nosotros decimos que somos siervos tuyos, y gobernamos en tu nombre. Volveremos a engañarlos, porque ya no te permitiremos que te nos acerques... Te digo que no hay para el hombre preocupación más glande que la de encontrar cuanto antes a quien entregar ese don de la libertad con que nace esta desgraciada creatura. Pero sólo se apodera de la libertad de las gentes el que tranquiliza su conciencia... Tú querías el libre amor del nombre, para que, espontáneamente, te siguiese, seducido y cautivado por ti... Pero ¿es que no pensaste que acabaría rechazando y poniendo en tela de juicio tu propia imagen y tu verdad si los cargabas
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con peso tan terrible como la libertad de elección?... Existen tres fuerzas, sólo tres fuerzas en la tierra, capaces siempre de dominar y cautivar la conciencia de esos débiles rebeldes, para su felicidad: milagro, misterio y autoridad... ¿Qué importa que ahora, por todas partes, se rebele contra nuestro poder y se ufane de su rebelión? Es la rebeldía de un niño y de un colegial... Pero el rebaño volverá a reunirse, y otra vez se someterá, y ya para siempre. Entonces, nosotros le proporcionaremos la felicidad mansa, apacible, de los seres apocados como ellos... Sí, nosotros les obligaremos a trabajar; pero en las horas de asueto ordenaremos su vida como un juego de chicos, con infantiles canciones, coros e inocentes bailes. ¡Oh, les absolveremos de sus pecados: son débiles y sin bríos, y nos amarán como niños por consentirles pecar! Les diremos que todo pecado será redimido si lo cometieron con nuestra venia; les permitiremos pecar, porque los amamos; el castigo de tales pecados cargaremos con él... Y no tendrán secreto alguno para nosotros. Les consentiremos o les prohibiremos vivir con sus esposas y queridas, tener o no tener hijos —todo contando con su obediencia— y ellos se nos someterán con júbilo y alborozo. Los más penosos secretos de conciencia, todo, todo nos lo traerán, y nosotros les absolveremos de todo, y ellos creerán en nuestra absolución con alegría, porque les librará de la gran preocupación y las terribles torturas actuales de la decisión personal y libre. Y todos serán dichosos, todos esos millones de creaturas. Excepto los cien mil que sobre ellos dominen. Porque sólo nosotros, los que guardaremos el secreto, sólo nosotros seremos infelices» u . Alcanza en esta célebre página su máxima expresión de peculiar aborrecimiento del cristianismo cismático oriental a toda estructura eclesiástica, a toda ley y a toda autoridad religiosa. El cristianismo eslavo ha soñado siempre con la instauración de una hermandad universal anárquica. Ha olvidado que ese ideal no es para este mundo. Que en la vida presente, toda sociedad 11
Libro 5, c. 5. Traducción de R. Cansinos.
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Estructura comunitaria de la salvación
humana, aunque sea sobrenatural, necesita una cierta estructuración. La vieja hostilidad de los orientales al espíritu jurídico de Occidente, trasladada al plano religioso y expresada en forma de mito romántico, cristaliza en esta folletinesca imagen de la Iglesia católica abrigando tenebrosos propósitos de dominio universal. Olvida el gran novelista que la teología católica ha afirmado siempre que la pertenencia a la Iglesia es libremente decidida por el hombre, que no puede ser coaccionado en ella; que ha distinguido con progresiva claridad el ámbito de lo sobrenatural y el ámbito de lo temporal, en el que aquélla no ejerce ninguna jurisdicción directa, y que, en fin, es Jesús mismo, como hemos visto, quien estableció en su Iglesia una jerarquía con auténticos poderes de gobierno. Es verdaderamente curioso, y se presta a muchas reflexiones, el que haya sido en esa misma Santa Rusia de Dostoyevski donde a un cristianismo sin esqueleto jurídico ha sucedido tan fácilmente la más férrea de las estructuras estatales. ¿No habrá sido ello posible precisamente porque esos pueblos no han sido educados en el difícil equilibrio entre libertad individual y autoridad social propio del Derecho romano, incorporado por la Iglesia a su configuración jurídica? 3. Otros obstáculos sin conexión con las mentalidades políticas: a) La sensibilidad del hombre culto.—Esa gran conquista que es la elevación del nivel cultural de una parte de la humanidad contemporánea provoca, sin embargo, reacciones a veces desmesuradas ante las formas inferiores de la vida católica. Es cierto, sin duda, que, vista desde fuera, la Iglesia puede asemejarse a una gran ciudad rodeada de un pobre suburbio. Para llegar hasta su centro y poder admirar sus maravillosas obras de arte es preciso tener el valor de atravesar las fangosas callejuelas de una piedad rutinaria, de una literatura devota, dulzona y vacía, de imposiciones injustificadas por funcionarios malhumorados, de una imaginería detestable... Pero es precisamente al hombre culto a quien puede exigírsele que sepa diferenciar lo esencial de lo
El hombre contemporáneo ante la Iglesia
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accidental en una institución como la Iglesia católica, que no es un club de difícil ingreso, sino un gran pueblo donde todos los que lo deseen tienen cabida, y del que sólo en contadísimas ocasiones es alguien directamente excluido por la autoridad eclesiástica. b) La supuesta inaccesibilidad de algunos preceptos de la moral católica.—Me refiero, sobre todo, a la oposición de la Iglesia al control artificial de los nacimientos y a algunos aspectos de su ética sexual (indisolubilidad del matrimonio, condena de todo ejercicio extramatrimonial de la sexualidad). Que tales normas provocan muy serias dificultades, nadie lo niega. Pero debe tenerse en cuenta, por una parte, que Jesús nunca presentó la vida cristiana como un camino fácil, y por otra, que muchas de esas dificultades no son intrínsecas al precepto, sino que provienen de estructuras sociales y económicas defectuosas y reformables.
La salvación del ser temporal VII LA SALVACIÓN
DE DIOS
Ninguna condenación pesa, pues, sobre los que están en Cristo Jesús (Romanos, 8, 1). Resumamos el camino recorrido. La esencia del problema del hombre está en ser una finitud consciente. La finitud entitativa se revela a la conciencia bajo múltiples aspectos. Ante todo, en la temporalidad; en la continua destrucción del presente, qué soy yo; en la incertidumbre del futuro, qué seré yo; en el olvido del pasado, qué fui yo, se me manifiesta mi radical alienación, mi no coincidencia conmigo mismo. La finitud se revela, en segundo lugar, en la libertad: en la constante exigencia de renunciar a todas las posibilidades de mi devenir, excepto una; en la permanente cercanía a la autodestrucción en el acto moralmente negativo. Un tercer grupo de manifestaciones de la finitud lo constituyen las tres condiciones de su ser-en-el-mundo que acosan al hombre: la rebeldía de las fuerzas cósmicas, frontera de su proyecto de vida; el sufrimiento, eco sensible del choque con un límite, y la muerte, negación absoluta del devenir terreno. Pero la finitud es problema, porque el hombre es ansia de existencia absoluta. Tal ansia esencial se revela en un triple plano: el de los bienes materiales, el de los bienes axiológicos y el de fundamentación personal. El ser del hombre en la tierra implica, pues, una tensión irresoluble hacia lo absoluto. Porque la existencia absoluta no se encuentra ni en el hombre mismo ni en el ser intramundano.
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Salvar al hombre significa resolver su tensión, desalienarle del Ser Infinito. Pero ya hemos dicho que la salvación plena es imposible en la vida presente. No caben, por tanto, más que dos tipos de salvaciones parciales: por el atenuamiento de la conciencia personal y por la esperanza. Aspiran a lo primero quienes intentan disolver la conciencia individual, bien sea en la objetividad de las cosas, bien en la conciencia colectiva, bien en una conciencia cósmica, bien el reposo del no-ser: burguesía, colectivismo, panteísmo, budismo. Aspiran a lo segundo quienes creen en una divinización transmundana del hombre, es decir, en un acceso de la conciencia individual al Ser Absoluto, sin anulamiento de sí misma, alcanzable en una existencia ultraterrena. Tal es la esperanza bíblica. Su fundamento no se halla en las especulaciones de la filosofía humana, sino en la presencia de Dios en la historia, cuya plenitud se ha realizado en su presencia personal en Jesús. Debemos ahora analizar más concretamente la naturaleza de la salvación cristiana. ¿Cuál es la respuesta del cristianismo a los problemas humanos fundamentales enunciados en el capítulo primero? I LA SALVACIÓN DEL SER TEMPORAL
Todas las culturas han experimentado el «horror del tiempo» y todas las religiones han pretendido salvar al hombre de él 1 . Tales salvaciones pueden ser clasificadas en cuatro modalidades: el tiempo como eterno retorno, el tiempo como ilusión, el tiempo como sacramento de la eternidad y el tiempo como camino a la eternidad. 1 Cf. O. Clément: Transfigurer le temps, 1959; M. Eliade: Le mythe de l'éternel retour: archétipes et répétition, 1949.
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El pensamiento griego tuvo del tiempo una concepción circular: cada presente volverá a repetirse un número infinito de veces. En Heráclito, en Empédocles, en Platón, en el pitagorismo y en el estoicismo se encuentra, en diversas formulaciones, la misma idea: terminado el «gran año» del eón presente, todo recomienza. Bien sabido es que Nietzsche verá en esta doctrina la salvación de la existencia personal. La concepción hinduista y budista del tiempo es más compleja: podría ser representada por un helicoide. Es el «tiempo en escalera de caracol». La existencia terrena se repite, pero en diversos planos y en número limitado de veces. El alma transmigra a seres superiores o seres inferiores, según haya sido la pureza de la conducta. Pero al final del proceso, lograda la purificación completa, el alma se libera de esta «rueda de la vida», y desemboca, según el hinduismo, en una fusión panteísta con la divinidad, y según el budismo, en el reposo del nirvana. Por otra parte, sin embargo, ambas doctrinas consideran el tiempo humano como una mera ilusión, perteneciente a la apariencia y no a la sustancia del ser. En el hinduismo, el tiempo cósmico se desarrolla en inmensos ciclos con un ritmo decreciente: cuatro, tres, dos, uno. Según uno de los cómputos, los ciclos históricos duran doce mil años, que para los dioses son un día; un millar de años de tales días divinos constituyen, a su vez, un día de la vida de Brahma. Cada Brahma vive cien años. Pero los Brahmas se suceden unos a otros vertiginosamente: «Cada parpadeo del gran Vishnú significa la extinción de un Brahma.» Es evidente que esta grandiosa cronología mítica tiende a disolver el tiempo humano en el gigantesco devenir universal. En las religiones primitivas predomina un tercer tipo de redención del tiempo: atribuir a cada suceso de la vida presente el valor de un «sacramento de eternidad». Cada acto de la existencia humana queda, así, vinculado a un acontecimiento suprahistórico, cuya sucesión reproduce el ritmo del cosmos. Desaparece, pues, el pequeño y amenazado acaecer individual, asumido por
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el eterno e indestructible acaecer sagrado. Nacimiento, infancia, adolescencia, juventud, madurez, vejez, muerte, tienen una liturgia que los conecta con los cambios del sol, de la luna, de las estaciones; matrimonio, maternidad, trabajo, cosecha, dolencias, guerras... no son ya acontecimientos singulares, sino repeticiones sacramentales de eternas y necesarias fases del universo: la unión del cielo y la tierra, el conflicto de la luz y la oscuridad, la aparición de la vida en medio de las aguas caóticas, etc. Entre el ahora y la eternidad existen misteriosos puentes: la piedra, la montaña, el árbol sagrado, el altar. De este modo, el tiempo humano pierde todo carácter de fugacidad irreparable para convertirse en una participación en el inmutable ritmo cósmico, cuyo símbolo litúrgico perfecto es la danza sagrada, imagen de ese juego divino, de esa danza de los dioses que es la creación. Frente a tales concepciones, el tiempo bíblico no es ni circular, ni helicoidal, ni simbólico. Es un tiempo rectilíneo e irreversible, un tiempo vectorial. Parte de un punto, y camina en una dirección. Cada segmento tiene un significado y una posición propios. El tiempo del Antiguo Testamento puede ser representado como una recta que, habiendo comenzado con la creación del mundo, debía terminar con la venida escatológica de Dios. En cada una de sus épocas podían señalarse diversos puntos del pasado (v. gr.: vocación de Abraham, salida de Egipto, regreso de la cautividad) y diversos puntos ciertos del futuro (v. gr.: sufrimientos premesiánicos, venida del Mesías, juicio universal). De aquí que el talante religioso del israelita no sea ni la fría serenidad clásica ante el ciclo inalterable, ni el desprecio hindú de la historia como mera apariencia, ni la entrega mágica a cada suceso como símbolo de comunión cósmica. El talante religioso israelita es la expectación, la esperanza. Es cierto, sin embargo, como hemos visto, que también en el Antiguo Testamento se afirma una vinculación del presente con lo eterno. Dios penetra en el tiempo para llamar a hombres y a pueblos. Y la liturgia
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convierte ese acontecimiento en institución. A lo largo del año, diversas fiestas reactualizaban las pasadas intervenciones divinas en favor de Israel: la de Pascua conmemoraba la liberación de Egipto; la de Pentecostés, la promulgación de la Ley en el Sinaí; la de los Tabernáculos, la conducción del pueblo a través del desierto; cada uno de los sábados, el descanso de Dios tras la labor creadora. Pero tales fiestas carecían en absoluto de carácter mágico: no vinculaban a inmutables fuerzas naturales, sino a las libres decisiones de un Dios personal, siempre próximo al hombre, y, sobre todo, no conferían un carácter de inmovilidad cronológica al presente, sino que, por el contrario, recordaban que Dios interviene en la historia para impulsarla hacia su meta final. El cristianismo mantiene este concepto vectorial del tiempo. Pero introduce en él una modificación revolucionaria, que desconcertó al judaismo contemporáneo. Mientras que para Israel el acontecimiento fundamental de la historia pertenece al futuro, para la Iglesia cristiana pertenece al pasado: el Mesías ha venido ya 2 . Cierto que esta contraposición debe ser matizada. Porque la Revelación cristiana ha aportado un concepto de la venida del Mesías profundamente distinto del concepto israelita. Para el cristianismo, la venida del Me2
Cf. O. Cullmann: Chrisl et le temps, 1947. Es curiosa la evolución del pensamiento protestante «de izquierda» en lo que respecta al escatologismo de Jesús. Para la «escuela escatológica» de principios de siglo, la esencia del mensaje de Jesús estaba en el anuncio del inminente fin del mundo. Para Bultmann, por el contrario, Jesús «desmitifica» la escatología del judaismo y, prescindiendo de las creencias apocalípticas, afirma que es la existencia misma del creyente la que, desde ahora, tiene dimensión escatológica, en el sentido de que cada hombre está llamado por Dios a una entrega incondicional a la gracia, a prescindir de todo mérito propio y a disponerse a responder ciegamente al misterioso plan que Dios tiene sobre su futuro. Cf. J. Korner: Eschatologie und Geschichte. Eine Untersuchung des Begriffes des Eschatologischen in der Theologie Rudolf Bultmanns, 1957.
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sías tiene una estructura temporal compuesta de tres momentos: venida redentora, venida mística en la Iglesia y venida escatológica. De aquí que la actitud cristiana ante el tiempo sea más compleja que la judía: aguarda al Dios que ha de venir, fundándose en el Dios que ya ha venido, en unión con el Dios presente en la Iglesia. Por ello, la comunidad cristiana vive ya en la época escatológica, aunque no en su plenitud. Cullmann ha comparado su situación a la de un beligerante que ha vencido la batalla definitiva de la guerra, pero aún no ha firmado la paz. Al exponer la salvación de la temporalidad que el cristianismo nos ofrece, tenemos, pues, que considerar en ella tres aspectos: su fundamento en el pasado, su iniciación en el presente y su plenitud en el futuro. A)
En el pasado
El fundamento de la redención cristiana del tiempo, como el de toda la soteriología, está en la palabra de Dios, anunciada por los profetas y hecha carne en Jesucristo. El triple misterio de la encarnación, la muerte y la resurrección de Jesús constituye, como ya sabemos, el punto de partida de toda la esperanza cristiana. B)
En el presente
Pero la salvación de la temporalidad se inicia en el momento presente mediante las múltiples vinculaciones que el «ahora» cristiano tiene ya con lo eterno. Un pequeño cuadro nos mostrará los más importantes de tales vínculos: El cristiano está en paz con Dios — por la Redención y el perdón dien diálogo con Dios — por la oración; [vino; en el pueblo de Dios — por su pertenencia a la Igle[sia;
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en manos de Dios — por la providencia divina; habitado por Dios — por la presencia en el alma de [las tres Personas divinas; ayudado por Dios — mediante la gracia sacramental [y actual; alimentado por Dios — por la Eucaristía. Sobre alguno de estos vínculos se volverá más adelante. Vamos ahora a detenernos brevemente en tres de ellos: la oración cristiana, la inhabitación de las tres Personas divinas en el alma y la Eucaristía. La oración cristiana3.—La oración es la esencia misma de las religiones personales. Es el intento, por parte del hombre, de establecer diálogo con la divinidad. En las religiones históricas, la oración se corresponde con la revelación, intento, por parte de Dios, de establecer diálogo con el hombre. Por el contrario, en las religiones panteístas no hay puesto para la oración, ya que no es posible el diálogo sin dualidad de participantes. El fiel panteísta no ora, sino que se sumerge en la conciencia de la unidad con el dios que le es inmanente. Jesús reúne en sí mismo, en grado supremo, los dos caracteres esenciales a la religión histórico-personal: es el gran orante al mismo tiempo que el gran revelador. Los evangelistas nos hablan frecuentemente de la oración individual de Jesús, realizada en retiro solitario y prolongada, a veces, durante toda la noche (v. gr.: Lucas, 6, 12). Nos hablan también de sus oraciones litúrgicas, de acuerdo con la costumbre judía: bendición de la comida, recitación de los salmos del Hallel con los discípulos (Mateo, 14, 19; 26, 30). Especialmente se nos habla de la oración de Jesús en los momentos culminantes de su vida pública: en el bautismo, al comenzar la predicación, antes de elegir a los apóstoles, al manifestar claramente su mesianidad (Lucas, 9, 18), antes de transfigurarse, al inicio de la pasión. En cuanto al contenido de la plegaria de Jesús, se nos revela pocas veces: sabemos que dio gracias al Padre por haber manifestado sus misterios a los pequeños, mientras los 3
Cf. A. Hamman: La priére, I, 1959.
ocultaba a los sabios (Mateo, 11, 25), y por la resurrección de Lázaro; sabemos también que rogó solemnemente por la unidad de la Iglesia; conocemos, en fin, la oración tremenda de Getsemaní y las plegarias de la cruz, impetrando el perdón de sus enemigos, preguntando al Padre por qué lo ha abandonado y confiando su espíritu. Pero Jesús no se limita a orar, sino que instruye a sus discípulos sobre cómo deben ellos hacerlo: sin ostentación piadosa ni retórica (Mateo, 6, 5-7); con humildad (Lucas, 18, 9-14); constantemente y con perseverancia (Lucas, 18-1-7), y, sobre todo, con fe completa (Mateo, 21, 22, etc.). Les propone también una oración modelo, el padrenuestro (Mateo, 6, 9-13), en la que se contienen las que deben ser peticiones fundamentales del cristianismo: que se adore a Dios, se establezca su Reino y se le obedezca en la tierra; el necesario alimento, el perdón (ligado a la capacidad propia para perdonar), no ser tentados y quedar libres de las fuerzas del mal. Después de la subida de Jesús a los cielos nace la plegaria cristiana en toda su novedad: obediente a las instrucciones dadas por el mismo Cristo a los apóstoles (Juan, 14, 13-14; 15, 7, 16; 16, 23, 26), la Iglesia se dirige al Padre por mediación de Jesús, a quien la Epístola a los Hebreos, según ya se dijo, nos presenta como el Sumo Sacerdote eterno, intercediendo perpetuamente en el cielo por nosotros (7, 25). El «nombre de Jesús» es invocado en numerosos pasajes del Nuevo Testamento como principio de salvación (v. gr.: Romanos, 9, 1013). De aquí nacerá la costumbre litúrgica de terminar las oraciones con las palabras «por Cristo, Nuestro Señor». También tenemos algunos ejemplos neotestamentarios de oraciones dirigidas no ya al Padre, sino directamente a Jesús (Hechos, 7, 59; Apocalipsis, 22, 20, etcétera). En la oración, el cristiano trasciende el tiempo. Hemos visto cómo nos lo enseña simbólicamente el Apocalipsis al decirnos que la Mujer, imagen de la Iglesia perseguida, «huye al desierto, donde Dios le ha pre-
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parado un refugio» (12, 6). En efecto: en cualquier circunstancia, enfermo, preso, calumniado, el creyente puede ponerse en «situación de eternidad», es decir, puede tomar conciencia de ese vínculo suprahistórico e indestructible que es su relación con Dios. Por la plegaria, participa de la eternidad. La inhabitación de Dios.—A lo largo de los precedentes capítulos se ha indicado que una de las claves del pensamiento bíblico es el concepto de la presencia y ausencia del Espíritu de Dios en el hombre. Todos los bienes proceden de la comunicación del Espíritu: vida física, salud, armonía interior, bondad moral, sabiduría, condición de hijo de Dios...; y todos los males, de su pérdida: muerte, enfermedad, rebelión de los instintos, pecado, ignorancia, inamistad divina... Adán, por su rebeldía, pierde el Espíritu divino; Jesús, por su obediencia, lo recupera para la humanidad. En todo el Nuevo Testamento tiene un puesto céntrico la afirmación de que Dios Padre, Jesús y el Espíritu divino están en el creyente, permanecen en él, habitan en él, tienen en él su morada, y de que, recíprocamente, el cristiano está en Dios y en Cristo, y es templo del Espíritu Santo. Limitémonos a citar uno de los pasajes más expresivos: «Si nos amamos mutuamente, Dios permanece en nosotros, y su amor en nosotros ha tenido cumplimiento. En eso reconocemos que permanecemos en él, y él en nosotros: es que él nos ha dado de su Espíritu... Quien confiesa que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él, y él en Dios y nosotros hemos reconocido y creído el amor que Dios tiene en nosotros. Dios es amor, y el que permanece en el amor, en Dios permanece, y Dios permanece en él (1 Juan, 4, 12-13 y 15-16). He aquí, pues, otra victoria cristiana sobre el tiempo: lo eterno habita en el hombre. Basta entrar en nosotros mismos para hallar ese germen de eternidad, ese Espíritu al que San Pablo llama, con metáfora jurídica, «fianza» de la gloria futura (2 Corintios, 1, 22). Si, como quiere Jean-Paul Sartre, «la nada habita en el corazón del hombre como un gusano», en el corazón del
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creyente la nada ha sido sustituida por la presencia de Dios. La Eucaristía4.—Pero aún ofrece el cristianismo un medio más decisivo de superar la temporalidad: la Eucaristía como sacramento de presencia y como sacrificio. Los banquetes litúrgicos existen en numerosas religiones, y se practicaban también en los misterios grecorromanos. Su finalidad común es la de poner en contacto a la comunidad creyente o al fiel individual con las fuerzas divinas mediante la ingestión de un alimento sagrado. La raíz psicológica de esta práctica no es oscura: el hombre expresa su fusión espiritual con otro ser en forma de comunicación física, cuya modalidad simbólicamente más plena es, sin duda, la ingestión. Otra institución litúrgica existente en la mayoría de las religiones es el sacrificio en sus diferentes tipos. Con frecuencia, el sacrificio no es sino la necesaria preparación del banquete sagrado. En otros casos se trata de un don a la divinidad, para entrar en contacto con ella y hacerla propia. La ofrenda puede representar la entrega interior de la persona o la comunidad oferente. Existen también sacrificios cruentos, cuya finalidad principal o única es la de poder utilizar la sangre, sede de la energía divina, como instrumento de purificación. Jesús, sin duda, tuvo en cuenta estas expresiones naturales de la religiosidad para establecer el más importante de los ritos de su Iglesia. Pero la institución eucarística tiene sus raíces inmediatas en el Antiguo Testamento. El rito cristiano es el punto de confluencia de sus más importantes corrientes litúrgicas y sim* bélicas. Entre ellas, ante todo, la Cena Pascual. Todos los años la familia israelita se reunía en una fecha determinada para conmemorar la salida de Egipto, reviviendo simbólicamente todos los episodios de aquella noche histórica: se comía un cordero, en memoria de aquellos 4 Cf. Varios: L'Eucharistie dans le Nouveau «Lumiére et Vie», 31, febrero 1957.
Testament:
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con cuya sangre se tiñeron los dinteles judíos para que el ángel de Yavé no diera muerte a sus primogénitos; con él se tomaban hierbas amargas, para sensibilizar las penalidades sufridas en el cautiverio, y pan sin levadura, para recordar la presteza con que Israel obedeció la orden divina; se bebían cuatro copas rituales de vino, signo de alegría; se recitaban determinados salmos, y, al comienzo, el jefe de la familia, en respuesta a la pregunta del hijo más joven, explicaba el porqué de la ceremonia. Jesús instituirá la Eucaristía en el marco de esta cena, evocación de la proximidad salvadora de Dios a su pueblo, consagrando el pan ácimo y una de las copas rituales. Otra corriente del Antiguo Testamento, recogida por Jesús en la Eucaristía, es la del banquete escatológico: en varios textos proféticos se presenta la felicidad de los últimos tiempos en forma de banquete (v. gr.: Isaías, 25, 6-8). Jesús mismo utilizó esa imagen repetidas veces, incluso inmediatamente antes de la última cena (Lucas, 22, 14-18). En conexión con el banquete escatológico, hay que señalar la misteriosa ofrenda de Melquisedec. En un aislado y oscuro texto del Génesis (14, 17-20) se habla de un rey de este nombre, que era también sacerdote del «Dios Altísimo», y que hace a Abraham una ofrenda de pan y vino, recibiendo el diezmo de su botín y dándole la bendición. Esta figura fue interpretada, según vimos, por el judaismo posterior como tipo del Mesías, rey y sacerdote. No cabe duda de que la elección por Jesús del pan y el vino como alimentos sacramentales evoca la ofrenda de Melquisedec. Una cuarta corriente veterotestamentaria que dest emboca en la Eucaristía es la de los sacrificios y los consiguientes banquetes rituales. Los sacrificios tenían un papel central en el culto israelita, en el estudio de cuyos diferentes tipos no podemos aquí entrar. Recordemos únicamente que, según el Éxodo (24, 1-11), Moisés celebró la reanudación de la alianza con Yavé mediante el sacrificio de dos novillos, con cuya sangre son rociados el altar y el pueblo, y que fue seguido de
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un banquete. En las palabras de la institución, eucarística, Jesús dirá que el vino es la sangre de la alianza (Moisés, 26, 28). En cuanto al «día de las expiaciones», el Levítico (c. 16) lo hace remontar también a la época mosaica: en esa fiesta, dedicada a la penitencia, se celebran dos ceremonias distintas: el sacrificio de varias reses por los pecados del pueblo y sus autoridades, con cuya sangre se ungía el altar, y la transferencia de los pecados de la comunidad, mediante una imposición de manos, a un macho cabrío, que luego era arrojado al desierto y entregado a los poderes del mal. Jesús, como veremos en seguida, relacionará la Eucaristía con el perdón de los pecados. Finalmente, en el Evangelio de San Juan, la Eucaristía aparece vinculada, de una parte, con el mamá, el alimento prodigioso enviado por Dios a su pueblo en el desierto (6, 31-33), y de otra, con el banquete simbólico que celebra la sabiduría de Dios para comunicarse a los hombres (6, 35-36; cf. Proverbios, 9, 1-6; Eclesiástico, 24, 19-21). Jesús prepara a sus discípulos para comprender el misterio de su presencia en el pan eucarístico con los dos milagros de la multiplicación de los panes y de su aparición misteriosa sobre las aguas del lago, que sirven de introducción al gran discurso de Cafarnaúm sobre la Eucaristía, en el que afirma categóricamente: «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tendréis la vida en vosotros. Quien come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré el último día. Porque mi carne es verdaderamente una comida, y mi sangre es verdaderamente una bebida. Quien come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él» (Juan, 6, 53-56). La institución de la Eucaristía en la última cena nos es relatada en cuatro pasajes del Nuevo Testamento: Mateo, 26, 26-28; Marcos, 14, 22-25; Lucas, 22, 1920; 1 Corintios, 11, 23-25. En ellos se subraya el aspecto sacrificial: se habla del «cuerpo que va a ser entregado
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por vosotros» y de la «sangre que va a ser derramada por la multitud para remisión de los pecados». Como hemos visto en el capítulo anterior, desde el primer momento de la vida de la Iglesia la Eucaristía (cuyo primer nombre es el de «fracción del pan») se convierte en su centro litúrgico (Hechos, 2, 42, 46; 20, 7-11; 27, 35). La Eucaristía implica, pues, una doble victoria sobrenatural frente a las dos coordenadas de nuestra limitación física, el espacio y el tiempo. Frente al espacio, porque un mismo cuerpo, el de Jesús, está presente en varios lugares. Y frente al tiempo, porque, de una parte, sitúa al creyente por encima de la historia, en una relación trascendente e indestructible con Cristo, cabeza de la Iglesia, viviente ya «del otro lado», a la diestra del Padre, vencedor de este eón fugitivo, y, de otra parte, realiza la actualización terrena del eterno sacrificio que Jesús ofrece al Padre en los cielos con su amor perfecto, y cuya manifestación fundamental, de la que el sacrificio eucarístico depende, se efectuó con su muerte en la cruz. Este aspecto supratemporal de la Eucaristía es insinuado en aquel bello texto del Apocalipsis: «He aquí que yo estoy a la puerta, y llamo: si alguien oye mi voz y abre la puerta, entraré en su casa para cenar, yo junto a él y él junto a mí» (3, 20). Oración y Eucaristía, con los demás sacramentos, constituyen la liturgia de la Iglesia católica. En ella, el supremo acontecimiento de la venida de Jesús se ha convertido en institución. Pero a diferencia de lo que ocurría con la liturgia del Antiguo Testamento, la intervención de Dios en el mundo no es sólo conmemorada, sino físicamente realizada. Sin embargo, también la liturgia cristiana tiene su aspecto de memorial: el año litúrgico se superpone al año natural convirtiéndolo en «tiempo sagrado». A lo largo de sus ciclos y sus fiestas se van recordando las diversas manifestaciones de Dios en la vida de Jesús, en la vida de la Iglesia, en la vida de María y en la vida de los santos. Nueva vic-
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toria sobre el tiempo, que queda, así, vinculado a la eternidad del amor y la gracia de Dios. C)
En el futuro
Dejando para más adelante otros aspectos de la escatología cristiana, señalaremos aquí únicamente los que se relacionan con el tiempo. Hemos visto ya la primera consecuencia de la fe cristiana en la vida futura: dar sentido al tiempo. Pero la vida futura del cristianismo es la plenitud absoluta del ser humano; de aquí una segunda consecuencia: el significado del tiempo natural queda invertido. Pasa, de ser una pérdida, a ser una ganancia. En vez de irnos despojando de presentes irrecuperables y conducirnos por la pendiente de la vejez hacia la nada, nos va enriqueciendo cada instante con la aproximación a la madurez eterna. El cristiano es un perpetuo niño que aguarda hacerse hombre. Tal es la metáfora paulina: «Porque imperfecta es nuestra ciencia, imperfecta también nuestra profecía. Cuando venga lo perfecto, lo imperfecto desaparecerá. Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, razonaba como niño; una vez hecho hombre, he abandonado lo propio del niño» (1 Corintios, 13, 9-11). La victoria definitiva sobre la angustia del tiempo la promete el cristianismo para la vida del más allá en forma de supratemporalidad básica. Vimos, en efecto, en el capítulo primero, que el tiempo condiciona no solamente la relación del hombre con el mundo, sino nuestra misma vida psíquica: el razonamiento, el deseo, el temor, el recuerdo... son impensables sin estructura temporal. Pero no ocurre, sin embargo, lo mismo con otras dos actividades de nuestra vida espiritual: la pura intuición y el amor. Ciertamente que en la vida terrena ambas transcurren en el tiempo, pero el tiempo no les es intrínseco. Supongamos una intuición que reuniera estas tres condiciones: que su objeto fuese inmutable; que tal objeto tuviera una riqueza de contenido infinita,
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capaz, por tanto, de absorber y satisfacer indefinidamente la atención del contemplador, y, en fin, que el sujeto que intuye no tuviera más vida psíquica que esta contemplación y el amor consiguiente. No se ve, en tal supuesto, cómo la temporalidad podría penetrar en la conciencia. La Revelación bíblica, como ya se dijo en el capítulo segundo, define la existencia eterna del hombre como visión de Dios. Es claro que, en cuanto objeto, Dios reúne las dos condiciones antedichas: eterno e inagotable. No parece, en cambio, que la tercera condición se realice plenamente en el hombre resucitado: la mayoría de los teólogos católicos piensa que la contemplación no absorberá toda su vida psíquica, sino que tendrá también conciencia de sus relaciones temporales con las otras creaturas5. Por ello hemos hablado de supratemporalidad básica: porque lo indudablemente cierto es que la intuición y el amor de Dios ocuparán el centro de la conciencia bienaventurada. Una pálida sombra de esta supratemporalidad la encontramos en los éxtasis de los místicos, en los que la vivencia del tiempo se borra 6 . La antigua leyenda, común a tantas literaturas, del monje que permanece en éxtasis varios siglos creyendo que sólo han transcurrido pocos instantes, y al tornar al monasterio encuentra únicamente ruinas, no es sino una versión popular de esta común experiencia mística. Las referencias del Nuevo Testamento a la vida futura señalan su carácter eterno: así, San Pablo nos dice que «el leve padecimiento transitorio nos prepara un incalculable peso eterno de gloria» (2 Corintios, 4, 17), en la cual «estaremos siempre con el Señor» (í Timoteo, 4, 8), y San Pedro habla de «una herencia incorruptible, incontaminada e inmarcesible que os está reservada en los cielos» (1 Pedro, 1, 4); mientras que Jesús mismo promete a los discípulos: «cuando yo me 5 V. gr.: Santo Tomás de Aquino: 1-2, q. 4, a. 5-8; Suárez: De ultimo fine hominis, dis. 10. sec. 3. 6 V. gr.: Santa Teresa de Jesús: Vida, c. 20, n. 19.
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haya ido, y os haya preparado lugar, volveré de nuevo y os tomaré conmigo, para que donde y° estoy estéis también vosotros» (Juan, 14, 3).
II LA SALVACIÓN DEL SER L I B P E
La libertad no es en sí misma, en su esencia, signo de finitud, sino, por el contrario, de perfección. Por ella, el hombre se arranca de la causalidad natural y se constituye en ser aparte. Por ella, el hombre se asemeja a Dios, cuya libertad frente al devenir cósmico, como se indicó en el capítulo cuarto, toda la Revelación bíblica exalta. La finitud se nos revela, precisamente, en las limitaciones del acto libre del nombre en cuanto ser-enel-mundo. Limitaciones extrínsecas e intrínsecas. Las primeras son las impuestas a sus proyectos por la resistencia de las fuerzas de la naturaleza y de la sociedad. Hablaremos de ellas más adelante. Pero más decisivas aún son las limitaciones intrínsecas, fundamentalmente dos: el envés de renuncia inherente a toda elección libre y la posibilidad del mal ético. Su carácter de renuncia le viene a toda decisión humana de la necesaria finitud del objeto elegido, que deja siempre fuera de él otras infinitas posibilidades. La fe no suprime, no puede suprimir, esta condición necesaria de la existencia terrena: Dios mismo — n °s dice la teología '— es aprehendido en esta vida como bien finito, en cuanto que no lo poseemos en s u ser, sino en un concepto analógico e intencional. Elegir a Dios también lleva consigo grandes renuncias. A n t e todo, la renuncia a la autonomía de únicos seres, conscientes. Pero la esperanza cristiana modifica de raíz s u significado: 7 Cf. Santo Tomás de Aquino: Summa contra gentiles, lib. 3, c. 39 y 40.
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la hace provisional. Mientras que en el orden terreno es la posesión del bien elegido lo transitorio, y definitiva la inherente renuncia, en el orden cristiano, por el contrario, es transitoria la renuncia y eterna la posesión. De aquí que, en este sentido, puede afirmarse que en el cristianismo no existe el renunciamiento. El cristiano no renuncia a nada. Su elección fundamental, la fe, es una elección de plenitud: la elección del Ser Absoluto. Cuando Pedro pregunta cuál será el premio de sus renuncias, recibe de Jesús esta respuesta: «En verdad os digo: nadie que haya abandonado casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos o campos por mí y por el evangelio, dejará de recibir el céntuplo desde ahora, en el tiempo presente, en casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y campos, con persecuciones, y en el tiempo futuro, la vida eterna» (Marcos, 10, 29-30). El cristiano ve ya en esta vida, en medio de las persecuciones, transformarse en fraternidad espiritual los afectos terrenos, y en bienes del espíritu los materiales; pero, sobre todo, espera esa vida eterna en la cual todo bien verdadero será recuperado con ganancia infinita. Por ello, Jesús compara el sacrificio de quien lo abandona todo por seguirle con un mercader que vende cuanto tiene para comprar un campo en el que sabe escondido un tesoro, o para adquirir una perla extraordinaria (Mateo, 13, 44-46). Ya el Cantar de los cantares había dicho que «quien ofreciera todas sus riquezas para comprar el amor no conseguiría sino desprecio» (8, 7). Ahora bien, repitámoslo una vez más, porque es una idea básica: la vida eterna, aunque un bien infinito en sí misma, no lo es para el hombre durante su existencia terrena, puesto que no es poseída, sino esperada. San Pablo nos lo advierte con frase concisa: «Hemos sido salvados, pero en esperanza» (Romanos, 8, 24).
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He aquí por qué el cristianismo no excluye, sino que extrema, el conflicto ético entre el bien y el mal. Conviene que nos detengamos un momento a reflexionar sobre la naturaleza de este conflicto. Que el hombre sea libre no es una proposición demostrable, sino una evidente experiencia interior. Sin ella sería incomprensible el nacimiento mismo de las palabras libertad, responsabilidad, elección, remordimiento, etc., que en la naturaleza infrahumana carecen de sentido. Un eudemonismo vulgar ha querido reducir todos los valores a uno solo: la felicidad, entendida como estado de ánimo, como sensación. De ser así, la elección libre quedaría suprimida. Si se trata únicamente de «encontrar aquello que nos haga lo más felices posible», el problema es de pura investigación práctica, no de decisión. Habría sólo errores, no culpas. Muchos ecos de este eudemonismo se encuentran en los pensadores griegos. Pero lo cierto es que la libre elección del hombre no recae sobre estados de ánimo, sino sobre contenidos. Es posible que el grado de bienestar psicofísico logrado mediante una buena comida pueda compararse al conseguido con la audición de Las cuatro estaciones, de Vivaldi; pero los contenidos de ambas experiencias son absolutamente heterogéneos. No se trata de averiguar «cuál me hace más feliz», sino cuál prefiero. Puedo anteponer la belleza a la gourmandise, o a la inversa. Como puedo preferir la bondad al sadismo, o al contrario. Cierto que los valores éticos, como ya se indicó, tienen una propiedad que los diferencia de todos los restantes (estéticos, vitales, etc.): la de presentarse al hombre como «debidos», exigiendo aceptación. Rechazarlos equivale a rechazar el auténtico devenir humano. Pero, en cualquier caso, el hombre permanece libre ante los valores: debe decidir por sí mismo su orden de preferencia, su ordo amoris, independientemente de la mayor o menor sensación de felicidad que pueda acompañar a su vivencia. Claro que también puede elegirse como valor supremo la sensación agradable.
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Es la actitud del epicureismo. Pero tal decisión no es sino una de las posibles *. Con frecuencia se ha acusado a los cristianos de egoísmo, de no realizar el bien sino por la esperanza de un premio. Tal acusación supone un desconocimiento completo de la actitud cristiana. El cristianismo, ya se ha indicado, identifica el premio eterno con el máximo valor ético: Dios es amor, y sólo amando se llega hasta El. Dios es la plenitud de la bondad y de la santidad, y en el encuentro con El, alcanza el hombre su perfección ética. Esta identificación metafísica del bien moral con Dios es una de las razones últimas de que el pecado tenga en el cristianismo una trascendencia incomparablemente superior a la que tiene en las demás religiones. No se trata ya, en efecto, de una simple desobediencia al querer divino, sino de una verdadera negación del ser divino mismo. Tal concepción del pecado explica la posibilidad del castigo eterno. Las referencias a él son numerosas en el Nuevo Testamento (Mateo, 3, 12; 13, 40-42; 25, 41; Marcos, 9, 43; Lucas, 16, 19-31; Juan, 15, 6; 2 Tesalonicenses, 1, 9; Judas, 11-13; Apocalipsis, 14, 10-11; 21, 8, etc.), y su existencia y eternidad fueron definidas en el Concilio Lateranense IV (1215). Este supremo dramatismo de la tensión entre el bien y el mal hace, naturalmente, que la posibilidad del pecado y la atracción de la concupiscencia que a él empuja sea hondamente angustiosa para el cristiano. En el capítulo primero vimos la pintura que de esta situación nos hace San Pablo en un famoso texto de la Epístola a los Romanos (7, 14-23). De aquí también que la conciencia del pecado cometido, la conciencia de «estar en pecado», sea insoportable para el creyente. Evelyn Waugh ha hecho de ella una aguda descripción en Brideshead Revisited. Pero frente a la angustia del pecado, como antítesis salvadora, el cristianismo presenta al hombre una con* Cf. Moral para universitarios, c. I.
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cepción grandiosa de la misericordia divina. Su eficacia soteriológica tiene un doble aspecto: perdón del pecado cometido y gracia para prevenir el pecado posible. Perdón del pecado
cometido
El pecado se remite en el Antiguo Testamento por cuatro caminos distintos: mediante un rito externo, por intercesión, por sustitución y mediante el arrepentimiento 8. Los ritos remisorios eran fundamentalmente de dos clases: la purificación por la sangre de los animales en los sacrificios expiatorios y las abluciones con agua corriente o lustral. Responden a la primera etapa de la pedagogía con que Yavé prepara a su pueblo para una religiosidad interior, y probablemente subsisten en ellos restos de antiguos ritos mágicos. Los profetas insistirán muy frecuentemente en que mucho más importancia que las purificaciones externas tienen la penitencia interior y el obrar bien: «¿Qué me importan vuestros innumerables sacrificios?, dice Yavé. Estoy harto de holocaustos de carneros y de la grasa de los novillos. La sangre de los toros y de los machos cabríos me repugna. Cuando venís a presentaros delante de mí, ¿quién os ha invitado a pisar mis pavimentos? Cesad de traerme ofrendas inútiles: su humareda me da horror. Lunas nuevas, sábados, asambleas... ¡no soporto más fiestas ni solemnidades! Vuestras lunas nuevas y vuestras peregrinaciones las odio con toda mi alma. ¡Son una carga para mí, y estoy cansado de soportarlas! Cuando extendéis las manos yo vuelvo los ojos. Podéis multiplicar las plegarias: yo no las escucho. Vuestras manos están llenas de sangre: lavaos, purificaos. ¡Quitad la maldad de mi vista! ¡Cesad de hacer el mal! Aprended a hacer el bien, buscad 8 Cf. P. van Imschoot: ob. cit., vol. 2, c. 4, pp. 314 ss.; De Vaux: Les institutions de VAncien Testament, II, c. 10 y B.
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la rectitud, socorred al oprimido, sed justos para el huérfano, defended a la viuda...» (Isaías, 1, 11-16). La intercesión por el pecado de otros aparece varias veces en el Antiguo Testamento: ejemplo clásico es la intercesión de Abraham por Sodoma y Gomorra (Génesis, 18, 16-33). En unos casos, Yavé le da oídos, y en otros casos, no (como muestra de lo primero, Génesis, 20, 17). El modelo típico de sustitución por los pecados ajenos es el Siervo de Yavé, estudiado en el capítulo quinto. Aunque el perdón por arrepentimiento interior aparece en los textos más antiguos (así, el de David en 2 Samuel, 12), su importancia se acrecienta progresivamente con la evolución de la religiosidad israelita. Su expresión más bella y más célebre es el Salmo 51 (salmo «Miserere»): Compadécete de mí, ¡oh Dios!, en tu bondad, en tu gran misericordia borra mi pecado, lávame de toda culpa, de mi falta purifícame. Porque conozco mi pecado, mi falta está ante mí sin reposo; contra ti, sólo contra ti, he pecado, he hecho lo que es malo a tus ojos. Pues tú eres justo cuando sentencias, sin reproche cuando juzgas; mira: malo he nacido, pecador me concibió mi madre. Pero tú amas la verdad en el fondo del ser, instruyeme en las profundidades de la sabiduría; purifícame con el hisopo: quedaré limpio; lávame: seré más blanco que la nieve... ¡Oh Dios!, créame un corazón puro, restaura en mi pecho un espíritu firme; no me rechaces lejos de tu rostro, no retires de mí tu santo espíritu. Devuélveme la alegría de tu salvación, asegura en mí un espíritu magnánimo: yo enseñaré a los pecadores tus caminos,
'
La salvación del ser libre a ti se encaminarán los extraviados... No te complacerías en el sacrificio, si te ofrezco un holocausto no lo quieres: mi sacrificio es un espíritu contrito, un corazón contrito y humillado, tú no lo
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desprecias...
En el Nuevo Testamento, la conversión del pecador abarca dos aspectos. El primero, negativo, consiste en tomar conciencia de la propia pecaminosidad, en reconocerse pecador. Los textos son innumerables: limitémonos a recordar la afirmación de Jesús de que no ha venido a llamar a los justos, sino a los pecadores (Mateo, 9, 13), y la de San Juan: «Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos, y la verdad no está en nosotros» (1 Juan, 1, 8). El segundo, positivo, supone un retorno a la conducta cristiana. «¡Arrepiéntete, y vuelve a tu conducta primera!», exhorta el Apocalipsis a la Iglesia de Efeso (2, 5). San Pablo, con fina percepción psicológica, distingue, en efecto, el desánimo del verdadero arrepentimiento: «Verdaderamente, si os entristecí con mi carta, no lo lamento... Porque habéis sido entristecidos según Dios, de modo que no habéis sufrido de nuestra parte ningún daño. Porque la tristeza según Dios produce un arrepentimiento saludable, que no debe lamentarse; mientras que la tristeza del mundo produce la muerte» (2 Corintios, 7, 8 y 10-11). El arrepentimiento mismo es ya un don de la bondad de Dios (Romanos, 2, 4). Y ese arrepentimiento encuentra siempre, sea cual fuere la culpa, el amor de Dios dispuesto a perdonarle. Jesús nos lo ha enseñado en las llamadas «parábolas de la misericordia» («la oveja perdida», Lucas, 15, 1-7; «el dracma extraviado», Lucas, 15, 8-10; «el hijo pródigo», Lucas, 15, 11-32), que tanto por su contenido ideológico como por su expresión literaria pertenecen, sin duda, a las páginas más excepcionales de la literatura universal. Pero el Dios cristiano —lo hemos visto— ha ido mucho más allá de perdonar al hombre: ha enviado a su Hijo Unigénito, cabeza de la humanidad, para que, asu-
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miendo todo el pecado cometido en el mundo desde Adam, lo compense con su amor y obediencia, devuelva al hombre el Espíritu divino perdido por su culpa y recomience la historia de la creación, reconciliando el cosmos con su autor. Para lo cual Dios Padre ha consentido que se realizara en su Hijo lo que no permitió en el de Abraham: ser sacrificado por los viñadores rebeldes, reemplazando a todas las víctimas provisionales e insuficientes de todos los altares levantados por el remordimiento del hombre, y purificándonos definitivamente con su sangre. La Redención de Jesús ha quedado institucionalizada en la liturgia mediante tres ritos fundamentales: el sacrificio eucarístico, el sacramento del bautismo y el sacramento de la penitencia. AI primero acaba de aludirse con la brevedad que este libro impone. Digamos unas palabras sobre los otros dos. El sacramento del bautismo.—Desde algunas generaciones antes de Jesús, los judíos habían adoptado la costumbre de bautizar por inmersión a sus prosélitos, como rito purificatorio y como símbolo de su incorporación al pueblo de Dios. Juan Bautista utiliza la misma ceremonia para incitar a una penitencia preparadora del inminente Reino de Dios (Mateo, 3, 1-12). Pero él mismo afirma que bautiza solamente en «agua para arrepentimiento», mientras que Jesús bautizará «en el Espíritu Santo y en fuego». La Iglesia naciente recibe, en efecto, como Jesús le había anunciado (Hechos, 1, 5), el bautismo del Espíritu Santo bajo apariencia de lengua de fuego, y desde ese momento el bautismo se convierte en uno de sus ritos fundamentales, necesario para ser incorporado a ella (Mateo, 28, 19; Hechos, 2, 38-41). Este bautismo se administra «en el nombre de Jesús», es decir, por su autoridad. La moderna exégesis ha puesto de relieve la gran cantidad de alusiones, explícitas o no, que se hacen al bautismo en los escritos neotestamentarios. Como prefiguraciones suyas se mencionan el arca de Noé y el paso del mar Rojo (1 Pedro, 3, 19-21; 1 Corintios, 1-2). San
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Juan lo relaciona con el agua salida del costado de Cristo atravesado por la lanza (Juan, 19, 34; 1 Juan, 5, 6) y probablemente con las curaciones en que interviene la piscina de Siloé (Juan, 5, 1-18; 9). El bautismo cristiano tiene, ante todo, un carácter purificatorio y santificador (1 Corintios, 6, 11). Este doble aspecto, negativo y positivo, se realiza porque nos incorpora a la muerte y a la resurrección de Cristo, simbolizadas en la entrada y salida del agua: «¿O acaso ignoráis que, bautizados en Cristo Jesús, es en su muerte en la que todos hemos sido bautizados? Hemos sido, pues, sepultados con él por su bautismo en la muerte, a fin de que, como Cristo ha resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, vivamos nosotros también en una vida nueva» (Romanos, 6, 3-4). La santificación del cristiano es producida por la misma fuerza de Dios que resucitó a Jesús: «Sepultados con él cuando el bautismo, habéis sido también resucitados con él, porque habéis creído en la fuerza de Dios que le ha resucitado de entre los muertos» (Colosenses, 2, 12). De aquí que el bautismo sea un nuevo nacimiento (Juan, 3, 3-5), una regeneración en el Espíritu Santo (Tito, 3, 5). Efecto suyo es «revestirnos de Cristo» y unificarnos con todos los demás creyentes (Gálatas, 3, 27-28). El bautismo debe ser conferido en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo (Mateo, 28, 19) 9 . El sacramento de la penitencia.—Los organismos rectores de las comunidades judías (consejos de ancianos locales y Gran Consejo de Jerusalén) tenían el poder de castigar algunos delitos de sus gobernados excluyendolos, más o menos completamente y por un plazo mayor o menor, de las relaciones con el resto de la comunidad, Jesús y todos sus discípulos fueron objeto de tal excomunión (Juan, 9, 22; 12, 42; 16, 2). En el capítulo anterior hemos visto que Jesús conce9 Cf. La Baptéme dans le Nouveau Testament: «Lumiére et Vie», 26 y 27, 1956.
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de el mismo poder a la comunidad por El fundada. Pero añade que esa sentencia de la Iglesia será ratificada por Dios en el cielo (Mateo, 18, 15-18). No se trata, pues, de simples medidas disciplinarias, sino de decisiones a las que está vinculada la actitud de Dios respecto al hombre en cuestión: el ser o no admitido a la gracia divina. La sentencia de la Iglesia influye, por tanto, sobre la vida religiosa interna del cristiano. El texto, también mencionado, del Evangelio de San Juan (20, 21-23) excluye toda posible duda: «Les dijo una vez más: Como el Padre me envió, yo os envío a vosotros. Dicho eso, sopló sobre ellos, y les dijo: Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonareis los pecados, les serán perdonados, y a quienes se los retuviereis, les serán retenidos.» La expresión utilizada por el evangelista, «perdonar los pecados» (afíemi tas hamartías) significa en todo el Nuevo Testamento el perdón interior de las culpas personales. Es particularmente notable el episodio en que Jesús usa esas mismas palabras para absolver los pecados del paralítico, ante el escándalo de los escribas, que comentan: «¿Cómo puede éste hablar así? ¡Blasfema! ¿Quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios?» (Marcos, 2, 1-12). Jesús ciertamente ha transmitido a los apóstoles un poder divino: el de infundir de nuevo en el hombre, que lo perdió con su culpa, aquel mismo Espíritu que sopló Dios sobre el barro recién modelado. Todos los aspectos constitutivos de un sacramento se dan, pues, aquí: una acción externa de la Iglesia que comunica la gracia interior. De hecho, sin embargo, la Iglesia mantuvo durante siglos un cierto vínculo entre la absolución de los pecados y la excomunión pública: exigía, en efecto, como requisito para absolver el pecado una larga y costosa penitencia externa, que situaba al penitente en una categoría especial dentro de la comunidad. Y es que para la tradición católica, el pecado contra Dios es también un pecado contra la comunidad, y la reconciliación con Dios se realiza mediante la reconciliación con la comunidad. Pero más notable aún es que, durante esta
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misma época, la Iglesia no concedía la absolución de las culpas más que una sola vez en la vida. Si algún fiel caía nuevamente en pecado grave, no era admitido al perdón de la Iglesia, debiendo tratar de conseguirlo directamente de Dios. La causa de esta severa disciplina estaba, por una parte, en que el bautismo se recibía en edad adulta y después de larga preparación, y por otra parte, en el temor de facilitar la relajación moral. A partir del siglo v n , por influencia de los monjes irlandeses, que trajeron al continente sus costumbres penitenciales, menos rígidas, se introduce paulatinamente la repetición del sacramento, mientras va desapareciendo el uso de la penitencia pública 10. Gracia y libertad Nuestras elecciones se realizan en el presente, y sólo tienen validez para el futuro inmediato. No es posible decidir, en sentido estricto, un futuro remoto, pues en el espacio de tiempo intermedio la elección hecha puede ser modificada. De aquí que nadie pueda prever con certeza cuáles serán sus decisiones futuras. En cualquier instante del tiempo indeterminado que se extiende ante nosotros, podemos adoptar un cambio radical del rumbo de nuestra vida. Ya de por sí esta incertidumbre es dramática. Pero si se aplica a una elección entre el bien y el mal ético-religioso, con trascendencia eterna, es fácil comprender que puede convertirse en raíz de profunda angustia. Kierkegaard la ha descrito en páginas famosas n . De esta angustia de la libertad, muchas religiones han intentado evadirse recurriendo a la predestinación 10 Cf. A. Mayer: Storia e teología della Penitenza: «Problemi e orientamenti di teología dommatica», II, 1957; P. Galtier: Aux origines du sacrement de la pénitence, 157; K. Rahner: Vergessene Wahrheiten über das Buss-Sakrament: «Geist und Lebcn» (1953), pp. 339-364 (hay traducción castellana). " El concepto de la angustia (Begrebet Angst, 1844).
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divina. Si todo está eternamente decidido por Dios o por los dioses, carece, por completo, de significado inquietarse por influir en el propio destino. La angustia de la libertad queda abolida negando la libertad misma. Si a ello se añade, como hizo Lutero, la afirmación de que el pleno convencimiento de estar destinado por Dios a salvarse es signo infalible de estarlo en efecto, la angustia queda plenamente escamoteada. El catolicismo se ha negado siempre a este consolador juego de manos: el hombre es libre para elegir entre el bien y el mal, y de la decisión depende su destino eterno. Cierto que también la Iglesia católica admite la doctrina de la predestinación en cuanto significa que todos los hombres están sometidos a la Providencia y que los planes divinos no dependen de las decisiones humanas. Cómo puedan coordinarse entre sí ambas afirmaciones es un problema filosófico-teológico cuya perfecta solución excede de nuestra capacidad de conocimiento en la vida presente. Pero lo que importa repetir es que un católico no puede evadirse de la angustia de sus futuros libres recurriendo a la predestinación divina. La redención de este aspecto de la libertad, parcial siempre en la tierra, ha de venir por otro camino: por la confianza en la misericordia de Dios, que envía al hombre su gracia. Resumiremos brevemente los aspectos fundamentales de esta enseñanza central de la Revelación cristiana 12. 1. El concepto de «libertad» (eleucería) es uno de los conceptos fundamentales del Nuevo Testamento. En haber libertado al hombre condensan San Juan y San Pablo todo el efecto de la redención de Jesús: «Para la libertad nos liberó Cristo» (Gálatas, 5, 1). «En donde está el Espíritu del Señor está la libertad» (2 Corintios, 3, 17). 12 Cf. S. Lyonnet: Liberté chrétienne et loi de l'Esprit selon Saint Paul, 1954; id.: La sotériologie paulinienne, en A. Robert y A. Feuillet: ob. cit.; H. Rondet: Gratia Christi, 1948.
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Cristo ha liberado al hombre de una serie de alienaciones que lo mantenían esclavizado a las fuerzas cósmicas hostiles (Gálatas, 4, 3-6); al pecado (Romanos, 6, 18; Juan, 8, 34-36); a la carne (Romanos, 7, 5-6); a la ley (Romanos, 8, 2); a la mentira (Juan, 8, 44-51); a la muerte (Romanos, 8, 21-23). Ya se ha hablado del mecanismo de esta esclavitud: como resultado de la desobediencia de Adán, la humanidad pierde el espíritu de Dios y queda sujeta al poder de la «hamartía», del pecado, que se instala en la carne del hombre, rebelándola contra su razón y destinándolo a la muerte. 2. Bajo el poder del pecado, el hombre, aunque sin perder su libertad y siendo capaz de algunas obras buenas naturales (Romanos, 2, 14-15), es incapaz de hecho para alcanzar la bondad moral (dikaiosyne) mediante el cumplimiento de la ley natural, si es pagano, o de la ley revelada, si es judío (Romanos, 1-3; 7, 14-24). 3. Porque, en efecto, la ley veterotestamentaria proporcionaba el conocimiento del pecado (Romanos, 3, 20), pero no el poder evitarlo. Y ello por cuatro razones: a) porque no comunicaba fuerza interior para vencer el mal (Romanos, 7, 14-25); b) porque con sus prohibiciones era ocasión a la rebeldía (Romanos, 7, 7-11)c) porque daba lugar a que pudiera despertarse el orgullo ético del hombre, la confianza en alcanzar la bondad por las propias fuerzas, por las obras, sin necesidad de la ayuda de Dios (Romanos, 2, 17-20; 3, 27; 4, 2; 10, 3, etc.), y d) porque la interpretación de rabinos y fariseos había puesto el acento en los actos puramente externos, olvidando la moralidad interior (es uno de los temas constantes de la polémica de Jesús con los judíos en los cuatro Evangelios, v. gr.: Mateo, 15, 1-20; 2 3 , 1-36). 4. La ley, sin embargo, fue útil, pues sirvió para
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descubrir al hombre su impotencia moral (Romanos, 3, 19; 5, 20), llevándole a la fe en la misericordia de Dios (Gálaias, 3, 22; Romanos, 11, 32). Por eso, San Pablo llama a la ley el «pedagogo» que nos llevó hasta Cristo (Calatas, 3, 24). 5. Jesús, con su victoria sobre las fuerzas del mal, sobre el pecado y sobre la muerte, ha puesto fin a la ley (Efesios, 2, 14-15; Colosenses, 2, 14), redimiéndonos de su maldición (Calatas, 3, 13) y haciéndonos libres de ella (Romanos, 6, 1-6). 6. Lo cual no quiere decir, en modo alguno, que el cristianismo no esté llamado a realizar un ideal éticoreligioso (dikaioma: Romanos, 8, 4), que consiste fundamentalmente en el amor al prójimo: «Porque un solo precepto contiene toda la ley en su plenitud: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Calatas, 5, 14; cf. Romanos, 13, 10). Tal es la «ley de la fe» (Romanos, 3, 27), la «ley de Cristo» (Gálatas, 6, 2), la «ley del Espíritu» (Romanos, 8, 2). 7. Lo que ocurre es que ahora esta nueva ley, este ideal cristiano de bondad, se ha hecho efectivamente realizable (Romanos, 8, 2-4) mediante la gracia: «Porque la ley fue dada por medio de Moisés; la gracia y la verdad nos han venido por Jesucristo» (Juan, 1, 17). 8. ¿Por qué caminos hace la gracia de Dios, traída por Jesús, que la bondad moral nos sea asequible? Por dos caminos: uno externo y otro interno. Exteriormente, el cristiano ha sido redimido del pecado y de la ley mediante la plena revelación de la verdad. «La verdad os hará libres», ha dicho Jesús en el cuarto Evangelio (Juan, 8, 32), y todos los escritos de San Juan no son sino un comentario a esta afirmación magnífica. El Dios que es Amor se ha revelado al mundo en su hijo Jesús (Juan, 3, 14-21), Luz que ilumina a todo hombre, y que, al ser elevado en la cruz, todo lo atrae hacia sí (Juan, 12, 32). A una enumeración de preceptos, que enseña, pero que no mueve, ha sucedido la presentación de un ideal de vida, encarnado en el hombre perfecto, Jesús, capaz de despertar amor y entusiasmo.
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Es célebre el comentario de San Agustín: «No pienses que eres atraído a tu pesar: al alma la atrae el amor... Yo afirmo: es poco decir que eres atraído voluntariamente, sino también placenteramente... Hay cierto placer del corazón, al que es dulce el pan del cielo. Si el poeta pudo decir: 'A cada uno le atrae su placer' (no la necesidad, sino el placer; no la obligación, sino la complacencia), ¿con cuánta mayor razón no debemos decir que es atraído a Cristo el hombre que se complace en la verdad, en la felicidad, en la justicia, en la vida eterna, puesto que todo eso es Cristo? ¿O acaso tienen sus placeres los sentidos del cuerpo y van a faltarle al alma?... Dame un hombre capaz de amar, y comprenderá lo que digo. Dame a uno que desee, que esté hambriento, que peregrine y sienta sed en esta soledad, que suspire por la fuente de la patria eterna, dámelo y comprenderá lo que digo. Si hablo a un indiferente, no comprenderá lo que hablo... Esta Revelación es también atracción. Muestras una rama verde a una oveja, y la atraes. Enseñas nueces a un niño, y lo atraes; corre a lo que le atrae. Es atraído amando, sin daño corporal, con una atadura del corazón. Si felicidades y placeres terrenos como éstos atraen a quienes aman, puesto que es verdad que a cada uno le atrae su placer, ¿cómo no va a atraer el Cristo revelado por el Padre? ¿Hay algo que ame más el alma que la verdad?» 13. A la moral jurídica de la ley antigua, sobre todo en la interpretación de los escribas, ha sucedido una moral axiológica, un orden de valores que no se reduce a la sola obediencia, sino que ofrece una rica gama de contenidos éticos a nuestra facultad estimativa. 9. Pero esa gracia externa del ejemplo y de la palabra de Cristo no puede ser aprehendida y aceptada sin la acción interior del Espíritu divino en el alma. San Pablo ha contrapuesto la vida psíquica del hombre, que es movido por el Espíritu, a la del que vive según la carne: 13
In Iohannis Evangelium, tr. 26, nn. 4 y 5.
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«En efecto: los que viven según la carne desean lo que es carnal; los que viven según el Espíritu, lo que es espiritual. Porque el deseo de la carne es la muerte, mientras que el deseo del Espíritu es la vida y la paz. Pues el deseo de la carne es enemigo de Dios, no se somete a la ley de Dios ni puede someterse, y los que están en la carne no pueden agradar a Dios. Vosotros no estáis en la carne, sino en el Espíritu, puesto que el Espíritu de Dios habita en vosotros... Todos aquellos, pues, a quienes anima el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Porque no habéis recibido un Espíritu de esclavos para recaer en el temor, sino que habéis recibido un Espíritu de hijos adoptivos que nos hace clamar: ¡Abba!, ¡Padre! El Espíritu en persona se une a nuestro espíritu para atestiguar que somos hijos de Dios» (Romanos, 8, 5-9 y 14-16). Atribuye, pues, aquí el Apóstol a la acción del Espíritu Santo, que habita en el alma, el que el hombre no se deje arrastrar por los deseos de la carne, el que aspire a la vida y a la paz y el que se dirija a Dios con amor de hijo y no con temor de esclavo. Más adelante, en este mismo capítulo, le atribuirá también el deseo y la esperanza de la vida eterna y el saber orar como conviene (23-27). No puede hallarse mejor comentario a esta doctrina que un profundo y atrevido texto de Santo Tomás de Aquino, que completa el de San Agustín: «La frase: 'Donde está el Espíritu del Señor está la libertad', se explica teniendo en cuenta que el hombre libre depende de sí mismo, mientras que el esclavo depende del dueño. Quien obra por sí mismo obra libremente; quien obra movido por otro no obra libremente. Por tanto, quien evita el mal no porque es mal, sino por el mandato del Señor, no es libre. Pero quien evita el mal porque es mal es libre. Esto es lo que hace el Espíritu Santo: perfecciona interiormente el alma mediante un buen hábito, de tal modo que evite el mal por amor, como si la ley divina se lo mandara. Y así se la llama libre, no porque no esté sujeto a la ley di-
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vina, sino porque está inclinado, mediante un buen hábito a hacer lo que la ley divina ordena» 14. Para Santo Tomás, pues, la acción ética del Espíritu Santo consiste en inclinarse a percibir y aceptar en sí mismos, y no por simple obediencia, los valores morales contenidos en la predicación evangélica. Ante esta doctrina, tan claramente enseñada por la Escritura, la Tradición y los grandes teólogos, resulta, en verdad, sorprendente que una escuela teológica (cada día menos numerosa, es cierto) sostenga que la acción habitual del Espíritu Santo en el alma no tiene efectos psicológicos, sino únicamente ontológico-jurídicos. El argumento que se ha solido aducir en apoyo de tan extraña opinión, de que si la gracia habitual actuara psicológicamente podríamos saber con certeza si estábamos en estado de gracia (contra la doctrina del Concilio de Trento), carece por completo de validez: ni podemos discernir con seguridad lo que, en nuestra vida interior, es obra del Espíritu Santo, que no actúa forzando nuestra vida psíquica normal de un modo milagroso; ni tampoco podemos diferenciar sus influjos meramente transitorios de los habituales. Se puede, pues, afirmar sin temor que toda la vida cristiana es una vida mística incipiente, en cuanto que confiere al espíritu capacidades psíquicas distintas de las puramente naturales, aunque no discernibles con certeza en la mera introspección. Son numerosos los pasajes en que el Nuevo Testamento insiste en la necesidad de la acción interior de Dios para poder vivir la vida cristiana: «Nadie viene a mí si el Padre que me envió no lo atrae (Juan, 6, 44). «Dios es el que opera en nosotros el querer y el obrar según su buen designio» (Fílipenses, 2, 13). «...nadie puede decir: Jesús es el Señor, sino en el Espíritu Santo» (1 Corintios, 12, 3). «Que el Dios de la paz... os haga aptos para cumplir su voluntad en toda clase de bien, produciendo en nosotros 1,1 Super Secundam Epistolam ad Corinthios, c. 3, lee. 3, n. 112.
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lo que le es agradable por Jesucristo» (Hebreos, 13, 20-21). Por ello, el Concilio II de Orange (año 529) aprobó este canon, formulado en términos agustinianos: «Si alguien dice que, sin gracia de Dios, la misericordia divina se nos confiere porque creamos, queramos, deseemos, intentemos, trabajemos, oremos vigilemos, procuremos, pidamos, busquemos, llamemos, y no confiesa que, por el contrario, se actúa en nosotros mediante la infusión e inspiración del Espíritu Santo, para que creamos, queramos y seamos capaces de realizar todas esas cosas como conviene; o subordina la ayuda de la gracia a la obediencia humana, y no reconoce que hay ya un don de la gracia misma para que seamos obedientes y humildes, se opone al Apóstol, que dice: «¿Qué tienes que no hayas recibido?» (1 Corintios, 4, 7) y "Por la gracia de Dios soy lo que soy" (1 Corintios, 15, 10).» 10. La gracia, sin embargo, no fuerza la voluntad humana: el hombre es libre para aceptarla o rechazarla. Cada página del Nuevo Testamento lo supone: ante la predicación y la gracia, la humanidad se divide. Y los creyentes mismos pueden volver al pecado, e incluso a uno «tal que no se da ni siquiera entre los paganos: que uno de vosotros viva con su madrastra» (1 Corintios, 5, 1). El Libro de los Hebreos y las epístolas nos proporcionan abundantes ejemplos. Por ello, San Pablo amonesta repetidamente a los fieles a que no se confíen en sí mismos: «Así, el que se envanece de estar en pie, tenga cuidado no sea que caiga» (1 Corintios, 10, 12). «Hermanos: aun en el caso de que alguno sea cogido en falta, vosotros, que sois espirituales, enderezadle con espíritu de dulzura, porque también tú podrás ser tentado» (Calatas, 6, 1). «Trabajad con temor y temblor en vuestra salvación» (Filipenses, 2, 12). Podemos, pues, sintetizar la acción de la gracia diciendo que, sin ella, no puede el hombre ser bueno; pero que, con ella, puede no serlo tampoco. Y, sin embargo, mediante su gracia, Dios mueve, de modo mis-
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terioso, al hombre para que secunde infaliblemente sus planes salvadores sobre la humanidad. Es doctrina de la Iglesia católica que Dios da a todos los hombres gracia suficiente para que, si quieren, puedan salvarse. 11. Resulta casi innecesario añadir que toda esta acción de Dios en el hombre es completamente gratuita: «Justificados gratis por su gracia mediante la redención en Cristo Jesús» (Romanos, 3, 24). Dios podría, en efecto, no haber elevado al hombre a un orden sobrenatural o no haber redimido sus pecados. 12. La teología posterior ha sistematizado estos datos de la Escritura, distinguiendo dos clases de acción del Espíritu Santo en el alma: una habitual y otra transitoria. La gracia habitual es el efecto primario de la inhabitación divina en el alma. También son dones habituales las virtudes infusas: fe, esperanza, caridad, y las virtudes morales. Son ellas las que capacitan e inclinan al hombre para que realice el ideal cristiano. Se infunden con el bautismo. Se recuperan con la penitencia (tanto sacramental como puramente interior, si está inspirada en un amor a Dios perfecto, con intención de someterse al juicio de la Iglesia). Se intensifican con los actos buenos y con la adecuada recepción de los sacramentos. Su presencia en el alma del niño y del loco, que mueren sin haber podido actuarlas, bastan para salvarlos. La gracia actual es un influjo momentáneo del Espíritu Santo para mover a determinada acción buena. Se ejerce también sobre el alma de los pecadores y de los no creyentes. Los sacramentos, además de infundir o intensificar la presencia de Dios en el hombre, comunican las gracias sacramentales, que la ayudan a cultivar determinado aspecto de la vida cristiana.
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III LA SALVACIÓN DEL SER ACOSADO
Acabamos de ver que el devenir del hombre hacia su plenitud puede ser alienado por su propia decisión libre. Pero es igualmente verdad que nuestro proyecto de vida se enfrente con la resistencia del mundo exterior, que penetra en nuestra existencia, condicionándola. Sus aspectos fundamentales son el destino, el dolor y la muerte. El destino.—Llamamos «destino» al conjunto de voluntades ajenas, presiones sociales y fuerzas de la naturaleza que se enfrentan con nuestra libertad. Que nos vienen dadas sin haber sido elegidas por nosotros, y en muchos casos, destruyendo nuestros proyectos. Ante el destino, el hombre se pregunta si es un colaborador o un enemigo, si le ayudará o le impedirá realizarse a sí mismo; si en ese choque con la resistencia exterior no perderá todo sentido el vivir; si, en fin, el destino está hecho a medida humana. La Revelación bíblica enseña, ante todo, al creyente que lo que en realidad importa no es tanto el proyecto de vida que él ha hecho cuanto el proyecto que Dios ha hecho sobre su vida. Porque el sentido de cada existencia viene más bien dado por vocación que por decisión. La pregunta: ¿qué quiero hacer de mí?, se convierte, entonces, en esta otra: ¿qué quiere Dios que yo haga? Abraham oye su vocación, su llamamiento por Dios, en Ur de Caldea; Moisés, en el monte Horeb; Amos, detrás de su rebaño; Samuel, en el templo; los primeros apóstoles, a la orilla del mar; Pablo, a caballo, mandando un destacamento de perseguidores... Jeremías nos ha descrito «desde dentro» su propia experiencia psicológica de la vocación a ser profeta: Tú me has seducido, Yavé, y yo me he dejado seducir. Te has adueñado de mí: eras el más fuerte. Soy motivo continuo de burla, la irrisión de todo el mundo.
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Cada vez que tengo que decir la palabra, he de gritar y proclamar: ¡Violencia y ruina! La palabra de Yavé ha sido para mí oprobio y vergüenza todo el día. Me decía: no pensaré más en El, no hablaré más en su nombre: entonces era en mi corazón como un juego devorador, encerrado en mis huesos. Me agotaba en contenerlo, y no podía soportarlo... (20, 7-9). La vocación divina aparece en la Biblia siempre con los mismos caracteres, cuyo tipo es la vocación de Abraham: «Yavé dijo a Abraham: Deja tu país, tus parientes y la casa de tu padre, para ir al país que yo te indicaré» (Génesis, 12, 1). La llamada de Dios invita siempre a arrancarse a una circunstancia más o menos confortable y, trascendiendo todo proyecto de vida simplemente humano, lanzarse a la aventura, sin seguridad terrena, de peregrinar hacia la tierra prometida del encuentro con El. En el Nuevo Testamento es tan importante la idea de vocación que a los cristianos se les designa simplemente como «los llamados» (kletoi, v. gr.: 1 Corintios, 1, 24). Y ya hemos visto que la palabra «Iglesia», de la misma raíz, significa la «comunidad llamada» por Dios. Ahora bien: si es muy cierto que cada hombre tiene una vocación absolutamente personal y distinta en los particulares de la de los demás, vocación que ha de ir descubriendo a lo largo de la vida en el diálogo con Dios, no lo es menos que, como se dijo en el capítulo segundo, la naturaleza humana tiene en sí misma un proyecto común, substrato de todas las vocaciones personales: el proyecto de llegar al pleno conocimiento de Dios. El creyente asume ese proyecto de la naturaleza, y lo convierte en proyecto de la persona, en proyecto libremente aceptado. Y entonces la inquietud ante el destino adopta esta nueva expresión: ¿seré capaz
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de abrirme un camino, entre los obstáculos externos, que me lleve hacia Dios, o me acosarán de tal modo que me harán apartarme de El? La pregunta se justifica, porque la vida terrena no sólo es vocación, sino que es también tentación. Según la Biblia, Dios permite a las fuerzas del mal que tienten al hombre mediante pruebas internas y externas. Ejemplo típico es el de Job. Pero el mismo Jesús «fue conducido al desierto por el Espíritu, para ser tentado por el diablo» (Mateo, 4, 1). La tentación es una especie de vocación al revés: un llamamiento del mal a ser infieles a Dios y a nosotros mismos. No es extraño que el hombre bíblico tema este supremo combate. Jesús pide durante la tentación de Getsemaní que, si es posible, le sea ahorrado el cáliz de la pasión, e incluye en el padrenuestro una súplica semejante. A esta inquietud por nuestro destino religioso responde el cristianismo, ante todo, con una afirmación tranquilizadora: el proyecto que Dios tiene sobre los hombres coincide con el proyecto esencial de la naturaleza humana: «He aquí lo que es bueno y lo que agrada a Dios nuestro salvador, que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Timoteo, 2, 3-4). Consecuentemente, el Nuevo Testamento nos dice que todo cuanto nos ocurre obedece a un plan divino sobre cada uno de nosotros. Así lo afirma Jesús respecto a los más mínimos acontecimientos: «No temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar al alma; temed más bien a Aquel que puede enviar a la gehenna a la vez el alma y el cuerpo. ¿No se venden dos pájaros por un as?, ¡y ni uno de ellos cae al suelo sin el consentimiento de vuestro Padre! ¡Incluso los cabellos de vuestra cabeza están contados! No temáis: valéis vosotros más que muchos pájaros» (Mateo, 10, 28-31). Y San Pablo entona un triunfal himno de confianza en el amor de Dios, que no nos abandonará nunca: «Sabemos que todas las cosas cooperan al bien de
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aquellos que aman a Dios, y han sido llamados según el designio providencial. Porque a los que ha conocido de antemano, también los ha destinado a configurarse a la imagen de su Hijo, para que éste sea el primogénito entre muchos hermanos. Y a los que ha destinado, los ha llamado; y a los que ha llamado, los ha justificado; y a los que ha justificado, los ha glorificado. ¿Qué decir después de eso? Si Dios con nosotros, ¿quién contra nosotros? El, que no ha perdonado a su propio Hijo, sino que lo ha entregado por nosotros, ¿cómo no nos va a conceder todo juntamente con él? ¿Quién será el acusador de aquellos a quienes Dios ha elegido? Es Dios quien justifica, ¿quién va a condenar? ¿Acaso Cristo Jesús, que ha muerto; más aún, que ha resucitado, que está a la diestra del Padre, que intercede por nosotros? ¿Quién nos separará del amor de Cristo: la tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, los peligros, la espada?... De todo eso triunfamos gracias a Aquel que nos ha amado. Sí, yo estoy seguro de que ni la muerte ni la vida, ni ángeles ni principados, ni presente ni futuro, ni fuerzas, ni altura, ni profundidad, ni ninguna otra creatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús nuestro Señor» (Romanos, 8, 31-29). Esta providencia de Dios nos garantiza que ninguna tentación será superior a nuestras fuerzas: «Dios es fiel: no permitirá que seáis tentados por encima de vuestras fuerzas. Con la tentación os dará el medio de salir de ella y la fuerza de soportarla» (1 Corintios, 10, 13). Tal es el fundamento de la esperanza cristiana. Pero conviene indicar, aunque en este primer volumen solamente podamos aludir a ello, que, según la Biblia, esta confianza en la providencia divina no exime al creyente de la lucha contra las fuerzas naturales y las presiones sociales que esclavizan al hombre, alienándolo, y le impiden desarrollar libremente su capacidad de perfección. El deber de trabajar la naturaleza para que sirva a las necesidades humanas es afirmado en la Revelación
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desde el capítulo segundo del Génesis, en el que se nos dice que, ya antes del pecado, «Yavé Dios tomó al hombre y lo puso en el jardín de Edén, para que lo cultivase y lo guardase» (v. 15), hasta San Pablo, que ordena a los fieles de Tesalónica que «trabajen con sus manos» (1 Tesalonicenses, 4, 11), y establece la norma rotunda de que «si alguno no trabaja, que tampoco coma» (2 Tesalonicenses, 3, 10). En cuanto a la lucha contra las presiones sociales injustas, todo el Antiguo Testamento nos relata las intervenciones de Yavé para librar a su pueblo de sus opresores y sus enemigos: egipcios, cananeos, asirios... La rebelión de los macabeos contra los soberanos seléucidas es presentada como una guerra santa. En el Nuevo Testamento, Jesús habla con acerba ironía de que «los reyes de las naciones las oprimen, y los que dominan se hacen llamar bienhechores» (Lucas, 22, 25). San Pablo define el poder político como «instrumento de Dios para hacer justicia y castigar el mal» (Romanos, 13, 4), y recomienda a los fieles que pidan por las autoridades, para que la comunidad cristiana pueda «llevar una vida tranquila y apacible en toda piedad y dignidad» (1 Timoteo, 2, 2). Más duro es el Apocalipsis, que pinta como una Bestia demoníaca al totalitarismo ideológico del Imperio romano, obligando a adorar su propia imagen bajo pena de muerte o de pérdida de los derechos civiles: «Se le dio el poder de animar la imagen de la Bestia para hacerla hablar, de tal modo que se diese muerte a todos los que no adoraran la imagen de la Bestia. Y hará que todos, pequeños y grandes, ricos o pobres, libres o esclavos, lleven un signo en la mano derecha o en la frente, y no podrá vender ni comprar ninguno que no está marcado con el nombre de la Bestia o con la cifra de su nombre» (13, 15-17) *. El dolor.—En casi todos los capítulos precedentes se ha mencionado este problema central de la vida hu* Cf. Moral para universitarios, ce. VII y VIII.
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mana. Resumiremos lo dicho, ampliando brevemente algún aspecto. Vimos en el capítulo segundo que la última explicación del dolor según la Biblia no está ni en el pesimismo metafísico, ni en el dualismo del bien y el mal o del espíritu y el cuerpo, ni en ser consecuencia de un castigo por un pecado, sino en el conflicto esencial entre el ansia humana de absoluto y los límites de nuestra condición terrena. En al capítulo cuarto se señaló la influencia decisiva que la actitud adoptada ante el dolor tiene en la religiosidad de cada hombre, y se indicó también que la finitud de la creación no puede ser imputada, en modo alguno, a un defecto en la bondad divina, ya que una creación infinita es imposible. Finalmente, en el capítulo quinto, se habló del papel del sufrimiento en la Redención de la humanidad por Jesús. Consideremos ahora otros puntos fundamentales de la concepción cristiana del dolor: 1. El dolor no es un bien en sí mismo. El Antiguo Testamento nos presenta al hombre perfecto, Adán, viviendo sin dolor en el primer paraíso, el paraíso protohistórico; el Nuevo Testamento nos promete una existencia humana perfecta sin dolor para el segundo paraíso, el paraíso metahistórico; luego el dolor no pertenece al estado perfecto de la humanidad. Por otra parte, Jesús, a diferencia de los ascetas de algunas otras religiones, nunca ha recomendado la práctica de infligirse sufrimientos físicos directamente y por sí mismos. Sólo se nos dice de El que en una ocasión practicó el ayuno, pero del contexto se desprende que su abstinencia fue el resultado de una completa concentración espiritual, ya que solamente al cabo de los cuarenta días tuvo hambre (Mateo, 4, 2) v También en los escasos textos en que se nos habla del ayuno en la Iglesia naciente se le asocia a la oración, como un complemento de ella (Hechos, 13, 3; 14, 23). En las epístolas no se menciona nunca tal práctica ascética. Más aún: Jesús defiende a los discípulos contra los fariseos, que les reprochan no ayunar (Marcos, 2, 18-22). Jesús no muestra ninguna complacencia masoquista en el sufri-
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miento: por el contrario, su reacción espontánea es de viva repugnancia, y ante la Pasión se siente triste hasta la muerte, pide al Padre que, si es posible, le dispense de ella, y en la cruz se queja de sed. El dolor para Jesús, lo veremos en seguida, ha de aceptarse únicamente como consecuencia de la práctica de las virtudes, no como un bien en sí mismo. 2. Pero en la vida presente, el sufrimiento va indisolublemente unido a los supremos valores ético-religiosos. En el Antiguo Testamento, como ya se dijo, el dolor es considerado ya como un mal inherente a la limitación de la vida humana, ya como un castigo divino por el pecado. Para esta segunda concepción, las desgracias de los buenos resultan una dificultad formidable sobre la que vuelven una y otra vez los escritores sagrados: ¿por qué sufren los justos? El Libro de Job hace de ella su tema único. En esa especie de drama teológico se nos presenta el caso de Job, un justo «químicamente puro», al que le sobrevienen las más terribles catástrofes: pierde todos sus bienes, mueren sus hijos y, en fin, contrae una enfermedad que le ulcera todo el cuerpo. Sentado en la ceniza, ha alcanzado el fondo de la miseria humana. Su mujer le incita a la desesperación: «¿Todavía vas a perseverar en tu integridad? ¡Maldice, pues, a Dios, y muere!» (2, 9). Job rechaza a la tentadora, pero prorrumpe en las tremendas lamentaciones de las que vimos un fragmento en el capítulo primero. Cuatro amigos le escuchan y le replican en grandioso diálogo. A lo largo de la obra, son cinco las actitudes ante el dolor que se presentan. Primeramente, el prólogo y el epílogo (tal vez de autor distinto del centro del libro) interpretan lo ocurrido como una prueba: Dios permite a Satán que atormente a Job para ver si, a pesar de todo, sigue siéndole fiel. En segundo lugar, la mujer de Job considera el sufrimiento inmerecido como un absurdo, ante el que no cabe sino la desesperación. Los tres primeros amigos que hablan, por su parte, sostienen la tesis clásica del dolor como castigo: si Job sufre, es que ha pecado, aunque no quiera
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reconocerlo. El cuarto amigo, Eliú, aunque fundamentalmente de acuerdo con los otros tres, insinúa un concepto pedagógico del sufrimiento: Dios lo envía para «abrir los oídos» del hombre (36, 15). Finalmente, el mismo Yavé interviene para desautorizar todas las especulaciones: el dolor es un misterio divino, ante el que el hombre debe inclinarse en silencio (38, 1-42, 6) 1 5 . La explicación del sufrimiento como castigo viene complementada, sobre todo en los profetas, con la idea del castigo como camino al arrepentimiento. El dolor se convierte, así, en un medio de purificación, de perfeccionamiento moral. Citemos un texto, entre tantos: Es tu maldad la que te castiga, tus infidelidades las que te reprenden: comprende y mira qué malo y amargo es abandonar a Yavé, tu Dios, y no estremecerte delante de mí, oráculo del Señor Yavé Sabaot (Jeremías, 2, 19). ¿En dónde reside, exactamente, esa eficacia reformadora del sufrimiento? Si, como se dijo en el capítulo segundo, la esencia del pecado según el Antiguo Testamento consiste en que el hombre «haga su corazón semejante a Dios», es decir, en que, olvidándose de su finitud, se convierta a sí mismo y a las cosas en un absoluto, en un fin último, la eficacia del dolor estará en revelarle su propia limitación constitutiva y obligarle a trascenderla en busca de metas más altas. Y, en efecto, el ideal de la santidad veterotestamentaria se va delineando en la figura del «pobre de Yavé», es decir, del humilde que no se enorgullece en la sabiduría, el poder o la riqueza, del que sufre, del que se anonada ante Dios: Pero aquel sobre quien se inclinan mis ojos es el pobre y de corazón contrito, que tiembla ante mi palabra (Isaías, 66, 2) 1 6 . 15 16
Cf. J. Steinmann: Le livre de Job, 1955. Cf. A. Gelin: Les pauvres de Jahvé, 1953.
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Queda, pues, apuntada en el Antiguo Testamento una serie de hallazgos capitales sobre el sentido del dolor: su condición de misterio céntrico de la vida humana; su carácter de eco natural de la finitud del hombre; su valor como medio de alcanzar la madurez ético-religiosa. Pero aún no se han sacado todas las consecuencias de tales principios, no se ha llegado a una síntesis. La gran revolución cristiana del concepto del dolor puede condensarse así: haberlo desligado definitivamente de la vinculación necesaria a la idea de castigo, para poner de manifiesto su nexo indisoluble con la realización terrena del ideal bíblico de hombre. Tal enseñanza va unida a otra también básica en la antropología del Nuevo Testamento: que la meta de la vida humana no es conseguir la felicidad, sino aproximarse a la perfección ético-religiosa. En virtud de ambas proposiciones, el sufrimiento pasa de ser lo antihumano a ser una condición necesaria, aunque transitoria, del auténtico devenir hombre. La vida de Jesús encarna esta concepción cristiana: su existencia terrena no se encamina al triunfo, sino a la cruz. Y sólo mediante el sufrimiento puede realizarse plenamente su vocación salvadora. El autor de la Epístola a los Hebreos lo ha expresado con gran fuerza: «Convenía, en efecto, que Aquel por quien y para quien son todas las cosas, queriendo conducir un gran número de hijos a la gloria, perfeccionase mediante los sufrimientos al Jefe que había de salvarlos» (2, 10). «Jesús..., a pesar de ser el Hijo, aprendió con el sufrimiento la obediencia, y después de haber sido hecho perfecto, se ha convertido en principio de salvación eterna para todos los que le obedecen» (5, 8-9). Jesús mismo afirmó repetidamente que convenía que el Hijo del Hombre padeciera muchos sufrimientos (Marcos, 8, 31; Lucas, 24, 26; cf. Juan, 12, 27). Pero el Nuevo Testamento insiste en que a este esquema de la vida de Jesús ha de ajustarse toda existencia cristiana: «Después decía a todos: Si alguien quiere venir tras de mí, que se niegue a sí mismo, se cargue cada día
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con una cruz y me siga. Porque quien quiere salvar su vida, la perderá; pero el que pierde su vida por mi causa, la salvará» (Lucas, 9, 23-24). «En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y no muere, queda solo; si muere, da mucho fruto. Quien ama su vida, la pierde, y quien odia su vida en este mundo, la conservará en la vida eterna. Si alguien me sirve, que me siga, y donde yo estoy, allí estará también mi servidor» (Juan, 12, 24-26). «...herederos de Dios y coherederos con Cristo, si es que sufrimos con El para ser también glorificados con El» (Romanos, 8, 17). En esta doctrina sobre la necesidad del sufrimiento está, sin ninguna duda, una de las cazones últimas de que el judaismo y el paganismo contemporáneos de Jesús, e igualmente tantos hombres de todos los tiempos, se hayan negado a aceptar la Revelación cristiana. A un israelita, con la esperanza puesta en un Mesías rey y guerrero, nuevo David y nuevo Salomón, capaz de conducir a su pueblo a la revancha victoriosa sobre todos los dominadores, el anuncio cristiano de que el Mesías había venido ya, y era un campesino crucificado por los romanos, debió parecer una burla atroz. Ello se refleja en la actitud del joven fariseo Saulo, y San Juan nos ha descrito en el capítulo sexto de su Evangelio a esas turbas que quieren hacer rey a Jesús al ver que multiplica los panes, para abandonarlo inmediatamente cuando, en lugar de proseguir los prodigios, les habla de misteriosos alimentos del espíritu. De aquí el gran escándalo de la Pasión: la derrota del Mesías. Jesús quiere sustituir los mitos con los que la masa se evade de la dura realidad por la presentación de un ideal ético-religioso, y como siempre ha ocurrido en la historia, la masa responde gritando a Pilato: ¡Crucifícale! Semejante fue la reacción pagana. Para un romano orgulloso, cuyos dioses toman apariencia humana para decidir una batalla o seducir a una mujer, la historia de un Dios que se ha hecho hombre para morir por los hombres debió resultar inquietante y subversiva. Y en efecto, poseemos un excelente testimonio de ello en uno de los primeros escritos paganos contra el cristianismo:
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hacia el año 180, el filósofo Celso escribía( en su Doctrina verdadera: «Oprobio tuyo [de Jesús] es haber nacido en una aldea judaica de una mujer lugareña, pobre hilandera... Y si eras hijo de Dios, ¿cómo es que en tu pasión no te ayudó tu Padre ni fuiste tú capaz de ayudarte a ti mismo?... ¿Cómo es, pues, que llegando a mayor de edad no reinaste, sino que, todo un hijo de Dios, anduviste míseramente mendigando, escondiéndote de miedo y consumiéndote de acá para allá?... Porque a los judíos, en vez de hacerles señores de toda la tierra, no les ha dejado ni un terrón ni un hogar en ella; y a vosotros [los cristianos], si es que aún queda alguno que anda por ahí errante o se esconde, se le busca para darle muerte» n . Por eso, frente a ambas reacciones, judía y pagana, San Pablo escribe: «Porque los judíos piden prodigios y los griegos piden sabiduría; pero nosotros predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos y necedad para los gentiles» (1 Corintios, 1, 22-23). Y es que en el cristianismo, profesión de fe y elección ética están indisolublemente unidas. Creer en un Dios que se ha hecho hombre para morir por los hombres equivale a admitir que la generosidad suprema es un valor divino, al que todos hemos de tender. Si Dios es amor, el amor es divino. Y eso no puede ser aceptado sinceramente por los egoístas, los ambiciosos, los codiciosos de este mundo. Se puede creer en Cristo y ser pecador. Pero no se puede creer en Cristo sin aspirar a vencer el pecado y aproximarse constantemente al bien. Pero aún debemos concretar más: ¿por qué establece el cristianismo ese vínculo necesario entre el dolor y el progreso ético-religioso? " La obra de Celso nos ha llegado fragmentariamente en el Contra Celsum, de Orígenes. La traducción citada es de D. Ruiz: Padres apologistas griegos, 1954. Introducción general.
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3. Los nexos que unen al dolor con la realización del ideal cristiano son múltiples. Nos limitaremos a aludir brevemente a algunos de ellos. Ya la disposición previa a una actitud religiosa, es decir, la búsqueda de la verdad, el deseo de una existencia auténtica, comporta el sufrimiento de enfrentarse con la propia finitud humana en todas sus manifestaciones, renunciando al refugio de la huida, el mito o el orgullo desesperado. Jesús ha dicho: «Pedid y se os dará, buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá» (Mateo, 7, 7). La creencia en un Ser Absoluto lleva consigo el dolor de negar la autonomía del hombre, su posición central en el cosmos, su carácter de conciencia absoluta no objetivizada. San Pablo nos ha descrito la resistencia de los sabios paganos a dar gloria a Dios (Romanos, 1, 18-23). La fe en un Dios personal que interviene en la historia para llamar al hombre supone, como hemos visto, la disponibilidad ante su vocación. Es decir, la dolorosa renuncia a todo reposo para ponerse en camino hacia El. «Si alguien viene a mí sin aborrecer a su padre, su madre, su mujer, sus hijos, sus hermanos, sus hermanas y hasta su propia vida, no puede ser mi discípulo» (Lucas, 14, 26). La creencia en el Dios cristiano, que es amor, significa estar dispuesto también a amar. Y el amor cristiano es dura donación de sí mismo. Jesús ha resumido toda su moral en una maravillosa frase conservada en el Libro de los Hechos: «Mejor es dar que recibir» (20, 35). La identificación con Jesús en su amor a los hombres pone ante los ojos cristianos el horizonte del heroísmo: «En eso hemos conocido el amor, en que El ha dado su vida por nosotros: también nosotros debemos dar, pues, la vida por nuestros hermanos. Si alguien, gozando de las riquezas del mundo, ve a su hermano en la necesidad y le cierra las entrañas, ¿cómo el amor de Dios permanecerá en él?» (1 Juan, 3, 17).
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En otras palabras: el sufrimiento no es un bien en sí mismo, pero es compañero inseparable en este mundo de las actitudes cristianas fundamentales: humildad, ansia de Dios y compasión de los hombres. Así queda iluminado un tanto el pavoroso misterio del dolor de los inocentes: es un llamamiento hecho a los demás hombres a contemplar la pura finitud humana en sí misma, y no como castigo; a experimentar la pura compasión sin atenuante alguno, y si es consciente y voluntario, a dar el testimonio de un puro amor a Dios y al prójimo. Se explica así también la paradoja de que el cristianismo afirme, por una parte, la necesidad del sufrimiento, y por otra, nos exhorte vivamente a aliviar el dolor de nuestros hermanos. No siendo, en efecto, un bien en sí mismo, el dolor puede convertirse en un mal para el hombre, impulsándolo a la desesperanza y el odio. Tan peligroso medicamento sólo por Dios puede ser dosificado para cada uno. El amor, por el contrario, sí es un bien en sí mismo, y nos lleva a encauzar el sufrimiento ajeno, sobre todo compartiéndolo. Si en el mundo actual el dolor pesa a veces insoportablemente sobre algunos hombres, es, sin duda, porque los demás no somos instrumentos de ese plan divino que preveía nuestra compasión. Queda, sin embargo, una cuestión última: ¿no hubiera podido Dios ahorrar al hombre el sufrimiento y el riesgo de este período de prueba, situándolo desde el primer instante en el cielo? Se trata de una pregunta límite, para cuya respuesta no poseemos datos incontrovertibles. Cabe, sin embargo, pensar que la elección entre el bien y el mal, en algún momento de su devenir;, sea una propiedad intrínseca a toda conciencia finita. ¿Por qué? Algo se indicó en el capítulo segundo: el ser finito ha de elegir últimamente entre encerrarse dentro de sus propios límites, constituyéndose en meta absoluta de sí mismo, o trascenderse por donación al Ser Infinito. Pero Dios, en el instante de la elección, está todavía «fuera», es «ajeno»: darse a El supone un difícil acto de humildad, de entrega y de confianza, una
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inicial alienación, mediante la que, ciertamente, se desembocará en la plenitud de ser uno mismo 18. La muerte.—Es conocida la frase de Schopenhauer de que la muerte es el genio inspirador de todas las filosofías y todas las religiones, que quieren ser un contraveneno a su certeza. En seis grupos principales pueden ser clasificadas las concepciones filosófico-religiosas sobre la muerte: a) la muerte como puro acaecer biológico: es la posición de todos los materialistas desde Demócrito: la muerte no tiene una dimensión específicamente humana, sino que es para el hombre lo que para cualquier animal: simple disolución física; b) la muerte como misterio impenetrable: es la opinión de todos los agnosticismos: no podemos saber qué sea la muerte para el hombre, porque no es posible una experiencia de ella; c) la muerte como momento dialéctico: es la actitud de Hegel y la más común en el marxismo: la desaparición del individuo es un necesario momento del desarrollo de lo universal (Espíritu o comunidad); d) la muerte como liberación: es la doctrina platónica: la muerte libera al alma de la cárcel del cuerpo; e) la muerte como decisión ética: es la concepción estoica, cuyo último representante es el Heidegger de Sein und Zeit; el hombre debe asumir libremente su destino mortal para poder vivir una existencia auténtica, y f) la muerte como tránsito: es la actitud de todas las doctrinas que creen en un más allá no sólo para el alma separada, sino para todo el hombre; es decir, que creen en la resurrección de la carne. Resulta en verdad sorprendente que, vecino a pueblos como el egipcio,y el persa, en cuyo pensamiento tiene puesto central, Israel no haya profesado la fe en una vida eterna hasta época muy tardía. El primer texto del Antiguo Testamento en que tal fe es proclamada indiscutiblemente y sin ambages se encuentra en el LiCf. Santo Tomás de Aquino: De veritate, 24, 7.
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bro de Daniel, escrito hacia el año 165 /i. C. En los escritos más antiguos se nos habla de un descenso de todos los que mueren al Sheol, el «país del olvido», gran tumba común en la que los muertos (los misteriosos refaim) reposan en una especie de sopor. Del Sheol pueden ser llamados por artes mágicas (absolutamente prohibidas por la ley divina), como ocurre en la sombra de Samuel evocada por orden de Saúl, la cual, sin embargo, se queja de que su descanso haya sido turbado (1 Samuel, 28, 15). Esta tardía revelación de la existencia de una vida ultraterrena se comprende mejor si se tienen en cuenta dos cosas: que en la mayor parte de los pueblos próximos a Israel la resurrección no tenía un significado religioso, sino que era un hecho natural, derivado de la experiencia de los ciclos de la naturaleza, sobre todo agrícolas, y en segundo lugar, que en el israelita primitivo es más viva la conciencia de miembro del pueblo que la conciencia de individuo: de aquí que la esperanza en la futura gloria mesiánica colectiva reemplace a la esperanza en una salvación personal, de modo semejante a como un marxista de nuestro tiempo se siente consolado de su desaparición como individuo por la fe en el advenimiento de una sociedad perfecta. El pueblo judío empieza a tener atisbos de la vida eterna en cuanto don concedido por el Dios personal, cuyo amor no puede permitir q u e sus amigos perezcan para siempre (cf. Ezequiel, 37; Isaías, 26, 19; 53, 9-10, todos ellos discutidos). Pero la creencia en una resurección general no se hace común en Israel hasta el siglo II a. C. «Un gran número de aquellos que duermen en él país del polvo se despertarán: unos, para la vida eterna; otros, para el oprobio, para el horror eterno» (Daniel, 12, 2). En el Segundo libro de los Adacabeos (escrito después del año 124) no se habla d e la resurrección sino para los justos: «A punto de expirar se expresó así: Más vale morir a mano de hombres teniendo de Dios la esperanza de
La salvación del ser acosado 307 \ ser resucitado por El, porque para ti no habrá resurección a la vida» (7, 14). La vida eterna es presentada, pues, en tales textos, como una resurrección del hombre completo, en alma y cuerpo, no como la sola inmortalidad del alma. Aun en la época de Jesús, los saduceos continuaban sin admitir ninguna clase de vida de ultratumba 19. La diferencia más radical, tal vez entre el hombre del Antiguo y del Nuevo Testamento se halla en sus respectivas actitudes ante la muerte. Para el primero, la muerte es un hecho inevitable, que se acepta, sin duda, con la melancolía del Eclesiastés, que se desea lo más tardío posible, pero que no ocupa un puesto céntrico entre las preocupaciones del israelita. Para el segundo, por el contrario, la muerte es uno de los presupuestos básicos que condicionan toda la manera de entender no sólo la existencia humana, sino el conjunto de la realidad. Resumamos los aspectos principales de la concepción neotestamentaria de la muerte. 1. La oposición muerte-vida es una de las expresiones del conflicto cósmico entre el Bien y el Mal. En los Evangelios sinópticos se aplican a la venida de Jesús las palabras de Isaías: «Sobre los que habitaban en los oscuros parajes de la muerte, una luz se ha levantado» (Mateo, 4, 16; Lucas, 1, 79). En San Juan, Dios es el viviente, la vida está en su Palabra, Jesús mismo es la vida, que comunica a quienes creen en él; mientras que aceptar la fe significa «pasar de la muerte a la vida» (Juan, 5, 24). Para San Pablo, la muerte aparece personificada en una de esas potencias malignas, como el pecado, el demonio y, en cierta medida, la ley, que se introdujeron en el mundo a consecuencia de la culpa de Adam, y tenían esclavizado al hombre hasta su liberación por Cristo (Romanos, 5, 12-21; 8, 2; 1 Corintios, 15, 56). En la Epístola a los Hebreos se señala como fin de la muerte de Jesús el de «reducir " Cf. P. van Imschoot: ob. cit., vol. 2, c. 1, s. 3; R. Martin Achard: De la mort a la résurrection d'aprés VAnclen Testament, 1956.
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a la impotencia a quien tiene el poder de la muerte, es decir, el diablo, y liberar a todos los que durante la vida entera estaban esclavizados por el temor de la muerte» (2, 14-15). En el Apocalipsis, en fin, la Muerte, que monta en un caballo lívido para exterminar la cuarta parte de la humanidad, va seguida del averno (6, 8; cf. 1, 18); mientras que la condenación eterna es llamada «la segunda muerte» (2, 11, etc.). 2. La muerte en sí misma conserva siempre su carácter horrible. Cuando Jesús quiere expresar el máximo de la angustia, dice: «Triste está mi alma hasta la muerte» (Mateo, 26, 38). San Pablo compara la muerte con una gran tribulación padecida en Asia (2 Corintios, 1, 8), y se espanta al pensar que su compañero Epafrodito hubiera podido morir (Filipenses, 2, 27). Para indicar el colmo de la desesperación ante los castigos divinos, el Apocalipsis dice que «en aquellos tiempos los hombres buscarán la muerte, y la muerte les huirá» (9, 6). Nada más alejado, pues, del Nuevo Testamento que la necrofilia romántica. 3. La muerte ha sido vencida por la muerte y la resurrección de Cristo. He aquí el famoso himno de victoria de la Primera epístola a los Corintios, sobre el que un pensador comunista ha escrito: «Con qué orgullo, jamás conocido hasta entonces, lanza San Pablo su desafío a la muerte» 20. «Cristo ha resucitado de entre los muertos, primicia de los que duermen. Porque, habiendo venido la Muerte por un hombre, por un hombre ha venido también la resurrección de entre los muertos. Del mismo modo que todos mueren en Adán, todos también revivirán en Cristo... El último enemigo destruido será la Muerte... Cuando, pues, este ser corruptible se haya revestido de lo incorruptible y este ser mortal se haya revestido de la inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra de la Es20 E. Morin: L'homme et la mort dans l'histoire, 1951, página 206.
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critura: La 1 Muerte ha sido absorbida en la victoria. ¿Dónde está, ¡oh Muerte!, tu victoria?; ¿dónde está, ¡oh Muerte!, tu aguijón?» (15, 20, 22, 26, 54-55). Por eso, en el Apocalipsis se presenta a Jesús como dueño de la muerte: «No temas, soy yo, el Primero y el Ultimo, el Viviente, que fui muerto, y he aquí que vivo por los siglos de los siglos, poseyendo la llave de la Muerte y del Hades» (1, 18). De este dominio de Jesús sobre la muerte, participamos también los cristianos: «... todo es vuestro: ... sea el mundo, sea la vida, sea la muerte, sea el presente, sea el porvenir. Todo es vuestro; pero vosotros sois de Cristo, y Cristo es de Dios» (1 Corintios, 3, 22-23). Y el Nuevo Testamento se cierra con la visión de la derrota definitiva de la muerte: «Y el mar entregó los muertos que guardaba; la Muerte y el Hades entregaron los muertos que guardaban, y cada uno fue juzgado según sus obras. Entonces la Muerte y el Hades fueron arrojados en el estanque de fuego, que es la muerte segunda» (Apocalipsis, 20, 13-14). 4. La muerte es un tránsito a la vida eterna. Los anteriores textos y los que seguirán nos muestran claramente que el cristianismo concibe la muerte, ante todo, como un tránsito: a través de ella, el hombre pasa de la primera etapa, provisional y preparatoria de su existencia, a la segunda etapa, definitiva y remuneradora. «No os sorprendáis: viene la hora en que todos los que yacen en la tumba saldrán de ella al llamamiento de su voz [del Hijo del Hombre]: los que hayan hecho el bien, resucitarán para la vida; los que hayan hecho el mal, para la condenación» (Juan, 5, 28-29). 5. En cuanto tránsito, la muerte puede ser deseable. Jesús mismo decía a los apóstoles: «Si me amaseis, os alegraríais, porque voy al Padre» (Juan, 14, 28). Y San Pablo se sentía dividido entre el deseo de reunirse con Cristo y el deseo de seguir trabajando apostólicamente:
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«Para mí, ciertamente, la vida es Cristo, y morir, una ganancia. Sin embargo, si la vida en esta carne debe permitirme todavía un trabajo fructuoso, dudo en escoger. Estoy en esa alternativa: de una parte, tengo el deseo de irme y estar con Cristo, lo que sería, con mucho, preferible; pero de la otra, permanecer con vosotros es más urgente para vuestro bien» (Filipenses, 1, 21-23). 6. La muerte, libremente asumida, es el más alto lenguaje de amor a Dios y a ios hombres. Jesús insiste en la libertad con que acepta su propia muerte: «Si el Padre me ama es porque doy mi vida para volverla a tomar. Nadie me la quita: la doy por mí mismo. Tengo el poder de darla y el poder de volverla a tomar: tal es la orden que he recibido del Padre» (Juan, 10, 17-18). Con la aceptación de la muerte muestra al mundo su amor al Padre: «No me detendré más con vosotros, porque viene el Príncipe de este mundo. Contra mí no puede nada. Pero es preciso que el mundo sepa que yo amo al Padre y que obro como el Padre me ha ordenado. ¡Levantaos! ¡Vamos de aquí!» (Juan, 14, 30-31). Y muestra también su amor por los hombres: «No hay mayor amor que dar la vida por sus amigos» (Juan, 15, 13). 7. El cristiano debe asociarse a la muerte de Cristo. Ya nos hemos referido a la vinculación sacramental por el Bautismo y la Eucaristía. Pero el Nuevo Testamento nos habla también de una vinculación ética a la muerte de Cristo, consistente en imitar la obediencia y el amor extremos en ella implicados. Así, dice San Juan: «En eso hemos conocido el amor, en que El ha dado su vida por nosotros, y nosotros también debemos dar nuestra vida por nuestros hermanos» (1 Juan, 3, 16). San Pablo, a su vez, afirma que nuestra muerte es para Cristo: «En efecto, nadie de nosotros vive por sí mismo ni
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muere por sí mismo: si vivimos, vivimos para el Señor, y si morimos, morimos para el Señor. Luego tanto en la vida como en la muerte, al Señor pertenecemos» (Romanos, 14, 7-8). De sí mismo escribe: «Por El he aceptado perderlo todo, mirándolo como desperdicios, a fin de ganar a Cristo, ... a fin de conocerle a El, y la fuerza de su resurrección y la comunión en sus sufrimientos, configurándome a su muerte para conseguir, si es posible, resucitar de entre los muertos» (Filipenses, 3, 8, 10-11). Y exige, en fin, como cualidad del apóstol, que lleve en su cuerpo la «necrosis», el estado de muerte de Jesús: «Nosotros llevamos por todas partes, y siempre en nuestro cuerpo, el estado de muerte de Jesús, a fin de que la vida de Jesús se manifieste también en nuestro cuerpo. En efecto: aunque vivimos, somos sin cesar entregados a la muerte a causa de Jesús, a fin de que también la vida de Jesús sea manifestada en nuestra carne mortal. De este modo, la muerte hace su obra en nosotros, y la vida en vosotros» (2 Corintios, 4, 10-12). De aquí la importancia que, ya desde el Apocalipsis, tiene el testimonio de fe en Cristo sellado con la propia muerte: «Ahora se ha realizado la salvación y la fuerza y el reino de nuestro Dios y el poder de su Cristo, porque ha sido precipitado el acusador de nuestros hermanos, el demonio, que los acusaba día y noche delante de nuestro Dios. Ellos mismos lo han vencido por la sangre del Cordero y por la enseñanza del testimonio que dieron, porque no han amado tanto su vida que temieran la muerte» (Apocalipsis, 12, 10-11). 8. El Nuevo Testamento, además de afirmar la resurrección de la carne, supone implícitamente la inmortalidad del alma separada. En los últimos años ha cobrado nueva actualidad una antigua discusión entre los teólogos católicos y los protestantes sobre si el Nuevo Testamento, además de
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enseñar la resurrección del hombre completo, enseña también la inmortalidad del alma separada del cuerpo, en el período que va desde la muerte de cada individuo hasta la resurrección colectiva de la carne al fin de los tiempos. Los autores protestantes, con diversos matices, se inclinan a la negativa. Es cierto que la inmortalidad del alma separada no se afirma de modo explícito en ningún pasaje neotestamentario. Pero sí está implícita en sus varias referencias al destino del hombre inmediato a la muerte; así en la parábola del pobre Lázaro y el mal rico (Lucas, 16, 19-31); en la promesa al ladrón: «En verdad te digo: desde hoy mismo estarás conmigo en el paraíso» (Lucas, 23, 43); en las palabras de Jesús, alusivas a los patriarcas, de que Dios es Dios de vivos y no de muertos (Mateos, 22, 32); en el ruego de San Esteban moribundo: «Señor Jesús, recibe mi espíritu» (Hechos, 7, 59); en el ya citado deseo de Pablo de reunirse con Cristo (Filipenses, 1, 23; cf. 2 Corintios, 4, 8). Por otra parte, los recientes descubrimientos de Qumrán han demostrado que la fe en la inmortalidad del alma separada del cuerpo la profesaban ya algunas corrientes del judaismo en el siglo n a. C. (cf. Libro de los Jubileos, 23, 31) 2 1 .
IV LA SALVACIÓN DEL SER ANSIOSO
En todo cuanto antecede se ha indicado ya, en gran parte, cómo concibe el cristianismo la respuesta a las ansias fundamentales del hombre. Añadamos algunas precisiones, distinguiendo entre la etapa definitiva de la vida eterna y la provisional de la vida terrestre. 21 Sobre la teología de la muerte, cf. Varios: De limmortalité de l'áme: «Lumiere et Vie», 24, 1955; H. Volk: Das christliche Verstandnis des Todes, 1957; K. Rahner: Zur Theologie des Todes, 1958.
A)
En la vida eterna
El Nuevo Testamento no se complace en descripciones de la vida ultraterrena, que trasciende todas nuestras categorías presentes. A ella pueden aplicarse las palabras de San Pablo alusivas a todo el plan divino de salvación: «Como está escrito, nosotros anunciamos lo que el ojo no vio, lo que el oído no oyó, lo que no ha ascendido al corazón del hombre, todo lo que Dios ha preparado para los que le aman» (1 Corintios, 2, 9). Algunas indicaciones, sin embargo, en lenguaje imaginativo y simbólico pueden recogerse. Al ansia humana de plenitud de bienes corporales responde el cristianismo con la promesa de la resurrección gloriosa en un cuerpo transformado, dentro de un cosmos también transformado: «Pero, se dirá, ¿cómo resucitan los muertos?, ¿con qué cuerpo retornan? ¡Insensato! Lo que siembras no recobra vida si no muere. Y lo que tú siembras no es el cuerpo futuro, sino un desnudo grano de trigo, por ejemplo, o de cualquier otra semilla, y Dios le da un cuerpo a su gusto, a cada semilla uno determinado. Todas las carnes no son iguales; una es la de los hombres, otra la del ganado, otra la de los pájaros, otra la de los peces. Hay cuerpos celestes y cuerpos terrestres, pero el resplandor de los celestes es distinto del de los terrestres. Uno es el brillo del sol, otro el de la luna, otro el de las estrellas. E incluso una estrella difiere en brillo de otra estrella. Así ocurre con la resurrección de los muertos: se siembra corrupción, resucita incorrupción; se siembra ignominia, resucita gloria; se siembra debilidad, resucita fuerza; se siembra un cuerpo psíquico, resucita un cuerpo pneumático» (1 Corintios, 15, 35-44). El Apocalipsis nos habla de «un cielo nuevo y una tierra nueva» (21, 1), cuyas características serán: negativamente, la abolición de todo sufrimiento; positivamente, la claridad y la belleza: «Y vi la Ciudad Santa, la Jerusalén nueva, que des-
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cendía del cielo, de junto a Dios, embellecida como una joven esposa adornada para su esposo. Y oí una voz inmensa clamando desde el trono: He aquí la morada de Dios con los hombres. Y "habitará con ellos, y serán su pueblo, y El será el Dios-con-ellos. Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y la muerte ya no será; ni llanto, ni grito, ni pena será ya. Porque lo anterior ha pasado. Entonces, Aquel que se sienta sobre el trono declaró: He aquí que yo hago nuevas todas las cosas. Y añadió: Escribe que todas estas palabras son dignas de fe y verdaderas. Y me dijo: Esto es hecho. Yo, el alfa y la omega, el principio y el fin. A quien tiene sed, le daré gratis de la fuente de la vida. Esta será la suerte del vencedor: yo seré su Dios, y él será mi hijo... Ya no habrá más maldición. El trono de Dios y del Cordero se alzará en la ciudad, y los servidores de Dios lo adorarán: verán su rostro y su nombre estará sobre sus frentes. No habrá más noche: no necesitarán ni lámpara ni sol para alumbrarse, porque el Señor Dios esparcirá su luz sobre ellos, y reinarán por eones de eones» (21, 3-7; 22, 3-5). Ya se ha. indicado que Jesús se refiere a la vida eterna bajo la imagen cordial y alegre de un banquete (Mateo, 8, 11; Marcos, 14, 25; Lucas, 12, 37; 14, 15-24). El mismo, una vez resucitado, lo prefigura comiendo con los discípulos. El Apocalipsis habla, igualmente, del «banquete de las bodas del Cordero» (19, 9). Al ansia humana de valores responde el Nuevo Testamento, como vimos en el capítulo segundo, prometiéndonos la visión inagotable de un Dios que es verdad, bondad, belleza y santidad infinitas. Así quedará definitivamente saciada, cumpliéndose el anuncio de Jesús, la sed esencial del hombre: Quien bebe de este agua [del pozo de Jacob] volverá a tener sed. Pero quien beba del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás: el agua que yo le daré
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se convertirá en él en una fuente de agua que mana para la vida eterna (Juan, 4, 13-14). En cuanto a la más profunda de las ansias humanas, el ansia de fundamentación personal, el ansia de compañía, encuentra el cristiano la promesa de una eterna comunidad de amor con Dios y con la Iglesia triunfante. Las imágenes antes citadas del banquete y la ciudad de Dios así lo indican. Pero, sobre todo, el Nuevo Testamento insiste en el anuncio de una eterna convivencia con Jesús: «¡Que vuestro corazón no se turbe! Creéis en Dios: creed también en mí. Hay muchas moradas en la casa del Padre; si no, os lo hubiera dicho. Voy a prepararos un lugar. Y cuando haya ido a prepararos un lugar, volveré a tomaros conmigo, a fin de que donde yo estoy, estéis también vosotros» (Juan, 14, 1-3; cf. 17, 24). Y San Pablo describe repetidamente la vida eterna como un «estar con Cristo». «Porque el mismo Señor, a la señal dada por el arcángel y la trompeta de Dios, descenderá del cielo, y los muertos en Cristo resucitarán primeramente; después, nosotros, los vivientes, los que permaneceremos aún allí, nos reuniremos a ellos, y seremos llevados sobre las nubes al encuentro del Señor en los aires. Así estaremos con el Señor para siempre» (1 Tesalonicenses, 4, 16-17; cf. 5, 10; 2 Tesalonicenses, 2, 1; 2 Corintios, 4, 14; Filipenses, 1, 23; Colosenses, 3, 4). B)
En la vida terrena
La solución de los problemas del hombre es vivida por el cristiano, durante la vida presente, no como posesión, sino como esperanza. Ni siquiera con la certeza absoluta de llegar a alcanzarla, sino solamente con la certeza de poder alcanzarla, confiando en la gracia de Dios, y en el propósito de responder a ella. Pero la fe proporciona, ya en la existencia temporal, cierta participación en los bienes eternos. En cuanto a los corporales, la fe nos descubre el sen-
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La salvación de Dios
tido del sufrimiento; nos muestra el aspecto positivo de la pobreza; nos adiestra en la ascética del desprendimiento; nos da la confianza en la providencia divina, que no desampara a los pájaros y los lirios. Respecto a los bienes axiológicos, el cristianismo nos ofrece un inmenso material para la contemplación. Lo que nos dice del amor, la bondad, la belleza, la santidad divina, puede alimentar, sin saciarla, nuestro ansia de valores. Finalmente, la soledad radical del hombre, su infundamentación esencial, queda aliviada por la fe en la cercanía de Dios, señor del mundo y de la historia, habitante de nuestra alma, presente, hecho hombre, en la Eucaristía; por la seguridad en que «nada puede apartarnos del amor de Cristo»; por la compañía de nuestros hermanos en la gran comunidad de la Iglesia y en la pequeña comunidad de la familia cristiana. Cierto que la esperanza no elimina del vivir cristiano los momentos de angustia y soledad, de taedium vitae, las noches oscuras del espíritu, que Jesús mismo conoció en Getsemaní y en la cruz. Cierto que hay etapas de la evolución espiritual en que el alma ha agotado un estrato de valores del cristianismo y no es capaz aún de penetrar en zonas más profundas, sintiéndose invadida por el hastío, por la acedía de los antiguos tratadistas ascéticos. Son los momentos de la fe desnuda, de la esperanza despojada, de la pura tensión escatológica, que San Pablo ha descrito así: «Nosotros mismos, que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos también interiormente en la espera de la redención de nuestro cuerpo. Porque estamos salvados, pero en esperanza. Y ver que se espera, no és esperar: ¿cómo podría esperarse lo que se ve? Pero si esperamos lo que no vemos, mediante la perseverancia lo aguardamos» (Romanos, 8, 23-25). Por eso el Nuevo Testamento se cierra con el gran clamor de la Iglesia y del creyente: «El Espíritu y la Esposa dicen: ¡Ven! Que el que escucha diga: ¡Ven!... ¡Oh, sí, ven, Señor Jesús!» (Apocalipsis, 22, 17 y 20).
APÉNDICE EVOLUCIÓN
Y DOGMA * I
INTRODUCCIÓN
a)
Ciencia y religión
Es posible que el enunciado de este capítulo provoque en sus lectores científicos, incluso profundamente cristianos, una vaga sensación de malestar. Quiero aludir brevemente, en estas palabras introductorias, a las raíces de este sentimiento. Nuestra reacción ante las cosas no proviene solamente de nuestras convicciones, sino también de factores menos racionales: temperamento, gustos, hábitos... Entre ellos hay que incluir evidentemente nuestros hábitos profesionales y, más en el fondo, las preferencias y aptitudes intelectuales que nos llevaron a elegir nuestra profesión. Es claro que el hombre de talante y profesión humanistas, acostumbrado al método de estudio de la historia, la sociología o el derecho, enfoca los problemas de la existencia con una actitud profundamente distinta de la del hombre de vocación científica, habituado a la deducción matemática y a la comprobación experimental. Para unos y otros, el acceso a la vida religiosa, y específicamente a la religión cristiana, presenta facilidades y obstáculos peculiares. En lo que al científico respecta, me parece que entre los elementos constitutivos de su vocación profesional que favorecen una actitud religiosa deben contarse la aspiración ideal del conocimiento científico a una visión unitaria del cosmos y la persuasión (cada vez más patente en nuestros días) de que el solo método científico es intrínsecamen* Publicado por primera vez en la «Revista de la Universidad de Madrid», vol. VIII, núms. 29-31.
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Evolución
y dogma
te incapaz de llegar a ella. Creo, por el contrario, que la mayor dificultad que un hombre de ciencia contemporáneo encuentra en la aceptación del cristianismo reside en su repugnancia profesional a incluir en su concepción del mundo elementos antropológicos. Equiparar los problemas de la formulación físico-matemática del Universo con los problemas de la conciencia humana les sigue sonando a muchos a profanación. Sin duda que el ejemplo más extremado de esta tendencia lo presenta el neopositivismo lógico de Wittgenstein, de Russell, de Ayer, de Korzybski, con su intento de negar validez intelectual a todas las proposiciones metafísicas, religiosas y éticas, relegándolas al campo de los sentimientos, fundándose en que ni pueden ser formuladas unívocamente ni verificadas en la experiencia. De aquí que ya la concepción misma de Dios como ser personal suponga una dificultad para la mentalidad científica. Más todavía, claro es, la Encarnación de lo Absoluto en una naturaleza humana concreta. Y más aún, por tanto, la existencia de una fuente de conocimiento ni deductivo ni verificable, sino revelado, transmitido mediante testigos humanos, en formulaciones con frecuencia más o menos antropomórficas, y en dependencia de un magisterio viviente ejercido por hombres. No es, por consiguiente, de extrañar que el avecinamiento de estos dos términos: «evolución» y «dogma», de los que el primero designa un posible hecho cósmico, deducible de datos experimentales, y el segundo una verdad procedente de una revelación religioso-histórica, sea capaz de provocar cierta sensación de incomodidad en los científicos que lo lean. Observaré aquí únicamente que el hombre como sujeto, como conciencia, y sus problemas, son un «dato» de primordial importancia (especialmente para nosotros los hombres), que ha de encontrar su puesto en una concepción del mundo que pretenda ser completa. Es bien significativo que frente a los intentos antes aludidos de algunos filósofos por deshumanizar la filosofía haya que anotar en estos años los crecientes esfuerzos de científicos como Eddington, Sherrington, Heisenberg
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Introducción
y Schródinger por humanizar la ciencia, dando cabida en ella a la consideración del hombre-sujeto. Pero el más importante de los problemas que afectan al hombre es el de saber si existe para él una salvación religiosa. Pues esta salvación religiosa, si existe, habrá de realizarse mediante una penetración de lo divino en lo cósmico, ya que ha de llegar hasta el hombre, que forma parte del cosmos. Con lo cual lo divino habrá de hacerse también cósmico en cierta medida. De lo que se sigue la legitimidad en principio de aspirar a una síntesis intelectual de la que entren a formar parte tanto el conocimiento científico como el conocimiento religioso. b)
Ciencia y revelación
bíblica
La religión, relación del hombre con Dios, puede ser entendida de tres modos. Como un grito que la humanidad lanza hacia lo alto, preguntando si sus problemas esenciales (ansias de verdad, bondad, belleza y amor absolutos, temporalidad, elección libre, destino, sufrimiento, muerte) tienen solución más allá del mundo. La religiosidad de algunos hombres no pasa de este primer estadio. Pero la religión puede ser entendida también como la respuesta afirmativa que la reflexión natural da a esta pregunta, estableciendo la existencia de un Dios a quien se ruega y de quien se supone que escucha. Son innumerables los seres humanos que no admiten sino esta religiosidad natural. Pero cabe también un tercer modo de entender la religión: que el hombre crea haber realizado una respuesta de Dios. Que Dios no se ha limitado a configurar el cosmos, sino que ha hecho penetrar en él su palabra. Que se ha revelado sobrenaturalmente. De las grandes religiones existentes, sólo tres pretenden ser reveladas por Dios: el judaismo, el cristianismo y el Islam. Y las tres admiten la revelación bíblica, aunque el judaismo se limite al Antiguo Testamento y el Islam pretenda completar y corregir la Biblia con la revelación mahometana. Ad-
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Evolución y dogma
mitir una religión revelada equivale, pues, básicamente a admitir que la Biblia es palabra de Dios. Pero ¿qué es la Biblia? La Biblia es un libro religioso, en el que Dios comunica al hombre la naturaleza y condiciones de su salvación sobrenatural. La Biblia no tiene como misión, por tanto, la de transmitir un saber sobre el mundo, un conocimiento científico. Ya San Agustín lo afirmó en su comentario al Génesis, y el papa León XIII, en su encíclica Providentissimus Deus, hizo de esta distinción uno de los principios fundamentales de la exégesis de la Biblia. Lo que ocurre es que, como ya se indicó, por formar el hombre parte del cosmos, del mundo físico y del mundo biológico, su salvación religiosa no puede realizarse sin referencia ninguna a los elementos cósmicos. Un ejemplo aclarará lo que quiero decir. La revelación bíblica nos enseña que la salvación definitiva del hombre tiene lugar en una situación supracósmica, en un encuentro eterno del hombre con Dios después de la muerte. Tal afirmación trasciende por completo el dominio de toda ciencia. Pero en ella se encierran, sin embargo, implícitamente ciertas consecuencias doctrinales que sí afectan al mundo presente. Supone, por ejemplo, la doctrina de que en el hombre viviente en la tierra existe ya un elemento no mortal. Lo cual, a su vez, equivale a decir que el hombre no se identifica totalmente con su cuerpo. Ello establece una diferencia esencial entre el hombre y los animales. Lo cual es incompatible con un evolucionismo homogéneo absoluto según el cual todo el hombre procediera de la naturaleza inhumana. Más claramente aún se muestran las implicaciones de la revelación bíblica respecto de las ciencias históricas, ya que la palabra de Dios no se ha comunicado directamente a cada hombre, sino tan sólo de modo indirecto, a través de unos pocos inspirados, a lo largo de muchos siglos y en circunstancias históricas muy diversas. De aquí que haya una «historia sagrada», objeto también de revelación, juntamente con las revelaciones propiamente doctrinales.
c) Ciencia y magisterio de la Iglesia Dios no se ha limitado a hacer una serie de revelaciones a la humanidad mediante sus profetas. Sino que su propia Palabra personal, el Verbo, ha penetrado en el espacio y el tiempo mundanos, encarnándose en la naturaleza humana de Jesús. Jesús, a su vez, no se redujo a manifestar la última y definitiva revelación divina mediante su predicación y su actuación, sino que dejó constituida una Comunidad de creyentes en El, la Iglesia. A esa Comunidad la estructuró con una Jerarquía. Jesús prometió a su Iglesia la asistencia permanente del Espíritu divino. La asistencia del Espíritu hace que la Iglesia no pueda equivocarse en la transmisión e interpretación de la palabra revelada. En otros términos: la asistencia del Espíritu hace que la Iglesia sea infalible en la enseñanza de las verdades reveladas por Dios y de aquellas otras que de ellas se deducen necesariamente. Como es bien sabido, la Iglesia ejerce su magisterio infalible de un modo solemne en las definiciones pontificias y conciliares, y de un modo ordinario en la enseñanza unánime de los obispos sobre las verdades reveladas. Pero además de este magisterio infalible, la autoridad de la Iglesia puede exigir a sus fieles, en virtud de sus poderes disciplinares, que en un momento determinado acepten y mantengan doctrinas que aparecen entonces probablemente, aunque no con certeza absoluta, deducibles de lo revelado. Ello mantiene la unidad de pensamiento del pueblo cristiano. Tales decretos de la Iglesia no se oponen a que los especialistas sigan trabajando sobre esos temas, y no excluyen la posibilidad de que ese trabajo aboque alguna vez a que la autoridad modifique las normas de seguridad doctrinal que con anterioridad fueron disciplinarmente obligatorias. No podemos detenernos aquí a matizar más exactamente esta exposición somera.
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Evolucionistno y religión II EVOLUCIONISMO Y RELIGIÓN
Antes de pasar al estudio de los textos bíblicos y de las enseñanzas del magisterio de la Iglesia que se refieren al aspecto teológico del evolucionismo vamos a detenernos un momento en una reflexión de tipo más general: una visión evolucionista del cosmos, ¿favorecería o dificultaría una actitud religiosa? ¿Cuál es la justificación de esta pregunta? La siguiente: el conocimiento religioso natural parte del conocimiento de las creaturas, y a través de él llega al conocimiento de Dios. La diferencia, sin duda profunda, que existe entre una concepción discontinua y una concepción evolucionista del mundo, ¿de qué modo repercute en el concepto de Dios que, mediante el conocimiento del mundo, se forma la reflexión natural? La dificultad de responder a esta pregunta estriba, sobre todo, en que aún no ha sido formulada con precisión una metafísica del evolucionismo. Tal vez porque la evolución físico-biológica admite ser interpretada según metafísicas muy diferentes, desde la aristotélica a la del materialismo dialéctico, pasando por la hegeliana. Sin detenernos aquí en los largos análisis teóricos que la consideración de cada una de estas hipótesis llevaría consigo, limitémonos a examinar brevemente cuáles pueden ser las repercusiones de una concepción evolucionista en cuatro aspectos del conocimiento natural de Dios: la demostración de su existencia, el modo de entender su acción sobre el mundo, la imagen natural de sus perfecciones y el establecimiento de su trascendencia respecto al Universo. Es claro que una interpretación evolucionista no afecta para nada a las pruebas metafísicas de la existencia de Dios. El cosmos evolucionista no es menos contingente que el cosmos discontinuo. Aun en el caso de una teoría evolucionista absoluta que determinara cuál ha sido el punto de partida y las leyes primarias del proceso evolutivo de toda la realidad, quedaría igual-
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mente sin respuesta científica la cuestión metafísica de por qué el ser se ha realizado precisamente en esta forma concreta y no en otra. En cuanto al modo de comprender la acción divina sobre el mundo, depende de cómo una metafísica evolucionista entienda la relación entre las causas segundas y la Causa Primera. Si la doctrina clásica de la escuela tomista, por ejemplo, exigía ya para todo paso de cualquier potencia a su acto el concurso inmediato de la Causa Primera, ¡cuánto más no habrá de exigirlo para una derivación de sustancias de orden superior a partir de otras de orden inferior! No se ve, por tanto, motivo alguno para que el universo evolucionista, aunque excluya la acción creadora directa de Dios para cada uno de los nuevos tipos de seres (que, en una interpretación hilemórfica, supondrían simplemente la deducción natural progresiva de la materia prima, de formas ascendentes), haya de ser más autónomo respecto de su Creador que un universo discontinuo. Tampoco parece que la imagen de la Omnipotencia y la Sabiduría divinas reflejadas a través de una visión evolucionista del mundo sea inferior a la que refleja una visión opuesta. Por lo que respecta, finalmente, al establecimiento de la trascendencia de Dios, creo que acaso cupiera afirmar que un inmanentismo o un panteísmo se componen mejor con una concepción cósmica evolutiva, pero no a la inversa: que una concepción cósmica evolutiva se componga mejor con el monismo teológico. En efecto: si se entiende a Dios como anima mundi o como el ser común a todos los seres, parece lógico concebir todos los tipos de realidad como simples manifestaciones progresivas de ese Dios. Pero eso no significa en modo alguno que, recíprocamente, entender que los distintos estratos de seres finitos e individuos se derivan unos de otros en una escala ascendente equivalga a afirmar que subyace a todos ellos una Sustancia única e infinita.
Evolucionismo III EVOLUCIONISMO Y REVELACIÓN
BÍBLICA
Al origen del mundo y al origen del hombre alude la Biblia fundamentalmente, como es bien sabido, en los tres primeros capítulos del Génesis. Trazaremos aquí un breve resumen de la historia reciente y de las tendencias actuales de su interpretación por la exégesis católica'. En la segunda mitad del siglo pasado, el rápido y simultáneo desarrollo de las ciencias cosmográficas, geológicas y antropológicas ponen de manifiesto que la concepción científica del origen del cosmos y del origen del hombre son profundamente distintas d e la cosmogonía y la cronología utilizadas en el Génesis. Al mismo tiempo, el descubrimiento de las antiguas literaturas del Próximo Oriente revela la existencia d e mitos cosmogónicos de innegables analogías con algunas imágenes bíblicas. Durante algunos decenios esta situación planteó un serio problema intelectual a teólogos y científicos cristianos, e inmediatamente comentaron los intentos de hallarle explicación. Los primeros ensayos propusieron un ingenuo «concordismo». Forzando el sentido de las expresiones bíblicas, se creyó poder ponerlas de acuerdo con las afirmaciones científicas. Así, por ejemplo, si l o s «días» del Génesis se entendieran como «períodos», la creación de seis días no estaría en oposición con l o s datos geológicos y biológicos. Ciertos entusiastas creyeron, incluso, descubrir en la Biblia anticipaciones de algunos descubrimientos científicos. El más serio representante de este intento fue Vigouroux 2 . Esta dirección fue rápidamente abandonada por todos los escrituj-istas solventes, ya que carecía en absoluto de justificación exegética 1 Para un resumen más amplio, cf. E. Galljiati: La leologia delta ispirazione e i problemi della Genesi, en Problemi e orientamenti di teología dommatica, Milán, 1957. 2 Les Livres Saints et la critique rationalist*?, París, 1883.
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(aunque algunos de nuestros manuales de religión no parezcan haberse enterado todavía). Ya por entonces, el gran exegeta dominico P. Lagrange 3 afirmó que la solución tenía que venir por un camino completamente distinto. El aspecto fundamental de la vía propuesta por Lagrange (dejando aparte otros puntos de vista menos afortunados) fue la incorporación a la exégesis católica del concepto de «género literario». Discutido y hasta tenido por sospechoso por bastantes teólogos durante algunos años el pensamiento de Lagrange (en parte, por culpa de ciertas imprecisiones), su doctrina de los géneros literarios se ha convertido en una de las bases de la exégesis católica contemporánea, y, como veremos después, ha sido plenamente aceptada por el magisterio de la Iglesia. ¿Qué son los géneros literarios? Trataré de explicarlo con la mayor claridad y concisión que me sea posible. Como antes se dijo, para nosotros los católicos los autores de los libros que forman la Biblia estuvieron inspirados por Dios al escribirlos. Eso quiere decir que Dios los movió a escribir lo que El quería comunicar a los hombres. Pero no los utilizó como instrumentos mecánicos, sino como seres humanos, respetando la vida psíquica de cada uno de ellos, con sus diferentes grados de inteligencia, de sensibilidad, de imaginación... De aquí que para expresar la revelación divina cada autor bíblico haya utilizado su propio vocabulario, su estilo, sus preferencias literarias, su sistema de ideas sobre el mundo y la humanidad, su bagaje cultural. Una de las consecuencias de la psicología particular de cada escritor es la del género literario que elige. Porque una misma enseñanza puede ser comunicada con muy distinta clase de literatura: una exposición científica, un ejemplo histórico, una fábula, una novela, una carta, una obra de teatro, etc. La Biblia, escrita por autores tan distintos y a lo largo de tantos siglos, abarca una inmensa variedad de géneros literarios: canciones (de guerra, de trabajo, nupciales...), poemas, prover3
La Méthode historique, París, 1903.
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bios, enigmas, fábulas, parábolas, diálogos, profecías, contratos, genealogías, tratados, discursos, inventarios, leyes, narraciones de diferentes clases... Todo cuanto en la Biblia se contiene, esté escrito en el género literario que esté escrito, es absoluta e íntegramente verdadero. Pero lo es tan sólo dentro del ámbito de lo que de afirmativo hay en cada uno de dichos géneros. Unos ejemplos tomados de textos muy conocidos del Nuevo Testamento aclararán lo que eso quiere decir. Cuando leemos los relatos de la Pasión de Jesús en los cuatro evangelios comprendemos claramente que lo que los evangelistas han querido hacer al escribirlos es una crónica histórica en el sentido occidental y estricto, es decir, la narración de unos acontecimientos que ocurrieron realmente en cada uno de sus detalles. La verdad que corresponde a este género literario exige que lo relatado se adecúe exactamente a los hechos ocurridos. En cambio, cuando leemos la parábola del hijo pródigo, entendemos muy bien que la verdad propia de ese género literario no está en ningún modo en que efectivamente hubiera existido un padre que tuvo dos hijos, el menor de los cuales le pidió su parte de bienes y los disipó en un país lejano..., sino que la verdad de la parábola reside en que la doctrina religiosa que bajo el ropaje literario de esa narración ficticia se nos transmite (la benevolencia de Dios hacia el pecador arrepentido, en este caso) sea verdadera. Porque solamente esa doctrina es lo que el autor de la parábola pretende afirmar. Pero existen géneros literarios más complejos y difíciles. Tomemos, por ejemplo, la parábola de Jesús que se encuentra en el capítulo 21 del Evangelio de San Mateo: El dueño de una viña la arrienda y se marcha al extranjero; cuando llega el momento de la cosecha, envía a uno de sus servidores a reclamar el pago de alquiler, pero los arrendatarios le dan muerte; lo mismo hacen con otros muchos mensajeros; entonces, el dueño de la viña envía a su hijo, creyendo que lo respetarán, pero los arrendatarios lo asesinan igualmente; en vista de lo cual, el dueño vendrá, hará perecer a esos arrendatarios y alquilará su viña a otros. Lo peculiar
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de esta parábola es que el contenido que transmite no es una mera enseñanza doctrinal, sino un conjunto de hechos históricos (en parte ya ocurridos en aquel momento y en parte futuros), juntamente con su interpretación. La parábola, en efecto, resume la historia religiosa de Israel: elegido por Dios como su pueblo, rechaza a los profetas que El les envía, y acaba rechazando también a su Hijo, Jesús; a consecuencia de lo cual el pueblo de Israel quedará en su mayoría fuera de la Iglesia, mientras los pueblos paganos entrarán a formar parte de ella. Si por un momento imaginamos que no poseyéramos más fuente de información sobre la historia religiosa de Israel que esta parábola, no es difícil figurarse los arduos esfuerzos de los exegetas para distinguir lo que en ella pertenece a los hechos históricos significados y lo que pertenece solamente al revestimiento literario, y que, por tanto, es afirmado en sí mismo. Porque en esta distinción reside precisamente el problema teológico fundamental de la exégesis de los géneros literarios. Problema de respuesta nada fácil, sobre todo en ciertos géneros intermedios y no bien conocidos. Ilícito por completo sería querer darle una solución apriorística. Solamente un cuidadoso método científico que estudie los caracteres internos del texto en cuestión y los compare con ejemplos paralelos de otras literaturas próximas al autor sagrado por razones de época, vecindad geográfica, similitud etnológica, interdependencia cultural y lingüística, etc., podrá llegar a una conclusión valedera. Así lo afirma el papa Pío XII en la encíclica Divino afflante Spiritu (1943), en la que se acepta oficialmente la exégesis basada en el análisis de los géneros literarios: ...Cuál sea el sentido literal, no está muchas veces tan claro en las palabras y escritos de los antiguos orientales como en los escritores de nuestra época. Porque, efectivamente, qué quisieron ellos dar a entender con sus palabras no se determina solamente por las leyes de la gramática y de la filología, ni sólo por el contexto del discurso;
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sino que es de todo punto necesario que el intérprete se traslade, como si dijéramos, mentalmente a aquellos remotos siglos de Oriente, a fin de que, debidamente ayudado por los recursos de la historia, de la arqueología, de la etnología y de otras disciplinas, discierna y claramente vea qué géneros literarios, como dicen, quisieron usar y de hecho usaron los escritores de aquella vetusta edad. Porque los antiguos orientales no siempre empleaban para expresar sus conceptos las mismas formas y el mismo estilo que nosotros hoy, sino más bien aquellas que se usaban entre los hombres en su tiempo y de su tierra. Cuáles fueran esas formas, el exegeta no lo puede establecer de antemano, sino solamente por la cuidadosa investigación de las antiguas literaturas de Oriente. Volvamos, después de esta larga digresión, al Génesis. ¿En qué género literario están escritos los primeros capítulos del Génesis? ¿Se trata de exposición científica, historia, mito, parábola, cosmogonía, leyenda, relato folklórico, poema didáctico...? La respuesta precisa no es fácil, entre otras razones porque estos capítulos distan mucho de ser estilísticamente homogéneos. De aquí que en torno a esta pregunta esté abierta entre los exegetas una compleja discusión. Antecedentes de ella se encuentran ya en la época patrística. Los autores católicos contemporáneos, sin embargo, están de acuerdo en excluir las dos posiciones extremas. Coinciden todos, de una parte, en afirmar que los primeros capítulos del Génesis no son una exposición científica ni una crónica histórica en el sentido occidental y moderno. Coinciden también, de otra parte, en aceptar que tienen verdadero carácter histórico. Es decir, que no son una mera parábola, que, bajo apariencia de relato, transmita únicamente enseñanzas abstractas, sino que encierran también hechos realmente ocurridos. No son tan unánimes en designar la clase de historia a que pertenecen. El P. Lagrange los llamó «historia primitiva», en oposición tanto a la «verdadera historia» como a la
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«historia fingida». Según él, la «historia primitiva» es producto del intento de todos los pueblos de explicar su propio origen, sin que sus autores pretendan siempre establecer hechos concretos y precisos. Otros exegetas prefieren hablar de «historiosofía religiosa» 4, de «historia profética» 5 o de «parábola histórica» 6. Las documentos modernos del magisterio de la Iglesia han insistido siempre en los dos puntos anteriormente mencionados: en que los primeros capítulos del Génesis no son ni una exposición científica ni una historia en el sentido técnico moderno, pero que, no obstante, son verdaderamente históricos. Así lo declaró ya la respuesta de la Comisión Bíblica en 1909. Y de un modo más explícito, la carta del secretario de dicha Comisión al arzobispo de París, cardenal Suhard, aprobada por el papa Pío XII, en 1948. Reproduzco el párrafo más importante de ella: La cuestión de las formas literarias de los once primeros capítulos del Génesis es mucho más oscura y compleja. Estas formas literarias no responden a ninguna de nuestras categorías clásicas y no pueden ser juzgadas a la luz de los géneros literarios, grecolatinos o modernos. No puede, consiguientemente, negarse ni afirmarse en bloque la historicidad de estos capítulos sin aplicarles indebidamente las formas de un género literario bajo el cual no pueden ser clasificados. Si se admite que en estos capítulos no se encuentra historia en el sentido clásico y moderno, hay que confesar también que los datos científicos actuales no permiten dar una solución positiva a todos los problemas que plantean. El primer deber que in* Cz. Jakubiec: Prehistoria biblijna (Génesis, I-II): «Collectanea Theologica», 21 (1949). 5 J. M. González Ruiz: Contenido dogmático de la narración del Génesis 2,7 sobre la formación del hombre: «Estudios Bíblicos», 9 (1950). ' E. Galbiati: art. cit.
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Evolución y dogma cumbe aquí a la exégesis científica consiste, ante todo, en el estudio atento de todos los problemas literarios, científicos, históricos, culturales y religiosos conexos con dichos capítulos; sería preciso también examinar de cerca los procedimientos literarios de los antiguos pueblos orientales, su psicología, su manera de expresarse y su noción misma de la verdad histórica; sería necesario, en una palabra, reunir sin prejuicios todo el material de las ciencias paleontológica e histórica, epigráfica y literaria. Solamente así puede esperarse ver más claro en la verdadera naturaleza de ciertos relatos de los primeros capítulos del Génesis. Declarar a priori que sus relatos no contienen historia en el sentido moderno de la palabra daría fácilmente a entender que no la contienen en ningún sentido, cuando en realidad cuentan en lenguaje sencillo y figurado, adaptado a las inteligencias de una humanidad menos desarrollada, las verdades fundamentales presupuestas a la economía de la salvación, al mismo tiempo que la descripción popular de los orígenes del género humano y del pueblo elegido.
Dos años después, en 1950, reproducía Pío XII en la encíclica Humani generis las principales afirmaciones del párrafo precedente, añadiendo estas palabras: Y si algo tomaron los hagiógrafos antiguos de las narraciones populares (lo que puede ciertamente concederse), nunca debe olvidarse que lo hicieron con la ayuda del soplo de la inspiración divina, que los hacía inmunes de todo error en la elección y juicio de aquellos documentos. Un problema en conexión estrecha con el de los literarios de los primeros capítulos del Génesis es el de cómo el redactor de ellos llegó a conocer lo que enseña sobre el origen del mundo y del hombre. La teoría, sostenida en otro tiempo, de que la revelación hecha por
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Dios a los primeros hombres se transmitió a sus sucesores es evidentemente incompatible con la antigüedad del género humano. Otros teólogos han defendido la hipótesis de una revelación inmediata de Dios al autor sagrado. Pero no resulta fácil, en ese caso, explicar el carácter popular del relato ni sus innegables analogías con los de las literaturas vecinas. La mayoría de los exegetas actuales se inclinan a la opinión (autorizada, como hemos visto, por el magisterio de la Iglesia) de que el redactor utilizó relatos populares anteriores, guiándole la inspiración divina para discernir 7lo que en ellos había de verdadero. En un reciente libro , el dominico P. Dubarle propone la explicación siguiente: los pensadores religiosos de Israel intentaron, como los de otros pueblos, comprender el origen de su raza, el origen del género humano, el origen del mal, el origen del mundo. Y expresaron el fruto de sus meditaciones en el mismo género literario que el que, en otros países, preocupaciones semejantes utilizaron para formular los mitos. La diferencia radical está en que, en el caso de Israel, interviene la inspiración divina para guiar tales meditaciones, y la selección realizada entre ellas por el autor del Génesis, a fin de que todo ese proceso abocara a la verdad, tanto en lo que se refiere a afirmaciones doctrinales como a afirmaciones de hechos. El problema teológico fundamental, dependiente de la determinación de los géneros literarios del Génesis, consiste, por tanto, en discernir cuáles son las afirmaciones precisas que en él se contienen, distinguiéndolas de todo aquello que pertenece únicamente a la envoltura literaria utilizada. No se ha llegado en esta cuestión todavía a una unanimidad completa entre los exegetas católicos.'Todos están, ciertamente, concordes en admitir que en el Génesis se afirma la ordenación del cosmos por uri único Dios, la superioridad absoluta del hombre sobre los demás seres terrenos, la dignidad igual de hombre y mujer, el pecado por el que el género 7
Le peché originel dans l'Ecriture, París, 1958.
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humano se desvía de Dios. No es tanta, en cambio, la coincidencia en otros puntos, como más adelante veremos. IV EVOLUCIONISMO Y MAGISTERIO DE LA IGLESIA
Dos son los principales documentos emanados del magisterio supremo de la Iglesia que se refieren al evolucionismo biológico, indirectamente el primero y directamente el segundo. El primero, ya aludido, es la respuesta de la Comisión Bíblica del 30 de junio de 1909 a algunas preguntas sobre el carácter histórico de los primeros capítulos del Génesis. De ella, el pasaje que más relación tiene con nuestro tema es el siguiente: Duda III: Si puede especialmente ponerse en duda el sentido literal histórico donde se trata de hechos, narrados en esos mismos capítulos, que tocan a los fundamentos de la religión cristiana, como son, entre otros: la creación de todas las cosas por Dios al principio del tiempo; la peculiar creación del hombre; la formación de la primera mujer del («ex») primer hombre; la unidad del género humano; la felicidad original de los primeros padres en el estado de justicia, integridad e inmortalidad; el mandamiento impuesto por Dios al hombre para probar su obediencia; la transgresión del precepto divino por persuasión del diablo bajo forma de serpiente; la caída de los primeros padres de aquel primitivo estado de inocencia; así como la promesa de un futuro Reparador. Se responde negativamente. Cuarenta años después, el papa Pío XII se refirió explícitamente al evolucionismo biológico en la encíclica Humani generis (12 de agosto de 1950):
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, Réstanos decir algo de algunas cuestiones que, sj bien se refieren a las ciencias que llaman ordinariamente positivas, se relacionan más o menos con las verdades de la fe. No pocos piden insistentemente que la religión católica tenga lo más posible en cuenta tales ciencias. Cosa ciertamente digna de alabanza cuando se trata de hechos realmente demostrados. Pero que ha de recibirse con cautela cuando es, más bien, cuestión de hipótesis, aunque de algún modo fundadas en la ciencia humana, por las que se roza la doctrina contenida en las Sagradas Letras o en la tradición. Y si tales hipotéticas opiniones se oponen directa o indirectamente a la doctrina por Dios revelada, entonces semejante postulado no puede ser admitido en modo alguno. Por eso el magisterio de la Iglesia no prohibe que, según el estado actual de las ciencias humanas y de la sagrada teología, se trate de las investigaciones y disputas de los entendidos en uno y otro campo de la doctrina del evolucionismo, en cuanto busca el origen del cuerpo humano en una materia viva y preexistente •—pues las almas nos manda la fe católica sostener que son creadas inmediatamente por Dios—; pero de manera que con la debida seriedad, moderación y templanza se sopesen y examinen las razones de una y otra opinión, es decir, de los que admiten y los que niegan la evolución, y con tal de que todos estén dispuestos a obedecer el juicio de la Iglesia a quien Cristo encomendó el cargo de interpretar auténticamente las Sagradas Escrituras y defender los dogmas de la fe, Algunos, empero, con temerario atrevimiento, traspasan esta libertad de discusión al proceder como si el mismo origen del cuerpo humano de una materia viva preexistente fuera cosa absolutamente cierta y demostrada por los indicios hasta ahora encontrados, y por los razonamientos de ellos deducidos, y como si en las fuentes de la revelación divina nada hubiera que
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Evolución y do/gma exija en esta materia máxima moderación y cautela. / Mas cuando se trata de otra hipótesis/ la del llamado poligenismo, los hijos de la Iglesia no gozan de la misma libertad. Porque los fieles no pueden abrazar la sentencia de los que afirman o que después de Adán existieron en la tierra verdaderos hombres que no procedieron de aquél como del primer padre de todos, por generación natural, o que Adán significa una especie de muchedumbre de primeros padres. No se ve por modo alguno cómo puede esta sentencia concillarse con lo que las fuentes de la verdad revelada y los documentos del magisterio de la Iglesia proponen sobre el pecado original, que procede del pecado verdaderamente cometido por un solo Adán, y que, transfundido a todos por generación, es propio de cada uno.
Antes de pasar al comentario de cada uno de estos dos documentos conviene dejar sentadas tres afirmaciones generales que se desprenden de la lectura de ambos: 1. El magisterio de la Iglesia solamente se ocupa del evolucionismo en cuanto afecta al hombre y no en cuanto se limita a seres restantes. Nada, pues, ha dicho el magisterio, ni en favor ni en contra, de una teoría evolucionista que abarcase la totalidad de la creación infrahumana, aun incluyendo el paso de la materia inorgánica a la materia viva. 2. El magisterio de la Iglesia se refiere únicamente de modo directo a cuál ha sido de hecho el origen del género humano y no a cuál hubiera podido ser si Dios lo hubiera confiado únicamente a la acción de las leyes biológicas (las cuales, por otra parte, en ningún caso bastarían a explicar por sí solas el origen del alma humana). No sería, pues, contrario a la doctrina católica afirmar, por ejemplo, que la evolución de los seres vivos habría abocado a la aparición de múltiples parejas susceptibles de recibir la infusión de Dios de un alma hu-
Evalucionismo y magisterio de la Iglesia 335 \ maná si Dios no hubiera dispuesto que de hecho todo el género humano procediera de una pareja única 8 . 3. El magisterio de la Iglesia, finalmente, sólo se ocupa del origen del género humano actual, es decir, posadámico, sin juzgar la cuestión de si existieron o no otros grupos humanos independientes del nuestro y extinguidos ya cuando el nuestro hizo su aparición sobre la tierra. Con tales presupuestos podemos analizar brevemente por separado cada uno de los dos textos del magisterio reproducidos. Respecto a la respuesta de la Comisión Bíblica, cabe plantearse tres cuestiones: ¿cuál es su sentido exacto?; ¿sigue estando vigente en la actualidad?; ¿puede considerarse que los documentos últimos han dado indirectamente una interpretación auténtica de ella? La respuesta a la primera de estas preguntas ha sido muy discutida, sobre todo por lo que respecta a la interpretación de las palabras «sentido literal histórico». Unos entendieron que la Comisión quería decir que todos los hechos mencionados a continuación debían ser tenidos por realmente acaecidos en todos los detalles especificados (v. gr.: «el diablo bajo forma de serpiente»). Otros, por el contrario, creyeron que el pensamiento de la Comisión epa que todos los pasajes aludidos tienen verdadero carácter histórico (es decir, afirman hechos y no solamente ideas), pero no que eran historia en el sentido moderno y técnico. Estos últimos se apoyaban en que, en ese mismo documento, la Comisión respondió negativamente a la consulta de «si todas y cada una de las cosas, es decir, las palabras y frases que ocurren en los capítulos predichos han de tomarse siempre y necesariamente en sentido propio, de suerte que no sea lícito apartarse nunca de él, aun 8 G. Rambaldi ha comparado esta distinción con los dos procesos que hubieran podido dar origen al vino de Cana: la fermentación natural de un mosto y la acción milagrosa de Jesús. (Decreíi della Chiesa su l'evoluzione, Turín, 1953, páginas 13-17).
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cuando las locuciones mismas aparezcan como usadas impropiamente, o sea metafórica o antropomórfieamente, y la razón prohiba mantener o la necesidad/obligue a dejar el sentido propio». En cuanto a la vigencia disciplinar del documento, se podría aducir en contra de ella la profunda modificación que en estos cincuenta años han experimentado los estudios antropológicos, biológicos y exegéticos; el que no es mencionado en la Humani generis, y el que en los documentos recientes se concede más amplia libertad al escriturista católico de la que parecía permitir la respuesta en cuestión. No considero, sin embargo, que tales razones basten para establecer la no vigencia, de la cual solamente podría cerciorarnos una declaración explícita de la Santa Sede que, por otra parte, sigue autorizando la inclusión de este texto en las colecciones de documentos del magisterio, si bien dichas colecciones no tienen un carácter oficial. Creo, por el contrario, que sí debe afirmarse que los recientes documentos pontificios suponen una verdadera, aunque indirecta, interpretación auténtica de las respuestas de 1909. Me refiero, sobre todo, a que la autorización a admitir en los primeros capítulos del Génesis géneros literarios que, aun siendo históricos, no lo son en el sentido técnico moderno, equivale a dirimir definitivamente la cuestión de cómo han de interpretarse actualmente las palabras «sentido literal histórico». Pasemos ahora a examinar el texto de la encíclica Humani generis. Tres son sus afirmaciones fundamentales en lo que al evolucionismo respecta: 1. Los católicos tienen libertad para investigar y discutir si el cuerpo del primer hombre procedió de una materia viva preexistente, con tal de que lo hagan con seriedad científica y dispuestos a aceptar las orientaciones de la Iglesia. 2. En cuanto a las almas humanas, pertenece a la fe católica afirmar que son creadas inmediatamente por Dios. 3. No pueden los católicos admitir el poligenismo
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en ninguna de estas dos formas: la que afirma que, después de Adán, han existido en la tierra seres humanos que no procedían de él y la que establece que en la figura de Adán bíblico se designa colectivamente una multiplicidad de primeros hombres. La interpretación del sentido exacto de las palabras de la encíclica en lo que a este último punto respectan, ha dado lugar a una controversia. Algunos interpretaron que las palabras «puesto que de ningún modo aparece cómo (cum nequáquam appareat quomodo) esta sentencia puede conciliarse con lo que las fuentes de la verdad revelada y los documentos del magisterio de la Iglesia enseñan acerca del pecado original», no excluían en absoluto la posibilidad de que en el futuro se encontrara alguna conciliación aceptable entre el poligenismo y la doctrina católica del pecado original. La gran mayoría de los comentaristas, por el contrario, ha entendido que la encíclica rechazaba toda posibilidad de acordar el poligenismo con el dogma católico. Hay, sin embargo, dos temas clásicos en la consideración teológica del evolucionismo, a los que la encíclica Humani generis no alude: el origen del cuerpo de Eva y la necesidad de una especial intervención divina inmediata para disponer el cuerpo animal a recibir el alma del primer hombre, si es que efectivamente ese cuerpo se formó por evolución. Tal vez sea el origen del cuerpo de la primera mujer el aspecto de la actitud católica ante el evolucionismo en que menos acuerdo se da' actualmente entre los autores católicos. El silencio de la encíclica ha sido interpretado por algunos como si la intención del papa Pío XII hubiera sido simplemente la de dejar en vigor la respuesta de la Comisión Bíblica, que, como hemos visto, incluía entre los relatos del Génesis a los que había que entender en «sentido literal histórico», la formación de la mujer ex primo homine. Pero, según lo anteriormente expuesto, ello no resolvería la cuestión, puesto que, de acuerdo con los documentos recientes, el carácter histórico de los primeros capítulos del Génesis no implica que se trate de historia científica moderna; se-
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Evolución y dcjgma
guiría, pues, en pie el problema de saber si la Formación del cuerpo de Eva a partir del cuerpo de Aaán es afirmada en el Génesis como hecho en sí mism0 o pertenece a la envoltura literaria propia del género histórico escogido por el autor. Por otra parte, no parece probable que sí el pensamiento del Pontífice hubiera sido el de excluir la libertad de discusión entre los católicos sobre este punto, críticamente controvertido, la encíclica se hubiera limitado a pasarlo en silencio: prueba de ello su explícita referencia al poligenismo, a pesar de que ya en la respuesta de la Comisión Bíblica se afirmaba «la unidad del género humano». Me parece, pues, más aceptable entender que si la Humani generis guarda silencio sobre la formación del cuerpo de Eva, es sencillamente porque considera que la solución que se adopte en este punto depende de la respuesta dada al problema general del origen del cuerpo humano y de los géneros literarios de los primeros capítulos del Génesis. Esta es también la opinión de Galbiati'. Sin embargo, como antes se apuntó, los pareceres sobre este tema de los recientes tratadistas católicos son sumamente dispares. Así, para no citar más que dos ejemplos, el teólogo jesuíta español J. F. Sagüés mantiene que la afirmación de que el cuerpo de Eva procede del cuerpo de Adán debe ser tenida como de «fe católica» ,0; mientras que el exegeta belga, también jesuíta, G. Lambert considera el correspondiente relato del Génesis como una explicación popular del proverbio hebreo sobre la esposa «tú eres mis huesos y mi carne» u . Otro punto en el que los teólogos suelen hacer hincapié es en el de la necesidad de establecer, si es que se admite el origen evolucionista del cuerpo humanoj una acción divina especial e inmediata que dispusiera el cuerpo animal en cuestión para recibir el alma humana. No nos ocuparemos aquí de las razones filosóficas en '10 Arl. cit., p. 77.
Sacrae Theologiae Summa, Madrid, 1952, t. II. p. 645. " L'Encyclique «Humani generis» et l'Ecriture Sainte: «Nouv. Rev. Théol.», 83 (1951), pp. 237-238.
La teoría de Teilhard de Chardin
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que eista afirmación se apoya, derivadas de la concepción hilemórfica escolástica. En cuanto a los argumentos teológicos, creo que su valor depende, sobre todo, de la conclusión a que llegue la exégesis sobre si esta intervención especial está afirmada en el Génesis. No me parece, en cambio, que otros dos argumentos teológicos que suelen aducirse tengan verdadera eficacia probativa. Me refiero, en primer lugar, a quienes piensan que admitir que la evolución biológica haya podido abocar a un cuerpo naturalmente dispuesto a la infusión del alma equivale a afirmar que ese cuerpo tendría una verdadera exigencia a tal infusión, lo cual limitaría la libertad divina respecto a la creación del hombre. A ello puede oponerse, por una parte, que cabe entender esa disposición natural como una mera no repugnancia, y por otra parte, que, en todo caso, ella sería la consecuencia de las leyes libremente dictadas por Dios a la materia, en vistas a la futura creación del hombre. También suele argumentarse que, sin esa especial intervención divina, habría que considerar al primer hombre como hijo de un animal, ya que habría recibido de él su cuerpo, lo mismo que todos los hijos de sus padres. Los que así razonan olvidan el concepto de generación, clásico en la teología, que incluye, como elemento esencial, la semejanza de naturaleza, in similitudinem naturae, que, evidentemente, nunca existiría entre el ser dotado de alma y el que no la tiene. V LA TEORÍA DEL P. TEILHARD DE CHARDIN
Dedicaremos esta última sección a un esquemático examen del más amplio intento realizado hasta ahora de interpretar el evolucionismo desde un punto de vista católico. Me refiero a la teoría del ilustre paleontólogo y biólogo jesuíta P. Pierre Teilhard de Chardin, cuyas obras más extensas e importantes están siendo editadas postumamente en Francia a partir de 1955, y traduci-
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Evolución
y dogma
das ahora al castellano 12. Nacido en Sarcenat en 1881 y fallecido en Nueva York en 1955, dedicó toda su vida a la investigación científica, cuyos resultados fue dando a conocer en numerosos artículos publicados en revistas especializadas. De 1932 a 1938 participó en las investigaciones relacionadas con el descubrimiento del Sinántropo de Chukutien. ¿Cuál es el sentido fundamental de la teoría evolucionista de Teilhard de Chardin? Creo que puede resumirse en pocas palabras diciendo que intenta formular unas leyes universales que sean comunes a los cuatro grandes estratos de fenómenos cósmicos: los físico-químicos, los biológicos, los antropológicos y los sociológicos. ¿Es posible determinar un substrato común a todos ellos y que los explique tanto intelectual como genéticamente? Teilhard cree en la respuesta afirmativa, y elabora un hipótesis universal: la de una evolución de la materia-energía, que va desde las partículas más simples hasta los acontecimientos de la historia humana. Un tanto toscamente, puede enunciarse así: la energíamateria responde a dos tendencias primarias que se corresponden: la entrópica de dispersión hacia estados más probables, y la sintrópica de complicación-unificación que la impulsa a constituir complejos centralizados cada vez más improbables. En otros términos: el universo obedece a dos tendencias opuestas, la que lo lleva a disgregarse y la que lo lleva a «enrollarse sobre sí mismo». La aparición de la vida, y dentro de la vida, de los sistemas nerviosos; la aparición del hombre, y la de sus agrupamientos comunitarios cada vez más ex12 La bibliografía sobre Teilhard de Chardin empieza a hacerse copiosa. Los libros más importantes aparecidos hasta ahora son: C. Tresmontant: Introduction á la pensée de T. de Ch., París, 1956; O. A. Rabut: Dialogue avec. T. de Ch., París, 1958; C. Cuénot: Fierre T. de Ch., les grandes ¿tapes de son évolution, París, 1958 (con el primer intento de un catálogo completo de la obra de Teilhard). En castellano ha publicado un excelente artículo J. Guerra: El evolucionismo de T. de Ch.: «Compostellanum», 2,3 (1957), 501-520.
La teoría de Teilhard de Chardin
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tensos, son el resultado de la segunda de estas tendencias. Para ofrecer una síntesis lo menos infiel posible al verdadero pensamiento de Teilhard de Chardin, vamos a seleccionar unos pocos textos clave, en los que su teoría está condensada. a)
La esencia de la evolución Para escapar a un imposible y anticientífico dualismo de fondo y salvaguardar, no obstante, la natural complicación del Tejido del Universo, yo propondría la representación siguiente, que va a servir de fondo a todos nuestros desarrollos posteriores. Esencialmente, lo admitiremos, toda energía es de naturaleza psíquica. Pero en cada elemento particular, añadiremos, esta energía fundamental se divide en dos componentes distintos: una energía tangencial, que hace al elemento solidario de todos los elementos del mismo orden (es decir, de la misma complejidad y de la misma «centreidad») que él mismo en el Universo, y de una energía radial, que lo impulsa en la dirección de un estado cada vez más complejo y centrado, hacia adelante B .
b)
La evolución de la materia
inorgánica
Observada en su parte central, la más clara, la Evolución de la Materia se reduce, en las teorías actuales, a la edificación gradual, por complicación creciente, de los diversos elementos admitidos por la físico-química. Abajo de todo, para comenzar, una simplicidad aún no resuelta, indefinible en términos de figuras, de naturaleza luminosa. Después, bruscamente, un hormiguear de corpúsculos elementales, positivos o negativos (protones, neutrones, electrones, fotones...), cuya 13
Le phénoméne humaine, París, 1955, p. 62.
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Evolución
y dogma
lista se acrecienta sin cesar. Después, la serie armónica de cuerpos simples, desplegada, desde el hidrógeno al uranio, sobre las notas de la gama atómica. Y en seguida, la inmensa variedad de cuerpos compuestos, en los que las masas moleculares van elevándose hasta un cierto valor crítico, por encima del cual, como veremos, se pasa a la vida. Ni un solo término de esta larga serie que no deba ser considerado, con buenas pruebas experimentales, como un compuesto de núcleos y de electrones. Este descubrimiento fundamental de que todos los cuerpos derivan, por transformación de un solo tipo inicial corpuscular, es el relámpago que ilumina a nuestros ojos la historia del Universo. A su manera, la Materia obedece, desde el origen, a la gran ley biológica (sobre la que hemos de volver constantemente) de «complejificación» M. c)
La teoría de Teilhard de Chardin
rio, muestra una verdadera plasticidad interna que le permite derramarse, por decirlo así, y emitir unas especies de «pseudópodos» en toda dirección favorable. Así, el grupo notable, y sobre el que debe concentrarse ahora nuestra atención, de las misteriosas proteínas... Es imposible, dada la distribución actual de los compuestos carbonados en la superficie del globo, no suponer que sustancias de tipo proteína se hayan formado en la zona superficial, sensible e irradiada, de la tierra juvenil; y no conjeturar, en consecuencia, que es en el seno de estas proteínas primordiales donde ha debido producirse (por formidablemente improbable que ello pueda parecer y, sin embargo, por un efecto casi inevitable del geo-quimismo planetario) el gran fenómeno de la vitalización 15. d)
Desde el punto de vista evolutivo en que nos colocamos, uno de los caracteres más curiosos de las moléculas es su capacidad de aparecer, de germinar, absolutamente por todas partes sobre el mundo de los átomos. No existe átomo que, bajo ciertas condiciones, no pueda entrar en combinación molecular. Bajo ese aspecto, el mundo molecular no empalma con el mundo atómico, sino que lo envuelve, como lo hará una nube o una atmósfera. Lo que no quiere decir, de ningún modo, que en ciertos aspectos, y siguiendo ciertas líneas, la moleculización no se muestre particularmente activa y aditiva: eso es lo que ocurre eminentemente, a temperaturas reducidas, a partir del carbono. Mientras que el mundo de los Átomos se comporta como una especie de ensamblamiento rígido, el mundo de las Moléculas, por el contraId., pp. 42-43.
La evolución
biológica
Es aquí, con toda evidencia, donde, si queremos avanzar más lejos en nuestro estudio de la Corpusculización de la Materia, nos es preciso encontrar un hilo conductor, una brújula, para dirigirnos: entiendo por eso algún medio de reconocer (aunque sea indirectamente) si, siguiendo esta o aquella serie zoológica, la complejidad crece verdaderamente, y con qué velocidad... La variación del sistema nervioso, o con más exactitud todavía, la variación de su porción cefalizada, o más sencillamente y en una palabra, la Cefalización, ¡he aquí el hilo conductor que necesitamos!... Desde ese punto de vista, grandemente corregido y precisado, poco importa el número de moléculas incluidas en el esqueleto o la musculatura del animal. Poco importa, inclusive, hasta cierto punto, el volumen bruto de su encéfalo. Sino que la única cosa que cuenta finalmente en la clasificación absoluta de los vivientes
La aparición de la vida
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15
Le groupe zoologique humain, París, 1956, pp. 28-30.
Evolución
y dogma
La teoría de Teilhard de Chardin
superiores es (además del número) la perfección, en cuanto a la estructura y disposición, de las neuronas cerebrales 16.
complejidad, sin prejuzgar nada de la acción de Causas más profundas, que manejan todo el proceso...? Establecido eso, nada impide al pensador espiritualista —por razones de orden superior, y en un momento ulterior de su dialéctica— situar bajo el velo fenoménico de una transformación revolucionaria aquella operación «creadora» y aquella intervención «especial» que quiera...) 1 7 .
La aparición del hombre Al fin del Terciario, desde más de 500 millones de años, la temperatura psíquica se elevaba en el mundo celular. De rama en rama, de capa en capa, lo hemos visto, los sistemas nerviosos iban, pari passu, complicándose y concentrándose. Finalmente, se había construido en el sector de los primates un instrumento tan notablemente flexible y rico, que el paso inmediatamente siguiente no podía darse sin que todo el psiquismo animal se encontrara como refundido y consolidado sobre sí mismo. Ahora bien: el movimiento no se ha detenido, porque nada en la estructura del organismo le impedía avanzar. Al antropoide, llevado «mentalmente» a 100 grados, se han añadido, pues, algunas calorías más. En el antropoide, situado casi en el vértice del cono, se ha ejercido un último esfuerzo siguiendo el eje. Y no ha hecho falta más para que todo el equilibrio interior se encontrara cambiado. Lo que no era aún más que superficie centrada se convirtió en centro. Mediante un crecimiento «tangencial» íntimo, el «radial» se ha revuelto, y, por decirlo así, ha saltado adelante al infinito. En apariencia, casi nada ha cambiado en los órganos. Pero en profundidad, una gran revolución: la conciencia brotando, hirviendo, en un espacio de relaciones y de representaciones supersensibles, y, simultáneamente, la conciencia capaz de percibirse a sí misma en la simplicidad concentrada de sus facultades... todo eso por vez primera. (Nota. ¿Necesito repetir una vez más que yo me limito al Fenómeno, es decir, a las relaciones experimentales entre conciencia y
f)
La evolución
social
Multiplicados por el juego de la reproducción, los individuos vivos no se alinean conforme a las leyes de la Especialización en un sistema de phyla ramificados. Desde las formas zoológicas más inferiores manifiestan al mismo tiempo (todos ellos, aunque en grados diversos) una tendencia evidente a agregarse entre sí; ésta, tanto por uniones sobre todo de tipo fisiológico, que dan nacimiento a clases de poliorganismos (colonias de Celentéreos...), como por uniones sobre todo psíquicas (colonias de Insectos...), que acaban en verdaderas sociedades. No hay individuos sin populación. Y no hay populación sin asociación. Todo esto es bien sabido, y, por lo demás, lo padecemos a lo largo de la existencia. Y entonces, ¿por qué, por un instinto mal entendido de autodefensa o por rutina intelectual, nos obstinamos en tratar como accidentales o parabiológicos esta capacidad y esa tendencia de todos los vivientes (cuanto más vivientes sean) hacia el acercamiento y la coordinación? ¿Por qué, en desacuerdo con los hechos, nos negamos a reconocer que, en la subida irresistible a través de la Biosfera de los efectos de socialización, hay que ver una modalidad superior de lo que hemos llamado antes «el proceso cósmico de corpusculización»? 18. 17
Id., pp. 56-58.
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Le phénoméne humain, pp. 185-186. " La aparición del hombre, Madrid, 1958, p. 329.
Objeciones a la teoría de Teilhard de Chardin
sentes, ¿cómo no considerar que el ascenso gradual de Cristo en la conciencia humana no podría continuar mucho tiempo sin que se produzca, en nuestro cielo interior, el acontecimiento extraordinario de su conjunción con el Centro, ya previsible, de una correflexión terrestre (y de modo más general, con el foco presunto de toda Reflexión en el seno del Universo)? Encuentro inevitable e «implosivo», ciertamente, teniendo como efecto probable el de soldar mañana entre ellos, en medio de una ola de poder evolutivo liberado, Ciencia y Mística, en tomo a un Cristo, identificado finalmente por el trabajo de los siglos, dos mil años después de la confesión de Pedro, como la cima última (es decir, como el único Dios posible) de una Evolución reconocida decididamente como un movimiento de tipo convergente. He aquí lo que yo preveo. Y he aquí lo que espero20.
g) El punto Omega Decía que, en Cosmogénesis convergente, todo acontece como si el contenido salvable del mundo se reuniera y consolidara, por evolución, en el centro de la esfera representativa del Universo. Pero ¿cómo imaginamos en último análisis la estructura de fondo de este centro mismo, es decir, de este punto de interiorización y de irreversibilidad total? Como sucede a nuestros instrumentos de óptica, el Foco principal de la Cosmogénesis, ¿nace de la reunión de rayos que van al encuentro los unos de los otros? (hipótesis núm. 1, o «hipótesis de la unificación»). O bien, como en el caso de una nube de insectos que se precipita de noche sobre una lámpara, ¿la reunión evolutiva de la Weltstoff se halla condicionada por la preexistencia de un núcleo (no engendrado, sino engendrante) de convergencia cósmica? (hipótesis núm. 2, o «hipótesis de la unión»). En el primer caso (Universo que se unifica en sí por simple agrupación de elementos entre sí), la Evolución viene incontestablemente valorizada; pero esto en una atmósfera estrictamente impersonal y colectiva. Mientras que en el segundo (Universo que se unifica bajo la influencia de algún «supremamente uno» ya existente; es decir, en definitiva, por adhesión a un «Supremo Cualquiera») se halla, además, amorizado. Lo cual, dinámicamente hablando, representa una manera incontestablemente superior de desencadenar nuestro poder de acción hasta sus trasfondos 19. ' h) El puesto de Cristo Es siempre peligroso, sin duda, predecir y extrapolar. Sin embargo, en las circunstancias pre19
Id. apéndice: Observaciones complementarias sobre la naturaleza del punto Omega o acerca de la singularidad del fenómeno cristiano, pp. 376-377.
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VI OBJECIONES A LA TEORÍA DEL P. TEILHARD DE CHARDIN
Las objeciones a la teoría de Teilhard de Chardin pueden ser de tres clases: científicas, filosóficas y teológicas. Examinémoslas brevemente. a)
Objeciones científicas
Me referiré a ellas con toda concisión, porque escapan por completo a mi competencia21. En resumen: convienen en decir que los hechos científicamente probados son susceptibles de interpretaciones más simples que la de Teilhard. Así, por ejemplo, la evolución bio20 Le Dieu de l'Evolution, inédito, en C. Cuénot: ob. cit., páginas 449-450. 21 Me limito a seguir a O. A. Rabut: ob. cit., cap. 5.
Evolución
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y dogma
lógica es reducida por Simpson sencillamente al efecto de una convergencia de factores heterogéneos (mutaciones, selección, influencia del medio...) sin que pueda hablarse de una dirección en ella 22 . Meyer, por su parte, restringe todo el sentido de la evolución a una ley físico-matemática de decrecimiento de la entropía o aumento de la improbabilidad B . Creo, sin embargo, que la diferencia entre tales explicaciones y la de Teilhard es que aquéllas son menos universales, puesto que no abarcan los fenómenos antropológicos y sociológicos. Ciertamente, y sin duda él hubiera sido el primero en admitirlo, el intento de Teilhard de establecer una teoría abarcadura de todos los hechos cósmicos no puede ser considerado actualmente sino como una hipótesis de trabajo, que pueden confirmar o desmentir los descubrimientos posteriores. Pero ¿no ocurre lo mismo exactamente con los intentos contemporáneos de reducir a un enunciado universal todos los hechos físicos conocidos? Ello es condición de toda ciencia que no sea puramente deductiva, sino que pretenda interpretar la realidad fenoménica. b)
Objeciones
filosóficas
Se ha reprochado a Teilhard de Chardin que su concepción científica se inspira en una filosofía vitalista «fin de siglo», desconociendo las filosofías contemporáneas y especialmente el existencialismo 24 . Teilhard, en efecto, parte del supuesto de una continuidad ontológica entre el objeto y el sujeto, entre la naturaleza y la conciencia, mientras que el existencialismo ha puesto de relieve la oposición absoluta entre el ser en soi y el ser pour-soi. Me parece que lo más valedero de esta crítica está en lo siguiente: tal vez quepa admitir una cierta continuidad psíquica a través de la evolución cósmica 22 23 24
Rythme et modalités de Vevolution, París, 1950. Problématique de Vevolution, París, 1954. Así, L. Malevez: La méíhode du P. T. de Ch. et la Phénoménologie: «Nouv. Rev. Théol.», 79 (1957), 579-599.
Objeciones a la teoría de Teilhard de Chardin
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en lo que al conocer se refiere. Creo, por el contrarío, mucho más difícil admitirla en lo que respecta a la libertad. ¿Qué precedentes físicos o biológicos podrían señalársele? ¿No implica la libertad, por el contrario, como posibilidad de escoger un sentido y de rechazar todo fatum cósmico, la negación del evolucionismo psíquico de que habla Teilhard de Chardin? También se ha criticado ese carácter «psíquico» que Teilhard atribuye a toda la «energía radial» 2S. Estimo que con ello se toma demasiado al pie de la letra sus expresiones (excesivas a veces, convengo en ello). Creo que la intención verdadera de Teilhard es decir que el psiquismo es la forma última y más elevada de dicha energía y que, en ese sentido y frente a la entrópica «energía tangencial», aquélla puede ser calificada, en sentido muy amplio y casi metafórico, de «psíquica». c)
Objeciones
teológicas
Que el P. Teilhard de Chardin fue personalmente un católico ferviente y ejemplar no puede ni siquiera ponerse en discusión. Sobre lo único que cabe plantear una controversia es sobre si también su teoría panevolucionista es objetivamente «católica». Desgraciadamente, Teilhard no elaboró una completa «Teología de la evolución», limitándose a algunas interesantes indicaciones. De aquí que haya de juzgarse teológicamente su pensamiento más que por'lo que afirma, por la dirección en que camina. No me parece que puedan señalarse en el pensamiento de Teilhard de Chardin puntos formalmente incompatibles con la actual enseñanza de la Iglesia. El problema está, más bien, en determinar si el «clima», la Weltanschauung, de su evolucionismo es o no adecuado para comprender los datos de la Revelación. El tema es complejo y sutil, y no podemos aquí estudiarlo a fondo. Me limitaré a una observación. Una de las constantes de la Revelación bíblica es la de presentarnos la penetración de lo sobrenatural en Cf. O. A. Rabut: ob. cit., pp. 53-64.
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Evolución y dogma
el mundo como producto de una libérrima decisión divina, que no depende (sino que muchas veces contradice) de la marcha natural de las cosas. La elección de los hombres y de los pueblos a su destino sobrenatural, la vocación, la alianza, el envío de la Palabra o del Espíritu, la Encarnación de esa Palabra sustancial, la Redención y Resturación del género humano... son fruto de una libre irrupción de Dios en la historia natural del Universo y del hombre, y de ningún modo producto de esa misma historia. Los planos natural y sobrenatural ni se continúan ni son paralelos, sino que se cortan en diversos e imprevisibles puntos. «Mis caminos no son vuestros caminos». La perfección meramente humana (intelectual, cultural, estética, ética) no es ajena, pero tampoco absolutamente condicionante de la elección divina y de la concesión de dones sobrenaturales. Este carácter extremado de la libertad divina en la Biblia es la manifestación suprema del carácter personal de Dios que en ella se revela. Creo que es en este punto en el que el pensamiento de Teilhard de Chardin aparece como penetrado de un excesivo optimismo naturalista. A veces, se diría casi que concibe la historia humana como una ininterrumpida línea ascendente desde el electrón a la visión beatífica. No es ése el concepto bíblico del devenir histórico. Los hechos capitales del tiempo humano y cósmico (Encarnación, Redención y Resurrección) ya han ocurrido, pertenecen al pasado (que actúa sobre el presente), no al porvenir. Eso no quiere decir, sin embargo, de ningún modo, que todo evolucionismo natural sea incompatible con la revelación. Pero sí que toda concepción cristiana evolucionista tendrá que establecer una clara distinción entre el orden natural y el orden sobrenatural, y subrayar sin ambigüedad posible que la libertad divina trasciende por completo el plano evolutivo natural, y puede irrumpir en él con independencia absoluta, e incluso en abierta contradicción con el desarrollo progresivo de lo cósmico.
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